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Índice
Prólogo
Presentación
Nota aclaratoria
3
2.5.3. Motivación de los delincuentes para cambiar
2.6. Relación terapéutica
2.6.1. Infractores participantes en un tratamiento
2.6.2. El terapeuta que trabaja con delincuentes
2.6.3. El proceso terapéutico
Resumen
4
II. TÉCNICAS DE TRATAMIENTO
5.1. ¿Por qué es importante que los delincuentes aprendan nuevas habilidades y
hábitos?
5.2. Técnicas para desarrollar conductas
5.2.1. Reforzamiento
5.2.2. Moldeamiento o reforzamiento por aproximaciones sucesivas
5.2.3. Encadenamiento de conducta
5.3. Técnicas para reducir conductas
5.3.1. Extinción de conducta
5.3.2. Enseñanza de comportamientos alternativos
5.3.3. Prescindir del castigo
5.4. Sistemas de organización estimular y de contingencias
5.4.1. Control de estímulos
5.4.2. Programas de reforzamiento
5.4.3. Programas ambientales de contingencias
5.4.4. Contratos conductuales
5.5. Técnicas de condicionamiento encubierto
5.5.1. Sensibilización encubierta
5.5.2. Autorreforzamiento encubierto
5.5.3. Modelado encubierto
5.6. Modelado de conducta
5.6.1. Programas de reforzamiento y modelado: el modelo familia educadora
5.7. Entrenamiento en habilidades sociales (EHS)
5.7.1. Programa de habilidades de tiempo libre
5.7.2. Programa de entrenamiento en habilidades de crianza de los hijos
5.8. Programas multifacéticos para el tratamiento de toxicómanos
5.8.1. Comunidades terapéuticas
5.8.2. Programa tipo con toxicómanos en las prisiones canadienses
5.8.3. Programa con internos drogodependientes en las prisiones españolas
Resumen
5
6.6. Perspectivas constructivistas
6.7. El programa razonamiento y rehabilitación-revisado (RyR): perspectiva
internacional y aplicación en españa
6.8. El tratamiento de los delincuentes sexuales
6.8.1. Panorama internacional del tratamiento
6.8.2. Tratamientos en España: adultos y jóvenes
Resumen
7.1. ¿Por qué es importante la regulación emocional para prevenir las conductas
violentas y delictivas?
7.2. Regulación emocional de la ansiedad
7.2.1. Desensibilización sistemática
7.2.2. Exposición
7.3. Inoculación de estrés
7.4. Tratamiento de la ira
7.5. Entrenamiento para reemplazar la agresión (programa art) con delincuentes
juveniles
7.6. El tratamiento de los agresores de sus parejas
7.6.1. Perspectiva internacional sobre el tratamiento de maltratadores
7.6.2. Programas en España
Resumen
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Resumen
7
11. Investigación de la efectividad: reincidencia y desistimiento delictivo
Referencias bibliográficas
Créditos
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A quienes trabajan con dedicación y esperanza por la
rehabilitación y la reinserción social.
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Prólogo
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prisiones sean en general el marco ideal para tratar a los delincuentes, ni que
constituyan un lugar conveniente para muchas de las personas que son ingresadas
actualmente en ellas; y ni siquiera que las prácticas de encarcelamiento actuales sean el
mejor modo posible con el que podrían contar las sociedades para defenderse de la
delincuencia (p. 285). En síntesis, en discrepancia abierta con la corriente de opinión
más popular, considero que debería encarcelarse a menos personas y durante menos
tiempo (p. 286).
Redondo considera que este uso masivo de la privación de la libertad es anticuado,
injusto, en la medida en que supone desproporcionados períodos de encarcelamiento, y
además ineficaz. La sociedad debería progresar hacia sistemas más civilizados y
comunitarios de control de la delincuencia. Ello permitiría que muchos de los
delincuentes menos violentos y peligrosos fueran controlados y tratados mediante
servicios comunitarios adecuados (evitando así los efectos perjudiciales del
encarcelamiento), reservando las penas de prisión para aquellos delincuentes más
violentos y persistentes.
A partir de diferentes puntos de vista sobre una realidad como esta, es lógico que se
establezcan distintos objetivos y, en consecuencia, se orienten hacia soluciones dispares.
Pero no debería darse el mismo valor a cualquier punto de vista; la preparación y el
conocimiento de la realidad deberían ser un aval o un criterio de referencia, frente a
ideas estereotipadas o elucubraciones.
El que la hace la paga es sin duda uno de los puntos de vista adoptados, quizá uno de
los más defendidos y que podría subyacer a las abultadas cifras de reclusos existentes en
nuestro país, aquí señaladas. Otros tratan de explicar la conducta delictiva, incluso a
veces justificarla, considerándola una consecuencia o producto de factores externos al
propio delincuente (familiares, sociales, económicos...). La actuación, por tanto, no debe
dirigirse al delincuente, sino a las condiciones o factores que parecen «determinar» o
«facilitar» sus conductas. Para otros, la explicación del delito se centra en que los
delincuentes tienen algunas características personales (factores de personalidad,
anomalías biológicas, hábitos arraigados o trastornos mentales...) que les «hacen»
delinquir, características difícilmente modificables, por lo que recluir a estas personas
parece un procedimiento conveniente para defender de ellas a las demás personas.
Pero más que un debate filosófico o de intuiciones personales, parece necesario un
debate fuertemente apoyado en el conocimiento empírico de la realidad. Así se destacan
opiniones más especializadas, como las de Akers y Sellers (2013), que precisan que en el
aprendizaje del comportamiento delictivo intervienen cuatro mecanismos
interrelacionados: 1) la asociación diferencial con personas que muestran hábitos y
actitudes delictivos, 2) la adquisición de definiciones favorables al delito, 3) el
reforzamiento diferencial de los comportamientos delictivos, y 4) la imitación de
modelos prodelictivos.
En este marco especializado destaca el Modelo del triple riesgo delictivo (TRD)
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propuesto por el autor (Redondo, 2008, 2015). Según este modelo, el comportamiento
delictivo depende de tres grandes grupos de factores: a) los riesgos personales que
puede mostrar cada persona; b) las carencias de apoyo prosocial que puede haber
experimentado, y c) las oportunidades delictivas a las que se ve expuesto. Dada esta
heterogeneidad de factores, el tratamiento del comportamiento delictivo debe tener como
objetivo modificar o manejar estos tres factores. Por el contrario, un tratamiento, aun el
mejor imaginable, que se dirija a modificar solo parte de estos factores (tradicionalmente
han sido los elementos personales), difícilmente podrá tener éxito en la reducción del
riesgo delictivo.
En consecuencia, el objetivo a lograr con los delincuentes será reducir las conductas
delictivas, garantizar a los ciudadanos un entorno más seguro y mejorar su calidad de
vida. De acuerdo con esa idea, la vigente legislación española señala que las
instituciones penitenciarias tienen como «fin primordial la reeducación y reinserción
social de los sentenciados a penas y medidas penales privativas de libertad, así como la
retención y custodia de detenidos, presos y penados» (Ley General Penitenciaria, 1979,
art. 1). Algo similar recogen las normas penitenciarias europeas.
Tratando de precisar más, se puede señalar que los objetivos preferentes del
tratamiento de los delincuentes son sus necesidades criminógenas, o factores de riesgo
que guardan relación directa con sus actividades y rutinas delictivas. En esta dirección,
Andrews y Bonta (2016) destacan ocho grandes factores de riesgo: 1) historia previa de
comportamiento antisocial; 2) rasgos y factores de personalidad antisocial; 3)
cogniciones antisociales; 4) vinculación a personas y grupos antisociales, y carencia o
escasez de vínculos prosociales; 5) problemas familiares; 6) problemas educativos, de
formación laboral y de inestabilidad en el empleo; 7) falta de actividades de ocio
positivo, y 8) abuso de sustancias tóxicas.
Fijado el objetivo, las elucubraciones deben ceder el campo a los datos, a la ciencia:
¿Qué hace que se reduzcan las conductas delictivas? La obra señala una clara respuesta:
un punto fundamental para lograr la reducción de la delincuencia es conseguir que los
delincuentes se rehabiliten socialmente, incorporándose de forma definitiva en nuestra
sociedad. También señala la importancia de establecer objetivos realistas, y por tanto
alcanzables, en la reducción del delito o de la reincidencia en él. No es esperable
eliminar la delincuencia, ni siquiera reducirla de forma drástica, pero deben establecerse
objetivos realistas, como reducir un 15 por 100 las tasas de reincidencia. Sin duda sería
deseable poder conseguir reducciones más importantes, pero avanzar con los pies en la
tierra, con objetivos alcanzables, es una manera más segura de proceder.
El paso siguiente es identificar los procedimientos adecuados para conseguir estos
objetivos. ¿Qué hacer? ¿Por qué? ¿Qué procedimientos se han mostrado adecuados para
reducir qué delitos y en qué condiciones? Para ello se hace imprescindible analizar qué
dicen los resultados de la investigación sobre los programas de intervención con
delincuentes y la reducción de las conductas delictivas. Afortunadamente, la
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investigación sobre este tema ha avanzado de forma importante. Los resultados son
inequívocos, y la cantidad de programas implantados en el ámbito de la recuperación de
delincuentes que han tenido éxito son muchos. Es de destacar en esta dirección la
aportación de países como Canadá o el Reino Unido, aunque también en España se han
aplicado programas de tratamiento psicológico de especial relevancia y éxito. Entre ellos
están los desarrollados por el autor de esta obra, que con frecuencia han sido, además de
eficaces, pioneros.
La conclusión que aporta la presente obra es clara: los tratamientos psicológicos están
entre los procedimientos más eficaces en la actualidad para reducir el riesgo delictivo de
los delincuentes. Estos tratamientos, cuyos objetivos suelen ser mejorar sus
competencias y su disposición para la vida social, y reducir sus carencias personales más
relacionadas con la comisión de delitos, suelen incluir educación y entrenamiento en
habilidades de comunicación, en rutinas prosociales, en control de ira y en el desarrollo
de valores no violentos. Por el contrario, un sistema penal puro, basado
fundamentalmente en el castigo, puede incapacitar temporalmente a los delincuentes
pero no disminuir su riesgo delictivo futuro.
Identificados los programas y directrices de actuación que se han mostrado
empíricamente eficaces para reducir las conductas delictivas, será importante presentar
estos programas de forma precisa y pormenorizada. De esta forma, los profesionales de
la psicología, y de otras disciplinas implicadas en este objetivo de la reducción de la
delincuencia y de la reinserción social de los delincuentes, pueden aplicarlos en su
quehacer profesional para así obtener los mejores resultados posibles.
A partir de este punto se desarrolla la parte fundamental de la obra. Se expone de
forma práctica y se precisa cuáles son los tratamientos, empíricamente soportados, que
se han mostrado más eficaces para la modificación de los comportamientos delictivos de
los delincuentes. Es más, como el propio autor señala, no basta conformarse con
establecer cuáles son los tratamientos eficaces; es importante también identificar los
procesos que subyacen a su eficacia, aunque, justo es reconocerlo, en los momentos
actuales muchas de las explicaciones sobre los procesos subyacentes sean todavía
hipótesis que necesitan ser comprobadas.
Esta exposición de los programas se estructura de acuerdo a cuatro categorías: a)
enseñanza de nuevas habilidades y hábitos, b) desarrollo y reestructuración del
pensamiento, c) regulación emocional y control de la ira y d) prevención de recaídas y
terapias contextuales.
He de confesar que ha sido un placer poder disfrutar con la lectura y estudio de una
obra como la presente. Primero, porque me ha aportado, en cantidad y calidad,
información sobre un campo no fácil de conocer y en el que con demasiada frecuencia
prima la opinión sobre la ciencia. Segundo, y más importante, porque me ha abierto los
ojos, me ha permitido «tener una nueva opinión» sobre una realidad a la que con
frecuencia se presta poca atención. Finalmente, por el «soplo de esperanza» que supone.
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Realmente se ha hecho mucho y bien, y se pueden hacer cosas mejores. El trabajo,
callado en muchos casos, de los profesionales que trabajan con los delincuentes ha
conseguido resultados muy positivos, y la línea adoptada garantiza que se seguirá
avanzando en esta dirección. La ciencia ha llegado a esta área de la actuación humana,
desbancando a la superstición o a la elucubración. Sin duda estamos de enhorabuena.
La obra que puede considerarse «precursora» de esta, Manual para el tratamiento
psicológico de los delincuentes (Redondo, 2008), ha supuesto un hito en este ámbito y
un paso adelante muy importante en el tratamiento de los delincuentes. Esta nueva obra,
casi una década después, con una estructura mejorada, y también muy actualizada,
enriquece de manera considerable la anterior, a la vez que pone de relieve, si no una
nueva realidad, sí una realidad muy cambiada y con nuevos e interesantes retos a los que
responder. El análisis de la realidad actual y las propuestas de solución que el profesor
Redondo incorpora en esta obra forman ya parte de esta respuesta sobre cómo actuar
profesionalmente en la recuperación de los delincuentes.
Aunque la obra cuenta con muchos aspectos destacables, entre los que sobresale una
información exhaustiva y actualizada, lo más importante de todo es que cuenta con la
inteligencia, la capacidad y la experiencia práctica de su autor, sin duda uno de los
profesionales más destacados en el ámbito de los tratamientos de delincuentes en
España. Su trabajo en esta área se ha desarrollado a muy diversos niveles, tanto a pie de
obra, aplicando personalmente los programas de intervención, como a niveles directivos,
diseñando y estableciendo programas de intervención, o incluso orientando políticas
generales de actuación penitenciara, sin olvidar una labor más académica regida por la
utilización del método científico como referencia constante.
El resultado ha sido esta obra, dirigida a todos los profesionales que trabajan con los
delincuentes, bien en centros penitenciarios o de justicia juvenil, o bien en ámbitos
alternativos, no solo en tareas de reducción de las conductas delictivas, sino también en
la prevención de su aparición o de recaídas. Asimismo, será una obra de referencia
obligada para los estudiantes que se forman para trabajar en este campo, en especial para
los estudiantes de criminología, una nueva área que, en gran parte también debido a los
esfuerzos del autor de esta obra, está comenzando a incorporarse al quehacer
universitario.
Sería también un logro, nada pequeño, que fuera consultada y sirviera de referencia a
nuestros representantes políticos, de forma que las directrices sobre la actuación con los
delincuentes se guiaran más por los conocimientos científicos que por opiniones
personales o pretendidamente morales. No dudo que, para dirigir la actuación en estos
ámbitos, su profesionalidad y trabajo por el bien común les llevará a su lectura y estudio.
De hecho, una parte importante de las experiencias y programas incluidos en esta obra se
han desarrollado o están desarrollándose ya en España.
Pero, a pesar de que se ha avanzado bastante, queda mucho camino por recorrer. Es
hora de aunar esfuerzos por parte de todos los estamentos implicados, pues la realidad es
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compleja y las soluciones deben abarcar ámbitos, realidades y personas muy variadas.
Disponer de una obra como esta sin duda hará más fácil esta labor a todos.
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Presentación
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modificado y recreado para proteger las identidades de las personas a las que hacen
referencia.
Los tratamientos aplicados con delincuentes pueden ser clasificados y organizados, al
menos, de tres formas diferentes: la primera, en función del tipo de técnicas de
tratamiento utilizadas y de sus objetivos; la segunda, según las tipologías de los
delincuentes tratados (jóvenes, delincuentes violentos, agresores sexuales, etcétera), y la
tercera, en base a los contextos de aplicación de los tratamientos (en la comunidad, en
centros juveniles, en prisiones o bien en unidades especializadas). Ninguno de estos
sistemas de clasificación de los tratamientos excluye a los restantes, sino que todos ellos
se solapan en diversos grados. Como estructura general, a la hora de describir los
tratamientos se comienza aquí por priorizar la primera clasificación aludida, presentando
las diversas técnicas de tratamiento utilizadas y sus objetivos preferentes, y de forma
intercalada, o en capítulos posteriores, se presta también atención a sus aplicaciones con
distintas tipologías de delincuentes y en diferentes contextos.
El libro se estructura en tres partes.
La parte I, Conceptos y procesos del tratamiento, abarca los capítulos 1 a 4. El
capítulo 1 describe las principales manifestaciones del comportamiento delictivo y qué
papel puede jugar el tratamiento en la reducción del riesgo criminal futuro. El capítulo 2
presenta los principales modelos psicológicos sobre el comportamiento humano, y define
los conceptos de cambio terapéutico y de relación terapéutica. El capítulo 3 resume las
vigentes teorías sobre rehabilitación de los delincuentes (fundamento de los programas
de tratamiento), con especial atención a la interrelación existente, al concebir y aplicar
un tratamiento, entre conductas y hábitos delictivos, cogniciones antisociales y
emociones descontroladas. Al final de esta primera parte, el capítulo 4 muestra los
instrumentos de evaluación útiles para conocer con precisión las necesidades
criminógenas de los sujetos que van a recibir un tratamiento y el modo de transformar
dichas necesidades en objetivos de un programa específico.
La parte II, Técnicas de tratamiento, incluye los capítulos 5 a 8. El capítulo 5 recoge,
a modo de «partículas elementales» del tratamiento, las técnicas psicológicas útiles para
enseñar nuevas habilidades y hábitos de comportamiento, tales como reforzamiento,
moldeamiento, programas ambientales de contingencias, contratos conductuales,
condicionamiento encubierto, modelado y entrenamiento en habilidades sociales;
también se presentan algunos programas multifacéticos con delincuentes adictos a
drogas. El capítulo 6 hace referencia a las técnicas que se dirigen al desarrollo del
pensamiento de los delincuentes, tales como la reestructuración cognitiva, la solución de
problemas interpersonales, las técnicas de autocontrol y el desarrollo de valores; para
finalizar el capítulo se describen los programas multifacéticos Razonamiento y
Rehabilitación y los tratamientos de delincuentes sexuales. El capítulo 7 se ocupa de
aquellas técnicas que resultan especialmente útiles para ayudar a los delincuentes a
regular mejor sus estados emocionales, y en particular a controlar las explosiones de ira
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que a menudo les han llevado a agredir a otras personas, tales como la inoculación de
estrés, el tratamiento de la ira y el entrenamiento para reemplazar la agresión; al final
del capítulo se resumen los tratamientos de los agresores de sus parejas. El capítulo 8 se
refiere al problema de las recaídas y la reincidencia delictiva, y presenta diversas
técnicas psicológicas que pueden servir para mantener los logros terapéuticos y prevenir
la reincidencia; este capítulo también incorpora las nuevas terapias contextuales o de
tercera generación, que han comenzado a ser utilizadas también con los delincuentes.
La parte III, Tratamientos en instituciones y efectividad general, consta de los
capítulos 9 a 11. El capítulo 9 se dirige a las intervenciones terapéuticas con infractores
juveniles. Para ello se presentan, en primer lugar, las cifras de delincuencia juvenil y los
principales factores de riesgo asociados a la conducta infractora de los menores, y en
segundo término diversas intervenciones y programas aplicados en las familias, la
comunidad y la justicia juvenil. El capítulo 10 se dedica al tratamiento en las prisiones y
repasa las peculiaridades de ese contexto —en el que se desarrollan muchos de los
programas con delincuentes— y las normativas internacionales al respecto. También se
ejemplifican los tratamientos aplicados en Canadá, en diversos países europeos, entre
ellos España, y los instrumentos de predicción de riesgo. Por último, el capítulo 11 se
ocupa de la cuestión de la efectividad de los tratamientos, inicialmente por lo que se
refiere a la reducción de las tasas de reincidencia de los grupos de delincuentes tratados
(a partir de múltiples metaanálisis sobre miles de programas aplicados con distintas
categorías de delincuentes en diversos países), finalizando el capítulo con el análisis de
la doble contribución necesaria para favorecer el desistimiento delictivo: la voluntad de
cambio personal de los delincuentes, a la vez que la imprescindible responsabilidad y
apoyo social a este respecto.
Esta obra es deudora tanto de las experiencias prácticas que he adquirido a lo largo de
más de treinta años, en contacto con múltiples profesionales y colegas que trabajan con
delincuentes juveniles o adultos, como del estudio y análisis científico constante del
comportamiento antisocial y su tratamiento. Si miro hacia atrás, tendría que expresar mi
agradecimiento a innumerables colegas y amigos, entre los que se cuentan profesores e
investigadores, psicólogos, juristas, criminólogos, educadores, trabajadores sociales,
personal penitenciario, de justicia juvenil, etcétera. Pero como una mención exhaustiva
es imposible, representaré a todos ellos mostrando mi gratitud a aquellos con quienes
más experiencias profesionales o académicas he compartido en materias de evaluación y
tratamiento de delincuentes durante los últimos años, o que directamente me han
ayudado con diversas tareas de búsqueda y sistematización de información para poder
finalizar este libro: Vicente Garrido, Antonio Andrés, Enrique Echeburúa, Ana Martínez-
Catena, Marta Gil, Sònia González, Florencia Pozuelo, Alfredo Ruiz, Carles Soler, Jordi
Camps, Marian Martínez y Luis González Cieza. Agradezco especialmente a Àgata
Mangot su ayuda generosa, eficacísima y decisiva.
Por último, quiero expresar mi más sincero reconocimiento al profesor Francisco
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Labrador por su magnífico prólogo a este nuevo libro, así como a Inmaculada Jorge y
Ediciones Pirámide por su acogida editorial, su paciencia con la larga espera de
preparación del manuscrito y su exquisito trabajo de edición.
Llegados a este punto, solo me resta confiar que el lector encuentre interesante y útil
esta obra.
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Nota aclaratoria: sobre los términos
«tratamiento», «intervención», «programa»,
«terapia» y «terapeuta»
Todos estos términos, unos de origen más clínico y otros más generales, forman parte
de la terminología internacionalmente aceptada y utilizada en el campo de la
intervención terapéutica con delincuentes, y por ello se emplearán a lo largo de esta obra
con habitualidad y de forma a menudo intercambiable. Lo anterior no presupone en
absoluto que se parta aquí de un modelo médico o clínico de la delincuencia,
interpretándola como una enfermedad o patología de base principalmente orgánica, y
menos aún la aceptación de una connotación «siniestra» de tales términos (todavía no
infrecuente, aunque cada vez menos, en el imaginario de algunos críticos del tratamiento
de los delincuentes) que implique la manipulación malévola de los delincuentes con
métodos y finalidades aviesas (la clásica película La naranja mecánica, de Stanley
Kubrick, es uno de los ejemplos siniestros tradicionalmente más aducidos por los
críticos).
Contrariamente a ello, el conjunto de esta obra constata, en coherencia con el
conocimiento internacional en la materia, la diversidad y multifactorialidad de los
fenómenos y comportamientos delictivos, y adopta una perspectiva amplia del
tratamiento de los delincuentes de carácter psicoeducativo, que se orienta a finalidades
de desarrollo y bienestar individual y social.
Aclarado lo anterior, a lo largo de toda la obra se utilizarán los términos aludidos con
los siguientes significados generales:
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delincuentes que participan en un tratamiento, prefiriéndose cualesquiera otras
denominaciones tales como, por ejemplo, «sujetos participantes» en un tratamiento o
«usuarios» del tratamiento.
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Resumiendo digo (...) que en esto el único punto capital es una buena educación y una
instrucción apropiada, y afirmo que estas cosas son las que conducen y cooperan a la virtud
y a la felicidad. El resto de los bienes son humanos y pequeños y no son dignos de ser
buscados con gran trabajo (...). Mas la instrucción es lo único que en nosotros es inmortal y
divino (...) ya que por medio de ella, y con ella, es posible conocer qué es lo bello y qué lo
vergonzoso, qué lo justo y qué lo injusto, qué cosa, en resumen, hay que buscar y de qué
cosa hay que huir.
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I. Conceptos y procesos del
tratamiento
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1
Delincuencia y tratamiento psicológico
Dani tiene 23 años y en la actualidad está en libertad provisional, pendiente de un juicio por robo con
intimidación que se celebrará en un par de meses. Según le ha dicho su abogado, es muy probable que le caigan
varios años de prisión. Ya ha cumplido dos pequeñas penas de cárcel por otros delitos de hurto y lesiones, y
anteriormente estuvo ingresado en un centro de menores. Aunque ahora tiene un trabajo por horas de repartidor
en un almacén de construcción, no le gusta mucho. Dani reconoce que, aparte de los delitos por los que
anteriormente le condenaron y del delito por el que está ahora procesado, ha cometido bastantes más. En
realidad lleva toda su vida robando, vendiendo drogas y peleándose con la gente. Lo que pasa es que muchas
veces las cosas quedan entre «colegas» y nadie denuncia. También a él le han robado y zurrado más de una vez.
Así ha sido su vida.
De acuerdo con todos los datos que se han recogido sobre su historia, a partir de diversos informes y
entrevistas, algunos aspectos relevantes de la vida de Dani son los siguientes. Dani es el menor de seis
hermanos. Ha vivido todos estos años con su madre y su abuela materna, que es quien se ha ocupado de él, ya
que su madre trabajaba muchas horas como limpiadora de casas. Viven en un suburbio de la ciudad en el que
hay muchos problemas de desempleo, venta y consumo de drogas, y delincuencia. Cuando Dani era pequeño,
su padre todavía vivía en casa, aunque no trabajaba ni se ocupaba de nada; casi siempre venía borracho y se
ponía muy violento con todos. A su madre la insultaba y maltrataba con frecuencia. Ella lloraba mucho, pero se
aguantaba. Alguna vez su hermano mayor y su padre se habían peleado a puñetazos y patadas. Entonces la
madre y la abuela salían corriendo fuera de la casa, o se encerraban en una habitación con los más pequeños
para evitar que les hicieran daño. Un día su padre no volvió más a casa, y no ha vuelto a saber de él hasta hace
poco. Después de abandonarlos estuvo algunos años en prisión por tráfico de drogas. Nunca regresó a casa ni
vino a ver a sus hijos. Tampoco ellos (ni su madre ni Dani ni sus hermanos) han querido saber nada de él.
Dani nació prematuramente (con siete meses) y hubo bastantes complicaciones en el parto hasta que
pudieron sacarlo. Durante su infancia fue un niño inquieto, al que le costaba mucho estar sentado hablando con
otros niños, viendo la televisión y, todavía más, haciendo los deberes del colegio. Lo que más le gustaba era
jugar corriendo de un lado para otro de la casa o en la calle. En un descampado de su barrio habían jugado
algunas veces a preparar trampas o perseguir con palos a gatos o perros abandonados. En varias ocasiones se
accidentó, cayendo desde cierta altura, lo que le produjo fuertes golpes en la cabeza y la rotura de un brazo y de
una pierna. El colegio no ha sido su fuerte: ni le gustaba ni se le daba bien. Aunque según las evaluaciones que
le realizaron tenía una inteligencia normal, no entendía bien algunas de las cosas que le explicaban y le costaba
mucho atender a nuevas explicaciones, con lo que acababa no entendiendo muchos conceptos y no sabiendo
qué era lo que le pedían en los deberes. A partir de los diez años, cuando le empezaron a dejar que fuera solo al
colegio, comenzó a llegar tarde y faltar algún día. El colegio informó de ello a su madre, pero las ausencias no
se resolvieron del todo y, al hacerse él más mayor, fueron en aumento.
Cuando tenía trece años, Dani y dos de sus amigos del barrio empezaron a ir con una pandilla de chicos algo
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más mayores que ellos, que habían dejado el instituto y pasaban todo el día en la calle. Para pagarse sus gastos
realizaban pequeños robos (abriendo coches aparcados, hurtando en alguna tienda, robando algún bolso
desprotegido, etcétera). Dani y sus amigos comenzaron a participar en dichos robos junto a los otros chicos,
más expertos. En alguna ocasión habían asaltado a algún motorista, mediante una navaja, para robarle la cartera
o la propia moto. A alguno le habían herido ligeramente con la navaja o al caerse de la moto. Decían que no era
para tanto y que eran «gajes del oficio». También habían robado algún coche aparcado para pasárselo bien.
Cuando conseguían algún dinero invitaban a chicas del barrio, se compraban ropa, se iban de viaje o iban con
prostitutas. También por aquella época Dani se inició en el consumo de hachís, coca y pastillas. Desde entonces
Dani ha sido detenido en numerosas ocasiones por robos, agresiones y venta de drogas.
Hasta ahora le ha gustado la vida que llevaba, ya que, según dice, se lo ha pasado muy bien y ha vivido
experiencias increíbles. Sin embargo, últimamente no está muy animado con el futuro que le espera. Aunque no
le entusiasma el trabajo que tiene, dice que le agradaría trabajar en un taller de coches y, a lo mejor, cambiar de
vida. Además, hace unos meses conoció a una chica que le gusta mucho y con la que queda alguna vez para
tomar algo. Pero si resulta condenado y va a la cárcel un tiempo, no sabe qué podrá pasar.
25
individuo a su medio social.
En un paralelismo directo con lo anterior, el tratamiento psicológico con delincuentes
también pretende promover cambios en aquellas conductas, cogniciones y emociones
que reiteradamente les han llevado a cometer delitos. Intenta enseñar a los delincuentes
nuevas habilidades de vida, nuevos modos de encarar su mundo y unas estructuras
emocionales más equilibradas, que eviten la agresión y resulten más solidarias y
compasivas con las necesidades y el sufrimiento de otras personas (Marchiori, 2014a).
Es decir, los tratamientos suelen tener como propósito «inducir o facilitar algún tipo de
cambio en las personas que participan en ellos. Tales cambios pueden incluir un aumento
de sus conocimientos, la adquisición de habilidades o la mejora de su salud. Sin
embargo, en los servicios de justicia criminal, el tratamiento generalmente se asienta
sobre el concepto de rehabilitación: el ajuste del comportamiento desde un patrón
delictivo o antisocial a otros más respetuosos de la ley o prosociales» (McGuire, 2001c,
p. 1). Desde esta perspectiva, si se producen los cambios personales pretendidos, el
tratamiento psicológico de los delincuentes puede reducir su motivación delictiva.
¿Por qué es importante la aplicación de tratamientos con delincuentes en general, y
especialmente en el marco de las prisiones, los centros de menores y otras instituciones
de justicia penal? De acuerdo con el pensamiento y conocimientos actuales, hay dos
posibles caminos para responder a esta cuestión.
Desde una perspectiva social y moral (relativa al deber ser de las cosas), el ideal del
tratamiento y la rehabilitación confiere a los sistemas de control de la delincuencia una
expectativa positiva sobre la mejora personal de los delincuentes. Es decir, la confianza
en que, haciendo lo necesario, los infractores actuales aumentarán sus posibilidades de
tener un futuro mejor sin cometer delitos. Como Goethe escribiera, «la esperanza es la
segunda alma de los infortunados». Esta creencia en la rehabilitación proporciona a las
estructuras de aplicación de penas mayor humanidad y civilización que la contenida en
la pura retribución penal (Blackburn, 1994).
Pero, además, desde un punto de vista científico, la aplicación de tratamientos con
delincuentes puede reducir su riesgo delictivo, al producir cambios en algunos factores
personales y sociales que favorecen la motivación antisocial, tales como sus creencias y
valores ilícitos, su ira descontrolada, sus hábitos delictivos o la influencia antisocial de
los amigos, familiares, etcétera (Andrews y Bonta, 2016). De este modo, el tratamiento
puede amortiguar algunos de los denominados factores de riesgo dinámicos, o elementos
personales y sociales de riesgo que son susceptibles de cambio y mejora, coadyuvando
así a disminuir la motivación delictiva.
26
(agresiones, robos a mano armada, secuestros, violencia de género, violaciones,
asesinatos, conducción temeraria, tráfico de drogas...), pero también otras acciones
delictivas sin violencia explícita inmediata, tales como fraudes a la Hacienda Pública,
estafas, blanqueo de capitales, delitos de corrupción, contaminación del medio ambiente,
etcétera. Se suele denominar a esta última delincuencia con las expresiones
«delincuencia profesional», «delincuencia ocupacional», «delincuencia corporativa» o,
más metafóricamente, de acuerdo con la expresión acuñada a mediados del siglo XX por
el criminólogo Edwin Sutherland, «delincuencia de cuello blanco» (en referencia a que
generalmente la realizan personas acomodadas y de «buen vestir», no individuos
marginales). No obstante, los daños sociales producidos por la delincuencia de cuello
blanco no son necesariamente menos graves que los derivados de la delincuencia
violenta y de riesgo. Por ejemplo, una estafa inmobiliaria puede perjudicar gravemente a
cientos de familias, que pueden verse de la noche a la mañana privadas de su vivienda y
sin dinero para comprar otra. La contaminación de un río puede producir, a medio y
largo plazo, graves problemas de salud y, tal vez, la muerte prematura de muchas
personas. Los fraudes a la Hacienda Pública comportan perjuicios graves para todo un
país (al detraer recursos para educación, sanidad, servicios sociales, pensiones, etcétera).
A pesar de ello, los delitos que más preocupan a la gente acostumbran a asociarse, en
menor o mayor grado, a comportamientos violentos. Según se sabe a partir de estudios
de encuesta, la violencia, en sus diversas formas, es uno de los problemas que más
inquieta a la ciudadanía. En general, nos causa mayor temor y preocupación ser
amenazados directamente con un navaja, aunque solo nos roben una pequeña cantidad de
dinero u otras propiedades personales, que no ser estafados en miles de euros, eso sí,
poco a poco, a lo largo de los años, por nuestro propio banco, que periódicamente nos
cobra comisiones abusivas o intereses de usura. Esto último puede molestarnos e
irritarnos cuando pensamos en ello y lo comentamos con nuestros familiares y amigos.
Sin embargo, en pocas ocasiones hacemos algo al respecto. En cambio, el fuerte impacto
psicológico de un robo a mano armada, aunque sea de una pequeña cantidad, nos asusta
y, probablemente, nos determina a denunciarlo inmediatamente y a exigir la persecución
legal del agresor.
Muchos delincuentes violentos suelen ser varones que presentan algunas
características comunes como las siguientes: escasa vinculación con los sistemas de
formación reglada (escuela, enseñanza secundaria o formación profesional), asociación
con amigos que también cometen delitos, frecuente consumo de alcohol y otras drogas,
crianza familiar a menudo carente de dedicación y control, y con frecuencia han sido,
también ellos, víctimas de ciertos delitos —malos tratos en la familia, abusos sexuales,
robos, etcétera (Marchiori, 2014a)—. Quienes cometen delitos violentos no
necesariamente muestran una especialización delictiva, o comisión de un único tipo de
delito, sino que a menudo su violencia es versátil, dirigiéndose a diferentes objetos o
víctimas, según las circunstancias y las oportunidades que se les presentan: pueden robar
27
un coche, agrediendo si es necesario a su propietario, traficar con drogas, acosar o
maltratar a otras personas, e incluso efectuar actos esporádicos de abuso o agresión
sexual. Pero, por otro lado, no todos los delincuentes son versátiles, llevando a cabo
diversos tipos de delitos. Alrededor de la mitad de quienes los cometen pueden ser
considerados delincuentes especializados en tipologías delictivas concretas, siendo las
más frecuentes los delitos contra la propiedad, los vinculados al tráfico de drogas, las
agresiones y la violencia sexual.
Puede estimarse que más del 50 por 100 de los delitos, tanto leves como graves, se
hallan conectados con el consumo de sustancias tóxicas, ya sean ilegales o legales (Zara
y Farrington, 2016; Watts y Wright, 1990). La producción y distribución de drogas
constituyen actividades delictivas en la mayoría de los países y, por ello, son perseguidas
por la policía y la justicia. En este ámbito se encontrarían tanto los delitos derivados de
las prohibiciones existentes acerca de las drogas en sí (fabricación, posesión o consumo)
28
como otros delitos instrumentales para el funcionamiento de las redes de tráfico y
distribución de drogas (entre ellos, robos, agresiones, extorsiones e incluso homicidios).
Es muy difícil conocer la magnitud de estos delitos. En ellos participan grupos
organizados que mueven ingentes sumas de dinero, y a veces aparecen implicadas
personas y organizaciones poderosas. En algún país de América Latina se ha llegado a
estimar que el poder económico del narcotráfico supera al propio producto interior bruto
del país.
No es infrecuente que algunos jóvenes, generalmente ya iniciados en la delincuencia,
sean reclutados por redes de tráfico de drogas para participar en los niveles más bajos de
la distribución de la droga o en delitos violentos vinculados a ella. Y lo más habitual es
que los detenidos y condenados por la justicia correspondan no a los niveles superiores
del tráfico de drogas, sino a estos niveles bajos de las tramas de distribución directa.
También existe relación entre el consumo de drogas y la comisión de delitos. El
consumo de alcohol y otras drogas reduce los controles inhibitorios de la violencia, al
disminuir el miedo ante situaciones de riesgo y los sentimientos de culpa que
normalmente se producirían en individuos en estado sobrio. Particularmente, el abuso
del alcohol juega un papel importante en muchos delitos violentos, tales como las
agresiones y homicidios producidos en peleas con desconocidos, o el maltrato a la pareja
y a los hijos dentro de la familia. No obstante, el consumo de alcohol no explica por sí
solo los delitos a los que se vincula. La inmensa mayoría de los jóvenes y adultos que
abusan del alcohol pueden experimentar diversos problemas sociales (alcoholemia,
ruptura familiar, aislamiento social...), pero no necesariamente cometen delitos. De ahí la
necesidad de explorar en cada caso qué otros factores de riesgo concurren con el
consumo de alcohol y conjuntamente condicionan la conducta delictiva.
Mención aparte merece el consumo por parte de los jóvenes de drogas ilegales tales
como heroína, cocaína, LSD, hachís, disolventes de colas y otras sustancias estimulantes
o perturbadoras del sistema nervioso, que pueden ser tomadas por diferentes vías
(ingiriéndolas, fumándolas, esnifándolas o inyectándolas). Muchos delincuentes
violentos se inician en la adolescencia, de una manera paralela, tanto en la carrera
delictiva como en el consumo de drogas. Así se ha puesto de relieve en múltiples
investigaciones longitudinales, entre las cuales puede destacarse el estudio Cambridge,
desarrollado por West y Farrington sobre una muestra de jóvenes de los suburbios de
Londres (Farrington, 1987, 1989, 1992; Farrington, Ttofi y Coid, 2009; Zara y
Farrington, 2016). Además, muchos de estos delincuentes continúan consumiendo
drogas durante la vida adulta.
La relación entre consumo de drogas y conducta delictiva podría comprenderse mejor
a partir de una hipótesis del autor de esta obra denominada de potenciación o
fortalecimiento mutuo (Redondo y Garrido, 2001). Las principales premisas de esta
hipótesis son las siguientes:
29
1. En principio, el comportamiento delictivo y el consumo de drogas son hábitos que
pueden aprenderse y mantenerse independientemente el uno del otro. En realidad,
esta independencia entre ambos comportamientos constituye la norma más que la
excepción, si tomamos en consideración separadamente las poblaciones de
delincuentes y de consumidores de drogas.
2. Pero sucede que, para el caso los sectores más marginales de la población, los
contextos en los que se aprende a delinquir y a consumir drogas son bastante
coincidentes. Ello favorecería que en estos sujetos marginales ambos
comportamientos puedan confluir y combinarse entre sí con mayor probabilidad.
3. Tal confluencia facilitaría el fortalecimiento mutuo de ambos tipos de conducta:
ciertos actos delictivos (por ejemplo, la comisión fáctica o potencial de un robo
violento, de una agresión, de una violación...) podrían instar el previo consumo de
drogas (para darse arrojo, desinhibirse, evitar la culpa...); e inversamente, la
dependencia a las drogas (y sus efectos psicofarmacológicos) podrían instigar
ciertos delitos (por ejemplo, un robo para obtener dinero) o facilitar otros (por
ejemplo, determinadas infracciones violentas y sexuales). De este modo los
comportamientos delictivos y los de consumo de drogas podrían hacerse
interdependientes entre sí y potenciarse recíprocamente.
4. Una interpretación psicológica del fortalecimiento mutuo puede efectuarse desde
el concepto de «cadena de conducta». Según se verá más adelante, las cadenas de
la conducta delictiva (como pueda ser, por ejemplo, la de robar mediante
intimidación un bolso o una cartera) están integradas por distintos «eslabones» o
acciones específicas (por ejemplo, portar una navaja, salir de casa hacia una calle
concurrida por turistas, seleccionar una víctima posible, acercarse a ella, etcétera);
eslabones que serían reforzados, mantenidos y entrelazados unos con otros por el
resultado gratificante que finalmente se obtiene (por ejemplo, el logro de cierta
cantidad de dinero). Pues bien, el fortalecimiento mutuo entre actividad delictiva y
consumo de drogas podría producirse cuando los eslabones de sus respectivas
cadenas de conducta se mezclan y entrelazan entre ellos, dando lugar a una cadena
conductual compleja y combinada droga – delito (por ejemplo: experimentar
síndrome de abstinencia [eslabón de consumo] – portar una navaja [eslabón del
delito] – necesidad de dinero para comprar droga [eslabón de consumo] –
seleccionar una posible víctima de robo [eslabón del delito] – anticipar el
bienestar derivado de un próximo consumo [eslabón de consumo] – asaltar a una
víctima y lograr dinero [eslabón de delito] – comprar y consumir la droga
[eslabón/reforzamiento final del consumo y de la conducta delictiva]). Es decir,
cuando sucede un proceso análogo al descrito, ciertas actividades delictivas (como
el hurto o el robo) serían poderosamente reforzadas por los efectos
psicofarmacológicos placenteros de las drogas, y en consecuencia podrían adquirir
un formato compulsivo muy resistente al cambio y a la extinción de conducta.
30
1.1.3. Lesiones, homicidios y asesinatos
«Desde que era pequeño he estado esperando poder luchar y morir por mis creencias. Para eso he venido,
para luchar y para morir. En mi pueblo me decían: “Olvídate de la guerra santa, te buscaremos una mujer joven
y hermosa para que te enamores de ella, te cases y seas feliz a su lado”. “No —les dije—, eso me desviaría de
mi camino”. No me interesa ninguna cosa ni persona de este mundo, solo quiero luchar para librar a la fe y a
esta tierra de sus enemigos.»
Los delitos sexuales encarnan una mínima proporción de la delincuencia (en torno al
1 por 100 del total de los delitos denunciados), y sus autores suelen ser varones, tanto
jóvenes como adultos. No obstante, sabemos que la delincuencia sexual presenta una
elevada cifra negra, por lo que cabe pensar que este porcentaje, si pudieran conocerse
todos los delitos, como mínimo se triplicaría. La violencia sexual puede adoptar dos
formas principales: las violaciones y los abusos de menores. Las víctimas de violación
suelen ser chicas conocidas por los agresores, amigas y compañeras de colegio o del
barrio, o también chicas desconocidas para ellos. Las víctimas de abusos sexuales
habitualmente son niñas o niños pequeños.
31
El perfil de los agresores sexuales no suele diferir mucho del de los jóvenes violentos
en general, con características como las siguientes: impulsividad elevada, bajo concepto
de sí mismos y baja autoestima, escasa tolerancia a la frustración, menosprecio por la
figura femenina, retraso madurativo, carencias afectivas, agresividad física y verbal,
escasos sentimientos de culpa, dificultades de aprendizaje, pertenencia a familias con
graves carencias afectivas y frecuente uso de la violencia, y que han tenido modelos
educativos de gran permisividad o falta de control (Aragonés, 1998; Echeburúa y
Redondo, 2010; Marshall y Marshall, 2014b). Algunos delitos sexuales se cometen en
grupo (sobre todo cuando los autores son jóvenes).
Existe una creencia generalizada de que los delincuentes sexuales presentan una
elevada probabilidad de reincidencia. Sin embargo, según los datos internacionales sobre
cifras oficiales de delincuencia, alrededor del 80 por 100 de quienes han cometido algún
delito sexual no reinciden (Zara y Farrington, 2016). Para el restante 20 por 100 de
delincuentes sexuales que cuentan con un riesgo de reincidencia elevado, la aplicación
de tratamiento ha evidenciado reducir dicha tasa de alto riesgo hasta la mitad, restando
así un porcentaje de reincidencia residual de alrededor del 10 por 100 (Echeburúa y
Redondo, 2010; Martínez-Catena y Redondo, 2016a; Worling y Langström, 2006).
32
la aplicación de programas de tratamiento efectivos (Andrews, 1995; Andrews y Bonta,
2016; Andrews, Zinger, Hoge et al., 1990; Cullen y Gendreau, 1989; Currie, 1989;
Dowden y Andrews, 2001; Lipsey, 1990; McGuire, 2013; Zara y Farrington, 2016;
Wilson y Herrnstein, 1985).
33
jóvenes como adultos.
En el ámbito académico, William M. Marston ocupó en 1922 la primera Cátedra de
Psicología legal, creada en la American University. Marston, que había sido en Harvard
discípulo de Munsterberg —considerado el padre de la psicología aplicada—, descubrió
la relación existente entre presión sistólica y mentira —base del posterior polígrafo, o
detector de mentiras—. También realizó importantes estudios sobre los jurados. En 1929
Slesinger y Pilpel revisaron 48 artículos publicados hasta esa fecha sobre psicología
forense, encontrando que 11 correspondían a psicología del testimonio, 10 a engaño, 7 al
estudio de la relación entre inteligencia y delincuencia, 6 a conducta delictiva y 14 a
otras temáticas relacionadas (metodología, etcétera). Curiosamente, los primeros libros
de psicología forense y criminal fueron escritos por juristas (por ejemplo, Legal
Psychology —Brown, en 1926— o Psychology for the Lawyer —McCarty, en 1929—),
correspondiendo los dos primeros escritos por psicólogos a Howard Burt (en 1931)
—Legal Psychology— y a Edward S. Robinson (en 1935) —Law and the Lawyers—
(Bartol y Bartol, 1987).
En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial se consolidó la presencia de
los psicólogos en el estudio, evaluación e intervención en delincuencia y, en general, en
el ámbito de la justicia criminal. Se inician entonces diversos análisis científicos sobre
los efectos de la pornografía en los adolescentes, la influencia de los estilos de educación
parental sobre los niños, la evaluación de la responsabilidad criminal, los efectos de la
segregación escolar, etcétera. Además, durante las décadas de los años cincuenta y
sesenta se llevaron a cabo en EEUU múltiples aplicaciones de programas de tratamiento
con delincuentes, tanto juveniles como adultos.
Sin embargo, en la década de los setenta se produjo un movimiento contrario a la
rehabilitación de los delincuentes (Cullen y Gendreau, 2006; McGuire, 2013; Palmer,
1999). Como comentaron Haney y Zimbardo (1998), «el país [EEUU] giró abruptamente
desde una sociedad que justificaba el encarcelamiento de la gente, sobre la creencia de
que facilitaría su vuelta productiva a la sociedad libre, a otra que utilizaba el
encarcelamiento tan solo para incapacitar a los delincuentes o para apartarlos del resto
de la sociedad... Así, la pena de prisión se vino a considerar útil en sí misma, con el
único objetivo de infligir dolor» (p. 712).
Afortunadamente, desde finales de los setenta hasta hoy la perspectiva rehabilitadora
ha adquirido nuevo vigor, generándose, como se verá a lo largo de este libro, múltiples
programas de tratamiento para distintas tipologías de delincuentes (contra la propiedad,
violentos, toxicómanos, maltratadores familiares, delincuentes sexuales, etcétera;
MacKenzie, 2012; McGuire, 2013; Zara y Farrington, 2016). Tales tratamientos se
dirigen al entrenamiento y desarrollo de su pensamiento, sus habilidades y su control
emocional (Ho y Ross, 2012; Redondo y Frerich, 2013).
34
Veamos cuáles son los antecedentes más destacados de la psicología criminal y el
tratamiento de los delincuentes en España y en el resto de Europa (Bartol y Bartol, 1987;
Carpintero y Rechea, 1995). En el siglo XIX aparecen ya precursores destacados
vinculados a la frenología, entre los que puede mencionarse a Marià Cubí, quien
«localiza» en el área temporal del cerebro una zona de la destructividad (de fuerte auge
en los criminales), que podría contrarrestarse mediante las facultades de la
«mejorabilidad», «benevolencia» e «idealidad». Asimismo, en 1843 se produce el primer
desarrollo teórico de la psicopatología forense, a cargo de Pedro Mata i Fontanet,
catedrático de la Universidad de Madrid, quien teoriza sobre los fundamentos
psicopatológicos del crimen, escribiendo en su Tratado de la razón humana con
aplicación a la práctica del foro (1858): «Es mi propósito irrevocable arrancar de las
garras del verdugo, de los presidios y de las cárceles a ciertas víctimas de su infeliz
organización, o de sus dolencias, y trasladarlos a los manicomios o establecimientos de
Orates, que es donde les está llamando la Humanidad a voz en cuello» (cita tomada de
Carpintero y Rechea, 1995).
Con raíz en el pensamiento krausista, de gran influencia en España (el filósofo
alemán Kart Christian Friedrich Krause —1781-1832— proponía, como meta de la vida,
el desarrollo individual en coherencia con el todo universal), surgieron en la segunda
mitad del siglo XIX las primeras voces correccionalistas. Entre ellas destacaron la figura
entrañable de Concepción Arenal (1820-1893), quien escribió varios tratados en defensa
de la humanización de las cárceles y sobre la ayuda y trato compasivo que debe darse a
los presos, así como el profesor de derecho Francisco Giner de los Ríos, que anima a sus
discípulos a estudiar psicología y criminología. Otros dos intelectuales sobresalientes
fueron Pedro Dorado Montero (1861-1920), catedrático de derecho de la Universidad de
Salamanca, quien considera al delincuente como un individuo débil que requiere
fortalecimiento y ayuda, y nada menos que el eminente literato y diputado José Martínez
Ruiz, el escritor Azorín, quien en su ensayo sobre La sociología criminal (1899) escribe:
«Borremos la palabra pena; pongamos en su lugar tratamiento... La justicia del porvenir
es esa: prevención, no represión; higiene, no cirugía» (cita tomada de Carpintero y
Rechea, 1995).
En Italia, los primeros positivistas, Cesare Lombroso y Enrico Ferri, plantearon ya la
necesidad de tratar a los delincuentes (Rodríguez Manzanera, 2016a), considerando que
determinados sujetos podrían ser rehabilitados a partir de «un ambiente saludable,
entrenamiento apropiado, hábitos laborales y la inculcación en ellos de sentimientos
humanos y morales (...)» (Lombroso, a partir de Brandt y Zlotnick, 1988).
En Francia Alfred Binet y en Alemania William Stern experimentan sobre psicología
del testimonio. Stern funda en 1906 la primera revista europea de psicología jurídica
(Betrage zur Psychologie der Aussage, Contribuciones a la Psicología del Testimonio).
También se encuentran antecedentes forenses en el psicoanálisis, perspectiva teórica
desde la que reflexionan sobre el crimen dos notables autores españoles. Luis Jiménez de
35
Asúa (1889-1970), catedrático de Derecho penal de Madrid, exiliado a Argentina con
motivo de la guerra civil, utiliza, para explicar la propensión delictiva, la teoría
adleriana del complejo de inferioridad, y propone la necesidad de llevar a cabo un
tratamiento resocializador de los delincuentes. Por su parte, César Camargo (1880-1965)
es un magistrado que teoriza acerca de la necesidad de descubrir el complejo originario
causante del crimen, y de que el juez efectúe en su sentencia —en una suerte de
antecedente remoto de la moderna jurisprudencia terapéutica (Wexler, 1987, 2016)— un
diagnóstico que contemple: 1) el hecho delictivo y sus circunstancias; 2) los móviles de
la acción (complejos psicológicos, medio ambiente...); 3) la psicología y psicopatología
del delincuente, y 4) el tratamiento que podría serle más indicado.
Por último, un antecedente histórico del tratamiento de los delincuentes fue también
la obra de Emili Mira i López (1896-1964), Manual de Psicología Jurídica (1932),
publicada tan solo un año después del primer manual norteamericano en esta materia
correspondiente a un psicólogo, Legal Psychology (a cargo de Burt en 1931). Mira i
López presta atención también en su libro a la prevención de la delincuencia y el
tratamiento de los delincuentes 2 .
Mención especial merecen, en este breve repaso a los antecedentes del tratamiento de
los delincuentes, los primeros intentos de reforma de los sistemas penitenciarios con
objetivos de su humanización, organización interior y promoción de la reeducación de
los presos. En España fue pionero a este respecto don Manuel Montesinos, director del
Presidio de San Agustín en Valencia, quien organizó por primera vez en España, a partir
de 1837, el sistema progresivo, por el que se establecían diversos grados o regímenes
penitenciarios sucesivos, incluida la libertad condicional, en función del esfuerzo laboral
y la conducta de los reclusos. Montesinos también fue pionero en la concesión de
permisos de salida como preparación de los sentenciados para su vuelta definitiva a la
sociedad.
36
anteriores sistemas tradicionales de reeducación? En su concepción moderna, el
tratamiento de los delincuentes intenta influir sobre algunos factores de riesgo personales
que, como la falta de habilidades de relación interpersonal, las actitudes y justificaciones
de la violencia, la falta de control emocional o el consumo de drogas, se consideran
directamente relacionados con la conducta delictiva. Para ello los tratamientos de los
delincuentes suelen incluir ingredientes terapéuticos dirigidos a entrenarles en
habilidades específicas como las siguientes: comunicación no violenta con otras
personas, mejor planificación horaria y organización vital, búsqueda y mantenimiento de
un empleo, resolución de conflictos interpersonales, toma en consideración de las
consecuencias y posibles daños que puede producir la propia conducta a otras personas,
autocontrol de las explosiones de enfado e ira, ampliación y mejora de sus vínculos
afectivos, y otras habilidades de análogo valor prosocial.
Atendido lo anterior, algunos conceptos estrechamente relacionados con la praxis del
tratamiento de los delincuentes son los de educación (en cuanto facilitación de
información y mejora de conocimientos), entrenamiento (en cuanto práctica de
habilidades) y terapia (que suele tener una connotación más clínica, de intervención
sobre problemas emocionales y trastornos mentales —McGuire, 2001c—). Como se ha
señalado al principio, todos estos términos se emplearán aquí con un significado análogo
al de tratamiento.
Para el diseño y la aplicación de programas de tratamiento con delincuentes suelen
seguirse los siguientes pasos (figura 1.1):
37
1. Se evalúan los factores de riesgo, carencias y necesidades de los delincuentes que
guardan mayor relación con el origen y mantenimiento de su actividad delictiva.
2. En función de las necesidades de intervención identificadas, se especifican los
objetivos del programa de tratamiento.
3. Se toma en consideración un modelo teórico plausible del comportamiento
delictivo y de su tratamiento. Es decir, para poder concebir de modo apropiado un
programa de tratamiento con delincuentes es imprescindible conocer bien las
teorías y explicaciones de la delincuencia que han sido más avaladas por la
investigación científica, a la vez que las implicaciones prácticas de dichas teorías.
(Ello no es distinto de lo que se requiere en cualquier otra materia científico-
técnica, como pueda ser el diseño de un plan económico, la construcción de una
casa o la realización de una intervención quirúrgica, debiendo disponer de una
concepción teórico-práctica, científicamente veraz, que guíe con seguridad los
pasos que deberán darse para el logro del objetivo que se pretende.)
4. Se elige, si ya existe, un programa acorde con las necesidades de tratamiento
identificadas en la evaluación inicial de los sujetos; en su defecto, dicho programa
debe diseñarse ex profeso. También cabe un punto intermedio entre las dos
opciones anteriores, en el sentido de adaptar a nuestras necesidades un programa
previamente existente, pero efectuando los cambios y ajustes que se requieran (por
ejemplo, reduciendo o ampliando el número de sesiones, incluyendo algún nuevo
ingrediente terapéutico, etcétera).
5. Se aplica el programa de manera íntegra o completa, es decir, tal como se ha
previsto hacerlo.
6. Por último, se evalúa su eficacia, lo que habitualmente implica efectuar diversas
mediciones (de variables psicológicas y de comportamiento) desde el principio
hasta el final de todo el proceso descrito.
38
«carencias educativas» de los delincuentes y, en correspondencia con ello, el
desarrollo de planes de «educación compensatoria».
3. La perspectiva de que, en esencia, «la conducta delictiva es aprendida», y por ello
se requiere la aplicación de «terapia de conducta» que re-enseñe de modo
intensivo a los delincuentes nuevos comportamientos prosociales.
4. La consideración, como base de la conducta delictiva, de que existen «déficits en
la competencia psicosocial» de los delincuentes (especialmente en sus
cogniciones, actitudes, habilidades sociales...), y la aplicación, en consecuencia, de
«tratamiento cognitivo-conductual» orientado a resolver tales déficits. Dentro de
las terapias cognitivo-conductuales se inscriben la mayoría de los programas
aplicados con los delincuentes, tanto en Europa como en Norteamérica (Latimer,
2001; Lipsey, 1999a, 1999b, 2009; McGuire, 2013; McGuire, Bilby, Hatcher,
Hollin, Hounsome y Palmer, 2008; McGuire y Priestley, 1995; Redondo, 2006;
Redondo y Frerich, 2013, 2014; Sánchez-Meca y Redondo, 2002; Zara y
Farrington, 2016).
5. La creencia de que «la disuasión», o el temor de los delincuentes a sufrir un nuevo
encarcelamiento, contribuirá a evitar o reducir su reincidencia delictiva, o bien el
«endurecimiento de los regímenes carcelarios» con el propósito de incrementar
dicho temor al castigo o su consiguiente efecto disuasorio.
6. La creencia, contraria a la anterior, en que los «ambientes institucionales
saludables», no punitivos sino más benignos y «terapéuticos», pueden reequilibrar
las carencias emocionales de los internados, mejorar su disposición prosocial y
reducir a la postre su probabilidad de reincidencia.
7. Y, finalmente, el propósito de evitar en la medida de lo posible el «etiquetado» de
los sujetos mediante el uso de «programas de derivación a la comunidad» (en vez
de internamiento).
Las anteriores son algunas de las ideas de partida o modelos teóricos que a menudo se
aducen como base de las aplicaciones de los tratamientos con los delincuentes. Sin
embargo, diferentes aplicaciones adscritas a una misma categoría nominal de tratamiento
pueden ser en realidad muy distintas, en función de los ingredientes terapéuticos
utilizados, su duración, intensidad, estructura e integridad. Los ingredientes terapéuticos
son las técnicas y actividades específicas que integran un programa; por ejemplo,
entrenamiento en habilidades sociales, reestructuración cognitiva, reforzamiento social,
etcétera. La duración se refiere al tiempo total que transcurre entre el inicio y la
finalización de un programa, mientras que la intensidad hace referencia al número de
sesiones y horas de aplicación por unidad de tiempo, una semana por ejemplo. La
estructura del programa definiría la secuencia seguida por las diversas acciones y
técnicas aplicadas, estructura que puede ser distinta en programas teóricamente
idénticos. Por último, la integridad haría mención al grado en que realmente se llevan a
39
cabo todas las acciones terapéuticas previstas (McGuire et al., 2008).
El conocimiento actualmente disponible sobre la eficacia de los programas de
tratamiento con delincuentes —especialmente todo aquel conocimiento derivado de los
metaanálisis (véase en el último capítulo)— nos informa más sobre el beneficio global
de los programas de cada categoría terapéutica teórica que sobre sus aplicaciones
específicas, tal y como cada programa particular se ha llevado a cabo. Por ello, para
obtener un conocimiento más preciso, en el futuro se requerirán más investigaciones
primarias que evalúen las relaciones directas entre las dimensiones específicas de las
diversas aplicaciones y sus respectivas efectividades.
40
exclusivamente en su etapa adolescente; y la curva pequeña continua (comprendida entre
el final de la adolescencia y los primeros años de la edad adulta) hace referencia a los
sujetos de inicio delictivo tardío.
Figura 1.2.—La carrera delictiva y sus etapas (inicio, persistencia y desistimiento): distintas trayectorias
delictivas.
41
carreras criminales, incrementan la probabilidad delictiva de los individuos (véase figura
1.3):
42
retardan su proceso de socialización: privaciones familiares (pobreza, conflictos
graves en la familia, deficiente educación infantil...), abandono de la escuela, tener
amigos delincuentes, barrios carentes de servicios, etcétera.
Los factores b, o carencias en apoyo prosocial, constituirían, en cambio,
objetivos adecuados para la prevención primaria y secundaria, en forma de
programas de apoyo social a ciudadanos y grupos sociales vulnerables, para
favorecer un mejor desarrollo individual y colectivo que amortigüe toda suerte de
factores de riesgo. Las campañas de prevención primaria y secundaria podrían
reducir la prevalencia e incidencia delictivas a medio y largo plazo, cuando los
niños y jóvenes influidos positivamente por dichas campañas preventivas llegasen
a las edades más críticas para la conducta antisocial (entre los 15 y los 25 años).
Sin embargo, no cabe esperar que dichas campañas preventivas tengan efectos
preventivos sustanciales sobre las generaciones actuales de delincuentes.
c) El modelo TRD incluye como tercera fuente de riesgo la exposición de un
individuo a oportunidades (o tentaciones) ambientales para el delito, que también
influyen sobre la incidencia y prevalencia delictivas: provocaciones agresivas,
diseño urbano facilitador del delito de hurto o de otros delitos, alta densidad
poblacional, áreas urbanas degradadas, víctimas desprotegidas, etcétera. Como ha
puesto de relieve la investigación, el incremento de las «oportunidades» delictivas
en un lugar (por ejemplo, más coches nuevos aparcados en las calles, más turistas
que pasean con dinero en metálico, etcétera) interaccionaría con la posible
«motivación antisocial» de determinados sujetos (que en el modelo TRD se
considera resultado de la confluencia entre c) Riesgos personales y b) Carencias
prosociales), condicionando la probabilidad de comisión de delitos en dicho lugar
(Redondo, 2015; Redondo y Martínez-Catena, 2014).
43
tratamiento psicológico ni pueden ser directamente influidas por él. La reducción de
oportunidades delictivas requiere su propia dinámica de prevención situacional,
orientada a dificultar el acceso cómodo a objetivos delictivos.
En conclusión, dada la heterogeneidad de los factores que contribuyen al riesgo
delictivo que puedan mostrar los individuos, no puede esperarse razonablemente que el
tratamiento (incluso el mejor tratamiento posible), que solo puede dirigirse a una parte
de dichos factores —los elementos personales—, resuelva el todo del riesgo criminal. Es
más realista esperar que los buenos tratamientos reduzcan el riesgo delictivo en cierto
grado (como, en efecto, así sucede empíricamente). Sin embargo, para maximizar los
efectos preventivos tanto presentes como futuros se requerirán intervenciones
diversificadas para diferentes factores de riesgo criminógeno, lo que debe incluir
medidas sociales y educativas, de prevención primaria y secundaria y de disminución de
oportunidades delictivas.
44
cognitivo-emocional y de rasgos personales.
Según ello, no todos los factores psicológicos que influyen sobre el riesgo delictivo
pueden modificarse por igual. Algunos factores relevantes, como los hábitos y las
cogniciones, pueden ser especialmente sensibles a la intervención psicológica, y deben
constituir por ello prioridades del tratamiento.
45
Mericle, 2002; Wasserman, McReynolds, Lucas, Fisher y Santos, 2002). De hecho,
muchos enfermos mentales pueden ser con mayor probabilidad víctimas de violencia y
delitos que no autores (Monahan, 1996).
Es decir, no existen resultados claros y unívocos acerca de la posible asociación entre
trastornos mentales y conducta delictiva (Hoge et al., 2015), disponiéndose de datos que
avalan dicha relación y de otros que la refutan.
Entre los primeros, por ejemplo, diversos trastornos mentales en la infancia y la
adolescencia, como el comportamiento perturbador infantil, el déficit de atención con
hiperactividad (TDAH) y el déficit de atención-impulsividad-hiperactividad (HIA) se
han asociado a un mayor riesgo de conducta delictiva (Loeber, 1990; Lynam, 1996;
Portnoy et al., 2014), así como también algunos trastornos del estado de ánimo en la
juventud, como la ansiedad (Frick, Lilienfeld, Ellis, Loney y Silverthorn, 1999) y el
trastorno de estrés postraumático (Charney, Deutch, Krystal, Southwick y Davis, 1993).
Es más oscura en cambio la relación entre psicosis adolescente y conducta violenta y
delictiva juvenil y adulta. La sintomatología de la psicosis incluye alteraciones profundas
de la percepción, el pensamiento, el estado de ánimo y el comportamiento (delirios,
comunicación alterada y desorganizada, alucinaciones y despersonalización, conducta
excitada o, contrariamente, letárgica, alteraciones de la interacción social, actuaciones
erráticas...). Entre los síntomas psicóticos que muestran mayor vinculación con la
violencia están las alucinaciones y los delirios. En un metaanálisis de Douglas, Guy y
Hart (2009), a partir de 204 estudios específicos sobre este campo, se halló cierto grado
de asociación, aunque modesto, entre psicosis y violencia, con tamaños del efecto
promedios de dicha asociación de r = (–12) – (+ 0,16).
A pesar de que con carácter general la asociación cuantitativa entre trastornos
cognitivos y delincuencia no es muy elevada, la presencia de determinados trastornos
mentales severos en ciertos sujetos que han cometido delitos graves aconseja la inclusión
en los instrumentos generales de evaluación de riesgo delictivo de al menos algunos
ítems que evalúen la presencia de posibles trastornos cognitivos y conductuales (por
ejemplo, en jóvenes acerca de sus posibles dificultades de atención e impulsividad).
Algo más clara es la situación por lo que se refiere a los trastornos de personalidad,
habiéndose documentado la asociación del trastorno límite de personalidad, el narcisista
y el antisocial con un mayor riesgo de comportamiento antisocial, tanto precoz como
adulto (Comín et al., 2016; Farrington y Jolliffe, 2015; Lee y Bowen, 2014). Por
ejemplo, Comín et al. (2016) hallaron en una muestra de 143 pacientes cocainómanos
una vinculación significativa entre conducta delictiva y la confluencia comórbida de
trastorno antisocial de la personalidad con adicción a la cocaína (dicha relación también
se había documentado en estudios previos como los de Chávez, Dinsmore y Hof, 2010;
46
Freestone, Howard, Coid y Ullrich, 2012; Hatzitaskos, Soldatos, Kokkevi y Stefanis,
1999).
Algunos programas de tratamiento bien conocidos en el ámbito de la delincuencia,
como el programa Razonamiento y Rehabilitación (R & R), que se comentará más
adelante, también se han empleado con sujetos con trastornos de personalidad. Por
ejemplo, dicho programa se aplicó a un grupo de 16 participantes diagnosticados o bien
con trastorno límite o bien con trastorno antisocial de la personalidad, que se compararon
con un grupo control de 15 sujetos análogos no tratados (Young et al., 2012). Los
participantes que completaron el tratamiento (el 76 por 100 de los que lo iniciaron)
mostraron mejoras significativas, antes y después de la intervención y en comparación
con el grupo de control, en aspectos como capacidad de resolución de problemas,
actitudes violentas, ira, hiperactividad e impulsividad, control emocional y
funcionamiento social.
Con todo, en lo referente a los trastornos de personalidad destaca con diferencia la
relación existente entre psicopatía y conducta antisocial (Gacono et al., 2001; Garrido,
2003, 2002, 2004; McMurran, 2001b; Raine, 2000; Zara y Farrington, 2016). De manera
sencilla, la «psicopatía» definiría a aquellos individuos que persiguen su exclusivo
interés y beneficio a pesar de los perjuicios y daños graves que para ello ocasionan a
otras personas.
El término psicopatía fue históricamente antecedido de otros conceptos y
denominaciones (Lykken, 1984; Redondo y Garrido, 2013), como «manía sin delirio»
(Pinel, en 1812), «depravación moral» (Rush, en 1812), «locura moral» (Pritchard, en
1835), «inferioridades psicopáticas» (Kraepelin, en 1903), «personalidad psicopática»
(Schneider, 1923) y «personalidad sociopática» (Partridge). Esta última nomenclatura
fue incorporada en la primera edición del Manual diagnóstico de los trastornos mentales
(DSM-I), aunque reemplazada a partir del DSM-III por la denominación de
«personalidad antisocial» y posteriormente por la de «trastorno antisocial de la
personalidad».
No obstante, mientras que el «trastorno antisocial de la personalidad» evalúa casi
exclusivamente características de conducta problemática y antisocial que pueda mostrar
un sujeto, el vigente constructo de «psicopatía» incluye también la ponderación de
rasgos profundos de la personalidad, como los definidos por Cleckley (1976) y Hare
(1991, 2003; Burkhead, 2007; véase también Redondo y Garrido, 2013):
47
7. Carencia de sentimientos de vergüenza y culpa.
8. No confiabilidad.
9. Falsedad y mentira en aspectos vitales fundamentales.
10. Dificultades para la intuición.
11. Dificultad para seguir algún plan de vida.
12. Comportamiento antisocial sin que aparezca remordimiento.
13. Amenazas suicidas generalmente incumplidas.
14. Dificultades de razonamiento y de capacidad para aprender de las experiencias
previas.
15. Irresponsabilidad en sus interacciones interpersonales.
16. Comportamiento fantástico y abuso del alcohol.
48
psicopatía evaluado a partir de la escala PCL-R se considera integrado por dos factores,
uno nuclear de personalidad (Factor I) y otro de conducta antisocial explícita (Factor II).
Un individuo podría puntuar principalmente en el primer factor, principalmente en el
segundo o, en el peor de los casos, en ambos, lo que comportaría un mayor riesgo para el
delito. En esta misma dirección, y a los efectos que aquí nos interesan, Garrido (2000,
2002) ha diferenciado entre psicópatas «integrados», que llevan una vida legalmente
aceptable, y «subculturales» e inmersos en el mundo de la delincuencia. En sentido
inverso, la mayoría de los delincuentes (incluso violentos) no tienen por qué ser
psicópatas.
A pesar de que no existen cifras fidedignas a este respecto, se ha estimado una
prevalencia de psicopatía de alrededor del 2 por 100 de la población general (Garrido,
2003). Por lo que se refiere a los delincuentes encarcelados, Hare obtuvo en
Norteamérica un rango de prevalencia de psicopatía —individuos con puntuaciones en la
escala PCL-R por encima de 30 puntos sobre 40— de 15-28 por 100 (Hare, 1991, 1996).
En Europa esta tasa sería algo inferior (Cooke y Michie, 1998), habiéndose hallado un
12 por 100 en las prisiones de Baviera en Alemania (Lösel, 1998) y un 18 por 100 en
una prisión española (Moltó, Poy y Torrubia, 2000; tasa coincidente con la prevalencia
promedio de psicopatía del 18,3 por 100 obtenida para contextos penitenciarios en la
revisión de Nicholls, Ogloff, Brink y Spidel, 2005). Pese a todo, desde la perspectiva de
la incidencia delictiva las muestras de delincuentes más peligrosos (entre los que están
los psicópatas) suelen ser responsables de más del 50 por 100 de todos los delitos
conocidos (Loeber, Farrington y Waschbusch, 1998).
En lo que concierne a la prevalencia de psicopatía en mujeres delincuentes, las tasas
son muy heterogéneas en función de las muestras evaluadas, oscilando entre los
siguientes márgenes (Loinaz, 2014): en muestras de mujeres adultas evaluadas mediante
PCL-R, en el rango 8,3 por 100-9,3 por 100; en estudios sobre muestras juveniles,
evaluadas mediante PCL: YV, en el rango 15,5 por 100-25,18 por 100.
Como puede verse, el panorama de la interacción psicopatía-delincuencia es complejo
y su delimitación poco clara. Más oscuro es todavía lo tocante al tratamiento de los
delincuentes categorizados como psicópatas, ya que son muy pocos los programas y
estudios que han tomado medidas evaluativas de psicopatía.
Aun así, cualquier intervención sobre grupos de delincuentes violentos y peligrosos
tiene alta probabilidad de contar entre sus filas con una representación de sujetos con
elevadas puntuaciones en psicopatía. En este contexto, la presencia de rasgos
psicopáticos suele asociarse a delincuentes que muestran comportamiento manipulador,
gran hostilidad y agresividad, y una especie de «adicción a la violencia» (Redondo y
Garrido, 2013). Por ello la psicopatía constituye uno de los retos importantes del
tratamiento de los delincuentes (Tew, Harkins y Dixon, 2013; Thornton y Blud, 2007), al
que habría que prestar especial atención durante los próximos años, incluyendo una
selección adecuada del personal técnico para trabajar con ellos (Atkinson y Tew, 2012).
49
Un punto de esperanza a este respecto es que, para el caso de los jóvenes que
muestran rasgos psicopáticos secundarios, diversos tratamientos han mostrado resultados
prometedores (Morales, 2011).
Una de las características más definitorias de la psicopatía es la «falta de empatía»
con el sufrimiento de las víctimas. Pues bien, la empatía puede también conceptuarse
como una «competencia social» susceptible de entrenamiento y mejora. Así, por
ejemplo, en el programa de tratamiento de agresores sexuales aplicado en las prisiones
españolas, al que se hará referencia en un capítulo posterior, se incluye un módulo
específico para el desarrollo de la empatía a través del trabajo en distintos ejercicios
prácticos; en ellos se dirige la atención de los sujetos hacia los daños físicos y
psicológicos experimentados por las víctimas, y se potencia en los agresores la
ampliación de su propio repertorio emocional. También se plantean y discuten las
principales ventajas de ser empático, tal y como se presenta en la tabla 1.1.
TABLA 1.1
Ventajas de ser empático e inconvenientes de no serlo
— Ayudas a que los demás sientan que alguien se preocupa por ellos.
— Consigues que los demás se sientan bien al poder compartir sus sentimientos —positivos o negativos—
contigo.
— Te sientes muy bien al saber que has ayudado a alguien a sentirse mejor.
— ¡Al ser empático, cada vez comprendes mejor a los demás!
— Aprendes de la experiencia de otras personas.
— Estableces más relaciones de amistad y mejoras la comunicación con tus amigos.
— Haces cada vez menos daño a otras personas, porque comprendes lo que pueden sentir.
— La gente no comparte contigo sus sentimientos, pensamientos y emociones, y al final te sientes solo.
— Los demás tienen pocas ganas de escucharte y de intentar entenderte.
— Te resulta difícil tener verdaderos amigos.
— Eres incapaz de compartir tus emociones y sentimientos con los demás, porque, al igual que no eres capaz
de comprender a los demás, crees que ellos tampoco pueden comprenderte a ti.
— No eres capaz de entender lo que las personas pueden necesitar.
— Nunca podrás ayudar a nadie, porque no sabrás cuándo los demás necesitan ayuda.
— Desconocerás los sentimientos más nobles del ser humano, que nacen de la ayuda y el cariño mutuo.
50
(1994) hallaron en general peores resultados de los tratamientos aplicados con psicópatas
que con otros grupos de delincuentes, y en ocasiones los grupos de psicópatas tratados
incluso reincidieron en mayor grado que los no tratados (Garrido, Esteban y Molero,
1996; Salekin, 2002); sin embargo, algunos programas más recientes han ofrecido
resultados más positivos y prometedores, logrando con psicópatas reducciones
significativas de sus medidas de riesgo postratamiento (Olver, Lewis y Wong, 2013;
Wong, Gordon, Gu, Lewis y Olver, 2012).
Por lo que se refiere a la predicción, en diversos metaanálisis modernos se ha puesto
de relieve que el diagnóstico de psicopatía constituye un predictor de comportamiento
violento y delictivo en la edad adulta (por ejemplo, Farrington y Jollife, 2015; Hemphill,
Hare y Wong, 1998; Leistco, Salekin, DeCoster y Rogers, 2008), con una capacidad
predictiva de magnitud moderada de r = 0,25-0,30 (Walters, 2008), mostrando una
particular capacidad predictiva rasgos propios de la psicopatía como emocionalidad
cruel, incapacidad para sentir culpa, así como conductas arrogantes, de manipulación y
dominación de otras personas (Pechorro, Maroco, Gonçalvez, Nunes y Jesus, 2015).
En jóvenes se ha combinado, con finalidades predictivas, la evaluación de rasgos de
dureza e insensibilidad emocional (callous-unemotional, CU) y de problemas graves de
conducta (conduct disorder, CD, o del síndrome CU-CD). Dichos rasgos son frecuentes
en niños y adolescentes que evidencian escasa preocupación y angustia por su
participación delictiva (Frick, O’Brien, Wootton y McBurnett, 1994; Frick et al., 2003).
Tanto los rasgos de dureza-insensibilidad emocional como la insensibilidad interpersonal
(IC) en la infancia han mostrado buena capacidad predictiva de la posterior detección de
rasgos psicopáticos en la primera edad adulta, de 18 a 19 años (Burke, Loeber y Lahey,
2007). No obstante, se debe tener mucha prudencia a este respecto, ya que también se ha
probado que la identificación de rasgos psicopáticos en la adolescencia no
necesariamente es un precursor fiable de un diagnóstico de psicopatía en la edad adulta
(Lynam, Caspi, Moffitt, Loeber y Stouthamer-Loeber, 2007).
51
orgánicas, por ejemplo, una bacteria) que generaba los síntomas indicativos de la
enfermedad. Este modelo biomédico fue trasladado también al análisis de las
patologías psicológicas, cuyo agente patógeno generalmente se ubicaba en el
mundo intrapsíquico. Frente a ello, desde el paradigma biopsicosocial propio de la
psicología se consideraba que la mayor parte de los problemas psicológicos y de
comportamiento eran resultado de las interacciones inapropiadas del individuo con
su ambiente social, lo que requería una evaluación continua del comportamiento
en interacción con su medio.
2. Las categorías diagnósticas clásicas (por ejemplo, «trastorno límite de la
personalidad») agrupan con finalidades clasificatorias diferentes síntomas y
conductas dentro de una etiqueta de síndrome o cuadro clínico. Pese a ello, el
acuerdo inter-jueces al atribuir una serie de síntomas clínicos a determinada
categoría suele ser bajo, y a menudo un mismo individuo puede ser diagnosticado
por diferentes expertos en cuadros clínicos distintos.
3. Paralelamente a la mencionada falta de fiabilidad interjueces, existe también el
problema del solapamiento de síntomas en distintos cuadros o síndromes, lo que
hace más confuso aún el encuadre diagnóstico de un sujeto.
4. Con todo, el mayor reparo que ponía la psicología al diagnóstico tradicional era la
escasa utilidad para la planificación y aplicación de una intervención terapéutica.
El diagnóstico tradicional asciende desde la constatación de una serie de síntomas
o comportamientos problemáticos a una etiqueta sindrómica. Este proceso resulta,
sin embargo, poco útil para la intervención terapéutica, que, finalmente, ha de
retrotraerse nuevamente a los comportamientos específicos que entrarán en el plan
de acción terapéutica.
Pese a todo lo anterior, a lo largo de los últimos años se ha ido produciendo una
paulatina aceptación en psicología del sistema diagnóstico tradicional, y específicamente
del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM, a partir de su tercera
edición; American Psychiatry Association, 1992) y de la Clasificación Internacional de
las Enfermedades (CIE-10, de la Organización Mundial de la Salud), como instrumentos
válidos y complementarios para la comunicación entre los clínicos (Barlow y Durand,
2001; Comeche y Vallejo, 1998; Labrador, 2002; Labrador et al., 2000; Rodríguez
Manzanera, 2016b).
Múltiples trastornos mentales descritos en el DSM-5 (American Psychiatric
Association, 2014) pueden conectarse con el comportamiento antisocial de jóvenes y
adultos: trastorno de ansiedad social, trastornos destructivos del control de los impulsos
y de la conducta, trastornos relacionados con sustancias y adictivos (alcohol, cannabis,
alucinógenos, estimulantes, inhalantes, opiáceos...), trastornos neurocognitivos,
trastornos de personalidad (antisocial, límite, narcisista, paranoide), trastornos parafílicos
(exhibicionismo, pedofilia, sadismo sexual), abuso sexual o maltrato infantil o de la
52
propia pareja, cleptomanía, problemas laborales, trastorno explosivo-intermitente,
negativista desafiante, por déficit de atención con hiperactividad, piromanía, etcétera.
Sin embargo, las posibles interacciones entre muchos de estos cuadros clínicos y el
comportamiento antisocial y delictivo continúan siendo confusas y han sido escasamente
exploradas.
Se convendrá aquí en que, desde una perspectiva descriptiva, el diagnóstico formal de
determinado trastorno mental, si se ha realizado correctamente, puede constituir una
ayuda inicial para conocer el tipo de problemática al que nos enfrentamos y su gravedad
(Marchiori, 2014a). En función del conocimiento actualmente disponible sobre qué
técnicas de tratamiento pueden funcionar mejor en cada tipo de trastorno, dicho
diagnóstico puede incluso permitir efectuar una hipótesis provisional sobre la modalidad
de tratamiento más conveniente. Con todo, las clasificaciones diagnósticas del DSM y de
la CIE-10 no se fundamentan en modelos psicopatológicos y teóricos definidos
(Labrador, 2002), sino en la constatación de los síntomas o características más frecuentes
de cada trastorno. Es decir, a los efectos terapéuticos del tratamiento de los delincuentes,
que constituyen el tema central de este libro, el diagnóstico psicopatológico de los
delincuentes resulta claramente insuficiente.
Debido a ello, para la prescripción adecuada de un tratamiento resulta imprescindible
complementar este primer diagnóstico global o molar con el análisis topográfico y
funcional de los factores de riesgo que favorecen la conducta delictiva, o de los
comportamientos, pensamientos y emociones concretos cuyo cambio y mejora serán
objetivo del tratamiento.
RESUMEN
53
asociado a sus delitos. De esa forma el tratamiento puede reducir su motivación
delictiva.
La aplicación de tratamientos con delincuentes es importante debido a dos razones
fundamentales: una de carácter moral, en cuanto que se confiere a los sistemas de control
de la delincuencia una expectativa positiva sobre las posibilidades de mejora personal de
los delincuentes, y otra científica, en la medida en que, al cambiar ciertos factores de
riesgo personales, se coopera para reducir su riesgo delictivo. Frente a ello, el sistema
penal puro, basado meramente en el castigo, puede incapacitar temporalmente a los
delincuentes, pero no suele conseguir per se disminuir su probabilidad delictiva futura.
La delincuencia es un fenómeno muy diverso, en el que se incluyen múltiples delitos
contra la propiedad (el grueso de la delincuencia), delitos vinculados al tráfico y
consumo de drogas, delitos contra las personas (lesiones, homicidios y asesinatos) o
agresiones sexuales. La delincuencia más violenta, aunque suele representar un
porcentaje pequeño del total, es la que más temor y preocupación produce a los
ciudadanos. España, y en general los países europeos occidentales, tienen tasas de
delincuencia, y concretamente de delincuencia violenta, bajas. Ello es especialmente
cierto en comparación con los países americanos, tanto del norte como, más aún, de
Centroamérica y Sudamérica.
El tratamiento terapéutico de los delincuentes cuenta con antecedentes, tanto en
Europa como en Norteamérica, desde finales del siglo XIX y, especialmente, durante la
primera mitad del siglo XX. El desarrollo actual de los tratamientos se inició tras la
Segunda Guerra Mundial, y en un sentido plenamente moderno desde finales de los años
setenta. En España este desarrollo fue impulsado, a partir de la década de los ochenta,
desde el campo profesional y, paulatinamente, en colaboración con el ámbito académico.
Sin embargo, la psicología académica española es bastante ajena en sus planes de
estudios a contenidos relativos a la delincuencia y el tratamiento de los delincuentes,
pese a que este ámbito constituye uno de los principales campos de trabajo público de
los psicológicos españoles. Frente a ello, los nuevos estudios de Grado en Criminología
han incorporado el tratamiento de los delincuentes como una materia fundamental, lo
que es probable que contribuya a un mayor desarrollo académico de este campo.
En síntesis, en este primer capítulo se constata que el comportamiento delictivo
depende de tres grandes grupos de factores que contribuyen al riesgo delictivo presente:
los riesgos personales que pueden mostrar los sujetos, las carencias que pueden haber
experimentado en apoyos prosociales y las oportunidades para el delito a las que se ven
expuestos. El tratamiento puede incidir sobre los riesgos personales actuales, pero no
sobre los restantes factores. Por ello, sus efectos positivos, aunque importantes, solo
pueden ser parciales, como así se constata a partir de la investigación sobre eficacia.
Durante los últimos años la evaluación psicológica, más específica y molecular, ha
convivido con la utilización paralela del sistema diagnóstico y psicopatológico
tradicional, sindrómico y molar, concretado principalmente en el Diagnostic and
54
Statistical Manual of Mental Disorder (DSM). Aunque en la actualidad suele
considerarse que ambos sistemas son compatibles y complementarios, aquí se constata
que las posibles interacciones entre trastornos clínicos y comportamiento antisocial
suelen ser a menudo confusas. Esto es especialmente notorio por lo que concierne al
tratamiento de los delincuentes, que suele requerir el análisis de concretos
comportamientos, pensamientos y emociones, así como de las condiciones que los
favorecen o dificultan. Por ello, el conjunto de este texto prioriza una perspectiva
evaluativa específica, mediante la utilización del análisis funcional del comportamiento
por encima de las clasificaciones diagnósticas tradicionales. Por extensión, se considera
que lo anterior podría ser también aplicado al constructo psicopatía, que no en todos los
casos debería constituir una barrera insalvable para la exploración de tratamientos con
los sujetos diagnosticados como psicópatas.
NOTAS
1 La expresión carrera delictiva hace referencia al «análisis de la evolución a lo largo del tiempo de los
comportamientos antisociales y delictivos llevados a cabo por un individuo, y de los factores de riesgo (y
protección) que pueden asociarse al inicio, mantenimiento y desistimiento de la actividad criminal» (Redondo,
2015, p. 331).
2 No obstante, la aportación más destacada de Mira i López fue la evaluación de la personalidad mediante el
PMK, o psicodiagnóstico miokinético. En años recientes se ha producido una renovación de este instrumento por
parte de Tous y su equipo, quienes desarrollaron una versión informatizada de la prueba: el PMK-R (Tous y
Viadé, 2002). El PMK intenta evaluar la personalidad, de modo no verbal, a partir de las desviaciones en el
movimiento de las manos, en diversos ejercicios de trazado ciego de líneas entre dos puntos que le son dados al
sujeto como referencia para realizar los trazados. En vinculación con los estudios originarios de Emilio Mira
(Mira, Mira y Oliveira, 1949) sobre la posible relación intuitiva entre respuestas miokinéticas y violencia, Tous y
sus colaboradores (Tous, Chico, Viadé y Muiños, 2002; Tous, Viadé y Chico, 2003; Tous, Muiños, Chico y
Viadé, 2004) han confirmado estadísticamente una relación significativa entre variables como mayor irritabilidad,
extraversión y agresividad, evaluadas mediante el PMK-R, y mayor violencia.
55
2
Modelos terapéuticos generales y cambio
personal
Este capítulo describe los principales modelos psicológicos sobre el comportamiento humano que
tienen implicaciones terapéuticas, tales como los modelos psicoanalíticos, humanístico-
existenciales, sistémicos y cognitivo-conductuales. No todos estos modelos han tenido igual
proyección y aplicabilidad en el tratamiento de los delincuentes, sino que la mayoría de los
programas utilizados se enmarcan en modelos cognitivo-conductuales. Se introduce al lector
también en los conceptos de cambio terapéutico, motivación para el cambio y relación terapéutica.
56
2.1. MODELOS PSICOANALÍTICOS O PSICODINÁMICOS
El psicoanálisis, iniciado a finales del siglo XIX por Sigmund Freud, se fundamenta
sobre las siguientes asunciones principales acerca de la naturaleza y el desarrollo
humanos (Andrews y Bonta, 2016; Barlow y Durand, 2001; Feixas y Miró, 1993;
Martorell, 1996; Messer y Warren, 2001; Pérez, 1998b; Rodríguez Manzanera, 2016b;
Rodríguez Sutil, 2001):
1. Cada persona evoluciona a través de una serie de etapas vitales, cuyo eje principal
lo constituye el desarrollo sexual.
2. En algunos casos, debido a la vivencia de experiencias traumáticas (especialmente
en la preadolescencia), se producen anomalías en este desarrollo evolutivo de la
persona que generan conflictos en su personalidad.
3. Estos conflictos surgen generalmente de la interacción entre los impulsos
derivados de los instintos («ello») y las imposiciones sociales («super-yo»).
4. Los conflictos suelen ser dolorosos para la «consciencia» del individuo y, por ello,
serían «empujados» al inconsciente.
5. Como resultado de las luchas del sujeto para manejar los conflictos dolorosos que
experimenta, se desarrollarían en la personalidad «mecanismos de defensa» (por
ejemplo, negación, sublimación, compensación, etcétera), los cuales pueden
conducir a diversas disfunciones de la personalidad, en forma de patologías
psicológicas y de comportamiento.
57
recuperación del paciente. Como es conocido, son requisitos imprescindibles de la
terapia psicoanalítica que el terapeuta sea un experto consumado en psicoanálisis y que
personalmente haya sido psicoanalizado y haya resuelto sus propios conflictos
psicológicos.
Las técnicas psicoanalíticas más utilizadas modernamente son el tratamiento
psicoanalítico convencional, la psicoterapia dinámica, la psicoterapia analítica de
expresión (media y larga duración), la psicoterapia psicoanalítica de apoyo y la
psicoterapia analítica breve y focal (Colegio Oficial de Psicólogos, 1998; Messer y
Warren, 2001). Esta última modalidad supone un cierto compromiso entre la atención
preferente a los síntomas del sujeto (aquello de lo que realmente se queja o que
constituye la razón inmediata del tratamiento) y la comprensión de su globalidad
personal. El tratamiento se desarrolla durante 10-25 sesiones mediante un sistema de
diálogo, entre terapeuta y paciente, más activo que en el psicoanálisis tradicional. Las
principales estrategias terapéuticas de la terapia psicoanalítica breve son la clarificación,
la interpretación y la confrontación de los patrones de comportamiento inapropiados del
sujeto y de sus impulsos y conflictos, en torno a los tres ejes del llamado «triángulo del
insight» en el contexto interpersonal del sujeto (Messer y Warren, 2001): 1) las personas
más importantes en su vida actual; 2) la transferencia, o relación percibida con el
terapeuta, y 3) las relaciones de la infancia, especialmente con padres y hermanos.
El psicoanálisis, que fue la primera psicoterapia propiamente dicha, ha dejado su
huella en el ámbito de la intervención psicológica a través de conceptos como la
transferencia —uno de los descubrimientos más relevantes de Freud, en cuanto sugiere
la función terapéutica que suscita la propia relación terapeuta-paciente—, la resistencia
al cambio, y la interpretación a la luz de todo aquello que el individuo muestra en su
propia vida (Martorell, 1996; Pérez, 1998b).
Sin embargo, reiteradamente se han puesto de relieve los problemas que presenta el
modelo psicopatológico propuesto por el psicoanálisis.
En primer lugar, resulta muy difícil someter a comprobación empírica conceptos tales
como el «yo» y el «super yo», dado que son por definición constructos no observables ni
medibles en la realidad. Lo mismo puede afirmarse en relación con explicaciones tales
como el genérico «conflictos internos».
En segundo término, la explicación psicoanalítica es (como una y otra vez se ha
razonado) circular: se comienza por la definición de los constructos psicoanalíticos y el
análisis de las patologías (esto es, del comportamiento problemático, en este caso las
conductas delictivas), y posteriormente se procede a elaborar explicaciones etiológicas
de dichas patologías, las cuales se consideran retrospectivamente «confirmadas» por los
constructos definidos a priori. Es decir, el efecto que se pretende explicar se toma a su
vez como única prueba y demostración de la causa presumida (los conflictos
inconscientes).
En tercer lugar, la evidencia científica acumulada a lo largo de un siglo sobre la
58
propia teoría psicoanalítica y sobre el proceso terapéutico que se deriva de ella es muy
escasa, se ha circunscrito a muy pocos casos (los más referidos son los que estudió el
propio Freud), y suele carecer de las condiciones mínimas de evaluación exigibles por la
metodología científica (definición de variables —de tratamiento y de resultado—,
control experimental, muestras suficientes, diseños de evaluación, etcétera). Por todo
ello, la terapia psicoanalítica presenta graves dificultades de validez científica.
Valdés (2000) describió lacónicamente los avatares y el ocaso de la teoría
psicoanalítica en el campo de la salud: «(...) apareció el psicoanálisis, en un intento de
cambio de paradigma, pero su formulación oscurantista y su ineficacia para resolver
problemas acabaron por desplazarlo al ámbito de la cultura, que es un ámbito tolerante
donde deben tener cabida todas las ideas. Al margen de la insólita credulidad del mundo
intelectual en lo que respecta a las especulativas hipótesis de la teoría freudiana, el
psicoanálisis precisamente tuvo su oportunidad en el campo de la medicina
psicosomática —a la que en cierto modo bautizó—, y al cabo de dos décadas de
hipótesis muy imaginativas y de imposible comprobación, se fue sin dejar rastro» (p.
VI). Es verdad que, aunque no en el campo de la medicina psicosomática, el
psicoanálisis ha dejado rastro y todavía sigue teniendo acogida entre sectores
significativos de terapeutas, al menos en el contexto del ejercicio clínico privado,
especialmente en aquellos ámbitos territoriales de mayor influencia centroeuropea. Con
todo, es evidente que la influencia del psicoanálisis en el campo clínico lleva décadas en
claro retroceso, debido a las dificultades y problemas epistemológicos y metodológicos
señalados.
Freud dedicó escasa atención al análisis de la criminalidad, cuyo origen ubicó en la
culpa experimentada como resultado del complejo de Edipo: «En muchos delincuentes,
especialmente jóvenes, puede identificarse un poderoso sentido de culpa que existe antes
de su conducta delictiva, y que no es un resultado sino su motivo» (Freud, 1961, p. 52;
citado en Burkhead, 2007, p. 58). Alexander y Healy (1935) consideraron que el
comportamiento antisocial constituía un esfuerzo inconsciente del individuo para ser
castigado y aliviar así su culpabilidad.
August Aichhorn propuso desde el psicoanálisis una teoría de la «delincuencia
latente», según la cual la conducta delictiva sería uno de los posibles síntomas de
problemas en el desarrollo psicológico (Hollin, 2001), especialmente en términos de
conflictos de carácter neurótico o de fallos en el desarrollo del super-yo (Blackburn,
1994). Con anterioridad a la década de los setenta del pasado siglo, los tratamientos
llevados a cabo esporádicamente con delincuentes tuvieron una orientación
preferentemente psicodinámica (en coherencia con la mayor prevalencia entonces del
psicoanálisis); sin embargo, debido a la falta de evaluación sistemática y a los pocos
informes clínicos realizados, no pueden conocerse con precisión ni la magnitud real de
tales aplicaciones ni sus efectos (Knabb, Welsh y Graham-Howard, 2011).
Taylor (2015) describió una adaptación de los conceptos y terapia psicoanalítica para
59
el tratamiento, en un formato de comunidad terapéutica, de un grupo de delincuentes con
graves trastornos de personalidad condenados por delitos de parricidio del propio padre o
madre. Se requirió a los sujetos, para su admisión inicial al programa, un cierto grado de
motivación para el tratamiento y poseer cierta curiosidad acerca de los propios
pensamientos, sentimientos y conducta. La intervención se diseñó como un programa de
alta intensidad y exigencia, con una duración de 2-3 años. En su concepción como
comunidad terapéutica, se exigía a los participantes ser activos tanto en el propio
tratamiento como en el de los otros participantes, y en el funcionamiento diario de la
comunidad.
Los dos ingredientes principales de la intervención eran los siguientes (Taylor, 2015;
Taylor y Trout, 2013):
60
En todo caso, las terapias psicoanalíticas son, como se ha comentado, muy poco
utilizadas actualmente en el campo del tratamiento de los delincuentes, y cuando se han
utilizado han logrado escasos resultados por lo que concierne a la reducción de la
reincidencia delictiva (Andrews y Bonta, 2016; Blackburn, 1994; Cooke y Philip, 2001;
Cullen y Gendreau, 2006). Como se describirá más adelante, desde los años setenta hasta
la actualidad los tratamientos de los delincuentes se han basado fundamentalmente en
principios conductuales y cognitivo-conductuales (Hollin, 2001; McGuire et al., 2008).
61
Estos enfoques suelen ser, además, contrarios a las clasificaciones diagnósticas, por
considerarlas artificiales y devaluadoras de la individualidad de la persona. Su énfasis
terapéutico reside, por encima de todo, en el propio proceso de la terapia, más que en
una evaluación científica de los resultados. De este modo, han concedido la máxima
importancia a la relación terapéutica con el cliente. En este punto ha sido especialmente
relevante el acercamiento de Karl Rogers, desde el enfoque de la «terapia centrada en el
cliente». Como es conocido, Rogers (1987, 2011) dedicó especial atención a las
actitudes que debe mantener el terapeuta hacia el cliente participante en un tratamiento,
entre las que destacó: una consideración positiva e incondicional del paciente, una
relación empática y una congruencia comunicativa entre los distintos mensajes, verbales
y no verbales, que le transmite. Aquí, la relación terapéutica no se concibe como un
mero vehículo para la transmisión de otras técnicas, sino como el mecanismo esencial de
la propia terapia.
Los acercamientos humanístico-existenciales utilizan, además, una serie de recursos
técnicos para la terapia como los siguientes (Feixas y Miró, 1993; Sharp y Bugental,
2001): 1) atención al espacio terapéutico, de modo que no distraiga la atención del
sujeto; 2) enfoque hacia el aquí y ahora, es decir, hacia los pensamientos y sentimientos
que experimenta y preocupan al cliente en la actualidad, ya que nadie sabe tanto de su
problema como él mismo (Carpintero, 2010); 3) empleo de la fantasía, que permita que
afloren los elementos emocionales no conscientes, y 4) utilización de la dramatización y
la expresión corporal para representar los conflictos personales o interpersonales en que
se encuentra inmerso el individuo.
Las terapias humanístico-existenciales han tenido una relativa acogida entre los
psicólogos, y de algunas de ellas, como la psicoterapia de Rogers y el psicodrama de
Moreno, se han derivado aportaciones relevantes para el conjunto de las intervenciones
psicológicas, tales como el énfasis en la importancia de la relación terapéutica y la
utilización terapéutica del grupo. Sin embargo, estos enfoques muestran también
dificultades importantes para su análisis científico (Pérez, 1998b). Por definición, las
psicoterapias humanístico-existenciales se enfocan a los grandes valores personales y a
las dimensiones más elevadas de desarrollo individual y destino del ser humano. Pero
cuando una concepción terapéutica se adentra por esos territorios, el método científico
estándar comienza a tener menos cabida. Como señaló Kelly (1969), no basta con que la
humanidad sea descrita o ensalzada, sino que también necesita ser concretada.
En los años sesenta y setenta se llevaron a cabo diversas intervenciones con
delincuentes sobre la base de perspectivas humanistas, que priorizaban una buena alianza
terapéutica y una orientación al presente y al crecimiento personal de los sujetos, a través
de ejercicios de elección y responsabilidad individual (Blackburn, 1994). Ejemplo de
ello es la terapia de realidad de Glasser (1975), que se dirige a desarrollar la
responsabilidad de los sujetos en prisión, especialmente a partir de la planificación de la
búsqueda de empleo y de una previsión más ordenada de su vida para cuando salgan en
62
libertad. Glasser reemplazó el supuesto de «enfermedad mental» o «patología» de los
delincuentes (más propio del modelo psicoanalítico) por el de «irresponsabilidad»; su
terapia de realidad se dirigió precisamente a ayudar a los sujetos a convertirse en
personas más responsables a partir de favorecer su vinculación y compromiso personal,
rechazar sus conductas no realistas y enseñarles nuevos comportamientos responsables
(Garrido, 1993).
También se utilizó en múltiples prisiones norteamericanas, en los años sesenta y
setenta del siglo pasado, «análisis transaccional», aplicado en un formato grupal.
Mediante esta técnica se analizaban las «transacciones» de comportamientos antisociales
que efectuaban entre sí los sujetos de un grupo, con el objetivo de transformarlas en
interacciones más saludables (Nicholson, 1970).
Como se verá más adelante, la perspectiva terapéutica de rehabilitación de
delincuentes denominada modelo de vidas satisfactorias (Day, Casey, Ward, Howells y
Vess, 2010; Ward, 2002) tiene su origen en muchos de los planteamientos de las terapias
humanístico-existenciales a las que se acaba de hacer referencia.
Los modelos sistémicos han puesto el énfasis terapéutico en el cambio de los patrones
de interacción personal, ya que se considera que la disfunción en dicha interacción se
hallaría en el origen de los trastornos y psicopatologías individuales. Su estrategia
preferente ha sido la terapia familiar, aunque más recientemente estos modelos se han
abierto a otras formas de terapia individual o de pareja. Su concepto nuclear es el
concepto de sistema.
En su origen confluyeron las teorías de distintos autores, desde Rogers hasta
Ackerman, Fromm y Sullivan. Sin embargo, su génesis directa correspondió al
antropólogo Gregory Bateson, del Veterans Administration Hospital de Palo Alto. Su
trabajo con esquizofrénicos le llevó a formular su teoría del doble vínculo, en la que
concibió la esquizofrenia como una «comunicación perturbada» del paciente con su
entorno inmediato, especialmente con su entorno familiar. Otros autores destacados en la
gestación de las perspectivas sistémicas fueron el británico Laing, quien también había
trabajado con esquizofrénicos en el Tavistock Clinic de Londres, y los italianos Selvini-
Palazzoli, Boscolo, Cecchin y Prata (grupo de Milán) y Andolfi y Cancrini (grupo de
Roma).
Más allá de sus diferencias y matices, existen diversos elementos sustanciales
compartidos por los modelos sistémicos (Feixas y Miró, 1993; Martorell, 1996; Pérez,
1998b). Adoptan la teoría general de sistemas, del biólogo austro-canadiense Ludwig
von Bertalanffy, como interpretación básica de las interacciones humanas. Esta famosa
teoría intentar identificar las bases comunes a los distintos sistemas biológicos y
sociales. Considera que para comprender el funcionamiento de un sistema determinado
63
resulta imprescindible analizar tanto el funcionamiento interno del sistema como sus
interacciones con otros sistemas fuera de él (Bertalanffy, 1993; Bothamley, 2002, p.
226). Desde esta perspectiva, la familia es conceptuada como un sistema abierto que
produce efectos y resultados sinérgicos, que trascienden la mera suma de los
comportamientos de sus miembros. Según ello, no es posible una incidencia terapéutica
sustancial sobre una persona concreta sin producir cambios notables en el sistema
familiar. En estas interacciones sistémicas el instrumento decisivo es la comunicación,
que se define a partir de una serie de principios (Feixas y Miró, 1993; Feixas y Saúl,
2005b):
64
tratamiento, existen muy diferentes perspectivas y aplicaciones concretas. Entre las más
conocidas se encuentra la terapia sistémica breve. Su propuesta fundamental sobre el
cambio terapéutico parte de la concepción de que, en general, «la solución es el
problema», lo que significa que la patología sintomática es a menudo el resultado de los
reiterados e inefectivos intentos de poner solución al conflicto comunicativo. Por ello, la
intervención va a dirigirse justamente a neutralizar los intentos de solución hasta ahora
arbitrados por algún miembro de la familia. Ello implica producir cambios no
meramente superficiales (cambios-1), sino estructurales (cambios-2). De este modo, las
intervenciones sistémicas no se orientan a modificar directamente los síntomas
conductuales expresados por el sujeto, sino a reorganizar los parámetros de los que
dichos síntomas son una expresión.
Como estrategias terapéuticas se han utilizado procedimientos como la reformulación
(del marco conceptual o emocional en el que tiene lugar el problema), y la utilización
(favorable o terapéutica) de la resistencia al cambio que suelen presentar muchos
individuos participantes en un tratamiento; para ello se llevan a cabo intervenciones
paradójicas, consistentes en prescribir al sujeto no la mejora terapéutica, sino su
contrario, el «no-cambio» y la perpetuación de sus síntomas, así como también las
técnicas denominadas de pautación escénica, reestructuración y reencuadre (Colegio
Oficial de Psicólogos, 1998). Se espera que todo ello actúe como revulsivo para la
remoción de las estructuras familiares. Además, se plantean diversas tareas para realizar
por parte de la familia, tales como la introducción de nuevos modos de reacción ante el
individuo tratado.
El enfoque sistémico, en sus diferentes variantes y concepciones, ha resultado
atractivo para muchos psicoterapeutas. Sin embargo, sus principales dificultades
metodológicas pueden deducirse fácilmente de la breve presentación que se acaba de
realizar. En síntesis, estas dificultades podrían cifrarse en haber definido un modelo
globalizador de las relaciones e interacciones humanas, que plantea graves problemas
metodológicos para su plasmación científica, su validación teórica y la evaluación
contrastable de sus resultados terapéuticos.
A principios de los años noventa, Henggeler y sus colaboradores (Henggeler y
Borduin, 1990) diseñaron y comenzaron a aplicar con delincuentes juveniles una técnica
denominada Terapia multisistémica. De las perspectivas sistémicas toma la propia
denominación y la idea nuclear de que, para producir cambios relevantes en la vida de
los jóvenes delincuentes, es imprescindible intervenir de modo coordinado en los
sistemas que más pueden incidir en sus vidas: la familia, la escuela y el grupo de amigos.
Sin embargo, la terapia multisistémica es por lo demás una terapia cognitivo-conductual
estándar, que utiliza técnicas de modelado, entrenamiento en habilidades sociales,
reforzamiento de conducta, reestructuración cognitiva, etcétera. La terapia
multisistémica es uno de los tratamientos con delincuentes juveniles que, de acuerdo con
las evaluaciones actuales, logra buenos resultados en la reducción del comportamiento
65
antisocial de los jóvenes, tanto a corto como a medio y largo plazo. Esta terapia se
comentará con más detalle en un capítulo posterior sobre el tratamiento de los
delincuentes juveniles.
Los principios del aprendizaje han sido ampliamente investigados a lo largo de todo
el siglo veinte, tanto en lo concerniente al condicionamiento clásico como al operante y
al vicario o social. Dicha investigación se ha concretado en un conjunto de principios y
leyes psicológicas acerca de los procesos mediante los cuales se aprenden y se
mantienen los comportamientos humanos. Desde los años cincuenta dichos principios
comenzaron a ser aplicados en la terapia psicológica para tratar distintos trastornos,
produciéndose paulatinamente un gran desarrollo de estrategias terapéuticas y campos de
intervención (Foreyt y Goodrick, 2001; Gacono et al., 2001; Labrador, 2016a; White,
2000). Las técnicas que dimanan del condicionamiento clásico (por ejemplo, la
exposición) y del condicionamiento operante (por ejemplo, el entrenamiento a padres en
control de contingencias) suelen ser conocidas como técnicas conductuales o terapia de
conducta «clásica».
A finales de la década de los sesenta aparecen nuevas perspectivas terapéuticas que
teorizan sobre la interdependencia existente entre el pensamiento, las emociones (por
ejemplo, la ansiedad, los estados depresivos...) y los comportamientos subsiguientes
(Aaron Beck, 2000). Estas ideas retoman una larga tradición cultural en occidente sobre
la capacidad del pensamiento y la razón humanos para «dirigir» la conducta y controlar
las emociones, desde los filósofos estoicos hasta Kant. Sin embargo, en el ámbito de la
psicología científica uno de los primeros psicólogos que se refirió a esta cuestión fue
Thorndike, quien ya en 1920 hizo mención a un modo de inteligencia que llamó
inteligencia social, y que definió como aquella habilidad que tienen las personas para
entender a otras personas y actuar diestramente en las relaciones humanas. Otros autores
que realzaron la importancia de las variables cognitivas fueron Homme, Osgood y
Tolman y Rotter (Tous, 1978, 1989). De este modo, a lo largo de décadas, y desde
diferentes perspectivas teóricas, la psicología fue paulatinamente explorando y
redescubriendo el papel terapéutico de los factores cognitivos para la regulación de las
emociones y el comportamiento humano.
En el desarrollo moderno de las terapias cognitivas jugaron un papel decisivo autores
como Ellis, Beck y el propio Bandura (Foreyt y Goodrick, 2001; Labrador, 2016b;
White, 2000). Ellis (1994) considera que las personas pueden reemplazar sus
pensamientos irracionales por otros más apropiados y realistas, y afrontar así sus
dificultades emocionales y de conducta. Por su parte, Beck (quien fue el autor más
decisivo hacia una orientación cognitiva de la terapia de conducta) valora que la persona
depresiva ha generado una serie de distorsiones o pensamientos negativos acerca de sí
66
mismo, del mundo en el que vive y sobre su futuro (Aaron Beck, 1967, 2000; Judith
Beck, 2000). Por ello, la terapia debe confrontar abiertamente tales cogniciones dañinas,
para que el sujeto pueda rechazarlas y reemplazarlas por modos más positivos de encarar
su propia vida. Asimismo, Bandura (1977) planteó en el marco de su modelo de
aprendizaje social (de enorme influencia en el campo de los tratamientos con
delincuentes) una serie de conceptos cognitivos, entre los que destacan el de aprendizaje
vicario, o adquisición cognitiva (previa a su ejecución fáctica) de nuevas habilidades a
partir de la observación de modelos de conducta, y el concepto de expectativa de
autoeficacia, o creencia del individuo de que será capaz de mejorar su comportamiento,
lo cual favorece el que realmente pueda conseguirlo.
Sobre estas y otras bases conceptuales y empíricas, en la actualidad se considera que
muchas disfunciones del comportamiento se originan y se mantienen debido a las
dificultades cognitivas y emocionales que manifiestan las personas. En consecuencia, un
objetivo fundamental de la intervención psicológica es entrenar y mejorar dichas
capacidades cognitivas y de control emocional, para que los individuos puedan, tal y
como propone el enfoque cognitivo-conductual, «dirigir» más eficazmente su propia
conducta. Así, este enfoque es la opción terapéutica más reconocida, y de la que se ha
derivado un mayor número de técnicas de tratamiento para múltiples trastornos
psicológicos (Gacono et al., 2001; Labrador, 2016a).
De acuerdo con una amplia revisión efectuada en la obra de Pérez et al. (2003a,
2003b, 2003c), las terapias psicológicas mejor establecidas, para un mínimo de dos tipos
de trastornos psicológicos, eran las siguientes y en este orden de prioridad: 1) las
«terapias cognitivo-conductuales», generalmente de carácter multicomponente (se
consideran bien establecidas en 17 grupos de trastornos); 2) la «modificación de
conducta», mediante procedimientos operantes (se considera bien establecida en 9
grupos de trastornos); 3) la «exposición en vivo» (bien establecida para 7 tipos de
trastornos); 4) la «desensibilización sistemática» (bien establecida para 4 trastornos); 5)
el «manejo de contingencias» (en 4 trastornos); 6) la «reestructuración cognitiva», según
el modelo clásico de Beck (en 3 trastornos); 7) la «terapia de afrontamiento» (en 3
trastornos); 8) la «relajación» (en 3 trastornos); 9) el «entrenamiento en habilidades
sociales» (en 2 trastornos); 10) el «reforzamiento comunitario» (en 2 trastornos); 11) la
«terapia de conducta clínica», que incluye el entrenamiento a padres y maestros en
manejo de contingencias de conducta (en 2 trastornos con niños); 12) el «modelado»,
tanto participante como simbólico (en 2 trastornos), y 13) la «saciación» (en 2
trastornos). Además, las siguientes técnicas están bien establecidas para al menos un tipo
de trastorno: «exposición en la imaginación», «terapias sexuales multimodales» y de tipo
Masters y Johnson (mediante entrenamiento en autoestimulación), terapia
«interpersonal», terapia «familiar», «psicoeducación», «biofeedback», «economía de
fichas», «contrato conductual», «intervención paradójica», «control de estímulos» y
«prevención de recaídas».
67
En el campo del tratamiento de los delincuentes, las intervenciones basadas en
modelos cognitivo-conductuales han mostrado una mayor eficacia en diversas medidas
evaluativas, lo que incluye también la reducción de la reincidencia delictiva (Gacono et
al., 2001; McGuire, 2013; McGuire et al., 2008; McMurran, 2001a; Redondo y Frerich,
2013, 2014; Ward y Eccleston, 2004; Zara y Farrington, 2016). Se basan en el principio
psicológico general según el cual los procesos cognitivos influyen sobre la conducta.
Así, se considera que si se modifican los pensamientos, las actitudes, los razonamientos
y las capacidades cognitivas de resolución de problemas interpersonales de los
delincuentes (lo que también implica mejorar su control emocional y enseñarles nuevas
habilidades y conductas), se hace más probable su comportamiento prosocial y una
reducción de la frecuencia y gravedad de sus actividades delictivas (Andrews y Bonta,
2003; Cooke y Philip, 2001; Cullen y Gendreau, 2006).
1. Respuesta al tratamiento: implica una reducción del 50 por 100 de los déficits o
dificultades que el sujeto presentaba con anterioridad.
68
2. Remisión: completa desaparición de los problemas que anteriormente mostraba, y
vuelta del sujeto a su funcionamiento de vida normal.
3. Recuperación: mantenimiento de los beneficios del tratamiento (o remisión de los
problemas previos durante al menos 6 meses).
4. Recaída: resurgimiento de los problemas iniciales durante alguna de las fases
precedentes.
5. Recurrencia: la sintomatología problemática reaparece tras haberse logrado la
recuperación (es decir, una vez que el individuo llevaba más de 6 meses
«recuperado»).
69
capacidad de las diversas técnicas para mejorar las expectativas de autoeficacia de los
sujetos y sus respectivas potencialidades terapéuticas (Bandura, 1977; Bandura y Adams,
1977).
Por otro lado, también se han elaborado listados de posibles «principios activos» que
podrían ser comunes a diversos tratamientos terapéuticos (Brady, Davidson, Lambert y
Bergin, 1994; Dewald et al., 1980; Frank, 1982; Kleinke, 1998; Korchin y Sands, 1987).
Labrador (1986) resumió, en relación con los primeros listados propuestos, una serie de
elementos o ingredientes activos, compartidos por diversas psicoterapias:
También Lambert y Bergin (1994) identifican tres tipos de elementos comunes a las
diversas psicoterapias: los factores de apoyo, como la reducción de la tensión del
individuo, el establecimiento de relaciones positivas y de confianza, y la alianza
terapéutica; los factores de aprendizaje, relacionados con la transmisión al sujeto de
nuevas expectativas y nuevos elementos cognitivos y emocionales, así como la mejora
de su motivación; y, por último, los factores de acción, o elementos prácticos de
regulación de la conducta, de desarrollo de nuevas habilidades y de puesta en práctica de
las mismas. Estos diversos factores aparecerían secuencialmente en el proceso de cambio
terapéutico, comenzando por los factores de apoyo, siguiendo por los de aprendizaje y
acabando por los de acción.
Por su parte, Kleinke (1998) enunció una serie de acciones que todo terapeuta suele
efectuar, con independencia de su perspectiva teórica: 1) ofrecer consejo a la persona
que acude a consulta; 2) ayudarla a ver su problema desde una nueva óptica y a tomar
conciencia de lo inapropiado de las estrategias de solución que ha utilizado hasta ahora;
3) ayudarla a mejorar su comprensión del problema y a utilizar estrategias de
afrontamiento más eficaces; 4) ofrecer al individuo seguridad, empatía y aceptación,
como punto de partida para que pueda cambiar; 5) favorecer en él expectativas positivas
de mejora; 6) darle la posibilidad de experimentar y expresar emociones; 7) influir
socialmente sobre el sujeto, y 8) promover, mediante las tareas asignadas para realizar
70
fuera de las sesiones terapéuticas, que practique nuevos comportamientos más eficientes.
Son los momentos o fases temporales por los cuales transcurre una persona a lo largo
del proceso terapéutico completo. Inicialmente los autores toman como base para el
análisis su investigación en el ámbito de la adicción al tabaco, y, posteriormente,
extrapolan estos desarrollos a un ámbito explicativo más general. Se identifican hasta
seis estadios de cambio:
Según Prochaska y DiClemente, estos estadios no tienen por qué seguir una estricta
secuencia progresiva, sino que pueden producirse, y generalmente se producen, avances
y retrocesos de unos a otros. Es frecuente reducir estos seis estadios de cambio a los
cuatro más importantes (véase figura 2.1): 1) precontemplación, 2) contemplación, 3)
acción y 4) mantenimiento (Littell y Girvin, 2002).
71
Figura 2.1.—Estadios de cambio del modelo transteórico de Prochaska y DiClemente, a partir de la propuesta
simplificada de Little y Girvin (2002).
Para evaluar en qué estadio de cambio se halla un sujeto, uno de los instrumentos más
utilizados ha sido la Escala de estadios de cambio (SOCS) o URICA (University of
Rhode Island Change Assessment), integrada por 32 ítems (ponderados en una escala
Likert de 1 a 5 puntos), cada uno de los cuales puntúa en uno de los cuatro estadios de
cambio mencionados (precontemplación, contemplación, acción y mantenimiento)
(Littell y Girvin, 2002; puede hallarse también una versión en castellano de esta escala
en Redondo y Martínez-Catena, 2011) 1 .
Más recientemente se ha formulado una nueva escala de evaluación de los estadios de
cambio denominada Violence Risk Scale (VRS; Wong y Gordon, 2006), integrada por 26
ítems (6 correspondientes a factores de riesgo estáticos y 20 a factores de riesgo
dinámicos) que son puntuados en una escala de 0 a 3 puntos. Ello permite ponderar la
magnitud de la mejora global producida durante el tratamiento a partir del progreso de
cada individuo entre estadios de cambio. Mediante esta escala se ha constatado que los
sujetos que mejoran sus puntuaciones de cambio en la escala VRS también muestran
menor probabilidad de reincidencia futura (Lewis, Olver y Wong, 2013), a pesar de que
este resultado tan positivo no siempre se ha observado (Yersberg y Polaschek, 2014).
72
2. Los procesos de cambio
73
de comprender y explicar mejor los procesos de cambio personal. Ello puede permitir
explorar qué técnicas o intervenciones terapéuticas pueden promoverlos, y en qué
momentos (en función de la evolución y disposición de los sujetos para el cambio y
mejora terapéutica). En tal sentido, la propuesta de Prochaska y DiClemente ha
planteado una interesante línea de trabajo tanto para la investigación como para la
práctica, que podría facilitar un mejor ajuste sujeto-tratamiento.
El modelo transteórico ha recibido durante los últimos años gran atención al respecto
de muy diversos trastornos psicológicos. En el campo del tratamiento de los
delincuentes, se han diseñado formatos específicos para la evaluación de los «estadios de
cambio» en agresores sexuales y en maltratadores.
Paralelamente, este modelo también ha sido objeto de análisis críticos, como el
efectuado por Littell y Girvin (2002) en relación con los estadios de cambio propuestos
por Prochaska y DiClemente:
74
los elementos de valoración cognitiva, sin considerar demasiado las dimensiones
emocionales del sujeto (depresión, ansiedad, miedo, etcétera), que, sin embargo,
podrían tener un peso destacado.
8. En ciertas ocasiones la preparación para el cambio y el cambio mismo pueden
acontecer de manera rápida y abrupta, como resultado de experiencias vitales
repentinas o traumáticas, más que como una progresión paulatina a través de
estadios.
9. La investigación futura debería considerar el influjo que pueden tener sobre los
cambios cognitivos y de comportamiento factores como la percepción por parte
del sujeto sobre la naturaleza y causas de su problema, su habilidad para controlar
el estrés, los estilos y habilidades del terapeuta, las posibles adicciones, etcétera.
Pese a todas estas dificultades, el modelo transteórico ha tenido durante los pasados
años un importante valor heurístico, estimulando múltiples investigaciones sobre cambio
terapéutico en variados trastornos y contextos, incluido el campo del tratamiento de los
delincuentes, y particularmente de los delincuentes sexuales y de los maltratadores
familiares (Nochajski y Stasiewiecz, 2005; Wells-Parker, Kenne, Spratke y Williams,
2000).
Por ejemplo, Redondo y Martínez-Catena (2011) analizaron, en una muestra de
delincuentes sexuales, la posible conexión entre la fase del tratamiento en que se
hallaban y su posición en términos de estadios de cambio del modelo de Prochaska y
DiClemente. Para ello evaluaron, mediante la escala de estadios de cambio (SOCS) a 76
delincuentes sexuales encarcelados, correspondientes a los tres grupos siguientes: un
grupo pretratamiento (N = 24), un grupo de tratamiento (N = 33) y un grupo de
seguimiento (N = 19). Los resultados mostraron una correspondencia relativa entre la
etapa de tratamiento en la que se encontraban los sujetos (menos o más avanzada) y los
estadios de cambio en que puntuaban más alto (menos o más elevados). En consonancia
con lo que resultaba esperable a partir del modelo transteórico, el grupo pretratamiento
destacó significativamente en el estadio precontemplación (es decir, de escasa
conciencia todavía sobre la necesidad de cambiar de conducta), y los grupos tratamiento
y seguimiento puntuaron en general más alto (aunque sin alcanzar diferencias
estadísticamente significativas) en estadios de cambio más elevados (contemplación,
acción, mantenimiento), que comportan mayor conciencia y disposición para cambiar.
Más recientemente, se ha planteado un modelo de disposición para el cambio
terapéutico que podría ser alternativo al clásico modelo de Prochaska y DiClemente. Tal
modelo, que incluye también un sistema de evaluación, describe la disposición para el
tratamiento a partir de ocho variables interrelacionadas (Day et al., 2010):
75
plazo, que podrían derivarse de su participación en el tratamiento.
3. Interés del tratamiento, o identificación de valores internos y externos que tiene la
participación en el tratamiento, con la finalidad última del abandono de la
actividad delictiva.
4. Angustia experimentada por la participación en el tratamiento: así como ciertos
efectos negativos (ira, tensión...) pueden ser origen de determinados delitos, otras
emociones negativas (como la angustia y malestar experimentados por el propio
pasado) también podrían impulsar positivamente el cambio y mejora de la
conducta.
5. Objetivos del tratamiento, o identificación por el sujeto de finalidades y propósitos
terapéuticos realistas y viables (mejora de su formación, de sus habilidades, de sus
expectativas futuras, etcétera).
6. Comportamientos y disposiciones favorables del sujeto en previos tratamientos: es
decir, el grado en que ya ha mostrado buena disposición al cambio en otros
tratamientos anteriores es un indicador relevante de la disposición actual de un
individuo para participar positivamente en un tratamiento.
7. Consistencia motivacional o coherencia, en relación con su participación en el
tratamiento, entre lo que el sujeto dice y hace.
8. Apoyo para el tratamiento o valoración de los posibles vínculos y apoyos sociales
con los que contaría el sujeto después del tratamiento, incluyendo aquí el grado en
que personas significativas de su entorno pueden reconocer y reforzar socialmente
sus logros.
76
activa en el tratamiento, vínculo terapéutico y evitación del abandono del programa) y,
en segundo lugar, el rendimiento de los participantes en el tratamiento; es decir, la
mejora de sus habilidades y necesidades criminógenas, como facilitadores de su futuro
desistimiento delictivo.
El concepto de disposición para el cambio y mejora terapéutica fue inicialmente
introducido en relación con el tratamiento de los problemas de adicción a sustancias
(DeLeon y Jainchill, 1986), y después utilizado en un sentido terapéutico más amplio
(Serin, 1998; Serin y Kennedy, 1997). La disposición terapéutica hace referencia a la
presencia de características, estados y aptitudes, tanto del participante en un tratamiento
como de la propia situación terapéutica, susceptibles de facilitar la implicación en una
terapia y hacer más probable el cambio terapéutico (Day et al., 2010). Mossière y Serin
(2014) se han referido a la disposición para el cambio de un delincuente como el grado
en que este está motivado para seguir un programa, encuentra el tratamiento relevante y
con sentido, y tiene la capacidad para implicarse con éxito en su desarrollo.
77
Day et al. (2010) han definido la motivación para el cambio terapéutico como el
grado en que alguien «desea participar en un tratamiento (...) y cambiar determinadas
conductas» (p. 10). Miller y Rollnick (2012) resumieron la cuestión de la motivación
para el cambio de esta manera: «preparado, dispuesto y capaz» de cambiar. Es decir, en
el contexto del tratamiento de los delincuentes, el concepto de motivación para el cambio
haría referencia a la decisión que muestra una persona que ha cometido previos delitos
para mejorar su comportamiento y su vida, y abandonar la delincuencia (Cherry, 2005;
Day et al., 2010; McMurran, 2009; Yesberg y Polaschek, 2014). Se ha debatido mucho
acerca de si para que los delincuentes mejoren su comportamiento deben presentar o no
una motivación de cambio «genuina», lo que implicaría la voluntad directa y firme de
modificar su vida y de desistir del delito. Lo mismo puede debatirse acerca de la
necesidad de una motivación previa para participar en un tratamiento que pueda resultar
eficaz (Day et al., 2010).
En principio, parece indudable que cuanto más sincera y firme sea la motivación de
un sujeto para participar en un programa de tratamiento, mejor funcionarán las cosas
(Parhar, Wormith, Derkzen y Beauregard, 2008). Sin embargo, muchos delincuentes que
comienzan a participar en un tratamiento no contarán, al menos inicialmente, con una
motivación genuina y sincera de cambio de conducta (Taylor, 2011). Para favorecer
dicha motivación, en el ámbito de los delincuentes sexuales Marshall y Moulden (2006)
propusieron aplicar preprogramas motivacionales orientados a disminuir la resistencia
inicial al reconocimiento del delito y al cambio que muestran muchos de ellos.
En el contexto de un centro de justicia juvenil o una prisión, los internados pueden
aceptar participar en un tratamiento para estar en compañía de sus amigos (que puedan
ya participar en el programa), para mejorar sus condiciones de vida, por recomendación
del terapeuta u otros miembros del personal, o debido al consejo de su propia familia.
Véase que, no siendo las razones precedentes motivos completamente genuinos de
cambio de la conducta delictiva, tampoco son motivos completamente ilegítimos y
repudiables. En realidad, se parecen bastante a las motivaciones variadas que suelen
llevarnos a todos a hacer muchas de las cosas que hacemos a lo largo de nuestra vida.
¿Qué lleva a las personas a inscribirse en un gimnasio e ir regularmente al mismo?: ¿solo
la motivación «genuina» de mejorar su salud mediante el deporte? ¿Qué hace que un
estudiante se matricule en una carrera universitaria, y, más en concreto, que lo haga en
una carrera específica?: ¿únicamente su «vocación genuina» por la ciencia y el
conocimiento, y por esa disciplina en particular? Probablemente las razones para hacer
unas y otras cosas son, en cada supuesto, menos exclusivas y esencialistas y mucho más
variadas y triviales, aunque no por ello tienen por qué ser menos legítimas y útiles.
Es decir, el hecho de que un delincuente participe inicialmente en un tratamiento por
razones diferentes a una voluntad sincera y firme de cambio y mejora, no significa que
no pueda beneficiarse de la educación y los entrenamientos recibidos en dicho
tratamiento. La experiencia indica que, poco a poco, la propia participación en el
78
tratamiento puede ir favoreciendo la aparición de una motivación de cambio cada vez
más auténtica. Ese es también uno de los grandes objetivos del tratamiento psicológico
de los delincuentes: ayudar a los participantes a «caer en la cuenta» de las
contradicciones existentes en su vida y a «descubrir caminos» para efectuar los ajustes y
mejoras necesarios. Así pues, en la intervención terapéutica con delincuentes la
motivación de cambio personal podría ser considerada no una precondición
indispensable, sino un objetivo inicial del propio tratamiento.
Por ejemplo, en un amplio estudio sobre una muestra de 1.100 sujetos, seleccionados
al azar de entre los 3.800 casos que cumplieron medidas de libertad condicional en
Inglaterra/Gales en el período 1990-1991, Gillis y Grant (1999) evaluaron la relación
entre grado de motivación de los delincuentes para el tratamiento y éxito de la medida de
liberación condicional. Se evaluó la motivación de los sujetos y, en función de ello, se
los clasificó en tres grupos: 1) genuinamente motivados para el tratamiento, 2) con
motivación favorecida por los terapeutas (aunque inicialmente no motivados), y 3) no
motivados. Por razones metodológicas, se controló la variable nivel de riesgo de los
sujetos para balancearla en los tres grupos establecidos. Se efectuó un seguimiento
promedio de unos tres años. Del grupo de sujetos motivados para el tratamiento, el 83
por 100 finalizó exitosamente el período de seguimiento (sin cometer un nuevo delito ni
fallar en sus obligaciones laborales y de conducta); del grupo con motivación favorecida,
un 78 por 100 acabó de forma exitosa el seguimiento; finalmente, del grupo no
motivado, un 42 por 100 tuvo éxito, mientras que un 58 por 100 fracasó. Como puede
verse, aunque el grupo de motivación genuina tuvo la tasa de éxito más elevada, presentó
una eficacia muy parecida el grupo de sujetos con motivación favorecida por los
terapeutas (pese a no contar con ella inicialmente).
En cambio, en un metaanálisis desarrollado por Parhar et al. (2008) sobre 129
programas de tratamiento del delincuentes, se comparó la efectividad de los tratamientos
con participación voluntaria con los tratamientos con participación obligatoria. Se halló
que los tratamientos obligatorios resultaron en general inefectivos, especialmente en
contextos institucionales, mientras que los programas voluntarios produjeron mejoras
significativas con independencia de los contextos de aplicación.
Por lo anterior, la motivación de los sujetos debería ser favorecida en la mayor
medida posible durante el tratamiento, ya que una mayor motivación parece favorecer
también una mayor eficacia terapéutica. Para ello se ha mostrado particularmente útil la
«entrevista motivacional», desarrollada por Miller y Rollnick (1991, 2002; McMurran,
2009). Asimismo, McNeil (2003) analizó la cuestión de la motivación para el
desistimiento del delito y señaló tres tipos de factores que interaccionarían entre ellos
para fortalecerla o dificultarla:
79
influir sobre una mayor conciencia de problema y una mayor madurez de los
individuos, y posibilitar en ellos nuevas habilidades y rutinas más prudentes y
prosociales.
2. Las transiciones vitales y los vínculos sociales. Las «transiciones» vitales hacen
referencia a aquellas variaciones de etapa y de roles sociales en la vida de las
personas, tales como un cambio de colegio, de ciudad, comenzar una relación de
pareja, ser padre, acceder a un trabajo o, también, el hecho traumático de haber
sido víctima de un delito grave (Howell, 2009). Las transiciones vitales suelen ser
momentos proclives para efectuar cambios de conducta significativos y, en
consecuencia, pueden ser aprovechadas para ayudar al sujeto a replantearse
aspectos importantes de su vida pasada, así como para favorecer en él vínculos
sociales positivos, mejoras educativas, familiares, laborales, etcétera.
3. Las narrativas subjetivas, las actitudes y la motivación. Diversas investigaciones
cualitativas han puesto de relieve que la probabilidad de desistimiento del delito
suele asociarse a un incremento del interés y preocupación por otras personas
(pareja, hijos, compañeros y amigos) y a una mayor consideración del propio
futuro.
Según Miller y Rollnick (2012), cinco principios clave que pueden favorecer la
motivación terapéutica de los participantes en un tratamiento son los siguientes:
80
También se han formulado diversas teorías sobre motivación y cambio terapéutico
(Redondo y Martínez-Catena, 2011): el modelo de creencias sobre la salud, según el
cual un sujeto decide resolver, cuando se percibe vulnerable, un problema, lo que le
comportará beneficios personales significativos (Becker, 1974; Glanz, Rimer y
Viswanath, 2008; Rosenstock, 1974); la teoría de la motivación hacia la protección,
según la cual el cambio se ve favorecido en la medida en que el individuo percibe su
problema como una amenaza (Orbell et al., 2009; Plotnikoff et al., 2010; Rogers, 1975);
la teoría de la autoeficacia percibida, que relaciona la capacidad de autoexploración de
las personas (en términos de creencias, emociones y expectativas) con su disposición
para cambiar sus formas de pensar y comportarse (Bandura, 1977; Schunk y Pajares,
2009); y la teoría de la acción razonada, que asocia el propio cambio de comportamiento
tanto a las autovaloraciones de la propia conducta como a las valoraciones que otras
personas hacen de ella (Ajzen y Fishbein, 1980; Mullan y Westwood, 2010; Natan, Beyil
y Neta, 2009).
81
generalmente una pareja, una familia o un grupo de individuos. Ejemplos de ello podrían
ser la intervención mediante un programa de habilidades sociales con los diversos
miembros de una familia, o el trabajo terapéutico con un grupo de jugadores patológicos.
La segunda dificultad para la concreción del usuario de un tratamiento puede residir
en que el sujeto que muestra un comportamiento problemático (sujeto identificado:
Feixas y Miró, 1993) no sea el mismo sujeto que solicita la intervención psicoterapéutica
(sujeto demandante). Ejemplos de ello son las siguientes situaciones: el joven condenado
a una medida educativa en la que el juez le exige realizar un tratamiento para su adicción
a las drogas, el maltratador familiar que acude a tratamiento psicoterapéutico no de
forma voluntaria y genuina sino debido a las presiones de su propia pareja (Echeburúa y
De Corral, 1998) o el delincuente sexual condenado por violación, al que el tribunal
exige participar en un programa de tratamiento en prisión como condición necesaria para
concederle la libertad condicional.
Se ha argumentado ampliamente la conveniencia de que los participantes en una
terapia psicológica tengan una «motivación genuina y sincera» de cambio y mejora
personal. Sin embargo, en el campo de la delincuencia la motivación genuina puede
constituir, como ya se ha comentado, más la excepción que la regla. Por lo común, no
forma parte la experiencia de los terapeutas que trabajan con delincuentes el que estos
acudan a ellos urgidos por la necesidad de tratamiento. La vivencia más común es la
contraria: que la necesidad de tratamiento deba ser razonada y recomendada a aquellas
personas a quienes determinado tratamiento podría serles conveniente, y, como resultado
de ello, que muchos de estos sujetos se animen inicialmente a probar su participación en
dicho tratamiento, teniendo los terapeutas la expectativa de que la motivación y
participación activa en el tratamiento se acabarán consolidando. De hecho, eso es lo que
suele ocurrir, pues incluso con sujetos inicialmente poco motivados puede lograrse un
cambio paulatino de actitud favorable a su participación activa en un tratamiento
terapéutico (Day, Tucker y Howells, 2004).
Hagamos también una referencia a la necesidad de separar convenientemente el
reproche social y penal que han merecido los delitos cometidos por los individuos y su
presente estatus como participantes en un tratamiento. Un tratamiento terapéutico es, por
definición, una intervención educativa, de ayuda personal y de apoyo social, y por ello
no debería contener ningún elemento aversivo o de compensación o revancha por los
delitos previamente cometidos, a la vez que requiere confiar en las posibilidades de
cambio y mejora de los participantes (Ward y Brown, 2005). Como ha comentado
Margalit (1996) «(...) hasta los peores delincuentes merecen el respeto humano básico
hacia la posibilidad de que puedan reevaluar radicalmente su vida pasada y, si cuentan
con las oportunidades necesarias, puedan vivir el resto de su vida de manera respetable»
(p. 70).
82
«En Utopía consideran que el hombre que consuela y alivia a los demás debe ser enaltecido en nombre de la
Humanidad... Nada hay tan humano, no existe virtud más propia del hombre que mitigar los males de nuestros
semejantes.»
83
morbosa por la vida de los sujetos en terapia), el deseo de poder sobre los individuos y la
búsqueda de autoterapia. En términos también negativos, Kleinke (1998) consignó una
serie de errores graves que pueden cometerse en la interacción con el sujeto: hacer cosas
cuyo único objetivo sea obtener el aprecio del participante en la terapia, intelectualizar la
relación, ironizar sobre el sujeto y sus problemas o divagar al respecto, preguntar en
exceso y acelerar indebidamente el proceso terapéutico. Además, se han constatado,
como posibles factores inhibidores de la comunicación terapeuta-sujeto tratado, el que
aparezcan objetivos contradictorios en la terapia; estados emocionales que perturben la
relación; inconsistencia y vaguedad en los mensajes o ignorancia de mensajes
importantes de la persona, y consejo prematuro o de «respuesta para todo» sobre
cuestiones no solicitadas (Buela-Casal et al., 2001).
Para el logro de una mejor alianza terapéutica, se ha realzado la importancia que tiene
el que los terapeutas muestren unas claras actitudes positivas hacia los delincuentes
participantes en un programa (Kozar y Day, 2012; Tellier y Serin, 2001), que se han
concretado en los siguientes aspectos (Ward y Brown, 2004):
Por ejemplo, en un estudio dirigido por Marshall sobre los tratamientos con
delincuentes sexuales en las prisiones británicas, se sometieron a comprobación
veintisiete posibles características de comportamiento de los terapeutas, y a continuación
84
se correlacionaron con la magnitud de los efectos del tratamiento (Marshall et al., 2003).
Los cuatro tipos de conducta que mostraron una asociación más estrecha con la eficacia
fueron: las manifestaciones de empatía, de cordialidad, de recompensa y de directividad
(con correlaciones de entre r = 0,32 y r = 0,74). Por el contrario, los comportamientos de
confrontación agresiva de los terapeutas mostraron una correlación negativa con la
efectividad del tratamiento (r = –0,31).
Las principales habilidades técnicas requeridas por los terapeutas son las siguientes
(Goldstein, 2001; Linehan, 1980; Ruiz, 1998; Sulzer-Azaroff, Thaw y Thomas, 1975):
habilidades metodológicas, en relación con su preparación teórica y metodológica;
habilidades motoras o de acción, necesarias para realizar entrevistas (preguntar,
sintetizar información, iniciar/finalizar la entrevista), para devolver información al sujeto
o persuadirle de determinadas acciones, para negociar, habilidades de asertividad,
etcétera; habilidades de comunicación, tanto en su vertiente de escucha (para identificar
los problemas, poder clarificar situaciones, reflejar sentimientos, etcétera) como de
acción (efectuar preguntas, dar información al sujeto, explicarle lo que sucede, etcétera)
(Ruiz, 1998); y, por último, habilidades administrativas y científicas, necesarias para la
realización de registros, informes clínicos o informes científicos.
Se ha de insistir en que la competencia profesional es el primer y necesario requisito
exigible a un buen terapeuta. Para su logro son imprescindibles la formación teórica
adecuada, el entrenamiento y la supervisión oportunos y, finalmente, la experiencia
profesional (Buela-Casal et al., 2001). Un terapeuta bien formado y competente deberá
ser capaz de enfrentarse, en cada caso, a dos cuestiones fundamentales (Feixas y Miró,
1993): 1) la formulación de hipótesis explicativas acerca del problema que se le plantea,
y 2) la adopción de acciones sucesivas conducentes a la solución o mejoría del problema.
Entre los contenidos principales de la formación específica que deberían recibir los
profesionales (como los psicólogos) que trabajan en el tratamiento de los delincuentes,
están tanto conocimientos clínicos generales como elementos concretos de psicología
criminal (Magaleta, Patry, Dietz y Ax, 2007). Además, la selección de estos
profesionales debería tomar en cuenta sus actitudes y moralidad, conocimiento,
motivación, equilibrio y experiencia, además de aspectos como su tolerancia, calidez y
empatía para establecer una buena relación con los sujetos (Cooke, 1989, 1997; Cooke y
Philip, 2001; McDougall, 1996; Tellier y Serin, 2001). El estilo de trabajo de los
terapeutas recomendado en este contexto es de «firmeza pero coherencia» (Harris y Rice,
1997).
85
La expresión «proceso terapéutico» puede tener dos acepciones distintas pero
interrelacionadas: una, más procedimental, concerniente a la cadencia de
acontecimientos (entrevistas iniciales, evaluación, visitas periódicas, tareas del sujeto,
autorregistros de conducta y finalización de la terapia) que tienen lugar durante la
intervención terapéutica; otra, sustantiva y profunda, referida al conjunto de operaciones
psicológicas y cambios de comportamiento que se van operando en un sujeto como
resultado de las diversas acciones terapéuticas. En este último caso proceso terapéutico
y cambio terapéutico vendrían a ser equivalentes.
En relación con el proceso terapéutico como conjunto de actuaciones del tratamiento,
se ha señalado la necesidad de prepararlo y desarrollarlo atendiendo a aspectos como los
siguientes (Feixas y Miró, 1993):
— Se trata de una relación profesional (es decir, entre una persona o grupo de
personas que necesitan ayuda y un terapeuta que acepta el reto profesional de
ayudarlas), y en ningún caso de una relación personal o de amistad.
— Es una relación asimétrica que se centra en las necesidades de los sujetos tratados.
— Requiere al inicio un encuadre terapéutico que defina aspectos operativos, tales
como los honorarios (si los hubiere) del terapeuta, la duración y periodicidad de
las sesiones, los compromisos y obligaciones que asumen terapeuta y participantes
en el tratamiento, etcétera.
— Comporta una alianza terapéutica (Bordin, 1979) que abarca tres elementos: 1) un
vínculo emocional y de colaboración entre sujetos y terapeuta; 2) un cierto acuerdo
sobre los objetivos de la terapia, de modo que ambas partes dirijan sus esfuerzos al
mismo fin, y 3) concierto y compromiso en relación con las tareas que serán
necesarias para conseguir los objetivos terapéuticos.
86
tienden a inducir cambios en sus sistemas emocionales, y las cognitivas operan
preferentemente sobre aspectos de su pensamiento. Sin embargo, es una observación
clínica frecuente que cada uno de estos tipos de técnicas, pese a focalizarse en un único
sistema de respuesta, suele inducir «milagrosamente» cambios y mejoras terapéuticas en
los restantes sistemas de respuesta que no han sido directamente abordados. Según han
comentado Borkovec y Miranda (1996), «en este contexto, “milagrosamente” significa
que, aunque podemos observar que desde un punto de vista terapéutico un sistema suele
promover cambios en los otros sistemas, no logramos comprender los mecanismos de tal
interacción» (p. 16).
RESUMEN
87
terapias sistémicas puras han sido poco empleadas con delincuentes. Sin embargo, una
terapia actual con delincuentes juveniles, denominada «terapia multi-sistémica», ha
tomado de este modelo la idea de que es imprescindible intervenir de modo coordinado
en todos los sistemas que más pueden incidir en la vida de los sujetos: la familia, la
escuela y el grupo de amigos. Por lo demás, la terapia multi-sistémica utiliza técnicas
cognitivo-conductuales estándar.
Los modelos cognitivo-conductuales consideran que el comportamiento delictivo es
el resultado de múltiples factores y, específicamente, de diversos déficits y carencias en
habilidades, cogniciones y emociones. Así, la finalidad del tratamiento es entrenar a los
sujetos en todas estas competencias, que son imprescindibles para la vida social. Se trata
de las terapias más aplicadas internacionalmente con los delincuentes y que logran
mayor eficacia en la reducción de su riesgo delictivo. Por ello esta obra presentará
múltiples técnicas que se encuadran en el modelo cognitivo-conductual.
Tres elementos nucleares del tratamiento de los delincuentes son los de cambio
terapéutico, motivación y relación terapéutica. El cambio terapéutico se refiere al
proceso de mejora personal como resultado de un tratamiento. Ello suele implicar
transformaciones y progresos en el pensamiento, actitudes, reacciones emocionales y
comportamientos de los individuos tratados. Se ha planteado que podrían existir algunos
factores y procesos comunes a todo cambio terapéutico, con independencia de las
concretas acciones de tratamiento que se lleven a cabo. La propuesta más conocida al
respecto es el denominado «modelo transteórico» de Prochaska y DiClemente, que
estructura una serie de estadios, procesos y niveles de cambio terapéutico.
Otro elemento nuclear del tratamiento de los delincuentes es su motivación para
cambiar, referido a la cuestión de en qué grado una persona desea modificar su
comportamiento y desistir de la delincuencia. Aquí se propone que, para el caso de los
delincuentes, la motivación debe constituir no tanto una condición de partida para el
tratamiento como un objetivo inicial del mismo tratamiento.
Por su lado, la relación terapéutica es el marco de contactos e interacciones
periódicas entre terapeuta y participantes en el tratamiento, marco en el que se
desarrollan las actividades de tratamiento. En general, se considera que cuanto mejor sea
la relación terapéutica establecida mayores también serán los beneficios esperables del
tratamiento. La calidad de la relación terapéutica depende tanto de las características y
condiciones de los participantes como de las características personales y competencias
técnicas de los terapeutas. En relación con estos últimos, se considera que aspectos como
empatía y aceptación positiva de los sujetos, calidez en las interacciones con ellos, y
autenticidad y congruencia, son condiciones facilitadoras de la terapia, a la vez que
también es imprescindible una buena formación y entrenamiento de los terapeutas.
NOTAS
88
1 Para decidir en qué estadio de cambio se encuentra un individuo también se ha utilizado un sistema de
algoritmos o conjuntos de normas de decisión, a partir de sus respuestas a una serie de preguntas sobre su
comportamiento actual, sus intenciones para el futuro o sus intentos de cambio del problema. En función de dichas
respuestas, el sujeto evaluado es asignado a un estadio de cambio u otro.
89
3
Teorías sobre la rehabilitación de los
delincuentes
En este capítulo se presentan inicialmente las modernas teorías sobre la rehabilitación de los
delincuentes, que sirven de base a las técnicas psicológicas que integran los programas de
tratamiento. Se presta especial atención a la teoría del aprendizaje social, y a la interrelación que
existe, a la hora de concebir y aplicar un tratamiento, entre las diversas facetas del comportamiento
delictivo —conductas y hábitos, cogniciones y emociones—. Se exponen los dos modelos
principales de tratamiento y rehabilitación de delincuentes, que son el modelo denominado de
riesgo-necesidades-responsividad de Andrews y Bonta, y el modelo de vidas satisfactorias de Ward
y sus colaboradores. Ambos modelos se comentan y debaten a la luz de la investigación científica
sobre tratamiento de delincuentes. También se formulan diferentes clasificaciones de los programas
con delincuentes, y se consignan diversos referentes éticos y normativos sobre la aplicación de
tratamientos psicológicos en general y de tratamientos con delincuentes en particular. Se resumen
los actuales procedimientos de «acreditación técnica» de programas rehabilitadores, a partir de los
ejemplos de Canadá y el Reino Unido. Por último, se reflexiona sobre la relación entre terapia
psicológica y cerebro.
«La reducción de la violencia a pequeña y gran escala es una de nuestras mayores preocupaciones morales.
Deberíamos emplear cualquier instrumento intelectual al alcance para comprender qué hay en la mente humana
y en la organización social que lleva a las personas a herir y matar tanto. Pero, como ocurre con las otras
preocupaciones morales (...), el esfuerzo por entender qué es lo que ocurre se lo ha apropiado el esfuerzo por
legislar la respuesta correcta.»
La teoría del aprendizaje social, que atiende a la interacción dinámica entre factores
conductuales, emocionales y cognitivos, constituye una explicación relevante y operativa
para comprender el mantenimiento de la conducta delictiva y para diseñar programas de
tratamiento con delincuentes (Andrews y Bonta, 2016; McGuire, 2006; Ogloff y Davis,
2004). Tomando como base la previa teoría de la asociación diferencial de Sutherland
(formulada en 1924) y los conocimientos sobre el aprendizaje, Akers propone que el
comportamiento delictivo se aprende a partir de cuatro mecanismos interrelacionados
(Akers, 1997; Akers y Sellers, 2013; Burgess y Akers, 1966):
90
1. La asociación diferencial (es decir, prevalente) con personas que muestran
actitudes y hábitos delictivos (familiares, amigos, vecinos, etcétera).
2. El contacto preferente (a partir de la asociación diferencial con delincuentes) con
definiciones favorables al comportamiento antisocial e ilícito (definiciones de
conducta, justificaciones, negación, etcétera) y la adquisición por el individuo de
tales definiciones prodelictivas.
3. El reforzamiento diferencial o prioritario de las conductas y definiciones delictivas
manifestadas por el sujeto, a partir de recompensas sociales y materiales
(beneficios del delito), o bien a través de autorreforzamiento o gratificaciones
internas.
4. La observación e imitación de modelos delictivos.
Esta teoría identifica con claridad los elementos esenciales que, de acuerdo con
multitud de investigaciones, juegan papeles decisivos en los aprendizajes delictivos, a
saber: a) la imitación de modelos antisociales y el reforzamiento de las propias
conductas y hábitos delictivos, y b) la generación en el sujeto de estructuras cognitivas y
emocionales que dan cobertura y coherencia a los comportamientos antisociales.
Como desarrollo de las implicaciones terapéuticas que puede tener la teoría del
aprendizaje social se propone aquí un modelo de facetas del comportamiento delictivo.
Según este modelo, la adquisición y la estabilización de la carrera delictiva individual
dependerá generalmente de la confluencia en idéntico sentido antisocial de varias facetas
en las que puede desglosarse la conducta (véase figura 3.1): a) la faceta de los hábitos
antisociales (rutinas que implican hurtar, robar, amenazar, acosar, agredir, carecer de un
trabajo, abusar del alcohol u otras drogas, ir con delincuentes, etcétera); b) la faceta del
pensamiento (que propende a amparar y justificar las rutinas antisociales), y c) la faceta
de la desregulación emocional (que puede operar como detonante de agresión y otras
conductas antisociales). Aunque no se conocen con precisión los mecanismos de
interacción entre todas estas facetas del comportamiento delictivo (y del comportamiento
humano en general), sí que se constata la interdependencia e influencia recíproca entre
ellas. Es decir, el comportamiento observable es uno solo, pero distintas facetas
complementarias confluyen en él para impulsarlo y dirigirlo. Lo aquí relevante es que lo
anterior puede también revertirse, de modo que la interdependencia entre facetas de la
conducta puede ser utilizada con finalidades terapéuticas. Así, la intervención directa
sobre alguna de las anteriores facetas del comportamiento (por ejemplo, erradicando
distorsiones cognitivas y justificaciones del delito) es susceptible de favorecer cambios
de comportamiento más amplios (que incluyan también a las restantes facetas de la
conducta, como los hábitos y las emociones, y viceversa).
91
Figura 3.1.—Tratamiento y comportamiento delictivo: modelo de facetas.
92
conducta, múltiples aspectos: las experiencias vividas, las rutinas de solución
«archivadas» para cada ocasión, los «recuerdos» emocionales (de placer/displacer) de
dichas experiencias y rutinas, y las expectativas «más racionales» de comportamiento
para cada situación específica. Probablemente en lo anterior radique la complejidad y la
«impredecibilidad» relativa del comportamiento humano (¿libre albedrío?).
93
muchos delincuentes se encuentran las siguientes (Looman y Abracen, 2013;
Ogloff, 2002): actitudes antisociales, tener amigos/compañeros delincuentes,
abuso de sustancias tóxicas, déficit en la capacidad de resolución de problemas y
alta hostilidad. Andrews (1989) ha ejemplificado las implicaciones del principio
de necesidad de la siguiente manera: «Si la reincidencia está reflejando la
existencia de pensamiento antisocial, no hay que ocuparse de la autoestima sino
del pensamiento antisocial. Si la reincidencia refleja dificultades para mantener un
trabajo, no es la prioridad enseñar a buscar trabajo sino a mantenerlo» (p. 13).
3. Principio de responsividad, referido a aquellos factores susceptibles de dificultar
que los sujetos respondan o reaccionen adecuadamente al tratamiento. Dichos
factores pueden ser internos (como un bajo nivel intelectual o la falta de
motivación) o externos (las características del terapeuta, la baja calidad de la
relación terapéutica o el contenido inadecuado del programa de tratamiento). En
función de las dificultades concretas que puedan presentar los sujetos, el
tratamiento debería ofrecérseles de la manera que pueda resultarles más
beneficiosa (Day et al., 2010; Van Voorhis, Spiropoulos, Ritchie, Seabrook y
Spruance, 2013). Una recomendación general es utilizar acercamientos cognitivo-
conductuales, que han logrado globalmente una alta responsividad al tratamiento
con diversas tipologías y poblaciones de delincuentes (y también de sujetos no
delincuentes, en relación con múltiples patologías).
94
serían ni completamente estáticos e inmodificables ni plenamente dinámicos o
cambiables. Tales factores intermedios permitirían, sin embargo, ciertos cambios o
reformas. Es decir, una persona impulsiva propenderá a la impulsividad con carácter
general, pero también puede aprender en el curso de un tratamiento, con el esfuerzo y el
entrenamiento debidos, a anticipar e inhibir sus arrebatos de comportamiento impulsivo.
FUENTE: elaboración propia a partir del modelo de rehabilitación de delincuentes de Andrews y Bonta (2016).
Figura 3.2.—Posibilidades y límites del tratamiento en la reducción del riesgo de reincidencia: factores estáticos,
dinámicos y parcialmente modificables.
95
elementos de riesgo a que apunta el «principio de necesidad» en el modelo de Andrews y
Bonta, en cuanto que constituyen las necesidades criminógenas u objetivos prioritarios
del tratamiento.
El tercer grupo de factores parcialmente modificables, que se ha añadido aquí al
modelo original de Andrews y Bonta, hace referencia a las posibles «reformas de la
casa» (es decir, las «reformas» relativas que puede hacer la persona en su manera de ser
y comportarse): la «casa» (el individuo) es la que es, y su estructura (la persona) no
puede esencialmente ni ensancharse ni reducirse ni cambiarse; pero, más allá de la
renovación del «mobiliario» (hábitos, creencias, etcétera), la «casa» puede hacerse
significativamente más funcional y acogedora, llevando a cabo pequeñas reformas (quizá
modificando la división de los tabiques de las habitaciones o pintándola de nuevos
colores). Estos ajustes se refieren en esencia al «principio de responsividad» o
individualización del modelo de Andrews y Bonta (2016): es decir, pueden ajustarse las
potencialidades del tratamiento a las capacidades de los delincuentes, sus estilos de
aprendizaje, sus ritmos personales, sus intereses y preferencias, etcétera. En tal sentido,
la aspiración sería que cada sujeto que participa en un tratamiento pueda lograr lo
máximo que el tratamiento puede ofrecerle y que las capacidades del propio sujeto
permiten.
Como se ha puesto de relieve en este epígrafe, un aspecto importante en este campo
es ajustar debidamente la intensidad de los programas aplicados al nivel de riesgo
mostrado por los participantes, y especialmente por lo que se refiere a la magnitud de sus
«necesidades criminógenas», o factores dinámicos de riesgo que se consideran
directamente vinculados a su conducta delictiva y que son susceptibles de mejora. Para
ello es necesario disponer de procedimientos de evaluación que permitan definir
convenientemente los niveles de riesgo de los sujetos que van a seguir un tratamiento.
Con esta finalidad, por lo que se refiere al tratamiento de los delincuentes sexuales,
Martínez-Catena, Redondo, Frerich y Beech (2016) analizaron una muestra de 94
delincuentes sexuales no tratados, de los cuales 52 estaban condenados por violación y
42 por abuso de menores. Todos estos sujetos fueron evaluados en relación con las
siguientes variables de riesgo dinámicas, o de necesidad criminógena (que forman parte
de los objetivos del tratamiento de los agresores sexuales aplicado en las prisiones
españolas): distorsiones cognitivas, agresividad, impulsividad, adicción al alcohol,
asertividad, autoestima social, soledad y motivación o disposición para el cambio
terapéutico (controlándose también su deseabilidad social). Según las puntuaciones
mostradas por los sujetos en las anteriores variables, Martínez-Catena et al. (2016)
pudieron establecer (en función de aspectos como sus distorsiones cognitivas,
impulsividad, agresividad, asertividad, autoestima, etcétera) tres perfiles o niveles típicos
de los delincuentes sexuales por lo que se refiere a la intensidad global de sus
necesidades criminógenas (intensidad criminógena baja, moderada o alta). Una
evaluación de estas características puede ser de utilidad para graduar mejor la intensidad
96
del tratamiento administrado a los agresores sexuales, y hacerlo de este modo más
eficiente a partir de un mejor ajuste entre sus necesidades específicas de intervención y
la magnitud del tratamiento aplicado con ellos.
1. Trabajar positivamente con los delincuentes. Todos los seres humanos intentan
lograr bienes primarios, como mantenimiento de la propia vida, satisfacción en las
relaciones de intimidad y sexuales, conocimiento, excelencia en sus actividades,
autonomía, paz interior, felicidad, etcétera (Looman y Abracen, 2013). Es decir,
los problemas humanos en general, y la conducta delictiva en particular, se
interpretan aquí como «soluciones» erróneas en el camino de lograr los bienes
primarios apetecidos. En el caso de la conducta delictiva, se estima que existen
cuatro grandes tipos de dificultades: 1) problemas en el medio utilizado para
lograr bienes o satisfacciones, 2) falta de perspectiva para un plan de vida
satisfactorio, 3) conflicto o incoherencia entre objetivos, y 4) falta de capacidades
para definir o adaptar un modelo de vida satisfactoria a las circunstancias
cambiantes (p. 248). «Es decir, se considera que un sujeto comete delitos porque
97
carece de las capacidades para caer en la cuenta de cuáles serían, en su propio
contexto, los objetivos valiosos en términos personalmente satisfactorios y
socialmente aceptables» (p. 249). Según ello, «(...) un plan de tratamiento debe
explícitamente construirse (...) tomando en cuenta las preferencias de los
delincuentes, sus potencialidades, sus satisfacciones primarias, sus ambientes
relevantes, y especificando qué competencias y recursos se requieren para
conseguir dichos bienes o satisfacciones» (p. 248).
2. Relaciones entre riesgos y satisfacciones humanas. De acuerdo con este modelo,
las necesidades criminógenas (del modelo de Andrews y Bonta) son marcadores
que indican la existencia de problemas en los caminos de los delincuentes para
buscar satisfacciones primarias. En tal sentido, detectar los riesgos en un
delincuente es el primer paso, siendo el segundo diseñar un plan explícito para
equipar a los sujetos con las capacidades necesarias para la obtención de
satisfacciones primarias de una manera diferente (p. 250).
3. Identidades individuales múltiples. Según el modelo de Ward y colegas, las
personas poseen identidades multifacéticas, de cariz biológico, social, psicológico
y cultural, interrelacionadas entre ellas. Debido a la complejidad de la identidad y
el funcionamiento humanos, resulta imprescindible tanto atender al análisis de
todas estas identidades como también tomarlas en consideración a la hora de
intervenir terapéuticamente con un individuo.
4. Disposición para la rehabilitación. Para que el tratamiento resulte eficaz se
considera imprescindible que los delincuentes posean ciertas creencias, valores,
competencias y motivación, y que el ambiente también cuente con los recursos y
apoyo necesarios para que la terapia sea «sostenible» (Day et al., 2010).
5. Actitudes de los terapeutas hacia los delincuentes. En este principio Ward y sus
colegas ponen énfasis en aspectos como la necesidad de que el terapeuta logre
establecer una buena «alianza terapéutica», que priorice la «aceptación del
delincuente», que realmente crea en sus posibilidades de cambio y que plantee la
terapia como una interacción de confianza y «autenticidad».
6. Naturaleza de la intervención. En consonancia con este modelo rehabilitador, el
plan de tratamiento debería concebirse en términos de «buenas vidas», es decir,
realzando las fortalezas de los individuos, sus necesidades primarias y sus
ambientes más relevantes, y especificando las habilidades y recursos
imprescindibles para satisfacer tales necesidades.
Day et al. (2010) han sugerido que todo modelo de rehabilitación debe incorporar
propuestas en tres diferentes niveles: 1) sus asunciones generales y valores éticos sobre
la rehabilitación, la naturaleza de los seres humanos, el riesgo delictivo y los objetivos
98
globales del tratamiento de los delincuentes; 2) sus consideraciones e hipótesis sobre la
etiología y el mantenimiento del comportamiento delictivo, y 3) las implicaciones
aplicadas de todo lo anterior.
Según ello, los dos modelos precedentes son teorías específicas de la rehabilitación de
los delincuentes, si bien formuladas desde presupuestos psicológicos distintos: el
«modelo de riesgo-necesidades» pone el énfasis en la eliminación o reducción de los
factores de riesgo empíricamente conectados al delito, como condición necesaria para
decrecer el riesgo delictivo; en cambio, el «modelo de vidas satisfactorias» considera el
anterior planteamiento en exceso mecanicista y pesimista, priorizando equipar a los
individuos con las herramientas necesarias para vivir vidas mejores y más
satisfactorias.
El «modelo de riesgos-necesidades» se fundamenta en una de las teorías del
comportamiento delictivo (la del aprendizaje social) más sólidas y avaladas durante
décadas, desde la formulación pionera de Sutherland en 1924 hasta los ulteriores
desarrollos teóricos de Bandura y Walters (1990) y Burgess y Akers (1966; Akers, 1997,
2006; Akers y Sellers, 2013). Además, cuenta también con el sostén científico de
múltiples investigaciones sobre carreras delictivas y factores de riesgo, y sobre la
eficacia terapéutica mostrada por las intervenciones cognitivo-conductuales, tanto por lo
que se refiere al tratamiento del comportamiento delictivo como de otros muchos
problemas de conducta (Akers, 2006; McGuire et al., 2008, 2013; Edgely, 2015;
Looman y Abracen, 2013; Polaschek, 2012; Tittle, 2006; Wilson, 2016).
Por su parte, el «modelo de vidas satisfactorias», de Ward y colaboradores, basado en
las perspectivas «humanístico-existenciales», comporta una formulación entusiasta de
principios terapéuticos positivos y generales, pero todavía necesitados de mayor
concreción e investigación acerca de su aportación diferencial (es decir, más allá del
modelo terapéutico precedente) para el tratamiento de los delincuentes (Ogloff y Davis,
2004; Willis y Ward, 2013). Tal y como comentó críticamente McGuire (2004), la
formulación de Ward y sus colegas enuncia «algunos de los requerimientos de conducta
ética que se hacen a los psicólogos y a otros profesionales que trabajan en contextos de
justicia criminal», tal y como se expresa «en los códigos éticos de muchas asociaciones
profesionales de psicología», aunque «no queda completamente claro de qué manera
estas condiciones son elementos integrantes de un modelo teórico del cambio de los
delincuentes» (p. 338).
Aunque los dos modelos de tratamiento que se acaban de comentar son los más
aducidos como base de los programas de rehabilitación que se aplican con los
delincuentes, no son, sin embargo, los únicos modelos rehabilitadores posibles
(Alexander, 2000). En realidad, en este libro se toman en consideración de una u otra
forma muchos otros planteamientos conceptuales sobre la criminalidad y el tratamiento
de los delincuentes.
En correspondencia con ello, en la tabla 3.1 se efectúa una síntesis de diferentes
99
perspectivas teóricas sobre rehabilitación de delincuentes complementarias con las
anteriores, que incluye los principales mecanismos propuestos como etiología de la
conducta delictiva y los objetivos a los que, según cada una de estas perspectivas,
debería dirigirse el tratamiento de los delincuentes.
TABLA 3.1
Perspectivas teóricas diversas en que pueden sustentarse los tratamientos con
delincuentes
Teoría del Asociación diferencial con Enseñar a los jóvenes, mediante técnicas de aprendizaje, y
aprendizaje delincuentes. específicamente mediante imitación de modelos, nuevas
social Definiciones antisociales. habilidades de vida y definiciones prosociales que les
(Burguess y Imitación de modelos ayuden a conseguir su reintegración social.
Akers, 1966). delictivos.
Reforzamiento diferencial de la
conducta infractora.
Modelo Déficits en competencias Resolver tales déficits, entrenando a los sujetos en las
cognitivo- relativas a habilidades de competencias necesarias para la vida social. Empleo para
conductual conducta, cogniciones y la detección de tales necesidades de dos herramientas
(Beck, Ellis, emociones. técnicas fundamentales: análisis topográfico y análisis
Meichenbaun, funcional de la conducta. Utilización de un amplio
etcétera). espectro de técnicas psicológicas que han demostrado
eficacia: entrenamiento en habilidades sociales,
restructuración cognitiva, relajación, control de impulsos,
etc.
Carencias El delito tiene su origen en las Las intervenciones deben orientarse al desarrollo de
educativas. deficiencias que los individuos planes de «educación compensatoria» que resuelvan tales
100
han experimentado en su carencias educativas mediante un estilo educativo
educación. afectuoso a la vez que de establecimiento de límites.
Figura 3.3.—Tipos de programas según los criterios de contexto, participantes, temporalidad e interdependencia
101
a) Según el contexto de aplicación, los programas pueden dividirse en: 1) programas
comunitarios, y 2) programas en centros juveniles y prisiones. Aunque la
aplicación de programas en la comunidad es teóricamente ideal, lo más habitual en
la práctica con delincuentes, así juveniles como adultos, es que muchos
tratamientos se apliquen en instituciones de internamiento, por las siguientes
razones: porque en ellas están los sujetos con mayores necesidades criminógenas o
factores de riesgo estrechamente vinculados a un mayor riesgo delictivo; porque
en los centros de internamiento los delincuentes suelen permanecer durante un
tiempo prolongado, lo que permite hacer mejores previsiones temporales del
tratamiento; y también porque ello permite asegurar que muchos sujetos
internados acudirán regularmente al tratamiento (ya que este puede constituir una
actividad atractiva y de distensión en el marco institucional). Además, ello
también es debido a que los centros penitenciarios y los centros de justicia juvenil
suelen disponer de recursos técnicos amplios y estables (psicólogos, educadores,
criminólogos, trabajadores sociales, etcétera), no siempre disponibles en igual
grado en la comunidad.
b) Según la magnitud de la población destinataria de un programa, puede tratarse de:
1) programas grupales, o 2) intervenciones ambientales (u organizacionales).
Muchas aplicaciones terapéuticas con delincuentes tienen un cariz grupal, aunque
la atención individual se emplea a menudo en combinación con las intervenciones
de grupo para efectuar evaluaciones y seguimientos de los sujetos, reforzarles
socialmente por su participación en programas y actividades grupales, o tratar
problemas específicos o más privados de los sujetos.
En todo caso, lo más frecuente son las aplicaciones grupales, que suelen
desarrollarse en grupos reducidos, de entre 8 y 12 sujetos. El formato grupal es
muy útil y operativo para la enseñanza de habilidades sociales, para las terapias de
reestructuración cognitiva y de educación emocional, y para el uso de programas
motivacionales de reforzamiento. La gestión y evaluación de programas aplicados
en formato grupal suele corresponder a un pequeño equipo de expertos entrenados
en las técnicas correspondientes.
Las intervenciones ambientales se dirigen, en cambio, a la estructuración del
funcionamiento de toda una institución (prisión, centro juvenil) en consonancia
con principios terapéuticos. Ello implicará introducir cambios generales,
normativos, de funcionamiento y de cultura institucional. Ejemplos de ello son las
comunidades terapéuticas y los sistemas ambientales de contingencias. Para su
aplicación y evaluación es necesaria una amplia implicación de diversos
estamentos del personal (directivos, personal de vigilancia, personal de
rehabilitación, etcétera) liderados por un pequeño grupo de expertos que dirijan y
coordinen el funcionamiento y la evaluación del programa.
c) Según un criterio de temporalidad, los programas pueden ser: 1) temporales, 2)
102
periódicos o 3) permanentes. Los programas o ingredientes de tratamiento (por
ejemplo, de desarrollo moral, de solución cognitiva de problemas interpersonales,
etcétera) pueden aplicarse temporalmente (quizá una sola vez) con alguna
finalidad concreta, o bien dirigidos a un grupo determinado de sujetos con
necesidades especiales; o, lo que es más habitual, pueden aplicarse de modo
periódico, de manera que cuando un programa finaliza se inicia una nueva
aplicación con otro grupo de sujetos. La necesidad de tal periodicidad es que
regularmente ingresan en las prisiones y centros juveniles nuevos sujetos con
necesidades criminógenas y de tratamiento muy semejantes.
Los programas ambientales u organizacionales suelen diseñarse y llevarse a
cabo con pretensión de permanencia, como estructura general de funcionamiento
institucional, aunque con el tiempo pueden «desgastarse» y perder, poco a poco,
su integridad o aplicación regular y completa.
d) En función de un criterio de anidación (o de inclusión de unos programas en otros)
los programas pueden ser: 1) aislados, o 2) anidados en otros más generales. Por
lo común, los programas ambientales anidan, por definición, a las intervenciones
grupales. Ello va a depender, por supuesto, de que existan o no tales programas
ambientales más amplios y generales. En teoría es ideal que así sea, de modo que
el programa ambiental (que engloba a toda una institución y la define en
parámetros terapéuticos) acoja y potencie la generalización de los programas de
enseñanza y entrenamiento específicos que suelen desarrollarse en formato grupal.
103
3.6.1. Elementos deontológicos en psicología
104
competencia y las limitaciones de sus técnicas» (art. 17).
«Al hacerse cargo de una intervención sobre personas, grupos, instituciones o comunidades, el/la
Psicólogo/a ofrecerá la información adecuada sobre las características esenciales de la relación establecida, los
problemas que está abordando, los objetivos que se propone y el método utilizado.
En caso de menores de edad o legalmente incapacitados, se hará saber a sus padres o tutores.
En cualquier caso, se evitará la manipulación de las personas y se tenderá hacia el logro de su desarrollo y
autonomía» (art. 25).
«El/la Psicólogo/a debe tener especial cuidado en no crear falsas expectativas que después sea incapaz de
satisfacer profesionalmente» (art. 32).
«Toda la información que el/la Psicólogo/a recoge en el ejercicio de su profesión (...) está sujeta a un deber
y a un derecho de secreto profesional, del que solo podría ser eximido por el consentimiento expreso del cliente
(...)» (art. 40).
«Cuando la evaluación o intervención psicológica se produce a petición del propio sujeto de quien el/la
Psicólogo/a obtiene información, esta solo puede comunicarse a terceras personas, con expresa autorización
previa del interesado y dentro de los límites de esta autorización» (art. 41).
«Cuando dicha evaluación o intervención ha sido solicitada por otra persona —jueces, profesionales de la
enseñanza, padres, empleadores o cualquier otro solicitante diferente del sujeto evaluado—, este último o sus
padres o tutores tendrán derecho a ser informados del hecho de la evaluación o intervención y del destinatario
del Informe Psicológico consiguiente. El sujeto de un Informe Psicológico tiene derecho a conocer el contenido
del mismo, siempre que de ello no se derive un grave perjuicio para el sujeto o para el/la Psicólogo/a, y aunque
la solicitud de su realización haya sido hecha por otras personas» (art. 42).
«Todo/a Psicólogo/a, en el ejercicio de su profesión, procurará contribuir al progreso de la ciencia y de la
profesión psicológica, investigando en su disciplina, ateniéndose a las reglas y exigencias del trabajo científico
y comunicando su saber a estudiantes y otros profesionales según los usos científicos y/o a través de la
docencia» (art. 33).
«La investigación psicológica, ya experimental, ya observacional en situaciones naturales, se hará siempre
con respeto a la dignidad de las personas, a sus creencias, su intimidad, su pudor, con especial delicadeza en
áreas como el comportamiento sexual, que la mayoría de los individuos reserva para su privacidad, y también
en situaciones —de ancianos, accidentados, enfermos, presos, etcétera— que, además de cierta impotencia
social, entrañan un serio drama humano que es preciso respetar tanto como investigar» (art. 37).
105
— Principio básico de dignidad de la persona y de respeto a su autonomía e
intimidad.
— Consentimiento informado del paciente o usuario para cualquier actuación
sanitaria.
— Derecho a conocer toda la información asistencial y su historia clínica, si así lo
desea (excepto en los supuestos legalmente establecidos).
— Deber del paciente de facilitar de modo veraz los datos necesarios sobre su salud.
— Deberes de los profesionales relativos a la correcta aplicación de sus técnicas, de
información y de documentación clínica, de reserva, así como de respeto a las
decisiones del paciente.
— Formación continuada y acreditación de su competencia profesional.
— Unificación de criterios de actuación, basados en la evidencia científica obtenida a
partir de guías y protocolos de práctica clínica y asistencial.
— Progresiva consideración de la interdisciplinariedad y multidisciplinariedad de los
equipos de profesionales en la atención sanitaria.
— Adecuación de la atención técnica y profesional a las necesidades de salud de los
pacientes y de acuerdo a los conocimientos científicos.
106
terapeutas, deberían también ser compartidos con los sujetos destinatarios y aceptados
por ellos.
Un segundo aspecto de la validez social concierne a la aceptabilidad social de las
técnicas de tratamiento que se utilizarán. Dicha aceptabilidad social admite cuando
menos dos acepciones. Desde la perspectiva de los individuos destinatarios, podría
establecerse como principio general que los procedimientos utilizados sean claramente
positivos y beneficiosos para ellos y, por el contrario, no impliquen privaciones ni
elementos aversivos. En términos psicológicos, lo anterior se concretaría en el uso
prioritario de técnicas de enseñanza y entrenamiento de habilidades útiles para la vida
social, y en la utilización de reforzamiento positivo. Desde una perspectiva social, los
programas de tratamiento deben aspirar también a ser rentables en parámetros de coste-
beneficio, es decir, en la obtención de los mejores resultados posibles con una inversión
pública (económica, pero también por lo que concierne a riesgo social) aceptable
(Cullen, Jonson y Nagin, 2011; Israel y Hong, 2006; McDougall, Cohen, Swaray y
Perry, 2003).
Un tercer elemento de la validez social sería el referido a la necesaria gestión técnica
de los programas de tratamiento. El tratamiento de los delincuentes es una parte de la
tecnología social disponible en materia de prevención de la delincuencia, y su aplicación
y evaluación deben ser proyectadas para las finalidades que se han previsto, y con
arreglo a los procedimientos avalados por la investigación y el conocimiento científicos.
El último aspecto de la validez social de un tratamiento se refiere a la valoración de la
relevancia positiva de los efectos del programa. Es decir, los programas de tratamiento
de los delincuentes deben servir, en última instancia, para reducir la incidencia y la
prevalencia delictivas. En la medida en que logren estos resultados su validez social se
afianzará.
107
tenida en cuenta la ecología de los problemas sociales (...). La delincuencia juvenil y
adulta son problemas tan extensos como la propia sociedad y deben ser acometidos y
analizados como tales» (pp. 51-52).
El modelo TRD, al que ya se ha aludido en el capítulo 1, también desarrolla esta
misma idea de complejidad y multifactorialidad etiológica de las influencias que
favorecen el delito (riesgos sociales, carencias en el apoyo prosocial y exposición a
oportunidades delictivas). Complejidad etiológica que, asimismo, requiere una paralela
multifactorialidad de las actuaciones preventivas: prevención primaria y secundaria, que
eviten los problemas de posible conducta antisocial en su origen; prevención situacional,
que decrezca las oportunidades delictivas; y aplicación de tratamientos que reduzcan el
riesgo de futura reincidencia de quienes anteriormente han cometido delitos. Esta
perspectiva amplia es también la adoptada en El modelo de rehabilitación de las
prisiones catalanas, del Departamento de Justicia de Cataluña, que incluye el modelo
TRD entre sus fundamentos teóricos para el diseño y aplicación de tratamientos
(Direcció General de Serveis Penitenciaris, 2011).
108
Criterios para el desarrollo de los programas
TABLA 3.2
Criterios de determinación de la intensidad, duración y contexto de un programa de
tratamiento en el sistema penitenciario canadiense
Población objetivo
Intensidad del Duración media Grupos
Riesgo programa
promedio Necesidades
109
Alto. Altas o Alta. Mínimo 15-36 semanas. Cerrados o
moderadas/altas. Mínimo 10-15 h/semana. abiertos:
2 terapeutas.
Funcionamiento y evaluación
110
3. Se dirijan a necesidades o factores dinámicos, o de necesidad criminógena, de los
sujetos (es decir, a factores que están directamente conectados con su
comportamiento delictivo).
4. Prevean métodos de aplicación efectivos, lo que incluye la formación y
cualificación necesarias del personal del programa.
5. Se orienten a la enseñanza de habilidades.
6. Debe justificarse adecuadamente la secuencia, intensidad y duración del
tratamiento.
7. Deben prestar atención a la motivación y tomar en cuenta la «responsividad» o
capacidad de respuesta al programa por parte de los participantes.
8. Prevean la continuidad de la atención a los sujetos (después del programa).
9. Contemplen la supervisión que garantice la integridad de la aplicación del
programa.
10. Establezcan procedimientos de evaluación continua del programa.
111
suscriba un documento formal de participación consentida.
El número de participantes en cada programa depende del número de terapeutas: si
para un programa solo se cuenta con un terapeuta, el grupo tendrá un máximo de 10
sujetos; si hay dos terapeutas, hasta 12 sujetos.
El personal que trabaja directamente en el tratamiento es el responsable de recoger la
información necesaria sobre la participación de los sujetos en el programa y sobre sus
progresos en la reducción de los factores de riesgo criminógeno.
Tras finalizar el programa los terapeutas deben emitir un informe postaplicación, que
debe incluir información sobre asistencia y participación, análisis del progreso operado
en el logro de los objetivos (tomando también en cuenta la información recogida del
resto del personal penitenciario que tiene relación con los sujetos), evaluación
psicológica del riesgo (si ha sido solicitada) y recomendaciones para la gestión de los
riesgos que puedan persistir.
RESUMEN
La teoría del aprendizaje social constituye una explicación relevante para el diseño
de programas de tratamiento con delincuentes. Específicamente, la formulación de Akers
considera que en el aprendizaje del comportamiento delictivo intervienen cuatro
mecanismos interrelacionados: 1) la asociación diferencial con personas que muestran
hábitos y actitudes delictivos, 2) la adquisición de definiciones favorables al delito, 3) el
reforzamiento diferencial de los comportamientos delictivos, y 4) la imitación de
modelos prodelictivos.
Aquí se propone un modelo de facetas del comportamiento que sugiere que la mejora
terapéutica global de un sujeto no puede lograrse a partir de la intervención aislada o
combinada sobre sus «hábitos», sus «emociones» y sus «cogniciones», sino que debe
intervenirse coordinadamente sobre todos estos ámbitos o facetas de la conducta.
Se han propuesto dos modelos principales de rehabilitación de los delincuentes. El
primero es el modelo denominado riesgo-necesidades-responsividad, de Andrews y
Bonta, que establece tres grandes principios del tratamiento: 1) el principio de riesgo,
que asevera que los individuos con un mayor riesgo en factores estáticos (históricos y
personales, no modificables) requieren intervenciones más intensivas; 2) el principio de
necesidad, que afirma que los factores dinámicos (tales como hábitos, cogniciones y
actitudes delictivas) y de «necesidad criminógena» (es decir, directamente conectados
con la actividad delictiva de un sujeto) deben ser los objetivos prioritarios del
tratamiento; y 3) el principio de individualización, que advierte sobre la necesidad de
ajustar adecuadamente los tratamientos a las características personales y situacionales de
los delincuentes (su motivación, su reactividad a las técnicas aplicadas, etcétera).
A partir de una metáfora terapéutica tomada de la «terapia de aceptación y
compromiso», se ha propuesto aquí una estructuración de los factores de riesgo delictivo,
112
según su maleabilidad o modificabilidad, en tres categorías: 1) factores estáticos (como
la precocidad delictiva de un sujeto, sus rasgos de impulsividad o psicopatía), que
contribuyen al riesgo actual pero que en general no pueden modificarse;
metafóricamente conformarían «la casa» del individuo, o lo que el sujeto «es», que
esencialmente no puede cambiarse; 2) factores dinámicos, o sustancialmente
modificables (como sus cogniciones, tener amigos delincuentes o su drogadicción);
metafóricamente serían «los muebles» que uno tiene en casa, que pueden ser
reemplazados con relativa facilidad (lo que no significa sin esfuerzo); y 3) se ha añadido
al modelo original de Andrews y Bonta un tercer grupo de factores denominados
parcialmente modificables (tales como la capacidad de autocontrol, la empatía o la
competencia del individuo para prevenir recaídas en el delito); metafóricamente, «las
reformas de la casa», que permitirían ciertas mejoras o adaptaciones positivas en
aspectos profundos de la personalidad humana. Este modelo terapéutico modificado
pretende ilustrar gráficamente qué es lo que los tratamientos con delincuentes pueden
lograr, qué es lo que pueden lograr parcialmente, y qué es lo que no pueden conseguir en
absoluto.
Un modelo de rehabilitación de delincuentes más reciente es el llamado modelo de
buenas vidas o vidas satisfactorias, de Ward y sus colaboradores. Parte de una
perspectiva humanista y prioriza la necesidad de equipar a los sujetos con herramientas
que les permitan vivir vidas mejores y más satisfactorias, por encima del mero desarrollo
de competencias de manejo de los riesgos delictivos. Interpretan el comportamiento
delictivo como una opción errónea en el camino de lograr los bienes primarios que todos
los seres humanos pretenden (mantenimiento de la propia vida, satisfacción en las
relaciones de intimidad, conocimiento, autonomía, etcétera). Se realzan aspectos como
trabajar positivamente con los delincuentes, tomar en cuenta su disposición para cambiar
y la necesidad de unas actitudes favorables de los terapeutas (Day et al., 2010). En
realidad, este modelo confiere relevancia nominal a elementos que forman parte, en
general, de todos los programas de tratamiento actuales, y que son aspectos ya
contemplados por el modelo precedente de Andrews y Bonta.
Complementariamente a los dos modelos precedentes, también se han presentado
esquemáticamente otras perspectivas teóricas sobre rehabilitación de delincuentes que,
asimismo, son consideradas en esta obra. Entre ellas la propia teoría del aprendizaje
social, el modelo cognitivo-conductual, la terapia multisistémica, el etiquetado, etcétera.
Este capítulo ha prestado atención a algunos elementos éticos y jurídicos del
tratamiento en general, y de los delincuentes en particular. Para ello se han revisado
tanto las normas deontológicas del Colegio Oficial de Psicólogos como algunas leyes
que constituyen referentes normativos para el tratamiento clínico. Más allá de las normas
específicas, en el tratamiento de los delincuentes un criterio deontológico de general
utilidad es la consideración de la validez social de los programas aplicados. La validez
social haría referencia a una valoración de la relevancia y pertinencia de los objetivos de
113
los programas de tratamiento y de sus fundamentos técnicos. En suma, los programas
con delincuentes deben resultar beneficiosos para los sujetos tratados y para el sistema
social en el que viven, reduciendo la incidencia y prevalencia delictivas.
En Canadá y el Reino Unido se han establecido sistemas de «acreditación técnica» de
los programas de tratamiento de los delincuentes que atienden a distintos criterios de
intensidad, duración y contexto de los programas, tipos de necesidades abordadas,
fundamentación científica del programa y entrenamiento del personal que los aplicará.
Una comisión internacional de expertos valora cada propuesta de programa de
tratamiento con antelación a que se autorice su aplicación general.
114
4
Necesidades terapéuticas y formulación del
tratamiento
Este capítulo describe en primer lugar la evaluación de las necesidades de tratamiento de sujetos
infractores y grupos de delincuentes. Para ello se presentan los principales instrumentos de
evaluación que pueden utilizarse, tales como entrevistas, cuestionarios, observación del
comportamiento e información documental. Su aplicación puede contribuir a identificar con precisión
las necesidades criminógenas de los participantes en un tratamiento –o factores de riesgo
directamente asociados a su conducta delictiva–, con la finalidad de transformar dichas necesidades
en objetivos de intervención terapéutica. En segundo lugar el capítulo dirige su atención a cómo
formular el programa de tratamiento que pueda resultar más adecuado a cada caso, bien eligiendo
un protocolo de tratamiento ya disponible, bien diseñando un programa nuevo. También se analiza
la cuestión de la integridad de la aplicación de los tratamientos con delincuentes (o administración
apropiada y completa del programa), repasando los principales «obstáculos» o amenazas a dicha
integridad así como algunas de las «soluciones» que pueden favorecerla. Por último, se introduce la
diferenciación entre técnicas psicológicas y programas de tratamiento multifacéticos, y unas y otros
son clasificados en distintas categorías.
Para conocer a fondo las necesidades de tratamiento existentes en el caso de Dani (que se presentó al
principio del capítulo 1) se considera necesario efectuar una evaluación más específica. Para ello se ha previsto
entrevistar a Dani y a algunas personas vinculadas a él. En concreto se ha decidido entrevistar a su madre, a
uno de sus hermanos (con el que mantiene muy buena relación), y también, si Dani lo autoriza, se ha previsto
llamar y entrevistar a la chica con la que ha comenzado a salir recientemente. Se contactará también con su
abogado (directamente o por teléfono) para conocer con precisión las actuales circunstancias procesales de
Dani. Además, se va a revisar toda la documentación e informes sobre Dani a los que se tenga acceso, tanto en
el ámbito de justicia juvenil como en el de prisiones (testimonios de sentencia por delitos anteriores, informes
escolares, psicológicos, sociales, etcétera). Por último, se aplicarán algunos cuestionarios y escalas para evaluar
variables psicológicas como impulsividad, competencia interpersonal y asertividad, empatía y expectativas de
cambio. También se le valorará en una escala de riesgo de violencia y delincuencia. En función de los datos
que se vayan recogiendo es posible que también se efectúen otras evaluaciones complementarias.
115
Para ello pueden utilizarse métodos de evaluación directos (generalmente la
observación de conducta, aunque también cabría el uso de registros psicofisiológicos) e
indirectos (entrevistas, cuestionarios y autorregistros) (Llavona, 1984). En función de la
naturaleza del tipo de respuestas o comportamientos que se deseen evaluar y de la
disponibilidad o no de instrumentación estándar para su medida, puede efectuarse una
clasificación de los instrumentos de evaluación más adecuados tal y como se ilustra en la
figura 4.1 (Anguera y Redondo, 1991).
116
terapéutico con adolescentes y jóvenes también puede ser de gran utilidad la observación
externa de su comportamiento por parte de educadores y terapeutas.
A continuación se comentan algunos de los instrumentos de evaluación mencionados.
117
del sujeto evaluado, así como la amplitud de información que puede ofrecer sobre el
mismo. Entre sus limitaciones está su mayor coste en tiempo y dedicación, frente al
mayor automatismo de otros instrumentos como los cuestionarios. También la
posibilidad de que se produzcan sesgos o errores de percepción del sujeto evaluado,
como el efecto primacía, o realce de la primera impresión producida por el sujeto; o el
efecto halo, consistente en centrarse en una sola característica del entrevistado (Sierra,
Buela-Casal, Garzón y Fernández, 2001). De ahí que sea imprescindible un buen
entrenamiento de los profesionales del tratamiento en la técnica de la entrevista, para
garantizar su utilización adecuada y eficaz.
4.1.2. Cuestionarios
118
entrevistas, de autoobservación, registros de observación y, para algunos trastornos, otras
técnicas de evaluación psicofisiológica, ejercicios, etcétera. Pueden encontrarse tanto
instrumentos diagnósticos generales (de salud y calidad de vida, de funcionamiento
psicosocial y de satisfacción de los participantes en un tratamiento) como técnicas
evaluativas por trastornos específicos (fobias, trastorno de pánico, obsesivo-compulsivo,
estrés postraumático, trastornos depresivos y bipolares, trastornos de adaptación,
trastornos somatomorfos y facticios, trastornos disociativos, trastornos sexuales y
problemas de pareja, trastornos de la alimentación, juego patológico, trastornos por
sustancias, esquizofrenia, trastornos de personalidad y trastornos cognitivos). Aunque la
obra no contiene, por razones de volumen y de derechos editoriales, los propios
instrumentos de evaluación, incluye un resumen de cada instrumento catalogado, sus
aplicaciones, sus referencias científicas básicas y su localización. Asimismo, incorpora
una sucinta guía de recursos de evaluación mental en Internet.
Las obras a las que se ha aludido contienen también instrumental psicológico diverso
para la evaluación de distintas problemáticas o aspectos relacionados con el
comportamiento delictivo de jóvenes y adultos, en los ámbitos de la comunicación y las
relaciones humanas, las habilidades sociales, la vinculación familiar, las relaciones de
pareja y la violencia familiar, el abuso y agresión sexual, y otras áreas. Además, otros
muchos materiales compendiados en ellas, tales como guías de entrevista y registros de
observación, pueden constituir referentes interesantes para su adaptación ad hoc al
campo de la evaluación psicológica de los delincuentes.
119
regulares (horarios habituales de levantarse y acostarse, actividades formativas o
laborales periódicas, comidas...).
2. Los comportamientos seleccionados se consignan en una lista de observación o de
autoobservación, según el caso.
3. Para cada comportamiento observado se determina el método de medida más
apropiado: frecuencia, por ejemplo para conductas como insultar a otras personas;
duración, por ejemplo para medir el tiempo durante el cual un sujeto está
pensando acerca de la posible comisión de determinado delito; o intensidad o
fuerza de una respuesta para ponderar, por ejemplo las expresiones de ira, como de
baja, media o alta intensidad, o bien a partir de una escala de 0-5 puntos.
4. Hay que delimitar el lugar o lugares de observación (en casa, en contextos de
encuentro con los amigos, etcétera).
5. Por último, hay que establecer también el tiempo y la periodicidad de las
observaciones, de forma que resulten factibles. Para ello puede efectuarse, por
ejemplo, un muestreo observacional de un tiempo variable (por ejemplo, 1-60
minutos) durante unidades de observación diarias, semanales o mensuales.
6. Es recomendable, asimismo, comprobar la fiabilidad de las observaciones de
conducta a partir de planificar, al menos temporalmente, su observación paralela
por parte de dos o más observadores independientes (Rojo, 2016). Ello permitirá
calcular un índice de fiabilidad inter-observadores, dividiendo el número de
acuerdos entre observadores por el número total de observaciones (acuerdos más
desacuerdos). Suele considerarse que un índice de acuerdo de 0,80 o superior
garantiza un nivel adecuado de fiabilidad observacional.
120
inconscientes en los datos registrados, que ajusten mejor dichos datos a sus propias
preconcepciones y expectativas.
Por otro lado, algunos correlatos del comportamiento delictivo pueden ser
difícilmente observables por terceras personas, ya sea por tratarse de conductas internas
(por ejemplo, sus pensamientos de agresión) o bien porque acontecen en interacciones
privadas o íntimas (por ejemplo, diversos comportamientos de maltrato o de agresión
sexual). Ante ello, la alternativa más conveniente puede ser entrenar al sujeto en la
autoobservación y el autorregistro de aquellas conductas, pensamientos o emociones que
deban ser evaluadas a efectos del tratamiento. Del mismo modo que en las
heteroobservaciones, en los autorregistros las conductas pueden también medirse en
términos de frecuencia, duración e intensidad (por ejemplo, de la tensión muscular que
para un individuo puede ser precursora de sus explosiones de ira y violencia).
También la autoobservación puede generar un efecto reactivo en el propio sujeto
(Crespo y Larroy, 1998) que haga que, al comenzar a registrar sus comportamientos,
estos se alteren en relación con lo que suele ser su frecuencia o intensidad más habitual.
Dicha reactividad puede, asimismo, disminuirse mediante la práctica.
121
tratamiento sea lo más breve y precisa posible, utilizando si es posible instrumentos
validados para problemas específicos y evitando largos procesos evaluativos de carácter
general (sobre amplios antecedentes familiares, la infancia, la historia sexual, etcétera).
Kanfer y Schefft (1988) prescribieron que el terapeuta debería activar durante la fase
evaluativa previa al tratamiento las siguientes seis reglas de pensamiento:
122
En cambio, Dani muestra carencias severas en las siguientes conductas y habilidades,
que son necesarias para poder llevar una vida personal y social satisfactoria:
123
ayudar, a partir de las actuales guías de tratamientos basados en la evidencia, a la
formulación de una primera hipótesis sobre qué tratamientos podrían resultar más
recomendables.
El análisis topográfico del comportamiento delictivo se concretaría en definir,
identificar, registrar y medir, como excesos de conducta, la frecuencia e intensidad de
hábitos, emociones, pensamientos, actitudes, etcétera, que favorecen la actividad
delictiva; y, como déficits de conducta, aquellas manifestaciones de comportamiento
social imprescindible que escasean en el repertorio del sujeto y por ello dificultan sus
actuaciones prosociales. Muchos delincuentes suelen mostrar una elevada frecuencia de
comportamientos tales como golpear, acosar, intimidar, hostigar y manipular a otras
personas. Por el contrario, a menudo son deficitarios en conductas socialmente deseables
como escuchar a otros, aceptar sugerencias, negociar las discrepancias, identificar sus
propios sentimientos y deseos, así como los de las otras personas, afrontar de forma
apropiada (sin violencia) las críticas y acusaciones de otros, y responder eficazmente a
las incomodidades que puedan causarles otras personas, evitando reaccionar de forma
iracunda (Goldstein y Glick, 2001). También suelen ser precarios en hábitos laborales,
responsabilidad familiar, aficiones culturales y de ocio prosocial, etcétera.
A partir de ello, las conductas o respuestas de los participantes en un tratamiento se
podrían clasificar en 1) aquellas conductas que hay que mantener, porque ya son
adecuadas y positivas; 2) aquellas otras que hay que incrementar: es decir, todas
aquellos comportamientos necesarios para llevar una vida prosocial sin cometer delitos,
pero en los que muchos delincuentes acostumbran a ser deficitarios; y 3) aquellas
respuestas que deben reducirse o eliminarse, incluyendo los comportamientos violentos
y delictivos, el consumo de drogas, etcétera.
Antecedentes
— Gran fuerza actual de sus hábitos antisociales, debido a las muchas experiencias
delictivas previas que han sido reforzadas (por los amigos, mediante la obtención
de dinero, etcétera).
— Gran fuerza de los hábitos de consumo de sustancias tóxicas, asociada también a
la experiencia repetida y a un cierto grado de adicción.
— Precipitación de ansiedad en situaciones de interacción social, debido a que no se
ve capaz de resolverlas adecuadamente.
— Interpretación sesgada (como amenazas) de lo que dicen y hacen otras personas.
— Modelado de amigos delincuentes y consumidores de drogas (a los que propende a
124
imitar).
— Incitación por parte de los amigos para cometer delitos y consumir drogas.
— Mayor presencia de oportunidades delictivas en los contextos físicos de encuentro
con los amigos (bares habituales, plaza del barrio en que se venden drogas,
etcétera).
— Escasez de dinero para cubrir sus necesidades y deseos.
— Multitud de «definiciones» de conducta favorables a la delincuencia y al consumo
de drogas (que incitan a cometer delitos, ser violento y consumir drogas) y
contrarias a los estilos de vida prosociales.
1. Análisis de la capacidad de autocontrol con que cuenta el sujeto, para conocer los
recursos personales de que dispone y que pueden facilitar (o dificultar, si no
dispone de ellos) el proceso terapéutico.
2. Análisis de las relaciones sociales del individuo, determinando qué personas son
las más relevantes en su contexto como posibles fuentes de estimulación y
125
reforzamiento.
3. En términos más amplios, análisis del entorno físico, social y cultural del
individuo y determinación de las posibles relaciones de contingencia que tales
contextos puedan tener con su comportamiento, de cara a poderlos utilizar como
motores del cambio.
A partir del análisis funcional efectuado, podrán formularse hipótesis plausibles sobre
la interrelación existente entre las conductas antisociales de una persona y determinados
factores precipitantes o mantenedores de tales conductas, cuyo cambio y mejora serán
los objetivos centrales del tratamiento (Cone, 1997). A continuación el terapeuta deberá
comunicar a cada participante las conclusiones que ha obtenido acerca de los factores
principales que se asocian a sus problemas de comportamiento y las estrategias de
resolución que considera más adecuadas para él. Ello es importante, ya que se ha
documentado una relación positiva entre la adecuada comprensión por parte del sujeto
del origen probable de sus problemas y el resultado favorable de la terapia (Fennell y
Teasdale, 1987).
En el tratamiento de grupos de delincuentes diversas variables pueden ser relevantes
para facilitar o dificultar la viabilidad y eficacia de un programa (Gendreau, Goggin y
Smith, 2001). En primer lugar, las variables organizacionales de los centros en que se
desarrollan los tratamientos, relativas a sus estructuras, normas de funcionamiento,
expectativas y necesidades institucionales, personal disponible para el desarrollo del
programa, prioridades y demandas que dicho personal recibe, formación específica sobre
tratamiento de delincuentes, etcétera. Todas estas variables deben ser consideradas en
cualquier programa terapéutico, pero especialmente en los programas que se aplican en
instituciones cerradas como prisiones o centros de menores. Tales instituciones son, por
su propia naturaleza, especialmente sensibles y homeostáticas, en el sentido de que la
alteración de un factor institucional específico (por ejemplo, relativo a la seguridad o a
algún colectivo profesional del centro) puede fácilmente interferir con la factibilidad o
no de aplicar determinado tratamiento.
En segundo término, también son variables relevantes para la viabilidad de un
programa cuáles son sus principales características, por lo que se refiere a su
estructuración, materiales requeridos, duración, intensidad, y necesidades de personal y
espacios para su aplicación. En las instituciones de internamiento de delincuentes no
126
siempre existirán unas condiciones ideales para la aplicación de programas de
tratamiento. Por ello, para su favorecimiento, generalmente deberá arribarse a un
compromiso razonable y pragmático entre los requerimientos científico-técnicos ideales
de aplicación del programa y las condiciones exigibles para su viabilidad práctica,
atendidas las circunstancias concretas y los recursos disponibles. En principio, puede
tener mayor interés a medio y largo plazo un programa de tratamiento más modesto que
se inserte con naturalidad y suavidad en las rutinas institucionales (lo que quizá
comporte que pueda realizarse por su propio personal técnico, en espacios tal vez
reducidos y poco dotados, en horarios compatibles, etcétera), que otro con mayor
sofisticación técnica, pero más forzado y excepcional.
El tercer aspecto destacado, y quizá el más importante, que condiciona la
aplicabilidad de programas de tratamiento con delincuentes es el relativo a los
profesionales que los tienen que aplicar. Como principio general, los terapeutas de
delincuentes tienen que contar con la formación teórica, el entrenamiento práctico y la
motivación necesarios para que un programa se desarrolle con integridad, de principio a
fin. Son muchos los obstáculos que pueden surgir en el camino de la aplicación de
tratamientos con delincuentes (incluidos aspectos ideológicos y de rechazo, de
seguridad, burocráticos, de prioridades, de medios materiales, etcétera) (McGuire et al.,
2008). Por ello, sin una motivación y convicción firmes de los propios terapeutas y de
los responsables de las instituciones, será muy difícil que un programa de tratamiento se
acabe verdaderamente aplicando y se mantenga adecuadamente a lo largo del tiempo.
127
mesa, fregar los platos, hacer su cama, limpiar y ordenar su habitación).
— Incorporar en el «contrato», bajo supervisión de la madre, la mejora de los niveles
de higiene y aseo de Dani.
— Promover el mantenimiento de su actual empleo, y la mejora de su situación
laboral si es posible (con un mejor salario y condiciones contractuales).
— Implicar en los desarrollos terapéuticos, siempre que a ella le parezca bien, a la
chica con la que Dani ha empezado a salir.
Reducir los siguientes comportamientos y hábitos:
— Hurtar y robar.
— Insultar, acosar, amenazar y agredir a otras personas.
— Las expresiones de ira descontrolada.
— Los comportamientos impulsivos.
— Los consumos de alcohol, cocaína y pastillas.
— Los encuentros con amigos delincuentes y consumidores de drogas.
— Las faltas e impuntualidades laborales.
— Sus pensamientos distorsionados sobre las supuestas malas intenciones de las
otras personas.
— Sus «definiciones» y justificaciones de la violencia y la delincuencia.
Se han señalado algunos objetivos generales que serían comunes a todos los
tratamientos psicológicos (Kleinke, 1998): 1) superar la desmoralización que suele
mostrar cualquier persona que experimenta durante mucho tiempo un problema del que
no sabe salir (la propia conducta delictiva y otras dificultades vinculadas, como
encarcelamiento, consumo de drogas, enfermedades diversas, etcétera) y conferirle
esperanza sobre las posibilidades «reales» de mejorar su situación; 2) favorecer su
competencia personal, su autoeficacia y su autocontrol; 3) ayudar a los participantes a
cambiar sus frecuentes estilos «evitativos» de afrontamiento de sus problemas
(aplazando indefinidamente, con distintas excusas, la solución), y 4) fomentar que
adquieran mayor conciencia sobre la influencia recíproca que existe entre cómo piensan,
cómo sienten y cómo actúan, todo lo cual contribuye a mantener y prolongar sus
respectivas dificultades y problemas.
Además de estos objetivos generales y comunes, cada tratamiento persigue objetivos
concretos de solución o mejora de los problemas de cada sujeto o grupo, enseñando a
estos nuevas habilidades para afrontarlos con mayor eficacia. Lo habitual y adecuado es
jerarquizar los objetivos del tratamiento: dirigirlo inicialmente a objetivos modestos que
puedan lograrse más fácilmente, incrementando así la confianza y motivación de los
participantes, y después plantear nuevos retos más ambiciosos (Bartolomé, Carrobles,
Costa y Del Ser, 1977).
Como ya se ha comentado, los objetivos preferentes del tratamiento de los
128
delincuentes son los factores dinámicos de riesgo, o necesidades criminógenas
directamente relacionadas con el delito, tales como los hábitos delictivos, las creencias
justificadoras del delito y la falta de control emocional (Hoge et al., 2015; Israel y Hong,
2006; Polaschek y Reynolds, 2001; Yesberg y Polaschek, 2014). Más concretamente,
Andrews y Bonta (2006, 2016; Andrews, 1996; Looman y Abracen, 2013) se han
referido a los siguientes, definiéndolos como los «ocho grandes» factores de
riesgo/necesidad asociados al comportamiento criminal (y que, en consecuencia,
deberían priorizarse entre los objetivos del tratamiento):
a) Factores próximos:
129
— Vinculación con amigos antisociales.
— Abuso de sustancias.
— Pobre utilización del tiempo libre.
b) Factores lejanos:
130
tratamiento estandarizados y, a la vez, efectuar una revisión, adaptación y mejora
periódica de dichos manuales en función de los casos concretos y de la experiencia
práctica sobre el programa obtenida durante sus sucesivas aplicaciones. Es decir, las
guías de tratamiento constituyen en la actualidad un referente técnico inicial de gran
utilidad para la aplicación de tratamientos. Pero, según los resultados del análisis
funcional del comportamiento efectuado en cada caso, el equipo terapéutico
correspondiente deberá decidir acerca de la concreta aplicación de una guía de
tratamiento y de su posible adaptación al grupo de que se trate (Comeche y Vallejo,
1998).
En Norteamérica, las dos asociaciones profesionales más importantes de salud
mental, la Asociación Americana de Psiquiatría y la Asociación Americana de
Psicología, ofrecen información sobre guías y entrenamiento para el tratamiento de los
trastornos mentales. Pueden encontrarse en Internet, respectivamente, en las siguientes
páginas: http://www.psych.org/clin_res/prac_guide.cfm; http://www.apa.org/index.aspx.
En España, durante los últimos años han ido apareciendo también distintas guías de
tratamiento para un conjunto significativo de problemas psicológicos. En general, dichas
guías, divulgadas en formato de libro, suelen observar la siguiente estructura general:
131
No obstante, como ejemplo destacado en esta materia, en la tabla 4.1 se anticipa una
relación de guías y manuales de tratamiento creados en España para la intervención
terapéutica con delincuentes juveniles.
TABLA 4.1
Guías y manuales de tratamiento con delincuentes juveniles en España
132
terapéutico 3) control de las emociones negativas, 4) creencias
para menores que sustentan el comportamiento delictivo, 5)
infractores modificación de hábitos agresivos, 6) personalidad y
(Graña y su influencia en la desviación social y 7) prevención
Rodríguez, de recaídas y fortalecimiento del cambio.
2011).
133
*Prevención Dirigido a menores y jóvenes usuarios de Centros de Duración
del consumo Día para potenciar los factores que protegen al indeterminada,
de drogas individuo frente al consumo problemático de adaptable a las
(Franco et al., sustancias tóxicas. Se trabajan tres áreas principales: necesidades de
2008). 1) las sustancias y sus efectos en el sistema nervioso cada menor.
central, 2) estrategias de prevención y 3) ocio y
tiempo libre.
* Programa desarrollado por iniciativa de la Agencia para la Reeducación y Reinserción del Menor Infractor de la
Comunidad de Madrid.
** Programa desarrollado por iniciativa de la Direcció General de Execució Penal a la Comunitat y de Justícia
Juvenil, Departament de Justícia de Catalunya.
134
las propias ideas, actitudes o conductas. La resistencia puede ser mayor si se exigen al
individuo cambios muy rápidos, algo que este podría interpretar como un riesgo para su
propia identidad personal (Dowd, 1993).
Para garantizar que un tratamiento se aplica con integridad es conveniente efectuar
diversos controles y evaluaciones de seguimiento (McGuire et al., 2008). En términos
metodológicos, se ha denominado evaluación formativa, evaluación de la
implementación o supervisión al conjunto de controles evaluativos realizados para
asegurarse de que todas las acciones requeridas por un programa se efectúan en los
momentos debidos y por las personas apropiadas (Anguera, 1989). Desgraciadamente,
muchos informes de evaluación de programas suelen carecer de información suficiente
acerca de cómo se desarrolló una intervención, lo que dificulta poder valorar si el
programa se implementó con la integridad debida.
Las amenazas más frecuentes para la integridad de los programas de tratamiento de
los delincuentes, especialmente en instituciones de internamiento, son las siguientes
(Hollin, 2001; McGuire et al., 2008):
135
prevención y tratamiento que cuenten con apoyo empírico.
2. Que dispongan de un manual o guía de aplicación del tratamiento, que especifique
sus objetivos, destinatarios, contenidos terapéuticos, número de sesiones y la
evaluación de los participantes y del programa en su conjunto.
3. Compromiso institucional: los programas de rehabilitación y tratamiento de
delincuentes en instituciones requieren el apoyo firme y continuado de parte de los
respectivos equipos directivos. Y tal apoyo no debería ser tan solo «moral», sino
fáctico y operativo, lo que comporta generar y favorecer los servicios y recursos
necesarios para el desarrollo de un programa de tratamiento, tanto personales
como materiales, y formar y motivar permanentemente a los profesionales que lo
aplicarán.
4. Instalaciones y material que resultan imprescindibles para los programas, lo que
incluye aulas adecuadas (en tamaño, iluminación, accesibilidad y privacidad) y
dotación del material audiovisual conveniente.
5. Personal, especialmente seleccionado y entrenado para la administración del
programa de tratamiento. Como ya se comentó, los terapeutas de delincuentes
necesitan poseer tanto ciertas características y habilidades personales como el
necesario conocimiento experto. Además, un programa de tratamiento de
delincuentes requiere el liderazgo de aquellos profesionales que han sido sus
impulsores (que idealmente deberían estar vinculados a la institución en la que se
aplica el programa). Los líderes mantienen el interés, la motivación, el entusiasmo
y la responsabilidad de la aplicación del tratamiento (Harris y Rice, 1997), siendo
conveniente que participen en todas las fases de desarrollo del programa (diseño,
aplicación y evaluación), para garantizar la coherencia e integridad de todas ellas.
6. Aplicación multidisciplinar. Es garantía de la mayor integridad de un programa
con delincuentes el que participen en él profesionales diversos (como psicólogos,
criminólogos, educadores, trabajadores sociales, profesores...), aunque es muy
conveniente que reciban juntos el entrenamiento específico requerido para la
aplicación del programa.
7. Supervisión y control técnico, que garantice que todas las actuaciones terapéuticas
previstas se realicen en el momento debido y tal como se habían planificado.
8. Respaldo del conjunto del personal, aunque no participe directamente en su
aplicación. Ello no significa que todo el personal de una institución tenga que
conocer a fondo cada programa de tratamiento, pero sí que comporta el que sea
sensible, en la realización de sus respectivos cometidos (de seguridad, servicios
generales...), a la aplicación de dichos programas de tratamiento, favoreciendo y
facilitando su adecuado funcionamiento.
9. Plan de contingencias o imprevistos. Las instituciones de justicia penal, tales como
centros de menores o prisiones, son contextos particularmente expuestos a
imprevistos como, por ejemplo, la ocurrencia de un incidente violento, un
136
problema de seguridad, el traslado de un sujeto, la baja laboral de un profesional,
etcétera. Estas incidencias son susceptibles de interferir negativamente en el
desarrollo de un programa de tratamiento. Por ello es muy conveniente haber
previsto desde el principio tales eventualidades, para amortiguar en la mayor
medida posible sus posibles efectos negativos.
10. Programación de la evaluación del programa, lo que no debe considerarse una
actuación «extra» o complementaria del programa, sino una de sus fases
inexcusables. Sin evaluación y posterior difusión de los resultados obtenidos por la
aplicación de un programa, a pesar de que pueda haber sido personalmente útil a
sus destinatarios, no se conocerá con precisión su eficacia real, y tampoco
contribuirá a mejorar el conocimiento global sobre efectividad de los tratamientos.
137
enseñar a educar de modo más eficaz); entrenamiento en habilidades sociales (bajo los
supuestos del moldeamiento y modelado de conducta, y orientado al desarrollo de la
competencia social); reestructuración cognitiva (cuya base es la influencia del
pensamiento sobre la conducta, para lo cual promueve cambios cognitivos); desarrollo
de valores (orientado a favorecer las capacidades de tomar en consideración distintos
puntos de vista, y no solo el del propio beneficio); el uso de exposición estimular (a
situaciones temidas, como base para enseñar a controlar los temores exagerados), o la
aplicación de una técnica de prevención de recaídas (que parte de que la anticipación
consciente de situaciones de riesgo —para la reincidencia delictiva, el consumo de
drogas, etcétera— hace más probable su prevención, para lo cual enseña habilidades de
control anticipatorio; Dafoe y Stermac, 2013).
Como puede verse en los ejemplos anteriores, el concepto de técnica psicológica se
reserva aquí para unidades más básicas y discretas de intervención psicológica que
implican el uso de un solo procedimiento terapéutico, dirigido a incidir en una faceta
específica del comportamiento.
Por su lado, el concepto de programa de tratamiento suele hacer referencia a
intervenciones más amplias y complejas que generalmente integran y combinan distintas
técnicas terapéuticas. Además, el uso del término «programa» en delincuencia puede
resultar a menudo confuso, en la medida en que puede ser aplicado a niveles muy
diversos de actuaciones en relación con los delincuentes. Según ha puesto de relieve
McGuire (2001c), por lo que concierne al mundo anglosajón, el término programa es
utilizado en tres niveles distintos de amplitud creciente. En el nivel más específico,
programa (de tratamiento) haría referencia realmente a los tratamientos de los
delincuentes, que se encuadran en el ámbito de la prevención terciaria. En este caso, «un
programa de tratamiento podría definirse como una secuencia planificada de
oportunidades de aprendizaje ofrecidas a una serie de delincuentes seleccionados, con el
objetivo general de reducir sus reincidencias delictivas» (p. 4). En este nivel específico y
técnico, un programa tiene un objetivo último que es conocido por sus diseñadores,
usuarios, evaluadores y preferiblemente también por los participantes en él (aunque
dicho objetivo final puede tener una serie de objetivos intermedios). Además, el
programa cuenta con un conjunto de documentación que estructura la secuencia de
actividades y el plan de sesiones del mismo. También debe tener coherencia interna, de
modo que las actividades planificadas se justifiquen en función de los objetivos
pretendidos, conectándose actividades y objetivos mediante algún modelo teórico
empíricamente probado.
En un segundo nivel, algo más amplio, el término programa se aplicaría a iniciativas
o esquemas de funcionamiento general, tales como «comunidades terapéuticas» para
toxicómanos u otros sistemas de «organización institucional» para delincuentes.
También se aplicaría a actividades, de difícil concreción operativa, tales como
«supervisión intensiva», «tutorización» de sujetos, etcétera.
138
Por último, en su acepción más amplia, el término programa se ha utilizado también
como sinónimo de medidas aplicadas a los delincuentes, e incluso de concepciones
filosóficas o doctrinales acerca del control y la rehabilitación. Aquí encajarían conceptos
tales como los de incapacitación, disuasión o rehabilitación de los delincuentes.
En esta obra, el término programa de tratamiento se utilizará de una manera
específica, y habitualmente en el marco de la primera definición de McGuire (2001c) a la
que se ha hecho referencia (en algún caso también en conexión con el segundo nivel de
extensión, en cuanto programa significa un sistema de organización técnica de
instituciones).
En todo caso, el concepto de programa de tratamiento resulta más extenso que el de
técnica, y con él generalmente se hará aquí referencia al intento de cambio sistemático de
diversas facetas del comportamiento de los delincuentes que participan en un tratamiento
(habilidades, emociones y pensamientos), mediante la utilización combinada e integrada
de varias técnicas terapéuticas. Aunque nada impide que un programa de tratamiento
pueda dirigirse a un solo objetivo de cambio y utilizar una única técnica psicológica, lo
más habitual es que encare diversas facetas del comportamiento (no solo una) y concite
el uso combinado de varias técnicas psicológicas (no una sola).
De la distinción realizada puede deducirse con facilidad que el número de técnicas de
tratamiento distintas será mucho más reducido que sus posibilidades de combinación o
variación parcial, que configuran los programas de tratamiento, cuyos formatos pueden
ser virtualmente ilimitados.
La falta de distinción entre técnicas y programas es probablemente lo que ha llevado
a elaborar listados tan amplios de tratamientos psicológicos como los anteriormente
aludidos. Así pues, el punto de vista aquí adoptado es que, a pesar de que los programas
de tratamiento de los delincuentes pueden ser muy variados, según la globalidad de sus
objetivos, las tipologías de sujetos a los que se dirigen y en función de las técnicas
psicológicas que aglutinan, en realidad las técnicas específicas de tratamiento
psicológico constituyen un repertorio bastante más reducido.
En los capítulos que siguen (parte II) se presentarán las técnicas de tratamiento en
función de las principales necesidades criminógenas (o terapéuticas) de los delincuentes,
que tienen su reflejo en las facetas del comportamiento delictivo descritas en el capítulo
precedente. Se dedicará el capítulo 5 a presentar las estrategias de tratamiento que sirven
para enseñar nuevas habilidades y hábitos; en el 6 se explicarán las técnicas que son de
utilidad para desarrollar el pensamiento prosocial de los delincuentes; en el capítulo 7
aquellas intervenciones útiles para entrenar al individuo en una mejor regulación y
control de sus emociones; y, por último, en el capítulo 8 se explicarán las técnicas de
prevención de recaídas (incluyendo también en él las denominadas terapias
contextuales), orientadas a promover el mantenimiento a medio y largo plazo de los
beneficios del tratamiento. Todas estas técnicas constituyen los ingredientes
fundamentales que los tratamientos con delincuentes suelen combinar en formas
139
diversas, como programas multifacéticos. De este modo, en dichos capítulos se
intercalarán también algunos programas de tratamiento (generalmente más amplios y
multidimensionales que una sola técnica) en los que podrá verse cómo diversas técnicas
o ingredientes básicos han sido combinados en función de objetivos terapéuticos más
ambiciosos.
Como ilustración de la diferenciación entre técnicas y programas de tratamiento, la
tabla 4.2 muestra la estructura de técnicas y programas que se presentarán en los
capítulos mencionados, correspondientes a la parte II sobre técnicas de tratamiento. En
ella las intervenciones más específicas suelen ocupar una sola columna, correspondiente
a aquella faceta del comportamiento que constituye su objetivo concreto, mientras que
los programas de tratamiento multifacéticos ocupan dos o más columnas, en
correspondencia con la multiplicidad de objetivos e ingredientes terapéuticos que
incorporan (no obstante, en los capítulos referidos a jóvenes y prisiones de la parte III se
presentarán muchos otros programas de tratamiento no incluidos aquí).
TABLA 4.2
Esquema de las técnicas y programas de tratamiento de delincuentes presentados en
la parte II del libro
140
educadora.
Psicoterapia
analítica funcional
(PAF).
Terapia de
aceptación y
compromiso.
Terapia de
conducta dialéctica.
Programa de integración
comunitaria.
Programa contrapunto.
141
sociales constituyen las unidades más básicas integrantes de todo entrenamiento
terapéutico, siendo los ingredientes fundamentales cuya combinación y recreación
permite construir las restantes terapias psicológicas. Es decir, tales procesos básicos
forman parte integrante de cualesquiera otras técnicas y procedimientos más elaborados,
tales como las técnicas cognitivas, de control emocional o de prevención de recaídas, a
las que se hará referencia en los capítulos siguientes.
De acuerdo con el esquema general de la tabla 4.2, las técnicas y programas
cognitivo-conductuales mantienen una continuidad e integración entre ellos, sobre la
base de cuatro ejes compartidos por todos:
Para finalizar este capítulo, hagamos una referencia al funcionamiento cerebral. Este
es un libro sobre tratamiento psicológico y, por tanto, esencialmente de psicología. Sin
embargo, que sea un libro sobre psicología no significa que adopte una perspectiva
«psicologicista», en el sentido más peyorativo de este término, queriendo significar aquí
que lo psicológico sea una entidad intangible y misteriosa.
En consonancia con el conocimiento actual, el psiquismo humano no es algo distinto
y ajeno a la estructura y funcionamiento del conjunto del sistema nervioso humano
(Damasio, 2011). El psiquismo —manifestado en imágenes, memoria, aprendizajes,
emociones y sentimientos, deseos, previsiones de conducta, razonamientos y elecciones,
decisiones y acciones— es el resultado del diseño y del funcionamiento coordinado del
complejo estructural de nuestro sistema nervioso, sin que pueda segregarse de tal sistema
nervioso ni trascenderle en ningún sentido.
Nuestro cerebro, del que se ha llegado a afirmar que podría constituir el sistema más
complejo y sofisticado del universo, está integrado por unos cien millones de neuronas,
cada una de las cuales establece de promedio unas mil conexiones con otras neuronas
cercanas y, en algunos casos, con neuronas y estructuras bastante alejadas (Damasio,
2011). Todas estas conexiones definen múltiples circuitos neurales en los que se
interconectan funciones relativas a prioridades de la propia supervivencia y, a la vez, a
expresiones de altruismo, placeres y aversiones, amores y odios, pasiones y racionalidad,
142
dudas y decisiones, acciones e inhibiciones. Según se conoce, tales circuitos neurales ni
son un único magma neuronal imprecisable (donde todo se conecta con todo) ni son
piezas aisladas con funciones específicas. En medio de tales extremos, los circuitos
neurales (que dan cuenta de las funciones psicológicas, tales como la capacidad de
percibir y responder adecuadamente al espacio físico, o, lo que es más importante para
nosotros, la capacidad para interpretar convenientemente el comportamiento de otras
personas y poder tomar decisiones y conducirse de modo apropiado con ellas) parecen
consistir en estructuras más o menos extensas, compuestas por diversos núcleos o áreas
de distintas regiones evolutivas del cerebro, tanto de las más antiguas (la amígdala o el
hipotálamo) como las más modernas (el córtex prefrontal y otras áreas corticales).
Estas circuiterías, que constituyen la base del funcionamiento y del equilibrio
psicológico de toda índole (incluido el del control del comportamiento lesivo para otros
seres humanos), resultan del efecto combinado de las pautas genéticas y de las
experiencias y aprendizajes de cada individuo particular. De modo más específico, los
circuitos neurales de nuestro cerebro están definidos, a gran escala, de manera semejante
para todos los seres humanos, pero a pequeña escala (la de las conexiones neuronales
que se establecen) los circuitos son fabricados por los aprendizajes que resultan de las
experiencias vividas. Esto no es una mera metáfora, sino algo real: los aprendizajes que
tienen lugar, especialmente durante la infancia y la juventud, pero también a lo largo de
toda nuestra vida, fortalecen o debilitan la fuerza de transmisión de información de
ciertas sinapsis (o conexiones entre neuronas) previamente establecidas, y también
generan nuevas conexiones que potencian los circuitos neurales y, en consecuencia, su
capacidad de respuesta.
En este contexto, la terapia psicológica, como enseñanza y entrenamiento, constituye
una forma sistemática y orientada de experiencia y aprendizaje, por parte de los sujetos
tratados, de nuevas habilidades de conducta, de nuevos sistemas de gratificación
emocional (respetuosos con los deseos, necesidades y derechos de otras personas), de
nuevos modos de pensamiento moral que resulten inhibitorios para la conducta de
agresión, etcétera.
LeDoux (1999), en un gran libro de neuropsicología, aunque de escaso éxito editorial
(¡justo lo inverso del best seller de Goleman!), titulado El cerebro emocional, ha
sugerido que distintas formas de psicoterapia vendrían a constituir formas diversas de
crear una «potenciación sináptica en las vías cerebrales que controlan el núcleo
amigdalino. Los recuerdos emocionales de este (...) se establecen de forma indeleble en
sus circuitos. En el mejor de los casos, se puede aspirar a regular su expresión. Y para
ello hay que hacer que la corteza controle al núcleo amigdalino» (p. 298). LeDoux
aduce, en concreto, que la terapia de conducta clásica, a través de la extinción o la
desensibilización, puede conseguir su objetivo mediante una forma de aprendizaje
implícito que tendría lugar en el circuito que transcurre desde la corteza prefrontal al
núcleo amigdalino. En cambio, las terapias a través de elementos cognitivos conscientes
143
(como podrían ser la reestructuración cognitiva y, según LeDoux, también el
psicoanálisis) podrían ejercer su influjo sobre el núcleo amigdalino a través de los
mecanismos de memoria del lóbulo temporal y de otras regiones del córtex implicadas
en las evaluaciones conscientes y en la reflexión.
La información científica presentada en este apartado sitúa la terapia psicológica en el
marco del conocimiento más avanzado sobre neuropsicología, la sustrae del limbo
«psicologicista» en el que frecuentemente ha sido ubicada, y confiere a su influjo una
entidad real, análoga a la del conjunto de las experiencias y aprendizajes humanos.
Dicho de una manera más llana: cuando se hace terapia psicológica, y se hace de modo
adecuado y sistemático, logrando que los sujetos tratados experimenten y adquieran
nuevas habilidades, reflexionen con profundidad sobre las graves consecuencias de sus
acciones, consideren otros puntos de vista menos violentos, tomen en cuenta las
perspectivas de las víctimas, y se ejerciten en disipar y controlar sus emociones de ira,
¡es muy posible que se estén produciendo cambios reales en su sistema nervioso, que
hagan a partir de entonces más probable el futuro control de su conducta!
RESUMEN
144
La evaluación de las necesidades de tratamiento de los delincuentes requiere dos
momentos. En primer lugar, el análisis topográfico o descriptivo de su comportamiento
delictivo y de sus necesidades de intervención. Para ello deben constatarse de forma
operativa sus excesos y déficits de comportamiento. En segundo término, hay que
efectuar el análisis funcional de todo lo anterior en relación con los antecedentes y
consecuentes del comportamiento, que lo instigan y refuerzan.
En la formulación de un programa de tratamiento deben especificarse los objetivos
del tratamiento, que se concretarán generalmente en aspectos del comportamiento del
individuo que deben desarrollarse y en aquellos otros que deben reducirse. Los objetivos
preferentes del tratamiento de los delincuentes son sus necesidades criminógenas, o
factores de riesgo que guardan relación directa con sus actividades y rutinas delictivas.
Andrews y Bonta se han referido a «ocho grandes» factores de riesgo: 1) historia previa
de comportamiento antisocial; 2) rasgos y factores de personalidad antisocial; 3)
cogniciones antisociales; 4) vinculación a personas y grupos antisociales y carencia o
escasez de vínculos prosociales; 5) problemas familiares; 6) problemas educativos, de
formación laboral y de inestabilidad en el empleo; 7) carencia de actividades de ocio
positivo, y 8) abuso de sustancias tóxicas.
Existen diversas guías y manuales estructurados de tratamiento de delincuentes
juveniles, delincuentes violentos, maltratadores, agresores sexuales, etcétera. Los
manuales son guías o protocolos que definen los pasos y acciones mediante los que debe
aplicarse un tratamiento. A lo largo de toda esta obra se presentan numerosos ejemplos
de programas que cuentan con guías o protocolos para su aplicación sistemática.
Además, los tratamientos deben desarrollarse con «integridad», lo que significa que
todas las acciones previstas deberían llevarse a término. Sin embargo, la aplicación de
tratamientos con delincuentes se enfrenta a diversos problemas, tales como la deriva o la
inversión del programa, cuando sus objetivos se diluyen o se corrompen, debido a falta
de formación de los profesionales o a su desacuerdo con los mismos. Frente a ello, se
considera que mejoran la integridad de los programas de tratamiento aspectos como los
siguientes: que posean una base teórica sólida, que cuenten con un manual estructurado
de aplicación, que conciten el compromiso institucional, que cuenten con instalaciones
adecuadas y personal entrenado, y que prevean una apropiada supervisión y evaluación.
Aunque existen amplios listados de tratamientos psicológicos, son menos las técnicas
específicas que integran los diversos programas aplicados. Aquí se ha distinguido entre
técnicas y programas de tratamiento. Una técnica es un conjunto discreto de acciones
terapéuticas, teóricamente entrelazadas, que se orientan a promover cambios en una de
las facetas del comportamiento humano (hábitos de conducta, cogniciones o emociones).
De manera más amplia, un programa de tratamiento es definido como el intento de
cambio de diversas facetas del comportamiento mediante la utilización combinada de
varias técnicas psicológicas. En el conjunto de este manual, las técnicas y los programas
de tratamiento con delincuentes se han estructurado en las siguientes cuatro categorías:
145
a) enseñanza de nuevas habilidades y hábitos; b) desarrollo y reestructuración del
pensamiento; c) regulación emocional y control de la ira, y d) prevención de recaídas y
terapias contextuales.
Por último, en el epígrafe titulado «terapia psicológica y cerebro» se ha constatado
que los cambios psicológicos que pueden producirse como resultado del tratamiento no
tienen una mera entidad intangible, sino que, según se conoce en la actualidad, pueden
acompañarse de modificaciones reales de los circuitos neurales implicados en las
funciones psicológicas de que se trate. Desde esta perspectiva, el tratamiento psicológico
constituye una forma de aprendizaje susceptible de potenciar determinadas conexiones
sinápticas, todo lo cual podría contribuir a un mayor control de la conducta delictiva.
146
II. Técnicas de tratamiento
147
5
Enseñanza de nuevas habilidades y hábitos
El presente capítulo expone diversas técnicas psicológicas particularmente útiles para enseñar
nuevas habilidades de comportamiento y desarrollar hábitos prosociales. Se trata de las técnicas de
aprendizaje relativas al reforzamiento, moldeamiento y extinción de conducta, control de estímulos,
contratos conductuales, etcétera. También se describe en él, como programa de especial utilidad
para el tratamiento de los delincuentes, el entrenamiento en habilidades sociales. La mayoría de las
intervenciones aquí presentadas se conciben como «partículas elementales» o técnicas básicas,
que van a formar parte de muchos de los programas multifacéticos que se aplican con los
infractores. Asimismo, se presentan algunos programas de tratamiento más globales, como
comunidades terapéuticas y otros, aplicados con delincuentes toxicómanos.
«Todo empezó en el verano... Yo tenía quince años, había suspendido primero de bachillerato y me puse a
trabajar en un restaurante. Quedaba con unos amigos de mi hermano, todos mayores que yo y muy sosos. Con
la excusa de que no tenían dinero no se movían, de tarde en tarde iban al cine y muy pocas veces a bailar... Pero
me aburrían. Y un día, en ese bar, me presentaron a Ángel... Él era distinto. Vestía al estilo macarra, con
pantalones ceñidos, zapatos de tacón y cazadora vaquera. Enseguida nos entendimos. Él me contó cosas de su
peña, que iban a una discoteca y siempre había peleas a navajazos...
Robábamos tres o cuatro coches cada tarde y yo ya conducía regular. Una tarde estaba sentado en las
ventanas cuando vi venir al Fari, detrás de una señora. Al llegar a mi altura, me dijo: «Vente, niño». Y le seguí,
sin saber dónde íbamos. Cuando llegamos a la altura de la señora, le quitó el bolso de un tirón. Yo no me lo
esperaba y me quedé flipao. Como iba detrás de él, cuando dio el tirón yo estaba junto a la señora, que se lanzó
a por mí. La esquivé, salí corriendo, y cuando alcancé al Fari nos escondimos en un unos pisos en construcción.
—Podías haberme avisado, coño, que casi me colocan.
Nos fuimos a comprar chocolate y luego a una discoteca. Allí estaba el Chule, que tenía un mini
miltrescientos.
—Vamos a dar unos tirones.
—Vale. Vente, Julián.
—No. Yo me voy a mi casa.
—Venga, coño, no seas cagón.
—Yo no soy ningún cagón. Venga, vamos.»
148
ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco.
149
y aplicada, que se ha traducido en el conjunto de técnicas que se describirán en este
capítulo (Labrador, 1998b, 2016a; Larroy, 2016a).
El principio operativo más importante aquí es la ley empírica del efecto, según la cual
las consecuencias que siguen a una respuesta son un determinante de la probabilidad
futura de esa respuesta, de modo que si las consecuencias para el sujeto son de refuerzo
(o «gratificantes»), la conducta a la que siguen tenderá a incrementarse.
Este y otros principios y mecanismos conectados a él (control de estímulos,
programas de reforzamiento, principio de Premack, etcétera) han permitido el desarrollo
de una amplia tecnología conductual, que se concretó en sus inicios en la intervención
psicológica sobre problemas infantiles tales como dificultades escolares y autismo
(Ferster y DeMyer, 1962; Lovaas y Bucher, 1974), tratamiento de la esquizofrenia
(Hingtgen, Sander y DeMyer, 1965) y también en la intervención con jóvenes
delincuentes (Blackburn, 1995; Phillips, 1968) 2 .
150
programa de educación moral vaya acompañada de la visita por parte de algún buen
amigo de su barrio).
En la perspectiva del aprendizaje social, las consecuencias gratificantes de una
conducta influyen positivamente sobre ella debido al valor informativo y motivacional
que tienen para el sujeto (Bandura, 1987), al generarle expectativas de futuros resultados
favorables. En todo caso, el manejo técnico de las consecuencias de la conducta ha
mostrado gran utilidad para la mejora terapéutica del comportamiento (Sturney, 1996),
tanto de modo independiente como, frecuentemente, en vinculación con otras técnicas de
tratamiento (en el contexto, por ejemplo, del más complejo entrenamiento en
habilidades sociales).
A continuación se presentan las principales técnicas terapéuticas basadas en la
utilización planificada de las consecuencias y efectos que siguen al comportamiento (sus
fundamentos psicológicos pueden estudiarse con mayor profundidad en Cruzado, 2004;
Cruzado y Labrador, 2004; Larroy, 2016a, y Pérez, 2004).
5.2.1. Reforzamiento
151
para casa, trabajar...). Es decir, la sucesión de «ir a clase» por «una actividad de ocio»
haría más probable y gratificante la actividad de ir a clase. La consideración de un
principio tan sencillo como este puede tener implicaciones positivas muy amplias a la
hora de diseñar ambientes institucionales y programas de rehabilitación con
delincuentes.
El reforzamiento negativo aumenta o mantiene un comportamiento deseable, no
presentando como en el reforzamiento positivo una consecuencia gratificante tras dicho
comportamiento, sino retirando una consecuencia negativa o aversiva que anteriormente
estaba presente. Así pues, el reforzamiento negativo puede tener la misma funcionalidad
favorable que el reforzamiento positivo, en cuanto que sirve para promover o mantener
el comportamiento prosocial.
Cualquier comportamiento es en teoría susceptible de ser favorecido mediante la
técnica del reforzamiento, y muchos comportamientos prosociales pueden constituir
objetivos relevantes de reforzamiento en el contexto de los tratamientos con
delincuentes, sobre todo en centros de internamiento, tales como los siguientes (Cherry,
2005):
152
— Intentar resolver problemas.
— Expresar empatía con víctimas diversas.
— Realizar adecuadamente las diversas rutinas domésticas.
— Conductas que implican influir positivamente en otros.
— Y otras múltiples manifestaciones de comportamiento apropiado y prosocial.
153
delincuentes: diversos patrones educativos y formativos, habilidades de comunicación y
negociación, planificación de su conducta a medio y largo plazo, anticipación y control
de situaciones de riesgo, etcétera.
La idea fundamental del moldeamiento es, así pues, que no se debe esperar a que los
comportamientos complejos, como los mencionados, se produzcan de manera repentina
(pues ello normalmente no sucederá), sino que dichos comportamientos deben ser
favorecidos poco a poco, mediante aproximaciones sucesivas, estimulando pequeños
avances y haciendo que cada nuevo avance sea convenientemente reforzado o
gratificado. Es decir, el moldeamiento del comportamiento se sirve de eslabones de
conducta previos para generar otros eslabones posteriores, hasta lograr la enseñanza de
un comportamiento complejo.
154
5.3. TÉCNICAS PARA REDUCIR CONDUCTAS
155
habilidades y hábitos laborales que les permitieran obtener el dinero y los bienes
materiales que antes lograban mediante pequeños hurtos y robos. Ni qué decir tiene que,
en lo que aquí nos ocupa, las cosas no son generalmente tan sencillas como la mera
suplantación de unas conductas por otras. Para ello también es imprescindible que estos
jóvenes deseen y decidan cambiar su comportamiento. De ahí la necesidad de que los
tratamientos incorporen también (como se verá más adelante) técnicas favorecedoras del
cambio de actitudes y de mentalidad de los delincuentes, para que las diversas facetas
personales que condicionan su conducta —habilidades, cogniciones y emociones—
cooperen en la mejora del comportamiento en idéntico sentido prosocial.
El castigo consiste (como el sistema penal establece mediante las penas asignadas a
los delitos, y como todos los sistemas disciplinarios prevén en centros juveniles y
prisiones —además de todo tipo de normativas laborales y funcionariales, códigos de
circulación, etcétera—) en aplicar una consecuencia aversiva o sanción de manera
contingente a un comportamiento indeseable, con el objetivo (además de «hacer
justicia») de que tal comportamiento no se repita. Son bien conocidos los resultados en
general escasos y a menudo contraproducentes que se obtienen mediante los castigos
(tanto penales como administrativos) en el propósito de reducir las conductas infractoras.
Junto a su general ineficacia, la aplicación de castigos tiene muy diversos inconvenientes
emocionales para los individuos que los experimentan.
Como quiera que, además de los inconvenientes aludidos, el sistema jurídico-penal de
lo que más sobrado anda es precisamente de la prédica y el uso del castigo, la propuesta
de esta obra es que los programas de tratamiento con delincuentes prescindan
completamente de la utilización de procedimientos punitivos. Ello engloba también las
estrategias de tiempo-fuera y coste de respuesta que fueron a menudo utilizadas en el
ámbito juvenil (Milan, 1987, 2001), por lo que se excluye aquí comentarlas.
156
y objetos de valor, como cámaras fotográficas, compras, etcétera) hace más probables las
conductas de robar en el interior de dichos vehículos; las casas unifamiliares aisladas y
desprotegidas resultan una mayor tentación para los robos en domicilios; la
interpretación de la conducta de otras personas como desafío o provocación hace más
probables las reacciones de agresión y revancha, etcétera.
Por otro lado, un estímulo discriminativo de «valencia inhibitoria» (o E ∆ ) es aquel
ante el cual si el individuo responde existe una baja probabilidad de que aparezca
refuerzo o recompensa. Por ejemplo, los coches utilitarios aparcados en la calle con
apariencia de pertenecer a los vecinos de un barrio (y posiblemente vacíos) tienen menor
probabilidad relativa de ser robados; la presencia de una patrulla policial junto a una
entidad bancaria seguramente inhibe la comisión de un robo en ese lugar; la visibilidad
en una vivienda de una instalación de alarma de seguridad puede hacer menos probable
que se produzca un hurto en dicha vivienda, etcétera.
Los estímulos que anteceden al comportamiento pueden ser tanto externos, o
ambientales, como internos al sujeto (generalmente consistentes en pensamientos o
estados emocionales). En ambos casos se trata de estimulaciones (físicas o mentales) que
se hallan presentes cuando ocurre un comportamiento y guardan relación funcional con
el mismo. Los antecedentes internos se han dividido en variables internas cognitivas
(que incluyen atribuciones, autoinstrucciones de conducta, expectativas, estrategias
cognitivas) y variables psicofisiológicas.
157
También puede influirse eficazmente sobre el comportamiento tomando en
consideración los efectos diferenciales que sobre la conducta producen distintos
programas de reforzamiento. Estos son los «modos de sucesión» que se establecen entre
la conducta y sus consecuencias (o refuerzos), que pueden variar por lo que se refiere a
la frecuencia o intensidad con que una consecuencia sigue a una conducta.
Se denomina programa de reforzamiento continuo a aquel en el que cada conducta de
cierta clase es seguida siempre de refuerzo; y programa de reforzamiento intermitente
cuando dicha clase de conducta es seguida irregularmente, no siempre, por un refuerzo.
Los programas intermitentes pueden ser programas de razón, cuando el reforzamiento
aparece tras un cierto número de respuestas emitidas; y programas de intervalo, cuando
el reforzamiento se aplica tras la primera respuesta que se produce transcurrido
determinado período temporal. Además, tanto el número de respuestas (en los programas
de razón) como el tiempo transcurrido (en los programas de intervalo) para administrar
el refuerzo pueden ser fijos o variables, lo que da lugar a las divisiones respectivas entre
programas de razón fija y variable, y programas de intervalo fijo y variable.
En la vida real, los programas de reforzamiento, o sistemas de sucesión conductas-
consecuencias, pueden ser muy diversos y complejos, como resultado de las
combinaciones posibles entre frecuencias de las respuestas, intervalos temporales
trascurridos, y modalidades y cuantías de los refuerzos o gratificaciones que suceden a
los comportamientos.
En general, se considera que los programas continuos, en los que se administra
refuerzo con mayor frecuencia y predictibilidad, son útiles para enseñar nuevos
comportamientos; mientras que los programas variables, en los que el refuerzo es más
esporádico e impredecible, son convenientes para mantener y afianzar los
comportamientos a largo plazo. Así, el cambio de programas de reforzamiento desde
continuos a variables es una de las estrategias fundamentales con las que se cuenta para
mantener el comportamiento y prevenir las recaídas en el delito (véase el capítulo 8).
158
principios del condicionamiento operante y del aprendizaje social). Dichas fases se
diferenciaban entre ellas en dos aspectos fundamentales (véase figura 5.1): 1) en un
gradiente de exigencia creciente a los jóvenes de mejoras en diversos objetivos
educativos y de conducta prosocial (participación en actividades escolares, educativas y
de formación laboral, así como reducción de conductas autolesivas y de agresión hacia
otras personas); y 2) en una disponibilidad también creciente o progresiva, desde cada
unidad o fase a la siguiente, de «bienestar institucional» (locales más amplios, menor
número de sujetos por habitación, mayor libertad de movimientos y horarios más
flexibles, mayor frecuencia de visitas familiares, mayor probabilidad de concesión de
permisos de salida de la prisión, etcétera). Los jóvenes eran evaluados periódicamente
por el equipo técnico del centro penitenciario para decidir su posible progresión (o a
veces regresión) de fase.
Figura 5.1.—Modelo teórico de los principios que subyacen a la dinámica del sistema de fases progresivas.
Desde esta perspectiva teórica, las dos diferencias establecidas entre las fases
promoverían el reforzamiento positivo y la mejora de la conducta prosocial, al ser esta
seguida de mayor gratificación en la vida diaria. Además, sobre la base del mecanismo
de modelado del comportamiento, también cabría esperar que los jóvenes cuya conducta
prosocial fuera reforzada constituyeran «modelos positivos de conducta» para otros
jóvenes «observadores».
En una evaluación de este programa durante un período de cinco años (Redondo,
Roca, Pérez, Sánchez y Deumal, 1990) se observaron incrementos significativos de la
participación escolar y laboral de los jóvenes, así como una reducción sustancial de sus
comportamientos violentos en el centro, y finalmente una disminución relativa de sus
159
tasas de reincidencia delictiva.
160
aversivo para él (por ejemplo, un ataque repentino de ratas que le arañan y mordisquean
sus partes pudendas, que han quedado expuestas). Este proceso de sensibilización
encubierta suele complementarse mediante autorreforzamiento negativo, al imaginar el
sujeto que escapa de la situación aversiva en el momento en que interrumpe la conducta
indeseable (en el ejemplo de exhibicionismo utilizado, vistiéndose rápidamente) 4 .
Todas las técnicas operantes que se han comentado hasta aquí pueden aplicarse de
dos maneras distintas: o bien directamente por el terapeuta con los sujetos que siguen un
tratamiento (por ejemplo, reforzando verbalmente sus conductas de interacción
apropiada y no agresiva con otras personas, o su esfuerzo laboral); o bien puede
entrenarse a los propios sujetos o a terceras personas (su pareja, sus padres, sus
educadores, etcétera) para la utilización de principios y técnicas operantes que ayuden a
motivar y reforzar el comportamiento de los individuos que son los destinatarios finales
de la intervención (Olivares y García-López, 1997; Olivares y Méndez, 1997). Ambos
procedimientos pueden resultar del máximo interés y utilidad en el campo del
161
tratamiento de la delincuencia que aquí nos ocupa.
162
d) El aprendizaje a través de modelos es decisivo en la adquisición y el
mantenimiento de respuestas de autocontrol, que resultan claves en los procesos
cognitivos de autorregulación conductual.
e) La eficacia de los «modelos» para enseñar nuevas conductas es influida por el
grado de competencia que dichos modelos manifiestan en la realización del
comportamiento que enseñan, por su prestigio a los ojos del aprendiz, y por el
nivel de congruencia entre el comportamiento del modelo y el tipo de preceptos o
pautas de conducta que aquel pretende enseñar.
f) Se establece una diferenciación esencial entre aprendizaje y acción, de modo que
la mayoría de los aprendizajes se producen sin que lo aprendido se ponga en
práctica de inmediato. Así, el aprendizaje mediante imitación se produce a lo largo
de tres momentos sucesivos (Bandura y Walters, 1990) 5 :
163
partir de los siguientes principios de trabajo:
— Desarrollar con los sujetos relaciones honestas y empáticas, que les transmitan un
interés genuino y estable por ellos y una perspectiva optimista sobre su capacidad
de cambiar.
— Modelar y alentar la conducta prosocial, lo que incluye claridad sobre los valores
y conductas esperables de los sujetos, y el reforzamiento de tales valores y
conductas.
— Desalentar, a partir de retarlos y confrontarlos cuando se produzcan, aquellos
valores y conductas indeseables, incluidos por supuesto los valores y
comportamientos delictivos.
— Usar la autoridad de modo transparente, claro y legítimo.
— Ser claros y abiertos sobre el rol que compete al personal y sobre el objetivo y las
expectativas de cada intervención.
— Trabajar de manera activa y cercana a los sujetos para ayudarles a cambiar,
aumentando su motivación y adiestrándolos en nuevas habilidades de
planificación, negociación y resolución de los problemas.
— Tratar a cada sujeto como una persona única y valorar sus diferencias y
semejanzas con otros. Ello supone evitar estereotipos étnicos, culturales, etcétera,
y tomar en cuenta las capacidades y habilidades específicas de cada individuo.
164
Otro trabajo interesante del uso del modelado es el descrito por Brown (1985), en una
replicación realizada en Londres del modelo de familia educadora (Teaching-Family
Model) de la Universidad de Kansas. En este programa, denominado Unit One, se
trabajó con ocho jóvenes delincuentes, de entre 14 y 18 años, que residían en una casa a
cargo de un matrimonio de profesionales especialmente entrenados en técnicas
conductuales. Los componentes básicos de este programa eran cuatro: 1) una economía
de fichas; 2) un programa académico; 3) un sistema de autogobierno o participación de
los jóvenes en la toma de decisiones; y 4) su entrenamiento para la interacción social a
través de la técnica de modelado, cuando los jóvenes mostraban dificultades en
situaciones de interacción con otras personas. Para ello, en el contexto de una sesión
individual uno de los profesionales enseñaba (= mostraba) en vivo al joven los
componentes conductuales de los que se componía la habilidad de interacción en
cuestión. Posteriormente le pedía que practicara dicha habilidad mediante role-play (o
juego de roles), dándole por su cooperación en esta actividad reforzamiento social (es
decir, alabando sus logros) y puntos (en el marco del que también se aplicaba «economía
de fichas»).
Del programa Teaching-Family Model para niños y jóvenes, que fue diseñado en la
Universidad de Kansas y aplicado por primera vez a mediados de los años setenta, se han
realizado cientos de replicaciones en todo el mundo con muy buenos resultados. En una
revisión clásica de Fixsen, Blase, Thimbers y Wolf (2007) se documentaron ya entonces
nada menos que 792 aplicaciones distintas solo en Norteamérica.
165
asertivo en la comunicación, etcétera (habilidades en las que también suelen ser
deficitarios muchos delincuentes).
La utilidad del EHS en el campo de la delincuencia es evidente, debido a la notoria
relación existente entre la falta de habilidades interpersonales y muchos conflictos
legales (Blackburn, 1994; Glick, 2003). Por ello, la técnica de EHS ha sido utilizada con
diversas categorías de delincuentes juveniles y adultos para enseñar un amplio abanico
de habilidades como las siguientes (Ross y Fabiano, 1985; Garrido, 1993): con
delincuentes juveniles varones, para entrenarles en habilidades conversacionales,
favorecer su «introversión» (y facilitar su reflexión), promover su autoestima y
entrenarles en expresión de asertividad; con chicas delincuentes juveniles, para
desarrollar sus habilidades de comunicación; con delincuentes sexuales, para enseñarles
habilidades de afrontamiento de situaciones de riesgo; y también para entrenar a sujetos
en «probation» en habilidades de afrontamiento en la interacción con figuras de
autoridad 6 .
El entrenamiento en habilidades sociales suele efectuarse a partir de las siguientes
fases principales (Caballo, 2008; Caballo y Ururtia, 2016; Garrido, 1993; Gil y García
Saiz, 2004):
166
darse cuenta de la necesidad de variación de su comportamiento para adaptarlo a
las circunstancias cambiantes.
5. Práctica en situaciones reales. En esta etapa final los ensayos de conducta tienen
que empezar a realizarse en situaciones naturales, que el sujeto anotará en
autorregistros para informar en el contexto de la terapia.
Para el caso del EHS con delincuentes se ha insistido en la necesidad de que no solo
se enseñen las conductas más convenientes y efectivas para la interacción social, sino
que el entrenamiento también incluya las competencias cognitivas que dan cobertura a
dichas habilidades. En esa dirección, Ross y Fabiano (1985) recomendaron
encarecidamente la terapia de aprendizaje estructurado de Goldstein, que ya en los años
ochenta incluía elementos cognitivos y que posteriormente evolucionó hacia el programa
denominado de entrenamiento para reemplazar la agresión (programa ART), al que se
hará referencia en el capítulo 7.
— La frecuente conexión que existe entre la utilización inapropiada del tiempo libre
y la conducta delictiva.
— Las ventajas del ocio «constructivo» para el individuo y para la sociedad, y las
consecuencias negativas del ocio antisocial.
— La relevancia de equilibrar las necesidades de ocio con las obligaciones de cada
uno.
— Las ventajas de las actividades de ocio activo y constructivo (por ejemplo, realizar
un deporte) frente a las meramente pasivas (por ejemplo, ver deporte en
televisión).
— La enseñanza de habilidades de planificación y participación en actividades de
ocio.
167
como mujeres, que se hallan en alguna de las siguientes situaciones: 1) personas cuyas
actividades delictivas se han vinculado en el pasado al uso inapropiado del tiempo libre;
2) cuyas actividades de ocio les ayudan a adaptarse a situaciones difíciles, tanto en la
institución penitenciaria como en la comunidad, y 3) cuyas actividades de ocio están
relacionadas (y probablemente lo van a seguir estando en el futuro) con conducta
antisocial u otros problemas, como consumo de drogas, juego compulsivo o pertenencia
a bandas delictivas.
Otro programa de los servicios correccionales de Canadá que ilustra bien el campo
del EHS es el Programa de entrenamiento en habilidades de crianza de los hijos. Se
trata también de una intervención de baja intensidad, cuyo objetivo es ayudar a los
participantes a que aprendan y desarrollen habilidades que les permitan mantener
relaciones positivas con sus hijos. Asimismo, se les entrena en el manejo de las
situaciones de estrés familiar suscitadas durante su encarcelamiento o que pueden
acontecer al salir en libertad. Se trabajan aspectos como el rol de los padres en la familia,
las responsabilidades derivadas de la paternidad, las consecuencias de las acciones e
inacciones de los padres, las habilidades básicas que pueden ayudar a los padres y a los
hijos a resolver sus problemas, y aquellas destrezas que se requieren para buscar ayuda
en la comunidad ante diversas problemáticas familiares que pueden suscitarse.
El programa se dirige a varones o mujeres que han tenido una historia problemática
en la crianza de sus hijos por alguna de las siguientes razones: carecen de los mínimos
conocimientos necesarios sobre desarrollo infantil y sobre las responsabilidades paternas
al respecto, están faltos de las habilidades necesarias para el cuidado de los hijos o de
habilidades de comunicación efectiva con los niños, utilizan un sistema disciplinario
inapropiado, o bien tienen unas expectativas irrealistas sobre la conducta de los niños y
la resolución de los problemas familiares.
Se recomienda que las personas que lo necesiten realicen este programa cuando están
próximos a salir en libertad. Se excluye del mismo, como medida de prudencia, a
personas condenadas por abuso de niños o incesto, a menos que hayan participado
previamente en el tratamiento apropiado para dichas problemáticas delictivas. De otro
modo, en ausencia de cambios profundos en la problemática del abuso sexual infantil, la
adquisición de mejores habilidades en el puro manejo mecánico de los niños podría
resultar contraproducente.
168
murieron hace años. Antonio reside en el domicilio familiar con dos de sus hermanos varones. Mantiene muy
buena relación con su hermano mayor, aunque con el resto de su familia apenas tiene contacto. Excepto
Antonio, ninguno de sus hermanos ni otros miembros de su familia tienen antecedentes delictivos o de
consumo de drogas. Durante los últimos años ha trabajado como peón en la construcción, aunque siempre sin
contrato laboral. Ha consumido heroína a lo largo de diez años, con un período de abstinencia en medio de tres
años. Después siguió consumiendo hasta su último ingreso en prisión. El tiempo que dejó de consumir logró
hacerlo sin ayuda profesional, por decisión propia, atemorizado por el rechazo que el consumo suscitaba en su
pareja y el impacto psicológico que le produjo conocer que se había contagiado del sida. Tras reiniciar el
consumo de drogas su pareja lo abandonó. Cuando ha podido ha ido teniendo distintos trabajos esporádicos e
irregulares, a la vez que ha cometido diversos delitos para pagarse el consumo.
5.8.1.1. Antecedentes
169
sobre las víctimas y las consecuencias del delito para ellas, así como sobre las
posibles fantasías y planes acerca de futuros delitos, lo que supuso un anticipo de
los métodos de prevención de recaídas).
c) Programa: las terapias principales utilizadas eran terapia de grupo, asamblea de
comunidad diaria de cada unidad de residencia, y sesiones de feedback y
confrontación (además del uso de terapias complementarias como psicodrama,
entrenamiento en habilidades sociales y de vida, habilidades cognitivas, programa
para delincuentes sexuales, alternativas a la violencia y educación). Se
recomendaba la permanencia de los participantes en el programa durante dos años.
170
sociales positivos como el trabajo, la productividad social y la responsabilidad
comunitaria; y valores personales como abstinencia del uso de drogas, abandono
de las actividades delictivas, honestidad, autoconfianza y responsabilidad hacia
uno mismo y hacia personas significativas de la propia realidad.
— Los nuevos residentes ingresan en la comunidad por abajo, pero, mediante su
esfuerzo, pueden mejorar su estatus y ganar incentivos tales como un trabajo
preferible, mejores dependencias de residencia, etcétera.
— Aunque los residentes carezcan de motivación inicial para el programa, se les pide
«comportarse como si» estuvieran de acuerdo con los valores y principios de la
«comunidad terapéutica», hasta que se vaya produciendo una verdadera
internalización de dichos valores.
— La esencia de la intervención terapéutica es «la utilización intencionada de la
comunidad como método fundamental para facilitar el cambio social y psicológico
en los individuos» (De Leon, 1995, p. 1611), ofreciéndoles confrontación,
persuasión, ayuda y reforzamiento para efectuar dichos cambios.
— En las comunidades terapéuticas actuales se ofrecen también otros tratamientos
tales como terapia familiar, servicios educativos, de formación laboral, sanitarios y
de salud mental.
171
(Miller y Tonigan, 1996) para conocer la motivación de los sujetos hacia el tratamiento.
A partir de ello se constató una elevada presencia, en estos encarcelados adictos a
drogas, de problemas psicopatológicos de carácter ansioso, depresivo y cognitivo, así
como de trastornos de personalidad (un 85 por 100 de los casos) antisocial, dependiente
y autodestructivo.
Como resultado del paso de los sujetos por la UTE no se evidenciaron avances a lo
largo del tiempo en su motivación para el tratamiento ni tampoco en el ámbito de los
trastornos de personalidad diagnosticados. En cambio, sí que se produjeron mejoras
significativas en aspectos conductuales más concretos, tales como descensos del
consumo de alcohol y otras drogas, y una mejora significativa de las relaciones de los
sujetos con su familia (área específicamente abordada en el programa terapéutico
desarrollado en la UTE).
172
5.8.3. Programa con internos drogodependientes en las prisiones
españolas
173
RESUMEN
174
del comportamiento es el uso de contratos conductuales, en que se pactan con el
individuo los objetivos terapéuticos y las consecuencias que recibirá por sus esfuerzos y
logros.
En instituciones como prisiones y centros de delincuentes juveniles se han aplicados
los denominados programas ambientales de contingencias, que organizan el conjunto de
una institución cerrada a partir de principios de reforzamiento de conducta.
Otra de las grandes estrategias de desarrollo de comportamientos prosociales es el
modelado de dichos comportamientos por parte de otros sujetos, lo que facilita la
imitación y adquisición de la conducta en los «aprendices». El modelado se ha utilizado
con éxito en numerosos programas de tratamiento de delincuentes. Uno de los programas
más famosos y aplicados es el modelo de familia educadora, en el que un grupo de unos
ocho jóvenes delincuentes es educado en una casa a cargo de un matrimonio de
profesionales especialmente entrenados para el uso de técnicas conductuales.
El modelado de conducta es también la base de la técnica de entrenamiento en
habilidades sociales (EHS), que es uno de los procedimientos terapéuticos más
empleados con los delincuentes. Permite la enseñanza de distintas habilidades
prosociales a partir de los siguientes pasos: 1) instrucciones, 2) modelado, 3) ensayo de
conducta, 4) reforzamiento positivo y 5) práctica de las habilidades en situaciones reales.
A partir de esta técnica se han concebido y aplicado distintos programas, tales como el
«programa de habilidades de tiempo libre» y el «programa de entrenamiento en
habilidades de crianza de los hijos», ambos de los servicios correccionales canadienses.
Todas las anteriores técnicas constituyen los elementos o ingredientes más básicos del
tratamiento, cuyo aglutinamiento y recreación permite el diseño de programas de
tratamiento complejos y multifacéticos.
Como ejemplo de programas multifacéticos se han presentado los tratamientos con
toxicómanos, que incluyen las comunidades terapéuticas y los programas aplicados en
las prisiones. Todos ellos incorporan distintos principios terapéuticos y técnicas variadas
que integran un programa terapéutico global.
NOTAS
1 Los grandes sistemas teóricos del aprendizaje se desarrollaron entre las décadas de los treinta y los cincuenta del
siglo pasado a partir de las obras de Hull, Mowrer y Tolman. Sin embargo, las formulaciones pioneras de la
aplicabilidad de las técnicas operantes al cambio del comportamiento humano son debidas al excepcional trabajo
científico y divulgativo de Skinner (Cruzado et al., 2004a), publicado entre 1938 y 1990, que revolucionó el
campo de la psicología y tuvo un notable impacto en el pensamiento de la segunda mitad del siglo XX. Tal vez su
obra de contenido más estrictamente científico sea la primera, The Behavior of Organisms (publicada en 1938),
referida a sus trabajos de laboratorio, a partir de los cuales sentó las bases, principios y leyes del aprendizaje
operante: ley empírica del efecto, procesos de reforzamiento positivo y negativo, castigo, extinción, programas de
reforzamiento, etcétera. Sin embargo, las obras skinnerianas que produjeron un mayor impacto social y cultural
fueron su segunda y tercera obras, Walden Two (en 1948) y Science and Human Behavior (en 1953). En Ciencia y
conducta humana Skinner analiza distintas realidades y problemas sociales a la luz de los principios del
aprendizaje, sugiriendo múltiples caminos para el desarrollo de la terapia de conducta, que comenzarían a
concretarse poco tiempo después.
175
2 El lector puede informarse sobre dichas técnicas con mayor detalle en los manuales de técnicas psicológicas
más utilizados en España (Caballo, 2008; Carrobles, 1985a; Cruzado y Labrador, 2004; Echeburúa, 1993;
Labrador (2016a); Labrador et al., 2004; Méndez, Olivares y Beléndez, 2005; Olivares y Méndez, 2010; Patterson,
1998; Pear, 1998; Pérez, 1996, 2000; Raich, 1998; Simón, 1989, 1993) o en trabajos especializados en tratamiento
de delincuentes (Milan, 1987, 2001).
3 En términos del modelo del condicionamiento operante, un contrato puede tener una función tanto de estímulo
discriminativo (al proponer y recordar al sujeto las metas establecidas) como de refuerzo secundario, ya que el
repaso periódico del contrato y la constatación de que se están cumpliendo sus objetivos adquiere capacidad de
refuerzo condicionado, resultando satisfactorio y gratificante para el sujeto (Díaz et al., 2004).
4 Una variante terapéutica es combinar la realización fáctica de una conducta problemática (por ejemplo, fumar) a
la vez que el sujeto imagina vívidamente un día futuro en que el médico le está comunicando las graves
consecuencias de dicha conducta (que padece un cáncer de pulmón doloroso e incurable). Esta modalidad
requiere, por razones éticas, que los comportamientos fácticos llevados a cabo no impliquen daño a otras personas,
ni dañen gravemente al sujeto, por lo que es posible que este procedimiento sea de poca utilidad en el campo de la
delincuencia.
5 De este modo, las consecuencias experimentadas por los modelos —que siguen a sus respuestas— precipitarían
los siguientes procesos: 1) transmitirían a los observadores información sobre la clase de comportamientos que
probablemente van a ser reforzados o castigados y en qué circunstancias y condiciones ello ocurrirá; 2) motivarían
su deseo de obtener recompensas análogas por comportamientos similares; y 3) desencadenarían procesos vicarios
de condicionamiento o extinción de miedos (o ansiedad condicionada) en relación con los comportamientos
llevados a cabo por los modelos (Bandura, 1987).
El aprendizaje por imitación requiere tres condiciones principales: 1) que el aprendiz dirija su atención hacia el
modelo; 2) que el modelo retenga los aspectos básicos del comportamiento enseñado; y 3) que el aprendiz observe
que el modelo recibe alguna recompensa.
Los modelos cuya conducta se imita suelen ser personajes significativos en la vida de las personas,
pertenecientes a sus grupos primarios, como la familia o los amigos, aunque también pueden proceder de la
información que reciben a través de los medios de comunicación.
6 Puede considerarse que algunas personas poseen, de manera natural, buenas capacidades y habilidades para las
interacciones humanas, mientras que otras presentarían, también naturalmente, déficits en dichas capacidades. Sin
embargo, no nacemos con repertorios específicos en ningún tipo de habilidades, sino que todas debemos
aprenderlas mediante los procesos normales de aprendizaje humano. Méndez, Olivares y Ros (2005) han
diferenciado tres tipos de elementos fundamentales de la conducta social: a) elementos expresivos (verbales,
paralingüísticos y no-verbales, como la mirada o los gestos); b) elementos receptivos (atención al interlocutor y
percepción de sus elementos expresivos, y evaluación de sus respuestas), y c) elementos interactivos (duración de
la respuesta, o turno en el uso de la palabra). Estos mismos autores han clasificado las habilidades sociales en: a)
opiniones (escuchar y manifestar puntos de vista a otros); b) sentimientos (de agrado, desagrado, queja, afecto…);
c) peticiones (pedir información, pedir un favor, aceptar disculpas; d ) conversaciones (iniciarlas, mantenerlas o
finalizarlas), y e) derechos (defender los propios o los de otras personas, hacer frente a las críticas, etcétera).
Cuando aparecen dificultades en las interacciones sociales adultas, ello puede ser debido o bien a que se carece
de facto de las habilidades necesarias (es decir, hay un déficit conductual) o bien a que, aunque se cuente con tales
habilidades, existen elementos (como la ansiedad condicionada) que inhiben la expresión fáctica de tales
capacidades. En ambos supuestos puede ser útil el entrenamiento en habilidades sociales, aunque en el segundo la
prioridad será rebajar la ansiedad que impide poner en práctica las habilidades que ya se conocen.
Para explorar los posibles déficits en habilidades sociales serán de utilidad los instrumentos de evaluación ya
comentados, especialmente la entrevista, y las medidas de autoinforme y autorregistro relativas a las situaciones y
a la frecuencia base de las habilidades en cuestión, el posible grado de temor que producen y los pensamientos que
se vinculan a estos procesos.
176
6
Desarrollo y reestructuración del
pensamiento
«Imagino que es normal la dificultad que uno tiene para pensar en las implicaciones de unos hechos que
durante tanto tiempo ha intentado ocultar, maquillar e incluso justificar. Es más sencillo creer que uno es mejor
que todo eso, y responsabilizar a las circunstancias de lo sucedido, e incluso a las propias víctimas. Yo no
llegué a tanto, pero sí que me escudaba en la presión a que había estado sometido por la que había sido mi
familia. Esa sensación de abandono, de rechazo, de indiferencia, al comprobar que mi exmujer rehacía su vida,
como era normal, aunque yo fuera entonces incapaz de hacerlo. Todo agravó mi visión negativa de las cosas.
Supongo que era una buena excusa para lo que hice. Desde luego, en ningún momento entré a valorar las
consecuencias de mis actos. Si lo hubiera hecho, supongo que no habría hecho lo que hice. Es ahora cuando,
pasados diez años de aquello, y utilizando los conocimientos que he adquirido, empiezo a darme cuenta de
cuáles fueron y, peor aún, cuáles podían haber llegado a ser, las consecuencias de mi comportamiento.»
Uno de los trabajos pioneros para explorar la relación entre cognición y delincuencia
correspondió a Yochelson y Samenow (2000; Glick, 2003), que entrevistaron a 240
delincuentes varones evaluados en servicios de salud mental. Concluyeron que los
delincuentes presentaban un estilo cognitivo diferente en forma de «patrones de
177
pensamiento delictivo» (Glick, 2003; McGuire, 2006). Estos patrones se caracterizaban
por falta de empatía, deficiencias en la toma de decisiones, conducta irresponsable,
propensión a autopercibirse como víctimas de las circunstancias y de la sociedad,
manipulación de los otros, mentira compulsiva, desconfianza acerca de la conducta y las
intenciones de otras personas, e impulsividad en sus actuaciones (Palmer, 2003). Como
resultado de esta investigación, Yochelson y Samenow (1995) diseñaron una terapia
basada en la consideración de que los delincuentes «piensan como delincuentes», cuyos
elementos principales eran los siguientes (Garrido, 1993): a) trabajo en grupo, pidiendo a
los sujetos que «informaran sobre su pensamiento»; b) entrenamiento en control de la
ira; c) entrenamiento en anticipación de consecuencias y en empatía; d) práctica de
autoinstrucciones para mejorar su capacidad de autodirección de la propia conducta a
partir del pensamiento; e) reflexión sobre la propia vida; f) reaprendizaje para la
experimentación de sentimientos de miedo y culpa, y g) confrontación cognitiva de su
autojustificación delictiva, con el objetivo de facilitar la aceptación de su responsabilidad
en el sufrimiento de las víctimas.
No obstante, el trabajo científico más decisivo para el desarrollo de los tratamientos
cognitivos con delincuentes fue el realizado por Ross y sus colegas de la Universidad de
Ottawa y del sistema penitenciario canadiense (Gendreau y Ross, 1979; Ross, 1987;
Ross y Fabiano, 1985; Ross, Fabiano y Garrido, 1990), quienes compilaron y revisaron
la investigación sobre factores personales de la delincuencia y los programas de
tratamiento aplicados en años anteriores. Ross y Fabiano (1985) efectuaron una
distinción importante entre cognición impersonal, entendida como aquellas habilidades
de pensamiento relativas al mundo físico, y cognición interpersonal, referida al conjunto
de capacidades necesarias para relacionarse con otras personas y resolver problemas en
situaciones sociales (Palmer, 2003). Encontraron que muchos delincuentes no habían
adquirido adecuadamente distintas destrezas cognitivas que resultan claves para una
buena adaptación social, mostrando a este respecto importantes déficits interpersonales
como los siguientes:
178
más eficientes para resolver sus problemas (económicos, de relación personal...)
sin reiterar las «soluciones» delictivas.
5. Dificultad para una solución cognitiva previa de los problemas interpersonales, es
decir, para anticipar posibles problemas de interacción con otras personas (por
ejemplo, con un antiguo amigo al que se le debe dinero), para generar en el
pensamiento soluciones viables a dichos problemas, y para prever las posibles
consecuencias de cada opción de conducta.
6. Egocentrismo, o fijación exclusiva en el propio interés, y dificultad para adoptar
una perspectiva social empática con otras personas, anticipando sus expectativas y
deseos.
7. Ausencia de razonamiento crítico en relación tanto con la propia conducta como
con la de los otros. Es decir, el comportamiento delictivo suele ir acompañado de
formatos de pensamiento ilógicos, irrealistas, distorsionados o prodelictivos, que
precipitan, alientan, amparan, justifican o excusan las acciones delictivas. (Ya en
1924 escribía Edwin Sutherland que para ser delincuente hay que pensar como un
delincuente.) Una derivación evidente de lo anterior es que los tratamientos
deberían desarrollar y expandir el pensamiento de los delincuentes, para hacerlo
más realista y capaz de tomar en consideración elementos prosociales (daños
causados a las víctimas, respeto por las ideas y los sentimientos de otras personas,
consideración del sufrimiento de su propia familia, previsión de consecuencias de
su comportamiento a medio y largo plazo, etcétera).
179
presencia de alguna suerte de entrenamiento cognitivo.
4. Ross et al. concluyeron que diversos factores que tradicionalmente eran
considerados elementos etiológicos directos de la delincuencia (como pobreza,
clase social baja, delincuencia paterna o crianza punitiva) podrían ser más bien
causas delictivas indirectas, que influirían sobre la conducta delictiva al propiciar
en los individuos un desarrollo deficitario de sus habilidades cognitivo-sociales, lo
que les generaría mayor vulnerabilidad y desprotección frente a las influencias
criminógenas de su entorno 1 .
180
3. Técnicas de autocontrol, que son «una síntesis» de los procedimientos terapéuticos
cognitivos y de condicionamiento operante.
Tras esta breve alusión a las técnicas generales de tratamiento cognitivo, en el resto
de este capítulo se hará referencia exclusivamente a aquellas terapias cognitivas que se
han empleado con delincuentes, generalmente en versiones adaptadas de las técnicas
generales (Lipsey y Landerberger, 2006). Se remite al lector interesado en otras técnicas
cognitivas a los creadores de las mismas o a los manuales generales de terapias
psicológicas referenciados a lo largo de esta obra.
181
humana. Una diferencia importante entre las personas reside en el grado de flexibilidad
de sus «esquemas» a la hora de interpretar las situaciones. El tratamiento de
reestructuración cognitiva va a encaminarse generalmente a flexibilizar dichos
esquemas, con el objetivo de que el individuo sea capaz de efectuar interpretaciones más
abiertas y racionales de las situaciones a que se ve expuesto.
Las creencias intermedias consisten en reglas, actitudes y presunciones, y se
manifestarían como una estructura inserta entre las creencias centrales o esquemas del
individuo y sus pensamientos automáticos, que son la estructura cognitiva más específica
e inmediata.
Así, los pensamientos automáticos son cogniciones evaluadoras, veloces y breves, en
relación con algún aspecto de la realidad de cada momento (Judith Beck, 2000). A veces,
aunque sus pensamientos automáticos puedan parecerle al individuo «lógicos», en
realidad pueden ser irracionales. Algunos pensamientos automáticos importantes suelen
asociarse a un marcado malestar personal. Por último, las distorsiones cognitivas, que
tendrían la entidad de pensamientos automáticos, son modos característicos de
interpretación tergiversada e irracional de determinadas realidades. Entre las distorsiones
o errores cognitivos más típicos están los siguientes (Judith Beck, 2000):
1. Pensamiento del tipo «todo o nada»: solo se ven dos categorías opuestas de las
cosas, en lugar de toda una posible gama de matices y opciones.
2. Pensamiento catastrófico, o de adivinación de un supuesto futuro funesto.
3. Descalificación completa de una persona o situación, dejando de lado sus aspectos
positivos.
4. En paralelo al mecanismo anterior, etiquetado negativo de otra persona o de uno
mismo, dejando de lado los valores y elementos positivos.
5. Razonamiento emocional, consistente en «sentir» que algo es cierto pese a la
evidencia que puede haber en contrario.
6. Magnificación o minimización de alguna cosa.
7. Filtrado mental o abstracción selectiva, prestando atención únicamente a aspectos
parciales y negativos de la situación.
8. Lectura de la mente de otra persona, como «prueba» de lo que sucede. (No es
infrecuente que este error de pensamiento sea atribuido a los psicólogos, cuando
alguien a quien acaban de conocer les dice: «Como eres psicólogo, ya debes saber
lo que estoy pensando».)
9. Sobregeneralización, llegando a una conclusión negativa a partir de información
muy parcial.
10. Personalización, atribuyendo a otros mala fe o intención aviesa, sin tomar en
cuenta otras posibilidades más favorables.
11. Afirmaciones imperativas y rígidas del tipo «debo» o «tengo que», de valoración
permanente del propio comportamiento (pasado o futuro), o también del
182
comportamiento que se esperaría de los otros.
12. Visión en forma de túnel, constatando solo los aspectos más negativos de una
situación o de una persona.
183
problemas de conducta. Ello permitirá más adelante identificar cómo estos
pensamientos automáticos se organizan en esquemas básicos.
2. Etapa de entrenamiento en autoobservación y autorregistro de pensamientos
automáticos. Para ello resultará útil un registro periódico en el que puedan
anotarse secuencias de: 1) situaciones, 2) pensamientos automáticos y 3)
emociones vinculadas. En este punto, la pregunta favorita de Beck era la siguiente:
«¿Qué le pasaba [a usted] por la mente justo en el momento en que sucedió el
problema?» (Judith Beck, 2000).
3. Primera fase de aplicación, en la que mediante un procedimiento de
cuestionamiento socrático se examinan y someten a «prueba de realidad» los
pensamientos automáticos y otras imágenes del sujeto. El objetivo de esta fase es
que el individuo comience a cuestionar sus distorsiones cognitivas a partir de las
evidencias y datos más realistas hacia los que el terapeuta orienta su atención.
4. Segunda fase de aplicación, en la que, después de trabajar a conciencia en la fase
anterior las imágenes y pensamientos automáticos, empiezan a identificarse ciertos
patrones de pensamiento que constituyen los esquemas básicos del individuo. El
objetivo terapéutico es identificar y transformar dichos esquemas. Puede aparecer
resistencia al cambio si el individuo experimenta una vivencia de pérdida de la
propia identidad (Preston, 2001).
184
distorsión cognitiva que ello implica (por ejemplo, «inferencia arbitraria»). Este
procedimiento ayuda al sujeto a conocer sus estructuras preferentes de distorsión
cognitiva, que es el paso previo a poderlas cambiar.
— Descentramiento. Es útil en aquellas circunstancias en las que una persona tiende
a pensar que es el «centro» de las miradas o del juicio de otras personas (por
ejemplo, en situaciones sociales). La técnica persigue ayudar al sujeto a darse
cuenta de que, aunque a él pueda parecérselo, no es el «centro» del mundo, y que
lo más probable es que otras personas ni estén indagando sus pensamientos ni
estén pendientes de sus defectos.
— Contraste de predicciones catastróficas: cuando una persona tiende a hacer
predicciones muy negativas de algún aspecto de su futuro (por ejemplo, que le
echarán del trabajo, que otros le dañarán, que su mujer le abandonará, que tendrá
un accidente, etcétera), puede ser útil contrastar formalmente dichas creencias.
Para ello puede pedirse al sujeto que anote tales predicciones y después consigne
los indicios factuales que permitan corroborarlas o no.
185
8. Las sesiones terapéuticas son estructuradas.
9. Ayuda a los participantes en un tratamiento a identificar y evaluar sus
pensamientos y comportamientos disfuncionales y a actuar en consecuencia.
10. Se sirve de diversas técnicas de cambio cognitivo, emocional y de conducta.
186
— Disposición para ver posibles consecuencias de las acciones (pensamiento
consecuencial).
— Habilidad para generar soluciones (pensamiento alternativo).
— Habilidad para concebir medios escalonados para lograr objetivos específicos
(pensamiento medios-fines).
187
expectativas de resultado mediante el concepto de expectativa de autoeficacia. Según
este concepto, la capacidad de un sujeto para controlar su propia conducta no solo
dependería de su percepción de las consecuencias y resultados que puede lograr, sino
también de sus expectativas acerca sus posibilidades de cambio de comportamiento 3 .
Según Kanfer (1986), las principales ventajas terapéuticas del autocontrol son las
siguientes:
188
en la interrupción de aquellas respuestas previas, aparentemente irrelevantes (por
ejemplo, conversar de ciertos temas espinosos), pero que favorecen una agresión.
3. Entrenamiento para la utilización de respuestas alternativas incompatibles con la
conducta problema. El objetivo será entrenar al individuo en estrategias de
planificación de comportamientos que resulten antagónicos o incompatibles con la
conducta que se intenta erradicar y la hagan, de este modo, menos probable.
Ejemplos de esta estrategia pueden ser el uso de la técnica de «tiempo fuera» ante
la respuesta de «calentamiento emocional» que suele preceder al comportamiento
agresivo en situaciones de violencia doméstica, o la autorrelajación frente a
situaciones ansiógenas.
4. Contratos conductuales de contingencias, a los que ya se hecho referencia (véase
capítulo 5).
5. Autorrefuerzo: se enseñará al sujeto a autoadministrarse reforzamiento positivo (es
decir, la aplicación de estímulos reales o imaginarios que le resulten gratificantes o
apetecibles), o bien reforzamiento negativo (es decir, la retirada de dichos
estímulos) de manera contingente a la conducta que se intenta instaurar o
incrementar.
6. Administración del tiempo. Muchos delincuentes presentan graves dificultades de
planificación y administración de su tiempo diario, lo que a menudo se asocia a
sus comportamientos delictivos. De este modo, la reorganización del tiempo puede
constituir un objetivo importante de muchos procesos terapéuticos. Con esta
finalidad suele enseñarse a los sujetos a autoobservar y registrar su propio
comportamiento, de modo que sea más evidente la cantidad de tiempo dedicado a
cada una de sus actividades cotidianas. A resultas de tales observaciones, los
individuos pueden decidir invertir sus prioridades de conducta (por ejemplo,
destinar un mayor tiempo a actividad deportiva) y, en consonancia, replanificar
sus horarios. Asimismo, se enseñan al individuo algunas reglas para «ganar
tiempo», tales como aprender a rechazar ciertas actividades y propuestas, delegar
tareas en otras personas, y controlar actividades de pérdida de tiempo (por
ejemplo, muchas horas pasadas frente al televisor).
7. Autoinstrucciones. En principio esta técnica fue creada por Meichenbaum con la
finalidad de ayudar a mejorar el autocontrol del comportamiento de niños
hiperactivos (Larroy, 2016b; Santacreu, 1983, 1998). Esencialmente, consiste en
entrenar al sujeto para «decirse» a sí mismo cosas que orienten el curso de su
conducta, permitiéndole: definir la tarea a la que se enfrenta («¿qué he de hacer?»,
«¿qué se me pide que haga?»); dirigir la atención a la tarea («¿en qué consiste este
problema?», «veamos, ¿qué tengo delante?»); autorreforzarse («creo que lo estoy
entendiendo», «lo estoy haciendo bien»); resolver los errores («aunque me he
equivocado, no es importante; puedo repetirlo»); autoevaluar el resultado y
autorreforzarse («lo he hecho bastante bien»). En una primera fase el terapeuta
189
«modela», para que el sujeto lo observe, cierto comportamiento, a la vez que se va
dando autoinstrucciones en voz alta; posteriormente el «aprendiz» efectuará la
conducta mientras recibe instrucciones de parte del terapeuta; después mientras se
da instrucciones a sí mismo en voz alta; después en voz baja y, finalmente, de
manera encubierta (mentalmente). La expectativa terapéutica es que, como
resultado de este entrenamiento, el sujeto interiorizará la estrategia
autoinstruccional en su repertorio de conducta, y podrá de este modo resolver
mejor sus problemas.
190
— En el nivel preconvencional las elecciones del sujeto se fundamentarían
exclusivamente en consecuencias externas, de recompensa o castigo. Dentro de él,
en el Estadio 1 los niños, o adultos inmaduros, temerían ser castigados por las
personas con más poder; mientras que en el Estadio 2 el niño, o adulto
egocéntrico, percibiría a los otros solo como instrumentos de autosatisfacción.
— En el nivel convencional la base de la moralidad es el logro de las expectativas del
grupo, de la familia o de la sociedad. Dentro de este, en el Estadio 3 de desarrollo
los sujetos se adaptarían con facilidad a los estereotipos sociales, teniendo como
prioridad su aceptación por parte de los otros, y en el Estadio 4 tendrían en alta
consideración el mantenimiento del orden social mediante el empleo de sanciones
legales.
— En el nivel posconvencional las personas considerarían que lo prioritario para la
sociedad es el ejercicio de los derechos humanos y las libertades ciudadanas. En el
Estadio 5 las personas desarrollarían la tolerancia y relativizarían el valor de los
diferentes sistemas sociales, opiniones, ideologías, etcétera, mientras que en el
Estadio 6, el superior, los individuos optarían por elecciones propias y principios
universales, tales como el derecho a la vida, por encima de las sanciones sociales o
legales.
Una revisión del modelo de Kohlberg llevada a cabo por Gibbs (2003) destacó el
papel principal que para el desarrollo moral jugaría la capacidad del sujeto para la
empatía o adopción de una perspectiva social. Gibbs (2003) propone una teoría del
razonamiento «sociomoral», que dicotomiza este del siguiente modo (Ferbuson y
Wormith, 2012; Palmer, 2005):
191
distorsiones cognitivas de carácter antisocial y estadios inmaduros de razonamiento
moral.
Por su lado, Palmer (2003) sintetizó las conexiones entre desarrollo moral, en
consonancia con los estadios de Kohlberg, y el tipo de razonamiento que puede estar
implicado en la infracción de las leyes y el comportamiento antisocial. Según esta
autora, las correspondencias serían las siguientes:
A continuación se presenta, como ejemplo, un dilema moral que no forma parte del
programa de tratamiento original, sino que ha sido concebido aquí como ejercicio
docente o de prácticas.
192
Dilema moral: huelga repentina
Imagínese la situación siguiente:
Un sastre de 64 años es el propietario de una pequeña industria de confección, en la que trabajan él mismo y
cinco empleados, tres mujeres y dos hombres, que llevan en la empresa entre 4 y 15 años. Hoy jueves están
acabando la confección de un rentable stock de americanas de caballero que deben enviar sin falta a un
distribuidor francés el próximo lunes. Este distribuidor es muy estricto en el cumplimiento de los plazos de
entrega, y en su contrato ha establecido la rescisión automática del mismo o la reducción en un 50 por 100 del
precio en caso de retraso. El propietario de esta empresa de sastrería conoce que el distribuidor francés es muy
severo en el cumplimiento de lo pactado, y que si no se realiza la entrega de la mercancía en el plazo estipulado
la rechazará o pagará menos por ella.
Hoy mismo (jueves) los sindicatos han anunciado una huelga general para mañana viernes, debido a la
ruptura de una serie de negociaciones laborales a alto nivel. Tres empleados de la empresa son miembros
activos de un sindicato y han recibido la recomendación de ser solidarios y parar el trabajo el día de la huelga, e
intentar que también los otros trabajadores hagan huelga ese día.
Solo disponen de dos días laborables para acabar el stock de americanas que han de facturar el lunes a
Francia. Si interrumpen la producción con motivo de la huelga, este stock no podrá finalizarse en el plazo
estipulado, con el consiguiente riesgo de pérdidas importantes para la pequeña empresa, ya en crisis desde hace
tiempo. El propietario ha explicado a los trabajadores la situación en la que se encuentra y les ha pedido que
vayan el viernes a trabajar para poder finalizar el pedido de americanas.
¿Qué deberían hacer los trabajadores: ir a trabajar o ser solidarios con la huelga convocada?
A partir del dilema propuesto, o de algún otro, pueden practicarse los pasos o etapas
del desarrollo de valores al que se ha aludido.
MacPhail (1989) llevó a cabo la aplicación de un programa cognitivo de educación
moral semejante al descrito con 27 sujetos adultos, internos en prisiones de mínima y
media seguridad (lo que podría ser equivalente en el sistema penitenciario español a
centros abiertos y ordinarios). Este programa incluyó tres etapas en su desarrollo: 1) en
la primera se propuso a los sujetos la discusión de dilemas morales, referidos tanto a
situaciones de la vida corriente como de la prisión, ya fueran hipotéticas o reales,
requiriéndoles para que entre sí se cuestionaran activamente los argumentos que se iban
planteando, utilizando discusión y ejercicios de juego de roles; 2) en una segunda etapa
se les enseñaban estrategias para aconsejar y ayudar a otros, usando también juego de
roles (esta técnica resultó de gran utilidad para ayudarles a adoptar una perspectiva
social y desarrollar su empatía, propiciando el que tomaran en consideración puntos de
vista distintos de los propios); 3) en la última fase de la intervención —la más
importante— se fomentó en los participantes un nivel de razonamiento profundo y una
mejor comprensión psicológica de los otros; para ello, se organizaron sesiones con
distintos invitados (entre ellos jueces, personas públicas, directivos penitenciarios,
etcétera), a quienes se invitaba a dialogar con los participantes en el tratamiento sobre
distintos dilemas morales reales a los que estos invitados habían estado expuestos en su
trabajo.
Por ejemplo, dos jueces discutieron con los sujetos diversas experiencias relacionadas
con el enjuiciamiento de casos criminales, y debatieron con ellos las razones de sus
decisiones y también qué habrían hecho los participantes si hubieran estado en su lugar.
193
En otra sesión, una abogada debatió con los participantes algunos dilemas que se le
habían planteado en el momento de defender a algunas personas sobre las que tenía el
convencimiento de que eran muy peligrosas si permanecían en libertad.
La evaluación realizada de este programa mostró que un 86 por 100 de los sujetos
tratados mejoraron su nivel de desarrollo moral, ascendiendo de estadio de desarrollo, en
términos del modelo de Kohlberg (MacPhail, 1989).
En este mismo marco del tratamiento dirigido al desarrollo moral de los delincuentes,
Little y Robinson (1988) propusieron, inicialmente en el contexto del sistema
penitenciario de Memphis (Tennessee, Estados Unidos), la Moral Reconation Therapy
(MRT), orientada a favorecer la adopción de decisiones morales conscientes y
deliberadas. Dicha terapia ha tenido una amplia aplicación en Estados Unidos,
estimándose que podrían haber participado en ella más de un millón de delincuentes, con
una reducción significativa para un seguimiento de 20 años de las tasas de reingreso en
prisión de los sujetos tratados (tasas que ascendieron al 60,8 por 100) frente a los
controles (cuya reincidencia global fue del 81,2 por 100) (Ferbuson y Wormith, 2012).
La Moral Reconation Therapy es una terapia de carácter cognitivo-conductual,
basada en las teorías de desarrollo moral de Kohlberg (1976) y de Gibbs (2003) a las que
ya se ha aludido. Su supuesto terapéutico central es que aquellas personas que se hallan
en estadios de desarrollo más primarios, con un mayor grado de autocentramiento,
encuentran más fácil y aceptable infringir las normas y cometer delitos. De ahí que los
delincuentes que ingresan en el tratamiento acostumbren a mostrar «bajos niveles de
desarrollo moral, fuerte narcicismo, escasa fuerza del «yo», pobre autoconcepto, baja
autoestima, dificultad para demorar la gratificación, fuertes mecanismos de defensa y
resistencia al tratamiento» (Little y Robinson, 1988, p. 135). En consonancia, la terapia
MRT debe dirigirse a favorecer en los participantes la transición desde un nivel de
desarrollo moral bajo y hedonista a uno imbuido de normas y valores sociales.
Al igual que las restantes terapias cognitivo-conductuales, en el marco de la Moral
Reconation Therapy se considera que las cogniciones influyen sobre la conducta, de
modo que el cambio de aquellas también producirá cambios en el comportamiento. Por
ello se pretenden mejorar los juicios morales de los sujetos que son susceptibles de
afectar a su comportamiento en situaciones concretas (Ferbuson y Wormith, 2012). Con
esta finalidad se utilizan técnicas como confrontación de creencias, actitudes y
conductas, desarrollo de la tolerancia a la frustración, formación de una identidad
positiva, evaluación de las interacciones sociales, desarrollo de estados superiores de
razonamiento moral, y reforzamiento positivo del comportamiento y de los hábitos
prosociales.
La eficacia terapéutica de esta aproximación se ha puesto de relieve en un
metaanálisis de Ferbuson y Wormith (2012), en el que revisaron 38 comparaciones de
grupos tratados con grupos controles (en los que fueron evaluados un total de 30.259
delincuentes), obteniéndose un tamaño del efecto promedio de r = 0,16. En concreto,
194
ello significa que los grupos tratados mediante MRT mostraron una reincidencia
promedio del 28 por 100, 16 puntos por debajo de la reincidencia observada en los
grupos de control, que fue en promedio del 44 por 100.
195
fundamentalmente cognitivo-conductuales), por otro lado, por lo que se refiere al
análisis de resultados, se ha priorizado el conocimiento del proceso terapéutico por
encima de la ponderación de su eficacia práctica (Neimeyer, 1997).
El construccionismo ha tenido hasta ahora escasa influencia sobre la aplicación de
tratamientos con delincuentes, salvo que se consideren aspectos cognitivos generales
como los errores de pensamiento o distorsiones cognitivas que presentan los
delincuentes, que ya forman parte de los constructos cognitivo-conductuales generales
(Bartol y Bartol, 2014).
196
Posteriormente se compararon las tasas de reincidencia de los tres grupos, con resultados
claramente favorables al programa R&R; mientras que del grupo que recibió el programa
R&R solo reincidieron el 18,1 por 100 de los sujetos, del grupo de «habilidades de vida»
reincidieron un 47,5 por 100, y del grupo de probation ordinaria un 69,5 por 100.
Desde los años ochenta se han realizado numerosas actualizaciones y adaptaciones
del programa R&R para diversas necesidades y categorías de delincuentes,
especialmente en el Reino Unido (McGuire, 2006; Hollin y Palmer, 2006; Redondo y
Frerich, 2013, 2014). El denominado Pensamiento correcto en probation (Straight
Thinking on Probation, STOP) es una adaptación de los servicios de probation de Gales
para personas que cumplen medidas comunitarias. El programa Potenciación de
habilidades de pensamiento (Enhanced Thinking Skills, ETS) y el programa Piensa
primero (Think First) son versiones utilizadas en Inglaterra y Gales tanto en prisiones
como en medidas penales comunitarias.
Se han efectuado también numerosos estudios evaluativos sobre este programa en
diferentes países, tanto con delincuentes juveniles como adultos. La mayoría de estas
evaluaciones han ofrecido resultados favorables tanto en la mejora de variables
psicológicas como en la empatía de los sujetos, su asertividad, la disminución de sus
distorsiones cognitivas, la reducción de su impulsividad, etcétera, así como en medidas
específicas de conducta de agresión y reincidencia delictiva (Robinson y Porporino,
2001). Tong y Farrington (2006) revisaron la efectividad del programa R&R sobre la
reincidencia delictiva, a partir de un metaanálisis que incluía 26 comparaciones
independientes entre grupos tratados y controles. Los grupos tratados mostraron una
reincidencia promedio 14 puntos por debajo de los controles, tanto en aplicaciones
realizadas en la comunidad como en instituciones, y tanto con delincuentes de alto riesgo
como de bajo riesgo.
La principal versión en español de este programa es el Programa de pensamiento
prosocial, de Garrido y sus colaboradores (Garrido, 2005a, 2005b), que se aplica con
menores infractores y delincuentes juveniles. El tratamiento completo consta de los
siguientes componentes o módulos de entrenamiento (Redondo y Garrido, 2013;
Redondo et al., 2007):
197
respuesta.
6. Razonamiento crítico, para pensar de manera más lógica, objetiva y racional, sin
deformar los hechos o externalizar la culpa.
7. Toma de perspectiva social, o consideración de los puntos de vista, sentimientos y
pensamientos de otras personas (a lo cual haría referencia el concepto de empatía).
8. Mejora de valores, que favorezcan reemplazar una visión egocéntrica por una
mayor consideración de las necesidades de los demás.
9. Manejo emocional, o mejora del control de emociones como la cólera, la
depresión, el miedo y la ansiedad.
198
6.8. EL TRATAMIENTO DE LOS DELINCUENTES SEXUALES
«Me llamo Nacho, soy un violador. Fui condenado a 12 años y me enviaron a prisión, donde me propusieron
que me apuntase a un grupo de tratamiento para delincuentes sexuales. Así lo hice, porque pensé que sería
bueno para mi expediente; además, en prisión no tenía nada que hacer. No hacía ninguna actividad ni tenía un
trabajo, y las horas pasaban muy lentas. Sabía que si ocupaba mi tiempo, los días se harían un poco más cortos.
Un día, Carlos, el monitor, nos puso un vídeo sobre víctimas de violación reales, en el que las mismas
víctimas hablaban en el vídeo y contaban sus experiencias. Después hablamos sobre eso en el grupo. De
repente, Carlos me preguntó sobre qué era lo que esas mujeres de la película sentían, y yo le contesté: «¿Cómo
podría saberlo?, no soy mujer».
Carlos intentó explicarme que era algo muy evidente y muy real, ya que las mujeres del vídeo lo habían
explicado muy claramente: ellas contaron lo humilladas que se sintieron, el dolor, la vergüenza y la ira que
experimentaron. Entonces me preguntó si pensaba que era verdad lo que ellas estaban diciendo sobre sus
sentimientos en la película. Yo me encogí de hombros y le contesté: «Sí, me parece que sí».
Carlos pasó de mi contestación y siguió preguntándome si podría describir el dolor que esas mujeres habían
sufrido. Yo seguía muy tranquilo, pero esta vez no fui capaz de contestarle otra vez que no, que no era una
mujer. En vez de eso, le dije: «No, no puedo, no conozco a esas señoras y ni siquiera me gustan; ¿por qué debo
saber lo que ellas sienten?». Entonces Carlos me dijo: «Si no te interesan y no sabes cómo se sienten esas
mujeres, ¿qué crees que hará que la próxima vez que salgas a la calle ni violes a otras mujeres a las que no
conoces, ni quieres ni te interesan?». Después de eso no había nada que yo pudiese decir, y contesté: «Nada,
supongo».
199
de interacción social, algo que es imprescindible para entablar relaciones afectivas y
proponer una relación sexual. Muchos agresores sexuales (no todos) son personas con
escasas o inexistentes relaciones afectivas y de intimidad, en las que se inscriban
relaciones sexuales deseadas y consentidas. En paralelo a lo anterior, muchos agresores
sexuales presentan dificultades más generales para la relación con otras personas. Son
sujetos con menores habilidades para comunicarse, para la empatía o comprensión de los
sentimientos y deseos de los otros, y que se muestran más ansiosos o nerviosos ante las
situaciones sociales. Todos estos déficits les producen un mayor aislamiento social, tanto
en el grupo de amistades como en el ámbito laboral, si lo tienen. Es decir, muchos
agresores sexuales son personas solitarias (Marshall y Marshall, 2014b).
No son inferiores los problemas de los agresores sexuales en lo tocante a su manera
de pensar sobre su conducta delictiva de abuso o agresión. Suelen mostrar un gran
número de distorsiones cognitivas o errores valorativos sobre las mujeres y su papel en
la sociedad (por ejemplo, «las mujeres deben someterse a los deseos de los hombres; así
ha sido siempre»), sobre la sexualidad (por ejemplo, «aunque sea una relación obligada,
seguro que ella disfruta»), y sobre las normas y valores sociales y legales acerca de qué
puede y no puede hacerse en términos de comportamiento sexual humano (por ejemplo,
«si un niño lo acepta, ¿por qué no voy a poder tener una relación sexual con él?»). Estas
distorsiones o creencias erróneas orientan su conducta sexual de una manera inapropiada
e ilícita y, además, les ofrecen justificaciones para ella (Abracen y Looman, 2015;
Fitzpatrick y Weltzin, 2014; Hempel, Buck, van Vugt y van Marle, 2015).
Esta multidimensionalidad etiológica hace de la agresión sexual uno de los
comportamientos delictivos más resistentes al cambio, de manera que aquellos agresores
repetitivos que han cometido muchos delitos en el pasado tienen una alta probabilidad de
volver a delinquir, si no se tratan todos los anteriores problemas de comportamiento y
pensamiento.
200
O’Brien, 2013). A continuación se describe el tratamiento estándar aplicado por
Marshall y su equipo, que es el fundamento originario de la mayoría de los programas
posteriormente aplicados en diversos países (Brown, 2013; Budrionis y Jongsma, 2012;
Echeburúa y Guerricaechevarría, 2005; Echeburúa y Redondo, 2010; Marshall y
Fernandez, 2007; Marshall, 2001; Ward, Hudson y Keeman, 2001). Se ha razonado que
este enfoque toma como bases conceptuales tanto el Modelo de buenas vidas de Ward y
sus colaboradores (Good Lives Model) como el previo Modelo Riesgo-Necesidad-
Responsividad de Andrews y Bonta (Abracen y Looman, 2015). Típicamente funciona
en un formato grupal en el que uno o dos terapeutas trabajan con un grupo de 8 a 10
sujetos. Se evalúa a los delincuentes para delimitar sus necesidades de tratamiento y su
riesgo de reincidencia futura, y, en función de ello, son incluidos en uno de tres posibles
programas, según presenten necesidades y riesgos altos, moderados o bajos. Los sujetos
con necesidades y riesgo elevados reciben un tratamiento más amplio e intenso que los
restantes grupos (Marshall, Eccles y Barbaree, 1993; O’Reilly y Carr, 2006). Los
terapeutas intentan crear un estilo de trabajo que haga compatible el rechazo de las
distorsiones de los delincuentes con ofrecerles, paralelamente, el apoyo que necesitan
(Marshall, 1996). Existe evidencia científica (Beech y Fordham, 1997) de que este tipo
de acercamiento es el más efectivo para el tratamiento de los delincuentes sexuales.
El programa marco de los servicios correccionales canadienses fue «acreditado» en
1996 por un comité internacional, y es un programa multicomponente que incluye los
siguientes ingredientes específicos (puede verse con mayor amplitud en Mann y
Fernandez, 2006, y en Marshall y Redondo, 2002).
Autoestima
Para comenzar, se intenta crear un clima que apoye y motive a los sujetos para creer
en su capacidad de cambiar. Además, se pretende que los delincuentes sexuales mejoren
su nivel educativo y sus habilidades laborales, la amplitud de sus actividades sociales y
su propia apariencia externa. También se les anima a detectar sus características
personales positivas (por ejemplo, es un buen trabajador, es un amigo leal, es generoso),
que deben escribir en una cartulina para poder repasarlas con frecuencia durante el día.
Estos procedimientos ayudarían a mejorar la autoestima (Marshall, Champagne,
Sturgeon y Bryce, 1997), lo que a su vez aumentaría las posibilidades de cambio en los
restantes ingredientes del programa.
Distorsiones cognitivas
«Creo que ellos se sentían bien cuando hacíamos ciertas cosas. Y eso de que yo les haya hecho daño es
mentira. Era el padre el que influía para que los hijos mintieran. Creo que pagó dinero al abogado para que me
denunciaran. Me siento arrepentido.»
Aquí existen dos etapas sucesivas (Brown, 2013; Marshall, 1994). En la primera,
201
cada sujeto describe el delito cometido desde su propia perspectiva, y a partir de ello el
terapeuta cuestiona los detalles que va dando en esa descripción. En una segunda etapa
se confrontan las actitudes y creencias favorables al delito que van emergiendo en
distintos momentos del proceso del tratamiento.
Pollock y Hashmall (citados por Murray, 2000) evaluaron una muestra de 86
agresores sexuales de niños en la ciudad de Toronto y hallaron hasta 250 justificaciones
distintas del comportamiento de abuso, que agruparon en varias categorías temáticas.
Las más frecuentes eran las siguientes: que la propia víctima había iniciado la actividad
sexual, o bien que había consentido realizarla, y que la conducta realizada era debida a la
privación de contactos sexuales habituales o a la intoxicación etílica. Ward (2000)
considera que las distorsiones cognitivas funcionarían en los agresores sexuales como
una especie de «teorías implícitas», explicativas y predictivas del comportamiento,
hábitos y deseos de sus víctimas. Así, un agresor podría considerar que cuando una niña
pregunta acerca de algún comportamiento sexual que ha observado en la televisión, está
«lanzando el mensaje» de que le gustaría llevar a cabo dicho comportamiento, lo que
podría «justificar» la propia conducta de acariciarla sexualmente.
Empatía
«Horror. Serían las diez de la noche cuando ella regresaba tranquilamente a su casa, y yo la seguía a
distancia. Al llegar a la altura del callejón, corrí hacia ella y le puse la navaja en el cuello, empujándola hacia el
interior del callejón. Se quedó muda, quieta, inmóvil, rígida, sin saber qué decir ni contestar. Estaba
aterrorizada. Me puse frente a ella y la obligué a pegarse de espaldas a la pared. No sé si fue que apreté o que
ella se movió, pero la navaja le hizo un pequeño corte y comenzó a sangrar. Sentí su miedo; creo que en esos
momentos a ella lo único que le importaba es que no le hiciese más daño, aunque hiciese lo que quisiese con
ella. Le hice muchas vejaciones, estaba desencajada, deseando que todo terminase cuanto antes. No duró
mucho, todo sucedió muy rápido, pero... para ella imagino que fue una eternidad. Luego la dejé marchar, iba
hundida, cabizbaja, completamente desorientada. Yo no pensé en esos momentos, simplemente había hecho lo
que deseaba. No me importaba lo que ella sintiese, si lo había pasado bien o si lo había pasado mal. Muchos
años después comprendí el alcance de toda aquella situación que provoqué.»
202
En un estudio de Martínez, Redondo, Pérez y García-Forero (2008) se exploraron las
posibles relaciones entre la falta de empatía y la agresión sexual, así como los posibles
efectos beneficiosos que puede tener el tratamiento en la mejora de esta variable. Para
evaluar la empatía se tradujo y adaptó al castellano la Rape Empathy Measure (REM)
(Fernandez y Marshall, 2003) y se aplicó a una muestra de 139 delincuentes no-sexuales
y 73 violadores, de los cuales 39 habían recibido tratamiento y 34 eran violadores no-
tratados. Los violadores que habían recibido tratamiento mostraron mejores resultados
en empatía que los grupos de delincuentes no-tratados (violadores o no), lo que avala la
capacidad relativa del tratamiento para la mejora de la empatía.
Relaciones personales/aislamiento
El programa de tratamiento ofrece a los agresores una cierta educación sexual y les
ayuda a hacerse conscientes de que suelen utilizar el sexo como «estrategia de
afrontamiento» de problemas emocionales y de relación que no resuelven
adecuadamente por otros caminos. Paralelamente, se les enseña habilidades más
apropiadas y efectivas para enfrentarse a sus problemas personales y emocionales.
Cuando los sujetos presentan fuertes preferencias sexuales de carácter antisocial y
una alta frecuencia de fantasías de esa índole, pueden utilizarse estrategias
específicamente encaminadas a reducir tales preferencias y fantasías. Técnicas
conductuales del tipo del «recondicionamiento mediante autoestimulación» (Brown,
2013; Laws y Marshall, 1991) parecen obtener ciertos resultados positivos, aunque
limitados. Por ejemplo, la terapia de «saturación» del deseo sexual mediante
autoestimulación intensiva (Marshall, 1979) logra reducir los intereses antisociales de
los sujeto, y la «masturbación dirigida», en la que se instruye al individuo para que
reoriente sus fantasías sexuales masturbatorias hacia imágenes de sexo adulto consentido
(Maletzky, 1985), parece mejorar el interés por estímulos sexuales normativos. Sin
203
embargo, estos procedimientos no siempre obtienen los resultados esperados, y en tales
casos se emplea medicación reductora del impulso sexual 4 , que puede ser o bien un
antiandrógeno o algún inhibidor de la recaptación de la serotonina (Bradford y Fedoroff,
2006; Greenberg y Bradford, 1997).
Prevención de la recaída
Por lo que se refiere a la eficacia de los tratamientos con los delincuentes sexuales,
204
los meta-análisis realizados (a los que se hará más amplia referencia en el último
capítulo del libro) han hallado una eficacia significativa de las intervenciones aplicadas
(Beech, Freemantle, Power y Fisher, 2015). Así, por ejemplo, la revisión de 80
programas de tratamiento con delincuentes sexuales adultos efectuada por Lösel y
Schmucker (2005; Schmucker y Lösel, 2008) puso de relieve que, mientras los grupos
tratados mostraban una reincidencia promedio del 11,1 por 100, en grupos de control
esta reincidencia media ascendía al 17,5 por 100. Por su lado, Hanson y Morton-
Bourgon (2009) hallaron, a partir de la integración de 23 estudios sobre tratamiento, una
tasa promedio de reincidencia de 10,9 por 100 en los grupos tratados y de 19,2 por 100
en los grupos de control. Y por lo que se refiere a agresores sexuales juveniles, Reitzel y
Carbonell (2006) mostraron una eficacia significativa de los tratamientos, que resultaba
en una reincidencia del 7,37 por 100 para los grupos tratados, frente a una del 18,93 por
100 para los controles.
205
sesiones terapéuticas semanales. Su administración completa puede durar de uno a dos
años.
El esquema del Programa de control de la agresión sexual actualmente aplicado en
las prisiones españolas es el siguiente (Martínez-Catena y Redondo, 2016; Ministerio del
Interior, 2006a; Redondo et al., 2007):
206
Ejemplos de excusas comunes en agresores sexuales
6. Empatía con la víctima, por la que se desarrolla la capacidad del sujeto para
hacerse consciente y ser solidario con el sufrimiento de otras personas en general y
con sus víctimas en particular. En uno de los ejercicios se plantean preguntas de
discusión como las siguientes: «¿Alguien quiere contar alguna experiencia en la
que haya sido víctima de otra persona?, ¿qué ocurrió?, ¿cómo te sentiste?,
¿alguien puede mencionar algún daño físico que puede sufrir la víctima como
consecuencia de la agresión?, ¿conocíais todo este tipo de daños físicos?, ¿cuáles
os han impresionado más?, ¿sabíais que vuestras víctimas posiblemente sufrieron
algunos de estos daños?». Durante el desarrollo del módulo se comentan diversos
207
daños físicos y psicológicos que pueden sufrir las víctimas de una agresión sexual,
tales como cortes, contusiones, derrames, arañazos, mordeduras, rotura de huesos,
pérdida de la virginidad, gran ansiedad, miedo a morir, incapacidad para tomar
decisiones, sentimientos de pánico, deseo de venganza, pesadillas, autoculpación,
fobias a estar sola o salir de casa, disfunciones sexuales, depresión, intento de
suicidio, etcétera.
7. Prevención de la recaída, donde se enseña al sujeto a anticipar situaciones de
riesgo de repetición del delito y a activar respuestas de afrontamiento de dicho
riesgo.
8. Distorsiones cognitivas, donde se profundiza en el trabajo ya iniciado con
anterioridad sobre pensamientos erróneos acerca del uso de la violencia, la
conducta sexual, las mujeres, etcétera. En uno de los ejercicios de confrontación
de las distorsiones cognitivas se sigue, por ejemplo, el siguiente esquema de
trabajo: 1) se informa al sujeto sobre el funcionamiento habitual de las
distorsiones, 2) se le ayuda a identificar su diálogo interno, 3) se clasifican los
pensamientos irracionales y desviados, 4) se desafían dichos pensamientos, y 5) se
auxilia al individuo a reemplazarlos por pensamientos e interpretaciones
racionales.
9. Estilo de vida positivo, que enseña a los sujetos a programar su vida cotidiana
(horarios, rutinas diarias, objetivos, etcétera).
10. Educación sexual, consistente en informarle acerca del funcionamiento de la
sexualidad humana, tanto desde un plano más científico como desde una
perspectiva ética (en la que se debate la sexualidad como una actividad de
comunicación y respeto recíproco de los deseos de las personas).
11. Modificación del impulso sexual, módulo opcional integrado por técnicas
psicológicas específicas para la reducción del impulso sexual ante estímulos
inapropiados que impliquen el uso de violencia o de menores. Para ello puede
emplearse sensibilización encubierta o recondicionamiento autoestimulatorio.
12. Prevención de la recaída, en la que se profundiza en las estrategias (ya iniciadas
con anterioridad) de anticipación de situaciones de riesgo e incluso de posibles
recaídas, para resolverlas lo antes posible. Se enseña al individuo a considerar
secuencias habituales de recaída, aplicando la siguiente estructura: emoción (por
ejemplo, excitación sexual) → fantasía (representarse sexualmente a una menor)
→ distorsión cognitiva («es ella quien lo desea y me está provocando») → plan
(«podría acercarme, hablar con ella...») → desinhibición (consumir alcohol) →
agresión sexual. Se trabaja especialmente a partir de los «fallos» (o decisiones
arriesgadas) más comunes que pueden cometerse y hacer más probable la recaída.
Algunos ejemplos de «fallos» frecuentes, en los que el programa se detiene, se
recogen en la siguiente tabla.
208
Ejemplos de «fallos» más comunes, que pueden llevar a la recaída en un delito sexual
209
(asertividad, soledad/aislamiento, autoestima social, ansiedad ante situaciones sexuales
normalizadas, distorsiones cognitivas, impulsividad, agresividad, disposición para el
cambio terapéutico, alcoholismo/abuso de sustancias tóxicas y empatía).
En un primer análisis mediante esta escala, con una muestra de 117 agresores
sexuales de mujeres tratados en diferentes prisiones españolas (Redondo, Martínez-
Catena y Luque, 2014), se constató una mejora significativa de la puntuación EPAS
global, o de la eficacia terapéutica, que ascendió desde 75,96 puntos en el período
pretratamiento a 81,14 puntos en la fase postratamiento. Asimismo, los sujetos tratados
mejoraron significativamente sus puntuaciones en variables terapéuticas específicas
como asertividad, empatía, menor agresividad, menor ansiedad ante situaciones
sexuales normalizadas, menor soledad y aislamiento social, y mayor disposición para el
cambio terapéutico. Mostró mayor dificultad de mejora la variable autoestima social.
También se evaluó en este estudio una muestra de 71 agresores sexuales de menores
(Redondo et al., 2014), cuya puntuación EPAS o mejora terapéutica global aumentó
significativamente, como resultado del tratamiento, de 76,71 a 81,26 puntos. En este
caso, de las subescalas terapéuticas específicas mejoraron significativamente la menor
soledad y aislamiento informados por los sujetos, su asertividad, su menor impulsividad,
su menor agresividad y su autoestima social (no obteniéndose mejoras significativas en
las variables disposición al cambio terapéutico, distorsiones cognitivas, ansiedad ante
situaciones sexuales normalizadas y empatía).
Por lo que se refiere al ámbito de la justicia juvenil, Redondo et al. (2012a) diseñaron,
por encargo de la Agencia del Menor de la Comunidad de Madrid, un programa
educativo y terapéutico dirigido a menores que cumplen medidas de internamiento por la
comisión de algún delito sexual. Este programa se compone de siete módulos de
intervención: 1) Afianzando tu autoestima puedes mejorarte a ti mismo; 2) Conocer
mejor la sexualidad; 3) Aumenta tus habilidades para las relaciones afectivas y sexuales;
4) Aprende a no distorsionar y justificar el abuso; 5) Autocontrol emocional para evitar
conflictos; 6) Sentir solidaridad y empatía con las víctimas, y 7) Prepárate para prevenir
que los abusos puedan repetirse. La intervención completa se desarrolla durante unas 75
horas, de las que 15 corresponden a evaluación y 50 a tratamiento (a razón de unas 35
sesiones de una hora y media de duración). El programa incluye un Manual del
terapeuta con objetivos, actividades, materiales..., un Anexo de actividades y un
Cuaderno personal de terapia (autorregistros de observación, hojas de respuesta,
anotación de tareas...). Este programa puede descargarse libremente a partir de la web de
la Agencia de la Comunidad de Madrid para la Reeducación y Reinserción del Menor
Infractor: http://www.madrid.org.
RESUMEN
210
de los delincuentes también se puso de relieve hace ya algunas décadas la importancia de
intervenir sobre su pensamiento y justificaciones delictivas. El trabajo científico decisivo
para ello fue el desarrollado por Ross y sus colegas en Canadá, quienes revisaron
numerosos programas de tratamiento que habían sido aplicados en años anteriores.
Concluyeron que los programas más efectivos habían sido aquellos que, pese a sus
diferencias, habían incluido componentes dirigidos a cambiar los modos de pensamiento
de los delincuentes. Como resultado de este análisis concibieron un programa
multifacético, denominado Reasoning and Rehabilitation (R&R), que adaptaba e
incorporaba distintas técnicas de otros autores que habían mostrado ser altamente
eficaces. Este programa, a partir de distintos formatos y adaptaciones posteriores, ha sido
ampliamente aplicado con delincuentes en diversos países, incluido España.
La reestructuración cognitiva fue una de las técnicas pioneras en el tratamiento
psicológico moderno. Parte de la consideración de que los trastornos psicológicos y de
comportamiento son el resultado de dificultades en los modos de procesamiento de la
información, lo que incluye tres estructuras jerarquizadas: esquemas cognitivos básicos
(centrales al individuo), creencias intermedias (reglas, actitudes y presunciones) y
pensamientos automáticos (veloces y breves en relación con aspectos específicos de
cada momento). Algunos pensamientos automáticos pueden constituir «distorsiones
cognitivas» o modos tergiversados de interpretación de las situaciones, algo muy
frecuente en los delincuentes. La técnica de reestructuración cognitiva se dirige a ayudar
a los participantes en un tratamiento a «caer en la cuenta» de la relación existente entre
sus distorsiones cognitivas y su comportamiento delictivo, y a reorganizar más
racionalmente su pensamiento y su conducta. Para ello se siguen una serie de etapas
sucesivas (educativa, entrenamiento en autoobservación de pensamientos, y práctica en
la terapia y en la realidad) y se utilizan diversas estrategias: reatribución, búsqueda de
interpretaciones y soluciones alternativas, cuestionamiento de la evidencia, etcétera.
Se constata también que muchos delincuentes han sido poco competentes en la
solución de sus problemas interpersonales, lo que a menudo les ha conducido a graves
conflictos y agresiones. Por ello una estrategia psicológica relevante para su tratamiento
ha sido el «programa de solución cognitiva de problemas interpersonales», cuyas
unidades básicas de entrenamiento son las siguientes: reconocimiento y definición de un
problema; identificación de los propios sentimientos asociados al mismo; separar hechos
de opiniones; recoger información sobre el problema y pensar en todas sus posibles
soluciones; tomar en consideración las consecuencias de las distintas soluciones, y,
finalmente, optar por la mejor solución y ponerla en práctica.
Las técnicas de autocontrol se basan en el uso de los mismos principios psicológicos
del aprendizaje que permiten el control externo de la conducta (control de estímulos,
reforzamiento, etcétera) para entrenar al individuo a ejercer control, desde dentro, sobre
su propia conducta. Sus fases principales son autoobservación, establecimiento de
objetivos, entrenamiento en el marco de la terapia y aplicación de lo aprendido en el
211
contexto real. Complementariamente, la técnica de auto-instrucciones consiste en
entrenar al sujeto en lenguaje interno, para «decirse» cosas que orienten el curso de su
propia conducta, a partir de definir la tarea a la que se enfrenta, dirigir su atención a
dicha tarea, resolver los errores que pueda cometer, autoevaluar el resultado y
autorreforzarse.
Otro de los grandes avances en el tratamiento cognitivo de los delincuentes lo
constituyen las técnicas destinadas a su desarrollo moral. El origen de estas técnicas son
los trabajos sobre desarrollo moral de Kohlberg, quien diferenció una serie de niveles o
estadios de desarrollo moral: desde los más inmaduros, en que las decisiones de
conducta se basen en evitación del castigo y en recompensas inmediatas; a los más
maduros y avanzados, imbuidos de consideraciones morales altruistas y autoinducidas.
Las técnicas de desarrollo moral intentan enseñar a los participantes en un tratamiento,
mediante actividades de discusión grupal, a considerar los sentimientos y puntos de vista
de otras personas. Para ello confrontan a los sujetos mediante dilemas morales, o
situaciones en las que entran en conflicto distintas perspectivas acerca de lo que debería
hacerse en determinada situación problemática. Cada sujeto debe pensar sobre el dilema
planteado y decidir y razonar qué es lo que, en su opinión, debería hacerse. A
continuación se debaten los argumentos favorables y contrarios a cada una de las
opciones adoptadas sobre el dilema. Se considera que este ejercicio ayudará a los
participantes a «crecer» moralmente.
Por último, como ejemplo destacado de los retos a los que se enfrenta el tratamiento
psicológico de los delincuentes, se han presentado los «programas con delincuentes
sexuales», tanto desde la perspectiva internacional como a partir de los tratamientos que
se aplican en España (con adultos y con jóvenes). Los ingredientes terapéuticos más
comunes en estos programas son el trabajo sobre distorsiones cognitivas, desarrollo de la
empatía con las víctimas, mejora de la capacidad de relación personal, disminución de
actitudes y preferencias sexuales hacia la agresión o hacia los niños, y prevención de
recaídas.
NOTAS
1 «En lugar de concluir que los déficits cognitivos causen el comportamiento delictivo, lo más razonable es
suponer que el ajuste cognitivo actuaría protegiendo al individuo de la delincuencia» (Ross, 1987, p. 142).
2 En la terapia de conducta la cuestión del autocontrol ha estado presente desde su propio origen. Skinner, con
antelación al desarrollo de la modificación de conducta, se refirió ya al «autocontrol» como aquel comportamiento
de una persona consistente en controlarse «a sí mismo exactamente igual que controlaría la conducta de cualquier
otra persona mediante la manipulación de variables de las cuales la conducta es función» (Skinner, 1977, p. 256).
De este modo, la conducta de autocontrol —«conducta controladora»— puede ser aprendida como cualquier otro
comportamiento y permitir el cambio de la «conducta controlada» (cosa distinta es el autocontrol en cuanto
«fuerza de voluntad» inherente a la personalidad del sujeto, es decir, como rasgo no adquirido y difícilmente
entrenable —Díaz, Comeche y Vallejo, 2004—). Para desarrollar el autocontrol, Skinner sugiere tres estrategias
posibles: 1) alterar los antecedentes que elicitan el comportamiento (por ejemplo, «restricción física de la
conducta» o «control de estímulos»); 2) cambiar las consecuencias que lo siguen y lo mantienen (es decir,
212
cambiando los autorrefuerzos o autocastigos); o 3) transformar otros comportamientos o estados emocionales del
sujeto vinculados al comportamiento problemático.
Un hito importante en el origen de las técnicas de autocontrol lo constituyó (Díaz et al., 2004) el artículo de
Homme (1965) «Control of Coverants: The Operants of the Mind» (Cove[rant] = encubiertas, [ope]rant =
operantes), en el que postulaba el posible control mediante condicionamiento operante de sucesos internos, tales
como pensamientos o emociones. Paralelamente, otros autores debatieron también la cuestión del autocontrol.
Goldiamond (1965) sostuvo una idea semejante al afirmar que el autocontrol era la manipulación que realizaba el
propio individuo de las condiciones que controlan su comportamiento. Por su parte, Cautela (1966, 1967, 1981;
Upper y Cautela, 1983) se refirió al autocontrol como aquella forma de modificación de conducta autoimpuesta
para aumentar o disminuir la frecuencia de una respuesta. Para muchas de estas problemáticas utilizó la técnica de
«sensibilización encubierta».
Rotter (1954) desarrolló un modelo de aprendizaje social en el que realzó la importancia, por encima del
refuerzo externo directo, de las expectativas de resultado que el propio sujeto genera acerca de las consecuencias
de su conducta. A partir de ello introdujo el concepto locus of control, o lugar preferente en el que el individuo
ubica el control de su propio comportamiento y de las consecuencias que se vinculan con dicho comportamiento.
Los individuos con superior control interno tenderían a percibir que ejercen un cierto dominio personal de su
comportamiento, mientras que los sujetos con mayor control externo tenderían a pensar que su comportamiento
está determinado por la influencia de situaciones y circunstancias exteriores. Un objetivo frecuente de muchos
programas de tratamiento suele ser enseñar a los sujetos a internalizar el control de su conducta.
Mischel y Staub (1965) pusieron el énfasis del autocontrol en la capacidad con que cuentan los seres humanos
para conferir significados propios a los estímulos físicos que les rodean. Como resultado de ello, concibieron el
autocontrol
como aquella capacidad o habilidad de un sujeto para demorar la gratificación, esto es, para orientar su
conducta de modo que ello suponga la renuncia a una consecuencia gratificante inmediata, aunque de menor
entidad, por una consecuencia positiva de mayor valor pero postergada en el tiempo.
213
7
Regulación emocional y control de la ira
Se presentan aquí diversas técnicas útiles para ayudar a los delincuentes a regular mejor sus
estados emocionales. Especialmente, las estrategias y programas que entrenan a los sujetos para
el control de sus explosiones de ira, que con frecuencia les han llevado a agredir a otras personas.
Se trata de programas como la inoculación de estrés, el tratamiento de la ira y el entrenamiento para
reemplazar la agresión. Al final del capítulo se resumen algunos tratamientos desarrollados con
maltratadores de sus parejas aplicados tanto en las prisiones como en la comunidad, repasando
algunos programas internacionales y españoles.
Alejandro fue con su novia al domicilio de su padre, para recoger alguna ropa que se había dejado allí
cuando este lo había echado precipitadamente de casa la noche anterior. Cuando llegaron al domicilio se inició
en la cocina una violenta discusión entre Alejandro y su padre, quien agarró una sartén y propinó un fuerte
golpe en la cabeza a su hijo, abriéndole una brecha que sangraba con abundancia. Este empuñó un cuchillo de
cocina con el que asestó varias puñaladas a su padre, produciéndole la muerte en el acto. Después, junto a su
novia y a un hermano de ella, intentaron deshacerse del cadáver trasladándolo a un coche abandonado al que
después prendieron fuego. Este es el episodio delictivo más grave de Alejandro, cuya vida siempre ha estado
inmersa en situaciones de tensión y violencia. Desde que Alejandro era pequeño, su padre y su madre discutían
permanentemente y a menudo se agredían con lo que tenían más a mano; también habían sacudido muchas
veces a su hijo cuando hacía algo mal o cuando estaban enfados y nerviosos.
214
aquellas emociones de ira que pueden conducir a una agresión (McGuire, 2006).
En el extremo opuesto, algunos delitos (hurtos, robos, abusos sexuales...) también se
hacen más probables en ausencia o por insuficiencia de emociones positivas, tales como
la compasión por el sufrimiento ajeno, la solidaridad, el respeto y el altruismo. Estas
emociones altruistas y compasivas se han aunado bajo la denominación de empatía, en
cuanto capacidad para «sentir con» otra persona (Echeburúa et al., 2012) y acomodar la
propia conducta en coherencia con esos sentimientos positivos y benefactores. De ahí
que los tratamientos también deban mejorar las capacidades solidarias y empáticas de los
sujetos, en dirección a prevenir posibles delitos.
La relación emoción-conducta delictiva también ha sido objeto explicativo de algunas
teorías criminológicas. La más global, la denominada teoría general de la tensión, fue
formulada modernamente por Agnew (1992, 2006), tomando como base la tradición
sociológica sobre la anomia o estado de desregulación social que favorece la desviación
(Tittle, 2006). En síntesis, Agnew (2006) señala la siguiente secuencia explicativa (para
una explicación más amplia véase Redondo y Garrido, 2013, cap. 6):
1. Existen tres fuentes de tensión principales que pueden influir delictivamente sobre
el individuo: a) la imposibilidad de lograr objetivos sociales positivos a los que
aspira (un buen salario, una buena casa, un buen coche, la consideración y el
respeto por parte de sus familiares, compañeros, amigos, vecinos...); b) ser privado
de gratificaciones que posee o espera poseer (ser despedido del trabajo, ser
abandonado por la pareja...); y c) ser sometido a situaciones aversivas inescapables
(acoso de los compañeros del colegio, maltrato por parte de la pareja, etcétera).
2. Como resultado de estas tensiones podrían generarse en el sujeto emociones
negativas diversas, entre las que se encontraría a menudo la ira, emoción
generatriz de acciones opuestas y correctoras de las fuentes de tensión causantes
del malestar experimentado.
3. Una acción correctora posible, para eliminar la fuente que causa la tensión, es la
conducta delictiva (por ejemplo, una agresión que daña a quien te agrede, dar «una
lección» a la pareja por haberse ido con otro, un robo que permite obtener aquello
que tanto se desea o necesita, etcétera).
4. De este modo, la reacción delictiva aliviaría la tensión que se padecía, y como
resultado de este alivio gratificante dicha conducta propendería a establecerse en el
repertorio del individuo (el proceso descrito podría interpretarse como un caso
particular de reforzamiento negativo [al que ya se ha hecho referencia en un
capítulo precedente], aplicado aquí al aprendizaje de conductas antisociales: una
agresión sería reforzada si logra eliminar una fuente de tensión amenazante).
215
ambientales. Se considera que en las personas existen tres dimensiones temperamentales
en interacción (Milan, 1987, 2001; Palmer, 2003; Redondo y Garrido, 2013; Rodríguez,
Rodríguez, Paíno y Antuña, 2001): 1) el continuo extraversión, que se manifiesta
psicológicamente en los rasgos búsqueda de sensaciones, impulsividad e irritabilidad (y
se considera producto de una activación disminuida del sistema reticular o de suministro
de información al cerebro: al ingresar menos información en el cerebro, el individuo
propende a buscar mayores niveles de estimulación externa); 2) la dimensión
neuroticismo, que se traduce en una baja afectividad negativa ante estados de estrés,
ansiedad, depresión u hostilidad (cuya base biológica sería el sistema límbico); y 3) la
dimensión psicoticismo, que se manifiesta en características personales como una mayor
insensibilidad social, crueldad hacia otros y despreocupación por el propio daño
(considerada el resultado de la química corporal). Según Eysenck, la combinación única
en cada individuo de sus características propias en estas tres dimensiones personales, y
de sus propias experiencias ambientales, condicionaría los diversos grados de adaptación
individual y, también, de posible conducta antisocial. En consonancia con diversas
investigaciones, muchos delincuentes puntúan alto en extraversión y en psicoticismo, tal
y como predice esta teoría.
Además, la teoría de Eysenck sugiere que los seres humanos habitualmente
adquirimos, mediante condicionamiento clásico, la «conciencia moral»: es decir, los
condicionamientos internos necesarios para evitar realizar conductas antisociales (hurtar,
agredir, abusar sexualmente...) a pesar de que puedan presentárseles oportunidades
propicias para ello (presencia de dinero descuidado, sufrir un insulto, una posible víctima
vulnerable...). Tal proceso de concienciación moral tendría lugar particularmente durante
la infancia, a partir de la asociación repetida entre ciertos estímulos aversivos o castigos
administrados por padres y educadores y posibles comportamientos inapropiados o
antisociales. Sin embargo, a semejanza de condiciones educativas entre individuos,
aquellos que, como es el caso de muchos delincuentes, muestren una elevada
extraversión (lo que representa en el modelo de Eysenck un bajo nivel de excitabilidad
cortical y una sensibilidad al castigo disminuida), tendrían mayor dificultad para una
adquisición eficaz de la «conciencia moral». Una implicación importante de esta teoría
es que con individuos con alta extraversión (como es el caso de muchos delincuentes) es
prioritario el uso educativo del reforzamiento positivo (algo que hacen esencialmente los
tratamientos), mientras que resulta poco eficaz el empleo de procedimientos punitivos y
de castigo (Milan, 1987, 2001).
Sobre la base de todo lo anterior, el presupuesto de partida de las técnicas de
regulación emocional con delincuentes es que muchas de sus acciones violentas y
delictivas pueden precipitarse debido a sus carencias para el manejo apropiado de
situaciones conflictivas. Si en tales situaciones, como, por ejemplo, la disputa con un
amigo o con la pareja, no se cuenta con las habilidades necesarias para la autorregulación
emocional, las emociones podrían dispararse y el individuo agredir y dañar gravemente a
216
otras personas. En todos estos supuestos de desregulación emocional suelen estar
implicadas, asimismo, las diversas facetas del comportamiento a las que ya se ha
aludido: carencia de habilidades, interpretación tergiversada de las interacciones
sociales (por ejemplo, propendiendo a atribuir mala intención a otras personas) y
descontrol de la ira.
En función de esta diversidad de etiologías de las dificultades emocionales, las
técnicas psicológicas para ayudar a los individuos a regular sus emociones también
admiten distintas posibilidades de entrenamiento específico: dotarles de mejores
habilidades de comportamiento para enfrentar más eficazmente las situaciones de
conflicto, confrontar su pensamiento e interpretaciones distorsionadas de las
interacciones sociales, y ayudarles a adquirir un mejor control de sus estados de tensión
e ira.
A continuación se presentan diversas técnicas de regulación emocional, que
generalmente consisten no en tratamientos de componentes aislados de la conducta, sino
en programas multifacéticos en que se abordan dos o más facetas del comportamiento
(hábitos, cogniciones y emociones).
217
mientras que este se encuentra relajado 1 . Para evitar que el estímulo temido domine y
dispare la ansiedad incontrolada del individuo, dicho estímulo se disgrega en una
jerarquía estimular, o «trozos» o aspectos parciales de la situación temida, que se va
presentando al sujeto poco a poco, de manera progresiva, mientras se favorece su
relajación.
El proceso terapéutico de la desensibilización sistemática se estructura en las
siguientes fases principales: presentación de la técnica al sujeto, entrenamiento en
relajación (respuesta incompatible con la ansiedad), construcción de la jerarquía de
situaciones temidas y proceso de desensibilización progresiva, tal y como se acaba de
describir (Cruzado, Labrador y Muñoz, 2004b; Labrador y Crespo, 2016; Olivares,
Méndez y Beléndez, 2010).
La desensibilización sistemática ha sido una técnica de terapia conductual
ampliamente utilizada y eficaz en todos aquellos trastornos específicos en los que, como
en el caso de la fobia social, domina una patología ansiógena (Labrador et al., 2002;
Nathan, Gorman y Salkind, 2005). Sin embargo, presenta dificultades de aplicación en la
ansiedad generalizada (cuando no son claros y definidos los estímulos que producen la
ansiedad) y cuando los sujetos tienen dificultades para seguir el proceso requerido por la
técnica (incapacidad para relajarse o para imaginar vívidamente las escenas que deberán
desensibilizarse).
En la actualidad se utiliza menos que otras técnicas como la exposición, a la que se
hace referencia seguidamente (Echeburúa y De Corral, 2004; Nathan et al., 2005).
7.2.2. Exposición
218
de los delincuentes por lo que se refiere a las problemáticas de interacción en las que
existe ansiedad social. Problemas de esta índole no son infrecuentes en delincuentes
juveniles, agresores sexuales y maltratadores.
219
cognitiva, autorrefuerzo y resolución de problemas interpersonales.
2. Para el entrenamiento en control de la activación emocional, mediante
relajación, enseñanza para la detección de señales internas de tensión,
desensibilización sistemática y autoinstrucciones.
3. Para el desarrollo de habilidades de conducta se emplea como herramienta
básica el análisis funcional del comportamiento, que permite identificar y
reorganizar antecedentes y consecuentes de la conducta; también se incluye
exposición en vivo o en la imaginación, modelado y práctica de conducta.
4. Para la enseñanza de habilidades de afrontamiento se propone seguir cuatro
etapas: preparación ante la situación conflictiva, confrontación real a dicha
situación, afrontamiento (por ejemplo, mediante autoinstrucciones) de la
activación emocional que se va experimentando, y reforzamiento de los
avances.
Uno de los tratamientos más empleados para el control de la ira ha sido el diseñado
por Novaco y sus colaboradores en el Hospital Estatal de California (Novaco, 2013;
Novaco, Ramm y Black, 2001; Novaco y Taylor, 2015) a partir del programa de
inoculación de estrés de Meichenbaum (1987). En el contexto de este tratamiento la ira
se define como una reacción afectiva que se suscita ante estímulos provocadores,
considerando que la ira y la agresión mantienen una relación dinámica, en el sentido de
que la ira es una emoción normal que no necesariamente tiene que acabar en agresión.
Sin embargo, se observa que a menudo es un activador significativo del comportamiento
de agresión. En dirección opuesta, en ausencia de ira también pueden producirse
comportamientos de agresión y otras conductas ilícitas, de carácter más frío y
planificado.
Es decir, no todos los delincuentes, incluso siendo autores de delitos violentos, son
necesariamente candidatos a seguir un tratamiento de control de la ira, sino que tal
necesidad debe ponderarse para cada caso concreto.
El programa de control de la ira diseñado por Novaco y sus colaboradores (1975,
2013; Novaco et al., 2001; Novaco y Renwick, 1998; Novaco y Taylor, 2015) tiene
220
varios niveles de intervención, en función del grado en que los sujetos presentan
problemas de ira vinculados a la agresión: en un nivel 1, con ira baja, los sujetos pueden
ser tratados en servicios clínicos generales que atiendan también el problema de la ira; en
un nivel 2, que es denominado de gestión de la ira, se aplica un tratamiento
psicoeducativo de baja intensidad, generalmente a partir de técnicas cognitivo-
conductuales estándar; en el nivel 3, denominado tratamiento de la ira, se interviene
sobre problemas graves de ira tratados como objetivo específico, aunque de modo
compatible con otras posibles terapias más globales; por último, también se define un
nivel 3R, tratamiento de la ira protocolizado y evaluado, en que se aplica el mismo
tratamiento del nivel 3 pero incluyendo a los sujetos seleccionados en un diseño de
evaluación más estricto.
Los componentes esenciales del tratamiento de la ira de Novaco (1975, 2013; Novaco
y Taylor, 2015) son los siguientes:
221
7.5. ENTRENAMIENTO PARA REEMPLAZAR LA AGRESIÓN (PROGRAMA
ART) CON DELINCUENTES JUVENILES
«Mi familia me hace muy poco caso. Veo las cosas mal de cara al futuro. Si mi padre no se hubiese ido de
casa y me hiciese más caso, le querría más. Podría ser feliz si la gente me estimara. Mis profesores y mis
compañeros de colegio me odian. Todos aquellos a los que más aprecio ni me escuchan. Todo el mundo me
trata como a un perro. Ello me obliga a comportarme como lo hago. A mi madre la quiero bastante, pero a
veces he tenido que pararle los pies.»
A) Enseñanza de habilidades
1. Habilidades básicas, tales como escuchar, iniciar una conversación, preguntar, dar
las gracias, etcétera.
2. Habilidades avanzadas: pedir ayuda, seguir y dar instrucciones, convencer a otros,
etcétera.
3. Habilidades para manejar sentimientos, identificar y expresar las propias
emociones y las de los otros, entender a otras personas, expresar afecto,
autorreforzarse, etcétera.
4. Habilidades alternativas a la agresión: pedir dinero para cubrir alguna necesidad
urgente, ayudar a otras personas, negociar situaciones interpersonales de conflicto,
autocontrolarse, evitar situaciones problemáticas, etcétera.
222
5. Habilidades para afrontar el estrés, que incluyen formular quejas y responder a
las quejas de otros, afrontar el rechazo, la presión de grupo o las acusaciones que
puedan recibirse de parte de otras personas.
6. Habilidades de planificación, para decidir sobre acciones que uno debe emprender,
formular hipótesis sobre las causas posibles de los problemas que uno tiene,
establecer objetivos, obtener información para actuar con mayor eficacia,
concentrarse en tareas específicas, etcétera.
Para la enseñanza de todo lo anterior se utilizan los pasos más habituales del
entrenamiento en habilidades sociales, que incluyen (Glick, 2003):
C) Desarrollo moral
223
delictivo son de cuatro tipos (Glick, 2003): a) errores de pensamiento egocéntrico; b)
ponerse siempre en «lo peor»; c) culpabilización de los otros, y d) minimización de la
gravedad de la propia conducta y responsabilidad.
Para promover el desarrollo moral de los sujetos se utiliza su exposición sistemática a
dilemas morales (véase con mayor detalle esta técnica en el capítulo 6), procedimiento
que Goldstein y Glick desarrollan, en sesiones grupales, en cuatro fases:
En una versión más reciente, Glick (2003) ha reducido la extensión del programa
ART a una aplicación de diez semanas, con sesiones diarias, en grupos de 8 a 10
jóvenes, de acuerdo con la planificación que se recoge en la tabla 7.1.
TABLA 7.1
Aplicación reducida (en 10 semanas, S) del programa ART para sus componentes de
entrenamiento en aprendizaje estructurado y entrenamiento en control de ira
A) Entrenamiento en aprendizaje
S B) Entrenamiento en control de ira
estructurado
224
5. Decide cuál es la mejor manera de
mostrárselo.
4 Manejar una situación en la que una Avisos o advertencias (mediante tarjetas, etcétera):
persona está iracunda:
1. Revisión sesión 3.
1. Escucha a la persona que está 2. Introducción a las advertencias.
irritada. 3. Modelado del uso de advertencias.
2. Intenta entender qué es lo que 4. Role-play: disparadores + señales + reductores de ira +
dicha persona está diciendo y advertencias.
sintiendo. 5. Revisión de advertencias.
3. Decide si podrías decir o hacer
algo para manejar la situación.
4. Si consideras que puedes, intenta
manejar la ira de la otra persona.
225
5. Revisión de «Pensar en futuro».
226
clásico cognitivo-conductual con técnicas de terapia dramática y mindfulness, para el
tratamiento (grupal e individual) de jóvenes delincuentes de 16 a 21 años (van Horn,
Hendriks y Wissink, 2014). La evaluación de este programa mostró que el grupo de 63
sujetos tratados mediante Re-ART mejoraron significativamente, en relación con un
grupo control de 28 sujetos que siguieron el tratamiento habitualmente usado en el
mismo centro [(Treatment-As-Usual (TAU)], en las siguientes variables: mejora de
habilidades de afrontamiento y de la responsividad al tratamiento, y reducción de la
conducta agresiva, de las cogniciones irracionales y de la reincidencia delictiva.
227
parejas experimentan a lo largo de su relación alguna forma de violencia física (Browne,
1989). La Organización Mundial de la Salud ha valorado que entre un 2,1 y un 30 por
100 de las mujeres sufren anualmente maltrato físico por parte de sus parejas masculinas,
y entre un 19,8 y un 46 por 100 experimentan maltrato alguna vez a lo largo de su vida
(Echeburúa y Redondo, 2010).
En España, según estudios del Instituto de la Mujer, más del 3 por 100 de las mujeres
mayores de 18 años se consideran maltratadas, y más del 9 por 100 experimentan
conductas vejatorias inaceptables en una relación de pareja (Echeburúa y Redondo,
2010). Por otro lado, más de sesenta mil mujeres denuncian anualmente haber sufrido
maltrato de pareja. Algunos estudios han considerado que el índice de denuncia
representaría entre el 5 y el 10 por 100 de los casos que acontecen, a partir de lo cual
podría estimarse la existencia en España de más de 600.000 episodios anuales de
maltrato de pareja (Benítez, 1999, 2004; Echeburúa y Redondo, 2010; Martín Barroso y
Laborda Rodríguez, 1996/1997). Además, en la dimensión más dramática y alarmante de
este grave problema, entre 50 y 70 mujeres son asesinadas anualmente en España por sus
maridos o parejas.
En general, se considera que la violencia en la pareja presenta algunas características
diferenciales de la violencia que acontece fuera del entorno familiar (Dobash y Dobash,
2001; Echeburúa y Redondo, 2010). Aunque también algunas mujeres maltratan
psicológica o físicamente a sus parejas varones, lo más frecuente es que las mujeres sean
las víctimas de estos hechos. El maltrato de pareja produce a las víctimas daños y
lesiones físicas graves, así como daños psicológicos y deterioros conductuales muy
severos en forma de depresión, ansiedad y miedo.
Ante este gravísimo problema social y criminal, la prioridad inmediata debe ser a
todas luces proteger a las víctimas del riesgo de futuras agresiones, ofreciéndoles todas
las ayudas y apoyos necesarios, de cariz psicológico, social o económico (Echeburúa y
Redondo, 2010; Garrido, 2015). Aun así, desde la perspectiva de la prevención del
maltrato, también deben ser una prioridad paralela los propios maltratadores, que
reiteradamente han agredido a una o más parejas, y a menudo también a sus hijos o a
otras personas. Es decir, para muchos agresores el maltrato constituye una característica
habitual de su comportamiento y una manera típica de interaccionar con otros,
particularmente con sus parejas (Ohlin y Tonry, 1989). Por ello, los propios
maltratadores deben constituir también, después de las víctimas, un objetivo
imprescindible de intervención preventiva, con el propósito de evitar que repitan sus
agresiones con la misma u otras víctimas (Arce y Fariña, 2007; Echeburúa y Redondo,
2010; Steward et al., 2014).
Leonore E. Walker describió el maltrato de pareja a partir de su conocida teoría del
ciclo de la violencia, que estructura el proceso recurrente que suelen seguir los episodios
de maltrato de pareja en tres etapas principales (Walker, 1989, 2004): 1) acumulación de
tensión, como resultado de fricciones (verbales o físicas) crecientes entre los miembros
228
de la pareja; 2) incidente de violencia, que lleva la crispación al límite y precipita la
agresión; y 3) etapa de luna de miel, en la que el agresor «se arrepiente» y promete
cambiar (ser un buen marido, un buen padre, dejar de beber, etcétera), dando lugar a una
restauración temporal de la «armonía» de pareja, al menos hasta el siguiente ciclo
violento.
Baldry (2002) identificó otras conductas también recurrentes en el proceso del
maltrato: 1) intimidación de la mujer, especialmente a partir del acoso que realiza el
agresor; 2) aislamiento de sus amigos y familiares; 3) crítica continuada a la víctima, lo
que comporta un permanente maltrato psicológico; 4) segregación de la víctima de la
vida cotidiana, reforzando su aislamiento; 5) agresión física y sexual cuando la víctima
da indicios de rebelarse; 6) falsa reconciliación (la etapa de «luna de miel» en el modelo
de Walker), en que le pide perdón o le hace regalos, y 7) chantaje, quizá amenazándola
con quitarle a los hijos o hacerles daño.
Existen diversas explicaciones de la violencia y el maltrato de pareja, entre las que se
incluyen la perspectiva feminista, la psicología evolucionista, la relativa a la presencia de
trastornos psicológicos y de personalidad, y la concerniente al aprendizaje social de las
conductas de maltrato. Desde todos estos planteamientos se realizan aportaciones
relevantes para una mejor comprensión científica de este complejo problema del
maltrato que ejercen algunos varones y sufren múltiples mujeres. Para un análisis más
amplio de estas diversas perspectivas teóricas remitimos al lector interesado a la obra de
Echeburúa y Redondo (2010) ¿Por qué víctima es femenino y agresor masculino?,
publicada en esta misma colección de la Editorial Pirámide.
No obstante, dado el carácter aplicado de este manual, aquí se prestará atención
prioritaria a aquellas perspectivas teóricas que, en mayor grado, son susceptibles de
orientar el diseño y la aplicación de tratamientos con maltratadores. Para ello resultan
especialmente relevantes dos modelos conceptuales ya presentados con anterioridad y
estrechamente relacionados entre sí.
El primero es el modelo del aprendizaje social, que sugiere que los comportamientos
y estilos de maltrato en el hogar se aprenden, de modo semejante a otras conductas
violentas (Ashworth, 1997; Dobash y Dobash, 2001; Jolin y Moose, 1997; O’Leary,
1988; Redondo y Garrido, 2013), mediante imitación de modelos paternos agresivos y de
maltrato; y se mantienen a partir de las consecuencias favorables que el maltratador logra
en su propósito de controlar la conducta de su víctima.
El segundo modelo comprensivo del maltrato, que también realza la interacción en la
pareja como elemento fundamental del maltrato, es el cognitivo. Su premisa central es,
como ya se ha comentado, que existe una estrecha vinculación entre a) emociones, b)
pensamientos y c) conductas. A modo de ilustración de esta perspectiva, se sugiere que
en los agresores se establecerían secuencias «emoción → pensamiento →
comportamiento», semejante a la que se ilustra mediante el siguiente ejemplo:
229
a) Emoción precipitada: «Mi mujer ha comprado una alfombra nueva. ¿Cuánto le
habrá costado? ¿No se da cuenta de que no llegamos a fin de mes? Esta mujer me
saca de quicio.»
b) Pensamiento precipitado: «No hay quien pueda con ella por las buenas. ¡Tantas
veces se lo he dicho! Aunque me duela, solo entiende un lenguaje.»
c) Conducta precipitada: tras una nueva discusión acalorada al respecto, que va
subiendo de tono, se produce la agresión.
Estos dos modelos (de aprendizaje social y cognitivo) son formulados de manera
integrada en la actualidad, tal y como ya se ha razonado. Según ello, para comprender la
agresión familiar son relevantes los dos aspectos centrales siguientes: en primer lugar,
los estímulos que preceden (y facilitan) a la agresión y los que la siguen (y la refuerzan y
mantienen en el tiempo); en segundo término, las elaboraciones cognitivas y
emocionales que el individuo realiza de tales estímulos en la interacción familiar. Es
decir, qué sucede cuando una mujer y un hombre se relacionan y cómo ellos (y
especialmente el agresor) interpretan lo que sucede.
Desde el enfoque terapéutico que aquí nos ocupa, la perspectiva aludida, que aúna
factores de conducta, de pensamiento y emocionales, ha mostrado ser una de las más
prometedoras para el tratamiento de los agresores familiares (Dobash y Dobash, 2001;
Echeburúa y Redondo, 2010; Labrador, Cruzado y Muñoz, 2004; Saunders y Azar,
1989). Y, en efecto, se han documentado en los maltratadores diversos factores de riesgo
y déficits psicológicos en todas estas facetas, que guardan estrecha asociación con las
conductas de maltrato y agresión, y que en consecuencia deberán constituir objetivos
prioritarios de los tratamientos aplicados con ellos (Aguilar et al., 1995; Browne, 1989;
Echeburúa, Del Corral y Amor, 2002; Echeburúa y Fernández-Montalvo, 2001, 2006a,
2006b; Echeburúa y Redondo, 2010; Fernández-Montalvo, Echeburúa y Amor, 2005;
O’Leary, 1988; Matud et al., 2003; Steward et al., 2014):
230
— Fuerte tendencia a externalizar la responsabilidad de los problemas,
culpabilizando de ellos a otras personas (especialmente a su pareja).
— Percepción de vulnerabilidad de la víctima y utilidad percibida de las conductas
violentas para el logro de sus objetivos de control de la pareja u otros.
— Pensamiento obsesivo, sobre todo en forma de celos patológicos.
— Posibles trastornos de personalidad: antisocial, límite, paranoide o narcisista.
— Factores precipitantes: abuso de alcohol y de otras drogas, que puede aparecer
hasta en el 60 por 100 de los episodios de maltrato, o posibles frustraciones en la
vida cotidiana de pareja.
— Elevada ansiedad social y baja autoestima.
231
Gabora y Kropp, 2014; http://www.csc-scc.gc.ca).
Dichos programas se estructuran en dos niveles posibles de intensidad (alta o
moderada), en consonancia con el nivel de riesgo de cada sujeto. Se basan en el modelo
de aprendizaje social (que también se ha razonado anteriormente en este epígrafe), que
concibe el maltrato contra las mujeres como un patrón de comportamiento aprendido que
puede ser modificado. En el tratamiento se enseña a los participantes a clarificar las
dinámicas de interacción en que se precipitan sus comportamientos violentos, y se les
entrena, mediante técnicas cognitivo-conductuales, a identificar los comportamientos de
agresión y abuso de sus parejas, y a reemplazarlos por comportamientos de interacción
positiva. El tratamiento, de cariz multifacético, también incluye educación,
entrenamiento en habilidades, prevención de recaídas y «consejo» individual.
La modalidad de Programa de prevención de violencia familiar de alta intensidad se
ofrece solo en instituciones cerradas (para maltratadores de alto riesgo). Está integrada
por 75 sesiones grupales de 2,5 horas, desarrolladas a lo largo de un período de unas 15
semanas, a las que se añaden de 8 a 10 sesiones individuales. Dicha modalidad es
administrada por un psicólogo y un responsable de programa entrenado al efecto.
La versión de Programa de prevención de violencia familiar de baja intensidad se
oferta tanto en centros cerrados como en la comunidad. Se lleva a cabo en 24 sesiones
grupales de 2,5 horas, administradas a lo largo de 5 a 13 semanas, a las que hay que
sumar 3 sesiones individuales.
Tras finalizar el tratamiento (en alguno de sus dos niveles de intensidad) se requiere a
los sujetos a que participen en un Programa de mantenimiento, que se ofrece tanto en los
centros penitenciarios como en la comunidad. Dicho programa se orienta a trabajar
específicamente en prevención de recaídas, teniendo en cuenta las nuevas habilidades
adquiridas por el sujeto y las situaciones de riesgo de violencia a las que deberá
enfrentarse en el futuro. Existen programas de tratamiento de agresores familiares,
semejantes a estos, en los servicios penitenciarios de EEUU, del Reino Unido y de otros
países.
Para aquellos maltratadores que o bien rechazan participar en el tratamiento, o
todavía no lo han podido seguir debido a que les resta mucho tiempo de condena, se ha
creado un cuaderno de trabajo que se les facilita como preparación para el cambio. Se
trata de una ayuda inicial reflexiva e informativa, que en ningún caso pretende
reemplazar al propio programa de tratamiento.
Uno de los proyectos clásicos más ambiciosos de evaluación de programas para
agresores familiares fue el desarrollado en Canadá por Lemire, Rondeau, Brochu,
Schneeberger y Brodeur (1996), en la Universidad de Montreal. Estos autores revisaron
126 estudios evaluativos y compararon las peculiaridades y la efectividad de los
programas aplicados en la comunidad y de los aplicados en el marco del sistema de
justicia (especialmente dentro de las prisiones). La mayoría de los programas revisados
por ellos habían seguido el modelo cognitivo-conductual, aunque algunos habían
232
utilizado modelos feministas, psicodinámicos y sistémicos. Las principales conclusiones
que pueden extraerse de Lemire et al. (1996) y también de algunas evaluaciones más
recientes de los tratamientos con maltratadores (Echeburúa y Redondo, 2010) son las
siguientes:
233
1999; Echeburúa y Redondo, 2010). Uno de estos programas se dirige a las mujeres
víctimas de violencia familiar y otro al tratamiento de los agresores.
Las principales consideraciones y conclusiones de estos autores sobre el tratamiento
comunitario de los agresores son las siguientes:
234
TABLA 7.2
Registro para debatir creencias
Las mujeres ¿Estoy seguro de todo esto? Las mujeres y los hombres Cada persona (hombre o
tienen menos ¿Existen excepciones? somos seres humanos, y mujer) es único y diferente a
fuerza física ante la ley somos iguales. los demás.
que los
hombres.
Los hombres Si yo fuera mujer, ¿me Como hombre, me Hay demasiados aspectos
valen más que gustaría que dijeran los demás molestaría oír a una mujer que definen lo que es
las mujeres. que soy inferior? decir que ellas son superioridad e inferioridad.
superiores a los hombres. No se puede generalizar.
La mujer fue ¿Qué criterios tengo para Hay mujeres que son más Las mujeres y los hombres,
creada para indicar superioridad: la ricas y más fuertes física y en conjunto, son semejantes.
satisfacer al riqueza, la fuerza física, la psicológicamente que
hombre, y fuerza psicológica, etcétera? muchos hombres.
punto.
TABLA 7.3
Registro de ira
Técnica
Situación Señales de ira Nivel de ira (0-10) empleada (para Resultado
controlar la ira)
235
concreta: una palabra que nos fastidiarme, escala imaginaria de lugar. la ira.
han dicho, un reproche, etcétera. 0-10. Parada del Negativo:
etcétera. Sensaciones pensamiento. no se ha
Otras veces puede tratarse de corporales: Autoinstrucciones logrado
nuestra disposición para — Tensión positivas. controlar.
enfadarnos, al haber física. Hablar,
acumulado tensión por algo. — Tono de voz relajarse...
elevado.
Comportamientos
agresivos:
— Dar un
portazo.
— Chillar,
insultar.
236
meses. Su principal objetivo es la disminución de la probabilidad de reincidencia en
actos de violencia de género, a partir de las siguientes once unidades terapéuticas (Ruiz
Arias et al., 2010): motivación al cambio, expresión de emociones, distorsiones
cognitivas, mecanismos de defensa, empatía con la víctima, control de la ira, coerción
sexual en la pareja, violencia psicológica, abuso de los hijos, género y violencia de
género, y prevención de recaídas.
Más recientemente también se ha creado un nuevo programa, pero en este caso para
su aplicación en la comunidad, denominado Programa de intervención para agresores
de violencia de género en medidas alternativas (PRIA-MA) (Suárez et al., 2015). Sus
objetivos son el entrenamiento y mejora de pensamientos, emociones y conductas
violentas asociados a la agresión contra la pareja o expareja. Tiene una duración
aproximada de ocho meses, con una intensidad de 32 sesiones de 2 h., a partir de los diez
siguientes componentes de intervención: 1) inteligencia emocional y autoestima, 2)
pensamiento y bienestar, 3) género y nuevas masculinidades, 4) habilidades de
autocontrol y gestión de la ira, 5) empatía, 6) celos, 7) confianza, tolerancia, respeto y
libertad en las relaciones humanas, 8) relaciones de pareja sanas y ruptura, 9) pensando
en los menores y 10) afrontando el futuro.
237
3. Reestructuración cognitiva de opiniones, creencias y actitudes erróneas sobre su
relación de pareja, las mujeres, el uso de la violencia...
4. Control de la activación, usando relajación progresiva o entrenamiento autógeno
en relajación.
5. Resolución de problemas, mediante la técnica clásica de D’Zurilla, que entrena a
los sujetos en: orientación general hacia el problema, definición y formulación del
mismo, generación de soluciones alternativas, toma de decisiones y verificación de
la solución seleccionada.
6. Modelado, tanto en vivo como mediante grabaciones, para enseñar a los agresores
comportamientos alternativos a la violencia y mostrarles posibles consecuencias
negativas de sus conductas de agresión.
7. Entrenamiento en habilidades de comunicación, para mejorar su capacidad de
expresión, conversación, negociación, asertividad, etcétera.
238
(con la salvedad apuntada por los autores de que podrían existir casos de maltrato oculto;
Arce, 2017): una reducción firme en las medidas de hostilidad de hasta el 100 por 100
(agresión, ira, irritabilidad, rabia, resentimiento), una disminución relevante de las ideas
persecutorias de hasta el 79,2 por 100 (sospechas, temor a perder la autonomía,
necesidad de control de otras personas, dificultades para expresar hostilidad), y una
mejora moderada de los síntomas depresivos previos observados en muchos de los
maltratadores, de hasta el 55,7 por 100. Los autores consideran, en conexión con la
bibliografía previa en este campo, que todos estos factores de riesgo (hostilidad, ideas
persecutorias y síntomas depresivos) estarían en la base de la propensión al maltrato
evidenciada por los sujetos de esta muestra. En cambio, en consonancia con estudios
previos (Maruna y Mann, 2006), no halla evidencia de que las distorsiones cognitivas de
estos sujetos originen sus conductas de maltrato, sino más bien que dichas distorsiones
podrían constituir justificaciones post hoc de sus agresiones (Arce, 2017).
RESUMEN
Está bien documentado que la ira puede jugar un papel crítico para el comportamiento
violento y delictivo. La teoría general de la tensión, de Agnew, sugiere que el
comportamiento de agresión y delictivo puede constituir una opción de conducta contra
aquella o aquellas fuentes de tensión que sufre un individuo (típicamente, la
imposibilidad de lograr sus objetivos, ser privado de gratificaciones o ser sometido a
situaciones aversivas). Por su lado, la teoría de la personalidad de Eysenck propone que
los individuos con alta extraversión (como es el caso de muchos delincuentes) tendrían
una baja sensibilidad al castigo y mayores dificultades para condicionar una adecuada
«conciencia moral» e inhibir la ira y la agresión.
Las técnicas de regulación emocional parten del supuesto de que muchos delincuentes
tienen dificultades para el manejo de situaciones conflictivas de la vida diaria, lo que
puede llevarlos al descontrol emocional, y a la agresión verbal o física a otras personas.
En ello suele implicarse una secuencia de elementos relacionados, que incluye
generalmente los tres siguientes: carencia de habilidades de manejo de la situación de
conflicto, interpretación inadecuada de las interacciones sociales (por ejemplo,
atribuyendo mala intención de la otra persona) y exasperación emotiva. En
consecuencia, los mejores tratamientos en esta materia se orientan a entrenar a los
participantes para que puedan superar todas las anteriores dificultades.
A la vez que a algunos individuos, debido a sus características personales, les cuesta
condicionar la ansiedad y el temor necesarios para evitar cometer delitos, otros pueden
adquirir un temor patológico ante situaciones cotidianas de interacción social, lo que
podría dificultar sus relaciones positivas. La desensibilización sistemática es un
procedimiento terapéutico en el que se entrena a los sujetos en relajación profunda, para
que la relajación opere como respuesta antagónica a la ansiedad patológica que
239
experimentan ante ciertas situaciones o estímulos. Para ello se establece una jerarquía de
tales estímulos en función de su fuerza para generar ansiedad. Mientras el individuo se
encuentra profundamente relajado, se le van presentando poco a poco los estímulos de
dicha jerarquía, de modo que se vayan paulatinamente desensibilizando y perdiendo su
capacidad estresante. Para el tratamiento de la ansiedad también se ha utilizado la técnica
de exposición, consistente en entrenar al individuo para que se exponga físicamente a las
situaciones que teme, de modo que pueda experimentar lo injustificado de sus temores
ante ellas y, así, erradicarlos.
La técnica de «inoculación de estrés» interpreta la ira como el resultado de la
interacción entre una activación fisiológica excesiva de la persona, y su interpretación
distorsionada de dicha activación como amenazante. El tratamiento de la ira, de Novaco
y sus colaboradores, se basa en la inoculación de estrés e incluye los siguientes
componentes esenciales: autorregistro de ira y construcción de una jerarquía de
situaciones en que la ira se precipita, reestructuración cognitiva, relajación,
entrenamiento en afrontamiento y comunicación en la terapia, y práctica de lo aprendido
en la vida diaria.
Un programa multifacético relevante en este campo con jóvenes delincuentes es el
Entrenamiento para reemplazar la agresión (programa ART), que tiene tres ingredientes
principales: a) entrenamiento en 50 habilidades consideradas necesarias para la
interacción social; b) entrenamiento en control de ira (identificar disparadores y
precursores, usar estrategias reductoras y de reorientación del pensamiento,
autoevaluación y autorrefuerzo), y c) desarrollo moral (a partir del trabajo grupal sobre
dilemas morales). Actualmente existe una versión abreviada de este programa, que se
aplica en diez semanas.
Por último, el tratamiento de control de la ira es ejemplificado en el marco de los
programas multifacéticos que se llevan a cabo con maltratadores de pareja. En la
actualidad se considera que la violencia de pareja es un fenómeno complejo en el que
intervienen diversos factores de riesgo, que incluyen tanto características personales
como culturales y de interacción. Los programas de tratamiento internacionalmente
aplicados incorporan técnicas terapéuticas como las siguientes: autorregistro de
emociones de ira, desensibilización sistemática y relajación, modelado de
comportamientos no violentos, reforzamiento de la intervención apropiada,
entrenamiento en comunicación, reestructuración cognitiva de creencias sexistas y
justificadoras de la violencia, y prevención de recaídas.
En España existen diversos programas de tratamiento para agresores de pareja, que se
aplican tanto en prisiones como en la comunidad. El programa que se aplicó inicialmente
en prisiones fue el diseñado por Echeburúa y su equipo, que incluye los siguientes
ingredientes: aceptación de la propia responsabilidad, empatía y expresión de emociones,
creencias erróneas, control de emociones, desarrollo de habilidades y prevención de
recaídas. En Galicia, Arce y Fariña crearon el «Programa Galicia de reeducación
240
psicosocial de maltratadores de género», que se aplica bajo supervisión judicial en dicha
comunidad, e incluye 52 sesiones terapéuticas a lo largo de un año utilizando las
siguientes técnicas: autocontrol de la activación emocional y de la ira, reestructuración
cognitiva, resolución de problemas, modelado y entrenamiento en habilidades de
comunicación.
NOTAS
1 Wolpe y sus colaboradores informaron sobre el tratamiento exitoso mediante desensibilización sistemática de
distintos casos de trastornos de ansiedad: ansiedad social y tics, fobia a los automóviles, a las ambulancias y a los
hospitales (Lazarus y Rachman, 1975; Wolpe, 1992). Originariamente, Wolpe fundamentó la desensibilización
sistemática en un proceso de inhibición recíproca. Según ello, las respuestas de ansiedad tratadas mediante
desensibilización acabarían siendo inhibidas debido a la imposibilidad de su coexistencia con una respuesta
antagónica a ellas, como la relajación: «Si, en presencia de un estímulo evocador de ansiedad, puede conseguirse
una respuesta antagónica que suprima total o parcialmente las respuestas de ansiedad, entonces se debilitará el
vínculo de unión entre dichos estímulos y las respuestas de angustia» (Wolpe, 1992, p. 91).
241
8
Prevención de recaídas y terapias
contextuales
En las páginas que siguen se hace referencia inicialmente al problema de las recaídas y la
reincidencia delictiva, y se presentan diversas técnicas psicológicas de utilidad para mantener los
logros terapéuticos y para prevenir las recaídas en el delito, de cuya aplicación se muestran algunos
ejemplos. En el marco de la prevención de recaídas también se reflexiona en torno a la
reintegración social de los delincuentes, razonándose la necesidad del «des-etiquetado» de los
mismos y de su reaceptación en la comunidad, tras el cumplimiento de sus condenas, como
personas con plenas obligaciones y derechos. En segundo término se presentan diversas terapias
nuevas denominadas contextuales (o de tercera generación) que combinan el análisis funcional de
la conducta con presupuestos correspondientes a otras terapias de corte humanístico-existencial
(importancia de la relación terapéutica, atención al momento presente, etcétera). En concreto, se
describen la Psicoterapia analítica funcional, la Terapia de aceptación y compromiso, la Terapia de
conducta dialéctica y el Mindfulness.
242
desmotivación del sujeto y el abandono de su esfuerzo de cambio y mejora 1 . En el
campo del tratamiento de los delincuentes, el problema de la generalización y
mantenimiento de los beneficios terapéuticos es especialmente relevante, y su fracaso
puede tener consecuencias dramáticas; considérense las nefastas implicaciones
personales, sociales y legales de las reincidencias delictivas, en las que se producen
robos violentos, lesiones, agresiones sexuales e incluso, en alguna ocasión, un asesinato.
La conciencia sobre el problema de las recaídas ha llevado al desarrollo de técnicas
específicas para disminuir el riesgo de reincidencia de los delincuentes tratados. Para ello
se han concebido en esencia dos tipos de actuaciones. Unas, más clásicas y directamente
conectadas con los principios del aprendizaje, conocidas como técnicas de
generalización y mantenimiento del comportamiento; y otras más recientes y específicas,
denominadas técnicas de prevención de recaídas, que aunque también parten de
principios básicos del aprendizaje priorizan las facetas cognitivas de la conducta
humana. Se hará referencia a estos dos grupos de técnicas a continuación.
1. Estrategias reactivas, que serían aquellas que pueden ser empleadas cuando se
constata que no se produce la generalización y mantenimiento del comportamiento
de modo natural. Entre estas se encontrarían las siguientes:
243
intervención terapéutica directamente en aquel contexto en que la
generalización no se produce (por ejemplo, realizando algunas sesiones de
entrenamiento conjunto con el sujeto y con su pareja).
b) Otra opción sería repetir la intervención en diversos contextos y para
comportamientos diferentes (es decir, del modo más amplio posible), hasta que
la generalización y el mantenimiento comiencen a aparecer en situaciones y
lugares que no han sido directamente incluidos en el programa.
c) Al trabajar con delincuentes de extracción marginal (lo que suele ser frecuente)
pueden aparecer dos dificultades añadidas: por un lado que, debido a la propia
situación de marginalidad, resulte muy difícil promover una transformación,
aunque sea parcial, de sus contextos sociofamiliares; por otro, que los
repertorios de conductas delictivas y de riesgo (consumo de drogas, estilo de
vida ocioso y carente de planificación...) estén tan arraigados que el programa
de tratamiento aplicado no pueda lograr todos los cambios que serían
convenientes. En estos casos, una estrategia reactiva apropiada puede consistir
en proveer a los sujetos de ciertos ambientes artificiales o de soporte (por
ejemplo, mediante la asistencia familiar de profesionales, centros de
tratamiento de toxicómanos, instituciones públicas de ayuda, grupos de barrio,
etcétera), intentando promover la conexión del sujeto a largo plazo con
ambientes distintos al propio.
244
ambientes comunitarios del sujeto, en los que se tiene que producir el
mantenimiento del comportamiento, y usar en el programa consecuencias que
sean corrientes en tales contextos naturales (entre las que los reforzadores
sociales serán siempre de gran utilidad).
Dos estrategias más sofisticadas que pueden también emplearse son las siguientes:
Como puede verse, existen diversas posibilidades a la hora de diseñar estrategias que
promuevan en los delincuentes la generalización y el mantenimiento de los
comportamientos sociales. Lo importante es elegir y estructurar el procedimiento de
mantenimiento más conveniente, en función de las características de los sujetos tratados
y de sus situaciones particulares.
245
últimos años.
Los programas de tratamiento de las adicciones a sustancias resultaban efectivos,
mientras se aplicaban, para reducir el consumo y la dependencia de las drogas, pero se
producían tasas muy elevadas (de hasta el 80 por 100) de recaída en el consumo a lo
largo de tan sólo un año de seguimiento. Marlatt y Gordon (1985; Parks y Marlatt, 2000)
consideran que existen tres situaciones de alto riesgo típicas y comunes a muchas
recaídas: los estadios emocionales negativos, los conflictos interpersonales y la presión
social. De ahí que propongan la conveniencia de anticipar y programar el mantenimiento
de los efectos de la abstinencia del consumo. Así pues, la formulación original de la
prevención de recaídas fue en realidad una estrategia psicológica de mantenimiento
(semejante a las anteriormente comentadas) y no un auténtico tratamiento diferenciado.
La necesidad de prevenir las recaídas y mantener los logros terapéuticos es
especialmente patente en aquellos trastornos psicológicos y de conducta relacionados
con comportamientos adictivos (al alcohol, al tabaco y a otras drogas) y de control de los
impulsos (conducta compulsiva, juego patológico, impulso de beber alcohol, compras
compulsivas, violencia interpersonal y parafilias). En todas estas problemáticas debe
esperarse que los sujetos se acaben enfrentando a situaciones de alto riesgo que puedan
llevarles a una recaída. Dos factores que han mostrado una particular asociación con la
reincidencia delictiva son las dificultades de autorregulación y la afectividad negativa,
que suelen implicar emociones dañinas como soledad, ansiedad, ira y culpa (Dafoe y
Stermac, 2013).
En el modelo de prevención de recaídas se entrena a los sujetos, paso a paso, acerca
de las dificultades y riesgos a los que pueden verse expuestos y sobre las estrategias de
control que pueden utilizar en cada caso. Su estructura general es la siguiente
(Hendershot, Witkiewitz, George y Marlatt, 2011; Parks y Marlatt, 2000):
246
aparentemente irrelevante, como las mencionadas, el individuo fuera capaz de
anticiparla y prevenirla, aumentaría su propia percepción de autoeficacia («Lo
estoy haciendo bien: debo estar atento») y disminuiría la probabilidad de recaída.
Por el contrario, si adoptara una decisión de conducta aparentemente irrelevante
(«Solamente hablaré con él, nada más») se estaría poniendo en alto riesgo y
probablemente disminuiría su percepción de autocontrol. Las situaciones de alto
riesgo para la recaída pueden proceder de tres fuentes: 1) estados emocionales
negativos («Me siento solo, he de hablar con alguien»), 2) conflictos
interpersonales (por ejemplo, una fuerte disputa familiar) y 3) presión social (por
ejemplo, influencia prodelictiva de un amigo).
4. Si su opción de conducta le ha puesto en riesgo, aún cabe que pueda adoptar
nuevas respuestas de afrontamiento desadaptadas (cognitivas, emocionales o de
nuevos comportamientos) que avancen hacia una posible recaída («Me quedaré
aquí solamente una hora»), o, por el contrario, respuestas adaptativas de
afrontamiento, que le alejen de la situación y de la probabilidad de recaída («Me
voy a casa y propondré a mi mujer que vayamos al cine»).
5. Según cuál de las dos previas opciones adopte, el individuo experimentará una
vivencia de violación de la abstinencia o de mantenimiento de la abstinencia.
Tales experiencias se conectan con distintos procesos psicológicos emocionales y
de pensamiento, que o bien desmotivan al sujeto, poniéndole en mayor riesgo de
recaída («¡Es muy difícil: será la última vez, tampoco es tan grave!»), o bien le
refuerzan y animan a continuar abstinente («¡He logrado controlar la situación: si
me esfuerzo, también podré controlarla en otras ocasiones!»).
247
adicción (disposiciones genéticas y rasgos de personalidad, riesgos familiares,
sensibilidad metabólica al uso de drogas...), y 2) respuestas y procesos fásicos, relativos
a los factores de riesgo más próximos y que pueden fluctuar en el tiempo y en distintos
contextos (estado emocional, expectativas, autoeficacia percibida, motivación...).
Mientras que los procesos tónicos definirían qué personas pueden resultar más
vulnerables para una recaída, los básicos condicionarían la específica ocurrencia de una
recaída.
En la adaptación de la técnica de prevención de recaídas hecha desde el ámbito del
tratamiento de los delincuentes sexuales se ha introducido el constructo (que se vincula
directamente a la investigación básica en aprendizaje) de cadena cognitivo-conductual
(Parks y Marlatt, 2000). Una cadena cognitivo-conductual es una secuencia de dobles
eslabones, conductuales y cognitivo/interpretativos, en los que eventos diversos
(relacionados con la propia conducta o la de otras personas) van siendo interpretados por
el individuo (de modo distorsionado, acorde con sus rutinas delictivas previas) como
peldaños que le van a ir conduciendo, en un ascenso percibido como irremediable, hacia
una cada vez más probable recaída. En la figura 8.1 se presenta un ejemplo de cadena
cognitivo-conductual extraído del Programa de control de la agresión sexual al que ya
nos hemos referido (Garrido y Beneyto, 1996).
248
FUENTE: Garrido y Beneyto (1996).
Figura 8.1.—Cadena de recaída en la agresión sexual.
249
hacerlo hacia los aspectos más positivos del mismo (sus esfuerzos de reinserción social).
Por ello, según Thornton, el trabajo con los delincuentes sobre factores y situaciones de
riesgo podría constituir una tentación para la recaída, y transmitir al sujeto el mensaje de
que las recaídas son normales y esperables. Además, otro problema importante de la
técnica sería que presupone que los sujetos están motivados para prevenir sus recaídas,
quieren aprender a hacerlo, y pondrán en práctica las estrategias de prevención que han
adquirido. Sin embargo, como se ha comentado con anterioridad, no siempre los
delincuentes tienen una motivación genuina para el tratamiento y el cambio terapéutico.
Según Laws (2001), este es el aspecto más problemático que puede presentar la filosofía
originaria de esta técnica: dar por hecho que los delincuentes tienen la motivación
necesaria para esforzarse en los cambios de vida que los programas de tratamiento les
proponen. En este punto se remite al lector a la relectura del epígrafe titulado
«motivación de los delincuentes para cambiar» del capítulo 2.
Según lo comentado en este capítulo, los factores de riesgo dinámicos, que deben ser
objetivos del tratamiento, no son solo ni prioritariamente aquellos que pueda haber en las
instituciones en las que se aplican los programas (por ejemplo, carencia del sujeto de
dinero, conflictos y provocaciones...), sino prioritariamente aquellos elementos de riesgo
que puedan ser típicos de la comunidad social a la que el individuo tornará, y por ello
susceptibles de estimular su futura reincidencia (por ejemplo, dificultades económicas
graves, carencia de empleo y vínculos prosociales, amigos delincuentes, disponibilidad
de drogas...). Por ello, los tratamientos deberían promover aquellas características
positivas de los ambientes sociales de reintegración que pueden promover el
mantenimiento de los logros terapéuticos y la prevención de recaídas. Esto podría
hacerse de varias maneras (Lösel, 2001):
250
Incluso sin haber participado en un tratamiento, muchos delincuentes graves
acaban desistiendo del delito, debido a la influencia favorable de factores
protectores naturales: vinculación con familiares u otras personas no delincuentes;
vuelta a previos contextos educativos; mejora «natural», como resultado de la
maduración personal, de sus competencias cognitivas y de su capacidad de
planificación del futuro; vinculación al mundo laboral (formación profesional,
obtención de un empleo); inicio de una relación satisfactoria de pareja, etcétera.
De ahí la importancia que tiene la incorporación en los programas de tratamiento
de factores protectores naturales análogos a los aludidos, que puedan contribuir a
la transferencia y mantenimiento de resultados terapéuticos.
c) Características del barrio y la comunidad a la que se reincorpora el individuo.
Existen diversos factores sociales de especial riesgo delictivo en el nivel de las
familias y los barrios (concentración de pobreza, desempleo, tráfico y consumo de
drogas, criminalidad generalizada...; Redondo y Garrido, 2013). A pesar de la
dificultad especial que entraña la mejora de muchos de estos factores, en la
planificación de los tratamientos deberían tomarse en consideración, para
contrarrestar en la mayor medida posible sus eventuales efectos criminógenos.
251
más intensivamente las habilidades en que fueron entrenados. Se desarrolla en un
mínimo de ocho sesiones grupales de 2 a 3 horas, dependiendo de las necesidades de los
sujetos. Se ofrece tanto en centros cerrados como en la comunidad, y tanto a grupos de
varones como de mujeres. Las posibles mejoras en el tratamiento se evalúan mediante un
examen de los conocimientos adquiridos.
1. Proceso de admisión, con tres sesiones individuales en las que, mediante la técnica
de «entrevista motivacional», se orienta y anima al sujeto a cambiar, a la vez que
se efectúa su evaluación.
252
2. Proceso de intervención, desarrollado en seis módulos sucesivos a lo largo de 20
sesiones grupales de 2 horas, que se llevan a cabo de 1 a 3 veces por semana.
3. Proceso de cierre, planteado en dos sesiones individuales en las que se revisa con
el sujeto su informe final y se prepara, en coordinación con el agente de libertad
condicional, su plan individual de prevención de recaídas.
253
de programa Círculos de apoyo y responsabilidad (CerclesCat), en un proyecto
compartido con otros países europeos. En coherencia con la experiencia canadiense
originaria y con su posterior desarrollo internacional, el programa Círculos es una
intervención comunitaria (con una duración aproximada de 18 meses) de gestión y
prevención del riesgo que puedan presentar determinados exdelincuentes sexuales
cuando son puestos en libertad tras el cumplimiento de su condena. La principal
estrategia de intervención consiste en crear un Círculo de apoyo formado por voluntarios
(bajo supervisión indirecta de expertos penitenciarios) que atienden y apoyan
socialmente a un condenado por delitos sexuales en la etapa final del cumplimiento de su
pena y cuando ya reside en la comunidad. Así, la estructura típica de un Círculo la
integran (Nguyen et al., 2014) un miembro central (el exdelincuente excarcelado), un
círculo interno de voluntarios seleccionados y entrenados para este programa, y un
círculo externo de expertos de apoyo a los voluntarios con un coordinador del Círculo
(véase figura 8.2).
254
En una dirección análoga a la del programa Círculos, un grupo de estudiantes de la
asignatura Predicción, prevención y tratamiento de la delincuencia, del Grado de
Criminología de la Universidad de Barcelona, trabajó conjuntamente en torno a la
cuestión de la reinserción social de los excarcelados de alto riesgo (Alqueza et al., 2014).
Como resultado de este trabajo propusieron la creación de futuros «servicios
criminológicos de supervisión, apoyo y control de excarcelados en la comunidad», con
un plan de actuaciones como las siguientes:
255
8.5. FAVORECER LA REINSERCIÓN SOCIAL MEDIANTE EL «DES-
ETIQUETADO» DE LOS DELINCUENTES
El poeta Ovidio recoge en sus Metamorfosis la leyenda del escultor Pigmalión, quien
a partir del amor que siente por una hermosa estatua que ha tallado consigue (con el
favor de Venus) darle vida y ganar él mismo su amor. Mediante la fe de Pigmalión en las
posibilidades de una estatua de mármol, y mediante su afecto y firme voluntad, la piedra
deviene vida animada y real. El mito de Pigmalión se ha plasmado artísticamente en
múltiples obras literarias durante los dos últimos milenios.
Maruna, LeBel, Mitchell y Naples (2004; Maruna, LeBel, Naples y Mitchell, 2013)
utilizaron esta metáfora en el campo de la rehabilitación de los delincuentes, en un
estimulante artículo titulado Pygmalion in the reintegration process: desistance from
crime through the looking glass. Y sugirieron que la reintegración social de los
delincuentes podría también facilitarse a través de la «creencia» pública en ellos como
personas no-delincuentes. Veamos con detalle los razonamientos de estos autores.
La cuestión del desistimiento del delito ha llegado a su mayoría de edad como área de
estudio científico durante los últimos años (se volverá sobre ello al final del libro). No
obstante, como todo campo de análisis, presenta diversas dificultades conceptuales. Tal
vez la principal sea la definición y operativización del concepto de desistimiento, o
abandono definitivo por un sujeto de la actividad delictiva. Existe riesgo de que el
desistimiento delictivo se confunda con las «pausas» o «recesos» que suelen hacer los
delincuentes entre delitos. Se ha estimado que, en algunos casos, incluso un período de
hasta diez años de abstinencia delictiva no es garantía suficiente de finalización completa
de la actividad criminal. Por todo ello, el análisis del desistimiento del delito constituye
un reto importante para la investigación futura.
Pero la cuestión del desistimiento delictivo tiene también, o principalmente, una
dimensionalidad individual para los propios exdelincuentes, quienes no solo han de
abandonar verdaderamente su actividad delictiva previa, sino además ofrecer
credibilidad suficiente de ello. Muchos exdelincuentes son tratados a menudo como en
permanente «riesgo de reincidir», a menos que «prueben ser inocentes», algo
particularmente notorio para quienes cometieron en su día delitos muy graves como
asesinatos, maltratos, violaciones o abusos sexuales. Entonces suele producirse una gran
alarma pública, a menudo promovida por los propios medios de comunicación. No es
infrecuente que se proponga la creación de registros públicos de maltratadores,
violadores y otros delincuentes graves, o la regulación de medidas de control posteriores
al cumplimiento de las condenas.
Como se ha puesto de relieve en Psicología social, es más fácil catalogar a alguien
como «desviado» o antisocial que lo contrario: atribuir a ese alguien de nuevo las
credenciales de persona reformada y prosocial (Liebling y Maruna, 2005). A este
proceso se le ha denominado «sesgo de negatividad», en el sentido que un hecho
256
delictivo aislado puede ser suficiente para estigmatizar indefinidamente a una persona
como delincuente. Contrariamente, un centenar de actos no delictivos pueden ser
insuficientes para que alguien sea reconocido como no delincuente. Antes de que pueda
limpiarse del estigma de haber sido un delincuente «pueden requerirse largos años de
completa conformidad social ejemplar o incluso una hiperconformidad y servicio estelar
a la comunidad» (Lofland, cita tomada de Maruna et al., 2004).
Aunque en la actualidad existen diversos instrumentos de predicción del riesgo de
violencia y delincuencia futuras (a lo que se prestará atención más adelante), no hay una
prueba infalible que permita establecer de modo completamente seguro si una persona va
a reincidir o no. Cuando se emplean estos instrumentos, a veces incluso la valoración de
un exdelincuente como de «bajo riesgo» (que en este contexto es el mejor pronóstico
formal posible) puede tener como resultado paradójico que el individuo sea tratado como
sospechoso y peligroso.
Sin embargo, estos procesos de desconfianza y escepticismo irrevocables hacia la
posibilidad de mejora de los exdelincuentes también pueden contribuir al fracaso de su
rehabilitación. La argumentación es sencilla: si las personas que se esfuerzan para
desistir de la delincuencia no cuentan con oportunidades de vida prosocial, tales
dificultades podrían trocarse en un acicate para su persistencia criminal. Esta fue también
la premisa central de la teoría del etiquetado: la delincuencia persistente podría no
deberse a rasgos o características de los propios individuos, sino a los procesos de
«continuidad acumulativa» de los riesgos que influyen sobre ellos, cuando a ciertas
personas se les cierran las oportunidades actuales para una vida convencional adulta
(incluyendo tener un trabajo, una vivienda, amigos no delincuentes, etcétera) debido a
que muchos años antes cometieron delitos (Sampson y Laub, 1997). Es decir, los
procesos de «desviación» y «etiquetado» continuados podrían bloquear las
oportunidades individuales para una educación adecuada, disponer de un empleo, hacer
amigos prosociales e incluso tener una pareja. Cuando las relaciones sociales
estigmatizan, segregan y excluyen, las personas excluidas ven limitado el logro de su
propio autorrespeto y su afiliación al mundo prosocial (Braithwaite, 1996, 2000), y
entonces sus únicas oportunidades pueden ser la vinculación a grupos marginales o
delictivos, en un círculo vicioso recurrente.
Anteriormente no se había reflexionado con profundidad sobre el papel que podría
jugar el proceso de la inversión del etiquetado como mecanismo de favorecimiento del
desistimiento del delito. Maruna et al. (2004, 2013) plantean una hipótesis estimulante
acerca de la necesidad de dicha inversión y del «des-etiquetado» de los exdelincuentes, a
partir de una metáfora sobre el autocontrol en espejo. Aducen que la «rehabilitación» de
un exdelincuente es en buena medida un proceso negociado entre el individuo y personas
significativas de su entorno y de la comunidad social, lo que implica que no solo el
individuo debe mostrarse como una persona convencional (y no-delincuente), sino que
también es imprescindible que los otros lo acepten como tal.
257
Décadas atrás Lemert diferenció entre desviación primaria y secundaria. La
desviación primaria hace referencia a las primeras experiencias infractoras de un joven,
cuyo origen podría estar en una variedad de causas tales como inmadurez, problemas
familiares, influencias antisociales, consumo de drogas, etcétera. En cambio, la
desviación secundaria se incorporaría al individuo desde fuera, cuando este comienza a
realizar comportamientos infractores como medio de defensa, de ataque, o de ajuste de
las relaciones problemáticas que se derivan de la reacción social suscitada por su inicial
desviación primaria (Lemert, 1973, 1981). Según esta perspectiva, las carreras
criminales persistentes tendrían su origen en la adquisición por los individuos de una
identidad personal desviada, a partir de un proceso «en espejo»: aquellos individuos que
son etiquetados como desviados o delincuentes (por la justicia y por la sociedad en
general), con toda la caracterización negativa que ello comporta, comenzarían a
percibirse a sí mismos con las mismas características que les son atribuidas por las otras
personas.
Pues bien, Maruna et al. (2004, 2013) consideran que estos mismos conceptos, que
resultan útiles para analizar el inicio en el delito, podrían ayudar también al análisis y la
promoción de su contrario: el desistimiento delictivo. Siguiendo esta lógica, existiría un
proceso inicial de desistimiento primario, referido a aquellos recesos o pausas
temporales de la actividad delictiva que muestra un delincuente en determinados
momentos, mientras que el desistimiento secundario haría referencia al eventual
progreso del individuo desde una pausa delictiva temporal (desistimiento primario) hacia
una identidad personal no-delincuente, con el consiguiente abandono definitivo de sus
actividades delictivas previas. Es decir, el desistimiento secundario no sería un mero
receso en la comisión de delitos, sino que comportaría una reestructuración profunda de
los roles personales en una dirección prosocial. En efecto, existen diversas evidencias
científicas, como se verá al final del libro, de que el desistimiento delictivo a largo plazo
suele ir acompañado de cambios sustanciales en la identidad y el yo personal de los
sujetos.
De modo paralelo a lo que sucedía con respecto a la desviación secundaria
(consolidada por reacciones sociales negativas), también el proceso de desistimiento
secundario (con la correspondiente reorganización positiva del autoconcepto, etcétera)
podría promoverse «en espejo», aunque en este caso a partir de eventuales reacciones
sociales favorables. La idea sería en esencia la siguiente: como quiera que los
delincuentes suelen mostrar recesos o pausas naturales en la comisión de sus delitos
(desistimiento primario), aquellos que durante tales recesos fueran etiquetados
positivamente como rehabilitados (con las consiguientes oportunidades sociales
favorables vinculadas a ello) tendrían mayor probabilidad de progresar hacia la fase de
desistimiento secundario, o abandono definitivo de la actividad criminal. En otras
palabras, el «des-etiquetado» y reconocimiento por otros de un cambio de conducta
transitorio podría acabar favoreciendo un abandono estable del delito.
258
Ciertamente el sistema de justicia criminal suele ser, por su propia naturaleza
punitiva, poco dado a ocuparse de recompensar los logros positivos de los individuos,
sintiéndose más confortable en las tareas de detección y castigo de los delincuentes. Aun
así, para el cambio y la mejora del comportamiento delictivo resultan mucho más
efectivos, tal y como se ha puesto de relieve a lo largo del conjunto de este texto, los
métodos de reconocimiento positivo y recompensa de los individuos que no su punición.
Algunos autores se han referido al proceso de «des-etiquetado» aquí razonado como
una especie de «certificación de desistimiento» delictivo, y han sugerido que tal
certificación podría formalizarse mediante ciertos rituales o ceremonias de elevación de
estatus, que podrían servir para anunciar públicamente que una persona que
anteriormente había cometido algún delito ahora «se comporta» de un modo diferente y
«es» verdaderamente una persona distinta. En tales rituales hipotéticos, miembros
reconocidos de la comunidad convencional podrían publicitar y acreditar que quienes
antes habían cometido delitos han cambiado y en la actualidad deben ser considerados
personas normales, no delincuentes.
Al igual que sucede con las ceremonias de «degradación» de quienes han cometido
un delito (que habitualmente se derivan de la propia intervención de la justicia, la
reacción pública de los medios de comunicación, etcétera), las ceremonias de «des-
etiquetado» podrían resultar más efectivas si se refiriesen no solo a específicos
comportamientos, sino a la persona en sí, ya que esto podría tener efectos benefactores
sobre la identidad global del individuo. También cabría esperar que tales ceremonias
tuviesen efectos más positivos si fueran «administradas» por personas significativas para
el sujeto en términos de justicia criminal (profesionales del tratamiento, directivos
penitenciarios, jueces, fiscales...) que no exclusivamente por sus propios familiares o
allegados. Así se podría contrarrestar más directamente, «en espejo», el previo
etiquetado como delincuente derivado de las «ceremonias de degradación» resultantes de
la justicia criminal (en la que también suelen intervenir personas relevantes en la
comunidad como jueces y fiscales).
Diversas evidencias científicas generales sustentan esta suerte de efecto Pigmalión
positivo para el proceso de mejora del comportamiento. Por ejemplo, en un experimento
realizado en 1977 se informó a los profesionales responsables del tratamiento de
pacientes alcohólicos que se había realizado un test para determinar qué sujetos tenían
mayores posibilidades de éxito en la terapia. En realidad no se había realizado test
alguno, sino que los participantes se habían asignado al azar a los supuestos grupos de
«mayor» y «menor» probabilidad de éxito. Pese a ello, los sujetos «identificados» como
«proclives al éxito» terapéutico suscitaron en los terapeutas una atmósfera de mayor
optimismo, y acabaron obteniendo un mejor resultado en cuanto a su abstinencia de la
bebida (frente al grupo etiquetado al azar como de «peor pronóstico»).
Este mismo efecto se ha observado también en escolares, en el contexto de la
experiencia denominada «Una clase dividida». En este experimento una maestra
259
atribuyó a grupos de niños de una misma clase etiquetas como «buenos» o «malos», a
partir de estigmatizarlos o ensalzarlos arbitrariamente sobre la base del color de sus ojos,
lo que supuestamente estaría vinculado a sus propios rasgos personales y de
comportamiento («buenos» o «malos»). Además, la maestra reforzó el etiquetado y la
estigmatización de los niños definidos como «malos», obligándoles a colocarse en el
cuello un pañuelo azul con la finalidad de poderlos identificar más fácilmente (para que
los demás pudieran «precaverse de ellos»).
Resulta impresionante observar (en la película en la que se filmó de esta experiencia)
cómo tales atribuciones negativas incidieron inmediatamente en los estados anímicos y
el rendimiento escolar de los niños: quienes habían sido catalogados como «buenos», por
el hecho de tener los ojos marrones, mejoraron su autoconfianza, su rendimiento en los
exámenes..., además de que también comenzaron a evitar y marginar en el patio y en el
aula a sus compañeros estigmatizados por tener ojos azules; por el contrario, los niños
etiquetados como «malos», debido a que tenían los ojos azules (y un pañuelo de color
azul en su cuello), experimentaron una disminución significativa de su tono emocional y
de su rendimiento escolar..., además de comenzar a ser objeto de exclusión social por
parte de sus compañeros de ojos marrones. Tras ello, la maestra revirtió el anterior
proceso mediante el «des-etiquetado» proactivo de los niños (aclarándoles la situación
arbitraria creada, etcétera), lo que produjo los efectos positivos que aquí se han razonado
para el caso del desistimiento delictivo secundario.
El mismo experimento se llevó a cabo también con funcionarios de prisiones
norteamericanos que asistían a un curso de formación periódica, con resultados
igualmente impactantes como consecuencia de la estigmatización y del posterior «des-
etiquetado» de los grupos (en términos de procesos como el aislamiento social de los
individuos estigmatizados, su temor e inhibición conductual ante la maestra/agente del
etiquetamiento, tensión y agresividad grupal, etcétera).
A pesar de la estimulante hipótesis planteada por Maruna et al. (2004, 2013), no
existe evidencia científica directa de que los mismos efectos beneficiosos aquí razonados
puedan obtenerse con los delincuentes con carácter general. De ahí que sería necesario el
desarrollo de futuras investigaciones que analizaran con detenimiento y amplitud la
relación entre «des-etiquetado» y promoción del desistimiento delictivo. Mientras tanto,
en el ámbito de la rehabilitación de los delincuentes debe tenerse la debida prudencia
sobre lo anterior; muchos delincuentes participantes en un tratamiento no pueden
considerarse meras víctimas de procesos arbitrarios de etiquetado y estigmatización, sino
en gran medida agentes causales de tales procesos, a partir de los graves delitos que han
cometido. En tal sentido, Maruna et al. (2004) reconocen que la rehabilitación de los
delincuentes no puede ser únicamente el resultado de un puro «des-etiquetado», sino que
se requieren esfuerzos múltiples y proactivos orientados a facilitar los cambios de
actitudes y comportamiento necesarios, que acaben permitiendo que quienes han
cometido delitos se ganen y acaben mereciendo una nueva consideración social como
260
personas no delincuentes.
261
patologías no como resultado de déficits personales, sino como comportamientos
funcionales a los contextos de referencia de cada individuo. En coherencia con ello, la
terapia debe enfocarse prioritariamente a ayudar al sujeto no a eliminar directamente sus
problemas (Mañas, 2007), sino a clarificar sus valores y propósitos vitales (en términos
familiares, de pareja, laborales, de amistades...), y, de ese modo, a producir cambios en
las interacciones funcionales entre las cogniciones y los trastornos (Hayes y Hayes,
1992) que le permitan reconducir más eficazmente su vida.
De acuerdo con ello, en estas «nuevas» terapias se atiende a principios originarios de
la psicología del aprendizaje y del análisis funcional de la conducta, así de la conducta
real como de la verbal o interpretativa, en relación con los contextos habituales de cada
sujeto (Vallejo, 2006). En tal sentido, se pretende un análisis prioritariamente idiográfico
o individual, frente al análisis más nomotético o estandarizado de las terapias cognitivo-
conductuales, en las que se presuponen raíces comunes —cogniciones distorsionadas,
falta de habilidades sociales, de control emocional, etcétera— a los problemas
manifestados por diferentes individuos, a la vez que también se incorporan conceptos y
elementos terapéuticos más propios de perspectivas terapéuticas de corte experiencial y
humanístico-existencial, como valores de la persona, el «yo» y el autoconocimiento,
énfasis en la relación terapéutica, etcétera (Barraca, 2016; Mañas, 2007).
Se considera que el motor fundamental de la intervención y el cambio psicológicos es
la relación terapéutica y el comportamiento verbal expresado por el paciente en el
contexto de la terapia. Lo que el sujeto cuenta de sí mismo es importante no
principalmente por su contenido, sino por la función que ello puede tener para
dificultarle o facilitarle la vida.
En síntesis, los tres ámbitos de análisis de intervención de estas terapias serían los
siguientes:
1. La persona en sí, con sus características y experiencias, tanto por lo que se refiere
a su conducta social como verbal (modos de pensar, valores, visión sobre sus
propios problemas...).
2. La relación terapéutica en el marco específico de la terapia, donde tienen lugar las
actuaciones de aprendizaje, clarificación, apoyo, etcétera.
3. Los contextos en los que se desarrolla la vida de cada individuo.
262
«Fundamentada en una aproximación empírica y enfocada en los principios del aprendizaje, la tercera ola de
terapias cognitivas y conductuales es particularmente sensible al contexto y a las funciones de los fenómenos
psicológicos, y no solo a la forma, enfatizando el uso de estrategias de cambio basadas en la experiencia y en el
contexto, además de otras más directas y didácticas. Estos tratamientos tienden a buscar la construcción de
repertorios amplios, flexibles y efectivos en lugar de tender a la eliminación de los problemas claramente
definidos, resaltando cuestiones que son relevantes tanto para el clínico como para el cliente. La tercera ola [o
generación de terapias] reformula y sintetiza las generaciones previas de las terapias cognitivas y conductuales
y las conduce hacia cuestiones, asuntos y dominios previa y principalmente dirigidos por otras tradiciones, a la
espera de mejorar tanto la comprensión como los resultados.»
Mientras que las terapias de primera y segunda generación han utilizado técnicas más
directas de cambio de conducta, las terapias contextuales emplean técnicas
prioritariamente indirectas, desarrolladas en el propio marco de la intervención
terapéutica, que incluyen ejercicios experienciales, metáforas, paradojas, mindfulness y
distanciamiento cognitivo (Mañas, 2007; Vallejo, 2006). La relación clínica terapeuta-
usuario es considerada una muestra representativa de las interacciones cotidianas del
sujeto, lo que implica que los cambios operados en el marco de la terapia se consideran
relevantes para su vida real.
Diversos autores han hipotetizado una conexión conceptual entre las terapias
contextuales y determinados procedimientos existentes en las filosofías orientales, como
los distintos sistemas y estrategias de meditación (Mañas, 2007).
A continuación se presentan algunas de las terapias contextuales más relevantes
(Barraca, 2016; Mañas, 2007; Vallejo, 1998, 2006).
Sus principales proponentes fueron Kohlenberg y Tsai (1991), tomando como base el
análisis funcional de la conducta verbal iniciado por Skinner. Esta modalidad terapéutica
utiliza técnicas conductuales dirigidas a identificar las conductas problemáticas que se
producen en la propia interacción terapéutica, y las explicaciones que efectúa el sujeto de
sus comportamientos y causas, así como sus intentos de cambio y mejora. Se considera
que la etiología principal de la psicopatología (y en consecuencia del enfoque que debe
darse al tratamiento psicológico) reside en las relaciones interpersonales (Ferro-García,
Valero-Aguado y López-Bermúdez, 2016).
El principal elemento distintivo de esta terapia es que realza el papel de la relación
clínica terapeuta-usuario como medio de cambio terapéutico, de modo que el terapeuta
ofrezca al sujeto tratado interpretaciones alternativas de las relaciones existentes entre
sus pensamientos, sus emociones y sus conductas (Paul, Marx y Orsillo, 1999). Se
considera que los cambios producidos en esta interacción terapéutica se trasladarán a la
vida cotidiana del individuo (Ferro-García et al., 2016; Pérez, 1995).
Más concretamente, los principales elementos de la psicoterapia analítica funcional
(PAF) son los siguientes (Ferro-García et al., 2016; Pérez, 2013):
263
— Se fundamenta en el análisis de la conducta.
— Frente a previas aproximaciones conductuales, la PAF considera que la relación
terapéutica constituye un ingrediente esencial de la intervención. En lógica del
aprendizaje operante, el terapeuta tendría tres funciones de estímulo: evocativa de
conductas respondientes, discriminativa de ciertos comportamientos (que el
terapeuta elicita, con sus preguntas o comentarios) y reforzante.
— Se presupone una equivalencia funcional entre la situación terapéutica y la vida
cotidiana del individuo (dificultades en las relaciones personales, miedos,
rechazos, hostilidad, ansiedad social, compulsividad, etcétera —Kohlenberg y
Tsai, 1987—).
— La PAF identifica tres tipos principales de conductas clínicamente relevantes
(CCR) que tienen lugar durante la sesión terapéutica:
1. Las CCR tipo 1: los propios problemas del sujeto, aquellos por los que se
requiere ayuda profesional.
2. Las CCR tipo 2: los cambios y mejorías que tienen lugar a lo largo de la sesión
terapéutica.
3. Las CCR tipo 3: las interpretaciones del sujeto sobre su propia conducta, que
pueden actuar como estímulos evocativos, discriminativos y reforzantes.
Dichas interpretaciones también jugarían un papel decisivo como mediadoras
entre la sesión clínica y la vida cotidiana, lo que puede facilitar la
generalización terapéutica.
264
una situación estimular apropiada (la disponibilidad de papeleras, ceniceros y
contenedores), y la conducta de los funcionarios como modelos positivos de limpieza.
Además, el tratamiento incluyó un período de desvanecimiento del programa (es decir,
de disminución progresiva de los registros de limpieza y de las sesiones y refuerzos) para
promover la generalización.
Sobre una escala de suciedad de 0-12 puntos, que alcanzó en línea base puntuaciones
en torno a 10, la aplicación del programa analítico-funcional logró una drástica
reducción de la suciedad hasta alrededor de tan solo 1 punto, mejora que se mantuvo en
un seguimiento de 6 meses.
265
lenguaje (a su vez, contextualmente controlado), lo que puede impedirle o
dificultarle una relación adecuada con la realidad. Uno de los principales
fundamentos teóricos de la ACT reside en la consideración de que el
comportamiento verbal elicita emociones y eventos privados (clínicos), que se
perpetúan en el tiempo por la influencia de indicios ambientales (Luciano y
Wilson, 2002; Pérez, 1995). De acuerdo con ello, la terapia intentaría conocer y
revertir el contexto social-verbal que ampara los problemas del sujeto,
desenmascarando sus emociones y reglas autodestructivas a partir del uso de
metáforas y ejercicios de cambio de planteamiento (Paul, Marx y Orsillo, 1999).
3. Una nueva perspectiva psicopatológica, que considera que muchos trastornos
tienen como raíz procesos psicológicos de evitación experiencial (a menudo de
experiencias aversivas derivadas de procesos «anómicos» de conflicto
aspiraciones-medios para su logro).
4. Una innovación terapéutica, que comporta el intento de ayudar a la persona a
adoptar una nueva perspectiva «orientada a los valores» (Luciano y Wilson, 2002),
de manera que sea capaz de discernir, en relación con su propio trastorno, aquellas
situaciones en que es posible y conveniente cambiar de aquellas otras en que la
mejor opción es la aceptación de la situación. Dicha aceptación puede comportar
el que deba experimentar recuerdos, estados, sensaciones o pensamientos
desagradables sin propiciar conductas de escape.
266
su historia personal» (Wilson y Luciano, 2007, pp. 97-98). Para ello, los elementos
nucleares de la intervención terapéutica serían los cuatro siguientes (Wilson y Luciano,
2007): a) clarificación de valores; b) exposición, dirigida a que el individuo recupere el
contacto con las barreras o eventos privados temidos; c) desactivación de funciones y
distanciamiento, reduciendo el dominio del lenguaje que levanta barreras frente al
individuo, y d) fortalecimiento de los valores y opciones vitales de la persona.
La intervención mediante ACT se efectuaría mediante las siguientes fases y
estrategias (García Montes y Pérez, 2016; Pérez, 2013):
La ACT se ha aplicado, con una duración variable de entre cuatro y varias docenas de
sesiones, a múltiples problemas, tales como desórdenes psicóticos, trastornos mentales
crónicos, estrés laboral, ansiedad, depresión, trastornos alimentarios, abuso de drogas y
alcohol, conflictos maritales, dolor crónico, cáncer y otros problemas médicos (Dafoe y
Stermac, 2013; Hayes, 2002; García-Montes y Pérez, 2016; Luciano, 2001a; Luciano y
Gutiérrez Martínez, 2001; Luciano, Visdómine, Gutiérrez y Montesinos, 2001;
Montesinos, Hernández y Luciano, 2001; Ruiz, 2010; Salgado, 2016; Zaldívar, Cangas y
Luciano, 1998).
También se han efectuado aplicaciones con delincuentes. Por ejemplo, en una
intervención mediante terapia ACT (de ocho sesiones grupales) desarrollada en Irán con
treinta delincuentes juveniles institucionalizados, se logró una reducción significativa de
diversos indicadores de agresión (física, verbal, ira y hostilidad), en comparación con los
resultados obtenidos por un grupo de control análogo que no recibió tratamiento
(Mohammadi, Farhoudian, Shoaee, Jalul y Dolatshahi, 2015).
En España, en un estudio de Villagrá y González (2013), realizado en la prisión de
267
Villabona (Asturias), se asignó a 31 mujeres con problemas de drogadicción o bien a un
grupo de terapia de aceptación y compromiso (n = 18) o bien a un grupo de control de
lista de espera (n = 13). La intervención mediante ACT incluyó 16 sesiones semanales
de noventa minutos, desarrolladas en grupos reducidos de cuatro participantes, a partir
de una adaptación del protocolo de intervención descrito por Wilson y Luciano (2002),
incluyendo entre otras las siguientes actuaciones: contacto terapéutico con los
participantes, análisis funcional, esperanza creativa, clarificación de valores, desarrollo
del compromiso, ejercicios de aceptación, y un ingrediente de análisis del control como
problema y sus alternativas. El grupo de intervención ACT logró un 43,8 por 100 de
abstinencia del consumo de drogas, frente a un 18,2 por 100 logrado por el grupo de
control o no tratado.
268
8.6.4. Mindfulness o atención-y-conciencia plenas
269
A su vez, el mindfulness se ha incorporado también como un ingrediente terapéutico
relevante a otras terapias contextuales presentadas en este apartado, como la terapia de
conducta dialéctica y la terapia de aceptación y compromiso (Vallejo, 2006). Entre las
principales intervenciones clínicas mediante mindfulness se encuentran aquellas
patologías y trastornos relacionados con una excesiva activación fisiológico-emocional,
como problemas de ansiedad y dolor crónico.
También se han efectuado aplicaciones específicas del mindfulness en el campo de la
delincuencia. En una revisión a este respecto (Dafoe y Stermac, 2013) se encontraron
aplicaciones de la técnica mindfulness o de variantes de ella en los ámbitos de la mejora
de las habilidades de autorregulación, tratamiento de adicciones, delincuentes con
trastornos mentales, incluida la psicosis, y como tratamiento genérico en el contexto
penitenciario. Es decir, se ha considerado que la terapia mindfulness podría ser de
utilidad general en las prisiones (Dafoe y Stermac, 2013), y en concreto para reducir los
estados negativos y aversivos de los encarcelados, mejorar sus factores de riesgo
dinámicos o de necesidad criminógena, y también para disminuir su reincidencia. En este
marco penitenciario se han empleado tres tipos principales de meditación mindfulness:
270
Por ejemplo, en una intervención denominada «Meditación en las plantas de los pies»
(Meditation on the Soles of the Feet) se entrenó a seis delincuentes con retraso mental en
una sencilla técnica de meditación consistente en dirigir su atención a los precursores de
la agresión que se manifestaban en las plantas de sus pies (Singh et al., 2008). Este
sencillo procedimiento terapéutico produjo un decremento sustancial de sus agresiones
tanto verbales como físicas.
Una integración de procedimientos terapéuticos correspondientes a las técnicas
contextuales o de tercera generación se aplicó con éxito para el tratamiento en la
comunidad de la impulsividad mostrada por un sujeto con problemas adictivos graves
(López Hernández-Ardieta, 2013). Se trataba de un varón de 40 años con una prolongada
historia de adicción a heroína y cocaína, que solía comportarse de forma violenta e
intimidatoria en sus interacciones habituales. El análisis funcional del caso permitió
identificar las siguientes relaciones funcionales: ciertas situaciones sociales estimulaban
en el sujeto eventos privados aversivos (como deseo de consumir, vergüenza o rabia) que
operaban como estímulos discriminativos para comportamientos de consumo de drogas,
aislamiento y agresión (cuya funcionalidad era la evitación de los eventos privados
aversivos).
El tratamiento aplicado en este caso tuvo una duración de dos años y se dirigió a
modificar la relación funcional entre las sensaciones de malestar experimentadas por el
sujeto y sus conductas problemáticas. En las sesiones terapéuticas se utilizaron
metáforas, ejercicios experienciales y role-playing, y se planificaron exposiciones en
vivo en su vida cotidiana, a la vez que se dieron orientaciones terapéuticas a los
educadores del piso en el que vivía el sujeto. Además de la terapia psicológica, la
intervención también incluyó visitas periódicas con el médico y el trabajador social del
centro terapéutico. Como resultado de todo ello se documentó una mejoría sustancial del
sujeto en aspectos como control de la impulsividad y la agresividad previos, abstinencia
del consumo de heroína y cocaína, resolución de algún conflicto legal pendiente, inicio
de una relación de pareja y trabajo estable.
Las técnicas de mindfulness se han aplicado también como terapias de prevención de
recaídas tanto en adictos como en delincuentes. Bowen, Chawla y Marlatt (2010)
propusieron una terapia denominada Mindfulness-Based Relapse Prevention (MBRP)
cuyos objetivos principales son los siguientes: 1) desarrollar en los sujetos tratados
conciencia acerca de sus disparadores personales hacia una posible recaída, aprendiendo
a interrumpir sus reacciones de recaída automatizadas; 2) cambiar su relación con las
situaciones de malestar emocional o físico, aprendiendo a responder a ellas de forma más
hábil; 3) aprender a evitar la autocrítica constante y a ser más compasivo con uno mismo
y con las propias experiencias, y 4) desarrollar un estilo de vida que promueva la
conciencia plena sobre el presente y, a la postre, la mejora del propio problema y una
resolución del mismo más definitiva.
En un estudio realizado en Washington (Witkiewitz et al., 2014) con una muestra
271
total de 105 mujeres encarceladas en un centro de tratamiento de adicciones, se contrastó
la eficacia de un programa de mindfulness (aplicado a 55 mujeres) con la eficacia de una
intervención clásica de prevención de recaídas (aplicada a 50 mujeres). La asignación de
las diversas participantes a ambos grupos se realizó al azar). En el programa de
mindfulness se incluyeron ingredientes de meditación, yoga, ejercicio físico, tareas fuera
de la terapia y entrenamientos para el desarrollo de habilidades, en contraste con las
técnicas estándar del programa de prevención de recaídas (orientadas esencialmente a
entrenar a las mujeres en anticipación y control de factores de riesgo, mediante la
enseñanza de habilidades de resolución de problemas, establecimiento de objetivos,
rechazo del consumo de alcohol y apoyo social). En ambos casos las mujeres recibieron
una intervención de intensidad análoga, consistente en varias sesiones iniciales de
preparación, más dos sesiones semanales de 50 minutos de intervención específica
(mediante mindfulness o bien prevención de recaídas) durante ocho semanas. Las
mujeres tratadas mediante mindfulness tuvieron un porcentaje de recaída en el consumo
de drogas del 1,8 por 100, frente a un 10 por 100 observado en las participantes en el
tratamiento de prevención de recaídas más clásico.
RESUMEN
272
de los delincuentes. Su estructura general incluye los siguientes entrenamientos: a)
detección de situaciones de riesgo de recaída en el delito; b) prevención de decisiones
aparentemente irrelevantes que, pese a parecer inocuas, pueden poner al individuo en
mayor riesgo, y c) entrenamiento para la adopción de respuestas de afrontamiento
adaptativas. Desde el ámbito del tratamiento de la agresión sexual se ha incorporado a la
prevención de recaídas el concepto de «cadena cognitivo-conductual», en la que diversos
eventos (o eslabones) conductuales y cognitivos interaccionan entre ellos y son
interpretados por el individuo (de modo distorsionado) como un ascenso irremediable
hacia la recaída en el delito.
En la actualidad se destaca el papel decisivo que debe jugar la comunidad social en la
prevención de las recaídas en el delito. En concreto, se considera importante que al
efecto se creen servicios específicos de ayuda y prevención de recaídas para
maltratadores, agresores sexuales y delincuentes violentos en general. También que se
incorporen a los programas de tratamiento factores protectores naturales, como puedan
ser personas relevantes para el sujeto tales como su pareja u otros familiares así como
personas significativas de sus contextos educativos y laborales. Asimismo, que se
atienda en la planificación de los tratamientos a las características de la comunidad (por
ejemplo, los barrios) a los que han de volver los delincuentes, con tal de prevenir
especialmente los factores de riesgo que allí puedan existir (concentración de pobreza,
desempleo, tráfico y consumo de drogas, etcétera). Ello se ha ejemplificado mediante la
presentación esquemática de algunos programas de los servicios correccionales
canadienses enfocados al mantenimiento de habilidades cognitivas, al manejo de las
emociones y de la ira, y a la integración comunitaria, así como del más reciente
programa Círculos de apoyo y responsabilidad, con el que se pretende favorecer la
resocialización de exdelincuentes sexuales excarcelados.
También se ha prestado atención a la cuestión del desistimiento del delito y a la
necesidad de que las sociedades promuevan la reaceptación de los delincuentes en la
vida social (familiar, laboral, de ocio, etcétera). Esta idea se ha presentado mediante el
mito del escultor griego Pigmalión, quien amando a una hermosa estatua y teniendo fe
en ella logró conferirle vida y obtener su amor. Los delincuentes, cuando son
condenados por la justicia (como resultado, a menudo, de graves delitos), son
inevitablemente etiquetados y estigmatizados, y ello con toda seguridad tiene efectos
perniciosos sobre su vida presente y sobre sus posibilidades futuras. En un paralelismo
inverso con lo anterior, la reinserción social de los delincuentes probablemente también
requiera un proceso final de «des-etiquetamiento», que formalice su vuelta a la
comunidad social y reinstaure su consideración como no-delincuentes. Evidentemente,
no solo es necesario confiar en su reinserción, sino prepararla antes de manera activa
mediante los adecuados tratamientos, que son el objetivo principal de este libro.
Durante los últimos años se han desarrollado nuevas terapias psicológicas, aunadas
bajo la denominación de terapias contextuales, cuyo objetivo es revitalizar en el
273
tratamiento el análisis funcional del comportamiento frente al predominio de lo
«cognitivo». Dichas terapias reafirman el control ambiental de la conducta y consideran
que los trastornos y problemas psicológicos no serían tanto el resultado de ciertos
contenidos cognitivos (por ejemplo, que justifican determinados delitos) como de las
relaciones funcionales que se han establecido entre dichos contenidos y el
comportamiento explícito del individuo. Así, se considera que el lenguaje-pensamiento
del sujeto, que media las relaciones funcionales cognición-conducta, no deja de ser sino
un comportamiento más, y por ello también debe ser objetivo de la intervención. La
relación terapeuta-usuario se interpreta como una muestra significativa de las
interacciones cotidianas del individuo; de ahí que los cambios y mejoras que puedan
producirse en el marco de la terapia también resultarán beneficiosos para su vida real.
NOTAS
1 Este problema fue ampliamente observado y analizado en los estudios básicos de aprendizaje, en los cuales
claramente se diferenciaba entre la fase de enseñanza de nuevos comportamientos e inhibición de otros, y la fase
de mantenimiento de dichos logros. Dos conceptos de la psicología del aprendizaje especialmente relevantes para
el mantenimiento de la conducta a lo largo del tiempo son los de programas de reforzamiento y encadenamiento
de conducta, a los que ya se ha hecho referencia.
274
III. Tratamientos en instituciones
y efectividad general
275
9
Intervenciones educativas y terapéuticas con
jóvenes infractores
Este capítulo se abre con una breve descripción de la delincuencia juvenil y de los principales
riesgos personales, sociales y ambientales que pueden favorecerla. Se analiza la transición desde
la delincuencia juvenil a la adulta y diversas explicaciones teóricas a este respecto. Se razona
también cómo los factores de riesgo pueden confluir y potenciarse recíprocamente entre ellos,
promoviendo el inicio y mantenimiento de las carreras delictivas. Se reflexiona, asimismo, sobre la
delincuencia femenina y las influencias negativas susceptibles de afectar en mayor grado a las
mujeres. Posteriormente se presta atención a diversas intervenciones tempranas con niños y
jóvenes, de cariz escolar, familiar y comunitario, haciendo especial referencia a la Terapia
multisistémica, uno de los métodos de intervención psicoeducativa que ha mostrado mayor solidez
para prevenir el desarrollo en los jóvenes de carreras delictivas futuras. Se debate la cuestión de la
edad penal y se presentan diversas intervenciones desarrolladas en España en el ámbito de la
justicia juvenil, cerrándose el capítulo con una reflexión final acerca del castigo y la educación de los
menores infractores.
«Hay tres cosas que no logro comprender y una cuarta que ignoro por completo: el vuelo del águila en el
cielo, el camino de la culebra sobre las piedras, el rumbo de los barcos en el mar y los actos del hombre en su
adolescencia.»
LA BIBLIA, Proverbios.
276
(28 por 100) y participar en peleas (22 por 100). En cambio, menos de un 5 por 100 de
los menores afirmaron cometer otras conductas infractoras más graves, como participar
en peleas, robo en tiendas, delitos contra la propiedad en general, vandalismo, violencia
contra las personas, o consumo y venta de drogas.
En el estudio de Rechea (2008), así como en un estudio de autoinforme anterior de
Rechea, Barberet, Montañés y Arroyo (1995), el porcentaje de chicas infractoras fue
inferior al de varones en todos los comportamientos ilícitos y antisociales analizados:
participar en peleas, violencia contra las personas, vandalismo, consumo y venta de
drogas, y delitos contra la propiedad; con la excepción del consumo de alcohol y
cannabis y del robo en tiendas, infracciones cometidas en mayor proporción por las
chicas.
En estudios internacionales de autoinforme juvenil se han obtenido datos análogos o
superiores a los resultados españoles referidos. Por ejemplo, en una muestra de 1.603
estudiantes daneses de educación superior, varones y mujeres, con una edad promedio
próxima a 20 años, se evidenció que el 98 por 100 había participado anualmente en
alguna infracción, generalmente no grave (consumo de alcohol u otras drogas, fugas del
hogar, peleas...) (Gudjonsson, Einarsson, Bragason y Sigurdsson, 2006).
En una muestra de 489 adolescentes italianos de 12 a 18 años se han obtenido, a partir
de la aplicación también del International Self Report Delinquency Study, los siguientes
resultados (Columbu, Redondo y Vargiu, 2016):
Por lo que se refiere a datos oficiales sobre las infracciones de los menores en España,
durante el año 2015 se efectuaron un total de 18.134 detenciones de jóvenes (en 2014
habían sido 19.777), de las cuales un 61,1 por 100 correspondieron a delitos contra la
propiedad y un 27,6 por 100 a delitos contras las personas o la libertad. Las detenciones
de jóvenes suponen el 5,19 por 100 del total de las 330.825 detenciones producidas en
277
España en 2015. Por lo que se refiere a los delitos más graves contra las personas,
anualmente se detiene a algo más de doscientos jóvenes en relación con delitos de
homicidio (un 0,5 por 100 del total de las detenciones de jóvenes) y a casi tres mil por
delitos de lesión (un 6,5 por 100 del total de las detenciones).
Por otro lado, y con carácter más amplio, en la tabla 9.1 se muestran las principales
infracciones penales por las que son condenados los menores en España (según datos de
2015).
TABLA 9.1
Principales infracciones penales por las que fueron condenados los menores en 2015
Menores condenados
Homicidios 51 0,32
Contra el orden público (atentados contra la autoridad, desórdenes públicos, 756 4,79
tenencia de armas)
278
Contra el patrimonio 3.231 39,27
TABLA 9.2
Menores condenados según edades y sexo en 2015
279
delictiva de los varones, comportando el 83,6 por 100 de todos los menores condenados
por delito (frente a un 16,4 por 100 correspondiente a las chicas, proporción que, como
puede verse, además se va reduciendo con la edad).
280
Pitkänen, Lyyra y Pulkkinen, 2005; Stouthamer-Loeber, Loeber, Stallings y Lacourse,
2008). En el grupo denominado cognición-emoción se incluyen aspectos relacionados
con modos de pensar y de sentir que son frecuentes en infractores persistentes y
propensos a recurrir a la violencia en sus interacciones (Garrido, Herrero y Massip,
2002; Kazemian, Farrington y Le Blanc, 2009). Mientras que, por último, el grupo
inteligencia y habilidades de aprendizaje incluye déficits intelectivos y de adquisición
de conocimientos y pautas de conducta, factores que, asimismo, son muy habituales en
jóvenes que infringen las normas de convivencia.
TABLA 9.3
Correlatos personales de riesgo para la conducta antisocial
Genética/constitución
Genéticos, constitucionales y Características biológicas y hereditarias (alto nivel de testosterona, bajo nivel
complicaciones pre y de serotonina, baja tasa cardíaca, lesiones craneales, mayor actividad de las
perinatales. ondas cerebrales lentas, baja activación del sistema nervioso autónomo, baja
actividad del lóbulo frontal o respuesta psicogalbánica reducida).
Problemas relacionados con el embarazo y el parto susceptibles de generar
problemas en el desarrollo del feto (consumo por la madre de tabaco y
alcohol, complicaciones en el parto con posibles daños neurológicos en el
feto, bajo peso al nacer, etcétera).
Personalidad
Extraversión. Tendencia a ser muy espontáneo y a pasar mucho tiempo con otros.
Falta de confiabilidad. Tendencia a incumplir con lo prometido o lo que sería socialmente esperable.
281
Búsqueda de nuevas Tendencia a buscar experiencias y sensaciones inusuales para paliar el propio
experiencias y sensaciones aburrimiento.
(asociado a impulsividad),
incluida la precocidad y la
promiscuidad sexual.
Personalidad
Problemas de atención e Dificultad para prestar atención continuada a tareas o actividades. Dificultad
hiperactividad. para estar quieto y concentrado.
Baja tolerancia a la Incapacidad de aceptar con cierta normalidad situaciones hostiles o negativas
frustración/ira. y de actuar en ellas de modo ajustado.
Conducta
Juego patológico. Conducta adictiva relacionada con los juegos de azar, máquinas tragaperras,
etcétera.
Desempleo frecuente. Largos períodos de tiempo sin realizar ningún trabajo ni buscarlo
activamente.
Inestabilidad laboral: muchos Incapacidad para mantener un empleo durante largos períodos; insatisfacción
cambios de puesto de trabajo. en todos o la mayoría de los trabajos realizados.
Cognición-emoción
282
Falta de compromiso genuino Déficit en atribución de valor a la educación y falta de interés por formarse.
con la propia educación.
Déficit en empatía/altruismo. La falta de empatía haría referencia a la incapacidad para sufrir vicariamente
lo que otros sufren en la realidad. El déficit en altruismo sería la carencia
práctica de conductas de ayuda a otros.
Cognición-emoción
Locus of control externo. Tendencia a atribuir las causas de las propias conductas y problemas a
factores fuera de uno mismo (es decir, a otras personas o a las
circunstancias).
Emocionabilidad negativa. Inclinación a manifestar actitudes amargas y negativas en relación con otros
y con las experiencias de la vida.
Rebeldía desafiante. Disposición a ser rebelde y desafiante en relación con las figuras de
autoridad adultas (padres, profesores, policía, etcétera).
Déficit en role-talking y role- Dificultad para ponerse en el lugar de otra persona y ser capaz de
playing. desempeñar el rol de esa persona (incluyendo aspectos tanto cognitivos como
emocionales).
Déficit en inteligencia. Bajas puntuaciones en los test de inteligencia; cociente de inteligencia por
debajo de la media.
Déficit en inteligencia Dificultades para entender e interpretar las emociones en los otros.
emocional.
Déficit en aprendizaje verbal. Dificultades para pensar en palabras y emplear el lenguaje. Baja capacidad
para comprender, expresar y apreciar significados complejos.
283
Dificultades generales de Problemas significativos en la adquisición y uso de las capacidades
aprendizaje. necesarias en el aprendizaje: entender, leer, escribir, razonar o calcular.
Déficit en aprendizaje de Problemas para entender y modificar la propia conducta, tras haber recibido
evitación (del castigo). un castigo, para así poder evitar otro.
Déficit en habilidad lectora. Carencias significativas en capacidad verbal y desarrollo del lenguaje.
Dificultades para aprender a leer y entender lo leído.
Bajo rendimiento académico. Plasmado en malas notas, no hacer o no terminar las tareas escolares,
absentismo y fracaso escolar.
TABLA 9.4
Factores de riesgo para la conducta antisocial, empíricamente confirmados, de tipo
económico y relativos a las carencias experimentadas por los individuos en apoyo
prosocial
284
Barrio
Inestabilidad/movilidad residencial.
Familia
Bajos ingresos familiares/dependencia social: desempleo, enfermedad de los padres, madre adolescente.
Crianza inconsistente/punitiva/abandono/rechazo.
Familia
Ser el hijo más pequeño (o de los más pequeños) en el contexto de familias numerosas.
Niños adoptados.
Padres delincuentes.
Escuela
Desvinculación/fracaso escolar.
Absentismo escolar.
285
Falta de disciplina.
Amigos
Pocos amigos.
Amigos delincuentes.
Exposición a violencia grave, directa o a través de los medios de comunicación (especialmente fuera de la
familia).
TABLA 9.5
Correlatos de oportunidad para la conducta antisocial empíricamente confirmados
Contingencias sociobiológicas de agresión: encuentros con extraños, defensa del alimento, aglomeración,
cambios estacionales.
286
Exposición a un incidente violento como modo de resolución de un problema de interacción.
Insulto o provocación.
Proximidad temporal a una separación traumática (para la agresión grave y el asesinato de pareja).
Personas aisladas.
Propiedades solitarias, apartadas o dispersas (casas, almacenes, coches, materiales valiosos, etcétera).
Propiedades de gran valor económico expuestas (un coche caro aparcado en la calle).
Propiedades con valor simbólico o coleccionables (obras de arte, objetos históricos, la estrella visible de un
coche Mercedes, etc.).
Propiedades de gran valor acumuladas (un camión cargado de coches nuevos aparcado en un descampado...).
Casas independientes.
Establecimientos comerciales (como supermercados o gasolineras) cuyo diseño dificulta el control de accesos y
movimientos.
Proximidad a calles y barrios de alta densidad delictiva («Un delito crea un nicho para otros delitos»; Felson,
2006, p. 134).
287
Proximidad a zonas con actividades marginales (venta de drogas, prostitución, etcétera).
Turistas con apariencia de llevar encima dinero o propiedades de valor (cámaras fotográficas o de vídeo,
regalos, etcétera).
Mayor tiempo pasado en ocio desestructurado (sin realizar actividades prosociales, deportivas o culturales,
pasar muchas horas de aburrimiento, etcétera).
288
9.3. CONFLUENCIA DE RIESGOS
Según se ha visto ya, muchos jóvenes cometen algún o algunos actos ilícitos en su
adolescencia, pese a lo cual son afortunadamente muy pocos los que persisten en la
actividad delictiva e incrementan la gravedad de sus acciones infractoras (Moffitt, 1993).
A partir de los análisis longitudinales de la conducta delictiva realizados (en los que se
efectúa el seguimiento de una muestra de sujetos desde sus primeros años infantiles
hasta la vida adulta) se ha estimado que aproximadamente un 5 por 100 de todos los
adolescentes que han cometido alguna infracción persisten en la conducta delictiva,
deviniendo delincuentes adultos y llegando a ser los responsables de más de la mitad de
todos los delitos que se cometen en una sociedad (Farrington, 2008; Howell, 2009;
Polaschek, 2013) (véase el epígrafe 1.4, en el primer capítulo, sobre carreras delictivas).
Por otro lado, también existen estudios de reincidencia juvenil que nos permiten
conocer tanto las tasas de repetición delictiva de los jóvenes infractores como los
principales correlatos de riesgo asociados a su reincidencia. Por ejemplo, Calley (2012)
evaluó durante un período de seguimiento de 2 años una muestra de 173 delincuentes
juveniles varones que habían cumplido medidas de internamiento, hallando una
reincidencia promedio del 23,9 por 100. Mediante regresión logística por pasos ponderó
la relevancia que, para la reincidencia de los jóvenes, podrían tener las siguientes nueve
variables específicas: tipo de delito cometido (general, sexual o vinculado a las drogas);
edad del joven al entrar en el sistema de justicia juvenil (antes o después de los 14 años);
problemas de salud previos; haberles sido retirada a sus padres la patria potestad; que los
padres tuviesen antecedentes delictivos; apoyo por parte de sus tutores legales durante el
período de tratamiento (escaso, moderado o pleno); seguimiento completo o no del
programa; duración del tratamiento institucional (menos o más de un año), y lugar de
aplicación del programa (domicilio o comunidad). De todos estos factores, el tipo de
delito cometido fue el único elemento que mostró en este estudio una asociación
significativa con la reincidencia, evidenciando una mayor probabilidad de reincidir los
delincuentes generales y vinculados a drogas que los sexuales.
También en España existen diversos estudios sobre reincidencia delictiva juvenil,
algunos de los cuales se recogen en la tabla 9.6. Tal y como puede verse en ella, las tasas
de reincidencia de los menores infractores que han cumplido alguna medida de justicia
juvenil se sitúan en los estudios aquí presentados en el rango que va del 21,5 al 29,6 por
100. Además, en la columna derecha de la tabla se resumen los principales correlatos de
riesgo que en los estudios consignados se asocian a la reincidencia delictiva. Entre ellos
destacan tanto factores individuales (sexo, edad, trastornos de conducta) como familiares
y comunitarios (mayores riesgos sociofamiliares, vivir fuera de la familia, amigos/pareja
delincuentes) y experienciales (maltrato, consumo de drogas, más antecedentes
289
delictivos).
TABLA 9.6
Diversos estudios españoles de reincidencia juvenil y correlatos principales
asociados a la reincidencia delictiva
FUENTES: Redondo y Garrido (2013); Piquero, Hawkins, Kazemian, Petechuk y Redondo (2013).
290
siguientes tasas de reincidencia: 12 por 100 para el caso de los jóvenes que cumplieron
medidas de tareas socioeducativas, 19 por 100 para las medidas de prestaciones en
beneficio de la comunidad, 27 por 100 para el caso de la libertad vigilada, 45 por 100
para tratamiento ambulatorio y 50 por 100 para la convivencia de los jóvenes con otro
grupo educativo. En conjunto, los menores que cumplieron medidas de libertad vigilada
o medio abierto reincidieron en una tasa aproximada del 22 por 100, sustancialmente
inferior a la tasa de reincidencia de quienes cumplieron medidas de internamiento, que
fue del 53 por 100.
A conclusiones análogas acerca de la menor reincidencia de los menores que cumplen
medidas de libertad condicional o de medio abierto, frente a quienes cumplen medidas
de internamiento, han llegado también los estudios españoles de Camps y Cano (2006), y
de Bernuz, Fernández y Pérez (2009).
No obstante, en estos estudios españoles de reincidencia se ha constatado que, en
general, cuando los perfiles de los jóvenes son más criminógenos, en el sentido de ser
autores de delitos más graves y aunar más factores de riesgo, también es más probable
que se les apliquen medidas de internamiento; a la vez que, asimismo, es mayor su
probabilidad de reincidencia (Redondo y Martínez-Catena, 2013).
Por último, el metaanálisis de Ortega, García y de la Fuente (2010) y Ortega, García,
de la Fuente y Zaldívar (2012) analizó un conjunto de 17 estudios españoles sobre
reincidencia delictiva publicados entre 1995 y 2008 (incluidos los mostrados en esta
misma tabla), en los que globalmente se había evaluado a 16.502 menores. Se obtuvo
una tasa global de reincidencia del 26,12 por 100.
Atendidas las tasas de delincuencia juvenil a que se ha aludido, la pregunta clave es
qué es lo que hace que algunos jóvenes se conviertan en delincuentes graves y crónicos,
mientras que la mayoría de quienes han cometido algunas infracciones adolescentes
desisten pronto de cometer actos ilícitos.
291
delictivas (Thornberry et al., 2013):
a) Las teorías estáticas (entre las que pueden incluirse la teoría de la personalidad
delictiva de Eysenck, el modelo de conducta antisocial de Likken, la teoría taxonómica
de Moffitt y la teoría del autocontrol de Gottfredson y Hirschi) consideran que la
transición adolescencia-adultez es esencialmente el resultado de un proceso de cambio
madurativo vinculado estructuralmente a la edad. Interpretan que los factores
condicionantes de la conducta delictiva, y su evolución a lo largo del tiempo, dependen
de características individuales que se instauran tempranamente en los individuos
(impulsividad, búsqueda de sensaciones...) y confieren una relativa estabilidad al
comportamiento delictivo, el cual solo decrecería como resultado de la maduración
asociada a la edad.
Según Moffitt (2003), la actividad delictiva de los delincuentes «limitados a la
adolescencia» sería esencialmente debida a la discrepancia temporal que existe en los
individuos entre su maduración física y sexual, que acontece antes (y les apremia a
distintas demandas afectivas, sexuales, económicas, etcétera), y por otro lado una
madurez social que acostumbra a ser más demorada (y les dificulta la resolución
adecuada de sus nuevas demandas y aspiraciones). Sin embargo, con la edad aumentan
las posibilidades de los individuos para satisfacer sus necesidades de modo prosocial, y
por ello también se haría más probable el abandono de sus previos delitos.
b) Las teorías dinámicas (como, por ejemplo, la teoría de los vínculos sociales de
Hirschi, y las teorías del desarrollo vital como las de Sampson y Laub, o Thonrberry y
Farrington) interpretan que el comportamiento, tanto prosocial como delictivo, no es
algo preestablecido sino dinámico y plástico, susceptible de variar y evolucionar a lo
largo de la vida como resultado de múltiples influencias cambiantes.
En esta perspectiva se considera que la persistencia de la conducta delictiva depende
de tres procesos globales concernientes al desarrollo de los individuos:
292
En las teorías dinámicas se valora que para que pueda producirse el desistimiento
delictivo es imprescindible que decrezcan las influencias negativas previas y que el
individuo pueda restaurar sus vínculos con las instituciones sociales convencionales
(Sampson y Laub, 1993): una relación de pareja satisfactoria, obtención de un trabajo,
mejora de la propia formación...
293
de dichas acciones y favorecer que, en ausencia de tales circunstancias del pasado,
puedan formularse nuevos objetivos y un nuevo comportamiento futuro.
Asimismo se ha considerado, desde una perspectiva criminológica clásica (de
valoración coste-beneficio), que el desistimiento juvenil podría verse favorecido al
recalibrar los individuos, racional y emocionalmente, los costes y beneficios que en la
actualidad les comportaría la comisión de los delitos previos, y decidir que ahora ya no
se sienten tan capaces y cómodos de participar en hechos arriesgados; también hacerse
más conscientes del paso inexorable del tiempo, y de las graves consecuencias que para
la propia vida tienen la delincuencia, su encarcelamiento durante años, etcétera.
Por último, desde el Modelo del triple riesgo delictivo (TRD) se ha sugerido
(Redondo, 2008, 2015) que la continuidad delictiva tendría generalmente su origen en la
confluencia y acumulación en un mismo sujeto de múltiples riesgos de naturaleza
diversa (riesgos personales, riesgos relativos a las carencias de apoyo prosocial
experimentadas por un individuo, y concernientes a las oportunidades delictivas a las
que se ve reiteradamente expuesto). En este marco conceptual se ha propuesto el
principio de «potenciación recíproca entre riesgos», según el cual determinadas
influencias criminógenas correspondientes a las distintas categorías a que se acaba de
aludir propenderían a exacerbarse recíprocamente, generando de ese modo un efecto
criminógeno incrementado. Así, por ejemplo, la confluencia en un adolescente de
factores de riesgo, como una alta «impulsividad» en conexión con un estilo paterno de
«crianza errático o inconsistente» y una frecuente exposición del joven a «oportunidades
infractoras», podrían promover su conducta delictiva de un modo más poderoso que el
que tendría cada uno de estos factores de riesgo por sí solo (e incluso más potente que el
efecto que podría tener la confluencia de diversos factores de riesgo de una sola
categoría o naturaleza: o personal o social o ambiental).
En el contexto del modelo TRD también se ha razonado la posibilidad de que en
algunos casos la continuidad o persistencia delictiva pueda precipitarse como resultado
no de la confluencia inicial en un sujeto de múltiples factores de riesgo, sino de una
especie de «efecto mariposa criminógeno» (Redondo, 2015); es decir, la presencia en un
individuo de un factor de riesgo aislado pero significativo podría operar como disparador
de una cadena creciente de otros factores criminógenos, que en conjunto incrementaran
de manera acumulativa y geométrica su riesgo delictivo global.
Entre los factores que podrían ejercer este papel de disparadores de cadenas
criminógenas acumulativas podrían hallarse los siguientes:
294
— Consumo de alcohol y otras drogas.
— Desempleo continuado.
— Barrios de alta criminalidad (pobreza, desempleo...).
— Internamientos tempranos: experiencia traumática o subcultural.
— Delincuencia o conducta violenta temprana (por ejemplo, con anterioridad a la
edad de 12 años).
Añadido a ello, para el caso de las chicas, los siguientes factores podrían ser
disparadores crimonógenos particularmente relevantes:
Las infracciones cometidas por chicas representan una pequeña parte de las realizadas
por menores y jóvenes. Desde la perspectiva del autoinforme, como se mencionó
anteriormente, los estudios de Rechea (2008) y Columbu et al. (2016) evidencian que el
porcentaje de chicas es inferior para casi todos los comportamientos ilícitos y
antisociales. Asimismo, el porcentaje de medidas penales juveniles aplicadas en España
a chicas representa menos del 10 por 100 del total de las medidas judiciales impuestas a
jóvenes (Piquero et al., 2013). También en el ámbito penitenciario adulto las mujeres
representan un porcentaje pequeño, en torno al 5 por 100, del conjunto de los
encarcelados, en un rango que internacionalmente oscila, según países, entre el 2 y el 9
por 100 del conjunto de la población reclusa, estimándose que en el mundo podría haber
unas 700.000 mujeres (tanto jóvenes como adultas) en prisión. Las infracciones
cometidas por mujeres suelen caracterizarse por un menor empleo de la agresión física,
aunque algunas también puedan ser violentas. Los principales delitos cometidos por las
mujeres que suscitan una intervención judicial son el robo con intimidación, delitos
relacionados con las drogas y lesiones. Aunque diversos estudios han documentado
también la comisión por parte de mujeres de delitos de abuso sexual infantil y de
violencia doméstica (Lawson y Rowe, 2010; McKeown, 2014), estos hechos suelen tener
una mínima representación en las cifras generales de delincuencia femenina.
Existe tanto investigación internacional como española sobre las características de las
295
mujeres infractoras: factores de riesgo y de protección que resultan más prevalentes en
las chicas frente a los varones; tipo de ilícitos más frecuentemente cometidos por las
mujeres, y existencia o no en ellas de necesidades específicas de tratamiento. Estudios
orientados a la detección de los factores de riesgo y protección en jóvenes y adolescentes
(Derzon y Lipsey, 2000; Loeber y Farrington, 1998, 2001; Loinaz, 2014; Redondo et al.,
2011) han concluido que muchos de los correlatos asociados a la conducta infractora en
varones (por ejemplo, tensión familiar, enfermedades mentales en los padres, amigos
disociales, etcétera) tienen una relevancia semejante en las chicas (De Vogel y Nicholls,
2016; Guy, Douglas y Hart, 2015; Howell, 2009; Raymond, 2008; Rowe, Vazsonyi y
Flannery, 1995); sin embargo, no se ha analizado con precisión qué efectos
criminógenos específicos pueden tener todos estos factores en las mujeres en
comparación con los varones (Hipwell y Loeber, 2006).
Algunos estudios han encontrado que ciertos factores afectan diferencialmente, en
función del género, a chicas y chicos. Se ha hallado, por ejemplo, que algunos conflictos
interpersonales, especialmente los producidos en el marco del hogar, influyen más a las
chicas que a los varones (Anderson, 1993; Ge, Lorenz, Conger, Elder y Simons, 1994;
Lee, Burkham, Zimiles y Ladewski, 1994). Del mismo modo, algunas investigaciones
han encontrado que las chicas infractoras tienen mayor probabilidad relativa (que los
varones infractores) de proceder de familias conflictivas y neuróticas, de haber
experimentado rupturas familiares traumáticas, de haber sido víctimas de abusos
sexuales, de que sus padres o hermanos sean delincuentes, de tener problemas graves de
adicción y de relacionarse con amigos o parejas antisociales (Chamberlain y Red, 1994;
Dembo et al., 1998; Farrington, Barnes y Lambert, 1996; Farrington y Painter, 2002;
Gavazzi, Yarcheck y Chesney-Lind, 2006; Gobeil et al., 2016; Hart, O’Toole, Price-
Sharps y Shaffer, 2007; Henggeler, Edwards y Borduin, 1987; Johansson y Kempf-
Leonard, 2009; Koski y Bantley, 2016; Krueger, Moffitt, Caspi, Bleske y Silva, 1998;
McCabe, Lansing, Garland y Hough, 2002; Moffitt, 1993; Morash et al., 2015; Reebye,
Moretti, Wiebe y Lessard, 2000; Widom, 2001).
En esta misma dirección, en España Bartolomé, Montañés, Rechea y Montañés
(2009) realizaron un estudio sobre la conducta antisocial en jóvenes de ambos sexos, con
el objetivo de analizar las semejanzas y diferencias en el comportamiento infractor, así
como si los chicos y chicas estaban expuestos a distintos factores de riesgo y protección,
o si estos influían de manera diferente en su comportamiento. Tras estudiar el
comportamiento y los correlatos de riesgo y protección asociados a una muestra de 642
adolescentes escolarizados, se observó, como en otras muchas investigaciones, que
chicos y chicas realizaban parcialmente comportamientos ilícitos diferentes (diferencias
que fueron estadísticamente significativas). En concreto, los varones se involucraban
más frecuentemente en peleas, portar armas y conductas vandálicas.
En cuanto a los correlatos asociados, se comprobó que las chicas suelen contar con
más factores de protección: mayor supervisión paterna, más interés en seguir estudiando,
296
y un estilo de resolución de problemas más comunicativo y pacífico. Mediante un
análisis de regresión logística se constató que la variable sexo (ser chica, en este caso)
evidenciaba una importante capacidad protectora, independientemente de la exposición o
no de la joven a otros factores de riesgo. Sin embargo, pese a que las chicas contaban en
general con más factores protectores, estos parecían tener un mayor peso protector en los
varones. Ciertos aspectos positivos, como una mayor participación en la vida escolar,
supervisión familiar y mantener una buena relación con el padre, evidenciaban mayor
capacidad protectora sobre los varones, mientras que contar con amigos prosociales y
tener objetivos de futuro ejercían un mayor influjo de protección sobre las chicas.
En una revisión de Loinaz (2014) sobre estudios de delincuencia femenina publicados
en el período 2003-2013, se han obtenido algunos resultados reseñables. En primer
lugar, las motivaciones de las mujeres para la agresión y la delincuencia podrían
coincidir en muchos casos con las de los hombres. Incluso es posible que en realidad las
mujeres cometan más delitos de cariz sexual y de pareja de los que finalmente aparecen
en las estadísticas. Sin embargo, los sistemas policiales y judiciales podrían mostrar
ciertos sesgos en dirección a un menor control formal de la delincuencia femenina. Aun
así, la implicación femenina en los delitos sería, con carácter global, realmente inferior a
la de los hombres.
Las semejanzas y divergencias halladas en las investigaciones recogidas en este
epígrafe deberían ser tenidas en cuenta a la hora de diseñar y aplicar programas de
intervención con mujeres y con varones. Las diferencias en los correlatos de riesgo entre
ambos sexos sugieren que los programas de intervención con chicas deberían, además de
incorporar elementos educativos generales y comunes a chicos y chicas, ajustarse
también a aquellas necesidades que son específicas de las mujeres (Alexander, 2000;
Greiner et al., 2015; Koski y Bantley, 2016). Por ejemplo, Yagüe (2007) se refirió a
necesidades diferenciales de las mujeres en prisión como las siguientes: problemáticas
sociofamiliares que resultan de su encarcelamiento (actualización de documentación
personal y familiar, procesos de acogimiento y protección o de acceso a ayuda y
atención social para sus hijos, necesidad de potenciar sus redes de apoyo tanto dentro
como fuera de la prisión, etc.), entrenamiento en destrezas y hábitos básicos (higiene y
salud, normas de respeto de otras personas y sus propiedades, puntualidad, compromiso
y responsabilidad en sus tareas...), educación escolar básica (de la que muchas mujeres
carecen), formación y actividad laboral, autonomía personal, prevención del maltrato,
atención a sus frecuentes problemas de drogadicción y atención a la maternidad
(formación en autocuidado, crianza de los hijos, etcétera). También se ha puesto de
relieve que algunas mujeres excarceladas, particularmente aquellas que están enfermas o
son toxicómanas, pueden tener especiales dificultades a su vuelta a la comunidad,
relativas a la carencia de vivienda y a situaciones de general indigencia (Doherty,
Forrester, Brazil y Matheson, 2014; Salem, Nyamathi, Idemundia, Slaughter y Ames,
2013).
297
Hasta ahora pocos tratamientos se han diseñado específicamente para chicas, o
cuentan con formatos específicos de intervención para infractoras juveniles, lo que
debería constituir una prioridad para el futuro.
298
Existen, asimismo, programas de intervención temprana aplicados directamente con
niños en riesgo, que han evidenciado resultados positivos parciales incluso hasta la edad
adulta. Por ejemplo, Welsh et al. (2012) analizaron la intervención precoz con niños
llevada a cabo en el marco del Proyecto de desarrollo social de Seattle. Esta
intervención integraba varios componentes: entrenamiento de padres, formación del
profesorado, y entrenamiento en habilidades a los niños después de los seis años de edad.
Pudo comprobarse que los niños que habían pasado por este programa mostraban, a la
edad de 27 años, un mayor nivel educativo y económico, y mejor salud mental y sexual;
sin embargo, no se evidenciaron mejoras respecto del grupo control en problemáticas
graves como el abuso de sustancias y el propio comportamiento delictivo (Hawkins et
al., 2008).
Piquero, Jennings y Farrington (2010) integraron en un metaanálisis treinta y cuatro
programas de intervención temprana con niños de hasta 10 años de edad, que se
orientaban a mejorar su capacidad de autocontrol. Pudo comprobarse que, a partir de esta
intervención preventiva, los niños mejoraron su capacidad de autocontrol de forma
significativa, a la vez que también decrecieron sus conductas delictivas. Se considera que
el desarrollo del autocontrol puede tener para los jóvenes un efecto positivo a largo
plazo. Sin embargo, no se conoce muy bien, y debería ser objeto de mayor investigación
en el futuro, si la mejora del autocontrol depende prioritariamente de una más rápida
maduración del cerebro o, más bien, de un decremento acelerado de la impulsividad y
los previos comportamientos adolescentes de búsqueda de sensaciones.
299
conducta de un joven. En consecuencia, el tratamiento debe favorecer cambios en dichas
dinámicas familiares (Liddle y Dakof, 1995).
Entre las intervenciones familiares se destacan aquí los dos siguientes grupos
(Swenson, Henggeler y Schoenwald, 2001):
300
2. Se trabaja con los miembros de la familia, el joven y sus padres, sobre temas o
áreas que tienen significado personal para ellos.
3. La implicación del joven y de sus padres es considerada la clave para el éxito del
tratamiento, para lo cual se favorece la alianza terapéutica y la estructuración de
objetivos de interés mutuo para ellos.
4. Se efectúan controles de consumo de drogas mediante analíticas.
5. Las principales áreas de trabajo son cuatro: a) el funcionamiento interpersonal (por
ejemplo, con los amigos) e intrapersonal del joven, b) el funcionamiento
interpersonal e intrapersonal de los padres, c) las interacciones padres-joven y d)
las interacciones de la familia con otros elementos externos que influyen sobre ella
(por ejemplo, la escuela o el barrio). Existen evaluaciones que apoyan la eficacia
de esta terapia con adolescentes con problemas de adicción.
TABLA 9.7
Factores de riesgo y de resistencia para el comportamiento antisocial
301
Disciplina inefectiva. Ambiente familiar de apoyo.
Falta de armonía familiar. Armonía entre los padres.
Conflicto.
Padres con problemas (abuso de drogas, trastornos
mentales, delincuencia).
302
semanales) de los miembros de la familia.
8. La eficacia de las intervenciones se evalúa de modo continuo desde múltiples
perspectivas, y los terapeutas asumen la responsabilidad de «remover los
obstáculos» que dificultan la terapia.
9. Las intervenciones se diseñan para promover la generalización y el mantenimiento
a largo plazo de los cambios terapéuticos, fortaleciendo los recursos que sean
necesarios para atender a las necesidades de los miembros de la familia en
múltiples contextos sistémicos.
303
tratamiento mediante terapia multisistémica a largo plazo se acababa ahorrando al
contribuyente un promedio de 5,04 dólares.
Del conjunto de experiencias desarrolladas mediante terapias familiares pueden
obtenerse las siguientes conclusiones importantes para la intervención con los
delincuentes juveniles (Caldwell y Van Rybroek, 2013; Littell, 2005; Swenson et al.,
2001):
304
Desde una perspectiva europea comparada es también relevante conocer la duración
total máxima de las medidas de control juvenil que pueden imponerse a los menores
infractores (sumados los tiempos correspondientes a posibles medidas sucesivas, tales
como medidas cautelares, internamiento, libertad vigilada, supervisión comunitaria,
etcétera). En relación con la franja de edad de 14 a 15 años, la duración máxima del
control judicial juvenil es muy heterogénea: en seis países (Bélgica, Croacia, Escocia,
Eslovenia, Irlanda del Norte y Portugal) dicho control no está previsto legalmente; en los
restantes, las duraciones totales de las medidas impuestas a los menores pueden oscilar
entre un mínimo de 3 meses (Islandia) y un máximo de 360 meses (Italia y Turquía); por
último, Inglaterra y Gales prevén la posibilidad legal de control juvenil indefinido. En lo
referido a la franja de edad de 16 a 17 años, la duración máxima de las medidas juveniles
aplicables oscila para la mayoría de los países europeos entre un mínimo de 3 meses (en
Islandia) hasta un máximo de 360 meses (en Eslovenia, Italia y Turquía). Además,
cuatro países prevén la posibilidad de control juvenil indefinido (Bélgica, Escocia,
Francia, e Inglaterra y Gales).
Según Killias et al. (2012), en Europa coexistirían dos sistemas de justicia juvenil
bien distintos, entre los que España ocuparía una posición intermedia. Por un lado,
algunos países tienen un sistema más duro y punitivo, permitiendo la aplicación a
jóvenes infractores mayores de 16 años de medidas punitivas de larga duración, e incluso
la aplicación de la ley penal adulta. Contrariamente, otro conjunto de países dispone de
un sistema de justicia juvenil con medidas de menor duración, orientadas en mayor
grado a la resocialización y educación de los menores.
No obstante, en unos y otros países la edad de 18 años suele operar como una frontera
de división rígida entre la actuación del sistema de justicia juvenil y el sistema penal
adulto.
Frente a ello, Loeber et al. (2011) han razonado y defendido que tanto los jóvenes
como también los jóvenes-adultos (hasta edades de 25 años) deberían ser atendidos
preferentemente en el contexto de la justicia juvenil (y no necesariamente de la justicia
penal adulta, una vez superada la edad de 18 años). Para argumentar esta propuesta,
Loeber et al. (2011) recogieron diversas características particulares de los infractores
jóvenes (en contraste con los adultos) a las que debería prestarse especial atención al
adoptar decisiones judiciales sobre ellos, si la legislación de un país permite cierta
flexibilidad al respecto de los límites de edad (véase tabla 9.8).
TABLA 9.8
Características de los menores que pueden ser relevantes para las decisiones
judiciales
305
presentan.
3. Pobres funcionamiento ejecutivo, razonamiento, pensamiento abstracto y planificación.
4. Mayor susceptibilidad a la influencia de gratificaciones inmediatas que al influjo de posibles consecuencias
indeseables a largo plazo.
5. Pobre control de impulsos, menor propensión a asumir riesgos, y mayor tendencia a cometer delitos por
diversión más que en función de decisiones racionales.
6. Menor estabilidad de los hábitos delictivos, mayor moldeabilidad y mayores posibilidades de recuperación.
7. Menor culpabilidad, responsabilidad disminuida, menos merecedor de castigo.
8. Pobre emocionabilidad y autorregulación.
9. Menor capacidad para la evitación del propio daño.
9. Menor capacidad para comunicarse con abogados, tomar decisiones legales, comprender y participar en los
procedimientos legales y en el juicio oral.
11. Mayor susceptibilidad a la influencia de los compañeros.
306
4. Internamiento terapéutico en régimen cerrado, semiabierto o abierto. En estos
centros se realizará una atención educativa especializada o tratamiento específico,
destinado a jóvenes que padezcan anomalías o alteraciones psíquicas, dependencia
de bebidas alcohólicas, drogas tóxicas o sustancias psicotrópicas, o alteraciones
graves de la conciencia de la realidad.
5. Tratamiento ambulatorio. Los menores sometidos a esta medida deberán asistir al
centro designado, con la periodicidad requerida, y seguir las pautas fijadas para el
tratamiento de la anomalía o alteración psíquica, adicción al consumo de bebidas
alcohólicas, drogas tóxicas o sustancias psicotrópicas, o alteraciones en la
percepción que padezcan.
6. Asistencia a un centro de día. Los menores a quienes se aplique esta medida
residirán en su domicilio habitual y acudirán a un centro, plenamente integrado en
la comunidad, para realizar actividades de apoyo, educativas, formativas, laborales
o de ocio.
7. Permanencia de fin de semana. Esta medida obliga al joven a permanecer en su
domicilio o en un centro hasta un máximo de treinta y seis horas entre la tarde o
noche del viernes y la noche del domingo, a excepción del tiempo dedicado a las
tareas socioeducativas asignadas por el Juez que deban llevarse a cabo fuera del
lugar de permanencia.
8. Libertad vigilada. Implica el seguimiento de la actividad del menor y su asistencia
a la escuela, centro de formación profesional o lugar de trabajo que se establezca,
con la finalidad de contribuir a superar los factores que determinaron la infracción
cometida. Asimismo, esta medida obliga a seguir las pautas socioeducativas que se
señalen de acuerdo con el programa de intervención aprobado por el Juez.
Asimismo, la persona sometida a libertad vigilada queda obligada a mantener
entrevistas periódicas con el profesional o profesionales bajo cuya tutela se
encuentra, y a cumplir las reglas de conducta impuestas por el Juez, que podrán ser
algunas de las siguientes:
307
reinserción social del sentenciado.
TABLA 9.9
Total de medidas juveniles que fueron ejecutadas o estaban en ejecución en 2008 y
308
2015
Convivencia con otra persona, familia u otro grupo educativo. 589 489
FUENTE: elaboración propia a partir de Estadística básica de medidas impuestas a los menores infractores —
Datos 2008—, Dirección General de Política Social, de las Familias y de la Infancia del Ministerio de Sanidad y
Política Social, 2010; e INE, http://www.ine.es/inebmenu/indice.htm.
En la tabla precedente destacan dos aspectos importantes. El primero, la comparación
entre 2008 y 2015, que permite constatar una notable disminución del conjunto de las
medidas judiciales impuestas a los jóvenes (que cayeron desde 38.531 en 2008 a 23.041
en 2015), a la vez que disminuyeron también todas las medidas específicas aplicadas
(incluidos internamientos y medidas comunitarias). En segundo término, la gran
preponderancia que tienen las medidas de cariz comunitario (libertad vigilada,
prestaciones en beneficio de la comunidad, tareas socioeducativas, tratamiento
ambulatorio...) sobre las que comportan internamiento.
309
9.6.3. Intervenciones con menores en España
Más allá de las medidas formales o legales aplicadas a los menores infractores, lo
importante aquí es conocer cuáles son las intervenciones y programas de tratamiento
específicos que se llevan a cabo con ellos. Según datos de los servicios de justicia juvenil
de las distintas comunidades autónomas españolas, que fueron recogidos y sintetizados
por Redondo et al. (2011, 2012b; Redondo y Martínez-Catena, 2013), en España se
desarrollan muy diversas intervenciones educativas y tratamientos con infractores
juveniles, que pueden clasificarse en las siguientes siete categorías principales: 1)
intervenciones educativas y escolares; 2) prelaborales y laborales; 3) educación
psicosocial; 4) intervenciones psicoterapéuticas y tratamientos; 5) intervenciones en
salud y trastornos mentales; 6) ocio y tiempo libre, y 7) intervenciones con menores y
sus familias.
En la tabla 9.10 se muestran dichas categorías de intervención, las actuaciones y
programas aplicados en el marco de cada categoría, así como una hipótesis de Redondo
et al. (2011; Redondo y Martínez-Catena, 2013) acerca de aquellos factores de riesgo
principales (de los revisados anteriormente) a los que dichas actuaciones podrían
dirigirse.
TABLA 9.10
Actividades e intervenciones desarrolladas en el sistema de justicia juvenil español
con los menores infractores
310
3. Actividades Capacitación doméstica. Hostilidad e irritabilidad.
de educación Programa «Ahórrate la cárcel». Impulsividad.
psicosocial. Prevención de la violencia de género. Propensión a mentir y engañar.
Relaciones interpersonales (habilidades Acoso a otros.
sociales, comunicación, autocontrol, Bajas habilidades interpersonales.
resolución de problemas interpersonales, Falta de empatía/altruismo.
responsabilización del delito, violencia...). Locus de control externo.
Educación afectivo-sexual. Creencias y actitudes favorables al
Prevención de violencia familiar. comportamiento antisocial (y de
Educación maternal. neutralización de culpa).
Seguridad vial. Déficit de razonamiento moral.
Prevención de drogodependencias. Déficit en role-taking y role-playing.
Prevención de conductas violentas. Autoestima/autoconcepto bajos.
Prevención de conductas xenófobas.
Cuidado de animales.
Dilemas morales y valores.
4. Intervenciones Programa específico para prevención del Mismos factores de riesgo anteriores
psicoterapéuticas maltrato familiar. cuando son factores consolidados.
y tratamientos. Tratamiento del consumo de sustancias
tóxicas.
Programa de manejo de la agresividad.
Programa de manejo de la hiperactividad.
Programa de control de impulsos y
habilidades sociales.
Programa específico para delitos de agresión
sexual.
Programa específico para delitos de violencia
familiar.
Programa específico para menores sometidos
a medidas de larga duración por delitos graves
y de gran alarma social.
Programa de tratamiento basado en el sistema
de créditos positivos/negativos.
Programa de mediación y resolución de
conflictos.
Programa de gestión del riesgo de
reincidencia.
311
libre. culturales, deportivas, sociabilidad, etcétera) y Pertenencia a una banda juvenil.
tiempo libre no organizado (limitaciones en Tendencia al aburrimiento.
horarios, amistades y lugares, etcétera). Búsqueda de nuevas experiencias y
Taller educación física y deportiva. sensaciones.
Visitas a diferentes salas de ocio y fiestas.
Relación con el grupo.
Juegos y lectura.
312
A lo largo de este capítulo se ha presentado información específica y significativa
acerca de la delincuencia juvenil y las intervenciones educativas y terapéuticas que se
llevan a cabo con los menores infractores, con el propósito de prevenir que persistan en
la delincuencia. A pesar de ello, la alarma social por la delincuencia juvenil suele
suscitar una gran preocupación pública, que da lugar a constantes debates sociales acerca
de los modos más eficientes de prevenirla y controlarla.
Un argumento frecuente en tales debates es que la opinión ciudadana esencialmente
requiere que, para evitar males mayores, se adopten con los menores medidas punitivas
duras y ejemplarizantes (implícito que ha sustentado en España las diversas reformas
legislativas mediante las que se ha endurecido la ley de menores a lo largo de los últimos
años).
A pesar de lo anterior, por lo que se refiere a la opinión pública, los ciudadanos no
suelen mostrar a este respecto una creencia tan punitivista como se aduce, sino que
acostumbran a manifestar tanto una demanda de defensa social y castigo de los
delincuentes juveniles como, al mismo tiempo, la necesidad de su rehabilitación y
reinserción social.
Por ejemplo, en un estudio de opinión del Observatorio de la Actividad de la Justicia
(2012; Redondo y Garrido, 2013), los ciudadanos encuestados, preguntados acerca de
diferentes opciones de castigo de los delincuentes jóvenes, puntuaban con notas elevadas
y parecidas (entre 6,5 y 8,2 puntos sobre 10) las siguientes alternativas de actuación con
los menores (p. 92):
— La única forma de evitar que los jóvenes delincuentes vuelvan a cometer delitos es
castigarles debidamente (6,9).
— Enviar a los jóvenes delincuentes a prisión no tiene mucho sentido, porque esto
solo incrementa la delincuencia, ya que las prisiones son escuelas de delincuencia
(6,3).
— Como la mayoría de jóvenes delincuentes cometen delitos una y otra vez, la única
manera de proteger a la sociedad es enviarlos a prisión cuando son jóvenes y
mantenerlos allí (5,1).
— Deberían establecerse penas más duras para la mayoría de los delitos que cometen
los jóvenes (7).
— Una forma de prevenir la delincuencia juvenil es reforzar la disciplina, e incluso si
es preciso la mano dura, en la familia y en la escuela (6,8).
— Debería proporcionarse más ayuda y apoyo a la familia de los delincuentes
juveniles (6,5).
— Una forma de prevenir la delincuencia juvenil es dedicar más recursos a los
centros escolares y a sus actividades extraescolares (8,2).
Por otra parte, tal y como hemos visto que ponen de relieve los estudios de
autoinforme y reincidencia juvenil, solo una pequeña proporción de menores mantiene
313
una actividad delictiva sostenida. Por ello, el sistema de justicia juvenil debería
orientarse principalmente a estos jóvenes más difíciles, interviniendo educativamente
con ellos con la finalidad de prevenir la consolidación de su conducta delictiva.
En la dirección apuntada, probablemente uno de los retos más importantes de la
justicia de menores concierne a la calidad de las intervenciones educativas y terapéuticas
que se llevan a cabo con los jóvenes (y no tanto a la cuestión de la seguridad y la dureza
de las medidas que puedan imponerse). Por ello urgiría avanzar hacia la incorporación
creciente de una metodología moderna de evaluación, predicción y elaboración de
programas, de acuerdo con los principios de la evidencia científica en esta materia. Un
sistema de gestión del riesgo y de tratamiento adaptado a las necesidades de los jóvenes
haría mucho más por disminuir la reincidencia que el puro aumento de las sanciones
(Loeber et al., 2011).
Diversos resultados de investigación apoyan que la mayor eficacia para disminuir la
reincidencia de los jóvenes puede lograrse a partir de una combinación equilibrada de
medidas comunitarias y de la aplicación en ellas de intervenciones orientadas a solventar
las necesidades educativas, psicológicas y sociales de los sujetos (tales como terapia
cognitivo-conductual y terapia multisistémica, tutorización y supervisión de los casos,
programas de educación y formación profesional, y justicia restaurativa; véanse, por
ejemplo: Cook, Drennan y Callanan, 2016; Palermo, 2013).
Para fomentar el desistimiento delictivo, deberían ofrecerse también programas de
empleo y de mejora de la interacción social, así como otras intervenciones destinadas a
reducir las transiciones vitales desordenadas y problemáticas, tales como abandonar la
escuela secundaria sin graduarse, o como la paternidad adolescente (Loeber et al., 2011).
En España el sistema de justicia juvenil ha mejorado durante las últimas décadas de
manera impresionante. La mejor prueba de ello son las múltiples intervenciones
desarrolladas en los contextos de justicia juvenil de las diversas comunidades autónomas
que aquí se han resumido (Redondo y Martínez-Catena, 2013). Aun así, una carencia
importante que debería subsanarse cuanto antes es la escasez de evaluaciones
sistemáticas de las intervenciones que se llevan a cabo. Frente a ello, todas las
intervenciones sociales, educativas y terapéuticas realizadas con infractores juveniles
deberían evaluarse de modo que pueda conocerse de forma explícita su grado de
eficacia. Ello es la única garantía posible de una mejora informada y continuada de
dichas intervenciones y del conjunto del sistema de justicia juvenil.
RESUMEN
314
adolescentes llevan a cabo infracciones no muy graves (como descargar música
ilegalmente, consumir bebidas alcohólicas o algunas drogas blandas, o haber participado
en alguna pelea), son muchos menos los que efectúan delitos graves como robos o
agresiones. También se ha puesto de relieve que con carácter general las chicas
participan en la delincuencia con una frecuencia mucho más baja que los varones.
En segundo término se han analizado con detalle los principales factores de riesgo
personales, sociales y ambientales susceptibles de favorecer la conducta delictiva. En el
marco de los riesgos personales se han destacado aspectos relativos a la personalidad
(impulsividad, dureza emocional, extraversión, hostilidad, egocentrismo...), elementos
conductuales (agresión, acoso, consumo de drogas, bajas habilidades interpersonales,
desempleo...), factores cognitivo-emocionales (escasas aspiraciones, baja empatía y
desarrollo moral, creencias antisociales...) y déficits intelectivos y de aprendizaje (en
inteligencia emocional, dificultades para aprender de la experiencia...). En relación con
las posibles carencias de los individuos en apoyo prosocial, se ha señalado la relevancia
criminógena de los problemas que puedan darse en el barrio (subculturas criminales, alta
delincuencia y disponibilidad de drogas, concentración de personas desempleadas...), en
las familias (bajos ingresos, crianza inconsistente, patologías y delincuencia paterna...),
en las escuelas (falta de disciplina, fracaso escolar...) y en relación con los amigos
(amigos delincuentes, exposición frecuente a violencia grave...). Por fin, también se han
señalado distintos elementos ambientales o de oportunidad delictiva capaces de
incrementar el riesgo delictivo, tanto para el caso de delitos violentos (provocaciones,
espacios públicos anónimos, víctimas desprotegidas...) como para delitos contra la
propiedad (propiedades descuidadas, comercios vulnerables, zonas de ocio,
concentración de turistas...).
Se han revisado diversos estudios, tanto internacionales como españoles, sobre
reincidencia delictiva de los jóvenes. Ello ha permitido constatar que, para el caso de
España, la reincidencia juvenil se sitúa en una cifra promedio aproximada del 26 por
100, a la vez que existen diversos factores de riesgo que se vinculan de modo repetido a
dicha reincidencia: más dificultades sociofamiliares, experiencia de maltrato en la
infancia, vivir fuera de la familia, impulsividad, consumo de drogas, fracaso escolar,
amigos o pareja delincuente, y experiencias de internamiento juvenil. Además, tomando
como base el Modelo del triple riesgo delictivo, se ha puesto de relieve que la mayor
influencia para promover la repetición y consolidación de la actividad delictiva no reside
generalmente en factores de riesgo aislados, sino en la confluencia en un mismo
individuo de riesgos de naturaleza diversa (personal, social y ambiental), que acaban
potenciándose recíprocamente. Pero también se ha aducido que en algunas ocasiones
puede producirse una especie de «efecto mariposa criminógeno», en el sentido que un
factor de riesgo aislado pero poderoso pueda disparar por sí solo una cadena creciente de
influencias antisociales.
Se han analizado también diversas investigaciones sobre factores de riesgo
315
específicos en mujeres delincuentes, en contraste con los riesgos más evaluados en los
varones, y se ha concluido que, aunque existen factores de riesgo que pueden influir
criminalmente tanto en hombres como en mujeres, estas pueden ser más sensibles a
algunas influencias específicas tanto de riesgo (conflictos familiares, padre o hermanos
delincuentes, pareja antisocial, maltrato, drogadicción, marginación...) como de
protección (amigos prosociales, objetivos de futuro...). También se ha constatado la
necesidad de diseñar programas de tratamiento para mujeres que tomen en cuenta sus
necesidades de intervención específicas.
Desde la perspectiva de la intervención, se ha puesto de relieve que uno de los
mejores modos de prevención del delito consiste en el desarrollo de programas
familiares. Entre ellos, uno de los tratamientos juveniles más avalados es la denominada
terapia multisistémica (MST), de Henggeler y sus colaboradores. Esta terapia parte de la
consideración de que el desarrollo infantil se produce bajo la influencia combinada y
recíproca de distintas capas o sistemas ambientales, que incluyen la familia, la escuela,
las instituciones del barrio, etcétera. En todos estos sistemas existen tanto factores de
riesgo para la delincuencia como factores de protección. A partir de lo anterior se
establecen una serie de principios básicos, entre los que se encuentran los siguientes: se
ha de evaluar el «encaje» del menor entre los problemas identificados en los distintos
sistemas sociales; el énfasis de cambio y mejora se pone en los elementos positivos; la
terapia se orienta a promover la conducta responsable y se enfoca al presente y a la
acción; las intervenciones deben ser coherentes con las necesidades del joven, y se
programa la generalización y el mantenimiento de los logros.
Finalmente, se ha hecho referencia detenida a las intervenciones educativas y
terapéuticas que se desarrollan en el marco de la justicia juvenil. Para ello, en primer
lugar se ha revisado la cuestión de la edad penal juvenil en distintos países europeos, y
se ha razonado la conveniencia de que la edad de 18 años no constituya una barrera
infranqueable para que los jóvenes puedan ser atendidos en el contexto de la justicia
juvenil, y no necesariamente de la adulta. Posteriormente se ha dirigido la atención a la
situación de la justicia juvenil en España, tanto por lo que se refiere a las medidas
penales aplicables a los jóvenes como, sobre todo, a las intervenciones que se llevan a
cabo con ellos en distintas comunidades autónomas. Estas intervenciones se han
presentado en siete grandes grupos: 1) actividades educativas y escolares, 2) actividades
prelaborales y laborales, 3) educación psicosocial, 4) intervenciones psicoterapéuticas y
tratamientos, 5) salud y trastornos mentales, 6) ocio y tiempo libre, y 7) intervenciones
con los menores y sus familias. Constatándose, por último, cómo el castigo y la
educación de los menores no tienen por qué ser objetivos incompatibles, sino que deben
ser necesariamente complementarios.
316
10
Tratamientos en prisiones
El capítulo 10 se dedica al tratamiento en las prisiones y repasa las peculiaridades de ese contexto
—en el que se desarrollan gran parte de los programas de tratamiento con delincuentes—.
Inicialmente se presenta información diversa sobre los sistemas penitenciarios, la magnitud y
evolución de los encarcelados, y las normas internacionales y españolas al respecto del tratamiento
penitenciario. En segundo término se describen diversos programas aplicados internacionalmente,
en especial en Norteamérica y en Europa, analizándose con mayor amplitud el tratamiento en las
prisiones españolas. Por último, el capítulo presta atención a la evaluación del riesgo delictivo tanto
desde la perspectiva de los instrumentos internacionalmente utilizados como a partir de los
desarrollos que en esta materia se han operado también en España.
«El grado de civilización de una sociedad se mide por el trato a sus presos.»
317
de control y de cambio de comportamiento en función tanto de la gravedad de las
conductas infractoras (algo que ya se hace) como también de las necesidades de los
infractores. Tales sanciones deberían ir desde una general aplicación de medidas
judiciales en la propia comunidad, en el extremo más benigno, hasta el empleo de la
prisión, de modo más prudente y moderado que en la actualidad, para los casos de
delincuentes más graves, violentos y persistentes. Sin embargo, considero que es técnica
y éticamente innecesario y fuera del tiempo que las penas de prisión tengan tanta
duración como tienen en la actualidad, y de modo sobresaliente en España. Díez Ripollés
(2006) ha valorado este uso masivo de la privación de la libertad como anticuado, en
cuanto que no comporta innovación alguna; injusto, en la medida en que supone
desproporcionados períodos de encarcelamiento; e ineficaz, al renunciar a las múltiples
posibilidades de intervención social de que dispondría el Estado moderno para mejorar
las potencialidades futuras de muchos de los condenados.
En síntesis, en discrepancia abierta con la corriente de opinión más popular,
considero que debería encarcelarse a menos personas y durante menos tiempo. Pese a
todo, las prisiones actualmente existentes y los muchos encarcelados que albergan son
una realidad fáctica que no se puede ignorar y con la que debe trabajarse también en el
campo del tratamiento de los delincuentes.
Los sistemas penitenciarios son en los países modernos y democráticos servicios
públicos con dos tipos de destinatarios (McGuire, 2001c): el público en general, en
cuanto que las prisiones sirven para proteger a la comunidad de personas condenadas por
delitos graves; y los propios delincuentes encarcelados, cuyas necesidades deben ser
adecuadamente atendidas. Para desempeñar ambas tareas de servicio público, los
sistemas penitenciarios cuentan en la actualidad con profesionales diversos.
Las prisiones y otros servicios de ejecución penal, tales como departamentos de
aplicación de medidas alternativas, sustitutivas o complementarias a la privación de
libertad —por ejemplo, trabajos en beneficio de la comunidad, libertad condicional,
régimen abierto, arrestos domiciliarios, etcétera— son los principales contextos en los
que se aplican tratamientos con delincuentes. Ello es lógico si se toma en consideración
que muchos delincuentes son condenados a penas privativas de libertad u otras medidas
penales, que acaban cumpliendo en las prisiones o en instituciones vinculadas a los
sistemas penitenciarios. Además, en muchos países, especialmente en los países
occidentales más desarrollados, las instituciones penitenciarias tienen legalmente
asignada la función de rehabilitación y reinserción social de los delincuentes
condenados.
Por todo ello, en este capítulo se prestará atención específica a la situación del
tratamiento en las prisiones, tanto en el plano internacional como en España. El
tratamiento se toma aquí en un sentido restrictivo, acorde con la orientación
especializada de este manual. Aunque los sistemas penitenciarios cuentan en su
programación y funcionamiento con actuaciones e iniciativas diversas, tales como planes
318
generales de educación de los encarcelados, programas de formación laboral y empleo,
actividades culturales, deportivas y recreativas, etcétera, todo lo cual puede orientarse
tanto a la ordenación de la vida diaria de las prisiones como a la propia rehabilitación de
los delincuentes, no se atenderá aquí a todas esas actividades. De manera específica, se
prestará atención a aquellos programas de tratamiento especializado que se dirigen al
cambio de factores de riesgo directamente vinculados a la actividad delictiva o bien a
paliar los riesgos derivados de la estancia prolongada en prisión.
319
instituciones religiosas, etc.
En el sistema penitenciario español están ingresados más de sesenta mil reclusos
(unos cincuenta y dos mil dependientes de la administración penitenciaria central y unos
nueve mil de la catalana), de los cuales alrededor del 92 por 100 son hombres y en torno
al 8 por 100 mujeres. Del conjunto, la inmensa mayoría son penados (por encima del 85
por 100) y una pequeña proporción son presos preventivos en espera de juicio (por
debajo del 15 por 100). Los principales delitos por los que estas personas están recluidas
son delitos contra la propiedad, seguidos de hechos contra la salud pública
(generalmente relacionados con tráfico de drogas), delitos contra las personas, contra la
libertad sexual y contra la seguridad vial.
Por grados penitenciarios, la mayoría de los penados están clasificados en segundo
grado de tratamiento o régimen ordinario (alrededor del 75 por 100), seguidos de los
clasificados en tercer grado o régimen abierto (en torno a un 15 por 100), y de un
pequeño porcentaje de encarcelados ubicados en primer grado o régimen cerrado
(alrededor de un 2 por 100), a todo lo cual hay que añadir un porcentaje aproximado del
7 por 100 de los sentenciados todavía sin clasificar. Además, casi siete mil penados
estarían cumpliendo la última etapa de sus condenas en libertad condicional (lo que
supone alrededor del 11 por 100 del total de los penados).
El sistema penitenciario de un país suele ser un reflejo del grado de control y dureza
característicos de la política punitiva de ese país. Por tanto, la evolución temporal de sus
cifras de encarcelados también sería un indicador representativo de la evolución de dicha
política punitiva a lo largo del tiempo. En la figura 10.1 puede verse la evolución de la
población penitenciaria en España a lo largo de veintisiete años (entre 1990 y 2016).
320
FUENTE: elaboración propia a partir de datos de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias y del
Departamento de Justicia de Cataluña.
Figura 10.1.—Evolución en España de la población penitenciaria (1990-2016).
TABLA 10.1
Comparación de las penas para una serie de delitos seleccionados, entre los códigos
penales de 1973 y de 1995
321
Tráfico de drogas 28 meses 14 meses 36 meses
(duras)
FUENTE: elaboración propia a partir de Cid (2008); también, Redondo y Garrido (2015).
Como puede verse, si se compara la columna «Pena mínima efectiva (con la máxima
redención de penas posible)» del Código de 1973 con la columna «Pena mínima y
efectiva» del vigente Código de 1995, en casi todos los delitos aquí considerados la
duración efectiva de las penas es claramente superior en el Código Penal actual que en el
precedente 1 . Debe añadirse que a esta mayor dureza del Código Penal vigente habrían
contribuido todavía más las diversas reformas penales que ha experimentado desde su
aprobación en 1995.
Es decir, según lo anterior, a igualdad o semejanza de delitos condenados antes y
después de 1995, el nuevo Código Penal hace que de facto las penas correspondientes a
muchos delitos significativos tengan superior duración, y como resultado de ello se
produzca mayor acumulación de encarcelados en las prisiones (al estar internados
durante más tiempo), con el consiguiente efecto global de crecimiento de la tasa
penitenciaria. A esta misma conclusión han llegado también Aguilar, García España y
Becerra (2012).
Es verdad que la mayor punitividad penal actual tampoco constituiría per se una
explicación completa del aumento del encarcelamiento en España (González-Sánchez,
2011). Tal aumento de la población penitenciaria viene produciéndose en nuestro país
desde el inicio de la transición democrática, a partir de 1975, cuando todavía existía un
código penal más blando. Y a la vez, durante este mismo período también se han
producido aumentos análogos de las tasas penitenciarias en otros países europeos y
americanos (Garland, 2005; Redondo, 2009), lo que apuntaría hacia una tendencia
internacional global de mayor punitividad y control penal.
La falta de relación directa entre los índices de delincuencia y las tasas de
encarcelamiento se ha documentado también para el caso de diversos estados europeos.
Por ejemplo, Aebi y Kuhn (2000) hallaron una correlación negativa (r = –0,27), aunque
no significativa, entre tasa de delincuencia y tasa de encarcelados, mientras que
observaron altas correlaciones positivas entre encarcelamiento y las variables
«frecuencia de sentencias de prisión» (r = 0,63) y «duración de las condenas impuestas»
(r = 0,94). Ello coincide con la explicación ofrecida por Cid (2008) y Aguilar et al.
(2012).
Para hacernos una idea global del panorama delictivo y penitenciario europeo, en la
322
figura 10.2 se presentan las ratios de encarcelados en distintos países europeos.
FUENTE: elaboración propia a partir de la información publicada por el International Centre for Prison Studies,
University of Essex: www.prisonstudies.org.
Figura 10.2.—Tasas de población penitenciaria en Europa (2015) y duración promedio del encarcelamiento en
meses (2014). La tasa indicada en cada país representa la proporción de encarcelados por cada cien mil habitantes.
Además, en recuadros más grandes se muestran las tasas promedio de encarcelados (t) y la duración promedio del
encarcelamiento (DPE) para cuatro bloques territoriales de países en que se han categorizado todos ellos (países
nórdicos, centroeuropeos, mediterráneos, y países del Este).
La figura 10.2 refleja que los países nórdicos de Europa muestran una tasa promedio
de encarcelados de 56/100.000 habitantes, a la vez que su duración promedio de las
penas de prisión es de 4,4 meses; los países centroeuropeos tienen una proporción de
encarcelados de 92/100.000 habitantes, y una duración promedio de las penas de
privación de libertad de 7,3 meses; los países mediterráneos (entre ellos España), una
tasa conjunta de encarcelados de 129/100.000 habitantes, y una duración promedio del
encarcelamiento de 11,4 meses; y, finalmente, los países del Este europeo, una tasa de
población penitenciaria de 216/100.000 habitantes, con una duración promedio de las
penas de prisión de 15,7 meses. Estas cifras hacen notoria la relación existente entre
población penitenciaria y duración de las penas de prisión en los respectivos países.
Una noticia de cariz más positivo es que durante los últimos años también se ha
323
generalizado el mayor uso de medidas alternativas al encarcelamiento, tanto en España
como en otros países occidentales (Redondo y Frerich, 2014). Este ascenso del uso de
medidas alternativas ha sido espectacular en nuestro país, tal y como puede verse en la
figura 10.3, por lo que se refiere a la evolución de los trabajos en beneficio de la
comunidad (TBC) y las suspensiones y sustituciones de penas y medidas de seguridad.
Estas medidas penales alternativas representan en la actualidad la mayor proporción del
conjunto de las penas aplicadas en España. Su utilización se dirige prioritariamente a
delitos contra la seguridad vial, y en una parte más pequeña a delitos de violencia de
género u otros.
FUENTE: elaboración propia a partir del Informe General 2014 de la Secretaría General de Instituciones
Penitenciarias, Ministerio del Interior, y del Departamento de Justicia de Cataluña.
Figura 10.3.—Evolución en España (2000-2014) de las cifras globales de medidas alternativas (incluidas
suspensiones y sustituciones de pena y de medidas de seguridad), y específicamente de los trabajos en beneficio
de la comunidad (TBC).
Existen múltiples evidencias científicas acerca de los daños personales que pueden
derivarse de la experiencia de sufrir un encarcelamiento prolongado (Liebling y Maruna,
2005; Nagin, Cullen y Jonson, 2009). En un plano más personal y subjetivo, póngase el
lector en situación e imagínese a sí mismo cumpliendo una pena de prisión de, por
ejemplo, 10 años. ¿Puede representarse el instante en que le es comunicado que su
condena ha sido judicialmente ratificada y que deberá iniciar inmediatamente su
cumplimiento? ¿Cuáles serían sus sentimientos en ese momento? ¿Cómo desearía que
transcurrieran esos diez años de condena? ¿Cómo se imagina dentro de la cárcel? ¿Qué
324
se ve haciendo todo ese tiempo? ¿Querría aprovecharlo de alguna manera? ¿Qué podría
hacer? ¿Desearía recibir visitas? ¿De quién? ¿Podría pensar en el futuro que le esperaría
cuando transcurrieran esos 10 años? ¿Qué desearía que sucediera después? ¿Dónde
residiría? ¿Con quién? ¿De qué viviría?
Estas preguntas u otras análogas pueden ser algunas de las que realmente asalten a
quienes en efecto van a cumplir una pena de prisión. Es posible que, de entrada, en lo
que prioritariamente piensen sea en los perjuicios graves que pueda tener para ellos el
tiempo prolongado de su encarcelamiento. Autores que han reflexionado sobre esto se
han referido a los efectos negativos del encarcelamiento a partir de expresiones
concernientes precisamente al paso del tiempo (Jamieson y Grounds, 2005), lo que ha
dado lugar incluso a títulos de libros al respecto: «Tiempo muerto» (Rives, 1989, Dead
Time), «Haciendo tiempo» (Matthews, 1999, Doing Time), «Perdiendo el tiempo»
(Evans, Santiago y Haney, 2000, Undoing Time), o «Fuera del Tiempo» (McKeown,
2001, Out of Time).
Además de la idea de la prisión como «pérdida del tiempo», también se han puesto de
relieve diversos inconvenientes y daños graves que podrían derivarse para un individuo
como resultado de su encarcelamiento (Clemmer, 1940; Liebling y Maruna, 2005; Nagin
et al., 2009; Sykes, 1958):
325
psicológico del propio ingreso en prisión; haber sido encarcelado por delitos graves
contra las personas, siendo el riesgo de suicidio especialmente alto durante los primeros
días de internamiento; tener antecedentes de tentativas de suicidio; conocer que se
padece una enfermedad grave; las situaciones de pérdida o ruptura familiar; aislamiento
social, al no recibir visitas o llamadas telefónicas de familiares o amigos; sufrir
trastornos psicológicos graves, tales como esquizofrenia o depresión; que el interno se
sienta amenazado por otros y se haya acogido al régimen de aislamiento para su propia
protección, o que se le haya aplicado una sanción de aislamiento. También puede
constituir un factor de riesgo el que se produzca una modificación repentina en su
situación procesal, penal o penitenciaria (confirmación de su sentencia de prisión,
denegación de un permiso o de la libertad condicional; e incluso, de forma paradójica,
que un recluso pueda vivir angustiosamente estar próximo a la finalización de su
condena y a su liberación de prisión).
Todos estos perjuicios y riesgos que el encarcelamiento puede producir son también
un argumento decisivo para la aplicación sistemática de intervenciones terapéuticas
susceptibles de aliviarlos, a la vez que de mejorar las habilidades y posibilidades sociales
futuras de los recluidos.
En el plano internacional existen diversas normas que establecen los principios que
deberían inspirar el funcionamiento penitenciario y la aplicación de tratamientos con los
encarcelados (Coyle, 2008). Las Naciones Unidas cuentan con unas Reglas mínimas
para el tratamiento de los reclusos, que se han actualizado en sucesivas ocasiones, pero
cuyos antecedentes se remontan a 1934. Por su parte, el Comité de Ministros de los
Estados miembros del Consejo de Europa aprobó en 2006 la tercera versión de las
Normas Penitenciarias Europeas, en la Recomendación REC (2006)2. Unas y otras
normas se refieren tanto a principios generales de funcionamiento de las instituciones
penitenciarias como a aspectos más concretos, tales como condiciones de la detención,
higiene, asesoramiento jurídico, contactos con el mundo exterior, régimen penitenciario,
trabajo, educación, información, mujeres, menores extranjeros, minorías étnicas y
lingüísticas, salud general y salud mental, seguridad, disciplina y sanciones, la prisión
como un servicio público, selección y formación del personal, personal especializado,
sensibilización (sobre la prisión) de las personas del exterior, e investigación y
evaluación. A continuación se extractan aquellas normas penitenciarias del Consejo de
Europa que tienen un mayor interés desde la perspectiva rehabilitadora adoptada en esta
obra (se mantiene la numeración original).
Principios fundamentales
326
5. La vida en prisión se adaptará en la medida de lo posible a los aspectos positivos
de la vida en el exterior de la prisión.
6. Cada detención debe hacerse de manera que facilite la reintegración en la sociedad
libre de las personas privadas de libertad.
Educación
28.1. Todas las prisiones deben esforzarse en ofertar a los detenidos el acceso a unos
programas de enseñanza que sean también lo más completos posible y respondan a sus
necesidades individuales teniendo en cuenta sus aspiraciones.
28.3. Una atención particular debe merecer la educación de los jóvenes detenidos y de
aquellos que tengan necesidades especiales.
Salud mental
47.1. Una institución o una sección especial bajo el control médico debe estar prevista
para la observación y el tratamiento de los detenidos que sufren afecciones o
perturbaciones mentales (...).
47.2. Los servicios médicos en los ambientes penitenciarios deben asegurar el
tratamiento psiquiátrico de todos los detenidos que requieran una terapia y una atención
especial para prevenir los suicidios.
72.3. Los deberes del personal exceden la simple vigilancia y deben tener en cuenta
las necesidades que entraña lograr la reinserción de los detenidos en la sociedad como
fin de la pena, mediante un programa positivo de responsabilidad y asistencia.
72.4. El personal debe realizar su trabajo con el respeto de las normas profesionales y
personales.
75. El personal debe comportarse y cumplir sus cometidos, en todas las
circunstancias, de tal manera que su ejemplo ejerza una influencia positiva sobre los
detenidos y suscite su respeto.
327
especialistas suficiente, tales como psiquiatras, psicólogos, trabajadores sociales,
pedagogos, instructores técnicos, profesores o monitores de educación física y deportiva.
Investigación y evaluación
102.1. Más allá de la reglas aplicables al conjunto de los detenidos, el régimen de los
detenidos condenados debe estar concebido para permitir conducirlos a una vida
responsable alejada del delito.
103.2. Tan pronto como sea posible después del ingreso, debe redactarse un informe
completo sobre el detenido condenado, describiendo su situación personal, los proyectos
de ejecución de pena que le sean propuestos y las estrategias de preparación para su
salida.
103.3. Se debe animar a los detenidos condenados a participar en la elaboración de su
propio proyecto de ejecución de pena.
103.4. Dicho proyecto, en la medida de lo posible, debe prever:
a) Un trabajo.
b) Una formación.
c) Otras actividades.
d) Una preparación para su excarcelación.
328
programa educativo sistemático que comprenda el mantenimiento de los conocimientos
ya adquiridos y que esté orientado a mejorar su nivel general de instrucción, así como su
capacidad de llevar en el futuro una vida responsable y exenta de delitos.
106.3. Todos los detenidos condenados deben ser estimulados a participar en los
programas formativos y de educación.
Como puede verse, los contenidos esenciales del tratamiento de los delincuentes
aparecen recogidos a lo largo de gran parte del articulado de las vigentes normas
penitenciarias europeas.
329
programas con hombres y posteriormente los aplicados con mujeres. Se detallan las
áreas de intervención a las que se dirigen (prevención de la violencia, violencia familiar,
delincuencia sexual...), la denominación y estructura básica de cada programa, sus
destinatarios, y sus objetivos e ingredientes terapéuticos principales. Como puede verse,
en conjunto la oferta de tratamientos de los servicios correccionales canadienses cubre
un amplio abanico de necesidades tanto de sectores genéricos de encarcelados
(Programas de prevención de la violencia...) como de tipologías y grupos específicos de
delincuentes.
TABLA 10.2
Programas de tratamiento del servicio correccional de Canadá
Programas Programa sobre alternativas, relaciones Condenados por delitos Establecer metas,
generales de sociales y actitudes. contra la propiedad, fraudes resolver problemas y
prevención 26 sesiones grupales de 2-2,5 h. y 2 o tráfico de drogas, pero aprender habilidades
de la individuales de 1 h. cuyos patrones de relacionadas con las
delincuencia delincuencia no guardan propias emociones y
relación con el abuso de actitudes. Aborda la
sustancias. importancia de las
relaciones positivas
y la autogestión.
330
relacionadas con la
violencia.
331
relaciones
saludables no
abusivas.
Programas Programa nacional para delincuentes Hombres evaluados con un Ayuda a comprender
para sexuales. alto/moderado riesgo de el impacto de la
delincuentes Alta intensidad: 75 sesiones grupales y reincidencia sexual. violencia sexual
sexuales 7 individuales de 2-2,5 h. sobre las víctimas, la
Intensidad moderada: 55 sesiones importancia de las
grupales y 6 individuales de 2-2,5 h. relaciones
saludables y
entender su
pensamiento, así
como a aprender a
manejar su
conducta, sus
emociones y sus
factores de riesgo.
332
individuales (según necesidad) de 2 h. sustancias guarda relación comportamientos
Intensidad moderada: 26 sesiones con su comportamiento que deben ser
grupales y 1 individual de 2 h. criminal. eliminados, la
identificación de los
riesgos y el manejo
del propio
comportamiento.
333
en los programas anteriores
a partir de un plan de
autogestión.
334
grupales e y establecimiento de
individuales de metas con el
2-2,5 h. objetivo de cambiar
Intensidad actitudes y
moderada: 54 creencias.
sesiones
grupales e
individuales de
2-2,5 h.
Programa de Todas las mujeres delincuentes, Aumentar la motivación y promover cambios hacia un
compromiso y independientemente de su estilo de vida positivo.
participación tipología. Ingredientes: identificación de comportamientos
(genérico). problemáticos, comprensión del impacto de la propia
12 sesiones conducta, aprendizaje de estrategias de cambio y manejo
grupales e de emociones, establecimiento de metas, resolución de
individuales problemas y entrenamiento en comunicación.
de 2 h.
Programa de Mujeres que han participado en Cambio de conductas y objetivos a corto y largo plazo
compromiso y un programa previo de mediante la enseñanza de habilidades necesarias para
participación compromiso. abordar sus comportamientos problemáticos.
de intensidad
moderada.
46 sesiones
grupales y 4
individuales
de 2 h.
Programa de Mujeres que han participado en Reforzar y afianzar las habilidades de afrontamiento
compromiso y un programa previo de anteriormente aprendidas. Destaca la importancia de las
participación compromiso. relaciones positivas y saludables.
de alta
intensidad.
52 sesiones
grupales y 5
individuales
335
de 2 h.
Programa con Mujeres que han agredido Afianzar las habilidades y estrategias de afrontamiento
mujeres sexualmente y muestran riesgo aprendidas, la concienciación de los comportamientos
delincuentes moderado o alto de relacionados con la delincuencia en general y con la
sexuales. reincidencia. agresión sexual en particular.
59 sesiones
grupales y 7
individuales
de 2 h.
En Europa, el Reino Unido es el país que cuenta con mayor oferta de programas de
tratamiento de delincuentes (McGuire, 2013; Redondo y Frerich, 2013, 2014). Estos
programas suelen dirigirse a grupos específicos de infractores (delincuentes juveniles,
adultos, agresores sexuales, individuos con problemas de control de ira...), promoviendo
su entrenamiento en habilidades sociales y cognitivas (www.justice.gov.uk). Se aplican
tanto en prisiones (incluyendo programas de preparación de la libertad y vuelta a la
comunidad) como en el sistema de probation o de cumplimiento de medidas
comunitarias.
Los principales programas son los siguientes (puede verse el esquema en:
www.hmprisonservice.gov.uk/; McGuire, 2001c): Mejora de habilidades de
pensamiento (ETS); Programa impulsor de habilidades cognitivas; Controlar la ira y
aprender a manejarla (CALM); programas para agresores sexuales (a los cuales se hizo
referencia en el capítulo 6, y entre los que también se incluyen: Programa de
autocambio cognitivo, Programa de tratamiento de delincuentes sexuales, Programa de
relaciones saludables, Programa para psicópatas —Chromis—); Programa cognitivo
breve (FOR); Elecciones, acciones, relaciones y emociones (CARE), Paquete
motivacional breve o ¿Cómo lograr saber hacia dónde te encaminas?; y Programa de
habilidades de vida para delincuentes juveniles.
336
La oferta británica cuenta también con algunas intervenciones terapéuticas dirigidas
específicamente a la preparación de los penados para su liberación de prisión, que
incluyen las siguientes: Preparación de los penados para la excarcelación
(diversificados en grupos específicos de problemáticas, tales como abuso de alcohol y
otras drogas, juego patológico, presiones económicas, depresión, agresión o sexualidad);
Cursos de prelibertad (sobre rutinas del hogar, empleo, salud, drogas, alcohol y familia);
Preparación tras el cumplimiento de condenas largas; Trabajo comunitario (para
favorecer la responsabilidad e inserción en el barrio, actividades deportivas, ayuda a
minusválidos y personas de mayor edad); Salidas para visitar a la familia o los amigos;
Preparación para la búsqueda de empleo (elaboración de un currículum vitae y
entrenamiento en habilidades de entrevista); y Dinero y finanzas (entrenamientos para
mejorar sus capacidades de administración financiera, compra prudente, etcétera). Por
último, los servicios de Probation ofrecen también distintos programas de contenidos
semejantes a los anteriores para aquellos sujetos que cumplen medidas penales
comunitarias (Brown, 2013).
Los países nórdicos (Dinamarca, Suecia, Noruega y Finlandia) disponen, asimismo,
de múltiples intervenciones para delincuentes con problemáticas diversas (trastornos
psiquiátricos, adicciones, etcétera), tanto para su aplicación en la propia comunidad
como en las prisiones (Redondo y Frerich, 2013, 2014). Como ya se vio, los países
nórdicos tienen las tasas penitenciarias más bajas de Europa (menos de 60 encarcelados
por cada cien mil habitantes, en contraste a los 131 de España). Ello es probablemente
debido a que en dichos países se promueve en mayor grado el uso de medidas y penas
comunitarias (como tratamientos ambulatorios, trabajo en beneficio de la comunidad,
etcétera), a la vez que las duraciones promedio de las penas de prisión son más cortas
(con una duración media de alrededor de 4,4 frente a una de 14 meses en España —
Redondo, Luque, Torres y Martínez, 2006—). Como resultado de ello, en los países
nórdicos la mayor parte de las actuaciones con los delincuentes convictos se realizan en
la propia comunidad, y en gran medida bajo la responsabilidad de los servicios públicos
ordinarios (educativos, de salud mental, etcétera) que se ocupan del conjunto de la
población.
No obstante, los servicios correccionales de Suecia cuentan también con programas
de tratamiento en prisión como los siguientes: Programa Nuevo Start (tratamiento
cognitivo para mejorar las habilidades de afrontamiento); Programa RIF (para el
tratamiento del abuso de drogas y alcohol); Programa «Romper con el delito»
(tratamiento cognitivo genérico para prevenir la reincidencia); Programa Win (para
mujeres); Grupos de discusión para delincuentes violentos y sexuales; Programa de
manejo de la ira y Programa de manejo del estrés. Ofertas de programas semejantes
pueden encontrarse también en Noruega, Dinamarca y Finlandia.
Existen intervenciones análogas en diversos países centroeuropeos (Alemania, Suiza,
Austria, Holanda y Bélgica). Alemania cuenta con las denominadas prisiones socio-
337
terapéuticas, que son centros para encarcelados jóvenes en los que se promueven
distintas actividades educativas, de formación laboral y diversos grupos terapéuticos. Sin
embargo, dichas actividades son a menudo muy inespecíficas y, desde luego, no existe
una formalización de los tratamientos semejante a la británica (ni tampoco a la española,
según se verá a continuación).
Quizá sean Francia, Italia y Portugal los países de nuestro entorno europeo en que,
más allá de las retóricas regulaciones jurídicas a este respecto, existe menor información
acerca de la aplicación concreta de programas de tratamiento sistematizados con
delincuentes (Redondo y Frerich, 2013, 2014).
Como ejemplo de los programas de rehabilitación desarrollados en Europa, en la tabla
10.3 se recogen esquemáticamente los aplicados en Reino Unido, Suecia y Dinamarca,
especificándose sus áreas de intervención, la denominación de cada programa, sus
destinatarios, sus objetivos y los ingredientes terapéuticos más relevantes.
TABLA 10.3
Programas de tratamiento en sistemas penitenciarios de países europeos: los
ejemplos del Reino Unido, Suecia y Dinamarca
Reino Unido
Áreas de Denominación
Destinatarios Objetivos e ingredientes
intervención del programa
338
tratamiento y el
cambio.
Programas Programa para Delincuentes con Reducir o detener el abuso de sustancias y trabajar
de abuso de abordar las problemas de específicamente sobre el delito relacionado con
sustancias infracciones drogadicción dicho consumo.
relacionadas directamente
con sustancias relacionados con las
(ASRO). conductas delictivas.
339
abuso de problemas de de drogas y alcohol, mediante métodos cognitivos
sustancias drogadicción. de cambio de actitudes y comportamiento, para
(OSAP). prevenir futuras recaídas y reducir los
comportamientos criminales.
Programas Programa para Delincuentes con Ayudar a los sujetos a entender los factores que
de controlar la ira problemas desencadenan su ira y agresión, y a aprender
regulación y aprender a emocionales. habilidades para manejar sus emociones.
de manejarla
emociones (CALM).
340
motivación cambio. o alto. Ingredientes: vida en la comunidad, trabajo en
para el grupo estructurado, coaching individual y tutoría.
cambio
Enfoque en la Delincuentes que Motivar a los participantes para que sean
recuperación cumplen condenas partícipes activos de su propio cambio.
(FOR). inferiores a 4 años.
341
Versión
comunitaria
(ASOTP-CV).
Mujeres Programa para Mujeres con delitos Examina la forma en que las mujeres comprenden
delincuentes mujeres contra la propiedad y tratan los problemas, y presentar formas
delincuentes no violentos y con alternativas de resolverlos.
nivel de reincidencia
elevado.
Suecia
Áreas de Denominación
Destinatarios Objetivos e ingredientes
intervención del programa
342
de las semanas. abuso de drogas general se imparte por un exadicto, y se centra en el
adicciones Tratamiento y alcohol. concepto de enfermedad, las consecuencias de una
básico: 3 adicción, la culpa y la vergüenza, patrones de
meses. pensamiento y relaciones.
Tratamiento
prolongado: 6
meses.
343
intensidad: 87
sesiones.
344
Dinamarca
Áreas de Denominación
Destinatarios Objetivos e ingredientes
intervención del programa
345
prevención
de abuso de
sustancias*
Programas Programa Jóvenes (15-18 años). Concienciación sobre los hechos delictivos; sus
para jóvenes general de consecuencias (tanto para las víctima y sus
delincuentes prevención de familiares, así como para la propia familia del
la delincuencia joven); aprendizaje de habilidades prosociales y
juvenil. resolución de conflictos.
346
de la algún delito violento.
violencia
347
aproximado del conjunto del personal que trabaja en las prisiones.
Entre las primeras experiencias de tratamiento penitenciario pueden destacarse,
a principios de la década de los ochenta, la Unidad de Jóvenes de Alcalá de
Henares y la Comunidad Terapéutica de Ocaña II. Unos años después se realizó el
diseño y aplicación en la administración penitenciaria catalana de un conjunto de
19 programas estandarizados de tratamiento y rehabilitación, entre los que se
incluyeron programas ambientales de contingencias (dirigidos a promover la
motivación de los encarcelados hacia la educación y el tratamiento), programas
educativos y programas de competencia psicosocial (Redondo, Pérez, Agudo,
Roca y Azpiazu, 1990, 1991).
2. Mediados los años noventa, otros profesionales e instituciones no penitenciarias
(como servicios sociales, ayuntamientos, comunidades autónomas, servicios de
atención y tratamiento de víctimas, etcétera) se interesaron también en la
intervención sobre la delincuencia. Al mismo tiempo, se producía una paulatina
interacción y colaboración entre ámbitos profesionales y académicos, concretada
en el desarrollo de numerosas investigaciones criminológicas y penitenciarias, y
en la aplicación y evaluación de diversos programas de tratamiento.
3. Aun así, en los estudios universitarios españoles existen muy pocas asignaturas
sobre análisis, prevención y tratamiento de la delincuencia (como es el caso, por
ejemplo, de los estudios de Psicología). La única excepción destacada a este
respecto la constituye por su propia naturaleza el actual Grado de Criminología, el
cual puede abrir nuevas perspectivas y posibilidades de desarrollo futuro de este
campo.
348
mejorar sus capacidades técnicas o profesionales y compensar sus carencias»; para ello
deberían utilizarse «los programas y las técnicas de carácter psicosocial que vayan
orientadas a mejorar las capacidades de los internos y a abordar aquellas problemáticas
específicas que puedan haber influido en su comportamiento delictivo anterior», a la vez
que también se «potenciará y facilitará los contactos del interno con el exterior,
contando, siempre que sea posible, con los recursos de la comunidad como instrumentos
fundamentales en las tareas de reinserción».
Todos los internos en prisión tienen derecho a participar en los programas de
tratamiento, siendo obligación de la Administración Penitenciaria diseñar en cada caso
un programa de tratamiento individualizado y dinámico (revisable cada seis meses),
incentivando a cada interno para que colabore activamente en su aplicación (RP, art.
112). Como desarrollo de esta previsión legal, las instrucciones 12/2006 y 4/2009 de la
Dirección General de Instituciones Penitenciarias establecen un procedimiento detallado
para programar, evaluar e incentivar la participación de los internos en las actividades y
programas de tratamiento.
En el programa individualizado de tratamiento se asignarán a cada interno en prisión
dos niveles de actividades:
349
Instituciones Penitenciarias, Ministerio del Interior) y de la Administración catalana se
han establecido en las prisiones españolas múltiples programas específicos de
tratamiento. Suelen consistir en intervenciones pautadas mediante un manual, en el que
se definen los objetivos del tratamiento, la población a la que cada programa se dirige, el
esquema de las unidades de intervención previstas, con sus técnicas terapéuticas y
actividades, los recursos necesarios para su aplicación y el procedimiento para evaluar
sus resultados.
Los encargados de aplicar estos programas suelen ser los equipos multidisciplinarios
de los centros penitenciarios, contribuyendo cada profesional a la intervención global
desde su propia especialidad (psicología, derecho, criminología, pedagogía, magisterio,
sociología, educación social, trabajo social, etcétera).
En la tabla 10.4 puede verse un esquema de los principales programas de tratamiento
aplicados en las prisiones españolas, algunos de los cuales se han comentado a lo largo
del libro con mayor detalle. La tabla presenta los programas según categorías y
necesidades de intervención, detallando la dinamización del programa y sus principales
objetivos e ingredientes terapéuticos [para cada programa se indica mediante uno o dos
asteriscos si corresponde a la administración penitenciaria central (*) o específicamente a
la catalana (**)].
TABLA 10.4
Guías y manuales de tratamiento con delincuentes adultos en España
350
déficit en conducta de autocuidado.
351
*Programa de Se destina a internos que cumplen condena por la comisión de delitos
intervención de violentos en general, así como a aquellos que muestran
conductas comportamientos violentos graves y reiterados en prisión. Sus
violentas. objetivos generales son: a) ayudar al interno a reconocer su conducta y
(Se aplica con motivarle para el cambio; b) desarrollar habilidades cognitivas,
frecuencia semanal emocionales y conductuales que permitan a los participantes
de forma grupal.) identificar y controlar pensamientos distorsionados, causantes de
malestar y facilitadores de la conducta violenta; c) entrenar en
autorregulación emocional y en conductas alternativas a la violencia, y
d) promover valores y un estilo de vida adaptados.
Maltratadores *Vivir sin Concebido en un formato de autoayuda, incluye las siguientes técnicas
familiares violencia. y módulos: aceptación de la propia responsabilidad, empatía y
Aprender un nuevo expresión de emociones, creencias erróneas, control de las emociones,
estilo de vida desarrollo de habilidades y prevención de recaídas.
(Echeburúa et al.,
2012).
Agresores */**Programa de Este programa está pensado para mejorar las posibilidades de
sexuales control de la reinserción y de no reincidir. Compuesto por seis módulos
agresión sexual terapéuticos en los que se trabajan las distorsiones cognitivas, los
(SAC) (Garrido y mecanismos de defensa, la conciencia emocional, la empatía, la
Beneyto, 1996, en prevención de recaídas y los estilos de vida positivos.
revisión; Rivera,
Romero, Labrador
y Serrano, 2006).
(Duración: entre 9
y 11 meses a razón
352
de 4 sesiones
grupales y una
individual a la
semana de 3 h.)
353
*Programa de Intervención dirigida a internos con problemas de ludopatía. Consta de
juego patológico. dos fases terapéuticas: una primera, cuyo objetivo es romper la
(Duración media conducta activa de juego mediante la técnica de exposición a
de 10 sesiones, de situaciones de juego y control de respuesta, y una segunda que trata de
terapia grupal.) conseguir el mantenimiento de la abstinencia mediante la adquisición
de habilidades de afrontamiento y de autocontrol.
Delincuentes *Atención integral Dirigido a internos con patologías psiquiátricas. El programa marco
con trastornos a enfermos incluye actuaciones para la detección de los casos, diagnóstico,
mentales mentales (PAIEM). tratamiento y recuperación. Es un programa de atención global,
mediante el cual se plantean pautas de atención especializada, que
hacen especial hincapié en la práctica de actividades terapéuticas y
ocupacionales.
354
Nota: Los programas Intervenció psicoeducativa amb dones privades de llibertat, Intervenció terapèutica amb
delinqüents violents, Intervenció terapèutica amb delinqüents toxicòmans, e Intervenció terapèutica per a la
prevenció de la reincidència fueron diseñados por un equipo mixto del Departamento de Justicia de Cataluña y de
la Universidad de Barcelona, originariamente para su aplicación en el sistema penitenciario de Argelia,
generándose posteriormente versiones específicas para su aplicación en el sistema penitenciario catalán.
Todos estos programas son susceptibles de aportar a sus participantes (tal y como se
ha razonado ampliamente en este libro y podrá verse con mayor concreción en el
capítulo siguiente sobre efectividad) múltiples beneficios terapéuticos respecto a la
adquisición de nuevas habilidades sociales, desarrollo de su pensamiento y su empatía,
mejora de su autocontrol, etcétera. Aun así, como suele hacerse en la actualidad en las
diversas intervenciones educativas y sociales, también es conveniente aquí conocer, en
paralelo a la eficacia más cuantitativa y objetiva, la opinión de los propios encarcelados
sobre los programas en los que participan, y preguntarse en qué grado estos valoran y
aprecian los programas educativos y rehabilitadores que se les ofrecen en las prisiones.
Para ello, en algunos estudios recientes se han indagado las narrativas y valoraciones de
los encarcelados en relación con su estancia y experiencias en prisión, y sobre las
expectativas de futuro que tienen para cuando finalicen sus condenas (Cid y Martí, 2011;
Gil-Cabrera, 2014; González-Pereira, 2014; Padrón, Martín y Redondo, en preparación).
Como era esperable, muchos de los comentarios de los encarcelados acerca de sus
vivencias penitenciarias suelen ser negativos, considerando que su estancia en prisión les
ha reportado más perjuicios que beneficios, y que el encarcelamiento podría haber
contribuido a aumentar sus dificultades sociales futuras más que haber servido para
resolverlas. A pesar de todo, también algunos encarcelados valoran positivamente las
ayudas (incluidos los tratamientos) que han recibido durante su estancia en prisión. Así
puede verse, por ejemplo, en las siguientes apreciaciones favorables que se han extraído
de los estudios de Cid y Martí (2011) y Padrón et al. (en preparación):
He tenido educadores que se han comportado bien conmigo..., me han ayudado.
Yo era el pequeño y me quedé sin saber leer ni escribir. Es que si no te enseñan no vas a aprender. Lo que he
aprendido lo he aprendido en prisión...
El tratamiento de drogas me ha ayudado a tener herramientas para no consumir, reconocer mis emociones...,
me ha cambiado mi forma de pensar.
355
Manzanera, 2016b).
La predicción del riesgo guarda estrecha relación con los análisis de carreras
delictivas desarrollados a partir de estudios longitudinales como el Philadelphia Birth
Study (Wolfgang, Figlio y Sellin, 1972), el Cambridge Study in Delinquent Development
(Farrington, 2004, 2005; Piquero et al., 2013; Zara y Farrington, 2016), el Pittsburg
Youth Study (Loeber, 1990; Loeber, Farrington, Stouthamer-Loeber y White, 2008) y el
Rochester Youth Study (Thornberry, 2005). Estos análisis han permitido describir mejor
los procesos de inicio, continuidad y desistimiento del delito, e identificar los factores de
riesgo y de protección que se asocian más frecuentemente a estos diversos procesos.
Como reiteradamente se ha razonado, de los diversos factores de riesgo y de protección
aquí nos interesan particularmente, con finalidades preventivas y terapéuticas, los de
cariz más dinámico o modificable, o factores de necesidad criminógena.
Otro concepto relevante en este ámbito, vinculado a lo anterior, es el de gestión del
riesgo, referido a todas aquellas actividades que se orientan a disminuir las influencias
negativas que inciden sobre un sujeto y a potenciar sus eventuales factores de protección,
de modo que decrezca su probabilidad delictiva. A efectos de una buena gestión de
riesgo es imprescindible atender a los resultados de la investigación acerca de qué
factores de protección pueden ser relevantes en cada caso y contribuyen más a disminuir
el riesgo de reincidencia de los sujetos. Tales factores protectores pueden ser muy
variados, pero entre ellos tienen una relevancia especial los contextos sociales y
ambientales a que se incorporaron los sujetos tras su excarcelación. Por ejemplo, se ha
documentado cómo regresar a un contexto rural (por oposición a uno urbano) puede
constituir un factor amortiguador relevante de la probabilidad de reincidencia de los
excarcelados (Staton-Tindall, Harp, Winston, Webster y Pangburn, 2015): a igualdad de
otras influencias de riesgo, los liberados de prisión que vuelven a contextos rurales
tendrían una probabilidad 2,4 veces menor de reincidir que quienes vuelven a contextos
urbanos.
La evaluación y predicción del riesgo puede desarrollarse en diversos ámbitos
profesionales que se ocupan del problema delictivo, tales como el policial, el judicial, el
de la justicia juvenil o el penitenciario (Heilbrun, 2010; Hoge, 2012; Hoge y Andrews,
2010; Hoge et al., 2015), y las tareas de evaluación de riesgo pueden ser realizadas
individualmente por profesionales como psicólogos, criminólogos, juristas, psiquiatras,
educadores o trabajadores sociales especializados en el análisis delictivo, aunque
probablemente la mejor evaluación de riesgo requiera idealmente la cooperación
interdisciplinar entre todos o algunos de estos profesionales. Lo más importante de todo
para una evaluación de riesgo de calidad será la obtención de información válida y bien
estructurada sobre los diversos factores de riesgo y de protección (personales, familiares,
sociales, ambientales...) que confluyen en el caso que es objeto de predicción.
Para obtener y estructurar la información de riesgo que pueda resultar más relevante
en cada caso existen actualmente múltiples instrumentos estandarizados de evaluación de
356
riesgo, como se especificará a continuación (véase también Vincent, Terry y Maney,
2009; y en castellano Andrés-Pueyo y Echeburúa, 2010; Arbach-Lucioni et al., 2015;
Hoge et al., 2015).
357
predicción (Yesberg y Polaschek, 2014). Al igual que los procedimientos
anteriores, se fundamentan en un modelo teórico definido sobre la conducta
delictiva, e incluyen factores de riesgo estáticos y dinámicos, a los que también
añaden factores de protección. Aunque los factores evaluados y la manera de
medirlos se definen con precisión, se deja a juicio del evaluador el modo de
combinar los diversos factores y de realizar la valoración final de riesgo (Andrés-
Pueyo y Echeburúa, 2010). La predicción inicial solo se considera un primer paso
para la posterior actuación preventiva o rehabilitadora, con la finalidad de reducir
el nivel de riesgo del individuo y favorecer su abandono definitivo del delito.
Existen instrumentos de predicción de riesgo tanto para jóvenes como para adultos
(Andrés-Pueyo y Redondo, 2007; Hoge et al., 2015). Por lo que se refiere a los jóvenes,
de edades entre 12 y 17 años, algunos de los instrumentos internacionales más utilizados
han sido los siguientes: Youth Level of Service/Case Management Inventory (YLS /CMI;
Hoge y Andrews, 2006); Structured Assessment of Violence Risk in Youth (SAVRY;
Borum, Bartel y Forth, 2006); Washington State Juvenile Court Assessment (WSJCA), y
la escala relacionada Youth Assessment and Screening Instrument (YASI; Barnoski,
2004); North Carolina Assessment of Risk (NCAR), y Psychopathy Checklist: Youth
Version (PCL:YV, Forth, Kosson y Hare, 2003).
Y para delincuentes adultos destacan los siguientes: Classification of Violence Risk
(COVR; Monahan et al., 2005); Historical-Clinical-Risk Management-20 (HCR-20;
Webster, Douglas, Eaves y Hart, 1997); Violence Risk Appraisal Guide (VRAG; Harris,
Rice y Quinsey, 1993); Level of Service Inventory-Revised (LSI-R; Andrews y Bonta,
1995); Statistical Information for Recidivism Scale (SIR; Nuffield, 1982) y Psychopathy
Checklist – Revised (PCL-R; Hare, 1991, 2003).
A la hora de elegir un instrumento específico de evaluación del riesgo, Heilbrun
(1992) sugirió tomar en consideración los siguientes aspectos: que el instrumento
disponga de un manual estandarizado, que exista investigación empírica acerca de su
validez y fiabilidad (en poblaciones y contextos semejantes a los del caso para el que el
instrumento se pretende utilizar), y que pueda adaptarse convenientemente al estilo de
respuesta del sujeto evaluado.
Existe también investigación científica sólida sobre las características descriptivas y
psicométricas de muchos de estos instrumentos (Andrés-Pueyo y Echeburúa, 2010;
Hoge, Vincent y Guy, 2012; Rossegger et al., 2010) y diversos metaanálisis acerca de su
capacidad predictiva, así de los instrumentos predictivos de jóvenes (Olver, Stockdale y
Wormith, 2009; Schwalbe, 2007a, 2007b) como de adultos (Campbell, French y
Gendreau, 2009; Gendreau et al., 1996; Gendreau, Goggin y Smith, 2002; Hanson y
Morton-Bourgon, 2009; Walters, 2006). Una síntesis de todo ello en castellano puede
verse en Hoge et al. (2015).
Algunas conclusiones importantes de estos análisis y comparaciones entre
358
instrumentos de predicción son las siguientes: los instrumentos más modernos, tales
como las medidas actuariales estático-dinámicas y de juicio profesional estructurado,
obtienen en general los mejores resultados predictivos (con puntuaciones AUC, o
probabilidad de acierto predictivo, de entre 0,60 y 0,70), algo por encima de las
predicciones logradas por las medidas actuariales (Archibald, Campbell y Ambrose,
2014); las predicciones pueden mejorarse tomando en consideración medidas de
autoinforme de los propios sujetos (Coid et al., 2015); y en general los instrumentos de
evaluación suelen mostrar capacidad predictiva con sujetos de diferentes edades,
incluidas las etapas de la adolescencia, la juventud y la edad adulta (Vincent, Fusco,
Gershenson y Guy, 2014).
Desde una perspectiva ética (Heilbrun, 1992, 2010; Hoge, 2012; Hoge y Andrews,
2010; Hoge et al., 2015) se considera que el empleo de instrumentos de predicción de
riesgo debe ser específico para aquellas finalidades a las que se dirige (judiciales,
penitenciarias, etcétera), debe tomar en consideración en la mayor medida posible la
finalidad y validez de los instrumentos, y realizarse por evaluadores adecuadamente
formados y entrenados en la aplicación de cada instrumento.
Uno de los instrumentos de evaluación de riesgo delictivo más utilizados
internacionalmente es la Psychopathy Checklist Revised (PCL-R), desarrollada en 1991
por Robert Hare a partir del concepto de psicopatía (al que se hizo referencia en el
epígrafe trastornos mentales y conducta delictiva del capítulo 1). Dicha escala incluye la
evaluación de 20 elementos de riesgo (puntuables en el rango 0/1/2) distribuidos
principalmente en dos categorías (aunque Hare considera que conjuntamente componen
el síndrome global de la psicopatía: Hare y Newman, 2008, 2010): Factor I,
correspondiente a la valoración de aspectos de personalidad psicopática, afectivos e
interpersonales (Hare, 2003); y Factor II, que pondera elementos conductuales de riesgo
relacionados con las propensiones impulsivas y antisociales del individuo.
En la tabla 10.5 se presenta la estructura de los ítems de la escala PCL-R.
TABLA 10.5
Ítems de la escala de psicopatía PCL-R
3. Necesidad de estimulación.
1. Locuacidad/encanto superficial. 9. Estilo de vida parásito.
2. Grandioso sentido de autovalía. 10. Escaso autocontrol.
4. Mentira patológica. 12. Precocidad en mala conducta.
5. Manipulación. 13. Sin metas realistas.
6. Falta de remordimiento/culpa. 14. Impulsividad.
7. Afecto superficial. 15. Irresponsabilidad.
8. Crueldad/falta de empatía. 18. Delincuencia juvenil.
16. No acepta la responsabilidad de sus actos. 19. Revocación [previa] de la libertad condicional.
359
Ítems no incluidos en los dos factores precedentes
FUENTE: Redondo y Garrido (2013), a partir de R. Hare (1991; 2003), The Hare Psychopathy Checklist Revised.
Toronto: Ontario, Multi-Health Systems.
De forma paralela, Cook et al. (2012; Hart y Cook, 2012) han considerado que la
personalidad psicopática aglutina síntomas del individuo en los siguientes seis ámbitos o
dominios (Redondo y Garrido, 2013): 1) carencias de apego y empatía con otros, 2)
comportamiento temerario, poco fiable y agresivo, 3) pensamiento suspicaz, inflexible e
intolerante, 4) predominio en sus relaciones de conductas de dominación, manipulación,
arrogancia, engaño y deshonestidad, 5) ausencia de emociones profundas e incapacidad
para sentir ansiedad, remordimiento y culpa, y 6) sentimientos de egocentrismo,
grandiosidad e invulnerabilidad.
Diversas investigaciones han probado que la personalidad psicopática es un predictor
relevante de la violencia y la delincuencia graves (Leistico, Salekin, DeCoster y Rogers,
2008; Swogger et al., 2012; Yang y Wong, 2010).
También en España se han producido algunos avances durante los últimos años en el
campo de la predicción del riesgo delictivo. En el contexto del Grupo de estudios
avanzados en violencia (GEAV), Andrés-Pueyo ha impulsado tanto la traducción y
adaptación al castellano de algunos instrumentos internacionales como el desarrollo de
instrumentos nuevos.
En primer término, se adaptaron tres instrumentos: la guía de evaluación HCR-20
(Arbach-Lucioni y Andrés-Pueyo, 2007; Gray, Taylor y Snowden, 2008; Webster et al.,
1997), que permite la predicción de riesgo de violencia física grave en delincuentes
crónicos y personas con trastornos mentales; el protocolo SARA (Spousal Assault Risk
Assessment Guide), que se dirige específicamente a la predicción del riesgo de violencia
en pareja, y la guía SVR-20 (Sexual Violence Risk), cuyo objetivo es la valoración
predictiva con delincuentes sexuales (Andrés-Pueyo y Redondo, 2004).
Como ejemplo del sistema de valoración de estos instrumentos de predicción, en la
tabla 10.6 se presenta la hoja de codificación de la escala HCR en castellano (las escalas
SARA y SVR-20 tienen sistemas de valoración análogos). Como puede verse, consta de
20 ítems agrupados en tres categorías: ítems históricos, relativos a comportamientos,
experiencias y diagnósticos acontecidos en la vida pasada del sujeto (ítems H1-H10);
ítems clínicos, relacionados con estados y variables del sujeto presentes en el momento
de efectuar la evaluación (C1-C5); e ítems de gestión del riesgo, correspondientes a
factores especialmente sensibles sobre el futuro próximo del individuo (R1-R5). Con
360
finalidades de investigación, los ítems pueden ser puntuados en una escala likert de tres
valores: 0 (factor de riesgo no presente), 1 (factor parcial o posiblemente presente) y 2
(factor completamente presente). Ello permite obtener una puntuación total de entre 0 y
40 puntos. No obstante, con finalidades prácticas de predicción, los autores recomiendan
que en el estado todavía provisional de desarrollo de la escala prioritariamente se
realicen valoraciones categóricas (No, ?, Sí), que tienen un significado análogo a las
anteriores pero no generan una puntuación global. La ponderación final del riesgo de un
sujeto como baja, moderada o alta no debe obedecer necesariamente al número de
factores de riesgo presentes en un individuo, sino que se aconseja efectuar también una
valoración cualitativa del tipo de factores de riesgo de mayor incidencia en cada caso.
TABLA 10.6
Hoja de codificación de la HCR
H1 Violencia previa.
H7 Psicopatía.
H8 Desajuste infantil.
H9 Trastorno de personalidad.
Ítems clínicos
Codificar: 0 = No/Ausente, 1 = Parcialmente/Posiblemente presente, 2 = Sí/Definitivamente
presente
361
C1 Carencia de introspección.
C2 Actitudes negativas.
C4 Impulsividad.
C5 No responde al tratamiento.
362
la escala SARA, también se evaluaron otras 166 variables sobre los casos, relativas a
información sociodemográfica, antecedentes familiares, antecedentes personales,
relación sentimental con la víctima, historial de violencia del agresor, historial de
violencia contra la víctima y último delito cometido. Se observó que la violencia contra
las mujeres se producía con mucha frecuencia crónica, puesto que un 73,5 por 100 de las
víctimas afirmaba haber sido agredida físicamente con anterioridad a la denuncia
interpuesta. Si se incluye el maltrato psicológico, el porcentaje de repetición delictiva
aumentaba hasta un 85,3 por 100. También se constató que un 44 por 100 de las mujeres
agredidas no se habían separado de su pareja sentimental tras la agresión que había dado
lugar a la denuncia. La media de tiempo de convivencia de todas las parejas de la
muestra era de 13,7 años.
En los agresores destacaron los siguientes factores de riesgo: dificultades de
aprendizaje y trastornos de conducta en la infancia, ira, hostilidad o irritabilidad,
inestabilidad emocional, historial de agresiones físicas a otras personas y antecedentes
delictivos, minimización y negación de la violencia, e incremento paulatino de la
frecuencia o gravedad de las agresiones. Y entre los factores de vulnerabilidad de las
mujeres víctimas sobresalieron aspectos como trastornos afectivos, haber sido agredidas
previamente por otras parejas, presentar un trastorno de estrés postraumático, y haber
adquirido fuertes sentimientos de miedo y ansiedad.
La puntuación promedio de riesgo en la escala SARA de los maltratadores evaluados
fue de 19,58 (sobre un máximo de 40 puntos). Del total de los agresores, el 60 por 100
fue reincidente en el período de seguimiento de un año. Del conjunto de las variables
predictivas analizadas, la puntuación global en SARA fue la que mostró mayor
capacidad predictiva de la reincidencia en el maltrato, clasificando correctamente al 85
por 100 de los reincidentes y al 72 por 100 de los no reincidentes. Por otro lado, todos
los agresores que habían obtenido en SARA una puntuación total por encima de la media
de la muestra (19,58 puntos) multiplicaron por 6 su riesgo de reincidir en el maltrato (×
2: 16,8; gl: 1; p < 0,001; ORO: 5,77; IC 95 por 100 = 2,4-13,8). Así pues, la guía SARA
mostró buena capacidad predictiva del maltrato, por lo que puede considerarse un
instrumento de utilidad para los profesionales que trabajan en este campo.
Además de la adaptación de los instrumentos precedentes, en el marco del GEAV
también se han diseñado algunos instrumentos autóctonos de valoración de riesgo. El
primero, el protocolo RVD-BCN, es concebido como una herramienta multidisciplinar
para predecir el riesgo de asesinato de pareja (Circuito Barcelona contra la violencia
hacia las mujeres: Arbach-Lucioni y Andrés-Pueyo, 2014). Posteriormente, el protocolo
RisCanvi fue diseñado para evaluar y predecir el riesgo de conductas violentas graves
(violencia autodirigida —en prisión—, violencia dentro de la prisión, reincidencia
violenta y quebrantamiento de condena) que pueden presentar los delincuentes
encarcelados (Andrés-Pueyo, Arbach-Lucioni y Redondo, 2010; Arbach-Lucioni,
Redondo, Singh y Andrés-Pueyo, 2014). En su formato completo este protocolo incluye
363
43 factores de riesgo, agrupados en tres categorías: a) factores delictivos y
penitenciarios, b) factores personales y sociofamiliares, y c) factores clínicos y de
personalidad. Este protocolo también dispone de una versión abreviada de 10 ítems,
RisCanvi Screening (véase tabla 10.7), que ha mostrado utilidad para ponderar de forma
ágil y rápida el riesgo de conducta violenta (Arbach-Lucioni et al., 2013).
TABLA 10.7
Factores de riesgo incluidos en la escala RisCanvi Screening
2. Historia de violencia.
Como posible ayuda profesional en esta materia, en la tabla 10.8 se ofrece una
relación de los principales instrumentos de evaluación de riesgo de violencia y
delincuencia disponibles actualmente en España, parcialmente adaptada a partir de
Andrés-Pueyo y Echeburúa (2010). Para cada instrumento se menciona su objetivo y
contexto de aplicación, su contenido y estructura, el sistema y niveles de respuesta, y sus
autores o adaptadores.
TABLA 10.8
Instrumentos de evaluación de riesgo de violencia y delincuencia disponibles en
España
Objetivo y Niveles de
Instrumento contexto de Contenido respuesta Autores/Adaptadores
aplicación
364
Violencia interpersonal inespecífica
PCL-R Evaluar la Listado de 20 ítems tras Rango: 0 a 40. Moltó et al. (2000).
presencia de una entrevista Diagnóstico de
psicopatía en semiestructurada. psicopatía: >28.
adultos con un Versiones adicionales de Riesgo de
historial violento o cribado (PCLSV) y para violencia: >20
delictivo. jóvenes (PCL-YV).
Contexto forense,
penitenciario o
clínico.
365
crítico.
Violencia sexual
Violencia juvenil
366
jóvenes (14-18
años).
Contexto forense o
judicial.
Violencia juvenil
VRAG: Violent Risk Appraisal Guide (Harris, Rice y Quinsey, 1993); HCR-20: Assessing Risk for Violence
(Webster, Douglas, Eaves y Hart, 1997); PCL-R: Psychopathy Checklist-Revised (Hare, 1991); SARA: Spousal
Assault Risk Assessment Guide (Kropp, Hart, Webster y Eaves, 1995); EPV: Escala de predicción de riesgo de
violencia grave contra la pareja (Echeburúa, Fernández-Montalvo y de Corral, 2009); SVR-20: Guide for
Assessment of Sexual Risk Violence (Boert, Hart, Kropp y Webster, 1997); SAVRY: Structured Assessment of
Violence Risk in Youth (Borum, Bartel y Forth, 2003).
FUENTE: Andrés-Pueyo y Echeburúa (2010); Andrés-Pueyo, comunicación personal.
Por último, para finalizar este capítulo quiero referirme a un desarrollo en ciernes en
materia de análisis y predicción de riesgo delictivo, que con toda seguridad constituirá
un hito en la historia de la criminología española moderna. Me refiero a la próxima
aparición de la obra de Vicente Garrido (en preparación) titulada Tratado de
Criminología forense. En ella el autor aúna los mejores conocimientos actuales sobre
teorías del delito y factores de riesgo para ofrecer a los profesionales y expertos en
367
delincuencia una herramienta amplia y abierta para la generación de evaluaciones e
informes forenses y predictivos, que puedan auxiliar a tribunales e instituciones de la
justicia en su mejor funcionamiento. Con esta finalidad, el autor propone la
combinación, acerca de los casos evaluados, de diversos aspectos bio-psico-sociales, en
consonancia entre otros conocimientos con la taxonomía de riesgos propuesta en el
marco del Modelo del triple riesgo delictivo (TRD), al que ya se ha hecho referencia
(Redondo, 2008, 2015).
RESUMEN
368
otros se recogen esquemáticamente en este capítulo.
En Europa, el país que cuenta con un mayor desarrollo técnico del tratamiento de los
delincuentes es probablemente el Reino Unido. A semejanza de Canadá, dispone de una
amplia oferta de programas de tratamiento, que incluye los dirigidos a entrenar en
habilidades de pensamiento, controlar la ira, diversos programas para agresores sexuales,
programa motivacional, programa de habilidades de vida para delincuentes juveniles,
etcétera. En paralelo a los tratamientos en las prisiones, no es menor su oferta de
programas en el marco de los servicios de Probation, encargados de la ejecución de
medidas penales en la comunidad. Otros países europeos con buen desarrollo del
tratamiento de los delincuentes son los países nórdicos, y algunos de los de
centroeuropa, como los Países Bajos y Alemania.
España cuenta también con una dilatada tradición y un razonable desarrollo de
programas de tratamiento penitenciario, en los que trabajan un número considerable de
técnicos penitenciarios. Además, la legislación penitenciaria española es claramente
favorable a la aplicación de todo tipo de intervenciones y tratamientos rehabilitadores
con los encarcelados. Como resultado de todo ello, en la actualidad se dispone de una
buena oferta de programas de tratamiento, que incluye tratamientos para jóvenes
delincuentes, intervenciones con internos drogodependientes, con agresores sexuales,
con maltratadores, con internos extranjeros, con internos discapacitados, con
delincuentes de alto riesgo en régimen cerrado, de prevención de suicidios, etc.
En paralelo al tratamiento de los delincuentes, en la actualidad existe también un gran
desarrollo de instrumentos de evaluación del riesgo de violencia o delincuencia que
aquellos puedan presentar, ya sea antes o después de un tratamiento. Con esta finalidad
se aplican diversos métodos de predicción de riesgo, cuya cumplimentación requiere
utilizar diversas informaciones recogidas sobre cada caso. Entre los instrumentos de
predicción de riesgo delictivo más usados se encuentran el Psychopathy Checklist
Revised (PCL-R), que pondera el grado de psicopatía de un sujeto; la HCR-20: Guía de
valoración del riesgo de comportamientos violentos, que estima el riesgo inespecífico de
agresión y violencia; la escala SARA: Manual para la valoración del riesgo de violencia
contra la pareja; y el SVR-20: Manual de valoración del riesgo de violencia sexual.
Cada uno de estos instrumentos incluye 20 ítems, relativos a factores de riesgo tanto
estáticos como dinámicos, cuya presencia o ausencia en el sujeto es ponderada, ya sea de
manera cualitativa o numérica (como 0, 1, 2). Como resultado de la constatación de
ciertos factores de riesgo, puede efectuarse una estimación específica del riesgo global
que presenta cada individuo en un momento dado.
Finalmente se anuncia en este capítulo la próxima aparición de un tratado de Vicente
Garrido sobre criminología forense, que con toda probabilidad será un referente
imprescindible de los futuros análisis y evaluaciones sobre predicción de riesgo
delictivo.
369
NOTAS
1 Como es sabido, el Código Penal de 1995 abolió la figura jurídica de la «redención de penas por el trabajo», que
posibilitaba que por cada dos días de trabajo en prisión pudiera redimirse un día de condena efectiva. Esto
propiciaba que para cada pena de prisión cupieran dos posibles medidas de su duración mínima: una, la
correspondiente a la pena mínima asignada en el Código para cada delito específico (pena teórica), y otra, la
relativa a la pena mínima efectiva (más corta) que, una vez condenado un individuo a dicha pena teórica, debería
realmente cumplir si lograra el máximo beneficio posible de «redención de pena por el trabajo».
370
11
Investigación de la efectividad: reincidencia y
desistimiento delictivo
Este capítulo dirige su atención, en primer lugar, a la evaluación más habitual de la eficacia de los
tratamientos: la medida cuantitativa de la reincidencia de grupos de delincuentes tratados en
comparación con la de grupos no tratados. Para ello se describen los principales diseños de
investigación de la eficacia, o modos de recoger, ordenar y analizar los datos sobre un programa de
tratamiento: los diseños intersujetos, o de comparación entre grupos; y los intrasujetos, o de un solo
grupo al que se evalúa en diferentes momentos temporales. A continuación se presentan las
evaluaciones generales de efectividad de los tratamientos, para lo que se revisan los metaanálisis o
estudios de integración de resultados de eficacia realizados durante las pasadas décadas. Se
analiza separadamente la eficacia de los tratamientos aplicados con delincuentes juveniles (más
grupos mixtos, de distintas edades) y delincuentes adultos. Se pondera también la efectividad del
tratamiento para distintas tipologías de delincuentes, modalidades de tratamiento y contextos de
aplicación. Por último, se reflexiona acerca de cómo el desistimiento delictivo requiere tanto la
voluntad de cambio personal de los delincuentes, que puede favorecerse mediante un tratamiento,
como también que el sujeto reciba el necesario apoyo social en la comunidad.
«Recuerda que el pensamiento científico es la guía de la acción; que la verdad a la que llega no es la que
idealmente podemos contemplar, carente de errores, sino aquella sobre la que podemos actuar sin temor; y
tienes que darte cuenta que este pensamiento no es mera comparsa del progreso humano, sino el progreso
humano en sí.»
371
dicha evaluación se pueden diferenciar tres momentos relevantes (además del
correspondiente a la evaluación inicial) (Echeburúa, 1993): 1) evaluación durante el
tratamiento, mientras este se está aplicando, para saber si la intervención está teniendo
incidencia inmediata sobre los participantes (y si no es así poder efectuar los ajustes
necesarios en el programa); 2) evaluación final, que permite determinar si los objetivos
previstos se han conseguido o no, y en qué grado, así como el nivel de satisfacción de los
participantes (Israel y Hong, 2006); y 3) evaluación de seguimiento, que posibilita
ponderar si los logros producidos al finalizar el tratamiento se mantienen con
posterioridad y si se han generalizado a la vida cotidiana del individuo.
A continuación se definen diversos conceptos relevantes en relación con la
evaluación de los tratamientos.
Atendido lo anterior, el mejor tratamiento sería aquel que presenta mayor eficacia (en
372
condiciones de máximo control de variables), mayor efectividad (en circunstancias
cotidianas) y mayor eficiencia (o relación favorable coste-beneficio). Sin embargo, en
muy pocos casos los tratamientos con delincuentes son objeto de todas estas
comprobaciones. La mayoría de los programas con delincuentes se aplican en
condiciones naturales (personas encarceladas, penados a medidas comunitarias...) y con
un control de variables posibilista (no ideal o experimental), lo que permite evaluaciones
de resultados exclusivamente en el plano de la «efectividad». Son por tanto muy
infrecuentes tanto las evaluaciones de «eficacia» (que comportan estrictos
requerimientos metodológicos de difícil cumplimiento con grupos reales de
delincuentes: asignación aleatoria a los grupos de tratamiento y de control, etcétera)
como las evaluaciones de «eficiencia» (que suelen requerir una recogida de información
más amplia, a veces de difícil acceso, como los diversos costes de un programa: sociales,
personales, dinerarios...).
Por otro lado, el término «efectos» de un tratamiento puede ser desglosado en
distintos aspectos o componentes más concretos como los siguientes (Marks y
O’Sullivan, 1992):
Es decir, de modo ideal cada tratamiento que se aplica podría analizarse a la luz de
todos o algunos de los anteriores componentes de efectividad, para decidir qué técnica
puede ser más recomendable aplicar en cada caso. Esto puede ser especialmente
relevante cuando dos o más tratamientos resultan competitivos entre ellos en relación
373
con determinado problema u objetivo de intervención.
TABLA 11.1
Porcentaje de encarcelados que vuelven a ser condenados a prisión después de 1-8
años de su previa liberación
Holanda 1996-9 69.602 18 o 85 43,4 55,5 62,0 66,0 67,0 71,1 72,9
más
374
más
* Cifras aproximadas por cada 100.000 habitantes, según el World Prison Brief del Centro Internacional de
Estudios Penitenciarios.
— Para seguimientos de entre 3,5 y 5,5 años, las tasas globales de reincidencia
españolas se situaron en un rango entre 30,2 por 100 y 46,7 por 100.
— Por tipologías delictivas, las mayores tasas de reincidencia correspondieron a los
delincuentes contra la propiedad (36,6 por 100-58,8 por 100), seguidos de los
delincuentes sexuales (22,2 por 100-31,6 por 100), los delincuentes contra las
personas (17,6 por 100-26,7 por 100) y los condenados por tráfico de drogas (16,6
por 100-24,4 por 100).
— Por sexos, reincidieron en mayor proporción los hombres que las mujeres.
— En función de los modos de cumplimiento de la sentencia de prisión, reincidió un
mayor porcentaje de quienes habían cumplido condenas en régimen cerrado (con
una reincidencia de hasta el 78 por 100) o no habían accedido a la libertad
375
condicional (44,3 por 100-53,1 por 100); y volvió a delinquir un menor porcentaje
de quienes pudieron finalizar sus condenas en libertad condicional (15,6 por 100-
20,4 por 100).
— Las principales variables o correlatos de riesgo que se asociaron en los diferentes
estudios a la reincidencia fueron: la variable sexo (ser varón), haber tenido un peor
comportamiento en prisión, haber cumplido íntegramente la pena (sin haber
accedido a la libertad condicional), haber ingresado en prisión a una edad más
joven, haber tenido más ingresos penitenciarios y haber estado en prisión más
tiempo. Además, en el estudio de Capdevila et al. (2015) se evaluaron mediante el
instrumento de predicción RisCanvi los principales factores de riesgo en los que
los reincidentes sobresalían muy por encima del promedio de los encarcelados:
problemas de empleo y falta de recursos económicos, ausencia de planes de futuro,
pertenencia a grupos sociales de riesgo, consumo de drogas y alcohol, conductas
autolesivas, irresponsabilidad, actitud hostil o valores procriminales, conflicto en
prisión y respuesta limitada al tratamiento.
376
3. La medida de la reincidencia puede ser también equívoca debido a que quienes han
seguido un tratamiento y se han reintegrado nuevamente a la sociedad podrían
estar delictivamente inactivos durante un período más o menos prolongado, pero
en realidad tratarse solo de un «receso» o parón entre delitos, y no de un verdadero
«desistimiento» criminal (Maruna et al., 2004). Por ello, para comprobar el posible
abandono del delito es necesario evaluar la reincidencia durante períodos de
seguimiento prolongados, de tres años o más, para asegurar la validez (o
veracidad) de las correspondientes tasas de reincidencia, lo que hace su evaluación
más difícil y costosa.
4. Además, la medida de la reincidencia delictiva (tanto la «oficial» como también
autoinformada) es vulnerable al problema estadístico de las «tasas base bajas».
Este problema se refiere al hecho de que, como para algunas tipologías de
delincuentes, como sexuales o maltratadores, las tasas naturales de reincidencia
(sin tratamiento) suelen ser bajas (20-30 por 100), tal reincidencia base ya
reducida hace más difícil medir con la debida sensibilidad o potencia estadística 1
el impacto de tratamiento para reducirla. Es decir, cuando la reincidencia es baja,
para poder detectar una disminución estadísticamente significativa se requieren
dos condiciones que son difíciles de lograr en el campo del tratamiento de los
delincuentes (Brown, 2013) 2 : que el tratamiento sea altamente efectivo, y que la
muestra de sujetos tratados y evaluados sea numerosa.
5. Por último, el conocimiento de la reincidencia delictiva puede informarnos más
sobre los fracasos graves del individuo en su proceso de integración social que
sobre sus posibles éxitos en esa misma dirección, aunque puedan ser parciales e
incipientes (tales como seguir un curso de formación laboral, buscar un empleo o
comenzar a desempeñarlo, hacer nuevos amigos, entablar una relación de pareja
satisfactoria, etcétera). En tal sentido, la medición de la reincidencia puede carecer
de la suficiente sensibilidad como medida del éxito rehabilitador, aunque sea
preliminar y paulatino, que podría estar teniendo un programa de tratamiento.
377
resultado de la influencia positiva del tratamiento, sería esperable que se produjeran
diversos cambios favorables, inicialmente en la vida diaria de los sujetos durante el
cumplimiento de la propia medida penal (en justicia juvenil, prisión, etcétera). En este
primer nivel podrían esperarse esencialmente dos tipos de mejoras (rueda derecha
inferior de la figura 11.1): 1) mejoras psicológicas en su pensamiento y sus actitudes
prosociales, su empatía y su competencia social, y 2) mejoras de comportamiento en lo
referido a sus vínculos familiares, su educación y entrenamiento laboral, su participación
en diversas actividades prosociales (que impliquen, por ejemplo, su conexión en la
institución con grupos deportivos, de ocio, etcétera), y un mayor control de sus posibles
adicciones y de su conducta violenta y antisocial.
Sin embargo, el propósito final del tratamiento de los delincuentes no se detiene en lo
anterior, sino que aspira a que las precedentes mejoras inmediatas (psicológicas y de
conducta) se acaben plasmando también en futuras mejoras del comportamiento de los
sujetos en la sociedad (rueda superior derecha): desarrollo en la vida comunitaria de
mejores habilidades interpersonales, vinculación familiar, empleo, abstinencia del
consumo de alcohol y otras drogas, y, finalmente, la no comisión de nuevos delitos.
Figura 11.1.—Modelo causal de influencia del tratamiento sobre variables psicológicas y de conducta de los
sujetos.
378
su capacidad de atracción e «incorporación» de más participantes, la «satisfacción»
expresada por los usuarios, el «impacto favorable» que pueden tener los tratamientos
sobre la propia organización en que se aplican y sobre su personal (satisfacción laboral,
disminución del estrés, eficacia en sus objetivos, etcétera), y, asimismo, el «coste-
efectividad de los programas» (es decir, el grado en que se consigue la mayor efectividad
al menor coste) (Israel y Hong, 2006; McDougall et al., 2003). En los estudios de coste-
efectividad de los tratamientos de la delincuencia se han estimado (traduciéndolos a
costes económicos) tanto aquellos costes directos del delito para la víctima y la sociedad
(valor de las propiedades robadas o destruidas, factura hospitalaria en caso de lesiones,
costes de persecución judicial del delincuente, etcétera) como los indirectos o intangibles
(reducción en la calidad de vida de la víctima, bajas laborales, miedo al delito, etcétera)
(Welsh y Farrington, 2001, 2011). Como medidas de la efectividad se han ponderado
aspectos como la disminución del número de delitos, la reducción de los gastos en salud
por razón de victimización delictiva, la disminución de los costes del encarcelamiento, el
incremento del empleo de los delincuentes tratados, etcétera (Cohen, 2001).
Así pues, las posibilidades para medir la influencia e eficacia del tratamiento de los
delincuentes son múltiples, y la medida de la reincidencia (que es imprescindible y que
ha sido la más utilizada) es solo una medida final y acumulativa de todas ellas (Lösel,
2001). En coherencia con ello, aquí se propone, para avanzar en este campo, un modelo
de evaluación plural, que se ha denominado evaluación 3 × 3, que prescribiría:
1. El uso de tres medidas de eficacia distintas, una de las cuales debería ser en todo
caso de reincidencia. Desde una perspectiva metodológica, ello es consistente con
el requerimiento metodológico de triangulación, o uso conveniente de tres
medidas evaluativas distintas de cada variable.
2. La utilización de tres fuentes de información diferentes para evaluar las anteriores
medidas de eficacia. En este requerimiento también está implícita la conveniencia
metodológica de triangulación.
3. La medición de la reincidencia durante un período mínimo de seguimiento de tres
años (tiempo que cubre la mayor proporción de las reincidencias esperables en
cualquier muestra), aunque dicho período de tres años podría idealmente
prolongarse.
Aplicando una evaluación 3x3, según lo aquí propuesto, podría obtenerse mayor
información evaluativa de la que se dispone en la actualidad, y mejorarse así el vigente
conocimiento sobre la efectividad de los diversos tratamientos con delincuentes con la
finalidad de su mejora. A la vez, en un sentido más teórico, también podría avanzarse en
la indagación científica de los posibles mecanismos que conectan las acciones
terapéuticas desarrolladas con los posibles efectos rehabilitadores producidos (McGuire,
2001c; 2006) 3 .
379
11.3. EVALUACIÓN DE UN PROGRAMA
380
Figura 11.2.—Diseños intersujetos (o intergrupos): experimental o con grupo de control no equivalente.
381
equivalencia entre los sujetos comparados: es decir, un mismo sujeto comparado consigo
mismo), y su punto débil su validez externa (ya que al tratarse de un único sujeto
disminuyen las posibilidades de generalización de los resultados). No obstante, la
validez externa puede mejorarse replicando el mismo experimento con otros sujetos.
La estructura básica del diseño de caso único es la siguiente (Olivares et al., 1997):
382
Figura 11.3.—Diseño con cambio de fase simple de reversión ABAB (o con «replicación intrasujeto»).
383
Figura 11.4.—Diseño de series combinadas: línea base múltiple (de respuestas o de grupos).
Según Sherman et al. (1997), los anteriores cinco diseños de investigación serían
«aceptables» en el campo de la evaluación de los programas de prevención y tratamiento
de delincuentes, y susceptibles de producir alguna evidencia científica (Hollin, 2006). De
384
acuerdo con Wilson, Bouffard y MacKenzie (2005), en la anterior escala de calidad
metodológica podrían establecerse tres niveles de corte: el nivel 3 equivaldría a diseños
cuasi-experimentales de baja calidad, con fuertes amenazas a la validez interna debido a
la falta de control de las diferencias o semejanzas entre los grupos evaluados (los niveles
1 y 2 tendrían, por supuesto, menor calidad que la atribuible al nivel 3); el nivel 4
supondría un diseño cuasi-experimental de buena calidad, en el que la ausencia de
aleatorización se contrarresta a partir de control metodológico y estadístico; y, por
último, el nivel 5 representa el máximo nivel de calidad posible mediante un diseño
experimental, algo muy difícil de lograr y por ello muy infrecuente en los estudios con
delincuentes.
En las revisiones sobre efectividad del tratamiento de los delincuentes en Europa,
realizadas junto a mis colegas Julio Sánchez-Meca y Vicente Garrido, establecimos, para
ponderar la calidad metodológica de los programas de tratamiento incluidos en nuestros
metaanálisis, una escala de 0 a 7 puntos, en base a la comprobación de la presencia en
cada estudio evaluativo de las siguientes condiciones metodológicas (Redondo, Sánchez-
Meca y Garrido, 1999a, 1999b):
Aunque pueda resultar algo engorroso, en el ámbito que nos ocupa, dadas las
dificultades logísticas a que suele enfrentarse la aplicación y evaluación de los
programas de tratamiento con delincuentes, es imprescindible tomar las debidas
precauciones metodológicas que permitan afirmar, con veracidad científica suficiente,
los resultados que puedan obtenerse. Así lo han intentado hacer la mayoría de las
evaluaciones de programas de tratamiento realizadas durante las últimas décadas,
muchas de las cuales se resumen a continuación a partir de los metaanálisis que las han
integrado.
385
11.4. EVALUACIONES GENERALES DE EFECTIVIDAD
TABLA 11.2
386
FUENTE: elaboración propia a partir de McGuire (2013) y de una revisión bibliográfica específica.
TABLA 11.3
387
Efectividad con delincuentes juveniles y con grupos mixtos de edades según contextos
de aplicación de los tratamientos
FUENTE: elaboración propia a partir de McGuire (2013) y de una revisión bibliográfica específica.
Como puede verse, el mayor grupo de meta-análisis con delincuentes juveniles hace
referencia a estudios en los que se han incluido tratamientos con distintas tipologías
delictivas. Todos estos metaanálisis han evaluado en conjunto 2.852 programas de
tratamiento, cuya efectividad oscila en un amplio rango de ganancia terapéutica de los
grupos tratados, entre –1 punto (prácticamente nula) y 34 puntos. Por lo que se refiere a
los delincuentes juveniles violentos, la eficacia promedio r es de 7 puntos, y la mejora de
los infractores sexuales juveniles tratados de entre 10 y 26 puntos.
Complementariamente, la tabla 11.3 presenta los metaanálisis sobre eficacia de los
tratamientos con delincuentes juveniles y grupos mixtos de edad (jóvenes y adultos),
dependiendo de los contextos en que se aplican dichos programas (instituciones de
justicia, comunidad, escuela...). La tabla permite concluir que, aunque los tratamientos
con delincuentes juveniles y grupos mixtos de edad pueden ser eficaces en distintos
contextos (incluidas instituciones juveniles, escuelas...), los mejores resultados parecen
lograrse cuando se aplican en la comunidad, donde se obtiene un rango de ganancia que
oscila entre 14 y 26 puntos.
388
11.4.2. Efectividad con delincuentes adultos
TABLA 11.4
Efectividad con delincuentes adultos según tipologías delictivas
389
FUENTE: elaboración propia a partir de McGuire (2013) y de una revisión bibliográfica específica.
390
rango muy variable, que oscila entre 0 y 49 puntos de ganancia; con delincuentes
violentos se logra una reducción de la reincidencia de entre 7 y 16 puntos (según el
coeficiente d); con maltratadores de pareja se obtiene una reducción del riesgo (según
d) de 1 a 41 puntos; con delincuentes drogodependientes entre 17 y 3 puntos de
beneficio; con delincuentes sexuales entre 8 y 29 puntos de mejora; con delincuentes con
trastornos mentales y de personalidad entre 11 y 93 puntos (en d) de ganancia, y con
agresores diagnosticados de psicopatía entre –10 y +3 puntos.
TABLA 11.5
391
392
FUENTE: elaboración propia a partir de McGuire (2013) y de una revisión bibliográfica específica.
Aunque casi todas las técnicas aplicadas pueden obtener buenos resultados relativos,
sobresale la mayor efectividad lograda globalmente por las terapias conductuales y
cognitivo-conductuales (7-35 puntos), la mediación (34 puntos de ganancia promedio),
los basados en aprendizaje social (33 puntos), el entrenamiento en habilidades sociales
(28-38 puntos de mejora en d), las intervenciones educativas (25 puntos de ganancia) y
los programas de tutorías (23 puntos).
También destaca el hecho de que las intervenciones meramente punitivas no solo no
resultan efectivas, sino que pueden incluso tener efectos perniciosos sobre los
individuos, es decir, incrementar su riesgo delictivo futuro.
En síntesis, los metaanálisis resumidos anteriormente han evaluado y comparado
entre sí miles de programas de tratamiento con diferentes categorías de delincuentes, la
mayoría de ellos desarrolladas en Norteamérica y Europa. La conclusión global que
puede extraerse de estas revisiones es que los tratamientos de la delincuencia tienen un
efecto parcial, pero significativo, en la reducción de las tasas de reincidencia y en la
mejora de otras variables de riesgo delictivo (Hollin y Plamer, 2006; Koehler et al.,
2012; McGuire, 2004, 2013; Redondo 2008a; Zara y Farrington, 2016). Puede estimarse
393
que globalmente los tratamientos aplicados con los delincuentes logran en promedio una
reducción de la reincidencia delictiva de alrededor de 12 puntos, en un rango muy
variable de efectos que oscila desde una efectividad nula a disminuciones de la
reincidencia de hasta 50 puntos (sobre tasas base de reincidencia que pueden variar,
según categorías de delincuentes y estudios, entre el 20 y el 75 por 100) (Cooke y Philip,
2001; Cullen y Gendreau, 2006; Koehler et al., 2012; Lösel, 1996, 1998; McGuire, 2004,
2013; Redondo, Sánchez-Meca y Garrido, 1999; Wilson, 2016; Zara y Farrington, 2016).
Aunque son diversos los factores que influyen sobre los resultados de los programas
de tratamiento aplicados con delincuentes, uno de los principales elementos que se
vincula a los efectos observados es el modelo o tipo de intervención aplicada, que puede
llegar a dar cuenta de hasta el 21 por 100 de la varianza explicada (Redondo et al.,
2002a, 2002b). En general, los programas terapéuticos que enseñan a los delincuentes
nuevos modos de pensamiento y de valoración de su propia realidad, y nuevas
habilidades de vida —entre los que están los programas de mediación, cognitivo-
conductuales y conductuales, el entrenamiento en habilidades sociales, y las
intervenciones educativas—, suelen lograr una mayor eficacia relativa.
Otro factor mediador de la efectividad de los tratamientos es el contexto en el que se
desarrollan. Como se ha visto, suelen obtenerse mejores resultados de generalización y
mantenimiento de los logros terapéuticos mediante programas implantados en la propia
comunidad (en libertad vigilada, etcétera) que a través de los aplicados exclusivamente
en situación de internamiento.
Los programas que resultan efectivos suelen mostrar algunas características comunes
como las siguientes (Andrews y Bonta, 2010; Cullen y Gendreau, 2006; Lipsey y
Landerberger, 2006; Hoge, 2009; Hollin y Palmer, 2006, 2008; Koehler et al., 2012;
Lösel, 1996; McGuire, 2004, 2013; Polaschek, 2013; Smith et al., 2009; Van Voorhis et
al., 2013; Zara y Farrington, 2016; Wilson, 2016):
394
previstas en su diseño, a la vez que suelen ser programas relativamente intensos.
6. Con antelación a su aplicación se evalúan los niveles de riesgo de los participantes,
lo que puede permitir una gradación apropiada de la intervención (para sujetos de
bajo, medio o alto riesgo).
7. Disponen de guías o manuales estandarizados para su aplicación sistemática y
apropiada, de conformidad con su diseño.
8. Los terapeutas cuentan con las habilidades personales necesarias y con la
formación y el entrenamientos debidos.
9. Incorporan en su diseño y desarrollo técnicas específicas de generalización del
programa a la vida social y el entrenamiento en prevención de recaídas.
Las reducciones de las tasas de reincidencia delictiva de los sujetos que han
participado en tratamientos, frente a quienes no lo han hecho, que documentan los
metaanálisis anteriormente presentados, pueden interpretarse como un indicador global
positivo del desistimiento criminal de muchos de ellos (Visher y Travis, 2003). Sin
embargo, dichas reducciones globales de la reincidencia no permiten conocer los
cambios personales que puedan haber efectuado los participantes en un tratamiento en
395
dirección a su propia mejora y al abandono de la actividad delictiva, cambios que
también deberían evaluarse de manera específica (Liem y Richardson, 2014).
Como el lector ya podrá haber concluido de lo dicho hasta aquí, para que una persona
deje de delinquir lo primero que se requiere es que él mismo realice cambios personales
importantes, que suelen constituir los objetivos primarios del tratamiento (Day et al.,
2010): a) en el plano de la conducta, que haya adquirido nuevas habilidades y
competencias sociales imprescindibles para una vida integrada (mejoras educativas,
formación laboral, habilidades de comunicación, de expresión de emociones...); b) en el
plano emocional, que haya logrado un creciente autocontrol de su comportamiento; y c)
en el plano cognitivo, que haya mejorado su percepción de autoeficacia (Bandura,1989,
1997; Cid y Martí, 2011; Liem y Richardson, 2014; Maruna, 2001, 2007), sus previas
actitudes y creencias minimizadoras del delito, y su propia identidad en dirección a
distanciarse de la previa conducta antisocial (el «yo temido»; Paternoster y Bushway,
2009) y aproximarse a un nuevo «yo» prosocial (Maruna, 2001; Vaughan, 2007).
Este distanciamiento del propio pasado puede expresarse por los exdelincuentes de
diferentes maneras, como las siguientes (a partir de Cid y Martí, 2011; Padrón et al., en
preparación):
«Es que ganas dinero hoy y luego cuando lo pagas [con años de prisión] no merece la pena.»
«He perdido mucho en la vida, mi juventud, ganas de reír, no sé lo que es ser feliz, y por eso sé que nunca
robaré; hacer daño a otras personas, jamás.»
«Mi mujer lleva muchos años conmigo y ha aguantado mucho, vale la pena luchar. He parado de robar...,
me sentiría como si la traicionara.»
«Los años pasan, los hijos te crecen... Te viene tu hijo con 14 años... y te dice: ¿Pero cuándo sales? ¿Qué has
hecho?»
«El ver otra cultura y sociabilizarme con otras personas [en la prisión]. Me planteo la vida diferente... No
cambiaría nada, creo que todo tiene su significado y he crecido con esto.»
«... Yo no estaba bien conmigo mismo... Esa vida no era la mía... Empezaba a ver las cosas como son...
Entonces me empezaron a cuadrar las piezas...»
«Creo que sí he cambiado, también me lo dicen los demás. Eso... me ayuda a ver que sí, que he cambiado...
Ya no me identifico nada con ese chico que era antes.»
«Me veo [en el futuro] con un trabajo digno, para poder comer, una casa y una familia.»
«Ser una persona normal, como todas las personas...»
Pero, además de todos estos cambios personales —que los tratamientos intentan
favorecer—, para que un individuo pueda abandonar definitivamente la vida delictiva
también se requieren cambios y mejoras en factores sociales externos susceptibles de
influir sobre él. El conocido criminólogo Robert Sampson acuñó la expresión «eficacia
colectiva» para hacer referencia a aquellas condiciones comunitarias que promueven la
integración social de los ciudadanos y previenen la delincuencia: en otros términos,
«cómo las comunidades ejercen control y ofrecen ayuda para reducir el delito» (Wright y
Cullen, 2001, p. 667; también Lilly, Cullen y Ball, 2007). Una mayor eficacia colectiva
podría atenuar los efectos criminógenos de barrios con alta desorganización social
(Maimon y Browning, 2010; Morenoff, Sampson y Raudenbush, 2001; Siegel, 2010) a
partir de procesos de control social informal e institucional (incluyendo la actuación de
396
los amigos, las familias, el vecindario, las instituciones municipales, la policía, etcétera).
Como se vio en el capítulo 8, el proceso de abandono del delito podría comenzar por
una fase de desistimiento primario, o interrupción temporal de la actividad delictiva, y
avanzar luego hacia una fase de desistimiento secundario, o de cambio profundo del
individuo hacia una nueva identidad no delictiva (Maruna, 2004; Padrón et al., en
preparación). Se ha considerado que ya durante el desistimiento primario podrían surgir
determinadas narrativas de reinterpretación crítica de la propia vida delictiva pasada y
de consideración de su posible abandono (King, 2013). Para ello han mostrado ser
elementos importantes, entre otros, según se vio, la mejora del propio autocontrol y el
hecho de que otras personas reconozcan los esfuerzos que se realizan para cambiar de
vida (King, 2013; Maruna, 2001, 2004; Maruna y LeBel, 2010); mientras que entre los
obstáculos frecuentes hacia el desistimiento estaría el rechazo social que suelen
experimentar muchos exdelincuentes cuando salen de prisión (Cabrera, 2002; Campos,
Sáez, Sierras y Yáñez, 2012).
Es decir, el apoyo que los exdelincuentes puedan recibir (o no) cuando tornan a la
comunidad parece guardar estrecha relación también con su probabilidad futura de
reincidencia (Cid y Martí, 2011, 2012; Hipp, Petersilia y Turner, 2010; Holdsworth,
Bowen, Brown y Howat, 2014; Kubrin y Stewart, 2006; Laub y Sampson, 2003; Mears,
Wang, Hay y Bales, 2008; Soyer, 2014). A este respecto, pueden ser factores favorables
decisivos el inicio de una relación satisfactoria de pareja (Brooks, Heilbrun y Fretz,
2012; Forrest y Hay, 2011; Laub et al., 2006; Padrón et al., en preparación) y el acceso a
un buen empleo (Alós-Moner et al., 2011; Brooks et al., 2012; Laub y Sampson, 2005;
Laub et al., 2006; Martín, Hernández, Hernández-Fernaud, Arregui y Hernández, 2010).
Por último, para lograr una imagen más completa de los factores que podrían
contribuir a favorecer el desistimiento delictivo también es necesario plantearse qué
papel podría jugar la disminución de las oportunidades infractoras, tales como rutinas de
vida desestructuradas, vivir en un barrio criminógeno, etcétera (oportunidades que
siempre existirán en el medio social) (Felson, 2006; Wikström, 2009; Wikström,
Ceccato, Hardie y Treiber, 2010).
Diversas teorías e investigaciones han puesto de relieve que la reducción de
determinados factores de riesgo que, como todos los aludidos, previamente estuvieron en
el origen del comportamiento delictivo de un sujeto podría resultar decisiva para su
posterior desistimiento criminal. Como desarrollo de esta idea, en la figura 11.5 se
presenta, tomando como base el Modelo de triple riesgo delictivo (Redondo, 2015), una
hipótesis acerca de qué factores criminógenos de las diversas categorías propuestas en
dicho modelo (riesgos personales, carencias en apoyo prosocial y oportunidades
delictivas) podrían ser ahora revertidos (en dirección positiva) y operar así como
disparadores favorables hacia el abandono del delito.
397
Figura 11.5.—Hipótesis, a partir de las categorías de riesgo propuestas en el modelo TRD, sobre posibles
disparadores (internos y externos) del proceso de desistimiento delictivo. Modelo del triple riesgo delictivo
(redondo, 2008, 2015).
Según esta hipótesis, al igual que el desarrollo de las carreras delictivas sería
promovido por la confluencia y potenciación recíproca entre factores de riesgo de
naturaleza diversa, también el desistimiento criminal probablemente requiera cambios
favorables combinados en dichos factores: mejoras de cariz personal (mayor control
emocional y de la impulsividad, nuevas habilidades, cambio de creencias...),
fortalecimiento de los apoyos prosociales (en relación con la familia, escuela, amigos,
pareja, empleo...) y prevención de posibles oportunidades delictivas (rutinas más
estructurales, mejoras ambientales, menor exposición a oportunidades infractoras...).
Además, las mejoras promovidas en algunos de estos riesgos significativos (por ejemplo,
que el individuo establezca una nueva relación de pareja satisfactoria, obtenga un
empleo, adquiera nuevos amigos...) podrían operar como disparadores proactivos de
otras mejoras subsiguientes, en una suerte de «efecto mariposa prosocial» o mejora en
cadena hacia el abandono definitivo del delito.
Todo lo que se acaba de comentar conduce inexorablemente a la conclusión de que,
de igual modo que las sociedades contribuyen de diversas maneras a estimular la
delincuencia, también pueden y deben contribuir de forma múltiple y responsable a lo
398
contrario: a favorecer los procesos de abandono del delito por parte de quienes antes
estuvieron inmersos en él. Y esta es una responsabilidad y tarea que concierne a todos.
RESUMEN
399
deberían ser evaluados, en algún momento, desde todos estos parámetros.
Los diseños de evaluación son los sistemas de recogida y ordenación de los datos
necesarios para la valoración científica de la efectividad de un programa. Su objetivo
fundamental es garantizar el máximo control posible del proceso de evaluación, de
manera que los «efectos» obtenidos (las mejoras terapéuticas) puedan atribuirse con
«certeza» científica a los factores manipulados (el tratamiento). Para evaluar los
tratamientos pueden usarse dos tipos principales de diseños: los diseños intersujetos (o
intergrupos) y los intrasujetos. Los diseños intersujetos (o intergrupos) evalúan la
eficacia de un tratamiento a partir de comparar entre sí a dos (o más) grupos distintos,
uno de los cuales recibe tratamiento y el otro no. Por su parte, los diseños intrasujetos
evalúan a los mismos sujetos en distintos períodos temporales, frecuentemente antes y
después del tratamiento. Sobre estas estructuras generales existen distintas variantes y
combinaciones que permiten mejorar y sofisticar los procedimientos de evaluación de
los programas.
Se considera que la evaluación ideal de un tratamiento (y la evaluación científica en
general) debería hacerse mediante diseños experimentales, cuya principal condición es la
asignación aleatoria de los sujetos a los grupos. Sin embargo, en el campo del
tratamiento de los delincuentes es muy difícil, por razones prácticas y éticas, utilizar
diseños experimentales. La alternativa consiste en promover el máximo control
evaluativo posible, controlando todas las variables relevantes, a partir de lo cual los
grupos de evaluación constituidos puedan considerarse razonablemente equivalentes y
comparables entre ellas.
Los metaanálisis de efectividad han puesto de relieve que los tratamientos aplicados
con los delincuentes pueden tener un efecto parcial, pero significativo, en la reducción
de las tasas de reincidencia. Como se ha documentado a lo largo de este capítulo y en el
conjunto de la obra, los tratamientos aplicados con los delincuentes logran en promedio
una reducción de la reincidencia delictiva de alrededor de 12 puntos, y los mejores
tratamientos llegan a obtener reducciones de hasta 50 puntos. Es decir, los tratamientos
de los delincuentes producen disminuciones relevantes de las tasas grupales de
reincidencia, aunque su eficacia es, como no podía ser de otro modo, parcial y relativa.
Tal y como se comentaba al principio de este libro, la delincuencia es un fenómeno
multicausal, en el que confluyen múltiples factores, tanto personales como sociales,
unos estáticos —o de influjo permanente— y otros dinámicos —que pueden ser
parcialmente modificados—. Por definición, el tratamiento, en cuanto que es educación
social de los delincuentes, tiene posibilidades de mejorar algunos de los factores más
personales y dinámicos de los sujetos tratados, pero no puede resolver del todo el
problema criminal. Aunque el tratamiento logra resultados razonables y esperanzadores,
las sociedades avanzadas necesitan ensartar políticas criminales multifacéticas a cargo
del conjunto de las instituciones sociales, en coherencia con la propia naturaleza diversa
y compleja del fenómeno delictivo. Solo a partir de ello será posible contener y aliviar, a
400
medio y largo plazo, la delincuencia del presente y del futuro.
NOTAS
2 A la dificultad de contar con muestras amplias de delincuentes tratados y evaluados se añade el problema
frecuente de la gran mortalidad experimental que tiende a producirse en este campo (Harcher, McGuire, Bilby,
Palmer y Hollin, 2012): muchos sujetos inicialmente evaluados no finalizan el proceso de tratamiento y de
evaluación completos (por traslados judiciales, cambios de centro penitenciario, etcétera), lo que contribuye a
aumentar el problema precedente. Por ejemplo, en un programa descrito por Garrido, Redondo y Pérez (1989), en
el que se aplicó un paquete de técnicas de entrenamiento cognitivo a internos del centro penitenciario de jóvenes
de Barcelona, los grupos experimental y control sufrieron, a lo largo del período de dos meses que duró la
aplicación, una merma de más del 50 por 100 sobre un «n» total de 56 sujetos. Situaciones como esta crean un
grave dilema a los investigadores y ponen en entredicho la evaluación: por un lado, no parece razonable reflejar en
la evaluación final aquellos casos que no han pasado por todas las fases de tratamiento; pero por otro, su exclusión
conlleva importantes riesgos de sesgo de la muestra final.
3 Un problema clave de la evaluación de la eficacia de los tratamientos, que habrá que cuidar especialmente en el
futuro, tiene que ver con lo que Smith (1999) ha denominado el «pragmatismo ingenuo», o visión simplista según
la cual la investigación psicoterapéutica ha de concentrarse en descubrir (y solo en ello) lo que funciona, sin
prestar atención a los mecanismos por los cuales funciona. Esta visión puede resultar muy estrecha, existiendo
múltiples ejemplos en la historia de la ciencia en general, y específicamente en la medicina y en la psicología, que
contravienen que este sea un camino útil. Los descubrimientos casuales del poder curativo de ciertas sustancias o
procesos solo han resultado verdaderamente útiles y generalizables cuando ha sido posible delimitar, a través de la
investigación, los mecanismos científicos de su acción: (...) «Los investigadores de la psicoterapia deben aprender
de la historia de la ciencia y concentrarse en construir teoría básica. No es muy útil para los investigadores poner
de relieve qué tipo de intervenciones “funcionan”, a menos que estén también preparados para investigar cómo
“funcionan”» (Smith, 1999, p. 1497).
4 Seligman (1995) ha esquematizado los requisitos metodológicos mínimos que debería tener un estudio ideal de
la eficacia de un tratamiento:
1. Asignación aleatoria de los sujetos a los grupos de tratamiento y de control.
2. Para conferir a las dos situaciones (experimental y control) la mayor semejanza posible, excepto en lo
relativo a la aplicación del tratamiento, se debería aplicar al grupo control un tratamiento con ingredientes placebo
«creíbles» para el sujeto (esto es, con elementos carentes en teoría de capacidad terapéutica «real», pero que en
apariencia podrían tenerla: por ejemplo, discusión de grupo inespecífica —placebo— vs. reestructuración
cognitiva —ingrediente terapéutico activo—).
3. El tratamiento debería estar normalizado y presentarse de manera precisa y estructurada.
4. Se debería aplicar a los sujetos un número fijo de sesiones.
5. Operacionalización de las variables y procedimientos de evaluación.
6. Utilización del método «simple ciego», en el que los evaluadores desconocen en qué ha consistido y a qué
sujetos y grupos se ha aplicado el tratamiento.
7. Debería evitarse la comorbilidad o presencia de múltiples déficits y trastornos. Idealmente los sujetos
deberían cumplir un solo criterio diagnóstico.
8. Habría que efectuar un seguimiento de los sujetos durante un período temporal fijo y llevar a cabo una
amplia evaluación durante dicho período.
Pese a las dificultades que todos estos requerimientos comportan, tal metodología sigue constituyendo el mejor
401
modo con el que contamos para demostrar relaciones causales entre factores. Tal y como han señalado Borkovev y
Miranda (1996), «el progreso más rápido en el desarrollo de terapias cada vez más potentes (...) se logrará si la
investigación para evaluar el resultado terapéutico se define y construye deliberadamente en forma de
investigación experimental básica para dilucidar relaciones de causa-efecto. Esta postura realza el método de
inferencia fuerte (Platt, 1964) de la investigación científica: construir hipótesis rivales, diseñar estudios para
someter a comprobación algunas de dichas hipótesis, llevar a cabo los experimentos de manera rigurosa, y repetir
dicho proceso con las restantes hipótesis» (pp. 15-16).
5 Este procedimiento se utilizó para homogeneizar los grupos de tratamiento y de control en la primera evaluación
realizada en España del tratamiento psicológico en prisión de los agresores sexuales (Redondo et al., 2005). En
una primera fase preparatoria de esta evaluación se sometió a comprobación empírica la «equivalencia» de los
grupos de tratamiento y de control. Para ello se analizaron sus distribuciones en diversas variables que podían
condicionar el riesgo delictivo de los sujetos. Se comprobó que, en efecto, los grupos mostraban diferencias
estadísticamente significativas en la edad de comisión del primer delito sexual (que era menor en los controles), la
edad de salida en libertad (que también era menor en los controles), el número de delitos sexuales y no sexuales
condenados (superior en los controles), y la tipología de víctimas (que en los controles eran preferentemente
víctimas adultas y desconocidas). Todas estas diferencias entre los grupos resultaban perjudiciales para el grupo
de control, en el sentido de conferirle un mayor riesgo de reincidencia. Con tal de hacer equivalentes las
distribuciones de ambos grupos en dichos factores de riesgo se eliminaron, a efectos de la comparación entre ellos,
los casos extremos; es decir, aquellos que en el grupo de tratamiento presentaban un menor riesgo y en el grupo de
control un mayor riesgo. Mediante este procedimiento de control metodológico pudo garantizarse razonablemente
la equivalencia de ambos grupos de sujetos. Ello resultaba imprescindible para poder atribuir al influjo del
programa de tratamiento (y no a otros factores relevantes incontrolados) la menor reincidencia sexual observada
en el grupo de tratamiento (4,1 por 100) frente al grupo de control (18,2 por 100).
6 En un programa de economía de fichas desarrollado por el autor de esta obra con un grupo de 25 delincuentes
encarcelados en la prisión de hombres de Madrid, con el objetivo de mejorar una serie de once comportamientos
distribuidos en cuatro áreas (higiene personal, higiene de las celdas, participación en tareas educativas y reducción
del consumo de ansiolíticos), se utilizó un diseño de línea base múltiple de respuestas (Redondo, 1983). Para ello,
tras el período inicial de línea base, las fases de tratamiento se distribuyeron de la siguiente manera: 1)
introducción del tratamiento —la economía de fichas— para los comportamientos del área de higiene personal; 2)
introducción del tratamiento para los comportamientos del área educativa (y mantenimiento del mismo para el
área anterior); 3) introducción del tratamiento para el área de higiene de la propia habitación (mantenimiento para
las áreas conductuales previas), y 4) introducción del tratamiento para el no consumo de ansiolíticos
(manteniéndolo para todas las áreas previas). Este modo de proceder permitió ejercer el adecuado control
experimental y probar que la introducción del tratamiento era el factor decisivo en la mejora sucesiva de los
diversos comportamientos reforzados mediante el programa de economía de fichas.
402
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469
Índice
Prólogo 10
Presentación 16
Nota aclaratoria 20
I. Conceptos y procesos del tratamiento 23
1. Delincuencia y tratamiento psicológico 24
1.1. Diversidad de los comportamientos delictivos 26
1.1.1. Delitos contra la propiedad 28
1.1.2. Tráfico y consumo de drogas 28
1.1.3. Lesiones, homicidios y asesinatos 31
1.1.4. Agresiones sexuales 31
1.2. Antecedentes del tratamiento de los delincuentes 32
1.2.1. Precursores en América 33
1.2.2. Precursores en Europa y España 34
1.3. Contribución del tratamiento a la prevención de la delincuencia 36
1.4. Carrera delictiva, factores de riesgo y tratamiento 40
1.5. Mejorabilidad terapéutica de los riesgos personales 44
1.6. Psicopatología y conducta delictiva 45
1.6.1. Trastornos cognitivos y de comportamiento 45
1.6.2. Trastornos de personalidad y psicopatía 46
1.6.3. ¿Es útil el diagnóstico psicopatológico para el tratamiento de los
51
delincuentes?
Resumen 53
2. Modelos terapéuticos generales y cambio personal 56
2.1. Modelos psicoanalíticos o psicodinámicos 57
2.2. Modelos humanístico-existenciales 61
2.3. Modelos sistémicos 63
2.4. Modelos conductual-cognitivos 66
2.5. Cambio terapéutico 68
2.5.1. Factores comunes a los diversos modelos terapéuticos 69
2.5.2. Modelo transteórico de Prochaska y DiClemente 71
2.5.3. Motivación de los delincuentes para cambiar 76
2.6. Relación terapéutica 81
2.6.1. Infractores participantes en un tratamiento 81
470
2.6.2. El terapeuta que trabaja con delincuentes 82
2.6.3. El proceso terapéutico 85
Resumen 87
3. Teorías sobre la rehabilitación de los delincuentes 90
3.1. Aprendizaje social y facetas del comportamiento delictivo (hábitos,
90
emociones y cogniciones)
3.2. Modelo de tratamiento riesgo-necesidades-responsividad (RNR) 93
3.3. Modelo de tratamiento de «buenas vidas» o «vidas satisfactorias» 97
3.4. Otras perspectivas sobre la rehabilitación 98
3.5. Categorías de programas con delincuentes 101
3.6. Elementos éticos y jurídicos del tratamiento 103
3.6.1. Elementos deontológicos en psicología 104
3.6.2. Referentes jurídicos clínicos 105
3.6.3. Otros referentes éticos 106
3.7. La «acreditación técnica» de programas de tratamiento: los ejemplos
108
de Canadá y del Reino Unido
Resumen 112
4. Necesidades terapéuticas y formulación del tratamiento 115
4.1. Técnicas e instrumentos de evaluación 115
4.1.1. Entrevista y exploración de la conducta delictiva 117
4.1.2. Cuestionarios 118
4.1.3. Observación y autoobservación de la conducta 119
4.1.4. Información documental 121
4.2. Evaluación de necesidades terapéuticas 121
4.2.1. Análisis topográfico de la conducta delictiva y las necesidades
122
terapéuticas
4.2.2. Análisis funcional de la conducta delictiva 124
4.3. Formulación del programa de tratamiento 126
4.3.1. Objetivos del tratamiento: necesidades criminógenas 127
4.3.2. Manuales o guías de tratamiento 130
4.4. Aplicación del tratamiento con integridad: «amenazas» y «soluciones» 134
4.5. Técnicas psicológicas y programas de tratamiento multifacéticos 137
4.6. Terapia psicológica y cerebro 142
Resumen 144
II. Técnicas de tratamiento 147
5. Enseñanza de nuevas habilidades y hábitos 148
471
5.1. ¿Por qué es importante que los delincuentes aprendan nuevas 148
habilidades y hábitos?
5.2. Técnicas para desarrollar conductas 150
5.2.1. Reforzamiento 151
5.2.2. Moldeamiento o reforzamiento por aproximaciones sucesivas 153
5.2.3. Encadenamiento de conducta 154
5.3. Técnicas para reducir conductas 155
5.3.1. Extinción de conducta 155
5.3.2. Enseñanza de comportamientos alternativos 155
5.3.3. Prescindir del castigo 156
5.4. Sistemas de organización estimular y de contingencias 156
5.4.1. Control de estímulos 157
5.4.2. Programas de reforzamiento 157
5.4.3. Programas ambientales de contingencias 158
5.4.4. Contratos conductuales 160
5.5. Técnicas de condicionamiento encubierto 160
5.5.1. Sensibilización encubierta 160
5.5.2. Autorreforzamiento encubierto 161
5.5.3. Modelado encubierto 161
5.6. Modelado de conducta 162
5.6.1. Programas de reforzamiento y modelado: el modelo familia
164
educadora
5.7. Entrenamiento en habilidades sociales (ehs) 165
5.7.1. Programa de habilidades de tiempo libre 167
5.7.2. Programa de entrenamiento en habilidades de crianza de los hijos 168
5.8. Programas multifacéticos para el tratamiento de toxicómanos 168
5.8.1. Comunidades terapéuticas 169
5.8.2. Programa tipo con toxicómanos en las prisiones canadienses 172
5.8.3. Programa con internos drogodependientes en las prisiones
173
españolas
Resumen 174
6. Desarrollo y reestructuración del pensamiento 177
6.1. ¿Por qué es importante desarrollar el pensamiento de los delincuentes? 177
6.2. Reestructuración cognitiva 181
6.3. Solución cognitiva de problemas interpersonales 186
6.4. Técnicas de autocontrol y autoinstrucciones 187
472
6.5. Desarrollo moral y de valores 190
6.6. Perspectivas constructivistas 195
6.7. El programa razonamiento y rehabilitación-revisado (RyR):
196
perspectiva internacional y aplicación en España
6.8. El tratamiento de los delincuentes sexuales 199
6.8.1. Panorama internacional del tratamiento 200
6.8.2. Tratamientos en España: adultos y jóvenes 205
Resumen 210
7. Regulación emocional y control de la ira 214
7.1. ¿Por qué es importante la regulación emocional para prevenir las
214
conductas violentas y delictivas?
7.2. Regulación emocional de la ansiedad 217
7.2.1. Desensibilización sistemática 217
7.2.2. Exposición 218
7.3. Inoculación de estrés 219
7.4. Tratamiento de la ira 220
7.5. Entrenamiento para reemplazar la agresión (programa art) con
222
delincuentes juveniles
7.6. El tratamiento de los agresores de sus parejas 227
7.6.1. Perspectiva internacional sobre el tratamiento de maltratadores 231
7.6.2. Programas en España 233
Resumen 239
8. Prevención de recaídas y terapias contextuales 242
8.1. ¿Por qué es importante anticipar y prevenir las situaciones de riesgo? 242
8.2. Técnicas de generalización y mantenimiento de las mejoras
243
terapéuticas
8.3. Técnica de prevención de recaídas 245
8.4. El contexto comunitario en la prevención de recaídas 250
8.4.1. Programa de habilidades cognitivas 251
8.4.2. Programa de manejo de las emociones y de la ira 251
8.4.3. Programa de integración comunitaria 252
8.4.4. Programa contrapunto 252
8.4.5. Programa círculos de apoyo y responsabilidad (CerclesCat) 253
8.5. Favorecer la reinserción social mediante el «des-etiquetado» de los
256
delincuentes
8.6. Terapias contextuales o de tercera generación 261
473
8.6.1. Psicoterapia analítica funcional (PAF) 263
8.6.2. Terapia de aceptación y compromiso (ACT) 265
8.6.3. Terapia de conducta dialéctica 268
8.6.4. Mindfulness o atención-y-conciencia plenas 269
Resumen 272
III. Tratamientos en instituciones y efectividad general 275
9. Intervenciones educativas y terapéuticas con jóvenes infractores 276
9.1. La delincuencia de los menores 276
9.2. Riesgos personales, sociales y ambientales 280
9.3. Confluencia de riesgos 289
9.3.1. Reincidencia delictiva de los jóvenes 289
9.3.2. Transición desde la delincuencia juvenil a la adulta y potenciación
291
recíproca entre riesgos
9.4. Chicas infractoras y tratamiento 295
9.5. Intervenciones tempranas, familiares y comunitarias 298
9.5.1. Intervenciones tempranas 298
9.5.2. Programas infantiles individualizados 299
9.5.3. Intervenciones escolares y comunitarias 299
9.5.4. Intervenciones familiares 299
9.6. Intervenciones en el contexto de la justicia juvenil 304
9.6.1. Responsabilidad penal juvenil en Europa 304
9.6.2. La ley española de menores y las medidas aplicables 306
9.6.3. Intervenciones con menores en España 310
9.7. El castigo y la educación de los menores infractores 313
Resumen 314
10. Tratamientos en prisiones 317
10.1. Las penas de prisión 319
10.1.1. Privación de libertad y alternativas 319
10.1.2. Perjuicios personales y sociales del encarcelamiento 324
10.2. Normas penitenciarias europeas 326
10.3. Perspectiva internacional sobre el tratamiento en las prisiones 329
10.3.1. El paradigma correccional canadiense 329
10.3.2. Países europeos 336
10.4. Tratamientos en las prisiones españolas 347
10.4.1. Legislación penitenciaria 348
474
10.4.2. Programas de tratamiento aplicados 349
10.5. Instrumentos de predicción de riesgo 355
10.5.1. Perspectiva internacional 357
10.5.2. Desarrollos en España 360
Resumen 368
11. Investigación de la efectividad: reincidencia y desistimiento delictivo 371
11.1. Eficacia, efectividad y eficiencia 372
11.2. La reincidencia y otras medidas de eficacia 374
11.3. Evaluación de un programa 380
11.3.1. Diseños intersujetos (o intergrupos) 380
11.3.2. Diseños intrasujetos 381
11.3.3. Ponderación de la calidad de los diseños evaluativos en
384
delincuencia
11.4. Evaluaciones generales de efectividad 386
11.4.1. Efectividad con delincuentes juveniles 386
11.4.2. Efectividad con delincuentes adultos 389
11.4.3. Efectividad por modalidades de tratamiento (para delincuentes
391
juveniles y de edades mixtas, incluyendo jóvenes y adultos)
11.4.4. Características globales de los programas más efectivos 394
11.5. Desistimiento delictivo: desde el tratamiento a la responsabilidad
395
colectiva
Resumen 399
Referencias bibliográficas 403
Créditos 469
475