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Filosofía política e historia de las ideas políticas

Clase nº 4 – 19 de octubre de 2022

En esta clase y en las próximas dos nos ocuparemos de la obra de un historiador


alemán, Reinhart Koselleck (1923 – 2006). Al igual que Quentin Skinner, tiene una fuerte
formación filosófica, por lo que en sus obras encontraremos trabajos históricos y numerosos
escritos metodológicos. Su nombre está asociado a dos obras: una, el célebre estudio
Crítica y crisis. Estudio sobre la patogénesis de la sociedad burguesa, publicado en 1959,
pero que despertó un gran interés fuera del ámbito germanoparlante desde fines de la
década de 1980, y la otra es un diccionario monumental, que Koselleck dirigió junto con
otros dos grandes historiadores alemanes: Werner Conze (1910 – 1986) y Otto Brunner
(1898 – 1982). El diccionario en cuestión se llama Geschichtliche Grundbegriffe.
Historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland, en castellano:
Conceptos históricos fundamentales. Diccionario histórico del lenguaje político-social en
Alemania. Esta obra está conformada por nueve volúmenes, siete de artículos y dos tomos
de índices. Se comenzó a publicar en 1972 y finalizó en 1997. Esta obra tiene un poco más
de 9000 páginas y se compone de 122 artículos referidos a conceptos como “democracia”,
“monarquía”, “pueblo”, “Estado”, etc. El objetivo es construir una semántica histórica, es
decir, registrar los cambios que esos conceptos hayan sufrido a lo largo de los siglos en el
campo germanoparlante. No es una obra que se proponga exponer una historia universal,
sino solo está referida al vocabulario sociopolítico en lengua alemana. Por supuesto que
muchos temas y peculiaridades del ámbito alemán pueden extrapolarse a realidades como
las existentes en los ámbitos franco o angloparlante, pero los autores fueron muy
escrupulosos en limitar el alcance de su investigación, como para evitar un objeto de estudio
inmanejable. Si bien Koselleck era el más joven de los tres compiladores y tanto Conze
como Brunner eran eminencias historiográficas en el ámbito alemán, este diccionario ha
quedado siempre marcado con su impronta y no es casualidad que la introducción en la que
se exponen los objetivos programáticos y la metodología de la obra haya sido redactada por
él. La extensión de la obra impide que sea traducida. Pueden encontrar algunos artículos
traducidos, sobre todo en italiano, pero no la obra entera.
El diccionario ha quedado como el resultado monumental de la corriente
historiográfica que Koselleck encabezaba, y que usualmente es designada como Historia de
los conceptos. Al igual que ocurría con el caso de los historiadores contextualistas de
Cambridge (Q. Skinner, J. Pocock, J. Dunn), la Historia de los conceptos está orientada
esencialmente hacia las ideas políticas, de allí que su interés se dirija al vocabulario
sociopolítico y no hacia otro tipo de vocabularios (filosófico, religioso, científico, etc.), pero
las concepciones de fondo divergen respecto de la de los historiadores británicos.
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Se puede afirmar que la contribución teórica y epistemológica específica de la


historia conceptual se concentra en los dos elementos que componen la expresión, esto es,
en el concepto de “concepto” y en el concepto de “historia”, entendiéndolos como dos
magnitudes que están en una relación dinámica de coimplicación. La historia conceptual no
persigue ni una reconstrucción del desarrollo autónomo, interno y puro de las categorías ni
busca explicar el cambio de las ideas como el producto de una causalidad externa, sino que
se propone articular el concepto de experiencia y de método, de modo que se puedan
identificar remisiones recíprocas y correlaciones complejas.
En la introducción al Geschichtliche Grundbegriffe, el nombre original alemán del
diccionario, Koselleck explica la función y el significado de la historia conceptual y concluye
que su contribución específica es reflexiva, pues ella saca a la luz la constitución de las
categorías de las cuales la misma investigación histórica se sirve. No se trata tanto de
conocer un objeto es en sí (por ejemplo, qué es la política en sí o el Estado en sí o la guerra
en sí), sino más bien de saber en qué modo el concepto que designa esas realidades se ha
formado, esto es, cómo se fue constituyendo el punto de vista de la investigación histórica
respecto de lo que Koselleck llama el “proceso de transformación hacia la modernidad”. Por
ello concluye que el diccionario está referido al presente, ya que su tema es el proceso por
medio del cual el mundo moderno es captado por la lengua, se vuelve consciente y adquiere
conciencia gracias a conceptos que también son los nuestros. En consecuencia, el
diccionario se propone, al menos en sus formulaciones programáticas, ser principalmente
una reflexión sobre la edad moderna y sobre los principios de su “conceptualidad”, es decir,
la forma en que los distintos autores modernos fueron recurriendo a la antigüedad, a la edad
media, al renacimiento, a la reforma protestante y al humanismo solo en la medida en que la
historia terminológica de los conceptos modernos se puede remontar a esas épocas.
El diccionario, explica Koselleck, se propone indagar de modo histórico-genético, que
es el método de la historia conceptual, “los conceptos-guía del movimiento histórico” desde
la antigüedad hasta el mundo moderno. Estos “conceptos históricos fundamentales” son
aquellos que han acompañado la experiencia social y política de la cultura occidental desde
hace siglos (desde el concepto de “democracia” al de “libertad”, del de “crisis” al de
“historia”). Koselleck insiste en que ellos deben ser entendidos al mismo tiempo como
factores y como indicadores del movimiento histórico, en cuanto que no se limitan a registrar
y así a “cristalizar” en conceptos reflexivos las mutaciones históricas sucedidas, sino que
están dotados de una “fuerza” propia en forma autónoma y por ello, considera el historiador
alemán, son capaces de colaborar en el movimiento histórico, participando así del cambio
sociopolítico. Al igual que Skinner, también Koselleck sostiene que la experiencia histórica
está siempre ligada a una experiencia política. Pero ya vamos a ver las diferencias con la
concepción de Skinner, ahora tenemos que concentrarnos en comprender qué es lo que son
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los conceptos de los que habla Koselleck. Ya dijimos que se trata de “conceptos históricos
fundamentales”, es decir, tienen un significado muy parecido al de categorías del
pensamiento social y político, por ejemplo, cuando utilizamos términos como “democracia”,
“Estado”, “sociedad”, “pueblo”, etc., recurrimos a conceptos que tienen una larga historia
tras de sí. La pregunta que se hace Koselleck no es simplemente la de observar los cambios
que un determinado término sufrió a lo largo del tiempo, por ejemplo, qué es lo que los
romanos querían decir con el término “pueblo” y qué es lo que queremos decir nosotros. A
Koselleck esta cuestión le interesa, pero no agota el problema allí, por eso tenemos que
comprender la diferencia entre “conceptos” y “palabras”. Pero si hablamos de historia, es
porque estos conceptos no pueden ser asimilados a las “ideas singulares” (unit-ideas) de las
que hablaba A. Lovejoy. Recordarán que este autor llevaba a cabo una analogía entre la
química y la historia de las ideas: así como la química estudia la combinación de los
diferentes elementos y cómo de ellas surgen nuevas sustancias, la historia de las ideas no
tiene que dejarse engañar por las etiquetas terminadas en “-ismo” y dedicarse al estudio de
doctrinas, sino que tiene que descomponer estos términos complejos en las ideas singulares
que los componen. Recordemos que Lovejoy considera que las ideas singulares se van
combinando con otros elementos a lo largo del tiempo y que las diversas circunstancias en
que esas combinaciones se producen permiten comprender los “-ismos”. Por tanto, se
podría decir que las ideas singulares no tienen historia para este historiador; la historia de
las ideas estudia las formas concretas en que se presentan esas combinaciones y bajo qué
circunstancias, pero las “unit-ideas”, las ideas singulares son ahistóricas.
Los “conceptos fundamentales” de Koselleck podrían ser asimilados a las ideas
singulares de Lovejoy. Sin embargo, tampoco se pueden descartar algunas coincidencias
entre ambos proyectos. De todos modos, no hay que perder de vista que la conformación
del Diccionario de conceptos fundamentales tiene como fin el estudio de la función política e
histórica desempeñada por el pensamiento en el marco de un cuadro sociopolítico concreto,
no el estudio de conceptos “desencarnados” y suspendidos en el cielo de la pura teoría –
desde el punto de vista de Koselleck, la concepción de Lovejoy termina desconectando la
realidad de las ideas de la de la realidad no simbólica. En la visión de Koselleck hay una
tensión permanente entre el lenguaje (los conceptos) y la realidad (la historia), como pueden
ver en los textos que tienen que leer.
Lo que puede resultar difícil de entender –y que es lo que aproxima los “conceptos”
koselleckianos a las “ideas singulares” de Lovejoy- es que los conceptos, hablando
propiamente, no tienen historia. Si la tuvieran, no podrían estar sujetos a ninguna definición,
pues se encontrarían inmersos en el flujo de un devenir en el cual toda estabilidad es
cancelada y, con eso, se cierra toda posibilidad de definir un concepto. Nuestro autor dice
que “los conceptos, en cuanto tales, no tienen ninguna historia. Ellos la contienen, pero no la
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tienen”. Para entender esta aporía aparente debemos advertir que son los conceptos los que
permiten recoger en una unidad conceptual y terminológica la multiplicidad de las
experiencias históricas que se suceden a lo largo de las épocas. Por otro lado, si no hubiera
algo que resiste al cambio histórico, no se podría tampoco hablar de historia de los
conceptos, en cuanto nos encontraríamos de tanto en tanto con conceptos nuevos y no con
un concepto singular que va cambiando. Éste es el aspecto que impide que el concepto
tenga una historia (por paradójico que parezca). Esto se vuelve más claro si se atiende a
que experiencias históricas fundamentales de diversos pueblos, como las de la monarquía,
la democracia o el Estado son para Koselleck casi sinónimos de constantes antropológicas
que, si dejamos de lado los contenidos diversos que se van encarnando históricamente en
ellas, no tienen historia por sí mismas, sino que la vuelven posible. Por ello Koselleck afirma
que los conceptos implican el cambio histórico sin estar sujetos a él. De allí que distinga
entre “palabras” y “conceptos”, para poder articular esta diferencia entre lo que cambia y lo
que permanece. La historia conceptual no es una historia terminológica, no se ocupa de los
cambios del vocabulario, por el contrario, lo que le interesa es comprender cómo, por detrás
de la permanencia de la palabra puede esconderse un cambio conceptual radical. En uno de
los artículos que Uds. tienen que leer (“Historia de los conceptos y conceptos de historia”),
Koselleck da el ejemplo de términos como “revolución” y “Estado”, para señalar cómo estas
palabras sufren cambios que las hacen referirse a conceptos diferentes a lo largo del
tiempo.
La permanencia de una palabra no implica la permanencia de un concepto: la historia
conceptual no es una historia del lenguaje, sino que se ocupa de la terminología
sociopolítica relevante para la experiencia que está en la base de la historia social. De allí la
diferencia con la perspectiva de A. Lovejoy: a Koselleck no le interesa reconstruir doctrinas
en un plano puramente teórico, no le interesa encontrar las ideas singulares para desmontar
los diversos “-ismos”, sino que le interesa reconstruir el sentido de una experiencia histórica
concreta, por eso investiga el nivel de los conceptos, más allá de la terminología. A juicio de
Koselleck, en los conceptos encontramos el sentido de una experiencia; para denominar
esas experiencias las sociedades recurren a terminologías diversas, pero el sentido que en
esos términos se vehiculiza es el concepto, aquello que permite entender de qué se habla
cuando se utiliza el término en cuestión.
Dijimos que la historia conceptual puede entenderse como una indagación de la
historia sobre sí misma, que la conduce a una progresiva autoconciencia y cuyo resultado es
paradójico y decisivo para toda consideración ulterior. En los hechos, ella no descubre,
come esperaríamos, que en un tiempo existían conceptos políticos antiguos, los cuales
fueron sustituidos por conceptos políticos modernos, sino que muestra que los conceptos,
en sentido estricto, solo son modernos y que entre los conceptos modernos y el complejo
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ideal que nosotros imaginamos como su correlato antiguo no se da una continuidad lógica
propiamente dicha. Es éste un resultado implícito en las mismas premisas teóricas
enunciadas por Koselleck y que incluso se puede encontrar en los estudios que Otto
Brunner, bastante antes de la creación del proyecto del diccionario Geschichtliche
Grundbegriffe, dedicó a la historia constitucional y social. En ellos, este historiador muestra
que las palabras imperium y “poder”, que parecen equivalentes, indican, en cambio, dos
fenómenos tan heterogéneos desde el punto de vista lógico que no existe una clase común
en grado de unificarlos, como cuando un género agrupa dos especies dentro de sí. No hay
ningún concepto de grado superior capaz de unir las realidades modernas y las antiguas, y
si es alguna vez formulado no puede ser más que una proyección del concepto moderno
hacia el pasado, como cuando decimos “la polis es una forma de Estado” o que “el arché es
el poder antiguo”; de ese modo, un mismo término (Estado, poder) es tanto género como
especie).
La diferencia que hay entre la idea antigua de orden y el concepto moderno de poder
se puede explicar del modo siguiente. El pensamiento antiguo reflexiona sobre las
condiciones y sobre las formas de la sociedad en la cual se busca el orden humano. El
sujeto de este orden no es el individuo, sino el alma humana, la cual comprende y remite a
una pluralidad de niveles de existencia, singular, familiar, colectiva, histórica, divina. El ser
humano del que se habla aquí no coincide con el espacio, en sentido propio y metafórico,
ocupado por su cuerpo, sino que vive contemporáneamente en muchas dimensiones, por
ejemplo, en una dimensión ultraterrena y teológica, pero, también sin referencia a la
divinidad, en planos históricos múltiples porque los seres humanos tienen responsabilidades
respecto de quienes los han precedido (como en el caso de la estirpe y los antepasados),
respecto de quien está lejos de ellos (la res publica), respecto de quienes los seguirán
cuando ya hayan cesado de vivir desde hace mucho tiempo y a los cuales hay que entregar
un patrimonio que mantenga la gloria heredada. Quien es responsable respecto de la propia
fama, y este es el primer deber de los nobles en toda sociedad señorial, lleva una vida que
solo en parte coincide con la supervivencia biológica, porque ella se extiende desde mucho
antes y bastante después de los límites individuales comprendidos por el nacimiento y la
muerte, y que por tanto conoce niveles plurales de experiencia y de existencia. Como si
cada individuo fuese contemporáneamente más personas y abarcara más existencias. Y a
menudo son más importantes los otros niveles, aquellos más indeterminados e impalpables,
que la vida material concreta y por los cuales muchos seres humanos sacrificarían e incluso
sacrifican la existencia material en nombre de otras dimensiones de la vida (la gloria, la
familia, el amor, la vida eterna). Por ello Brunner caracteriza el mundo antiguo recurriendo a
la idea de “cosmos”, tanto en el ámbito del macrocosmos como del microcosmos. En este
complejo de planos es posible una reflexión sobre el orden, que es siempre,
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simultáneamente, un pensamiento acerca del alma, de las dimensiones plurales del ser
humano y de la política y que se puede constituir solo en relación con un “uno primero” y un
“principio de señoría” o un “principio de gobierno”. La razón es obvia porque las dimensiones
plurales de la existencia humana se entrecruzan y viven en un espacio común entre los
hombres. Esta alma es esencialmente política y no es el mero individuo privado, que es
lógicamente posible solo en el espacio del poder moderno ordenado extrínsecamente,
desde el exterior.
La presencia de la fuerza en la sociedad política antigua no permanece sin relación,
sino que encuentra formas de explicación racional, porque siempre está presupuesto el
reconocimiento de los subordinados o a través de formas de mediación más amplias, como
la tradición. El principio fundamental de la política antigua es que la coacción, el “poder”, no
es el centro de la acción política, no es ni esencia ni fin de la vida común o de la
comunicación política, sino que es un instrumento. La vida política no es la vida del poder.
A esta configuración de la vida política se contrapone netamente la imaginación de la
existencia humana moderna, en la cual la sociedad política (y cualquier otra forma de
sociedad o de relación), es pensada como un intercambio de poder. El primum y lo propio de
la política es el poder, que es la capacidad de ejercitar una influencia eficaz sobre la
voluntad de otros a través de la fuerza legítima. Todas las formas de vida política son formas
de gestión, conquista y organización del poder: el medio se volvió la esencia. Y también todo
aquello que existía en el pasado o por fuera de esta experiencia es pensado como relación
de poder. Por tanto, todos los niveles del alma, aun los más complicados y abstractos, se
presentan ahora como mistificaciones y superestructuras ideológicas que cubren, refuerzan
y justifican una relación de poder y por tanto ellas mismas son formas de poder.
El núcleo teórico del proyecto de Koselleck es el de la comprensión de la modernidad
a través de los conceptos con los cuales ella se ha expresado y ha otorgado sentido a su
devenir histórico, por eso el problema es conceptual y no terminológico: la cuestión es qué
se quiso decir cuando se habló de “Estado”, “revolución”, “pueblo”, “comunidad”, “libertad”,
etc. Estos términos implican conceptos en la medida en que con ellos se designa un vector
de sentido, en la medida en que ellos permiten comprender una situación vital en una
sociedad. Los conceptos son, dice Koselleck, “concentrados” de múltiples contenidos
semánticos, a través de ellos la heterogeneidad y multiplicidad de la experiencia histórica se
expresa y organiza en un término. Por ejemplo, para que la palabra “Estado” pudiera
transformarse en un concepto histórico (no solo un término), debía incorporar, condensar y
comprender bajo una unidad conceptual la soberanía, el territorio, el sistema jurídico, la
administración y las demás determinaciones históricas que fueron agregándose al Estado
moderno a lo largo del tiempo. De allí que un rasgo característico de los conceptos es que
comprenden y subsumen en su propia estructura interna no solo diferentes significados
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lingüísticos, sino también diferentes experiencias históricas concretas. Si volvemos al


ejemplo que mencionamos más arriba: el concepto de Estado comprende en su horizonte
semántico tanto los significados lingüísticos referidos a la administración, al sistema jurídico,
etc., tanto como las experiencias históricas concretas con las que el Estado tuvo que
enfrentarse. El concepto asume así, para Koselleck, la función de un medio entre la historia
y el lenguaje, poniendo en comunicación estas dos realidades heterogéneas y
aparentemente incomunicadas. El concepto tiene, por esta razón, una naturaleza
metahistórica y vuelve posible y comprensible la historia. De allí la insistencia de Koselleck
de que los conceptos no tienen historia: ellos no derivan de la experiencia histórica como un
mero efecto, un epifenónemo cuya realidad está en otra dimensión, sino que vuelven posible
la historia en la medida en que otorgan un sentido a la experiencia vivida por los seres
humanos, pero no son aplicables más allá de ella. Como vemos, “conceptos” es un término
con el que Koselleck reemplaza al más tradicional de “idea”. Por eso define a los “conceptos
históricos fundamentales” como un concepto que, en combinación con varias docenas de
otros conceptos de similar importancia, dirige e informa por entero el contenido político y
social de una lengua (Hist. de los conc., p. 35). Adviertan que habla de una “lengua”, es
decir, cada uno de los idiomas se convierte para Koselleck una especie de reservorio de
contenidos –de sentidos de la experiencia, diríamos- y los conceptos, unidos a las
experiencias concretas, articulan esos sentidos. Por eso afirma: “Uno necesita conceptos
para saber lo que sucedió, para almacenar el pasado en el lenguaje y para integrar las
experiencias vividas en sus capacidades lingüísticas y en su comportamiento” (Hist. de los
conc. p. 28).
El sentido del cambio, con todo, tiene que ver con su mayor ambición filosófica.
Frente a Lovejoy, que supone que la historia de las ideas es una historia de aquellos
elementos siempre presentes en toda construcción simbólica, pero de los cuales no se
ocupa ninguna historia especializada (historia de la religión, historia de la filosofía, historia
del arte, etc.), Koselleck busca constantes de significación que no son elementos puramente
teóricos y ahistóricos como las “ideas singulares” del historiador norteamericano, y frente al
contextualismo de los historiadores de Cambridge, que intentan sacar a la luz la trama
pragmática en la que un texto está inserto, de modo que se advierta la intención significativa
de la que él es portador, Koselleck busca elucidar “conceptos” y no “ideas”. Las ideas serían
demasiado vagas para el nivel en que él trabaja. A Koselleck le interesan las polémicas, al
igual que a Skinner, y le interesa también detectar los cambios de los estratos profundos del
pensamiento, como a Lovejoy. Pero a diferencia de ambos, Koselleck reúne en una sola
reflexión el problema de las ideas en el tiempo (los conceptos) y la antropología. Eso se
puede ver más claramente en el otro texto que deben leer para esta clase: “«Espacio de
experiencia» y «horizonte de expectativa». Dos categorías históricas”.
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El presupuesto filosófico fundamental de la investigación de Kosellecki sobre los


"conceptos fundamentales de la historia" radica, como hemos dicho, en hacer aflorar el
significado de la modernidad a través de su propia expresividad conceptual. En términos
más generales -y éste es el segundo presupuesto histórico-filosófico en el que se basa el
análisis de nuestro autor- "la anticipación heurística" (heuristischer Vorgriff) del Lexikon
radica en la "suposición" (Vermutung) de que en el periodo ya recordado entre 1750 y 1850
ocurre algo insospechado y sorprendente: es decir, que la galaxia de los conceptos
fundamentales de la historia pasó, en su conjunto, por un "profundo cambio de significado"
(tiefgreifender Bedeutungswandel) que, en cierto modo, trastornó su estructura interna,
haciéndolos preñar de nuevas experiencias y, sobre todo, de nuevas expectativas,
desconocidas en todas las épocas anteriores. A este cambio conceptual corresponde -con
una correspondencia, en realidad, que dista mucho de ser unívoca y, de hecho, muy difícil
de definir- un verdadero "cambio de experiencia" (Erfahrungswandel). En otras palabras, las
decisivas innovaciones históricas que se sucedieron con increíble rapidez entre 1750 y
1850, por un lado, hicieron completamente inadecuados los viejos conceptos
fundamentales, ya que para entonces eran incapaces de dar voz a una realidad que había
cambiado radicalmente en sus estructuras más profundas, y por otro lado, adquirieron
nuevos significados y nuevas expectativas de futuro que eran completamente impensables
antes de ese período. En esta resemantización de la constelación conceptual es posible
identificar los signos de un cambio de época paradigmático (el nacimiento del mundo
moderno) y, al mismo tiempo, diagnosticar la esencia del nuevo mundo, su nueva relación
con la dimensión del futuro como horizonte privilegiado. A la luz de este intenso proceso de
profunda transformación sociopolítica, que culminó con la Revolución Francesa y sus
resultados, "conceptos fundamentales de la historia" como "república", "democracia" y
"crisis" se han coloreado con nuevos matices semánticos, y las experiencias pasadas
encapsuladas en ellos han pasado a un segundo plano, dejando espacio a un cúmulo de
expectativas orientadas hacia un futuro diferente y mejor. Con la gramática del Futuro
Pasado, el "espacio de la experiencia" (Erfahrungsraum) pasa a un segundo plano y se hace
hegemónico el "horizonte de la expectativa" (Erwartungshorizont), es decir, esa tensión
hacia un futuro diferente y mejor que, para Koselleck, constituye la columna vertebral del
mundo moderno. Entre 1750 y 1850, el futuro irrumpió en los conceptos históricos
fundamentales. De repente, surgió en primer plano la tensión hacia un nuevo futuro, un
futuro cuya novedad disruptiva no era comparable con las experiencias pasadas. Dado el
vínculo biunívoco entre los conceptos y la realidad histórica, Koselleck sostiene que este
cambio en la esfera de los conceptos puede utilizarse para inferir un punto de inflexión
epocal en la historia: un punto de inflexión que coincide con el nacimiento de la modernidad.
Si, desde la antigüedad hasta la primera mitad del siglo XVIII, "los conceptos se
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caracterizaban por la capacidad de recapitular en una sola expresión las experiencias


acumuladas hasta ese momento", en la convicción de que podían anticipar un futuro que,
por muy diferente que fuera, nunca podría alejarse completamente de las experiencias
pasadas, con el giro epocal de 1750, se produjo un punto de inflexión por el que "se invirtió
la relación entre el concepto y lo concebido", en la medida en que los geschichtliche
Grundbegriffe dejaron de referirse a situaciones anteriores y aludieron prospectivamente a
proyectos, a nuevas experiencias políticas que no podían remontarse al pasado ni
interpretarse a la luz de éste.
El presupuesto filosófico fundamental de la investigación de Koselleck sobre los
"conceptos fundamentales de la historia" radica, como hemos dicho, en hacer aflorar el
significado de la modernidad a través de su propia expresividad conceptual. En términos
más generales -y éste es el segundo presupuesto histórico-filosófico en el que se basa el
análisis de nuestro autor- "la anticipación heurística" (heuristischer Vorgriff) del Lexikon
radica en la "suposición" (Vermutung) de que en el periodo ya recordado entre 1750 y 1850
ocurre algo insospechado y sorprendente: es decir, que la galaxia de los conceptos
fundamentales de la historia pasó, en su conjunto, por un "profundo cambio de significado"
(tiefgreifender Bedeutungswandel) que, en cierto modo, trastornó su estructura interna,
volviéndolos vehículos de nuevas experiencias y, sobre todo, de nuevas expectativas,
desconocidas en todas las épocas anteriores. A este cambio conceptual corresponde -con
una correspondencia, en realidad, que dista mucho de ser unívoca y, de hecho, muy difícil
de definir- un verdadero "cambio de experiencia" (Erfahrungswandel). En otras palabras, las
decisivas innovaciones históricas que se sucedieron con increíble rapidez entre 1750 y
1850, por un lado, hicieron completamente inadecuados los viejos conceptos
fundamentales, ya que para entonces eran incapaces de dar voz a una realidad que había
cambiado radicalmente en sus estructuras más profundas, y por otro lado, adquirieron
nuevos significados y nuevas expectativas de futuro que eran completamente impensables
antes de ese período. En esta resemantización de la constelación conceptual es posible
identificar los signos de un cambio de época paradigmático (el nacimiento del mundo
moderno) y, al mismo tiempo, diagnosticar la esencia del nuevo mundo, su nueva relación
con la dimensión del futuro como horizonte privilegiado. A la luz de este intenso proceso de
profunda transformación sociopolítica, que culminó con la Revolución Francesa y sus
resultados, conceptos fundamentales de la historia como "república", "democracia" y "crisis"
se han coloreado con nuevos matices semánticos, y las experiencias pasadas encapsuladas
en ellos han pasado a un segundo plano, dejando espacio a un cúmulo de expectativas
orientadas hacia un futuro diferente y mejor. De acuerdo a Futuro Pasado, el "espacio de la
experiencia" (Erfahrungsraum) pasa a un segundo plano y se hace hegemónico el "horizonte
de la expectativa" (Erwartungshorizont), es decir, esa tensión hacia un futuro diferente y
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mejor que, para Koselleck, constituye la columna vertebral del mundo moderno. Entre 1750
y 1850, el futuro irrumpió en los conceptos históricos fundamentales. De repente, surgió en
primer plano la tensión hacia un nuevo futuro, un futuro cuya novedad disruptiva no era
comparable con las experiencias pasadas. Dado el vínculo biunívoco entre los conceptos y
la realidad histórica, Koselleck sostiene que este cambio en la esfera de los conceptos
puede utilizarse para inferir un punto de inflexión epocal en la historia: un punto de inflexión
que coincide con el nacimiento de la modernidad. Si, desde la antigüedad hasta la primera
mitad del siglo XVIII, "los conceptos se caracterizaban por la capacidad de recapitular en
una sola expresión las experiencias acumuladas hasta ese momento", en la convicción de
que podían anticipar un futuro que, por muy diferente que fuera, nunca podría alejarse
completamente de las experiencias pasadas, con el giro epocal de 1750, se produjo un
punto de inflexión por el que "se invirtió la relación entre el concepto y lo concebido", en la
medida en que los conceptos fundamentales de la historia (geschichtliche Grundbegriffe)
dejaron de referirse a situaciones anteriores y aludieron prospectivamente a proyectos, a
nuevas experiencias políticas que no podían remontarse al pasado ni interpretarse a la luz
de éste.
Como queda claro inmediatamente, si hablamos de expresiones como “espacio de
experiencia” y “horizonte de expectativa”, ya no nos ocupamos de las categorías que usa
corrientemente el historiador, cuando utiliza términos como “guerra”, “paz”, “Estado”,
“armisticio”, o “crecimiento del producto bruto interno”. En todos estos términos podemos
aislar un hecho o conjunto de hechos que sirve como referencia. En las expresiones
“espacio de experiencia” y “horizonte de expectativa” nos trasladamos a otra esfera, ya que
con los términos “experiencia” y “expectativa” nos dirigimos a los seres humanos como tales,
no a hechos que podamos categorizar. Si hablo de la “guerra de los treinta años” podré dar
diferentes interpretaciones acerca de lo que la provocó, de su desarrollo, etc., pero si hablo
de experiencia o de expectativa parecería que estoy hablando de algo que se asemeja más
a la esperanza, al temor, a lo vivido, etc. Y ello es así porque Koselleck busca establecer los
parámetros de una antropología de la historia. Tomemos este término con pinzas: nunca
lleva a cabo un desarrollo sistemático de la cuestión, pero avanza en esa dirección mucho
más que cualquier historiador. Es curioso que el pensamiento de Koselleck haya despertado
tanto interés fuera del ámbito germanoparlante en los últimos veinte años, porque muchas
de estas ideas que Koselleck propone venían siendo objeto de la reflexión filosófica alemana
desde de la década de 1920 a través de numerosos autores, entre los que destacarían
Helmuth Plessner, Arnold Gehlen Hans-Georg Gadamer y, por supuesto Martin Heidegger.
Como la difusión del pensamiento de Heidegger fuera de Alemania estuvo muy ligada a la
interpretación que de él se hace en Francia (centrada en la crítica del sujeto), las críticas a la
antropología filosófica que Heidegger hacía son reformuladas en términos de la desaparición
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lisa y llana del sujeto centrado en sí mismo y autoconsciente (es decir, la representación del
ser humano llamado “sujeto moderno”, una continuación la concepción que presenta
Descartes y que se despliega a lo largo de la filosofía moderna; representación que también
encuentra un eco en la metodología de las ciencias sociales a través del individualismo
metodológico), decía que la crítica antiantropológica que lleva a cabo la filosofía
estructuralista y luego la postestructuralista, convencidas de que han sacado a la luz las
estructuras impersonales en las cuales los seres humanos están insertos (el inconsciente,
los sistemas de parentesco, el lenguaje y, para los que adherían al marxismo, la causalidad
estructural –Althusser- de las fuerzas históricas, en Foucault y Derrida podrían encontrar la
continuación de este impulso bajo otra perspectiva, pero manteniendo su dirección
fundamental), esta dirección del pensamiento francés -que abarca tanto a las ciencias
sociales como a la filosofía y que fue el non plus ultra de la modernidad filosófica entre fines
de la década de 1950 y la de 1980-, va en sentido contrario de lo que en Alemania se venía
cultivando como antropología filosófica (un programa de investigación que se muestra
agotado para la década de 1960) y, con más éxito, la hermenéutica como teoría histórica de
la comprensión, en la cual la figura fundamental es la de Gadamer, desarrollado aspectos de
la filosofía de Heidegger.
Los planteos de Koselleck responden a estas inquietudes que se originan en la
reflexión sobre la temporalidad expuestas por Heidegger en Ser y tiempo (publicado en
1927) y los desarrollos de orden más sistemático reunidos por Gadamer en su obra Verdad
y método (publicada en 1960, pero que reúne trabajos que habían sido publicados en las
dos décadas previas a su aparición). Lo que es común a todas estas perspectivas es que
buscan estructuras de sentido. ¿Qué es lo que queremos decir con esto? Si Levi Strauss
presentaba la prohibición del incesto presente en todos los sistemas de parentesco
existentes (es decir, el hecho de que no existe ningún sistema de parentesco en el cual
todas las mujeres sean accesibles, sino que necesariamente algunas quedan fuera de los
intercambios), él no propone un sentido, un significado de lo que alguien lleva a cabo, sino
que propone este hecho como la prueba de que aun acciones como las de formar una
familia están sometidas a leyes impersonales que el agente desconoce y que él puede creer
que el sentido de su acción es X, pero el antropólogo le muestra que eso no es más que una
ilusión, que él en realidad es objeto de una estructura cuyo sentido se le escapa a quienes
están inmersos en ella. Si examinamos los desarrollos de la historiografía francesa en esas
mismas décadas encontraremos la misma voluntad de sacar a la luz estructuras
impersonales operantes por detrás de los hechos. Pero todo esto nos muestra que el
sentido que los agentes atribuyen a sus actos no es real, el antropólogo o el historiador
atienden a él en forma análoga a como el psicoanalista escucha al paciente, escucha en ese
discurso el síntoma de otra cosa, que sería la que está operando verdaderamente.
12

Por el contrario, la filosofía hermenéutica no ve en el sentido que el agente atribuye a


su acto nada más que ilusión. Eso no quiere decir que atienda ingenuamente a él, como si el
agente fuera el único capaz de explicar el sentido de su acto (si prestan atención, verán que
ésta es una crítica que se le puede hacer a Skinner, su metodología resuelve el sentido del
texto en la intención significativa de su autor; para evitar caer en el anacronismo de atribuirle
a un autor ideas que no pudo sostener, se limita voluntariamente a los sentidos que el autor
pudo haber articulado verosímilmente). La hermenéutica, en cambio, se presenta como una
teoría histórica de la comprensión: toda comprensión se da históricamente, esto es, no se
comprende aquello que está dotado de sentido accediendo a una esfera ideal de significado
que trascienda tanto al autor como al intérprete (como si hubiera un cielo de ideas al cual se
accede en la comprensión correcta), sino que el intérprete está situado históricamente, al
igual que la obra estudiada. Esto puede parecer una obviedad, pero no lo es tanto explicar
en qué consiste ese “estar situado históricamente”. En Heidegger y también en Gadamer,
este carácter situado se expresa por medio de la expresión “horizonte”, toda comprensión se
da en el ámbito definido por un horizonte temporal. Koselleck reformula estas ideas
hablando de “espacio” de la experiencia para referirse al horizonte histórico de los
acontecimientos y, en cambio, reserva el de horizonte para hablar de “horizonte de
expectativas”. Como pueden ver fácilmente, ambos términos se relacionan de modo
inmediato con “pasado” y “futuro”. Si vamos más lejos aún, vemos que este par de términos
también se relaciona con otro par que Koselleck introduce en el artículo “Historia de los
conceptos y conceptos de historia”: “lenguaje” e “historia”. Vemos que “historia” y “espacio
de experiencia”, por un lado refieren a los hechos y al sentido que les atribuimos, por el otro,
“lenguaje” y “horizonte de expectativa” refieren a las representaciones, conceptos e ideas
que proyectamos sobre los hechos y al futuro que esperamos, en otros términos, estamos
buscando estructuras de sentido que afincan en el ser humano, aunque no puedan
explicarse como propiedades del ser humano tomado singularmente, como hace el
individualismo metodológico. Por eso decimos que no son categorías históricas al modo de
las que antes mencionamos, sino que más bien se refieren a cuáles son las estructuras de
sentido (no materiales) que permiten que los seres humanos tengan una historia.
En el inicio Koselleck señala que el historiador se enfrenta a la siguiente alternativa
1) investiga situaciones que ya han sido articuladas lingüísticamente con anterioridad.
2) reconstruye circunstancias que anteriormente no han sido articuladas lingüísticamente.
Un poco más arriba hablamos de la relación entre los conceptos y la lengua: la opción 1
significa que las circunstancias o situaciones forman parte de un acervo de experiencia al
cual ya se le atribuye un sentido; los grupos para los cuales esa experiencia forma parte de
un pasado le pueden dar un sentido y no solo describirla con palabras, sino articularla en la
experiencia más amplia de la historia. No solo encontrarle antecedentes y consecuencias,
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sino también comprender qué procesos están en juego y qué es lo que las sociedades
comprenden acerca de esos procesos. La opción 2, en cambio, es lo que lleva a cabo el
historiador cuando reconstruye a partir de las fuentes aquello que esas circunstancias
pueden significar. En el artículo anterior vimos que para Koselleck esta operación no puede
ser completamente subjetiva, el historiador no puede decir simplemente: “esto para mí
significa X”, sino que ello se lleva a cabo a través de una posibilidad de crítica, es decir, que
el historiador debe probar su interpretación, mostrar por qué ella tiene sentido y se sostiene.
Koselleck se opone a un relativismo sin límites como el que se deriva de posiciones como
las de Hayden White y su estudio de los tropos en el discurso histórico. Por el contrario, para
Koselleck existe una instancia extralingüística que permite afirmar A o B, es decir, cuya
interpretación no es unívoca, pero eso no quiere decir que cualquier cosa pueda ser
afirmada a partir de las fuentes. Las fuentes no son un test de Roscharch, donde encuentro
lo que algo significa para mí, sino que las fuentes permiten que una interpretación histórica
se sostenga o actúan como una objeción frente a otra hipótesis, pero el historiador no puede
sustraerse a que sus interpretaciones sean cotejadas con las fuentes y que ellas la validen o
la refuten. Pero, retomando la cuestión de las alternativas, en la opción 2, el historiador
muestra que hay algo que puede interpretarse en esas fuentes, por más que ello no pueda
encontrarse articulado lingüísticamente en ellas.
Un ejemplo que puede explicar esta segunda alternativa es la historia que hace A. de
Tocqueville de la Revolución Francesa en El Antiguo Régimen y la Revolución. Como Uds.
ya conocen, Tocqueville cambió completamente el sentido que se atribuía a los
acontecimientos que van aprox. desde 1750 hasta la caída de Napoleón, mostrando que en
lugar de atender a las rupturas catastróficas que la historia de Francia mostraba en el plano
político, había que prestar atención a otro plano en el que por detrás, o por debajo, o como
se quiera expresar, lo que importa es que es un sentido que escapa completamente a los
protagonistas, digo, por detrás del caos político, podía leerse una fuerte continuidad en el
período estudiado y ella se encontraba en que la Revolución, paradójicamente, continuaba
por otros medios lo que la monarquía absoluta había comenzado: la centralización
administrativa del Estado francés. Los revolucionarios podían aborrecer a la monarquía
borbónica, pero las atribuciones que dieron al nuevo Estado revolucionario perfeccionaban
aquello que la monarquía ya había realizado. Esto no es un problema relativo al
autoritarismo o a las libertades, sino a que Tocqueville quiere mostrar que ese Estado
surgido de los escombros de la Revolución es capaz de llegar a resquicios de la sociedad
que a la monarquía le estaban vedados, sea a través de nuevas disposiciones
administrativas, sea a través de la reorganización departamental de Francia, sea a través de
los poderes de los prefectos, de aquello que era objeto de legislación y antes el Estado
permanecía al margen, etc., etc. Entonces, cuando Tocqueville describe este proceso,
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claramente se trata de un historiador que se encuentra ante la segunda alternativa: ninguno


de los revolucionarios, ni los que sostienen posiciones extremas, pero tampoco los
moderados, reconocerían que su acción política resultaba en una continuidad de largo plazo
reforzada. Pero todo ello no podría haber sido enunciado por Tocqueville si no tenía a su
disposición el concepto “Estado”, al cual él le otorga un significado más amplio que el que le
habían dado sus antecesores y de ese modo estas nuevas experiencias son articuladas en
el lenguaje. Por supuesto que “experiencia” aquí no se refiere a las experiencias de un
individuo, sino que estamos hablando de hechos cuyo sentido es interpersonal, hechos que
afectan a una sociedad o a grandes grupos en ella. Por lo demás, este tipo de
interpretaciones (cuyo modelo más conocido es el de la “astucia de la razón” de la filosofía
de la historia de G. W. F. Hegel) deben ser probadas, de otro modo, no pasan de ser
asociaciones libres como las del test de Roscharch; si lo son, se vuelven interpretaciones
que articulan en el lenguaje un sentido del cual hasta ese momento el acervo lingüístico
(conceptual) carecía.
La opción 1, en cambio, se da cuando el historiador enmarca un hecho o conjunto de
hechos bajo un concepto cuyo sentido es en parte conocido. Por ejemplo, toda vez que
luego de la Revolución francesa acontecía en alguna sociedad un cambio político violento o
una transformación de las instituciones políticas, comenzaba la discusión para determinar si
eso que había ocurrido “era o no una revolución”. En el siglo XX esta discusión se repitió
hasta el hartazgo y lo que ocurría es que si se consideraba que se daban cambios que bien
podían ser categorizados como revolucionarios, entonces se discutía acerca de si eran
“verdaderamente” revolucionarios o no. Tomo un ejemplo que Uds. verán en la bibliografía
de la unidad 4, el del fascismo italiano: entre 1922 y 1925, para el momento en que
Mussolini consigue ahogar los últimos focos de oposición a su régimen, Italia sufre una
transformación de su régimen político, y lo más notable es que la fachada que lo sostenía, la
monarquía, sigue en pie. Las discusiones comienzan ya en esa época, acerca del carácter
revolucionario del fascismo. Si luego hubo autores que sostenían que se trataba de una
contrarrevolución, el hecho mismo de acuñar ese término implicaba un reconocimiento de
que, no obstante la forma en que el fascismo se reconociera a sí mismo, las instituciones
que había en Italia antes de 1922 habían sido reducidas al estado de una larva, habían sido
llevadas a su mínima expresión (Monarquía e Iglesia católica). Acuñar el concepto de
“contrarrevolución” (al fin de cuentas, un derivado de “revolución”) otorgaba a los
acontecimientos un sentido de cambio que ya quedaba fuera de discusión, lo que se
discutía, por el contrario, era si la dirección histórica que se creía encontrar en esos cambios
era progresista o no. Lo que me interesa señalar no es si alguno de los participantes de
estos debates tenían razón, sino que perciban lo que quiere señalar Koselleck, es decir,
para estos hechos ya existían conceptos disponibles que permitían darle un sentido a esa
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experiencia. Como los conceptos no son unívocos (como pueden verlo explicado en el
artículo sobre Historia de los conceptos...), aun cuando se reconozca el carácter completo
del cambio, aparece entonces una discusión de segundo grado respecto de la primera: ¿es
una revolución o se trata de una contrarrevolución?
Toda esta explicación nos permite entender un poco mejor qué significa “espacio de
experiencia”. Con ella, al igual que con “expectativa” nos movemos en un nivel más
abstracto que en el de los conceptos fundamentales, los cuales sí se relacionan con los
acontecimientos históricos. Entonces ¿por qué Koselleck propone este par de categorías
para explicar el carácter histórico del ser humano? No olvidemos que una remite a la otra,
por más que las definamos por separado, no podemos comprender su sentido de manera
plena si no es relacionando ambas. Koselleck señala que con ellas se propone “descubrir el
tiempo histórico”, es decir, no se refiere al tiempo en general, al modo como hablaría un
físico, que al referirse al tiempo está pensando en la estabilidad de un sistema en el
universo, y, por ejemplo, cuando hacemos referencia al tiempo en relación con el reloj, no
debemos olvidar que ese mecanismo remite al tiempo cósmico, es decir, a procesos no
humanos. Por el contrario, Koselleck quiere ocuparse del tiempo histórico, es decir, del
tiempo vivido por los seres humanos. Pero no se propone hacer una investigación filosófica
sobre la vivencia del tiempo en general, sino que su concepción está ligada a lo que él llama
su Histórica, su reflexión metodológica acerca de las condiciones de comprensión de la
historia. ¿Qué es lo que el historiador lleva a cabo cuando estudia el pasado? Al proponer
estas dos categorías, Koselleck intenta relacionar el tiempo histórico vivido por los seres
humanos con las estructuras de sentido que en los propios seres humanos posibilitan que
hablemos de historia, es decir, de experiencia y expectativa, de pasado y de futuro. La
tensión entre experiencia y expectativa dirige las unidades concretas de acción en la
ejecución del movimiento social o político. No las dirige de un modo explícito, sino que la
experiencia, en la medida en que es un “pasado presente”, un pasado cuyos
acontecimientos han sido incorporados y pueden ser recordados, orienta las acciones de los
agentes, porque a través de ella otorgan sentido a los acontecimientos. El ejemplo que da
Koselleck sobre Turgot no sé si es el más ilustrativo, porque no parece muy atinado decir
que Turgot tuviera tan presente el fin de la monarquía estuardo más de un siglo antes en
Inglaterra cuando proponía a Luis XVI planes de reforma de las finanzas de Francia. Un
ejemplo que a mi juicio se ajusta más a lo que Koselleck quiere decir lo pueden encontrar en
los escritos de Lenin y Trotsky luego de la revolución rusa, ya que ambos intentan
comprender los acontecimientos no solo refiriéndolos a las categorías marxistas, sino que
muchas veces intentan establecer paralelismos entre los sucesos de la revolución francesa
y la rusa, como si esta última de algún modo repitiera algunos de los procesos que ya
habían tenido lugar en la primera. Claramente allí pueden encontrar por qué Koselleck dice
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que la experiencia “dirige” las unidades de acción: los protagonistas atribuyen un sentido a
sus acciones que, al tomar como modelo otro hecho del pasado, el fin que persiguió este
segundo hecho se presenta como análogo al que el protagonista se enfrenta. Si Lenin se
entiende a sí mismo como realizando una transformación análoga a la que los jacobinos
habían hecho en Francia, las soluciones que los jacobinos habían encontrado ante las
emergencias se volverán un repertorio posible a considerar una vez que se enfrente a una
emergencia que el propio Lenin o Trotsky considerarán análoga porque en ambos casos se
enfrentan a una guerra civil. Una historia solo tiene lugar bajo esta condición: el agente se
inserta en una serie que lo trasciende y sus acciones tienen lugar como parte de esa
experiencia en la que él mismo se incluye.
La expectativa es, de modo análogo a la experiencia, “futuro presente”. Si en la
experiencia el pasado se hace presente como sentido de lo que está ocurriendo, en la
expectativa el futuro se realiza como sentido de lo que todavía no fue experimentado. Ello
abarca desde los temores y las esperanzas hasta los análisis racionales. Lo que le interesa
señalar a Koselleck es que si ambas categorías refieren a la forma en que el pasado y el
futuro se hacen presentes, la presencia del pasado y la del futuro son completamente
diferentes, por ello no es que ambas se dan en una simetría estilo “guerra y paz”. Koselleck
habla del espacio de la experiencia y del horizonte de la expectativa, y no al revés, porque
en nuestra experiencia el pasado es reunido en conjunto y convertido en una totalidad; por
el contrario, la expectativa está asociada con el horizonte en la medida en que éste es la
línea detrás de la cual yace un nuevo espacio de experiencia, que todavía no fue visto.
“Espacio” enfatiza la simultaneidad: en la experiencia se acumulan distintos estratos del
tiempo, distintas “velocidades” de los acontecimientos (ver artículo Historia de los
conceptos..., p. 29), pero que a nosotros se nos presentan simultáneamente. “Horizonte”, en
cambio, remite a aquello que no puede ser cerrado, que no puede experimentarse como
totalidad, precisamente por su carácter abierto e indeterminado. Por tanto, “experiencia” y
“expectativa” tienen diferentes modos de ser, es decir, su sentido es diferente, ya que la
experiencia se relaciona con lo real, lo acontecido. La expectativa, en cambio, está ligada a
la posibilidad, lo que significa que aunque ella sea una especie de experiencia, nunca tiene
la plenitud que la experiencia pasada o presente tiene. Hemos dicho que experiencia y
expectativa no tienen un carácter simétrico, no pueden entenderse como comprar y vender,
que para que uno se dé, tiene que presentarse el otro. Por el contrario, a Koselleck le
interesa la tensión entre esas dos categorías porque su tesis de fondo es que el hiato
existente entre ellas se hará cada vez más profundo a lo largo de la Edad moderna.
Koselleck sostiene que el espacio de experiencia determinó al horizonte de
expectativa en los tiempos premodernos. Parte del espacio de experiencia medieval
consiste en la doctrina cristiana y en la revelación bíblica, pues ellos ayudaban a determinar
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lo que se esperaba del futuro. Al mismo tiempo, estas expectativas escatológicas ayudaban
a determinar de qué acontecimientos se tendría experiencia. Koselleck sostiene que toda
vez que se esperaba el apocalipsis, pero no ocurría, la expectativa apocalíptica no se
debilitó por ello, sino que por el contrario, se fortaleció. El incumplimiento de una profecía,
paradójicamente, llevaba a una mayor certeza respecto al cumplimiento futuro de otra
posterior. El espacio de experiencia y el horizonte de expectativa, por eso, nunca
colisionaban. Ninguna experiencia podía invalidar las expectativas de la gente, pues las
experiencias mismas estaban determinadas por un horizonte de expectativa que era una
estructura conformada por la Revelación y la doctrina eclesial. De este modo, el espacio de
experiencia y el horizonte de expectativa ejercían una influencia mutua de uno sobre el otro
y sus modos de ser estaban interpenetrados.
Con el transcurrir de la época moderna, esa interpenetración fue disminuyendo y fue
creándose un hiato cada vez mayor entre la experiencia y la expectativa. Dice Koselleck:
“solo se puede concebir la modernidad como un tiempo nuevo [en alemán “Edad moderna”
se dice Neuzeit, literalmente, “Tiempo nuevo”] desde que las expectativas se han ido
alejando cada vez más de las experiencias vividas. Como pueden ver, el par de categorías
no solo pretende sacar a la luz una estructura de sentido de la temporalidad histórica, sino
que nuestro autor las aplica de modo que a través de ellas queda caracterizada la
modernidad de un modo peculiar. El hecho de que Koselleck pase de hablar de una
coordinación entre experiencia y expectativa a un cambio histórico entre ellas para poder
explicar la edad moderna no nos tiene que asombrar. Tanto en él como en otros autores, la
explicación de un proceso histórico desemboca en una caracterización general de la
modernidad. Veremos que eso volverá a ocurrir en la obra de Michel Foucault y si examinan
la visión que tiene Skinner del desarrollo del pensamiento político comprobarán que también
subyace a ella una concepción “epocal”. ¿Qué quiero decir con esto? Que en todos estos
casos los acontecimientos históricos que estos autores estudian les permiten extraer
conclusiones que van mucho más allá del proceso estudiado, el cual es significativo porque
en realidad permite comprender la época entera. Skinner ve en el desarrollo de la teoría
política a partir de Hobbes, una transformación del concepto de libertad que deja de lado las
dimensiones cívicas y la reduce a una libertad puramente privada, que se desentiende del
resto de la sociedad. Más allá de si se acepta esta interpretación, lo que a Skinner le
interesa señalar es que a partir de Hobbes la teoría política dio un giro que, literalmente,
sepultó todo un conjunto de posibilidades en favor de otra concepción, marcando así todo el
desarrollo del pensamiento político y, por tanto, los fines que las distintas generaciones de
políticos se plantearon. La modernidad se vuelve así un proceso entendido como una
decadencia: había una libertad cívica, “neorromana”, que el desarrollo paralelo de la teoría
política y del Estado moderno dejaron de lado. El predominio de las concepciones
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hobbesianas, por tanto, va mucho más allá de una significación meramente erudita respecto
de la teoría política. Cuando los historiadores o filósofos-historiadores argumentan de este
modo llevan a cabo el tipo de historia que Richard Rorty en su artículo llamaba (aunque la
denominación se origina en el romanticismo alemán, en el siglo XIX) Geistesgeschichte,
“Historia del espíritu”, la cual, al ocuparse de cómo algo devino problema para la cultura,
reconstruye un devenir específico de la historia. A diferencia de Foucault, que se propone
explícitamente reconstruir la historia de la razón en la época moderna (y para eso toma su
contracara, la locura), tanto Koselleck como Skinner parecen tener objetivos más limitados y
ligados al pensamiento político únicamente. Sin embargo, es claro que ambos, por caminos
diferentes, llegan a caracterizaciones generales de la época moderna a través del estudio de
casos que son emblemáticos por su significación. Veremos esta cuestión más
específicamente cuando analicemos el texto de Koselleck Crítica y crisis, en el cual enuncia
por primera vez algunas de estas hipótesis, que luego irá refinando en sus escritos
metodológicos. En ambos casos, tanto en el de Skinner como en el de Koselleck elegí
comenzar por sus escritos metodológicos y luego pasar a las obras concretas. En ambos
casos la metodología es una reflexión posterior acerca de lo que el propio autor había
desarrollado en el plano de la historia de las ideas. Elegí este camino porque creo que
permite encontrar una perspectiva mejor para los fines de este curso, pero, obviamente se
podía comenzar por las obras históricas. Fue solo una decisión relativa a la propedéutica del
curso.
Koselleck ve en la Reforma la primera ruptura del espacio de experiencia: las
expectativas se volvieron inseguras y fueron apareciendo otras nuevas. Pero a diferencia de
lo que había ocurrido en los tiempos premodernos, en los que la expectativa señalaba a un
más allá de este mundo, a lo largo de la edad moderna se va incubando una nueva fe que
seculariza, es decir, convierte en terrenal, esa fe escatológica. El resultado de ello será el
surgimiento de la fe en el progreso, acontecimiento fundamental para Koselleck, ya que ella
se convierte en la matriz del tiempo histórico, no por los contenidos, que podrán variar según
la ocasión, sino porque cada vez más las expectativas estarán orientadas hacia la
perfectibilidad, hacia la realización de un perfeccionamiento continuo que podía ser
realizado por los seres humanos. A Koselleck no le interesa solamente contraponer una
concepción lineal del tiempo a una circular, como la que podemos encontrar en las culturas
tradicionales. Por ejemplo, el pensamiento político clásico, tanto griego como romano, se
apoyaba sobre una concepción cíclica de la historia, a diferencia de la nuestra (derivada del
cristianismo), que es lineal. Pueden simbolizarse ambas concepciones recurriendo a las
imágenes del círculo y de la línea. El tiempo cíclico es un círculo, realiza un recorrido que en
algún momento retorna al punto de partida, y ello es así eternamente. Prácticamente en
todas las culturas tradicionales el tiempo es representado de manera cíclica; la razón es fácil
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de advertir: en toda cultura tradicional las principales actividades económicas están ligadas
a la tierra, por tanto, las diferentes tareas que se hacen durante el año son una imagen de lo
que es el universo en su conjunto, el ciclo perenne de la vida, la muerte y la vida renaciendo.
Un ejemplo célebre de esta concepción (lo cito precisamente porque no proviene del ámbito
cultural grecolatino) es el texto que pueden encontrar en el Antiguo Testamento, en
Eclesiastés 3, 1-15, acerca de que hay un tiempo para todo en la vida; la afirmación de que
no hay nada nuevo bajo el sol, atribuida al rey Salomón, expresa la misma idea, todo se
dará, todo se cumplirá y todo retornará; la vida de una persona se encontrará siempre con
las mismas situaciones. El tiempo lineal, en cambio, remite a las ideas de origen y fin, de
una meta que cancelará la historia tal como la conocimos. La historia, en la concepción
cristiana, tuvo un inicio y tendrá un fin. Para no caer en esta contraposición entre el círculo y
la línea, que tiene el problema de que por un lado la concepción del cristianismo es lineal,
pero el carácter rural de las sociedades hasta el siglo XIX lleva a que la concepción cíclica
siga pesando sobre las conciencias. Koselleck escapa a este dilema con la dicotomía que
propone que le permite mostrar por qué el espacio de experiencia permanece poco
modificado pese a las expectativas escatológicas y, simultáneamente, le permite entender
cómo es posible que a partir de mediados del siglo XVIII, aproximadamente, cada vez más
la humanidad europea (y luego las culturas ligadas a ellas) tuviera una expectativa abierta
del futuro, en la que era posible que lo que ocurriera fuera completamente diferente de lo
que había ocurrido (de la experiencia) y además, mejor.
¿A qué lleva este desacople cada vez mayor entre el espacio de experiencia y el
horizonte de expectativa? A un sobredimensionamiento de las expectativas, en otros
términos, la experiencia presente pierde espesor frente a las promesas del futuro. Dice
Koselleck: “el horizonte de expectativa ya no encerraba al espacio de experiencia, con lo
que los límites entre ambos se separaban” (p. 347). Si el historicismo en el siglo XIX podía
sostener el carácter único de todo acontecimiento histórico, es decir, la irrepetibilidad de la
historia, ello se debía, diría Koselleck, precisamente a esta expectativa de que el futuro será
completamente diferente de lo que ya ocurrió. Por más que el historicista pueda creer que la
ideología del progreso es una filosofía de la historia, es decir, es atribuirle a la historia un
sentido que solo el intérprete lee en ella, pero que no puede probar, el carácter irrepetible de
todo acontecimiento histórico, no obstante, mantiene en común con la concepción de la
historia como progreso la imposibilidad de que lo ya vivido pueda explicar plenamente lo que
ocurrirá. Las expectativas van tomando un carácter cada vez más libre, en el sentido de que
la experiencia ya no funciona como un límite para lo que se espera que pueda ocurrir. Si
traducimos esto al plano de las ideas políticas y sociales, ello equivale a decir que los seres
humanos, en la medida en que fueron imaginando horizontes diferentes respecto de lo ya
vivido, se van acercando cada vez más a una concepción utópica, en el sentido en que la
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sociedad existente (la realidad existente) ya no funciona como un límite. No hay obstáculo
que no pueda ser salvado (y recordemos que cuando hablamos de política, el obstáculo
suelen ser otras personas), y salvar los obstáculos significa poder disponer de ellos, es
decir, eliminarlos. Koselleck está presentando en términos hermenéuticos una crítica al
carácter utópico del pensamiento político, es decir, una crítica a quienes suponen que la
política puede diseñarse como si se tratara de proyecciones geométricas, una crítica, digo,
que aparece por primera vez en las Reflexiones sobre la Revolución en Francia (1790), de
E. Burke, pero que encuentra su formulación filosófica más célebre en la Filosofía del
derecho (1821) de G. W. F. Hegel. El horizonte de expectativa dijimos que implica tanto
esperanzas como temores como análisis racionales, lo que a Koselleck le interesa señalar
es que la creación de un mundo nuevo, algo que un campesino medieval solo podía pensar
bajo la forma de la destrucción de todas las jerarquías vigentes y la realización de la
primitiva comunidad cristiana, se vuelve una idea asequible a través del desarrollo científico-
técnico. Podemos esperar nuevos progresos que no pueden ser calculados de antemano,
pero que no invalidan la expectativa en tanto tal. Este carácter “futurocéntrico” se va
apoderando del lenguaje, como pueden verlo explicado en las pág. 36 a 38 del artículo
“Historia de los conceptos...” Los conceptos generan nuevas experiencias, es decir, no es
que las provocan por sí mismos, sino que los conceptos van perdiendo su carácter de
experiencia y cada vez más se convierten en conceptos ligados a expectativas. Además de
su contenido de realidad, contienen un potencial dinámico, van adquiriendo un carácter
programático, cada vez más orientado hacia el futuro. Koselleck encuentra que el concepto
“comunismo” es el que lleva esta tendencia hasta su extremo, ya que no refiere a ninguna
realidad concreta y es todo él un concepto de expectativa. Por ello, cuando Koselleck habla
de “aceleración” del tiempo, lo que tenemos que comprender es esta estructura de sentido
subyacente a los conceptos, que paulatinamente dejan de referirse a la experiencia y cada
vez más se convierten en conceptos que orientan acciones a partir de futuros abiertos, no
realizados. Existía esta apertura en numerosos conceptos políticos modernos, por ello
nuestro autor caracteriza a la modernidad como la época en la que el presente es, de algún
modo, “aplastado” por las expectativas respecto del futuro.
Los conceptos modernos ayudan “a crear nuevas situaciones de organización”, es
decir, no refieren, como en el caso de la teoría clásica de las formas de gobierno, a un
devenir que es previsible, en la medida en que es cíclico, es decir, está regido por la
decadencia. En los autores clásicos grecorromanos, la teoría de las formas de gobierno
aparece ligada a una concepción cíclica de la historia, es decir, la clasificación de las formas
de gobierno nos da, simultáneamente, una clave para la comprensión del desarrollo
histórico, ya que las transformaciones que llevan de una a otra, el pasaje de una a otra,
siguen un esquema histórico prefijado, el cual, en su conjunto, forma un ciclo. Un pueblo
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debería pasar, a lo largo de un determinado tiempo, por todas las formas expuestas en la
clasificación. Ello ocurre así tanto en Platón, como en Aristóteles, como en Polibio. Lo que el
político debe hacer es tratar de detener la decadencia que acecha en cada forma de
gobierno, pero no podrá escapar del ciclo. La política moderna, por el contrario se abre a un
horizonte de futuro desconocido para el presente.
En las próximas clases volveremos sobre estas cuestiones, porque los temas quedan
entrelazados.

Que tengan una buena semana.

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