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Materia: Estética.
Cátedra: Profesora Silvia Schwarzböck
Teórico: N° 10 – 11 de Octubre de 2012
Tema: La modernidad en Teoría Estética de Adorno
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Buenas tardes. Hoy vamos a cerrar el tema de las tres primeras unidades del programa:
la modernidad estética. Lo que ustedes van a ver a partir de la clase que viene, en la
Unidad IV, es la crítica a la modernidad estética. Y en la Unidad V (la última del
programa), la crítica radical a la estética, desde una perspectiva nietzscheana. La clase
pasada habíamos desarrollado de la Teoría Estética, del capítulo I, la noción de obra de
arte. No definir el arte, para la perspectiva de la modernidad estética, no es lo mismo
que no definir la obra de arte. Adorno, como último representante filosófico de la
modernidad estética, define la obra de arte sin definir el arte. Es más: postula que no se
puede definir el arte. Y que tampoco tiene sentido hacerlo. Definir el arte sería algo que
llevaría a una perspectiva a lo sumo relativista respecto del arte, en el sentido de que
quién define qué es arte es la sociedad. Y lo define, justamente, como la negación de sí
misma. Así, tendríamos, para cada tipo de sociedad, un modo particular en el que la
obra de arte se cierra a ella y, en ese sentido, tendríamos tantas definiciones de arte
como diversos hayan sido esos modos negativos en los que el arte se ha relacionado con
la sociedad. En cambio, la problemática de la obra de arte -para Adorno- va a tener la
posibilidad de definirse a partir de dos elementos que son los que vamos a desarrollar en
la clase de hoy: el componente mimético y el componente racional. La idea es ver de
qué manera la modernidad estética, en Adorno, tiene que ver con una concepción
objetivista, en lugar de subjetivista (no encontramos en la Unidad III, ni en Benjamin ni
en Adorno, una perspectiva subjetivista de la modernidad estética, como las que vimos
en las dos unidades anteriores, a pesar de que en la Unidad II advertimos, sobre todo
con Schelling, el giro de la estética del problema del sujeto como receptor al problema

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de la obra de arte). Al decir “perspectiva subjetivista” me refiero a fundamentar la
estética en el sujeto, aun cuando, con el primer romanticismo, vimos de qué manera se
producía un giro de la perspectiva de un sujeto que podríamos llamar el receptor de la
obra de arte (como es en Kant) a un sujeto que es productor y receptor de la obra de
arte (este giro ya se advierte en Schlegel).
En Adorno se trata de pensar una estética objetivista sin un contenido invariable –un
contenido invariable, la Idea, como van a ver -a partir de la clase que viene- que tiene la
estética hegeliana). En la clase de hoy vamos a ver una noción de espíritu, vinculada a la
obra de arte, que no tiene un equivalente con el concepto de espíritu hegeliano. No hay
en Adorno un equivalente de la Idea que se manifiesta en un material artístico sensible
ni tampoco un equivalente del hecho de que esa Idea, manifestada en el material
artístico sensible, se corresponda con el modo en el cual los hombres se representan a
los dioses (o a lo divino). Por el contrario, se trata de pensar una noción de espíritu que
tiene que ver con la forma de la obra de arte y no con un contenido extra-artístico. Para
poder entender esa diferencia tienen que esperar a la clase que viene, para ver en la
unidad siguiente las características de la estética hegeliana. En la Unidad IV se va a
desarrollar la estética hegeliana en el contexto de una crítica a la modernidad estética.
Justamente, el objetivismo hegeliano es un objetivismo contenidista y tiene, de alguna
manera, un carácter crítico (crítico-problemático) respecto de la modernidad estética.
Agrego “problemático” porque también podemos pensar la estética hegeliana como la
culminación de estas estéticas que estuvimos viendo en la Unidad II y que tienen que
ver, precisamente, con esta posición del sujeto como legitimadora de la posibilidad de
un sistema.
Lo que quiero que veamos ahora son dos problemas. Por un lado, en Dialéctica
Negativa la posición que tiene el arte dentro de la cultura por su relación con la
metafísica (una metafísica que culmina en Auschwitz) y, por otro lado, en Teoría
Estética, de qué manera estos dos componentes de la obra de arte (el componente
mimético y el componente racional –este último va a ser el que se relacione con esta
noción de espíritu en Adorno-) permiten definir lo que es una obra de arte, sin necesidad
de definir lo que es el arte.
La clase pasada habíamos hablado de la imposibilidad de definir el arte, en Adorno, en
relación al problema de la ausencia de un contenido estable (invariable) que se
manifieste de distintas maneras a lo largo de la historia de las artes. Por un lado, la obra
de arte no puede pensarse sin su historicidad y sin su particularidad, porque toda obra de

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arte se cierra sobre sí misma respecto de una sociedad particular, en un momento de la
historia, de una manera particular. Pero, por otra parte, esto no significa un relativismo,
sino su contrario: en lugar de caer en el relativismo por la vía de la definición del arte,
lo que muestra, para Adorno, la particularidad e historicidad de las obras de arte es la
imposibilidad de definir el arte.
En ese sentido, si toda sociedad es histórica y particular, el modo de cerrarse a ella de la
obra de arte (me refiero al concepto de cerrazón que vimos la clase pasada) también es
histórico y particular. Ahora bien, la pregunta que se sigue de este punto de partida
podría ser la siguiente: ¿qué es lo que le da a la obra de arte esta capacidad de
relacionarse con lo otro de sí misma (con la sociedad) de manera negativa, es decir,
cerrándose en lugar de abriéndose a la sociedad? Esta es la pregunta con la cual vamos a
retomar hoy la lectura de Teoría Estética.

En primer lugar, para Adorno, en la obra de arte se efectúa un tipo de síntesis que es
distinta de la síntesis conceptual.

El arte es a su otro como un imán a un campo de limaduras de hierro. A lo otro del


arte remiten no simplemente sus elementos, sino también la constelación de los
mismos, eso específicamente estético que se suele atribuir al espíritu. La identidad
de la obra de arte con la realidad existente es también la identidad de su fuerza
centradora, que reúne en torno a sí los membra disiecta de la obra, huellas de lo
existente; la obra está emparentada con el mundo mediante el principio que la
distingue de él y mediante el cual el espíritu ha equipado al mundo mismo. La
síntesis mediante la obra de arte no está simplemente adherida a sus elementos.
Repite, en la medida que estos se comunican entre sí, un pedazo de alteridad.
También la síntesis tiene su fundamento en el aspecto material de las obras, lejano
al espíritu, en aquello donde ella se activa, no simplemente en sí misma. Esto une
el momento estético de la forma a la ausencia de violencia. En su diferencia
respecto de lo existente, la obra de arte se constituye necesariamente por relación
con lo que ella no es, en tanto que obra de arte, y hace de ella una obra de arte.
[Adorno, T. W., Teoría estética, trad. Jorge Navarro Pérez, Madrid, Akal, 2004, pp.
17-18]

Recordemos que la obra de arte se relaciona negativamente con lo otro de sí mismo y


que eso otro es la sociedad. El arte se define como lo contrario de la sociedad, pero

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dentro de la sociedad. De ahí que no pueda definirse el arte (qué es arte). El arte tiene
una relación con la sociedad planteada en términos negativos porque, si bien decíamos
que hay un mundo empírico interior a la obra de arte que se construye por refracción del
mundo empírico exterior a ella, ese mundo empírico intra-artístico tiene una
articulación que responde a un tipo de síntesis (la síntesis de la forma) que es distinta
del tipo de síntesis que se realiza en el mundo extra-artístico, por parte del sujeto, a
través del concepto. Esta síntesis distinta de la síntesis conceptual es una síntesis no
violenta, no coercitiva. La síntesis que el sujeto realiza en el concepto, entonces, es una
síntesis violenta, coercitiva. Esta modalidad de síntesis, la del concepto, es la síntesis
dominante en la sociedad.
El concepto es la síntesis dominante, porque es la que realiza cualquier sujeto por el
solo motivo de vivir en sociedad. Para el sujeto hay tantos objetos como los que el
lenguaje que comparte con otros hombres le permite reconocer. El lenguaje
comunicativo, para Adorno, siempre expresa la violencia con que el sujeto le impone un
concepto a una cosa (una cosa que, antes de ser cosa, era naturaleza). El solo hecho de
que haya más cosas que conceptos es índice de esa violencia propia del concepto. El
lenguaje comunicativo es un principio de economía. Dos cosas que para el sujeto se
parecen entre sí pasan a ser idénticas. Lo que permite identificarlas es el concepto. La
identificación –ahí empieza el problema- es inevitablemente coercitiva, porque le
impone a una cosa un parecido con otra que sólo existe para el sujeto, no para la cosa
misma. En la historia natural no existía la identidad. Las cosas, dentro de la naturaleza,
no eran idénticas entre sí. La identidad la introduce el hombre. Sólo él la necesita, en la
medida en que aspira a dominar todo lo que, como naturaleza, le precede. Por eso,
primero inventa la identidad y después la impone a la totalidad de lo real, con la
esperanza de que, si los límites del lenguaje coinciden con los límites del mundo, nada
puede quedar fuera del control humano.
El arte pudo escapar de la lógica del dominio, en tanto y en cuanto demostró ser capaz
de expresarse en otro lenguaje que el lenguaje conceptual. Por lo tanto, si el lenguaje
conceptual es comunicativo, el lenguaje artístico es no comunicativo. Recuerden, en
este sentido, que decíamos que la obra de arte se cerraba respecto del mundo empírico y
en el acto de cerrarse, construía en su interior otro mundo empírico que está articulado
por otro tipo de síntesis, que no es la síntesis conceptual. A ese otro lenguaje que hablan
las obras arte y que es un lenguaje no comunicativo (no comunicativo con los hombres:
de ahí que necesite de la interpretación) Adorno lo llama mimético. Ese lenguaje

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mimético se esfuerza por expresar negativamente lo que el concepto no puede: lo no
idéntico.
El concepto sintetiza lo múltiple, subsumiendo lo particular bajo lo universal. De ese
modo impone coercitivamente la identidad donde antes había diferencia (en la
naturaleza no hay identidad). El lenguaje mimético, en cambio, sintetiza lo múltiple a
través de la forma y la forma es un tipo de síntesis que no practica sobre lo otro del
sujeto el mismo grado de violencia que el concepto. El clasicismo se caracteriza por
sintetizar lo múltiple de la manera más parecida al concepto que le es posible al arte (si
esa síntesis fuera idéntica a la conceptual no se podría hablar de arte). De ahí que su
lenguaje sea el más comunicativo –y, por lo tanto, el menos mimético- que pueda
encontrarse en la historia de las artes. Belleza y belleza clásica han sido confundidas
muchas veces y con justas razones. Eso no obsta, desde ya, que el clasicismo pueda
resultar involuntariamente crítico, como Adorno lo admite para el caso de Mozart. El
oyente puede darse cuenta de que en el mundo no existe la misma armonía que en la
música de Mozart precisamente porque esa música la hace existir. La reconciliación en
el arte revela la imposibilidad de reconciliación en la vida. Nada de lo que existe en la
sociedad se parece a su concepto. En la sociedad, universal y particular permanecen
irreconciliados.
El arte es la negación de la sociedad dentro de la sociedad, con lo cual está condenado a
servirles a los hombres de compensación por lo que la sociedad no es. Esta condición de
ideología lo maldice, aun cuando no le reste a su lenguaje una capacidad de expresar lo
no idéntico que a todos los demás lenguajes –por ser conceptuales- les está negada. El
arte puede ser verdadero sin dejar por eso de ser ideología. No puede no ser ideología
porque sólo es verdadero mientras la sociedad siga siendo falsa. En una sociedad
verdadera –la sociedad emancipada- el arte no existiría o, de existir, tendría un sentido
totalmente diferente del que tiene en una sociedad falsa.
La síntesis que realiza el concepto la realiza de acuerdo con el principio de identidad.
De ahí la violencia implícita en la anulación de la diferencia. La diferencia absoluta sólo
existe en la naturaleza, en la medida en que en la naturaleza no hay todavía concepto y
todo lo que existe dentro de ella es un individuo. En la naturaleza, entonces, todo es
individual. No hay universalidad (porque no hay sujeto ni hay, junto con él, concepto).
La violencia propia de la síntesis conceptual consiste, básicamente, en la subordinación
del individuo al concepto (“individuo” en el sentido de la cosa antes de ser cosa, de la
cosa en su estado “natural”). Individuos diferentes caen bajo el mismo concepto. La

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universalidad del concepto contra la individualidad de lo que era naturaleza. Por lo
tanto, si la violencia de la síntesis conceptual es la de la identidad (hacer idéntico con el
concepto lo que es diferente), en la naturaleza reina (reinaba, en realidad) la no
identidad, en la medida en que todo lo que existe (o existía) en ella es (era) individual.
La ambigüedad con los tiempos verbales, en esto que acabo de decir, se debe a que lo
no idéntico sobrevive, a su modo, en una esfera de la realidad: en la esfera del arte (en
todo caso, el problema es que es en una esfera de la sociedad, y no en la sociedad,
donde lo no idéntico sobrevive).
La relación que tiene la obra de arte con la verdad, en este sentido, está dada por la
posibilidad de expresar lo no idéntico. Lo no idéntico, que existía en la naturaleza
anterior al sujeto, anterior al concepto, sobrevive, en una sociedad totalmente
racionalizada, sólo en la esfera del arte. Y, dentro de la esfera del arte, no en la misma
proporción en todas las obras de arte. La mayor o menor participación de las obras de
arte en lo no idéntico (en lo verdadero) se relaciona con la negatividad propia de sus
lenguajes artísticos. Las obras de arte modernas practican un tipo de síntesis no
conceptual (es decir, no coercitiva) que las obras de arte clásicas no estaban en
condiciones de practicar.
La síntesis conceptual es la síntesis propia de la metafísica de la identidad, mientras que
el tipo de síntesis no violenta de la que habla Adorno en el primer capítulo de Teoría
estética es un tipo de síntesis que se practica sólo en la obra de arte. Por eso, vamos a
ver, el concepto de obra de arte es tan restringido: no puede haber obra de arte menor, ni
obra de arte mala ni obra de arte falsa, sería un contrasentido. No todo lo que un artista
hace y presenta en sociedad como obra de arte es una obra de arte (aun cuando la venda
en el mercado del arte como obra de arte). Esta es una de las características de la
modernidad estética, en su versión objetivista (la que vimos a partir de Schelling) que
en Adorno se van a extremar: no todo lo que se postula como obra de arte puede ser
obra de arte. Hay un principio de demarcación entre lo que es obra de arte y lo que no
que no lo pone exclusivamente la sociedad. Aunque el arte sea la negación de la
sociedad dentro de la sociedad (y, en ese sentido, sea cada sociedad la que delimita su
propia esfera del arte, lo que es arte dentro de sí misma), no por eso todo lo que se
presenta dentro de la esfera del arte como obra de arte es en verdad una obra de arte.
Respecto de las obras de arte hay un principio de demarcación que está dado por la
relación con la verdad, es decir, por la relación con lo no idéntico a través de la
negatividad del lenguaje artístico. Recordemos que desde el principio de la clase

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dijimos que entre la obra de arte y la sociedad hay una relación de refracción:
cerrándose a una sociedad particular, las obras de arte se relacionan negativamente con
ella.
La síntesis no coercitiva, propia de la obra de arte (Adorno toma como paradigma de la
obra de arte a la obra de arte moderna) se caracteriza por mantener unidos los materiales
artísticos de un modo que no implica violencia. Los materiales artísticos, a su vez,
siempre son históricos y se encuentran en un estado de problematicidad particular: no es
lo mismo escribir una novela antes que después del Ulises de Joyce, no es lo mismo
componer antes que después de Beethoven o antes que después de Schönberg. El artista
nunca se encuentra, quiero decir, con un material artístico virgen. Los materiales
artísticos, según la época, tienen una historia. Han sido trabajados, previamente, de
determinada manera. Por lo tanto, siempre se les presentan a los artistas como
problemáticos, como portadores de problemas. En esa lucha con el material, el artista no
debería someterlo a una síntesis de la forma que equivalga, en cuanto a su grado de
violencia, a la síntesis propia del concepto.
Si el concepto es la síntesis dominante, es decir, es el tipo de síntesis que realiza todo
sujeto para vivir en sociedad, eso significa que la cosa se tiene que subordinar al
concepto. Fuera de la esfera del arte, no hay una relación entre sujeto y objeto que no
sea una relación de violencia. La subordinación de la cosa al concepto es una relación,
para Adorno, de extrema violencia. Por supuesto, esto viene de Dialéctica negativa y
antes, de Dialéctica de la Ilustración, no es este el tema central de Teoría Estética. Pero
reaparece a su modo.
El concepto simplifica la diferencia absoluta reinante en la naturaleza. Y la simplifica en
beneficio de un sujeto que busca dominarla, aunque para dominarla deba previamente
dominarse a sí mismo (es decir, para dominar la naturaleza el hombre se tiene que
constituir a sí mismo como sujeto: para eso, para ser sujeto, se escinde entre su parte
natural y su parte racional). El principio de identidad no puede existir sino bajo la forma
de la coerción hacia todo lo que en la naturaleza era individual. Por lo tanto, la identidad
es algo introducido por el sujeto, no es algo que esté en la naturaleza.
Ahora bien, esta lógica del dominio resulta irreversible: en la medida en que el sujeto
aspira a dominar la naturaleza, tiene que imponer el principio de identidad. No puede
haber separación entre naturaleza y cultura si no es por la violencia que implica el
principio de identidad. Para Dialéctica negativa, el idealismo es el modelo de toda
metafísica, no es una metafísica más. Con el idealismo, empezando por Kant y

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terminando por Hegel, la metafísica de la identidad se sincera respecto de sí misma. Es
decir, la metafísica de la identidad se vuelve autoconsciente de cuál es el tipo de
operación que el sujeto realiza a través del concepto. El idealismo es, en última
instancia, el modo en el cual se vuelve autoconsciente para el sujeto cuál es su posición
respecto de la naturaleza. Y sólo en el marco de la filosofía moderna podía ocurrir ese
momento de autoconsciencia dentro de la metafísica de la identidad.
En ese sentido, en tanto hay una aspiración, de parte del sujeto, a dominar la naturaleza,
la relación de subordinación de la cosa al concepto es siempre una relación de violencia,
de imposición del concepto a la cosa. Los límites del mundo son los límites del sujeto:
no hay nada que quede por fuera del control humano si se impone irrestrictamente el
principio de identidad. Digo irrestrictamente en el sentido de que el espíritu absoluto es
el espíritu subjetivo totalizado (el espíritu subjetivo, una vez que se ha expandido sobre
toda la realidad, sin que le quede nada por negar, deviene espíritu absoluto), de acuerdo
con el planteo del “Excurso sobre Hegel” de Dialéctica negativa (lo que el espíritu tiene
de absoluto lo tiene por haberse totalizado, pero en su comienzo era un mero sujeto).
Absolutez (con atributo del espíritu) es en realidad totalización.
En la medida en que no queda ninguna porción de naturaleza que no esté subordinada al
principio de identidad, la realidad queda completamente subordinada al sujeto. No
porque el sujeto haya devenido espíritu verdaderamente, sino porque ha totalizado su
lógica y ninguna parcela de realidad queda lejos de su alcance. Entonces, el principio
del concepto es un principio de síntesis de lo múltiple, pero de síntesis de lo múltiple
dada por la coerción. Se subsume lo particular bajo lo universal siempre de un modo
coercitivo. Vamos a ver que en la obra de arte el lenguaje mimético, que Adorno le
atribuye a ella, permite un tipo de síntesis de lo múltiple que se da a través de la forma.
El tipo de síntesis de que es capaz el arte tiene su paradigma en la obra de arte moderna.
En la obra de arte moderna se ejerce el menor grado de coerción posible sobre los
materiales artísticos. Esto no quiere decir que todas las obras de arte que se han dado en
la historia del arte hayan sido articuladas por medio de síntesis igual de no coercitivas.
En principio, toda síntesis es una forma de subordinación de un elemento a otro. Ahora
bien, si bien el sujeto es capaz de síntesis menos coercitivas que la del concepto, la
única prueba, para Adorno, de que hay un tipo de síntesis divergente -en su grado de
coerción- de la del concepto es, precisamente, la obra de arte. No hay otro aspecto de la
realidad que tenga este mismo tipo de síntesis no coercitiva. Según de qué obra de arte
estemos hablando, de qué período del arte, la síntesis va a ser más o menos coercitiva.

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Por otra parte, al ser negación de la sociedad dentro de la sociedad, la obra de arte está
condenada a servirles a los hombres de compensación por lo que la sociedad no es. Por
lo tanto hay una condición intrínseca de ideología en la obra de arte. Por la misma razón
que puede cerrarse a la lógica social, por lo mismo que se convierte en lo que la
sociedad no es (dentro de la misma sociedad), los hombres la toman como
compensación por lo que en la sociedad no hay. Hay idea de Filosofía de la nueva
música que Adorno, de algún modo, retoma en Teoría Estética: la revolución sucedió
en el arte y no en la sociedad. No es que Adorno se cite a sí mismo, sino que, en
realidad, nunca se desdice de esa idea en Teoría Estética. Sólo en el arte los hombres
pueden establecer una relación no coercitiva con lo otro de ellos mismos (con aquello
que ellos podrían haber sido en otras condiciones sociales que las vigentes). No debería
haber sido así, justamente: la emancipación humana debería haber sucedido en la
sociedad y no en el arte. Pero los hombres tienen el arte que tienen porque no se
emancipan en la sociedad. Ahora bien, por eso mismo, el arte es ideología.
Es terrible que el burgués quiera un arte lujurioso y una vida ascética: al revés –dice
Adrorno- sería mejor. Que el burgués busque en el arte lo que la sociedad no tiene (es
decir, que convierta al arte en compensación por lo que la sociedad no tiene) es la
maldición del arte. El arte siempre sirve de consuelo de todas las catástrofes sociales,
de ese modo, es instrumentalizado como ideología. Esa sería la lectura burguesa más
pueril del arte: tomar la capacidad del arte de expresar lo no idéntico justamente como
un consuelo por no poder realizar la revolución en la sociedad. De todos modos, hay un
lenguaje negativo que la obra de arte es capaz de desarrollar que no se puede, de alguna
manera, desarrollar socialmente. En ese sentido, el arte puede ser verdadero aún siendo
ideología. De la misma manera que Hegel considera el arte algo serio
independientemente de que para un burgués puede ser motivo de entretenimiento (lo
mismo pasa con la filosofía), Adorno considera que el arte puede estar relacionado con
la verdad (con lo no idéntico) a pesar de ser ideología. No hay en esta condición de
ideología que tiene el arte una razón por la cual Adorno lo desvalorice. En este punto,
Adorno también es muy hegeliano, por lo menos en la medida en que puede separar los
usos sociales del arte de la relación que tiene el arte con un lenguaje verdadero. El arte,
en este sentido, puede ser verdad e ideología al mismo tiempo.
Hay una segunda respuesta posible a la pregunta de la cual partimos (me refiero a la
pregunta: ¿qué es lo que le da a la obra de arte esta capacidad de relacionarse con lo otro
de sí misma de manera negativa, cerrándose en lugar de abriéndose a la sociedad?.

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Volviendo a esta pregunta, una segunda posibilidad de respuesta está en pensar la
libertad que existe en la esfera del arte como una libertad que está en dialéctica con la
opresión que existe en la sociedad. Es decir: la libertad que tiene el arte está
relacionada de una manera compleja –no simple ni directa- con el hecho de que la
sociedad permanece en condiciones de opresión. Así como, en el caso anterior,
hablábamos de hasta qué punto Adorno es hegeliano al reconocer para el arte la
condición de verdad junto con la condición de ideología, en este punto podríamos decir
que Adorno es marxiano –muy marxiano- al advertir que en una sociedad emancipada
los hombres no necesitarían del arte. En la sociedad emancipada el arte y la filosofía no
tendrían la relación que tienen con los hombres en una sociedad no emancipada. El arte
no podría representar ese carácter de “reserva natural” que representa dentro de la
sociedad no emancipada. Es decir, el carácter verdadero que tiene el arte en una
sociedad falsa –como es la sociedad no emancipada- no podría tenerlo en una sociedad
verdadera –en la sociedad emancipada-. El arte es verdadero en una sociedad falsa: no
es que el arte es verdadero en sí. El arte porta una promesa de felicidad en la medida
que esa promesa no puede realizarse socialmente.
En condiciones históricas bajo las cuales los hombres podrían materialmente haberse
emancipado (algo que no podría suceder antes de la sociedad burguesa) y, sin embargo,
no lo hicieron (es decir, a partir de que la burguesía rompe su alianza coyuntural con el
proletariado en siglo XIX), el arte se convierte en la esfera donde reina un grado de
libertad que la sociedad no tiene. Antes de ese momento, antes de que la sociedad
burguesa se enfrentara a su propia paradoja (la paradoja de la burguesía: la de crear las
condiciones materiales para la emancipación, al mismo tiempo que se aterroriza de la
posibilidad de que realmente todos los hombres se emancipen y acaben con el orden
social que garantiza los privilegios que ella le arrebató a la aristocracia), el arte no tenía
este status de verdad: el de ser verdadero en medio de lo falso. Adorno es, si quieren
ustedes, polémicamente defensor de la autonomía de la obra de arte. Digo
“polémicamente”, porque hay algo de injusto y de artificial –también de insostenible- en
esta situación por la cual una sociedad falsa tiene un arte verdadero. En un punto, para
un materialista como Adorno, es un escándalo.
Si la sociedad deviniera verdadera (es decir, si los hombres se emanciparan de sí
mismos y de las condiciones materiales que los llevan a explotar a otros hombres), no
podemos asegurar que el arte y la filosofía desaparecería materialmente –porque, de
hecho, no lo podemos saber-, pero sí desaparecería esta posición que tienen en la

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sociedad falsa: la de ser la negación de la sociedad falsa dentro de una sociedad falsa.
No se trata, en el caso del arte, de la misma paradoja que, para Adorno, padece la
moralidad kantiana (como expresión del mundo burgués): en la sociedad en que es
necesaria (en la sociedad no emancipada) es imposible, y en la sociedad en la que sería
posible (en la sociedad emancipada) sería innecesaria. En el caso del arte, en la sociedad
no emancipada, justamente, es donde él es posible. Hay una relación entre la
irrealización de la utopía en la sociedad y la realización de la utopía en el arte que es
muy adecuada –muy cómoda, también- para la sociedad burguesa. Es “ideal para el
burgués”.

Pues la libertad absoluta en el arte, es decir, en algo particular, entra en


contradicción con la situación perenne de falta de libertad en el todo [Es decir, hay
libertad en esa parte de la sociedad -en el arte-, en la medida que hay falta de
libertad en el todo] En el todo, el lugar del arte se ha vuelto incierto. La
autonomía que el arte obtuvo tras quitarse su función cultual y sus secuelas, se
nutría de la idea de humanidad, por lo que se tambaleó cuanto menos la sociedad
se volvía humana. En el arte desaparecieron, como consecuencia de su propia ley
de movimiento, los constituyentes procedentes del ideal de humanidad, pero la
autonomía del arte es irrevocable.
[Adorno, T. W., Teoría estética, trad. J. Navarro Pérez, Obra completa, 7, Madrid,
Akal, 2004, p. 9]

Por un lado, la sociedad burguesa, para Adorno, hay que entenderla como el único
contexto en el cual el arte se puede volver autónomo. En la sociedad burguesa, de algún
modo, están dadas las condiciones para que los hombres proyecten en la sociedad la
emancipación social y no la circunscriban a una esfera donde esa posibilidad
permanecería intacta pero irrealizable. Pero la emancipación social no sucede
(pensemos, fundamentalmente, en el fracaso de la Comuna, en 1871 y en la represión a
los comuneros). Por lo tanto, se trataría de pensar esa libertad que queda irrealizada en
la sociedad e intacta en el arte como una libertad que es proporcional a la falta de
libertad (o al grado de opresión) en el todo (en la sociedad devenida un todo). Esa
libertad que reina en el arte no es una libertad que le pertenezca intrínsecamente, sino
que le pertenece a la sociedad.
Ahora bien, esa libertad reinante en el arte, en tanto prestada, en la medida que no se
realiza socialmente, tiene la posibilidad de desarrollarse no absolutamente sin
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obstáculos pero, por lo menos, con otro tipo de obstáculos que no son los que puede
tener la libertad social. Si las libertades sociales son siempre restrictas, la libertad del
arte no es irrestricta pero tiene otras restricciones que las sociales. Se trata de las
restricciones propias de la forma. La forma es la racionalidad de la obra de arte.
Hay racionalidad en la obra de arte, la racionalidad de la forma, la racionalidad de la
síntesis no coercitiva. Pero esa racionalidad no es una traducción de la racionalidad
social (que es la de la síntesis coercitiva, la del concepto). Por eso Adorno pone en
dialéctica las que considera las dos posiciones más antitéticas posibles respecto de la
obra de arte: la de la estética kantiana y la de la estética psicoanalítica. La estética
psicoanalítica pone el acento en la producción de la obra de arte y en el artista como
productor, piensa el arte como sublimación de las pulsiones socialmente reprimidas y
por una vía que es, a su vez, socialmente valorada. Por otro lado, Kant en la Crítica del
Juicio que pone el acento en el punto opuesto: la recepción. Toma, entonces, a la obra
de arte como una subclase dentro los objetos posibles de los que se predica la belleza de
acuerdo con el estado de las facultades del sujeto, por lo tanto, toma a la belleza
atribuida a la obra de arte como índice de una belleza no natural (creada por el hombre,
que radica en el arte bello como arte del genio). En su doctrina de juicio, la obra de arte
no un problema en sí mismo sino una mediación para el juicio del receptor. La belleza
depende de la satisfacción desinteresada que produce el objeto al sujeto. Por lo tanto, se
trata, al igual que en el caso de la estética psicoanalítica, de una estética subjetivista
(fundamentada en el efecto que la obra de arte produce en el sujeto, no en la obra de arte
en sí misma). Tanto en la estética psicoanalítica como en la kantiana la prioridad la tiene
el sujeto (sea el productor o el receptor), no la obra de arte. Adorno rechaza que la
estética se fundamente en el sujeto, es decir, en el problema del placer. Por más que la
estética kantiana proponga un hedonismo castrado que representa un avance respecto
del estado de la estética previo a Kant, se trata siempre de una estética que le da la
prioridad al sujeto, no al objeto.
En el primer capítulo de Teoría estética, cuando Adorno establece la dialéctica entre la
teoría del arte de Kant y la teoría del arte de Freud como las dos teorías del arte más
antitéticas posibles, empieza elogiando a la categoría del desinterés como lo
revolucionario de la Crítica del juicio. Al postular que el juicio de gusto debe ser
desinteresado, Kant pretende privar a la burguesía precisamente de aquello que la
mueve hacia los dominios del arte: el interés entendido como deseo de posesión. Por
exigir poner el placer en la representación, y no en la existencia del objeto, Adorno le

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reconoce a Kant la perspicacia para darse cuenta con qué hábitos adquiridos en otra
parte visitaban los burgueses los recintos de las bellas artes: eran los mismos hábitos
con que disfrutaban de amaneceres, puestas de sol, paisajes, jardines, hojarascas,
decoraciones de manjares, flores, caballos, melodías, edificios –recordemos que éstos
eran muchos de los ejemplos kantianos-, y la catedral de San Pedro (que Kant nunca
pudo ver en persona). Que Kant admita por igual la belleza artística y la natural es algo
que estaba a tono con la época burguesa, pero que exija desinterés del juicio estético es
algo digno, para esa misma época, de un programa revolucionario.
Dos páginas más delante de este elogio por el que Adorno pone a Kant a la vanguardia
de la burguesía, como aquel que es capaz mostrarle cómo debe comportarse frente a lo
que le produce placer estético (no confundiendo lo bello con lo agradable), el
hedonismo castrado que propone la Crítica del juicio aparece como una propuesta
reaccionaria, porque Kant se opone al interés en la existencia del objeto precisamente
cuando el burgués vislumbra en ella una promesa de felicidad –entendida como disfrute
sensual- que en la sociedad no puede cumplirse. Noten el giro dialéctico del
razonamiento adorniano: Kant, en el momento 1, es revolucionario (más revolucionario
que la burguesía, que paladea y quiere poseer o comprar lo que paladea); en el momento
2, es reaccionario (porque le pone el límite a la burguesía donde la burguesía entrevé
más libertad que en la sociedad).
Tras este giro dialéctico, en el que Kant deja de ser leído como revolucionario y pasa a
ser leído como reaccionario, es el burgués el que, con su interés en la existencia del
objeto, más allá de la mera representación de la que la Crítica del juicio le exigía
disfrutar exclusivamente por su forma, exhibe ahora un único rasgo revolucionario que
Kant intentaba enseñarle a reprimir.
En realidad, no es que Kant pasa de revolucionario a reaccionario. Kant es
revolucionario y reaccionario al mismo tiempo: son dos momentos dialécticamente
articulados de su pensamiento estético. En el extenso párrafo de casi dos páginas que
media entre el primer momento, el de Kant siendo revolucionario por pretender de la
burguesía el desinterés, y la burguesía siendo reaccionaria por moverse por interés, y el
último, el de Kant siendo reaccionario por negarle a la burguesía el disfrute corporal de
la totalidad armónica que identifica como belleza y la burguesía siendo revolucionaria
por advertir que esa armonía, como no existe en la sociedad, convierte a la belleza en
parte de un programa utópico, Adorno logra articular con determinaciones empíricas –
pensando la conducta que el burgués desarrolló en relación al arte en el siglo XVIII- lo

13
que en Dialéctica de la ilustración no era más que una tesis general y abstracta sobre la
frialdad burguesa. En Teoría estética, Adorno dice:

el burgués desea que el arte sea exuberante, y la vida, ascética: al revés sería mejor
[Adorno, T. W., Teoría estética, trad. J. Navarro Pérez, Obra completa, 7, Madrid,
Akal, 2004, p. 25]

Adorno dice de la manera más cruda posible que la burguesía encerraba un proyecto de
individuo que ella misma contribuyó a que no pudiera realizarse históricamente, porque,
de haberse realizado, habría barrido con sus propios cimientos. La libertad irrestricta
que se ganó en la esfera estética durante la era burguesa fue parte del mismo proceso
por el cual se completaba la racionalización total de la sociedad, que haría que los
hombres quedaran sometidos a un tipo de dominación cada vez más sistemática e
irresistible, encarnada finalmente, en el capitalismo avanzado, por la industria cultural.
En la dialéctica que establece Adorno al interior del pensamiento estético kantiano, no
es Kant el que deviene de revolucionario en reaccionario. No. No se trata de eso. De lo
que se trata es de cómo cambia de lado lo revolucionario y lo reaccionario en la relación
del burgués con el arte. Es decir: en el momento 1, lo revolucionario es el hedonismo
castrado de la Crítica del juicio y lo reaccionario, el burgués que paladea el arte y, en
función de eso, quiere poseerlo (porque confunde lo bello con lo agradable). En el
momento 2, lo revolucionario es lo que el burgués encuentra en el arte como utopía por
oposición a la sociedad (una plenitud sensible) y lo reaccionario, ponerle el límite al
burgués precisamente donde él encuentra algo que no existe en la sociedad y así,
advierte, a su modo, la falta de emancipación social.
Lo que Adorno rechaza de la estética kantiana y de la estética psicoanalítica es que
conciben a la estética como una disciplina que fundamenta la relación con el objeto en
el sujeto (sea en el sujeto productor o en el receptor). Lo que les importa de la obra de
arte es el tipo de placer que le da al sujeto (realizarla o contemplarla). La obra de arte,
en estas estéticas, es una mediación para el placer humano, así lo entiende Adorno. Ni
Kant ni el psicoanálisis del arte son objetivistas. Por eso, para Adorno, el placer es el
momento extra-estético de la estética. En la estética adorniana, el placer no es
considerado un problema. Pertenece a la psicología, no a la estética. Es estéticamente
irrelevante.

14
La Teoría Estética no se ocupa del problema del placer. Esta es una de las decisiones
más criticadas de la obra, sobre todo desde la estética de la recepción (me refiero a la
escuela de Constanza, sobre todo a Jauss): el hecho de poner la relación humana con la
obra de arte a través del placer como algo que no le incumbe a una teoría estética. El
problema del goce (así lo llama Adorno: el goce estético) no le incumbe a una teoría
estética.
Por la misma relación que el arte mantiene con la verdad -aun siendo socialmente usado
como ideología- el estado del receptor frente a la obra de arte no es algo que pueda ser
teorizado por la estética. Adorno es siempre muy enfático en su desprecio por la
psicología del arte. Es decir, la relación que tenga el sujeto con el arte no es algo que se
pueda teorizar en la estética. Todo subjetivismo, en estética, está equivocado. El sujeto
de la obra de arte, dice Adorno, no es ni el productor, ni el receptor de la obra de arte. El
sujeto de la obra de arte es un sujeto no existente, el sujeto emancipado, un sujeto que
aparece (como humanidad, como sujeto colectivo) en el lenguaje negativo, cifrado,
enigmático, de la obra de arte. No se trata, simplemente, de refutar la relevancia del
problema de la recepción. No se trata, solamente, de criticar el punto de vista
subjetivista, sino de salir del paradigma por el cual la cuestión del goce estético es
considerada una componente de la obra de arte.
Por lo tanto, Adorno va a oponer al hedonismo estético el postulado de la promesa de
felicidad. Esta idea de Del amor, de Stendhal, citada por Baudelaire, ya no es atribuida a
la belleza, sino a la obra de arte.

El arte desmiente a la producción en su propio beneficio; opta por una praxis


liberada del hechizo del trabajo. Promesa de felicidad no significa, simplemente,
que hasta ahora la praxis ha impedido la felicidad. El abismo entre la praxis y la
dicha lo mide la fuerza de la negatividad en la obra de arte. Seguramente, Kafka
no despierta la facultad de apetecer, pero la angustia real que responde a textos
como La metamorfosis o En la colonia penitenciaria, el shock de horror y
repugnancia que sacude a la physis tiene que ver, en tanto que defensa, más con el
apetecer que con el viejo desinterés, que Kafka y los que le siguen anulan. El
desinterés sería burdamente inadecuado a sus escritos, degradaría el arte al
mecanismo agradable o útil del Ars poética de Horacio, del que Hegel se burló.
Del desinterés se liberó, al mismo tiempo que el arte, la estética de la era idealista.
La experiencia artística es autónoma sólo donde rechaza el gusto centrado en el
disfrute.

15
[T. W., Teoría estética, trad. J. Navarro Pérez, Obra completa, 7, Madrid, Akal,
2004, p. 24]

La cuestión del goce estético no es dejada de lado por un criterio arbitrario, sino en
función de sostener la autonomía de la obra de arte. El devenir de la obra de arte del
clasicismo a la modernidad (de la lógica más parecida a la del concepto, y por eso más
coercitiva, a menos parecida al concepto y, por lo tanto, la menos coercitiva posible) no
está regido por una lógica que proviene del modo en el cual la obra de arte satisface a
los sujetos que van a su encuentro en una búsqueda de felicidad que no estaría en la
sociedad, sino por una lógica basada en la relación que la forma establece con los
materiales artísticos. La relación del arte con la verdad está pautada por el objeto, no por
el sujeto. La de Adorno es una estética materialista.
El problema de la verdad, en el marco de Teoría estética, se centra en la obra de arte
con independencia de los modos humanos de receptarla. Si bien la obra de arte, por su
enigmaticidad, demanda una interpretación, la interpretación no es lo mismo que el
disfrute. Disfrutar e interpretar una obra de arte son dos cuestiones totalmente distintas.
Una no depende de la otra. La interpretación la demanda el objeto, no el sujeto. La
interpretación es un momento de la obra de arte. El placer, no.
La interpretación no depende de que el sujeto se satisfaga, en términos de placer, con la
obra de arte. El hecho de que la obra de arte tenga cifrada en ella una promesa de
felicidad no quiere decir que esa felicidad deba ser confundida (o equiparada) con el
placer estético (ni con el placer del productor ni con el placer del receptor de la obra de
arte). En ese sentido, uno podría decir que la obra de Kafka, Joyce y Beckett (que
serían, para Adorno, los artistas canónicos de la modernidad estética) no son artistas que
hayan proyectado una obra de arte en función de otro problema que el problema de los
materiales. El artista moderno –como paradigma del artista- busca una solución al
problema de los materiales. Ese problema, que el artista resuelve, es de los materiales,
no de él. No es un problema subjetivo, sino un problema que le plantea el estado de los
materiales. Los materiales artísticos, decíamos, tienen una historia y una dialéctica
propias. Hay un estado de los lenguajes estéticos que, de alguna manera, el artista
comprende e interpreta y, al interpretarlo, puede producir una obra que lleve ese
lenguaje a un grado de negatividad mayor que el que había antes de él. Pero no se trata,
justamente, de establecer esa relación con el material a través de la mediación del

16
público y su deseo de ser satisfecho en términos de placer, sino que se trata de
establecer una relación con el material. Un artista, de acuerdo a cuál es su fecha de
nacimiento, va a encontrar en el respectivo arte, un determinado estado de los
materiales. Ese estado presente de los materiales le va a demandar algún tipo de
solución no para satisfacer al público –sea en términos de provocación o en términos de
agrado-, sino para negativizar el lenguaje artístico en función de darle expresión a lo no
idéntico (a lo que no se puede expresar en la sociedad a través del concepto).
El sujeto de la obra de arte, por eso mismo, no es el sujeto artista o el sujeto receptor,
sino un sujeto que todavía no existe: el sujeto emancipado, que no es un sujeto
individual, sino colectivo, es decir, ese sujeto es una humanidad emancipada.
El modo adorniano de pensar la obra de arte no es en términos de goce, sino en términos
de conocimiento.

A la mirada retrospectiva, el Jugendstil le parece (en palabras de Kafka) un viaje


vacío y alegre. En el poema introductorio a un ciclo de El séptimo anillo, George
no tuvo más que poner juntas las palabras Gold (oro) y Karneol (cornalina) al
invocar un bosque para poder confiar, de acuerdo con su principio de estilización,
que la elección de las palabras resultaba poética.
[T. W., Teoría estética, trad. J. Navarro Pérez, Obra completa, 7, Madrid, Akal,
2004, p. 29]

En primer lugar, lo que plantea la cita es que determinadas operaciones con los
materiales artísticos sólo se pueden hacer de acuerdo a la situación en la cual se
encuentra el artista en la historia del arte. No hay una posibilidad irrestricta de sintetizar
esos materiales a voluntad. En ese caso, se puede producir sobre los materiales una
síntesis de carácter arbitrario o violento. En determinado momento, jugar con el sonido
de las palabras produce un efecto poético. En otro determinado momento, jugar con el
sonido de las palabras produce un efecto cursi. ¿Es vanguardista o es cursi jugar con el
sonido de las palabras? Depende del momento en que se encuentre el artista frente a la
dialéctica de los materiales. Es decir, una misma operación puede producir el efecto de
lo cursi o de lo bello, pero ese efecto no es bello en sí o cursi en sí. Es más: ese es el
problema del efecto. Que los materiales artísticos se agotan. Lo que en George es un
hallazgo, una verdadera solución a un problema planteado por el material poético,
después de él, resulta reiterativo, cursi o trillado. No se trata de una decisión arbitraria.

17
De buscar el efecto por el efecto mismo. El artista moderno debe buscar una solución en
el material al problema del material. La solución al problema del material, en este
sentido, sería una solución objetiva. Debe ser una solución reclamada por el material y
no una solución impuesta gratuitamente, arbitrariamente, desde afuera, por un sujeto
que, en esa operación, se pone por encima del material, es decir, se le impone al
material. Sigo con la cita:

Seis décadas después, la elección de las palabras se vuelve reconocible como un


arreglo decorativo que no es superior a la tosca acumulación de todos los
materiales nobles posibles en el Dorian Gray de Wilde, que se parecen a los
interiores del cursi esteticismo de las tiendas de antigüedades y de las salas de
subasta y, por tanto, al odiado comercio.

[T. W., Teoría estética, op. cit., p. 29]

Si bien Adorno hace un juicio de valor negativo sobre la obra de Wilde, podríamos
pensar que cuando una solución a un problema del material se estandariza, esa solución
entra en una lógica mercantil -o de acumulación- propia de lo que en la cita se llama
“las tiendas de antigüedades”. Es algo bello por viejo, es algo bello por haber entrado en
desuso: en este sentido, sería belleza en uno de los sentidos modernos en que hablaba
Baudelaire. Ese concepto que Adorno aquí desprecia (el del tipo de esteticismo que
defiende Wilde) Susan Sontag lo reivindica con el concepto de lo camp (en el ensayo
“Notas sobre lo camp”, incluido en Contra la interpretación). Pero, en el contexto de
Teoría estética, el esteticismo wildeano, en principio, desvalorizaría la obra de arte, al
hacerla entrar en la belleza, en una belleza estandarizada, que vuelve a producir placer
cuando el objeto que la porta ha devenido “viejo” o, mejor dicho, anacrónico por el
“desuso”. Si quieren ustedes, la belleza codificada, como es la belleza de las
antigüedades, es una belleza reconocible como anacrónica, incluso por el período en el
cual se puede fechar la obra. A su vez, el objeto ha entrado en la lógica mercantil por su
belleza, ha aumentado su valor por ser viejo. El objeto se embellece, paradójicamente,
en la medida en que pierde artisticidad. Eso es lo que Adorno descalifica de Wilde y,
por interpósita persona, de Sontag, su contemporánea, en la defensa de lo camp. Lo
repetido, lo trillado, lo codificado, propio de ciertos objetos artísticos del pasado, se
embellecería en pos de perder su artisticidad. Nos podría gustar algo que reboza

18
anacronismo y antigüedad, justamente, porque reboza anacronismo y antigüedad. Está
expuesta en su vejez la solución al material. Se trataría de una solución ya conocida a un
problema que el material tuvo y que ya no tiene. Sigo:

De una manera análoga, Schönberg anotó que Chopin lo tuvo muy fácil, ya que le
bastó con emplear la tonalidad (por entonces no gastada todavía) de fa sostenido
mayor para conseguir algo bello. Por lo demás, con la diferencia desde el punto de
vista de la filosofía de la historia de que en los primeros tiempos del romanticismo
musical materiales como las tonalidades inusuales de Chopin irradiaban aún algo
de la fuerza de lo inexplorado, que en el lenguaje de 1900 ya se había depravado
en lo selecto.
[T. W., Teoría estética, op. cit., p. 29]

Adorno dice aquí, al inicio del segundo capítulo de Teoría Estética, titulado
“Situación”, cuál es la clave de este planteo sobre la dialéctica de los materiales: la
fuerza de lo inexplorado. Es decir, los materiales demandan una exploración y, una vez
que son explorados y se han desarrollado todas sus posibilidades, esos materiales se
agotan. En este sentido, no hay un material estético, para Adorno, que sea un material
estético que se pueda eternizar. El material estético es, justamente, algo que se agota.
Por la misma razón que algo no puede ser nuevo dos veces, tampoco puede ser moderno
dos veces. De alguna manera, como esta es una estética objetivista, materialista,
centrada en la obra de arte, que toma como paradigma para pensar el problema de la
obra de arte a la obra de arte moderna, lo que revela la obra de arte moderna es el
carácter perentorio del material. Los materiales se pueden explorar hasta un
determinado límite y después, se agotan.
Al material artístico, el artista ya lo encuentra previamente trabajado, no lo encuentra
nunca en estado virgen. Alguien que, en el siglo XX (que es el siglo de la modernidad
estética de Teoría estética) escribe literatura en lengua inglesa, por ejemplo, no tiene
solamente, al escribir, una relación con la lengua inglesa, en su carácter de lengua
materna. Ese escritor encuentra la lengua literaria, de acuerdo al año en que se encuentre
escribiendo, en el estado en que la ha dejado el Ulises de Joyce. El material (en este
caso, la palabra) está trastocado y transformado por, por ejemplo, la escritura de Joyce
o de Beckett. El estado del material literario con que se encuentra alguien que va a
escribir una novela después que se ha escrito el Ulises es de mayor negatividad que

19
antes de la publicación de esta obra. El escritor nuevo, entonces, tiene que cargar con el
peso del estado de la lengua literaria en el estado en el cual Joyce lo ha dejado. En todo
caso, puede ignorar ese estado y actuar como si nunca hubiera sido escrita la obra, pero
el estado presente de la lengua va a ser ése. Ciertos experimentos, ciertas pruebas y
ciertos forzamientos con la lengua ya se han hecho y la lengua ha quedado alterada por
ese trabajo (me refiero, claro, a la lengua literaria). El material, en términos de la
modernidad estética, es el que dicta, de acuerdo a su estado presente, las formas
posibles que el artista puede explorar. Termino el párrafo:

Lo que sucedió a sus palabras y a su yuxtaposición o a sus tonalidades, afectó


inevitablemente al concepto tradicional de lo poético como algo superior,
consagrado. La poesía se ha retirado a lo que se entrega sin reservas al proceso
de desilusionamiento que consume el concepto de lo poético; en esto consiste la
irresistibilidad de la obra de Beckett.
[T. W., Teoría estética, op. cit., p. 29]

De alguna manera, el efecto de lo poético se produce por el desilusionamiento respecto


del efecto de lo poético. Por no confiar en lo que to davía podía confiar George es que se
puede llevar el estado de la lengua poética un poco más allá respecto de él. En la medida
en que el lenguaje poético se vacía de toda posibilidad de belleza –de belleza en el
sentido de la musicalidad a la palabra-, la palabra puede volver a ser, nuevamente,
musical (“musical” en el sentido beckettiano del término, digamos). Pero la palabra no
va a volver a ser “musical” por proponerse ser “musical” en el sentido que ya es
musical. Esa repetición de una fórmula consagrada produce el efecto de lo trillado,
justamente, por borrar ese estado de desilusión en lo poético. La desilusión de lo poético
es aquello en lo cual pasa a consistir lo poético después de Beckett. En este sentido,
Beckett es, para Adorno, “el” artista de la modernidad estética en su versión del siglo
XX.
En Teoría estética (que, de haberla podido publicar Adorno en vida, se sabe, habría
estado dedicada a Beckett) hay una idea de que la modernidad es todavía una vía
abierta. Por eso cerramos la última unidad sobre la modernidad estética (la Unidad III)
con Adorno, pues fue la última vez que, en el siglo XX, se pensó a la modernidad como
algo todavía en curso y no como algo sido. Adorno tiene nulas expectativas respecto de
aquel presente del arte que (a fines de la década de 1960) era el de la modernidad

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estética: el pop, el arte conceptual, el arte de los medios. Sobre todo con el arte
conceptual, que es lo más criticado como trasfondo de Teoría Estética. Digo “como
trasfondo” porque más que una crítica explícita lo que uno encuentra es una crítica
implícita, sobre todo en el primer apartado del primer capítulo de la obra: “La pérdida
de obviedad [o de evidencia: Selbstverständlichkeit] del arte”.
Hay que pensar, claro, que Teoría Estética es contemporánea del pop y del arte
conceptual. Adorno, sin embargo, no está teorizando las novedades de su tiempo. Piensa
el arte presente ya consagrado (Beckett o Paul Celan, Schönberg o Alban Berg) antes
que lo presente en vías de consagración (el pop, el conceptualismo, el happening: todo
lo que Sontag considera en Contra la interpretación como el arte no necesitado de
interpretación). Es también una crítica habitual señalar que en Teoría Estética Adorno
toma el modernismo como si fuera algo vital y no algo academizado, porque,
verdaderamente, en la década del sesenta el arte moderno está completamente
academizado (tanto en la poesía, como en la literatura, el teatro, la música y la plástica).
El arte que está vivo y en eclosión es el del pop y el conceptualismo. Teoría Estética es,
de alguna manera, con su confianza en un carácter inoxidable de la autonomía del arte,
el fin de la teorización de la modernidad estética. Más que estar teorizando lo que está
vivo, Adorno está teorizando lo que está muriendo. Es el búho de Minerva hegeliano
aplicado al arte.
Después del recreo vamos a ver cómo en el capítulo VII de Teoría estética hay una
tensión entre la materialidad de la obra de arte y su requerimiento de hermeneusis, su
requerimiento de interpretación. Vamos a hacer ahora la transición del problema de la
expresión al problema de la interpretación. El problema de la expresión es el problema
del capítulo anterior (el capítulo VI).

-----------------------------------------RECREO-----------------------------------------

Bueno, vamos a trabajar ahora con el capítulo VII de Teoría estética y después con un
apartado de la tercera parte de Dialéctica Negativa. Les había dicho que en esta segunda
parte de la clase íbamos a plantear la tensión entre la materialidad de la obra de arte y su
requerimiento de hermeneusis. No es que la obra de arte sea un mero enigma porque en
ella alguien ha puesto un acertijo, algo a adivinar (en ese caso, la verdad estaría oculta
en la obra de arte y habría que desocultarla), sino que la obra de arte es algo que,

21
estructuralmente, intrínsecamente, constituye un enigma. Independientemente de que se
cumpla (de que alguien cumpla) con este requerimiento de interpretación, el enigma
permanece. La interpretación no es algo que venga a la obra de arte para eliminar el
enigma. Al interpretar el enigma, justamente, el enigma permanece. El carácter abierto
que tiene la obra de arte lo tiene porque permanece en esta condición enigmática.
Partiendo de este problema (de la tensión entre materialidad y hermeneusis) vamos a
desarrollar el problema de la espiritualización, el de la compresión y el de la
interpretación. Tenemos que pensar la interpretación como un componente de la obra de
arte. La interpretación no es algo que puede suceder o no, sino que es algo requerido por
la obra de arte, es uno de sus componentes.
En la página 161-162 de Teoría estética, se van a encontrar con los componentes de la
obra de arte: el componente mimético y el racional.

La estética no ha de entender las obras de arte como objetos hermenéuticos; en la


situación actual, lo que habría que entender es su incomprensibilidad. Lo que se
dejó vender sin resistencia como cliché al slogan de lo absurdo habría que
recuperarlo mediante una teoría que pensara su verdad. No se puede separar de
la espiritualización de las obras de arte como su contrapunto; es, en palabras de
Hegel, su éter, el espíritu mismo en su omnipresencia, no es intensión del enigma.
Pues en tanto que tal negación del espíritu dominador de la naturaleza, el espíritu
de las obras de arte no se presenta como espíritu.
[T. W., Teoría estética, op. cit., pp. 161-162]

En primera instancia, la característica que tiene la espiritualización de la obra de arte es


que lo que en ella es espíritu no se presenta como espíritu. El principio del espíritu está
relacionado con el hecho de que la obra de arte es algo que tiene alguna forma. Es decir,
en principio, la espiritualidad sería lo opuesto a la materialidad, pero lo que condiciona
o le da forma a esa materialidad. No podemos entender la materialidad de la obra de arte
sin una espiritualidad. Aún cuando fuera la forma más general posible. Aunque
utilizáramos el criterio más general de la forma, en relación a un lenguaje artístico, la
materialidad de la obra de arte ya tiene algún principio de forma. No es que la forma es
algo que le sea completamente exterior, como si le fuera impuesta. No obstante, en tanto
hay una negación del tipo de síntesis violenta (propia del concepto), en primera
instancia, esa materialidad –ya con algún principio de forma- no tiene una interpretación

22
que se presente en ningún caso como obvia. Por lo menos si es una obra de arte. Si fuera
enteramente obvia la interpretación uno diría de esa obra de arte que es un cliché. Podría
pasar que la obra esté enteramente entregada al cliché y, en ese sentido, no sea obra de
arte. Ahora bien, en principio, la obra de arte, en tanto materialidad, tiene un principio
de espiritualidad. Lo que va a hacer Adorno en el párrafo siguiente es pensar el
componente opuesto al de la espiritualidad como si fuera algo que deducimos de la
espiritualidad, aun cuando, ontológicamente, es anterior (me refiero a que el
componente mimético es ontológicamente anterior al componente racional, en tanto el
componente racional no puede configurarse sino a partir del componente mimético. De
todas maneras, el componente mimético no puede existir ni por sí sólo ni fuera de la
obra de arte).
Desde el punto de vista expositivo, el problema del componente mimético aparece en
segunda instancia respecto del componente espiritual. Como si fuera más fácil entender
que la obra esté en un estado de forma que el hecho de que provenga de un proceso
natural que le es previo (ontológicamente y temporalmente). En cierto sentido, lo
mimético no podría definirse como el momento “natural” de la obra de arte, sino como
el momento pre-espiritual. Adorno dice que, en el arte, la mímesis es lo pre-espiritual,
lo contrario al espíritu y a aquello en lo que el espíritu se inflama.

En las obras de arte, el espíritu se ha convertido en su principio constructivo, pero


sólo satisface a su telos donde se alza desde lo que hay que construir desde los
impulsos miméticos, donde se amolda a ellos en vez de imponerse a ellos.

[T. W., Teoría estética, op. cit., p. 162]

Acá tenemos algo que nos permitiría entender mejor el concepto de espiritualización.
Me refiero a pensar que la obra de arte responde a una forma, precisamente, porque hay
un principio constructivo en ella. El material es explorado en función de algún problema
que se le presenta al artista. Ahora bien, una vez que empieza esa exploración, el artista
tiene que tomar decisiones. Pero en la medida en que hay decisiones, se va
circunscribiendo la forma, va siguiendo algún principio constructivo. La obra va del
caos al orden, pero, en la medida que la obra es una obra de arte, ya tiene algún
principio de forma. El principio constructivo puede ir de lo muy general a lo más
particularizado. Pero la obra de arte parte de una situación pre-espiritual que en el

23
momento de la interpretación, muchas veces, no la podemos deducir en primera
instancia. ¿Cuál es el momento pre-espiritual del que ha salido la obra de arte? Aquello
que no es en ella, precisamente, forma.
El principio constructivo procede como si se orientara a un telos. No obstante, ese telos
no está predeterminado. Recién en la obra terminada yo podría, relativamente, entender
cuál es ese telos. Pero, en principio, antes de que ese telos se haya consumado en la
obra, no es algo que el artista decide imponérselo como un a priori. Podría llegar a él
por algún tipo de deriva, pero siempre siguiendo un principio constructivo.

Solo esto es la participación de la obra de arte en la reconciliación. La


racionalidad de las obras de arte se convierte en espíritu sólo en la medida en que
desaparece en lo contrapuesto polarmente a ella.

[T. W., Teoría estética, op. cit., p. 162]

La racionalidad, justamente, es el modo en el cual Adorno llama también a la


espiritualización (espíritu, forma, espiritualización, racionalización, etc…). En esta
parte de la obra, “racionalidad” y “espiritualización” ya están usados prácticamente
como sinónimos. De alguna manera, la presencia de ese principio racional en la obra de
arte hace pensar en un momento de participación de la obra de arte en la reconciliación.
En un punto, la obra descansa en un determinado estado, como si ese estado fuera el
último, el cumplimiento de su telos. Ahora bien ¿cómo puede saber el artista cuál es el
telos que él persigue en la obra de arte? El artista no puede realizar la obra como si
tuviera, en sentido platónico, la idea en la mente y, después, la idea pasara de su mente
al material sensible, tal como si se tratara de una mera traducción de lo que es de orden
espiritual a lo que es de orden material. De lo que se trata es de explorar el material con
formas que, quizás, se van corrigiendo sobre el material mismo. Es decir, la forma no
está predada, no está dada de antemano. Surge en dialéctica con el material. Alguien
puede partir de un boceto y terminar en algo que no tiene nada que ver con ese boceto.
Para pensar el momento mimético, se trata de pensar cómo sería el estado de la obra
cuando la obra no es todavía obra. Pero ese momento sólo puede pensarse a partir de
que la obra es, justamente, obra. Lo mimético, como momento pre-espiritual, es ese
momento de oscuridad, de improvisación, que, ni bien entra en relación con el principio
opuesto (la forma, la racionalidad) se convierte en algo de índole “espiritual”. La obra,

24
antes de ser realizada, es pura posibilidad. Ni bien empieza a ser realizada, justamente,
va agotando las posibilidades de forma, en la medida en que las va dejando de lado
algunas y tomando en consideración otras. Es el material el que se muestra más (o
menos) plástico a las sucesivas formas. De este proceso de gestación de la obra, quizás
no quede absolutamente nada y se trate de un mero ensayo fallido pero, en principio, el
elemento mimético es difícil de ponerlo como punto de partida para entender la obra de
arte, como si existiera efectivamente antes de que la obra entre en la forma. Lo mimético
y lo no mimético o, mejor dicho, lo no espiritual y lo espiritual, sólo existen como
momentos de la obra de arte en tanto están en dialéctica. Si pienso la obra de arte desde
la perspectiva de la interpretación, es muy difícil que pueda determinar cómo es la obra
de arte sin el principio constructivo, pues este principio, en la medida en forma parte de
una obra de arte, es algo abstraído a partir de la obra de arte consumada. La obra
aparece como la consumación de algo pre-espiritual que sólo puede reconocerse como
tal a partir de un resultado que es de índole espiritual.
La divergencia entre lo constructivo y lo mimético, dice Adorno, que ninguna obra de
arte puede solucionar y es algo así como el pecado original del espíritu estético, tiene su
correlato en el elemento de lo estúpido y payaso que incluso las obras más significativas
llevan en sí. Forma parte de su significado que las obras de arte no maquillen este
elemento.
De poder existir en estado puro, la mímesis mantendría lo múltiple en su multiplicidad
originaria. Pero no puede existir en estado puro, porque a lo largo del proceso de
racionalización de la sociedad, lo que sobrevivió de la mímesis sólo sobrevivió en el
arte, y el arte no puede existir fuera de la sociedad, aunque sea su negación.
El principio mimético parece ser, contra el principio constructivo, un principio que
tiende a ser devorado por el otro. Una vez que el principio constructivo ha consumado
la obra, el principio mimético debería desaparecer. Sin embargo, Adorno reconoce que
hay una huella de esa tensión entre los dos elementos. Por otro lado, reconoce también
que hay una disparidad entre ellos. La obra de arte es, aún consumada, algo que tiene
una huella de su origen. Esta huella es la presencia de lo lúdico o de lo estúpido en ella.
En toda obra de arte se consuma algo que, hasta cierto punto, cualquiera podría hacerlo,
y sin embargo, nadie lo habría hecho hasta ese momento. Como si toda obra de arte, en
el fondo, fuera siempre algo estúpido: una mera mezcla de colores o una mera mezcla
de palabras; no obstante, esos colores o esas palabras aparecen combinados de un modo
que parece único, no como se los combina en el lenguaje habitual.

25
Lo que tiene la obra de arte, en última instancia, de estupidez, lo tiene por no poder
prescindir de algo de ese carácter lúdico que hay en ella. Alguien procedió
rigurosamente y tomó decisiones a lo largo de un proceso que, en su comienzo, era
lúdico. Pero, ni la obra de arte puede quedar en la instancia de lo lúdico –en el momento
de lo estúpido- ni tampoco puede ser la plasmación de una idea que el artista tiene, en su
mente, terminada antes de hacerla. Es una tensión entre esos dos elementos que incluso
pueden sobreentenderse en la obra terminada.

La insatisfacción con cualquier variante del clasicismo se debe a que el clasicismo


reprime este momento.

[T. W., Teoría estética, op. cit., pp. 162-163]

El tipo de síntesis más parecida, en el arte, a la síntesis propia de concepto sería la del
clasicismo. Hay alguna forma preconcebida que el artista, justamente, se ocupa de
variarla, de buscar posibilidades en ella que no hayan sido exploradas. No obstante, el
momento mimético, en ningún otro tipo de arte (para Adorno) está más reprimido que
en el clasicismo.

Con la espiritualización del arte en nombre de la mayoría de edad, esto estúpido


queda acentuado tanto más bruscamente; cuanto más se parece su propia
estructura (debido a su coherencia) a una estructura lógica, tanto más claramente
la diferencia de esta logicidad respecto de la que impera afuera se convierte en la
parodia de esta. En cuanto más racional es la obra de acuerdo con su constitución
formal, tanto más estúpida de acuerdo con la medida de la razón en la realidad

[T. W., Teoría estética, op. cit., p. 163]

El elemento estúpido es un elemento constitutivo de la obra de arte. Ahora bien, el


hecho de que la obra de arte responda a algún tipo de estructura lógica que la precede
(que es lo que sucede con el clasicismo), en un punto, la hace mucho más estúpida, en la
medida en que parodia una forma predada. Es como si, paradójicamente, donde no
debería haber juego es precisamente donde hay más juego, porque de lo que se trata es
de encontrar variaciones del modelo, usos no repetidos de un programa estético
prestablecido. Cualquier persona que conozca los principios realizativos de este arte, en

26
el caso del clasicismo, estaría en condiciones de hacer la obra. Por eso mismo, el que la
hace tiene que buscar la variación como un fin en sí mismo. Sigo con la cita en el punto
en que la dejé:

Sin embargo, su estupidez es una parte del juicio sobre esa racionalidad; sobre el
hecho de que en la praxis social esa racionalidad se ha convertido en un fin en sí
mismo, en lo irracional y erróneo, en los medios para los fines.

[T. W., Teoría estética, op. cit., p. 163]

Paradójicamente, cuando la racionalidad de una obra de arte es una racionalidad lo más


parecida posible a la racionalidad social (racionalidad que, como un fin en sí mismo, se
ha vuelto irracional), la obra es más estúpida. Nosotros partimos de que lo lúdico era lo
estúpido, ahora vemos que lo racional es lo estúpido. En el medio ha acontecido un giro
dialéctico. Lo estúpido, en el momento 1, era el momento irracional de la obra de arte.
En el momento 2, lo racional es lo estúpido. Lo que toda obra de arte tiene de estupidez,
en la obra que, de alguna manera, imprime a los materiales artísticos la misma síntesis
que es propia de la racionalidad social es, precisamente, la obra más estúpida de todas.
Al principio de esta dialéctica sucedía lo contrario: parecía que el elemento estúpido era
el que respondía no a la racionalidad sino a lo mimético como lo prerracional. Cuando,
justamente, un tipo de obra de arte pretende no tener un elemento lúdico, ahí es donde
se revela la estupidez absoluta.

Lo estúpido en el arte, que las personas sin musa captan mejor que quienes viven
ingenuamente en él, y el disparate de la racionalidad absolutizada, se acusan
recíprocamente. Por lo demás, la felicidad, el sexo, visto desde el reino de la práctica
autoconservadora, también tiene eso estúpido, a lo que puede aludir maliciosamente
quien no es impulsado por él. La estupidez es el residuo mimético de arte.

[T. W., Teoría estética, op. cit., p. 163]

Independientemente de que lo estúpido esté, en principio, del lado de lo mimético y,


luego, del lado de lo racional, lo que verdaderamente caracteriza a una obra de arte es
tener, justamente, algo de estupidez como su residuo mimético. Aún la obra más
racional posible, donde el elemento mimético menos incidencia debería haber tenido,

27
para ser una obra de arte, algo en ella debe corresponder a la presencia de este elemento.
Aún el artista clasicista ha procedido de acuerdo con cierto principio que no es
enteramente racional, si no, la obra sería mecánica, y, en ese sentido, no sería una obra
de arte. En ese caso, lo estúpido sería el juego de las variaciones por el juego mismo:
variar para no cansar al público, pensando con una lógica que es la misma de la
sociedad, la de la racionalidad total. El juego de las variaciones sería un juego
mecánico.
De todas maneras, Adorno cuando piensa en una obra de arte enteramente racional, no
está pensando solamente en el clasicismo: también está pensando en cierto tipo de
experiencias del arte más contemporáneo en el cual, justamente, se busca lo automático.
Hay una búsqueda de lo automático, de lo maquinal y de la no incidencia de un
principio correctivo humano. En cualquier caso, por racional que la obra de arte
pretenda ser, siempre habría, en lo que la obra tiene de estúpido, un residuo de lo
mimético. Como si eso la hiciera, en un punto, impenetrable, enigmática, aun cuando
pretendería no serlo. Si no fuera así, no sería una obra de arte.

Ese momento (el momento mimético), que es un residuo, algo no impregnado por
la forma, algo bárbaro, se convierte en el arte en algo malo mientras la obra de
arte no lo configure. [T. W., Teoría estética, op. cit., p. 163]

Encontramos aquí, nuevamente, un giro dialéctico. El elemento que, en principio, estaba


del lado de lo mimético y que era el principio de lo estúpido, después estaba del lado de
lo racional, y finalmente veíamos que toda obra de arte lo tiene como residuo de lo
mimético. La obra que se pretendía más racional, en este sentido, era la más estúpida.
Ahora lo que vemos es que, en la medida en que una obra de arte busca ser enteramente
mimética (permanecer en esa instancia de lo no regulado por la forma, de lo lúdico en
sí) corre el riesgo de volverse “mala”, es decir, de no ser una obra de arte. En esta
concepción de la modernidad estética, no hay obra de arte mala (ni obra de arte menor,
ni obra de arte fallida, ni obra de arte falsa). Por lo tanto, la obra de arte mala no es una
obra de arte.
Lo mimético per se se volvería lo malo en el arte. Se trataría de aquellas obras de arte
que quedarían en una situación de infantilidad, de garabato, de algo previo a la obra de
arte, como si eso fuera la obra de arte. Partimos de lo espiritual en este capítulo (el
capítulo VII): no podemos pensar la obra de arte sin la forma. Se partió de la

28
espiritualización y lo mimético aparece como lo pre-espiritual, no al revés. En ese
sentido, lo mimético sería también algo barbárico en la obra de arte, lo que hunde a la
obra de arte en la naturaleza y al artista, en lo inconsciente.

Si ese momento queda en lo pueril [si lo mimético no entra en la forma deviene


pueril] y se deja cultivar en tanto que tal, ya no hay freno hasta el calculado fun de
la industria cultural. [T. W., Teoría estética, op. cit., p. 163]

El hecho de que la obra quedara en esa instancia, lejos de dejarla del lado de aquellas
cosas que no pueden venderse, la pondría en la lógica de la industria cultural. Es puro
juego, es pura diversión, es pura estupidez, es puro infantilismo y puerilidad. La obra
enteramente mimética (de ser posible) al igual que la obra enteramente racional (de ser
posible) son imitaciones o reproducciones (involuntarias) de la lógica social vigente.

El arte implica en su concepto lo kitsch, con el aspecto social de que, obligado a


sublimar ese momento, el arte presupone un privilegio educativo y una situación
clasista; a cambio, recibe el castigo del fun. [T. W., Teoría estética, op. cit., p.
163]

Es muy difícil que cuando hacemos un análisis de los componentes de la obra de arte no
aparezca esta situación que vimos en el primer capítulo, que tiene que ver con que el
arte compensa, que haga de ideología, por lo que la sociedad no es. En la medida,
incluso, en que requiere de la división social del trabajo, es decir, en la medida en que
requiere que una porción de la sociedad trabaje para que la otra no trabaje y que esa
situación -que es la de mayor privilegio en el sistema de clases (la situación de no
trabajar)- sea castigada con la obligación (para el que no trabaja) de compensar con el
arte al que trabaja. Llenar el tiempo de ocio de los que trabajan cuando no trabajan -y no
precisamente de los trabajadores que están en una fábrica, sino de los que tienen lo que
acá llama Adorno el privilegio educativo- es el castigo del arte. El momento estúpido,
como lo kitsch del arte, debe ser sublimado también en nombre de cumplir con esta
expectativa social de que el arte sea elevado para poder, así, compensar a los hombres
de lo que la sociedad no es.

29
Sin embargo, los momentos estúpidos de las obras de arte son los más cercanos a
sus capas no intencionales y, por tanto, también a su misterio en las grandes
obras. [T. W., Teoría estética, op. cit., p. 163]

El momento estúpido, aún en la gran obra de arte, está precisamente relacionado con
algo que es un estrato no intencional. La obra de arte, aunque pretenda ser enteramente
racional, enteramente programada, aunque pretenda que la forma agote el material y no
quede nada librado al azar, a lo involuntario, hay un estrato, que tiene que ver con lo
que la obra tiene de estúpido, un estrato que no puede ser del todo controlado por el
artista, porque tiene que ver con algo no intencional (y ese es el misterio de toda obra de
arte). La obra de arte no es simplemente el programa de quien la ha realizado, sino que
tiene un componente que permanecería oscuro tanto al autor como al intérprete de la
obra de arte. Ese componente, al volver enigmática a la obra de arte, es el que demanda
la interpretación y, al mismo tiempo, el que hace que no pueda ser nunca enteramente
satisfecha.

En el elemento payaso, el arte se acuerda consoladoramente de la prehistoria en el


mundo animal. Los antropoides en el zoo hacen juntos algo que se parece a los
actos de los payasos. El acuerdo de los niños con los payasos es un acuerdo con el
arte que los adultos les expulsan, igual que el acuerdo con los animales. El género
humano no ha tenido tanto éxito en la represión de su semejanza con los animales
como para no poder reconocerla de repente y verse inundado por la dicha: el
lenguaje de los niños pequeños y de los animales es el mismo. En la semejanza de
los payasos con los animales se inflama la semejanza de los monos con los seres
humanos. La constelación animal-loco-payaso es una de las capas fundamentales
del arte. [T. W., Teoría estética, op. cit., pp. 163-164]

Con esta frase Adorno cierra el párrafo titulado “Lo mimético y lo estúpido” del
capítulo “Carácter enigmático, contenido de verdad, metafísica” (el capítulo VII de
Teoría estética) y, al mismo tiempo, cierra así la dialéctica que estuvimos viendo
respecto de lo estúpido. Hay algo que excede a la propia dialéctica, de la que puede ser
consciente el artista, entre lo intencional-no intencional, entre lo programático-no
programático, y tiene que ver con una regresión a lo prehistórico que realiza el sujeto de
la obra de arte, un sujeto que no es ni el receptor ni el productor de la obra de arte, en la
medida en que la obra de arte supone un tipo de lenguaje que no es hablado por los seres

30
humanos. Ese lenguaje excede al artista; no exactamente el trabajo que hace el artista
con un lenguaje artístico dado. Se trataría de una capa más profunda de la obra de arte,
por la cual se descubre que el sujeto que se expresa en la obra de arte no es ni el artista
ni el receptor. Es un sujeto que no está emancipado en la sociedad y sí está emancipado
en la obra de arte, pero que no está emancipado en la sociedad no sólo en tanto en la
sociedad no ha sucedido la revolución (con lo cual solo puede expresarse como sujeto
emancipado en la obra de arte), sino también en el sentido de que ese sujeto no existente
en la sociedad y existente en el lenguaje de la obra de arte habla en un lenguaje
negativo, es decir, no comunicativo. Ese sujeto, que habla en un lenguaje negativo en la
obra de arte, es un sujeto que pertenece a la prehistoria de la subjetividad. Por lo tanto,
es un sujeto que le recuerda al sujeto lo que era el hombre en la naturaleza, antes de ser
sujeto, cuando convivía con la diferencia, no con la identidad (esa identidad que es la
que sustenta la lógica del dominio, la que le imprime siempre a la cosa la síntesis
coercitiva propia del concepto). Decir que en la obra de arte se expresa en lenguaje
negativo un sujeto que todavía no existe es como decir que la obra de arte es hablada
por un sujeto hoy inexistente, pero que existió en la prehistoria del sujeto. Se trataría –
en lenguaje benjaminiano- del sujeto de la sociedad sin clases, es decir –en lenguaje
adorniano- el sujeto que no tiene con la naturaleza una relación de dominio. Pero es un
sujeto que, por otro lado, habla un lenguaje que los hombres han olvidado y que se
parece al lenguaje de los niños o de los monos antropoides.

Que las obras de arte digan algo y al mismo tiempo lo oculten es el carácter
enigmático desde el punto de vista del lenguaje. [T. W., Teoría estética, op. cit., p.
164]

Ninguna obra de arte, si es una obra de arte, podría ser enteramente expresiva, en el
sentido de presentarse como portadora de un enigma que pueda ser interpretado de una
vez y para siempre, de manera tal que el receptor interprete el enigma y la obra quede
esclarecida.

Ese carácter parece un payas; se vuelve invisible cuando está en las obras de arte
y participa en ellas; si uno se sale de ellas, si rompe el contrato con su nexo de
inmanencia [Immanenzzusammenhang], ese carácter se vuelve como un espíritu.
[T. W., Teoría estética, op. cit., p. 164]

31
Acá la palabra que utiliza Adorno para nexo de inmanencia se podría traducir como
estructura o coherencia interna. El momento en el cual puede aparecer el elemento de
lo estúpido en la obra de arte es cuando uno se sale de la lógica de la “suspensión de la
incredulidad” que requiere la obra de arte. Como cuando uno se extraña de la presunta
artisticidad del objeto que tiene delante y lo ve como lo que es: una mera cosa sin
sentido. En ese punto, la relación de quien frecuenta habitualmente el círculo del arte
con la obra de arte particular se parecería más que nunca a la que tienen con ella las
personas ajenas al arte. La palabra que usa Adorno para las personas ajenas al arte es
Kunstfremden: personas que no frecuenta exposiciones, museos, conciertos, etc… y que
no conocen, por eso, los códigos del círculo del arte (el traductor español traduce esta
palabra por “personas sin musa”, pero prefiero “personas ajenas al arte”, que se ajusta
más, incluso, a la etimología de la palabra en alemán). Para el que interpreta –parece
querer decir Adorno- siempre existe un instante en el que la obra de arte se presenta ante
él como si fuera una estupidez, algo que no tiene sentido, una gratuidad absoluta. No es
un momento que aparezca como efecto de la ignorancia, sino todo lo contrario: aparece
en la medida en que todos los que tienen algún tipo de relación de conocimiento previo
con las obras de arte experimentan la obra de arte ante la cual están por primera vez
como si fuera un sinsentido, un enigma sin solución, pero, al mismo tiempo y por eso
mismo, una estupidez absoluta, una magna burla a la buena voluntad del interpretador .
La posibilidad de que la obra de arte en un momento se presente así tiene que ver con
algo que ella es intrínsecamente: enigma. Por eso dice Adorno:

Es imposible explicar a esas personas [a los verdaderamente “ajenos al arte”] qué


es el arte. No podrían integrar el conocimiento intelectual en su experiencia viva.
[T. W., Teoría estética, op. cit., p. 165]

Adorno hace una reflexión sobre cómo sería una persona ajena al arte: sería una
persona en la cual el principio de realidad también opera en su comportamiento estético.
Lo que caracterizaría a la ajenidad con el arte es, precisamente, un predominio absoluto
del principio de realidad. Se trata del hecho de no poder establecer ese acuerdo tácito
por el cual convenimos que las obras de arte son objetos que no los podemos juzgar con

32
los mismos criterios con que juzgamos el resto de los objetos, porque no tienen un valor
de uso.

La persona que no entiende se hace preguntas como ¿por qué se imita algo?, ¿por
qué se cuenta como si fuera real algo que no es verdad y simplemente deforma la
realidad? [T. W., Teoría estética, op. cit., p. 165]

¿Qué es lo que pasa con esta pregunta? Por un lado, no hay una respuesta erudita
posible que convenza a quien plantea preguntas de este grado de radicalidad, en la
medida en que tienen no una radicalidad filosófica, sino una radicalidad propia de la
ignorancia absoluta de cuáles son los alcances estrictos de la pregunta (como es el caso
de las preguntas infantiles). Por otro lado, aun cuando se quiera convencer al que
pregunta (y el que pregunta quiera ser convencido), ¿cómo se le responde a alguien que
pregunta “por qué se imita algo” diciendo algo que no sea una generalidad vacía? Esa
pregunta es el tipo de pregunta que quien frecuenta el medio de las artes no le puede
responder a quien no lo frecuenta. Adorno va a eliminar de la estética el problema de
cuál es el origen del arte. La pregunta ¿por qué hay arte? o ¿de dónde viene el arte? es
una pregunta que, para Adorno, no se puede ni se debe responder.

Cuanto mejor se comprende una obra de arte, tanto más deja de ser un enigma en
una dimensión, pero tanto menos se esclarece su enigma constitutivo. [T. W.,
Teoría estética, op. cit., p. 166]

La comprensión es uno de los momentos constitutivos de la obra de arte. Comprensión e


interpretación son dos momentos distintos, complementarios, e igualmente necesarios
de la obra de arte. Así como el placer estético no es para Adorno un momento de la obra
de arte, la comprensión y la interpretación sí lo son. La comprensión implica dilucidar
el principio constructivo de la obra de arte. Ahora bien, encontrar cuál es el principio
constructivo de la obra de arte, en lugar de hacer desaparecer el enigma de la obra de
arte, lo que hace es hacerlo aparecer. Hay algo de la obra de arte que se puede
comprender, pero, por eso mismo, hay algo de la obra de arte que necesita ser
interpretado. La interpretación siempre es filosófica, mientras que la comprensión
siempre es una instancia intermedia entre lo técnico y lo filosófico. Con la palabra
“técnica” me refiero aquí a cómo ha sido realizada la obra y, en ese sentido, a la

33
posibilidad de volver a ejecutarla. Alguien puede analizar una obra de arte y
comprender cómo ha sido hecha, desde el punto de vista técnico, esa obra. Ahora bien,
eso no es lo mismo que interpretarla. La interpretación es un trabajo filosófico.

El enigma vuelve a relucir en la experiencia artística más penetrante. Si una obra


de arte se abre por completo, alcanza su figura interrogativa y hace necesaria la
reflexión; entonces, se aleja y al final vuelve a saltar la pregunta ¿qué es? a quien
ya se siente seguro. El carácter enigmático se conoce como constitutivo donde
falta: ninguna obra de arte se revela a la consideración y el pensamiento sin
restos. [T. W., Teoría estética, op. cit., p. 166]

El carácter enigmático, entonces, no es algo que convierte a la obra de arte en una cosa
que el pensamiento o la reflexión pueden agotarla. Si una obra de arte se agotara en la
comprensión, entonces, la obra de arte no sería una obra de arte verdadera, sino una
obra de arte menor. Recordemos que dijimos que para Adorno no hay obra de arte
menor ni falsa. Si algo es una obra de arte, no puede ser una obra de arte “mala”. Esto es
parte del canon de la modernidad estética para el siglo XX. Cuando Adorno dice que el
enigma de la obra de arte siempre permanece intacto significa que hasta la obra que ha
entrado en la tradición y, por eso, parece haber perdido toda su enigmaticidad, sigue no
obstante siendo enigmática. Todas las obras de arte de todas las épocas (Adorno pone el
caso de las vasijas etruscas, cuyas raíces estarían hundidas en los rituales de una cultura
por entonces desconocida), en tanto se presentan como obras de arte, tienen intacto su
respectivo enigma. En este sentido, la cantidad de bibliotecas que se llenen con la
interpretación filosófica de las obras de arte producidas a lo largo de la historia no
significa que ya no haya más nada para decir de la obra de arte porque ha cesado su
enigma, sino todo lo contrario El enigma de una obra de arte que ha entrado en la
tradición está todavía ahí: en todo caso, lo que podría agotarse, por un tiempo, es el
deseo de interpretarla.

En la obra de arte se transforma hasta el juicio. Las obras de arte son análogas a
éste en tanto que síntesis. Sin embargo, en las obras de arte, la síntesis carece de
juicio. No se podría decir de ninguna qué juzga. Ninguna es un mensaje. [T. W.,
Teoría estética, op. cit., p. 168]

34
Adorno retoma la idea del juicio que trabajamos en la Unidad I, sobre todo. Pero para
decir que no hay síntesis, en la obra de arte, como la que hay en el juicio. Hay síntesis
sin juicio, en lugar de síntesis como juicio (la síntesis como juicio tendría la forma: “S
es P”, digamos). Hay algo en la obra de arte que es del orden de lo sintético (así como
hay un elemento sintético en el juicio). Pero lo que se sintetiza no se sintetiza con el
modelo del concepto. Adorno insiste en que la obra de arte es algo que no puede ser
reducido al juicio, como si ella tuviera un mensaje del tipo: “Esto es aquello” (“S es
P”), “Esto quiere decir aquello”. No sólo porque la síntesis propia de la obra de arte no
es la propia del juicio, sino también por el hecho de que, en tanto enigmática, la obra de
arte no se traducir enteramente a otro lenguaje. La obra de arte demanda interpretación
porque tiene un enigma que se debe a su componente enigmático, pero resulta
finalmente interpretable por el otro componente, el componente racional. En un juicio
puedo explicar lo que la obra de arte es, pero esa explicación en ningún caso agota lo
que la obra es (como si el juicio fuera el mensaje de la obra: “esto es esto” o hiciera
desaparecer el enigma: ¡Ah, era eso lo que quería decir!).

En la página 170 aparece la idea de enigma asociada a la idea de escritura. Es decir, lo


que muestra la presencia del enigma en la obra de arte es el hecho de que la obra de arte,
en última instancia, es una escritura jeroglífica. La obra de arte es un jeroglífico cuyo
código se ha perdido y por eso no es legible exclusivamente en los términos de la
comprensión: requiere de la interpretación como una interpretación filosófica. La
hermeneusis es el momento filosófico de la obra de arte. La reflexividad que tiene
implícita la obra de arte requiere de interpretación filosófica. De todos modos, no existe
ninguna interpretación filosófica que, por ser tal, agote el enigma de la obra de arte.
Siempre queda abierto el enigma de la obra de arte para la filosofía.

Esta categoría de la modernidad arroja luz sobre el pasado; todas las obras de
arte son escrituras, no sólo las que se presentan como tales; son escrituras
jeroglíficas cuyo código se ha perdido y a cuyo contenido contribuye,
precisamente, la falta de un código. Las obras de arte son lenguaje sólo en tanto
escritura. [T. W., Teoría estética, op. cit., p. 170]

35
En este pasaje queda un poco más en claro de qué se trata el lenguaje mimético (no
comunicativo) de la obra de arte. Como si el lenguaje fuera ya un lenguaje cifrado
porque hay una escritura y esa misma escritura es en sí misma jeroglífica. Aun cuando
la comprensión revele el principio constructivo de la obra de arte (con lo cual el
lenguaje de la obra de arte nunca puede ser completamente indescifrable), lo que la obra
de arte tiene siempre de escritura jeroglífica reclama algo más que la comprensión. En
la medida en que algo se puede interpretar, es porque algo queda sin comprender. La
compresión no lo agota. La interpretación, se ve después, tampoco. Aun sabiendo todo
respecto del artista, del período y el movimiento al que pertenece, de su formación y sus
influencias, todo lo que ha dicho él en primera persona sobre la factura de la obra, en
toda gran obra de arte hay algo de escritura jeroglífica que no se puede traducir, porque,
justamente, el código que permitiría la traducción se ha perdido. En la medida que la
síntesis propia del concepto es la síntesis de la identidad, el tipo de lenguaje propio de la
obra de arte es un lenguaje no conceptual, un lenguaje mimético, y la posibilidad de
traducirlo es siempre insuficiente porque ese lenguaje mimético que se hablaba en el
reino de lo no-idéntico, en la naturaleza, los hombres ya no lo hablan. Al abandonar la
naturaleza han perdido el código para descifrar los lenguajes prehistóricos. De todos
modos, como la utopía funciona como recuerdo, ese lenguaje podrían volver a hablarlo
los hombres emancipados. Por el momento, sólo lo habla el sujeto de la obra de arte (un
sujeto colectivo, inexistente, que se expresa en el lenguaje negativo de la obra de arte
moderna). En este sentido, el lenguaje mimético es enigmático tanto porque ya no se
habla como porque todavía no se habla.

Aunque ninguna [obra de arte] sea un juicio, cada una contiene momentos que
proceden del juicio, verdaderos o falsos. Pero la respuesta oculta y determinada
de las obras de arte no se manifiesta a la interpretación de golpe, como una nueva
inmediatez, sino a través de las mediaciones, tanto las de las disciplinas de las
obras como las del pensamiento, de la filosofía. El carácter enigmático sobrevive a
la interpretación que obtiene la respuesta. [T. W., Teoría estética, op. cit., p. 170]

Aun cuando a ese lenguaje mimético se lo traduce en el momento de la comprensión y


en el momento de la interpretación, el enigma sobrevive. Ninguna interpretación agotará
el enigma de una obra arte, de ser ésta una obra de arte.

36
En Dialéctica negativa, en el punto dos, del tercer modelo de la tercera parte (el modelo
dedicado a la metafísica), Adorno hace una reflexión respecto del lugar que tiene el arte
dentro de la cultura que sirve de algún modo para enmarcar los problemas que hemos
visto dentro de Teoría estética. En ese punto, retoma el final de un ensayo suyo de
1955, “Crítica cultural y sociedad”, a partir del cual se había malentendido que él
habría querido decir que “no se puede escribir un poema después de Auschwitz” (algo
que Adorno nunca dijo ni escribió, pero que suele repetirse como si lo hubiera dicho,
muchas veces porque no se conoce el texto donde lo habría dicho). Leo primero el final
del ensayo “Crítica cultural y sociedad”, publicado en el libro homónimo. Y luego
vemos cómo lo retoma en Dialéctica negativa.

Cuanto más total es la sociedad tanto más cosificado está el espíritu y tanto más
paradójico es su intento de liberarse por sí mismo de la cosificación. Hasta la más
afilada conciencia del peligro puede degenerar en cháchara. La crítica cultural se
encuentra frente al último escalón de la dialéctica entre cultura y barbarie. Luego
de lo que pasó en el campo de Auschwitz es cosa barbárica escribir un poema y
este hecho corroe, incluso el conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy
imposible escribir poesía. El espíritu crítico, si se queda en sí mismo, en
autosatisfecha contemplación, no es capaz de enfrentarse con la absoluta
cosificación que tuvo entre sus presupuestos el progreso del espíritu, pero que hoy
se dispone a desangrarlo totalmente.
[Adorno, T. W., “Crítica cultural y sociedad”, en Crítica cultural y sociedad, trad.
Manuel Sacristán, Barcelona, Ariel, 3ª. ed., 1973, p. 230]

No es que escribir un poema después de Auschwitz sea un acto barbárico porque la


poesía debería llamarse a silencio a modo de un acto de contrición (como si Adorno
creyera que el acto de escribir un poema fuera un acto reconciliador con la cultura, un
acto afirmativo por sí mismo), sino algo más radical, dialécticamente más radical:
escribir después de Auschwitz es un acto barbárico porque es un acto que no se puede
evitar, ése es el problema.
En Dialéctica negativa, publicada en 1966, once años después, Adorno retoma el final
del ensayo “Crítica cultural y sociedad”, para establecer la relación entre cultura y
barbarie como una relación constitutiva de una cultura que ha sido regida por la
metafísica de la identidad.

37
El individuo es ya en su libertad formal tan disponible y sustituible como lo fue luego
bajo las patadas de sus liquidadores. Pero desde el momento en que el individuo vive
en un mundo cuya ley es el provecho individual universal y, por lo tanto, no posee más
que este yo convertido en indiferente, la realización de la tendencia desde antiguo
familiar es a la vez lo más espantoso. Nada puede sacarle de este espanto, como
tampoco la alambrada electrificada que rodeaba el campo de concentración. La
perpetuación del sufrimiento tiene tanto derecho a expresarse como el torturado a
gritar; de ahí que quizá haya sido falso decir que después de Auschwitz ya no se puede
escribir poemas. Lo que, en cambio, no es falso es la cuestión menos cultural de si se
puede seguir viviendo después de Auschwitz, de si le estará totalmente permitido al que
escapó casualmente teniendo de suyo que haber sido asesinado. Su supervivencia
requeriría ya la frialdad, el principio fundamental de la subjetividad burguesa, sin el
que Auschwitz no habría sido posible.

[Adorno, T. W., Dialéctica negativa, trad. J. Ripalda, Madrid, Taurus, 4ª


reimpresión, 1992, parte III: Meditaciones sobre la metafísica, 1. “Después de
Auschwitz”, pp. 362-363]

La metafísica, en Occidente, ha estado fusionada con la cultura. Justamente, lo que


revela Auschwitz es la imposibilidad de disociar la cultura de la barbarie dentro de una
metafísica que es la metafísica de la identidad. Como si el principio de aniquilación de
los hombres estuviera escrito ya de antemano en la metafísica con la cual esos hombres
constituyen la relación con las cosas: la metafísica de la identidad. Como si el principio
de cosificación que les es aplicado radicalmente a los hombres en el campo de
concentración no fuera otro que el principio mismo de identidad con el que ellos
subordinan las cosas a sus conceptos. Como si en la lógica del campo de concentración
se hubiera aplicado sobre ciertos hombres una lógica de la identidad que ya estaba
probada para la relación con la naturaleza. Entonces, en ese sentido, la relación que
guarda la cultura con la barbarie -el poema con Auschwitz- es una relación que
demanda del espíritu crítico, para poder asimilar la dialéctica en la que conviven esos
términos que parecen ser opuestos. La dialéctica entre cultura y barbarie es constitutiva
de una cultura que está fusionada con la metafísica de la identidad, sólo que en
Auschwitz se hace clara y distinta, porque ha llegado a su consumación total.

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El genocidio homogeiniza a los muertos a la vez que revela hasta qué punto todos los
hombres –y no sólo los que mueren- están homogeneizados por algún rasgo común que
los convertiría en exterminables.

El que en los campos de concentración no sólo muriese el individuo, sino el ejemplar de


una especie, tiene que afectar también a la muerte de los que escaparon a esa medida

[Adorno, T. W., Dialéctica negativa, trad. J. Ripalda, Madrid, Taurus, 4ª


reimpresión, 1992, parte III: Meditaciones sobre la metafísica, 1. “Después de
Auschwitz”, p. 362]

Lo que puede llevar a la muerte a cualquier mortal es la portación de lo idéntico, no la


de lo particular. La diferencia con otro hombre, lo que lo haría particular, es lo que
permite “identificarlo”. Lo convierte en una especie. Convertido en una especie (judío,
homosexual, gitano, eslavo), la diferencia de ese hombre puede ser subsumida bajo la
universalidad del concepto. Y por pertenecer a esa especie se lo puede condenar a
muerte. Así se descubre que todo lo que existe tiene su propio grado de “generalidad”,
una generalidad que se hace visible, en cada caso, para quien la estigmatiza. El
genocidio, en última instancia, es esa incapacidad radical de hacer diferencias,
precisamente por no verlas, por no poder encontrarlas ni aún buscándolas.
En Dialéctica negativa Adorno levanta la apuesta respecto de lo dicho en el ensayo
“Crítica cultural y sociedad”. El problema es la vida –cómo ha seguido la vida- después
de Auschwitz. Adorno cuenta el caso de un sobreviviente de Auschwitz que, cansado
del pesimismo de los que nunca estuvieron en un campo de concentración, pero
escribían como si lo hubieran estado, dijo que Beckett habría escrito de otra manera, en
caso de haber sobrevivido a un campo de concentración. Tomando este comentario
como si estuviera dirigido a él, Adorno le da la razón al sobreviviente: si Beckett
hubiera estado en Auschwitz, o habría enloquecido o se habría vuelto un optimista, pero
en cualquiera de los dos casos ya no sería Beckett. Pero lo que a Adorno le hace pensar
que Beckett merece la dedicatoria (que no llegó a escribir) de Teoría estética es
justamente lo contrario de aquello sobre lo que ironiza el sobreviviente de Auschwitz
mencionado en Dialéctica negativa: en Beckett lo que aparece como un campo de
concentración es la vida después de Auschwitz.

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Beckett ha reaccionado a la situación del campo de concentración de la única manera
en que es honesto hacerlo: nunca lo nombra, como si pesara sobre él la prohibición de
representarlo. Lo que es, es como el campo de concentración. Él habló una vez de la
pena de muerte de por vida. La única esperanza que despierta es la de que no haya
nada más

[Theodor W. Adorno, Negative Dialektik, en: Gesammelte Schriften, hg. von R.


Tiedemann, unter Mitwirkung von G. Adorno, S. Buck-Morss und K. Schultz, Band 6,
Frankfurt/M, Suhrkamp, 1997, p. 373. Traducción propia]

Terminamos aquí la Unidad III y nos vemos una vez que terminen la Unidad IV con el
profesor Fernández. Buenas tardes.

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