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VARIOS AUTORES: Ciencia y política, una aventura vital.

Libro homenaje a Ramón Cotarelo, pp. 673-695,


Tirant lo Blanch, Valencia, 2016

“El nuevo triángulo retórico:


relato, encuadre y acontecimiento
Enrique GIL CALVO

En el último tercio de siglo, el campo de la comunicación política (CP) se ha po-


blado de nuevas herramientas disciplinares, que compiten entre sí pugnando por con-
quistar la envidiable posición del monopolio metodológico, lo que sólo ocurre tras obte-
ner la hegemonía explicativa al modo del paradigma de Kuhn. La verdad es que ninguna
de las ofertas lo ha logrado, pues la recién nacida disciplina es tan heterogénea, incone-
xa y mestiza que desde el punto de vista metodológico más parece una ciencia anormal
que propiamente revolucionaria (por seguir recurriendo a los conceptos de Kuhn).
En un primer momento fundacional, pareció que el proceso de formación de la
opinión pública serviría de paradigma unificador, con el flujo en dos fases (two step
flow) del liderazgo de opinión, propuesto por la escuela de Columbia, como principal
herramienta metodológica (Katz, 1957). Pero las crecientes contradicciones entre el
evidente pluralismo de las opiniones privadas y el presunto consenso público de su pre-
tendida unificación espontánea, propuesto por la democracia deliberativa de Habermas
(1994), arruinaron el concepto, como certificó la espiral del silencio de Noelle-
Neumann (1995).
Un tiempo después, pareció que la agenda setting de McCombs y Shaw (1972)
lograba unificar el campo metodológico, a partir de la tematización selectiva impuesta
por la agenda mediática sobre la agenda pública de los ciudadanos. Pero pronto su para-
digma se subdividió entre el priming de atributos (McCombs, 2006) y el framing de
problemas (Entman, 1993 y 2003), Y entretanto ascendía a los cielos del marketing aca-
démico el storytelling arrollador (Salmon, 2008), a su vez pronto desbancado por el
deslumbramiento causado por las ciber herramientas de la comunicación viral (Cotarelo,
2010, 2012 y 2013), interesadamente publicitadas por la industria informática.
¿Cómo orientarse con propiedad en tan desconcertante batiburrillo metodológi-
co? ¿Cabe encontrar algún sentido aunque sea a tientas en semejante laberinto explicati-
vo? ¿Qué hilo de Ariadna nos puede permitir escapar de las fauces del posmoderno mi-
notauro de la CP, ciertamente más venal y oportunista que viral o relativista?

El triángulo ático: ethos, logos y pathos


A guisa de ensayo tentativo, aquí voy a recurrir al criterio de un clásico como
Aristóteles, que en otra época análoga a la nuestra, por cuanto respecta al desbarajuste
metodológico que imperaba en el mercado del discurso y la verdad, también sometido al
relativismo de la sofística más venal y tendenciosa, se propuso aportar alguna luz esta-
bleciendo ciertos criterios aunque sólo fuesen descriptivos y taxonómicos. Es lo que
compendió en su célebre Retórica, quizás el manual académico de CP más utilizado por
comentaristas y oficiantes a lo largo de la historia. Y de entre sus múltiples propuestas
analíticas, yo quiero entresacar aquí lo que llamaré el triángulo de Aristóteles. Con esto
no me refiero a la división de la retórica en tres ramas, la forense que investiga el pasa-
do, la política de delibera sobre el futuro y la epidíctica (o reputacional) que evalúa el
presente, sino a su sistema de tres ejes de coordenadas, a las que hoy llamaríamos carte-
sianas, que permiten ponderar la respectiva magnitud de las tres distintas dimensiones
en que la retórica se descompone funcionalmente: ethos, logos y pathos (Leith, 2012).
El ethos es aquella llamada que sirve para apelar e interpelar, para invocar y
convocar. Con ello se busca establecer un vínculo moral de reciprocidad entre el emisor
y receptor de la CP, a partir del crédito o nivel de credibilidad que se atribuye al mensa-
je. De este modo el orador hace una propuesta de identificación con su audiencia como
miembros de una misma comunidad de intereses, derechos o identidades. Pues si no se
sienten personalmente interpelados, los miembros del público tampoco se sentirán im-
plicados ni concernidos, desconectándose del discurso e interrumpiendo por tanto la
comunicación. Así ocurre hoy con la mayoría de los jóvenes y buena parte de la ciuda-
danía, que no prestan oídos a la casta política. Y para evitarlo es preciso crear un implí-
cito contrato de confianza entre el hablante y sus oyentes, por el que éstos aceptan las
reglas del juego que el discurso manifiesta bajo la presuposición de que las cumplirá sin
confundirlas ni traicionarlas. Un compromiso de lealtad mutua entre emisor y receptor
que permite mantener abierto el canal de comunicación en ambas direcciones, facilitan-
do así que el discurso circule y sea compartido con la máxima efectividad y fluidez.
El logos, por su parte, alude al argumento racional que se pone en juego para
convencer a la audiencia de la veracidad del discurso que trata de persuadir a la audien-
cia con sus proposiciones. Se trata pues de cargarse de razón para poder sostener en
público la propia convicción que se tiene acerca de la verdad indiscutible que se defien-
de. Lo que suele exigir largas cadenas de razonamientos deductivos o consecutivos, en
forma de analogías, generalizaciones, silogismos o entimemas, que pretenden demostrar
la superioridad de la razón que asiste al hablante en la postura que mantiene contra to-
das las posibles objeciones que se le puedan hacer. Y aquí lo obligado y más eficaz es
presentar los razonamientos como un debate entre contrarios, tratando de rebatir las
posturas adversarias para establecer por contraste la propia verdad.
Y por fin está el pathos, la dimensión que alude al énfasis emocional que el emi-
sor debe incluir en la emisión de sus mensajes para que en su audiencia se genere la
catarsis, es decir, la empatía moral necesaria para ganarse su voluntad colectiva incli-
nándola hacia él. Pues no basta con convencer racionalmente si no se logra conmover,
imponerse y comprometer emocionalmente. Lo que depende por supuesto del estilo de
la elocución a lo largo del discurso: la prosodia, el humor, la pasión, la carnalidad del
propio convencimiento. Pero también depende aún más del impacto emocional con que
se concluye y remata el discurso emplazando al público a compartir un destino común.
Traslademos ahora el triángulo de Aristóteles al campo contemporáneo de la CP.
Dado el confuso laberinto de herramientas a utilizar, ¿dónde deberíamos situar los ac-
tuales equivalentes funcionales del ethos, el logos y el pathos? Mi propuesta es identifi-
car el ethos con el storytelling o recurso al relato, el logos con el framing o contienda de
marcos o encuadres y el pathos con el acontecimiento entendido como performance.
De este modo obtenemos una tríada de herramientas comunicativas que se rela-
cionan entre sí por dicotomías antitéticas, lo que les permite componer un triángulo in-
ternamente definido por sus respectivas oposiciones bilaterales. Pues en efecto, por una
parte, el relato se contrapone al encuadre como la crónica a la crítica; por otra, el acon-
tecimiento se contrapone al relato como el punto a la línea; y por último, el aconteci-
miento se contrapone al encuadre como la excepción a la regla.
Relato y encuadre se oponen como la crónica y la crítica porque la narración na-
turaliza y normaliza los hechos (esto es lo que hay) legitimándolos por su desenlace
para inducir un consenso (el fin justifica los medios), mientras que el encuadre proble-
matiza la realidad poniéndola en cuestión para plantear o abrir conflictos (“Houston,
tenemos un problema”). Acontecimiento y relato se oponen como el punto y la línea
porque éste plantea una sucesión irreversible de hechos consecutivos mientras aquel
introduce una ruptura imprevisible de la continuidad lineal. Y acontecimiento y encua-
dre se oponen como la excepción y la regla porque aquel no puede ser procesado según
los códigos implicados por éste. Veamos ahora cada uno de los vértices por separado.

El relato como ‘ethos’


La narratividad es una herramienta construida para unir hechos con persona(je)s
como si fueran eslabones de una cadena que discurre hacia el futuro, integrando elemen-
tos dispares hasta generar su integridad moral. Y un relato es una relación de sucesos y
sujetos inconexos per se que sólo se integran como un todo unitario a la luz de su desen-
lace final. Pues en si misma considerada, la realidad es descriptible según el dictamen
de Shakespeare (en Macbeth): un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia,
que carece de significado. Pero si pasa a ser relatada con alguna inteligencia se convier-
te en un todo coherente, unificado, consecuente, justificado y lleno de sentido. De ahí la
credibilidad que se desprenderá del relato, si el narrador es capaz de enlazar lógicamen-
te los hechos consecutivos con cadenas temporales de causalidad eficiente.
El truco narrativo resulta bien conocido. Se trata de describir un estado de cosas
caracterizado por su integración y estabilidad que de pronto sufre una pérdida del equi-
librio y es desplazado de su órbita, amenazando con caer y precipitarse al vacío hasta
desintegrarse. Es la pérdida del paraíso original que genera una tensión narrativa como
motor dinámico de la acción, aspirando a recuperar al final la anhelada estabilidad del
equilibrio perdido. Esta tensión por el desenlace predestinado, que no cesa hasta que
finalmente se produce, es la que impulsa a seguir pendiente de la lectura de los hechos
narrados, creando la percepción de la continuidad o incluso la aceleración temporal.
Y aquí no importa que se trate de un texto oral o escrito, una pieza teatral o una
sucesión de imágenes audiovisuales, pues lo único que cuenta es su anatomía estructu-
ral, cuya fórmula canónica fue sintetizada por Propp (1985) en su Morfología del cuento
(original de 1928), que reconstruye el grado cero de todo relato: una comunidad herida
por el infortunio que designa a un héroe para que se comprometa a enfrentarse al peligro
emplazándole a superarlo. Así queda dibujada la doble identidad del bien (uno de los
nuestros) y del mal (el enemigo del pueblo), destinados a luchar hasta la victoria final.
El ethos de Aristóteles está doblemente presente tanto por la tensión ética hacia
la acción, que impulsa genéticamente la dinámica de la narración, como por la integri-
dad ética de sus dos polos, el inicial que desencadena la acción y el final prescrito por el
desenlace. En el inicio hay una comunidad matriz, con sus miembros vinculados por la
fuerza de sus identidades, que se ve desplazada de su originaria posición de equilibrio.
En el desenlace ansiado se volverá a recuperar esa integridad renacida, gracias a la ac-
ción de los protagonistas. Y entretanto, los hechos y sus personajes están dinámicamen-
te vinculados a lo largo de la narración por la fuerza causal de la tensión por el desenla-
ce, que confiere al relato su característica continuidad narrativa: quienes somos (identi-
dad colectiva), de dónde venimos (origen determinista) y adónde vamos (destino final).
Así, este relato teleológicamente predeterminado por su desenlace compone una
hoja de ruta, un mapa de carreteras o una carta de navegación, que encamina los pasos
hacia un rumbo prefijado de antemano. Es lo que en política se llama proyecto, progra-
ma o plan estratégico, que el líder hace suyo administrando tácticamente los recursos y
los medios (lo que incluye manipular su agenda oculta) para tratar de alcanzar los obje-
tivos anticipados por el utópico desenlace (tipo viaje a Ítaca, Arcadia feliz o paraíso del
proletariado) con que culmina su narración. Pues todo relato es un éxodo o camino de
salvación emprendido por el héroe a la cabeza de su tribu a la que conduce hacia un
destino manifiesto anunciado como una profecía destinada a cumplirse a sí misma.
Como sostuvo Goethe, en el principio no era el verbo (el logos aristotélico) sino
la acción. Por sus hechos los conoceréis, y por eso la tarea del héroe no reside en sus
palabras, principios o razones sino en sus obras, caracterizándole como un hombre de
acción (tipo Sarkozy, el pequeño Nicolás émulo de Napoleón) llamado a intervenir so-
bre la realidad para transformarla devolviéndola a su verdadero ser. Y la narratividad es
la relación de los hechos del profeta y sus apóstoles, los seguidores y amigos del héroe,
comprometidos como están todos en construir un mismo destino compartido en común,
revelado por la profética buena nueva que les convocó a cumplir su misión.
Este ethos o fuerza gravitatoria que atrae a los hechos y a sus personajes, para
vincularlos estrechamente entre sí dirigiéndolos en común hacia un sentido predestina-
do, es la que pasa a ser utilizada hoy por el storytelling como herramienta de CP. Es el
ethos que aporta credibilidad a la narración y al narrador, permitiéndole ganarse la con-
fianza moral de la audiencia próxima (presente) o distante (mediada por los media). Ese
mismo ethos que cuando falta, como sucede con el silente no-relato del no-discurso del
taciturno Rajoy, sólo causa descrédito, desconfianza y falta de credibilidad.
Y para crear ese ethos sirve igual una imagen que mil palabras. Como ejemplo
de palabras, pensemos en el inicio de la oración fúnebre de Marco Antonio en el Julio
Cesar de Shakespeare: “Amigos, romanos, ciudadanos, prestadme atención” (Leith,
2012, p. 65). De este modo el orador se vincula éticamente con sus oyentes comprome-
tiéndose con ellos en una misma comunidad de destino compartido. Y como imagen,
pensemos en el vídeo del segundo presidente Bush tras la caída de las Twin Towers,
hablando a la multitud con un megáfono en la mano mientras abraza a un bombero tiz-
nado por la ceniza. Lo que se recuerda de esa imagen no es el contenido de las palabras
pronunciadas sino la fuerza del vínculo ético y cívico que se desprende del abrazo entre
el bombero derrotado y el presidente ensombrecido. Justo el mismo ethos que en la ora-
ción fúnebre de Marco Antonio ante el túmulo de Julio César.
Un ethos que se genera tanto al inicio del discurso, cuando la comunidad cívica
ha sido sorprendida, violada y traicionada (por el asesinato de César o por el atentado de
las Torres Gemelas), como en su desenlace final. Esto último es lo que ocurre en el
ejemplo propuesto por Christian Salmon como paradigma del storytelling: la imagen del
mismo presidente Bush, disfrazado con una cazadora de combate tipo Top Gun, mien-
tras aparenta descender desde un avión de caza sobre la cubierta del portaaviones
Abraham Lincoln, bajo una pancarta rotulada con la inscripción Mission Acomplished
(Salmon, 2008, p. 201). Así se pone punto y final al ciclo narrativo iniciado con el aten-
tado del 11S y concluido con la total ocupación de Irak, con la propuesta narrativa de un
desenlace retórico, “misión cumplida”, como victoriosa moraleja que viene a significar
en la práctica un inequívoco mensaje (a)moral: el fin justifica los medios.
La efectividad del relato no sólo permite garantizar la credibilidad del discurso, a
partir de la común identidad compartida por el emisor y sus receptores, sino algo más
importante todavía: la legitimidad de las acciones narradas, que pasan a parecer norma-
les, naturales, lógicas y necesarias por irracionales, ilegales o incluso criminales que en
sí mismas sean. Así es como el lector, el oyente o el espectador empiezan a explicarse
que las cosas sucedan así, acabando finalmente por justificarlas. Esta es la principal
funcionalidad que Salmón atribuye al storytelling, cuyo efecto narrativo consiste en
“suspender la incredulidad” del espectador (ibíd. p. 167), haciéndole aceptar la naturali-
dad con que se producen los hechos narrados: así es como se hacen las cosas.
Y a partir de la credibilidad legitimadora se accede al establecimiento de un con-
senso entre emisor y receptor, que es el objetivo último de todo discurso: obtener el
consentimiento del oyente, del lector o del espectador, para que acepte de buen grado la
veracidad del sentido propuesto por el relato. Un consenso construido ad hoc que así
puede entenderse a la manera de la dominación simbólica de Bourdieu (2001), a su vez
derivada del concepto gramsciano de hegemonía cultural (Gruppi, 1978).
En suma, no sólo credibilidad, compromiso y confianza en el héroe designado
para representar a la comunidad herida, sino además naturalización, justificación y legi-
timación de los trabajos realizados por el héroe y sus amigos en bien de esa misma co-
munidad, por malignos o injustos que resulten. Es decir, producción de la apariencia de
verdad legítima y obtención del consenso, la aprobación, el consentimiento y el apoyo
comprometedor. Así, gracias a la magia del relato, el héroe designado y el séquito de
amigos que le acompañan (Propp) se convierten en good fellas: uno de los nuestros.

El encuadre como ‘logos’


De un tiempo a esta parte, el framing se ha convertido en la herramienta metodo-
lógica de moda en la CP, como método de interpretar los issues tematizados por el
agenda-setting de McCombs. Pero a los efectos que aquí me interesan, conviene distin-
guir dos usos contrapuestos del concepto. De un lado está el framing como ‘marco men-
tal’ popularizado por Lakoff (2007), en su sentido reduccionista del eufemismo y la
metáfora que se adoptan en el campo de juego de las identificaciones políticas. Por
ejemplo, al reinterpretar la secesión como derecho a decidir. Este significado del con-
cepto no me va a ocupar aquí, pues más que atribuirlo al logos habría que referirlo al
ethos, ya que su trabajo eufemístico correspondería mejor al storytelling que al framing.
El otro uso del concepto es el propuesto por Robert Entman (1993 y 2003), que
es el que pasaré a utilizar aquí, entendiéndolo en su sentido de definir e interpretar cada
uno de los problemas públicos que componen el ranking fijado por el agenda-setting.
Éste sentido del framing es el que utilizaré aquí. Y para subrayar la diferencia traduciré
la voz ‘frame’ no por ‘marco’ sino por ‘encuadre’.
En su definición canónica (Entman, 1993, p. 52), el encuadre es aquella “selec-
ción de algunos aspectos de la realidad percibida para darles relevancia de tal forma que
se promueva una definición del problema, una interpretación causal, una evaluación
moral y una recomendación de tratamiento” (énfasis mío). De donde se desprende que
encuadrar implica cuestionar la realidad identificando los problemas que merecen aten-
ción pública prioritaria. Como reza la película de Ron Howard Apollo 13 (1995):
“Houston, tenemos un problema”. Y si se ha convertido en una herramienta cada vez
más usada por la CP es porque constituye el instrumento esencial del agenda setting: la
fijación del ranking de problemas prioritarios a resolver por los poderes públicos.
Hoy se admite que no hay una agenda pública sino al menos tres: la agenda polí-
tica, propuesta por el Gobierno y contestada por la clase política en la competencia elec-
toral; la agenda mediática, producto de la competencia de mercado entre los medios
informativos; y la agenda del público, deducida de la respuesta ciudadana a los sondeos
demoscópicos. Pues bien, esta deliberación pública de los problemas a debatir se centra
tanto en la selección de los problemas y su orden de prioridades como sobre todo en la
interpretación más correcta de los mismos que se ha de hacer. Y aquí es donde entra el
trabajo del encuadre, pues según cómo se interpreten o se encuadren los problemas, así
habrán de ser las políticas públicas que se adopten para tratar de resolverlos.
De ahí que el actual encuadre equivalga a la clásica reflexión crítica sobre la
realidad, de tanta tradición en la cultura occidental especialmente desde la Ilustración
dieciochesca, cuando precisamente se inició lo que hoy llamamos la opinión pública.
Así, todos los actores y observadores tanto políticos como mediáticos se enfrentan hoy a
una conversación abierta en los foros de debate, pasando a cruzar y contrastar sus críti-
cas respectivas sobre los asuntos públicos, y por tanto sobre la acción del gobierno. Esta
es tarea encomendada a los llamados intelectuales críticos, y es también la esencia de la
democracia deliberativa propuesta por Habermas (1994). Antaño, esa deliberación pú-
blica celebrada en la esfera pública de debate recurría en su cruce de discursos contra-
dictorios al logos de la retórica forense de Aristóteles. Pero en la democracia mediática
contemporánea, para criticar y rebatir hay que enmarcar, pues el framing es la herra-
mienta lógica del debate público en la deliberación democrática actual.
Por eso he sostenido antes que el encuadre (framing) se contrapone al relato
(storytelling), pues si ya hemos visto que éste se usaba para naturalizar, normalizar, le-
gitimar y justificar los asuntos públicos, en busca de consenso en torno a la política gu-
bernamental, aquel sirve por el contrario para cuestionar y problematizar la actualidad,
analizando la conflictividad política que suscita los problemas en curso y deslegitiman-
do la acción del gobierno. Recuérdese la clásica definición del poder político: capacidad
de tomar decisiones sobre los problemas públicos que implican conflictos observables
entre intereses y derechos ciudadanos (Lukes, 2007). Pues bien, de discutir la naturaleza
de estos problemas en la agenda pública de debate se encarga el framing, entendido co-
mo contienda de encuadres en conflicto (Entman, 2003).
De ahí la clara afinidad que hay entre la metodología del encuadre y las sociolo-
gías del conflicto y del riesgo, en la medida en que tanto aquella como estas se dedican
a identificar e interpretar los problemas y conflictos que ponen en peligro a la ciudada-
nía y a su entorno institucional. En consecuencia, el framing es la principal herramienta
metodológica que utilizan los movimientos sociales para cuestionar e impugnar a la
élite dominante (Hunt, Benford, y Snow, 1994; Rivas, 1998; Zald, 1999), tratando de
movilizar a sus seguidores mediante su alineamiento con los propios marcos de acción
colectiva (Laraña y Díez, 2012). Y lo mismo ocurre con la lucha feminista por la igual-
dad de género, que también recurre al framing (Bustelo y Lombardo, 2007).
Otra diferencia entre ambos métodos de CP es que si el relato aporta credibili-
dad, identificación y continuidad lineal (quienes somos, de dónde venimos y adónde
vamos), el framing por el contrario, como ocurría con el logos de Aristóteles, presenta
razonamientos en conflicto, es decir, confrontaciones argumentales entre explicaciones
contradictorias que compiten entre sí, de acuerdo a la contienda de encuadres que se
activan en cascada (Entman, 2003). Y si el relato tiende a identificarse con el héroe pro-
tagonista que es designado defensor del bien común, según la interpretación de Propp,
el encuadre por el contrario concentra su atención en la batalla dialéctica contra las
fuerzas del mal: los peligros y riesgos que, como si fueran villanos agresores, desenca-
denan los graves problemas que amenazan a la comunidad. De ahí que sea la herramien-
ta preferida por los movimientos populistas que actúan como tribunos de la plebe, de-
nunciando las agresiones injustas de las que se hace víctima al pueblo inocente.

Variedades de encuadres

DEFINICIÓN DE ENCUADRE ENCUADRE ENCUADRE ENCUADRE


ENTMAN TERAPÉUTICO TECNOCRÁTICO PUNITIVO POLARIZADOR
Definición Síndrome Disfunciones Victimización Estado guerra
del problema Sintomatología Deficiencias Violación derechos o necesidad
Interpretación Etiología Malformación Atribución de Dialéctica
causal Patología Degeneración Responsabilidades amigo/enemigo
Evaluación Diagnóstico Riesgo, Colapso Veredicto de Resentimiento
moral Pronóstico Desintegración Culpabilidad Hostilidad
Recomendación Terapia Ingeniería social Sentencia de Movilización
tratamiento Prescripción Reestructuración Condena Confrontación
Fuente: Adaptado de Gil Calvo: Los poderes opacos, p. 145, Alianza, Madrid, 2013.

He aquí un posible repertorio de encuadres, clasificados por sus variedades ex-


plicativas del problema según los términos de la definición de Entman (1993). Se adver-
tirá que los cuatro tipos corresponden a otras tantas metáforas del mal (Sontag, 1996),
según cuál sea o dónde se localice su agente causal. La primera metáfora es médica o
biológica, cuando los problemas se procesan como si fueran síndromes patológicos for-
tuitos, según el modelo de las epidemias o las catástrofes. El tipo siguiente corresponde
a la ingeniería social, cuando se entiende que el problema reside en fallos estructurales
sin responsabilidad personalizada que exigen reformas institucionales. De este encuadre
hegemónico se derivan otros subtipos, como pueden ser el desarrollista o el pedagógico,
que hacen de la ignorancia y la pobreza el principal problema. Y los otros dos tipos res-
tantes corresponden a la atribución de responsabilidad causal a ciertos agentes sociales,
ya sean miembros de la comunidad (encuadre punitivo o justiciero) o presuntos agreso-
res externos (encuadre fóbico, polarizador o beligerante).
El primer encuadre terapéutico sólo puede ser conservador, ya que al inspirarse
en la metáfora de la enfermedad debe tratar de restaurar la salud en peligro, mantenien-
do intactas las mismas constantes sociales. Algo parecido ocurre con el encuadre puniti-
vo, en la medida en que hacer justicia exige vindicar, resarcir y reparar a las víctimas.
Mientras que en cambio los encuadres tecnocrático y beligerante implican necesaria-
mente profundas transformaciones sociales. En el caso tecnocrático semejante transfor-
mación puede ser reaccionaria, reformista o revolucionaria. Y en el beligerante puede
degenerar en la agresión violenta, en la limpieza étnica o en la guerra civil.
Bien entendido que sólo se trata de tipos ideales, en la medida en que los encua-
dres concretos pueden corresponder a varios de estos tipos a la vez. Así por ejemplo, el
encuadre de Podemos es tanto justiciero y punitivo, puesto que pretende juzgar y casti-
gar a la casta, como a la vez polarizador o beligerante, al plantear la disyuntiva entre la
gente y el régimen, y asimismo tecnocrático, por cuanto exige iniciar un proceso consti-
tuyente capaz de refundar otro nuevo modelo de democracia participativa.
En cualquier caso, según cual sea el tipo propuesto, ello siempre implica tener
que procesar el problema de acuerdo a los protocolos previstos por la lógica del encua-
dre del que se trate, ya sea una lógica médica, técnica, judicial o militar. Y eso significar
adoptar determinados comportamientos estrictamente codificados por las respectivas
ordenanzas que regulan el enfrentamiento y resolución de problemas, emergencias y
demás situaciones de crisis. Pues en efecto, los problemas amenazan siempre con dege-
nerar hasta el punto de abrir una crisis, convirtiéndose en encrucijadas, bifurcaciones o
dilemas de supervivencia: ser o no ser. Lo cual les aproxima conceptualmente a los
acontecimientos que veremos a continuación. Pero con una significativa diferencia. Y es
que ante los acontecimientos críticos no hay reglas previstas que permitan enfrentarse a
ellos con suficiente conocimiento de causa. Mientras que los encuadres consisten preci-
samente en códigos de claves, reglas y razones previstos para superar las crisis.
El acontecimiento como ‘pathos’
Y queda como tercer vértice del triángulo metodológico la principal estrella
emergente de la CP, que hoy es el acontecimiento performativo. Presenciar en vivo o
retransmitido en directo un acto performativo suficientemente trascendental y emocio-
nante es algo que genera catarsis, por ser capaz de transformar las conciencias, las iden-
tidades y hasta el sistema político y la estructura social. Ejemplos clásicos: la toma de la
Bastilla, la proclamación de la II República, Mayo del 68, la caída del muro de Berlín.
Y ejemplos recientes: el 11-S, el 11-M, la primavera árabe, el 15-M y quizás el 9-N.
El filósofo que más ha contribuido a hacer del acontecimiento la fuerza más po-
tente y capaz de cambiar las estructuras sociales y por ende el curso de la historia ha
sido sin duda Alain Badiou (2013), a partir de su célebre obra El ser y el acontecimiento
(Badiou, 1999). Con ello invertía el camino abierto por la escuela histórica de los Anna-
les, que opuso los événements singulares a la longue durée procesual aunque privilegia-
sen a ésta en detrimento de aquellos. Y frente esa negligencia del mero acontecer, Ba-
diou prefirió inspirarse en la sociología de Edgar Morin (1972), que hizo de la singula-
ridad imprevisible del acontecimiento excepcional un crucial punto de inflexión. Pero
en la misma lógica acontecimental de Badiou se situó Gilles Deleuze (1989; Franco
Garrido, 2011) y ahora mismo también el omnipresente Slavoj Zizek (2014).
No obstante, para inscribir el acontecimiento en el campo de juego de la CP hay
que empezar por despojarlo de su grandilocuencia filosófica para resituarlo en un con-
texto más práctico y también más prosaico. Y es que hay acontecimientos y aconteci-
mientos: grandes acontecimientos históricos, como la Toma de la Bastilla (Sewell,
1996), cuyos efectos transformadores resultan evidentes (Fdez. Mosteyrín, 2011) y pe-
queños acontecimientos políticos no menos dramáticos y cruciales, como la sentencia
del Tribunal Constitucional sobre el nuevo Estatut catalán, en julio de 2010, o la publi-
cación de los llamados Papeles de Bárcenas, en febrero de 2013.
Y aún podrían añadirse otros acontecimientos menores o incluso irrelevantes, en
la medida en que no hayan tenido consecuencias públicas mínimamente significativas.
Pero no me refiero tanto (aunque también) a eventos como la boda en El Escorial de la
hija de Aznar en noviembre de 2002, que sí tuvo grandes repercusiones mediáticas y
políticas, como a sucesos intranscendentes en sí mismos que se celebran habitualmente
con relativa frecuencia: como las sentencias, los congresos, las elecciones, los concur-
sos, las investiduras, etc. Así podría dibujarse una pirámide escalonada en cuya cúspide
se hallasen los grandes acontecimientos históricos y en su base estos otros eventos me-
nores, a los que se debe identificar con los actos de habla ilocucionarios o performati-
vos de Austin (2010) y Searle (2009 y 1997).
En su célebre obra Cómo hacer cosas con palabras (recopilación de conferen-
cias pronunciadas en Harvard en 1955), el filósofo de Oxford John Austin llamó ‘actos
ilocucionarios’ a los que realizamos al decir algo tal como prometer, nombrar, bautizar,
inaugurar, difamar, calumniar, sentenciar, condenar, etc. En todos los casos se trata de
palabras que al pronunciarse ejercen efectos reales sobre las personas o las instituciones,
a las que contribuyen a transformar o reafirmar. Y en este sentido son como palabras
mágicas, según el ejemplo del “Sésamo ábrete” del cuento Alí Babá y los cuarenta la-
drones. Otro ejemplo muy célebre: las palabras mágicas pronunciadas en julio de 2012
por Mario Draghi, a la sazón gobernador del Banco Central Europeo, cuando conjuró la
crisis del euro que amenazaba con desintegrase con una jaculatoria formularia: “el BCE
hará todo lo necesario para salvar al euro, y créanme, será suficiente”.
Tras Austin, el filósofo estadounidense John Searle ha extendido el concepto a
todos los actos de habla que ejercen efectos performativos, contribuyendo a sostener o a
transformar el estatus de las personas y el propio orden institucional. También el soció-
logo Pierre Bourdieu (1993 y 2001) basó su concepto de dominación simbólica en las
declaraciones performativas que construyen y reconstruyen la realidad social, como
sucede por ejemplo con los ritos de investidura y la teatralización de la política. Y la no
menos célebre filósofa postfeminista Judith Butler (2000 y 2003), al proponer su teoría
de las performances identitarias (esas mascaradas por las cuales nos presentamos en
sociedad representando teatralmente nuestra propia o nuestra nueva identidad, tal como
ocurre al ‘salir del armario’ con el outing homosexual), las ha fundado también en las
expresiones performativas postuladas por Austin y Searle.
Pues bien, todos estos actos de habla sólo pueden producirse (los actos) y pro-
nunciarse (el habla) en situaciones sociales o institucionales caracterizadas como un
acontecimiento singular: una boda, un juicio, un tribunal doctoral, una sesión parlamen-
taria, un debate electoral, una conferencia de prensa, una manifestación en la plaza ma-
yor. Y como tales acontecimientos, han de resultar ceremonias singulares celebradas en
público que, por el hecho de ser rituales (Collins, 2009), implican apartarse de la vida
cotidiana habitual para situarse en un espacio y un tiempo aislados donde el aconteci-
miento tiene lugar durante un efímero lapso de tiempo hasta que las palabras mágicas
surtan efecto: “Yo os declaro marido y mujer”, “El jurado considera al acusado culpa-
ble”, “Este tribunal le concede a usted el título de doctor”. Esa oposición entre vida co-
tidiana ordinaria y acontecimiento público extraordinario resulta esencial, pues remite
inmediatamente a la distinción durkheimiana entre lo sagrado y lo profano.
Es también la distinción entre la rutina y el ritual, pues como sabemos desde Van
Gennep, todo proceso ritual exige cruzar ese umbral liminar que separa la vida ordinaria
del acontecimiento ceremonial, tras cuya realización se retorna de nuevo al orden coti-
diano. Pero mientras se permanece en ese espacio y ese tiempo extraordinario quedan en
suspenso las distinciones estructurales habituales, para quedar todos los presentes sin-
tiéndose miembros de una misma comunidad de experiencia. Es la communitas antisis-
tema que postuló el antropólogo Victor Turner (1988) a partir del concepto durkhei-
miano de ‘efervescencia colectiva’, que aparece no sólo en los rituales litúrgicos de la
religión sino en todos aquellos acontecimientos ceremoniales en los que se disuelve la
estructura social (diferenciada en clases, grupos de estatus, identidades, sexos y edades)
para emerger por generación espontánea un efímero sentimiento de comunidad, fusión
de identidades o consonancia emocional, tal como la denomina Collins.
Y ese mismo estado colectivo de ánimo se da en la fiesta, en el concierto, en el
teatro, en la ópera o en la manifestación, pues cuando el ritual colectivo resulta plena-
mente logrado se convierte en una experiencia colectiva excepcional. Y entonces nos
decimos que participar en tan sublime ritual, o al menos presenciarlo, ha sido todo un
acontecimiento, pues en tales casos la experiencia del acontecimiento vivido nos parece
impresionante llenándonos de sorpresa y entusiasmo. Pues en efecto, lo que más impre-
siona de un acontecimiento al ser percibido es que su impacto nos toma por sorpresa
rompiendo nuestras expectativas previas. Es la misma sorpresa que por supuesto carac-
teriza a los accidentes, los desastres, las catástrofes o las emergencias, pero también a
los crímenes, las quiebras, los atentados o los golpes de Estado.
Esta característica del factor sorpresa resulta esencial para definir al aconteci-
miento como tal, y su magnitud se extiende desde la mera sensación de novedad primi-
genia que revisten los estrenos, los espectáculos y las inauguraciones (Groys, 2005)
hasta la conmoción generada cuando se proclama de golpe el estado de excepción
(Agamben, 2004). Una sorpresa que, al caracterizarse por su imprevisibilidad, le pro-
porciona al acontecimiento una extraordinaria ‘cantidad de información’: la magnitud
que mide la improbabilidad (o entropía negativa) de que llegue a producirse una noticia.
Pues en efecto, los acontecimientos siempre son noticia, y de ahí que las noticias sensa-
cionales tengan que convertirse necesariamente en acontecimientos mediáticos como
veremos a continuación a partir de Dayan y Katz (1995).
Así se entiende mejor que antes haya postulado la oposición entre relato y acon-
tecimiento, pues toda narración implica una crónica de hechos encadenados por su con-
tinuidad lineal, como ocurre con la vida cotidiana ordinaria, que va fluyendo continua-
mente a lo largo del irreversible curso del tiempo. Mientras que los acontecimientos son
rupturas o soluciones de la continuidad narrativa, en cuyo flujo introducen las cuñas de
su temporalidad excepcional. De ahí que introdujera más arriba la distinción entre el
punto y la línea, para indicar que todo acontecimiento constituye el punto y aparte que
rompe la línea narrativa para inaugurar otra nueva distinta a la anterior. Y eso ya sea un
acontecimiento menor, un mero punto y seguido, o un acontecimiento mayor: un autén-
tico punto y final como el de una revolución que pone a cero el reloj de la historia para
inaugurar un tiempo nuevo. Todo acontecimiento en suma es un punto de inflexión.
Y esa singularidad puntual que rompe por contraste la continuidad narrativa de
la crónica cotidiana le proporciona al acontecimiento su característica distintiva de ser
memorable. De ahí que la historia haya tendido a ser exclusivamente acontecimental,
dado que graba con preferencia en su memoria acumulada no tanto la continuidad de las
crónicas recurrentes sino la singularidad de los acontecimientos irrevocables, y por eso
Marx sostuvo que los hechos históricos sólo se repiten como farsa. Ahora bien, eso no
sucede sólo con los grandes acontecimientos históricos sino también con los aconteci-
mientos menores que puntúan y jalonan la coyuntural crónica política, pues tanto unos
como otros resultan significativos en tanto que singulares y memorables. Y son los me-
dios de comunicación, precisamente, quienes se encargan de registrar y transmitir, de
celebrar y conmemorar, tan memorables sucesos, transformándolos si la ocasión lo me-
rece en acontecimientos mediáticos en el sentido de Dayan y Katz (1995).
En fin, los acontecimientos también se oponen a los encuadres porque su efecto
inmediato es anularlos o transformarlos. Si los encuadres son marcos interpretativos que
inscriben un problema en un contexto codificado que permite procesarlos, los aconteci-
mientos en cambio lo que hacen es suspender el código, romper el protocolo y cambiar
de pantalla para pasar a otro nuevo marco irreductible al anterior, que resulta abolido
por el impacto. Así ocurre a escala personal con acontecimientos individuales como los
emparejamientos y los divorcios, los nombramientos y las condenas, el acceso al em-
pleo o al cargo y la destitución o el despido. Pero también sucede lo mismo a escala
política con acontecimientos colectivos como las elecciones y las crisis de gobierno, las
investiduras o las abdicaciones, las huelgas o las manifestaciones, los golpes de Estado
o las revoluciones. Pues en todos los casos, los acontecimientos revocan los marcos
interpretativos vigentes para plantear otros nuevos encuadres hasta entonces inéditos.
Así, el acontecimiento se define como tal porque siempre genera un cambio per-
sonal o político, social o institucional. Una transformación que puede significar un
cambio en el sistema de encuadres que sigue vigente, sustituyendo uno por otro sin que
haya ruptura del repertorio institucional (de acuerdo al llamado ‘efecto Lampedusa’), o
un cambio del sistema de encuadres en vigor, cuando todos resultan revocados o altera-
dos para ser subsumidos por la ‘espiral del silencio’ (Noelle-Neumann, 1995) de un
nuevo consenso construido por el efecto escénico del acontecimiento performativo. Esta
es la diferencia entre lo que he llamado antes acontecimientos menores, meros sucesos o
eventos que no trastocan el clima de opinión dominante, y los acontecimientos históri-
cos, que determinan profundas transformaciones del clima cultural hegemónico.
De registrar en la memoria pública la singularidad de los acontecimientos, jerar-
quizados a escala por su orden de magnitud, se encargan los medios de comunicación
dedicados a informar de su aparición, a celebrarlos o condenarlos mientras suceden y a
conmemorar su trascendencia una vez ocurridos. Así llegamos al decisivo concepto de
acontecimientos mediáticos propuesto por Dayan y Katz (1995), que consisten en re-
transmisiones en directo de los acontecimientos históricos que rompen la programación
cotidiana habitual, dedicada a registrar la crónica ordinaria de los eventos menores.
La agenda pública establecida por los medios no sólo tematiza los issues inter-
pretados por el framing sino que además distingue entre eventos menores, relegados a la
programación habitual, y acontecimientos históricos, retransmitidos en cadena por una
programación excepcional. Unos media events que Dayan y Katz clasifican en tres
grandes tipos (conquistas, coronaciones y competiciones), a los que deberíamos añadir
quizás otros tres por lo menos: grandes atentados (11-S, 11-M), grandes escándalos
(Watergate, Bárcenas, Pujol) y movilizaciones masivas (‘Primavera Árabe’, 15-M, Ma-
reas, Diadas, 9N), si bien ampliando la definición podríamos incluir a todos ellos en las
‘competiciones’ de Dayan y Katz.
Las ‘conquistas’ son victorias de la humanidad contra la fuerza de la naturaleza,
ya sea en el enfrentamiento a las grandes catástrofes, como el Terremoto de Lisboa o el
Tsunami del Índico, o en la superación de sus límites hasta entonces infranqueables,
como la Llegada a la Luna. Acontecimientos naturales que brindan al príncipe o al polí-
tico la oportunidad de producir y protagonizar una heroica performance, cabalgando
sobre la ola de la emergencia extraordinaria para reconvertirla ante el público en un
acontecimiento histórico transformador y decisivo. Las ‘coronaciones’ son los ritos de
paso que protagonizan los personajes públicos que concentran la visibilidad del público:
la Boda del Siglo, la Pasión y Muerte del Papa o de Lady Di, la Abdicación del Monar-
ca o el acceso al Trono del Rey, pero también la Investidura o la Impugnación de un
Presidente, según el ejemplo del caso Watergate que supuso la creación de un nuevo
género periodístico: el escándalo político como acontecimiento mediático (Thompson,
2001). Y las ‘competiciones’ son los enfrentamientos solemnes entre personas o grupos
representativos de sectores sociales enteros: como las elecciones generales o los Juegos
Olímpicos. En este tercer tipo es donde habría que incluir también a los grandes atenta-
dos y a las grandes movilizaciones, según he señalado antes.
Pero aún más interesante es la distinción que nuestros autores introducen entre el
acontecimiento mediático y el acontecimiento real que le sirve de referencia (ibid, pp.
122-130). Una cosa es el atentado contra las Torres Gemelas, en sí mismo considerado
(acontecer real), y otra muy distinta su retransmisión en directo a todos los puntos car-
dinales del planeta (reflejo mediático). No hay duda de que éste último y no aquel es el
fenómeno que ejerce efectos performativos, tanto emocionales como por ende políticos.
Por eso, si el acontecimiento real se produjo, tras ser programado por la red yihadista,
fue precisamente para generar como consecuencia ineludible repercusiones mediáticas a
gran escala. Ahora bien, si la eficacia política reside en el acontecimiento mediático,
más que en el real, esto quiere decir que unos y otros pueden separarse entre sí, con lo
que aquel se independiza de éste cobrando vida propia con plena autonomía.
De ahí que puedan programarse por anticipado acontecimientos mediáticos au-
tónomos y ficticios, específicamente inventados como tales sin ningún referente real. Es
el caso evidente de todas las performances inherentemente políticas, como Mayo del 68,
la ‘primavera árabe’, el 15M, las Mareas anti austericidio o la Diadas secesionistas (Gil
Calvo, 2013a). Unas performances dramáticas, a fuer de conflictivas y contenciosas,
cuyo repertorio de protesta recopiló Charles Tilly (2002 y 2006) a lo largo de su carrera.
Pero quizás el mejor ejemplo reciente de acontecimiento mediático producido ad hoc
sin ningún referente real, haya sido el 9N: esa pseudo consulta ficticia que como tal
nunca tuvo lugar tras ser suspendida por la autoridad legal, pero que sin embargo el po-
der soberanista y buena parte del pueblo catalán celebró con extraordinario entusiasmo
emocional. Todo un no-acontecimiento de elevadísima intensidad política.
En fin, lo más significativo del análisis de Dayan y Katz es su interpretación so-
bre los efectos emocionales de los acontecimientos mediáticos sobre los espectadores
participantes, que fluctúan entre el refuerzo de su integración en el sistema y la trans-
formación performativa de sus identidades colectivas y por tanto de las estructuras so-
ciales. Y para explicarlo recurren expresamente tanto a la teoría de los actos de habla
ilocucionarios (Austin) o performativos (Searle), sólo que desplazada desde las declara-
ciones verbales a los acontecimientos mediáticos, como a los efectos catárticos que las
performances teatrales producen entre los celebrantes y los espectadores participantes
expuestos a su representación (Turner (1987), generándose entre ellos la experiencia de
la communitas de fusión suprasistémica antes mencionada.
Este es el aspecto recogido bastante tiempo después por el sociólogo cultural
Jeffrey Alexander (2006, 2010 y 2011) en su propuesta de giro performativo. A partir
de Turner (1987) y Schechner (2002), Alexander analiza los acontecimientos históricos
políticamente traumáticos (como el 11-S) o dramáticos (como la campaña electoral de
Obama en 2008 o la Primavera Árabe de 2011) en términos de performance política
generadora de empoderamiento y catarsis colectiva, potencialmente tan reforzadora e
integradora del orden institucional como eventualmente revocadora y transformadora de
ese mismo orden, así inclinado a decaer y ser trascendido por otro posterior. Y no qui-
siera concluir esta sección sin subrayar la intensa carga emocional y catártica que todos
estos autores (Victor Turner, Elihu Katz, Randall Collins, Jeffrey Alexander) atribuyen
al empoderamiento colectivo generado por estos acontecimientos producidos o recons-
truidos como performances políticas. Es justo el pathos al que se refería Aristóteles.

La integración del triángulo


Ya tenemos los tres ingredientes de la CP actual analizados por separado: ethos,
logos y pathos; relato, encuadre y acontecimiento; apelación, razón y pasión; identidad,
argumento y empatía; llamamiento, deliberación y catarsis; o convocatoria, convenci-
miento y compromiso. Llega pues para concluir el momento de preguntarse: ¿cómo se
integran estos tres ángulos o ejes entre sí? A estas alturas ya debería resultar evidente
que, al ser vivido, el discurso público manifiesta simultáneamente las tres dimensiones,
o al menos debería manifestarlas a la vez.
Todo discurso público, en tanto que tal, se expone por cualquier soporte o medio
como un relato narrativo, una hoja de ruta o un programa político: quiénes somos, de
dónde venimos y a dónde vamos. Al mismo tiempo, incluye en su interior un debate de
encuadres o marcos interpretativos antitéticos, expuesto como una lucha entre el bien al
que sirve el héroe o líder que lo pronuncia y el mal que amenaza a su comunidad. Y por
último ha de referir los términos del discurso, su origen y su desenlace, a ciertos aconte-
cimientos reales o mediáticos que le proporcionan su poder de convicción.
Pensemos como ilustración en el actual discurso soberanista catalán, tal como ha
sido relatado por las autoridades, la prensa y los movimientos sociales en el año 2014.
El relato se presentó como un éxodo de España, una huida o salida de Egipto en pos de
la tierra prometida, o como una odisea en el viaje de regreso a Ítaca, siendo Artur Mas
el Moisés profético o Ulises heroico poseído por la misión de conducir a su pueblo a su
destino manifiesto. Y en este relato, el quiénes somos (la identidad) estaba muy claro:
“som una nació”. El de dónde venimos o de dónde salimos (el origen) se encargó de
fijarlo el Simposio de Historiadores: “Espanya contra Catalunya; una mirada histórica
(1714-2014)”. Y el adónde vamos (el sentido último), también era evidente: “consulta i
procés d’autodeterminació per a la transició nacional”, en el que “nosaltres decidim”.
En este sentido, el desenlace predestinado por el preciso relato de Mas fueron las urnas
anunciadas para el 9N: profecía que en efecto se cumplió, aunque no fuese de modo
formal pero sí de forma figurada, como mascarada ficticia o simulacro performativo.
Los encuadres que argumentaron el relato del “procés consultiu” fueron de tipo
terapéutico (la “desafecció” como patológico síndrome depresivo), de tipo punitivo o
justiciero (el “Espanya ens roba”) y también de tipo polarizador o beligerante (el “Es-
panya contra Catalunya”, de acuerdo al framing argumentado por el Simposio de Histo-
riadores). Y como remedio común a todos estos distintos encuadres del problema figu-
raba como única solución el mismo tratamiento terapéutico del “dret a decidir”, que
exigía sacar las urnas a la calle como exorcismo soberanista para liberarse del mal.
Y los acontecimientos que jalonaron el “procés” (los dos primeros reales, los
otros dos mediáticos), construidos o reconstruidos para cargarlo de patética o empática
tensión emocional, fueron los siguiente. Ante todo, la caída de Barcelona en 1714, am-
pliamente conmemorada por la magna Exposición del antiguo Mercat del Born, recon-
vertido en Museu de la Caiguda para la ocasión, y por el citado Simposio de los Histo-
riadores. Después, la sentencia del TC sobre el Estatut en julio de 2010, inmediatamente
condenada por una masiva manifestación en Barcelona convocada bajo el marco “Som
una nació”. Más tarde, la gran Diada independentista de 2012 (celebrada bajo el lema
“Catalunya, nou Estat d’Europa”), que redirigió la indignación despertada por el auste-
ricidio contra el gobierno español. Y por fin el “NouN” (9N) de 2014 propiamente di-
cho: el día inicialmente previsto para la “Consulta d’Autodeterminació”, que finalmente
hubo que reconvertir en “Procés Participatiu”: un no-acontecimiento o pseudo aconte-
cimiento sin existencia legal cuyo carácter ficticio no le impidió ser celebrado sin pérdi-
da significativa de su catártico pathos emocional. Pues el entusiasmo colectivo con que
los secesionistas (un tercio del censo) participaron en el figurado referéndum produjo
una representación escénica (una performance) de tan extraordinaria intensidad emo-
cional que, en efecto, el empoderamiento del pueblo catalán cobró visos de realidad.
Algo semejante podría decirse del discurso esgrimido por la naciente plataforma
electoral de Podemos, que también puede descomponerse en los tres ángulos aquí con-
templados (ethos, logos y pathos). El relato que convoca a la ciudadanía apela a la iden-
tidad colectiva (quiénes somos) de un nosotros indiferenciado: la gente, el pueblo; invo-
ca un mismo origen (de dónde venimos) y un adversario común (de quién nos libera-
mos) contra el que dirigir el antagonismo popular: el régimen de 1978 y su casta diri-
gente; y compromete a construir colectivamente un nuevo destino común (a dónde va-
mos): un proceso constituyente para fundar una nueva democracia participativa.
En cuanto a los marcos utilizados como nudos argumentales del conflicto dramá-
tico a representar, se recurre a encuadres tanto terapéuticos (“no nos representan”) y
justicieros o punitivos (“la casta es culpable”) como tecnocráticos (regeneracionistas) y
polarizadores (“la gente contra la casta”). Y por lo que respecta a los acontecimientos
históricos y/o mediáticos que le han proporcionado su catártico empoderamiento emo-
cional figuran la instauración del régimen de la transición, con la Constitución de 1978
como origen del relato, y después los grandes dramas colectivos que jalonaron la dege-
neración moral de dicho régimen bipartidista: en 2003 la Guerra de Irak, en 2004 el
atentado del 11M manipulado por el gobierno Aznar, en 2010 el inicio del austericidio
impuesto por el directorio europeo al gobierno Zapatero, en 2011 la ocupación de la
Puerta del Sol y demás plazas mayores por el movimiento de los indignados del 15M,
en 2012 las masivas manifestaciones de protesta contra los recortes del gobierno Rajoy
convocadas por las mareas blanca y verde o la PAH, y en 2014 la eclosión contra pro-
nóstico de Podemos como emergente vencedor moral de las elecciones europeas.
A partir de estos dos ejemplos, y otros que podrían aducirse igualmente, queda
de manifiesto el modo en que los tres tipos de recursos retóricos (el relato invocador,
sus encuadres convincentes y los acontecimientos comprometedores) se integran entre sí
para generar un discurso performativo y empoderante que podemos entender como po-
pulista en el sentido de Laclau (2005). Un discurso en el que el concepto de ‘significan-
te flotante’ ha de entenderse (a la manera del ethos aristotélico) como un relato capaz de
apelar, invocar y convocar a la vez a muy distintas y diversas audiencias, plurales y he-
terogéneas entre sí. Pero debe quedar claro que su empoderamiento procede no tanto de
la naturaleza lógica del discurso (su logos o framing) como del catártico pathos que
emerge de sus dramáticas performances: las experiencias colectivas de consonancia
emocional (Collins, 2009) que ejercen efectos performativos sobre las identidades de
quienes comparten los mismos acontecimientos reales o mediáticos, sintiéndose sujetos,
interpelados y comprometidos por su poder de convocatoria moral.
[E. Gil Calvo: 29-11-14]

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