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TRANSICIONES DESDE UN GOBIERNO AUTORITARIO 2

Guillermo O’Donnell
Philippe C. Schmitter
Lawrence Whitehead

Capítulo 9
EL PETROLEO y LOS PACTOS POLITICOS:
LA TRANSICION A LA DEMOCRACIA EN VENEZUELA

Terry Lynn Karl

El resurgimiento tentativo de la democracia a lo largo de América latina


ha alentado a los estudiosos y a los formuladores de políticas a echar una
nueva mirada a las “más antiguas” experiencias democráticas del continente
europeo, en su búsqueda de modelos políticos viables. Así como Chile y
Uruguay fueron alguna vez considerados “las Suizas” de América latina, ahora
Venezuela se ha convertido en el caso predilecto del grupo de países en
desarrollo. Como escribe Peter Merkl, “Parece que el único sendero que
conduce a un futuro democrático a las sociedades en desarrollo podría ser el
que tomó Venezuela ... Venezuela es un caso de libro de texto del progreso
paso a paso” La praxis, sin embargo, ha llevado a una cierta cautela con
respecto a los “casos de libro de texto”. La súbita extinción de regímenes
democráticos pasados advierte que la búsqueda de modelos está cargada de
peligros. Además, las experiencias de desarrollo de otro país no son fácilmente
repetibles: las opciones y estrategias de los actores políticos raramente pueden
imponerse en condiciones diferentes para producir resultados similares. No
puede esperarse que Venezuela, a pesar de su status actual como país con un
sistema de partidos establecidos, les proporcione una fórmula a quienes
buscan sendas para la democratización.

Pero la experiencia venezolana de transformación del régimen en 1958


puede aportar importantes lecciones en tal sentido. Específicamente, un
examen cuidadoso de la interacción entre petróleo y pactos políticos puede
iluminar la relación dinámica que existe entre estructura y arte de gobernar en
los momentos de transición política. Esta relación es el foco de un debate
central del análisis político: ¿en qué medida un desenlace democrático exitoso
es el producto de factores estructuralmente determinados que surgen de la
economía del mundo capitalista, del sistema internacional de Estados, o del
proceso de desarrollo dependiente, factores éstos que están más allá del
control de los actores políticos en los países en desarrollo tardío? ¿Qué
papeles desempeñan la habilidad en el arte de gobernar, el liderazgo, la
elección y organización colectivas, la acción voluntarista, o la simple fortuna en
la institucionalización de un sistema de partidos políticos?. A fin de clarificar
este debate es preciso relacionar sistemáticamente un enfoque estructural con
la acción política intencional, para demostrar de qué modo se desarrollan las
estructuras socioeconómica y política, tanto en el nivel nacional como en el
internacional, en una transición a la democracia.

En el caso venezolano, el petróleo es el factor singular más importante


que explica la creación de condiciones estructurales para el desmoronamiento
del autoritarismo militar y la subsiguiente perduración de un sistema
democrático. La organización económica particular y el cambio social
fomentados por el petróleo signaron definitivamente la política y las
instituciones políticas venezolanas, y también la organización y las condiciones
de clase de los terratenientes, los campesinos, los hombres de negocios y los
obreros. De esta manera, se dirá, una integración mediatizada por el petróleo
en el mercado internacional creó las condiciones estructurales necesarias para
un sistema de partidos. De la hipótesis que subyace en este argumento surge
que diferentes productos de exportación producen distintas configuraciones
sociales, que, cuando se las ubica en un contexto histórico, dan forma ala
propensión a emerger de diversos tipos de régimen, En los exportadores de
productos primarios dominados por un producto único, esa materia prima
principal afecta la formación de las clases sociales, el ascenso y la declinación
de diferentes grupos, el potencial estructural para la organización y la
conciencia, el desarrollo del Estado, la importancia relativa de los diversos
actores políticos y, finalmente, los tipos de alianzas socio políticas que pueden
o no pueden forjarse. Con el tiempo, el desarrollo conducido por un producto
principal puede desalentar el surgimiento de ciertos tipos de régimen en un
momento particular, mientras que incrementa la probabilidad de la aparición de
otros tipos. Contrariamente a algunos análisis anteriores de Venezuela, este-
enfoque ubica al petróleo en el centro de una explicación del cambio de
régimen.

Pero si el petróleo promovió las amplias transformaciones que crearon


las condiciones necesarias para un desenlace democrático, estos cambios
estructuralmente inducidos no son una explicación suficiente de la construcción
y consolidación logradas de un régimen de partidos competitivos. En este
punto, los pactos políticos desempeñan un papel esencial. El surgimiento y el
subsiguiente carácter del régimen de partidos venezolano han sido definidos
por acuerdos cuidadosamente diseñados entre élites, acuerdos que corporizan
un compromiso negociado y establecen las reglas futuras para gobernar. Estos
pactos, cuya importancia para Venezuela fue primeramente realzada por Daniel
Levine, comparten los rasgos distintivos de cooperación y compromiso de las
élites que caracterizan a las democracias “consociacionales”. Tal como Levine
lo demuestra hábilmente en su examen del Pacto de Punto Fijo, ellos permiten
a las élites desarrollar nuevas formas y códigos operativos para la regulación
de las disputas partidarias y de intereses. En el contexto del cambio estructural
inducido por el petróleo, la presencia de pactistas ubica el arte de gobernar y el
manejo eficaz del conflicto en el corazón de una comprensión de los arreglos
democráticos venezolanos.

Pero si Venezuela ha de ser definida y comprendida como una


“democracia pactada”, esta conceptualización debe diferenciarse de marcos
elitistas de democratización, consociacionales u otros. En la literatura
consociacional, la atención se centra en la ingeniería o concertación de pactos
en el nivel estrictamente político: las negociaciones entre los actores políticos y
económicos son tratadas como problemas separados o subsidiarios antes que
como una parte integral de las reglas para la conciliación de las élites. Puesto
que los actores políticos son vistos como los líderes de los grupos de identidad,
no se los analiza en el contexto de intereses socioeconómicos concretos. El
resultado es una subestimación sistemática de la componente económica de
estos arreglos políticos. En este análisis, no obstante, los actores políticos son
vistos como los representantes funcionales de intereses socioeconómicos
concretos -una relación que podría ser indirecta e incluso no intencional. Se
supone que la concertación de pactos promulga normas para el régimen y
estructuras del Estado que canalizan las posibilidades del cambio económico
de manera perdurable. En Venezuela, como veremos, el conjunto de
compromisos negociados corporizados por pactos establece las “reglas del
juego” políticas que también institucionalizan los límites económicos entre los
sectores público y privado, garantías para el capital privado y los parámetros de
la reforma socioeconómica futura.

Una vez que se le asegura a esta componente económica el lugar que le


es propio, resulta manifiesto que los pactos políticos tienen un papel doble. Por
una parte, proporcionan un cierto grado de estabilidad y predictibilidad que
tranquiliza a las élites tradicionales amenazadas. Las reglas que ellos
establecen limitan el grado de incertidumbre que enfrentan todos los actores
políticos y económicos en un momento de transición, y por lo tanto constituyen
un elemento esencial en una democratización exitosa. Por otro lado, esta
influencia estabilizadora puede tener serias consecuencias para la naturaleza y
los parámetros de la democracia que se establece. Al reposar en las
negociaciones de las élites para conciliar los intereses de élites tradicionales
preexistentes con los nuevos desafiantes, una democracia pactada puede
institucionalizar un sesgo conservador en la forma de gobierno, creando un
nuevo statu quo capaz de bloquear el progreso ulterior hacia la democracia
política, social y económica. Por cierto, como lo demostrará el caso
venezolano, los pactos pueden ejemplificar la creación consciente de un
contrato socioeconómico y político deliberado que desmoviliza a las nuevas
fuerzas sociales, al tiempo que circunscriben la medida en que todos los
actores estarán en condiciones de participar o esgrimir el poder en el futuro.
Este es un resultado lógico, puesto que la concertación de pactos entre las
élites, con frecuencia conducida en secreto, representa la construcción de la
democracia por medios antidemocráticos.

El examen siguiente ubica la transformación estructural de Venezuela


inducida por el petróleo y la concertación de pactos elitistas en el centro de una
explicación de la transición exitosa a la democracia en 1958. Comienza con
una amplia visión general de los determinantes estructurales que incrementan
la probabilidad de un desenlace democrático en el caso venezolano. Una
descripción de la denominada experiencia del “trienio” y del siguiente año de
transición 1957-1958, intenta a continuación echar luz sobre los actores
involucrados en el cambio de régimen, sus motivaciones, sus recursos y el
contexto real de sus acciones inmediatas. Después el análisis apunta a un
examen de los pactos elitistas en sí, poniendo de relieve los compromisos y
concesiones específicos que subyacen en los modernos Estados democráticos,
así como las condiciones estructurales y no estructurales que hacen posible la
concertación de pactos políticos. Finalmente, la discusión concluye con
observaciones concernientes al costo y la perdurabilidad de los actuales
arreglos democráticos.
Los determinantes estructurales del cambio de régimen

La fuga de Pérez Jiménez de Caracas, el 23 de enero de 1958, marcó el


fin del gobierno militar característico de Venezuela desde la independencia.
Pero el autoritarismo sultanista había muerto históricamente como forma
política desde mucho antes de que el general huyera del aeropuerto de La
Carlota, llevándose con él una parte importante de los ingresos fiscales de su
país. El efecto en el largo plazo del petróleo, un producto que inicialmente sirvió
para dar sustento a los arreglos existentes del régimen, socavó las bases
sociales del gobierno autoritario, estableciendo los cimientos para el cambio
político.

Una perspectiva histórica demuestra la ironía de este enunciado. El


nacimiento del Estado venezolano moderno durante los veintisiete años de
gobierno del caudillo Juan Vicente Gómez (1908-1935) coincidió con el
descubrimiento y la explotación de petróleo por compañías extranjeras. Como
resultado de este accidente histórico, tanto las multinacionales
norteamericanas como el gobierno de los Estados Unidos habrían de
convertirse en puntales de los arreglos autoritarios modernos. En el choque con
una sociedad civil débil y fragmentada, su efecto fue abrumador: los
petrodólares se convirtieron en el principal baluarte de una alianza que incluía a
una jerarquía de caudillos militares, a los productores de café y cacao de los
Andes, y a la élite comercial y financiera de Caracas. La relación con el
extranjero era directa: Gómez mismo tomó el poder gracias a un golpe
respaldado por Estados Unidos en 1908, y a continuación utilizó a las
compañías petroleras para mantener la estabilidad de su gobierno durante casi
tres décadas. A cambio de dar facilidades a las compañías (concesiones
baratas, legislación favorable) Gómez recibió ingresos rápidamente crecientes
que le permitieron equipar el primer ejército nacional, ampliar una burocracia
estatal leal, aligerar la carga impositiva de las élites y desarrollar un aparato
represivo refinado.

Inicialmente, el petróleo protegió esta alianza oligárquica de las


tensiones desgarradoras de la industrialización. Puesto que la integración en el
mercado mundial mediatizada por el petróleo proporcionó los ingresos
necesarios para una expansión continua de la capacidad importadora del país,
los petrodólares pospusieron la industrialización nativa en este país
financieramente rico. Una manifestación de esta dinámica estructural fue la
sistemática valorización del bolívar en relación con el dólar, fenómeno
monetario que creó incentivos para las importaciones antes que para la
producción nacional. Aunque la Gran Depresión alentó la industria
manufacturera en la Argentina, en Chile, Brasil y México, y en esos países
generó poderosas presiones tendientes a expandir la participación política,
Venezuela quedó aislada por su insólitamente fuerte capacidad para importar.
La acelerada sustitución de importaciones y las estrategias populistas que la
acompañaron en el resto de la América latina, en Venezuela no se iniciaron
hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, con un retraso de casi dos
décadas respecto de los países vecinos. Esta diferencia en los tiempos
internacionales se revelaría como esencial para la construcción de la
democracia venezolana.

Pero finalmente el petróleo puso en marcha, en la economía los cambios


estructurales de largo plazo que socavaron la organización de la sociedad y la
forma de gobierno. La economía del petróleo aceleró la declinación de la
estancada agricultura venezolana. El tipo de cambio sobrevaluado, inducido
por el petróleo, destruyó la competitividad internacional del café y otras
exportaciones tradicionales, mientras que la elevada capacidad importadora de
alimentos perjudicó al mercado interno para los productos agrícolas. Con el
colapso de las exportaciones de café y cacao durante la Gran Depresión, la
agricultura venezolana prácticamente se extinguió: la participación de ese
sector en el producto bruto interno (PBI) cayó a pique, de un tercio a mediados
de la década de 1920, a menos de la décima parte hacia 1950 (el porcentaje
menor en toda la América latina). Puesto que los petrodólares proporcionaban
una vía más fácil para mantener viva la economía, hubo pocos esfuerzos
importantes por reanimar al sector agrícola.

La declinación de la agricultura provocada por el petróleo tuvo un


profundo efecto en la estructura social y en la conducta política de las élites de
Venezuela -una clase particularmente pequeña y estrechamente entrelazada
para los estándares sudamericanos-. Si bien la condición de la clase superior
de los hacendados constituye una variable clave en el tipo de resultados
políticos que emergen en la transición desde las sociedades agrarias -como lo
ha sostenido Barrington Moore-, esa clase experimentó en Venezuela una
rápida transformación con la introducción extranjera de un enclave petrolero. A
medida que se reducía el atractivo de la inversión rural, también disminuyó el
impulso a comercializar la agricultura y a mantener de esa manera el control de
la élite sobre las áreas rurales. En la “danza de las concesiones”, los
terratenientes venezolanos vendieron sus propiedades a las compañías
petroleras, incorporándose a la burguesía comercial y financiera urbana que
alguna vez había sido su Némesis. En lugar de seguir hipotecando su café y su
cacao a los intermediarios caraqueños, aprovecharon las lucrativas ofertas de
las multinacionales y se volcaron a las actividades comerciales. Al mismo
tiempo, esa creciente clase mercantil cambió el manejo de las exportaciones
agrícolas tradicionales por el de bienes importados de Estados Unidos. De este
modo evolucionó un estrecho y estable conjunto de relaciones entre el capital
extranjero, el capital nacional y el Estado -con frecuencia vinculados por los
lazos de la corrupción-.

Pero el costo político de la declinación de la clase de los propietarios fue


alto. Sin una base rural, la élite agraria venezolana perdió la oportunidad de
ejercer un efecto político autónomo. Aunque en 1946 apoyaría la formación de
un conservador Partido Demócrata Cristiano y proporcionaría sistemáticamente
a ese partido su base principal en la región cafetalera andina, una élite agraria
débil nunca iba a poder procurar, en la época pospetrolera, el apuntalamiento
social de un partido político rural conservador comparable al Partido Nacional
de Chile. Ni siquiera una alianza con la Iglesia, otra fuerza débil, podía superar
los resultados políticos de este cambio estructural. De modo que a Venezuela
le faltó una organización partidaria que en una futura arena electoral pudiera
hacer virar a la derecha el espectro político.
El efecto social y político de la extinción de la agricultura también llegó al nivel
de las masas. La proporción de la fuerza de trabajo dedicada a actividades
rurales declinó rápidamente - del 71,6 por ciento en 1920 al 33,5 por ciento en
1961-. A medida que el estancamiento de la agricultura obligaba a los
campesinos a dejar la tierra y a asentarse en áreas urbanas (véase la tabla
9.1), ellos pasaron a ser blancos escogidos de la acción política. La rápida
desintegración de fuertes lazos rurales tradicionales, impulsada por el señuelo
de los empleos en las ciudades y los campos petrolíferos, creó la oportunidad
de organizar al campesinado. Pero estos campesinos no eran impulsados a la
actividad revolucionaria puesto que faltaban en Venezuela los factores que
conducen a la acción radicalizada. No existían fuertes comunidades
campesinas; la rápida comercialización de la agricultura había sido bloqueada
por las importaciones de productos alimenticios pagados con los ingresos
petroleros y, lo que es más importante, no estaba presente el conflicto suma
cero que fue necesario para producir revoluciones campesinas en otros países.
El petróleo amortiguó la virulencia de las disputas entre campesinos y
propietarios, permitiendo una permanente “salida” y el abandono de la tierra por
las élites y por las masas. Era improbable que el cambio político fuera
autoritario, debido a la debilidad de la élite rural, pero también podía decirse
que un giro revolucionario resultaba dudoso.

Tabla 9.1 Distribución de la población en Venezuela, 1941-1971


Año Rural Urbana
1941 69% 31%
1950 52 48
1961 37 63
1971 27 73

Fuente: Daniel Levine: “Venezuela since 1985”, en The Breakdown of


Democratic Regimes: Latin America, comp. de Juan Linz y Alfred Stepan,
Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1978, pág. 87.

En este contexto, el crecimiento y la transformación de la Venezuela


urbana proporcionaron un terreno fértil para un régimen democrático reformista.
Una vez más, el petróleo desempeñó un papel decisivo, creando el primer
mercado interno significativo y también las fuerzas sociales urbanas que
históricamente proveyeron la columna vertebral del sistema de partidos en
América latina. A medida que la agricultura declinaba, los sectores importador y
de servicios se expandieron rápidamente, alimentados por los ingresos
petroleros. El total de sueldos y salarios pagados sólo al sector petrolero se
multiplicó por ocho en la década de 1920, mientras que las importaciones
levantaban vuelo; sólo entre 1913 y 1926, su valor saltó de los U$S 2.372.000
a los U$S 14.297.000. El fenómeno social más importante que resultó de la
introducción y consolidación de la economía de enclave petrolero fue la
emergencia de una clase media compuesta principalmente por pequeños
artesanos propietarios y asalariados, y por empleados de “cuello blanco” del
sector de servicios. Su número se vio complementado por una burocracia
estatal en rápida expansión, que pasó de 13.500 a 56.000 cargos públicos en
no más de quince años. La clase media continuó ampliándose después de la
muerte de Gómez, creciendo, entre 1936 y 1950, del 36,8 al 54 por ciento de la
fuerza de trabajo no agrícola.

Necesariamente, las aspiraciones y demandas de estas “capas medias”


dominaron la arena política. La economía petrolera promovió la aparición de
una pirámide invertida de clases sociales: la generación y rápida circulación de
los petrodólares, una función rentística antes que de actividades productivas
reales, significaron que una clase media urbana en gran medida no productiva
tuviera precedencia y excediera en número a una clase obrera en lento
crecimiento. Además de las ventajas de su tamaño y experiencia política, este
sector medio podía controlar la política de masas a causa de la debilidad de la
clase obrera.

Aunque la industria del petróleo había dado origen a una fuerza


industrial moderna, el carácter sumamente intensivo de esa industria mantuvo
el número de trabajadores petroleros por debajo de los 26.000. Si bien estaban
militantemente organizados, sobre todo por el Partido Comunista de
Venezuela, su pequeña cantidad y su aislamiento en campos alejados de los
centros urbanos trabaron su aptitud para generar un efecto político poderoso.
Hasta la década de 1950 no pudieron unirse con sus pares de las ciudades,
pues antes de esa época sencillamente no existía en el ámbito manufacturero
una clase obrera políticamente significativa. Un proletariado pequeño y
geográficamente fragmentado no podía llevar a la formación de grandes
partidos socialistas o comunistas como los de la Argentina o Chile. Puesto que
para obtener la satisfacción de sus demandas laborales los trabajadores
petroleros tenían que alinearse con fuerzas de las áreas urbanas, se
convirtieron en candidatos selectos para la afiliación por parte de los partidos
reformistas con base en Caracas.

El comienzo de una industrialización significativa, hecho que no se


produjo en Venezuela hasta la década de 1950, constituyó la condición
estructural final para un cambio reformista de régimen. Una vez más, la
integración, mediatizada por el petróleo, en el sistema internacional, fue el
motor de la transformación económica. Como resultado de la ascendente
demanda de petróleo en el período de posguerra, de la crisis iraní de 1954 y
del cierre del Canal de Suez, Venezuela experimentó un boom económico
fenomenal que literalmente forzó al país a industrializarse. En el período
comprendido entre 1950 y 1957, Venezuela acumuló más moneda extranjera
que cualquier otra nación del mundo, con la excepción de Alemania Occidental.
Puesto que las reservas del tesoro se triplicaron y las exportaciones petroleras
crecieron dos veces y media, el efecto en la economía nacional fue inmediato.
Alimentada por un alto nivel del gasto público que dio origen a una expansión
paralela de la demanda agregada, la industria manufacturera creció el 313 por
ciento; la tasa de inversión promedio fue un vertiginoso 28,3 por ciento.

La industrialización (véase la tabla 9.2) hizo que las perspectivas de la


democracia dieran un paso adelante. Mientras que la declinación de la
agricultura y la creación de nuevas clases sociales urbanas socavaban al
antiguo régimen, la industria proporcionaba la base material necesaria para una
alianza cualitativamente nueva. El momento de esa industrialización fue
particularmente importante. Puesto que no se inició hasta la década de 1950,
en un período de expansión internacional en lugar de empezar en la década de
1930, período de contracción internacional, la inversión extranjera directa
desempeñó un papel inusualmente amplio desde el principio -contrariamente a
lo ocurrido en otros países de América latina-o En esa década, la inversión
extranjera directa aumentó de los 938 millones de dólares a los 3.710 millones
de dólares, la mayor concentración en cualquier nación latinoamericana. La
inversión en la industria creció con suma rapidez. Las consecuencias políticas
de este estrecho entrelazamiento del capital nacional y extranjero fueron
profundas: hacia 1958 había intereses específicos nacionales e internacionales
a los que era posible persuadir de la necesidad de defender un programa de
industrialización. Aunque escasos en número, estaban unidos, altamente
concentrados y eran económicamente poderosos.

Tabla 9.2
Crecimiento de la población manufacturera en Venezuela, 1948-1957
(base: 1948 =100)

1948 100 1953 251


1949 118 1954 286
1950 154 1955 333
1951 186 1956 364
1952 205 1957 413

Fuente: John Salazar-Carrillo: Oil in the Economic Development of Venezuela, Nueva York,
Praeger, 1976, pág. 119.

Las lecciones de los años del trienio

En 1946, a Acción Democrática (AD), un nuevo partido político, se le dio


una inesperada oportunidad de gobernar, sólo dos años después de su
fundación. Invitado a compartir el poder con los militares (que utilizaron a ese
nuevo partido para evitar una lucha interna por la sucesión después de la
deposición del general Medina), AD gobernó durante tres años de permanentes
crisis antes de ser derrocada por las fuerzas armadas. Ese período de tres
años, el "trienio", demostró ser una importante base de entrenamiento para los
líderes políticos, así como una valiosa experiencia educativa para otras élites
venezolanas. El gobierno militar de los generales López Contreras y Medina
Angarita, los sucesores de Gómez, se caracterizó por la oscilación pendular
entre liberalización y represión, reflejando el choque lentamente creciente de
las nuevas fuerzas sociales urbanas con una oligarquía en extinción pero
obstinada. La experiencia del trienio, a continuación de la Segunda Guerra
Mundial, inclinó el equilibrio hacia un nuevo régimen al cambiar las
percepciones e ideologías de las élites, en particular con respecto a la
industrialización y a un sistema de partidos políticos.

A la visión, la conducción y la organización proporcionadas por Acción


Democrática y el fundador del partido, Rómulo Betancourt, se les requirió que
convirtieran en un programa político viable las cambiantes realidades
estructurales de Venezuela. Betancourt recorrió el país a lo largo y a lo ancho
con la finalidad de comprender la situación nacional, sentando las bases de
cuarteles generales del partido en cada región venezolana. El y otros líderes
partidarios redactaron entonces una plataforma para el Partido Democrático
Nacional, precursor de AD, la cual declaraba que “el gomecismo”, los
terratenientes, los bancos usurarios, y el imperialismo extranjero” eran los
enemigos de Venezuela y el blanco de su acción política. Esta posición podía
movilizar y unir a los campesinos de los sectores agrarios declinantes con los
obreros petroleros militantes y con las emergentes clases media e industrial de
Caracas. El programa del partido era radical, puesto que asumía una posición
directa contra la alianza autoritaria tradicional, pero los líderes tuvieron la
previsión de basarlo en un amplio frente unido que podía incluir a algunas élites
tradicionales. Explícitamente rechazaba la doctrina organizativa del Partido
Comunista, basada en la idea de la lucha de clases conducida por los
trabajadores. En lugar de ello, demostrando conocimiento de la realidad
venezolana, AD sostenía que la clase obrera industrial era demasiado pequeña
y débil para llevar a un cambio de régimen, y que la reforma agraria en un
sector declinante podría realizarse por medios pacíficos sin alienarse a las
élites tradicionales urbanas.

La industrialización era el cemento que podía unir en una forma


partidaria a las recientes emergentes fuerzas sociales con las élites
empresariales y así se convirtió en un aspecto central de la plataforma. La
industrialización podía evitar una lucha de suma-cero al proporcionar beneficios
concretos a todos los venezolanos. Según lo estipulaba el programa de AD.

Estamos apuntando a poner en práctica un amplio espectro que


despertará y sostendrá la iniciativa privada mediante créditos baratos y
aranceles racionales de protección, para luchar contra la invasión de
productos extranjeros. Esto, y el incremento del poder adquisitivo de la
población gracias a una política social, honesta y amplia, hará crecer al
mercado interno, paso necesario en el desarrollo de una industria y una
agricultura nacionales. No realizamos nuestra proclamación ferviente de
una política de mejoramiento de las condiciones de obreros y
campesinos sólo a través de la lealtad a los principios de la justicia
social.; También reconocemos una razón científica y práctica: sin ese
mejoramiento, no se puede crear el mercado interno necesario para la
industria y la agricultura venezolanas.

La reforma agraria era también un componente clave de los planes del


partido para el futuro, pero AD se cuidaba de evitar referencias a la
colectivización o confiscación de propiedades que podría atemorizar a las élites
con base en Caracas. Finalmente, la nacionalización de las compañías
petroleras, símbolos de la dominación extranjera, constituía otro elemento
esencial del programa partidario.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial alentó el modo de ver


industrialista de AD, puesto que el conflicto impulsó el primer cambio visible de
las actitudes económicas y políticas de los grupos económicos familiares
venezolanos, normalmente intransigentes. Una gran declinación en las ventas
de petróleo a Europa durante la guerra había forzado al gobierno de Medina a
instrumentar estrechos controles a las importaciones, para proteger la escasa
existencia de divisas -primera acción estatal de este tipo en toda la historia de
Venezuela-o A medida que las penurias afectaban a las clases medias
urbanas, llevando a un acrecentado apoyo a Acción Democrática y al Partido
Comunista, aumentaba el miedo de la élite al desorden social. Los
terratenientes y la clase comercial creían que AD representaba un futuro radical
que implicaba su extinción, y le pusieron al partido el apodo de “adeco” por
“AD” y “comunista”. Pero algunos representantes perspicaces de la élite
económica, como por ejemplo Eugenio Mendoza, un joven empresario y
ministro de desarrollo de Medina, empezaron a exhortar a los venezolanos a
“vestimos con nuestras propias telas, aprovechar la producción de nuestra
naciente industria, y sentir el noble orgullo de todo lo que es venezolano”.
Profundamente sacudidos por la escasez de tiempo de guerra, los venezolanos
comenzaron a percibir el valor de la industrialización.

La experiencia de la guerra y el discurso de la industrialización también


comenzaron a afectar las actitudes de los líderes económicos clave con
respecto al papel adecuado del Estado. Figuras de las finanzas y el comercio
tales como J. J. Gonzáles Gorrondona y Rudolfo Rojas, influidas por la solución
que propuso el New Deal para los problemas. socio económicos de Estados
Unidos, examinaron el tema del planeamiento, las barreras arancelarias, la
tecnificación del Estado, servicios progresistas tales como los de seguridad
social, y el desarrollo industrial nacional. Algunos empresarios comenzaron a
creer que un Estado intervencionista -concepto herético en el período de
preguerra- era la única garantía posible para la producción interna y la
prevención de los disturbios sociales. En 1944, el banquero más importante del
país sostuvo: “EI Estado debe garantizar el desarrollo normal de la producción,
el consumo y el comercio, porque si elude esa responsabilidad y abandona la
actividad económica al libre juego de los intereses privados como pretenden los
liberales, esto conducirá a una repetición sistemática de ciclos económicos,
guerras y todo tipo de otras perturbaciones que traen angustia a nuestra vida
social”. Si bien esta actitud era ferozmente resistida por las élites agrarias más
conservadoras, algunos de sus equivalentes urbanos comenzaron a advertir
que la plataforma económica y política de un partido como Acción Democrática,
aunque era por cierto demasiado radical, podría albergar algunas posibilidades.

La Segunda Guerra Mundial también comenzó a afectar la ideología de


los militares de una manera que en última instancia sería ventajosa para Acción
Democrática. A continuación de la muerte de Gómez, la pieza de contención
que mantenía estructurada a la jerarquía militar, habían emergido a la
superficie desacuerdos dentro de la institución en torno de la sucesión, del
sistema cerrado de ascensos y de la propensión conservadora de gomecistas
tales como el general López Contreras. Al volver de sus estudios cursados y de
prestar servicios en el extranjero, los oficiales jóvenes llevaron consigo las
habilidades técnicas recién adquiridas, una concepción diferente del militar
profesional e ideas frescas originadas en su contacto con los intensos
sentimientos democráticos de la posguerra. Pusieron en tela de juicio la
adecuación de la antigua jerarquía del ejército a la modernización de
Venezuela. En 1954, un grupo de oficiales jóvenes constituyeron la Unión
Patriótica Militar, y firmaron un juramento secreto que proclamó “la profesión de
nuestra fe democrática ... abogamos por la formación de un gobierno que tenga
como base el voto universal y directo de la ciudadanía venezolana, una reforma
de la Constitución ... y la creación de un ejército verdaderamente profesional”.
Aunque esta facción democrática perdió temporariamente poder en el golpe
que depuso a AD en 1948, siguió siendo activa entre los militares y se convirtió
en aliada importante de los partidos políticos en la década siguiente.

De todos modos, el más importante desarrollo político se produjo en


Acción Democrática durante los tres años que estuvo en el poder. En primer
lugar, AD comenzó a apreciar el valor de un electorado popular organizado. Por
cierto, para consternación de los otros partidos, aprovechó su control del
Estado para conformar y dominar la Confederación de Obreros Venezolanos y
la Confederación de Campesinos Venezolanos.

Aunque ambas organizaciones pasaron a ser ilegales después del


trienio, proveyeron gran parte de las bases organizativas y del poder político
futuro del partido. La importancia de esas confederaciones no debe
subestimarse. En sólo tres años, AD elevó el número de los campesinos
organizados, que pasaron de 3959 a 43.302, mientras que acrecentaba el
número de sindicatos legales de 252 a 1014. 12 En segundo término, el nuevo
partido aprendió que la negociación y la concertación son importantes. Aislada
y empujada a la clandestinidad, en 1948, AD entendió que durante el trienio
había alejado a sus aliados potenciales, en especial a través de sus enérgicas
acciones contra la educación católica -una jugada que le alienó tanto a la
Iglesia como al nuevo Partido Demócrata Cristiano (COPEI)- y su fracaso en la
consulta con los otros partidos políticos. En el futuro tendría el cuidado de
evitar la conducta sectaria.

El gobierno del trienio 1946-1948 fue prematuro, producto de las


respuestas de una élite a un contexto internacional cambiante, antes que
producto político de un emergente partido de masas. Retrospectivamente, en
vista de la debilidad del consenso en favor de una industrialización y una
participación incrementadas, es fácil ver que era improbable que el primer
gobierno de AD sobreviviera. Aunque “sembrar el petróleo” se había convertido
en un slogan nacional, aún no se había producido un esfuerzo industrial y la
subsiguiente creación de fuerzas socioeconómicas con respaldo material en un
sistema de partidos. Además, cuando el mercado internacional del petróleo se
recuperó, las compañías petroleras reaccionaron al discurso nacionalizador de
AD amenazando con llevar sus operaciones al Medio Oriente. Temiendo otra
crisis económica, los empresarios locales retiraron su apoyo al gobierno
democrático. En cuanto se desmoronó el frágil consenso, no quedó margen
alguno para el error político. Pero Acción Democrática, un partido carente de
experiencia, cometió errores políticos incluso al aprovechar su posición en el
Estado. No obstante, subsistía una realidad: aunque el gobierno militar fue
pronto restaurado, las transformaciones estructurales de la economía y la
sociedad se habían acelerado durante ese período, en parte gracias al énfasis
de AD en la actividad industrial. Era sólo una cuestión de tiempo que volviera a
alcanzar un punto de crisis la divergencia entre una política anticuada y una
sociedad y una economía crecientemente complejas.
La política de transición: 1957-1958

Si bien el vibrante boom industrial de la década de 1950, generado por


el petróleo, preparó ~ Venezuela para un cambio de régimen, la forma, la
distribución de los hechos en el tiempo y la dinámica de su expresión no
estaban predeterminadas. Aunque habían aumentado las demandas de
participación, el autoritarismo sultanista habría podido refrenarlas durante un
período más prolongado si Pérez Jiménez hubiera poseído algún grado de
habilidad política. En lugar de ello, su sistemática y con frecuencia innecesaria
enajenación de los actores clave de la alianza autoritaria estimuló un derrumbe
desde dentro, una declinación interna que provocó presiones en favor de una
transferencia del poder, provenientes de la institución militar misma. La caída
de Pérez Jiménez, no obstante, no explica el colapso del autoritarismo militar
como sistema, ni tampoco el establecimiento ulterior de un sistema de partidos
políticos. Otros factores intervinieron. En 1957 y 1958 se cosecharon
finalmente los frutos de una constitución de partidos creadora y persistente, así
como de la experiencia política adquirida en los años del trienio. Una
conducción inteligente que dirigía a una población civil organizada y movilizada
enfrentó a militares divididos y a una clase empresarial aislada. Esto convirtió a
una simple transferencia del poder entre élites tradicionales en una entrega del
poder a nuevos actores históricos.

La coincidencia de una crisis política por la sucesión con una crisis


económica fue catalizadora de un cambio de régimen. Pérez Jiménez había
llegado al poder como consecuencia de un golpe en 1948, y se había
proclamado presidente, cancelando las elecciones de 1952. Para resolver el
nuevo dilema de liderazgo planteado por las elecciones presidenciales
programadas para 1957, Pérez Jiménez instrumentó un plebiscito patrocinado
por la legislatura y anunció su intención de permanecer en el poder
indefinidamente. Los partidos políticos ilegalizados, conducidos por AD,
protestaron abiertamente. Una crisis fiscal, que siguió inmediatamente a la
decisión acerca del plebiscito, llevó a las élites económicas conservadoras a
unirse a los partidos. Hacia 1957, los pasmosos niveles del gasto público bajo
Pérez Jiménez, en la estela del boom petrolero de la década de 1950, habían
excedido la capacidad de pago del país. Incluso los industrialistas del sector de
la construcción, en general sus principales aliados, puesto que se beneficiaban
con los proyectos de obras públicas, se encontraron con facturas presentadas
al Estado que quedaban sin pagar. Puesto que se perjudicó el status crediticio
internacional de Venezuela, Pérez Jiménez intentó ocultar sus gastos
excesivos y su corrupción vendiendo nuevas concesiones a las compañías
petroleras - una jugada polémica en vista del sentimiento nacionalista
ampliamente difundido contra las multinacionales-. Cuando sus políticas
financieras llevaron a la economía al punto de crisis en los meses finales de
1957, empresarios bien conocidos como BIas Lamberti y Eugenio Mendoza
emitieron manifiestos públicos pidiendo “la normalización y dignificación de la
administración de los dineros públicos.

Las acusaciones de mal manejo económico impulsaron otras quejas


empresariales de larga data acerca de la falta de protección para la industria
nacional y también sobre el papel creciente del Estado. En 1952, el gobierno
había renovado un tratado de comercio recíproco con Estados Unidos, el cual
permitía que una amplia gama de productos importados manufacturados de
bajo precio invadieran los mercados nacionales. Las industrias no relacionadas
con la construcción se vieron perjudicadas. A pesar de repetidas apelaciones a
renegociar el tratado o a establecer algún tipo de protección para los
empresarios locales, Pérez Jiménez se negó a aumentar los aranceles y en
realidad recortó los créditos industriales a todos los sectores, salvo al de la
construcción. Su simultáneo aliento al ingreso de capitales extranjeros, que se
triplicó durante su gobierno, amenazó a la iniciativa local. Pérez Jiménez
también empezó a expandir el Estado, llevándolo a la producción directa, a
expensas del sector privado nacional. Aunque originalmente le había
asegurado a Eugenio Mendoza y otros hombres de negocios que el gobierno
no entraría en el sector del acero, el general aparentemente cambió de idea y
rechazó las propuestas de instalar una planta de propiedad privada que
presentó el Sindicato del Hierro. En su primer conflicto abierto con los
empresarios, Pérez Jiménez reservó para el sector público el acero, la
electrificación y la petroquímica, estableciendo empresas del Estado en cada
área.

La penuria de la industria nacional se combinaba con la falta de acceso


formal de los empresarios a la toma de decisiones por parte del Estado. Puesto
que el general favorecía a un grupo particular de contratistas ligados a él por
lazos de corrupción, prestaba poca atención a organizaciones empresarias
tales como Fedecámaras, que trataban de representar a toda la élite
económica. Cuando el favoritismo aumentó, importantes facciones de la élite
económica consideraron que tenían poco acceso a decisiones que afectaban la
política económica. El plebiscito fijado amenazaba con institucionalizar esta
situación de modo permanente.

La intención del general de permanecer en el poder también suscitó la


oposición de la Iglesia. Lo mismo que los empresarios, la Iglesia había sido un
beneficiario particular del gobierno militar. Virulentamente hostil a Acción
Democrática a causa de las políticas secularizadoras, anticatólicas y reformista
s de ese partido, había acogido con entusiasmo el golpe de 1948. Aunque la
jerarquía religiosa local se sentía conforme con arreglos autoritarios, se
estaban produciendo cambios dentro de la Iglesia en el nivel internacional. Las
declaraciones del papa Pío XII, que propugnaban una mayor sensibilidad a los
problemas de justicia social, alentaron a varias publicaciones católicas a
recordar amablemente al gobierno sus deberes con respecto a las clases más
bajas, en editoriales publicados el 1º de Mayo. No acostumbrado a ningún tipo
de críticas, la reacción del gobierno fue rápida y despótica: el ministro del
interior Valenilla Lanz citó en su despacho al arzobispo de Caracas y ordenó a
la Iglesia que adoptara un tono más bajo. Cuando Seguridad Nacional, la
policía política, detuvo al padre Hernández, un bien conocido sacerdote
opositor, y hostil izó a otras figuras importantes de la jerarquía católica por
orden del dictador, la Iglesia y el Partido Demócrata Cristiano (nunca declarado
ilegal) también pasaron a la oposición.

Al desmoronarse el apoyo de la élite civil, los militares se convirtieron en


el foco de la decadencia del régimen. Inicialmente, Pérez Jiménez había tenido
el cuidado de aplacar a su propia institución, destinando partidas enormes a
propósitos militares, aumentando el personal, adquiriendo equipamiento
costoso, elevando los salarios y creando prácticamente la marina y la fuerza
aérea. Pero los extraordinarios niveles de corrupción del general, combinados
con su total confianza en ministros civiles impopulares tales como Valenilla
Lanz y Pedro Estrada, alarmaron a los oficiales jóvenes. Lo que es más
importante, Pérez Jiménez creó una autoridad militar paralela con la policía
política (Seguridad Nacional), invistiéndola del poder de castigar a los oficiales
sospechosos de deslealtad al gobierno. El descontento cristalizó en dos
facciones: la primera, principalmente de oficiales superiores ligadas al
gobierno, intentó presionar a Pérez para que corrigiera algunos de los abusos
de su régimen; la segunda, por oficiales jóvenes del Movimiento para la
Liberación Nacional (MLN), trataba de derrocarlo.

La división entre los militares creó su propia dinámica. A medida que


Pérez Jiménez abrigaba más sospechas acerca de posibles deslealtades,
confiaba más en Seguridad Nacional, utilizando las fuerzas de seguridad para
arrestar a oficiales sospechados de traición. Como el uso arbitrario del poder
contra sus propios militares creció, se incrementó asimismo el faccionalismo,
nutrido por las actividades del gobierno contra los católicos y otros civiles. En
diciembre de 1957, aunque Pérez Jiménez proclamó que contaba con el apoyo
unido de las fuerzas armadas, la desconfianza estaba tan difundida que
diferentes divisiones habían empezado a vigilarse recíprocamente. Cuando el
1º de enero de 1958 el MLN intentó un fútil “cuartelazo” para remover a Pérez
Jiménez, provocó una crisis de gabinete a mediados del mes. El 9 de enero los
ministros de Pérez Jiménez fueron obligados a renunciar, y se designó un
nuevo grupo que incluía a conocidos opositores al general. El 13 de enero,
Pérez Jiménez continuó una contraofensiva, designándose a sí mismo ministro
de defensa. Entre reorganizaciones del gabinete, intentos de golpe y arrestos
tomó forma un nuevo consenso militar: para mantener la unidad de las fuerzas
armadas era necesario remover a Pérez Jiménez.

En el momento en que los militares y las élites económicas finalmente


actuaron, en enero de 1958, habían perdido su capacidad para controlar los
acontecimientos o determinar por sí mismos la dirección del cambio político
futuro. La iniciativa había pasado a los partidos políticos, que estaban
preparados para ejercer su liderazgo. La organización de cada partido se había
fortalecido, y también sus líderes habían madurado. Reunidos por la
experiencia común de la represión y habiendo aprendido, a partir del fracaso
del trienio, cuáles eran los peligros del sectarismo, los representantes
partidarios concordaron con una iniciativa de la URD y el Partido Comunista
Venezolano en el sentido de formar la Junta Patriótica, la primera organización
sombrilla para todos los partidos, en junio de 1957. Insistiendo en que todos los
partidos debían superar las luchas entre ellos y “actuar conjuntamente sin odio
ni deseo de venganza”, esta organización clandestina logró coordinar las
actividades opositoras de los partidos y grupos estudiantiles que anteriormente
no habían podido trabajar juntos.

Pero la unidad tenía diferentes significados para los distintos actores.


Cuando la Junta Patriótica procuró reunir a todas las fuerzas interiores de
Venezuela en un programa radical para desalojar a Pérez Jiménez, se vio que
algunas élites partidarias económicas y políticas tenían un plan diferente.
Temerosos de que los acontecimientos escaparan a todo control, cuatro líderes
venezolanos -Rómulo Betancourt (AD), Rafael Caldera (COPE!), [ovito Villa Iba
(URD) y Eugenio Mendoza- se reunieron secretamente en Nueva York para
examinar la composición y los parámetros del gobierno que seguiría a la caída
de Pérez Jiménez. Acordaron llegar a alguna fórmula mutuamente aceptable
para compartir el poder, y rechazar cualquier arreglo para la transición que
ofrecieran los militares. Además, calladamente decidieron excluir al Partido
Comunista como participante del mismo nivel, a pesar del papel destacado de
este partido en la resistencia. Este arreglo se realizó sin que lo conocieran las
bases de la Junta Patriótica, que continuaron trabajando en un frente unido
amplio.

El 1º de enero, en medio de la crisis de gabinete, la Junta Patriótica


desafió a los militares convocando a una manifestación civil masiva en
Caracas. Dos días más tarde se había establecido como principal órgano para
la coordinación de todas las acciones civiles. El 21 de enero la Junta Patriótica
llamó a una huelga general para obligar a Pérez Jiménez a dejar el poder. Los
sindicatos conducidos por AD se adhirieron prontamente. Cuando la gente se
volcó a las calles, las campanas de las iglesias repicaron en el mediodía para
demostrar el apoyo de la Iglesia a la huelga. El Consejo Nacional de
Banqueros, la Cámara de Industria y la Cámara de Construcción, que habían
sido el bastión del apoyo al régimen, también respaldaron la huelga general,
afirmando:

La estructura económica de Venezuela no puede soportar el caos


político que enfrenta el país. El patrimonio de la Nación está amenazado
y deben tomarse urgentes medidas de protección para impedir una
bancarrota del comercio, la industria y la banca. El retorno a la
normalidad sólo puede contemplarse en un clima de seguridad y
garantía, de libre juego de la oferta y la demanda y de iguales
oportunidades para intervenir en la actividad política y económica.

Los militares se negaron a salir de los cuarteles para reprimir la huelga


general. El 23 de enero, con toda la ciudad de Caracas movilizada y
manifestaciones en todo el país, Pérez Jiménez aceptó irse.

Una junta militar, encabezada por el almirante Wolfgang Larrazábal y


compuesta por otros cuatro oficiales, trató de restablecer la autoridad de las
fuerzas armadas, pero la presión en favor de la democratización era demasiado
fuerte. La Junta Patriótica declaró que resultaba inaceptable otro gobierno
militar, y protestó por la inclusión en la nueva junta de dos coroneles vinculados
con Pérez Jiménez. De nuevo las multitudes se volcaron a las calles,
sustentando la demanda de que se pusiera fin al gobierno militar, y Seguridad
Nacional abrió el fuego contra ellas. Aunque prontamente el almirante
Larrazábal prometió elecciones para el futuro próximo, las protestas
continuaron. Aunque el precio en muertes se elevó a más de 250, la Guardia
Nacional se unió a los civiles en una batalla contra la policía. Temiendo que el
país estuviera al borde de la guerra civil, las fuerzas armadas aceptaron
cambiar la composición de la nueva junta gobernante. A Eugenio Mendoza y
Bias Lamberti, otro empresario civil, se les pidió que se unieran al gobierno, y
los coroneles perezjimenistas fueron desalojados. La Junta Patriótica,
dominada por AD y los otros partidos políticos, se reunió con la nueva junta
gobernante y prometió restablecer la paz social a cambio de elecciones
democráticas. El 27 de enero, el almirante Larrazábal anunció públicamente la
decisión de la junta militar: Venezuela sería democrática.

Negociando la democracia: los pactos políticos y económicos de las


élites

La naturaleza de la nueva democracia venezolana fue profundamente


afectada por el modo en que se desmoronó el régimen autoritario. Aunque los
cambios estructurales de largo plazo habían fortalecido a las fuerzas sociales
emergentes a expensas de los intereses tradicionales, la aptitud de los nuevos
actores para definir un orden diferente seguía viéndose restringida por el
persistente poder, o apariencia de poder, de las élites “nostálgicas” que
procuraban limitar la reforma. La definición de la democracia que finalmente
surgiría iba a depender en gran medida de las percepciones formadas y de las
habilidades políticas ejercidas en el contexto inmediato de la transición -un
contexto todavía delineado por los actores de las élites tradicionales-.

La caída de Pérez Jiménez en 1958 sumergió al país en una aguda


crisis económica y política. Las multitudes llenaban las calles pidiendo trabajo,
condenando a las compañías petroleras por su apoyo al gobierno anterior, y
saqueando las casas de los miembros de la camarilla de Pérez Jiménez. Por
consejo de los líderes políticos y económicos que se habían reunido
previamente en Nueva York, el gobierno anunció un Plan de Emergencia que
consistía en subsidios a los salarios y en una campaña generalizada de obras
públicas, y cuya finalidad era diluir la intensa movilización al mismo tiempo que
contener la reacción potencialmente hostil de las élites económicas. El 15 de
febrero, los sindicatos, siguiendo el liderazgo de AD, aceptaron esta propuesta
y garantizaron la paz laboral en los principales sectores industriales, a cambio
de la promesa de que los propietarios de fábricas se abstendrían de reducir el
personal de sus plantas. Como quid pro quo, el gobierno consintió en pagar las
deudas pendientes contraídas por Pérez Jiménez con el sector privado, a pesar
de la ilegalidad y la corrupción de muchos de los contratos. El costo de este
paquete de acuerdos, negociado primordialmente a través de Acción
Democrática, fue enorme. La combinación del Plan de Emergencia y el pago de
1400 millones de dólares a los banqueros e industriales dio por resultado “una
enorme dádiva en términos que nunca habían sido igualados en ningún otro
país”.

Irónicamente, los ingresos petroleros que proporcionaban las garantías


para estos arreglos en favor de la paz social se convirtieron en una importante
fuente de presión tendiente a la limitación de la reforma. Las compañías
petroleras, temerosas de la nacionalización y de la inquietud social,
amenazaron con transferir sus operaciones al Medio Oriente si el estallido
continuaba -una advertencia enérgica en el contexto de los precios petroleros
declinantes que siguieron al boom de la década de 1950-. El miedo constante a
una intervención por parte del gobierno de Estados Unidos, que apoyaba a las
compañías, se añadía a la atmósfera de coerción. En marzo de 1958, durante
una visita oficial a Caracas, el vicepresidente Richard Nixon fue rodeado por
manifestantes que protestaban contra la decisión de la administración
Eisenhower de proporcionar asilo a Pérez Jiménez. Esto provocó una rápida
respuesta de Estados Unidos: se enviaron al Caribe transportes de la fuerza
aérea y la infantería de marina, “para el caso de que se requiriera su ayuda”.
En el contexto del reciente derrocamiento dirigido por Estados Unidos del
gobierno del reformista Arbenz en la cercana Guatemala, así como del golpe
patrocinado por la CIA en Irán (otro país productor de petróleo que había tenido
la temeridad de enfrentar a un régimen apuntalado por las compañías
petroleras), las lecciones no habían caído en el vacío: de ser necesario,
Estados Unidos protegería a las compañías y contendría al radicalismo indócil.

No obstante, el más inmediato obstáculo en el camino de una transición


con éxito a la democracia, así como en el de una reforma abiertamente
entusiasta, estaba más cerca del hogar. Oficiales derechistas del ejército
pertenecientes a un grupo llamado Pro Fuerzas Armadas Nacionales
(PROFAN) se negaban a suscribir la promesa del almirante Larrazábal en
cuanto a instrumentar un sistema de partidos que pudiera incluir a AD y quizás
al Partido Comunista. Afrentado por el incidente de Nixon, el general de la
fuerza aérea Castro León, ministro de defensa del gobierno provisional, envió
tropas para controlar puntos estratégicos de Caracas y comenzó una redada de
“adecos” y comunistas. Su intento de golpe fue bloqueado por la presión
combinada de Rafael Caldera, Jovito VilIalba y Eugenio Mendoza. Fieles a su
acuerdo de Nueva York con Betancourt, le dijeron a Castro León que no
contara con ningún apoyo civil para la continuación de un gobierno militar ni
para un sistema de partidos que tratara de excluir a AD. Representantes de
Fedecámaras, respaldando a los industriales más destacados, advirtieron que
los sectores comercial e industrial suspenderían todas las operaciones en el
país si los militares pretendían detener la transición a la democracia. Mientras
tanto, la Junta Patriótica volcó 300.000 personas a las calles de Caracas para
protestar contra las acciones de Castro León. Cuando los comandantes más
antiguos y los jefes de unidades se negaron a acudir en su apoyo, el intento de
golpe fracasó. Sin embargo los golpistas siguieron activos todo el año,
manteniendo la amenaza de golpe suspendida sobre el proceso de transición
como una espada de Damocles.

La presión conservadora de las compañías petroleras, Estados Unidos y


los oficiales golpistas encontraron aliados funcionales entre una variedad de
fuerzas que compartían una meta diferente pero compatible: el deseo de limitar
el poder de Acción Democrática. La mayoría de las fuerzas armadas quería
retirarse del poder para mantener la integridad institucional de los militares. La
Iglesia, debilitada por su prolongada asociación con el gobierno autoritario, sólo
aspiraba a proteger su posición. Ambas fuerzas estaban ansiosas por
sustraerse a la arena política si podían conseguir acuerdos con los partidos (en
particular con AD) que garantizaran su supervivencia económica e institucional.
Las élites económicas querían tener protegidos sus derechos de propiedad, el
sector laboral controlado, sus pérdidas minimizadas y la situación económica
estabilizada. Quienes tenían más visión, como Eugenio Mendoza y Gustavo
Vollmer, pedían la protección del Estado para la industrialización nacional -una
meta que proporcionaría tanto ganancias futuras como una diversificación
respecto de la dependencia del petróleo-. No obstante, movidos por miedo al
populismo o al socialismo, también ellos buscaron alguna fórmula que pudiera
prevenir cualquier radicalización futura proveniente de la conducción de AD en
un ámbito de partidos verdaderamente competitivo.

Los otros partidos políticos también querían circunscribir el poder de


Acción Democrática. Aunque para todos había algo concreto en juego en el
establecimiento de un sistema de partidos, y por lo tanto algún incentivo para la
superación de las disputas partidistas, COPEI y la URD temían a las posibles
pretensiones hegemónicas de AD, en vista de su abrumadora popularidad
como “partido del pueblo”. De modo que trataron de limitar el futuro poder de
AD por sus propias razones partidistas y se convirtieron en aliados de facto de
los empresarios, las compañías petroleras, el gobierno de Estados Unidos, la
Iglesia y los militares. COPEl, en particular, representaba los intereses de la
élite tradicional -papel éste que desempeñaba con relativa soltura debido a sus
orígenes conservadores andinos-. La aspiración de estos partidos a perfilar
cuidadosamente el papel de Acción Democrática, en conjunción con otras
fuerzas tradicionalmente conservadoras, significaba la contención de la reforma
futura, una realidad que se reflejaría en los acuerdos políticos y económicos
que conformaban las bases del nuevo régimen.

Para ajustar las demandas y deseos de nuevos actores políticamente


organizados sin amenazar de modo significativo los intereses de quienes
tenían fuerza suficiente para revertir el proceso de cambio, la democratización
requería una definición explícita de los nuevos parámetros de acción y de las
reglas del juego, tanto formales como informales, que pudiera garantizar los
objetivos básicos de todos los actores. Estos arreglos institucionales fueron
establecidos mediante varios pactos entrelazantes negociados entre las élites,
formulados en 1958 y perfeccionados durante los primeros años de la
administración Betancourt. El Pacto de Punto Fijo y la “Declaración de
Principios y Programa Mínimo de Gobierno”, firmados antes de las primeras
elecciones nacionales por todos los candidatos a la presidencia, obligaban a
los signatarios a sostener el mismo programa básico económico y político, con
independencia del resultado electoral. Solamente el Partido Comunista fue
excluido de los dos acuerdos.

El pacto militar constituyó el primer compromiso clave. A cambio de


aceptar un nuevo papel, definido como el de “un cuerpo apolítico, obediente, y
no deliberativo”, las fuerzas armadas recibieron la promesa del Estado de
acrecentar la tecnología y modernizar el equipamiento, mejorar la situación
económica de oficiales y personal alistado, y mantener el servicio militar
obligatorio. En un acuerdo implícito en cuanto a eliminar el tema de la
responsabilidad por el papel que desempeñaron durante el período de Pérez
Jiménez, a los militares se les dieron seguridades de que todos los partidos
renunciarían a la idea de someter a juicio a los líderes castrenses y
“reconocerían los méritos y servicios de los hombres que constituían las
fuerzas armadas, y su importante colaboración en el mantenimiento de la paz
pública”. Esto no era mera retórica. Después de 1958 los partidos realizarían
un esfuerzo coherente en defensa de la idea de que los militares representaban
un repositorio de los valores nacionales. También la Iglesia recibió garantías. Si
bien éstas no eran explícitas en el documento original, el primer nuevo
gobierno de AD inmediatamente modificó el satus legal de la Iglesia,
garantizándole una mayor independencia del Estado. Todos los partidos
políticos prometieron asimismo aumentar sus subsidios al establishment
religioso.

Los componentes políticos de la negociación pactista fueron


corporizados en el Pacto de Punto Fijo, el cual garantizaba que todos los
partidos respetarían el proceso electoral y compartirían el poder de una manera
proporcional al resultado de las elecciones. Además, los partidos prometían
mantener una “prolongada tregua política” que despersonalizaría el debate y
aseguraría la consulta interpartidaria. Esta tregua, aunque no involucraba
cuotas explícitas de poder, sí requería la formación de coaliciones y una
distribución equitativa de los beneficios estatales. Fuera quien fuere el que
ganara las elecciones, a los partidos se les garantizaba alguna participación en
la torta política y económica, a través del acceso a empleos públicos y
contratos del Estado, un reparto de los ministerios, y un complicado sistema de
botín que aseguraría la supervivencia política de todos los signatarios.

Esta fórmula política fue el resultado de intensas negociaciones de los


partidos entre agosto y octubre de 1958, después de que se viera rechazada la
propuesta previa de presentar un candidato presidencial único. El presidente
Betancourt iba a instrumentarla cuidadosamente. El espíritu político del Pacto
de Punto Fijo fue institucionalizado en la Constitución venezolana de 1961, y de
ese modo se convirtió en parte integral del Estado. Reflejando la tradición
venezolana de un poder altamente centralizado, así como la necesidad de un
mediador que estuviera por encima de los partidos, el presidente pasaba a ser
el árbitro supremo del país. Al presidente se le asignaba el control de la
defensa nacional, del sistema monetario, de toda la política impositiva y
arancelaria, de la explotación de derechos sobre el subsuelo, del manejo de los

asuntos extranjeros y una variedad de otras atribuciones; tenía autoridad para


designar a todos los ministros del gabinete, a los gobernadores estaduales y a
los funcionarios de las empresas públicas, y para declarar el estado de
emergencia. En esencia, la decisión concerniente a la participación en el poder
pertenecía al presidente, a quien se suponía no partidista. Una cláusula que
estipulaba la no reelección apuntaba en parte a debilitar el control partidario
sobre el líder nacional, aunque también protegía contra el “continuismo”. No
obstante, las ramificaciones de este arreglo se sintieron en el futuro. Puesto
que la reelección inmediata quedaba excluida, los presidentes venezolanos
iban a ser menos sensibles a su propia base electoral y partidaria, y más
abiertos a las influencias de los grupos de interés.

Las atribuciones del Congreso, por otra parte, fueron perfiladas con la
meta de refrenar la competencia política. Por un lado, se llevaba a un máximo
la influencia de los partidos, puesto que la ley electoral establecía un sistema
de representación proporcional por partido que alentaba el control partidario
sobre los legisladores. La Cámara de Diputados y el Senado se dividieron en
facciones partidarias encabezadas por presidentes que representaban a los
comités ejecutivos centrales nacionales de los partidos. Por otra parte, el poder
de la legislatura misma fue cuidadosamente circunscripto, para limitar los
peligros advertidos que podrían resultar de una competencia irrestricta entre las
organizaciones políticas. Las comisiones parlamentarias eran extremadamente
débiles, con pocos recursos económicos y humanos a su disposición; en
consecuencia, resultaba difícil iniciar el tratamiento de leyes o criticar
adecuadamente los proyectos originados en el ejecutivo. Aunque los partidos
habían obtenido finalmente un foro para el debate y la lucha política, el
resultado de esas luchas parlamentarias iba a ser relativamente insignificante,
con la única excepción del ciclo electoral de cinco años.

Las posibilidades de radicalización y de conflictos partidistas emergentes


del debate amplio eran refrenadas adicionalmente por el Programa Mínimo de
Gobierno, un documento que especificaba las grandes líneas del nuevo
proyecto económico para el país y ejemplificaba los compromisos
programáticos asumidos por AD. Todos los partidos acordaron aceptar un
modelo de desarrollo basado en la acumulación de capital extranjero y privado
nacional, modelo formulado en una ley básica codificada en la nueva
Constitución. También prometieron subsidiar al sector privado a través de la
Corporación Venezolana de Fomento, así como proporcionar niveles altos de
protección a la industria nacional. El Programa Mínimo también excluía las
expropiaciones. Aunque propuso una reforma agraria, preveía que los cambios
en la tenencia de la tierra se basarían en el principio de la compensación. No
se planteaban reclamos de nacionalización de las compañías petroleras y
siderúrgicas de propiedad extranjera. Aunque la política estatal futura insistiría
en una mayor participación en los ingresos provenientes del petróleo, y en una
firme política contraria al otorgamiento de concesiones, la presencia
ininterrumpida de las multinacionales en la industria extractiva quedaba
asegurada en la nueva democracia -una importante renuncia a la anterior
política nacionalizadora de AD-.

En vista de que les daban a los intereses industriales y financieros del


país estas seguridades esenciales, AD y los otros partidos políticos recibieron
un quid pro qua. Se amplió el papel del Estado en la economía - un desarrollo
que no podía sino acrecentar el poder de quienes ejercían el control en la
esfera política-. Aunque la expansión del Estado era prácticamente un fait
accompli heredado de los años de Pérez Jiménez, la élite económica todavía lo
veía con azoramiento. Pero las acrecentadas oportunidades de empleo para
los políticos, burócratas y técnicos les resultaban atractivas a la gran clase
media urbana, y el nacionalismo implícito en la propiedad asumida por el
Estado de los sectores estratégicos les agradaba a los militares. De ese modo,
el sistema de partidos promovería un papel del Estado en la producción directa,
así corno en la regulación de la economía.

Los partidos políticos obtuvieron también importantes nuevos beneficios


para su base de obreros, campesinos y clase media organizados. El Programa
Mínimo. prometía alcanzar el pleno empleo, poner en marcha un importante
plan de viviendas para los pobres, un nuevo código laboral, y una legislación
social extensa concerniente a la salud, la educación y la seguridad social.
Reconociendo que “el trabajo es el elemento, fundamental del progreso
económico”, el régimen democrático garantizaba los derechos sindicales y la
libertad de asociación. En la práctica, esto significaba que el Estado.
intervendría en las negociaciones colectivas en favor de la Confederación de
Trabajadores Venezolanos y de la Federación Campesina, ambas
estrechamente vinculadas con Acción Democrática. Además, el Estado.
proveería subsidios diversos en alimentos, vivienda y bienestar para los
sectores populares.

De modo, que el Programa Mínimo de Gobierno y el Pacto de Punto Fijo


representaban un clásico intercambio, primordialmente entre AD y los
empresarios, “del derecho a gobernar por el derecho a hacer dinero”. El
sistema de partidos instrumentado pudo. canalizar los reclamos de la élite a
través de los partidos políticos, pero las políticas fundamentales acerca de la
industria, las compañías petroleras, los obreros y los campesinos fueron
decididas antes de que se realizara cualquier elección, de modo tal que los
problemas potenciales fueron convertidos en parámetros establecidos, en
virtud de sustraérselos de la arena electoral. En esencia, las reglas generales
de la producción quedaron determinadas con anterioridad al debate nacional,
mientras que los futuros conflictos entre partidos quedaban confinados a un
Congreso en gran medida impotente.

Se garantizó que esta despolitización de amplias cuestiones económicas


no. se interrumpiría mientras el compromiso básico siguiera uniendo a todos los
partidos. Aunque los signatarios podrían disputar acerca de problemas no.
incluidos en el Programa Mínimo, no. les estaba permitido cruzar los límites
económicos previamente aceptados.

Estructura y arte de gobernar en la democratización de Venezuela

A pesar de la inteligencia del diseño democrático, la viabilidad de la


democracia venezolana por pacto siempre reposó en la existencia de una
oportunidad para la democracia creada estructuralmente, oportunidad ésta que
proporcionó el espacio político y económico para la acomodación de intereses
divergentes. Sin esa oportunidad estructural, la voluntad, las intenciones y la
experiencia política de los individuos no hubieran podido por sí solas producir el
resultado deseado. El petróleo se destaca corno el elemento más importante.
En el corto plazo, los petrodólares financiaron un plan de emergencia que
calmó la atmósfera durante la transición a la 'democracia. En el largo plazo, el
petróleo proporcionó los ingresos fiscales de los cuales dependía la
administración democrática para mantener la ambigua y costosa situación de
fomentar el crecimiento de un sector privado mientras simultáneamente
otorgaba favores a las clases media y trabajadora. Concretamente, cada
gobierno asignó amplios subsidios, contratos e infraestructura a los
empresarios, imponiendo las cargas impositivas más bajas del continente y
permitiendo algunos de los más altos beneficios. Al mismo tiempo, el gobierno
democrático tenía medios para apoyar las negociaciones colectivas por los más
altos salarios del continente, el control de precios, enormes subsidios
alimentarios y una reforma agraria.
Los ingresos petroleros pagaron la factura de la democracia pactada
venezolana, subsidiando tanto al sector de los negocios como al popular.
Protegieron al país de la inflación y de problemas del balance de pagos, que
.han plagado a otros sistemas de partidos con similares proyectos económicos.
Por cierto, Venezuela tuvo una ventaja persistente con la que no contaron
democracias anteriores como las de la Argentina y Chile: si necesitaba más
ingresos, el Estado siempre podía presionar a la industria petrolera controlada
por extranjeros, antes que a su propia población. Puesto que la acumulación de
capital en realidad se produjo a través de la transferencia de recursos del
sector petrolero a otros sectores de la economía, este recurso fiscal mitigaba
las tensiones económicas que finalmente hubieran exigido una reducción de los
salarios y beneficios del sector obrero -una situación que por lo general
significó la extinción de la democracia política-.

Con el tiempo, como hemos visto, el efecto del petróleo también produjo
una formación de clases sociales conducentes a la democratización. En vista
de las pequeñas dimensiones de Venezuela, esto tuvo ventajas particulares
que todavía no se han mencionado. El desarrollo inducido por el petróleo
demoró la formación y la organización de todas las clases sociales.
Subsecuentemente, el número pequeño de actores de la elite debido, en parte,
a ese fenómeno, resultaba esencial para el proceso de acomodación, puesto
que facilitaba la negociación entre las élites, y también el control que líderes
como Betancourt O Mendoza podían ejercer sobre sus grupos de electores. La
clase de los pequeños empresarios, por ejemplo, estaba caracterizada por
niveles de concentración y centralización del capital inusualmente altos, fuertes
lazos con inversores extranjeros, un bajo nivel de competencia y pocas de las
divisiones políticas o económicas propias de las élites no petroleras -factores
éstos que contribuyeron a unificar su posición en la negociación de pactos-.
Una clase trabajadora lentamente emergente y una clase de terratenientes en
extinción explicaban en gran medida la debilidad de la izquierda y la derecha
-otra condición favorable para la democratización por medio de la concertación
de pactos-.26 Esta falta de fuerza significó que los costos percibidos de su
exclusión parcial fueran relativamente bajos. Las características peculiares del
desarrollo petrolero también facilitaron la comunicación y la disciplina de los
partidos políticos. Les partidos podían captar las lealtades de una clase media
urbana rápidamente creciente, con poca competencia de asociaciones de
intereses débiles o inexistentes.

Pero el desarrollo basado en el petróleo constituía sólo una parte de las


condiciones estructurales que favorecieron la democratización. A principios de
la década de 1960, el sistema estatal internacional alentó un desenlace
democrático mientras simultáneamente limitaba el grado de democracia en el
nuevo sistema de partidos. Esto se debía en gran medida al momento del
cambio de régimen en Venezuela, más bien que a las intenciones de los
poderes hegemónicos. La administración Eisenhower, preocupada por el
radicalismo próximo a importantes campos petroleros, inicialmente adoptó una
actitud de “esperar y ver” con respecto al nuevo gobierno venezolano. Pero la
mera presencia de un poder hegemónico dispuesto a intervenir en América
latina y en las naciones productoras de petróleo constituía un obstáculo
importante para la profundización de la reforma. Cuando AD decidió abstenerse
de insistir en la nacionalización de las compañías petroleras, el miedo a una
potencial respuesta del gobierno de Estados Unidos fue el elemento decisivo
en las discusiones del partido. Más tarde, en el crucial período de consolidación
del régimen desde 1959 hasta 1961, la elección del presidente Kennedy y el
desvío de la atención hacia el cataclismo cubano cambiaron los parámetros de
la actividad norteamericana en el hemisferio, que se volcó en favor de la
democratización. En la repentina búsqueda de alternativas gratas en lugar de la
revolución, el sistema de partidos venezolanos se destacó corno una estrella
resplandeciente, de modo que Estados Unidos se convirtió en un baluarte del
nuevo régimen.

Para que fueran políticamente significativas, estas condiciones


estructurales favorables a la democratización tenían que ser entendidas y
había que aprovecharlas; así, la existencia o ausencia de un arte de gobierno
en los diversos momentos ha sido una componente esencial de la transición
venezolana. Durante la declinación del sistema autoritario, la falta de habilidad
de Pérez Jiménez, en particular con respecto a los militares y la Iglesia, resultó
notable. En alguna medida, una buena conducción podría haber prolongado la
unidad de los militares y evitado la crisis fiscal de 1957. Cuando hubo arte de
gobierno, sus beneficios fueron obvios. Los pactos dependieron de una
ingeniería política capaz, producto de la comprensión que tuvieron importantes
líderes venezolanos, comprensión que arraigaba en el trienio. Betancourt, por
ejemplo, comprendió la importancia de transigir con los intereses tradicionales
y con los otros partidos políticos. Eugenio Mendoza tuvo la perspicacia de
reconocer que la capacidad de AD para organizar y dirigir grandes segmentos
obreros y campesinos podía ser valiosa para los empresarios que procuraban
controlar la fuerza de trabajo. En general, la concertación de pactos entre las
élites requería esta interpretación inteligente, tanto del presente corno del
futuro. Los pactos dependían de los recursos organizativos que los actores
clave llevaban a la mesa de negociación en un momento particular, de su
percepción de estos recursos, de su comprensión de las debilidades y puntos
fuertes de sus oponentes, y de su habilidad para controlar a sus propios grupos
de electores.

El indicador más fiel de la capacidad de gobernar puede observarse en


el otorgamiento de concesiones. Mientras que la concertación implica un
reconocimiento explícito de estructuras de poder existentes, la necesidad de
concesiones es más difícil de comprender, puesto que ellas con frecuencia
requieren alguna visión del futuro. Las concesiones demuestran la capacidad
para “subutilizar' el poder, mientras simultáneamente se sobrerrecompensa a
las fuerzas más débiles, para crear un sistema perdurable. Betancourt
comprendió que las concesiones estratégicas realizadas en el momento
oportuno podían procurar beneficios en el largo plazo. Al concordar con las
restricciones programáticas del Punto Fijo y del Programa Mínimo, el líder
político dominante del país renunció explícitamente al pleno efecto de la
notable capacidad movilizad ora de AD así como a parte de su futura influencia
electoral. Más tarde, como presidente, Betancourt prestó su acuerdo a un
reparto de los ministerios del Estado y a una fórmula para compartir el poder en
los sindicatos con COPEI y la URD, ayudando así a asegurar el futuro
crecimiento de los otros partidos. Poniendo un freno a su propia influencia
mientras fortalecía a la oposición leal, AD le garantizaba a esos partidos el
potencial para ganar elecciones en el futuro -acto que aseguraría el
compromiso de aquéllos con la defensa del sistema de partidos-.

Del caso venezolano pueden extraerse ciertas conclusiones


concernientes a la transición con éxito desde un régimen autoritario a una
forma de gobierno basada en la competencia de partidos. Puesto que un
régimen caracterizado por elecciones institucionaliza la resolución de conflictos
por medio de confrontaciones sin vencedores predeterminados, cuyas
actividades subsiguientes no pueden ser prescriptas, es difícil obtener el apoyo
de las élites tradicionales para esta forma insegura de gobierno. A la inversa,
como hemos visto, la combinación de crisis que pueden llevar al colapso del
autoritarismo -la coincidencia de serias dificultades económicas y un dilema
político en tomo a la sucesión- debilita a las propias élites normalmente hostiles
al acomodamiento, es decir, los militares y las élites económicas. Así, en las
circunstancias inmediatas, éstas pueden verse arrastradas a compromisos con
nuevas fuerzas sociales. Una tarea central de los diseñadores de una nueva
democracia consiste en limitar la incertidumbre de una transición política y la
subsiguiente democratización, para facilitar este compromiso histórico.

La democracia pactada constituye una forma de limitar esta


incertidumbre, que presenta tanto ventajas como desventajas para la
democratización. Si la estabilidad es el criterio primordial, los pactos entre élites
pueden tener un alto grado de éxito. Venezuela, por ejemplo, ha hecho la
experiencia de cinco elecciones populares y tres transferencias de poder entre
partidos opositores, un fenómeno único en América latina. En las
administraciones de Acción Democrática de Betancourt y Leoni existieron
coaliciones formales que seguían estrechamente el espíritu de los pactos;
durante el gobierno de Rafael Caldera, del COPEI, se las abandonó en favor de
un conjunto de acuerdos de trabajo informales concertados entre los partidos,
acuerdos que todavía están parcialmente en vigor. La concertación de pactos
ha operado como un mecanismo para la regulación de conflictos. Cada vez que
luchas políticas intensas tensaron los límites de la competencia aceptable entre
partidos, el problema se resolvió mediante “encuentros en la cumbre” de las
diseñadores originales de la democracia venezolana, en particular Betancourt y
Caldera. En última instancia, el más importante legado del período de
transición ha sido un estilo de gobierno basado en el “pacto de concertar
pactos” en el futuro, que sigue vigente.

Pero el costo de la estabilidad de la concertación de pactos ha sido el


abandono de esfuerzos por una mayor democratización. La concertación de
pactos entre élites, una forma intrínsecamente antidemocrática de
representación de intereses, se afirma tanto por la exclusión como por la
inclusión. En el caso venezolano, el acuerdo de excluir a importantes fuerzas y
organizaciones sociales fue inicialmente ejemplificado por la decisión de aislar
al Partido Comunista, abandonar las tácticas de la movilización mediante la
purga de los líderes partidarios excesivamente reformistas, y la renuncia al
intento de organizar grupos desorganizados del país. Esta exclusión,
combinada con sustantivas concertaciones con los militares y las élites
económicas, ha dado por resultado un programa económico y político
modificado que establece serios límites a las posibilidades de reforma. No es
sorprendente que esto haya provocado el amargo resentimiento del Partido
Comunista y también de los militantes jóvenes de AD. En abril de 1960, toda la
rama juvenil de AD se desprendió del partido, como protesta, después de que
sus líderes fueran expulsados de esa organización política y también de las
federaciones de obreros y campesinos, y se lanzó al que ha sido hasta la fecha
el mayor movimiento guerrillero de América latina. Si bien Daniel Levine está
en lo cierto al afirmar que su derrota fue el factor puntual más importante para
la consolidación de la democracia encabezada por AD, esto también condujo a
la desmovilización permanente de los sectores populares, al congelamiento de
los esfuerzos iniciales tendientes a la redistribución de la riqueza, y a la pérdida
de vidas y de valiosos líderes políticos. La democracia venezolana se
desempeñó bien en lo que respecta a la estabilidad, pero sus metas originales
de equidad y participación se resintieron.

Incluso la estabilidad, la medida del éxito venezolano, podría volverse


problemática en el largo plazo. La perdurabilidad de los pactos tiene límites
inherentes al pacto mismo. En parte, esos límites son generacionales. La
concertación de pactos reposa en un alto grado de comunicación y
comprensión implícita que a menudo surgen del proceso mismo de
acomodación. Los supuestos e intereses compartidos crean una nueva
comunidad en el acto de la negociación, que hace posible que el espíritu de un
pacto original pueda recuperarse en el futuro. La decisión de entrar en un pacto
inicial supone un “pacto acerca de pactar”, pero este espíritu de acomodación
puede ser difícil de sostener cuando los negociadores originales han
desaparecido del escenario. En Venezuela, por ejemplo, el “espíritu de Punto
Fijo” que penetró las primeras tres administraciones faltó en los gobiernos de
Carlos Andrés Pérez 0974-1979) y Luis Herrera Campins 0979-1984).

Además, el éxito mismo de los pactos socava su perdurabilidad.


Mientras que los pactos dependen de la existencia de un particular espacio
estructuralmente determinado, la estabilidad política que ellos generan crea la
oportunidad para la transformación socioeconómica futura. De modo que los
pactos permiten que las estructuras socioeconómicas cambien con el tiempo,
pero congelan en su lugar un conjunto de relaciones. En el caso venezolano,
estos acuerdos han creado las condiciones para la emergencia de nuevos
actores sociales, políticamente relevantes; que no están representados por los
acuerdos entre élites del pasado. A medida que el país gana en
industrialización y complejidad, la aptitud de las élites para conservar el control
de sus electores va quedando cuestionada. Así, el desarrollo mediatizado por
el petróleo socava las bases de los pactos políticos existentes exactamente
corno alguna vez destruyó los fundamentos sociales del gobierno autoritario.
Mientras tanto, el mero paso del tiempo y los efectos curativos del estar al
margen del poder han cementado una nueva unidad entre los militares,
estableciendo una posible alternativa futura a un sistema de partidos.

Finalmente, la viabilidad de una “democracia pactada” está relacionada


con el costo del mantenimiento de los pactos. Irónicamente, el petróleo de
propiedad estatal que proporciona ventajas fiscales también lleva asociadas a
él poderosas desventajas. Puesto que en un país productor de petróleo el
Estado es el centro de la acumulación, la concertación de pactos se basa en
acuerdos que reparte el Estado a través de un complicado sistema de botín,
sistema que finalmente tiene una influencia profundamente corrosiva en la
eficacia y la productividad del propio Estado. Al mismo tiempo, estos pactos se
nutren y dependen de la satisfacción de expectativas en constante ascenso,
aunque desproporcionadas, puesto que en los reclamos de todos los grupos
sociales representados en el proceso de concertación subyace el supuesto
implícito de ingresos petroleros inagotables. Cualquier sacrificio que resulte
necesario en esta espiral de ineficiencia y reclamos crecientes le es
desproporcionadamente impuesto a los grupos excluidos -los pobres rurales y
urbanos no organizados o los sindicatos independientes- que cuentan con
pocos recursos económicos para defender sus intereses.

Entre los diversos sectores organizados incluidos en la concertación de


pactos se desarrolla un cierto tipo de complicidad, en cuanto se asignan a sí
mismos los beneficios petroleros sin tener en cuenta el efecto en el largo plazo
sobre la eficiencia del Estado, la equidad y la legitimidad política. Pero si esta
nueva alianza social, por cierto más amplia y más inclusiva que cualquiera que
se haya visto antes en Venezuela, representa a “una nación de cómplices”
(según las palabras del poeta venezolano Thomas Lander), esa complicidad
está erigida sobre una estructura frágil-un recurso no renovable que lentamente
se agota-o Puesto que el petróleo ha desempeñado un papel fundamental y
único en la formación y mantenimiento de este sistema de partidos, la viabilidad
en el largo plazo de esta forma de democracia pactada, y su valor como
modelo para otros países, quizá sólo resulten claros cuando comience a
desaparecer el dinero proveniente del petróleo.

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