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La Cuestion Homosexual
La Cuestion Homosexual
TRIPP
LA CUESTIÓN
HOMOSEXUAL
Indice
SOBRE EL AUTOR 7
INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN ESPAÑOLA 9
PREFACIO 19
1. CONCEPCIONES POPULARES
E HISTÓRICAS ACERCA DE LA
SEXUALIDAD 23
2. CONSIDERACIONES BIOLÓGICAS 35
3. INVERSIÓN Y HOMOSEXUALIDAD 51
4. LOS ORIGENES DE LA
HETEROSEXUALIDAD 71
5. LOS ORIGENES DE LA
HOMOSEXUALIDAD 115
6. TÉCNICAS SEXUALES 159
7. ASPECTOS SOCIALES DE LA
HOMOSEXUALIDAD 195
8. ENCUENTROS BREVES Y RELACIONES
CONTINUADAS 225
9. PSICOLOGÍA DEL AFEMINAMIENTO 251
10. ASPECTOS POLÍTICOS DE LA
HOMOSEXUALIDAD 291
11. LA CUESTIÓN DE LA PSICOTERAPIA 341
12. EQUILIBRANDO LA ECUACIÓN 373
MISCELÁNEA 391
REFERENCIA A LAS NOTAS BIBLIOGRÁFICAS 403
SOBRE EL AUTOR
El doctor C. A. Tripp, psicoterapeuta e investigador
en sexología de Nueva York, tiene el grado de American
Associate of Science del Rochester lnstitute of Technology, y
un doctorado en psicología y sociología por la Universidad
de Nueva York. Durante la Segunda Guerra Mundial
formó parte del personal del Gobierno que supervisaba
la producción de filmes confidenciales sobre el Ejército
y la Marina de los EE. UU. Durante nueve años estuvo
íntimamente asociado al doctor Alfred Kinsey y al lnstitute
for Sex Research, en donde como afiliado externo realizó
diversas tareas especiales en investigación sexológica. Sus
antecedentes incluyen también un internado clínico en el
Kings County Hospital, y nueve años de facultad en la State
University de Nueva York, Downstate Medical Center de la
misma ciudad.
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INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN ESPAÑOLA
* Prof. Judd Marmor, doctor en medicina, carta dirigida al autor del presente
libro el día 3 de noviembre de 1975.
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debe ser. En lo relativo a materia sexual, éstos no son
simples patrones basados en cómo actúa y siente la mayor
parte de la gente; existen tradiciones llenas de conceptos
de lo correcto y lo erróneo, unidas a nociones de «para
qué» sirve el sexo, sus relaciones con el amor, las diferentes
obligaciones sociales y la propia estructura de la sociedad.
Pruebas que contradigan cualquiera de estas nociones —
encontrar la creencia de que existen diversas variaciones
sexuales complementarias— siempre molestarán a
algunas personas. Otros se verán más perturbados por lo
que se ha encontrado en la heterosexualidad. Para mucha
gente ha sido un verdadero choque, por dar un ejemplo,
el que en todos los matrimonios y relaciones prolongadas
la intensidad del interés sexual de los cónyuges tienda
a ser inversamente proporcional a su compatibilidad.
Las implicaciones que a la larga posee este y otros de
los hallazgos presentados en esta obra constituyen un
verdadero desafío para muchas de las ficciones que sirven
de guía a la sociedad, y que nos han enseñado a todos. No
hay duda de que muchas personas desviarán su mirada
y advertirán vehementemente a otros para que hagan lo
mismo; pero hay todavía muchas que están dispuestas
a examinar todas y cada una de las ideas, y ponerlas a
prueba comparándolas con sus propias observaciones.
Este libro es para ellas.
C. A. TRIPP.
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PREFACIO
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1. CONCEPCIONES POPULARES E HISTÓRICAS
ACERCA DE LA SEXUALIDAD
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Ambas tendencias, la exhibición de libertad y la
actitud conservadora poderosa y callada, son incluso
más aparentes respecto a la homosexualidad. En los
últimos tiempos se han ¡do manifestando poderosos
movimientos en pro de un cambio en las leyes relativas
a la sexualidad, con objeto de modificar su jurisdicción
en todo lo relativo a las relaciones de este tipo entre
personas adultas y consentidoras realizadas en privado.
No hay duda de que estos cambios, ya en marcha en un
cierto número de estados de la Unión y diversos países,
incluyéndose Illinois e Inglaterra, son un presagio para el
futuro. Más todavía, es precisamente en dichas regiones
«liberalizadas» donde uno empieza a darse cuenta de
hasta qué punto estaban entronizadas las costumbres
clásicas. Inglaterra, en la práctica, resulta tan rigurosa
en sus actitudes como lo fue anteriormente. Cualquiera
que esté involucrado en la homosexualidad haría mejor
en vigilar sus pasos, y Chicago es todavía más vigilante
sobre este problema de lo que lo fuera hace una centuria.
Estos resultados secundarios de la legislación liberal
no han de considerarse como los pasos de determinado
retroceso temporal. Existen indicios de que no tienen
nada de temporal; las leyes contra la homosexualidad
han sido eliminadas de los libros en Suiza y otros países
europeos hace cerca de cuarenta años; un cambio que
alejó el problema de los tribunales, pero en nombre de la
«sensibilidad y el decoro» se ve actualmente un refuerzo
de los antiguos patrones.
Ninguna de las formas corrientes de interpretación
de estas situaciones será suficiente. No es correcto decir
que los mayores cambios legales, junto con la liberación y
endurecimiento de diversas actitudes sociales, equivale a
que «no haya cambios». Ni tampoco el progreso indefinido
de liberalización total bien acogido por la noción popular
de que el mundo es empujado por dos facciones: un grupo de
personas que son liberales, inteligentes, y constantemente
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a la altura de su tiempo, pero cuyas reformas se ven
retrasadas por un grupo separado plenamente antiliberal,
retrógrado y conservador. Lo cierto es que en realidad
casi nadie está suficientemente «liberado», y cualquier
observador capaz de percibir una pulgada por debajo
de la superficie encontrará que existe una capa casi
intacta de «valores originales» en el pensamiento y las
actitudes básicas, incluso de los individuos más educados
y sofisticados. Una persona puede disfrutar actuando
sexualmente de una forma diferente a los demás y con
otros patrones de conducta, y de forma independiente
a que lo haga o no, puede mostrarse permisiva en sus
actitudes hacia alguien que actúe de dicha forma; pero,
naturalmente, esta «permisividad» implica la garantía de
un permiso que, a su vez, expresa su respeto por la regla,
de la que es una excepción.
Expresiones similares que indican que los valores
se mantienen inalterables existen de forma aparente en
otros muchos sectores. Muy especialmente, en las clases
sociales más elevadas, el homosexual, con frecuencia,
obtiene diversas ventajas de su posición. Para algunos
de sus amigos heterosexuales su notable diferencia lo
hace más interesante; otros se separan para no tener o
aparentar una actitud gazmoña. Los hay también que
están predispuestos a apreciarlo, en gran parte por las
mismas razones que tienden a hacer que una persona que
es vulnerable en algún punto sea más apreciable. Pero
en todos estos ejemplos, así como en los opuestos, en los
que una persona puede ser condenada por su diferencia,
la base de comparación —la norma asumida con la que
dicha variación se valora— es evidentemente de mucho
peso.
¿Por qué esta inevitable lealtad a una expectativa de
tipo medio?
¿Se trata de un fondo automático procedente de la
primera educado recibida, de un deseo subyacente de
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uniformidad, de una obligación moral u otro tipo de
tiranía o imposición colectiva? Sin duda es todo esto y
mucho más; influencias que en cierto gradó afectan la
objetividad de todos. Teniendo esto presente, hay mucho
que aprender del recuerdo de determinados fundamentos
que existen en la parte más profunda de todos nosotros.
PERSPECTIVAS HISTÓRICAS
En todas las sociedades humanas ha habido siempre
costumbres, leyes y normas morales impuestas a sus
miembros individuales, como precio por el privilegio
de pertenecer a ella. En todas las sociedades se forman
igualmente juicios de valor que constituyen los criterios
para decidir los tipos de conducta que han de ser aprobados
o rechazados. A tales juicios les suceden bien pronto
firmes regulaciones, una de cuyas principales funciones
es el establecimiento de una determinada uniformidad en
la conducta, tanto social como privada. Socialmente, por
lo menos, esta uniformidad tiene un considerable valor:
facilita los esfuerzos cooperativos del grupo y minimiza
una amplia gama de fricciones y motivos de desacuerdo.
Las formas de conducta, tanto las desaprobadas como
las aceptadas, convertidas en conceptos de lo adecuado
o erróneo, son entonces aplicadas a la totalidad de los
aspectos de la vida. Afectan a los vestidos que se ponen,
la comida que se ingiere, la manera en que se expresan
el afecto y la hostilidad, y de manera más firme aún,
las formas de expresión sexual que se indican como
aceptables o rechazables. No hay duda de que el rigor
de las costumbres sexuales se origina, en gran parte, en
la emoción intensa y poco usual que acompaña todo lo
relacionado con el sexo.
Algunas de las normas con que la sociedad regula la
conducta sexual son necesarias por razones prácticas,
como el proteger a los débiles de los fuertes. Con
frecuencia se trata de la extensión de los principios
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fundamentales relativos a los derechos de los demás, o
medidas restrictivas para evitar los abusos, violencias
y lesiones. La captura de la esposa de otro hombre, el
rapto, y otros tipos de relaciones sexuales forzadas, han
estado, y están, fuera de la ley en todas las sociedades. En
otras circunstancias, también las prohibiciones sexuales
tienen un carácter protector y parecen ser el resultado de
la experiencia social. Resulta comprensible que los actos
sexuales que conducen al incesto, o implican el abuso de
niños o jóvenes, tengan que estar bajo las más severas
restricciones.
Pero la inmensa mayoría de las regulaciones sexuales
dé nuestra sociedad se han establecido sin ninguna
referencia a necesidades prácticas. Fueron el producto
de la filosofía religiosa y de diversos valores espirituales
que se colocaron en oposición a los «pecados de la carne».
A los ojos de la iglesia —la católica y la protestante—, se
comete pecado cuando alguien «derrama su simiente»,
bien al masturbarse, en contactos bucogenitales, en el
coito anal, o en prácticas homosexuales. Los tribunales
civiles han asimilado estas regulaciones y, hasta la fecha,
con frecuencia se dedican a la aplicación literal de la ley.
Nunca se ha asegurado que tales actividades dañen a las
personas o a la propiedad, ni tampoco la ley lo pretende.
Se han clasificado como crímenes contra natura, como
anormalidades, perversiones de las intenciones de la
naturaleza; como si se originaran de una fuente distinta a
la propia naturaleza de la que proceden.
Las filosofías religiosas que infravaloran las
costumbres sexuales de nuestra sociedad han sido
estructuradas y elaboradas por hombres que creían
que una vida pasada en el celibato, la abstinencia y el
ascetismo era moralmente superior a otra en la que se
manifestara cualquier tipo de expresión sexual. Aunque
era «mejor casarse que quemarse», la sexualidad era
entonces plenamente aceptada sólo cuando se practicaba
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en determinados momentos, de cierta manera, en tales
posiciones, y cuando algunas motivaciones —y no otras—
estaban presentes. La excitación sexual per se estaba
siempre asociada con el pecado, incluso durante el sueño o
en la propia imaginación, llegando hasta la noción de que
el que miraba a una mujer con complacencia ya cometía
adulterio en su mente. Actitudes similares continúan
identificando el sexo con la vida relajada —sin la «especie
adecuada» de afecto es vulgar e indecente—; actitudes
que continúan animando la filosofía antisexual.
Nuestras costumbres y leyes sexuales proceden de
los códigos judíos más antiguos, que en parte habían
sido tomados previamente de las ideas todavía más
antiguas de los hititas, caldeos y egipcios. Aunque las
leyes sexuales judías están básicamente subrayadas en
el Antiguo Testamento, fueron adquiriendo la mayor
parte de su carácter altamente restrictivo y punitivo de
los argumentos morales que se fueron desarrollando
en el Talmud, escrito poco antes del tiempo en que los
primeros cristianos empezaron a proliferar. Como quiera
que los primeros cristianos eran judíos que vivían bajo la
dominación de Roma, sus ideas sobre la conducta sexual
derivaron de una combinación de las leyes sexuales
judaicas y de las creencias sustentadas por algunos cultos
romanos de tipo ascético. Los cristianos, al correr el
tiempo, demostraron ser cada vez más rigurosos y duros
en sus edictos de carácter antisexual. Así, hablando de
forma general, nuestras costumbres deben su dirección a
la historia judía y su dureza a las elaboraciones cristianas.
Esta filosofía antisexual reaccionaria debe ser
comprendida en su contexto histórico. En una primera
época, las costumbres de los hebreos mostraron una serie
de alternativas entre formas abiertamente sexuales y otras
plenamente antisexuales. Pero fue muy especialmente en
los tiempos de la edificación del Primer Templo —que
terminó con el exilio en Babilonia— cuando los judíos
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fueron imitando muchas de las tendencias sexuales de
sus vecinos, incluyendo varias formas de culto sexual.
Éstas llegaban hasta extremos tales como la prostitución
sagrada de hombres y mujeres —los donativos se
entregaban en el templo como sacrificio absolutorio—, la
introducción de los jóvenes a las exaltaciones religioso-
sexuales del orgasmo dentro del templo, contactos
ceremoniales bucogenitales entre los sacerdotes y los
fieles. (De hecho, los contactos rituales bucogenitales
estaban tan profundamente engranados entre las
tradiciones, que resultó muy difícil hacer que más tarde
cambiaran. Todavía ahora, determinadas ceremonias
ortodoxas de circuncisión incluyen una «fellatio» ritual en
el corte recién hecho en el pene143,61 *.) Lo que resulta más
interesante en relación a estas prácticas no es que hayan
existido, sino saber el porqué y cómo fueron llevadas a un
final casi súbito.
Dentro de un período de unos cincuenta años, durante
e inmediatamente después de la cautividad de Babilonia,
las facciones hebreas conservadoras empezaron a
formular de nuevo, poniendo un gran énfasis, una filosofía
extremadamente ascética. Este movimiento ha sido
atribuido con frecuencia al deseo de un pueblo disperso
y «elegido» de reunirse reafirmando su fe y su carácter
extraordinario. No hay duda de que hubo también razones
de carácter político y psicológico en esto. De cualquier
forma, los jefes de los judíos se hicieron extremadamente
antisexuales y categóricos en sus argumentos. Se
establecieron en gran número nuevas condenaciones,
en especial mediante clasificaciones: multitud de actos
fueron calificados como limpios o pecaminosos, con
prohibiciones adicionales relacionadas en particular con
determinados animales, con ciertos alimentos, y contra
las relaciones sexuales con personas de una determinada
* Las cifras que señalan las citas corresponden a las referencias bibliográficas
numeradas, que pueden verse al final del libro (págs. 307 a 318).
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clase social. Las prohibiciones de las prácticas sexuales
populares requerían, comprensiblemente, una poderosa
justificación; odios y amores entonces establecidos fueron
evocados y se esgrimieron racionalizaciones de carácter
aparentemente lógico. La mayoría de las actividades
sexuales se consideraron contrarias a la voluntad de
Dios, y se hicieron esfuerzos específicos para identificar
los actos prohibidos con los hábitos de los vecinos ahora
despreciados. Además, los rigores de la clasificación
religiosa fueron combinados con un concepto del sexo
elaborado nuevamente con dichos propósitos. El único fin
de la sexualidad, se dijo entonces, es la reproducción. El
resto de los usos se proclamaron contrarios a la naturaleza,
a Dios y al espíritu humano; de cualquier forma, dichas
prácticas eran propias de los paganos, de los enemigos, y
de la carne.
Naturalmente, muchas formas atenuadas de una
concepción finalista del sexo existían antes, y no sólo
entre los semitas. Los antiguos griegos, y otras muchas
sociedades, tenían códigos que obligaban al matrimonio
y la reproducción. (La incapacidad o la falta de voluntad
de tener hijos desde hace muchísimo tiempo se ha
considerado como motivo de divorcio.) Pero si se reunían
tales condiciones, otras expresiones sexuales se permitían,
cuando no eran alabadas. La invención de la tradición
judeocristiana postexilio fue establecer la norma de
que la sexualidad era solamente para la reproducción, y
calificar de perversiones al resto de los usos sexuales. Así,
el finalismo se convirtió en el motivo fundamental de la
limitación de la actividad sexual y el fortalecimiento del
ascetismo.
También en el campo de la ciencia esta intencionalidad
ha sido muy perjudicial. Como un concepto general, se
originó en las épocas prehistóricas, indudablemente
cuando el hombre hizo sus primeros intentos de poner
orden en el universo. Aristóteles utilizaba una filosofía
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finalista en su descripción de las funciones y estructuras
animales. Y las más primitivas ideas relacionadas con
los «instintos» animales se centraron en el propósito que
varios observadores creyeron ver reflejado en la conducta
de las criaturas libres. Incluso a través de la adaptación
darwiniana, y en la primera parte del siglo veinte, los
biólogos continuaron buscándole una intencionalidad
a los fenómenos naturales. Más recientemente, las
ciencias biológicas —al menos las más estrictamente
taxonómicas— han tenido tendencia a confinar
sus esfuerzos en la recogida de hechos observables,
relacionando acontecimientos, en términos de causa y
efecto, y aceptando la naturaleza tal como es, en lugar de
tratar de explicarla en términos de sus fines últimos143.
En psiquiatría y en ciencias sociales, sin embargo, los
conceptos finalistas del sexo se han mantenido con muy
pocas y destacables alteraciones. Muchos clínicos, y el
público profano en general, continúan considerando
la mayor parte de las variaciones de la conducta sexual
como lo hicieron los antiguos sacerdotes y rabinos.
Con la expansión del poder político y social de la
iglesia primitiva, las leyes y costumbres sexuales se vieron
incrementadas en su rigor por efecto de la nueva religión.
Pero a partir del siglo XII, tanto el derecho civil como el
criminal fueron apartándose gradualmente de las manos
religiosas. Aun la total área del sexo, teñida como estaba
por implicaciones morales, fue durante mucho tiempo
complicada por los legisladores, de forma que la dicción
legal sobre cuestiones sexuales llegó a ser muy imprecisa.
Nadie sabe exactamente qué es lo que se supone que
incluyen las llamadas «prácticas sexuales contra natura».
El término «sodomía» se refiere a veces a diversos contactos
sexuales, en ocasiones contacto anal, otras anal y oral, o
a cualquiera de las prácticas homosexuales. En cualquier
caso, lo que originariamente fue una ley eclesiástica llegó
a ser un cuerpo legal común, y con todas sus imprecisiones
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ha permanecido hasta ahora firmemente entroncado en
las concepciones que subyacen a las opiniones populares.
Aunque el tabú sobre la homosexualidad
probablemente es mayor en donde ésta se encuentra
con objeciones religiosas, sería una hipersimplificación
pensar que los fuertes sentimientos que hay contra ella,
o cualquier otra práctica sexual, derivan directamente
de los dogmas religiosos. Con frecuencia, el camino
ha sido indirecto. Existe, después de todo, mucha
gente no religiosa que está plenamente opuesta a la
homosexualidad, así como muchas personas religiosas
que desconocen totalmente cualquier norma específica
contra ella. Evidentemente, las enseñanzas religiosas
están implícitamente en consonancia con las costumbres
y actitudes de una sociedad, regulando eventualmente
tanto la tendencia central de la conducta como lo que
debe esperarse que la gente haga sexualmente. Las
desviaciones de lo que se espera de forma casi automática
invitan a la desaprobación y a la aplicación de la noción
de «anormalidad». Y como es usual, una vez que un tabú
se ha establecido lleva a resultados que lo refuerzan. La
mayor parte de las personas que están implicadas en la
homosexualidad son comprensiblemente cautas en su
revelación, de ahí la continuada impresión de que es
una actitud bastante rara y que no constituye una parte
integrante de la vida ordinaria. Puede parecemos también
mucho más irregular cuando se juzga por sus ejemplos
más visibles, con frecuencia tomados de personas que
no se integran en la principal corriente social o que se
han visto afectadas por compartir las suposiciones que
subyacen en las opiniones convencionales.
Las interpretaciones de la homosexualidad de
elevado carácter derogatorio deben su consistencia al
mutuo refuerzo que se prestan la moral, la ley y los
puntos de vista psiquiátricos. La traducción de actitudes
convencionales a un lenguaje pseudocientífico parece
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haber sido muy perjudicial. En cualquier caso, las
afirmaciones esencialmente morales no han variado
mucho; la homosexualidad se sigue considerando como
una aberración y una perversión de las tendencias
naturales. A muchas personas les molesta también la idea
de que los componentes homosexuales que existen en ellas
o en otras puedan indicar cierta forma de debilitamiento
de la identidad sexual; en los hombres, un descenso de
la masculinidad, o incluso un afeminamiento. Pero tal
vez la consideración que por sí sola puede resultar más
turbadora ha sido la de que cualquier persona madura
debiera ser heterosexual, y que así sucedería de no ser por
los diversos temores y neurosis engendradas provocados
por las desgracias sociales y familiares.
En los últimos años, la naturaleza real, y con frecuencia
compleja, de la conducta homosexual, ha llegado
finalmente a resultar abordable. Resultó ser muy diferente
de como se la describía tradicionalmente; el carácter de
la conducta heterosexual, a su vez, ha demostrado algo
distinto a lo que ordinariamente se cree. En relación
con esta materia, la biología tiene la primera palabra
respecto a la naturaleza de la sexualidad en general y de la
homosexualidad en particular.
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2. CONSIDERACIONES BIOLÓGICAS
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debe actuar. No sabe cómo tiene que comportarse, o
cómo debe hacer los necesarios ajustes corporales para
lograr la copulación. Puede haber intentos de frotación
del pene contra una de las patas de la hembra, su
costado, o de insertarlo en el oído. Pueden necesitarse
varios años de tanteo antes de que un macho en tales
condiciones sea capaz de realizar un coito efectivo —su
solución final al problema puede ser individual, como
persuadir a la hembra para que se coloque sobre su pene
mientras él se reclina—. Esta creciente dependencia de
lo que se ha aprendido está en línea con los cambios
evolutivos progresivos que han ido produciéndose en la
conformación cerebral, en especial con el desarrollo de
la corteza del encéfalo.
La corteza cerebral es la parte del encéfalo más
recientemente evolucionada y la que ha alcanzado mayor
desarrollo. Comprende algo menos de la cuarta parte
del cerebro en los mamíferos inferiores, pero alcanza
más del 70 por 100 del cerebro de los monos y primates,
mientras que en el hombre llega al 90 por 100 de la masa
cerebral total, estando además mucho más estructurada.
De esta estructura dependen las más elevadas cualidades
psicológicas del hombre: pensamiento, memoria,
imaginación y la organización de las experiencias. A
lo largo de su desarrollo gradual la corteza cerebral se
ha ido imponiendo y haciéndose cargo del control de
la mayor parte de la conducta voluntaria, incluido el
comportamiento sexual. De forma inversa, con cada
progreso del cerebro se ha ido produciendo una relajación
progresiva del control específico fisiológico sobre la
sexualidad69. Así, la sexualidad humana es enormemente
variable, modificando sus tendencias y la dirección hacia
la que éstas se encaminan —especialmente en lo que se
refiere a su objetivo— en relación con lo que se aprende
individualmente y las experiencias vividas, tanto personal
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como socialmente*.
Y todavía, a pesar de ello, la noción de que los
factores fisiológicos actúan para determinar la dirección
de la sexualidad de una persona es idea que resulta muy
difícil de disipar. Se ha sugerido algunas veces que la
constitución de las personas puede afectar en gran medida
al desarrollo de su agresividad, y que una sociedad como
la nuestra, en donde se espera que los sexos muestren una
marcada diferencia en su equilibrio agresividad-sumisión,
las «lecciones sexuales o las preferencias por el papel
a desempeñar pueden estar influidas por todo ello. En
apoyo de esta idea, indudablemente es cierto que la gente
inicia su vida con muy diferentes disposiciones y niveles
de agresividad —en ocasiones evidentes en las diferencias
de la movilidad que pueden observarse incluso antes del
nacimiento, como testimonian los padres—. Pero se debe
actuar con cautela y no creer que tales diferencias son el
indicio de que posteriormente se tenga una orientación
hetero u homosexual. Por el contrario, parecen existir
muy escasas correlaciones, si es que hay alguna, entre
el tipo constitucional de una persona y los tipos de
agresividad, que puedan servir para comprender más
* En relación a este punto uno se pregunta a veces por qué la «naturaleza» habría sido
tan «poco cuidadosa» en no retener algunos de los controles direccionales del sexo
en lugar de dejar todo el problema de la procreación en las manos del aprendizaje,
en especial cuando en lo relativo a otras materias la evolución ha aumentado muy
rápidamente dicho control. Realmente, el problema está relacionado con las más
dudosas consideraciones subyacentes: que la «naturaleza» actúa como una entidad,
que en dicho sentido «sabe» lo que hace, que sobre determinados asuntos es poco
o nada vigilante, que «desea» antes de nada que se procree, o que en relación con
dicho asunto establece una condenación que afecta a cada una de las especies. (No
hay duda de que miles de especies animales y vegetales han desaparecido y que
otros miles han muerto, por cada una de las que ha sobrevivido.) Pero dejando
aparte todas estas objeciones, se nos ocurre pensar que el proceso de reproducción
se ha aprovechado ampliamente al huir de sus controles fisiológicos específicos.
La extensión del potencial de reproducción y cría, desde unos pocos días al año a
muchos más para la mayor parte de las hembras de la especie humana, y a todos los
días para el varón humano, constituye una enorme escalada por sí solo. Y aunque
el desarrollo individual, el condicionamiento y otros procesos de aprendizaje ‘
conducen de manera inevitable una buena parte de la capacidad sexual humana
de respuesta hacia la homosexualidad y a muchas otras formas no reproductivas
las mismas facultades corticales proporcionan el lenguaje, la expectación, la
anticipación, la fantasía y un amplio repertorio de simbolismos que, unidos,
proporcionan a la sexualidad humana lo que probablemente constituya su máximo
progreso: la capacidad de imaginar una oportunidad, planearla y encontrarse a
punto y dispuesto para la misma antes de que ocurra.
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tarde su orientación sexual y social. Nada parece igualar, y
por tanto tampoco exceder, a la influencia del aprendizaje
y de las respuestas aprendidas en la determinación de los
efectos que los factores constitucionales puedan tener.
Afortunadamente, la validez de esta conclusión puede
demostrarse.
Existe un cierto número de casos recopilados en
los que los niños han sido inclinados erróneamente, al
nacer, hacia un género equivocado. En ocasiones esto
ha sido el resultado de que el clítoris de una niña recién
nacida ha sido erradamente confundido con un pequeño
pene; un niño con testículos no descendidos y un pene
muy pequeño puede ser considerado como una niña,
y criado de acuerdo con ello. (La identidad sexual de
una persona se ve rápidamente revolucionada con esos
errores de atribución y no puede ser satisfactoriamente
corregida después del tiempo en que el pequeño comienza
a hablar. Pero en la práctica tales errores no son por lo
general descubiertos hasta la pubertad, durante la cual se
van a ir produciendo una serie de cambios: tono de voz,
menstruación, crecimiento de la barba, desarrollo del
busto, etc.) Estos niños han ido creciendo hasta convertirse
en hombres o mujeres corrientes de acuerdo con el sexo
que se les ha asignado184, 187. En ocasiones su manera de
comportarse resulta verdaderamente increíble: seres
genéticamente femeninos que han sido educados como
hombres, piensan de sí mismos como varones, se casan
y tienen relaciones regulares con sus esposas —mediante
un clítoris del tamaño del pulgar—, y cuando la cirugía
plástica no ha intervenido, llegan incluso a superar los
problemas psicológicos de ser varones con pechos186.
Pero el problema es mucho más amplio que un
simple hecho de identidad y adaptabilidad, y se relaciona
con el poder esencial de la formación y la expectación.
De más de veinte adultos que habían sido asignados
sexualmente de forma errónea, y más tarde estudiados
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cuidadosamente, ninguno se ha mostrado desviado de su
modo de vida completamente «heterosexual»186 aunque,
naturalmente, no tenían la flexibilidad de rehacerse y
superarse fisiológicamente.
Habiéndose establecido que la dirección de la vida
sexual de una persona se determina de forma primaria
por su aprendizaje y por cómo reacciona ante una serie
de acontecimientos de la propia experiencia, resulta de
utilidad el volver a considerar brevemente los factores
constitucionales; pues aunque estos últimos no resultan
controladores, sí están presentes y pueden producir
un cierto tipo de influencia. Las personas varían
enormemente en su capacidad cortical de organizar los
efectos de su experiencia; la disposición y el temperamento
indudablemente afectan la forma con que las experiencias
individuales sellan la totalidad de los registros del
individuo —de esta manera, existen enormes diferencias
en la facilidad con que la gente puede ser condicionada
en cualquier dirección—. Pero tal vez las pruebas más
radicales de los efectos de los factores constitucionales —
factores que son probablemente neurológicos en el fondo—
han de verse en los modos altamente individualizados con
que la gente responde sexualmente, y un poco en relación
con el tipo de pareja que han de requerir.
Buscando un máximo efecto, mucha gente desea que
su comportamiento sexual se manifieste en respuestas
lentas y adecuadas; otros se sienten frustrados cuando no
consiguen una respuesta rápida y directamente dirigida
a su objetivo. De esta manera, el estímulo directo de los
órganos genitales puede ser el preferido, o simplemente
algo tolerable al final de una larga serie de juegos sexuales.
Algunos sujetos lo que desean conseguir es que, una vez
comenzado, puedan llegar al orgasmo sin interrupción;
para otros, las interrupciones les resultan muy agradables
y pueden ser valoradas como un medio de prolongar
el contacto y de repetir el comienzo una y otra vez. En
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el curso de una aventura, muchos encuentran mayor
interés hacia la pareja durante la búsqueda y conquista
que al lograr el contacto sexual final; otros se aburren
durante la conquista y pueden no demostrar mucho
interés hasta el momento de lograr un contacto sexual
pleno. En los estadios iniciales de una relación, uno de
los dos «partenaires» puede muy bien no ser consciente
de que tiene algún tipo de respuesta sexual ante el otro, y
que ésta florezca repentinamente. Aunque este elemento
de sorpresa puede ser el producto de las circunstancias,
frecuentemente parece estar determinado en cierto nivel
subterráneo de la conciencia. De hecho, un elemento de
sorpresa parece ser el componente integrante de cualquier
situación sexualmente excitante, lo que .es observable muy
abajo en la cadena evolutiva de las especies de mamíferos.
La organización cortical de la sexualidad humana es tal
que, en ocasiones, se ve descifrada por claves específicas,
o por la totalidad del contexto de las asociaciones. Así,
tras una enorme dosis de condicionamiento individual,
cada uno tiende a desarrollar un patrón personalizado
de conducta sexual que, en determinados sentidos, es
tan específico para el individuo como lo son los patrones
grupales para los animales más inferiores en la escala
evolutiva. O dicho en otras palabras, los seres humanos
y los animales más inferiores pueden acabar mostrando
unos patrones sexuales específicos, aunque en el hombre
éstos varían enormemente de un individuo a otro.
Cuanto más específico sea el patrón sexual de
una persona, más presión puede hacerse en distintos
contextos. El interés de una persona hacia una pareja en
particular puede fundarse, como envíos libros de cuentos,
en un amor y una admiración totales, o basarse en muy
poco, como, por ejemplo, en la evidencia de la disposición
del compañero a la respuesta. Un elemento particular
en la personalidad de un sujeto, o en su aspecto físico,
puede ser suficiente para poner en acción toda una serie
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de respuestas sexuales. En otras ocasiones es suficiente
un fragmento que se admire para que, combinado con
determinados tipos de cualidades irritantes en su pareja,
sirva de motivación para que ésta inicie una conquista
sexual. También puede suceder que aunque haya muy
poca preocupación por un individuo concreto, una
persona puede sentirse extraordinariamente motivada a
una situación sexual por la posibilidad de representar una
escena primaria, o simplemente para verse a sí mismo en
acción ante su propia mente.
La capacidad de la sexualidad humana para
concentrarse en unos detalles muy locales de una situación
sexual es de especial importancia. La respuesta sexual
más elevada de determinadas personas dependiente de
escuchar palabras malsonantes o, por el contrario, sólo
expresiones amistosas, o de no escuchar nada, realizando
sus actividades en el máximo silencio. Muchos reaccionan
de manera plena solamente cuando reciben pruebas de
su propia capacidad de atracción para la persona que
con ellos forma pareja; los hay que, en cambio, necesitan
para responder que su pareja exprese desdén, dudas o
protestas. No son pocos los que responden al dolor, al
rechazo u otras pruebas de que su pareja siente una real o
ficticia hostilidad. Haciendo un detenido examen, el más
elevado nivel de respuesta de casi todos los adultos está
limitado a un tipo especial de pareja y, relativamente, a un
corto número de situaciones que cumplen unas demandas
personales específicas, demandas que poseen un carácter
decididamente fetichista.
Esta tendencia a centrarse en detalles eróticos
particulares no se limita a la selección de parejas o de
situaciones que hace una determinada persona. Continúa
durante toda la relación sexual, y refina e intensifica la
respuesta sexual por la concentración en un «punto
caliente» de la atención. De hecho, a medida que una
persona va construyendo su más elevado nivel de respuesta,
Pag. 47
va estrechando también su particular punto de interés,
en lugar de ampliar la atención difusamente sobre toda la
personalidad o físico de su pareja. De un momento a otro
puede desplazar, su atención de un punto determinado al
siguiente, y, rápidamente, seguir así. (Para hacerse después
una idea global de lo que ha sucedido, debe reconstruirlo
mediante una serie de imágenes mentales recogidas
durante el acontecimiento.) Sucede así que parejas de
enamorados, que se ven intensamente atraídos uno por
el otro, a causa de una serie de cualidades en cada uno,
alcanzan una respuesta más intensa cuando se centran
en un rasgo particular del otro; tal vez un determinado
elemento de la situación total o una parte del cuerpo.
Durante los contactos bucogenitales o bucocorporales es
el microcosmos de, por ejemplo, un pezón eréctil, la curva
de un pecho, el pene introducido o cualquier otro detalle
lo que se transforma en el punto focal; en un sentido, el
símbolo momentáneo de toda una persona*.
Si retrocedemos una etapa para lograr una
amplia perspectiva, la evidencia nos sugiere que una
concentración de la atención sexual puede constituir
uno de los mecanismos centrales de la totalidad del
proceso del condicionamiento sexual humano. Los niños
pequeños muestran una sexualidad muy polimórfica.
Antes de llegar a la pubertad, los jóvenes responden con
intensas erecciones a una amplia variedad de estímulos,
con frecuencia a situaciones que les despiertan cualquier
tipo de excitación intensa. Entré ellas se incluyen carreras
rápidas, ciertas travesuras, contemplar grandes fuegos,
la recitación ante la clase, o el llegar tarde a su casa; en
suma, cualquier combinación de miedo, angustia o
* Los primeros investigadores sexuales creían que sólo los hombres, eran los que
centraban su atención en detalles específicos dentro de una determinada situación
sexual y que las mujeres permanecían conscientes del conjunto. Cuando esto es
cierto, denota una radical diferencia en los niveles de excitación y respuesta del
cónyuge. Ambos sexos se muestran altamente centrados cuando están estimulados
en un elevado grado. Y de forma similar una persona de cualquier sexo llega a estar
«consciente del conjunto» cuando, y sólo en el grado en que, él o ella se mantienen
aparte del hecho.
Pag. 48
dolor que elevé su tensión psíquica o su excitación. Con
la llegada de la pubertad y un aumento de la tendencia
sexual, esta diversidad de respuestas tiende rápidamente
a estrecharse, derivando primero hacia las situaciones
sexuales generales, después hacia otras más específicas, en
relación con personas del sexo opuesto, y más tarde hacia
tipos particulares de personas. Bajo el estímulo del afecto
y la atención, este estrechamiento tiende a ir haciéndose
cada vez más intenso, en relación a determinados
momentos y detalles: los momentos de intensa excitación
fijan el foco sobre una persona en concreto, sobre los
rasgos particulares que epitomizan a la persona, luego
sobre un cierto rasgo, un detalle particular que sostiene
ese rasgo, etc. Lo que empezó como una respuesta sexual
generalizada para poner en marcha los motores y desatar
acontecimientos cataclísmicos puede terminar con la
atención total focalizada por un instante en cómo la luz
se derrama en los hoyuelos de las mejillas de alguien.
Este resultado final —la selección de una persona como
pareja, cuyos más insignificantes detalles pueden estar tan
investidos de significado que son capaces de proporcionar
una respuesta sexual de la totalidad de la persona hasta un
grado febril— representa mucho más que la culminación
del desarrollo individual. Puede también” considerarse
como la culminación de una etapa de la evolución. En el
curso evolutivo de las especies de mamíferos, a medida que
el control del sexo se ha ido desplazando gradualmente”
de las glándulas y reflejos hasta las alturas del mando
cortical, una inmensa diversidad de expresiones sexuales
se han ido introduciendo en un amplio panorama de
posibilidades. Pero por razones que son probablemente
neurológicas en el fondo, las más intensas y, por tanto,
las más efectivas de las experiencias sexuales, requieren
siempre un elevado grado de directividad. Al alcanzar este
objetivo direccional, cada individuo pierde gradualmente
su diversidad inicial de respuesta, a medida que sus
Pag. 49
intereses sexuales se van dirigiendo más directamente
hacia canales específicos de expresión.
Para la mayor parte de los miembros de nuestra
sociedad, la alternativa heterosexualidad-homosexualidad
conduce a una encrucijada de caminos a partir de la cual
las direcciones son enormemente divergentes para que
una persona pueda pasar de una a otra, y mucho menos
viajar por las dos. En efecto, ha de hacerse corrientemente
la elección, la cual raramente puede torcerse por propio
intento o por una decisión individual. Se trata de una
elección que arranca de lo que más tarde se mostrará como
el sistema de valores sexuales evolucionado y elaborado
por cada uno de los “individuos, un conjunto de valores
que muy pronto empezará a eliminar las alternativas más
débiles, y que servirá para dirigir a una persona hacia
una serie de parejas sexuales, a una serie de situaciones,
y en ocasiones, incluso a una serle de actos que se han
convertido en los imperativos preponderantes de su más
alta respuesta sexual.
Pag. 50
3. INVERSIÓN Y HOMOSEXUALIDAD
* Con frecuencia es cierto también lo contrario. Dos animales del mismo sexo pueden
específicamente verse atraídos mutuamente, llegando a una excitación sexual que
puede ser expresada sólo por uno de ellos —o por los dos, alternativamente—
invirtiendo su papel en ella. Tales ejemplos están en contradicción con la creencia
popular de que los animales nunca prefieren una pareja del mismo sexo. De
hecho, tanto un cortejeo homosexual elaborado como relaciones homosexuales
continuadas se han observado entre leones, marsopas, puercos espines, monos y
una gran variedad de otros animales; en todos ellos, en presencia de posibilidades
de mantener una relación heterosexual 11, 142.
Pag. 56
comportamiento; de hecho, cada elemento de la conducta
social que se atribuye a uno de los sexos, y no al otro,
automáticamente llega a formar parte de la identidad
de género que se espera para la identificación de cada
individuo, y estos hechos son los que se utilizan para la
caracterización de la inversión. Así, lo que se considera
como gestos afeminados en un hombre o manerismos
masculinos en una mujer, los ejemplos de travestismo —
utilización de ropas del sexo opuesto— y toda una serie
de entrelazamientos de género, constituyen únicamente
formas de inversión humana.
Pero ¿por qué determinadas personas desean
invertir su identidad de género constantemente? La
motivación que conduce a esto se reduce con frecuencia
a divertir o controlar a un espectador o a la satisfacción
de determinados deseos internos. Resulta una actitud
verdaderamente estereotipada entre quienes se dedican
al género cómico —tan popular entre los espectadores
de hoy, como lo ha sido durante siglos—, consistente en
aparecer ocasionalmente vestido de mujer, o incluso el uso
más o menos constante de gestos y reacciones de carácter
netamente femenino. Muchos comediantes, desde
Charles Chaplin y Jack Benny ayer, a los más recientes
cómicos de televisión, mantienen su gesticulación en una
vía media entre el varón y la hembra. De esta manera,
los espectadores están invitados, desde el comienzo, a no
tomarlos totalmente en serio; y en las situaciones cómicas
ello impulsa a proteger al desvalido que parece tan
vulnerable a los ataques y choques de la vida ordinaria.
Evidentemente, en una inversión simulada también hay
diversiones más simplistas. Los individuos de pueblos y
culturas de todo el mundo se han divertido cuando un
bufón caricaturizaba a personajes del sexo opuesto.
En el otro extremo, por ejemplo el de la religión, la
inversión puede considerarse como algo gravemente serio
ideado para dominar las mentes de los hombres. Así, para
Pag. 57
el cristianismo, el destino es propenso a una inversión
de tipo pendular: «Los mansos heredarán la tierra». «Los
últimos serán los primeros, y los primeros los últimos».
«Aquel que obtiene su vida la perderá, y el que pierde
su vida la encontrará». A las personas se les promete la
más elevada recompensa por invertir incluso sus más
razonables hostilidades. «Ama a tu enemigo». «Bendice
a los que te maldigan». «Desea el bien para los que te
odian». «Ruega por los que te desprecian». Y todavía se
prometen más elevadas recompensas para aquel que
invierte su propio comportamiento y virtualmente fuerza
a sus prójimos a invertir el suyo: «No te opongas a las
ofensas, ofrece la otra mejilla». «Si un hombre toma tu
vestido, dale también tu manto». «Si un hombre te fuerza a
marchar con él una milla, marcha dos». En la mayor parte
de las religiones, y de cien maneras distintas, se dice que
una persona debe dirigirse al norte para poder llegar al
sur. Hay un mecanismo central en todos estos ejemplos —
como en la totalidad de las, inversiones relacionadas con
la agresión— que resulta perfectamente claro: consiste en
dominar mediante la sumisión.
Físicamente también, diversas formas de inversión son
extremadamente predominantes en la religión, de manera
especial en los monoteísmos. Aquí, el dios no es nunca
convencionalmente sexual. Puede ser hermafrodita, o
lo suficientemente grueso para parecer embarazado, o
aparecer vestido con ropas de apariencia femenina. Por
lo general, se trata de un dios célibe que no tiene relación
con mujeres, salvo alguna ocasional «Inmaculada
Concepción». La totalidad de los muchos dioses nacidos
en la tierra han sido engendrados por tales medios 82. En
cierto sentido, esta sexualidad dual es reiterada por sus
más elevados sacerdotes, que, como el propio Dios, suelen
ser potentados todopoderosos con ropas femeninas, que
pueden ser al mismo tiempo masculinas y maternales.
Cuando los sacerdotes y shamans no han sido célibes,
Pag. 58
con frecuencia han tenido esposas tanto femeninas
como masculinas; un arreglo muy frecuente entre las
tribus indígenas de Siberia y Norteamérica; Los santos
también pueden ser, simplemente, lo que primariamente
se reconocería como homosexual, como lo fueron los
shamanes en muchas sociedades, y también los rabinos,
con frecuencia, en los días de la sodomía sagrada 61, 47, 37.
El hecho de que la inversión, bajo una u otra forma,
esté más presente que ausente en todas las religiones
del mundo, sugiere que ello esté determinado por una
serie de motivaciones. Lo más corriente es que se deba a
la implicación de que una figura religiosa gana poderes
excepcionales al poseer al mismo tiempo atributos
femeninos y masculinos. Armada con todos ellos, está
ciertamente menos sometida a comparaciones mundanas
y coloquiales y su magia se hace más mística todavía.
En el folklore, lo mismo que en la religión, los hombres
vestidos de mujer tienden a ser considerados como
figuras benevolentes, mientras que las mujeres que han
tomado sobre sí alguno de los atributos masculinos se
ven corrientemente como brujas o hechiceras del diablo.
En ambos casos, cualquiera que ose desafiarlas se verá
duramente castigado al enfrentarse al portador de la vara.
Mucho de esto —el engaño que se hace a los
espectadores y la obtención de poderes especiales mediante
combinaciones masculino-femeninas— se encuentra
también de forma implícita en diversas formas de
travestismo que no son místicas en absoluto. El travestismo
puede o no ser tan exhibicionista y tan íntimamente ligado
a la homosexualidad como la opinión pública supone. Es
verdad que hay homosexuales que se visten de mujer para
llamar la atención de la gente, para divertirse ellos o a los
demás, en ocasiones para ganarse la vida personificando
profesionalmente a mujeres, o por otras muchas razones.
El homosexual que se viste de mujer —más a menudo
como «dama» que como mujer «vulgar»— «juega» con
Pag. 59
la buena fe de los demás, confundiendo con frecuencia
al observador, incluso al que sabe que es un hombre, y
proporcionando una sorpresa tras otra, invitando a una
crítica hostil que concentra su cólera sobre un objetivo
falso. No resulta infrecuente que se rebele ante la acusación
de que es afeminado. Como quiera que ésta es una imagen
sobre la que posee plenamente el control, puede quitársela
a voluntad y en un momento invalidar el cargo. Y por lo
que se refiere a las personificaciones, éstas varían desde
las transparentes de una comedia de televisión, hasta
las que resultan tan convincentes que deben introducir
deliberadamente elementos en su representación que
permitan que los observadores se den cuenta de que
verdaderamente es un hombre.
Es de utilidad el reconocimiento de determinadas
conexiones —y también distinciones— entre hombres
en vestido femenino, cómicos que representan con
caracterización femenina, y travestis masculinos. Todos
ellos se presentan vestidos de mujer; todos personifican
mujeres; todos ellos, hablando técnicamente, son travestis,
y todos ellos realizan de forma más que momentánea una
inversión. Pero todos se diferencian considerablemente
en lo relativo a sus motivaciones y a lo que su vestido
femenino significa para ellos. Ordinariamente, el raro
homosexual que desea vestir trajes femeninos, lo hace
únicamente para divertir o confundir a los demás, y
nunca se viste de esta manera si no posee una serie de
espectadores. Esto puede decirse todavía con más motivo
de quien personifica a una mujer, aunque lo perfecto de su
caracterización —sea profesional o aficionado— denota
por lo general una implicación personal mucho más
elevada en la representación de su papel; lo hace tanto para
su propia satisfacción como buscando las reacciones de los
espectadores. El travestí ordinario posee una implicación
todavía mayor en su ejecución, y puede no tener ningún
interés en las reacciones que produce en el público. De
Pag. 60
hecho, muchos travestis masculinos realizan estas
prácticas completamente en privado, bien encontrándose
solos en su domicilio, o llevando únicamente la ropa
interior femenina.
Un hecho muy bien conocido por los investigadores
sexuales, pero ignorado o poco conocido por los profanos,
es que la mayor parte de los travestis son exclusivamente
heterosexuales. De hecho, un reciente estudio hecho por
Wardell Pomeroy demostró que la homosexualidad es
incluso menos predominante entre los travestis que entre
la población general218. Lo mismo puede decirse de los
transexuales —es decir, personas que llevan el travestismo
hasta el punto de desear cambiar verdaderamente de sexo,
como hizo Christine Jorgensen—; entre éstos rara vez
existe algún interés en la homosexualidad. Claro que la
heterosexualidad de los travestis y la de los transexuales
no es equivalente. Se ha argumentado que aunque los
transexuales son rara vez homosexuales, están tan
desinteresados en la actividad sexual y tienden a enfocar
tanto su atención en materias del rol y de identidad de
género, que no entran en la descripción del heterosexual
ni en la del homosexual 218.
Pero aún cabe preguntarse, si un hombre está muy
interesado en las cosas femeninas, ¿por qué iba a gustarle
vestir y, con frecuencia, actuar como mujer? Las razones
para ellos varían mucho, pues la gama total del travestismo
y el transexualismo constituye un amplio y variado grupo
de fenómenos. En ocasiones se manifiesta como si la
tremenda fascinación de un hombre por las mujeres y
por todas las cosas que con ellas se relacionan le llevase
a minusvalorar la masculinidad y a desear suprimirla en
sí mismo. Puede suceder también que, sin despreciar la
masculinidad, exista en su interior frecuentemente una
especie de desinterés hacia ella, ligado a una fascinación
por todo lo que es femenino —la feminidad opuesta al
afeminamiento—. Tanto el travestí heterosexual como el
Pag. 61
transexual tienen mayor interés en las ropas femeninas
de casa que en los vestidos de fiesta —y virtualmente
no muestran ninguno por lo vistoso— y la cosmética
femenina, con ayuda de la cual, el personificador de
mujeres, sirviéndose de altos tacones, adornos y joyas,
alcanza un gran estilo. (Un personificador de mujeres de
alto nivel podría no sólo concurrir a un concurso para el
nombramiento de miss América, sino que tendría muchas
probabilidades de ganarlo.) Para el hombre transexual
conseguir una apariencia netamente femenina es todo
lo que le importa. Cuando adquiere un delicado salto
de cama, lo trata con toda la reverencia y el respeto con
que lo haría un ama de casa no privilegiada que hubiera
estado trabajando intensamente todo el día; lo cual es
muy distinto de la actitud del personificador de mujeres,
que se pone la misma prenda con el aire de quien acaba de
llevarlo a casa en el coche de Cenicienta después de una
velada en la que ha sido la reina de la fiesta.
Parte de la fascinación del transexual por la feminidad
es bastante convencional. En toda heterosexualidad
ordinaria, y también en la homosexualidad, una persona
desea añadir algo de los atributos de su pareja a sí mismo.
Lo confuso del transexualismo radica no tanto en la
razón de que las adiciones sean atractivas, como en por
qué una persona puede llevarlas tan lejos que desee la
substracción, incluso la anulación, de los componentes de
su propio género. En estas espectaculares manifestaciones
de la inversión, un determinado sujeto está dispuesto a
renunciar no sólo a su papel de género, sino a toda su
identidad de género. Lógicamente, podría esperarse que
los hombres que realmente desean cambiar su género
posean algunas ventajas en principio —tal vez una
constitución corporal o una corta estatura que lo haga
concebible, o un cierto afeminamiento—. Pero no sólo
es raro, sino que el destino parece mantener la balanza
equilibrada precisamente hacia el otro platillo, como si
Pag. 62
un hombre alto tras otro, salido de las filas de la policía,
de entre los doctores, conductores de camiones y atletas,
solicitara el cambio de sexo.
Los peligros y sufrimientos que el transexual está
dispuesto a afrontar en estos cambios sobrepasan lo
imaginable. Físicamente, puede someterse a prolongados
tratamientos hormonales, a una depilación pelo a pelo
mediante electrolisis de los miles de folículos pilosos
del cuerpo y la cara, una amputación de los genitales y
una reconstrucción quirúrgica de la estructura interna
del organismo que permita la inserción de una vagina
construida con sus propios tejidos. Se puede precisar
incluso la práctica de intervenciones quirúrgicas en
cara, cuello y «nuez de Adán». Ni siquiera en los detalles
comportamentales es fácil su tarea. Por lo general,
cuando no posee un afeminamiento original, debe luchar
para aprender, uno a uno, todos los gestos, todos los
movimientos corporales, e incluso cada inflexión de voz,
al mismo tiempo que elimina trabajosamente todos los
equivalentes masculinos; todo ello por buscar un objetivo
que lo descalifica, frecuentemente, para su profesión,
y que le abre las puertas a su anhelo de ser feliz, por
ejemplo, en un trabajo de secretaria, u otras ocupaciones
no muy bien retribuidas para las que no posee todavía los
conocimientos necesarios.
Antes de pensar que todo esto es excesivamente
artificioso, debería recordarse que la identidad sexual
de todo el mundo, al menos en algún nivel privado de
realidad, es algo que se atesora sobre toda medida. El
transexual —en cierto sentido como cualquier otra
persona— pugna por honrar algo, algo que mediante
un proceso de inversión ha reemplazado a su primer
programa completo de identidad.
Pero si el transexual debe, punto por punto, tratar
de alterar gran parte de su comportamiento, ¿qué parte
de la labor está realizando la inversión? ¿Dónde está el
Pag. 63
papel automático que caracteriza la inversión en sus
formas momentáneas, la inmediatez demostrada por el
personificador de mujeres que, como si manejáramos un
pincel, puede dibujar en sí misma la forma indistinguible
de un retrato de la feminidad? A primera vista, estamos
tentados de decir que la gente varía en su talento para
representar, en su capacidad de «sentir» su papel, o que los
componentes masculinos previamente aprendidos están
grabados a distintos niveles. Pero es importante comprender
que el que personifica a una mujer caracterizándose como
tal posee determinadas ventajas para lograr sus fines
especiales. Principalmente se encuentra interesado en la
imagen externa de la feminidad. Las expresivas, altamente
animadas, y en gran medida cosméticas cualidades de la
feminidad que él desea imitar, son lo opuesto a la dura y
áspera masculinidad, que nuestra sociedad atribuye a los
varones; lo contrario resulta claro y fácil de reproducir.
El transexual, en cambio, ha emprendido la difícil labor
de conseguir una feminidad auténtica. Mas aunque sus
esfuerzos son duros y lucha por transformar su cuerpo
y sus maneras sociales, en determinado nivel profundo
su inversión es realmente espontánea y con frecuencia
produce una llamativamente válida feminidad, mucho
antes de que él tome una parte activa.
Comenzando como él hace, frecuentemente, con
una masculinidad calladamente adecuada, la inversión
del transexual transforma totalmente cada una de sus
cualidades competitivas y su disposición para el conflicto
en una especie de clemencia latente, de modestia fingida,
que con frecuencia es un modelo de gracia femenina. Más
que esto, corrientemente existe una notable amabilidad
en su personalidad, una plegada y mansa cortesía, que lo
hace ser obsequioso, maleable y servil.
Estas cualidades se ponen con frecuencia en evidencia
cuando el transexual se enfrenta a figuras dotadas de
autoridad: la policía, abogados, médicos, investigadores
Pag. 64
sexuales, etc. Puede muy bien tener que enfrentarse a
la policía cuando un vecino lo reconoce como la misma
persona con diferente aspecto —tal vez al darse cuenta de
su idas y venidas, o por algún rasgo facial reconocible—,
considera que lo que ocurre no es correcto y lo denuncia.
En la comisaría —a la que ha sido conducido por el
asombrado policía enviado a investigar el caso— puede
verse sometido a preguntas embarazosas. Pero el tono
del interrogatorio rápidamente se modifica, porque el
transexual es característicamente bien educado y no
ofrece resistencia, tiene tendencia a expresarse con cierta
modestia acerca de sí mismo y nunca es sarcástico. De
hecho, las correctas maneras de un sujeto que mira,
camina, habla y actúa como mujer, desafían virtualmente
a quienes le miran como un hombre; incluso cuando
los hechos son conocidos; obviamente, no se trata, de
una «reina de dragones» ni resulta antisocial en ningún
aspecto. Aunque puede verse acobardado por preguntas
muy drásticas o procedimientos formales —es ilegal
el disfrazarse seriamente del sexo opuesto—, su forma
global de comportarse es mucho más la de una mujer
en dificultades que la de un hombre que ha sido cogido
tratando de manifestarse como algo que no es.
El comportamiento del transexual frente a los diferentes
profesionales resulta todavía más revelador de una cierta
paciencia femenina. En un intento de comprenderse a
sí mismo, de obtener determinados servicios que le son
necesarios, o simplemente de contribuir a la ciencia,
puede pasar horas enteras sometido a tests, respondiendo
preguntas y recibiendo a los investigadores sexólogos en
su domicilio; en ocasiones para verse descrito más tarde
como un anormal psíquico, como una persona con una
posible lesión cerebral, o como la víctima de alguna sucia
enfermedad. Su actitud puede ser de precaución y de
queja, pero carece de la cólera amarga y el disgusto que,
como contraste, han manifestado muchos homosexuales
Pag. 65
después de haber cooperado con profesionales de la
sanidad mental. Su ecuanimidad frente al abuso de
poder que sobre él se ejerce es un rasgo eminentemente
femenino.
La permanente paciencia del transexual resulta
especialmente impresionante cuando él mismo es
médico, abogado o psicoterapeuta, y tiene por tanto cierta
autoridad en alguno de los campos en los que puede buscar
ayuda o una segunda opinión. Un psiquiatra transexual
que cooperó en el presente estudio, y que acudió para ser
conocido en profundidad durante varios meses, siempre
manifestó —cuando se veía como una mujer— una actitud
delicada y con frecuencia irónica al describirse a sí mismo,
y de agradable comprensión en relación a cualquier
punto que consideraba equivocadamente juzgado. Pero
cuando actuaba como hombre se mostraba mucho menos
transigente, por decirlo suavemente. En ese papel, era de
mente aguda, exquisitamente articulada y formidable. De
manera todavía cortés, pero completamente dominante,
era capaz de aplicar o integrar la moderna teoría del
condicionamiento a las variables de la identidad de género
con una profundidad, una claridad y un refinamiento de
conceptos que iba mucho más allá de lo que actualmente
puede verse en la literatura formal sobre el tema. ¿Quiere
esto decir, entonces, que estaba meramente representando
un papel cuando, como mujer, aparecía recatado, siempre
suave y capaz de aceptar hábilmente cada uno de los
desafíos verbales con encanto y humor? Difícilmente.
La total expresión del transexual se describe mucho
mejor como una asociación de conductas que como una
actuación teatral. En sus niveles más profundos puede
poseer la espontaneidad y la autenticidad medular de una
feminidad genuina, que es una de las más impresionantes
de las inversiones.
Recapitulando la totalidad de estos ejemplos, resulta
notable que cada uno contenga al menos lo que puede
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constituir una sorpresa para la lógica común —como
diversos investigadores han señalado, la misma inversión
parece invertida—. Es de subrayar que el transexual,
poseyendo una feminidad genuina en muchas de sus
reacciones básicas, tenga que esforzarse tanto para
lograr la apariencia superficial de la feminidad, que
con tanta facilidad encuentra el que personifica a una
mujer. Quizá sea más sorprendente que el travestismo
y la transexualidad rara vez se den en hombres
afeminados u homosexuales; que ambas categorías
estén primariamente pobladas por heterosexuales que,
curiosamente, se muestran conservadores con respecto
a ese tema. Se podría esperar que al menos las filas de
los personificadores de mujeres estuvieran dominadas
por hombres afeminados, pero tampoco es ése el caso.
Las más convincentes de las caracterizaciones requieren
un enorme control, la capacidad de perfeccionar
todos los gestos y las inflexiones de voz. Las mejores
caracterizaciones femeninas pueden lograrlas aquellos
que las utilizan a voluntad y que no las «viven» en su vida
cotidiana. Por sentido común, también se podría suponer
que como los hombres afeminados invierten gran parte
de su comportamiento social, estarían más inclinados que
los otros a invertir su papel de género durante el coito.
También es una suposición errónea. Existen pruebas
suficientes que demuestran que los hombres afeminados
dudan mucho para ser sexualmente sumisos; sucede como
si lo que motivara la inversión les concentrara en un nivel
único de expresión. Al revés, son los varones plenamente
agresivos e hiperatractivos quienes con mayor frecuencia
invierten el papel que de ellos se espera, tanto en las
relaciones homosexuales como en las heterosexuales.
No se debe adoptar precipitadamente la conclusión
de que las «reglas» de la inversión están influenciadas
por factores de carácter sociológico: la forma en que se
ha criado al niño y otras parecidas. La inversión sienta
Pag. 67
sus cimientos básicos en fuentes estrictamente biológicas.
Pero aquí, una vez más, el hecho se produce a la inversa
de lo que en sentido común cabría esperar, ya que la
inversión está vinculada a la robustez del impulso
sexual. Entre las especies más inferiores de mamíferos,
los individuos difieren en la frecuencia e intensidad con
que invierten sus papeles sexuales. Pero como ha sido
puesto de manifiesto por vez primera por Beach, los
individuos que con mayor facilidad invierten sus papeles
sexuales son aquellos que «invariablemente demuestran
ser unos copuladores vigorosos» cuando ejercen su papel
primario8. La capacidad biológica para la inversión implica
una virilidad claramente alta, en lugar de una virilidad
escasa; hecho que está, por tanto, en contradicción total
con las aprensiones de los hombres que temen invertir su
dominancia masculina en las relaciones sexuales *.
De las diversas razones que tenemos para presentar
este esquema de la inversión, la más urgente ha sido la
necesidad de desenredar las circunvoluciones que han
enmarañado la mayor parte de las interpretaciones de
la homosexualidad. La tendencia popular de igualar la
homosexualidad y la inversión ha sido la más turbadora.
No sólo ha ligado excesivamente la inversión con la
homosexualidad, sino que se ha unido también demasiado
la homosexualidad con la inversión. Hablando en
términos vulgares, la homosexualidad todavía puede ser
denominada inversión en el sentido de los escritores del
siglo diecinueve; simplemente como el reverso de lo que
uno espera que debe ser la elección sexual de una persona.
Pero en los niveles más altos de precisión semántica
surgen serias complicaciones. Es cierto que determinados
tipos de inversión —por ejemplo el afeminamiento—
* El hecho de que la inversión «marcha con fuerza» y requiere un impulso sexual
muy intenso ha sido puesto de manifiesto de manera experimental. Cuando se
castra a animales machos empiezan muy pronto a perder virilidad, pero incluso
más rápidamente pierden su capacidad de inversión. La administración de bajas
dosis de hormonas masculinas hace que se reanime su sexualidad ordinaria, pero
la inversión no reaparece hasta que una virilidad robusta ha quedado plenamente
restablecida6, 7, 11.
Pag. 68
son más frecuentes entre los homosexuales que entre los
heterosexuales, pero también es verdad que las formas de
inversión más extremadas y generalizadas son fenómenos
predominantemente heterosexuales. De esta manera,
la inversión llega a ser reconocida como una entidad
por derecho propio, una capacidad básica para cambiar
totalmente de signo la conducta que afecta no sólo a la
esfera sexual, sino también a la religiosa y la filosófica.
Dentro del terreno de la sexualidad, la inversión
posee las más amplias variaciones, desde un cambio
momentáneo del papel que se espera de una persona
hasta una más o menos continua inversión, como se ve
en el afeminamiento o el transexualismo. Las inversiones
momentáneas —incluyendo aquellas que duran tanto
como un contacto sexual— forman parte tanto de las
relaciones homosexuales como de las heterosexuales,
por lo cual no deben considerarse nada especial. Es
su ausencia casi total —como entre los varones de las
clases sociales más inferiores— lo que parece irregular,
En el otro extremo queda uno tentado de calificar como
muy irregulares todas las inversiones extraordinarias
continuas, como el afeminamiento, el transexualismo,
el amor a los propios enemigos, o cualquier aplicación
constante de la ética cristiana. Pero en nuestro actual
estadio de la investigación psicológica parece más prudente
tratar de comprender la profundidad de las variaciones
humanas que precipitarse en su enjuiciamiento.
Pag. 69
4. LOS ORÍGENES DE LA HETEROSEXUALIDAD
Pag. 73
consiguen en aquellas sociedades en que se permite a
los jóvenes unas relaciones prematrimoniales69. De igual
modo, siempre que los primeros contactos homosexuales
son recompensados por ser condonados o por tener interés
al ir más allá de determinados tipos de tabúes, tienden a
continuarse con vigor al llegar a la edad adulta.
Sin embargo, antes de valorar el efecto condicionante
de las primeras experiencias sexuales han de tomarse las
mayores precauciones. Al menos en nuestra sociedad,
existe una correlación muy desigual entre lo que la
gente hace en sus primeras experiencias sexuales y lo
que acabará prefiriendo. La mayor parte de los juegos
sexuales precoces no tienen consecuencias. Tampoco las
experiencias traumáticas o los fracasos de los primeros
años parecen causar muchas desviaciones de los modelos
hetero u homosexuales. Muchos de los que fueron
homosexuales desde una edad temprana recuerdan
haber tenido esa motivación con mucha antelación a
la posibilidad de realizarla. Otros han acumulado una
experiencia heterosexual considerable antes de descubrir
su capacidad de respuesta homosexual.
Similarmente, al comparar la totalidad de las
sociedades, puede existir mucha o poca correlación entre
las prácticas sexuales precoces y cómo más adelante los
sujetos responden como adultos. Como cabría esperar,
algunas de las sociedades de carácter más netamente
homosexual son aquellas donde precisamente tal práctica
está condonada. Sin embargo, en algunas sociedades en
las que los jóvenes deben comprometerse en prácticas
homosexuales, por ejemplo durante los ritos puberales, la
homosexualidad desaparece en otros contextos como por
arte de magia 279, 168.
Una de las principales conclusiones que ha de
extraerse de todos estos contrastes es que la experiencia
sexual precoz —o no precoz— tiene poco peso en sí;
lo que cuenta es el contexto en que dicha experiencia
Pag. 74
ocurre. Cuando una actividad sexual se produce de forma
meramente casual, respetuosa, o es considerada como
una especie de entretenimiento por quienes la practican,
no suele producir demasiada emoción. Y sin emoción —e
incluso sin un sentimiento de drama— ni el compañero,
ni lo que se hace con él, llegará probablemente a tener
demasiada importancia.
A la inversa, una situación sexual se convierte
en estimulante y plena de significado cuando existe
cierta tensión entre compañeros que tal vez se admiran
mutuamente; o incluso sin admiración mutua, un
determinado interés erótico puede muy bien edificarse
sobre una nota de algo ajeno, exótico, o de antagonismo
entre una pareja que realiza el acto sexual para reducir
su distancia, para tender un puente entre ellos, al mismo
tiempo que exploran y saborean lo exótico. La atracción
sexual deriva claramente de un cierto grado de tensión y
distancia entre los dos miembros de la pareja.
Lo que a primera vista parece ser una contradicción a
dicho requisito de la tensión es el número de sociedades
permisivas en las qué a los jóvenes —y posteriormente a
los adultos— se les permite todo tipo de contacto sexual
con cualquier compañero deseado, a excepción del incesto
directo. Pero incluso aquí existe poca tendencia para que
los contactos más fáciles sean frecuentemente los más
elegidos. Por el contrario, las relaciones más valoradas,
y ciertamente las más intensas, son las que tienen lugar
entre aquellos que no pueden ser uno del otro de forma
instantánea. Un procedimiento de cortejo muy elaborado
puede ser un requisito preliminar. La manera socialmente
aprobada de anunciar la propia elección sexual puede
llevar en sí una considerable tensión: el joven o la muchacha
—sea cualquiera el que se espera haga el anticipo—
puede iniciarse arañando o maltratando a la pareja, en
ocasiones gravemente. Entre los mbuti de África se espera
sean las mujeres quienes den el primer paso; éstas indican
Pag. 75
la selección de su compañero, aunque sólo se trate de su
elección para esos días, golpeando al afortunado, llegando
incluso a infligirle lesiones corporales permanentes267.
En gran número de pueblos se espera que un hombre
golpee regularmente a su esposa; cualquier fallo en esa
actitud se convierte en la Evidencia A de las quejas de
su mujer en el sentido de que su marido ya no la quiere.
De manera similar, en los niveles más bajos de nuestra
sociedad los malos tratos a la esposa tienen una larga
tradición; y cuando se produce uno de estos altercados,
ambos cónyuges están dispuestos a dirigirse unidos
contra cualquier extraño bien intencionado que venga en
defensa de la mujer golpeada.
Con más frecuencia todavía, los impedimentos en
forma de diversas resistencias a un amante se llevan a cabo
dentro de la propia realización del acto sexual. Las mujeres
chorotis escupen en la cara del varón durante el coito69.
Las mujeres apinaye mordisquean pedazos de las cejas
del hombre escupiéndolos ruidosamente al costado207;
los hombres ponapean hacen lo mismo con sus mujeres,
arrancándoles las cejas de raíz69. Las mujeres trukese
introducen sus dedos índices en los orificios auriculares
del hombre. Los habitantes de las islas Trobiand, que son
especialmente no restrictivos en lo relativo a uniones
sexuales, se muerden mutuamente sobre mejillas y labios
hasta llegar a producirse sangre, se retuercen la nariz y la
barbilla, se tiran mutuamente de los cabellos y laceran de
otros modos a sus parejas168.
Así que no se trata de un hecho accidental, sino que
entra en el esquema de las cosas, el que las sociedades que
son muy permisivas en sus costumbres sexuales sean las
que de manera rutinaria utilicen los mordiscos fuertes,
los arañazos, los tirones de pelo, etc. Por el contrario, en
aquellas sociedades donde, se espera un comportamiento
sexual de expresión cortés y afectiva, se tiene un cuadro
de valores altamente restrictivo en lo que se refiere
Pag. 76
a la actividad sexual, especialmente en términos de
accesibilidad al compañero. Más adelante se analizará
de modo global la cuestión de las «resistencias» sexuales.
Por el momento, basta con saber que todas las sociedades
hacen que los amantes lancen su desafío, pero cada una de
ellas, a través de sus costumbres, construye unas barreras
de distinto material y las sitúan en lugares diferentes.
A pesar de cuanto pueda decirse en favor de unas
relaciones sexuales fáciles —como, por ejemplo, que
ayudan al establecimiento de unos modelos sexuales—. es
mucho lo que se puede añadir también sobre las fricciones
que estimulan la intensidad erótica: las alienaciones, los
antagonismos, las contiendas de contacto, que abren un
vacío en una docena de niveles para que el chispazo sexual
salte por encima.
Evidentemente, una brecha entre hombres y mujeres
ha resultado igualmente de utilidad en otros terrenos.
Los sexos se han ido diferenciando mucho más allá de lo
que la biología por sí sola exigiría, no sólo entre las tribus
más primitivas, sino también entre las civilizaciones
más avanzadas. En muchas sociedades, parte de esta
separación ha sido muy bien racionalizada mediante
divisiones del trabajo y otras consideraciones prácticas:
la mayor parte de las demás descansan en motivaciones
psicológicas escondidas.
La extensión de la separación entre varones y
hembras, y su profundidad en la historia del hombre, ha
oscilado ampliamente. Es muy útil hacer una revisión
parcial de las mismas, no porque sirvan de alimento a
las quejas feministas, que si sirven, sino porque en ellas
reside la clave de más de una paradoja sexual. De muchas
y muy sutiles formas, la psicología que hay tras ellas se
insinúa poderosamente, no siempre de forma negativa, en
los destinos de la heterosexualidad.
En la mayor parte de las sociedades primitivas, los
hombres y las mujeres han realizado acuerdos de vida, por
Pag. 77
los cuales pasaron la mayor parte del tiempo separados.
Con mayor frecuencia todavía, los sexos diferentes han
tenido que dormir separados, ocupando edificaciones
completamente distintas, o estando plenamente separados
bajo el mismo techo. Corrientemente, los contactos
sexuales han sido relegados a breves períodos totalmente
ajenos a cualquier tipo de compañerismo. Tampoco
la invención del matrimonio y de la familia nuclear ha
hecho que los distintos sexos pasaran mucho tiempo
Juntos. El que un hombre y una mujer se pertenezcan no
implica usualmente una participación extensiva de las
experiencias; una mutua y plena participación implica un
grado de igualdad que excluye normas predominantes en
la mayor parte de las sociedades.
Cómo las mujeres han alcanzado tan bajo estatus y
preferido, en su mayor parte, no protestar de este hecho
resulta en ocasiones algo perfectamente claro, pero en
otras demasiado oscuro. No hay duda de que la mayor
fuerza muscular de los varones y su capacidad en obtener
lo necesario para la vida, unido a la escasa agresividad
de las hembras, es algo que ha tenido mucho que ver con
las diversas regulaciones sociales. Pero antes que esta
explicación corriente se lleve demasiado lejos debería
recordarse que en gran número de sociedades la fortaleza
y la resistencia no se ponen a prueba, o se hace más sobre
las espaldas de las mujeres que sobre las de los hombres.
Además, pocas veces se han explicado las diferencias de
estatus en términos de superioridad varonil; el énfasis se
suele cargar en la inferioridad femenina, o en los terribles
peligros y debilidades de la mujer.
En la mayoría de los pueblos primitivos se ha asociado
a las mujeres con la sangre que pierden en la menstruación,
considerándola como un líquido perjudicial, cuando
no letal. Algunas de estas leyendas se han continuado
en las civilizaciones superiores, aunque aquí ha sido
más frecuente la queja de que las mujeres son sucias y
Pag. 78
dispensadoras de contaminación*.
Incluso ha estado mucho más difundida la creencia
de que una mujer, a causa de su sometimiento, toma más
de lo que da en las relaciones sexuales, capta la fuerza del
hombre y lo debilita antes de ir a la caza. Casi en todo
el mundo, la unión con la mujer antes de ir al combate
se considera como debilitante y se aconseja evitarla.
También, el que viaje una mujer a bordo de un buque o se
mezcle en cualquier aventura se considera de mal agüero,
si no como plena garantía del desastre. Tampoco los
«dioses» gustan mucho de ella; su santidad se considera,
por lo general, desafiada por su sola presencia cuando es
pasiva, o amenazada por su brujería cuando muestra un
genio violento. Resulta difícil encontrar una religión que
se aproxime algo a un estatus de igualdad, y en muchas
de ellas la mujer está por completo excluida de los ritos
masculinos secretos275.
En algunas ocasiones, las mujeres obtienen ventajas
secundarías de su inferior situación social. Casi siempre
han tenido la suerte de no ser devoradas, al considerarlas
los caníbales como venenosas. (Moctezuma devoraba
únicamente hombres jóvenes del mismo tipo de los que
prefería en la cama 284; los caníbales menos aristocráticos
tienen simplemente temor a la carne femenina, pues, como
sabe todo el mundo, se es lo que se come.) Aunque muchos
pueblos han creído que la propia naturaleza considera a las
mujeres como bestias de carga o preparadoras de comida,
muchas tribus de África han sustentado la creencia de
que el ganado enfermaría o moriría en presencia de una
* La consideración de que las mujeres son impuras se difundió primariamente
a causa de los olores que produce la secreción vaginal. En ocasiones, éstos han
tenido connotaciones positivas, como los conceptos de sirenas o ninfas marinas.
Pero éstas eran criaturas de juego purificadas por su propio entorno. Una mujer
agresiva es una mujer-pez. Los hombres que prefieren la compañía de mujeres, o
que gozan con contactos bucogenitales con ellas, son denominados «comedores de
pescado» en muchos lenguajes. Los pornógrafos del viejo Perú tallaban estatuas del
pene en forma de un hombrecillo introduciendo su nariz en una vagina79; se trata
de un tema de uso frecuente en los chistes indecentes de todos los países, y ha ido
tomando especiales proporciones invadiendo una religión tras otra en forma de un
sentido de impureza y contaminación.
Pag. 79
mujer; en consecuencia, los hombres han tenido que hacer
las faenas de ordeñado y caminar también tras el arado,
para que el buey no muriera165. Las mujeres han visto con
frecuencia elevada su situación social como resultado de
que se pensaba que su mágico alumbramiento tenía un
efecto beneficioso sobre la agricultura y la multiplicación
de los tubérculos que yacen en la tierra. Naturalmente,
en ese caso tenían que trabajar en los campos y buscar
tubérculos, pero al menos así merecían un trato bastante
aceptable.
Cabría esperar que la situación de la mujer mejorara
con los progresos de la civilización, pero en realidad ha
acontecido lo contrario. Invariablemente, la civilización
destruye la comunidad de carácter democrático que
caracterizaba la vida tribal. El pueblo se ve entonces
distribuido en niveles sociales terriblemente separados, a
medida que las estructuras de poder, una tras otra —en
la religión, la política y la ley—, separan a las facciones
cada vez más, a pesar de todas las afirmaciones de una
mayor igualdad. Más que nunca los mejores premios se
conceden a la autoridad en lugar de al simple trabajo, a
la constancia en lugar de a la emotividad, y al poder en
cualquiera de sus formas. (El hecho de que las mujeres
de las clases superiores tengan un nivel de vida más alto
que los hombres de clases inferiores cuenta poco, pues el
papel moneda del estatus de clase es difícil gastarlo fuera
de la esfera en que se ha emitido.) Se les ha llamado «sexo
débil» en todos los niveles.
Platón clasificaba a las mujeres junto a los niños y
siervos, repitiendo en varios pasajes que en todas las
prosecuciones de la humanidad el sexo era inferior
al masculino. Eurípides pone en boca de Medea:
«Las mujeres son impotentes para hacer el bien, pero
contribuyen activamente a la realización del mal». Para los
hindúes: «La mente de la mujer es muy difícil que se dirija
con rectitud, y su capacidad de juicio es muy reducida».
Pag. 80
Los budistas aseguran que las mujeres poseen todas las
trampas con que la tentación se muestra a los hombres, y
que además de ser peligrosas, son las culpables del pecado
de enfatuación que ciega la mente ante el mundo220. Existe
un refrán chino que dice que la mejor de las muchachas
no iguala al peor de los chicos544. En el Islam se asegura
que la depravación de la mujer es mucho mayor que la
del hombre, y Mahoma, a pesar de haber sido hombre de
varias mujeres, decía: «No puedo dejaros peor calamidad
que la que constituyen las mujeres... ¡Oh conjunto de
mujeres, dad limosna, aunque sean vuestros adornos de
oro y plata, porque casi todas vosotras seréis parte del
infierno en el día de la resurrección!» 151
Las raíces de nuestra sociedad están llenas de ideas
semejantes; e incluso peores. Los hebreos sostenían que
las mujeres eran la fuente del mal y la muerte en la tierra:
«De la mujer ha procedido el principio del pecado y por
ella todos hemos de morir»75. La Biblia afirma que, por ese
pecado, Dios, como castigo, la condenó para siempre a ser
sierva de su esposo 83. San Pablo aclara esta concepción
a los cristianos proclamando que Adán era en realidad
inocente y no fue engañado, pero que su mujer sí, por
lo que era la única transgresora 260. Tertuliano lleva esta
idea mucho más lejos, afirmando que Eva, al inventar
la muerte, era la culpable, no sólo de la muerte de todos
los hombres, sino también de la del hijo de Dios: «Y no
olvidéis que cada una de vosotras, mujeres, sois una Eva,
constituís la antesala del diablo y la puerta abierta hacia lo
prohibido; vosotras lleváis a cabo la obra que el diablo por
sí solo no tendría suficiente valor de realizar»275.
Bajo el dominio del cristianismo, la fobia contra las
mujeres adquirió gran empuje, llegando en el concilio de
Mâcon, a fines del siglo sexto, a ponerse en duda si las
mujeres eran seres humanos. Después de una cuidadosa
deliberación, y sólo por un margen muy estrecho, se
decidió que probablemente eran humanas, puesto que el
Pag. 81
buen Señor había sacado a la primera de una costilla de
Adán95.
Pero el hecho de que fueran seres humanos no era
suficiente para que se considerase a las mujeres más
aceptables a los ojos de Jehová que a los de otros dioses.
Los padres de la Iglesia les permitieron penetrar en el
templo siempre que lo hicieran por una puerta lateral y
con la cabeza tapada, para evitar que los ojos de Dios se
contaminaran al mirar desde arriba a la congregación.
Finalmente tuvieron que llevar también guantes, pues
en el concilio de Auxerre se decidió que una mujer no
debería tocar ninguno de los objetos destinados al culto,
y que bajo ninguna condición podría recibir la eucaristía
en sus manos desnudas.
En cierto sentido, estas regulaciones eran relativamente
liberales, pues las mujeres no pueden penetrar en los
templos mayores de los hindúes, budistas, mahometanos,
ni en la mayor parte de las restantes religiones. Un estatuto
hindú proclama que cuando una imagen consagrada ha
sido tocada por un perro, una mujer o cualquier bestia
inferior, su santidad ha quedado anulada, debiendo ser
purificada y vuelta a consagrar; las mujeres pueden adorar
un ídolo, pero sólo si se encuentran alejadas de él270.
Esta separación higiénica fue de tanta importancia
para los primeros cristianos, que aunque aceptaban el
uso de un guante como protección de los ornamentos
sagrados, no se permitía que estuviera una mujer cerca
del altar durante la misa. Y la presencia de una mujer
en el interior de un coro era suficiente para considerar
contaminado todo el templo, de forma que para obtener
cantantes con voz de soprano se castraba a niños del coro.
¿Se trata de normas periclitadas? La última disposición
que prohíbe a las mujeres cantar en los coros fue decretada
en el Vaticano en 1971.
Una cuestión que conviene aclarar es si,
independientemente de los ejemplos religiosos que
Pag. 82
consideran como inferior a la mujer, estas normas
estaban generalizadas y se aplicaban a la vida cotidiana.
Se ha sugerido muchas veces que los patrones aplicados
en presencia de los dioses eran siempre de carácter
extraordinario, y que en la casi totalidad de las sociedades,
las mujeres en el hogar, y en cualquier otra situación más
o menos informal, han recibido mucho más respeto.
Además, dicen los apologistas, la exclusión de la mujer de
los lugares donde se acumula el público, no permitiéndole
que deambule sola por las calles, o tapando su rostro con
un velo —como deben hacer en muchas sociedades—,
constituye una ventaja positiva para el provecho de
una mujer «respetable»; y la «prueba» de esto es que
las mujeres bien establecidas en todas las sociedades —
esposas, madres e hijas casaderas— han aceptado dichas
restricciones sin protesta, e incluso las han reforzado,
apreciando que se las mantuviera aparte de las «malas
mujeres». Naturalmente, la mera existencia del concepto
de «malas mujeres», para el que no existe un equivalente
entre los varones, es en sí mismo una reiteración de las
acusaciones levantadas contra las mujeres en general.
Entre los intentos de quitarle importancia a todo esto,
y de afirmar que ha ido perdiendo vigencia, se encuentra,
en primer lugar, el tipo de observaciones hechas por
Westermarck, que asegura que cuando una civilización
adquiere madurez, tiende a relajar sus constricciones
con las mujeres y a elevarlas a un nivel igualitario con
los hombres275. Siempre ha estado de moda decir que las
supersticiones pertenecen al pasado, que los modernos
son liberales y que, de cualquier modo, las cosas están
cambiando de prisa.
Mucho puede decirse en pro o en contra de todos
estos argumentos, y también en relación con la elocuente
formulación de Westermarck, pero es preferible no
cegarse por ellos. Los antiguos temores y prejuicios
poseen caminos por los que vuelven a surgir en cada
Pag. 83
nueva generación. Ciertamente, muchos de los cargos
verdaderamente serios que se han esgrimido contra las
mujeres están todavía vivos, manifestándose de forma
cada vez más sutil en la estructura real de las costumbres
modernas, donde los gritos en pro de una emancipación
se dejan escuchar ampliamente.
Por ejemplo, el temor a la sangre como elemento
«castrativo» que existe en los pueblos primitivos se refleja
en la repugnancia de los hombres, que siguen rechazando
tener relaciones sexuales con una mujer durante la
menstruación. Existen numerosos dichos relativos a los
peligros de ser «cazado» por una mujer, y de cómo ella
hace perder al hombre su libertad. Frívolos intelectuales
persisten en los estereotipos de la rubia muda, la dama
desvanecida, la locuela, y las crisis histéricas; el reverso
de la medalla podría ser el «ponerse los pantalones» o
convertirse en un pendón. En el idioma inglés, lo mismo
que en otros lenguajes, hay más expresiones negativas
dirigidas a la mujer que a otra cosa.
Las más elevadas civilizaciones han retenido en
su más alto nivel, en esencia, los mismos reproches
originales contra la mujer, independientemente de lo bien
que estén disfrazados tras una fachada de respetabilidad.
Las actitudes subyacentes son evidentes no sólo en los
refranes, dichos y proverbios, sino con mayor dureza
en todos los cargos levantados contra las mujeres en los
momentos de cólera —acusaciones, como se dijo más
arriba, en el sentido de que reciben más que dan cuando
son pasivas o de que son zorras, brujas o mujeres fálicas
si tienen un comportamiento activo—. Así, con la misma
claridad que en el lejano pasado de la humanidad, los
tambores de la selva continúan batiendo su mensaje:
las mujeres son peligrosas; amenazan el dominio del
hombre de cien maneras; la sangre de un hombre pasa
al vientre de la mujer y sólo le queda agua en las venas,
como señalan los masais; la mujer tiene un efecto adverso
Pag. 84
sobre la acumulación de riquezas y la victoria en la
guerra; y aparte de que son medrosas o se cansan con
gran facilidad incluso aunque no lo pretendan, son, por
propia naturaleza, elusivas, engañosas y merecedoras de
ser vigiladas.
La mayor parte de estas quejas se basan en dos cargos
básicos: que, de una u otra forma, una mujer puede
amenazar con facilidad la virilidad de un hombre, y que
para obtener lo que ella desea puede ser tortuosa. Aunque
estas preocupaciones son muy diferentes —la primera
de ellas es un sentimiento subjetivo, mientras que la
otra, caso de ser cierta, es bastante tangible—, puede
observarse que ambas derivan de los problemas relativos
al equilibrio agresividad-sumisión entre los sexos.
Algunas de las tensiones más superficiales producidas
entre los individuos de diferente sexo están mucho más
allá de la cultura y la formación personal, porque pueden
presentarse claramente en ejemplos prehumanos. Los
monos hembras, por ejemplo, son menos combativos
que los machos, menos íntegros en su competencia para
alcanzar los alimentos, utilizando con frecuencia trucos
para lograr ventajas, mostrándose capaces de diversos
tipos de desviación si ello les es útil. Los machos son más
simples en su comportamiento, menos racionales, más
dispuestos a utilizar la fuerza muscular que el cerebro.
Pero en seguida resulta evidente que tales diferencias
están más vinculadas al rol que juega un individuo que a
su género: en una situación en la que una hembra madura
domina sobre un macho más joven que ella, es ella la que
muestra la agresión, mientras que él intenta un truco tras
otro con objeto de obtener lo que desea 287, 292.
En consecuencia, en el equilibrio corriente de
agresividad-sumisión entre los sexos no es sorprendente
que con frecuencia se manifiesten elementos de verdad
en los cargos que corrientemente se esgrimen contra las
mujeres. Lo sorprendente es que no siempre sea tortuosa,
Pag. 85
pues sólo tiene dos medios seguros para salir de la
trampa: o bien puede desarrollar una cierta derechura en
sus maneras —lo que choca fácilmente contra la imagen
de la feminidad—, o bien ha de encontrar de algún modo
su satisfacción personal dentro de los estrechos límites del
papel que de ella se espera; papel que deriva, en parte, de
la naturaleza y, en parte, de las exigencias sociales.
Por otro lado, las diferencias entre los sexos obtienen
una buena parte de su ímpetu de la dominación del varón
y de lo que existe en las mentes de los hombres; es decir,
de la psicología de su rol. A primera vista, podría parecer
que las ventajas implícitas en el estado superior del
hombre, unido todo ello a los aderezos de una adecuación
personal, deberían proporcionarle seguridad a su
posición. Quizá suceda así cuando los hombres procuren
no forzar su margen de ventaja. Pero la mayor parte de las
sociedades esperan un nivel extraordinario de adecuación
en el hombre, una especie de bravuconería, y alientan de
otros modos su predominio. Desde este punto elevado
de primacía, los hombres encuentran con frecuencia su
virilidad desdibujada y, por una especie de penetrante
paranoia, imaginan que sólo pueden perderla en una
interacción cuidadosamente equilibrada con las mujeres.
Ciertamente, un estado de exaltación en cualquier aspecto
de la vida sugiere a sus beneficiarios que, mediante un
fácil giro de los acontecimientos, podrían cambiarse las
tomas, con lo que los primeros podrían ser los últimos, y
viceversa.
Así, multitud de tribus y civilizaciones de todo el
mundo, en especial en las que se alaba más a los hombres,
se piensa que las mujeres poseen una curiosa combinación
de rasgos: una superdependencia desecante, pero también
unos poderes secretos. Tal vez sea éste el lugar para
recordar que la mayor parte de los demonios del mundo
se han representado en forma de vampiros o demonios
femeninos capaces de invertir la supremacía del varón.
Pag. 86
Temores similares, de forma menos mística, continúan
existiendo en la vida diaria, pues la casi totalidad de los
hombres tienen preocupaciones relativas a la virilidad,
que les hacen pensar que una mujer hipersumisa es la
clave del campeón para no sangrar hasta quedar seco,
y que una resistencia excesiva de ella es un insulto a
su estatus y a su ego. Así, para que unas relaciones
heterosexuales funcionen se necesita un equilibrio crítico
entre los contrastes que separan a los sexos y los puntos
comunes que permiten que las interacciones sean factibles
y recompensadoras.
A pesar de la facilidad con que el origen de los más
visibles desequilibrios en la situación social de los sexos
puede encontrarse en el ego masculino, no es éste lo
único que ha operado. Numerosas evidencias sugieren
que ambos sexos han conspirado constantemente para
asegurar la supremacía de los hombres y la sumisión
de las mujeres. Indudablemente, la relación sumisión-
agresividad ha tomado su ejemplo no sólo de las
diferencias físicas y temperamentales, sino también de las
connotaciones simbólicas que rodean el acto sexual: en su
mayor parte, y en las formas más variadas, ambos sexos
desean que el varón «esté en la cúspide». Así, a pesar de
las numerosas leyendas relativas a las amazonas y de los
informes incorrectos de algunas tribus perdidas, nunca
se ha encontrado un matriarcado genuino, y ni siquiera se
tienen noticias de que pueda haber existido1.
Sería un error pensar que, a causa de que el patrón
de dominio y sumisión ha sido exagerado con frecuencia,
éste haya sido simplemente un imán para las relaciones
humanas. Por el contrario, esta disposición resultó
básica para que los individuos de sexo diferente puedan
convivir y realizar su trabajo de interacción. Las parejas
más estabilizadas muestran invariablemente un patrón
de dominio claramente establecido. Y existen abundantes
pruebas —tanto animales como humanas— de que, sin
Pag. 87
un elemento de dominio, los machos tienden a tener
problemas de potencia.
Pero si el secreto de la compatibilidad heterosexual
descansa en una determinada diferencia de capacidad de
dominio natural entre los sexos, ¿por qué toda sociedad ha
ido ampliando la brecha e incrementando el antagonismo
entre hombres y mujeres, hasta el punto de dificultar las
comunicaciones entre ambos? Parte de la respuesta es
inequívoca: algo hay en la psicología sexual del hombre
que requiere un elevado nivel de tensión entre los sexos;
tensión que la biología no puede proporcionar por sí sola.
No es accidental, por tanto, que se introduzcan elementos
combativos en las relaciones heterosexuales precisamente
en aquellas sociedades en que la permisividad sexual
amenaza con igualar ambos sexos. Evidentemente, la
gente está dispuesta a pagar cualquier precio en orden a
lograr una determinada disparidad, una «resistencia» o
distanciación entre los sexos. Más adelante se mostrará
que la atracción sexual sólo prospera cuando ambos
miembros de la pareja se encuentran, en algún sentido,
ajenos el uno al otro.
Más aún; si la mayor parte de hombres y mujeres
de cualquier sociedad están condicionados para desear
y responder a versiones del otro convencionalmente
definidas, y si por ello son capaces de encontrar su propia
pareja, su compañero apropiado y deseable, ¿por qué no
gozan de la compañía del otro? En un gran número de
sociedades humanas existen viviendas separadas para
hombres y mujeres, no sólo antes de su matrimonio,
sino también después de éste. De hecho, hay muy pocas
sociedades en las que los dos cónyuges vivan en el mismo
lugar y pasen juntos la mayor parte del tiempo libre.
Se han ofrecido muchas explicaciones a esta separación
de los esposos: que los hombres y las mujeres tienen
intereses muy diferentes; que las esposas en Grecia y Roma
estaban menos educadas que sus maridos, por lo que éstos
Pag. 88
se aburrían con ellas; que hasta épocas muy recientes
los espectáculos atléticos, e incluso las representaciones
teatrales, eran excesivamente rudos para los ojos y
oídos femeninos —los dramas de Shakespeare, como la
mayoría, fueron escritos enteramente para audiencias
masculinas—; que los hombres precisan divertirse, por
lo que era excesivamente peligroso para las mujeres
aventurarse fuera de casa, incluso yendo acompañadas;
que en la época victoriana, y hoy en día en no mucho menor
grado, tanto hombres como mujeres prefieren reunirse en
grupos separados porque desean mostrarse desinhibidos
y necesitan aliviarse del confinamiento doméstico o
«vivir en mundos diferentes». Pero una razón mucho más
poderosa que todas éstas reunidas reside enteramente en
la psicología masculina: su tendencia a unirse con otros
hombres.
Pag. 96
El niño que es bueno en el campo de juego o aquel al
que le gusta cualquier tipo de actividad de las consideradas
como plenamente masculinas, recibe un gran respeto
como recompensa. Hay, por el contrario, diversas y atroces
penas para el niño que se mantiene aparte, llora fácilmente
o se convierte en un «mariquita» imperdonable por pasar
su tiempo con las chicas y compartir sus intereses.
Por tanto, una de las primeras versiones de la
vinculación masculina es ayudar al joven a establecer su
identidad personal, a utilizar sus alianzas con varones
para compararse a sí mismo con los otros y explorar sus
propias potencialidades. A medida que desarrolla una
serie de habilidades particulares, puede competir para
alcanzar los honores de un especial reconocimiento. Pero
una de las últimas maravillas de la vinculación masculina
consiste en que permite a una persona que sólo posee
cualidades muy limitadas —o incluso ninguna— la
identificación con los talentos acumulados de la totalidad
del grupo, como si él los poseyera en su totalidad.
Tras la pubertad, los esfuerzos para el modelado del
ego del muchacho empiezan a ampliarse, sobrepasando
el antiguo énfasis personal puesto en la estructuración de
su identidad. Más que nunca, puede sentir la necesidad
de probar su masculinidad, tal vez mediante la práctica
de deportes y otras actividades grupales, en las que se ve
estrechamente ligado con algunos chicos y en las que tiene
que compartir con los otros. Pero al mismo tiempo siente
una especial apetencia por nuevos tipos de situaciones
y realizaciones, especialmente las asociadas con la
ampliación de sus esperanzas y oportunidades sociales. El
dominio de sí, que ahora emerge con nueva energía —o,
por lo menos, la necesidad de aparecer como seguro de
sí mismo—, intensifica el valor de todo lo que parezcan
actos propios de los adultos y de la independencia, como,
por ejemplo, los actos de carácter-heterosexual.
Pag. 97
En este punto, un joven puede o no tener un específico
interés sexual por las muchachas, pero inmediatamente
percibe las ventajas que le puede proporcionar este tipo
de conducta. Las chicas representan, por lo pronto, un
nuevo desafío y una nueva audiencia. Incluso el mostrar
interés en ellas puede constituir un pasaporte para
penetrar en los estereotipos propios de los adultos y un
signo de independencia y desarrollo. Cualquier éxito que
tenga con ellas es una señal de progreso y una marca del
estado social, independientemente de que refuerce o no su
heterosexualidad.
Aparte de estos y otros estímulos sociales, que
preparan la escena para la homosexualidad, resulta
evidente que los sexos están destinados frecuentemente,
por motivos más fundamentales, a encontrarse
atractivos el uno al otro. Existe una adecuación mutua
en sus diferentes modos de ser dominantes o sumisos,
especialmente desde el momento en que el automodelado
de los chicos y chicas los estimula a desarrollarse
literalmente de forma complementaria, llegando a
ser sistemáticamente incompetentes en las misiones y
cualidades adscritas al sexo opuesto. La unilateralidad
del muchacho es particularmente limitadora; se piensa
que los valoradísimos rasgos principales que su papel
comprende pueden; ser socavados rápidamente si retiene
cualquier rasgo «femenino». Para perfeccionarse y
corregir su cultivada excentricidad masculina —es decir,
para recuperar gran parte de lo que ha sido eliminado
sistemáticamente de su personalidad y saborear la
suavidad de otras formas— necesita la compañía de
mujeres. De forma semejante, el cultivo que hace la mujer
de las cualidades menos robustas tiende a dejarle con una
verdadera escasez en los tipos de estabilidad y símbolos de
seguridad que constituyen la especialidad de los hombres,
y que puede obtener de él.
Ciertamente, no existe nada nuevo en la idea básica
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del compleméntarismo. En el siglo quinto antes de
Jesucristo, Sócrates basaba su elogio del amor en la
observación de que cada uno de los sexos, al no poder
autosatisfacerse, se esfuerza por obtener del otro lo que
necesita y admira. El concepto básico es comprendido
de forma intuitiva por todo el mundo. Se encuentra de
manera implícita en un cantar infantil inglés, la «copla de
Jack Sprat», y en el refrán que predice que un matrimonio
irá bien «si las abolladuras de la cabeza de ella concuerdan
con las protuberancias de la de él». Tampoco la idea de
la complementación es difícil —de hecho, se facilita— si
la consideramos como que una persona «importa» lo que
necesita de su compañero y «exporta» lo que éste precisa.
La consideración del compañerismo bajo este enfoque
de importación-exportación nos abre de inmediato nuevos
puntos de vista sobre la complementación. Se empieza
por observar que el varón heterosexual, en su mejor tipo
de relaciones, importa mucho más de su compañera de
lo que comúnmente se piensa. Puede importar o utilizar
no sólo los diferentes puntos de vista de ella —incluyendo
su manera de considerar las cosas, generalmente más
benévola—, sino que, como quiera que ella, al revés de él,
posee autorización social para ser más frágil y en cierto
modo infantil, él tiene ahora una excusa para utilizar
también estas cualidades. Puede dotar a su casa con
una serie de dispositivos domésticos que eviten trabajos
físicos violentos, y facilitar su propia Vida con una serie
de comodidades «para beneficio de ella»; toda una serie
de indulgencias que, si las hubiera pedido únicamente
para él, se considerarían una forma de automimarse, si no
francamente «blandas». Emocionalmente, también tiene
mucho que ganar. Cuando se encuentra con una mujer
puede sentirse impresionado por una puesta de sol, decir
que los niños son «lindos» y reír y jugar de formas que en
situaciones distintas le resultarían embarazosas.
Lo que un hombre «exporta» es también muy
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importante, no sólo porque puede ser valioso para su
compañera, sino porque también puede tener un valor
enorme para él. Muchos hombres consideran muy
agradable para ellos presumir de su limpieza, su energía
u otras versiones menos claras de su virilidad ante una
compañera apreciativa. Contemplándose a sí mismo a
través de los ojos de ella —independientemente de que lo
haga correctamente o no—, puede deleitarse de nuevo con
sus propias hazañas. De esta forma, parte de lo que un
hombre importa de una mujer es la admiración de ella
hacia él, y parte de lo que exporta para ella es también
utilizado por él, pues valora su autoimagen. (Las mujeres
también hacen lo mismo cuando utilizan, y disfrutan al
verse a sí mismas utilizándola, la versión de la feminidad
que han hecho suya.)
Todo esto, en sus formas más llamativas, resulta
claro para el observador casual. Todos podemos ver que
un hombre que está mostrando su adecuación a una
mujer, o que se exhibe ante ella de otros modos, está
reforzando su imagen varonil, al tiempo que intenta sacar
partido de ella. Pero un momento de reflexión servirá
también para aclarar que la totalidad de este aspecto de
la conducta varonil actúa en una dirección opuesta a la
complementación. Mucho de lo que el varón importa
de la mujer es complementario en cuanto que sirve para
corregir y también reducir su excentricidad masculina;
pero en cuanto que revela su excentricidad en su propia
exportación, trata de mantenerla.
El hecho más importante aquí —algo de una
especial importancia— es que, a pesar de las múltiples
ventajas de la complementación, hay muchas cosas en
los seres humanos que actúan en contra. Los hombres,
especialmente, tienden a imponer grandes restricciones
a sus deseos de complementación, buscando únicamente
tipos particulares de interacciones complementarias con
sus compañeros y evitando otras. El resultado neto es que
Pag. 100
la mayor parte de los individuos, y en la mayoría de las
sociedades, tanto ahora como en el pasado, sólo logran
formas bastante groseras de complementación con sus
parejas; formas que resultan opuestas a los intercambios
muy personales y delicados. Incluso en aquellos casos en
que existe un elevado afecto, muchas parejas concuerdan
principalmente en los términos de una adecuación física
y unas versiones toscas del equilibrio dominio-sumisión.
Los hombres, más frecuentemente que las mujeres, están
satisfechos con este tipo de disposición.
¿Se debe esto a que los hombres son unos brutos
insensibles que no conocen nada mejor? ¿O es que, como
nos dicen las voces de los movimientos de liberación de
la mujer, una unión delicada y comprensiva requiere una
igualdad de estatus y respeto mutuo que no existe en la
mayoría de las parejas? Se ha sugerido en ocasiones que
cuando los sexos están excesivamente polarizados el vacío
entre ellos es demasiado grande para que pueda tenderse
un puente de manera correcta. Indudablemente, pueden
encontrarse ejemplos que se adecuen a cada una de estas
observaciones. Pero en dichas interpretaciones existe
siempre la suposición subyacente de que ambos sexos
querrían, y se beneficiarían de ello, una complementación
más amplia si no fueran tan torpes e ignorantes, o si no
estuvieran tan atrapados por la educación recibida.
Antes de tratar de aproximarnos a una interpretación
más sofisticada sería mejor recordar que una
complementación delicada implica unos costos y riesgos
que muchas personas experimentan como fastidiosamente
indeseables. Al margen de las dificultades inherentes
al establecimiento de un contacto emocional íntimo
con el sexo opuesto, están los peligros de la proximidad
excesiva. Para comprender verdaderamente a una mujer
y ser comprendido por ella, un hombre experimenta
con frecuencia la sensación de tener que comprometer
seriamente su postura general. La entrega de algo más
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que una fracción de su autonomía y el desplazamiento
en la dirección de la blandura pueden afectarle como
una mitigación de la virilidad purificada que con tantas
dificultades había alcanzado. Por otra parte, un contacto
continuado muy estrecho implica un riesgo de convertir
en propios muchos de los puntos de vista de la mujer.
Muchos hombres suprimen desde el principio dichos
riesgos refugiándose en un cierto grado de dureza y
evitando todo contacto delicadamente íntimo con las
mujeres. Otros resuelven el problema estableciendo un
contacto, gozando plenamente de él mientras su onerosa
excentricidad masculina se ve complementada, pero
retornando a continuación a sus amigos varones, en
compañía de los cuales rejuvenece su apariencia viril.
Así, se hace aparente una de las principales motivaciones
para la vinculación masculina: se trata de la bolera
—en ocasiones literalmente— en que su algo torcida
masculinidad es reforzada y en donde se restaura su
forma original.
Incidentalmente, desde este punto ventajoso resulta
también claro cómo la vinculación masculina puede
liberar su considerable energía para la heterosexualidad.
Sus componentes homosexuales están ordinariamente
demasiado lejos de cualquier vertiente erótica, por lo
que no pueden ofrecer una competencia sexual a la
heterosexualidad; pero al conceder un alivio —en cierto
sentido, al repostar el depósito de gasolina— satisface las
necesidades masculinas y refresca el apetito del hombre para
un retorno potente a los contactos heterosexuales. Muchas
mujeres comprenden intuitivamente esta operación de
reabastecimiento, y aunque puedan perder sus hombres,
que están «con los amigotes», utilizan su propio tiempo
en la recuperación, razonando correctamente que son, en
último término, quienes Se beneficiarán de la desviación
momentánea de sus hombres. Su presentimiento es
correcto, como lo es el de otras mujeres que sienten una
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inquietud molesta en compañía de hombres que no tienen
relaciones masculinas íntimas.
De los dos ejemplos de complementación que
hemos citado, el primero, en el que los hombres hacen
insignificantes esfuerzos para «sintonizar» con las
mujeres, permaneciendo apegados a formas francamente
duras de contemplación, puede parecer muy inferior
al otro; y lo es en muchos aspectos. Ciertamente, los
hombres que se encuentran muy próximos a esta
alternativa escuchan muchos reproches. Frecuentemente,
las mujeres les advierten que desean ser amadas por sí
mismas y no ser consideradas un mero «objeto sexual».
Sus esposas se quejan durante toda la vida de estar vacías
emocionalmente y de no sentirse comprendidas: «Es como
si viviéramos en mundos diferentes; no me comprende en
absoluto».
Pero por diversas razones, la cuestión de qué tipos
de complementación son los idóneos para obtener
la mejor armonía no es tan inequívoca como podría
pensarse. Un tipo de relaciones en él que prevalece una
complementariedad dura carece de una comunicación
íntima y, aparte de esta falta de delicadeza emocional,
quizá presente dificultades sexuales profundas a las
mujeres que no «respondan fácilmente». Y, sin embargo,
las relaciones no demasiado íntimas suelen durar mucho,
como si su propia disparidad les suministrase una energía
constantemente renovada.
Tampoco, como contraste, las diversas ventajas de
una complementación delicadamente equilibrada —las
ventajas de compatibilidad y la mutua comprensión— son
siempre tan maravillosas como podrían parecer a primera
vista. Conforme los compañeros establecen el necesario
compromiso para lograr un contacto muy satisfactorio
uno con otro, van ganando intimidad y un genuino grado
de intensidad en su unión, beneficios que contribuyen a
su bienestar en la vida cotidiana y a su capacidad de vivir
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juntos. Durante cierto tiempo, su compatibilidad sexual
va progresando también; y no hay duda de que un tipo de
relación heterosexual delicado e íntimo tiende a mejorar
el nivel social de las mujeres y la consideración, con que
son tratadas. Pero toda esta fusión y complementación
no sólo no contribuye a la duración de la atracción
sexual, sino que muy pronto comienza a ejercer el efecto
contrario. En consecuencia, en las relaciones continuadas
bien equilibradas, la compatibilidad tiende a mejorar
progresivamente, pero la atracción erótica hacia el otro
disminuye marcadamente.
Casi como una apología de lo que sucede con la
respuesta sexual de los seres humanos, que están ligados
por una relación continuada e íntima, suele señalarse que
todo tipo de amor se hace más profundo. Indudablemente,
así sucede; pero es necesario poner de relieve que los
beneficios de tan perfecto compañerismo pagan el precio
de la disminución de la tensión erótica, disminución que
fácilmente puede amenazar la totalidad de la empresa.
De modo inverso, la intimidad genuina está ausente en
las formas más intensas de interés erótico, incluyéndose
los fuertes «romances» que se pueden dar entre personas
completamente desiguales. Por tanto, es en las relaciones
nuevas o en los matrimonios desgarrados por luchas
y conflictos, es decir, en donde no se ha procurado una
complementación ni los detalles de una compatibilidad,
en donde florece una excitabilidad erótica más alta. A
través de una multitud de ejemplos, resulta claro que el
bienestar de una intimidad personal y el estímulo de la
atracción sexual son propósitos contrapuestos.
Teniendo presente en nuestras conciencias, de forma
clara, esta disparidad, si revisamos de nuevo la historia
de la heterosexualidad, muchas de sus peculiaridades más
obvias comienzan a encontrar su lugar. La inclinación
anteriormente mencionada de los pueblos sexualmente
permisivos a pincharse, golpearse o abusar de otros modos
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del otro durante el coito, además de elevar la tensión
mutua coloca a los dos miembros de la pareja en guardia,
pues estimula la excitabilidad sexual al transformar su
familiaridad y cualquier forma de unión afectiva en una
forma más burda, y más atractiva, de dominio y sumisión.
En otras sociedades, la tensión entre una pareja se ha
asegurado no por la creación de fricciones y alienaciones,
sino buscando las ya existentes. En las tribus donde se
practica la exogamia, las esposas deben proceder de otras
tribus —por captura, compra, seducción o intercambio—;
es como si las mujeres de la propia tribu estuvieran tan
próximas y fueran tan familiares que careciesen de interés
sexual.
A primera vista, este cuadro parece muy diferente
del de nuestra propia sociedad, en que las tradiciones
de romances, amor y afecto subrayan una mutua
comprensión entre los cónyuges y hacen necesario que
los contactos sexuales no sólo estén libres de cualquier
tipo de brutalidad, sino que constituyen una verdadera
sinfonía de unión y afectuosa comunicación. Pero toda
esta situación de «marcha en común» de los sexos sólo
puede conseguirse después de haber pagado un precio.
Sólo tras un largo periodo, en el que se han mantenido los
sexos separados, y tras haber aprendido que él sexo en sí
es algo malo, es cuando el amor ha podido considerarse
redentor. La clave elemental de toda esta preeducación es
el establecimiento de una barrera o cualquier otra forma
de resistencia entre los sexos. Esta brecha entre amantes es
la que posibilita el romance intenso y la que lo mantiene
durante su corta vida antes de que la familiaridad disuelva
su crucial contraste. La manufactura de la resistencia es
exactamente lo que las sociedades permisivas con respecto
a la sexualidad logran con sus feroces encuentros coitales,
y ése es el motivo de muchas otras variaciones, desde la
esposa que maltrata a todas esas otras formas violentas
de la complementación. Es evidente, por tanto, que los
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individuos traten de mantener, de una u otra forma, una
resistencia parcialmente alienante entre los sexos; lo que
varía son las formas que toma esa resistencia, así como el
situarla antes, durante o después que ambos se unan.
Desde la posición ventajosa en que nos encontramos,
resulta evidente que las diversas detracciones de la mujer
constituyen algo más que la simple manifestación de
la superioridad del varón y de la «inferioridad» de la
mujer. Al mismo tiempo, son las estratagemas que van
ensanchando la brecha entre los sexos, aumentando la
tensión (resistencia) entre ellos y añadiendo una serie de
notas estimulantes a sus relaciones. Una contrapartida
familiar es que los sexos han estado demasiado separados,
y que, lejos de haber sido una circunstancia gozosa, la
brecha existente entre ellos ha sido con frecuencia una
interferencia en los atractivos de la heterosexualidad.
Resultaría sencillo encontrar ejemplos que también
sustancializaran este resultado, pero los puntos de vista
no son en realidad contradictorios. La atracción sexual
requiere una cierta «distancia óptima» entre los cónyuges,
grado de resistencia que puede destruirse tanto por exceso
de disparidad como de identidad.
A pesar de todas las predisposiciones sociales y
sexuales que puedan afectar a la detracción de las mujeres,
es un tema de la más elevada importancia que al nivel de
la psicología individual la situación social de una mujer
es muy variable, y está determinada más por la forma en
que ella misma se conduce que por las predisposiciones de
otras personas hacia ella. Por tomar un ejemplo extremo,
ni siquiera en las sociedades más chauvinistas se trata a la
esposa como si fuera una esclava en su noche de bodas o
durante un período de tiempo posterior. Es como si ella
fuera elaborando lentamente su propia caída hasta tal nivel,
indiscutiblemente con la ayuda de una serie de presiones
sociales, al permitir que las fuerzas de la familiaridad y
de la subordinación la conduzcan paso a paso hacia este
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destino. Tampoco en ninguna época de la historia se ha
visto la mujer individualmente en una baja situación,
siempre que haya manifestado su «voluntariosidad», o
simplemente haya poseído el poder —político, financiero
o social— de expresar su independencia, o incluso sus
propias elecciones. El simple hecho de ejercer su derecho
de elección entre varios pretendientes ha alentado la
caballerosidad o, por lo menos, ha hecho que fuera más
considerada. Y cualquier expresión más enérgica de
determinación, sea como obstaculización o rechazo —a
veces de mera desaprobación—, se ha abierto camino
incontestablemente a través de las altas barreras de la
supremacía varonil. Los hombres son menos aptos y se
hallan mucho menos inclinados a una contienda con una
mujer voluntariosa que con un hombre que obstaculiza
sus intenciones.
Tal vez la observación general que cabe hacer es que
nada asegura a una mujer contra el hecho de que pueda
verse sometida forzosamente a servidumbre como el
ejercicio de su elección, grado de independencia que, no
importa cómo, consigue obtener. En conclusión, incluso
las cortesanas y concubinas han tenido corrientemente
mucha más independencia, más libertad, y han gozado
de un respeto que implica un valor personal en mayor
medida que el que tienen las esposas de los hombres
que las han apoyado. ¿Cómo se ha arreglado dicha
mujer para lograr su influencia? ¿Es que en parte no ha
renunciado y mantiene la opción de decir sí o no? Ésta
es una parte de la respuesta, al igual que su poder de
deslumbrar y desconcertar al hombre. Pero la esencia de
su dominio descansa en su postura básica, que la hace
aparecer como aproximable y, sin embargo, permanecer
como inconquistable en un sentido, y mostrándose
como imposible de ser considerada en ningún momento
como plenamente propia, con lo que elude el excesivo
contacto que invitaría a la fatiga. Ella sabe cómo puede
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ser temporalmente sumisa sin ser constantemente servil,
y mucho menos sojuzgada. Tampoco los hombres desean
que ella esté siempre humilde y dominada. Ése es el
destino de las mujeres con las que los hombres tienen un
gran y constante contacto, un acceso demasiado fácil, y de
las que se siguen queriendo apartar, generalmente con el
viejo tópico de que son trigo seco.
Mucho de lo que antecede resulta muy destacado en
relación con las sociedades modernas, donde las mujeres
tienen que afrontar el problema de mantener un punto
medio críticamente ajustado y mutuamente satisfactorio
en sus relaciones con los hombres. Siempre que una mujer
pierde una parte importante de su individualidad, se
hace dependiente en exceso o se encierra en los estrechos
cauces de la vida doméstica, sumiéndose en la monotonía,
obtendrá, como siempre ha sucedido, un servilismo
excesivo y un desprecio emotivo. En el otro extremo, un
exceso de independencia puede borrar en ella la imagen
de sumisión que las relaciones sexuales requieren. La
mujer que desea vivir su vida puede, por lo general,
hacerlo; pero rara vez le es posible mantener al mismo
tiempo su atractivo. Por razones que están enraizadas al
mismo tiempo en la biología y en las tradiciones sociales,
la estimulación sexual de muchos hombres depende
de poder sentirse dominantes sobre una hembra cuya
sumisión no sea demasiado fácil ni excesivamente difícil
de obtener*.
Volviendo a los orígenes de la heterosexualidad,
* Se ha comprobado que son muy difíciles de absorber. La gente tiene tendencia
tanto a creer que «lo sabe todo al respecto» como a olvidar las implicaciones,
atribuyendo simplemente la mayoría de los fenómenos relacionados con el
equilibrio sumisión-dominio a fenómenos de carácter sociológico. De tal forma,
que se dice a menudo que los hombres y las mujeres podrían o deberían ser
iguales, en la mayor parte de los asuntos, incluyéndose las decisiones de carácter
autoritario, relegando el predominio del varón a situaciones abiertamente
sexuales. Tales argumentos pueden tener sentido si se basan en razones éticas,
pero están en plena contradicción con algunas tradiciones biológicas. Es un
asunto de un profundo significado que la totalidad de la atracción sexual
dependa de las barreras de resistencia, y que la atracción de un hombre Hacia su
compañera, y por tanto su estimulación, esté casi invariablemente, apoyada en
motivos de predominio no democráticos.
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resulta evidente que una impresionante serie de directrices
llena el vacío dejado por la desaparición evolutiva del
«instinto» sexual; serie muy impresionante, pues nada
varía tanto en la sociedad humana como los medios por
los que los individuos llegan a encontrar atractivos en
los demás. Teóricamente, la urgencia no dirigida de la
impulsividad del sexo masculino, que se ha establecido
sólo por la experimentación libre y por las diferencias
que existen entre los sexos en cuanto a agresividad,
puede ser suficiente para llevar a la mayor parte de la
gente hacia la heterosexualidad en cada una de las nuevas
generaciones. Pero, en la práctica, pocas sociedades
permiten una experimentación libre, y no existe ninguna
en la que se puedan probar los asuntos sexuales o confiar
en su contenido a partir de las creencias en los consejos
y expectativas. Todas las sociedades estimulan a sus
miembros a que vean como sexuales determinados modos
de conducta y rasgos particulares corporales, pero no
otros.
Sin embargo, la eficacia de este condicionamiento
social varía considerablemente. Muchas personas
tienen sus intereses sexuales encauzados hacia el sexo
opuesto sólo por sugestión; es lo que han visto siempre
y, por tanto, lo que han esperado. Unos ensayos precoces
pueden acelerar el proceso y hacerlo más profundo.
Otras personas —algunos varones y gran número de
hembras— desarrollan muy despacio un sentimiento
de atracción sexual por sus parejas, con o sin ensayos.
Incluso hay otros que, mediante una combinación de
fantasía y expectación, llegan a erotizar versiones ideales
de posibles parejas mucho antes de cualquier encuentro
verdadero. Los hombres, con un impulso sexual mucho
más acuciante, están especialmente inclinados a erotizar
por anticipado, durante sus fantasías masturbatorias, una
pareja verdadera o imaginada.
De esta manera parecería —y resulta cierto en tanto en
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cuánto funciona— que una motivación específicamente
heterosexual podría muy bien comenzar con sugestiones
sociales que conducen a experiencias sexuales verdaderas
o imaginadas, acontecimientos que simplemente
condicionan a hombres y mujeres a una respuesta en
relación al sexo opuesto. Pero ante un examen más
detenido; resulta evidente que en todos los casos existe
más de un ingrediente actuando como catalizador. La
motivación sexual de una persona raras veces se estimula,
y nunca es gratificante, a menos que exista algún elemento,
en el compañero o en la situación, que se muestre como
resistente. Dicha resistencia puede manifestarse en forma
de vacilación por parte del compañero, en la desaprobación
de extraños o en cualquier otro impedimento a un fácil
acceso. Incluso la niña y el niño de ocho años que se
esconden en el granero para tener un contacto sexual son
conscientes de la división social que los separa, así como
que existen determinados aspectos de quebrantamiento
en lo que están haciendo. El placer empieza aquí, y no
veinte minutos más tarde, con lo que puede o no «sentirse
como bueno».
Después de la pubertad, como se ha visto, es con
frecuencia el contraste entre los sexos lo que hace que
se necesiten y quieran mutuamente cuando tratan de
reparar sus propensiones individuales. El niño que
ha desarrollado la excentricidad masculina, que ha
Conseguido con su esfuerzo y con la ayuda de sus amigos
y la muchacha que ha estrechado sus talentos hasta los
extremos recomendados—, puede sentir la unilateralidad
que una complementación heterosexual podría
corregir. Pero ¿cómo, con exactitud, se ha erotizado ese
apetito?; simplemente como impulso que se opone al
establecimiento de una íntima amistad, lo que también
sucede con frecuencia. Una vez más resulta evidente que
no se desarrolla una actitud erótica hacia una pareja
completamente accesible, incluso hacia una que sea
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maravillosamente complementaria, sino que se despierta,
como el apetito de un caníbal, cuando un compañero
deseado, pero algo remoto, no puede «ser poseído» por otros
medios. Además, como cualquiera puede comprobar, las
motivaciones sexuales se ven especialmente estimuladas
en una persona que siente una necesidad urgente o una
intensa admiración por las cualidades que ve en una pareja
y desea «importar». Ciertamente, hay muchas cosas en el
sexo que se relacionan con el deseo, la conquista o con
otros medios de poseer a un compañero, en ocasiones a
uno que sólo tiene una de las cualidades deseadas.
Es también de destacar que a pesar de todo cuanto se
haya podido decir sobre el motivo de que los hombres y
las mujeres se necesitan mutuamente y se desean unos
a otros, hay también muchas cosas en las personas que
los hace desear hundirse en la pureza inmaculada de su
excentricidad sexual duramente ganada. Los hombres
se hallan especialmente inclinados a desear mantener
su unilateralidad, su apariencia característicamente
masculina, suceda lo que suceda. De aquí que puedan
sentirse deslumbrados, asombrados o profundamente
intrigados por las formas y los atributos de las mujeres.
Algunos de los contrastes a los que responden constituyen
la complementación que muchos hombres buscan; a otros
hombres les fascinan las mujeres y se sienten atraídos por
ellas a causa, principalmente, de su extrañeza. El hecho
de que las mujeres no sean muy diferentes de los hombres
en muchos rasgos, mientras que son plenamente distintas
en otros muchos, profundiza más que nunca el barranco
de la alienación, aunque sigue siendo lo bastante estrecho
para que sea tentador el hacer un puente. Éste es el vacío
que la chispa del sexo necesita para saltar. Pero es más que
esto: el vacío, la distancia óptima entre los compañeros, es
lo que invade todas las atracciones sexuales, y aquello sin
lo cual no podrían existir.
El hecho de que las motivaciones sexuales fracasen
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o simplemente resulten imposibles cuando se ha violado
en alguna dirección la distancia crítica ha resultado
ser la clave de muchos de los secretos de las relaciones
humanas. A primera vista, resulta evidente que ése es el
motivo de que la vinculación masculina no sea susceptible
de transformarse en una tendencia abiertamente sexual.
Su intimidad, unidad de pensamientos y su camaradería
no ofrecen un vacío sobre el cual el sexo pueda servir de
puente, ya que siempre que se genera el voltaje erótico
tiende a ser inmediatamente cortocircuitado en amistad.
Evidentemente, también es aquél el motivo de que la
amistad, la familiaridad y eventualmente incluso las
complementariedades íntimas sean contrarias al interés
sexual; en todo ello falta el vacío necesario, la suficiente
resistencia. El placer sexual no se origina en la comodidad
de la similaridad y del acuerdo. Incluso después de haber
hallado su origen natural, se adormece con la música de un
acuerdo elevado, y en tal atmósfera las escasas inyecciones
de novedades no consiguen despertarlo por mucho
tiempo. Sin una fuente exterior de resistencia, la atracción
sexual requiere el vacío más duro del antagonismo o la
extrañeza; precisa una nota de antagonismo que puede
darse en la disparidad de las perspectivas o del rango.
Consecuentemente, una cierta enemistad entre los sexos
ha sido siempre un requisito esencial para su atracción,
bien se exprese aquélla en la infravaloración de la mujer o
en la casi universal guerra entre los sexos.
Por tanto, hay bastante cordura en el hecho de que los
hombres hayan ideado diversos medios de mantener una
distancia con respecto a sus esposas. Ello se ha logrado,
preferentemente, mediante la separación de los sexos en
el trabajo, en la vida diaria y en sus niveles sociales, así
como en el uso de las formas relativamente más rudas de
complementación. Cuando la gente ha luchado por una
relación más cerrada e íntima que las que cualquiera de
estos sistemas ofrecía, lo ha conseguido durante muy
Pag. 112
cortos períodos de tiempo que eran seguidos de largas
épocas de fracasos. Tal combinación es evidente en el
cortejeo, en los amoríos y en las diversas maneras en
que se tiene una querida o una amante. Resulta también
evidente en una enorme variedad de relaciones donde la
intimidad se ve interrumpida por frecuentes disputas, por
el tiempo en que se pasa fuera de casa o por el contacto
con otras parejas. Es notable por su ausencia el sueño de
la historia de amor: la unión monógama delicadamente
íntima, sexualmente vital y continuada. Existe —como
las sirenas, el movimiento continuo y el propio cielo— en
la imaginación humana.
¿Significa esto entonces que los niveles más elevados de
intimidad y complementación entre hombres y mujeres, o
bien son fugazmente transitorios o únicamente pueden ser
alcanzados al precio de la discordia? Casi equivale a ello.
Según las costumbres de nuestra sociedad, se espera que el
sexo pague toda la culpa; la recomendación generalizada de
que ambos compañeros han de permanecer estrictamente
monógamos no prevé el hecho de que su interés sexual
mutuo —disolviéndose en el mismo grado en que logra
la intimidad— va mermando con el tiempo hasta llegar
a cero. No siempre esta declinación es lamentada. Mucha
gente está preparada filosóficamente para renunciar al
drama y la excitación del sexo, especialmente cuando
gradualmente han sido reemplazados por una amable y
cómoda compatibilidad.
Pero muchas otras personas son muy cautelosas con los
peligros implicados en cualquiera de esos compromisos o
en las alternativas convencionales. Valoran, por supuesto,
las relaciones duraderas, pero no están dispuestos a
soportar las penas habituales. En particular, no quieren
ver sus relaciones sexuales ahogadas por una monogamia
rigurosa, ni tener que pagarla con una serie de fricciones,
con las consecuencias de clandestinidad o con la distancia
interpersonal. En lugar de esto, tratan de idear sus propias
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soluciones a tan difíciles problemas. En una atmósfera de
continuidad emocional, pueden garantizarse mutuamente
cierta autonomía e independencia, con frecuencia más
simbólica que real, que incluya un cierto grado de libertad
sexual. La regla puede consistir en no mencionar nunca un
contacto exterior, o mencionarlo siempre, o compartirlo
de cualquier otra forma. Estos arreglos tienen también
sus escollos y precisan, por lo general, una gran dosis de
«armonización», especialmente al principio. Pero cuando
funcionan, como suele suceder, tienden a prestar un
gran servicio, pues una mano abierta puede crear el más
íntimo, válido y duradero de los vínculos.
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5. LOS ORÍGENES DE LA HOMOSEXUALIDAD
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Por motivos no muy comprendidos, cuando prende
la homosexualidad o alguna versión de ella que no
era conocida, los modos de absorción pueden ser muy
diversos. Puede «añadirse» a las costumbres o bien
integrarse en ellas. Por ejemplo, en Malaya, Birmania y
Thailandia es muy inusual que los adultos jóvenes tengan
algún interés sexual entre sí, lo cual no impide que muchos
consideren a los extranjeros varones, de modo especial
a los caucasianos, casi irresistibles. En otros ambientes
sociales, el curso de acontecimientos similar al del Japón
resulta evidente. La homosexualidad, por supuesto, no es
nueva en el Japón; en sus formas primitivas —relaciones
puramente anales y carentes de afecto entre varones de
estatus social desigual— aparece en los pergaminos
japoneses de hace por lo menos cuatrocientos años. Pero
dicha situación apenas si puede compararse con la escalada
japonesa, en cantidad y calidad —que incluye relaciones
continuadas entre varones de estatus social semejante—,
que se produjo desde la ocupación americana. Los
japoneses han acogido de tal manera toda nueva forma
de homosexualidad, que muchos miembros de la joven
generación piensan que gaybar * es una palabra japonesa y
no tienen la más ligera noción de cuál es su origen.
Si sólo consideráramos estos ejemplos u otros similares,
podríamos sentirnos tentados a extraer la conclusión
de que aunque el potencial homosexual puede no estar
muy bien desarrollado en un medio social determinado,
siempre está dispuesto a ser activado. Pero el que esto
sea cierto para un número significativo de individuos
depende de que determinados conceptos subyacentes del
sexo y el ser estén «de acuerdo» con ello. Si aquel hábil
explorador, o incluso el cónsul más experimentado, lo
intentaran en cualquiera de las sociedades hindúes desde
la India hasta Bali, a menos que toparan con una rara
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excepción no encontraría ningún tipo de aceptación.
Sin embargo, con sólo desplazarse unas cuantas millas y
penetrar en territorio musulmán se verían inundados de
proposiciones. Esta diferencia no deriva de las costumbres
sexuales. Las normas contra la homosexualidad entre los
hindúes no son más estrictas que entre los musulmanes,
pero la filosofía básica es muy distinta. Gran parte de
la mentalidad hindú se opone a la consecución de las
aspiraciones personales, ya sea mediante el sexo o por
cualquier otro medio. (Al hombre se le enseña a verse a
sí mismo más como parte de una conciencia cósmica que
como un ser.) Ante la ausencia de cualquier tradición de
desarrollo individual y de admiración de los atributos del
mismo sexo, la alternativa homosexual se queda sin lo que
suele constituir su catalizador esencial.
Al volver a los ejemplos anteriores, puede verse
que nuestra sociedad combina algunos elementos muy
contradictorios. Por su herencia grecorromana tiene un
individualismo y un esfuerzo personal que están muy
en la base de las motivaciones homosexuales, pero de
fuentes posteriores ha recibido una filosofía y un libro de
mandamientos que son extremadamente antihomosexuales;
incluso el afecto entre varones es sospechoso. A la vista de
la elevada tasa de homosexualidad existente en nuestra
sociedad, se ha sugerido a veces que nuestros códigos morales
no son muy efectivos; pero sí lo son si se tiene en cuenta las
dificultades que producen: en América, por ejemplo, el 50
por 100 de los hombres admiten sentirse, o haberse sentido,
atraídos sexualmente por otros hombres, pero pocos de
éstos analizan su respuesta y sólo tres o cuatro resultan
ser homosexuales en el sentido usual Dado el éxito de las
costumbres heterosexuales, de lo que hay que dar cuenta es
de las excepciones: ¿Qué parte de la psicología individual de
una persona le lleva a convertirse en homosexual pleno? ¿Se
trata de algo que tenga que ver con su personalidad, con sus
antecedentes, con ambos, o con ninguno?
Pag. 128
Desgraciadamente para nuestros días, estas cuestiones
comenzaron a ser elaboradamente respondidas por Freud
y por otros fundadores de la psiquiatría en un momento
particularmente crítico de la historia a comienzos de este
siglo, Fue un período con una nueva conciencia de la
homosexualidad, pero en que apenas había noción alguna
de su alcance y variaciones. Era poco (o que se sabía
de los procesos de aprendizaje y de las comparaciones
entre culturas, y menos aún de biología. Las nociones de
instinto todavía no habían sido puestas en tela de juicio, y
menos aún desplazadas. Ante lo que más tarde demostró
ser un hecho perturbador, la curiosidad científica tenía un
apetito ilimitado de explicaciones sistemáticas junto con
una aceptación acrítica de la lógica puramente deductiva,
Freud destacaba en ambas cosas. Tras descubrir que
los niños pequeños no carecían de sexo, postuló toda una
serie de teorías que tenían relación con las diversas fases de
desarrollo y con las motivaciones específicas por las que un
niño forma no sólo su interés sexual, sino toda su identidad,
en un intento de obtener la aprobación de los demás y evitar
el peligro; o, como decía Freud, de seducir a la madre y acabar
con el padre. Fueran fantásticas o razonables, estas nociones
constituían un ejercicio de un tipo de determinismo de
familia primaria que podía aplicarse a actos locales o a series
completas de motivaciones. Un resultado final era visto
como la evidencia de un objetivo previo o del deseo de una
persona de repetir un modelo, frecuentemente sin la menor
referencia al aprendizaje individual. En consecuencia,
el beso era visto como una extensión de la lactancia, la
pulcritud como una extensión de las enseñanzas higiénicas,
la avaricia como el deseo de mantener las propias heces,
todas las formas de ambición como una expresión del
poder del pene; la lista era interminable. Los fenómenos
homosexuales fueron tratados del mismo modo con
conjeturas complicadas y nuevas referentes a la identidad,
motivaciones edípicas y miedos diversos.
Pag. 129
Por diversas razones, estas ideas merecen una mención
ligera. No sólo fueron rápidamente aceptadas por la
psiquiatría —en cuyo seno dominan todavía las nociones
formales—, sino que también tuvieron una duradera
aceptación popular; se trata de ideas que pueden decirse
sin establecer referencia a sus fantasmagóricas bases y
que tienen partes intercambiables, de modo que pueden
disponerse para «explicar» cualquier caso con el que uno
pueda encontrarse. Así, está muy extendida la idea de que
un muchacho se hace homosexual cuando se identifica con
su madre y se hace afeminado. En cambio, si se identifica
con ella sin convertirse en afeminado, entonces debe tomar
el lugar de la madre con su padre —bien para ganarse el
amor de su padre o para apaciguar al compañero hostil—;
o bien, si se identifica con su madre, desea luego repetir
los gozos que experimentó con ella buscando jóvenes a
quienes pueda tratar corno su madre le trató a él; o puede
suceder que, sin identificarse en absoluto con ella, su deseo
de relacionarse sexualmente con su madre se transforme
en un deseo de gozar del mismo tipo de sexo que goza
ella; o bien es totalmente heterosexual, pero como está
enamorado de su madre y quiere serle fiel, abandona a todas
las otras mujeres. Según otra teoría, al amarla tanto vio su
sexualidad prematuramente estimulada en una época en
que sólo podía recurrir a los muchachos; o si es una madre
inferior y llega a odiarla, después le disgustan todas las
mujeres; o tanto si la ama como si la odia, al descubrir que
ella no tiene pene se le crea un «complejo de castración»
que le obliga a buscar otros hombres en una necesidad de
sexo que produzca seguridad...
El complejo de castración parecía explicar con
tal claridad el «miedo a la heterosexualidad», que se
convirtió en puntal básico de la teoría psicoanalítica
—y sigue siéndolo hoy en día—. Se dice que los varones
homosexuales tienen miedo a perder su pene en contacto
con un compañero que carezca de él, y por una cierta lógica,
Pag. 130
se dice que las lesbianas tienen miedo a la «castración»
de ser penetradas. Según una versión especialmente
estrafalaria del complejo de castración, un hombre se
convierte en homosexual porque inconscientemente
imagina que en la vagina hay dientes, pero en ese caso
sería inexplicable que prefiriese meterlo en una cavidad
que realmente tiene dientes.
Con los años, la cualidad impersonal y caricaturesca
de estas nociones se ha visto suavizada por la inyección
que han recibido de motivaciones humanísticas de
apariencia más razonable. Se ha puesto especial énfasis
en los diversos tipos de sentimientos de inadecuación;
aunque con estos tipos de revisiones las ideas básicas han
persistido en psiquiatría y se han filtrado más que nunca
en el pensamiento popular, donde continúan satisfaciendo
la curiosidad de los ingenuos. Se sigue creyendo, por
ejemplo, que la homosexualidad derive de «problemas
de identidad», de un miedo al sexo opuesto, de diversas
«fijaciones» infantiles y, lo más palpable de todo, de las
influencias de los padres. En ocasiones se culpa a un
padre débil, pero es mucho más frecuente que el malo
de la película sea una madre dominante, molestona o
excesivamente restrictiva*.
* La madre dominante ha tenido tal prominencia que merece una acotación especial.
Por diversas y válidas razones, los sexólogos no han aceptado, la noción, pero ésta
ha funcionado muy bien en el diván de los psicoanalistas y en la sociología popular
de baja calidad; quizá esto último se haya visto ayudado por la tendencia muy en
boga a atribuir cualquier aprieto del individúo, en lugar de a factores internos, a
algún opresor autoritario del exterior, la madre dominante vino como anillo al
dedo. Con o sin un padre débil a su lado» fue acusada de ser el primer causante
de la homosexualidad masculina, Posteriormente también se vio implicada en
los orígenes de la esquizofrenia. Después se la consideró como gran culpable del
alcoholismo, y posteriormente del hábito a las drogas. Más tarde se «descubrió»
que sus modos estentóreos interferían en el apetito de sus hijos, por lo que eran
culpables de la falta de peso; y también que tendía a forzar la alimentación de sus
hijos, por lo que eran responsables del exceso de peso. De hecho, no ha estado
ausente ni ha sido considerada inocente en ningún estudio de una sola conducta
considerada negativa. Por lo visto también constituye un riesgo para la consecución
del éxito: un reciente estudio de estudiantes de medicina descubrió que no sólo los
«fracasados», sino también los adultos infelices como grupo habían tenido «madres
absorbentes». En la superficie, toda la cuestión se convirtió en ridícula, pero
interiormente es una monstruosidad técnica. Ciertamente, la intimidad madre-
hilo que a veces se da en la homosexualidad se interpreta mucho mejor como el
producto que como la causa de la disposición que la apoya.
Pag. 131
Aun cuando hubieran sido formuladas más
cuidadosamente, ninguna de estas teorías se sostendría
actualmente. Todas estaban condenadas desde el principio
por sus suposiciones subyacentes. Al considerar la
homosexualidad como resultado de una heterosexualidad
bloqueada o dañada —una especie de elección por
carencia—, todo el empuje de la investigación se centró
en las negaciones reales o imaginarias de la vida de una
persona. En el mejor de los casos era un esfuerzo sin objetivo,
pues todas las atracciones sexuales estaban basadas en
motivos positivos; los beneficios rea- les o imaginarios
que una persona espera obtener de una conquista sexual
o «poseyendo» al compañero. Pero si la cuestión global
de la homosexualidad se plantea apropiadamente en los
términos de sus propias motivaciones, al menos se tiene la
posibilidad de captar sus considerables variaciones.
Incluso vista a distancia, la homosexualidad nos
muestra una asombrosa diversidad, que comienza con la
forma en que se presenta a sí misma. Puede plantearse en
una edad tan temprana que parezca ser innata o, como
necesidad consciente, puede producirse por vez primera
cuando el individuo ya está bien entrado en su vida adulta.
En cualquier edad puede tomar forma gradualmente, como
resultado de intentos eficaces. Como esquema de conducta
continuado, puede dar la impresión de que comienza
bruscamente, con una e impresionante experiencia. Pero
es mucho más frecuente que la respuesta homosexual,
si es examinada atentamente, resulte haber estado bien
establecida con mucha anterioridad al momento en que
se hace abierta. A veces parece tener un cierto apoyo
disposicional, pero no es frecuente. Los adolescentes muy
jóvenes asocian de tal forma lo que es masculino con
lo que es sexual que llegan a tener un poderoso empuje
homosexual antes de comprender incluso que existen
posibilidades heterosexuales. Estos principios, así como
una serie de otros similares, no son los únicos orígenes de
Pag. 132
la homosexualidad, pues puede tener unas fuentes muy
alejadas del sexo, No es infrecuente que el erotismo sea
el último invitado a su propio banquete: un alto grado
de afecto o relación entre dos personas, especialmente
si se consideran mutuamente a través de una barrera de
edad o estatus que no puede ser cruzada, puede generar
fácilmente sentimientos sexuales.
Un joven que por cualquier razón desarrolle una
admiración intensa por otro varón, puede ver bien pronto
su adoración convertida en erótica. En nuestra sociedad
hay muchas cosas que estimulan a un joven a apreciar
de modo especial las cualidades y logros masculinos. Se
supone que en su proceso de automodelación se esfuerza
por ellos, y así es, pero también puede desarrollar
una admiración intensa por los logros aparentemente
maravillosos de un hombre ligeramente mayor. La
admiración de gran intensidad se erotiza fácilmente, en
especial cuando se enfoca en un individuo particular,
pero este resultado es mucho más probable si el más joven
es sexualmente precoz o tiene otras razones para recibir
con agrado un contacto sexual.
Se ha pensado a menudo que los jóvenes con
«problemas de identidad» o que se creen inferiores
en algún sentido son los que se sienten inclinados a
admirar los logros masculinos de los otros con una
intensidad tal que puede erotizarse. Por extensión,
se ha considerado que era relevante toda una serie de
problemas de inseguridad, así como una baja agresividad
en general. A veces estas descripciones son adecuadas,
pero en absoluto son tan claras como podría suponerse.
Las cualidades «inferiores» de timidez, desconcierto
y autocrítica no podrían ser muy transformables en el
material «superior» de las aspiraciones, admiraciones,
etc. Por tanto, no se ha encontrado ninguna correlación
entre timidez y homosexualidad. De hecho, el fanfarrón
agresivo está más inclinado a la homosexualidad que el
Pag. 133
tímido contable. La baja autoestima y el ser un «solitario»
no implican ninguna tendencia u orientación sexual. Y,
sin embargo, estas cualidades pueden ser relevantes en
diversas combinaciones, especialmente cuando están
en contradicción con lo que una persona querría ser.
Evelyn Hooker ha observado —en un cuidadoso análisis
de las aspiraciones— que un muchacho que se considera
separado de un grupo de sus iguales ve con frecuencia
a los otros muchachos como poseedores de una preciada
alianza; esta situación puede engendrar envidia, deseo,
y la invención de una solución erótica a su problema,
particularmente si el puente sexual es posible con un
miembro especialmente admirado del grupo.
Sin embargo, el resultado puede ser el mismo sin
un previo mal encuadramiento social. Incluso un
muchacho que se encuentra en lo alto de su grupo, y lo
sabe, es muy capaz, sobre todo si es algo idealista, de
tener sus aspiraciones siempre por delante de sus propias
consecuciones. Del mismo modo que el «culturista» que
se ve incitado a seguir tras cada una de sus mejoras, el
muchacho del que hablábamos da la impresión de que
su concepto de masculinidad y el estímulo que obtiene
de lo que ya ha logrado le llevan constantemente a una
elevación de sus miras. Con tan abundante apetito
puede sentirse dispuesto no sólo a glorificar y admirar lo
masculino, sino a buscar un hombre y, luego, a tener con
él un contacto sexual*.
Pero un sistema de valores homosexual puede
comenzar a tomar forma de un modo totalmente diferente;
es decir, sin la presencia en un principio de «ideales», altas
* Técnicamente hablando, no hay diferencia en el origen de la homosexualidad entre
el caso del «campeón» y el del amigo delicado con sentimientos de inferioridad.
En ambos casos, los atributos masculinos se han visto erotizados tras una extrema
admiración. Por otra parte, nada definitivo puede encontrarse si se atiende sólo
al nivel de consecución de una persona o a la altura de sus aspiraciones. Lo que
cuenta es la distancia percibida entre ellos; en resumen, la distancia que ve entre
dónde está y dónde le gustaría estar en términos de cumplimiento, imagen, etc.
Por tanto, es el contraste implícito en esta distancia lo que determina el apetito de
una persona por los atributos del mismo sexo y, en consecuencia, su disposición a
admirarlos, a erotizarlos y a importar algo de ellos.
Pag. 134
aspiraciones, ni de ninguna forma de envidia. Toda la
orientación puede partir de asociaciones puramente físicas.
Los adolescentes se sienten a menudo fascinados por las
capacidades anatómicas y funcionales de los genitales
masculinos. La exploración de éstos y el consentimiento
en un jugueteo homosexual —especialmente cuando es
realizado clandestinamente o cuando implica un cortejeo
que trate de superar las vacilaciones del otro— pueden
convertir en algo excitante la alternativa homosexual. De
hecho, la «química» de dichas situaciones puede resultar tan
seductora que no sea necesaria ninguna experimentación
sexual abierta: las fantasías de un muchacho imaginativo
y sexualmente precoz sobre lo que le gustaría hacer o
explorar con un varón específico quizá resulte suficiente,
y en ocasiones puede generar incluso más excitación de la
que produciría una prueba real.
Pero aún es más asombroso el hecho de que el primer
paso del proceso puede darse en ausencia de cualquier
compañero real o imaginado. Tenemos muchos datos que
indican que un joven que comienza a masturbarse muy
pronto— usualmente antes de la pubertad—, al tiempo
que está viendo sus propios genitales puede construir una
conexión asociativa crucial entre la masculinidad, los
genitales masculinos y todo lo que sea sexualmente válido
y excitante78. Estas asociaciones conducen a un erotismo
que está «preparado» para extenderse a los atributos de
otros hombres, particularmente a los de un compañero
posterior del mismo sexo. Este modelo asociativo consigue
a veces asegurar la prioridad del interés heterosexual, no
sólo por haber llegado en primer lugar, sino por vigorizar
una cadena de pensamiento que la mayor parte de los
muchachos tienen en mayor o menor grado: como las
chicas carecen de pene, carecen también de sexo y son
por tanto sexualmente inatractivas.
Esta línea de desarrollo en que la masculinidad es
a la vez el blanco y la escopeta del sexo no es una mera
Pag. 135
invención descubierta en el sillón de los teóricos. Su
realidad está apoyada en una cantidad impresionante de
evidencias paralelas. Como grupo, los varones que tienen
una gran proclividad homosexual proceden con más
frecuencia de un segmento de población sexualmente
precoz que de un segmento de lenta maduración 142, 82. Los
homosexuales varones no sólo llegan antes a la pubertad,
también suelen masturbarse mucho antes —y continúan
haciéndolo en mayor medida durante toda su vida —que los
varones menos precoces y activos sexualmente *. De modo
inverso, los varones pertenecientes a la parte de población
que llega a la pubertad relativamente tarde suelen ser
menos activos sexualmente y estar extraordinariamente
inclinados a ser totalmente heterosexuales. Quizá la
conexión entre maduración tardía y heterosexualidad se
deba en parte al hecho de que el condicionamiento sexual
activo de los varones que maduran lentamente tenga lugar
en el momento en que ellos y sus iguales están quitando
énfasis a los valores masculinos. Pero antes de conceder
demasiado valor a tan claras explicaciones sociológicas,
vale la pena recordar que las mismas tendencias básicas
predominan entre los mamíferos inferiores **.
¿Pero qué significa exactamente todo esto? No quiere
* Antes de que la precocidad sexual de los varones homosexuales —como grupo—
fuera puesta de manifiesto por el Instituto de Investigación Kinsey, Freud y algunos
psicoanalistas posteriores ya la habían percibido, pero, al no saber relacionarla, la
malinterpretaron, Freud atribuyó esta precocidad al exceso de estimulación que
el niño recibe en una situación edípica. Irving Bieber y sus seguidores no sólo
suponen la misma sobreestimulación, sino que la atribuyen a las transgresiones de
una madre íntimamente relacionada con el niño28. Quien desee seguir manteniendo
dichas nociones deberá estar preparado ahora para dar cuenta de la razón o el cómo
la madre de un joven puede hacer que éste llegue antes a la pubertad y darle un
tamaño de pene por lo general ligeramente mayor que el normal125.
** De pasada, puede ser útil recordar que los primeros Victorianos, a quienes durante
tanto tiempo se ha acusado de no saber nada importante sobre el sexo, tenían una
teoría sobre la homosexualidad que fue rápidamente desechada por los primeros
sexólogos, pero que parece ahora haber sido bastante perspicaz. Pensaban que la
homosexualidad y la masturbación se hallaban vinculadas, y que ambas estaban
referidas al «exceso de sexo» en un joven. Sus formulaciones eran toscas y, sin
duda, derivaban más de suposiciones morales irrelevantes que de la observación
empírica, pero ahora se han demostrado plenamente algunas de las relaciones que
ellos veían entre masturbación precoz, precocidad sexual y homosexualidad. En
consecuencia, el que un joven llegue antes a la pubertad, comience a masturbarse
antes incluso de ese momento y mire sus propios genitales en el proceso son algunos
de los correlatos más conocidos de la homosexualidad 142, 82, 264.
Pag. 136
decir qué las primeras excitaciones y asociaciones sexuales
puedan producir, por sí mismas, una homosexualidad
plenamente motivada. Sin embargo, son muchas las
indicaciones de que estas primeras preferencias tienen
siempre una influencia poderosa, si no decisiva. En
primer lugar, maduran a un individuo con las impresiones
ideacionales y experienciales que más tarde entretejerá en
un sistema homosexual de valores. La erotización de los
valores masculinos pone sobre alerta a un muchacho ante
la jerarquía de valores masculinos y le invita a hacer una
serie de comparaciones, en las que sus propios valores
pueden verse sobrepasados y desplazados por los de un
compañero particularmente admirado.
A primera vista, ello podría sugerir de nuevo que
los «sentimientos de inferioridad» constituyen una de
las fuentes de las motivaciones homosexuales. Pero es
importante comprender que estos sentimientos son ellos
mismos derivativos: la erotización tiende siempre a elevar
el valor de aquello que implica, no sólo exaltándolo, sino
manteniendo el nivel de aspiraciones de una persona por
delante de sus consecuciones. A menudo, como resultado
de ello, una persona siente una aguda diferencia entre lo
que tiene y lo que le gustaría tener. Incluso el varón con
una profunda confianza y seguridad en sí mismo está
dispuesto a mejorar mediante la importación sexual de
los refinamientos y adiciones de un compañero admirado.
Por tanto, en cierto sentido, no importa lo que una persona
piense de sí misma; un ideal exaltado no se satisface nunca
con los logros propios.
En el extremo opuesto de estos ejemplos, en los que
el erotismo se desarrolla primero para a continuación
encontrar su objetivo, hay casos en los que un adolescente
desarrolla una atracción personal intensa hacia un varón
particular; a menudo se trata de un extraño, o casi
extraño, con el que nunca ha pensado en sexo. Puede
sentir una gran necesidad de conocer y estar cerca de un
Pag. 137
determinado profesor, un policía joven, uno de los amigos
de su padre o un chico mayor que va a otra clase del colegio
y a quien nunca ha conocido. (Las lesbianas jóvenes
tienen a veces respuestas semejantes, salvo que es raro
que una chica seleccione a un extraño como el objetivo de
sus afectos, y más raro todavía que su persecución de un
blanco femenino obtenga un gran impulso antes de que
existan motivos para una relación emocional.)
Podría «tener sentido» suponer que unas atracciones
poderosas provengan sólo de niños perturbados o
socialmente desplazados, como a veces sucede y como
los informes psiquiátricos suponen rutinariamente; pero
en general está muy lejos de ser exacto el considerar a
estos jóvenes como unos niños abandonados y tímidos,
con poca autoestimación, aislados de sus iguales y
despreciados en el hogar. Por el contrario, es frecuente
que socialmente sean fáciles, que estén inusualmente bien
relacionados con sus iguales y sus padres y que utilicen
toda esa seguridad y sociabilidad para poner en marcha
una vigorosa campaña de persecución, una verdadera
seducción de su objetivo masculino.
Sin embargo, tras un examen detenido, es difícil
clasificar estos ejemplos como sexuales o no sexuales.
Es frecuente que tales jóvenes tengan poca o ninguna
conciencia de sexo —y menos todavía que lo hayan
experimentado— y que no exista ninguna anticipación
sexual en sus inicios. Sus descripciones a posteriori
colocan el énfasis en otra parte: «Sólo quería estar cerca
de aquel chico y puede ser que le rodeara con mis brazos;
no tenía ni idea de lo que podía suceder después, ni
siquiera sabía que iba a ocurrir algo». «Recuerdo haberme
sorprendido en aquel momento de no saber lo que quería;
era una necesidad terrorífica de meterme dentro de él de
algún modo». (¿Refleja este último detalle una proclividad
masculina a penetrar en el compañero? Quizá sea así; las
mujeres suelen describir ese momento como una necesidad
Pag. 138
de «formar parte de» o de «pertenecer a» sus compañeros.)
Una escena formal casi clásica es la siguiente: «Finalmente
conseguí llegar a la cama con el amigo de mi hermano
cuando pasó allí la noche; afortunadamente se levantó e
hizo un movimiento; fue como obtener exactamente lo
que yo quería sin darme cuenta de que lo quería». Un rasgo
notable es que con una regularidad misteriosa el hombre-
objetivo resulta ser homosexual, independientemente de
que el otro lo supiera o no.
Las atracciones de este tipo especialmente poderosas
pueden surgir instantáneamente, como de la nada, y en
ocasiones pueden llevar a una persona a superar barreras
casi infranqueables, He aquí un ejemplo que, aunque
exótico en cierto modo, tiene una base que no es rara en
absoluto: Cuando un muchacho de catorce años conducía
su bicicleta por la calle de una capital de Extremo
Oriente, un diplomático americano pasó a su lado en
una limusina. Sus miradas tropezaron un momento. El
muchacho sintió tal deseo de conocer al hombre, que le
siguió con la bicicleta y le alcanzó en la embajada, que
sólo estaba a dos manzanas. Esperó durante horas para
ver al hombre, quien no recordaba haberlo visto antes,
pero intercambiaron algunas palabras cuando entraba de
nuevo en el coche. El hombre describió posteriormente
haber sentido una cierta urgencia en el muchacho, «y
algo en mí mismo, aunque no era nada especial». (En
aquel tiempo no se consideraba homosexual completo y
nunca había tenido el mínimo interés en los jóvenes. El
muchacho no tenía ninguna experiencia sexual, «pero el
año anterior, en la escuela, me costaba trabajo dejar de
mirar a uno de los profesores, aunque en mi país resulta
muy descortés mirar fijamente».) El muchacho esperó
para ver al hombre al día siguiente, y al siguiente, y al
otro. El hombre describió más tarde el contacto: «Para
sacar al pequeño bastardo de las escaleras de la embajada
tuve que llevarlo a tomar un helado». Por supuesto, había
Pag. 139
algo más, pero incluso cuando lo llevó a su casa por
primera vez las cosas no estaban bien establecidas. Una
de las primeras preguntas que le hizo al joven fue: «¿Qué
quieres exactamente?», a lo que el muchacho respondió:
«No lo sé; sólo quiero estar contigo, a tu lado, y puede que
tocarte si eso está bien». Para aquel momento ya estaba
bien; pero las cosas siguieron moviéndose a un paso de
tortuga; según las propias palabras del niño: «Quise pasar
la noche allí, y así lo hice, pero durante horas no tuve
más que una erección mental —y nada más—, hasta que
finalmente el americano me llevó a dar una vuelta».
En este ejemplo, como en muchos otros, es como si el
homosexual joven e inexperto tuviera un apetito dispuesto,
un sistema de valores ya construido que ni está plenamente
erotizado ni es comprendido conscientemente hasta
que aparece de repente el compañero apropiadamente
complementario. Son embargo, la velocidad y precisión
con que el hombre-objetivo es elegido suelen parecer
claramente intuitivas; o como lo expresaría el lenguaje
psicológico —no necesariamente mejor—, el proceso
puede ser descrito como una asimilación súbita de
elementos mínimos en que las cualidades del compañero,
lo apropiado de su adecuación y su capacidad de respuesta
están correctamente establecidos.
Con mucho menor misterio que en este caso o que en
cualquiera de los orígenes de la homosexualidad basados en
el valor, a veces un modelo homosexual se establece sobre
la base de la «primera práctica». Hay niños que descubren
a una edad muy temprana que los contactos homosexuales
son posibles y funcionan. A veces la comprensión del niño
de que está violando las normas sociales añade interés a
sus experimentos homosexuales; pero es más frecuente
que el contexto sea el inverso: los niños han oído muchas
advertencias sobre los contactos heterosexuales y ninguna
o muy pocas sobre los homosexuales. Entonces, con un
espíritu de conformista —en lugar de con el interés de
Pag. 140
estar violando una norma— un adolescente puede verse
repetidamente implicado en actividades homosexuales
sin un conocimiento claro de que sean algo especial,
de que tengan un nombre o de que estén estrictamente
prohibidas. De hecho, una cierta ingenuidad infantil sobre
la homosexualidad es tan frecuente que los sexólogos se
han encontrado repetidamente con niños que se sentían
más libres para hablar de sus experiencias homosexuales
que de las heterosexuales 142 *.
Poco después de comenzar el siglo, la extensión del
reconocimiento de la frecuencia de la homosexualidad
masculina en la primera adolescencia hizo pensar que
quizá se trataba de una fase por la que pasaban todos los
chicos, y que la homosexualidad duradera era el resultado
de que la persona se quedaba «fijada» en ese nivel. (Un
psicoanalista prominente confesó una vez a Kinsey que
se consideraba algo peculiar porque no había podido
encontrar rastros de homosexuales en su propia niñez.) La
idea, aunque es fácil demostrar que es falsa, sigue teniendo
fuerza. Ni siquiera la homosexualidad adolescente
relativamente predominante de la era victoriana era lo
bastante alta para que pudiera considerarse como una fase.
Por otra parte, si fuera una fase debería darse en todas las
culturas, lo cual no sucede. Por lo que respecta a la teoría
de la «fijación», ésta es puesta en duda por el considerable
número de adultos que tienen motivaciones homosexuales
y heterosexuales, y que en consecuencia no pueden ser
considerados como fijados ni como no fijados. El único
aspecto de la cuestión que merece una seria consideración
es el grado en que las prácticas homosexuales precoces
pueden servir de base para motivaciones continuadas.
Es un hecho que la mayor parte de las actividades
homosexuales adolescentes carecen de consecuencias. Las
* En teoría, podría esperarse que estas observaciones se aplicasen tanto a los
chicos como a las chicas, pero no sucede así. Casi nunca se sabe que chicas
jóvenes se vean implicadas en pruebas homosexuales de carácter experimental y
comenzadas casualmente.
Pag. 141
sesiones masturbatorias en grupo —para ver quién alcanza
el orgasmo primero o quién eyacula más lejos—, así como
la mayor parte de los contactos entre dos adolescentes,
difícilmente pasan de ser una exploración erótica. Incluso
los varones homosexuales describen estas experiencias
como impersonales y poco importantes. Del pequeño
número de casos en que las experiencias homosexuales
precoces han conducido a modelos continuados, unos
cuantos pueden calificarse de condicionamiento directo
y simple, pero otros no son tan simples.
Hay adolescentes —y unos cuantos adultos que llegaron
tardíamente a la homosexualidad— cuyas primeras
experiencias homosexuales tuvieron poco interés y que
sólo gradualmente se convirtieron en significativas.
(Lo mismo podría decirse de la forma en que muchos
individuos desarrollan sus gustos heterosexuales.) Se
trata del condicionamiento por experiencia que la opinión
pública anticipa en sus actividades hacia la seducción de
menores. Es como si la práctica sexual en sí misma pudiera
establecer un modelo que se convirtiera en motivador.
Hay ocasiones en que el modelo toma forma con mayor
rapidez. Puede haber algún adolescente ocasional que, a
causa de formación o disposición, apenas ha pensado en
el sexo —y mucho menos lo ha experimentado— antes
de verse implicado en repetidos contactos homosexuales,
a veces con el muchacho que vive en la puerta de al
lado. La llegada al sexo a partir de antecedentes tan
particulares puede hacer que las primeras experiencias
sean impresionantes. Se ha argumentado algunas veces
que para que tales acontecimientos tengan un impacto y
establezcan un modelo debe existir un terreno preparado
para ello: quizá el muchacho tenga ya una masculinidad
erotizada, o quizá algo de su situación vital le haga
receptivo de modo especial a los tipos de íntimo afecto
que el sexo puede ofrecer. Estas explicaciones pueden
aplicarse a algunos casos, pero en otros nada hay tan
Pag. 142
adecuado como la observación de que fue el impacto de
estas experiencias lo que imbuyó a los acontecimientos de
un significado duradero. De hecho, no es inusual que la
respuesta sexual más fuerte de un hombre —las mujeres
parecen menos condicionables en este sentido— esté
estrechamente limitada a las personas que se asemejan
a su primer compañero; quizá en la edad, el cuerpo, la
constitución o la disposición*.
Dado que una sola experiencia parece haber
establecido en ocasiones un modelo, algunos sexólogos
han pensado en la posibilidad del condicionamiento de
un solo momento. Casi con toda seguridad, su existencia
es más aparente que real, pero merece la pena analizarlo
de pasada. La idea básica es la misma que antes: «Si los
presupuestos específicos para la homosexualidad son
mínimos, y si la misma experiencia es la que ha puesto en
marcha su desarrollo, ¿no es obvio que el impacto de esa
experiencia fue lo que le dio su significación duradera?»
No del todo, pues el propio impacto no puede ser dado
por supuesto. Hay muchas evidencias que indican
que para que incluso una primera experiencia sexual
sea impresionante se necesitan diversas condiciones;
condiciones que generalmente implican al menos los
elementos de un sistema de valores, más una persona que
está dispuesta y deseosa de cooperar con su compañero
en el mantenimiento de la distancia crítica que toda
interacción sexual efectiva requiere siempre. De hecho,
las acciones de una persona y la disposición de ésta son
mucho más importantes que las motivaciones conscientes;
el prostituto masculino puede estar motivado por dinero,
o pensar que lo está, pero puede resultar un «competidor»
en el futuro.
* Debe añadirse aquí una nota de precaución. Los rasgos sobresalientes de un com-
pañero pueden tener un valor y un significado sin que tengan relación alguna con
el porqué tal tipo de pareja fue elegida o preferida por primera vez. El condiciona-
miento sexual está repleto de casos en que un elemento particular —el perfume o
la loción para el afeitado que utiliza una persona, o una melodía asociada a una
historia amorosa— toma un significado duradero sin que tenga relación alguna
con la elección original.
Pag. 143
Que las prácticas homosexuales libremente emprendidas
puedan dar como resultado un gusto homosexual
continuado ha parecido a menudo especialmente evidente
entre los niveles sociales inferiores. Muchos observadores
han atribuido este hecho a la moralidad de perdedor, si
no delictiva, de los adolescentes, poco educados y ajados
por la pobreza, que han practicado la homosexualidad
por conveniencia o dinero —y que, esto es cierto, han
retenido el gusto homosexual para el resto de sus vidas—.
A primera vista, esta interpretación parece más adecuada
en, por ejemplo, el sur de Italia y en los países árabes
—observación que condujo a toda una generación de
sexólogos a creer que el clima caliente es una de las causas
mayores de la homosexualidad—. Es claro que muchas
personas de niveles sociales inferiores —y muchos latinos
y musulmanes de niveles superiores— mantienen una
actitud muy permisiva hacia las expresiones homosexuales
de un muchacho (o incluso de un hombre). El «juego»
suele ser visto como un juego, o como algo intrascendente,
puesto que su conducta general es claramente masculina.
Y la misma mentalidad —un punto de vista decididamente
«exportador» de la sexualidad masculina— puede abrazar
fácilmente otras racionalizaciones que apartan el rumbo
de los contactos homosexuales al atribuirles una coacción
temporal, sea ésta una escasez de mujeres o un deseo de
ganancia económica.
Pero cuando se examinan más de cerca estos
ejemplos, los motivos homosexuales resultan tener mayor
especificidad e importancia para los individuos que se
han acercado a ella por su «moral deficiente», el dinero o
la mera presión sexual. A menudo es más que suficiente
la elección del compañero, incluso una idealización —si
no del compañero, al menos de la masculinidad misma—,
para indicar la presencia de un sistema de valores
definido. En casos particulares, estos sistemas de valores
derivan directamente de la repetición de las experiencias
Pag. 144
precoces. Pero como las culturas y los niveles sociales
en que se inician las prácticas homosexuales con mayor
predominancia son también aquellos en que más se alaban
los valores masculinos, podemos considerar nuevamente
la probabilidad de que sea más frecuente que los valores
conduzcan a la experiencia que viceversa.
En cualquier caso, hay una cierta ironía en el hecho
de que con independencia de la facilidad o dificultad con
que un modelo homosexual se establezca mediante las
experiencias abiertas, sus orígenes menos efectivos sean
precisamente aquellos ante los que el público se muestra
más ansioso y en guardia, Ni la «seducción de niños» ni
los casos que los tribunales describen como «dañinos para
la moral de un menor» suelen producir un gran efecto.
La seducción infantil, aunque puede ser traumática
cuando los padres hacen un problema de ella, carece
prácticamente del poder de iniciar un modelo sexual.
(Kinsey atribuyó su inefectividad al hecho de que un
condicionamiento directo de este tipo precisa un impulso
sexual más fuerte del que poseen la mayor parte de los
niños.) Las experiencias sexuales producidas durante
la pubertad pueden tener más influencia, pero incluso
entonces es difícil encontrar casos de gente que haya
desarrollado un gusto homosexual merced a experiencias
casuales o «accidentales». Examinando el asunto con
mayor atención, nos encontramos frecuentemente con
que la suerte ya estaba echada por aquel entonces y con
que a menudo la «víctima» era el provocador. Este último
hecho es de mucha mayor importancia si se tiene en cuenta
que la persona que se limita a participar en una actividad
sexual está mucho menos sometida al condicionamiento
que su instigador.
Los diversos ejemplos citados hasta aquí apenas
si constituyen más que un perfil representativo de las
influencias que en mayor medida pueden provocar la
homosexualidad; la lista no está completa en absoluto.
Pag. 145
Faltan la mayor parte de los orígenes por combinación,
que suelen ser muy intrincados. La historia del
condicionamiento sexual de una persona refleja a menudo
tal entrelazamiento de las actitudes que le han llevado a
la estructuración del sistema particular de valores y de
los reforzamientos (incluyendo las experiencias) que
han establecido su factibilidad, que no es nada simple
la tarea de asignar un valor apropiado a cada una de las
diferentes entradas. Tampoco es necesariamente cierto
que lo primero haya sido lo más importante o que un
elemento particular hubiera apoyado la misma tendencia
en un contexto diferente. Un compuesto de influencias
suele funcionar como una unidad, y la mayor parte de su
fuerza la obtiene de la forma en que sus elementos se unen
e interactúan.
Por otra parte, el modelo sexual último de una persona
se sitúa normalmente más allá de los componentes en los
que estaba basado en un primer momento. Un modelo
primario, una vez organizado, tiende a extenderse. Un
hombre cuya homosexualidad se inició con apenas algo más
que un erotismo excitante y otro que se inició en un plano
de gran vinculación emocional desarrollan pronto gustos
indistinguibles: ambos acaban necesitando compañeros
en los que puedan encontrar una mezcla de respuestas
emocionales y sexuales. Lo mismo puede decirse de la
similitud final de otras diferencias de partida. Algunos
jóvenes tímidos y conflictivos, cuyas propias actitudes les
han llevado a sentir una gran admiración por los miembros
más hábiles de su propio sexo, mientras que a otros jóvenes,
seguros de sí mismos, han sido sus altas aspiraciones o su
éxito en el perfeccionamiento de aspectos particulares
dé la masculinidad lo que les ha llevado a desarrollar
exactamente el mismo tipo de admiraciones; admiraciones
que al llegar a un alto nivel de intensidad se erotizan casi de
modo automático. No siempre son estos diferentes puntos
de partida indistinguibles posteriormente, hay quienes
Pag. 146
pueden acabar con los mismos conflictos, o con la misma
carencia de ellos, y con el mismo enfocamiento intenso en
los mismos compañeros sexuales con los que se produjo
por primera vez la erotización, hecho cuya frecuencia viene
sugerida por el alto nivel de correlatos en la homosexualidad
(pubertad precoz alto impulso sexual, etc.).
Una observación de mayor alcance es que ningún
elemento aislado de la homosexualidad, ni ninguna
influencia original, son por sí mismos definitivos. La
existencia final de cualquier orientación sexual depende
del grado en que sus diversas partes se han reforzado unas
a otras en la producción de una estructura, un sistema de
valores y un modelo de respuestas. La direccionalidad de
todo el sistema y una gran parte de su fuerza dependen de
la efectividad con que aquél purifica sus objetivos y evita
las otras alternativas.
La forma en que un sistema en cierne de valores sexuales
se deshace de las otras alternativas es de gran importancia
para la cuestión global de cómo surgen las orientaciones
exclusivas. Una parte del camino que sigue una respuesta
sexual para polarizarse es tan clara como el agua. Tan pronto
como una persona comienza a desarrollar un interés sexual
por las cualidades y rasgos de un sexo, generalmente empieza
a ver los rasgos análogos del sexo opuesto como diferentes
y como disonantes. (La verdadera diferencia entre los sexos
invita a una elección axial: la misma sociedad define a los
varones y a las hembras como opuestos, y con la época en que
una persona erotiza uno de ellos ya son opuestos realmente.)
Al hombre que ha comenzado a responder, por ejemplo, a
la musculosidad y energía de los hombres, la redondez y el
encanto femenino pueden dejarle frío o incluso producirle
claras reacciones de aversión*.
* Son raros los casos en que una persona desarrolla fuertes aversiones a más menos
todos los miembros de un sexo por haber tenido numerosas experiencias negativas
(generalmente no sexuales) con ellos, lo que facilitaría, por tanto, el interés sexual
por el otro sexo. No es sólo inusual porque las motivaciones sexuales precisan una
valencia positiva, sino porque el odio hacia algo no es causa suficiente para que una
persona ame lo opuesto. Existen muchos tipos de misóginos que no tienen el menor
interés por los hombres.
Pag. 147
No es sorprendente que en el lado primario o positivo
de un sistema de valores haya muchas cosas que dicten no
sólo lo que será atractivo, sino que, del mismo modo, la
estabilicen. Una vez iniciada, una preferencia organizada
comienza a extenderse rápidamente mediante todo un
inventario de elementos relacionados con el género. Para
el hombre homosexual, las actitudes y movimientos
masculinos, algunos rasgos corporales particulares,
e incluso cosas como un timbre particular de voz,
comienzan a integrarse con frecuencia en su imagen de lo
que es erótico. En este sentido, son muchos los elementos
relacionados con el sexo, tanto por el número de atributos
como por el significado que se les concede. Pero junto
con este refinamiento también suele ampliarse la aversión
por los elementos no elegidos, de forma que cada vez son
menos los compañeros que pueden calificarse de deseables.
En consecuencia, las aversiones del homosexual llegan
a incluir no sólo los rasgos «contradictorios» del sexo
opuesto, sino muchos rasgos que considera indeseables
en los varones —lo excesivamente grueso o delgado, lo
demasiado viejo o joven, lo demasiado agresivo o tímido
o cualquier otra cosa—, de forma que la totalidad de las
mujeres y muchos hombres quedan fuera de juego.
Como es de suponer, el varón heterosexual extiende
y estrecha su sistema de valores exactamente de la
misma forma, enfocando su interés sexual en tipos tan
particulares de mujeres que no considera a ningún hombre
ni a muchas mujeres. (El hombre que dice que se siente
excitado por todas las mujeres está diciendo en realidad
que se siente excitado por todas las mujeres a las que
considera; mientras que no presta ninguna consideración,
por ejemplo, a la mayor parte de las que se encuentran
entre los ocho y los dieciocho, ni a las que están dentro de
cualquier otra amplia gama de variación.)
El proceso mediante el cual los individuos desarrollan
intereses sexuales polarizados es evidente y da cuenta de
Pag. 148
los limitados gustos de la población total, de modo que
la cuestión no consiste en el motivo de tal limitación,
sino en por qué ésta no se produce siempre. Como nos
demuestra la existencia de la bisexualidad, no se polarizan
estrechamente las respuestas sexuales de todos.
EL ENIGMA DE LA BISEXUALIDAD
La mayor parte de la gente no cree que la bisexualidad
exista realmente. Nadie pone en tela de juicio que haya
personas que tengan relaciones sexuales con hombres y
mujeres. Tampoco existen muchas dudas con respecto a
la bisexualidad en algún tiempo o lugar distante, quizá
en alguna tribu nativa o en la antigua Grecia. Pero
dentro de nuestra sociedad es difícil examinar a fondo
una bisexualidad genuina. Generalmente su elemento
homosexual es explicado como sustitutivo, o tomado como
evidencia de que el individuo es, de hecho, homosexual, y
de que su heterosexualidad es una mera máscara. Incluso
los tribunales dan interpretaciones semejantes.
Las razones de lo anteriormente expuesto no son
difíciles de encontrar. La mayor parte de los individuos
se hallan en una situación o en la opuesta. Una persona
es intuitivamente consciente de lo que está implicado
en su propio sistema de valores, de manera que le
resulta difícil entender las diferentes preferencias de los
otros. Pero el pensamiento de que alguien comparte las
propias preferencias sin compartir las aversiones suele
resultar profundamente inconcebible. Probablemente el
homosexual se mostrará particularmente dudoso de la
bisexualidad, pues es consciente de que muchas personas
cuyos gustos no son diferentes de los suyos, no obstante se
casan o adoptan de otro modo una heterosexualidad por
motivos defensivos o por otras extrañas razones.
Sin embargo, una vez separados todos los ejemplos
falsos, quedan todavía varios tipos de bisexualidad
genuina. Hay varones capaces de responder igualmente
Pag. 149
ante ambos sexos sin utilizar prácticamente ningún
sistema de valores. No suelen implicarse en los aspectos
personales de ninguno de sus compañeros. Para ellos
las diferencias de forma corporal y personalidad
entre los hombres y mujeres son de una importancia
mínima; lo que cuenta es la propia ejecución sexual y la
disposición cooperativa del compañero. (Sexualmente
son exportadores, no importadores.) Algunos sexólogos
los han descrito como varones preparados a «introducirla
en cualquier parte»; esta observación no es perfecta ni
mucho menos, pero puede adaptarse a algunos varones
de bajo nivel social y a los que, como dice Kinsey, en sus
actividades sexuales tienen una implicación psicológica.
La mayor parte del resto de los individuos que
responden igualmente a ambos sexos han desarrollado
un doble sistema de valores: consideran y eligen a sus
compañeros masculinos y femeninos según criterios muy
distintos. Por supuesto, esta observación apenas si expone
de modo más convincente la cuestión de cómo surge un
sistema doble de valores. Hay veces en que la respuesta
es obvia: una persona cuyo condicionamiento sexual
ha estado determinado en gran parte por sus primeras
experiencias sexuales con ambos sexos desarrolla unas
asociaciones sexuales positivas ante cada uno de ellos.
Podemos encontrar una analogía precisa en el aprendizaje:
una persona que en su primera época sólo aprende un
lenguaje suele tener mal acento y otras imperfecciones en
los que aprende posteriormente. Pero el niño que crece
en un hogar bilingüe desarrolla fácilmente una doble
fonética e incluso un contexto de pensamiento separado
para cada uno.
Hay otras personas que son bisexuales sin haber dado
valor a ambos sexos por una experiencia temprana. Con
gran frecuencia, discriminan mucho en la elección de
sus compañeros masculinos y femeninos, lo que es un
signo evidente de que están utilizándolo doble sistema
Pag. 150
de valores. En la práctica, la separación de los sistemas
resulta obvia por la tendencia casi universal que tienen a
señalar que aunque gozan de sus relaciones con hombres
y con mujeres, «debes entenderme, las dos experiencias
son totalmente diferentes». (A menudo las dos experiencias
son distintas a causa de una inversión selectiva: un hombre
puede ser siempre agresivo con las mujeres y sumiso con
los hombres: es en gran parte lo que se dijo que era Julio
César: «el marido de todas las mujeres y la esposa de todos
los hombres».) ¿Significa esto que el bisexual selecciona
cualidades particulares de sus compañeros particulares
para complementar los diversos componentes de sí mismo?
Indudablemente, así es; pero por el momento la cuestión no
es lo que motiva los dos sistemas de valores, sino cómo una
persona puede tolerar las contradicciones entre ellos.
Por ejemplo, si un hombre responde de manera
especial ante las mujeres de pechos tersos y redondeados y
por otra serie de valores tiene una necesidad homosexual
que le lleva a la cama con hombres que tengan un pecho
especialmente plano y peludo, ¿cómo puede pasar por
alto ese pecho? (Un doble sistema de valores le permite
a una persona «cambiar los mecanismos» de un sexo
a otro y responder a cualidades diferentes, pero una
inversión directa de un elemento fetichista de preferencia
es de ordinario una contradicción excesiva, incluso para
la bisexualidad mejor lograda.) Puede pasarlo por alto
porque, aunque no tiene ningún interés especial en él,
tampoco ha desarrollado una aversión especial. Es como
si «seleccionara» lo que desea de las mujeres y de los
hombres sin permitir que los aspectos no elegidos lleguen
a ser odiados.
Es evidente, por tanto, que en su mayor parte la
bisexualidad depende de la capacidad de una persona para
responder a las cualidades particulares de un hombre y de
una mujer, capacidad que puede ser mantenida sólo en
cuanto que los elementos centrales de significado erótico
Pag. 151
no despierten un valor negativo (una aversión) hacia sus
opuestos. En una persona que tenga unos gustos muy
específicos —y que no sea un «exportador» tan sólo— es
una consecución notable, particularmente si se tiene en
cuenta que la orientación exclusiva de un individuo se
basa en un solo sistema de valores que se ha estabilizado
casi inevitablemente con la estructuración de aversiones
hacia todo lo que es percibido como contradictorio con el
sistema. Por tanto, el varón totalmente heterosexual, que,
por ejemplo, responde de modo especial ante el encanto
suave y gentil de una mujer, no se sentirá excitado por
una mujer enérgica; para él, el mero pensamiento de un
contacto sexual íntimo con un hombre anguloso y duro es
una imagen horrorosa.
Ya sabemos ahora que las respuestas exclusivamente
heterosexuales u homosexuales tienen mucho en común.
Ambas se polarizan hacia sus respectivos objetivos y
se alejan de las alternativas no deseadas, y ambas son
igualmente dependientes de la formación de fuertes
reacciones de aversión. El esfuerzo persistente por
atribuir la homosexualidad exclusiva a diversos miedos
y fijaciones está tan lejos de la verdad como decir que los
heterosexuales exclusivos lo son así porque tienen miedo
a las personas de su propio sexo. Como es de suponer,
todo el mundo tiene un cierto miedo a realizar contactos
sexuales que no han sido convalidados ni por la práctica
ni por el deseo y, en cierto sentido, todas las orientaciones
exclusivas son «fijaciones». Pero es más útil entender que
la naturaleza del enfocamiento sexual es tal que la mayor
parte de la gente acaba por preferir un tipo particular de
compañeros. Es importante la consecuencia de que la
integridad de la orientación sexual de una persona y gran
parte de su urgencia dependan de esta direccionalidad:
la canalización de los intereses sexuales hacia elecciones
discriminatorias, mientras que otras pasan de la
indiferencia a una auténtica repulsión.
Pag. 152
Volviendo a los orígenes de la homosexualidad,
hay tantos medios de que empiece y tantos conceptos
interrelacionados a tener en cuenta, que la diversidad es
formidable. Afortunadamente, existen algunos hechos
comunes que proporcionan una cierta unidad al cuadro.
Una motivación homosexual es esencialmente la misma
tanto si se ha estabilizado en exclusividad como si forma
parte de la bisexualidad. Siempre significa que una persona
ha erotizado y ha comenzado a desear a compañeros
del mismo sexo —o que ha admirado y deseado a esos
compañeros hasta el punto de erotizarlos—. En efecto,
este deseo significa que dicha persona quiere importar los
atributos admirados de su mismo sexo y, por tanto, que se
siente escaso de ellos. Hay ocasiones en que esa sensación
de escasez implica una escasez real, como es el caso de
algunos varones afeminados. ¿Qué sucede entonces en
el caso de la gran mayoría de varones homosexuales que
tienen una abundante —con frecuencia superabundante—
masculinidad? ¿Cómo consiguen tener una sensación de
escasez y, en consecuencia, un deseo de importarla? Sin
duda, un conductista señalaría al poder y la durabilidad
de los primeros condicionamientos, pero hay algo más.
Una vez que se establece un sistema de valores o una
motivación cargada de valor puede propagarse fácilmente,
del mismo modo que la lucha de una persona por el poder
o por el dinero suele aguzar más que saciar el apetito que
la inició.
Pueden seguir aplicándose, sin embargo, los
principios de la complementación. Nadie quiere importar
más cantidad de la que ya tiene. El homosexual, como
todos los demás, consigue generalmente desarrollar
sus propios valores hasta el punto en que se encuentra
razonablemente satisfecho con ellos; lo que desea importar
son las cualidades diferentes que han hecho atractivo a su
compañero. Por tanto, los elementos de mayor prioridad
de importación son, característicamente, los que una
Pag. 153
persona no ha tratado nunca de desarrollar por sí misma.
El adolescente 6 el adulto que se han concentrado en los
logros atléticos pueden encontrarse atraídos por el erudito
brillante o por alguien que toque el piano, y viceversa. En
ejemplos menos obvios, el contraste entre compañeros
puede parecer escaso para un observador exterior, pero
existe siempre y constituye la base de la atracción. La
idea de que el homosexual está buscando algún reflejo
«narcisista» de sí mismo es tan mítica como el mismo
Narciso.
Se nos presenta ahora una última y algo turbadora
cuestión. Si recordamos que uno de los motivos
principales de la heterosexualidad es la complementación
que suministra, el alivio que da a un hombre redondear
su excentricidad masculina, ¿cómo puede entonces el
homosexual renunciar sin más a esa corrección, seguir
produciendo su carácter de masculinidad e importar
incluso más? La respuesta general es la misma que antes:
al haberlo erotizado, tiene un apetito casi insaciable de
ese carácter de masculinidad. Pero ello no significa
necesariamente que se sentirá cómodo con los excesos dé
su masculinidad acumulada; puede suceder así o puede
que no. En un extremo nos encontramos con algunos
hombres que dejan de producir su propia masculinidad
una vez que crean la estructuramental de adoptarla. El
resultado puede ser un afeminamiento flagrante que
le parece a todo el mundo como la excesivamente rara
variedad del acérrimo*.
Ordinariamente, sin embargo, la homosexualidad
ni genera ni brota de nada que se aproxime a un
afeminamiento completo. Con frecuencia se observa que
* En un nivel personal difícil de precisar, parece existir una tendencia general en el
sentido de que la gente «deje de producir» lo que importa e incremente la producción
de lo que exporta. Todavía no se sabe con exactitud el tipo de circunstancias
externas e internas que hacen que dicha tendencia se exagere, desaparezca o se
invierta; lo que sí sabemos es que estas circunstancias son tan desconocidas en la
homosexualidad como en la heterosexualidad. Se ha descubierto, por ejemplo, que
un hombre que vive con su esposa y con más de una hija, y que no tiene ningún hijo,
se siente inclinado a ser muy agresivo.
Pag. 154
el equilibrio está en el hombre que produce sus propias
cualidades masculinas, pero que evita el agudo extremo de
la excentricidad masculina para no caer en los estereotipos
de baladronadas que muchos heterosexuales tratan de
reforzar. El resultado puede ser una masculinidad algo
dócil, a menudo caballeresca, pero que sigue siendo
robusta en grado suficiente. Puede parecer o no «suave»,
lo que depende de sus detalles y de aquello con que se la
compara. No es extraño que dé la impresión de subir un
poco el nivel social, o de descender bastante el nivel de
agresividad. Pero no es algo que resulte en absoluto obvio,
especialmente para quien no está entrenado*.
En el otro extremo, nos encontramos con homosexuales
cuya profunda masculinidad, a veces supermasculinidad,
y rudeza iguala al menos la que puede encontrarse en la
heterosexualidad. Considérese el caso, por ejemplo, de los
pistoleros y errantes del viejo Oeste, como Billy el Niño
y Wyatt Earp, los innumerables madereros y cowboys
americanos, tipos especiales como Kitchener, Lawrence
de Arabia, y otros «machotes» que se han abierto camino
violentamente por la vida. Apenas hay que cuestionar cómo
tales hombres consiguen tolerar la extrema masculinidad
implicada en producir, sacar a la superficie e importar
todos los aspectos masculinos que pueden al mismo
tiempo exhibir y reclamar. Están obsesionados por todo lo
masculino y huyen de todo lo que sea débil o femenino, sobre
todo de cualquier idea de importarlo. Ellos representan, sin
duda, el compendio de lo que puede suceder cuando una
masculinidad erotizada obtiene el respaldo pleno de un
sistema de valores que la apoya.
* Los entrevistadores del Instituto Kinsey estaban bien entrenados y so lían con-
jeturar si la homosexualidad estaba o no en la historia de una persona antes de
hacerle cualquier pregunta relativa a ella. Sólo eran capaces de averiguarlo en un
15 por 100 de los casos, por lo que se refiere a los hombres, y en un 5 por 100 para
las mujeres. Como medida de la inversión de la conducta —como, por ejemplo, la
inversión—, estas cifras eran realmente muy altas, pues los entrevistadores tam-
bién tenían en cuenta signos de actitudes, forma de vestir y otros elementos. Pero
como medida de los momentáneos y sutilísimos grados de obviedad, el porcentaje
es excesivamente bajo; los juicios tenían que hacerse muy rápidamente, por lo que
no se beneficiaban de lo que hubiera revelado un contacto más amplio.
Pag. 155
Y, sin embargo, es curioso cómo la mayor parte de
los informes personales de tales hombres sugieren la
posesión de un equilibrio y flexibilidad mayor del que
cabría esperar. Sexualmente, difieren en gran medida de
los varones heterosexuales que se mantienen rígidamente
apegados al esquema de «ser hombres» mediante
la dominación constante de sus mujeres. Tampoco
comparten la mentalidad del bisexual de bajo nivel social,
para quien el sexo es ante todo algo que se exporta. Por
el contrario, esos homosexuales «machotes» parecen ser
notablemente afectivos, incluso tiernos, en los contactos
con sus compañeros; tales cualidades son subrayadas
por la facilidad desinhibida con que intercambian los
roles sexuales. En sus relaciones privadas, el cambio a
la sumisión no es amenazante, y sin duda para la mayor
parte de los hombres es un modo de incrementar el
contacto, algo que se «siente como correcto» y que de
algún modo equilibra los esfuerzos anteriores, y los que
en breve plazo se van a reanudar, como el de cabalgar un
gran caballo.
Tras tantas menciones de inusuales adaptaciones
personales, que van de los extremos del afeminamiento
a los extremos de Ja rudeza, es importante poner énfasis
nuevamente en que la gran mayoría de las personas
implicadas en la homosexualidad se encuentra en la mitad
de este espectro y no se diferencia de modo perceptible
de sus vecinos heterosexuales. Pero ¿cuáles son sus
diferencias reales, las diferencias entre ellos y con respecto
a todos los demás? Éstas existen, ciertamente, en todo
nivel e individuo, pero no se someten a una definición
descriptiva. En un análisis final, quizá deberíamos
contentarnos con dos o tres observaciones unificantes;
la homosexualidad, en todas sus variaciones, significa
siempre que los atributos del mismo sexo se han erotizado,
han tomado un significado erótico. No importa cómo ni
cuándo sucede; cada individuo percibe una disparidad
Pag. 156
entre sus propias cualidades tal como son en un momento
determinado y tal como podrían ser con ciertas adiciones,
y de ahí su lucha por tender un puente entre ese vacío.
En todo lo esencial, las recompensas buscadas en la
complementación del homosexual y en la del heterosexual
son idénticas: la posesión simbólica de los atributos de un
compañero que, al ser añadidas a las propias, cumplen la
ilusión de complementación.
Pag. 157
6. TÉCNICAS SEXUALES
FISIOLOGÍA
Las influencias físicas sobre la conducta sexual derivan
de los antecedentes evolutivos de la especie humana y de la
fisiología individual que hereda una persona. La herencia
del hombre como mamífero ha determinado la provisión y
distribución de las terminaciones nerviosas y, de acuerdo
con ellas, de las áreas en las que el cuerpo tiene una
cierta «ventaja de salida» en sensibilidad. Las membranas
mucosas de la boca, ano y genitales, determinadas partes
de la cabeza y el cuello, así como los pezones (masculinos
y femeninos), son especialmente sensibles y, por tanto,
sexualmente relevantes. Ésta es la base sobre la que
tan bien se han establecido en los modelos sexuales los
contactos genital-genital, boca-boca y boca-genital.
Pero la tendencia humana a colocar restricciones ante
éstos contactos directamente sexuales los ha convertido
a menudo en el blanco de inhibiciones personales y de
Pag. 163
diversos tabúes sociales. Estas inhibiciones, unidas a la
capacidad humana de respuesta ante las indicaciones
simbólicas, han sido las causantes de que zonas
mucho menos sensibles del cuerpo se sobrecarguen de
significado sexual. Para muchas personas, el simple roce,
golpe o beso en un hombro es más excitante que una
estimulación directamente sexual. Resulta sorprendente
que la importancia erótica de las áreas relativamente
insensibles del cuerpo llegue a incluir situaciones
sexuales complemente activadas. Son muchas las
personas que alcanzan el orgasmo menos sobre la base de
la estimulación genital que por una actividad periférica
del último minuto, como el contacto de la lengua con
la oreja, un pequeño tirón del pelo, escuchar o decir
palabras particulares o la contemplación de un detalle de
la excitación del compañero.
Dichos elementos obtienen su importancia de varios
tipos de condición individualizada, pero el problema
es más profundo. Incluso los individuos que tienen
poco interés (consciente) en los elementos pequeños
o simbólicos y que están especialmente interesados
en las actividades genitales —actividades que quizá
hayan resultado siempre excitantes en la fantasía— se
sorprenden a menudo por el descubrimiento de que tales
actos son mucho menos interesantes en la práctica. Por
ejemplo, está muy extendida la idea de que el contacto
simultáneo bucogenital —«el sesenta y nueve»— es muy
excitante, pero lo cierto es que rara vez funciona, si es
que sirve alguna, tanto en las relaciones heterosexuales
como en las homosexuales. Por lo que respecta al hombre,
esta actividad coloca la lengua del compañero en la zona
menos sensible del pene, lo que a cualquiera le resulta
molesto. Para ambos, el dar y recibir el mismo tipo de
estimulación al mismo tiempo es confuso, algo parecido
a un intento de gozo al recibir un masaje en la espalda
mientras se está haciendo lo mismo a otro. Tras estas
Pag. 164
explicaciones, ciertas pero algo mecánicas, subyace una
observación más amplia: lo que mejor funciona en las
ensoñaciones y las fantasías masturbatorias raras veces es
lo mejor en la práctica, y viceversa.
La disparidad entre fantasía y práctica también
es evidente en el momento del orgasmo. El orgasmo
simultáneo puede ser una consecución ideal en la fantasía,
pero en la práctica produce, tanta desilusión que los
compañeros experimentados, especialmente si están bien
armonizados, tratan de evitarlo. La contemplación de las
reacciones del otro forma parte del gozo sexual, y como la
conciencia que tiene una persona de todo lo externo es
mínima durante su propio clímax, el orgasmo simultáneo
impide contemplar al compañero en el momento en que
mejor sería verlo. La sincronización es mucho más efectiva
cuando el tiempo está desfasado: lo suficiente para que la
persona que se haya «venido» primero haya vuelto a tener
conciencia —pero no lo suficiente para que su excitación
haya decaído— en el momento en que el compañero
alcanza el clímax.
Por razones físicas tanto como psicológicas, las
técnicas sexuales suelen ser más variadas en las relaciones
homosexuales que en las heterosexuales. Aparte del
hecho de que las relaciones hombre-mujer se inician con
un estereotipo de unión genital muy efectivo, la misma
heterosexualidad está más sometida a la convención,
influencia que siempre trabaja en contra de la variedad.
También hay que tener en cuenta que las expectativas
definidas de rol tienden a regularizarla. Por otra parte, los
estereotipos heterosexuales también se fundamentan en
la recomendación social; incluso en la exigencia, pues las
variaciones suelen ser consideradas como «anormales».
En cambio, ninguna forma de homosexualidad es
recomendada, y mucho menos exigida. Indudablemente,
la gama de técnicas homosexuales es tan extensa a causa
de que ninguna de las elecciones tiene alguna ventaja
Pag. 165
anatómica sobre las otras, por lo que el problema de la
selección está más relacionado con las invenciones y
preferencias individuales.
En ocasiones, determinados aspectos físicos de las
técnicas sexuales juegan un papel mucho mayor del que
se supone en la de- terminación de su factibilidad. Por
decirlo del modo inverso, las dificultades que puede
encontrar una persona en una técnica particular —
adscritas por muchos con excesiva rapidez a «bloqueos
psicológicos»—, en la práctica pueden atribuirse con
gran frecuencia a detalles físicos. El hombre o la mujer
que sienten náuseas cuando tratan de realizar la fellatio
no tienen que ser por necesidad «rebeldes» contra dicho
acto, sino que puede suceder, simplemente, que no hayan
descubierto que antes de empezar necesitan una profunda
respiración. (La realización de una inspiración profunda
eleva la úvula en la garganta y neurológicamente se bloquea
el reflejo de vómito.) De modo similar, está muy extendida
la suposición de que tanto en las relaciones homosexuales
como en las heterosexuales el coito anal funciona o no
por consideraciones de «tamaño» o por diversos factores
psicológicos; pero en la práctica su factibilidad depende
en gran parte de si al menos uno de los miembros de la
pareja sabe pulsar determinados «botones neurológicos».
La efectividad de una técnica particular también está
determinada por las diferencias individuales derivadas de
la naturaleza de la especie y de la herencia individual de
una persona. La «cadena de conexiones neurológicas» de
muchos hombres y de la mayor parte de las mujeres es tal,
que cuando se ha alcanzado un alto nivel de excitación
cualquier interrupción o cambio de ritmo resulta
desconcertante. Otras personas actúan de modo opuesto
y se ven defraudadas por toda aproximación lineal hacia
el clímax, pero se sienten especialmente complacidas
por cualquier retraso o actividad diversificadora que el
compañero pueda introducir. El retraso momentáneo
Pag. 166
producido, por ejemplo, por un cambio en la posición
corporal, puede transformarse en un período de abrazos
y caricias, lo que da a todo el contacto una calidad más
afectiva y personal. Una persona que goce especialmente
con las sorpresas y retrasos sexuales está inclinada a sacar
el mejor partido de los cambios y de las exploraciones
corporales no habituales. Puede haber técnicas elaboradas
en que la lengua recorra el párpado, mientras la presión
de la mano y los dedos se aplica al periné y al ano y con
la punta del pie se presiona simultáneamente el empeine
del compañero. Inesperadamente, una clara actividad
enérgica puede convertirse en inactividad al tiempo que
el compañero es invitado a tomar la iniciativa.
En comparación, la mayor parte (aunque no todas) de
las técnicas sexuales de las lesbianas suelen ser blandas.
La apariencia de simplicidad deriva principalmente del
énfasis puesto en las estimulaciones suaves y periféricas,
en oposición a las técnicas más definidas, enfocadas y
genitales de los varones. Esta diferencia de énfasis es
más atribuible a las diferencias entre hombres y mujeres
que a algo exclusivo de la psicología lesbiana. En mucha
mayor cantidad de lo que los hombres imaginan, la casi
totalidad de las mujeres necesitan —y las lesbianas dan—
prolongados períodos de estimulaciones sutiles, continuos
y táctiles, que son relevantes para un contexto emocional y
que se enfocan más en la totalidad de la persona que en un
contacto genital específico. En consecuencia, y de modo
especial para las mujeres, la actividad heterosexual es un
compromiso entre las necesidades de los hombres y las de
las mujeres; mientras que en las lesbianas, en el sexo se
pone el énfasis en lo que casi todas las mujeres consideran
lo más importante: el inicio con estimulaciones periféricas,
que finalmente, si llega a darse el caso, se concentran en
actividades genitales.
La estructura inicial del interés sexual entre dos
mujeres suele incluir un período relativamente prolongado
Pag. 167
de respuestas sociales y afectivas, intercambios afectivos
que pueden parecer nada más que eso cuando hace ya
mucho tiempo que se han convertido realmente en algo
intensamente erótico. Incluso después que comenzaron
las actividades sexuales abiertas, los besos y contactos
corporales del tipo utilizado en el manoseo heterosexual
pueden resultar primarios. La estructura erótica
conducente al orgasmo puede incluir estimulaciones
orales y manuales de los pechos, el clítoris y los labios
menores, pero a veces sólo incluye contactos corporales
generalizados y un entrelazado de piernas en que la
presión y la fricción se producen contra los labios
vulvares. No hay que pensar por ello que la lesbiana
sexualmente articulada sea tan indefinida; ella sabe cómo
producir altísimos niveles de estimulación; por ejemplo,
ejerciendo presión con el pulgar en los lados inferiores
del vestíbulo vaginal al mismo tiempo que hacen un
contacto bucoclitórico. La total eficacia de estas técnicas
excede probablemente a cualquier cosa que un hombre
sepa hacer. Pero incluso cuando las actividades sexuales
sean tan simples que parezcan insignificantes a quienes
tienen un concepto fálico del sexo —entre los que hay
que incluir a numerosas mujeres heterosexuales—, las
técnicas lesbianas se dirigen directamente a la respuesta
femenina con gran efectividad, situando la estimulación
precisamente en los lugares sensibles.
Las técnicas de los homosexuales varones son también
muy efectivas. Lo que pierden por carecer de coito vaginal
parece estar plenamente compensado por la eficiencia con
que ejecutan sus propias técnicas. Como resultado de su
fisiología común, los compañeros del mismo sexo conocen
intuitivamente qué acciones particulares sienten y cómo
éstas serán interpretadas por el otro. En consecuencia,
los homosexuales varones son capaces a menudo de
transformar en algo excepcionalmente efectivo las
técnicas más simples.
Pag. 168
INFLUENCIAS SOCIALES
Las actitudes sociales afectan a las técnicas sexuales
sobre todo mediante la presión de las expectativas y
tabúes particulares. El que la actividad sexual se produzca
frente a frente, que pueda utilizarse la boca, que a una
persona se le permita acariciar los genitales del otro, y
docenas más de normas, vienen especificadas por las
costumbres. De diversos modos, las técnicas sexuales y
las mismas costumbres son muy afectadas por los valores
básicos que vive toda una cultura —o un nivel social
particular—. Por ejemplo, la idealización romántica de
un compañero sexual sólo podrá darse donde exista la
esperanza subyacente de mejorarse a sí mismo poseyendo
e «incorporando oralmente» las cualidades deseadas de
un compañero. Estas actitudes subyacen de modo evidente
en todas las relaciones entre el beso, la admiración y la
utilización de la boca en las relaciones sexuales. Hasta
cierto punto, todo tipo de caricia o contacto cumple, por
lo menos, un deseo momentáneo de poseer lo que se ve y
se admira de un compañero.
Visto desde este ángulo, las relativamente simples
y lineales técnicas genitales utilizadas en casi todas las
tribus primitivas y entre la mayor parte de la gente de
niveles sociales inferiores de nuestra sociedad parecen
mucho más relacionadas con el modo en que el sexo es
conceptualizado que con el resultado de unos tabúes.
Siempre que se piense de modo predominante en el sexo
como en una liberación o un modo de conquista, se
producirá un más rápido y directo enfocamiento en los
genitales que en las excursiones realizadas con la finalidad
de saborear y poseer unas cualidades particulares del otro.
Estas diferencias de conceptualización, y, por tanto, de
motivación, son las mismas en las situaciones homosexuales
y en las heterosexuales. En ambas, las personas de menor
nivel social suelen abreviar su repertorio sexual. Pero en
los niveles sociales más elevados, el énfasis cultural puesto
Pag. 169
en el afecto, la idealización y la reciprocidad produce
como efecto una expansión del repertorio de actividades
consideradas como sexualmente significativas. Con esta
expansión de la gama de respuestas, el énfasis que la gente
pone en cualquier actividad particular suele sufrir una
reducción, tanto por la mayor variedad de posibilidades
a elegir como por el giro hacia los detalles psicológicos:
generalmente lo que se hace tiene menos importancia que
quién lo hace, cómo lo hace, el espíritu con que está hecho
y el grado en que el compañero se complace en ello.
A más amplios niveles, las prioridades sexuales son
conformadas por una combinación de normas morales
y conceptualizaciones personales. Es cierto que tenemos
en nuestra sociedad menos homosexualidad que la que
habría si no existiesen tabúes contra ella. Pero los mismos
tipos de tabúes son los que dañan a la heterosexualidad,
a menudo hasta un punto tal que la elección homosexual
parece la menos violacional. Toda técnica sexual está
sometida al mismo destino: es conceptualizado por una
parte de la población como «mala»; por otros, como un
tabú, que, sin embargo, es excitante, y por otros, como
totalmente aceptable e incluso poética. A causa de tales
variaciones, muchos homosexuales se imponen una
prohibición personal sobre los contactos bucogenitales, o
el coito anal, o el beso, o todos a la vez, pero no sobre la
masturbación. Para otros, en cambio, el cielo es el límite,
salvo por el hecho de que se apartan totalmente de la
masturbación. Lo cierto es que no hay una sola actividad
sexual que deje de ser tabú para algunas personas,
mientras que es considerada como especialmente valiosa
por otras, ya sean homosexuales o heterosexuales,
Con frecuencia, la actitud de una persona hacia una
actividad sexual particular y su libertad para utilizarla
dependen del contexto. Muchas personas se sienten libres
para utilizar técnicas en sus contactos homosexuales que
no se atreverían a poner en práctica con miembros del
Pag. 170
sexo opuesto, y viceversa. Por ejemplo, un hombre puede
reprimir cualquier muestra de afecto en sus contactos
homosexuales, porque el afecto entre hombres le resulta
embarazoso o porque se vería a sí mismo más implicado
en la homosexualidad de lo que podría admitir.
Pero hay que tener también en cuenta que los tabúes
y las restricciones personalmente mantenidas no siempre
inhiben el sexo, sino que de hecho pueden intensificarlo
en gran manera. Anatole France solía decir que una de las
mayores contribuciones del cristianismo a la civilización
occidental era el ímpetu que había dado al sexo, con lo
que quería decir que el antisexualismo del cristianismo
refuerza las barreras tras las cuales los contactos sexuales
son más emocionantes. Para quienes se ven condicionados
hacia la homosexualidad, los fuertes tabúes que hay contra
ella suelen añadir una nota de secreto y misterio que
refuerza su atractivo, del mismo modo que la mayor parte
de la gente obtiene una estimulación erótica extra al violar
cualquier tipo de tabú. Es algo común la conversión de un
contacto normalmente repugnante en algo sexualmente
excitante. Un ejemplo de la vida diaria es el beso profundo,
en el que al prescindir de las preocupaciones higiénicas
se añade una estimulación adicional. Aquellas personas
más conscientes de la sanidad —las que no podrían beber
de una copa común o usar el cepillo de dientes de otro—
son precisamente las más inclinadas a practicar el beso
profundo.
Ejemplos más intensos nos vienen dados por
los contactos bucoanales y por las prácticas casi
sadomasoquistas o totalmente sadomasoquistas, en
las que se adscribe al sexo los bocados, pinchazos, la
succión de la piel, el lenguaje abusivo y los momentos
de dolor agudo. El gozo de las técnicas sadomasoquistas
está generalmente limitado a las personas que fueron
socialmente educadas para ser muy amables con los demás
o enseñadas en que el sexo era pecado, o ambos. Pero el
Pag. 171
hecho es que desde los extremos del sadomasoquismo a
las suaves infracciones del beso profundo se necesita un
firme tabú para transformar el acto de la violación en una
excitación erótica. Puede concluirse, por tanto, que el
mismo tabú que consigue limitar la actividad de muchas
personas actúa como una incitación especial para muchas
otras.
COMPAÑEROS Y SITUACIONES
Los compañeros y situaciones particulares pueden
afectar profundamente a lo que la gente hace con respecto
al sexo y al entusiasmo con que lo hacen. A veces estas
influencias son obvias, como cuando una persona
«sintoniza» con un compañero que es especialmente
atractivo, o cuando se retrae de una actividad normalmente
placentera porque el compañero o la situación no son
aceptables.
Hay quienes inician una situación sexual con fuertes
preferencias y con expectativas definidas de lo que le
gustaría a la otra persona. Una desviación en favor de
una actividad particular, quizá contactos bucogenitales
o anales, puede ser comunicada por un cambio en la
posición propia o en la del compañero. También quizá
suceda que diga lo que quiere hacer o que haga su
compañero. (Tanto en las situaciones homosexuales como
en las heterosexuales, los hombres suelen hacer peticiones
específicas que, al ser verbalizadas, pueden añadirse a
su excitación. En cambio, a pocas mujeres les resulta
excitante hablar de sexo; esta diferencia entre los sexos es
transcultural y, por tanto, más fundamental que el simple
resultado de una enseñanza social.)
Gran parte de lo que es estimulante en una situación
sexual puede no aparecer hasta que la interacción
esté bien lograda. Por ejemplo, el deseo especial de un
compañero muy admirado, la manera atractiva en que
se hace una petición, o el inesperado descubrimiento
Pag. 172
de una nueva excitación, pueden ser tan efectivos que
la gente se sorprende de la intensidad de su propia
respuesta: una actividad que ocupa un puesto bajo en la
lista de preferencias de una persona, o incluso que ha sido
imaginada previamente con horror, puede repentinamente
convertirse en algo no sólo aceptable, sino preferente en
una relación particular.
En ocasiones, la estimulación y el entusiasmo de
una persona se incrementa en gran manera ante el
descubrimiento de algo que aprecia especialmente; quizá
una gran dosis de afecto devuelto o lo que considera
una mezcla perfecta de cosas suaves y duras. Ambos
compañeros pueden reelaborar entonces sus actividades,
situación de retroalimentación mutua que quizá amplíe
rápidamente las técnicas sexuales y revele nuevos niveles
de excitación y significado. En suma, las preferencias de
una persona pueden verse totalmente alteradas por los
elementos de la situación, especialmente cuando pone en
práctica la mayor parte de las nuevas oportunidades que
encuentra en un compañero particular.
Un novato puede ampliar rápidamente todo
su repertorio sexual mediante el contacto con un
compañero muy experimentado sexualmente; pero el
compañero también gana algo nuevo. Las revelaciones
y sensaciones que resultan nuevas y dramáticas para
otro pueden ser gozadas, como por delegación, como
si se estuvieran experimentando por primera vez. La
capacidad de obtener gozo de las relaciones sexuales de
una persona y de disfrutar con el rol de uno mismo al
producirlas es prácticamente universal. El placer sentido
en otro es evidente en muchas situaciones, como, por
ejemplo, cuando una persona responde a alguien que
ha visto de lejos, cuando se excita ante la simple visión
de la actividad sexual de otros o al proyectarse en la
acción de una película. Una gran parte del gozo que la
gente obtiene de su propia actividad sexual deriva de la
Pag. 173
observación de las reacciones y de la imaginación de los
sentimientos del compañero. Este tipo de gratificación
sexual es tan importante, que muchas personas pueden
gozar totalmente de un contacto sexual en el que sólo el
compañero alcanza el orgasmo.
Hay casos en que lo que una persona está dispuesta
a hacer sexualmente depende ante todo de la situación
en que se encuentra. Una persona que siempre haya
conocido a sus compañeros mediante los canales sociales
ordinarios, y que generalmente los haya elegido tras una
cuidadosa determinación de sus cualidades personales,
puede encontrarse con que en una orgía se excita
rápidamente y se convierte en seguida en participante,
aunque no conozca a nadie de los presentes. Hay muchas
otras situaciones sexuales en que una persona, sobre todo
por la instigación de algún otro, se halla rápidamente
preparada para realizar un acto sexual no anticipado.
Puede dormirse en el campo, en casa de un amigo e
incluso en unos barracones militares, y despertar de
pronto parcialmente estimulado por alguien a quien no
identifica totalmente; o bien puede hacerse una repentina
vinculación sexual con un compañero de trabajo cuando
ambos se encuentran en una circunstancia inusual, por
ejemplo, en una jornada de caza o en una convención
fuera de la ciudad, que les permite estar juntos en un
contexto nuevo.
También quizá suceda que los compañeros que se han
ido alejando uno del otro en una larga relación puedan
sentirse revitalizados por un cambio del contexto en
que se veían. De suceder tal cosa, es posible que tengan
relaciones sexuales en lugares y momentos inusuales,
discutir sus fantasías o mantener relaciones delante de
una tercera persona o junto con ella. La psicología básica
es la misma que la de la pareja heterosexual, que se siente
sexualmente renovada al alejarse del hogar durante las
vacaciones o al ir a visitar a unos amigos en el campo.
Pag. 174
La novedad es vigorizante, y el efecto se obtiene, en
parte, de la misma novedad y, en parte, del abandono de la
rutina, que se había ido introduciendo gradualmente en la
vida diaria. Al homosexual de una gran ciudad —que, si
es promiscuo, puede tener más oportunidades sexuales y
menos restricciones que el Casanova heterosexual de más
éxito— le es posible incrementar su ya de por sí alta tasa
sexual mediante nuevas adaptaciones en su vida diaria.
Si se dedica a «callejear» para buscar gran parte de sus
contactos, quizá se vea estimulado a causa de una huelga
de Metro, un corte de energía, tras una gran nevada o
como resultado de algún otro cambio en la rutina. Es
como si toda situación de la vida ofreciese determinadas
posibilidades sexuales y bloquease otras, por lo que
cualquier giro circunstancial tiende a abrir nuevos y
estimulantes caminos, al tiempo que cierra otros que ya
se habían convertido en rutina.
De todas las formas de actividad sexual que son
estimuladas por la novedad, probablemente ninguna
levanta tal indignación cómo las diversas formas de
actividad homosexual que se producen entre desconocidos
en lugares semipúblicos. En dicha situación se combinan
graves violaciones. La homosexualidad es tabú en las
mejores condiciones, ya suceda en la habitación de un
hombre o en los lugares más recónditos y umbrosos de
un parque. Incluso la mayor parte de los homosexuales
comparten los sentimientos públicos contra el sexo a la
vista; ni siquiera las organizaciones homófilas dicen una
palabra sobre ello. Pero ¿en qué consiste? ¿Es realmente lo
que muchos observadores han creído interpretar?: «puro
sexo» o «el sexo por el sexo», teniendo en cuenta el hecho
de que para muchos su atractivo reside en los riesgos y
peligros que alimentan las tensiones de la excitación
sexual.
Es probable que exista eso que se llama «puro sexo»,
especialmente cuando nos referimos a los tipos de
Pag. 175
estimulación inmediata que pueden provocar a veces
una respuesta sexual. Sin embargo, si examinamos
cuidadosamente la cuestión, casi todas las estimulaciones
sexuales resultan estar repletas de connotaciones
simbólicas y conceptuales; por ejemplo, los tipos de
valores asociados que muestra el varón heterosexual al
responder ante la forma de un pecho o la curva de una
cadera, o por el varón homosexual en su respuesta a un
cuerpo masculino o al tamaño de un pene. El sexo con un
desconocido es mucho más complejo, y puede contener
elementos de afecto y acción motivados por el deseo de
uno o ambos compañeros de revivir una experiencia
profundamente emocional mediante la repetición
momentánea de algunos de sus fragmentos. Una persona
que ha soñado con una relación rica quizá trate de realizar
una parte de la acción que imagina deberá contener. En
cualquier caso, es muy importante que su compañero
real sea un desconocido, pues sólo es un catalizador: el
maniquí sobre el que se ponen las ropas de un pasado
emocionante.
COMPARACIONES VARÓN-HEMBRA
En muchos modos, los hombres y las mujeres son
idénticos en el grado en que su interés por un compañero
puede centellear ante diversos tipos de resistencias.
Consideremos, por ejemplo, a una adolescente con
Pag. 189
varios novios a quienes concede igual favor. Si sus padres
comienzan a criticar a uno de ellos, quizá prohibiéndole
que lo vea, se convertirá probablemente en su favorito.
También en el caso de los chicos las órdenes paternales
suelen endulzar el fruto prohibido. Es como si el propio
entusiasmo por un compañero fuese mantenido a raya
por el lado negativo de la ambivalencia de uno; hasta
que se expresa una voz o alguna otra forma de llevarlo
a la superficie y de ese modo debilitarlo, con lo que los
sentimientos positivos quedan purificados e intensificados.
Lo mismo sucede en las peleas entre amantes, en donde
ambos miembros expresan, y de ese modo debilitan, el
lado negativo de su ambivalencia; el resultado, con gran
frecuencia, es una revitalización del afecto. Los hombres
y las mujeres son semejantes quizá en estos aspectos,
porque mantienen la misma apuesta en asuntos afectivos.
Pero en las áreas donde los sexos son generalmente
desiguales, como en la excitabilidad sexual, existen
marcadas diferencias en el grado en que los hombres y las
mujeres están dispuestos a utilizar las diversas formas de
resistencia. Los hombres son de ordinario más sexuales,
o al menos están más «impulsados» por el sexo que la
mayoría de las mujeres, y desarrollan fácilmente potentes
sentimientos por compañeros atractivos a los que conocen
poco. Y como en el sexo la utilización de la resistencia está
íntimamente relacionada con el cometido de controlar el
sexo y con el de enfocarlo hacia los puntos excitantes de
intenso interés, los hombres son con mucho los que más
utilizan la resistencia. En consecuencia, todas las formas
de sexo que emplean un enfocamiento o una resistencia
extremos —sadomasoquismo, fetichismo, exhibicionismo
y las parafilias en general—, pertenecen casi exclusivamente
a los varones. Los hombres heterosexuales que buscan
actividades sexuales extremas suelen creer que las mujeres
que engatusan para que cooperen gozarán también con
ello, pero raras veces sucede así. El impulso sexual de las
Pag. 190
mujeres, generalmente más bajo, y sobre todo su interés
periférico en lugar de focal, las deja impasibles ante las
formas de sexo más resistentes.
Hay una relación entre todo esto y la fama que
suelen tener los homosexuales varones de estar
«compulsivamente», si no perversamente, obsesionados
por el sexo. ¿Se merecen esa reputación? Sí y no, Lo que las
personas están dispuestas a hacer sexualmente depende
en gran medida de su condicionamiento individual,
social y sexual. Muchos de los homosexuales son muy
conservadores en lo que respecta a sus actitudes sexuales;
otros, en cambio, no; pero en su mayor parte están en el
camino medio. Pero cuando dos hombres se excitan y
desenfrenan en sus interacciones sexuales, el fuego, al ser
alimentado por ambas partes, eleva a menudo los niveles
eróticos hasta unos puntos que no suelen ser alcanzados
en otros tipos de relaciones. Los compañeros particulares
pueden elaborar una sola técnica con un gran número
de variaciones, o intentar experimentos puramente
sensuales que raras veces producen gozo a las mujeres
que realmente funcionan en las relaciones heterosexuales.
(Recordemos que lo mismo sucede entre las lesbianas,
salvo por el hecho de que sus técnicas tienen tal carencia
de resistencias focales que sus actividades suelen parecer
flojas incluso cuando son muy elaboradas.)
Hay casos particulares, por supuesto, en que las
«excesivas» posibilidades de la homosexualidad se
combinan con la fascinación de un individuo particular
por una de las formas sexuales de una resistencia
especialmente alta. El varón homosexual que también
tiene una necesidad sadomasoquista y que encuentra un
compañero similar puede llegar, ciertamente, a técnicas
espectaculares, pues considera que su búsqueda del
compañero «ideal» es casi imposible. Pero a la vista de sus
necesidades, tiene suerte de que le interesen los hombres,
pues aunque tenga que hacer su elección entre una
Pag. 191
pequeña fracción —quizá el uno o el dos por ciento— de
los homosexuales que de no ser por su especial necesidad
tendría disponibles, esa pequeña fracción le da una
posibilidad incomparablemente mayor de encontrar lo
que busca que si estuviera buscando a la mujer «ideal».
Lo que a él le parece raro es inconcebiblemente más raro
en otras partes. Por decirlo de otra manera, la unión
de dos varones facilita a veces las prácticas sexuales de
alta resistencia, haciéndolas relativamente frecuentes
en la homosexualidad; prácticas que son raras entre los
heterosexuales y que prácticamente no existen entre las
lesbianas.
En el análisis final, ¿qué debe decirse de todas estas
técnicas sexuales? Fijarlas claramente es mucho más
difícil de lo que podría suponerse. En cierta manera es
curioso —y en otros modos es evidente— que casi todas
las prácticas sexuales suelen ser juzgadas irrisoriamente.
La contemplación fría de lo que otras personas hacen
sexualmente provoca el desprecio. El mismo recuerdo,
fuera de contexto, de las prácticas propias puede
despertar en una persona el deseo de evitarlo, o incluso
el de reprimirlo. Lo que se encuentra implicado en dicha
situación sobrepasa con mucho el alcance de la mera
gazmoñería o de las enseñanzas sociales. Hasta cierto
punto, todas las interacciones sexuales son amenazadoras
en cuanto que disuelven los límites de la esfera de lo
reservado, proyecto que nada tiene de placentero en
ausencia de un compañero atractivo. Cuando no se está
excitado, no siempre es atractivo anular esas barreras que
en momentos de pasión, tan fácil resulta superar. No es
extraño, por tanto, mostrarse algo desdeñoso ante las
propias prácticas sexuales y poco piadoso al juzgar las de
los otros.
El juicio claro de lo que hacen los otros precisa una
dosis de máxima precaución, tanto más cuanto que cada
técnica está destinada a parecer ridícula a aquellos para
Pag. 192
los que no tiene valor. Y como pocas personas practican
más de una pequeña fracción de las técnicas posibles, la
mayor parte de las elecciones de los otros han de parecer,
inevitablemente, demasiado estrechas, o extrañas e
inútiles, o incluso totalmente repugnantes. Pero la mayor
parte de lo que parecen importantes diferencias técnicas
no pasan de ser triviales variaciones de forma. Tras una
consideración más amplia, lo sorprendente no son las
diferencias entre las diversas actividades, sino la similitud
esencial de las motivaciones. La que más se acerca a la
universalidad no deja de ser honrada: es el intento de
palpar y poseer cualidades que son admiradas, y de
ayudar al propio compañero a que haga lo mismo.
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7. ASPECTOS SOCIALES DE LA HOMOSEXUALIDAD
CIUDADES Y PUEBLOS
Existe una creencia popular según la cual los hombres
y mujeres que son predominantemente homosexuales
necesitan y desean el anonimato de la vida urbana, se
orientan hacia la ciudad y abandonan las poblaciones
pequeñas. Como son mucho más numerosas las ciudades
pequeñas que las grandes, sería concebible que un pequeño
giro en esa dirección incrementara enormemente la
densidad homosexual de las grandes ciudades, mientras
que disminuiría la población homosexual de los pueblos
y ciudades pequeñas. Pero antes de llevar demasiado
lejos está especulación, debe recordarse que los estudios
sexológicos han demostrado consistentemente que las
diferencias de frecuencia de la homosexualidad de una
comunidad a otra son más aparentes que reales 142. Lo
cierto es que las comunidades tranquilas y convencionales
tienen una representación homosexual mucho más alta de
lo que podría suponer un observador casual.
Por otra parte, la atmósfera de libertad personal y de
liberación de las ataduras de la rígida conformidad no
está necesariamente relacionada con el tamaño de una
población. Hay grandes ciudades que son rígidamente
conformistas en sus actitudes sociales, mientras que otras
Pag. 196
más pequeñas son libres y sofisticadas. En América son
muchas las pequeñas poblaciones —y no todas ellas son
colonias artísticas— en donde las personas que llevan una
vida discretamente homosexual, pero sin disfrazarla —a
menudo en la forma de relaciones continuadas bastante
obvias—, constituyen una porción numérica notable de la
población. Pueden participar en los consejos municipales
y estar integradas totalmente de otras formas en la
comunidad. También existen otras poblaciones pequeñas
en las que la parte más o menos obvia de homosexuales es
pequeña y se mantiene encerrada en sí misma, pero libre
de cualquier discriminación social.
A primera vista, podría parecer que tanta libertad
personal se debe en gran parte a una atmósfera general
de sofisticación social. Ciertamente, son más las pequeñas
ciudades cercanas a Nueva York o a San Francisco que
las vecinas de Podunk, en las que la vida privada de una
persona es privada y en donde las poblaciones obviamente
homosexuales se adecuan confortablemente. Y, sin
embargo, algunas de las comunidades más rígidamente
conformistas de América están próximas a los grandes
centros culturales; y también hay pueblos liberales cerca de
las cunas de la conformidad social —especialmente cerca
del Cinturón Bíblico del Sur y en el provinciano Oeste
Medio—. Que la «sofisticación» y la libertad social no estén
correlacionadas es un signo seguro de la presencia de otras
variables. Nos será de gran utilidad la comprensión de la
forma en que la homosexualidad consigue ser aceptada
en algunos lugares y no en otros, sobre todo si tenemos en
cuenta que los factores. Implicados pueden afectar a todas
las formas sociales de la homosexualidad.
Tanto en las comunidades tribales como en las
ciudades modernas el reforzamiento de los códigos
particulares de conducta suele ser proporcional al grado
de organización social presente. Cuando los integrantes
de una tribu o población se conocen entre sí y mantienen
Pag. 197
estrechas relaciones, pueden vigilarse y seguirse los
pasos, vigilancia mutua que suele fijar y reforzar un solo
código de conducta, desanimando al tiempo cualquier
desviación. En un entorno moral de la clase media la
homosexualidad es relativamente peligrosa, y suele ser
practicada tan furtivamente como cualquier otra forma
de actividad sexual no marital*.
En las poblaciones pequeñas de escasa organización
social puede haber poca conformidad y no existir un
grupo predominante que fije un juicio. Tales poblaciones
varían enormemente en su carácter y en el origen de su
influencia social, pero tienen un rasgo en común: todas
carecen de una clase media dominante y controladora,
frecuentemente porque los individuos más prominentes
son personas bien educadas con profesiones o artes más
generales que locales. Desean mantener su propia esfera
privada, por lo que suelen respetar las de los demás. Según
sus códigos, es una falta de etiqueta visitar a alguien sin
telefonearle previamente, o telefonear sin un propósito
específico. Los chismes se consideran peor que una mala o
trivial educación, y llevan consigo el estigma degradante
del provincianismo. Las amistades no se hacen por
proximidad, sino por intereses personales específicos o
* Resulta interesante el hecho de que la homosexualidad no se exprese por necesidad
furtivamente ni siquiera en las circunstancias que parecerían exigir las mayores
precauciones. Los individuos particulares han encontrado diversos medios de
solucionar el problema, aparentemente insoluble, de cómo vivir en contra de la
corriente de una moralidad social fuertemente organizada sin convertirse en
su víctima. Una persona de la que se sabe es homosexual puede ser tan amigable
y sociable, tan impermeable a las criticas o simplemente tan agradable de tener al
lado, que sea aceptada plenamente, a veces convirtiéndose en un favorito social,
con independencia de cuál sea su vida privada. De modo similar las relaciones
homosexuales continuadas más o menos obvias pueden ser aceptadas y respetadas
como una unidad en un entorno que en otras condiciones ataca rápidamente a los
no conformistas. Las personas que son vulnerables a las críticas pueden alejarse
del blanco merced a una cierta distancia amigable. Otros pueden ser especialmente
sociables y rechazar al mismo tiempo todo desafió con gracia o encanto —es decir,
destruir la preparación del terreno que hace el adversario, lo que constituye un
prerequisite de todo conflicto continuado—. También hay individuos que se aíslan
de las expectativas sociales centrando sus vidas en intereses originales: dirigiendo
una granja experimental en los limites de la población, o siendo escritor o artista.
No se trata de que el mantenerse fuera de las convenciones proteja a un individuo
al confundir los juicios provincianos mediante misterios exóticos; más bien es la
capacidad personal de ser uno mismo, con tacto y confianza, lo que mejor le preserva
ante los riesgos que se originan al estar marginado de una mayoría organizada.
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por compatibilidades. Las relaciones homosexuales no
constituyen una gran noticia, y cuando son observadas
se juzgan por sus propios méritos. El mejor de los amigos
puede estar entre los individuos y parejas homosexuales y
heterosexuales.
Otras pequeñas poblaciones obtienen esa misma
liberalidad y el lujo de la privacidad tan sólo porque
esencialmente están compuestas de una población
móvil. Una población puede ser un punto de reunión
veraniego o invernal, famosa por su clima, sus festivales
musicales, o atraer de otros modos a los visitantes. En
esta atmósfera las nuevas relaciones, tanto heterosexuales
como homosexuales, son más fáciles de hacer y deshacer
que en otro lugar. Parte de la población suele adecuarse a
esas costumbres, y en todo caso son superados en número
por los visitantes. Hay poca tendencia a que un grupo
domine la escena, a que vea sus propios valores como
preponderantes y a que espere por tanto que los demás se
conformen a ellos. Además, las ocupaciones sociales del
lugar no son caldo de cultivo para el ocioso pasatiempo de
comentar la conducta de las otras personas. A la gente le
resulta especialmente fácil vivir sus propias vidas.
Por otra parte, los dos extremos observados en las
pequeñas poblaciones, mucha o poca presión de las
costumbres sociales, pueden coexistir en una ciudad un
poco más grande. Una persona que creció en los medios
muy organizados por la clase media de Dallas o Denver,
o incluso en Boston o Filadelfia, quizá encuentre difícil
aislarse de las expectativas vigilantes de todos los amigos
sociales y de negocios que ha ido haciendo con los años,
Para él, el lugar es pequeño y conservador. Pero un
homosexual recién llegado a la ciudad puede encontrarla
muy liberal, ver sólo sus aspectos más cosmopolitas y
considerarla un buen sitio para buscar oportunidades. Al
empezar como extraño, le es posible elegir sus contactos
sociales y de negocios y regular con efectividad la
Pag. 199
proximidad o distancia deseadas, lo que no puede hacer
quien reside allí desde hace mucho tiempo a causa de las
profundas raíces que tiene en la comunidad.
Cuando una ciudad ha alcanzado una población de
varios millones, sus facciones de clase media organizadas
y vigilantes casi han desaparecido, pues se convirtieron en
una minoría y perdieron su impacto. En su mayor parte,
los vecinos próximos y los amigos cordiales del trabajo no
están integrados en las vidas sociales de los otros. Los que
tienen proclividad homosexual utilizan de diversos modos
tan sencilla compartimentalización y pueden llevar vidas
totalmente homosexuales o pertenecer simultáneamente
a grupos predominantemente heterosexuales. No es
inusual que personas en situaciones profesionales y de
trabajo ordinarias mantengan situaciones homosexuales,
viviendo durante años con el mismo compañero sin
complicaciones.
Es un hecho curioso que el anonimato de la gran
ciudad, y especialmente la factibilidad social de que dos
varones vivan juntos, esté muy limitado al mundo de
habla inglesa. En París, Berlín y Roma hay una rigurosa
estructura convencional subyacente que permite a los
amigos sociales y del trabajo de una persona llevar las
cuentas de ésta. (La idea popular de que las sociedades
europeas son relativamente tolerantes con el sexo en
general y con la homosexualidad en particular derivan de
los observadores ingenuos que enfatizan algunas facetas
liberales de las costumbres extrañas y son inconscientes
del resto.) Ni siquiera el recién llegado se libra de ello
en estas sociedades, pues siempre hay un portero y un
funcionario, y pronto se unen al grupo el carnicero y el
panadero, que se ocupan de saber quién es quién y de
hablar de ello.
Pero esta vigilancia palidece en comparación con
la que se encuentra en los países de habla española. En
la ciudad de México, por ejemplo, pocos ciudadanos se
Pag. 200
arriesgarían a visitar el único bar homosexual, Situado
en la zona céntrica, está dirigido principalmente a los
turistas, pero está regentado con tal decoro que exige un
esfuerzo excesivo para darse cuenta de lo que es. En las
calles laterales, donde un nativo que las conozca puede
caminar con pocas posibilidades de encontrarse con un
conocido, hay más de cien baños orientados sexualmente,
más que en todo el resto de América.
Los rigores morales de una sociedad española raras
veces son percibidos por los turistas, y a menudo están
sorprendentemente invertidos para su beneficio. El
visitante de Puerto Rico, por ejemplo, puede encontrar
San Juan excepcionalmente libre, con sus bares, playas
y clubs nocturnos. Los nativos son genuinamente
amigables hacia el homosexual extranjero y no están
inclinados a juzgarle —a menos que sea patentemente
afeminado—. Se ofrecen toda clase de facilidades, incluso
más al visitante homosexual que al heterosexual. Los
clubs, restaurantes y bares son poseídos generalmente
por inmigrantes emprendedores, a los que el Gobierno
anima, protege y concede concesiones tributarias. El
objetivo no es meramente financiero. Como en la mayor
parte de los países católicos, la segregación —que incluye
una cierta ceguera de ojos abiertos— es considerada, más
que la supresión, como el modo práctico de manejar toda
conducta sexual de extramuros. (Los recientes relatos de
los periódicos y las acciones contra la homosexualidad
son de este tipo.) La clase media alta es superada
numéricamente por los turistas, por una parte, y por los
nativos de clase baja, por otra. Pero la clase media, pequeña
y fuertemente unida controla la policía; y dentro de sus
propias filas se controla a sí misma con extraordinario
rigor. La homosexualidad es particularmente tabú para
cualquiera de los «suyos». El que un joven pase lentamente
frente a una casa de huéspedes «conocida» puede provocar
bromas y enarcamientos de cejas, aunque los vecinos que
Pag. 201
informan del hecho presten amigablemente azúcar y
cubitos de hielo a los residentes*.
El mismo joven dañaría más su reputación si fuera
solo a un club «gay», incluso aunque lo hiciera tarde por la
noche y a un club que estuviera al otro lado de la ciudad.
Los canales de comunicación de una clase media tipo
española nunca faltan. Más que de un miedo paranoide se
trata de una realidad social: el policía de ronda o algún otro
observador tiene una hermana que trabaja en el despacho
en que un amigo o su amigo conoce al hermano del vecino
del joven, y todos ellos buscan noticias de cualquier tipo
y se muestran encantados de pasarlas. En consecuencia,
muchos evitan todo esto buscando contactos a la luz del
día, entre turistas, quizá en una playa o en un hotel de
primera clase. Un joven del Ayuntamiento de San Juan,
me dijo: «Trato de hacerlo todo a la luz del día, pues ello
despista a mis amigos regulares.»
El conflicto que muchos sienten ante la
homosexualidad deriva tanto del juicio sobre uno mismo
como de la desaprobación social. A una persona le es
posible esconder lo que hace ante los otros, pero para
evitar las propias críticas puede necesitar encontrar una
base emocional o lógica que le permita llevar a cabo sus
propios deseos. (Relativamente, son pocos los individuos,
incluso heterosexuales, capaces de hacer lo que desean
sin una racionalización protectora. Las mismas normas y
regulaciones de las costumbres se ofrecen con excusas, que
las justifican.) En el otro extremo el acuerdo popular evita
el conflicto en su origen. Son muchos los homosexuales
que tratan de reducir el contraste entre ellos mismos,
bien haciendo diversos cambios en su situación, bien
* Las grandes diferencias en las costumbres de la gente —sobre todo cuando se
ven unos a otros como extranjeros— les da la posibilidad de ser compatibles e
indulgentes entre si. Es como si el contraste evitara cualquier riesgo de infección.
Una familia española de clase media puede mostrarse simplemente curiosa y
divertida ante las actividades homosexuales de la gente claramente diferenciada
de ellos mismos, pero las mismas acciones causarían mucha alarma en uno de los
suyos. Por razones que parecen ser similares, las sociedades con mayores tabúes
contra la homosexualidad son las que con frecuencia mas la facilitan a los visitantes.
Pag. 202
redefiniéndose dentro de ella. Sexualmente, pueden
insistir en realizar determinadas actividades y no otras,
o con inhibiciones de distinto tipo pueden relegar sus
actividades homosexuales a compañeros particulares o
a tiempos y lugares determinados. Otros individuos se
vuelven a definir como personas particulares o pueden
reinterpretar las costumbres sociales para dar una base
común a sus gustos sexuales. Y, ciertamente, también
hay individuos de todo tipo de antecedentes capaces de
aceptar las variaciones sexuales sin tener que excusarlas.
Todas estas formas de ver la homosexualidad afectan en
gran manera a los modos sociales en que se producen.
SISTEMAS DE NEGACIÓN
Hay cuatro defensas-negación básicas bajo las cuales
las personas que practican la homosexualidad pueden
no admitir ante sí mismos o ante los otros que son
homosexuales, aunque lo sean de modo exclusivo:
1. La defensa del rol de género. Muchos hombres se
sienten libres para responder a otros varones sólo si pueden
mantener un rol «masculino» ante sí mismos, evitando
las expresiones emocionales que implicarían un apego al
compañero o viendo sus actividades libres de cualquier
elemento «femenino». Preservan su imagen varonil
tomando el papel dominante en el coito anal o yaciendo de
espaldas para recibir la fellatio. El que ambas actividades
sean fálicas en alto grado, que no sean receptivas —en
el sentido de ser penetrado— y que puedan producirse
con un compañero heterosexual son motivos que apoyan
la racionalización de que lo que están haciendo «no es
realmente homosexual». Estas ideas suelen seguir siendo
convincentes incluso cuando una persona recorre grandes
distancias para encontrar el compañero apropiado, para
elegir uno entre otros que son más disponibles y cuando se
sienten celos al ver que el compañero dirige sus atenciones
hacia otro. Es curioso que los funcionarios de la justicia
Pag. 203
y los jueces refuercen esta racionalización al arrestar y
sentenciar sólo al compañero receptivo, que puede haber
sido el menos excitado y el menos responsable de haber
arreglado la cita.
La extraña noción de que los contactos entre miembros
del mismo sexo son homosexuales sólo para aquel que
invierte su rol de género tiene una larga tradición. La idea
se refleja en la noción popular de que sólo los afeminados
son homosexuales, en la de que los homosexuales son
afeminados y en la de que las lesbianas son duras y
algo «fálicas», si no amazonas. También se refleja en la
versión que hace King James de la Biblia, en donde a los
homosexuales se les llama afeminados45. También puede
verse en siglos de arte erótico, en los que las escenas
homosexuales entre varones representan casi siempre
al elemento receptivo como más débil, más pequeño, de
colores más suaves y con genitales menores. El elemento
fálicamente agresivo es protegido a menudo de cualquier
acusación de inferioridad sexual al dotársele de genitales
especialmente grandes, de gran fuerza y de otros atributos
de supermasculinidad*.
Es comprensible que tan ingenuas conceptualizaciones
hayan obtenido una posición establecida dentro del saber
popular, e incluso es más comprensible que muchos
hombres que desean contactos sexuales con otros
hombres busquen la forma de realizarlos sin incurrir en
la desgracia de la etiqueta. Lo que resulta asombroso es
que tantos observadores hayan adoptado esa postura y
deseen creer que la homosexualidad masculina requiere
* El arte erótico de la Grecia antigua es una excepción notable. Por su aceptación de
la homosexualidad y del afecto que ésta implica, los griegos daban un tratamiento
respetuoso a ambos elementos. Cuando representaban una diferencia de edad
entre ambos miembros, se cuidaban de retener la virilidad del más Joven; en
especial no deseaban implicar debilidad en la receptividad, porque condenaban el
afeminamiento y procuraban no confundirlo con la homosexualidad.
El arte erótico de todo el mundo suele representar la actividad sexual entre los
mujeres de modos exentos de cualquier inversión. Esta precisión y respeto se debe
indudablemente menos a una comprensión de las lesbianas que al hecho de que,
para los varones heterosexuales, las mujeres que se responden sexualmente están
demostrando su excitabilidad y su disposición a responder ante un hombre, si él
estuviera allí.
Pag. 204
inversión y sólo se aplica al elemento sumiso, incluso
algunos antropólogos sociales han afirmado que la
homosexualidad es rara en determinadas tribus —y en
determinadas áreas de nuestra sociedad— «porque sólo
hay una minoría de varones que se someten a los otros».
Con esta racionalización, muchos varones de numerosas
sociedades han podido satisfacer sus necesidades
homosexuales. Lógicamente, la realidad es que en los
contactos sexuales entre varones ambos elementos son
homosexuales y ambos están extensivamente motivados
también —nadie responde fácilmente a un compañero
que no tenga significado sexual.
2. La defensa de la inocencia personal. A diferencia
de los hombres que insisten en que sólo realizan el rol
«masculino», hay otros que desean su homosexualidad
al tiempo que la niegan y que no son conscientes de
«rol» alguno. Pueden sentirse especialmente libres para
ser sumisos, lo que está totalmente de acuerdo con su
racionalización, pues toda la motivación sexual procede
del otro. A menudo se sienten dispuestos a actividades
orales, siempre que el compañero sea claramente el
responsable de haber comenzado las cosas. En ocasiones
estos hombres se convierten en expertos en el arte
de seducir a los otros para que se adelanten; o más
accidentalmente, pueden tener el tipo de personalidad
que comunica una fácil accesibilidad, que a su vez da
como resultado una aproximación homosexual. Pero
sea cual sea el origen, son muchos los individuos que se
sienten sin culpa y libres para responder en situaciones
homosexuales que parezcan haber sido iniciadas por los
otros. La suposición subyacente es la de que la esencia del
compromiso y el deseo es moverse abiertamente hacia
el otro, mientras que reaccionar ante una oportunidad
sexual es «algo natural», especialmente si uno es el blanco
del deseo de otra persona.
Aunque la falsedad de esta postura parece transparente
Pag. 205
y clara, ha convencido, sin embargo, a muchas personas,
entre las que se encuentran los jueces y de nuevo algunos
antropólogos. Margaret Mead ha llegado a decir que la
palabra homosexual es engañosa porque no distingue
entre actividades y preferencias177.
La otra parte de la racionalización —que la culpa es del
que inicia las cosas— tiene también una larga tradición
social. Los antiguos teólogos sostenían que las mujeres eran
más responsables que los hombres respecto a los pecados
sexuales, porque ellas eran las tentadoras: las iniciadoras
y premeditadoras capaces de excitar a los hombres
inocentes. En las leyes civiles y en toda la filosofía moral,
los actos premeditados acarrean mayor responsabilidad
que los actos impulsivos y cooperadores. Ser el elemento
accesorio de un crimen no implica necesariamente tener
plena conciencia de él y, en cualquier caso, acarrea una
pena menor. Por tanto, la esposa o el marido cogidos
en una relación extramarital son considerados menos
culpables que el «rompedor de hogares», que se supone se
ha dispuesto atrapar a una víctima sexualmente plácida.
Son muchos los hombres con deseos homosexuales que
saben cómo quedar atrapados o cómo dar esa apariencia.
A menudo la excusa para un contacto homosexual es
que en ese momento estaba borracho o dormido, con lo
que nos encontramos de nuevo con el justificante de la
falta de premeditación. Indudablemente, existen casos en
los que no hay una premeditación genuina ni la menor
conciencia, pero, sin embargo, un examen minucioso
suele revelar que el iniciador siente el estímulo de la
situación, aunque ello pueda no ser inmediatamente
aparente en la superficie: es posible que dos personas se
encuentren estrechamente unidas, quizá escuchando
música o simplemente hablando, situación que puede
convertirse repentinamente en sexual si uno de ellos toma
la iniciativa. En general, los hombres logran esa transición
de un contexto social a uno sexual en un momento más
Pag. 206
o menos determinado de empuje, quizá mediante un
contacto físico o una sugerencia verbal directa; las mujeres,
en cambio, lo logran de manera mucho más gradual. La
estimulación táctil puede incrementar lentamente un
ambiente general de afecto. Los impulsos agudos y las
«conversaciones sexuales» no existen. Como dijo una
lesbiana, «[lentamente] puede hacerse casi todo, pero
como lo nombres te puedes encontrar con una bofetada».
Este tipo de defensa se utiliza también en muchas
otras situaciones sexuales. Los hombres y mujeres que
raras veces, o nunca, son capaces de dar libre curso a sus
proclividades homosexuales en relaciones personales,
pueden hacerlo fácilmente en situaciones orgiásticas,
Nuevamente nos encontramos con la suposición de que
se está procediendo dentro de una situación que ha sido
definida y fijada por otros. Aunque resulte extraño, el
mismo tipo de defensa psicológica es evidente a veces
entre los prostitutos y prostitutas: que al ser el compañero
elegido se sienten libres de hacer sin complejo de culpa lo
que, hecho por el impulso del deseo propio, les resultaría
atormentador. En este caso, como en la mayor parte de
estos ejemplos, la responsabilidad de la otra persona es
crucial. Los rigores de una moralidad personal pueden
servir dé centinelas diabólicos de las elecciones que uno
hace por sí mismo. Una prostituta negra del Sur le dijo
al doctor Kinsey, tras darle una historia personal que
contenía prácticamente todo acto sexual concebible, «pero
me siento orgullosa de poder decir que no he hecho, nada
de eso con mi marido, y que nunca nos hemos desnudado
uno delante del otro».
3. La defensa del «sólo ahora». Muchas personas
ejercitan actividades homosexuales, al menos ante sí
mismas, concibiéndolas como meramente temporales.
Pueden pensar que se trata de un mantenimiento temporal
de lo que hicieron cuando eran jóvenes, o como una
actividad placentera que ahora encuentran disponible,
Pag. 207
pero que perderá su atractivo cuando se estabilicen o
«se pase el tiempo de esa actividad». La persona —sea
del sexo que sea— que utiliza esa racionalización quizá
tenga una considerable actividad heterosexual. Pero
la heterosexualidad, como la homosexualidad, puede
carecer de clima erótico y significado emocional cuando
deja de cumplir con las exigencias de un sistema personal
de valores. Muchas personas que se sienten más atraídas
por los contactos homosexuales que por los heterosexuales
retrasan el reconocimiento pleno de ese hecho atribuyendo
su menor capacidad de respuesta heterosexual a una
incapacidad para encontrar el compañero apropiado.
Les pasa en gran parte lo mismo que al cowboy que es
precavido con las chicas, besa a su caballo y trata de
considerar como temporales sus contactos homosexuales,
mientras «espera que aparezca la chica apropiada». La
espera es larga, pues aunque hay algunas personas que
son homosexuales en gran parte, pero que son capaces de
armonizar con compañeros heterosexuales cuando son
realmente apropiados, el intento desesperado de dar razón
de la homosexualidad raras veces conduce a abandonarla.
Para muchas personas la naturaleza transitoria de casi
cualquier actividad, o simplemente pensar en ella como
temporal, es motivo suficiente para no sentirse culpable
por ella. Ello se evidencia en muchos contextos no
sexuales, como la facilidad y abandono con que la gente
habla de las violaciones sociales que cometieron cuando
estaban borrachos o drogados. De modo inverso, la gente
suele preocuparse excesivamente cuando se dan cuenta de
que algún rasgo peculiar de su conducta es continuado.
En materias sexuales, donde las normas de aprobación
o desaprobación son muy rígidas, a muchas personas les
es necesario atribuir su conducta criticable a influencias
externas; si no al compañero o a la situación en que se
encontraron, al escaso lapso de tiempo.
La racionalización de que la homosexualidad de
Pag. 208
una persona es una fase temporal es tan poderosa que
puede seguir siendo convincente en ausencia total de
actividades heterosexuales. Pero si una persona también
está implicada en actividades heterosexuales, puede
explicar más fácilmente su homosexualidad como
incidental. Con tal protección, una persona puede incluso
iniciar los contactos homosexuales y sentirse libre de
ser sexualmente receptiva en ellos, a menudo con una
carencia de culpabilidad que no tiene paralelo
4. La defensa de la amistad especial. Hay otras personas
que se resguardan de las implicaciones homosexuales
al interpretarlas bajo una etiqueta más aceptable. A un
profesor, por ejemplo, le es posible mantener una relación
totalmente homosexual con un colega o estudiante; sin
embargo, ambos pueden considerar que se trata más de
una amistad especial que de algo sexual, y mucho menos
homosexual, y su interpretación quizá sea correcta en
parte; ciertamente, pueden estar poniendo mucho más
énfasis en sus interacciones intelectuales y sociales que
en el sexo. Estas relaciones especiales con frecuencia
muy románticas, obtienen su credibilidad no sólo de la
intensidad emocional que pueden alcanzar, sino del hecho
de que ninguna otra persona del mismo sexo podría
«armonizar con ellos» de esa forma. Como en todas
las situaciones románticas, los elementos puramente
sexuales pueden ser eclipsados por lo que se siente como
un abundante afecto. Cuando dicha relación, incluyendo
el sexo que hay en ella, se produce por primera vez en
una persona, puede fácilmente parecer única y no ser
reconocida como una experiencia homosexual clásica.
De modo similar, muchos jóvenes que tienen una
intensa primera experiencia homosexual quizá piensen
que ello no indica nada. Conciben la homosexualidad, si
es que llegan a pensar en ella, como algo profundamente
ajeno realizado por personas extrañas o afeminadas, como
algo que no puede provocar la emoción que ellos sienten.
Pag. 209
Pero una situación de amistad especial también puede
dar libre curso a la homosexualidad de personas que
son plenamente conscientes de sus implicaciones. A la
persona que restringe su actividad a uno o unos pocos
compañeros especiales le es posible continuar estos
contactos durante años sin considerarse a sí misma como
«homosexual» o sentirse particularmente a la defensiva.
Una persona que sea primariamente homosexual y que
tenga un matrimonio confortable puede continuar sus
contactos homosexuales con un amigo particular. Ahora
bien, si tarda en descubrir ese lado de sí mismo, quizá se
sienta libre de realizarlo con un compañero ocasional aquí
y allí, cuando las condiciones son propicias. El equivalente
heterosexual es el hombre que se siente libre de tener una
amante o sólo unas compañeras extramaritales durante
años, pero que se sentiría como un libertino inmoral
—o pensaría que lo es— si tuviera el mismo número de
contactos sexuales simultáneamente con varias parejas.
Como la defensa de la amistad especial está relacionada
únicamente con poderosas preocupaciones morales, no
es extraño que ocasionalmente se presente del modo
opuesto: los contactos homosexuales o extramaritales
son totalmente permisibles siempre que sean promiscuos,
oportunistas o carezcan por otras causas de emoción,
porque entonces «no significan nada».
Al volver a considerar los diversos modos que la
gente ha descubierto para negar la homosexualidad que
están practicando, surgen algunos temas centrales. Todas
las racionalizaciones evitan las temidas implicaciones
sociales y morales de la homosexualidad. Todas niegan la
homosexualidad como una preferencia —si no de modo
total, afirmándola entonces en un sentido oportunista
o relegándola a los estrechos confines de una situación
particular—. Todas llevan al menos la afirmación
implícita de que la heterosexualidad de la persona es
primaria. Todas suelen ser autoengañosas en cuanto que
Pag. 210
son socialmente defensivas. Todas están preparadas para
la relación entre dos personas, quedando fuera de cuestión
las redes sociales homosexuales. Por tanto, en cada uno de
estos sistemas de negación la persona encuentra el modo
de comprometerse en la homosexualidad mientras sigue
definiéndose a sí misma como un miembro regular de la
sociedad que no está apartado de ella por nada esencial.
Para muchos observadores, todas estas negaciones
muestran una mezcla de deshonestidad personal y engaño
social. Pero las cuestiones de honestidad y adecuación
social no deben ser establecidas a la ligera. Las distorsiones
de hecho en las racionalizaciones de la gente no son, con
frecuencia, sino correcciones de los errores contenidos en
el pensamiento establecido. Las connotaciones vinculadas
a la homosexualidad en las mentes de los amigos y vecinos
de una persona pueden conducir a una interpretación de
la verdad desnuda que sea menos precisa que la versión
distorsionada de la verdad que ofrecía aquella persona.
Por tanto, aquel que se sale de su camino para esconder su
homosexualidad ante sí mismo y ante los demás, aunque
realiza una distorsión importante de la realidad, es, sin
embargo, más correcto que un extraño en la definición
que da de sí mismo como miembro regular de la sociedad.
AUTOACEPTACIÓN Y DESAFIÓ
Ha resultado muy sencilla la descripción de las formas
en que la gente practica la homosexualidad al tiempo que
la niega, pues las formas de negación son relativamente
pocas. Pero los estilos de vida de la gente que acepta de
modo consciente su homosexualidad varían mucho más.
La autoaceptación abre la puerta a una gran variedad de
disposiciones posibles. Algunas personas optan por un
entorno más o menos exclusivamente homosexual, en el
que puede haber círculos cerrados o de coincidencia parcial
de amigos. Otros prefieren llevar una vida aparentemente
convencional, camuflando su homosexualidad o
Pag. 211
llevándola a cabo en las formas clandestinas que la
imaginación popular imagina. La mera descripción de
estas dos variaciones sería ya una tarea notable, pues son
muchos los tipos de redes sociales predominantemente
homosexuales, y la gente ha descubierto muchas formas
de preservar de las críticas su homosexualidad. Pero
como la mayor parte de los homosexuales han encontrado
la manera de no aislarse del mundo homosexual ni
vivir clandestinamente bajo una red de precauciones, el
problema de describir sus variedades es formidable.
Otra de las razones por la que las formas de la
homosexualidad no han sido descritas nunca con
precisión estriba en que ninguno de los fenómenos de
grupo son representativos. Los informadores y muchos de
los estudiosos serios de la homosexualidad han caído en
la trampa de sacar sus conclusiones de lo que han visto
en los clubs, reuniones particulares y en otros tipos de
agrupamientos que oscurecen, más que elucidan, las
vidas privadas de quienes están presentes. Un lugar de
reunión puede ser un club social o de música, un sitio
para llevar fuera de la ciudad a los visitantes o para
actuar de formas que no serían apropiadas en otra parte;
puede ser todas esas cosas para una persona en noches
diferentes, y seguir sin reflejar las tendencias centrales
de su vida. Cualquier intento de elucidar cómo la gente
integra la homosexualidad en sus vidas que sólo parta
de su conducta en grupos especiales estará destinado al
fracaso desde el principio.
Varios investigadores han comprendido la
imposibilidad de hacer generalizaciones válidas sobre
la homosexualidad a partir de «momentos sociales» en
la vida de una persona, por lo que se han dedicado al
análisis cuidadoso de algunos estilos de vida. El trabajo
de Evelyn Hooker ha sido particularmente brillante. (De
hecho, da la impresión de no equivocarse nunca, lo que es
algo de por sí notable.) Pero sus excelentes descripciones
Pag. 212
se adecuan principalmente a las poblaciones que ella
ha elegido para su estudio —hombres que viven en una
subcultura propia fuertemente unidos 114, 115—. Cuando se
ha intentado ampliar la visión incluyendo personas con
una vida muy diferente —por ejemplo, los que están más
integrados en un medio heterosexual con los que lo están
menos— ha surgido una nueva dificultad: todo estilo de
vida no sirve para definir a una serie de personas, porque
es usado por individuos muy diferentes que tienen razones
muy distintas para elegirlo y que pueden estar bien o mal
equilibrados.
Tan desconcertante variabilidad se encuentra incluso
dentro de estilos de vida extremos que raramente son
elegidos, y que desde lejos pueden parecer completamente
nefastos, lo que no tiene que ser necesariamente cierto.
Por ejemplo, una persona puede llevar como un solitario
su vida homosexual, realizando sólo contactos pasajeros,
porque teme o duda hacerlos de otro modo. (Algunos de
estos individuos son tan perturbados y miserables como
suele suponerse.) O bien, sin inhibiciones neuróticas,
un solitario puede ser un hombre tan completamente
dedicado a su profesión —o a su esposa y familia— que
prefiere satisfacer sus necesidades homosexuales con
contactos rápidos y pasajeros que no lo separen de la
corriente principal de su vida. Las relaciones homosexuales
continuadas pueden ser utilizadas de modo similar para
escapar del mundo con más eficacia a cómo podrían
hacerlo de forma solitaria. Tal relación puede también ser
un don para sus componentes, que quizá viajen a otros
barrios, conozcan a sus vecinos e intercambien visitas con
sus amigos de la ciudad.
El hecho de que los estilos de vida particulares puedan
ser totalmente diferentes para individuos distintos
significa que por sí mismos son indicadores pobres de
la «eficiencia adaptativa»: Necesitamos una visión más
amplia, una visión que nos muestre la forma en que la
Pag. 213
gente consigue practicar la homosexualidad sin que sea
peligrosa o inhibidora. En cierto sentido, el problema de
hacer factible la alternativa homosexual es muy semejante
al de hacer aceptable socialmente cualquier otro tipo de
conducta inusual. Una persona ha de encontrar formas
de retener su espontaneidad y evitar al mismo tiempo las
confrontaciones flagrantes con las personas que no están
de acuerdo con él.
Las dos posibilidades que suelen suponerse
popularmente en el homosexual —esconder su vida
privada o vivir en una subcultura homosexual aislada—
han demostrado en general ser demasiado limitadas o
difíciles de mantener. Muchos homosexuales parecen
sentirlo así de antemano y no consideran seriamente
ninguna de las dos posibilidades. Con frecuencia son
capaces de hacer todo lo que desean, y de evitar al mismo
tiempo los problemas, trazando una suave separación
entre su trabajo diario y sus implicaciones priva das.
Para muchísimos individuos, ni siquiera este ajuste es
necesario. Pueden no ser empleados de otro, o estarlo
en ocupaciones, cada vez más numerosas, en que la
homosexualidad no es una desventaja o en donde no se
preocupan de las vidas privadas. Y para el homosexual
que se siente libre del miedo y de la duda de sí mismo suele
haber más oportunidades sociales (y sexuales) de las que
tiene tiempo para explotar. Por otra parte, hay muchos
círculos sociales —muchos de ellos primariamente
heterosexuales y casi más en las poblaciones pequeñas que
en las grandes— en que la aceptabilidad de una persona
depende más de su conducta social, su brillantez y su
visión de la vida que de sus gustos sexuales; y en los que,
de hecho, si es aburrido o estrechamente convencional es
rápidamente descalificado.
Pero ¿qué sucede con la persona que, con independencia
del éxito de su vida privada, vive y trabaja en una situación
social convencional que le lleva a un contacto diario con
Pag. 214
personas que se unirían rápidamente a un clamor moral
en su contra? Es una situación que universalmente se
ha imaginado como atemorizadora para el homosexual
y peligrosa para su posición, pero que a menudo no es
ninguna de las dos cosas.
Un profesor de un colegio de una pequeña ciudad
puede ser homosexual e incluso muy activo, sin que
el peligro sea excesivo siempre que mantenga ciertas
discreciones, que no incluyen una guardia excesiva, pues
tal situación señalaría su vulnerabilidad elevando en
consecuencia el riesgo. Cuando haya estado en su puesto
varios años, muchos de sus colegas y algunos de los
estudiantes pueden tener una comprensión tácita de que es
homosexual, pero en tanto en cuanto no haya escándalo,
y los rumores se mantengan dentro de unos límites
razonables, se encuentra a salvo. De hecho, hasta puede
contar con ciertas protecciones. Cuando muestra una
amigabilidad abierta y una seguridad, la gente no se siente
inclinada a atacarle ni a contar rumores sobre él; cualquier
observación falsa parece rebotar en él —si no es acallada
en nuestros días por una aceptación de sus intereses
homosexuales siempre que surge la cuestión—; o bien,
si no está rodeado de gente que lo apoya personalmente,
puede ser un especialista, un erudito o un excéntrico,
sobre el que parece fuera de lugar cualquier mención de
algo personal —y su homosexualidad es quizá la menor
de sus peculiaridades—. Con una invulnerabilidad ante
los ataques casi idéntica se encuentra la persona que, en
una posición media, no es especial- mente amigable ni
remota y esta tan ocupada en su trabajo y en mantener en
pie un plan riguroso que su vida personal, discretamente
llevada, parece irrelevante.
Hay muchos otros contextos sociales en los que el
homosexual encuentra seguridad, a menudo sin haberla
buscado especialmente. Una persona que ha alcanzado
cualquier tipo de posición poderosa —decanato de una
Pag. 215
facultad, vicepresidencia de una corporación, jefatura
de departamento, o que mantiene su fuerza detrás
de cualquier poder establecido— es frecuentemente
demasiado peligrosa para que se le ataque sin una evidencia
tangible; y aun en ese caso, hay más riesgos para el
atacante que para él mismo. También se han dado muchos
casos en los que una persona que no está protegida por
un poder ni por una personalidad es blanco de peligrosos
rumores, pero que al negarse a reconocer el peligro, o al
actuar como si éste no existiera, no proporciona esa parte
de vulnerabilidad o de miedo que toda denuncia parece
requerir.
Pero ¿cómo consigue el homosexual socialmente
integrado evitar ser tan medroso, tan defensivo o tan
nerviosamente clandestino como debería ser según;
la imaginación popular? Son varios los modos en que
puede ser fácilmente circunspecto con respecto a su vida
privada. Cuando se acepta a sí mismo sin complejo de
culpa alguno y tiene una comprensión exacta de lo que
causa, y lo que no causa, las objeciones de la gente, suele
ser capaz, sin ningún esfuerzo, de provocar una corriente
de discreción social que demuestra que no es peligroso
ni particularmente dañino. (Con años de experiencia
y el sentimiento de no haber sido desleal a nadie, su
circunspección puede ser más sencilla y más «limpia»
que la de muchos heterosexuales implicados en asuntos
extramaritales.) Pero incluso sin ninguna de estas ventajas
—y con muy altos niveles de conflicto neurótico—, en
general está más seguro y cómodo de lo que se supone,
La vida sexual de cualquier persona, al menos en sus
detalles, suele ser un asunto privado, puesto que, después
de todo, sólo es una de las muchas implicaciones de
la vida. El homosexual suele acostumbrarse a tomar
todas las precauciones necesarias, del mismo modo que
el heterosexual sabe automáticamente lo que parece
apropiado contar de sí mismo cuando pasa de un ambiente
Pag. 216
social a otro. Pero en conjunto, el homosexual anula el
problema de su «diferencia» al pensar en sí mismo —y
por tanto al hacer que los otros piensen en él— menos en
términos de clasificación sexual que como una persona
normal que tiene una posición particular, ya sea la de
profesor, investigador, banquero o albañil.
Incluso en asuntos sexuales, el homosexual
socialmente integrado no se preocupa mucho, y por tanto
no se muestra atemorizado ni furtivo. Sus adaptaciones no
suelen requerir un gran esfuerzo dentro de los numerosos
estilos posibles de vida, que sólo ocasionalmente
requieren un cuidado especial. En última instancia, su
protección parece estar más en el respeto que le muestran
sus asociados y en la relación que mantiene con ellos,
ya que unas relaciones poderosas desaniman al grupo
protagonista del rechazo; pero, sin embargo, es difícil
saber si su seguridad proviene de su integración social,
del respeto que muestra por los estilos de vida de los otros
sin hacer ostentación del suyo propio, o del hecho de que
su falta de salvaguardia —su falta de autocondenación—
es en sí misma lo más desarmante. Hay casos en que
todos estos elementos son igualmente evidentes, mientras
que en otras ocasiones el estilo de vida de una persona
se basa sólo en uno o dos de ellos. Basta con decir que
los modos de adaptación de alto nivel son realmente tan
efectivos que el homosexual sólo necesita unos pocos;
generalmente puede ignorar o incluso malbaratar muchas
de sus posibilidades sin tener que pagar excesivamente
por ello.
¿Qué sucede entonces con la observación opuesta, la
de que la gente puede arruinar su vida o al menos perder
su posición social a causa de un escándalo, o incluso de
que se sepan sus peculiaridades? Tales casos existen.
(Pero existen todavía más en la fantasía, pues para mucha
gente la posibilidad de un desastre es considerada como
una amenaza constante.) Quizá todo sea mucho peor
Pag. 217
al saber que dichas calamidades pueden sucederles a
las personas mejor adaptadas, lo mismo que a veces se
estrellan los mejores pilotos. Para esta situación no hay
ninguna respuesta consoladora. El mundo es un lugar
peligroso; e indudablemente lo es todavía más para el
homosexual cuya posición parece requerir la aprobación
continua de, por ejemplo, la junta de una facultad o de
cualquier otro grupo fuertemente organizado. Pero
incluso en ese contexto son escasos los problemas serios.
Lo cierto es que, de manera callada y sin acontecimientos
particulares, millones de personas dan cumplimiento a
sus intereses homosexuales sin integrarse de modo total
en posiciones sociales convencionales.
Lo que no resultan raras son las breves ocasiones en que
el homosexual, especialmente cuando es todavía joven,
ha de enfrentarse a preguntas directas o insinuaciones
verbales que ponen a prueba o calumnian su vida
privada. Tales desafíos varían desde un juego curioso a
una situación explícitamente hostil. La forma en que son
manejados esos momentos quizá afecte en gran manera
la visión que una persona tiene de sí misma y su imagen
ante los otros. El precio del fracaso puede ser muy alto
—y muchos homosexuales fracasan—. Una persona que
maneje muy mal los desafíos personales, y que por tanto
se sienta muy incómoda con ellos, es posible que se apoye
en uno de los estilos de vida más aislados y «seguros».
Si su trabajo no lo permite —porque se encuentra, por
ejemplo, en un puesto institucional— puede aprender a
vivir con una gran vulnerabilidad. Sus respuestas pueden
ser muy nerviosas o, por el contrario, muy tranquilas. Su
incomodidad suele ser inversamente proporcional a su
capacidad para enfrentarse a los desafíos.
En el otro extremo, muchos homosexuales aprenden
muy bien —por intuición o a fuerza de errores— a
manejar las confrontaciones y pueden llegar a apreciar
cualquier oportunidad de hacerlo. Sin rasgo de insolencia
Pag. 218
o desafío, sin ser una sustitución del resentimiento para
lograr confianza en sí mismo, dicho individuo goza
manteniendo su integración social y su libertad para elegir
sus ínfimos amigos con criterios que traspasan los límites
sexuales. Respetándose a sí mismo y con una capacidad
para relacionarse con los demás —muchos de los cuales
conocen su vida privada—, vive con seguridad y alejado
del desastre.
La comparación entre los homosexuales que no
consiguen enfrentarse a las presiones y aquellos que lo logran
nos presenta unos contrastes interesantes. En una situación
conflictiva en la que una persona necesita protegerse a sí
misma —sin tener que recurrir a medidas defensivas—,
el peligro aumenta si deja de controlar al desafiador o a sí
mismo. Si falla en ambas cosas se enfrenta con un problema
serio; pero ni una acusación hiere a una persona ni la
respuesta que se da a aquélla tiene mucha fuerza por sí misma,
ya que el equilibrio y la conducta general de la víctima son
rasgos mucho más importantes, y ninguna acusación puede
ser completada si la víctima no está de acuerdo en tomarla
seriamente, en darle validez en cierto sentido, cooperando,
en consecuencia, con el atacante.
Por ejemplo, tras dirigir a un homosexual la siguiente
acusación: «Su vida sexual ha sido descubierta y es un
asunto muy grave», el que ha lanzado el desafío no puede
continuar sí no se establece un diálogo. Necesita alguna
reacción que sirva de guía al golpe siguiente. Dicha guía
puede tener diversas formas. La víctima puede quedarse
tranquila, tratar de escapar o precipitarse en rechazar la
acusación. De hecho, si la víctima baja la cabeza mientras
está siendo desafiada, está dando valor a la premisa moral
que subyace en la acusación que se le hace.
El homosexual que se ve arrastrado por sentimientos
de culpa y que no es muy competente socialmente puede
ser aplastado por quedarse ciegamente en estos escollos, o
en muchos otros que abren un vacío ante él en la oscuridad,
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y quizá tenga que enfrentarse a muchas derrotas antes de
aprender —aunque puede que no lo aprenda nunca— que
en el manejo de las situaciones conflictivas es él quien más
determina su propio destino. Con frecuencia deja que el
oponente le arrastre a su zona, en donde prácticamente
cualquier movimiento que realice puede convertir una
acusación meramente amenazadora en una situación
peligrosa. Cuando comienzan los problemas serios suele
elegir entre la lucha o la huida, alternativas que son malas
para cualquiera, pero que para él serán probablemente
desastrosas. También existen elementos rígidos: la persona
incompetente a nivel social tiene, casi por definición,
una gran dificultad para modificar su conducta, incluso
cuando sabe ya que es errónea. No le resulta sencillo
intentar algo nuevo, hacer pequeños cambios o dar la
vuelta a su modus operandi.
En contraste, es notable la flexibilidad del homosexual
socialmente integrado. De acuerdo con la situación
particular, con su personalidad o con sus costumbres
del momento, puede manejar los pequeños desafíos
respondiendo a ellos, ignorándolos, «devolviendo la
pelota», tomándolos en serio, quitándoles el valor o
simplemente respondiendo a ellos con una sonrisa
suave o amigable. A veces sabe de modo intuitivo cómo
adherirse a la resistencia y borrarla de un solo golpe:
«Me doy cuenta de que se toma esos asuntos demasiado
en serlo; ¿qué es lo que desea saber exactamente?»: o, «El
problema de ese rumor estriba en que en gran parte es
cierto». A menudo mantiene fácilmente la puerta abierta
a cualquier materia, pero está preparado, si es necesario,
para controlar rigurosamente el nivel en que se discute.
Frente a los desafíos más peligrosos, puede tomar
repentinamente la iniciativa, muchas veces sin dar esa
impresión, y se cuida mucho de no mostrarse a la defensiva,
sobre todo de maneras tan torpes como mintiendo, dando
marcha atrás o tratando de explicarse. Cuando se enfrenta
Pag. 220
a los peores tipos de observaciones condenatorias puede
no moverse una pulgada hacia adelante o hacia atrás y
limitarse a mantenerse aparte, quizá en una especie de
posición de observador: «Debe fijar un poco la acusación
si quiere que se mantenga»; «Tío, realmente la estás
cargando sobre el pobre bastardo»; «Creo que no te
marearía con una buena respuesta ni aunque la tuviera».
Puede también actuar a la manera del asaltante —sin que
ello signifique una aceptación de la acusación—: «Por
favor, no lo hagas»; «Dilo de nuevo a ver si me suena igual
de mal la segunda vez»; «Esas palabras son totalmente
inamistosas». Sus propias palabras pueden ser también
muy inamistosas: «Corta el rollo»; «No me jorobes».
Nuevamente nos encontramos con el hecho de que lo que
dice no es lo más importante; el poder de su respuesta
está en su ecuanimidad, su rechazo al sometimiento o
a mostrar una conducta culpable —ni siquiera cuando
confirma totalmente la acusación.
No queremos decir que siempre tenga éxito. Las
formas de tratar un conflicto requieren una práctica y un
autocontrol que puede perderse en momentos de cólera
o cuando se es cogido de improviso. Tampoco todas las
situaciones pueden salvarse a la perfección. Algunas
personas —sobre todo si están borrachas o se sienten
especialmente perturbadas por la homosexualidad—
lanzarán la misma acusación una y otra vez; otras lanzarán
sus dardos y se marcharán, cerrando el camino al diálogo;
otras mostrarán un disgusto desde el principio y actuarán
contra el homosexual desde una posición de silencio
cortés. No obstante, si el homosexual consigue mantener
las armas sin disparar —obligando así a los otros a que
hagan todo el trabajo de separación—, mantendrá un
autorrespeto que antes o después le granjeará el respeto
de la mayor parte de la gente, con independencia del
hecho de que sepan algo de su vida sexual o se molesten
en pensar en ella.
Pag. 221
Cuando los ejemplos que se han citado aquí son
discutidos con homosexuales o con los clínicos, no muy
numerosos, que son conscientes de estos problemas, surgen
algunas objeciones. Se insiste a menudo en que aunque
tan expertas adaptaciones sociales existen, son bastante
raras. Se dice que las «respuestas inteligentes» sólo las
dan las personas muy inteligentes, que probablemente
están bien educadas y son perfectamente conscientes de
lo que hacen en sus interacciones sociales; personas éstas
que no abundan. Quizá sea así. Pero los mejores modos
de adaptación social no requieren tales talentos —salvo
las «respuestas inteligentes», que precisan una gran
dosis de inteligencia para que no sean desastrosas—.
Un profesor de colegio que formó parte de este estudio
y que se había criado en un rancho de Texas manejaba
las confrontaciones más completas variando su inflexión
en una sola frase: «¿Cree usted [que lo que piensa es
cierto]?»; «¿Cree usted [que eso cambia de algún modo las
cosas]?»; «¿Cree usted [que sería mejor para mí si hiciera
lo que usted sugiere]?» Otros individuos son capaces de
transformar los pequeños gestos corporales, sin decir una
palabra, en un silencio que convierte la imperturbabilidad
en un feroz desquite, que puede incluir o no el siguiente
mensaje: «Su actuación es cierta. ¿Y qué?»
En conjunto, es evidente que cualquier grado de
compromiso con la homosexualidad aumenta la necesidad
de mecanismos adaptativos, que incluyen las formas
especiales de protegerse del rechazo. Pero también es
evidente que no hay escasez de medios adaptativos y que
gentes muy distintas con personalidades muy diferentes
consiguen encontrar sus propias formas de introducirse
en la estructura de la sociedad ordinaria. Como era de
esperar, las formas de introducción son variadas. Hay
quienes acaban marginados de la sociedad porque no
son capaces de adaptarse o no lo desean. Y los hay que se
«benefician» de sus adaptaciones homosexuales; se trata
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de individuos cuyas capacidades especiales y desarrollo
personal no podrían haber evolucionado en una
atmósfera relajada y convencional. Ambas alternativas
son claramente minoritarias y la gran mayoría de los
homosexuales se quedan en un terreno medio, pero
en conjunto están integrados en modo suficiente en la
corriente principal de la vida cotidiana; y en ese proceso
difuminan la mayor parte de las formas sociales de la
homosexualidad hasta hacerlas indefinibles.
Recordando las formas de responder y las suposiciones
básicas del homosexual socialmente integrado resaltan
algunos rasgos centrales. Los principales son dignos
de mención por derecho propio —y posiblemente de
imitación, pues nadie está exento de confrontaciones
amenazadoras—. Consistentemente se definen a sí mismos
como miembros regulares de la sociedad, negándose
a verse a sí mismos o a permitir que los otros los vean
separados de ella. Al enfrentarse tanto a las acusaciones
pequeñas como a las graves que pueden surgir de cuando en
cuando, saben cómo no acobardarse, ni hundirse, ni huir,
ni montar en cólera. (Conocen otras formas de actuar ante
un asalto o de castigar a un asaltante.) Independientemente
de lo que suceda, se niegan a caer muertos cuando se les
ha disparado. Consiguen así controlarse adecuadamente
a sí mismos, y al asaltante en última instancia. Es como
si hubieran llegado a comprender, y luego a convalidar,
un postulado sociológico de la máxima importancia:
que toda adversidad se alimenta de la colaboración de
la víctima y que las acusaciones raras veces hieren a una
persona si ella no pone algo de su parte.
Pag. 223
8. ENCUENTROS BREVES Y RELACIONES
CONTINUADAS
Pag. 229
No es sorprendente, por tanto, que el deseo promiscuo
específico sea algo masculino y no femenino. La cuestión
queda algo oscurecida en la heterosexualidad, pues los
varones están limitados por la escasez de compañeras de
disposición inmediata y las mujeres conceden a veces sus
peticiones a los varones por motivos distintos al deseo
sexual. Pero en la homosexualidad, las diferencias entre
ambos sexos son mayores, no sólo por la facilidad de los
contactos varón-varón, sino por la ausencia casi total de
promiscuidad entre las lesbianas. De hecho, las formas
más extremas de promiscuidad, aquellas en las que el
compañero permanece anónimo, no existen entre las
lesbianas.
Es fácil darnos cuenta de que la promiscuidad está
basada en factores biológicos, pero lo que no resulta tan
sencillo es encontrar lo que la produce exactamente en la
práctica. Aparte de la satisfacción de un deseo de variedad
sexual, la promiscuidad consigue una parte de su ímpetu
de motivaciones sociales. Con ella un hombre gana un
cierto estatus —la envidia de sus amigos, por ejemplo—,
mientras que si se echa artás corre el riesgo de parecer un
mojigato y un inhibido ante sí mismo y ante los demás.
Por otra parte, la diversidad de compañeros es a veces la
forma que tiene el homosexual joven de conocer a gente,
de explorar el mundo y de llegar a saber cómo son los
distintos tipos de individuos; una curiosidad, por tanto,
más social que sexual. Muchos homosexuales consideran
su promiscuidad como un estadio temporal en el qué
buscan de modo más o menos transitorio al compañero
adecuado con el que tendrán una relación más duradera.
Muchos observadores, en cambio, piensan que eso es una
racionalización, una simple excusa para ser promiscuos.
Pero sea o no una excusa, la búsqueda del compañero
adecuado y de una relación significativa es con frecuencia
una importantísima motivación de la promiscuidad.
Otros individuos pasan de un compañero a otro por
Pag. 230
razones muy distintas; ante todo para evitar cualquier
compromiso. A veces una persona justifica su promiscuidad
alegando que sólo está tratando de «probarlo todo» y
que, por tanto, «no es en realidad un homosexual». En
otros casos es la situación de una persona la que le lleva a
relaciones rápidas más que a relaciones continuadas. Hay
muchas personas ocupadísimas que viven en un remolino.
Interminable, con veinte asuntos entre las manos, o con la
vista puesta en una sola y ardiente ambición, por lo que
no tienen tiempo ni ganas sino para breves momentos
puramente personales. (Cuando se les habla de asuntos
serios suelen decir que «ya han poseído todo eso», lo que
suele ser cierto.) También hay algunos hombres casados
que tienen un apetito homosexual definido, pero que no
desean —ni necesitan— más que unos breves contactos
para satisfacerlo.
No siempre los compañeros rápidos y fáciles lo son
así a propio intento. Una persona que no se encuentra
disposicionalmente inclinada a iniciar contactos es a
menudo, por esa misma cualidad, el blanco de muchas
aproximaciones. Si tiene una personalidad atractiva o
es especialmente hermoso, puede recibir numerosísimas
proposiciones. Quizá se eche atrás en la mayor parte
de los casos, pero los restantes —aquellos en los que
le gusta esa persona o se le contagia su excitación—
pueden suministrarle una experiencia considerable.
En otras situaciones la fácil respuesta de los varones
y la frecuentemente alta disponibilidad de contactos
homosexuales es posible que favorezca una promiscuidad
casual y no deliberada. Una de las razones por las que
muchas relaciones homosexuales no sobreviven a la
primera pelea seria es que uno o ambos encuentran
mucho más fácil el cambio que la solución del conflicto.
Pero sea algo deliberado o no, los motivos de aceptar
o buscar compañeros siempre nuevos descansan en algo
más que en ventajas biológicas y sociales, ya que pueden
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obtenerse muchas autogratificaciones. Es probable que ni
los contactos sexuales más fugaces estén desprovistos de
tales gratificaciones, al menos de algunas de ellas. Entre
las recompensas se incluye lograr una conquista —o ser
conquistado—, salirse con la suya con un compañero y
ser aceptado o apreciado. A veces el varón promiscuo
es acusado de ser vano y profundamente superficial por
desear sacar partido sexualmente de su afluencia, de
su fama o de otros símbolos de estatus. Pero suele ser
más cierto lo inverso: muchas personas sólo se sienten
gratificadas cuando son consideradas atractivas por
personas que no conocen su estatus o posición en la vida
y que no pueden tener otro motivo para elegirlos, lo que
les permite afirmar su valor por sus propios méritos.
Tampoco deja de tener valor el que, con un extraño, una
persona puede representar un rol o actitud del momento,
que podría ser demasiado contradictorio con otros
aspectos de su propia vida para ser creíble por quienes le
conocen mejor.
A veces la promiscuidad incluye sorprendentes
elementos afectivos. Incluso los contactos pasajeros entre
varones que se encuentran en los baños turcos o en otras
situaciones impersonales contienen unos elementos
emocionales que están más allá del «sexo puro». Los
contactos reales pueden ser muy suaves y afectivos,
particularmente en las situaciones en que el compañero
es utilizado como una especie de sustituto fantástico del
compañero ideal. Pero en circunstancias menos especiales,
el afecto se desarrolla también como un subproducto de la
actividad sexual. Este afecto no es siempre bien recibido,
pues muchos hombres sienten a posteriori la necesidad de
negar el afecto que sintieron durante un breve encuentro.
El rechazo puede tomar la forma de la referencia del
hombre heterosexual a la mujer que «tuvo», y a quien
describe con que no «estaba mal», o las referencias de
los homosexuales a los «números» o «trucos». ¿A qué se
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deben esas aparatosas demostraciones de indiferencia
emocional hacia compañeros que previamente habían
sido tratados con toda calidez?
Por otra parte, el afecto conlleva una nota de
compromiso, no sólo hacia el compañero, sino hacia
el mismo acto La gente que de algún modo se siente
culpable de sus proezas sexuales parece particularmente
inclinada a borrar sus últimos vestigios pero incluso
sin lamentaciones, existen motivos para las negaciones
posteriores, En un contacto hecho rápidamente, una
persona suele exagerar lo que le gusta de un compañero,
exageración motivada por la seducción del compañero,
o en la necesidad de ignorar sus cualidades menos
atractivas. En cualquier caso, la enfatización excesiva
de una emoción positiva trae como resultado inclinar la
balanza en dirección opuesta. Otras personas se sienten
molestas, sin más, por el afecto, Muchos hombres lo
consideran una «blandenguería», una amenaza a sus
estatus de independencia que puede poner en marcha al
ogro de la dependencia. Cualquiera de las razones previas
hace absolutamente necesaria la negación. Los hombres
de niveles sociales más bajos van más allá, dando una
imagen fanfarrona, especialmente si su audiencia —por
ejemplo un grupo de hombres— valora el libertinaje sin
implicaciones.
Sin embargo, el rechazo o la inversión de la negación
no es en absoluto el colofón inevitable de un encuentro
breve. Se dan muchos casos —que aparentemente son
más frecuentes entre los homosexuales que entre los
heterosexuales— en que un solo contacto sexual, aunque
no sea nunca repetido, presta una cierta calidez a lo que
se convierte en una amistad ordinaria, o al recuerdo de
un compañero a quien nunca se vuelve a ver de nuevo.
De hecho, la tendencia al sexo instantáneo conlleva una
carga de afecto que puede ser considerablemente más
fuerte. Más de la mitad de las relaciones continuadas
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examinadas en el curso del presente estudio se iniciaron
con contactos que en un principio no fueron sino breves
encuentros.
No queremos decir con todo esto que el afecto esté
siempre presente en los contactos sexuales, y que luego, o
bien sea negado, o se le permita florecer. Muchas personas
se salen de su camino para evitar el afecto buscando
deliberadamente compañeros que sean totalmente
desconocidos y que lo sigan siendo. Pero antes de que
estos ejemplos sean demasiado rápidamente adscritos a
la «sexualidad pura» —sea la que sea—. debe tenerse en
cuenta que poseen emoción y una considerable ideología,
que son los materiales en crudo del afecto. Incluso el
hombre que en la oscuridad es acariciado y estimulado por
un compañero al que nunca ha visto está respondiendo
a elementos físicos que simbolizan las cualidades de la
masculinidad que él ha admirado y erotizado. El hecho
de que su respuesta tenga elementos ideacionales no
significa que sus acciones estén más personalizadas de lo
que parecen, o que se hallen muy cercanas a expresiones
afectivas. Pero tampoco pueden describirse correctamente
estos ejemplos como mecánicos, vacuos o «compulsivos».
Son más que eso. Consiguen ser personalmente
significativos sin llegar a serlo interpersonalmente. Pero
la comprensión de este hecho —de que incluso las formas
más fugaces y anónimas de promiscuidad emplean
asociaciones de valores significativos— sólo intensifica la
cuestión original: ¿Por qué hay gente que desea, y a veces
prefiere, la parcialidad y la incomplitud de los encuentros
breves e impersonales?
Las respuestas van desde las más superficiales
consideraciones sobre la convivencia y cercanía a las
más elaboradas motivaciones psicológicas. Ciertamente,
a veces se realiza un contacto sexual rápido porque
es la única posibilidad que hay en ese momento, una
posibilidad de «tómalo o déjalo» que parece mejor tomar
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que dejar. Puede ser que algún detalle, bien implícito en
las circunstancias o bien en la forma en que el otro se
presenta, sorprenda e intrigue a una persona. Y también
hay que decir algo de la novedad, especialmente cuando
la oportunidad se produce, como ocurre con frecuencia,
en una atmósfera de riesgo que aumenta la tensión. Así,
muchos hombres sólo se interesan por el sexo impersonal
cuando puede hacerse en lugares semipúblicos —lavabos
de caballeros o las dunas de arena de una playa—, o en
situaciones extrañas; quizá con un conductor de autobús
al final de la línea o con un pasajero o tripulante durante
un vuelo en avión.
Ya se den bajo circunstancias extrañas o normales, los
atractivos de un encuentro breve incluyen generalmente
un elemento de fantasía y proyección. Algo del compañero,
como por ejemplo su porte o expresión facial, puede
sobresalir a causa de las cualidades que una persona quizá
haya deseado o gozado en el pasado. Precisamente porque
las proyecciones de la fantasía se extraen de la reserva de
experiencias pasadas de una persona, las personas más
promiscuas son aquellas que previamente han tenido
relaciones más serias. De hecho, es extrañamente inusual
encontrar una afta promiscuidad en alguien que no haya
estado enamorado al menos una vez.
Algunas de las motivaciones más poderosas de la
promiscuidad derivan de los significados especiales e
individualizados que cada y experiencia puede ofrecer.
Los nuevos contactos tienen un intenso atractivo para
quienes son capaces de ver a cada uno de ellos como
una aversión telescópica de la secuencia completa
encuentro-armonización, como una especie de historia
amorosa microcósmica. Cada contacto puede pasar tan
rápidamente del conocimiento a la separación, que a un
observador casual le parezca como una hoja bajo el viento.
Pero para los participantes es posible que cada experiencia
tenga una gran intensidad romántica. En otros casos, un
Pag. 235
contacto especialmente rápido e impersonal puede estar
totalmente polarizado alrededor de un tema sexual, y
con todo, su estrechez puede estar dirigida a igualar
un desequilibrio existente en la vida de una persona, y
quizá utilice ese contacto para volver a experimentar
algo del interés y desafío que han comenzado a escasear
en una relación continuada que sigue manteniendo y
desea mantener. El deseo de una persona de preservar
una fidelidad emocional a un compañero permanente
es a menudo su mayor motivo para que otro compañero
permanezca en el anonimato.
Ante estos ejemplos de promiscuidad, se comprenderá
que ningún sistema general de clasificación podrá
mantenerse. Como incluso el contacto más pasajero e
impersonal puede ser bien profundamente superficial o
constituir un aspecto ricamente motivado de la vida de
una persona, nadie sino él puede determinar su valor y su
significado. (Incluso los observadores más astutos pueden
malinterpretar la importancia de sus propios encuentros
breves, por lo que juzgar con precisión la significación
personal de los contactos de otras personas está más allá
de la mínima posibilidad.) Por otra parte, existen serias
dudas con respecto a si hay una conexión intrínseca entre
la cualidad de un contacto y su motivación original. El
impacto rápidamente sentido de una experiencia, así
como el significado que pueda llegar a tener, llegan a la
escena a posteriori; se trata de elementos emocionales
que se producen demasiado tardíamente en la secuencia
de acontecimientos, por lo que sólo pueden calificarse
de accesorios con respecto a las motivaciones de la
promiscuidad.
En el análisis final, la observación más importante
—y la única segura— es que los hombres tienen una
gran capacidad de respuesta ante nuevos compañeros,
disposición que es activada en primer lugar por su
capacidad de leer connotaciones valiosas en elementos
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tan fragmentarios como los rasgos corporales de los
tipos particulares de compañeros que han erotizado
previamente. La promiscuidad relativamente alta de los
varones homosexuales es atribuible casi totalmente a una
combinación de la oportunidad circunstancial con el
efecto de intensificación del trato entre hombres.
RELACIONES CONTINUADAS
Todos los tipos de relaciones funcionan. Cuando
una persona es atraída a otra —por cualquier razón—,
ambos son capaces de desarrollar vínculos duraderos
y gratificantes. Por tanto, los heterosexuales, los
homosexuales, los sadomasoquistas, los travestis y docenas
de otras relaciones especiales mantienen el potencial
de un buen funcionamiento y de mantenerse unidos
de forma continuada. La continuidad de las relaciones
homosexuales es especialmente factible, en gran parte
porque recubren y duplican muchas de las disposiciones
que se han estabilizado en la heterosexualidad. De hecho,
las dos no son muy diferentes en la mayor parte de sus
aspectos básicos.
Como es de suponer, existen algunas diferencias. Las
disposiciones dominancia-sumisión de la heterosexualidad
—incluyendo múltiples variaciones que se adecuan
a los gustos particulares— han quedado plenamente
demostradas. En la interacción hombre-mujer ambos
son guiados por las costumbres sociales tradicionales, en
lo que respecta a lo que han de esperar el uno del otro
en términos de división del trabajo y autoridad. En las
relaciones homosexuales, esas disposiciones han de
funcionar a nivel individual. También hay que tener en
cuenta que los agudos contrastes entre los sexos dan a la
heterosexualidad toda una serie de ventajas y desventajas
que en la homosexualidad han de ser reemplazadas por
una serie muy diferente de problemas. La semejanza de
las relaciones homosexuales da a los que la practican,
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por muchos motivos, la bendición de una estrecha
relación, pues la similitud de respuestas y perspectivas
proporcionan ciertas ventajas; pero también existen
desventajas, pues no hay ningún estereotipo social que
suministre algún tipo de directriz.
Pero si las relaciones homosexuales son posibles, ¿de
dónde procede la impresión universal de que son raras?
La respuesta viene dada, en parte, por el hecho de que son
menos aparentes que los ejemplos promiscuos. Tampoco
es fácil visualizarlas si no se está muy próximo. A casi
todo el mundo le es posible imaginar lo que puede suceder
en un contacto sexual pasajero, pero no es fácil imaginar
lo que sucede en una relación homosexual continuada si
no se ha visto ninguna. En consecuencia, la imagen de
la promiscuidad tiende a ocultar la posibilidad de saber
que muchos homosexuales —entre los que se incluyen
algunos muy promiscuos— establecen más pronto o más
tarde unas relaciones continuadas.
Se ha sugerido con frecuencia que aunque las relaciones
homosexuales no son raras, la mayor parte de ellas son
relativamente inestables y de corta duración. Ambos
puntos de vista son válidos, pero tornados separadamente
pueden conducirnos al error. De hecho, los casos citados
para apoyar una interpretación apoyarían a menudo la
contraria sí se examinarán más de cerca. Consideremos,
por ejemplo, al hombre que ha tenido una centena de
breves encuentros, algunos asuntos de corta duración
y una relación profunda que ha durado durante años o
por el resto de su vida. Esta combinación de experiencias
no es nada inusual y se presta a tres afirmaciones que
separadamente son correctas: que es promiscuo en
grado sumo, que la mayor parte de sus relaciones no son
duraderas, que puede mantener y mantiene una relación
continuada importante y sustancial.
Estas contradicciones —aunque existen más en la
cabeza del observador que en la realidad— no pueden ser
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superadas adscribiendo los diferentes tipos de experiencias
a diferentes períodos de la vida de una persona: puede
tenerlas todas de modo más o menos simultáneo. Tampoco
es apropiado sacar un «promedio» de unas experiencias
que difieren ampliamente en impacto y duración. Dado
que la promiscuidad implica por su misma naturaleza
numerosos contactos, mientras que las relaciones
continuadas sólo implican unos cuantos —quizá uno
sólo—, no deben concedérseles igual peso. De hacerlo así
sería posible —aunque totalmente erróneo— decir de casi
todas las personas sexualmente experimentadas que la
«mayor parte de sus relaciones no son duraderas».
Pero nada de esto es lo esencial del asunto. ¿Qué debe
tener una relación homosexual continuada para merecer
el título? ¿Y en qué medida ha de juzgarse su estabilidad?
Estas cuestiones son ya difíciles en la heterosexualidad
por la carencia de un acuerdo general sobre los criterios.
Para la persona que espera que las relaciones continuadas
sean permanentes, ésta «falla» si sus componentes se
separan alguna vez. Algunas personas consideran la
monogamia como una de sus expectativas, por lo que
descalifican incluso a las relaciones permanentes si los
que las componen tienen alguna relación circunstancial.
Pero hay otros que dan poca credibilidad a la «fidelidad»
o a la pura duración, insistiendo, por el contrario, en que
la única medida cierta de una relación es la duración del
afecto. Los observadores más informados suelen rechazar
todos estos criterios por considerarlos moralistas o
ingenuos. Señalan que muchas relaciones continúan
existiendo —y siguen siendo consideradas como «buenas»
por sus componentes— mucho después de que el afecto
ha desaparecido, e incluso cuando ha sido reemplazado
por el antagonismo. (Las parejas pueden permanecer
unidas en tanto en cuanto consideren que la relación es
útil; utilidad que puede estribar en la posibilidad de evitar
el quedarse solos, o en la de mantenerse próximo a un
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compañero con el que, aunque no sea necesariamente
amado, uno puede «ser uno mismo».) En otras ocasiones,
una relación afectiva y bien equilibrada puede deshacerse
repentinamente por un conflicto particular que ninguno
de los componentes sabe resolver. (Uno de ellos puede
descubrir la «infidelidad» del otro y marcharse, mientras
que el otro, sin encontrar palabras, no sabe refutar la
falsedad del hecho.) Por tanto, debe entenderse que
la durabilidad de una relación es tan sólo un factor
indicativo, y no necesariamente muy bueno, del material
esencial de la continuidad.
El que un observador particular reconozca una
relación homosexual como continuada cuando ha durado
un año, diez años o toda una vida depende de los criterios
que utilice, al igual que sucede cuando se juzgan los
lazos heterosexuales. Pero hay una cosa cierta: si una
relación ha de sobrepasar en duración a las fascinaciones
originales, los compañeros deben ser capaces de tratar
con la mayor parte de sus conflictos, de vivir con aquellos
que no están resueltos y de encontrar suficiente atractivo
en estar juntos para poder resistir la pérdida de algunos
de sus atractivos iniciales.
Prácticamente, todo lo que es inusual en las relaciones
homosexuales deriva de la similitud de los compañeros
del mismo sexo; es decir, del contraste relativamente
escaso que hay entre ellos. A primera vista, esto puede
parecer evidente, pero se necesita gran cantidad de
información para comprender que las expresiones íntimas
del sexo y el afecto pueden producirse incluso entre
compañeros que son semejantes en su conducta general.
Así, cuando la gente que no está familiarizada con las
relaciones homosexuales trata de representarse una de
ellas, recurren de modo casi invariable a la estructura
heterosexual de referencia, y se pregunta sobre cuál
compañero será «el hombre» y cuál «la mujer». (Algunos
homosexuales ingenuos comparten a veces esta lógica, y
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al darse cuenta de sus proclividades pueden juzgarse a sí
mismos según los conceptos convencionales; algunos ven
la fe en su propia «identidad» sacudida hasta tal punto
que comienzan a actuar como si fueran del sexo opuesto.)
Pero como en la gran mayoría de las relaciones
homosexuales ninguno de los compañeros cambia la
conducta de género, ¿cómo consiguen interactuar tan
apropiadamente? De lejos, podría suponerse que han
de enfrentarse a formidables problemas de dominancia
y sumisión, problemas en la división del trabajo y con
respecto a quién es el que dirige. Pero estos problemas
surgen raras veces. La división de la autoridad en esferas
claramente complementarias de acción y de decisión
iguala con frecuencia a las mejores complementaciones
de la heterosexualidad. Los problemas del tipo de quién
es el que fija la pantalla de la puerta, o cocina, o alimenta
al gato, o quién es el que tendrá mayor influencia en
las decisiones sociales o domésticas parecen arreglarse
siempre como por predisposición.
Estas relegaciones de rol son notoriamente
impredecibles desde la superficie. El muchacho de bíceps
voluminosos quizá se revele como un gran cocinero y
pasarse el día en la cocina, mientras que el compañero
que arregla las flores y recibe a los huéspedes puede tener
un trabajo rudo fuera de casa, o la lesbiana habladora con
el encanto o la fuerza de dominar en las conversaciones
sociales quizá deje para su compañera casi silenciosa los
asuntos de estructura: cuándo comprar un coche nuevo,
qué amistades hay que estimular y cuándo hay que irse de
una fiesta a casa.
Con esto no quiero decir que siempre les resulte fácil
a dos personas unir con éxito las diversas actitudes de
dominancia y sumisión, ni que la relación homosexual
conduzca a la tranquilidad. De hecho, la evidencia sugiere
que los homosexuales son relativamente intolerantes en los
enfrentamientos, y que no se les da muy bien el tratarlos o
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reducirlos: pero a menudo saben evitar los conflictos por
otros medios. La gran prioridad que dan a las relaciones
de fácil funcionamiento, así como la ventaja de tratar
con compañeros del mismo sexo fáciles de entender, les
permite detectar con rapidez cualquier falta de armonía
en el momento en que están eligiendo compañero. Y como
a los homosexuales les es relativamente sencillo corregir
los errores que cometieron en la selección del compañero
con sólo dar un paso atrás y separarse, las relaciones que
son duraderas suelen estar excelentemente equilibradas.
Pero aunque las relaciones de dominancia no son
frecuentes en las parejas homosexuales, algunas otras
consecuencias de la similitud son decididamente
perturbadoras. El hecho de que se comprendan mutuamente
de modo tan perfecto hace que las discusiones y peleas sean
especialmente dolorosas —ambos saben dónde hundir la
navaja—. En comparación, los compañeros heterosexuales
están más aislados a causa de sus diferencias. Los hombres
y mujeres ni siquiera pretenden una comprensión plena, y
cuando se pelean muchos de los asaltos verbales yerran el
blanco. La mujer que acusa a su marido de ser un bruto
insensible suele cargar el insulto de tantas connotaciones
machistas que a él le suele resultar un placer escucharlo. Pero
un homosexual encolerizado sabe dónde está exactamente
el ego de su compañero y cómo apuntar directamente a
él: de igual modo que una lesbiana puede ser mucho más
cortante para el orgullo de una mujer de lo que podría serlo
un hombre.
También en el dormitorio la estrecha relación de los
compañeros del mismo sexo puede resultar una bendición
a medias. Su similitud les permite una fácil y rápidamente
perfeccionada intimidad; un supercontacto que puede
permitirles alcanzar las estrellas, pero que derriba pronto
todas las barreras de que depende la fascinación sexual. Por
supuesto, la novedad y la gran estimulación experimentada
en los primeros estadios son breves en cualquier tipo
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de relación pero el interés sexual suele declinar más
agudamente entre homosexuales que entre heterosexuales.
No es inusual que un hombre y una mujer mantengan un
interés sexual válido, si no muy intenso, durante veinte
años o más, pero tal cosa no es frecuente en las relaciones
entre hombres y es sobremanera rara entre las lesbianas.
(A menos que los compañeros tomen ciertas precauciones
especiales, el aspecto erótico de las relaciones masculinas
suele descender a niveles críticos entre los cinco y los siete
años; muchas parejas de lesbianas renuncian a los contactos
sexuales abiertos a los dos o tres años.)
El declinamiento extraordinariamente rápido y
profundo del interés sexual entre las lesbianas merece un
comentario especial. Evidentemente, no deriva sólo de la
estrecha relación y gran intimidad de las componentes de
la pareja, sino de la libido relativamente baja de muchas
mujeres. Sin embargo, el rápido declinamiento sexual no
puede ser interpretado como un defecto fundamental de
la relación entre lesbianas. Por el contrario, las parejas de
lesbianas consiguen con frecuencia lo que prácticamente
no sucede nunca en ninguna relación de la que forme parte
un hombre joven: puede continuar perfectamente y con
un alto nivel de intimidad y recompensa personal cuando
el fuego ya se ha enfriado. Es una consecución notable, y
que además está llena de implicaciones, Sugiere que las
mujeres tienen una cierta proclividad a «formar nidos»
que les permite extraer más recompensas no sexuales de
una relación estrecha de las que podrían conseguir los
hombres. Y si es oportuno transponer las «lecciones del
lesbianismo» a la heterosexualidad, lo que casi es cierto,
puede decirse mucho en ese caso de la antigua idea de
que las mujeres aportan una parte más importante de la
constancia y los elementos de los matrimonios ordinarios.
La relación hombre-hombre tiene con frecuencia una
mayor posibilidad de duración. ¿De dónde obtiene su
estabilidad? Puede decirse que siempre que dos personas
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están bien armonizadas construyen un afecto sustancial y
una evidente dependencia mutua que resisten a las fuerzas
de la separación. Y como es lógico, toda relación continuada
tiende a elaborar una red de experiencias compartidas,
posesiones mutuas, una creciente similitud de gustos y,
con frecuencia, toda una estructura social, elementos
todos que sirven de apoyo a la continuidad. A pesar de
ello, la relativamente corta intensidad sexual entre dos
varones, unida al eventual apetito del drama de los nuevos
contactos, constituyen unos desafíos formidables. Para que
la relación continúe, sus componentes han de enfrentarse
a esos desafíos, y hacerlo con medios más efectivos que los
que proporciona la intención moral y la abstinencia.
La pareja homosexual bien informada —que en general
han ganado esa información en las relaciones previas—
suele anticipar el problema y construir un baluarte
contra él antes de que la fascinación inicial por el otro
comience a desaparecer. Pueden evitar cuidadosamente
hacer un «contrato de fidelidad» con el otro y mantener
las expectativas de contactos circunstanciales, contactos
en que se evita deliberadamente cualquier implicación
emocional en un compañero nuevo. A menudo se realizan
estratagemas más inventivas. Éstas pueden incluir
triángulos, cuando uno o ambos de los componentes llevan
a casa a una tercera persona que comparte la cama, pero a
quien no se le permite penetrar en las relaciones básicas.
Puede haber grupos de cuatro, u orgías, o variaciones
conservadoras de las comunes soluciones heterosexuales,
como el acuerdo tácito o explícito de que cualquier otra
relación no debe mencionarse, o la de que casi cualquier
contacto puede estar bien siempre que sea mencionado.
No es infrecuente que compañeros que han estado juntos
durante algún tiempo y que se encuentran seguros de
su afecto vayan más allá. Cada uno puede traer a casa
compañeros que no sean compartidos. A veces uno o ambos
tienen ardientes y rápidos romances de los que hablan
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en casa con divertimento y con una especie de madura
benevolencia. Aunque las dos posiciones posibles varían
considerablemente, la mayor parte de ellas tienen rasgos en
común. Suele existir un abierto reconocimiento por parte
de ambos compañeros de lo que se considera pasajero y de
lo que se considera duradero, junto con la comprensión de
que esos deseos son mucho más seguros si no se entra en
competición.
Sin embargo, la continuación de una relación depende
mucho más del tratamiento de los problemas sexuales. Tanto
en las uniones homosexuales como en las heterosexuales
hay pruebas evidentes de que los individuos que provienen
de familias particularmente estables son más capaces
y se sienten más inclinados a mantener la estabilidad en
sus propias vidas que aquellos cuyos padres y parientes
recurrieron con mayor facilidad al divorcio. También hay
muchas pruebas de la gran influencia que tiene la tradición
personal de un individuo. El muchacho adolescente cuya
primera relación duró varios años suele mostrar una
tendencia a mantener todo lo posible cualquier relación
posterior; a veces hasta el punto de no darse cuenta de la
falta de armonía más obvia, o de proseguir tenazmente una
relación que ya ha dejado de ser útil.
Finalmente, más allá de todas las cuestiones de
tratamiento sexual y tradición personal la continuidad
de una relación puede deber mucho al tipo de plataforma
de donde partió. Si una persona se siente inclinada de
modo especial a una serie de rasgos físicos y psicológicos,
y si consigue encontrarlos en un compañero que le
corresponde con su afecto, es posible que llegue a
encontrarse irreprimiblemente unido a ese compañero,
con independencia de lo desequilibrada que pueda llegar
a ser esa relación a posteriori. Es como si la potencia del
encuentro original formase una unión casi indestructible
que continúa sustentando la relación a pesar de las
desilusiones y conflictos posteriores. Es digno de notar que
Pag. 245
la formación de esta plataforma de captación no precisa
necesariamente una gran admiración u otros elementos
románticos. Una persona puede ser cautivada —la palabra
misma significa una esclavización emocional— por un
compañero que sólo tenga a su favor el hecho de ser el
primero.
Por supuesto, el poder y la influencia de la thralldom
(servidumbre), como solían decir los Victorianos, es
una observación clásica, y aparece repetidamente en las
leyendas y costumbres de la mayor parte de las sociedades.
Se refleja en la leyenda de la Bella Durmiente, que es
despertada (sexualmente) y queda permanentemente
unida al hombre que la besó primero. Y la misma idea está
elaborada en las diversas ideas sobre la novia virgen: desde
tribus primitivas a altas civilizaciones, se oye decir que
sólo a una virgen le es posible ser una verdadera esposa;
que este tipo de mujer puede ser cautivada por tener las
primeras experiencias con su esposo y que de ese modo
no se sentirá inclinada a responder a otros hombres.
A pesar de todas las excepciones y diversas objeciones
lógicas que podrían hacerse contra esta idea básica, parece
tener algo de cierto. Hay una variedad de situaciones en que
la primera experiencia demuestra ser especialmente tenaz.
Quizá se deba a que la primera unión fuerte de una persona
implica con frecuencia un compromiso incondicional,
ingenuo y desinhibido, que puede no ser alcanzado nunca
de nuevo. En cualquier caso, la tendencia es muy evidente
en la homosexualidad, donde algunas de las más durables
relaciones —casi fanáticamente indestructibles— son
aquellas en que al menos uno de los componentes no había
tenido ninguna experiencia previa*.
* En las discusiones entre sexólogos se ha sugerido a menudo que una primera relación
obtiene Darte de su tenacidad y poder de cautivación de la dependencia juvenil y de la
impresionabilidad del compañero joven. Recuerdan los numerosos casos en que una
relación homosexual duradera empieza con un adolescente inexperto enamorado de un
compañero de más edad. Pero a la vista de muchos otros casos en que el inexperto es el
de más edad y el más desesperadamente apegado a la relación, es evidente que la impre-
sionabilidad y dependencia emocional son menos atribuibles a la edad de una persona
que a la novedad y cualidades revelatorias de su primera experiencia.
Pag. 246
Pero, por supuesto, las relaciones más duraderas
se desarrollan entre compañeros que previamente han
estado unidos a otras personas. Su afecto por el otro
está basado menos en fuentes mágicas que en el poder
de cautivación, y suele durar sólo hasta el punto en que
mantengan su compatibilidad. Los componentes básicos
de la compatibilidad son los mismos en las relaciones
heterosexuales y homosexuales; pero requieren una
relación suficiente —una similitud de respuesta y
perspectivas— para apoyar la intimidad y el afecto,
junto con un grado suficiente de resistencia —distancia
y disimilitud— que apoye la complementación y el
interés sexual. Pero aunque los componentes básicos de
la compatibilidad sean universales, los problemas que se
encuentran en las relaciones equilibradas homosexuales y
heterosexuales son muy diferentes. La unión heterosexual
suele ser rica en contrastes estimulantes y escasa en
relación —a pesar de que la literatura popular de consejos
matrimoniales considere el hogar como el lugar donde
las parejas deberían desarrollar intereses comunes y
disolver sus conflictos aumentando su «comunicación».
Por comparación, las relaciones homosexuales son
excesivamente próximas, inclinadas a la fatiga, y a
menudo ajustadas a una tolerancia tan estrecha y tan
sensible a cualquier estímulo que la menor indicación de
una falta de relación puede llevar a sus componentes a
poner reparos o a un conflicto abierto.
Esta sintonización relativamente supersensitiva de
muchas relaciones homosexuales ha sido interpretada
frecuentemente como un signo más de la «inestabilidad
neurótica» de los que la practican. Ello es cierto a veces,
pero teniendo en cuenta el hecho de que los individuos
en ellas implicados generalmente sólo han «sintonizado»
en relaciones particulares —aquellas en que su unión a
un compañero era esencialmente alta—, es evidente que
el exceso de sensibilidad en la interacción de dos personas
Pag. 247
deriva más de su fuerte relación que de la existencia de
unos «rasgos de personalidad» inusuales.
En cualquier caso, la fuerte unión que caracteriza
muchas relaciones homosexuales tiene un mayor
poder de afectación que su compatibilidad. En casos
particulares, puede afectar en gran manera a los tipos
de complementación que se ofrecen los componentes
mutuamente. Las parejas de lesbianas o de varones
tienen a veces una extraordinaria similitud de gustos o
perspectivas, similitud que puede llevarles a exagerar
cualquier tendencia central que compartan. Ambos
componentes pueden ser gregarios y conducirse
mutuamente a una constante agitación social; o si son
tímidos y con tendencia al retiro, juntos pueden vivir
lejos de la corriente social que deberían afrontar de estar
solos. Cuando unos compañeros del mismo sexo tienen
un interés o tendencia iguales, ya se trate de un mismo
negocio, de criar caballos en una granja o simplemente de
que responden de modo semejante a los acontecimientos
de la vida, su armonía puede constituir una unidad casi
diabólica, como si se hubiera realizado en el cielo... o en
el infierno.
En el otro extremo, la facilidad con que los compañeros
de un mismo sexo pueden lograr la unión suele permitir
la relación entre personas que están separadas por un
vacío social mayor del que ordinariamente puede ser
cómodamente vadeado en la heterosexualidad. Los
contrastes básicos entre hombres y mujeres son lo bastante
grandes de por sí, por lo que prácticamente impiden las
relaciones heterosexuales continuadas entre compañeros
que difieran mucho en edad, raza, antecedentes o nivel
social. (Y, como es lógico, toda la estructura social de
la heterosexualidad está en contra de que se crucen
esas barreras.) Pero no es inusual encontrar relaciones
homosexuales que crucen con facilidad tales principios.
A veces el contraste entre compañeros es enorme: un
Pag. 248
hombre de letras y un estibador, un locutor de telediario y
un jefe de cocina japonesa, un profesional con un obrero
de la construcción, un bioquímico con un camionero.
Da la impresión de que una unión fundamental entre
personas del mismo sexo no sólo les permite evitar las
grandes distancias sociales, sino que incluso las estimula
de modo especial.
Todos estos ejemplos extremos son, desde luego,
potencialmente inductores de error, pues aunque los
contrastes muy altos y muy bajos son mucho más frecuentes
en las relaciones homosexuales que en las heterosexuales,
siguen siendo más la excepción qué la regla. Ciertamente,
la gran mayoría de los hombres y mujeres homosexuales
eligen compañeros de antecedentes muy semejantes a los
suyos, aceptando todas las ventajas y desventajas de las
similitudes del mismo sexo. La unión y el grado de acuerdo
entre dos lesbianas, por ejemplo, exceden, por lo general, a
cualquier cosa que una esposa heterosexual pueda esperar
razonablemente. De igual modo, el acuerdo y la facilidad
con que dos hombres avanzan y retroceden en la cuestión
de la autoridad y la sumisión cuando se comprometen en
una tarea conjunta reflejan un entendimiento que raras
veces puede verse en un contexto heterosexual. Y, sin
embargo, los contrastes particulares entre compañeros
homosexuales están esperando la oportunidad ante
cualquier detalle con mayor prontitud de lo que puede
verse en las relaciones heterosexuales equivalentes. Es
como si los compañeros heterosexuales, inmersos en sus
contrastes fundamentales, estuvieran acostumbrados a
encontrarse con diferencias menores cuando luchan —
quizá en un «período de ajuste» —por salvar lo que es
emocionante. En comparación, los homosexuales se
solazan con la calidez de un acuerdo inmediato, pero que
acelera el momento de la fatiga y no les permite prepararse
para el momento del desacuerdo.
Pag. 249
La diferencia entre los dos tipos de relación les es quizá
más evidente a los consejeros matrimoniales. Al juzgar los
conflictos heterosexuales, prestan atención de modo casi
rutinario a las colisiones mayores entre las perspectivas
y el estilo de dos personas, descubrimiento que les
conduce, en el peor de los casos, a la comprensión de que
una unión determinada es un error. Pero los conflictos
homosexuales suelen tener una calidad de pequeñeces y
surgen de elementos de tan poca importancia que dan la
impresión de que lo único que quieren sus componentes
es enfrentarse, o de que la alternativa homosexual carece
de factibilidad.
Los consejeros, que principalmente ven las relaciones
efectivas, suelen obtener una impresión muy diferente: que
los vínculos homosexuales y los heterosexuales comparten
una serie de cosas en común, lo cual, por supuesto,
es cierto. En particular, las cualidades de una pareja
homosexual establecida son las mismas que caracterizan
una relación heterosexual estable. Las similitudes que se
observan en la vida diaria son especialmente notables.
La forma en que los componentes de una pareja actúan
cuando entablan una conversación, la manera en que se
expresa el afecto y la de tratar las pequeñas irritaciones,
el modo en que son tratados los visitantes o se sirve la
cena, y muchísimos detalles más de la vida diaria, son
más o menos indistinguibles. Vistas desde este ángulo,
hay muchas diferencias entre los individuos y las parejas
que entre los diversos tipos de parejas.
Para finalizar, es digno de mención el hecho de que
las relaciones homosexuales y las heterosexuales son
semejantes en algo más importantes: ambas persiguen
la misma serie de gratificaciones últimas. Y ciertamente,
la «compatibilidad básica» a la que se dirigen los
compañeros que se sienten atraídos es siempre la misma.
Lo que difieren son los caminos emprendidos, y los tipos
de problemas que se encuentran en ellos.
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9. PSICOLOGÍA DEL AFEMINAMIENTO
MOVIMIENTO MASCULINO
Los movimientos corporales que concuerdan con
el estereotipo de lo que en nuestra sociedad se espera
de los hombres muestran ciertas características que son
más fáciles de ver en los ejemplos exagerados. Un paso
masculino —como el que se perfecciona en la instrucción
militar— es recto, enérgico y contiene unos movimientos
grandes y cortados, que se oponen a los movimientos
suaves, dudosos o pequeños. Los pasos largos de un
hombre y la aproximación en línea recta, junto con el
control muscular relativamente rígido que mantiene sobre
su cuerpo y articulaciones, tienden a dar a su aspecto la
cualidad de parecer «preparado para la acción». Muchos
de estos rasgos son evidentes incluso cuando están dando
un paseo casual.
Los movimientos masculinos de las manos muestran
el mismo autocontrol, a menudo hasta dar una impresión
de rigidez. El movimiento de las muñecas es relativamente
escaso y son pocas las ocasiones en que las articulaciones
de las manos y dedos se muevan más allá de las
necesidades prácticas de confort y expresión. Ningunos
determinantes musculares son relevantes; la fuerza y el
desarrollo muscular no están relacionados con la forma
en que se mueve una persona. Atlas y Hércules podrían
haber sido afeminados.
Cuando un hombre ordinario no se está enfrentando
a un desafío y sólo se halla luchando contra la gravedad,
como por ejemplo, cuando deambula por la calle,
generalmente, más que articular partes de su cuerpo,
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mueve juntas secciones enteras de él. Los elementos de
flexibilidad y animación no están de acuerdo con los
autoconceptos de la masculinidad. Incluso una tranquila
obstinación, el reposo y una seguridad casual requieren
una inmovilidad que destruirían unas cantidades de
animación relativamente pequeñas. La tirantez y la falta de
flexibilidad impregnan no sólo la actividad de los músculos
y articulaciones, sino también las posturas psicológicas
del hombre —su disposición a enfrentarse a los otros,
a aceptar un riesgo, etc.—, lo que indica que la firmeza
y una relativa carencia de animación tienen un origen
relativo a la actitud. Las actitudes agresivas incrementan
la disposición de una persona para comprometerse en un
conflicto; ello significa una tendencia a cruzar fuerza con
fuerza, o al menos a no rehuirla y a considerar, siempre
que sea posible, que la mayor parte del movimiento
que resulta de un compromiso se produce dentro y ante
objetos del mundo exterior, y no dentro de uno mismo.
Evidentemente, el principio que guía el mantenimiento de
una imagen masculina es que un hombre debe permanecer
fijo.
El estereotipo masculino también impone el
mismo código de movimientos en las áreas verbales y
conceptuales. Un hombre de pocas palabras, el «tipo fuerte
y silencioso», implica una gran fuerza cuando comunica
las imperturbables cualidades de una masculinidad
profunda. Al enfrentarse a malas noticias, no puede
atemorizarse, apartarse o mostrar el mínimo signo de
histeria sin causar un daño considerable a su imagen.
Cuando habla, sólo una animación lenta y moderada
constituyen su imagen; cualquier cosa que se aproxime
a las animaciones de voz que una mujer pueda utilizar
está fuera de cuestión. Y al informar de acontecimientos
dramáticos que ya han pasado, obtiene un crédito especial
de madura masculinidad si puede dejar implícito que
los otros estaban nerviosos e histéricos mientras que él
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se mantuvo como un frío observador; o si, al contrario,
despierta en quien le está escuchando una reacción
mayor que la que él mismo muestra. En este caso, como
de costumbre, la postura masculina es de compostura,
mientras que la mayor parte del movimiento y la emoción
suceden fuera de él.
MOVIMIENTO FEMENINO
El estereotipo de los movimientos corporales
femeninos es el «opuesto» a lo que se espera de los
hombres. El caminar de una mujer, por ejemplo, es más
femenino si no es recto, poderoso o se dirige a su meta
sin desviarse. Muy al contrario, aquí, como en todos sus
gestos, hay movimientos curvos y una flexibilidad fluida
de las articulaciones, lo que permite que las diversas partes
del cuerpo se muevan con una relativa independencia. Las
articulaciones esbeltas y suaves son un lugar común. La
abundancia de animaciones pequeñas y no potentes del
cuerpo, la voz y de la conducta general son las expresiones
últimas de la femineidad.
Todo este movimiento dentro del cuerpo implica
una disposición escasa a la agresividad o resistencia
y comunica aproximabilidad y sumisión. Cuando los
movimientos corporales del caminar de una mujer se
extienden hasta el punto de ser detenidos por los límites
de las articulaciones pélvicas, las caderas y el torso toman
un movimiento adicional que implica una disposición
todavía menor a la resistencia. En los casos extremos, el
resultado puede ser el seductor balanceo de caderas tipo
Mae West. (Este tipo flagrante de seducción se ajusta de
modo especial a los hombres de bajo nivel social, quienes
encuentran un gran atractivo en la demostración clara
de la disposición a la sumisión. En cambio, los hombres
heterosexuales que se burlan de unas estratagemas de
seducción tan obvias son atraídos por formas más sutiles
de animación femenina, las cuales concuerdan mejor con
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las expectativas particulares de agresión-sumisión que
para ellos debe implicar una unión.)
Dentro de lo más convencional, todo el porte
femenino sugiere que una mujer es sensible, que responde
rápidamente a toda intrusión desde el exterior y a toda
emoción interna; en cierto sentido, como la princesa
del guisante. Por tanto, la diferencia esencial entre el
estereotipo masculino y el femenino es que los hombres
son firmes y rígidos, que están preparados a resistir
cualquier intrusión —con coraje o empecinamiento—, ya
se trate de un desafío del exterior o de un impulso interno;
las mujeres, en cambio, son flexibles y animadas, no
resisten la presión, sino que se doblan bajo ella; responden
a las presiones externas y a las de sus fantasías con una
blandura que va de los gestos graciosos al ataque histérico.
Estas diferencias convencionales entre los hombres
y las mujeres también se reflejan en sus actitudes hacia
los acontecimientos y situaciones —y se producen con
unas implicaciones de largo alcance en las maneras de
su lenguaje—. Las mujeres animan sus voces con muchas
más inflexiones que los hombres, variando el énfasis
colocado en palabras particulares. Los hombres suelen
ser relativamente directos en su lenguaje, poniendo el
énfasis en palabras que tienen una referencia externa. Un
hombre puede decir: «Hace mucho calor aquí», o «Hace
un condenado calor aquí; cuanto mayor sea su énfasis
mayor es el calor implicado y más aguda su queja. Las
ligeras variaciones de inflexión pueden sugerir que el que
escucha es reprendido, o que el hablante está dispuesto
a actuar contra la condición o contra cualquier cosa
que sea responsable de ello. Una mujer se inclina más
a cambiar el énfasis y decir: «Hace tanto calor aquí», o
«¡Uff!, hace tanto calor aquí», El foco de atención ha
cambiado de la condición externa a su propia reacción y
al grado en que se siente afectada por el calor. Por tanto, la
acción es principalmente interna y sugiere que hay pocas
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posibilidades de que personalmente —y mucho menos
agresivamente— ella haga algo para cambiar la situación.
AFEMINAMIENTO Y FEMINEIDAD
El afeminamiento y la femineidad no son sinónimos en
absoluto, pero sus semejanzas y diferencias han conducido
a graves errores de interpretación. Siempre se ha tenido la
tentación de pensar que el afeminamiento de un hombre
tiende a utilizar los movimientos y gestos de una mujer,
y de concluir a continuación que la conducta afeminada
está en algún lugar entre las diferentes maneras de ambos
sexos. Pero hay unos cuantos ejemplos de afeminamiento
—muy pocos— que lo fijan en algún lugar entre los
estereotipos masculino y femenino. (Lo cierto es que
estos estereotipos se encuentran en los extremos opuestos
de un único espectro y que, en consecuencia, gran parte
de la conducta ordinaria se halla entre ellos. Es frecuente
que personas de ambos sexos digan frases del tipo «¡uff!,
hace tanto calor aquí», mezclando, por tanto, un fuerte
movimiento interno con un énfasis externo. Pero este
punto medio entre la reacción personal y la queja agresiva
casi nunca es afeminado, como seguramente lo sería si el
afeminamiento se encontrara en algún lugar medio entre
los estereotipos masculinos y femeninos.) Por razones que
examinaremos posteriormente, las maneras afeminadas,
o bien coinciden en parte con las de las mujeres, o bien,
como suele suceder, resultan ser considerablemente «más
femeninas» que las que utilizan las mujeres.
El afeminamiento puede dar tal impresión de ser
una versión exagerada de la conducta femenina, que los
primeros observadores pensaron que debía tratarse de
una parodia de la femineidad, de una caricatura ideada
para ridiculizar a las mujeres. Pero no es eso en absoluto.
Lo cierto es que el afeminamiento se utiliza raras veces
con el control y la frialdad que precisa una caricatura.
Y cuando un afeminado recurre a la caricatura, nunca
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la dirige contra un grupo y casi nunca es hostil, si lo es
alguna vez, aunque puede usarla para burlarse de una
persona o actitud particulares —a menudo un exceso de
sensibilidad propio, el afeminamiento de otro hombre o
la peculiaridad de una mujer particular—. En conjunto,
el varón afeminado lo es por naturaleza, y no tiene en
absoluto conciencia de lo que hay de afeminado en su
propia conducta, incluso cuando sabe que es afeminado
—generalmente porque la gente se lo ha dicho más que
por una autoobservación—, un examen cuidadoso suele
demostrar que sólo tiene una idea ligera, o incluso
totalmente equivocada, de cuáles son exactamente
las partes de su conducta que dan esa impresión. (Las
personas son muy poco aptas para verse a sí mismas como
las ven los demás, sobre todo cuando sus conductas son el
producto de actitudes fundamentales.) En cualquier caso,
el varón afeminado, lejos de ser hostil hacia los modos
femeninos de tratar con el entorno, encuentran esas
maneras cómodas y útiles.
Podemos distinguir cuatro tipos básicos de
afeminamiento: Nelly, Swish, Blasé y Camp. Pueden
producirse como tipos puros —tal como serán descritos
aquí— o darse mezclados en personas que pasan de uno
a otro o que los combinan simultáneamente, Pero ya se
den en estado puro o mezclados, denotan unos estilos de
conducta muy diferentes logrados con unos trabajos de
adaptación algo distintos.
NELLY (MARIQUITA)
Utilizado como adjetivo para describir a los hombres
afeminados, implica que sus maneras predominantes,
e incluso su estilo de conducta global, son puramente
femeninos. Los gestos que son nelly tienen una cualidad
suave, redondeada y graciosa y que es genuinamente
femenina. Es un afeminamiento sin par, pues todos los
otros conllevan una velocidad, una intensidad o una
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potencia de movimientos que los apartan de lo que
puede encontrarse en las mujeres. La descripción de un
hombre aplicándole ese adjetivo es crítica, nunca neutral
o amigable; implica que incluso la parte más pequeña de
su conducta es enteramente femenina.
Actualmente, como término descriptivo es usado pocas
veces fuera de los círculos homosexuales, lo que ocurre
asimismo con las otras etiquetas del afeminamiento. La
razón no está del todo clara. Quizá se deba a que este tipo
de afeminamiento sea especialmente raro, o porque los
ejemplos existentes se incluyan dentro de etiquetas más
amplias. Dicho de pasada, los mismos homosexuales son
poco cuidadosos en el uso de los términos que se aplican
al afeminamiento y con frecuencia suelen mezclarlos. En
cambio, algunos límites descriptivos están estrictamente
trazados. Por ejemplo, camp no se utiliza nunca
equivocadamente. Ni tampoco a un hombre en drag
(vestido de mujer) se le llama nunca nelly, pues aunque se
le considere divertido, loco u ofensivo, sus esfuerzos son
deliberados y cuidadosamente pensados. Nelly implica una
femineidad espontánea y casual, con cierta autenticidad
medular. Una parte de su connotación ofensiva estriba en
que pertenece de tal modo a la naturaleza de una persona,
que ésta no puede controlarlo ni se siente inclinada a ello.
Encontrar a alguien así o incluso algunas de esas
cualidades en un hombre es desconcertante para la
mayor parte de los homosexuales; más desconcertante,
de hecho, que para los observadores ordinarios, y mucho
más que para las otras formas de afeminamiento; pues
aunque a la mayor parte de los homosexuales también les
disgustan los otros tipos de afeminamiento, sobre todo si
son predominantes, sin embargo, consideran que tienen
algunas cualidades que las redimen. Pueden ser divertidas,
estar explicadas por algo dramático o resultar una
autoexpresión interesante. Pero el nelly, la presentación de
una femineidad genuina con los incongruentes cuerpos y
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vestidos de un hombre, resulta confuso y perturbador. Y
para el homosexual está bastante cargado de un contagio
de asociaciones de estereotipo.
Desde el punto de vista del heterosexual, en cambio, es
una de las formas menos perturbadoras de afeminamiento.
Carece de hostilidad, de cualidades zorrunas o de
cualquier extravagancia, y en consecuencia tiene la
característica notable de ser obvio sin resultar estrepitoso.
Estos afeminados suelen ser inusualmente gentiles; nunca
dan una impresión de intrusión o de lengua afilada. Y
aunque su amigabilidad y sus cursis maneras de tratar a
la gente no garantizan la aceptación, su falta de engaño,
la obvia vulnerabilidad a las críticas y a menudo una
especie de abierta confianza no los convierten en blanco
de un ataque. De hecho, algunas de las más notables
camaraderías —ocasionalmente incluso situaciones de
compañerismo— vistas en los últimos años han incluido
a afeminados de este tipo. Podemos citar el caso de un
agresivo equipo de fútbol con una lealtad protectora
hacia un afeminado de este tipo que dirigía un grupo
de animadores; un grupo de hombres ordinariamente
muy opuestos a la homosexualidad que discutían sobre
quién de ellos «le gustaba más a Tommy»; y un hombre de
letras extremadamente afeminado que repetidamente ha
demostrado su capacidad para transformar rápidamente
a cualquier crítico burlón en un admirador.
La mayor parte de estos ejemplos no implican nada
que sea abiertamente sexual, aunque algunos tenían algo
de eso. Entre las escenas más sorprendentes atestiguadas
en el curso de esta investigación se encuentra la de
un tosco hombre de Puerto Rico que, a la vista de sus
compañeros y sin que ello significase ninguna amenaza
a su imagen de total masculinidad, cortejeo abiertamente
de modo afectivo a un nelly, a veces con numerosos besos
y manitas. Sobre todo para algunos hombres de bajo
nivel social, es como si estos extremos de femineidad
Pag. 261
fuesen como una femineidad legitimada, de modo que las
propias acciones, al permanecer totalmente dominantes,
pudieran ser vistas como totalmente heterosexuales.
Los orígenes de este tipo de afeminamiento son
probablemente más variados, y ciertamente más oscuros
que los de cualquier, otra forma de afeminamiento. Parece
más causado por procesos internos y por una elaboración
mayor de la inversión que, como es el caso de los otros
afeminamientos, producido a partir de una evitación de
la tensión y el conflicto que se ha ido creando momento a
momento. No debe entenderse por esto que tal conducta
carezca de cierta intención defensiva, o que se adhiere
de modo patente a la inversión. Probablemente nada
sirva mejor para evitar el conflicto que el uso normal de
la inversión. Durante eones de experiencia mamífera,
la inversión ha sido un medio clásico de desarmar al
adversario y de evitar, en consecuencia, el conflicto;
es decir, cuando un macho cambia su actitud desde la
confrontación a una complacencia sumisa, imita algunos
estilos de conducta de las mujeres, con lo cual desestimula
cualquier asalto hostil.
Pero este tipo de inversión está tan bien elaborada —y
en conjunto es tan consistente—, que va más allá de una
postura defensiva; también suministra una amplia gama
de recompensas positivas. Su imitación de las maneras
femeninas puede ser prácticamente perfecta, sobre todo
cuando desempeña su papel junto a un hombre agresivo.
Pero vista en un contexto, esta femineidad intachable
es totalmente desconcertante, pues aunque cada gesto
es perfecto, algunos componentes fundamentalmente
masculinos están operando a plena velocidad: el impulso
sexual es alto, las erecciones son vigorosas, las respuestas
sexuales visuales operan plenamente y en los momentos de
cólera puede emerger una salvaje rectitud. Generalmente
este tipo de afeminamiento es fanáticamente permanente;
y, sin embargo, tras varios años de practicarlo de modo
Pag. 262
consistente, un hombre puede abandonarlo de repente,
como si hubiera pulsado un botón.
SWISH (RAMALAZO)
Un movimiento de mano que resulta graciosamente
suave cuando es realizado por una mujer, puede tener
una gran energía y velocidad si lo hace un hombre que
se ha convertido en un swish; la misma palabra denota el
ímpetu del aire alrededor de un movimiento rápido. Las
exageraciones de este tipo de afeminamiento —las mismas
que pueden hacer que parezca una caricatura por ser en
cierto modo más femenino que la femineidad misma—
son el resultado de la transposición de unos movimientos
redondeados y muy animados al repertorio más muscular
y agresivo de un hombre.
Es una violación flagrante de lo que se espera de los
hombres y generalmente genera un grado considerable de
irritación o choque los observadores. Aunque hay algunas
situaciones en que los movimientos de estos afeminados
y las reacciones volátiles e histéricas de los hombres son
divertidas —en el teatro y en las caracterizaciones para
películas del «nervioso Nellie»—, lo más frecuente es que
estos tipos de conducta despierten la antipatía o incluso la
revulsión. El homosexual no afeminado es especialmente
alérgico a estas violaciones de la masculinidad. Estas
reacciones son importantes porque imponen cierto
aislamiento social sobre quienes las practican, además
de incrementar algunas de las presiones que este tipo de
afeminamiento está dirigido a evitar.
Hay casos en que este tipo de afeminamiento domina
todos los gestos y maneras de una persona que siempre
ha sido así desde sus primeros años. En algunos jóvenes
sólo puede ser evidente cuando la pubertad ha colocado
una fuerza real detrás de sus acciones y actitudes —lo
que es un ejemplo claro del impulso y el alto consumo de
energía de estos afeminados—. En otros casos, este tipo
Pag. 263
de afeminamiento parece ser cultivado por personas que
como casi todo el mundo; asocian su homosexualidad con
una falta de masculinidad y que utilizan un afeminamiento
flagrante como una especie de insignia homosexual;
quizá como una forma de salirse triunfantemente de la
corriente social principal, puede que desafiantes, tras
años de sentirse reprimidos.
Pero sea cual sea la motivación de esta conducta,
siempre implica unas formas particulares de tratar los
desafíos externos y la tensión interna. Externamente,
significa que el individuo está especialmente interesado
en evitar la confrontación directa con cualquier persona
o cosa de su entorno. Es más, la fuente de animación para
sí mismo de lo que lo es el mundo exterior. Puede realizar
las quejas con expresivos movimientos de manos, miradas
desaprobadoras, muecas, o con otros gestos no verbales.
Pero su repertorio no incluye una declaración directa de
hecho u opinión, y mucho menos firmes compromisos que
impliquen una creencia resuelta o una preparación para el
combate. Para expresar el gozo o la sorpresa gesticula y
mueve las partes de su cuerpo ante una gran variedad de
emociones animadas.
Internamente, estos afeminados no sólo son capaces
de tolerar las muestras histéricas de emoción; las goza por
tratarse de un estilo de expresión con el que puede gastar
una cantidad considerable de energía sin tener que rozar
los controles internos o las confrontaciones exteriores.
La tensión se libera inmediatamente mientras él evita el
dolor de tenerla y las frustraciones de tratar sus reacciones
a los estímulos, lo que constituye el precio que pagan los
demás hombres por el equilibrio y el autocontrol. Es como
si prefiriera huir de estampida ante cada alfilerazo de la
vida que sufrir la autorrestricción y contenimiento que
requiere la constancia.
Para realizar un trabajo, la política del swish de tratar
la histeria interna y las amenazas externas dando vueltas
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alrededor de cada desafío y presentando un blanco móvil
a todo adversario impide, en general, la posibilidad de ser
práctico. En cambio, como afirmando la multilateralidad
de la mente y personalidad humanas, estos afeminados,
por sus vacilaciones, son capaces a veces de organizar
todo ese esparcimiento y convertirlo en una consecución
ordenada, y a veces es un genio en este campo. Esto, por
supuesto, es la excepción y no la regla; pero es sorprendente
que la precisión requerida para una tarea direccional
pueda partir de una fuente de alegre caos. Evidentemente,
en algún nivel profundo de la personalidad —remoto
hasta el punto de ser invisible en la superficie— puede
haber una disciplina dirigida por una mano de hierro.
CAMP (CAMPAMENTO)
Camp, en general, significa reunir o juntar, y, por
tanto, amontonar o concentrar algo. Un campamento
del ejército, de nudistas, de verano o incluso político son
concentraciones de personas, acciones o actitudes.
Este término, utilizado como palabra descriptiva para
algunos tipos de conducta, tiene un sentido no demasiado
alejado de todo ello, que surgió probablemente del hecho
de que en el Nueva York de la depresión de los primeros
años de la década de los treinta, los homosexuales jóvenes
Pag. 268
—especialmente los que aspiraban al teatro— solían vivir
juntos y ahorrarse la renta al compartir un apartamento
grande. Estos grupos recibieron el nombre de camps.
Posteriormente, por asociación, el tipo de conducta que
allí se veía —reacciones muy animadas, que implicaban
un acumulamiento superemocional de énfasis— pasó a
llamarse camp.
Hasta hace algunos años, el término, utilizado como
sustantivo o adjetivo para ciertos tipos de actitudes
emocionales (Susan Sontag lo llamó «sensibilidad»247)
estaba limitado casi exclusivamente al lenguaje de los
homosexuales. Pero ha demostrado ser tan descriptivo
que es usado ahora ampliamente fuera de los círculos
homosexuales. Por ejemplo, un crítico de teatro puede
decir que la ejecución de un actor es «puramente camp»,
con lo que quiere decir que el actor, demasiado experto
para decirle comicastro, pone en su papel un excesivo
énfasis afectado o una emoción demasiado teatrera. De
hecho, el crítico está probablemente implicando que
la ejecución del actor contiene otras exageraciones y
ficciones que algunos de sus lectores entenderán, y que
nosotros entenderemos tan pronto como tengamos claro
el significado y los mecanismos de lo camp.
El camp muestra un afeminamiento obvio —también
en los movimientos corporales—, pero claramente
afeminado o no invariablemente contiene o implica una
duplicidad. (Aunque el término duplicidad suele entrañar
algún tipo de deshonestidad, el único significado que
se le da en este análisis del camp es el de una dualidad
o polaridad entre gestos, movimientos o intenciones
opuestos.) Un gesto camp puede unir una animación
supersensitiva con un énfasis agresivo y directo,
Recordemos que en el swish se daba una gran animación
unida a una potente masculinidad; el camp lleva mucho
más lejos este contraste. Los movimientos corporales
sueltos y redondeados que en un principio podían ser
Pag. 269
sólo swish —por ser más rápidos y tener más impulso del
que puede encontrarse en las mujeres —se transforman
en camp cuando el movimiento es momentánea o
abruptamente detenido, quizá por una fuerte torsión de
muñeca al final de un majestuoso movimiento del brazo.
La detención y la fuerte angularidad producen una
acumulación (camping) del énfasis en el punto de parada.
La duplicidad puede estar en la yuxtaposición de un
movimiento suave y fluido con una nota áspera en el
final, o en las direcciones separadas de los movimientos
del brazo y la mano, o en ambas cosas. Por lo que respecta
al lenguaje, el «hace tanto calor aquí» se transforma en
un «hace t-a-a-a-n-t-o calor aquí»; tanto el vigor como
la afectación de la respuesta se incrementan, pero hasta
un punto en que el que está escuchando ya no cree en
la reacción —o sospecha, probablemente con razón,
que la queja no tiene nada que ver con el calor—, y de
ahí la duplicidad. El modo de andar de Mae West, con
su superanimado movimiento de caderas que se detiene
abruptamente en los límites de las articulaciones pélvicas,
es camp. (Prácticamente todo lo que hizo Mae West
fue camp.) La duplicidad está en la exhibición de una
femineidad suavemente animada y sumisa que acaba en
una seducción agresiva en la que todo movimiento se
detiene momentáneamente.
Pero la pura exageración, por muy extrema que sea, no
es suficiente para producir lo camp. Por tanto, los dibujos
animados y los temas dramáticos serios raras veces son
camp; aunque el melodrama, por su seriedad excesiva,
está emparentado con la duda y puede dar duplicidad a
los temas más importantes. Lo camp es una exageración
cogida aisladamente; en general, es una acumulación
del énfasis que no puede ser creíble por resultar
estrafalariamente innecesaria o artificial. Oscar Wilde
utilizó una forma simple pero intensa de camp cuando, al
preguntarle cómo pasaba el día, contestó: «Estuve toda la
Pag. 270
mañana trabajando con las pruebas de uno de mis poemas
y quité una coma. Por la tarde la puse de nuevo». En otra
ocasión en que se encontraba en una casa de campo, llegó
una mañana al almuerzo con aspecto de estar cansado. Al
preguntársele si estaba enfermo, respondió: «No, enfermo
no, pero sí muy, muy cansado. Ayer cogí una primavera en
el bosque, y como estaba tan enferma he pasado con ella
toda la noche». La acumulación del énfasis en la propia
delicadeza, llevada hasta el punto de parecer ridículo o
falaz, tiene el efecto de atraer la duda, al menos, sobre
algunos aspectos del afeminamiento del que parte.
Wilde tenía también la capacidad —no infrecuente entre
los expertos en lo camp— de exagerar alguna sensibilidad
personal mientras que la usaba para atacar violentamente
una idea, o incluso para romper una conversación, todo
ello sin ganarse el menor resentimiento. Una vez que
estaba en una elegante cena, se desarrolló una discusión
muy analítica con respecto a si el paso peculiar de Henry
Irving añadía o quitaba algo a su habilidad como actor.
En medio de ésta, Wilde dijo: «Las dos piernas de Irving
son delicadamente intelectuales, pero la izquierda es todo
un poema». No se pudo continuar ninguna discusión
seria sobre el tema 210.
El camp también puede ser insultante, como, por
ejemplo, en la duplicidad de exagerar la propia fragilidad
—de poner el énfasis en ella, por así decirlo— para
ridiculizar al mismo tiempo arbitrariamente la posición
de un oponente. Cuando un bien conocido pianista de
concierto fue reclutado por el ejército de los Estados
Unidos y destinado a tocar en la banda, y no se encontró a
gusto con ese trabajo, decidió declarar su homosexualidad
para ser expulsado. La corta entrevista con el psiquiatra
fue como sigue:
Psiquiatra.— «¿Por qué desea abandonar el servicio?»
Pianista.— «No se puede coger un árbol de los trópicos,
plantarlo en el Polo Norte y esperar que florezca».
Pag. 271
Psiquiatra.— «¿Es usted un árbol?»
Pianista [mientras elevaba los brazos hacia arriba con
las manos muy inclinadas hacia las muñecas).— «Sí, y
ahora voy a elevar mis frondosos brazos y rezar».
Tales respuestas pueden enfurecer a un adversario,
e invitarle a que dé una charla moral —como sucedió
en este caso—, pero dejan pocas posibilidades para un
contraataque efectivo.
No todas las formas de lo camp han de ser humorísticas,
ni dirigidas a algo distinto a una gran seriedad. Cualquier
cosa puede ser camp para quien lo está viendo a condición
de que se vean unidas alguna duplicidad y algo de
exageración. La imagen de una viuda llorando tras la
muerte de su esposo es totalmente creíble, incluso aunque
exagere un poco. Pero rápidamente se convierte en camp si
representa el papel del corazón roto más allá de los límites
creíbles o si compra ropas negras de París para estar más
en consonancia en el duelo. De hecho, en el último caso
no importa su sinceridad, pues en cuanto que combina
una retirada del mundo con algo a la moda para causar
una atención favorable, hay una duplicidad que es camp.
Resulta interesante el hecho de que algunas
acumulaciones exageradas de énfasis que acaban siendo
consideradas como camp sean en gran parte el resultado
de cambios históricos en nuestra propia estructura de
referencia. Muchos acontecimientos del pasado que
parecieron serios y razonables en la época, se convirtieron
en camp al verlos sobre el telón de fondo de los hábitos de
hoy día. La imagen de un hombre vestido en traje de cuero,
gabán y grandes gafas preparándose para los riesgos de
una carrera de diez millas por hora en algún automóvil
primitivo es camp, como también lo son muchos de los
extremos del rococó y de la ornamentación victoriana.
Sin embargo, los miriñaques, las pelucas caprichosas, los
puños de encaje para hombres y otros muchos excesos de
épocas pretéritas no son camp; bien porque su contexto
Pag. 272
se ha preservado con ellos, bien porque no pueden ser
adscritos a la extravagancia de nadie (una plataforma
favorita para un lado de una duplicación).
Por otra parte, esa duplicidad que es tan esencial al
camp generalmente no puede verse en una acción u objeto
que se adscriban a más de una persona. Por tanto, si aquel
automovilista de las gafas apareciera dentro de un grupo
de personas vestidas del mismo modo, la imagen ya no
sería camp, sino la de una extraña vestimenta del pasado.
Pero cuando aparece solo en un cuadro, y el que lo está
viendo no se imagina que muchas otras personas de su
época vestían con la misma extravagancia, entonces su
vestimenta podrá parecer como un intento personal de ser
bravo y superprotegido al mismo tiempo, duplicidad que
al instante acumula el énfasis en lo camp. De modo similar,
es posible ver una hilera de exageradas casas victorianas
con sus caprichosos ornamentos sin pensar que ninguna
de ellas es camp; pues aunque puedan ser diferentes entre
sí, pertenecen al estilo de una época pasada. Pero si una
de ellas tuviera ensortijamientos y adornos que reflejaran
el intento de una persona de ser especialmente elaborada,
aunque estilísticamente convencional, entonces sería
camp.
La duplicidad puede producirse en cualquiera de los
dos campos de una escena y seguir teniendo sus efectos.
Puede estar enteramente dentro de una persona, como
era el caso del bravo y temeroso hombre de las gafas,
o las exageraciones dulciamargas de algún amante
histriónico que está demasiado obsesionado con los dos
lados de su propia situación: «partir es una dulce pena».
Ahora bien, la duplicidad también puede encontrarse
entre el interior de una persona y una postura exterior.
Ello es particularmente evidente cuando una persona
pretende una despreocupación natural ante una situación
que ha sido cuidadosamente preparada: cuando a una
joya muy cara se le llama «algo que acabo de coger esta
Pag. 273
tarde»; cuando se enciende un cigarro con un billete de
cinco dólares; Nerón mirando aburrido mientras unos
cristianos están siendo comidos por los leones ante sus
ojos; o lo opuesto, cuando alguien entra en arrobamiento
ante un clavo mohoso presentado como una obra maestra
del arte moderno.
Se llama «alto camp» lo que presenta a un tiempo
varias duplicidades diferentes, especialmente cuando
operan a niveles diferentes. Son especialmente alto camp
cuando están unificadas en una totalidad, o al servicio
de una duplicidad todavía mayor. Oscar Wilde tenía tal
talento para esto que podía convertir el más pequeño
incidente en alto camp. En su vuelta a América se detuvo
en Washington, donde tenía que recibir a un corresponsal
que representaba a once publicaciones diferentes. Explica
del siguiente modo lo que le ocurrió; «Como es de suponer,
estaba ligeramente aturdido. Decía para mí: “He aquí un
hombre que moldea los pensamientos del Oeste. Debo
comportarme lo mejor que pueda”. Entró un muchacho
de dieciséis años. “¿Ha estudiado mucho?”, le pregunté.
“Oh, sí”. “¿Ha aprendido francés?” “No”. “Si desea ser
periodista, debe estudiar francés”. Luego le di una gran
naranja y lo despedí. No sé lo que hizo con la naranja,
pero pareció complacido al cogerla».
En este fragmento hay todo tipo de complejas
duplicidades interrelacionadas: la de ser ligero y serio
al mismo tiempo y la de reinvertir los papeles de quien
está haciendo la entrevista —en tanto que las distancias
verticales se mantienen constantes—. Está la postura de
preocuparse por lo que el Oeste pensará de él, unido al golpe
grandilocuente de que un periodista necesita un lenguaje
culto para entender a un hombre como él. Deja implícito
que la entrevista se cortó por la juventud sin cultivar del
entrevistador: ¿o se trataba de la juventud sin cultura de
la América fronteriza que esperaba que le moldeasen sus
pensamientos? El entrevistador había venido a coger algo
Pag. 274
de una gran «fruta», por tanto, cuando se le ofreció una
naranja en sustitución, «pareció complacido al cogerla».
Ambas formas de camp —una cuando la acumulación
del énfasis y las duplicidades son combinadas
deliberadamente por el hablante, y la otra, cuando uno
reacciona ante las acumulaciones de los otros— han
entrado rápidamente en el lenguaje y la conciencia
diarios. Lo camp tiene una gran utilidad psicológica. No
sólo permite a quien lo utiliza que exprese sus propias
reacciones y excesos emocionales, en gran parte para
beneficio del que escucha, sino que también detecta y
describe fácilmente todo tipo de excesos y duplicidades
en las estratagemas de los otros. Lo camp puede romper
las conveniencias, desafiar lo establecido e iluminar de
otros modos tantos tipos de tontería humana que puede
convertirse en una poderosa catarsis. Las quejas camp es
posible decirlas sin lanzar puñales, ni condenar a muerte,
porque sugieren más la agonía del hablante que un peligro
para la víctima.
En 1966-67, cuando la corriente de la opinión pública
se volvió contra el presidente Johnson porque hablaba de
una manera y actuaba de otra, la queja de un adhesivo
preguntaba, «¿Dónde está Lee Harvey Oswald ahora
que lo necesitamos?» Y en las elecciones de 1972 había
grandes posters en contra de Nixon en los que se veía
una mujer negra desgreñada, disgustada y embarazada
mirando ásperamente y con el rótulo, «Nixon, el único».
La demostración por parte del hablante de su propio dolor
y furia «impotente» —junto con la invulnerabilidad total
de la víctima ante el ataque particular sugerido— tiende
a poner al que escucha tan de parte del que habla que
incluso los que apoyaban al presidente podían permitirse
sonreír. Sin embargo, cualquier víctima de un ataque
camp se halla en peligro, pues aunque está totalmente a
salvo de la acusación superficial, que es extravagante en
su totalidad —«Ronald Reagan es lesbiana»—, lo camp
Pag. 275
entra a matar por una puerta lateral, con el propósito de
sugerir la duplicidad de la víctima y en este caso poniendo
el énfasis en lo que es sucedáneo en él.
A fin de ver exactamente aquello que los diversos tipos
de afeminamiento tienen en común y lo que comparten
con otros estilos de conducta, hay que mirar detrás
de los tipos de problemas humanos que todo estilo de
conducta puede solucionar. Hasta ahora seguía siendo
posible cometer el error de pensar que la masculinidad,
femineidad, y ahora incluso el afeminamiento, son ajustes
fundamentales, en lugar de verlos a cada uno como
derivativos. Pero ¿derivativos de qué? De los problemas
básicos humanos que surgen cuando hay que controlar la
histeria, enfrentarse a la agresión y regular las expresiones
emocionales. Todo estilo de conducta conduce a la
separación de una serie de soluciones ante los problemas
con que todo el mundo se enfrenta al tratar consigo
mismo y con el entorno.
HISTERIA Y AGRESIÓN
En un sentido, el animal humano puede considerarse
como fundamentalmente histérico. Sus antepasados
inmediatos eran primates; monos y antropomorfos que
dependieron siempre de muchas y grandes adaptaciones a
su entorno. Entre estas adaptaciones se incluyen los vuelos
ágiles, las amenazas verbales y la utilización de muchas
animaciones corporales nerviosas capaces de eliminar la
tensión y la ansiedad. Los humanos han tenido una gran
parte de esta orientación temerosa y básicamente defensiva
ante la vida. Muestran un temperamento nervioso que
produce una alta vivacidad ¡unto con una vulnerabilidad
física que es preservada por el miedo, los desafíos vocales
y muchas articulaciones cerca de los extremos exteriores
del cuerpo; equipamiento éste que queda de la vida en los
árboles y que está más adaptado para el escape que para
el asalto.
Pag. 276
Aunque el cerebro mayor del hombre ha dado lugar
al lenguaje, al pensamiento organizado, a los sistemas
intelectuales y a otras herramientas que pueden ser mucho
más útiles para la defensa que los chillidos de la jungla,
sigue siendo tan nervioso y tan precavido ante las posibles
amenazas como lo eran sus antepasados. Su imaginación,
tan protectora en algunas de sus anticipaciones, también
ha producido su fantasía, importantísima fuente de
tensión y miedo que no se encuentra en otro punto de la
naturaleza. Cuando actúa defensivamente —por ejemplo,
escapando de un peligro—. quizá se vea a si mismo
haciéndolo, lo que es una especie de «retroalimentación»
que le confirma su propia vulnerabilidad y que puede
resultar un insulto para su ego. Para contrarrestar todo
este miedo a los enemigos y a lo desconocido, el hombre
aprende a utilizar su pensamiento sistematizado (obsesivo-
compulsivo) y su programación. A partir de éstos, con
frecuencia consigue conjurar una agresividad deliberada.
Es como si hubiera comprendido que huir demasiado
rápido, o incluso retroceder, es minar la confianza propia;
de ahí el nacimiento de otras compensaciones agresivas,
como los conceptos de bravura e ideal heroico, auténticas
plataformas de lanzamiento para los estereotipos más
masculinos.
Éstos son los tipos de compensaciones implicadas en
las actitudes y expresiones corporales de los hombres de
nuestra sociedad. Como ejemplo y como expectativa, los
jóvenes aprenden a restringir sus movimientos corporales
fluidos, a endurecer su actitud y posición y a hacer
más rígida su compostura, hasta el punto de eliminar
prácticamente la vivacidad como reductor factible de la
tensión. (Los movimientos corporales ligeros y vividos,
a menudo flexibles y fáciles, que tienen los nativos de
tribus de todo el mundo, son suprimidos en nuestros
hombres adultos.) Inversamente, nuestro modelo para los
movimientos femeninos exige unas expresiones verbales
Pag. 277
y corporales en exceso vivaces, llevadas a veces hasta el
punto de recordar la impotente fragilidad infantil. Pero
las comparaciones fáciles de los modelos masculinos y
femeninos, particularmente las que enfatizan un tono
de dureza en la imagen masculina, han sido totalmente
erróneas. Han sugerido, casi como si fuera evidente, que
los movimientos y posturas de los hombres derivan de su
agresividad y la resumen, mientras que las formas de las
mujeres denotan su carencia, trampa que es más tentadora
por las partes de verdad que esta idea contiene.
Verdaderamente, existe cierto equilibrio de agresión-
sumisión entre ambos sexos, y, verdaderamente también,
los movimientos rectos de los varones y otros muchos
elementos de su frontalidad representan una predisposición
agresiva a comprometerse, con el entorno o penetrar en
él. Inversamente, los movimientos más suaves y curvos
de las mujeres «dan en el mundo exterior» con menor
potencia y agresividad: pero, sin embargo, un mínimo
momento de reflexión nos demostrará que la agresividad,
por sí misma, no es la clave. Muchos hombres tímidos o
tranquilos no tienen nada de potentes ni asertivos, pero
no por ello son más curvilíneos en sus movimientos
corporales. Y muchas mujeres de formas curvas y gestos
gentiles muestran coraje y «agallas» para enfrentarse al
mundo. Estas disparidades entre la conducta superficial
de una persona y su sustancialidad real pueden ser mucho
más extremas en la homosexualidad, especialmente en
la minoría afeminada y su contrapartida lesbiana. Las
lesbianas del tipo «camionero», aunque muy escasas,
son sorprendentemente directas y «masculinas» en sus
maneras y su porte. (Su postura no es una mera pose,
y cuando alguien se les enfrenta pueden ser violentas
y peligrosas.) Pero, en otros aspectos, estas mujeres
son notablemente tímidas e inseguras a menudo en el
momento que menos podría esperarse. De modo similar,
los afeminados de muñecas débiles, cuyas esbeltas
Pag. 278
maneras responden a la menor brisa, suelen demostrar
una audacia, a menudo una voluntad de hierro, que les
permite soportar no sólo los huracanes del abuso y la
adversidad, sino que frecuentemente les dan la perspicacia
de ser extraordinariamente directos.
La psicología moderna no puede vanagloriarse de
comprender completamente estos fenómenos, pues todos
y cada uno están cargados de problemas sin solucionar, si
es que son solucionabas. Incluso la descripción adecuada
de lo que se sabe de la agresión humana en estos contextos
es una tarea formidable, que requiere algo más que un
puñado de tenues formulaciones. Pero hasta éstas pueden
ser útiles.
Probablemente, es cierto que cualquier tipo de
frontalidad de disposición para el conflicto, requiere
siempre elementos de agresión; pero si la agresión es algo
más que una baladronada, que el relumbre de un instante,
debe tener sustancia y tenacidad tras ella. Cuando estas
cualidades se producen en la conducta superficial de Una
persona —es decir, en el «frente de compromiso» con que
contacta con el entorno—, invariablemente añaden fuerza
y frontalidad a los movimientos corporales, recortando su
vivacidad y ampliando su extensión; los pequeños gestos
que suelen comprender las curvas y ensortijamientos del
movimiento tienden entonces a hacerse más toscos, si no
a desaparecer radicalmente. El efecto total es una clara
«masculinización» del movimiento corporal.
Desde este punto, podemos sentirnos tentados a
creer que el hombre tímido ordinario y la mujer fuerte
tan sólo han aceptado y copiado los modelos socialmente
recomendados de conducta superficial. Quizá sea así. Pero
puede demostrarse fácilmente que para que una conducta
superficial convencional «funcione», una persona debe
estar de acuerdo con sus implicaciones y ser capaz
de mantener cómodamente en equilibrio los diversos
componentes de la agresión. Si esa mujer se aburre con
Pag. 279
las diversiones superficiales y la «pasividad» de su rol,
o incluso si le gustan, pero desarrolla un poco más de
ambición de la que es compatible con ese rol, su coraje
nuevamente energetizado se mostrará probablemente en
su «frente de compromiso» en la forma de una frontalidad
de dirección de los movimientos corporales. Para que el
hombre tímido mantenga su timidez deberá mantener
también sus bajas dosis de energía y ambición, pues si
éstas aumentaran de intensidad sin un incremento igual
de su disposición para el conflicto, instantáneamente
diversas partes de su cuerpo adoptarían las líneas curvas,
evitadoras de conflicto, del swish o del camp.
Pero unos cambios tan repentinos no son frecuentes,
especialmente después de la adolescencia. De ordinario,
para ese momento la estructura final de cualquier
personalidad ya ha ido tomando forma, si es que no lo
ha hecho antes. El tipo particular de endurecimiento
que logra un muchacho está generalmente equilibrado
para satisfacer tanto las expectativas sociales como el
manejo de sus propios componentes agresivos, ajuste que
tiende a suprimir la vivacidad excesiva, a incrementar
su disposición para el conflicto y a reducir cualquier
excitabilidad histérica aparente. Hay, por supuesto,
una buena dosis de deriva en la forma como se logran
esos ajustes, pero no tanta como podría suponerse. Las
animaciones corporales de la variedad curva y nerviosa
están tan bien establecidas en toda la historia del hombre,
que sólo con actitudes relativamente duras pueden ser
suprimidas hasta los niveles que nuestra sociedad define
como perfectamente masculinos. También hay riesgos
en la dirección opuesta. A niveles extremos, la dureza y
rigidez de una persona suelen reducir su flexibilidad —
por cuanto que bajo condiciones de presión muy altas,
el hombre «duro» tiende a romperse en una histeria
abierta— sollozos, pánico o shock de asombro —mucho
antes que una persona de composición menos quebradiza.
Pag. 280
Quizá sea ésa la razón de que los antiguos griegos, aunque
dedicados a logros militaristas y heroicos, mantenían un
concepto andrógino de la hombría ideal: una gran fuerza
unida a un movimiento corporal flexible, ágil y dócil
(ideal, a propósito, que es siempre bastante conducente a
los modos homosexuales de complementación).
En cualquier caso, el equilibrio entre rigidez y
flexibilidad —entre lo que lleva a actitudes comprometidas
en el conflicto o que evitan el conflicto según se expresan
en el movimiento de una persona— afectan en gran
manera a las técnicas de conducta que emplea una persona
para reducir los miedos histéricos, para enfrentarse con su
entorno y para sentirse cómodo en él. Y como todo estilo
de conducta se desarrolla, comienza a afectar a toda la
economía de la vida psíquica de una persona, incluyendo
la atención que se presta y las consecuencias de prestarla
de diferentes modos.
Pag. 290
10. ASPECTOS POLÍTICOS DE LA
HOMOSEXUALIDAD
Pag. 293
público no se le dijo esto—. El Idaho Daily Statesman dio
la señal de alarma con los informes de «conducta infame
y lasciva» y «crímenes infames contra natura», seguidos
de inflamados editoriales con títulos como «Aplastar al
monstruo» y «Esta suciedad [el delito homosexual entre
nosotros] debe ser eliminada»; todo ello se apoyaba en las
declaraciones del departamento de policía en el sentido
en que se estaba realizando una investigación completa
y de que eran inminentes nuevos arrestos. Entretanto, el
abogado fiscal y los tribunales se movían a una velocidad
inusual. A uno de los tres primeros hombres, que había
sido arrestado un lunes por la noche, se le prometió
indulgencia si se declaraba culpable, lo que así hizo. Pero
el miércoles de la semana siguiente había sido sentenciado
a prisión perpetua.
Cuatro días después del primero de los tres arrestos,
un prominente banquero era arrestado como miembro
de lo que, según amplias suposiciones, era un «círculo
homosexual». No habría tenido esta apariencia de
«círculo» si al público se le hubiera dicho que el banquero
nunca había conocido a los otros tres hombres, y que la
única relación estribaba en que los dos «niños injuriados»
eran los mismos muchachos. Pero estos hechos fueron
cuidadosamente ocultados por la policía y el fiscal del
distrito. Las grandes noticias que se dieron a conocer
eran que el banquero —un hombre de familia con hijos
ya mayores— admitía su interés homosexual y que había
tenido contactos con muchachos; pero cuando llegó el
momento de obtener las declaraciones juradas de los
jóvenes implicados, éstas eran excesivamente «dirigidas»
por las autoridades, indudablemente para que resultaran
más convincentes en el tribunal*.
* Como sucede con tanta frecuencia en los escándalos con implicaciones políticas,
las mismas autoridades se vieron rápidamente enredadas en extraordinarios
procedimientos de cobertura. La primera cobertura estribaba en el hecho de que los
«niños inocentes» eran en realidad muchachos muy crecidos y, por tanto, maduros.
Pero cuando se solicitaron declaraciones formales y las evidencias acumuladas contra
el banquero, fue necesario cubrir el engaño original ocultando el hecho de que el
mayor de los muchachos (Baker) estaba en ese momento en el ejército de los Estados
Pag. 294
La policía continuó su búsqueda de «los otros», y
realmente consiguió arrestar a una docena de personas,
pero sólo ampliando su red para incluir relaciones entre
adultos que consentían a ellas, hecho que nadie parecía
observar entre toda la charla enfocada en la conducta
lasciva y obscena con «nuestra juventud». Y para
empeorar las cosas —y empeorarlas gravemente—. el
Time informaba que la ciudad «había dado refugio a un
extenso submundo homosexual que implicaba a varios
de los más prominentes hombres de Boise, submundo
que había hecho presa en la década pasada en cientos
de adolescentes»; seguía informando el Time que, en las
recientes investigaciones, la «policía había hablado con
ciento veinticinco jóvenes implicados», incluso añadía que
«los honorarios usuales pagados a los muchachos oscilaban
entre los cinco y diez dólares por cita amorosa»259.
Los habitantes de Boise (más de 50.000), tras haber
sido preparados por su propia prensa, al leer ahora todo
esto en una revista nacional llegaron casi a un estado de
histeria. Nunca antes habían sabido que eran tantos los
implicados y que no podía confiarse ni en los muchachos ni
en los adultos. La policía instituyó un toque de queda para
todos los jóvenes menores de diecisiete años. Un hombre
se sentía molesto si iba con otro, o si asistía a un club sin
su esposa. Los juegos de póquer de los viernes por la noche
se interrumpieron —hasta que alguien pensó en que fuera
al menos una mujer—, y a los maridos desatentos se les
juzgó de acuerdo con este ambiente. Los hombres dejaron
de detenerse para observar los entrenamientos de fútbol
Unidos y que era muy conocido por la policía de Boise. (Baker había sido arrestado
el año anterior acusado de robo don escalonamiento y la policía le había ofrecido no
denunciarlo si se unía al ejército, como así hizo.) Cuando se necesitó la declaración de
Baker —con el fin de acusar al banquero—, se le envió un mensajero, calladamente, a
Ft. Carson (Colorado) para obtenerla. Desgraciadamente, la declaración de Baker —
tal como debió darla realmente— no pareció en absoluto la de un muchacho inocente
que en un principio habla «jugueteado» sexualmente, y que finalmente había sido
seducido; por tanto, alguien hizo diversos cambios en ella para reflejar esta escena,
cambios que también incluían una completa reescritura del acto sexual mismo.
Cómo el mensajero que fue a Boise consiguió obtener del investigador criminal del
ejército de los Estados Unidos de Ft. Carson que atestiguara y firmara tan notable
documento no se sabe..., pero lo obtuvo.
Pag. 295
por miedo a que pareciese que estuvieran «interesados»
en los adolescentes.
Todo aquello duró un año, durante el cual fue en
aumento el embarazo de los hombres. Algo después, los
más inteligentes comenzaron a sentir que, de alguna
manera, «se les había engañado». Pero muchos siguieron
creyendo en la sustancia del escándalo...; incluso en 1965, a
Gerassi se le aseguró, como punto más alto de actividades
sospechosas, que «millonarios de toda América, incluso
de todo el mundo, volaban hasta Boise porque sólo allí
podían seleccionar jóvenes frescos para sus placeres..., y,
de hecho, que había tanto tráfico homosexual en Boixe
que la United Air Lines tenía que hacer vuelos especiales
durante la estación más apropiada: el verano».
La verdad del asunto era mucho menos fantástica
que todo esto, y menos divertida. Resultó que todo el
escándalo había sido planeado, financiado y dirigido
por miembros de la élite ultraconservador de Idaho,
una facción del senador Glen Taylor conocida alguna
vez como «el gang de Boise; un pequeño grupo de
políticos obstinados y enriquecidos —que dirigían el
estado—». Como no es infrecuente el caso, un escándalo
homosexual les pareció muy conveniente para conseguir
varios beneficios secundarios y para alcanzar una meta
central. Aparte de ser un tema sensacionalista —el editor
del Statesman pertenecía a la camarilla conservadora—
y algo que agitaría el Palacio Municipal —haciendo
carreras particulares y rompiendo otras—, se trataba de
acabar con el poder de un hombre que los que estaban en
el secreto sabían era homosexual, pero que tenía tal poder
e influencia que se pensaba era intocable de otra forma.
Los miembros de grupo demostraron una notable
flexibilidad para nadar en medio de la corriente. En cierta
época comenzó a disgustarles un determinado concejal
que «gritaba demasiado» y decidieron castigarle. (En
realidad lo que pedía era más acción y mayor rapidez en
Pag. 296
ésta, pero la prisa indebida es peligrosa para un escándalo
que debe ser llevado apropiadamente.) Sin decir una
palabra al concejal, se le concedieron poderes al sheriff
para que fuera a West Point y trajera al hijo de aquél hasta
Boise, en donde se demostró que el muchacho había tenido
relaciones homosexuales años antes, cuando tenía catorce
años de edad. Como resultado de estas revelaciones, el
muchacho fue expulsado de West Point, dejando a su
padre humillado y con el corazón roto.
La única parte del plan que les salió mal fue la trampa
para el rico y poderoso banquero. A la policía se le habló
de éste inmediatamente y «tuvo una conversación» con él,
pero era demasiado peligroso de manejar. Posiblemente
compró a la policía o, es más probable, alardeó de sus
influencias para asustarles y hacerles callar. Nunca se
mencionó su nombre, y mucho menos fue molestado con
alguna imputación.
Aunque todo el asunto de Boise fue sin duda excepcional,
por su extensión y objetivos, ninguno de sus detalles
principales fue único o ni siquiera inusual. Ciertamente,
las ramificaciones políticas suelen ser grandes en
cualquier relación de ingenuos y bien- pensados abogados
con sofisticadas y mucho menos bienpensadas facciones
de poder; pues aparte de que a algunos ciudadanos se les
haya estimulado más o menos espontáneamente sobre
una cuestión particular —una pretendida corrupción de
sus adolescentes sería una de las favoritas—, o hayan sido
sistemáticamente aguijoneados por historias ideadas para
producir una reacción pública, el resultado es el mismo, la
forja de una poderosa herramienta política. En las manos
de un partido político, el descubrimiento «accidental»
de un caso de homosexualidad entre las filas de la
oposición puede resultar muy útil para poner en marcha
calumnias que les quiten votos. Ésa fue exactamente la
estratagema utilizada por el partido republicano contra
la administración Johnson unas semanas antes de las
Pag. 297
elecciones de 1964: el caso Jenkins. Y aunque en este
caso existiera realmente una conducta homosexual, las
mañas utilizadas en su manejo palidecen en comparación
con las que algunos republicanos de Nixon pusieron en
práctica en las difamaciones homosexuales durante las
elecciones en 1972, y con las que otros republicanos de
Nixon planeaban evidentemente hacer después de ellas*.
Con más frecuencia, aunque con menor alcance,
la acerba mezcla de pecado sexual y clamor público
encuentra sus más tentadores usos en lo que puede hacer
a favor o en contra de un individuo particular. Para una
figura política ambiciosa y oscura, nada hay más útil que
ondear la bandera del impulso «limpiador». No es extraño,
por tanto, que dichas campañas hayan sido dirigidas por
quien hasta ese momento no era conocido. Armado por
la subsiguiente publicidad, obtiene el reconocimiento
instantáneo de reformador enérgico y animoso. Vuelve
de nuevo el recuerdo de Richard Nixon, quien comenzó
a obtener prominencia con Ja investigación de la Hiss-
Chamber, en donde la homosexualidad era una ruidosa
cuestión accesoria. Normalmente, sin embargo, cuando
la homosexualidad no puede ser citada, ello se debe a
importantes cuestiones perfectamente claras. Existe en
todos los niveles sociales, puede asegurarse que se da en
las «altas esferas», y como la gente suele pensar en ella
como infecciosa, a menudo es descrita como «creciente» y
como un peligro para los jóvenes. Al menos, la acusación
de que se da en las altas esferas es cierta, lo que puede
constituir un hecho especialmente relevante. Con
frecuencia, campañas globales contra la homosexualidad
* Aunque las actividades específicas por las que Donald Segretti fue a prisión
implicaban la circulación de falsos rumores homosexuales contra un prominente
demócrata (Jackson), esto sólo fue la cumbre del iceberg. Asuntos homosexuales
de mayores consecuencias se trataron a muchos más altos niveles que el Watergate:
alegaciones sexuales y homosexuales contra algunos oponentes políticos fueron
preparadas por la Casa Blanca (a partir de informes no verificados del FBI). Bajo la
reivindicación de privilegio ejecutivo, estas alegaciones, junto con las sugerencias
para su uso posible (explicadas en las no publicadas «listas de enemigos»), escapan
a la publicidad dada ampliamente al Watergate.
Pag. 298
han tenido su origen en intentos de terminar con el poder
y la influencia de un solo individuo, como sucedió en
Boise.
Pero el poder de la publicidad y de la opinión pública
se extiende más allá de lo que usualmente se entiende por
política. El voto público no sólo es crucial en las elecciones,
sino en los mostradores de los comercios. Hace algunos
años, la cadena CBS de televisión decidió llevar a cabo
un documental importante sobre la homosexualidad,
que iría más allá de las cuestiones usuales —que los
«expertos» no están de acuerdo con ella, que la vida
del homosexual es triste y sórdida y que la gente está
totalmente en su contra—. Gracias a algunos cambios
sociales y al genuino aumento de la franqueza pública
que se produjo a principios de la década de los sesenta,
fue posible en 1965—cuando se propuso el proyecto de la
CBS —y todavía más en 1967— el año en que se produjo
el documental —un programa sincero e interesante sobre
el tema. Realizadores jóvenes y de talento se pusieron a
trabajar, y también a otros niveles el proyecto estuvo bien
motivada
En un intento de dar una visión interior, cinco
hombres homosexuales fueron entrevistados con
preguntas ideadas para mostrar lo que les parecían sus
propias vidas. Los productores eligieron individuos de
diferentes puntos de vista. Dos de ellos eran unos tipos
nada tranquilos que suministraron unos informes tristes;
el tercero presentaba una cierta mezcolanza, y los otros
dos reflejaban una saludable alegría. Se suponía que
la mezcla produciría un informe equilibrado, pero no
sucedió así. En las ediciones preliminares, los dos casos
tristes tendían a presentarse meramente como individuos
intranquilos, mientras que, por alguna razón, los
ejemplos felices parecían tener una gran preponderancia.
Se obtuvo un nuevo equilibrio presentando el caso medio
de manera que pareciera decididamente «desgraciado».
Pag. 299
(Posteriormente, este hombre amenazó con hacer una
demanda por tergiversación, pero no lo hizo.)
También hubo en el programa otras notas
«desgraciadas». Se incluyeron varias entrevistas cortas con
profesionales, ninguno de las cuales dijo nada favorable, y
los dos psiquiatras que hablaron (Irving Bieber y Charles
Socandes) dieron unos informes terribles. Con todo
esto en mente, los productores querían dejar las otras
dos entrevistas sólo para sujetos «felices». Apreciaron
especialmente la hermosura y frescura americana de un
joven —entre ellos le llamaban Jack Armstrong—, y se
complacieron por la nota de alivio que aportaba a lo que,
de no haber sido por él, amenazaba ahora con convertirse
en un cuadro demasiado lúgubre del homosexual263.
Pero cuando el documental se completó y se mandó
a previsión ejecutiva, se decidió que esa parte era todavía
demasiado favorable. No es que nadie pensara que la
relación de material «feliz» fuese muy alta, lo que ocurrió
es que aquel hombre tenía una exuberancia tan limpia
y fuerte que sólo su porte pareció, a los ojos de alguno,
que servía de «recomendación» de ese estilo de vida. Esto
quizá fuera peligroso. Podrían haber sido acusados de que
el documental estaba «a favor» de la homosexualidad, o al
menos podría resultar perturbador para los anunciantes, y
posiblemente atraería cartas de protesta del público; pero
prescindir de aquella parte hubiera significado encaminar
el programa en una dirección excesivamente negativa. Es
notable lo que hicieron los productores para «arreglar» la
entrevista: en los puntos cruciales, cortaron la cinta de
sonido en frases y palabras separadas y, reordenándolas,
consiguieron cambiar las frases y la sustancia de lo que
estaba diciendo.
El programa se emitió una sola vez, pues cuando «Jack
Armstrong» vio lo que le habían hecho —y se escuchó
a sí mismo diciendo cosas estrechas y completamente
infamiliares— se quejó formalmente contra la CBS,
Pag. 300
alegando fraude, retirando su permiso e imposibilitando
así cualquier reposición 265.
Aunque este ejemplo es, indudablemente, inusual por
cuanto que se utilizó deliberadamente la tergiversación,
es típico en otros aspectos. Los medios de comunicación
y los anunciantes que los apoyan están sometidos a la
retribución de un público encolerizado que puede cambiar
de canal o comprar los productos de otro. Es difícil llegar
de buenas a primeras a puntos de vista imparciales, y
virtualmente imposible expresarlos con seguridad cuando
no están en línea con las actitudes sociales prevalecientes.
Los homosexuales que han llegado a ser conscientes de
las estrechas relaciones que hay entre periodistas, policías,
abogados y jueces —a veces con la ayuda de psiquiatras y
clérigos— han sentido a menudo que hay una especie de
conspiración contra ellos. Pero se equivocan. Una estrecha
cooperación no necesita necesariamente confabulación.
Las acciones autoritarias de varios tipos se unifican por
una serie de suposiciones morales compartidas; sistema
que es más cierto cuando están en el candelero asuntos
de poder e influencia. Cuando se capta en cualquiera
de estos contextos, la homosexualidad es simplemente
una consecuencia conveniente; el público, a la larga, es
el blanco de las preocupaciones, y la víctima en última
instancia.
Paradójicamente, algunas de las políticas y campañas
más dañinas para el homosexual han sido montadas
por los mismos homosexuales. A veces todo sucede
como consecuencia de una circunstancia accidental. Un
político o policía homosexual puede ser nominado como
presidente de un comité influyente o convertirse en jefe
de policía de un pueblo, estado o del gobierno federal.
Hasta aquel momento nunca tuvo oportunidad de actuar
en cuestiones sexuales o su opinión no había sido decisiva
con respecto a la homosexualidad; su vida privada no se
había cruzado con su carrera. Pero en su nueva posición,
Pag. 301
un movimiento local contra el «vicio» o, simplemente,
el tenor de los tiempos, pueden exigirle que actúe. Tiene
varias alternativas: puede sentarse y dar su consentimiento
a los programas puestos en marcha por sus subordinados,
o perseguir, con especial fervor, formas particulares
de homosexualidad hacia las que mantenga puntos de
vista convencionales. Al poseer un íntimo conocimiento
del tema, organiza a veces programas que consiguen su
objetivo con una eficacia excepcional. Lo único que no
puede hacer si tiene en cuenta su seguridad personal es
mostrarse enérgicamente liberal. Dicha elección está
reservada generalmente a políticos heterosexuales que, al
no tener riesgos personales, pueden ser tan liberales como
les plazca. Son ellos quienes pueden afrontar los riesgos
de etiquetar como tal una caza de brujas o de pedir una
reforma legal.
La psicología de la antihomosexualidad del
homosexual de las altas esferas puede ser muy compleja.
Aunque a veces se siente motivado por un simple deseo
de proteger a los de su propia posición, es más frecuente
que se construya una complicada moralidad según
la cual justifique sus preferencias mediante el ataque
público a las variaciones de su propia actividad, y puede
hacerlo pensando que mantiene una cierta honestidad. El
sacerdote que ha mantenido desde hace mucho tiempo
una única y continuada relación homosexual, puede
unirse a un comité de la alcaldía para perseguir las formas
promiscuas de la homosexualidad; o un procurador de
distrito que sólo se sienta atraído por hombres adultos
puede perseguir con energía a los homosexuales que
«contribuyan a la delincuencia de los menores». Son éstos
ejemplos simplistas, citados para mostrar los tipos de
motivos que forman parte de casos más complejos.
Un senador de Wisconsin con rígidos antecedentes
católicos —su nombre se convirtió en una etiqueta
para los primeros años de la década de los cincuenta y
Pag. 302
fue el responsable de instigar un enérgico programa
antihomosexual en el gobierno federal —fue primeramente
homosexual. (Uno de sus biógrafos opinaba que se trataba
de un rumor sin fundamento, pero estaba equivocado231,
pues parte del rumor daba honradamente en el blanco.)
Aunque el senador se equivocó escandalosamente al
afirmar que había encontrado comunistas subversivos en
el gobierno, y fue igualmente impreciso en su acusación
de que los homosexuales en el Departamento de Estado
constituían riesgos de seguridad, indudablemente pensó
que ambas cosas eran correctas y justas; pues mucho más
allá del oportunismo político de capitalizar los miedos
de la gente ante el comunismo y la homosexualidad,
estas actividades, tan poco relacionadas la una con la
otra, eran materias que le preocupaban personalmente.
Como conservador religioso y político, tenía dos razones
filosóficas para ser violentamente derechista; pues
aunque no hay nada políticamente izquierdista en la
homosexualidad, a los ojos de los conservadores puede
significar un liberalismo sexual igualmente condenable.
También pudo existir un elemento de negación vengativa
detrás de la indignación derechista del senador, semejante
al antisemitismo de algunos judíos. Sin duda también le
resultaba gratificante enfocar ruidosamente las vidas
secretas de los «otros enemigos» precisamente en un área
en la que deseaba permanecer anónimo.
Aunque no hay forma de clasificar con precisión la
importancia de las diversas motivaciones de este hombre,
hay algo muy particular en todo el cuadro..., esbozos del
sacerdote y el abogado de quienes hablamos antes, pero
mucho más elaborados en este caso. Es como si cuando
un ferviente cruzado opera desde dos sistemas morales al
mismo tiempo —desde aquel en el que cree totalmente de
corazón y desde aquel en el que él mismo es vulnerable,
y por tanto quiere parecer convencional—, un aura de
pía pureza invade el ambiente. Todo ello forma parte
Pag. 303
de la psicología del demagogo, cuyo fervor puede dar la
impresión de que sus cuestiones son importantes, lo cual
es suficiente para que todos dudemos.
Si damos ahora la vuelta completa al problema y lo
consideramos desde su otro lado —la psicología de la
opinión pública—, resulta evidente que determinados
elementos sociales han de estar presentes para que
cualquiera de las tácticas atemorizadoras funcione.
Ciertamente, la cuestión del «peligro» de la existencia
de homosexuales en el gobierno no hubiera resultado
tan conmovedora sin la presencia de algunas
precondiciones. Los primeros años de la década de los
cincuenta las suministraron. Fueron tiempos en los que
se cuestionaron las lealtades de muchos americanos.
Mirado retrospectivamente, da la impresión de que fue
un tiempo en que se escuchó la última boqueada de una
rama peculiar de moralidad gazmoña. Cualquier forma
de sexo era fuerte, y la palabra homosexual era tabú. (Por
ejemplo, no podía usarse en radio ni en televisión, lo que
lo convertía en un material considerablemente mejor de
lo que es hoy.) Lo extraño es que todo el asunto de los
homosexuales en el gobierno estaba, y sigue estando,
lleno de un más que ligeramente curioso juego de ironías.
La noción de que los homosexuales fueran expulsados
del gobierno particularmente de los puestos de
responsabilidad —estaba basada (y lo sigue estando) en
una suposición ante todo; que la necesidad de ocultar sus
vidas privadas constituía un riesgo de seguridad debido
a la supuesta vulnerabilidad a un chantaje. Aunque es
comprensible que una preocupación de apariencia tan
razonable tuviera amplia audiencia —no cabe duda de que
tal era la razón de que fuera citada con tanta confianza—,
no se acordaba a los hechos por varios motivos. En primer
lugar, porque el chantaje no es un problema a ningún nivel
de gobierno. Con la única excepción posible, aunque muy
dudosa, del austríaco Alfred Redl —que pasó información
Pag. 304
militar completamente falsa a Rusia en 1912—, no existe
caso alguno conocido de ningún elemento de un gobierno
que fuera chantajeado para ser desleal o con otros fines, si
bien, indudablemente, siempre ha habido homosexuales
en puestos responsables de los gobiernos, y no hay duda
de que siempre los habrá.
Podemos estar convencidos de que si el chantaje
sirviera ya habría sido intentado con éxito. ¿Por qué
no sirve? La pregunta es un poco académica; en pocos
lugares de las ciencias, y en ninguno de las humanidades,
se está obligado a decir porque no sucede cualquier
cosa. En el caso que nos ocupa parecen existir diferentes
razones, dependientes de la situación y a veces de los
requerimientos especiales del mismo chantaje. En el
trabajo de espionaje serio —y en el resto de los servicios
secretos—, cualquier intento de chantaje realizado por
un amateur equivaldría a un suicidio; el que lo intentase
tendría bastantes oportunidades de ser asesinado sin más.
Por otra parte, para las personas que manejan información
confidencial, una amenaza de chantaje, cuanto más sutil
mejor, de un agente extranjero se consideraría afortunada.
Constituiría, como así ha sido en algunas ocasiones, una
invitación abierta a la situación de agente doble; es decir,
una ocasión inmejorable para suministrar información
falsa a un agente que piensa que tiene la sartén por el
mango cuando, de hecho, está siendo engañado.
Pero ¿qué sucede con la cuestión del homosexual en
el gobierno? ¿Está éste sometido al chantaje? Así podría
pensarse a primera vista. La principal razón de que no
es ése el caso —aparte del escaso valor de lo que podría
suministrar— descansa en las necesidades específicas de
cualquier chantaje. Generalmente, un chantajista necesita
una evidencia clara, y a ser posible exclusiva, en contra
de su hombre objetivo; evidencia que pueda utilizar o
destruir, ofreciendo de ese modo protección a la víctima.
Así, el homosexual ha pagado dinero en ocasiones a un
Pag. 305
policía que podría arrestarlo con una acusación o dejarlo.
Pero está fuera de cuestión la idea de que un agente
extranjero amenazase así a un homosexual. Una de las
limitaciones vendría dada por la imposibilidad de que
el agente controlara su evidencia, por lo que tampoco
controlaría la «protección» que ofrecería. Hay otras
razones que dificultan el hecho de vender «protección»
a una persona no revelando una actividad homosexual
continuada, particularmente cuando, ésta es conocida
por muchas otras personas.
En cualquier caso, chantajear a los homosexuales del
gobierno es difícil, hasta el punto de que el peligro real es
inexistente, bien por los requerimientos del mismo chantaje
o por las diversas dificultades inherentes a cualquier
intento de utilización de información sexual contra una
persona. No sólo no se han registrado tales casos, sino
que el trasfondo es otro. Durante la mayor parte de este
siglo, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos los
más altos niveles de confidencialidad gubernamental —
especialmente los servicios diplomáticos y de espionaje—
han estado en las manos, y a menudo bajo el mando, de
homosexuales.
Dentro de un departamento dado, las actitudes hacia
el homosexual son más el producto del nivel del gobierno
que otra cosa. En las altas esferas de la diplomacia, las
vidas privadas de la mayor parte de los individuos son
conocidas por quienes se dedican a ello. Generalmente,
la información se considera irrelevante, aunque hay
casos en que un destino particular puede convertir la
homosexualidad en una ventaja. El agente de bajo rango
o el correo diplomático son quienes pueden ver cercenada
su carrera por la filtración de dicho hecho..., y a causa
de la filtración, no del hecho. Y a más bajos niveles, en
los que la vida sexual de una persona importa menos, si
es que tiene alguna importancia, es donde aumenta el
peligro de la estabilidad del trabajo del homosexual. El
Pag. 306
jefe dé un pequeño departamento puede ser despedido
sumariamente por homosexual, especialmente si
le descubre algún investigador exterior. Al nivel de
funcionario, la desafortunada víctima también es
despedida, esta vez con un discurso moral en el que se
pone de manifiesto que trabajar para el gobierno es un
privilegio para el que no está dotado.
Lo cierto, por supuesto, es que el privilegio es otro.
El personal efectivo es siempre tan escaso que ni siquiera
puede perderse un funcionario competente, y no digamos
un talento superior. Los jefes de departamento son
conscientes de ello, y siempre que les es posible se sienten
felices de evitar poner en entredicho la vida privada de
alguien... hasta que algún incidente rompe la uniformidad
superficial y les obliga a sacar a colación las cuestiones
morales.
La casi despreocupada tolerancia ante la
homosexualidad por parte de las esferas superiores
del gobierno y el servicio diplomático se basa en varios
factores. Los hombres y mujeres que se encuentran a esos
niveles suelen tener mayor independencia, se muestran
más sofisticados ante los demás y son más pragmáticos al
tratar sus asuntos. Lo que cuenta es el talento para hacer las
cosas y un dominio sensato del enjambre de información,
que a menudo ni se hace público ni podría hacerse, ¿Qué
importa que un ayudante sea homosexual? Incluso hay
casos en que la homosexualidad de una persona da a
sus superiores una sensación de seguridad: «con su vida
privada, no se atrevería a salirse de lo ordenado».
De hecho, la homosexualidad ha sido ocasionalmente
tan fácilmente aceptada en las altas esferas del gobierno,
que no sólo la vida privada, sino el abierto comportamiento
inadecuado ha sido tolerado en algunas ocasiones.
Un importante diplomático nombrado por Franklin
Roosevelt —fue correo presidencial durante la Segunda
Guerra Mundial y estuvo en puestos muy importantes,
Pag. 307
incluso el de cabeza real del Departamento de Estado—
era tan flagrante en su conducta homosexual (hasta con
los botones de hotel) que a menudo era necesario que sus
ayudantes borraran sus huellas, acabaran con las quejas
y trataran de que no apareciese mención alguna de tales
cosas en los periódicos. En una ocasión, Roosevelt en
persona tuvo que interceder para que no saliera en la
prensa. Debió ser un hombre de talento excepcional, pues
más de un presidente contó con su confianza, y él con la
de ellos.
En parte, la ecuanimidad con que las figuras políticas
de alto rango aceptan la homosexualidad se basa en su
seguridad personal al hacerlo. Un escándalo en que
esté implicado el sexo —a diferencia de los asuntos de
corrupción— difícilmente puede reflejarse en ellos,
incluso cuando se encuentran muy próximos. Cuando
un ayudante del presidente o un embajador nombrado
por él se hallan implicados en una situación sexual
comprometedora tan obvia, o tan útil a la oposición
política, que no hay seguridad de que pueda ser contenida,
se acepta su «dimisión» y la vida continúa.
Además, existen diversas fuerzas que ordinariamente
protegen a las personas de alto nivel contra determinadas
invasiones de su vida privada. No sólo un presidente o
un primer ministro, sino autoridades que se hallan varios
escalones por debajo, pueden recibir visitas, arreglar
citas y tener relaciones sexuales que se encuentran
totalmente fuera de todo registro; incluso del más privado
de los registros. (Los que viven en las interioridades de
Washington, Londres o Montreal podrán conocer algún
caso, pero el público y la mayor parte de los historiadores
no lo sabrán.) A estos niveles, las comunicaciones y citas
de todo tipo pueden ser totalmente privadas. Pulsando un
botón, una llamada de teléfono queda sin registrar. (Tales
llamadas no son tabuladas ni siquiera por la compañía de
teléfonos para poder cobrarlas.) Y si un periodista hiciera
Pag. 308
una pregunta impropia en cualquier área personal —y
mucho más si sugiriera la respuesta a alguien—, estaría
acabado. Es como si la prensa y todos aquellos a quienes
pueda concernirles estuvieran de acuerdo en que la nave
del Estado no debe ser golpeada por las olas de las vidas
privadas de quienes están al mando. También hay acuerdo
en la idea de que un hombre capaz de sostener pesadas
cargas oficiales no debe ser molestado en su habitación y
en que debe ser protegido contra las estrecheces morales.
En los departamentos gubernamentales —
generalmente muy apartados de los políticos— en donde
se recogen, utilizan y guardan las informaciones secretas,
existe una especie de tácita tradición internacional por la
que se acepta personal homosexual. No se trata de que
alguien lo haya planeado así, o quiera especialmente
que sea de ese modo, es que el esquimal ha encontrado
su camino al iglú. No está claro si los diplomáticos, jefes
de inteligencia y agentes de espionaje homosexuales
tienen una representación superior a lo normal en estos
campos, o si las concentraciones localmente altas y los
acontecimientos dramáticos lo hacen parecer así. En
cualquier caso, el manejo de la información sub rosa
constituye un trabajo para el que el homosexual está
particularmente dotado con mucha frecuencia. Quizá se
deba, en parte, a las proclividades que pueda tener para el
manejo del material confidencial, o a un estilo de vida que
se adapta fácilmente a los diversos tipos de independencia
social. Pero incluso cuando no existen tales ventajas de
disposición, ni tampoco riesgos abiertos, hay lugares en
los que el servicio de los homosexuales es de especial
valor; al igual que hay utilizaciones específicas para
los heterosexuales. La propia naturaleza de un trabajo
inteligente exige que ninguna piedra quede sin dársele la
vuelta.
Algunos de los programas que han sido ideados
específicamente para la utilización de la homosexualidad
Pag. 309
convertirían las hazañas de Mata Hari en un juego de
niños. Durante la Segunda Guerra Mundial, el Federal
Bureau of Investigation montó una casa de prostitución
masculina (en Greenwich Village, MacDougal Street) con
agentes homosexuales con el propósito explícito —y, como
se supo luego, muy fructuoso— de obtener información
de los marineros solitarios161, 265. La decisión de llevar
adelante esta aventura es menos sorprendente, quizá, que
la capacidad del Bureau para enfrentarse con efectividad
a los numerosos y muy sutiles problemas que implica el
funcionamiento de tal establecimiento, por no mencionar
los problemas que debió representar conseguir un grupo
numeroso de agentes homosexuales jóvenes, hermosos,
políglotas y adecuadamente entrenados que se mostraran
de acuerdo en realizar sus misiones y fueran capaces de
hacerlo.
Hay muchos otros ejemplos, de menor dimensión
en los que resultan útiles los contactos interpersonales
entre homosexuales. Pueden tener o no relación con una
actividad sexual abierta, pero en todo caso tienen relación
con la libertad de un agente para circular en pequeños
grupos y encajar en ellos. Así, cuando un estado ordena la
total eliminación de todos los homosexuales del servicio
gubernamental, se cierran inevitablemente determinados
canales de información y se hace vulnerable en algunas
cuestiones, Así lo hizo Hitler, y su decisión fue considerada
en privado como un desastre de la inteligencia; del
mismo tipo, ya que no a igual escala, que el destierro
de los científicos judíos, privándose, en primer lugar, de
sus servicios, y permitiendo además que algunos de ellos
construyeran la bomba atómica para el enemigo.
También entre los diplomáticos la vida privada de
un hombre puede tener distinta relevancia para sus
funciones. A menudo la relación es indirecta y afecta
principalmente a la facilidad y el entusiasmo con que se
mezcla en el ambiente de los grupos sociales. Todo esto
Pag. 310
no es más que una ampliación de la observación, común
en los medios diplomáticos, de que un hombre se adapta
mejor en territorio extranjero, y es, por tanto, más efectivo
si encuentra gente —hombres o mujeres— especialmente
atractiva. De hecho, un interés erótico puede desempeñar
un importante papel incluso cuando no existe la menor
intención de una actividad sexual. En más de la mitad
de las sociedades del mundo, los hombres dominan una
comunidad con mucha mayor exclusividad que en la
nuestra. Con frecuencia, las conferencias y reuniones
sociales de un representante extranjero están formadas
únicamente por hombres. Los contactos prolongados
comienzan antes a agotar —incluso casi a anestesiar—
a los delegados heterosexuales que a los homosexuales,
quienes, desnudos hasta la cintura como sus huéspedes,
pueden sentarse durante horas en una conferencia tribal
tras otra o ser incansablemente zalameros mientras se
encuentran hechos un brazo de mar en El Cairo.
En los servicios secretos, las predisposiciones sexuales
conducen en ocasiones a una especie de perfección.
Del mismo modo que en muchas ocasiones un interés
heterosexual mejora una relación social, hay otras en que
una inclinación homosexual ayuda a un agente a cumplir
su misión. En su búsqueda de información, cualquier
agente normal —a diferencia de los espías de las novelas
y obras de teatro— puede ser barman o estibador durante
meses, limitándose a seguir el flujo de acontecimientos;
y ha de ser capaz de disfrutar de la compañía social de
hombres en grado suficiente para mantener calidez e
interés en sus contactos. En este caso, la inclinación
homosexual de un agente puede serle útil, al permitirle
tolerar sobredosis de compañía masculina y al mejorar
su capacidad de impartir cierta autenticidad cuando se
inclina a ser amigable y simpático. Y cuando es posible
el contacto sexual, lo que no es infrecuente, se abre una
nueva esfera de intimidad y confidencias.
Pag. 311
Cada una de estas utilizaciones del sexo —bien
sean meramente ocasionales o bien centrales a una
tarea particular— tiene su lugar en los repertorios de
la diplomacia y el espionaje. Pero ¿hasta qué punto son
estas aplicaciones planeadas o deliberadas, o simplemente
accidentales? Todo depende. Las agencias dedicadas a la
recogida de información privada actúan con frecuencia
mediante sofisticados profesionales y pertenecen
desde hace varios años a diversas administraciones
políticas. Con todo ese personal y con autonomía en
el departamento, y asegurado el carácter privado de
su actuación, sus directores están libres para utilizar
cualquier cosa que sepan de psicología humana. Y saben
mucho, al menos por lo que se refiere a algunos dominios,
pues para llevar a cabo con éxito proyectos como el de la
casa de MacDougal Street y el de la infiltración en grupos
radicales por medio de sus dormitorios, se necesita un
profundísimo conocimiento de las realidades sexuales.
En la diplomacia la situación es muy distinta.
Probablemente no faltaremos a la verdad si decimos que
en todas las misiones existe, al menos, un homosexual
cuyos gustos son reconocidos como útiles; no decimos
que sea algo específicamente deliberado, aunque así
suceda a menudo. Aquí no existe una escala superior de
directores que sean insensibles a las presiones políticas
predominantes y a los riesgos de estar a la vista del público.
Por el contrario, las autoridades mantienen una postura
antihomosexual oficial y purgan inmediatamente de sus
filas a quienes sean tan torpes, tan desafortunados o tan
imprudentes que no consigan una acreditación de rutina.
Con mayor rigor, pueden dañar considerablemente sus
departamentos.
Por otra parte, podría pensarse que los homosexuales
desearían evitar los riesgos e ingratitudes de los servicios
del gobierno alejándose de ellos. Indudablemente, muchos
lo hacen. Pero los individuos mejor integrados tienden a
Pag. 312
pensar en sí mismos no como homosexuales, sino como
personas, y a ver sus vidas en un contexto de esperanzas
y aspiraciones ordinarias, a veces extraordinarias. ¿Puede
uno imaginarse a Dag Hammarskjold, quien llegó a ser
secretario general de las Naciones Unidas, negándose
a entrar en la diplomacia por miedo a las quejas de los
puritanos? No es que haya muchos Dag Hammarskjold,
pero existen numerosas personas que, en cierto grado,
están motivadas por los intereses sociales que motivaron
a aquél. Entre ellos, quienes son parcial o totalmente
homosexuales alcanzan a menudo una seguridad personal
no mediante la supresión de su vida sexual ni viviéndola
furtivamente, sino entregándose a su trabajo y alcanzando
un nivel de integridad con el que no pueda competirse
fácilmente. Ni siquiera a un grupo de seguridad, no
digamos, por tanto, a un jefe de departamento, les resulta
sencillo —ni cómodo— recusar a un hombre con partes
de evidencia circunstancial. A menudo el homosexual
comprende esto intuitivamente, o simplemente se atiene a
no producir problemas. Vista desde dentro, la posibilidad
de ser recusado por asuntos personales parece muy
remota, irrelevante, o al menos amenaza de modo muy
diferente a como podría suponerse.
A continuación, se incluyen algunos de los comentarios
obtenidos mediante un cuestionario o simplemente
escuchando a diversas personas que están o estuvieron
relacionadas con el Gobierno Federal, comentarios que
reflejan una variación en las actitudes con respecto a
la relevancia de la homosexualidad. (Para preservar el
carácter confidencial, los nombres de lugares, esferas,
lenguas e instituciones se han cambiado, cuando ha sido
necesario, a sus equivalentes aproximados.)
— El sexo no es problema. Quise ver el mundo y lo
conseguí. Mi trabajo me lleva a todas partes.
— En mi campo, o se trabaja para el gobierno o,
cobrando menos, se enseña en una universidad.
Pag. 313
— IBM me asignó a Washington como técnico en
computadoras presupuestarias. Me gustó la atmósfera de
trabajo que había y decidí quedarme.
— Sabía que podía haber problemas. Solicité asuntos
exteriores. Ello les hizo someterme en un principio a
procedimientos de alta seguridad, pero estaba resuelto.
Tendría que ser un poco cuidadoso con quien me
encontrara, pero lo sería.
— Soy un especialista en lenguas mongoles; ellos
vinieron a mí. Me gustaba estar en Yale.
— Bueno, estuve cuatro años en el servicio antes de
darme cuenta de lo que yo era, y pronto me enteré de
cuánta gente era como yo.
— El gobierno es como todo lo demás. La fuerza de
uno está en los amigos y en el público; la vida privada es
privada.
— Me crie en la embajada americana de Pekin; ésta es
la única forma de vida para mí. Los tipos de seguridad no
son ningún problema, e incluso aunque lo fueran sabría
deshacerme de ellos. Y si no funcionara alegaría que estaba
borracho. Lo que se desconoce de la homosexualidad la
convierte en peligrosa, pero, naturalmente, ésa es también
la condición de su seguridad.
— Nadie en mi familia ascendió demasiado, sólo
había negocios sucios. Yo quise hacer algo por los demás,
y lo conseguí.
— De niño quería ser egiptólogo. Pero cuando estuve
allí un par de meses me di cuenta de lo perfectamente
dotado que estaba para todo el mundo arábigo. Cuando
alguien se mezcla con la gente, como yo hago, imagino
que Seguridad estará más preocupada de que el agente
sea un heterosexual demasiado enardecido y pierda la
relación.
— Solicité ingresar en el servicio civil y me aceptaron.
— Odio los grupos de homosexuales, y estar solo
tampoco es divertido; por eso me uní a la delegación
Pag. 314
de Nigeria. Me gustó encontrar mucha otra gente en
mis circunstancias. Diría que la mitad del equipo es
homosexual, la mitad mejor; pero no forman una
hermandad. Puedes hablar con franqueza en un mes;
ellos se aburren de toda esa compañía masculina y puedes
decirlo. También son menos idealistas, pero eso puede
ser perjudicial por mi parte. Si la Central supiera lo que
está sucediendo aquí, me refiero al tipo de lazos que el
personal tiene con los nativos, se asombraría, pero si lo
conocieran todo se sentirían orgullosos de haber puesto
ese personal. No hay nada sucio en ello; se trata sólo de
que los intercambios culturales funcionan mejor si existen
vínculos personales, cuanto más estrechos mejor.
— Nunca tuve relación sexual con nadie que estuviera
cercano a mi trabajo. Si lo que hago a distancia me trae
problemas, al infierno con ello; me iré y trabajaré en otro
lugar.
— Nadie pudo convencerme nunca de que Seguridad
es un problema. Estoy convencido de que sabe casi todo
de una persona. Aparte de tus ideas políticas —las cuales
son realmente un asunto serio—, lo único que quieren
saber es si sabes o no conducirte.
— Sabía que los policías militares me seguían desde
que regresé de Vietnam. Se estaban acercando y ya habían
hecho el primer movimiento. De repente tuve aquella
citación presidencial; y ésta me salvó el pellejo. Aquellos
tipos se olvidaron de que existía.
En América, las presiones del gobierno contra la
homosexualidad varían desde la indiferencia hasta
una deliberada y paranoica búsqueda y eliminación de
cualquiera que muestre la más ligera tendencia en esta
dirección. Las actitudes de los jefes de los departamentos
locales están sobreimpuestas sobre aquella variabilidad,
actitudes que a veces hacen que una política relativamente
ancha se refuerce con la energía apropiada para un
delito peligroso. Un departamento también puede ser
Pag. 315
«duro» con los homosexuales simplemente a causa de
sus propias tradiciones, aunque esté encabezado por un
homosexual notorio. Es como si al jefe se le garántizase
un derecho especial. En otros casos, la atmósfera puede
ser totalmente relajada, con tan gran concentración en
las tareas a realizar que las consideraciones sobre la vida
privada se extienden, todo lo más, hasta la obtención de
acreditaciones de seguridad rutinarias.
Estas diferencias en la política a ejercer no sólo
existen en las ramas individuales del gobierno que están
bajo el servició civil, sino también en otras, incluyendo
nuestros complejos militares. El Ejército, la Navy y la
Fuerza Aérea tienen regulaciones estrictas para que no
ingresen homosexuales, o para desenrolarlos si ya se han
alistado. Para entender algunas extrañas circunstancias
de nuestros días, tales reglas han de verse con cierta
perspectiva. Fueron establecidas hace décadas, cuando los
militares dependían en primer lugar de los voluntarios, y,
por tanto, tenían que esforzarse para dar a los servicios
un aura de total respetabilidad. Los padres necesitaban
la seguridad de que sus jóvenes hijos no serían arrojados
entre gentuza si se alistaban, ni serían sometidos a
influencias inmorales. La creciente disciplina de los
servicios militares y la imagen de plaza de armas que
alcanzaron en la década de 1930 fue suficiente para darles
cierto brillo y respetabilidad. Ningún énfasis especial se
había puesto en el sexo, y ninguno había..., salvo por lo
que se refiere a la Navy.
La Navy tenía un problema especial. Según la leyenda
popular y diversas bromas obscenas, se pensaba que los
hombres aislados en las naves y mecidos por las olas
se estimulaban sexualmente junto al mar y se sentían
inclinados los unos hacia los otros*. Por extrema que nos
* Parecen existir diversas fuentes para la relación tradicional entre hombre de mar
y homosexualidad, Los viajes por más duran con frecuencia un año o más y la
libertad de la tripulación en los puertos distantes es muy restringida. Ello condujo a
la idea popular de que los hombres se veían así forzados, en mayor, o menor grado, a
las prácticas homosexuales. Pero los datos actuales indican que incluso en donde la
Pag. 316
parezca ahora la idea, fue y sigue siendo embarazosa para
los oficiales de la Navy. En consecuencia, se instituyó todo
tipo de regulaciones, que siguen en vigor: los hombres
no pueden ser asignados a una tarea por parejas salvo
cuando se da una situación de emergencia. Cuando
se transportaba personal por tren, sólo se permitía un
hombre en las literas inferiores —lo que constituyó
un notable gasto extra para los contribuyentes—. Se
mantiene una policía interna para buscar a cualquiera
que tenga o haya tenido, contactos homosexuales; cuando
encuentran a uno no es extraño que sea tratado como
un criminal real y sufra un trato injusto e ilegal. Se le
pide rutinariamente —a cambio de la promesa de un
tratamiento ligeramente mejor— que incrimine a amigos
y conocidos, los cuales son investigados por separado. (En
su búsqueda de información, el servicio de inteligencia se
aventura en círculos civiles, aunque está instruido para
que se retire rápidamente si encuentra resistencia a esas
investigaciones fuera de los límites.)
A diferencia de otros servicios militares, que exigen
hechos evidentes antes de lanzar la acusación de
homosexualidad, la Navy no duda en actuar a partir de
un rumor. Incluso a un oficial de alto grado contra el
que no exista evidencia tangible puede pedírsele que elija
entre la dimisión —incidentalmente, firmando la cesión
de su paga de liquidación y de otros beneficios— o la
comparecencia ante una corte marcial que, se le asegura,
«levantará dudas sobre usted incluso aunque gane».
A pesar de tan enérgicos esfuerzos, no existe la menor
indicación de que la homosexualidad prevalezca menos
tasa de homosexualidad es muy alta (71 por 100 de los internos de largas condenas),
ésta sólo es «nueva» para el 4 por 100 de los participantes; el resto ya la practicaba
antes de haber sido aislado125. Ello puede servirnos de indicación, en cierta manera,
de que los hombres que eligen vivir en el mar no se preocupan por estar aislados
de las mujeres. Por otra parte, perdida entre las páginas censuradas de la historia
existe una larga tradición de homosexualidad en el mar. Los galeones españoles,
por ejemplo, poseían un detallado código de marinería que especificaba la parte de
libertad sexual y fidelidad que se esperaba de todos los hombres que «pertenecían»
a otros durante un viaje; fue un intento de controlar los celos furiosos y mantener
mejor el orden en la nave284
Pag. 317
allí que en otros servicios militares. La realidad es que la
Navy conserva su reputación de tener más homosexuales
que la media, pues su política enfoca la cuestión y
la mantiene en vilo. Por tanto, persiste la conexión
entre homosexualidad y la Navy, del mismo modo que
continúan las leyendas del mar y las bromas, respaldado
todo ello por la nueva evidencia de las extremas medidas
que la Navy «ha de tomar para controlar la situación».
Hasta los dioses han sido crueles con la potente bestia,
pues mientras que ninguno de los otros servicios militares
ha tenido nunca un incidente que se aproximara a un
escándalo homosexual, éstos han abundado en ella.
Hace algunos años, los servicios de inteligencia de la
Navy hicieron una redada en una casa de prostitución
masculina (en Pacific Street, Brooklyn), y descubrieron
para su pesar que uno de los clientes regulares era uno de
los más altos oficiales de la Navy. Unos años más tarde,
otro de los oficiales de más rango se suicidó lanzándose
desde el piso veintidós del Bethesda Naval Hospital, pero
sus implicaciones homosexuales ya se habían aireado
considerablemente. Aunque de manera menos pública,
al menos dos almirantes se han visto implicados en
relaciones homosexuales continuadas; uno de ellos de
manera casi flagrante, a bordo de un portaaviones durante
la Segunda Guerra Mundial, Algunas veces, cuando los
servicios de inteligencia han pretendido investigar tales
acontecimientos, se les ha advertido sin miramientos
que desistieran; en el último caso citado se les ordenó que
salieran del barco y se fueran al infierno. Desde dentro
de los grados superiores, ninguna especie de orden
presidencial puede golpear a los jefazos.
El caso de la sala de prostitutos de Brooklyn está ya
lo bastante alejado en el pasado y puede ser examinado
con detalle. (Es digno de consideración, asimismo, pues el
asunto contiene muchas cosas que no fueron «citadas» en
absoluto, y es típico con respecto a la clase de maniobras
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que se siguen produciendo.) Durante la Segunda Guerra
Mundial, los servicios de inteligencia de la Navy cerraron
un burdel de prostitutos cercano al Brooklyn Navy Yard.
Dos razones había para ello: estaba especializado en
abastecer a los clientes de hombres del servicio, marineros
sobre todo; y algunos de los visitantes eran agentes
extranjeros que servían mucho licor y hacían preguntas
sobre los buques192; la casa de MacDougal Street, pero a
la inversa. Estaba dirigido por un tal Gustave Beekman,
a quien tanto las agencias de investigación federal (FBI
e Inteligencia de la Navy) como el excéntrico juez que
más tarde estuvo a cargo de su caso, le aseguraron que se
salvaría si proporcionaba una lista de clientes y cooperaba
de otras maneras durante las operaciones subsiguientes*194.
Sus revelaciones fueron sensacionales —«la historia
del año», como se decía en los lavabos de Washington—,
pues quiso la suerte que el primer nombre de la lista de
clientes regulares no fuera otro que el del presidente del
Comité de Asuntos Navales del Senado191. La inteligencia
de la Navy quedó estupefacta, no sólo por ello, sino por
otras informaciones adicionales que fueron aflorando y
que empeoraban cada vez más el asunto. Por ejemplo, los
testigos que corroboraron la historia, la mayoría de los
cuales no se conocían entre sí, pusieron de manifiesto
que el senador siempre prefería marineros y se salía de su
camino para tener contactos con ellos. (En un principio
se pensó que quizá se había identificado a un hombre que
no era el pretendido, pero la idea se desechó y el asunto
cambió rápidamente cuando un joven marinero llamado
Zuber puso las cosas en su sitio al describir con exactitud
Pag. 319
dónde tenía «michelines» el senador y dónde no191, 193.)
Con él doble propósito de permitir una investigación
adecuada y de conceder tiempo para que se tomaran
algunas decisiones políticas, el nombre del senador fue
ocultado durante veintidós días tanto a la prensa como
al Congreso. Ello, sin embargo, condujo a inimaginables
complicaciones. Aunque los congresistas no podían
saber con exactitud quién estaba implicado, sabían que
era uno de ellos y que el cargo era de homosexualidad.
Pero por los rumores de lavabos, sabían —o creían que
sabían— quiénes de ellos podían desear visitar un burdel
de prostitutos. De ese modo, comenzaron a rellenar el
espacio en blanco con los nombres de senadores que no
estaban implicados en este caso particular.
Como autodefensa, algunos congresistas rogaron a
las agencias de investigación que aceleraran sus trabajos
e identificaran al hombre192. Pero inteligencia tenía
razones para ir despacio, pues quedaban cabos sueltos,
uno de los cuales era amenazador para ella misma. Desde
seis semanas antes de haber hecho la redada, habían
mantenido una vigilancia permanente de la casa de
Pacific Street —desde la habitación de un hospital que
se encontraba enfrente—, comprobando todos y cada
uno de los visitantes, algunos de los cuales eran figuras
públicas, pero sin que en ningún caso apareciera el
primer hombre de la lista de Beekman: David I. Walsh,
prominente demócrata de Massachusetts, presidente de
Asuntos Navales, al tanto de mucha información militar
convencional y, lo que era todavía peor, al tanto también
de lo que la misma Inteligencia de la Navy hacía. Sus
visitas a Pacific Street se habían detenido de repente el día
anterior al que Inteligencia alquiló el cuarto del hospital.
¿Qué había sabido Walsh para detener sus visitas aquel
día y seguir permaneciendo al margen?
Probablemente nadie llegó a saberlo nunca, pues
nuevamente Walsh comenzó a actuar como si supiera
Pag. 320
todo lo que estaba ocurriendo —y de nuevo es probable
que lo supiera—. Negó todo el asunto; extraoficialmente
dijo que era una «mentira diabólica», y no lo mencionó
nuevamente, aunque los periódicos seguían proclamando
todo el asunto. Continuó sus tareas diarias con un aplomo
asombroso, convocando una conferencia de prensa tras
otra para anunciar agradables asuntos navales: que
determinados oficiales se habían comportado tan bien
que merecían ascender de grado; que el hundimiento del
Normandía no podía imputársele al oficial que tenía la
nave a su cargo; que existía una nueva y pro- metedora
manera de evitar la amenaza de buque-U, etc. Mientras
tanto, en los más altos niveles del gobierno se estaba
tomando una decisión, casi con toda seguridad por el
presidente Roosevelt: salvar al senador Walsh.
Por eso fue necesario arrojar a Beekman a los leones. Por
eso hubo que actuar también como si docenas de testigos
no existieran, extendiendo la tapadera por otros medios y
sacando de algún modo a Walsh de las llamas. Para tan
difícil tarea fue una suerte que hubiera agentes extranjeros
en el asunto y que Walsh no conociera a ninguno de
ellos. Ahí estaba la «salida»: incrementar la acusación
hasta un punto en que fuera verídicamente negado por
los abogados. El informe final fue realizado por J. Edgar
Hoover, y el 20 de mayo de 1942, Alben Barkley, líder
de la mayoría, afirmaba formalmente ante el Congreso
reunido: «El Departamento Federal de Investigación
ha informado que no existe el menor fundamento para
acusar al senador Walsh de haber visitado una “casa de
degradación” en Brooklyn y haber sido visto hablando allí
con agentes nazis»195. Era totalmente inocente de su cargo.
El caso estaba cerrado.
Una de las observaciones centrales que pueden hacerse
aquí —aparte del hecho de que en política todo es posible—
tiene relación con la naturaleza de la presión moral. Es
tentador pensar que el destino de Walsh fue muy afectado
Pag. 321
par su carácter personal. Era un legislador inusualmente
enérgico, de talento y buena presencia con una larga lista
de admiradores, a muchos de los cuales había conocido
en la vida privada. Ciertamente, su popularidad le ayudó
cuando las cosas fueron mal. Pero lo que está menos
claro es lo que ayuda a una persona cuando las cosas no
van mal. Hoy en día hay, por ejemplo, muchas personas
públicas de las que la homosexualidad parcial o total en
sus vidas privadas es ampliamente conocida. Algunas
de estas personalidades no son figuras particularmente
«simpáticas» y de repente pueden encontrarse con
una claque dispuesta a disfrutar con sus problemas y a
arrojarles piedras si se ven metidas en un escándalo. Pero
entretanto, nadie les arroja piedras; por el contrario, se
les concede, de acuerdo con sus posiciones, una alta cota
de respeto. Evidentemente, hay una Cierta psicología de
las masas que entra como un último convidado en las
ejecuciones públicas. Es una psicología que es poderosa
en el momento y muy seductora del apoyo público. Pero
en última instancia es peligrosa para sus organizadores,
cuyas propias motivaciones acaban saliendo a la luz bajo
el análisis.
Es curioso que la Navy no admita nunca la fuente real
de su embarazo ante la homosexualidad, y que no siga el
ejemplo de otros servicios y se limite a guardar silencio.
Entre los grados menores se filtran historias sobre sus
métodos clandestinos y sus arbitrarias invasiones de la
esfera privada, causando desconfianza y resentimiento. En
un esfuerzo por contrarrestar esta situación, los abogados
de la Navy tratan continuamente de poner de manifiesto la
«necesidad» de sus métodos de investigación. Difícilmente
habrá un marinero al que no se le haya explicado el
asunto. Y todo oficial, generalmente mientras está siendo
acreditado con agudas cuestiones sobre sí mismo, ha
oído hablar de los «peligros» de la homosexualidad para
la seguridad naval. Toda esta política ilustra cómo una
Pag. 322
cuestión emocionalmente cargada, especialmente cuando
recibe un tratamiento incorrecto, puede convertirse en
un engaño paranoico de mayores proporciones. También
puede sacarse una especie de consecuencia, pues la leyenda
del mar se robustece más con cada intento de derribarla.
En el análisis final comienzan a emerger algunas
curiosas consecuencias de la homosexualidad. Por lo
menos hay un hilo conductor entre todos los ejemplos
aquí citados. En cada uno de ellos, la decisión de utilizar
la cuestión de la homosexualidad como un blanco de
preocupación se ha derivado de algún otro motivo:
usualmente, de la búsqueda de alguna ventaja ante los
ojos del público. Pero esto, después de todo, es un hecho
cierto en todas las campañas morales. ¿Qué hay en la
homosexualidad que la haga tan difícil de tratar, tan
proclive a quemar la mano de quien se entromete en ella?
Parte de la respuesta puede encontrarse en su propia
peculiaridad; por ejemplo, que su distribución conduce a
un atacante adonde menos pensaba ir, y demasiado cercano
a lo suyo para sentirse cómodo. El resto de la respuesta,
realmente la mayor parte, está en las implicaciones que
la gente tiene en la heterosexualidad, en las creencias que
mantienen y, por tanto, en la sociedad tal como la ven.
Tomemos el caso del documental para televisión.
Los productores comenzaron por un honesto esfuerzo
para decir la verdad. Cuando aprendieron más sobre su
tarea, incluso estaban preparados para tratar el aspecto
«positivo» de ella —que la homosexualidad les es muy
beneficiosa a algunos—, y pensaron que tal hecho, si
se mostraba en un único y claro ejemplo, haría que
su presentación fuera equilibrada e interesante. Lo
hubiera sido, pero por razones que nunca entendieron,
les encaminó al desastre. ¿Tenían razón los productores
al pensar —como hicieron algunos de ellos— que se
metían en problemas sólo a causa de la gazmoñería de un
puñado de ejecutivos? Absolutamente no. La cuestión es
Pag. 323
mucho mayor e implica terribles batallas que se producen
siempre que los medios de comunicación —que, en cierto
sentido, son los guardianes de la sociedad— fracasan
como pantalla protectora de ciertos tipos de información
amenazante.
A primera vista, puede parecer que estas batallas
pertenecen al pasado, que la censura ha muerto; cuando,
de hecho, simplemente ha cambiado de forma y en algunas
cosas se ha hecho más insidiosa que antes. Al menos, «en
aquellos tiempos», el censor sabía que estaba censurando
y el público sabía que la información estaba siendo
retenida. Ya no sucede así*. Una rama de la censura está
siendo impuesta ahora por personas e instituciones que a
menudo no se dan cuenta de que la están imponiendo, y el
público tampoco se da cuenta de ello. Por el contrario, el
observador casual tiene la impresión de que puede encontrar
impresa cualquier cosa, y que puede escuchar discusiones
abiertas sobre temas heterosexuales y homosexuales en
los documentales y programas. Ciertamente, lo que ve
y lo que escucha se ha convertido en algo notablemente
explícito, y a veces incluye tratamientos muy favorables
de variadas actividades sexuales de extramuros. Sin
embargo, sigue ejerciéndose un control considerable
sobre el flujo de la información sexual, control que en
cierto modo es tan represivo como lo fue en su tiempo la
gazmoñería declarada. Dicho control tiende a proteger y
a justificar las costumbres de tipo medio, no mediante la
* Es decir, yo no sucede así en los medios de comunicación públicos. Pero en otras
esferas sigue en pie la más antigua y rigurosa forma de censura abierta. Hasta hoy,
el ejército de los Estados Unidos guarda bajo candado y llave el segundo estudio
estadístico en importancia sobre conducta sexual humana realizado, negándose
a compartir cualquier parte de el con los numerosos profesionales que lo han
solicitado y lo han considerado pertinente para su propio trabajo. Este amplio
estudio examina el efecto del servicio militar y del confinamiento en la conducta
sexual de los varones. Originalmente fue ideado y en gran parte completado por
un grupo de psiquiatras y sociólogos que esperaban que los resultados sirvieran
a los intereses militares y a los civiles. Así hubiera sucedido —y aún podría
suceder—, a no ser por el hecho de que un grupo de capellanes insistieron con
vehemencia en que los resultados fueran secuestrados. Si continuaron existiendo,
o no, serias objeciones religiosas a que fuera hecho público no está claro, pero los
oficiales del Pentágono continúan considerando su publicación —incluso sólo para
profesionales— como un asunto casi político 138, 217.
Pag. 324
negación de las variaciones y ni siquiera condenándolas,
sino situándolas aparte, de tal manera que se mantenga
una distancia protectora y confortable entre los «otros»
y nosotros, los que pasamos por construir la corriente
principal de la sociedad.
Este nuevo «sistema» tiene todo tipo de manifestaciones
interesantes. Se ha repetido muchas veces que las emisoras
de televisión que no tienen la menor duda en incluir
noticias homosexuales —Incluyendo la propaganda del
«Gay-Lib» que sale en las noticias—, sin embargo, nunca
han producido seriamente, sino que han vetado totalmente
documentales en los que tengan que gastar mucho tiempo
y dinero. ¿Se debe todo ello a que «las noticias son las
noticias», mientras que un documental es como la voz
de la emisora? Ésa puede ser la respuesta, en parte, pues
un documental es inquietante también por otras razones.
Por su propia naturaleza es un medio íntimo, que tiende a
poner al espectador en contacto próximo con la materia.
Y aunque este incremento del contacto con las variaciones
sexuales puede ser nuevo y absorbente hasta cierto punto,
muchos comenzarán a encontrarlo incómodo, si no
abiertamente incómodo.
En otros medios de comunicación, reacciones similares
continúan atormentando a los editores y últimamente
han conseguido suprimir los tipos de información sobre
homosexualidad que se necesitan actualmente para
entenderla. No es que esta supresión parcial sea un objetivo
editorial y ni siquiera que se realice conscientemente,
y tampoco implica una variedad de gazmoñería. Las
primeras consideraciones son estrictamente prácticas: que
el lector no sea atosigado con ideas demasiado alejadas de
las nociones predominantes, y que no se sienta incómodo
porque se le acerque demasiado al tema, particularmente por
las informaciones que puedan inmiscuirse en sus propias
suposiciones heterosexuales. Así, hace unos años, mucho
después de que The New York Times comenzara a introducir
Pag. 325
artículos sobré homosexualidad, se asignó la sección a
un reportero investigador de primera fila. Eligió un tema
difícil, él lesbianismo, y consiguió ganarse el respeto tanto
de los profesionales como de los particulares con quienes
trabajó. Pero sus descubrimientos nunca fueron publicados
—casi con toda seguridad por motivos de comodidad—,
a pesar de que el Times ha seguido incluyendo numerosos
artículos ordinarios sobre homosexualidad.
Por supuesto, éstos son los tipos de decisiones editoriales
que cualquier publicación tiene derecho a hacer. Además,
los editores pueden estar muy dentro de lo correcto al
determinar lo que será o no digerible por sus lectores, y lo
que es político publicar. Pero entonces no es sorprendente
que el cuadro total de los medios de comunicación continúe
reflejando lo que los investigadores del sexo ven como una
pálida y convencional versión de las realidades sexuales. De
hecho, en un sentido el cuadro es mucho peor, pues a pesar
de la amplia difusión de información popularizada sobre,
el sexo, la disparidad entre lo que saben los profesionales y
lo que conoce el público nunca ha sido tan grande como en
el momento actual.
A amplios niveles se reconoce —hasta cierto punto
correctamente— que los editores de libros tienen que
preocuparse menos por la reacción de los lectores que los
editores de medios de comunicación. Pero ellos también
tienen el problema de mantener buenas relaciones con el
público y de contribuir a su bienestar. La situación es tal que
los autores y editores de temas sexuales, bien elijan elevarse
a lo sensacional o adecuarse a la conformidad, tienen poca
lealtad a la información sexual básica. Los editores de
libros de texto y clásicos, así como la mayor parte de los
tímidos académicos que los preparan, son buenos ejemplos
de ello. Tratando de que sus textos sean escogidos por las
escuelas y colegios, han mostrado una notable inclinación
a distorsionar sus textos. De las numerosas traducciones
de Platón al inglés, todas han sido censuradas de gran
Pag. 326
parte de su contenido sexual, si no dé todo. Y como los
griegos entretejían las relaciones personales y las sexuales
en la trama del gobierno, tales expurgaciones han alterado
considerablemente las ideas políticas y filosóficas de
Platón. Sus obras poéticas y éticas todavía han sido más
distorsionadas. En la prestigiosa traducción de Jowett, por
ejemplo, tanto el Symposium como Lysis han sido mutilados
hasta un punto en que es imposible reconocerlos:
En donde Patón decía: La traducción de Jowett dice:
Pag. 327
A causa de las distorsiones y ocultamientos de este
calibre, a principios de la década de los cincuenta, en
la cima de su poder, el Kinsey Research comenzó una
retraducción sistemática de los clásicos a partir del
original. Este proyecto y otros muchos de más apremiante
trascendencia fueron pronto detenidos por una quiebra
financiera instigada por moralistas que se sirvieron de una
serie de maniobras políticas contra Kinsey. Es importante
saber cómo funcionaron tales presiones, pues tanto éstas
como algunos de aquellos grupos operan hoy en día para
suprimir la verdad y controlar la opinión pública.
En la primavera de 1950, el Kinsey Report (Conducta
sexual en el varón humano) llevaba dos años editado.
Había recibido los más altos honores con la aclamación
casi unánime de los críticos, incluyendo a científicos de
una docena de campos. Había sido reconocido como el
mayor esfuerzo realizado nunca por reunir y presentar
los datos sobre lo que la gente hace sexualmente. (El
lector casual apenas podía dominar el informe, con sus
804 páginas de prosa intrincada relativa a 5.300 varones,
cuyas actividades se daban en 335 gráficos y tablas; pero
entonces nadie tenía que hacerlo, pues los descubrimientos
centrales eran resumidos por la prensa popular.) El efecto
fue sensacional, no sólo por las sorprendentemente
altas cifras sobre sexualidad premarital, extramarital y
homosexual, sino por todo el carácter del estudio, que
estaba respaldado directamente por el National Research
Council, Indiana University, la Rockefeller Foundation, y
la lista de consultantes parecía una sección transversal de
los científicos americanos,
Aunque Kinsey era muy modesto en las
reivindicaciones que hacía de lo que había logrado y
hacia todas las concesiones posibles para evitar extraer
conclusiones sociológicas extremadas, el enorme prestigio
de la obra llevó a sus críticos a una especie de histeria. El
doctor Harold Dodds, presidente de Princeton University,
Pag. 328
escribió una crítica del Informe Kinsey para el Reader’s
Digest en la que comparaba la obra con las «inscripciones
de las paredes de los lavabos»223. Detrás del escenario,
Dodds y un ministro baptista, llamado Harry Emerson
Fosdick, organizaron presiones públicas contra la obra
de Kinsey. Clare Boothe Luce se presentó ante el Consejo
Nacional de Mujeres Católicas para decir: «El Informe
Kinsey, como todas las novelas baratas, caería en la
oscuridad si no se le concediese tanta atención»200.
No se comportaron mucho mejor un puñado de
científicos de su campo. Margaret Mead atacó a Kinsey
por no haber estudiado el «significado emocional» del
sexo199. La American Social Hygiene Association organizó
una conferencia especial para discutir el Informe —sólo se
solicitaron informes negativos—, y su presidente, el doctor
Walter Clark, explicó a la asamblea que deliberadamente
no había invitado a Kinsey porque pensaba que su
presencia podría «estorbar la discusión» 198. En un ataque
especialmente amargo, el doctor A. H. Hobbs, Assistant
Professor de Sociología de la Universidad de Pennsylvania,
alegó que debía haber algún error en las estadísticas de
Kinsey 197 y que el prestigio de la Fundación Rockefeller
daba un peso injustificado a las implicaciones de «que la
homosexualidad es normal y las relaciones premaritales...
pueden ser buenas».
La camarilla de críticos, operando contra la corriente
principal de opinión científica responsable, trabajó, tanto
a nivel individual como en conjunto, abiertamente como
en secreto, contra los partidarios del Kinsey Research.
Docenas de cartas de protesta llegaban a la Fundación
Rockefeller, al National Research Council, a la Universidad
de Indiana y a la legislatura de Indiana (por su apoyo a la
Universidad que apoyaba a Kinsey). Cuando los críticos
hostiles, como Dodds, Hobbs, Fulton Oursler, en el
Reader’s Digest, o Harry Emerson Fosdick, en el Union
Theological Seminary, escribían una carta de protesta a
Pag. 329
uno de aquellos grupos, se enviaban copias a los otros y a
los congresistas 138, 141, 217.
En una ocasión les salió el tiro por la culata. Como
resultado de las protestas y de cierta confusión en la
prensa, la legislatura de Indiana formó un comité para
que investigara el Research e invitó a Kinsey para que
les hablara y respondiera a sus preguntas. Quedaron tan
impresionados por aquella visión de primera mano, que
en lugar de suprimir el apoyo aprobaron inmediatamente
una apropiación extra para un nuevo edificio. Pero la
Fundación Rockefeller y el National Research Council,
intimidados por las desafiantes y temerosas a las políticas
—especialmente de Washington—, comenzaron a actuar
de modos desviados 265.
En mayo de 1950, el National Research Council,
en respuesta a las presiones subterráneas, aunque
pretendidamente a causa de las «cuestiones críticas con
respecto al análisis estadístico [de Kinsey]», solicitaron a
la American Statistical Association que investigara «los
datos estadísticos utilizados por el doctor Kinsey y sus
asociados»41. A causa de la forma en que esta petición
se presentó a la prensa, produjo mucha publicidad
despectiva en el sentido de que los descubrimientos del
Kinsey Research estaban basados en datos superficiales
y que estadísticamente eran cuestionables; cargos,
a propósito, tan ruidosamente proclamados, que en
nuestros días muchos profesionales siguen creyendo en
ellos. Pero ni la Fundación Rockefeller ni el National
Council Research hablaron de corregir estas impresiones
abusivas, ni siquiera después de haber recibido (en 1952)
una evaluación totalmente positiva de la ASA*.
Pag. 330
Aquella deslealtad, tanto para el Kinsey Research
como para sus objetivos establecidos, así como otras
cobardes retiradas, estaban destinadas a comprarles poca
seguridad, como veremos más adelante.
En 1952, como estratagema defensiva, la Fundación
Rockefeller solicitó previamente a Kinsey que no
reconociera el apoyo de la fundación en el libro que
estaba a punto de publicar, Comportamiento sexual en
la hembra humana217, Kinsey rechazó la petición, pero la
cuestión resultó pronto inútil ante el asalto a gran escala
contra la Fundación Rockefeller. Un grupo encabezado
por Hobbs se quejó ruidosamente ante el Congreso
de que «fundaciones filantrópicas y educativas, libres
de impuestos, están ejerciendo efectos poderosamente
adversos en la moralidad». El grito fue hecho suyo por
el representante Carroll Reece (R., Tenn.), quien en
1953 formó un «Comité para la investigación de las
Fundaciones Exentas de impuestos», compuesto por él
mismo, Angier L. Goodwin (R., Mass.), Jesse P. Woolcott
(R., Mich.), Gracie Pfost (D., Idaho) y Wayne L. Hays (D.,
Ohio). Cuando fue entrevistado por la prensa, Reece fue
capaz de poner sus propias motivaciones y las de otros
moralistas en tan amplio y vago lenguaje de grupo:
«Al Congreso se le ha pedido que investigue los apoyos
financieros del instituto que apoyó el Informe Kinsey
sobre sexo el pasado agosto.»
Así se inició lo que pronto se convertiría en uno de los
más extraños comités de investigación de toda la historia
del Congreso. Las sesiones comenzaron el 10 de mayo de
1954 y siguieron hasta completar el número de diecisiete.
Doce testigos —«escogidos a dedo», como revelaron
posteriormente Hays y Pfost— testificaron contra las
fundaciones, particularmente contra la Fundación
Rockefeller y contra el Kinsey Research. Hobbs tuvo
su día en la corte el 19 de mayo, y se permitió hacer las
acusaciones más espúreas contra el Kinsey Research,
Pag. 331
imputaciones que, a pesar de las protéstas de Hays y Pfost,
iban a quedar sin comprobación y sin respuesta. Pues
como Reece había anunciado de antemano, no tenía la
intención de escuchar a Kinsey (ni el testimonio de nadie
que estuviera relacionado con la investigación).
Luego, durante la sesión decimoséptima (17 de julio),
se inició una nueva serie de acontecimientos notables. Se
llamó al testigo doceavo, de quien se suponía iba a hablar
contra las fundaciones, pero que en lugar de eso comenzó
a suministrar evidencias que, como dijo Hays más tarde,
«comenzaron a destruir con hechos todos los testimonios
anteriores». Reece se puso furioso. Interrumpió al testigo a
la mitad y, desde ese momento, cerró las sesiones al público
y se negó a escuchar a ningún testigo de la defensa, ni
siquiera en privado. Se limitó a decir que las fundaciones
podrían escribir declaraciones juradas y mandárselas por
correo «si así lo desean», Aquéllas querían el acuerdo —y
lo intentaron—, pero sus esfuerzos se perdían en Reece,
pues como dijeron Hays y Pfost en u feroz informe de la
Minoría de 6.000 palabras: «Ni siquiera hay evidencia de
que la Minoría leyera los informes de las Fundaciones ,
y no digamos ya de que se les permitiera influir en las
“conclusiones finales”, que ya estaban sacadas antes de
que comenzaran las sesiones.» Hays y Pfost continuaron
describiendo los procedimientos como «bárbaros», y en
un epíteto final resumían el informe del comité como «la
visión chiflada de unas personas enfermas de miedo»205.
No acabó ahí todo. La prensa se mostró sospechosa
ante aquellas conductas y se negó a abandonar el asunto.
¿Por qué, por ejemplo, el representante Goodwin —cuyo
voto había sido crucial para la mayoría— se alineaba con
Reece, dado que su voto se contradecía con el resto de
sus declaraciones públicas? El New York Times buscó a
Goodwin en su casa de Melrose, Massachusetts, para que
lo explicara. Éste alegó que ni había leído ni firmado el
informe del comité, y que había prestado su nombre si,
Pag. 332
y sólo si, se incluían en el informe final una notable lista
de excepciones y cualificaciones, cualificaciones que no
fueron incluidas. Al saber esto, los parlamentarlos de la
Casa de Representantes cuestionaron la legitimidad del
informe, y Goodwin terminó afirmando que no era una
opinión mayoritaria 204. Pero nadie hizo nada al respecto.
Por tanto, el documento sigue hoy en día en la completa
ilegalidad.
Podría pensarse que la Fundación Rockefeller habría
ganado estímulo, incluso valor, con todo esto; pues
aunque se le había negado una defensa apropiada frente
a Reece, gran parte de su posición se había difundido
en informes de prensa, donde, por su propia elocuencia
y por la patente locura de Reece, había sido totalmente
vindicada. (De todos modos, el riesgo era mínimo, pues
en la naturaleza misma de las fundaciones está el que
tiendan a Ser abiertamente estrictas en sus demandas de
investigación y el que nunca son radicales, que es lo que
Reece trataba de afirmar.) Pero los acontecimientos iban a
dar otro notable giro.
En el pináculo de su éxito, la Fundación Rockefeller
comenzó a actuar como si se hubiera apropiado de
la ética de Reece. Cambió de postura y acometió una
serie de decisiones cínicas y embustes impropios que
echaban a perder sus propios documentos y cumplían con
exactitud los objetivos por los que Reece y Hobbs habían
trabajado. Fue lo más sorprendente, pues durante la
batalla con Reece, Dean Rusk, presidente de la Fundación
Rockefeller, había hecho muchas nobles declaraciones en
las que reiteraba los principios que servían de guía a la
Fundación. Había dicho que «la Fundación siempre ha
colocado su confianza en [diversos] estudios sociales y
científicos a los que ha apoyado y a los que piensa seguir
[apadrinando]», y que «no piensa abandonar su libertad
intelectual ante las presiones del Gobierno [o de otro
tipo]», y que «el producto apropiado de una concesión
Pag. 333
es una consecución intelectual en la que es importante
no molestar a los científicos ni a los académicos en su
trabajo», pues «creemos que una sociedad libre crece
en fuerza y en capacidad moral e intelectual sobre
la base de una erudición y una investigación libres y
responsables»203. Eran altos ideales y promesas para el
futuro, pero al cabo de un mes —y casi en el mismo día
en que eran establecidos en público— la Fundación, en
privado, decidía firmemente su incumplimiento.
Para ello se necesitaron varios movimientos,
realizados todos en rápida sucesión. Tras haber apoyado
el Kinsey Research durante doce años consecutivos con
creciente entusiasmo, la Fundación Rockefeller decidió
repentinamente suprimir su concesión de 50.000 dólares
anuales. Al mismo tiempo, como en una combinación de
disculpa y soborno, la Fundación acalló a uno de los más
ruidosos grupos de su historia haciendo una de las mayores
concesiones que había hecho nunca, 525.000 dólares, al
Union Theological Seminary de Harry Emerson Fosdick,
«para ayudar al desarrollo de la vital dirección religiosa».
La magnitud y transparencia de este cambio era
difícil de encubrir, pero hicieron lo que pudieron con una
fraseología embustera y declaraciones totalmente falsas.
El 24 de agosto, cuando Dean Rusk anunció las nuevas
concesiones, explicó que «alguno de los proyectos apoyados
hasta ahora [por la Fundación Rockefeller], incluyendo
el del doctor Kinsey, se encuentran ahora en posición
de obtener el apoyo de otras fuentes». Como arrojar
de casa a los amigos cuando hace mal tiempo diciendo
que están en posición de vivir donde ellos quieran. Este
movimiento era demasiado obvio para que la prensa no
lo notara. Así, cuando el New York Times informó de la
declaración completa de la Fundación, recordó al lector
que tres meses antes el doctor Kinsey había advertido a
la American Psychiatric Association «que varios grupos,
religiosos entre ellos, están ejerciendo presiones sobre... la
Pag. 334
Fundación Rockefeller para que anule su apoyo a [nuestros]
estudios sobre conducta sexual humana» 203. Era evidente
que había que añadir algo, así que a las veinticuatro horas
otro miembro de la Fundación (el doctor Keith Cannon)
explicaba que «los fondos para el doctor Kinsey fueron
suspendidos en pleno verano porque [el Kinsey Research]
no solicitó una renovación de la concesión», y «se suponía
que el trabajo del doctor Kinsey estaba bien dotado y no
necesitaba nuevas ayudas de la Fundación».
Nada de ello era cierto. La Fundación Rockefeller había
estado en íntimo contacto con el doctor Kinsey en todo
momento. Ninguna «suposición» se había hecho ni había
de hacerse. La Fundación sabía que el Kinsey Research no
tenía ninguna dotación. También sabían que eran la fuente
principal de financiación y que sin su apoyo no podrían
continuar posiblemente su vigoroso programa. Y en cuanto
a la afirmación de que no habían recibido una petición de
renovación, la verdad es que había sido enviada, a pesar del
hecho de que un representante de la Fundación le explicara
a Kinsey que el comité central decidió que no era político
continuar apoyando su trabajo, razón por la cual romperían
las relaciones con él y con su obra263, 217*.
* Había mucha trascendencia en toda aquella relación antes de que la sombra de
la política la cubriera con su velo. La Fundación Rockefeller es merecedora de un
gran crédito por lo que dio a Kinsey antes de perder sus propios principios. No
sólo dio dinero para la rápida expansión del Kinsey Research, sino que también
le otorgó un prestigio y un reconocimiento que condujo hasta sus puertas a los
más distinguidos profesionales de aquel campo; hombres como George Corner,
Robert Yerkes, Karl Lashley, Frank Beack, William Young, y muchos otros. En esta
atmósfera de generosidad, los enormes talentos de Kinsey florecieron hasta dar al
Research desconocidas dimensiones de perspectivas y objetivos. Aparte del amplio
estudio sobre la conducta sexual de los varones y hembras de América, se trataba de
realizar simultáneamente docenas de subproductos. Se estaba realizando un estudio
extensivo de cómo las diferencias entre los sexos afectan a su psicología, sobre su
interacción y, por tanto, de su compatibilidad. Había estudios sobre la conducta
sexual de catorce especies de mamíferos, sobre fisiología y neurología humana, asi
como exámenes de cruces culturales antiguos y modernos, incluyendo una detallada
investigación de las prácticas sexuales en las civilizaciones precolombinas y otra que
buscaba los cambios en las costumbres japonesas en los últimos cuatrocientos años.
Había expertos legales que estudiaban cosas como la felación entre la educación de
un hombre y la forma en que es tratado por los tribunales, un grupo de traductores
para traducir al inglés con precisión, por vez primera, lo más importante de la
literatura clásica, y un proyecto para recoger una inmensa cantidad de materiales
gráficos para un estudio de ciertas sutiles relaciones entre arte y sexo, y muchos más.
Pocas personas de fuera sabían esto, pero la Fundación Rockefeller lo sabía todo y
había estado orgullosa de apoyarlo durante años.
Pag. 335
Con los miedos y el abandono de la Fundación Rockefeller,
los ataques contra el Kinsey Research habían acabado
por triunfar, Se abandonaron numerosos proyectos, y un
personal cuidadosamente reunido de eruditos y científicos
del hombre, con el más ambicioso proyecto concebido
nunca sobre investigación sexual, comenzó a disolverse,
dejando tras sí una enorme cantidad de materiales valiosos
y gran parte de la literatura clásica mundial en manos de la
gazmoñería, en donde sigue hoy en día*.
La homosexualidad jugó un papel sorprendentemente
importante en el destino del Kinsey Research, pues aunque
sólo era una de las formas básicas de sexo consideradas,
y sólo representaba una fracción del esfuerzo investigador,
nada molestó tanto a los críticos ni les condujo a un
odio tan enfebrecido como los descubrimientos sobre la
homosexualidad. Predicadores, instruidos maestros y
mojigatos encontraron muchas cosas de las que lamentarse y
variadas formas para hacerlo; algunos ponían en entredicho
la precisión científica de la obra: «La homosexualidad no
puede ser tan predominante.» Otros temían los efectos
sociológicos que podrían producirse sólo por la discusión
del tema: «Hablando de ella se la estimula.» Pero los
sentimientos más virulentos se despertaban por el hecho de
que el sexo, y particularmente el sexo homosexual, estaba
tratado sin una palabra moralizadora..., y lo que es peor,
que se citaban para ello tradiciones biológicas**.
* Durante la exhaustiva búsqueda de nuevos apoyos, la salud de Kinsey comenzó
a fallar; murió el 25 de agosto de 1956. El lnstitute for Sex Research y su almacén
de datos no publicados existen todavía. Pero ahora, becado por el Departamento
de Salud, Educación y Bienestar, es una organización muy diferente. Como mu-
chas otras investigaciones humanas dependientes de las aprobaciones de comités
de Washington, ha sufrido severas limitaciones. Ha desaparecido el filo de navaja
de la metodología inductiva que tanto distinguió la obra de Kinsey. El Instituto,
con su nuevo personal, enfatiza ahora, como tenía que ser, la teoría establecida, los
dispositivos de comprobación de hipótesis y los métodos deductivos, tratamientos
que tienden a dignificar las suposiciones preexistentes. Este cambio está lleno de
ironía, pues es exactamente lo que Hobbs pedía originalmente y aquello contra lo
que Kinsey advertía siempre.
** Las reacciones emocionales ante los descubrimientos homosexuales pre-
dominaban en todos los niveles de las críticas, aunque con frecuencia se disfrazaban
de meras preocupaciones técnicas. Aquellas emociones eran las que subyacían en la
insistencia para que la American Statiscal Association evaluara la obra de Kinsey.
Y cuando la ASA realizó su informe final, la homosexualidad era le única forma de
sexo alistada en el índice de su informe de 338 páginas 41.
Pag. 336
¿Cuál es el significado, haciendo un análisis final,
de todas aquellas actitudes y acontecimientos políticos?
¿Pueden desestimarse los antiguos ejemplos alegando que
no es probable que vuelvan a ocurrir, o continúan en lo
esencial aunque con nuevas formas? ¿Cómo lo hacen, si
es así, y a quién perjudican? ¿Hay que lamentar el destino
de unos pocos individuos, a quienes se está aplastando
ahora nuevamente en el torno de los acontecimientos
locales, o hay penas mayores y más penetrantes de las
que preocuparse? Las hay, ciertamente, y algunas de ellas
saltan a la vista al responder una cuestión básica: ¿Por
qué algo tan discreto como la homosexualidad despierta
tanta preocupación? En la superficie parece haber tantas
respuestas como críticas de opositores que a veces sienten
la necesidad de defender la Iglesia, el hogar, la sociedad
en general, o sus propios patios traseros. Hay unos pocos,
siempre los más vociferantes, que quieren aplastar al
dragón de la homosexualidad desde fuera para evitar
verlo desde dentro. Muchos otros se sienten satisfechos al
defender las buenas costumbres, o votando decisivamente
a favor de las normas medias. Pero a pesar de la fuerza
de estos y otros intereses morales, pocas reacciones
públicas contra la homosexualidad son espontáneas. La
mayor parte están arregladas o manejadas por personas
o facciones que pocas veces tienen algún tipo de
preocupación por asuntos sexuales, pero que han puesto
sus miras en diversos tipos de ganancias políticas. Con
todo, tales motivaciones parecen excesivamente locales
o impersonales para que puedan dar cuenta de toda esa
serie de excitaciones que han logrado conducir la ley hasta
el crimen, al Gobierno a fantásticas inconsistencias y a los
policías de la Navy a la locura común.
Habría que dar cuenta del hecho de que el asesinato,
la corrupción y toda una multitud de delitos violentos,
aunque sean tabú, no consiguen agitar esas emociones
intensamente personalizadas que puede despertar el
Pag. 337
homosexual. Una de las razones principales parece estar
en que la homosexualidad afecta a la gente, la implica,
de una manera que no consiguen hacerlo los delitos. Sus
acciones individuales incluyen componentes comunes a
la conducta de todos, aunque vistos en este caso en un
contexto de violación. Así, por ejemplo, para la mayor
parte de la gente, una de las imágenes más irritantes de
la homosexualidad es que dos hombres se besen, pues
es fácilmente imaginable y está muy en contra de lo
que puede esperarse. Lo mismo sucede en las prácticas
sexuales: todo «uso del pene», como cada expresión de
afecto en la homosexualidad, duplica un equivalente en
la heterosexualidad, de forma que «acerca a lo suyo» a la
gente con mayor fuerza que cualquier delito violento, que,
por muy repugnante que sea, contiene unas acciones lo
bastante poco familiares para permanecer a una distancia
más confortable. Es decir, aunque la homosexualidad no
sea en absoluto importuna es excesivamente intrusa en la
imaginación de la gente.
En un ejemplo como el de la Navy —o cualquier otro
grupo en el que predomine un culto a la masculinidad—,
el choque de la homosexualidad no está en sus acciones,
sino en la idea de que es una violación de la agresividad
varonil. Para que los servicios armados fueran capaces
realmente de aceptar al homosexual deberían, bien poner
menos énfasis en una masculinidad ostentosa, o, lo que
es menos probable incluso, llegar a la muy laboriosa
conclusión de que a menudo la inversión no está implicada
en contactos homosexuales, y que, aun cuando lo está,
para un hombre el invertir su papel en el sexo no implica
una pérdida de la agresividad en otras ocasiones.
Finalmente, hay una importantísima serie de razones
que explican que la homosexualidad despierte tanta
oposición, razones que tienen que ver menos con este tipo
de sexo que con los problemas que pueden levantar cerca
de la base filosófica de la heterosexualidad. No se trata
Pag. 338
de que la heterosexualidad necesite la base particular
de nuestra sociedad para existir, pues es y será siempre
la preferencia de mucha gente, Lo que sucede es que en
nuestra sociedad la heterosexualidad está encerrada por
una multitud de restricciones que eliminan la dignidad
del sexo salvo en unas pocas de sus formas. Incluso en
la heterosexualidad más convencional pueden violarse
códigos básicos al perseguir el sexo por diversión, por
variedad, por conquista o por otros deseos «puramente»
eróticos y personales. Actuar así equivale a ser acusado
de frivolidad y adulteración; si no la adulteración de un
matrimonio, sí la del amor mismo, acusaciones que suelen
ir acompañadas de discursos sobre lo que constituye una
relación madura. En resumen, la base filosófica de nuestra
heterosexualidad es todavía esencialmente ascética,
separando la maldición del sexo cuando, y sólo cuando,
éste es trascendido por el cariño y los compromisos
sociales.
Son muchas las personas que mantienen estas actitudes
y toda esta manera de ver el sexo. Si han mantenido rígidos
códigos sexuales, la falta de interés que han experimentado
en el dormitorio se les ha hecho generalmente más
tolerable al ser racionalizada, frecuentemente con la idea
de que el sexo no es lo único importante y que a través de
sus privaciones han ganado crédito moral y han cumplido
con las obligaciones familiares. Comparándola con ello,
la homosexualidad no parece tan sólo personalmente
inatractiva —como una de las posibilidades «opuestas»
que siempre existen—, sino totalmente despreciable,
especialmente cuando se describe como una libertad
lasciva. Pero incluso esta imagen es soportable en tanto
en cuanto los pecadores están sufriendo.
Pero todo es muy distinto si una fuente autorizada —
un informe Kinsey, un documental televisivo o un estudio
social —sugieren que un estilo de vida contradictorio
con el propio no sólo funcional sino que incluso puede
Pag. 339
funcionar mejor para algunas personas, las cuales, por
otra parte, posiblemente no sean pecadoras ni enfermas.
En general, las sugerencias de este tipo no resultan
amenazadoras a quienes se sienten completamente
gratificados por su heterosexualidad ni a quienes se
plantean con franqueza sus propios fallos. Pero para la
gran masa de la población, constreñida por los rigores de la
convencionalidad y fuertemente investida de los símbolos,
si no de la letra, de la ley moral, la mínima sugerencia
de una homosexualidad totalmente aceptable no sólo es
mala, sino repugnante. Es como si se viesen amenazados
los fundamentos mismos de sus creencias. ¿O está la
amenaza dirigida principalmente a sus racionalizaciones
sexuales? En cualquier caso, el resultado es una peligrosa
serie de emociones que ha demostrado ser capaz de
corromper cualquier canal de iluminación y de suprimir
una información que, en última instancia, hubiera sido
útil para la comprensión que todos tienen de sí mismos y
del mundo que les rodea.
Pag. 340
11. LA CUESTIÓN DE LA PSICOTERAPIA
Pag. 344
represión, abriendo usualmente la puerta a pequeños o
grandes éxitos.
Pero en casi toda la psicoterapia predominan los puntos
de vista convencionales y no hay éxito alguno. De hecho,
el cuadro es peor. La homosexualidad y la psicoterapia han
demostrado llevarse muy mal. Es innumerable el número
de personas que han llegado al terapeuta con problemas
homosexuales y han tenido motivos para lamentarlo. El
precio que ha tenido que pagar el paciente por no haberse
ido de inmediato ha sido, casi con certeza, el iniciar un
nuevo empeoramiento, generalmente en la forma de nuevas
visiones de su «patología» e incluso menor autoaceptación
de la que tenía en un principio. El despilfarro de tiempo y
dinero no son nada en comparación con el aumento de los
sentimientos de culpa, el desmoronamiento de su ímpetu
y otras consecuencias de una mala dirección.
Como en una retribución, la homosexualidad ha
dañado a la psicoterapia casi más allá de los límites de una
posible recuperación. El menor de sus castigos consiste
en que hay hoy miles de individuos que, como resultado
de su observación o su experiencia, están dispuestos a
recuperar toda terapia, haciendo difamaciones no sólo
sobre su validez, sino también sobre su veracidad. Este
desdén, junto con las dudas expresadas en otras esferas, ha
amargado a los más apegados a la tradición de entre los
psicoterapeutas, conduciéndolos a una constante reiteración
de sus ideas sobre la homosexualidad en libros, artículos y
conferencias profesionales. Como reacción a ello, todo el
campo de la psicoterapia ha recibido un golpe mayor: el
completo y callado repudio de los científicos. Conforme
los investigadores en biología y psicología experimental
iban oyendo más y más a los psiquiatras conservadores,
han llegado a horrorizarse ante los «terapeutas», a mover
sus cabezas con desesperación ante el «sin sentido de la
psicología aplicada» y a pensar en la terapia como en un
club de locos al que es mejor dejar solo que discutir con él.
Pag. 345
Esto es menos exagerado de lo que pueda parecer.
Hace dos años, un grupo de profesores y posgraduados
de la Universidad de Yale —de los departamentos de
biología, zoología y psicología experimental —decidieron
divertirse un poco demostrando al mismo tiempo a los
alumnos, y a sí mismos, lo que habían progresado sus
disciplinas combinadas. En particular querían mostrar
el contraste entre lo que solía pensarse sobre el instinto
humano y lo que se sabe ahora. Por tanto, como grupo, y
con cara grave, invitaran a un alto miembro de la American
Psychiatric Association —que era también presidente de
la New York Psychoanalytic Society— para que viniera
a hablarles sobre «Las vicisitudes del desarrollo sexual
humano»263.
El buen doctor aceptó la invitación y se comportó
exactamente como se había previsto. Tras algunas
acotaciones sobre la aplicación de las construcciones
teoréticas freudianas al urgente trabajo de curar
pacientes, comenzó a subrayar con detalle cómo el
instinto procreativo de la naturaleza se expresa a sí
mismo en los estadios del desarrollo de un niño varón.
Habló elocuentemente sobre la forma en que un niño
progresa desde la fase oral a una anal y, finalmente, a un
estadio fálico, mientras lucha por dejar atrás sus modos
infantiles; por seducir a su madre, suprimir a su padre
y, al fallar en ello, por esperar su turno para encontrar
una mujer apropiada cuya timidez estimule su apetito,
forzando al cariño a parte de su libido —que ha de
guardarse para el compañero con posteriores motivos de
engendramiento—, lo que le lleva a procrear y a tomar
así su lugar en el esquema de las cosas. Agradablemente
entretejido en el tema, habló de las variaciones, de cómo
el instinto humano puede fracasar en la consecución de
la tarea si es bloqueado por algunas de las desviaciones
homosexuales: fracaso fálico, posesión narcisista y las
fijaciones orales o anales, debidas, si no al miedo del niño
Pag. 346
a colocar su pene junto a los dientes que se imagina en la
vagina, a que ha sido seducido por la madre.
Los espectadores parecían embelesados, y, en un
sentido, seguramente lo estaban. Al final de la conferencia
hubo un estruendoso aplauso. El psicoanalista pareció
muy complacido. Cabe preguntarse lo que hubiera pensado
de haber sabido que se le había recibido como a una voz
del pasado, y que sus honorarios fueron, pagados con los
fondos para entretenimientos de los posgraduados.
Aunque las travesuras elaboradas de este tipo puedan
ser raras, es innegable que los investigadores sexuales
de la comunidad, científica mantienen una profunda
y continuada falta de respeto por los terapeutas. La
homosexualidad es una cuestión especialmente irritante,
no porque sea de un interés especial en sí misma, sino
porque, como señaló uno de los psicólogos de Yale: «Saca lo
peor de la masa psiquiátrica.» Los apologistas han sugerido
que aunque la alienación ha crecido en los años recientes
—los dos grupos raras veces comparten el mismo podio de
conferencias—. a un nivel práctico, al menos, la división
es incomprensible. Y, ciertamente, lo es en un sentido.
A diferencia del terapeuta, un biólogo o un psicólogo
experimental apenas tienen nada que decir a un público
general ni a ninguna audiencia profana. Debe saber poco,
y probablemente preocuparse menos, de los problemas del
paciente, al menos del qué hacer a nivel práctico. Puede
saber mucho sobre la homosexualidad —lo suficiente
para rechazar las suposiciones subyacentes en toda teoría
psiquiátrica—, pero en el nivel en que opera puede dudar
de que exista como una entidad y preocuparse muy poco
de la materia para presentar cualquier argumento. Si fuera
sorprendido por el tipo de pregunta que un padre ansioso
suele hacer, se sentiría como un explorador africano al
que de repente se le pide que explique una cabeza nuclear
a un nativo que se encuentre junto al cazo de comida de
las misiones.
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Los psicoterapeutas viven en el otro lado de la tierra.
Se encuentran en una posición bien diferente. Los
pacientes y los problemas de éstos son su asunto, y hablan
perfectamente el lenguaje de los padres preocupados.
Hay pocas preguntas sobre sexo y ninguna sobre la
homosexualidad ante las que carezcan de respuestas
fácilmente comunicables. Con estas cualidades y con
muchos oyentes no entrenados en esta era de los mass
media, no es sorprendente que lleguen a tener y a mantener
la respetuosa atención de una gran audiencia. Visto desde
este ángulo, ¿qué importa que tengan un pobre perfil
ante los ojos de unas pocas docenas de especialistas? Una
respuesta rápida es que, aparte del hecho de que encierran
la opinión pública en una cárcel de ignorancia, llevan la
agonía y la corrupción a la terapia misma. Pero aunque el
cuadro total combina tan a menudo la calamidad con la
inocencia, merece ser visto en su lado más favorable.
La mayor parte de los terapeutas no escriben libros ni
aparecen en televisión. No actúan de manera interesada al
sostener una teoría contra otra, o al ganar la aclamación
pública. En su mayor parte, son un compuesto de
hombres y mujeres inteligentes, amables y personalmente
agradables —aunque un poco extraños a veces— que
buscan, con más frecuencia de lo que encuentran, un cierto
tipo de satisfacciones recompensadoras en su trabajo.
A diferencia de lo que creen muchos de sus críticos, sus
preocupaciones primordiales no son mantener pacientes y
cobrar los honorarios. (El clínico establecido tiene ambas
cosas en grado satisfactorio.) Sus dolores y placeres están
en otra parte. Su trabajo diario requiere una gran tasa de
atención y de interés en lo que están haciendo..., sobretasa
que no es posible mantener sin la esperanza y el propósito
de mejorar al paciente. Nada perturba más al terapeuta,
ni le resulta más duro, que sentir que sus esfuerzos son
vanos, inútiles, desesperanzados. Al ver tanto homosexual
—quizá un 10 ó un 20 por 100 de sus pacientes—, les es
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muy necesario resolver sus propias posiciones. Al oír los
relatos del paciente necesitan poder realizar en sus propias
mentes las asociaciones apropiadas para reestructurar el
problema local o todo el problema en uno que en algún
sentido sea solucionable.
Probablemente sería correcto describir a los terapeutas,
en su mayor parte, como quienes actúan con cualquier
cosa que sirva. Inicialmente al menos, no se preocupan
del tipo de vida que elija el paciente —o del margen por el
que lo elige—, y menos aún de lo que hace sexualmente.
Pero la mayor parte de los terapeutas son arrastrados
hacia interpretaciones formales de la homosexualidad por
una desafortunada combinación entre los pacientes que
pueden ver y su propia alienación de la ciencia. A menos
que se hayan ganado ya una reputación por aceptar la
homosexualidad —o al menos de dejarla en paz—, raras
veces tendrán el tipo de clientes para quien tal actitud
funciona totalmente. Un riesgo mayor, en cambio, es el de
que la mayor parte de sus pacientes se han familiarizado
demasiado con las ideas psiquiátricas y traducen sus
propias interpretaciones a esos términos, lo que constituye
uno de sus problemas. Un paciente tras otro presentan la
historia de tener una madre dominante, un padre débil
o poco afectuoso, una serie de tempranas inseguridades,
etc. No es infrecuente que los pacientes produzcan tales
versiones de sus vidas con cierta precisión microscópica,
prefijándolas con exactitud en teorías edipicas y de
fijación... hasta un punto incluso que fijan los vacíos que
el terapeuta está esperando para llenar. Poco sorprende,
en consecuencia, que el terapeuta invitado a tal banquete
incestuoso llegue pronto a la poco segura consolación de
que Freud tenía razón en todo.
Cae inconscientemente en esta trampa y en muchas
otras que marcan su camino específicamente a causa de
su alienación de la investigación sexual. Es una alienación
que le ha costado la posibilidad de estar al tanto de
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muchos descubrimientos, entre ellos el de que las madres
dominantes y los padres débiles no se correlacionan
más que entre sí mismos; que en los cruces culturales,
y casi con toda seguridad también en nuestra sociedad,
la intimidad de un niño varón con su madre tiene una
correlación más alta con resultados heterosexuales que
homosexuales286; que, de modo característico, los sueños
toman la forma más aceptable para el oyente anticipado62;
que todas las preferencias son fijaciones y que ninguna se
establece sin aversiones aprendidas140; que las dificultades
del adolescente varón con las hembras y su denigración
están entre los más altos signos de previsión de su posterior
atracción por ellas82; que el eje de la inversión homosexual
tiende a ser proporcional con la fuerza de la «libido» y
no con su debilidad4, 69; y así una larga lista que pone en
entredicho, sin excepción, toda teoría psiquiátrica formal.
Desde aquellos dos lados —el de la ingenuidad técnica
y el de los informes monótonos, tristes y en gran parte
dirigidos de sus pacientes—, el terapeuta medio es invitado
a la nueva trampa de tratar de «curar» la homosexualidad,
en lugar de atacar las neurosis y el resto de perturbaciones
que la acompañan.
LA CUESTIÓN DE LA CURACIÓN
No se conocen «curaciones» de la homosexualidad,
y probablemente tampoco existen, dado que, en primer
lugar, no es una enfermedad. La cuestión, por supuesto,
no termina ahí. Tampoco el fumar y el beber son
enfermedades, pero pueden desarraigarse por diversos
medios. Con estas y otras consideraciones en mente, el
Kinsey Research hizo durante varios años un esfuerzo
concertado para descubrir y evaluar las historias de
personas cuyas vidas sexuales hubieran cambiado
contemporáneamente a cualquier tipo de terapia o
después de haberla seguido. No se encontró ninguna.
Varios psicoanalistas, amigos de miembros del Research,
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prometieron enviar a pacientes particulares de quienes se
sentían orgullosos por haber «curado», pero ninguno de
ellos estuvo nunca disponible. Tras la muerte de Kinsey,
y hasta hoy, Wardell Pomeroy —miembro del Research
durante mucho tiempo y psicoterapeuta ahora en Nueva
York— ha mantenido en pie la oferta de proporcionar los
tests del Kinsey Research a cualquier persona que pudiera
mandar un terapeuta para validar así posiblemente un
caso de homosexualidad cambiada. Nadie ha aceptado
nunca la oferta, salvo en un caso digno de mención.
Un psiquiatra neoyorquino que había dirigido durante
varios años un extenso programa de investigación
psicoanalítica sobre homosexualidad —quien había
escrito un importante libro sobre el tema en el que se
informaba de varios porcentajes de casos de cambióse
comprometió a ejemplificar tales resultados. Tras varios
retrasos de semanas, el psiquiatra confesó a Pomeroy
que sólo tenía un caso que pensaba que podía servir,
pero que, desgraciadamente, se encontraba en tan malas
relaciones con el paciente que no se sentía en posición de
llamarlo219. ¿Un caso posible? ¿Qué era entonces aquel
libro en el que se reivindicaban de un 19 a un 50 por 100
de curas? Es un mero asunto de definición, en parte, el
que ello se califique o no como una total falsificación. El
psiquiatra, en su tan citado libro, no decía en realidad que
él, personalmente, hubiera curado a nadie, ni afirmaba
haber visto o examinado personalmente los resultados
positivos de algún otro. Había numerosas implicaciones
de un conocimiento de primera mano, junto con
elaboradas citas estadísticas, pero legalmente hablando, el
psiquiatra estaba, y sigue estando, fuera de toda sospecha.
Es indudable que también ante sí mismo se hallaba libre
de toda sospecha, pues no hacía más que creer lo que
otros psiquiatras informaban y lo que él mismo era capaz
de hacer con aquellos informes. Ocupaba su lugar en una
larga tradición de realización de informes. Con los años,
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ha habido literalmente docenas de informes de segunda
mano sobre «curaciones» de la homosexualidad. Como
las huellas del monstruo del lago Ness, aparecen con
frecuencia, pero sin la presencia de la bestia.
Los intentos del Kinsey Research de encontrar gente,
cuya respuesta sexual hubiera cambiado como resultado
de la terapia obtuvieron unos pocos casos dignos de
mención, y en algunos de éstos la persona interesada
estaba muy orgullosa del «progresó» que él o ella habían
realizado. Pero tras un examen detenido, todos los
ejemplos se descubrieron inútiles para una clasificación.
En la mayor parte de los casos se trataba de una represión
absoluta: «Era lesbiana, pero ahora doy marcha atrás
cuando la tentación se apodera de mí». Otros eran algo
más complicados, a menudo. Implicaban la fantasía con
un hombre, si era un hombre, durante las relaciones
físicas heterosexuales o situaciones semejantes. En una
ocasión en que Kinsey estaba en Filadelfia, le telefoneó
un hombre para decirle que había oído que se hallaban
interesados en las personas cuya homosexualidad hubiese
cambiado con la terapia, y que así le había sucedido a él.
Kinsey concertó inmediatamente una cita para conocer
su historia. Aquel hombre le explicó que en otro tiempo
había sido un homosexual muy activo, pero que, gracias a
la terapia, «he cortado con todo eso y ni siquiera pienso en
los hombres..., salvo cuando me masturbo»141.
Lo cierto es que resulta muy sorprendente que los
investigadores del Kinsey Research no encontraran
ningún caso de personas cuyas respuestas sexuales se
hubieran alterado durante la terapia, y ellos fueron los
primeros en sorprenderse. Sería lógico esperar que, al
menos por accidente, no por otro motivo, se produjeran
cambios ocasionalmente. Siempre ha habido personas,
unas cuantas; que han podido aceptar o abandonar
las implicaciones homosexuales en virtud de que sus
preferencias no estaban claramente definidas. Otros
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tienen preferencias bien definidas que se mantienen dentro
de cierta flexibilidad porque carecen de reacciones de
aversión con sus opuestos; tales individuos cruzan a veces,
en uno u otro sentido, la frontera de la homosexualidad-
heterosexualidad como resultado de experiencias
particularmente buenas o malas con miembros de ambos
sexos.
Como cabía esperar, el terapeuta medio nada sabe
de estos antecedentes, pues desconoce que nunca se
han encontrado cambios verificados en homosexuales.
Y, con toda certeza, desconoce que los más prestigiosos
textos sobre el tema no son, en el mejor de los casos, sino
informes de segunda mano, si no son el resultado de
ideas sobrevenidas recostado en un sillón. Se encuentra
en cambio rodeado de colegas y de textos publicados que
sugieren que tales cambios son factibles y que realmente se
han hecho. No es infrecuente que sienta casi la obligación
profesional de ver lo que otros han visto —situación
semejante a la del cuento antiguo de las nuevas ropas del
emperador— y de poder igualar tales resultados, con total
independencia del grado en que sus propias actitudes
pueden empujarle en dicha dirección,
En consecuencia, hay muchos importantes terapeutas
—entre los que se Incluyen quienes son lo bastante
prudentes para evitar la palabra curación y los que no se
habrían dejado engañar por el hombre de Filadelfia— que
sienten la urgencia de efectuar mayores esfuerzos para
suprimir y cambiar la conducta homosexual. Varían
considerablemente, empero, sus puntos de vista y sus
niveles de sofisticación. Hay bastantes que creen que si
consiguieran que un paciente probara las relaciones
heterosexuales, éste «perdería el miedo a éstas», llegaría
a gustar de ellas y, en tal caso, la homosexualidad
desaparecería de modo automático —de nuevo tropezamos
con el fantasma de una heterosexualidad «bloqueada»—.
Otros se dan cuenta más cabal de dicho error y, sin
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embargo, apuntan persistentemente a los mismos
objetivos. Desde su punto de vista, lo único realmente
malo de la homosexualidad es la exclusividad, de la cual
se supone que separa a una persona de la sociedad general
y de las experiencias generales del amor y el hogar. En
ambas posiciones, y en las gradaciones existentes entre
ellas, se considera que el mayor avance vendría dado por
el matrimonio del paciente con una persona hacia la que
se sienta interés. (Es muy interesante —y alarmante—
que no se mencionen los riesgos y el bienestar del otro
contrayente: la extensa literatura sobre los modos de
alterar la homosexualidad no contiene una sola palabra
sobre él o ella.)
Pero desde el momento en que un terapeuta decide
transformar una situación de terapia homosexual en
un teatro de cambio, se mete en problemas; y él lo sabe.
Necesita toda la ayuda que pueda obtener; algo que tenga
más fuerza que sus propias convicciones y un deseo de
emular a sus colegas. Necesita una gran cooperación del
paciente; o, como también dicen los textos, el paciente
«debe querer cambiar realmente». El problema estriba en
que prácticamente ningún paciente comienza diciendo
algo semejante. La persona que recurre a la terapia
usualmente lo hace buscando ayuda, no una labor total
de remodelación, y si más pronto o más tarde cambia a la
posición de querer cambiar, se trata de un compromiso
realizado a cierta distancia del sexo*. Así, el terapeuta del
cambio puede utilizar su posición de autoridad y diversas
técnicas a su alcance para socavar la validez básica de la
homosexualidad con el fin de que la heterosexualidad
* Los diversos análisis que se han ido haciendo con los años han demostrado que
del 90 a 96 por 100 de homosexuales no elegirían el cambio, ni siquiera aunque pu-
dieran hacerlo «pulsando un botón». Dichos resultados no prueban ni que la mayor
parte de los individuos se sienten complacidos de sus vidas ni que a unos cuantos de
ellos les gustaría cambiar. La cuestión central es mucho más compleja, pues tiene
relación con el componente de pensamiento y con la honestidad intelectual. En
cualquier caso, es muy cuestionable el que sea humanamente posible que alguien
quiera lo que no quiere, y el querer genuinamente no querer lo que quiere; y mucho
más lo es el querer ambas cosas a la vez.
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aparezca como la única solución al problema del paciente.
Está muy extendida la creencia, especialmente entre
los homosexuales, de que tales maniobras sólo son
toleradas por las personas que se sienten muy culpables
por sus posiciones homosexuales. No es cierto. Muchos
terapeutas del cambio no anuncian exactamente, desde el
principio, sus actitudes e intenciones; y cuando el paciente
las descubre, puede estar personalmente vinculado al
terapeuta, o encontrarse profundamente enmarañado en
los «descubrimientos» de su propio caso. Además, existen
diversos tipos de sentimientos de culpa, algunos de los
cuales producen el efecto de localizar el área del conflicto.
Una persona quizá se preocupe poco por sus deseos
sexuales, y alarmarse, sin embargo, por lo que puedan
«significar», o por lo que pueda ocurrirle en momentos
posteriores. Enfocando estos tipos de preocupaciones,
una persona quizá siga la terapia durante un año o más
antes de comprender realmente que el terapeuta no apunta
a esas pequeñas ramas, sino que ha estado serrando el
tronco de su árbol.
Incluso entonces, las técnicas básicas del terapeuta
del cambio no resultan muy transparentes para muchos
pacientes, Pueden considerarle un observador objetivo,
amigable y que no juzga, pero con unas habilidades que
le permiten traspasar la superficie y realizar interesantes
conexiones. Con frecuencia, un paciente se asombra de
que las piezas y partes de su conducta sean interpretables
en relación con un complejo rico y extraordinariamente
sistematizado. No entiende que el terapeuta no está
dependiendo, para sus propósitos, de tales conexiones,
sino que plantea su caso sobre materias mucho más
mundanas: los efectos de determinadas posiciones
políticas, las más típicas de las cuales son:
— Si el paciente tiene en esos momentos una relación
homosexual de larga duración, «analizar» cualquier
conflicto local. Preguntar con detalle lo que sucedió con
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el intenso interés sexual que tuvieron sus parejas en un
principio: implicar que en las relaciones heterosexuales,
sus miembros conservan intacto el interés sexual hasta
que se disuelve a causa de la edad avanzada. En cambio,
si el conflicto surge en una relación de corta duración,
señalar que es faltar al realismo el esperar que los vínculos
homosexuales duren, pues tal tipo de amor es una ficción
espúrea, una versión falsificada del amor real. (En este
ejemplo, y en los que siguen, podrá ser cuestionable la
objetividad y honestidad intelectual del terapeuta del
cambio, pero usualmente no su integridad: con frecuencia
cree en lo que dice, o al menos no desconfía.)
— Señalar que en la relación presente del paciente, o
en la pasada, tiene muchos momentos y ráfagas de odio
hacia el compañero, así como ideas de que la vida sería
mejor con él. Si la respuesta del paciente es «¡Cierto!
¿Cómo sabe usted eso?», se propone entonces consolidar
la idea de que incluso las mejores formas de vinculación
homosexual son inherentemente espasmódicas y tienden
a deshacerse. Sin embargo, si el paciente es menos ingenuo
y responde que «Por supuesto, he sentido ráfagas de odio
y he tenido el hermoso sueño de una libertad total, ¿y
quién no?», entonces el terapeuta recupera el terreno y
da un paso nuevo: «Así es, a todo el mundo le sucede,
pero en la heterosexualidad no es tan frecuente..., y como
usted mismo ha señalado [previamente], las relaciones
homosexuales raras veces perduran; sólo quería que
entendiera el porqué».
— Relacionar todas las interpretaciones con el hecho
de que en la mayor parte de sus vinculaciones el paciente
fue el que se separó de su compañero, o viceversa. (Casi
todo el mundo, sea cual sea su orientación, cae en el
esquema de terminar sus relaciones o de ser abandonado:
son relativamente pocos los que mezclan ambos estilos.)
Si el paciente ha sido de los que suelen acabar la relación,
el terapeuta le señala sus motivaciones inconscientes
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de dañar a la gente, o su constante necesidad de nuevos
compañeros que mitiguen las dudas que tiene de sí mismo,
que reafirmen su atractivo, etc. Pero si el paciente es de
los que generalmente han sido abandonados, le señala su
sobredependencia, su deseo de sufrimiento masoquista,
la naturaleza inevitablemente superficial de todos los
vínculos superficiales y la posibilidad de que él sea un
«coleccionista de injusticias» que prospera con sus propias
derrotas; o quizá entreteja todas estas interpretaciones
para demostrar la locura que es su estilo de vida.
— Utilizar todo lo que el paciente diga de sus
deudas o sentimientos de culpa para aniquilar cualquier
esperanza que pueda abrigar todavía de encontrar una
vida homosexual satisfactoria. Se muestra de acuerdo con
todas las declaraciones negativas que el paciente pueda
hacer sobre la homosexualidad y las elabora, incluyendo
aquellas basadas en creencias religiosas que el terapeuta no
comparte. Por ejemplo, si un judío ortodoxo o un católico
estricto centran su conflicto en un mandato particular, el
terapeuta le sugiere que tales convenciones morales no son
meras reglas locales, sino, en cierto sentido, el reflejo de
la experiencia de la humanidad. (Unos pocos terapeutas
del cambio añaden la noción de que ninguna sociedad ha
aprobado la homosexualidad y que los «apologistas» de la
homosexualidad han fabricado o distorsionado los datos
de la historia; sugerencia con la que corren el riesgo de
que el paciente sepa más que él.) Decir o dar a entender
que gran parte de la soledad o el aislamiento que siente el
paciente no le son propios, sino que son inherentes a su
estilo de vida. Cuando un paciente expresa preocupación
por el envejecimiento, señala que ésta finalmente le dejará
plantado: o evoca una imagen del homosexual viejo como
ave de rapiña. Declarar repetidamente los estragos de
la transitoriedad y la promiscuidad en las vidas de los
homosexuales. Señalar que siempre pueden luchar por
una separación entre sus experiencias emocionales, por
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una parte, y sus experiencias afectivas y emocionales, por
otra*.
Pero de todos los rasgos individuales del homosexual
que el terapeuta del cambio es capaz de explotar,
probablemente ninguno es tan útil como una preferencia
sexual especial del paciente. Dado que todo varón adulto
tiene al menos unas pocas preferencias fetichistas, resulta
sencillo entretejer éstas en un «esquema dinámico» que
puede impresionar en gran manera al paciente ingenuo.
Por ejemplo, si prefiere compañeros que sean más bajos que
él y que tengan prominentes rasgos masculinos —quizá
un pene grande y hombros anchos—, puede «mostrársele»
que está tratando de enmendar su dudosa masculinidad
al saborear la masculinidad de un compañero sobre el que
predomina, quizá como su propio padre predominaba
sobre él, con numerosas ramificaciones al cómo quiere
dominar, o ser dominado, o ambas cosas. (Si en el
cuadro existiera una nota de esclavitud, como la fantasía
de forzar al compañero o de ser forzado por él, las
posibilidades son ilimitadas.) Si el paciente se retrae de
besar a sus compañeros, ello puede «demostrar» que su
principal motivo sexual es un juego de poder; pero si,
flor el contrario, los besos son importantes, ello podría
servir de indicación de que está tratando de agradar al
compañero, o de que éste le agrade, como su madre le
agradaba, o hubiera podido hacerlo, etc. Las piezas del
«puzzle» pueden unirse de mil maneras para confirmar
de modo absoluto cualquier explicación**.
* Estratagemas como éstas, y otras muchas, forman parte de los medios
convencionales de los terapeutas del cambio. Muchas de estas técnicas fueron
reunidas y publicadas, junto con las instrucciones detalladas para su utilización, en
1970 por el psiquiatra Lawrence Hatterer100. Es- notable que no tenga precedentes
en este campo un intento deliberado de aumentar la culpa del paciente, Pero ni
esta política básica ni la utilización de claras tergiversaciones —cuando «el fin
justifica los medios— han sido establecidas todavía por la American Psychiatric
Association ni por la American Psychological Association.
** Estos ejemplos han sido elegidos de un repertorio relativamente conservador
del terapeuta del cambio ordinario. Los mismos tipos de interpretaciones se han
convertido en fantasmagóricas en las manos de unos pocos psiquiatras que, por
lo que parecen ser serias razones personales, han llegado hasta el borde de la
«patología homosexual». Por ejemplo, Irving Bieber ha sugerido que los olores que
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Entre los escasísimos pacientes homosexuales que
permanecen con un psicoterapeuta del cambio durante
un tiempo considerable están los que creen en lo que oyen
y siguen las direcciones que se les marca. Ello significa,
por una parte, desmoralizarse en grado suficiente por la
homosexualidad hasta el punto de luchar activamente
contra ella y, por otra, tratar desesperadamente de
crear una respuesta heterosexual. Surge así una nueva
pregunta: ¿Por qué no hay éxito final en estos pocos
casos en los que el tratamiento logra realizar las metas
inmediatas? La respuesta es: por la simple, aunque no tan
simple, razón de que la respuesta sexual del ser humano
adulto descansa sobre un enorme sistema de valores
sexuales, corticalmente organizado, que es impermeable
a las triviales intrusiones lanzadas contra él por las
preocupaciones sociales, preocupaciones que no pueden
obtener apoyo sino de una pequeña parte de la autoridad
del lóbulo frontal, El esfuerzo por proseguir esta guerra
ha sido descrito por George Weinberg como «un intento
de hundir un barco de guerra con un fusil de juguete»271.
Haciendo un análisis final en términos prácticos, es
importante recordar las suposiciones y bases técnicas del
terapeuta del cambio, pues ambas cosas son las que le
han conducido erróneamente a partir del conocimiento
superficial de unos «cambios» iniciales y unos frágiles
casos de control rígido: lo que en última instancia no le
deja ni un solo caso verificable. Pero al menos su futuro
inmediato parece asegurado, pues aunque no alcance sus
objetivos, sus esfuerzos gratifican diversas necesidades
sociales y profesionales.
En estos momentos se está intentando dar la vuelta a la
cuestión y revisar los esfuerzos, a menudo excelentes, de
un niño percibe de su madre pueden estimular unas respuestas que le mantengan
apartado para siempre de las mujeres27. Y Edmund Bergler ha Insistido en que
toda motivación homosexual es externamente autodestructora e internamente
superdinámica: por ejemplo, que el hombre que coloca un pene en su boca ha
querido hacerlo así porque su forma relativa y la textura de su piel le recuerdan el
pezón suavemente áspero y sobresaliente de su madre, al que desea regresar con
vehemencia, etc.24
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los terapeutas que tratan de conducir las perturbaciones
emocionales de los pacientes homosexuales adonde éstos
desean, evitando todo intento de dirigir sus proclividades
sexuales. Tal revisión sería alentadora y bastante positiva
para este campo; pues aunque estos terapeutas están en
minoría, constituyen un notable grupo de profesionales,
alguno de los cuales muestra una honestidad intelectual,
un talento y una humanidad excepcionales. Pero por
razones que no son instantáneamente evidentes, incluso
el esbozar su trabajo constituiría una formidable tarea.
Al examinar a los terapeutas del cambio fue posible
captar rápidamente las condiciones de su tratamiento, ya
que estaban fuertemente unidos por una serle uniforme
de suposiciones subyacentes. Pero entre los terapeutas
«liberales» —ni siquiera les va la etiqueta, pues hay en
el grupo conservadores extremos— no existe una sola
suposición unificadora.
Tomemos el asunto de la aceptación. Unos cuantos
terapeutas aceptan la homosexualidad porque los
resultados de sus esfuerzos previos por oponerse a ella
les habían hecho prudentes al entrometerse en dicho
asunto. Otros la aceptan como se aceptan las fases de la
luna. Otros cogen la pelota y corren con ella, contentos
de librarse de dar la batalla a una serie particular de
perturbaciones que ya habían visto antes en pacientes
homosexuales y ya habían aprendido a tratar. Entre estos
grupos hay bastantes terapeutas que piensan que los
asuntos sexuales avanzarán por sí mismos si se consigue
mejorar la integración social del paciente, así como su
capacidad de manejar los problemas interpersonales.
Otros, en suma, buscan de verdad una suspensión del
paciente: «Consiga que su situación sexual funcione, o
todo el éxito del mundo no le valdrá un centavo».
El terapeuta que acepte plenamente la orientación
sexual básica de una persona tiene una enorme ventaja:
puede lograr lo que ningún terapeuta del cambio podrá
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conseguir; puede llevar la atención a puntos problemáticos
particulares con una especie de brutalidad flagrante
—en realidad, un abuso de afecto— para abrir un
camino sin riesgo de hacer sangre o levantar resistencia:
«Esos movimientos de muñeca que hace cuando no es
completamente sincero son delatadores; ¿los copia de
alguien o son suyos? «Su hostilidad hacia John es bastante
clara, pero él no expresarla da a su actitud un aire de
pequeñez, de rencor, de enmarañamiento; ¿no sería mejor
apuñalarlo unas cuantas veces en lugar de aguijonearle a
muerte como un enjambre de abejas?» Hasta un terapeuta
que nunca considere la conducta superficial de un
paciente —o ni siquiera la mencione— obtiene más fuerza
aceptando plenamente que lamentándose privadamente
del condicionamiento básico. La aceptación también
posibilita el dar con modos de ganar confianza y de
permitir que los problemas del paciente sean considerados
según sus propias circunstancias.
Queda claro, a partir de estos pocos ejemplos, que
existe una gran diversidad entre los terapeutas liberales,
y mucho que discutir también; pero es indudable que
en su trabajo hay mucho de elegante y de útil. Al menos
tratan de dar con lo que hay de importante en las
implicaciones homosexuales de una persona; sus riesgos,
castigos y ventajas. Hay que seguir trabajando mucho,
pues la idea de que los inconvenientes más comunes
de la homosexualidad sean raramente sus rasgos más
turbadores sugiere problemas especiales.
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Pero, por supuesto, no hay muchos terapeutas, y aunque
todos ellos se pusieran manos a la obra, el impacto sería
muy pequeño. Por tanto, en su mayor parte, el homosexual
debe buscar su propia salvación; y cuando la halla se
encuentra tan inclinado como todo el mundo a atribuirla
sin demasiada precisión a su trabajo, sus creencias o a algo
en particular. Indudablemente, una valoración crítica
de su estilo de vida, o de otro cualquiera, debe tener en
cuenta cómo recompensa al individuo, desde su punto de
vista, y cómo soporta la tensión.
Una vez consideradas todas estas cosas, sería justo
también considerar la efectividad de la adaptación de
una persona a los criterios ordinarios de si en general
apoya o daña su vitalidad y su deseo de vivir. Vistas
desde este ángulo, las adaptaciones del homosexual
recorren una amplia gama —desde considerablemente
peor a considerablemente mejor que la media— con
bastantes más individuos en ambos extremos que los
que de otro modo hubieran estado allí. No es fácil
encontrar las razones. Quienes en algún sentido no son
nada convencionales encuentran mayor resistencia,
generalmente al principio, y suelen pagar un precio más
alto del normal por sus fracasos adaptativos, mientras
que los que consiguen compensaciones razonables suelen
utilizarlas como plataformas de lanzamiento para sus
ambiciones y como suelo para sus derrotas.
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12. EQUILIBRANDO LA ECUACIÓN
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para mitigar la uniformidad de la convencionalidad es
ya algo válido.) En cada, lado abre las puertas a los tipos
de individualidad que constantemente sugieren nuevas
aproximaciones a los problemas comunes. También
le sirve al rígido conformista, pues le proporciona
alternativas rechazables, los materiales que ha de apartar
y que le permiten mantenerse en su propio camino. Pero,
ciertamente, el principal beneficiario es quien puede
aceptar las enormes diferencias de los otros, no sólo
tolerándolas, sino encontrando denominadores comunes
consigo mismo: alcanza, indudablemente, una ética
superior y, en tal proceso, escapa a la tiranía de ir en la
manada por propia conformidad.
Esto, por supuesto, no lo es todo. Son una serie de
observaciones que apoyan el punto de vista liberal, y
constituyen realmente la clave de la individualidad y de
la libertad personal. Pero si las diferencias humanas han
de respetarse, ello incluye un respeto por la posición de
quienes no quieren tal libertad, de quienes encuentran
alarmantes sus propias variaciones —por no decir las de
los otros— y de quienes encuentran un gran consuelo en
las convenciones y en conformarse a ellas. ¿No tienen el
derecho a menospreciar al homosexual y a considerar
repugnante su estilo? Por supuesto. (Y como sus actitudes
son estados de sentimiento que forman parte de sus
propios condicionamientos, no tienen otra alternativa.)
Pero es un derecho que cesa en cuanto pasan a la acción.
Desde el momento en que un colérico conservador lanza
una piedra, viola algunos de sus principios y de los de la
decencia humana, lo que sucede de igual modo con el
liberal que devuelve el fuego,
Quienes sostienen puntos de vista liberales gustan
de pensar que las ideas conservadoras llevan en ellas su
propio castigo: «Cuando una persona deprecia a las otras,
en última instancia se hiere a sí misma». Es un sentimiento
noble, que busca una especie de justicia automática,
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pero también es una descripción imperfecta y desviada
de lo que ocurre en realidad. La persona que desprecia
al homosexual puede no sólo «escapar» con su actitud,
también puede obtener varias recompensas por ello. Hay
muchas cosas que saber de la indignación justa; puede ser
una manera de asegurarse a sí mismo y a los otros sobre
la cuestión de la propia «normalidad». No es infrecuente
que mejore su posición con los que están de acuerdo con
él, generalmente la mayoría.
De este modo, individuos tan apartados como los
archiconservadores y los liberales extremos encuentran
la forma de sacar partido de sus propias ideas, ideas que
giran sobre la cuestión de la diversidad y que descansan
en algo más que en asuntos de psicología individual.
Aquello en lo que se basan es de una gran importancia en
cualquier determinación final de la homosexualidad.
La posición conservadora tiene sus raíces en el material
estable de las creencias religiosas, tradiciones sociales y
en la tranquilidad de una norma de conducta uniforme.
La posición liberal siempre es escasa por lo que respecta
a los puntos anteriores. Se presenten sus partidarios
como rebeldes iconoclastas o como suaves pacifistas en
busca de una más amplia comunalidad, siempre tienen
pocos antecedentes en las tradiciones clásicas. Pero lo
que hacen hasta un grado casi violento es una siempre
creciente convalidación basada en las ciencias naturales.
En favor de la columna liberal están la mayor parte de
los resultados de la biología, zoología, sociología y una
docena de otras disciplinas. La mayor parte —aunque no
todo— de lo que se aprende sobre el hombre a partir de
un cuidadoso estudio de su naturaleza y orígenes tiende
a subrayar su diversidad, usualmente a expensas de sus
tradiciones sociales.
Ello no significa que el conservadurismo perderá
siempre su control de las costumbres por no estar éste
suficientemente apoyado. Aun cuando los dogmas sociales
Pag. 387
y religiosos sufran un cambio radical, existen otros motivos
para el conservadurismo que tienden a mantenerlo al
mando y que prometen que nunca desaparecerá, Éstos
derivan, en parte, de lo que Kinsey ha llamado «la
tendencia al agrupamiento de los organismos vivos»,
agrupamiento que hace que los animales unicelulares se
agrupen, que los pájaros formen bandadas y que los peces
constituyan bancos. Esta tendencia al agrupamiento
deviene excesivamente elaborada en la Psicología humana
cuando estimula un grado de proximidad e igualdad
mental que excede con mucho a lo que podría alcanzarse
por la mera proximidad y cooperación. Se necesita una
similitud compartible. Así, todas las sociedades tienden
a resistirse a la diversidad y a buscar una uniformidad
relativamente estrecha, especialmente en materias tan
emocionales como el sexo. Usualmente ello se consigue
instituyendo unas costumbres muy restrictivas que
han de ser conservadas por la policía. Pero es digno de
observar que incluso en las sociedades más permisivas se
desaprueba a los individuos que se mantienen separados.
Pero queda todavía una gran, diversidad innata en
el hombre que la mayor parte de la gente encuentra al
enfrentarse a una disparidad inquietante y estimulante
de un sentimiento de culpa entre, por una parte, lo
que desean hacer y evitar y, por otra, lo que les exige
la sociedad, y quizá sus propias expectativas. Puede
verse aquí el conflicto del homosexual: corre todos los
riesgos por permanecer aparte, a menos que los reduzca
manteniendo unos pocos vínculos firmes con el grupo
social. Pero lo que no es tan fácil de ver son los peligros
que están en el otro lado: los riesgos que corren los que
aceptan la convencionalidad demasiado entusiasta o
imprudentemente, riesgos que son mucho más insidiosos
por su perfil legal. Desde una posición convencional se
siente la tentación de aborrecer la divergencia, de buscar
la unidad de la masa, y de derivar así hacia los rigores
Pag. 388
de la conformidad que aplastan lentamente todo ánimo
y toda empresa. Sin duda habrá quienes digan que se está
exagerando el caso. Gente de todo tipo parece dispuesta a
creer que la vida buena es fácilmente alcanzada por unos
cuyos apetitos se piensa son plenamente satisfechos por
la convencionalidad. Esta creencia, esta enorme fe en las
costumbres, se aparta de la no muy agradable conclusión
aquí sugerida: que tanto un conformismo muy alto como
uno muy bajo son igualmente restrictivos de la libertad
individual. En la práctica, nadie puede negar la verdad
existente en la observación de Thoreau: «La mayor parte
de los hombres llevan vidas de callada desesperación».
En un análisis final, la cuestión central es: ¿Quién
entre nosotros escapa, como hacen muchos, a tan
sombríos hechos? Con toda seguridad, la respuesta es
clara: cualquier persona, que sea capaz de honrar los
elementos de su propia diversidad y los de la causa común;
es decir, la que da al César lo que es del César y a sí misma
lo que es suyo.
Pag. 389
MISCELANEA
Pag. 395
Al dar cuenta de la bisexualidad, ¿por qué entrar en
complicaciones con sistemas de valores y cosas semejantes?
¿No sería más simple decir que el hombre es básicamente
una criatura bisexual que, como resultado de diversas
influencias individuales y sociales, se inclina a desarrollar
un gusto por uno de los sexos o por ambos?
Ciertamente, hubiera sido más simple. Y cuando la
teoría se establece con la amplitud y precisión con que
usted la ha señalado, no lleva a errores y respeta el hecho de
la «neutralidad psicosexual del hombre en el nacimiento».
La debilidad fatal de la teoría de la bisexualidad básica
del hombre estriba en que implícitamente predice que
la homosexualidad florecerá en donde existan mínimas
restricciones contra ella; lo cual, en el mejor de los casos,
sólo se da a veces. Lo peor para la teoría y su predicción es
que las más bajas frecuencias de homosexualidad se dan en
las sociedades que ejercen pocas o ningunas restricciones
contra ella. Por tanto, para dar cuenta de estas y otras
variaciones sin caer en contradicciones heterosexuales,
homosexuales y bisexuales, fue necesario analizar
sistemas de valores, la forma en que tipos particulares de
compañeros se erotizan, la formación de las reacciones de
aversión, etc,
Pag. 399
¿Es la «aversión a los opuestos implicados» lo único
que estabiliza una relación exclusivamente heterosexual u
homosexual?
Estrictamente hablando, no. El lnstitute for Sex
Research tiene en sus archivos una película de un puerco
espín macho que responde sólo a otros machos; lo que
sugiere que un condicionamiento de «una sola dirección»
puede sostenerse por sí mismo sin la formación de una
aversión específica a otras alternativas. Pero la mente
humana está tan inclinada a pensar en categorías y a
formar aversiones hacia alternativas no elegidas, que
dichas aversiones, casi con toda seguridad, se ven
implicadas en toda exclusividad continua del gusto.
Pag. 400
Si pudiera agitar una varita mágica que no
afectara a ninguna persona viva, pero que eliminara la
homosexualidad en las generaciones futuras: ¿lo haría?
Ciertamente no. Aunque siempre se está intentando
optar por algún tipo de uniformidad que redujera
automáticamente los conflictos humanos, sólo un loco
se introduciría en un computador tan enorme que nadie
entiende y comenzaría a sacar transistores.
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