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MINISTERIO Y VIDA

DE LOS PRESBÍTEROS
Joseph Ratzinger

Relación 3ª del Simposio Internacional


con motivo del 30° aniversario de la "Presbyterorum Ordinis
Tomado de Obras completas VII-2, pp. 842-860.
Reflexiones previas al planteamiento de la cuestión
Cuando los padres del Concilio Vaticano II elaboraron el Decreto sobre el ministerio y la
vida de los sacerdotes, les importaba sobre todo decir una palabra de estímulo y de ánimo a
los sacerdotes que día tras día llevan el peso del trabajo en la viña del Señor, una vez que
habían tenido lugar ya los grandes debates sobre el ministerio episcopal así como las
importantes afirmaciones sobre el lugar de los laicos en la Iglesia y sobre la vida religiosa.
Estaba claro que no bastaba en este caso con una arenga piadosa de cualquier tipo. Después
que los obispos habían esclarecido la importancia de su ministerio y la fundamentación
teológica del mismo, era necesario que también la palabra dirigida a los sacerdotes tuviera
profundidad teológica. Solamente así podía ser un reconocimiento convincente de su
quehacer y un estímulo para sus esfuerzos.
Tal palabra para los sacerdotes era necesaria no sólo por motivos de proporción entre los
diversos «estados» en la Iglesia. Al resaltar la importancia específica del ministerio episcopal
en relación con el ministerio de la sucesión de Pedro, los Padres podían estar seguros de una
aceptación amplia en la opinión pública de la Iglesia y del mundo, especialmente también del
ecumenismo cristiano. El concepto católico de sacerdocio, por el contrario, había ido
perdiendo su vigencia obvia también en el interior de la conciencia eclesial; la crisis de este
concepto, que después del Concilio alcanzó rápidamente visible notoriedad y se convirtió en
la crisis de la existencia sacerdotal y de la vocación sacerdotal, no se había desarrollado aun
ciertamente en toda su profundidad, pero ya se encontraba en proceso.
Por una parte, esta crisis era el resultado de un sentimiento vital modificado, en el que lo
sacral era cada vez menos comprendido y lo funcional se iba estableciendo como la única
categoría determinante. Pero, por otro lado, tenía también raíces indudablemente teológicas,
que adquirían ahora una fuerza vital inesperada en la perspectiva de la situación social
modificada. La interpretación del Nevo Testamento mismo parecía confirmar de modo
totalmente explícito una visión no sacral de todos los ministerios eclesiales. No se podía ver
continuidad alguna entre los ministerios sacrales del Antiguo Testamento y los nuevos
ministerios de la Iglesia naciente; y mucho menos podía reconocerse relación alguna con las
representaciones paganas del sacerdocio. La novedad de lo cristiano parecía estar
representada precisamente en la desacralización de los ministerios. Los servidores de las
comunidades cristianas no se llamaban sacerdotes (hiereis), sino presbíteros (ancianos). Es
obvio que en este modo de leer el Nuevo Testamento tuvo un influjo esencial el origen
protestante de la exegesis moderna; pero ello no cambiaba en nada la evidencia que dicha
interpretación parecía ofrecer, al contrario, la pregunta de si Lutero no tenía ciertamente
razón contra Trento se convirtió en una cuestión candente.
Así surgieron y siguen estando frente a frente dos concepciones del ministerio sacerdotal.
Por un lado, una visión socio-funcional, que describe la esencia del sacerdocio con el
concepto de «servicio», es decir, servicio a la comunidad en el desempeño de una función
dentro de la figura social llamada Iglesia. Por otro lado, está una visión sacramental-
ontológica, que evidentemente no niega el carácter de servicio del sacerdocio, pero que lo ve
radicado en el ser del ministro y a su vez sabe que este ser se halla determinado por un don
que le es otorgado por el Señor a través de la mediación de la Iglesia y que se llama
sacramento. Con la visión funcional va unido también un desplazamiento terminológico. Se
evita esforzadamente la palabra «sacerdocio», de connotación sacramental, y se la sustituye

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por la palabra neutral-funcional de «ministerio», que hasta ahora apenas había desempeñado
papel alguno en la teología católica.
A esta diversidad en la comprensión esencial del ministerio sacerdotal corresponde hasta
cierto grado también una diversa acentuación en la definición de las tareas del sacerdote.
Frente a la concentración del sacerdocio en la Eucaristía (sacerdos-sacrificium), clásica en el
catolicismo, se contrapone el primado de la palabra, que hasta ahora se había considerado
como típicamente protestante.
Ciertamente, una concepción del sacerdocio pensada desde el primado de la palabra en
modo alguno tiene que ser necesaria mente antisacramental; el mismo Decreto del Vaticano
II sobre los sacerdotes corrobora lo contrario. Y aquí se suscita la pregunta de hasta dónde
han de considerarse necesariamente excluyentes las alternativas recién descritas y en qué
medida podrían fecundarse recíprocamente, de modo que pudieran quedar disueltas desde el
interior de sí mismas. Nos encontramos así ante la cuestión suscitada por el Vaticano II: hasta
qué punto la imagen clásica postridentina del sacerdote puede ampliarse y puede
desarrollarse, sin perder lo esencial, teniendo en cuenta las preguntas provenientes de la
reforma, de la exégesis crítica y del sentimiento vital moderno; o a la inversa, hasta qué punto
también la idea protestante del «ministerio» puede abrirse a la tradición viviente de la Iglesia
católica de oriente y de occidente. Pues en el tema relativo al sacerdocio no hay, tampoco
después de Trento, diferencia esencial alguna entre catolicismo y ortodoxia.

1. Sobre la naturaleza del ministerio sacerdotal


El Concilio Vaticano II no entró en el tratamiento de estas cuestiones que entonces
comenzaban ya a irrumpir; después de las grandes discusiones sobre la colegialidad
episcopal, sobre el ecumenismo, sobre la libertad religiosa y sobre las cuestiones del mundo
moderno, no habrían quedado tiempo ni fuerzas disponibles para ello. De ahí que los sínodos
de 1971 y 1990 abordaran de nuevo el tema del sacerdocio y continuaran desarrollando las
afirmaciones conciliares. Las cartas del Papa con motivo del Jueves Santo y el directorio de
la Congregación del clero concretan todo ello ulteriormente, en relación con la cotidianeidad
de la vida sacerdotal. No obstante, aunque es cierto que el decreto del Concilio no hace
referencia explícita a las controversias del presente, contiene ciertamente la orientación
fundamental, sobre la que poder construir todo lo posterior.
¿Qué respuestas encontramos, entonces, a los problemas que hemos indicado? Por decirlo
de inmediato: no se puede atar el Concilio a una alternativa determinada. En la definición
introductoria del sacerdocio se dice que los sacerdotes, a través de la consagración, quedan
establecidos para servir a Cristo maestro, sacerdote y rey, y participan en su ministerio, por
medio del cual se construye la Iglesia en la tierra en cuanto pueblo de Dios, cuerpo de Cristo
y templo del Espíritu Santo (PO 1). En el segundo punto se habla de la potestad para llevar a
cabo el sacrificio y para perdonar los pecados. Pero esta tarea especial del sacerdote queda
introducida explícitamente en una visión histórico dinámica de la Iglesia: en ella, todos
«tienen parte en la misión» del cuerpo entero, pero «no todos llevan a cabo el mismo
ministerio» (cf. Rom 12,4).
Si retomamos lo expuesto hasta ahora, podemos constatar que el primer capítulo del
decreto pone un acento claro en el aspecto ontológico del ser sacerdote y con ello resalta
también la potestad para el sacrificio. Así al comienzo del tercer párrafo se ofrece una vez

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más esta descripción: «Los presbíteros, tomados de entre los hombres y constituidos a favor
de los hombres en lo que a Dios se refiere para que ofrezcan dones y sacrificios por los
pecados, conviven, como hermanos, con los otros hombres» (PO 3). Lo nuevo frente a Trento
puede verse en la fuerte acentuación del conjunto de la vida eclesial y del camino común de
toda la Iglesia, donde queda ubicada esta visión clásica.
Tanto más puede por ello sorprender que, al comienzo del segundo capítulo, que habla de
las tareas concretas de los sacerdotes, se diga: «La primera tarea de los sacerdotes en cuanto
cooperadores de los obispos es anunciar a todos la buena noticia» (PO 4). Aquí parece quedar
expresado con claridad el primado de la palabra o del ministerio de predicación. De ahí que
surja la pregunta: ¿cómo se relacionan entre sí las dos series de afirmaciones, «encargado de
ofrecer dones y sacrificios» y «primera tarea» (primum officium) la de predicar el evangelio»
(evangelium evangelizandi)?

1.1. Fundamentación cristológica


Para encontrar una respuesta hemos de preguntarnos primero: ¿qué significa propiamente
«evangelizar»? ¿Qué sucede cuando se evangeliza? ¿Qué es este Evangelio? Digamos de
entrada que, para fundamentar el primado de la predicación, el Concilio podría haberse
referido muy bien a los evangelios. Pienso, por ejemplo, en el episodio breve pero muy
significativo del comienzo del evangelio de Marcos, cuando el Señor, que es buscado por
todos a causa de su poder de hacer milagros, se retira a un lugar solitario para orar allí (Mc
1,35ss). Ante la presión de Simón y los que estaban con él, responde el Señor: vayamos a
otro lugar del entorno, para que también allí predique, «pues para eso he sido enviado»
(1,38). Como finalidad propia de su venida, Jesús designa la predicación del reino de Dios.
Por tanto, esto debe valer también como la prioridad determinante de todos sus servidores:
ellos salen fuera para anunciar el reino de Dios, es decir, para hacer del Dios vivo, poderoso y
presente, la prioridad de nuestra propia vida.
Pero ya en esta breve perícopa es posible obtener dos perspectivas complementarias para la
comprensión adecuada de dicha prioridad. La proclamación va unida estrechamente al retiro
en la soledad de la oración personal. Retiro que parece ser precisamente su condición. Y va
unida también a la «expulsión de los demonios» (1.39), es decir: no es solamente hablar, sino
al mismo tiempo un actuar poderoso en obras. No acontece en un mundo supuestamente bello
y sano, sino en un mundo dominado por demonios, lo que comporta una actuación liberadora
en este mundo.
Pero, para comprender correctamente la prioridad de Jesús debemos dar un paso ulterior y,
más allá de la breve y significativa perícopa de Marcos, tener ante los ojos todo el evangelio.
Jesús anuncia el reino de Dios. Lo hace sobre todo en parábolas y lo hace también bajo la
figura de signos, en los que este reino viene a los hombres como poder presente. Palabra y
signo son inseparables. Donde los signos son contemplados como simples milagros, sin el
contenido propio de la palabra, Jesús interrumpe su actuar. Pero tampoco permite que su
proclamación sea vista como simple ocupación intelectual, como material para discusiones:
su palabra exige decisión y crea realidad. En este sentido es, palabra «encarnada»; la
correspondencia conjunta de palabra y signo pone de manifiesto una estructura
«sacramental»1.
1
He expuesto de una manera má s detallada esta correlació n en Evangelización, catequesis y catecismo.

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Todavía debemos dar un paso ulterior. Jesús no transmite contenidos que sean
independientes de su persona, como haría normalmente un maestro o un narrador. Él es más
que un rabí y algo distinto de un rabí. A medida que va avanzando en su predicación, se hace
cada vez más claro que él habla de sí mismo en las parábolas que el reino y su persona van
conjuntamente unidos, que el reino viene en su persona. La decisión que él exige es una
decisión sobre la actitud respecto a él, tal como decide Pedro cuando afirma: «Tú eres el
Cristo» (Mc 8,29).
Finalmente, aparece con toda claridad que el contenido de la predicación del reino de Dios
es el misterio pascual del mismo Jesús, su destino de muerte y resurrección, de modo especial
en la parábola de los viñadores homicidas (Mc 12,1-11). Ahora se entrecruzan de modo
nuevo palabra y realidad: la parábola provoca la ira de los enemigos, que hacen todo lo que
allí se narra. Ellos matan al hijo. Lo cual significa: las parábolas serían algo vacío sin la
persona viviente del Hijo de Dios hecho carne, que «ha salido» del Padre (Mc 1,38) y que fue
enviado por el Padre (12,6). Serían algo vacío sin la verificación de la palabra en la cruz y en
la resurrección. Ahora podemos comprender que la predicación de Jesús se ha de denominar
«sacramental» en un sentido todavía más profundo del que previamente podíamos ver: su
palabra lleva en sí la realidad de la encarnación y el tema de la cruz y de la resurrección. Es
palabra-hecho en este sentido totalmente profundo. Una palabra que recuerda de antemano la
correlación entre predicación y Eucaristía para la Iglesia, pero también la correlación entre
predicación y testimonio vivido y sufrido.
Desde la perspectiva pascual, como se halla ante nosotros en el evangelio de Juan, hemos
de dar todavía un paso ulterior. Jesús es el Cristo, había dicho Pedro. Jesucristo es el Logos,
añade ahora Juan. Él mismo es la Palabra eterna del Padre, que está junto a Dios y que es
Dios (Jn 1,1). En él esta palabra se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros (Jn 1,14). En
la predicación cristiana no se trata tanto de palabras, cuanto de la Palabra. «Por tanto, cuando
se habla del servicio ministerial a la palabra de Dios, se está haciendo referencia a la relación
intratrinitaria». Al mismo tiempo es válido «que este servicio ministerial toma parte en la
función de la encarnación». Con razón se ha hecho notar que la predicación de Jesús se
distingue decisivamente del modo de enseñar de los rabinos por el hecho de poner en el punto
central de su mensaje el yo de Jesús, él mismo 2. Al mismo tiempo se ha de recordar, no
obstante, que Jesús mismo ha considerado como característico de su predicación «no hablar
en nombre propio» (Jn 5,43; cf. 7,16): su yo se halla totalmente abierto hacia el Tú del Padre,
no se cierra en sí mismo, sino que introduce en el dinamismo de las relaciones trinitarias.
Esto significa para el predicador cristiano que él no habla de sí mismo, sino que se convierte
en la voz de Cristo, para de esta forma otorgar espacio al Logos mismo y, a través de la
comunión con el hombre Jesús, llevar a la comunión con el Dios vivo.
Con ello podemos retornar de nuevo al Decreto del Vaticano II sobre los sacerdotes. Habla
de las distintas formas del anuncio y consigna lo siguiente como constante en todas estas
formas nunca le es lícito al sacerdote enseñar su propia sabiduría, sino que siempre ha de
tratarse de la palabra de Dios, que empuja a la verdad y a la santificación (PO 4). El servicio
a la palabra exige una expropiación profunda del sacerdote; éste se halla bajo la referencia de
lo dicho por Pablo: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi» (Gá 2,20).

2
Cf. JACOB NEUSNER, Un rabino habla con Jesús.

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Al respecto, me viene al recuerdo una pequeña anécdota de los primeros años del Opus
Dei. Una mujer joven tuvo por vez primer la oportunidad de participar en las charlas del
fundador Josemaría Escrivá. Estaba llena de curiosidad por escuchar a un orador estimado.
Pero cuando participó en la misa con él, contaba ella más tarde, ya no quería escuchar a un
orador humano, sino reconocer únicamente la palabra y la voluntad de Dios. El servicio a la
palabra requiere del sacerdote la participación en la kénosis de Cristo, el ascenso y el
descenso en Cristo. Que él no hable de sí mismo, sino que traiga el mensaje de otro distinto,
no significa ciertamente falta completa de participación personal, sino todo lo contrario: un
perderse en Cristo, que asume el camino de su misterio pascual y de este modo conduce al
encuentro consigo mismo y a la comunión con aquel que es la palabra de Dios en persona.
Esta estructura pascual del no-yo y, sin embargo, totalmente yo-mismo, muestra cómo el
servicio de la palabra en último término conduce más allá de todo lo funcional hasta el
interior del ser y presupone el sacerdocio como sacramento.

1.2. Desarrollo en la tradición (Agustín)


Al haber llegado aquí a un punto central de nuestra cuestión, quisiera intentar esclarecerlo
ulteriormente con dos series de imágenes tomadas de los escritos de san Agustín, que
proceden de la contemplación de la palabra bíblica y que, además, han influencia- do
esencialmente la tradición dogmática de la Iglesia católica.
En primer lugar, se trata de la denominación del sacerdote como servus Dei o servus
Christi. En el trasfondo de este modo de hablar del siervo de Cristo, tomado del lenguaje
eclesial de entonces, se halla el himno a Cristo de Flp 2,5-11: Cristo, el Hijo igual a Dios, ha
asumido la forma de esclavo, se ha hecho esclavo por nosotros. La profunda teología de
libertad y servicio, que desarrolla Agustín en este contexto, hemos de dejarla por ahora a un
lado. Es importante para nuestra cuestión que el concepto de siervo constituye un concepto
relacional. Siervo es alguien que está en relación con otro. Y, si el sacerdote es definido
como siervo de Cristo, esto significa que su existencia se halla esencialmente determinada
por la relación: el estar ordenado servicialmente al Señor constituye la esencia de su
ministerio, que de este modo afecta al interior de su mismo ser.
Él es siervo de Cristo para ser servidor de los hombres de Cristo, por Cristo y con Cristo.
La relación con Cristo no en contra del ordenamiento a la comunidad (a la Iglesia), constituye
su fundamento y le otorga su profundidad completa. Estar remitido a Cristo significa estar
integrado en la propia existencia de Cristo en cuanto siervo y estar disponible con él para el
servicio del «cuerpo», que es la Iglesia.
Precisamente porque el sacerdote pertenece a Cristo, pertenece de modo totalmente radical
a los hombres. Sólo de este estar dedicado a ellos de una manera tan profunda y tan
incondicional. Lo cual significa de nuevo que la constitución ontológica del ministerio
sacerdotal, que alcanza al ser mismo del afectado, no se opone al celo de lo funcional, del
ministerio social, sino que origina una radicalidad del servicio impensable en lo simplemente
profano.
Con el concepto de «siervo» va unida la imagen del «carácter imborrable», que se ha
convertido en patrimonio creyente de la Iglesia. «Carácter» significa, en el lenguaje de la
antigüedad tardía el sello de propiedad que queda impreso en una cosa, en un animal o
incluso también en una persona y que no puede ya ser borrado. Así la propiedad queda

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marcada de modo irrevocable y «remite a señor». Podríamos decir: «carácter» significa
pertenencia que impregna a la existencia misma. En esta medida, la imagen del carácter
expresa de nuevo el hallarse en relación, el estar remitido a alguien del que hemos hablado
antes. Y es sin duda una pertenencia, de la cual no puede uno mismo disponer: la iniciativa
procede del que tiene la propiedad, es decir, de Cristo. Con ello se hace manifiesta la
naturaleza del sacramento: yo no puedo simplemente sin más de declararme como
perteneciente al Señor. Él debe primero aceptarme como suyo y entonces puedo yo entrar en
la condición de ser aceptado y asumir por mi parte el intento de vivir tal condición.
En esta medida, la palabra «carácter» describe el carácter ontológico del servicio a Cristo,
que se halla en el sacerdocio y que mismo tiempo esclarece lo que se quiere decir con su
sacramentalidad. Solo desde aquí puede entonces comprenderse como Agustín describe el
carácter de modo funcional (y a la par ontológico) como ius dandi, en cuanto presupuesto
para la administración válida de los sacramentos. La pertenencia al Señor hecho siervo es
pertenencia en favor de los suyos. Lo cual significa que ahora el siervo puede otorgar signos
sagrados lo que él no puede dar como algo propio: él otorga el Espíritu Santo, él absuelve de
los pecados, él hace otorgar en presente el sacrificio de Cristo y al mismo Cristo en su cuerpo
y sangre sagrados; todo ello son derechos reservados a Dios que ningún humano puede
establecer por sí mismo y para lo que ninguna comunidad puede delegarle. Si el carácter es
así expresión de la comunión del servicio, entonces muestra por un lado cómo el Señor
mismo en último término actúa y, por otro lado, cómo él actúa la Iglesia visible a través de
los hombres. Así el carácter garantiza la «validez» de los sacramentos también en el caso de
un ministro indigno; pero es al mismo tiempo juicio sobre este ministro y exigencia de vivir
el sacramento.
Una breve palabra todavía sobre una segunda serie de imágenes, con las que Agustín
intenta esclarecer para sí mismo y para los creyentes la naturaleza del servicio sacerdotal.
Esta serie de imágenes se infieren para él de la meditación sobre la figura de Juan el Bautista,
en la que él encuentra prefigurado el ministerio del sacerdote. Él llama la atención sobre el
hecho de que, en el Nuevo Testamento, Juan es designado como «voz» mediante un término
tomado de Isaías, mientras que Cristo es designado en el evangelio de Juan como «la
Palabra».
La relación entre «voz» (vox) y «palabra» (verbum) ayuda a clarificar la correlación entre
Cristo y Sacerdote. La palabra existe en el corazón antes de que resulte sensorialmente
perceptible a través de la voz. Por la mediación de la voz entra también en la percepción del
otro y se halla entonces presente también en su corazón, sin que con ello se vea privado de la
palabra el que habla. El sonido sensorial, la voz por tanto que lleva la palabra de uno a otro (o
a los otros), es algo pasajero. La palabra permanece. La tarea del sacerdote es, a fin de
cuentas, muy sencilla: «Yo debo disminuir, él debe crecer»; la voz no tiene otro sentido, sino
mediar la palabra una vez mediada, se retira de nuevo. La grandeza y la humildad servicio
sacerdotal resultan desde aquí igualmente obvias: el sacerdote es como Juan el Bautista
simple precursor, servidor de la palabra. Lo importante no es él, sino el otro. Pero él es vox
con toda su existencia completa: su misión consiste en convertirse en voz de la palabra y así,
precisamente en su quedar remitido radicalmente a la grandeza de la misión del Bautista,
participa él mismo en la misión del Logos. En la misma dirección designa Agustín al
sacerdote como el amigo del novio (Jn 3.29), que no se apropia él mismo de la novia, pero

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que en cuanto amigo participa en la alegría de la boda: el Señor ha hecho del siervo un amigo
(Jn 15,15), que ahora pertenece a la casa y permanece en la casa; el esclavo ha sido hecho
libre (Gal 4,7; 4,21-5,1).

2. Cristología y eclesiología. El carácter eclesial del sacerdocio


Con todo lo dicho hasta ahora hemos hablado del carácter cristológico del sacerdocio, que
siempre es también un carácter trinitario, pues el Hijo es, en su misma esencia, procedencia
del Padre y orientación hacia el Padre. Él se entrega en el Espíritu Santo, que es el amor y por
ello el donarse en persona. Pero el Decreto conciliar acentúa con razón en un paso ulterior el
carácter eclesial del ministerio, que no puede separarse de su fundamentación cristológico-
trinitaria. La encarnación de la Palabra implica que Dios no quiere venir simplemente a
través del espíritu al espíritu del hombre, sino que le busca a través del mundo material, que
quiere encontrarlo también como ser social e histórico. Dios quiere llegar hasta los hombres a
través de los hombres. Dios ha llegado a los hombres de tal modo que éstos se encuentren
entre sí por medio de él y desde él.
Por ello la encarnación lleva consigo el carácter comunitario histórico de la fe. El camino a
través del cuerpo significa que la realidad tiempo y la sociabilidad del ser humano se
convierten en factores de la relación humana con Dios, que una vez más descansan sobre la
relación previa de Dios con los hombres. De ahí que cristología y eclesiología resulten
inseparables: el actuar de Dios crea «el pueblo de Dios» y el «pueblo de Dios» se convierte
desde Cristo en «cuerpo de Cristo», siguiendo la profunda interpretación que Pablo da de la
promesa a Abraham en la carta a los Gálatas. Ésta es válida, así lee Pablo en el Antiguo
Testamento, para la «descendencia» de Abrahán, por tanto no para muchos, sino para uno. De
acuerdo con ello, el actuar de Dios se orienta a que nosotros, los muchos, nos convirtamos no
solamente en «una cosa», sino en «uno», en la comunión del mismo cuerpo con Jesucristo
(Gál 3,16s.28).
Precisamente desde esta profundidad eclesial de la cristología es como el Concilio ha
establecido el dinamismo histórico global del acontecimiento Cristo, a cuyo servicio se halla
el sacerdote. La meta última para todos nosotros es llegar a ser felices. Pero la felicidad sólo
se da en la comunión y la comunión solamente se da en la infinitud del amor. La felicidad
solamente se da en la des-limitación del yo hacia lo divino, en la divinización. Así, el
Concilio dice, con Agustín, que la meta de la historia consiste en que la humanidad llegue a
ser amor: así será adoración, culto viviente, «ciudad de Dios». Y de este modo se cumple la
exigencia más íntima de la creación de Dios sea todo en todas las cosas (1Co 15,24.28; PO 2,
final; Agustín, Civ. X, 6). Lo que sea el culto, lo que sean los sacramentos, solamente puede
comprenderse, en última instancia, desde esta gran perspectiva.
Precisamente esta perspectiva, que nos remite a la grandeza de las cuestiones últimas, nos
lleva también a la realidad muy concreta. Y porque esto es así, la fe cristiana no es nunca una
relación con Cristo y con su palabra simplemente espiritual-interior, simplemente subjetiva o
personal-privada, sino que es totalmente concreta y eclesial. El decreto conciliar subraya
desde aquí, en una manera quizás un poco forzada, el ordenamiento de los presbíteros al
obispo: ellos le representan y actúan en su nombre y en su encargo. La gran obediencia
cristológica, que invierte la desobediencia de Adán, se concreta en la obediencia eclesial para
con el obispo.

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El Concilio podría ciertamente haber acentuado con más fuerza que primeramente debe
darse la obediencia común de todos a la palabra de Dios y a su configuración en la tradición
viviente de la Iglesia. Esta vinculación común es también la libertad comanda protege de la
arbitrariedad y garantiza el carácter verdaderamente cristiano de la obediencia eclesial. La
obediencia eclesial no es de tipo positivista; no se refiere simplemente a una autoridad
formal. Se refiere a aquel que a su vez es obediente y que encarna al Cristo obediente. Pero
es, sin duda, independiente de la virtud y de la santidad del ministro, precisamente porque se
remite a lo objetivo de la fe otorgada por el Señor, que transciende toda subjetividad.
En esta medida, en la obediencia respecto al obispo se da siempre también el rebasamiento
de la Iglesia local. Se trata de una obediencia católica: al obispo se le obedece porque
representa al Iglesia entera aquí en este lugar. Y, además, es una obediencia que remite, más
allá del momento histórico, a la totalidad de la historia de la fe. Afecta a todo aquello que ha
ido creciendo en la communio sanctorum y de este modo se abre hacia el futuro, en el que
Dios será todo en todo y nosotros llegaremos a ser uno solo. En este sentido se halla en la
exigencia de obediencia una primera exigencia respecto a aquel que ejerce la autoridad. Lo
cual no significa, sin embargo, que la obediencia sea condicional; es algo totalmente
concreto. Yo no obedezco a un Jesús, que yo u otros puedan idearse desde la Escritura; en
este caso obedecería únicamente a mis propias ideas más preferidas y terminaría adorándome
a mí mismo en la imagen de Jesús que yo me he recreado. No. Obedecer a Cristo significa
obedecer a su cuerpo, obedecerle a él en su cuerpo.
Desde la carta a los Filipenses, la obediencia de Jesús se halla en el centro de la historia
salvífica en cuanto superación de la desobediencia de Adán. Esta obediencia ha de encarnarse
en la vida sacerdotal como obediencia para con la autoridad de la Iglesia, concretamente
como obediencia para con el obispo. Solamente así se hace real la renuncia a la
autodivinización. Solamente así, Adán queda superado también en nosotros y queda abierto
el nuevo ser hombre. En época en la que la emancipación es vista como el núcleo específico
de la redención y en la que la libertad se presenta como el derecho de hacer todo y solamente
aquello que yo mismo quiero, el concepto de obediencia queda, por así decirlo,
anatematizado. Queda excluido no solamente de nuestro vocabulario, sino también de nuestro
pensamiento. Pero precisamente este concepto de libertad crea la incapacidad para la
comunión, la incapacidad para amar. Esclaviza al ser humano. De ahí que deba rehabilitarse
el concepto de obediencia correctamente comprendido y que deba hacerse valer nuevamente
en el centro de la espiritualidad cristiana y sacerdotal.

3. Aplicaciones espirituales
Donde la cristología es comprendida tanto pneumatológica-cristológicamente como
eclesialmente, se produce por sí mismo, como hemos visto, el paso a la espiritualidad, a la
pregunta por la fe vivida. Una vez que había sido puesta ya la fundamentación dogmática en
la Constitución sobre la Iglesia, el decreto conciliar se dedicó especialmente a este aspecto,
con afirmaciones muy concretas. De ellas quisiera entresacar únicamente un punto de vista.
En PO 14 habla el decreto del difícil problema que tiene el sacerdote para garantizar la
unidad interior de su vida, desgarrado por la cantidad de tareas, con frecuencia muy diversas,
problema que amenaza con convertirse cada vez más en la crisis específica de la existencia
sacerdotal ante la creciente carencia de sacerdotes.

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Un párroco al que hoy día se le confían tres o cuatro parroquias está continuamente en
camino de un lugar para otro; así, esta situación, que era bien conocida por los misioneros, se
convierte cada vez más también en la norma de los países cristianos oriundos. El sacerdote ha
de intentar garantizar la atención sacramental de las comunidades; las tareas administrativas
le asedian, cuestiones de todo tipo le urgen, especialmente la necesidad personal de tantos
seres humanos, tiempo para los que frecuentemente apenas encuentra tales actividades se
siente vacío y cada vez le resulta más difícil a causa de tantas cosas. Desgarrado de aquí para
allá encontrar tiempo para el recogimiento, del que poder hacer surgir nueva fuerza e
inspiración. Exteriormente desgarrado e interiormente vacío, pierde la alegría de su vocación,
que aparece únicamente como una carga apenas soportable. La huida termina imponiéndose.
El Concilio ha ofrecido tres impulsos para poder dominar esta situación. El primer
elemento fundamental es la comunión intima con Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad
del Padre (Jn 4,34). Es importante que la unión ontológica con Cristo se haga viva en la
conciencia y de este modo también en el actuar: todo lo que yo hago, lo hago en comunión
con él. Y en la medida en que lo hago, me encuentro en él. La pluralidad e incluso, vista
desde fuera, frecuente contraposición de mis actividades constituye ciertamente una
vocación: todo es estar juntamente con Cristo, actuar instrumentalmente en comunión con él.
De aquí se desprende entonces un segundo elemento: la ascesis sacerdotal no se ha de
ubicar al lado del actuar pastoral, como un peso añadido y como un deber ulterior que
sobrecarga todavía más mis días. En el actuar mismo es donde aprendo a superarme, a dejar y
a entregar mi vida; en la desilusión y en el fracaso aprendo a renunciar, a asumir el dolor, a
entregarme en libertad. En la alegría del éxito aprendo el agradecimiento. En la realización de
los sacramentos los recibo yo también interiormente; pues yo no llevo a cabo un tipo
cualquiera de trabajo exterior, yo hablo con Cristo por medio de Cristo con el Dios trinitario
y así rezo con los otros y por los otros. Esta ascesis del ministerio, o el ministerio mismo
como la ascesis específica de mi vida, es sin duda un motivo muy importante, que,
ciertamente, exige siempre un ejercicio renovado y consciente, un ordenamiento interior del
hacer desde el ser.
Así resalta imprescindible un tercer elemento. Aunque yo intente vivir el ministerio como
ascesis o el actuar sacramental como encuentro personal con Cristo, necesito momentos de
respiro, para que esta orientación interior pueda convertirse en esto, dice el decreto conciliar,
sólo puede alcanzarse si los sacerdotes se introducen mediante su vida cada vez más
profundamente en misterio de Cristo. Muy impresionante resulta lo que san Carlos Borromeo
dice sobre este tema desde su propia experiencia. Si el sacerdote quiere llegar a una vida
verdaderamente sacerdotal, tiene que utilizar los medios para ello, a saber, ayunar, orar,
evitar el trato con los hombres malos y las familiaridades perjudiciales o peligrosas:

«¿Si ya ha prendido en ti algún brote del fuego del amor divino, no quieras manifestarlo de pronto
al exterior: guárdate de lanzarlo a los vientos [...] mantente recogido con Dios [...]. ¿Ejerces cura de
almas? Guárdate, pues, de descuidar tus problemas. No sea que te entregues tan desinteresadamente
a los demás que no reserves nada para ti. Porque cierto es que debes tener presente a las almas que
gobiernas, pero con tal de que no te olvides de ti mismo... Si administras sacramentos, hermano,
medita qué haces; celebras misa, medita qué ofreces; si cantas en el coro, medita qué y a quién
hablas: si diriges almas, medita qué sangre las purificó [...].

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Sólo la palabra «meditar» (contemplar), repetida cuatro veces, muestra lo esencial que para
este gran pastor es la profundización interior orientada hacia nuestro actuar. Y nosotros
sabemos con qué radicalidad Carlos Borromeo se entregó a los hombres, muriendo a la edad
de 46 años totalmente agotado por la entrega a su ministerio. Precisamente este hombre, que
se desgastó realmente por Cristo y desde Cristo por los hombres, nos enseña que semejante
entrega no es posible sin el cultivo y la protección de una verdadera interioridad creyente.
Tenemos mucho que aprender de nuevo sobre este punto. La interioridad ha sido objeto de
sospecha en muchos ámbitos durante las últimas décadas como si fuera intimismo y
privatismo. Pero el ministerio sin interioridad se convierte en activismo vacío. El fracaso de
no pocos sacerdotes, que habían comenzado su tarea con gran idealismo, radica últimamente
en esta desconfianza sobre la interioridad.
Tener tiempo para Dios, para estar interiormente ante él, es una prioridad pastoral, del
mismo rango que todas las demás prioridades, incluso, en cierto sentido, por encima de ellas.
No constituye una carga añadida, sino que es la respiración del alma, sin la que nosotros
necesariamente dejamos de respirar y perdemos en nosotros el aliento espiritual, el aliento del
Espíritu Santo. Hay otras formas de descanso y recuperación que son importantes y tienen
pleno sentido. Pero la forma fundamental para recuperarse del actuar y aprender de nuevo a
amarlo es la búsqueda interior del rostro de Dios, que nos devuelve siempre la alegría de
Dios.
Uno de los párrocos de nuestro siglo, humilde y en su humildad grande, Don Dídimo
Mantiero (1912-1992) de Bassamo del Grappa, dejó anotado en su diario espiritual: «Los
convertidos fueron y son siempre un logro de la oración y del sacrificio de creyentes
desconocidos. Cristo conquistaba las almas no por la fuerza de su hablar milagroso, sino más
bien por la fuerza de su oración permanente. Durante el día predicaba, pero por la noche
oraba». A las almas, es decir, a los hombres vivos, no se les puede acercar a Dios
simplemente por medio de ejercicios de persuasión o de discusiones. Quieren ser
conquistadas, por medio de la oración, por Dios y para Dios. Por ello la interioridad cristiana
es también la acción pastoral más importante de todas. En nuestras planificaciones pastorales
debería pensarse esto de nuevo con mucha más fuerza. A fin de cuentas, debemos aprender
nuevamente que necesitamos menos discusiones y más oración.

Visión de conjunto:
La unidad de Antiguo y Nuevo Testamento en su mediación cristológica
Al final quisiera volver una vez más a la problemática delineada en la introducción: ¿Qué
significa el sacerdocio de la Iglesia visto desde el Nuevo Testamento? ¿Puede darse algo así?
¿Es pertinente el reproche de los reformadores, según el cual la Iglesia habría traicionado la
novedad de lo cristiano y habría hecho del presbítero nuevamente un sacerdote, invirtiendo el
giro cristiano? ¿No debería haberse atenido estrictamente a la función de los más ancianos sin
sacralización ni sacramentalización?
Si se quiere responder adecuadamente a esta cuestión, entonces no bastan las
investigaciones simplemente terminológicas sobre la inicial distinción y la amalgama
introducida posteriormente entre los términos de presbítero y de sacerdote (hiereus,
sacerdos). Se debe profundizar más, pues lo que se halla en debate es toda la problemática de
la relación entre Antiguo y Nuevo Testamento. ¿Es el Nuevo Testamento esencialmente una

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ruptura con el Antiguo o esencialmente una consumación, en la que se ha mantenido todo en
asunción transformadora y renovadora? ¿Se halla la gracia en contraposición a la ley o hay
una correspondencia interior entre ambas?
Históricamente se ha de constatar en primer lugar que en el año 70 fue destruido el templo
de Jerusalén y con ello desapareció el ámbito completo de sacrificio y sacerdocio, que en
cierto sentido constituía el corazón nuclear de la «ley». El judaísmo intentó, por un lado,
mantener lo perdido trasladando ahora a la vida de los judíos las prescripciones santas del
templo; por otro lado, radicó la herencia perdida del templo en la forma de la esperanza
orante en el restablecimiento del culto de Jerusalén como parte de su espiritualidad. La
sinagoga, que solamente constituye un lugar de reunión para la oración, para la predicación y
para la escucha de la palabra, es un fragmento, en la esperanza de algo más grande. Pero una
interpretación estrictamente protestante del ministerio espiritual y del culto cristiano reduce
el cristianismo a la imagen de la sinagoga, a reunión, palabra, oración. La interpretación
historicista del sacrificio de Cristo relega el sacrificio y el culto al pasado y excluye del
presente tanto el sacerdocio como el sacrificio. Entre tanto, también en las Iglesias de la
reforma, se reconoce cada vez más que con ello se ignoran la grandeza y la profundidad del
acontecimiento neotestamentario. De este modo, el Antiguo Testamento no habría alcanzado
precisamente su plenitud.
Ahora bien, en la resurrección de Cristo el templo ha sido reconstruido de nuevo por el
poder propio de Dios (Jn 2,19). Este templo vivo, Cristo, es él mismo el nuevo sacrificio que
en el cuerpo de Cristo, la Iglesia, tiene su hoy permanente. Desde él y en orientación hacia él
es como se da el servicio verdaderamente sacerdotal del nuevo culto, en el que todas las
«figuras» han sido plenificadas.
Por ello, se ha de rechazar una concepción que, en relación con el culto y con el
sacerdocio, presupone la ruptura total con la historia salvífica cristiana y niega cualquier
correlación entre sacerdocio veterotestamentario y neotestamentario. De esta forma, el Nuevo
Testamento no sería consumación, sino oposición a la antigua alianza; la unidad interior de la
historia de la salvación quedaría destruida. A través del sacrificio de Cristo y de su asunción
en la resurrección se ha transferido a la Iglesia toda la herencia sacerdotal de la antigua
alianza. Frente a una reducción de la Iglesia a sinagoga ha de resaltarse esta plenitud
completa del sí cristiano; sólo de este modo puede comprenderse la amplitud y la
profundidad del ministerio de sucesión apostólica.
En este sentido hemos de decir, no con vergüenza y pidiendo perdón, sino con toda
decisión y gozo: sí, el sacerdocio de la Iglesia es continuación y asunción del sacerdocio
veterotestamentario, que alcanza su verdadera plenitud precisamente en la novedad radical y
transformante. Y también para la relación del cristianismo con las religiones mundiales es
importante esta perspectiva. Si es cierto que el cristianismo es nuevo comienzo, lo siempre
mayor que procede de Dios, lo totalmente otro, igualmente es cierto que no es sólo negación
de la búsqueda humana. El carácter manifestativo de estas religiones, por muy desfigurado o
deformado que pudiera estar a veces, no se apoya en el vacío.
Tal comprensión del sacerdocio no significa minusvaloración alguna del sacerdocio común
de los bautizados. Una vez más, ha sido Agustín quien ha resaltado esto de una manera muy
bella al denominar a todos los creyentes siervos de Dios, pero designando a los sacerdotes
como siervos de los siervos y, desde la de las tareas que les son propias, considerar a los

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creyentes como señores. El sacerdocio del Nuevo Testamento se halla en el seguimiento del
Señor, que lava los pies: su grandeza sólo puede consistir en su humildad. Grandeza y
rebajamiento se hallan mutuamente implicados desde que Cristo, el más grande, se hizo el
más pequeño, desde que él, el primero, ha asumido el último puesto. Ser sacerdote significa
introducirse en la comunión del hacerse pequeño y participar así en la gloria común de la
redención.

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