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Carr, David (2005) - El Sentido de La Educación (Pp. 18-37)
Carr, David (2005) - El Sentido de La Educación (Pp. 18-37)
Educación y personas
Una luz diferente sobre quién o qué está cualificado para la educación puede
aportar la idea de que la educación se ocupa de la iniciación de los agentes
humanos en sus capacidades racionales, en aquellos valores y virtudes que las
personas llevan adscritas a su estatus. Esto, en cambio, presupone una distinción
importante entre seres humanos y personas. Los seres humanos, entendidos en
su continuidad evolutiva con otras especies animales, pueden considerarse objeto
de estudio biológico o antropológico. Las personas, sin embargo, no son
principalmente objetos de estudio científico, sino sujetos de acciones judiciales,
partes en contratos matrimoniales, miembros de clubes y asociaciones, actores
sobre el escenario, personajes de novela, etc. Desde este punto de vista,
debemos notar que la humanidad concebida biológicamente no es una condición
necesaria del ser persona: formas de vida inteligente no-humanas o
extraterrestres podrían considerarse como personas (y por tanto, como seres
educables) —y, por supuesto, muchos creyentes religiosos creen que los dioses,
ángeles y demonios son, digámoslo así, personas no-humanas—. Aunque ello es
más controvertido, también se puede negar el estatus de persona (al menos el
estatus completo) a ciertos seres humanos: por ejemplo, consideramos que los
recién nacidos sólo son personas potencial-mente, en un sentido aproximado; o,
por ejemplo, en el caso de los comas irreversibles, donde la vida mental está
reducida a mera pasividad.
Llegado a este punto, insistimos en que hay algo parecido a unas ciencias
naturales tanto de las personas como de los seres humanos: pues, ¿acaso
ciencias estadísticas como la sociología, la psicología o la economía no tienen por
objeto de estudio a las personas, así como la biología y la antropología tienen al
ser humano por objeto? Esto nos llevaría a una cuestión que trataremos, de un
singular modo postcartesiano, en la segunda
parte de esta obra. Por ahora, me limitaré a comentar que es efectivamente una
cuestión abierta el que la psicología deba considerarse una ciencia estadística a la
manera de la química o la física: como veremos, pueden existir razones para
cuestionar que las diferentes formas de la psicología empírica puedan iluminar
algunos aspectos de la agencia personal que sean de algún interés para la
pedagogía. No obstante, cuestionar el estatus de la psicología como ciencia
empírica no es poner en duda de modo absoluto su valor como forma de
investigación humana; simplemente, afirmamos que para comprender la psique
humana puede ser mucho más útil la historia, la biografía o la lectura de las obras
de Shakespeare que el estudio de la psicología «científica». Visto lo cual, parece
justificado simpatizar con la posición de Descartes, renuente a reducir totalmente
el «alma», la mente, la historia o la biografía a los parámetros causales y
estadísticos y al discurso de las ciencias de la naturaleza.
El problema con el dualismo cartesiano surge, por supuesto, al concluir que las
mentes o almas, irreducibles al conocimiento científico, son entidades individuales,
«íntimas» y espirituales, inaccesibles a la observación y, en principio, separables
de sus vehículos corporales. En primer lugar, si muchos de los atributos
psicológicos de las personas tienen características y vínculos prácticos y públicos,
resulta difícil entenderlos como cualidades incorpóreas: ¿cómo podría nadie
describirme corno una persona
valiente o un pianista de talento fuera de los contextos corpóreos de la agencia y
de la destreza, que dan sustancia a esos atributos? Es de suponer, por tanto,
cierto grado de corporeidad a todas o casi todas las cualidades personales. En
segundo lugar, si la mentalidad de la persona no puede definirse fuera de ciertas
instituciones y prácticas públicas, difícilmente podrán poseerla los individuos
fundamentalmente desasociados: ¿cómo puedo, por ejemplo, atribuir una
responsabilidad criminal a una persona en ausencia de instituciones legales
socialmente constituidas?
Por otra parte, la idea cartesiana de persona, entendida como entidad interior,
íntima y disociada se puede rastrear en los herederos racionalistas y empiristas de
Descartes -Leibniz, Locke, Berkeley y Hume, entre otros- hasta entrado el siglo xx.
Sobrevive incluso en el heroico intento de Kant de reconciliar las ideas
fundamentales del empirismo y el racionalismo en sus grandes obras Crítica de la
razón pura y Crítica de la razón práctica. De hecho, una forma especialmente
virulenta de cartesianismo parece implícita en la idea kantiana del agente moral,
entendido como sujeto no-empírico de una ley moral metafísica. Para Kant la
persona es inseparable de la autonomía racional del sujeto -por otra parte, una
autonomía racional definida conforme al desinterés y a la imparcialidad que
caracterizan la ley moral-. De donde se deduce que la persona de la razón pura
práctica tiene que ser independiente del mundo egocéntrico, por no decir egoísta,
que caracteriza habitualmente a los motivos e intenciones del sujeto. Para Kant la
persona real no es el yo empírico que se nos presenta cotidianamente, sino el yo
metafísico y nouménico de una razón práctica trascendente.
Esta es, sin duda, una cuestión muy compleja dentro de la filosofía educativa,
sobre la que se ha vertido mucha tinta -y de la que, de un modo u otro, nos
ocuparemos a lo largo de todo el libro-. No obstante, dedicaremos el resto de este
capítulo a elucidar una serie de distinciones tan elementales como problemáticas,
necesarias para nuestras indagaciones ulteriores.
Educación, cultura y valores
Llegados a este punto, podemos entender que las humanidades fomentan un tipo
de sensibilidad civilizada que permite conocer más profundamente la condición
humana en su dimensión cultural, psicológica y social, una mejor comprensión de
nosotros mismos, del mundo y de nuestras relaciones con los demás. Una
definición que, por lo demás, no resulta fácil defender. Pues, si bien se ha dicho
con frecuencia que la educación es en cierto sentido una vía de mejora humana,
no queda claro que tal comprensión nos haga moralmente mejores, los
educadores físicos han afirmado a veces una conexión intrínseca entre la práctica
de de-portes y el desarrollo moral que, de ser cierta, haría a los jugadores de
cricket más justos que a los poetas 1. Pero en un sentido habitual de mejora
educativa —el que hace hincapié en el desarrollo de la comprensión de nosotros
mismos y de nuestra condición- podemos sin duda estar mejor servidos con una
sola lectura del Rey Lear que con un partido de fútbol.
Hay una parte importante de verdad en la supuesta relación entre valor intrínseco
y educación, y es que la capacidad de valorar algo por sí mismo es evidentemente
una condición necesaria de la persona educada. No obstante, es también evidente
que el hecho de que una materia o asignatura tenga valor en sí misma no es una
condición ni suficiente ni necesaria de su valor educativo —puesto que uno puede
valorar intrínsecamente muchas actividades que no tienen ninguna relevancia
educativa (como permanecer ebrio tumbado al sol), y una materia o una actividad
puede tener valor educativo y no ser valorada por sí misma-. Debemos
preguntarnos, pues, dónde reside el valor de la educación. Hasta el momento, la
mejor aproximación sería decir que la educación es llegar a apreciar o valorar en
sí mismas las características ideológicas o no-instrumentales (intrínsecamente
valiosas) de aquellas formas de conocimiento, comprensión y destreza que
consideramos razonablemente como educativas.
Visto lo cual, podemos decir que la educación tiene por objeto la adquisición de
ciertas formas de conocimiento, comprensión y capacidad valiosas en sí mismas y
que son formativas de la personalidad, como, por ejemplo, la historia -si bien otras
disciplinas de las humanidades y las ciencias servirían igualmente de ejemplo-.
Debemos reconocer, sin embargo, que cualquiera de estas formas de
conocimiento puede valorarse también de forma no educativa -por ejemplo, como
medios de progreso técnico, con un objetivo vocacional o como medio para ganar
dinero en un concurso-. Como hemos visto, una apreciación educacional de las
mismas nos impide considerarlas desde el punto de vista exclusivo de su utilidad
práctica.
Todo lo dicho valga como reconstrucción del concepto de educación elaborado por
la filosofía analítica de posguerra, concepto desde luego elitista, fundamentado en
el reconocimiento de la diferencia existente entre el desarrollo educativo y otros
tipos de desarrollo humano tales como la socialización o la formación profesional o
la (psico) terapia. La tesis de que ciertas formas de conocimiento y comprensión
tienen un valor educativo intrínseco en y por sí mismas se basa en la apreciación
de las diferentes metas que tienen estas diversas actividades y en el papel
diferente que el conocimiento desempeña en su desarrollo.
Dicho de forma más precisa, definir el contenido educativo del currículo escolar
debería ser la tarea exclusiva de los pedagogos profesionales, puesto que la
educación se basaría «en la naturaleza y .el significado del conocimiento mismo y
no en las predilecciones de los alumnos, las exigencias de la sociedad o los
caprichos de los políticos». Si bien los responsables de esta concepción no
llegaron a negar la importancia socioeconómica de una formación profesional, el
mensaje estaba bastante claro: el contenido curricular de la escolarización no
estaba obligado a responder a los intereses no-educacionales de agencias
públicas o privadas no-profesionales, ya fueran de índole socioeconómica,
terapéutica o de otro tipo. Es más, auspiciada por estos presupuestos filosóficos,
proliferó, en una época en que esta idea de la educación ejercía una influencia
notable sobre profesionales incluso sobre políticos, toda una literatura curricular
que da testimonio de la paranoia generada por este no-instrumentalismo entre los
profesores de materias que no permitían tan fácilmente una justificación no-
instrumental. Muchos profesores de materias cuyo valor educativo no-instrumental
no era del todo transparente -en materias como la educación física, por ejemplo,
que tampoco podía aducir un gran valor instrumental y/o vocacional- se vieron
sometidos a una cierta presión profesional y política para demostrar, las más de
las veces de manera bastante improbable, que sus materias eran formas de
conocimiento y comprensión de valor intrínseco y contenido intelectual.
No obstante, desde un punto de vista crítico acerca de este debate tan polarizado
entre instrumentalismo y no-instrumentalismo educativo, resulta difícil evitar una
impresión de confusión grave: de hecho, creo que este debate ejemplifica
perfectamente la clase de beneficios que puede aportar una aclaración de
términos básicos a la antigua usanza. Veamos, entonces, dónde se genera la
confusión. En primer lugar, la tesis fundamental del no-instrumentalismo parece
bastante acertada, pues sostiene que la educación, al ser una iniciación en formas
de conocimiento y comprensión racionales de valor intrínseco, es un fin en sí
mismo.
Pues, ¿qué sentido tendría estar capacitado para ganarse holgadamente la vida,
careciendo de aquellos intereses y pasiones de índole estética, científica,
espiritual, social y política que pueden proporcionarnos razones para vivir? Pero la
educación, interpretada de este modo, no es una institución social o proceso por el
que pasamos un período de tiempo en un determinado lugar. En cierto sentido, la
educación es más que la escolarización: podemos hablar con acierto de una
educación o aprendizaje que duran toda la vida, pero no así de una escolarización
que abarque todo ese tiempo. De este modo, la relación entre educación y
escolarización es comparable a la que pueda existir entre la religión y la iglesia, o
la justicia y el sistema legal. Resulta por tanto perfectamente razonable afirmar
que alguien es educado o educada sin haber pisado nunca la escuela, como decir
que ese alguien es religioso o religiosa pero que nunca va a la iglesia (o decir que
la religión está en todas partes menos en las iglesias, o que la justicia no se
encuentra en los tribunales). De hecho, los críticos radicales de la escolarización
convencional han puesto de relieve esta incongruencia entre educación y
escolarización: los llamados «desescolarizadores» de hace unas tres décadas
atacaban precisamente la escolarización pública convencional de las economías
avanzadas, a la que acusaban de adoctrinar en vez de educar. Pero, en cierto
sentido, la educación (incluso la educación que se imparte en las escuelas) es
menos que escolarización.
Creo, sin embargo, que una conclusión de este cariz es errónea y prematura. En
primer lugar, debería quedar bastante claro que abandonar de este modo toda
distinción es tirar piedras contra el propio tejado -puesto que, a pesar de las
críticas a que estas distinciones se han visto sometidas, debería quedar claro que
estas críticas no serían posibles sin aquéllas: la tarea del filósofo de la educación
no es, por tanto, abandonar tales distinciones, sino aguzarlas para su empleo más
preciso-. En segundo lugar, tendríamos que reconocer al menos una razón
importante para establecer una diferencia entre la educación y otras formas
racionales de conocimiento o de práctica -no menos importante a causa de los
dualismos y distinciones anteriormente mencionados, pues recientemente se ha
producidlo una oposición a esos dualismos y distinciones, en el nombre de unas
conclusiones moralmente dudosas acerca de lo que puede ser educativamente
apropiado para los jóvenes-. De nuevo, la argumentación rechaza cualquier
distinción entre educación y formación profesional dado que: la teoría (reflexión
sobre los principios) está implicada indefectiblemente en la práctica; la práctica es
con frecuencia un camino importante para entender la teoría y formas de
formación profesional o de índole práctica pueden dotar a algunos jóvenes de una
«educación práctica» equivalente a una educación «académica». Visto así, es
poco menos que un prejuicio elitista considerar que ciertas formas de práctica
inteligente -como el bricolaje o la cocina- son menos valiosas desde un punto de
vista educacional que la ciencia o la literatura clásica, simplemente por ser
prácticas y útiles.
Todo esto debería recordarnos, como deseaban mostrarnos con tanto anhelo los
tradicionalistas liberales del moderno no-instrumentalismo, que tenemos una
herencia cultural a la que todos los jóvenes tienen derecho-indistintamente de sus
diferentes capacidades, de su entorno social y su destino vocacional- y que el
deber sagrado de la escuela es familiarizar a todos y cada uno de los niños y
niñas con dicha herencia. De este modo, si bien hay destrezas y actividades
(como el cálculo y el saber leer y escribir) que todos necesitamos adquirir, puesto
que ningún hombre o mujer modernos pueden funcionar de forma adecuada sin
ellos, así como destrezas (de reparación de automóviles y trabajos
administrativos) que algunos individuos, pero no todos, necesitan para sus
profesiones particulares, los diferentes destinos profesionales de niños y niñas no
deben permitir que se conculque el derecho común de todo niño a ser iniciado de
forma adecuada en lo «mejor que se ha pensado y se ha dicho».