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Índice

Prólogo

Presentación

Nota aclaratoria

I. CONCEPTOS Y PROCESOS DEL TRATAMIENTO

1. Delincuencia y tratamiento psicológico

1.1. Diversidad de los comportamientos delictivos


1.1.1. Delitos contra la propiedad
1.1.2. Tráfico y consumo de drogas
1.1.3. Lesiones, homicidios y asesinatos
1.1.4. Agresiones sexuales
1.2. Antecedentes del tratamiento de los delincuentes
1.2.1. Precursores en América
1.2.2. Precursores en Europa y España
1.3. Contribución del tratamiento a la prevención de la delincuencia
1.4. Carrera delictiva, factores de riesgo y tratamiento
1.5. Mejorabilidad terapéutica de los riesgos personales
1.6. Psicopatología y conducta delictiva
1.6.1. Trastornos cognitivos y de comportamiento
1.6.2. Trastornos de personalidad y psicopatía
1.6.3. ¿Es útil el diagnóstico psicopatológico para el tratamiento de los
delincuentes?
Resumen

2. Modelos terapéuticos generales y cambio personal

2.1. Modelos psicoanalíticos o psicodinámicos


2.2. Modelos humanístico-existenciales
2.3. Modelos sistémicos
2.4. Modelos conductual-cognitivos
2.5. Cambio terapéutico
2.5.1. Factores comunes a los diversos modelos terapéuticos
2.5.2. Modelo transteórico de Prochaska y DiClemente

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2.5.3. Motivación de los delincuentes para cambiar
2.6. Relación terapéutica
2.6.1. Infractores participantes en un tratamiento
2.6.2. El terapeuta que trabaja con delincuentes
2.6.3. El proceso terapéutico
Resumen

3. Teorías sobre la rehabilitación de los delincuentes

3.1. Aprendizaje social y facetas del comportamiento delictivo (hábitos, emociones y


cogniciones)
3.2. Modelo de tratamiento riesgo-necesidades-responsividad (RNR)
3.3. Modelo de tratamiento de «buenas vidas» o «vidas satisfactorias»
3.4. Otras perspectivas sobre la rehabilitación
3.5. Categorías de programas con delincuentes
3.6. Elementos éticos y jurídicos del tratamiento
3.6.1. Elementos deontológicos en psicología
3.6.2. Referentes jurídicos clínicos
3.6.3. Otros referentes éticos
3.7. La «acreditación técnica» de programas de tratamiento: los ejemplos de Canadá y
del Reino Unido
Resumen

4. Necesidades terapéuticas y formulación del tratamiento

4.1. Técnicas e instrumentos de evaluación


4.1.1. Entrevista y exploración de la conducta delictiva
4.1.2. Cuestionarios
4.1.3. Observación y autoobservación de la conducta
4.1.4. Información documental
4.2. Evaluación de necesidades terapéuticas
4.2.1. Análisis topográfico de la conducta delictiva y las necesidades terapéuticas
4.2.2. Análisis funcional de la conducta delictiva
4.3. Formulación del programa de tratamiento
4.3.1. Objetivos del tratamiento: necesidades criminógenas
4.3.2. Manuales o guías de tratamiento
4.4. Aplicación del tratamiento con integridad: «amenazas» y «soluciones»
4.5. Técnicas psicológicas y programas de tratamiento multifacéticos
4.6. Terapia psicológica y cerebro
Resumen

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II. TÉCNICAS DE TRATAMIENTO

5. Enseñanza de nuevas habilidades y hábitos

5.1. ¿Por qué es importante que los delincuentes aprendan nuevas habilidades y
hábitos?
5.2. Técnicas para desarrollar conductas
5.2.1. Reforzamiento
5.2.2. Moldeamiento o reforzamiento por aproximaciones sucesivas
5.2.3. Encadenamiento de conducta
5.3. Técnicas para reducir conductas
5.3.1. Extinción de conducta
5.3.2. Enseñanza de comportamientos alternativos
5.3.3. Prescindir del castigo
5.4. Sistemas de organización estimular y de contingencias
5.4.1. Control de estímulos
5.4.2. Programas de reforzamiento
5.4.3. Programas ambientales de contingencias
5.4.4. Contratos conductuales
5.5. Técnicas de condicionamiento encubierto
5.5.1. Sensibilización encubierta
5.5.2. Autorreforzamiento encubierto
5.5.3. Modelado encubierto
5.6. Modelado de conducta
5.6.1. Programas de reforzamiento y modelado: el modelo familia educadora
5.7. Entrenamiento en habilidades sociales (EHS)
5.7.1. Programa de habilidades de tiempo libre
5.7.2. Programa de entrenamiento en habilidades de crianza de los hijos
5.8. Programas multifacéticos para el tratamiento de toxicómanos
5.8.1. Comunidades terapéuticas
5.8.2. Programa tipo con toxicómanos en las prisiones canadienses
5.8.3. Programa con internos drogodependientes en las prisiones españolas
Resumen

6. Desarrollo y reestructuración del pensamiento

6.1. ¿Por qué es importante desarrollar el pensamiento de los delincuentes?


6.2. Reestructuración cognitiva
6.3. Solución cognitiva de problemas interpersonales
6.4. Técnicas de autocontrol y autoinstrucciones
6.5. Desarrollo moral y de valores

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6.6. Perspectivas constructivistas
6.7. El programa razonamiento y rehabilitación-revisado (RyR): perspectiva
internacional y aplicación en españa
6.8. El tratamiento de los delincuentes sexuales
6.8.1. Panorama internacional del tratamiento
6.8.2. Tratamientos en España: adultos y jóvenes
Resumen

7. Regulación emocional y control de la ira

7.1. ¿Por qué es importante la regulación emocional para prevenir las conductas
violentas y delictivas?
7.2. Regulación emocional de la ansiedad
7.2.1. Desensibilización sistemática
7.2.2. Exposición
7.3. Inoculación de estrés
7.4. Tratamiento de la ira
7.5. Entrenamiento para reemplazar la agresión (programa art) con delincuentes
juveniles
7.6. El tratamiento de los agresores de sus parejas
7.6.1. Perspectiva internacional sobre el tratamiento de maltratadores
7.6.2. Programas en España
Resumen

8. Prevención de recaídas y terapias contextuales

8.1. ¿Por qué es importante anticipar y prevenir las situaciones de riesgo?


8.2. Técnicas de generalización y mantenimiento de las mejoras terapéuticas
8.3. Técnica de prevención de recaídas
8.4. El contexto comunitario en la prevención de recaídas
8.4.1. Programa de habilidades cognitivas
8.4.2. Programa de manejo de las emociones y de la ira
8.4.3. Programa de integración comunitaria
8.4.4. Programa contrapunto
8.4.5. Programa círculos de apoyo y responsabilidad (CerclesCat)
8.5. Favorecer la reinserción social mediante el «des-etiquetado» de los delincuentes
8.6. Terapias contextuales o de tercera generación
8.6.1. Psicoterapia analítica funcional (PAF)
8.6.2. Terapia de aceptación y compromiso (ACT)
8.6.3. Terapia de conducta dialéctica
8.6.4. Mindfulness o atención-y-conciencia plenas

6
Resumen

III. TRATAMIENTOS EN INSTITUCIONES Y EFECTIVIDAD GENERAL

9. Intervenciones educativas y terapéuticas con jóvenes infractores

9.1. La delincuencia de los menores


9.2. Riesgos personales, sociales y ambientales
9.3. Confluencia de riesgos
9.3.1. Reincidencia delictiva de los jóvenes
9.3.2. Transición desde la delincuencia juvenil a la adulta y potenciación recíproca
entre riesgos
9.4. Chicas infractoras y tratamiento
9.5. Intervenciones tempranas, familiares y comunitarias
9.5.1. Intervenciones tempranas
9.5.2. Programas infantiles individualizados
9.5.3. Intervenciones escolares y comunitarias
9.5.4. Intervenciones familiares
9.6. Intervenciones en el contexto de la justicia juvenil
9.6.1. Responsabilidad penal juvenil en Europa
9.6.2. La ley española de menores y las medidas aplicables
9.6.3. Intervenciones con menores en España
9.7. El castigo y la educación de los menores infractores
Resumen

10. Tratamientos en prisiones

10.1. Las penas de prisión


10.1.1. Privación de libertad y alternativas
10.1.2. Perjuicios personales y sociales del encarcelamiento
10.2. Normas penitenciarias europeas
10.3. Perspectiva internacional sobre el tratamiento en las prisiones
10.3.1. El paradigma correccional canadiense
10.3.2. Países europeos
10.4. Tratamientos en las prisiones españolas
10.4.1. Legislación penitenciaria
10.4.2. Programas de tratamiento aplicados
10.5. Instrumentos de predicción de riesgo
10.5.1. Perspectiva internacional
10.5.2. Desarrollos en España
Resumen

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11. Investigación de la efectividad: reincidencia y desistimiento delictivo

11.1. Eficacia, efectividad y eficiencia


11.2. La reincidencia y otras medidas de eficacia
11.3. Evaluación de un programa
11.3.1. Diseños intersujetos (o intergrupos)
11.3.2. Diseños intrasujetos
11.3.3. Ponderación de la calidad de los diseños evaluativos en delincuencia
11.4. Evaluaciones generales de efectividad
11.4.1. Efectividad con delincuentes juveniles
11.4.2. Efectividad con delincuentes adultos
11.4.3. Efectividad por modalidades de tratamiento (para delincuentes juveniles y
de edades mixtas, incluyendo jóvenes y adultos)
11.4.4. Características globales de los programas más efectivos
11.5. Desistimiento delictivo: desde el tratamiento a la responsabilidad colectiva
Resumen

Referencias bibliográficas

Créditos

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A quienes trabajan con dedicación y esperanza por la
rehabilitación y la reinserción social.

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Prólogo

La población de encarcelados en España en el año 2016 es de 60.685 (92 por 100


hombres), habiéndose casi duplicado desde 1990 (33.058), aunque se ha reducido desde
2009 (76.079). Parece que también en este ámbito se ha reflejado la crisis económica.
Los principales delitos por los que estas personas están recluidas son delitos contra la
propiedad, seguidos de hechos contra la salud pública (generalmente relacionados con
tráfico de drogas), delitos contra las personas, contra la libertad sexual y contra la
seguridad vial.
Para afrontar esta situación, España cuenta con 78 centros penitenciarios en los que
trabajan más de 15.000 personas (funcionarios de vigilancia y seguridad, maestros,
educadores, trabajadores sociales, médicos, enfermeras, psicólogos, psiquiatras,
criminólogos, juristas y otros trabajadores especializados), de las cuales alrededor de
2.500 son personal penitenciario dedicado al tratamiento, educación y reinserción de los
encarcelados.
España, junto con otros países mediterráneos, presenta una ratio elevada de reclusos
(129/100.000 habitantes), con una elevada duración promedio de encarcelamientos (11,4
meses). Estos datos contrastan con las ratios de reclusos y duración promedio de los
encarcelamientos en los países nórdicos (56/100.000 h y 4,4 meses) o en los países
centroeuropeos (94/100.000 h y 7,3 meses).
Sin embargo, España no es un país violento; el número de delitos en España no es
superior a los de otros países occidentales. De hecho, ocupa el puesto 25 en el ranking de
lugares más pacíficos del mundo y tiene el noveno índice de homicidios más bajo del
mundo (0,7 homicidios por 100.000 habitantes), según la 10.ª edición del Global Peace
Index. Más aún, las tasas de delitos han venido reduciéndose en los últimos años. ¿Cómo
puede explicarse esto? ¿Qué sentido tiene?
La hipótesis defendida por el profesor Santiago Redondo es que durante las últimas
décadas ha aumentado la dureza del control punitivo, produciéndose un incremento
reiterado de las penas privativas de libertad. Algo que refleja una tendencia hacia una
mayor punitividad y control penal a nivel global, al menos en nuestro entorno occidental.
Esta paradoja, menos delitos y más encarcelamientos, señala la apuesta que está
haciendo nuestra sociedad, se supone que con el objetivo de reducir las tasas de delitos y
mejorar la seguridad de los ciudadanos. ¿Pero por qué nuestra sociedad se ha decantado
por esta apuesta? ¿Qué evidencia hay de que esta debe ser la estrategia a seguir?
El punto de vista defendido por el profesor Redondo sobre el tratamiento de los
delincuentes es contrario a dicha apuesta: Para comenzar, no considero que las

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prisiones sean en general el marco ideal para tratar a los delincuentes, ni que
constituyan un lugar conveniente para muchas de las personas que son ingresadas
actualmente en ellas; y ni siquiera que las prácticas de encarcelamiento actuales sean el
mejor modo posible con el que podrían contar las sociedades para defenderse de la
delincuencia (p. 285). En síntesis, en discrepancia abierta con la corriente de opinión
más popular, considero que debería encarcelarse a menos personas y durante menos
tiempo (p. 286).
Redondo considera que este uso masivo de la privación de la libertad es anticuado,
injusto, en la medida en que supone desproporcionados períodos de encarcelamiento, y
además ineficaz. La sociedad debería progresar hacia sistemas más civilizados y
comunitarios de control de la delincuencia. Ello permitiría que muchos de los
delincuentes menos violentos y peligrosos fueran controlados y tratados mediante
servicios comunitarios adecuados (evitando así los efectos perjudiciales del
encarcelamiento), reservando las penas de prisión para aquellos delincuentes más
violentos y persistentes.
A partir de diferentes puntos de vista sobre una realidad como esta, es lógico que se
establezcan distintos objetivos y, en consecuencia, se orienten hacia soluciones dispares.
Pero no debería darse el mismo valor a cualquier punto de vista; la preparación y el
conocimiento de la realidad deberían ser un aval o un criterio de referencia, frente a
ideas estereotipadas o elucubraciones.
El que la hace la paga es sin duda uno de los puntos de vista adoptados, quizá uno de
los más defendidos y que podría subyacer a las abultadas cifras de reclusos existentes en
nuestro país, aquí señaladas. Otros tratan de explicar la conducta delictiva, incluso a
veces justificarla, considerándola una consecuencia o producto de factores externos al
propio delincuente (familiares, sociales, económicos...). La actuación, por tanto, no debe
dirigirse al delincuente, sino a las condiciones o factores que parecen «determinar» o
«facilitar» sus conductas. Para otros, la explicación del delito se centra en que los
delincuentes tienen algunas características personales (factores de personalidad,
anomalías biológicas, hábitos arraigados o trastornos mentales...) que les «hacen»
delinquir, características difícilmente modificables, por lo que recluir a estas personas
parece un procedimiento conveniente para defender de ellas a las demás personas.
Pero más que un debate filosófico o de intuiciones personales, parece necesario un
debate fuertemente apoyado en el conocimiento empírico de la realidad. Así se destacan
opiniones más especializadas, como las de Akers y Sellers (2013), que precisan que en el
aprendizaje del comportamiento delictivo intervienen cuatro mecanismos
interrelacionados: 1) la asociación diferencial con personas que muestran hábitos y
actitudes delictivos, 2) la adquisición de definiciones favorables al delito, 3) el
reforzamiento diferencial de los comportamientos delictivos, y 4) la imitación de
modelos prodelictivos.
En este marco especializado destaca el Modelo del triple riesgo delictivo (TRD)

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propuesto por el autor (Redondo, 2008, 2015). Según este modelo, el comportamiento
delictivo depende de tres grandes grupos de factores: a) los riesgos personales que
puede mostrar cada persona; b) las carencias de apoyo prosocial que puede haber
experimentado, y c) las oportunidades delictivas a las que se ve expuesto. Dada esta
heterogeneidad de factores, el tratamiento del comportamiento delictivo debe tener como
objetivo modificar o manejar estos tres factores. Por el contrario, un tratamiento, aun el
mejor imaginable, que se dirija a modificar solo parte de estos factores (tradicionalmente
han sido los elementos personales), difícilmente podrá tener éxito en la reducción del
riesgo delictivo.
En consecuencia, el objetivo a lograr con los delincuentes será reducir las conductas
delictivas, garantizar a los ciudadanos un entorno más seguro y mejorar su calidad de
vida. De acuerdo con esa idea, la vigente legislación española señala que las
instituciones penitenciarias tienen como «fin primordial la reeducación y reinserción
social de los sentenciados a penas y medidas penales privativas de libertad, así como la
retención y custodia de detenidos, presos y penados» (Ley General Penitenciaria, 1979,
art. 1). Algo similar recogen las normas penitenciarias europeas.
Tratando de precisar más, se puede señalar que los objetivos preferentes del
tratamiento de los delincuentes son sus necesidades criminógenas, o factores de riesgo
que guardan relación directa con sus actividades y rutinas delictivas. En esta dirección,
Andrews y Bonta (2016) destacan ocho grandes factores de riesgo: 1) historia previa de
comportamiento antisocial; 2) rasgos y factores de personalidad antisocial; 3)
cogniciones antisociales; 4) vinculación a personas y grupos antisociales, y carencia o
escasez de vínculos prosociales; 5) problemas familiares; 6) problemas educativos, de
formación laboral y de inestabilidad en el empleo; 7) falta de actividades de ocio
positivo, y 8) abuso de sustancias tóxicas.
Fijado el objetivo, las elucubraciones deben ceder el campo a los datos, a la ciencia:
¿Qué hace que se reduzcan las conductas delictivas? La obra señala una clara respuesta:
un punto fundamental para lograr la reducción de la delincuencia es conseguir que los
delincuentes se rehabiliten socialmente, incorporándose de forma definitiva en nuestra
sociedad. También señala la importancia de establecer objetivos realistas, y por tanto
alcanzables, en la reducción del delito o de la reincidencia en él. No es esperable
eliminar la delincuencia, ni siquiera reducirla de forma drástica, pero deben establecerse
objetivos realistas, como reducir un 15 por 100 las tasas de reincidencia. Sin duda sería
deseable poder conseguir reducciones más importantes, pero avanzar con los pies en la
tierra, con objetivos alcanzables, es una manera más segura de proceder.
El paso siguiente es identificar los procedimientos adecuados para conseguir estos
objetivos. ¿Qué hacer? ¿Por qué? ¿Qué procedimientos se han mostrado adecuados para
reducir qué delitos y en qué condiciones? Para ello se hace imprescindible analizar qué
dicen los resultados de la investigación sobre los programas de intervención con
delincuentes y la reducción de las conductas delictivas. Afortunadamente, la

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investigación sobre este tema ha avanzado de forma importante. Los resultados son
inequívocos, y la cantidad de programas implantados en el ámbito de la recuperación de
delincuentes que han tenido éxito son muchos. Es de destacar en esta dirección la
aportación de países como Canadá o el Reino Unido, aunque también en España se han
aplicado programas de tratamiento psicológico de especial relevancia y éxito. Entre ellos
están los desarrollados por el autor de esta obra, que con frecuencia han sido, además de
eficaces, pioneros.
La conclusión que aporta la presente obra es clara: los tratamientos psicológicos están
entre los procedimientos más eficaces en la actualidad para reducir el riesgo delictivo de
los delincuentes. Estos tratamientos, cuyos objetivos suelen ser mejorar sus
competencias y su disposición para la vida social, y reducir sus carencias personales más
relacionadas con la comisión de delitos, suelen incluir educación y entrenamiento en
habilidades de comunicación, en rutinas prosociales, en control de ira y en el desarrollo
de valores no violentos. Por el contrario, un sistema penal puro, basado
fundamentalmente en el castigo, puede incapacitar temporalmente a los delincuentes
pero no disminuir su riesgo delictivo futuro.
Identificados los programas y directrices de actuación que se han mostrado
empíricamente eficaces para reducir las conductas delictivas, será importante presentar
estos programas de forma precisa y pormenorizada. De esta forma, los profesionales de
la psicología, y de otras disciplinas implicadas en este objetivo de la reducción de la
delincuencia y de la reinserción social de los delincuentes, pueden aplicarlos en su
quehacer profesional para así obtener los mejores resultados posibles.
A partir de este punto se desarrolla la parte fundamental de la obra. Se expone de
forma práctica y se precisa cuáles son los tratamientos, empíricamente soportados, que
se han mostrado más eficaces para la modificación de los comportamientos delictivos de
los delincuentes. Es más, como el propio autor señala, no basta conformarse con
establecer cuáles son los tratamientos eficaces; es importante también identificar los
procesos que subyacen a su eficacia, aunque, justo es reconocerlo, en los momentos
actuales muchas de las explicaciones sobre los procesos subyacentes sean todavía
hipótesis que necesitan ser comprobadas.
Esta exposición de los programas se estructura de acuerdo a cuatro categorías: a)
enseñanza de nuevas habilidades y hábitos, b) desarrollo y reestructuración del
pensamiento, c) regulación emocional y control de la ira y d) prevención de recaídas y
terapias contextuales.
He de confesar que ha sido un placer poder disfrutar con la lectura y estudio de una
obra como la presente. Primero, porque me ha aportado, en cantidad y calidad,
información sobre un campo no fácil de conocer y en el que con demasiada frecuencia
prima la opinión sobre la ciencia. Segundo, y más importante, porque me ha abierto los
ojos, me ha permitido «tener una nueva opinión» sobre una realidad a la que con
frecuencia se presta poca atención. Finalmente, por el «soplo de esperanza» que supone.

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Realmente se ha hecho mucho y bien, y se pueden hacer cosas mejores. El trabajo,
callado en muchos casos, de los profesionales que trabajan con los delincuentes ha
conseguido resultados muy positivos, y la línea adoptada garantiza que se seguirá
avanzando en esta dirección. La ciencia ha llegado a esta área de la actuación humana,
desbancando a la superstición o a la elucubración. Sin duda estamos de enhorabuena.
La obra que puede considerarse «precursora» de esta, Manual para el tratamiento
psicológico de los delincuentes (Redondo, 2008), ha supuesto un hito en este ámbito y
un paso adelante muy importante en el tratamiento de los delincuentes. Esta nueva obra,
casi una década después, con una estructura mejorada, y también muy actualizada,
enriquece de manera considerable la anterior, a la vez que pone de relieve, si no una
nueva realidad, sí una realidad muy cambiada y con nuevos e interesantes retos a los que
responder. El análisis de la realidad actual y las propuestas de solución que el profesor
Redondo incorpora en esta obra forman ya parte de esta respuesta sobre cómo actuar
profesionalmente en la recuperación de los delincuentes.
Aunque la obra cuenta con muchos aspectos destacables, entre los que sobresale una
información exhaustiva y actualizada, lo más importante de todo es que cuenta con la
inteligencia, la capacidad y la experiencia práctica de su autor, sin duda uno de los
profesionales más destacados en el ámbito de los tratamientos de delincuentes en
España. Su trabajo en esta área se ha desarrollado a muy diversos niveles, tanto a pie de
obra, aplicando personalmente los programas de intervención, como a niveles directivos,
diseñando y estableciendo programas de intervención, o incluso orientando políticas
generales de actuación penitenciara, sin olvidar una labor más académica regida por la
utilización del método científico como referencia constante.
El resultado ha sido esta obra, dirigida a todos los profesionales que trabajan con los
delincuentes, bien en centros penitenciarios o de justicia juvenil, o bien en ámbitos
alternativos, no solo en tareas de reducción de las conductas delictivas, sino también en
la prevención de su aparición o de recaídas. Asimismo, será una obra de referencia
obligada para los estudiantes que se forman para trabajar en este campo, en especial para
los estudiantes de criminología, una nueva área que, en gran parte también debido a los
esfuerzos del autor de esta obra, está comenzando a incorporarse al quehacer
universitario.
Sería también un logro, nada pequeño, que fuera consultada y sirviera de referencia a
nuestros representantes políticos, de forma que las directrices sobre la actuación con los
delincuentes se guiaran más por los conocimientos científicos que por opiniones
personales o pretendidamente morales. No dudo que, para dirigir la actuación en estos
ámbitos, su profesionalidad y trabajo por el bien común les llevará a su lectura y estudio.
De hecho, una parte importante de las experiencias y programas incluidos en esta obra se
han desarrollado o están desarrollándose ya en España.
Pero, a pesar de que se ha avanzado bastante, queda mucho camino por recorrer. Es
hora de aunar esfuerzos por parte de todos los estamentos implicados, pues la realidad es

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compleja y las soluciones deben abarcar ámbitos, realidades y personas muy variadas.
Disponer de una obra como esta sin duda hará más fácil esta labor a todos.

Somosaguas, 26 de febrero de 2017.


FRANCISCO JAVIER LABRADOR

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Presentación

Este libro, titulado Evaluación y tratamiento de delincuentes (jóvenes y adultos), se


inició con la pretensión de ser una segunda edición de mi obra previa Manual para el
tratamiento psicológico de los delincuentes (Madrid, 2008). Sin embargo, dicho
propósito inicial derivó pronto hacia una obra esencialmente nueva, debido a dos razones
principales. La primera, externa: a lo largo de la última década ha sido ingente la
producción científica en esta materia, lo que ha comportado tener que efectuar cambios
profundos en la estructura, las temáticas y los conocimientos sobre evaluación y
tratamiento de delincuentes aquí incorporados. La segunda, interna: en un plano más
personal, del autor, el paso del tiempo indefectiblemente nos distancia de nuestro trabajo
anterior, reclamándonos su radical enmienda. Y así me ha sucedido a mí.
Como resultado de ello, este libro, aunque hermano y heredero de mi previo manual,
constituye más bien (por contenido y forma) un acercamiento nuevo y con entidad
propia a la evaluación y el tratamiento de los delincuentes, y como tal se presenta al
lector.
El libro se dirige en primera instancia, como manual de trabajo, a psicólogos,
criminólogos, educadores, trabajadores sociales y otros profesionales que tienen a su
cargo diseñar, adaptar, aplicar o evaluar tratamientos con delincuentes. En igual medida,
esta obra se destina también a servir como manual de estudio para la formación
universitaria en esta materia, lo que incluye a alumnos de criminología, psicología,
derecho, medicina y psiquiatría, pedagogía, trabajo social, educación social y magisterio,
así como estudiantes de masters, postgrados y doctorados de especialización en el
análisis del comportamiento antisocial. Así pues, los estudiantes de todas las anteriores
disciplinas pueden servirse de esta obra como libro de referencia para el estudio
académico de los tratamientos aplicados con los delincuentes, o como manual de utilidad
para realizar prácticas sobre dichos tratamientos de cara a su futura praxis profesional
(en función, en cada caso, de su formación y acreditación profesional para la aplicación
de unas u otras técnicas).
Por último, este libro también puede resultar de provecho a un público más amplio
interesado en el fenómeno criminal, que quiera conocer más sobre las diversas tipologías
de delincuentes aquí analizadas y sobre las intervenciones educativas y de tratamiento
que se aplican con ellos.
A lo largo del texto se presentan diversos casos y experiencias prácticas, cuyo
propósito es ejemplificar los conceptos y aplicaciones más importantes del tratamiento
de los delincuentes. Aunque todos ellos proceden de situaciones reales, se han

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modificado y recreado para proteger las identidades de las personas a las que hacen
referencia.
Los tratamientos aplicados con delincuentes pueden ser clasificados y organizados, al
menos, de tres formas diferentes: la primera, en función del tipo de técnicas de
tratamiento utilizadas y de sus objetivos; la segunda, según las tipologías de los
delincuentes tratados (jóvenes, delincuentes violentos, agresores sexuales, etcétera), y la
tercera, en base a los contextos de aplicación de los tratamientos (en la comunidad, en
centros juveniles, en prisiones o bien en unidades especializadas). Ninguno de estos
sistemas de clasificación de los tratamientos excluye a los restantes, sino que todos ellos
se solapan en diversos grados. Como estructura general, a la hora de describir los
tratamientos se comienza aquí por priorizar la primera clasificación aludida, presentando
las diversas técnicas de tratamiento utilizadas y sus objetivos preferentes, y de forma
intercalada, o en capítulos posteriores, se presta también atención a sus aplicaciones con
distintas tipologías de delincuentes y en diferentes contextos.
El libro se estructura en tres partes.
La parte I, Conceptos y procesos del tratamiento, abarca los capítulos 1 a 4. El
capítulo 1 describe las principales manifestaciones del comportamiento delictivo y qué
papel puede jugar el tratamiento en la reducción del riesgo criminal futuro. El capítulo 2
presenta los principales modelos psicológicos sobre el comportamiento humano, y define
los conceptos de cambio terapéutico y de relación terapéutica. El capítulo 3 resume las
vigentes teorías sobre rehabilitación de los delincuentes (fundamento de los programas
de tratamiento), con especial atención a la interrelación existente, al concebir y aplicar
un tratamiento, entre conductas y hábitos delictivos, cogniciones antisociales y
emociones descontroladas. Al final de esta primera parte, el capítulo 4 muestra los
instrumentos de evaluación útiles para conocer con precisión las necesidades
criminógenas de los sujetos que van a recibir un tratamiento y el modo de transformar
dichas necesidades en objetivos de un programa específico.
La parte II, Técnicas de tratamiento, incluye los capítulos 5 a 8. El capítulo 5 recoge,
a modo de «partículas elementales» del tratamiento, las técnicas psicológicas útiles para
enseñar nuevas habilidades y hábitos de comportamiento, tales como reforzamiento,
moldeamiento, programas ambientales de contingencias, contratos conductuales,
condicionamiento encubierto, modelado y entrenamiento en habilidades sociales;
también se presentan algunos programas multifacéticos con delincuentes adictos a
drogas. El capítulo 6 hace referencia a las técnicas que se dirigen al desarrollo del
pensamiento de los delincuentes, tales como la reestructuración cognitiva, la solución de
problemas interpersonales, las técnicas de autocontrol y el desarrollo de valores; para
finalizar el capítulo se describen los programas multifacéticos Razonamiento y
Rehabilitación y los tratamientos de delincuentes sexuales. El capítulo 7 se ocupa de
aquellas técnicas que resultan especialmente útiles para ayudar a los delincuentes a
regular mejor sus estados emocionales, y en particular a controlar las explosiones de ira

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que a menudo les han llevado a agredir a otras personas, tales como la inoculación de
estrés, el tratamiento de la ira y el entrenamiento para reemplazar la agresión; al final
del capítulo se resumen los tratamientos de los agresores de sus parejas. El capítulo 8 se
refiere al problema de las recaídas y la reincidencia delictiva, y presenta diversas
técnicas psicológicas que pueden servir para mantener los logros terapéuticos y prevenir
la reincidencia; este capítulo también incorpora las nuevas terapias contextuales o de
tercera generación, que han comenzado a ser utilizadas también con los delincuentes.
La parte III, Tratamientos en instituciones y efectividad general, consta de los
capítulos 9 a 11. El capítulo 9 se dirige a las intervenciones terapéuticas con infractores
juveniles. Para ello se presentan, en primer lugar, las cifras de delincuencia juvenil y los
principales factores de riesgo asociados a la conducta infractora de los menores, y en
segundo término diversas intervenciones y programas aplicados en las familias, la
comunidad y la justicia juvenil. El capítulo 10 se dedica al tratamiento en las prisiones y
repasa las peculiaridades de ese contexto —en el que se desarrollan muchos de los
programas con delincuentes— y las normativas internacionales al respecto. También se
ejemplifican los tratamientos aplicados en Canadá, en diversos países europeos, entre
ellos España, y los instrumentos de predicción de riesgo. Por último, el capítulo 11 se
ocupa de la cuestión de la efectividad de los tratamientos, inicialmente por lo que se
refiere a la reducción de las tasas de reincidencia de los grupos de delincuentes tratados
(a partir de múltiples metaanálisis sobre miles de programas aplicados con distintas
categorías de delincuentes en diversos países), finalizando el capítulo con el análisis de
la doble contribución necesaria para favorecer el desistimiento delictivo: la voluntad de
cambio personal de los delincuentes, a la vez que la imprescindible responsabilidad y
apoyo social a este respecto.
Esta obra es deudora tanto de las experiencias prácticas que he adquirido a lo largo de
más de treinta años, en contacto con múltiples profesionales y colegas que trabajan con
delincuentes juveniles o adultos, como del estudio y análisis científico constante del
comportamiento antisocial y su tratamiento. Si miro hacia atrás, tendría que expresar mi
agradecimiento a innumerables colegas y amigos, entre los que se cuentan profesores e
investigadores, psicólogos, juristas, criminólogos, educadores, trabajadores sociales,
personal penitenciario, de justicia juvenil, etcétera. Pero como una mención exhaustiva
es imposible, representaré a todos ellos mostrando mi gratitud a aquellos con quienes
más experiencias profesionales o académicas he compartido en materias de evaluación y
tratamiento de delincuentes durante los últimos años, o que directamente me han
ayudado con diversas tareas de búsqueda y sistematización de información para poder
finalizar este libro: Vicente Garrido, Antonio Andrés, Enrique Echeburúa, Ana Martínez-
Catena, Marta Gil, Sònia González, Florencia Pozuelo, Alfredo Ruiz, Carles Soler, Jordi
Camps, Marian Martínez y Luis González Cieza. Agradezco especialmente a Àgata
Mangot su ayuda generosa, eficacísima y decisiva.
Por último, quiero expresar mi más sincero reconocimiento al profesor Francisco

18
Labrador por su magnífico prólogo a este nuevo libro, así como a Inmaculada Jorge y
Ediciones Pirámide por su acogida editorial, su paciencia con la larga espera de
preparación del manuscrito y su exquisito trabajo de edición.
Llegados a este punto, solo me resta confiar que el lector encuentre interesante y útil
esta obra.

Cardedeu, enero de 2017.


SANTIAGO REDONDO ILLESCAS

19
Nota aclaratoria: sobre los términos
«tratamiento», «intervención», «programa»,
«terapia» y «terapeuta»

Todos estos términos, unos de origen más clínico y otros más generales, forman parte
de la terminología internacionalmente aceptada y utilizada en el campo de la
intervención terapéutica con delincuentes, y por ello se emplearán a lo largo de esta obra
con habitualidad y de forma a menudo intercambiable. Lo anterior no presupone en
absoluto que se parta aquí de un modelo médico o clínico de la delincuencia,
interpretándola como una enfermedad o patología de base principalmente orgánica, y
menos aún la aceptación de una connotación «siniestra» de tales términos (todavía no
infrecuente, aunque cada vez menos, en el imaginario de algunos críticos del tratamiento
de los delincuentes) que implique la manipulación malévola de los delincuentes con
métodos y finalidades aviesas (la clásica película La naranja mecánica, de Stanley
Kubrick, es uno de los ejemplos siniestros tradicionalmente más aducidos por los
críticos).
Contrariamente a ello, el conjunto de esta obra constata, en coherencia con el
conocimiento internacional en la materia, la diversidad y multifactorialidad de los
fenómenos y comportamientos delictivos, y adopta una perspectiva amplia del
tratamiento de los delincuentes de carácter psicoeducativo, que se orienta a finalidades
de desarrollo y bienestar individual y social.
Aclarado lo anterior, a lo largo de toda la obra se utilizarán los términos aludidos con
los siguientes significados generales:

— Tratamiento (y tratamiento psicológico), intervención, programa (de tratamiento


o de intervención) y terapia (psicológica) se emplearán indistintamente como
términos equivalentes, haciendo referencia a diversas actuaciones emprendidas,
sobre la base de conocimientos psicológicos, criminológicos, educativos y
sociales, para desarrollar aquellas potencialidades de las personas susceptibles de
favorecer su integración social y de disminuir su riesgo delictivo.
— Terapeuta: profesional formado y entrenado para aplicar, en todo o en parte (en
función de sus respectivas acreditaciones profesionales), las acciones de un
tratamiento o programa con delincuentes.

Se evitará en general el uso del término «paciente» aplicado a los agresores y

20
delincuentes que participan en un tratamiento, prefiriéndose cualesquiera otras
denominaciones tales como, por ejemplo, «sujetos participantes» en un tratamiento o
«usuarios» del tratamiento.

21
Resumiendo digo (...) que en esto el único punto capital es una buena educación y una
instrucción apropiada, y afirmo que estas cosas son las que conducen y cooperan a la virtud
y a la felicidad. El resto de los bienes son humanos y pequeños y no son dignos de ser
buscados con gran trabajo (...). Mas la instrucción es lo único que en nosotros es inmortal y
divino (...) ya que por medio de ella, y con ella, es posible conocer qué es lo bello y qué lo
vergonzoso, qué lo justo y qué lo injusto, qué cosa, en resumen, hay que buscar y de qué
cosa hay que huir.

PLUTARCO DE QUERONEA (45-120), Sobre la educación de los hijos.

22
I. Conceptos y procesos del
tratamiento

23
1
Delincuencia y tratamiento psicológico

El primer capítulo de este texto de Evaluación y tratamiento de delincuentes introduce al lector en


los principales conceptos y debates sobre este campo. Para ello comienza refiriéndose a las
manifestaciones más frecuentes del comportamiento delictivo, tales como los delitos contra la
propiedad, los delitos vinculados al tráfico y consumo de drogas, los delitos contra las personas, que
pueden incluir lesiones y homicidios, y las agresiones sexuales. También se presentan los
antecedentes históricos más destacados de los tratamientos de los delincuentes, así como sus
posibilidades y límites para la reducción del riesgo delictivo. Finalmente, se presta atención a la
posible relación entre psicopatología y delincuencia, y particularmente a la incidencia sobre la
conducta delictiva de la psicopatía.

Dani tiene 23 años y en la actualidad está en libertad provisional, pendiente de un juicio por robo con
intimidación que se celebrará en un par de meses. Según le ha dicho su abogado, es muy probable que le caigan
varios años de prisión. Ya ha cumplido dos pequeñas penas de cárcel por otros delitos de hurto y lesiones, y
anteriormente estuvo ingresado en un centro de menores. Aunque ahora tiene un trabajo por horas de repartidor
en un almacén de construcción, no le gusta mucho. Dani reconoce que, aparte de los delitos por los que
anteriormente le condenaron y del delito por el que está ahora procesado, ha cometido bastantes más. En
realidad lleva toda su vida robando, vendiendo drogas y peleándose con la gente. Lo que pasa es que muchas
veces las cosas quedan entre «colegas» y nadie denuncia. También a él le han robado y zurrado más de una vez.
Así ha sido su vida.
De acuerdo con todos los datos que se han recogido sobre su historia, a partir de diversos informes y
entrevistas, algunos aspectos relevantes de la vida de Dani son los siguientes. Dani es el menor de seis
hermanos. Ha vivido todos estos años con su madre y su abuela materna, que es quien se ha ocupado de él, ya
que su madre trabajaba muchas horas como limpiadora de casas. Viven en un suburbio de la ciudad en el que
hay muchos problemas de desempleo, venta y consumo de drogas, y delincuencia. Cuando Dani era pequeño,
su padre todavía vivía en casa, aunque no trabajaba ni se ocupaba de nada; casi siempre venía borracho y se
ponía muy violento con todos. A su madre la insultaba y maltrataba con frecuencia. Ella lloraba mucho, pero se
aguantaba. Alguna vez su hermano mayor y su padre se habían peleado a puñetazos y patadas. Entonces la
madre y la abuela salían corriendo fuera de la casa, o se encerraban en una habitación con los más pequeños
para evitar que les hicieran daño. Un día su padre no volvió más a casa, y no ha vuelto a saber de él hasta hace
poco. Después de abandonarlos estuvo algunos años en prisión por tráfico de drogas. Nunca regresó a casa ni
vino a ver a sus hijos. Tampoco ellos (ni su madre ni Dani ni sus hermanos) han querido saber nada de él.
Dani nació prematuramente (con siete meses) y hubo bastantes complicaciones en el parto hasta que
pudieron sacarlo. Durante su infancia fue un niño inquieto, al que le costaba mucho estar sentado hablando con
otros niños, viendo la televisión y, todavía más, haciendo los deberes del colegio. Lo que más le gustaba era
jugar corriendo de un lado para otro de la casa o en la calle. En un descampado de su barrio habían jugado
algunas veces a preparar trampas o perseguir con palos a gatos o perros abandonados. En varias ocasiones se
accidentó, cayendo desde cierta altura, lo que le produjo fuertes golpes en la cabeza y la rotura de un brazo y de
una pierna. El colegio no ha sido su fuerte: ni le gustaba ni se le daba bien. Aunque según las evaluaciones que
le realizaron tenía una inteligencia normal, no entendía bien algunas de las cosas que le explicaban y le costaba
mucho atender a nuevas explicaciones, con lo que acababa no entendiendo muchos conceptos y no sabiendo
qué era lo que le pedían en los deberes. A partir de los diez años, cuando le empezaron a dejar que fuera solo al
colegio, comenzó a llegar tarde y faltar algún día. El colegio informó de ello a su madre, pero las ausencias no
se resolvieron del todo y, al hacerse él más mayor, fueron en aumento.
Cuando tenía trece años, Dani y dos de sus amigos del barrio empezaron a ir con una pandilla de chicos algo

24
más mayores que ellos, que habían dejado el instituto y pasaban todo el día en la calle. Para pagarse sus gastos
realizaban pequeños robos (abriendo coches aparcados, hurtando en alguna tienda, robando algún bolso
desprotegido, etcétera). Dani y sus amigos comenzaron a participar en dichos robos junto a los otros chicos,
más expertos. En alguna ocasión habían asaltado a algún motorista, mediante una navaja, para robarle la cartera
o la propia moto. A alguno le habían herido ligeramente con la navaja o al caerse de la moto. Decían que no era
para tanto y que eran «gajes del oficio». También habían robado algún coche aparcado para pasárselo bien.
Cuando conseguían algún dinero invitaban a chicas del barrio, se compraban ropa, se iban de viaje o iban con
prostitutas. También por aquella época Dani se inició en el consumo de hachís, coca y pastillas. Desde entonces
Dani ha sido detenido en numerosas ocasiones por robos, agresiones y venta de drogas.
Hasta ahora le ha gustado la vida que llevaba, ya que, según dice, se lo ha pasado muy bien y ha vivido
experiencias increíbles. Sin embargo, últimamente no está muy animado con el futuro que le espera. Aunque no
le entusiasma el trabajo que tiene, dice que le agradaría trabajar en un taller de coches y, a lo mejor, cambiar de
vida. Además, hace unos meses conoció a una chica que le gusta mucho y con la que queda alguna vez para
tomar algo. Pero si resulta condenado y va a la cárcel un tiempo, no sabe qué podrá pasar.

El tratamiento psicológico de los delincuentes es uno de los medios técnicos de los


que se dispone en la actualidad para reducir su riesgo delictivo. Los mejores tratamientos
actuales, que combinan la enseñanza de nuevas habilidades de vida con la promoción de
cambios en los modos de pensamiento y en las expresiones emocionales, pueden ayudar
a muchos delincuentes, de distintas tipologías, a interrumpir sus carreras criminales
previas y a mantener una vida socialmente más apropiada.
Con todo, los tratamientos psicológicos no son la «solución» de la delincuencia, que
constituye un fenómeno complejo y multicausal, y cuya comprensión y prevención
requiere, por ello, atender tanto a factores personales como sociales que pueden
condicionarlo (incluyendo aspectos tan diversos como los procesos de socialización
familiar y educativa, la influencia de las estructuras económicas y de empleo, y el
funcionamiento de las leyes y la justicia). Factores correspondientes a todos estos
ámbitos pueden contribuir, en diversos grados y combinaciones, a comprender, explicar
y prevenir mejor el comportamiento delictivo. Según ello, ni existen causas unívocas del
delito ni tampoco soluciones aisladas y completas de la delincuencia.
Uno de los factores destacados de los delitos y del mantenimiento de las carreras
delictivas individuales 1 (no el único) es la motivación criminal de los propios
delincuentes. Esto es, el grado en que ciertas personas propenden a buscar oportunidades
delictivas, a pensar e imaginar posibles delitos, a justificar sus acciones antisociales, a no
sentirse concernidos por los daños a las víctimas y, en suma, a incorporar ciertas
actividades delictivas en sus rutinas de vida. En consonancia con esto, un modo de
prevenir los delitos e interrumpir las carreras criminales sería disminuir en la medida de
lo posible la motivación delictiva de los delincuentes.
Los tratamientos psicológicos empleados en diferentes problemas de conducta
(depresión, ansiedad, trastornos de personalidad, problemas alimentarios, etcétera)
suelen dirigirse a producir cambios en los comportamientos y habilidades de las
personas, en sus modos de pensamiento o interpretación de sus experiencias, y en sus
manifestaciones emocionales. Los tratamientos intentan, así pues, favorecer ciertas
transiciones y mejoras personales que acaben plasmándose en un mejor ajuste del

25
individuo a su medio social.
En un paralelismo directo con lo anterior, el tratamiento psicológico con delincuentes
también pretende promover cambios en aquellas conductas, cogniciones y emociones
que reiteradamente les han llevado a cometer delitos. Intenta enseñar a los delincuentes
nuevas habilidades de vida, nuevos modos de encarar su mundo y unas estructuras
emocionales más equilibradas, que eviten la agresión y resulten más solidarias y
compasivas con las necesidades y el sufrimiento de otras personas (Marchiori, 2014a).
Es decir, los tratamientos suelen tener como propósito «inducir o facilitar algún tipo de
cambio en las personas que participan en ellos. Tales cambios pueden incluir un aumento
de sus conocimientos, la adquisición de habilidades o la mejora de su salud. Sin
embargo, en los servicios de justicia criminal, el tratamiento generalmente se asienta
sobre el concepto de rehabilitación: el ajuste del comportamiento desde un patrón
delictivo o antisocial a otros más respetuosos de la ley o prosociales» (McGuire, 2001c,
p. 1). Desde esta perspectiva, si se producen los cambios personales pretendidos, el
tratamiento psicológico de los delincuentes puede reducir su motivación delictiva.
¿Por qué es importante la aplicación de tratamientos con delincuentes en general, y
especialmente en el marco de las prisiones, los centros de menores y otras instituciones
de justicia penal? De acuerdo con el pensamiento y conocimientos actuales, hay dos
posibles caminos para responder a esta cuestión.
Desde una perspectiva social y moral (relativa al deber ser de las cosas), el ideal del
tratamiento y la rehabilitación confiere a los sistemas de control de la delincuencia una
expectativa positiva sobre la mejora personal de los delincuentes. Es decir, la confianza
en que, haciendo lo necesario, los infractores actuales aumentarán sus posibilidades de
tener un futuro mejor sin cometer delitos. Como Goethe escribiera, «la esperanza es la
segunda alma de los infortunados». Esta creencia en la rehabilitación proporciona a las
estructuras de aplicación de penas mayor humanidad y civilización que la contenida en
la pura retribución penal (Blackburn, 1994).
Pero, además, desde un punto de vista científico, la aplicación de tratamientos con
delincuentes puede reducir su riesgo delictivo, al producir cambios en algunos factores
personales y sociales que favorecen la motivación antisocial, tales como sus creencias y
valores ilícitos, su ira descontrolada, sus hábitos delictivos o la influencia antisocial de
los amigos, familiares, etcétera (Andrews y Bonta, 2016). De este modo, el tratamiento
puede amortiguar algunos de los denominados factores de riesgo dinámicos, o elementos
personales y sociales de riesgo que son susceptibles de cambio y mejora, coadyuvando
así a disminuir la motivación delictiva.

1.1. DIVERSIDAD DE LOS COMPORTAMIENTOS DELICTIVOS

La delincuencia es un fenómeno múltiple, que incluye muy distintos


comportamientos antisociales, entre ellos diversas conductas violentas o de riesgo social

26
(agresiones, robos a mano armada, secuestros, violencia de género, violaciones,
asesinatos, conducción temeraria, tráfico de drogas...), pero también otras acciones
delictivas sin violencia explícita inmediata, tales como fraudes a la Hacienda Pública,
estafas, blanqueo de capitales, delitos de corrupción, contaminación del medio ambiente,
etcétera. Se suele denominar a esta última delincuencia con las expresiones
«delincuencia profesional», «delincuencia ocupacional», «delincuencia corporativa» o,
más metafóricamente, de acuerdo con la expresión acuñada a mediados del siglo XX por
el criminólogo Edwin Sutherland, «delincuencia de cuello blanco» (en referencia a que
generalmente la realizan personas acomodadas y de «buen vestir», no individuos
marginales). No obstante, los daños sociales producidos por la delincuencia de cuello
blanco no son necesariamente menos graves que los derivados de la delincuencia
violenta y de riesgo. Por ejemplo, una estafa inmobiliaria puede perjudicar gravemente a
cientos de familias, que pueden verse de la noche a la mañana privadas de su vivienda y
sin dinero para comprar otra. La contaminación de un río puede producir, a medio y
largo plazo, graves problemas de salud y, tal vez, la muerte prematura de muchas
personas. Los fraudes a la Hacienda Pública comportan perjuicios graves para todo un
país (al detraer recursos para educación, sanidad, servicios sociales, pensiones, etcétera).
A pesar de ello, los delitos que más preocupan a la gente acostumbran a asociarse, en
menor o mayor grado, a comportamientos violentos. Según se sabe a partir de estudios
de encuesta, la violencia, en sus diversas formas, es uno de los problemas que más
inquieta a la ciudadanía. En general, nos causa mayor temor y preocupación ser
amenazados directamente con un navaja, aunque solo nos roben una pequeña cantidad de
dinero u otras propiedades personales, que no ser estafados en miles de euros, eso sí,
poco a poco, a lo largo de los años, por nuestro propio banco, que periódicamente nos
cobra comisiones abusivas o intereses de usura. Esto último puede molestarnos e
irritarnos cuando pensamos en ello y lo comentamos con nuestros familiares y amigos.
Sin embargo, en pocas ocasiones hacemos algo al respecto. En cambio, el fuerte impacto
psicológico de un robo a mano armada, aunque sea de una pequeña cantidad, nos asusta
y, probablemente, nos determina a denunciarlo inmediatamente y a exigir la persecución
legal del agresor.
Muchos delincuentes violentos suelen ser varones que presentan algunas
características comunes como las siguientes: escasa vinculación con los sistemas de
formación reglada (escuela, enseñanza secundaria o formación profesional), asociación
con amigos que también cometen delitos, frecuente consumo de alcohol y otras drogas,
crianza familiar a menudo carente de dedicación y control, y con frecuencia han sido,
también ellos, víctimas de ciertos delitos —malos tratos en la familia, abusos sexuales,
robos, etcétera (Marchiori, 2014a)—. Quienes cometen delitos violentos no
necesariamente muestran una especialización delictiva, o comisión de un único tipo de
delito, sino que a menudo su violencia es versátil, dirigiéndose a diferentes objetos o
víctimas, según las circunstancias y las oportunidades que se les presentan: pueden robar

27
un coche, agrediendo si es necesario a su propietario, traficar con drogas, acosar o
maltratar a otras personas, e incluso efectuar actos esporádicos de abuso o agresión
sexual. Pero, por otro lado, no todos los delincuentes son versátiles, llevando a cabo
diversos tipos de delitos. Alrededor de la mitad de quienes los cometen pueden ser
considerados delincuentes especializados en tipologías delictivas concretas, siendo las
más frecuentes los delitos contra la propiedad, los vinculados al tráfico de drogas, las
agresiones y la violencia sexual.

1.1.1. Delitos contra la propiedad


«Es gente muy influyente que logra lo que quiere de una manera o de otra. Querían construir pisos en una
zona deshabitada que antes o después habría acabado siendo recalificada. Yo no hice nada nuevo, que muchos
otros no hubieran hecho antes o que no se haga en otros lugares. Un día me llamaron por teléfono y me
ofrecieron cierta cantidad y unas propiedades que podrían ponerse a nombre de mi mujer o de mi hijo.
Tampoco era tanto. Al principio no contesté. Pero recibí algún anónimo de amenaza si no «hacía lo debido».
Mi familia se asustó bastante, por lo que acabé cediendo. Los pisos se construyeron y yo recibí algo de lo
prometido, pero no todo. Aunque puedo haberme equivocado, no creo haber hecho daño a nadie, y no sé por
qué estoy en la cárcel por esto, habiendo tantos delincuentes sueltos.»

La categoría más amplia de la delincuencia tiene un indudable componente


instrumental para la obtención de gratificaciones materiales. Los delitos contra la
propiedad constituyen el grueso de la delincuencia, superando en Europa más del 80 por
100 del total de las denuncias y en América Latina más del 60 por 100. Algunos delitos
consisten en apropiaciones indebidas, cohechos y distintas formas de corrupción con el
objetivo de obtener dinero o propiedades de maneras ilegítimas. Sin embargo, la mayoría
de los delitos contra la propiedad se concretan en robos de objetos del interior de los
vehículos, robos de los vehículos mismos, o robos en comercios, industrias o viviendas.
Finalmente, algunos delitos contra la propiedad comportan diversas formas de amenaza,
fuerza o violencia contra las víctimas, tales como los tirones, los robos a mano armada,
los atracos a entidades bancarias y otros semejantes.

1.1.2. Tráfico y consumo de drogas


«Yo solo vendo la droga, ni la fabrico ni la consumo. Pero de algo tengo que vivir. Además, la droga que
vendo es de calidad y nunca le he vendido “mierda” a nadie. Lo que pasa es que estos tíos que están
superenganchados se meten de todo, y vete tú a saber a quién le compran y qué. Estos que se han muerto no
son mi culpa. Yo no soy nadie en este engranaje.»

Puede estimarse que más del 50 por 100 de los delitos, tanto leves como graves, se
hallan conectados con el consumo de sustancias tóxicas, ya sean ilegales o legales (Zara
y Farrington, 2016; Watts y Wright, 1990). La producción y distribución de drogas
constituyen actividades delictivas en la mayoría de los países y, por ello, son perseguidas
por la policía y la justicia. En este ámbito se encontrarían tanto los delitos derivados de
las prohibiciones existentes acerca de las drogas en sí (fabricación, posesión o consumo)

28
como otros delitos instrumentales para el funcionamiento de las redes de tráfico y
distribución de drogas (entre ellos, robos, agresiones, extorsiones e incluso homicidios).
Es muy difícil conocer la magnitud de estos delitos. En ellos participan grupos
organizados que mueven ingentes sumas de dinero, y a veces aparecen implicadas
personas y organizaciones poderosas. En algún país de América Latina se ha llegado a
estimar que el poder económico del narcotráfico supera al propio producto interior bruto
del país.
No es infrecuente que algunos jóvenes, generalmente ya iniciados en la delincuencia,
sean reclutados por redes de tráfico de drogas para participar en los niveles más bajos de
la distribución de la droga o en delitos violentos vinculados a ella. Y lo más habitual es
que los detenidos y condenados por la justicia correspondan no a los niveles superiores
del tráfico de drogas, sino a estos niveles bajos de las tramas de distribución directa.
También existe relación entre el consumo de drogas y la comisión de delitos. El
consumo de alcohol y otras drogas reduce los controles inhibitorios de la violencia, al
disminuir el miedo ante situaciones de riesgo y los sentimientos de culpa que
normalmente se producirían en individuos en estado sobrio. Particularmente, el abuso
del alcohol juega un papel importante en muchos delitos violentos, tales como las
agresiones y homicidios producidos en peleas con desconocidos, o el maltrato a la pareja
y a los hijos dentro de la familia. No obstante, el consumo de alcohol no explica por sí
solo los delitos a los que se vincula. La inmensa mayoría de los jóvenes y adultos que
abusan del alcohol pueden experimentar diversos problemas sociales (alcoholemia,
ruptura familiar, aislamiento social...), pero no necesariamente cometen delitos. De ahí la
necesidad de explorar en cada caso qué otros factores de riesgo concurren con el
consumo de alcohol y conjuntamente condicionan la conducta delictiva.
Mención aparte merece el consumo por parte de los jóvenes de drogas ilegales tales
como heroína, cocaína, LSD, hachís, disolventes de colas y otras sustancias estimulantes
o perturbadoras del sistema nervioso, que pueden ser tomadas por diferentes vías
(ingiriéndolas, fumándolas, esnifándolas o inyectándolas). Muchos delincuentes
violentos se inician en la adolescencia, de una manera paralela, tanto en la carrera
delictiva como en el consumo de drogas. Así se ha puesto de relieve en múltiples
investigaciones longitudinales, entre las cuales puede destacarse el estudio Cambridge,
desarrollado por West y Farrington sobre una muestra de jóvenes de los suburbios de
Londres (Farrington, 1987, 1989, 1992; Farrington, Ttofi y Coid, 2009; Zara y
Farrington, 2016). Además, muchos de estos delincuentes continúan consumiendo
drogas durante la vida adulta.
La relación entre consumo de drogas y conducta delictiva podría comprenderse mejor
a partir de una hipótesis del autor de esta obra denominada de potenciación o
fortalecimiento mutuo (Redondo y Garrido, 2001). Las principales premisas de esta
hipótesis son las siguientes:

29
1. En principio, el comportamiento delictivo y el consumo de drogas son hábitos que
pueden aprenderse y mantenerse independientemente el uno del otro. En realidad,
esta independencia entre ambos comportamientos constituye la norma más que la
excepción, si tomamos en consideración separadamente las poblaciones de
delincuentes y de consumidores de drogas.
2. Pero sucede que, para el caso los sectores más marginales de la población, los
contextos en los que se aprende a delinquir y a consumir drogas son bastante
coincidentes. Ello favorecería que en estos sujetos marginales ambos
comportamientos puedan confluir y combinarse entre sí con mayor probabilidad.
3. Tal confluencia facilitaría el fortalecimiento mutuo de ambos tipos de conducta:
ciertos actos delictivos (por ejemplo, la comisión fáctica o potencial de un robo
violento, de una agresión, de una violación...) podrían instar el previo consumo de
drogas (para darse arrojo, desinhibirse, evitar la culpa...); e inversamente, la
dependencia a las drogas (y sus efectos psicofarmacológicos) podrían instigar
ciertos delitos (por ejemplo, un robo para obtener dinero) o facilitar otros (por
ejemplo, determinadas infracciones violentas y sexuales). De este modo los
comportamientos delictivos y los de consumo de drogas podrían hacerse
interdependientes entre sí y potenciarse recíprocamente.
4. Una interpretación psicológica del fortalecimiento mutuo puede efectuarse desde
el concepto de «cadena de conducta». Según se verá más adelante, las cadenas de
la conducta delictiva (como pueda ser, por ejemplo, la de robar mediante
intimidación un bolso o una cartera) están integradas por distintos «eslabones» o
acciones específicas (por ejemplo, portar una navaja, salir de casa hacia una calle
concurrida por turistas, seleccionar una víctima posible, acercarse a ella, etcétera);
eslabones que serían reforzados, mantenidos y entrelazados unos con otros por el
resultado gratificante que finalmente se obtiene (por ejemplo, el logro de cierta
cantidad de dinero). Pues bien, el fortalecimiento mutuo entre actividad delictiva y
consumo de drogas podría producirse cuando los eslabones de sus respectivas
cadenas de conducta se mezclan y entrelazan entre ellos, dando lugar a una cadena
conductual compleja y combinada droga – delito (por ejemplo: experimentar
síndrome de abstinencia [eslabón de consumo] – portar una navaja [eslabón del
delito] – necesidad de dinero para comprar droga [eslabón de consumo] –
seleccionar una posible víctima de robo [eslabón del delito] – anticipar el
bienestar derivado de un próximo consumo [eslabón de consumo] – asaltar a una
víctima y lograr dinero [eslabón de delito] – comprar y consumir la droga
[eslabón/reforzamiento final del consumo y de la conducta delictiva]). Es decir,
cuando sucede un proceso análogo al descrito, ciertas actividades delictivas (como
el hurto o el robo) serían poderosamente reforzadas por los efectos
psicofarmacológicos placenteros de las drogas, y en consecuencia podrían adquirir
un formato compulsivo muy resistente al cambio y a la extinción de conducta.

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1.1.3. Lesiones, homicidios y asesinatos
«Desde que era pequeño he estado esperando poder luchar y morir por mis creencias. Para eso he venido,
para luchar y para morir. En mi pueblo me decían: “Olvídate de la guerra santa, te buscaremos una mujer joven
y hermosa para que te enamores de ella, te cases y seas feliz a su lado”. “No —les dije—, eso me desviaría de
mi camino”. No me interesa ninguna cosa ni persona de este mundo, solo quiero luchar para librar a la fe y a
esta tierra de sus enemigos.»

A veces la violencia se muestra en formatos más puros, de manera separada e


independiente de otras formas delictivas, en delitos contra las personas tales como
amenazas, lesiones, maltrato familiar, homicidios o asesinatos. No es infrecuente en la
actualidad que muchos asesinatos se cometan en el marco de guerras o de actos
terroristas devastadores (casi cada día conocemos hechos letales ocurridos en algún lugar
del mundo).
Pese a todo, desde un punto de vista cuantitativo, los delitos de agresión y contra la
vida suelen constituir afortunadamente un pequeño porcentaje del conjunto de los delitos
que se cometen. En los países europeos occidentales pueden cifrarse en menos del 2 por
100 del total de las denuncias, lo que comporta tasas inferiores a 2 homicidios por cada
100.000 habitantes. En América del Norte, Latinoamérica y en muchas otras regiones del
mundo la proporción de delitos violentos es superior a las cifras europeas. Si se
considera la tasa de homicidios, Colombia, El Salvador, México, Brasil, Venezuela,
Puerto Rico y EEUU aparecen en los primeros lugares del ranking mundial (de países
sobre los que se dispone de información al respecto), con tasas de entre 10 y 50
homicidios por cada 100.000 habitantes.

1.1.4. Agresiones sexuales


«Todos los niños iban detrás de mí, y por eso me llamaban en mi barrio “el rey de la calle”. Organizaba
fiestas. Me gusta ayudar a divertirse a los niños. Todo iba bien hasta que la madre de dos de los niños les
prohibió ir al local de reuniones. Los niños, en cambio, seguían yendo, porque conmigo se sentían más a gusto
que con sus padres. Entonces la madre de esos niños se juntó con la madre de otros niños y me denunciaron,
todo falsamente. Yo tenía amigos que iban a declarar a mi favor, o sea, diciendo la verdad, que todo es mentira;
pero luego, no sé por qué, me traicionaron y me dieron la espalda sin aparecer en el juicio. No sé por qué me ha
pasado esto. Todo es falso. Ya he tenido bastantes problemas por mi bondad. Soy como un padre para niños
rechazados.»

Los delitos sexuales encarnan una mínima proporción de la delincuencia (en torno al
1 por 100 del total de los delitos denunciados), y sus autores suelen ser varones, tanto
jóvenes como adultos. No obstante, sabemos que la delincuencia sexual presenta una
elevada cifra negra, por lo que cabe pensar que este porcentaje, si pudieran conocerse
todos los delitos, como mínimo se triplicaría. La violencia sexual puede adoptar dos
formas principales: las violaciones y los abusos de menores. Las víctimas de violación
suelen ser chicas conocidas por los agresores, amigas y compañeras de colegio o del
barrio, o también chicas desconocidas para ellos. Las víctimas de abusos sexuales
habitualmente son niñas o niños pequeños.

31
El perfil de los agresores sexuales no suele diferir mucho del de los jóvenes violentos
en general, con características como las siguientes: impulsividad elevada, bajo concepto
de sí mismos y baja autoestima, escasa tolerancia a la frustración, menosprecio por la
figura femenina, retraso madurativo, carencias afectivas, agresividad física y verbal,
escasos sentimientos de culpa, dificultades de aprendizaje, pertenencia a familias con
graves carencias afectivas y frecuente uso de la violencia, y que han tenido modelos
educativos de gran permisividad o falta de control (Aragonés, 1998; Echeburúa y
Redondo, 2010; Marshall y Marshall, 2014b). Algunos delitos sexuales se cometen en
grupo (sobre todo cuando los autores son jóvenes).
Existe una creencia generalizada de que los delincuentes sexuales presentan una
elevada probabilidad de reincidencia. Sin embargo, según los datos internacionales sobre
cifras oficiales de delincuencia, alrededor del 80 por 100 de quienes han cometido algún
delito sexual no reinciden (Zara y Farrington, 2016). Para el restante 20 por 100 de
delincuentes sexuales que cuentan con un riesgo de reincidencia elevado, la aplicación
de tratamiento ha evidenciado reducir dicha tasa de alto riesgo hasta la mitad, restando
así un porcentaje de reincidencia residual de alrededor del 10 por 100 (Echeburúa y
Redondo, 2010; Martínez-Catena y Redondo, 2016a; Worling y Langström, 2006).

1.2. ANTECEDENTES DEL TRATAMIENTO DE LOS DELINCUENTES

Desde el propio origen de la intervención psicológica pueden encontrarse


aplicaciones pioneras en el tratamiento de problemas vinculados a la violencia delictiva
(Andrews y Bonta, 2016; Labrador, 2016b; Mayor y Labrador, 1984), tales como las de
Bechterev (en 1923), Kostyleff (en 1927) y Meigmant (en 1935) sobre parafilias, o las de
Kantarovich (en 1929), Ichok (en 1934) y Voegtlin, Lemere y Broz (en 1940) sobre
alcoholismo. Con posterioridad, autores de la máxima relevancia en el propio origen y
desarrollo de los tratamientos psicológicos, como Skinner (1968, 1977), Eysenck
(Eysenck, 2014; Eysenck y Gudjonsson, 1989) y Bandura (Bandura y Walters, 1990;
Kazdin, 1988; Kazdin y Buela-Casal, 1999) se ocuparon también del problema delictivo
y del tratamiento de los delincuentes.
La delincuencia es uno de los sectores de problemáticas personales y de interacción
en donde la sociedad y los poderes públicos reconocen una mayor necesidad y posible
utilidad de la intervención psicoterapéutica. Prueba de ello es el notable número de
psicólogos y otros técnicos sociales que trabajan en los países desarrollados tanto en el
ámbito de la delincuencia juvenil como adulta. De este modo, a lo largo de la segunda
mitad del siglo XX ha ido conformándose una auténtica Psicología del comportamiento
delictivo, empíricamente fundamentada y cuyas aplicaciones son prometedoras tanto
para la predicción de la conducta delictiva (Blackburn, 1994; Bonta, Law y Hanson,
1998; Hanson y Bussière, 1998; Hoge, Vincent, Guy y Redondo, 2015; Loeber y
Stouthamer-Loeber, 1987; Quinsey, Harris, Rice y Cormier, 1998) como para el diseño y

32
la aplicación de programas de tratamiento efectivos (Andrews, 1995; Andrews y Bonta,
2016; Andrews, Zinger, Hoge et al., 1990; Cullen y Gendreau, 1989; Currie, 1989;
Dowden y Andrews, 2001; Lipsey, 1990; McGuire, 2013; Zara y Farrington, 2016;
Wilson y Herrnstein, 1985).

1.2.1. Precursores en América

En América Latina, diversos autores de países como México, Argentina, Colombia,


Brasil, Chile y otros reflexionaron y efectuaron distintas propuestas, entre finales del
siglo XIX y principios del XX, acerca del tratamiento de los delincuentes, especialmente
en vinculación con los postulados de la criminología positivista iniciada en Italia por
Cesare Lombroso (véanse a este respecto las obras sobre criminología y tratamiento de
Elbert —2010—, Marchiori —2014a, 2014b— y Rodríguez Manzanera, 2016a, 2016b).
Por ejemplo, en México fue un precursor destacado Martínez Baca, director del
Departamento de Antropología de la Penitenciaría de Puebla (creado en 1891), entre
cuyos objetivos se encontraban proporcionar al delincuente los medios necesarios para
su regeneración, así como también Argüelles, Gómez Chávez, Quiroz Cuarón, Almaraz
Harris y otros (Rodríguez Manzanera, 2016b). Por su parte, en Argentina fueron
precursores destacados Bourel, Drago, Veyga y, sobre todo, Ingenieros (1877-1925),
considerado iniciador del estudio científico y el tratamiento penitenciario (Elbert, 2010).
En Estados Unidos, las primeras aproximaciones a la evaluación y el tratamiento de
delincuentes se produjeron ya a principios del siglo XX (Bartol y Bartol, 1987). En 1909
la psicóloga Grace M. Fernald y el psiquiatra William Healy crearon, al servicio del
primer Tribunal juvenil fundado en Chicago en 1896, el Institute for Juvenile Research
(inicialmente denominado Juvenile Psychopathic Institute), especializado en diagnóstico
y tratamiento. Para evaluar a los jóvenes utilizaban la Escala de Inteligencia Stanford-
Binet, y una prueba diseñada por ellos (Healy-Fernald tests) que permitía evaluar las
aptitudes de los jóvenes en diferentes tareas.
El Departamento de Policía de Nueva York fundó en 1916 el Psychopathic
Laboratory, una especie de servicio diagnóstico de urgencia, en el que intervenían
psiquiatras, neurólogos, trabajadores sociales y psicólogos. Su tarea era examinar y
peritar, con antelación al juicio, a los delincuentes más graves.
En los años treinta William Healy y Augusta Bronner (experta en delincuencia
juvenil femenina) publicaron sendas obras sobre tratamiento: New Light on delinquency
and its treatment (1936) y The value of treatment and what happened afterward (1939).
A finales de la década de los treinta ya trabajaban 64 psicólogos en 13 prisiones
norteamericanas (de las 123 que integraban el sistema federal de prisiones), y a finales
de los años cuarenta su número había ascendido a unos 80 especialistas. En esa misma
época múltiples psicólogas y psicólogos desarrollaban tareas psicométricas de
evaluación mental (mental testing) a demanda de los tribunales, tanto con delincuentes

33
jóvenes como adultos.
En el ámbito académico, William M. Marston ocupó en 1922 la primera Cátedra de
Psicología legal, creada en la American University. Marston, que había sido en Harvard
discípulo de Munsterberg —considerado el padre de la psicología aplicada—, descubrió
la relación existente entre presión sistólica y mentira —base del posterior polígrafo, o
detector de mentiras—. También realizó importantes estudios sobre los jurados. En 1929
Slesinger y Pilpel revisaron 48 artículos publicados hasta esa fecha sobre psicología
forense, encontrando que 11 correspondían a psicología del testimonio, 10 a engaño, 7 al
estudio de la relación entre inteligencia y delincuencia, 6 a conducta delictiva y 14 a
otras temáticas relacionadas (metodología, etcétera). Curiosamente, los primeros libros
de psicología forense y criminal fueron escritos por juristas (por ejemplo, Legal
Psychology —Brown, en 1926— o Psychology for the Lawyer —McCarty, en 1929—),
correspondiendo los dos primeros escritos por psicólogos a Howard Burt (en 1931)
—Legal Psychology— y a Edward S. Robinson (en 1935) —Law and the Lawyers—
(Bartol y Bartol, 1987).
En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial se consolidó la presencia de
los psicólogos en el estudio, evaluación e intervención en delincuencia y, en general, en
el ámbito de la justicia criminal. Se inician entonces diversos análisis científicos sobre
los efectos de la pornografía en los adolescentes, la influencia de los estilos de educación
parental sobre los niños, la evaluación de la responsabilidad criminal, los efectos de la
segregación escolar, etcétera. Además, durante las décadas de los años cincuenta y
sesenta se llevaron a cabo en EEUU múltiples aplicaciones de programas de tratamiento
con delincuentes, tanto juveniles como adultos.
Sin embargo, en la década de los setenta se produjo un movimiento contrario a la
rehabilitación de los delincuentes (Cullen y Gendreau, 2006; McGuire, 2013; Palmer,
1999). Como comentaron Haney y Zimbardo (1998), «el país [EEUU] giró abruptamente
desde una sociedad que justificaba el encarcelamiento de la gente, sobre la creencia de
que facilitaría su vuelta productiva a la sociedad libre, a otra que utilizaba el
encarcelamiento tan solo para incapacitar a los delincuentes o para apartarlos del resto
de la sociedad... Así, la pena de prisión se vino a considerar útil en sí misma, con el
único objetivo de infligir dolor» (p. 712).
Afortunadamente, desde finales de los setenta hasta hoy la perspectiva rehabilitadora
ha adquirido nuevo vigor, generándose, como se verá a lo largo de este libro, múltiples
programas de tratamiento para distintas tipologías de delincuentes (contra la propiedad,
violentos, toxicómanos, maltratadores familiares, delincuentes sexuales, etcétera;
MacKenzie, 2012; McGuire, 2013; Zara y Farrington, 2016). Tales tratamientos se
dirigen al entrenamiento y desarrollo de su pensamiento, sus habilidades y su control
emocional (Ho y Ross, 2012; Redondo y Frerich, 2013).

1.2.2. Precursores en Europa y España

34
Veamos cuáles son los antecedentes más destacados de la psicología criminal y el
tratamiento de los delincuentes en España y en el resto de Europa (Bartol y Bartol, 1987;
Carpintero y Rechea, 1995). En el siglo XIX aparecen ya precursores destacados
vinculados a la frenología, entre los que puede mencionarse a Marià Cubí, quien
«localiza» en el área temporal del cerebro una zona de la destructividad (de fuerte auge
en los criminales), que podría contrarrestarse mediante las facultades de la
«mejorabilidad», «benevolencia» e «idealidad». Asimismo, en 1843 se produce el primer
desarrollo teórico de la psicopatología forense, a cargo de Pedro Mata i Fontanet,
catedrático de la Universidad de Madrid, quien teoriza sobre los fundamentos
psicopatológicos del crimen, escribiendo en su Tratado de la razón humana con
aplicación a la práctica del foro (1858): «Es mi propósito irrevocable arrancar de las
garras del verdugo, de los presidios y de las cárceles a ciertas víctimas de su infeliz
organización, o de sus dolencias, y trasladarlos a los manicomios o establecimientos de
Orates, que es donde les está llamando la Humanidad a voz en cuello» (cita tomada de
Carpintero y Rechea, 1995).
Con raíz en el pensamiento krausista, de gran influencia en España (el filósofo
alemán Kart Christian Friedrich Krause —1781-1832— proponía, como meta de la vida,
el desarrollo individual en coherencia con el todo universal), surgieron en la segunda
mitad del siglo XIX las primeras voces correccionalistas. Entre ellas destacaron la figura
entrañable de Concepción Arenal (1820-1893), quien escribió varios tratados en defensa
de la humanización de las cárceles y sobre la ayuda y trato compasivo que debe darse a
los presos, así como el profesor de derecho Francisco Giner de los Ríos, que anima a sus
discípulos a estudiar psicología y criminología. Otros dos intelectuales sobresalientes
fueron Pedro Dorado Montero (1861-1920), catedrático de derecho de la Universidad de
Salamanca, quien considera al delincuente como un individuo débil que requiere
fortalecimiento y ayuda, y nada menos que el eminente literato y diputado José Martínez
Ruiz, el escritor Azorín, quien en su ensayo sobre La sociología criminal (1899) escribe:
«Borremos la palabra pena; pongamos en su lugar tratamiento... La justicia del porvenir
es esa: prevención, no represión; higiene, no cirugía» (cita tomada de Carpintero y
Rechea, 1995).
En Italia, los primeros positivistas, Cesare Lombroso y Enrico Ferri, plantearon ya la
necesidad de tratar a los delincuentes (Rodríguez Manzanera, 2016a), considerando que
determinados sujetos podrían ser rehabilitados a partir de «un ambiente saludable,
entrenamiento apropiado, hábitos laborales y la inculcación en ellos de sentimientos
humanos y morales (...)» (Lombroso, a partir de Brandt y Zlotnick, 1988).
En Francia Alfred Binet y en Alemania William Stern experimentan sobre psicología
del testimonio. Stern funda en 1906 la primera revista europea de psicología jurídica
(Betrage zur Psychologie der Aussage, Contribuciones a la Psicología del Testimonio).
También se encuentran antecedentes forenses en el psicoanálisis, perspectiva teórica
desde la que reflexionan sobre el crimen dos notables autores españoles. Luis Jiménez de

35
Asúa (1889-1970), catedrático de Derecho penal de Madrid, exiliado a Argentina con
motivo de la guerra civil, utiliza, para explicar la propensión delictiva, la teoría
adleriana del complejo de inferioridad, y propone la necesidad de llevar a cabo un
tratamiento resocializador de los delincuentes. Por su parte, César Camargo (1880-1965)
es un magistrado que teoriza acerca de la necesidad de descubrir el complejo originario
causante del crimen, y de que el juez efectúe en su sentencia —en una suerte de
antecedente remoto de la moderna jurisprudencia terapéutica (Wexler, 1987, 2016)— un
diagnóstico que contemple: 1) el hecho delictivo y sus circunstancias; 2) los móviles de
la acción (complejos psicológicos, medio ambiente...); 3) la psicología y psicopatología
del delincuente, y 4) el tratamiento que podría serle más indicado.
Por último, un antecedente histórico del tratamiento de los delincuentes fue también
la obra de Emili Mira i López (1896-1964), Manual de Psicología Jurídica (1932),
publicada tan solo un año después del primer manual norteamericano en esta materia
correspondiente a un psicólogo, Legal Psychology (a cargo de Burt en 1931). Mira i
López presta atención también en su libro a la prevención de la delincuencia y el
tratamiento de los delincuentes 2 .
Mención especial merecen, en este breve repaso a los antecedentes del tratamiento de
los delincuentes, los primeros intentos de reforma de los sistemas penitenciarios con
objetivos de su humanización, organización interior y promoción de la reeducación de
los presos. En España fue pionero a este respecto don Manuel Montesinos, director del
Presidio de San Agustín en Valencia, quien organizó por primera vez en España, a partir
de 1837, el sistema progresivo, por el que se establecían diversos grados o regímenes
penitenciarios sucesivos, incluida la libertad condicional, en función del esfuerzo laboral
y la conducta de los reclusos. Montesinos también fue pionero en la concesión de
permisos de salida como preparación de los sentenciados para su vuelta definitiva a la
sociedad.

1.3. CONTRIBUCIÓN DEL TRATAMIENTO A LA PREVENCIÓN DE LA


DELINCUENCIA

Muchos sistemas modernos de justicia juvenil, penitenciarios y de cumplimiento de


medidas en la comunidad (por ejemplo probation, o libertad a prueba) han incorporado
durante las últimas décadas en sus concepciones y normativas los objetivos de
reeducación y rehabilitación social de los delincuentes. Tradicionalmente estos sistemas
habían pretendido tales objetivos mediante actuaciones generales como la educación y la
formación profesional, los servicios sociales y también el aludido sistema progresivo,
que propicia una liberación progresiva de los delincuentes en función de sus mejoras de
conducta paulatinas (pudiendo evolucionar desde etapas de mayor control a otras de
régimen abierto o libertad condicional).
Entonces, ¿cómo podría contribuir la aplicación de tratamientos especializados a los

36
anteriores sistemas tradicionales de reeducación? En su concepción moderna, el
tratamiento de los delincuentes intenta influir sobre algunos factores de riesgo personales
que, como la falta de habilidades de relación interpersonal, las actitudes y justificaciones
de la violencia, la falta de control emocional o el consumo de drogas, se consideran
directamente relacionados con la conducta delictiva. Para ello los tratamientos de los
delincuentes suelen incluir ingredientes terapéuticos dirigidos a entrenarles en
habilidades específicas como las siguientes: comunicación no violenta con otras
personas, mejor planificación horaria y organización vital, búsqueda y mantenimiento de
un empleo, resolución de conflictos interpersonales, toma en consideración de las
consecuencias y posibles daños que puede producir la propia conducta a otras personas,
autocontrol de las explosiones de enfado e ira, ampliación y mejora de sus vínculos
afectivos, y otras habilidades de análogo valor prosocial.
Atendido lo anterior, algunos conceptos estrechamente relacionados con la praxis del
tratamiento de los delincuentes son los de educación (en cuanto facilitación de
información y mejora de conocimientos), entrenamiento (en cuanto práctica de
habilidades) y terapia (que suele tener una connotación más clínica, de intervención
sobre problemas emocionales y trastornos mentales —McGuire, 2001c—). Como se ha
señalado al principio, todos estos términos se emplearán aquí con un significado análogo
al de tratamiento.
Para el diseño y la aplicación de programas de tratamiento con delincuentes suelen
seguirse los siguientes pasos (figura 1.1):

Figura 1.1.—Tratamiento con delincuentes: diseño, aplicación y evaluación.

37
1. Se evalúan los factores de riesgo, carencias y necesidades de los delincuentes que
guardan mayor relación con el origen y mantenimiento de su actividad delictiva.
2. En función de las necesidades de intervención identificadas, se especifican los
objetivos del programa de tratamiento.
3. Se toma en consideración un modelo teórico plausible del comportamiento
delictivo y de su tratamiento. Es decir, para poder concebir de modo apropiado un
programa de tratamiento con delincuentes es imprescindible conocer bien las
teorías y explicaciones de la delincuencia que han sido más avaladas por la
investigación científica, a la vez que las implicaciones prácticas de dichas teorías.
(Ello no es distinto de lo que se requiere en cualquier otra materia científico-
técnica, como pueda ser el diseño de un plan económico, la construcción de una
casa o la realización de una intervención quirúrgica, debiendo disponer de una
concepción teórico-práctica, científicamente veraz, que guíe con seguridad los
pasos que deberán darse para el logro del objetivo que se pretende.)
4. Se elige, si ya existe, un programa acorde con las necesidades de tratamiento
identificadas en la evaluación inicial de los sujetos; en su defecto, dicho programa
debe diseñarse ex profeso. También cabe un punto intermedio entre las dos
opciones anteriores, en el sentido de adaptar a nuestras necesidades un programa
previamente existente, pero efectuando los cambios y ajustes que se requieran (por
ejemplo, reduciendo o ampliando el número de sesiones, incluyendo algún nuevo
ingrediente terapéutico, etcétera).
5. Se aplica el programa de manera íntegra o completa, es decir, tal como se ha
previsto hacerlo.
6. Por último, se evalúa su eficacia, lo que habitualmente implica efectuar diversas
mediciones (de variables psicológicas y de comportamiento) desde el principio
hasta el final de todo el proceso descrito.

Como se ha señalado, todos los programas de tratamiento se fundamentan en algún


modelo teórico (explícito o implícito) comprensivo de la conducta delictiva y la
reincidencia. En nuestras revisiones del tratamiento de los delincuentes en Europa
(Redondo, 2006; Redondo y Frerich, 2013, 2014; Redondo, Sánchez-Meca y Garrido,
2002a) y también en las revisiones efectuadas en Norteamérica (Gacono, Nieberding,
Owen, Rubel y Bodholdt, 2001), los modelos teóricos que han estado en la base de los
programas de tratamiento con delincuentes de modo más frecuente han sido los
siguientes:

1. La consideración de las posibles «disfunciones psicológico-emocionales»


generales de los delincuentes (por ejemplo, trastornos de personalidad, carencias
afectivas, complejo de inferioridad...) y, como consecuencia de ello, la aplicación
de «terapias psicológicas» orientadas a resolver tales disfunciones psicológicas.
2. La creencia de que un factor precipitante de la vida delictiva son las graves

38
«carencias educativas» de los delincuentes y, en correspondencia con ello, el
desarrollo de planes de «educación compensatoria».
3. La perspectiva de que, en esencia, «la conducta delictiva es aprendida», y por ello
se requiere la aplicación de «terapia de conducta» que re-enseñe de modo
intensivo a los delincuentes nuevos comportamientos prosociales.
4. La consideración, como base de la conducta delictiva, de que existen «déficits en
la competencia psicosocial» de los delincuentes (especialmente en sus
cogniciones, actitudes, habilidades sociales...), y la aplicación, en consecuencia, de
«tratamiento cognitivo-conductual» orientado a resolver tales déficits. Dentro de
las terapias cognitivo-conductuales se inscriben la mayoría de los programas
aplicados con los delincuentes, tanto en Europa como en Norteamérica (Latimer,
2001; Lipsey, 1999a, 1999b, 2009; McGuire, 2013; McGuire, Bilby, Hatcher,
Hollin, Hounsome y Palmer, 2008; McGuire y Priestley, 1995; Redondo, 2006;
Redondo y Frerich, 2013, 2014; Sánchez-Meca y Redondo, 2002; Zara y
Farrington, 2016).
5. La creencia de que «la disuasión», o el temor de los delincuentes a sufrir un nuevo
encarcelamiento, contribuirá a evitar o reducir su reincidencia delictiva, o bien el
«endurecimiento de los regímenes carcelarios» con el propósito de incrementar
dicho temor al castigo o su consiguiente efecto disuasorio.
6. La creencia, contraria a la anterior, en que los «ambientes institucionales
saludables», no punitivos sino más benignos y «terapéuticos», pueden reequilibrar
las carencias emocionales de los internados, mejorar su disposición prosocial y
reducir a la postre su probabilidad de reincidencia.
7. Y, finalmente, el propósito de evitar en la medida de lo posible el «etiquetado» de
los sujetos mediante el uso de «programas de derivación a la comunidad» (en vez
de internamiento).

Las anteriores son algunas de las ideas de partida o modelos teóricos que a menudo se
aducen como base de las aplicaciones de los tratamientos con los delincuentes. Sin
embargo, diferentes aplicaciones adscritas a una misma categoría nominal de tratamiento
pueden ser en realidad muy distintas, en función de los ingredientes terapéuticos
utilizados, su duración, intensidad, estructura e integridad. Los ingredientes terapéuticos
son las técnicas y actividades específicas que integran un programa; por ejemplo,
entrenamiento en habilidades sociales, reestructuración cognitiva, reforzamiento social,
etcétera. La duración se refiere al tiempo total que transcurre entre el inicio y la
finalización de un programa, mientras que la intensidad hace referencia al número de
sesiones y horas de aplicación por unidad de tiempo, una semana por ejemplo. La
estructura del programa definiría la secuencia seguida por las diversas acciones y
técnicas aplicadas, estructura que puede ser distinta en programas teóricamente
idénticos. Por último, la integridad haría mención al grado en que realmente se llevan a

39
cabo todas las acciones terapéuticas previstas (McGuire et al., 2008).
El conocimiento actualmente disponible sobre la eficacia de los programas de
tratamiento con delincuentes —especialmente todo aquel conocimiento derivado de los
metaanálisis (véase en el último capítulo)— nos informa más sobre el beneficio global
de los programas de cada categoría terapéutica teórica que sobre sus aplicaciones
específicas, tal y como cada programa particular se ha llevado a cabo. Por ello, para
obtener un conocimiento más preciso, en el futuro se requerirán más investigaciones
primarias que evalúen las relaciones directas entre las dimensiones específicas de las
diversas aplicaciones y sus respectivas efectividades.

1.4. CARRERA DELICTIVA, FACTORES DE RIESGO Y TRATAMIENTO


Se invita al lector a volver sobre el caso de Dani, que aparece al principio del capítulo. Como puede verse,
en la historia de Dani hay múltiples factores que probablemente influyen sobre su estilo de vida y su
comportamiento delictivo. Algunos factores forman parte de la historia pasada de Dani o de sus características
personales más profundas, y por ello son difícilmente modificables. Entre ellos, el que Dani naciera mediante
un parto complicado, que sea un chico impulsivo y con problemas de atención en la escuela, que fuera atendido
y criado casi de modo exclusivo por su abuela, que naciera y viviera en un barrio problemático y con altas tasas
de delincuencia, que su padre fuera alcohólico, violento, traficara con drogas y abandonara a su familia,
etcétera. Se trata de factores de riesgo denominados «estáticos», o variables que probablemente han tenido una
influencia negativa sobre la vida de Dani, pero al respecto de las cuales poco puede hacerse en el momento
presente para mejorar su situación. Sin embargo, otros factores, como que Dani tenga amigos delincuentes,
justifique el delito y el daño a otras personas como «gajes del oficio», carezca de formación laboral y obtenga
dinero exclusivamente robando, son factores «dinámicos», es decir, susceptibles de ser mejorados, al menos de
modo parcial, lo que podría reducir el riesgo delictivo de Dani. Además, este parece mostrar ahora una
disposición más positiva hacia un posible empleo y hacia una relación de pareja. Estos nuevos elementos
favorables de su vida podrían constituir «ventanas de oportunidad» que favorecieran cambios positivos en
Dani.

El concepto de «carrera delictiva» hace referencia al análisis de la secuencia de


comportamientos antisociales e infractores de un individuo a lo largo del tiempo y de los
factores de riesgo (y de protección) que se han asociado a tales comportamientos. En el
análisis de las carreras delictivas se presta especial atención a los tres procesos y
períodos principales de su desarrollo: inicio en el delito, persistencia delictiva y
desistimiento de la actividad criminal (Zara y Farrington, 2016), y se analizan tanto los
factores del propio individuo como los de su entorno vinculados a cada una de estas
etapas.
Este acercamiento sobre carreras delictivas se ilustra mediante la figura 1.2 que se
presenta a continuación. En ella pueden verse representadas, mediante curvas, tres tipos
distintos de trayectorias delictivas (Thornberry et al., 2013): la curva superior y más
prolongada corresponde a delincuentes de mayor riesgo y persistencia (cuya proporción
se estima en un 5 por 100 aproximado de todas las personas que en algún momento
cometen delitos, pero que, sin embargo, serían responsables de alrededor del 50 por 100
de todos los delitos cometidos); la curva pequeña discontinua (ubicada entre el inicio y el
final de la adolescencia) se refiere a aquellos jóvenes que cometen delitos

40
exclusivamente en su etapa adolescente; y la curva pequeña continua (comprendida entre
el final de la adolescencia y los primeros años de la edad adulta) hace referencia a los
sujetos de inicio delictivo tardío.

Figura 1.2.—La carrera delictiva y sus etapas (inicio, persistencia y desistimiento): distintas trayectorias
delictivas.

Respecto de la última categoría delictiva mencionada, son poco conocidos los


factores que podrían vincularse al inicio tardío en el delito. Un posible instigador del
comienzo delictivo demorado podrían ser las dificultades y demandas de los sujetos
durante la adolescencia a las que no pueden responder de forma satisfactoria (Moffitt,
1993; Paterson, Capaldi y Ban, 1991): fracaso escolar, vinculación con compañeros
delincuentes, carencia de habilidades de manejo adulto... Según Thornberry y Kronh
(2005), los delincuentes de inicio tardío podrían disponer de menor capital humano (en
términos de una menor inteligencia y capacidad académica, menores habilidades...), lo
que podría ponerlos en situación de mayor vulnerabilidad personal en el momento en
que dejan de contar con la protección de los vínculos familiares y escolares que son más
propios de la etapa adolescente.
Este libro dirige su atención específicamente al tratamiento de los delincuentes. Sin
embargo, dicho tratamiento no es una parcela aislada del problema criminal, sino que
constituye una de las diversas piezas que integran la imagen global de la prevención
delictiva, y por ello requiere ser encuadrado en ese marco más general. El autor de esta
obra ha desarrollado una teoría de la delincuencia denominada modelo del triple riesgo
delictivo (TRD; Redondo, 2008, 2015). A partir de este modelo teórico se definen los
grandes factores que, de acuerdo con los resultados acumulados de la investigación sobre

41
carreras criminales, incrementan la probabilidad delictiva de los individuos (véase figura
1.3):

FUENTE: modelo del triple riesgo delictivo (Redondo, 2008, 2015).


Figura 1.3.—Las grandes fuentes de riesgo para la conducta delictiva y las posibilidades de prevención.

a) Riesgos personales, integrados por todas aquellas características personales del


individuo, congénitas o adquiridas, como posibles traumatismos y daños
craneoencefálicos, alta impulsividad, labilidad para la ira, dependencia a drogas,
definiciones favorables a la delincuencia, etcétera, que se han asociado
empíricamente a la conducta delictiva. Los riesgos personales constituirían el
punto de arranque del riesgo delictivo global. Los efectos criminógenos de estos
factores personales pueden acontecer desde el principio de la vida del sujeto (por
ejemplo, una elevada impulsividad) o bien producirse en edades tempranas (por
ejemplo, experiencias traumáticas en la infancia o la adolescencia, o bien la
adquisición de creencias antisociales favorecedoras de la conducta delictiva). Por
ello, en relación con el riesgo de conducta delictiva juvenil o adulta, algunas de
estas características constituirían factores de riesgo estáticos, o inmodificables,
aunque otros podrían ser dinámicos o mejorables, a partir de la influencia, por
ejemplo, de un tratamiento.
b) Carencias en apoyo prosocial experimentadas por los sujetos y que dificultan o

42
retardan su proceso de socialización: privaciones familiares (pobreza, conflictos
graves en la familia, deficiente educación infantil...), abandono de la escuela, tener
amigos delincuentes, barrios carentes de servicios, etcétera.
Los factores b, o carencias en apoyo prosocial, constituirían, en cambio,
objetivos adecuados para la prevención primaria y secundaria, en forma de
programas de apoyo social a ciudadanos y grupos sociales vulnerables, para
favorecer un mejor desarrollo individual y colectivo que amortigüe toda suerte de
factores de riesgo. Las campañas de prevención primaria y secundaria podrían
reducir la prevalencia e incidencia delictivas a medio y largo plazo, cuando los
niños y jóvenes influidos positivamente por dichas campañas preventivas llegasen
a las edades más críticas para la conducta antisocial (entre los 15 y los 25 años).
Sin embargo, no cabe esperar que dichas campañas preventivas tengan efectos
preventivos sustanciales sobre las generaciones actuales de delincuentes.
c) El modelo TRD incluye como tercera fuente de riesgo la exposición de un
individuo a oportunidades (o tentaciones) ambientales para el delito, que también
influyen sobre la incidencia y prevalencia delictivas: provocaciones agresivas,
diseño urbano facilitador del delito de hurto o de otros delitos, alta densidad
poblacional, áreas urbanas degradadas, víctimas desprotegidas, etcétera. Como ha
puesto de relieve la investigación, el incremento de las «oportunidades» delictivas
en un lugar (por ejemplo, más coches nuevos aparcados en las calles, más turistas
que pasean con dinero en metálico, etcétera) interaccionaría con la posible
«motivación antisocial» de determinados sujetos (que en el modelo TRD se
considera resultado de la confluencia entre c) Riesgos personales y b) Carencias
prosociales), condicionando la probabilidad de comisión de delitos en dicho lugar
(Redondo, 2015; Redondo y Martínez-Catena, 2014).

El tratamiento aspira a producir mejoras personales en los participantes que


favorezcan en ellos una mayor resistencia (o una menor vulnerabilidad) frente a las
oportunidades infractoras que se les puedan presentar. A pesar de todo, el tratamiento no
puede convertir a los sujetos tratados en «invulnerables» ante cualquier oportunidad
delictiva. De ahí que las oportunidades criminales coadyuven también a explicar una
parte del riesgo delictivo existente en una sociedad. Es verdad que aquellos delincuentes
altamente motivados buscarán activamente oportunidades favorables para cometer
delitos. Pero también es cierto que la frecuencia y magnitud de las oportunidades
delictivas existentes en un contexto son parcialmente independientes de la motivación
delictiva de los sujetos que habitan en él; las oportunidades existen en el marco de las
rutinas de la vida diaria, en la medida en que hay propiedades y bienes de alto valor
económico (joyas, dinero...), se realizan continuas transacciones bancarias en comercios,
cajeros automáticos o por Internet, etcétera (Felson, 2006). En todo caso, las
oportunidades delictivas forman parte del entorno, y ni son objetivo específico del

43
tratamiento psicológico ni pueden ser directamente influidas por él. La reducción de
oportunidades delictivas requiere su propia dinámica de prevención situacional,
orientada a dificultar el acceso cómodo a objetivos delictivos.
En conclusión, dada la heterogeneidad de los factores que contribuyen al riesgo
delictivo que puedan mostrar los individuos, no puede esperarse razonablemente que el
tratamiento (incluso el mejor tratamiento posible), que solo puede dirigirse a una parte
de dichos factores —los elementos personales—, resuelva el todo del riesgo criminal. Es
más realista esperar que los buenos tratamientos reduzcan el riesgo delictivo en cierto
grado (como, en efecto, así sucede empíricamente). Sin embargo, para maximizar los
efectos preventivos tanto presentes como futuros se requerirán intervenciones
diversificadas para diferentes factores de riesgo criminógeno, lo que debe incluir
medidas sociales y educativas, de prevención primaria y secundaria y de disminución de
oportunidades delictivas.

1.5. MEJORABILIDAD TERAPÉUTICA DE LOS RIESGOS PERSONALES

Por lo que se refiere especialmente a los riesgos personales, que constituyen el


objetivo principal del tratamiento, cabe también diferenciarlos en función de su
ductilidad al cambio y la mejora. Para ello, en la figura 1.4 se presenta un modelo en el
que se estructuran de manera concéntrica, según su mayor o menor centralidad al
individuo y permeabilidad al cambio terapéutico, tres tipos de factores psicológicos que
la investigación ha identificado como elementos personales de riesgo delictivo. En el
núcleo interior se encuentran los factores psicobiológicos y de personalidad, que
incluirían posibles disfunciones neurológicas, traumatismos craneales o anomalías
endocrinas (como, por ejemplo, bajos niveles de serotonina, que es un neurotransmisor
clave en la inhibición del comportamiento, o altos niveles de testosterona), alta
impulsividad, dureza emocional, agresividad, etcétera. En el círculo intermedio de la
figura se representan los factores cognitivos y emocionales, que incluyen creencias y
estructuras de pensamiento, justificaciones, aficiones, deseos y afectos que un sujeto
posee en la actualidad. El área más externa haría referencia a los factores experienciales
y de aprendizaje que han llevado a los sujetos al adquirir ciertos repertorios de conducta
y determinadas habilidades de vida.
Si bien todos los factores mencionados son elementos personales que aumentan el
riesgo delictivo, no todos son dúctiles por igual para el cambio terapéutico, siendo más
susceptibles de transformación los elementos psicológicos más externos de la figura (el
comportamiento y las habilidades) que los intermedios (cogniciones y emociones) y que
lo más internos (elementos psicobiológicos y de personalidad). En todo caso, todo
cambio terapéutico tendría que hacerse desde fuera hacia dentro, tomando como eje de
trabajo los elementos más externos y moldeables del sujeto, tales como sus
comportamientos y hábitos, para influir después sobre sus sistemas internos de cariz

44
cognitivo-emocional y de rasgos personales.

Figura 1.4.—Los factores psicológicos de la conducta delictiva y su permeabilidad al cambio terapéutico.

Según ello, no todos los factores psicológicos que influyen sobre el riesgo delictivo
pueden modificarse por igual. Algunos factores relevantes, como los hábitos y las
cogniciones, pueden ser especialmente sensibles a la intervención psicológica, y deben
constituir por ello prioridades del tratamiento.

1.6. PSICOPATOLOGÍA Y CONDUCTA DELICTIVA

1.6.1. Trastornos cognitivos y de comportamiento

Una interpretación común y socorrida de la conducta criminal es considerar que en


realidad se trata de una patología, que los delincuentes son enfermos mentales, «locos».
En efecto, no es infrecuente que algunas personas con trastornos mentales severos sean
protagonistas de hechos delictivos graves, como incendios (Gannon et al., 2015;
McEwan y Freckelton, 2011), agresiones e incluso asesinatos. También es habitual la
presencia de personas con problemas de salud mental en el sistema de justicia (Brandt,
2012; Witkiewitz et al., 2014), tanto durante su tránsito por los procesos judiciales como
posteriormente en los centros de internamiento juvenil y en las prisiones (Burkhead,
2007).
Pese a ello, la mayoría de las personas con trastornos mentales no se comportan ni
violenta ni delictivamente (Atkins, Pumariega y Rogers, 1999; Copeland, Miller-
Johnson, Keeler, Angold y Costello, 2007; Teplin, Abram, McClelland, Dulcan y

45
Mericle, 2002; Wasserman, McReynolds, Lucas, Fisher y Santos, 2002). De hecho,
muchos enfermos mentales pueden ser con mayor probabilidad víctimas de violencia y
delitos que no autores (Monahan, 1996).
Es decir, no existen resultados claros y unívocos acerca de la posible asociación entre
trastornos mentales y conducta delictiva (Hoge et al., 2015), disponiéndose de datos que
avalan dicha relación y de otros que la refutan.
Entre los primeros, por ejemplo, diversos trastornos mentales en la infancia y la
adolescencia, como el comportamiento perturbador infantil, el déficit de atención con
hiperactividad (TDAH) y el déficit de atención-impulsividad-hiperactividad (HIA) se
han asociado a un mayor riesgo de conducta delictiva (Loeber, 1990; Lynam, 1996;
Portnoy et al., 2014), así como también algunos trastornos del estado de ánimo en la
juventud, como la ansiedad (Frick, Lilienfeld, Ellis, Loney y Silverthorn, 1999) y el
trastorno de estrés postraumático (Charney, Deutch, Krystal, Southwick y Davis, 1993).
Es más oscura en cambio la relación entre psicosis adolescente y conducta violenta y
delictiva juvenil y adulta. La sintomatología de la psicosis incluye alteraciones profundas
de la percepción, el pensamiento, el estado de ánimo y el comportamiento (delirios,
comunicación alterada y desorganizada, alucinaciones y despersonalización, conducta
excitada o, contrariamente, letárgica, alteraciones de la interacción social, actuaciones
erráticas...). Entre los síntomas psicóticos que muestran mayor vinculación con la
violencia están las alucinaciones y los delirios. En un metaanálisis de Douglas, Guy y
Hart (2009), a partir de 204 estudios específicos sobre este campo, se halló cierto grado
de asociación, aunque modesto, entre psicosis y violencia, con tamaños del efecto
promedios de dicha asociación de r = (–12) – (+ 0,16).
A pesar de que con carácter general la asociación cuantitativa entre trastornos
cognitivos y delincuencia no es muy elevada, la presencia de determinados trastornos
mentales severos en ciertos sujetos que han cometido delitos graves aconseja la inclusión
en los instrumentos generales de evaluación de riesgo delictivo de al menos algunos
ítems que evalúen la presencia de posibles trastornos cognitivos y conductuales (por
ejemplo, en jóvenes acerca de sus posibles dificultades de atención e impulsividad).

1.6.2. Trastornos de personalidad y psicopatía

Algo más clara es la situación por lo que se refiere a los trastornos de personalidad,
habiéndose documentado la asociación del trastorno límite de personalidad, el narcisista
y el antisocial con un mayor riesgo de comportamiento antisocial, tanto precoz como
adulto (Comín et al., 2016; Farrington y Jolliffe, 2015; Lee y Bowen, 2014). Por
ejemplo, Comín et al. (2016) hallaron en una muestra de 143 pacientes cocainómanos
una vinculación significativa entre conducta delictiva y la confluencia comórbida de
trastorno antisocial de la personalidad con adicción a la cocaína (dicha relación también
se había documentado en estudios previos como los de Chávez, Dinsmore y Hof, 2010;

46
Freestone, Howard, Coid y Ullrich, 2012; Hatzitaskos, Soldatos, Kokkevi y Stefanis,
1999).
Algunos programas de tratamiento bien conocidos en el ámbito de la delincuencia,
como el programa Razonamiento y Rehabilitación (R & R), que se comentará más
adelante, también se han empleado con sujetos con trastornos de personalidad. Por
ejemplo, dicho programa se aplicó a un grupo de 16 participantes diagnosticados o bien
con trastorno límite o bien con trastorno antisocial de la personalidad, que se compararon
con un grupo control de 15 sujetos análogos no tratados (Young et al., 2012). Los
participantes que completaron el tratamiento (el 76 por 100 de los que lo iniciaron)
mostraron mejoras significativas, antes y después de la intervención y en comparación
con el grupo de control, en aspectos como capacidad de resolución de problemas,
actitudes violentas, ira, hiperactividad e impulsividad, control emocional y
funcionamiento social.
Con todo, en lo referente a los trastornos de personalidad destaca con diferencia la
relación existente entre psicopatía y conducta antisocial (Gacono et al., 2001; Garrido,
2003, 2002, 2004; McMurran, 2001b; Raine, 2000; Zara y Farrington, 2016). De manera
sencilla, la «psicopatía» definiría a aquellos individuos que persiguen su exclusivo
interés y beneficio a pesar de los perjuicios y daños graves que para ello ocasionan a
otras personas.
El término psicopatía fue históricamente antecedido de otros conceptos y
denominaciones (Lykken, 1984; Redondo y Garrido, 2013), como «manía sin delirio»
(Pinel, en 1812), «depravación moral» (Rush, en 1812), «locura moral» (Pritchard, en
1835), «inferioridades psicopáticas» (Kraepelin, en 1903), «personalidad psicopática»
(Schneider, 1923) y «personalidad sociopática» (Partridge). Esta última nomenclatura
fue incorporada en la primera edición del Manual diagnóstico de los trastornos mentales
(DSM-I), aunque reemplazada a partir del DSM-III por la denominación de
«personalidad antisocial» y posteriormente por la de «trastorno antisocial de la
personalidad».
No obstante, mientras que el «trastorno antisocial de la personalidad» evalúa casi
exclusivamente características de conducta problemática y antisocial que pueda mostrar
un sujeto, el vigente constructo de «psicopatía» incluye también la ponderación de
rasgos profundos de la personalidad, como los definidos por Cleckley (1976) y Hare
(1991, 2003; Burkhead, 2007; véase también Redondo y Garrido, 2013):

1. Ausencia de alucinaciones y pensamiento irracional.


2. Carencia de nerviosismo y expresiones neuróticas.
3. Encanto superficial e inteligencia.
4. Egocentrismo e incapacidad para sentir empatía y amor.
5. Reacciones afectivas muy básicas y pobres.
6. Sexualidad impersonal y trivial.

47
7. Carencia de sentimientos de vergüenza y culpa.
8. No confiabilidad.
9. Falsedad y mentira en aspectos vitales fundamentales.
10. Dificultades para la intuición.
11. Dificultad para seguir algún plan de vida.
12. Comportamiento antisocial sin que aparezca remordimiento.
13. Amenazas suicidas generalmente incumplidas.
14. Dificultades de razonamiento y de capacidad para aprender de las experiencias
previas.
15. Irresponsabilidad en sus interacciones interpersonales.
16. Comportamiento fantástico y abuso del alcohol.

Se ha diferenciado entre psicópatas primarios y secundarios (Karpman, 1941, 1948a,


1948b; Kimonis et al., 2011). Se considera que la psicopatía primaria tendría un origen
prioritariamente genético y constitucional, y en ella sobresaldría la falta de conciencia
del individuo, que se plasmaría en una mayor violencia instrumental. También se ha
documentado una gran influencia genética en los trastornos límite y antisocial de la
personalidad (Reichborn-Kjennerud et al., 2015). En cambio, se ha sugerido que la
etiología de la psicopatía secundaria podría deberse más bien a los conflictos
emocionales graves, no resueltos y canalizados en forma de hostilidad e ira reactivas.
La psicopatía primaria podría estar conectada con ciertas características y déficits
neurológicos de base genética (Raine, 2000): por ejemplo, en los psicópatas existiría una
supremacía funcional del sistema mesolímbico o sistema de activación del
comportamiento (SAC), que se estimula a partir de procesos de reforzamiento o
gratificación; se sitúa por encima del sistema septohipocampal o de inhibición del
comportamiento (SIC), que prioritariamente se activa mediante el castigo y la
estimulación novedosa (Gray, 1987; Gray y McNaughton, 2003; Quay, 1993). Más
recientemente también se ha constatado, a partir de resonancia magnética funcional del
cerebro de individuos con perfiles graves de psicopatía (Gregory et al., 2012; Redondo y
Garrido, 2013), que sus áreas cerebrales asociadas al procesamiento de emociones como
la empatía, el razonamiento moral y la experimentación de culpa, suelen contar con una
menor cantidad de materia gris.
En todo caso, las probables disfunciones neuroendocrinas que puedan existir en la
psicopatía han llevado a la consideración de posibles vías de intervención farmacológica
mediante neurolépticos e inhibidores de la reabsorción de la serotonina (Lösel, 2000), y
en el específico campo de los agresores sexuales a través de antagonistas de la
testosterona (Labrador, Echeburúa y Becoña, 2002; Marshall y Redondo, 2002). Con
todo, el uso de fármacos para este problema es un camino poco explorado todavía.
En sentido estricto, la presencia de rasgos psicopáticos no implica que
necesariamente un individuo se convierta en delincuente. El moderno concepto de

48
psicopatía evaluado a partir de la escala PCL-R se considera integrado por dos factores,
uno nuclear de personalidad (Factor I) y otro de conducta antisocial explícita (Factor II).
Un individuo podría puntuar principalmente en el primer factor, principalmente en el
segundo o, en el peor de los casos, en ambos, lo que comportaría un mayor riesgo para el
delito. En esta misma dirección, y a los efectos que aquí nos interesan, Garrido (2000,
2002) ha diferenciado entre psicópatas «integrados», que llevan una vida legalmente
aceptable, y «subculturales» e inmersos en el mundo de la delincuencia. En sentido
inverso, la mayoría de los delincuentes (incluso violentos) no tienen por qué ser
psicópatas.
A pesar de que no existen cifras fidedignas a este respecto, se ha estimado una
prevalencia de psicopatía de alrededor del 2 por 100 de la población general (Garrido,
2003). Por lo que se refiere a los delincuentes encarcelados, Hare obtuvo en
Norteamérica un rango de prevalencia de psicopatía —individuos con puntuaciones en la
escala PCL-R por encima de 30 puntos sobre 40— de 15-28 por 100 (Hare, 1991, 1996).
En Europa esta tasa sería algo inferior (Cooke y Michie, 1998), habiéndose hallado un
12 por 100 en las prisiones de Baviera en Alemania (Lösel, 1998) y un 18 por 100 en
una prisión española (Moltó, Poy y Torrubia, 2000; tasa coincidente con la prevalencia
promedio de psicopatía del 18,3 por 100 obtenida para contextos penitenciarios en la
revisión de Nicholls, Ogloff, Brink y Spidel, 2005). Pese a todo, desde la perspectiva de
la incidencia delictiva las muestras de delincuentes más peligrosos (entre los que están
los psicópatas) suelen ser responsables de más del 50 por 100 de todos los delitos
conocidos (Loeber, Farrington y Waschbusch, 1998).
En lo que concierne a la prevalencia de psicopatía en mujeres delincuentes, las tasas
son muy heterogéneas en función de las muestras evaluadas, oscilando entre los
siguientes márgenes (Loinaz, 2014): en muestras de mujeres adultas evaluadas mediante
PCL-R, en el rango 8,3 por 100-9,3 por 100; en estudios sobre muestras juveniles,
evaluadas mediante PCL: YV, en el rango 15,5 por 100-25,18 por 100.
Como puede verse, el panorama de la interacción psicopatía-delincuencia es complejo
y su delimitación poco clara. Más oscuro es todavía lo tocante al tratamiento de los
delincuentes categorizados como psicópatas, ya que son muy pocos los programas y
estudios que han tomado medidas evaluativas de psicopatía.
Aun así, cualquier intervención sobre grupos de delincuentes violentos y peligrosos
tiene alta probabilidad de contar entre sus filas con una representación de sujetos con
elevadas puntuaciones en psicopatía. En este contexto, la presencia de rasgos
psicopáticos suele asociarse a delincuentes que muestran comportamiento manipulador,
gran hostilidad y agresividad, y una especie de «adicción a la violencia» (Redondo y
Garrido, 2013). Por ello la psicopatía constituye uno de los retos importantes del
tratamiento de los delincuentes (Tew, Harkins y Dixon, 2013; Thornton y Blud, 2007), al
que habría que prestar especial atención durante los próximos años, incluyendo una
selección adecuada del personal técnico para trabajar con ellos (Atkinson y Tew, 2012).

49
Un punto de esperanza a este respecto es que, para el caso de los jóvenes que
muestran rasgos psicopáticos secundarios, diversos tratamientos han mostrado resultados
prometedores (Morales, 2011).
Una de las características más definitorias de la psicopatía es la «falta de empatía»
con el sufrimiento de las víctimas. Pues bien, la empatía puede también conceptuarse
como una «competencia social» susceptible de entrenamiento y mejora. Así, por
ejemplo, en el programa de tratamiento de agresores sexuales aplicado en las prisiones
españolas, al que se hará referencia en un capítulo posterior, se incluye un módulo
específico para el desarrollo de la empatía a través del trabajo en distintos ejercicios
prácticos; en ellos se dirige la atención de los sujetos hacia los daños físicos y
psicológicos experimentados por las víctimas, y se potencia en los agresores la
ampliación de su propio repertorio emocional. También se plantean y discuten las
principales ventajas de ser empático, tal y como se presenta en la tabla 1.1.

TABLA 1.1
Ventajas de ser empático e inconvenientes de no serlo

Ventajas de ser empático

— Ayudas a que los demás sientan que alguien se preocupa por ellos.
— Consigues que los demás se sientan bien al poder compartir sus sentimientos —positivos o negativos—
contigo.
— Te sientes muy bien al saber que has ayudado a alguien a sentirse mejor.
— ¡Al ser empático, cada vez comprendes mejor a los demás!
— Aprendes de la experiencia de otras personas.
— Estableces más relaciones de amistad y mejoras la comunicación con tus amigos.
— Haces cada vez menos daño a otras personas, porque comprendes lo que pueden sentir.

Inconvenientes de no ser empático

— La gente no comparte contigo sus sentimientos, pensamientos y emociones, y al final te sientes solo.
— Los demás tienen pocas ganas de escucharte y de intentar entenderte.
— Te resulta difícil tener verdaderos amigos.
— Eres incapaz de compartir tus emociones y sentimientos con los demás, porque, al igual que no eres capaz
de comprender a los demás, crees que ellos tampoco pueden comprenderte a ti.
— No eres capaz de entender lo que las personas pueden necesitar.
— Nunca podrás ayudar a nadie, porque no sabrás cuándo los demás necesitan ayuda.
— Desconocerás los sentimientos más nobles del ser humano, que nacen de la ayuda y el cariño mutuo.

Este ingrediente terapéutico para el desarrollo de la empatía en agresores sexuales


puede resultar sugerente para el diseño de ingredientes análogos que sean adecuados
para individuos con rasgos psicopáticos (entre ellos algunos agresores sexuales). No se
está afirmando que el reto sea fácil, pero sí que el constructo «psicopatía» no debería
constituir una barrera infranqueable en materia de tratamiento de delincuentes.
Los estudios de Ogloff, Wong y Greenwood (1990) y de Harris, Rice y Cormier

50
(1994) hallaron en general peores resultados de los tratamientos aplicados con psicópatas
que con otros grupos de delincuentes, y en ocasiones los grupos de psicópatas tratados
incluso reincidieron en mayor grado que los no tratados (Garrido, Esteban y Molero,
1996; Salekin, 2002); sin embargo, algunos programas más recientes han ofrecido
resultados más positivos y prometedores, logrando con psicópatas reducciones
significativas de sus medidas de riesgo postratamiento (Olver, Lewis y Wong, 2013;
Wong, Gordon, Gu, Lewis y Olver, 2012).
Por lo que se refiere a la predicción, en diversos metaanálisis modernos se ha puesto
de relieve que el diagnóstico de psicopatía constituye un predictor de comportamiento
violento y delictivo en la edad adulta (por ejemplo, Farrington y Jollife, 2015; Hemphill,
Hare y Wong, 1998; Leistco, Salekin, DeCoster y Rogers, 2008), con una capacidad
predictiva de magnitud moderada de r = 0,25-0,30 (Walters, 2008), mostrando una
particular capacidad predictiva rasgos propios de la psicopatía como emocionalidad
cruel, incapacidad para sentir culpa, así como conductas arrogantes, de manipulación y
dominación de otras personas (Pechorro, Maroco, Gonçalvez, Nunes y Jesus, 2015).
En jóvenes se ha combinado, con finalidades predictivas, la evaluación de rasgos de
dureza e insensibilidad emocional (callous-unemotional, CU) y de problemas graves de
conducta (conduct disorder, CD, o del síndrome CU-CD). Dichos rasgos son frecuentes
en niños y adolescentes que evidencian escasa preocupación y angustia por su
participación delictiva (Frick, O’Brien, Wootton y McBurnett, 1994; Frick et al., 2003).
Tanto los rasgos de dureza-insensibilidad emocional como la insensibilidad interpersonal
(IC) en la infancia han mostrado buena capacidad predictiva de la posterior detección de
rasgos psicopáticos en la primera edad adulta, de 18 a 19 años (Burke, Loeber y Lahey,
2007). No obstante, se debe tener mucha prudencia a este respecto, ya que también se ha
probado que la identificación de rasgos psicopáticos en la adolescencia no
necesariamente es un precursor fiable de un diagnóstico de psicopatía en la edad adulta
(Lynam, Caspi, Moffitt, Loeber y Stouthamer-Loeber, 2007).

1.6.3. ¿Es útil el diagnóstico psicopatológico para el tratamiento de los


delincuentes?

Tradicionalmente, la psicología, y de modo especial la terapia de conducta, habían


rechazado la utilización con fines terapéuticos de las categorías clínicas tradicionales,
procedentes fundamentalmente del ámbito médico y psiquiátrico. Las principales
razones para este rechazo eran las siguientes (Belloch, Sandín y Ramos, 1995; Comeche
y Vallejo, 1998; Kanfer y Saslow, 1965; Lemos Giráldez, 2000; Ullman y Krasner,
1969; Yates, 1978):

1. El diagnóstico tradicional comportaba una concepción etiopatogénica, según la


cual cualquier enfermedad dimanaba de un agente patógeno (en las patologías

51
orgánicas, por ejemplo, una bacteria) que generaba los síntomas indicativos de la
enfermedad. Este modelo biomédico fue trasladado también al análisis de las
patologías psicológicas, cuyo agente patógeno generalmente se ubicaba en el
mundo intrapsíquico. Frente a ello, desde el paradigma biopsicosocial propio de la
psicología se consideraba que la mayor parte de los problemas psicológicos y de
comportamiento eran resultado de las interacciones inapropiadas del individuo con
su ambiente social, lo que requería una evaluación continua del comportamiento
en interacción con su medio.
2. Las categorías diagnósticas clásicas (por ejemplo, «trastorno límite de la
personalidad») agrupan con finalidades clasificatorias diferentes síntomas y
conductas dentro de una etiqueta de síndrome o cuadro clínico. Pese a ello, el
acuerdo inter-jueces al atribuir una serie de síntomas clínicos a determinada
categoría suele ser bajo, y a menudo un mismo individuo puede ser diagnosticado
por diferentes expertos en cuadros clínicos distintos.
3. Paralelamente a la mencionada falta de fiabilidad interjueces, existe también el
problema del solapamiento de síntomas en distintos cuadros o síndromes, lo que
hace más confuso aún el encuadre diagnóstico de un sujeto.
4. Con todo, el mayor reparo que ponía la psicología al diagnóstico tradicional era la
escasa utilidad para la planificación y aplicación de una intervención terapéutica.
El diagnóstico tradicional asciende desde la constatación de una serie de síntomas
o comportamientos problemáticos a una etiqueta sindrómica. Este proceso resulta,
sin embargo, poco útil para la intervención terapéutica, que, finalmente, ha de
retrotraerse nuevamente a los comportamientos específicos que entrarán en el plan
de acción terapéutica.

Pese a todo lo anterior, a lo largo de los últimos años se ha ido produciendo una
paulatina aceptación en psicología del sistema diagnóstico tradicional, y específicamente
del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM, a partir de su tercera
edición; American Psychiatry Association, 1992) y de la Clasificación Internacional de
las Enfermedades (CIE-10, de la Organización Mundial de la Salud), como instrumentos
válidos y complementarios para la comunicación entre los clínicos (Barlow y Durand,
2001; Comeche y Vallejo, 1998; Labrador, 2002; Labrador et al., 2000; Rodríguez
Manzanera, 2016b).
Múltiples trastornos mentales descritos en el DSM-5 (American Psychiatric
Association, 2014) pueden conectarse con el comportamiento antisocial de jóvenes y
adultos: trastorno de ansiedad social, trastornos destructivos del control de los impulsos
y de la conducta, trastornos relacionados con sustancias y adictivos (alcohol, cannabis,
alucinógenos, estimulantes, inhalantes, opiáceos...), trastornos neurocognitivos,
trastornos de personalidad (antisocial, límite, narcisista, paranoide), trastornos parafílicos
(exhibicionismo, pedofilia, sadismo sexual), abuso sexual o maltrato infantil o de la

52
propia pareja, cleptomanía, problemas laborales, trastorno explosivo-intermitente,
negativista desafiante, por déficit de atención con hiperactividad, piromanía, etcétera.
Sin embargo, las posibles interacciones entre muchos de estos cuadros clínicos y el
comportamiento antisocial y delictivo continúan siendo confusas y han sido escasamente
exploradas.
Se convendrá aquí en que, desde una perspectiva descriptiva, el diagnóstico formal de
determinado trastorno mental, si se ha realizado correctamente, puede constituir una
ayuda inicial para conocer el tipo de problemática al que nos enfrentamos y su gravedad
(Marchiori, 2014a). En función del conocimiento actualmente disponible sobre qué
técnicas de tratamiento pueden funcionar mejor en cada tipo de trastorno, dicho
diagnóstico puede incluso permitir efectuar una hipótesis provisional sobre la modalidad
de tratamiento más conveniente. Con todo, las clasificaciones diagnósticas del DSM y de
la CIE-10 no se fundamentan en modelos psicopatológicos y teóricos definidos
(Labrador, 2002), sino en la constatación de los síntomas o características más frecuentes
de cada trastorno. Es decir, a los efectos terapéuticos del tratamiento de los delincuentes,
que constituyen el tema central de este libro, el diagnóstico psicopatológico de los
delincuentes resulta claramente insuficiente.
Debido a ello, para la prescripción adecuada de un tratamiento resulta imprescindible
complementar este primer diagnóstico global o molar con el análisis topográfico y
funcional de los factores de riesgo que favorecen la conducta delictiva, o de los
comportamientos, pensamientos y emociones concretos cuyo cambio y mejora serán
objetivo del tratamiento.

RESUMEN

El tratamiento psicológico es uno de los medios técnicos de que puede disponerse en


la actualidad para reducir el riesgo delictivo de los delincuentes. El tratamiento intenta
influir sobre algunos factores personales que, como la falta de competencia
interpersonal, las actitudes y creencias favorables a la violencia o el consumo de drogas,
se consideran directamente relacionados con la conducta delictiva. La práctica actual de
los tratamientos con delincuentes suele consistir en educación y entrenamiento en
habilidades de comunicación, rutinas prosociales, control de ira y enseñanza de valores
no violentos, y sus objetivos suelen ser mejorar sus competencias y su disposición para
la vida social, y reducir sus carencias personales más relacionadas con la comisión de
delitos.
Sin embargo, todo lo anterior no significa que los tratamientos constituyan la
«solución» a la delincuencia, ya que esta es un fenómeno complejo y multicausal, y por
ello requerido de intervenciones diversas. En particular, el tratamiento psicológico de los
delincuentes se dirige a promover cambios y mejoras en los individuos, y
específicamente en aquellos hábitos, cogniciones y emociones que reiteradamente se han

53
asociado a sus delitos. De esa forma el tratamiento puede reducir su motivación
delictiva.
La aplicación de tratamientos con delincuentes es importante debido a dos razones
fundamentales: una de carácter moral, en cuanto que se confiere a los sistemas de control
de la delincuencia una expectativa positiva sobre las posibilidades de mejora personal de
los delincuentes, y otra científica, en la medida en que, al cambiar ciertos factores de
riesgo personales, se coopera para reducir su riesgo delictivo. Frente a ello, el sistema
penal puro, basado meramente en el castigo, puede incapacitar temporalmente a los
delincuentes, pero no suele conseguir per se disminuir su probabilidad delictiva futura.
La delincuencia es un fenómeno muy diverso, en el que se incluyen múltiples delitos
contra la propiedad (el grueso de la delincuencia), delitos vinculados al tráfico y
consumo de drogas, delitos contra las personas (lesiones, homicidios y asesinatos) o
agresiones sexuales. La delincuencia más violenta, aunque suele representar un
porcentaje pequeño del total, es la que más temor y preocupación produce a los
ciudadanos. España, y en general los países europeos occidentales, tienen tasas de
delincuencia, y concretamente de delincuencia violenta, bajas. Ello es especialmente
cierto en comparación con los países americanos, tanto del norte como, más aún, de
Centroamérica y Sudamérica.
El tratamiento terapéutico de los delincuentes cuenta con antecedentes, tanto en
Europa como en Norteamérica, desde finales del siglo XIX y, especialmente, durante la
primera mitad del siglo XX. El desarrollo actual de los tratamientos se inició tras la
Segunda Guerra Mundial, y en un sentido plenamente moderno desde finales de los años
setenta. En España este desarrollo fue impulsado, a partir de la década de los ochenta,
desde el campo profesional y, paulatinamente, en colaboración con el ámbito académico.
Sin embargo, la psicología académica española es bastante ajena en sus planes de
estudios a contenidos relativos a la delincuencia y el tratamiento de los delincuentes,
pese a que este ámbito constituye uno de los principales campos de trabajo público de
los psicológicos españoles. Frente a ello, los nuevos estudios de Grado en Criminología
han incorporado el tratamiento de los delincuentes como una materia fundamental, lo
que es probable que contribuya a un mayor desarrollo académico de este campo.
En síntesis, en este primer capítulo se constata que el comportamiento delictivo
depende de tres grandes grupos de factores que contribuyen al riesgo delictivo presente:
los riesgos personales que pueden mostrar los sujetos, las carencias que pueden haber
experimentado en apoyos prosociales y las oportunidades para el delito a las que se ven
expuestos. El tratamiento puede incidir sobre los riesgos personales actuales, pero no
sobre los restantes factores. Por ello, sus efectos positivos, aunque importantes, solo
pueden ser parciales, como así se constata a partir de la investigación sobre eficacia.
Durante los últimos años la evaluación psicológica, más específica y molecular, ha
convivido con la utilización paralela del sistema diagnóstico y psicopatológico
tradicional, sindrómico y molar, concretado principalmente en el Diagnostic and

54
Statistical Manual of Mental Disorder (DSM). Aunque en la actualidad suele
considerarse que ambos sistemas son compatibles y complementarios, aquí se constata
que las posibles interacciones entre trastornos clínicos y comportamiento antisocial
suelen ser a menudo confusas. Esto es especialmente notorio por lo que concierne al
tratamiento de los delincuentes, que suele requerir el análisis de concretos
comportamientos, pensamientos y emociones, así como de las condiciones que los
favorecen o dificultan. Por ello, el conjunto de este texto prioriza una perspectiva
evaluativa específica, mediante la utilización del análisis funcional del comportamiento
por encima de las clasificaciones diagnósticas tradicionales. Por extensión, se considera
que lo anterior podría ser también aplicado al constructo psicopatía, que no en todos los
casos debería constituir una barrera insalvable para la exploración de tratamientos con
los sujetos diagnosticados como psicópatas.

NOTAS
1 La expresión carrera delictiva hace referencia al «análisis de la evolución a lo largo del tiempo de los
comportamientos antisociales y delictivos llevados a cabo por un individuo, y de los factores de riesgo (y
protección) que pueden asociarse al inicio, mantenimiento y desistimiento de la actividad criminal» (Redondo,
2015, p. 331).

2 No obstante, la aportación más destacada de Mira i López fue la evaluación de la personalidad mediante el
PMK, o psicodiagnóstico miokinético. En años recientes se ha producido una renovación de este instrumento por
parte de Tous y su equipo, quienes desarrollaron una versión informatizada de la prueba: el PMK-R (Tous y
Viadé, 2002). El PMK intenta evaluar la personalidad, de modo no verbal, a partir de las desviaciones en el
movimiento de las manos, en diversos ejercicios de trazado ciego de líneas entre dos puntos que le son dados al
sujeto como referencia para realizar los trazados. En vinculación con los estudios originarios de Emilio Mira
(Mira, Mira y Oliveira, 1949) sobre la posible relación intuitiva entre respuestas miokinéticas y violencia, Tous y
sus colaboradores (Tous, Chico, Viadé y Muiños, 2002; Tous, Viadé y Chico, 2003; Tous, Muiños, Chico y
Viadé, 2004) han confirmado estadísticamente una relación significativa entre variables como mayor irritabilidad,
extraversión y agresividad, evaluadas mediante el PMK-R, y mayor violencia.

55
2
Modelos terapéuticos generales y cambio
personal

Este capítulo describe los principales modelos psicológicos sobre el comportamiento humano que
tienen implicaciones terapéuticas, tales como los modelos psicoanalíticos, humanístico-
existenciales, sistémicos y cognitivo-conductuales. No todos estos modelos han tenido igual
proyección y aplicabilidad en el tratamiento de los delincuentes, sino que la mayoría de los
programas utilizados se enmarcan en modelos cognitivo-conductuales. Se introduce al lector
también en los conceptos de cambio terapéutico, motivación para el cambio y relación terapéutica.

Este libro dirige su atención de modo preferente a aquellas técnicas y programas de


tratamiento aplicados con delincuentes que, en función de lo que se conoce actualmente,
resultan más eficaces. Pese a todo, no es un planteamiento suficiente conformarse con
establecer aquello que terapéuticamente resulta eficaz, sino que científicamente es
imprescindible cuestionarse acerca de cómo o por qué resulta eficaz (McGuire, 2001c).
Es verdad que esta pregunta concierne a un nivel más avanzado del conocimiento, y las
respuestas que van a poder dársele, en el estado del saber actual, solo podrán ser
tentativas aunque necesarias.
La pregunta científica de cómo funciona algo hace referencia a la indagación de
cuáles son los mecanismos implicados en que el tratamiento A (por ejemplo, un
programa de habilidades sociales) produzca el efecto B (por ejemplo, una mejora en la
capacidad de búsqueda y mantenimiento del empleo). Esta cuestión es necesaria, debido
a que en asuntos complejos, como el que aquí se trata, pueden ser muy diversas las
condiciones implicadas en cualquier proceso de cambio personal, algunas de ellas
difícilmente observables. Dichas condiciones son los elementos que integrarán una
explicación teórica del cambio terapéutico de los delincuentes o, en otras palabras, una
teoría de la rehabilitación.
Se comienza por hacer referencia a las concepciones terapéuticas generales existentes
en psicología, para en el siguiente capítulo prestar atención a algunas teorías específicas
sobre la rehabilitación de delincuentes. Aunque no todos los modelos psicológicos de
tratamiento que siguen han tenido igual relevancia para el tratamiento de los
delincuentes, la intención es ofrecer al lector un marco general de teorización de la
terapia psicológica, que posteriormente le ayude a encuadrar mejor las concepciones
específicas de rehabilitación de delincuentes actualmente existentes.

56
2.1. MODELOS PSICOANALÍTICOS O PSICODINÁMICOS

El psicoanálisis, iniciado a finales del siglo XIX por Sigmund Freud, se fundamenta
sobre las siguientes asunciones principales acerca de la naturaleza y el desarrollo
humanos (Andrews y Bonta, 2016; Barlow y Durand, 2001; Feixas y Miró, 1993;
Martorell, 1996; Messer y Warren, 2001; Pérez, 1998b; Rodríguez Manzanera, 2016b;
Rodríguez Sutil, 2001):

1. Cada persona evoluciona a través de una serie de etapas vitales, cuyo eje principal
lo constituye el desarrollo sexual.
2. En algunos casos, debido a la vivencia de experiencias traumáticas (especialmente
en la preadolescencia), se producen anomalías en este desarrollo evolutivo de la
persona que generan conflictos en su personalidad.
3. Estos conflictos surgen generalmente de la interacción entre los impulsos
derivados de los instintos («ello») y las imposiciones sociales («super-yo»).
4. Los conflictos suelen ser dolorosos para la «consciencia» del individuo y, por ello,
serían «empujados» al inconsciente.
5. Como resultado de las luchas del sujeto para manejar los conflictos dolorosos que
experimenta, se desarrollarían en la personalidad «mecanismos de defensa» (por
ejemplo, negación, sublimación, compensación, etcétera), los cuales pueden
conducir a diversas disfunciones de la personalidad, en forma de patologías
psicológicas y de comportamiento.

A partir de esta concepción de la dinámica del psiquismo humano, el psicoanálisis


estableció que los comportamientos patológicos —tales como las fobias, la ansiedad, la
depresión, la hipocondría, las adicciones o incluso la esquizofrenia en algunos casos—
serían síntomas manifiestos de los conflictos internos que experimenta el individuo,
ubicados generalmente en el inconsciente de la mente humana (y, por consiguiente, no
susceptibles de control por parte de la razón consciente). Según ello, la esencia de la
patología psicológica no serían los síntomas aparentes (comportamientos, pensamientos,
etcétera), sino los propios conflictos subyacentes. Así, la psicoterapia debería dirigirse a
resolver tales conflictos, con la expectativa de que una vez resueltos estos la
sintomatología patológica remitirá.
La estructura básica de la terapia psicoanalítica, más allá de las múltiples variantes
existentes, es la siguiente: 1) se efectúa un diagnóstico de la problemática psicológica del
individuo, explorando los diversos elementos propuestos por la teoría psicoanalítica,
especialmente los conflictos inconscientes; 2) una vez diagnosticado el problema o
problemas, durante un período prolongado se llevan a cabo sesiones de psicoanálisis,
dirigidas a esclarecer los conflictos intrapsíquicos que se presupone que subyacen al
comportamiento problemático, y 3) el terapeuta va valorando, a lo largo del proceso
psicoanalítico, la eventual resolución de los conflictos internos y, en consecuencia, la

57
recuperación del paciente. Como es conocido, son requisitos imprescindibles de la
terapia psicoanalítica que el terapeuta sea un experto consumado en psicoanálisis y que
personalmente haya sido psicoanalizado y haya resuelto sus propios conflictos
psicológicos.
Las técnicas psicoanalíticas más utilizadas modernamente son el tratamiento
psicoanalítico convencional, la psicoterapia dinámica, la psicoterapia analítica de
expresión (media y larga duración), la psicoterapia psicoanalítica de apoyo y la
psicoterapia analítica breve y focal (Colegio Oficial de Psicólogos, 1998; Messer y
Warren, 2001). Esta última modalidad supone un cierto compromiso entre la atención
preferente a los síntomas del sujeto (aquello de lo que realmente se queja o que
constituye la razón inmediata del tratamiento) y la comprensión de su globalidad
personal. El tratamiento se desarrolla durante 10-25 sesiones mediante un sistema de
diálogo, entre terapeuta y paciente, más activo que en el psicoanálisis tradicional. Las
principales estrategias terapéuticas de la terapia psicoanalítica breve son la clarificación,
la interpretación y la confrontación de los patrones de comportamiento inapropiados del
sujeto y de sus impulsos y conflictos, en torno a los tres ejes del llamado «triángulo del
insight» en el contexto interpersonal del sujeto (Messer y Warren, 2001): 1) las personas
más importantes en su vida actual; 2) la transferencia, o relación percibida con el
terapeuta, y 3) las relaciones de la infancia, especialmente con padres y hermanos.
El psicoanálisis, que fue la primera psicoterapia propiamente dicha, ha dejado su
huella en el ámbito de la intervención psicológica a través de conceptos como la
transferencia —uno de los descubrimientos más relevantes de Freud, en cuanto sugiere
la función terapéutica que suscita la propia relación terapeuta-paciente—, la resistencia
al cambio, y la interpretación a la luz de todo aquello que el individuo muestra en su
propia vida (Martorell, 1996; Pérez, 1998b).
Sin embargo, reiteradamente se han puesto de relieve los problemas que presenta el
modelo psicopatológico propuesto por el psicoanálisis.
En primer lugar, resulta muy difícil someter a comprobación empírica conceptos tales
como el «yo» y el «super yo», dado que son por definición constructos no observables ni
medibles en la realidad. Lo mismo puede afirmarse en relación con explicaciones tales
como el genérico «conflictos internos».
En segundo término, la explicación psicoanalítica es (como una y otra vez se ha
razonado) circular: se comienza por la definición de los constructos psicoanalíticos y el
análisis de las patologías (esto es, del comportamiento problemático, en este caso las
conductas delictivas), y posteriormente se procede a elaborar explicaciones etiológicas
de dichas patologías, las cuales se consideran retrospectivamente «confirmadas» por los
constructos definidos a priori. Es decir, el efecto que se pretende explicar se toma a su
vez como única prueba y demostración de la causa presumida (los conflictos
inconscientes).
En tercer lugar, la evidencia científica acumulada a lo largo de un siglo sobre la

58
propia teoría psicoanalítica y sobre el proceso terapéutico que se deriva de ella es muy
escasa, se ha circunscrito a muy pocos casos (los más referidos son los que estudió el
propio Freud), y suele carecer de las condiciones mínimas de evaluación exigibles por la
metodología científica (definición de variables —de tratamiento y de resultado—,
control experimental, muestras suficientes, diseños de evaluación, etcétera). Por todo
ello, la terapia psicoanalítica presenta graves dificultades de validez científica.
Valdés (2000) describió lacónicamente los avatares y el ocaso de la teoría
psicoanalítica en el campo de la salud: «(...) apareció el psicoanálisis, en un intento de
cambio de paradigma, pero su formulación oscurantista y su ineficacia para resolver
problemas acabaron por desplazarlo al ámbito de la cultura, que es un ámbito tolerante
donde deben tener cabida todas las ideas. Al margen de la insólita credulidad del mundo
intelectual en lo que respecta a las especulativas hipótesis de la teoría freudiana, el
psicoanálisis precisamente tuvo su oportunidad en el campo de la medicina
psicosomática —a la que en cierto modo bautizó—, y al cabo de dos décadas de
hipótesis muy imaginativas y de imposible comprobación, se fue sin dejar rastro» (p.
VI). Es verdad que, aunque no en el campo de la medicina psicosomática, el
psicoanálisis ha dejado rastro y todavía sigue teniendo acogida entre sectores
significativos de terapeutas, al menos en el contexto del ejercicio clínico privado,
especialmente en aquellos ámbitos territoriales de mayor influencia centroeuropea. Con
todo, es evidente que la influencia del psicoanálisis en el campo clínico lleva décadas en
claro retroceso, debido a las dificultades y problemas epistemológicos y metodológicos
señalados.
Freud dedicó escasa atención al análisis de la criminalidad, cuyo origen ubicó en la
culpa experimentada como resultado del complejo de Edipo: «En muchos delincuentes,
especialmente jóvenes, puede identificarse un poderoso sentido de culpa que existe antes
de su conducta delictiva, y que no es un resultado sino su motivo» (Freud, 1961, p. 52;
citado en Burkhead, 2007, p. 58). Alexander y Healy (1935) consideraron que el
comportamiento antisocial constituía un esfuerzo inconsciente del individuo para ser
castigado y aliviar así su culpabilidad.
August Aichhorn propuso desde el psicoanálisis una teoría de la «delincuencia
latente», según la cual la conducta delictiva sería uno de los posibles síntomas de
problemas en el desarrollo psicológico (Hollin, 2001), especialmente en términos de
conflictos de carácter neurótico o de fallos en el desarrollo del super-yo (Blackburn,
1994). Con anterioridad a la década de los setenta del pasado siglo, los tratamientos
llevados a cabo esporádicamente con delincuentes tuvieron una orientación
preferentemente psicodinámica (en coherencia con la mayor prevalencia entonces del
psicoanálisis); sin embargo, debido a la falta de evaluación sistemática y a los pocos
informes clínicos realizados, no pueden conocerse con precisión ni la magnitud real de
tales aplicaciones ni sus efectos (Knabb, Welsh y Graham-Howard, 2011).
Taylor (2015) describió una adaptación de los conceptos y terapia psicoanalítica para

59
el tratamiento, en un formato de comunidad terapéutica, de un grupo de delincuentes con
graves trastornos de personalidad condenados por delitos de parricidio del propio padre o
madre. Se requirió a los sujetos, para su admisión inicial al programa, un cierto grado de
motivación para el tratamiento y poseer cierta curiosidad acerca de los propios
pensamientos, sentimientos y conducta. La intervención se diseñó como un programa de
alta intensidad y exigencia, con una duración de 2-3 años. En su concepción como
comunidad terapéutica, se exigía a los participantes ser activos tanto en el propio
tratamiento como en el de los otros participantes, y en el funcionamiento diario de la
comunidad.
Los dos ingredientes principales de la intervención eran los siguientes (Taylor, 2015;
Taylor y Trout, 2013):

a) Las asambleas de comunidad, lideradas por un coordinador y un vicecoordinador


reelegidos periódicamente a partir de una serie de normas escritas acordadas por la
comunidad. En las asambleas se habla abiertamente de los delitos cometidos por
cada persona, con un cuestionamiento constante de pensamientos, emociones,
conductas defensivas, patrones de transferencia inconsciente, etcétera. También se
concibe a las figuras de autoridad en el grupo (residentes veteranos o
profesionales) como un medio de influencia favorable sobre el resto de
participantes.
b) Los grupos psicoterapéuticos reducidos, a partir de elementos de la psicoterapia
analítica grupal, en la que se considera el grupo como una compleja red
inconsciente de interacciones entre individuos, subgrupos y el grupo global. El
grupo aprende a comprender las actitudes y conductas de los restantes
participantes y sus significados inconscientes, que habrían llevado al desarrollo de
mecanismos de defensa y conductas disfuncionales, entre las que se encontraría el
propio comportamiento delictivo.

Estas intervenciones también son complementadas mediante un programa cognitivo-


conductual de nueve meses dirigido específicamente al tratamiento del abuso de
sustancias y la conducta violenta, así como con psicoterapia del arte y psicoterapia
individual. A la vez, se intenta desarrollar las capacidades y fortalezas de cada persona,
para lo que se considera fundamental el desempeño de un trabajo remunerado.
Este programa se ha evaluado a partir de observaciones clínicas efectuadas durante el
tratamiento, la implicación de los sujetos en el programa y la aplicación a los
participantes de diversos instrumentos de riesgo (en concreto el HCR-20, de Douglas et
al., 2013; y la Violence Risk Scale, de Wong y Gordon, 2006). En función de ello, se ha
considerado que esta intervención produce buenos resultados terapéuticos (Taylor,
2015), en términos de una reducción del riesgo de nuevas conductas violentas y de
mejora de diversos síntomas psicológicos (somatización, sensibilidad interpersonal,
ansiedad, depresión, hostilidad, etcétera).

60
En todo caso, las terapias psicoanalíticas son, como se ha comentado, muy poco
utilizadas actualmente en el campo del tratamiento de los delincuentes, y cuando se han
utilizado han logrado escasos resultados por lo que concierne a la reducción de la
reincidencia delictiva (Andrews y Bonta, 2016; Blackburn, 1994; Cooke y Philip, 2001;
Cullen y Gendreau, 2006). Como se describirá más adelante, desde los años setenta hasta
la actualidad los tratamientos de los delincuentes se han basado fundamentalmente en
principios conductuales y cognitivo-conductuales (Hollin, 2001; McGuire et al., 2008).

2.2. MODELOS HUMANÍSTICO-EXISTENCIALES

Los enfoques psicoterapéuticos englobados bajo la denominación humanístico-


existenciales son diversos, respondiendo combinadamente a la tradición teórica
humanística y a la tradición fenomenológico-existencial. No obstante, los diversos
enfoques comparten algunas características comunes (Andrews y Bonta, 2016; Barlow y
Durand, 2001; Carpintero, 2010; Feixas y Miró, 1993; Martorell, 1996; Pérez, 1998b;
Sharp y Bugental, 2001). Surgen en los años sesenta, aunque sus raíces conceptuales son
anteriores, teniendo antecedentes importantes en las obras de filósofos existencialistas
como Heidegger, Husserl, Ortega y Gasset, y Sartre. Ya en el campo de la psicología,
fueron autores influyentes en este enfoque, desde el lado del existencialismo, Rollo May
a partir de su divulgada obra Existente (publicada en 1958); y, desde la vertiente de la
psicología humanística, Gordon Allport, Abraham Maslow y especialmente Carl Rogers.
Incluyen principalmente las denominadas «psiquiatrías fenomenológicas» (Jaspers,
Binswanger), «psicoterapia existencial» (Binswanger, Villegas), «logoterapia» (Frankl),
«psicoterapia centrada en el cliente» (Rogers), el «movimiento humanista»,
«psicoterapia gestáltica», «análisis transaccional» (Berne), «psicodrama» (Moreno),
«psicoterapia experiencial» y «terapias corporales y energéticas» (Lowen) (Colegio
Oficial de Psicólogos, 1998).
Se sitúan en buena medida fuera de las tradiciones y ámbitos académicos más
consolidados, como pueden haber sido el psicoanálisis y el modelo conductual, contra
los cuales supusieron una cierta reacción. Entre sus conceptos nucleares se encuentran
los de «autorrealización» y «desarrollo personal», como búsqueda de sentido para el ser
humano, al que se considera movido por principios axiológicos (libertad, justicia,
etcétera), más allá de las motivaciones puramente materiales (Frankl, 1988). Existe una
concepción gestáltica del hombre, que integra emociones, pensamientos y conductas.
En términos terapéuticos, lo fenomenológico-existencial prioriza la vivencia
inmediata y su significado individual: «La expresión mínima de este planteamiento
vendría dada por la fórmula ser-en-el-mundo» (Pérez, 1998b, p. 27). Aunque la
diversidad de enfoques ha derivado en distintas aproximaciones terapéuticas específicas,
en conjunto realzan la confianza en el sujeto para resolver sus problemas y dirigir su
vida. En ello, la relación terapéutica juega un papel crucial.

61
Estos enfoques suelen ser, además, contrarios a las clasificaciones diagnósticas, por
considerarlas artificiales y devaluadoras de la individualidad de la persona. Su énfasis
terapéutico reside, por encima de todo, en el propio proceso de la terapia, más que en
una evaluación científica de los resultados. De este modo, han concedido la máxima
importancia a la relación terapéutica con el cliente. En este punto ha sido especialmente
relevante el acercamiento de Karl Rogers, desde el enfoque de la «terapia centrada en el
cliente». Como es conocido, Rogers (1987, 2011) dedicó especial atención a las
actitudes que debe mantener el terapeuta hacia el cliente participante en un tratamiento,
entre las que destacó: una consideración positiva e incondicional del paciente, una
relación empática y una congruencia comunicativa entre los distintos mensajes, verbales
y no verbales, que le transmite. Aquí, la relación terapéutica no se concibe como un
mero vehículo para la transmisión de otras técnicas, sino como el mecanismo esencial de
la propia terapia.
Los acercamientos humanístico-existenciales utilizan, además, una serie de recursos
técnicos para la terapia como los siguientes (Feixas y Miró, 1993; Sharp y Bugental,
2001): 1) atención al espacio terapéutico, de modo que no distraiga la atención del
sujeto; 2) enfoque hacia el aquí y ahora, es decir, hacia los pensamientos y sentimientos
que experimenta y preocupan al cliente en la actualidad, ya que nadie sabe tanto de su
problema como él mismo (Carpintero, 2010); 3) empleo de la fantasía, que permita que
afloren los elementos emocionales no conscientes, y 4) utilización de la dramatización y
la expresión corporal para representar los conflictos personales o interpersonales en que
se encuentra inmerso el individuo.
Las terapias humanístico-existenciales han tenido una relativa acogida entre los
psicólogos, y de algunas de ellas, como la psicoterapia de Rogers y el psicodrama de
Moreno, se han derivado aportaciones relevantes para el conjunto de las intervenciones
psicológicas, tales como el énfasis en la importancia de la relación terapéutica y la
utilización terapéutica del grupo. Sin embargo, estos enfoques muestran también
dificultades importantes para su análisis científico (Pérez, 1998b). Por definición, las
psicoterapias humanístico-existenciales se enfocan a los grandes valores personales y a
las dimensiones más elevadas de desarrollo individual y destino del ser humano. Pero
cuando una concepción terapéutica se adentra por esos territorios, el método científico
estándar comienza a tener menos cabida. Como señaló Kelly (1969), no basta con que la
humanidad sea descrita o ensalzada, sino que también necesita ser concretada.
En los años sesenta y setenta se llevaron a cabo diversas intervenciones con
delincuentes sobre la base de perspectivas humanistas, que priorizaban una buena alianza
terapéutica y una orientación al presente y al crecimiento personal de los sujetos, a través
de ejercicios de elección y responsabilidad individual (Blackburn, 1994). Ejemplo de
ello es la terapia de realidad de Glasser (1975), que se dirige a desarrollar la
responsabilidad de los sujetos en prisión, especialmente a partir de la planificación de la
búsqueda de empleo y de una previsión más ordenada de su vida para cuando salgan en

62
libertad. Glasser reemplazó el supuesto de «enfermedad mental» o «patología» de los
delincuentes (más propio del modelo psicoanalítico) por el de «irresponsabilidad»; su
terapia de realidad se dirigió precisamente a ayudar a los sujetos a convertirse en
personas más responsables a partir de favorecer su vinculación y compromiso personal,
rechazar sus conductas no realistas y enseñarles nuevos comportamientos responsables
(Garrido, 1993).
También se utilizó en múltiples prisiones norteamericanas, en los años sesenta y
setenta del siglo pasado, «análisis transaccional», aplicado en un formato grupal.
Mediante esta técnica se analizaban las «transacciones» de comportamientos antisociales
que efectuaban entre sí los sujetos de un grupo, con el objetivo de transformarlas en
interacciones más saludables (Nicholson, 1970).
Como se verá más adelante, la perspectiva terapéutica de rehabilitación de
delincuentes denominada modelo de vidas satisfactorias (Day, Casey, Ward, Howells y
Vess, 2010; Ward, 2002) tiene su origen en muchos de los planteamientos de las terapias
humanístico-existenciales a las que se acaba de hacer referencia.

2.3. MODELOS SISTÉMICOS

Los modelos sistémicos han puesto el énfasis terapéutico en el cambio de los patrones
de interacción personal, ya que se considera que la disfunción en dicha interacción se
hallaría en el origen de los trastornos y psicopatologías individuales. Su estrategia
preferente ha sido la terapia familiar, aunque más recientemente estos modelos se han
abierto a otras formas de terapia individual o de pareja. Su concepto nuclear es el
concepto de sistema.
En su origen confluyeron las teorías de distintos autores, desde Rogers hasta
Ackerman, Fromm y Sullivan. Sin embargo, su génesis directa correspondió al
antropólogo Gregory Bateson, del Veterans Administration Hospital de Palo Alto. Su
trabajo con esquizofrénicos le llevó a formular su teoría del doble vínculo, en la que
concibió la esquizofrenia como una «comunicación perturbada» del paciente con su
entorno inmediato, especialmente con su entorno familiar. Otros autores destacados en la
gestación de las perspectivas sistémicas fueron el británico Laing, quien también había
trabajado con esquizofrénicos en el Tavistock Clinic de Londres, y los italianos Selvini-
Palazzoli, Boscolo, Cecchin y Prata (grupo de Milán) y Andolfi y Cancrini (grupo de
Roma).
Más allá de sus diferencias y matices, existen diversos elementos sustanciales
compartidos por los modelos sistémicos (Feixas y Miró, 1993; Martorell, 1996; Pérez,
1998b). Adoptan la teoría general de sistemas, del biólogo austro-canadiense Ludwig
von Bertalanffy, como interpretación básica de las interacciones humanas. Esta famosa
teoría intentar identificar las bases comunes a los distintos sistemas biológicos y
sociales. Considera que para comprender el funcionamiento de un sistema determinado

63
resulta imprescindible analizar tanto el funcionamiento interno del sistema como sus
interacciones con otros sistemas fuera de él (Bertalanffy, 1993; Bothamley, 2002, p.
226). Desde esta perspectiva, la familia es conceptuada como un sistema abierto que
produce efectos y resultados sinérgicos, que trascienden la mera suma de los
comportamientos de sus miembros. Según ello, no es posible una incidencia terapéutica
sustancial sobre una persona concreta sin producir cambios notables en el sistema
familiar. En estas interacciones sistémicas el instrumento decisivo es la comunicación,
que se define a partir de una serie de principios (Feixas y Miró, 1993; Feixas y Saúl,
2005b):

— Es imposible no comunicar, lo que significa que toda conducta, y también su


ausencia, es comunicación.
— En toda comunicación hay que distinguir entre aspectos del contenido (nivel
digital) y aspectos relacionales (nivel analógico). En las interacciones humanas
ambos niveles comunicativos, el del contenido y el relacional, están siempre
presentes. La comunicación de contenidos permite superiores elaboraciones,
abstracciones y sutilezas (de ahí la metáfora de comunicación digital), ya que se
basa en los sofisticados códigos lingüísticos humanos. Sin embargo, se considera
que tiene una especial relevancia terapéutica la comunicación relacional, más
primitiva y basada en códigos no verbales o paraverbales (en similitud con la
comunicación analógica). Por ello, en el análisis sistémico es prioritaria la
definición que el sujeto hace de la relación, que lleva implícita la definición de sí
mismo.
— La incongruencia, en la interacción humana, entre los dos anteriores niveles de
comunicación da lugar a mensajes paradójicos, en la medida en que la
comunicación relacional y la de contenido no sean consistentes entre sí. Ello
conduce habitualmente a problemas de comprensión adecuada de los mensajes
comunicativos, comprensión que suele requerir que ambos sistemas confluyan.
— La definición de una interacción está condicionada por las puntuaciones que
introduce el participante. En este contexto, una «puntuación» es el modo que tiene
una persona de organizar los hechos. Diferentes puntuaciones, o modos distintos
en los que las personas organizan sus respectivos relatos, suelen conducir a
conflictos. Ello lleva al concepto de causalidad circular, que es concebida como la
sucesión continua de interacciones humanas recurrentes, sin principio ni fin (por
tanto, sin causas ni efectos). Sin embargo, cada sujeto puede interpretar dichas
interacciones imbuidas de causas o efectos, lo que sería el origen de muchos
problemas de relación.

Desde una perspectiva psicopatológica, los síntomas clínicos son considerados


expresiones no funcionales del sistema familiar. De ahí que la intervención sistémica
deba dirigirse a cambiar dichas disfunciones familiares. Por lo que se refiere al

64
tratamiento, existen muy diferentes perspectivas y aplicaciones concretas. Entre las más
conocidas se encuentra la terapia sistémica breve. Su propuesta fundamental sobre el
cambio terapéutico parte de la concepción de que, en general, «la solución es el
problema», lo que significa que la patología sintomática es a menudo el resultado de los
reiterados e inefectivos intentos de poner solución al conflicto comunicativo. Por ello, la
intervención va a dirigirse justamente a neutralizar los intentos de solución hasta ahora
arbitrados por algún miembro de la familia. Ello implica producir cambios no
meramente superficiales (cambios-1), sino estructurales (cambios-2). De este modo, las
intervenciones sistémicas no se orientan a modificar directamente los síntomas
conductuales expresados por el sujeto, sino a reorganizar los parámetros de los que
dichos síntomas son una expresión.
Como estrategias terapéuticas se han utilizado procedimientos como la reformulación
(del marco conceptual o emocional en el que tiene lugar el problema), y la utilización
(favorable o terapéutica) de la resistencia al cambio que suelen presentar muchos
individuos participantes en un tratamiento; para ello se llevan a cabo intervenciones
paradójicas, consistentes en prescribir al sujeto no la mejora terapéutica, sino su
contrario, el «no-cambio» y la perpetuación de sus síntomas, así como también las
técnicas denominadas de pautación escénica, reestructuración y reencuadre (Colegio
Oficial de Psicólogos, 1998). Se espera que todo ello actúe como revulsivo para la
remoción de las estructuras familiares. Además, se plantean diversas tareas para realizar
por parte de la familia, tales como la introducción de nuevos modos de reacción ante el
individuo tratado.
El enfoque sistémico, en sus diferentes variantes y concepciones, ha resultado
atractivo para muchos psicoterapeutas. Sin embargo, sus principales dificultades
metodológicas pueden deducirse fácilmente de la breve presentación que se acaba de
realizar. En síntesis, estas dificultades podrían cifrarse en haber definido un modelo
globalizador de las relaciones e interacciones humanas, que plantea graves problemas
metodológicos para su plasmación científica, su validación teórica y la evaluación
contrastable de sus resultados terapéuticos.
A principios de los años noventa, Henggeler y sus colaboradores (Henggeler y
Borduin, 1990) diseñaron y comenzaron a aplicar con delincuentes juveniles una técnica
denominada Terapia multisistémica. De las perspectivas sistémicas toma la propia
denominación y la idea nuclear de que, para producir cambios relevantes en la vida de
los jóvenes delincuentes, es imprescindible intervenir de modo coordinado en los
sistemas que más pueden incidir en sus vidas: la familia, la escuela y el grupo de amigos.
Sin embargo, la terapia multisistémica es por lo demás una terapia cognitivo-conductual
estándar, que utiliza técnicas de modelado, entrenamiento en habilidades sociales,
reforzamiento de conducta, reestructuración cognitiva, etcétera. La terapia
multisistémica es uno de los tratamientos con delincuentes juveniles que, de acuerdo con
las evaluaciones actuales, logra buenos resultados en la reducción del comportamiento

65
antisocial de los jóvenes, tanto a corto como a medio y largo plazo. Esta terapia se
comentará con más detalle en un capítulo posterior sobre el tratamiento de los
delincuentes juveniles.

2.4. MODELOS CONDUCTUAL-COGNITIVOS

Los principios del aprendizaje han sido ampliamente investigados a lo largo de todo
el siglo veinte, tanto en lo concerniente al condicionamiento clásico como al operante y
al vicario o social. Dicha investigación se ha concretado en un conjunto de principios y
leyes psicológicas acerca de los procesos mediante los cuales se aprenden y se
mantienen los comportamientos humanos. Desde los años cincuenta dichos principios
comenzaron a ser aplicados en la terapia psicológica para tratar distintos trastornos,
produciéndose paulatinamente un gran desarrollo de estrategias terapéuticas y campos de
intervención (Foreyt y Goodrick, 2001; Gacono et al., 2001; Labrador, 2016a; White,
2000). Las técnicas que dimanan del condicionamiento clásico (por ejemplo, la
exposición) y del condicionamiento operante (por ejemplo, el entrenamiento a padres en
control de contingencias) suelen ser conocidas como técnicas conductuales o terapia de
conducta «clásica».
A finales de la década de los sesenta aparecen nuevas perspectivas terapéuticas que
teorizan sobre la interdependencia existente entre el pensamiento, las emociones (por
ejemplo, la ansiedad, los estados depresivos...) y los comportamientos subsiguientes
(Aaron Beck, 2000). Estas ideas retoman una larga tradición cultural en occidente sobre
la capacidad del pensamiento y la razón humanos para «dirigir» la conducta y controlar
las emociones, desde los filósofos estoicos hasta Kant. Sin embargo, en el ámbito de la
psicología científica uno de los primeros psicólogos que se refirió a esta cuestión fue
Thorndike, quien ya en 1920 hizo mención a un modo de inteligencia que llamó
inteligencia social, y que definió como aquella habilidad que tienen las personas para
entender a otras personas y actuar diestramente en las relaciones humanas. Otros autores
que realzaron la importancia de las variables cognitivas fueron Homme, Osgood y
Tolman y Rotter (Tous, 1978, 1989). De este modo, a lo largo de décadas, y desde
diferentes perspectivas teóricas, la psicología fue paulatinamente explorando y
redescubriendo el papel terapéutico de los factores cognitivos para la regulación de las
emociones y el comportamiento humano.
En el desarrollo moderno de las terapias cognitivas jugaron un papel decisivo autores
como Ellis, Beck y el propio Bandura (Foreyt y Goodrick, 2001; Labrador, 2016b;
White, 2000). Ellis (1994) considera que las personas pueden reemplazar sus
pensamientos irracionales por otros más apropiados y realistas, y afrontar así sus
dificultades emocionales y de conducta. Por su parte, Beck (quien fue el autor más
decisivo hacia una orientación cognitiva de la terapia de conducta) valora que la persona
depresiva ha generado una serie de distorsiones o pensamientos negativos acerca de sí

66
mismo, del mundo en el que vive y sobre su futuro (Aaron Beck, 1967, 2000; Judith
Beck, 2000). Por ello, la terapia debe confrontar abiertamente tales cogniciones dañinas,
para que el sujeto pueda rechazarlas y reemplazarlas por modos más positivos de encarar
su propia vida. Asimismo, Bandura (1977) planteó en el marco de su modelo de
aprendizaje social (de enorme influencia en el campo de los tratamientos con
delincuentes) una serie de conceptos cognitivos, entre los que destacan el de aprendizaje
vicario, o adquisición cognitiva (previa a su ejecución fáctica) de nuevas habilidades a
partir de la observación de modelos de conducta, y el concepto de expectativa de
autoeficacia, o creencia del individuo de que será capaz de mejorar su comportamiento,
lo cual favorece el que realmente pueda conseguirlo.
Sobre estas y otras bases conceptuales y empíricas, en la actualidad se considera que
muchas disfunciones del comportamiento se originan y se mantienen debido a las
dificultades cognitivas y emocionales que manifiestan las personas. En consecuencia, un
objetivo fundamental de la intervención psicológica es entrenar y mejorar dichas
capacidades cognitivas y de control emocional, para que los individuos puedan, tal y
como propone el enfoque cognitivo-conductual, «dirigir» más eficazmente su propia
conducta. Así, este enfoque es la opción terapéutica más reconocida, y de la que se ha
derivado un mayor número de técnicas de tratamiento para múltiples trastornos
psicológicos (Gacono et al., 2001; Labrador, 2016a).
De acuerdo con una amplia revisión efectuada en la obra de Pérez et al. (2003a,
2003b, 2003c), las terapias psicológicas mejor establecidas, para un mínimo de dos tipos
de trastornos psicológicos, eran las siguientes y en este orden de prioridad: 1) las
«terapias cognitivo-conductuales», generalmente de carácter multicomponente (se
consideran bien establecidas en 17 grupos de trastornos); 2) la «modificación de
conducta», mediante procedimientos operantes (se considera bien establecida en 9
grupos de trastornos); 3) la «exposición en vivo» (bien establecida para 7 tipos de
trastornos); 4) la «desensibilización sistemática» (bien establecida para 4 trastornos); 5)
el «manejo de contingencias» (en 4 trastornos); 6) la «reestructuración cognitiva», según
el modelo clásico de Beck (en 3 trastornos); 7) la «terapia de afrontamiento» (en 3
trastornos); 8) la «relajación» (en 3 trastornos); 9) el «entrenamiento en habilidades
sociales» (en 2 trastornos); 10) el «reforzamiento comunitario» (en 2 trastornos); 11) la
«terapia de conducta clínica», que incluye el entrenamiento a padres y maestros en
manejo de contingencias de conducta (en 2 trastornos con niños); 12) el «modelado»,
tanto participante como simbólico (en 2 trastornos), y 13) la «saciación» (en 2
trastornos). Además, las siguientes técnicas están bien establecidas para al menos un tipo
de trastorno: «exposición en la imaginación», «terapias sexuales multimodales» y de tipo
Masters y Johnson (mediante entrenamiento en autoestimulación), terapia
«interpersonal», terapia «familiar», «psicoeducación», «biofeedback», «economía de
fichas», «contrato conductual», «intervención paradójica», «control de estímulos» y
«prevención de recaídas».

67
En el campo del tratamiento de los delincuentes, las intervenciones basadas en
modelos cognitivo-conductuales han mostrado una mayor eficacia en diversas medidas
evaluativas, lo que incluye también la reducción de la reincidencia delictiva (Gacono et
al., 2001; McGuire, 2013; McGuire et al., 2008; McMurran, 2001a; Redondo y Frerich,
2013, 2014; Ward y Eccleston, 2004; Zara y Farrington, 2016). Se basan en el principio
psicológico general según el cual los procesos cognitivos influyen sobre la conducta.
Así, se considera que si se modifican los pensamientos, las actitudes, los razonamientos
y las capacidades cognitivas de resolución de problemas interpersonales de los
delincuentes (lo que también implica mejorar su control emocional y enseñarles nuevas
habilidades y conductas), se hace más probable su comportamiento prosocial y una
reducción de la frecuencia y gravedad de sus actividades delictivas (Andrews y Bonta,
2003; Cooke y Philip, 2001; Cullen y Gendreau, 2006).

2.5. CAMBIO TERAPÉUTICO


«Mi amigo José me habló de que llevaba meses yendo a unas reuniones de grupo en las que le enseñaban a
pensar de otra manera sobre la vida que había llevado. Él era un tío duro que había zurrado a un montón de
gente en el barrio, por cualquier problema, especialmente cuando se empastillaba. Yo también había tenido
problemas con mucha gente, que me quería vacilar. Entonces yo me cabreaba un montón, y me iba a por él...
De todas formas, yo pensaba que no era para tanto. Todo el mundo se pelea, todo el mundo se empastilla y todo
el mundo puede tener problemas. Una vez fui con mi colega a una de aquellas reuniones, pero no volví, aquello
no iba conmigo. Yo no estaba loco ni me pasaba nada... Seguí metiéndome en broncas. Un día en una pelea con
una peña del barrio acabé quedándome solo y me dieron una paliza de muerte. Me pegaron puñetazos y patadas
por todos lados; me hicieron daño en la cabeza, me rompieron varias costillas y un brazo, y acabé con un
montón de magulladuras. Estuve ingresado una semana en el hospital y luego hecho polvo más de dos meses.
En el hospital me vino a ver mi amigo José, que estaba muy bien. Tenía un trabajo de transportista y estaba
estudiando contabilidad. Hablamos de él y de mí y de nuestros colegas de los años de golferías en el barrio.
Unos estaban en la cárcel y otros se habían buscado la vida, y estaban currando y contentos. Entonces empecé a
pensar que mi vida no era plan y que tenía que hacer alguna cosa.»

El «cambio terapéutico» hace referencia a aquel proceso de crecimiento y mejora


personal que podría tener lugar en un sujeto como resultado de su participación en un
tratamiento. Dicho proceso puede implicar variaciones en sus modos de pensar y en sus
actitudes, en sus reacciones emocionales y sentimientos hacia otras personas, o en sus
comportamientos y hábitos. Como resultado final de los cambios operados durante el
proceso terapéutico se espera que el sujeto tratado acabe resolviendo, o mejorando
sustancialmente, los problemas que le llevaron al tratamiento en cuestión.
Según Kupler (1991), los diversos momentos o fases que puede atravesar la reacción
de un sujeto a un tratamiento psicológico (como, por ejemplo, para los casos del
tratamiento de adictos a sustancias o del tratamiento de agresores sexuales) son los
siguientes:

1. Respuesta al tratamiento: implica una reducción del 50 por 100 de los déficits o
dificultades que el sujeto presentaba con anterioridad.

68
2. Remisión: completa desaparición de los problemas que anteriormente mostraba, y
vuelta del sujeto a su funcionamiento de vida normal.
3. Recuperación: mantenimiento de los beneficios del tratamiento (o remisión de los
problemas previos durante al menos 6 meses).
4. Recaída: resurgimiento de los problemas iniciales durante alguna de las fases
precedentes.
5. Recurrencia: la sintomatología problemática reaparece tras haberse logrado la
recuperación (es decir, una vez que el individuo llevaba más de 6 meses
«recuperado»).

Sin embargo, el proceso de cambio terapéutico no es generalmente de mejora lineal,


sino que un individuo puede avanzar y retroceder de unos estadios a otros a lo largo de
períodos de tiempo prolongados (Cherry, 2010). Piénsese, por ejemplo, en lo extensos y
contradictorios que pueden resultar los procesos de «dejar de fumar definitivamente»
desde que una persona parece tomar la decisión de abandonar el tabaco hasta que el «no
fumar» se consolida en su conducta.
En este epígrafe se prestará atención a tres aspectos especialmente relevantes en el
cambio terapéutico. El primero, el relativo a los factores psicoterapéuticos que podrían
ser los causantes de las mejoras producidas por el tratamiento. El segundo, el propio
proceso de cambio terapéutico y sus etapas principales y, por último, la importante
cuestión de la motivación de los delincuentes para cambiar.

2.5.1. Factores comunes a los diversos modelos terapéuticos

Ha habido distintos intentos científicos de identificación de aquellos principios


activos (Fernández Rodríguez, Amigo y Pérez, 1994), o factores impulsores del cambio
personal, que podrían ser comunes a los distintos modelos terapéuticos y podrían dar
cuenta de su posible eficacia. Entre estos intentos se encuentran la «hipótesis de la
desmoralización» de Frank (1982; Frank y Frank, 1993) y la «teoría de la autoeficacia»
de Bandura (1986).
La hipótesis de la desmoralización aduce que los sujetos que acuden a tratamiento
psicológico atraviesan un momento de sus vidas especialmente vulnerable, debido a su
desmoralización o desesperanza personal. En consonancia con esta hipótesis, los
tratamientos resultarían eficaces en la medida en que logran ayudar a los individuos a
remediar su desmoralización, con independencia de cuáles sean las técnicas de
tratamiento utilizadas.
La teoría de la autoeficacia de Bandura propone, por su parte, que el mayor logro que
pueden efectuar las distintas psicoterapias es el aumento de la expectativa de
autoeficacia del participante en ellas (Fernández Rodríguez et al., 1994). Bandura y sus
colaboradores han encontrado en distintos estudios una relación estrecha entre la

69
capacidad de las diversas técnicas para mejorar las expectativas de autoeficacia de los
sujetos y sus respectivas potencialidades terapéuticas (Bandura, 1977; Bandura y Adams,
1977).
Por otro lado, también se han elaborado listados de posibles «principios activos» que
podrían ser comunes a diversos tratamientos terapéuticos (Brady, Davidson, Lambert y
Bergin, 1994; Dewald et al., 1980; Frank, 1982; Kleinke, 1998; Korchin y Sands, 1987).
Labrador (1986) resumió, en relación con los primeros listados propuestos, una serie de
elementos o ingredientes activos, compartidos por diversas psicoterapias:

1. La mejora de las expectativas del individuo acerca de que la terapia puede


ayudarle a resolver su problema.
2. La propia interrelación terapéutica, en la medida en que las distintas psicoterapias
se consideran capaces de producir cambios positivos en los sujetos.
3. Todas las psicoterapias intentan favorecer en los participantes una nueva
perspectiva sobre sí mismos y sobre el mundo que les rodea, y disminuir sus
distorsiones cognitivas y valoraciones más negativas.
4. Aporte al individuo de nuevas experiencias, susceptibles de permitirle reconsiderar
y mejorar sus conductas, emociones y cogniciones.
5. Facilitación de contacto directo con la realidad, de modo que el sujeto pueda
contrastar sus previas percepciones más negativas y pueda ensayar nuevas
soluciones a sus problemas.

También Lambert y Bergin (1994) identifican tres tipos de elementos comunes a las
diversas psicoterapias: los factores de apoyo, como la reducción de la tensión del
individuo, el establecimiento de relaciones positivas y de confianza, y la alianza
terapéutica; los factores de aprendizaje, relacionados con la transmisión al sujeto de
nuevas expectativas y nuevos elementos cognitivos y emocionales, así como la mejora
de su motivación; y, por último, los factores de acción, o elementos prácticos de
regulación de la conducta, de desarrollo de nuevas habilidades y de puesta en práctica de
las mismas. Estos diversos factores aparecerían secuencialmente en el proceso de cambio
terapéutico, comenzando por los factores de apoyo, siguiendo por los de aprendizaje y
acabando por los de acción.
Por su parte, Kleinke (1998) enunció una serie de acciones que todo terapeuta suele
efectuar, con independencia de su perspectiva teórica: 1) ofrecer consejo a la persona
que acude a consulta; 2) ayudarla a ver su problema desde una nueva óptica y a tomar
conciencia de lo inapropiado de las estrategias de solución que ha utilizado hasta ahora;
3) ayudarla a mejorar su comprensión del problema y a utilizar estrategias de
afrontamiento más eficaces; 4) ofrecer al individuo seguridad, empatía y aceptación,
como punto de partida para que pueda cambiar; 5) favorecer en él expectativas positivas
de mejora; 6) darle la posibilidad de experimentar y expresar emociones; 7) influir
socialmente sobre el sujeto, y 8) promover, mediante las tareas asignadas para realizar

70
fuera de las sesiones terapéuticas, que practique nuevos comportamientos más eficientes.

2.5.2. Modelo transteórico de Prochaska y DiClemente

Prochaska y DiClemente efectuaron en la década de los ochenta una propuesta de


integración de los diversos modelos psicoterapéuticos, denominado «modelo
transteórico» (Casey, Day y Howells, 2005; Prochaska y DiClemente, 1992, 2005;
Prochaska, DiClemente y Norcross, 1992; Prochaska y Prochaska, 1993). En él estos
autores profundizan teórica y empíricamente en los procesos de cambio que tienen lugar
durante la psicoterapia y, en general, durante cualquier cambio o mejora de
comportamientos problemáticos (con o sin tratamiento) (Cherry, 2005; Prochaska y
DiClemente, 2005; Prochaska y Norcross, 2001), e identifican tres dimensiones de
análisis interrelacionadas:

1. Los estadios de cambio

Son los momentos o fases temporales por los cuales transcurre una persona a lo largo
del proceso terapéutico completo. Inicialmente los autores toman como base para el
análisis su investigación en el ámbito de la adicción al tabaco, y, posteriormente,
extrapolan estos desarrollos a un ámbito explicativo más general. Se identifican hasta
seis estadios de cambio:

1. Precontemplación, antes de que el sujeto constate el problema que tiene y desee


cambiarlo.
2. Contemplación, momento en el cual se hace consciente de sus dificultades y
comienza a plantearse su cambio.
3. Preparación para la acción, período en que ya ha decidido encarar abiertamente
su problema y ha llevado a cabo algún intento de mejora.
4. Acción, fase en la que el individuo ha comenzado el cambio de su propio
comportamiento y empieza a lograr algunos éxitos al respecto.
5. Mantenimiento, período durante el cual la persona ha logrado una estabilización
temporal —de un mínimo de 6 meses— de las mejoras logradas y utiliza algunas
estrategias para prevenir las recaídas y no reincidir en las dificultades previas.
6. Finalización, cuando el sujeto considera estabilizados sus logros y da por
concluido el proceso de resolución definitiva de su problema.

Según Prochaska y DiClemente, estos estadios no tienen por qué seguir una estricta
secuencia progresiva, sino que pueden producirse, y generalmente se producen, avances
y retrocesos de unos a otros. Es frecuente reducir estos seis estadios de cambio a los
cuatro más importantes (véase figura 2.1): 1) precontemplación, 2) contemplación, 3)
acción y 4) mantenimiento (Littell y Girvin, 2002).

71
Figura 2.1.—Estadios de cambio del modelo transteórico de Prochaska y DiClemente, a partir de la propuesta
simplificada de Little y Girvin (2002).

Para evaluar en qué estadio de cambio se halla un sujeto, uno de los instrumentos más
utilizados ha sido la Escala de estadios de cambio (SOCS) o URICA (University of
Rhode Island Change Assessment), integrada por 32 ítems (ponderados en una escala
Likert de 1 a 5 puntos), cada uno de los cuales puntúa en uno de los cuatro estadios de
cambio mencionados (precontemplación, contemplación, acción y mantenimiento)
(Littell y Girvin, 2002; puede hallarse también una versión en castellano de esta escala
en Redondo y Martínez-Catena, 2011) 1 .
Más recientemente se ha formulado una nueva escala de evaluación de los estadios de
cambio denominada Violence Risk Scale (VRS; Wong y Gordon, 2006), integrada por 26
ítems (6 correspondientes a factores de riesgo estáticos y 20 a factores de riesgo
dinámicos) que son puntuados en una escala de 0 a 3 puntos. Ello permite ponderar la
magnitud de la mejora global producida durante el tratamiento a partir del progreso de
cada individuo entre estadios de cambio. Mediante esta escala se ha constatado que los
sujetos que mejoran sus puntuaciones de cambio en la escala VRS también muestran
menor probabilidad de reincidencia futura (Lewis, Olver y Wong, 2013), a pesar de que
este resultado tan positivo no siempre se ha observado (Yersberg y Polaschek, 2014).

72
2. Los procesos de cambio

Son aquellos mecanismos considerados como los auténticos productores de las


mejoras terapéuticas, con independencia de las técnicas específicas utilizadas para
producirlos. Serían los siguientes (Prochaska et al., 1992; Rosen, 2000):

— Concienciación, o mejora de la información sobre el propio problema y sobre uno


mismo.
— Alivio por dramatización, o experimentación y expresión de sentimientos sobre
los problemas que no tiene y sus posibles soluciones.
— Reevaluación ambiental, o mejora del conocimiento sobre las interacciones de
influencia entre las dificultades que se experimentan y el entorno que a uno le
rodea.
— Autorreevaluación, o reconsideración de los propios sentimientos y pensamientos
acerca del problema que desea resolverse.
— Autoliberación, o compromiso para la acción y creencia en la propia capacidad
para mejorar.
— Liberación social, o generación de nuevas alternativas no problemáticas.
— Manejo de contingencias, que incluye el heterorreforzamiento y el
autorreforzamiento.
— Relaciones de ayuda, o mejora de la apertura y confianza en otros respecto de los
propios problemas.
— Contracondicionamiento, o reemplazamiento de la conducta problemática por
otras conductas alternativas no problemáticas.
— Control de estímulos, o identificación y prevención de los estímulos
discriminativos que promueven o elicitan los comportamientos problemáticos.

Prochaska y sus colaboradores consideran que habría una cierta correspondencia


lineal entre algunos de estos procesos de cambio y los diversos estadios temporales,
aludidos en el punto 1 de este modelo.

3. Los niveles de cambio

Se identifican cinco niveles de cambio jerárquicamente ordenados (Prochaska y


DiClemente, 1994, 2005): situacional, cognitivo, interpersonal, cambio en el sistema
familiar y cambio en los conflictos interpersonales. Aunque muy pocos tratamientos
atienden a todos estos niveles de cambio, idealmente se considera necesario que las
psicoterapias actúen sobre los diversos niveles, todos los cuales suelen estar
interrelacionados con el comportamiento problemático individual.

La mayor aportación de la propuesta de Prochaska y DiClemente ha sido su intento

73
de comprender y explicar mejor los procesos de cambio personal. Ello puede permitir
explorar qué técnicas o intervenciones terapéuticas pueden promoverlos, y en qué
momentos (en función de la evolución y disposición de los sujetos para el cambio y
mejora terapéutica). En tal sentido, la propuesta de Prochaska y DiClemente ha
planteado una interesante línea de trabajo tanto para la investigación como para la
práctica, que podría facilitar un mejor ajuste sujeto-tratamiento.
El modelo transteórico ha recibido durante los últimos años gran atención al respecto
de muy diversos trastornos psicológicos. En el campo del tratamiento de los
delincuentes, se han diseñado formatos específicos para la evaluación de los «estadios de
cambio» en agresores sexuales y en maltratadores.
Paralelamente, este modelo también ha sido objeto de análisis críticos, como el
efectuado por Littell y Girvin (2002) en relación con los estadios de cambio propuestos
por Prochaska y DiClemente:

1. De acuerdo con Littell y Girvin, la información empírica disponible no avala la


propuesta teórica de que existan estadios de cambio comunes a distintas
situaciones, conductas problema y poblaciones diversas.
2. Además, no hay estudios empíricos que prueben la progresión de los sujetos a lo
largo de la secuencia completa de estadios de cambio propuesta por el modelo.
3. El proceso de cambio exitoso puede variar en función de la naturaleza y
complejidad del problema de que se trate, de la comorbilidad con otros trastornos,
y de los factores estresores y de apoyo que puedan confluir en el caso.
4. El modelo de estadios de cambio ha conducido a un reduccionismo innecesario, en
base a un conjunto de categorías que no reflejan cualitativamente distintos
estadios. Probablemente, una alternativa teórica más parsimoniosa la constituye un
modelo continuo de disposición o preparación para el cambio.
5. Los estadios definidos por el modelo no son, de acuerdo con la investigación,
mutuamente excluyentes. Es decir, algunos sujetos puntúan (sobre todo en la
escala URICA) de modo semejante en diversos estadios. Pero en tal supuesto el
propio concepto de estadios de cambio dejaría de tener sentido (Sutton, 1996,
citado por Littell y Girvin, 2002).
En cualquier modelo de cambio terapéutico debería clarificarse con mucha
mayor precisión el significado que se confiere a la dimensión «preparación para el
cambio», ya que distintos autores han puesto el énfasis en diversos aspectos, tales
como la motivación, las intenciones, la disposición, la preparación, etcétera.
6. También es necesario distinguir entre lo que sería una disposición para cambiar
personalmente y la disposición para participar o no en un tratamiento. En este
punto la investigación ha sido confusa, incidiendo indistintamente en uno y otro
aspecto, sin delimitarlos.
7. En el modelo transteórico, el énfasis de la preparación para el cambio se pone en

74
los elementos de valoración cognitiva, sin considerar demasiado las dimensiones
emocionales del sujeto (depresión, ansiedad, miedo, etcétera), que, sin embargo,
podrían tener un peso destacado.
8. En ciertas ocasiones la preparación para el cambio y el cambio mismo pueden
acontecer de manera rápida y abrupta, como resultado de experiencias vitales
repentinas o traumáticas, más que como una progresión paulatina a través de
estadios.
9. La investigación futura debería considerar el influjo que pueden tener sobre los
cambios cognitivos y de comportamiento factores como la percepción por parte
del sujeto sobre la naturaleza y causas de su problema, su habilidad para controlar
el estrés, los estilos y habilidades del terapeuta, las posibles adicciones, etcétera.

Pese a todas estas dificultades, el modelo transteórico ha tenido durante los pasados
años un importante valor heurístico, estimulando múltiples investigaciones sobre cambio
terapéutico en variados trastornos y contextos, incluido el campo del tratamiento de los
delincuentes, y particularmente de los delincuentes sexuales y de los maltratadores
familiares (Nochajski y Stasiewiecz, 2005; Wells-Parker, Kenne, Spratke y Williams,
2000).
Por ejemplo, Redondo y Martínez-Catena (2011) analizaron, en una muestra de
delincuentes sexuales, la posible conexión entre la fase del tratamiento en que se
hallaban y su posición en términos de estadios de cambio del modelo de Prochaska y
DiClemente. Para ello evaluaron, mediante la escala de estadios de cambio (SOCS) a 76
delincuentes sexuales encarcelados, correspondientes a los tres grupos siguientes: un
grupo pretratamiento (N = 24), un grupo de tratamiento (N = 33) y un grupo de
seguimiento (N = 19). Los resultados mostraron una correspondencia relativa entre la
etapa de tratamiento en la que se encontraban los sujetos (menos o más avanzada) y los
estadios de cambio en que puntuaban más alto (menos o más elevados). En consonancia
con lo que resultaba esperable a partir del modelo transteórico, el grupo pretratamiento
destacó significativamente en el estadio precontemplación (es decir, de escasa
conciencia todavía sobre la necesidad de cambiar de conducta), y los grupos tratamiento
y seguimiento puntuaron en general más alto (aunque sin alcanzar diferencias
estadísticamente significativas) en estadios de cambio más elevados (contemplación,
acción, mantenimiento), que comportan mayor conciencia y disposición para cambiar.
Más recientemente, se ha planteado un modelo de disposición para el cambio
terapéutico que podría ser alternativo al clásico modelo de Prochaska y DiClemente. Tal
modelo, que incluye también un sistema de evaluación, describe la disposición para el
tratamiento a partir de ocho variables interrelacionadas (Day et al., 2010):

1. Reconocimiento del problema, o conciencia del individuo de que existen ciertos


factores criminógenos que han favorecido su comportamiento delictivo.
2. Beneficios del tratamiento, o conocimiento de las ventajas posibles, a corto y largo

75
plazo, que podrían derivarse de su participación en el tratamiento.
3. Interés del tratamiento, o identificación de valores internos y externos que tiene la
participación en el tratamiento, con la finalidad última del abandono de la
actividad delictiva.
4. Angustia experimentada por la participación en el tratamiento: así como ciertos
efectos negativos (ira, tensión...) pueden ser origen de determinados delitos, otras
emociones negativas (como la angustia y malestar experimentados por el propio
pasado) también podrían impulsar positivamente el cambio y mejora de la
conducta.
5. Objetivos del tratamiento, o identificación por el sujeto de finalidades y propósitos
terapéuticos realistas y viables (mejora de su formación, de sus habilidades, de sus
expectativas futuras, etcétera).
6. Comportamientos y disposiciones favorables del sujeto en previos tratamientos: es
decir, el grado en que ya ha mostrado buena disposición al cambio en otros
tratamientos anteriores es un indicador relevante de la disposición actual de un
individuo para participar positivamente en un tratamiento.
7. Consistencia motivacional o coherencia, en relación con su participación en el
tratamiento, entre lo que el sujeto dice y hace.
8. Apoyo para el tratamiento o valoración de los posibles vínculos y apoyos sociales
con los que contaría el sujeto después del tratamiento, incluyendo aquí el grado en
que personas significativas de su entorno pueden reconocer y reforzar socialmente
sus logros.

2.5.3. Motivación de los delincuentes para cambiar

El tratamiento de los delincuentes puede encontrarse con obstáculos importantes tanto


en los propios participantes como en el ambiente concreto de la terapia o en el contexto
social más amplio (Day et al., 2010).
Tal y como sugirieron Ward, Day, Howells y Birgden (2004), para que pueda
operarse un cambio permanente del comportamiento delictivo son imprescindibles
determinadas condiciones favorables, tanto internas como externas (Day et al., 2010).
Como puede verse en la figura 2.2, las condiciones internas incluyen elementos
cognitivos, afectivos, volitivos, de comportamiento y de disposición para efectuar
cambios en la propia identidad. Las condiciones externas incluyen aspectos físicos como
el lugar en el que se desarrollará la terapia, la posibilidad de participación en la misma y
los recursos materiales disponibles para su desarrollo, así como también elementos
sociales como los apoyos con los que cuenta el programa, o la preparación y el
entrenamiento de los terapeutas que lo aplicarán. Todas estas condiciones favorables se
vincularían al logro de los objetivos del tratamiento. Dicho logro incluye, en primer
lugar, la propia participación de los sujetos en el programa (asistencia, involucración

76
activa en el tratamiento, vínculo terapéutico y evitación del abandono del programa) y,
en segundo lugar, el rendimiento de los participantes en el tratamiento; es decir, la
mejora de sus habilidades y necesidades criminógenas, como facilitadores de su futuro
desistimiento delictivo.
El concepto de disposición para el cambio y mejora terapéutica fue inicialmente
introducido en relación con el tratamiento de los problemas de adicción a sustancias
(DeLeon y Jainchill, 1986), y después utilizado en un sentido terapéutico más amplio
(Serin, 1998; Serin y Kennedy, 1997). La disposición terapéutica hace referencia a la
presencia de características, estados y aptitudes, tanto del participante en un tratamiento
como de la propia situación terapéutica, susceptibles de facilitar la implicación en una
terapia y hacer más probable el cambio terapéutico (Day et al., 2010). Mossière y Serin
(2014) se han referido a la disposición para el cambio de un delincuente como el grado
en que este está motivado para seguir un programa, encuentra el tratamiento relevante y
con sentido, y tiene la capacidad para implicarse con éxito en su desarrollo.

FUENTE: elaboración propia a partir de Ward et al. (2004).


Figura 2.2.—Condiciones internas y externas que favorecen la disposición para el cambio de la conducta delictiva.

77
Day et al. (2010) han definido la motivación para el cambio terapéutico como el
grado en que alguien «desea participar en un tratamiento (...) y cambiar determinadas
conductas» (p. 10). Miller y Rollnick (2012) resumieron la cuestión de la motivación
para el cambio de esta manera: «preparado, dispuesto y capaz» de cambiar. Es decir, en
el contexto del tratamiento de los delincuentes, el concepto de motivación para el cambio
haría referencia a la decisión que muestra una persona que ha cometido previos delitos
para mejorar su comportamiento y su vida, y abandonar la delincuencia (Cherry, 2005;
Day et al., 2010; McMurran, 2009; Yesberg y Polaschek, 2014). Se ha debatido mucho
acerca de si para que los delincuentes mejoren su comportamiento deben presentar o no
una motivación de cambio «genuina», lo que implicaría la voluntad directa y firme de
modificar su vida y de desistir del delito. Lo mismo puede debatirse acerca de la
necesidad de una motivación previa para participar en un tratamiento que pueda resultar
eficaz (Day et al., 2010).
En principio, parece indudable que cuanto más sincera y firme sea la motivación de
un sujeto para participar en un programa de tratamiento, mejor funcionarán las cosas
(Parhar, Wormith, Derkzen y Beauregard, 2008). Sin embargo, muchos delincuentes que
comienzan a participar en un tratamiento no contarán, al menos inicialmente, con una
motivación genuina y sincera de cambio de conducta (Taylor, 2011). Para favorecer
dicha motivación, en el ámbito de los delincuentes sexuales Marshall y Moulden (2006)
propusieron aplicar preprogramas motivacionales orientados a disminuir la resistencia
inicial al reconocimiento del delito y al cambio que muestran muchos de ellos.
En el contexto de un centro de justicia juvenil o una prisión, los internados pueden
aceptar participar en un tratamiento para estar en compañía de sus amigos (que puedan
ya participar en el programa), para mejorar sus condiciones de vida, por recomendación
del terapeuta u otros miembros del personal, o debido al consejo de su propia familia.
Véase que, no siendo las razones precedentes motivos completamente genuinos de
cambio de la conducta delictiva, tampoco son motivos completamente ilegítimos y
repudiables. En realidad, se parecen bastante a las motivaciones variadas que suelen
llevarnos a todos a hacer muchas de las cosas que hacemos a lo largo de nuestra vida.
¿Qué lleva a las personas a inscribirse en un gimnasio e ir regularmente al mismo?: ¿solo
la motivación «genuina» de mejorar su salud mediante el deporte? ¿Qué hace que un
estudiante se matricule en una carrera universitaria, y, más en concreto, que lo haga en
una carrera específica?: ¿únicamente su «vocación genuina» por la ciencia y el
conocimiento, y por esa disciplina en particular? Probablemente las razones para hacer
unas y otras cosas son, en cada supuesto, menos exclusivas y esencialistas y mucho más
variadas y triviales, aunque no por ello tienen por qué ser menos legítimas y útiles.
Es decir, el hecho de que un delincuente participe inicialmente en un tratamiento por
razones diferentes a una voluntad sincera y firme de cambio y mejora, no significa que
no pueda beneficiarse de la educación y los entrenamientos recibidos en dicho
tratamiento. La experiencia indica que, poco a poco, la propia participación en el

78
tratamiento puede ir favoreciendo la aparición de una motivación de cambio cada vez
más auténtica. Ese es también uno de los grandes objetivos del tratamiento psicológico
de los delincuentes: ayudar a los participantes a «caer en la cuenta» de las
contradicciones existentes en su vida y a «descubrir caminos» para efectuar los ajustes y
mejoras necesarios. Así pues, en la intervención terapéutica con delincuentes la
motivación de cambio personal podría ser considerada no una precondición
indispensable, sino un objetivo inicial del propio tratamiento.
Por ejemplo, en un amplio estudio sobre una muestra de 1.100 sujetos, seleccionados
al azar de entre los 3.800 casos que cumplieron medidas de libertad condicional en
Inglaterra/Gales en el período 1990-1991, Gillis y Grant (1999) evaluaron la relación
entre grado de motivación de los delincuentes para el tratamiento y éxito de la medida de
liberación condicional. Se evaluó la motivación de los sujetos y, en función de ello, se
los clasificó en tres grupos: 1) genuinamente motivados para el tratamiento, 2) con
motivación favorecida por los terapeutas (aunque inicialmente no motivados), y 3) no
motivados. Por razones metodológicas, se controló la variable nivel de riesgo de los
sujetos para balancearla en los tres grupos establecidos. Se efectuó un seguimiento
promedio de unos tres años. Del grupo de sujetos motivados para el tratamiento, el 83
por 100 finalizó exitosamente el período de seguimiento (sin cometer un nuevo delito ni
fallar en sus obligaciones laborales y de conducta); del grupo con motivación favorecida,
un 78 por 100 acabó de forma exitosa el seguimiento; finalmente, del grupo no
motivado, un 42 por 100 tuvo éxito, mientras que un 58 por 100 fracasó. Como puede
verse, aunque el grupo de motivación genuina tuvo la tasa de éxito más elevada, presentó
una eficacia muy parecida el grupo de sujetos con motivación favorecida por los
terapeutas (pese a no contar con ella inicialmente).
En cambio, en un metaanálisis desarrollado por Parhar et al. (2008) sobre 129
programas de tratamiento del delincuentes, se comparó la efectividad de los tratamientos
con participación voluntaria con los tratamientos con participación obligatoria. Se halló
que los tratamientos obligatorios resultaron en general inefectivos, especialmente en
contextos institucionales, mientras que los programas voluntarios produjeron mejoras
significativas con independencia de los contextos de aplicación.
Por lo anterior, la motivación de los sujetos debería ser favorecida en la mayor
medida posible durante el tratamiento, ya que una mayor motivación parece favorecer
también una mayor eficacia terapéutica. Para ello se ha mostrado particularmente útil la
«entrevista motivacional», desarrollada por Miller y Rollnick (1991, 2002; McMurran,
2009). Asimismo, McNeil (2003) analizó la cuestión de la motivación para el
desistimiento del delito y señaló tres tipos de factores que interaccionarían entre ellos
para fortalecerla o dificultarla:

1. La edad y el nivel de maduración de los sujetos. Aunque, como es obvio, la edad


biológica no puede ser afectada por un programa, sí que los tratamientos pueden

79
influir sobre una mayor conciencia de problema y una mayor madurez de los
individuos, y posibilitar en ellos nuevas habilidades y rutinas más prudentes y
prosociales.
2. Las transiciones vitales y los vínculos sociales. Las «transiciones» vitales hacen
referencia a aquellas variaciones de etapa y de roles sociales en la vida de las
personas, tales como un cambio de colegio, de ciudad, comenzar una relación de
pareja, ser padre, acceder a un trabajo o, también, el hecho traumático de haber
sido víctima de un delito grave (Howell, 2009). Las transiciones vitales suelen ser
momentos proclives para efectuar cambios de conducta significativos y, en
consecuencia, pueden ser aprovechadas para ayudar al sujeto a replantearse
aspectos importantes de su vida pasada, así como para favorecer en él vínculos
sociales positivos, mejoras educativas, familiares, laborales, etcétera.
3. Las narrativas subjetivas, las actitudes y la motivación. Diversas investigaciones
cualitativas han puesto de relieve que la probabilidad de desistimiento del delito
suele asociarse a un incremento del interés y preocupación por otras personas
(pareja, hijos, compañeros y amigos) y a una mayor consideración del propio
futuro.

Según Miller y Rollnick (2012), cinco principios clave que pueden favorecer la
motivación terapéutica de los participantes en un tratamiento son los siguientes:

1. Expresar a los sujetos empatía.


2. Desarrollar su percepción de las propias inconsistencias vitales (entre su conducta
presente y sus objetivos y aspiraciones a largo plazo).
3. Evitar la polémica y discusión con los sujetos (ya que esta aumenta su resistencia
al cambio).
4. Trabajar específicamente sobre su resistencia a cambiar su comportamiento.
5. Apoyar su percepción de autoeficacia.

También consideran que las cinco habilidades terapéuticas imprescindibles para


desarrollar un buen trabajo motivacional incluyen las siguientes (Miller y Rollnick,
2012):

1. Fortalecer la conducta de los sujetos, reforzándolos por la realización de aquello


que se espera de ellos (y evitando el castigo de sus errores y resistencias).
2. Habilidades de escucha.
3. Formularles preguntas abiertas, que les permitan ir descubriendo diversas
posibilidades de mejora personal.
4. Resumir reflexivamente lo expresado por cada sujeto.
5. Apoyar las expresiones de cambio y de automotivación de cada sujeto para
transformar su realidad presente.

80
También se han formulado diversas teorías sobre motivación y cambio terapéutico
(Redondo y Martínez-Catena, 2011): el modelo de creencias sobre la salud, según el
cual un sujeto decide resolver, cuando se percibe vulnerable, un problema, lo que le
comportará beneficios personales significativos (Becker, 1974; Glanz, Rimer y
Viswanath, 2008; Rosenstock, 1974); la teoría de la motivación hacia la protección,
según la cual el cambio se ve favorecido en la medida en que el individuo percibe su
problema como una amenaza (Orbell et al., 2009; Plotnikoff et al., 2010; Rogers, 1975);
la teoría de la autoeficacia percibida, que relaciona la capacidad de autoexploración de
las personas (en términos de creencias, emociones y expectativas) con su disposición
para cambiar sus formas de pensar y comportarse (Bandura, 1977; Schunk y Pajares,
2009); y la teoría de la acción razonada, que asocia el propio cambio de comportamiento
tanto a las autovaloraciones de la propia conducta como a las valoraciones que otras
personas hacen de ella (Ajzen y Fishbein, 1980; Mullan y Westwood, 2010; Natan, Beyil
y Neta, 2009).

2.6. RELACIÓN TERAPÉUTICA

La relación terapéutica hace referencia al marco relacional de contactos e


interacciones periódicas entre un terapeuta y un sujeto o grupo de sujetos, en el que se
llevan a cabo las actividades de un tratamiento. Lambert y Bergin (1994) estimaron que
al menos un 25 por 100 de la mejora producida por un tratamiento es atribuible a la
influencia de variables del proceso de aplicación del tratamiento (lo que incluye la
relación terapéutica, el estilo relacional del terapeuta, etcétera). Se considera que son
elementos clave de la relación terapéutica las propias características del participante y las
habilidades del terapeuta, tanto personales como técnicas (Judith Beck, 2000; Buela-
Casal, Sierra, López y Rodríguez, 2001; Goldstein, 2001; Ruiz, 1998; Saldaña, 2016;
White, 2000). En el tratamiento de los delincuentes, la existencia de una buena relación
terapéutica es particularmente necesaria (en todo tratamiento lo es) debido a las
especiales características de este ámbito, en el que suelen confluir muchos elementos
punitivos, desconfianza inicial hacia el tratamiento y los terapeutas, etcétera (Marshall y
Serran, 2004; Ward y Brown, 2004).

2.6.1. Infractores participantes en un tratamiento2

En la situación terapéutica más habitual, correspondiente al ámbito de la psicología


clínica, el paciente o cliente suele ser aquella persona que sufre algún trastorno o
patología (una depresión, una fobia, un problema de relación de pareja, una adicción,
etcétera) y que pide ayuda profesional a un terapeuta (Goldstein, 2001). Sin embargo,
esta no es la única posibilidad. En primer lugar, el usuario de una consulta o tratamiento
terapéutico puede ser no una persona aislada, sino un conjunto de personas,

81
generalmente una pareja, una familia o un grupo de individuos. Ejemplos de ello podrían
ser la intervención mediante un programa de habilidades sociales con los diversos
miembros de una familia, o el trabajo terapéutico con un grupo de jugadores patológicos.
La segunda dificultad para la concreción del usuario de un tratamiento puede residir
en que el sujeto que muestra un comportamiento problemático (sujeto identificado:
Feixas y Miró, 1993) no sea el mismo sujeto que solicita la intervención psicoterapéutica
(sujeto demandante). Ejemplos de ello son las siguientes situaciones: el joven condenado
a una medida educativa en la que el juez le exige realizar un tratamiento para su adicción
a las drogas, el maltratador familiar que acude a tratamiento psicoterapéutico no de
forma voluntaria y genuina sino debido a las presiones de su propia pareja (Echeburúa y
De Corral, 1998) o el delincuente sexual condenado por violación, al que el tribunal
exige participar en un programa de tratamiento en prisión como condición necesaria para
concederle la libertad condicional.
Se ha argumentado ampliamente la conveniencia de que los participantes en una
terapia psicológica tengan una «motivación genuina y sincera» de cambio y mejora
personal. Sin embargo, en el campo de la delincuencia la motivación genuina puede
constituir, como ya se ha comentado, más la excepción que la regla. Por lo común, no
forma parte la experiencia de los terapeutas que trabajan con delincuentes el que estos
acudan a ellos urgidos por la necesidad de tratamiento. La vivencia más común es la
contraria: que la necesidad de tratamiento deba ser razonada y recomendada a aquellas
personas a quienes determinado tratamiento podría serles conveniente, y, como resultado
de ello, que muchos de estos sujetos se animen inicialmente a probar su participación en
dicho tratamiento, teniendo los terapeutas la expectativa de que la motivación y
participación activa en el tratamiento se acabarán consolidando. De hecho, eso es lo que
suele ocurrir, pues incluso con sujetos inicialmente poco motivados puede lograrse un
cambio paulatino de actitud favorable a su participación activa en un tratamiento
terapéutico (Day, Tucker y Howells, 2004).
Hagamos también una referencia a la necesidad de separar convenientemente el
reproche social y penal que han merecido los delitos cometidos por los individuos y su
presente estatus como participantes en un tratamiento. Un tratamiento terapéutico es, por
definición, una intervención educativa, de ayuda personal y de apoyo social, y por ello
no debería contener ningún elemento aversivo o de compensación o revancha por los
delitos previamente cometidos, a la vez que requiere confiar en las posibilidades de
cambio y mejora de los participantes (Ward y Brown, 2005). Como ha comentado
Margalit (1996) «(...) hasta los peores delincuentes merecen el respeto humano básico
hacia la posibilidad de que puedan reevaluar radicalmente su vida pasada y, si cuentan
con las oportunidades necesarias, puedan vivir el resto de su vida de manera respetable»
(p. 70).

2.6.2. El terapeuta que trabaja con delincuentes

82
«En Utopía consideran que el hombre que consuela y alivia a los demás debe ser enaltecido en nombre de la
Humanidad... Nada hay tan humano, no existe virtud más propia del hombre que mitigar los males de nuestros
semejantes.»

TOMÁS MORO, Utopía, 1516.

Las primeras condiciones de un buen terapeuta son, en general, haber recibido la


formación y el entrenamiento adecuados, y contar con la autorización requerida para el
ejercicio profesional. Sin embargo, la calidad técnica de un tratamiento y su efectividad
van a depender en gran medida de las capacidades del propio terapeuta (Buela-Casal et
al., 2001; Goldstein, 2001; Kozar y Day, 2012; Ward y Brown, 2004). De ahí la
necesidad de definir qué características y capacidades personales son las más
recomendables para que el terapeuta pueda liderar el conjunto de acciones exigidas por
el tratamiento (entrevistas, evaluación, motivación del sujeto, aplicación de técnicas
terapéuticas, seguimiento, etcétera) y lograr el mayor éxito posible en la resolución de
los problemas del individuo.
Se han diferenciado dos grupos de habilidades del terapeuta, las personales y las
técnicas. Muchas de ellas pueden aprenderse y entrenarse mediante la adecuada
supervisión y la experiencia (Abracen y Looman, 2015; Ruiz, 1998; Ruiz y Villalobos,
1994).

2.6.2.1. Características personales

Las características y habilidades personales hacen referencia a todas aquellas


condiciones del terapeuta que son útiles y facilitan el establecimiento de una buena
relación terapéutica (Judith Beck, 2000; Echeburúa, 1998): su equilibrio emocional,
sentido común, ganas genuinas de ayudar y flexibilidad. Además, tradicionalmente se
han destacado también algunas actitudes personales favorables como (Rogers, 1951):
aceptación positiva de los clientes, lo que implica la capacidad para la cordialidad y
calidez en la interacción (Ruiz, 1998); autenticidad y congruencia, que facilitan un clima
de confianza y seguridad (Cormier y Cormier, 1994); empatía, o habilidad para ponerse
en el lugar del individuo y comprender su problema y sus emociones, algo que el sujeto
puede fácilmente detectar, y facilitar o dificultar su apertura y motivación (Kleinke,
1998). Asimismo, se han enfatizado como destrezas necesarias del terapeuta las
siguientes (Buela-Casal et al., 2001; Goldstein, 2001): ser activo y directivo para pautar
la terapia, ser asertivo (lo que, en definitiva, hace referencia a la autenticidad de la
relación), ser capaz del manejo técnico de instrumentos de evaluación, capacidad para
motivar al sujeto, control emocional propio, capacidad de comunicación y habilidad
para elaborar los informes clínicos que le sean requeridos.
Paralelamente, se han señalado una serie de factores entorpecedores de la relación
terapéutica (Guy, 1987; Kanfer y Schefft, 1988), como el voyeurismo (o curiosidad

83
morbosa por la vida de los sujetos en terapia), el deseo de poder sobre los individuos y la
búsqueda de autoterapia. En términos también negativos, Kleinke (1998) consignó una
serie de errores graves que pueden cometerse en la interacción con el sujeto: hacer cosas
cuyo único objetivo sea obtener el aprecio del participante en la terapia, intelectualizar la
relación, ironizar sobre el sujeto y sus problemas o divagar al respecto, preguntar en
exceso y acelerar indebidamente el proceso terapéutico. Además, se han constatado,
como posibles factores inhibidores de la comunicación terapeuta-sujeto tratado, el que
aparezcan objetivos contradictorios en la terapia; estados emocionales que perturben la
relación; inconsistencia y vaguedad en los mensajes o ignorancia de mensajes
importantes de la persona, y consejo prematuro o de «respuesta para todo» sobre
cuestiones no solicitadas (Buela-Casal et al., 2001).
Para el logro de una mejor alianza terapéutica, se ha realzado la importancia que tiene
el que los terapeutas muestren unas claras actitudes positivas hacia los delincuentes
participantes en un programa (Kozar y Day, 2012; Tellier y Serin, 2001), que se han
concretado en los siguientes aspectos (Ward y Brown, 2004):

— Que no los juzguen y les muestren su respeto.


— Que los consideren, como al resto de los seres humanos, capaces de «hacer el
mal» pero también de «hacer el bien».
— Que les ofrezcan aceptación y les transmitan la posibilidad de «olvido», que
constituye un elemento imprescindible en el proceso de cambio de
comportamiento (se volverá ampliamente sobre ello en un capítulo posterior).
— Que los terapeutas muestren autenticidad, o credibilidad en la persona que uno es,
en que va a realizar su trabajo adecuadamente, en que tiene un deseo genuino de
ayudar, y en la sinceridad de su comunicación con los participantes.

Marshall y Serran (2004; Marshall et al., 2002) revisaron y evaluaron la influencia de


las características de los terapeutas que trabajan con delincuentes. Sus conclusiones
principales indican que para mejorar la eficacia de los programas resultan claves los
siguientes elementos:

— La facilitación de la cohesión grupal y de la autoestima.


— Un estilo terapéutico flexible.
— La calidad de la relación terapeuta-participantes, favorecida por un estilo de
trabajo colaborativo.
— La promoción de la expresión emocional por parte de los sujetos.
— El ofrecimiento de apoyo a los mismos.

Por ejemplo, en un estudio dirigido por Marshall sobre los tratamientos con
delincuentes sexuales en las prisiones británicas, se sometieron a comprobación
veintisiete posibles características de comportamiento de los terapeutas, y a continuación

84
se correlacionaron con la magnitud de los efectos del tratamiento (Marshall et al., 2003).
Los cuatro tipos de conducta que mostraron una asociación más estrecha con la eficacia
fueron: las manifestaciones de empatía, de cordialidad, de recompensa y de directividad
(con correlaciones de entre r = 0,32 y r = 0,74). Por el contrario, los comportamientos de
confrontación agresiva de los terapeutas mostraron una correlación negativa con la
efectividad del tratamiento (r = –0,31).

2.6.2.2. Competencias técnicas

Las principales habilidades técnicas requeridas por los terapeutas son las siguientes
(Goldstein, 2001; Linehan, 1980; Ruiz, 1998; Sulzer-Azaroff, Thaw y Thomas, 1975):
habilidades metodológicas, en relación con su preparación teórica y metodológica;
habilidades motoras o de acción, necesarias para realizar entrevistas (preguntar,
sintetizar información, iniciar/finalizar la entrevista), para devolver información al sujeto
o persuadirle de determinadas acciones, para negociar, habilidades de asertividad,
etcétera; habilidades de comunicación, tanto en su vertiente de escucha (para identificar
los problemas, poder clarificar situaciones, reflejar sentimientos, etcétera) como de
acción (efectuar preguntas, dar información al sujeto, explicarle lo que sucede, etcétera)
(Ruiz, 1998); y, por último, habilidades administrativas y científicas, necesarias para la
realización de registros, informes clínicos o informes científicos.
Se ha de insistir en que la competencia profesional es el primer y necesario requisito
exigible a un buen terapeuta. Para su logro son imprescindibles la formación teórica
adecuada, el entrenamiento y la supervisión oportunos y, finalmente, la experiencia
profesional (Buela-Casal et al., 2001). Un terapeuta bien formado y competente deberá
ser capaz de enfrentarse, en cada caso, a dos cuestiones fundamentales (Feixas y Miró,
1993): 1) la formulación de hipótesis explicativas acerca del problema que se le plantea,
y 2) la adopción de acciones sucesivas conducentes a la solución o mejoría del problema.
Entre los contenidos principales de la formación específica que deberían recibir los
profesionales (como los psicólogos) que trabajan en el tratamiento de los delincuentes,
están tanto conocimientos clínicos generales como elementos concretos de psicología
criminal (Magaleta, Patry, Dietz y Ax, 2007). Además, la selección de estos
profesionales debería tomar en cuenta sus actitudes y moralidad, conocimiento,
motivación, equilibrio y experiencia, además de aspectos como su tolerancia, calidez y
empatía para establecer una buena relación con los sujetos (Cooke, 1989, 1997; Cooke y
Philip, 2001; McDougall, 1996; Tellier y Serin, 2001). El estilo de trabajo de los
terapeutas recomendado en este contexto es de «firmeza pero coherencia» (Harris y Rice,
1997).

2.6.3. El proceso terapéutico

85
La expresión «proceso terapéutico» puede tener dos acepciones distintas pero
interrelacionadas: una, más procedimental, concerniente a la cadencia de
acontecimientos (entrevistas iniciales, evaluación, visitas periódicas, tareas del sujeto,
autorregistros de conducta y finalización de la terapia) que tienen lugar durante la
intervención terapéutica; otra, sustantiva y profunda, referida al conjunto de operaciones
psicológicas y cambios de comportamiento que se van operando en un sujeto como
resultado de las diversas acciones terapéuticas. En este último caso proceso terapéutico
y cambio terapéutico vendrían a ser equivalentes.
En relación con el proceso terapéutico como conjunto de actuaciones del tratamiento,
se ha señalado la necesidad de prepararlo y desarrollarlo atendiendo a aspectos como los
siguientes (Feixas y Miró, 1993):

— Se trata de una relación profesional (es decir, entre una persona o grupo de
personas que necesitan ayuda y un terapeuta que acepta el reto profesional de
ayudarlas), y en ningún caso de una relación personal o de amistad.
— Es una relación asimétrica que se centra en las necesidades de los sujetos tratados.
— Requiere al inicio un encuadre terapéutico que defina aspectos operativos, tales
como los honorarios (si los hubiere) del terapeuta, la duración y periodicidad de
las sesiones, los compromisos y obligaciones que asumen terapeuta y participantes
en el tratamiento, etcétera.
— Comporta una alianza terapéutica (Bordin, 1979) que abarca tres elementos: 1) un
vínculo emocional y de colaboración entre sujetos y terapeuta; 2) un cierto acuerdo
sobre los objetivos de la terapia, de modo que ambas partes dirijan sus esfuerzos al
mismo fin, y 3) concierto y compromiso en relación con las tareas que serán
necesarias para conseguir los objetivos terapéuticos.

Por lo que se refiere a la acepción sustantiva de la expresión proceso terapéutico


como equivalente a cambio terapéutico, es de suma importancia conocer la secuencia de
la evolución seguida por los individuos. Algunos estudios (Howard, Kopta, Krause y
Orlinsk, 1986; Lambert y Bergin, 1994) pusieron de relieve que la mejoría de los sujetos
suelen seguir una secuencia no lineal, en la que pueden distinguirse dos períodos
principales: un período de mejoría claramente ascendente hasta la sesión número 26; y
un largo período posterior de estabilización, con escaso incremento de la mejoría hasta
pasada la sesión número 100 (Labrador et al., 2000).
Otro aspecto de gran importancia teórica y aplicada es la interacción constante que se
observa entre los diversos sistemas de respuesta del individuo (motor, emocional y
cognitivo). A pesar de ello, sigue habiendo un gran desconocimiento sobre los
mecanismos específicos que rigen tal interacción. Los seres humanos somos sistemas
dinámicos en los que, en efecto, interactúan múltiples factores y mecanismos tanto
internos como externos: las terapias conductuales promueven cambios ambientales que
inciden directamente en el comportamiento de los sujetos, las terapias experienciales

86
tienden a inducir cambios en sus sistemas emocionales, y las cognitivas operan
preferentemente sobre aspectos de su pensamiento. Sin embargo, es una observación
clínica frecuente que cada uno de estos tipos de técnicas, pese a focalizarse en un único
sistema de respuesta, suele inducir «milagrosamente» cambios y mejoras terapéuticas en
los restantes sistemas de respuesta que no han sido directamente abordados. Según han
comentado Borkovec y Miranda (1996), «en este contexto, “milagrosamente” significa
que, aunque podemos observar que desde un punto de vista terapéutico un sistema suele
promover cambios en los otros sistemas, no logramos comprender los mecanismos de tal
interacción» (p. 16).

RESUMEN

Se han planteado diversos modelos psicológicos sobre el comportamiento humano


que tienen implicaciones terapéuticas. El modelo psicodinámico, que parte de la teoría
psicoanalítica de Freud, considera que la conducta delictiva es un síntoma manifiesto de
ciertos conflictos subyacentes. En concreto, Aichhorn propuso una teoría de la
«delincuencia latente», según la cual el comportamiento delictivo dimanaría de
conflictos de carácter neurótico o de fallos en el desarrollo del super-yo. Las terapias
psicodinámicas tienen como objetivo dichos conflictos. Actualmente, estas terapias son
muy poco utilizadas en el tratamiento de los delincuentes.
Los modelos humanístico-existenciales responden doblemente a la tradición
humanística y a la fenomenológico-existencial. A partir de los conceptos nucleares de
«desarrollo personal» y «autorrealización», realzan la confianza en el sujeto para
resolver sus problemas y dirigir su propia vida. Enfatizan el propio proceso de la terapia
y la relación terapéutica como bases de la mejora personal. En los años sesenta y setenta
se concibieron algunas terapias basadas en estos modelos. La más conocida fue la
terapia de realidad de Glasser, que reemplazó el supuesto de «enfermedad mental» por
el de «irresponsabilidad» de los delincuentes. Su objetivo terapéutico principal fue
desarrollar la responsabilidad de los delincuentes, a partir de la planificación de la
búsqueda de empleo y de una previsión más ordenada de su vida.
Los modelos sistémicos utilizan como concepto nuclear el de sistema y como
estrategia preferente la terapia familiar. Su punto de arranque fue la teoría del doble
vínculo de Bateson, que concibe la patología como una «comunicación perturbada» del
sujeto con su entorno. La familia se conceptúa como un sistema abierto que produce
efectos sinérgicos, de modo que se considera imprescindible efectuar cambios profundos
en el sistema familiar como condición para producir mejorías terapéuticas en los
individuos. Entre sus estrategias terapéuticas principales se encuentran la reformulación
(del marco conceptual o emocional del problema) y las intervenciones paradójicas
(«prescribiendo» al sujeto el no-cambio; lo que, en base al proceso de resistencia, podría
facilitar que propenda a lo contrario, es decir, al cambio, que es lo que se pretende). Las

87
terapias sistémicas puras han sido poco empleadas con delincuentes. Sin embargo, una
terapia actual con delincuentes juveniles, denominada «terapia multi-sistémica», ha
tomado de este modelo la idea de que es imprescindible intervenir de modo coordinado
en todos los sistemas que más pueden incidir en la vida de los sujetos: la familia, la
escuela y el grupo de amigos. Por lo demás, la terapia multi-sistémica utiliza técnicas
cognitivo-conductuales estándar.
Los modelos cognitivo-conductuales consideran que el comportamiento delictivo es
el resultado de múltiples factores y, específicamente, de diversos déficits y carencias en
habilidades, cogniciones y emociones. Así, la finalidad del tratamiento es entrenar a los
sujetos en todas estas competencias, que son imprescindibles para la vida social. Se trata
de las terapias más aplicadas internacionalmente con los delincuentes y que logran
mayor eficacia en la reducción de su riesgo delictivo. Por ello esta obra presentará
múltiples técnicas que se encuadran en el modelo cognitivo-conductual.
Tres elementos nucleares del tratamiento de los delincuentes son los de cambio
terapéutico, motivación y relación terapéutica. El cambio terapéutico se refiere al
proceso de mejora personal como resultado de un tratamiento. Ello suele implicar
transformaciones y progresos en el pensamiento, actitudes, reacciones emocionales y
comportamientos de los individuos tratados. Se ha planteado que podrían existir algunos
factores y procesos comunes a todo cambio terapéutico, con independencia de las
concretas acciones de tratamiento que se lleven a cabo. La propuesta más conocida al
respecto es el denominado «modelo transteórico» de Prochaska y DiClemente, que
estructura una serie de estadios, procesos y niveles de cambio terapéutico.
Otro elemento nuclear del tratamiento de los delincuentes es su motivación para
cambiar, referido a la cuestión de en qué grado una persona desea modificar su
comportamiento y desistir de la delincuencia. Aquí se propone que, para el caso de los
delincuentes, la motivación debe constituir no tanto una condición de partida para el
tratamiento como un objetivo inicial del mismo tratamiento.
Por su lado, la relación terapéutica es el marco de contactos e interacciones
periódicas entre terapeuta y participantes en el tratamiento, marco en el que se
desarrollan las actividades de tratamiento. En general, se considera que cuanto mejor sea
la relación terapéutica establecida mayores también serán los beneficios esperables del
tratamiento. La calidad de la relación terapéutica depende tanto de las características y
condiciones de los participantes como de las características personales y competencias
técnicas de los terapeutas. En relación con estos últimos, se considera que aspectos como
empatía y aceptación positiva de los sujetos, calidez en las interacciones con ellos, y
autenticidad y congruencia, son condiciones facilitadoras de la terapia, a la vez que
también es imprescindible una buena formación y entrenamiento de los terapeutas.

NOTAS

88
1 Para decidir en qué estadio de cambio se encuentra un individuo también se ha utilizado un sistema de
algoritmos o conjuntos de normas de decisión, a partir de sus respuestas a una serie de preguntas sobre su
comportamiento actual, sus intenciones para el futuro o sus intentos de cambio del problema. En función de dichas
respuestas, el sujeto evaluado es asignado a un estadio de cambio u otro.

2 En la actualidad se valora, contrariamente a lo que antiguamente se consideraba en el contexto del «modelo


médico» de delincuencia, que ni los delincuentes juveniles ni los delincuentes adultos son «pacientes» en el
sentido de que padezcan una patología o enfermedad mental que tenga que ser «curada». Menos aún puede
considerarse que el sistema jurídico penal, al juzgar comportamientos delictivos y aplicar penas a los mismos,
actúe como un sistema «terapéutico». Con todo, en el tratamiento de los delincuentes pueden ser perfectamente
aplicables —y a menudo deseables— algunos conceptos y criterios generales utilizados en terapia psicológica, que
incluyen nomenclaturas tales como las de «terapia», «relación terapéutica» y «terapeuta». Ello, debe insistirse, no
significa identificar a los agresores y delincuentes con enfermos, y a la delincuencia con una forma de patología;
pero sí que significa situar las acciones de tratamiento en un marco positivo de relaciones de confianza (o de
«relación terapéutica») entre los delincuentes que participan en un tratamiento y los profesionales que desarrollan
la tarea de «terapeutas».

89
3
Teorías sobre la rehabilitación de los
delincuentes

En este capítulo se presentan inicialmente las modernas teorías sobre la rehabilitación de los
delincuentes, que sirven de base a las técnicas psicológicas que integran los programas de
tratamiento. Se presta especial atención a la teoría del aprendizaje social, y a la interrelación que
existe, a la hora de concebir y aplicar un tratamiento, entre las diversas facetas del comportamiento
delictivo —conductas y hábitos, cogniciones y emociones—. Se exponen los dos modelos
principales de tratamiento y rehabilitación de delincuentes, que son el modelo denominado de
riesgo-necesidades-responsividad de Andrews y Bonta, y el modelo de vidas satisfactorias de Ward
y sus colaboradores. Ambos modelos se comentan y debaten a la luz de la investigación científica
sobre tratamiento de delincuentes. También se formulan diferentes clasificaciones de los programas
con delincuentes, y se consignan diversos referentes éticos y normativos sobre la aplicación de
tratamientos psicológicos en general y de tratamientos con delincuentes en particular. Se resumen
los actuales procedimientos de «acreditación técnica» de programas rehabilitadores, a partir de los
ejemplos de Canadá y el Reino Unido. Por último, se reflexiona sobre la relación entre terapia
psicológica y cerebro.

«La reducción de la violencia a pequeña y gran escala es una de nuestras mayores preocupaciones morales.
Deberíamos emplear cualquier instrumento intelectual al alcance para comprender qué hay en la mente humana
y en la organización social que lleva a las personas a herir y matar tanto. Pero, como ocurre con las otras
preocupaciones morales (...), el esfuerzo por entender qué es lo que ocurre se lo ha apropiado el esfuerzo por
legislar la respuesta correcta.»

STEVEN PINKER, La tabla rasa, 2002.

3.1. APRENDIZAJE SOCIAL Y FACETAS DEL COMPORTAMIENTO


DELICTIVO (HÁBITOS, EMOCIONES Y COGNICIONES)

La teoría del aprendizaje social, que atiende a la interacción dinámica entre factores
conductuales, emocionales y cognitivos, constituye una explicación relevante y operativa
para comprender el mantenimiento de la conducta delictiva y para diseñar programas de
tratamiento con delincuentes (Andrews y Bonta, 2016; McGuire, 2006; Ogloff y Davis,
2004). Tomando como base la previa teoría de la asociación diferencial de Sutherland
(formulada en 1924) y los conocimientos sobre el aprendizaje, Akers propone que el
comportamiento delictivo se aprende a partir de cuatro mecanismos interrelacionados
(Akers, 1997; Akers y Sellers, 2013; Burgess y Akers, 1966):

90
1. La asociación diferencial (es decir, prevalente) con personas que muestran
actitudes y hábitos delictivos (familiares, amigos, vecinos, etcétera).
2. El contacto preferente (a partir de la asociación diferencial con delincuentes) con
definiciones favorables al comportamiento antisocial e ilícito (definiciones de
conducta, justificaciones, negación, etcétera) y la adquisición por el individuo de
tales definiciones prodelictivas.
3. El reforzamiento diferencial o prioritario de las conductas y definiciones delictivas
manifestadas por el sujeto, a partir de recompensas sociales y materiales
(beneficios del delito), o bien a través de autorreforzamiento o gratificaciones
internas.
4. La observación e imitación de modelos delictivos.

Esta teoría identifica con claridad los elementos esenciales que, de acuerdo con
multitud de investigaciones, juegan papeles decisivos en los aprendizajes delictivos, a
saber: a) la imitación de modelos antisociales y el reforzamiento de las propias
conductas y hábitos delictivos, y b) la generación en el sujeto de estructuras cognitivas y
emocionales que dan cobertura y coherencia a los comportamientos antisociales.
Como desarrollo de las implicaciones terapéuticas que puede tener la teoría del
aprendizaje social se propone aquí un modelo de facetas del comportamiento delictivo.
Según este modelo, la adquisición y la estabilización de la carrera delictiva individual
dependerá generalmente de la confluencia en idéntico sentido antisocial de varias facetas
en las que puede desglosarse la conducta (véase figura 3.1): a) la faceta de los hábitos
antisociales (rutinas que implican hurtar, robar, amenazar, acosar, agredir, carecer de un
trabajo, abusar del alcohol u otras drogas, ir con delincuentes, etcétera); b) la faceta del
pensamiento (que propende a amparar y justificar las rutinas antisociales), y c) la faceta
de la desregulación emocional (que puede operar como detonante de agresión y otras
conductas antisociales). Aunque no se conocen con precisión los mecanismos de
interacción entre todas estas facetas del comportamiento delictivo (y del comportamiento
humano en general), sí que se constata la interdependencia e influencia recíproca entre
ellas. Es decir, el comportamiento observable es uno solo, pero distintas facetas
complementarias confluyen en él para impulsarlo y dirigirlo. Lo aquí relevante es que lo
anterior puede también revertirse, de modo que la interdependencia entre facetas de la
conducta puede ser utilizada con finalidades terapéuticas. Así, la intervención directa
sobre alguna de las anteriores facetas del comportamiento (por ejemplo, erradicando
distorsiones cognitivas y justificaciones del delito) es susceptible de favorecer cambios
de comportamiento más amplios (que incluyan también a las restantes facetas de la
conducta, como los hábitos y las emociones, y viceversa).

91
Figura 3.1.—Tratamiento y comportamiento delictivo: modelo de facetas.

Existe evidencia científica sólida de que el riesgo global de comportamiento


antisocial —que aumenta bajo la influencia de las facetas «hábitos delictivos»,
«distorsiones y justificaciones de los delitos» y «desregulación emocional»— puede
reducirse mediante la incidencia terapéutica directa, a partir de un tratamiento, sobre
alguna de las antedichas facetas (lo que acabaría teniendo influencia positiva sobre las
restantes facetas implicadas y sobre el comportamiento global del sujeto). Es decir,
según el modelo de facetas de la conducta que aquí se propone, el riesgo delictivo puede
reducirse mediante la enseñanza de habilidades prosociales (faceta de los hábitos), a
través del desarrollo del pensamiento social (faceta cognitiva) o mediante el
entrenamiento para una mejor regulación de las emociones (faceta emocional).
Aun así, con toda probabilidad, la mejor opción para disminuir la conducta antisocial
será, como es lógico, la intervención paralela y coordinada sobre todos los anteriores
sistemas del comportamiento, lo que es amparado por la siguiente evidencia
neuropsicológica: el sistema nervioso se organiza en estructuras neurales integradas, que
hacen que todo flujo de información, y en consecuencia toda activación del
comportamiento, deba transcurrir por circuiterías que combinan memoria emocional
(residente en núcleos basales y más primitivos del cerebro) y análisis racional (operado
en zonas del córtex cerebral) (Damasio, 2011; LeDoux, 1999; Raine, 2000). Ello
significa que la evolución habría «diseñado» una especie de «procedimiento» complejo e
integrado del comportamiento humano que «obliga» a revisar, al adoptar opciones de

92
conducta, múltiples aspectos: las experiencias vividas, las rutinas de solución
«archivadas» para cada ocasión, los «recuerdos» emocionales (de placer/displacer) de
dichas experiencias y rutinas, y las expectativas «más racionales» de comportamiento
para cada situación específica. Probablemente en lo anterior radique la complejidad y la
«impredecibilidad» relativa del comportamiento humano (¿libre albedrío?).

3.2. MODELO DE TRATAMIENTO RIESGO-NECESIDADES-


RESPONSIVIDAD (RNR)

En paralelo a los modelos terapéuticos generales ya referidos, durante los últimos


años se han formulado dos teorías específicas de la rehabilitación de los delincuentes. La
primera fue el modelo de psicología criminal y tratamiento de Andrews y Bonta
denominado modelo de riesgo-necesidades-responsividad, basado en la teoría del
aprendizaje social (de Bandura y Walters —1990—, en su versión psicológica; y de
Burgess y Akers —1966—, en su formato criminológico, ya referido) así como en el
condicionamiento operante (Skinner, 1977).
Este modelo establece tres principios básicos del tratamiento de los delincuentes,
cuya consideración a la hora de diseñar y aplicar programas de tratamiento ha
demostrado contribuir a su mayor efectividad (Abracen y Looman, 2015; Andrews y
Bonta, 2016; Bonta y Wormith, 2013; Cooke y Philip, 2001; Cullen y Gendreau, 2006;
Dafoe y Stermac, 2013; Howell, 2009; Ogloff y Davis, 2004; Polaschek, 2012; Smith,
Gendreau y Swartz, 2009; Steward, Gabora, Kropp y Lee, 2014):

1. Principio de riesgo, que tiene dos proposiciones centrales: 1) para administrar a


los delincuentes una intervención apropiada a sus características es necesario
previamente evaluar y predecir el nivel de riesgo de reincidencia de cada
individuo; y 2) los individuos con alto nivel de riesgo deben recibir intervenciones
más intensivas (Dafoe y Sterman, 2013). Además, se distingue entre factores de
riesgo estáticos, relativos a características profundas del sujeto o a su pasado, que
no son sustancialmente modificables; y factores de riesgo dinámicos o
«necesidades criminógenas» (tales como cogniciones o actitudes delictivas), que
guardan estrecha relación con las conductas delictivas y son susceptibles de
modificación mediante el tratamiento (Hoge et al., 2015; Israel y Hong, 2006;
Polaschek y Reynolds, 2001).
2. Principio de necesidad, que significa que para reducir la reincidencia de los
delincuentes el tratamiento debe enfocarse prioritariamente a las referidas
«necesidades criminógenas» (Looman y Abracen, 2013; Polaschek y Reynolds,
2001), es decir, a aquellos factores de riesgo dinámicos que, para cada delincuente
(y para muchos delincuentes en general), guardan relación empírica directa con la
conducta delictiva. Entre las necesidades criminógenas típicas mostradas por

93
muchos delincuentes se encuentran las siguientes (Looman y Abracen, 2013;
Ogloff, 2002): actitudes antisociales, tener amigos/compañeros delincuentes,
abuso de sustancias tóxicas, déficit en la capacidad de resolución de problemas y
alta hostilidad. Andrews (1989) ha ejemplificado las implicaciones del principio
de necesidad de la siguiente manera: «Si la reincidencia está reflejando la
existencia de pensamiento antisocial, no hay que ocuparse de la autoestima sino
del pensamiento antisocial. Si la reincidencia refleja dificultades para mantener un
trabajo, no es la prioridad enseñar a buscar trabajo sino a mantenerlo» (p. 13).
3. Principio de responsividad, referido a aquellos factores susceptibles de dificultar
que los sujetos respondan o reaccionen adecuadamente al tratamiento. Dichos
factores pueden ser internos (como un bajo nivel intelectual o la falta de
motivación) o externos (las características del terapeuta, la baja calidad de la
relación terapéutica o el contenido inadecuado del programa de tratamiento). En
función de las dificultades concretas que puedan presentar los sujetos, el
tratamiento debería ofrecérseles de la manera que pueda resultarles más
beneficiosa (Day et al., 2010; Van Voorhis, Spiropoulos, Ritchie, Seabrook y
Spruance, 2013). Una recomendación general es utilizar acercamientos cognitivo-
conductuales, que han logrado globalmente una alta responsividad al tratamiento
con diversas tipologías y poblaciones de delincuentes (y también de sujetos no
delincuentes, en relación con múltiples patologías).

Andrews y Bonta (2016) han añadido a los anteriores dos principios


complementarios:

4. Discrecionalidad profesional. Atendida la complejidad del comportamiento


humano en general y del delictivo en particular, en ciertos casos los profesionales
del tratamiento deberán adoptar soluciones particulares, fuera de los
procedimientos estandarizados. Según los autores (Andrews y Bonta, 2016), ello
puede ser necesario en alrededor de un 10 por 100 de los casos.
5. Integridad de la evaluación y del programa. Este principio prescribe que, para
garantizar la integridad de la aplicación del tratamiento y lograr su máximo
rendimiento (McGuire et al., 2008), se supervise técnicamente tanto el uso
apropiado de la evaluación como de la aplicación de los principios de riesgo-
necesidad-responsividad.

En la figura 3.2 se representa gráficamente el modelo de Andrews y Bonta,


incluyendo en los extremos los factores estáticos y dinámicos definidos por estos
autores. A ellos hemos añadido aquí un tercer grupo de factores terapéuticos, que se han
denominado «factores parcialmente modificables» (o factores estático-dinámicos). La
base científica para ello es que algunos factores humanos (por ejemplo, algunos rasgos
caracterológicos o de personalidad tales como la impulsividad, la empatía y otros) no

94
serían ni completamente estáticos e inmodificables ni plenamente dinámicos o
cambiables. Tales factores intermedios permitirían, sin embargo, ciertos cambios o
reformas. Es decir, una persona impulsiva propenderá a la impulsividad con carácter
general, pero también puede aprender en el curso de un tratamiento, con el esfuerzo y el
entrenamiento debidos, a anticipar e inhibir sus arrebatos de comportamiento impulsivo.

FUENTE: elaboración propia a partir del modelo de rehabilitación de delincuentes de Andrews y Bonta (2016).
Figura 3.2.—Posibilidades y límites del tratamiento en la reducción del riesgo de reincidencia: factores estáticos,
dinámicos y parcialmente modificables.

Siguiendo una metáfora utilizada en la terapia de aceptación y compromiso (Hayes,


1998; Hayes, Strosahl y Wilson, 1999; Luciano, 2001a), los factores estáticos podrían
simbolizarse mediante la analogía de «la casa»: aquello que una persona tiene (más bien,
aquello que es) y que no puede cambiarse radicalmente, tal como su pasado y
experiencias delictivas o sus rasgos profundos de personalidad. Como se ha comentado,
el «principio de riesgo» de Andrews y Bonta prescribe que cuanto mayor sea la
magnitud global del riesgo estático de un sujeto, mayor deberá ser también la intensidad
de la intervención que deba realizarse con él.
Continuando con la precedente analogía, los factores dinámicos, tales como las
justificaciones delictivas, tener amigos delincuentes o las adicciones, serían los
metafóricos «muebles» de la casa de una persona; los muebles sí que pueden cambiarse
con relativa facilidad, pudiendo instalarse muebles nuevos y más confortables. Estos
muebles metafóricos, o factores terapéuticos «dinámicos», corresponderían a los

95
elementos de riesgo a que apunta el «principio de necesidad» en el modelo de Andrews y
Bonta, en cuanto que constituyen las necesidades criminógenas u objetivos prioritarios
del tratamiento.
El tercer grupo de factores parcialmente modificables, que se ha añadido aquí al
modelo original de Andrews y Bonta, hace referencia a las posibles «reformas de la
casa» (es decir, las «reformas» relativas que puede hacer la persona en su manera de ser
y comportarse): la «casa» (el individuo) es la que es, y su estructura (la persona) no
puede esencialmente ni ensancharse ni reducirse ni cambiarse; pero, más allá de la
renovación del «mobiliario» (hábitos, creencias, etcétera), la «casa» puede hacerse
significativamente más funcional y acogedora, llevando a cabo pequeñas reformas (quizá
modificando la división de los tabiques de las habitaciones o pintándola de nuevos
colores). Estos ajustes se refieren en esencia al «principio de responsividad» o
individualización del modelo de Andrews y Bonta (2016): es decir, pueden ajustarse las
potencialidades del tratamiento a las capacidades de los delincuentes, sus estilos de
aprendizaje, sus ritmos personales, sus intereses y preferencias, etcétera. En tal sentido,
la aspiración sería que cada sujeto que participa en un tratamiento pueda lograr lo
máximo que el tratamiento puede ofrecerle y que las capacidades del propio sujeto
permiten.
Como se ha puesto de relieve en este epígrafe, un aspecto importante en este campo
es ajustar debidamente la intensidad de los programas aplicados al nivel de riesgo
mostrado por los participantes, y especialmente por lo que se refiere a la magnitud de sus
«necesidades criminógenas», o factores dinámicos de riesgo que se consideran
directamente vinculados a su conducta delictiva y que son susceptibles de mejora. Para
ello es necesario disponer de procedimientos de evaluación que permitan definir
convenientemente los niveles de riesgo de los sujetos que van a seguir un tratamiento.
Con esta finalidad, por lo que se refiere al tratamiento de los delincuentes sexuales,
Martínez-Catena, Redondo, Frerich y Beech (2016) analizaron una muestra de 94
delincuentes sexuales no tratados, de los cuales 52 estaban condenados por violación y
42 por abuso de menores. Todos estos sujetos fueron evaluados en relación con las
siguientes variables de riesgo dinámicas, o de necesidad criminógena (que forman parte
de los objetivos del tratamiento de los agresores sexuales aplicado en las prisiones
españolas): distorsiones cognitivas, agresividad, impulsividad, adicción al alcohol,
asertividad, autoestima social, soledad y motivación o disposición para el cambio
terapéutico (controlándose también su deseabilidad social). Según las puntuaciones
mostradas por los sujetos en las anteriores variables, Martínez-Catena et al. (2016)
pudieron establecer (en función de aspectos como sus distorsiones cognitivas,
impulsividad, agresividad, asertividad, autoestima, etcétera) tres perfiles o niveles típicos
de los delincuentes sexuales por lo que se refiere a la intensidad global de sus
necesidades criminógenas (intensidad criminógena baja, moderada o alta). Una
evaluación de estas características puede ser de utilidad para graduar mejor la intensidad

96
del tratamiento administrado a los agresores sexuales, y hacerlo de este modo más
eficiente a partir de un mejor ajuste entre sus necesidades específicas de intervención y
la magnitud del tratamiento aplicado con ellos.

3.3. MODELO DE TRATAMIENTO DE «BUENAS VIDAS» O «VIDAS


SATISFACTORIAS»

Ward y sus colaboradores han analizado críticamente el «modelo de riesgo-


necesidades-responsividad» y han propuesto un modelo de rehabilitación de los
delincuentes denominado de «buenas vidas» o «vidas satisfactorias» (Day et al., 2010;
Ward, 2002; Ward y Brown, 2004; Willis y Ward, 2013). Su crítica principal al modelo
de Andrews y Bonta es que «el manejo de los riesgos es una condición necesaria, pero
no suficiente, para la rehabilitación de los delincuentes» (Ward y Brown, 2004, p. 244).
Desde este planteamiento se considera que la conducta delictiva sería el resultado de
dificultades personales en distintas áreas del funcionamiento humano, como las
siguientes (Day et al., 2010): problemas de regulación emocional, carencias sociales,
creencias justificadoras del delito, y déficits en empatía y en capacidad de solución de
problemas. Para estos autores, una pregunta importante es qué es lo que la persona busca
cuando comete un delito, ya que la respuesta a esta pregunta podría ayudar a motivar al
individuo hacia la terapia y el cambio de comportamiento.
Tomando como eje conceptual la psicología positiva, estos autores postulan que «el
mejor camino para reducir las tasas de reincidencia delictiva es equipar a los sujetos con
las herramientas que necesitan para vivir vidas más satisfactorias, más que simplemente
desarrollar un control de los riesgos cada vez más sofisticado» (p. 244). Para ello los
autores conciben su «modelo de vidas satisfactorias» a partir de los siguientes principios
generales (Abracen y Looman, 2015; Day et al., 2010; Edgely, 2015; Ward y Brown,
2004; Willis y Ward, 2013):

1. Trabajar positivamente con los delincuentes. Todos los seres humanos intentan
lograr bienes primarios, como mantenimiento de la propia vida, satisfacción en las
relaciones de intimidad y sexuales, conocimiento, excelencia en sus actividades,
autonomía, paz interior, felicidad, etcétera (Looman y Abracen, 2013). Es decir,
los problemas humanos en general, y la conducta delictiva en particular, se
interpretan aquí como «soluciones» erróneas en el camino de lograr los bienes
primarios apetecidos. En el caso de la conducta delictiva, se estima que existen
cuatro grandes tipos de dificultades: 1) problemas en el medio utilizado para
lograr bienes o satisfacciones, 2) falta de perspectiva para un plan de vida
satisfactorio, 3) conflicto o incoherencia entre objetivos, y 4) falta de capacidades
para definir o adaptar un modelo de vida satisfactoria a las circunstancias
cambiantes (p. 248). «Es decir, se considera que un sujeto comete delitos porque

97
carece de las capacidades para caer en la cuenta de cuáles serían, en su propio
contexto, los objetivos valiosos en términos personalmente satisfactorios y
socialmente aceptables» (p. 249). Según ello, «(...) un plan de tratamiento debe
explícitamente construirse (...) tomando en cuenta las preferencias de los
delincuentes, sus potencialidades, sus satisfacciones primarias, sus ambientes
relevantes, y especificando qué competencias y recursos se requieren para
conseguir dichos bienes o satisfacciones» (p. 248).
2. Relaciones entre riesgos y satisfacciones humanas. De acuerdo con este modelo,
las necesidades criminógenas (del modelo de Andrews y Bonta) son marcadores
que indican la existencia de problemas en los caminos de los delincuentes para
buscar satisfacciones primarias. En tal sentido, detectar los riesgos en un
delincuente es el primer paso, siendo el segundo diseñar un plan explícito para
equipar a los sujetos con las capacidades necesarias para la obtención de
satisfacciones primarias de una manera diferente (p. 250).
3. Identidades individuales múltiples. Según el modelo de Ward y colegas, las
personas poseen identidades multifacéticas, de cariz biológico, social, psicológico
y cultural, interrelacionadas entre ellas. Debido a la complejidad de la identidad y
el funcionamiento humanos, resulta imprescindible tanto atender al análisis de
todas estas identidades como también tomarlas en consideración a la hora de
intervenir terapéuticamente con un individuo.
4. Disposición para la rehabilitación. Para que el tratamiento resulte eficaz se
considera imprescindible que los delincuentes posean ciertas creencias, valores,
competencias y motivación, y que el ambiente también cuente con los recursos y
apoyo necesarios para que la terapia sea «sostenible» (Day et al., 2010).
5. Actitudes de los terapeutas hacia los delincuentes. En este principio Ward y sus
colegas ponen énfasis en aspectos como la necesidad de que el terapeuta logre
establecer una buena «alianza terapéutica», que priorice la «aceptación del
delincuente», que realmente crea en sus posibilidades de cambio y que plantee la
terapia como una interacción de confianza y «autenticidad».
6. Naturaleza de la intervención. En consonancia con este modelo rehabilitador, el
plan de tratamiento debería concebirse en términos de «buenas vidas», es decir,
realzando las fortalezas de los individuos, sus necesidades primarias y sus
ambientes más relevantes, y especificando las habilidades y recursos
imprescindibles para satisfacer tales necesidades.

3.4. OTRAS PERSPECTIVAS SOBRE LA REHABILITACIÓN

Day et al. (2010) han sugerido que todo modelo de rehabilitación debe incorporar
propuestas en tres diferentes niveles: 1) sus asunciones generales y valores éticos sobre
la rehabilitación, la naturaleza de los seres humanos, el riesgo delictivo y los objetivos

98
globales del tratamiento de los delincuentes; 2) sus consideraciones e hipótesis sobre la
etiología y el mantenimiento del comportamiento delictivo, y 3) las implicaciones
aplicadas de todo lo anterior.
Según ello, los dos modelos precedentes son teorías específicas de la rehabilitación de
los delincuentes, si bien formuladas desde presupuestos psicológicos distintos: el
«modelo de riesgo-necesidades» pone el énfasis en la eliminación o reducción de los
factores de riesgo empíricamente conectados al delito, como condición necesaria para
decrecer el riesgo delictivo; en cambio, el «modelo de vidas satisfactorias» considera el
anterior planteamiento en exceso mecanicista y pesimista, priorizando equipar a los
individuos con las herramientas necesarias para vivir vidas mejores y más
satisfactorias.
El «modelo de riesgos-necesidades» se fundamenta en una de las teorías del
comportamiento delictivo (la del aprendizaje social) más sólidas y avaladas durante
décadas, desde la formulación pionera de Sutherland en 1924 hasta los ulteriores
desarrollos teóricos de Bandura y Walters (1990) y Burgess y Akers (1966; Akers, 1997,
2006; Akers y Sellers, 2013). Además, cuenta también con el sostén científico de
múltiples investigaciones sobre carreras delictivas y factores de riesgo, y sobre la
eficacia terapéutica mostrada por las intervenciones cognitivo-conductuales, tanto por lo
que se refiere al tratamiento del comportamiento delictivo como de otros muchos
problemas de conducta (Akers, 2006; McGuire et al., 2008, 2013; Edgely, 2015;
Looman y Abracen, 2013; Polaschek, 2012; Tittle, 2006; Wilson, 2016).
Por su parte, el «modelo de vidas satisfactorias», de Ward y colaboradores, basado en
las perspectivas «humanístico-existenciales», comporta una formulación entusiasta de
principios terapéuticos positivos y generales, pero todavía necesitados de mayor
concreción e investigación acerca de su aportación diferencial (es decir, más allá del
modelo terapéutico precedente) para el tratamiento de los delincuentes (Ogloff y Davis,
2004; Willis y Ward, 2013). Tal y como comentó críticamente McGuire (2004), la
formulación de Ward y sus colegas enuncia «algunos de los requerimientos de conducta
ética que se hacen a los psicólogos y a otros profesionales que trabajan en contextos de
justicia criminal», tal y como se expresa «en los códigos éticos de muchas asociaciones
profesionales de psicología», aunque «no queda completamente claro de qué manera
estas condiciones son elementos integrantes de un modelo teórico del cambio de los
delincuentes» (p. 338).
Aunque los dos modelos de tratamiento que se acaban de comentar son los más
aducidos como base de los programas de rehabilitación que se aplican con los
delincuentes, no son, sin embargo, los únicos modelos rehabilitadores posibles
(Alexander, 2000). En realidad, en este libro se toman en consideración de una u otra
forma muchos otros planteamientos conceptuales sobre la criminalidad y el tratamiento
de los delincuentes.
En correspondencia con ello, en la tabla 3.1 se efectúa una síntesis de diferentes

99
perspectivas teóricas sobre rehabilitación de delincuentes complementarias con las
anteriores, que incluye los principales mecanismos propuestos como etiología de la
conducta delictiva y los objetivos a los que, según cada una de estas perspectivas,
debería dirigirse el tratamiento de los delincuentes.

TABLA 3.1
Perspectivas teóricas diversas en que pueden sustentarse los tratamientos con
delincuentes

Perspectiva Mecanismos etiológicos del Objetivos del tratamiento


teórica comportamiento delictivo

Teoría del Asociación diferencial con Enseñar a los jóvenes, mediante técnicas de aprendizaje, y
aprendizaje delincuentes. específicamente mediante imitación de modelos, nuevas
social Definiciones antisociales. habilidades de vida y definiciones prosociales que les
(Burguess y Imitación de modelos ayuden a conseguir su reintegración social.
Akers, 1966). delictivos.
Reforzamiento diferencial de la
conducta infractora.

Modelo Déficits en competencias Resolver tales déficits, entrenando a los sujetos en las
cognitivo- relativas a habilidades de competencias necesarias para la vida social. Empleo para
conductual conducta, cogniciones y la detección de tales necesidades de dos herramientas
(Beck, Ellis, emociones. técnicas fundamentales: análisis topográfico y análisis
Meichenbaun, funcional de la conducta. Utilización de un amplio
etcétera). espectro de técnicas psicológicas que han demostrado
eficacia: entrenamiento en habilidades sociales,
restructuración cognitiva, relajación, control de impulsos,
etc.

Terapia Etiología multifactorial de la Las intervenciones deben aplicarse especialmente en el


multisistémica conducta delictiva, con un contexto de la propia familia, o en las interacciones entre
(Edwards, papel relevante de las esta con los demás sistemas sociales relacionados. Buscan
Schoenwald, relaciones familiares. solventar las dificultades de relación entre los diversos
Henggeler y Los problemas de conducta se sistemas.
Strother, mantendrían debido a la
2001; aparición de transacciones
Henggeler y problemáticas en los diferentes
Borduin, contextos en los que se
1990). desarrolla el individuo: familia,
escuela, grupo de amigos,
vecindario u otras instituciones
de la comunidad.

Disfunciones El comportamiento antisocial Se aplican «terapias psicológicas» orientadas a resolver


psicológico- es, en realidad, un síntoma de disfunciones personales, tales como trastornos de
emocionales. otras problemáticas más personalidad, carencias afectivas o complejo de
profundas de la psique del inferioridad...
individuo.

Carencias El delito tiene su origen en las Las intervenciones deben orientarse al desarrollo de
educativas. deficiencias que los individuos planes de «educación compensatoria» que resuelvan tales

100
han experimentado en su carencias educativas mediante un estilo educativo
educación. afectuoso a la vez que de establecimiento de límites.

Disuasorias. El comportamiento delictivo se La sociedad debe ejercer una justicia retributiva. El


produce porque los individuos comportamiento delictivo debe controlarse mediante el
no tienen «miedo» al castigo. «endurecimiento» de las medidas punitivas y de los
regímenes de cumplimiento de dichas medidas, con la
finalidad de aumentar el pretendido efecto disuasorio. Los
tratamientos deben basarse en el castigo y el empleo de
una disciplina estricta.

Comunitarias. Origen multifactorial, carencias Convicción de que en «ambientes institucionales no


emocionales y educativas. punitivos» o de «comunidad terapéutica» pueden
reequilibrarse mejor las carencias emocionales de los
delincuentes y reducir así la probabilidad de que
reincidan.

Evitar el La conducta delictiva se Como intervención rehabilitadora se emplean los


etiquetado origina y consolida a causa de «programas de derivación a la comunidad», en los que se
(Tannenbaum, la persecución y usan técnicas alternativas a la intervención judicial y,
Goffman, estigmatización que padecen especialmente, a la institucionalización de los
Lemert o las personas por parte de los delincuentes.
Becker y otros sistemas de control y justicia.
autores).

FUENTE: Martínez-Catena y Redondo (2013).

Figura 3.3.—Tipos de programas según los criterios de contexto, participantes, temporalidad e interdependencia

3.5. CATEGORÍAS DE PROGRAMAS CON DELINCUENTES

La estructura referida en el primer epígrafe de este capítulo sobre facetas del


comportamiento (incluyendo hábitos, pensamientos y emociones) constituye el esquema
esencial para la presentación de las técnicas y programas de tratamiento en este manual.
Sin embargo, de modo complementario pueden establecerse otras categorías de los
programas aplicados con delincuentes, en función de los siguientes criterios
clasificatorios (véase figura 3.3):

101
a) Según el contexto de aplicación, los programas pueden dividirse en: 1) programas
comunitarios, y 2) programas en centros juveniles y prisiones. Aunque la
aplicación de programas en la comunidad es teóricamente ideal, lo más habitual en
la práctica con delincuentes, así juveniles como adultos, es que muchos
tratamientos se apliquen en instituciones de internamiento, por las siguientes
razones: porque en ellas están los sujetos con mayores necesidades criminógenas o
factores de riesgo estrechamente vinculados a un mayor riesgo delictivo; porque
en los centros de internamiento los delincuentes suelen permanecer durante un
tiempo prolongado, lo que permite hacer mejores previsiones temporales del
tratamiento; y también porque ello permite asegurar que muchos sujetos
internados acudirán regularmente al tratamiento (ya que este puede constituir una
actividad atractiva y de distensión en el marco institucional). Además, ello
también es debido a que los centros penitenciarios y los centros de justicia juvenil
suelen disponer de recursos técnicos amplios y estables (psicólogos, educadores,
criminólogos, trabajadores sociales, etcétera), no siempre disponibles en igual
grado en la comunidad.
b) Según la magnitud de la población destinataria de un programa, puede tratarse de:
1) programas grupales, o 2) intervenciones ambientales (u organizacionales).
Muchas aplicaciones terapéuticas con delincuentes tienen un cariz grupal, aunque
la atención individual se emplea a menudo en combinación con las intervenciones
de grupo para efectuar evaluaciones y seguimientos de los sujetos, reforzarles
socialmente por su participación en programas y actividades grupales, o tratar
problemas específicos o más privados de los sujetos.
En todo caso, lo más frecuente son las aplicaciones grupales, que suelen
desarrollarse en grupos reducidos, de entre 8 y 12 sujetos. El formato grupal es
muy útil y operativo para la enseñanza de habilidades sociales, para las terapias de
reestructuración cognitiva y de educación emocional, y para el uso de programas
motivacionales de reforzamiento. La gestión y evaluación de programas aplicados
en formato grupal suele corresponder a un pequeño equipo de expertos entrenados
en las técnicas correspondientes.
Las intervenciones ambientales se dirigen, en cambio, a la estructuración del
funcionamiento de toda una institución (prisión, centro juvenil) en consonancia
con principios terapéuticos. Ello implicará introducir cambios generales,
normativos, de funcionamiento y de cultura institucional. Ejemplos de ello son las
comunidades terapéuticas y los sistemas ambientales de contingencias. Para su
aplicación y evaluación es necesaria una amplia implicación de diversos
estamentos del personal (directivos, personal de vigilancia, personal de
rehabilitación, etcétera) liderados por un pequeño grupo de expertos que dirijan y
coordinen el funcionamiento y la evaluación del programa.
c) Según un criterio de temporalidad, los programas pueden ser: 1) temporales, 2)

102
periódicos o 3) permanentes. Los programas o ingredientes de tratamiento (por
ejemplo, de desarrollo moral, de solución cognitiva de problemas interpersonales,
etcétera) pueden aplicarse temporalmente (quizá una sola vez) con alguna
finalidad concreta, o bien dirigidos a un grupo determinado de sujetos con
necesidades especiales; o, lo que es más habitual, pueden aplicarse de modo
periódico, de manera que cuando un programa finaliza se inicia una nueva
aplicación con otro grupo de sujetos. La necesidad de tal periodicidad es que
regularmente ingresan en las prisiones y centros juveniles nuevos sujetos con
necesidades criminógenas y de tratamiento muy semejantes.
Los programas ambientales u organizacionales suelen diseñarse y llevarse a
cabo con pretensión de permanencia, como estructura general de funcionamiento
institucional, aunque con el tiempo pueden «desgastarse» y perder, poco a poco,
su integridad o aplicación regular y completa.
d) En función de un criterio de anidación (o de inclusión de unos programas en otros)
los programas pueden ser: 1) aislados, o 2) anidados en otros más generales. Por
lo común, los programas ambientales anidan, por definición, a las intervenciones
grupales. Ello va a depender, por supuesto, de que existan o no tales programas
ambientales más amplios y generales. En teoría es ideal que así sea, de modo que
el programa ambiental (que engloba a toda una institución y la define en
parámetros terapéuticos) acoja y potencie la generalización de los programas de
enseñanza y entrenamiento específicos que suelen desarrollarse en formato grupal.

3.6. ELEMENTOS ÉTICOS Y JURÍDICOS DEL TRATAMIENTO

La evaluación y el tratamiento de delincuentes que cumplen medidas judiciales


(jóvenes en medidas educativas o adultos condenados a penas privativas de libertad,
medidas de seguridad, trabajos en beneficio de la comunidad, medidas de tratamiento,
etcétera) suelen estar regulados por normas específicas. Para la aplicación de tratamiento
con jóvenes delincuentes el referente fundamental en España es la Ley Orgánica 5/2000
de Responsabilidad Penal del Menor, modificada por la Ley Orgánica 8/2006. Para el
tratamiento de adultos en las prisiones son claves las directrices y preceptos establecidos
en la Ley Orgánica 1/1979 General Penitenciaria y en el Reglamento Penitenciario de
1996, además de en el propio Código Penal. Todas estas normas constituyen en España
los referentes jurídicos directos para la aplicación de tratamientos con los delincuentes.
Pero además de atender en primera instancia a su regulación más directa e inmediata,
la aplicación de tratamientos con los delincuentes también debe tomar en consideración
todos aquellos principios deontológicos y jurídicos que normativizan la aplicación de
tratamientos terapéuticos o clínicos (McGuire, 2004).

103
3.6.1. Elementos deontológicos en psicología

Un referente ético de máxima relevancia para los psicólogos lo constituyen sus


propios códigos deontológicos, dictados por sus Colegios y Asociaciones Profesionales.
La deontología se ocupa «del deber, y, en particular, de los deberes que corresponden a
determinadas situaciones sociales», designando «el conjunto de reglas y principios que
rigen determinadas conductas del profesional, de carácter no técnico, ejercidas o
vinculadas, de cualquier manera, al ejercicio de la profesión y a la pertenencia a un
grupo profesional» (Lega, 1983, p. 23). De otra manera, la deontología es aquella «parte
de la ética que se ocupa de los deberes, es decir, de qué actos en concreto se deben y no
se deben hacer» (Wadeley y Blasco, 1995, p. 29).
Así, por ejemplo, la British Psychological Society definió el rol del psicólogo como el
de aquel profesional que es capaz de desarrollar y aplicar principios, conocimientos,
modelos y métodos psicológicos, de forma ética y científica, con el fin de promover el
desarrollo, el bienestar y la eficacia de las personas, los grupos, las organizaciones y la
sociedad (Peiró, 2002). Como puede verse, se trata de una definición amplia que podría
servir como pauta de conducta y marco deontológico para profesionales de distintas
disciplinas sociales, no solo de la psicología.
Por su lado, el código ético de la American Psychological Association ha establecido
que «los psicólogos que realizan evaluación, terapia, formación, asesoramiento
organizacional u otras actividades profesionales mantendrán un nivel razonable del
conocimiento de la información científica y profesional en los campos de su actividad y
llevarán a cabo los esfuerzos necesarios para mantener su competencia en las habilidades
que usen (...) [debiendo basarse] en el conocimiento científico y profesional cuando
formulen juicios científicos o profesionales o cuando estén implicados en tareas
académicas o profesionales» (APA, 1992).
Por su parte, los psicólogos españoles cuentan con el referente de los códigos
deontológicos dictados por sus colegios profesionales. Del Código Deontológico del
Psicólogo resultan especialmente relevantes aquí las siguientes reglas de conducta
profesional (Consejo General de Colegios Oficiales de Psicólogos, 2014):
«El ejercicio de la Psicología se ordena a una finalidad humana y social, que puede expresarse en objetivos
tales como: el bienestar, la salud, la calidad de vida, la plenitud del desarrollo de las personas y de los grupos,
en los distintos ámbitos de la vida individual y social. Puesto que el/la Psicólogo/a no es el único profesional
que persigue estos objetivos humanitarios y sociales, es conveniente, y en algunos casos es precisa, la
colaboración interdisciplinar con otros profesionales, sin perjuicio de las competencias y saber de cada uno de
ellos» (art. 5).
«La profesión de Psicólogo/a se rige por principios comunes a toda deontología profesional: respeto a la
persona, protección de los derechos humanos, sentido de responsabilidad, honestidad, sinceridad para con los
clientes, prudencia en la aplicación de instrumentos y técnicas, competencia profesional, solidez de la
fundamentación objetiva y científica de sus intervenciones profesionales» (art. 6).
«La autoridad profesional del Psicólogo/a se fundamenta en su capacitación y cualificación para las tareas
que desempeña. El/la Psicólogo/a ha de estar profesionalmente preparado y especializado en la utilización de
métodos, instrumentos, técnicas y procedimientos que adopte en su trabajo. Forma parte de su trabajo el
esfuerzo continuado de actualización de su competencia profesional. Debe reconocer los límites de su

104
competencia y las limitaciones de sus técnicas» (art. 17).
«Al hacerse cargo de una intervención sobre personas, grupos, instituciones o comunidades, el/la
Psicólogo/a ofrecerá la información adecuada sobre las características esenciales de la relación establecida, los
problemas que está abordando, los objetivos que se propone y el método utilizado.
En caso de menores de edad o legalmente incapacitados, se hará saber a sus padres o tutores.
En cualquier caso, se evitará la manipulación de las personas y se tenderá hacia el logro de su desarrollo y
autonomía» (art. 25).
«El/la Psicólogo/a debe tener especial cuidado en no crear falsas expectativas que después sea incapaz de
satisfacer profesionalmente» (art. 32).
«Toda la información que el/la Psicólogo/a recoge en el ejercicio de su profesión (...) está sujeta a un deber
y a un derecho de secreto profesional, del que solo podría ser eximido por el consentimiento expreso del cliente
(...)» (art. 40).
«Cuando la evaluación o intervención psicológica se produce a petición del propio sujeto de quien el/la
Psicólogo/a obtiene información, esta solo puede comunicarse a terceras personas, con expresa autorización
previa del interesado y dentro de los límites de esta autorización» (art. 41).
«Cuando dicha evaluación o intervención ha sido solicitada por otra persona —jueces, profesionales de la
enseñanza, padres, empleadores o cualquier otro solicitante diferente del sujeto evaluado—, este último o sus
padres o tutores tendrán derecho a ser informados del hecho de la evaluación o intervención y del destinatario
del Informe Psicológico consiguiente. El sujeto de un Informe Psicológico tiene derecho a conocer el contenido
del mismo, siempre que de ello no se derive un grave perjuicio para el sujeto o para el/la Psicólogo/a, y aunque
la solicitud de su realización haya sido hecha por otras personas» (art. 42).
«Todo/a Psicólogo/a, en el ejercicio de su profesión, procurará contribuir al progreso de la ciencia y de la
profesión psicológica, investigando en su disciplina, ateniéndose a las reglas y exigencias del trabajo científico
y comunicando su saber a estudiantes y otros profesionales según los usos científicos y/o a través de la
docencia» (art. 33).
«La investigación psicológica, ya experimental, ya observacional en situaciones naturales, se hará siempre
con respeto a la dignidad de las personas, a sus creencias, su intimidad, su pudor, con especial delicadeza en
áreas como el comportamiento sexual, que la mayoría de los individuos reserva para su privacidad, y también
en situaciones —de ancianos, accidentados, enfermos, presos, etcétera— que, además de cierta impotencia
social, entrañan un serio drama humano que es preciso respetar tanto como investigar» (art. 37).

3.6.2. Referentes jurídicos clínicos

En la actualidad, muchos de los principios deontológicos que inspiran el ejercicio de


la psicología se han plasmado y desarrollado en leyes positivas, por lo que cuentan con
el doble rango de indicaciones éticas y, ahora también, de obligaciones legales. Tres
normas estatales tienen especial relevancia para la intervención psicológica: la Ley
41/2000, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de
derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica; la Ley
44/2003, de 21 de noviembre, de ordenación de las profesiones sanitarias, y la Ley
Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, de protección de datos de carácter personal.
Todas estas normas cuentan en algunos casos con desarrollos específicos en las
correspondientes comunidades autónomas. Los profesionales del tratamiento deberían
estudiar y conocer a fondo todas estas leyes para un correcto y escrupuloso
cumplimiento de las mismas.
Entre los aspectos fundamentales recogidos en dichas normas se encuentran los
siguientes:

105
— Principio básico de dignidad de la persona y de respeto a su autonomía e
intimidad.
— Consentimiento informado del paciente o usuario para cualquier actuación
sanitaria.
— Derecho a conocer toda la información asistencial y su historia clínica, si así lo
desea (excepto en los supuestos legalmente establecidos).
— Deber del paciente de facilitar de modo veraz los datos necesarios sobre su salud.
— Deberes de los profesionales relativos a la correcta aplicación de sus técnicas, de
información y de documentación clínica, de reserva, así como de respeto a las
decisiones del paciente.
— Formación continuada y acreditación de su competencia profesional.
— Unificación de criterios de actuación, basados en la evidencia científica obtenida a
partir de guías y protocolos de práctica clínica y asistencial.
— Progresiva consideración de la interdisciplinariedad y multidisciplinariedad de los
equipos de profesionales en la atención sanitaria.
— Adecuación de la atención técnica y profesional a las necesidades de salud de los
pacientes y de acuerdo a los conocimientos científicos.

3.6.3. Otros referentes éticos

En síntesis, a la hora de diseñar y aplicar programas de tratamiento con delincuentes


deben adoptarse decisiones importantes de cariz ético y jurídico sobre la necesidad,
conveniencia y deseabilidad de tales programas. Para finalizar, se mencionarán también
dos aspectos de cariz más técnico que, asimismo, constituyen aquí consideraciones
necesarias (sugeridas a partir de McGuire, 2004; Morris y Braukmann, 1987, y
parcialmente también de Fernández Hermida y Pérez, 2001): la validez social de los
programas aplicados, y el encuadre del tratamiento de los delincuentes en una
perspectiva ecológica general sobre la delincuencia.

3.6.3.1. Validez social de los programas

La validez social de los programas de tratamiento de los delincuentes hace referencia


a la valoración de si sus finalidades y sus fundamentos técnicos cuentan con el necesario
amparo social.
El primer aspecto que se debería ponderar es si los objetivos establecidos en un
tratamiento, por lo que hace referencia a los cambios cognitivos, actitudinales y de
comportamiento previstos, tienen valor social. La medida más directa de ello es si puede
esperarse que tales cambios resulten útiles para los propios individuos y para el sistema
social en el que dichos individuos deben vivir. En todo caso, los objetivos de un
programa de tratamiento, aunque serán inicialmente sugeridos o definidos por los

106
terapeutas, deberían también ser compartidos con los sujetos destinatarios y aceptados
por ellos.
Un segundo aspecto de la validez social concierne a la aceptabilidad social de las
técnicas de tratamiento que se utilizarán. Dicha aceptabilidad social admite cuando
menos dos acepciones. Desde la perspectiva de los individuos destinatarios, podría
establecerse como principio general que los procedimientos utilizados sean claramente
positivos y beneficiosos para ellos y, por el contrario, no impliquen privaciones ni
elementos aversivos. En términos psicológicos, lo anterior se concretaría en el uso
prioritario de técnicas de enseñanza y entrenamiento de habilidades útiles para la vida
social, y en la utilización de reforzamiento positivo. Desde una perspectiva social, los
programas de tratamiento deben aspirar también a ser rentables en parámetros de coste-
beneficio, es decir, en la obtención de los mejores resultados posibles con una inversión
pública (económica, pero también por lo que concierne a riesgo social) aceptable
(Cullen, Jonson y Nagin, 2011; Israel y Hong, 2006; McDougall, Cohen, Swaray y
Perry, 2003).
Un tercer elemento de la validez social sería el referido a la necesaria gestión técnica
de los programas de tratamiento. El tratamiento de los delincuentes es una parte de la
tecnología social disponible en materia de prevención de la delincuencia, y su aplicación
y evaluación deben ser proyectadas para las finalidades que se han previsto, y con
arreglo a los procedimientos avalados por la investigación y el conocimiento científicos.
El último aspecto de la validez social de un tratamiento se refiere a la valoración de la
relevancia positiva de los efectos del programa. Es decir, los programas de tratamiento
de los delincuentes deben servir, en última instancia, para reducir la incidencia y la
prevalencia delictivas. En la medida en que logren estos resultados su validez social se
afianzará.

3.6.3.2. Perspectiva ecológica sobre la delincuencia

Finalmente, un referente ético en la aplicación de programas de tratamiento con


delincuentes lo constituye la adopción de una perspectiva ecológica sobre la
delincuencia. Ya se ha hecho referencia con anterioridad a esta idea. El tratamiento
psicológico es una herramienta técnica para reducir la motivación y el riesgo delictivo de
los delincuentes que sean tratados, pero no es «la solución» de la delincuencia. La
prevención de la delincuencia constituye una aspiración social que trasciende con mucho
el marco del tratamiento de los delincuentes, e incluso el contexto más amplio del
sistema de justicia penal. La siguiente reflexión de Morris y Braukman (1987) continúa
teniendo plena vigencia en la actualidad: «es evidente que una perspectiva restringida en
la solución de los problemas, dirigida a los sujetos delincuentes —jóvenes o adultos—, o
a aislados grupos de ellos, fuera del sistema social que produce o mantiene su
comportamiento, no conducirá fácilmente a cambios efectivos y duraderos. Debe ser

107
tenida en cuenta la ecología de los problemas sociales (...). La delincuencia juvenil y
adulta son problemas tan extensos como la propia sociedad y deben ser acometidos y
analizados como tales» (pp. 51-52).
El modelo TRD, al que ya se ha aludido en el capítulo 1, también desarrolla esta
misma idea de complejidad y multifactorialidad etiológica de las influencias que
favorecen el delito (riesgos sociales, carencias en el apoyo prosocial y exposición a
oportunidades delictivas). Complejidad etiológica que, asimismo, requiere una paralela
multifactorialidad de las actuaciones preventivas: prevención primaria y secundaria, que
eviten los problemas de posible conducta antisocial en su origen; prevención situacional,
que decrezca las oportunidades delictivas; y aplicación de tratamientos que reduzcan el
riesgo de futura reincidencia de quienes anteriormente han cometido delitos. Esta
perspectiva amplia es también la adoptada en El modelo de rehabilitación de las
prisiones catalanas, del Departamento de Justicia de Cataluña, que incluye el modelo
TRD entre sus fundamentos teóricos para el diseño y aplicación de tratamientos
(Direcció General de Serveis Penitenciaris, 2011).

3.7. LA «ACREDITACIÓN TÉCNICA» DE PROGRAMAS DE TRATAMIENTO:


LOS EJEMPLOS DE CANADÁ Y DEL REINO UNIDO

La disponibilidad actual de conocimientos acerca de las condiciones técnicas que


deben reunir los tratamientos con delincuentes ha llevado a algunos países desarrollados
en estas materias, como Canadá y Reino Unido, a establecer mecanismos de control y
acreditación técnica de sus propios programas de tratamiento (Brown, 2013; Goggin y
Gendreau, 2006; Hollin y Palmer, 2006; Hollin, Palmer y Hatcher, 2013; McGuire,
2001a, 2001b; Leschield, Bernfeld y Farrington, 2001). Como ilustración de ello, a
continuación se presentan las pautas y criterios aplicados por el sistema correccional
canadiense para la acreditación de sus programas con delincuentes (así en prisiones
como en la comunidad), criterios que guardan estrecha relación con el modelo de
rehabilitación de Andrews y Bonta (2016) y que son análogos a los establecidos también
en el Reino Unido.
Los programas de rehabilitación correccional que se pretenden acreditar deben
atender a las consideraciones y criterios técnicos que se extractan a continuación:

¿Qué es un programa de tratamiento de delincuentes?

Es una intervención estructurada y dirigida a factores directamente conectados con el


comportamiento delictivo de los delincuentes. El objetivo del sistema penitenciario es
facilitar la rehabilitación de los delincuentes y su reintegración en la comunidad como
ciudadanos respetuosos de la ley mediante la oferta de programas en las prisiones y en la
comunidad.

108
Criterios para el desarrollo de los programas

La Dirección Nacional de Programas es responsable del desarrollo de programas de


rehabilitación a partir de: 1) la detección y análisis de necesidades de los sujetos, y 2) la
revisión de la investigación científica y el análisis de las prácticas actuales sobre
tratamiento de delincuentes. Estos análisis servirán tanto para el diseño de los programas
(su modelo tipo, su estructura y su contenido) como para su proceso de validación. Lo
más importante es que los programas de tratamiento acometan las necesidades
específicas que presentan los delincuentes y promuevan su reintegración eficaz en la
sociedad.

Documentación del programa

Cada programa debe contar con: 1) un manual de aplicación, 2) un manual de


evaluación, 3) un manual de entrenamiento o formación de terapeutas y 4) materiales
complementarios. La descripción que se realice del programa debe incluir: objetivos del
tratamiento, criterios de selección de los destinatarios, intensidad del programa, factores
criminógenos a los que se dirige, frecuencia y duración del programa, y evaluación pre-
y postratamiento.

Intensidad, duración y contexto del programa de tratamiento: coherencia entre


los riesgos y las necesidades de los delincuentes

El nivel de riesgo y las necesidades que presenten los sujetos determinarán la


intensidad, la duración y el contexto de un programa. El Administrador Regional de
Programas de Rehabilitación es el responsable de: 1) garantizar que la infraestructura
del programa sea acorde con las necesidades de los sujetos; 2) facilitar la continuidad
entre programas aplicados en las instituciones y en la comunidad, y 3) asegurar la
aplicación íntegra y completa de los programas de rehabilitación. Es imprescindible
garantizar que los programas de tratamiento funcionen de conformidad con su diseño y
se basen en una teoría criminológica sólida amparada por la investigación.
Los criterios seguidos para determinar la intensidad, duración y contexto de un
programa se presentan en la tabla 3.2.

TABLA 3.2
Criterios de determinación de la intensidad, duración y contexto de un programa de
tratamiento en el sistema penitenciario canadiense

Población objetivo
Intensidad del Duración media Grupos
Riesgo programa
promedio Necesidades

109
Alto. Altas o Alta. Mínimo 15-36 semanas. Cerrados o
moderadas/altas. Mínimo 10-15 h/semana. abiertos:
2 terapeutas.

Moderado- Moderadas a Moderada. 5-25 semanas. Cerrados o


alto. bajas 5-15 h/semana. abiertos:
1 o 2 terapeutas
Moderado. Moderadas. según lo previsto
en el manual.
Moderado- Moderadas a
bajo. altas.

Moderado- Bajas o Baja. 1-16 semanas. Cerrados o


bajo. moderadas a 2-6 h/semana. abiertos:
bajas. 1 terapeuta.
Bajo.

Delincuentes que completan el Mantenimiento. Duración y frecuencia según Grupos abiertos:


programa. criterio del terapeuta y del agente 1 terapeuta.
Con riesgo de moderado a alto. de libertad vigilada.

Funcionamiento y evaluación

Se estructurará y supervisará la evaluación de los tratamientos, a partir de criterios


como los siguientes:

— Tasas de participación completa (es decir, a lo largo de todas las sesiones


previstas) en el programa.
— Evaluación de las mejoras en el logro de los objetivos.
— Influencia de los factores de «responsividad» (o capacidad de respuesta) de los
sujetos ante el programa.
— Satisfacción de los participantes.
— Impacto sobre el comportamiento y el ajuste de los sujetos en las instituciones.
— Tasas de reingreso en las instituciones tras la finalización de una pena o medida.
— Tasas de reincidencia tras la finalización de una pena o medida.
— Costo-efectividad del programa.

Criterios para la acreditación de programas y contextos de aplicación

Una comisión de expertos en programas de rehabilitación valorará y dará la


acreditación (para su aplicación tanto en Canadá como en el Reino Unido) a aquellos
programas que cumplan los siguientes requisitos (Hollin y Palmer, 2006; Hollin, Palmer
y Hatcher, 2013; McGuire, 2001c):

1. Se basen en un modelo de cambio personal con fundamento empírico.


2. Justifiquen adecuadamente la selección de los sujetos.

110
3. Se dirijan a necesidades o factores dinámicos, o de necesidad criminógena, de los
sujetos (es decir, a factores que están directamente conectados con su
comportamiento delictivo).
4. Prevean métodos de aplicación efectivos, lo que incluye la formación y
cualificación necesarias del personal del programa.
5. Se orienten a la enseñanza de habilidades.
6. Debe justificarse adecuadamente la secuencia, intensidad y duración del
tratamiento.
7. Deben prestar atención a la motivación y tomar en cuenta la «responsividad» o
capacidad de respuesta al programa por parte de los participantes.
8. Prevean la continuidad de la atención a los sujetos (después del programa).
9. Contemplen la supervisión que garantice la integridad de la aplicación del
programa.
10. Establezcan procedimientos de evaluación continua del programa.

Criterios de entrenamiento y acreditación del personal del programa

El entrenamiento y diseminación de los programas de tratamiento se realiza a través


de dos figuras distintas y complementarias: los capacitadores o formadores en los
programas, que se encargan de entrenar a los terapeutas; y los propios terapeutas, que
aplican directamente cada programa.
La acreditación de los terapeutas se basa en una propuesta del capacitador a partir del
cumplimiento por cada terapeuta de los siguientes tres criterios: 1) haber completado
adecuadamente el entrenamiento tanto en la teoría como en la práctica del programa; 2)
haber realizado, cuando menos, una aplicación práctica del tratamiento, y 3) haber
superado todas las revisiones de calidad de su trabajo (que incluyen la administración
completa y adecuada del programa, la evaluación de los participantes y la redacción del
informe correspondiente). Además del entrenamiento inicial, los terapeutas deben recibir
un mínimo de tres días de formación continuada por año, y entrenamiento especial en
caso de que se detecten déficits formativos, lleven más de seis meses inactivos en el
programa o se hayan producido cambios relevantes en su diseño o en el contexto en el
que se aplica.

Participación de los destinatarios en los programas

Los participantes son asignados a los tratamientos en función de la evaluación que se


ha realizado de ellos durante los treinta días anteriores al inicio del programa, mediante
entrevistas y otros instrumentos, como cuestionarios, escalas de riesgo, etcétera. Se les
anima a participar en aquellos programas que les son más indicados según sus propias
necesidades. En todo caso, la participación se basa en la voluntariedad y el
consentimiento informado por parte de cada sujeto, para lo cual es necesario que

111
suscriba un documento formal de participación consentida.
El número de participantes en cada programa depende del número de terapeutas: si
para un programa solo se cuenta con un terapeuta, el grupo tendrá un máximo de 10
sujetos; si hay dos terapeutas, hasta 12 sujetos.
El personal que trabaja directamente en el tratamiento es el responsable de recoger la
información necesaria sobre la participación de los sujetos en el programa y sobre sus
progresos en la reducción de los factores de riesgo criminógeno.
Tras finalizar el programa los terapeutas deben emitir un informe postaplicación, que
debe incluir información sobre asistencia y participación, análisis del progreso operado
en el logro de los objetivos (tomando también en cuenta la información recogida del
resto del personal penitenciario que tiene relación con los sujetos), evaluación
psicológica del riesgo (si ha sido solicitada) y recomendaciones para la gestión de los
riesgos que puedan persistir.

RESUMEN

La teoría del aprendizaje social constituye una explicación relevante para el diseño
de programas de tratamiento con delincuentes. Específicamente, la formulación de Akers
considera que en el aprendizaje del comportamiento delictivo intervienen cuatro
mecanismos interrelacionados: 1) la asociación diferencial con personas que muestran
hábitos y actitudes delictivos, 2) la adquisición de definiciones favorables al delito, 3) el
reforzamiento diferencial de los comportamientos delictivos, y 4) la imitación de
modelos prodelictivos.
Aquí se propone un modelo de facetas del comportamiento que sugiere que la mejora
terapéutica global de un sujeto no puede lograrse a partir de la intervención aislada o
combinada sobre sus «hábitos», sus «emociones» y sus «cogniciones», sino que debe
intervenirse coordinadamente sobre todos estos ámbitos o facetas de la conducta.
Se han propuesto dos modelos principales de rehabilitación de los delincuentes. El
primero es el modelo denominado riesgo-necesidades-responsividad, de Andrews y
Bonta, que establece tres grandes principios del tratamiento: 1) el principio de riesgo,
que asevera que los individuos con un mayor riesgo en factores estáticos (históricos y
personales, no modificables) requieren intervenciones más intensivas; 2) el principio de
necesidad, que afirma que los factores dinámicos (tales como hábitos, cogniciones y
actitudes delictivas) y de «necesidad criminógena» (es decir, directamente conectados
con la actividad delictiva de un sujeto) deben ser los objetivos prioritarios del
tratamiento; y 3) el principio de individualización, que advierte sobre la necesidad de
ajustar adecuadamente los tratamientos a las características personales y situacionales de
los delincuentes (su motivación, su reactividad a las técnicas aplicadas, etcétera).
A partir de una metáfora terapéutica tomada de la «terapia de aceptación y
compromiso», se ha propuesto aquí una estructuración de los factores de riesgo delictivo,

112
según su maleabilidad o modificabilidad, en tres categorías: 1) factores estáticos (como
la precocidad delictiva de un sujeto, sus rasgos de impulsividad o psicopatía), que
contribuyen al riesgo actual pero que en general no pueden modificarse;
metafóricamente conformarían «la casa» del individuo, o lo que el sujeto «es», que
esencialmente no puede cambiarse; 2) factores dinámicos, o sustancialmente
modificables (como sus cogniciones, tener amigos delincuentes o su drogadicción);
metafóricamente serían «los muebles» que uno tiene en casa, que pueden ser
reemplazados con relativa facilidad (lo que no significa sin esfuerzo); y 3) se ha añadido
al modelo original de Andrews y Bonta un tercer grupo de factores denominados
parcialmente modificables (tales como la capacidad de autocontrol, la empatía o la
competencia del individuo para prevenir recaídas en el delito); metafóricamente, «las
reformas de la casa», que permitirían ciertas mejoras o adaptaciones positivas en
aspectos profundos de la personalidad humana. Este modelo terapéutico modificado
pretende ilustrar gráficamente qué es lo que los tratamientos con delincuentes pueden
lograr, qué es lo que pueden lograr parcialmente, y qué es lo que no pueden conseguir en
absoluto.
Un modelo de rehabilitación de delincuentes más reciente es el llamado modelo de
buenas vidas o vidas satisfactorias, de Ward y sus colaboradores. Parte de una
perspectiva humanista y prioriza la necesidad de equipar a los sujetos con herramientas
que les permitan vivir vidas mejores y más satisfactorias, por encima del mero desarrollo
de competencias de manejo de los riesgos delictivos. Interpretan el comportamiento
delictivo como una opción errónea en el camino de lograr los bienes primarios que todos
los seres humanos pretenden (mantenimiento de la propia vida, satisfacción en las
relaciones de intimidad, conocimiento, autonomía, etcétera). Se realzan aspectos como
trabajar positivamente con los delincuentes, tomar en cuenta su disposición para cambiar
y la necesidad de unas actitudes favorables de los terapeutas (Day et al., 2010). En
realidad, este modelo confiere relevancia nominal a elementos que forman parte, en
general, de todos los programas de tratamiento actuales, y que son aspectos ya
contemplados por el modelo precedente de Andrews y Bonta.
Complementariamente a los dos modelos precedentes, también se han presentado
esquemáticamente otras perspectivas teóricas sobre rehabilitación de delincuentes que,
asimismo, son consideradas en esta obra. Entre ellas la propia teoría del aprendizaje
social, el modelo cognitivo-conductual, la terapia multisistémica, el etiquetado, etcétera.
Este capítulo ha prestado atención a algunos elementos éticos y jurídicos del
tratamiento en general, y de los delincuentes en particular. Para ello se han revisado
tanto las normas deontológicas del Colegio Oficial de Psicólogos como algunas leyes
que constituyen referentes normativos para el tratamiento clínico. Más allá de las normas
específicas, en el tratamiento de los delincuentes un criterio deontológico de general
utilidad es la consideración de la validez social de los programas aplicados. La validez
social haría referencia a una valoración de la relevancia y pertinencia de los objetivos de

113
los programas de tratamiento y de sus fundamentos técnicos. En suma, los programas
con delincuentes deben resultar beneficiosos para los sujetos tratados y para el sistema
social en el que viven, reduciendo la incidencia y prevalencia delictivas.
En Canadá y el Reino Unido se han establecido sistemas de «acreditación técnica» de
los programas de tratamiento de los delincuentes que atienden a distintos criterios de
intensidad, duración y contexto de los programas, tipos de necesidades abordadas,
fundamentación científica del programa y entrenamiento del personal que los aplicará.
Una comisión internacional de expertos valora cada propuesta de programa de
tratamiento con antelación a que se autorice su aplicación general.

114
4
Necesidades terapéuticas y formulación del
tratamiento

Este capítulo describe en primer lugar la evaluación de las necesidades de tratamiento de sujetos
infractores y grupos de delincuentes. Para ello se presentan los principales instrumentos de
evaluación que pueden utilizarse, tales como entrevistas, cuestionarios, observación del
comportamiento e información documental. Su aplicación puede contribuir a identificar con precisión
las necesidades criminógenas de los participantes en un tratamiento –o factores de riesgo
directamente asociados a su conducta delictiva–, con la finalidad de transformar dichas necesidades
en objetivos de intervención terapéutica. En segundo lugar el capítulo dirige su atención a cómo
formular el programa de tratamiento que pueda resultar más adecuado a cada caso, bien eligiendo
un protocolo de tratamiento ya disponible, bien diseñando un programa nuevo. También se analiza
la cuestión de la integridad de la aplicación de los tratamientos con delincuentes (o administración
apropiada y completa del programa), repasando los principales «obstáculos» o amenazas a dicha
integridad así como algunas de las «soluciones» que pueden favorecerla. Por último, se introduce la
diferenciación entre técnicas psicológicas y programas de tratamiento multifacéticos, y unas y otros
son clasificados en distintas categorías.

Para conocer a fondo las necesidades de tratamiento existentes en el caso de Dani (que se presentó al
principio del capítulo 1) se considera necesario efectuar una evaluación más específica. Para ello se ha previsto
entrevistar a Dani y a algunas personas vinculadas a él. En concreto se ha decidido entrevistar a su madre, a
uno de sus hermanos (con el que mantiene muy buena relación), y también, si Dani lo autoriza, se ha previsto
llamar y entrevistar a la chica con la que ha comenzado a salir recientemente. Se contactará también con su
abogado (directamente o por teléfono) para conocer con precisión las actuales circunstancias procesales de
Dani. Además, se va a revisar toda la documentación e informes sobre Dani a los que se tenga acceso, tanto en
el ámbito de justicia juvenil como en el de prisiones (testimonios de sentencia por delitos anteriores, informes
escolares, psicológicos, sociales, etcétera). Por último, se aplicarán algunos cuestionarios y escalas para evaluar
variables psicológicas como impulsividad, competencia interpersonal y asertividad, empatía y expectativas de
cambio. También se le valorará en una escala de riesgo de violencia y delincuencia. En función de los datos
que se vayan recogiendo es posible que también se efectúen otras evaluaciones complementarias.

4.1. TÉCNICAS E INSTRUMENTOS DE EVALUACIÓN

Para poder establecer un plan de tratamiento adecuado para un sujeto o grupo de


sujetos es imprescindible que antes se evalúen sus necesidades terapéuticas (Llavona,
1984, 2004, 2016), incluyendo posibles déficits o excesos de comportamiento,
distorsiones cognitivas y justificaciones delictivas, y eventuales disfunciones
emocionales. La evaluación de necesidades terapéuticas comporta también la
ponderación de las circunstancias personales, sociales y situacionales bajo las que se
producen los comportamientos problemáticos.

115
Para ello pueden utilizarse métodos de evaluación directos (generalmente la
observación de conducta, aunque también cabría el uso de registros psicofisiológicos) e
indirectos (entrevistas, cuestionarios y autorregistros) (Llavona, 1984). En función de la
naturaleza del tipo de respuestas o comportamientos que se deseen evaluar y de la
disponibilidad o no de instrumentación estándar para su medida, puede efectuarse una
clasificación de los instrumentos de evaluación más adecuados tal y como se ilustra en la
figura 4.1 (Anguera y Redondo, 1991).

Figura 4.1.—Instrumentos de evaluación psicológica.

Entre los instrumentos estandarizados más frecuentes en psicología se encuentran los


cuestionarios, los tests y otras pruebas psicológicas de inteligencia, rendimiento,
personalidad, etcétera (siendo más infrecuente el uso de evaluaciones psicofisiológicas,
lo que requiere un instrumental más sofisticado; Fernández-Abascal y Roa, 2016).
Cuando para determinada conducta o variable personal que se desee evaluar no exista un
instrumento estandarizado específico caben dos opciones posibles: si se trata de un
comportamiento explícito y observable, la mejor opción es diseñar un registro de
observación de conducta o, si la conducta solo es accesible al propio sujeto (conductas
privadas, pensamientos, emociones), un autorregistro; en cambio, si el comportamiento
no es directamente observable, por corresponder, por ejemplo, al pasado del individuo,
las mejores opciones son el recurso a la entrevista y a la recogida de información
documental sobre el sujeto.
En todo caso, tanto la entrevista como la recogida de información documental (así
como los restantes sistemas e instrumentos de evaluación aquí mencionados) pueden
formar parte de cualquier proceso de evaluación de necesidades a los efectos de aplicar
un tratamiento. En intervención con adultos los instrumentos más utilizados suelen ser
las entrevistas, los cuestionarios y los autorregistros de conducta. En el trabajo

116
terapéutico con adolescentes y jóvenes también puede ser de gran utilidad la observación
externa de su comportamiento por parte de educadores y terapeutas.
A continuación se comentan algunos de los instrumentos de evaluación mencionados.

4.1.1. Entrevista y exploración de la conducta delictiva

La entrevista es uno de los instrumentos psicológicos más importantes, no solo para


la recogida de información sobre los participantes en un tratamiento sino también para la
intervención terapéutica con ellos (Barlow y Durand, 2001). Con delincuentes la
entrevista se utiliza con asiduidad como medio para obtener información proveniente de
los propios sujetos, de sus familiares y de otros allegados, respecto de sus problemáticas
particulares, sus actividades cotidianas y modos de vida, su historia personal, sus
pensamientos, actitudes, emociones, etcétera. La información recogida mediante las
entrevistas forma el cuerpo fundamental de los procesos de evaluación de los
delincuentes (Marchiori, 2014a; Rodríguez Manzanera, 2016b). El grado de
estructuración y «directividad» de las entrevistas es diverso, y en su desarrollo suelen
incluirse otros instrumentos evaluativos como cuestionarios, registros de
autoobservación y, si son necesarias, pruebas psicológicas estandarizadas (Goldstein,
2001). El uso de la entrevista puede ser obligado en la mayoría de los casos. Sin
embargo, su utilización en solitario presenta riesgo de subjetividad, por lo que es
aconsejable su empleo en combinación con otros procedimientos de evaluación.
Uno de los objetivos principales de las entrevistas de evaluación preparatorias de un
tratamiento es el análisis funcional del comportamiento de los participantes, con una
doble finalidad: la primera, clarificar en la mayor medida posible los comportamientos y
otros aspectos cognitivos o emocionales del sujeto que favorecen su actividad delictiva
(Garrido, 2005c; Llavona, 2016); y la segunda, indagar las condiciones y circunstancias
en las que las conductas delictivas resultan más probables, así como los correlatos
cognitivos y emocionales que se asocian a ellas: es decir, especificar las condiciones
antecedentes que estimulan o facilitan el comportamiento delictivo (por ejemplo,
encuentros con amigos delincuentes, abuso de alcohol, etcétera) y las consecuencias
gratificantes que resultan de dicho comportamiento.
No existe un formato de entrevista de evaluación único e ideal. Una recomendación
general puede ser que la entrevista sea lo suficientemente flexible para permitir al
entrevistado contar todo aquello que desee, pero a la vez que también se enfoque hacia
los aspectos relevantes de los problemas analizados y de las contingencias o
circunstancias que los favorecen. Un buen entrenamiento inicial, y después la propia
práctica regular, irán convirtiendo al entrevistador novel en un entrevistador experto.
Entre las principales ventajas de la entrevista se encuentran su flexibilidad o
adaptabilidad a cada circunstancia, la facilitación de la relación interpersonal entre
terapeuta y participante, la posibilidad de efectuar una observación directa de la conducta

117
del sujeto evaluado, así como la amplitud de información que puede ofrecer sobre el
mismo. Entre sus limitaciones está su mayor coste en tiempo y dedicación, frente al
mayor automatismo de otros instrumentos como los cuestionarios. También la
posibilidad de que se produzcan sesgos o errores de percepción del sujeto evaluado,
como el efecto primacía, o realce de la primera impresión producida por el sujeto; o el
efecto halo, consistente en centrarse en una sola característica del entrevistado (Sierra,
Buela-Casal, Garzón y Fernández, 2001). De ahí que sea imprescindible un buen
entrenamiento de los profesionales del tratamiento en la técnica de la entrevista, para
garantizar su utilización adecuada y eficaz.

4.1.2. Cuestionarios

En la actualidad existen decenas de instrumentos de autoinforme, cuestionarios,


inventarios y escalas para la evaluación psicológica tanto general como de trastornos y
problemas de conducta específicos. Ya en 1988 el Dictionary of Behavioral Assessment
Techniques, de Hersen y Bellack, incluía 286 instrumentos de evaluación psicológica, de
los que la mayoría eran catalogados como técnicas de autoinforme, destinadas
prioritariamente a evaluar trastornos de ansiedad, depresión y asertividad (Miguel Tobal,
2004). Muchos de estos instrumentos, cuyo número ha aumentado considerablemente,
proceden del contexto científico anglosajón y no suelen estar convenientemente
adaptados y validados para otras poblaciones. Con todo, su traducción y empleo para la
evaluación psicológica puede ser de gran utilidad y ahorrar tiempo y esfuerzos
innecesarios.
Una amplia revisión de instrumentos evaluativos en psicología clínica puede
encontrarse en la obra de Corcoran y Fischer (2013) Measures for Clinical Practice: A
Sourcebook. Esta obra, en dos volúmenes, el primero dedicado a parejas, familias y
niños, y el segundo a adultos, constituye un excelente compendio de consulta sobre los
instrumentos de evaluación disponibles en inglés en diversas áreas clínicas. Ambos
volúmenes incluyen en conjunto múltiples áreas de evaluación, tanto de los ámbitos
clínicos más habituales (ansiedad, creencias, depresión, problemas alimentarios,
adicciones, tratamientos, etcétera) como en sectores de salud y de evaluación forense
(violación, abuso, culpabilidad...). En todas estas áreas se describen y presentan más de
cuatrocientos instrumentos evaluativos, para cada uno de los cuales se ofrece
información sucinta sobre su creación, sistema de aplicación y medida de puntuaciones
(así como respecto de las principales pruebas de fiabilidad y validez efectuadas sobre el
mismo).
Muñoz, Roa, Pérez, Santos-Olmo y de Vicente (2002) publicaron un buen libro en
español sobre instrumentos de evaluación psicológica, que constituyó un auténtico
vademécum de instrumental evaluativo de elección para distintos trastornos
psicológicos. Además de cuestionarios, inventarios y escalas, incluye también guías de

118
entrevistas, de autoobservación, registros de observación y, para algunos trastornos, otras
técnicas de evaluación psicofisiológica, ejercicios, etcétera. Pueden encontrarse tanto
instrumentos diagnósticos generales (de salud y calidad de vida, de funcionamiento
psicosocial y de satisfacción de los participantes en un tratamiento) como técnicas
evaluativas por trastornos específicos (fobias, trastorno de pánico, obsesivo-compulsivo,
estrés postraumático, trastornos depresivos y bipolares, trastornos de adaptación,
trastornos somatomorfos y facticios, trastornos disociativos, trastornos sexuales y
problemas de pareja, trastornos de la alimentación, juego patológico, trastornos por
sustancias, esquizofrenia, trastornos de personalidad y trastornos cognitivos). Aunque la
obra no contiene, por razones de volumen y de derechos editoriales, los propios
instrumentos de evaluación, incluye un resumen de cada instrumento catalogado, sus
aplicaciones, sus referencias científicas básicas y su localización. Asimismo, incorpora
una sucinta guía de recursos de evaluación mental en Internet.
Las obras a las que se ha aludido contienen también instrumental psicológico diverso
para la evaluación de distintas problemáticas o aspectos relacionados con el
comportamiento delictivo de jóvenes y adultos, en los ámbitos de la comunicación y las
relaciones humanas, las habilidades sociales, la vinculación familiar, las relaciones de
pareja y la violencia familiar, el abuso y agresión sexual, y otras áreas. Además, otros
muchos materiales compendiados en ellas, tales como guías de entrevista y registros de
observación, pueden constituir referentes interesantes para su adaptación ad hoc al
campo de la evaluación psicológica de los delincuentes.

4.1.3. Observación y autoobservación de la conducta

La observación directa del comportamiento en el medio natural de los sujetos


constituye una de las herramientas de mayor utilidad para la evaluación psicológica
general, y también puede serlo, pese a las dificultades específicas de este campo, para la
evaluación de los delincuentes (Rodríguez Manzanera, 2016b). La elaboración de un
registro observacional, aquí dirigido al comportamiento delictivo, requiere los siguientes
pasos (Anguera, 1985; Crespo y Larroy, 1998; Rojo, 2016):

1. En primer lugar hay que describir el «problema o problemas de conducta


antisocial» de forma operativa, de modo que se facilite su observación y medida,
ya se trate de excesos de conducta, como por ejemplo que el individuo insulta a
sus amigos provoca a personas por la calle, interpreta que habitualmente la gente
«le mira mal» y de forma provocadora, consume ciertas drogas, bebe alcohol en
exceso antes de ir a su casa, etcétera, o de comportamientos en los que el
individuo es deficitario, como por ejemplo que no presta atención a lo que otros le
dicen, no sabe expresar sus deseos si no es de manera agresiva, no pide nunca
disculpas ante situaciones de conflicto interpersonal, no tiene rutinas de vida

119
regulares (horarios habituales de levantarse y acostarse, actividades formativas o
laborales periódicas, comidas...).
2. Los comportamientos seleccionados se consignan en una lista de observación o de
autoobservación, según el caso.
3. Para cada comportamiento observado se determina el método de medida más
apropiado: frecuencia, por ejemplo para conductas como insultar a otras personas;
duración, por ejemplo para medir el tiempo durante el cual un sujeto está
pensando acerca de la posible comisión de determinado delito; o intensidad o
fuerza de una respuesta para ponderar, por ejemplo las expresiones de ira, como de
baja, media o alta intensidad, o bien a partir de una escala de 0-5 puntos.
4. Hay que delimitar el lugar o lugares de observación (en casa, en contextos de
encuentro con los amigos, etcétera).
5. Por último, hay que establecer también el tiempo y la periodicidad de las
observaciones, de forma que resulten factibles. Para ello puede efectuarse, por
ejemplo, un muestreo observacional de un tiempo variable (por ejemplo, 1-60
minutos) durante unidades de observación diarias, semanales o mensuales.
6. Es recomendable, asimismo, comprobar la fiabilidad de las observaciones de
conducta a partir de planificar, al menos temporalmente, su observación paralela
por parte de dos o más observadores independientes (Rojo, 2016). Ello permitirá
calcular un índice de fiabilidad inter-observadores, dividiendo el número de
acuerdos entre observadores por el número total de observaciones (acuerdos más
desacuerdos). Suele considerarse que un índice de acuerdo de 0,80 o superior
garantiza un nivel adecuado de fiabilidad observacional.

Siguiendo los pasos descritos, pueden construirse variados registros de observación


de muchos comportamientos de interés para la evaluación y el tratamiento de los
delincuentes juveniles y adultos. Los datos que se obtengan pueden después elaborarse
numéricamente y transcribirse a gráficas que reflejen la evolución de la frecuencia,
duración o intensidad de los comportamientos observados.
En paralelo a las grandes ventajas de la observación directa del comportamiento, esta
también presenta dos problemas metodológicos relevantes.
El primero, el llamado efecto reactivo, consiste en que al introducir un observador
externo en un contexto natural (un aula con altas tasas de violencia, una plaza pública
donde se venden drogas, el patio de una prisión, etcétera) puede producirse una
alteración de los comportamientos que son habituales en tal contexto. Esta reactividad
puede amortiguarse introduciendo al observador en el contexto con antelación a que
deba realizarse la observación, facilitando así que los sujetos se habitúen a su presencia.
El segundo problema es el denominado efecto experimentador o efecto observador
(Rosenthal, 1966). Hace referencia a que el observador puede introducir, a partir de sus
propias hipótesis y creencias acerca del sujeto y sus conductas, ciertas distorsiones

120
inconscientes en los datos registrados, que ajusten mejor dichos datos a sus propias
preconcepciones y expectativas.
Por otro lado, algunos correlatos del comportamiento delictivo pueden ser
difícilmente observables por terceras personas, ya sea por tratarse de conductas internas
(por ejemplo, sus pensamientos de agresión) o bien porque acontecen en interacciones
privadas o íntimas (por ejemplo, diversos comportamientos de maltrato o de agresión
sexual). Ante ello, la alternativa más conveniente puede ser entrenar al sujeto en la
autoobservación y el autorregistro de aquellas conductas, pensamientos o emociones que
deban ser evaluadas a efectos del tratamiento. Del mismo modo que en las
heteroobservaciones, en los autorregistros las conductas pueden también medirse en
términos de frecuencia, duración e intensidad (por ejemplo, de la tensión muscular que
para un individuo puede ser precursora de sus explosiones de ira y violencia).
También la autoobservación puede generar un efecto reactivo en el propio sujeto
(Crespo y Larroy, 1998) que haga que, al comenzar a registrar sus comportamientos,
estos se alteren en relación con lo que suele ser su frecuencia o intensidad más habitual.
Dicha reactividad puede, asimismo, disminuirse mediante la práctica.

4.1.4. Información documental

Extracto de un escrito judicial:


«Pido que se aclare a este juzgado el comentario que consta en su informe sobre una reinserción social “muy
dudosa” del penado, atendido el medio social al que volverá, la carencia de trabajo comprobable, la forma en
que el sujeto participó en su día en el asesinato por el que está condenado, la dudosa procedencia de los
ingresos familiares, la muerte violenta de su madre, la relación que se establece entre marginalidad del sujeto y
delito cometido, y el problema de toxicomanía que no ha sido superado.»

A la hora de evaluar a sujetos delincuentes, resultará de gran utilidad también recoger


y revisar toda aquella información documental disponible entre sus antecedentes
(terapéuticos, policiales, judiciales o penitenciarios), cuestionarios biográficos que se le
hayan aplicado con antelación, inventarios de conductas problemáticas, de
comportamientos sociales, cuestionarios de refuerzos, etcétera. Toda esta información
puede ayudar a clarificar muchos aspectos del caso y a realizar el análisis funcional
correspondiente para ajustar adecuadamente el programa de tratamiento.

4.2. EVALUACIÓN DE NECESIDADES TERAPÉUTICAS

A partir de los instrumentos de evaluación mencionados puede obtenerse información


relevante sobre los sujetos destinatarios de un tratamiento. Sin embargo, si se cuenta con
información muy abultada y «excesiva» sobre los casos, puede resultar más difícil
concretar las necesidades terapéuticas de los sujetos y los factores que se relacionan con
ellas. Labrador (2002) ha señalado la conveniencia de que la evaluación que se orienta al

121
tratamiento sea lo más breve y precisa posible, utilizando si es posible instrumentos
validados para problemas específicos y evitando largos procesos evaluativos de carácter
general (sobre amplios antecedentes familiares, la infancia, la historia sexual, etcétera).
Kanfer y Schefft (1988) prescribieron que el terapeuta debería activar durante la fase
evaluativa previa al tratamiento las siguientes seis reglas de pensamiento:

1. Pensar en conducta y no en aspectos globales del problema del sujeto.


2. Pensar en soluciones.
3. Pensar en positivo.
4. Pensar en pequeños pasos.
5. Pensar de manera flexible.
6. Pensar en futuro.

Para especificar al máximo los problemas y necesidades terapéuticas individuales y


los posibles factores relacionados con ellos, resultan especialmente útiles tanto el
análisis topográfico o descriptivo del comportamiento problemático como el análisis
funcional de dicho comportamiento (Muñoz, 2002, 2004).

4.2.1. Análisis topográfico de la conducta delictiva y las necesidades


terapéuticas
Como resultado de la evaluación efectuada en el caso de Dani (presentado en el capítulo 1) se han
identificado inicialmente los siguientes problemas principales.
Dani muestra una frecuencia elevada de los siguientes comportamientos problemáticos:

— Hurta, roba y agrede a otras personas con habitualidad.


— Se irrita con facilidad y gran intensidad.
— Insulta, amenaza y acosa a otros para lograr lo que desea.
— Muestra una elevada impulsividad: hace lo primero que le viene a la cabeza.
— Consume, cuando tiene dinero, pastillas y cocaína.
— Va diariamente a un bar en el que se encuentra con sus amigos, la mayoría de ellos
delincuentes y consumidores de drogas.
— Frecuentemente se emborracha.
— Llega tarde y falta a menudo al trabajo, con cualquier excusa.
— Desconfía de las personas que no conoce y suele malinterpretar como amenaza lo
que dicen y hacen.
— Se pone nervioso cuando conversa con otras personas y no sabe explicarse
adecuadamente.
— Manifiesta muchos pensamientos distorsionados y de justificación de su vida
delictiva (no cree que haga daño a nadie y considera que todo el mundo, de una
manera u otra, roba).

122
En cambio, Dani muestra carencias severas en las siguientes conductas y habilidades,
que son necesarias para poder llevar una vida personal y social satisfactoria:

— Su nivel educativo reglado es muy bajo, con grandes lagunas culturales.


— Carece de formación laboral específica.
— Carece de intereses de ocio, deportivos, culturales, etcétera (más allá de ir al bar
con los amigos).
— Carece de amigos y otros vínculos prosociales (excepto una chica con la que ha
empezado a salir recientemente).
— Presenta baja competencia en habilidades sociales: de escucha, conversacionales,
asertivas, de comunicación de emociones y de negociación.
— Incapacidad actual para reflexionar mínimamente antes de actuar.
— Su nivel de «desarrollo moral» es muy bajo, lo que le hace basar sus decisiones
exclusivamente en el propio beneficio inmediato.
— Aunque su madre reiteradamente lo ha intentado, Dani nunca ha asumido ninguna
obligación en relación con las tareas y responsabilidades domésticas (hacer la
compra, preparar la comida, cuidado de su ropa, limpieza de su habitación,
chapuzas domésticas, etcétera).
— Su nivel de aseo personal (ducha, afeitado, cambiarse de ropa) es bastante
deficitario.

Las conductas y reacciones humanas pueden ser desglosadas en pequeñas unidades de


análisis o respuestas (RR). En un sentido amplio, son respuestas todo aquello que el
individuo hace (respuestas motoras), aquello que involuntariamente le sucede
(respuestas autonómicas y glandulares; por ejemplo, se encuentra nervioso, tenso,
angustiado), y lo que dice o piensa (respuestas verbales y cognitivas). Existen diferentes
parámetros de medida de las respuestas. Los más importantes son, como ya se ha
comentado, la frecuencia, que mide el número de veces que se produce una respuesta; la
duración, que es el tiempo durante el cual un sujeto lleva a cabo una respuesta, y la
intensidad o grado de manifestación de una respuesta (por ejemplo, emocional).
Desde una perspectiva psicológica general, la finalidad del análisis topográfico de la
conducta es recoger información sobre los comportamientos (motores, emocionales y
cognitivos) de cada sujeto evaluado y cuantificarlos, para determinar si resultan
inapropiados por exceso, por defecto o por inadecuación contextual (Godoy, 1998). El
primer resultado del análisis topográfico será el establecimiento de una línea base de los
comportamientos problemáticos, o medida de la probabilidad promedio con la que estos
se producen. Además, dicho análisis puede permitir también la ponderación de los
síntomas mostrados por el sujeto en términos de las clasificaciones diagnósticas
globales, DSM (Guía de consulta de los criterios diagnósticos del DSM-5TM, American
Psychiatry Association, 2014), y CIE-10 (Clasificación Internacional de las
Enfermedades) (Echeburúa, 1993). La clasificación diagnóstica realizada puede a su vez

123
ayudar, a partir de las actuales guías de tratamientos basados en la evidencia, a la
formulación de una primera hipótesis sobre qué tratamientos podrían resultar más
recomendables.
El análisis topográfico del comportamiento delictivo se concretaría en definir,
identificar, registrar y medir, como excesos de conducta, la frecuencia e intensidad de
hábitos, emociones, pensamientos, actitudes, etcétera, que favorecen la actividad
delictiva; y, como déficits de conducta, aquellas manifestaciones de comportamiento
social imprescindible que escasean en el repertorio del sujeto y por ello dificultan sus
actuaciones prosociales. Muchos delincuentes suelen mostrar una elevada frecuencia de
comportamientos tales como golpear, acosar, intimidar, hostigar y manipular a otras
personas. Por el contrario, a menudo son deficitarios en conductas socialmente deseables
como escuchar a otros, aceptar sugerencias, negociar las discrepancias, identificar sus
propios sentimientos y deseos, así como los de las otras personas, afrontar de forma
apropiada (sin violencia) las críticas y acusaciones de otros, y responder eficazmente a
las incomodidades que puedan causarles otras personas, evitando reaccionar de forma
iracunda (Goldstein y Glick, 2001). También suelen ser precarios en hábitos laborales,
responsabilidad familiar, aficiones culturales y de ocio prosocial, etcétera.
A partir de ello, las conductas o respuestas de los participantes en un tratamiento se
podrían clasificar en 1) aquellas conductas que hay que mantener, porque ya son
adecuadas y positivas; 2) aquellas otras que hay que incrementar: es decir, todas
aquellos comportamientos necesarios para llevar una vida prosocial sin cometer delitos,
pero en los que muchos delincuentes acostumbran a ser deficitarios; y 3) aquellas
respuestas que deben reducirse o eliminarse, incluyendo los comportamientos violentos
y delictivos, el consumo de drogas, etcétera.

4.2.2. Análisis funcional de la conducta delictiva


El análisis funcional efectuado en el caso de Dani ha llevado a identificar los siguientes elementos
antecedentes y consecuentes favorecedores del comportamiento delictivo:

Antecedentes

— Gran fuerza actual de sus hábitos antisociales, debido a las muchas experiencias
delictivas previas que han sido reforzadas (por los amigos, mediante la obtención
de dinero, etcétera).
— Gran fuerza de los hábitos de consumo de sustancias tóxicas, asociada también a
la experiencia repetida y a un cierto grado de adicción.
— Precipitación de ansiedad en situaciones de interacción social, debido a que no se
ve capaz de resolverlas adecuadamente.
— Interpretación sesgada (como amenazas) de lo que dicen y hacen otras personas.
— Modelado de amigos delincuentes y consumidores de drogas (a los que propende a

124
imitar).
— Incitación por parte de los amigos para cometer delitos y consumir drogas.
— Mayor presencia de oportunidades delictivas en los contextos físicos de encuentro
con los amigos (bares habituales, plaza del barrio en que se venden drogas,
etcétera).
— Escasez de dinero para cubrir sus necesidades y deseos.
— Multitud de «definiciones» de conducta favorables a la delincuencia y al consumo
de drogas (que incitan a cometer delitos, ser violento y consumir drogas) y
contrarias a los estilos de vida prosociales.

Consecuencias y gratificaciones de la conducta delictiva

— Posibilidad de llevar una vida «fácil», sin demasiadas obligaciones.


— Obtención de dinero rápido sin esfuerzo.
— Evitar el sacrificio y la monotonía del trabajo, los horarios, las obligaciones
domésticas, etcétera.
— Efectos psicofarmacológicos «gratificantes» de los consumos de drogas.
— Reducción de la tensión acumulada.
— Vengarse de los «enemigos».
— Reforzamiento social por parte de los amigos y colegas.
— «Coherencia» de llevar un estilo de vida delictivo con las propias «definiciones»
normativas de Dani sobre su conducta y sobre la conducta de los otros:
autorreforzamiento de la conducta delictiva.

Como puede verse, el análisis funcional de la conducta permite encontrar relaciones


de contingencia entre factores de un determinado ambiente estimular y el
comportamiento de los individuos sobre los que el ambiente influye, en una doble
vertiente: en primer lugar, identificando aquellos estímulos (externos o internos) que
anteceden a la conducta y la elicitan o propician (a lo que se ha denominado estímulos
discriminativos); en segundo término, especificando los efectos que llegan al sujeto
cuando la conducta es emitida (es decir, las consecuencias que tiene la conducta para él)
y controlan su realización futura (O’Neill, Horner, Albin, Storey y Sprague, 1993).
Complementariamente a ello, en el contexto del análisis funcional también se
deberían explorar los siguientes aspectos (García Fernández-Abascal y Vallejo, 1998;
Kanfer y Saslow, 1965; Villareal Coindreau, 1986):

1. Análisis de la capacidad de autocontrol con que cuenta el sujeto, para conocer los
recursos personales de que dispone y que pueden facilitar (o dificultar, si no
dispone de ellos) el proceso terapéutico.
2. Análisis de las relaciones sociales del individuo, determinando qué personas son
las más relevantes en su contexto como posibles fuentes de estimulación y

125
reforzamiento.
3. En términos más amplios, análisis del entorno físico, social y cultural del
individuo y determinación de las posibles relaciones de contingencia que tales
contextos puedan tener con su comportamiento, de cara a poderlos utilizar como
motores del cambio.

4.3. FORMULACIÓN DEL PROGRAMA DE TRATAMIENTO


«Pensamos en generalidades, pero vivimos en detalles.»

ALFRED NORTH WHITEHEAD (1861-1947),


matemático y filósofo británico.

A partir del análisis funcional efectuado, podrán formularse hipótesis plausibles sobre
la interrelación existente entre las conductas antisociales de una persona y determinados
factores precipitantes o mantenedores de tales conductas, cuyo cambio y mejora serán
los objetivos centrales del tratamiento (Cone, 1997). A continuación el terapeuta deberá
comunicar a cada participante las conclusiones que ha obtenido acerca de los factores
principales que se asocian a sus problemas de comportamiento y las estrategias de
resolución que considera más adecuadas para él. Ello es importante, ya que se ha
documentado una relación positiva entre la adecuada comprensión por parte del sujeto
del origen probable de sus problemas y el resultado favorable de la terapia (Fennell y
Teasdale, 1987).
En el tratamiento de grupos de delincuentes diversas variables pueden ser relevantes
para facilitar o dificultar la viabilidad y eficacia de un programa (Gendreau, Goggin y
Smith, 2001). En primer lugar, las variables organizacionales de los centros en que se
desarrollan los tratamientos, relativas a sus estructuras, normas de funcionamiento,
expectativas y necesidades institucionales, personal disponible para el desarrollo del
programa, prioridades y demandas que dicho personal recibe, formación específica sobre
tratamiento de delincuentes, etcétera. Todas estas variables deben ser consideradas en
cualquier programa terapéutico, pero especialmente en los programas que se aplican en
instituciones cerradas como prisiones o centros de menores. Tales instituciones son, por
su propia naturaleza, especialmente sensibles y homeostáticas, en el sentido de que la
alteración de un factor institucional específico (por ejemplo, relativo a la seguridad o a
algún colectivo profesional del centro) puede fácilmente interferir con la factibilidad o
no de aplicar determinado tratamiento.
En segundo término, también son variables relevantes para la viabilidad de un
programa cuáles son sus principales características, por lo que se refiere a su
estructuración, materiales requeridos, duración, intensidad, y necesidades de personal y
espacios para su aplicación. En las instituciones de internamiento de delincuentes no

126
siempre existirán unas condiciones ideales para la aplicación de programas de
tratamiento. Por ello, para su favorecimiento, generalmente deberá arribarse a un
compromiso razonable y pragmático entre los requerimientos científico-técnicos ideales
de aplicación del programa y las condiciones exigibles para su viabilidad práctica,
atendidas las circunstancias concretas y los recursos disponibles. En principio, puede
tener mayor interés a medio y largo plazo un programa de tratamiento más modesto que
se inserte con naturalidad y suavidad en las rutinas institucionales (lo que quizá
comporte que pueda realizarse por su propio personal técnico, en espacios tal vez
reducidos y poco dotados, en horarios compatibles, etcétera), que otro con mayor
sofisticación técnica, pero más forzado y excepcional.
El tercer aspecto destacado, y quizá el más importante, que condiciona la
aplicabilidad de programas de tratamiento con delincuentes es el relativo a los
profesionales que los tienen que aplicar. Como principio general, los terapeutas de
delincuentes tienen que contar con la formación teórica, el entrenamiento práctico y la
motivación necesarios para que un programa se desarrolle con integridad, de principio a
fin. Son muchos los obstáculos que pueden surgir en el camino de la aplicación de
tratamientos con delincuentes (incluidos aspectos ideológicos y de rechazo, de
seguridad, burocráticos, de prioridades, de medios materiales, etcétera) (McGuire et al.,
2008). Por ello, sin una motivación y convicción firmes de los propios terapeutas y de
los responsables de las instituciones, será muy difícil que un programa de tratamiento se
acabe verdaderamente aplicando y se mantenga adecuadamente a lo largo del tiempo.

4.3.1. Objetivos del tratamiento: necesidades criminógenas


En el caso de Dani se han establecido, de forma provisional, los siguientes objetivos de tratamiento:

Desarrollar los siguientes comportamientos y habilidades:

— Motivarle y facilitar la mejora de su nivel educativo general y reglado.


— Motivarle y ofrecerle una formación profesional específica (en mecánica, de
acuerdo con su propia preferencia).
— Facilitarle que pueda vincularse a un equipo de fútbol (como él desea).
— Conectarle a una actividad cultural o recreativa municipal en su barrio (para ello
se analizarán con él sus propios intereses, así como las posibilidades existentes en
el barrio).
— Entrenarle en competencia psicosocial, a partir de alguno de los programas
grupales ya disponibles, que incluya, como mínimo, ingredientes terapéuticos en
«habilidades sociales», «reestructuración cognitiva», «control emocional» y
«desarrollo de valores».
— Acordar con su madre (mediante «un contrato conductual») la asunción progresiva
por parte de Dani de algunas responsabilidades domésticas (poner y recoger la

127
mesa, fregar los platos, hacer su cama, limpiar y ordenar su habitación).
— Incorporar en el «contrato», bajo supervisión de la madre, la mejora de los niveles
de higiene y aseo de Dani.
— Promover el mantenimiento de su actual empleo, y la mejora de su situación
laboral si es posible (con un mejor salario y condiciones contractuales).
— Implicar en los desarrollos terapéuticos, siempre que a ella le parezca bien, a la
chica con la que Dani ha empezado a salir.
Reducir los siguientes comportamientos y hábitos:

— Hurtar y robar.
— Insultar, acosar, amenazar y agredir a otras personas.
— Las expresiones de ira descontrolada.
— Los comportamientos impulsivos.
— Los consumos de alcohol, cocaína y pastillas.
— Los encuentros con amigos delincuentes y consumidores de drogas.
— Las faltas e impuntualidades laborales.
— Sus pensamientos distorsionados sobre las supuestas malas intenciones de las
otras personas.
— Sus «definiciones» y justificaciones de la violencia y la delincuencia.

Se han señalado algunos objetivos generales que serían comunes a todos los
tratamientos psicológicos (Kleinke, 1998): 1) superar la desmoralización que suele
mostrar cualquier persona que experimenta durante mucho tiempo un problema del que
no sabe salir (la propia conducta delictiva y otras dificultades vinculadas, como
encarcelamiento, consumo de drogas, enfermedades diversas, etcétera) y conferirle
esperanza sobre las posibilidades «reales» de mejorar su situación; 2) favorecer su
competencia personal, su autoeficacia y su autocontrol; 3) ayudar a los participantes a
cambiar sus frecuentes estilos «evitativos» de afrontamiento de sus problemas
(aplazando indefinidamente, con distintas excusas, la solución), y 4) fomentar que
adquieran mayor conciencia sobre la influencia recíproca que existe entre cómo piensan,
cómo sienten y cómo actúan, todo lo cual contribuye a mantener y prolongar sus
respectivas dificultades y problemas.
Además de estos objetivos generales y comunes, cada tratamiento persigue objetivos
concretos de solución o mejora de los problemas de cada sujeto o grupo, enseñando a
estos nuevas habilidades para afrontarlos con mayor eficacia. Lo habitual y adecuado es
jerarquizar los objetivos del tratamiento: dirigirlo inicialmente a objetivos modestos que
puedan lograrse más fácilmente, incrementando así la confianza y motivación de los
participantes, y después plantear nuevos retos más ambiciosos (Bartolomé, Carrobles,
Costa y Del Ser, 1977).
Como ya se ha comentado, los objetivos preferentes del tratamiento de los

128
delincuentes son los factores dinámicos de riesgo, o necesidades criminógenas
directamente relacionadas con el delito, tales como los hábitos delictivos, las creencias
justificadoras del delito y la falta de control emocional (Hoge et al., 2015; Israel y Hong,
2006; Polaschek y Reynolds, 2001; Yesberg y Polaschek, 2014). Más concretamente,
Andrews y Bonta (2006, 2016; Andrews, 1996; Looman y Abracen, 2013) se han
referido a los siguientes, definiéndolos como los «ocho grandes» factores de
riesgo/necesidad asociados al comportamiento criminal (y que, en consecuencia,
deberían priorizarse entre los objetivos del tratamiento):

1. Historia previa de comportamiento antisocial, generalmente caracterizada por la


implicación en múltiples conductas delictivas en variados contextos.
2. Rasgos y factores de personalidad antisocial, como impulsividad, propensión al
riesgo, tendencia a la búsqueda de sensaciones, agresividad, egocentrismo,
insensibilidad y dureza emocional. Estos rasgos suelen conectarse con déficits en
autocontrol, manejo de la ira y dificultad de resolución de problemas
interpersonales.
3. Cogniciones antisociales, incluyendo actitudes, valores, racionalizaciones y
estados cognitivo-afectivos potenciadores de la conducta delictiva.
4. Vinculación a personas y grupos antisociales, y carencia o escasez de vínculos
prosociales, lo que claramente favorecería la repetición o reincidencia delictiva.
5. Problemas familiares, especialmente en relación con la pareja: escaso afecto,
cohesión familiar, falta de recursos, discusiones o peleas, etcétera. Para el caso de
niños y jóvenes, los problemas familiares pueden referirse a pobre supervisión y
crianza de los hijos (incluyendo control punitivo) y a abandono y abuso infantil.
Se ha sugerido que una disciplina familiar descontrolada y punitiva podría incluso
favorecer la aparición de síntomas y conductas precursoras de futura psicopatía
(Bayliss, Miller y Henderson, 2010; López-Romero, Romero y Villar, 2012).
6. Problemas educativos y de formación laboral, y especialmente inestabilidad en el
empleo.
7. Carencia de actividades de ocio positivo.
8. Abuso de sustancias tóxicas (Gendreau, Little y Goggin, 1996).

Por su parte, Hoge (2009) ha categorizado los grandes factores de riesgo y de


necesidad criminógena en los dos siguientes grupos:

a) Factores próximos:

— Actitudes, valores y creencias antisociales.


— Crianza paterna disfuncional.
— Rasgos de personalidad y conducta disfuncionales.
— Bajo logro escolar y formativo-laboral.

129
— Vinculación con amigos antisociales.
— Abuso de sustancias.
— Pobre utilización del tiempo libre.

b) Factores lejanos:

— Problemas delictivos o psiquiátricos en la familia de origen.


— Problemas económicos en la familia.
— Vivir en condiciones de marginalidad/ falta de habitabilidad.
— Vecindario problemático.

4.3.2. Manuales o guías de tratamiento

La elección de un programa de tratamiento dependerá, en primer lugar, de la propia


naturaleza del problema que se pretende resolver, a la vez que habrá que considerar
también las características del individuo (edad, capacidad para participar en el programa,
etcétera) y del contexto en que se realizará el tratamiento (Goldstein, 2001; Llavona,
1984).
En la actualidad se considera imprescindible que la aplicación de un tratamiento se
base en un manual, protocolo o guía que especifique todos los pasos que debe seguir el
tratamiento; de este modo, cualquier programa podrá aplicarse de manera uniforme y ser
replicado con fidelidad (Fernández Hermida y Pérez, 2001; Labrador et al., 2000). En
consonancia con ello, durante los últimos años han aparecido múltiples protocolos o
«guías de tratamiento».
Hollin (2006) ha planteado el problema de si las guías o manuales que establecen una
aplicación homogénea de determinado tratamiento no resultan en realidad
contradictorias con el principio de individualización, que requiere que el tratamiento se
enfoque a las necesidades específicas de cada individuo o grupo, y se acomode a los
cambios que se vayan produciendo durante el tratamiento. En principio, la
estandarización de un tratamiento mediante un manual tiene importantes ventajas
operativas y metodológicas (Hollin, Palmer y Hatcher, 2013): facilita la aplicación (lo
que permite también una mayor colaboración en el tratamiento de paraprofesionales);
posibilita un uso más extensivo del programa (de modo que pueda llegar a más sujetos);
garantiza una mayor integridad de la aplicación (véase epígrafe siguiente), y favorece la
evaluación del programa. Sin embargo, el seguimiento estricto de un «manual» puede
también coartar la iniciativa de cada terapeuta y dificultar un acercamiento más
idiográfico o individualizado a cada caso o grupo, en consonancia con su propia
experiencia.
En función de lo anterior, por lo que se refiere al tratamiento del comportamiento
delictivo, el mejor consejo probablemente sea utilizar inicialmente manuales de

130
tratamiento estandarizados y, a la vez, efectuar una revisión, adaptación y mejora
periódica de dichos manuales en función de los casos concretos y de la experiencia
práctica sobre el programa obtenida durante sus sucesivas aplicaciones. Es decir, las
guías de tratamiento constituyen en la actualidad un referente técnico inicial de gran
utilidad para la aplicación de tratamientos. Pero, según los resultados del análisis
funcional del comportamiento efectuado en cada caso, el equipo terapéutico
correspondiente deberá decidir acerca de la concreta aplicación de una guía de
tratamiento y de su posible adaptación al grupo de que se trate (Comeche y Vallejo,
1998).
En Norteamérica, las dos asociaciones profesionales más importantes de salud
mental, la Asociación Americana de Psiquiatría y la Asociación Americana de
Psicología, ofrecen información sobre guías y entrenamiento para el tratamiento de los
trastornos mentales. Pueden encontrarse en Internet, respectivamente, en las siguientes
páginas: http://www.psych.org/clin_res/prac_guide.cfm; http://www.apa.org/index.aspx.
En España, durante los últimos años han ido apareciendo también distintas guías de
tratamiento para un conjunto significativo de problemas psicológicos. En general, dichas
guías, divulgadas en formato de libro, suelen observar la siguiente estructura general:

1. Comienzan describiendo el trastorno psicológico o de comportamiento de que se


trate, sus principales características y su sintomatología más destacada.
2. Suelen revisar la información científica disponible sobre etiología y
mantenimiento del trastorno en cuestión.
3. Por último, presentan el programa de tratamiento recomendado con sus técnicas e
ingredientes y detallado sesión por sesión (lo que incluye ejercicios, tareas entre
sesiones y sistemas de evaluación). Acostumbra a ofrecerse una guía para el
terapeuta y otra para el usuario del tratamiento. En general, los tratamientos suelen
ser breves (inferiores a 20 sesiones), y a menudo son susceptibles de aplicación
tanto individual como grupal. Algunas guías están concebidas como manuales de
autoayuda o autoaplicación.

Por lo que se refiere al tratamiento de los delincuentes, a lo largo de las últimas


décadas también se han desarrollado múltiples manuales o guías de tratamiento para
diversas conductas delictivas y categorías de delincuentes: jóvenes, adultos, delincuentes
violentos, consumidores de drogas, maltratadores familiares, agresores sexuales, mujeres
delincuentes, etcétera. Pueden consultarse numerosas guías de tratamiento de
delincuentes (en lengua inglesa) en las páginas web de, por ejemplo, los servicios
penitenciarios y de justicia juvenil de países como Canadá, EEUU y Reino Unido.
También existen actualmente diversos manuales de tratamiento de delincuentes en
castellano, muchos de ellos diseñados en España a lo largo de los últimos años. En
capítulos posteriores se sintetiza más información sobre las guías de tratamiento a las
que ha podido accederse, tanto para delincuentes juveniles como adultos.

131
No obstante, como ejemplo destacado en esta materia, en la tabla 4.1 se anticipa una
relación de guías y manuales de tratamiento creados en España para la intervención
terapéutica con delincuentes juveniles.

TABLA 4.1
Guías y manuales de tratamiento con delincuentes juveniles en España

Categorías Denominación Número de


delictivas y del programa Descripción sesiones y
necesidades de (y referencia duración
intervención científica) estimada

Programas Programa de Dirigido al entrenamiento en habilidades, actitudes y 12 sesiones de 2


genéricos para pensamiento valores prosociales, a partir de los siguientes horas.
delincuentes prosocial módulos: autocontrol, metacognición (o pensamiento
juveniles (Garrido, autocrítico), habilidades sociales, habilidades de
2005a, 2005b). resolución de problemas interpersonales,
pensamiento creativo o lateral, razonamiento crítico,
toma de perspectiva social, mejora de valores y
manejo emocional.

*Programa de Incluye técnicas de intervención sobre los siguientes 3 sesiones


desarrollo contenidos: educación en valores, habilidades semanales de
personal y sociales, desenvolvimiento social, educación para el 1,30 horas.
competencia consumo, educación medioambiental, conocimiento
social de sí mismo e identidad personal, educación vial,
(Sánchez y prevención del consumo de drogas, educación para la
Alonso, 2008). salud, y cualquier otro contenido que incida en el
desarrollo personal y social del menor y que permita
facilitar el desenvolvimiento en diferentes ámbitos
sociales.

*Taller de Programa dirigido a menores y jóvenes usuarios de Duración


habilidades Centros de Día, con carencias en los ámbitos indeterminada,
sociales normativo, de relaciones interpersonales, asertividad, adaptable a las
(Franco et al., autoestima, comunicación, expresión de sentimientos necesidades de
2008). y necesidades, resolución de problemas, toma de cada menor.
decisiones, autocontrol, asunción de
responsabilidades y educación en valores.

*Educación en Taller dirigido a menores y jóvenes usuarios de Duración


valores Centros de Día para fomentar valores orientados a la indeterminada,
(Franco et al., convivencia y el desarrollo personal positivo. Se adaptable a las
2008). realizan actividades individuales y grupales, a partir necesidades de
de los siguientes módulos: 1) escalas de valores, 2) cada menor.
igualdad, 3) paz, 4) valores sociales y 5) valores para
la interacción.

*Programa Concebido para aplicarse de forma grupal con 33 sesiones de


central de sesiones individuales de refuerzo. Incluye siete duración
tratamiento módulos: 1) caracterización del comportamiento mínima semanal
educativo y delictivo, 2) las emociones implicadas en la agresión, de 1,30 h.

132
terapéutico 3) control de las emociones negativas, 4) creencias
para menores que sustentan el comportamiento delictivo, 5)
infractores modificación de hábitos agresivos, 6) personalidad y
(Graña y su influencia en la desviación social y 7) prevención
Rodríguez, de recaídas y fortalecimiento del cambio.
2011).

**Intervenció Intervención global con jóvenes infractores a partir


terapèutica de cuatro programas específicos: para delincuentes
amb violentos, para consumidores de sustancias tóxicas,
delinqüents para reforzar el entorno familiar y para facilitar el
juvenils (Cerdà retorno a la comunidad.
et al.¸ en
preparación)
[en catalán]

Infractores *Programa Intervención en formato individual y grupal sobre La intervención


sexuales educativo y necesidades terapéuticas relacionadas directamente completa se
terapéutico con la disminución del riesgo de reincidencia sexual. desarrolla
para agresores Se compone de siete módulos de intervención: 1) durante unas 75
sexuales afianzando tu autoestima puedes mejorarte a ti horas, de las
juveniles mismo; 2) conocer mejor la sexualidad; 3) aumenta que 15
(Redondo, tus habilidades para las relaciones afectivas y corresponden a
Pérez, sexuales; 4) aprende a no distorsionar y justificar el evaluación y 50
Martínez, abuso; 5) autocontrol emocional para evitar a tratamiento (a
Benedicto, conflictos; 6) sentir solidaridad y empatía con las razón de unas
Roncero y víctimas, y 7) prepárate para prevenir que los abusos 35 sesiones de
León, 2012). puedan repetirse. 1,5 h).

Violencia *Tratamiento Se interviene de manera grupal e individual en tres Programa


filioparental educativo y ámbitos interrelacionados: los menores, sus padres y específico con
terapéutico por el núcleo familiar más amplio. el menor: 16
maltrato sesiones de 1,30
familiar h.
ascendente Programa
(González et específico con
al., 2013). los padres: 8
sesiones de 1,30
h.
Programa
conjunto de
intervención
familiar: 7
sesiones de 1,30
h.

Consumo de *Programa de Se dirige a la prevención del consumo de sustancias 14 sesiones de


estupefacientes prevención psicoactivas. Consta de diferentes niveles de intervención
indicada intervención, en función de los factores de riesgo motivacional.
ENLACE identificados en el menor: el motivacional y el 28 sesiones de
(ARRMI y educativo-terapéutico. Se basa en el modelo intervención
CES Proyecto transteórico de Prochaska y DiClemente. Se trabajan terapéutico-
Hombre, tres itinerarios del menor: el individual, el grupal y educativa.
2009). talleres formativos.

133
*Prevención Dirigido a menores y jóvenes usuarios de Centros de Duración
del consumo Día para potenciar los factores que protegen al indeterminada,
de drogas individuo frente al consumo problemático de adaptable a las
(Franco et al., sustancias tóxicas. Se trabajan tres áreas principales: necesidades de
2008). 1) las sustancias y sus efectos en el sistema nervioso cada menor.
central, 2) estrategias de prevención y 3) ocio y
tiempo libre.

Seguridad vial *Educación y Programa dirigido a menores y jóvenes usuarios de Duración


seguridad vial Centros de Día que se hayan visto implicados en indeterminada,
(Franco et al., conductas infractoras contra la Seguridad Vial. Se adaptable a las
2008). desarrolla en seis módulos: 1) licencias, permisos de necesidades de
conducción y seguro obligatorio, 2) señales de cada menor.
tráfico, 3) normas de circulación, 4) seguridad vial,
5) prevención y primeros auxilios y 6) publicidad y
conducción.

* Programa desarrollado por iniciativa de la Agencia para la Reeducación y Reinserción del Menor Infractor de la
Comunidad de Madrid.

** Programa desarrollado por iniciativa de la Direcció General de Execució Penal a la Comunitat y de Justícia
Juvenil, Departament de Justícia de Catalunya.

4.4. APLICACIÓN DEL TRATAMIENTO CON INTEGRIDAD: «AMENAZAS» Y


«SOLUCIONES»
«La calidad nunca es un accidente; es siempre el resultado de la decidida intención, del esfuerzo sincero, de
la dirección inteligente y de la ejecución competente; representa la elección prudente entre múltiples
alternativas.»

ANÓNIMO [a partir de Bernfeld, 2001].

La aplicación de un tratamiento con integridad se refiere a la realización de todas y


cada una de las acciones previstas en la planificación del programa (McGuire et al.,
2008), y ello tanto desde un punto de vista material o formal (número de sesiones,
frecuencia y duración, tareas entre sesiones, posible colaboración con otros
profesionales, etcétera) como sustantivo o del contenido de las tareas previstas en las
diferentes sesiones y etapas de la intervención (cumplimentación de autorregistros,
entrenamiento de habilidades sociales, reestructuración de cogniciones, etcétera).
«Integridad significa que el programa se lleva a cabo en la práctica como se había
concebido en la teoría y en su diseño» (Hollin, 1995, p. 196).
Para ello es imprescindible lograr la adherencia de cada sujeto al tratamiento, o
voluntad y deseo de continuar con el tratamiento, de asistir a las sesiones y de realizar
las diversas tareas asignadas. Sin embargo, durante la aplicación los participantes en un
tratamiento también pueden experimentar resistencia al cambio (Preston, 2001; Ruiz y
Villalobos, 1994), incluyendo carencia de motivación y colaboración, o rechazo a alterar

134
las propias ideas, actitudes o conductas. La resistencia puede ser mayor si se exigen al
individuo cambios muy rápidos, algo que este podría interpretar como un riesgo para su
propia identidad personal (Dowd, 1993).
Para garantizar que un tratamiento se aplica con integridad es conveniente efectuar
diversos controles y evaluaciones de seguimiento (McGuire et al., 2008). En términos
metodológicos, se ha denominado evaluación formativa, evaluación de la
implementación o supervisión al conjunto de controles evaluativos realizados para
asegurarse de que todas las acciones requeridas por un programa se efectúan en los
momentos debidos y por las personas apropiadas (Anguera, 1989). Desgraciadamente,
muchos informes de evaluación de programas suelen carecer de información suficiente
acerca de cómo se desarrolló una intervención, lo que dificulta poder valorar si el
programa se implementó con la integridad debida.
Las amenazas más frecuentes para la integridad de los programas de tratamiento de
los delincuentes, especialmente en instituciones de internamiento, son las siguientes
(Hollin, 2001; McGuire et al., 2008):

1. Deriva del programa, cuando las finalidades y objetivos de un tratamiento


cambian con el paso del tiempo, de forma arbitraria o incoherente, desde los
objetivos terapéuticos iniciales (por ejemplo, mejorar las habilidades de
comunicación de los sujetos tratados) a puras metas institucionales (por ejemplo,
que no haya incidentes violentos dentro de la prisión).
2. Inversión del programa, cuando los objetivos genuinos del tratamiento (por
ejemplo, un programa de autocontrol que pretende enseñar a jóvenes delincuentes
a inhibir sus explosiones agresivas) son cuestionados u hostigados desde
planteamientos o ejemplos personales opuestos a dichos objetivos. Quienes
cuestionan el programa pueden considerar, por ejemplo, que lo adecuado no es
entrenar a los jóvenes para que controlen su agresividad, sino lo contrario,
animarlos para que desfoguen su agresividad a placer; los esfuerzos de autocontrol
de los jóvenes también podrían ser contrarrestados por los modelados de conducta
agresiva procedentes del personal del centro.
3. Desacuerdo institucional con el programa, que puede llevar a que este sea
interrumpido o radicalmente modificado en relación con su concepción teórica y
su planificación originaria.

Frente a ello, también existen diversos factores y circunstancias susceptibles de


favorecer la integridad de los programas de tratamiento de los delincuentes (Andrews,
2001; Cooke y Philip, 2001; Cullen y Gendreau, 2006; Hollin y Palmer, 2006, 2008;
McGuire et al., 2008):

1. Contar con un fundamento teórico sólido: los programas de tratamiento deben


construirse a partir de modelos teóricos del comportamiento delictivo y de su

135
prevención y tratamiento que cuenten con apoyo empírico.
2. Que dispongan de un manual o guía de aplicación del tratamiento, que especifique
sus objetivos, destinatarios, contenidos terapéuticos, número de sesiones y la
evaluación de los participantes y del programa en su conjunto.
3. Compromiso institucional: los programas de rehabilitación y tratamiento de
delincuentes en instituciones requieren el apoyo firme y continuado de parte de los
respectivos equipos directivos. Y tal apoyo no debería ser tan solo «moral», sino
fáctico y operativo, lo que comporta generar y favorecer los servicios y recursos
necesarios para el desarrollo de un programa de tratamiento, tanto personales
como materiales, y formar y motivar permanentemente a los profesionales que lo
aplicarán.
4. Instalaciones y material que resultan imprescindibles para los programas, lo que
incluye aulas adecuadas (en tamaño, iluminación, accesibilidad y privacidad) y
dotación del material audiovisual conveniente.
5. Personal, especialmente seleccionado y entrenado para la administración del
programa de tratamiento. Como ya se comentó, los terapeutas de delincuentes
necesitan poseer tanto ciertas características y habilidades personales como el
necesario conocimiento experto. Además, un programa de tratamiento de
delincuentes requiere el liderazgo de aquellos profesionales que han sido sus
impulsores (que idealmente deberían estar vinculados a la institución en la que se
aplica el programa). Los líderes mantienen el interés, la motivación, el entusiasmo
y la responsabilidad de la aplicación del tratamiento (Harris y Rice, 1997), siendo
conveniente que participen en todas las fases de desarrollo del programa (diseño,
aplicación y evaluación), para garantizar la coherencia e integridad de todas ellas.
6. Aplicación multidisciplinar. Es garantía de la mayor integridad de un programa
con delincuentes el que participen en él profesionales diversos (como psicólogos,
criminólogos, educadores, trabajadores sociales, profesores...), aunque es muy
conveniente que reciban juntos el entrenamiento específico requerido para la
aplicación del programa.
7. Supervisión y control técnico, que garantice que todas las actuaciones terapéuticas
previstas se realicen en el momento debido y tal como se habían planificado.
8. Respaldo del conjunto del personal, aunque no participe directamente en su
aplicación. Ello no significa que todo el personal de una institución tenga que
conocer a fondo cada programa de tratamiento, pero sí que comporta el que sea
sensible, en la realización de sus respectivos cometidos (de seguridad, servicios
generales...), a la aplicación de dichos programas de tratamiento, favoreciendo y
facilitando su adecuado funcionamiento.
9. Plan de contingencias o imprevistos. Las instituciones de justicia penal, tales como
centros de menores o prisiones, son contextos particularmente expuestos a
imprevistos como, por ejemplo, la ocurrencia de un incidente violento, un

136
problema de seguridad, el traslado de un sujeto, la baja laboral de un profesional,
etcétera. Estas incidencias son susceptibles de interferir negativamente en el
desarrollo de un programa de tratamiento. Por ello es muy conveniente haber
previsto desde el principio tales eventualidades, para amortiguar en la mayor
medida posible sus posibles efectos negativos.
10. Programación de la evaluación del programa, lo que no debe considerarse una
actuación «extra» o complementaria del programa, sino una de sus fases
inexcusables. Sin evaluación y posterior difusión de los resultados obtenidos por la
aplicación de un programa, a pesar de que pueda haber sido personalmente útil a
sus destinatarios, no se conocerá con precisión su eficacia real, y tampoco
contribuirá a mejorar el conocimiento global sobre efectividad de los tratamientos.

4.5. TÉCNICAS PSICOLÓGICAS Y PROGRAMAS DE TRATAMIENTO


MULTIFACÉTICOS

Las técnicas psicológicas de tratamiento constituyen las actuaciones mediante las


cuales se intenta producir cambios positivos en los sujetos tratados, que resuelvan o
reduzcan sus dificultades y problemas de conducta. Típicamente los tratamientos
psicológicos se orientan a lograr transiciones en una o varias de las facetas del
comportamiento humano, ya sean conductas y hábitos observables, pensamientos y
creencias (actitudes, valores, interpretaciones, justificaciones, etcétera), o bien
manifestaciones emocionales (en forma de miedos, ansiedad, agresividad, ira, deseo de
venganza, etcétera).
Se han concebido y aplicado diversas terapias psicológicas para distintos trastornos y
problemas. Algunos autores llegaron a inventariar más de 250 tratamientos diferentes
(Herink, 1980), y en el Handbook of innovative therapy Corsini (2001) compiló y
describió un total de 69 terapias psicológicas frecuentemente aplicadas. En contraste con
estos extensos listados, aquí se adoptará una perspectiva más restrictiva y parsimoniosa.
En realidad, al analizar los amplios repertorios terapéuticos mencionados se constata que
en muchos casos se trata de variaciones, combinaciones y solapamientos de un número
más discreto de técnicas psicológicas distintas.
Para eludir tal solapamiento de técnicas psicológicas se efectuará una diferenciación
entre los conceptos de técnicas de tratamiento y programas de tratamiento. Una técnica
de tratamiento se define aquí como un conjunto discreto de acciones terapéuticas,
teóricamente entrelazadas, que se orienta a promover cambios en alguna faceta del
comportamiento humano (hábitos de conducta, cogniciones o emociones). De acuerdo
con esta definición, algunos ejemplos de técnicas psicológicas serían: una economía de
fichas (cuyo supuesto teórico es el condicionamiento operante y su objetivo favorecer
conductas de participación prosocial); entrenamiento a padres en manejo de
contingencias (cuya base teórica es también el condicionamiento operante y su finalidad

137
enseñar a educar de modo más eficaz); entrenamiento en habilidades sociales (bajo los
supuestos del moldeamiento y modelado de conducta, y orientado al desarrollo de la
competencia social); reestructuración cognitiva (cuya base es la influencia del
pensamiento sobre la conducta, para lo cual promueve cambios cognitivos); desarrollo
de valores (orientado a favorecer las capacidades de tomar en consideración distintos
puntos de vista, y no solo el del propio beneficio); el uso de exposición estimular (a
situaciones temidas, como base para enseñar a controlar los temores exagerados), o la
aplicación de una técnica de prevención de recaídas (que parte de que la anticipación
consciente de situaciones de riesgo —para la reincidencia delictiva, el consumo de
drogas, etcétera— hace más probable su prevención, para lo cual enseña habilidades de
control anticipatorio; Dafoe y Stermac, 2013).
Como puede verse en los ejemplos anteriores, el concepto de técnica psicológica se
reserva aquí para unidades más básicas y discretas de intervención psicológica que
implican el uso de un solo procedimiento terapéutico, dirigido a incidir en una faceta
específica del comportamiento.
Por su lado, el concepto de programa de tratamiento suele hacer referencia a
intervenciones más amplias y complejas que generalmente integran y combinan distintas
técnicas terapéuticas. Además, el uso del término «programa» en delincuencia puede
resultar a menudo confuso, en la medida en que puede ser aplicado a niveles muy
diversos de actuaciones en relación con los delincuentes. Según ha puesto de relieve
McGuire (2001c), por lo que concierne al mundo anglosajón, el término programa es
utilizado en tres niveles distintos de amplitud creciente. En el nivel más específico,
programa (de tratamiento) haría referencia realmente a los tratamientos de los
delincuentes, que se encuadran en el ámbito de la prevención terciaria. En este caso, «un
programa de tratamiento podría definirse como una secuencia planificada de
oportunidades de aprendizaje ofrecidas a una serie de delincuentes seleccionados, con el
objetivo general de reducir sus reincidencias delictivas» (p. 4). En este nivel específico y
técnico, un programa tiene un objetivo último que es conocido por sus diseñadores,
usuarios, evaluadores y preferiblemente también por los participantes en él (aunque
dicho objetivo final puede tener una serie de objetivos intermedios). Además, el
programa cuenta con un conjunto de documentación que estructura la secuencia de
actividades y el plan de sesiones del mismo. También debe tener coherencia interna, de
modo que las actividades planificadas se justifiquen en función de los objetivos
pretendidos, conectándose actividades y objetivos mediante algún modelo teórico
empíricamente probado.
En un segundo nivel, algo más amplio, el término programa se aplicaría a iniciativas
o esquemas de funcionamiento general, tales como «comunidades terapéuticas» para
toxicómanos u otros sistemas de «organización institucional» para delincuentes.
También se aplicaría a actividades, de difícil concreción operativa, tales como
«supervisión intensiva», «tutorización» de sujetos, etcétera.

138
Por último, en su acepción más amplia, el término programa se ha utilizado también
como sinónimo de medidas aplicadas a los delincuentes, e incluso de concepciones
filosóficas o doctrinales acerca del control y la rehabilitación. Aquí encajarían conceptos
tales como los de incapacitación, disuasión o rehabilitación de los delincuentes.
En esta obra, el término programa de tratamiento se utilizará de una manera
específica, y habitualmente en el marco de la primera definición de McGuire (2001c) a la
que se ha hecho referencia (en algún caso también en conexión con el segundo nivel de
extensión, en cuanto programa significa un sistema de organización técnica de
instituciones).
En todo caso, el concepto de programa de tratamiento resulta más extenso que el de
técnica, y con él generalmente se hará aquí referencia al intento de cambio sistemático de
diversas facetas del comportamiento de los delincuentes que participan en un tratamiento
(habilidades, emociones y pensamientos), mediante la utilización combinada e integrada
de varias técnicas terapéuticas. Aunque nada impide que un programa de tratamiento
pueda dirigirse a un solo objetivo de cambio y utilizar una única técnica psicológica, lo
más habitual es que encare diversas facetas del comportamiento (no solo una) y concite
el uso combinado de varias técnicas psicológicas (no una sola).
De la distinción realizada puede deducirse con facilidad que el número de técnicas de
tratamiento distintas será mucho más reducido que sus posibilidades de combinación o
variación parcial, que configuran los programas de tratamiento, cuyos formatos pueden
ser virtualmente ilimitados.
La falta de distinción entre técnicas y programas es probablemente lo que ha llevado
a elaborar listados tan amplios de tratamientos psicológicos como los anteriormente
aludidos. Así pues, el punto de vista aquí adoptado es que, a pesar de que los programas
de tratamiento de los delincuentes pueden ser muy variados, según la globalidad de sus
objetivos, las tipologías de sujetos a los que se dirigen y en función de las técnicas
psicológicas que aglutinan, en realidad las técnicas específicas de tratamiento
psicológico constituyen un repertorio bastante más reducido.
En los capítulos que siguen (parte II) se presentarán las técnicas de tratamiento en
función de las principales necesidades criminógenas (o terapéuticas) de los delincuentes,
que tienen su reflejo en las facetas del comportamiento delictivo descritas en el capítulo
precedente. Se dedicará el capítulo 5 a presentar las estrategias de tratamiento que sirven
para enseñar nuevas habilidades y hábitos; en el 6 se explicarán las técnicas que son de
utilidad para desarrollar el pensamiento prosocial de los delincuentes; en el capítulo 7
aquellas intervenciones útiles para entrenar al individuo en una mejor regulación y
control de sus emociones; y, por último, en el capítulo 8 se explicarán las técnicas de
prevención de recaídas (incluyendo también en él las denominadas terapias
contextuales), orientadas a promover el mantenimiento a medio y largo plazo de los
beneficios del tratamiento. Todas estas técnicas constituyen los ingredientes
fundamentales que los tratamientos con delincuentes suelen combinar en formas

139
diversas, como programas multifacéticos. De este modo, en dichos capítulos se
intercalarán también algunos programas de tratamiento (generalmente más amplios y
multidimensionales que una sola técnica) en los que podrá verse cómo diversas técnicas
o ingredientes básicos han sido combinados en función de objetivos terapéuticos más
ambiciosos.
Como ilustración de la diferenciación entre técnicas y programas de tratamiento, la
tabla 4.2 muestra la estructura de técnicas y programas que se presentarán en los
capítulos mencionados, correspondientes a la parte II sobre técnicas de tratamiento. En
ella las intervenciones más específicas suelen ocupar una sola columna, correspondiente
a aquella faceta del comportamiento que constituye su objetivo concreto, mientras que
los programas de tratamiento multifacéticos ocupan dos o más columnas, en
correspondencia con la multiplicidad de objetivos e ingredientes terapéuticos que
incorporan (no obstante, en los capítulos referidos a jóvenes y prisiones de la parte III se
presentarán muchos otros programas de tratamiento no incluidos aquí).

TABLA 4.2
Esquema de las técnicas y programas de tratamiento de delincuentes presentados en
la parte II del libro

Enseñanza de Desarrollo y Regulación Mantenimiento de los


habilidades y reestructuración emocional y logros y prevención de
hábitos del pensamiento control de la ira recaídas

Técnicas Reforzamiento. Reestructuración Desensibilización Técnicas de


básicas Moldeamiento. cognitiva. sistemática. generalización y
Encadenamiento de Solución cognitiva Exposición. mantenimiento.
conducta. de problemas Inoculación de Técnica de prevención
Extinción. interpersonales. estrés. de recaídas.
Enseñanza de Autocontrol. Tratamiento de la
comportamientos Autoinstrucciones. ira.
alternativos. Desarrollo moral y
Control de de valores.
estímulos.
Programas de
reforzamiento.
Programas
ambientales de
contingencias.
Contratos
conductuales.
Sensibilización
encubierta.
Autorreforzamiento
encubierto.
Modelado
encubierto.
Modelado.
Modelo de familia

140
educadora.
Psicoterapia
analítica funcional
(PAF).
Terapia de
aceptación y
compromiso.
Terapia de
conducta dialéctica.

Programas Entrenamiento en habilidades sociales


multifacéticos (EHS).

Programa de habilidades de tiempo libre.

Programa de entrenamiento en habilidades


de crianza de los hijos.

Comunidades terapéuticas y otros programas con toxicómanos.

Programa Razonamiento y Rehabilitación (R&R).

Programas de tratamiento de delincuentes sexuales.

Entrenamiento para reemplazar la agresión (ART) con jóvenes.

Tratamiento de agresores de sus parejas.

Programa de mantenimiento de habilidades cognitivas.

Programa de manejo de las emociones y la


ira.

Programa de integración
comunitaria.

Programa contrapunto.

Terapia multisistémica con jóvenes.

Psicoterapia analítica funcional (PAF).

Terapia de aceptación y compromiso (ACT).

Terapia de conducta dialéctica.

Mindfulness o atención-y-conciencia plenas.

Como puede verse, técnicas como el reforzamiento, el moldeamiento y el


encadenamiento de conducta, la extinción, la enseñanza de comportamientos
alternativos, el control de estímulos, el modelado y el entrenamiento en habilidades

141
sociales constituyen las unidades más básicas integrantes de todo entrenamiento
terapéutico, siendo los ingredientes fundamentales cuya combinación y recreación
permite construir las restantes terapias psicológicas. Es decir, tales procesos básicos
forman parte integrante de cualesquiera otras técnicas y procedimientos más elaborados,
tales como las técnicas cognitivas, de control emocional o de prevención de recaídas, a
las que se hará referencia en los capítulos siguientes.
De acuerdo con el esquema general de la tabla 4.2, las técnicas y programas
cognitivo-conductuales mantienen una continuidad e integración entre ellos, sobre la
base de cuatro ejes compartidos por todos:

1. Preponderancia del empleo de conocimientos y aplicaciones derivados de la


psicología del aprendizaje.
2. Utilidad del análisis funcional del comportamiento como base de la evaluación y
el tratamiento de conductas, pensamientos y emociones.
3. Uso de la práctica como estrategia terapéutica básica, primero en el contexto
controlado de la terapia y posteriormente en la vida real.
4. Prescripción de la medida y evaluación continua como estrategias de valoración
tanto de los comportamientos problema como del proceso terapéutico aplicado.

4.6. TERAPIA PSICOLÓGICA Y CEREBRO

Para finalizar este capítulo, hagamos una referencia al funcionamiento cerebral. Este
es un libro sobre tratamiento psicológico y, por tanto, esencialmente de psicología. Sin
embargo, que sea un libro sobre psicología no significa que adopte una perspectiva
«psicologicista», en el sentido más peyorativo de este término, queriendo significar aquí
que lo psicológico sea una entidad intangible y misteriosa.
En consonancia con el conocimiento actual, el psiquismo humano no es algo distinto
y ajeno a la estructura y funcionamiento del conjunto del sistema nervioso humano
(Damasio, 2011). El psiquismo —manifestado en imágenes, memoria, aprendizajes,
emociones y sentimientos, deseos, previsiones de conducta, razonamientos y elecciones,
decisiones y acciones— es el resultado del diseño y del funcionamiento coordinado del
complejo estructural de nuestro sistema nervioso, sin que pueda segregarse de tal sistema
nervioso ni trascenderle en ningún sentido.
Nuestro cerebro, del que se ha llegado a afirmar que podría constituir el sistema más
complejo y sofisticado del universo, está integrado por unos cien millones de neuronas,
cada una de las cuales establece de promedio unas mil conexiones con otras neuronas
cercanas y, en algunos casos, con neuronas y estructuras bastante alejadas (Damasio,
2011). Todas estas conexiones definen múltiples circuitos neurales en los que se
interconectan funciones relativas a prioridades de la propia supervivencia y, a la vez, a
expresiones de altruismo, placeres y aversiones, amores y odios, pasiones y racionalidad,

142
dudas y decisiones, acciones e inhibiciones. Según se conoce, tales circuitos neurales ni
son un único magma neuronal imprecisable (donde todo se conecta con todo) ni son
piezas aisladas con funciones específicas. En medio de tales extremos, los circuitos
neurales (que dan cuenta de las funciones psicológicas, tales como la capacidad de
percibir y responder adecuadamente al espacio físico, o, lo que es más importante para
nosotros, la capacidad para interpretar convenientemente el comportamiento de otras
personas y poder tomar decisiones y conducirse de modo apropiado con ellas) parecen
consistir en estructuras más o menos extensas, compuestas por diversos núcleos o áreas
de distintas regiones evolutivas del cerebro, tanto de las más antiguas (la amígdala o el
hipotálamo) como las más modernas (el córtex prefrontal y otras áreas corticales).
Estas circuiterías, que constituyen la base del funcionamiento y del equilibrio
psicológico de toda índole (incluido el del control del comportamiento lesivo para otros
seres humanos), resultan del efecto combinado de las pautas genéticas y de las
experiencias y aprendizajes de cada individuo particular. De modo más específico, los
circuitos neurales de nuestro cerebro están definidos, a gran escala, de manera semejante
para todos los seres humanos, pero a pequeña escala (la de las conexiones neuronales
que se establecen) los circuitos son fabricados por los aprendizajes que resultan de las
experiencias vividas. Esto no es una mera metáfora, sino algo real: los aprendizajes que
tienen lugar, especialmente durante la infancia y la juventud, pero también a lo largo de
toda nuestra vida, fortalecen o debilitan la fuerza de transmisión de información de
ciertas sinapsis (o conexiones entre neuronas) previamente establecidas, y también
generan nuevas conexiones que potencian los circuitos neurales y, en consecuencia, su
capacidad de respuesta.
En este contexto, la terapia psicológica, como enseñanza y entrenamiento, constituye
una forma sistemática y orientada de experiencia y aprendizaje, por parte de los sujetos
tratados, de nuevas habilidades de conducta, de nuevos sistemas de gratificación
emocional (respetuosos con los deseos, necesidades y derechos de otras personas), de
nuevos modos de pensamiento moral que resulten inhibitorios para la conducta de
agresión, etcétera.
LeDoux (1999), en un gran libro de neuropsicología, aunque de escaso éxito editorial
(¡justo lo inverso del best seller de Goleman!), titulado El cerebro emocional, ha
sugerido que distintas formas de psicoterapia vendrían a constituir formas diversas de
crear una «potenciación sináptica en las vías cerebrales que controlan el núcleo
amigdalino. Los recuerdos emocionales de este (...) se establecen de forma indeleble en
sus circuitos. En el mejor de los casos, se puede aspirar a regular su expresión. Y para
ello hay que hacer que la corteza controle al núcleo amigdalino» (p. 298). LeDoux
aduce, en concreto, que la terapia de conducta clásica, a través de la extinción o la
desensibilización, puede conseguir su objetivo mediante una forma de aprendizaje
implícito que tendría lugar en el circuito que transcurre desde la corteza prefrontal al
núcleo amigdalino. En cambio, las terapias a través de elementos cognitivos conscientes

143
(como podrían ser la reestructuración cognitiva y, según LeDoux, también el
psicoanálisis) podrían ejercer su influjo sobre el núcleo amigdalino a través de los
mecanismos de memoria del lóbulo temporal y de otras regiones del córtex implicadas
en las evaluaciones conscientes y en la reflexión.
La información científica presentada en este apartado sitúa la terapia psicológica en el
marco del conocimiento más avanzado sobre neuropsicología, la sustrae del limbo
«psicologicista» en el que frecuentemente ha sido ubicada, y confiere a su influjo una
entidad real, análoga a la del conjunto de las experiencias y aprendizajes humanos.
Dicho de una manera más llana: cuando se hace terapia psicológica, y se hace de modo
adecuado y sistemático, logrando que los sujetos tratados experimenten y adquieran
nuevas habilidades, reflexionen con profundidad sobre las graves consecuencias de sus
acciones, consideren otros puntos de vista menos violentos, tomen en cuenta las
perspectivas de las víctimas, y se ejerciten en disipar y controlar sus emociones de ira,
¡es muy posible que se estén produciendo cambios reales en su sistema nervioso, que
hagan a partir de entonces más probable el futuro control de su conducta!

RESUMEN

Se dispone de diversas técnicas e instrumentos para poder evaluar, antes de aplicar un


programa de tratamiento, las necesidades de intervención que presentan los delincuentes.
La técnica más frecuente y útil es la entrevista, que permite explorar múltiples aspectos
de la vida de los sujetos, incluyendo sus actividades cotidianas, su historia personal, sus
pensamientos, actitudes, emociones, etcétera. Su principal limitación es que puede
inducir a sesgos derivados de la «primera impresión» del entrevistador. Los
cuestionarios son técnicas estructuradas de autoinforme, donde los sujetos responden a
una serie de preguntas que se les plantean, y que pueden ser tanto generales como
relativas a problemas específicos. Los registros de observación y de autoobservación se
construyen expresamente para estructurar las observaciones y el registro de ciertos
comportamientos que resultan relevantes (por exceso o por defecto) para el tratamiento
de casos específicos. Ejemplos de tales comportamientos que requieren observación
directa pueden ser hábitos laborales, interacciones sociales, reacciones emocionales o
pensamientos. Según lo que resulte más conveniente, puede registrarse la frecuencia, la
duración o la intensidad de las conductas observadas. En delincuencia, debido a la
discreción o privacidad que es connatural a muchos comportamientos ilícitos (hurtos,
agresiones sexuales), puede ser más útil el uso de autoobservación que de
heteroobservación. Por último, en el campo que aquí se trata, es de gran utilidad también
el uso de la información documental previamente existente sobre cada sujeto, que puede
incluir informes sobre antecedentes (terapéuticos, policiales, judiciales o penitenciarios),
cuestionarios biográficos, inventarios de conductas problemáticas, informes sociales,
etcétera.

144
La evaluación de las necesidades de tratamiento de los delincuentes requiere dos
momentos. En primer lugar, el análisis topográfico o descriptivo de su comportamiento
delictivo y de sus necesidades de intervención. Para ello deben constatarse de forma
operativa sus excesos y déficits de comportamiento. En segundo término, hay que
efectuar el análisis funcional de todo lo anterior en relación con los antecedentes y
consecuentes del comportamiento, que lo instigan y refuerzan.
En la formulación de un programa de tratamiento deben especificarse los objetivos
del tratamiento, que se concretarán generalmente en aspectos del comportamiento del
individuo que deben desarrollarse y en aquellos otros que deben reducirse. Los objetivos
preferentes del tratamiento de los delincuentes son sus necesidades criminógenas, o
factores de riesgo que guardan relación directa con sus actividades y rutinas delictivas.
Andrews y Bonta se han referido a «ocho grandes» factores de riesgo: 1) historia previa
de comportamiento antisocial; 2) rasgos y factores de personalidad antisocial; 3)
cogniciones antisociales; 4) vinculación a personas y grupos antisociales y carencia o
escasez de vínculos prosociales; 5) problemas familiares; 6) problemas educativos, de
formación laboral y de inestabilidad en el empleo; 7) carencia de actividades de ocio
positivo, y 8) abuso de sustancias tóxicas.
Existen diversas guías y manuales estructurados de tratamiento de delincuentes
juveniles, delincuentes violentos, maltratadores, agresores sexuales, etcétera. Los
manuales son guías o protocolos que definen los pasos y acciones mediante los que debe
aplicarse un tratamiento. A lo largo de toda esta obra se presentan numerosos ejemplos
de programas que cuentan con guías o protocolos para su aplicación sistemática.
Además, los tratamientos deben desarrollarse con «integridad», lo que significa que
todas las acciones previstas deberían llevarse a término. Sin embargo, la aplicación de
tratamientos con delincuentes se enfrenta a diversos problemas, tales como la deriva o la
inversión del programa, cuando sus objetivos se diluyen o se corrompen, debido a falta
de formación de los profesionales o a su desacuerdo con los mismos. Frente a ello, se
considera que mejoran la integridad de los programas de tratamiento aspectos como los
siguientes: que posean una base teórica sólida, que cuenten con un manual estructurado
de aplicación, que conciten el compromiso institucional, que cuenten con instalaciones
adecuadas y personal entrenado, y que prevean una apropiada supervisión y evaluación.
Aunque existen amplios listados de tratamientos psicológicos, son menos las técnicas
específicas que integran los diversos programas aplicados. Aquí se ha distinguido entre
técnicas y programas de tratamiento. Una técnica es un conjunto discreto de acciones
terapéuticas, teóricamente entrelazadas, que se orientan a promover cambios en una de
las facetas del comportamiento humano (hábitos de conducta, cogniciones o emociones).
De manera más amplia, un programa de tratamiento es definido como el intento de
cambio de diversas facetas del comportamiento mediante la utilización combinada de
varias técnicas psicológicas. En el conjunto de este manual, las técnicas y los programas
de tratamiento con delincuentes se han estructurado en las siguientes cuatro categorías:

145
a) enseñanza de nuevas habilidades y hábitos; b) desarrollo y reestructuración del
pensamiento; c) regulación emocional y control de la ira, y d) prevención de recaídas y
terapias contextuales.
Por último, en el epígrafe titulado «terapia psicológica y cerebro» se ha constatado
que los cambios psicológicos que pueden producirse como resultado del tratamiento no
tienen una mera entidad intangible, sino que, según se conoce en la actualidad, pueden
acompañarse de modificaciones reales de los circuitos neurales implicados en las
funciones psicológicas de que se trate. Desde esta perspectiva, el tratamiento psicológico
constituye una forma de aprendizaje susceptible de potenciar determinadas conexiones
sinápticas, todo lo cual podría contribuir a un mayor control de la conducta delictiva.

146
II. Técnicas de tratamiento

147
5
Enseñanza de nuevas habilidades y hábitos

El presente capítulo expone diversas técnicas psicológicas particularmente útiles para enseñar
nuevas habilidades de comportamiento y desarrollar hábitos prosociales. Se trata de las técnicas de
aprendizaje relativas al reforzamiento, moldeamiento y extinción de conducta, control de estímulos,
contratos conductuales, etcétera. También se describe en él, como programa de especial utilidad
para el tratamiento de los delincuentes, el entrenamiento en habilidades sociales. La mayoría de las
intervenciones aquí presentadas se conciben como «partículas elementales» o técnicas básicas,
que van a formar parte de muchos de los programas multifacéticos que se aplican con los
infractores. Asimismo, se presentan algunos programas de tratamiento más globales, como
comunidades terapéuticas y otros, aplicados con delincuentes toxicómanos.

«Todo empezó en el verano... Yo tenía quince años, había suspendido primero de bachillerato y me puse a
trabajar en un restaurante. Quedaba con unos amigos de mi hermano, todos mayores que yo y muy sosos. Con
la excusa de que no tenían dinero no se movían, de tarde en tarde iban al cine y muy pocas veces a bailar... Pero
me aburrían. Y un día, en ese bar, me presentaron a Ángel... Él era distinto. Vestía al estilo macarra, con
pantalones ceñidos, zapatos de tacón y cazadora vaquera. Enseguida nos entendimos. Él me contó cosas de su
peña, que iban a una discoteca y siempre había peleas a navajazos...
Robábamos tres o cuatro coches cada tarde y yo ya conducía regular. Una tarde estaba sentado en las
ventanas cuando vi venir al Fari, detrás de una señora. Al llegar a mi altura, me dijo: «Vente, niño». Y le seguí,
sin saber dónde íbamos. Cuando llegamos a la altura de la señora, le quitó el bolso de un tirón. Yo no me lo
esperaba y me quedé flipao. Como iba detrás de él, cuando dio el tirón yo estaba junto a la señora, que se lanzó
a por mí. La esquivé, salí corriendo, y cuando alcancé al Fari nos escondimos en un unos pisos en construcción.
—Podías haberme avisado, coño, que casi me colocan.
Nos fuimos a comprar chocolate y luego a una discoteca. Allí estaba el Chule, que tenía un mini
miltrescientos.
—Vamos a dar unos tirones.
—Vale. Vente, Julián.
—No. Yo me voy a mi casa.
—Venga, coño, no seas cagón.
—Yo no soy ningún cagón. Venga, vamos.»

JUAN F. GAMELLA, La historia de Julián. Memorias


de heroína y delincuencia, Editorial Popular, Madrid,
1990.

5.1. ¿POR QUÉ ES IMPORTANTE QUE LOS DELINCUENTES APRENDAN


NUEVAS HABILIDADES Y HÁBITOS?
«Los hombres solo son buenos de una manera, malos de muchas (...) Es, por tanto, la virtud un modo de ser
selectivo (...) Por todo ello, es tarea difícil ser bueno, pues en todas las cosas es trabajoso hallar el medio... No
es factible para todos, sino para el que sabe».

148
ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco.

Muchos delincuentes juveniles y adultos suelen mostrar repertorios de


comportamiento alterados y deficitarios para los requerimientos habituales de la vida
social, como la convivencia pacífica con otras personas y la asunción de sus
responsabilidades familiares, laborales y sociales. Un análisis topográfico o descriptivo
de la conducta de muchos infractores revela que tales alteraciones de comportamiento
suelen ser de dos tipos principales. En primer lugar, suelen ser deficitarios en habilidades
personales relevantes como las siguientes: capacidad para escuchar a otras personas, para
realizar peticiones o expresar quejas de forma no violenta y apropiada, o para negociar y
consensuar soluciones a problemas cotidianos, así como falta de capacitación y
responsabilidad laboral, de compromiso en el cuidado de los hijos, de atención
responsable a las obligaciones y deudas contraídas (alquiler o hipoteca de la propia
vivienda, pago de los recibos de luz, agua...), etcétera. En segundo término, muchos
infractores muestran no solo carencias como las aludidas, sino también notorios excesos
de conducta (abuso y aprovechamiento de otras personas, consumo abusivo de drogas,
acoso, agresión...) que dificultan gravemente el que puedan mantener una convivencia
social apropiada.
Atendidas todas estas carencias y dificultades de interacción, es evidente la necesidad
de que los tratamientos favorezcan la enseñanza a los delincuentes de habilidades
sociales y hábitos muy diversos: unos que resultan claramente deficitarios, y por ello
deberán desarrollarse; y otros que son a todas luces excesivos y antisociales, por lo que
deberán aprender a inhibirlos y controlarlos.
Además, muchos infractores y delincuentes habituales también muestran, según se
vio, falta de motivación suficiente para iniciar todos estos cambios de comportamiento
en dirección a mejorar sus posibilidades sociales futuras. De ahí que un objetivo
importante de los tratamientos sea, asimismo, promover la motivación de los sujetos para
el cambio de su comportamiento y para el aprendizaje de los repertorios de conducta
necesarios.
La promoción de la motivación de las personas y la enseñanza de nuevas habilidades
y repertorios de comportamiento han sido los objetivos terapéuticos principales de la
psicología del aprendizaje, y particularmente del modelo de condicionamiento operante
o instrumental, que constituye la base principal de las técnicas de tratamiento
presentadas en este capítulo 1 .
Las técnicas operantes impulsan cambios en el comportamiento (para favorecerlo o
reducirlo) de dos maneras principales: bien alterando las consecuencias (positivas o
negativas) que siguen a una conducta, con la finalidad de interferir en la probabilidad
futura de dicha conducta; o bien variando los estímulos que regularmente anteceden al
comportamiento, con análogo objetivo de variar su frecuencia subsiguiente. Los
procedimientos operantes se fundamentan en una amplísima investigación experimental

149
y aplicada, que se ha traducido en el conjunto de técnicas que se describirán en este
capítulo (Labrador, 1998b, 2016a; Larroy, 2016a).
El principio operativo más importante aquí es la ley empírica del efecto, según la cual
las consecuencias que siguen a una respuesta son un determinante de la probabilidad
futura de esa respuesta, de modo que si las consecuencias para el sujeto son de refuerzo
(o «gratificantes»), la conducta a la que siguen tenderá a incrementarse.
Este y otros principios y mecanismos conectados a él (control de estímulos,
programas de reforzamiento, principio de Premack, etcétera) han permitido el desarrollo
de una amplia tecnología conductual, que se concretó en sus inicios en la intervención
psicológica sobre problemas infantiles tales como dificultades escolares y autismo
(Ferster y DeMyer, 1962; Lovaas y Bucher, 1974), tratamiento de la esquizofrenia
(Hingtgen, Sander y DeMyer, 1965) y también en la intervención con jóvenes
delincuentes (Blackburn, 1995; Phillips, 1968) 2 .

5.2. TÉCNICAS PARA DESARROLLAR CONDUCTAS

Las consecuencias de la conducta delictiva hacen referencia a todos aquellos efectos


(a menudo gratificantes) que la siguen y contribuyen a incrementar o mantener su
frecuencia e intensidad. Tales consecuencias pueden ser muy variadas: manifestaciones
favorables de otras personas, recompensas materiales, pensamientos de satisfacción
propia, etcétera.
Lo más interesante de esta sucesión «conducta/consecuencias gratificantes» para el
tratamiento de los delincuentes es la posibilidad de alterar, con finalidades terapéuticas
(o de mejora del comportamiento social y de reducción de la conducta delictiva), los
ciclos habituales de consecuencias que siguen a una conducta. Por ejemplo, se pueden
invertir consecuencias; esto es, que lo que seguía (por ejemplo, dinero fácil) a un
comportamiento antisocial (por ejemplo, hurto), siga ahora a otro alternativo (por
ejemplo, realización de un trabajo). Se puede también retirar consecuencias (como el
reforzamiento social por parte de amigos delincuentes) que seguían habitualmente a
determinados comportamientos delictivos (como robos en tiendas), lo que
probablemente contribuya a reducir su frecuencia. Asimismo, es posible utilizar
consecuencias gratificantes ya disponibles en el contexto cotidiano del sujeto (como el
afecto paterno), haciendo que a partir de ahora sigan prioritariamente a ciertos
comportamientos convenientes (como que un adolescente vaya diariamente a la escuela),
o idear la aplicación a tales comportamientos positivos de nuevas consecuencias gratas
(vinculación del adolescente a un grupo deportivo de su interés). Por último, también es
factible mejorar los modos de sucesión de los diferentes comportamientos y sus
consecuencias favorables: por ejemplo, vinculando con mayor inmediatez determinados
comportamientos prosociales y los efectos gratificantes que les siguen (programando,
por ejemplo, que en un centro de menores la participación activa de los jóvenes en un

150
programa de educación moral vaya acompañada de la visita por parte de algún buen
amigo de su barrio).
En la perspectiva del aprendizaje social, las consecuencias gratificantes de una
conducta influyen positivamente sobre ella debido al valor informativo y motivacional
que tienen para el sujeto (Bandura, 1987), al generarle expectativas de futuros resultados
favorables. En todo caso, el manejo técnico de las consecuencias de la conducta ha
mostrado gran utilidad para la mejora terapéutica del comportamiento (Sturney, 1996),
tanto de modo independiente como, frecuentemente, en vinculación con otras técnicas de
tratamiento (en el contexto, por ejemplo, del más complejo entrenamiento en
habilidades sociales).
A continuación se presentan las principales técnicas terapéuticas basadas en la
utilización planificada de las consecuencias y efectos que siguen al comportamiento (sus
fundamentos psicológicos pueden estudiarse con mayor profundidad en Cruzado, 2004;
Cruzado y Labrador, 2004; Larroy, 2016a, y Pérez, 2004).

5.2.1. Reforzamiento

El reforzamiento positivo consiste en aplicar consecuencias gratificantes para el


individuo, o refuerzos, como resultado de sus comportamientos apropiados, lo que tiene
la capacidad de promover y mantener dichos comportamientos. Los refuerzos pueden ser
primarios, cuando resultan «naturalmente» gratificantes (o sea, sin necesidad de
aprendizaje específico), tales como, por ejemplo, la comida, el contacto social o la
satisfacción sexual; y secundarios o condicionados, cuando han adquirido su valor
reforzante a partir de previas experiencias de aprendizaje del individuo, como las
alabanzas recibidas, el dinero y otros beneficios sociales, la autosatisfacción por la
realización de un buen comportamiento, etcétera. También pueden ser materiales (una
buena comida, un regalo) o sociales (la gratitud de un amigo, etcétera), siendo estos
últimos los más frecuentes y relevantes en las interacciones entre personas adultas.
También existe el autorreforzamiento del comportamiento mediante el cual una persona
puede autogratificarse, ya sea material o mentalmente, por la realización de ciertas
conductas. El autorreforzamiento constituye probablemente el modo más frecuente —y
moralmente más avanzado— de administrar gratificación personal a nuestra propia
conducta, y comporta el grado máximo de elección y autocontrol de la propia conducta.
De ahí la importancia de que los tratamientos también sirvan para entrenar a los
infractores participantes en ellos a utilizar autorreforzamiento de manera adecuada (es
decir, en dirección a la promoción de su conducta prosocial).
Por último, también en el contexto del reforzamiento positivo, el principio de
Premack establece que un comportamiento de alta probabilidad (por ejemplo, una
actividad gratificante de ocio) puede servir como refuerzo de una conducta menos
gratificante y de menor probabilidad (por ejemplo, ir a clase, realizar deberes o tareas

151
para casa, trabajar...). Es decir, la sucesión de «ir a clase» por «una actividad de ocio»
haría más probable y gratificante la actividad de ir a clase. La consideración de un
principio tan sencillo como este puede tener implicaciones positivas muy amplias a la
hora de diseñar ambientes institucionales y programas de rehabilitación con
delincuentes.
El reforzamiento negativo aumenta o mantiene un comportamiento deseable, no
presentando como en el reforzamiento positivo una consecuencia gratificante tras dicho
comportamiento, sino retirando una consecuencia negativa o aversiva que anteriormente
estaba presente. Así pues, el reforzamiento negativo puede tener la misma funcionalidad
favorable que el reforzamiento positivo, en cuanto que sirve para promover o mantener
el comportamiento prosocial.
Cualquier comportamiento es en teoría susceptible de ser favorecido mediante la
técnica del reforzamiento, y muchos comportamientos prosociales pueden constituir
objetivos relevantes de reforzamiento en el contexto de los tratamientos con
delincuentes, sobre todo en centros de internamiento, tales como los siguientes (Cherry,
2005):

— Cooperar con el personal.


— Compartir bienes o pequeñas propiedades personales.
— Respetar las cosas ajenas o comunes (sin apropiarse de ellas).
— Expresar gratitud.
— Mostrar paciencia.
— Abstinencia del consumo de alcohol y otras drogas.
— Saludar al llegar a un sitio.
— Ser considerado con otras personas.
— Recoger y ordenar cosas.
— Realizar actividades o esfuerzos extra que no forman parte de las propias
obligaciones.
— Ofrecerse voluntario para actividades compartidas.
— Higiene personal.
— Intentar dar buena imagen de uno mismo.
— Expresar opiniones prosociales y opuestas a la conducta delictiva.
— Atender a las instrucciones recibidas.
— Esperar turno cuando así se requiera (comedor, visita médica...).
— Ser puntual en las diferentes actividades.
— Asistir a actividades formativas y otras (educativas, de empleo, deportivas,
etcétera).
— Participar activamente en dichas actividades.
— Finalizar sus tareas.
— Intentar implicarse en actividades prosociales.

152
— Intentar resolver problemas.
— Expresar empatía con víctimas diversas.
— Realizar adecuadamente las diversas rutinas domésticas.
— Conductas que implican influir positivamente en otros.
— Y otras múltiples manifestaciones de comportamiento apropiado y prosocial.

Para reforzar los anteriores comportamientos prosociales, pueden ser refuerzos


adecuados los siguientes (Cherry, 2005):

— Elogiar a los sujetos.


— Mostrarles agradecimiento.
— Comentar con otros el comportamiento positivo realizado por alguien.
— Facilitar salidas de permiso (por ejemplo, en salidas programadas).
— Permitir la disposición de tiempo libre, para hacer algo con miembros del personal
u otras personas.
— Escribir elogios de los sujetos en informes, comunicaciones al tutor, etcétera
(informando al sujeto de la emisión de dichos informes).
— Dar mayor responsabilidad al individuo.
— Compartir con él un café o refresco.
— Efectuar alabanzas públicas de alguien.
— Enviarle una nota de agradecimiento.
— Dar a los participantes en un tratamiento oportunidades y confianza.
— Reconocer sus esfuerzos.
— Pequeñas recompensas materiales (por ejemplo, ofrecer una golosina).
— Sistema de puntos (sin hacerlo demasiado complicado y prolongado en el tiempo).

5.2.2. Moldeamiento o reforzamiento por aproximaciones sucesivas

Cuando un comportamiento presenta cierta complejidad (por ejemplo, adquirir


hábitos adecuados de aseo, aprender a estudiar, resolver pacíficamente conflictos
interpersonales...) es conveniente dividirlo en pequeños pasos o eslabones de conducta,
para facilitar su aprendizaje.
Partiendo de esta idea, el moldeamiento de conducta consiste en reforzar o premiar
pequeños pasos o acercamientos tentativos (o conductas específicas) a lo que,
paulatinamente, irá conformando el comportamiento final que se quiere enseñar. A
medida que el «aprendiz» (es decir, aquella persona que está adquiriendo una conducta
compleja) consolida pasos previos hacia el comportamiento final, se le piden nuevas
conductas o pasos más elaborados, y el refuerzo se le da únicamente por tales avances.
De este modo, el moldeamiento de la conducta puede ser un procedimiento indicado para
enseñar muchos de los comportamientos prosociales complejos que deben aprender los

153
delincuentes: diversos patrones educativos y formativos, habilidades de comunicación y
negociación, planificación de su conducta a medio y largo plazo, anticipación y control
de situaciones de riesgo, etcétera.
La idea fundamental del moldeamiento es, así pues, que no se debe esperar a que los
comportamientos complejos, como los mencionados, se produzcan de manera repentina
(pues ello normalmente no sucederá), sino que dichos comportamientos deben ser
favorecidos poco a poco, mediante aproximaciones sucesivas, estimulando pequeños
avances y haciendo que cada nuevo avance sea convenientemente reforzado o
gratificado. Es decir, el moldeamiento del comportamiento se sirve de eslabones de
conducta previos para generar otros eslabones posteriores, hasta lograr la enseñanza de
un comportamiento complejo.

5.2.3. Encadenamiento de conducta

Sin embargo, para fortalecer conductas complejas también es posible utilizar el


encadenamiento de conducta, que es el proceso contrario al moldeamiento. Consiste en
favorecer conductas deseables que constituyen eslabones previos de una «cadena de
comportamiento», sirviéndose para ello de eslabones de conducta posteriores, ya
consolidados en el repertorio del individuo. Imaginemos el comportamiento de un sujeto,
internado en un centro de menores o en una prisión, al recibir visita de su pareja. En
apariencia, dicho comportamiento puede parecer un acto aislado no relacionado con nada
más. Pero analizado con mayor profundidad, también puede ser interpretado como el
eslabón final de una «cadena de conducta» más compleja, que incluye otros eslabones
previos como los siguientes: el individuo es avisado de que recibirá visita de su pareja,
sube a su habitación para asearse y cambiarse de ropa, se dirige a la sala de
comunicación, espera durante unos minutos, obtiene permiso para entrar en la sala, y —
¡por fin!— se encuentra en la intimidad con su pareja. La idea central aquí es que este
eslabón de conducta final, altamente gratificante, podría ser utilizado para favorecer, si
ello fuera necesario, la incorporación al repertorio conductual del sujeto de eslabones o
conductas previas deficitarias (como, por ejemplo, comportamientos de aseo). Es decir,
un eslabón final altamente gratificante podría potenciar eslabones de conducta
precedentes, más infrecuentes y primariamente menos gratificantes.
La derivación más útil de los dos últimos procedimientos técnicos que acabamos de
ver es que mediante moldeamiento pueden «construirse» conductas nuevas (por ejemplo,
de aseo periódico), y mediante encadenamiento pueden favorecerse o mantenerse dichas
conductas, insertándolas en cadenas de comportamiento que conducen a consecuencias
gratificantes habituales de la vida (como, según el ejemplo propuesto, encontrarse con la
propia pareja).

154
5.3. TÉCNICAS PARA REDUCIR CONDUCTAS

Por definición, la mayoría de los comportamientos delictivos consisten en la


realización de conductas indebidas, en términos sociales y legales, que suelen dañar
gravemente a otras personas: hurtar, robar, traficar con drogas, insultar, desafiar, pelear,
agredir, lesionar; o bien incluyen actuaciones y hábitos de riesgo tanto para la comisión
de delitos como para la propia salud: abusar del alcohol y de otras sustancias
psicotrópicas, inyectarse drogas con jeringuillas compartidas y contaminadas,
autolesionarse, mantener relaciones sexuales de riesgo, etcétera.
Por ello, un objetivo prioritario de todos los tratamientos con delincuentes es eliminar
o reducir la frecuencia de los comportamientos problemáticos y antisociales aludidos.
A continuación se resumen algunas técnicas conductuales de utilidad para la
eliminación o disminución de comportamientos inapropiados.

5.3.1. Extinción de conducta

La extinción del comportamiento es lo antagónico del refuerzo: consiste en suprimir


de manera sistemática el refuerzo o refuerzos que habitualmente siguen a una conducta
(y la mantienen), con la finalidad de eliminarla o disminuirla. La extinción es el
procedimiento más seguro y eficaz para la reducción de un comportamiento a largo
plazo (Labrador, 2016c). Sin embargo, cuando comienza a aplicarse un procedimiento de
extinción —retirada sistemática del refuerzo o gratificación de una conducta— suele
producirse inicialmente un repunte de la conducta problemática; pero si dicha extinción
se mantiene, la disminución de la conducta problemática acabará consolidándose poco a
poco. Además, la extinción del comportamiento es el procedimiento de eliminación
directa de la conducta que presenta menos inconvenientes emocionales para los sujetos,
justo lo contrario de lo que sucede con los procedimientos del castigo del
comportamiento.

5.3.2. Enseñanza de comportamientos alternativos

Un modo paralelo de reducir conductas problemáticas y antisociales (agresión, robo,


consumo de drogas, etcétera) es generar en los individuos repertorios de comportamiento
alternativos y antagónicos con los anteriores (capacidad de comunicación no agresiva,
desempeño de un trabajo, hacer deporte, etcétera), que les permitan obtener análogos
beneficios materiales y sociales (logros sociales, dinero, bienestar personal, etcétera).
Para enseñar comportamientos alternativos se utilizan básicamente las técnicas de
desarrollo y mantenimiento de conducta, presentadas en el punto anterior.
Haciendo más explícito uno de los ejemplos sugeridos, una buena estrategia para
reducir las conductas de robo en jóvenes delincuentes sería desarrollar en ellos

155
habilidades y hábitos laborales que les permitieran obtener el dinero y los bienes
materiales que antes lograban mediante pequeños hurtos y robos. Ni qué decir tiene que,
en lo que aquí nos ocupa, las cosas no son generalmente tan sencillas como la mera
suplantación de unas conductas por otras. Para ello también es imprescindible que estos
jóvenes deseen y decidan cambiar su comportamiento. De ahí la necesidad de que los
tratamientos incorporen también (como se verá más adelante) técnicas favorecedoras del
cambio de actitudes y de mentalidad de los delincuentes, para que las diversas facetas
personales que condicionan su conducta —habilidades, cogniciones y emociones—
cooperen en la mejora del comportamiento en idéntico sentido prosocial.

5.3.3. Prescindir del castigo

El castigo consiste (como el sistema penal establece mediante las penas asignadas a
los delitos, y como todos los sistemas disciplinarios prevén en centros juveniles y
prisiones —además de todo tipo de normativas laborales y funcionariales, códigos de
circulación, etcétera—) en aplicar una consecuencia aversiva o sanción de manera
contingente a un comportamiento indeseable, con el objetivo (además de «hacer
justicia») de que tal comportamiento no se repita. Son bien conocidos los resultados en
general escasos y a menudo contraproducentes que se obtienen mediante los castigos
(tanto penales como administrativos) en el propósito de reducir las conductas infractoras.
Junto a su general ineficacia, la aplicación de castigos tiene muy diversos inconvenientes
emocionales para los individuos que los experimentan.
Como quiera que, además de los inconvenientes aludidos, el sistema jurídico-penal de
lo que más sobrado anda es precisamente de la prédica y el uso del castigo, la propuesta
de esta obra es que los programas de tratamiento con delincuentes prescindan
completamente de la utilización de procedimientos punitivos. Ello engloba también las
estrategias de tiempo-fuera y coste de respuesta que fueron a menudo utilizadas en el
ámbito juvenil (Milan, 1987, 2001), por lo que se excluye aquí comentarlas.

5.4. SISTEMAS DE ORGANIZACIÓN ESTIMULAR Y DE CONTINGENCIAS

Los estímulos antecedentes de la conducta, o estímulos discriminativos, pueden tener


una doble valencia: ser «elicitadores» o impulsores del comportamiento, o bien
inhibidores del mismo.
Se denomina estímulo discriminativo de valencia positiva (o ED) a aquel ante el cual
si el individuo responde hay una alta probabilidad de que su conducta sea reforzada. En
las evaluaciones del comportamiento de los delincuentes pueden encontrarse con
facilidad múltiples conexiones entre sus conductas delictivas y ciertos estímulos
discriminativos antecedentes que las propician (Horney, 2006); por ejemplo, la presencia
de más coches extranjeros aparcados en un barrio turístico (que quizá contienen equipaje

156
y objetos de valor, como cámaras fotográficas, compras, etcétera) hace más probables las
conductas de robar en el interior de dichos vehículos; las casas unifamiliares aisladas y
desprotegidas resultan una mayor tentación para los robos en domicilios; la
interpretación de la conducta de otras personas como desafío o provocación hace más
probables las reacciones de agresión y revancha, etcétera.
Por otro lado, un estímulo discriminativo de «valencia inhibitoria» (o E ∆ ) es aquel
ante el cual si el individuo responde existe una baja probabilidad de que aparezca
refuerzo o recompensa. Por ejemplo, los coches utilitarios aparcados en la calle con
apariencia de pertenecer a los vecinos de un barrio (y posiblemente vacíos) tienen menor
probabilidad relativa de ser robados; la presencia de una patrulla policial junto a una
entidad bancaria seguramente inhibe la comisión de un robo en ese lugar; la visibilidad
en una vivienda de una instalación de alarma de seguridad puede hacer menos probable
que se produzca un hurto en dicha vivienda, etcétera.
Los estímulos que anteceden al comportamiento pueden ser tanto externos, o
ambientales, como internos al sujeto (generalmente consistentes en pensamientos o
estados emocionales). En ambos casos se trata de estimulaciones (físicas o mentales) que
se hallan presentes cuando ocurre un comportamiento y guardan relación funcional con
el mismo. Los antecedentes internos se han dividido en variables internas cognitivas
(que incluyen atribuciones, autoinstrucciones de conducta, expectativas, estrategias
cognitivas) y variables psicofisiológicas.

5.4.1. Control de estímulos

El principal procedimiento de cambio de conducta derivado de la manipulación de los


estímulos que anteceden al comportamiento es el control de estímulos. Consiste en
presentar a los sujetos, como estímulos antecedentes o discriminativos, indicaciones,
metas o modelos que sirvan como incitadores de los comportamientos que se quiere
promover (o como inhibidores de los que se pretende reducir). Tales estímulos
antecedentes informan a los individuos de qué comportamientos se espera de ellos,
siendo más probable que reciban consecuencias gratificantes, así como de cuáles no se
esperan y, en caso de producirse, probablemente no reciban consecuencias gratificantes.
El procedimiento de control de estímulos adquiere su capacidad de control de la
conducta a partir precisamente de las consecuencias que los sujetos acaban finalmente
experimentando (y de las experiencias previas que han tenido a este respecto). La técnica
de control de estímulos puede ser de gran utilidad para prevenir los comportamientos
infractores y delictivos en distintos contextos (calles y plazas públicas, lugares
deportivos y de ocio, instituciones...), a pesar de que suele ser en general poco utilizada
(Horney, 2006).

5.4.2. Programas de reforzamiento

157
También puede influirse eficazmente sobre el comportamiento tomando en
consideración los efectos diferenciales que sobre la conducta producen distintos
programas de reforzamiento. Estos son los «modos de sucesión» que se establecen entre
la conducta y sus consecuencias (o refuerzos), que pueden variar por lo que se refiere a
la frecuencia o intensidad con que una consecuencia sigue a una conducta.
Se denomina programa de reforzamiento continuo a aquel en el que cada conducta de
cierta clase es seguida siempre de refuerzo; y programa de reforzamiento intermitente
cuando dicha clase de conducta es seguida irregularmente, no siempre, por un refuerzo.
Los programas intermitentes pueden ser programas de razón, cuando el reforzamiento
aparece tras un cierto número de respuestas emitidas; y programas de intervalo, cuando
el reforzamiento se aplica tras la primera respuesta que se produce transcurrido
determinado período temporal. Además, tanto el número de respuestas (en los programas
de razón) como el tiempo transcurrido (en los programas de intervalo) para administrar
el refuerzo pueden ser fijos o variables, lo que da lugar a las divisiones respectivas entre
programas de razón fija y variable, y programas de intervalo fijo y variable.
En la vida real, los programas de reforzamiento, o sistemas de sucesión conductas-
consecuencias, pueden ser muy diversos y complejos, como resultado de las
combinaciones posibles entre frecuencias de las respuestas, intervalos temporales
trascurridos, y modalidades y cuantías de los refuerzos o gratificaciones que suceden a
los comportamientos.
En general, se considera que los programas continuos, en los que se administra
refuerzo con mayor frecuencia y predictibilidad, son útiles para enseñar nuevos
comportamientos; mientras que los programas variables, en los que el refuerzo es más
esporádico e impredecible, son convenientes para mantener y afianzar los
comportamientos a largo plazo. Así, el cambio de programas de reforzamiento desde
continuos a variables es una de las estrategias fundamentales con las que se cuenta para
mantener el comportamiento y prevenir las recaídas en el delito (véase el capítulo 8).

5.4.3. Programas ambientales de contingencias

Los programas ambientales de contingencias son diseños artificiales del


funcionamiento de instituciones de internamiento y atención a delincuentes (centros de
menores o prisiones), que tienen como finalidad favorecer la motivación de los sujetos
para participar en las diversas acciones educativas que se programan para ellos
(Blackburn, 1994). Un diseño de este tipo desarrollado en España es el programa de
fases progresivas, ideado y aplicado originariamente en el Centro Penitenciario de
Jóvenes de Barcelona a mediados de los años ochenta (Redondo, Roca y Portero, 1985),
y después utilizado en otros centros penitenciarios e instituciones de menores en España
y Latinoamérica. En su versión original, el centro penitenciario de jóvenes se estructuró
en cuatro unidades de vida o fases progresivas (sobre la base psicológica de los

158
principios del condicionamiento operante y del aprendizaje social). Dichas fases se
diferenciaban entre ellas en dos aspectos fundamentales (véase figura 5.1): 1) en un
gradiente de exigencia creciente a los jóvenes de mejoras en diversos objetivos
educativos y de conducta prosocial (participación en actividades escolares, educativas y
de formación laboral, así como reducción de conductas autolesivas y de agresión hacia
otras personas); y 2) en una disponibilidad también creciente o progresiva, desde cada
unidad o fase a la siguiente, de «bienestar institucional» (locales más amplios, menor
número de sujetos por habitación, mayor libertad de movimientos y horarios más
flexibles, mayor frecuencia de visitas familiares, mayor probabilidad de concesión de
permisos de salida de la prisión, etcétera). Los jóvenes eran evaluados periódicamente
por el equipo técnico del centro penitenciario para decidir su posible progresión (o a
veces regresión) de fase.

Figura 5.1.—Modelo teórico de los principios que subyacen a la dinámica del sistema de fases progresivas.

Desde esta perspectiva teórica, las dos diferencias establecidas entre las fases
promoverían el reforzamiento positivo y la mejora de la conducta prosocial, al ser esta
seguida de mayor gratificación en la vida diaria. Además, sobre la base del mecanismo
de modelado del comportamiento, también cabría esperar que los jóvenes cuya conducta
prosocial fuera reforzada constituyeran «modelos positivos de conducta» para otros
jóvenes «observadores».
En una evaluación de este programa durante un período de cinco años (Redondo,
Roca, Pérez, Sánchez y Deumal, 1990) se observaron incrementos significativos de la
participación escolar y laboral de los jóvenes, así como una reducción sustancial de sus
comportamientos violentos en el centro, y finalmente una disminución relativa de sus

159
tasas de reincidencia delictiva.

5.4.4. Contratos conductuales

Los contratos conductuales son acuerdos negociados (normalmente escritos) entre


participantes y terapeutas de un programa, mediante los cuales los participantes asumen
una serie de compromisos en relación con su implicación activa en el tratamiento y el
logro de los objetivos previstos, a la vez que se prevén también consecuencias favorables
condicionadas al cumplimiento de dichos pactos.
Su utilidad reside en que clarifican los objetivos de los programas, la participación y
colaboración del individuo en su propio tratamiento, y las consecuencias que tendrán los
logros que se vayan produciendo (Labrador, 2016d). Además, favorecen la
generalización, fuera de la terapia, de las mejoras obtenidas 3 . Las cláusulas y
condiciones de los contratos suelen renegociarse periódicamente, adaptándolas a la
evolución y avance del programa de tratamiento. Los contratos de contingencias se han
aplicado en el marco de tratamientos con problemáticas diversas como maltrato de
pareja, ludopatía, adicción al alcohol u otras drogas, y problemas de conducta antisocial
y delincuencia.
En algunos de los programas pioneros con delincuentes juveniles, a principios de los
años setenta, se utilizaron contratos conductuales, y para facilitarlos se entrenó a los
jóvenes, a sus padres y a sus profesores y educadores en técnicas de negociación. Esta
perspectiva es interesante, ya que supone ver la técnica del «contrato conductual» no
solo como un medio de influir favorablemente sobre la conducta de los jóvenes, sino
como una estrategia más sofisticada de resolución de problemas interpersonales (Ross y
Fabiano, 1985).

5.5. TÉCNICAS DE CONDICIONAMIENTO ENCUBIERTO

Cautela (1969) denominó condicionamiento encubierto a su propuesta de utilizar


terapéuticamente la imaginación para representarse secuencias de aprendizaje (estímulos
antecedentes, respuestas y consecuencias, así de refuerzo como de castigo) como
mecanismo para favorecer el aprendizaje y el autocontrol. A continuación se explican las
principales técnicas de condicionamiento encubierto (Díaz, Comeche y Vallejo, 2004).

5.5.1. Sensibilización encubierta

Consiste en que el sujeto imagine que está realizando un comportamiento indeseable


que quiere eliminar (por ejemplo, una conducta exhibicionista), y a la vez que, de
manera brusca y contingente, se represente mentalmente algún acontecimiento muy

160
aversivo para él (por ejemplo, un ataque repentino de ratas que le arañan y mordisquean
sus partes pudendas, que han quedado expuestas). Este proceso de sensibilización
encubierta suele complementarse mediante autorreforzamiento negativo, al imaginar el
sujeto que escapa de la situación aversiva en el momento en que interrumpe la conducta
indeseable (en el ejemplo de exhibicionismo utilizado, vistiéndose rápidamente) 4 .

5.5.2. Autorreforzamiento encubierto

El autorreforzamiento encubierto comporta la realización o imaginación del


desempeño de un comportamiento que se desea incrementar o fortalecer (por ejemplo,
realizar de modo competente y continuado determinado trabajo) y, a la vez, la
imaginación de una consecuencia muy gratificante (por ejemplo, haber podido comprar
una casa apetecida en el campo) como resultado de dicho comportamiento.
La posibilidad de autorreforzamiento de la conducta constituye probablemente un
mecanismo genuinamente humano, cuyo entrenamiento puede ser de enorme utilidad
terapéutica para el autocontrol de la conducta delictiva.

5.5.3. Modelado encubierto

En el modelado encubierto el sujeto imagina que un «modelo» (alguien distinto de él)


lleva a cabo de modo exitoso la conducta por él temida (por ejemplo, evitar consumir
cierta droga, a pesar de que desearía hacerlo), prestando especial atención a los aspectos
más relevantes del desarrollo de dicha conducta y de las posibles consecuencias
gratificantes que la siguen. Para tener un buen contraste entre lo que el individuo hace
habitualmente, así como sus consecuencias negativas, y lo que podría hacer para
mejorar, el paso previo consiste en que el sujeto se imagine a sí mismo llevando a cabo
el comportamiento problemático habitual (el consumo de droga), para a continuación
representarse la conducta alternativa de no consumo (con todo su repertorio de
consecuencias favorables: mejora de sus relaciones familiares y de pareja, tener un
empleo fijo y satisfactorio, etcétera).

Todas las técnicas operantes que se han comentado hasta aquí pueden aplicarse de
dos maneras distintas: o bien directamente por el terapeuta con los sujetos que siguen un
tratamiento (por ejemplo, reforzando verbalmente sus conductas de interacción
apropiada y no agresiva con otras personas, o su esfuerzo laboral); o bien puede
entrenarse a los propios sujetos o a terceras personas (su pareja, sus padres, sus
educadores, etcétera) para la utilización de principios y técnicas operantes que ayuden a
motivar y reforzar el comportamiento de los individuos que son los destinatarios finales
de la intervención (Olivares y García-López, 1997; Olivares y Méndez, 1997). Ambos
procedimientos pueden resultar del máximo interés y utilidad en el campo del

161
tratamiento de la delincuencia que aquí nos ocupa.

5.6. MODELADO DE CONDUCTA


«En nuestros días se dispone de grandes elementos de cultura de los que se carecía hace años, y no solo no
se aprovechan para realizar la importante labor social que les está asignada, sino que, en ciertas ocasiones, por
emplearse torcidamente, pueden constituir un grave peligro y hasta contribuir a que se realicen determinados
hechos delictivos. La prensa puede y debe hacer mucho en esta importante labor social, ya que es uno de los
medios más poderosos de la difusión de la cultura; pero, por lo mismo que ejerce tan gran influencia en las
masas, puede obrar de modo contraproducente al narrar los grandes crímenes con todo género de detalles, y al
rodear a sus autores de la popularidad a que por lo general aspiran muchos predispuestos y degenerados. Otro
tanto puede decirse del teatro y cinematógrafo.»

A. MARTÍNEZ DEL CAMPO y KÉLLER, El problema de


la delincuencia, 1916.

El modelo de aprendizaje social realzó el papel que juega la observación del


comportamiento de otras personas para la adquisición de múltiples conductas y hábitos.
Muchos aprendizajes humanos se producen mediante la observación de «modelos» en
acción que reciben reforzamiento por determinada conducta, lo que permite al
observador o «aprendiz» adquirir el comportamiento, aplazando su ejecución para
cuando se den las circunstancias ambientales adecuadas. Según Bandura (1980), «la
gente observa repetidamente las acciones de los demás [modelos ] y las ocasiones en que
son recompensados», lo que influye «en la conducta [de los observadores ] casi de la
misma manera que las consecuencias experimentadas directamente» (p. 335). Mediante
aprendizaje social o modelado de conducta (también denominado aprendizaje vicario,
imitativo u observacional) se aprenden muchos comportamientos tanto prosociales como
delictivos.
Bandura y Walters (1990) presentaron originariamente el modelo imitativo o de
modelado del siguiente modo (véase también Cruzado, 2004, 2016; Méndez, Olivares y
Ortigosa, 2010):

a) Por imitación se entiende un tipo especial de condicionamiento operante, en el que


las señales sociales —las conductas de otras personas: los modelos— funcionan
como estímulos discriminativos del comportamiento, y se refuerzan o no las
respuestas del aprendiz según reproduzcan o no las del modelo (esto es, se lleva a
cabo un reforzamiento diferencial de conducta).
b) Las pautas de comportamiento aprendidas de este modo tienden a generalizarse a
otras situaciones semejantes a aquella en que originariamente se aprendieron.
c) El aprendizaje social efectivo requiere, además, que los aprendices puedan
efectuar discriminaciones sutiles sobre el tipo de comportamientos que deben
llevar a cabo, y las situaciones o circunstancias en que deben hacerlo.

162
d) El aprendizaje a través de modelos es decisivo en la adquisición y el
mantenimiento de respuestas de autocontrol, que resultan claves en los procesos
cognitivos de autorregulación conductual.
e) La eficacia de los «modelos» para enseñar nuevas conductas es influida por el
grado de competencia que dichos modelos manifiestan en la realización del
comportamiento que enseñan, por su prestigio a los ojos del aprendiz, y por el
nivel de congruencia entre el comportamiento del modelo y el tipo de preceptos o
pautas de conducta que aquel pretende enseñar.
f) Se establece una diferenciación esencial entre aprendizaje y acción, de modo que
la mayoría de los aprendizajes se producen sin que lo aprendido se ponga en
práctica de inmediato. Así, el aprendizaje mediante imitación se produce a lo largo
de tres momentos sucesivos (Bandura y Walters, 1990) 5 :

1. Adquisición del comportamiento, observando la conducta de otras personas y


reteniendo los pasos fundamentales para llevarla a cabo (pero sin realizarla de
manera inmediata).
2. Instigación o reproducción del comportamiento. La conducta, previamente
adquirida mediante observación, puede precipitarse a partir de la influencia de
un nuevo modelo de conducta, de la expectativa de lograr alguna recompensa,
o debido a la sugerencia o instrucciones de otras personas.
3. Mantenimiento del comportamiento. La conducta se afianza mediante procesos
de reforzamiento: 1) directo: consecuencias positivas que el sujeto obtiene; 2)
vicario: consecuencias positivas que obtienen otros y que él observa; 3)
autorreforzamiento: pensamientos positivos acerca de las conductas realizadas;
o también mediante estrategias de neutralización de la culpa por posibles
comportamientos inaceptables, como podría ser, por ejemplo, el maltrato a la
pareja (desvalorando a la víctima, negando la ilicitud de la conducta, la
gravedad del daño, etcétera).

El modelado es uno de los mecanismos fundamentales en el aprendizaje de conductas


y hábitos delictivos (Akers, 1997, 2006; Akers y Sellers, 2013). Individuos con
comportamientos antisociales más consolidados constituyen modelos delictivos
evidentes para otros más inexpertos o aprendices. Los primeros, mediante su propios
hábitos y explicaciones, muestran a los segundos formas agresivas de interacción y
modos más eficaces de comisión de delitos.
Sin embargo, desde la perspectiva de la rehabilitación de los delincuentes, el
modelado de conducta también puede ser utilizado para influir de modo positivo en el
aprendizaje de comportamientos prosociales (Ross y Fabiano, 1985).
Rally Cherry (2005), autora británica que trabaja para el sistema de probation, ha
estructurado, a partir de una propuesta previa de Trotter (1994, 1999), la utilización
programada del modelado como fuerza motriz del cambio de conducta en delincuentes, a

163
partir de los siguientes principios de trabajo:

— Desarrollar con los sujetos relaciones honestas y empáticas, que les transmitan un
interés genuino y estable por ellos y una perspectiva optimista sobre su capacidad
de cambiar.
— Modelar y alentar la conducta prosocial, lo que incluye claridad sobre los valores
y conductas esperables de los sujetos, y el reforzamiento de tales valores y
conductas.
— Desalentar, a partir de retarlos y confrontarlos cuando se produzcan, aquellos
valores y conductas indeseables, incluidos por supuesto los valores y
comportamientos delictivos.
— Usar la autoridad de modo transparente, claro y legítimo.
— Ser claros y abiertos sobre el rol que compete al personal y sobre el objetivo y las
expectativas de cada intervención.
— Trabajar de manera activa y cercana a los sujetos para ayudarles a cambiar,
aumentando su motivación y adiestrándolos en nuevas habilidades de
planificación, negociación y resolución de los problemas.
— Tratar a cada sujeto como una persona única y valorar sus diferencias y
semejanzas con otros. Ello supone evitar estereotipos étnicos, culturales, etcétera,
y tomar en cuenta las capacidades y habilidades específicas de cada individuo.

5.6.1. Programas de reforzamiento y modelado: el modelo familia


educadora

Un programa de tratamiento pionero en la utilización del aprendizaje por imitación


con jóvenes infractores fue el desarrollado por Thelen, Pry, Dollinger y Paul (1976),
quienes emplearon modelos filmados en vídeo y role-playing para mejorar el
comportamiento interpersonal de un grupo de ocho varones de entre 12 y 16 años. La
intervención comenzaba haciendo que los sujetos visionasen un total de catorce escenas
grabadas, de cinco minutos cada una. En ellas un actor varón representaba a un joven
delincuente en diversas situaciones interpersonales problemáticas, diez de las cuales
acontecían en la propia residencia y cinco en la escuela. En cada situación, el modelo era
presentado inicialmente como poco hábil para resolver la situación problemática,
mientras que paulatinamente iba logrando dominarla de modo apropiado. Las situaciones
a las que el modelo se enfrentaba consistían en la necesidad de tener que expresar sus
sentimientos a otras personas, la comunicación de determinados problemas a los
miembros del personal de la escuela, o hacer frente a la imputación de algunas
acusaciones. Una vez visionada cada escena, se pedía a los sujetos que desempeñaran en
vivo el papel que habían observado en el modelo grabado. Después observaban
nuevamente la grabación y realizaban el papel una vez más.

164
Otro trabajo interesante del uso del modelado es el descrito por Brown (1985), en una
replicación realizada en Londres del modelo de familia educadora (Teaching-Family
Model) de la Universidad de Kansas. En este programa, denominado Unit One, se
trabajó con ocho jóvenes delincuentes, de entre 14 y 18 años, que residían en una casa a
cargo de un matrimonio de profesionales especialmente entrenados en técnicas
conductuales. Los componentes básicos de este programa eran cuatro: 1) una economía
de fichas; 2) un programa académico; 3) un sistema de autogobierno o participación de
los jóvenes en la toma de decisiones; y 4) su entrenamiento para la interacción social a
través de la técnica de modelado, cuando los jóvenes mostraban dificultades en
situaciones de interacción con otras personas. Para ello, en el contexto de una sesión
individual uno de los profesionales enseñaba (= mostraba) en vivo al joven los
componentes conductuales de los que se componía la habilidad de interacción en
cuestión. Posteriormente le pedía que practicara dicha habilidad mediante role-play (o
juego de roles), dándole por su cooperación en esta actividad reforzamiento social (es
decir, alabando sus logros) y puntos (en el marco del que también se aplicaba «economía
de fichas»).
Del programa Teaching-Family Model para niños y jóvenes, que fue diseñado en la
Universidad de Kansas y aplicado por primera vez a mediados de los años setenta, se han
realizado cientos de replicaciones en todo el mundo con muy buenos resultados. En una
revisión clásica de Fixsen, Blase, Thimbers y Wolf (2007) se documentaron ya entonces
nada menos que 792 aplicaciones distintas solo en Norteamérica.

5.7. ENTRENAMIENTO EN HABILIDADES SOCIALES (EHS)

El entrenamiento en habilidades sociales (EHS) es una de las técnicas más conocidas


y aceptadas para el tratamiento de los delincuentes (Ross y Fabiano, 1985). El modelo
original de entrenamiento en habilidades sociales fue concebido por Argyle y Kendom
(1967), quienes consideran que un comportamiento socialmente habilidoso o competente
requiere tres componentes relacionados (Hollin y Palmer, 2001): 1) percepción social, o
habilidad para reconocer, entender e interpretar las señales sociales, tales como
expresión facial de emociones, indicaciones y respuestas de otras personas, etcétera
(muchos delincuentes, juveniles y adultos tienen dificultades para una percepción social
apropiada, lo que les puede llevar a malinterpretar las intenciones o la conducta de otras
personas); 2) cognición social, o habilidad para generar, en la mente, alternativas de
respuesta y cursos de acción viables para responder a las interacciones y demandas
sociales (también aquí muchos delincuentes presentan escasas alternativas a los
problemas que se les presentan); y 3) habilidades de actuación social, o capacidad para
llevar a cabo conductas apropiadas en la comunicación y la interacción social: escuchar a
otros, mantener un buen contacto visual con sus interlocutores, modular el tono de voz
de acuerdo con los contenidos y situaciones comunicativas, responder a las críticas, ser

165
asertivo en la comunicación, etcétera (habilidades en las que también suelen ser
deficitarios muchos delincuentes).
La utilidad del EHS en el campo de la delincuencia es evidente, debido a la notoria
relación existente entre la falta de habilidades interpersonales y muchos conflictos
legales (Blackburn, 1994; Glick, 2003). Por ello, la técnica de EHS ha sido utilizada con
diversas categorías de delincuentes juveniles y adultos para enseñar un amplio abanico
de habilidades como las siguientes (Ross y Fabiano, 1985; Garrido, 1993): con
delincuentes juveniles varones, para entrenarles en habilidades conversacionales,
favorecer su «introversión» (y facilitar su reflexión), promover su autoestima y
entrenarles en expresión de asertividad; con chicas delincuentes juveniles, para
desarrollar sus habilidades de comunicación; con delincuentes sexuales, para enseñarles
habilidades de afrontamiento de situaciones de riesgo; y también para entrenar a sujetos
en «probation» en habilidades de afrontamiento en la interacción con figuras de
autoridad 6 .
El entrenamiento en habilidades sociales suele efectuarse a partir de las siguientes
fases principales (Caballo, 2008; Caballo y Ururtia, 2016; Garrido, 1993; Gil y García
Saiz, 2004):

1. Instrucciones: en ellas se informa al sujeto sobre la habilidad que se le pide que


aprenda y sobre los pasos necesarios para llevarla a cabo.
2. Modelado: el terapeuta u otro «modelo» realiza la secuencia conductual de la
habilidad en cuestión, mostrando al «aprendiz» los aspectos más relevantes de la
misma.
3. Ensayo de conducta: a continuación se pide al individuo que, en la propia
situación terapéutica, reproduzca la habilidad que se le ha mostrado. Para ello es
conveniente disponer la situación de interacción entre «modelo» y «aprendiz» de
manera que se asemeje cada vez más a las situaciones reales en que se requiere la
habilidad enseñada. Las primeras situaciones de ensayo conviene que sean muy
definidas y previsibles para el «aprendiz», al efecto de que pueda consolidar
adecuadamente la habilidad, para más tarde ir variando ciertos parámetros de las
situaciones con el objetivo de favorecer la generalización. Puede también pedirse
al participante en el tratamiento que efectúe ejercicios de ensayo encubierto en la
imaginación, representándose el modo de llevar a cabo, en diversas situaciones, la
habilidad aprendida.
4. Reforzamiento positivo y retroalimentación. Se trata, en primer lugar, de alabar al
sujeto sus intentos y avances en la práctica de la habilidad entrenada. También se
le irá informando acerca de sus progresos en el aprendizaje y práctica de la tarea, y
se le sugerirán posibles caminos para enmendar los fallos cometidos. El objetivo
final es que el participante adquiera conciencia y control de las mejores maneras
de desarrollar determinadas conductas en situaciones específicas, lo que implica

166
darse cuenta de la necesidad de variación de su comportamiento para adaptarlo a
las circunstancias cambiantes.
5. Práctica en situaciones reales. En esta etapa final los ensayos de conducta tienen
que empezar a realizarse en situaciones naturales, que el sujeto anotará en
autorregistros para informar en el contexto de la terapia.

Para el caso del EHS con delincuentes se ha insistido en la necesidad de que no solo
se enseñen las conductas más convenientes y efectivas para la interacción social, sino
que el entrenamiento también incluya las competencias cognitivas que dan cobertura a
dichas habilidades. En esa dirección, Ross y Fabiano (1985) recomendaron
encarecidamente la terapia de aprendizaje estructurado de Goldstein, que ya en los años
ochenta incluía elementos cognitivos y que posteriormente evolucionó hacia el programa
denominado de entrenamiento para reemplazar la agresión (programa ART), al que se
hará referencia en el capítulo 7.

5.7.1. Programa de habilidades de tiempo libre

Un ejemplo interesante del uso de la técnica de EHS es el programa de


entrenamiento en habilidades de tiempo libre que ha sido utilizado en el contexto de los
servicios correccionales canadienses. Es un programa de baja intensidad (para sujetos de
bajo riesgo) dirigido a enseñar a los participantes las siguientes habilidades: adoptar un
estilo de vida no delictivo, establecer una red de relaciones prosociales, organizar el
tiempo libre de forma constructiva, satisfacer sus necesidades de gratificación de
maneras no delictivas, mitigar su aburrimiento sin recurrir al alcohol u otras drogas,
buscar entretenimiento y diversión en lugares diferentes de los bares, y descubrir nuevos
intereses y nuevas actividades constructivas que pueden satisfacerlos. Para ello el
programa instruye y entrena a los sujetos en los siguientes aspectos:

— La frecuente conexión que existe entre la utilización inapropiada del tiempo libre
y la conducta delictiva.
— Las ventajas del ocio «constructivo» para el individuo y para la sociedad, y las
consecuencias negativas del ocio antisocial.
— La relevancia de equilibrar las necesidades de ocio con las obligaciones de cada
uno.
— Las ventajas de las actividades de ocio activo y constructivo (por ejemplo, realizar
un deporte) frente a las meramente pasivas (por ejemplo, ver deporte en
televisión).
— La enseñanza de habilidades de planificación y participación en actividades de
ocio.

Son destinatarios preferentes de este programa aquellos delincuentes, tanto varones

167
como mujeres, que se hallan en alguna de las siguientes situaciones: 1) personas cuyas
actividades delictivas se han vinculado en el pasado al uso inapropiado del tiempo libre;
2) cuyas actividades de ocio les ayudan a adaptarse a situaciones difíciles, tanto en la
institución penitenciaria como en la comunidad, y 3) cuyas actividades de ocio están
relacionadas (y probablemente lo van a seguir estando en el futuro) con conducta
antisocial u otros problemas, como consumo de drogas, juego compulsivo o pertenencia
a bandas delictivas.

5.7.2. Programa de entrenamiento en habilidades de crianza de los hijos

Otro programa de los servicios correccionales de Canadá que ilustra bien el campo
del EHS es el Programa de entrenamiento en habilidades de crianza de los hijos. Se
trata también de una intervención de baja intensidad, cuyo objetivo es ayudar a los
participantes a que aprendan y desarrollen habilidades que les permitan mantener
relaciones positivas con sus hijos. Asimismo, se les entrena en el manejo de las
situaciones de estrés familiar suscitadas durante su encarcelamiento o que pueden
acontecer al salir en libertad. Se trabajan aspectos como el rol de los padres en la familia,
las responsabilidades derivadas de la paternidad, las consecuencias de las acciones e
inacciones de los padres, las habilidades básicas que pueden ayudar a los padres y a los
hijos a resolver sus problemas, y aquellas destrezas que se requieren para buscar ayuda
en la comunidad ante diversas problemáticas familiares que pueden suscitarse.
El programa se dirige a varones o mujeres que han tenido una historia problemática
en la crianza de sus hijos por alguna de las siguientes razones: carecen de los mínimos
conocimientos necesarios sobre desarrollo infantil y sobre las responsabilidades paternas
al respecto, están faltos de las habilidades necesarias para el cuidado de los hijos o de
habilidades de comunicación efectiva con los niños, utilizan un sistema disciplinario
inapropiado, o bien tienen unas expectativas irrealistas sobre la conducta de los niños y
la resolución de los problemas familiares.
Se recomienda que las personas que lo necesiten realicen este programa cuando están
próximos a salir en libertad. Se excluye del mismo, como medida de prudencia, a
personas condenadas por abuso de niños o incesto, a menos que hayan participado
previamente en el tratamiento apropiado para dichas problemáticas delictivas. De otro
modo, en ausencia de cambios profundos en la problemática del abuso sexual infantil, la
adquisición de mejores habilidades en el puro manejo mecánico de los niños podría
resultar contraproducente.

5.8. PROGRAMAS MULTIFACÉTICOS PARA EL TRATAMIENTO DE


TOXICÓMANOS
Antonio es el pequeño de ocho hermanos (3 varones y 5 mujeres). Sus padres y dos de sus hermanos

168
murieron hace años. Antonio reside en el domicilio familiar con dos de sus hermanos varones. Mantiene muy
buena relación con su hermano mayor, aunque con el resto de su familia apenas tiene contacto. Excepto
Antonio, ninguno de sus hermanos ni otros miembros de su familia tienen antecedentes delictivos o de
consumo de drogas. Durante los últimos años ha trabajado como peón en la construcción, aunque siempre sin
contrato laboral. Ha consumido heroína a lo largo de diez años, con un período de abstinencia en medio de tres
años. Después siguió consumiendo hasta su último ingreso en prisión. El tiempo que dejó de consumir logró
hacerlo sin ayuda profesional, por decisión propia, atemorizado por el rechazo que el consumo suscitaba en su
pareja y el impacto psicológico que le produjo conocer que se había contagiado del sida. Tras reiniciar el
consumo de drogas su pareja lo abandonó. Cuando ha podido ha ido teniendo distintos trabajos esporádicos e
irregulares, a la vez que ha cometido diversos delitos para pagarse el consumo.

5.8.1. Comunidades terapéuticas

5.8.1.1. Antecedentes

La expresión «comunidad terapéutica» se utilizó por primera vez en 1946 por el


psiquiatra británico Tom Main, para referirse al modelo terapéutico empleado en el
Cassel Hospital de Londres para el tratamiento de veteranos de la Segunda Guerra
mundial. Dicho modelo combinaba terapia comunitaria y terapia psicoanalítica,
constituyendo una variante del modelo terapéutico previamente desarrollado por el
también psiquiatra británico Maxwell Jones. Pronto dicho modelo de comunidad
terapéutica se trasladó también al ámbito penitenciario, tanto en Gran Bretaña como en
EEUU.
En Inglaterra la comunidad terapéutica penitenciaria pionera fue la prisión de
Grendon (ubicada no muy lejos de Londres), que incorporaba las siguientes
características del modelo originario de Maxwell Jones (Lipton, 2001):

a) Estructura: integrada por una unidad de evaluación inicial, cinco unidades de


comunidad terapéutica y una unidad de pre-libertad; acogía a 245 delincuentes
graves (reclutados voluntariamente desde distintas prisiones británicas) al cargo de
220 funcionarios, dirigidos por un director de centro y un psiquiatra-director
terapéutico; además, cada unidad del centro contaba con un equipo liderado por un
psiquiatra, más un psicólogo y un agente de probation.
b) Principios: 1) democracia interna (cada miembro de la comunidad tiene voz y
voto en cada aspecto del funcionamiento de su unidad); 2) permisividad y
tolerancia con los errores; 3) filosofía de comunidad, que favorece de la
responsabilidad individual y colectiva; 4) confrontación constante con la realidad,
a partir de las valoraciones y críticas de otros; 5) influencia positiva de otros
miembros del grupo para controlar y cambiar los valores culturales
«prisionizados»; 6) enfoque del modelo a la liberación de la angustia intrapsíquica,
desarrollo de las relaciones con las esposas e hijos y con las figuras de autoridad,
mejora de las relaciones interpersonales, cambio de las actitudes ante el delito en
general y, especialmente, frente a sus propios delitos (aumento de la conciencia

169
sobre las víctimas y las consecuencias del delito para ellas, así como sobre las
posibles fantasías y planes acerca de futuros delitos, lo que supuso un anticipo de
los métodos de prevención de recaídas).
c) Programa: las terapias principales utilizadas eran terapia de grupo, asamblea de
comunidad diaria de cada unidad de residencia, y sesiones de feedback y
confrontación (además del uso de terapias complementarias como psicodrama,
entrenamiento en habilidades sociales y de vida, habilidades cognitivas, programa
para delincuentes sexuales, alternativas a la violencia y educación). Se
recomendaba la permanencia de los participantes en el programa durante dos años.

Pese a todo, nunca se constataron resultados más favorables de este sistema


terapéutico que el de las prisiones ordinarias (hallándose un ligera asociación entre
efectividad y la mayor duración de la estancia de los sujetos en el programa, así como
con la mayor edad de excarcelación).

5.8.1.2. Comunidades terapéuticas con toxicómanos

El origen de las «comunidades terapéuticas» aplicadas (en Estados Unidos y en


Europa) para el tratamiento de sujetos con problemas de adicciones no proviene
directamente, sin embargo, del modelo británico de Grendon, al que se acaba de aludir,
sino que deriva del centro Synanon, fundado en 1958 por Charles Dederich en
California, que a su vez dimana del movimiento Alcohólicos Anónimos (cuyas raíces
lejanas pueden proyectarse hasta grupos religiosos en favor de la abstinencia del alcohol)
(Lipton, 2001). Una «comunidad terapéutica» para el tratamiento de alcohólicos o
toxicómanos es típicamente una intervención residencial con una duración de entre uno y
dos años.
Entre sus bases y principios rectores principales se encuentran los siguientes (Day y
Doyle, 2010; Hooper, 2003; Lipton, 2001; Taylor y Torut, 2013; Zhang, Roberts y
McCollister, 2009):

— La actividad terapéutica se organiza en torno al trabajo.


— Los residentes participan y se ocupan de todos los aspectos de la organización y
administración de la comunidad (producción, mantenimiento, alimentación,
administración).
— La adicción se interpreta como síntoma de un trastorno global de la persona
(incluyendo inmadurez, baja autoestima, incapacidad para demorar la gratificación
y soportar la frustración, así como para mantener relaciones saludables con otras
personas).
— Todos los anteriores problemas se convierten en objetivos de la terapia, que
realizan conjuntamente el personal y los otros residentes. Incorpora valores

170
sociales positivos como el trabajo, la productividad social y la responsabilidad
comunitaria; y valores personales como abstinencia del uso de drogas, abandono
de las actividades delictivas, honestidad, autoconfianza y responsabilidad hacia
uno mismo y hacia personas significativas de la propia realidad.
— Los nuevos residentes ingresan en la comunidad por abajo, pero, mediante su
esfuerzo, pueden mejorar su estatus y ganar incentivos tales como un trabajo
preferible, mejores dependencias de residencia, etcétera.
— Aunque los residentes carezcan de motivación inicial para el programa, se les pide
«comportarse como si» estuvieran de acuerdo con los valores y principios de la
«comunidad terapéutica», hasta que se vaya produciendo una verdadera
internalización de dichos valores.
— La esencia de la intervención terapéutica es «la utilización intencionada de la
comunidad como método fundamental para facilitar el cambio social y psicológico
en los individuos» (De Leon, 1995, p. 1611), ofreciéndoles confrontación,
persuasión, ayuda y reforzamiento para efectuar dichos cambios.
— En las comunidades terapéuticas actuales se ofrecen también otros tratamientos
tales como terapia familiar, servicios educativos, de formación laboral, sanitarios y
de salud mental.

Desde mediados del siglo XX hasta la actualidad se han desarrollado numerosos


programas de «comunidad terapéutica» en las prisiones norteamericanas con
delincuentes juveniles y adultos, de ambos sexos, para problemas adictivos y otros (Day
y Doyle, 2010). Las «comunidades terapéuticas» más modernas, aun manteniendo su
carácter de intervención holística, han mejorado su orientación al tratamiento de factores
de necesidad criminógena o directamente conectados con un estilo de vida delictivo
(Andrews et al., 1990). Existen datos que apoyan la efectividad de algunas comunidades
terapéuticas para reducir de modo significativo la reincidencia de los delincuentes
tratados en ellas (Day y Doyle, 2010; Field, 1992; Inciardi, Martin, Butzin, Hooper y
Harrison, 1997; Wexler, De Leon, Thomas, Kressel y Peters, 1999; Taylor y Trout,
2013; Wexler, Falkin y Lipton, 1990).
En España se ha documentado alguna evaluación de programas con toxicómanos
aplicado en comunidades terapéuticas o unidades libres de drogas dentro de una prisión.
Así se informa, por ejemplo, en la evaluación de la intervención denominada unidad
terapéutica y Educativa (UTE) del Centro Penitenciario de Villabona, Asturias (Casares-
López, González-Menéndez, Fernández-García y Villagrá, 2012). En el marco de esta
unidad terapéutica se evaluó, antes y después del tratamiento, a 87 sujetos que habían
seguido esta intervención, mediante los siguientes instrumentos: el Índice europeo de
gravedad de la adicción (Kokkevi y Hartgers, 1995); el Inventario clínico multiaxial de
Millon (1977), que permite diagnosticar la presencia de posibles trastornos de
personalidad, y la escala Stages of Change Readiness and Treatment Eagerness Scale

171
(Miller y Tonigan, 1996) para conocer la motivación de los sujetos hacia el tratamiento.
A partir de ello se constató una elevada presencia, en estos encarcelados adictos a
drogas, de problemas psicopatológicos de carácter ansioso, depresivo y cognitivo, así
como de trastornos de personalidad (un 85 por 100 de los casos) antisocial, dependiente
y autodestructivo.
Como resultado del paso de los sujetos por la UTE no se evidenciaron avances a lo
largo del tiempo en su motivación para el tratamiento ni tampoco en el ámbito de los
trastornos de personalidad diagnosticados. En cambio, sí que se produjeron mejoras
significativas en aspectos conductuales más concretos, tales como descensos del
consumo de alcohol y otras drogas, y una mejora significativa de las relaciones de los
sujetos con su familia (área específicamente abordada en el programa terapéutico
desarrollado en la UTE).

5.8.2. Programa tipo con toxicómanos en las prisiones canadienses

Según datos de los servicios correccionales canadienses, un elevado porcentaje de los


delincuentes que cumplen condena en Canadá tienen problemas relacionados con el
abuso de sustancias; por ello este es un importante factor de riesgo que debe abordarse
para mejorar las posibilidades de reinserción de los sujetos (véase en http://www.csc-
scc.gc.ca/correctional-process/002001-2009-eng.shtml).
El Programa canadiense de prevención del abuso de sustancias parte de un modelo
teórico integrado, según el cual las adicciones tienen un origen multifactorial. Se concibe
el abuso de sustancias como una respuesta desadaptativa a los problemas habituales de la
vida. El comportamiento de consumo, que cuenta con influencias de carácter biológico,
se inicia y se mantiene debido a las experiencias de aprendizaje pasadas, que incluyen
modelado de conducta, contingencias de reforzamiento, y creencias y expectativas
cognitivas. Según ello, los mismos mecanismos de aprendizaje que han favorecido la
adquisición de las conductas de consumo pueden emplearse también para desarrollar
patrones de comportamiento y pensamiento más adaptativos para enfrentarse a los
problemas de la vida diaria.
Se dispone de un procedimiento de evaluación computarizada del abuso de
sustancias (CASA), que incluye una serie de medidas válidas para ponderar la intensidad
de la adicción y su relación con otras facetas del estilo de vida delictivo. Ello permite
asignar a cada sujeto a un programa de la intensidad adecuada para su nivel de riesgo
(alto, moderado o bajo).
El programa nacional de prevención del abuso de sustancias utilizado en Canadá
incluye la formación de expertos para su aplicación adecuada, y anualmente participan
en él miles de delincuentes. Se ha constatado que los sujetos que siguen este programa
presentan tasas de reincidencia sensiblemente más bajas que los sujetos no tratados.

172
5.8.3. Programa con internos drogodependientes en las prisiones
españolas

Las prisiones españolas también cuentan con un programa multifacético para el


tratamiento de la problemática de adicción a drogas. Los objetivos del programa en
materia de drogas son los siguientes (Circular 17/2005 de la Dirección General de
Instituciones Penitenciarias): 1) evitar el inicio del consumo entre la población
abstinente; 2) minimizar las conductas de riesgo entre los consumidores; 3) reducir los
posibles daños asociados al consumo; 4) estimular el inicio del tratamiento; 5) posibilitar
la continuación de la rehabilitación de los internos que la hubieran iniciado antes de
ingresar en prisión; 6) potenciar la derivación a dispositivos no penitenciarios en
aquellos casos cuyas condiciones jurídicas, penitenciarias y personales lo permitan, y 7)
evitar la marginalización y estigmatización del sujeto drogodependiente.
La intervención se concreta en cinco programas o ingredientes terapéuticos
complementarios (Circular 17/2005 de la Dirección General de Instituciones
Penitenciarias; Redondo, Pozuelo y Ruiz, 2007):

1. Programa de prevención y educación para la salud, cuyos objetivos son mejorar


la información sobre las drogas y sus efectos, evitando el inicio en el consumo,
propiciar en los participantes un estilo de vida saludable, y dotarlos de
competencias y habilidades para rechazar el consumo y favorecer una adecuada
inserción social.
2. Programa de intercambio de jeringuillas, cuyo propósito es preservar la salud y la
vida de los sujetos drogodependientes, eliminando prácticas como el uso
compartido de jeringuillas.
3. Programa de tratamiento con metadona, como sustancia agonista que evita el
síndrome de abstinencia y previene así el consumo de heroína.
4. Programa de deshabituación, que consta de dos procesos: desintoxicación, para
eliminar la dependencia física a la sustancia adictiva mediante metadona,
naltrexona u otros fármacos; y deshabituación, o interrupción de la dependencia
psicológica (proceso más complejo y prolongado) a partir de una intervención
terapéutica y educativa de forma ambulatoria, en centro de día o en módulo
terapéutico (lo que incluye la realización de controles analíticos para detectar
posibles recaídas).
5. Programa de reincorporación social, dirigido al desarrollo de actitudes y
habilidades que ayuden a mejorar el desenvolvimiento cotidiano personal,
familiar, social y laboral. Para ello suele contarse con la colaboración de los
profesionales y con recursos extrapenitenciarios tanto terapéuticos como de
servicios sociales.

173
RESUMEN

Es notorio que muchos delincuentes requieren aprender nuevas habilidades y hábitos


de comunicación no violenta, de responsabilidad familiar y laboral, de motivación de
logro personal, etcétera. En psicología existe una amplia tecnología terapéutica, en buena
medida derivada del condicionamiento operante, para la enseñanza de nuevos
comportamientos y para el mantenimiento de las competencias sociales que ya puedan
existir en el repertorio de comportamiento de un individuo. Entre las técnicas que sirven
para el desarrollo de conductas destaca el reforzamiento positivo, consistente en aplicar
consecuencias gratificantes para el individuo, que incrementan la frecuencia del
comportamiento que se persigue. Los refuerzos positivos pueden ser tanto materiales
como sociales, o también el propio autorreforzamiento. Los refuerzos más útiles con
delincuentes suelen ser cosas «naturales», tales como elogiar, agradecer, comentar algo,
ofrecer tiempo libre, emitir informes positivos, dar mayor responsabilidad u
oportunidades, reconocer el esfuerzo, ofrecer un café, etcétera. El reforzamiento
negativo, tan útil y beneficioso como el positivo, consiste no en castigar a un sujeto,
como a menudo se malinterpreta, sino en premiar su conducta apropiada mediante la
retirada contingente de consecuencias aversivas o restricciones que pueda estar
experimentando.
Un modo útil y prudente de enseñar nuevos comportamientos sociales es a través del
moldeamiento de conducta, o procedimientos de aproximaciones sucesivas: se divide un
comportamiento complejo en pequeños pasos y se refuerza al individuo por cada avance
o aproximación paulatina a la conducta final que se le pide.
Las mejores técnicas para reducir comportamientos inapropiados son la extinción de
conducta, consistente en retirar de manera sistemática todas aquellas consecuencias
gratificantes que mantienen un comportamiento problemático; y la enseñanza a los
sujetos de nuevos comportamientos alternativos que les permitan obtener las
gratificaciones que antes lograban mediante su conducta inapropiada.
Los comportamientos que se quieren favorecer pueden ser instigados mediante
estímulos antecedentes, como instrucciones o sugerencias, que los hagan más probables.
Por supuesto, después se requiere que dichos comportamientos sean reforzados a partir
de consecuencias positivas para los sujetos.
El mantenimiento de la conducta a largo plazo puede promoverse a través de la
aplicación de programas de reforzamiento adecuados. Los programas de reforzamiento
son los modos de sucesión de la conducta y sus consecuencias o refuerzos. Las nuevas
conductas suelen enseñarse mediante programas de reforzamiento continuo (cada
conducta es reforzada), mientras que suelen mantenerse a través de programas de
reforzamiento intermitente (en los que se refuerza o gratifica unas veces sí y otras no, ya
sea en función de la frecuencia de una conducta o del tiempo transcurrido desde el
reforzamiento anterior). Otra manera de facilitar el mantenimiento y la generalización

174
del comportamiento es el uso de contratos conductuales, en que se pactan con el
individuo los objetivos terapéuticos y las consecuencias que recibirá por sus esfuerzos y
logros.
En instituciones como prisiones y centros de delincuentes juveniles se han aplicados
los denominados programas ambientales de contingencias, que organizan el conjunto de
una institución cerrada a partir de principios de reforzamiento de conducta.
Otra de las grandes estrategias de desarrollo de comportamientos prosociales es el
modelado de dichos comportamientos por parte de otros sujetos, lo que facilita la
imitación y adquisición de la conducta en los «aprendices». El modelado se ha utilizado
con éxito en numerosos programas de tratamiento de delincuentes. Uno de los programas
más famosos y aplicados es el modelo de familia educadora, en el que un grupo de unos
ocho jóvenes delincuentes es educado en una casa a cargo de un matrimonio de
profesionales especialmente entrenados para el uso de técnicas conductuales.
El modelado de conducta es también la base de la técnica de entrenamiento en
habilidades sociales (EHS), que es uno de los procedimientos terapéuticos más
empleados con los delincuentes. Permite la enseñanza de distintas habilidades
prosociales a partir de los siguientes pasos: 1) instrucciones, 2) modelado, 3) ensayo de
conducta, 4) reforzamiento positivo y 5) práctica de las habilidades en situaciones reales.
A partir de esta técnica se han concebido y aplicado distintos programas, tales como el
«programa de habilidades de tiempo libre» y el «programa de entrenamiento en
habilidades de crianza de los hijos», ambos de los servicios correccionales canadienses.
Todas las anteriores técnicas constituyen los elementos o ingredientes más básicos del
tratamiento, cuyo aglutinamiento y recreación permite el diseño de programas de
tratamiento complejos y multifacéticos.
Como ejemplo de programas multifacéticos se han presentado los tratamientos con
toxicómanos, que incluyen las comunidades terapéuticas y los programas aplicados en
las prisiones. Todos ellos incorporan distintos principios terapéuticos y técnicas variadas
que integran un programa terapéutico global.

NOTAS
1 Los grandes sistemas teóricos del aprendizaje se desarrollaron entre las décadas de los treinta y los cincuenta del
siglo pasado a partir de las obras de Hull, Mowrer y Tolman. Sin embargo, las formulaciones pioneras de la
aplicabilidad de las técnicas operantes al cambio del comportamiento humano son debidas al excepcional trabajo
científico y divulgativo de Skinner (Cruzado et al., 2004a), publicado entre 1938 y 1990, que revolucionó el
campo de la psicología y tuvo un notable impacto en el pensamiento de la segunda mitad del siglo XX. Tal vez su
obra de contenido más estrictamente científico sea la primera, The Behavior of Organisms (publicada en 1938),
referida a sus trabajos de laboratorio, a partir de los cuales sentó las bases, principios y leyes del aprendizaje
operante: ley empírica del efecto, procesos de reforzamiento positivo y negativo, castigo, extinción, programas de
reforzamiento, etcétera. Sin embargo, las obras skinnerianas que produjeron un mayor impacto social y cultural
fueron su segunda y tercera obras, Walden Two (en 1948) y Science and Human Behavior (en 1953). En Ciencia y
conducta humana Skinner analiza distintas realidades y problemas sociales a la luz de los principios del
aprendizaje, sugiriendo múltiples caminos para el desarrollo de la terapia de conducta, que comenzarían a
concretarse poco tiempo después.

175
2 El lector puede informarse sobre dichas técnicas con mayor detalle en los manuales de técnicas psicológicas
más utilizados en España (Caballo, 2008; Carrobles, 1985a; Cruzado y Labrador, 2004; Echeburúa, 1993;
Labrador (2016a); Labrador et al., 2004; Méndez, Olivares y Beléndez, 2005; Olivares y Méndez, 2010; Patterson,
1998; Pear, 1998; Pérez, 1996, 2000; Raich, 1998; Simón, 1989, 1993) o en trabajos especializados en tratamiento
de delincuentes (Milan, 1987, 2001).

3 En términos del modelo del condicionamiento operante, un contrato puede tener una función tanto de estímulo
discriminativo (al proponer y recordar al sujeto las metas establecidas) como de refuerzo secundario, ya que el
repaso periódico del contrato y la constatación de que se están cumpliendo sus objetivos adquiere capacidad de
refuerzo condicionado, resultando satisfactorio y gratificante para el sujeto (Díaz et al., 2004).
4 Una variante terapéutica es combinar la realización fáctica de una conducta problemática (por ejemplo, fumar) a
la vez que el sujeto imagina vívidamente un día futuro en que el médico le está comunicando las graves
consecuencias de dicha conducta (que padece un cáncer de pulmón doloroso e incurable). Esta modalidad
requiere, por razones éticas, que los comportamientos fácticos llevados a cabo no impliquen daño a otras personas,
ni dañen gravemente al sujeto, por lo que es posible que este procedimiento sea de poca utilidad en el campo de la
delincuencia.

5 De este modo, las consecuencias experimentadas por los modelos —que siguen a sus respuestas— precipitarían
los siguientes procesos: 1) transmitirían a los observadores información sobre la clase de comportamientos que
probablemente van a ser reforzados o castigados y en qué circunstancias y condiciones ello ocurrirá; 2) motivarían
su deseo de obtener recompensas análogas por comportamientos similares; y 3) desencadenarían procesos vicarios
de condicionamiento o extinción de miedos (o ansiedad condicionada) en relación con los comportamientos
llevados a cabo por los modelos (Bandura, 1987).
El aprendizaje por imitación requiere tres condiciones principales: 1) que el aprendiz dirija su atención hacia el
modelo; 2) que el modelo retenga los aspectos básicos del comportamiento enseñado; y 3) que el aprendiz observe
que el modelo recibe alguna recompensa.
Los modelos cuya conducta se imita suelen ser personajes significativos en la vida de las personas,
pertenecientes a sus grupos primarios, como la familia o los amigos, aunque también pueden proceder de la
información que reciben a través de los medios de comunicación.
6 Puede considerarse que algunas personas poseen, de manera natural, buenas capacidades y habilidades para las
interacciones humanas, mientras que otras presentarían, también naturalmente, déficits en dichas capacidades. Sin
embargo, no nacemos con repertorios específicos en ningún tipo de habilidades, sino que todas debemos
aprenderlas mediante los procesos normales de aprendizaje humano. Méndez, Olivares y Ros (2005) han
diferenciado tres tipos de elementos fundamentales de la conducta social: a) elementos expresivos (verbales,
paralingüísticos y no-verbales, como la mirada o los gestos); b) elementos receptivos (atención al interlocutor y
percepción de sus elementos expresivos, y evaluación de sus respuestas), y c) elementos interactivos (duración de
la respuesta, o turno en el uso de la palabra). Estos mismos autores han clasificado las habilidades sociales en: a)
opiniones (escuchar y manifestar puntos de vista a otros); b) sentimientos (de agrado, desagrado, queja, afecto…);
c) peticiones (pedir información, pedir un favor, aceptar disculpas; d ) conversaciones (iniciarlas, mantenerlas o
finalizarlas), y e) derechos (defender los propios o los de otras personas, hacer frente a las críticas, etcétera).
Cuando aparecen dificultades en las interacciones sociales adultas, ello puede ser debido o bien a que se carece
de facto de las habilidades necesarias (es decir, hay un déficit conductual) o bien a que, aunque se cuente con tales
habilidades, existen elementos (como la ansiedad condicionada) que inhiben la expresión fáctica de tales
capacidades. En ambos supuestos puede ser útil el entrenamiento en habilidades sociales, aunque en el segundo la
prioridad será rebajar la ansiedad que impide poner en práctica las habilidades que ya se conocen.
Para explorar los posibles déficits en habilidades sociales serán de utilidad los instrumentos de evaluación ya
comentados, especialmente la entrevista, y las medidas de autoinforme y autorregistro relativas a las situaciones y
a la frecuencia base de las habilidades en cuestión, el posible grado de temor que producen y los pensamientos que
se vinculan a estos procesos.

176
6
Desarrollo y reestructuración del
pensamiento

Aquí se describen diversas técnicas cuyo propósito es desarrollar y mejorar el pensamiento


distorsionado que suele amparar y justificar el comportamiento delictivo. Entre ellas se encuentran la
reestructuración cognitiva, la solución de problemas interpersonales, las técnicas de autocontrol, y el
desarrollo moral y de valores. Se presentan dos programas especialmente relevantes en este
campo. El primero, denominado Razonamiento y Rehabilitación, fue pionero en el tratamiento
cognitivo de los delincuentes y es actualmente aplicado en diversos países. En segundo lugar, los
tratamientos psicológicos de los agresores sexuales, tanto adultos como jóvenes, de acuerdo con
los formatos utilizados en el ámbito internacional y también en España.

«Imagino que es normal la dificultad que uno tiene para pensar en las implicaciones de unos hechos que
durante tanto tiempo ha intentado ocultar, maquillar e incluso justificar. Es más sencillo creer que uno es mejor
que todo eso, y responsabilizar a las circunstancias de lo sucedido, e incluso a las propias víctimas. Yo no
llegué a tanto, pero sí que me escudaba en la presión a que había estado sometido por la que había sido mi
familia. Esa sensación de abandono, de rechazo, de indiferencia, al comprobar que mi exmujer rehacía su vida,
como era normal, aunque yo fuera entonces incapaz de hacerlo. Todo agravó mi visión negativa de las cosas.
Supongo que era una buena excusa para lo que hice. Desde luego, en ningún momento entré a valorar las
consecuencias de mis actos. Si lo hubiera hecho, supongo que no habría hecho lo que hice. Es ahora cuando,
pasados diez años de aquello, y utilizando los conocimientos que he adquirido, empiezo a darme cuenta de
cuáles fueron y, peor aún, cuáles podían haber llegado a ser, las consecuencias de mi comportamiento.»

6.1. ¿POR QUÉ ES IMPORTANTE DESARROLLAR EL PENSAMIENTO DE


LOS DELINCUENTES?
«... Los maridos deben mandar, eso es lo suyo... ¿Quién tiene las cosas entre las piernas? Los hombres. Pues
los hombres son los que tienen que mandar, y más llevando la razón... Además, las mujeres son bichos malos...
Yo tengo mi conciencia muy tranquila. Yo hice eso porque tuve que hacerlo, porque soy un hombre...»
«Manuel manifiesta abiertamente en la entrevista que los magrebíes vienen a España a quitar el trabajo a los
españoles, y ya que el gobierno no hace nada para evitarlo tendrán los mismos españoles al final que ponerle
remedio.»
«Nuestra fábrica ha hecho más que nadie, desde hace décadas, por la riqueza y el empleo de esta comarca.
Si no hubiéramos estado aquí, ya no quedaría ninguna familia viviendo en estos pueblos. Se habría ido todo el
mundo. ¿Y qué si se mueren unos pocos peces en el río? Con los impuestos que pagamos, ya puede el gobierno
arreglar el medio ambiente. Con estas leyes es imposible trabajar. Habrá que irse a otro lugar.»

Uno de los trabajos pioneros para explorar la relación entre cognición y delincuencia
correspondió a Yochelson y Samenow (2000; Glick, 2003), que entrevistaron a 240
delincuentes varones evaluados en servicios de salud mental. Concluyeron que los
delincuentes presentaban un estilo cognitivo diferente en forma de «patrones de

177
pensamiento delictivo» (Glick, 2003; McGuire, 2006). Estos patrones se caracterizaban
por falta de empatía, deficiencias en la toma de decisiones, conducta irresponsable,
propensión a autopercibirse como víctimas de las circunstancias y de la sociedad,
manipulación de los otros, mentira compulsiva, desconfianza acerca de la conducta y las
intenciones de otras personas, e impulsividad en sus actuaciones (Palmer, 2003). Como
resultado de esta investigación, Yochelson y Samenow (1995) diseñaron una terapia
basada en la consideración de que los delincuentes «piensan como delincuentes», cuyos
elementos principales eran los siguientes (Garrido, 1993): a) trabajo en grupo, pidiendo a
los sujetos que «informaran sobre su pensamiento»; b) entrenamiento en control de la
ira; c) entrenamiento en anticipación de consecuencias y en empatía; d) práctica de
autoinstrucciones para mejorar su capacidad de autodirección de la propia conducta a
partir del pensamiento; e) reflexión sobre la propia vida; f) reaprendizaje para la
experimentación de sentimientos de miedo y culpa, y g) confrontación cognitiva de su
autojustificación delictiva, con el objetivo de facilitar la aceptación de su responsabilidad
en el sufrimiento de las víctimas.
No obstante, el trabajo científico más decisivo para el desarrollo de los tratamientos
cognitivos con delincuentes fue el realizado por Ross y sus colegas de la Universidad de
Ottawa y del sistema penitenciario canadiense (Gendreau y Ross, 1979; Ross, 1987;
Ross y Fabiano, 1985; Ross, Fabiano y Garrido, 1990), quienes compilaron y revisaron
la investigación sobre factores personales de la delincuencia y los programas de
tratamiento aplicados en años anteriores. Ross y Fabiano (1985) efectuaron una
distinción importante entre cognición impersonal, entendida como aquellas habilidades
de pensamiento relativas al mundo físico, y cognición interpersonal, referida al conjunto
de capacidades necesarias para relacionarse con otras personas y resolver problemas en
situaciones sociales (Palmer, 2003). Encontraron que muchos delincuentes no habían
adquirido adecuadamente distintas destrezas cognitivas que resultan claves para una
buena adaptación social, mostrando a este respecto importantes déficits interpersonales
como los siguientes:

1. Bajo autocontrol-alta impulsividad, o dificultad para pensar en posibles


consecuencias de sus acciones, tanto antes como después de actuar.
2. Estilo cognitivo externalista, o tendencia a atribuir la responsabilidad de sus
problemas y de su conducta a factores extrínsecos, en lugar de considerar que
dependen de su propio control (lo que les exime del esfuerzo personal para
cambiar e intentar controlar su propia vida).
3. Pensamiento concreto (vs. abstracto), o dificultad para pensar de manera abstracta,
no meramente en el aquí y ahora, lo que obstaculiza la comprensión de las
expectativas de otras personas, las leyes, la justicia, el bien común, la igualdad
entre mujeres y hombres, así como entre todos los seres humanos, etcétera.
4. Rigidez conceptual, o incapacidad para generar nuevas alternativas de conducta

178
más eficientes para resolver sus problemas (económicos, de relación personal...)
sin reiterar las «soluciones» delictivas.
5. Dificultad para una solución cognitiva previa de los problemas interpersonales, es
decir, para anticipar posibles problemas de interacción con otras personas (por
ejemplo, con un antiguo amigo al que se le debe dinero), para generar en el
pensamiento soluciones viables a dichos problemas, y para prever las posibles
consecuencias de cada opción de conducta.
6. Egocentrismo, o fijación exclusiva en el propio interés, y dificultad para adoptar
una perspectiva social empática con otras personas, anticipando sus expectativas y
deseos.
7. Ausencia de razonamiento crítico en relación tanto con la propia conducta como
con la de los otros. Es decir, el comportamiento delictivo suele ir acompañado de
formatos de pensamiento ilógicos, irrealistas, distorsionados o prodelictivos, que
precipitan, alientan, amparan, justifican o excusan las acciones delictivas. (Ya en
1924 escribía Edwin Sutherland que para ser delincuente hay que pensar como un
delincuente.) Una derivación evidente de lo anterior es que los tratamientos
deberían desarrollar y expandir el pensamiento de los delincuentes, para hacerlo
más realista y capaz de tomar en consideración elementos prosociales (daños
causados a las víctimas, respeto por las ideas y los sentimientos de otras personas,
consideración del sufrimiento de su propia familia, previsión de consecuencias de
su comportamiento a medio y largo plazo, etcétera).

En esta dirección, Ross y sus colaboradores analizaron los programas de tratamiento


aplicados con delincuentes entre 1973 y 1978, cuya efectividad se había evaluado
adecuadamente, mediante diseños experimentales o cuasiexperimentales, y concluyeron
lo siguiente (Israel y Hong, 2006; Ross, 1987):

1. Aunque muchas intervenciones habían fracasado, más de ochenta programas


habían logrado reducciones importantes de las tasas de reincidencia de los grupos
tratados, de hasta un 74 por 100, y para seguimientos prolongados de entre 3 y 15
años.
2. Los programas más efectivos habían empleado en teoría una gran variedad de
estrategias terapéuticas (análisis transaccional, modificación de conducta, terapia
familiar, observación de grupo, etcétera), pero en realidad la mayoría compartían
un elemento común: habían incluido alguna técnica dirigida a transformar los
modos de pensamiento de los delincuentes (técnicas para mejorar sus habilidades
de resolución de problemas interpersonales, ampliar la comprensión del mundo,
ayudarles a generar alternativas, o capacitarlos para comprender los pensamientos
y sentimientos de las otras personas).
3. El análisis de componentes de los tratamientos aplicados mostró, de forma
inequívoca, que los programas eficaces se diferenciaban de los inefectivos en la

179
presencia de alguna suerte de entrenamiento cognitivo.
4. Ross et al. concluyeron que diversos factores que tradicionalmente eran
considerados elementos etiológicos directos de la delincuencia (como pobreza,
clase social baja, delincuencia paterna o crianza punitiva) podrían ser más bien
causas delictivas indirectas, que influirían sobre la conducta delictiva al propiciar
en los individuos un desarrollo deficitario de sus habilidades cognitivo-sociales, lo
que les generaría mayor vulnerabilidad y desprotección frente a las influencias
criminógenas de su entorno 1 .

Estas conclusiones llevaron a Ross y Fabiano (1985) a diseñar un prototipo de


tratamiento cognitivo, el programa Reasoning and Rehabilitation (R&R), que incluía
diversas técnicas psicológicas para el desarrollo del pensamiento de los delincuentes.
Este programa se describirá más adelante, tanto en su formato originario como en la
versión para jóvenes adaptada por Garrido y sus colaboradores (Garrido, 2005a, 2005b).
No obstante, antes de adentrarnos en el tratamiento cognitivo específico de los
delincuentes, hagamos una breve mención a las técnicas cognitivas generales empleadas
en los tratamientos psicológicos, que son las siguientes (Foreyt y Goodrick, 2001;
Mahoney y Arnkoff, 1978):

1. Terapias racionales o de reestructuración cognitiva, cuyo objetivo principal es


identificar y recomponer los pensamientos erróneos o distorsiones cognitivas, que
se consideran el origen de los problemas psicológicos y de comportamiento. Las
principales terapias racionales son:
— Terapia racional-emotiva de Ellis (1990, 1994, 1995, 1997, 1999; Ellis y Dryden,
1989; Lega, Caballo y Ellis, 1997).

— Terapia cognitiva de Beck (1970, 1976).


— Entrenamiento en autoinstrucciones de Meichenbaum (1977).
— Reestructuración racional sistemática de Goldfried y Goldfried (1987).

2. Terapias de resolución de problemas, que intentan enseñar paso a paso, en el


pensamiento (con la pretensión de que el aprendizaje se traslade finalmente a la
acción), modos más eficientes de analizar y valorar los problemas interpersonales
y de seleccionar alternativas de conducta apropiadas. Entre las técnicas más
representativas de este grupo se encontrarían las que siguen:

— Terapia de resolución de problemas de D’Zurilla y Goldfried (1971; D’Zurilla,


1993; Nezu y Nezu, 1998).
— Entrenamiento de resolución de problemas de Spivack y Shure (1974, 1985).
— Procedimiento de ciencia personal de Mahoney (1977, 1983).

180
3. Técnicas de autocontrol, que son «una síntesis» de los procedimientos terapéuticos
cognitivos y de condicionamiento operante.

Tras esta breve alusión a las técnicas generales de tratamiento cognitivo, en el resto
de este capítulo se hará referencia exclusivamente a aquellas terapias cognitivas que se
han empleado con delincuentes, generalmente en versiones adaptadas de las técnicas
generales (Lipsey y Landerberger, 2006). Se remite al lector interesado en otras técnicas
cognitivas a los creadores de las mismas o a los manuales generales de terapias
psicológicas referenciados a lo largo de esta obra.

6.2. REESTRUCTURACIÓN COGNITIVA


«Los hombres (dice una antigua sentencia griega) están atormentados por la idea que tienen de las cosas, no
por las cosas en sí. Mucho ganaríamos en cuanto al alivio de nuestra mísera condición humana si se pudiese
establecer siempre como verdadera esta tesis. Ya que si los males solo pueden penetrar en nosotros a través de
nuestro juicio, parece lógico que esté en nuestro poder el despreciarlos o el tornarlos hacia el bien.»

MICHEL DE MONTAIGNE, Ensayos, 1580.

La reestructuración cognitiva, iniciada por Aaron Beck a mediados de los años


setenta (Beck, 1976; Beck, Rush, Shaw y Emery, 1983; White, 2000), representa uno de
los planteamientos pioneros en la aplicación de técnicas cognitivas de tratamiento
psicológico. Su postulado central es que los trastornos psicológicos y de comportamiento
son el resultado de dificultades en los modos de procesamiento de la información
(Bados, 2016). «Para decirlo en pocas palabras, el modelo cognitivo propone que todas
las perturbaciones psicológicas tienen en común una distorsión del pensamiento, que
influye en el estado de ánimo y en la conducta de los individuos. Una evaluación realista
y la consiguiente modificación del pensamiento producen una mejoría en esos estados de
ánimo y comportamientos. Esta mejoría permanente resulta de la modificación de las
creencias disfuncionales subyacentes» (Judith Beck, 2000, p. 17).
Beck considera que el pensamiento se organiza en tres tipos de estructuras de fuerza y
dureza decreciente: 1) esquemas cognitivos básicos o creencias centrales, 2) creencias
intermedias, y 3) pensamientos automáticos. Los contenidos de todas estas estructuras
serían en esencia fruto de los aprendizajes acumulados a lo largo de la vida (Judith Beck,
2000; White, 2000), siendo generalmente activados por las experiencias estresantes del
individuo. Si las estructuras cognitivas de una persona son distorsionadas, un evento
conflictivo puede conducir a una interpretación inapropiada de la situación que derive en
respuestas desadaptadas, entre las que puede encontrarse la agresión.
Los esquemas cognitivos básicos o creencias centrales son aquellas estructuras
generales del pensamiento que confieren sentido a las situaciones y eventos de la vida.
Hacen referencia a todo tipo de aspectos: físicos, psicológicos, morales y de interacción

181
humana. Una diferencia importante entre las personas reside en el grado de flexibilidad
de sus «esquemas» a la hora de interpretar las situaciones. El tratamiento de
reestructuración cognitiva va a encaminarse generalmente a flexibilizar dichos
esquemas, con el objetivo de que el individuo sea capaz de efectuar interpretaciones más
abiertas y racionales de las situaciones a que se ve expuesto.
Las creencias intermedias consisten en reglas, actitudes y presunciones, y se
manifestarían como una estructura inserta entre las creencias centrales o esquemas del
individuo y sus pensamientos automáticos, que son la estructura cognitiva más específica
e inmediata.
Así, los pensamientos automáticos son cogniciones evaluadoras, veloces y breves, en
relación con algún aspecto de la realidad de cada momento (Judith Beck, 2000). A veces,
aunque sus pensamientos automáticos puedan parecerle al individuo «lógicos», en
realidad pueden ser irracionales. Algunos pensamientos automáticos importantes suelen
asociarse a un marcado malestar personal. Por último, las distorsiones cognitivas, que
tendrían la entidad de pensamientos automáticos, son modos característicos de
interpretación tergiversada e irracional de determinadas realidades. Entre las distorsiones
o errores cognitivos más típicos están los siguientes (Judith Beck, 2000):

1. Pensamiento del tipo «todo o nada»: solo se ven dos categorías opuestas de las
cosas, en lugar de toda una posible gama de matices y opciones.
2. Pensamiento catastrófico, o de adivinación de un supuesto futuro funesto.
3. Descalificación completa de una persona o situación, dejando de lado sus aspectos
positivos.
4. En paralelo al mecanismo anterior, etiquetado negativo de otra persona o de uno
mismo, dejando de lado los valores y elementos positivos.
5. Razonamiento emocional, consistente en «sentir» que algo es cierto pese a la
evidencia que puede haber en contrario.
6. Magnificación o minimización de alguna cosa.
7. Filtrado mental o abstracción selectiva, prestando atención únicamente a aspectos
parciales y negativos de la situación.
8. Lectura de la mente de otra persona, como «prueba» de lo que sucede. (No es
infrecuente que este error de pensamiento sea atribuido a los psicólogos, cuando
alguien a quien acaban de conocer les dice: «Como eres psicólogo, ya debes saber
lo que estoy pensando».)
9. Sobregeneralización, llegando a una conclusión negativa a partir de información
muy parcial.
10. Personalización, atribuyendo a otros mala fe o intención aviesa, sin tomar en
cuenta otras posibilidades más favorables.
11. Afirmaciones imperativas y rígidas del tipo «debo» o «tengo que», de valoración
permanente del propio comportamiento (pasado o futuro), o también del

182
comportamiento que se esperaría de los otros.
12. Visión en forma de túnel, constatando solo los aspectos más negativos de una
situación o de una persona.

En individuos con comportamiento antisocial suelen aparecer pensamientos


automáticos distorsionados tales como «me está mirando mal», «me va a robar», «busca
pelea», «va provocando», «no es mi problema», etcétera, que pueden amparar
interpretaciones hostiles del comportamiento de otras personas, y también las propias
acciones delictivas, tales como hurtos, robos, agresiones, acoso sexual, abandono de
víctimas heridas, etcétera.
Así lo han puesto de relieve también Simons y Burt (2011; Redondo y Garrido, 2013)
en su teoría «de las lecciones de vida», que conecta las experiencias vitales habidas por
un sujeto con diversos esquemas cognitivos favorecedores de la conducta delictiva.
Según esta perspectiva, en ambientes de desorganización social, de exposición a una
disciplina familiar errática, en contacto habitual con amigos delincuentes, de posible
aislamiento racial, etcétera (es decir, bajo la influencia de este tipo de «lecciones de la
vida»), se haría más probable la adquisición de tres tipos de esquemas o representaciones
internalizadas de las interacciones sociales: 1) una visión hostil de los «otros», como
posibles enemigos a los que dominar; 2) un enfoque sistemático hacia la gratificación
inmediata, que contribuye a desinhibir la agresión; y 3) una perspectiva cínica acerca de
las normas sociales y legales, que justifica la obtención de los propios objetivos a toda
costa. Según Simons y Burt (2011), tales esquemas o representaciones facilitarían
considerar las propias acciones delictivas como aceptables y legítimas en el marco de las
circunstancias y oportunidades infractoras a las que un individuo está expuesto.
Frente a todas estas distorsiones y justificaciones, la técnica de reestructuración
cognitiva pretende ayudar a los participantes en el tratamiento a «darse cuenta» de lo
inapropiado y erróneo de muchas de sus interpretaciones y construcciones de las
realidades sociales y de interacción con otros, y también a «caer en la cuenta» de la
interdependencia existente entre sus propias estructuras de pensamiento distorsionado,
sus emociones alteradas (como la ira o la falta de empatía) y sus comportamientos
delictivos. Para ello se intenta ayudar al individuo a desarrollar modos de pensamiento
interpersonal más racionales, «veraces» y responsables, lo que se espera que reduzca el
riesgo de cometer delitos (Glick, 2003).
Desde una perspectiva psicológica general, la técnica de reestructuración cognitiva
suele desarrollarse en las cuatro etapas siguientes (Carrasco, 2004, 2016; Méndez,
Olivares y Moreno, 2005):

1. Etapa educativa, en la que el terapeuta instruye al sujeto en el modelo cognitivo de


análisis e interpretación de sus problemas de comportamiento. Aquí se trataría de
ayudar a los delincuentes a ir identificando, poco a poco, aquellos pensamientos
automáticos que se precipitan en ellos cuando acontecen los delitos y otros

183
problemas de conducta. Ello permitirá más adelante identificar cómo estos
pensamientos automáticos se organizan en esquemas básicos.
2. Etapa de entrenamiento en autoobservación y autorregistro de pensamientos
automáticos. Para ello resultará útil un registro periódico en el que puedan
anotarse secuencias de: 1) situaciones, 2) pensamientos automáticos y 3)
emociones vinculadas. En este punto, la pregunta favorita de Beck era la siguiente:
«¿Qué le pasaba [a usted] por la mente justo en el momento en que sucedió el
problema?» (Judith Beck, 2000).
3. Primera fase de aplicación, en la que mediante un procedimiento de
cuestionamiento socrático se examinan y someten a «prueba de realidad» los
pensamientos automáticos y otras imágenes del sujeto. El objetivo de esta fase es
que el individuo comience a cuestionar sus distorsiones cognitivas a partir de las
evidencias y datos más realistas hacia los que el terapeuta orienta su atención.
4. Segunda fase de aplicación, en la que, después de trabajar a conciencia en la fase
anterior las imágenes y pensamientos automáticos, empiezan a identificarse ciertos
patrones de pensamiento que constituyen los esquemas básicos del individuo. El
objetivo terapéutico es identificar y transformar dichos esquemas. Puede aparecer
resistencia al cambio si el individuo experimenta una vivencia de pérdida de la
propia identidad (Preston, 2001).

Algunas estrategias útiles para favorecer los procesos de cuestionamiento y


reestructuración cognitiva son las siguientes (Judick Beck, 2000; Méndez et al., 2005):

— Reatribución: muchos delincuentes propenden a atribuir a otros la culpa de lo que


les sucede: a «la sociedad», «la justicia», su familia, su mujer, etcétera. La
reatribución se utiliza para ayudar al sujeto a reasignar, de modo más equitativo y
realista, la responsabilidad de los acontecimientos de su vida a sí mismo y a las
circunstancias, en la parte que a cada uno le toca.
— Búsqueda de interpretaciones y soluciones alternativas: se dirige a indagar de
modo activo nuevas explicaciones y soluciones a los propios problemas. Para ello
puede ser útil el uso de la técnica de las dos columnas, en la que se anota primero
la explicación o solución habitual del individuo, y en la segunda columna se
consignan posibles alternativas que se van generando a lo largo de la terapia.
— Cuestionamiento de la evidencia o de «las pruebas»: consiste en inquirir al sujeto
acerca de «las pruebas» o hechos reales que podrían sostener determinada creencia
(por ejemplo, «Dice usted que las mujeres son inferiores a los hombres. ¿Conoce
usted alguna mujer que no sea inferior a los hombres?»).
— Técnica de la triple columna: se orienta a que, mediante el uso de una plantilla de
tres columnas, el individuo identifique: 1) las situaciones en que se favorecen sus
problemas (por ejemplo, encontrarse con un desconocido a solas en la calle); 2)
sus interpretaciones erróneas (por ejemplo, «me va a hacer daño»); y 3) el tipo de

184
distorsión cognitiva que ello implica (por ejemplo, «inferencia arbitraria»). Este
procedimiento ayuda al sujeto a conocer sus estructuras preferentes de distorsión
cognitiva, que es el paso previo a poderlas cambiar.
— Descentramiento. Es útil en aquellas circunstancias en las que una persona tiende
a pensar que es el «centro» de las miradas o del juicio de otras personas (por
ejemplo, en situaciones sociales). La técnica persigue ayudar al sujeto a darse
cuenta de que, aunque a él pueda parecérselo, no es el «centro» del mundo, y que
lo más probable es que otras personas ni estén indagando sus pensamientos ni
estén pendientes de sus defectos.
— Contraste de predicciones catastróficas: cuando una persona tiende a hacer
predicciones muy negativas de algún aspecto de su futuro (por ejemplo, que le
echarán del trabajo, que otros le dañarán, que su mujer le abandonará, que tendrá
un accidente, etcétera), puede ser útil contrastar formalmente dichas creencias.
Para ello puede pedirse al sujeto que anote tales predicciones y después consigne
los indicios factuales que permitan corroborarlas o no.

La reestructuración cognitiva puede utilizarse de modo aislado o en combinación con


otras estrategias, como las siguientes (White, 2000): registro de pensamientos
automáticos; cuestionamiento de pensamientos desadaptativos; registro y chequeo
periódico de estados de ánimo y emociones; jerarquías de ansiedad, para cuyo
tratamiento puede utilizarse desensibilización sistemática (véase más adelante); registro
de actividades y rutinas, que permite una planificación y moldeamiento de conductas;
resolución cognitiva de problemas, mediante el método de D’Zurilla y Goldfried (1971)
u otro; entrenamiento en relajación, y prevención de recaídas.
Según Judith Beck (2000), los principios más importantes que subyacen a toda terapia
cognitiva son los siguientes:

1. Sigue una formulación dinámica del sujeto y de sus problemas, planteada en


términos cognitivos y dirigida a identificar: a) el pensamiento presente del sujeto y
sus comportamientos problemáticos; b) los factores desencadenantes que influyen
en sus pensamientos y conductas disfuncionales, y c) los modelos persistentes de
interpretación de esas situaciones que predisponen al individuo a los problemas
que le aquejan.
2. Requiere una sólida alianza terapéutica, con ingredientes de calidez, empatía,
interés, preocupación genuina por el individuo y competencia profesional.
3. Pone énfasis en la colaboración y la participación activa en el tratamiento.
4. Se orienta hacia objetivos y se centra en problemas específicos.
5. Destaca el presente.
6. Es educativa, teniendo como propósito enseñar al sujeto a ser su propio terapeuta,
y realzando la prevención de recaídas.
7. Tiende a ser relativamente breve.

185
8. Las sesiones terapéuticas son estructuradas.
9. Ayuda a los participantes en un tratamiento a identificar y evaluar sus
pensamientos y comportamientos disfuncionales y a actuar en consecuencia.
10. Se sirve de diversas técnicas de cambio cognitivo, emocional y de conducta.

6.3. SOLUCIÓN COGNITIVA DE PROBLEMAS INTERPERSONALES

La perspectiva de «solución de problemas» parte de la consideración de que muchos


problemas psicológicos y de comportamiento, especialmente en las relaciones
personales, serían el resultado, más que de trastornos inherentes al individuo, de su falta
de competencia para encarar las demandas de las situaciones y conflictos
interpersonales. En función de ello, el objetivo de la intervención psicológica sería
enseñar a los sujetos métodos más eficientes de solución de problemas, lo que implica
controlar el estrés excesivo que puede entorpecer la adopción y puesta en práctica de las
soluciones más convenientes (D’Zurilla, 1993).
Es notorio que muchos delincuentes han sido poco competentes para solventar sus
problemas y conflictos, tanto sociales como materiales, al agredir y dañar de manera
repetida a otras personas, al robar dinero o propiedades ajenas, o al abusar del alcohol y
otras drogas. Ello les ha conducido a múltiples dificultades legales, económicas y
familiares, a entrar repetidamente en prisión y, frecuentemente, a graves deterioros en su
salud. Por tanto, las técnicas de «solución de problemas» pueden ser de gran utilidad
para la intervención con los delincuentes.
Los tres desarrollos psicológicos más importante en este ámbito terapéutico han sido
la técnica de resolución de problemas de D’Zurilla y Goldfried (presentada por primera
vez en 1971, y revisada por D’Zurilla y Nezu en 1982), la técnica de solución cognitiva
de problemas interpersonales de Platt, Shure y Spivack (desarrollada en distintos
trabajos a partir de 1972), y la técnica denominada ciencia personal, de Mahoney (1977,
1981).
Aquí se recoge brevemente el programa Solución cognitiva de problemas
interpersonales (ICPS) (Platt y Duome, 1981; Platt, Spivack y Swift, 1974), que se basa
en varias técnicas precedentes: el propio programa de D’Zurilla y Goldfried —1971—,
el programa de resolución de problemas de Sarason —1968— y la técnica de
autoinstrucciones de Meichenbaum y Cameron —Meichenbaum, 1987— (Ross y
Fabiano, 1985).
Según Spivack, Platt y Shure (1976), las personas en riesgo de conducta antisocial
suelen ser deficitarias en las siguientes habilidades esenciales para la resolución de
problemas interpersonales:

— Sensibilidad para detectar los problemas sociales.


— Tendencia a conectar causa y efecto de modo espontáneo (pensamiento causal).

186
— Disposición para ver posibles consecuencias de las acciones (pensamiento
consecuencial).
— Habilidad para generar soluciones (pensamiento alternativo).
— Habilidad para concebir medios escalonados para lograr objetivos específicos
(pensamiento medios-fines).

A partir de esta constatación crearon un programa compuesto de 19 unidades de


entrenamiento de las siguientes habilidades (Blackburn, 1994; Ross y Fabiano, 1985):

1. Reconocer cuándo existe un problema.


2. Definirlo expresándolo verbalmente.
3. Identificar los sentimientos propios asociados al problema.
4. Separar hechos de opiniones.
5. Recoger toda la información necesaria sobre el problema.
6. Pensar en todas sus posibles soluciones.
7. Tomar en consideración todas las posibles consecuencias (de las diversas
soluciones).
8. Decidir cuál es la mejor solución y ponerla en práctica.

Este programa se ha aplicado exitosamente a diversas poblaciones de delincuentes


tanto juveniles como adultos.

6.4. TÉCNICAS DE AUTOCONTROL Y AUTOINSTRUCCIONES

La autodirección del propio comportamiento constituye una de las aspiraciones


finales de todo tratamiento. En definitiva, muchas conductas antisociales y delictivas no
se producirían si el sujeto lograra mantener las riendas de tales conductas. Sin embargo,
en la vida real muchos delincuentes no son capaces de dirigir apropiadamente su
comportamiento 2 .
La aportación más importante para el uso terapéutico del autocontrol correspondió a
Kanfer (1970, 1986), quien lo concibió como el conjunto de estrategias aprendidas que
capacitan a un sujeto para (auto)cambiar la probabilidad de una respuesta en dirección
distinta a lo que podría esperarse que ocurriera como resultado del curso natural de las
influencias externas. El modelo de Kanfer contempla la enseñanza a los sujetos de las
siguientes habilidades específicas: 1) autoobservación y autorregistro del
comportamiento; 2) establecimiento de criterios de cambio de conducta concretos y
realistas; 3) elección de la estrategia de cambio más indicada para cada comportamiento;
4) autoevaluación de la conducta, y 5) programación de refuerzos para los nuevos
comportamientos instaurados.
Por su parte, Bandura (1974, 1977, 1983) complementó el previo modelo de Rotter de

187
expectativas de resultado mediante el concepto de expectativa de autoeficacia. Según
este concepto, la capacidad de un sujeto para controlar su propia conducta no solo
dependería de su percepción de las consecuencias y resultados que puede lograr, sino
también de sus expectativas acerca sus posibilidades de cambio de comportamiento 3 .
Según Kanfer (1986), las principales ventajas terapéuticas del autocontrol son las
siguientes:

1. Es especialmente útil para aquellos comportamientos de difícil observación (por


ejemplo, la bebida excesiva fuera de casa) o bien que únicamente son accesibles
para el propio individuo (por ejemplo, sus emociones, fantasías o pensamientos
vinculados a ciertas conductas, como sucede a menudo en muchos
comportamientos de agresión).
2. Dada la dificultad general existente para cambiar hábitos consolidados de los
sujetos (como lo son muchos comportamientos delictivos), es necesario mejorar su
motivación, para lo que juega un papel decisivo la percepción de autocontrol.
También existe evidencia científica sobre la mayor estabilidad del cambio de
conducta que una persona se atribuye a sí misma (y no a las influencias externas).
3. El autocontrol permite anticipar y prevenir las recaídas en la conducta
problemática, y de este modo mantener las mejoras a medio o largo plazo, que es
el objetivo fundamental de todo tratamiento.

El entrenamiento en autocontrol se desarrolla en varias fases (sintetizando a Díaz et


al., 2004, y Olivares, Méndez y Lozano, 2010): fase educativa o de presentación del
programa; fase de entrenamiento o de ensayo de las técnicas, y fase de aplicación del
entrenamiento por parte del sujeto.
Las principales técnicas que pueden aglutinarse en un programa de autocontrol son
las siguientes (Díaz et al., 2004; Olivares et al., 2010):

1. Autoobservación y autorregistro, cuyo objetivo es, según se ha mencionado,


mejorar el conocimiento que tiene el sujeto de su propia conducta y de las
relaciones de esta con específicos estímulos y situaciones y con las normas
sociales.
2. Control de estímulos, cuya finalidad será entrenar al sujeto para que sea capaz de
localizar los estímulos tanto externos a él como internos que guardan relación con
su comportamiento. Ello permitirá decidir la eliminación de tales estímulos si lo
que pretende es reducir o erradicar cierta respuesta, aumentarlos si desea
incrementar la respuesta, o tal vez reemplazarlos por otros más adecuados que se
hagan cargo del control de su comportamiento. Uno de los modos más útiles de
control estimular es la interrupción precoz de cadenas de conducta que conducen a
una respuesta final desadaptativa (véase capítulo 5). Por ejemplo, para que un
sujeto logre controlar sus reacciones violentas puede ser de gran ayuda entrenarle

188
en la interrupción de aquellas respuestas previas, aparentemente irrelevantes (por
ejemplo, conversar de ciertos temas espinosos), pero que favorecen una agresión.
3. Entrenamiento para la utilización de respuestas alternativas incompatibles con la
conducta problema. El objetivo será entrenar al individuo en estrategias de
planificación de comportamientos que resulten antagónicos o incompatibles con la
conducta que se intenta erradicar y la hagan, de este modo, menos probable.
Ejemplos de esta estrategia pueden ser el uso de la técnica de «tiempo fuera» ante
la respuesta de «calentamiento emocional» que suele preceder al comportamiento
agresivo en situaciones de violencia doméstica, o la autorrelajación frente a
situaciones ansiógenas.
4. Contratos conductuales de contingencias, a los que ya se hecho referencia (véase
capítulo 5).
5. Autorrefuerzo: se enseñará al sujeto a autoadministrarse reforzamiento positivo (es
decir, la aplicación de estímulos reales o imaginarios que le resulten gratificantes o
apetecibles), o bien reforzamiento negativo (es decir, la retirada de dichos
estímulos) de manera contingente a la conducta que se intenta instaurar o
incrementar.
6. Administración del tiempo. Muchos delincuentes presentan graves dificultades de
planificación y administración de su tiempo diario, lo que a menudo se asocia a
sus comportamientos delictivos. De este modo, la reorganización del tiempo puede
constituir un objetivo importante de muchos procesos terapéuticos. Con esta
finalidad suele enseñarse a los sujetos a autoobservar y registrar su propio
comportamiento, de modo que sea más evidente la cantidad de tiempo dedicado a
cada una de sus actividades cotidianas. A resultas de tales observaciones, los
individuos pueden decidir invertir sus prioridades de conducta (por ejemplo,
destinar un mayor tiempo a actividad deportiva) y, en consonancia, replanificar
sus horarios. Asimismo, se enseñan al individuo algunas reglas para «ganar
tiempo», tales como aprender a rechazar ciertas actividades y propuestas, delegar
tareas en otras personas, y controlar actividades de pérdida de tiempo (por
ejemplo, muchas horas pasadas frente al televisor).
7. Autoinstrucciones. En principio esta técnica fue creada por Meichenbaum con la
finalidad de ayudar a mejorar el autocontrol del comportamiento de niños
hiperactivos (Larroy, 2016b; Santacreu, 1983, 1998). Esencialmente, consiste en
entrenar al sujeto para «decirse» a sí mismo cosas que orienten el curso de su
conducta, permitiéndole: definir la tarea a la que se enfrenta («¿qué he de hacer?»,
«¿qué se me pide que haga?»); dirigir la atención a la tarea («¿en qué consiste este
problema?», «veamos, ¿qué tengo delante?»); autorreforzarse («creo que lo estoy
entendiendo», «lo estoy haciendo bien»); resolver los errores («aunque me he
equivocado, no es importante; puedo repetirlo»); autoevaluar el resultado y
autorreforzarse («lo he hecho bastante bien»). En una primera fase el terapeuta

189
«modela», para que el sujeto lo observe, cierto comportamiento, a la vez que se va
dando autoinstrucciones en voz alta; posteriormente el «aprendiz» efectuará la
conducta mientras recibe instrucciones de parte del terapeuta; después mientras se
da instrucciones a sí mismo en voz alta; después en voz baja y, finalmente, de
manera encubierta (mentalmente). La expectativa terapéutica es que, como
resultado de este entrenamiento, el sujeto interiorizará la estrategia
autoinstruccional en su repertorio de conducta, y podrá de este modo resolver
mejor sus problemas.

6.5. DESARROLLO MORAL Y DE VALORES

El pensamiento inmaduro se suele caracterizar por ser egocéntrico, externamente


controlado, concreto, instrumental, impulsivo y relativo al corto plazo; frente a ello, el
pensamiento maduro sería más sociocéntrico, internamente controlado, empático y
prosocial (Lunness, 2000).
Uno de los objetivos importantes de los tratamientos de los delincuentes es
precisamente ayudarles a desarrollar un pensamiento más maduro, que les permita tomar
en cuenta distintas perspectivas y aspectos de las situaciones a que se enfrentan y de las
posibles opciones de comportamiento. En esta dirección, sería deseable que aprendiesen
a basar sus elecciones de conducta no solo ni preferentemente en la consideración del
propio e inmediato beneficio, sino de las consecuencias que pueden derivarse a corto,
medio y largo plazo para otras personas. Y resultaría ideal que finalmente llegasen a ser
capaces de optar no solo por lo que conviene a otros, sino por aquello que consideran
más «correcto» y «justo».
Todos estos aspectos de las decisiones humanas harían referencia a lo que se conoce,
en el modelo de Kohlberg y otros (Ferguson y Wormith, 2012; Palmer, 2003, 2005),
como desarrollo moral. Según estas teorías, los individuos suelen evolucionar a lo largo
de una serie de estadios «morales», estrechamente relacionados con las consideraciones
que adoptan a la hora de tomar sus decisiones de comportamiento. En los estadios
inferiores de desarrollo moral las decisiones obedecerían principalmente a la pretensión
de obtener gratificaciones materiales inmediatas o evitar castigos; en estadios
intermedios se tomarían en cuenta los deseos y expectativas de otras personas; y en los
estadios de desarrollo superiores, las propias convicciones morales acerca de lo que es
correcto o justo y lo que no.
Así pues, el desarrollo moral y de valores en personas que anteriormente han
mostrado comportamiento antisocial sería una condición necesaria para aumentar la
probabilidad de que adopten elecciones prosociales más que delictivas (MacPhail,
1989).
En concreto, el modelo de Kohlberg (1976) describe tres niveles de desarrollo moral
que incluyen seis estadios (MacPhail, 1989; Palmer, 2003, 2005):

190
— En el nivel preconvencional las elecciones del sujeto se fundamentarían
exclusivamente en consecuencias externas, de recompensa o castigo. Dentro de él,
en el Estadio 1 los niños, o adultos inmaduros, temerían ser castigados por las
personas con más poder; mientras que en el Estadio 2 el niño, o adulto
egocéntrico, percibiría a los otros solo como instrumentos de autosatisfacción.
— En el nivel convencional la base de la moralidad es el logro de las expectativas del
grupo, de la familia o de la sociedad. Dentro de este, en el Estadio 3 de desarrollo
los sujetos se adaptarían con facilidad a los estereotipos sociales, teniendo como
prioridad su aceptación por parte de los otros, y en el Estadio 4 tendrían en alta
consideración el mantenimiento del orden social mediante el empleo de sanciones
legales.
— En el nivel posconvencional las personas considerarían que lo prioritario para la
sociedad es el ejercicio de los derechos humanos y las libertades ciudadanas. En el
Estadio 5 las personas desarrollarían la tolerancia y relativizarían el valor de los
diferentes sistemas sociales, opiniones, ideologías, etcétera, mientras que en el
Estadio 6, el superior, los individuos optarían por elecciones propias y principios
universales, tales como el derecho a la vida, por encima de las sanciones sociales o
legales.

Una revisión del modelo de Kohlberg llevada a cabo por Gibbs (2003) destacó el
papel principal que para el desarrollo moral jugaría la capacidad del sujeto para la
empatía o adopción de una perspectiva social. Gibbs (2003) propone una teoría del
razonamiento «sociomoral», que dicotomiza este del siguiente modo (Ferbuson y
Wormith, 2012; Palmer, 2005):

— Razonamiento moral inmaduro, con dos estadios: Estadio 1 (unilateral y físico),


en el que las valoraciones del individuo se refieren a las figuras de autoridad a que
está vinculado y a las consecuencias físicas de su conducta; Estadio 2 (de
intercambio instrumental), en el que el razonamiento valorativo incorpora una
comprensión básica de la interacción social, pero en puros términos de coste-
beneficio.
— Razonamiento moral maduro, con otros dos estadios: Estadio 3 (recíproco y
prosocial), en el que las valoraciones efectuadas ya reflejan una comprensión de
las relaciones interpersonales y de las normas y expectativas vinculadas a dichas
relaciones; Estadio 4 (sistémico y estandarizado), en que el razonamiento moral
manifiesta una comprensión de los sistemas comunitarios complejos, con
referencias a los requerimientos, derechos y valores sociales.

Gibbs (2003) también examinó la asociación entre el proceso de razonamiento moral


y los contenidos de las cogniciones sociales, así como de las distorsiones cognitivas que
pueden producirse. Su tesis principal es que existiría una vinculación entre mayores

191
distorsiones cognitivas de carácter antisocial y estadios inmaduros de razonamiento
moral.
Por su lado, Palmer (2003) sintetizó las conexiones entre desarrollo moral, en
consonancia con los estadios de Kohlberg, y el tipo de razonamiento que puede estar
implicado en la infracción de las leyes y el comportamiento antisocial. Según esta
autora, las correspondencias serían las siguientes:

— Estadio 1: se justificaría el delito si puede evitarse el castigo.


— Estadio 2: el delito se disculpa si se valora que las recompensas pueden superar a
los riesgos.
— Estadio 3: el delito es excusado si permite mantener las relaciones sociales.
— Estadio 4: se justificaría el delito si tiene como objetivo el interés de la sociedad, o
bien es amparado por alguna institución social, por ejemplo política o religiosa.
— Estadio 5: el delito se excusa si coadyuva a preservar los derechos humanos
fundamentales o la justicia social.

Como ejemplo de la terapia de desarrollo moral para el tratamiento con delincuentes,


a continuación se presenta la técnica de desarrollo de valores incorporada al programa
Razonamiento y Rehabilitación, de Ross y Fabiano (1985; Ross, Fabiano y Garrido,
1990; a partir de una adaptación de una técnica original de Galbraith y Jones, 1976). Esta
técnica se dirige a enseñar a los sujetos, mediante distintas actividades de reflexión y
discusión grupal, a pensar en los sentimientos de otras personas o tomar una perspectiva
social. La técnica no intenta moralizar, sino ejercitar a los participantes en la
confrontación de su sistema de creencias con el de otras personas, propiciando la
reevaluación de sus propias valoraciones y puntos de vista. Sigue las siguientes etapas
principales:

1. Se propone a los sujetos un dilema moral, mediante la presentación de una


situación —imaginaria o vivida por algún miembro del grupo— en la que entran
en conflicto distintas perspectivas acerca de lo que los personajes de la situación
deberían hacer.
2. Se propicia que cada participante piense sobre el dilema propuesto y decida y
razone qué es lo que, a su juicio, debería hacerse.
3. El grupo debate los argumentos favorables y desfavorables para cada opción del
dilema.
4. Se invita a los sujetos a reflexionar sobre su propia postura.

A continuación se presenta, como ejemplo, un dilema moral que no forma parte del
programa de tratamiento original, sino que ha sido concebido aquí como ejercicio
docente o de prácticas.

192
Dilema moral: huelga repentina
Imagínese la situación siguiente:

Un sastre de 64 años es el propietario de una pequeña industria de confección, en la que trabajan él mismo y
cinco empleados, tres mujeres y dos hombres, que llevan en la empresa entre 4 y 15 años. Hoy jueves están
acabando la confección de un rentable stock de americanas de caballero que deben enviar sin falta a un
distribuidor francés el próximo lunes. Este distribuidor es muy estricto en el cumplimiento de los plazos de
entrega, y en su contrato ha establecido la rescisión automática del mismo o la reducción en un 50 por 100 del
precio en caso de retraso. El propietario de esta empresa de sastrería conoce que el distribuidor francés es muy
severo en el cumplimiento de lo pactado, y que si no se realiza la entrega de la mercancía en el plazo estipulado
la rechazará o pagará menos por ella.
Hoy mismo (jueves) los sindicatos han anunciado una huelga general para mañana viernes, debido a la
ruptura de una serie de negociaciones laborales a alto nivel. Tres empleados de la empresa son miembros
activos de un sindicato y han recibido la recomendación de ser solidarios y parar el trabajo el día de la huelga, e
intentar que también los otros trabajadores hagan huelga ese día.
Solo disponen de dos días laborables para acabar el stock de americanas que han de facturar el lunes a
Francia. Si interrumpen la producción con motivo de la huelga, este stock no podrá finalizarse en el plazo
estipulado, con el consiguiente riesgo de pérdidas importantes para la pequeña empresa, ya en crisis desde hace
tiempo. El propietario ha explicado a los trabajadores la situación en la que se encuentra y les ha pedido que
vayan el viernes a trabajar para poder finalizar el pedido de americanas.
¿Qué deberían hacer los trabajadores: ir a trabajar o ser solidarios con la huelga convocada?

A partir del dilema propuesto, o de algún otro, pueden practicarse los pasos o etapas
del desarrollo de valores al que se ha aludido.
MacPhail (1989) llevó a cabo la aplicación de un programa cognitivo de educación
moral semejante al descrito con 27 sujetos adultos, internos en prisiones de mínima y
media seguridad (lo que podría ser equivalente en el sistema penitenciario español a
centros abiertos y ordinarios). Este programa incluyó tres etapas en su desarrollo: 1) en
la primera se propuso a los sujetos la discusión de dilemas morales, referidos tanto a
situaciones de la vida corriente como de la prisión, ya fueran hipotéticas o reales,
requiriéndoles para que entre sí se cuestionaran activamente los argumentos que se iban
planteando, utilizando discusión y ejercicios de juego de roles; 2) en una segunda etapa
se les enseñaban estrategias para aconsejar y ayudar a otros, usando también juego de
roles (esta técnica resultó de gran utilidad para ayudarles a adoptar una perspectiva
social y desarrollar su empatía, propiciando el que tomaran en consideración puntos de
vista distintos de los propios); 3) en la última fase de la intervención —la más
importante— se fomentó en los participantes un nivel de razonamiento profundo y una
mejor comprensión psicológica de los otros; para ello, se organizaron sesiones con
distintos invitados (entre ellos jueces, personas públicas, directivos penitenciarios,
etcétera), a quienes se invitaba a dialogar con los participantes en el tratamiento sobre
distintos dilemas morales reales a los que estos invitados habían estado expuestos en su
trabajo.
Por ejemplo, dos jueces discutieron con los sujetos diversas experiencias relacionadas
con el enjuiciamiento de casos criminales, y debatieron con ellos las razones de sus
decisiones y también qué habrían hecho los participantes si hubieran estado en su lugar.

193
En otra sesión, una abogada debatió con los participantes algunos dilemas que se le
habían planteado en el momento de defender a algunas personas sobre las que tenía el
convencimiento de que eran muy peligrosas si permanecían en libertad.
La evaluación realizada de este programa mostró que un 86 por 100 de los sujetos
tratados mejoraron su nivel de desarrollo moral, ascendiendo de estadio de desarrollo, en
términos del modelo de Kohlberg (MacPhail, 1989).
En este mismo marco del tratamiento dirigido al desarrollo moral de los delincuentes,
Little y Robinson (1988) propusieron, inicialmente en el contexto del sistema
penitenciario de Memphis (Tennessee, Estados Unidos), la Moral Reconation Therapy
(MRT), orientada a favorecer la adopción de decisiones morales conscientes y
deliberadas. Dicha terapia ha tenido una amplia aplicación en Estados Unidos,
estimándose que podrían haber participado en ella más de un millón de delincuentes, con
una reducción significativa para un seguimiento de 20 años de las tasas de reingreso en
prisión de los sujetos tratados (tasas que ascendieron al 60,8 por 100) frente a los
controles (cuya reincidencia global fue del 81,2 por 100) (Ferbuson y Wormith, 2012).
La Moral Reconation Therapy es una terapia de carácter cognitivo-conductual,
basada en las teorías de desarrollo moral de Kohlberg (1976) y de Gibbs (2003) a las que
ya se ha aludido. Su supuesto terapéutico central es que aquellas personas que se hallan
en estadios de desarrollo más primarios, con un mayor grado de autocentramiento,
encuentran más fácil y aceptable infringir las normas y cometer delitos. De ahí que los
delincuentes que ingresan en el tratamiento acostumbren a mostrar «bajos niveles de
desarrollo moral, fuerte narcicismo, escasa fuerza del «yo», pobre autoconcepto, baja
autoestima, dificultad para demorar la gratificación, fuertes mecanismos de defensa y
resistencia al tratamiento» (Little y Robinson, 1988, p. 135). En consonancia, la terapia
MRT debe dirigirse a favorecer en los participantes la transición desde un nivel de
desarrollo moral bajo y hedonista a uno imbuido de normas y valores sociales.
Al igual que las restantes terapias cognitivo-conductuales, en el marco de la Moral
Reconation Therapy se considera que las cogniciones influyen sobre la conducta, de
modo que el cambio de aquellas también producirá cambios en el comportamiento. Por
ello se pretenden mejorar los juicios morales de los sujetos que son susceptibles de
afectar a su comportamiento en situaciones concretas (Ferbuson y Wormith, 2012). Con
esta finalidad se utilizan técnicas como confrontación de creencias, actitudes y
conductas, desarrollo de la tolerancia a la frustración, formación de una identidad
positiva, evaluación de las interacciones sociales, desarrollo de estados superiores de
razonamiento moral, y reforzamiento positivo del comportamiento y de los hábitos
prosociales.
La eficacia terapéutica de esta aproximación se ha puesto de relieve en un
metaanálisis de Ferbuson y Wormith (2012), en el que revisaron 38 comparaciones de
grupos tratados con grupos controles (en los que fueron evaluados un total de 30.259
delincuentes), obteniéndose un tamaño del efecto promedio de r = 0,16. En concreto,

194
ello significa que los grupos tratados mediante MRT mostraron una reincidencia
promedio del 28 por 100, 16 puntos por debajo de la reincidencia observada en los
grupos de control, que fue en promedio del 44 por 100.

6.6. PERSPECTIVAS CONSTRUCTIVISTAS

Los modelos cognitivos constructivistas —parcialmente relacionados con las terapias


cognitivas clásicas— surgen en los años ochenta bajo la influencia de la teoría
piagetiana, las teorías motoras de la mente (la mente como sistema activo de
construcción —Weimer, 1977—), la teoría de los constructos personales de Kelly
(2003) y las teorías del apego (Bowlby, 1973, 1983).
Parten de una concepción proactiva de la mente humana en la construcción de la
realidad que envuelve al individuo (Amigo, Fernández y Pérez, 1991; Caro, 1995; Feixas
y Saúl, 2005a). De este modo, la realidad no existiría como dato objetivo, con
independencia de los procesos, esquemas y guiones interpretativos que confieren
significado a la experiencia del sujeto (Mahoney, 1991). La psicología humana se
considera organizada en dos estructuras concéntricas (Guidano y Liotti, 1983): los
denominados procesos centrales, vinculados a la identidad y los valores esenciales de la
persona, poco accesibles a la conciencia y de difícil modificación, y los procesos
periféricos, que pueden alterarse con mayor facilidad.
Desde una perspectiva constructivista, la finalidad del tratamiento sería analizar el
desarrollo y la organización de la realidad problemática construida por el sujeto, y
ayudarle a transformar sus estructuras cognoscitivas y a generar una especie de
«revolución personal» que conduzca a la superación de sus problemas (Amigo et al.,
1991). En este proceso, el afecto del terapeuta sería decisivo para ayudar al sujeto a
superar su «resistencia natural al cambio» de sus esquemas centrales.
Aunque implican una teorización distinta, las perspectivas constructivistas utilizan las
técnicas terapéuticas cognitivo-conductuales habituales, con el añadido de las
denominadas técnicas semánticas (Amigo et al., 1991; Pérez, 2013; Feixas y Saúl,
2005a). Las principales variantes terapéuticas mencionadas en el contexto del
constructivismo son la terapia cognitivo-estructural (Guidano y Liotti, 1983), la
reconstrucción narrativa (Gonçalves, 1989; Meichenbaum, 1997), la terapia cognitivo-
interpersonal (Safran y Segal, 1994), la terapia de valoración cognitiva (Wessler y
Hankin-Wessler, 1998) y la terapia lingüística de evaluación (Caro, 1990).
Una de las principales dificultades de estas orientaciones es su alto grado de
inferencia a la hora de explicar la naturaleza de las supuestas estructuras profundas que
serían el guión constructor de la «realidad» personal. Mientras que desde un punto de
vista práctico sus innovaciones son limitadas (pues en lo concerniente a la evaluación de
los sujetos sus propuestas principales son la utilización de la rejilla de Kelly y el uso de
las entrevistas interactivas, y en lo relativo al tratamiento se emplean técnicas

195
fundamentalmente cognitivo-conductuales), por otro lado, por lo que se refiere al
análisis de resultados, se ha priorizado el conocimiento del proceso terapéutico por
encima de la ponderación de su eficacia práctica (Neimeyer, 1997).
El construccionismo ha tenido hasta ahora escasa influencia sobre la aplicación de
tratamientos con delincuentes, salvo que se consideren aspectos cognitivos generales
como los errores de pensamiento o distorsiones cognitivas que presentan los
delincuentes, que ya forman parte de los constructos cognitivo-conductuales generales
(Bartol y Bartol, 2014).

6.7. EL PROGRAMA RAZONAMIENTO Y REHABILITACIÓN-REVISADO


(R&R): PERSPECTIVA INTERNACIONAL Y APLICACIÓN EN ESPAÑA

El programa Razonamiento y Rehabilitación (R&R), o de habilidades cognitivas, es


uno de los programas de tratamiento cognitivo pioneros en el campo de la delincuencia.
Fue desarrollado por Ross y Fabiano (1985), según ya se ha comentado, mediante la
integración de diversas técnicas cognitivas que habían resultado ser eficaces con
delincuentes. Fue aplicado con carácter general en el sistema penitenciario canadiense a
partir de 1990, así como también en otros países como EEUU, Reino Unido, Suecia,
Noruega, Alemania, Austria, Nueva Zelanda y también España (Brown, 2013; McGuire,
2005; Robinson y Porporino, 2001). En España se emplea sobre todo la versión de
Vicente Garrido y sus colaboradores (Garrido, 2005a, 2005b), denominada Programa
del pensamiento prosocial. En la actualidad existe una página web del Cognitive Centre
of Canada (Treatment of Antisocial Behaviour) en la que puede consultarse la evolución
seguida por el programa R&R y la investigación y evaluaciones realizadas sobre el
mismo (http://www.cognitivecentre.ca/RRProgram).
Este programa se dirige a desarrollar las habilidades de pensamiento de los sujetos:
enseñarles a ser más reflexivos (y menos reactivos) frente a los estímulos ambientales,
más anticipativos y planificadores de sus respuestas a los problemas, y con un
pensamiento y un razonamiento más abiertos. Para enseñar estas habilidades se utilizan
técnicas de modelado y de reforzamiento. En su diseño original el programa
contemplaba la aplicación de 36 sesiones de 2 horas. Los terapeutas debían ser
entrenados para ser capaces de enseñar en forma de diálogo «socrático»; es decir, no
para presentar a los sujetos las respuestas correctas ante una situación problemática, sino
para elicitar, mediante preguntas y sugerencias diversas, la búsqueda de buenas
soluciones personales ante dichos problemas.
Ross et al. (1988) evaluaron por primera vez este programa a partir del denominado
«experimento Pickering», en el que sujetos que cumplían medidas de probation
(supervisión en la comunidad) fueron asignados al azar a uno de los siguientes grupos:
sujetos que recibieron el programa R&R, sujetos que participaron en un programa de
«habilidades de vida», y sujetos en probation habitual, sin ninguna intervención especial.

196
Posteriormente se compararon las tasas de reincidencia de los tres grupos, con resultados
claramente favorables al programa R&R; mientras que del grupo que recibió el programa
R&R solo reincidieron el 18,1 por 100 de los sujetos, del grupo de «habilidades de vida»
reincidieron un 47,5 por 100, y del grupo de probation ordinaria un 69,5 por 100.
Desde los años ochenta se han realizado numerosas actualizaciones y adaptaciones
del programa R&R para diversas necesidades y categorías de delincuentes,
especialmente en el Reino Unido (McGuire, 2006; Hollin y Palmer, 2006; Redondo y
Frerich, 2013, 2014). El denominado Pensamiento correcto en probation (Straight
Thinking on Probation, STOP) es una adaptación de los servicios de probation de Gales
para personas que cumplen medidas comunitarias. El programa Potenciación de
habilidades de pensamiento (Enhanced Thinking Skills, ETS) y el programa Piensa
primero (Think First) son versiones utilizadas en Inglaterra y Gales tanto en prisiones
como en medidas penales comunitarias.
Se han efectuado también numerosos estudios evaluativos sobre este programa en
diferentes países, tanto con delincuentes juveniles como adultos. La mayoría de estas
evaluaciones han ofrecido resultados favorables tanto en la mejora de variables
psicológicas como en la empatía de los sujetos, su asertividad, la disminución de sus
distorsiones cognitivas, la reducción de su impulsividad, etcétera, así como en medidas
específicas de conducta de agresión y reincidencia delictiva (Robinson y Porporino,
2001). Tong y Farrington (2006) revisaron la efectividad del programa R&R sobre la
reincidencia delictiva, a partir de un metaanálisis que incluía 26 comparaciones
independientes entre grupos tratados y controles. Los grupos tratados mostraron una
reincidencia promedio 14 puntos por debajo de los controles, tanto en aplicaciones
realizadas en la comunidad como en instituciones, y tanto con delincuentes de alto riesgo
como de bajo riesgo.
La principal versión en español de este programa es el Programa de pensamiento
prosocial, de Garrido y sus colaboradores (Garrido, 2005a, 2005b), que se aplica con
menores infractores y delincuentes juveniles. El tratamiento completo consta de los
siguientes componentes o módulos de entrenamiento (Redondo y Garrido, 2013;
Redondo et al., 2007):

1. Autocontrol, dirigido a enseñar a los participantes a «pararse a pensar» antes de


actuar, valorando diferentes alternativas de comportamiento.
2. Metacognición, o entrenamiento para pensar de manera autocrítica y controlar así
mejor las posibles instigaciones ambientales hacia el delito.
3. Habilidades sociales útiles para la vida prosocial.
4. Habilidades de resolución de problemas interpersonales, para comprender mejor y
tomar en cuenta los valores, conductas y sentimientos de los demás, y los efectos
del propio comportamiento.
5. Pensamiento creativo o lateral, o consideración de posibles alternativas de

197
respuesta.
6. Razonamiento crítico, para pensar de manera más lógica, objetiva y racional, sin
deformar los hechos o externalizar la culpa.
7. Toma de perspectiva social, o consideración de los puntos de vista, sentimientos y
pensamientos de otras personas (a lo cual haría referencia el concepto de empatía).
8. Mejora de valores, que favorezcan reemplazar una visión egocéntrica por una
mayor consideración de las necesidades de los demás.
9. Manejo emocional, o mejora del control de emociones como la cólera, la
depresión, el miedo y la ansiedad.

El programa se estructura en 12 sesiones terapéuticas, a cargo de un equipo


multidisciplinar, y en ellas los contenidos anteriores se trabajan de forma transversal,
combinando en cada sesión ejercicios correspondientes a distintos ingredientes
terapéuticos.
En España se han efectuado varias evaluaciones del programa Razonamiento y
Rehabilitación en su versión adaptada como programa del Pensamiento prosocial.
Algunas se deben al trabajo de Ana María Martín y colaboradores sobre aplicaciones de
este programa realizadas en centros penitenciarios de las Islas Canarias. Martín
Rodríguez y Hernández Ruiz (2001) evaluaron tres programas de inserción social para
delincuentes multirreincidentes, que se aplicaron entre septiembre de 1987 y diciembre
de 1999 en las dos provincias canarias. Estos programas consistían en intervenciones
educativas amplias y multifacéticas, en las que se incorporaban los siguientes
ingredientes: educación reglada, formación ocupacional, entrenamiento en habilidades
sociocognitivas (programa R&R) e intervención social. Concretamente, se evaluó
mediante diversos instrumentos psicométricos la mejora de las destrezas sociocognitivas
y de comportamiento de los sujetos dentro de la prisión. Asimismo, se examinó el
impacto de los distintos componentes del programa sobre su nivel de integración social
una vez que regresaban a la comunidad. Los resultados de esta evaluación mostraron que
el programa Razonamiento y Rehabilitación por sí solo no produjo cambios
significativos en las anteriores medidas. Sin embargo, la combinación del entrenamiento
sociocognitivo (mediante el programa R&R) con la intervención social generó resultados
significativos en la reducción de la reincidencia delictiva, y en el incremento de la
integración familiar, laboral y social de los sujetos tratados.
Una versión adaptada del programa de Pensamiento prosocial, aplicada con 33
infractores juveniles (23 varones y 10 chicas) de edades entre 15 y 20 años que cumplían
medidas judiciales en la comunidad (Redondo, Martínez-Catena y Andrés-Pueyo,
2012a), evidenció mejoras significativas de los jóvenes en sus habilidades sociales y
autoestima, así como también una reducción significativa de su agresividad (no así de su
empatía y de sus distorsiones cognitivas).

198
6.8. EL TRATAMIENTO DE LOS DELINCUENTES SEXUALES
«Me llamo Nacho, soy un violador. Fui condenado a 12 años y me enviaron a prisión, donde me propusieron
que me apuntase a un grupo de tratamiento para delincuentes sexuales. Así lo hice, porque pensé que sería
bueno para mi expediente; además, en prisión no tenía nada que hacer. No hacía ninguna actividad ni tenía un
trabajo, y las horas pasaban muy lentas. Sabía que si ocupaba mi tiempo, los días se harían un poco más cortos.
Un día, Carlos, el monitor, nos puso un vídeo sobre víctimas de violación reales, en el que las mismas
víctimas hablaban en el vídeo y contaban sus experiencias. Después hablamos sobre eso en el grupo. De
repente, Carlos me preguntó sobre qué era lo que esas mujeres de la película sentían, y yo le contesté: «¿Cómo
podría saberlo?, no soy mujer».
Carlos intentó explicarme que era algo muy evidente y muy real, ya que las mujeres del vídeo lo habían
explicado muy claramente: ellas contaron lo humilladas que se sintieron, el dolor, la vergüenza y la ira que
experimentaron. Entonces me preguntó si pensaba que era verdad lo que ellas estaban diciendo sobre sus
sentimientos en la película. Yo me encogí de hombros y le contesté: «Sí, me parece que sí».
Carlos pasó de mi contestación y siguió preguntándome si podría describir el dolor que esas mujeres habían
sufrido. Yo seguía muy tranquilo, pero esta vez no fui capaz de contestarle otra vez que no, que no era una
mujer. En vez de eso, le dije: «No, no puedo, no conozco a esas señoras y ni siquiera me gustan; ¿por qué debo
saber lo que ellas sienten?». Entonces Carlos me dijo: «Si no te interesan y no sabes cómo se sienten esas
mujeres, ¿qué crees que hará que la próxima vez que salgas a la calle ni violes a otras mujeres a las que no
conoces, ni quieres ni te interesan?». Después de eso no había nada que yo pudiese decir, y contesté: «Nada,
supongo».

En la etiología y el mantenimiento de la agresión sexual suelen concurrir factores


correspondientes a las diversas facetas del comportamiento (hábitos, pensamientos y
sentimientos) a las que se ha hecho referencia a lo largo de esta obra. Más allá de las
diferencias individuales, que necesariamente deberán ser estudiadas en cada caso, con
mucha frecuencia los agresores sexuales presentan problemas de tres tipos diferentes,
aunque interrelacionados (Echeburúa y Redondo, 2010; Martínez-Catena y Redondo,
2016): en sus conductas sexuales (lo que resulta obvio), en sus conducta social más
amplia y en su pensamiento (que suele estar plagado de múltiples «distorsiones
cognitivas» en relación con la consideración de las mujeres, los niños y el uso de la
violencia en las interacciones sociales). Veamos estas áreas problemáticas con un poco
más de detalle.
El comportamiento sexual de muchos agresores sexuales se proyecta hacia objetivos
sexuales inaceptables, como son los menores de edad o el uso de la violencia para forzar
el sometimiento sexual de una mujer. Es decir, «prefieren» esas formas antisociales de
relación sexual, que les resultan «más excitantes», y no logran «inhibir» esos modos
inapropiados y dañinos de obtener placer. Algunas de esas preferencias sexuales (los
menores o el empleo de la violencia en la interacción sexual) probablemente se han
generado y consolidado en el individuo a partir de la asociación repetida entre su
excitación sexual (mediante autoestimulación u otras conductas sexuales) y estímulos
infantiles o violentos (reales o a partir de pornografía o fantasías reiteradas).
Por otro lado, el problema se incrementa en la medida en que un sujeto, además,
presente dificultades para mantener relaciones sexuales normalizadas (Maniglio, 2012),
es decir, con personas adultas que libremente deseen y acepten dichas relaciones. Esta
falta de relaciones adultas puede deberse a que un individuo tenga menores habilidades

199
de interacción social, algo que es imprescindible para entablar relaciones afectivas y
proponer una relación sexual. Muchos agresores sexuales (no todos) son personas con
escasas o inexistentes relaciones afectivas y de intimidad, en las que se inscriban
relaciones sexuales deseadas y consentidas. En paralelo a lo anterior, muchos agresores
sexuales presentan dificultades más generales para la relación con otras personas. Son
sujetos con menores habilidades para comunicarse, para la empatía o comprensión de los
sentimientos y deseos de los otros, y que se muestran más ansiosos o nerviosos ante las
situaciones sociales. Todos estos déficits les producen un mayor aislamiento social, tanto
en el grupo de amistades como en el ámbito laboral, si lo tienen. Es decir, muchos
agresores sexuales son personas solitarias (Marshall y Marshall, 2014b).
No son inferiores los problemas de los agresores sexuales en lo tocante a su manera
de pensar sobre su conducta delictiva de abuso o agresión. Suelen mostrar un gran
número de distorsiones cognitivas o errores valorativos sobre las mujeres y su papel en
la sociedad (por ejemplo, «las mujeres deben someterse a los deseos de los hombres; así
ha sido siempre»), sobre la sexualidad (por ejemplo, «aunque sea una relación obligada,
seguro que ella disfruta»), y sobre las normas y valores sociales y legales acerca de qué
puede y no puede hacerse en términos de comportamiento sexual humano (por ejemplo,
«si un niño lo acepta, ¿por qué no voy a poder tener una relación sexual con él?»). Estas
distorsiones o creencias erróneas orientan su conducta sexual de una manera inapropiada
e ilícita y, además, les ofrecen justificaciones para ella (Abracen y Looman, 2015;
Fitzpatrick y Weltzin, 2014; Hempel, Buck, van Vugt y van Marle, 2015).
Esta multidimensionalidad etiológica hace de la agresión sexual uno de los
comportamientos delictivos más resistentes al cambio, de manera que aquellos agresores
repetitivos que han cometido muchos delitos en el pasado tienen una alta probabilidad de
volver a delinquir, si no se tratan todos los anteriores problemas de comportamiento y
pensamiento.

6.8.1. Panorama internacional del tratamiento

Los tratamientos psicológicos más utilizados y efectivos con los delincuentes


sexuales son los de orientación cognitivo-conductual (Brandes y Cheung, 2009; Brown,
2015; Marshall y Marshall, 2014a; Prentky y Schwartz, 2006; Zara y Farrington, 2016).
Sin embargo, también se han aplicado con delincuentes sexuales psicoterapias
tradicionales (psicoanalíticas y otras) y en el pasado incluso castración quirúrgica
(Berlin, 2000; Redondo et al., 2002a, 2002b; Rösler y Witztum, 2000; Stone, Winslade y
Klugman, 2000; Wood, Grossman y Fichtner, 2000).
Canadá es el país que cuenta con una mayor tradición y desarrollo en la aplicación de
tratamientos con los agresores sexuales, iniciado ya a finales de los años setenta del siglo
pasado, gracias al trabajo pionero de Marshall y Barbaree y sus colaboradores (Barbaree
y Marshall, 2008; Brown, 2013; Langton y Barbaree, 2006; Marshall, Marshall, Serran y

200
O’Brien, 2013). A continuación se describe el tratamiento estándar aplicado por
Marshall y su equipo, que es el fundamento originario de la mayoría de los programas
posteriormente aplicados en diversos países (Brown, 2013; Budrionis y Jongsma, 2012;
Echeburúa y Guerricaechevarría, 2005; Echeburúa y Redondo, 2010; Marshall y
Fernandez, 2007; Marshall, 2001; Ward, Hudson y Keeman, 2001). Se ha razonado que
este enfoque toma como bases conceptuales tanto el Modelo de buenas vidas de Ward y
sus colaboradores (Good Lives Model) como el previo Modelo Riesgo-Necesidad-
Responsividad de Andrews y Bonta (Abracen y Looman, 2015). Típicamente funciona
en un formato grupal en el que uno o dos terapeutas trabajan con un grupo de 8 a 10
sujetos. Se evalúa a los delincuentes para delimitar sus necesidades de tratamiento y su
riesgo de reincidencia futura, y, en función de ello, son incluidos en uno de tres posibles
programas, según presenten necesidades y riesgos altos, moderados o bajos. Los sujetos
con necesidades y riesgo elevados reciben un tratamiento más amplio e intenso que los
restantes grupos (Marshall, Eccles y Barbaree, 1993; O’Reilly y Carr, 2006). Los
terapeutas intentan crear un estilo de trabajo que haga compatible el rechazo de las
distorsiones de los delincuentes con ofrecerles, paralelamente, el apoyo que necesitan
(Marshall, 1996). Existe evidencia científica (Beech y Fordham, 1997) de que este tipo
de acercamiento es el más efectivo para el tratamiento de los delincuentes sexuales.
El programa marco de los servicios correccionales canadienses fue «acreditado» en
1996 por un comité internacional, y es un programa multicomponente que incluye los
siguientes ingredientes específicos (puede verse con mayor amplitud en Mann y
Fernandez, 2006, y en Marshall y Redondo, 2002).

Autoestima

Para comenzar, se intenta crear un clima que apoye y motive a los sujetos para creer
en su capacidad de cambiar. Además, se pretende que los delincuentes sexuales mejoren
su nivel educativo y sus habilidades laborales, la amplitud de sus actividades sociales y
su propia apariencia externa. También se les anima a detectar sus características
personales positivas (por ejemplo, es un buen trabajador, es un amigo leal, es generoso),
que deben escribir en una cartulina para poder repasarlas con frecuencia durante el día.
Estos procedimientos ayudarían a mejorar la autoestima (Marshall, Champagne,
Sturgeon y Bryce, 1997), lo que a su vez aumentaría las posibilidades de cambio en los
restantes ingredientes del programa.

Distorsiones cognitivas
«Creo que ellos se sentían bien cuando hacíamos ciertas cosas. Y eso de que yo les haya hecho daño es
mentira. Era el padre el que influía para que los hijos mintieran. Creo que pagó dinero al abogado para que me
denunciaran. Me siento arrepentido.»

Aquí existen dos etapas sucesivas (Brown, 2013; Marshall, 1994). En la primera,

201
cada sujeto describe el delito cometido desde su propia perspectiva, y a partir de ello el
terapeuta cuestiona los detalles que va dando en esa descripción. En una segunda etapa
se confrontan las actitudes y creencias favorables al delito que van emergiendo en
distintos momentos del proceso del tratamiento.
Pollock y Hashmall (citados por Murray, 2000) evaluaron una muestra de 86
agresores sexuales de niños en la ciudad de Toronto y hallaron hasta 250 justificaciones
distintas del comportamiento de abuso, que agruparon en varias categorías temáticas.
Las más frecuentes eran las siguientes: que la propia víctima había iniciado la actividad
sexual, o bien que había consentido realizarla, y que la conducta realizada era debida a la
privación de contactos sexuales habituales o a la intoxicación etílica. Ward (2000)
considera que las distorsiones cognitivas funcionarían en los agresores sexuales como
una especie de «teorías implícitas», explicativas y predictivas del comportamiento,
hábitos y deseos de sus víctimas. Así, un agresor podría considerar que cuando una niña
pregunta acerca de algún comportamiento sexual que ha observado en la televisión, está
«lanzando el mensaje» de que le gustaría llevar a cabo dicho comportamiento, lo que
podría «justificar» la propia conducta de acariciarla sexualmente.

Empatía
«Horror. Serían las diez de la noche cuando ella regresaba tranquilamente a su casa, y yo la seguía a
distancia. Al llegar a la altura del callejón, corrí hacia ella y le puse la navaja en el cuello, empujándola hacia el
interior del callejón. Se quedó muda, quieta, inmóvil, rígida, sin saber qué decir ni contestar. Estaba
aterrorizada. Me puse frente a ella y la obligué a pegarse de espaldas a la pared. No sé si fue que apreté o que
ella se movió, pero la navaja le hizo un pequeño corte y comenzó a sangrar. Sentí su miedo; creo que en esos
momentos a ella lo único que le importaba es que no le hiciese más daño, aunque hiciese lo que quisiese con
ella. Le hice muchas vejaciones, estaba desencajada, deseando que todo terminase cuanto antes. No duró
mucho, todo sucedió muy rápido, pero... para ella imagino que fue una eternidad. Luego la dejé marchar, iba
hundida, cabizbaja, completamente desorientada. Yo no pensé en esos momentos, simplemente había hecho lo
que deseaba. No me importaba lo que ella sintiese, si lo había pasado bien o si lo había pasado mal. Muchos
años después comprendí el alcance de toda aquella situación que provoqué.»

La investigación ha puesto de relieve la importancia que tiene la empatía tanto en la


explicación de la conducta sexual desviada como en el tratamiento psicológico de la
misma (Zara y Farrington, 2016). Los delincuentes sexuales no carecen de empatía hacia
otras personas en general, sino que más bien carecen de ella por lo que concierne a sus
propias víctimas (Barnett y Mann, 2013; Fernández y Marshall, 2003; Fernandez,
Marshall, Lightbody y O’Sullivan, 1999). Ello parece deberse a su incapacidad para
reconocer el daño que han causado, por lo que el primer objetivo del programa de
tratamiento es sensibilizarlos sobre el dolor que experimentan las víctimas. Para ello, el
grupo elabora una lista de posibles consecuencias de la agresión sexual y posteriormente
se pide a cada sujeto que considere tales consecuencias en su propia víctima. Entonces,
cada participante en el programa debe escribir una carta, que hipotéticamente le dirige su
víctima, y, después, una respuesta suya a la anterior (Marshall, O’Sullivan y Fernandez,
1996).

202
En un estudio de Martínez, Redondo, Pérez y García-Forero (2008) se exploraron las
posibles relaciones entre la falta de empatía y la agresión sexual, así como los posibles
efectos beneficiosos que puede tener el tratamiento en la mejora de esta variable. Para
evaluar la empatía se tradujo y adaptó al castellano la Rape Empathy Measure (REM)
(Fernandez y Marshall, 2003) y se aplicó a una muestra de 139 delincuentes no-sexuales
y 73 violadores, de los cuales 39 habían recibido tratamiento y 34 eran violadores no-
tratados. Los violadores que habían recibido tratamiento mostraron mejores resultados
en empatía que los grupos de delincuentes no-tratados (violadores o no), lo que avala la
capacidad relativa del tratamiento para la mejora de la empatía.

Relaciones personales/aislamiento

Marshall y sus colaboradores proponen que para incrementar las habilidades de


relación interpersonal y reducir el aislamiento personal de los agresores sexuales se les
ayude inicialmente a identificar sus estrategias de relación inapropiadas y sus estilos de
apego afectivo superficiales (Marshall, Bryce, Hudson, Ward y Moth, 1996).

Actitudes y preferencias sexuales


«Manifiesta que se excita más sexualmente si una mujer hace todo aquello que él desea, aunque inicialmente
no quiera. Por ello, a veces tiene que obligar a su mujer, y a otras mujeres con las que ha estado, a someterse a
sus deseos, aunque para ello tenga que amenazarlas o darles unas bofetadas. Dice que siempre lo hace de forma
suave, sin marcarlas ni dañarlas. Sin embargo, en algunas ocasiones, si una mujer se resistía mucho a
obedecerle la golpeaba con los puños o con el cinturón. Cuando era adolescente, algunos amigos más mayores
con los que solía ir con chicas actuaban de esta manera y se lo pasaban muy bien. Dice que nunca dañaron
gravemente a ninguna chica y que, además, ellas también se lo pasaban muy bien y les gustaba este modo de
proceder varonil. Le gusta también ver películas pornográficas de contenido violento, que de vez en cuando
alquila o le pasa algún amigo.»

El programa de tratamiento ofrece a los agresores una cierta educación sexual y les
ayuda a hacerse conscientes de que suelen utilizar el sexo como «estrategia de
afrontamiento» de problemas emocionales y de relación que no resuelven
adecuadamente por otros caminos. Paralelamente, se les enseña habilidades más
apropiadas y efectivas para enfrentarse a sus problemas personales y emocionales.
Cuando los sujetos presentan fuertes preferencias sexuales de carácter antisocial y
una alta frecuencia de fantasías de esa índole, pueden utilizarse estrategias
específicamente encaminadas a reducir tales preferencias y fantasías. Técnicas
conductuales del tipo del «recondicionamiento mediante autoestimulación» (Brown,
2013; Laws y Marshall, 1991) parecen obtener ciertos resultados positivos, aunque
limitados. Por ejemplo, la terapia de «saturación» del deseo sexual mediante
autoestimulación intensiva (Marshall, 1979) logra reducir los intereses antisociales de
los sujeto, y la «masturbación dirigida», en la que se instruye al individuo para que
reoriente sus fantasías sexuales masturbatorias hacia imágenes de sexo adulto consentido
(Maletzky, 1985), parece mejorar el interés por estímulos sexuales normativos. Sin

203
embargo, estos procedimientos no siempre obtienen los resultados esperados, y en tales
casos se emplea medicación reductora del impulso sexual 4 , que puede ser o bien un
antiandrógeno o algún inhibidor de la recaptación de la serotonina (Bradford y Fedoroff,
2006; Greenberg y Bradford, 1997).

Prevención de la recaída

En el módulo de prevención de recaída se entrena a cada delincuente sexual


participante en el programa para que sea capaz de identificar los siguientes aspectos
implicados en su conducta de agresión sexual: la secuencia de elementos sucesivos que
le llevan a la comisión del delito (es decir, los eslabones de la cadena delictiva), los
factores fundamentales que le ponen en situación de riesgo, y también las estrategias más
adecuadas para evitar riesgos futuros. Es decir, se intenta que el sujeto reconozca
aquellos elementos que le sitúan en mayor riesgo, como, por ejemplo, tener acceso a
potenciales víctimas, sentirse deprimido, aislado, furioso, estresado, tener problemas en
sus relaciones o, simplemente, utilizar estrategias inefectivas para afrontar sus
dificultades personales. Una mayor conciencia de los factores de riesgo que precipitan su
conducta delictiva favorece que el sujeto pueda elaborar estrategias para enfrentarse a las
situaciones de riesgo imprevistas, e incluso para reducir la probabilidad de que tales
oportunidades aparezcan.
En el Reino Unido se han desarrollado y aplicado distintos programas de tratamiento
de agresores sexuales análogos al descrito (Brown, 2015; Hollin y Palmer, 2006, 2008):

1. Programa de tratamiento de delincuentes sexuales (Sex Offender Treatment


Programme, SOTP), diseñado por los servicios de prisiones de Inglaterra y Gales,
cuyo elemento central es la confrontación de las justificaciones y excusas
empleadas por los agresores para amparar sus delitos. Existe una versión adaptada
de este programa (SOTP Adapted Programme) para sujetos con disminución
intelectual, y una versión ampliada (Extended SOTP) para sujetos de alto riesgo
que ya han realizado el programa estándar (SOTP). También se ha creado una
modalidad para delincuentes de bajo riesgo, y una versión de continuación del
tratamiento (Betterlives Booster SOTP Programme) para sujetos de alto riesgo
que, pese a haber completado con éxito el programa estándar y el ampliado,
desean proseguir la atención a necesidades individuales de tratamiento o mejorar
sus competencias para la prevención de recaídas.
2. También existen versiones de los anteriores programas para su aplicación con
delincuentes sexuales en la comunidad, que, en función de sus necesidades y
riesgo, puede aplicarse con intensidades que oscilan entre 50 y 260 horas de
intervención.

Por lo que se refiere a la eficacia de los tratamientos con los delincuentes sexuales,

204
los meta-análisis realizados (a los que se hará más amplia referencia en el último
capítulo del libro) han hallado una eficacia significativa de las intervenciones aplicadas
(Beech, Freemantle, Power y Fisher, 2015). Así, por ejemplo, la revisión de 80
programas de tratamiento con delincuentes sexuales adultos efectuada por Lösel y
Schmucker (2005; Schmucker y Lösel, 2008) puso de relieve que, mientras los grupos
tratados mostraban una reincidencia promedio del 11,1 por 100, en grupos de control
esta reincidencia media ascendía al 17,5 por 100. Por su lado, Hanson y Morton-
Bourgon (2009) hallaron, a partir de la integración de 23 estudios sobre tratamiento, una
tasa promedio de reincidencia de 10,9 por 100 en los grupos tratados y de 19,2 por 100
en los grupos de control. Y por lo que se refiere a agresores sexuales juveniles, Reitzel y
Carbonell (2006) mostraron una eficacia significativa de los tratamientos, que resultaba
en una reincidencia del 7,37 por 100 para los grupos tratados, frente a una del 18,93 por
100 para los controles.

6.8.2. Tratamientos en España: adultos y jóvenes

Aunque en España también se han realizado algunos tratamientos de agresores


sexuales en servicios clínicos comunitarios, la mayoría de los programas destinados a
ellos se desarrollan en las prisiones. Tanto la legislación española como las normas
internacionales instan a la Administración penitenciaria a aplicar programas con
delincuentes violentos y sexuales, y a tomar las medidas de control necesarias para
facilitar su reintegración social y evitar su reincidencia.
En las prisiones españolas la aplicación de programas de tratamiento con agresores
sexuales se inició en 1996, a partir del primer manual específico para delincuentes
sexuales adaptado al contexto español (Garrido y Beneyto, 1996, 1997). Para ello
previamente se había efectuado una revisión científica de los tratamientos aplicados en
otros países y se habían analizado las características y las necesidades terapéuticas de los
delincuentes sexuales encarcelados en España (Garrido et al., 1995; Garrido, Beneyto y
Gil, 1996; Garrido, Gil, Forcadell, Martínez y Vinuesa, 1998a; Garrido et al., 1998b).
Posteriormente, a partir de la experiencia terapéutica acumulada sobre las primeras
aplicaciones de este programa, un equipo de técnicos de instituciones penitenciarias lo
revisó y generó una versión algo más breve del programa inicial de Garrido y Beneyto
(Ministerio del Interior, 2006a, 2006b). Esta versión abreviada es la que se presenta a
continuación. El tratamiento se dirige tanto a violadores como a abusadores de menores,
y tiene como objetivos principales los siguientes (Garrido y Beneyto, 1996; Martínez-
Catena y Redondo, 2016): 1) favorecer un análisis más realista de sus actividades
delictivas, que reduzca sus distorsiones y justificaciones delictivas; 2) mejorar sus
capacidades de comunicación y relación interpersonal, y 3) incrementar sus
posibilidades de reinserción y de no reincidencia en el delito.
El tratamiento se aplica, fundamentalmente en modalidad grupal, en una, dos o más

205
sesiones terapéuticas semanales. Su administración completa puede durar de uno a dos
años.
El esquema del Programa de control de la agresión sexual actualmente aplicado en
las prisiones españolas es el siguiente (Martínez-Catena y Redondo, 2016; Ministerio del
Interior, 2006a; Redondo et al., 2007):

a) Entrenamiento en relajación muscular, para enseñar a los sujetos a controlar


proactivamente sus estados de tensión.
b) Tratamiento de toma de conciencia, en el que se trabaja sobre diversos elementos
cognitivos y emocionales con el propósito de que el sujeto adquiera mayor conciencia
sobre sus actividades delictivas y los factores de riesgo (por ejemplo, las distorsiones
cognitivas) relacionados con ellas. Para desarrollar esta toma de conciencia se utilizan
los siguientes 5 módulos:

1. Análisis de la historia personal, en el cual cada sujeto efectúa un repaso de su


propia vida.
2. Introducción a las distorsiones cognitivas, donde se le confronta con sus errores de
pensamiento e interpretación distorsionada de su conducta delictiva.
3. Conciencia emocional, cuyo objetivo es que mejore su conocimiento y capacidad
para reconocer emociones en sí mismo y en otras personas; el programa contempla
el conjunto emocional mínimo que los participantes deberían poder identificar
(véase la siguiente tabla).

Emociones positivas Emociones negativas

Esperanza Alegría Ira Odio


Asombro Compasión Desilusión Dolor
Fascinación Felicidad Infelicidad Nostalgia
Entusiasmo Gusto Envidia Decepción
Satisfacción Amor Sufrimiento Nerviosismo
Sorpresa Placer Rechazo Preocupación
Enamoramiento Diversión Inseguridad Vergüenza
Atracción Pasión Tristeza Humillación
Alivio Ternura Depresión Remordimiento
Orgullo Euforia Miedo Arrepentimiento

4. Comportamientos violentos, donde se analizan las conductas de agresión y daño a


las víctimas.
5. Mecanismos de defensa, que confrontan a los individuos con diversas
justificaciones del delito. Un listado incluido en el Manual del programa de
tratamiento contiene hasta 107 excusas frecuentes utilizadas por los agresores
sexuales, de las que se recogen a continuación algunos ejemplos:

206
Ejemplos de excusas comunes en agresores sexuales

— No hubiese ocurrido si el niño no hubiese preguntado cosas sobre sexo.


— Todo lo que hicimos fue porque a ella le apetecía.
— No la violé, hicimos el amor.
— Ella me provocó.
— Esa tía lo estaba pidiendo a gritos con esos andares y esa forma de mirar.
— No le hice tanto daño como dijo.
— Solo la amenacé, pero no la pegué.
— Aunque dijo que no, ella realmente tenía ganas.
— Llevaba una vida muy ligera.
— Mucha gente hace cosas peores que yo.
— Tuve un mala noche.
— Estaba como loco, fuera de mí.
— Aunque no me lo dijo, yo sabía que me deseaba.
— No soy perfecto.
— No pude hacer nada para evitarlo.
— Me obligó a hacerlo.
— No fue para tanto.
— Ella disfrutó tanto como yo.

Veamos un ejemplo a partir del relato de un participante en el programa:


«Los mecanismos de defensa solemos emplearlos la mayoría de las personas, aunque en nuestro caso (de las
personas que hemos cometido agresiones sexuales) suelen usarse para evitar reconocer como propios unos
hechos realizados y probados. Con ellos se pretende eludir la propia responsabilidad, negando los hechos,
justificándolos y, en algunos casos, modificándolos a nuestra conveniencia. Si recogemos todos los
mecanismos que conocemos, los podemos separar en tres grupos. El primero de ellos sería la negación, es
decir, no aceptar los hechos, negándolos simplemente, culpando a otros o intentando demostrar la
imposibilidad de nuestra culpa, diciendo que estábamos en otro lugar en el momento de los hechos. Otro grupo
sería el de los mecanismos por los que, aunque reconocemos nuestra participación, intentamos dar a entender
que los hechos no fueron tan graves como se dice, e incluso, menospreciando a la víctima, intentamos dar por
bien merecido aquello que le sucedió. Por último, tenemos aquellos mecanismos en los que, modificando la
realidad, nos escudamos en agentes externos como la bebida, las drogas o cualquier otra circunstancia ajena a
nuestra voluntad.»

c) Tratamiento dirigido al logro de control, mediante el que se pretende que el sujeto


domine mejor su propia conducta y pueda, de este modo, inhibir sus actividades
delictivas. Lo componen siete módulos más:

6. Empatía con la víctima, por la que se desarrolla la capacidad del sujeto para
hacerse consciente y ser solidario con el sufrimiento de otras personas en general y
con sus víctimas en particular. En uno de los ejercicios se plantean preguntas de
discusión como las siguientes: «¿Alguien quiere contar alguna experiencia en la
que haya sido víctima de otra persona?, ¿qué ocurrió?, ¿cómo te sentiste?,
¿alguien puede mencionar algún daño físico que puede sufrir la víctima como
consecuencia de la agresión?, ¿conocíais todo este tipo de daños físicos?, ¿cuáles
os han impresionado más?, ¿sabíais que vuestras víctimas posiblemente sufrieron
algunos de estos daños?». Durante el desarrollo del módulo se comentan diversos

207
daños físicos y psicológicos que pueden sufrir las víctimas de una agresión sexual,
tales como cortes, contusiones, derrames, arañazos, mordeduras, rotura de huesos,
pérdida de la virginidad, gran ansiedad, miedo a morir, incapacidad para tomar
decisiones, sentimientos de pánico, deseo de venganza, pesadillas, autoculpación,
fobias a estar sola o salir de casa, disfunciones sexuales, depresión, intento de
suicidio, etcétera.
7. Prevención de la recaída, donde se enseña al sujeto a anticipar situaciones de
riesgo de repetición del delito y a activar respuestas de afrontamiento de dicho
riesgo.
8. Distorsiones cognitivas, donde se profundiza en el trabajo ya iniciado con
anterioridad sobre pensamientos erróneos acerca del uso de la violencia, la
conducta sexual, las mujeres, etcétera. En uno de los ejercicios de confrontación
de las distorsiones cognitivas se sigue, por ejemplo, el siguiente esquema de
trabajo: 1) se informa al sujeto sobre el funcionamiento habitual de las
distorsiones, 2) se le ayuda a identificar su diálogo interno, 3) se clasifican los
pensamientos irracionales y desviados, 4) se desafían dichos pensamientos, y 5) se
auxilia al individuo a reemplazarlos por pensamientos e interpretaciones
racionales.
9. Estilo de vida positivo, que enseña a los sujetos a programar su vida cotidiana
(horarios, rutinas diarias, objetivos, etcétera).
10. Educación sexual, consistente en informarle acerca del funcionamiento de la
sexualidad humana, tanto desde un plano más científico como desde una
perspectiva ética (en la que se debate la sexualidad como una actividad de
comunicación y respeto recíproco de los deseos de las personas).
11. Modificación del impulso sexual, módulo opcional integrado por técnicas
psicológicas específicas para la reducción del impulso sexual ante estímulos
inapropiados que impliquen el uso de violencia o de menores. Para ello puede
emplearse sensibilización encubierta o recondicionamiento autoestimulatorio.
12. Prevención de la recaída, en la que se profundiza en las estrategias (ya iniciadas
con anterioridad) de anticipación de situaciones de riesgo e incluso de posibles
recaídas, para resolverlas lo antes posible. Se enseña al individuo a considerar
secuencias habituales de recaída, aplicando la siguiente estructura: emoción (por
ejemplo, excitación sexual) → fantasía (representarse sexualmente a una menor)
→ distorsión cognitiva («es ella quien lo desea y me está provocando») → plan
(«podría acercarme, hablar con ella...») → desinhibición (consumir alcohol) →
agresión sexual. Se trabaja especialmente a partir de los «fallos» (o decisiones
arriesgadas) más comunes que pueden cometerse y hacer más probable la recaída.
Algunos ejemplos de «fallos» frecuentes, en los que el programa se detiene, se
recogen en la siguiente tabla.

208
Ejemplos de «fallos» más comunes, que pueden llevar a la recaída en un delito sexual

— Estar a solas con una posible víctima.


— Tener fantasías sexuales de agresión o con menores.
— Sentir enfado hasta el punto de estallar o querer hacer daño a alguien.
— Sentirse desesperado creyendo que no existe posibilidad de evitar la agresión.
— Experimentar una soledad intensa.
— Mirar detenidamente el cuerpo de una mujer, o de un menor.
— Estimularse con fantasías sexuales de agresión o con menores.
— Comprar pornografía.
— Charlar con una posible víctima.
— Pensar en la posibilidad de estar a solas con un menor.

Los participantes en el tratamiento disponen de su propio manual del interno o


participante (Ministerio del Interior, 2006b). Este manual contiene una síntesis de los
conceptos en los que se trabajará durante las sesiones terapéuticas, así como diversos
ejercicios y tareas complementarias.
Los primeros datos evaluativos sobre este programa, correspondientes a una muestra
de 49 sujetos tratados en las prisiones de Cataluña (Redondo, Navarro, Martínez, Luque
y Andrés, 2005) mostraron que, tras un período de seguimiento de cuatro años, de este
grupo de tratamiento reincidieron en delitos de agresión sexual dos individuos
(equivalentes al 4,1 por 100 del total), tasa sustancialmente inferior a la del grupo control
(o no tratado), en el que reincidieron 13 sujetos (un 18,2 por 100 del total). También
constituye un dato favorable el que los sujetos tratados que reincidieron, además de ser
menos, también cometieron delitos de menor gravedad que los protagonizados por los
delincuentes no tratados que reincidieron. Este resultado es análogo al obtenido en un
centro penitenciario de Madrid sobre 22 agresores sexuales respecto a 21 delincuentes
sexuales no tratados (Valencia, Andreu, Mínguez y Labrador, 2008): solo un sujeto
tratado reincidió (que representa el 4,5 por 100 de la muestra tratada) frente a tres sujetos
que reincidieron del grupo control (que representan el 13 por 100 de los sujetos no
tratados). Estos primeros resultados sobre los tratamientos aplicados con los delincuentes
sexuales en España evidencian una efectividad particularmente alta, en contraste con los
datos internacionales a este respecto, que, según se ha visto, informan sobre reducciones
de la reincidencia de 5 a 10 puntos (para tasas base de reincidencia sin tratamiento del 15
al 20 por 100) (Lösel y Schmucker, 2005; Prentky y Schwartz, 2006).
En paralelo al análisis de la reincidencia, se ha diseñado también, a instancias de la
Secretaría General de Instituciones Penitenciarias (Ministerio del Interior), un
instrumento específico para la evaluación de la mejora terapéutica que puedan
experimentar los agresores sexuales como resultado de su participación en un
tratamiento (Martínez-Catena y Redondo, 2016a, 2016b). Este instrumento, denominado
Escala de evaluación psicológica de agresores sexuales (EPAS) incluye 117 ítems que
permiten obtener tanto una puntuación global de eficacia terapéutica como puntuaciones
específicas de mejora en 10 variables que constituyen objetivos del tratamiento

209
(asertividad, soledad/aislamiento, autoestima social, ansiedad ante situaciones sexuales
normalizadas, distorsiones cognitivas, impulsividad, agresividad, disposición para el
cambio terapéutico, alcoholismo/abuso de sustancias tóxicas y empatía).
En un primer análisis mediante esta escala, con una muestra de 117 agresores
sexuales de mujeres tratados en diferentes prisiones españolas (Redondo, Martínez-
Catena y Luque, 2014), se constató una mejora significativa de la puntuación EPAS
global, o de la eficacia terapéutica, que ascendió desde 75,96 puntos en el período
pretratamiento a 81,14 puntos en la fase postratamiento. Asimismo, los sujetos tratados
mejoraron significativamente sus puntuaciones en variables terapéuticas específicas
como asertividad, empatía, menor agresividad, menor ansiedad ante situaciones
sexuales normalizadas, menor soledad y aislamiento social, y mayor disposición para el
cambio terapéutico. Mostró mayor dificultad de mejora la variable autoestima social.
También se evaluó en este estudio una muestra de 71 agresores sexuales de menores
(Redondo et al., 2014), cuya puntuación EPAS o mejora terapéutica global aumentó
significativamente, como resultado del tratamiento, de 76,71 a 81,26 puntos. En este
caso, de las subescalas terapéuticas específicas mejoraron significativamente la menor
soledad y aislamiento informados por los sujetos, su asertividad, su menor impulsividad,
su menor agresividad y su autoestima social (no obteniéndose mejoras significativas en
las variables disposición al cambio terapéutico, distorsiones cognitivas, ansiedad ante
situaciones sexuales normalizadas y empatía).
Por lo que se refiere al ámbito de la justicia juvenil, Redondo et al. (2012a) diseñaron,
por encargo de la Agencia del Menor de la Comunidad de Madrid, un programa
educativo y terapéutico dirigido a menores que cumplen medidas de internamiento por la
comisión de algún delito sexual. Este programa se compone de siete módulos de
intervención: 1) Afianzando tu autoestima puedes mejorarte a ti mismo; 2) Conocer
mejor la sexualidad; 3) Aumenta tus habilidades para las relaciones afectivas y sexuales;
4) Aprende a no distorsionar y justificar el abuso; 5) Autocontrol emocional para evitar
conflictos; 6) Sentir solidaridad y empatía con las víctimas, y 7) Prepárate para prevenir
que los abusos puedan repetirse. La intervención completa se desarrolla durante unas 75
horas, de las que 15 corresponden a evaluación y 50 a tratamiento (a razón de unas 35
sesiones de una hora y media de duración). El programa incluye un Manual del
terapeuta con objetivos, actividades, materiales..., un Anexo de actividades y un
Cuaderno personal de terapia (autorregistros de observación, hojas de respuesta,
anotación de tareas...). Este programa puede descargarse libremente a partir de la web de
la Agencia de la Comunidad de Madrid para la Reeducación y Reinserción del Menor
Infractor: http://www.madrid.org.

RESUMEN

Al igual que sucedió en la terapia psicológica en general, en lo relativo al tratamiento

210
de los delincuentes también se puso de relieve hace ya algunas décadas la importancia de
intervenir sobre su pensamiento y justificaciones delictivas. El trabajo científico decisivo
para ello fue el desarrollado por Ross y sus colegas en Canadá, quienes revisaron
numerosos programas de tratamiento que habían sido aplicados en años anteriores.
Concluyeron que los programas más efectivos habían sido aquellos que, pese a sus
diferencias, habían incluido componentes dirigidos a cambiar los modos de pensamiento
de los delincuentes. Como resultado de este análisis concibieron un programa
multifacético, denominado Reasoning and Rehabilitation (R&R), que adaptaba e
incorporaba distintas técnicas de otros autores que habían mostrado ser altamente
eficaces. Este programa, a partir de distintos formatos y adaptaciones posteriores, ha sido
ampliamente aplicado con delincuentes en diversos países, incluido España.
La reestructuración cognitiva fue una de las técnicas pioneras en el tratamiento
psicológico moderno. Parte de la consideración de que los trastornos psicológicos y de
comportamiento son el resultado de dificultades en los modos de procesamiento de la
información, lo que incluye tres estructuras jerarquizadas: esquemas cognitivos básicos
(centrales al individuo), creencias intermedias (reglas, actitudes y presunciones) y
pensamientos automáticos (veloces y breves en relación con aspectos específicos de
cada momento). Algunos pensamientos automáticos pueden constituir «distorsiones
cognitivas» o modos tergiversados de interpretación de las situaciones, algo muy
frecuente en los delincuentes. La técnica de reestructuración cognitiva se dirige a ayudar
a los participantes en un tratamiento a «caer en la cuenta» de la relación existente entre
sus distorsiones cognitivas y su comportamiento delictivo, y a reorganizar más
racionalmente su pensamiento y su conducta. Para ello se siguen una serie de etapas
sucesivas (educativa, entrenamiento en autoobservación de pensamientos, y práctica en
la terapia y en la realidad) y se utilizan diversas estrategias: reatribución, búsqueda de
interpretaciones y soluciones alternativas, cuestionamiento de la evidencia, etcétera.
Se constata también que muchos delincuentes han sido poco competentes en la
solución de sus problemas interpersonales, lo que a menudo les ha conducido a graves
conflictos y agresiones. Por ello una estrategia psicológica relevante para su tratamiento
ha sido el «programa de solución cognitiva de problemas interpersonales», cuyas
unidades básicas de entrenamiento son las siguientes: reconocimiento y definición de un
problema; identificación de los propios sentimientos asociados al mismo; separar hechos
de opiniones; recoger información sobre el problema y pensar en todas sus posibles
soluciones; tomar en consideración las consecuencias de las distintas soluciones, y,
finalmente, optar por la mejor solución y ponerla en práctica.
Las técnicas de autocontrol se basan en el uso de los mismos principios psicológicos
del aprendizaje que permiten el control externo de la conducta (control de estímulos,
reforzamiento, etcétera) para entrenar al individuo a ejercer control, desde dentro, sobre
su propia conducta. Sus fases principales son autoobservación, establecimiento de
objetivos, entrenamiento en el marco de la terapia y aplicación de lo aprendido en el

211
contexto real. Complementariamente, la técnica de auto-instrucciones consiste en
entrenar al sujeto en lenguaje interno, para «decirse» cosas que orienten el curso de su
propia conducta, a partir de definir la tarea a la que se enfrenta, dirigir su atención a
dicha tarea, resolver los errores que pueda cometer, autoevaluar el resultado y
autorreforzarse.
Otro de los grandes avances en el tratamiento cognitivo de los delincuentes lo
constituyen las técnicas destinadas a su desarrollo moral. El origen de estas técnicas son
los trabajos sobre desarrollo moral de Kohlberg, quien diferenció una serie de niveles o
estadios de desarrollo moral: desde los más inmaduros, en que las decisiones de
conducta se basen en evitación del castigo y en recompensas inmediatas; a los más
maduros y avanzados, imbuidos de consideraciones morales altruistas y autoinducidas.
Las técnicas de desarrollo moral intentan enseñar a los participantes en un tratamiento,
mediante actividades de discusión grupal, a considerar los sentimientos y puntos de vista
de otras personas. Para ello confrontan a los sujetos mediante dilemas morales, o
situaciones en las que entran en conflicto distintas perspectivas acerca de lo que debería
hacerse en determinada situación problemática. Cada sujeto debe pensar sobre el dilema
planteado y decidir y razonar qué es lo que, en su opinión, debería hacerse. A
continuación se debaten los argumentos favorables y contrarios a cada una de las
opciones adoptadas sobre el dilema. Se considera que este ejercicio ayudará a los
participantes a «crecer» moralmente.
Por último, como ejemplo destacado de los retos a los que se enfrenta el tratamiento
psicológico de los delincuentes, se han presentado los «programas con delincuentes
sexuales», tanto desde la perspectiva internacional como a partir de los tratamientos que
se aplican en España (con adultos y con jóvenes). Los ingredientes terapéuticos más
comunes en estos programas son el trabajo sobre distorsiones cognitivas, desarrollo de la
empatía con las víctimas, mejora de la capacidad de relación personal, disminución de
actitudes y preferencias sexuales hacia la agresión o hacia los niños, y prevención de
recaídas.

NOTAS
1 «En lugar de concluir que los déficits cognitivos causen el comportamiento delictivo, lo más razonable es
suponer que el ajuste cognitivo actuaría protegiendo al individuo de la delincuencia» (Ross, 1987, p. 142).

2 En la terapia de conducta la cuestión del autocontrol ha estado presente desde su propio origen. Skinner, con
antelación al desarrollo de la modificación de conducta, se refirió ya al «autocontrol» como aquel comportamiento
de una persona consistente en controlarse «a sí mismo exactamente igual que controlaría la conducta de cualquier
otra persona mediante la manipulación de variables de las cuales la conducta es función» (Skinner, 1977, p. 256).
De este modo, la conducta de autocontrol —«conducta controladora»— puede ser aprendida como cualquier otro
comportamiento y permitir el cambio de la «conducta controlada» (cosa distinta es el autocontrol en cuanto
«fuerza de voluntad» inherente a la personalidad del sujeto, es decir, como rasgo no adquirido y difícilmente
entrenable —Díaz, Comeche y Vallejo, 2004—). Para desarrollar el autocontrol, Skinner sugiere tres estrategias
posibles: 1) alterar los antecedentes que elicitan el comportamiento (por ejemplo, «restricción física de la
conducta» o «control de estímulos»); 2) cambiar las consecuencias que lo siguen y lo mantienen (es decir,

212
cambiando los autorrefuerzos o autocastigos); o 3) transformar otros comportamientos o estados emocionales del
sujeto vinculados al comportamiento problemático.
Un hito importante en el origen de las técnicas de autocontrol lo constituyó (Díaz et al., 2004) el artículo de
Homme (1965) «Control of Coverants: The Operants of the Mind» (Cove[rant] = encubiertas, [ope]rant =
operantes), en el que postulaba el posible control mediante condicionamiento operante de sucesos internos, tales
como pensamientos o emociones. Paralelamente, otros autores debatieron también la cuestión del autocontrol.
Goldiamond (1965) sostuvo una idea semejante al afirmar que el autocontrol era la manipulación que realizaba el
propio individuo de las condiciones que controlan su comportamiento. Por su parte, Cautela (1966, 1967, 1981;
Upper y Cautela, 1983) se refirió al autocontrol como aquella forma de modificación de conducta autoimpuesta
para aumentar o disminuir la frecuencia de una respuesta. Para muchas de estas problemáticas utilizó la técnica de
«sensibilización encubierta».
Rotter (1954) desarrolló un modelo de aprendizaje social en el que realzó la importancia, por encima del
refuerzo externo directo, de las expectativas de resultado que el propio sujeto genera acerca de las consecuencias
de su conducta. A partir de ello introdujo el concepto locus of control, o lugar preferente en el que el individuo
ubica el control de su propio comportamiento y de las consecuencias que se vinculan con dicho comportamiento.
Los individuos con superior control interno tenderían a percibir que ejercen un cierto dominio personal de su
comportamiento, mientras que los sujetos con mayor control externo tenderían a pensar que su comportamiento
está determinado por la influencia de situaciones y circunstancias exteriores. Un objetivo frecuente de muchos
programas de tratamiento suele ser enseñar a los sujetos a internalizar el control de su conducta.
Mischel y Staub (1965) pusieron el énfasis del autocontrol en la capacidad con que cuentan los seres humanos
para conferir significados propios a los estímulos físicos que les rodean. Como resultado de ello, concibieron el
autocontrol
como aquella capacidad o habilidad de un sujeto para demorar la gratificación, esto es, para orientar su
conducta de modo que ello suponga la renuncia a una consecuencia gratificante inmediata, aunque de menor
entidad, por una consecuencia positiva de mayor valor pero postergada en el tiempo.

3 La expectativa de autoeficacia dependería de factores como su habilidad o competencia real, su experiencia


vicaria y su activación emocional, y funcionaría como una guía para dirigir el curso de su conducta (Echeburúa,
1993).
4 Un modo reversible de reducir el impulso sexual es la administración periódica (generalmente semanal) de
medicación antiandrogénica, que o bien directamente reduce la secreción de testosterona o bien bloquea su acción
en el nivel de los receptores nerviosos. Con tales finalidades se han utilizado dos sustancias principales, el acetato
de ciproterona (CPA) (en los países europeos) y el acetato de medroxiprogesterona —Progevera— (MPA) (sobre
todo en Norteamérica) (Cáceres, 1998). Aunque estas sustancias presentan algunas contraindicaciones, tales como
aumento de peso e hipertensión, su administración a pedófilos ha contribuido a lograr tasas de reincidencia
inferiores al 10 por 100 (generalmente en combinación con programas de tratamiento psicológico). También se ha
desarrollado un antiandrógeno más potente y de efecto prolongado, el agonista análogo de la hormona liberadora
de gonadotropina (GnRH), que se inyecta una vez cada 1-3 meses y elimina completamente —aunque de modo
reversible— la secreción de testosterona: además, presenta mínimos efectos secundarios. Rösler y Witzhum
(2000) consideraron que esta medicación resultaba efectiva para controlar específicas parafilias (logrando reducir
tanto las fantasías sexuales antisociales como el nivel de impulso y las propias conductas), y constituiría por ello
una terapéutica prometedora para el futuro tratamiento de los delincuentes sexuales. Con frecuencia estas
sustancias no se administran de manera aislada, como único sistema de tratamiento, sino que suelen ser un
complemento de otros tratamientos de cambio del comportamiento sexual. Pueden ayudar a los sujetos a mejorar
temporalmente su capacidad de control de la conducta de agresión o abuso.

213
7
Regulación emocional y control de la ira

Se presentan aquí diversas técnicas útiles para ayudar a los delincuentes a regular mejor sus
estados emocionales. Especialmente, las estrategias y programas que entrenan a los sujetos para
el control de sus explosiones de ira, que con frecuencia les han llevado a agredir a otras personas.
Se trata de programas como la inoculación de estrés, el tratamiento de la ira y el entrenamiento para
reemplazar la agresión. Al final del capítulo se resumen algunos tratamientos desarrollados con
maltratadores de sus parejas aplicados tanto en las prisiones como en la comunidad, repasando
algunos programas internacionales y españoles.

Alejandro fue con su novia al domicilio de su padre, para recoger alguna ropa que se había dejado allí
cuando este lo había echado precipitadamente de casa la noche anterior. Cuando llegaron al domicilio se inició
en la cocina una violenta discusión entre Alejandro y su padre, quien agarró una sartén y propinó un fuerte
golpe en la cabeza a su hijo, abriéndole una brecha que sangraba con abundancia. Este empuñó un cuchillo de
cocina con el que asestó varias puñaladas a su padre, produciéndole la muerte en el acto. Después, junto a su
novia y a un hermano de ella, intentaron deshacerse del cadáver trasladándolo a un coche abandonado al que
después prendieron fuego. Este es el episodio delictivo más grave de Alejandro, cuya vida siempre ha estado
inmersa en situaciones de tensión y violencia. Desde que Alejandro era pequeño, su padre y su madre discutían
permanentemente y a menudo se agredían con lo que tenían más a mano; también habían sacudido muchas
veces a su hijo cuando hacía algo mal o cuando estaban enfados y nerviosos.

7.1. ¿POR QUÉ ES IMPORTANTE LA REGULACIÓN EMOCIONAL PARA


PREVENIR LAS CONDUCTAS VIOLENTAS Y DELICTIVAS?

Las técnicas de regulación y control emocional se orientan a dotar a los participantes


en un tratamiento de las habilidades necesarias para manejar situaciones emocionales
explosivas, que de otro modo podrían situarles en riesgo de conductas antisociales y de
agresión.
Múltiples investigaciones han documentado la conexión existente entre acaloramiento
emocional y mayor propensión a agredir a otras personas y cometer ciertos delitos, sobre
todo de carácter violento (Andrews y Bonta, 2016; Tittle, 2006). Muchos homicidios,
asesinatos de pareja, lesiones, agresiones sexuales y robos con intimidación son
perpetrados por individuos que en el momento de cometerlos experimentan fuertes
sentimientos de ira, venganza, apetito sexual, ansia de dinero y propiedades, o desprecio
hacia otras personas. Es decir, múltiples delitos violentos se producen cuando los sujetos
pierden los estribos y desatan sus emociones más furibundas. Por ello, un objetivo
importante de los programas de tratamiento es enseñar a los delincuentes participantes en
ellos estrategias personales que mejoren su capacidad de anticipar, detectar y controlar

214
aquellas emociones de ira que pueden conducir a una agresión (McGuire, 2006).
En el extremo opuesto, algunos delitos (hurtos, robos, abusos sexuales...) también se
hacen más probables en ausencia o por insuficiencia de emociones positivas, tales como
la compasión por el sufrimiento ajeno, la solidaridad, el respeto y el altruismo. Estas
emociones altruistas y compasivas se han aunado bajo la denominación de empatía, en
cuanto capacidad para «sentir con» otra persona (Echeburúa et al., 2012) y acomodar la
propia conducta en coherencia con esos sentimientos positivos y benefactores. De ahí
que los tratamientos también deban mejorar las capacidades solidarias y empáticas de los
sujetos, en dirección a prevenir posibles delitos.
La relación emoción-conducta delictiva también ha sido objeto explicativo de algunas
teorías criminológicas. La más global, la denominada teoría general de la tensión, fue
formulada modernamente por Agnew (1992, 2006), tomando como base la tradición
sociológica sobre la anomia o estado de desregulación social que favorece la desviación
(Tittle, 2006). En síntesis, Agnew (2006) señala la siguiente secuencia explicativa (para
una explicación más amplia véase Redondo y Garrido, 2013, cap. 6):

1. Existen tres fuentes de tensión principales que pueden influir delictivamente sobre
el individuo: a) la imposibilidad de lograr objetivos sociales positivos a los que
aspira (un buen salario, una buena casa, un buen coche, la consideración y el
respeto por parte de sus familiares, compañeros, amigos, vecinos...); b) ser privado
de gratificaciones que posee o espera poseer (ser despedido del trabajo, ser
abandonado por la pareja...); y c) ser sometido a situaciones aversivas inescapables
(acoso de los compañeros del colegio, maltrato por parte de la pareja, etcétera).
2. Como resultado de estas tensiones podrían generarse en el sujeto emociones
negativas diversas, entre las que se encontraría a menudo la ira, emoción
generatriz de acciones opuestas y correctoras de las fuentes de tensión causantes
del malestar experimentado.
3. Una acción correctora posible, para eliminar la fuente que causa la tensión, es la
conducta delictiva (por ejemplo, una agresión que daña a quien te agrede, dar «una
lección» a la pareja por haberse ido con otro, un robo que permite obtener aquello
que tanto se desea o necesita, etcétera).
4. De este modo, la reacción delictiva aliviaría la tensión que se padecía, y como
resultado de este alivio gratificante dicha conducta propendería a establecerse en el
repertorio del individuo (el proceso descrito podría interpretarse como un caso
particular de reforzamiento negativo [al que ya se ha hecho referencia en un
capítulo precedente], aplicado aquí al aprendizaje de conductas antisociales: una
agresión sería reforzada si logra eliminar una fuente de tensión amenazante).

Otra formulación teórica que incorpora los procesos emocionales en la explicación y


prevención delictiva es la teoría de la personalidad de Eysenck (1964; Eysenck y
Gudjonson, 1989), que contempla la influencia recíproca entre elementos biológicos y

215
ambientales. Se considera que en las personas existen tres dimensiones temperamentales
en interacción (Milan, 1987, 2001; Palmer, 2003; Redondo y Garrido, 2013; Rodríguez,
Rodríguez, Paíno y Antuña, 2001): 1) el continuo extraversión, que se manifiesta
psicológicamente en los rasgos búsqueda de sensaciones, impulsividad e irritabilidad (y
se considera producto de una activación disminuida del sistema reticular o de suministro
de información al cerebro: al ingresar menos información en el cerebro, el individuo
propende a buscar mayores niveles de estimulación externa); 2) la dimensión
neuroticismo, que se traduce en una baja afectividad negativa ante estados de estrés,
ansiedad, depresión u hostilidad (cuya base biológica sería el sistema límbico); y 3) la
dimensión psicoticismo, que se manifiesta en características personales como una mayor
insensibilidad social, crueldad hacia otros y despreocupación por el propio daño
(considerada el resultado de la química corporal). Según Eysenck, la combinación única
en cada individuo de sus características propias en estas tres dimensiones personales, y
de sus propias experiencias ambientales, condicionaría los diversos grados de adaptación
individual y, también, de posible conducta antisocial. En consonancia con diversas
investigaciones, muchos delincuentes puntúan alto en extraversión y en psicoticismo, tal
y como predice esta teoría.
Además, la teoría de Eysenck sugiere que los seres humanos habitualmente
adquirimos, mediante condicionamiento clásico, la «conciencia moral»: es decir, los
condicionamientos internos necesarios para evitar realizar conductas antisociales (hurtar,
agredir, abusar sexualmente...) a pesar de que puedan presentárseles oportunidades
propicias para ello (presencia de dinero descuidado, sufrir un insulto, una posible víctima
vulnerable...). Tal proceso de concienciación moral tendría lugar particularmente durante
la infancia, a partir de la asociación repetida entre ciertos estímulos aversivos o castigos
administrados por padres y educadores y posibles comportamientos inapropiados o
antisociales. Sin embargo, a semejanza de condiciones educativas entre individuos,
aquellos que, como es el caso de muchos delincuentes, muestren una elevada
extraversión (lo que representa en el modelo de Eysenck un bajo nivel de excitabilidad
cortical y una sensibilidad al castigo disminuida), tendrían mayor dificultad para una
adquisición eficaz de la «conciencia moral». Una implicación importante de esta teoría
es que con individuos con alta extraversión (como es el caso de muchos delincuentes) es
prioritario el uso educativo del reforzamiento positivo (algo que hacen esencialmente los
tratamientos), mientras que resulta poco eficaz el empleo de procedimientos punitivos y
de castigo (Milan, 1987, 2001).
Sobre la base de todo lo anterior, el presupuesto de partida de las técnicas de
regulación emocional con delincuentes es que muchas de sus acciones violentas y
delictivas pueden precipitarse debido a sus carencias para el manejo apropiado de
situaciones conflictivas. Si en tales situaciones, como, por ejemplo, la disputa con un
amigo o con la pareja, no se cuenta con las habilidades necesarias para la autorregulación
emocional, las emociones podrían dispararse y el individuo agredir y dañar gravemente a

216
otras personas. En todos estos supuestos de desregulación emocional suelen estar
implicadas, asimismo, las diversas facetas del comportamiento a las que ya se ha
aludido: carencia de habilidades, interpretación tergiversada de las interacciones
sociales (por ejemplo, propendiendo a atribuir mala intención a otras personas) y
descontrol de la ira.
En función de esta diversidad de etiologías de las dificultades emocionales, las
técnicas psicológicas para ayudar a los individuos a regular sus emociones también
admiten distintas posibilidades de entrenamiento específico: dotarles de mejores
habilidades de comportamiento para enfrentar más eficazmente las situaciones de
conflicto, confrontar su pensamiento e interpretaciones distorsionadas de las
interacciones sociales, y ayudarles a adquirir un mejor control de sus estados de tensión
e ira.
A continuación se presentan diversas técnicas de regulación emocional, que
generalmente consisten no en tratamientos de componentes aislados de la conducta, sino
en programas multifacéticos en que se abordan dos o más facetas del comportamiento
(hábitos, cogniciones y emociones).

7.2. REGULACIÓN EMOCIONAL DE LA ANSIEDAD

Al igual que algunos individuos presentan dificultades para condicionar el miedo y la


capacidad de culpa, en otras circunstancias puede producirse lo contrario: que se genere
indebidamente, mediante condicionamiento clásico o asociativo, un fuerte temor
condicionado ante situaciones sociales o estímulos apropiados (por ejemplo, la relación
con otras personas, el contacto con mujeres, con personas adultas, etcétera). Esta
ansiedad o miedo indebidos llevarían a los sujetos a evitar los estímulos sociales
temidos, con la consiguiente complicación para sus posibilidades de interacción,
familiar, de pareja, laboral, con amigos, etcétera.
El tratamiento psicológico tradicional para erradicar el miedo y la ansiedad
condicionada fue la técnica de desensibilización sistemática (DS), concebida por Wolpe
y Lazarus a mediados del siglo XX. Con posterioridad surgieron también otras técnicas
terapéuticas, como la exposición, que se aplica ampliamente y con buenos resultados en
distintos trastornos vinculados a la ansiedad patológica.

7.2.1. Desensibilización sistemática

En la técnica de desensibilización sistemática se utiliza la relajación muscular


profunda como respuesta antagónica a la ansiedad. Se intenta generar un proceso de
contracondicionamiento (Wolpe, 1992), presentando el estímulo temido (por ejemplo, el
contacto con otras personas, para el caso de un fobia social) al sujeto en la imaginación

217
mientras que este se encuentra relajado 1 . Para evitar que el estímulo temido domine y
dispare la ansiedad incontrolada del individuo, dicho estímulo se disgrega en una
jerarquía estimular, o «trozos» o aspectos parciales de la situación temida, que se va
presentando al sujeto poco a poco, de manera progresiva, mientras se favorece su
relajación.
El proceso terapéutico de la desensibilización sistemática se estructura en las
siguientes fases principales: presentación de la técnica al sujeto, entrenamiento en
relajación (respuesta incompatible con la ansiedad), construcción de la jerarquía de
situaciones temidas y proceso de desensibilización progresiva, tal y como se acaba de
describir (Cruzado, Labrador y Muñoz, 2004b; Labrador y Crespo, 2016; Olivares,
Méndez y Beléndez, 2010).
La desensibilización sistemática ha sido una técnica de terapia conductual
ampliamente utilizada y eficaz en todos aquellos trastornos específicos en los que, como
en el caso de la fobia social, domina una patología ansiógena (Labrador et al., 2002;
Nathan, Gorman y Salkind, 2005). Sin embargo, presenta dificultades de aplicación en la
ansiedad generalizada (cuando no son claros y definidos los estímulos que producen la
ansiedad) y cuando los sujetos tienen dificultades para seguir el proceso requerido por la
técnica (incapacidad para relajarse o para imaginar vívidamente las escenas que deberán
desensibilizarse).
En la actualidad se utiliza menos que otras técnicas como la exposición, a la que se
hace referencia seguidamente (Echeburúa y De Corral, 2004; Nathan et al., 2005).

7.2.2. Exposición

La técnica de exposición consiste en entrenar a un sujeto para que experimente de


manera directa las situaciones temidas, es decir, se «exponga» a ellas de forma
irremediable (es decir, previniendo la posibilidad de evitarlas o escapar de ellas),
favoreciéndose así que pueda comprobar lo injustificado de sus temores, y de modo que
poco a poco tales temores se extingan (Echeburúa, De Corral y Ortiz, 2016). El proceso
psicológico implícito en el funcionamiento de esta técnica parece ser el mecanismo de
extinción de respuesta (Echeburúa y De Corral, 2004): el estímulo ansiógeno (estímulo
condicionado) acabaría perdiendo su capacidad de producir ansiedad tras su presentación
reiterada en ausencia de situaciones reales de ansiedad (es decir, del estímulo
incondicionado).
Se ha constatado la eficacia de la exposición en el tratamiento de diversos trastornos
de ansiedad, como la agorafobia (o temor a los espacios abiertos), las fobias específicas,
la fobia social, el trastorno obsesivo-compulsivo y el trastorno de estrés postraumático
(Bados, 2001, 2003; Báguena, 2001; Capafons Bonet, 2001; Echeburúa y De Corral,
2001; Labrador et al., 2002; Nathan et al., 2005; Vallejo, 2001).
La técnica de exposición puede ser también de utilidad en el ámbito del tratamiento

218
de los delincuentes por lo que se refiere a las problemáticas de interacción en las que
existe ansiedad social. Problemas de esta índole no son infrecuentes en delincuentes
juveniles, agresores sexuales y maltratadores.

7.3. INOCULACIÓN DE ESTRÉS

Inicialmente la técnica de inoculación de estrés (IE) tuvo como objetivo el


tratamiento de las fobias a situaciones concretas, a la relación social, etcétera
(Meichembaum, 1987). En esencia, consistía en enseñar al sujeto a disminuir su
activación fisiológica y tensión, y a reemplazar sus interpretaciones negativas de las
situaciones temidas («no podré soportarlo») por otras más favorables («no será para
tanto, me relajaré y estaré bien...»). Posteriormente el procedimiento se hizo más
complejo y multifacético, y se dirigió a múltiples problemas psicológicos y de
comportamiento, incluidos el tratamiento de delincuentes juveniles y adultos con
especiales problemas de descontrol emocional, y también el tratamiento de víctimas de
distintos tipos de agresión.
El punto de partida de la IE es, en lo que aquí nos concierne, que la respuesta de ira
suele ser el resultado de la interacción entre una activación fisiológica excesiva (tensión,
etcétera) y una interpretación distorsionada de dicha activación como amenazante
(Meichembaum, 1987). Tanto la activación que se precipita como el pensamiento que la
interpreta como amenazante se consideran inapropiados, al no corresponderse
generalmente con una amenaza real.
La aplicación general de la técnica de inoculación de estrés se ha dividido en tres
fases principales (Olivares, Méndez y Lozano, 2005):

a) Fase educativa: se facilita información al sujeto sobre el modo probable en que se


generan sus episodios explosivos, en conexión con sus interpretaciones
distorsionadas de la situación, y se le ayuda a definir operativamente el problema.
Para ello se utilizan las técnicas de entrevista, de recuerdo de imágenes y
situaciones estresantes, autorregistros de conductas, sentimientos y cogniciones,
observaciones directas de la conducta, inventarios de miedos, escalas de ira,
etcétera.
b) Fase de entrenamiento: se entrena a los sujetos en control emocional mediante el
uso de técnicas como autoobservación, modelado real y encubierto, relajación,
entrenamiento en imaginación emotiva, práctica dirigida, reestructuración
cognitiva, autorrefuerzo, exposición, autoinstrucciones, resolución de problemas,
desensibilización sistemática y autocontrol. En todo caso, se suele trabajar en
cuatro grandes bloques de entrenamiento (Olivares et al., 2005):

1. Para el desarrollo de habilidades cognitivas a partir de reestructuración

219
cognitiva, autorrefuerzo y resolución de problemas interpersonales.
2. Para el entrenamiento en control de la activación emocional, mediante
relajación, enseñanza para la detección de señales internas de tensión,
desensibilización sistemática y autoinstrucciones.
3. Para el desarrollo de habilidades de conducta se emplea como herramienta
básica el análisis funcional del comportamiento, que permite identificar y
reorganizar antecedentes y consecuentes de la conducta; también se incluye
exposición en vivo o en la imaginación, modelado y práctica de conducta.
4. Para la enseñanza de habilidades de afrontamiento se propone seguir cuatro
etapas: preparación ante la situación conflictiva, confrontación real a dicha
situación, afrontamiento (por ejemplo, mediante autoinstrucciones) de la
activación emocional que se va experimentando, y reforzamiento de los
avances.

c) Fase de puesta en práctica de lo aprendido: constituye la esencia de la inoculación


de estrés en cuanto intento de «inmunización» del individuo ante el estrés o la
tensión excesivos, a partir de su exposición parcial y controlada a «vacunas» de
estrés, es decir, a situaciones moderadamente estresantes, pero que cada vez se van
a ir pareciendo más a las que realmente precipitan el estrés. Para ello se utilizan
ensayos o exposición a situaciones estresantes graduadas, tanto en la imaginación
como en vivo.

7.4. TRATAMIENTO DE LA IRA

Uno de los tratamientos más empleados para el control de la ira ha sido el diseñado
por Novaco y sus colaboradores en el Hospital Estatal de California (Novaco, 2013;
Novaco, Ramm y Black, 2001; Novaco y Taylor, 2015) a partir del programa de
inoculación de estrés de Meichenbaum (1987). En el contexto de este tratamiento la ira
se define como una reacción afectiva que se suscita ante estímulos provocadores,
considerando que la ira y la agresión mantienen una relación dinámica, en el sentido de
que la ira es una emoción normal que no necesariamente tiene que acabar en agresión.
Sin embargo, se observa que a menudo es un activador significativo del comportamiento
de agresión. En dirección opuesta, en ausencia de ira también pueden producirse
comportamientos de agresión y otras conductas ilícitas, de carácter más frío y
planificado.
Es decir, no todos los delincuentes, incluso siendo autores de delitos violentos, son
necesariamente candidatos a seguir un tratamiento de control de la ira, sino que tal
necesidad debe ponderarse para cada caso concreto.
El programa de control de la ira diseñado por Novaco y sus colaboradores (1975,
2013; Novaco et al., 2001; Novaco y Renwick, 1998; Novaco y Taylor, 2015) tiene

220
varios niveles de intervención, en función del grado en que los sujetos presentan
problemas de ira vinculados a la agresión: en un nivel 1, con ira baja, los sujetos pueden
ser tratados en servicios clínicos generales que atiendan también el problema de la ira; en
un nivel 2, que es denominado de gestión de la ira, se aplica un tratamiento
psicoeducativo de baja intensidad, generalmente a partir de técnicas cognitivo-
conductuales estándar; en el nivel 3, denominado tratamiento de la ira, se interviene
sobre problemas graves de ira tratados como objetivo específico, aunque de modo
compatible con otras posibles terapias más globales; por último, también se define un
nivel 3R, tratamiento de la ira protocolizado y evaluado, en que se aplica el mismo
tratamiento del nivel 3 pero incluyendo a los sujetos seleccionados en un diseño de
evaluación más estricto.
Los componentes esenciales del tratamiento de la ira de Novaco (1975, 2013; Novaco
y Taylor, 2015) son los siguientes:

1. Educación a los sujetos acerca de la ira y la agresión.


2. Autorregistro de la frecuencia e intensidad de la ira y de las situaciones en que
acontece.
3. A partir de los datos recogidos, construcción de una jerarquía de situaciones de
precipitación de la ira.
4. Reestructuración cognitiva mediante la reorientación de la atención del sujeto,
modificación de sus valoraciones y entrenamiento en autoinstrucción.
5. Reducción de la activación fisiológica mediante relajación progresiva e
imaginación guiada.
6. Entrenamiento en conductas de afrontamiento, comunicación y asertividad
mediante modelado y role-playing.
7. Práctica en la utilización de control de ira y habilidades de afrontamiento a partir
de la visualización y el role-playing de situaciones precipitantes de ira incluidas en
la jerarquía previamente construida.
8. Práctica de las nuevas habilidades de afrontamiento de la ira en el contexto
controlado de la vida diaria de la institución.

La aplicación de este tratamiento se realiza en cuatro fases, que incluyen una


evaluación exhaustiva, una fase preparatoria de concienciación y motivación del sujeto,
la fase central del tratamiento (correspondiente al nivel 3 anteriormente comentado) y
una fase final de seguimiento. Este programa requiere un entrenamiento clínico
específico de los terapeutas para enseñarles a ser capaces de evocar en los sujetos
emociones de ira, que posibiliten sus aprendizajes de control emocional, tal y como
prevé la terapia. Además, dadas las características violentas de los participantes en este
tratamiento, su desarrollo incluye la adopción de las necesarias medidas de seguridad
para reducir el riesgo de que los terapeutas puedan sufrir agresiones.

221
7.5. ENTRENAMIENTO PARA REEMPLAZAR LA AGRESIÓN (PROGRAMA
ART) CON DELINCUENTES JUVENILES
«Mi familia me hace muy poco caso. Veo las cosas mal de cara al futuro. Si mi padre no se hubiese ido de
casa y me hiciese más caso, le querría más. Podría ser feliz si la gente me estimara. Mis profesores y mis
compañeros de colegio me odian. Todos aquellos a los que más aprecio ni me escuchan. Todo el mundo me
trata como a un perro. Ello me obliga a comportarme como lo hago. A mi madre la quiero bastante, pero a
veces he tenido que pararle los pies.»

El programa Aggression Replacement Training (ART), diseñado por Goldstein y sus


colaboradores (Glick, 2003; Goldstein y Glick, 1987, 2001; Goldstein, Glick y Gibbs,
1998; Holmqvist, Hill y Lang, 2009; Howell, 2009; Moynahan y Stromgren, 2005;
Polaschek, 2006) es uno de los desarrollos aplicados más importantes y eficaces para el
tratamiento de jóvenes en riesgo de violencia y delincuencia. Es un tratamiento
multifacético que cubre los tres grandes sectores de factores de riesgo y necesidad
criminógena siguientes: a) carencia de habilidades, b) déficit en control de ira y c)
retraso en el desarrollo moral.
Goldstein y Glick (Glick, 2003) consideran que en gran parte del comportamiento
agresivo que acontece en la interacción con otras personas suelen concitarse déficits en
estos tres grupos de factores de riesgo. A menudo la secuencia es la siguiente: 1) el
proceso se inicia con una carencia de habilidades asertivas y de negociación; 2) como
resultado de lo anterior se precipitan estados emocionales de agitación y agresividad, que
favorecen reacciones impulsivas para el logro de los propios objetivos y deseos; y 3)
dichas reacciones son más probables cuando el sujeto presenta un razonamiento moral
egocéntrico, concreto y primitivo.
Por ello, el programa ART se dirige a la resolución de estas carencias, a partir de los
tres ingredientes terapéuticos siguientes:

A) Enseñanza de habilidades

Se entrena a los sujetos en 50 habilidades, consideradas imprescindibles para una


interacción social apropiada:

1. Habilidades básicas, tales como escuchar, iniciar una conversación, preguntar, dar
las gracias, etcétera.
2. Habilidades avanzadas: pedir ayuda, seguir y dar instrucciones, convencer a otros,
etcétera.
3. Habilidades para manejar sentimientos, identificar y expresar las propias
emociones y las de los otros, entender a otras personas, expresar afecto,
autorreforzarse, etcétera.
4. Habilidades alternativas a la agresión: pedir dinero para cubrir alguna necesidad
urgente, ayudar a otras personas, negociar situaciones interpersonales de conflicto,
autocontrolarse, evitar situaciones problemáticas, etcétera.

222
5. Habilidades para afrontar el estrés, que incluyen formular quejas y responder a
las quejas de otros, afrontar el rechazo, la presión de grupo o las acusaciones que
puedan recibirse de parte de otras personas.
6. Habilidades de planificación, para decidir sobre acciones que uno debe emprender,
formular hipótesis sobre las causas posibles de los problemas que uno tiene,
establecer objetivos, obtener información para actuar con mayor eficacia,
concentrarse en tareas específicas, etcétera.

Para la enseñanza de todo lo anterior se utilizan los pasos más habituales del
entrenamiento en habilidades sociales, que incluyen (Glick, 2003):

— Modelado de la habilidad que se va a entrenar, mediante múltiples ejemplos


prácticos al respecto.
— Role-playing, en el que el sujeto ensaya de modo guiado la habilidad
ejemplificada.
— Feedback (y reinstrucciones) sobre las competencias que se están practicando.
— Entrenamiento en generalización de distintas habilidades y en distintos contextos.

B) Entrenamiento en control de ira

Se trabaja en diez sesiones de entrenamiento con el objetivo de enseñar a los


participantes a controlar sus estados de ira y de enfado. Para ello se les pide que traigan a
cada sesión una o más experiencias de ira recientemente vividas. Se emplea la siguiente
estructura de cadena de conducta (Goldstein y Glick, 2001; véase el concepto de cadena
de conducta en el capítulo 5):

1. Identificar disparadores de la ira, tanto internos como externos.


2. Identificar precursores, entre los que serían muy importantes los fisiológicos,
como la tensión muscular y la sudoración, que informan al sujeto de una probable
escalada en la cadena de conducta hacia la agresión.
3. Usar estrategias reductoras, tales como realizar una cuenta atrás, imaginar una
escena relajante o anticipar consecuencias negativas de la agresión a medio y largo
plazo.
4. Emplear habilidades de reorientación del pensamiento, como «estoy calmado»,
explicaciones no hostiles de la conducta de los otros, etcétera.
5. Utilizar autoevaluación y autorreforzamiento.

C) Desarrollo moral

Dirigido a mejorar el sentido de la equidad y justicia de los participantes en este


programa en relación con las necesidades y los derechos de otras personas. Los autores
consideran que los errores de pensamiento más frecuentes asociados al comportamiento

223
delictivo son de cuatro tipos (Glick, 2003): a) errores de pensamiento egocéntrico; b)
ponerse siempre en «lo peor»; c) culpabilización de los otros, y d) minimización de la
gravedad de la propia conducta y responsabilidad.
Para promover el desarrollo moral de los sujetos se utiliza su exposición sistemática a
dilemas morales (véase con mayor detalle esta técnica en el capítulo 6), procedimiento
que Goldstein y Glick desarrollan, en sesiones grupales, en cuatro fases:

1. Presentar un dilema o situación problema (en el que entran en conflicto


«legítimo» las perspectivas de distintas personas o grupos).
2. Promover la maduración moral, a partir del debate del dilema presentado.
3. Resolver el retraso en la reflexión moral (sobre cada dilema), mediante la síntesis
de los argumentos y posturas «morales» de cada miembro del grupo.
4. Consolidación de la madurez moral (sobre cada dilema), a partir de la
recapitulación sobre la propia postura.

En una versión más reciente, Glick (2003) ha reducido la extensión del programa
ART a una aplicación de diez semanas, con sesiones diarias, en grupos de 8 a 10
jóvenes, de acuerdo con la planificación que se recoge en la tabla 7.1.

TABLA 7.1
Aplicación reducida (en 10 semanas, S) del programa ART para sus componentes de
entrenamiento en aprendizaje estructurado y entrenamiento en control de ira

A) Entrenamiento en aprendizaje
S B) Entrenamiento en control de ira
estructurado

1 Formular una queja: Introducción:

1. Concreta la queja. 1. Explicar los objetivos del entrenamiento y «conquistar» al


2. Decide a quién plantearla. joven.
3. Manifiesta la queja a dicha 2. Explicar a los participantes las normas y procedimientos de
persona. entrenamiento.
4. Dile qué es lo que te gustaría 3. Mostrar evaluaciones de la conducta agresiva mediante
hacer sobre dicho problema. análisis funcional (A-B-C) (Antecedentes, Conducta [Behaviour
5. Pregúntale qué le parece lo que le en inglés] y Consecuentes).
has dicho. 4. Revisión de todo lo anterior.

2 Comprender los sentimientos de Disparadores:


otros:
1. Revisión sesión 1.
1. Observa a la otra persona. 2. Discusión sobre qué cosas te producen ira (disparadores).
2. Escucha qué está diciendo. 3. Introducción al «Inicio de broncas».
3. Imagínate qué puede estar 4. Role-play sobre disparadores.
sintiendo. 5. Revisión del «Inicio de broncas» y disparadores.
4. Piensa de qué maneras podrías
mostrarle que comprendes lo que
él/ella está sintiendo.

224
5. Decide cuál es la mejor manera de
mostrárselo.

3 Prepararse para una conversación Señales y reductores de la ira:


difícil:
1. Revisión sesión 2.
1. Piensa sobre cómo podrías 2. Discusión sobre cómo saber cuándo estás encolerizado
sentirte durante la conversación. (señales).
2. Piensa sobre cómo podría sentirse 3. Discusión sobre qué hacer cuando sabes que estás
la otra persona. encolerizado:
3. Piensa en diferentes formas en las — Reductor 1: Respirar profundamente.
que podrías expresar lo que quieres — Reductor 2: Cuenta atrás.
decir. — Reductor 3: Imaginación placentera.
4. Piensa sobre qué es lo que la otra
persona podría decirte. 4. Role-play: disparadores + señales + reductores de ira.
5. Piensa sobre cualquier otra cosa 5. Revisión de «Inicio de broncas», disparadores, señales y
que podría suceder durante la reductores 1, 2 y 3.
conversación.
6. Elige la mejor opción y ponla en
práctica.

4 Manejar una situación en la que una Avisos o advertencias (mediante tarjetas, etcétera):
persona está iracunda:
1. Revisión sesión 3.
1. Escucha a la persona que está 2. Introducción a las advertencias.
irritada. 3. Modelado del uso de advertencias.
2. Intenta entender qué es lo que 4. Role-play: disparadores + señales + reductores de ira +
dicha persona está diciendo y advertencias.
sintiendo. 5. Revisión de advertencias.
3. Decide si podrías decir o hacer
algo para manejar la situación.
4. Si consideras que puedes, intenta
manejar la ira de la otra persona.

5 Evitar pelear con otros: Autoevaluación:

1. Detente y piensa por qué quieres 1. Revisión sesión 4.


pelear. 2. Introducción a la autoevaluación: autorrefuerzo,
2. Decide qué es lo que desearías autodirección.
que sucediera a la larga. 3. Role-play: disparadores + señales + reductores de ira +
3. Piensa en otros caminos posibles advertencias + autoevaluación.
para manejar la situación, aparte de 4. Revisión de autoevaluación.
pelearte.
4. Decide cuál es el mejor modo y
hazlo.

6 Ayudar a otros: Pensar en futuro:

1. Decide si la otra persona puede 1. Revisión de la sesión 5.


necesitar y desear tu ayuda. 2. Introducción a «Pensar en futuro»:
2. Piensa de qué modo podrías — Consecuencias a corto y a largo plazo.
ayudarla. — Consecuencias internas y externas.
3. Pregúntale si necesita tu ayuda.
4. Ayuda a la otra persona. 3. Role-play: «si-entonces», «piensa en futuro».
4. Role-play: disparadores + señales + reductores de ira +
advertencias + autoevaluación.

225
5. Revisión de «Pensar en futuro».

7 Hacer frente a una situación en que Ciclo de la conducta de ira:


eres acusado de algo:
1. Revisión sesión 6.
1. Piensa sobre aquello de lo que 2. Introducción al ciclo de la conducta de ira:
otra persona te ha acusado. — Identifica tu propia conducta provocadora de ira.
2. Piensa en por qué puede haberte — Cambia tu propia conducta provocadora de ira.
acusado. 3. Role-play: disparadores + señales + reductores de ira +
3. Piensa en maneras posibles de advertencias + auto-evaluación.
responder a las acusaciones. 4. Revisión del ciclo de la conducta de ira.
4. Elige la mejor manera y ponla en
práctica.

8 Hacer frente a la presión grupal: Ensayo de la secuencia completa:

1. Piensa en qué es lo que el grupo 1. Revisión sesión 7.


quiere que hagas y por qué. 2. Introducción al uso de las habilidades de aprendizaje
2. Decide qué es lo que tú quieres estructurado en lugar de la agresión.
hacer. 3. Role-play: disparadores + señales + reductores de ira +
3. Role-play: «si-entonces», «piensa advertencias + autoevaluación.
en futuro».
4. Manifiesta al grupo qué es lo que
has decidido hacer.

9 Expresar afecto: Ensayo de la secuencia completa:

1. Decide si tienes buenos 1. Revisión de «Inicio de broncas».


sentimientos hacia la otra persona. 2. Role-play: disparadores + señales + reductores de ira +
2. Decide si consideras que a la otra advertencias + habilidades prosociales + auto-evaluación.
persona le gustaría conocer tus
sentimientos.
3. Elige la mejor manera de
expresárselos.
4. Elige el mejor momento y lugar
para hacerlo.
5. Exprésale tus sentimientos de
manera amistosa.

10 Responder a los fallos propios: Revisión completa:

1. Decide si tú has fallado en algo. 1. Revisión de «Inicio de broncas».


2. Piensa acerca de por qué has 2. Recapitulación sobre las técnicas de control de ira.
fallado. 3. Role-play: disparadores + señales + reductores de ira +
3. Piensa sobre qué es lo que te advertencias + habilidades prosociales + auto-evaluación.
gustaría hacer para evitar fallar en 4. Motivación a los sujetos para participar en el entrenamiento y
otra ocasión. para utilizar lo aprendido.
3. Decide si quieres intentarlo de
nuevo.
4. Inténtalo utilizando tu nueva idea.

Una adaptación del programa presentado, que se ha denominado Responsive


Aggression Regulation Therapy (Re-ART), ha combinado el uso de un acercamiento

226
clásico cognitivo-conductual con técnicas de terapia dramática y mindfulness, para el
tratamiento (grupal e individual) de jóvenes delincuentes de 16 a 21 años (van Horn,
Hendriks y Wissink, 2014). La evaluación de este programa mostró que el grupo de 63
sujetos tratados mediante Re-ART mejoraron significativamente, en relación con un
grupo control de 28 sujetos que siguieron el tratamiento habitualmente usado en el
mismo centro [(Treatment-As-Usual (TAU)], en las siguientes variables: mejora de
habilidades de afrontamiento y de la responsividad al tratamiento, y reducción de la
conducta agresiva, de las cogniciones irracionales y de la reincidencia delictiva.

7.6. EL TRATAMIENTO DE LOS AGRESORES DE SUS PAREJAS


El Sr. Fernández, de 52 años, y la Sra. Vázquez, de 36, conviven en pareja desde hace catorce años y
contrajeron matrimonio hace cuatro. Tienen 3 hijas, de 18, 17 y 10 años. Las dos mayores son hijas de soltera
de la madre, y fueron reconocidas por el Sr. Fernández, aunque no son sus hijas biológicas. El Sr. Fernández
estuvo casado con anterioridad a esta relación y existe constancia de que maltrataba a su primera esposa, lo
cual debió ser una de las principales causas de su primera separación. En su convivencia de pareja, el Sr.
Fernández frecuentemente ha amenazado o maltratado, tanto verbalmente —con insultos— como física y
sexualmente, a la Sra. Vázquez, aunque sin las graves consecuencias del presente hecho. Considera que su
mujer «le debe mucho». El Sr. Fernández dice poseer indicios de que ella tiene un amante y que ha decidido
separarse para vivir con él. El Sr. Fernández manifiesta en la entrevista ideas y actitudes «sexistas» en relación
con las mujeres y el papel que deben jugar en la familia y en la sociedad. Al referirse a las mujeres con las que
ha convivido, considera que, dado que él se preocupa de ganar dinero para el sostenimiento de la familia, ellas
deben atenderle a él convenientemente y hacer todo aquello que él desee. No le gusta que le lleven la contraria.
Dice que su madre siempre obedeció a su padre, sin contradecirle, haciendo lo que él quería. Por supuesto,
jamás su madre miró a otro hombre que no fuera su marido. En al menos tres ocasiones anteriores la Sra.
Vázquez denunció al Sr. Fernández en la comisaría de policía por agresiones físicas. Con posterioridad retiró
las denuncias, ya que «le perdonaba». En siete u ocho ocasiones la Sra. Vázquez, tras episodios de maltrato,
abandonó durante unos días el domicilio conyugal, llevándose a sus hijas con ella, pero después regresó
nuevamente. Manifiesta que no creía que pudiera valerse por sí misma, ya que no tenía una casa propia ni un
trabajo para poder salir adelante con sus hijas.
Un mes antes de la actual agresión la Sra. Vázquez decidió separarse de su marido y abandonó el domicilio
familiar. Comunicó al Sr. Fernández que iniciaría los trámites de separación. La presente agresión sucedió de la
siguiente manera: el día 12 de marzo, a las 13,30 horas, el Sr. Fernández fue a la puerta del trabajo de la Sra.
Vázquez y, cuando esta salía, la llamó diciéndole que subiera al coche y le acompañara al notario con la
finalidad de firmar una documentación necesaria para la venta de una propiedad común. Tras circular una corta
distancia, mientras estaban detenidos en un semáforo, el Sr. Fernández intentó clavarle primero un punzón y
posteriormente una navaja a la altura del pecho. Durante su agresión le recriminaba que ella hubiera decidido
separarse, diciéndole: «Toma separación. ¿No quieres separación...? Toma separación». Como consecuencia
del forcejeo mantenido entre agresor y víctima, la Sra. Vázquez resultó con heridas en el pecho y en las manos
y gritó pidiendo socorro. Un joven que pasaba caminando y observó lo sucedido pudo socorrerla y ayudarla a
salir del coche, acompañándola después a una tienda próxima en la que le hicieron una cura provisional de sus
heridas. El agresor se dio a la fuga, aunque transcurrida apenas una hora se personó en la comisaría de policía.
Inicialmente manifestó haber agredido a su esposa e ignorar la gravedad de tal agresión y el resultado que
podría haber causado. Más tarde, cuando fue interrogado, con la correspondiente asistencia letrada, manifestó
que en verdad lo que pretendió fue suicidarse en presencia de ella, y que su mujer, al intentar evitarlo, se había
lesionado.

La violencia en pareja, y específicamente los malos tratos y los asesinatos de mujeres


a manos de sus maridos o parejas, suscitan, como es lógico, una gran preocupación
pública. Se ha estimado que, internacionalmente, por encima del 10 por 100 de las

227
parejas experimentan a lo largo de su relación alguna forma de violencia física (Browne,
1989). La Organización Mundial de la Salud ha valorado que entre un 2,1 y un 30 por
100 de las mujeres sufren anualmente maltrato físico por parte de sus parejas masculinas,
y entre un 19,8 y un 46 por 100 experimentan maltrato alguna vez a lo largo de su vida
(Echeburúa y Redondo, 2010).
En España, según estudios del Instituto de la Mujer, más del 3 por 100 de las mujeres
mayores de 18 años se consideran maltratadas, y más del 9 por 100 experimentan
conductas vejatorias inaceptables en una relación de pareja (Echeburúa y Redondo,
2010). Por otro lado, más de sesenta mil mujeres denuncian anualmente haber sufrido
maltrato de pareja. Algunos estudios han considerado que el índice de denuncia
representaría entre el 5 y el 10 por 100 de los casos que acontecen, a partir de lo cual
podría estimarse la existencia en España de más de 600.000 episodios anuales de
maltrato de pareja (Benítez, 1999, 2004; Echeburúa y Redondo, 2010; Martín Barroso y
Laborda Rodríguez, 1996/1997). Además, en la dimensión más dramática y alarmante de
este grave problema, entre 50 y 70 mujeres son asesinadas anualmente en España por sus
maridos o parejas.
En general, se considera que la violencia en la pareja presenta algunas características
diferenciales de la violencia que acontece fuera del entorno familiar (Dobash y Dobash,
2001; Echeburúa y Redondo, 2010). Aunque también algunas mujeres maltratan
psicológica o físicamente a sus parejas varones, lo más frecuente es que las mujeres sean
las víctimas de estos hechos. El maltrato de pareja produce a las víctimas daños y
lesiones físicas graves, así como daños psicológicos y deterioros conductuales muy
severos en forma de depresión, ansiedad y miedo.
Ante este gravísimo problema social y criminal, la prioridad inmediata debe ser a
todas luces proteger a las víctimas del riesgo de futuras agresiones, ofreciéndoles todas
las ayudas y apoyos necesarios, de cariz psicológico, social o económico (Echeburúa y
Redondo, 2010; Garrido, 2015). Aun así, desde la perspectiva de la prevención del
maltrato, también deben ser una prioridad paralela los propios maltratadores, que
reiteradamente han agredido a una o más parejas, y a menudo también a sus hijos o a
otras personas. Es decir, para muchos agresores el maltrato constituye una característica
habitual de su comportamiento y una manera típica de interaccionar con otros,
particularmente con sus parejas (Ohlin y Tonry, 1989). Por ello, los propios
maltratadores deben constituir también, después de las víctimas, un objetivo
imprescindible de intervención preventiva, con el propósito de evitar que repitan sus
agresiones con la misma u otras víctimas (Arce y Fariña, 2007; Echeburúa y Redondo,
2010; Steward et al., 2014).
Leonore E. Walker describió el maltrato de pareja a partir de su conocida teoría del
ciclo de la violencia, que estructura el proceso recurrente que suelen seguir los episodios
de maltrato de pareja en tres etapas principales (Walker, 1989, 2004): 1) acumulación de
tensión, como resultado de fricciones (verbales o físicas) crecientes entre los miembros

228
de la pareja; 2) incidente de violencia, que lleva la crispación al límite y precipita la
agresión; y 3) etapa de luna de miel, en la que el agresor «se arrepiente» y promete
cambiar (ser un buen marido, un buen padre, dejar de beber, etcétera), dando lugar a una
restauración temporal de la «armonía» de pareja, al menos hasta el siguiente ciclo
violento.
Baldry (2002) identificó otras conductas también recurrentes en el proceso del
maltrato: 1) intimidación de la mujer, especialmente a partir del acoso que realiza el
agresor; 2) aislamiento de sus amigos y familiares; 3) crítica continuada a la víctima, lo
que comporta un permanente maltrato psicológico; 4) segregación de la víctima de la
vida cotidiana, reforzando su aislamiento; 5) agresión física y sexual cuando la víctima
da indicios de rebelarse; 6) falsa reconciliación (la etapa de «luna de miel» en el modelo
de Walker), en que le pide perdón o le hace regalos, y 7) chantaje, quizá amenazándola
con quitarle a los hijos o hacerles daño.
Existen diversas explicaciones de la violencia y el maltrato de pareja, entre las que se
incluyen la perspectiva feminista, la psicología evolucionista, la relativa a la presencia de
trastornos psicológicos y de personalidad, y la concerniente al aprendizaje social de las
conductas de maltrato. Desde todos estos planteamientos se realizan aportaciones
relevantes para una mejor comprensión científica de este complejo problema del
maltrato que ejercen algunos varones y sufren múltiples mujeres. Para un análisis más
amplio de estas diversas perspectivas teóricas remitimos al lector interesado a la obra de
Echeburúa y Redondo (2010) ¿Por qué víctima es femenino y agresor masculino?,
publicada en esta misma colección de la Editorial Pirámide.
No obstante, dado el carácter aplicado de este manual, aquí se prestará atención
prioritaria a aquellas perspectivas teóricas que, en mayor grado, son susceptibles de
orientar el diseño y la aplicación de tratamientos con maltratadores. Para ello resultan
especialmente relevantes dos modelos conceptuales ya presentados con anterioridad y
estrechamente relacionados entre sí.
El primero es el modelo del aprendizaje social, que sugiere que los comportamientos
y estilos de maltrato en el hogar se aprenden, de modo semejante a otras conductas
violentas (Ashworth, 1997; Dobash y Dobash, 2001; Jolin y Moose, 1997; O’Leary,
1988; Redondo y Garrido, 2013), mediante imitación de modelos paternos agresivos y de
maltrato; y se mantienen a partir de las consecuencias favorables que el maltratador logra
en su propósito de controlar la conducta de su víctima.
El segundo modelo comprensivo del maltrato, que también realza la interacción en la
pareja como elemento fundamental del maltrato, es el cognitivo. Su premisa central es,
como ya se ha comentado, que existe una estrecha vinculación entre a) emociones, b)
pensamientos y c) conductas. A modo de ilustración de esta perspectiva, se sugiere que
en los agresores se establecerían secuencias «emoción → pensamiento →
comportamiento», semejante a la que se ilustra mediante el siguiente ejemplo:

229
a) Emoción precipitada: «Mi mujer ha comprado una alfombra nueva. ¿Cuánto le
habrá costado? ¿No se da cuenta de que no llegamos a fin de mes? Esta mujer me
saca de quicio.»
b) Pensamiento precipitado: «No hay quien pueda con ella por las buenas. ¡Tantas
veces se lo he dicho! Aunque me duela, solo entiende un lenguaje.»
c) Conducta precipitada: tras una nueva discusión acalorada al respecto, que va
subiendo de tono, se produce la agresión.

Estos dos modelos (de aprendizaje social y cognitivo) son formulados de manera
integrada en la actualidad, tal y como ya se ha razonado. Según ello, para comprender la
agresión familiar son relevantes los dos aspectos centrales siguientes: en primer lugar,
los estímulos que preceden (y facilitan) a la agresión y los que la siguen (y la refuerzan y
mantienen en el tiempo); en segundo término, las elaboraciones cognitivas y
emocionales que el individuo realiza de tales estímulos en la interacción familiar. Es
decir, qué sucede cuando una mujer y un hombre se relacionan y cómo ellos (y
especialmente el agresor) interpretan lo que sucede.
Desde el enfoque terapéutico que aquí nos ocupa, la perspectiva aludida, que aúna
factores de conducta, de pensamiento y emocionales, ha mostrado ser una de las más
prometedoras para el tratamiento de los agresores familiares (Dobash y Dobash, 2001;
Echeburúa y Redondo, 2010; Labrador, Cruzado y Muñoz, 2004; Saunders y Azar,
1989). Y, en efecto, se han documentado en los maltratadores diversos factores de riesgo
y déficits psicológicos en todas estas facetas, que guardan estrecha asociación con las
conductas de maltrato y agresión, y que en consecuencia deberán constituir objetivos
prioritarios de los tratamientos aplicados con ellos (Aguilar et al., 1995; Browne, 1989;
Echeburúa, Del Corral y Amor, 2002; Echeburúa y Fernández-Montalvo, 2001, 2006a,
2006b; Echeburúa y Redondo, 2010; Fernández-Montalvo, Echeburúa y Amor, 2005;
O’Leary, 1988; Matud et al., 2003; Steward et al., 2014):

— Mitos sexistas y fuertes distorsiones cognitivas, especialmente sobre las mujeres,


así como negación y legitimación del uso de la violencia.
— Actitudes de hostilidad hacia la pareja, como resultado de estereotipos machistas,
celos patológicos u otras circunstancias.
— Cambios bruscos de humor y estado emocional de ira, que pueden ser debidos a
situaciones de tensión dentro o fuera de la pareja (problemas laborales,
económicos, relativos a los hijos...).
— Alta impulsividad y alteraciones en el control de los impulsos.
— «Analfabetismo emocional» y de la comunicación, en el sentido de mostrar
dificultades para experimentar, expresar y comprender emociones cotidianas de la
interacción humana, lo que incluye el dolor y sufrimiento de las víctimas.
— Estrechamente relacionado con lo anterior, pobre repertorio conductual, con
dificultades de comunicación y de solución de problemas interpersonales.

230
— Fuerte tendencia a externalizar la responsabilidad de los problemas,
culpabilizando de ellos a otras personas (especialmente a su pareja).
— Percepción de vulnerabilidad de la víctima y utilidad percibida de las conductas
violentas para el logro de sus objetivos de control de la pareja u otros.
— Pensamiento obsesivo, sobre todo en forma de celos patológicos.
— Posibles trastornos de personalidad: antisocial, límite, paranoide o narcisista.
— Factores precipitantes: abuso de alcohol y de otras drogas, que puede aparecer
hasta en el 60 por 100 de los episodios de maltrato, o posibles frustraciones en la
vida cotidiana de pareja.
— Elevada ansiedad social y baja autoestima.

7.6.1. Perspectiva internacional sobre el tratamiento de maltratadores

Los tratamientos aplicados con maltratadores familiares pueden ser individuales o


grupales, y suelen tener como objetivo tanto el cambio de actitudes y creencias
favorecedoras de la violencia como de los comportamientos y hábitos violentos. Para
ello, acostumbran a incorporar distintas técnicas terapéuticas (comentadas a lo largo de
esta obra), entre las que se encuentran las siguientes (Andrews y Bonta, 2016; Arce y
Fariña, 2007; Dobash y Dobash, 2001; Echeburúa, Fernández-Montalvo y Amor, 2006;
Echeburúa y Redondo, 2010; Saunders y Azar, 1989):

1. Autoobservación y registro de las emociones de ira.


2. Desensibilización sistemática y relajación, para rebajar la ansiedad de los sujetos.
3. Modelado de comportamientos de interacción en pareja no violentos, y práctica de
los mismos mediante role-playing o juego de roles.
4. Reforzamiento diferencial (mediante consecuencias gratificantes) de conductas
apropiadas y no violentas.
5. Entrenamiento en habilidades de comunicación.
6. Reestructuración cognitiva, para modificar formatos de pensamiento sexista y de
justificación del uso de la violencia.
7. Mejora de sus capacidades para anticipar situaciones y factores precipitantes de la
agresión.
8. Interrupción de los comportamientos agresivos mediante técnicas como la de time
out o «tiempo muerto» (es decir, entrenándoles para ser capaces de saber cuándo
deben abandonar con urgencia una situación de tensión emocional para evitar que
pueda complicarse).

Los servicios correccionales canadienses diseñaron diversos programas tipo


(acreditados por una comisión internacional de expertos) para aquellos varones que
habían maltratado a sus parejas o exparejas (Stewart, Hill y Cripps, 2001; Stewart,

231
Gabora y Kropp, 2014; http://www.csc-scc.gc.ca).
Dichos programas se estructuran en dos niveles posibles de intensidad (alta o
moderada), en consonancia con el nivel de riesgo de cada sujeto. Se basan en el modelo
de aprendizaje social (que también se ha razonado anteriormente en este epígrafe), que
concibe el maltrato contra las mujeres como un patrón de comportamiento aprendido que
puede ser modificado. En el tratamiento se enseña a los participantes a clarificar las
dinámicas de interacción en que se precipitan sus comportamientos violentos, y se les
entrena, mediante técnicas cognitivo-conductuales, a identificar los comportamientos de
agresión y abuso de sus parejas, y a reemplazarlos por comportamientos de interacción
positiva. El tratamiento, de cariz multifacético, también incluye educación,
entrenamiento en habilidades, prevención de recaídas y «consejo» individual.
La modalidad de Programa de prevención de violencia familiar de alta intensidad se
ofrece solo en instituciones cerradas (para maltratadores de alto riesgo). Está integrada
por 75 sesiones grupales de 2,5 horas, desarrolladas a lo largo de un período de unas 15
semanas, a las que se añaden de 8 a 10 sesiones individuales. Dicha modalidad es
administrada por un psicólogo y un responsable de programa entrenado al efecto.
La versión de Programa de prevención de violencia familiar de baja intensidad se
oferta tanto en centros cerrados como en la comunidad. Se lleva a cabo en 24 sesiones
grupales de 2,5 horas, administradas a lo largo de 5 a 13 semanas, a las que hay que
sumar 3 sesiones individuales.
Tras finalizar el tratamiento (en alguno de sus dos niveles de intensidad) se requiere a
los sujetos a que participen en un Programa de mantenimiento, que se ofrece tanto en los
centros penitenciarios como en la comunidad. Dicho programa se orienta a trabajar
específicamente en prevención de recaídas, teniendo en cuenta las nuevas habilidades
adquiridas por el sujeto y las situaciones de riesgo de violencia a las que deberá
enfrentarse en el futuro. Existen programas de tratamiento de agresores familiares,
semejantes a estos, en los servicios penitenciarios de EEUU, del Reino Unido y de otros
países.
Para aquellos maltratadores que o bien rechazan participar en el tratamiento, o
todavía no lo han podido seguir debido a que les resta mucho tiempo de condena, se ha
creado un cuaderno de trabajo que se les facilita como preparación para el cambio. Se
trata de una ayuda inicial reflexiva e informativa, que en ningún caso pretende
reemplazar al propio programa de tratamiento.
Uno de los proyectos clásicos más ambiciosos de evaluación de programas para
agresores familiares fue el desarrollado en Canadá por Lemire, Rondeau, Brochu,
Schneeberger y Brodeur (1996), en la Universidad de Montreal. Estos autores revisaron
126 estudios evaluativos y compararon las peculiaridades y la efectividad de los
programas aplicados en la comunidad y de los aplicados en el marco del sistema de
justicia (especialmente dentro de las prisiones). La mayoría de los programas revisados
por ellos habían seguido el modelo cognitivo-conductual, aunque algunos habían

232
utilizado modelos feministas, psicodinámicos y sistémicos. Las principales conclusiones
que pueden extraerse de Lemire et al. (1996) y también de algunas evaluaciones más
recientes de los tratamientos con maltratadores (Echeburúa y Redondo, 2010) son las
siguientes:

1. Por lo que se refiere a la cuestión de la voluntariedad o no de los programas de


tratamiento, la adopción de una perspectiva realista: dado que muchos agresores
de pareja no cuentan con un reconocimiento sincero del problema causado ni con
una motivación de cambio de conducta genuina, se les debe confrontar a la
necesidad de participar activamente en un programa de tratamiento que les ayude a
cambiar su comportamiento; en palabras de Lemire et al. (1996), «¡con frecuencia
es necesario ayudar a la naturaleza!». Para ello puede ser importante la influencia
de la pareja, la familia, los amigos e incluso la propia justicia (Benítez, 2004).
2. Los tratamientos deben dirigirse a atajar tanto la violencia física como la violencia
psicológica.
3. Consideran muy importante la implicación de las familias en el tratamiento.
4. Concluyen que muchos programas de tratamiento con agresores familiares están
obteniendo resultados prometedores en la mejora de sus habilidades prosociales
para la vida en pareja y en reducciones significativas de las tasas de reincidencia
en el maltrato.

En una evaluación reciente de 572 maltratadores que fueron tratados en prisión


mediante un programa de intensidad moderada, basado en los principios del modelo
Riesgo-Necesidad-Responsividad de Andrews y Bonta (Steward, Flight y Slavin-
Stewart, 2013), se constataron mejoras terapéuticas significativas en los participantes (de
magnitud entre moderada y alta) por lo que se refiere a la reducción de sus actitudes
favorables a la violencia contra las mujeres, y a un incremento relevante de sus
habilidades sociales para la relación de pareja. Se observó también una reducción
significativa de las tasas posteriores de reincidencia de los sujetos en el maltrato (a la vez
que asimismo disminuyeron otras infracciones no violentas).

7.6.2. Programas en España

7.6.2.1. Tratamientos en la comunidad y en prisiones

En España, dos programas importantes de intervención sobre la violencia familiar en


el contexto comunitario son los desarrollados por Echeburúa, De Corral y colaboradores
en el País Vasco, descritos de manera amplia en su Manual de violencia familiar
(Echeburúa y De Corral, 1998) y resumidamente en el Boletín Criminológico núm. 40,
del Instituto de Criminología de la Universidad de Málaga (Echeburúa y De Corral,

233
1999; Echeburúa y Redondo, 2010). Uno de estos programas se dirige a las mujeres
víctimas de violencia familiar y otro al tratamiento de los agresores.
Las principales consideraciones y conclusiones de estos autores sobre el tratamiento
comunitario de los agresores son las siguientes:

— El tratamiento de la agresión familiar debe hacerse de manera integrada, es decir,


interviniendo sobre las diversas problemáticas y agentes implicados (víctimas,
agresores, hijos, y problemas jurídicos, económicos y psicológicos).
— Es conveniente una aceptación voluntaria del tratamiento por parte de los
agresores. Su experiencia les indica que «las tasas de éxito de los pacientes
derivados del juzgado o sometidos obligatoriamente a tratamiento son muy bajas»
(Echeburúa y De Corral, 1999, p. 3).
— Su intervención (en un marco grupal o individual, y con una magnitud de 10 a 15
sesiones) se dirige a enseñar a los agresores habilidades para interrumpir la
agresión, afrontar los celos, controlar la bebida, corregir sus distorsiones
cognitivas, solucionar problemas interpersonales, aprender relajación, y controlar
la ira y los impulsos.
— La tasa de rechazos o abandonos del programa de agresores aplicado en la
comunidad es elevada, de alrededor del 48 por 100. Por tanto, completan el
programa de tratamiento el 52 por 100 de los sujetos a quienes se les ofrece.
— De los sujetos tratados (o sea, del 52 por 100 del total que lo inician), un 81 por
100 no tenían nuevos episodios de maltrato al finalizar el programa, y un 69 por
100 continuaban sin haber reiterado el maltrato transcurridos tres meses desde la
finalización del programa.

Posteriormente, Echeburúa, Amor y Fernández-Montalvo (2012) elaboraron una


nueva versión de su programa de maltratadores para ser aplicada en diversos centros
penitenciarios españoles, y también para su uso general como manual de autoayuda.
Dicho programa consta de los seis ingredientes siguientes:

1. Aceptación de la propia responsabilidad, cuyo objetivo es que los sujetos


reconozcan el comportamiento violento que ejercen y se responsabilicen del
mismo, como punto de partida para poder cambiarlo.
2. Empatía y expresión de emociones, módulo dirigido a que amplíen su repertorio
emocional y aprendan a pensar y «sentir» acerca del daño y sufrimiento que su
comportamiento produce a sus parejas, a sus hijos, etcétera.
3. Creencias erróneas, ingrediente terapéutico destinado a «reestructurar» y cambiar
todos aquellos pensamientos y creencias sexistas y justificadoras del uso de la
violencia que presentan muchos agresores. Uno de los ejercicios sugeridos por
Echeburúa et al. (2012), relativo a la creencia «Las mujeres son inferiores a los
hombres», se presenta en la tabla 7.2 como ejemplo de esta técnica.

234
TABLA 7.2
Registro para debatir creencias

Ideas a favor Debate Ideas en contra Nuevas creencias

Las mujeres ¿Estoy seguro de todo esto? Las mujeres y los hombres Cada persona (hombre o
tienen menos ¿Existen excepciones? somos seres humanos, y mujer) es único y diferente a
fuerza física ante la ley somos iguales. los demás.
que los
hombres.

Los hombres Si yo fuera mujer, ¿me Como hombre, me Hay demasiados aspectos
valen más que gustaría que dijeran los demás molestaría oír a una mujer que definen lo que es
las mujeres. que soy inferior? decir que ellas son superioridad e inferioridad.
superiores a los hombres. No se puede generalizar.

La mujer fue ¿Qué criterios tengo para Hay mujeres que son más Las mujeres y los hombres,
creada para indicar superioridad: la ricas y más fuertes física y en conjunto, son semejantes.
satisfacer al riqueza, la fuerza física, la psicológicamente que
hombre, y fuerza psicológica, etcétera? muchos hombres.
punto.

FUENTE: elaborado a partir de Echeburúa et al. (2012).


4. Control de emociones, de forma que los agresores aprendan, mediante el uso de
autoinstrucciones y relajación, modos de detener o interrumpir sus emociones de
ira y agresión. Las señales de riesgo para el descontrol de la ira pueden incluir
(Echeburúa et al., 2002) factores externos (discutir con otras personas, ser
reprendido en el trabajo, no tener trabajo, experimentar problemas de diversa
índole, beber alcohol y consumir drogas...) y factores internos (acumular tensión
por algún motivo, discutir por cosas sin importancia, sentirse frustrado, irritado,
nervioso, estar preocupado...). También puede producirse una escalada en la ira,
propiciada por pensamientos calientes («quiere fastidiarme», «me tiene harto»,
«ya está bien»...), sensaciones físicas de tensión (músculos rígidos, etcétera) y
conductas agresivas (dar un portazo, golpear objetos, chillar, insultar, etcétera).
En la tabla 7.3 se recoge, como ejemplo, un registro de ira también incluido en su
programa por Echeburúa et al. (2002, 2012).

TABLA 7.3
Registro de ira

Técnica
Situación Señales de ira Nivel de ira (0-10) empleada (para Resultado
controlar la ira)

Qué ha pasado, en qué lugar y Pensamientos Puntuar el máximo Parada de Positivo:


por qué motivo. calientes: nivel de ira emergencia. se ha
Puede ser una situación muy — Lo hace para alcanzado, en una Alejamiento del controlado

235
concreta: una palabra que nos fastidiarme, escala imaginaria de lugar. la ira.
han dicho, un reproche, etcétera. 0-10. Parada del Negativo:
etcétera. Sensaciones pensamiento. no se ha
Otras veces puede tratarse de corporales: Autoinstrucciones logrado
nuestra disposición para — Tensión positivas. controlar.
enfadarnos, al haber física. Hablar,
acumulado tensión por algo. — Tono de voz relajarse...
elevado.
Comportamientos
agresivos:
— Dar un
portazo.
— Chillar,
insultar.

FUENTE: elaborado a partir de Echeburúa et al. (2002, p. 59).


5. Desarrollo de habilidades, que les permita expresar sus deseos y necesidades, y
también su enfado, de modo asertivo, es decir, de forma sincera y abierta, pero no
violenta.
6. Prevención de recaídas, cuya finalidad es que los agresores aprendan a anticipar y
controlar posibles situaciones y emociones de riesgo que en el pasado han
precipitado sus agresiones (véase una síntesis de la técnica de prevención de
recaídas en el capítulo siguiente).

En la versión penitenciaria de este programa, denominada «Programa de tratamiento


en prisión para internos agresores en el ámbito familiar», los destinatarios son sujetos
que han ejercido violencia de género. Esta versión fue diseñada originariamente por
Echeburúa y su equipo a partir de un encargo de la Dirección General de Instituciones
Penitenciarias (DGIP, 2005; Echeburúa et al., 2002; Echeburúa y Fernández-Montalvo,
2006). Se concibió para ser utilizada en un formato grupal y con una intervención total
de 20 sesiones semanales a lo largo de unos ocho meses. Su primera aplicación se realizó
en 2001 en ocho establecimientos penitenciarios, con una participación total de 61
internos. La evaluación de este programa de maltratadores de pareja en 19 centros
penitenciarios (en el que participaron 170 internos, 52 integrantes del grupo de
tratamiento y el resto correspondientes al grupo de control) mostró una reducción
significativa de las creencias irracionales de los participantes sobre las mujeres y sobre el
uso de la violencia, y, asimismo, una reducción significativa de su sintomatología
psicopatológica, ira y hostilidad (DGIP, 2005; Echeburúa et al., 2006).
Con posterioridad, la propia Secretaría General de Instituciones Penitenciarias adaptó
un programa de tratamiento de maltratadores tomando como origen el programa previo
de Echeburúa et al. (2002; Ruiz et al., 2010; véase también Redondo et al., 2007). Se
trata de un programa de tratamiento grupal denominado Programa de intervención para
agresores de violencia de género (PRIA), intenso y exigente para los participantes, y que
se aplica entre 25 y 50 sesiones terapéuticas, durante un período aproximado de 6 a 12

236
meses. Su principal objetivo es la disminución de la probabilidad de reincidencia en
actos de violencia de género, a partir de las siguientes once unidades terapéuticas (Ruiz
Arias et al., 2010): motivación al cambio, expresión de emociones, distorsiones
cognitivas, mecanismos de defensa, empatía con la víctima, control de la ira, coerción
sexual en la pareja, violencia psicológica, abuso de los hijos, género y violencia de
género, y prevención de recaídas.
Más recientemente también se ha creado un nuevo programa, pero en este caso para
su aplicación en la comunidad, denominado Programa de intervención para agresores
de violencia de género en medidas alternativas (PRIA-MA) (Suárez et al., 2015). Sus
objetivos son el entrenamiento y mejora de pensamientos, emociones y conductas
violentas asociados a la agresión contra la pareja o expareja. Tiene una duración
aproximada de ocho meses, con una intensidad de 32 sesiones de 2 h., a partir de los diez
siguientes componentes de intervención: 1) inteligencia emocional y autoestima, 2)
pensamiento y bienestar, 3) género y nuevas masculinidades, 4) habilidades de
autocontrol y gestión de la ira, 5) empatía, 6) celos, 7) confianza, tolerancia, respeto y
libertad en las relaciones humanas, 8) relaciones de pareja sanas y ruptura, 9) pensando
en los menores y 10) afrontando el futuro.

7.6.2.2. Programa Galicia de reeducación psicosocial para maltratadores de


género

A partir de la Ley Orgánica 1/2004, de Medidas de Protección Integral contra la


Violencia de Género, Arce y Fariña y su equipo (2007, 2010; Novo, Fariña, Seijo y
Arce, 2012) se hicieron cargo en Galicia de la aplicación de tratamientos en la
comunidad a maltratadores condenados primariamente a penas de prisión inferiores a
dos años. Para ello diseñaron un programa que definieron como multimodal, al incluir
elementos conductuales y cognitivos; y multinivel, al prever intervenciones tanto con los
agresores como también en relación con sus contextos sociales.
El objetivo general del programa era lograr la reeducación psicosocial de los sujetos,
y sus objetivos específicos incluían su aceptación de responsabilidad por las conductas
violentas, un mejor ajuste psicológico, modificación de creencias irracionales sobre el
género y el uso de la violencia contra las mujeres, y mantenimiento y generalización de
los logros.
El tratamiento estaba integrado por los siguientes ingredientes:

1. Instrucciones e información sobre los objetivos y las técnicas del programa,


pidiéndose a los sujetos la firma de un contrato de compromiso de participación.
2. Autocontrol de la ira mediante estrategias de autoobservación y autorregistro,
reestructuración y distracción cognitiva, y aplicación de lo aprendido en el
contexto habitual del sujeto.

237
3. Reestructuración cognitiva de opiniones, creencias y actitudes erróneas sobre su
relación de pareja, las mujeres, el uso de la violencia...
4. Control de la activación, usando relajación progresiva o entrenamiento autógeno
en relajación.
5. Resolución de problemas, mediante la técnica clásica de D’Zurilla, que entrena a
los sujetos en: orientación general hacia el problema, definición y formulación del
mismo, generación de soluciones alternativas, toma de decisiones y verificación de
la solución seleccionada.
6. Modelado, tanto en vivo como mediante grabaciones, para enseñar a los agresores
comportamientos alternativos a la violencia y mostrarles posibles consecuencias
negativas de sus conductas de agresión.
7. Entrenamiento en habilidades de comunicación, para mejorar su capacidad de
expresión, conversación, negociación, asertividad, etcétera.

Este programa se aplica generalmente a lo largo de un año, en 52 sesiones (26


individuales y 26 grupales).
Para su evaluación se previó la aplicación de los siguientes instrumentos, tanto antes
como durante la intervención (Arce y Fariña, 2007): la Entrevista semiestructura para
maltratadores de género de los propios autores de este programa; el Inventario
multifásico de personalidad Mmpi-2 (más un protocolo de simulación de los autores); la
escala SARA: Manual para la valoración del riesgo de violencia contra la pareja
(Andrés-Pueyo y López, 2005); el Inventario de pensamientos distorsionados de
Fernández-Montalvo y Echeburúa (1997); la Escala de autoconcepto de Tennessee; el
Inventario de respuestas de afrontamiento, la Trait Meta-Mood Scale, para evaluar la
percepción que el sujeto tiene sobre su propia inteligencia emocional; el Cuestionario de
habilidades sociales de Goldstein y colaboradores; y la Escala de niveles de atribución,
que evalúa locus de control sobre la responsabilidad de las acciones violentas.
También se esperaba que la fase de seguimiento del programa (no inferior a seis
meses) pudiera ayudar a la prevención de recaídas, a partir del entrenamiento del sujeto
en competencia psicosocial en el propio entorno familiar. Asimismo se programó la
creación de una red susceptible de prestar ocasionalmente apoyo informativo, emocional
e instrumental a los sujetos, una vez finalizado el programa.
Desde una perspectiva clínico-forense individual, debido a que este programa se
administra en el marco de una medida penal, se emiten informes periódicos de
seguimiento de los casos, incluido un informe final valorativo del grado de
aprovechamiento del programa por parte de cada sujeto.
Se ha efectuado una evaluación global de este programa a partir del análisis de 130
maltratadores familiares participantes en el mismo (Arce, 2017; Novo et al., 2012). Para
ello se evaluaron diferentes variables psicológicas y de riesgo, tanto antes como después
de su aplicación, observándose los siguientes resultados estadísticamente significativos

238
(con la salvedad apuntada por los autores de que podrían existir casos de maltrato oculto;
Arce, 2017): una reducción firme en las medidas de hostilidad de hasta el 100 por 100
(agresión, ira, irritabilidad, rabia, resentimiento), una disminución relevante de las ideas
persecutorias de hasta el 79,2 por 100 (sospechas, temor a perder la autonomía,
necesidad de control de otras personas, dificultades para expresar hostilidad), y una
mejora moderada de los síntomas depresivos previos observados en muchos de los
maltratadores, de hasta el 55,7 por 100. Los autores consideran, en conexión con la
bibliografía previa en este campo, que todos estos factores de riesgo (hostilidad, ideas
persecutorias y síntomas depresivos) estarían en la base de la propensión al maltrato
evidenciada por los sujetos de esta muestra. En cambio, en consonancia con estudios
previos (Maruna y Mann, 2006), no halla evidencia de que las distorsiones cognitivas de
estos sujetos originen sus conductas de maltrato, sino más bien que dichas distorsiones
podrían constituir justificaciones post hoc de sus agresiones (Arce, 2017).

RESUMEN

Está bien documentado que la ira puede jugar un papel crítico para el comportamiento
violento y delictivo. La teoría general de la tensión, de Agnew, sugiere que el
comportamiento de agresión y delictivo puede constituir una opción de conducta contra
aquella o aquellas fuentes de tensión que sufre un individuo (típicamente, la
imposibilidad de lograr sus objetivos, ser privado de gratificaciones o ser sometido a
situaciones aversivas). Por su lado, la teoría de la personalidad de Eysenck propone que
los individuos con alta extraversión (como es el caso de muchos delincuentes) tendrían
una baja sensibilidad al castigo y mayores dificultades para condicionar una adecuada
«conciencia moral» e inhibir la ira y la agresión.
Las técnicas de regulación emocional parten del supuesto de que muchos delincuentes
tienen dificultades para el manejo de situaciones conflictivas de la vida diaria, lo que
puede llevarlos al descontrol emocional, y a la agresión verbal o física a otras personas.
En ello suele implicarse una secuencia de elementos relacionados, que incluye
generalmente los tres siguientes: carencia de habilidades de manejo de la situación de
conflicto, interpretación inadecuada de las interacciones sociales (por ejemplo,
atribuyendo mala intención de la otra persona) y exasperación emotiva. En
consecuencia, los mejores tratamientos en esta materia se orientan a entrenar a los
participantes para que puedan superar todas las anteriores dificultades.
A la vez que a algunos individuos, debido a sus características personales, les cuesta
condicionar la ansiedad y el temor necesarios para evitar cometer delitos, otros pueden
adquirir un temor patológico ante situaciones cotidianas de interacción social, lo que
podría dificultar sus relaciones positivas. La desensibilización sistemática es un
procedimiento terapéutico en el que se entrena a los sujetos en relajación profunda, para
que la relajación opere como respuesta antagónica a la ansiedad patológica que

239
experimentan ante ciertas situaciones o estímulos. Para ello se establece una jerarquía de
tales estímulos en función de su fuerza para generar ansiedad. Mientras el individuo se
encuentra profundamente relajado, se le van presentando poco a poco los estímulos de
dicha jerarquía, de modo que se vayan paulatinamente desensibilizando y perdiendo su
capacidad estresante. Para el tratamiento de la ansiedad también se ha utilizado la técnica
de exposición, consistente en entrenar al individuo para que se exponga físicamente a las
situaciones que teme, de modo que pueda experimentar lo injustificado de sus temores
ante ellas y, así, erradicarlos.
La técnica de «inoculación de estrés» interpreta la ira como el resultado de la
interacción entre una activación fisiológica excesiva de la persona, y su interpretación
distorsionada de dicha activación como amenazante. El tratamiento de la ira, de Novaco
y sus colaboradores, se basa en la inoculación de estrés e incluye los siguientes
componentes esenciales: autorregistro de ira y construcción de una jerarquía de
situaciones en que la ira se precipita, reestructuración cognitiva, relajación,
entrenamiento en afrontamiento y comunicación en la terapia, y práctica de lo aprendido
en la vida diaria.
Un programa multifacético relevante en este campo con jóvenes delincuentes es el
Entrenamiento para reemplazar la agresión (programa ART), que tiene tres ingredientes
principales: a) entrenamiento en 50 habilidades consideradas necesarias para la
interacción social; b) entrenamiento en control de ira (identificar disparadores y
precursores, usar estrategias reductoras y de reorientación del pensamiento,
autoevaluación y autorrefuerzo), y c) desarrollo moral (a partir del trabajo grupal sobre
dilemas morales). Actualmente existe una versión abreviada de este programa, que se
aplica en diez semanas.
Por último, el tratamiento de control de la ira es ejemplificado en el marco de los
programas multifacéticos que se llevan a cabo con maltratadores de pareja. En la
actualidad se considera que la violencia de pareja es un fenómeno complejo en el que
intervienen diversos factores de riesgo, que incluyen tanto características personales
como culturales y de interacción. Los programas de tratamiento internacionalmente
aplicados incorporan técnicas terapéuticas como las siguientes: autorregistro de
emociones de ira, desensibilización sistemática y relajación, modelado de
comportamientos no violentos, reforzamiento de la intervención apropiada,
entrenamiento en comunicación, reestructuración cognitiva de creencias sexistas y
justificadoras de la violencia, y prevención de recaídas.
En España existen diversos programas de tratamiento para agresores de pareja, que se
aplican tanto en prisiones como en la comunidad. El programa que se aplicó inicialmente
en prisiones fue el diseñado por Echeburúa y su equipo, que incluye los siguientes
ingredientes: aceptación de la propia responsabilidad, empatía y expresión de emociones,
creencias erróneas, control de emociones, desarrollo de habilidades y prevención de
recaídas. En Galicia, Arce y Fariña crearon el «Programa Galicia de reeducación

240
psicosocial de maltratadores de género», que se aplica bajo supervisión judicial en dicha
comunidad, e incluye 52 sesiones terapéuticas a lo largo de un año utilizando las
siguientes técnicas: autocontrol de la activación emocional y de la ira, reestructuración
cognitiva, resolución de problemas, modelado y entrenamiento en habilidades de
comunicación.

NOTAS
1 Wolpe y sus colaboradores informaron sobre el tratamiento exitoso mediante desensibilización sistemática de
distintos casos de trastornos de ansiedad: ansiedad social y tics, fobia a los automóviles, a las ambulancias y a los
hospitales (Lazarus y Rachman, 1975; Wolpe, 1992). Originariamente, Wolpe fundamentó la desensibilización
sistemática en un proceso de inhibición recíproca. Según ello, las respuestas de ansiedad tratadas mediante
desensibilización acabarían siendo inhibidas debido a la imposibilidad de su coexistencia con una respuesta
antagónica a ellas, como la relajación: «Si, en presencia de un estímulo evocador de ansiedad, puede conseguirse
una respuesta antagónica que suprima total o parcialmente las respuestas de ansiedad, entonces se debilitará el
vínculo de unión entre dichos estímulos y las respuestas de angustia» (Wolpe, 1992, p. 91).

241
8
Prevención de recaídas y terapias
contextuales

En las páginas que siguen se hace referencia inicialmente al problema de las recaídas y la
reincidencia delictiva, y se presentan diversas técnicas psicológicas de utilidad para mantener los
logros terapéuticos y para prevenir las recaídas en el delito, de cuya aplicación se muestran algunos
ejemplos. En el marco de la prevención de recaídas también se reflexiona en torno a la
reintegración social de los delincuentes, razonándose la necesidad del «des-etiquetado» de los
mismos y de su reaceptación en la comunidad, tras el cumplimiento de sus condenas, como
personas con plenas obligaciones y derechos. En segundo término se presentan diversas terapias
nuevas denominadas contextuales (o de tercera generación) que combinan el análisis funcional de
la conducta con presupuestos correspondientes a otras terapias de corte humanístico-existencial
(importancia de la relación terapéutica, atención al momento presente, etcétera). En concreto, se
describen la Psicoterapia analítica funcional, la Terapia de aceptación y compromiso, la Terapia de
conducta dialéctica y el Mindfulness.

8.1. ¿POR QUÉ ES IMPORTANTE ANTICIPAR Y PREVENIR LAS


SITUACIONES DE RIESGO?
«Los hombres, al cambiar, retienen durante algún tiempo la impresión de su vicio primero.»

GIAMBATTISTA VICO, Ciencia Nueva, 1744.

La conducta humana es dinámica y se ve afectada por influencias muy diversas que la


hacen más o menos probable. Las técnicas psicológicas aplicadas con delincuentes
pueden incidir favorablemente, según se ha visto, sobre sus comportamientos, sus
pensamientos y sus emociones, disminuyendo así el riesgo de que cometan nuevos
delitos. Sin embargo, también es necesario estabilizar los cambios y mejoras producidos,
de manera que la «abstinencia» delictiva no sea solo temporal, sino que se consolide de
un modo permanente y se transfiera a diferentes contextos (especialmente a la vida del
sujeto en la sociedad): «Las intervenciones deben ser planeadas no solo pensando en sus
efectos inmediatos, sino más aún en cómo dichos efectos van a producir un cambio en el
momento de la liberación (...)» (Thornton, 1987, p. 478).
No obstante, podría suceder que las mejoras que pueden lograrse como resultado de
un concienzudo tratamiento terapéutico (por ejemplo, para el control de la adicción al
alcohol o la inhibición de la agresión sexual) se arruinaran en solo un instante como
resultado de la recaída ante una situación de riesgo inadvertida, y la consiguiente

242
desmotivación del sujeto y el abandono de su esfuerzo de cambio y mejora 1 . En el
campo del tratamiento de los delincuentes, el problema de la generalización y
mantenimiento de los beneficios terapéuticos es especialmente relevante, y su fracaso
puede tener consecuencias dramáticas; considérense las nefastas implicaciones
personales, sociales y legales de las reincidencias delictivas, en las que se producen
robos violentos, lesiones, agresiones sexuales e incluso, en alguna ocasión, un asesinato.
La conciencia sobre el problema de las recaídas ha llevado al desarrollo de técnicas
específicas para disminuir el riesgo de reincidencia de los delincuentes tratados. Para ello
se han concebido en esencia dos tipos de actuaciones. Unas, más clásicas y directamente
conectadas con los principios del aprendizaje, conocidas como técnicas de
generalización y mantenimiento del comportamiento; y otras más recientes y específicas,
denominadas técnicas de prevención de recaídas, que aunque también parten de
principios básicos del aprendizaje priorizan las facetas cognitivas de la conducta
humana. Se hará referencia a estos dos grupos de técnicas a continuación.

8.2. TÉCNICAS DE GENERALIZACIÓN Y MANTENIMIENTO DE LAS


MEJORAS TERAPÉUTICAS

El propósito de estas técnicas es la transferencia a la vida cotidiana de los nuevos


comportamientos, habilidades y competencias adquiridos por los sujetos durante el
programa de tratamiento. Esta transferencia y generalización debe tener lugar en tres
direcciones diferentes: en primer lugar, los cambios de comportamiento deben ser
perdurables y mantenidos a lo largo del tiempo; en segundo lugar, estos cambios deben
mostrarse también en lugares distintos a aquellos en los que tuvo lugar el programa; y en
tercer lugar, la efectividad de una intervención debe alcanzar a la más amplia variedad
posible de conductas e interacciones sociales, y propiciar el desarrollo de nuevos
comportamientos que no fueron directamente entrenados en el programa (Lösel, 2001;
Morris y Braukmann, 1987).
Sin embargo, la generalización de las mejoras terapéuticas no debe esperarse sin más,
sino que en sí misma debe ser también objeto de programación e intervención
específica. Morris y Braukmann (1987) diferenciaron dos grandes grupos de estrategias
para promover la generalización del comportamiento con delincuentes:

1. Estrategias reactivas, que serían aquellas que pueden ser empleadas cuando se
constata que no se produce la generalización y mantenimiento del comportamiento
de modo natural. Entre estas se encontrarían las siguientes:

a) Si el comportamiento (por ejemplo, las habilidades de comunicación asertiva


no violenta) no se transfiere a un contexto determinado (por ejemplo, la
relación de pareja), la primera alternativa sería llevar a cabo la misma

243
intervención terapéutica directamente en aquel contexto en que la
generalización no se produce (por ejemplo, realizando algunas sesiones de
entrenamiento conjunto con el sujeto y con su pareja).
b) Otra opción sería repetir la intervención en diversos contextos y para
comportamientos diferentes (es decir, del modo más amplio posible), hasta que
la generalización y el mantenimiento comiencen a aparecer en situaciones y
lugares que no han sido directamente incluidos en el programa.
c) Al trabajar con delincuentes de extracción marginal (lo que suele ser frecuente)
pueden aparecer dos dificultades añadidas: por un lado que, debido a la propia
situación de marginalidad, resulte muy difícil promover una transformación,
aunque sea parcial, de sus contextos sociofamiliares; por otro, que los
repertorios de conductas delictivas y de riesgo (consumo de drogas, estilo de
vida ocioso y carente de planificación...) estén tan arraigados que el programa
de tratamiento aplicado no pueda lograr todos los cambios que serían
convenientes. En estos casos, una estrategia reactiva apropiada puede consistir
en proveer a los sujetos de ciertos ambientes artificiales o de soporte (por
ejemplo, mediante la asistencia familiar de profesionales, centros de
tratamiento de toxicómanos, instituciones públicas de ayuda, grupos de barrio,
etcétera), intentando promover la conexión del sujeto a largo plazo con
ambientes distintos al propio.

2. Estrategias proactivas: serían aquellos procedimientos diseñados de antemano, en


el marco del tratamiento, para planificar la generalización y el mantenimiento
desde el comienzo del programa:

a) La primera estrategia proactiva sería utilizar en la terapia programas de


refuerzo intermitentes, en lugar de continuos. Como ya se ha señalado,
mientras que el refuerzo continuo es útil para enseñar nuevos comportamientos,
el refuerzo intermitente facilita el mantenimiento de tales comportamientos.
b) Una estrategia útil para promover la generalización puede ser entrenar a los
delincuentes en habilidades sociales de un modo amplio y variado, y por
muchas personas en múltiples lugares.
c) Otro procedimiento de utilidad consiste en incluir en el desarrollo del programa
condiciones estimulares que resulten familiares para el sujeto en contextos de
no entrenamiento, tales como, por ejemplo, la presencia de compañeros de
comisión de los delitos, familiares, amigos del barrio, etcétera. Como quiera
que dichas personas continuarán formando parte de los contextos habituales del
individuo, su presencia durante las sesiones de entrenamiento facilitará que las
habilidades que se están aprendiendo se pongan en práctica en el futuro, incluso
en situaciones cotidianas en que dichas personas se hallen presentes.
d) Otra estrategia de interés para facilitar la generalización será analizar los

244
ambientes comunitarios del sujeto, en los que se tiene que producir el
mantenimiento del comportamiento, y usar en el programa consecuencias que
sean corrientes en tales contextos naturales (entre las que los reforzadores
sociales serán siempre de gran utilidad).

Dos estrategias más sofisticadas que pueden también emplearse son las siguientes:

e) Puede enseñarse a sujetos que ya han finalizado el tratamiento a ayudar a otros


—aprendices— a mantener los comportamientos sociales que están
adquiriendo. Por ejemplo, aquellos individuos que ya han mejorado sus
habilidades de interacción pueden ser capacitados para responder positivamente
(es decir, mediante «reforzamiento social») cuando sus compañeros se
comportan de modo apropiado.
f) También puede enseñarse a los sujetos a estimular o suprimir su propia
conducta, mediante dos estrategias: enseñándoles a reorganizar su ambiente
físico y su tiempo (mediante la técnica de «control de estímulos» ya referida),
para, con ello, aumentar o decrecer la probabilidad de ciertos comportamientos
(como, por ejemplo, aprender a evitar encontrarse con determinados amigos
delincuentes, o con conocidos que le proporcionarán y animarán al consumo de
drogas); también enseñándoles a reconducir sus conductas inapropiadas,
sirviéndose para ello de otros aspectos positivos de su propio comportamiento,
para lo que sería necesario entrenar a los sujetos en el uso de la
autoobservación y el autocontrol (procedimientos a los que se ha hecho ya
referencia).

Como puede verse, existen diversas posibilidades a la hora de diseñar estrategias que
promuevan en los delincuentes la generalización y el mantenimiento de los
comportamientos sociales. Lo importante es elegir y estructurar el procedimiento de
mantenimiento más conveniente, en función de las características de los sujetos tratados
y de sus situaciones particulares.

8.3. TÉCNICA DE PREVENCIÓN DE RECAÍDAS

El ámbito en el que se hizo más notoria la necesidad de tratar de manera específica el


riesgo de recaída fue el de las adicciones. Así, Marlatt y sus colaboradores (Marlatt y
Gordon, 1985) desarrollaron su famoso programa de prevención de recaídas para el
tratamiento de adictos al alcohol o a otras drogas. Posteriormente se efectuó una
adaptación de dicho programa para el tratamiento de los delincuentes sexuales (Laws,
1989; Pithers, 1990, 1991; Pithers, Marques, Gibat y Marlatt, 1983), siendo esta versión
del programa de prevención de recaídas la más extendida y aplicada a lo largo de los

245
últimos años.
Los programas de tratamiento de las adicciones a sustancias resultaban efectivos,
mientras se aplicaban, para reducir el consumo y la dependencia de las drogas, pero se
producían tasas muy elevadas (de hasta el 80 por 100) de recaída en el consumo a lo
largo de tan sólo un año de seguimiento. Marlatt y Gordon (1985; Parks y Marlatt, 2000)
consideran que existen tres situaciones de alto riesgo típicas y comunes a muchas
recaídas: los estadios emocionales negativos, los conflictos interpersonales y la presión
social. De ahí que propongan la conveniencia de anticipar y programar el mantenimiento
de los efectos de la abstinencia del consumo. Así pues, la formulación original de la
prevención de recaídas fue en realidad una estrategia psicológica de mantenimiento
(semejante a las anteriormente comentadas) y no un auténtico tratamiento diferenciado.
La necesidad de prevenir las recaídas y mantener los logros terapéuticos es
especialmente patente en aquellos trastornos psicológicos y de conducta relacionados
con comportamientos adictivos (al alcohol, al tabaco y a otras drogas) y de control de los
impulsos (conducta compulsiva, juego patológico, impulso de beber alcohol, compras
compulsivas, violencia interpersonal y parafilias). En todas estas problemáticas debe
esperarse que los sujetos se acaben enfrentando a situaciones de alto riesgo que puedan
llevarles a una recaída. Dos factores que han mostrado una particular asociación con la
reincidencia delictiva son las dificultades de autorregulación y la afectividad negativa,
que suelen implicar emociones dañinas como soledad, ansiedad, ira y culpa (Dafoe y
Stermac, 2013).
En el modelo de prevención de recaídas se entrena a los sujetos, paso a paso, acerca
de las dificultades y riesgos a los que pueden verse expuestos y sobre las estrategias de
control que pueden utilizar en cada caso. Su estructura general es la siguiente
(Hendershot, Witkiewitz, George y Marlatt, 2011; Parks y Marlatt, 2000):

1. Su punto de arranque es que un sujeto ha completado un tratamiento, se abstiene


de la conducta problemática (por ejemplo, de consumo de drogas, de abuso sexual
de menores o de robo de coches) y en principio tiene una buena expectativa de
continuar abstinente (de no reincidir en dicho delito).
2. Sin embargo, el modelo anticipa que, antes o después, aparecerán situaciones que
pueden entrañar riesgos, en forma de estímulos condicionados asociados a la
conducta problema (por ejemplo, un encuentro con el suministrador de drogas del
barrio, la escena de unos niños que juegan en la calle, o el saludo de un amigo
delincuente que continúa con la actividad de robar coches).
3. Ante tales riesgos, el sujeto puede adoptar decisiones aparentemente irrelevantes,
que son opciones de respuesta supuestamente «inofensivas», pero con las que en
realidad estaría exponiéndose a posibles situaciones de riesgo (por ejemplo,
saludar al suministrador de droga, hablar con los niños que están jugando o irse a
dar una vuelta con su amigo ladrón de coches). Si antes de tomar una decisión

246
aparentemente irrelevante, como las mencionadas, el individuo fuera capaz de
anticiparla y prevenirla, aumentaría su propia percepción de autoeficacia («Lo
estoy haciendo bien: debo estar atento») y disminuiría la probabilidad de recaída.
Por el contrario, si adoptara una decisión de conducta aparentemente irrelevante
(«Solamente hablaré con él, nada más») se estaría poniendo en alto riesgo y
probablemente disminuiría su percepción de autocontrol. Las situaciones de alto
riesgo para la recaída pueden proceder de tres fuentes: 1) estados emocionales
negativos («Me siento solo, he de hablar con alguien»), 2) conflictos
interpersonales (por ejemplo, una fuerte disputa familiar) y 3) presión social (por
ejemplo, influencia prodelictiva de un amigo).
4. Si su opción de conducta le ha puesto en riesgo, aún cabe que pueda adoptar
nuevas respuestas de afrontamiento desadaptadas (cognitivas, emocionales o de
nuevos comportamientos) que avancen hacia una posible recaída («Me quedaré
aquí solamente una hora»), o, por el contrario, respuestas adaptativas de
afrontamiento, que le alejen de la situación y de la probabilidad de recaída («Me
voy a casa y propondré a mi mujer que vayamos al cine»).
5. Según cuál de las dos previas opciones adopte, el individuo experimentará una
vivencia de violación de la abstinencia o de mantenimiento de la abstinencia.
Tales experiencias se conectan con distintos procesos psicológicos emocionales y
de pensamiento, que o bien desmotivan al sujeto, poniéndole en mayor riesgo de
recaída («¡Es muy difícil: será la última vez, tampoco es tan grave!»), o bien le
refuerzan y animan a continuar abstinente («¡He logrado controlar la situación: si
me esfuerzo, también podré controlarla en otras ocasiones!»).

Como puede verse, la técnica de prevención de recaídas es una modalidad específica


de tratamiento cognitivo-conductual, que actualmente se emplea también con los
delincuentes encarcelados (Dafoe y Stermac, 2013). Su fundamento es que la recaída en
posibles situaciones de riesgo delictivo sería favorecida por una confluencia de creencias
disfuncionales en torno a la definición de dichas situaciones y una carencia de
habilidades adecuadas para afrontarlas. Para evitar las recaídas, además de la adquisición
de las habilidades necesarias para resolver satisfactoriamente la situación de riesgo,
también se considera imprescindible que el sujeto cuente con un nivel suficiente de
autoeficacia percibida (Hendershot et al., 2011; Marlatt y Gordon, 1985; Parks y Marlatt,
2000).
El modelo originario de prevención de recaídas puso énfasis casi exclusivo en los
factores situacionales que pueden estimular el riesgo de repetición de las conductas
adictivas (en nuestro caso delictivas). Sin embargo, más recientemente se ha considerado
que el análisis más completo del riesgo de recaída requiere la atención de dos tipos de
factores de riesgo (Hendershot et al., 2011): 1) procesos tónicos, referidos a factores más
distantes y estables que condicionan una cierta disposición individual a recaer en una

247
adicción (disposiciones genéticas y rasgos de personalidad, riesgos familiares,
sensibilidad metabólica al uso de drogas...), y 2) respuestas y procesos fásicos, relativos
a los factores de riesgo más próximos y que pueden fluctuar en el tiempo y en distintos
contextos (estado emocional, expectativas, autoeficacia percibida, motivación...).
Mientras que los procesos tónicos definirían qué personas pueden resultar más
vulnerables para una recaída, los básicos condicionarían la específica ocurrencia de una
recaída.
En la adaptación de la técnica de prevención de recaídas hecha desde el ámbito del
tratamiento de los delincuentes sexuales se ha introducido el constructo (que se vincula
directamente a la investigación básica en aprendizaje) de cadena cognitivo-conductual
(Parks y Marlatt, 2000). Una cadena cognitivo-conductual es una secuencia de dobles
eslabones, conductuales y cognitivo/interpretativos, en los que eventos diversos
(relacionados con la propia conducta o la de otras personas) van siendo interpretados por
el individuo (de modo distorsionado, acorde con sus rutinas delictivas previas) como
peldaños que le van a ir conduciendo, en un ascenso percibido como irremediable, hacia
una cada vez más probable recaída. En la figura 8.1 se presenta un ejemplo de cadena
cognitivo-conductual extraído del Programa de control de la agresión sexual al que ya
nos hemos referido (Garrido y Beneyto, 1996).

248
FUENTE: Garrido y Beneyto (1996).
Figura 8.1.—Cadena de recaída en la agresión sexual.

La terapia de prevención de recaídas contiene elementos técnicos que son comunes a


otras terapias cognitivo-conductuales (por ejemplo, autoobservación, entrenamiento en
habilidades de afrontamiento, reestructuración cognitiva, etcétera) y otros ingredientes
que son específicos de esta terapia concreta: fantasías y ensayos de recaída, decisiones
aparentemente irrelevantes y cadenas cognitivo-conductuales.
Según Laws (2001), el trabajo de Marlatt y sus colegas sobre prevención de recaídas
ha aportado a la terapia cognitivo-conductual dos elementos importantes. Uno, la
reconceptualización del proceso de recaída, y de su prevención, como una experiencia de
aprendizaje, en lugar de considerarlo un mero fallo del tratamiento. En segundo término,
el modelo de tratamiento es claro, conciso y directo, siendo de utilidad para un amplio
espectro de problemas adictivos y de descontrol de los impulsos.
Thornton (1997) revisó críticamente la concepción y la práctica de la técnica de
prevención de recaídas, aduciendo que su utilización con delincuentes podría resultar
contraproducente. Su argumento es que la técnica dirige la atención de los delincuentes
hacia posibles dimensiones negativas de su comportamiento (recaídas) en lugar de

249
hacerlo hacia los aspectos más positivos del mismo (sus esfuerzos de reinserción social).
Por ello, según Thornton, el trabajo con los delincuentes sobre factores y situaciones de
riesgo podría constituir una tentación para la recaída, y transmitir al sujeto el mensaje de
que las recaídas son normales y esperables. Además, otro problema importante de la
técnica sería que presupone que los sujetos están motivados para prevenir sus recaídas,
quieren aprender a hacerlo, y pondrán en práctica las estrategias de prevención que han
adquirido. Sin embargo, como se ha comentado con anterioridad, no siempre los
delincuentes tienen una motivación genuina para el tratamiento y el cambio terapéutico.
Según Laws (2001), este es el aspecto más problemático que puede presentar la filosofía
originaria de esta técnica: dar por hecho que los delincuentes tienen la motivación
necesaria para esforzarse en los cambios de vida que los programas de tratamiento les
proponen. En este punto se remite al lector a la relectura del epígrafe titulado
«motivación de los delincuentes para cambiar» del capítulo 2.

8.4. EL CONTEXTO COMUNITARIO EN LA PREVENCIÓN DE RECAÍDAS

Según lo comentado en este capítulo, los factores de riesgo dinámicos, que deben ser
objetivos del tratamiento, no son solo ni prioritariamente aquellos que pueda haber en las
instituciones en las que se aplican los programas (por ejemplo, carencia del sujeto de
dinero, conflictos y provocaciones...), sino prioritariamente aquellos elementos de riesgo
que puedan ser típicos de la comunidad social a la que el individuo tornará, y por ello
susceptibles de estimular su futura reincidencia (por ejemplo, dificultades económicas
graves, carencia de empleo y vínculos prosociales, amigos delincuentes, disponibilidad
de drogas...). Por ello, los tratamientos deberían promover aquellas características
positivas de los ambientes sociales de reintegración que pueden promover el
mantenimiento de los logros terapéuticos y la prevención de recaídas. Esto podría
hacerse de varias maneras (Lösel, 2001):

a) Servicios de ayuda y prevención de recaídas. Un programa de tratamiento


únicamente podrá incorporar en su desarrollo el entrenamiento de una serie
limitada de habilidades que, aunque importantes, probablemente resulten
insuficientes para las amplias demandas que tiene la vida real. Por ello, para
favorecer la reinserción efectiva en la sociedad es imprescindible que en la
comunidad se ofrezcan servicios directos que amplifiquen y consoliden las
competencias personales adquiridas durante el tratamiento. Es decir, programas de
mantenimiento de las mejoras terapéuticas de naturaleza semejante a los aplicados
dentro de las instituciones. Se ha realzado la necesidad de tales programas
especialmente para delincuentes sexuales y toxicómanos, pero es evidente su
conveniencia también para maltratadores y otros delincuentes violentos.
b) Incorporación en los programas de tratamiento de factores protectores naturales.

250
Incluso sin haber participado en un tratamiento, muchos delincuentes graves
acaban desistiendo del delito, debido a la influencia favorable de factores
protectores naturales: vinculación con familiares u otras personas no delincuentes;
vuelta a previos contextos educativos; mejora «natural», como resultado de la
maduración personal, de sus competencias cognitivas y de su capacidad de
planificación del futuro; vinculación al mundo laboral (formación profesional,
obtención de un empleo); inicio de una relación satisfactoria de pareja, etcétera.
De ahí la importancia que tiene la incorporación en los programas de tratamiento
de factores protectores naturales análogos a los aludidos, que puedan contribuir a
la transferencia y mantenimiento de resultados terapéuticos.
c) Características del barrio y la comunidad a la que se reincorpora el individuo.
Existen diversos factores sociales de especial riesgo delictivo en el nivel de las
familias y los barrios (concentración de pobreza, desempleo, tráfico y consumo de
drogas, criminalidad generalizada...; Redondo y Garrido, 2013). A pesar de la
dificultad especial que entraña la mejora de muchos de estos factores, en la
planificación de los tratamientos deberían tomarse en consideración, para
contrarrestar en la mayor medida posible sus eventuales efectos criminógenos.

Como ejemplo de estas posibilidades de intervención comunitaria, a continuación se


presentan esquemáticamente varios programas tipo de los servicios correccionales
canadienses que se dirigen al mantenimiento de los logros terapéuticos y a la prevención
de la reincidencia.

8.4.1. Programa de habilidades cognitivas

Se trata de un programa específico para fortalecer las habilidades aprendidas durante


el tratamiento Razonamiento y Rehabilitación (R&R) (Ross y Fabiano, 1985), por lo que
se destina a sujetos que ya han completado dicho tratamiento cognitivo o que necesitan
seguir practicando las habilidades aprendidas. Se realiza en unas diez sesiones de 2-3
horas de duración. Puede ofrecerse en instituciones y en la comunidad, tanto en grupos
cerrados (integrados por los mismos sujetos) o abiertos (a los que pueden incorporarse
nuevos sujetos). El rendimiento en el programa se evalúa mediante un examen de
conocimiento de lo aprendido, y la intervención puede repetirse cuantas veces sea
necesario.

8.4.2. Programa de manejo de las emociones y de la ira

Consiste en un tratamiento específico para afianzar las habilidades aprendidas en el


Programa de manejo de las emociones y de la ira, al que ya se ha hecho referencia. Se
dirige a sujetos que o bien ya han finalizado dicho programa o bien requieren practicar

251
más intensivamente las habilidades en que fueron entrenados. Se desarrolla en un
mínimo de ocho sesiones grupales de 2 a 3 horas, dependiendo de las necesidades de los
sujetos. Se ofrece tanto en centros cerrados como en la comunidad, y tanto a grupos de
varones como de mujeres. Las posibles mejoras en el tratamiento se evalúan mediante un
examen de los conocimientos adquiridos.

8.4.3. Programa de integración comunitaria

Es una intervención de baja intensidad dirigida a facilitar la vuelta a la comunidad


social de las personas que finalizan una pena o medida judicial. Se trabaja con los
participantes en las siguientes habilidades: búsqueda y obtención de empleo, manejo
prudente del dinero, búsqueda de vivienda y pago regular del alquiler, convivencia
familiar, realización de la compra, preparación de comida, salud y nutrición, y
sexualidad sin riesgos.
Son candidatos a este programa aquellos sujetos que tienen especiales dificultades
para un funcionamiento adecuado y autónomo en las rutinas diarias, o que necesitan
ayuda en la programación y ejecución de aspectos prácticos de su integración en la
comunidad.
La intervención se realiza en un formato variable de 10 a 20 sesiones de entre 2 y 2,5
horas, sesiones que pueden ser grupales o individuales, y pueden llevarse a cabo tanto en
un centro cerrado como en la comunidad. Para una mayor efectividad del programa se
recomienda que los sujetos participen en él con proximidad temporal a su excarcelación,
durante los seis meses anteriores o posteriores a la misma.

8.4.4. Programa contrapunto

Se trata de un tratamiento multifacético y genérico, concebido a partir de la teoría del


aprendizaje social y del modelo de tratamiento cognitivo-conductual, y orientado a
factores de riesgo que son habituales en los delincuentes: 1) actitudes, creencias y
valores delictivos, que permiten a un delincuente minimizar y excusar su
responsabilidad; 2) déficits de habilidades en ámbitos tales como la autosupervisión y la
autodirección.
Para ello se enseña a los destinatarios a identificar, alterar y reemplazar sus creencias
prodelictivas, y se les entrena en las habilidades necesarias para sustentar nuevas
actitudes y comportamientos prosociales. Consta de 25 sesiones, divididas en tres etapas
o procesos:

1. Proceso de admisión, con tres sesiones individuales en las que, mediante la técnica
de «entrevista motivacional», se orienta y anima al sujeto a cambiar, a la vez que
se efectúa su evaluación.

252
2. Proceso de intervención, desarrollado en seis módulos sucesivos a lo largo de 20
sesiones grupales de 2 horas, que se llevan a cabo de 1 a 3 veces por semana.
3. Proceso de cierre, planteado en dos sesiones individuales en las que se revisa con
el sujeto su informe final y se prepara, en coordinación con el agente de libertad
condicional, su plan individual de prevención de recaídas.

Los objetivos fundamentales del Programa contrapunto son:

1. Estimular el compromiso del sujeto para cambiar sus actitudes y conductas


delictivas, utilizando para ello entrevista motivacional.
2. Capacitar a los participantes en las habilidades necesarias para identificar y
cambiar dichas actitudes prodelictivas.
3. Dotarles de habilidades de autorregulación y autodirección, para reforzar el
cambio actitudinal y conductual.
4. Ayudarles a identificar las situaciones de alto riesgo y desarrollar los recursos
necesarios para prevenir la conducta delictiva futura.

8.4.5. Programa círculos de apoyo y responsabilidad (CerclesCat)

Una intervención comunitaria dirigida a dar apoyo social y prevenir la reincidencia de


los delincuentes sexuales de alto riesgo es la denominada Circles of Support &
Accountability (COSA), iniciada en Canadá hace dos décadas, por iniciativa de la
comunidad menonita (una confesión cristiana de vocación pacifista) y el servicio
correccional canadiense (Wilson, Cortoni y Vermani, 2008). Esta intervención nació
para apoyar socialmente a un delincuente sexual de alto riesgo que iba a ser encarcelado
pero con posterioridad se expandió a otras casuísticas tanto en Canadá como
internacionalmente, habiéndose aplicado a cientos de exdelincuentes de alto riesgo en
diversos países (Canadá, Reino Unido, Holanda, Bélgica, Francia, Bulgaria, Letonia,
Irlanda, Hungría...) (Elliot y Beach, 2013; Hoïnng, 2011). El propósito fundamental de
esta intervención es crear un grupo de voluntarios que mantengan contacto periódico con
la persona que acaba de ser excarcelada para apoyarla, ayudarla a resolver los problemas
que puedan surgir en su vida cotidiana, y favorecer así su reintegración social y la
prevención de posibles nuevos delitos (Nguyen, Frerich, García, Soler, Redondo y
Andrés-Pueyo, 2014). Hasta ahora se han efectuado diversas evaluaciones de eficacia del
programa COSA, evidenciándose reducciones significativas de la reincidencia en
aquellos sujetos que han participado en él (Bates, Williams, Wilson y Wilson, 2013;
Duwe, 2012; Wilson, Cortoni y McWhinnie, 2009; Wilson et al., 2008).
En España, la primera experiencia con este programa se inició en 2013 en Barcelona,
por iniciativa de Carles Soler y César García (García y Soler, 2013), de la Dirección
General de Servicios Penitenciarios y Rehabilitación de Cataluña, bajo la denominación

253
de programa Círculos de apoyo y responsabilidad (CerclesCat), en un proyecto
compartido con otros países europeos. En coherencia con la experiencia canadiense
originaria y con su posterior desarrollo internacional, el programa Círculos es una
intervención comunitaria (con una duración aproximada de 18 meses) de gestión y
prevención del riesgo que puedan presentar determinados exdelincuentes sexuales
cuando son puestos en libertad tras el cumplimiento de su condena. La principal
estrategia de intervención consiste en crear un Círculo de apoyo formado por voluntarios
(bajo supervisión indirecta de expertos penitenciarios) que atienden y apoyan
socialmente a un condenado por delitos sexuales en la etapa final del cumplimiento de su
pena y cuando ya reside en la comunidad. Así, la estructura típica de un Círculo la
integran (Nguyen et al., 2014) un miembro central (el exdelincuente excarcelado), un
círculo interno de voluntarios seleccionados y entrenados para este programa, y un
círculo externo de expertos de apoyo a los voluntarios con un coordinador del Círculo
(véase figura 8.2).

FUENTE: García y Soler (2014).


Figura 8.2.—Estructura básica del programa Círculos de apoyo y responsabilidad.

254
En una dirección análoga a la del programa Círculos, un grupo de estudiantes de la
asignatura Predicción, prevención y tratamiento de la delincuencia, del Grado de
Criminología de la Universidad de Barcelona, trabajó conjuntamente en torno a la
cuestión de la reinserción social de los excarcelados de alto riesgo (Alqueza et al., 2014).
Como resultado de este trabajo propusieron la creación de futuros «servicios
criminológicos de supervisión, apoyo y control de excarcelados en la comunidad», con
un plan de actuaciones como las siguientes:

— Potenciar sus lazos prosociales mediante la creación de una «bolsa de amigos», a


la que podrían inscribirse (para su conveniente selección) distintas personas
dispuestas a relacionarse y ayudar a otras personas con dificultades de integración
social, organizar actividades, etcétera. Su objetivo principal sería fomentar los
lazos prosociales de los expresos.
— Vinculación de los sujetos con servicios que atiendan a necesidades básicas, a
través de charlas, folletos informativos, seguimiento y acompañamiento, etcétera.
— Búsqueda y mantenimiento de empleo con la ayuda inicial de este servicio de
supervisión y apoyo.
— Entrenamiento en habilidades de vida cotidiana, ayudando a los excarcelados a
desarrollar competentemente sus rutinas: taller de cocina, de bricolaje, de tareas
domésticas, de administración del propio dinero, de uso de los transportes
públicos... Para toda esta formación y entrenamiento se podría buscar el apoyo de
entidades e instituciones expertas o interesadas en estas diversas problemáticas.
— Organización del tiempo libre de forma prosocial, contando para ello con el
auxilio de instituciones expertas (grupos deportivos, culturales...) o también a
partir de la bolsa de amigos voluntarios a que se ha aludido.
— Oferta de tratamientos comunitarios en las mismas problemáticas ya tratadas en
las instituciones de justicia (alcoholismo y toxicomanías, control de la agresión
sexual, del maltrato...).
— Asesoramiento y apoyo especializado al grupo familiar del excarcelado, en el que
pueden existir múltiples problemas (laborales, económicos, sociales, clínicos...)
que podrían influir negativamente sobre él.
— Posible vinculación con asociaciones de expresos rehabilitados, en las que un
liberado de prisión pueda compartir experiencias y emociones vividas, posibles
soluciones a los problemas, reciba modelado positivo, etcétera.
— Organización de grupos de voluntarios en los propios ambientes sociales del
excarcelado (y con participación de este), para realizar en beneficio de su barrio
actividades, por ejemplo de cariz social, deportivo, cultural, musical... De este
modo podría favorecerse una vinculación social positiva a sus propios contextos
sociales y evitar su aislamiento.

255
8.5. FAVORECER LA REINSERCIÓN SOCIAL MEDIANTE EL «DES-
ETIQUETADO» DE LOS DELINCUENTES

El poeta Ovidio recoge en sus Metamorfosis la leyenda del escultor Pigmalión, quien
a partir del amor que siente por una hermosa estatua que ha tallado consigue (con el
favor de Venus) darle vida y ganar él mismo su amor. Mediante la fe de Pigmalión en las
posibilidades de una estatua de mármol, y mediante su afecto y firme voluntad, la piedra
deviene vida animada y real. El mito de Pigmalión se ha plasmado artísticamente en
múltiples obras literarias durante los dos últimos milenios.
Maruna, LeBel, Mitchell y Naples (2004; Maruna, LeBel, Naples y Mitchell, 2013)
utilizaron esta metáfora en el campo de la rehabilitación de los delincuentes, en un
estimulante artículo titulado Pygmalion in the reintegration process: desistance from
crime through the looking glass. Y sugirieron que la reintegración social de los
delincuentes podría también facilitarse a través de la «creencia» pública en ellos como
personas no-delincuentes. Veamos con detalle los razonamientos de estos autores.
La cuestión del desistimiento del delito ha llegado a su mayoría de edad como área de
estudio científico durante los últimos años (se volverá sobre ello al final del libro). No
obstante, como todo campo de análisis, presenta diversas dificultades conceptuales. Tal
vez la principal sea la definición y operativización del concepto de desistimiento, o
abandono definitivo por un sujeto de la actividad delictiva. Existe riesgo de que el
desistimiento delictivo se confunda con las «pausas» o «recesos» que suelen hacer los
delincuentes entre delitos. Se ha estimado que, en algunos casos, incluso un período de
hasta diez años de abstinencia delictiva no es garantía suficiente de finalización completa
de la actividad criminal. Por todo ello, el análisis del desistimiento del delito constituye
un reto importante para la investigación futura.
Pero la cuestión del desistimiento delictivo tiene también, o principalmente, una
dimensionalidad individual para los propios exdelincuentes, quienes no solo han de
abandonar verdaderamente su actividad delictiva previa, sino además ofrecer
credibilidad suficiente de ello. Muchos exdelincuentes son tratados a menudo como en
permanente «riesgo de reincidir», a menos que «prueben ser inocentes», algo
particularmente notorio para quienes cometieron en su día delitos muy graves como
asesinatos, maltratos, violaciones o abusos sexuales. Entonces suele producirse una gran
alarma pública, a menudo promovida por los propios medios de comunicación. No es
infrecuente que se proponga la creación de registros públicos de maltratadores,
violadores y otros delincuentes graves, o la regulación de medidas de control posteriores
al cumplimiento de las condenas.
Como se ha puesto de relieve en Psicología social, es más fácil catalogar a alguien
como «desviado» o antisocial que lo contrario: atribuir a ese alguien de nuevo las
credenciales de persona reformada y prosocial (Liebling y Maruna, 2005). A este
proceso se le ha denominado «sesgo de negatividad», en el sentido que un hecho

256
delictivo aislado puede ser suficiente para estigmatizar indefinidamente a una persona
como delincuente. Contrariamente, un centenar de actos no delictivos pueden ser
insuficientes para que alguien sea reconocido como no delincuente. Antes de que pueda
limpiarse del estigma de haber sido un delincuente «pueden requerirse largos años de
completa conformidad social ejemplar o incluso una hiperconformidad y servicio estelar
a la comunidad» (Lofland, cita tomada de Maruna et al., 2004).
Aunque en la actualidad existen diversos instrumentos de predicción del riesgo de
violencia y delincuencia futuras (a lo que se prestará atención más adelante), no hay una
prueba infalible que permita establecer de modo completamente seguro si una persona va
a reincidir o no. Cuando se emplean estos instrumentos, a veces incluso la valoración de
un exdelincuente como de «bajo riesgo» (que en este contexto es el mejor pronóstico
formal posible) puede tener como resultado paradójico que el individuo sea tratado como
sospechoso y peligroso.
Sin embargo, estos procesos de desconfianza y escepticismo irrevocables hacia la
posibilidad de mejora de los exdelincuentes también pueden contribuir al fracaso de su
rehabilitación. La argumentación es sencilla: si las personas que se esfuerzan para
desistir de la delincuencia no cuentan con oportunidades de vida prosocial, tales
dificultades podrían trocarse en un acicate para su persistencia criminal. Esta fue también
la premisa central de la teoría del etiquetado: la delincuencia persistente podría no
deberse a rasgos o características de los propios individuos, sino a los procesos de
«continuidad acumulativa» de los riesgos que influyen sobre ellos, cuando a ciertas
personas se les cierran las oportunidades actuales para una vida convencional adulta
(incluyendo tener un trabajo, una vivienda, amigos no delincuentes, etcétera) debido a
que muchos años antes cometieron delitos (Sampson y Laub, 1997). Es decir, los
procesos de «desviación» y «etiquetado» continuados podrían bloquear las
oportunidades individuales para una educación adecuada, disponer de un empleo, hacer
amigos prosociales e incluso tener una pareja. Cuando las relaciones sociales
estigmatizan, segregan y excluyen, las personas excluidas ven limitado el logro de su
propio autorrespeto y su afiliación al mundo prosocial (Braithwaite, 1996, 2000), y
entonces sus únicas oportunidades pueden ser la vinculación a grupos marginales o
delictivos, en un círculo vicioso recurrente.
Anteriormente no se había reflexionado con profundidad sobre el papel que podría
jugar el proceso de la inversión del etiquetado como mecanismo de favorecimiento del
desistimiento del delito. Maruna et al. (2004, 2013) plantean una hipótesis estimulante
acerca de la necesidad de dicha inversión y del «des-etiquetado» de los exdelincuentes, a
partir de una metáfora sobre el autocontrol en espejo. Aducen que la «rehabilitación» de
un exdelincuente es en buena medida un proceso negociado entre el individuo y personas
significativas de su entorno y de la comunidad social, lo que implica que no solo el
individuo debe mostrarse como una persona convencional (y no-delincuente), sino que
también es imprescindible que los otros lo acepten como tal.

257
Décadas atrás Lemert diferenció entre desviación primaria y secundaria. La
desviación primaria hace referencia a las primeras experiencias infractoras de un joven,
cuyo origen podría estar en una variedad de causas tales como inmadurez, problemas
familiares, influencias antisociales, consumo de drogas, etcétera. En cambio, la
desviación secundaria se incorporaría al individuo desde fuera, cuando este comienza a
realizar comportamientos infractores como medio de defensa, de ataque, o de ajuste de
las relaciones problemáticas que se derivan de la reacción social suscitada por su inicial
desviación primaria (Lemert, 1973, 1981). Según esta perspectiva, las carreras
criminales persistentes tendrían su origen en la adquisición por los individuos de una
identidad personal desviada, a partir de un proceso «en espejo»: aquellos individuos que
son etiquetados como desviados o delincuentes (por la justicia y por la sociedad en
general), con toda la caracterización negativa que ello comporta, comenzarían a
percibirse a sí mismos con las mismas características que les son atribuidas por las otras
personas.
Pues bien, Maruna et al. (2004, 2013) consideran que estos mismos conceptos, que
resultan útiles para analizar el inicio en el delito, podrían ayudar también al análisis y la
promoción de su contrario: el desistimiento delictivo. Siguiendo esta lógica, existiría un
proceso inicial de desistimiento primario, referido a aquellos recesos o pausas
temporales de la actividad delictiva que muestra un delincuente en determinados
momentos, mientras que el desistimiento secundario haría referencia al eventual
progreso del individuo desde una pausa delictiva temporal (desistimiento primario) hacia
una identidad personal no-delincuente, con el consiguiente abandono definitivo de sus
actividades delictivas previas. Es decir, el desistimiento secundario no sería un mero
receso en la comisión de delitos, sino que comportaría una reestructuración profunda de
los roles personales en una dirección prosocial. En efecto, existen diversas evidencias
científicas, como se verá al final del libro, de que el desistimiento delictivo a largo plazo
suele ir acompañado de cambios sustanciales en la identidad y el yo personal de los
sujetos.
De modo paralelo a lo que sucedía con respecto a la desviación secundaria
(consolidada por reacciones sociales negativas), también el proceso de desistimiento
secundario (con la correspondiente reorganización positiva del autoconcepto, etcétera)
podría promoverse «en espejo», aunque en este caso a partir de eventuales reacciones
sociales favorables. La idea sería en esencia la siguiente: como quiera que los
delincuentes suelen mostrar recesos o pausas naturales en la comisión de sus delitos
(desistimiento primario), aquellos que durante tales recesos fueran etiquetados
positivamente como rehabilitados (con las consiguientes oportunidades sociales
favorables vinculadas a ello) tendrían mayor probabilidad de progresar hacia la fase de
desistimiento secundario, o abandono definitivo de la actividad criminal. En otras
palabras, el «des-etiquetado» y reconocimiento por otros de un cambio de conducta
transitorio podría acabar favoreciendo un abandono estable del delito.

258
Ciertamente el sistema de justicia criminal suele ser, por su propia naturaleza
punitiva, poco dado a ocuparse de recompensar los logros positivos de los individuos,
sintiéndose más confortable en las tareas de detección y castigo de los delincuentes. Aun
así, para el cambio y la mejora del comportamiento delictivo resultan mucho más
efectivos, tal y como se ha puesto de relieve a lo largo del conjunto de este texto, los
métodos de reconocimiento positivo y recompensa de los individuos que no su punición.
Algunos autores se han referido al proceso de «des-etiquetado» aquí razonado como
una especie de «certificación de desistimiento» delictivo, y han sugerido que tal
certificación podría formalizarse mediante ciertos rituales o ceremonias de elevación de
estatus, que podrían servir para anunciar públicamente que una persona que
anteriormente había cometido algún delito ahora «se comporta» de un modo diferente y
«es» verdaderamente una persona distinta. En tales rituales hipotéticos, miembros
reconocidos de la comunidad convencional podrían publicitar y acreditar que quienes
antes habían cometido delitos han cambiado y en la actualidad deben ser considerados
personas normales, no delincuentes.
Al igual que sucede con las ceremonias de «degradación» de quienes han cometido
un delito (que habitualmente se derivan de la propia intervención de la justicia, la
reacción pública de los medios de comunicación, etcétera), las ceremonias de «des-
etiquetado» podrían resultar más efectivas si se refiriesen no solo a específicos
comportamientos, sino a la persona en sí, ya que esto podría tener efectos benefactores
sobre la identidad global del individuo. También cabría esperar que tales ceremonias
tuviesen efectos más positivos si fueran «administradas» por personas significativas para
el sujeto en términos de justicia criminal (profesionales del tratamiento, directivos
penitenciarios, jueces, fiscales...) que no exclusivamente por sus propios familiares o
allegados. Así se podría contrarrestar más directamente, «en espejo», el previo
etiquetado como delincuente derivado de las «ceremonias de degradación» resultantes de
la justicia criminal (en la que también suelen intervenir personas relevantes en la
comunidad como jueces y fiscales).
Diversas evidencias científicas generales sustentan esta suerte de efecto Pigmalión
positivo para el proceso de mejora del comportamiento. Por ejemplo, en un experimento
realizado en 1977 se informó a los profesionales responsables del tratamiento de
pacientes alcohólicos que se había realizado un test para determinar qué sujetos tenían
mayores posibilidades de éxito en la terapia. En realidad no se había realizado test
alguno, sino que los participantes se habían asignado al azar a los supuestos grupos de
«mayor» y «menor» probabilidad de éxito. Pese a ello, los sujetos «identificados» como
«proclives al éxito» terapéutico suscitaron en los terapeutas una atmósfera de mayor
optimismo, y acabaron obteniendo un mejor resultado en cuanto a su abstinencia de la
bebida (frente al grupo etiquetado al azar como de «peor pronóstico»).
Este mismo efecto se ha observado también en escolares, en el contexto de la
experiencia denominada «Una clase dividida». En este experimento una maestra

259
atribuyó a grupos de niños de una misma clase etiquetas como «buenos» o «malos», a
partir de estigmatizarlos o ensalzarlos arbitrariamente sobre la base del color de sus ojos,
lo que supuestamente estaría vinculado a sus propios rasgos personales y de
comportamiento («buenos» o «malos»). Además, la maestra reforzó el etiquetado y la
estigmatización de los niños definidos como «malos», obligándoles a colocarse en el
cuello un pañuelo azul con la finalidad de poderlos identificar más fácilmente (para que
los demás pudieran «precaverse de ellos»).
Resulta impresionante observar (en la película en la que se filmó de esta experiencia)
cómo tales atribuciones negativas incidieron inmediatamente en los estados anímicos y
el rendimiento escolar de los niños: quienes habían sido catalogados como «buenos», por
el hecho de tener los ojos marrones, mejoraron su autoconfianza, su rendimiento en los
exámenes..., además de que también comenzaron a evitar y marginar en el patio y en el
aula a sus compañeros estigmatizados por tener ojos azules; por el contrario, los niños
etiquetados como «malos», debido a que tenían los ojos azules (y un pañuelo de color
azul en su cuello), experimentaron una disminución significativa de su tono emocional y
de su rendimiento escolar..., además de comenzar a ser objeto de exclusión social por
parte de sus compañeros de ojos marrones. Tras ello, la maestra revirtió el anterior
proceso mediante el «des-etiquetado» proactivo de los niños (aclarándoles la situación
arbitraria creada, etcétera), lo que produjo los efectos positivos que aquí se han razonado
para el caso del desistimiento delictivo secundario.
El mismo experimento se llevó a cabo también con funcionarios de prisiones
norteamericanos que asistían a un curso de formación periódica, con resultados
igualmente impactantes como consecuencia de la estigmatización y del posterior «des-
etiquetado» de los grupos (en términos de procesos como el aislamiento social de los
individuos estigmatizados, su temor e inhibición conductual ante la maestra/agente del
etiquetamiento, tensión y agresividad grupal, etcétera).
A pesar de la estimulante hipótesis planteada por Maruna et al. (2004, 2013), no
existe evidencia científica directa de que los mismos efectos beneficiosos aquí razonados
puedan obtenerse con los delincuentes con carácter general. De ahí que sería necesario el
desarrollo de futuras investigaciones que analizaran con detenimiento y amplitud la
relación entre «des-etiquetado» y promoción del desistimiento delictivo. Mientras tanto,
en el ámbito de la rehabilitación de los delincuentes debe tenerse la debida prudencia
sobre lo anterior; muchos delincuentes participantes en un tratamiento no pueden
considerarse meras víctimas de procesos arbitrarios de etiquetado y estigmatización, sino
en gran medida agentes causales de tales procesos, a partir de los graves delitos que han
cometido. En tal sentido, Maruna et al. (2004) reconocen que la rehabilitación de los
delincuentes no puede ser únicamente el resultado de un puro «des-etiquetado», sino que
se requieren esfuerzos múltiples y proactivos orientados a facilitar los cambios de
actitudes y comportamiento necesarios, que acaben permitiendo que quienes han
cometido delitos se ganen y acaben mereciendo una nueva consideración social como

260
personas no delincuentes.

8.6. TERAPIAS CONTEXTUALES O DE TERCERA GENERACIÓN

Para finalizar esta segunda parte sobre técnicas de tratamiento se presentan a


continuación diversas terapias psicológicas relativamente nuevas, aunadas bajo las
denominaciones de terapias contextuales o de tercera generación. Además del interés
general que puedan tener para el tratamiento de los delincuentes, debido al énfasis que
ponen en la acomodación del tratamiento a los diversos contextos de los participantes en
ellas, estas terapias también pueden resultar de particular relevancia para la
generalización de los logros terapéuticos y la prevención de recaídas, que son los
objetivos centrales de este capítulo.
Las terapias aquí recogidas fueron inicialmente agrupadas bajo las denominaciones
de análisis de la conducta clínica y terapias de tercera generación (por oposición a la
primera generación de terapias conductuales y la segunda de tratamientos cognitivo-
conductuales; Hayes, 2004; Mañas, 2007; Vallejo, 2006), pero más recientemente han
sido denominadas terapias contextuales (Barraca, 2016; Pérez, 2014). Constituyen en
buena medida una cierta reacción al predominio terapéutico de lo cognitivo,
comportando una recuperación del análisis conductual aplicado.
Entre sus antecedentes conceptuales más importantes está la diferenciación clásica
entre conductas controladas mediante reforzamiento directo, y aquellas otras que son
elicitadas por reglas o instrucciones indicativas de en qué circunstancias se producirá el
reforzamiento. Este segundo tipo de conductas, prioritariamente humano, requiere
habilidades y reglas lingüísticas que medien en la interacción estímulos-respuestas-
consecuencias (Labrador, 1998b; Storrow, 2001). Es decir, ciertos elementos verbales se
vincularían a emociones y sensaciones, a las que acabarían siguiendo consecuencias
positivas o negativas; de este modo, las palabras/pensamientos se convertirían en
estímulos discriminativos de inicio de cadenas conductuales que relacionan palabras,
emociones o sensaciones y consecuencias (Pérez, 1991).
Así pues, en esta nueva perspectiva terapéutica (Kohlenberg, Tsai y Dougher, 1993)
se intenta reafirmar el control ambiental sobre la conducta por encima de los factores
internos, lo que incluye tanto la conducta manifiesta como el pensamiento-lenguaje. Las
disfunciones psicológicas y de comportamiento no se consideran tanto el resultado de
ciertos contenidos cognitivos (por ejemplo, de justificación del delito) como
prioritariamente del control o relación funcional que tales contenidos guardan con el
comportamiento explícito.
Según lo comentado, las terapias contextuales parten de presupuestos conceptuales y
operativos análogos a las terapias precedentes (esencialmente cognitivo-conductuales),
pero consideran inapropiado el énfasis de las intervenciones anteriores en los síntomas o
déficits del individuo con la finalidad de erradicarlos. Frente a ello, interpretan las

261
patologías no como resultado de déficits personales, sino como comportamientos
funcionales a los contextos de referencia de cada individuo. En coherencia con ello, la
terapia debe enfocarse prioritariamente a ayudar al sujeto no a eliminar directamente sus
problemas (Mañas, 2007), sino a clarificar sus valores y propósitos vitales (en términos
familiares, de pareja, laborales, de amistades...), y, de ese modo, a producir cambios en
las interacciones funcionales entre las cogniciones y los trastornos (Hayes y Hayes,
1992) que le permitan reconducir más eficazmente su vida.
De acuerdo con ello, en estas «nuevas» terapias se atiende a principios originarios de
la psicología del aprendizaje y del análisis funcional de la conducta, así de la conducta
real como de la verbal o interpretativa, en relación con los contextos habituales de cada
sujeto (Vallejo, 2006). En tal sentido, se pretende un análisis prioritariamente idiográfico
o individual, frente al análisis más nomotético o estandarizado de las terapias cognitivo-
conductuales, en las que se presuponen raíces comunes —cogniciones distorsionadas,
falta de habilidades sociales, de control emocional, etcétera— a los problemas
manifestados por diferentes individuos, a la vez que también se incorporan conceptos y
elementos terapéuticos más propios de perspectivas terapéuticas de corte experiencial y
humanístico-existencial, como valores de la persona, el «yo» y el autoconocimiento,
énfasis en la relación terapéutica, etcétera (Barraca, 2016; Mañas, 2007).
Se considera que el motor fundamental de la intervención y el cambio psicológicos es
la relación terapéutica y el comportamiento verbal expresado por el paciente en el
contexto de la terapia. Lo que el sujeto cuenta de sí mismo es importante no
principalmente por su contenido, sino por la función que ello puede tener para
dificultarle o facilitarle la vida.
En síntesis, los tres ámbitos de análisis de intervención de estas terapias serían los
siguientes:

1. La persona en sí, con sus características y experiencias, tanto por lo que se refiere
a su conducta social como verbal (modos de pensar, valores, visión sobre sus
propios problemas...).
2. La relación terapéutica en el marco específico de la terapia, donde tienen lugar las
actuaciones de aprendizaje, clarificación, apoyo, etcétera.
3. Los contextos en los que se desarrolla la vida de cada individuo.

Dos principios importantes de estas terapias serían el de aceptación, que prescribe


ayudar al sujeto a no luchar de forma generalmente ineficaz contra sus síntomas, sino a
«aceptarlos» y convivir con ellos; y el principio de activación o apoyo al individuo, para
que tome las riendas de su vida y la redirija en la dirección que desee.
El éxito de la terapia no se computaría por los síntomas o déficits eliminados, sino
por el grado en que las personas consiguen clarificar sus valores y aspiraciones. En
palabras de Hayes (2004; a partir de Mañas, 2007, p. 31):

262
«Fundamentada en una aproximación empírica y enfocada en los principios del aprendizaje, la tercera ola de
terapias cognitivas y conductuales es particularmente sensible al contexto y a las funciones de los fenómenos
psicológicos, y no solo a la forma, enfatizando el uso de estrategias de cambio basadas en la experiencia y en el
contexto, además de otras más directas y didácticas. Estos tratamientos tienden a buscar la construcción de
repertorios amplios, flexibles y efectivos en lugar de tender a la eliminación de los problemas claramente
definidos, resaltando cuestiones que son relevantes tanto para el clínico como para el cliente. La tercera ola [o
generación de terapias] reformula y sintetiza las generaciones previas de las terapias cognitivas y conductuales
y las conduce hacia cuestiones, asuntos y dominios previa y principalmente dirigidos por otras tradiciones, a la
espera de mejorar tanto la comprensión como los resultados.»

Mientras que las terapias de primera y segunda generación han utilizado técnicas más
directas de cambio de conducta, las terapias contextuales emplean técnicas
prioritariamente indirectas, desarrolladas en el propio marco de la intervención
terapéutica, que incluyen ejercicios experienciales, metáforas, paradojas, mindfulness y
distanciamiento cognitivo (Mañas, 2007; Vallejo, 2006). La relación clínica terapeuta-
usuario es considerada una muestra representativa de las interacciones cotidianas del
sujeto, lo que implica que los cambios operados en el marco de la terapia se consideran
relevantes para su vida real.
Diversos autores han hipotetizado una conexión conceptual entre las terapias
contextuales y determinados procedimientos existentes en las filosofías orientales, como
los distintos sistemas y estrategias de meditación (Mañas, 2007).
A continuación se presentan algunas de las terapias contextuales más relevantes
(Barraca, 2016; Mañas, 2007; Vallejo, 1998, 2006).

8.6.1. Psicoterapia analítica funcional (PAF)

Sus principales proponentes fueron Kohlenberg y Tsai (1991), tomando como base el
análisis funcional de la conducta verbal iniciado por Skinner. Esta modalidad terapéutica
utiliza técnicas conductuales dirigidas a identificar las conductas problemáticas que se
producen en la propia interacción terapéutica, y las explicaciones que efectúa el sujeto de
sus comportamientos y causas, así como sus intentos de cambio y mejora. Se considera
que la etiología principal de la psicopatología (y en consecuencia del enfoque que debe
darse al tratamiento psicológico) reside en las relaciones interpersonales (Ferro-García,
Valero-Aguado y López-Bermúdez, 2016).
El principal elemento distintivo de esta terapia es que realza el papel de la relación
clínica terapeuta-usuario como medio de cambio terapéutico, de modo que el terapeuta
ofrezca al sujeto tratado interpretaciones alternativas de las relaciones existentes entre
sus pensamientos, sus emociones y sus conductas (Paul, Marx y Orsillo, 1999). Se
considera que los cambios producidos en esta interacción terapéutica se trasladarán a la
vida cotidiana del individuo (Ferro-García et al., 2016; Pérez, 1995).
Más concretamente, los principales elementos de la psicoterapia analítica funcional
(PAF) son los siguientes (Ferro-García et al., 2016; Pérez, 2013):

263
— Se fundamenta en el análisis de la conducta.
— Frente a previas aproximaciones conductuales, la PAF considera que la relación
terapéutica constituye un ingrediente esencial de la intervención. En lógica del
aprendizaje operante, el terapeuta tendría tres funciones de estímulo: evocativa de
conductas respondientes, discriminativa de ciertos comportamientos (que el
terapeuta elicita, con sus preguntas o comentarios) y reforzante.
— Se presupone una equivalencia funcional entre la situación terapéutica y la vida
cotidiana del individuo (dificultades en las relaciones personales, miedos,
rechazos, hostilidad, ansiedad social, compulsividad, etcétera —Kohlenberg y
Tsai, 1987—).
— La PAF identifica tres tipos principales de conductas clínicamente relevantes
(CCR) que tienen lugar durante la sesión terapéutica:

1. Las CCR tipo 1: los propios problemas del sujeto, aquellos por los que se
requiere ayuda profesional.
2. Las CCR tipo 2: los cambios y mejorías que tienen lugar a lo largo de la sesión
terapéutica.
3. Las CCR tipo 3: las interpretaciones del sujeto sobre su propia conducta, que
pueden actuar como estímulos evocativos, discriminativos y reforzantes.
Dichas interpretaciones también jugarían un papel decisivo como mediadoras
entre la sesión clínica y la vida cotidiana, lo que puede facilitar la
generalización terapéutica.

— El proceso de cambio se debería producir como resultado de los aprendizajes


habidos en las sesiones terapéuticas, cuya generalización a la vida cotidiana se
espera promover. Para ello el terapeuta debe identificar las conductas clínicamente
relevantes del sujeto, y favorecer su evocación en el marco de la terapia, pudiendo
servirse para su cambio y mejora de los procesos psicológicos de moldeamiento y
reforzamiento diferencial (Ferro-García et al., 2016).

Mediante un procedimiento analítico-funcional se diseñó y aplicó, en el departamento


de jóvenes del centro penitenciario de «El Acebuche» (Almería), un programa para la
mejora de los comportamientos de cuidado y limpieza de los lugares comunes (patios,
pasillos, etcétera) (Zaldívar, Cangas y Luciano, 1998). Para ello, en lugar de poner en
marcha un sistema directo y más intrusivo de contingencias (por ejemplo, una economía
de fichas), se realizó una intervención que los autores denominan «natural de baja
intrusividad y de moldeamiento verbal» (p. 164). Consistió en promover, en una serie de
reuniones con el personal y con los internos, la expresión verbal (por parte de internos y
personal) de comportamientos adecuados en relación con la limpieza y un cambio de
actitudes y creencias (en el personal) sobre la potencialidad de mejora de los propios
internos. Todo ello era reforzado verbalmente durante las sesiones. También se favoreció

264
una situación estimular apropiada (la disponibilidad de papeleras, ceniceros y
contenedores), y la conducta de los funcionarios como modelos positivos de limpieza.
Además, el tratamiento incluyó un período de desvanecimiento del programa (es decir,
de disminución progresiva de los registros de limpieza y de las sesiones y refuerzos) para
promover la generalización.
Sobre una escala de suciedad de 0-12 puntos, que alcanzó en línea base puntuaciones
en torno a 10, la aplicación del programa analítico-funcional logró una drástica
reducción de la suciedad hasta alrededor de tan solo 1 punto, mejora que se mantuvo en
un seguimiento de 6 meses.

8.6.2. Terapia de aceptación y compromiso (ACT)

La primera descripción de esta terapia —inicialmente denominada Comprehensive


Distance Therapy— correspondió a Hayes en 1987, y su definición y estructuración
amplia se efectuó en la obra de Hayes, Strosahl y Wilson (1999), habiendo sido sus
introductores en el ámbito español Pérez (1996, 2013) —bajo la denominación de
«terapia contextual»— y Luciano (Luciano, 2001a; Wilson y Luciano, 2007). En
palabras de su creador, la ACT «es una forma de psicoterapia experiencial conductual y
cognitiva basada en la teoría del marco relacional del lenguaje y la cognición humana, y
representa una perspectiva sobre la psicopatología que enfatiza el papel de la evitación
experiencial, la fusión cognitiva, la ausencia o debilitamiento de los valores y la rigidez e
ineficacia conductual resultantes» (Hayes, 2002, p. 15).
La ACT aportaría cuatro nuevos elementos significativos a la intervención
psicológica (Pérez, 2002; Wilson y Luciano, 2007):

1. Una nueva filosofía de la vida, que acoge la «autoaceptación psicológica» y el


sufrimiento como una condición necesaria y, a menudo, ineludible: «... en ACT se
apela a una filosofía de vida practicada por millones de seres humanos que han
aprendido de una forma natural a ser abiertos a la vida, con los beneficios y
desventajas que conlleva el hecho de ser organismos verbales. Prácticas de vida
que suponen reaccionar a los problemas de un modo que no anule la vida misma;
es decir, tomando los escollos del camino de la vida —en cuanto funciones
verbales aversivas— como parte inevitable del propio camino a recorrer, no
convirtiendo en problemas psicológicos lo que no son más que problemas de la
vida...» (Luciano, 2001b, p. 3). Es decir, no se trata de pretender ser felices en
cada instante de nuestra vida, sino de permitir que la vida se exprese en cada
momento de forma natural y diversa, lo que a veces puede incluir malestar e
infelicidad (Luciano, 2016).
2. Una nueva perspectiva cultural, que desenmascara el papel perverso que para el
individuo puede comportar la subjetividad y el autoconocimiento mediados por el

265
lenguaje (a su vez, contextualmente controlado), lo que puede impedirle o
dificultarle una relación adecuada con la realidad. Uno de los principales
fundamentos teóricos de la ACT reside en la consideración de que el
comportamiento verbal elicita emociones y eventos privados (clínicos), que se
perpetúan en el tiempo por la influencia de indicios ambientales (Luciano y
Wilson, 2002; Pérez, 1995). De acuerdo con ello, la terapia intentaría conocer y
revertir el contexto social-verbal que ampara los problemas del sujeto,
desenmascarando sus emociones y reglas autodestructivas a partir del uso de
metáforas y ejercicios de cambio de planteamiento (Paul, Marx y Orsillo, 1999).
3. Una nueva perspectiva psicopatológica, que considera que muchos trastornos
tienen como raíz procesos psicológicos de evitación experiencial (a menudo de
experiencias aversivas derivadas de procesos «anómicos» de conflicto
aspiraciones-medios para su logro).
4. Una innovación terapéutica, que comporta el intento de ayudar a la persona a
adoptar una nueva perspectiva «orientada a los valores» (Luciano y Wilson, 2002),
de manera que sea capaz de discernir, en relación con su propio trastorno, aquellas
situaciones en que es posible y conveniente cambiar de aquellas otras en que la
mejor opción es la aceptación de la situación. Dicha aceptación puede comportar
el que deba experimentar recuerdos, estados, sensaciones o pensamientos
desagradables sin propiciar conductas de escape.

Se considera que los diversos trastornos psicológicos (tal y como se categorizan en el


DSM o la CIE) compartirían un elemento común (Luciano, 2016): serían formas
distintas de evitación experiencial de sensaciones o conductas molestas o aversivas, que
se consolidarían mediante reforzamiento negativo y acabarían resultando limitantes y
problemáticas para el individuo. Dicho de otro modo, los diferentes trastornos serían una
forma de inflexibilidad psicológica que impide al sujeto abordar saludablemente su
propia vida (García-Montes y Pérez-Álvarez, 2016; Luciano, 2016).
Por ello, se espera que, como resultado de la terapia de aceptación y compromiso, el
individuo aprenda a ser más consciente de su momento presente, y, de ese modo, se
favorezca su capacidad de confrontar sus estados privados, reconocer mejor sus propios
valores y conducir su comportamiento en coherencia con ese mayor conocimiento propio
(Dafoe y Stermac, 2013). Ello supone, en definitiva, ayudar al individuo a gestionar una
mayor flexibilidad psicológica, o «habilidad para reaccionar a los pensamientos,
sensaciones, acciones, y tener la oportunidad de actuar hacia metas con sentido
personal» (Luciano, 2016, p. 11).
En síntesis, la ACT realza, como planteamiento central, «lo que es importante para la
persona», ayudando al individuo a aceptar «los eventos privados que están en el camino
que el cliente elige para su vida como un compromiso elegido con la vida y, por tanto,
un compromiso con lo que esta lleve consigo en términos de los eventos privados según

266
su historia personal» (Wilson y Luciano, 2007, pp. 97-98). Para ello, los elementos
nucleares de la intervención terapéutica serían los cuatro siguientes (Wilson y Luciano,
2007): a) clarificación de valores; b) exposición, dirigida a que el individuo recupere el
contacto con las barreras o eventos privados temidos; c) desactivación de funciones y
distanciamiento, reduciendo el dominio del lenguaje que levanta barreras frente al
individuo, y d) fortalecimiento de los valores y opciones vitales de la persona.
La intervención mediante ACT se efectuaría mediante las siguientes fases y
estrategias (García Montes y Pérez, 2016; Pérez, 2013):

1. Generación en el sujeto de un estado de desesperanza creadora, que le haga caer


en la cuenta de la inutilidad de sus anteriores estrategias para controlar su
problema y de la necesidad de buscar nuevos caminos.
2. Ayuda al individuo para que comprenda que en buena medida el intento de
controlar el problema es en esencia el problema en sí (García-Montes y Pérez-
Álvarez, 2016; Luciano, 2016); es decir, sus intentos reiterados e ineficaces de
resolución favorecen la aparición de lo que intenta evitar (por ejemplo,
experimentar determinada emoción).
3. De-fusión cognitiva: o ayudar al paciente a deslindar la diferencia que existe entre
la persona (presentada mediante la metáfora de «la casa», que difícilmente puede
modificarse) y sus pensamientos, sentimientos y conductas («los muebles», que sí
que pueden cambiarse).
4. Establecimiento de objetivos de cambio y mejora, ayudando a la persona a definir
un sentido flexible de sí misma.
5. Determinación de valores que le permitan clarificar y orientar mejor su conducta.
6. Voluntad y compromiso para el cambio.

La ACT se ha aplicado, con una duración variable de entre cuatro y varias docenas de
sesiones, a múltiples problemas, tales como desórdenes psicóticos, trastornos mentales
crónicos, estrés laboral, ansiedad, depresión, trastornos alimentarios, abuso de drogas y
alcohol, conflictos maritales, dolor crónico, cáncer y otros problemas médicos (Dafoe y
Stermac, 2013; Hayes, 2002; García-Montes y Pérez, 2016; Luciano, 2001a; Luciano y
Gutiérrez Martínez, 2001; Luciano, Visdómine, Gutiérrez y Montesinos, 2001;
Montesinos, Hernández y Luciano, 2001; Ruiz, 2010; Salgado, 2016; Zaldívar, Cangas y
Luciano, 1998).
También se han efectuado aplicaciones con delincuentes. Por ejemplo, en una
intervención mediante terapia ACT (de ocho sesiones grupales) desarrollada en Irán con
treinta delincuentes juveniles institucionalizados, se logró una reducción significativa de
diversos indicadores de agresión (física, verbal, ira y hostilidad), en comparación con los
resultados obtenidos por un grupo de control análogo que no recibió tratamiento
(Mohammadi, Farhoudian, Shoaee, Jalul y Dolatshahi, 2015).
En España, en un estudio de Villagrá y González (2013), realizado en la prisión de

267
Villabona (Asturias), se asignó a 31 mujeres con problemas de drogadicción o bien a un
grupo de terapia de aceptación y compromiso (n = 18) o bien a un grupo de control de
lista de espera (n = 13). La intervención mediante ACT incluyó 16 sesiones semanales
de noventa minutos, desarrolladas en grupos reducidos de cuatro participantes, a partir
de una adaptación del protocolo de intervención descrito por Wilson y Luciano (2002),
incluyendo entre otras las siguientes actuaciones: contacto terapéutico con los
participantes, análisis funcional, esperanza creativa, clarificación de valores, desarrollo
del compromiso, ejercicios de aceptación, y un ingrediente de análisis del control como
problema y sus alternativas. El grupo de intervención ACT logró un 43,8 por 100 de
abstinencia del consumo de drogas, frente a un 18,2 por 100 logrado por el grupo de
control o no tratado.

8.6.3. Terapia de conducta dialéctica

La terapia de conducta dialéctica pone énfasis en las dificultades de regulación del


individuo relacionadas con experiencias tempranas y ambientes devaluadores que
pueden haberle llevado a una excesiva sensibilidad y reactividad ante los estímulos
emocionales (Dafoe y Stermac, 2013). Las primeras aplicaciones de esta terapia tuvieron
lugar con pacientes que habían tenido intentos suicidas y tenían diagnósticos de trastorno
límite de la personalidad (Soler, Elices y Carmona, 2016). En el desarrollo de esta
terapia suele incluirse también un ingrediente de mindfulness, técnica a la que se hará
más amplia referencia a continuación.
La terapia de conducta dialéctica combina el tratamiento cognitivo conductual clásico
—orientado al cambio de conducta y la mejora de habilidades— con los principios de
aceptación de la filosofía Zen. Intenta promover que el individuo manifieste sus
emociones, pensamientos y comportamientos, de manera que estos puedan ser
observados y evaluados (Linehan, 1993a, 1993b; Pérez, 1995).
La intervención terapéutica tiene tres ejes principales: 1) favorecer el cambio, pero en
un contexto de aceptación; 2) contraposición entre estabilidad y flexibilidad, y 3)
equilibrio entre brindar apoyo al sujeto y al mismo tiempo confrontar sus problemas y
contradicciones. Para ello se utilizan técnicas de entrenamiento en solución de
problemas, entrenamiento en regulación de emociones y autocontrol.
Una de las aplicaciones en la que se han obtenido mejores resultados, lo que lleva a
considerar esta técnica como empíricamente avalada, es el trastorno límite de la
personalidad, trastorno que constituyó, tal y como se ha mencionado, uno de sus
objetivos terapéuticos originarios (Egan, 2013; Nathan et al., 2005; McMurran, 2001b;
Quiroga y Errasti, 2001; Stoffers et al., 2012); y que por sus características de descontrol
emocional y conductual puede presentar relación frecuente con comportamientos
antisociales y delictivos.

268
8.6.4. Mindfulness o atención-y-conciencia plenas

El término inglés mindfulness podría ser traducido mediante la expresión atención-y-


conciencia plenas: es decir, el propósito terapéutico de focalizar la atención de manera
proactiva y consciente al momento presente (Vallejo, 2006, 2016). Mediante mindfulness
se entrena a un sujeto para ser capaz de observar y describir su cuerpo, lo que
experimenta y siente en cada situación, sin efectuar valoraciones al respecto.
Al igual que otras técnicas contextuales comentadas en este epígrafe, la técnica
mindfulness también guarda relación con la filosofía y procedimientos orientales de
meditación, y, en particular, con la idea del budismo Zen de vivir el presente. Entre sus
elementos más relevantes y novedosos estarían los siguiente (Vallejo, 2006):

a) Centrarse en el momento actual, algo ya propio del análisis funcional de la


conducta, pero que aquí quiere también significar el dirigir la atención a la
experimentación plena de aquello que a uno le sucede, sin pretender su control.
b) Apertura a la experiencia y los hechos, priorizando sus dimensiones estimulares y
emocionales (y no su interpretación), evitando que lo verbal y tendente a la
clasificación y estandarización de toda experiencia sustituya a la vivencia genuina
de cada momento.
c) Aceptación radical de lo que se experimenta, tanto de lo positivo como de lo
negativo, del bienestar y del malestar, sin valorarlo ni rechazarlo, ya que todas las
experiencias son naturales y normales.
d) Elección de las experiencias que serán objeto de mindfulness, en función de los
valores y propósitos de cada persona.
e) Control indirecto (y no directo) de los posibles problemas y dificultades del
individuo (malestar, tristeza, miedo, ira...), que pueda resultar precisamente de la
experimentación abierta de aquellas vivencias en que puedan producirse tales
problemas.

De forma más sintética se ha propuesto que la técnica de mindfulness tiene dos


componentes principales: a) la regulación de la atención y su enfoque a la experiencia
inmediata de los propios pensamientos, sentimientos y sensaciones; y b) la promoción de
la curiosidad y la aceptación de la propia experiencia en el momento actual, evitando
consideraciones valorativas (Bishop et al., 2004).
Para la práctica del mindfulness se han utilizado procedimientos de meditación,
relajación, ejercicios de respiración y entrenamiento para la percepción de sensaciones
corporales (Vallejo, 2006). Se considera que la experimentación mediante mindfulness
de «sensaciones y emociones, dejando que ellas actúen de modo natural» facilitaría que
«determinadas actividades (emociones, cambios fisiológicos, etcétera) que operan de
forma autógena (SNA) se regulen de acuerdo con sus propios sistemas naturales de
autorregulación» (p. 95).

269
A su vez, el mindfulness se ha incorporado también como un ingrediente terapéutico
relevante a otras terapias contextuales presentadas en este apartado, como la terapia de
conducta dialéctica y la terapia de aceptación y compromiso (Vallejo, 2006). Entre las
principales intervenciones clínicas mediante mindfulness se encuentran aquellas
patologías y trastornos relacionados con una excesiva activación fisiológico-emocional,
como problemas de ansiedad y dolor crónico.
También se han efectuado aplicaciones específicas del mindfulness en el campo de la
delincuencia. En una revisión a este respecto (Dafoe y Stermac, 2013) se encontraron
aplicaciones de la técnica mindfulness o de variantes de ella en los ámbitos de la mejora
de las habilidades de autorregulación, tratamiento de adicciones, delincuentes con
trastornos mentales, incluida la psicosis, y como tratamiento genérico en el contexto
penitenciario. Es decir, se ha considerado que la terapia mindfulness podría ser de
utilidad general en las prisiones (Dafoe y Stermac, 2013), y en concreto para reducir los
estados negativos y aversivos de los encarcelados, mejorar sus factores de riesgo
dinámicos o de necesidad criminógena, y también para disminuir su reincidencia. En este
marco penitenciario se han empleado tres tipos principales de meditación mindfulness:

a) Meditación vipassana, ampliamente utilizada en prisiones de India, Israel,


Mongolia, Nueva Zelanda, Taiwán, Tailandia, Reino Unido y Estados Unidos. El
término Vipassana significa insight o «caer en la cuenta de algo»; este tipo de
meditación tiene su fundamento en el budismo, donde tradicionalmente ha
consistido en un retiro de diez días durante el cual los sujetos meditan diez o más
horas diarias en pleno silencio, atendiendo a la observación de las sensaciones
físicas que tienen lugar en cada parte del propio cuerpo.
b) Meditación trascendental, que se orienta a promover una atención consciente de
los participantes mediante el recitado continuado, durante una práctica aproximada
de entre 15 y 20 minutos diarios, de un mantra.
c) Mindfulness para la reducción del estrés (Mindfulness Based Stress Reduction,
MBSR), que es la técnica originariamente definida por Jon Kabat-Zinn, iniciador
de la técnica mindfulness. Suele desarrollarse durante unas ocho sesiones
semanales de dos horas, y sus tres componentes principales son la adquisición de
consciencia de la respiración a partir de meditación en posición sentada, el
«escaneo» del propio cuerpo para identificar las sensaciones físicas, y la adopción
de posturas de yoga.

La expectativa es que la aplicación de las técnicas de mindfulness en las prisiones


produzca beneficios psicológicos en tres direcciones: 1) mejora global del bienestar y el
optimismo psicológicos, 2) disminución de los posibles estados emocionales negativos
(ansiedad, conductas obsesivo-compulsivas...), y 3) reducción del consumo de sustancias
tóxicas. Algunos estudios también han vinculado la aplicación penitenciaria de
mindfulness con una reducción del riesgo de reincidencia futura.

270
Por ejemplo, en una intervención denominada «Meditación en las plantas de los pies»
(Meditation on the Soles of the Feet) se entrenó a seis delincuentes con retraso mental en
una sencilla técnica de meditación consistente en dirigir su atención a los precursores de
la agresión que se manifestaban en las plantas de sus pies (Singh et al., 2008). Este
sencillo procedimiento terapéutico produjo un decremento sustancial de sus agresiones
tanto verbales como físicas.
Una integración de procedimientos terapéuticos correspondientes a las técnicas
contextuales o de tercera generación se aplicó con éxito para el tratamiento en la
comunidad de la impulsividad mostrada por un sujeto con problemas adictivos graves
(López Hernández-Ardieta, 2013). Se trataba de un varón de 40 años con una prolongada
historia de adicción a heroína y cocaína, que solía comportarse de forma violenta e
intimidatoria en sus interacciones habituales. El análisis funcional del caso permitió
identificar las siguientes relaciones funcionales: ciertas situaciones sociales estimulaban
en el sujeto eventos privados aversivos (como deseo de consumir, vergüenza o rabia) que
operaban como estímulos discriminativos para comportamientos de consumo de drogas,
aislamiento y agresión (cuya funcionalidad era la evitación de los eventos privados
aversivos).
El tratamiento aplicado en este caso tuvo una duración de dos años y se dirigió a
modificar la relación funcional entre las sensaciones de malestar experimentadas por el
sujeto y sus conductas problemáticas. En las sesiones terapéuticas se utilizaron
metáforas, ejercicios experienciales y role-playing, y se planificaron exposiciones en
vivo en su vida cotidiana, a la vez que se dieron orientaciones terapéuticas a los
educadores del piso en el que vivía el sujeto. Además de la terapia psicológica, la
intervención también incluyó visitas periódicas con el médico y el trabajador social del
centro terapéutico. Como resultado de todo ello se documentó una mejoría sustancial del
sujeto en aspectos como control de la impulsividad y la agresividad previos, abstinencia
del consumo de heroína y cocaína, resolución de algún conflicto legal pendiente, inicio
de una relación de pareja y trabajo estable.
Las técnicas de mindfulness se han aplicado también como terapias de prevención de
recaídas tanto en adictos como en delincuentes. Bowen, Chawla y Marlatt (2010)
propusieron una terapia denominada Mindfulness-Based Relapse Prevention (MBRP)
cuyos objetivos principales son los siguientes: 1) desarrollar en los sujetos tratados
conciencia acerca de sus disparadores personales hacia una posible recaída, aprendiendo
a interrumpir sus reacciones de recaída automatizadas; 2) cambiar su relación con las
situaciones de malestar emocional o físico, aprendiendo a responder a ellas de forma más
hábil; 3) aprender a evitar la autocrítica constante y a ser más compasivo con uno mismo
y con las propias experiencias, y 4) desarrollar un estilo de vida que promueva la
conciencia plena sobre el presente y, a la postre, la mejora del propio problema y una
resolución del mismo más definitiva.
En un estudio realizado en Washington (Witkiewitz et al., 2014) con una muestra

271
total de 105 mujeres encarceladas en un centro de tratamiento de adicciones, se contrastó
la eficacia de un programa de mindfulness (aplicado a 55 mujeres) con la eficacia de una
intervención clásica de prevención de recaídas (aplicada a 50 mujeres). La asignación de
las diversas participantes a ambos grupos se realizó al azar). En el programa de
mindfulness se incluyeron ingredientes de meditación, yoga, ejercicio físico, tareas fuera
de la terapia y entrenamientos para el desarrollo de habilidades, en contraste con las
técnicas estándar del programa de prevención de recaídas (orientadas esencialmente a
entrenar a las mujeres en anticipación y control de factores de riesgo, mediante la
enseñanza de habilidades de resolución de problemas, establecimiento de objetivos,
rechazo del consumo de alcohol y apoyo social). En ambos casos las mujeres recibieron
una intervención de intensidad análoga, consistente en varias sesiones iniciales de
preparación, más dos sesiones semanales de 50 minutos de intervención específica
(mediante mindfulness o bien prevención de recaídas) durante ocho semanas. Las
mujeres tratadas mediante mindfulness tuvieron un porcentaje de recaída en el consumo
de drogas del 1,8 por 100, frente a un 10 por 100 observado en las participantes en el
tratamiento de prevención de recaídas más clásico.

RESUMEN

Según se ha visto, el tratamiento puede cambiar aspectos personales relevantes de los


delincuentes con el objetivo de reducir su riesgo delictivo futuro. Sin embargo, la
experiencia indica que dichos cambios no siempre son definitivos, sino que a menudo se
producen retornos «imprevistos» a la actividad delictiva, o recaídas en el delito. Es más
probable que ello suceda cuando el sujeto entra en contacto con sus ambientes naturales
(familia, barrio, amigos...), y se expone de nuevo a los factores de riesgo situacionales
que puede haber en ellos. Así, uno de los grandes objetivos actuales del tratamiento con
delincuentes es promover la generalización de los logros terapéuticos obtenidos en la
terapia a los contextos habituales de los sujetos, a la vez que facilitar el mantenimiento
de dichas mejoras a lo largo del tiempo.
Con los anteriores propósitos se han concebido y aplicado dos grandes tipos de
técnicas. Las técnicas de «generalización y mantenimiento», clásicas en terapia de
conducta, tienen como objetivo la transferencia proactiva de las nuevas competencias
adquiridas por los delincuentes durante el programa de tratamiento. Para ello emplean
estrategias como las siguientes: programas de refuerzo intermitentes (en lugar de
continuos), entrenamiento amplio de habilidades por diversas personas y en múltiples
lugares, inclusión en el entrenamiento de personas cercanas al sujeto (que luego estarán
en sus ambientes naturales), uso de consecuencias y gratificaciones habituales en los
contextos del individuo (más que artificiales), y control estimular y autocontrol.
Una técnica más reciente y específica es la de «prevención de recaídas», que comenzó
siendo diseñada para el campo de las adicciones y después se trasladó al del tratamiento

272
de los delincuentes. Su estructura general incluye los siguientes entrenamientos: a)
detección de situaciones de riesgo de recaída en el delito; b) prevención de decisiones
aparentemente irrelevantes que, pese a parecer inocuas, pueden poner al individuo en
mayor riesgo, y c) entrenamiento para la adopción de respuestas de afrontamiento
adaptativas. Desde el ámbito del tratamiento de la agresión sexual se ha incorporado a la
prevención de recaídas el concepto de «cadena cognitivo-conductual», en la que diversos
eventos (o eslabones) conductuales y cognitivos interaccionan entre ellos y son
interpretados por el individuo (de modo distorsionado) como un ascenso irremediable
hacia la recaída en el delito.
En la actualidad se destaca el papel decisivo que debe jugar la comunidad social en la
prevención de las recaídas en el delito. En concreto, se considera importante que al
efecto se creen servicios específicos de ayuda y prevención de recaídas para
maltratadores, agresores sexuales y delincuentes violentos en general. También que se
incorporen a los programas de tratamiento factores protectores naturales, como puedan
ser personas relevantes para el sujeto tales como su pareja u otros familiares así como
personas significativas de sus contextos educativos y laborales. Asimismo, que se
atienda en la planificación de los tratamientos a las características de la comunidad (por
ejemplo, los barrios) a los que han de volver los delincuentes, con tal de prevenir
especialmente los factores de riesgo que allí puedan existir (concentración de pobreza,
desempleo, tráfico y consumo de drogas, etcétera). Ello se ha ejemplificado mediante la
presentación esquemática de algunos programas de los servicios correccionales
canadienses enfocados al mantenimiento de habilidades cognitivas, al manejo de las
emociones y de la ira, y a la integración comunitaria, así como del más reciente
programa Círculos de apoyo y responsabilidad, con el que se pretende favorecer la
resocialización de exdelincuentes sexuales excarcelados.
También se ha prestado atención a la cuestión del desistimiento del delito y a la
necesidad de que las sociedades promuevan la reaceptación de los delincuentes en la
vida social (familiar, laboral, de ocio, etcétera). Esta idea se ha presentado mediante el
mito del escultor griego Pigmalión, quien amando a una hermosa estatua y teniendo fe
en ella logró conferirle vida y obtener su amor. Los delincuentes, cuando son
condenados por la justicia (como resultado, a menudo, de graves delitos), son
inevitablemente etiquetados y estigmatizados, y ello con toda seguridad tiene efectos
perniciosos sobre su vida presente y sobre sus posibilidades futuras. En un paralelismo
inverso con lo anterior, la reinserción social de los delincuentes probablemente también
requiera un proceso final de «des-etiquetamiento», que formalice su vuelta a la
comunidad social y reinstaure su consideración como no-delincuentes. Evidentemente,
no solo es necesario confiar en su reinserción, sino prepararla antes de manera activa
mediante los adecuados tratamientos, que son el objetivo principal de este libro.
Durante los últimos años se han desarrollado nuevas terapias psicológicas, aunadas
bajo la denominación de terapias contextuales, cuyo objetivo es revitalizar en el

273
tratamiento el análisis funcional del comportamiento frente al predominio de lo
«cognitivo». Dichas terapias reafirman el control ambiental de la conducta y consideran
que los trastornos y problemas psicológicos no serían tanto el resultado de ciertos
contenidos cognitivos (por ejemplo, que justifican determinados delitos) como de las
relaciones funcionales que se han establecido entre dichos contenidos y el
comportamiento explícito del individuo. Así, se considera que el lenguaje-pensamiento
del sujeto, que media las relaciones funcionales cognición-conducta, no deja de ser sino
un comportamiento más, y por ello también debe ser objetivo de la intervención. La
relación terapeuta-usuario se interpreta como una muestra significativa de las
interacciones cotidianas del individuo; de ahí que los cambios y mejoras que puedan
producirse en el marco de la terapia también resultarán beneficiosos para su vida real.

NOTAS
1 Este problema fue ampliamente observado y analizado en los estudios básicos de aprendizaje, en los cuales
claramente se diferenciaba entre la fase de enseñanza de nuevos comportamientos e inhibición de otros, y la fase
de mantenimiento de dichos logros. Dos conceptos de la psicología del aprendizaje especialmente relevantes para
el mantenimiento de la conducta a lo largo del tiempo son los de programas de reforzamiento y encadenamiento
de conducta, a los que ya se ha hecho referencia.

274
III. Tratamientos en instituciones
y efectividad general

275
9
Intervenciones educativas y terapéuticas con
jóvenes infractores

Este capítulo se abre con una breve descripción de la delincuencia juvenil y de los principales
riesgos personales, sociales y ambientales que pueden favorecerla. Se analiza la transición desde
la delincuencia juvenil a la adulta y diversas explicaciones teóricas a este respecto. Se razona
también cómo los factores de riesgo pueden confluir y potenciarse recíprocamente entre ellos,
promoviendo el inicio y mantenimiento de las carreras delictivas. Se reflexiona, asimismo, sobre la
delincuencia femenina y las influencias negativas susceptibles de afectar en mayor grado a las
mujeres. Posteriormente se presta atención a diversas intervenciones tempranas con niños y
jóvenes, de cariz escolar, familiar y comunitario, haciendo especial referencia a la Terapia
multisistémica, uno de los métodos de intervención psicoeducativa que ha mostrado mayor solidez
para prevenir el desarrollo en los jóvenes de carreras delictivas futuras. Se debate la cuestión de la
edad penal y se presentan diversas intervenciones desarrolladas en España en el ámbito de la
justicia juvenil, cerrándose el capítulo con una reflexión final acerca del castigo y la educación de los
menores infractores.

«Hay tres cosas que no logro comprender y una cuarta que ignoro por completo: el vuelo del águila en el
cielo, el camino de la culebra sobre las piedras, el rumbo de los barcos en el mar y los actos del hombre en su
adolescencia.»

LA BIBLIA, Proverbios.

9.1. LA DELINCUENCIA DE LOS MENORES

La delincuencia juvenil constituye un problema de máxima preocupación en todas las


sociedades, y seguramente por ello es uno de los ámbitos delictivos en que se realizan
más estudios, se adoptan más iniciativas legales y se proponen más intervenciones
preventivas.
Entre los métodos existentes para conocer la magnitud de la delincuencia juvenil se
encuentran los estudios de autoinforme, como el desarrollado en España en 2006 con
jóvenes de 14 a 18 años en el que se evaluó a 3.077 menores tanto varones como mujeres
(Fernández Molina, Bartolomé, Rechea y Megías, 2009; Rechea, 2008). Según este
estudio, la edad más habitual en que los jóvenes cometen su primera infracción legal es
13 años, aumentando después la frecuencia infractora hasta la edad de 17 años, y siendo
las infracciones más preponderantes las siguientes: bajar música ilegalmente mediante
Internet (66 por 100 de la muestra evaluada), consumir bebidas alcohólicas siendo
menores de edad (63 por 100), haberse emborrachado (41 por 100), consumir cannabis

276
(28 por 100) y participar en peleas (22 por 100). En cambio, menos de un 5 por 100 de
los menores afirmaron cometer otras conductas infractoras más graves, como participar
en peleas, robo en tiendas, delitos contra la propiedad en general, vandalismo, violencia
contra las personas, o consumo y venta de drogas.
En el estudio de Rechea (2008), así como en un estudio de autoinforme anterior de
Rechea, Barberet, Montañés y Arroyo (1995), el porcentaje de chicas infractoras fue
inferior al de varones en todos los comportamientos ilícitos y antisociales analizados:
participar en peleas, violencia contra las personas, vandalismo, consumo y venta de
drogas, y delitos contra la propiedad; con la excepción del consumo de alcohol y
cannabis y del robo en tiendas, infracciones cometidas en mayor proporción por las
chicas.
En estudios internacionales de autoinforme juvenil se han obtenido datos análogos o
superiores a los resultados españoles referidos. Por ejemplo, en una muestra de 1.603
estudiantes daneses de educación superior, varones y mujeres, con una edad promedio
próxima a 20 años, se evidenció que el 98 por 100 había participado anualmente en
alguna infracción, generalmente no grave (consumo de alcohol u otras drogas, fugas del
hogar, peleas...) (Gudjonsson, Einarsson, Bragason y Sigurdsson, 2006).
En una muestra de 489 adolescentes italianos de 12 a 18 años se han obtenido, a partir
de la aplicación también del International Self Report Delinquency Study, los siguientes
resultados (Columbu, Redondo y Vargiu, 2016):

— Casi la totalidad de los jóvenes habían realizado alguna conducta antisocial o


infractora (generalmente leve) en algún momento de su vida, y un 39,6 por 100
alguna infracción de mayor gravedad: consumir drogas blandas (18,8 por 100),
actos vandálicos (11 por 100), robo en un centro comercial (9,8 por 100), piratería
informática (7,1 por 100), portar un arma como una navaja o un palo (12,4 por
100) o participar en peleas (24,3 por 100).
— Fueron más infrecuentes las conductas delictivas graves, todas las cuales
presentaron prevalencias por debajo del 3,5 por 100: forzar la entrada a un edificio
para robar, sustraer un vehículo, efectuar un tirón de bolso, amenazar a otra
persona con una navaja para conseguir dinero, herir a alguien o vender drogas.
— Los varones habían participado en mayor grado (el doble o el triple) en todo tipo
de delitos, especialmente en los más graves.
— La incidencia y gravedad delictivas aumentaron con la edad (entre los 12 y los 17
años).

Por lo que se refiere a datos oficiales sobre las infracciones de los menores en España,
durante el año 2015 se efectuaron un total de 18.134 detenciones de jóvenes (en 2014
habían sido 19.777), de las cuales un 61,1 por 100 correspondieron a delitos contra la
propiedad y un 27,6 por 100 a delitos contras las personas o la libertad. Las detenciones
de jóvenes suponen el 5,19 por 100 del total de las 330.825 detenciones producidas en

277
España en 2015. Por lo que se refiere a los delitos más graves contra las personas,
anualmente se detiene a algo más de doscientos jóvenes en relación con delitos de
homicidio (un 0,5 por 100 del total de las detenciones de jóvenes) y a casi tres mil por
delitos de lesión (un 6,5 por 100 del total de las detenciones).
Por otro lado, y con carácter más amplio, en la tabla 9.1 se muestran las principales
infracciones penales por las que son condenados los menores en España (según datos de
2015).

TABLA 9.1
Principales infracciones penales por las que fueron condenados los menores en 2015

Menores condenados

Total delitos 15.779 % de los


delitos

Homicidios 51 0,32

Lesiones 2.281 14,45

Delitos sexuales 255 1,61

Contra la libertad (detenciones ilegales, amenazas, coacciones) 859 5,44

Delitos de tortura y contra la integridad moral 1.743 11,04

Robos 5.482 34,74

Sustracción de vehículos 346 2,19

Hurtos 996 6,31

Daños 576 3,65

Contra el orden público (atentados contra la autoridad, desórdenes públicos, 756 4,79
tenencia de armas)

Allanamiento de morada 75 0,47

Contra la salud pública (tráfico de drogas) 234 1,48

Contra la seguridad vial 1.004 6,36

Resto 1.121 7,10

Total faltas 8.226 % de las


faltas

Contra las personas 4.840 58,83

278
Contra el patrimonio 3.231 39,27

Contra el orden público 147 1,78

Contra los intereses generales 8 0,09

TOTAL INFRACCIONES 24.005 100 por 100

FUENTE: INE, http://www.ine.es/inebmenu/indice.htm.


Como puede verse, la mayor representación delictiva de los jóvenes se produce en
delitos contra la propiedad, tales como robos, sustracción de vehículos, hurtos y daños,
que globalmente suponen el 46,89 por 100 de todas las condenas de menores; mientras
que es más reducida su participación en delitos graves contra las personas, como lesiones
(un 14,45 por 100 de los delitos juveniles), homicidios o delitos sexuales. También es
relevante el porcentaje de participación en delitos contra la seguridad vial (que
representan un 6,36 por 100 del conjunto) y contra el orden público (un 4,79 por 100 del
total). En cambio, en las faltas o infracciones de menor gravedad existe una
preponderancia de los menores en faltas contra las personas (58,83 por 100), seguidas de
aquellas contra el patrimonio (39,27 por 100). Por su parte, los delitos sexuales
corresponden a una mínima proporción de la delincuencia tanto en autores jóvenes como
adultos. En 2015, 255 menores fueron condenados por un delito contra la libertad e
indemnidad sexual (de todos ellos, 103 por agresiones sexuales y 93 por abusos
sexuales).
Por último, en la tabla 9.2 se compara el número de chicas y varones condenados en
2015 en el intervalo de edades de 14 a 17 años (que corresponde al rango de edad de
responsabilidad penal juvenil).

TABLA 9.2
Menores condenados según edades y sexo en 2015

Edad Mujeres Varones Total

14 562 1.878 2.440

15 712 2.494 3.206

16 786 3.143 3.929

17 780 3.626 4.406

Total 2.840 11.141 13.981

FUENTE: INE, http://www.ine.es/inebmenu/indice.htm.


Nuevamente se constata, ahora a partir de datos oficiales, una superior participación

279
delictiva de los varones, comportando el 83,6 por 100 de todos los menores condenados
por delito (frente a un 16,4 por 100 correspondiente a las chicas, proporción que, como
puede verse, además se va reduciendo con la edad).

9.2. RIESGOS PERSONALES, SOCIALES Y AMBIENTALES

Los actuales modelos de rehabilitación de infractores y delincuentes juveniles toman


en cuenta principalmente la investigación sobre los factores de riesgo asociados al
comportamiento antisocial, con la finalidad de revertir o amortiguar sus efectos
negativos (Bergman, 2009; Bergman y Andershed, 2009; Farrington, Ttofi y Coid, 2009;
Lee, Beaver y Wright, 2009). Como ya se vio, los factores de riesgo son aquellas
características de los sujetos o circunstancias de su vida que hacen más probable su
implicación en actividades delictivas, mientras que los factores de protección son
aquellos otros elementos favorables que disminuyen dicha probabilidad (Bock, 2000;
Born, 2002; Eisner, Ribeaud, Jünger y Meider, 2007; Haas y Killias, 2003; Hoge et al.,
2015; Zara y Farrington, 2009).
Siguiendo lo propuesto en el Modelo del triple riesgo delictivo (TRD), los factores de
riesgo pueden clasificarse en tres categorías o fuentes, que también han mostrado validez
empírica en el ámbito juvenil: riesgos personales, carencias en el apoyo prosocial
recibido y exposición a oportunidades delictivas (Martínez-Catena y Redondo, 2013;
Redondo, 2008, 2015). En las tres tablas que siguen se recogen los principales factores
de riesgo de cada una de estas categorías.
En primer lugar, la tabla 9.3 incluye los correlatos personales de riesgo para la
conducta infractora y antisocial que han sido empíricamente confirmados, organizados
en cinco modalidades de factores personales (Redondo, 2015; Redondo et al., 2011). Los
correlatos relativos a la genética y la constitución individual incluyen diversos elementos
biológicos que, como el hecho de ser varón o ciertas disfunciones neuroendocrinas, han
mostrado una asociación repetida con la mayor probabilidad de conducta antisocial
infantil y juvenil (Piquero y Brame, 2008; Romero, Sobral y Luengo, 1999). En el
apartado de factores de personalidad se consignan diversas características individuales
(dureza emocional, impulsividad, tendencia al riesgo, etcétera) frecuentemente presentes
en muchos jóvenes delincuentes (Caprara, Paciello, Gerbino y Cugini, 2007; Centre de
Estudis Jurídics i Formació Especialitzada, 2012a, 2012b; Donker, Smeenk, van de Laan
y Verhulst, 2003; Herrero, Ordóñez, Salas y Colom, 2002; Jolliffe y Farrington, 2009;
Laubacher et al., 2013; Luengo, Carrillo de la Peña, Otero y Romero, 1994; Paciello,
Frida, Tramontano, Lupinetti y Caprara, 2008; Rodríguez, Martínez, Paíno, Hernández e
Hinojal, 2002; Saar, 2003). La categoría conducta recoge distintas medidas de
comportamiento (algunas de ellas en sí mismas conductas antisociales) que igualmente
correlacionan con la mayor probabilidad de comisión de delitos (Albretcht y Grundies,
2009; Kazemian y Farrington, 2006; Kokko y Pulkkinen, 2000; Kyvsgaard, 2003;

280
Pitkänen, Lyyra y Pulkkinen, 2005; Stouthamer-Loeber, Loeber, Stallings y Lacourse,
2008). En el grupo denominado cognición-emoción se incluyen aspectos relacionados
con modos de pensar y de sentir que son frecuentes en infractores persistentes y
propensos a recurrir a la violencia en sus interacciones (Garrido, Herrero y Massip,
2002; Kazemian, Farrington y Le Blanc, 2009). Mientras que, por último, el grupo
inteligencia y habilidades de aprendizaje incluye déficits intelectivos y de adquisición
de conocimientos y pautas de conducta, factores que, asimismo, son muy habituales en
jóvenes que infringen las normas de convivencia.

TABLA 9.3
Correlatos personales de riesgo para la conducta antisocial

Correlatos con amplia


Definición
confirmación empírica

Genética/constitución

Ser varón. Sexo masculino y características neuroendocrinas y psicofisiológicas que le


son propias.

Genéticos, constitucionales y Características biológicas y hereditarias (alto nivel de testosterona, bajo nivel
complicaciones pre y de serotonina, baja tasa cardíaca, lesiones craneales, mayor actividad de las
perinatales. ondas cerebrales lentas, baja activación del sistema nervioso autónomo, baja
actividad del lóbulo frontal o respuesta psicogalbánica reducida).
Problemas relacionados con el embarazo y el parto susceptibles de generar
problemas en el desarrollo del feto (consumo por la madre de tabaco y
alcohol, complicaciones en el parto con posibles daños neurológicos en el
feto, bajo peso al nacer, etcétera).

Personalidad

Propensión al aburrimiento. Frecuentes sentimientos de insatisfacción y monotonía sobre el propio


ambiente.

Dureza emocional. Insensibilidad e indiferencia acerca del sufrimiento de los otros.

Extraversión. Tendencia a ser muy espontáneo y a pasar mucho tiempo con otros.

Psicoticismo. Tendencia a la agresividad interpersonal.

Hostilidad e irritabilidad. Propensión a responder de manera iracunda.

Impulsividad. Tendencia a actuar de manera inmediata sin prestar atención a las


consecuencias.

Mentir y engañar. Tendencia a utilizar el engaño con habitualidad.

Falta de confiabilidad. Tendencia a incumplir con lo prometido o lo que sería socialmente esperable.

281
Búsqueda de nuevas Tendencia a buscar experiencias y sensaciones inusuales para paliar el propio
experiencias y sensaciones aburrimiento.
(asociado a impulsividad),
incluida la precocidad y la
promiscuidad sexual.

Personalidad

Tendencia al riesgo. Propensión a exponerse a daños personales (incluso graves) para la


obtención de beneficios.

Problemas de atención e Dificultad para prestar atención continuada a tareas o actividades. Dificultad
hiperactividad. para estar quieto y concentrado.

Egocentrismo. Exaltación de la propia persona, hasta considerarse a uno mismo centro


exclusivo de atención y de todas las actividades desarrolladas a su alrededor.

Baja tolerancia a la Incapacidad de aceptar con cierta normalidad situaciones hostiles o negativas
frustración/ira. y de actuar en ellas de modo ajustado.

Trastorno de estrés Conjunto de síntomas psicopatológicos cuya aparición se asocia a la vivencia


postraumático. de un suceso traumático.

Esquizofrenia. Trastorno mental caracterizado por la presencia de alucinaciones y delirios.

Tendencias suicidas. Propensión hacia un estado de ánimo deprimido, con pensamientos


recurrentes o intentos de suicidio.

Conducta

Agresión en la infancia. Tendencia desde la edad infantil a participar en peleas.

Acoso a otros. Propensión a dominar a otras personas mediante la intimidación o agresión.

Consumo de alcohol y otras De modo habitual, frecuente y adictivo.


drogas.

Bajas habilidades Dificultades para relacionarse socialmente.


interpersonales.

Juego patológico. Conducta adictiva relacionada con los juegos de azar, máquinas tragaperras,
etcétera.

Desempleo frecuente. Largos períodos de tiempo sin realizar ningún trabajo ni buscarlo
activamente.

Inestabilidad laboral: muchos Incapacidad para mantener un empleo durante largos períodos; insatisfacción
cambios de puesto de trabajo. en todos o la mayoría de los trabajos realizados.

Conducción agresiva de Infracción temeraria de las normas de circulación y conducción intimidatoria


vehículos. y de riesgo para otros.

Cognición-emoción

282
Falta de compromiso genuino Déficit en atribución de valor a la educación y falta de interés por formarse.
con la propia educación.

Déficit en aspiraciones Bajo interés por la implicación en el trabajo.


laborales.

Déficit en empatía/altruismo. La falta de empatía haría referencia a la incapacidad para sufrir vicariamente
lo que otros sufren en la realidad. El déficit en altruismo sería la carencia
práctica de conductas de ayuda a otros.

Cognición-emoción

Dificultad para demorar la Tendencia a actuar para la obtención de consecuencias gratificantes


gratificación y para orientar la inmediatas, sin regular la propia conducta en función de posibles beneficios
propia conducta considerando (incluso mayores) a medio y largo plazo.
resultados futuros.

Locus of control externo. Tendencia a atribuir las causas de las propias conductas y problemas a
factores fuera de uno mismo (es decir, a otras personas o a las
circunstancias).

Creencias y actitudes Expresión de pensamientos justificadores de conductas antisociales, ilícitas,


favorables al comportamiento de consumo de drogas, etcétera, y de neutralización de la propia
antisocial (y de neutralización responsabilidad.
de la culpa).

Déficit en razonamiento Tendencia a regular la propia conducta por consecuencias materiales e


moral. inmediatas (de recompensa o castigo), en vez de por consecuencias a largo
plazo y tomando en consideración principios morales universales.

Emocionabilidad negativa. Inclinación a manifestar actitudes amargas y negativas en relación con otros
y con las experiencias de la vida.

Rebeldía desafiante. Disposición a ser rebelde y desafiante en relación con las figuras de
autoridad adultas (padres, profesores, policía, etcétera).

Déficit en role-talking y role- Dificultad para ponerse en el lugar de otra persona y ser capaz de
playing. desempeñar el rol de esa persona (incluyendo aspectos tanto cognitivos como
emocionales).

Bajos Inclinación a percibirse a sí mismo de modo desfavorable.


autoestima/autoconcepto.

Inteligencia y habilidades de aprendizaje

Déficit en inteligencia. Bajas puntuaciones en los test de inteligencia; cociente de inteligencia por
debajo de la media.

Déficit en inteligencia Dificultades para entender e interpretar las emociones en los otros.
emocional.

Déficit en aprendizaje verbal. Dificultades para pensar en palabras y emplear el lenguaje. Baja capacidad
para comprender, expresar y apreciar significados complejos.

283
Dificultades generales de Problemas significativos en la adquisición y uso de las capacidades
aprendizaje. necesarias en el aprendizaje: entender, leer, escribir, razonar o calcular.

Déficit en aprendizaje de Problemas para entender o modificar la propia conducta a partir de


disciplina. procedimientos de corrección y disciplina.

Déficit en aprendizaje de Problemas para entender y modificar la propia conducta, tras haber recibido
evitación (del castigo). un castigo, para así poder evitar otro.

Déficit en habilidad lectora. Carencias significativas en capacidad verbal y desarrollo del lenguaje.
Dificultades para aprender a leer y entender lo leído.

Bajo rendimiento académico. Plasmado en malas notas, no hacer o no terminar las tareas escolares,
absentismo y fracaso escolar.

FUENTE: Redondo, Martínez-Catena y Andrés-Pueyo (2011, 2012b).

Como se ha visto en la tabla, un correlato importante vinculado a la delincuencia


juvenil es el abuso de sustancias tóxicas como alcohol u otras drogas. Según datos del
Ministerio de Sanidad y Consumo relativos al año 2015, el 78,3 por 100 de la población
española afirmaba haber ingerido alcohol durante el año precedente, un 9,2 por 100
haber consumido cannabis, un 2,2 por 100 cocaína en polvo y un 1,2 por 100 otros tipos
de drogas. La edad de inicio del primer consumo de sustancias tóxicas se encuentra entre
los 16 y los 20 años. Las más empleadas por los jóvenes son el alcohol, el tabaco, el
cannabis y los tranquilizantes o pastillas para dormir.
En la tabla 9.4 se presentan los correlatos de riesgo delictivo, empíricamente
confirmados, correspondientes al ámbito económico y a las carencias experimentadas
por el individuo en apoyo prosocial (Redondo, 2015; Redondo et al., 2011). Dichos
factores se han estructurado en cuatro categorías sociales principales: los correlatos
relativos al barrio en el que un joven vive y crece (Gibson, Sullivan, Jones y Piquero,
2010; Smith, 2006b); los correspondientes a la familia (Hoeve et al., 2006; Jiménez,
Musitu y Murgui, 2005; Kuppens, Grietens, Onghena y Michiels, 2009; Meeus, Branje y
Overbeek, 2004; Murray y Farrington, 2005; Schmidt, Esser, Ihle y Lay, 2009; Smith,
2004; Smith y Ecob, 2007); a la escuela (Gavray, 1997; McAra, 2004; Smith, 2006a) y a
los amigos (Hollin, 2010; Monahan, Steinberg y Cauffman, 2009; Pardini, Loeber y
Stouthamer-Loeber, 2005; Santor, Messervey y Kusumakar, 2000; Scandroglio et al.,
2002).

TABLA 9.4
Factores de riesgo para la conducta antisocial, empíricamente confirmados, de tipo
económico y relativos a las carencias experimentadas por los individuos en apoyo
prosocial

284
Barrio

Barrios deteriorados/desorganización social/privación relativa/bajo nivel económico/subculturas delictivas.

Barrios con alta heterogeneidad étnica/cultural/religiosa.

Barrios con alta disponibilidad de drogas/armas.

Barrios con alta concentración de desempleo.

Alta densidad poblacional.

Inestabilidad/movilidad residencial.

Déficit en control social informal en zonas urbanas (vs. rurales).

Desvinculación social (de actividades convencionales: educativas, deportivas, de ocio...).

Detenciones policiales e internamiento en centros de reforma juvenil.

Familia

Bajos ingresos familiares/dependencia social: desempleo, enfermedad de los padres, madre adolescente.

Familias monoparentales (unido a crianza inapropiada).

Crianza inconsistente/punitiva/abandono/rechazo.

Familias numerosas e incompetencia parental.

Familia

Ser el hijo más pequeño (o de los más pequeños) en el contexto de familias numerosas.

Niños adoptados.

Alcoholismo (o drogadicción) de los padres.

Trastornos mentales en miembros familiares (depresión, esquizofrenia, etcétera).

Tensión/desacuerdo familiar/conflicto entre padres e hijos.

Maltrato del niño.

Padres delincuentes.

Escuela

Desvinculación/fracaso escolar.

Absentismo escolar.

285
Falta de disciplina.

Abandono de la escuela secundaria.

Amigos

Pocos amigos.

Amigos delincuentes.

Exposición a violencia grave, directa o a través de los medios de comunicación (especialmente fuera de la
familia).

Pertenencia a una banda juvenil.

FUENTE: Redondo, Martínez-Catena y Andrés-Pueyo (2011, 2012b).

Un correlato delictivo importante en el ámbito de los amigos es la pertenencia de los


jóvenes a una «banda juvenil» (según la denominación más empleada en Norteamérica)
o «grupo de jóvenes desviados» (nomenclatura preferida en Europa para hacer referencia
a grupos con una permanencia prolongada en la calle, de una duración mínima de tres
meses, que realizan actos delictivos aceptados en el seno del grupo y que se autoperciben
como tal grupo).
De acuerdo con el International Self-Report Delinquency Study, desarrollado en 30
países industrializados, incluyendo a más de 40.000 jóvenes de edades comprendidas
entre 12 y 15 años (Gatti et al., 2011), alrededor del 4,4 por 100 de los adolescentes
confesaban pertenecer a uno de estos grupos delictivos (5,9 por 100 de varones y 3 por
100 de chicas). El dato más significativo de este análisis es que de los jóvenes
pertenecientes a un «grupo desviado» el 71,5 por 100 habían cometido uno o más delitos
y un 57,3 por 100 delitos violentos.
Finalmente, la tabla 9.5 recoge múltiples factores situacionales que, de acuerdo con
investigaciones recientes en criminología ambiental, constituyen aspectos de
oportunidad que favorecen la comisión de delitos (Felson, 2006; Redondo, 2008, 2015).
Tales factores se han estructurado en dos grandes grupos: correlatos situacionales para
delitos violentos y para delitos contra la propiedad (Wikström, 2009; Wikström,
Ceccato, Hardie y Treiber, 2010).

TABLA 9.5
Correlatos de oportunidad para la conducta antisocial empíricamente confirmados

Para delitos violentos

Contingencias sociobiológicas de agresión: encuentros con extraños, defensa del alimento, aglomeración,
cambios estacionales.

286
Exposición a un incidente violento como modo de resolución de un problema de interacción.

Insulto o provocación.

Locales y contextos de ocio sin vigilancia (personal o física).

Espacios públicos y anónimos (para la violencia por parte de desconocidos).

Espacios privados (para la violencia por parte de familiares y conocidos).

Proximidad temporal a una separación traumática (para la agresión grave y el asesinato de pareja).

Personas aisladas.

Calles y barrios escasamente iluminados.

En general, víctimas desprotegidas.

Para delitos contra la propiedad

Propiedades descuidadas, desprotegidas o abandonadas.

Propiedades solitarias, apartadas o dispersas (casas, almacenes, coches, materiales valiosos, etcétera).

Propiedades de gran valor económico expuestas (un coche caro aparcado en la calle).

Propiedades con valor simbólico o coleccionables (obras de arte, objetos históricos, la estrella visible de un
coche Mercedes, etc.).

Propiedades de gran valor acumuladas (un camión cargado de coches nuevos aparcado en un descampado...).

Invisibilidad, desde el exterior, de casas urbanas.

Casas independientes.

Bloques de pisos o apartamentos sin vigilancia o control de entrada.

Establecimientos comerciales (como supermercados o gasolineras) cuyo diseño dificulta el control de accesos y
movimientos.

Pequeños productos (electrónicos, etcétera) sin controles de seguridad.

Para delitos contra la propiedad

Proximidad a calles y barrios de alta densidad delictiva («Un delito crea un nicho para otros delitos»; Felson,
2006, p. 134).

Proximidad a calles y barrios escasamente iluminados.

Proximidad a zonas de ocio.

Proximidad a zonas degradadas.

287
Proximidad a zonas con actividades marginales (venta de drogas, prostitución, etcétera).

Aparcar el coche o la moto junto a zonas degradadas de la ciudad.

Turistas con apariencia de llevar encima dinero o propiedades de valor (cámaras fotográficas o de vídeo,
regalos, etcétera).

Zonas turísticas y de juego.

Lugares de concentración de turistas (para actos terroristas).

Mayor tiempo pasado en compañía de personas con comportamiento antisocial.

Mayor tiempo pasado en ocio desestructurado (sin realizar actividades prosociales, deportivas o culturales,
pasar muchas horas de aburrimiento, etcétera).

Lugares carentes de controles (informales o formales).

En general, el «diseño urbano» en cuanto generador de espacios «crimípetos» versus «crimífugos», en


terminología de San Juan (2000).

FUENTE: Redondo, Martínez-Catena y Andrés-Pueyo (2011, 2012b).

En el contexto del análisis de las influencias delictivas, resulta también interesante


conocer qué opinan los propios jóvenes acerca de cuáles son los factores de riesgo que
más frecuentemente pueden influir sobre ellos en dirección a la comisión de delitos. En
un estudio de Columbu, Martínez-Catena y Redondo (2012) se evaluó dicha percepción
en una muestra de 562 estudiantes italianos (292 varones y 270 chicas, con una media de
edad de 15,82 años y una desviación típica DT = 2,4), a quienes se aplicó un
cuestionario diseñado al efecto.
Por lo que se refiere a los motivos que podrían tener los jóvenes para cometer delitos,
el 61,1 por 100 de los sujetos consideró que el motivo prioritario era tener más
importancia dentro del grupo, un 17 por 100 el enfado o la rabia, y un 9,7 por 100 tener
problemas familiares o escolares —solo una pequeña proporción de adolescentes
consideró como motivo principal de los delitos juveniles la diversión (7,6 por 100) o la
búsqueda de dinero o bienes materiales (3,3 por 100)—.
En relación con las principales influencias que podrían favorecer la delincuencia
juvenil, la inmensa mayoría de los jóvenes consideraron que los amigos (70 por 100),
seguidos de la familia (15,4 por 100) y la comunidad (13,4 por 100). Además, el 49,8
por 100 de los sujetos manifestaron que sabían que algún amigo suyo había cometido un
delito, siendo esta proporción mayor en los varones (el 55 por 100) que en las chicas
(44,2 por 100).

288
9.3. CONFLUENCIA DE RIESGOS

9.3.1. Reincidencia delictiva de los jóvenes

Según se ha visto ya, muchos jóvenes cometen algún o algunos actos ilícitos en su
adolescencia, pese a lo cual son afortunadamente muy pocos los que persisten en la
actividad delictiva e incrementan la gravedad de sus acciones infractoras (Moffitt, 1993).
A partir de los análisis longitudinales de la conducta delictiva realizados (en los que se
efectúa el seguimiento de una muestra de sujetos desde sus primeros años infantiles
hasta la vida adulta) se ha estimado que aproximadamente un 5 por 100 de todos los
adolescentes que han cometido alguna infracción persisten en la conducta delictiva,
deviniendo delincuentes adultos y llegando a ser los responsables de más de la mitad de
todos los delitos que se cometen en una sociedad (Farrington, 2008; Howell, 2009;
Polaschek, 2013) (véase el epígrafe 1.4, en el primer capítulo, sobre carreras delictivas).
Por otro lado, también existen estudios de reincidencia juvenil que nos permiten
conocer tanto las tasas de repetición delictiva de los jóvenes infractores como los
principales correlatos de riesgo asociados a su reincidencia. Por ejemplo, Calley (2012)
evaluó durante un período de seguimiento de 2 años una muestra de 173 delincuentes
juveniles varones que habían cumplido medidas de internamiento, hallando una
reincidencia promedio del 23,9 por 100. Mediante regresión logística por pasos ponderó
la relevancia que, para la reincidencia de los jóvenes, podrían tener las siguientes nueve
variables específicas: tipo de delito cometido (general, sexual o vinculado a las drogas);
edad del joven al entrar en el sistema de justicia juvenil (antes o después de los 14 años);
problemas de salud previos; haberles sido retirada a sus padres la patria potestad; que los
padres tuviesen antecedentes delictivos; apoyo por parte de sus tutores legales durante el
período de tratamiento (escaso, moderado o pleno); seguimiento completo o no del
programa; duración del tratamiento institucional (menos o más de un año), y lugar de
aplicación del programa (domicilio o comunidad). De todos estos factores, el tipo de
delito cometido fue el único elemento que mostró en este estudio una asociación
significativa con la reincidencia, evidenciando una mayor probabilidad de reincidir los
delincuentes generales y vinculados a drogas que los sexuales.
También en España existen diversos estudios sobre reincidencia delictiva juvenil,
algunos de los cuales se recogen en la tabla 9.6. Tal y como puede verse en ella, las tasas
de reincidencia de los menores infractores que han cumplido alguna medida de justicia
juvenil se sitúan en los estudios aquí presentados en el rango que va del 21,5 al 29,6 por
100. Además, en la columna derecha de la tabla se resumen los principales correlatos de
riesgo que en los estudios consignados se asocian a la reincidencia delictiva. Entre ellos
destacan tanto factores individuales (sexo, edad, trastornos de conducta) como familiares
y comunitarios (mayores riesgos sociofamiliares, vivir fuera de la familia, amigos/pareja
delincuentes) y experienciales (maltrato, consumo de drogas, más antecedentes

289
delictivos).

TABLA 9.6
Diversos estudios españoles de reincidencia juvenil y correlatos principales
asociados a la reincidencia delictiva

Muestra (comunidad Tasa de Correlatos principales


Estudios autónoma): edad reincidencia asociados a la
promedio (años de reincidencia
seguimiento)

Bravo, Sierra y del Valle 382 (Asturias): Varones: 29,6 % — Varones.


(2007). 16,7; (1-4 años) — Menor edad.
Chicas: 17 — Más riesgos
sociofamiliares
Capdevila, Ferrer y Luque 2.903 (Cataluña): 16,5 27 %-59 % (antecedentes, patologías).
(2006). — Maltrato físico.
— No vivir con la
Evaluación en Ceuta. 159 jóvenes en medidas 26,4 % familia/tener domicilio fijo.
socioeducativas — Trastorno mental,
hiperactividad,
San Juan, Ocáriz y De la Todos los jóvenes en medio 12 %-53 % impulsividad, consumo de
Cuesta (2007, 2009). abierto en el período 2003- drogas.
2004 (País Vasco) — Fracaso
escolar/formación/trabajo.
— Amigos/pareja
García, Ortega y De la 16.502 (España): 26,12 %
delincuentes.
Fuente (2010): Metaanálisis 14,68 años (86 % varones) (Sd = 11,27)
— Más
de 17 estudios previos.
antecedentes/delitos
violentos.
— Experiencia de
internamientos.

FUENTES: Redondo y Garrido (2013); Piquero, Hawkins, Kazemian, Petechuk y Redondo (2013).

En concreto, en el estudio de Bravo, Sierra y del Valle (2007) se evaluó a 382


menores (327 varones y 55 mujeres), la mayoría de los cuales cumplían medidas de
medio abierto en la Comunidad Autónoma de Asturias, principalmente por delitos de
robo con fuerza o lesiones. Tras un período de seguimiento de 1-4 años se obtuvo una
reincidencia del 29,6 por 100. En el estudio sobre reincidencia juvenil de Capdevila y
otros (Capdevila, Ferrer y Luque, 2006) se hallaron tasas de reincidencia que van desde
un promedio de alrededor del 27 por 100 para los jóvenes que cumplían medidas de
libertad vigilada, a uno del 59 por 100 para quienes habían experimentado penas de
internamiento. En Ceuta, de 159 menores de 14 a 17 años que cumplieron medidas de
tareas socioeducativas, un 26,4 por 100 eran reincidentes.
Por su lado, San Juan y colaboradores (San Juan, Ocáriz y De la Cuesta, 2007, 2009)
han hallado, en sus evaluaciones del sistema de Justicia Juvenil del País Vasco, las

290
siguientes tasas de reincidencia: 12 por 100 para el caso de los jóvenes que cumplieron
medidas de tareas socioeducativas, 19 por 100 para las medidas de prestaciones en
beneficio de la comunidad, 27 por 100 para el caso de la libertad vigilada, 45 por 100
para tratamiento ambulatorio y 50 por 100 para la convivencia de los jóvenes con otro
grupo educativo. En conjunto, los menores que cumplieron medidas de libertad vigilada
o medio abierto reincidieron en una tasa aproximada del 22 por 100, sustancialmente
inferior a la tasa de reincidencia de quienes cumplieron medidas de internamiento, que
fue del 53 por 100.
A conclusiones análogas acerca de la menor reincidencia de los menores que cumplen
medidas de libertad condicional o de medio abierto, frente a quienes cumplen medidas
de internamiento, han llegado también los estudios españoles de Camps y Cano (2006), y
de Bernuz, Fernández y Pérez (2009).
No obstante, en estos estudios españoles de reincidencia se ha constatado que, en
general, cuando los perfiles de los jóvenes son más criminógenos, en el sentido de ser
autores de delitos más graves y aunar más factores de riesgo, también es más probable
que se les apliquen medidas de internamiento; a la vez que, asimismo, es mayor su
probabilidad de reincidencia (Redondo y Martínez-Catena, 2013).
Por último, el metaanálisis de Ortega, García y de la Fuente (2010) y Ortega, García,
de la Fuente y Zaldívar (2012) analizó un conjunto de 17 estudios españoles sobre
reincidencia delictiva publicados entre 1995 y 2008 (incluidos los mostrados en esta
misma tabla), en los que globalmente se había evaluado a 16.502 menores. Se obtuvo
una tasa global de reincidencia del 26,12 por 100.
Atendidas las tasas de delincuencia juvenil a que se ha aludido, la pregunta clave es
qué es lo que hace que algunos jóvenes se conviertan en delincuentes graves y crónicos,
mientras que la mayoría de quienes han cometido algunas infracciones adolescentes
desisten pronto de cometer actos ilícitos.

9.3.2. Transición desde la delincuencia juvenil a la adulta y potenciación


recíproca entre riesgos

La evolución desde la adolescencia hacia la vida adulta (que comporta transiciones


importantes en los ámbitos familiar, educativo, afectivo, de relación, etcétera) es uno de
los períodos vitales más críticos y definitorios de la globalidad de la vida de una persona,
también por lo que se refiere específicamente a la posible continuidad o abandono de la
conducta delictiva. De ahí que esta etapa pueda constituir una ventana especialmente
importante de oportunidades tanto para el comportamiento prosocial como para su
contrario, la conducta delictiva.
Diferentes perspectivas criminológicas han intentado comprender y explicar las
transiciones que tienen lugar entre la adolescencia y la adultez, susceptibles de contribuir
a una vida adulta socialmente integrada o, inversamente, a la continuidad y persistencia

291
delictivas (Thornberry et al., 2013):

a) Las teorías estáticas (entre las que pueden incluirse la teoría de la personalidad
delictiva de Eysenck, el modelo de conducta antisocial de Likken, la teoría taxonómica
de Moffitt y la teoría del autocontrol de Gottfredson y Hirschi) consideran que la
transición adolescencia-adultez es esencialmente el resultado de un proceso de cambio
madurativo vinculado estructuralmente a la edad. Interpretan que los factores
condicionantes de la conducta delictiva, y su evolución a lo largo del tiempo, dependen
de características individuales que se instauran tempranamente en los individuos
(impulsividad, búsqueda de sensaciones...) y confieren una relativa estabilidad al
comportamiento delictivo, el cual solo decrecería como resultado de la maduración
asociada a la edad.
Según Moffitt (2003), la actividad delictiva de los delincuentes «limitados a la
adolescencia» sería esencialmente debida a la discrepancia temporal que existe en los
individuos entre su maduración física y sexual, que acontece antes (y les apremia a
distintas demandas afectivas, sexuales, económicas, etcétera), y por otro lado una
madurez social que acostumbra a ser más demorada (y les dificulta la resolución
adecuada de sus nuevas demandas y aspiraciones). Sin embargo, con la edad aumentan
las posibilidades de los individuos para satisfacer sus necesidades de modo prosocial, y
por ello también se haría más probable el abandono de sus previos delitos.

b) Las teorías dinámicas (como, por ejemplo, la teoría de los vínculos sociales de
Hirschi, y las teorías del desarrollo vital como las de Sampson y Laub, o Thonrberry y
Farrington) interpretan que el comportamiento, tanto prosocial como delictivo, no es
algo preestablecido sino dinámico y plástico, susceptible de variar y evolucionar a lo
largo de la vida como resultado de múltiples influencias cambiantes.
En esta perspectiva se considera que la persistencia de la conducta delictiva depende
de tres procesos globales concernientes al desarrollo de los individuos:

1. La permanencia o no de los posibles factores que dieron lugar al inicio delictivo:


rasgos temperamentales desfavorables (impulsividad, búsqueda de sensaciones...),
crianza paterna inefectiva, privaciones socioeconómicas, fracaso escolar, etcétera
(Thonrberry y Kronh, 2005).
2. Los efectos negativos que a largo plazo pueda haber tenido para el individuo su
inicio temprano en el delito: interrupción de su desarrollo personal subsiguiente,
ruptura o debilitamiento de sus lazos con instituciones sociales convencionales,
aumento de sus vínculos con amigos antisociales y de sus creencias y actitudes
delictivas...
3. Las posibles consecuencias negativas de su tránsito por el sistema de justicia
juvenil: procesos de etiquetado y estigmatización, vinculación a grupos y redes
delictivas, etcétera.

292
En las teorías dinámicas se valora que para que pueda producirse el desistimiento
delictivo es imprescindible que decrezcan las influencias negativas previas y que el
individuo pueda restaurar sus vínculos con las instituciones sociales convencionales
(Sampson y Laub, 1993): una relación de pareja satisfactoria, obtención de un trabajo,
mejora de la propia formación...

c) Las teorías psicosociales (como las perspectivas derivadas del interaccionismo


simbólico) prestan atención, a la hora de explicar la persistencia y desistimiento
delictivos, a los elementos más personales y subjetivos que resultan de las vivencias
individuales. Por ejemplo, la continuidad delictiva podría favorecerse a partir del «sesgo
atribucional hostil» que efectúan los sujetos sobre la conducta de los otros (Thornberry
et al., 2013).
En este contexto, Giordano, Cernkovic y Rudolph (2002) propusieron una teoría
específica sobre la transformación cognitiva que suele anteceder, acompañar y seguir al
proceso de desistimiento delictivo. Para ello inicialmente constataron las diferencias que
hay entre las personas por lo que se refiere a permeabilidad y receptividad que puedan
tener hacia catalizadores específicos de un posible cambio de comportamiento (como
puedan ser las influencias educativas, terapéuticas o incluso espirituales que puedan
experimentar). Estos catalizadores, o influencias de cambio, pueden favorecer nuevos
modelos, definiciones, valores y actitudes capaces de repercutir en el propio
autoconcepto (Maruna, 2001; Maruna y Mann, 2006) y en la reinterpretación del previo
comportamiento delictivo como incompatible con esa nueva perspectiva de uno mismo,
favoreciendo así el que se ponga distancia entre el antiguo yo delictivo y un nuevo yo
pro-social. Se considera que tales cambios acerca de la propia identidad pueden
acompañar tanto a las transiciones que se operan en los roles sociales (cuando los
individuos evolucionan al rol de estudiante, al de empleado, a tener una pareja, etcétera)
como en algunos casos ser independientes de tales transiciones.
Aparte de los precedentes cambios cognitivos, Giordano et al. (2007) también han
subrayado la necesidad de que, para que se produzca el desistimiento juvenil del delito,
se operen también en los jóvenes diversos cambios emocionales como los siguientes:
mejora de su capacidad global de autoregulación emocional; disminución de las
emociones gratificantes que previamente experimentaban por sus delitos (por ejemplo,
diversión, excitación, reforzamiento social de los amigos...), y paralelamente aumento de
sus emociones positivas como resultado del comportamiento prosocial (satisfacción
laboral, vinculación de pareja, reforzamiento pro-social, etcétera).
Contrariamente a la opinión más común en el contexto del tratamiento de los
delincuentes, en el sentido de requerirles una plena asunción inicial de responsabilidad
por los actos delictivos cometidos, Maruna y Mann (2006) consideran que la posibilidad
de atribuir el comportamiento delictivo a circunstancias externas (como suelen hacer
muchos delincuentes juveniles) podría precisamente facilitar el distanciamiento personal

293
de dichas acciones y favorecer que, en ausencia de tales circunstancias del pasado,
puedan formularse nuevos objetivos y un nuevo comportamiento futuro.
Asimismo se ha considerado, desde una perspectiva criminológica clásica (de
valoración coste-beneficio), que el desistimiento juvenil podría verse favorecido al
recalibrar los individuos, racional y emocionalmente, los costes y beneficios que en la
actualidad les comportaría la comisión de los delitos previos, y decidir que ahora ya no
se sienten tan capaces y cómodos de participar en hechos arriesgados; también hacerse
más conscientes del paso inexorable del tiempo, y de las graves consecuencias que para
la propia vida tienen la delincuencia, su encarcelamiento durante años, etcétera.

Por último, desde el Modelo del triple riesgo delictivo (TRD) se ha sugerido
(Redondo, 2008, 2015) que la continuidad delictiva tendría generalmente su origen en la
confluencia y acumulación en un mismo sujeto de múltiples riesgos de naturaleza
diversa (riesgos personales, riesgos relativos a las carencias de apoyo prosocial
experimentadas por un individuo, y concernientes a las oportunidades delictivas a las
que se ve reiteradamente expuesto). En este marco conceptual se ha propuesto el
principio de «potenciación recíproca entre riesgos», según el cual determinadas
influencias criminógenas correspondientes a las distintas categorías a que se acaba de
aludir propenderían a exacerbarse recíprocamente, generando de ese modo un efecto
criminógeno incrementado. Así, por ejemplo, la confluencia en un adolescente de
factores de riesgo, como una alta «impulsividad» en conexión con un estilo paterno de
«crianza errático o inconsistente» y una frecuente exposición del joven a «oportunidades
infractoras», podrían promover su conducta delictiva de un modo más poderoso que el
que tendría cada uno de estos factores de riesgo por sí solo (e incluso más potente que el
efecto que podría tener la confluencia de diversos factores de riesgo de una sola
categoría o naturaleza: o personal o social o ambiental).
En el contexto del modelo TRD también se ha razonado la posibilidad de que en
algunos casos la continuidad o persistencia delictiva pueda precipitarse como resultado
no de la confluencia inicial en un sujeto de múltiples factores de riesgo, sino de una
especie de «efecto mariposa criminógeno» (Redondo, 2015); es decir, la presencia en un
individuo de un factor de riesgo aislado pero significativo podría operar como disparador
de una cadena creciente de otros factores criminógenos, que en conjunto incrementaran
de manera acumulativa y geométrica su riesgo delictivo global.
Entre los factores que podrían ejercer este papel de disparadores de cadenas
criminógenas acumulativas podrían hallarse los siguientes:

— Impulsividad/déficit de atención/búsqueda de sensaciones.


— Maduración prematura, que puede comportar la vinculación a amigos de mayor
edad y más influyentes sobre el joven.
— Pobre escolarización.
— Tener amigos antisociales.

294
— Consumo de alcohol y otras drogas.
— Desempleo continuado.
— Barrios de alta criminalidad (pobreza, desempleo...).
— Internamientos tempranos: experiencia traumática o subcultural.
— Delincuencia o conducta violenta temprana (por ejemplo, con anterioridad a la
edad de 12 años).

Añadido a ello, para el caso de las chicas, los siguientes factores podrían ser
disparadores crimonógenos particularmente relevantes:

— Conflictos y rupturas familiares.


— Tener padres o hermanos delincuentes.
— Tener una pareja antisocial.

Según como se desarrollen todas estas circunstancias, experiencias y


condicionamientos personales, los jóvenes que previamente cometieron algunos delitos
pueden acabar o bien interrumpiendo definitivamente su actividad delictiva o, por el
contrario, continuar delinquiendo también durante la vida adulta.

9.4. CHICAS INFRACTORAS Y TRATAMIENTO

Las infracciones cometidas por chicas representan una pequeña parte de las realizadas
por menores y jóvenes. Desde la perspectiva del autoinforme, como se mencionó
anteriormente, los estudios de Rechea (2008) y Columbu et al. (2016) evidencian que el
porcentaje de chicas es inferior para casi todos los comportamientos ilícitos y
antisociales. Asimismo, el porcentaje de medidas penales juveniles aplicadas en España
a chicas representa menos del 10 por 100 del total de las medidas judiciales impuestas a
jóvenes (Piquero et al., 2013). También en el ámbito penitenciario adulto las mujeres
representan un porcentaje pequeño, en torno al 5 por 100, del conjunto de los
encarcelados, en un rango que internacionalmente oscila, según países, entre el 2 y el 9
por 100 del conjunto de la población reclusa, estimándose que en el mundo podría haber
unas 700.000 mujeres (tanto jóvenes como adultas) en prisión. Las infracciones
cometidas por mujeres suelen caracterizarse por un menor empleo de la agresión física,
aunque algunas también puedan ser violentas. Los principales delitos cometidos por las
mujeres que suscitan una intervención judicial son el robo con intimidación, delitos
relacionados con las drogas y lesiones. Aunque diversos estudios han documentado
también la comisión por parte de mujeres de delitos de abuso sexual infantil y de
violencia doméstica (Lawson y Rowe, 2010; McKeown, 2014), estos hechos suelen tener
una mínima representación en las cifras generales de delincuencia femenina.
Existe tanto investigación internacional como española sobre las características de las

295
mujeres infractoras: factores de riesgo y de protección que resultan más prevalentes en
las chicas frente a los varones; tipo de ilícitos más frecuentemente cometidos por las
mujeres, y existencia o no en ellas de necesidades específicas de tratamiento. Estudios
orientados a la detección de los factores de riesgo y protección en jóvenes y adolescentes
(Derzon y Lipsey, 2000; Loeber y Farrington, 1998, 2001; Loinaz, 2014; Redondo et al.,
2011) han concluido que muchos de los correlatos asociados a la conducta infractora en
varones (por ejemplo, tensión familiar, enfermedades mentales en los padres, amigos
disociales, etcétera) tienen una relevancia semejante en las chicas (De Vogel y Nicholls,
2016; Guy, Douglas y Hart, 2015; Howell, 2009; Raymond, 2008; Rowe, Vazsonyi y
Flannery, 1995); sin embargo, no se ha analizado con precisión qué efectos
criminógenos específicos pueden tener todos estos factores en las mujeres en
comparación con los varones (Hipwell y Loeber, 2006).
Algunos estudios han encontrado que ciertos factores afectan diferencialmente, en
función del género, a chicas y chicos. Se ha hallado, por ejemplo, que algunos conflictos
interpersonales, especialmente los producidos en el marco del hogar, influyen más a las
chicas que a los varones (Anderson, 1993; Ge, Lorenz, Conger, Elder y Simons, 1994;
Lee, Burkham, Zimiles y Ladewski, 1994). Del mismo modo, algunas investigaciones
han encontrado que las chicas infractoras tienen mayor probabilidad relativa (que los
varones infractores) de proceder de familias conflictivas y neuróticas, de haber
experimentado rupturas familiares traumáticas, de haber sido víctimas de abusos
sexuales, de que sus padres o hermanos sean delincuentes, de tener problemas graves de
adicción y de relacionarse con amigos o parejas antisociales (Chamberlain y Red, 1994;
Dembo et al., 1998; Farrington, Barnes y Lambert, 1996; Farrington y Painter, 2002;
Gavazzi, Yarcheck y Chesney-Lind, 2006; Gobeil et al., 2016; Hart, O’Toole, Price-
Sharps y Shaffer, 2007; Henggeler, Edwards y Borduin, 1987; Johansson y Kempf-
Leonard, 2009; Koski y Bantley, 2016; Krueger, Moffitt, Caspi, Bleske y Silva, 1998;
McCabe, Lansing, Garland y Hough, 2002; Moffitt, 1993; Morash et al., 2015; Reebye,
Moretti, Wiebe y Lessard, 2000; Widom, 2001).
En esta misma dirección, en España Bartolomé, Montañés, Rechea y Montañés
(2009) realizaron un estudio sobre la conducta antisocial en jóvenes de ambos sexos, con
el objetivo de analizar las semejanzas y diferencias en el comportamiento infractor, así
como si los chicos y chicas estaban expuestos a distintos factores de riesgo y protección,
o si estos influían de manera diferente en su comportamiento. Tras estudiar el
comportamiento y los correlatos de riesgo y protección asociados a una muestra de 642
adolescentes escolarizados, se observó, como en otras muchas investigaciones, que
chicos y chicas realizaban parcialmente comportamientos ilícitos diferentes (diferencias
que fueron estadísticamente significativas). En concreto, los varones se involucraban
más frecuentemente en peleas, portar armas y conductas vandálicas.
En cuanto a los correlatos asociados, se comprobó que las chicas suelen contar con
más factores de protección: mayor supervisión paterna, más interés en seguir estudiando,

296
y un estilo de resolución de problemas más comunicativo y pacífico. Mediante un
análisis de regresión logística se constató que la variable sexo (ser chica, en este caso)
evidenciaba una importante capacidad protectora, independientemente de la exposición o
no de la joven a otros factores de riesgo. Sin embargo, pese a que las chicas contaban en
general con más factores protectores, estos parecían tener un mayor peso protector en los
varones. Ciertos aspectos positivos, como una mayor participación en la vida escolar,
supervisión familiar y mantener una buena relación con el padre, evidenciaban mayor
capacidad protectora sobre los varones, mientras que contar con amigos prosociales y
tener objetivos de futuro ejercían un mayor influjo de protección sobre las chicas.
En una revisión de Loinaz (2014) sobre estudios de delincuencia femenina publicados
en el período 2003-2013, se han obtenido algunos resultados reseñables. En primer
lugar, las motivaciones de las mujeres para la agresión y la delincuencia podrían
coincidir en muchos casos con las de los hombres. Incluso es posible que en realidad las
mujeres cometan más delitos de cariz sexual y de pareja de los que finalmente aparecen
en las estadísticas. Sin embargo, los sistemas policiales y judiciales podrían mostrar
ciertos sesgos en dirección a un menor control formal de la delincuencia femenina. Aun
así, la implicación femenina en los delitos sería, con carácter global, realmente inferior a
la de los hombres.
Las semejanzas y divergencias halladas en las investigaciones recogidas en este
epígrafe deberían ser tenidas en cuenta a la hora de diseñar y aplicar programas de
intervención con mujeres y con varones. Las diferencias en los correlatos de riesgo entre
ambos sexos sugieren que los programas de intervención con chicas deberían, además de
incorporar elementos educativos generales y comunes a chicos y chicas, ajustarse
también a aquellas necesidades que son específicas de las mujeres (Alexander, 2000;
Greiner et al., 2015; Koski y Bantley, 2016). Por ejemplo, Yagüe (2007) se refirió a
necesidades diferenciales de las mujeres en prisión como las siguientes: problemáticas
sociofamiliares que resultan de su encarcelamiento (actualización de documentación
personal y familiar, procesos de acogimiento y protección o de acceso a ayuda y
atención social para sus hijos, necesidad de potenciar sus redes de apoyo tanto dentro
como fuera de la prisión, etc.), entrenamiento en destrezas y hábitos básicos (higiene y
salud, normas de respeto de otras personas y sus propiedades, puntualidad, compromiso
y responsabilidad en sus tareas...), educación escolar básica (de la que muchas mujeres
carecen), formación y actividad laboral, autonomía personal, prevención del maltrato,
atención a sus frecuentes problemas de drogadicción y atención a la maternidad
(formación en autocuidado, crianza de los hijos, etcétera). También se ha puesto de
relieve que algunas mujeres excarceladas, particularmente aquellas que están enfermas o
son toxicómanas, pueden tener especiales dificultades a su vuelta a la comunidad,
relativas a la carencia de vivienda y a situaciones de general indigencia (Doherty,
Forrester, Brazil y Matheson, 2014; Salem, Nyamathi, Idemundia, Slaughter y Ames,
2013).

297
Hasta ahora pocos tratamientos se han diseñado específicamente para chicas, o
cuentan con formatos específicos de intervención para infractoras juveniles, lo que
debería constituir una prioridad para el futuro.

9.5. INTERVENCIONES TEMPRANAS, FAMILIARES Y COMUNITARIAS

El mejor modo de prevención de la delincuencia es aquel que se orienta a evitar que


los adolescentes y jóvenes comiencen a cometer delitos, persistan en ellos y acaben
consolidando una carrera delictiva. Como ya se ha mencionado, el comportamiento
antisocial de los jóvenes tiene una causalidad multifactorial; pero en dicha causalidad
suelen jugar un papel principal las carencias y problemas precoces que un niño pueda
experimentar en su propia familia, la escuela, el barrio y la vida social en general. Por
ello, durante las pasadas décadas se han desarrollado distintas intervenciones tempranas
orientadas a evitar tales influjos negativos susceptibles de incidir negativamente sobre el
desarrollo infantil, incluyendo intervenciones familiares tempranas, programas infantiles,
actuaciones a nivel de escuela y la comunidad, y terapias familiares (Loeber et al., 2011).

9.5.1. Intervenciones tempranas

Entre las intervenciones tempranas más utilizadas se encuentran las siguientes


(Farrington, 2012; Loeber et al., 2011): los programas consistentes en visitas de ayuda
domiciliaria a familias en riesgo, a menudo a cargo de una enfermera, con la finalidad de
mejorar la atención y el cuidado que reciben los bebés y menores en dichas familias;
intervenciones de estimulación y enriquecimiento intelectual a niños en edad preescolar,
y programas de entrenamiento paterno para la crianza de los hijos.
En diferentes investigaciones ha podido observarse que tales intervenciones
tempranas tienen una buena eficacia preventiva (Hoge, 2009). En una de estas
investigaciones, desarrollada en el contexto del Elmira Nurse Family Partnership
Program en el Estado de Nueva York, Welsh et al. (2012) evaluaron la efectividad de un
programa de educación infantil mejorada, en familias de riesgo, mediante las visitas
domiciliarias de una enfermera entre el período del embarazo y los primeros años
infantiles. Pudo comprobarse que los hijos de madres de alto riesgo que habían recibido
estas visitas domiciliarias acumulaban menos detenciones a la edad de 15 años que
jóvenes análogos no participantes en dicho programa. Posteriormente, a la edad de 19
años, las chicas que habían recibido este programa infantil también mostraron menos
detenciones y condenas que las chicas del grupo control (pero no así los varones, para
los que el efecto preventivo no perduró a la edad de 19 años).

9.5.2. Programas infantiles individualizados

298
Existen, asimismo, programas de intervención temprana aplicados directamente con
niños en riesgo, que han evidenciado resultados positivos parciales incluso hasta la edad
adulta. Por ejemplo, Welsh et al. (2012) analizaron la intervención precoz con niños
llevada a cabo en el marco del Proyecto de desarrollo social de Seattle. Esta
intervención integraba varios componentes: entrenamiento de padres, formación del
profesorado, y entrenamiento en habilidades a los niños después de los seis años de edad.
Pudo comprobarse que los niños que habían pasado por este programa mostraban, a la
edad de 27 años, un mayor nivel educativo y económico, y mejor salud mental y sexual;
sin embargo, no se evidenciaron mejoras respecto del grupo control en problemáticas
graves como el abuso de sustancias y el propio comportamiento delictivo (Hawkins et
al., 2008).
Piquero, Jennings y Farrington (2010) integraron en un metaanálisis treinta y cuatro
programas de intervención temprana con niños de hasta 10 años de edad, que se
orientaban a mejorar su capacidad de autocontrol. Pudo comprobarse que, a partir de esta
intervención preventiva, los niños mejoraron su capacidad de autocontrol de forma
significativa, a la vez que también decrecieron sus conductas delictivas. Se considera que
el desarrollo del autocontrol puede tener para los jóvenes un efecto positivo a largo
plazo. Sin embargo, no se conoce muy bien, y debería ser objeto de mayor investigación
en el futuro, si la mejora del autocontrol depende prioritariamente de una más rápida
maduración del cerebro o, más bien, de un decremento acelerado de la impulsividad y
los previos comportamientos adolescentes de búsqueda de sensaciones.

9.5.3. Intervenciones escolares y comunitarias

También se han desarrollado intervenciones preventivas con jóvenes en la escuela y


en la comunidad, algunas de las cuales han logrado decrecer las conductas delictivas en
la etapa que va desde la adolescencia a la primera edad adulta. Pero se ignora todavía
qué programas tanto escolares como comunitarios (como, por ejemplo, Comunidades
que cuidan —Communities That Care—), resultan más efectivos.
Asimismo, han mostrado eficacia con jóvenes-adultos los programas de empleo tales
como el desarrollado en Estados Unidos denominado Corporaciones de empleo (Job
Corps), así como otras intervenciones integradoras, por ejemplo la Terapia
multisistémica (MST), el Tratamiento enfocado a supervisar el proceso de crianza
infantil (TTFC) y la Terapia familiar funcional (FFT), en las que se aúnan
intervenciones sobre elementos individuales, familiares y comunitarios.

9.5.4. Intervenciones familiares

La asunción principal de las intervenciones familiares es que son los factores y


dinámicas de interacción en el seno de la familia los que mantienen los problemas de

299
conducta de un joven. En consecuencia, el tratamiento debe favorecer cambios en dichas
dinámicas familiares (Liddle y Dakof, 1995).
Entre las intervenciones familiares se destacan aquí los dos siguientes grupos
(Swenson, Henggeler y Schoenwald, 2001):

9.5.4.1. La terapia familiar funcional estructural y multidimensional

La terapia familiar funcional, diseñada originariamente por Alexander y Parsons


(1984), fue uno de los primeros tratamientos familiares con jóvenes con comportamiento
antisocial. En ella la familia es analizada como una constelación de interacciones que
siguen ciertos principios, los cuales podrían ser utilizados a su vez para promover el
cambio de conducta en los sujetos (Baglivio, Jackowski, Greenwald y Wolff, 2014;
Caldwell y Van Rybroek, 2013). El núcleo de este análisis es que los comportamientos
de cada miembro de la familia tienen una función y utilidad determinadas para el sujeto.
El objetivo del tratamiento es orientar a los miembros familiares para que desarrollen
nuevos comportamientos no problemáticos, pero susceptibles de cubrir las funciones y
utilidades cubiertas anteriormente por las conductas disfuncionales. La terapia familiar
funcional utiliza una combinación de técnicas de las terapias conductuales, cognitivo-
conductual, de los modelos sistémicos y de las técnicas de resolución de problemas
(Kazdin, 2003). Esta terapia ha obtenido resultados prometedores en el tratamiento de
jóvenes con problemas antisociales leves, aunque más modestos con jóvenes de alto
riesgo.
La terapia familiar estructural concibe la familia como un sistema de patrones de
interacciones que regulan la conducta de sus miembros (Minuchin y Fishman, 1981).
Los problemas de delincuencia juvenil son interpretados como expresiones
disfuncionales en relación con dichos patrones de interacción. El tratamiento se dirige a
cambiar la organización y estructura de la familia, lo que se considera que redundará en
mejoras en el comportamiento de sus miembros. Como mecanismos específicos de
cambio de la terapia familiar estructural se utilizan técnicas de entrada y participación
en la familia, que sirven para que el terapeuta pueda incidir en la dinámica familiar,
técnicas de diagnóstico e identificación de los patrones de interacción desadaptados, y
técnicas de reestructuración y cambio de las interacciones inapropiadas.
La terapia familiar multidimensional se diseñó especialmente para el tratamiento de
jóvenes con problemas de abuso de sustancias. Sus principios son los siguientes (Liddle,
1995):

1. El presupuesto común a todas las terapias familiares es que los problemas de


conducta de los jóvenes son el resultado de las interacciones familiares; por ello,
para cambiar el comportamiento juvenil se requiere promover cambios en el
sistema familiar.

300
2. Se trabaja con los miembros de la familia, el joven y sus padres, sobre temas o
áreas que tienen significado personal para ellos.
3. La implicación del joven y de sus padres es considerada la clave para el éxito del
tratamiento, para lo cual se favorece la alianza terapéutica y la estructuración de
objetivos de interés mutuo para ellos.
4. Se efectúan controles de consumo de drogas mediante analíticas.
5. Las principales áreas de trabajo son cuatro: a) el funcionamiento interpersonal (por
ejemplo, con los amigos) e intrapersonal del joven, b) el funcionamiento
interpersonal e intrapersonal de los padres, c) las interacciones padres-joven y d)
las interacciones de la familia con otros elementos externos que influyen sobre ella
(por ejemplo, la escuela o el barrio). Existen evaluaciones que apoyan la eficacia
de esta terapia con adolescentes con problemas de adicción.

9.5.4.2. Terapia multisistémica (MST)

Durante las últimas dos décadas se ha desarrollado una aproximación a la


intervención familiar con jóvenes delincuentes, que ha mostrado buena eficacia tanto a
corto como a largo plazo. Se trata de la terapia multisistémica (MST), que fue diseñada
originariamente por Henggeler y sus colaboradores (Edwards et al., 2001; Henggeler y
Borduin, 1990; Schoenwald, Heiblum, Saldana y Henggeler, 2008). Sus puntos de
arranque son la teoría de los sistemas bioecológicos de Bronfenbrenner (1979) (que
concibe el desarrollo infantil bajo la influencia de diferentes capas ambientales —
familia, escuela, instituciones del barrio, grupos religiosos, sociedad— que se van
solapando) y una perspectiva pragmática sobre modelos de sistemas familiares. Se
considera que los individuos «anidan» entre todos estos sistemas interrelacionados (el
individual, el familiar, el extrafamiliar y el de los amigos), todos los cuales influyen
sobre su desarrollo y su comportamiento. En estos diversos sistemas existen tanto
factores de riesgo como factores de resistencia o fortalecimiento, señalándose todos los
que aparecen en la tabla 9.7 (Edwards et al., 2001).

TABLA 9.7
Factores de riesgo y de resistencia para el comportamiento antisocial

Contexto Factores de riesgo Factores de protección

Individual Escasa habilidad verbal. Inteligencia.


Actitudes favorables a la conducta antisocial. Ser primogénito.
Sintomatología patológica. Temperamento fácil.
Sesgos cognitivos de atribución de intenciones hostiles a Actitudes prosociales.
otros. Habilidades de resolución de
problemas.

Familiar Falta de supervisión. Vinculación a los padres.

301
Disciplina inefectiva. Ambiente familiar de apoyo.
Falta de armonía familiar. Armonía entre los padres.
Conflicto.
Padres con problemas (abuso de drogas, trastornos
mentales, delincuencia).

Amigos Amigos antisociales. Vínculos con amigos


Pobres habilidades sociales. prosociales.
Pocos amigos prosociales.

Escuela Bajo logro. Vinculación a la escuela.


Abandono.
Débil vinculación a la educación.
Características negativas de la escuela, como falta de
estructura y ambiente caótico.

Vecinos y Movilidad frecuente (cambio de barrio, ciudad...). Participación en actividades


comunidad Bajo apoyo comunitario. comunitarias.
Subcultura delictiva. Firmes redes de apoyo.

FUENTE: elaborado a partir de Edwards et al. (2001, p. 99).


Se interpreta que los problemas de conducta se mantienen debido a la generación de
transacciones problemáticas, ya sea en uno de estos sistemas o bien en alguna de las
combinaciones entre ellos. En función de ello, los objetivos de la intervención van a ser
las interacciones en el seno de la propia familia, así como las interrelaciones de la
familia con los otros sistemas vinculados (escuela, grupo de amigos, barrio y comunidad
más amplia) (Baglivio et al., 2014; Caldwell y Van Rybroek, 2013; Littell, 2005; Tighe,
Pistrang, Casdagli, Baruch y Butler, 2012).
La terapia multisistémica establece nueve principios básicos que deben guiar la
evaluación, definición e intervención sobre los problemas de comportamiento del joven
(Edwards et al., 2001):

1. El primer objetivo de la evaluación es comprender el «encaje» entre los problemas


identificados y sus contextos sistémicos más amplios.
2. Los contactos terapéuticos ponen el énfasis en los elementos positivos y utilizan las
fuerzas sistémicas como niveles de cambio.
3. Las intervenciones se dirigen a promover la conducta responsable y a disminuir la
irresponsable entre los miembros de la familia.
4. Se enfocan al presente y a la acción, acometiendo problemas específicos y bien
definidos.
5. Se dirigen a secuencias de conducta «dentro de» y «entre» los múltiples sistemas
que mantienen los problemas identificados.
6. Las intervenciones «propenden a» y «encajan con» las necesidades de desarrollo
del joven.
7. Están diseñadas de manera que requieren esfuerzos sistemáticos (diarios o

302
semanales) de los miembros de la familia.
8. La eficacia de las intervenciones se evalúa de modo continuo desde múltiples
perspectivas, y los terapeutas asumen la responsabilidad de «remover los
obstáculos» que dificultan la terapia.
9. Las intervenciones se diseñan para promover la generalización y el mantenimiento
a largo plazo de los cambios terapéuticos, fortaleciendo los recursos que sean
necesarios para atender a las necesidades de los miembros de la familia en
múltiples contextos sistémicos.

Como intervenciones específicas se utilizan todas aquellas técnicas terapéuticas que


han mostrado mayor eficacia empírica con delincuentes, es decir, técnicas esencialmente
cognitivo-conductuales: reforzamiento, modelado, reestructuración cognitiva, control
emocional, etcétera. Al igual que otras terapias familiares, la terapia multisistémica se
aplica en lugares de conveniencia de las familias (la propia casa, la escuela, una iglesia,
un local del barrio), con la finalidad de facilitar al máximo la participación de los
miembros familiares (Edwards et al., 2001). La terapia implica contactos intensivos y
frecuentes, a veces diarios, y los terapeutas se encargan de entre cuatro y seis familias.
Durante los últimos años ha habido numerosas evaluaciones de la terapia multisistémica,
que han obtenido buenos resultados en el tratamiento de los delincuentes juveniles y
otros problemas de conducta tales como adicción a drogas (Cullen y Gendreau, 2006;
Little, Campbell, Green y Toews, 2009; Swenson et al., 2001).
También se ha efectuado alguna evaluación de la eficiencia de esta terapia con
delincuentes juveniles en términos de coste-beneficio (Dopp, Borduin, Wagner y
Sawyer, 2014; Wagner, Borduin, Sawyer y Dopp, 2014). Por ejemplo, un estudio
reciente ha comparado los beneficios económicos y sociales de la terapia multisistémica
(aplicada a 176 delincuentes juveniles graves) con los producidos por una terapia
individual tradicional (aplicada a un grupo de 129 sujetos análogos). En concreto, en este
estudio se evaluó qué beneficios podrían haberse producido durante un período de
seguimiento de 25 años, como resultado de la mejora producida por la aplicación de los
tratamientos: ahorros directos en gastos policiales y judiciales, en supervisión
comunitaria, etcétera; y ahorros derivados de un menor número de víctimas, tanto
directamente monetarios (menos daños a la propiedad, menores costos del sistema de
salud y menores pérdidas en productividad) como ahorros intangibles pero que tal vez
sean los más importantes (menor sufrimiento de posibles víctimas de los delitos y
menoscabo de su calidad de vida).
Todos estos posibles beneficios se ponderaron económicamente, con los siguientes
resultados principales. Se valoró que se había producido un ahorro económico, a lo largo
de 25 años de seguimiento, de 35.582 dólares por delincuente juvenil tratado mediante
terapia multisistémica; y de 7.798 dólares por delincuente juvenil participante en terapia
individual tradicional. La estimación final fue que por cada dólar invertido en

303
tratamiento mediante terapia multisistémica a largo plazo se acababa ahorrando al
contribuyente un promedio de 5,04 dólares.
Del conjunto de experiencias desarrolladas mediante terapias familiares pueden
obtenerse las siguientes conclusiones importantes para la intervención con los
delincuentes juveniles (Caldwell y Van Rybroek, 2013; Littell, 2005; Swenson et al.,
2001):

1. El tratamiento dirigido a jóvenes infractores debería ofrecerse convenientemente


en su contexto natural y el de su familia.
2. El tratamiento debería incluir la atención a personas significativas para el joven en
los diversos sistemas en los que él participa (padres, maestros, amigos...).
3. Debería enfocarse a los correlatos de riesgo conocidos del comportamiento
antisocial, que, en general, guardarán mayor relación con las necesidades del
joven, su familia y el contexto ecológico, que con las necesidades y preferencias
del sistema de justicia.
4. Las intervenciones deberían incluir aquellas técnicas que han resultado más
efectivas en las evaluaciones empíricas de los tratamientos.
5. Los tratamientos tendrían que ser también sensibles y adaptados a los valores
culturales de los jóvenes y de sus familias.
6. Aunque diversos estudios avalan la eficacia de las intervenciones familiares (y
particularmente de la terapia multisistémica), existen también algunas
evaluaciones contradictorias, por lo que debería continuar evaluándose la eficacia
de estos tratamientos de manera cada vez más rigurosa y sistemática.

9.6. INTERVENCIONES EN EL CONTEXTO DE LA JUSTICIA JUVENIL

9.6.1. Responsabilidad penal juvenil en Europa

En la mayoría de los estados europeos, incluida España, la edad de responsabilidad


penal juvenil se sitúa en 14 años, momento a partir del cual un joven infractor es
susceptible de entrar en los el sistema de justicia juvenil. No obstante, hay países en los
que la responsabilidad penal juvenil puede iniciarse a los 8 o 10 años (así sucede en
Chipre, Grecia, Suiza y Reino Unido), mientras que en otros se eleva a 16 años e incluso
a 18. Igualmente, la edad de responsabilidad penal completa, en la que debe aplicarse la
ley penal adulta (que en general se sitúa en torno a los 18/21 años) es muy heterogénea
entre países. Por ejemplo, las legislaciones de Dinamarca, Finlandia, Islandia y Noruega
establecen que los jóvenes mayores de 14 o 15 años pueden ser juzgados como adultos.
En cambio, las normas de Alemania y Austria permiten que jóvenes de 18 y 20 años
sean sentenciados bajo el sistema de justicia juvenil (Killias, Redondo y Sarnecki, 2012;
Redondo y Martínez-Catena, 2013).

304
Desde una perspectiva europea comparada es también relevante conocer la duración
total máxima de las medidas de control juvenil que pueden imponerse a los menores
infractores (sumados los tiempos correspondientes a posibles medidas sucesivas, tales
como medidas cautelares, internamiento, libertad vigilada, supervisión comunitaria,
etcétera). En relación con la franja de edad de 14 a 15 años, la duración máxima del
control judicial juvenil es muy heterogénea: en seis países (Bélgica, Croacia, Escocia,
Eslovenia, Irlanda del Norte y Portugal) dicho control no está previsto legalmente; en los
restantes, las duraciones totales de las medidas impuestas a los menores pueden oscilar
entre un mínimo de 3 meses (Islandia) y un máximo de 360 meses (Italia y Turquía); por
último, Inglaterra y Gales prevén la posibilidad legal de control juvenil indefinido. En lo
referido a la franja de edad de 16 a 17 años, la duración máxima de las medidas juveniles
aplicables oscila para la mayoría de los países europeos entre un mínimo de 3 meses (en
Islandia) hasta un máximo de 360 meses (en Eslovenia, Italia y Turquía). Además,
cuatro países prevén la posibilidad de control juvenil indefinido (Bélgica, Escocia,
Francia, e Inglaterra y Gales).
Según Killias et al. (2012), en Europa coexistirían dos sistemas de justicia juvenil
bien distintos, entre los que España ocuparía una posición intermedia. Por un lado,
algunos países tienen un sistema más duro y punitivo, permitiendo la aplicación a
jóvenes infractores mayores de 16 años de medidas punitivas de larga duración, e incluso
la aplicación de la ley penal adulta. Contrariamente, otro conjunto de países dispone de
un sistema de justicia juvenil con medidas de menor duración, orientadas en mayor
grado a la resocialización y educación de los menores.
No obstante, en unos y otros países la edad de 18 años suele operar como una frontera
de división rígida entre la actuación del sistema de justicia juvenil y el sistema penal
adulto.
Frente a ello, Loeber et al. (2011) han razonado y defendido que tanto los jóvenes
como también los jóvenes-adultos (hasta edades de 25 años) deberían ser atendidos
preferentemente en el contexto de la justicia juvenil (y no necesariamente de la justicia
penal adulta, una vez superada la edad de 18 años). Para argumentar esta propuesta,
Loeber et al. (2011) recogieron diversas características particulares de los infractores
jóvenes (en contraste con los adultos) a las que debería prestarse especial atención al
adoptar decisiones judiciales sobre ellos, si la legislación de un país permite cierta
flexibilidad al respecto de los límites de edad (véase tabla 9.8).

TABLA 9.8
Características de los menores que pueden ser relevantes para las decisiones
judiciales

1. Que el menor tenga una madurez de juicio reducida.


2. Que presente una capacidad limitada para tomar decisiones frente a las oportunidades delictivas que se le

305
presentan.
3. Pobres funcionamiento ejecutivo, razonamiento, pensamiento abstracto y planificación.
4. Mayor susceptibilidad a la influencia de gratificaciones inmediatas que al influjo de posibles consecuencias
indeseables a largo plazo.
5. Pobre control de impulsos, menor propensión a asumir riesgos, y mayor tendencia a cometer delitos por
diversión más que en función de decisiones racionales.
6. Menor estabilidad de los hábitos delictivos, mayor moldeabilidad y mayores posibilidades de recuperación.
7. Menor culpabilidad, responsabilidad disminuida, menos merecedor de castigo.
8. Pobre emocionabilidad y autorregulación.
9. Menor capacidad para la evitación del propio daño.
9. Menor capacidad para comunicarse con abogados, tomar decisiones legales, comprender y participar en los
procedimientos legales y en el juicio oral.
11. Mayor susceptibilidad a la influencia de los compañeros.

FUENTE: Loeber et al. (2011).


Es decir, se ha razonado que el mero hecho biológico y legal de que un joven haya
cumplido 18 años puede tener una relevancia relativa para la modalidad de actuación
(juvenil o adulta) que podría resultarle más conveniente, particularmente en relación con
el proceso natural de desistimiento delictivo temprano (Le Blanc y Fréchette, 1989;
Stouthamer-Loeber et al., 2008). Muchos infractores juveniles acostumbran a abandonar
definitivamente su actividad delictiva a una edad algo superior a los 18 años. Esto
significa que el hecho de que puedan ser severamente condenados por la justicia criminal
al comienzo de la primera edad adulta (entre los 18 y los 20 años), más que promover su
desistimiento podría dificultarlo, y exacerbar, por el contario, la prolongación de su
carrera delictiva.

9.6.2. La ley española de menores y las medidas aplicables

La Ley de Responsabilidad Penal del Menor (Ley 5/2000) regula en España la


responsabilidad jurídica de los menores de 14 a 18 años, con la doble condición de ley
sancionadora y educativa. Según ello, las principales medidas que se pueden imponer a
un menor que ha cometido un delito se extractan a continuación:

1. Internamiento en régimen cerrado. Los jóvenes sometidos a esta medida residirán


en un centro de menores y desarrollarán en el mismo las convenientes actividades
formativas, educativas, laborales y de ocio.
2. Internamiento en régimen semiabierto. En este tipo de medida, los menores
residirán en el centro, pero podrán realizar fuera del mismo actividades formativas,
educativas, laborales y de ocio, de acuerdo con el programa individualizado de
ejecución de la medida.
3. Internamiento en régimen abierto. Quienes se hallen en esta medida llevarán a
cabo todas las actividades del proyecto educativo en los servicios normalizados
del entorno, residiendo en el centro como domicilio habitual, con sujeción al
programa y régimen interno del mismo.

306
4. Internamiento terapéutico en régimen cerrado, semiabierto o abierto. En estos
centros se realizará una atención educativa especializada o tratamiento específico,
destinado a jóvenes que padezcan anomalías o alteraciones psíquicas, dependencia
de bebidas alcohólicas, drogas tóxicas o sustancias psicotrópicas, o alteraciones
graves de la conciencia de la realidad.
5. Tratamiento ambulatorio. Los menores sometidos a esta medida deberán asistir al
centro designado, con la periodicidad requerida, y seguir las pautas fijadas para el
tratamiento de la anomalía o alteración psíquica, adicción al consumo de bebidas
alcohólicas, drogas tóxicas o sustancias psicotrópicas, o alteraciones en la
percepción que padezcan.
6. Asistencia a un centro de día. Los menores a quienes se aplique esta medida
residirán en su domicilio habitual y acudirán a un centro, plenamente integrado en
la comunidad, para realizar actividades de apoyo, educativas, formativas, laborales
o de ocio.
7. Permanencia de fin de semana. Esta medida obliga al joven a permanecer en su
domicilio o en un centro hasta un máximo de treinta y seis horas entre la tarde o
noche del viernes y la noche del domingo, a excepción del tiempo dedicado a las
tareas socioeducativas asignadas por el Juez que deban llevarse a cabo fuera del
lugar de permanencia.
8. Libertad vigilada. Implica el seguimiento de la actividad del menor y su asistencia
a la escuela, centro de formación profesional o lugar de trabajo que se establezca,
con la finalidad de contribuir a superar los factores que determinaron la infracción
cometida. Asimismo, esta medida obliga a seguir las pautas socioeducativas que se
señalen de acuerdo con el programa de intervención aprobado por el Juez.
Asimismo, la persona sometida a libertad vigilada queda obligada a mantener
entrevistas periódicas con el profesional o profesionales bajo cuya tutela se
encuentra, y a cumplir las reglas de conducta impuestas por el Juez, que podrán ser
algunas de las siguientes:

— Obligación de asistir con regularidad al centro docente correspondiente.


— Obligación de someterse a programas de tipo formativo, cultural, educativo,
profesional, laboral, de educación sexual, de educación vial u otros similares.
— Prohibición de acudir a determinados lugares, establecimientos o espectáculos.
— Prohibición de ausentarse del lugar de residencia sin autorización judicial
previa.
— Obligación de residir en un lugar determinado.
— Obligación de comparecer personalmente ante el Juzgado de Menores o
profesional que se designe, para informar de las actividades realizadas y
justificarlas.
— Cualesquiera otras obligaciones que el Juez estime convenientes para la

307
reinserción social del sentenciado.

9. La prohibición de aproximarse o comunicarse con la víctima o con aquellos de sus


familiares u otras personas que determine el Juez. Esta medida impedirá al menor
acercarse a ellos, en cualquier lugar donde se encuentren, así como a su domicilio,
a su centro docente, a sus lugares de trabajo y a cualquier otro que sea frecuentado
por ellos.
10. Convivencia con otra persona, familia o grupo educativo. El joven sometido a
esta medida deberá convivir, durante el período de tiempo establecido por el Juez,
con otra persona, con una familia distinta a la suya o con un grupo educativo,
adecuadamente seleccionados para orientarle en su proceso de socialización.
11. Prestaciones en beneficio de la comunidad. La persona sometida a esta medida,
que no podrá imponerse sin su consentimiento, ha de realizar las actividades no
retribuidas que se le indiquen, de interés social o en beneficio de personas en
situación de precariedad.
12. Realización de tareas socioeducativas. En este caso el menor ha de realizar, sin
internamiento ni libertad vigilada, actividades específicas de contenido educativo,
encaminadas a facilitarle el desarrollo de su competencia social.
13. Amonestación. Consiste en una reprensión del menor, llevada a cabo por el Juez
de Menores, y dirigida a hacerle comprender la gravedad de los hechos cometidos
y las consecuencias negativas que los mismos han tenido o podrían haber tenido,
instándole a no volver a realizar dichas conductas en el futuro.
14. Privación del permiso de conducir ciclomotores y vehículos a motor, o del
derecho a obtenerlo, o de las licencias administrativas para caza o para uso de
cualquier tipo de armas. Esta medida podrá imponerse como accesoria, cuando el
delito o falta se hubiere cometido utilizando un ciclomotor o un vehículo a motor,
o un arma, respectivamente.
15. Inhabilitación absoluta. La medida de inhabilitación absoluta produce, sobre el
que recayere, la privación definitiva de todos los honores, empleos y cargos
públicos que pudiera tener, incluidos posibles cargos electivos, así como la
incapacidad para obtener los mismos, o para ser elegido para cargo público,
durante el tiempo de la medida.

En la tabla 9.9 se muestra el total de medidas sancionadoras y educativas aplicadas


con los menores en España en dos momentos temporales distintos, en 2008 y en 2015.
En este último año, en coherencia con la menor participación delictiva de las mujeres a
la que ya se ha aludido, un 82,48 por 100 de las medidas correspondieron a varones y un
17,51 por 100 a mujeres.

TABLA 9.9
Total de medidas juveniles que fueron ejecutadas o estaban en ejecución en 2008 y

308
2015

Años 2008 2015

MEDIDAS TOTALES APLICADAS 38.531 23.041

Internamiento en régimen cerrado. 1.285 487

Internamiento en régimen semiabierto. 4.068 2.574

Internamiento en régimen abierto. 150 181

Total de internamientos. 5.503 3.242

Internamiento terapéutico. 589 424

Tratamiento ambulatorio. 1.450 357

Asistencia a centro de día. 347 151

Permanencia de fin de semana. 1.438 1.041

Libertad vigilada. 17.251 9.223

Prohibición de aproximarse a la víctima. 399 811

Convivencia con otra persona, familia u otro grupo educativo. 589 489

Prestaciones en beneficio de la comunidad. 7.964 3.905

Realización de tareas socioeducativas. 2.672 2.578

Amonestación. 171 754

Privación de permiso de conducir. 158 66

FUENTE: elaboración propia a partir de Estadística básica de medidas impuestas a los menores infractores —
Datos 2008—, Dirección General de Política Social, de las Familias y de la Infancia del Ministerio de Sanidad y
Política Social, 2010; e INE, http://www.ine.es/inebmenu/indice.htm.
En la tabla precedente destacan dos aspectos importantes. El primero, la comparación
entre 2008 y 2015, que permite constatar una notable disminución del conjunto de las
medidas judiciales impuestas a los jóvenes (que cayeron desde 38.531 en 2008 a 23.041
en 2015), a la vez que disminuyeron también todas las medidas específicas aplicadas
(incluidos internamientos y medidas comunitarias). En segundo término, la gran
preponderancia que tienen las medidas de cariz comunitario (libertad vigilada,
prestaciones en beneficio de la comunidad, tareas socioeducativas, tratamiento
ambulatorio...) sobre las que comportan internamiento.

309
9.6.3. Intervenciones con menores en España

Más allá de las medidas formales o legales aplicadas a los menores infractores, lo
importante aquí es conocer cuáles son las intervenciones y programas de tratamiento
específicos que se llevan a cabo con ellos. Según datos de los servicios de justicia juvenil
de las distintas comunidades autónomas españolas, que fueron recogidos y sintetizados
por Redondo et al. (2011, 2012b; Redondo y Martínez-Catena, 2013), en España se
desarrollan muy diversas intervenciones educativas y tratamientos con infractores
juveniles, que pueden clasificarse en las siguientes siete categorías principales: 1)
intervenciones educativas y escolares; 2) prelaborales y laborales; 3) educación
psicosocial; 4) intervenciones psicoterapéuticas y tratamientos; 5) intervenciones en
salud y trastornos mentales; 6) ocio y tiempo libre, y 7) intervenciones con menores y
sus familias.
En la tabla 9.10 se muestran dichas categorías de intervención, las actuaciones y
programas aplicados en el marco de cada categoría, así como una hipótesis de Redondo
et al. (2011; Redondo y Martínez-Catena, 2013) acerca de aquellos factores de riesgo
principales (de los revisados anteriormente) a los que dichas actuaciones podrían
dirigirse.

TABLA 9.10
Actividades e intervenciones desarrolladas en el sistema de justicia juvenil español
con los menores infractores

Categorías de Factores de riesgo frecuentes en


las Actividades desarrolladas delincuentes juveniles que podrían
intervenciones estar relacionados con las
intervenciones que se efectúan

1. Actividades Cursos de neolectores y de alfabetización. Déficit en habilidad lectora.


educativas y Cursos de formación reglada. Bajo rendimiento académico.
escolares. Talleres de alfabetización y castellano para Desvinculación/fracaso escolar.
extranjeros. Absentismo escolar.
Talleres de escritura. Abandono de la escuela secundaria.
Taller de fomento de la lectura.
Taller de nuevas tecnologías.

2. Actividades Talleres prelaborales y cursos de formación Déficit en aspiraciones laborales.


prelaborales y ocupacional: carpintería, informática, Inconsistencia laboral: muchos cambios
laborales. albañilería, jardinería... de puesto de trabajo.
Programa de experiencias profesionales para Desempleo frecuente.
el empleo: visita de empresas, entrevistas a
profesionales, prácticas profesionales...
Programa de orientación e inserción laboral.
Talleres de técnicas de búsqueda de empleo.
Habilidades sociales específicas para el
empleo.
Planes ocupacionales.

310
3. Actividades Capacitación doméstica. Hostilidad e irritabilidad.
de educación Programa «Ahórrate la cárcel». Impulsividad.
psicosocial. Prevención de la violencia de género. Propensión a mentir y engañar.
Relaciones interpersonales (habilidades Acoso a otros.
sociales, comunicación, autocontrol, Bajas habilidades interpersonales.
resolución de problemas interpersonales, Falta de empatía/altruismo.
responsabilización del delito, violencia...). Locus de control externo.
Educación afectivo-sexual. Creencias y actitudes favorables al
Prevención de violencia familiar. comportamiento antisocial (y de
Educación maternal. neutralización de culpa).
Seguridad vial. Déficit de razonamiento moral.
Prevención de drogodependencias. Déficit en role-taking y role-playing.
Prevención de conductas violentas. Autoestima/autoconcepto bajos.
Prevención de conductas xenófobas.
Cuidado de animales.
Dilemas morales y valores.

4. Intervenciones Programa específico para prevención del Mismos factores de riesgo anteriores
psicoterapéuticas maltrato familiar. cuando son factores consolidados.
y tratamientos. Tratamiento del consumo de sustancias
tóxicas.
Programa de manejo de la agresividad.
Programa de manejo de la hiperactividad.
Programa de control de impulsos y
habilidades sociales.
Programa específico para delitos de agresión
sexual.
Programa específico para delitos de violencia
familiar.
Programa específico para menores sometidos
a medidas de larga duración por delitos graves
y de gran alarma social.
Programa de tratamiento basado en el sistema
de créditos positivos/negativos.
Programa de mediación y resolución de
conflictos.
Programa de gestión del riesgo de
reincidencia.

5. Actividades e Educación para la salud: primeros auxilios, Problemas de atención.


intervenciones hábitos higiénicos y dietéticos, creencias Trastorno de estrés postraumático.
en salud y sobre el consumo de tabaco, alcohol y otras Esquizofrenia.
trastornos drogas. Tendencias suicidas.
mentales. Revisiones médicas. Déficit de atención con hiperactividad.
Tramitación de tarjetas sanitarias.
Tratamiento de patologías físicas del menor.
Tratamiento y prevención de trastornos
mentales: depresión, ansiedad, enuresis, otros
trastornos mentales, drogodependencias,
etcétera.
Trastornos sexuales.
Taller de prevención del VIH.

6. Actividades Programa de optimización del tiempo de ocio. Pocos amigos.


de ocio y tiempo Tiempo libre organizado (actividades Amigos delincuentes.

311
libre. culturales, deportivas, sociabilidad, etcétera) y Pertenencia a una banda juvenil.
tiempo libre no organizado (limitaciones en Tendencia al aburrimiento.
horarios, amistades y lugares, etcétera). Búsqueda de nuevas experiencias y
Taller educación física y deportiva. sensaciones.
Visitas a diferentes salas de ocio y fiestas.
Relación con el grupo.
Juegos y lectura.

7. Actividades e Promover la implicación de la familia. Bajos ingresos familiares.


intervenciones Programa de apoyo familiar. Dependencia social.
con los menores Programa de atención a conductas violentas Familias monoparentales.
y sus familias. dentro del ámbito familiar. Familias numerosas e incompetencia
Sesiones diseñadas para la mejora de las parental.
relaciones paterno/materno-filiales. Tensión.
Intervención con grupos de padres y madres. Desacuerdo familiar.
Programa de entrenamiento a padres y Conflicto entre padres e hijos.
madres. Maltrato del niño.
Intervención sobre las relaciones Crianza
intrafamiliares (conflictividad, fugas, inconsistente/punitiva/abandono/rechazo.
comunicación, etcétera).
Expresión de las emociones y sentimientos.

FUENTE: Redondo y Martínez-Catena (2013); Redondo et al. (2011, 2012b).


Las actividades educativas y terapéuticas recogidas en dicha tabla pueden contar con
un grado de estructuración y formalización muy heterogéneo (algo difícil de saber, dada
la gran atomización por territorios e instituciones —públicas, fundaciones, empresas...—
de la gestión del sistema de justicia juvenil): desde meros esquemas de intervención
hasta programas plenamente definidos a partir de un manual de tratamiento. Idealmente,
cualquier intervención técnica con delincuentes debería contar, tal y como se ha
argumentado aquí, con un manual específico que posibilite su aplicación y evaluación
con la máxima integridad y precisión. Una buena noticia a este respecto es que en
España se cuenta en la actualidad con un número significativo de manuales de
tratamiento de delincuentes juveniles, que se recogieron en la tabla 4.1 del capítulo 4 (se
invita al lector a volver sobre ella). No obstante, insistimos y animamos encarecidamente
a los responsables y técnicos del ámbito de menores de las diversas comunidades
autónomas españolas a requerir que sus intervenciones y tratamientos cuenten con los
debidos manuales de aplicación y evaluación.
Por último, se debe recordar también que, aunque un programa de intervención
juvenil adecuadamente definido constituye una herramienta técnica imprescindible para
quienes trabajan con los menores, para su aplicación eficaz siempre resultará decisiva, y
a veces incluso más relevante, la calidad de la intervención educativa y terapéutica
desplegada por los profesionales que aplican dicho programa.

9.7. EL CASTIGO Y LA EDUCACIÓN DE LOS MENORES INFRACTORES

312
A lo largo de este capítulo se ha presentado información específica y significativa
acerca de la delincuencia juvenil y las intervenciones educativas y terapéuticas que se
llevan a cabo con los menores infractores, con el propósito de prevenir que persistan en
la delincuencia. A pesar de ello, la alarma social por la delincuencia juvenil suele
suscitar una gran preocupación pública, que da lugar a constantes debates sociales acerca
de los modos más eficientes de prevenirla y controlarla.
Un argumento frecuente en tales debates es que la opinión ciudadana esencialmente
requiere que, para evitar males mayores, se adopten con los menores medidas punitivas
duras y ejemplarizantes (implícito que ha sustentado en España las diversas reformas
legislativas mediante las que se ha endurecido la ley de menores a lo largo de los últimos
años).
A pesar de lo anterior, por lo que se refiere a la opinión pública, los ciudadanos no
suelen mostrar a este respecto una creencia tan punitivista como se aduce, sino que
acostumbran a manifestar tanto una demanda de defensa social y castigo de los
delincuentes juveniles como, al mismo tiempo, la necesidad de su rehabilitación y
reinserción social.
Por ejemplo, en un estudio de opinión del Observatorio de la Actividad de la Justicia
(2012; Redondo y Garrido, 2013), los ciudadanos encuestados, preguntados acerca de
diferentes opciones de castigo de los delincuentes jóvenes, puntuaban con notas elevadas
y parecidas (entre 6,5 y 8,2 puntos sobre 10) las siguientes alternativas de actuación con
los menores (p. 92):

— La única forma de evitar que los jóvenes delincuentes vuelvan a cometer delitos es
castigarles debidamente (6,9).
— Enviar a los jóvenes delincuentes a prisión no tiene mucho sentido, porque esto
solo incrementa la delincuencia, ya que las prisiones son escuelas de delincuencia
(6,3).
— Como la mayoría de jóvenes delincuentes cometen delitos una y otra vez, la única
manera de proteger a la sociedad es enviarlos a prisión cuando son jóvenes y
mantenerlos allí (5,1).
— Deberían establecerse penas más duras para la mayoría de los delitos que cometen
los jóvenes (7).
— Una forma de prevenir la delincuencia juvenil es reforzar la disciplina, e incluso si
es preciso la mano dura, en la familia y en la escuela (6,8).
— Debería proporcionarse más ayuda y apoyo a la familia de los delincuentes
juveniles (6,5).
— Una forma de prevenir la delincuencia juvenil es dedicar más recursos a los
centros escolares y a sus actividades extraescolares (8,2).

Por otra parte, tal y como hemos visto que ponen de relieve los estudios de
autoinforme y reincidencia juvenil, solo una pequeña proporción de menores mantiene

313
una actividad delictiva sostenida. Por ello, el sistema de justicia juvenil debería
orientarse principalmente a estos jóvenes más difíciles, interviniendo educativamente
con ellos con la finalidad de prevenir la consolidación de su conducta delictiva.
En la dirección apuntada, probablemente uno de los retos más importantes de la
justicia de menores concierne a la calidad de las intervenciones educativas y terapéuticas
que se llevan a cabo con los jóvenes (y no tanto a la cuestión de la seguridad y la dureza
de las medidas que puedan imponerse). Por ello urgiría avanzar hacia la incorporación
creciente de una metodología moderna de evaluación, predicción y elaboración de
programas, de acuerdo con los principios de la evidencia científica en esta materia. Un
sistema de gestión del riesgo y de tratamiento adaptado a las necesidades de los jóvenes
haría mucho más por disminuir la reincidencia que el puro aumento de las sanciones
(Loeber et al., 2011).
Diversos resultados de investigación apoyan que la mayor eficacia para disminuir la
reincidencia de los jóvenes puede lograrse a partir de una combinación equilibrada de
medidas comunitarias y de la aplicación en ellas de intervenciones orientadas a solventar
las necesidades educativas, psicológicas y sociales de los sujetos (tales como terapia
cognitivo-conductual y terapia multisistémica, tutorización y supervisión de los casos,
programas de educación y formación profesional, y justicia restaurativa; véanse, por
ejemplo: Cook, Drennan y Callanan, 2016; Palermo, 2013).
Para fomentar el desistimiento delictivo, deberían ofrecerse también programas de
empleo y de mejora de la interacción social, así como otras intervenciones destinadas a
reducir las transiciones vitales desordenadas y problemáticas, tales como abandonar la
escuela secundaria sin graduarse, o como la paternidad adolescente (Loeber et al., 2011).
En España el sistema de justicia juvenil ha mejorado durante las últimas décadas de
manera impresionante. La mejor prueba de ello son las múltiples intervenciones
desarrolladas en los contextos de justicia juvenil de las diversas comunidades autónomas
que aquí se han resumido (Redondo y Martínez-Catena, 2013). Aun así, una carencia
importante que debería subsanarse cuanto antes es la escasez de evaluaciones
sistemáticas de las intervenciones que se llevan a cabo. Frente a ello, todas las
intervenciones sociales, educativas y terapéuticas realizadas con infractores juveniles
deberían evaluarse de modo que pueda conocerse de forma explícita su grado de
eficacia. Ello es la única garantía posible de una mejora informada y continuada de
dichas intervenciones y del conjunto del sistema de justicia juvenil.

RESUMEN

En este capítulo inicialmente se ha descrito el fenómeno particular de la delincuencia


juvenil y su magnitud, a la luz de diversas fuentes complementarias de información
sobre el delito (estudios de autoinforme de los propios jóvenes, datos policiales y
medidas judiciales aplicadas a los menores). Se ha constatado que aunque muchos

314
adolescentes llevan a cabo infracciones no muy graves (como descargar música
ilegalmente, consumir bebidas alcohólicas o algunas drogas blandas, o haber participado
en alguna pelea), son muchos menos los que efectúan delitos graves como robos o
agresiones. También se ha puesto de relieve que con carácter general las chicas
participan en la delincuencia con una frecuencia mucho más baja que los varones.
En segundo término se han analizado con detalle los principales factores de riesgo
personales, sociales y ambientales susceptibles de favorecer la conducta delictiva. En el
marco de los riesgos personales se han destacado aspectos relativos a la personalidad
(impulsividad, dureza emocional, extraversión, hostilidad, egocentrismo...), elementos
conductuales (agresión, acoso, consumo de drogas, bajas habilidades interpersonales,
desempleo...), factores cognitivo-emocionales (escasas aspiraciones, baja empatía y
desarrollo moral, creencias antisociales...) y déficits intelectivos y de aprendizaje (en
inteligencia emocional, dificultades para aprender de la experiencia...). En relación con
las posibles carencias de los individuos en apoyo prosocial, se ha señalado la relevancia
criminógena de los problemas que puedan darse en el barrio (subculturas criminales, alta
delincuencia y disponibilidad de drogas, concentración de personas desempleadas...), en
las familias (bajos ingresos, crianza inconsistente, patologías y delincuencia paterna...),
en las escuelas (falta de disciplina, fracaso escolar...) y en relación con los amigos
(amigos delincuentes, exposición frecuente a violencia grave...). Por fin, también se han
señalado distintos elementos ambientales o de oportunidad delictiva capaces de
incrementar el riesgo delictivo, tanto para el caso de delitos violentos (provocaciones,
espacios públicos anónimos, víctimas desprotegidas...) como para delitos contra la
propiedad (propiedades descuidadas, comercios vulnerables, zonas de ocio,
concentración de turistas...).
Se han revisado diversos estudios, tanto internacionales como españoles, sobre
reincidencia delictiva de los jóvenes. Ello ha permitido constatar que, para el caso de
España, la reincidencia juvenil se sitúa en una cifra promedio aproximada del 26 por
100, a la vez que existen diversos factores de riesgo que se vinculan de modo repetido a
dicha reincidencia: más dificultades sociofamiliares, experiencia de maltrato en la
infancia, vivir fuera de la familia, impulsividad, consumo de drogas, fracaso escolar,
amigos o pareja delincuente, y experiencias de internamiento juvenil. Además, tomando
como base el Modelo del triple riesgo delictivo, se ha puesto de relieve que la mayor
influencia para promover la repetición y consolidación de la actividad delictiva no reside
generalmente en factores de riesgo aislados, sino en la confluencia en un mismo
individuo de riesgos de naturaleza diversa (personal, social y ambiental), que acaban
potenciándose recíprocamente. Pero también se ha aducido que en algunas ocasiones
puede producirse una especie de «efecto mariposa criminógeno», en el sentido que un
factor de riesgo aislado pero poderoso pueda disparar por sí solo una cadena creciente de
influencias antisociales.
Se han analizado también diversas investigaciones sobre factores de riesgo

315
específicos en mujeres delincuentes, en contraste con los riesgos más evaluados en los
varones, y se ha concluido que, aunque existen factores de riesgo que pueden influir
criminalmente tanto en hombres como en mujeres, estas pueden ser más sensibles a
algunas influencias específicas tanto de riesgo (conflictos familiares, padre o hermanos
delincuentes, pareja antisocial, maltrato, drogadicción, marginación...) como de
protección (amigos prosociales, objetivos de futuro...). También se ha constatado la
necesidad de diseñar programas de tratamiento para mujeres que tomen en cuenta sus
necesidades de intervención específicas.
Desde la perspectiva de la intervención, se ha puesto de relieve que uno de los
mejores modos de prevención del delito consiste en el desarrollo de programas
familiares. Entre ellos, uno de los tratamientos juveniles más avalados es la denominada
terapia multisistémica (MST), de Henggeler y sus colaboradores. Esta terapia parte de la
consideración de que el desarrollo infantil se produce bajo la influencia combinada y
recíproca de distintas capas o sistemas ambientales, que incluyen la familia, la escuela,
las instituciones del barrio, etcétera. En todos estos sistemas existen tanto factores de
riesgo para la delincuencia como factores de protección. A partir de lo anterior se
establecen una serie de principios básicos, entre los que se encuentran los siguientes: se
ha de evaluar el «encaje» del menor entre los problemas identificados en los distintos
sistemas sociales; el énfasis de cambio y mejora se pone en los elementos positivos; la
terapia se orienta a promover la conducta responsable y se enfoca al presente y a la
acción; las intervenciones deben ser coherentes con las necesidades del joven, y se
programa la generalización y el mantenimiento de los logros.
Finalmente, se ha hecho referencia detenida a las intervenciones educativas y
terapéuticas que se desarrollan en el marco de la justicia juvenil. Para ello, en primer
lugar se ha revisado la cuestión de la edad penal juvenil en distintos países europeos, y
se ha razonado la conveniencia de que la edad de 18 años no constituya una barrera
infranqueable para que los jóvenes puedan ser atendidos en el contexto de la justicia
juvenil, y no necesariamente de la adulta. Posteriormente se ha dirigido la atención a la
situación de la justicia juvenil en España, tanto por lo que se refiere a las medidas
penales aplicables a los jóvenes como, sobre todo, a las intervenciones que se llevan a
cabo con ellos en distintas comunidades autónomas. Estas intervenciones se han
presentado en siete grandes grupos: 1) actividades educativas y escolares, 2) actividades
prelaborales y laborales, 3) educación psicosocial, 4) intervenciones psicoterapéuticas y
tratamientos, 5) salud y trastornos mentales, 6) ocio y tiempo libre, y 7) intervenciones
con los menores y sus familias. Constatándose, por último, cómo el castigo y la
educación de los menores no tienen por qué ser objetivos incompatibles, sino que deben
ser necesariamente complementarios.

316
10
Tratamientos en prisiones

El capítulo 10 se dedica al tratamiento en las prisiones y repasa las peculiaridades de ese contexto
—en el que se desarrollan gran parte de los programas de tratamiento con delincuentes—.
Inicialmente se presenta información diversa sobre los sistemas penitenciarios, la magnitud y
evolución de los encarcelados, y las normas internacionales y españolas al respecto del tratamiento
penitenciario. En segundo término se describen diversos programas aplicados internacionalmente,
en especial en Norteamérica y en Europa, analizándose con mayor amplitud el tratamiento en las
prisiones españolas. Por último, el capítulo presta atención a la evaluación del riesgo delictivo tanto
desde la perspectiva de los instrumentos internacionalmente utilizados como a partir de los
desarrollos que en esta materia se han operado también en España.

«El grado de civilización de una sociedad se mide por el trato a sus presos.»

DOSTOIEVSKY, Recuerdos de la casa de los muertos.

Una pregunta frecuente en foros públicos sobre cárceles y delincuencia es si las


prisiones son un lugar adecuado para tratar a los delincuentes. Al autor de este libro se lo
han preguntado a menudo, por lo que quisiera iniciar este capítulo refiriéndome a ello.
Para comenzar, no considero que las prisiones sean en general el marco ideal para tratar
a los delincuentes, ni que constituyan un lugar conveniente para muchas de las personas
que son ingresadas actualmente en ellas; y ni siquiera que las prácticas de
encarcelamiento actuales sean el mejor modo posible con el que podrían contar las
sociedades para defenderse de la delincuencia. Por el contrario, estoy firmemente
convencido de que para muchos encarcelados actuales, poco violentos o con carreras
delictivas de baja intensidad, deberían arbitrarse otras medidas penales distintas de la
prisión. Con ello no estoy sugiriendo que con tales delincuentes no deba hacerse nada,
como es frecuentemente propuesto desde algunas perspectivas legislativas: o prisión, si
el delito es grave, o no adoptar ninguna medida, si no es muy grave. Ese modo
dicotómico de proceder es bastante ajeno al conocimiento actual sobre el
comportamiento delictivo y su prevención, que más bien prescribe graduar las respuestas
y actuaciones en función del riesgo y las necesidades mostradas por los diversos
infractores. Además, tal pensamiento dicotómico (o «no hacer nada» o prisión) en la
práctica suele derivar, más que en no hacer nada, en la aplicación de duras penas de
prisión para casi toda infracción y para casi todos los infractores.
Frente al anterior modo de pensamiento precientífico y extremado, una perspectiva
más racional y eficaz de prevención delictiva sería la gradación de las sanciones penales

317
de control y de cambio de comportamiento en función tanto de la gravedad de las
conductas infractoras (algo que ya se hace) como también de las necesidades de los
infractores. Tales sanciones deberían ir desde una general aplicación de medidas
judiciales en la propia comunidad, en el extremo más benigno, hasta el empleo de la
prisión, de modo más prudente y moderado que en la actualidad, para los casos de
delincuentes más graves, violentos y persistentes. Sin embargo, considero que es técnica
y éticamente innecesario y fuera del tiempo que las penas de prisión tengan tanta
duración como tienen en la actualidad, y de modo sobresaliente en España. Díez Ripollés
(2006) ha valorado este uso masivo de la privación de la libertad como anticuado, en
cuanto que no comporta innovación alguna; injusto, en la medida en que supone
desproporcionados períodos de encarcelamiento; e ineficaz, al renunciar a las múltiples
posibilidades de intervención social de que dispondría el Estado moderno para mejorar
las potencialidades futuras de muchos de los condenados.
En síntesis, en discrepancia abierta con la corriente de opinión más popular,
considero que debería encarcelarse a menos personas y durante menos tiempo. Pese a
todo, las prisiones actualmente existentes y los muchos encarcelados que albergan son
una realidad fáctica que no se puede ignorar y con la que debe trabajarse también en el
campo del tratamiento de los delincuentes.
Los sistemas penitenciarios son en los países modernos y democráticos servicios
públicos con dos tipos de destinatarios (McGuire, 2001c): el público en general, en
cuanto que las prisiones sirven para proteger a la comunidad de personas condenadas por
delitos graves; y los propios delincuentes encarcelados, cuyas necesidades deben ser
adecuadamente atendidas. Para desempeñar ambas tareas de servicio público, los
sistemas penitenciarios cuentan en la actualidad con profesionales diversos.
Las prisiones y otros servicios de ejecución penal, tales como departamentos de
aplicación de medidas alternativas, sustitutivas o complementarias a la privación de
libertad —por ejemplo, trabajos en beneficio de la comunidad, libertad condicional,
régimen abierto, arrestos domiciliarios, etcétera— son los principales contextos en los
que se aplican tratamientos con delincuentes. Ello es lógico si se toma en consideración
que muchos delincuentes son condenados a penas privativas de libertad u otras medidas
penales, que acaban cumpliendo en las prisiones o en instituciones vinculadas a los
sistemas penitenciarios. Además, en muchos países, especialmente en los países
occidentales más desarrollados, las instituciones penitenciarias tienen legalmente
asignada la función de rehabilitación y reinserción social de los delincuentes
condenados.
Por todo ello, en este capítulo se prestará atención específica a la situación del
tratamiento en las prisiones, tanto en el plano internacional como en España. El
tratamiento se toma aquí en un sentido restrictivo, acorde con la orientación
especializada de este manual. Aunque los sistemas penitenciarios cuentan en su
programación y funcionamiento con actuaciones e iniciativas diversas, tales como planes

318
generales de educación de los encarcelados, programas de formación laboral y empleo,
actividades culturales, deportivas y recreativas, etcétera, todo lo cual puede orientarse
tanto a la ordenación de la vida diaria de las prisiones como a la propia rehabilitación de
los delincuentes, no se atenderá aquí a todas esas actividades. De manera específica, se
prestará atención a aquellos programas de tratamiento especializado que se dirigen al
cambio de factores de riesgo directamente vinculados a la actividad delictiva o bien a
paliar los riesgos derivados de la estancia prolongada en prisión.

10.1. LAS PENAS DE PRISIÓN

10.1.1. Privación de libertad y alternativas

Las sanciones de privación de libertad son actualmente el método más extendido de


control de la delincuencia (Cerezo, 2007; Redondo y Frerich, 2014). Aunque las
prisiones tuvieron en origen meros cometidos de control y castigo, desde mediados del
siglo XIX se fue consolidando poco a poco la necesidad de incluir entre sus finalidades la
reeducación y reinserción social de los condenados (Burkhead, 2007; Rodríguez
Manzanera, 2016b). Así nació el «ideal de rehabilitación» de los delincuentes.
Son muchas las personas condenadas a privación de libertad y encarceladas en todo el
mundo. De ahí que los sistemas penitenciarios sean un eje fundamental de la política
criminal de todos los países. Ello comporta la existencia de numerosos centros
penitenciarios que albergan a encarcelados de diferentes categorías (jóvenes, mujeres,
infractores contra la propiedad, delincuentes violentos, delincuentes sexuales,
drogodependientes, delincuentes con patologías mentales...), durante períodos de tiempo
variables que pueden oscilar entre unos meses y decenas de años, y en regímenes de vida
y sistemas de clasificación y tratamiento también diversos.
En España la finalidad de las penas privativas de libertad se reguló en 1978 en la
propia Constitución española, cuyo artículo 25 estableció que dichas penas debían
«orientarse hacia la reeducación y reinserción social de los condenados». Este precepto
general fue desarrollado con mayor amplitud por la Ley Penitenciaria de 1979, que
estableció que la clasificación y el tratamiento penitenciario debían ser los mecanismos
generales de promoción de la reeducación y la futura reinserción de los encarcelados.
Con estas finalidades, el sistema penitenciario español cuenta con 78 Centros
Penitenciarios en los que trabajan más de quince mil personas, lo que incluye
funcionarios de vigilancia y seguridad, maestros, educadores, trabajadores sociales,
médicos, enfermeras, psicólogos y psiquiatras, criminólogos, juristas y otros trabajadores
especializados. También es habitual que diversos servicios penitenciarios se ofrezcan en
colaboración con instituciones o asociaciones comunitarias, como centros educativos y
de formación profesional, de atención a toxicómanos, de promoción cultural, de ocio,

319
instituciones religiosas, etc.
En el sistema penitenciario español están ingresados más de sesenta mil reclusos
(unos cincuenta y dos mil dependientes de la administración penitenciaria central y unos
nueve mil de la catalana), de los cuales alrededor del 92 por 100 son hombres y en torno
al 8 por 100 mujeres. Del conjunto, la inmensa mayoría son penados (por encima del 85
por 100) y una pequeña proporción son presos preventivos en espera de juicio (por
debajo del 15 por 100). Los principales delitos por los que estas personas están recluidas
son delitos contra la propiedad, seguidos de hechos contra la salud pública
(generalmente relacionados con tráfico de drogas), delitos contra las personas, contra la
libertad sexual y contra la seguridad vial.
Por grados penitenciarios, la mayoría de los penados están clasificados en segundo
grado de tratamiento o régimen ordinario (alrededor del 75 por 100), seguidos de los
clasificados en tercer grado o régimen abierto (en torno a un 15 por 100), y de un
pequeño porcentaje de encarcelados ubicados en primer grado o régimen cerrado
(alrededor de un 2 por 100), a todo lo cual hay que añadir un porcentaje aproximado del
7 por 100 de los sentenciados todavía sin clasificar. Además, casi siete mil penados
estarían cumpliendo la última etapa de sus condenas en libertad condicional (lo que
supone alrededor del 11 por 100 del total de los penados).
El sistema penitenciario de un país suele ser un reflejo del grado de control y dureza
característicos de la política punitiva de ese país. Por tanto, la evolución temporal de sus
cifras de encarcelados también sería un indicador representativo de la evolución de dicha
política punitiva a lo largo del tiempo. En la figura 10.1 puede verse la evolución de la
población penitenciaria en España a lo largo de veintisiete años (entre 1990 y 2016).

320
FUENTE: elaboración propia a partir de datos de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias y del
Departamento de Justicia de Cataluña.
Figura 10.1.—Evolución en España de la población penitenciaria (1990-2016).

Como puede verse, la población de encarcelados, tomada globalmente, ha aumentado


considerablemente a lo largo de esta secuencia temporal de veintisiete años, pasando de
33.058 en 1990 a 60.685 en 2016 (es decir, prácticamente se ha duplicado). No obstante,
analizada esta evolución con mayor detalle, la curva de encarcelados puede dividirse en
varios períodos diferenciados: una etapa inicial de aumento de la población (1990-1994),
una breve etapa de disminución (1995-1996), una larga etapa de crecimiento (1997-
2009), y una última etapa de disminución (2010-2016).
Es decir, la población española de encarcelados habría experimentado en las últimas
décadas oscilaciones periódicas al alza o a la baja, aunque en un marco global de
aumento considerable de los encarcelados (en ratios muy por encima del propio aumento
de la población española).
Una pregunta importante es qué factores podrían haber determinado este aumento
general de los encarcelados en España. Lo primero que debe decirse a este respecto es
que la explicación de este incremento de los presos no puede deberse meramente al
aumento de la delincuencia durante este mismo período, ya que la delincuencia
globalmente incluso se ha reducido. Una hipótesis alternativa, si la delincuencia no ha
aumentado, es que lo que haya aumentado durante las últimas décadas sea la dureza del
control punitivo. En esta dirección, Cid (2008) comparó las penas previstas en el Código
Penal precedente (de 1973) y el actual (aprobado en 1995) para diversos delitos de
elevada frecuencia, tal y como se muestra en la tabla 10.1.

TABLA 10.1
Comparación de las penas para una serie de delitos seleccionados, entre los códigos
penales de 1973 y de 1995

Código Penal de 1973 Código Penal de


1995
Delitos
Pena Pena mínima efectiva (con la máxima Pena mínima y
mínima redención posible) efectiva

Hurto 1 mes 15 días 6 meses

Robo con fuerza 6 meses 3 meses 1 año

Robo en casa 50 meses 25 meses 24 meses


habitada

Robo 6 meses 3 meses 24 meses

Robo armado 50 meses 25 meses 42 meses

321
Tráfico de drogas 28 meses 14 meses 36 meses
(duras)

Lesiones 1 mes 15 días 6 meses

Violación 12 años 6 años 6 años

Homicidio 12 años 6 años 10 años

FUENTE: elaboración propia a partir de Cid (2008); también, Redondo y Garrido (2015).
Como puede verse, si se compara la columna «Pena mínima efectiva (con la máxima
redención de penas posible)» del Código de 1973 con la columna «Pena mínima y
efectiva» del vigente Código de 1995, en casi todos los delitos aquí considerados la
duración efectiva de las penas es claramente superior en el Código Penal actual que en el
precedente 1 . Debe añadirse que a esta mayor dureza del Código Penal vigente habrían
contribuido todavía más las diversas reformas penales que ha experimentado desde su
aprobación en 1995.
Es decir, según lo anterior, a igualdad o semejanza de delitos condenados antes y
después de 1995, el nuevo Código Penal hace que de facto las penas correspondientes a
muchos delitos significativos tengan superior duración, y como resultado de ello se
produzca mayor acumulación de encarcelados en las prisiones (al estar internados
durante más tiempo), con el consiguiente efecto global de crecimiento de la tasa
penitenciaria. A esta misma conclusión han llegado también Aguilar, García España y
Becerra (2012).
Es verdad que la mayor punitividad penal actual tampoco constituiría per se una
explicación completa del aumento del encarcelamiento en España (González-Sánchez,
2011). Tal aumento de la población penitenciaria viene produciéndose en nuestro país
desde el inicio de la transición democrática, a partir de 1975, cuando todavía existía un
código penal más blando. Y a la vez, durante este mismo período también se han
producido aumentos análogos de las tasas penitenciarias en otros países europeos y
americanos (Garland, 2005; Redondo, 2009), lo que apuntaría hacia una tendencia
internacional global de mayor punitividad y control penal.
La falta de relación directa entre los índices de delincuencia y las tasas de
encarcelamiento se ha documentado también para el caso de diversos estados europeos.
Por ejemplo, Aebi y Kuhn (2000) hallaron una correlación negativa (r = –0,27), aunque
no significativa, entre tasa de delincuencia y tasa de encarcelados, mientras que
observaron altas correlaciones positivas entre encarcelamiento y las variables
«frecuencia de sentencias de prisión» (r = 0,63) y «duración de las condenas impuestas»
(r = 0,94). Ello coincide con la explicación ofrecida por Cid (2008) y Aguilar et al.
(2012).
Para hacernos una idea global del panorama delictivo y penitenciario europeo, en la

322
figura 10.2 se presentan las ratios de encarcelados en distintos países europeos.

FUENTE: elaboración propia a partir de la información publicada por el International Centre for Prison Studies,
University of Essex: www.prisonstudies.org.
Figura 10.2.—Tasas de población penitenciaria en Europa (2015) y duración promedio del encarcelamiento en
meses (2014). La tasa indicada en cada país representa la proporción de encarcelados por cada cien mil habitantes.
Además, en recuadros más grandes se muestran las tasas promedio de encarcelados (t) y la duración promedio del
encarcelamiento (DPE) para cuatro bloques territoriales de países en que se han categorizado todos ellos (países
nórdicos, centroeuropeos, mediterráneos, y países del Este).

La figura 10.2 refleja que los países nórdicos de Europa muestran una tasa promedio
de encarcelados de 56/100.000 habitantes, a la vez que su duración promedio de las
penas de prisión es de 4,4 meses; los países centroeuropeos tienen una proporción de
encarcelados de 92/100.000 habitantes, y una duración promedio de las penas de
privación de libertad de 7,3 meses; los países mediterráneos (entre ellos España), una
tasa conjunta de encarcelados de 129/100.000 habitantes, y una duración promedio del
encarcelamiento de 11,4 meses; y, finalmente, los países del Este europeo, una tasa de
población penitenciaria de 216/100.000 habitantes, con una duración promedio de las
penas de prisión de 15,7 meses. Estas cifras hacen notoria la relación existente entre
población penitenciaria y duración de las penas de prisión en los respectivos países.
Una noticia de cariz más positivo es que durante los últimos años también se ha

323
generalizado el mayor uso de medidas alternativas al encarcelamiento, tanto en España
como en otros países occidentales (Redondo y Frerich, 2014). Este ascenso del uso de
medidas alternativas ha sido espectacular en nuestro país, tal y como puede verse en la
figura 10.3, por lo que se refiere a la evolución de los trabajos en beneficio de la
comunidad (TBC) y las suspensiones y sustituciones de penas y medidas de seguridad.
Estas medidas penales alternativas representan en la actualidad la mayor proporción del
conjunto de las penas aplicadas en España. Su utilización se dirige prioritariamente a
delitos contra la seguridad vial, y en una parte más pequeña a delitos de violencia de
género u otros.

FUENTE: elaboración propia a partir del Informe General 2014 de la Secretaría General de Instituciones
Penitenciarias, Ministerio del Interior, y del Departamento de Justicia de Cataluña.
Figura 10.3.—Evolución en España (2000-2014) de las cifras globales de medidas alternativas (incluidas
suspensiones y sustituciones de pena y de medidas de seguridad), y específicamente de los trabajos en beneficio
de la comunidad (TBC).

10.1.2. Perjuicios personales y sociales del encarcelamiento

Existen múltiples evidencias científicas acerca de los daños personales que pueden
derivarse de la experiencia de sufrir un encarcelamiento prolongado (Liebling y Maruna,
2005; Nagin, Cullen y Jonson, 2009). En un plano más personal y subjetivo, póngase el
lector en situación e imagínese a sí mismo cumpliendo una pena de prisión de, por
ejemplo, 10 años. ¿Puede representarse el instante en que le es comunicado que su
condena ha sido judicialmente ratificada y que deberá iniciar inmediatamente su
cumplimiento? ¿Cuáles serían sus sentimientos en ese momento? ¿Cómo desearía que
transcurrieran esos diez años de condena? ¿Cómo se imagina dentro de la cárcel? ¿Qué

324
se ve haciendo todo ese tiempo? ¿Querría aprovecharlo de alguna manera? ¿Qué podría
hacer? ¿Desearía recibir visitas? ¿De quién? ¿Podría pensar en el futuro que le esperaría
cuando transcurrieran esos 10 años? ¿Qué desearía que sucediera después? ¿Dónde
residiría? ¿Con quién? ¿De qué viviría?
Estas preguntas u otras análogas pueden ser algunas de las que realmente asalten a
quienes en efecto van a cumplir una pena de prisión. Es posible que, de entrada, en lo
que prioritariamente piensen sea en los perjuicios graves que pueda tener para ellos el
tiempo prolongado de su encarcelamiento. Autores que han reflexionado sobre esto se
han referido a los efectos negativos del encarcelamiento a partir de expresiones
concernientes precisamente al paso del tiempo (Jamieson y Grounds, 2005), lo que ha
dado lugar incluso a títulos de libros al respecto: «Tiempo muerto» (Rives, 1989, Dead
Time), «Haciendo tiempo» (Matthews, 1999, Doing Time), «Perdiendo el tiempo»
(Evans, Santiago y Haney, 2000, Undoing Time), o «Fuera del Tiempo» (McKeown,
2001, Out of Time).
Además de la idea de la prisión como «pérdida del tiempo», también se han puesto de
relieve diversos inconvenientes y daños graves que podrían derivarse para un individuo
como resultado de su encarcelamiento (Clemmer, 1940; Liebling y Maruna, 2005; Nagin
et al., 2009; Sykes, 1958):

— Pérdida de la libertad y lejanía de su familia, amigos, trabajo, etcétera, lo que a su


vez también puede comportar daños graves indirectos o secundarios para su
posible pareja e hijos, aludidos como las «víctimas olvidadas del delito»
(Matthews, 1983).
— Devaluación de sí mismo, de su autoestima y de la propia condición de ciudadano,
con las pérdidas personales y de derechos que ello comporta.
— Frustración de diversas necesidades primarias (libertad de movimientos,
necesidades afectivas y sexuales...), y privación de múltiples bienes y servicios
cotidianos (vivienda y otras posesiones personales, ocio...).
— Aumento de su dependencia y control, y disminución de su autonomía y capacidad
de elección personal, al estar su vida diaria casi completamente regulada y
dirigida.
— Experiencia de temor y sentimientos de riesgo e inseguridad, al verse expuesto a
convivir en prisión con personas desconocidas que pueden resultar peligrosas.
— Riesgos especiales para su salud física y psicológica como resultado de la
situación de encierro y de todos los anteriores problemas (depresión inmunológica,
posible contagio de enfermedades como hepatitis, sida y otras, estrés elevado...).
— Y, asimismo, aumento de su probabilidad futura de comisión de nuevos delitos.

También se ha documentado que la situación de encarcelamiento puede incrementar


la probabilidad de suicidio de los encarcelados, lo que puede asociarse a los siguientes
factores de riesgo (Redondo y Garrido, 2013; Sánchez Hernández, 2001): impacto

325
psicológico del propio ingreso en prisión; haber sido encarcelado por delitos graves
contra las personas, siendo el riesgo de suicidio especialmente alto durante los primeros
días de internamiento; tener antecedentes de tentativas de suicidio; conocer que se
padece una enfermedad grave; las situaciones de pérdida o ruptura familiar; aislamiento
social, al no recibir visitas o llamadas telefónicas de familiares o amigos; sufrir
trastornos psicológicos graves, tales como esquizofrenia o depresión; que el interno se
sienta amenazado por otros y se haya acogido al régimen de aislamiento para su propia
protección, o que se le haya aplicado una sanción de aislamiento. También puede
constituir un factor de riesgo el que se produzca una modificación repentina en su
situación procesal, penal o penitenciaria (confirmación de su sentencia de prisión,
denegación de un permiso o de la libertad condicional; e incluso, de forma paradójica,
que un recluso pueda vivir angustiosamente estar próximo a la finalización de su
condena y a su liberación de prisión).
Todos estos perjuicios y riesgos que el encarcelamiento puede producir son también
un argumento decisivo para la aplicación sistemática de intervenciones terapéuticas
susceptibles de aliviarlos, a la vez que de mejorar las habilidades y posibilidades sociales
futuras de los recluidos.

10.2. NORMAS PENITENCIARIAS EUROPEAS

En el plano internacional existen diversas normas que establecen los principios que
deberían inspirar el funcionamiento penitenciario y la aplicación de tratamientos con los
encarcelados (Coyle, 2008). Las Naciones Unidas cuentan con unas Reglas mínimas
para el tratamiento de los reclusos, que se han actualizado en sucesivas ocasiones, pero
cuyos antecedentes se remontan a 1934. Por su parte, el Comité de Ministros de los
Estados miembros del Consejo de Europa aprobó en 2006 la tercera versión de las
Normas Penitenciarias Europeas, en la Recomendación REC (2006)2. Unas y otras
normas se refieren tanto a principios generales de funcionamiento de las instituciones
penitenciarias como a aspectos más concretos, tales como condiciones de la detención,
higiene, asesoramiento jurídico, contactos con el mundo exterior, régimen penitenciario,
trabajo, educación, información, mujeres, menores extranjeros, minorías étnicas y
lingüísticas, salud general y salud mental, seguridad, disciplina y sanciones, la prisión
como un servicio público, selección y formación del personal, personal especializado,
sensibilización (sobre la prisión) de las personas del exterior, e investigación y
evaluación. A continuación se extractan aquellas normas penitenciarias del Consejo de
Europa que tienen un mayor interés desde la perspectiva rehabilitadora adoptada en esta
obra (se mantiene la numeración original).

Principios fundamentales

326
5. La vida en prisión se adaptará en la medida de lo posible a los aspectos positivos
de la vida en el exterior de la prisión.
6. Cada detención debe hacerse de manera que facilite la reintegración en la sociedad
libre de las personas privadas de libertad.

Educación

28.1. Todas las prisiones deben esforzarse en ofertar a los detenidos el acceso a unos
programas de enseñanza que sean también lo más completos posible y respondan a sus
necesidades individuales teniendo en cuenta sus aspiraciones.
28.3. Una atención particular debe merecer la educación de los jóvenes detenidos y de
aquellos que tengan necesidades especiales.

Salud mental

47.1. Una institución o una sección especial bajo el control médico debe estar prevista
para la observación y el tratamiento de los detenidos que sufren afecciones o
perturbaciones mentales (...).
47.2. Los servicios médicos en los ambientes penitenciarios deben asegurar el
tratamiento psiquiátrico de todos los detenidos que requieran una terapia y una atención
especial para prevenir los suicidios.

La prisión como un servicio público

72.3. Los deberes del personal exceden la simple vigilancia y deben tener en cuenta
las necesidades que entraña lograr la reinserción de los detenidos en la sociedad como
fin de la pena, mediante un programa positivo de responsabilidad y asistencia.
72.4. El personal debe realizar su trabajo con el respeto de las normas profesionales y
personales.
75. El personal debe comportarse y cumplir sus cometidos, en todas las
circunstancias, de tal manera que su ejemplo ejerza una influencia positiva sobre los
detenidos y suscite su respeto.

Formación y especialización del personal penitenciario

81.2. La administración debe programar la formación de manera que a lo largo de su


vida profesional el personal mantenga y mejore sus conocimientos y sus competencias
profesionales mediante cursos de formación continuada y de perfeccionamiento (...).
81.3. El personal llamado a trabajar con grupos específicos de detenidos —
extranjeros, mujeres, menores, enfermos mentales, etcétera— debe recibir una formación
especializada adaptada a esa especialidad.
89.1. En la medida de lo posible, el personal debe estar integrado de un número de

327
especialistas suficiente, tales como psiquiatras, psicólogos, trabajadores sociales,
pedagogos, instructores técnicos, profesores o monitores de educación física y deportiva.

Investigación y evaluación

91. Las autoridades penitenciarias deben mantener un programa de investigación y de


evaluación en relación con las metas de la prisión, su papel en las sociedades
democráticas y la medida en la que el sistema penitenciario cumple su misión.

Objetivos del régimen y educación de los detenidos condenados

102.1. Más allá de la reglas aplicables al conjunto de los detenidos, el régimen de los
detenidos condenados debe estar concebido para permitir conducirlos a una vida
responsable alejada del delito.
103.2. Tan pronto como sea posible después del ingreso, debe redactarse un informe
completo sobre el detenido condenado, describiendo su situación personal, los proyectos
de ejecución de pena que le sean propuestos y las estrategias de preparación para su
salida.
103.3. Se debe animar a los detenidos condenados a participar en la elaboración de su
propio proyecto de ejecución de pena.
103.4. Dicho proyecto, en la medida de lo posible, debe prever:

a) Un trabajo.
b) Una formación.
c) Otras actividades.
d) Una preparación para su excarcelación.

103.5. El régimen de los detenidos condenados puede también incluir un trabajo


social, así como la intervención de un médico y un psicólogo.
103.6. Un sistema de permisos penitenciarios debe formar parte integrante del
régimen de detenidos condenados.
103.7. Los detenidos que lo deseen pueden formar parte de un programa de justicia
restaurativa y reparar las infracciones que han cometido.
103.8. Una atención particular debe prestarse a los proyectos de ejecución de la pena
y al régimen de quienes han sido condenados a penas de prisión de larga duración o de
cadena perpetua.
104.2. Deben existir procedimientos previstos para establecer y revisar regularmente
los proyectos individuales de los detenidos después de examinar los informes
correspondientes y consultar con detenimiento al personal y, en la medida de lo posible,
con la participación de los detenidos afectados.
106.1. Debe constituir una parte esencial del régimen de los detenidos condenados un

328
programa educativo sistemático que comprenda el mantenimiento de los conocimientos
ya adquiridos y que esté orientado a mejorar su nivel general de instrucción, así como su
capacidad de llevar en el futuro una vida responsable y exenta de delitos.
106.3. Todos los detenidos condenados deben ser estimulados a participar en los
programas formativos y de educación.

Como puede verse, los contenidos esenciales del tratamiento de los delincuentes
aparecen recogidos a lo largo de gran parte del articulado de las vigentes normas
penitenciarias europeas.

10.3. PERSPECTIVA INTERNACIONAL SOBRE EL TRATAMIENTO EN LAS


PRISIONES

10.3.1. El paradigma correccional canadiense

Canadá es reconocido internacionalmente como el país de mayor desarrollo en


materia de programas de tratamiento y rehabilitación de delincuentes. Tal desarrollo es
paralelo a un gran despliegue también de políticas sociales y de integración comunitaria
en ámbitos de salud pública, educación, trabajo, servicios sociales, etcétera.
Al progreso canadiense en materia de tratamiento de delincuentes pueden haber
contribuido factores como ser un país extenso pero poco poblado y con un elevado nivel
de bienestar social; existir en él un gran interés científico sobre el fenómeno criminal y
su prevención (con autores destacadísimos a este respecto como Hare, creador de la
escala PCL de psicopatía; Ross y Fabiano, autores del programa R&R; Andrews, Bonta
y Gendreau, introductores de múltiples conceptos actuales sobre rehabilitación de
delincuentes; y Marshall, Barbaree y su equipo, pioneros en el tratamiento moderno de
los agresores sexuales); y en paralelo a dicho desarrollo científico, que el propio sistema
penitenciario canadiense sea altamente sensible y permeable a incorporar en su dinámica
todos estos conocimientos innovadores (Brown, 2013).
Prueba de este alto desarrollo rehabilitador es que los servicios correccionales
canadienses prevén un sistema de acreditación internacional de la calidad de sus
programas de tratamiento de delincuentes (véase en el capítulo 3), con la finalidad de
analizar y en su caso acreditar la idoneidad científico-técnica de cada programa. Dicho
sistema constituye la mejor garantía de que los tratamientos aplicados con los
delincuentes reúnen los requisitos técnicos adecuados, de acuerdo con el mejor
conocimiento científico disponible en esta materia.
Como resultado de este buen proceder científico-aplicado, los servicios
correccionales canadienses cuentan en la actualidad con una amplia y variada oferta de
programas de tratamiento para diversas categorías de delincuentes, los cuales se
presentan esquemáticamente en la tabla 10.2. En ella se recogen en primer lugar los

329
programas con hombres y posteriormente los aplicados con mujeres. Se detallan las
áreas de intervención a las que se dirigen (prevención de la violencia, violencia familiar,
delincuencia sexual...), la denominación y estructura básica de cada programa, sus
destinatarios, y sus objetivos e ingredientes terapéuticos principales. Como puede verse,
en conjunto la oferta de tratamientos de los servicios correccionales canadienses cubre
un amplio abanico de necesidades tanto de sectores genéricos de encarcelados
(Programas de prevención de la violencia...) como de tipologías y grupos específicos de
delincuentes.

TABLA 10.2
Programas de tratamiento del servicio correccional de Canadá

Programas de rehabilitación con hombres

Áreas de Programas y sesiones Destinatarios Objetivos e


intervención ingredientes

Programas Programa sobre alternativas, relaciones Condenados por delitos Establecer metas,
generales de sociales y actitudes. contra la propiedad, fraudes resolver problemas y
prevención 26 sesiones grupales de 2-2,5 h. y 2 o tráfico de drogas, pero aprender habilidades
de la individuales de 1 h. cuyos patrones de relacionadas con las
delincuencia delincuencia no guardan propias emociones y
relación con el abuso de actitudes. Aborda la
sustancias. importancia de las
relaciones positivas
y la autogestión.

Programa básico de rehabilitación. Varones canadienses Resolución de


Intensidad moderada: 26 sesiones aborígenes. problemas, manejo
grupales. emocional,
establecimiento de
metas, desarrollo de
actitudes y creencias
sociales positivas,
autogestión,
habilidades
interpersonales y
habilidades de
comunicación.

Programas Programa de prevención de la Varones evaluados con un Automanejo del


de violencia. alto/moderado riesgo de propio
prevención Alta intensidad: 83 sesiones grupales y reincidencia violenta. comportamiento,
de la 4 individuales de 2 h. enseñanza de
violencia Intensidad moderada: 36 sesiones habilidades de
grupales y 3 individuales de 2,5 h. resolución de
conflictos, cambios
de actitudes, y
entrenamiento en el
control de ira y otras
emociones

330
relacionadas con la
violencia.

En busca de tu programa guerrero (In Varones canadienses Desarrollo de


search of your warrior program). aborígenes con habilidades, y
75 sesiones grupales. antecedentes violentos. concienciar sobre la
ira, la violencia, la
familia de origen y
la cultura.

Programa de mantenimiento de la Hombres que hayan Mantenimiento de


prevención de la violencia. participado en programas las habilidades
12 sesiones individuales o grupales de previos de prevención de la aprendidas en el
2 h. violencia. programa
anteriormente
realizado.

Programas Programa de prevención de la Hombres con un Cambiar


de violencia familiar. alto/moderado riesgo de comportamientos
prevención Alta intensidad: 78 sesiones grupales violencia en sus relaciones dañinos y aumentar
de la de 2-2,5 h. y 8-10 individuales de 1 h. íntimas. el sentido de
violencia Intensidad moderada: 29 sesiones responsabilidad.
familiar grupales de 2-2,5 h. y 3 individuales de Ingredientes: cambio
1 h. de los
comportamientos
dañinos, motivación
y responsabilización
de las acciones
cometidas,
aprendizaje de
relaciones
saludables no
abusivas, y
enseñanza de
habilidades sociales.

Programa de prevención de la Varones canadienses Modificar las


violencia familiar entre aborígenes aborígenes que muestran creencias y
canadienses. riesgo de ser violentos en comportamientos
Alta intensidad: 75 sesiones grupales y sus relaciones íntimas. dañinos que
8-10 individuales de 2 h. subyacen al uso de
la violencia, y
responsabilizar a los
participantes sobre
los actos violentos
realizados.
Ingredientes:
aprendizaje,
resolución de
conflictos y
enseñanza de
habilidades de
comunicación,
crianza de los hijos,
y entrenamiento en

331
relaciones
saludables no
abusivas.

Programa de mantenimiento de la Varones que ya han Mantener las


prevención de la violencia familiar. completado el programa de habilidades
6 sesiones individuales o grupales de 2 prevención de la violencia aprendidas en el
h. familiar (de intensidad alta anterior programa
o moderada). para hacer frente a
los retos diarios.

Programas Programa nacional para delincuentes Hombres evaluados con un Ayuda a comprender
para sexuales. alto/moderado riesgo de el impacto de la
delincuentes Alta intensidad: 75 sesiones grupales y reincidencia sexual. violencia sexual
sexuales 7 individuales de 2-2,5 h. sobre las víctimas, la
Intensidad moderada: 55 sesiones importancia de las
grupales y 6 individuales de 2-2,5 h. relaciones
saludables y
entender su
pensamiento, así
como a aprender a
manejar su
conducta, sus
emociones y sus
factores de riesgo.

Programa nacional de mantenimiento Sujetos que han Ayudar a mantener


para delincuentes sexuales. completado algún programa las habilidades
12 sesiones grupales (e individuales si nacional de delincuentes aprendidas en el
es necesario). sexuales. programa inicial, y a
seguir gestionando
satisfactoriamente su
riesgo.

Programa «Tupiq». Delincuentes sexuales con Mejorar la


129 sesiones grupales (e individuales si riesgo de reincidencia comprensión del
es necesario) de 2,5 h. moderado o alto. impacto de la
violencia sexual en
las víctimas, cambio
de pensamientos y
conductas,
responsabilización,
aprendizaje del
automanejo,
desarrollo de
habilidades para
establecer metas,
resolución de
problemas y
prevención de
recaídas.

Programas Programa nacional de abuso de Varones con alto/moderado Ayudar a evitar la


de abuso de sustancias. riesgo de reincidencia, y recaída mediante el
sustancias Alta intensidad: 89 sesiones grupales e cuyo consumo de conocimiento de los

332
individuales (según necesidad) de 2 h. sustancias guarda relación comportamientos
Intensidad moderada: 26 sesiones con su comportamiento que deben ser
grupales y 1 individual de 2 h. criminal. eliminados, la
identificación de los
riesgos y el manejo
del propio
comportamiento.

Programas Programa de abuso de sustancias para Hombres canadienses Reducir el riesgo de


de abuso de delincuentes aborígenes. aborígenes con un recaída en el abuso
sustancias Alta intensidad: 62 sesiones grupales y alto/moderado riesgo de de sustancias
4 individuales de 2 h. reincidencia, cuyo consumo teniendo en cuenta
Intensidad moderada: 35 sesiones de sustancias guarda las necesidades
grupales y 2 individuales de 2 h. relación con su espirituales,
comportamiento criminal. emocionales,
mentales y físicas de
los agresores.
Aprender a
reconocer la
necesidad de cambio
y los efectos del
abuso de sustancias
en el
comportamiento
criminal.

Programa nacional de prevención de Hombres que ya han Concienciar sobre


abuso de sustancias. completado un programa los factores de
4 sesiones individuales o grupales de 2 nacional de abuso de riesgo, ayudar en la
h. sustancias. resolución de
situaciones
complicadas,
enseñar un estilo de
vida saludable,
establecer metas y
prevenir las
recaídas.

Programa nacional de mantenimiento Hombres que con Hacer frente a los


de abuso de sustancia. anterioridad han retos diarios y
Sesiones de 2 h. (número de sesiones completado cualquiera de prevenir futuras
según necesidades de los los otros programas de recaídas.
participantes). abuso de sustancias.

Programas Programa de mantenimiento Cualquier delincuente que Favorecer el apoyo


comunitarios comunitario. haya completado alguno de apropiado cuando
12 sesiones grupales de 2 h. los siguientes programas: los participantes
de prevención de la sean liberados de
violencia, de prevención de prisión.
la violencia familiar, de
abuso de sustancias, o
programa de alternativas,
influencias negativas y
actitudes. Permite combinar
las habilidades aprendidas

333
en los programas anteriores
a partir de un plan de
autogestión.

Programas Programas Programa Varones evaluados con un Enseñar habilidades


integrados multidireccionales. multidireccional. riesgo de reincidencia interpersonales, de
Alta intensidad: elevado/moderado. comunicación y de
97 sesiones afrontamiento, con
grupales e el fin de reducir
individuales de actitudes y creencias
2-2,5 h. erróneas, establecer
Intensidad metas y resolver
moderada: 50 problemas futuros.
sesiones
grupales e
individuales de
2-2,5 h.

Programa Varones (máximo 6 Enseñar habilidades


multidireccional participantes) con riesgo de que ayuden a reducir
adaptado, de reincidencia moderado, y comportamientos
intensidad que presentan problemas dañinos y de riesgo.
moderada. que afectan a su capacidad Los ingredientes
66 sesiones para participar en los terapéuticos se
grupales e diferentes programas. adaptan a las
individuales de necesidades de cada
1,5-2 h. sujeto, así como a su
ritmo de
aprendizaje,
ofreciendo un mayor
apoyo individual.

Programas Programa Varones aborígenes Enseñanza de


multidireccionales multidireccional evaluados con un alto habilidades y
para delincuentes para riesgo de reincidencia. estrategias para
canadienses delincuentes reducir
aborígenes. canadienses comportamientos
aborígenes. dañinos y de riesgo,
Alta intensidad: cambio de actitudes
112 sesiones y creencias,
grupales e establecimiento de
individuales de metas y resolución
2-2,5 h. de problemas.
Intensidad
moderada: 62
sesiones
grupales e
individuales de
2-2,5 h.

Programas para Programas para Varones evaluados con un Enseñanza de


delincuentes delincuentes alto/moderado riesgo de habilidades de
sexuales. sexuales. reincidencia sexual. reducción de los
Alta intensidad: comportamientos
104 sesiones dañinos y de riesgo,

334
grupales e y establecimiento de
individuales de metas con el
2-2,5 h. objetivo de cambiar
Intensidad actitudes y
moderada: 54 creencias.
sesiones
grupales e
individuales de
2-2,5 h.

Programas Programa Varones (máximo 6 Enseñanza de


integrados adaptado para participantes) con un riesgo habilidades que
delincuentes de reincidencia moderado, ayuden a reducir los
sexuales. y que presentan problemas comportamientos
Intensidad que afectan a su capacidad dañinos y de riesgo.
moderada: 75 para participar en los Los ingredientes
sesiones diferentes programas. terapéuticos se
grupales e adaptan a las
individuales de necesidades y ritmo
1,5-2 h. de aprendizaje de
cada sujeto.

Programas de rehabilitación con mujeres

Áreas de Destinatarias Objetivos e ingredientes


intervención

Programa de Todas las mujeres delincuentes, Aumentar la motivación y promover cambios hacia un
compromiso y independientemente de su estilo de vida positivo.
participación tipología. Ingredientes: identificación de comportamientos
(genérico). problemáticos, comprensión del impacto de la propia
12 sesiones conducta, aprendizaje de estrategias de cambio y manejo
grupales e de emociones, establecimiento de metas, resolución de
individuales problemas y entrenamiento en comunicación.
de 2 h.

Programa de Mujeres que han participado en Cambio de conductas y objetivos a corto y largo plazo
compromiso y un programa previo de mediante la enseñanza de habilidades necesarias para
participación compromiso. abordar sus comportamientos problemáticos.
de intensidad
moderada.
46 sesiones
grupales y 4
individuales
de 2 h.

Programa de Mujeres que han participado en Reforzar y afianzar las habilidades de afrontamiento
compromiso y un programa previo de anteriormente aprendidas. Destaca la importancia de las
participación compromiso. relaciones positivas y saludables.
de alta
intensidad.
52 sesiones
grupales y 5
individuales

335
de 2 h.

Programa de Mujeres delincuentes Mejora de las propias fortalezas, aprendizaje de


autogestión. (institucionalizadas o en la estrategias de afrontamiento, identificación de obstáculos,
12 sesiones comunidad) que necesitan establecimiento de metas, resolución de problemas,
grupales e apoyo para mantener las aumento de la autoconciencia, y desarrollo,
individuales habilidades que han aprendido fortalecimiento y mantenimiento de los planes de
de 2 h. en otros programas. autogestión.

Intervención Mujeres en módulos de Primera parte de un continuo más amplio de


con mujeres de seguridad y evaluadas con un intervenciones para mujeres en unidades de seguridad:
riesgo riesgo moderado o alto de desarrollar planes de mejora personal y autogestión de los
moderado/alto. reincidencia. factores de riesgo vinculados a la conducta criminal.
60 sesiones
grupales e
individuales
de 1 h.

Programa con Mujeres que han agredido Afianzar las habilidades y estrategias de afrontamiento
mujeres sexualmente y muestran riesgo aprendidas, la concienciación de los comportamientos
delincuentes moderado o alto de relacionados con la delincuencia en general y con la
sexuales. reincidencia. agresión sexual en particular.
59 sesiones
grupales y 7
individuales
de 2 h.

10.3.2. Países europeos

En Europa, el Reino Unido es el país que cuenta con mayor oferta de programas de
tratamiento de delincuentes (McGuire, 2013; Redondo y Frerich, 2013, 2014). Estos
programas suelen dirigirse a grupos específicos de infractores (delincuentes juveniles,
adultos, agresores sexuales, individuos con problemas de control de ira...), promoviendo
su entrenamiento en habilidades sociales y cognitivas (www.justice.gov.uk). Se aplican
tanto en prisiones (incluyendo programas de preparación de la libertad y vuelta a la
comunidad) como en el sistema de probation o de cumplimiento de medidas
comunitarias.
Los principales programas son los siguientes (puede verse el esquema en:
www.hmprisonservice.gov.uk/; McGuire, 2001c): Mejora de habilidades de
pensamiento (ETS); Programa impulsor de habilidades cognitivas; Controlar la ira y
aprender a manejarla (CALM); programas para agresores sexuales (a los cuales se hizo
referencia en el capítulo 6, y entre los que también se incluyen: Programa de
autocambio cognitivo, Programa de tratamiento de delincuentes sexuales, Programa de
relaciones saludables, Programa para psicópatas —Chromis—); Programa cognitivo
breve (FOR); Elecciones, acciones, relaciones y emociones (CARE), Paquete
motivacional breve o ¿Cómo lograr saber hacia dónde te encaminas?; y Programa de
habilidades de vida para delincuentes juveniles.

336
La oferta británica cuenta también con algunas intervenciones terapéuticas dirigidas
específicamente a la preparación de los penados para su liberación de prisión, que
incluyen las siguientes: Preparación de los penados para la excarcelación
(diversificados en grupos específicos de problemáticas, tales como abuso de alcohol y
otras drogas, juego patológico, presiones económicas, depresión, agresión o sexualidad);
Cursos de prelibertad (sobre rutinas del hogar, empleo, salud, drogas, alcohol y familia);
Preparación tras el cumplimiento de condenas largas; Trabajo comunitario (para
favorecer la responsabilidad e inserción en el barrio, actividades deportivas, ayuda a
minusválidos y personas de mayor edad); Salidas para visitar a la familia o los amigos;
Preparación para la búsqueda de empleo (elaboración de un currículum vitae y
entrenamiento en habilidades de entrevista); y Dinero y finanzas (entrenamientos para
mejorar sus capacidades de administración financiera, compra prudente, etcétera). Por
último, los servicios de Probation ofrecen también distintos programas de contenidos
semejantes a los anteriores para aquellos sujetos que cumplen medidas penales
comunitarias (Brown, 2013).
Los países nórdicos (Dinamarca, Suecia, Noruega y Finlandia) disponen, asimismo,
de múltiples intervenciones para delincuentes con problemáticas diversas (trastornos
psiquiátricos, adicciones, etcétera), tanto para su aplicación en la propia comunidad
como en las prisiones (Redondo y Frerich, 2013, 2014). Como ya se vio, los países
nórdicos tienen las tasas penitenciarias más bajas de Europa (menos de 60 encarcelados
por cada cien mil habitantes, en contraste a los 131 de España). Ello es probablemente
debido a que en dichos países se promueve en mayor grado el uso de medidas y penas
comunitarias (como tratamientos ambulatorios, trabajo en beneficio de la comunidad,
etcétera), a la vez que las duraciones promedio de las penas de prisión son más cortas
(con una duración media de alrededor de 4,4 frente a una de 14 meses en España —
Redondo, Luque, Torres y Martínez, 2006—). Como resultado de ello, en los países
nórdicos la mayor parte de las actuaciones con los delincuentes convictos se realizan en
la propia comunidad, y en gran medida bajo la responsabilidad de los servicios públicos
ordinarios (educativos, de salud mental, etcétera) que se ocupan del conjunto de la
población.
No obstante, los servicios correccionales de Suecia cuentan también con programas
de tratamiento en prisión como los siguientes: Programa Nuevo Start (tratamiento
cognitivo para mejorar las habilidades de afrontamiento); Programa RIF (para el
tratamiento del abuso de drogas y alcohol); Programa «Romper con el delito»
(tratamiento cognitivo genérico para prevenir la reincidencia); Programa Win (para
mujeres); Grupos de discusión para delincuentes violentos y sexuales; Programa de
manejo de la ira y Programa de manejo del estrés. Ofertas de programas semejantes
pueden encontrarse también en Noruega, Dinamarca y Finlandia.
Existen intervenciones análogas en diversos países centroeuropeos (Alemania, Suiza,
Austria, Holanda y Bélgica). Alemania cuenta con las denominadas prisiones socio-

337
terapéuticas, que son centros para encarcelados jóvenes en los que se promueven
distintas actividades educativas, de formación laboral y diversos grupos terapéuticos. Sin
embargo, dichas actividades son a menudo muy inespecíficas y, desde luego, no existe
una formalización de los tratamientos semejante a la británica (ni tampoco a la española,
según se verá a continuación).
Quizá sean Francia, Italia y Portugal los países de nuestro entorno europeo en que,
más allá de las retóricas regulaciones jurídicas a este respecto, existe menor información
acerca de la aplicación concreta de programas de tratamiento sistematizados con
delincuentes (Redondo y Frerich, 2013, 2014).
Como ejemplo de los programas de rehabilitación desarrollados en Europa, en la tabla
10.3 se recogen esquemáticamente los aplicados en Reino Unido, Suecia y Dinamarca,
especificándose sus áreas de intervención, la denominación de cada programa, sus
destinatarios, sus objetivos y los ingredientes terapéuticos más relevantes.

TABLA 10.3
Programas de tratamiento en sistemas penitenciarios de países europeos: los
ejemplos del Reino Unido, Suecia y Dinamarca

Reino Unido

Áreas de Denominación
Destinatarios Objetivos e ingredientes
intervención del programa

Programas Programa de Condenados por Reducir la incidencia y los daños de las


de entrenamiento delitos violentos o agresiones, aumentar la protección pública, y
prevención para reemplazar con dificultades para aceptar la responsabilidad por el delito cometido y
de la la agresión controlar su sus consecuencias.
violencia (ART). temperamento.

Programa de Delincuentes Concienciación del consumo de alcohol y el uso


violencia violentos cuya de la violencia, aprendizaje de estilos de vida
relacionada con conducta criminal positivos, y de toma de decisiones.
el alcohol está relacionada con
(ARV). el consumo de
alcohol.

Resolver. Delincuentes adultos Reducir la violencia de los participantes.


de riesgo medio (con
antecedentes de
violencia reactiva o
instrumental).

Chromis. Delincuentes de alto Necesidades de individuos altamente psicopáticos


riesgo con firmes y enseñar habilidades para reducir y manejar su
rasgos psicopáticos riesgo.
que alteran su
capacidad para
aceptar el

338
tratamiento y el
cambio.

Programa de Delincuentes de alto Reducir patrones de pensamiento y creencias


autocambio riesgo con patrones antisociales que apoyan la violencia.
(SCP). repetidos de
comportamientos
violentos.

Programas Programa para Delincuentes con Reducir o detener el abuso de sustancias y trabajar
de abuso de abordar las problemas de específicamente sobre el delito relacionado con
sustancias infracciones drogadicción dicho consumo.
relacionadas directamente
con sustancias relacionados con las
(ASRO). conductas delictivas.

Creación de Delincuentes con Disminuir el comportamiento delictivo y el uso de


habilidades para problemas de sustancias.
la recuperación drogadicción. Ingredientes: concienciación sobre consumo de
(BSR). sustancias, y adquisición de habilidades para
prevenir futuras recaídas.

Programa para Delincuentes Prevenir futuras recaídas a través de la


conductores con condenados por concienciación del consumo, sus consecuencias y
problemáticas conducir bajo el los efectos sobre las víctimas y sus familiares, el
de alcohol efecto de bebidas aumento del autocontrol y el favorecimiento de
(DID). alcohólicas. una conducción más segura.

Programa de Delincuentes con Ayudar a los delincuentes a identificar y controlar


uso indebido de problemas de los factores relacionados con el uso de sustancias
sustancias drogadicción. vinculado a su comportamiento delictivo.
(FOCUS).

Programa de Delincuentes con Motivación para el cambio de comportamientos


alcohol de baja problemas de relacionados con abuso de alcohol, para prevenir
intensidad alcoholismo. la recaída.
(LIAP).

Programa de Delincuentes con Responsabilizar a los individuos para efectuar


comunidad problemas de modificaciones en su estilo de vida y conducta
terapéutica drogadicción. abusiva.
(PPTCP).

Programa 12 Delincuentes con Desarrollar un compromiso de cambio,


pasos. problemas de reemplazando la conexión abuso de sustancias-
drogadicción. delito por modelos más pro-sociales, mediante el
apoyo continuado de entidades.

Programas Rehabilitación Participantes previos Mismas bases y áreas de intervención que el


de abuso de de los en el «Programa 12 anterior.
sustancias delincuentes pasos».
adictos (RAPt).

Programa de Delincuentes con Cambiar actitudes y comportamientos sobre abuso

339
abuso de problemas de de drogas y alcohol, mediante métodos cognitivos
sustancias drogadicción. de cambio de actitudes y comportamiento, para
(OSAP). prevenir futuras recaídas y reducir los
comportamientos criminales.

Programas Programa para Delincuentes con Ayudar a los sujetos a entender los factores que
de controlar la ira problemas desencadenan su ira y agresión, y a aprender
regulación y aprender a emocionales. habilidades para manejar sus emociones.
de manejarla
emociones (CALM).

Acciones, Mujeres delincuentes Ayudar a identificar y manejar las propias


relaciones y cuyo delito está emociones, fomentando una identidad positiva en
emociones relacionado con dirección al desarrollo de un estilo de vida
(CARE). dificultades para la positivo.
regulación
emocional.

Control de la Jóvenes con una Reducción de la reincidencia violenta en


violencia y la historia repetida de bebedores impulsivos.
ira en bebedores violencia y consumo.
impulsivos
(COVAID).

Programas Programa Hombres con Cambiar sus actitudes y comportamientos, y


de comunitario de comportamientos reducir el riesgo de comportamientos violentos y
prevención violencia violentos en sus abusivos en la familia.
de la doméstica relaciones íntimas.
violencia (CDVP).
familiar
Programa de Varones con Aprendizaje de habilidades y comportamientos
relaciones comportamiento alternativos para desarrollar relaciones saludables
saludables violento en el y no abusivas (intervención de intensidad
(HRP). entorno doméstico. moderada o alta).

Programa Hombres que han Reconocimiento de los comportamientos


integrado de repetido abusivos, y adquisición de habilidades alternativas
abuso comportamientos para el desarrollo de relaciones saludables.
doméstico violentos hacia su
(IDAP). pareja.

Programas Programas Delincuentes con Concienciación sobre los factores de riesgo


comunitarios terapéutico- gran variedad de criminógenos y tratamiento de diversos trastornos
comunitarios. factores de riesgo psicológicos y emocionales.
criminógeno.

El reto de Delincuentes con un Programa facilitado por personas que ya han


Kainos para nivel de riesgo medio completado previamente el programa.
cambiar. y alto. Ingredientes propios de las intervenciones
cognitivo-conductuales a través de un enfoque
terapéutico comunitario.

Programas Programa de Delincuentes con un Construcción de habilidades y redes de apoyo


de creencia en el nivel de riesgo medio para la posterior liberación.

340
motivación cambio. o alto. Ingredientes: vida en la comunidad, trabajo en
para el grupo estructurado, coaching individual y tutoría.
cambio
Enfoque en la Delincuentes que Motivar a los participantes para que sean
recuperación cumplen condenas partícipes activos de su propio cambio.
(FOR). inferiores a 4 años.

Programas Programa de Jóvenes delincuentes Basado en el programa de habilidades cognitivas


para habilidades de (14-17 años). ETS. Trabaja sobre los pensamientos y
delincuentes pensamiento comportamientos asociados con el
juveniles para jóvenes comportamiento delictivo.
(JETS).

Programas Sexualidad Delincuentes Promover un funcionamiento sexual saludable.


para saludable sexuales de alto Ingredientes: desarrollo de una sexualidad más
agresores (SOTP HSF). riesgo, que sana, patrones de excitación sexual, estrategias de
sexuales reconocen comportamiento para promover el interés sexual
preferencias sexuales adecuado y prevención de la recaída.
delictivas (que
incluyen violencia,
menores...).

Programas Programa Delincuentes Énfasis en habilidades de relación y déficits en los


para Rueda (SOTP sexuales de riesgo estilos de apego. El grupo es abierto,
agresores Rolling). moderado o bajo. abandonando el programa aquellos delincuentes
sexuales que ya han logrado los objetivos establecidos para
incorporarse a otro programa sexual específico.

Programa de Delincuentes Desarrollar metas de vida satisfactorias y practicar


tratamiento para sexuales. nuevas habilidades de pensamiento y
delincuentes comportamiento. Ayudar a comprender cómo y
sexuales (SOTP por qué se han cometido los diferentes delitos
Core). sexuales, y aumentar la conciencia sobre el daño
causado a las víctimas.

Programa de Hombres de alto y Cuatro áreas de intervención: reconocer y


tratamiento para muy alto riesgo que modificar patrones de pensamiento disfuncional,
delincuentes han alcanzado con regulación emocional, habilidades de intimidad y
sexuales éxito los objetivos de prevención de recaídas.
ampliado tratamiento del
(SOTP programa Core.
Extended).

Programa de Delincuentes Cubre áreas similares al SOTP Core. Aumentar el


tratamiento sexuales con conocimiento sexual, modificar el pensamiento
adaptado para dificultades sociales que justifica la agresión, desarrollar la capacidad
delincuentes o de aprendizaje. empática, comprender el daño causado a la
sexuales (SOTP víctima y desarrollar habilidades de prevención de
BNM). la recaída.

Programa de Delincuentes Programa con la misma premisa base de


tratamiento sexuales con intervención que el denominado SOTP BNM,
adaptado para dificultades sociales pero con un enfoque comunitario.
delincuentes o de aprendizaje.
sexuales-

341
Versión
comunitaria
(ASOTP-CV).

Programas Programa Delincuentes Intervención comunitaria para ayudar a


para comunitario de sexuales de riesgo comprender cómo y por qué se han cometido los
agresores delincuentes moderado o bajo. diferentes delitos sexuales, y aumentar la
sexuales sexuales (C- conciencia del daño a la víctima. Desarrollar
SOGP). metas de vida satisfactorias y practicar nuevas
habilidades de pensamiento y comportamiento.

Programa para Delincuentes Comprender cómo y por qué se han cometido


delincuentes sexuales. agresiones sexuales, y aumentar la conciencia del
sexuales de daño a la víctima, ayudar a desarrollar metas de
Northumbria vida satisfactorias, practicar nuevas habilidades de
(NSOGP). pensamiento, consolidar dicho aprendizaje y
prevención de recaídas.

Programa para Delincuentes Desarrollar metas de vida satisfactorias y practicar


delincuentes sexuales. nuevas habilidades de pensamiento. Comprender
sexuales del cómo y por qué se han cometido los delitos.
Valle del
Támesis
(TVSOGP).

Programa de Delincuentes Explorar y abordar los pensamientos y


tratamiento de sexuales. sentimientos que sustentan los delitos sexuales en
delincuentes Internet. Reducir el riesgo de reincidencia a partir
sexuales en de aumentar la comprensión del impacto de la
Internet (I- agresión para las propias víctimas y otras
SOTP). personas.

Programa de Delincuentes Impulsar el aprendizaje de comportamientos


tratamiento de sexuales. socialmente adecuados, y proporcionar
delincuentes oportunidades adicionales para practicar
sexuales para la habilidades personalmente relevantes
mejora de vidas (intervención de baja o alta intensidad).
(SOTP BLB).

Mujeres Programa para Mujeres con delitos Examina la forma en que las mujeres comprenden
delincuentes mujeres contra la propiedad y tratan los problemas, y presentar formas
delincuentes no violentos y con alternativas de resolverlos.
nivel de reincidencia
elevado.

Suecia

Áreas de Denominación
Destinatarios Objetivos e ingredientes
intervención del programa

Programas Programa 12 Hombres y Programa con dimensión espiritual basado en la


de pasos: mujeres con creencia en un «poder superior» para promover el
prevención Introducción: 3 problemas de cambio y abandonar el consumo de drogas. De forma

342
de las semanas. abuso de drogas general se imparte por un exadicto, y se centra en el
adicciones Tratamiento y alcohol. concepto de enfermedad, las consecuencias de una
básico: 3 adicción, la culpa y la vergüenza, patrones de
meses. pensamiento y relaciones.
Tratamiento
prolongado: 6
meses.

Atrévete a Delincuentes con Comprender la adicción, reconocer situaciones


elegir. problemas de peligrosas, aprender herramientas para fomentar el
Intensidad drogadicción que cambio y planes para un futuro sin dependencia.
moderada: 26 guardan relación
sesiones con sus delitos.
impartidas en
8-10 semanas.
Alta
intensidad: 89
sesiones
impartidas en
3-4 meses.

PRISMA. Delincuentes con El participante propone sus propios objetivos de


problemas de intervención en relación a la abstinencia o la reducción
drogadicción que del abuso. Enseñar a reconocer señales que
guardan relación desencadenan la adicción y el delito, incrementar el
con sus delitos. autocontrol, el reconocimiento de sentimientos
desagradables y de posible alivio del estrés.

Programas Programas de Delincuentes con Descripción de situaciones que pueden provocar


de juego. adicción al juego recaídas en el juego patológico, y de cómo manejar
prevención (incluida las dichas situaciones. Practicar habilidades sociales y de
de las modalidades resolución de problemas. Seguimiento telefónico de los
adicciones online). sujetos cuando han alcanzado la libertad condicional o
tras finalizar su condena.

Programa de Delincuentes que Mejorar y reforzar las habilidades aprendidas en


prevención. han participado programas anteriores. Requiere la motivación y
ya en otros participación activa del delincuente para cambiar su
programas de forma de pensar y actuar acerca de las drogas y el
tratamiento. delito.

Programas PULSO. Varones (tanto Ingredientes: reconocimiento de las situaciones


de adultos como problemáticas, enseñanza de posibles soluciones
prevención jóvenes) con alternativas a la violencia, aprendizaje de autocontrol y
de la problemas de de rechazo de presiones grupales.
violencia violencia
generalizada.

Programa de Delincuentes que Entrenamiento en control de la ira y resolución de


prevención de han cometido un problemas, mediante concienciación del acto violento,
la violencia. delito violento o planificación del futuro y reparación de las relaciones
Intensidad un asesinato. interpersonales.
moderada: 37
sesiones.
Alta

343
intensidad: 87
sesiones.

IDAP. Hombres que Trata temas relacionados con el respeto, la confianza y


han empleado el apoyo. Los participantes aprenden a reconocer los
amenazas, signos de ira, para hacer frente a los celos y reconocer
violencia, el miedo experimentado por las mujeres.
etcétera, hacia su
pareja o
expareja.

Programas Programa Delincuentes Se centra en actitudes y valores, relaciones y


de Entrada. vinculados a socialización, agresión y violencia, e identidad e
prevención grupos imagen personal.
de la criminales u
violencia organizados.

Programas Uno a uno. Hombres y Ingredientes: juegos de rol y tareas de trabajo,


generales de mujeres con un resolución de problemas, actitudes y valores,
prevención estilo de vida aprendizaje de habilidades sociales y autocontrol.
de la que comporta un
delincuencia riesgo de
reincidencia
medio o elevado.

MIC/BSF. Hombres y Fortalecer y promover una motivación para el cambio.


mujeres que
necesitan ser
motivados para
el cambio en su
comportamiento.

Mejora de Hombres y Enseñanza de habilidades sociales, autocontrol y


habilidades de mujeres con generación de pensamientos alternativos ante
pensamiento problemas de situaciones conflictivas y problemáticas de la vida
(ETS). comportamiento cotidiana.
delictivo (sin
centrarse en una
tipología
delictiva
concreta).

Programa de Mujeres con Proporcionar estilos de vida saludables. Se tratan


victorias. problemas de cuestiones de identidad, factores que aumentan el
abuso de riesgo delictivo y la ira, aprendizaje de alternativas al
sustancias o un abuso de drogas, y cómo hacer frente a
estilo de vida comportamientos negativos.
criminal.

Programas ROSE. Hombres Se trabaja sobre las relaciones, la intimidad, la empatía,


para condenados por aprender a vivir en relaciones igualitarias, estrategias
delincuentes delitos sexuales. de cambio y cómo manejar las emociones.
sexuales

344
Dinamarca

Áreas de Denominación
Destinatarios Objetivos e ingredientes
intervención del programa

Programas Programa de Todos los delincuentes Motivar para el cambio de comportamiento


generales de habilidades encarcelados por prosocial y adecuado a las diversas situaciones,
prevención cognitivas. cualquier tipología así como resolución de problemas.
de la delictiva.
delincuencia
Programa de Todos los delincuentes Áreas de intervención similares a las del
refuerzo de encarcelados por «programa de habilidades cognitivas»: trabajo
habilidades cualquier tipología sobre los procesos cognitivos enfocados a la vida
cognitivas. delictiva. después de la excarcelación.

Manejo de la Delincuentes con Concienciación para lidiar con la ira a partir de


ira. problemas de ejercicios prácticos y de role-playing.
autocontrol y falta de
habilidades de
resolución de
conflictos
interpersonales.

Programa de Todos los delincuentes Conocimiento y concienciación de los factores de


ruptura de encarcelados por riesgo de cada participante.
normas. cualquier tipología
delictiva.

Programas Proyecto Mujeres con Intervención complementada con la posterior


de humano. problemas de adicción realización de un tratamiento convencional de
prevención y encarceladas por un drogadicción.
de abuso de corto período de
sustancias* tiempo.

Programa de Varones con Se centra en la obtención de diferentes formas de


drogadicción. problemas de apoyo para salir de la adicción.
adicción, pero
inicialmente
abstinentes según dos
muestras de orina
recientes.

Departamento Delincuentes con Desarrollar compromiso de cambio, sustituyendo


de tratamiento. problemas de los pensamiento del abuso por modelos más
drogadicción. prosociales mediante el apoyo continuado de
entidades y centros especializados.

Programa para Delincuentes con Concienciar sobre la influencia de la heroína en


delincuentes problemas de adicción la mente, el cuerpo y la conducta, sus
heroinómanos. a la heroína. consecuencias (físicas y psicológicas) y la
gravedad del consumo.

Programas Consumo de Sujetos consumidores Concienciación sobre los efectos mentales y


de cannabis. de cannabis. físicos del consumo de cannabis.

345
prevención
de abuso de
sustancias*

Programas Programa de Delincuentes sexuales Conocer los propios factores de riesgo y


para regímenes de con penas privativas necesidades criminógenas, y promover posibles
delincuentes visita. de libertad de entre un estrategias de intervención para el cambio.
sexuales mes y 4 años de
prisión.

Programa Delincuentes sexuales Programa complementario a la intervención sobre


comunitario en régimen regímenes de visita, para mantener las
para semiabierto. habilidades y aprendizajes adquiridos.
delincuentes
sexuales.

Programa para Delincuentes sexuales Ingredientes: la intervención sobre el deseo


delincuentes peligrosos, repetitivos sexual desviado; trabajo acerca del impacto y las
sexuales de y reincidentes. consecuencias de la agresión sexual para la
alto riesgo. víctima, familiares de la víctima, la propia familia
y la comunidad; estilos de vida positivos y vida
sexual prosocial.

Programas Programa Jóvenes (15-18 años). Concienciación sobre los hechos delictivos; sus
para jóvenes general de consecuencias (tanto para las víctima y sus
delincuentes prevención de familiares, así como para la propia familia del
la delincuencia joven); aprendizaje de habilidades prosociales y
juvenil. resolución de conflictos.

Programa de Jóvenes entre 15 y 25 Ayudar al joven para la correcta realización del


tutoría. años, que necesitan programa en el que participa.
apoyo y ayuda
adicional.

Manejo de la Sujetos con Concienciación sobre la ira y su manejo a partir


ira. dificultades en el de ejercicios prácticos y de role-playing.
manejo de la ira.

Programa de Jóvenes delincuentes Búsqueda eficaz de empleo, tiempo de ocio


competencias. con penas privativas adecuado y educación reglada obligatoria
de libertad superiores mediante la realización de actividades grupales.
a 3 meses.

Programas Programa de Hombres y mujeres Obtención de diferentes formas de apoyo para


para jóvenes drogadicción menores de 23 años salir de la adicción.
delincuentes con problemas de
drogadicción,
comprometidos a
permanecer limpios de
drogas.

Programas Delincuentes Motivación para el cambio y abandono de


de condenados a 6 o más conductas violentas.
prevención meses de prisión por

346
de la algún delito violento.
violencia

Programas Hombres y mujeres Reconocimiento del acto delictivo y sus


para con trastornos consecuencias mediante entrevistas
delincuentes mentales (exceptuando individualizadas.
con delincuentes sexuales)
problemas y necesidades
mentales específicas de
intervención.

Programas Delincuentes en Mantener y afianzar las habilidades aprendidas en


comunitarios libertad condicional o el contexto institucional y ponerlas en práctica en
en régimen de la comunidad.
semilibertad.

Programas Delincuentes en Promover relaciones afectivas positivas y


para prisión que tienen disminuir las principales vulnerabilidades
delincuentes consigo a sus hijos familiares que puedan existir.
con hijos menores.

* Un total de 53 programas de consumo de drogas.

10.4. TRATAMIENTOS EN LAS PRISIONES ESPAÑOLAS

En España, el desarrollo moderno del tratamiento de los delincuentes (análogo a lo


acontecido en otros países europeos) ha discurrido por las siguientes etapas principales:

1. Las primeras aproximaciones modernas al tratamiento se produjeron a partir de la


década de los sesenta del pasado siglo, desde el campo profesional, especialmente
en el marco de las prisiones y los centros de reforma juvenil. Inicialmente la
finalidad principal de las actuaciones realizadas era diagnóstica (en general
orientada a la asignación laboral de los reclusos y a su clasificación penitenciaria),
avanzándose paulatinamente hacia la aplicación de tratamientos.
Constituyó un hito importante en esta dirección la creación en 1965 del primer
gabinete psicológico en el centro penitenciario de Madrid (Redondo, Pozuelo y
Ruiz, 2007). Una década después, en 1974, se reguló el Cuerpo Técnico de
Instituciones Penitenciarias, compuesto por psicólogos, juristas-criminólogos,
pedagogos, sociólogos y psiquiatras. En la actualidad, dicho cuerpo está integrado
por más de quinientos técnicos penitenciarios (mayoritariamente psicólogos y
juristas). A ellos hay que añadir más de seiscientos educadores, por encima de
quinientos trabajadores sociales, más de cuatrocientos maestros de enseñanza
primaria y casi un centenar de profesores de enseñanza secundaria. Según ello, el
personal penitenciario de tratamiento, educación y reinserción estaría constituido
por alrededor de dos mil quinientos profesionales, lo que supone un 13 por 100

347
aproximado del conjunto del personal que trabaja en las prisiones.
Entre las primeras experiencias de tratamiento penitenciario pueden destacarse,
a principios de la década de los ochenta, la Unidad de Jóvenes de Alcalá de
Henares y la Comunidad Terapéutica de Ocaña II. Unos años después se realizó el
diseño y aplicación en la administración penitenciaria catalana de un conjunto de
19 programas estandarizados de tratamiento y rehabilitación, entre los que se
incluyeron programas ambientales de contingencias (dirigidos a promover la
motivación de los encarcelados hacia la educación y el tratamiento), programas
educativos y programas de competencia psicosocial (Redondo, Pérez, Agudo,
Roca y Azpiazu, 1990, 1991).
2. Mediados los años noventa, otros profesionales e instituciones no penitenciarias
(como servicios sociales, ayuntamientos, comunidades autónomas, servicios de
atención y tratamiento de víctimas, etcétera) se interesaron también en la
intervención sobre la delincuencia. Al mismo tiempo, se producía una paulatina
interacción y colaboración entre ámbitos profesionales y académicos, concretada
en el desarrollo de numerosas investigaciones criminológicas y penitenciarias, y
en la aplicación y evaluación de diversos programas de tratamiento.
3. Aun así, en los estudios universitarios españoles existen muy pocas asignaturas
sobre análisis, prevención y tratamiento de la delincuencia (como es el caso, por
ejemplo, de los estudios de Psicología). La única excepción destacada a este
respecto la constituye por su propia naturaleza el actual Grado de Criminología, el
cual puede abrir nuevas perspectivas y posibilidades de desarrollo futuro de este
campo.

10.4.1. Legislación penitenciaria

En consonancia con la vigente legislación española, las Instituciones Penitenciarias


tienen como «fin primordial la reeducación y reinserción social de los sentenciados a
penas y medidas penales privativas de libertad, así como la retención y custodia de
detenidos, presos y penados» (Ley Penitenciaria, art. 1), además de una labor asistencial
y de ayuda para internos y liberados. Para el desarrollo de estas finalidades, la Ley
considera que el régimen y el tratamiento penitenciario deben coordinarse entre sí. El
régimen penitenciario es el «conjunto de normas o medidas que persiguen la
consecución de una convivencia ordenada y pacífica que permita alcanzar el ambiente
adecuado para el éxito del tratamiento y la retención y custodia de los reclusos»
(Reglamento Penitenciario, art. 73.1). Por su parte, el tratamiento penitenciario se
refiere al conjunto de actividades que están directamente orientadas a la consecución de
la reeducación y reinserción social de los penados. Se asigna a la Administración
Penitenciaria (RP, art. 110) la responsabilidad de diseñar «programas formativos
orientados a desarrollar las aptitudes de los internos, enriquecer sus conocimientos,

348
mejorar sus capacidades técnicas o profesionales y compensar sus carencias»; para ello
deberían utilizarse «los programas y las técnicas de carácter psicosocial que vayan
orientadas a mejorar las capacidades de los internos y a abordar aquellas problemáticas
específicas que puedan haber influido en su comportamiento delictivo anterior», a la vez
que también se «potenciará y facilitará los contactos del interno con el exterior,
contando, siempre que sea posible, con los recursos de la comunidad como instrumentos
fundamentales en las tareas de reinserción».
Todos los internos en prisión tienen derecho a participar en los programas de
tratamiento, siendo obligación de la Administración Penitenciaria diseñar en cada caso
un programa de tratamiento individualizado y dinámico (revisable cada seis meses),
incentivando a cada interno para que colabore activamente en su aplicación (RP, art.
112). Como desarrollo de esta previsión legal, las instrucciones 12/2006 y 4/2009 de la
Dirección General de Instituciones Penitenciarias establecen un procedimiento detallado
para programar, evaluar e incentivar la participación de los internos en las actividades y
programas de tratamiento.
En el programa individualizado de tratamiento se asignarán a cada interno en prisión
dos niveles de actividades:

— Actividades prioritarias, encaminadas a subsanar sus déficits y carencias más


importantes; para ello o bien se interviene sobre los factores más directamente
relacionados con su actividad delictiva (por ejemplo, drogadicción, parafilia,
etcétera; es decir, sobre los factores de necesidad criminógena), o bien sobre sus
carencias formativas básicas (por ejemplo, alfabetización, formación laboral,
etcétera).
— Actividades complementarias, dirigidas a intervenir sobre carencias del individuo
que, aunque no se vinculan tan directamente a su etiología delictiva o a sus déficits
formativos básicos, complementan a las anteriores y son susceptibles de ofrecer al
interno una mayor calidad de vida y mejores perspectivas profesionales,
educativas y culturales.

La participación de los internos en las actividades del tratamiento deberá incentivarse


y prepararse adecuadamente a partir de un análisis inicial de sus carencias, necesidades e
intereses, lo que permitirá concretar los objetivos específicos de cada intervención.
Posteriormente, cada actividad deberá evaluarse observando aspectos como asistencia,
rendimiento y esfuerzo realizado.

10.4.2. Programas de tratamiento aplicados

Como resultado práctico de estas previsiones normativas y otras complementarias de


la Administración Penitenciaria estatal (dependiente de la Secretaría General de

349
Instituciones Penitenciarias, Ministerio del Interior) y de la Administración catalana se
han establecido en las prisiones españolas múltiples programas específicos de
tratamiento. Suelen consistir en intervenciones pautadas mediante un manual, en el que
se definen los objetivos del tratamiento, la población a la que cada programa se dirige, el
esquema de las unidades de intervención previstas, con sus técnicas terapéuticas y
actividades, los recursos necesarios para su aplicación y el procedimiento para evaluar
sus resultados.
Los encargados de aplicar estos programas suelen ser los equipos multidisciplinarios
de los centros penitenciarios, contribuyendo cada profesional a la intervención global
desde su propia especialidad (psicología, derecho, criminología, pedagogía, magisterio,
sociología, educación social, trabajo social, etcétera).
En la tabla 10.4 puede verse un esquema de los principales programas de tratamiento
aplicados en las prisiones españolas, algunos de los cuales se han comentado a lo largo
del libro con mayor detalle. La tabla presenta los programas según categorías y
necesidades de intervención, detallando la dinamización del programa y sus principales
objetivos e ingredientes terapéuticos [para cada programa se indica mediante uno o dos
asteriscos si corresponde a la administración penitenciaria central (*) o específicamente a
la catalana (**)].

TABLA 10.4
Guías y manuales de tratamiento con delincuentes adultos en España

Categorías Denominación del


delictivas y programa
necesidades (referencia Objetivos e ingredientes terapéuticos
de científica y
intervención duración en su
caso)

Programas **Programes de Incluye 19 guías esquemáticas de tratamiento, que fueron inicialmente


generales rehabilitació a les diseñadas para el contexto penitenciario catalán.
presons (Redondo
et al., 1990, 1991)
[en catalán].

**Intervenció Se destina a delincuentes habituales, en general versátiles y de elevada


terapèutica per a la frecuencia delictiva, con la finalidad de favorecer su desistimiento
prevenció de la delictivo. Incluye los siguientes módulos de intervención:
reincidència funcionamiento de la conducta humana, competencias cognitivas,
(Gracia et al., en competencias emocionales, competencias conductuales, empatía,
preparación) [en valores y resolución de problemas.
catalán].

*Terapia asistida Se basa en la constatación de que el contacto con animales puede


con animales producir mejoras sustanciales en el estado físico y psicológico de las
(TACA). personas. Se dirige a internos con una personalidad inestable,
impulsivos, con baja autoestima, baja capacidad de empatía y con

350
déficit en conducta de autocuidado.

*Resolución Ayudar a los internos a resolver sus problemas de convivencia de


dialogada de manera pacífica, contando para ello con el apoyo de un mediador.
conflictos.

*Programa de Actuaciones encaminadas a preparar a los internos para sus primeras


preparación de salidas al exterior a partir de: información de tipo normativo,
permisos de salida. entrenamiento en habilidades sociales, solución de problemas, análisis
de expectativas y factores de riesgo, planificación del tiempo, relación
con la familia, etcétera.

*Módulos de Programa de educación en valores positivos —en torno a la idea de


respeto. respeto—, promoviéndose que los internos los pongan en práctica en
su vida diaria en la institución. Favorece la creación y consolidación
de hábitos y actitudes socialmente apropiados. Se cuidan aspectos
como la higiene, la salud, los buenos hábitos, las relaciones
interpersonales, el fomento de la responsabilidad y la participación.

*Programa de Dirigido a internos con déficits de conducta y valores prosociales,


normalización de actitud negativa ante cualquier tipo de actividad o tratamiento, actitud
conductas. hostil ante todo lo relacionado con el sistema penitenciario, elevada
impulsividad, con problemas de toxicomanía y, en algunos casos, con
problemas mentales o de retraso mental. Su objetivo general es reducir
las conductas antisociales y potenciar las prosociales, que pueden
ayudar a los sujetos a integrarse de manera más efectiva en su entorno
social.

Mujeres **Intervenció Programa específico para mujeres a partir de los siguientes


delincuentes psicoeducativa ingredientes terapéuticos: socialización y género; competencias
amb dones psicosociales; responsabilidad, resiliencia y fortalecimiento personal;
privades de prevención de la salud afectivo-sexual; mujer y madre: ser madre en
llibertat (Olaya et prisión, y retorno a la comunidad.
al., en preparación)
[en catalán].

*Programa Ser Prevención y tratamiento de la violencia de género, a partir de


mujer. ingredientes como enseñar a las internas a identificar y respetar sus
emociones, conocerse mejor, descubrir sus capacidades, y aprender
estrategias para enfrentarse a sus vidas consiguiendo un mayor
equilibrio emocional y bienestar personal.

Jóvenes- *Programa Entrenar a los jóvenes en habilidades de pensamiento necesarias para


adultos específico de un mejor ajuste personal y social, mejorar su educación y preparación
intervención con para la búsqueda de trabajo.
jóvenes menores
de 25 años.

Delincuentes **Intervenció Incorpora los siguientes ingredientes terapéuticos: el funcionamiento


violentos terapèutica amb de la conducta humana, mi forma de ejercer la violencia y su cambio,
delinqüents cómo dejar de actuar violentamente y prevención de recaídas.
violents (García
Díez et al., en
preparación) [en
catalán].

351
*Programa de Se destina a internos que cumplen condena por la comisión de delitos
intervención de violentos en general, así como a aquellos que muestran
conductas comportamientos violentos graves y reiterados en prisión. Sus
violentas. objetivos generales son: a) ayudar al interno a reconocer su conducta y
(Se aplica con motivarle para el cambio; b) desarrollar habilidades cognitivas,
frecuencia semanal emocionales y conductuales que permitan a los participantes
de forma grupal.) identificar y controlar pensamientos distorsionados, causantes de
malestar y facilitadores de la conducta violenta; c) entrenar en
autorregulación emocional y en conductas alternativas a la violencia, y
d) promover valores y un estilo de vida adaptados.

Maltratadores *Vivir sin Concebido en un formato de autoayuda, incluye las siguientes técnicas
familiares violencia. y módulos: aceptación de la propia responsabilidad, empatía y
Aprender un nuevo expresión de emociones, creencias erróneas, control de las emociones,
estilo de vida desarrollo de habilidades y prevención de recaídas.
(Echeburúa et al.,
2012).

*Programa de Disminución de la probabilidad de reincidencia en conductas de


intervención para violencia de género. El programa consta de once unidades donde se
agresores de trata lo siguiente: motivación al cambio, expresión de emociones,
violencia de género distorsiones cognitivas, mecanismos de defensa, empatía con la
(PRIA) (Ruiz Arias víctima, control de la ira, coerción sexual en la pareja, violencia
et al., 2010). psicológica, abuso de los hijos, género y violencia de género, y
(Entre 25 y 50 prevención de recaídas.
sesiones con una
duración completa
de entre 6 meses y
un año. Una sesión
semanal de 2,5 h.)

Maltratadores *Programa de Programa de tratamiento dirigido al entrenamiento de pensamientos,


familiares intervención para emociones y conductas violentas hacia la pareja o expareja dividido en
agresores de diez módulos de intervención: 1) inteligencia emocional y autoestima,
violencia de género 2) pensamiento y bienestar, 3) género y nuevas masculinidades, 4)
en medidas habilidades de autocontrol y gestión de la ira, 5) empatía, 6) celos, 7)
alternativas (PRIA- confianza, tolerancia, respeto y libertad en las relaciones humanas, 8)
MA) (Suárez et al., relaciones de pareja sanas y ruptura, 9) pensando en los menores y 10)
2015). afrontando el futuro.
(Duración
aproximada de
ocho meses, 32
sesiones de 2 h.)

Agresores */**Programa de Este programa está pensado para mejorar las posibilidades de
sexuales control de la reinserción y de no reincidir. Compuesto por seis módulos
agresión sexual terapéuticos en los que se trabajan las distorsiones cognitivas, los
(SAC) (Garrido y mecanismos de defensa, la conciencia emocional, la empatía, la
Beneyto, 1996, en prevención de recaídas y los estilos de vida positivos.
revisión; Rivera,
Romero, Labrador
y Serrano, 2006).
(Duración: entre 9
y 11 meses a razón

352
de 4 sesiones
grupales y una
individual a la
semana de 3 h.)

*Fuera de la red. Programa dirigido a penados por un delito de posesión o difusión de


Programa de pornografía infantil. Incluye los siguientes módulos de intervención:
intervención frente 1) historial personal, 2) entendimiento de la conducta, 3) emociones
a la delincuencia positivas, 4) relación con las imágenes, 5) imágenes y niños, 6) nueva
sexual con intimidad, 7) sexualidad positiva y 8) fuera de la red.
menores en la red
(Herrero y
Negredo, 2015).
(Este programa
está constituido por
32 sesiones y se
prevé una duración
de 8 meses.)

Delincuentes *Programa de Evitar el inicio de consumo en la población abstinente. Minimizar las


con problemas intervención en conductas de riesgo y los daños asociados al consumo. Estimular el
de adicción materia de drogas y inicio del tratamiento. Potenciar la derivación a centros externos y
con internos evitar la marginalización.
drogodependientes.

**Intervenció Módulos terapéuticos: educación para la salud, informar y motivar el


terapèutica amb cambio personal hacia un estilo de vida libre de drogas, y prevención
delinqüents de recaídas.
toxicòmans
(Valdivieso et al.,
en preparación) [en
catalán].

*Programa de Programa dirigido a internos con problemática de consumo abusivo de


deshabituación del alcohol. Se aplica tanto durante el cumplimiento de la condena en
alcohol. régimen ordinario como en la fase de régimen abierto. Los contenidos
del programa incluyen un proceso previo de información y motivación
y un posterior entrenamiento en habilidades para afrontar la adicción,
manejo del craving y prevención de recaídas.

Delincuentes *Tabaquismo. Junto a las campañas de información y sensibilización sobre el


con problemas tabaquismo, se realiza también un programa de intervención sobre la
de adicción adicción al tabaco con un enfoque educativo, psicosocial y conductual.

*Módulos En estos módulos penitenciarios se intenta lograr un espacio libre de


terapéuticos las interferencias que generan la droga y su entorno, para provocar
penitenciarios: cambios en los hábitos y aptitudes de los internos de modo que puedan
a) Unidad continuar su tratamiento en los diversos recursos terapéuticos
Terapéutica y comunitarios.
Educativa (UTE).
b) Comunidad
terapéutica.
c) Módulo
terapéutico.
d) Modulo mixto.

353
*Programa de Intervención dirigida a internos con problemas de ludopatía. Consta de
juego patológico. dos fases terapéuticas: una primera, cuyo objetivo es romper la
(Duración media conducta activa de juego mediante la técnica de exposición a
de 10 sesiones, de situaciones de juego y control de respuesta, y una segunda que trata de
terapia grupal.) conseguir el mantenimiento de la abstinencia mediante la adquisición
de habilidades de afrontamiento y de autocontrol.

Delincuentes *Atención integral Dirigido a internos con patologías psiquiátricas. El programa marco
con trastornos a enfermos incluye actuaciones para la detección de los casos, diagnóstico,
mentales mentales (PAIEM). tratamiento y recuperación. Es un programa de atención global,
mediante el cual se plantean pautas de atención especializada, que
hacen especial hincapié en la práctica de actividades terapéuticas y
ocupacionales.

Internos *Programa de Su objetivo es facilitar la integración adecuada de internos extranjeros


extranjeros intervención con en el medio penitenciario y contribuir a una mejor integración futura
internos en la sociedad española, a partir de los siguientes ingredientes:
extranjeros. intervención educativa, intervención multicultural y educación en
(25 sesiones, con valores y habilidades cognitivas.
una intensidad de 2
sesiones por
semana —duración
aproximada: 15
semanas—.)

Encarcelados *Programa de Se dirige a prevenir la conducta de autolisis y suicido en sujetos en


con riesgo de prevención de riesgo, a partir de intervenciones como las siguientes: evitación del
suicidio suicidios para asilamiento y la soledad del sujeto, adopción de medidas urgentes en
internos con caso necesario, seguimiento por parte de los servicios médicos o
problemas psicológicos, compañía voluntaria de otros internos, observación
específicos que periódica por parte del personal de vigilancia, etcétera.
puedan derivar en
conductas
autolíticas.

Encarcelados *Programa de Intenta promover condiciones de vida que faciliten la integración


discapacitados intervención con social de personas con discapacidad, a partir de los siguientes
internos ingredientes: intervenciones terapéuticas en las áreas personal, psico-
discapacitados. relacional, familiar, educativa y laboral; medidas asistenciales;
intervenciones sanitarias, y observación y seguimiento especial de
estos internos en el departamento en que se ubican.

Internos en *Programa de Su propósito es reducir las conductas violentas e inadaptadas de estos


régimen intervención en internos y facilitar su convivencia normalizada en régimen ordinario.
cerrado régimen cerrado. Para ello se diseña un programa individualizado de tratamiento que
atiende las áreas educativa, higiénico-sanitaria, sociofamiliar,
terapéutica, laboral, deportiva, recreativa, cultural y ocupacional.

FUENTE: elaboración propia.

* Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, Ministerio del Interior.


** Dirección General de Servicios Penitenciarios, Departamento de Justicia de Cataluña.

354
Nota: Los programas Intervenció psicoeducativa amb dones privades de llibertat, Intervenció terapèutica amb
delinqüents violents, Intervenció terapèutica amb delinqüents toxicòmans, e Intervenció terapèutica per a la
prevenció de la reincidència fueron diseñados por un equipo mixto del Departamento de Justicia de Cataluña y de
la Universidad de Barcelona, originariamente para su aplicación en el sistema penitenciario de Argelia,
generándose posteriormente versiones específicas para su aplicación en el sistema penitenciario catalán.
Todos estos programas son susceptibles de aportar a sus participantes (tal y como se
ha razonado ampliamente en este libro y podrá verse con mayor concreción en el
capítulo siguiente sobre efectividad) múltiples beneficios terapéuticos respecto a la
adquisición de nuevas habilidades sociales, desarrollo de su pensamiento y su empatía,
mejora de su autocontrol, etcétera. Aun así, como suele hacerse en la actualidad en las
diversas intervenciones educativas y sociales, también es conveniente aquí conocer, en
paralelo a la eficacia más cuantitativa y objetiva, la opinión de los propios encarcelados
sobre los programas en los que participan, y preguntarse en qué grado estos valoran y
aprecian los programas educativos y rehabilitadores que se les ofrecen en las prisiones.
Para ello, en algunos estudios recientes se han indagado las narrativas y valoraciones de
los encarcelados en relación con su estancia y experiencias en prisión, y sobre las
expectativas de futuro que tienen para cuando finalicen sus condenas (Cid y Martí, 2011;
Gil-Cabrera, 2014; González-Pereira, 2014; Padrón, Martín y Redondo, en preparación).
Como era esperable, muchos de los comentarios de los encarcelados acerca de sus
vivencias penitenciarias suelen ser negativos, considerando que su estancia en prisión les
ha reportado más perjuicios que beneficios, y que el encarcelamiento podría haber
contribuido a aumentar sus dificultades sociales futuras más que haber servido para
resolverlas. A pesar de todo, también algunos encarcelados valoran positivamente las
ayudas (incluidos los tratamientos) que han recibido durante su estancia en prisión. Así
puede verse, por ejemplo, en las siguientes apreciaciones favorables que se han extraído
de los estudios de Cid y Martí (2011) y Padrón et al. (en preparación):
He tenido educadores que se han comportado bien conmigo..., me han ayudado.

Yo era el pequeño y me quedé sin saber leer ni escribir. Es que si no te enseñan no vas a aprender. Lo que he
aprendido lo he aprendido en prisión...

El tratamiento de drogas me ha ayudado a tener herramientas para no consumir, reconocer mis emociones...,
me ha cambiado mi forma de pensar.

En la prisión me he formado como manipulador de alimentos, en prevención de riesgos laborales, he sacado


el carné de conducir... [todo ello] me puede abrir puertas.

Evolucioné como persona viendo el trabajo de los profesionales y valorándolo.

10.5. INSTRUMENTOS DE PREDICCIÓN DE RIESGO

En el campo de la delincuencia, una tarea muy importante de cara a mejorar las


posibilidades de prevención y de tratamiento de los delincuentes es la predicción de su
potencial riesgo delictivo futuro (Hoge et al., 2015) o prognosis criminal (Rodríguez

355
Manzanera, 2016b).
La predicción del riesgo guarda estrecha relación con los análisis de carreras
delictivas desarrollados a partir de estudios longitudinales como el Philadelphia Birth
Study (Wolfgang, Figlio y Sellin, 1972), el Cambridge Study in Delinquent Development
(Farrington, 2004, 2005; Piquero et al., 2013; Zara y Farrington, 2016), el Pittsburg
Youth Study (Loeber, 1990; Loeber, Farrington, Stouthamer-Loeber y White, 2008) y el
Rochester Youth Study (Thornberry, 2005). Estos análisis han permitido describir mejor
los procesos de inicio, continuidad y desistimiento del delito, e identificar los factores de
riesgo y de protección que se asocian más frecuentemente a estos diversos procesos.
Como reiteradamente se ha razonado, de los diversos factores de riesgo y de protección
aquí nos interesan particularmente, con finalidades preventivas y terapéuticas, los de
cariz más dinámico o modificable, o factores de necesidad criminógena.
Otro concepto relevante en este ámbito, vinculado a lo anterior, es el de gestión del
riesgo, referido a todas aquellas actividades que se orientan a disminuir las influencias
negativas que inciden sobre un sujeto y a potenciar sus eventuales factores de protección,
de modo que decrezca su probabilidad delictiva. A efectos de una buena gestión de
riesgo es imprescindible atender a los resultados de la investigación acerca de qué
factores de protección pueden ser relevantes en cada caso y contribuyen más a disminuir
el riesgo de reincidencia de los sujetos. Tales factores protectores pueden ser muy
variados, pero entre ellos tienen una relevancia especial los contextos sociales y
ambientales a que se incorporaron los sujetos tras su excarcelación. Por ejemplo, se ha
documentado cómo regresar a un contexto rural (por oposición a uno urbano) puede
constituir un factor amortiguador relevante de la probabilidad de reincidencia de los
excarcelados (Staton-Tindall, Harp, Winston, Webster y Pangburn, 2015): a igualdad de
otras influencias de riesgo, los liberados de prisión que vuelven a contextos rurales
tendrían una probabilidad 2,4 veces menor de reincidir que quienes vuelven a contextos
urbanos.
La evaluación y predicción del riesgo puede desarrollarse en diversos ámbitos
profesionales que se ocupan del problema delictivo, tales como el policial, el judicial, el
de la justicia juvenil o el penitenciario (Heilbrun, 2010; Hoge, 2012; Hoge y Andrews,
2010; Hoge et al., 2015), y las tareas de evaluación de riesgo pueden ser realizadas
individualmente por profesionales como psicólogos, criminólogos, juristas, psiquiatras,
educadores o trabajadores sociales especializados en el análisis delictivo, aunque
probablemente la mejor evaluación de riesgo requiera idealmente la cooperación
interdisciplinar entre todos o algunos de estos profesionales. Lo más importante de todo
para una evaluación de riesgo de calidad será la obtención de información válida y bien
estructurada sobre los diversos factores de riesgo y de protección (personales, familiares,
sociales, ambientales...) que confluyen en el caso que es objeto de predicción.
Para obtener y estructurar la información de riesgo que pueda resultar más relevante
en cada caso existen actualmente múltiples instrumentos estandarizados de evaluación de

356
riesgo, como se especificará a continuación (véase también Vincent, Terry y Maney,
2009; y en castellano Andrés-Pueyo y Echeburúa, 2010; Arbach-Lucioni et al., 2015;
Hoge et al., 2015).

10.5.1. Perspectiva internacional

La predicción del riesgo delictivo ha evolucionado a través de las siguientes cuatro


metodologías, distintas según su fundamento teórico y empírico y su grado de
sistematización (Andrés-Pueyo y Redondo, 2007; Hoge et al., 2015):

a) Valoraciones clínicas no estructuradas (primera generación de procedimientos de


riesgo), a partir de información libremente recogida y organizada por un
profesional experto acerca de un caso. Tales evaluaciones clínicas han mostrado
globalmente una capacidad predictiva imprecisa, resultando satisfactorias en
menos de la tercera parte de los casos evaluados (Grisso y Tomkins, 1996;
Monahan, 1996; Rubin, 1972).
b) Medidas actuariales (o segunda generación de instrumentos predictivos) (Bonta,
1996), generalmente basadas en factores de riesgo estáticos de fácil definición y
observación, de cariz histórico e invariante, cuya selección suele tener una base
meramente empírica (edad de inicio delictivo, número de delitos previos, edad
actual del sujeto...). Suelen incluir también un algoritmo (o procedimiento
matemático de ponderación de los diversos factores de riesgo) que permite estimar
la probabilidad de reincidencia de cada caso particular. Existen resultados
contradictorios acerca de si los instrumentos actuariales mejoran las predicciones
del mero juicio clínico no estructurado (Grove y Meehl, 1996; Quinsey et al.,
1998) o bien obtienen resultados muy parecidos (Grove, Zalk, Lebow, Snitz y
Nelson, 2000; Litwack, 2001).
Los procedimientos actuariales estáticos muestran carencias técnicas
relevantes, como su ateoricidad (es decir, tener un cariz estrictamente empírico, no
guiado por ninguna teoría específica de la criminalidad) y el hecho de no incluir
variables de riesgo dinámicas o de necesidad criminógena que puedan conformar
objetivos de cambio y mejora para los tratamientos (Borum, 1996; Dvoskin y
Heilbrun, 2001; Hart, 2003; Hoge y Andrews, 2010).
c) Medidas actuariales estático-dinámicas (o tercera generación de instrumentos de
riesgo) (Bonta, 1996), que han intentado superar las limitaciones de las medidas
actuariales puras a partir de incluir en su diseño también factores de riesgo
dinámicos o modificables, así como sustentarse tanto empírica como teóricamente.
También se han denominado instrumentos de evaluación de riesgos-necesidades.
d) Guías o protocolos de juicio profesional estructurado (Structured Professional
Judgment, SPJ), que constituirían la cuarta generación de instrumentos de

357
predicción (Yesberg y Polaschek, 2014). Al igual que los procedimientos
anteriores, se fundamentan en un modelo teórico definido sobre la conducta
delictiva, e incluyen factores de riesgo estáticos y dinámicos, a los que también
añaden factores de protección. Aunque los factores evaluados y la manera de
medirlos se definen con precisión, se deja a juicio del evaluador el modo de
combinar los diversos factores y de realizar la valoración final de riesgo (Andrés-
Pueyo y Echeburúa, 2010). La predicción inicial solo se considera un primer paso
para la posterior actuación preventiva o rehabilitadora, con la finalidad de reducir
el nivel de riesgo del individuo y favorecer su abandono definitivo del delito.

Existen instrumentos de predicción de riesgo tanto para jóvenes como para adultos
(Andrés-Pueyo y Redondo, 2007; Hoge et al., 2015). Por lo que se refiere a los jóvenes,
de edades entre 12 y 17 años, algunos de los instrumentos internacionales más utilizados
han sido los siguientes: Youth Level of Service/Case Management Inventory (YLS /CMI;
Hoge y Andrews, 2006); Structured Assessment of Violence Risk in Youth (SAVRY;
Borum, Bartel y Forth, 2006); Washington State Juvenile Court Assessment (WSJCA), y
la escala relacionada Youth Assessment and Screening Instrument (YASI; Barnoski,
2004); North Carolina Assessment of Risk (NCAR), y Psychopathy Checklist: Youth
Version (PCL:YV, Forth, Kosson y Hare, 2003).
Y para delincuentes adultos destacan los siguientes: Classification of Violence Risk
(COVR; Monahan et al., 2005); Historical-Clinical-Risk Management-20 (HCR-20;
Webster, Douglas, Eaves y Hart, 1997); Violence Risk Appraisal Guide (VRAG; Harris,
Rice y Quinsey, 1993); Level of Service Inventory-Revised (LSI-R; Andrews y Bonta,
1995); Statistical Information for Recidivism Scale (SIR; Nuffield, 1982) y Psychopathy
Checklist – Revised (PCL-R; Hare, 1991, 2003).
A la hora de elegir un instrumento específico de evaluación del riesgo, Heilbrun
(1992) sugirió tomar en consideración los siguientes aspectos: que el instrumento
disponga de un manual estandarizado, que exista investigación empírica acerca de su
validez y fiabilidad (en poblaciones y contextos semejantes a los del caso para el que el
instrumento se pretende utilizar), y que pueda adaptarse convenientemente al estilo de
respuesta del sujeto evaluado.
Existe también investigación científica sólida sobre las características descriptivas y
psicométricas de muchos de estos instrumentos (Andrés-Pueyo y Echeburúa, 2010;
Hoge, Vincent y Guy, 2012; Rossegger et al., 2010) y diversos metaanálisis acerca de su
capacidad predictiva, así de los instrumentos predictivos de jóvenes (Olver, Stockdale y
Wormith, 2009; Schwalbe, 2007a, 2007b) como de adultos (Campbell, French y
Gendreau, 2009; Gendreau et al., 1996; Gendreau, Goggin y Smith, 2002; Hanson y
Morton-Bourgon, 2009; Walters, 2006). Una síntesis de todo ello en castellano puede
verse en Hoge et al. (2015).
Algunas conclusiones importantes de estos análisis y comparaciones entre

358
instrumentos de predicción son las siguientes: los instrumentos más modernos, tales
como las medidas actuariales estático-dinámicas y de juicio profesional estructurado,
obtienen en general los mejores resultados predictivos (con puntuaciones AUC, o
probabilidad de acierto predictivo, de entre 0,60 y 0,70), algo por encima de las
predicciones logradas por las medidas actuariales (Archibald, Campbell y Ambrose,
2014); las predicciones pueden mejorarse tomando en consideración medidas de
autoinforme de los propios sujetos (Coid et al., 2015); y en general los instrumentos de
evaluación suelen mostrar capacidad predictiva con sujetos de diferentes edades,
incluidas las etapas de la adolescencia, la juventud y la edad adulta (Vincent, Fusco,
Gershenson y Guy, 2014).
Desde una perspectiva ética (Heilbrun, 1992, 2010; Hoge, 2012; Hoge y Andrews,
2010; Hoge et al., 2015) se considera que el empleo de instrumentos de predicción de
riesgo debe ser específico para aquellas finalidades a las que se dirige (judiciales,
penitenciarias, etcétera), debe tomar en consideración en la mayor medida posible la
finalidad y validez de los instrumentos, y realizarse por evaluadores adecuadamente
formados y entrenados en la aplicación de cada instrumento.
Uno de los instrumentos de evaluación de riesgo delictivo más utilizados
internacionalmente es la Psychopathy Checklist Revised (PCL-R), desarrollada en 1991
por Robert Hare a partir del concepto de psicopatía (al que se hizo referencia en el
epígrafe trastornos mentales y conducta delictiva del capítulo 1). Dicha escala incluye la
evaluación de 20 elementos de riesgo (puntuables en el rango 0/1/2) distribuidos
principalmente en dos categorías (aunque Hare considera que conjuntamente componen
el síndrome global de la psicopatía: Hare y Newman, 2008, 2010): Factor I,
correspondiente a la valoración de aspectos de personalidad psicopática, afectivos e
interpersonales (Hare, 2003); y Factor II, que pondera elementos conductuales de riesgo
relacionados con las propensiones impulsivas y antisociales del individuo.
En la tabla 10.5 se presenta la estructura de los ítems de la escala PCL-R.

TABLA 10.5
Ítems de la escala de psicopatía PCL-R

Factor I: personalidad Factor II: conducta antisocial

3. Necesidad de estimulación.
1. Locuacidad/encanto superficial. 9. Estilo de vida parásito.
2. Grandioso sentido de autovalía. 10. Escaso autocontrol.
4. Mentira patológica. 12. Precocidad en mala conducta.
5. Manipulación. 13. Sin metas realistas.
6. Falta de remordimiento/culpa. 14. Impulsividad.
7. Afecto superficial. 15. Irresponsabilidad.
8. Crueldad/falta de empatía. 18. Delincuencia juvenil.
16. No acepta la responsabilidad de sus actos. 19. Revocación [previa] de la libertad condicional.

359
Ítems no incluidos en los dos factores precedentes

11. Conducta sexual promiscua.


17. Muchas relaciones maritales breves.
20. Versatilidad delictiva.

FUENTE: Redondo y Garrido (2013), a partir de R. Hare (1991; 2003), The Hare Psychopathy Checklist Revised.
Toronto: Ontario, Multi-Health Systems.
De forma paralela, Cook et al. (2012; Hart y Cook, 2012) han considerado que la
personalidad psicopática aglutina síntomas del individuo en los siguientes seis ámbitos o
dominios (Redondo y Garrido, 2013): 1) carencias de apego y empatía con otros, 2)
comportamiento temerario, poco fiable y agresivo, 3) pensamiento suspicaz, inflexible e
intolerante, 4) predominio en sus relaciones de conductas de dominación, manipulación,
arrogancia, engaño y deshonestidad, 5) ausencia de emociones profundas e incapacidad
para sentir ansiedad, remordimiento y culpa, y 6) sentimientos de egocentrismo,
grandiosidad e invulnerabilidad.
Diversas investigaciones han probado que la personalidad psicopática es un predictor
relevante de la violencia y la delincuencia graves (Leistico, Salekin, DeCoster y Rogers,
2008; Swogger et al., 2012; Yang y Wong, 2010).

10.5.2. Desarrollos en España

También en España se han producido algunos avances durante los últimos años en el
campo de la predicción del riesgo delictivo. En el contexto del Grupo de estudios
avanzados en violencia (GEAV), Andrés-Pueyo ha impulsado tanto la traducción y
adaptación al castellano de algunos instrumentos internacionales como el desarrollo de
instrumentos nuevos.
En primer término, se adaptaron tres instrumentos: la guía de evaluación HCR-20
(Arbach-Lucioni y Andrés-Pueyo, 2007; Gray, Taylor y Snowden, 2008; Webster et al.,
1997), que permite la predicción de riesgo de violencia física grave en delincuentes
crónicos y personas con trastornos mentales; el protocolo SARA (Spousal Assault Risk
Assessment Guide), que se dirige específicamente a la predicción del riesgo de violencia
en pareja, y la guía SVR-20 (Sexual Violence Risk), cuyo objetivo es la valoración
predictiva con delincuentes sexuales (Andrés-Pueyo y Redondo, 2004).
Como ejemplo del sistema de valoración de estos instrumentos de predicción, en la
tabla 10.6 se presenta la hoja de codificación de la escala HCR en castellano (las escalas
SARA y SVR-20 tienen sistemas de valoración análogos). Como puede verse, consta de
20 ítems agrupados en tres categorías: ítems históricos, relativos a comportamientos,
experiencias y diagnósticos acontecidos en la vida pasada del sujeto (ítems H1-H10);
ítems clínicos, relacionados con estados y variables del sujeto presentes en el momento
de efectuar la evaluación (C1-C5); e ítems de gestión del riesgo, correspondientes a
factores especialmente sensibles sobre el futuro próximo del individuo (R1-R5). Con

360
finalidades de investigación, los ítems pueden ser puntuados en una escala likert de tres
valores: 0 (factor de riesgo no presente), 1 (factor parcial o posiblemente presente) y 2
(factor completamente presente). Ello permite obtener una puntuación total de entre 0 y
40 puntos. No obstante, con finalidades prácticas de predicción, los autores recomiendan
que en el estado todavía provisional de desarrollo de la escala prioritariamente se
realicen valoraciones categóricas (No, ?, Sí), que tienen un significado análogo a las
anteriores pero no generan una puntuación global. La ponderación final del riesgo de un
sujeto como baja, moderada o alta no debe obedecer necesariamente al número de
factores de riesgo presentes en un individuo, sino que se aconseja efectuar también una
valoración cualitativa del tipo de factores de riesgo de mayor incidencia en cada caso.

TABLA 10.6
Hoja de codificación de la HCR

Nombre del sujeto: .............................................................


Fecha: ........../............./...........>
Nombre del evaluador: .......................................................

Ítems históricos Código


Codificar: 0 = No/Ausente, 1 = Parcialmente/Posiblemente presente, 2 = Sí/Definitivamente (0, 1,
presente 2)

H1 Violencia previa.

H2 Edad del primer incidente violento.

H3 Relaciones inestables de pareja

H4 Problemas relacionados con el empleo.

H5 Problemas con el consumo de sustancias adictivas.

H6 Trastorno mental grave

H7 Psicopatía.

H8 Desajuste infantil.

H9 Trastorno de personalidad.

H10 Incumplimiento de supervisión.

Total ítems históricos. /20

Ítems clínicos
Codificar: 0 = No/Ausente, 1 = Parcialmente/Posiblemente presente, 2 = Sí/Definitivamente
presente

361
C1 Carencia de introspección.

C2 Actitudes negativas.

C3 Presencia actual de síntomas de trastorno mental grave.

C4 Impulsividad.

C5 No responde al tratamiento.

Total ítems clínicos. /10

Ítems de gestión del riesgo Código


Codificar: 0 = No/Ausente, 1 = Parcialmente/Posiblemente presente, 2 = Sí/Definitivamente (0, 1,
presente 2)

R1 Ausencia de planes de futuro viables.

R2 Exposición a factores desestabilizantes.

R3 Carencia de apoyo social.

R4 Incumplimiento a los tratamientos prescritos.

R5 Alto nivel de estrés experimentado.

Total ítems de afrontamiento de situaciones de riesgo. /10

HCR-20 TOTAL /40

Valoración final de riesgo: Baja Moderada Alta

FUENTE: adaptado a partir de Hilterman y Andres-Pueyo (2005).


Investigadores del Grupo de estudios avanzados en violencia y otros han desarrollado
diversos estudios para explorar el funcionamiento de estos instrumentos de predicción de
riesgo en poblaciones delictivas españolas. Por ejemplo, a partir del Sexual Violence Risk
Assessment-20 (SVR-20; versión en castellano de Martínez, Hilterman y Andrés-Pueyo,
2005), Pérez Ramírez, Redondo, Martínez García, García Forero y Andrés-Pueyo (2008)
analizaron retrospectivamente una muestra de 163 agresores sexuales condenados. En
conjunto, este instrumento mostró una buena capacidad predictiva del riesgo delictivo
futuro, con una puntuación AUC de 0,83, y unos porcentajes de clasificación correcta de
los reincidentes del 70,8 por 100 y de los no-reincidentes del 79,9 por 100.
Otro estudio en este mismo grupo de investigación se dirigió a contrastar la eficacia y
la capacidad predictiva de la guía SARA (López y Andrés-Pueyo, 2007). Utilizando
también una metodología retrospectiva, se analizó una muestra de 102 parejas (en total
204 personas, entre mujeres víctimas y varones agresores), a partir de datos de los
Juzgados Penales y de la Audiencia Provincial de Barcelona. Además de los 20 ítems de

362
la escala SARA, también se evaluaron otras 166 variables sobre los casos, relativas a
información sociodemográfica, antecedentes familiares, antecedentes personales,
relación sentimental con la víctima, historial de violencia del agresor, historial de
violencia contra la víctima y último delito cometido. Se observó que la violencia contra
las mujeres se producía con mucha frecuencia crónica, puesto que un 73,5 por 100 de las
víctimas afirmaba haber sido agredida físicamente con anterioridad a la denuncia
interpuesta. Si se incluye el maltrato psicológico, el porcentaje de repetición delictiva
aumentaba hasta un 85,3 por 100. También se constató que un 44 por 100 de las mujeres
agredidas no se habían separado de su pareja sentimental tras la agresión que había dado
lugar a la denuncia. La media de tiempo de convivencia de todas las parejas de la
muestra era de 13,7 años.
En los agresores destacaron los siguientes factores de riesgo: dificultades de
aprendizaje y trastornos de conducta en la infancia, ira, hostilidad o irritabilidad,
inestabilidad emocional, historial de agresiones físicas a otras personas y antecedentes
delictivos, minimización y negación de la violencia, e incremento paulatino de la
frecuencia o gravedad de las agresiones. Y entre los factores de vulnerabilidad de las
mujeres víctimas sobresalieron aspectos como trastornos afectivos, haber sido agredidas
previamente por otras parejas, presentar un trastorno de estrés postraumático, y haber
adquirido fuertes sentimientos de miedo y ansiedad.
La puntuación promedio de riesgo en la escala SARA de los maltratadores evaluados
fue de 19,58 (sobre un máximo de 40 puntos). Del total de los agresores, el 60 por 100
fue reincidente en el período de seguimiento de un año. Del conjunto de las variables
predictivas analizadas, la puntuación global en SARA fue la que mostró mayor
capacidad predictiva de la reincidencia en el maltrato, clasificando correctamente al 85
por 100 de los reincidentes y al 72 por 100 de los no reincidentes. Por otro lado, todos
los agresores que habían obtenido en SARA una puntuación total por encima de la media
de la muestra (19,58 puntos) multiplicaron por 6 su riesgo de reincidir en el maltrato (×
2: 16,8; gl: 1; p < 0,001; ORO: 5,77; IC 95 por 100 = 2,4-13,8). Así pues, la guía SARA
mostró buena capacidad predictiva del maltrato, por lo que puede considerarse un
instrumento de utilidad para los profesionales que trabajan en este campo.
Además de la adaptación de los instrumentos precedentes, en el marco del GEAV
también se han diseñado algunos instrumentos autóctonos de valoración de riesgo. El
primero, el protocolo RVD-BCN, es concebido como una herramienta multidisciplinar
para predecir el riesgo de asesinato de pareja (Circuito Barcelona contra la violencia
hacia las mujeres: Arbach-Lucioni y Andrés-Pueyo, 2014). Posteriormente, el protocolo
RisCanvi fue diseñado para evaluar y predecir el riesgo de conductas violentas graves
(violencia autodirigida —en prisión—, violencia dentro de la prisión, reincidencia
violenta y quebrantamiento de condena) que pueden presentar los delincuentes
encarcelados (Andrés-Pueyo, Arbach-Lucioni y Redondo, 2010; Arbach-Lucioni,
Redondo, Singh y Andrés-Pueyo, 2014). En su formato completo este protocolo incluye

363
43 factores de riesgo, agrupados en tres categorías: a) factores delictivos y
penitenciarios, b) factores personales y sociofamiliares, y c) factores clínicos y de
personalidad. Este protocolo también dispone de una versión abreviada de 10 ítems,
RisCanvi Screening (véase tabla 10.7), que ha mostrado utilidad para ponderar de forma
ágil y rápida el riesgo de conducta violenta (Arbach-Lucioni et al., 2013).

TABLA 10.7
Factores de riesgo incluidos en la escala RisCanvi Screening

1. Inicio de la actividad delictiva o violenta.

2. Historia de violencia.

3. Problemas de conducta penitenciaria.

4. Evasiones, quebrantamientos o incumplimientos de condiciones de supervisión.

5. Problemas con el consumo de drogas o alcohol.

6. Respuesta limitada al tratamiento psicológico o psiquiátrico.

7. Intentos de conductas de autolesión.

8. Falta de recursos económicos.

9. Falta de apoyo familiar y social.

10. Actitud hostil o valores pro-criminales.

Como posible ayuda profesional en esta materia, en la tabla 10.8 se ofrece una
relación de los principales instrumentos de evaluación de riesgo de violencia y
delincuencia disponibles actualmente en España, parcialmente adaptada a partir de
Andrés-Pueyo y Echeburúa (2010). Para cada instrumento se menciona su objetivo y
contexto de aplicación, su contenido y estructura, el sistema y niveles de respuesta, y sus
autores o adaptadores.

TABLA 10.8
Instrumentos de evaluación de riesgo de violencia y delincuencia disponibles en
España

Objetivo y Niveles de
Instrumento contexto de Contenido respuesta Autores/Adaptadores
aplicación

364
Violencia interpersonal inespecífica

VRAG Predecir el 12 ítems (factores de Rango: –28 a Ballesteros, Graña y


comportamiento riesgo) de naturaleza +33. Andreu (2006).
violento grave en variada. A partir de una
adultos afectados Escala actuarial con puntuación
por trastornos ponderación de los superior a +6 la
mentales graves o factores de riesgo y escala probabilidad de
con un historial continua de probabilidad reincidencia a
delictivo. de violencia futura. los 10 años es,
Contexto forense, al menos, del 58
penitenciario o por 100.
clínico.

HCR-20 Valorar el riesgo 20 ítems (factores de Rango: 0 a 40. Hilterman y Andrés-


de conductas riesgo) agrupados en tres No hay puntos Pueyo (2005)
violentas en categorías: factores de corte Arbach-Lucioni y
pacientes mentales históricos (H), clínicos formales. Una Andrés-Pueyo (2007).
y delincuentes (C) y de riesgo futuro (R). puntuación
adultos. Escala de chequeo de superior a 25
Contexto forense, factores de riesgo. anticipa riesgo
penitenciario o alto de
clínico. violencia.

PCL-R Evaluar la Listado de 20 ítems tras Rango: 0 a 40. Moltó et al. (2000).
presencia de una entrevista Diagnóstico de
psicopatía en semiestructurada. psicopatía: >28.
adultos con un Versiones adicionales de Riesgo de
historial violento o cribado (PCLSV) y para violencia: >20
delictivo. jóvenes (PCL-YV).
Contexto forense,
penitenciario o
clínico.

Violencia contra la pareja

SARA Valorar el riesgo 20 ítems (factores de Rango: 0 a 40.


de conductas riesgo) agrupados en tres No hay puntos
violentas de categorías: factores de corte
naturaleza física o históricos (H), clínicos formales. Una
sexual contra la (C) y de riesgo futuro (R). puntuación
pareja o expareja. Incluye factores críticos. superior a 19
Contexto forense, Escala de chequeo de anticipa
penitenciario o factores de riesgo. reincidencia.
clínico.

EPV Predecir el riesgo 20 ítems (factores de Rango: 0 a 20. Echeburúa,


de homicidio o de riesgo) agrupados en Riesgo bajo: 0- Fernández-Montalvo,
violencia grave cinco categorías: datos 4. De Corral y López-
contra la pareja o personales, relación de Riesgo medio: Goñi (2009).
expareja. pareja, tipo de violencia, 5-9.
Contexto policial, perfil del agresor y Riesgo alto: 10-
judicial, vulnerabilidad de la 20.
penitenciario o víctima.
forense. Incluye ítems con valor

365
crítico.

Violencia contra la pareja

RVD-BCN Protocolo de Evalúa 16 factores de Sumatorio de Álvarez Freijo et al.


evaluación del riesgo, en cinco áreas: ítems. (2011).
riesgo de violencia historia de violencia, Se clasifica la Circuito Barcelona
contra la mujer, daños o agresiones situación de contra la violencia
cuyo objetivo es severas contra la pareja, riesgo de la hacia las mujeres.
ofrecer a la víctima circunstancias agravantes, víctima entre
la asistencia más vulnerabilidad de la tres niveles:
adecuada. pareja y percepción del bajo, medio y
riesgo. bajo.
Ítems dicotómicos:
presencia o ausencia.

VPR Protocolo de Evalúa 16 factores de Escala de Grupo de estudios en


y VPER valoración del riesgo vinculados a respuesta de los seguridad
riesgo de violencia características ítems en 6 internacional (2010).
de pareja para su psicológicas, violencia, puntos
uso por parte de conducta desadaptada y ponderados en
los cuerpos de respeto de las normas. función de la
policía nacionales VPER es una escala intensidad del
y locales. completaria que permite riesgo.
efectuar un seguimiento El evaluador
del caso. Consta de 17 puede modificar
ítems. el riesgo según
su juicio,
mediante
justificación de
dicho cambio.

Violencia sexual

SVR-20 Valorar el riesgo 20 ítems (factores de Rango: 0 a 40.


de violencia sexual riesgo) agrupados en tres No hay puntos
en pacientes categorías: factores de corte
mentales y históricos (H), clínicos formales, pero
delincuentes (C) y de riesgo futuro (R). una puntuación
adultos acusados Incluye valoraciones de superior a 11
de este tipo de cambio en los factores de está asociada a
delitos. riesgo. la reincidencia.
Contexto forense, Escala de chequeo de
penitenciario o factores de riesgo.
clínico.

Violencia juvenil

SAVRY Valorar el riesgo 30 ítems (24 factores de


de violencia física, riesgo y 6 de protección)
sexual y de agrupados en cuatro
amenazas graves categorías: factores de
en pacientes riesgo históricos, sociales
mentales y e individuales, y factores
delincuentes de protección variados.

366
jóvenes (14-18
años).
Contexto forense o
judicial.

Violencia juvenil

IGI-J Valoración del 43 ítems, 8 subescalas: Rangos de Graña-Gómez,


riesgo en jóvenes delitos y medidas riesgo: Garrido-Genovés, y
infractores. judiciales pasadas y Bajo de 0 a 8 Cieza-González
actuales; pautas puntos. (2007).
educativas; educación Moderado de 9
formal y empleo; relación a 22 puntos.
con el grupo de iguales; Alto de 23 a 34
consumo de sustancias; puntos.
ocio; personalidad y Muy alto de 35
conducta; actitudes, a 43 puntos.
valores y creencias.

Gestión del riesgo

RISCANVI Herramienta de Disponibles dos Proporciona Andrés-Pueyo et al.


gestión del riesgo versiones: tres niveles de (2010).
que estima cuatro RISCANVI Screening (10 riesgo: bajo,
medidas de riesgo: ítems/factores de riesgo), medio y alto.
reincidencia, que se aplica a todos los El evaluador
autolisis, violencia encarcelados en las puede modular
intra-institucional prisiones catalanas motivadamente
y quebrantamiento (sistema de respuesta: la valoración de
de condena. Sí/No). riesgo de un
RISCANVI completo (42 sujeto en
ítems/factores de riesgo), función de su
que se aplica a aquellos propio criterio
encarcelados que clínico.
alcanzaron en el
screening un riesgo medio
o alto (sistema de
respuesta: Sí/ ? /No).

VRAG: Violent Risk Appraisal Guide (Harris, Rice y Quinsey, 1993); HCR-20: Assessing Risk for Violence
(Webster, Douglas, Eaves y Hart, 1997); PCL-R: Psychopathy Checklist-Revised (Hare, 1991); SARA: Spousal
Assault Risk Assessment Guide (Kropp, Hart, Webster y Eaves, 1995); EPV: Escala de predicción de riesgo de
violencia grave contra la pareja (Echeburúa, Fernández-Montalvo y de Corral, 2009); SVR-20: Guide for
Assessment of Sexual Risk Violence (Boert, Hart, Kropp y Webster, 1997); SAVRY: Structured Assessment of
Violence Risk in Youth (Borum, Bartel y Forth, 2003).
FUENTE: Andrés-Pueyo y Echeburúa (2010); Andrés-Pueyo, comunicación personal.
Por último, para finalizar este capítulo quiero referirme a un desarrollo en ciernes en
materia de análisis y predicción de riesgo delictivo, que con toda seguridad constituirá
un hito en la historia de la criminología española moderna. Me refiero a la próxima
aparición de la obra de Vicente Garrido (en preparación) titulada Tratado de
Criminología forense. En ella el autor aúna los mejores conocimientos actuales sobre
teorías del delito y factores de riesgo para ofrecer a los profesionales y expertos en

367
delincuencia una herramienta amplia y abierta para la generación de evaluaciones e
informes forenses y predictivos, que puedan auxiliar a tribunales e instituciones de la
justicia en su mejor funcionamiento. Con esta finalidad, el autor propone la
combinación, acerca de los casos evaluados, de diversos aspectos bio-psico-sociales, en
consonancia entre otros conocimientos con la taxonomía de riesgos propuesta en el
marco del Modelo del triple riesgo delictivo (TRD), al que ya se ha hecho referencia
(Redondo, 2008, 2015).

RESUMEN

Las prisiones son el marco principal en el que se desarrollan muchos de los


programas con delincuentes que se aplican tanto internacionalmente como también en
España. Pese a ello, no se considera aquí que se trate del marco ideal para tratar a los
delincuentes, sino que, bien al contrario, en opinión del autor debería encarcelarse a
menos personas y durante menos tiempo. La sociedad debería progresar hacia sistemas
más civilizados y comunitarios de control de la delincuencia. Ello permitiría que muchos
de los delincuentes menos violentos y peligrosos fueran controlados y tratados mediante
servicios comunitarios adecuados (evitando así los efectos perjudiciales del
encarcelamiento) y se reservaran las penas de prisión para aquellos delincuentes más
violentos y persistentes. En todo caso, la realidad penitenciaria actual es la que es y, en
consecuencia, se requerirá tratar a muchos delincuentes en el marco de las prisiones, que
es donde actualmente se encuentran.
Existen normas penitenciarias internacionales (aquí se comentan las correspondientes
a Naciones Unidas y, especialmente, al Consejo de Europa) que prescriben cuáles son
los grandes objetivos y servicios que deben utilizar los Estados para la ayuda social y el
tratamiento de los encarcelados. Dichas normas prevén la educación, la atención a la
salud mental, la orientación de la prisión como servicio público, la formación y
especialización del personal penitenciario, la investigación y evaluación de los
programas aplicados, y los objetivos del régimen y el tratamiento de los condenados a
privación de libertad.
Canadá es el país con mayor desarrollo en materia de programas de tratamiento y
rehabilitación de sus delincuentes, y puede servir como ejemplo para otros muchos
países. Su oferta de programas de tratamiento es muy amplia y variada, e incluye
programas nacionales de prevención de la violencia familiar, el Programa Razonamiento
y Rehabilitación (R&R), un programa de manejo de las emociones y la ira, uno de
entrenamiento en actividades de tiempo libre, de habilidades de crianza de los hijos, de
integración comunitaria, de delincuentes sexuales, de prevención del abuso de sustancias
tóxicas, de prevención de la violencia, de prevención del aislamiento en regímenes
penitenciarios cerrados, y un conjunto específico de programas para mujeres
delincuentes. Algunos de estos programas se han presentado en capítulos anteriores y

368
otros se recogen esquemáticamente en este capítulo.
En Europa, el país que cuenta con un mayor desarrollo técnico del tratamiento de los
delincuentes es probablemente el Reino Unido. A semejanza de Canadá, dispone de una
amplia oferta de programas de tratamiento, que incluye los dirigidos a entrenar en
habilidades de pensamiento, controlar la ira, diversos programas para agresores sexuales,
programa motivacional, programa de habilidades de vida para delincuentes juveniles,
etcétera. En paralelo a los tratamientos en las prisiones, no es menor su oferta de
programas en el marco de los servicios de Probation, encargados de la ejecución de
medidas penales en la comunidad. Otros países europeos con buen desarrollo del
tratamiento de los delincuentes son los países nórdicos, y algunos de los de
centroeuropa, como los Países Bajos y Alemania.
España cuenta también con una dilatada tradición y un razonable desarrollo de
programas de tratamiento penitenciario, en los que trabajan un número considerable de
técnicos penitenciarios. Además, la legislación penitenciaria española es claramente
favorable a la aplicación de todo tipo de intervenciones y tratamientos rehabilitadores
con los encarcelados. Como resultado de todo ello, en la actualidad se dispone de una
buena oferta de programas de tratamiento, que incluye tratamientos para jóvenes
delincuentes, intervenciones con internos drogodependientes, con agresores sexuales,
con maltratadores, con internos extranjeros, con internos discapacitados, con
delincuentes de alto riesgo en régimen cerrado, de prevención de suicidios, etc.
En paralelo al tratamiento de los delincuentes, en la actualidad existe también un gran
desarrollo de instrumentos de evaluación del riesgo de violencia o delincuencia que
aquellos puedan presentar, ya sea antes o después de un tratamiento. Con esta finalidad
se aplican diversos métodos de predicción de riesgo, cuya cumplimentación requiere
utilizar diversas informaciones recogidas sobre cada caso. Entre los instrumentos de
predicción de riesgo delictivo más usados se encuentran el Psychopathy Checklist
Revised (PCL-R), que pondera el grado de psicopatía de un sujeto; la HCR-20: Guía de
valoración del riesgo de comportamientos violentos, que estima el riesgo inespecífico de
agresión y violencia; la escala SARA: Manual para la valoración del riesgo de violencia
contra la pareja; y el SVR-20: Manual de valoración del riesgo de violencia sexual.
Cada uno de estos instrumentos incluye 20 ítems, relativos a factores de riesgo tanto
estáticos como dinámicos, cuya presencia o ausencia en el sujeto es ponderada, ya sea de
manera cualitativa o numérica (como 0, 1, 2). Como resultado de la constatación de
ciertos factores de riesgo, puede efectuarse una estimación específica del riesgo global
que presenta cada individuo en un momento dado.
Finalmente se anuncia en este capítulo la próxima aparición de un tratado de Vicente
Garrido sobre criminología forense, que con toda probabilidad será un referente
imprescindible de los futuros análisis y evaluaciones sobre predicción de riesgo
delictivo.

369
NOTAS

1 Como es sabido, el Código Penal de 1995 abolió la figura jurídica de la «redención de penas por el trabajo», que
posibilitaba que por cada dos días de trabajo en prisión pudiera redimirse un día de condena efectiva. Esto
propiciaba que para cada pena de prisión cupieran dos posibles medidas de su duración mínima: una, la
correspondiente a la pena mínima asignada en el Código para cada delito específico (pena teórica), y otra, la
relativa a la pena mínima efectiva (más corta) que, una vez condenado un individuo a dicha pena teórica, debería
realmente cumplir si lograra el máximo beneficio posible de «redención de pena por el trabajo».

370
11
Investigación de la efectividad: reincidencia y
desistimiento delictivo

Este capítulo dirige su atención, en primer lugar, a la evaluación más habitual de la eficacia de los
tratamientos: la medida cuantitativa de la reincidencia de grupos de delincuentes tratados en
comparación con la de grupos no tratados. Para ello se describen los principales diseños de
investigación de la eficacia, o modos de recoger, ordenar y analizar los datos sobre un programa de
tratamiento: los diseños intersujetos, o de comparación entre grupos; y los intrasujetos, o de un solo
grupo al que se evalúa en diferentes momentos temporales. A continuación se presentan las
evaluaciones generales de efectividad de los tratamientos, para lo que se revisan los metaanálisis o
estudios de integración de resultados de eficacia realizados durante las pasadas décadas. Se
analiza separadamente la eficacia de los tratamientos aplicados con delincuentes juveniles (más
grupos mixtos, de distintas edades) y delincuentes adultos. Se pondera también la efectividad del
tratamiento para distintas tipologías de delincuentes, modalidades de tratamiento y contextos de
aplicación. Por último, se reflexiona acerca de cómo el desistimiento delictivo requiere tanto la
voluntad de cambio personal de los delincuentes, que puede favorecerse mediante un tratamiento,
como también que el sujeto reciba el necesario apoyo social en la comunidad.

«Recuerda que el pensamiento científico es la guía de la acción; que la verdad a la que llega no es la que
idealmente podemos contemplar, carente de errores, sino aquella sobre la que podemos actuar sin temor; y
tienes que darte cuenta que este pensamiento no es mera comparsa del progreso humano, sino el progreso
humano en sí.»

WILLIAM KINGDON CLIFFORD, matemático británico


(1845-1879).

La cuestión de la eficacia del tratamiento de los delincuentes hace referencia al grado


en que un programa terapéutico logra los objetivos favorables que se proponía. Los
programas de tratamiento que se han presentado a lo largo de esta obra tienen objetivos
muy diversos, tales como enseñar habilidades sociales a los jóvenes, reducir el consumo
de drogas y los riesgos sanitarios en los consumidores, disminuir las justificaciones
antisociales de los agresores sexuales, enseñar a los maltratadores a controlar sus
explosiones de ira, entrenar en comportamientos de comunicación no violenta, etcétera.
Todos ellos son objetivos de cambio y mejora personal, lo que se considera relacionado
con el propósito final de todo programa de tratamiento con delincuentes: lograr su
desistimiento delictivo y su reintegración social.
Para conocer si como resultado de la aplicación de un programa se han producido los
anteriores efectos es necesaria la evaluación continua de los casos en tratamiento. En

371
dicha evaluación se pueden diferenciar tres momentos relevantes (además del
correspondiente a la evaluación inicial) (Echeburúa, 1993): 1) evaluación durante el
tratamiento, mientras este se está aplicando, para saber si la intervención está teniendo
incidencia inmediata sobre los participantes (y si no es así poder efectuar los ajustes
necesarios en el programa); 2) evaluación final, que permite determinar si los objetivos
previstos se han conseguido o no, y en qué grado, así como el nivel de satisfacción de los
participantes (Israel y Hong, 2006); y 3) evaluación de seguimiento, que posibilita
ponderar si los logros producidos al finalizar el tratamiento se mantienen con
posterioridad y si se han generalizado a la vida cotidiana del individuo.
A continuación se definen diversos conceptos relevantes en relación con la
evaluación de los tratamientos.

11.1. EFICACIA, EFECTIVIDAD Y EFICIENCIA

Existen tres conceptos y niveles distintos, aunque relacionados, de medición de los


efectos de un tratamiento (Borkovec y Miranda, 1996; Chambless y Ollendick, 2001;
Echeburúa y De Corral, 1995; Fernández Hermida y Pérez, 2001; Israel y Hong, 2006;
Labrador et al., 2000).

1. Eficacia: hace referencia al logro, como resultado de un tratamiento, de efectos


positivos en condiciones ideales de evaluación, tales como experimentos de
laboratorio. El concepto de eficacia guarda estrecha relación con el de validez
interna de un tratamiento, o medida del grado en que se ha conseguido el
suficiente control de variables para poder afirmar con garantía que los resultados
observados son debidos a la influencia del tratamiento, y no a otros factores no
controlados (Hollin, 2006).
2. Efectividad: concierne a los logros obtenidos por la aplicación de un tratamiento
no en condiciones ideales o de laboratorio sino reales: con delincuentes en
instituciones, en medidas comunitarias, etcétera. El concepto de efectividad se
relaciona con el de validez externa de un tratamiento, o grado en el que puede
afirmarse que el procedimiento de aplicación de dicho tratamiento y los efectos
obtenidos son susceptibles de generalización a distintas situaciones y contextos
(Hollin, 2006).
3. Eficiencia: se refiere a la capacidad de una intervención para obtener resultados
favorables, pero tomando en cuenta, a la vez, sus correspondientes costes:
incomodidades para los sujetos, duración del tratamiento, riesgo de que puedan
surgir como resultado del tratamiento otros problemas colaterales, y también
costes económicos (Redondo y Frerich, 2013, 2014).

Atendido lo anterior, el mejor tratamiento sería aquel que presenta mayor eficacia (en

372
condiciones de máximo control de variables), mayor efectividad (en circunstancias
cotidianas) y mayor eficiencia (o relación favorable coste-beneficio). Sin embargo, en
muy pocos casos los tratamientos con delincuentes son objeto de todas estas
comprobaciones. La mayoría de los programas con delincuentes se aplican en
condiciones naturales (personas encarceladas, penados a medidas comunitarias...) y con
un control de variables posibilista (no ideal o experimental), lo que permite evaluaciones
de resultados exclusivamente en el plano de la «efectividad». Son por tanto muy
infrecuentes tanto las evaluaciones de «eficacia» (que comportan estrictos
requerimientos metodológicos de difícil cumplimiento con grupos reales de
delincuentes: asignación aleatoria a los grupos de tratamiento y de control, etcétera)
como las evaluaciones de «eficiencia» (que suelen requerir una recogida de información
más amplia, a veces de difícil acceso, como los diversos costes de un programa: sociales,
personales, dinerarios...).
Por otro lado, el término «efectos» de un tratamiento puede ser desglosado en
distintos aspectos o componentes más concretos como los siguientes (Marks y
O’Sullivan, 1992):

— Especificidad del resultado, que intentaría responder a la cuestión de qué


comportamientos o déficits de un sujeto mejoran como consecuencia del
tratamiento (frente a otros déficits que no mejoran).
— Intensidad, que haría referencia a la cuestión de en qué grado disminuyen los
problemas que constituyen el objetivo de un programa.
— Plazo: ¿cuánto tarda en iniciarse la mejoría de dichos problemas?
— Duración a corto plazo: en referencia a si los efectos terapéuticos se mantienen
mientras dura la aplicación del tratamiento (quizá no después).
— Duración a largo plazo: si los resultados logrados se mantienen con posterioridad
a la finalización de la intervención.
— Costes o inconvenientes que, en paralelo a sus beneficios, pueden también
asociarse a la aplicación de un tratamiento, tales como los rechazos y abandonos
producidos o los posibles efectos secundarios para los participantes.
— Interacciones de los resultados de un tratamiento con los de otras posibles
intervenciones en curso, cuyos efectos combinados pueden ser de suma (adición
de los efectos respectivos), potenciación (con un resultado sinérgico superior a la
mera adición) o inhibición (ambas intervenciones se debilitan la una a la otra).
— Balance de los resultados, o pros y contras de un tratamiento en relación con otros
tratamientos alternativos.

Es decir, de modo ideal cada tratamiento que se aplica podría analizarse a la luz de
todos o algunos de los anteriores componentes de efectividad, para decidir qué técnica
puede ser más recomendable aplicar en cada caso. Esto puede ser especialmente
relevante cuando dos o más tratamientos resultan competitivos entre ellos en relación

373
con determinado problema u objetivo de intervención.

11.2. LA REINCIDENCIA Y OTRAS MEDIDAS DE EFICACIA

La reincidencia hace referencia a la repetición delictiva. El fin principal del ideal de


rehabilitación, y de su concreción práctica mediante el tratamiento de los delincuentes,
es lograr que estos no tornen a delinquir, que no reincidan en el delito. Los tratamientos
aspiran, en términos globales, a reducir las tasas de reincidencia de los infractores
participantes en ellos en relación con quienes no han recibido tratamiento. Por ello, la
medida de la reincidencia delictiva posterior (al año de la excarcelación, a los dos años, a
los tres años, etcétera) es un criterio de efectividad ineludible, necesario en el sistema de
justicia criminal. La mayoría de las evaluaciones de efectividad del tratamiento se basan
—como se verá a lo largo de este capítulo— en comparar las tasas de reincidencia de los
grupos tratados con las de los grupos de control o no tratados.
Existen diferentes modos de medir la reincidencia: a partir de autoinforme de los
propios sujetos, mediante la información recogida por la policía sobre nuevas
detenciones, o bien a partir de que un individuo sea nuevamente condenado, por
ejemplo, a una pena de prisión si se trata de un delito grave. Atendiendo a esta última
medida de la reincidencia (reingresos en prisión por un nuevo delito), en estudios
norteamericanos suelen hallarse tasas globales de reincidencia de en torno al 50 por 100,
para períodos de seguimiento de entre tres y cinco años (Langan y Levin, 2002).
En la tabla 11.1 se resumen, a partir de Zara y Farrington (2016), las tasas de
reincidencia correspondientes a diversos países europeos más Estados Unidos, para
períodos de seguimiento desde uno a ocho años.

TABLA 11.1
Porcentaje de encarcelados que vuelven a ser condenados a prisión después de 1-8
años de su previa liberación

Salida Rango Tasa de Año de seguimiento


Muestra
País de de encarcelados
evaluada
prisión edad en el país* 1 2 3 4 5 6 7

Holanda 1996-9 69.602 18 o 85 43,4 55,5 62,0 66,0 67,0 71,1 72,9
más

Escocia 1999 5.738 16 o 120 46,0 60,0 67,0 71,0


más

Inglaterra 2001 14.569 18 o 127 58,2


y Gales más

Francia 1996-7 2.859 13 o 89 51,9

374
más

Irlanda 2001 703 17 o 52 45,0


más

Islandia 1994-8 1.179 18 o 44 37,0 53,0


más

Suiza 1988 6.396 18 o 79 12,0 26,0 34,0 40,0 45,0 48,2


más

EEUU 1994 33.796 18 o 600 21,5 36,4 46,9


(15 más
estados)

* Cifras aproximadas por cada 100.000 habitantes, según el World Prison Brief del Centro Internacional de
Estudios Penitenciarios.

FUENTE: elaboración propia a partir de Zara y Farrington (2016).


Como puede verse en la tabla, las tasas europeas de reincidencia pueden ser muy
variadas en función de países. Por ejemplo, las tasas de Suiza oscilan entre 12 por 100
(primer año de seguimiento) y 48,2 por 100 (sexto año), mientras que las de Holanda
evolucionan del 43,4 por 100 (primer año) al 74,1 por 100 (octavo año). A los cinco
años, el promedio europeo de reincidencia se sitúa alrededor del 52 por 100 (cifra
promedio análoga a la de Estados Unidos).
En España se han realizado hasta ahora cinco estudios generales sobre reincidencia
delictiva de delincuentes adultos, cuatro en Cataluña y uno en Madrid. Dichos estudios
corresponden respectivamente a excarcelados, tras cumplir penas de prisión, en 1987 (N
= 485; Redondo, Funes y Luque, 1993), en el período 1993-1996 (N = 330; Serrano,
Romero y Noguera, 2001), en 1997 (N = 1.555; Luque, Ferrer y Capdevila, 2004, 2005),
en 2002 (N = 1.403; Capdevila y Ferrer, 2009), y en 2010 (N = 3.414; Capdevila et al.,
2015). Los resultados principales de estos estudios son los siguientes:

— Para seguimientos de entre 3,5 y 5,5 años, las tasas globales de reincidencia
españolas se situaron en un rango entre 30,2 por 100 y 46,7 por 100.
— Por tipologías delictivas, las mayores tasas de reincidencia correspondieron a los
delincuentes contra la propiedad (36,6 por 100-58,8 por 100), seguidos de los
delincuentes sexuales (22,2 por 100-31,6 por 100), los delincuentes contra las
personas (17,6 por 100-26,7 por 100) y los condenados por tráfico de drogas (16,6
por 100-24,4 por 100).
— Por sexos, reincidieron en mayor proporción los hombres que las mujeres.
— En función de los modos de cumplimiento de la sentencia de prisión, reincidió un
mayor porcentaje de quienes habían cumplido condenas en régimen cerrado (con
una reincidencia de hasta el 78 por 100) o no habían accedido a la libertad

375
condicional (44,3 por 100-53,1 por 100); y volvió a delinquir un menor porcentaje
de quienes pudieron finalizar sus condenas en libertad condicional (15,6 por 100-
20,4 por 100).
— Las principales variables o correlatos de riesgo que se asociaron en los diferentes
estudios a la reincidencia fueron: la variable sexo (ser varón), haber tenido un peor
comportamiento en prisión, haber cumplido íntegramente la pena (sin haber
accedido a la libertad condicional), haber ingresado en prisión a una edad más
joven, haber tenido más ingresos penitenciarios y haber estado en prisión más
tiempo. Además, en el estudio de Capdevila et al. (2015) se evaluaron mediante el
instrumento de predicción RisCanvi los principales factores de riesgo en los que
los reincidentes sobresalían muy por encima del promedio de los encarcelados:
problemas de empleo y falta de recursos económicos, ausencia de planes de futuro,
pertenencia a grupos sociales de riesgo, consumo de drogas y alcohol, conductas
autolesivas, irresponsabilidad, actitud hostil o valores procriminales, conflicto en
prisión y respuesta limitada al tratamiento.

Es decir, además de otros muchos factores condicionantes, el hecho de que los


delincuentes hayan participado activamente o no en un programa de tratamiento —tema
central de esta obra— puede constituir un factor decisivo para su menor o mayor
probabilidad de reincidencia futura.
Aunque según hemos dicho, para conocer la efectividad global de los tratamientos es
imprescindible evaluar la reincidencia de los grupos de sujetos tratados en comparación
con los no tratados, la medida científica de la reincidencia presenta también problemas
relevantes como los siguientes (Brown, 2013; Israel y Hong, 2006; McGuire y Priestley,
1995; Thornton, 1987):

1. En diferentes evaluaciones de los tratamientos se han utilizado a menudo distintos


parámetros o modos de medir la reincidencia delictiva: autoinformes de los
propios sujetos sobre los delitos cometidos (aunque no se hayan detectado
oficialmente), nuevas detenciones policiales y nuevas condenas (de prisión u otras
penas). Sin embargo, estas diversas mediciones de la reincidencia no tienen por
qué ser equivalentes ni comparables entre ellas (por ejemplo, las medidas de
comportamiento delictivo autoinformado y las cifras oficiales de delitos
denunciados). Por ello es difícil establecer una medida válida (o completamente
«verdadera») de la reincidencia delictiva.
2. También puede ser complicado lograr una estimación de la reincidencia
plenamente fiable o estable en diferentes mediciones. Así, es improbable que los
delitos autoinformados por los propios sujetos incluyan en todas las ocasiones (por
ejemplo, tanto cuando se evalúan antes como después de un tratamiento) todos los
delitos que realmente han cometido, siendo posible que en algunos casos los
individuos no informen sobre los delitos más graves.

376
3. La medida de la reincidencia puede ser también equívoca debido a que quienes han
seguido un tratamiento y se han reintegrado nuevamente a la sociedad podrían
estar delictivamente inactivos durante un período más o menos prolongado, pero
en realidad tratarse solo de un «receso» o parón entre delitos, y no de un verdadero
«desistimiento» criminal (Maruna et al., 2004). Por ello, para comprobar el posible
abandono del delito es necesario evaluar la reincidencia durante períodos de
seguimiento prolongados, de tres años o más, para asegurar la validez (o
veracidad) de las correspondientes tasas de reincidencia, lo que hace su evaluación
más difícil y costosa.
4. Además, la medida de la reincidencia delictiva (tanto la «oficial» como también
autoinformada) es vulnerable al problema estadístico de las «tasas base bajas».
Este problema se refiere al hecho de que, como para algunas tipologías de
delincuentes, como sexuales o maltratadores, las tasas naturales de reincidencia
(sin tratamiento) suelen ser bajas (20-30 por 100), tal reincidencia base ya
reducida hace más difícil medir con la debida sensibilidad o potencia estadística 1
el impacto de tratamiento para reducirla. Es decir, cuando la reincidencia es baja,
para poder detectar una disminución estadísticamente significativa se requieren
dos condiciones que son difíciles de lograr en el campo del tratamiento de los
delincuentes (Brown, 2013) 2 : que el tratamiento sea altamente efectivo, y que la
muestra de sujetos tratados y evaluados sea numerosa.
5. Por último, el conocimiento de la reincidencia delictiva puede informarnos más
sobre los fracasos graves del individuo en su proceso de integración social que
sobre sus posibles éxitos en esa misma dirección, aunque puedan ser parciales e
incipientes (tales como seguir un curso de formación laboral, buscar un empleo o
comenzar a desempeñarlo, hacer nuevos amigos, entablar una relación de pareja
satisfactoria, etcétera). En tal sentido, la medición de la reincidencia puede carecer
de la suficiente sensibilidad como medida del éxito rehabilitador, aunque sea
preliminar y paulatino, que podría estar teniendo un programa de tratamiento.

Según ello, aunque eliminar o reducir la reincidencia delictiva constituye a la postre


el objetivo final de todo programa con delincuentes, la evaluación de la eficacia
terapéutica de un tratamiento debería ser más amplia y diversificada que no solo la
evaluación final de la reincidencia (Israel y Hong, 2006).
En la dirección que se acaba de señalar, toda aplicación de tratamiento asume
(implícita o explícitamente) un cierto modelo causal como el sugerido en el engranaje de
la figura 11.1. El tratamiento como variable predictora o manipulada (asimilable a lo
que en términos experimentales se denominaría una variable independiente, o VI) está
representado en la figura por la rueda dentada más a la izquierda. El tratamiento intenta
influir sobre sujetos que pueden estar cumpliendo una medida educativa (en el caso de
los menores), una pena de privación de libertad u otra (en el caso de los adultos). Como

377
resultado de la influencia positiva del tratamiento, sería esperable que se produjeran
diversos cambios favorables, inicialmente en la vida diaria de los sujetos durante el
cumplimiento de la propia medida penal (en justicia juvenil, prisión, etcétera). En este
primer nivel podrían esperarse esencialmente dos tipos de mejoras (rueda derecha
inferior de la figura 11.1): 1) mejoras psicológicas en su pensamiento y sus actitudes
prosociales, su empatía y su competencia social, y 2) mejoras de comportamiento en lo
referido a sus vínculos familiares, su educación y entrenamiento laboral, su participación
en diversas actividades prosociales (que impliquen, por ejemplo, su conexión en la
institución con grupos deportivos, de ocio, etcétera), y un mayor control de sus posibles
adicciones y de su conducta violenta y antisocial.
Sin embargo, el propósito final del tratamiento de los delincuentes no se detiene en lo
anterior, sino que aspira a que las precedentes mejoras inmediatas (psicológicas y de
conducta) se acaben plasmando también en futuras mejoras del comportamiento de los
sujetos en la sociedad (rueda superior derecha): desarrollo en la vida comunitaria de
mejores habilidades interpersonales, vinculación familiar, empleo, abstinencia del
consumo de alcohol y otras drogas, y, finalmente, la no comisión de nuevos delitos.

Figura 11.1.—Modelo causal de influencia del tratamiento sobre variables psicológicas y de conducta de los
sujetos.

Además, se ha señalado la conveniencia de que, más allá de las medidas de eficacia


del tratamiento anteriormente mencionadas, se evalúen también otros aspectos globales
de un programa terapéutico como los siguientes (Israel y Hong, 2006; véase figura 11.1):

378
su capacidad de atracción e «incorporación» de más participantes, la «satisfacción»
expresada por los usuarios, el «impacto favorable» que pueden tener los tratamientos
sobre la propia organización en que se aplican y sobre su personal (satisfacción laboral,
disminución del estrés, eficacia en sus objetivos, etcétera), y, asimismo, el «coste-
efectividad de los programas» (es decir, el grado en que se consigue la mayor efectividad
al menor coste) (Israel y Hong, 2006; McDougall et al., 2003). En los estudios de coste-
efectividad de los tratamientos de la delincuencia se han estimado (traduciéndolos a
costes económicos) tanto aquellos costes directos del delito para la víctima y la sociedad
(valor de las propiedades robadas o destruidas, factura hospitalaria en caso de lesiones,
costes de persecución judicial del delincuente, etcétera) como los indirectos o intangibles
(reducción en la calidad de vida de la víctima, bajas laborales, miedo al delito, etcétera)
(Welsh y Farrington, 2001, 2011). Como medidas de la efectividad se han ponderado
aspectos como la disminución del número de delitos, la reducción de los gastos en salud
por razón de victimización delictiva, la disminución de los costes del encarcelamiento, el
incremento del empleo de los delincuentes tratados, etcétera (Cohen, 2001).
Así pues, las posibilidades para medir la influencia e eficacia del tratamiento de los
delincuentes son múltiples, y la medida de la reincidencia (que es imprescindible y que
ha sido la más utilizada) es solo una medida final y acumulativa de todas ellas (Lösel,
2001). En coherencia con ello, aquí se propone, para avanzar en este campo, un modelo
de evaluación plural, que se ha denominado evaluación 3 × 3, que prescribiría:

1. El uso de tres medidas de eficacia distintas, una de las cuales debería ser en todo
caso de reincidencia. Desde una perspectiva metodológica, ello es consistente con
el requerimiento metodológico de triangulación, o uso conveniente de tres
medidas evaluativas distintas de cada variable.
2. La utilización de tres fuentes de información diferentes para evaluar las anteriores
medidas de eficacia. En este requerimiento también está implícita la conveniencia
metodológica de triangulación.
3. La medición de la reincidencia durante un período mínimo de seguimiento de tres
años (tiempo que cubre la mayor proporción de las reincidencias esperables en
cualquier muestra), aunque dicho período de tres años podría idealmente
prolongarse.

Aplicando una evaluación 3x3, según lo aquí propuesto, podría obtenerse mayor
información evaluativa de la que se dispone en la actualidad, y mejorarse así el vigente
conocimiento sobre la efectividad de los diversos tratamientos con delincuentes con la
finalidad de su mejora. A la vez, en un sentido más teórico, también podría avanzarse en
la indagación científica de los posibles mecanismos que conectan las acciones
terapéuticas desarrolladas con los posibles efectos rehabilitadores producidos (McGuire,
2001c; 2006) 3 .

379
11.3. EVALUACIÓN DE UN PROGRAMA

Para la evaluación de los tratamientos psicológicos se han utilizado dos tipos


principales de diseños evaluativos: los diseños intersujetos (o intergrupos) y los
intrasujetos. Un diseño de evaluación es en esencia un sistema o procedimiento regular
de recogida, almacenamiento y ordenación de los datos sobre un programa (para su
posterior tratamiento estadístico véase Anguera y Redondo, 1991). Su objetivo principal
es poder relacionar «causalmente» la aplicación de un tratamiento con sus eventuales
efectos.

11.3.1. Diseños intersujetos (o intergrupos)

Se utiliza un diseño intersujetos (o intergrupos) cuando se constituyen grupos de


individuos diferenciados entre sí por lo que se refiere a la aplicación del tratamiento, que
es aplicado a uno (grupo de tratamiento) pero no a otro (grupo de control). Además, este
diseño implica tomar en cuenta el influjo de posibles variables moduladoras (edad de los
sujetos, nivel educativo, nivel socioeconómico, duración y gravedad de sus carreras
delictivas, etcétera), las cuales podrían interferir y encubrir los efectos del tratamiento.
Los dos formatos más característicos de los diseños intersujetos utilizados en la
evaluación de tratamientos son los diseños experimentales o de grupo control con
medidas pre (antes) y post (después), y los diseños de grupo control no equivalente
(Barlow y Durand, 2001; Olivares, Méndez y Macià, 1997). La estructura de ambos
diseños es la misma (tal y como se muestra en la figura 11.2), con la excepción del
procedimiento utilizado para la asignación de los sujetos a los grupos. En los diseños
experimentales la asignación se realiza al azar, lo que asegura la equivalencia de los
grupos y el máximo control posible de las variables moduladoras (Borkovec y Miranda,
1996) 4 . En cambio, en los diseños de grupo control no equivalente la asignación de los
sujetos no se efectúa al azar (Campbell y Stanley, 1966), lo que suele ser la norma,
debido a razones prácticas o éticas, en las evaluaciones de los tratamientos con
delincuentes (véase figura 11.2).

380
Figura 11.2.—Diseños intersujetos (o intergrupos): experimental o con grupo de control no equivalente.

Dada esta dificultad especial de asignación aleatoria, al evaluar un tratamiento con


delincuentes es imprescindible adoptar todas las medidas necesarias para controlar una
excesiva desigualdad entre los grupos creados (de tratamiento y de control), que pueda
hacer inviable la comparación entre ellos. Con esta finalidad se han utilizado técnicas
alternativas a la asignación aleatoria: el emparejamiento de los casos mediante el uso de
tablas de predicción de variables de riesgo conocidas (Rutter, Giller y Hagell, 2003), o
bien el empleo de técnicas estadísticas para el ajuste y homogenización de los grupos.
Pueden, por ejemplo, identificarse aquellas variables moduladoras que se relacionan con
un mayor riesgo delictivo (como el número de condenas previas de los sujetos, su edad,
su historial laboral, características de su personalidad, etcétera), y a continuación depurar
los grupos mediante el descarte de los casos extremos que podrían sesgar y diferenciar
entre sí a los grupos 5 .

11.3.2. Diseños intrasujetos

Un diseño intrasujetos es aquel en que todos los participantes en una evaluación


reciben el mismo tratamiento, aunque pueda ser en diferentes momentos temporales
(Bayés, 1980; Borkovec y Miranda, 1996; Castro, 1979; Sidman, 1978).
Un caso paradigmático es el diseño de N = 1 (o de un solo sujeto). Se trata de un
diseño cuasi-experimental que plantea la evaluación de cada individuo a lo largo del
tiempo, de forma que él mismo es a la vez sujeto control —generalmente con antelación
al tratamiento— y sujeto experimental —cuando recibe tratamiento— (Arnau, 1984;
Barlow y Durand, 2001; Campbell y Stanley, 1966; Martínez-Arias, 1984). El punto
fuerte del diseño de caso único es su alta validez interna (como resultado de la

381
equivalencia entre los sujetos comparados: es decir, un mismo sujeto comparado consigo
mismo), y su punto débil su validez externa (ya que al tratarse de un único sujeto
disminuyen las posibilidades de generalización de los resultados). No obstante, la
validez externa puede mejorarse replicando el mismo experimento con otros sujetos.
La estructura básica del diseño de caso único es la siguiente (Olivares et al., 1997):

1. Línea base: se miden, antes de comenzar la intervención, los comportamientos y


otros déficits psicológicos (como distorsiones cognitivas, fantasías de agresión,
etcétera) que van a constituir los objetivos del tratamiento, y posteriormente se
vuelven a medir sucesivamente a lo largo de todo el proceso de tratamiento y la
evaluación.
2. Se aplica el tratamiento de forma especificada y sistemática (de manera que sea
posible su replicación).
3. Se ponderan los posibles cambios observados en las conductas y otros déficits
psicológicos del individuo como resultado del tratamiento.

Un formato más elaborado del diseño precedente es el diseño de reversión ABAB (o


«con replicación intrasujeto» —Barlow, Nock y Hersen, 2009—), esquematizado en la
figura 11.3. Sirve en esencia para analizar los cambios producidos en diversos
comportamientos objeto de tratamiento (por ejemplo, habilidades sociales, reducción de
distorsiones cognitivas, control de la agresividad...), indagando la influencia sobre ellos
de determinado tratamiento (por ejemplo, un programa de reforzamiento verbal). La
demostración de la posible influencia del tratamiento sobre los comportamientos
objetivo se pretende a partir de la eventual reconfirmación de dicha influencia, del
siguiente modo: se toma una línea base-LB, o evaluación inicial, sin tratamiento (período
A); se miden las conductas objetivo mientras se aplica por primera vez el tratamiento
(B); se retira el tratamiento, al mismo tiempo que se sigue registrando la evolución del
comportamiento (período A’); y nuevamente se vuelve a aplicar el tratamiento (período
B’). Si el tratamiento aplicado fuera la causa de los cambios terapéuticos observados,
sería esperable que únicamente en las fases o períodos en que se aplica (B y B’)
mejorasen las conductas tratadas, pero que tales mejoras revirtieran cuando se retira el
tratamiento (durante el período A’) (Redondo, 1984).

382
Figura 11.3.—Diseño con cambio de fase simple de reversión ABAB (o con «replicación intrasujeto»).

Para poder utilizar diseños intraseries (o de reversión) es imprescindible que la


reversión del comportamiento tratado sea factible. Sin embargo, en algunas conductas
que son objetivo terapéutico del tratamiento de los delincuentes (como la agresión
sexual, las adicciones...), la reversión puede resultar técnicamente inviable o éticamente
inapropiada.
Una alternativa, cuando la reversión del comportamiento resulta inconveniente o
imposible, es el uso de diseños interseries, que permiten comparar dos o más series de
datos (y no una sola) a lo largo del tiempo.
Así se hace, por ejemplo, mediante los diseños de línea base múltiple (de respuestas),
que posibilitan trabajar con diversos comportamientos y consisten en la introducción
sucesiva, en diferentes momentos (A, B, C, D, ..., N), del tratamiento para las diversas
respuestas objetivo (comportamiento 1, comportamiento 2, comportamiento 3, ...,
comportamiento N) (véase figura 11.4). Cabe esperar que cada respuesta o conducta solo
mejore a partir del momento exacto en que se aplica el tratamiento con ella, y no antes
de tal aplicación, lo que «probaría» que el tratamiento es la causa de la mejoría
terapéutica (Barlow y Durand, 2001) 6 .

383
Figura 11.4.—Diseño de series combinadas: línea base múltiple (de respuestas o de grupos).

11.3.3. Ponderación de la calidad de los diseños evaluativos en


delincuencia

Las dificultades metodológicas y prácticas a que se ha aludido, presentes en cualquier


evaluación social, pero de modo notable en el campo de la delincuencia, han llevado a
algunos autores a establecer criterios de calidad de la investigación evaluativa en este
ámbito. Así, Sherman et al. (1997) propusieron, a partir del denominado Informe
Maryland (que es un conocido estudio de revisión de programas de prevención de la
delincuencia), el uso de una Escala de calidad metodológica que permite ponderar cada
estudio evaluativo en un baremo de 1 a 5 niveles, de acuerdo con los siguientes criterios:

Nivel 1: Se trata de una simple correlación entre un programa de prevención del


delito y una medida de la delincuencia.
Nivel 2: Se observa con claridad una secuencia temporal entre la aplicación de un
programa de prevención y una medida de la delincuencia, o bien se utiliza un grupo de
comparación pero sin que conste su equivalencia y comparabilidad con el grupo de
tratamiento.
Nivel 3: Comparación entre dos o más grupos, uno que participa en el programa,
mientras que los otros no.
Nivel 4: Comparación de grupo, con y sin programa, en la cual hay un control de
factores relevantes, o bien se utiliza un grupo de comparación no equivalente pero que
solo se diferencia ligeramente del grupo de tratamiento.
Nivel 5: Asignación aleatoria de los sujetos, lo que los convierte en grupos de
tratamiento y control plenamente equivalentes.

Según Sherman et al. (1997), los anteriores cinco diseños de investigación serían
«aceptables» en el campo de la evaluación de los programas de prevención y tratamiento
de delincuentes, y susceptibles de producir alguna evidencia científica (Hollin, 2006). De

384
acuerdo con Wilson, Bouffard y MacKenzie (2005), en la anterior escala de calidad
metodológica podrían establecerse tres niveles de corte: el nivel 3 equivaldría a diseños
cuasi-experimentales de baja calidad, con fuertes amenazas a la validez interna debido a
la falta de control de las diferencias o semejanzas entre los grupos evaluados (los niveles
1 y 2 tendrían, por supuesto, menor calidad que la atribuible al nivel 3); el nivel 4
supondría un diseño cuasi-experimental de buena calidad, en el que la ausencia de
aleatorización se contrarresta a partir de control metodológico y estadístico; y, por
último, el nivel 5 representa el máximo nivel de calidad posible mediante un diseño
experimental, algo muy difícil de lograr y por ello muy infrecuente en los estudios con
delincuentes.
En las revisiones sobre efectividad del tratamiento de los delincuentes en Europa,
realizadas junto a mis colegas Julio Sánchez-Meca y Vicente Garrido, establecimos, para
ponderar la calidad metodológica de los programas de tratamiento incluidos en nuestros
metaanálisis, una escala de 0 a 7 puntos, en base a la comprobación de la presencia en
cada estudio evaluativo de las siguientes condiciones metodológicas (Redondo, Sánchez-
Meca y Garrido, 1999a, 1999b):

1. Tamaño muestral superior a 30 sujetos.


2. Asignación aleatoria de los sujetos a los grupos; o bien, en diseños conductuales,
existencia de línea base de duración superior a dos semanas.
3. Tasa de mortalidad experimental inferior al 20 por 100 de la muestra inicial.
4. Utilización como mínimo de una medida de la variable criterio o resultado (VD)
normalizada, objetiva o conductual ciega (por ejemplo, una prueba psicológica,
calificaciones escolares, reincidencia, etcétera).
5. Inclusión de grupo de control; o bien, en diseños conductuales, existencia de
reversión o línea base múltiple.
6. Existencia de alguna medida criterio en el pretest.
7. Equivalencia entre todas las medidas de resultado informadas tanto en el período
pre- (o en el grupo de control) como en el período post- (o en el grupo
experimental), con la suficiente información cuantitativa como para poder estimar
una puntuación de tamaño del efecto.

Aunque pueda resultar algo engorroso, en el ámbito que nos ocupa, dadas las
dificultades logísticas a que suele enfrentarse la aplicación y evaluación de los
programas de tratamiento con delincuentes, es imprescindible tomar las debidas
precauciones metodológicas que permitan afirmar, con veracidad científica suficiente,
los resultados que puedan obtenerse. Así lo han intentado hacer la mayoría de las
evaluaciones de programas de tratamiento realizadas durante las últimas décadas,
muchas de las cuales se resumen a continuación a partir de los metaanálisis que las han
integrado.

385
11.4. EVALUACIONES GENERALES DE EFECTIVIDAD

Según vimos, la medida de la reincidencia, comparando un grupo de tratamiento y


uno de control antes y después de aplicar un tratamiento, ha sido el modo más habitual
de evaluar la efectividad de los programas con delincuentes. A continuación se presentan
datos resumidos de cuál es la eficacia de los tratamientos para reducir las tasas de
reincidencia. Para ello se han recogido más de cien metaanálisis efectuados sobre este
tema durante las pasadas décadas. Un metaanálisis es un procedimiento de integración y
síntesis (o análisis secundario o indirecto) de estudios previos específicos (estudios
primarios) en determinado campo de conocimiento, en nuestro caso el de la eficacia del
tratamiento de los delincuentes (Cullen y Gendreau, 2006; McGuire, 2013; Redondo,
2006; Redondo y Frerich, 2013; Redondo y Sánchez-Meca, 2003). Es decir, cada
metaanálisis resume, mediante una puntuación estadística global, denominada tamaño
del efecto, el grado promedio de eficacia mostrada por un conjunto de programas de
tratamiento —generalmente en términos de reducción de la reincidencia— (Wilson,
2016).
El tamaño del efecto suele ser una puntuación estadística expresada mediante el
coeficiente de correlación de Pearson (r), que puede interpretarse como una magnitud de
mejora terapéutica. Por ejemplo, un metaanálisis que haya obtenido un valor r = +0,10
nos estaría indicando que en promedio los grupos de tratamiento habrían mejorado en 10
puntos sobre las puntuaciones alcanzadas en promedio por los grupos de control; según
ello, para el caso de que los grupos de control presenten una reincidencia promedio del
50 por 100, la correspondiente al grupo de tratamiento sería del 40 por 100, es decir, una
mejora (en este caso reducción) de la reincidencia de diez puntos (en algunos
metaanálisis se ha utilizado como estimación del tamaño del efecto, según se verá en las
tablas que siguen, el coeficiente d de Cohen o el coeficiente OR, que tienen una
interpretación cuantitativa algo diferente, por lo que generalmente estos coeficientes no
se tomarán en cuenta —salvo indicación en contrario— al expresar resumidamente los
resultados promedios de efectividad).

11.4.1. Efectividad con delincuentes juveniles

La tabla 11.2 recoge 38 metaanálisis sobre eficacia de los tratamientos con


delincuentes juveniles por tipologías delictivas.

TABLA 11.2

386
FUENTE: elaboración propia a partir de McGuire (2013) y de una revisión bibliográfica específica.

TABLA 11.3

387
Efectividad con delincuentes juveniles y con grupos mixtos de edades según contextos
de aplicación de los tratamientos

FUENTE: elaboración propia a partir de McGuire (2013) y de una revisión bibliográfica específica.

Como puede verse, el mayor grupo de meta-análisis con delincuentes juveniles hace
referencia a estudios en los que se han incluido tratamientos con distintas tipologías
delictivas. Todos estos metaanálisis han evaluado en conjunto 2.852 programas de
tratamiento, cuya efectividad oscila en un amplio rango de ganancia terapéutica de los
grupos tratados, entre –1 punto (prácticamente nula) y 34 puntos. Por lo que se refiere a
los delincuentes juveniles violentos, la eficacia promedio r es de 7 puntos, y la mejora de
los infractores sexuales juveniles tratados de entre 10 y 26 puntos.
Complementariamente, la tabla 11.3 presenta los metaanálisis sobre eficacia de los
tratamientos con delincuentes juveniles y grupos mixtos de edad (jóvenes y adultos),
dependiendo de los contextos en que se aplican dichos programas (instituciones de
justicia, comunidad, escuela...). La tabla permite concluir que, aunque los tratamientos
con delincuentes juveniles y grupos mixtos de edad pueden ser eficaces en distintos
contextos (incluidas instituciones juveniles, escuelas...), los mejores resultados parecen
lograrse cuando se aplican en la comunidad, donde se obtiene un rango de ganancia que
oscila entre 14 y 26 puntos.

388
11.4.2. Efectividad con delincuentes adultos

En la tabla 11.4 se resumen 42 metaanálisis o revisiones sistemáticas sobre


efectividad de los tratamientos aplicados con delincuentes adultos.

TABLA 11.4
Efectividad con delincuentes adultos según tipologías delictivas

389
FUENTE: elaboración propia a partir de McGuire (2013) y de una revisión bibliográfica específica.

Tal y como se observa en la tabla, con delincuentes adultos de distintas tipologías la


eficacia promedio (a partir de 1.248 programas incluidos en este bloque) se sitúa en un

390
rango muy variable, que oscila entre 0 y 49 puntos de ganancia; con delincuentes
violentos se logra una reducción de la reincidencia de entre 7 y 16 puntos (según el
coeficiente d); con maltratadores de pareja se obtiene una reducción del riesgo (según
d) de 1 a 41 puntos; con delincuentes drogodependientes entre 17 y 3 puntos de
beneficio; con delincuentes sexuales entre 8 y 29 puntos de mejora; con delincuentes con
trastornos mentales y de personalidad entre 11 y 93 puntos (en d) de ganancia, y con
agresores diagnosticados de psicopatía entre –10 y +3 puntos.

11.4.3. Efectividad por modalidades de tratamiento (para delincuentes


juveniles y de edades mixtas, incluyendo jóvenes y adultos)

Finalmente, la tabla 11.5 muestra la efectividad obtenida con delincuentes juveniles y


con grupos mixtos de edad (en programas que pudieron incorporar tanto jóvenes como
adultos) por modalidades de tratamiento.

TABLA 11.5

391
392
FUENTE: elaboración propia a partir de McGuire (2013) y de una revisión bibliográfica específica.

Aunque casi todas las técnicas aplicadas pueden obtener buenos resultados relativos,
sobresale la mayor efectividad lograda globalmente por las terapias conductuales y
cognitivo-conductuales (7-35 puntos), la mediación (34 puntos de ganancia promedio),
los basados en aprendizaje social (33 puntos), el entrenamiento en habilidades sociales
(28-38 puntos de mejora en d), las intervenciones educativas (25 puntos de ganancia) y
los programas de tutorías (23 puntos).
También destaca el hecho de que las intervenciones meramente punitivas no solo no
resultan efectivas, sino que pueden incluso tener efectos perniciosos sobre los
individuos, es decir, incrementar su riesgo delictivo futuro.
En síntesis, los metaanálisis resumidos anteriormente han evaluado y comparado
entre sí miles de programas de tratamiento con diferentes categorías de delincuentes, la
mayoría de ellos desarrolladas en Norteamérica y Europa. La conclusión global que
puede extraerse de estas revisiones es que los tratamientos de la delincuencia tienen un
efecto parcial, pero significativo, en la reducción de las tasas de reincidencia y en la
mejora de otras variables de riesgo delictivo (Hollin y Plamer, 2006; Koehler et al.,
2012; McGuire, 2004, 2013; Redondo 2008a; Zara y Farrington, 2016). Puede estimarse

393
que globalmente los tratamientos aplicados con los delincuentes logran en promedio una
reducción de la reincidencia delictiva de alrededor de 12 puntos, en un rango muy
variable de efectos que oscila desde una efectividad nula a disminuciones de la
reincidencia de hasta 50 puntos (sobre tasas base de reincidencia que pueden variar,
según categorías de delincuentes y estudios, entre el 20 y el 75 por 100) (Cooke y Philip,
2001; Cullen y Gendreau, 2006; Koehler et al., 2012; Lösel, 1996, 1998; McGuire, 2004,
2013; Redondo, Sánchez-Meca y Garrido, 1999; Wilson, 2016; Zara y Farrington, 2016).
Aunque son diversos los factores que influyen sobre los resultados de los programas
de tratamiento aplicados con delincuentes, uno de los principales elementos que se
vincula a los efectos observados es el modelo o tipo de intervención aplicada, que puede
llegar a dar cuenta de hasta el 21 por 100 de la varianza explicada (Redondo et al.,
2002a, 2002b). En general, los programas terapéuticos que enseñan a los delincuentes
nuevos modos de pensamiento y de valoración de su propia realidad, y nuevas
habilidades de vida —entre los que están los programas de mediación, cognitivo-
conductuales y conductuales, el entrenamiento en habilidades sociales, y las
intervenciones educativas—, suelen lograr una mayor eficacia relativa.
Otro factor mediador de la efectividad de los tratamientos es el contexto en el que se
desarrollan. Como se ha visto, suelen obtenerse mejores resultados de generalización y
mantenimiento de los logros terapéuticos mediante programas implantados en la propia
comunidad (en libertad vigilada, etcétera) que a través de los aplicados exclusivamente
en situación de internamiento.

11.4.4. Características globales de los programas más efectivos

Los programas que resultan efectivos suelen mostrar algunas características comunes
como las siguientes (Andrews y Bonta, 2010; Cullen y Gendreau, 2006; Lipsey y
Landerberger, 2006; Hoge, 2009; Hollin y Palmer, 2006, 2008; Koehler et al., 2012;
Lösel, 1996; McGuire, 2004, 2013; Polaschek, 2013; Smith et al., 2009; Van Voorhis et
al., 2013; Zara y Farrington, 2016; Wilson, 2016):

1. Toman en consideración en su diseño y aplicación los principios de Riesgo-


Necesidad-Responsividad, a los que se ha aludido repetidamente en esta obra.
2. Tienen objetivos terapéuticos múltiples, tales como la enseñanza de habilidades y
hábitos prosociales, la reestructuración del pensamiento, y el entrenamiento de los
participantes en un mejor control emocional.
3. Cuentan con un sólido fundamento teórico y empírico, que en muchos casos es la
teoría del aprendizaje social de la delincuencia.
4. Son estructurados, claros y directivos, disponiendo para su aplicación de un apoyo
institucional firme.
5. Se aplican con integridad (McGuire et al., 2008) a lo largo de todas las fases

394
previstas en su diseño, a la vez que suelen ser programas relativamente intensos.
6. Con antelación a su aplicación se evalúan los niveles de riesgo de los participantes,
lo que puede permitir una gradación apropiada de la intervención (para sujetos de
bajo, medio o alto riesgo).
7. Disponen de guías o manuales estandarizados para su aplicación sistemática y
apropiada, de conformidad con su diseño.
8. Los terapeutas cuentan con las habilidades personales necesarias y con la
formación y el entrenamientos debidos.
9. Incorporan en su diseño y desarrollo técnicas específicas de generalización del
programa a la vida social y el entrenamiento en prevención de recaídas.

Complementariamente, Hollin (2001; Hollin et al., 2013) planteó algunos de los


elementos más relevantes que los servicios que aplican tratamientos con delincuentes
deberían tomar en cuenta para el futuro: 1) desarrollo en este ámbito de la teoría y la
práctica cognitivo-conductuales, ya que con claridad es el modelo que ha mostrado
mayor eficacia con todo tipo de delincuentes; 2) prioridad de un entrenamiento adecuado
de los terapeutas para garantizar una buena calidad técnica de las aplicaciones; 3) realce
de la «integridad», o aplicación completa y sistemática de todos los ingredientes del
tratamiento, para lo que se requiere que los terapeutas también cuenten con la debida
dirección, supervisión y apoyo (McGuire et al., 2008); 4) atención prioritaria, asimismo,
a la planificación y desarrollo de evaluaciones de calidad de los tratamientos; 5)
generación y ensayo de programas complejos e integrados, susceptibles de acometer
diversas necesidades y factores de riesgo de los sujetos, y 6) integración adecuada y
coherente de las intervenciones que se efectúan en los diversos momentos de la
ejecución de las medidas penales, dentro de las instituciones y en la comunidad. Hollin
(2001) incluso sugirió la necesidad de que, a largo plazo, la concepción clásica de la
justicia criminal (de corte economicista y punitivista: a más delito más pena) sea
paulatinamente reemplazada por una perspectiva de política criminal más acorde con los
conocimientos científicos sobre la conducta delictiva de los que se dispone en la
actualidad, a algunos de los cuales se ha hecho referencia en esta obra.

11.5. DESISTIMIENTO DELICTIVO: DESDE EL TRATAMIENTO A LA


RESPONSABILIDAD COLECTIVA

Las reducciones de las tasas de reincidencia delictiva de los sujetos que han
participado en tratamientos, frente a quienes no lo han hecho, que documentan los
metaanálisis anteriormente presentados, pueden interpretarse como un indicador global
positivo del desistimiento criminal de muchos de ellos (Visher y Travis, 2003). Sin
embargo, dichas reducciones globales de la reincidencia no permiten conocer los
cambios personales que puedan haber efectuado los participantes en un tratamiento en

395
dirección a su propia mejora y al abandono de la actividad delictiva, cambios que
también deberían evaluarse de manera específica (Liem y Richardson, 2014).
Como el lector ya podrá haber concluido de lo dicho hasta aquí, para que una persona
deje de delinquir lo primero que se requiere es que él mismo realice cambios personales
importantes, que suelen constituir los objetivos primarios del tratamiento (Day et al.,
2010): a) en el plano de la conducta, que haya adquirido nuevas habilidades y
competencias sociales imprescindibles para una vida integrada (mejoras educativas,
formación laboral, habilidades de comunicación, de expresión de emociones...); b) en el
plano emocional, que haya logrado un creciente autocontrol de su comportamiento; y c)
en el plano cognitivo, que haya mejorado su percepción de autoeficacia (Bandura,1989,
1997; Cid y Martí, 2011; Liem y Richardson, 2014; Maruna, 2001, 2007), sus previas
actitudes y creencias minimizadoras del delito, y su propia identidad en dirección a
distanciarse de la previa conducta antisocial (el «yo temido»; Paternoster y Bushway,
2009) y aproximarse a un nuevo «yo» prosocial (Maruna, 2001; Vaughan, 2007).
Este distanciamiento del propio pasado puede expresarse por los exdelincuentes de
diferentes maneras, como las siguientes (a partir de Cid y Martí, 2011; Padrón et al., en
preparación):
«Es que ganas dinero hoy y luego cuando lo pagas [con años de prisión] no merece la pena.»
«He perdido mucho en la vida, mi juventud, ganas de reír, no sé lo que es ser feliz, y por eso sé que nunca
robaré; hacer daño a otras personas, jamás.»
«Mi mujer lleva muchos años conmigo y ha aguantado mucho, vale la pena luchar. He parado de robar...,
me sentiría como si la traicionara.»
«Los años pasan, los hijos te crecen... Te viene tu hijo con 14 años... y te dice: ¿Pero cuándo sales? ¿Qué has
hecho?»
«El ver otra cultura y sociabilizarme con otras personas [en la prisión]. Me planteo la vida diferente... No
cambiaría nada, creo que todo tiene su significado y he crecido con esto.»
«... Yo no estaba bien conmigo mismo... Esa vida no era la mía... Empezaba a ver las cosas como son...
Entonces me empezaron a cuadrar las piezas...»
«Creo que sí he cambiado, también me lo dicen los demás. Eso... me ayuda a ver que sí, que he cambiado...
Ya no me identifico nada con ese chico que era antes.»
«Me veo [en el futuro] con un trabajo digno, para poder comer, una casa y una familia.»
«Ser una persona normal, como todas las personas...»

Pero, además de todos estos cambios personales —que los tratamientos intentan
favorecer—, para que un individuo pueda abandonar definitivamente la vida delictiva
también se requieren cambios y mejoras en factores sociales externos susceptibles de
influir sobre él. El conocido criminólogo Robert Sampson acuñó la expresión «eficacia
colectiva» para hacer referencia a aquellas condiciones comunitarias que promueven la
integración social de los ciudadanos y previenen la delincuencia: en otros términos,
«cómo las comunidades ejercen control y ofrecen ayuda para reducir el delito» (Wright y
Cullen, 2001, p. 667; también Lilly, Cullen y Ball, 2007). Una mayor eficacia colectiva
podría atenuar los efectos criminógenos de barrios con alta desorganización social
(Maimon y Browning, 2010; Morenoff, Sampson y Raudenbush, 2001; Siegel, 2010) a
partir de procesos de control social informal e institucional (incluyendo la actuación de

396
los amigos, las familias, el vecindario, las instituciones municipales, la policía, etcétera).
Como se vio en el capítulo 8, el proceso de abandono del delito podría comenzar por
una fase de desistimiento primario, o interrupción temporal de la actividad delictiva, y
avanzar luego hacia una fase de desistimiento secundario, o de cambio profundo del
individuo hacia una nueva identidad no delictiva (Maruna, 2004; Padrón et al., en
preparación). Se ha considerado que ya durante el desistimiento primario podrían surgir
determinadas narrativas de reinterpretación crítica de la propia vida delictiva pasada y
de consideración de su posible abandono (King, 2013). Para ello han mostrado ser
elementos importantes, entre otros, según se vio, la mejora del propio autocontrol y el
hecho de que otras personas reconozcan los esfuerzos que se realizan para cambiar de
vida (King, 2013; Maruna, 2001, 2004; Maruna y LeBel, 2010); mientras que entre los
obstáculos frecuentes hacia el desistimiento estaría el rechazo social que suelen
experimentar muchos exdelincuentes cuando salen de prisión (Cabrera, 2002; Campos,
Sáez, Sierras y Yáñez, 2012).
Es decir, el apoyo que los exdelincuentes puedan recibir (o no) cuando tornan a la
comunidad parece guardar estrecha relación también con su probabilidad futura de
reincidencia (Cid y Martí, 2011, 2012; Hipp, Petersilia y Turner, 2010; Holdsworth,
Bowen, Brown y Howat, 2014; Kubrin y Stewart, 2006; Laub y Sampson, 2003; Mears,
Wang, Hay y Bales, 2008; Soyer, 2014). A este respecto, pueden ser factores favorables
decisivos el inicio de una relación satisfactoria de pareja (Brooks, Heilbrun y Fretz,
2012; Forrest y Hay, 2011; Laub et al., 2006; Padrón et al., en preparación) y el acceso a
un buen empleo (Alós-Moner et al., 2011; Brooks et al., 2012; Laub y Sampson, 2005;
Laub et al., 2006; Martín, Hernández, Hernández-Fernaud, Arregui y Hernández, 2010).
Por último, para lograr una imagen más completa de los factores que podrían
contribuir a favorecer el desistimiento delictivo también es necesario plantearse qué
papel podría jugar la disminución de las oportunidades infractoras, tales como rutinas de
vida desestructuradas, vivir en un barrio criminógeno, etcétera (oportunidades que
siempre existirán en el medio social) (Felson, 2006; Wikström, 2009; Wikström,
Ceccato, Hardie y Treiber, 2010).
Diversas teorías e investigaciones han puesto de relieve que la reducción de
determinados factores de riesgo que, como todos los aludidos, previamente estuvieron en
el origen del comportamiento delictivo de un sujeto podría resultar decisiva para su
posterior desistimiento criminal. Como desarrollo de esta idea, en la figura 11.5 se
presenta, tomando como base el Modelo de triple riesgo delictivo (Redondo, 2015), una
hipótesis acerca de qué factores criminógenos de las diversas categorías propuestas en
dicho modelo (riesgos personales, carencias en apoyo prosocial y oportunidades
delictivas) podrían ser ahora revertidos (en dirección positiva) y operar así como
disparadores favorables hacia el abandono del delito.

397
Figura 11.5.—Hipótesis, a partir de las categorías de riesgo propuestas en el modelo TRD, sobre posibles
disparadores (internos y externos) del proceso de desistimiento delictivo. Modelo del triple riesgo delictivo
(redondo, 2008, 2015).

Según esta hipótesis, al igual que el desarrollo de las carreras delictivas sería
promovido por la confluencia y potenciación recíproca entre factores de riesgo de
naturaleza diversa, también el desistimiento criminal probablemente requiera cambios
favorables combinados en dichos factores: mejoras de cariz personal (mayor control
emocional y de la impulsividad, nuevas habilidades, cambio de creencias...),
fortalecimiento de los apoyos prosociales (en relación con la familia, escuela, amigos,
pareja, empleo...) y prevención de posibles oportunidades delictivas (rutinas más
estructurales, mejoras ambientales, menor exposición a oportunidades infractoras...).
Además, las mejoras promovidas en algunos de estos riesgos significativos (por ejemplo,
que el individuo establezca una nueva relación de pareja satisfactoria, obtenga un
empleo, adquiera nuevos amigos...) podrían operar como disparadores proactivos de
otras mejoras subsiguientes, en una suerte de «efecto mariposa prosocial» o mejora en
cadena hacia el abandono definitivo del delito.
Todo lo que se acaba de comentar conduce inexorablemente a la conclusión de que,
de igual modo que las sociedades contribuyen de diversas maneras a estimular la
delincuencia, también pueden y deben contribuir de forma múltiple y responsable a lo

398
contrario: a favorecer los procesos de abandono del delito por parte de quienes antes
estuvieron inmersos en él. Y esta es una responsabilidad y tarea que concierne a todos.

RESUMEN

La evaluación de la eficacia del tratamiento consiste en la comprobación de si un


tratamiento resulta o no efectivo. La evaluación puede hacerse en tres momentos
relevantes: evaluación durante el tratamiento (para conocer si está funcionando),
evaluación final (para saber si los objetivos se han conseguido) y evaluación en el
período de seguimiento (para averiguar si los logros se han generalizado y se mantienen).
Como resultado último de los tratamientos, se aspira a que los delincuentes no
reincidan en el delito. Por tanto, la medida más directa de la eficacia del tratamiento de
los delincuentes es la evaluación de sus tasas de reincidencia. Sin embargo, la medición
de la reincidencia presenta diversos inconvenientes y dificultades: validez o veracidad,
fiabilidad o estabilidad temporal, necesidad de un seguimiento prolongado durante
varios años, y dudosa sensibilidad como medida de reintegración social de los individuos
(una cosa es que no se conozca si los individuos han delinquido o no tras su vuelta a la
comunidad, y otra distinta que se hayan integrado positivamente en la sociedad).
Debido a las dificultades metodológicas mencionadas, es necesario utilizar diversas
medidas de eficacia que, además de la reincidencia, incluyan la evaluación de posibles
mejoras psicológicas y conductuales de los sujetos que resulten consonantes con los
objetivos de los tratamientos. Entre estas se encuentran sus actitudes, distorsiones
cognitivas, empatía, educación, posibles adicciones, competencia psicosocial, etcétera.
Además, se ha señalado también la conveniencia de utilizar una evaluación plural de los
tratamientos que incorpore medidas tales como la satisfacción de los participantes, el
impacto favorable del programa sobre la propia organización en que se aplica, y el coste-
efectividad de las intervenciones.
Para mejorar las actuales evaluaciones de los programas de tratamiento con
delincuentes, aquí se ha propuesto un modelo denominado evaluación 3 × 3, que
sugiere: 1) el uso de un mínimo de tres medidas de eficacia, una de las cuales debería ser
la reincidencia; 2) la utilización de tres fuentes de información distintas para obtener
dichas medidas, y 3) la medición de la reincidencia durante un seguimiento mínimo de
tres años.
Tres conceptos importantes en evaluación del tratamiento de los delincuentes son los
de eficacia, efectividad y eficiencia. Eficacia hace referencia a la obtención de resultados
positivos en condiciones ideales de evaluación, tales como los experimentos. Efectividad
concierne a los logros obtenidos en situaciones de la vida real, posiblemente la acepción
más habitual e interesante en programas con delincuentes. Por último, eficiencia se
refiere al grado en que un programa obtiene resultados favorables en función de sus
costes (ya sean económicos u otros). Idealmente, los tratamientos con delincuentes

399
deberían ser evaluados, en algún momento, desde todos estos parámetros.
Los diseños de evaluación son los sistemas de recogida y ordenación de los datos
necesarios para la valoración científica de la efectividad de un programa. Su objetivo
fundamental es garantizar el máximo control posible del proceso de evaluación, de
manera que los «efectos» obtenidos (las mejoras terapéuticas) puedan atribuirse con
«certeza» científica a los factores manipulados (el tratamiento). Para evaluar los
tratamientos pueden usarse dos tipos principales de diseños: los diseños intersujetos (o
intergrupos) y los intrasujetos. Los diseños intersujetos (o intergrupos) evalúan la
eficacia de un tratamiento a partir de comparar entre sí a dos (o más) grupos distintos,
uno de los cuales recibe tratamiento y el otro no. Por su parte, los diseños intrasujetos
evalúan a los mismos sujetos en distintos períodos temporales, frecuentemente antes y
después del tratamiento. Sobre estas estructuras generales existen distintas variantes y
combinaciones que permiten mejorar y sofisticar los procedimientos de evaluación de
los programas.
Se considera que la evaluación ideal de un tratamiento (y la evaluación científica en
general) debería hacerse mediante diseños experimentales, cuya principal condición es la
asignación aleatoria de los sujetos a los grupos. Sin embargo, en el campo del
tratamiento de los delincuentes es muy difícil, por razones prácticas y éticas, utilizar
diseños experimentales. La alternativa consiste en promover el máximo control
evaluativo posible, controlando todas las variables relevantes, a partir de lo cual los
grupos de evaluación constituidos puedan considerarse razonablemente equivalentes y
comparables entre ellas.
Los metaanálisis de efectividad han puesto de relieve que los tratamientos aplicados
con los delincuentes pueden tener un efecto parcial, pero significativo, en la reducción
de las tasas de reincidencia. Como se ha documentado a lo largo de este capítulo y en el
conjunto de la obra, los tratamientos aplicados con los delincuentes logran en promedio
una reducción de la reincidencia delictiva de alrededor de 12 puntos, y los mejores
tratamientos llegan a obtener reducciones de hasta 50 puntos. Es decir, los tratamientos
de los delincuentes producen disminuciones relevantes de las tasas grupales de
reincidencia, aunque su eficacia es, como no podía ser de otro modo, parcial y relativa.
Tal y como se comentaba al principio de este libro, la delincuencia es un fenómeno
multicausal, en el que confluyen múltiples factores, tanto personales como sociales,
unos estáticos —o de influjo permanente— y otros dinámicos —que pueden ser
parcialmente modificados—. Por definición, el tratamiento, en cuanto que es educación
social de los delincuentes, tiene posibilidades de mejorar algunos de los factores más
personales y dinámicos de los sujetos tratados, pero no puede resolver del todo el
problema criminal. Aunque el tratamiento logra resultados razonables y esperanzadores,
las sociedades avanzadas necesitan ensartar políticas criminales multifacéticas a cargo
del conjunto de las instituciones sociales, en coherencia con la propia naturaleza diversa
y compleja del fenómeno delictivo. Solo a partir de ello será posible contener y aliviar, a

400
medio y largo plazo, la delincuencia del presente y del futuro.

NOTAS

1 La potencia estadística, en lo tocante a la evaluación de un tratamiento, es una medida de la convicción


científica (en términos de probabilidad) con la que puede afirmarse que el resultado positivo obtenido por el
tratamiento significa que realmente el tratamiento funciona. De manera más precisa, dicha medida guarda relación
con dos tipos de errores estadísticos: el Error tipo I es la probabilidad existente de rechazar indebidamente la
hipótesis nula (aquí, que el tratamiento no funciona), es decir, de concluir erróneamente que un tratamiento es
efectivo cuando en realidad no lo es; el Error tipo II es lo inverso, la probabilidad de afirmar indebidamente la
hipótesis nula, concluyendo que el tratamiento es ineficaz pese a ser en realidad efectivo. Pues bien, la potencia
estadística es la probabilidad de evitar un Error tipo II, es decir, la probabilidad de rechazar la hipótesis nula (que
el tratamiento no funciona) siendo efectivamente falsa (siendo la realidad que en efecto el tratamiento no
funciona).

2 A la dificultad de contar con muestras amplias de delincuentes tratados y evaluados se añade el problema
frecuente de la gran mortalidad experimental que tiende a producirse en este campo (Harcher, McGuire, Bilby,
Palmer y Hollin, 2012): muchos sujetos inicialmente evaluados no finalizan el proceso de tratamiento y de
evaluación completos (por traslados judiciales, cambios de centro penitenciario, etcétera), lo que contribuye a
aumentar el problema precedente. Por ejemplo, en un programa descrito por Garrido, Redondo y Pérez (1989), en
el que se aplicó un paquete de técnicas de entrenamiento cognitivo a internos del centro penitenciario de jóvenes
de Barcelona, los grupos experimental y control sufrieron, a lo largo del período de dos meses que duró la
aplicación, una merma de más del 50 por 100 sobre un «n» total de 56 sujetos. Situaciones como esta crean un
grave dilema a los investigadores y ponen en entredicho la evaluación: por un lado, no parece razonable reflejar en
la evaluación final aquellos casos que no han pasado por todas las fases de tratamiento; pero por otro, su exclusión
conlleva importantes riesgos de sesgo de la muestra final.
3 Un problema clave de la evaluación de la eficacia de los tratamientos, que habrá que cuidar especialmente en el
futuro, tiene que ver con lo que Smith (1999) ha denominado el «pragmatismo ingenuo», o visión simplista según
la cual la investigación psicoterapéutica ha de concentrarse en descubrir (y solo en ello) lo que funciona, sin
prestar atención a los mecanismos por los cuales funciona. Esta visión puede resultar muy estrecha, existiendo
múltiples ejemplos en la historia de la ciencia en general, y específicamente en la medicina y en la psicología, que
contravienen que este sea un camino útil. Los descubrimientos casuales del poder curativo de ciertas sustancias o
procesos solo han resultado verdaderamente útiles y generalizables cuando ha sido posible delimitar, a través de la
investigación, los mecanismos científicos de su acción: (...) «Los investigadores de la psicoterapia deben aprender
de la historia de la ciencia y concentrarse en construir teoría básica. No es muy útil para los investigadores poner
de relieve qué tipo de intervenciones “funcionan”, a menos que estén también preparados para investigar cómo
“funcionan”» (Smith, 1999, p. 1497).

4 Seligman (1995) ha esquematizado los requisitos metodológicos mínimos que debería tener un estudio ideal de
la eficacia de un tratamiento:
1. Asignación aleatoria de los sujetos a los grupos de tratamiento y de control.
2. Para conferir a las dos situaciones (experimental y control) la mayor semejanza posible, excepto en lo
relativo a la aplicación del tratamiento, se debería aplicar al grupo control un tratamiento con ingredientes placebo
«creíbles» para el sujeto (esto es, con elementos carentes en teoría de capacidad terapéutica «real», pero que en
apariencia podrían tenerla: por ejemplo, discusión de grupo inespecífica —placebo— vs. reestructuración
cognitiva —ingrediente terapéutico activo—).
3. El tratamiento debería estar normalizado y presentarse de manera precisa y estructurada.
4. Se debería aplicar a los sujetos un número fijo de sesiones.
5. Operacionalización de las variables y procedimientos de evaluación.
6. Utilización del método «simple ciego», en el que los evaluadores desconocen en qué ha consistido y a qué
sujetos y grupos se ha aplicado el tratamiento.
7. Debería evitarse la comorbilidad o presencia de múltiples déficits y trastornos. Idealmente los sujetos
deberían cumplir un solo criterio diagnóstico.
8. Habría que efectuar un seguimiento de los sujetos durante un período temporal fijo y llevar a cabo una
amplia evaluación durante dicho período.
Pese a las dificultades que todos estos requerimientos comportan, tal metodología sigue constituyendo el mejor

401
modo con el que contamos para demostrar relaciones causales entre factores. Tal y como han señalado Borkovev y
Miranda (1996), «el progreso más rápido en el desarrollo de terapias cada vez más potentes (...) se logrará si la
investigación para evaluar el resultado terapéutico se define y construye deliberadamente en forma de
investigación experimental básica para dilucidar relaciones de causa-efecto. Esta postura realza el método de
inferencia fuerte (Platt, 1964) de la investigación científica: construir hipótesis rivales, diseñar estudios para
someter a comprobación algunas de dichas hipótesis, llevar a cabo los experimentos de manera rigurosa, y repetir
dicho proceso con las restantes hipótesis» (pp. 15-16).

5 Este procedimiento se utilizó para homogeneizar los grupos de tratamiento y de control en la primera evaluación
realizada en España del tratamiento psicológico en prisión de los agresores sexuales (Redondo et al., 2005). En
una primera fase preparatoria de esta evaluación se sometió a comprobación empírica la «equivalencia» de los
grupos de tratamiento y de control. Para ello se analizaron sus distribuciones en diversas variables que podían
condicionar el riesgo delictivo de los sujetos. Se comprobó que, en efecto, los grupos mostraban diferencias
estadísticamente significativas en la edad de comisión del primer delito sexual (que era menor en los controles), la
edad de salida en libertad (que también era menor en los controles), el número de delitos sexuales y no sexuales
condenados (superior en los controles), y la tipología de víctimas (que en los controles eran preferentemente
víctimas adultas y desconocidas). Todas estas diferencias entre los grupos resultaban perjudiciales para el grupo
de control, en el sentido de conferirle un mayor riesgo de reincidencia. Con tal de hacer equivalentes las
distribuciones de ambos grupos en dichos factores de riesgo se eliminaron, a efectos de la comparación entre ellos,
los casos extremos; es decir, aquellos que en el grupo de tratamiento presentaban un menor riesgo y en el grupo de
control un mayor riesgo. Mediante este procedimiento de control metodológico pudo garantizarse razonablemente
la equivalencia de ambos grupos de sujetos. Ello resultaba imprescindible para poder atribuir al influjo del
programa de tratamiento (y no a otros factores relevantes incontrolados) la menor reincidencia sexual observada
en el grupo de tratamiento (4,1 por 100) frente al grupo de control (18,2 por 100).
6 En un programa de economía de fichas desarrollado por el autor de esta obra con un grupo de 25 delincuentes
encarcelados en la prisión de hombres de Madrid, con el objetivo de mejorar una serie de once comportamientos
distribuidos en cuatro áreas (higiene personal, higiene de las celdas, participación en tareas educativas y reducción
del consumo de ansiolíticos), se utilizó un diseño de línea base múltiple de respuestas (Redondo, 1983). Para ello,
tras el período inicial de línea base, las fases de tratamiento se distribuyeron de la siguiente manera: 1)
introducción del tratamiento —la economía de fichas— para los comportamientos del área de higiene personal; 2)
introducción del tratamiento para los comportamientos del área educativa (y mantenimiento del mismo para el
área anterior); 3) introducción del tratamiento para el área de higiene de la propia habitación (mantenimiento para
las áreas conductuales previas), y 4) introducción del tratamiento para el no consumo de ansiolíticos
(manteniéndolo para todas las áreas previas). Este modo de proceder permitió ejercer el adecuado control
experimental y probar que la introducción del tratamiento era el factor decisivo en la mejora sucesiva de los
diversos comportamientos reforzados mediante el programa de economía de fichas.

402
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Director: Francisco J. Labrador

Edición en formato digital: 2017

© Santiago Redondo Illescas


© Ediciones Pirámide (Grupo Anaya, S.A.), 2017
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid
piramide@anaya.es

ISBN ebook: 978-84-368-3743-8

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469
Índice
Prólogo 10
Presentación 16
Nota aclaratoria 20
I. Conceptos y procesos del tratamiento 23
1. Delincuencia y tratamiento psicológico 24
1.1. Diversidad de los comportamientos delictivos 26
1.1.1. Delitos contra la propiedad 28
1.1.2. Tráfico y consumo de drogas 28
1.1.3. Lesiones, homicidios y asesinatos 31
1.1.4. Agresiones sexuales 31
1.2. Antecedentes del tratamiento de los delincuentes 32
1.2.1. Precursores en América 33
1.2.2. Precursores en Europa y España 34
1.3. Contribución del tratamiento a la prevención de la delincuencia 36
1.4. Carrera delictiva, factores de riesgo y tratamiento 40
1.5. Mejorabilidad terapéutica de los riesgos personales 44
1.6. Psicopatología y conducta delictiva 45
1.6.1. Trastornos cognitivos y de comportamiento 45
1.6.2. Trastornos de personalidad y psicopatía 46
1.6.3. ¿Es útil el diagnóstico psicopatológico para el tratamiento de los
51
delincuentes?
Resumen 53
2. Modelos terapéuticos generales y cambio personal 56
2.1. Modelos psicoanalíticos o psicodinámicos 57
2.2. Modelos humanístico-existenciales 61
2.3. Modelos sistémicos 63
2.4. Modelos conductual-cognitivos 66
2.5. Cambio terapéutico 68
2.5.1. Factores comunes a los diversos modelos terapéuticos 69
2.5.2. Modelo transteórico de Prochaska y DiClemente 71
2.5.3. Motivación de los delincuentes para cambiar 76
2.6. Relación terapéutica 81
2.6.1. Infractores participantes en un tratamiento 81

470
2.6.2. El terapeuta que trabaja con delincuentes 82
2.6.3. El proceso terapéutico 85
Resumen 87
3. Teorías sobre la rehabilitación de los delincuentes 90
3.1. Aprendizaje social y facetas del comportamiento delictivo (hábitos,
90
emociones y cogniciones)
3.2. Modelo de tratamiento riesgo-necesidades-responsividad (RNR) 93
3.3. Modelo de tratamiento de «buenas vidas» o «vidas satisfactorias» 97
3.4. Otras perspectivas sobre la rehabilitación 98
3.5. Categorías de programas con delincuentes 101
3.6. Elementos éticos y jurídicos del tratamiento 103
3.6.1. Elementos deontológicos en psicología 104
3.6.2. Referentes jurídicos clínicos 105
3.6.3. Otros referentes éticos 106
3.7. La «acreditación técnica» de programas de tratamiento: los ejemplos
108
de Canadá y del Reino Unido
Resumen 112
4. Necesidades terapéuticas y formulación del tratamiento 115
4.1. Técnicas e instrumentos de evaluación 115
4.1.1. Entrevista y exploración de la conducta delictiva 117
4.1.2. Cuestionarios 118
4.1.3. Observación y autoobservación de la conducta 119
4.1.4. Información documental 121
4.2. Evaluación de necesidades terapéuticas 121
4.2.1. Análisis topográfico de la conducta delictiva y las necesidades
122
terapéuticas
4.2.2. Análisis funcional de la conducta delictiva 124
4.3. Formulación del programa de tratamiento 126
4.3.1. Objetivos del tratamiento: necesidades criminógenas 127
4.3.2. Manuales o guías de tratamiento 130
4.4. Aplicación del tratamiento con integridad: «amenazas» y «soluciones» 134
4.5. Técnicas psicológicas y programas de tratamiento multifacéticos 137
4.6. Terapia psicológica y cerebro 142
Resumen 144
II. Técnicas de tratamiento 147
5. Enseñanza de nuevas habilidades y hábitos 148

471
5.1. ¿Por qué es importante que los delincuentes aprendan nuevas 148
habilidades y hábitos?
5.2. Técnicas para desarrollar conductas 150
5.2.1. Reforzamiento 151
5.2.2. Moldeamiento o reforzamiento por aproximaciones sucesivas 153
5.2.3. Encadenamiento de conducta 154
5.3. Técnicas para reducir conductas 155
5.3.1. Extinción de conducta 155
5.3.2. Enseñanza de comportamientos alternativos 155
5.3.3. Prescindir del castigo 156
5.4. Sistemas de organización estimular y de contingencias 156
5.4.1. Control de estímulos 157
5.4.2. Programas de reforzamiento 157
5.4.3. Programas ambientales de contingencias 158
5.4.4. Contratos conductuales 160
5.5. Técnicas de condicionamiento encubierto 160
5.5.1. Sensibilización encubierta 160
5.5.2. Autorreforzamiento encubierto 161
5.5.3. Modelado encubierto 161
5.6. Modelado de conducta 162
5.6.1. Programas de reforzamiento y modelado: el modelo familia
164
educadora
5.7. Entrenamiento en habilidades sociales (ehs) 165
5.7.1. Programa de habilidades de tiempo libre 167
5.7.2. Programa de entrenamiento en habilidades de crianza de los hijos 168
5.8. Programas multifacéticos para el tratamiento de toxicómanos 168
5.8.1. Comunidades terapéuticas 169
5.8.2. Programa tipo con toxicómanos en las prisiones canadienses 172
5.8.3. Programa con internos drogodependientes en las prisiones
173
españolas
Resumen 174
6. Desarrollo y reestructuración del pensamiento 177
6.1. ¿Por qué es importante desarrollar el pensamiento de los delincuentes? 177
6.2. Reestructuración cognitiva 181
6.3. Solución cognitiva de problemas interpersonales 186
6.4. Técnicas de autocontrol y autoinstrucciones 187

472
6.5. Desarrollo moral y de valores 190
6.6. Perspectivas constructivistas 195
6.7. El programa razonamiento y rehabilitación-revisado (RyR):
196
perspectiva internacional y aplicación en España
6.8. El tratamiento de los delincuentes sexuales 199
6.8.1. Panorama internacional del tratamiento 200
6.8.2. Tratamientos en España: adultos y jóvenes 205
Resumen 210
7. Regulación emocional y control de la ira 214
7.1. ¿Por qué es importante la regulación emocional para prevenir las
214
conductas violentas y delictivas?
7.2. Regulación emocional de la ansiedad 217
7.2.1. Desensibilización sistemática 217
7.2.2. Exposición 218
7.3. Inoculación de estrés 219
7.4. Tratamiento de la ira 220
7.5. Entrenamiento para reemplazar la agresión (programa art) con
222
delincuentes juveniles
7.6. El tratamiento de los agresores de sus parejas 227
7.6.1. Perspectiva internacional sobre el tratamiento de maltratadores 231
7.6.2. Programas en España 233
Resumen 239
8. Prevención de recaídas y terapias contextuales 242
8.1. ¿Por qué es importante anticipar y prevenir las situaciones de riesgo? 242
8.2. Técnicas de generalización y mantenimiento de las mejoras
243
terapéuticas
8.3. Técnica de prevención de recaídas 245
8.4. El contexto comunitario en la prevención de recaídas 250
8.4.1. Programa de habilidades cognitivas 251
8.4.2. Programa de manejo de las emociones y de la ira 251
8.4.3. Programa de integración comunitaria 252
8.4.4. Programa contrapunto 252
8.4.5. Programa círculos de apoyo y responsabilidad (CerclesCat) 253
8.5. Favorecer la reinserción social mediante el «des-etiquetado» de los
256
delincuentes
8.6. Terapias contextuales o de tercera generación 261

473
8.6.1. Psicoterapia analítica funcional (PAF) 263
8.6.2. Terapia de aceptación y compromiso (ACT) 265
8.6.3. Terapia de conducta dialéctica 268
8.6.4. Mindfulness o atención-y-conciencia plenas 269
Resumen 272
III. Tratamientos en instituciones y efectividad general 275
9. Intervenciones educativas y terapéuticas con jóvenes infractores 276
9.1. La delincuencia de los menores 276
9.2. Riesgos personales, sociales y ambientales 280
9.3. Confluencia de riesgos 289
9.3.1. Reincidencia delictiva de los jóvenes 289
9.3.2. Transición desde la delincuencia juvenil a la adulta y potenciación
291
recíproca entre riesgos
9.4. Chicas infractoras y tratamiento 295
9.5. Intervenciones tempranas, familiares y comunitarias 298
9.5.1. Intervenciones tempranas 298
9.5.2. Programas infantiles individualizados 299
9.5.3. Intervenciones escolares y comunitarias 299
9.5.4. Intervenciones familiares 299
9.6. Intervenciones en el contexto de la justicia juvenil 304
9.6.1. Responsabilidad penal juvenil en Europa 304
9.6.2. La ley española de menores y las medidas aplicables 306
9.6.3. Intervenciones con menores en España 310
9.7. El castigo y la educación de los menores infractores 313
Resumen 314
10. Tratamientos en prisiones 317
10.1. Las penas de prisión 319
10.1.1. Privación de libertad y alternativas 319
10.1.2. Perjuicios personales y sociales del encarcelamiento 324
10.2. Normas penitenciarias europeas 326
10.3. Perspectiva internacional sobre el tratamiento en las prisiones 329
10.3.1. El paradigma correccional canadiense 329
10.3.2. Países europeos 336
10.4. Tratamientos en las prisiones españolas 347
10.4.1. Legislación penitenciaria 348

474
10.4.2. Programas de tratamiento aplicados 349
10.5. Instrumentos de predicción de riesgo 355
10.5.1. Perspectiva internacional 357
10.5.2. Desarrollos en España 360
Resumen 368
11. Investigación de la efectividad: reincidencia y desistimiento delictivo 371
11.1. Eficacia, efectividad y eficiencia 372
11.2. La reincidencia y otras medidas de eficacia 374
11.3. Evaluación de un programa 380
11.3.1. Diseños intersujetos (o intergrupos) 380
11.3.2. Diseños intrasujetos 381
11.3.3. Ponderación de la calidad de los diseños evaluativos en
384
delincuencia
11.4. Evaluaciones generales de efectividad 386
11.4.1. Efectividad con delincuentes juveniles 386
11.4.2. Efectividad con delincuentes adultos 389
11.4.3. Efectividad por modalidades de tratamiento (para delincuentes
391
juveniles y de edades mixtas, incluyendo jóvenes y adultos)
11.4.4. Características globales de los programas más efectivos 394
11.5. Desistimiento delictivo: desde el tratamiento a la responsabilidad
395
colectiva
Resumen 399
Referencias bibliográficas 403
Créditos 469

475

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