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Yacía en su lecho de muerte Aristócles Ortiz, tenía la edad suficiente para decir que era

viejo, y desde hace mucho para decir que deseaba morir. Pero eso ya no estaba en sus
manos, su cuerpo lo estaba dejando solo y en aquel momento sólo le permitía pensar en el
recuerdo de aquella, como si hubiera un pacto secreto entre ellos dos en donde acordaron
que al final el cuerpo sólo le permitiría eso, recordar. Aquella era la que hacía que olvidara
los largos días del arado, las noches en soledad en donde vigilábamos que las tuzas no se
comieran todas las papas que sembrábamos, o aquellos días en donde no había nada que
hacer más que mirar y pensar el horizonte(cambiable), recordaba, pues, aquel día en donde
había ido conmigo al río a descansar. Amanecía, nos habíamos quedado toda la noche
platicando y revisando que las tuzas no se comieran más papas de las que podíamos
permitir que se comieran, porque de ello dependía nuestra hambre, pues preferíamos
intentar conseguir un trozo de cecina al venderlas que seguir comiendo papas que sólo nos
llenaban, pero que ambos sabíamos que nos iban mermando poco a poco, nos estábamos
muriendo, como todos por ahí en esa época y las que siguieron.

Cuando la luz era tan clara como para vernos sin entrecerrar los ojos, vi la silueta
cansada de Aristócles, sentada en una piedra en forma de silla en la que siempre se sentaba.
—¿Qué es eso que traes cargando desde que llegamos, Alejo?, me preguntó mientras
señalaba uno de mis bolsillos y continuaba diciéndome —Ya te caché, perro envidioso, que
traes cigarros y no piensas en invitarme uno, aunque sea por lástima—, yo ni siquiera
recordaba que los traía en mi camisa, pero ese desgraciado de Aristócles siempre se daba
cuenta de esas cosas, podía ver hasta lo que se me olvidaba, como cuando un día de tan
borracho hasta se me olvidó el nombre y él me ayudó a recordar quién era. –¿Y cómo
madres sabes que son cigarros?—, le dije, y sin pensárselo mucho me respondió riendo –
Porque estás tan flaco que escuché muy pesadas tus pisadas, y cuando pesas mucho es
porque andas cigarros—, él era de decir esas cosas, porque yo no estaba tan flaco, —No me
vengas a fregar con eso, todavía no estoy tan flaco—, le dije, a lo que él estiró la mano y
me quitó uno de los cigarros que traía —Mentira, ahora estás a punto de irte volando de
aquí y dejarme a cargo de todo, de lo poquito que pesas, mi hermano—, —Eres un pendejo
—, le dije mientras reíamos y empezábamos a morirnos con aquél humo de calma, él me
dijo —No tienes de otra que aguantarme hasta que alguno de los dos se muera, total, yo
también peso poquito para que no te cueste llevarme—, —Lo único pesado de ti son tus
palabras, esas sí que me la van a poner bien fácil el día en que te mueras, porque no vas a
pesar nada— y al escuchar eso se puso a reír con un mirar lleno de nostalgia y no dijo más,
tiró la colilla junto al montón que tenía al lado de su piedra y se fue a seguir haciendo las
cosas que solía hacer durante esos años en que pesábamos muy poco.

Aquél día había fiesta en el pueblo, una vez al año celebrábamos la llegada del San,
un santito que encontraron en una iglesia abandonada en donde se fundó el pueblo, sólo
sabían que el sacerdote decía en las misas el nombre de varios santos, pero éste no se
parecía a ninguno de los que alguien hubiera visto o el padre hubiese mencionado, así que
lo dejaron como el San, sin nombre, sólo era santo sin más.

Pensaba, pues, que no quería pensar en el presente, en aquél recuerdo se encontraba todo el
presente que deseaba,

(eran amigos, los mejores amigos)

Aquellos días eran brillantes, parecía que el sol nunca dejaba de tatemarnos los cuerpos
porque se negaba a bajar, así de inmensa era nuestra alegría, pues impedía que nos
cansáramos. Así era nuestra lucha contra el sol, éramos nosotros contra aquello que
sabíamos que acabaría con nuestras vidas, la felicidad. Aristócles siempre decía que podía
estar, pero nunca ser, yo no lo entendía, realmente me sentía a gusto bebiendo después de
las jornadas y platicando con él mientras podíamos, había días en los que hablábamos por
hablar, días en donde me hartaba de sus inquietudes y le decía “Sí, y no hablan tanto como
tú” cuando me preguntaba si conocía a más gente fuera de los cerros, a lo cual callaba,
porque entendía mi disgusto. Nunca hubo un pleito tan severo como para dejar de hablar.
Yo estaba ahí por gusto, mi familia era la dueña de los campos y por muchos años
estuvieron a mi cargo, cuando tuve que marcharme para buscar aquello que deseaba en la
vida, dejé a cargo a Aristócles de los sembradíos, también le di una choza cerca del río y
con ello él se sintió conforme, él no necesitaba más aunque intentara dárselo. Al principio
nos escribíamos cada semana para seguir charlando, a veces él me enviaba veinte o treinta
hojas escritas en una letra horrible como sólo podría ser la suya, después mermamos,
porque entendimos que las cartas nunca iban a sustituir nuestra presencia… nuestra risa…
nuestra cercanía. Lo entendimos tan bien que dejamos de hablar en un momento que ya no
recuerdo, quizá al año. A veces regresaba a ver a mi madre a los campos, aunque su
presencia me era grata sólo en aquellos momentos, esos donde iba por la cena de navidad y
la feria del San, o cuando nacía un nuevo sobrino, o cuando la enfermedad caía sobre un
allegado, sólo ahí podía tolerar el insoportable peso de una madre que se negaba a creer que
tuviera la razón en algo en lo cual ella no lo tuviera, aparte de lo que ya mencioné, ahí
andaba Aristócles, sentado, como siempre, releyendo los pocos libros que le traía de
Puebla. Yo siempre le dije que no podía recortarle la mitad de su pago en libros, pero él
insistía, tanto que a veces sólo iba a dejarle cajas inmensas de libros para su deleite, parecía
más un bibliófilo que un campesino, aunque él siempre me decía que era nada o poquito
más que nada, y que ojalá pudiera ser algo en su vida, porque podría darse un tiro ese día.
Yo no entendí nunca aquello que pasaba por su cabeza, se me hacía tan extraño e inmenso
que lo dejaba pasar.

—Nuestras dinámicas cambiaron. Cambiamos mucho en todos estos años y a pesar de eso,
¿seguimos siendo hermanos, Aristócles?

—Eres el hombre más inteligente con el que me he topado, pero sigues estando flaco, por
eso no piensas bien las cosas y no te das cuenta que eres la última persona que se ha dado
cuenta de ello.

Tosió y empezó a reír. Habían pasado cuarenta años desde la última vez que hablamos.

—¿Por qué dejaste de escribirme, acaso no eran suficientes libros?, pude haberte traído
más.

—Dejé de leer por muchos años, y cuando volví a leer me bastaban los que ya me habías
traído. Y… Nunca quise dejar de escribirte, sólo fue que un día no quise saber de nada, ni
de mí mismo, ni de leer, ni de escribirte. Fue un sentimiento tan extraño y amargo, tan
veloz, que en un pestañeo voló mi juventud, cerré los ojos ese día y cuando volví a abrirlos
te vi aquí, sentado en mi cama, viéndome morir…

—¿Qué pasó, Aristócles?, nadie en el pueblo ha sabido de ti, eres el último de nuestro
tiempo, y me topé con que algunos piensan que ni existes y eres un cuento viejo. Todos ya
murieron, mi familia, la tuya, nuestros amigos, los que ni conocíamos. Sólo quedan los
nietos o bisnietos de aquellos, sólo quedamos nosotros dos ahora. Somos última memoria,
eso somos…
—Al menos tú sabes lo que eres, viejo amigo… Al final, como ya ves que no pasaré de esta
noche, eso serás, aunque por el cariño que te tengo, no lo deseo para ti, porque somos
muchos como para que nos andes cargando a todos. Aparte, ni nos vas a aguantar con las
piernitas que te cargan, ya tienen suficiente contigo.

Volvió a reír y me enojé con él un poco.

—¡Es que nunca te tomas nada en serio!

—En lo de cuento viejo tienen algo de razón, eso sí.

—¡No sé ni por qué vine a este pueblo viejo, como tú, como todo lo que está aquí, todo
muerto!

—No te enojes, hombre, que no podré hacerte enojar mañana.

Mi enojo había logrado que olvidara la situación, estaba ahí porque quería platicar una vez
más.

—Perdóname… Es sólo que no puedo aceptar que te vas a ir, y que me quedaré solo sin mi
hermano, lo último que aprecio en esta vida.

—¿Y por eso dejarás de apreciarte?, no eres tan pendejo, Alejo.

—Eres de lo peor.

—Y por eso somos hermanos.

Callamos un rato y lloramos sin vernos a los ojos. Me levanté y fui por un té de canela que
me recordaba a las noches oscuras en que no teníamos ni migajas para comer.

En esos días él estaba enamorado de la aquella.

Por un camino de terracería se asomaba una cabecita con cabellos rojizos, mal cortado,
como si lo hubiesen hecho por necesidad, o más bien, como si a nadie le importase su
aspecto. El rostro que cargaba aquella cabecita no expresaba preocuparse mucho por sus
mechones disparejos, su edad parecía impedirle preocuparse por ello, tenía un canasto en la
cabeza, algo vendía. Aristócles Ortiz caminaba hacia la casa de los Ibarra, pues había ido a
dejar un recado y tenía que regresar para terminar su jornada de trabajo, tenía trece años y
se había top

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