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Uno EL SOLEADO DOMINGO que cambié la vida de Rosula, se re- veld con claridad en las barajas de su madre, la noche en que ésta decidié consultar el destino antes de meterse a la cama. Afuera el viento susurraba entre la morera y Ja luna plateaba la residencia. Benilda Almirazn, respetada espo- sa del visitador de la regidn, sacé los naipes de su arquilla, donde los atesoraba en secteto, y decidié interpretarlos bajo el dominio de la gran estrella. Confiaba en este sistema porque siempre le habia he- cho revelaciones oportunas, descubriendo el cardcter de sus cuatro hijos, los devenires econdmicos y politicos de su marido, y, sobre todo, el espinoso recorrido de su propia fortuna. Vivia deslumbrada con los prondsticos esotéricos desde que las cartas le notificaron que su hija mayor, Résu- la, venia al mundo marcada por la estrella de la soledad. El temperamento de la nifia no contrarié los auspicios de las barajas: cuando apenas daba sus primeros pasos, la peque- fia Résula huia ya de todos, y se pasaba horas en su balan- cin, mirando el cielo y chupandose la punta desbaratada de su trenza. Al menos eso era lo que contaba Paguatanta, la vieja cocinera de la familia, antes de abandonar este mundo a una edad imposible. Ella mds que nadie conocié de cerca las lagrimas secretas de Résula, su nostalgia llevada a extre- mos, su insondable desconsuelo. Y es que, como lo decia siempre el cinco de espadas, su afliccion era ingénita. Vivia en permanente estado de desolacion, vagando solitaria por la gran residencia del visitador, hablandole a las plantas, re- tozando con los gordos gatos de la cocina. Gustaba de ver, tendida sobre la hierba, el premioso avance de las nubes, comer melocotén albérchigo y beber, en sorbos pequefiitos, el delicioso arrope que salia de las manos de Paguatanta. Adoraba, sobre todo, acercarse a los mochuelos. Se trepaba alos sobradillos de los techos, donde sabia que anidaban las lechuzas, y adoptaba los pichones antes de que las madres, espantadas por los gatos, los abandonaran a su suerte. Con ellos se entretenia horas y horas, abrigandolos, alimentan- dolos con grano y borona, vistiéndolos con trajes de gala confeccionados con papel dorado, y ensefdndoles a volar como una prematura maestra de altanerfa. 7 —No llame a la mala suerte criando esos tucos, nifa —le suplicaba la vieja Paguatanta—. Son de malagiiero, peores que las mariposas taparaco, esas que llaman a la muerte, peores que tierra de cementerio. Si las escucha berrear a la medianoche, es porque las animas han venido a recoger sus pasos, 0 porque alguien va a morir, nifia. Pero Résula no concedia. Al contrario de sus hermanas, Antonina y Lucerminda, que eran desenvueltas y vivara- chas, y al contrario de Ignacio, el menor, travieso y bullicio- so, Résula era sigilosa, taciturna, y siempre buscaba el calor de los sirvientes. De eso escarnecian sus hermanas, de que Résula prefiriera socorrer la plaza en el fogén en lugar de jugar con ellas a las mufiecas. Aunque todos se esforzaban por no marcar diferencias entre las tres, sobre todo Benil- da, quien se encargaba de vestirla con sus mejores galas y de cepillarle el cabello y de reinstalarla entre los elegantes tapices del salon, era Résula misma la que construia una muralla de defensa contra el mundo y, en el momento me- nos pensado, estaba de vuelta en la cocina, escondida entre los faldones de Paguatanta. Tanto era el apego que sentia por la vieja guisandera, que por las noches se las ingeniaba para dormir en su lecho hasta que los zorzales la despertaban en la madrugada y la man- daban de vuelta a su verdadera habitacién. La melancolia era una vocacion tan consolidada en su alma, que Benilda, rendida ante la infructuosa lucha por cambiarle el cardcter, Ilego a la conclusién de que el nico modo de verla feliz era dejandola que viviera su soledad en paz. Lo cierto era que Résula, a los ocho afios, habia comprendido que era inutil darle la espalda a la realidad, porque los visitantes, siempre en sus artificiosas formalidades, se deshacian en halagos a las mas pequefias, cargandolas y obsequidndoles pirulines, ignorandola siempre a ella porque crefan que se trataba de una vastiga de la servidumbre. En realidad a Résula le hu- biera complacido que eso fuera cierto. Lo que en realidad la atormentaba era la ofuscacién que sus padres tenian que afrontar cada vez que una impertinente comentaba que no era saludable mezclar a los hijos bien nacidos con los hijos de los ladinos. Fueron tantas las demostraciones de esta in- 8 dole que un dia Résula decidié no salir més a saludar a las visitas. Prefirié, desde entonces, esconderse en el costure- ro, ese espacio sagrado al que consagré su martirio, donde aprendié a garrapatear coplas a la luz del fanal de mecha, a tararear cuecas y gallardas, y a tocar dalorosamente el rabel. Trataba de no llorar para no darle gusto a nadie, menos a su destino, y vivia en un permanente estado de sordina pro- vocado por las lagrimas contenidas, Pero una tarde, mien- tras bordaba un mantel de lino en el costurero de su madre, no pudo soportar més la presién del pecho y, reposando la labor en el regazo, rompié a llorar sin posibilidades de repliegue. Paguatanta contaba que las lagrimas de Résula, por intensas, eran candentes como gotas de cera hirviente. Decia que una vez le impacté una lagrima en el dorso de la mano y que ella tuvo que apartarla porque le quemé ardo- rosamente. —Usted no llora lagrimas cristianas —le decia la india desde entonces—. Usted llora aceite, nifia. En verdad, Roésula lloré tanto durante su vida a causa de su gordura, de su poquedad, que al cumplir los quince afios parecia no tener més lagrimas para seguir haciéndolo. Pero era fuerte para soportar el sufrimiento y decidida para esconderla a costa de todo, de manera que su tormento no afectaba a nadie. «Tengo el corazén hecho pedazos, solia decir. Pero todavia me queda suficiente pegamento». Un dia Benilda, tratando de reconciliar a las hermanas de una disputa jams habida, impuso una jornada vesper- tina de bordado en bastidor a la sombra de la morera del vergel. Pero aquellas tardes soleadas, lejos de fraternizarlas, terminé por disgregarlas. Resultaba que Résula era la que presentaba siempre las mejores labores, la que primero ter- minaba, la que jamas ensuciaba el tapiz, de manera que An- tonina y Lucerminda, fastidiadas por esa molestosa diligen- cia, empezaron a alimentar mas bien una sorda rivalidad por ella, En realidad, Résula no lo hacia por molestarlas; al contrario, lo hacia por dejarlas solas lo mas pronto posi- ble, por liberarlas acaso de su cargante compaiiia. Por ello, apuraba los puntos, guardaba las agujas y los bolillos, las es- padillas, los torzales empalomados, y corria a refugiarse en 9 el costurero, donde, a partir de las cinco de la tarde, gemia a través de las desconsoladas notas de su viejo rabel. Y es que, aparte de Hlorar, bordar en bastidor y escribir roman- ces, Résula vivia entregada a la musica. Desde que ese ex- travagante instrumento habia llegado a sus manos, y desde que el institutor Zézimo Jovellanos puso én sus manos un auténtico rabel ilirio y le ensefid a blandir el arco, jamas se habia desprendido de él. Todas las tardes después del bor- dado, y aun hasta muy tarde en Ja noche, se encerraba en el costurero para arrancarle estremecidos acordes de consola- cion. Nadie, al escucharlos, podia reprimir un espasmo, un prolongado escalofrio a lo largo de la espalda. Su padre, el visitador, vivia orgulloso de sus virtudes. Apacible, casi en secreto, a la hora en que caja el sol y el pueblo empezaba a desvanecerse en las polvaredas circulares del creptiscu- lo, él salia a caminar por la arqueria de la residencia con la ilusién de escuchar las fantasticas armonias del rabel de su hija. La consideraba de veras y, por ello, invitaba a la casa a todos los que pudieran admirar el talento de Rosula. Esas dispensas hacia la primogénita molestaban mucho a Anto- nina y a Lucerminda, de quienes don Artemio, aparte de la belleza, apreciaba poco. Résula habia crecido tan apartada de sus hermanas que elias, en realidad, tenian serias dudas sobre su procedencia. En una ocasién Antonina, la mas soberbia, espero a Benilda para preguntarle sin miramientos si Résula era su hermana recogida. Fue la unica vez en que Benilda perdido la pacien- cia y le propiné una bofetada que le dolié toda la existencia. Con los ojos inundados, con las manos temblorosas, tocada por los primeros sintomas de los ahogos que la agobiarfan hasta la muerte, Benilda reunié esa noche a sus cuatro hijos, los senté en torno a la mesa seforial del comedor y, para acabar con cualquier suspicacia, les mostré el acta de naci- miento de Résula, hija legitima de don Artemio de Aspa- dante y Pavon, visitador de Indias, y de dofia Benilda Almi- razan de Carquesa, dama noble de tres dignidades. Daba fe el propio intendente de la zona. Después de aquel incidente, no volvié a hablarse del asunto, pero, al contrario de lo que pensaba la madre, para Antonina la revelacion no fue causa 10 de sosiego: desde entonces se sintié mucho mas avergonza- da de saber que Résula, ese engendro que sdlo cabia en dos sillas, era su hermana sanguinea. Isadora, la gitana que una vez se habia cruzado en el camino con Benilda y le habia enseftado a echar las car- tas a cambio de hogazas de pan, le habia advertido que no existen fechas determinadas para hacerlo, pero le habia re- comendado que en lo posible fueran los viernes, pues son dias que inspiran los prondsticos. Los gaditanos aseguran que para lograr los beneficios de la gran estrella es necesario formar con veintitin cartas, en el orden en que asomen, una estrella de cuatro puntas. Los blasones seran descifrados de modo que las cartas de arriba pronostiquen lo que va a su- ceder pronto, las de la derecha lo que acontecera a mediano plazo, las de abajo indiquen el pasado y las de Ja izquierda el presente. El seis de copas encarna ternura, pasion, amor indomable. Débese tener al rey como éxito y a la sota como presagios de peligro. E! caballo, sobre todo si esta cerca del siete de oros, se convierte en un poderoso enemigo. El ocho de copas pronostica victoria. La sota de oros es simbolo de prudencia y seguridad, mientras que el dos de copas repre- senta fecundidad. Y es que las copas, en general, simbolizan lo mas positivo de la baraja. Fue asi como Benilda, sofocada por los ahogos, ademas de volver a encontrar el tormento de Résula en su oraculo, encontré también el amor para ella: un militar que aparecia en los naipes con la imagen del caballero de bastos. Silvano Martel arribé, en efecto, el domingo de ferias. Llegaba del norte con el ejército libertario, dispuesto a se- guir combatiendo por la soberania del pais, completamen- te inocente de las trampas que el destino habia tendido en su camino. Alcanz6 el pueblo al mediodfa, bajo la canicula deslumbradora, y, capitaneando el primer batallén de avan- zada del regimiento separatista, se fue abriendo paso en la multitud de indios que pululaban entre los negocios de la feria dominical. Tenia varios dias de adelanto respecto del ejército grande, donde venia el propio general Simén Boli- var, y tenia el expreso encargo de preparar el arribo impor- tante. Las llamadas de redoble, las alertas de los clarines, el YW paso trepidante de los soldados convocaron a Ia poblacién a pesar de que las autoridades realistas habian ordenado re- pudio a los soldados independistas. Huancayo, el pueblo de indios, los recibidé entusiasmado. A decir de todos, el capitan Silvano Martel, que cabalgaba adelante, era el hombre mas hermoso que jamds habia pisa- do esas tierras, pero no sdlo eso, sino que venia arrastran- do Ja supersticién nunca desmentida de que su presencia enloquecia de amor a las mujeres. Semejante leyenda pudo comprobarse en las siguientes semanas. El sortilegio no sdlo recorrié calles y ranchos, veredas y caserios, parroquias y comarcas de todo el valle sino que, a pesar de la resistencia que opuso Benilda, terminé por meterse a la residencia. En cuanto lo vieron pasar sobre su arrogante corcel, Antonina y Lucerminda fueron alcanzadas por su majestuosa presen- cia, y dejaron de ser las mismas. Pero no sélo ellas. También Rosula, quien nunca se perdoné semejante desatino, sintid esa mafiana un desgarro visceral cuando, asomada al bal- con como todas, lo vio avanzar con su hidalga ingenuidad por el medio de la calle principal. SFR EPA En cuanto llegé a Huancayo, el visitador habia rentado una vieja casona en el centro del pueblo, cerca de la cenicienta plaza donde, en una época anterior, se levantaba un mono- lito aborigen sobre el que descendian los halcones, y que fue demolido con polvo negro por un dominico sin alma. Do- minaba gran parte del pueblo desde esa casa solariega, que hizo limpiar y enlucir con los sirvientes que contraté, ade- mas de engalanar con campdnulas y cantutas trepadoras. Desde el principio le lamé la atencién esa calle magnifica, anchurosa, por cuyo centro corria una sangradera que co- lectaba las aguas negras del poblado. Era una calle hermosa, demasiado seforial para un pueblo tan higubre y pesaroso, una calle por donde -decian~ transitaba en épocas dora- das el cortejo real del propio emperador incdsico. De alli su nombre: Calle Real. Las casas de los principales estaban en esa zona, todas amplias, con tejado sevillano y patios y 12 traspatios, mientras que en la franja meridional se acumu- laban las viviendas de los indios ricos, de los caporales, de los plateros y pulperos, de los maestros algebristas, esos que sabian componer los huesos quebrados y devolver a los ca- minos a los lisiados de todo linaje. Mas al sur, cruzando el rio, se dispersaban las viviendas de los indios montunos, aquellos que los primeros conquistadores habjan arrastra- do por la fuerza desde sus Jejanas tierras para facilitar su adoctrinamiento y el cobro de los tributos. A la hora de la siesta en las calles no se veia mds que perros y aldeanos, Asi lo advertiria Leonce Angrand, el pintor trotamundos que llegaria al pueblo dos décadas después, y asi lo decian también los misioneros vagantes que hollaron esos caminos desde el inicio del vasallaje. Y es que el pasatiempo preferi- do de los criollos era dormir la siesta. Don Artemio de Aspadante, asentado en el pueblo tras la fachada de un inofensivo negociante de moliendas, em- pezo a trabajar de inmediato. En el primer trimestre habia descubierto las pillerias del juez de residencias, asi como las del oficial real, a quienes, sin miramientos, propuso expul- sar. Su vida profesional cobré notoriedad desde el princi- pio, pero no asi su vida marital: Benilda, pese a los muchos cuidados que él le prodigaba, se descubrié estéril. Hicieron todo lo que estuvo a su alcance, visitaron brujos y comadro- nas, tocdlogos y herbolarios, alépatas, ensalmadores, pero ninguno pudo contra la incapacidad de la llorosa Benilda. Un dia, sin embargo, aparecié en el pueblo el doctor Cris- pulo Monsante, quien retornaba de andar por el mundo dando a conocer sus estudios para curar el mal de madre con las propiedades del moroporan. Apenas vio a Benilda, puso la trompetilla acustica en su bajo vientre, le auscultd las pupilas y las plantas de los pies, y llegé a una conclusion terminante: —La hermosa dama no es infecunda —dijo y, al ver los ojos de espanto del visitador, sonrié de inmediato—: Y us- ted tampoco. Lo que pasa es que la sefiora ha nacido en Ja orilla de los mares, ;verdad? Benilda, natural de los Castellones, asintid. El médico les explicé que se trataba de un sindrome comin entre las mu- 14 jeres ibéricas de tierras bajas que, al escalar semejantes cor- dilleras, sufrian de una esterilidad temporal. El visitador, entrado en afios y temeroso de quedarse sin descendencia, estuvo dispuesto incluso a abandonar su carrera diploma- tica y regresar con su mujer a las Espaiias con tal de verla dichosa al lado de una familia numerosa, Ella fue la que se opuso con gravedad: —Prefiero no tener hijos si a causa de ellos pierde usted su nombradia. Llegaron a un acuerdo, Esa misma semana bajaron al litoral, donde pasaron tiempo juntos, con la esperanza de concebir. Situaciones oficiales, sin embargo, hicieron que don Artemio de Aspadante regresara a la sierra, dejando a Benilda al cuidado de unas silenciosas monjas capuchinas. Ella, sin embargo, incapaz de vivir lejos del marido, deci- did meses después darle el alcance haciendo nuevamente, y sola, el terrible camino hacia las cumbres. Asi fue como una noche de abril, cuando las ultimas lluvias infiltraban las praderas de Huancayo, Benilda arribé en una empol- vada diligencia de los correos. Se dirigié a la residencia fa- miliar y encontré a su marido recostado en el divan, con los ojos abiertos, pensando sin pausas en ella. No corrié a abrazarlo, no se precipité en afectos atolondrados, sino que caminé con lentitud mientras le alcanzaba el envoitorio que sostenia en los brazos: le contd que el visitador la habia de- jado fecundada y, en su larga ausencia, ella habia logrado sobrellevar un embarazo completamente normal. Por eso, en cuanto nacié la nifia, Benilda habia decidido darle la noticia en persona. Es mas, en el largo camino habia teni- do la oportunidad de pensar mucho en un nombre para la criatura, de modo que le pidid al marido que le permitiera llamarla Résula, que significaba igual de bella que un rosal, y que la bautizaran de inmediato para evitar el mal de ojo. El visitador estaba deslumbrado. Después, todo fue felici- dad, porque incluso en las cordilleras Benilda fue capaz de seguir engendrando. Se hicieron de la casona solariega y tu- vieron tres hijos mas, a quienes amaron sin distingo. El visitador, una vez que adquirid un latifundio y renun- cid a su cargo publico, porque ya todos conocian su labor 15 que se suponia secreta, no escatimo esfuerzo para reunir a su descendencia al calor del hogar. A la tinica que nunca pudo congregar del todo fue a Résula. Se conformaba con verla de lejos, con contemplar su torpe silueta, con escuchar e] lamento inagotable de su rabel. Su vida se habfa visto en- sombrecida por esa incapacidad de darle felicidad a su pro- pia hija. Para no dejarse abrumar estaban, felizmente, las muestras de afecto de la poblacién, estaban sus otros hijos, sus libros y, claro, sus deliciosos caldos de culitos de perdiz. Pocas veces abandonaba su elegante divan de dos cuerpos. Tenia un pasatiempo selecto: en sus horas muertas podia pasarse tardes enteras,sumergido en una concentracién minuciosa, edificando fortalezas con palillos de dientes. Con ellos, su hermosa biblioteca habia ganado esplendor, convirtiéndose en una nutrida galeria de miniaturas a esca- la que lo hacian sentirse orgulloso de su propia obra. EI viejo visitador no habia perdido ni costumbres, ni abo- lengo, cuando el capitan Silvano Martel arribé al pueblo. El militar era exactamente como lo describian las barajas de Benilda;: un hombre de pelo oscuro en la cima de la vida, inteligente y honesto, bellisimo, pero con una aureola triste que le comunicaba una fatalista donosura. Don Artemio de Aspadante estaba tan ensimismado en sus asuntos perso- nales, que no se habia enterado del arribo del ejército liber- tador sino hasta que el propio capitan Silvano Martel fue a tocarle la puerta para pedirle una audiencia. Hospitala- rio como siempre, el visitador lo recibié entre los brocados del gran salon, y se asombré con la juventud y agudeza del oficial. La entrevista se realizé dentro de los mas estrictos formalismos. Don Artemio de Aspadante, renombrado en todas las latitudes por su generosidad, era requerido por los patriotas para hacerles una donacién en alimentos y vitua- llas de guerra. —Tiene que saber usted, sefior capitan —le respondid al visitante, mientras bebfa un poco de pacharan que una india descalza acababa de servirles—, que soy espafiol y me debo a la Corona. Saber, ademas, que el tal Simén Bolivar no es santo de mi devocién. —Dios lo guarde —repuso el capitan—. Gracias de todos 16 modos. El visitador posé con calma su mano blanca, venosa, s0- bre el brazo de su divan de dos cuerpos, como si pretendie- ra mostrar la pulcritud de sus dedos: —~Pero tengo cuatro hijos que no le deben nada a la rea- leza —continué antes de que el capitan terminara de levan- tarse— y me imagino que quieren ver a su patria libre. Silvano Martel buscé entre las primeras sombras de la tarde el rostro del visitador, pero, a contraluz, sdlo encontré una aristocrética silueta terminando el ultimo trago de la copa. Al otro lado del patio, en ese momento, despertaron las notas higubres del rabel y toda la casa parecié enmude- cer ante la transparencia de la musica. El capitan pretendia agradecerle al visitador el gesto de arriesgar a su propia fa- milia por la causa separatista, pero, alcanzado por la carga de nostalgia de la muisica que empezd a envolverlo como una hilaza invisible, se desinteresé totalmente de la conver- sacion. —Vaya —atind a decir—, Estan bajando los angeles. —El mas grande de todos —sonrid orgulloso el visitador mientras sefalaba el patio con la copa vacia—. Es Résula, mi hija mayor, con quien precisamente tiene usted que con- versar sobre la donacién. Lo esperara mafiana a la hora del desayuno. Cuando su padre le notificé que a la mafiana siguiente debja hablar con el capitan Silvano Martel, Résula sintio que una dentellada violentaba sus entrafias, que una gota de sudor helaba el canal de su espalda. Durmis poco y mal. Cuando llegé el momento del encuentro, al abandonar su habitacidn, Résula tuvo la maravillosa sensacion de haber dejado el alma sentada en el lecho. Eran poco mas de las siete. Mientras se dirigia al comedor, contemplé los tordos solitarios que volaban hacia el oriente, el viento de agosto cristalizado en la morera, el inmenso cielo platinado como si perteneciera a una tarde de invierno y no al amanecer mas esperado de su existencia. Al entrar en el comedor, sin embargo, se dio cuenta de que se habia hecho demasiadas ilusiones: alli estaba, efectivamente, Silvano Martel, pero no solo, sino con su padre y sus dos hermanas, Lucerminda 7 y Antonina lucian hermosas. Se habian vestido como para una fiesta maestra y se habian puesto tanta agua floral que el comedor no olia yaa pan recién horneado sino a un des- bordante jardin de lilas. Résula hizo un gran esfuerzo para no retroceder. Silvano Martel, quien lucia un uniforme mas formal que el que llevaba el dia anterior, se puso de pie al verla ingresar. —Buen dia, seforita y dama —le dijo con su voz marcial. —Buen dia —le respondio Résula sin sostenerle la mira- da. Espero que su padre hiciera las presentaciones de rigor y, en cuanto termind la dramatica venia del capitan, se senté lo ms apartada que pudo de él. Sin embargo, a lo largo del desayuno, sin quererlo, sus ojos coincidieron varias veces en la misma direccién y ambos, turbados, los apartaron de inmediato. Esas miradas efimeras, ardientes como astroli- tos, le quedaron clavadas para siempre en medio de la vida. No habl6 durante toda Ja velada. A finalizar el desayuno, interrumpid con respeto a su padre, que pretendia hacerlos pasar al estudio para que conversaran: —E| capitan es un hombre muy ocupado y no debemos hacerle perder el tiempo —replicd. Le coment6 que estaba enterada del motivo de su visita y que contara con cien fanegas de tubérculo, doscientos al- mudes de harina, ochenta cargas de carbén, cincuenta far- deles de trebolina para los caballos, asi como herraduras y jaquimas nuevas, y cinco indios hatunrunas que quedaban a su servicio hasta que abandonaran el pueblo. —Recuerde que lo hago por esos pobres soldados —pun- tualizé—. Hubiera hecho lo mismo si me lo hubiera pedido el ejército real. Nosotros no tomamos partido por nadie, Silvano Martel demostré esa mafiana compostura y con- sideracién, echando por tierra los rumores de que los sol- dados patriotas eran una cuadrilla de ignorantes. Pero aun cuando él mismo lo hubiera sido, igual Lucerminda y An- tonina se hubieran disputado los perfumes y las peinetas del tocador, y las galas y los paramentos de la roperfa, tan solo para comprobar de cerca lo que se decia del militar. Era cierto. Su rostro armonioso, la brufiida textura de la piel, su 18 cabello largo sobre los hombros y acaso su inconfundible aroma de caballeria causaban iguales trastornos en todas Jas mujeres que lo veian. No sabian que la disputa por con- seguir sus atenciones no se circunscribia solo a ellas, sino que habia arrastrado en su voraz torbellino a otras veinte jovencitas, y a otro tanto de mujeres maduras del pueblo, que también codiciaban estar cerca de él. El caracter amable de don Artemio de Aspadante le ins- pird a Silvano Martel la confianza necesaria para hacerle, antes de retirarse, una confidencia que provocé en Lucer- minda y Antonina el efecto de un cataclismo: —Sepa usted, sefior de Aspadante, que no he encontra- do familia mas hospitalaria que la suya en todo el camino. La gente de este pueblo es generosa. Tan generosa que sera aqui donde me asiente cuando termine la guerra. —jCasara usted en este valle? —pregunté, al instante, Antonina. —Si —respondié el capitan sin malicia—., Es una prome- sa que le hice a mi madre, que de Dios goce, cuando agoni- zaba en mis brazos. Asi que en cuanto expulsemos a los go- dos definitivamente, en cuanto los echemos al mar salobre del que vinieron, volveré, vendré en busca de la mujer que ha de acompafiarme en la vida. —El amor es incompatible con la guerra, capitan —co- ment6 Résula desde su sitio—, porque los amantes, los dos, desde ya estan vencidos —y sin decir mas, prodigandole al invitado la vida en un callado ofertorio, abandoné el come- dor. No hizo falta mas. Esa resolucion, grandisona como una sentencia divina, involucraba desde ese mismo instante a Lucerminda y Antonina en una silenciosa conflagracién que en poco tiempo llenarja la residencia de desconsuelo y desolacién. Al abandonar la mansidn, Silvano Martel tuvo la callada impresién de escuchar, remotos, los desgarradores lamen- tos del rabel que lo perseguirian hasta el ultimo dia de su vida. OSG RE? 19 Paguatanta habia nacido en un caserio sin nombre, en las cumbres del valle, de donde fue arrancada por unos cape- llanes que un dia llegaron acompafiados de soldados arma- dos de trabuquetes para arrastrarla junto con sus hermanos al pueblo. Alli los repartieron en escuelas de misioneros a fin de que aprendieran castellano. Paguatanta, por supues- to, no fue propuesta para la ilustracién, sino para la cocina. En ese silencioso convento, apenas si aprendié a borronear su nombre, pero, en cambio, desbordé su natural maestria en la culinaria. «No hay amor mds sincero que el amor por la comida», decfa ella. Si Benilda Almirazdn no se hubiera entusiasmado con su arte cisoria, y no hubiera convencido asu marido de que intercediera con el superior para tenerla en casa, lo mas probable hubiera sido que Paguatanta ter- minara en la capital del virreinato cocinando para los obis- pos. Pero quiso el destino que los clérigos, para ganarse los privilegios del visitador, decidieran cederla, y a partir de la Iluviosa tarde en que aparecié con su atado de ropas en la imponente residencia, entrada en afos ya, la buena de Paguatanta se dedicé solo a satisfacer los rigurosos tubos digestivos de la familia. Era una mujer respetada en toda la comunidad. Lo era por su eficiencia, por sus sublimes manos a la hora del ade- rezo, pero lo era también porque atendia a todas las familias como si se trataran de la propia: habia entonces la costum- bre de prestarse entre los ilustres las sirvientas mAs eficien- tes para determinados convites de la alta sociedad. De todas las casas, Paguatanta habia salido airosa, coronada por su gloria de guisandera espléndida. Ademéas de respetada, to- dos reconocian en ella su espiritu solidario, porque habia salvado de la muerte a muchos indigentes que agonizaban de hambre en el frontén de la Capilla de la Merced, en la época del contagio de la ceguera negra, esa que dejaba a los infectados con los ojos oscuros, como de brea, a quienes nadie queria acercarse por temor al contagio. «Sagortenia, habia diagnosticado el doctor Monsante. La mas terrible de todas.» Las autoridades, mas preocupadas por las ma- niobras politicas del momento, no supieron hacer otra cosa 20 que declarar en emergencia la salud pubica, ordenando que Jos sanos no miraran directamente a los ojos de los enfer- mos, pues concebjan que era la forma de contraer la peste, y disparando camaretazos madrugadores para purificar el ambiente. La otra medida fue poner en cuarentena a los limpios y dejar por las calles a los apestados. Fue asi como el pueblo se llendé en pocos dias de fantasmas vagantes, pobres de solemnidad, ciegos sin lazarillos, que ambulaban por las calles suplicando mendrugos. —Habrase visto semejante indolencia —decia Paguatanta cuando se los encontraba—. Con razén dicen que este es pueblo de gentiles. Decidié socorrerlos con una racién de su propio invento, que consistia en papas cocidas, rociadas de una generosa crema preparada sobre la base de pimientos picantes, reque- son y manteca, y que servia con lechuga serrana, aceitunas y huevos cocidos. Esta pitanza de salvamento tuvo la virtud de devolverle la esperanza a las docenas de apestados. —La llamaremos papas a la huancaina —declaré el visita- dor, despachandose un ultimo bocado del anaranjado pla- tillo ante un grupo de invitados que asistian a las verbenas por las fiestas patronales del pueblo, cuando casi la peste habia sido conjurada—. Nuestra Santisima Trinidad hard que este plato sea el mas celebérrimo de todos. No se equivocé, pues sin que Paguatanta lo quisiera, des- perdigado por el ferrocarril central que estaba a punto de construirse, su platillo se convirtié en el mas célebre no solo de la region, sino del pais entero. «No hay mejor con- dimento que el hambre de cada dia», respondia ella cuando los convidados la aplaudian. No hubo una pestilencia tan espantosa en Huancayo hasta que, a causa de la guerra, se desaté la temible fiebre de la estranguria, donde Rosula, y ya no Paguatanta, se encargaria de devolverle la esperanza a los muchos infectados. Al fin y al cabo la vieja cocinera fue para la muchacha su verdadera madre. La arrullaba de nifia entre sus Asperas manos, la acunaba en la enormidad de su regazo, la cobijaba entre sus polleras, mientras ponia en su boca granos de moras y le contaba historias anteriores ala evangelizacién, Habia una que encandilaba a Rosula: la 21 doncella que, desobedeciendo a sus padres, escalé la mon- tafia en busca del arcoiris y, poco después, se descubrié em- barazada sin que hubiera conocido hombre alguno, Nueve meses después, le tocé alumbrar, y las comadronas pegaron alaridos cuando vieron que de las entrafias de la muchacha no emergia una criatura, sino agua, mucha agua de todos los colores, y una monstruosa forma que se arrastraba en busca de los pezones de la curiosa. Tanto era el apego que Rosula sentia por Paguatanta, que esa majiana, después de enfrentar al capitan Silvano Martel, no fue en busca de su madre, sino del calor de la cocinera. La encontré destazando la rabadilla de las perdices para el caldo del visitador. —Que calma se siente —dijo respirando a todo pulmén la tibia atmésfera impregnada de hierbas aromaticas—. Es como sila guerra no hubiera llegado aqui. —Asi Ilegara, nifia —le respondid Paguatanta, abando- nando los carnicoles sobre el mesén, volviéndose hacia ella—, yo jams la dejaria entrar —y le mostré el cuchillo de carnicero. Résula, otra vez, se estremecid entre los brazos de la vieja. En el transcurso de su vida penitente sdlo con ella habia aprendido a sentirse a salvo. Paguatanta la estreché larga- mente y, como siempre, la consolé hablandole del monaste- rio de las capuchinas, donde Résula habia nacido. Porque si algo la confortaba era precisamente la posibilidad de entre- garse a los habitos como monja de clausura para no volver a saber nada del mundo. Lamentablemente, hasta hacia poco, no habia alcanzado la edad propicia para ingresar al rastri- llo y, sin embargo, ahora que nada se oponia a sus propési- tos, estorbos gubernativos no se lo permitfan. —No se preocupe usted, criatura —le dijo Paguatanta—. Recuerde que su madre, la visitadora, ya conversé con la pronuncia y ella le aseguré que a mis tardar este mes el nuevo gobierno le repondra el consentimiento para llamar novicias, Ese tal Simén Bolivar ha puesto nuevos precios a las dotes. —,Y crees que en el convento cambiaran las cosas? —Por supuesto, nifia, ya vera usted como Dios premia su 22 bondad. —No sabes cuanto lo deseo, Tanta, retirarme del todo de este pueblo. —No lo sé, nifia, por un lado me da gusto que cumpla sus suefios, pero por otro me apena su ausencia. —A m{ también, Tanta, no serd facil. Las pupilas de la cocinera se ahogaron en lagrimas: —Ya lo ve, nifia —dijo—. Ni siquiera se ha ido y ya se me caen las lagrimas. Voy a extrafiar que me llame como usted lo hace, Tanta, asi, tan bonito. —Es que eso eres para mi —le respondié Résula, tocan- dole el hombro, plantandole un beso en sus trenzas arrolla- das sobre el craneo—. Tanta, como le Jlaman los indios al pan lugarefio. Estuvieron charlando un rato mas de otras cosas, de sus hermanas, de Ignacio, de la guerra librada por los separatis- tas que cada vez se acercaban mas a la victoria, de las vio- lencias desatadas por los chapetones en su desesperacién por ganar la contienda. Paguatanta recordaba a sus herma- nos, a los dos menores, muertos en la Batalla de Azapampa, donde quinientos indios fueron pasados a cuchillo por las falanges de un temible brigadier fidelista, antes del salvaje incendio de! pueblo como venganza final. La gente todavia recordaba esa noche horrisona, en la que cientos de solda- dos del monarca; ebrios, alucinados, llenaron la oscuridad de alaridos y tomaron el pueblo con antorchas en las ma- nos, escaldando todo lo que encontraban a su paso. —He escuchado que atendera al joven capitan con provi- siones —le dijo Paguatanta—. No se habla de otra cosa en el mercado. —Yo no —respondié ella—. El destino. En cuanto Résula abandoné la cocina rumbo al costurero, la vieja cocinera se sentd en el meson, al lado de sus papas cundidas, y no rehus6 la tentacion de consultar el porvenir de la muchacha en el ordculo indigena que mas apreciaba: la cucharada de plomo en el vaso con agua. En su mun- do ancestral habia, desde luego, otras consultas esotéricas (como la hoja de coca, los imanes, las entrafias palpitantes de los animales, el maiz), pero ella preferia la calidez de este 23 método honrado. Calenté la bicharra, la tostadora de laton, el bolo de plomo que siempre tenia a mano, y puso un vaso con agua serenada junto a todo. Se sabe que los indios de la costa prescinden del recipiente con agua, utilizando mas bien arena sobre el suelo Ilano, pero que proceden de la misma manera: derriten el plomo en la tostadora de latén y, una vez fundido, lo vierten en el recipiente, donde el metal, al entrar en contacto con el agua, tomaré formas capricho- sas, las cuales seran interpretadas segin lo que se necesite consultar. Este tipo de adivinacién es considerado un ritual auguratorio y, por ello, debe ser repetido tres veces para confirmar los prondsticos. $i creemos ver una forma bo- tanica es que tendremos nuevas amistades; y si la forma se acerca al perfil de un corazén, el amor llegara pronto. Una corona anuncia encuentros sentimentales, progreso laboral y reconocimientos, y las formas aviarias, es decir cualquier tipo de pajaro, anuncian viajes. Las formas que se acercan a los rostros humanos sefialan proteccion. Los triangulos simbolizan obstaculos en el camino. Todas las formas afi- ladas y puntosas advierten conflictos, rupturas, problemas de salud. Por eso, porque el resultado le mostraba infinidad de vér- tices, Paguatanta quedé impaciente. Era claro que el tema del monasterio no terminarfa de la mejor manera. Hizo nuevas consultas y en una de ellas descubrié en los restos del metal la forma de un hacha, de un clarisimo destral, que le corté en seco el primer suspiro: —Dios mio —dijo—. No es la guerra la que entrara a esta casa; es la muerte, la maldita descarnada. TRIER EP Antonina tampoco vivia en paz. La pasién que le oprimia el pecho parecia aumentar con los dias. Se pasaba las horas pensando en Silvano Martel. Sin embargo, su tormentosa pasién era menos atolondrada que la de las demas mucha- chas del pueblo, pues en lugar de buscar contactos insulsos, de propiciar encuentros casuales en la calle y mortificarlo con obsequios ordinarios, como todas, decidié conquistar- 25 lo tocando la puerta grande de su corazon. Aunque apenas sabia leer y escribia casi nada, porque en la época aquello no era imperioso para una mujer de abolengo, tenia la suficiente ilustracién para agradar a un hombre de mundo: deletreaba correctamente las palabras, firmaba su nombre con gracia, conocia la aritmética basi- cay recitaba de memoria redondillas del romancero espa- nol, Ademas, bordaba vectoriales y elementos floridos en los lienzos, cosfa manteles y sobrecamas, y sabia entrelazar tapices y tocar firmes acordes en el armonio. Aunque no cocinaba, preparaba deliciosas compotas de manjar blanco poblano que habia aprendido no de Paguatanta sino de su madre, y se entretenfa con juegos de palma en sus horas de recreo, También era aficionada a las charadas, que ju- gaba con enorme soltura con sus hermanos, y se entregaba durante horas a la resolucién de adivinanzas en la que era insuperable. Pero se sentia mas comoda en la danza. Desde nifa tenfa una gracia especial para ella, una ingénita gen- tileza para las cabriolas flamencas, y, por fo mismo, era su presentacién la que siempre coronaba las veladas familia- res, Antonina en verdad habia sido una nifia dichosa. De manos blancas, mas blancas bajo sus infaltables mitones de encaje, y de esbeltas y delicadas formas, siempre quebradas en la cintura por el vuelo del polisén, la muchacha era una auténtica beldad. Desde pequefia ostentaba esa postura casi artificial, que tanto molestaba a las chiquillas de su edad, con quienes entablaba poca amistad por considerarlas de menor categoria. Hasta con sus hermanas mantenia cierta distancia, mucho mds con Résula, a quien trataba con la misma frialdad con la que se dirigia a cualquier miembro de la servidumbre. A Lucerminda, que era tan hermosa como ella, le dispensaba més consideracién, aunque tam- poco la complacia con sus confidencias. Iba a misa con su madre y sus hermanas, llevando en el brazo Ja sombrilla ce- rrada, y su cabeza de diosa, llena de rulos endurecidos con mucilago, jamas declinaba en su altivez. Un domingo de marzo la madre no pudo asistir a la igle- sia por sus ahogos y Résula tuvo que representarla. Mar- charon a media mafiana las tres hermanas en la carroza, y 26 al salir del templo donde el padre Epénito solia despedir a la feligresia salpicandola con agua bendita, Antonina se fij6 en un joven apuesto que, en los dias siguientes, volvié a hacerse presente entre la muchedumbre, como tratando de hacerse visible ante ella. Un dia ocurrié lo inevitable: el ca- ballero se planté ante las hermanas y, obsequioso, les entre- gO un ramo de flores a cada una. Eran claveles de la mejor casta, seis en los ramilletes de Résula y Lucerminda, y doce en el de Antonina. —Permitanme, nobles damas —les dijo, apenas endere- zandose, volviendo a colocarse el sombrero—. Mi nombre es Rinaldo Casalbino y Aldaz y soy nuevo en la comarca. Vestia pantalones de plegaduras, chaleco de gorgoran y enroscaba su elegante cogote con un sobrecuello de tazo. Cultivaba bigotes y mantenia las mismas patillas que los militares libertarios habfan impuesto como moda. Las mu- chachas se dieron cuenta de que intentaba vencer un evi- dente nerviosismo: —Perdone por importunarlas —se dirigié a Résula—. En vista de que es usted la chaperona de estas bellezas, diga, por favor, a su sefior, que mafana pasaré por su casa para pedir el permiso de cortejar a la seftorita —y se inclind ante Antonina. Se avino un clima de confusién entre Résula y Lucermin- da, quienes intercambiaron miradas desconcertadas, mien- tras Antonina se mantenia sin moverse, con la vista en el tinico torredn de la iglesia. Rdsula inclino la cabeza: —Asi ser, caballero, su encargo llegara con mi sefior. Esa noche Résula le comunicé a su padre que un caba- llero foraneo deseaba visitar la residencia con buenas in- tenciones. Asi fue como Rinaldo ingresé temporalmente a la familia. Resulté un estupendo conversador, un hombre expansivo y locuaz, con gran sentido del humor, lleno de impetus por conseguir lo que se proponfa. A su juventud, a su gentileza, habia que sumar la simpatia que irradiaba su personalidad: llegaba montado en un costoso frisén ne- gro; obsequiaba capullos y reliquias a Benilda; dispensaba licores al visitador, quien lo recibia encantado porque, des- pués de la breve entrevista con la cortejada, se quedaba en 27 1a biblioteca con él, elogiando sus castillos en miniatura y jugando partidas de alquerque mientras tomaban aceite de canela disuelto en vino. —Esta decidido —dijo un dia Rinaldo, mientras movia una de las fichas, mirando con prudencia al viejo visita- dor—. Deseo contraer matrimonio con la seforita Antoni- na. Claro, si usted lo permite. Adon Artemio de Aspadante se le iluminé el rostro: —Pero por supuesto, muchacho, por supuesto. Sabia que Antonina encontraria la felicidad al lado de un hombre tan ilustrado y caballeroso como él y por ello, aun cuando Benilda vacilaba, le otorgé su consentimiento. «No sabemos de donde viene, decia ella. No sabemos su pasa- do, no sabemos nada de él. En cuanto se casen, se llevara a nuestra hija quién sabe a dénde.» Lo decia con dolor, con- vencida de lo que afirmaba, puesto que la austromancia, esa antigua forma de presagiar el futuro en la direccién de los vientos, le habfa revelado la adversidad muchas veces: cada vez que el muchacho desmontaba en la puerta de la residen- cia, el viento soplaba desde el sur, lo que indicaba dificulta- des, falsedades, malos momentos. El visitador la consolaba: —No se preocupe, mujer, que es hombre de buenas entra- fias —le decia—. Para que no siga sufriendo usted, afiadiré al patrimonio matrimonial la finca de Sicaya y la condicion de que se queden a vivir en el pueblo después de la boda. Confiaba que un hombre como él podia manejar con criterio sus heredades, a diferencia de Ignacio, su hijo, de quien en realidad recelaba. Para apaciguar los ahogos de Benilda, aunque no era cierto, Rinaldo contaba que habia nacido en Bonaire, en el seno de una familia aristécrata que seguia enriqueciéndose con un fructifero negocio de plu- mas de flamenco y exportacién de corales, y que él se habia emancipado y se iba a San Miguel de Tucuman a labrarse con un negocio de engorde de ganado. Para demostrarlo, mostraba el relicario donde aparecian, contrapuestos, los retratos de sus padres. Llevaba también sus documentos oficiales, sus credenciales, su salvoconducto y, sobre todo, su delicioso dejillo insulano que sonaba a cantilenas del océano. Llegar a Huancayo y cruzarse con Antonina habia 28 trastocado sus planes. —Me quedo aqui, sefior —-decia—. Me quedo en esta tierra de diosas. Antonina, tras una larga irresolucién, concedié. Al prin- cipio no veia con buenos ojos al forastero, pues tenia die- ciocho afios desconfiando de todos, hasta que las muchas muestras de honestidad del joven, su apostura, su tempe- ramento, su arrolladora personalidad terminaron por so- meterla. —Ese muchacho es bueno como el pan —le dijo una ma- fiana Paguatanta, mientras le servia la panetela, pese a que ella jamés la miraba siquiera, y la frase le dio en el centro del alma. Entonces aprendié a verlo no con los ojos sino con el coraz6n y lo supo intrépido, garboso, enamorado hasta la médula de ella, lo que lo convertia en un imponderable partido. Todo estaba listo para la boda, el orfedn de indios en su lugar, la corte de angelitos prestos a derramar pétalos blancos en el camino, cuando algo inesperado ocurrid: la policia montada a cargo de un decurién Ilegé al pueblo y prendié al elegante novio, quien se debatia entre los brazos de los guardias y decia que era una equivocacién. Pero no lo era. Tras haber robado en Bonaire una cuantiosa suma de dinero de sus patrones, Rinaldo, cuyo verdadero nom- bre era Indalecio sin apellidos, habia fugado hacia Nueva Granada y Pert, y en efecto se encaminaba a Rio de la Plata cuando conocié a Antonina. Se trataba del extrafio caso de un esclavo blanco, hijo de dos cautivos berberiscos, atrapados por corsarios turcos en su litoral, y traidos encadenados a las islas caribefias. En la hacienda, que efectivamente se dedicaba a la granja de flamencos, los padres habian muerto debido a una extrafia enfermedad y el nifio, blanco y limpio de tacha, fue acogi- do por los hacendados, quienes le ensefiaron sus primeras letras, y lo alimentaron como a los suyos, y lo vistieron, y lo amaron, hasta que fallecieron sin dejar en claro la adop- cin. Sin hijos que reclamaran la fortuna, la hacienda pasd a manos de los hermanos menores del patrono, quienes desconocieron al muchacho y pretendian venderlo por una 29 suma irrisoria. Esa fue la razén por la que él decidid fu- garse, malhiriendo a los nuevos duefios y apropiandose de monedas de oro y talones de cambio, con los que compré documentos con una nueva identidad, y muchos atavios elegantes, guantes, sombreros, capotas, un hermoso caba- llo. Los provinciales de Pamplona, bien pagados por los ha- cendados, emprendieron la persecucién del fugitivo fuera de su demarcacién. En una poderosa cadena de corrupcién, pues la policia no actuaba sino era con unas monedas en la mano, lograron llegar hasta Huancayo, donde lo atraparon en visperas de su boda con la hija del visitador. Antonina Iloré sin consuelo el desdoro de haber sido burlada. La familia, de igual modo, se sumio en silencio se- pulcral al enterarse de la noticia. El propio Artemio de As- padante cerré las puertas de su residencia cuando, delante de él, pasaba la carreta con los barrotes de hierro dentro del cual marchaba el que estaba a punto de convertirse en su hijo politico: iba todavia con suficiencia, en mangas de ca- misa, la cabeza digna, la mirada esperanzada en una ultima contemplacién de Antonina. —Ya me lo habian dicho los vientos —se condolié Be- nilda. Después de ese fiasco, Antonina no volvié a pensar en marido, y tardé mucho en volver a darle la cara a la socie- dad. Sdélo afios despiiés, cuando aparecié Silvano Martel, su corazon se apresté a otorgarle una nueva oportunidad al sentimiento. No era una tarea facil, pues no se trataba de un pretendiente que intentaba llegar a ella, sino de todo lo contrario, de un desafio por vencer. No hab{a mucho tiem- po para pensarlo, Felizmente, en una noche de vigilia, tuvo una revelacién: el unico modo de conquistar al capitan era ganarselo a través de la admiracién. Asi que decidid, a es- paldas de sus padres, enviarle cartas de amor. El destino, sin embargo, se mostraba otra vez adverso por- que su conocimiento de la gramatica solo le alcanzaba para bordar sardinetas en la manteleria. El ultimo recurso que tenfa era encontrar a alguien que redactara las cartas por ella. Sabia que su padre mantenia correspondencia con la reina de Espatia, pero aunque logré encontrar los cuaderni- 30 Ios secretos, al descifrarlos con mucho esfuerzo, nada des- cubrid en ellos que pudiera serle util, pues no eran parra- fos de amor, sino refinados testimonios politicos. No cabia la posibilidad, por supuesto, de pedirle a su madre que lo hiciera. Empezaba a manotear en la desesperacién cuando recordé a Réosula. Alguna vez la habia visto escribiendo en el mesén de la cocina unas frases emparejadas que, al es- cucharlas mientras se las cantaba a Paguatanta, le habian parecido de una belleza infinita. —3Qué son? —recordaba haberle preguntado a su her- mana. Roésula habia cubierto los folios sueltos con la tapa dura del cartapacio y no le miré a los ojos para responderle: —Pedazos de mi corazén. En ese recuerdo consolador, en esos pliegos redentores, se cifraba ahora toda su esperanza. Entonces, conteniendo la respiraci6n para no tenerla agitada cuando pasara por el lado de su madre, se fue en busca de Résula. La encon- tré, como siempre, en la cocina, repasando unos libros de botanica que habia conseguido por intermedio del padre Epénito. —Buenas —dijo al entrar, levantando su vestido con am- bas manos, mirando casi con horror las paredes renegridas de la estancia, las mazorcas colgadas de sus trenzas desde Jos horcones, la lefia, los batanes. Rosula levanté el rostro en dos momentos: primero para mirar las manos nerviosas de Antonina, que habian aban- donado el ruedo del vestido, y después para verla a ella como si fuera una aparicion. —Ven, Résula, tengo que hablar contigo. — Conmigo? —Si. Tienes que hacerme un favor. Fue asi como esa noche, reprimiendo el llanto que pug- naba por desembalsar su pecho, Résula escribfa la primera carta de amor dirigida a Silvano Martel, llena de arrebato y expresiones conmovedoras, cuyas consecuencias ni ella misma alcazaba a imaginar. Poco antes de la medianoche mietid los pliegos en un sobre rosado, junto con una hermo- sa mariposa disecada, y lo sellé con lacre caliente. Una hora 31 después se la entregé a Antonina para que se la enviara al capitan. SEN? Silvano Martel venia de Boyacé, liberando pueblos y capita- nias, y provocando naufragios en los corazones femeninos. Segtin cont6 esa mafiana, mientras terminaba de comer los bollos de manteca con la natilla de leche prieta que le ha- bian servido, habia decidido plegarse a las tropas boliva- ristas porque lo creia un deber con su nacién. Pero luego, viendo que todavia muchas partes del continente necesita- ban de su concurso, determiné continuar en la lucha orga- nizando escuadras en nombre de Ja libertad. Su hablar era recio y autoritario, sus ademanes seductores, pero su dig- nidad de batallador valeroso terminaba en su triste mirada de monje mendicante. Llevaba cerca de cuatro aiios en la guerra y venia de ganar una batalla contra los realistas en las Pampas de Junin. A los tres dias de haber arribado al pueblo recibié noticias de los patriotas. Le comunicaban que las escuadras vence- doras descansarian un poco mas después de la batalla, al mando de José de Sucre, pero que el general Sim6n Bolivar le daria el alcance en breve. Silvano Martel sabia que la ba- talla habia sido ganada con facilidad, en solo una hora de lucha, porque habian enfrentado a un solitario José de Can- terac, quien habia quedado apenas con una misera tropa debido a que el batallén grande, el del mariscal Geronimo Valdez, se encontraba en el sur librando una guerra aparte. Y es que hacia poco el general Pedro Olafieta, partidario del régimen totalitario del emperador espafiol y enemigo de la revolucién liberal del virrey José de la Serna, se habia suble- vado contra él, iniciando una guerra civil entre absolutistas y constitucionalistas, la cual habia debilitado notablemente el ejército monarquico. Ahora mismo las tropas de La Serna se enfrentaban a las de Olafeta en el Alto Pert y de ello se habian servido los libertarios para inferirles facil derrota en Junin. De otro lado, la desbandada de los vencidos acarrea- ba una imparable desercién de las tropas realistas hacia el 32 bando de los protectores, entre ellos la del propio Marceli- no Carrefio, quien ahora se dedicaba a intermitentes ope- raciones contra sus antiguos compaieros de armas. Asi, el ejército fidelista empezaba a desmembrarse entre evasiones masivas y refriegas con los montoneros serranos. Tan ocupado estaba Silvano Martel con aquellas noveda- des, que no se habia percatado de los estragos que estaba causando en el pueblo. En realidad, la situacién se habia tornado insostenible, y no solo porque en su entorno se habia desatado esa silenciosa hostilidad sentimental, sino porque él mismo perdia la concentracién a cada momento con la visita de las mujeres que se acercaban al campamen- to simulando donar alimentos y medicinas para los solda- dos, y era imposible trazar estrategias y delinear maniobras mientras siguieran interrumpiéndolo tan a menudo. Era lo de siempre. En cada pueblo donde se estacionaba tenia que batallar con ese lastre. A lo largo de su vida habia recibi- do tantas cartas como el estanquillo postal. Muchas eran anénimas y contenian las pruebas mas prodigiosas que po- dia imaginarse: rizos de cabellos, dientes de marfil, alfile- res, retazos de tela, uiias cercenadas, sangre ventilada. Esas cartas perseverantes eran las mismas armas que las mujeres de todas las latitudes usaban, cada quien suponiéndose la tinica, para acaparar su atencién. Casi todas habian sido encargadas en los portales de escribanos y, por ello, Silvano Martel habia aprendido a reconocer a primera vista sus en- cabezamientos artificiosos y sus formulas gastadas. «Vaya, solia burlarse. No puede ser que tantos escribientes vivan enamorados de mi». Por eso, muchas veces, ni las abria. De tantas que habia recibido, habfa aprendido a distinguir una carta galante de una oficial, de manera que en sus largas horas de despacho separaba unas de otras, abandonando a su suerte los montones de sobres que olfan a esencia de gar- denias. Sin embargo ese dia, atin cuando supo de antemano que también se trataba de una carta de amor porque olia a magnolias blandas, tomé entre sus dedos el sobre rosado y se qued6 viéndolo con curiosidad, como si quisiera co- nocer su contenido sin abrirlo. Quizas le llamé la atencion el color del sobre, 0 tal vez el brillo de la tinta dorada, 0 la 33 espléndida forma del lacre; lo cierto es que, al momento de rasgarlo, se maravillé con la diminuta mariposa celeste que salié volando del sobre como una palomita liberada. Rodeado de sus soldados heridos, de los céntaros de aguardiente y las palanganas de manteca del campamento, ley6 por primera vez la carta ala luz de un mechero y, como tocada por una conflagracion, su alma sufrié una conmo- cién. Ninguna misiva le habia provocado semejante sobre- salto. Solo entonces, después de haber lefdo leguas y leguas de lineas entintadas, Silvano Martel agradecié que las mu- jeres supieran escribir. Solo esa carta, la del sobre rosado, tuvo la potencia geoldgica de torcerle la existencia. Al ver- la firmada por Antonina de Espadante, su pecho dio otro tumbo, Al recibir la segunda, perfumada ahora con abel- mosco, no pudo soportar las infinitas ansias de desahogar con lagrimas vivas la nostalgia que su contenido le inspiré. En ese estado lo encontré esa noche su teniente de guardia. —jLe pasa algo, mi capitan? ~—Lo de siempre —le contesté él arrancandose el sollo- zo de una zarpada—. Que esta guerra de mierda no tiene cuando acabar. Era cierto. Cuando decidié enrolarse no habia previsto las inmensas penurias que la contienda le ocasionaria. Hasta entonces sdlo habia tenido vida para la guerra. En cada pa- raje, en cada emplazamiento, en cada territorio siempre ha- bia rechazado a todas las mujeres que se le ofrecian, porque la guerra, con su pavoroso olor a pélvora, a tierra levantada, aincertidumbre y sacrificio, absorbfa toda su energfa. Tanta era su vocacién por la liberacién de lo que él llamaba las voluntades americanas, que ni siquiera pudo traicionarla cuando la mujer mas bella de Mérida se filtré en el cam- pamento y lo tomé por asalto en su hamaca de campaiia. A la majiana siguiente ella le pidié que se quedara, que no la abandonara, pero I, cerrando los oidos, decidid conti- nuar la marcha sin mirarla, dejandola en mitad del camino. Desde entonces tuvo la certeza de que no lo atormentaba la guerra en s{, sino mds bien sus secuelas. Se dolfa, sobre todo, de los muchos fragmentos de amores inconclusos que iba dejando a lo largo del camino. En verdad, ninguna re- 34 lacién habia echado raices en él, porque ninguna relacién, por mas intensa y apasionada, habia durado mas de una semana. La verdad es que nunca estuvo plenamente consciente de Jas catastrofes que a su paso acarreaba. Una vez, casi de casualidad, se enterd que unas jovencitas venian siguiendo la tropa y él, si saber la razén, las mand6 a despachar con su teniente de guardia. Tal parecia que el acoso de las mujeres, en lugar de complacerlo, lo impacientaba. Estaba cansado de ver en todos Jados, en todas las capitanias, en todas las villas, muchedumbres alborotadas de mujeres que pugna- ban por tocarlo. En una ocasién, incluso, Ilego a maldecir esa suerte envidiada por todos, cuando se enteré que una madre, por ganar su amor, se habia puesto contra su hija y habia intentado envenenarla para sacarla del camino. De manera que tenia razén de sentirse pesaroso, y no halagado, con tantas aspirantes a su cama. Si hasta se decja que el pro- pio general Simén Bolivar, renombrado en todo el dmbito por su éxito con las mujeres, le habia dicho en una ocasién que no fuera tan sangrador y que dejara algo para los po- bres. Sugestionado por esas ideas, confiando acaso en que por fin su alma trotamunda encontraria reposo, al dia siguiente vio propicia la ocasién para hacer una nueva visita a la casa de.don Artemio de Aspadante. Lo recibieron con cordiali- dad. Al sentir su llegada, Lucerminda y Antonina corrieron al tocador a disputarse otra vez los afeites y arreboles, los rasos, los escarpines. Résula, en cambio, corrié a esconder- se en el costurero, pues pensd que Silvano Martel se habia dado cuenta del engaiio y que iba a pedirle cuentas. Pero los propositos del capitan eran otros. Alto, demacrado por la vigilia, con el cabello escarchado por el frio matinal, habia ido con Ja secreta intencion de agradecer Jas cartas rosadas de Antonina. Tuvo el acierto de no hacerlo delante de to- dos. E] momento oportuno se presentd cuando, después de conversar largamente con el visitador sobre temas oficiales, salfa acompaiiado por las muchachas y, en el pértico, An- tonina se retrasé un segundo por algiin motivo. Entonces Silvano Martel la miré a los ojos y le pidid que le siguiera 35 escribiendo. Cuando el capitan monté sobre su caballo, Antonina co- rrid en busca de Résula, ahogando sus gritos de felicidad, y casi la manda al suelo con un abrazo que mas parecia un empelldn. —Gracias —le dijo—. Mil gracias. Résula se impresiond. Le correspondié el abrazo, dandole palmaditas de consolacidn en la espalda, mientras asilaba la terrible sospecha de que era preferible la muerte a seguir soportando tanta afrenta del destino. No sabia, no podia sa- ber, que era apenas el principio. TSSGRE? Antonina no era la unica que sufria mal de amores. Lucer- minda también sucumbid a la visita del capitan. Ahora las dos hermanas no tenian mds aspiraciones que exaltar sus encantos para llamar la atencién de Silvano Martel, descui- dando sus tareas domésticas, las tardes de bordado y hasta las reuniones sabatinas con las amigas. Se pasaban las tardes ercargando indoles y encajes a las caravanas de mercantes que comerciaban géneros con la capital, encomendando es- camas de orcaneta, brillantinas, argollas, oropeles, y tanto gastaron esos dias en los bazares de la Calle Real, que el visitador tuvo que reprenderlas porque, si no se habfan en- terado, estaban en guerra y los caudales debian gastarse con moderacion. Mientras Antonina maquinaba en secreto, Lucerminda, menos entendida en temas sentimentales, se atolondré y en lugar de esperar que Silvano Martel Ilegara a ella, como indicaban las normas sociales, decidié salir a buscarlo. Por ello, el domingo siguiente, se separé de sus hermanas des- pués de misa y, escabullida entre la gente, se extravié para ir a casa de Amandina Rdez y Gomero, su intima amiga, a pedirle consejo. Suponia que ella, en noviazgo formal desde hacia un afio con el asturiano Columbano Fresneda, tenia la solucién para atrapar al capitan. Lo que menos esperaba era que Amandina también estuviera tocada por la fiebre del amor de Silvano Martel. 36 De entonces databan los viejos estudios del doctor Cripulo Monsante, basado en los didlogos de Platén, donde asegu- raba que el amor no es un sentimiento puramente sublimi- nal sino una infeccién organica que ataca principalmente el bazo, estimula desarreglos del apetito y provoca trastornos cardfacos. ‘ratandose de una enfermedad, entonces, supo- nia que perfectamente podia haberse desatado en una epi- demia. Por ello, Lucerminda debid redoblar animos, pues tarde se enteré que la lucha para obtener los afectos de Sil- vano Martel no sélo debia librarla contra Antonina, sino contra todas las muchachas del pueblo, y ahora, en especial, contra una adversaria de cuidado: la propia Amandina, de quien se decia que acababa de romper relaciones con el as- turiano para dedicarse a seducir ptiblicamente al capitan. Se trataba de una fuerte contendiente porque, hija unica del mayor industrial de la comarca, contaba con el auspicio de su padre en silla de ruedas, don Clemente Raez y Go- mero, y con todos sus bienes para lograr sus propdsitos. Era hermosa, poco menos que las hijas del visitador, pero més diestra y conocedora del mundo. Su calentura llegé a tal extremo que no tuvo reparos en dejar correr la voz que estaba dispuesta a cederle todos sus bienes al ejército si era la escogida. Lucerminda supo asi que ese camino estaba cerrado. Ha- bia sido una nifia silenciosa, pasmada, de una blancura tan marcada que parecia trashicida. Era callada, discreta, pero detras de su temperamento transido tenia una fortaleza natural que emergia en los momentos cruciales, como si su vida dependiera de ella. Desde pequefia gustaba de ha- blar entre suefios, revelando sus propias travesuras nega- das cuando estaba despierta, y esa fue su perdicién, porque bastaba con que se lo preguntaran mientras dormia para que revelara cualquier secreto. Ignacio, sobre todo, se di- vertia a morir con esos interrogatorios. Lucerminda vivia a la sombra de Antonina, secundandola siempre, culpandose por las travesuras que ella cometia cuando no estaba Rosula asu alcance. Todos la recordaban vestida de florines y crespos, subor- dinada, resignada a ser eternamente la segunda. A los doce 37 afios se le revelé el sonambulismo. La residencia habia cai- do en cuenta de que un bromista sin escrupulos entraba por las noches a robar ciruelos de la huerta. Lo extrafio era que el ladrén se dedicaba a llevarse solamente los frutos mas verdes de las drupas. Montaron guardia en toda la mansion, en los rincones, en las glorietas, y hasta don Artemio de Aspadante fue de la idea de comprar un perro podenco, de esos sentidos y ladradores, para atrapar al bromista. Pero Lucerminda, descalza y en camisén, como un fantasma ambulante, tenia un sentido especial para prever el peligro y no hacerse sorprender. Fue Résula la que la descubrid una noche. Salia de la habitacién de Paguatanta, confun- dida atin por el suefio, cuando vio a su hermana deambu- lando silenciosa entre los brefiales. La siguid, creyendo que en realidad iba despierta, pero cuando la vio merodear el ciruelo con los ojos dormidos y los brazos extendidos, se dio cuenta de la verdad. Lucerminda se tardaba el tiempo necesario mientras encontraba los frutos menos maduros, los Henaba en el ruedo recogido de su camis6n y regresabaa su habitacion, Esa madrugada Benilda y el visitador encon- traron en el cajén de la comoda de Lucerminda, en efecto, un monton de ciruelos podridos que les hicieron tomar la decisién de poner a su hija en manos del doctor Monsante, quien empezé con ella un tratamiento en base a panecillos de hipérico que se prolong6 hasta la adolescencia. A diferencia de su hermana, los temas del corazén la te- nian sin cuidado, y hasta parecia negada para las pasiones humanas, hasta que Silvano Martel también aparecid en su vida. Se pasaba las mafianas mirando las nubes, como antes Résula, buscando en sus erraticos movimientos la forma idealizada del capitan. Fue cuando se enterd, por interme- dio de otras amigas, que la misteriosa mujer que le enviaba cartas rosadas al capitan empezaba a aventajarlas a todas. Nadie sabia de dénde salian. Nadie conocia su contenido. Lo unico claro era que debian encerrar formulas portento- sas para haber logrado tal estado de exaltacién en Silvano Martel, quien, hasta el dia de recibirlas, parecia insensible al delirio femenino. Sélo aquellas cartas, cuyos milagros se encargaron de expandir por el pueblo sus propios artilleros, 38 habian logrado rasgar su dura coraza contra el amor. Desalentada por no contar con armas tan poderosas como las temibles misivas, Lucerminda, por un momento, vislumbré la derrota. Dejé de salir al patio, dejo de conver- sar con Antonina, dejé de recibir los consejos de su madre y, rodeada por las altas sombras de la residencia, resolvié quedarse en silencio para siempre. Aunque nunca habia confiado en las supersticiones de Benilda, deseosa de saber su porvenir, esa noche quiso probar uno de los métodos que més confianza le inspiraba. Asi que buscé un espejo, el mas grande que pudo encontrar, y lanz6 agua sobre el cristal mientras formulaba la primera pregunta. Benilda contaba que en algunas culturas el espejo se sumergia en torrentes para que le llegaran los reflejos de la luna, hacién- dose mas facil su lectura, y que los sumerios vertian aceite sobre los cristales para interpretar las formas que aparecian en la superficie. Esa noche, las tres veces que formuld las interrogantes, Lucerminda vio su propia imagen con toda nitidez. Esta vision le devolvié la esperanza. Sobreponién- dose al derrumbamiento y, avergonzada por haberse dejado doblegar por el pesimismo, fue a buscar a Rosula. —No dejes que cometa un crimen —le dijo, invadiendo el costurero, donde su hermana mayor se aprestaba a tocar el rabel. Su voz queria mostrarse firme, impetuosa, pero de- notaba un recéndito temblor que no era mas que miedo. Résula estaba de espaldas a la puerta, sentada sobre un ta- burete, con el arco preparado para un alto acorde. —jUn crimen? —pregunté sin volverse. Lucerminda, que habia quedado en el umbral, interpuesta entre el resplandor encarnado de las cinco y las sombras del recinto, dio un paso adelante: —Si, el mio propio. Résula, cubierta hasta la cabeza con una gastada mantilla negra, se mantuvo inmodvil, sosteniendo el rabel .como si su vida dependiera de él. —Cierra la puerta —le dijo a Lucerminda—. Vienes a hablarme del capitan de los patriotas, ;verdad? — Como lo sabes? —vacild su hermana menor. —Tu voz —le respondid Résula. 39 Lucerminda se acercé a ella, que permanecia sin mover- se sobre su taburete, y le puso dulcemente una mano en el hombro. —Eres muy buena —le dijo—. No permitirias mi suicidio. Sélo entonces Rosula gird lentamente para mirarla. —No por ti —le contesté—. Por nuestros padres. —Por quien quieras, pero aytidame. —También estas enamorada de Martel, ;verdad? —Veo que lo sabes —claudicd Lucerminda—. Sdlo th puedes ayudarme, Résula. —,Pero cémo puedo socorrerte yo que nada sé de] mun- do? ;Qué pretendes de mi, Lucerminda? —Tu arte. Sdlo eso. Tus versos, Résula. Mama me contd que escribes unos muy hermosos, Con ellos podré ablan- dar a Martel, estoy segura que son mejores que las esttipidas cartas rosadas. . Résula se quedo sin aliento. Afuera se escuchaba la in- mensa respiracion de la vida: los pajarillos de alto vuelo, las torpes aletadas del viento entre las ramas de la morera, la lenta agonia del ocaso, Résula demoré un poco, mientras respiraba con dificultad y hacia descansar el rabel, para res- ponder resignada: —~Esta bien. Que nadie sepa de esta conversacién. Biscame esta noche a las diez para decirte lo que debes hacer. TOQGRRUEO Oculta del mundo, desangrandose dentro de sus lastimeros vestidos negros, Résula seguia escribiendo. Desde que se habia impuesto la obligacién de redactar las cartas para Sil- vano Martel en nombre de sus hermanas, vivia extraviada en una ardorosa correspondencia que la mantenia ocupa- da todo el dia. Escribia copiosas cartas, una tras otra, des- echando muchas, cambiando constantemente de papeles y de tinta. Después, cuando apenas quedaban en pie las me- jores rimas y las mejores prosas, las metia en los sobres y se las entregaba en secreto a sus hermanas para que ellas las enviaran al cuartel general de los patriotas. Eso, de alguna forma, la hacia inexplicablemente dichosa. 40 Era ambidiestra. Desde nifia habia desarrollado Ja fa- cultad de escribir fabulas versadas con la mano derecha y dibujar borreguitos, al mismo tiempo, con la izquierda. Esa insdlita habilidad le era de mucho provecho a la hora de redactar pliegos demasiado largos porque, si se le cansaba una mano, podia continuar con la otra. De lo que nadie se habia percatado era de que la escritura que Résula lograba con la diestra era completamente diferente a la que logra- ba con la izquierda. De eso se ocupé el padre Epénito, Fue él, hombre calmo y piadoso, quien noté a primera vista las diferencias la vez que le encargd a Résula transcribirle un cancionero de misas. El viejo sacerdote sabia que cada vez que escribimos deja- mos en nuestras letras el signo inequivoco de nuestra perso- nalidad. Las letras de trazos descendentes, muy marcados, muestran seguridad y espiritu independiente. Si la presion es excesiva de modo que rasguiia el papel, nos encontramos con casos de prepotencia y prevaricacién; y la escritura de trazos inconstantes, aquella que cambia de barras gruesas a finas, o viceversa, demuestra temor, inseguridad, inestabili- dad emocional. La escritura delgada es la demostracién de Ja sensibilidad. Je dice que gracias a este tipo de escritura, que era la que poseia Racine, se pudo reconstruir los esta- dos animicos de este singular dramaturgo al momento de escribir sus historias de la corte. La escritura gruesa sefala que la persona que la posee es poco sensible. Por ultimo, la escritura grosera, aquella que se logra con trazos vigorosos y negligentes, indica desorden, desgobierno, desinterés y, muchas veces, rebeldia. La letra que Rosula obtenja con la mano derecha era fina y la que lograba con la izquierda era inconstante. Esto que- ria decir, segiin la teoria del padre Epénito, que la mucha- cha era virtuosa, pero, al mismo tiempo, temerosa. Nunca habia pensado que aquella extrafia maestria le ser{a util en algin momento. Pero habia llegado la ocasién. Y era'que para confundir a Silvano Martel, haciéndole creer que las cartas rosadas iban escritas verdaderamente por Antonina y las celestes verdaderamente por Lucerminda, habia deci- dido producirlas cada una con diferentes manos y con di- 4] ferente plumada, Escribia sin darse tregua, sin otorgarse la oportunidad de retroceder, doblada horas y horas sobre los folios, cocinandose a fuego lento con el humo ardiente del fanal. Desde pequefia leia con pasion a Berceo y al Arcipreste de Hita, y escribia décimas y sonetos. Tenia un bat lleno hasta la mitad con ellas. Pero su habilidad con la pluma no sélo le servia para mitigar sus nostalgias personales: en una oca- sién salvé a Ignacio, No le habia dicho nada a nadie, pero era la época en que el muchacho ya se habia dejado ganar por las apuestas y estaba viviendo las consecuencias de sus primeras deudas. Rosula se dio cuenta de lo que pasaba por pura intuicién. Buscé a su hermano y, enterada de sus pe- nurias econdmicas, le acaricié la cabeza con ternura: «Ve- remos qué nos dicen las musas», le coment, enigmatica, esa noche. Al dia siguiene fue donde el padre Epénito y, por su intermedio, se contacté con todos los enamorados del lugar. Fue asi como las cartas de amor de Résula invadieron el pueblo. No hubo, en realidad, ningiin novio, ningtin pre- tendiente, ningin galan que se hubiera podido resistir a las prosas mirificas de Résula. Fue una época de mucha pre- sién para ella. Después de atender sus quehaceres domésti- cos y de asistir a sus padres, se encerraba en su habitacién a cumplir con las cartas encargadas. Luego de escribirlas, siempre usando ambas manos para equivocar las letras, las mandaba a repartir con el cochero. Nunca hubo un recla- mo, a excepcidn del escandalo suscitado por la esposa in- fiel que mand6 redactar una esquela para su amante y fue descubierta por el marido, puesto que Résula, por el apuro, se la envid a éste y no al primero, Por fortuna, la escribana no quedo en evidencia porque la transaccién era tan secre- ta que ir a reclamarle hubiera agravado las cosas. Rosula hubiera vivido torturada por el pesar si no se hubiera ente- rado que gracias a esa carta el marido, un energtimeno sin sentimientos, abandoné a la esposa para que ella puediera ser feliz al lado del amador. «La cartas de mi nifia obran milagros, decia Paguatanta, aunque vayan cambiadas.» De ese modo, habiendo incluso escrito cartas para las pretendi- das y sus respectivas contestaciones para los pretendientes, 42 enfrascandose en una torrencial correspondencia consigo misma, Rdsula logro recaudar Ja cantidad que hacia falta para saldar la primera deuda de Ignacio, quien, ciego a los sacrificios de su hermana, continud empantandndose en apuestas de mala entraria, Por ello, cuando le tocé escribir las cartas para el capi- tan Silvano Martel, Rosula posefa ya cierto oficio, se sentia preparada para afrontar su destino. Escribfa sin pausas, sin precauciones, sin clemencia, y cuantas mas cartas rosadas terminaba y mas cartas celestes alumbraba, mds ansias sen- tia de seguir haciéndolas. De ese modo habia ido desatendiendo sus demas com- promisos. Ya no pasaba las mafianas en la cocina al calor de Paguatanta, ya no se acercaba a la huerta ni limpiaba con esmero sus mufiecas sentadas en las repisas de su habita- cién, y hasta sus insacrificables horas de rabel habfan sido abolidas por su desmesurada ambicién por escribir. Todas jas noches se acostaba con la muerte incrustada en el pala- dar. Dormia paco, a tropezones, y sus suefios revueltos por la culpa la despertaban sobresaltada a cualquier hora de la madrugada. Entonces pensaba en la muerte, en las infinitas posibilidades que ella le ofrecia para olvidarse para siempre del capitan, de las rimas y de la prosas, de sus hermanas y de todo cuanto le estrangulaba la existencia. Silvano Martel no tenia cémo saberlo. Demasiado ocu- pado con las contrariedades de la guerra, abrumado por el recuerdo de las hermosas cartas rosadas, no se habfa perca- tado de los sobres celestes sino hasta unos dias después de recibido el primero, que fue cuando se dispuso a revisar la correspondencia a la luz de su lamparita de parafina. Una vez mas encontré tarjetas burdas, recados sin importancia, esquelas atrasadas, membretes de pésima caligrafia, men- sajes anénimos, pero entre ellos tropezd con un delicado sobre celeste que contenia un clavel muerto y un trozo de _pergamino que le espabilé la conciencia. Fue asi como se enterd que Lucerminda de Aspadante, la hija menor del vi- sitador, habfa escrito también unas cartas para él. ~—Destino perverso —dijo con su voz de érdago. Hizo a un lado los demés papeles y, poniendo sobre ellos 43 el clavel reseco, se entregdé a la lectura reveladora de las pro- sas. A medida que lo hacia, iba sintiéndose agobiado, como si cada palabra le quitara el aire de los pulmones, como si en cada renglén se le estancara la vida en un sofoco invul- nerable. No era para menos. Las prosas, encadenadas en parrafos cortos, tenian la virtud de comprimirle el espiritu al que las enfrentara. Cuando aparté los ojos ardientes de las lineas, tenia la sensacién de que nada en e! mundo era tan licido y bello como lo que acababa de leer. Comenzaba para él una conmocidn de ideas respecto a la atencién que debia procurarles a las cartas. Dudas paralizantes, pensa- mientos encontrados, temores irresolutos abotagaban su razén, y estaba tan preocupado en encontrar una conducta que no lastimara a ninguna de las hermanas enfrentadas en esa batalla de tintas, que tardé mucho en darse cuenta de que el clavel que habfa llegado en el sobre celeste habia florecido a su lado. SSG NE? Sin enterarse de nada, inocente de las tropelias que las car- tas empezaban a desatar dentro y fuera de la residencia, Be- nilda noté de pronto que algo extrafio ocurria en Ja casa. Su intuicin le advirtié que en esa especie de brisa inusi- tada que recorria los salones y sacudia los cortinajes esta- ban involucradas sus hijas. Esperé pacientemente que ellas mismas le confiaran sus tribulaciones, pero las muchachas andaban tan abismadas, tan atropelladas por sus propias impaciencias, que fue necesario tomar desprevenida a la mas décil, Résula, y preguntarle por las correndillas de la casa. Fue a buscarla al costurero, donde la encontré escri- biendo: — {Qué esta pasando en esta casa, hija? —le preguntd. Résula aparts los ojos del pliego rosado, que parecia san- grar con la reverberacién de del fanal, y puso el papel secan- te sobre él, Tenia tinta dorada en los dedos. —Nada importante, madre —le contesté ella—. Como ve, solo que el gallinero anda alborotado. Benilda se cubrié los hombros con la pafoleta que llevaba 44 encima: ~Te noto distante, hija, siento que algo malo ocurre. —No se preocupe, madre, todo es como siempre. —Es que no ~~rebatié Benilda—. Hay noticias sobre el convento desde hace una semana y tt: ni siquiera me Io has preguntado. —Disculpe, madre —respondié Résula—. ;Por fin el Real Patronato levanté el veto? —El Real Patronato ya no cuenta —replicd la madre—. Fue abolido por el gobierno liberal, sno te has enterado? Ahora todo depende de Ja nueva asamblea episcopal. Dicen que las conversaciones estan adelantadas. Résula se sintié perdida en un laberinto de vientos encon- trados; si se marchaba al claustro, sus mentiras se descubri- rian y sus hermanas terminarian no solo por odiarla, sino hasta por aborrecerla. —Es una buena noticia —apunté con tristeza. —~Pensé que te iba a gustar —repuso la madre. —Si —contesto ella—. Sdlo que la costumbre a veces pue~ de mas. Sintié que su madre se inclinaba para abrazarla y, al instante, la invadié el olor intachable de su traje recién al- midonado. «Yo sé que ese es tu destino, hija, olvidate de nosotros», escuché que le decia. Se abrazaron. Benilda la acaricié tiernamente y, al desprenderse de ella, le planté un beso en la frente. Parecia dispuesta no decir nada mas, sin embargo, ya cuando iba saliendo, se volvié con cautela y, agitada por un ahogo, le pregunté qué estaba escribiendo cuando la interrumpid. Rdsula sintiéd que la tinta dorada se escarchaba en sus dedos. Cerré los ojos y pronuncié la respuesta, palabra por palabra, con un dolor especialmente calculado: ~~Mi sentencia, madre. Esa noche cometié un descuido imperdonable. Cansada por la agobiante escritura, por el brillo de las tintas y el so- foco del fanal, equivoco el contenido de las cubiertas y puso las prosas en el sobre rosado de Antonina y las rimas en el sobre celeste de Lucerminda, y asi, cambiadas, llegaron al dia siguiente a manos de Silvano Martel. 45 Dos A MEDIADOS DE SETIEMBRE, las primeras lluvias termina- ron por evaporar en Silvano Martel las esperanzas de per- manecer un tiempo més en el pueblo. Era la primera vez que sentia semejante ambicion. Nunca habia experimenta- do un estremecimiento tan convulso como el que le ocasio- naban las cartas de las hijas del visitador y, por lo mismo, tampoco nunca habia sentido la necesidad de estacionarse en. un mismo lugar. Pero ahora, aplastado por el poderio de una pasién sorpresiva, habia sido tocado por el deseo de establecerse de una buena vez al calor de una mujer. Por lo menos asilo tenia pensado antes de descubrir que las cartas venian cambiadas. —jQué tonto! —se dijo—. Y yo tratando de que no se enteren que recibo cartas de las dos. Résula intenté remediar las cosas. Temblando de miedo, con el corazén en Ja garganta, esa mafiana salio sola a reco- rrer las calles del pueblo en busca del capitan. Tba a llamar al cochero de la familia, pero ya de camino a Ja caballeriza, pensé que Ilamaria Ja atencién con una calesa demasiado engalanada, y decidié ‘hacerlo caminando. Atraves6 calles estrechas, abatidas, de muros de barro y albardilla, y en va- rios tramos se cruzd con indios emponchados y llameros cordilleranos. A medida que avanzaba por la calle principal, repleta de badenes aguanosos, sentia en el rostro las sopla- dwras del viento de agosto. La calle principal estaba ocupa- da por la célebre feria de cada domingo. Al pasar por sus vericuetos, perseguida por los vendedo- res que le ofrecian sus productos, recordé lo que Paguatanta le contaba de ese mercado: era milenario, su madre y su abuela ya lo habian conocido asi, largo, bullicioso, iniciado en la plazoleta donde se vendia ganado y manteca, y conti- nuado por cuadras de semillas y granos, y por sectores de artesanfa, lienzos y floristas, y terminado, ya cerca del rio, en la zona de peleteria y animales menores. No era extrava- gante encontrar a comerciantes de la costa ofreciendo pes- cado salado, mariscos y especias al lado de Jos productos propios de la region. El acontecimiento que engalanaba la feria en octubre era la llegada de los mercaderes argenti- nos con su recua de mulas tucumanas y sus. cargamentos 49 de telas que confundian a las mujeres en una escandalosa disputa de marchantas. Y es que todas las mujeres elegantes levaban vestidos de noche después de las cuatro de la tarde y solo a partir de esa hora les era permitido exponer sus cuellos y sus pechos empolvados, y era necesario renovar periddicamente los roperos. E] movimiento comercial de - la feria trastornaba incluso la rutina laboral de la ciudad, que habia establecido como dia feriado el jueves a cambio del domingo, puesto que en éste todos los establecimientos permanecian abiertos. Asi, envuelta en su mantéon de granillo, con atronaduras en los dedos de las manos a causa de la intemperie, Résula lego a la catedral. Se intimid6 al verse frente al gigantes- co templo en construccién que, en reemplazo de la antigua iglesia agrietada por el terremoto del siglo pasado, surgia en el centro del pueblo y que hasta entonces no contaba todavia con su segundo torredn. Juntamente con algunas herédades y casonas de principales, la de Bernardina Piéla- go entre ellas, habia sido tomada por los soldados como re- ductos de soldados y armerias. En la puerta encontré a dos patriotas que le cruzaron las armas para que se identificara. Résula se arrebujé mas en la manta: —Vengo a ver al capitan Martel —dijo sobreponiéndose al miedo—. Vengo de parte del visitador, don Artemio de Aspadante. El capitan, temiendo que la audacia de las hermanas hu- biera llegado al extremo de ir a visitarlo con el riesgo de provocar murmuraciones, salié a ver qué ocurria. Tardé mucho en reponerse de la sorpresa. Desfallecida, aplastada por su propia temeridad, Résula, la misma del rabel y sus ligubres modulaciones, permanecia inmévil bajo la clari- dad platinada de la mafiana. —Ah, es usted, sefiorita y dama —la reconocié el militar. —Si, capitan, buenos dias, dispense si lo mortifico. —De manera ninguna. Pase, por favor, adelante. Résula siguié de cerca al capitan hasta su improvisado des- pacho, donde, bajo su triste lamparita de parafina, descan- saban todas las cartas rosadas y celestes. Silvano Martel, al notar que Résula miraba las cartas fuera de sus sobres con 50 demasiada insistencia, traté de apartarlas de la mesa, pero ella se lo impidio. —No hay necesidad, capitan —Je dijo—. Son precisamen- te esas cartas las que me traen aqui. En la calle el viento seguia precipitandose. Résula sintid su catrera desbocada, sus rachas enfurecidas, los truenos de Ja tormenta que se avecinaba. Se quitd la manta de la cabeza con la resolucién de una condenada a la guillotina, —Ya debe haber recibido las cartas de mis hermanas equivocadas de sobre —repuso—. De modo que no perda- mos el tiempo. Vengo a suplicarle, capitan, que ellas no se enteren de esto. —Debo entender que viene a interceder por sus herma- nas. —Si, no seria justo que ellas paguen por mi culpa. La que cometid el error fui yo. —No lo tengo muy claro —vacilé el capitan. Invité a Ré- sulaa sentarse, regafandose por la descortesia de no haber- lo hecho antes, pero ella lo rechazé con sutileza—. ;Tiene usted algo que ver con Jas cartas de sus hermanas? —Desde luego —respondié ella—. Soy yo la encargada de meterlas a los sobres y despacharlas. Pero ellas no estan enteradas de que las dos le envian cartas a usted, capitan, cada una piensa que es la tinica. Silvano Martel se mantuvo en silencio, examinando la actitud arisca y al mismo tiempo decidida de Résula. —Pierda cuidado —le dijo después—, No he de decirles nada. Empefio mi palabra. Los ojos de Résula, que se dirigieron un instante a los del capitan, acrecentaron la penumbra. Pretendia dar la vuelta para marcharse, cuando el joven militar la retuvo con una inflexion: ~-zY cémo se dio cuenta de que las cartas venian cambia- das de sobre? —le preguntd. Résula sonrié apenas: —Conférmese con saber que me Jo reveld un sueno. En ese momento, las manos de los dos, que pretendian detener una de las cartas que el viento arrebataba de la mesa, se encontraron sobre el papel. Silvano Martel sintid 51 por un momento la calidez de la mano que tenia debajo, como un gran molusco, y percibidé el estremecimiento, el temblor, todo el escrtipulo que su contacto revelaba. —Seniorita y dama —le dijo—. Ha sido un favor divino que Viniera. Le suplico que uno de estos dias nos visite nue- vamente para distraer a mis soldados con esa musica tan hermosa que toca usted con el violin. —No —le contesté Résula sin mediar titubeos—. Ni es violin, ni distrae, capitan, es rabel y més bien mata. Un relampago estallé en la calle y la luz azul, instantanea, alcanz6 a iluminar unas manos precipitadas que devolvian la mantilla a la cabeza. Cuando sobrevino el trueno, que re- mecié los muros del templo, Résula habia partido. Silvano Martel se quedo toda la mafiana viendo la inusual lluvia de la temporada, recargado en su sillon, creyendo es- cuchar, a lo lejos, el solitario concierto de Résula que empe- zaba a aprisionarle el pecho. TRING? Al dia siguiente el general Simon Bolivar llego a Huanca- yo. A la cabeza de su tropa noble y de la pequefia guardia personal, ingresé al pueblo montado en su caballo blanco, espantando a los campesinos, cautivando a los chiquillos y embelesando a las viejas que humedecian las plantas en sus balcones corridos. Hab{a dejado al general José de Sucre en Jauja, a varias leguas'de distancia, a cargo de la mayor parte del ejército, y venia desde los parajes de Concepcién pen- sando en los pendientes que le esperaban. Muchos de los que lo vieron especularon que tal vez ese hombre menudo, de mezquina apariencia, no fuera en rea- lidad el famoso general que venia liberando pueblos en el continente. Nadie lo estimdé por su endeble figura, por su rostro grotesco y sus hombros angostos que no conciliaban con el héroe glorificado por sus victorias. Tenia las piernas consumidas, los ojos hundidos, poco cabello en el craneo y, por esas caracteristicas que sdlo eran visibles cuando se le veia de cerca, muchos le daban medio siglo de vida, cuando apenas rozaba los cuarenta. Quienes lo conocian, sin em- 52 bargo, sabian que detrds de esa fisonomfa, el generalisimo era todo nervio: tenia la voz vibrante, y mostraba un as- pecto fiero y amenazante, en especial cuando montaba en célera. Malqueria a los indios, pese a que su ejército estaba Heno de ellos, a quienes Hamaba truchimanes, todos la- drones, todos embusteros, sin ningtin principio moral que los guile. Quizas por ello, y no porque el pais estuviera sin " fondos publicos, acababa de reinstalar el tributo del indige- na, suprimido por el gobierno protectoral al que sucedia. Muchos se preguntaban por qué ese impuesto no venia de los mas pudientes, pero no solo eso, pues el general habia iniciado también la primera reforma agraria del pais, or- denando que las comunidades campesinas entregaran las tierras a los indigenas y que estas propiedades se pusiesen de inmediato a la venta a precios infimos. De esa manera, quienes terminaron comprando todas las posesiones fue- ron los poderosos hacendados de las serranias, en transac- ciones imposibles de controlar, convirtiéndose en patrones perpetuos que engrandecieron sus predios hasta el hartaz- go y terminaron tomando como obreros de ultima escala a los indigenas que habjan sido los verdaderos titulares. Los murmuradores decian que aquello formaba parte de una estrategia para simpatizar con los verdaderos propietarios de la nacion. No solo eso, Al tomar el poder como dictador, lo primero que Simén Bolivar habia hecho fue devolver a la vigencia la esclavitud, también abolida por el protectorado, con la fi- nalidad de favorecer a los latifundistas que s¢ quedaban sin mano de obra. Muchos soldados que engrosaban las filas de sus propias tropas enfrentaban un terrible drama: se habian alistado libres y, al terminar la guerra, saldrian otra vez es- clavos para ser entregados a sus patronos. Decia el general que estos soldados, merced a su valor en el campo, podrian ser libertos: lo cierto fue que ni siquiera los que quedaron lisiados tuvieron la dicha de verse manumitidos y, al no ser acogidos por sus antiguos sefiores, no les quedé mas que dedicarse a mendigar por las calles. Huancayo era un hervidero de indigenas y poblanos, en medio de los cuales el general, mostrando su espada toleda- 53 na y cubierto por su imponente capa de esclavina, tuvo que pasar pese a todo rumbo a la casa parroquial para instalarse en los aposentos del padre Epénito. Llegaba con sus cola- boradores José Sanchez Carrion y Tomés de las Heras, con quienes se encerré de inmediato en la parroquia para hacer planes. Pocos sabian que ese estratega de manos femeninas y patillas rubias en un rostro moreno, venia de haber orde- nado la terrible masacre de San Juan de Pasto, hacia dos na- vidades, para vengar una derrota sufrida por los patriotas, permitiendo que sus tropas fusilaran, ultrajaran, robaran y arrasaran a su capricho. Quinientos muertos, en su mayoria mujeres y nifios, quedaron tendidos en las iglesias de la ciu- dad porque todavia era afecta a la Corona. José de Sucre, su lugarteniente, tampoco se libraba de la acusacién. Por estas muchas muestras de soberbia, de dominacién, el visitador Artemio de Aspadante, si no reprobaba a las huestes libertarias, si abominaba profundamente a Simon Bolivar, a quien tenia por infame y sanguinario, sobre todo después de que mandara decapitar a los prisioneros en Pi- chincha, y decretara la guerra a muerte de todos aquellos espafioles que no tomaran las armas contra los monarqui- cos, El mismo estaba en la lista. Pero no era sdlo el visitador, sino todos sus detractores, quienes descalificaban sus cuali- dades de combatiente, pues decfan ~y con razon- que nun- ca habia peleado una batalla, que siempre miraba la carni- ceria desde lejos, o se la hacia contar mientras acariciaba los muslos de sus amantes. Desaprobaban sus amorios perver- tidos, sobre todo cuando éstos tenian que ver con la guerra, como cuando su ejército en pleno tuvo que esperar cuatro dias en Los Cayos a que él se saciara con Pepa Machado para continuar con la avanzada. La misma noche de su arribo a Huancayo, alumbrado por un lamparon de resina, dicté preceptos de orden po- litico, econdmico, religioso, militar y hasta educativo. Al dia siguiente mando lamar a Silvano Martel para pedirle cuentas, premié a algunos patriotas publicamente en la pla- za y castig6 con la muerte, en un improvisado peloton de fusilamiento, a los desertores recapturados del regimiento libertador. En esa misma jornada expulsé a los frailes del 54 convento de Ocopa, sindicandolos de realistas pertinaces, y convirtid e} beaterio en el primer colegio nacional de cien- cias, Cambid, del mismo modo, a todos los parrocos que no fueran patriotas en los curatos de la region. Entre otros do- cumentos, ademas, escribié una carta a un potentado inglés a quien, a cambio de fusiles, navios de guerra y un millén de libras esterlinas para continuar con la guerra, le ofrecia entregarle las provincias de Nicaragua y Panama, en reali- dad tierras foraneas que ni siquiera eran de su jurisdiccién. Sim6n Bolivar viajaba con su imprenta rodante: al final de su tropa, como si de una pieza de artilleria se tratara, desli- zaba una diminuta prensa de hierro tirada por un borrico. Con ella, en Huancayo publicé el primer periddico de la zona, un boletin oficial donde daba a conocer su derrote- ro bélico, y estampé carteles donde pregonaba la libertad. También recibié invitados y estrategas en su despacho para continuar con su trabajo, aunque nunca esperé recibir en ese pueblo la ingrata noticia de que el congreso colombiano le acababa de revocar las facultades extraordinarias con que estaba investido, obligandolo a abandonar de inmediato el mando del ejército del norte. Desde ese momento los gra- naderos colombos no estaban ya bajo su potestad, sino bajo la del general José de Sucre, y eso dolia mucho en un cora- z0n altivo que no queria conocer la derrota. SFR EP La casa termind de naufragar el dia en que estallé la noti- cia de que Ignacio, el tnico hijo varén del visitador, habia desfalcado la Caja de Caudales donde trabajaba. En cuanto cumplié la mayoria de edad, para que no siguiera a la deri- va, don Artemio de Aspadante habia recurrido a sus cono- cidos y le habfa conseguido un puesto decoroso en las es- feras financieras. Ignacio, desde entonces, no le habia dado mas dolores de cabeza. En realidad parecia haber tomado conciencia de la vida. Airoso, galano, era el legitimo here- dero de ja estatura del padre y la distincién de la madre, y mantenia un entusiasmo que contrastaba con Ja languidez de la residencia. Siempre se habia Ilevado bien con la fa- 55

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