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ÍNDICE

Cita
Introducción. ¿Los negacionistas tenían razón?
Prólogo. Corría el año 1898

1. EL EVENTO 201
La ¿conspiración? globalista
El Nuevo Orden Mundial
¿Cómo consigue el globalismo sus fines?
Los magnates
El informe Kissinger
El Foro de Davos y la Agenda 2030
La oportunidad de la pandemia

2. WUHAN

3. ¿VIRUS ARTIFICIAL? LA VERSIÓN OFICIAL Y LOS MEDIOS


Las farmacéuticas
Las vacunas
Los resultados de las vacunas
Los antivacunas y la realidad de la vacuna
La vacunación en España

4. ESPAÑA, EL DESASTRE: MASCARILLAS, CONFINAMIENTOS,


PCR Y VACUNAS
¿No podía saberse? La construcción de una coartada
El estado de alarma: el confinamiento
El estado de alarma: el control de la opinión
A ciegas: autopsias, PCR, ingresos, fallecimientos, mascarillas
5. EL FUTURO QUE NOS HAN DISEÑADO
China, beneficiaria de la crisis
Una operación de control social a nivel mundial
Hacia el transhumanismo
Las élites contra el pueblo

Agradecimientos
Notas
Creditos
«Es más fácil engañar a la gente
que convencerlos de que han sido engañados».
MARK TWAIN
INTRODUCCIÓN

¿LOS NEGACIONISTAS TENÍAN RAZÓN?

El beneficiario de un crimen es siempre el primer sospechoso, aunque,


ciertamente, la circunstancia del provecho no sea suficiente para determinar
la autoría. Pero el investigador parte siempre de ese supuesto, seguro de que
el criminal no ha de hallarse muy lejos; por eso, las pesquisas comienzan por
tener en cuenta tan elemental presupuesto. Cui prodest?
Los beneficiarios de los hechos que aquí se relatan son perfectamente
identificables, con sus nombres y apellidos: China, las grandes farmacéuticas,
las big tech, la élite globalista. ¿Han sido ellos?
Ciertamente, no puede afirmarse que el SARS-CoV-2 haya sido puesto en
circulación deliberadamente. No hay pruebas. Pero sí parece claro que el
virus salió del Instituto de Virología de Wuhan, y que, con toda probabilidad,
se trata de una quimera, el resultado de una intervención artificial en el
laboratorio. A estas alturas, ambas cuestiones pueden darse por seguras, pese
a que la «ciencia» y los medios defendieron lo contrario durante largos
meses.
Casi la totalidad de la población ha sido encerrada, confinada, embozada y
vacunada. Una buena parte ha visto su vida arruinada en términos humanos,
económicos y psicológicos, mientras se apoderaba de ellos la obsesión de la
pandemia. Y, sin embargo, la inmensa mayoría no ha oído hablar siquiera del
Evento 201. No es, desde luego, culpa suya: los medios han oscurecido
sistemáticamente la información, proscribiendo cualquier debate y ahogando
toda disidencia.
Como consecuencia de la pandemia, la libertad de expresión se ha visto
obscenamente limitada; las redes sociales han impuesto una permanente
censura de la protesta; las verificadoras determinan lo que es verdad y lo que
no lo es; Donald Trump ha sido expulsado de la presidencia de Estados
Unidos; la Agenda 2030 adelanta sus previsiones y nos anticipa que
dejaremos de viajar en avión y de comer carne; China se hace de oro mientras
el resto del mundo se abisma al desastre; las farmacéuticas duplican sus
beneficios e imponen la vacunación incluyendo niños e incluso animales
domésticos; la inmigración ilegal se dispara, pero se limita drásticamente el
tráfico legal de personas.
¿Cuál es el vínculo entre todos estos hechos? Pues que son el resultado de
las políticas de la élite mundial, los objetivos que esta lleva persiguiendo
desde hace décadas. Cada uno de ellos constituía un propósito nada fácil de
conseguir; todos juntos, parecía un imposible. Sin embargo, la pandemia lo
ha hecho posible. ¿La pandemia?
Bueno, eso es lo que todos creemos. O fingimos creer. Que esto es una
pandemia. Desde el punto de vista legal, lo es; desde el punto de vista ético y
del sentido común, está muy lejos de serlo. Mucho. Las cifras globales dejan
poco margen a la duda. ¿De verdad vamos a considerar pandemia a una
enfermedad que ha matado —a fecha del verano de 2021— a unos 4 millones
de personas a lo largo y ancho de un planeta en el que viven 7.700 millones
de seres humanos, es decir, a una persona de cada 1.900? Incluso en el caso
de España, un país particularmente golpeado, la proporción es de 1 fallecido
por cada 900 habitantes.
Hoy, se hace más verdad que nunca el viejo dicho de que una mentira
tiene muchas más probabilidades de ser creída cuanto mayor sea. Pero, por si
acaso, cualquier cuestionamiento de las bases de esta pandemia es rechazada
con una visceralidad irracional.
Sin embargo, de modo inadvertido, lo que hace pocos meses se tenía por
«negacionista» ha pasado a convertirse en doctrina oficial. Y es que los
«negacionistas» han tenido razón desde el principio: porque ahora resulta que
todo el mundo admite que la mascarilla no sirve para nada en exteriores, que
impide respirar correctamente y que es un disparate hacer deporte con ella
puesta; ahora resulta que los confinamientos son contraproducentes y que no
ahorran contagios, destruyendo las bases de un combate eficaz contra el
covid-19, al perjudicar la economía; y ahora resulta, igualmente, que ya nadie
duda seriamente de que el virus salió —por accidente o deliberadamente—
del laboratorio del Instituto de Virología de Wuhan.
Estas afirmaciones eran las que los medios consideraban hace unos meses,
despectivamente, como «negacionistas». Al parecer, lo razonable era
considerar que la mascarilla —frente a toda experiencia y al sentido común—
no afectaba a la respiración o que el virus había salido de una sopa de
murciélago con o sin pangolín de por medio, en lugar de proceder de un
laboratorio en el que se trabajaba la ganancia de función de un coronavirus,
laboratorio situado en la misma ciudad de la que procedía el virus.
Y como esto, tantas cosas. No, no es negacionismo. Es disidencia frente al
poder. Un poder que ha hecho todo lo posible por acallar esa disidencia a
través de sus terminales mediáticas. Porque, en definitiva, y respondiendo la
pregunta del principio: Cui prodest scelus, is fecit.
PRÓLOGO

CORRÍA EL AÑO 1898

En Elberfeld, el químico Heinrich Dreser, jefe del laboratorio de la


farmacéutica alemana Bayer, daba el visto bueno para impulsar la producción
de un nuevo y muy prometedor medicamento; un opiáceo —más poderoso
que la morfina— al que se le suponían múltiples aplicaciones. Un verdadero
hallazgo, sobre todo teniendo en cuenta que apenas unos meses antes, Bayer
había sintetizado y comenzado a producir ácido acetilsalicílico, que patentaría
como «aspirina» al año siguiente.
Pues esto podría ser aún mejor. La nueva producción de la factoría Bayer,
insistía Dreser, debía ser experimentada con animales —ranas y conejos—
antes de su comercialización. El jefe del laboratorio de Bayer no ignoraba
que el producto había sido sintetizado como diamorfina por un británico, el
también químico Charles Romley Alder Wright, dos décadas atrás.
Las investigaciones de Wrigth, que buscaban un medicamento contra la
tos que fuese efectivo pero que no produjese adicción —como sucedía con la
morfina—, le habían llevado a la conclusión de que tal cosa no era posible,
sobre todo después de sus experimentos con animales. Wrigth había hervido
durante unas pocas horas anhídrido acético con alcaloide de morfina para
conseguir un producto muy eficaz, pero cuyos efectos, a medio plazo, eran
peores que el mal que combatía. Dreser no lo ignoraba, pero decidió
apuntarse el tanto. Y Bayer —así, como suena— comenzó a experimentar la
terapia con sus propios trabajadores.
Al principio, todo resultó estupendamente. Los primeros que lo
agradecieron fueron los empleados de la farmacéutica. El nuevo producto
parecía maravilloso; nada le hacía a uno sentirse mejor. Los síntomas de casi
todo desaparecían; los dolores, el malestar… Dreser acudió al Congreso
Alemán de Naturalistas y Médicos de 1898 y anunció que disponía de un
producto diez veces más potente que la codeína para la tos, y solo una décima
parte de tóxico que esta. Además, adelantándose a las críticas que se veía
venir, aseguró que carecía de los efectos adictivos de la morfina. Por sus
efectos, el medicamento milagroso ya tenía nombre: heroína.
Habían sido los propios trabajadores de Bayer los que bautizaran la nueva
medicina, porque ese término describía perfectamente cómo se sentían tras
tomarla. Dreser la había recetado con generosidad —hay que reseñar que
también se la había administrado a sí mismo— y, pese a los buenos
resultados en un principio, en algún momento se había torcido el
experimento. Tiempo más tarde, algunos empleados de la compañía se
convertirían en adictos a la sustancia, y muchos de ellos lo dejarían todo para
seguir consumiéndola; luego, incluso vendieron lo que tenían para
procurársela por los medios que fuesen necesarios. Terminarían sus días
merodeando por los vertederos de chatarra para pagarse la creciente cantidad
diaria que su cuerpo demandaba. De su actividad como mendigos por los
basureros de Elberfeld les quedó el término «yonki» (en español), una simple
derivación del junkie, vocablo que no necesita más explicación si
consideramos que junk significa en inglés «basura».
Dreser aseguraba que el medicamento producía unos benéficos efectos
sobre el paciente y, además, era inofensivo. Resultaba tres veces más potente
que la morfina y podía consumirse por las más diferentes vías. Como sedante
y para las afecciones respiratorias, no había nada mejor. Incluso la psiquiatría
le encontró una aplicación de primera en los tratamientos de depresión y
neurastenia. ¡Y hasta se recetó para los tratamientos de rehabilitación de los
morfinómanos! El Boston Medical and Surgical Journal consideraba la
heroína superior a la morfina, y «sin riesgo de adicción». Huelga precisar
que, en el hígado, la heroína se transformaba en morfina, y que la adicción
que generaba era mucho mayor que la de esta.
A fines del siglo XIX, la tuberculosis causaba estragos en Europa. Se
trataba de un mal que parecía imparable, por cuanto se padecía desde el siglo
XVII, y conforme había aumentado el hacinamiento consecuencia de la
revolución industrial, incluso se había agravado. No era raro que los niños
enfermasen de ella y que, peor pertrechados inmunológicamente que los
adultos, muriesen. Por toda Europa y América, un gran número de familias
había experimentado la angustia nocturna de oír la tos de sus hijos,
preparándose para lo peor.
Bayer comenzó una campaña contra la tuberculosis por los cinco
continentes y, dadas las cualidades de la heroína, su consumo se dirigió en
especial a los niños. Pronto, el «jarabe Bayer de heroína» estaba presente en
los domicilios de toda Europa. En 1899 ya se vendía y recetaba en veintitrés
países. Se prescribió con largueza, hasta como preventivo de los catarros,
como aseguraba la publicidad («En la estación lluviosa: jarabe Bayer de
heroína»); y encima, según se aseguraba, no provocaba estreñimiento. Su
popularidad fue enorme. De modo que cuando comenzó el siglo XX, los
estudios médicos en Estados Unidos habían detectado los estragos que
causaba entre las amas de casa y los niños, que, con frecuencia, fingían estar
constipados para recibirla.
Aunque a los pocos años surgieron voces que clamaban contra el uso
medicinal de la heroína —consiguiendo, finalmente, poner fuera de la
circulación el «medicamento»—, este se extendió a otros compuestos que
siguieron comercializándose hasta bien entrada la tercera década del siglo XX.
Eli Lily llegó a vender frascos de cien tabletas de heroína, y la británica Allen
and Hanburys (que pasaría, más tarde, a formar parte de Glaxo) patentó unas
pastillas que, para potenciar su efecto, mezcló con cocaína.
Toda esta locura venía bien avalada por la ciencia. Los tratados de
medicina clínica incluían amplias recomendaciones acerca de la heroína. En
España su venta fue libre hasta que en 1918 se obligó a adquirirla con receta
médica, si bien Bayer había retirado su producto en 1913. Y aunque en
Estados Unidos se excluyó de la venta libre en 1920, para entonces ya
existían unos doscientos mil heroinómanos en el país; pero solo fue prohibida
en 1925. Ese mismo año, la Enciclopedia de Espasa Calpe todavía la
describía como «un buen sucedáneo de la codeína y de la morfina…».
El Comité de Higiene de la Sociedad de Naciones —lo más semejante a la
OMS que podemos encontrar en esa época— no aconsejó su ilegalización
hasta 1931. Increíblemente, en Alemania la heroína siguió vendiéndose en
farmacias hasta 1958, y no se prohibió sino en 1971. A despecho de las
teorías en favor de la legalización de las drogas como factor decisivo para su
erradicación, en los años setenta en la República Federal de Alemania se
consumía la mitad de toda la heroína de Europa.
Si usted se pregunta —amable lector— qué tiene que ver este prólogo con
el tema que nos ocupa, estoy seguro de que se lo aclararán las páginas que
siguen.
1

EL EVENTO 201

«Únicamente con toda clase de actos criminales podremos instaurar el bendito estado de la
Igualdad Perfecta».
MARQUÉS DE SADE

El 18 de octubre de 2019, en el hotel The Pierre —en la Quinta Avenida


neoyorquina—, tuvo lugar un encuentro de muy alto nivel, organizado por el
Centro Johns Hopkins para la Seguridad de la Salud, el Foro Económico
Mundial y la Fundación Bill y Melinda Gates. Dicho encuentro fue bautizado
como Evento 201.
Hasta allí acudieron unas 130 personas de reconocida importancia
mundial, vinculadas a las finanzas, a la política, a los medios y a las
farmacéuticas. Entre los asistentes se encontraban Ryan Morhard, asesor de
Salud y Economía del Foro Económico Mundial; Paul Stoffels, director
científico de Johnson & Johnson; Stanley Bergman, CEO de Henry Schein;
Tim Evans, exdirector de salud del Banco Mundial; Christopher Elias,
presidente de la División de Desarrollo Global de la Fundación Bill y
Melinda Gates; Avril Haines, exsubdirectora de la CIA; Sofía Borges, de la
ONU; Matthew Harrington, de Edelman; Martin Knuchel, de Lufthansa;
Eduardo Martínez, de UPS; Hasti Taghi, de la NBC; Lavan Thiru, de la
autoridad monetaria de Singapur y George Gao, del CDC de China.
¿Qué podía convocar a personalidades tan señaladas, a representantes de
algunas de las principales corporaciones mundiales, a un hotel de cinco
estrellas en el suave otoño neoyorkino?
La razón de la tan encopetada reunión era la simulación de una pandemia
que se extendería por el mundo debido a un novedoso coronavirus zoonótico
especialmente contagioso, basado en el SARS y que, procedente de un
murciélago, saltaba a los humanos a través de un animal intermedio. El
supuesto incluía la ausencia de vacuna durante el primer año; apenas se
disponía de algunos medicamentos que, por sí solos, no podían detener la
propagación de la enfermedad. La pandemia duraba 18 meses, y en ella
morían 65 millones de personas. Las consecuencias sociales y económicas,
aunque desiguales, resultaban devastadoras.
La simulación del Evento 201 era la consecuencia de un documento
publicado por la Organización Mundial de la Salud y el Banco Mundial un
mes antes —es decir, en septiembre de 2019— llamado «A World at Risk»
(«Un mundo en peligro»). En dicho documento se advertía sobre las
consecuencias de una pandemia para la que no estaríamos preparados y que
se extendería por el mundo entero debido a la facilidad de las
comunicaciones, que finalmente mataría entre 50 y 80 millones de personas.
«El mundo no está preparado para una rápida y virulenta pandemia de
patógenos respiratorios (…) que causarían no solo pérdidas humanas, sino
también graves trastornos económicos y caos social (…), las enfermedades
víricas propensas a epidemias son cada vez más difíciles de manejar». En
dicho documento se incide en la relación con el cambio climático y en la
necesidad de invertir en prevención y en los sistemas sanitarios.1 Llama la
atención lo desapercibido que ha pasado dicho documento, tanto teniendo en
cuenta su contenido como su proximidad al Evento 201 y a los
acontecimientos que tendrían lugar a fines de aquel otoño. Algunos medios
de comunicación —pocos— se hicieron eco de la publicación del Banco
Mundial y la OMS, dándole el relieve que, a posteriori, hemos comprobado
que merecía.2
El objetivo esencial del encuentro era el de subrayar cómo, a partir de un
acontecimiento imprevisto de repercusión mundial, resulta imprescindible
establecer fuertes sinergias público-privadas para una colaboración mucho
más amplia e intensa entre los dos sectores; al tiempo que el retroceso
experimentado en materia de colaboración internacional explicaría la
insuficiencia de las respuestas nacionales ante una crisis de estas
dimensiones.3 El objetivo último —volveremos sobre ello— es el de someter
lo público al imperio de lo privado.
De lo que acaeció en el Evento 201 solo existe la información que los
propios organizadores han dado de él, y lo que Janet Wu, de Bloomberg,
quiso desvelar. Lo curioso es que apenas unas semanas después de celebrado,
Bloomberg —el único medio informativo autorizado a estar presente y a
difundir cierta información sobre lo tratado en el encuentro— daba por hecho
que el simulacro no era simplemente un supuesto. En algunos momentos, las
revelaciones de esta cadena parecieran exceder lo acordado… ¿O se trataba
de otra simulación? Todo pudiera ser, aunque hay algunos indicios de lo
contrario. Así, el 4 de noviembre de 2019, informaba como sigue:

Preparándonos para la próxima pandemia: a medida que el brote de


coronavirus se acerca a una pandemia, los líderes mundiales y los
funcionarios de salud están luchando por contener las consecuencias. Eso
ha provocado cuarentenas y otras acciones de emergencia en todo el
mundo. Es un escenario que fue planeado hace solo unos meses, en una
reunión de líderes en finanzas globales, políticas y atención médica. Janet
Wu de Bloomberg estuvo allí y nos trae este informe.4

No sorprenderá a los iniciados saber que este audio de Bloomberg fue


retirado de la circulación, un ejercicio muy habitual en las últimas fechas.5
Así como que tampoco es el único que desaparece de esa página. En todo
caso, el Evento tuvo lugar con la discreción habitual. Ni fue enterrado bajo un
absoluto secretismo, ni tampoco trascendió a la opinión pública, de acuerdo
al penumbroso modo de actuar de la élite globalista.
Es probable que un exceso de secretismo contribuyese a alimentar las
teorías de la conspiración, algo poco asumible para muchos ciudadanos
occidentales. Por otro lado, el hecho mismo de su relativa publicitación
facilita la digestión de este tipo de encuentros internacionales en los que se
coordinan los esfuerzos de un buen número de países y de instituciones. Al
fin y al cabo, ¿qué tiene eso de malo?
Resulta perfectamente comprensible que los gobiernos del mundo traten
de anticipar el estallido de una pandemia en orden a proteger a sus
ciudadanos. Es, incluso, encomiable. Durante siglos, los presidentes, los
ministros de Exteriores, los diplomáticos o los altos responsables militares se
han reunido para asegurar una cierta colaboración internacional o para
coordinar una estrategia ante un fenómeno inquietante de cualquier orden.
Pero este no es el caso de nuestros días. El ciudadano medio, que apenas
sabe de las reuniones periódicas o de la existencia de ciertas instituciones que
coordinan las políticas mundiales, no se para a considerar la evidente
simultaneidad de los fenómenos sociales o la perturbadora homogeneidad
ideológica que se extiende —en silenciosa metástasis— por todo Occidente,
bajo el colorista disfraz de la diversidad. En España, por ejemplo, la
población muestra una notable apatía ante todo lo que sea política exterior; el
desconocimiento de lo que sucede allende nuestras fronteras es casi absoluto.
Y ello facilita la impostura.
Mientras tanto, asistimos a una privatización del mundo, pese a la
extendida idea de que cada día es mayor la invasión de lo público en nuestras
vidas y que el peligro es el Estado, poniendo en riesgo la supervivencia de la
libertad individual a mayor gloria propia. Nada más disparatado. Pues la
esencia del fenómeno globalista radica en la colonización de los estados por
parte de las fundaciones privadas, en manos de los grandes multimillonarios
—generalmente estadounidenses— hasta poner a aquellos al servicio de los
proyectos de esas grandes fundaciones privadas. Han sido así dispuestos por
una casta política servil, y todas las intromisiones públicas en la vida de las
personas redundan, en último análisis, en beneficio de sus privadísimas
instituciones.
El papel del poder público, el papel del Estado, consiste en ejecutar dichos
proyectos, cargando con la ingratitud y el descrédito que hagan falta,
mientras las entidades privadas se lucran económica y socialmente y acaparan
todo el prestigio por los resultados que, debidamente publicitados, son
invariablemente positivos; a despecho de la realidad, no pocas veces.
Valga como ejemplo paradigmático la figura de Bill Gates —valorada
positivamente, en términos generales, por la opinión pública—, mientras la
OMS se hunde en el descrédito un poco más cada semana. No son muchos
los que saben que Gates es quien dirige la OMS desde la sombra, a través de
sus fundaciones. Y que, por tanto, es el responsable de sus desatinos, de sus
cambios de criterio, de su volubilidad; pero el magnate de Seattle sale
sistemáticamente reforzado de sus comparecencias públicas, sin que nadie le
recuerde su responsabilidad al respecto.
Lo más significativo es que ya nadie se escandaliza de esa intromisión de
lo privado en lo público, de ese sometimiento de lo público —de lo que es de
todos y por todos está financiado— a los intereses privados. ¿Por qué Bill
Gates —y, como él, muchos magnates multimillonarios— está presente en
los órganos de decisión internacionales? Gates no deja de ser un particular
que, al margen de su cuenta corriente y patrimonio —y soy consciente de que
no se trata de un detalle baladí—, no es diferente de usted o de mí. Por eso,
todas sus ventajas económicas no deberían concederle ningún derecho, ni
mayor capacidad de decisión sobre lo que es de todos, que los que usted y yo
podamos tener.
Entonces, ¿a qué se deben esas reuniones en las que están presentes dichos
magnates?
Ya no cabe negar la existencia de una élite globalista, crucial en nuestras
vidas hasta un punto que incluso un ciudadano avisado seguramente no
creyese. Esa élite —que verdaderamente hoy rige los destinos del planeta—
tiene por principal característica la de no haber sido elegida por nadie, sino
haberse impuesto a través de procesos que determinan los propios miembros
de la élite. Y para imponerse, deben suprimir la soberanía de las naciones y
de las personas, convirtiendo la democracia en una farsa: hoy, en Europa,
aunque revestidas del oropel habitual, las elecciones apenas determinan los
aspectos políticos sustanciales, dado que las principales decisiones que nos
afectan se toman en Bruselas. Nosotros tan solo elegimos quiénes van a
gestionar esas decisiones que otros toman por nosotros.
La élite globalista tiene por objetivo el poder, sí, pero un poder que
persigue la imposición de un proyecto ideológico, al que nos referiremos en
las siguientes páginas.

La ¿conspiración? globalista
Es muy antiguo el debate al respecto de la existencia de poderes
internacionales, erigidos por personajes de gran poder e influencia a fin de
moldear el mundo conforme a sus creencias. A lo largo de la historia, la
creación misma de un imperio ha implicado a menudo la extensión de la
obediencia y el cumplimiento de unas leyes a lejanos territorios, leyes que
contienen una visión del mundo más o menos concreta. El surgimiento de la
religión cristiana —mucho más que cualquier imperio— llevó hasta los
confines del mundo esa extensión de una cosmovisión concreta, creando una
red mundial de «agentes» e «informantes», como son los sacerdotes, por lo
general, incondicionalmente entregados a su misión.
A través del cristianismo es como se ha construido la civilización
occidental, algo que ha sido contestado a lo largo de los siglos por ciertos
poderes que han dado respuesta a la religión cristiana (y más específicamente
al catolicismo) y a la misma civilización. De entre ellos, la masonería —o
mejor: las masonerías—, la gran organización internacional extendida por el
mundo que ha venido actuando de forma secreta (por más que sus miembros
insistan en su carácter meramente discreto antes que secreto). La importancia
de la masonería en la historia ha sido enorme, tanto en el mundo anglosajón
como en el latino, aunque los manuales de historia de bachillerato y
universitarios se obstinen en ignorarla. Claro que quizá precisamente esto
demuestre su importancia.
De modo que, sin negar el impacto que la masonería pueda seguir
teniendo en el siglo XXI, su edad de oro parece haber pasado, superada por
otros organismos internacionales menos ritualistas (aunque no
completamente exentos de liturgia) y más acordes a las demandas de los
tiempos.
¿Quiénes son estos organismos aventajados?
No hay una respuesta definitiva, porque el entramado globalitario6 es
complejo y no obedece a una estructura prefijada de antemano. Pero, en
esencia, podemos precisar que se generó tras la Primera Guerra Mundial,
durante la presidencia de Woodrow Wilson. Hasta ese momento, la política
exterior de Estados Unidos estaba orientada a la expansión por el continente
americano; de hecho, Wilson dudó acerca de involucrar a su país en el
conflicto europeo tras haber prometido a los electores, como haría F. D.
Roosevelt veinte años más tarde, que mantendría a sus hijos lejos de la guerra
que se libraba en Europa.7
En términos temporales —y de importancia, incluso en nuestros días— el
organismo globalista por excelencia es el Council on Foreign Relations, el
Consejo de Relaciones Exteriores (CFR). Suele aparecer de forma más bien
tangencial en los relatos que hacen referencia al globalismo, sin concedérsele
la relevancia que merece. Porque estamos, con seguridad, ante la institución
globalitaria más decisiva.
Se trata de una organización creada en 1921, pero cuyas raíces se
encuentran en 1917, con la creación del grupo The Inquiry (La
Investigación), a requerimiento de Wilson, para elaborar las condiciones de
paz de cara al fin de la guerra (la Primera Guerra Mundial) y al
establecimiento del orden de posguerra. Estaba compuesta por unos 150
miembros, 21 de los cuales participaron en el Tratado de Versalles en 1919;
sus principales dirigentes fueron el diplomático Edward Mandell House y el
conocido periodista Walter Lippmann. Impusieron sus tesis a los aliados de
forma decisiva para la construcción de la Europa de entreguerras.
Aunque no cabe duda de que los componentes de The Inquiry estaban
altamente cualificados como historiadores, sociólogos, filósofos, geógrafos u
hombres de leyes, el resultado de su aportación es bien conocido: la
reordenación geográfico-política de Europa, tras el Tratado de Versalles, que
sería una de las principales causas de la Segunda Guerra Mundial. El
doctrinarismo liberal-progresista de sus propuestas se revelaría como la más
funesta receta para el mundo de posguerra.
El grupo cuajaría en una más firme organización en 1921, que sería
conocida como el Council on Foreign Relations, orientada a la política
exterior. Desde ese momento, el CFR promueve la globalización, el libre
comercio, las desregularizaciones financieras internacionales y la creación de
bloques económicos regionales por todo el mundo (y no necesariamente la
creación de un único mercado mundial sin fronteras).
Insistimos en que se trata de la agencia mundial más poderosa. El CFR
constituye el núcleo de lo que se hoy se denomina el Deep State, el poder
permanente de Washington sobre las distintas administraciones, de carácter
intervencionista, y generador de un buen número de conflictos por todo el
mundo. Su centro principal está radicado en Nueva York, en Harold Pratt
House, en la esquina de Park Avenue y la calle 68, en el Upper East Side. La
sede central fue donada en abril de 1945 por Harriet B. Pratt, casada con uno
de los herederos de la Standard Oil (más tarde incorporada a la petrolera de
John Rockefeller).
Está compuesto por muy destacadas personalidades de la política; a lo
largo del tiempo ha oscilado entre los mil y tres mil miembros. Desde los
años cincuenta, muchos presidentes estadounidenses (y, desde luego, todos
los equipos de estos) han pertenecido al CFR con la excepción de Ronald
Reagan —si bien su vicepresidente George Bush sí era miembro del club—;
tampoco fue miembro George W. Bush, hijo del anterior, pero su equipo,
íntegramente, pertenecía al CFR; ni Lindon B. Johnson, aunque desde luego
todo su equipo lo era; ni, por supuesto, Donald Trump, visto por el Deep
State como el enemigo a batir (lo que, desde luego, consiguió). Por tanto, y
con la reseñada excepción de Trump, tanto los demócratas como los
republicanos son hijos del CFR.
Los políticos de alto rango, ya lo hemos visto, han pertenecido al consejo;
y no solo los presidentes. Los directores de la CIA, en su totalidad, han salido
de entre sus miembros, con la sola excepción de James Schlesinger, quien fue
director de la CIA entre febrero y julio de 1973, haciendo célebre la frase de
su toma de posesión: «Estoy aquí para asegurarme de que nadie joda a
Richard Nixon». Recordemos que, por aquellas fechas, estaba en ebullición el
escándalo Watergate, y que Nixon había sustituido a Richard Helms al frente
de la CIA, quien se había negado a protegerle. En esos seis meses,
Schlesinger purgó la agencia de todo elemento que pudiera poner en riesgo
los intereses de la Casa Blanca. Tan eficaz fue su labor que, a continuación,
fue designado secretario de Defensa. Y la CIA siguió en manos de miembros
del CFR.
Naturalmente, no se trata solo de políticos. Estos, las más de las veces, no
son sino correas de transmisión de otros intereses, de los que son ejecutores;
el CFR aglutina personajes del mundo de la comunicación, de las finanzas,
del espectáculo, del ejército.8
A nadie extrañará que los medios de comunicación estén abundantemente
representados en él. Ejecutivos del New York Times, del Washington Post,
Wall Street Journal, CBS, NBC, Los Angeles Times, ABC, FOX, Fortune,
Business Week o Time forman parte activa del CFR: casi trescientos de los
principales periodistas del país. La función de la prensa es siempre esencial,
puesto que el imaginario social se conforma según los intereses que financian
los medios. Y, por supuesto, cuenta con actores de enorme relevancia
mundial como George Clooney o Angelina Jolie.
El actual presidente (julio de 2021) es Richard N. Haass, diplomático
estadounidense que viene de trabajar para el Departamento de Estado, con
particular dedicación al secretario de Estado Colin Powell. Pero quien
verdaderamente controla el CFR es el Instituto Carnegie, una fundación que
maneja unos 2.000 millones de dólares, radicada en Washington y que
mantiene unos lazos muy próximos a la Fundación Rockefeller. Ambas
fundaciones fueron pioneras en Estados Unidos de las teorías eugenésicas,
que llevan promoviendo desde comienzos del siglo XX.
El CFR funciona a través de diversos comités de unas veinticinco
personas, que reúnen a industriales, militares, intelectuales, profesionales y
financieros. De aquí salen los grupos de estudio que son financiados con
becas de las fundaciones Carnegie, Rockefeller o Ford. Las fundaciones
juegan un papel decisivo, pues el mantenimiento de las funciones del CFR (o
de otras instancias de poder privado) depende de ellas.
Pero ¿quiénes están al frente de las mismas? Son varias las fundaciones
que, a lo largo de los últimos años, han estado promoviendo el globalismo; y,
de entre todos los protagonistas, hay que reseñar a David Rockefeller, cabeza
del CFR y de Bilderberg.
Nacido en 1915 en Manhattan, David Rockefeller era nieto del magnate
del petróleo John Davidson Rockefeller, fundador de la Standard Oil; cuando
murió en 2017 —y teniendo en cuenta los ingentes gastos en que había
incurrido—, David poseía una fortuna estimada por la revista Forbes en
3.300 millones de dólares.
Pero la relevancia de David Rockefeller no estriba en sus exuberantes
ahorros e inversiones, sino en el poder que acumuló hasta convertirse en el
pilar del sistema financiero mundial a través del JP Morgan Chase. Esta
institución ha financiado durante décadas a grandes corporaciones como
General Electric y Exxon Mobil. Hoy, el Chase cuenta con la mayor red de
sucursales a nivel mundial, unas cincuenta mil, y de sus directivos salen los
cuadros del Banco Mundial y de la Reserva Federal de Estados Unidos.
Las conexiones entre los ejecutivos de estas grandes instituciones han sido
muy evidentes. De hecho, Exxon, la segunda empresa en caudal monetario, y
la empresa con la mayor capitalización bursátil de todo el mundo, procede de
la originaria Standard Oil, ligada a la familia Rockefeller.
Durante años Exxon y el clan Rockefeller han pleiteado, ya que este
último abandonó la explotación petrolífera alegando el daño climático, en
medio de duras recriminaciones mutuas que, por encima de cualquier otra
consideración, han tenido la virtud de mostrar a las claras la existencia de
profundos vínculos entre ambos.
En cualquier caso, David Rockefeller ha sido alma de la globalización
durante muchas décadas. La variedad de sus intereses ha abarcado, como la
prensa estadounidense recordó a su muerte, «desde la conservación del medio
ambiente hasta las artes», según prueban las increíblemente copiosas
donaciones que ha efectuado, ampliamente superiores a los 1.000 millones de
dólares. Durante la mayor parte de su vida, David Rockefeller fue un
impenitente viajero. Pero, aunque no dejó de subirse a aviones, dirigía su
imperio desde la oficina familiar de Nueva York. Se servía para ello de la
enorme cantidad de parientes pertenecientes al tronco principal de la familia,
con quienes se reunía dos veces al año.
¿A quién ha financiado David Rockefeller? A una increíble variedad de
organizaciones, cuya diversidad es buen reflejo de la intencionalidad que
animaba al «filántropo». Así, nos encontramos con Greenpeace, y esta no es
la menor de las inversiones de Rockefeller. El magnate financió a la oenegé
ecologista a través de Standard Oil, la multinacional petrolera perteneciente a
la familia Rockefeller (de hecho, Greenpeace ha participado de la Royal
Dutch Shell, otra petrolera, holandesa esta vez, y tan contaminante como la
primera). Y no solo eso: las tres fundaciones principales de la familia
Rockefeller riegan abundantemente a la oenegé verde. La Rockefeller Found
está relacionada también con JP Morgan y con Citybank, ambas con
sustanciosas participaciones en diversas petroleras. Sin olvidar a la Marisla
Foundation, de la petrolera de JP Getty. No parece que a Greenpeace le
moleste ser financiada por fundaciones ligadas a la industria petrolera, a los
gigantes de la comunicación y al sector de la automoción.9
Este juega también un importante papel, particularmente la General
Motors, propietaria de Cadillac, Chevrolet o Hummer. No hay industria más
contaminante que la petrolera y la de automoción, generosos financiadores de
Greenpeace. Sin olvidar a los medios de comunicación, como la fundación de
Ted Turner y de la potentísima AOL Time Warner, que le sirve para
gestionar desde la CNN y TNT hasta Warner Brothers. No necesita mayor
explicación el que cada acción de Greenpeace sea exhibida en las televisiones
de medio mundo en tiempo real; ya se encargan sus financiadores.
Desde los años setenta existe una serie de organizaciones ecologistas,
como World Wildlife Fund —presidida en su día por el príncipe Bernardo de
Holanda, uno de los fundadores de Bilderberg—, que también sirven a los
fines de dicho club. Los defensores más radicales del cambio climático y del
calentamiento global encuentran sus inspiraciones en círculos muy cercanos
al club: el ecologismo ideológico justifica la necesidad de controlar el
crecimiento humano, e incluso de disminuir la población en miles de
millones de personas —la humanidad es definida como «una plaga»—, con el
argumento de que dañan la Tierra.
Pero la labor fundamental de David Rockefeller ha sido la de articular un
sistema mundial de organizaciones que controlen a los gobiernos y sus
políticas económicas a través de las finanzas. Para ello, contribuyó a la
fundación de Bilderberg en 1954, el club que agrupa a los principales
financieros, a los más importantes jefes de gobierno y a los principales
representantes de medios de comunicación del mundo. Se dice que su agenda
contiene los datos de las 150.000 personas más poderosas del mundo.
Su labor al frente de Bilderberg ha sido esencial durante todos estos años,
imponiendo el silencio sobre todo lo que allí se hablaba (mientras exigía la
máxima locuacidad a los invitados). El propio Rockefeller valoró
públicamente ese silencio, cuando en 1991 hizo público su agradecimiento
«al Washington Post, al New York Times, a la revista Time, y a otras grandes
publicaciones cuyos directores han acudido a nuestras reuniones y han
respetado sus promesas de discreción durante casi cuarenta años. Hubiera
sido imposible para nosotros haber desarrollado nuestro trabajo si hubiéramos
sido objeto de publicidad durante todos estos años».
Esta es una declaración polémica a la que se ha negado veracidad en los
últimos años —como a tantas otras de Rockefeller—, pero, incluso si no lo
es, se corresponde de forma extraña con lo que verdaderamente ha sucedido.
Volveremos sobre ello más adelante.
David Rockefeller y Henry Kissinger han sido desde sus inicios la
columna vertebral del globalismo. No es solo el CFR, con ser de vital
importancia; es Bilderberg, junto a Donald Rumsfeld o los Clinton, en los
últimos años. De hecho, Bilderberg fue criatura predilecta de David
Rockefeller, aunque al no lograr atraer a Japón puso en marcha la Trilateral
(denominada originalmente Comisión Internacional para la Paz y la
Prosperidad) en 1973, a instancias de Zbigniew Brzezinski —personaje
central del Consejo para las Relaciones Exteriores (CFR)—, que sería su
primer director. La Comisión Trilateral ha provisto de un sinfín de expertos
en todo tipo de materias a las sucesivas administraciones estadounidenses,
mientras que cuatro presidentes de Estados Unidos han pertenecido a ella
(dos demócratas y dos republicanos, en perfecto equilibrio: Clinton y Carter,
y Bush y Ford).
El secretismo de Bilderberg fue desvelándose poco a poco, en especial
desde comienzos de los noventa. Algunas de las declaraciones de David
Rockefeller han sido desmentidas, como la que se le atribuye en una cena de
embajadores de la ONU en 1994 y en la que anunciaba que nos acercábamos
a un momento clave de la historia: «Estamos —dijo— al borde de una
transformación global. Lo que necesitamos es una gran crisis, y todo el
mundo aceptará el Nuevo Orden Mundial». No está claro si la verdad reside
en la afirmación o en el desmentido, pero, como en el caso al que hacíamos
referencia antes, se corresponde con sus actuaciones.
En todo caso, es indiscutible que las reuniones mantenidas hasta ese
momento permanecieron en el anonimato con la activa colaboración de los
medios. Los encuentros se vienen celebrando desde 1954, acogiendo
anualmente a unos 130 multimillonarios de los cinco continentes, junto a
dirigentes políticos y propietarios de grandes medios de comunicación de
todo el planeta, más las principales monarquías europeas y los grandes
financieros: es decir, a las más poderosas e influyentes personalidades del
mundo. Y que todo esto se ha negado o satirizado durante décadas, hasta que
finalmente ha podido ser admitido, una vez que se ha estimado al público
preparado para aceptarlo.
Con periodicidad anual, hacia finales del mes de mayo o principios del de
junio, se vienen reuniendo en alguna localidad de pequeño o mediano
tamaño, en un complejo hotelero de lujo que les procure la mayor discreción
posible. El secretismo ha sido completo, aunque hoy ese aspecto ya no sea
tan necesario. Si hasta hace escasos años, mentar el Club Bilderberg
levantaba las peores sospechas, hoy Bilderberg ha saltado de los libros de
culto y de los círculos de iniciados a los titulares de la prensa generalista.
Desde el propio club se justifica la ausencia de transparencia porque así se
favorece una mayor franqueza en el diálogo.
Pero ¿cómo nació esta organización? El Club Bilderberg recibe su
denominación del hotel de la localidad holandesa de Oosterbeek en el que se
celebró el primer encuentro de los más altos mandatarios mundiales, que tuvo
lugar durante los estertores de mayo de 1954. Ofició de anfitrión el príncipe
Bernardo de Holanda, a través de quien se convocó a numerosas
personalidades interesadas en frenar la expansión del comunismo. De hecho,
el propio club proclamó que el objetivo de la reunión era el de «colaborar a
una línea política común entre los Estados Unidos y Europa», así como
oponerse al «comunismo y a la Unión Soviética».
El príncipe Bernardo mantenía contacto a los más altos niveles con los
estadounidenses, los británicos y los europeos occidentales (como antes los
había mantenido con el Tercer Reich), impulsando la constitución del
Mercado Común que se estaba cociendo, para lo que utilizó los oficios de los
poderosos bilderbergers. La visión de estos trascendía la idea de que el
Mercado Común constituía un espacio económico de libre mercado: «No es
completamente desacertado decir que estamos a favor de la creación de un
gobierno mundial; una cosa así sería algo positivo».
Acorde a los principios que se proclamaron en los últimos estadios de la
Segunda Guerra Mundial, el objetivo esencial del Club Bilderberg es el de la
creación de un Nuevo Orden Mundial. Ese escenario debe prepararse a través
de los grandes medios de comunicación del mundo y de las principales
corporaciones financieras. Los responsables de las más desarrolladas
economías mundiales ponen en común sus planes y propósitos junto a las
empresas más poderosas, a las que sirven al margen de todo control político.
El sueño bilderberger es la creación de un mercado único mundial a largo
plazo, un mundo sin barreras, lo que exige la destrucción del estado-nación:
la herramienta es la transferencia de las soberanías nacionales a las
instituciones supranacionales que, naturalmente, ellos controlan. Pero los
globalistas tienen claro que hay que avanzar por etapas; por eso no siempre es
cierto que impulsen los procesos más abiertos de destrucción de las uniones
regionales, como es el caso de la Europa comunitaria, sobre la que hay
distintas visiones dentro del globalismo.
En cualquier caso, no cabe duda de que Europa ha venido siendo un
conejillo de Indias para la construcción del Nuevo Orden Mundial, algo cada
día más abiertamente admitido. Así, otro distinguido mundialista, Javier
Solana, ha aseverado que «el papel de Europa es fundamental. Europa puede
y debe ser, si me permiten la expresión, un laboratorio de lo que pudiera ser
un sistema de gobierno mundial».10
Para construir creíblemente dicho poder mundial es necesario preservar
una apariencia de pluralidad, por lo que pertenecen al club tanto sectores
progresistas como liberales y conservadores, tratando de mantener un cierto
equilibrio entre ellos. Lo esencial es que compartan los objetivos globalistas.
Pero no parece tan sencillo convencer a los estados-nación de que cedan
su poder sin más. Por eso, en primer lugar, han tenido que captar a la
oligarquía política local, hoy ya dispuesta a considerar a sus propios países
como una especie de protectorados del poder mundial. La tarea de los
gobiernos nacionales de los países europeos con respecto al poder de
Bruselas cada vez se parece más a la de los sultanes norteafricanos que
sometían a sus pueblos al dominio británico o francés para obtener ventajas
personales o familiares. Las relaciones se establecen entre la casta indígena y
el poder colonizador, convergiendo ambos en una identidad de intereses que
termina haciendo del poder nativo un factor de aherrojamiento de su propio
país.
Los pueblos ya no deciden nada sustancial; esas decisiones las toman las
élites globalistas. Los políticos nacionales solo gestionan las determinaciones
de la oligarquía transnacional. En último análisis, a los políticos
colaboracionistas les sería muy difícil escapar a dicho control aunque
quisieran, ya que la deuda les sujeta a los principales organismos de crédito
mundiales.
La estructura de Bilderberg se articula en tres niveles. En el primero, los
invitados, que son convocados cada año, y que no tienen más peso que el que
los convocantes les quieran dar. Algunos de ellos son llamados para
consultas, para rendir cuentas o para atraerlos hacia una mayor permanencia
en la organización. En el segundo nivel, la comisión directiva que organiza el
funcionamiento del Club, compuesta por 33 miembros. Sobre ellos, en el
tercer nivel, se encuentran quienes toman las decisiones estratégicas: durante
décadas ese poder lo han ejercido David Rockefeller y Henry Kissinger,
convenientemente acompañados de quienes detenten en cada momento el
poder efectivo a un muy alto nivel, como puede ser el caso de los Clinton.
No podemos olvidarnos de figuras como Donald Rumsfeld, que recoge el
legado de los clásicos bilderbergers como Zbigniew Brzezinski, hombre de
Henry Kissinger y elegido por David Rockefeller para la creación de la
Trilateral, fallecido en 2017, pero cuya influencia es difícil de exagerar.
Particular mención merece Hillary Clinton, una bilderberger casada con un
notorio miembro de la institución, la mejor embajadora del aborto y del
control poblacional en todo el mundo. Las políticas de ayuda al desarrollo
promovidas por ella al amparo de la ONU o del gobierno de Estados Unidos
han condicionado dicha ayuda a la adopción de políticas de lo que llaman
«salud reproductiva» por parte de los estados receptores de las riadas de
dólares que se prometen… solo si los gobiernos incluyen el aborto como un
derecho en sus legislaciones.
En abril de 2015, Hillary Clinton pronunció unas imprudentes palabras en
las que afirmó que «los gobiernos deben emplear sus recursos coercitivos
para redefinir los dogmas religiosos tradicionales».11 Los medios
bilderberger, cuya estrategia es notablemente más cauta, trataron de silenciar
dichas declaraciones, conscientes de que revelaban una estrategia que alejaba
a la señora Clinton en la presidencia estadounidense en 2016. Pero el asunto
se desbordó, y acabó resultando escandaloso. Finalmente, y pese a su
abrumador favoritismo inicial, perdió las elecciones.
De Bilderberg han salido, también, los responsables de las economías
europeas cuando hubo que buscar recambios para afrontar la crisis de 2008 y
asegurar, al mismo tiempo, la fidelidad al proyecto globalista. Así, tanto
Mario Monti como Lukás Papadimos eran miembros de la Comisión
Trilateral, institución que mantiene fuertes vínculos con Bilderberg.
Por supuesto, Bilderberg cuenta con muchas de las principales cabeceras
de la comunicación internacional. Es el caso de la agencia Reuters, que pasa
por ser una agencia informativa general, aunque lo cierto es que una gran
parte de su actividad está relacionada con los mercados financieros. Su
director ejecutivo durante diez años, Peter Job, fue también asiduo de
Bilderberg.
Los medios de comunicación se han mostrado particularmente
colaboradores; en un breve listado, se ha relacionado con Bilderberg a la
CBS, The Economist, The Washington Post, US News and World Report y
The Observer. También al magnate canadiense Conrad Black, y al
norteamericano Rupert Murdoch, a la ABC, a la BBC, al The Wall Street
Journal, la CNN, El País, Financial Times, Die Zeit, London Times y Le
Figaro, entre los más señalados.
Además de ellos, no faltan a sus reuniones los grandes magnates
globalistas, como Bill Gates, Ted Turner y George Soros, frecuentes
invitados del Club. De todos ellos seguiremos leyendo en las próximas
páginas. Bilderberg compone, pues, junto con la Trilateral y el CFR, el centro
de decisión mundial del globalismo.

El Nuevo Orden Mundial


¿Es todo esto una conspiración? Pues según se mire. Si conspirar es reunirse
con otros para torcer la voluntad de un tercero o de unos terceros, entonces sí.
Toda nuestra sociedad es conspirativa. La conspiración es el método por
excelencia de los partidos políticos o de los publicistas. Si conspirar es forzar
las voluntades para que las personas actúen contra sus intereses, para
inducirles a comportase de modo que redunde en beneficio de los
conspiradores, entonces sí. Pero si a todas estas condiciones le añadimos el
carácter secreto, entonces ya no. Hace tiempo que quienes conspiran no se
preocupan de esconderse ni de disimular sus maniobras. No se necesita la
oscuridad cuando se posee la ONU, la Unión Europea y el BOE.
Con todo, la pregunta sigue en el aire: ¿qué es lo que busca el globalismo?
¿Es solo el poder por sí mismo? La respuesta es compleja. El ser humano rara
vez se mueve por una sola razón, sino más bien por varias, que suelen
superponerse o complementarse. Por eso, aunque el del poder no sea
desdeñable, el objetivo es también ideológico. Los globalistas quieren
construir un nuevo mundo, en la creencia de que la senda que hemos
transitado hasta ahora es errónea, y nos ha llevado a un callejón sin salida.
Ese proyecto de nuevo mundo es conocido como Nuevo Orden Mundial, un
concepto que rebasa con mucho la idea de un mero ordenamiento de política
exterior para incluir un relleno ideológico muy preciso.
Con todo, no olvidemos un extremo muy importante: todo esto afecta
fundamentalmente a Occidente. Porque, en otras latitudes, los supuestos de la
ideología imperante hoy en nuestra parte del mundo no tienen acomodo.
El Nuevo Orden Mundial se construye sobre una serie de pilares:
a. En lo ideológico, la supresión de la culturas nacionales a través del
multiculturalismo, segura vía a la destrucción de Occidente. Hay que
borrar las fronteras e impedir toda protección nacional. Esa destrucción
cultural viene acompañada de la supresión de la moral social
tradicional para ser sustituida por moralidades parciales o por la
ausencia de toda moral.
b. En lo económico, un capitalismo liberal o un capitalismo público, tanto
da, que desemboque en un capitalismo transnacional: ese es el
objetivo. Hay que eliminar la protección a los nacionales. Será el fin de
la propiedad y el del dinero.
c. En lo espiritual, el sincretismo religioso habrá de sustituir al
cristianismo por la Nueva Era, una especie de espiritualismo
aconfesional; por el agnosticismo; y, sobre todo, por el indiferentismo.
Se busca la colaboración del propio cristianismo mediante una
reinterpretación del ecumenismo que iguale a todas las religiones y
mediante la asimilación al mundo. Su busca, en definitiva, la
colaboración del propio cristianismo para su autodestrucción.
Para alcanzar esos objetivos, el globalismo se sustenta en una ideología
que no está sistematizada, y por tanto no podemos considerarla de la misma
forma que hacemos con el marxismo o con el liberalismo; como se ha dicho,
no es una construcción intelectual sistemática, sino un conjunto de aportes
que reúne una concepción del mundo materialista, procedente de una
corriente izquierdista (marxismo cultural) y de una corriente derechista
(liberalismo globalista, popperianismo). Son las dos caras del globalismo —
complementarias, que no enemigas—, más allá de querellas familiares
inevitables.
De lo dicho hasta ahora, es posible que el lector haya sacado una idea
tumultuosa, inconcreta, confusa. Ya lo advertimos; el globalismo no se
presenta como una formulación canónica, sistemática. Pero sí pueden listarse
sus características, lo que quizá ayude a comprender en qué consiste el Nuevo
Orden Mundial.
1. El vínculo esencial que une a los globalitarios es el
neomalthusianismo; si tuviéramos que definir el globalismo, o hallar el
mínimo común entre los globalitarios, ese sería la idea de que existe
demasiada gente en el mundo. Todas sus acciones las acometen desde ese
supuesto, tanto la promoción del lobby LGBTI, como el aborto o la
inmigración. Se trata de promover la esterilidad.
2. En el ámbito de lo práctico existe un elemento crucial, de carácter
religioso: el ecologismo. La sobreexplotación de los recursos resulta
esencialmente censurable por cuanto daña la Tierra. Esta se convierte en
objeto de adoración, a la que el ser humano debe plegar la consecución de sus
necesidades. No es la creación para el hombre, sino el hombre para la
creación. Primero, el planeta; luego, lo demás. A través de este mecanismo,
hoy ya asumido desde las instancias oficiales como un dogma nuclear, la
lucha contra el cambio climático se constituye como el centro de la acción
política mundial. Su insospechada funcionalidad apenas tiene precedentes,
pues es de aplicación desde los impuestos hasta el control de población.
3. El globalitarismo pretende superar las viejas fronteras, reflejo de unas
identidades que hay que borrar. Por tanto, los estados-nación deben ser
suprimidos y, con ellos, las formas de vida tradicionales. Su soberanía es
cedida a estructuras supranacionales público-privadas que dirigen la
construcción de un capitalismo transnacional, en donde la democracia es
apenas un mecanismo de ratificación de las decisiones de esos poderes; en la
medida en que las instituciones transnacionales —que no han sido elegidas
sino por la casta plutocrática— toman las decisiones trascendentales, la
democracia se convierte en una farsa. La población ya solo tiene capacidad
de elegir a los ejecutores de las decisiones que se adoptan en Washington, en
Bruselas o en Nueva York.
4. El mecanismo para la destrucción de los estados-nación es la
promoción del multiculturalismo (que con frecuencia se confunde
interesadamente con el pluriculturalismo) a través de la inmigración. El
primero aboca al conflicto, al defender la licitud de que los inmigrantes
reproduzcan sus propias leyes, costumbres y normas, al margen de las que
rigen en las sociedades de acogida. La idea de que una misma ley debe regir
un mismo espacio desaparece. Y no pocas veces termina exigiendo la
destrucción de la cultura autóctona, de su identidad étnica y de su forma de
vida y valores.
Podrían añadírsele más elementos, pero básicamente estos son los
comunes. Y esta es la política que han asumido la práctica totalidad de los
estados occidentales: globalismo económico y político, multiculturalismo e
inmigración, ideología de género, ecologismo y feminismo.
Pese a compartir una cierta homogeneidad ideológica, los numerosos
organismos globalistas presentan una diversidad de intereses muy marcada.
Así, las pretensiones de George Soros y las de Bill Gates no son las mismas
y, en ocasiones, pueden colisionar, como sucede en el caso de China,
defendida por el segundo y detestada por el primero. El globalismo no es en
modo alguno un frente unido y exento de contradicciones.
Aunque la realidad no está privada de retos y dificultades, son las propias
exigencias neomalthusianas las que causan el problema; el control de la
población, los anticonceptivos, el aborto, la imposibilidad económica y
psicológica de tener más hijos, generan un envejecimiento de la población al
que hay que dar respuesta. Pero ese envejecimiento solo se puede revertir
teniendo más hijos… o impulsando la llegada masiva de contingentes de
población juvenil procedentes de áreas en las que la población joven presenta
excedentes muy elevados.
Desde el punto de vista globalitario, es indudable que este proceso resulta
ventajoso: en primer lugar, se evita el crecimiento demográfico, objetivo
básico; en segundo, se deprimen los salarios, de lo que los poderosos se
lucran; en tercero, se sustituye la población autóctona, con su homogeneidad
y su sentido de pertenencia a la comunidad nacional, por una mezcolanza
multicultural cuyo resultado es el de privar de sentido de identidad a todos;
no para crear una nueva, sino para negarlas todas.

¿Cómo consigue el globalismo sus fines?


A través de instituciones mundiales o regionales, bien públicas, bien
privadas; o bien, como venimos apuntando desde el principio, público-
privadas. Desde las fundaciones se controla la información en todo el mundo
occidental, sean diarios digitales, sean televisiones o sean las redes sociales.
1. La ONU, hoy, se ha convertido en un organismo que impone las
políticas de género en todo el mundo, las políticas antinatalistas y las
políticas globalizadoras. La ONU está compuesta por una notable cantidad de
agencias, como la FAO o la UNESCO, destinadas a dar cobertura intelectual
y ejecutiva a los propósitos del globalismo. En los últimos meses y años es de
destacar la OMS, agencia de la ONU especializada en la salud.
2. El FMI. A partir de Bretton Woods, cuando los países tienen déficits
en sus balanzas de pagos, deben financiarlos a través de las reservas
internacionales o mediante el otorgamiento de préstamos que concede el
Fondo Monetario Internacional. Para eso fue creado. Para tener acceso a esos
préstamos los países deben acordar sus políticas económicas con el FMI.
Se estableció que los préstamos que cada país solicitaba a este solo podían
ser destinados a cubrir los déficits temporales de balanza de pagos, y se le
daba a cada país deudor un plazo de pago de tres a cinco años.
La consecuencia es que el 2% de la población del mundo tiene en sus
manos el 51% de la riqueza mundial, y el 85% de esta se encuentra
concentrada en tres grandes zonas: Estados Unidos-Canadá, algunos países
de Europa occidental (Gran Bretaña, Francia, Alemania, Suecia, Noruega,
Finlandia, Alemania, España, Italia, Grecia, Islandia) y Asia-Pacífico (China,
Japón, Australia).
3. Las grandes fundaciones privadas: sobre todo las promovidas por Bill
Gates, por Ted Turner, por Rothschild, por Rockefeller o por George Soros.
Se dedican a extender el aborto, la contracepción y la ideología de género,
además de promover la inmigración masiva e ilegal. Estas fundaciones son
determinantes, porque son las que han hecho posible que los gobiernos
implementen las políticas de género o las que han impulsado el ecologismo
ideológico y normalizado el aborto; su abrumador dominio de los medios de
comunicación les ha permitido moldear un imaginario social favorable a
todas estas políticas.
4. Las estructuras transnacionales oficiales, como la Unión Europea, que
está haciendo un papel de primer orden como laboratorio experimental del
globalismo.
5. Las estructuras transnacionales más o menos secretas o, si se prefiere y
como ellos dicen, discretas: la masonería, de importancia aún en muchos
países latinos, mediterráneos y americanos; u organizaciones como la
Trilateral, como el Club Bilderberg o, sobre todo, como el CFR.
6. Las oenegés, como las muy famosas dedicadas al ecologismo, juegan
un papel esencial también, por cuanto son proveedores de la ideología oficial,
junto a las asociaciones feministas, e impulsoras prácticas de los flujos
migratorios hacia Europa.

Los magnates
Son los verdaderos impulsores del globalismo en esta tercera década del siglo
XXI. Se trata de actores individuales que, si bien no aislados, no siempre
actúan de modo coordinado. Pero tampoco hace falta. Los ámbitos de
actuación son muy diversos; no podemos ocuparnos de todos ellos, pero cabe
mencionar a algunos.

George Soros
Si hay algunos agentes mundiales que hayan destacado por su labor globalista
en los últimos años, sin duda debemos señalar a George Soros y Bill Gates.
Ambos han estado muy presentes en la vida pública, y han sido acusados
desde diversas instancias de interferir de modo ilegítimo en el normal
desarrollo de los acontecimientos. Esa acusación no ha causado la más
mínima mella en el caso de George Soros, quien ha admitido abiertamente el
grueso de dichas imputaciones.
Con todo, no comprenderíamos lo que está pasando si interpretáramos los
movimientos de la élite como dirigidos a la obtención de beneficios
económicos. Su exuberancia en ese terreno les exime de cualquier sospecha;
el objetivo de los globalitarios es el poder, no el dinero. De hecho, Bill Gates
y Warren Buffet —dos de entre las cinco principales fortunas mundiales—
impulsan «The Giving Pledge», una iniciativa que persigue que los
multimillonarios donen el grueso de sus fortunas —bien en vida o a su
muerte— para ayudar al diseño del mundo futuro.12 Es notable la cantidad de
personas que persisten, empero, en su creencia de que el verdadero impulso
de los globalitarios es la obtención de más dinero por adoración misma al
poder económico y al bienestar personal.
Tampoco para George Soros, como ocurre en el caso de Gates, se trata de
una cuestión crematística. Hace mucho tiempo que Soros —un nonagenario
— no piensa en términos de ganancias económicas. Ciertamente la avaricia
tuvo su asiento en la biografía del magnate judeo-húngaro, pero una vez
construido este como personaje internacional, aquella dejó paso a la ambición
del poder.
Naturalmente, el poder para Soros no es un objetivo vacío de significación
ideológica; al contrario. Nacido en el seno de una familia judía en la que su
padre era un ardiente defensor del esperanto, heredó las aspiraciones
internacionalistas del progenitor. La familia, que sobrevivió a la dura
persecución antisemita en Hungría durante la Segunda Guerra Mundial,
cambió su nombre originario «Schwartz» por el de «Soros», un palíndromo
que en esperanto significa «el que se elevará».
Exiliado en Gran Bretaña, se convirtió en discípulo de Karl Popper. Pero
no parece que su estancia en el Reino Unido despertase en él lealtad alguna
hacia ese país, por cuanto en 1992 —convertido treinta años atrás en
especulador financiero— logró que la moneda británica saliese del Sistema
Monetario Europeo, ganando 1.000 millones de dólares en la operación y
sirviendo los intereses de la élite liberal thatcheriana.
Se hizo socio de sir James Goldschmidt y de lord Rothschild, quienes
trataban de evitar que Alemania aglutinase la economía europea y estrechase
sus lazos con la Rusia recién salida del comunismo. De hecho, al año
siguiente intentó hundir el marco alemán, generando una enorme
incertidumbre. Porque lo que Soros pretende es impedir una Europa
poderosa.
Su posicionamiento anticomunista es inequívoco. Soros apoyó a los
movimientos de oposición tras el telón de acero, financiando al sindicato
Solidaridad —que tan eficaz fue en la lucha contra el dominio comunista en
Polonia— y también a Václav Havel. Desde entonces, se ha interesado
enormemente por el mundo oriental europeo, tratando de imponer una
estrategia de fragmentación en esa región y, sobre todo en los últimos años,
de debilitamiento de Rusia.
Durante el desmantelamiento de la Unión Soviética, a Moscú se le
prometió que, a cambio de deshacerse del comunismo, los occidentales se
mantendrían alejados de las fronteras de los países de la antigua URSS.
Ninguno de ellos entraría en la OTAN, y los fronterizos serían neutralizados
al no serles permitido formar parte de ningún bloque; pero los occidentales
han venido incumpliendo esa promesa sistemáticamente. Y uno de los
instigadores de esa política ha sido Soros.
Desde el año 2000, Soros financia las llamadas «revoluciones de color»,
empezando por la de Serbia de ese año; luego, la «revolución rosa», en
Georgia, en 2003; la «revolución naranja», en Ucrania, en el 2004; la
revolución de los Tulipanes en Kirguistán, en 2005. Y otra docena larga de
revoluciones en las que, en todas ellas, se agitó un nacionalismo antirruso y
prooccidental. 13
Soros también jugó un papel en el catastrófico episodio conocido como
Primavera Árabe, orquestado desde Washington a fin de enfrentar a los
musulmanes entre sí y frenar la creación de una banca islámica independiente
del dólar, un organismo nacionalizado de corte islámico, básicamente en
manos iraníes, sirias y libias (que fue la razón que precipitó la intervención
estadounidense, a instancias de Goldman Sachs y el grupo Rothschild).
El papel de Soros en este asunto consistió en coordinarse con la NED
(National Endowment for Democracy) y la CIA para fortalecer a las
organizaciones izquierdistas a través de sus oenegés; en particular,
impulsaron la candidatura de El-Baradei en Egipto, conocido globalista y
premio nobel de la paz 2005, y que terminó resultando frustrada: a Mubarak
le sucedió un gobierno fundamentalista, más tarde depuesto por otro gobierno
militar. Ese gobierno no era tampoco ajeno a los intereses globalitarios: Soros
está financiando a diversos grupos ligados a los Hermanos Musulmanes.14
El resultado de la llamada Primavera Árabe fue el caos en la región, la
generalización de la violencia en el Próximo Oriente y el norte de África y el
surgimiento del Estado Islámico, que durante años asoló la región entre Siria
e Irak y que sigue haciéndolo en diversas partes del mundo musulmán.
A George Soros se le calcula una fortuna de algo más de 25.000 millones
de dólares, dos terceras partes de la cual las tiene invertidas en sus
fundaciones Open Society, desde las que actúa favoreciendo la causa del libre
mercado no sujeto a restricciones nacionales. Desde hace casi treinta años,
forma parte del Consejo de Relaciones Exteriores (CFR), piedra angular del
poder globalista en el mundo.
El proyecto de Soros —que fue sostenido por Washington hasta la llegada
de Donald Trump a la presidencia y que ha sido retomado después— está
canalizado desde lo que se conoce como USAID, una agencia ligada al
Departamento de Estado. USAID ha contribuido a la desestabilización de
Hispanoamérica, con los resultados conocidos, y a las revueltas árabes y a las
dirigidas contra Rusia. Para ello, USAID dispone de NED (National
Endowment for Democracy) que, como ellos mismos admiten, se dedica a
«lo que hace veinticinco años llevaba a cabo la CIA»,15 y que recibe
subvenciones de grupos privados, entre los que destacan las fundaciones de
Soros.
Las revoluciones en el Próximo Oriente y en el norte de África también le
han procurado una supremacía económica, política y financiera, obteniendo
un acceso a los recursos minerales y petrolíferos, así como adjudicaciones de
infraestructuras.
Pese a la oposición de Francia, a quien afecta la ambición de Soros en el
continente negro, su penetración en África ha sido fulgurante. El modo de
operar es siempre el mismo: tras enviar oenegés a esos países, a las que se
dota de grandes cantidades de dinero, comienzan a destaparse escándalos de
corrupción entre la élite de la nación, al tiempo que un movimiento
ciudadano preparado de antemano se lanza a las calles a exigir el fin del
gobierno. Un movimiento, ni que decir tiene, apoyado por las oenegés. Las
de Soros.
En un par de ocasiones su relación con Estados Unidos, país del que —no
lo olvidemos— es ciudadano, se ha desenvuelto de modo conflictivo. Soros
se distanció a comienzos de siglo de George Bush, pese a que compartían
intereses comunes; y más tarde se enfrentó a Donald Trump, contra el que
orquestó y financió Black Lives Matters y Antifa, con el expreso propósito de
derribarlo, lo que logró. Soros ha sido siempre un decidido partidario de los
demócratas, partido que colonizó junto con Hillary Clinton y los radicales de
los sesenta para transformarlo en un instrumento al servicio del globalismo.
Como se ha dicho, Soros lleva años financiando a grupos radicales, desde
activistas negros hasta antifascistas, a fin de promover la inestabilidad en su
país. Uno de ellos ha sido Black Lives Matter, pese a los desmentidos
oficiales, que estaba en el origen de la protesta destinada a derribar a Donald
Trump. El objetivo de Soros era sacar de la Casa Blanca a este para que
Estados Unidos volviera al sistema de relaciones internacionales anterior y
terminase con las políticas proteccionistas del neoyorquino. Para ello, Soros
financió a los movimientos expresamente contrarios al expresidente de
Estados Unidos como Not My President o Shame, además de promover la
llamada «Marcha de las Mujeres», que tuvo lugar por primera vez en enero
de 2017, casualmente al tiempo que Trump tomaba posesión. Una curiosa
protesta contra un presidente que no había comenzado a gobernar.
Una de las actividades más reconocibles de George Soros ha sido el
impulso a la inmigración en todo el mundo. Nadie ignora que es él quien ha
estado detrás de las caravanas que, desde Centroamérica, se han enviado a la
frontera sur de Estados Unidos. Pero, sin duda, la acusación más contundente
es la del presidente de gobierno húngaro, Víctor Orban: Soros no solo está
detrás de las riadas de ilegales que cruzan el Mediterráneo, sino que se
inmiscuye en cuestiones internas de los estados.16
Consideremos, de momento, la cuestión de la inmigración.
Entre las muchas tareas asignadas por Soros a sus oenegés, destaca por su
importancia la de la creación de canales, complementarios con los de las
mafias, para impulsar la emigración ilegal a través del Mediterráneo. Dicha
emigración, dirigida hacia el sur de Europa, ha tenido además la
consecuencia de enfrentar a un determinado número de países de la Unión
Europea con la mayoría adicta a Bruselas. Ese, sin duda, es uno de sus
propósitos colaterales: la destrucción de la Unión Europea, tal y como el
propio Soros lleva pronosticando desde 2016.
Las organizaciones que actúan junto con las mafias en el Mediterráneo
están todas alineadas con el proyecto globalista. Una de las principales,
MOAS (cuyas siglas significan «Estación de Ayuda a los Migrantes en Alta
Mar»), está ligada a un empresario, Christopher Catrambone, importante
donante de la campaña de Hillary Clinton en 2016. Otro de sus colaboradores
es Avaaz.org, brazo europeo de Moveon.org, oenegé estadounidense de
George Soros, y actualmente uno de los principales sustentos del movimiento
Black Lives Matters, y que nunca ha escondido un radical posicionamiento
antiTrump. Y Save the Children —financiado por Open Society Foundation
— ha sido relacionada por la fiscalía italiana con las mafias de tráfico de
inmigrantes, y ha venido operando a través del barco Astral, propiedad de
Open Arms y cedido por el multimillonario Livio Lo Monaco.
La connivencia entre las oenegés de Soros y las mafias de tráfico de
personas en el Mediterráneo es algo más que materia de especulación. El
director de Frontex, Fabrice Leggeri, ha señalado que «algunas oenegés
hacen de taxis para el tráfico de seres humanos», mientras un fiscal italiano
que investigó dicho tráfico, Carmelo Zuccaro, estableció que «algunas
oenegés podían estar recibiendo financiación y ayuda de las mafias de tráfico
de seres humanos; me consta que hay contactos entre unos y otros».17
Los principales buques, como el Aquarius y el Dignidad 1, sin embargo,
son tripulados por Médicos Sin Fronteras, también propiedad de la Open
Society. La pretensión de que su ayuda es simplemente humanitaria y que no
persigue ningún otro fin se ha visto más que cuestionada. Recientemente, el
responsable en España de esta organización internacional ha declarado que
hay que incrementar el efecto llamada para atraer más emigración. Médicos
Sin Fronteras proclama que sus actividades solo tratan de aliviar situaciones
de emergencia humanitaria, sin intenciones ulteriores. Pero a la luz de sus
propias declaraciones tal pretensión resulta poco creíble.
La realidad es que, explícita o tácitamente, estas oenegés organizan el
tráfico de seres humanos en el Mediterráneo. Son ellos, junto con las mafias,
quienes provocan el fenómeno que dicen querer combatir. Incrementando el
problema, incluso han recabado y obtenido la ayuda de algunos estados,
como sucedió en los casos del Reina Sofía, de la marina española.18
El vínculo común a todos ellos es el magnate George Soros.
Soros, pese a su posición contraria a la Unión Europea, se ha ocupado de
encontrar amplio respaldo en las instituciones comunitarias. Poco antes de la
irrupción de la pandemia, la publicación francesa Valeurs Actuelles
informaba del modo en que Soros se había asegurado el control del Tribunal
Europeo de Derechos Humanos, el conocido como Tribunal de Estrasburgo,
lo que en su día generó un cierto escándalo en nuestro vecino del norte.19
En los últimos diez años, siete oenegés vinculadas a Soros han estado
enviando sus jueces para formar parte de dicho tribunal. Veintidós de entre
cien tenían nexos directos con Soros o alguna de su organizaciones hace
apenas unos años. Actualmente, la cifra se ha incrementado sustancialmente.
Un ejemplo paradigmático es el del húngaro András Sajó. Desde hace
décadas su trabajo ha girado en torno a la presencia de los símbolos religiosos
en las sociedades y la abolición de la pena de muerte. Su condición de jurista
de alto nivel le cualificó para elaborar varias constituciones tras la época
soviética. Ha trabajado para Naciones Unidas y para el Banco Mundial. Lleva
vinculado a la Open Society Foundation desde 1988.
No es, pues, causal la jurisprudencia que va acumulando el Tribunal de
Estrasburgo, clave para la aprobación de las legislaciones europeas; así, los
hombres de Soros han podido obligar a Austria, Italia y Grecia a legalizar el
matrimonio del mismo sexo; a Polonia a promover o no actuar contra el
aborto; a Hungría a abolir la pena de cadena perpetua. Todo ello es posible
debido a que se suelen escoger los jueces de este tribunal de entre los
procedentes de organizaciones que no estén ligadas a instancias
gubernamentales. Eso le permite a Soros infiltrar a los suyos sin levantar
sospechas.
Además, según se ha hecho público a partir de lo que se han llamado los
papeles de Soros, este controla o influye como mínimo sobre un tercio de los
europarlamentarios, al menos 226 diputados de un total de 751, según datos
de hace seis años; con seguridad, hoy serán muchos más.
Sumándose a otras muchas protestas que en absoluto se limitan a la
Francia en la que se ha publicado este artículo, el exeurodiputado Philippe de
Villiers no se ha privado de afirmar que George Soros tiene hoy más poder en
las instituciones europeas que una nación como Francia.

Soros y España
Ante la inacción del Estado español, el independentismo catalán ha estado
ganando numerosas batallas internacionales en los últimos años. Desbordado
el gobierno de Madrid en tiempos de Rajoy, se dedicó este a echarle la culpa
a Rusia de apoyar al secesionismo, asegurando que disponía de unas pruebas
que jamás mostró. Por el contrario, algunos de nuestros socios y aliados,
como los países bálticos, comenzaron a pronunciarse en favor del
independentismo catalán. Particularmente Letonia se mostró beligerante, tras
haber recibido 6 millones de euros del gobierno de Artur Mas, procedentes,
por cierto, de la masiva evasión de capitales a Panamá llevada a cabo por el
clan Pujol.20
Además, los parlamentos de Dinamarca y Suiza aprobaron apoyar «una
salida democrática y negociada» a la cuestión catalana. Y los parlamentos
finés y sueco condenaron la «violencia policial» que tuvo lugar el 1 de
octubre de 2017.
Y mientras Eslovenia declaraba que los catalanes «tienen derecho a la
autodeterminación» y rechazaba «el uso que el gobierno español hizo de la
fuerza y las amenazas de una intervención militar», el ministro de Interior del
gobierno belga se mostraba dispuesto a que «Bélgica fuese el primer país en
reconocer la independencia catalana». Los independentistas, además,
pudieron presumir de ciertas connivencias con el poderoso estado de Israel
pues este, aseguraba Artur Mas, «es claramente un compañero de viaje de
Cataluña».21
Y en ese batiburrillo de influencias externas sobre el proceso
independentista, debe señalarse una determinante: la de George Soros. ¿Por
qué tendría el abanderado y ejecutor del globalismo interés en la
fragmentación de España? ¿Acaso esta no podría alentar una serie de
conflictos en los estados europeos en los que existen querellas internas de
tipo nacionalista?
Por supuesto que sí. Y es que lo que persigue el globalismo es la
destrucción o el debilitamiento del estado-nación, y nada mejor que
fragmentarlo para debilitarlo. A eso se está dedicando Soros, a eso se está
dedicando el globalismo: no olvidemos que el objetivo no es meramente la
destrucción de la unidad, sino la de la identidad: razón por la cual el mismo
Soros es quien promueve la masiva inmigración ilegal en Europa.
Detrás del movimiento secesionista catalán no se encontraba Rusia: se
encontraba el globalismo, se encuentra George Soros. Su propósito: lograr
naciones sin Estado.
¿Cómo articuló George Soros la ayuda al independentismo catalán? La
oenegé de Soros, Open Society Foundations, abrió sus puertas en Barcelona
en octubre de 2012. Al frente de ella se situó a Jordi Vaquer, que hasta
entonces había sido director de CIDOB, un think-tank globalista del que
formaban parte destacados socialistas como Narcís Serra y Javier Solana. A
las pocas semanas, a comienzos de 2013, Vaquer y el propio Soros
inauguraban la actividad de Open Society y comenzaba a financiar
conferencias y organismos destinados a promover la causa tanto del
mundialismo y de lo que Soros denomina «sociedad abierta», como la causa
secesionista.
La promiscuidad entre la Open Society Foundations y el CIDOB era tal
que la sede de la primera estaba en un inmueble de la segunda. Soros empezó
a financiar a CIDOB y esta se lanzó a propagar la idea de la «trama rusa»
mientras enviaba informes a la Unión Europea en los que apoyaba la
independencia de Cataluña.
La trama rusa fue desarrollada por Nicolás de Pedro, hombre puente entre
CIDOB y Open Society, y ligado al periódico El País. De ese periódico salió
el impulso fundamental para dar credibilidad a la trama rusa, a través de
David Alandete —impuesto en la subdirección de El País en 2014—. De
Pedro fue también el autor de las listas de periodistas supuestamente
prorrusos y del informe del Atlantic Council en el que se criticaba duramente
la actuación del gobierno español el 1 de octubre de 2017.
Para los fines de propaganda que se perseguían era imprescindible aplicar
la táctica de no-violencia que venía impulsando Soros en todo el mundo. Se
trataba de dar una imagen de pueblo pacífico frente a un Estado español que
empleaba los métodos más brutales en la represión de las ansias de libertad
del pueblo catalán. Para ello, la organización NOVACT (Instituto
Internacional para la Acción No Violenta), que muestra su apoyo abierto a la
causa secesionista, recibía apoyo de la Fundación Anna Lindh, parte del
entramado de Soros radicado en Turquía.
Durante la jornada del 1-O, el independentista Martí Olivella, al frente de
NOVACT, fue quien dirigió la construcción de los muros humanos que
entorpecían las labores policiales. Olivella bloqueó el acceso a los colegios
electorales y fue él también quien formó a los CDR en materia de resistencia
pasiva frente a la policía. El ayuntamiento de Barcelona le premió unos
meses más tarde con un contrato para gestionar tareas de formación en
«derechos humanos» por valor de 370.000 euros.
Independent Diplomat, la oenegé de Soros, dirigía, mientras tanto, una
carta muy crítica contra el gobierno de España al presidente de la Comisión
Europea, Jean-Claude Juncker, al presidente del Consejo Europeo, Donald
Tusk y al vicepresidente primero, Frans Timmermans. Y Soros seguía
promoviendo actividades en el Centro de Cultura Contemporánea de
Barcelona y financiando a la New America Foundation, un think-tank
globalista que consideró que una Cataluña independiente sería positivo para
el sistema de defensa occidental. Entre ambos dedicó medio millón de euros.
La financiación por parte de George Soros del entramado independentista
está fuera de toda duda. La relación comenzó en tiempo de Artur Mas y
consistió en solidificar las fuerzas secesionistas en torno a un proyecto
concreto y a unas determinadas organizaciones. El impulso vino dado por un
variado elenco de agencias globalistas, y muestra el interés del mundialismo
en la ruptura de España.
Dicha relación comenzó con la financiación de Independent Diplomat —
dependiente de Soros— con 1,6 millones de euros a través de Diplocat, el
Servicio de Diplomacia Pública de Cataluña. Las relaciones de la
Generalidad con Independent Diplomat se han establecido también a través
de las embajadas, sobre todo de la radicada en Estados Unidos.
Recordemos que Independent Diplomat ha estado detrás de la
independencia de Kosovo y ha apoyado a los fundamentalistas islámicos
enemigos de Bashar al-Ásad. Recíprocamente, Artur Mas pagó más de millón
y medio de euros por el «asesoramiento» de las organizaciones de Soros.
Mientras tanto, por increíble que parezca, el Estado español le ha estado
permitiendo a Soros invertir en Cataluña Caixa, Iberdrola o Bankia e incluso
entrar en Liberbank, a través del FROB.
También financió con casi 80.000 euros al Instituto de los Derechos
Humanos de Cataluña, cuyo presidente, David Bondia, no ocultaba su
adhesión a Carles Puigdemont. Las fundaciones de Open Society han estado
inyectando fondos al Observatori DESC, próximo al independentismo, del
que fue coordinadora Ada Colau y del que es miembro el propio Gonzalo
Boye, de pasado terrorista y abogado de Carles Puigdemont. Pero la relación
no acaba ahí: a través de su entramado de oenegés, Soros ha invertido en
DXC Technology, empresa que facilitó el recuento de los votos tras el
referéndum ilegal que se celebró en Cataluña.
El magnate también ha invertido en otras cuentas de empresas y
organizaciones que contribuyen a desestabilizar el país a través de sus
fundaciones y de sus socios Jaume Roures y Carlos Vilarrubí. Con Roures a
través de la participación de Soros en el capital de La Sexta, en torno a un
9%. Las conexiones de Roures con el proceso independentista no son ningún
secreto, razón por la cual se ha visto sistemáticamente favorecido por la
Generalidad. A través de Gala Capital, Soros también ha estado vinculado a
El País, así como con la familia del Pino y las hermanas Koplowitz. Gala
Capital controló las comunicaciones de la web del referéndum.
Cuando se produjo el 1-O, la televisión de Roures proyectaba las imágenes
de la represión policial al mundo, mientras esa misma tarde, el vicepresidente
del FC Barcelona, Carlos Vilarrubí, intentaba que el equipo no jugase su
partido de fútbol contra la UD Las Palmas, instrumentalizando al club para
conseguir llamar la atención internacional. Leo Messi, que se negó a
secundarle imponiendo jugar, le chafó la estrategia, y Vilarrubí dimitió.
A George Soros le interesa la destrucción de España porque su finalidad es
eliminar los estados-nación, y Europa es el laboratorio de los globalistas,
como en su día manifestó Javier Solana. La emergencia de una república
catalana independiente podría desencadenar una efervescencia nacionalista en
las viejas naciones europeo-occidentales, como en Bretaña y Córcega,
Padania, Flandes y Escocia.
La gravedad de lo que ha emprendido George Soros estriba en que su
apoyo al independentismo catalán no obedece a un capricho personal, sino
que es el designio de las élites transnacionales que pugnan por imponer el
globalismo en todo el mundo.22 Sorprende que, a estas alturas, aún haya
quien pretenda legítima la pregunta de cómo es posible que quienes tienen un
designio globalista puedan estar a favor de la fragmentación de las naciones
europeas. Como si la destrucción de las naciones no fuese el requisito
esencial para la construcción globalista.

Bill Gates
Mientras que Soros es un ventrílocuo, cuya estrategia pasa por permanecer en
la sombra, Bill Gates representa un tipo de globalitario completamente
diferente: pese a su timidez —real—, le gustan la exposición y el
reconocimiento públicos. A su alrededor se ha generado una especie de
leyenda, una actualización del self made man norteamericano, un triunfador
sobre la adversidad. Como en una parodia del nacimiento en la gruta de
Belén, se ha extendido la especie de que montó la empresa destinada a
revolucionar el mundo en un garaje; claro que lo mismo se ha dicho del
nacimiento de Amazon, de Apple, de Netflix o de Google. Prodigios de los
garajes californianos. La realidad es que Gates nació en una familia
privilegiada, que estudió en Harvard y que jamás pasó la menor privación.
Hoy, su importancia no puede ser mayor. Convertido en propietario o
accionista de gigantescas corporaciones de todo tipo, es, con seguridad, el ser
humano —público o privado— más poderoso del mundo. Si Soros es el
impulsor de grandes fenómenos sociales, como la inmigración o el lobby
LGBTI, el empeño de Gates es antropológico: quiere cambiar nuestros
hábitos, nuestra forma de viajar, nuestra dieta, la fauna, las enfermedades o
incluso la radiación solar que alcanza la superficie del planeta. Y si hay
alguien en disposición de conseguirlo es, sin duda, él.
Así, durante la primavera y el verano de 2021, Oxitec, empresa financiada
por Gates, ha soltado en el sur de Estados Unidos decenas de miles de
mosquitos modificados genéticamente, para combatir la transmisión de
enfermedades, pese a la oposición de ambientalistas y científicos.23 Todo lo
cual, dicho sea de paso, no le ha disuadido lo más mínimo.
Bill Gates y su exesposa Melinda actúan a través de la Fundación Bill y
Melinda Gates, que parece que no va a cambiar su nombre pese al divorcio de
la pareja en 2021, tras las revelaciones que relacionan al magnate con el
pederasta Jeffrey Epstein y el mantenimiento de relaciones con diversas
mujeres durante la época en que estuvo al frente de Microsoft. Sea como
fuere, a través de dicha entidad, los Gates controlan una enorme cantidad de
organismos ligados a Naciones Unidas.
De entre esas organizaciones, hay que señalar los aportes a las que se
dedican a financiar abortos por todo el mundo, un obvio método de control
demográfico que limita el crecimiento de la población. Y es que la familia de
Bill Gates ha estado siempre ligada a ese objetivo: su padre trabajó en la junta
directiva de Planned Parenthood,24 la gran financiadora de abortos en todo el
mundo. En realidad, Planned Parenthood no nació solo como una corporación
antinatalista, sino que tuvo una clara orientación eugenésica, por más que hoy
trate de negarse por todos los medios. Y es que su historia debería hacerle un
claro aspirante a ser «cancelada» con urgencia.
Planned Parenthood existe oficialmente con esa denominación desde
1942, pero su fundación se remonta a 1921, cuando Margaret Sanger fundó la
Liga Estadounidense de Control de Natalidad. Un siglo después, cuenta con
más de seiscientos centros en Estados Unidos. Planned Parenthood realiza la
tercera parte de todos los abortos practicados en el conjunto del país; su
presupuesto alcanza la astronómica cifra de 1.300 millones de dólares, de los
que casi un 45% procede de la financiación gubernamental.
Quizá así se entiendan mejor las declaraciones que hizo su presidente,
Alexis McGill Johnson, en el sentido de que «no podremos soportar otros
cuatro años de presidencia de Donald Trump; tenemos que hacer todo lo
posible para sacarlo de su despacho».25 Y es que Trump cortó la financiación
a la multinacional del aborto sin mayor consideración, lo que condujo a esta a
una situación financieramente complicada.
Margaret Sanger, su fundadora, consideraba que debía eliminarse la
diferencia sexual entre el hombre y la mujer, por lo que los anticonceptivos,
en la medida en que permitían evitar la maternidad —principal fuente de
distinción entre los dos sexos—, representaban un salto adelante en el camino
a la libre elección de sexo. El objetivo era el de la aparición de una nueva
raza de humanos, que solo podría surgir allí donde la humanidad estuviera ya
de por sí más evolucionada: el paraíso debería ser los Estados Unidos, de no
ser porque los latinos y los negros lo impedían. Si sobre los primeros no tenía
duda de que eran intelectualmente inferiores, sobre los negros opinaba que
había que esterilizarlos.
Naturalmente, una organización como el Ku Klux Klan, racista y
anticatólica, encontraba en las ideas de Sanger una justificación de sus ideales
en favor de una América blanca, sajona y protestante. De modo que Sanger se
dirigió al Klan, por entonces muy nutrido de mujeres, en docenas de
ocasiones, pues compartían objetivos.
En principio, Sanger era partidaria del control de natalidad, si bien
afirmaba rechazar el aborto. Sin embargo, con el tiempo fue modificando su
posición. De hecho, hoy sabemos que la introducción de métodos
contraceptivos hace aumentar, y no disminuir, el número de abortos. Un alto
directivo de Planned Parenhthood, Malcolm Potts, así lo reconocía ya en
1979.26
Las intenciones eugenésicas y racistas de Sanger están fuera de toda duda:
incluso hoy, y siendo que los negros constituyen el 12% de la población
estadounidense, sufren el 35% de los abortos. Resulta perfectamente
explicable que el 78% de los centros de la multinacional abortista se
encuentre en zonas en las que viven minorías no blancas, sobre todo en
barrios negros.
Planned Parenthood no se limita a ofrecer sus servicios para que las
mujeres aborten. Ha hecho, además, un enorme negocio de estas prácticas,
como muestra el escándalo que saltó a la prensa en 2015 cuando se descubrió
el tráfico de órganos de bebés con el que se lucraba sin el más mínimo pudor.
Increíblemente, la administración estadounidense del presidente Obama se
solidarizó en público con Planned Parenthood y exigió investigar al Center
for Medical Progress, que había sido quien denunció el escándalo.
El juez William Orrick no solo impidió que las imágenes grabadas con
cámara oculta por los denunciantes se distribuyeran, sino que sancionó con
una multa de 200.000 dólares a David Daleiden, que había sido el autor de la
denuncia. Al juez le dio igual que en los vídeos se viese a empleados que
explicaban cómo aprovechar las partes del feto, así como el monto de los
ingresos en dólares que obtenían con ello, o que en una gran parte de casos ni
siquiera consultasen a la madre. Como quiera que las partes de los fetos
obtenidas más tardíamente son más valiosas, Planned Parenthood se muestra
especialmente proclive a los abortos más tardíos.
Nada extraño si se tiene en cuenta que la mitad de los congresistas del
Partido Demócrata cobra sobresueldos de Planned Parenthood y que el propio
Obama recibió de ella casi 2 millones de dólares para su campaña a la
presidencia. En el ciclo electoral de 2014, Planned Parenthood gastó 6,5
millones dólares en los candidatos demócratas. Por supuesto, la
administración Obama no se limitó a la defensa de la empresa abortista en
Estados Unidos, sino que ha promovido la adopción del aborto como derecho
en un sinfín de países, sobre todo de Iberoamérica. Su mejor embajadora ha
sido Hillary Clinton. No es casualidad que la hija mayor de Cecile Richards,
presidente de la multinacional abortista, haya trabajado para ella.
Durante la campaña de 2020, Planned Parenthood, junto a otras iniciativas
como Black Lives Matters, formó uno de los principales apoyos de las
candidaturas demócratas. Para que nos hagamos una idea de la magnitud de
la oposición al expresidente de Estados Unidos Donald Trump, entre las
empresas que colaboran con Planned Parenthood podemos citar nada menos
que a American Express, Bank of America, Boeing, Nike, Deutsche Bank,
Microsoft, Starbucks, Avon, Pepsico, Nestlé y, por supuesto, la Fundación
Bill y Melinda Gates, la Fundación Buffett, la Fundación Ford y la Fundación
Turner.
Bill, el hijo de aquel Gates directivo de Planned Parenthood, recoge hoy la
herencia paterna, extendiendo por el mundo los llamados «derechos
reproductivos» por los cinco continentes: el aborto.
Además de su apoyo activo al FMI y al Banco Mundial, quien financia
una amplia gama de actividades de este tipo, Bill Gates hace ya muchos años
que se ha lanzado a una campaña de vacunación por todo el mundo. Una
campaña que, a la luz de lo sucedido durante la llamada «pandemia», ha
terminado por resultar polémica. Es cierto que se han producido acusaciones
contra Gates que son manifiestamente falsas; se han colado exageraciones y
se han inventado datos y declaraciones que no pueden darse por buenos. En
último término, es difícil determinar a quién puede aprovechar este tipo de
cosas, pero, en todo caso, debe manifestarse su naturaleza espuria.
Otras acusaciones presentan mayores visos de verosimilitud, como lo
sucedido en Kenia en 2014, cuando los obispos de ese país encargaron
estudios sobre las vacunas contra el tétanos que, según ellos, probaban una
intención de esterilizar a las jóvenes inoculadas. Las acusaciones acerca de
que la Fundación Bill y Melinda Gates han promovido la experimentación de
vacunas en poblaciones marginales se han acumulado en los últimos años.
Algo que ha propiciado sospechas del peor jaez, y que han alcanzado los
cuatro puntos cardinales del planeta.27
Pero, sin duda, la labor más interesante de Bill Gates a los efectos que nos
ocupa es la que ha venido desarrollando en torno a la OMS, verdadera
protagonista de los últimos años en el mundo. La OMS está compuesta por la
casi totalidad de los miembros de la ONU, que forman la Asamblea Mundial
de la Salud. Con el paso de los años, sus recomendaciones han terminado por
ser casi de obligado cumplimiento por todos los estados miembros, que es
como decir todos los del mundo.
La idea originaria de combatir de modo colectivo unas enfermedades que
no conocen fronteras parece razonable. Para ello, la OMS se financia a partir
de las cuotas que cada estado miembro abona, lo que se hace en función de su
nivel de riqueza y población. Pero la aportación estatal obligatoria es, hoy,
menos de un 25% del total de la financiación de la organización. Los otros
tres cuartos salen de las donaciones voluntarias, la mayor parte de las cuales
procede de manos privadas. Décadas atrás, esta ayuda representaba un aporte
valioso para la OMS, pero hoy día se ha convertido en un condicionamiento
de su actividad. Hasta el punto de que, en palabras de uno de sus principales
exdirigentes, «la OMS ha sufrido un proceso de privatización y ahora trabaja
en favor de intereses privados».28
¿Cuáles son esos intereses privados?
Aunque no faltan agentes particulares en la financiación del organismo
mundial —como el caso de Ikea—, muchas de las aportaciones dependen de
la industria farmacéutica, que alcanzan los 90 millones de euros. Pero, con
diferencia, la contribución más cuantiosa procede de Bill Gates, quien puede
donar hasta 190 millones de dólares al año, lo que viene a ser unas cien veces
la cuota española. Tras la retirada de Donald Trump de la OMS, cuya
derrama era la principal entre las estatales, Bill Gates se ha erigido en el
árbitro de la organización. Con su 10% sobre el total del presupuesto, él es
quien determina el trabajo de la OMS. Además, desde su posición ha
trabajado para que otros magnates sumen sus fortunas a la entidad
internacional.
No sin motivos, Donald Trump acusó a la OMS de oficiar de correa de
transmisión de los intereses chinos. El director de la misma, el eritreo Tedros
Adhanom Ghebreyesus, es un hombre muy cercano tanto a la Fundación Bill
y Melinda Gates, como al Instituto Aspen, que a su vez está relacionado con
el matrimonio Gates. La proximidad de Tedros a los chinos se ha visto
refrendada por el declarado apoyo de Bill Gates a Beijing, cuya política ha
contrapuesto ejemplarmente a la de su propio país.
La connivencia de Gates con el Partido Comunista Chino viene de lejos.
Ya no se trata de lo inquietante que pueda resultar la emulación de China en
la lucha contra la pandemia, sobre todo si tenemos en cuenta las medidas
dictatoriales del régimen más brutal e inhumano que ha conocido la
humanidad, sino que Gates lleva expresando su admiración por los
procedimientos de Beijing desde hace mucho tiempo.29 Su colaboración en
proyectos de gran calado no es ningún secreto, proyectos que refuerzan la
capacidad y el poder de China en el mundo; y, no lo olvidemos, en obvio
detrimento de su propio país, pues los chinos son el máximo rival de Estados
Unidos.30 De modo que cuando el estallido de la pandemia en China llevó a
Gates a efectuar abundantes donaciones al gigante asiático, resultó más que
natural la publicitación urbi et orbi de su ayuda por parte de Xi Jinping.31
No puede hacerse abstracción de que aquel a quien tan generosamente
apoya el señor Gates, el Partido Comunista Chino, constituye la máquina de
asesinar más terrible de la historia de la humanidad, con decenas de millones
de crímenes sobre sus espaldas. En la China actual se admite que solo el
episodio conocido como «el Gran Salto Adelante», costó 38 millones de
vidas. El Gran Salto Adelante, a fines de los años cincuenta del pasado siglo,
en modo alguno constituye un episodio aislado; con anterioridad y con
posterioridad, el régimen comunista asesinó por millones a sus adversarios o
a quienes pudieran ser considerados como tales. Hoy, sigue perpetrando
atroces crímenes, y ha sido denunciado por cuestiones tales como la
extracción y venta de órganos de seres humanos, acusaciones de la máxima
seriedad y respaldadas por argumentos consistentes.32
Sin embargo, Occidente —inflexible y doctrinario tantas veces con otros
regímenes o países— resulta enormemente condescendiente con Beijing, y se
niega a imponerle sanción alguna pese a las atrocidades que le consta están
cometiendo las autoridades comunistas contra miembros de grupos disidentes
(una disidencia, las más de las veces, que ni siquiera es política).33
Increíblemente, en España, el Partido Popular tiene una relación especial de
colaboración con el Partido Comunista Chino34 con el que se ha
comprometido a no entrometerse en sus asuntos.35
Aunque lamentablemente nos hemos familiarizado con la situación en ese
país, es realmente pasmoso que alguien en el mundo pueda ponerle como
ejemplo de nada que no sea de inhumanidad y genocidio. Más adelante
veremos cómo las élites mundiales tienen, en efecto, a China como modelo.
Modelo, sobre todo, en lo que hace al control social, a la desaparición de
facto de la libertad personal y a la capacidad coercitiva del gobierno sobre las
personas. Podría parecer extraño que alguien como Bill Gates pusiera de
ejemplo a China, pero debemos tener en cuenta que estamos ante un
malthusiano cuyo objetivo es el de reducir la población a cualquier coste, y es
por tanto lógico que el aborto obligatorio chino le parezca de perlas. O que
incluso lo justifique porque así se emite menos CO2 a la atmósfera, como en
ocasiones ha hecho Beijing.
La idea malthusiana, desacreditada desde hace mucho tiempo, ha sido
resucitada por la élite globalitaria por razones prácticas. Es seguro que sus
acólitos tienen perfecta conciencia de que carece de toda base la afirmación
de que la población crece en progresión geométrica y los recursos en
progresión aritmética, tal y como afirmaba Thomas Malthus a comienzos del
siglo XIX. Esto es hoy insostenible, y, de hecho, los recursos son en nuestros
días más abundantes que nunca en la historia; pero ellos, la oligarquía
globalitaria, perciben el peligro del aumento de población no en relación con
los recursos, sino con el mantenimiento de un statu quo del que son
beneficiarios.

El informe Kissinger
El neomalthusianismo saltó de nuevo a la palestra en los años setenta del
pasado siglo. No fue algo casual. Desde fines de los años cincuenta, y más
acentuadamente desde la primera mitad de los sesenta, las colonias europeas
fueron emancipándose de sus metrópolis, sobre todo de Londres y de París.
El anticolonialismo era una consecuencia del resultado de la Segunda Guerra
Mundial; tanto los Estados Unidos como la Unión Soviética tenían un interés
especial en potenciarlo, conscientes de que la hora de Europa había pasado y
de que ellos eran los herederos.
Pero la descolonización no resultó exactamente como sus apóstoles negros
y, sobre todo, blancos, habían previsto. La falta de preparación de los pueblos
que ahora accedían a la independencia era escalofriante, sobre todo en África.
Privados de la dirección de los experimentados administrativos que hasta
entonces dirigían el país (por más que su prioridad fuese la metrópoli) y que
tenían a su cargo a los elementos indígenas, el resultado —tras la explosión
de la colorista alegría inicial— fue el caos en tres de cada cuatro casos. Hasta
ese momento, solo la administración occidental les había procurado una
cierta unidad de la que obtener una modesta prosperidad; desaparecida
aquella, el menguado bienestar desapareció. Lo que estaba por venir se
asemejaba a una pesadilla.
Y una de aquellas consecuencias fue la explosión demográfica. La
población, hasta entonces contenida, se multiplicó con sorprendente facilidad,
y en pocos años comenzó a ser percibida como una amenaza. Mientras en el
mundo occidental el progreso material, el aumento del nivel de vida, los
anticonceptivos y, en general, la revolución sexual y el aborto se imponían,
en lo que ya se denominaba el Tercer Mundo el crecimiento demográfico
resultaba incontenible. África, dos tercios de cuyo mapa estaba en blanco
para los padres de los políticos e intelectuales que pilotaban la
descolonización, saltaba a los titulares de la prensa internacional con
persistencia amenazadora.
El crecimiento demográfico africano y asiático encendió las alarmas en el
mundo occidental. Algunos de los países europeos, dolidos y humillados por
la pérdida de sus antiguos territorios, apenas mantuvieron una presencia
neocolonial —velando por sus propios intereses, en ocasiones incluso con las
armas; el mejor ejemplo es el de Francia en el África central y occidental—,
pero desentendiéndose del destino de las poblaciones. Los Estados Unidos,
empero, comprendieron que se había convertido en un desafío al que más
valía enfrentar con prontitud. A fin de cuentas, ellos habían propiciado la
descolonización, un proceso para el que contaban con la capacidad de los
afroasiáticos para gobernarse a sí mismos. Pero la historia y la realidad
habían mostrado que, en términos generales, tal esperanza ha quedado muy
lejos de cumplirse.
Cuando, transcurrida la primera década tras la independencia, en
Washington se apercibieron de las consecuencias del fenómeno que ellos
mismos habían impulsado, se apresuraron a ponerle remedio. Para comienzos
de los setenta, algo parecido al pánico se apoderó de la clase dirigente
estadounidense —como hemos visto, agrupada en torno al CFR— y
determinaron ponerle coto a la mayor brevedad.
En 1974, Henry Kissinger —secretario de Estado del gobierno Nixon—
diseñó en un informe las líneas maestras de las políticas mundiales de
Washington para las siguientes décadas. En ese informe, el secretario de
Estado norteamericano llamaba la atención sobre el crecimiento de la
población en el Tercer Mundo y sus adversas consecuencias para los intereses
de los Estados Unidos. Sobre todo en lo que hacía al acceso a las fuentes de
materias primas, imprescindibles para el funcionamiento de su voraz
economía.
Consciente de que la situación de desequilibrio entre el norte y el sur era
lo que permitía la hegemonía estadounidense, Kissinger propuso promover la
anticoncepción y la esterilización. El éxito, amparado en la corriente cultural
de su tiempo (a la que Washington había contribuido más de lo que cualquier
representante de la contracultura de los sesenta hubiera estado dispuesto a
admitir), fue fulgurante. De acuerdo a Kissinger, los Estados Unidos debían
imponer un modelo cultural desde la escuela y una visión de la familia
contraria a la natural. Era esencial favorecer las condiciones para la
incorporación de la mujer al mercado laboral, propiciando matrimonios más
tardíos. Además, se extendería el aborto como solución al embarazo no
deseado, inconveniencia mucho más probable tras la inserción de la mujer en
el mundo laboral. En el informe Kissinger, se explicita que «ningún país ha
reducido su población sin el recurso al aborto». Los niveles educativos de las
mujeres y los niños deberían ser deliberadamente bajos, mientras a los
hombres de los países pobres, como en la India, se les remunerarían las
operaciones de vasectomía. El informe remarcaba la necesidad de convencer
a las poblaciones de que era su interés personal tener el menor número de
hijos posible, para lo cual había que cambiar los hábitos sociales.36
Desde esa misma época, las grandes fundaciones como Rockefeller y
Ford, así como el CFR, impulsaron dicho programa hasta que este fue
adoptado por la ONU en la III Conferencia Mundial de Población de
Bucarest, que tuvo lugar en 1974, y en el que se asumieron las posiciones de
la planificación familiar y las políticas anticonceptivas, envueltas en un
lenguaje progresista que trataba de ocultar su función en pro de los intereses
del gran capital.
Rockefeller ya había conseguido en 1967 una declaración de líderes
mundiales con el apoyo de treinta jefes de Estado, incluido el presidente de
Estados Unidos, en la que se manifestaban a favor del control de población.
El documento es un manifiesto en el que se propone la planificación familiar
como solución al crecimiento descontrolado de la población mundial. Eran
los años en que Paul Ehrlich comenzaba a elaborar sus tesis sobre lo que
llamó la «bomba demográfica», un vaticinio sobre el crecimiento de la
población que gozó —y aún goza— de un inexplicable prestigio: ninguna de
las predicciones de Ehrlich se ha cumplido jamás.
El desacreditado neomalthusianismo, largamente desmentido, lo
transformaron en la idea de que un alto crecimiento demográfico perjudicaba
el crecimiento económico de los pueblos, además de ser causa de daños
ambientales e inestabilidad política. Al tiempo que se desplegaban los
movimientos de izquierda sesentayochistas, antinatalistas y en favor del
aborto, abría Planned Parenthood su primera gran clínica abortista en Nueva
York con el apoyo financiero de la Fundación Rockefeller. En China y en la
India se implementaron programas de control demográfico de desigual
eficacia, pero en el primero se calcula que ha evitado el nacimiento de
cuatrocientos millones de personas.
Fue en la IV Conferencia Mundial de Población de 1994, celebrada en El
Cairo, donde se acordó la modificación del lenguaje y de los conceptos que
habían de impulsar estas políticas, y se empezó a hablar de «salud
reproductiva» y de «igualdad y derecho a decidir». La Federación
Internacional de Planificación Familiar propuso, literalmente, «la eliminación
de barreras a la educación sexual tales como el consentimiento paternal».37 Y
la red europea de la Federación Internacional de Planificación de la Familia
se ha convertido en un poderoso grupo de influencia y decisión en el
Parlamento Europeo, que recientemente ha anunciado la promoción del
aborto y la anticoncepción para combatir el cambio climático y favorecer la
inmigración.
No cabe exagerar la influencia del informe Kissinger, pues no solo ha sido
la piedra angular de la política de Washington desde entonces, sino que su
visión del mundo se ha hecho extensiva a todo Occidente. A partir de ese
momento, el globalismo tiene como primer principio el del control de la
población; se debe favorecer todo aquello que limite la población, se deben
favorecer todos aquellos hábitos que promuevan la esterilidad. Quizá así se
entiendan mejor muchas de las cosas que están sucediendo en nuestras
sociedades occidentales.

El Foro de Davos y la Agenda 2030


A lo largo del tiempo, las instancias globalistas han ido siendo desplazadas,
una tras otra, por el surgimiento de nuevas organizaciones, más eficientes. En
la tercera década del siglo XXI, el Foro de Davos —las reuniones del Foro
Económico Mundial— encabeza la lista de las organizaciones globalistas; sus
orientaciones, en este momento, son determinantes para el mundo entero.
Del Foro de Davos ha salido la Agenda 2030, un diseño del mundo en
origen pensado para esa fecha, pero que los acontecimientos más recientes
están permitiendo adelantar. La publicitación de dicha Agenda —y el salto de
las reuniones del Foro Económico Mundial a los titulares de prensa— está
abriendo los ojos a muchas personas que hasta ahora archivaban las
informaciones de este tipo en el cajón de la conspiranoia.
En el mes de enero de 2021 volvieron a reunirse los representantes de la
élite mundial. Unas reuniones convocadas, al menos formalmente, por Klaus
Schwab, fundador del Fondo Económico Mundial. Tras la de este año, se ha
anunciado en la web de la organización que los planes previstos para la
Agenda 2030 se acelerarán, ya que la situación de pandemia mundial así lo
permite. Se dice textualmente: «Un aspecto positivo de la pandemia es que
nos ha enseñado que podemos introducir cambios radicales en nuestro estilo
de vida con gran rapidez. Los ciudadanos han demostrado con creces que
están dispuestos a hacer sacrificios por el bien de la atención sanitaria y otros
trabajadores esenciales y grupos de población vulnerables, como los
ancianos. Es evidente que existe una voluntad de construir una sociedad
mejor y debemos aprovecharla para garantizar el Gran Reinicio que
necesitamos con tanta urgencia». Según Schwab, la urgencia, además de la
pandemia, procede de la emergencia climática.38 Pedro Sánchez incidió en
sede parlamentaria en el mismo punto, cuando dijo que la situación generada
por la crisis sanitaria suponía una oportunidad para acelerar cambios que ya
estaban en marcha.39
Hasta hace poco tiempo, ni los gobiernos, ni los estados, ni los organismos
internacionales, ni los poderes privados se atrevían a plantear un programa
que supusiese la intromisión en la vida privada de las personas. Pero esto ha
cambiado en las últimas décadas, y el proceso —en efecto— se está
acelerando: en Davos, acordes a los objetivos de la Agenda 2030, ya nos
dicen cómo viajaremos y qué comeremos en los próximos años.
En primer lugar, deberemos olvidarnos de viajar en avión. Para un
europeo medio, eso formará parte del pasado; solo si pertenece a la élite o
bien si es un alto ejecutivo y se lo paga su empresa, pisará un aeropuerto.
Como ha dicho Davos, «a partir de 2021, la forma de viajar de las clases
medias debe cambiar rotundamente». En lugar del viajar por el aire, lo hará
por ferrocarril; según Bill Gates: «Los viajes en avión se van a reducir a más
de la mitad en estos próximos años. Los aviones contaminan mucho». Las
clases medias volverán al coche-cama, ya que, en palabras del Foro del señor
Schwab, «es maravilloso hacer viajes en trenes nocturnos». El propio Schwab
ha anunciado que jamás recobraremos el mundo anterior al covid-19.40
La contaminación será la excusa que permita que solo los millonarios
puedan tomar un avión con asiduidad. También los ejecutivos y profesionales
de las grandes empresas. La población, convenientemente adoctrinada
durante décadas, se ha acostumbrado a profesar con unción religiosa el
dogma del cambio climático. Así que los vuelos serán, cada vez más, cosa del
pasado para la mayoría de nosotros.
Para Davos y la Agenda 2030, el modelo es China: serán las grandes
multinacionales y las multimillonarias fundaciones las que determinen las
políticas mundiales, a las que los estados pasarán a servir como brazo
ejecutor. Las tecnológicas impondrán sus condiciones, controlando de este
modo la libertad de expresión, para prestar un servicio del que ya nadie podrá
prescindir. Las elecciones se seguirán celebrando, pero nada se decidirá en
ellas; serán los conocidos filántropos y los ejecutivos de las redes sociales los
que tomen las decisiones por nosotros. Y lo harán siempre por nuestro bien.
Antes de la pandemia, más de mil cien millones de personas volaban
anualmente en la Unión Europea, mientras las rutas comerciales crecían sin
cesar, un fenómeno que venía sucediendo desde 1990. Pero, en los últimos
años, en muchos países de Europa —sobre todo de la Europa septentrional—
se venía desarrollando un movimiento conocido como «La vergüenza de
volar». Se trata de una iniciativa llamada «Stay on the ground» («quédate en
tierra») desplegada por las organizaciones ecologistas para frenar el uso del
transporte aéreo bajo el pretexto de que contamina de forma
desproporcionada. Lo que, dicho sea de paso, no es verdad. Pero el caso es
que, en esos meses inmediatamente anteriores a la pandemia, el tráfico aéreo
descendió en Suecia hasta un 5%. Hoy, el movimiento se extiende igualmente
por Alemania, Holanda y Finlandia.
Una parte de su reivindicación puede ser razonable: la de potenciar los
viajes por tren de media distancia frente a la oferta en avión. El problema es
que las organizaciones ecologistas están tratando de imponerlo por las buenas
o por las malas. Así, Ecologistas en Acción ha manifestado que el puente
aéreo entre Madrid y Barcelona debería prohibirse porque, asegura, «es una
locura climática». Desde esta asociación se quejan de que «volar es muchas
veces la forma más barata de viajar. A veces ridículamente barata. Eso hace
que aparezcan nuevas compañías low cost cada año. Y que el resto entren en
la guerra de precios. Además, hay relación directa entre el aumento de
operaciones de aviación y las ventajas fiscales. Pero esto es debido a que no
pagan impuestos de queroseno. Tampoco pagan IVA…».
De hecho, el manifiesto «Me quedo en tierra» apunta hacia el
apocalipticismo climático, declarando que «cada día nos precipitamos un
poco más hacia un punto de no retorno. La especie humana ha sido capaz de
salvar a sus bancos, pero no a su biotipo».41
Desde posiciones más moderadas, se aconseja que los gobiernos se hagan
cargo del importe del billete de tren que excede el precio de la tarifa de avión
más barata, para disuadir a los consumidores de utilizar el transporte aéreo.
En los Parlamentos de Francia y Holanda se ha debatido la posibilidad de
prohibir los vuelos cuyas distancias se puedan cubrir en menos de dos horas y
media por tren, y en el primero se ha aprobado finalmente que los vuelos que
se puedan cubrir en menos de dos horas y media por tren se eliminen.
El radicalismo ecologista, dispuesto a todo con tal de imponer sus
objetivos, admite que «nadie concibe recorrer 12.000 kilómetros en coche
para veranear una semana», por lo que la consecuencia inevitable es que,
según recoge el propio manifiesto «Me quedo en tierra», «trasladarse en unas
horas a varios millares de kilómetros es un sueño que pertenece al pasado».
Así que debemos olvidarnos, salvo que se sea una persona muy adinerada, de
los vuelos de larga distancia para toda la vida.
En España, entretanto, el gobierno de Pedro Sánchez reparte con
generosidad subvenciones al ferrocarril42 mientras anuncia peajes al tráfico
por autovías y subidas de impuestos a los vehículos individuales y a la
aviación civil.43 El caso español muestra hasta qué extremo de sonrojo los
gobiernos occidentales ejecutan las políticas globalitarias.44
También se nos anuncia que dejaremos de comer carne en 2030, y por las
mismas razones ambientales. El precio de la que se produzca será prohibitivo
para la población general, y solo los muy ricos podrán consumirla. La
generación de un ambiente favorable al animalismo y la extensión del
veganismo han ido preparando el terreno durante años. Llegados a este punto,
no está previsto que la elección sea, exactamente, libre.45 El proceso ya ha
comenzado; se anuncia un incremento muy serio de los precios de los
alimentos en los mercados internacionales, que ya se está produciendo, y que
se trasladará al consumidor a lo largo de 2022 pero que ya se empezará a
notar a fines del actual año en curso.46
Gates, por su parte, no se ha cansado de repetir lo necesario que es
disminuir el consumo de carne y cómo, si la población no lo lleva a cabo de
grado, habrá que imponerlo por fuerza. «Hay que redirigir a la población a un
consumo de carne artificial», que será comercializada como «carne ética» y
«dieta sostenible». Gates es el mayor terrateniente de Estados Unidos y ha
invertido fuertes cantidades en Hampton Creek Foods, Memphis Meats,
Impossible Foods y Beyond Meat; sus empresas se están disparando en bolsa.
Y además es propietario de un fondo de inversión, Breakthrough Energy
Ventures, que promueve las energías limpias y verdes y que, por descontado,
batalla sin descanso contra el cambio climático.47
La campaña contra el vehículo privado hace mucho que comenzó. La
excusa es, claro, el cambio climático y la contaminación. Las ciudades se
están convirtiendo cada vez más en cotos cerrados, de las que es tan difícil
salir como entrar; en Londres se cobra una tasa disuasoria por acceder a la
ciudad que, en efecto, cumple su función con eficacia por debajo de
determinadas rentas: el centro de las ciudades es, cada vez más, un espacio
privado de las clases pudientes. Se ha generalizado el pago por aparcar, pese
a que esto no ha mejorado en ningún sentido el tráfico ni de las grandes ni de
las ciudades medianas o pequeñas. Las alertas por contaminación —que no se
deben en absoluto a la acción del vehículo privado, sino básicamente a las
calefacciones— y que se producen significativamente en invierno en los
lugares que, como Madrid, reciben poca lluvia, son otro impedimento
importante para la entrada en la ciudad. Se reservan espacios sin coches, en
ocasiones grandes extensiones del centro de las ciudades, y se promueve una
movilidad de bajo nivel a partir de bicicletas municipales y patinetes que
ralentizan la velocidad media de desplazamiento. Las multas a los
automovilistas ascienden continuamente, el control mediante radar se vuelve
asfixiante y se disminuye la velocidad permitida en carreteras y ciudades. Se
anuncian peajes para autopistas y autovías que encarecerán los
desplazamientos personales y de mercancías, por lo que estas se derivarán al
ferrocarril. Están previstos más impuestos para el diesel, mientras que una
parte sustancial —hasta una tercera parte— de la ayuda europea para la
recuperación del covid estará destinada a políticas verdes entre las que se
encuentra el coche eléctrico.48
El objetivo no es fomentar el transporte público, sino obligar a su uso. El
horizonte del que nos advierten incluye la renuncia al vehículo privado para
la inmensa mayoría, que se verá obligada a compartir coche (algo que no es
novedad para mucha gente ya hoy, pero que aún presenta un carácter
voluntario). Sencillamente, la idea de poseer un coche propio irá
desvaneciéndose, y será considerada de forma creciente como un acto de
insolidaridad hacia los demás.49 Tener la posibilidad de tomar uno aunque
sea compartido, será visto como un lujo del que sentirse agradecido.
Esa es una de las claves: lo que para nuestros padres, en muchos casos
nuestros abuelos y, desde luego, para todos los nacidos desde los cincuenta
en adelante, era normal y habitual, pasará a convertirse en un lujo. Desde los
viajes en avión hasta la utilización del coche; desde el consumo de carne
hasta poseer una casa y vivir en familia. ¿Exagerado?
En lo que el Foro Económico Mundial ha denominado como el Gran
Reinicio (Big Reseat), la élite no esconde sus objetivos. Las declaraciones de
los principales dirigentes a nivel nacional y a nivel mundial dejan poco lugar
a la duda. Bill Gates, Lagarde, Soros o Tedros Adhanom, como en nuestro
país Sánchez o Iglesias, han revelado, en ocasiones involuntariamente, el
propósito de todo el proceso que estamos viviendo, en el que la pandemia
juega un papel principal.
En diciembre de 2020, Klaus Schwab, el fundador del Foro Económico
Mundial, recomendó al gobierno británico —en el nombre, naturalmente, de
la salud— encerrar en prisión a aquellos que se empeñasen en celebrar la
Navidad. El control de la población, gracias a la pandemia, es ahora mucho
más fácil que hace apenas unos meses: en España, la población se encuentra
monitorizada, a través del teléfono móvil, con lo que su localización es
automática. Una monitorización, casualidades de la vida, que se aprobó
apenas tres meses antes que estallase la crisis del coronavirus.50
El control de la población es un requisito para ese Gran Reinicio y, al
mismo tiempo, un objetivo en sí mismo: la población es vista con
desconfianza por la élite, un elemento imprevisible que ha de dejar de serlo.
Las formulaciones a este respecto son inequívocas y tienen ya medio siglo,
precediendo y prefigurando el informe Kissinger: el notable miembro del
CFR y consejero de Seguridad Nacional Zbignew Bzerzinski escribía en
1971 cómo la tecnología permitía un control exhaustivo de los ciudadanos, ya
que «supone un control social mayor en manos de élites que no están sujetas
a las restricciones de los valores tradicionales, por lo que pronto será posible
asegurar la vigilancia casi continua sobre cada ciudadano y mantener al día
los archivos que contienen la información más personal sobre el ciudadano,
expedientes que estarán disponibles con carácter inmediato para las
autoridades».51 Bzerzinski falleció en 2017 con sus vaticinios prontos a
cumplirse: en efecto, el control actual era solo un sueño (o una pesadilla) en
los años setenta. Y, como Bzerzinski supo ver, ha sido la tecnología lo que
está permitiendo ese control. Una tecnología que, para mayor ironía, en
buena parte sufragamos de nuestros propios bolsillos.
Ese Gran Reinicio (o Gran Reajuste) ha sido proclamado a los cuatro
vientos; y, sin embargo, en nuestro país ha habido gente que no lo ha creído
hasta que no se hizo público el acto de «España 2050»52 presentando por
Sánchez en mayo de 2021, en el que se anunciaron los objetivos de la política
para las próximas décadas. De hecho, las autoridades españolas exhiben la
insignia de la Agenda 2030 sobre las solapas de sus trajes desde hace muchas
fechas sin que ni la población ni los medios hayan inquirido al respecto.
Los objetivos de la Agenda 2030 son claros, pero no parecen haber
encendido excesivas alarmas, salvo en algunos sectores. Y, sin embargo, en
su presentación, proclama sin ambages su propósito de terminar con la
propiedad: «No poseerás nada, pero serás feliz».53 El conocimiento de los
fines de la Agenda explica muchas de las cosas que están sucediendo en el
mundo y, más concretamente, en España.
Cabe recordar, y son ya muchas casualidades, que el PSOE propuso el 24
de abril de 2020 la supresión del dinero en efectivo mediante una PNL en el
Congreso de los Diputados en la que se pedía «la eliminación gradual del
pago en efectivo, con el horizonte de la desaparición definitiva».54 El estupor
en las filas del resto de los grupos políticos hizo recular al partido del
gobierno, que se vio obligado a precisar que lo que planteaba no eran
«reformas a corto plazo para acabar con el dinero en efectivo», sino abrir un
debate sobre el uso del dinero en efectivo.
Pero el PSOE —una verdadera sucursal del globalismo en España— no
ceja en su empeño. Pues en lugar de disuadirle, el fracaso no le ha hecho sino
modificar su táctica: con la excusa de terminar con el fraude fiscal, plantea
reducir los pagos en metálico hasta los 1.000 euros. Cuando la medida entró
en vigor, en julio de 2021, el comercio puso el grito en el cielo; lo que le
faltaba a una economía española que salía de la pandemia ciertamente
maltrecha eran ese tipo de medidas. La limitación del pago en metálico
desincentivaba el consumo justo en vísperas de la campaña de verano, sobre
todo de cara a los turistas.
Desde hace dos décadas, se está intentando atraer a clientes con alto poder
adquisitivo, que prefieren acudir a las grandes ciudades europeas para
comprar; no digamos tras la llegada en masa del turismo chino a Europa.
España, uno de los principales destinos turísticos del mundo, no aparece, sin
embargo, entre los veinte primeros países del turismo de compras, lo que hizo
que en 2015, el Plan de Turismo de Compras se planteara su atracción. La
medida sobre el control del gasto en metálico, que ha provocado la protesta
del sector en su conjunto, solo beneficia a los bancos, que se lucran de cada
transacción.55
Incluso el Banco Central Europeo había reconvenido al gobierno,
considerando la propuesta «desproporcionada, a la luz del impacto
potencialmente adverso que originaría en el sistema de pagos». Mario
Draghi, expresidente del BCE ha explicado que «el efectivo es apreciado
como un instrumento de pago porque es aceptado por todos, de forma rápida
y facilitando el control sobre el gasto del pagador. Además, es el único medio
de pago que permite a los ciudadanos transacciones líquidas e instantáneas
sin tener que pagar tarifas por el uso de este medio de pago».56
Por su parte, la Comisión Europea declaró en 2010 que el efectivo es
imprescindible para las transacciones minoristas. Y esa es quizá la clave. Las
grandes instituciones de la Unión tienen miedo. En 2016 se efectuó un
experimento semejante en la India y el resultado fue un caos financiero al que
costó poner fin. La explicación oficial fue que había que aflorar la economía
sumergida y combatir la falsificación de moneda que ayudaba a la
financiación del terrorismo; además, se trataba de ayudar a los pobres
mediante su inclusión en el sistema financiero.
Quizá no sea causal que en ese momento existiera una estrecha
cooperación entre el Banco Central Indio y la Fundación Gates. El
economista alemán Norbert Haring ha declarado públicamente que es cierta
la intención de digitalizar el dinero por parte de Visa, Mastercad y el Fondo
Monetario Internacional. El proyecto es iniciativa de Bill Gates, que ha
puesto en marcha una alianza denominada «Better than Cash» («Mejor que el
efectivo») junto con Citibank, quienes han declarado que el propósito es el de
«reducir la pobreza e impulsar el crecimiento inclusivo».57 A la de Gates se
han sumado un sinfín de entidades de dimensión mundial.
Es evidente —y todo ello está muy reciente— que se ha aprovechado la
situación generada por el covid-19 para impulsar estos proyectos. Los bancos
de todo el mundo han realizado campañas para que los clientes usen internet,
paguen con el móvil o con tarjeta. En España, el gobierno incluso ha
esgrimido el falso argumento del contagio a través del dinero para promover
su abandono, mientras las entidades bancarias elevaban el importe de las
compras para exigir la introducción del pin en una transacción.
Hace casi una década que las grandes compañías como Visa o Mastercard
están tratando de que abandonemos el dinero y paguemos con tarjeta. En las
campañas para promover el uso exclusivo de tarjetas no han ahorrado ningún
argumento, por truculento que fuese. El preferido ha sido siempre el del
contagio de enfermedades, sobre todo la gripe. La estrategia ha abarcado la
mayor parte de los países occidentales, con diferentes grados de terror
social.58
Lo que es indiscutible es que asistimos a un proceso general de
digitalización de la economía. Aunque la población no ha sido advertida, no
estamos lejos de eliminar el dinero en efectivo. En este momento, el
desarrollo de las monedas digitales emitidas por los bancos centrales está
bastante avanzado. Obviamente, hay sectores de la población que quedarían
al margen de dicha digitalización, por razones de edad, de formación, de
estatus socioeconómico o por ubicación geográfica.
Pero el verdadero problema procede de la capacidad de control sobre la
población que otorgaría a los gobiernos y a los emisores de la moneda digital.
Algo que ya está en marcha en China a través de las aplicaciones WeChat y
AliPay, utilizadas para pagar y para relacionarse, esenciales para los
programas de monitorización de la población del gobierno chino.
Como ha quedado dicho, la Agenda 2030 es un programa de ingeniería
social que pretende reconfigurar el mundo tal y como lo hemos conocido
hasta ahora, con el control demográfico como aspecto clave. Dicho control
incluye otros aspectos, como son los relativos a la salud y a los «derechos»
sexuales. El Fondo de Población de Naciones Unidas asegura que «las
cuestiones relativas a la salud y los derechos sexuales y reproductivos no
pueden separarse de las relativas a la igualdad de género. Y, por efecto
acumulativo, la negación de estos derechos agrava la pobreza y la
desigualdad basada en el género».59
El diseño de la Agenda 2030, lógicamente pensado para que la población
lo asuma, trata de ocultar la naturaleza elitista del proyecto. Entretanto, en los
últimos años hemos asistido a un menoscabo de la idea de igualdad ante la
ley, sobre todo a partir de las políticas irónicamente llamadas de «igualdad».
A través de una tergiversación del concepto que ha consistido en considerar
la igualdad como finalidad en lugar de como condición, se ha asentado la
idea de que los colectivos victimizados (mujeres, homosexuales, trans,
inmigrantes, republicanos…) han de gozar de mejor derecho que el
ciudadano medio, al instrumentalizarse como una herramienta para la
obtención de una finalidad ideológica.
Además, hemos aceptado sin apenas aspavientos que los grupos sociales
más poderosos estén exentos de las obligaciones que ellos mismos imponen a
otros. Así, hemos visto cómo, en las ruedas de prensa, los políticos se han
eximido a sí mismos de ponerse la mascarilla con la que nos han embozado a
los demás; y, por seguir con la mascarilla, el mismo fenómeno ha tenido
lugar con los futbolistas profesionales, mientras los amateurs han sido
obligados a jugar con ella; o hemos tenido que soportar los interminables
sermones y las imprecaciones de los tertulianos habituales tronando contra la
irresponsabilidad de la población mientras ellos se sentaban a menos de un
metro de sus compañeros de mesa… por supuesto sin mascarilla alguna.
Esa idea de que los grupos sociales privilegiados quedan más allá de las
normas que estos imponen a los demás es persistente. Las formas de vida que
nos han diseñado son, en su vertiente más positiva, aplicables a ellos, y en la
más negativa, a nosotros.
Han trascendido, un tanto en voz baja, las actitudes de los grandes
prebostes de las big tech al respecto —¡precisamente!— de la tecnología. En
el mundo del subsuelo ciudadano hay tortas por tecnificar las aulas, los
colegios, la enseñanza. Los directores de enseñanzas medias se devanan los
sesos tratando de ser competitivos frente a otros centros que ofertan una
panoplia tecnológica más agresiva. Nada importan los contenidos, nada el
conocimiento; lo esencial es que sepan manejar la maquinaria tecnológica.
Todo el contenido del mundo está a un clic; si se sabe manejar, la sabiduría
es cosa de nanosegundos. ¿Verdaderamente es así? ¿Es la tecnología la clave
de la sabiduría del futuro?
La actitud de los ceos de las big tech no deja lugar a la duda. Todos ellos
llevan a sus hijos a escuelas a la vieja usanza en Silicon Valley, con pizarras
sobre las que se escribe con tiza. Los hijos de Steve Jobs no utilizaban el
iPad, convencido de que era nocivo para su desarrollo cognitivo. Chris
Anderson —editor de Wired, la revista big tech por excelencia— asegura que
trata de evitar que sus hijos sean víctimas de adicciones tecnológicas como le
ha pasado a él: «Lo he visto en mi persona, no quiero que a mis hijos les pase
lo mismo».
¿Qué es lo que Anderson no quiere que les pase a sus hijos? Pues
básicamente la adicción a los dispositivos electrónicos, a los teléfonos
inteligentes, a las tabletas, a los ordenadores y a la pornografía, consumida de
forma cada vez más precoz. Y lo mismo asegura Evan Williams, creador de
Twitter, quien ha optado por que sus hijos prescindan de las «ventajas»
tecnológicas y dediquen su tiempo a «los cientos de libros a los que pueden
acceder en casa».60
Los miembros de las élites tienen claro la diferencia entre lo que es
adecuado para ellos y para el resto del mundo. Y saben que entre ambos se
abre un abismo. Es algo semejante a lo que sucede con los traficantes de
droga: jamás consumen su propia mercancía. Su prosperidad como grupo
(alguien estaría tentado de escribir «como clase») depende de que logren
disuadir a los demás de que aquello que venden —y que se niegan a consumir
— es bueno para ellos. En la mayor parte de casos, lo consiguen.
La idea misma de la Agenda 2030 de limitar los vuelos domésticos o
nacionales tiene un cariz abiertamente elitista, como ha quedado expuesto
abundantemente. En ese sector, justamente, no se han ahorrado gestos
ciertamente reveladores de lo que nos aguarda. En los momentos más duros
del confinamiento y las restricciones, las élites se autoexcluían de las normas
generales. Así, los viajeros de negocios de alto valor (o sea, ellos) estaban —
y siguen estando— exentos de la cuarentena en Inglaterra; a los que sumar
actores, periodistas y deportistas de élite. Y es que el mundo del futuro es
suyo: usted será privado de las cosas que venía considerando normales, o
habituales, convertidas ahora en un lujo. Mientras la casta mundialista recorre
el mundo en Business Class, duerme en hoteles de siete estrellas (existen) y
disfrutan de otras muchas ventajas que para qué detallar, usted cada vez
podrá adquirir menos bienes y servicios, y ambos de peor calidad.61
En España, nuestra casta se obsequiaba con la famosa cena del aniversario
de un periódico digital en la que se reunió a un grupo de comensales en
número muy superior al permitido para el común de los mortales y no se
guardó la mínima distancia de seguridad.62 El remate fueron las fotografías
que se publicaron en las que se veía a políticos del gobierno, Adriana Lastra y
José Luis Ábalos, fumando sin mascarilla y sin respetar la distancia de
seguridad que ellos imponen a los demás. Todo un ejemplo del desprecio que
los grupos dominantes sienten por su pueblo.63 Algo que no puede extrañar
en exceso cuando echamos la vista atrás y vemos cómo el presidente de
gobierno hizo caso omiso de su propia normativa, saltándose olímpicamente
la cuarentena a la que estaba obligado al detectarse cuatro positivos en su
entorno: su mujer, su madre, su suegro y la vicepresidente Calvo. En la
misma situación se hallaba el vicepresidente Iglesias, que también se negó a
cumplir el preceptivo encierro de dos semanas, pese a que Irene Montero era
positivo y estaba sometida a la cuarentena.64
Por supuesto, cualquier otro ciudadano habría sido duramente multado si
hubiese obrado del mismo modo. Pero la élite está al margen de la ley;
recordemos cómo la destrucción del concepto de igualdad ante la ley ya ha
desaparecido del horizonte de los españoles por mor de las políticas de
género.

La oportunidad de la pandemia
Desde los años noventa, con la caída del muro de Berlín y el
desmantelamiento del bloque soviético, el globalismo vivía su edad de oro.
Era el triunfo del capitalismo y de la democracia liberal, anticipado por lo que
algunos quisieron interpretar como «el fin de la historia». No insistiremos en
este punto por ser sobradamente conocido.
Sin embargo, y pese al insospechado surgimiento del islam como factor
geoestratégico mundial, la carencia de un enemigo ideológico en su ámbito
—el comunismo, hasta entonces— precipitó a Occidente por la pendiente de
la indigencia moral, acercándolo peligrosamente a la senda de la
autodestrucción de la que hasta hoy no ha salido. Fenómenos como la
inmigración masiva, la ideología de género, el hundimiento demográfico y
las políticas de libre mercado mundial se vieron crecientemente contestados
en todo el mundo occidental; surgió una respuesta escasamente coordinada
pero efectiva, casi instintiva, de defensa de los perdedores de la globalización
frente a unas élites de insaciable voracidad.
El atrevimiento de la oligarquía había llegado al extremo de hacer pública
su preocupación por el alargamiento de la esperanza de vida de la gente. En
abril de 2012, en la nota de prensa del capítulo 4 de su «Informe sobre la
estabilidad financiera global», el FMI hizo una «reflexión» pública acerca de
los costos financieros que suponía la «longevidad excesiva» de los ancianos:

Vivir hoy más años es un hecho muy positivo que ha mejorado el bienestar
individual. Pero la prolongación de la esperanza de vida acarrea costos
financieros para los gobiernos, a través de los planes de jubilación del
personal y los sistemas de seguridad social, para las empresas con planes
de prestaciones jubilatorias definidas, para las compañías de seguros que
venden rentas vitalicias y para los particulares que carecen de prestaciones
jubilatorias garantizadas.
Las implicaciones financieras de que la gente viva más de lo esperado
(el llamado riesgo de longevidad) son muy grandes. Si el promedio de vida
aumentara para el año 2050 tres años más de lo previsto hoy, los costes del
envejecimiento —que ya son enormes— aumentarían un 50%.
El riesgo de longevidad es un tema que exige más atención ya, en vista
de la magnitud de su impacto financiero y de que las medidas eficaces de
mitigación tardan años en dar fruto.
Para neutralizar los efectos financieros del riesgo de longevidad, es
necesario combinar aumentos de la edad de jubilación (obligatoria o
voluntaria) y de las contribuciones a los planes de jubilación con recortes
de las prestaciones futuras.
Los gobiernos deben:
1. Reconocer que se encuentran expuestos al riesgo de longevidad.
2. Adoptar métodos para compartir mejor el riesgo con los
organizadores de los planes de pensiones del sector privado y los
particulares.
3. Promover el crecimiento de mercados para la transferencia del riesgo
de longevidad.
4. Divulgar mayor información sobre la longevidad y la preparación
financiera para la jubilación.65

Esta formulación, que en su día causó un notable escándalo por sus


implicaciones —sobre todo en la izquierda—, fue lanzada ocho años antes
del covid-19, en 2012. Es obvia la identificación ideológica que muestra con
las determinaciones de los globalitarios.
Por esas fechas comenzaron a proliferar fuerzas políticas «populistas»,
denominación acuñada con el propósito de etiquetarlas, primero, y
descalificarlas, después. Algunas procedían de la izquierda y otras de la
derecha; su vínculo era el rechazo de las políticas globalistas, aunque sus
razones no fueran las mismas.
En cierto modo, Grecia supuso el comienzo y el fin de la izquierda
populista; la verdad es que tal cosa —izquierda y populismo— es un
oxímoron. El populismo de la izquierda es solo estratégico, ya que su
naturaleza le impide la conversión; si esta se diera, dejaría de ser izquierdista.
Véase Salvini.
Lo que le sucedió a Syriza es muy ilustrativo. Todos recordamos los días
en que Pablo Iglesias se afanaba en hacerse fotos abrazado con Alexis
Tsipras y en compartir mítines con él. Por entonces, la identificación era
completa; y, a la vista de lo que hoy sabemos, y de cómo han terminado
ambos, quizá eso era más cierto de lo que sospechábamos.
Por eso, nos basta con recordar lo que acaeció con el gobierno de Tsipras
para entender buena parte de lo que está pasando. Llegado al poder en loor de
multitud, justamente por oponerse a las políticas de la Troika europea, el
dirigente de Syriza ejecutó unas políticas de las que renegaba poco antes,
traicionando a toda su base social para convertirse en el chico de los recados
de Bruselas.
En apenas semanas, sus políticas nada tuvieron que envidiar a aquellas que
decía combatir cuando aspiraba a la presidencia. Incrementó el IVA en
alimentación, transporte público y electricidad, rebajó las pensiones de una
tacada un 18% —recortándolas hasta en doce ocasiones— y respaldó las
privatizaciones impuestas por Bruselas. Estas medidas no evitaron que el
paro superase el 24%, y eso que la precariedad laboral se convirtió en la
norma en el país heleno; herencia de Tsipras es la proliferación de empleos
temporales que ni siquiera alcanzan los 400 euros al mes.
Eso sí: Tsipras consiguió subyugar la protesta del pueblo griego contra la
Troika. Los paganos del proyecto transnacional en que los gobiernos griegos
sumieron al país se sienten abandonados, con todo fundamento. La
consecuencia fue que Grecia se convirtió en la razón del descrédito de la
izquierda que quiso presentarse como populista.
Mediada la segunda década del siglo arrancó con fuerza el populismo
derechista, el único posible; el único real. Para 2017, el globalismo estaba en
horas bajas, y el ascenso de la contestación parecía imparable. Se había
producido la victoria de Donald Trump sobre el Deep State estadounidense,
algo que parecía imposible unos meses atrás, humillando a las poderosas
fuerzas del CFR encarnadas en Hillary Clinton; un poco antes (en junio de
2016) el mundo se había conmovido con la victoria del Brexit en el Reino
Unido, un revés sin precedentes para el globalismo.
Para los impulsores de la globalización, lo sucedido fue ciertamente un
golpe muy duro. Un actor como Gran Bretaña se retiraba de la Unión
Europea, y su ejemplo sembró de incertidumbre el futuro de la Unión, y aún
lo hace; los partidos que defienden la soberanía nacional han hecho de la
convocatoria de un referéndum que dilucide la permanencia de sus países en
la Unión Europea una de sus banderas. Seis meses después, Donald Trump
tomaba posesión de su cargo, y anunciaba un giro radical —esperado— en su
política económica e internacional. El «America First» y la llamada a
proteger los empleos y los derechos de los trabajadores y asalariados hacían
mucho daño al globalismo.
Pero la amenaza no terminó ahí. A comienzos de 2017 algunos de los
dirigentes de lo que ya se llamaba alt-right se reunieron en Coblenza —
coincidiendo deliberadamente con Davos— en la expectativa de alcanzar el
gobierno de sus países, algo impensable unos meses antes. Concretamente en
Francia, el posicionamiento del Frente Nacional mejoraba día a día, y así
sigue cuatro años más tarde, a la espera de que se celebren las elecciones de
2022, en las que a Marine Le Pen le dan, por vez primera, auténticas
posibilidades de vencer en la segunda vuelta.66
La defensa de la soberanía estaba ganando terreno en todos los pueblos de
Europa. En Davos veían todo esto con el lógico temor. Los principales líderes
empresariales, políticos y los periodistas e intelectuales escogidos para
analizar los urgentes problemas que afrontaba el mundo mostraron una
enorme preocupación ante la deriva de Occidente, al que creían enganchado
sin vuelta atrás al proceso globalizador. En Davos no ignoraban lo que estaba
en juego: el proyecto de reducir el planeta a un mercado multicultural en el
que, por supuesto, dominen las grandes corporaciones.
Esta situación no era meramente coyuntural. Aún más, a los gobiernos
polaco y húngaro, hay que sumarles el ascenso de AfD en Alemania, el de
Fratelli d’Italia, el más modesto —pero significativo— de Chega en Portugal,
y el de Vox en España desde aquellas fechas.
La pandemia ha permitido recuperar el discurso globalista amparado en la
dimensión mundial de la enfermedad. La realidad importa poco; la verdad es
que no se han adoptado medidas comunes —algo que no hubiera tenido
sentido— porque las circunstancias eran bien distintas en cada país, y, de
hecho, los países que han tomado su propio camino son los que mejor han
salido parados de este episodio. Sobre el papel, una respuesta común podía
parecer lo más adecuado, pero la realidad ha sido bien diferente. Claro que
eso, ante la versión que los medios han dado de lo que está sucediendo, poca
importancia tiene.
Por lo pronto, ha servido para terminar con Donald Trump, un panorama
que se antojaba imposible ante los espectaculares datos económicos que
arrojaba su presidencia. El covid-19 fue ciertamente oportuno a ese respecto:
creó el caldo de cultivo que permitió los movimientos orquestados por las
oenegés (aunque no solo) de George Soros, tanto Antifa como Black Lives
Matters, que sacudieron la sociedad estadounidense, y que desestabilizaron a
un Trump que, desde ese momento, no tuvo claro cómo actuar.
La pandemia ha sido útil para frenar el ascenso del populismo también
porque la población ha sentido la tentación de unirse a sus gobiernos, de
refugiarse en la seguridad de lo conocido frente a la aventura. Esta es una
actitud muy frecuente cuando una sociedad es golpeada. Sucede con motivo
de guerras —algo abundantemente acreditado— o con motivo de
enfermedades: la población se repliega sobre sí misma. Busca seguridad, y
está dispuesta a aceptar todo lo que le asegure la supervivencia.
Lo esencial es que seamos capaces de hacernos una idea de que hoy al
mundo lo mueve una serie de organizaciones globalistas que tienen claros su
objetivos generales, aunque, sin duda, se produzcan colisiones y
desentendimientos —peleas de familia— entre ellos. El Evento 201 que tuvo
lugar en Nueva York en octubre de 2019 fue la consecuencia lógica de
décadas de globalismo que han consagrado la existencia de una casta mundial
con capacidad de dictar las normas al resto del planeta. La privatización de
los poderes públicos mundiales a manos de las grandes fundaciones es el
hecho definidor del siglo XXI. En Nueva York, aquel 18 de octubre, no
sucedió nada que no hubiera sucedido antes; el que esa vez tuviese un
carácter más determinante solo era cuestión de tiempo.
2

WUHAN

«Toda verdad pasa por tres etapas antes de ser reconocida. En la primera es ridiculizada. En
la segunda genera una violenta oposición. En la tercera resulta aceptada como si fuera algo
evidente».
ARTHUR SCHOPENHAUER

Hasta los comienzos de 2020, salvo un puñado de hombres de negocios y


de aficionados a los bombardeos aéreos durante la Segunda Guerra Mundial,
nadie en Occidente había oído hablar de Wuhan. Y, sin embargo, a las alturas
de los primeros días de febrero de 2020, se había convertido en una muy
populosa ciudad del centro de China, con unos once millones de habitantes,
cuya importancia le había hecho merecedora de albergar los Juegos
Mundiales Militares de 2019.
Tan inmensa urbe —en realidad, una suma de tres ciudades: Wuchang,
Hankou y Hanyang— es la capital de la provincia de Hubei y el enclave
industrial más importante de China central, un país ya de por sí impresionante
en términos industriales. Wuhan tiene una larga historia vinculada a la
revolución china, una especie de San Petersburgo oriental en donde tuvo
lugar el origen de la revolución que terminó con la historia imperial del país
en 1911. Por si eso fuera poco, Mao desembarcó allí en julio de 1966, en
plena Revolución Cultural, tras recorrer un tramo del Yangtzé a nado. Wuhan
no es, desde luego, una ciudad desconocida en China.
Para el régimen comunista chino, el acontecimiento de los Juegos
Mundiales Militares constituía una gran oportunidad de exhibirse no solo
ante el mundo, sino ante lo más florido de sus enemigos: la afluencia de
militares suponía la de los servicios de información de cada uno de los países
participantes. Eso era lo que Beijing estaba deseando, y lo que preparó con
minuciosidad oriental.
La ceremonia, presidida por Xi Jinping, vino precedida de un singular
espectáculo de luces sobre el Yangtzé diseñado con todo esmero por el
Partido Comunista Chino. No cabe duda del impacto que la exhibición de los
anfitriones tuvo sobre los invitados: la ceremonia inaugural fue un verdadero
espectáculo sin precedentes. La disciplina, la puesta en escena, el exultante
sentido colectivo y patriótico de los espectadores, la amabilidad oficial y
ciudadana, en fin, toda la disposición de la celebración, fue ciertamente
impresionante.
En realidad, Wuhan es un emporio científico que dispone de cuatro
parques tecnológicos, más de trescientas instituciones de investigación, y una
verdadera legión de empresas de alta tecnología entre las que se encuentran
inversores de la mitad de las primeras quinientas mayores empresas del
mundo.
Lo que realmente sucedió en Wuhan es posible que nunca se sepa con
certeza. Pero lo cierto es que la concentración de un gran número de atletas
procedentes de distintas partes del mundo —hasta ciento nueve naciones
tomaron parte en los juegos— ha dado lugar a muchas especulaciones en
relación a la pandemia. Y es lógico: militares franceses informaron de un
número sorprendentemente alto de participantes que enfermaron con
síntomas semejantes a los de la gripe.67 Y unos cuantos atletas también
franceses manifestaron haber pasado los mismos síntomas, a los que no
dieron importancia por la obvia razón de que no se hablaba de coronavirus, ni
de covid ni de pandemia por las fechas del otoño de 2019. Como quiera que
sea, los militares franceses han sido conminados por sus mandos a no hacer
declaraciones acerca del asunto, ni en un sentido ni en otro. A fin de cuentas
lo más probable es que solo fuese una gripe.
Cuando estalló la pandemia a nivel mundial, los estadounidenses acusaron
a los chinos de haber sido los creadores y propagadores de la enfermedad, lo
cual parece algo bastante cercano a la realidad. Pero los chinos
contraatacaron señalando que, si bien es cierto que el covid-19 tuvo su núcleo
de irradiación en Wuhan, ello se debió a la presencia de militares
norteamericanos, que habrían acudido a los juegos con la misión de infectar
el país. La mejor prueba de ello —seguían desde Beijing— eran las pobres
marcas de los atletas estadounidenses, solo explicables por hallarse
infectados.68
La versión china era tan insostenible que, pese a que el presidente de
Estados Unidos era Donald Trump, había poca gente dispuesta a creerla. La
idea de que estábamos ante una agresión biológica por parte de los
estadounidenses resultaba ciertamente peregrina; no obstante, se aseguró que
el paciente cero era un militar norteamericano dirigido desde Fort Derrick,
Maryland, para contaminar China.69 En realidad, los chinos no estaban tanto
tratando de culpabilizar a Washington cuanto de exonerarse de la culpa que,
estaban seguros, habría de venírseles encima.
¿Es posible que los primeros casos de SARS-CoV-2 se produjeran por
aquellas fechas en Wuhan? Es muy poco probable. De haber sido así, la
comisión de la OMS enviada con el propósito inconfeso de desviar las
sospechas del verdadero origen del virus habría explotado dicha probabilidad,
lo que no sucedió con seguridad porque las fechas no hubieran encajado. En
realidad, se habrían producido solo un poco más adelante, tal y como publicó
toda la prensa mundial año y medio más tarde.70 ¿Cuáles fueron esos
primeros casos? Pues, según parece, los de tres miembros del Instituto de
Virología de Wuhan, de los que consta su enfermedad en noviembre de 2019.
A mediados de mayo de 2021, esta tesis cobró nuevo impulso, lo que
plantearía una serie de implicaciones muy incómodas para el gobierno chino.
Pero por entonces, nadie hizo caso. Mientras la enfermedad contagiaba a
miles de personas en Wuhan, en Occidente, pese a los juegos que habían
tenido lugar unas semanas antes, se ignoraba lo que estaba pasando. En China
se tomaban las cosas más en serio, evidente señal de que conocían el origen
de lo que algo más tarde se convertiría en pandemia. Es obvio que, si el virus
hubiese sido expandido por los estadounidenses, estos habrían tomado
medidas más contundentes para contenerlo en su país; y es también obvio
que, si China no tuviera ninguna relación con él y hubiese sido víctima de un
ataque, no habría superado la crisis con la rapidez con la que lo hizo.
Eso no significa que China lo haya expandido a propósito. Pero, desde
luego, sí que tuvo conciencia de cuál era la naturaleza de lo que había
sucedido; de modo que, en lugar de advertir al mundo sobre lo que sucedía,
lo que hizo fue tratar de que el incidente pasase desapercibido. Algo típico
del régimen comunista: lo que había hecho la Unión Soviética en Chernóbil.
Cuando para todo el mundo resultó evidente el origen del virus, y ya era
imposible ocultarlo, además de culpar a Washington, los chinos intentaron
otra maniobra evasiva (en realidad, dos: el murciélago y el pangolín): todo
había sido puramente casual, una zoonosis que nada tenía que ver con la
política del Partido Comunista Chino. El origen estaba en un mercado
húmedo del centro de Wuhan, y todo había sido casual y natural.
Se extendió la idea, pues, de que el contagio se había generado en un
«mercado húmedo», expresión que contribuyó al desconcierto, al sugerir la
idea de que se trataba de un mercado cuyas condiciones eran pésimas; la
verdad es que el mercado de Wuhan es una instalación tan moderna como las
occidentales —o más—, pero las prácticas de salubridad son bastante
diferentes. El adjetivo «húmedo» hace referencia a que lo que allí se venden
son productos frescos que, como el pescado y las verduras, exigen un riego
continuo, por lo que el suelo está permanentemente mojado. Pero aquella
definición vino acompañada de algunas fotografías que se viralizaron y que
ni siquiera eran de China, sino de mercados del sudeste asiático, parece ser
que de Indonesia,71 que contribuyeron a proyectar una idea algo alejada de la
realidad.
Es cierto que en algunos mercados húmedos de China se venden ciertos
animales exóticos, entre otras cosas para evitar el tráfico clandestino de esas
especies, y que todo el mundo supuso creíble que en Wuhan se vendían
murciélagos vivos y que de allí salió el virus. Las primeras noticias hablaban
de murciélagos, serpientes y pangolines, un estado de confusión del que, en
realidad, no hemos llegado a salir.72
A las autoridades chinas no les interesaba desmentir con rotundidad que
dicho comercio tenía lugar en el mercado de Wuhan, por cuanto podía
exonerarlos de una culpabilidad más dolosa. En cualquier caso, no ha habido
desde entonces manera de averiguar qué era lo que verdaderamente se vendía
en dicho mercado, y si se incluían los murciélagos entre sus productos
(aunque parece ser que sí). Un vídeo grabado allí semanas antes por un
particular no pudo ser verificado: el gobierno prohibió las imágenes en las
redes sociales y el mercado no quiso pronunciarse. En las imágenes que se
grabaron, habría efectivamente murciélagos, pero no hay forma de
comprobarlo.73
La realidad es que el consumo de murciélago, como carne o como sopa, es
una práctica producto de las hambrunas que vivió el país en los años
cincuenta del siglo pasado, cuando se produjo la muerte de decenas de
millones de chinos propiciada por el gobierno comunista de Mao Zedong; así
que no se trata de una práctica tradicional, sino de una respuesta a la
necesidad de sobrevivir. Con posterioridad, y aunque el consumo de especies
exóticas se ha extendido como signo distintivo de las clases pudientes, dista
de estar generalizado. En todo caso, no hay evidencia científica que relacione
de forma plausible el consumo de un murciélago procedente del mercado de
Wuhan con la pandemia de covid-19.
Pero lo que sí hay en Wuhan es el Instituto de Virología —uno de los
bancos de virus más grandes del mundo—, fundado en 1956 y que desde
2015 estaba siendo subvencionado por el Programa de Financiación de la
Investigación e Innovación de la Unión Europea. En él funcionó el primer
laboratorio chino de máxima seguridad, y en él colaboraron franceses y
estadounidenses. Aunque tanto los unos como los otros manifestaron
diferencias con los anfitriones —y los norteamericanos, en concreto,
mostraron su preocupación por la seguridad, ya que en Beijing se habían
producido fugas de SARS en alguna ocasión—, la colaboración no se
interrumpió. Los lazos eran profundos (incluso la investigadora Shi Zhengli
había estudiado en Montpellier su doctorado, precisamente sobre la
transmisión de patógenos del murciélago al ser humano; no es casualidad el
que posteriormente fuese descubridora del SARS-CoV-2).
Fue en enero de 2018 cuando el laboratorio entró en funcionamiento, en
medio de altisonantes declaraciones de orgullo nacional por parte de las
autoridades. Pero lo cierto es que, a mediados de ese año, el Departamento de
Estado de Estados Unidos, en dos cables diplomáticos, alertaba sobre la
seguridad del laboratorio. En abril de 2020, el gobierno de Washington
señaló lo sospechosa que resultaba la versión de que el virus procediese del
mercado, y a principios de mayo aseguró que el virus salió del Instituto de
Virología de Wuhan, probablemente a partir de un manejo defectuoso del
material que habría infectado a algún científico.74
Trump tenía buenas razones para afirmar lo que decía. En el cable del
gobierno se reflejaba que el instituto de Wuhan disponía de un registro de
prácticas sumamente deficientes, y que «durante las interacciones con
científicos en el laboratorio, señalaron que el nuevo laboratorio tiene una
grave escasez de técnicos e investigadores debidamente capacitados,
necesarios para operar con seguridad este laboratorio de alta contención».75
Lo cierto es que el Instituto de Virología de Wuhan albergaba la mayor
colección mundial de coronavirus de murciélagos salvajes, incluyendo al
menos un virus que se asemeja al SARS-CoV-2. Pero es que, además, en el
Instituto de Virología de Wuhan se han llevado a cabo experimentos durante
los últimos cinco años en la llamada investigación de «ganancia de función»
(GOF), diseñada a fin de mejorar algunas propiedades de los virus con el
propósito de anticipar futuras pandemias. Se han utilizado esas técnicas de
ganancia de función para convertir virus en patógenos humanos capaces de
causar una pandemia global.76
La reacción oficial a las acusaciones de Washington no se hizo esperar y
fue muy reveladora. Ya en el mes de febrero de 2020, The Lancet había
publicado una carta en la que un grupo de veintisiete científicos rechazaba
toda teoría alternativa para concluir «abrumadoramente, que este coronavirus
se originó en la vida silvestre».77 A cualquier espectador imparcial le llamaba
la atención la rotundidad de estos científicos, para los que no cabía duda
alguna, pese a que otros estaban seguros de que había sido intervenido en un
laboratorio.
Los científicos que firmaban la carta de The Lancet aseguraban con
intimidante rotundidad que la verdad solo tenía un camino. «Nos unimos —
afirmaban unánimes— para condenar enérgicamente las teorías conspirativas
que sugieren que el covid-19 no tiene un origen natural». Por un lado,
resultaba increíble que en un estadio tan temprano de la pandemia mostrasen
una convicción tan resuelta; por el otro, descalificaban cualquier desacuerdo
como «conspirativo». Podían escudarse en la ciencia cuanto quisieran, y sin
duda tenían buenos valedores, pero apestaba desde lejos a ideología e
intereses. Para empezar, porque por aquellas fechas apenas existía teoría
conspirativa alguna, y la cosa empezaba a sonar a excusa acusatoria.
La verdad es que la carta de los científicos había sido orquestada por Peter
Daszak, presidente de la EcoHealth Alliance of New York, organización
implicada en la financiación del coronavirus en el Instituto de Virología de
Wuhan. El que la investigación de la OMS de la que formaba parte Peter
Daszak arrojase un resultado contrario a la culpabilidad del laboratorio no
puede resultarle a nadie excesivamente sorprendente.78 Pero sería algo que
meses más tarde le pasaría factura.
De momento, la OMS insistía en respaldar la versión del gobierno chino.
Argüía que este le había advertido de lo que estaba sucediendo desde el 31 de
diciembre, pero la realidad es que el comportamiento de Beijing estaba muy
lejos de haber sido el adecuado.79 Y, sin embargo, una y otra vez salían
desmentidos de que el virus hubiese sido creado en un laboratorio; el 17 de
marzo, apareció en Nature Medicine un artículo en el que los principales
expertos en enfermedades infecciosas británicos, australianos y
estadounidenses, defendían su origen puramente natural con la misma
rotundidad que sus homólogos en The Lancet.80
Ciertamente es posible que el mercado haya jugado algún papel en la
generación de la pandemia. Cuando la OMS recibió la notificación del
gobierno chino de que habían sido hospitalizadas 41 personas debido a un
brote de neumonía en Wuhan, dos terceras partes tenían relación con el
mercado, y de las muestras que se tomaron en el mercado y en las que
figuraba el virus, este apareció vinculado a la zona en la que se vendían
animales silvestres. Pero no puede obviarse tampoco el dato de que de las
585 muestras ambientales que se tomaron, apenas algo más del 6% estaban
infectadas por el SARS-CoV-2.81
Con el trascurrir del tiempo, la claridad con la que se aseguraba la
procedencia natural del virus fue desvaneciéndose. Desde Washington, el
secretario de Estado Mike Pompeo preguntó a un experto de la OMS en
materia alimentaria y virus zoonóticos sobre la posibilidad de que el SARS-
CoV-2 hubiese sido liberado en algún laboratorio de Wuhan. Un tanto
sorprendentemente, este no se cerró a esa posibilidad. Meses más tarde, y tras
la visita a China, siguió sosteniendo que era muy improbable que el virus
hubiera sido creado, pero nunca lo descartó del todo.82 Tras el comunicado de
la OMS calificando de poco probable el origen de laboratorio del virus,
Pompeo vio la mano amenazante del Partido Comunista Chino.83
Washington sostiene que la OMS está en manos de un dirigente comunista
y que obedece a intereses privados, al tiempo que sirve las políticas de China,
razón por la que abandonó la organización en 2020, en una decisión que,
incluso si se acepta tal punto de vista, no parece demasiado inteligente. Es un
asunto sobre el que volveremos más adelante, pero resulta difícil no conceder
un alto grado de razón a las acusaciones de Donald Trump.
En todo caso, las imputaciones contra la doctrina de la OMS al respecto
del origen del virus no solo procedían de Washington. Para una gran parte de
la población, tal y como mostraban las encuestas aquellos días —y aún hoy
—, el virus procedía del Instituto de Virología y, probablemente, era
artificial. Pero tal afirmación planteaba cuestiones muy espinosas,
relacionadas con la responsabilidad china. En los medios comenzaron a
aparecer denuncias que relacionaban el virus con otro tipo de propósitos
alejados del ámbito sanitario.
Un oficial de inteligencia ruso, el coronel Vladimir Kvachko, denunció
que la pandemia había sido planificada para recortar la libertad de las
personas corrientes en favor de los poderes globalistas; Kvachko ha estado
implicado en numerosas operaciones del servicio secreto, muchas de ellas
todo lo turbias que uno pueda imaginar, pero conoce bien el entramado de las
cañerías armamentísticas y de inteligencia que recorre el escenario mundial.
En todo caso, es un militar de formación e historial extraordinariamente
brillantes, y sus palabras han de ser tenidas en cuenta, por excéntricas que en
principio pudieran parecer.
El exjefe del MI6, Richard Dearlove, aseguró igualmente que el virus
procedía del laboratorio de Wuhan, y que este lo liberó por error.84 Dearlove
mantiene que el virus ha sido manipulado de acuerdo al estudio de un
científico británico y otro noruego, que ha detectado la inserción de secciones
que explicarían cómo se une el virus con células humanas.85 En ese estudio
se sostiene que, mientras los científicos chinos manipulaban algún
murciélago, el coronavirus escapó. Dearlove cree que «esto comenzó como
un accidente; he leído este documento muchas veces en borrador y creo que
la importancia del informe es que está hecho por dos importantes
científicos».
La tesis del experto en información británico venía, además, avalada por
las declaraciones de Luc Montagnier, premio nobel por su descubrimiento del
VIH como causante del SIDA, un hombre de una extraordinaria reputación
científica durante años, que en parte perdió por su heterodoxia e
independencia. Montagnier —el más cualificado para hacerlo— asegura que
hay presencia de elementos del VIH en el genoma del coronavirus y que
hasta se le han incrustado partes del parásito de la malaria. Esas declaraciones
produjeron un visible nerviosismo entre quienes sostenían la versión oficial.
Montagnier declaró:

Eso de que el covid-19 apareció tras una contaminación ocurrida en un


mercado de animales salvajes, en Wuhan, es una bella leyenda. Imposible.
Los científicos chinos son grandes especialistas. El virus salió de un
laboratorio de Wuhan.
En el laboratorio de la ciudad de Wuhan trabajan grandes especialistas
en los coronavirus desde el principio del año 2000. Son grandes expertos
en ese terreno. Trabajando con mi colega y amigo Jean-Claude Perez,
matemático, hemos analizado hasta en los mínimos detalles la secuencia
del descubrimiento y propagación del covid-19. Y creemos bastante
plausible que el genoma completo de este coronavirus tiene secuencias
muy semejantes a las del VIH, el virus del sida. Y pudo ser fabricado,
producido, en un laboratorio chino.

Montagnier disfrutó del amplio reconocimiento que sus trabajos le


granjearon, sobre todo del Premio Nobel en 2008, concedido ocho años más
tarde de que en España se le otorgara el Príncipe de Asturias, que aún gozaba
de un cierto prestigio. Todo eran parabienes por entonces.
Emigró a China en 2010, alejándose de una Francia en la que consideraba
que imperaba un clima irrespirable, que caracterizó como de «verdadero
terrorismo intelectual». Montagnier es profesor emérito del Instituto Pasteur,
uno de los centros científicos más reputados del mundo, y director emérito
del Centro Nacional de Investigación Científica, miembro de la Academia de
la Ciencia y profesor de la Universidad de Nueva York. Su posición como
científico era sencillamente inatacable. O al menos, eso parecía.
Desde que hizo aquellas declaraciones, en el mes de abril de 2020, se
lanzaron contra él inmisericordemente, arreciando los ataques contra el
científico, la mayor parte de ellos de carácter personal y de muy mal estilo.
Se trataba de ridiculizarlo para invalidar sus tesis.86 Se recordó que
Montagnier apoyaba la homeopatía, que había aparecido en alguna ocasión
junto a un representante del movimiento antivacunas, que había defendido la
idea de la memoria del agua o que había sostenido que el SIDA se podía
tratar mediante la alimentación. Todo ello eran verdades a medias, destinadas
a desacreditarle a él y, sobre todo, a sus tesis. Para colmo, había declarado
que la vacunación obligatoria suponía asumir el riesgo de envenenar
progresivamente a la población.
Pero sus declaraciones acerca del SARS-CoV-2 —sobre todo cuando
algunos autores parecieron reforzar tímidamente la teoría de Montagnier—
provocaron que los medios oficialistas cortaran el debate de raíz. National
Geographic aseguró que, más allá de toda duda, el virus nada tenía de
artificial y que ese asunto estaba zanjado. De entre quienes defendían la
naturaleza artificial del virus, algunos retiraron sus trabajos, otros los dejaron
sin publicar. En juego había dos cosas: que el virus fuese artificial y que
hubiese salido del laboratorio de Wuhan. Lo primero implicaba lo segundo,
aunque lo segundo no necesariamente implicaba lo primero, pero lo hacía
muy probable.87
No eran solo personas procedentes de los servicios militares mejor
informados del planeta, como pueden ser el ruso y el británico. Eran también
algunos —pocos— de entre los más reputados científicos del mundo que se
atrevían a hablar; y, finalmente, el testimonio de Li-Meng Yan, la viróloga
que escapó de China tras recibir amenazas después de afirmar que «en
diciembre ya se conocía la enorme capacidad de contagio del coronavirus».
Li-Meng Yan había avisado a las autoridades chinas acerca de la
peligrosidad del virus, aunque el Partido Comunista Chino decidió ignorarla.
Sin embargo, ella siguió insistiendo en que el mercado no era el origen del
virus, sino el laboratorio del Instituto de Virología, lo que le llevó a declarar
que «la teoría del origen natural, aunque ampliamente aceptada, carece de
apoyo sustancial».88
De acuerdo a la versión oficialista, la idea de que el virus hubiese salido
de un laboratorio —con la aparejada sospecha de que hubiera sido
manipulado— estaba censurada en las revistas científicas revisadas por pares.
Li-Meng Yan insistía en que: «El SARS-CoV-2 muestra características
biológicas que son incompatibles con un virus zoonótico de origen natural».
Y continuaba asegurando que «hay características inusuales del genoma del
SARS-CoV-2 que sugieren una modificación de laboratorio sofisticada en
lugar de la evolución natural y la delimitación de su ruta sintética
probable…».
Aún más: «La evidencia muestra que el SARS-CoV-2 debería ser un
producto de laboratorio creado utilizando los coronavirus de murciélago
ZC45 y/o ZXC21 como plantilla y/o columna vertebral. Sobre la base de la
evidencia, postulamos además una ruta sintética para el SARS-CoV-2, lo que
demuestra que la creación en laboratorio de este coronavirus es conveniente y
se puede lograr en aproximadamente seis meses».89
En la misma línea, el científico Yuen Kwok-Yung, de la Universidad de
Hong Kong, aseguró un poco antes que el gobierno de China sabía que el
coronavirus tenía la capacidad de propagarse entre humanos, pero que optó
por callar. Jiang Yanyong, médico del ejército, y Li Wenliang, también
médico, alertaron a las autoridades; pero la policía le advirtió de que dejase
de hacer «falsos comentarios».90 Wenliang, de treinta y cuatro años, siguió
trabajando en su hospital de Wuhan hasta que murió, teóricamente por
coronavirus, el 7 de febrero de 2020. Su oportuno fallecimiento alivió a las
autoridades; era un cristiano reconocidamente crítico con el régimen.
Al mismo tiempo, el Partido Comunista tenía que lidiar con el caso de
Huang Yanling, un verdadero escándalo que se le fue de las manos. Yanling,
una joven investigadora que estaba realizando sus estudios de posgrado en el
laboratorio de Wuhan, podría haber sido el «paciente cero» a partir del que
comenzó la expansión del virus por China, primero, y el resto del mundo más
tarde. En cuanto comenzaron los rumores, el Instituto de Virología emitió una
nota pública en la que aseguraba que dicha persona ya no estaba con ellos
desde 2015, pero que les constaba (difícil saber cómo) que se encontraba
perfectamente y que gozaba de buena salud. Desde entonces no ha vuelto a
saberse de Yanling, pese a que numerosos medios han hecho abundantes
pesquisas para dar con ella.91
El asunto quedó más o menos aparcado, y se dio por fantasiosa y
conspiranoica toda pretensión en sentido contrario. El laboratorio de Wuhan
se consagró como una de las piedras de toque para distinguir a los leales de
los desobedientes. En los meses siguientes, otros temas ocuparon la
investigación, y se olvidó un tanto el debate acerca del origen del
coronavirus; como en muchas otras ocasiones, el mero hecho de plantearlo
resultaba sospechoso.
Los medios oficiales publicaban regularmente informaciones que
desmentían el menor rumor que saltaba a las redes sociales o que recorría los
terminales de la telefonía móvil. Prestigiosas revistas como Nature92 insistían
en el absurdo de apuntar al laboratorio como origen del virus. El mantra,
avalado por investigadores que hablaban en el nombre de la «ciencia», se
repetía sin cesar: «murciélago-huésped-mercado húmedo».93 La trituradora
incluía las llamadas verificadoras, para mucha gente verdaderos censores
fabricantes de insidias y, no pocas veces, de bulos: en todo caso, de
transparente sesgo ideológico.94 En España, el mediático neurovirólogo José
Antonio López Guerrero negaba la menor posibilidad de toda relación entre
el laboratorio y el virus.95
Para más inri, nada menos que Donald Trump apoyaba la teoría de que el
«virus chino» había salido, en efecto, del Instituto de Virología de Wuhan.
Cualquier cosa que viniese de Trump —verdadera bestia negra de todos los
medios progresistas y de casi todos los que no lo son— era inmediatamente
satirizada y deformada, así que nada mejor que insistir en el carácter gratuito
de su tesis, que no podía obedecer sino a los intereses políticos de tan
grotesco personaje. Con la suficiencia habitual, el diario El País refutaba a
Donald Trump por boca de la ciencia.96 Todo lo que Trump solicitaba era una
investigación internacional que aclarase lo sucedido en Wuhan; de hecho,
Australia se sumó a esta razonable petición en medio de la indiferencia
general, pero la contestación china amenazando con sanciones fue todo lo
que obtuvo.97
Salvo en Estados Unidos, la reclamación de Donald Trump fue olvidada.
La idea de que el laboratorio estaba en el origen de la propagación del virus
quedó relegada a las webs conspiracionistas, y la sola mención de tal
posibilidad provocaba la ya rutinaria censura en las redes sociales.
El punto de inflexión se produjo tras la visita a Wuhan de la misión de la
OMS, a finales de enero de 2021. Concebida como un lavado de cara del
régimen, dicha visita no le salió bien al Partido Comunista Chino.98 Las
autoridades prepararon el recorrido por el mercado, con partes cerradas desde
el 1 de enero de 2020, explicando que si fue posible que se produjera el
estallido vírico, seguramente se debió a que allí se vendían alimentos
congelados de otras partes del mundo: no podía encontrarse culpa alguna en
nada chino, ni humano, ni animal.
Los miembros de la OMS visitaron también el laboratorio, ni que decir
tiene que en un recorrido estrictamente guiado. La generalidad de los medios
seguía insistiendo en que apuntar al Instituto de Virología de Wuhan no era
más que teoría conspiracionista.99
Por increíble que parezca, la OMS suscribió la tesis del gobierno chino, y
no solo descartó que el virus procediese del laboratorio, sino que incluso
declaró que había que investigar los congelados. Aunque la misión admitió
que era difícil establecer conclusiones tras el viaje, lo que sí podía asegurarse
era que «la posibilidad de un accidente en el laboratorio es altamente
improbable», una conclusión a la que llegaron gracias a que «hemos
adoptado una mentalidad racional» (sic).100
Los principales representantes de la OMS estaban bien dispuestos a
secundar los propósitos de Beijing. Tanto Peter Daszak como Peter Ben
Embarek asumieron muchas de las más intragables cosas que las autoridades
les mostraban, como si fueran plausibles. Ben Embarek se manifestó
dispuesto a defender la teoría china hasta en sus extremos más ridículos,
como que el portador del virus fuese un animal que hubiese venido de más
allá de las fronteras chinas, suscribiendo el delirio nacionalista del Partido
Comunista Chino, o que el virus bien podría haber aprovechado la cadena del
frío. No fueron pocos —entre ellos reputados científicos como el inmunólogo
Nikolai Petrovsky— los que encontraron ridículo el argumento.101
Pese a que Beijing se negaba a colaborar,102 las declaraciones de Ben
Embarek eran un eco de los argumentos chinos: «No sabemos el papel exacto
del mercado de Huanan. Hubo un brote entre la gente que trabajaba y
compraba, pero desconocemos cómo entró y se propagó. Tenemos un mapa
de los contagios y secuencias genéticas de los casos. Todo nos dice que el
brote se propagó en diciembre porque antes no se detectaron casos que
pudieran provocar un estallido. Pero esa no es toda la historia, porque
también hubo propagación en otras personas no ligadas a este mercado (…)
Trabajamos con la hipótesis de un comerciante, o visitante, que lo introdujo
en el mercado, pero también pudo ser una especie animal…».
Reconocía que, de entrada, daban por buena la información del gobierno
de Beijing, que era justamente lo que estaba en cuestión. Pero que, sin
embargo, personas que nada tenían que ver con el mercado también se
contaban entre los primeros contagiados que habían contraído la enfermedad.
A la luz de lo que se iba sabiendo, la explicación oficial —era evidente— no
satisfacía a nadie medianamente sensato. Pero la del laboratorio no era una
alternativa a contemplar; simplemente porque el gobierno chino así lo había
determinado. De modo que había que buscar entre personas u objetos que
hubiesen sido introducidos desde el extranjero. Impresionante.
En apoyo de su tesis, Embarek mantenía que los contagios en laboratorios
son muy raros, lo fue desmentido por un experto como Milton Leitenberg,
quien aseguró que, por el contrario, era algo que se producía con frecuencia y
que, en Estados Unidos, hay cientos de ejemplos en ese sentido. Leitenberg
escribió un artículo en una revista científica en el que apostaba por un escape
del laboratorio antes que por su procedencia natural.
Es un hecho incontrovertible que, con posterioridad al brote del SARS del
2002, han sucedido muchos accidentes en los que se ha producido una
liberación accidental de patógenos en laboratorios por todo el mundo. Y,
como argüía Leitenberg, particularmente en los Estados Unidos, incluyendo
el escape de ántrax sucedido en 2014 que afectó a ochenta y cuatro personas.
De nuevo en 2004, se produjo un escape de SARS de un laboratorio de
Beijing, que causó un muerto y cuatro infecciones. Los accidentes no son
excepcionales, sino más bien relativamente frecuentes, y pueden suceder sin
ninguna intencionalidad.103
Con todo, algo había cambiado. A su regreso de Wuhan, algunos
miembros del grupo que integraba la misión de la OMS manifestaban dudas.
Desde luego, lo vivido en China no revelaba ningún afán de colaboración del
gobierno de Xi Jinping. La propia OMS comenzó a sugerir que quizá pudiera
haber algo que no encajase del todo, y que «todas las posibilidades estaban
abiertas».104 Dadas las circunstancias, era casi una confesión.
Por las mismas fechas, quien fuese asesor de Joe Biden para la OMS casi
veinte años atrás, Jamie Metzl, declaró que el gobierno chino manipuló el
escenario y las pruebas para que se adecuaran a la versión que les convenía.
«El gobierno chino —dijo— hizo todo lo posible, una vez se expandió la
pandemia, para silenciar a científicos y periodistas y destruir datos y
muestras. Las posibilidades del origen natural disminuyen y se incrementan
las que apuntan a que se trata de una fuga de un laboratorio». Petrovsky
estaba de acuerdo; era imposible, científicamente hablando, descartar que el
virus viniese de un laboratorio.105
El doctor Roland Wiesendanger, físico de la universidad de Hamburgo,
manifestó por entonces que existían seiscientas piezas de evidencia que
hablaban en favor del origen del laboratorio. «Un grupo de investigación del
instituto virológico de la ciudad de Wuhan —aseguraba Wiesendanger— ha
llevado a cabo manipulaciones genéticas sobre los coronavirus durante
muchos años con el objetivo de hacerlos más contagiosos, peligrosos y
mortales para los humanos. Así lo demuestran numerosas publicaciones en la
literatura científica. El examen crítico y basado en la ciencia de la cuestión
del origen de la pandemia actual es de gran importancia, porque solo sobre la
base de este conocimiento se pueden tomar las precauciones adecuadas para
mantener la probabilidad de que se produzcan pandemias similares en el
futuro lo más baja posible».106 Nada de eso fue tenido en cuenta.
La administración estadounidense continuaba insistiendo en que la OMS
mentía y en que la misión a Wuhan había sido una puesta en escena destinada
a engañar al público,107 y el presidente Trump manifestaba su seguridad de
que el virus había salido del laboratorio.108 Era claro que el telón de fondo lo
conformaba el enfrentamiento entre China y Estados Unidos, y que las
posiciones científicas que avalaban a uno u otro tenían una profunda
significación política, voluntariamente o no (no cabe duda de que desde el
lado chino el sesgo era más político).
El 26 de marzo, el exdirector del CDC (Centro para el Control y
Prevención de Enfermedades) de Estados Unidos, Robert Redfield, volvía a
la carga: en un documental para la CNN aseguraba que el origen del virus se
encontraba en el laboratorio del Instituto de Virología de Wuhan. Reseñando
tal noticia, los medios subrayaban sistemáticamente el hecho de que se
trataba de una teoría «no probada» o «discutida», algo que omitían cuando las
declaraciones o informaciones apuntaban en sentido contrario, pese a que,
obviamente, tampoco en esos casos había sido nada probado. Redfield,
virólogo, hablaba de probabilidades, no de certezas, y señalaba septiembre u
octubre como el momento en el que el virus comenzó a circular.109
La presión social nacida de la capacidad de coerción de las instituciones
hacía que, una y otra vez, los medios de comunicación adjetivasen todo lo
referente al laboratorio de Wuhan como propio de la teoría conspirativa y del
círculo Trump. Se percibía, sin embargo, un cambio en el tono de las
informaciones: poco a poco, la beligerancia se atenuaba y los medios se
sentían menos obligados a militar en la versión «ha sido el mercado de
Wuhan y punto».
De modo que cuando el 5 de mayo el muy reputado y respetado periodista
científico Nicholas Wade publicó en el Bulletin of Atomic Scientists un
artículo de treinta páginas en el que terminaba por señalar que el origen del
laboratorio no es solo posible, sino que es el más probable, los medios
tragaron saliva.
Wade, que ha escrito muchos años en The New York Times y en Nature y
Science, esgrimía un argumento contundente: «Me parece que los defensores
de la fuga de laboratorio pueden explicar todos los datos disponibles sobre el
SARS 2 mucho más fácilmente que aquellos que favorecen la emergencia
natural». Según Wade, «no hay ninguna evidencia que muestre una evolución
de carácter natural de un virus de murciélago a un virus capaz de atacar a las
personas. Y, sin embargo, no cabe duda de que este SARS-CoV-2 ha sido,
desde el primer momento, específicamente adecuado para infectar humanos».
Wade ha señalado que, al contrario que en los casos de otros virus —como
el del SARS-1 y el MERS—, en este no ha habido una identificación
indudable y rápida de su origen natural. El primero permitió que se
estableciera la cadena de contagio de los murciélagos a las civetas en unos
cuatro meses; el segundo, en unos nueve, desde los murciélagos al camello.
«Nadie ha encontrado la población de murciélagos que fue la fuente del
SARS-2, si es que alguna vez infectó a los murciélagos. No se ha presentado
ningún huésped intermedio, a pesar de una búsqueda intensiva por parte de
las autoridades chinas que incluyó la prueba de 80.000 animales». Y es que el
relato construido a partir de los murciélagos y el animal huésped sobre el que
el virus dio el salto para infectar a los humanos no se sostiene. Según Wade,
«no hay evidencia de que el virus realice múltiples saltos independientes
desde su huésped intermedio a las personas, como lo hicieron los virus
SARS-1 y MERS. No hay evidencia de los registros de vigilancia hospitalaria
de que la epidemia estuviera cobrando fuerza en la población a medida que
evolucionaba el virus. No hay explicación de por qué debería estallar una
epidemia natural en Wuhan y en ningún otro lugar».
Ciertamente, cada vez es menos defendible la hipótesis del origen natural
de la pandemia, mientras que, por el contrario, su origen de laboratorio es ya
abrumadoramente más adecuado para explicarlo. Wade señala el hecho de
que «los investigadores del Instituto de Virología de Wuhan estaban
realizando experimentos (llamados “de ganancia de función”) diseñados para
hacer que los coronavirus infecten células humanas y ratones humanizados».
Ese es el modo más probable en que surgió el virus y se expandió, ya que los
científicos no estaban inmunizados contra un virus experimental al tiempo
que trabajaban en las condiciones mínimas de seguridad de un laboratorio. En
tales circunstancias, no tiene nada de particular la fuga del virus.
A lo que Wade apuntaba con claridad es a que el laboratorio estuvo
implicado en la producción de coronavirus seguramente para lograr una
vacuna universal, la especialidad de la doctora Shi Zhengli. La doctora ya
creó en 2015 un coronavirus (el SHC014-CoV), ¡si lo sabrán los
estadounidenses, que ellos la financiaron para tal menester, a través del
Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas (INAEI)…!
Para comprender la realidad última de lo que sucedió, hay que subrayar el
hecho de que fue EcoHealth Alliance, presidida por Peter Daszak, el canal
por el que le llegaron los fondos a Shi. Consta que Daszak no solo estaba al
tanto de lo que sucedía en el Instituto de Virología, sino que presumía de ello
por la parte que le tocaba. Recordemos que Daszak, un experto mundial en
zoonosis, fue miembro principal del equipo de la OMS enviado a Wuhan para
investigar el origen del coronavirus. Es difícil creer en su honestidad, pues si
había alguien informado de que lo que sucedía en Wuhan, era él; el
especialista que más insistió en el mercado húmedo como punto de partida de
la pandemia. Pero en diciembre de 2019, Peter Daszak decía cosas muy
diferentes, como que «puedes manipular coronavirus muy fácilmente en el
laboratorio (…) puedes manipularlos… la proteína spike tiene mucho que ver
con lo que sucede en un coronavirus. Riesgo zoonótico. Puedes coger la
secuencia, crear una proteína e —como trabajamos con Ralph Baric en la
UNC, es un genio— insertarla dentro del espinazo de otro virus y trabajar
esto en el laboratorio, y lo que tienes es más previsible, una vez que
encuentras la secuencia…».110
De modo que el laboratorio del Instituto de Virología de Wuhan de la
doctora Shi Zhengli era financiado a través de la oenegé de Peter Daszak, y
quien decidía en Washington esa financiación era el INAEI, dirigido por…
Anthony Fauci. Este fue quien autorizó que se siguiera costeando a Shi, pese
a que la peligrosidad de sus trabajos amenazaba con retirarle los fondos;
Fauci, sin embargo, por la razón que fuese, decidió mantener la subvención
alegando motivos de «seguridad nacional».
Wade concluye su artículo señalando que, cuando escapó el virus del
laboratorio, este ya estaba adaptado a los humanos, porque «poseía una
mejora inusual, un sitio de escisión de furina que no está poseído por ningún
otro beta-coronavirus relacionado con el SARS conocido, y este sitio incluía
un cordón doble de arginina también desconocido entre los beta-coronavirus.
¿Qué más evidencia podría desear, además de los registros de laboratorio
actualmente inalcanzables que documentan la creación del SARS-2?».111
El impacto del artículo fue enorme. Uno de los santones de la ciencia y la
comunicación estadounidenses, Nicholas Wade, no dejaba lugar a la duda.
Para el establishment, Wade debiera haber estado guardando celosamente el
secreto; no lo hizo, y las consecuencias están a la vista.
En todo este asunto, hay tres puntos por dilucidar: el primero, en torno a la
cuestión de si el virus salió del laboratorio o del mercado y era, sin duda, el
punto crucial; el segundo, si resuelto el primer punto en favor de la tesis de
que el origen estuvo en el Instituto de Virología, estamos ante una creación
artificial o no; y el tercero, si en caso de respuesta afirmativa a las dos
anteriores cuestiones, el escape del virus fue accidental o intencionado. A
nadie se le oculta la trascendencia de la respuesta a estas cuestiones.
Naturalmente, los chinos defendieron siempre la idea del mercado como
punto de origen, aplicando la táctica de que la mejor manera de defender es
hacerlo lo más lejos posible de la portería. Esa era su segunda línea de
defensa, después de haber atacado al enemigo con la acusación de que había
sido Washington quien había introducido de modo deliberado el virus en su
país con motivo de los Juegos Militares de octubre de 2019. Replegados
sobre el mercado, sabían que una vez que cayese esta tesis, era cuestión de
tiempo que los otros dos puntos se diesen por añadidura. Ciertamente, no se
sigue de modo automático que porque el virus haya salido del laboratorio se
trate necesariamente de una quimera, pero es indudable que ambas cosas van
unidas; asentado el origen en el Instituto de Virología, lo difícil es pensar que
no haya sido una creación artificial, máxime cuando los impugnadores de la
artificiosidad del virus son los desacreditados defensores de la teoría del
mercado húmedo. En el verano de 2021 la cuestión de la intencionalidad aún
no se había planteado formalmente, pero es bastante probable que lo haga en
los próximos meses una vez demostrada la naturaleza quimérica del SARS-
CoV-2.
Unos pocos días más tarde, un grupo de científicos (de Stanford,
Cambridge, Pasadena, MIT o Harvard), entre los que se encontraban el
doctor Marc Lipsitch o Akiko Iwasaki, publicó en Science un artículo en el
que exigían una investigación imparcial y en profundidad sobre lo sucedido
en Wuhan, con la implícita censura que tal demanda representaba para todo
lo que hasta entonces se había venido afirmando:

Una investigación adecuada debe ser transparente, objetiva, basada en


datos, incluida una amplia experiencia, sujeta a una supervisión
independiente y gestionada responsablemente para minimizar el impacto
de los conflictos de intereses. Tanto las agencias de salud pública como los
laboratorios de investigación deben abrir sus registros al público. Los
investigadores deben documentar la veracidad y procedencia de los datos a
partir de los cuales se realizan análisis y se extraen conclusiones, de modo
que los análisis sean reproducibles por expertos independientes.

Sobre todo por la evidente razón, que hasta entonces no parecía ocupar a
los dirigentes de la OMS —al menos en la medida en que sus investigaciones
eran mucho más políticas que científicas, como ahora se está demostrando—,
de que «saber cómo surgió el covid-19 es fundamental para informar
estrategias globales a fin de mitigar el riesgo de futuros brotes».
La argumentación era demoledora:

En mayo de 2020, la Asamblea Mundial de la Salud solicitó al director


general de la Organización Mundial de la Salud (OMS) que trabajara
estrechamente con los asociados para determinar los orígenes del SARS-
CoV-2. En noviembre se publicaron los términos de referencia para un
estudio conjunto entre China y la OMS. La información, los datos y las
muestras de la primera fase del estudio fueron recopilados y resumidos por
la mitad china del equipo; el resto del equipo se basó en este análisis.
Aunque no hubo hallazgos en apoyo claro de un derrame natural o un
accidente de laboratorio, el equipo evaluó un derrame zoonótico de un
huésped intermedio como «probable a muy probable», y un incidente de
laboratorio como «extremadamente improbable». Además, las dos teorías
no fueron consideradas equilibradamente. Solo 4 de las 313 páginas del
informe y sus anexos abordaban la posibilidad de un accidente de
laboratorio. En particular, el director general de la OMS, Tedros
Ghebreyesus, comentó que el examen por el informe de las pruebas que
respaldaban un accidente de laboratorio era insuficiente y ofreció
proporcionar recursos adicionales para evaluar plenamente la
posibilidad.112

Fue, seguramente, el golpe decisivo. Las censuras a la OMS, las


acusaciones de oscurantismo a China, y la de haber puesto la ciencia al
servicio de objetivos políticos, eran devastadoras.
Unos días más tarde, el gobierno norteamericano filtró al The Wall Street
Journal un informe en el que se recogía que Beijing disponía de información
acerca de que tres investigadores del Instituto de Virología de Wuhan habían
contraído el covid-19 en noviembre de 2019 (algo que en Washington habían
defendido ya en enero de 2021; pero… aún estaba en la Casa Blanca Donald
Trump).113 Con inmediatez terció este, reivindicándose —con toda razón—,
aunque en cierto modo, de manera comedida. «Tengo muy pocas dudas
acerca de que el covid salió del laboratorio de Wuhan».114
Apenas tres días más tarde, el presidente Biden anunció que había dado
noventa días a los servicios secretos de Estados Unidos para que averiguasen
cuál es el origen verdadero del virus. Biden se cuidó de tomar partido por
ninguna teoría, pero eso es algo, en sí mismo, revelador.115 De forma poco
creíble, el anciano dirigente anunció que en los servicios de inteligencia hay
«dos elementos contra uno que se inclinan en favor del origen natural, pero
todos ellos tienen en sus teorías una seguridad baja o moderada, insuficiente
como para determinar que uno sea más probable que el otro».116
Durante todos estos meses, los medios de comunicación se han mostrado
de una parcialidad inaudita. Lejos de amparar un clima de debate, se han
dedicado a señalar y censurar a los disidentes, a ridiculizarlos, y a contribuir a
la nauseabunda tarea de monopolizar la «ciencia».117 Sin práctica excepción
—particularmente en nuestro país— coinciden en los mismos temas y en los
mismos enfoques. La beligerancia contra Donald Trump, principal valedor
del escape del laboratorio del Instituto de Virología de Wuhan como causa de
la pandemia, les empujaba a rechazar o a comentar sarcásticamente esta
posibilidad. La unanimidad señalada se muestra de un modo más descarnado
en este caso, en el que todos han vuelto a coincidir en algo que tiene pleno
marchamo de falsedad: el origen natural del SARS-CoV-2. Un caso
verdaderamente singular este de coincidir todos en una falacia.
Entretanto, las redes sociales han seguido, también en este tema, con su
tarea liberticida. La feroz censura que ejercen en estos días en pocos casos se
ha mostrado más partisana que en este. Las informaciones u opiniones acerca
del origen del virus que contradijeran la versión oficial eran inmediatamente
censuradas; lo más grave, y en lo que no siempre se repara, es que hemos
llegado a considerar que existen versiones «oficiales», es decir, explicaciones
o interpretaciones que deben ser creídas para no ser excluidos del ejercicio de
los derechos que asisten a quienes sí comparten dicha versión. Estamos muy
cerca de la codificación del delito de opinión; este, obviamente, existe desde
hace mucho tiempo, pero hasta ahora se han tomado la molestia de
justificarlo en el nombre de bienes superiores a proteger. A través de las redes
sociales, la merma de derechos se ha convertido no ya en un hecho, sino en
una rutina. ¿Qué harán ahora Facebook, Twitter o Instagram con todos
aquellos a quienes censuraron por publicar noticias referentes a la
procedencia del virus del laboratorio de Wuhan? ¿Se disculparán, les
compensarán, pedirán público perdón por su sectarismo? Urge poner coto a la
arbitrariedad de las redes sociales; su repercusión social no puede ignorarse,
y no es lícito —al margen de que tampoco es legal, hablaremos de eso más
adelante— que dispongan de una patente de corso que les permita actuar
como juez y parte. Este asunto debería ser suficiente como para que los
organismos internacionales tomen cartas en el asunto: el uso clamorosamente
fraudulento de la excusa de las fakes news no debería sostenerse ni un día
más.
El énfasis de los medios en censurar las opiniones disidentes y en
estigmatizar a estas como «negacionistas» ha sido una de las tareas más bajas
que los medios en España han llevado a cabo en los últimos años, y eso que
no lo tenían fácil. Es muy interesante hacer el ejercicio de seguir la evolución
de la prensa durante las últimas dos semanas de mayo, al mejor estilo de El
Monitor.118
Y es que la publicación del artículo de Wade les dejó sin agarraderas. Por
supuesto, sabían —sobre todo a partir de este punto— que no cabían dudas
sobre el verdadero origen del virus. Pero habían estado largos meses
insultando a todo aquel que osara sugerir que acaso, quizá, el laboratorio
tuviese algo que ver, después de todo. Ahora tenían que girar poco a poco, sin
movimientos excesivamente bruscos, aunque de algún modo esto resultase
inevitable.
Las portadas de todos los medios recogieron el cambio; la prensa europea,
algo menos servil —en ocasiones tampoco mucho— que la española, pudo
abordarlo con mejor cara; pero la nuestra alcanzó alturas insospechadas: El
País tituló, en un verdadero alarde artístico, que «la teoría del accidente de
laboratorio en Wuhan como origen del coronavirus abandona el terreno
conspirativo». 119 Un terreno conspirativo en el que precisamente El País
había situado a dicha teoría. Vergonzoso.
Algo parecido puede decirse del resto de los medios de comunicación
tanto escritos como hablados o televisivos. En el escalofriantemente
dicharachero estilo de las verificadoras, estas escrutaban las opiniones
sospechosas sin vacilar en señalar al hereje. Y nos lo explicaban.120
Nos lo llevan explicando cerca de dos años. Y sin que se pongan ni un
poquito colorados.
A fines de mayo de 2021, los medios más sesudos ya no se hacían
ilusiones acerca de la posibilidad del mercado: hasta The Times admitía que
los servicios de información británicos poseían información fiable sobre el
origen del virus en relación con el laboratorio.121 Una información que no era
reciente, sino que procedía de muchos meses atrás, pero que se había
mantenido a buen recaudo.
Casi todo el mundo lo sabía; la OMS, desde luego, estadounidenses y
británicos, con seguridad; buena parte de la prensa era consciente de que la
probabilidad caía del lado del laboratorio; y las asociaciones médicas, las más
culpables de todas, presionaban por razón de interés corporativo y, desde
luego, económico.
En su conjunto, los motivos por los que prensa, médicos y políticos
escondieron la verdad deberían ser suficientes como para sentarles ante un
tribunal.
3

¿VIRUS ARTIFICIAL? LA VERSIÓN OFICIAL Y


LOS MEDIOS

«Las compañías farmacéuticas son mejores inventando enfermedades para medicamentos que
ya existen, que inventando medicamentos para enfermedades que ya existen».
NASSIM TALEB

Aunque la fundación de la Organización Mundial de la Salud se remonta a


1948, la mayor parte de la población mundial ignoraba qué era la OMS hasta
el invierno de 2020. Y, sin embargo, había desempeñado un papel de primer
orden en nuestras vidas, aunque no lo supiéramos.
La OMS consta de seis oficinas regionales, en las que ha dividido el
mundo, y son también seis los idiomas oficiales de la organización. Sus
miembros forman la Asamblea Mundial de la Salud, que se reúne todos los
años, generalmente en primavera. Sus recomendaciones han terminado por
ser casi de obligado cumplimiento por todos los estados miembros, que es
como decir todos los del mundo. Lo que significa que los estados están al
tanto de las decisiones que toma la organización, decisiones que han pasado
mayormente desapercibidas durante décadas, pero que han adquirido un
relieve insospechado al socaire de la pandemia.
La idea originaria, la de combatir de modo colectivo unas enfermedades
que no conocen fronteras, parece razonable. Para ello se financia a partir de
las cuotas que cada estado miembro abona, lo que se hace en función del
nivel de riqueza y población de los estados. En principio, estos eran los
únicos contribuyentes a la organización, aunque con el paso del tiempo
diversas entidades privadas se sumaron al esfuerzo público.
Pero la aportación obligatoria de los estados es, hoy, menos de un 25% del
total de la financiación de la organización. Los otros tres cuartos salen de las
donaciones voluntarias, de las cuales una buena parte procede de donaciones
privadas. Décadas atrás, esta ayuda representaba un aporte valioso para la
OMS, pero hoy día se ha convertido en un condicionamiento de su actividad.
En palabras de uno de sus principales exdirigentes, Germán Velásquez, «la
OMS ha sufrido un proceso de privatización y ahora trabaja en favor de
intereses privados». Y continúa exponiendo:

La OMS, desafortunadamente, está en un proceso acelerado de


privatización. Está entrando en una situación de conflictos, está dejando de
tener el rol que jugó siempre, y para el cual fue fundada, el árbitro mundial
de la salud pública.
El problema de las donaciones voluntarias es que el donante decide para
qué va [su dinero], de manera que se escapa de las deliberaciones y de la
formulación de prioridades que fijan todos los países a nivel mundial. Para
que lo entendamos, más del 80% del presupuesto de la OMS son
contribuciones privadas o públicas, pero voluntarias, que se concentran en
los diferentes países, en la Fundación Bill Gates y en la industria
farmacéutica.

Velásquez sabe de lo que habla: trabajó durante veinte años para la OMS,
y creó la Unidad de Economía de la Salud y Financiación de los
Medicamentos de la Organización Mundial de la Salud, además de
convertirse en director del Secretariado de la OMS para la Salud Pública, la
Innovación y la Propiedad Intelectual. Su denuncia de lo que está pasando
afecta a poderosos sectores económicos, lo que ha valido ser objeto de
amenazas y agresiones físicas en varias ocasiones.
Velásquez sigue explicando:

Un ejemplo: el 90% del Programa de Medicamentos (que dirigió él mismo)


ahora está financiado por la Fundación Bill y Melinda Gates, quienes están
dando el dinero solo para los asuntos que le interesan a Bill Gates, de tal
manera que el programa solo se centra en los proyectos determinados por
este, el resto se queda sobre el papel. Por ejemplo, ya no se trabaja nada
sobre el programa de uso racional de los medicamentos.

Entre los financiadores de la OMS destaca la aportación de la industria


farmacéutica, que alcanza los 90 millones de euros; o la firma Ikea, que ha
destinado más de 5 millones de dólares en un solo ejercicio. Pero la
contribución sin duda más cuantiosa procede de Bill Gates, quien puede
donar hasta 190 millones de dólares al año, lo que viene a ser unas cien veces
la cuota española.
Según Velásquez, «… ha sucedido, y está sucediendo. Cuando un donante
da dinero, por ejemplo a la industria farmacéutica, estos representantes
solicitan estar presentes en los comités de expertos de los diferentes
programas [de la OMS]. Hay un conflicto de intereses grave. Sucedió con la
epidemia H1N1, los posibles fabricantes de vacunas y de medicamentos,
como el Tamiflú, estaban sentados en el comité que estaba decidiendo si se
lanzaba una epidemia o no, evidentemente, [las farmacéuticas] empujaron a
que se lanzara la epidemia y se diera una alarma global porque iban a tener
un mercado impresionante».122
La retirada de Donald Trump de la OMS representó, en realidad, el fin del
contrapeso a las fuerzas que trataban de dominarla. A partir de ese momento,
Bill Gates se ha erigido en el árbitro de la organización. Con su 10% sobre el
total del presupuesto, él es quien determina el trabajo de la organización.
Además, desde su posición ha trabajado para que otros magnates sumen sus
fortunas a la entidad internacional.
Es cierto que la acusación del expresidente norteamericano a la OMS de
servir de correa de transmisión de los intereses chinos era verosímil. El
director de la misma, el eritreo Tedros Adhanom Ghebreyesus, es un hombre
muy cercano tanto a la Fundación Bill y Melinda Gates como al Instituto
Aspen, que a su vez está relacionado con el matrimonio Gates. La
proximidad de Tedros a los chinos se ha visto refrendada por el declarado
apoyo de Bill Gates a Beijing.
El director general de la OMS quiso nombrar al genocida etíope Mengistu
Haile Mariam embajador de la OMS, lo que motivó que, cuando Tedros fue
designado presidente de la organización, se produjeran numerosas
manifestaciones en su contra por parte de sus compatriotas en el exilio.
Incluso otra organización globalista como Human Rights Watch le denunció,
acusándole de haber ocultado tres epidemias de cólera en su país entre 2006 y
2011, al tiempo que le consideraba responsable de «sistemáticas violaciones
y represión política» y de delitos contra la humanidad. Nada extraño si
tenemos en cuenta que Tedros fue militante de una organización
revolucionaria comunista y un cruel represor.
Bill y Melinda Gates le brindan su apoyo, quizá porque la OMS deja el
terreno despejado en África para que los Gates practiquen allí sus fantasías
neomalthusianas de control de la población. Bill Gates ha promovido el
aborto, la anticoncepción y ha sido acusado de que a través de sus vacunas ha
inducido la esterilización forzosa de miles de mujeres.
El papel que juega la OMS en la actual pandemia, juzgado en un principio
positivamente, se vio pronto oscurecido por la adopción de unos protocolos
de actuación muy polémicos, en los que se mezclaban dudas con certezas y
en los que las contradicciones eran permanentes. El editor de The Lancet,
Richard Horton, valoró con justeza el papel de la OMS al afirmar que «su
autoridad y capacidad de coordinación son débiles. Su capacidad para dirigir
una respuesta internacional a una epidemia que amenaza la vida es
inexistente».123
Los primeros días de la pandemia también mostraron la estrecha
dependencia de la OMS con respecto a China. Mientras Beijing sostenía que
había dudas de que el virus pudiera contagiarse entre humanos —como se ha
dicho, reproducía el modo de actuación de la Unión Soviética en Chernóbil,
tratando de ocultar lo sucedido—, la OMS compartió tal punto de vista hasta
el 20 de enero de 2020 en que un funcionario chino confirmó que el contagio
entre personas era posible. Solo diez días antes el gobierno chino había
transmitido la información de la secuenciación del genoma (conseguido el 31
de diciembre), según John Mackenzie, miembro del Comité de Emergencia
de la Organización Mundial de la Salud.
Pero el gobierno de Taiwán había advertido a la OMS de que el virus se
transmitía entre humanos ya el mismo 31 de diciembre, según el
vicepresidente de Taiwán y exministro de Sanidad, el epidemiólogo Chen
Chien-jen.124 La OMS se negó a tomar ninguna acción por miedo a desairar a
China, que no reconoce al gobierno de la isla de Formosa y que reclama
aquel territorio como propio. En lugar de eso, trató de emprender una
investigación en la provincia de Hubei, foco del contagio, a lo que se negó el
gobierno de Xi Jinping.
Y no fue sino hasta el 30 de enero cuando la OMS declaró la emergencia
sanitaria, una vez que las autoridades de Beijing habían encerrado a los once
millones de habitantes de Wuhan. Por entonces, la organización de Tedros
Adhanom negó que hubiese que restringir los viajes entre países; al día
siguiente, Donald Trump dio orden de no viajar a China ante el avance del
virus.
Las medidas que se tomaron tendieron, en principio, a ser lo menos
radicales posible. De hecho, la OMS tardó aún un mes y medio en declarar
pandemia al covid-19, lo que, en cualquier caso, sigue pareciendo una
calificación abusiva.
Durante las primeras semanas, la Organización Mundial de la Salud
recomendó aplicar los test PCR solo a las personas con síntomas de covid-19,
alegando que la transmisión de coronavirus por las personas asintomáticas
era muy rara, y que este no era un factor clave en la propagación del
contagio. La evolución de la situación ha terminado por darle la razón,
aunque algunos Estados (como el nuestro) han decidido ignorarlo y han
mantenido una dudosa política al respecto.
Y algo parecido sucedió con las mascarillas; desde el principio, y esa ha
sido su posición siempre, ha considerado que el empleo de estas era absurdo
en espacios abiertos e inapropiado incluso en espacios cerrados, debiendo
quedar reservadas para los centros sanitarios y su uso profesional. Sobre
ambos temas, el de las mascarillas y el de las PCR, volveremos más adelante.

Las farmacéuticas
Con frecuencia se ha exagerado el impacto de la medicina en la mejora de la
vida humana, en la esperanza de vida y en la calidad de vida. La opinión
pública tiende a confundir la medicina con la sanidad, y a atribuir a la
primera los logros de la segunda. Sin despreciar en lo más mínimo la
importancia de la medicina en nuestras vidas, no estará de más señalar que
esta tiene una función esencialmente reparativa; en ese sentido, su papel es
más restringido de lo que suele suponerse.
No hay duda de que el despertar de la mentalidad científica supuso un
salto cualitativo en el devenir de la humanidad, y no solo en esta parte del
mundo, ya que lo sucedido en Occidente ha tenido —y tiene— una
repercusión en el conjunto del planeta. Pero el surgimiento de esa mentalidad
científica no incidió únicamente —ni, si se me apura, principalmente— en la
medicina; con una pizca de cinismo alguien podría decir que su mayor
contribución fue el cambiar la aplicación de los procedimientos médicos
vigentes hasta ese momento y que tanta gente se habían llevado por delante.
Incluso en nuestro tiempo —y visto con perspectiva—, no se trata tanto de
que seamos capaces de curar como de evitar que la población no enferme. La
biología, la química y la veterinaria tuvieron un protagonismo al menos igual
al de la medicina, y hoy son aspectos ajenos a esta los que más han
contribuido a alargar y mejorar la vida humana. En la mejora cualitativa y
cuantitativa de la vida inciden, sobre todo, la higiene y la alimentación.
En todo caso, no cabe duda de que desde los tiempos de la medicina
precientífica hasta hoy hemos recorrido un camino exitoso. Sin embargo, ese
camino presenta un lado oscuro, que en estos días se nos muestra de un modo
más descarnado que nunca. Porque la ciencia ha sido reinterpretada y
ascendida a la condición de religión; la ciencia, en nuestra época, reproduce
las adhesiones que antes estimulaba la fe. Y termina desarrollando,
indefectiblemente, una exigencia militante parecida. Entre otras muchas
cosas, la pandemia ha puesto de manifiesto la relación casi mística de la
población con la sanidad.
Ese trasvase de fe ha permitido que las grandes farmacéuticas hayan
convertido el negocio de la salud en el más importante del mundo. En la
tercera década del siglo XXI, las principales firmas se han constituido como
gigantescos monstruos que mueven ingentes cantidades de dinero y que han
alcanzado un enorme poder.
Las grandes farmacéuticas son empresas multinacionales que están
presentes en la mayor parte de los países del mundo. Se trata de un sector
interdisciplinar que necesita y, al tiempo, promueve los mayores adelantos
científicos. En cierto modo, representan el sector globalista por excelencia:
adquieren las materias primas en los países más pobres, se instalan en
aquellos donde las condiciones laborales son más precarias, venden sus
productos en los países más ricos. El de las farmacéuticas es el sector más
rentable del mundo.
Constituye un oligopolio en el que veinticinco empresas controlan el 50%
de todo el mercado mundial gracias a su capacidad competitiva basada en
I+D, en el sistema de patentes y en el control de la comercialización. Fuera
del mundo desarrollado tan solo la India y Brasil han conseguido alguna
presencia en el mundo del medicamento. La práctica totalidad de la industria
pertenece a la Unión Europea, a Estados Unidos y a Japón. La mayor parte de
las patentes se registran en Estados Unidos, lo que hace que las cincuenta
primeras pertenezcan a ese país. Con alguna excepción, la industria
farmacéutica es reluctante a desarrollar los medicamentos de los países
pobres, que les dejan un margen mucho menor de beneficios; prefieren
concentrarse en la producción de superfluidades cosméticas que se pagan
mucho mejor en los países ricos.
Hoy, las grandes farmacéuticas se han convertido en verdaderos
monstruos comerciales. Por ejemplo, Pfizer, que es la más grande de todas,
volumen que ha conseguido básicamente comprando a sus competidores; en
la primera década del siglo adquirió, por este orden, Warner-Lambert (2000),
Pharmacia (2003) y Wyeth (2009). Y a punto estuvo de hacer lo propio con
Allergan, con la que había llegado a un acuerdo por 160.000 millones de
dólares que incluía trasladar su sede a Irlanda desde Estados Unidos para
pagar menos impuestos.
Como a nadie se le oculta, la industria farmacéutica vive unos momentos
excepcionales a nivel mundial. La pandemia declarada por la OMS ha
incidido en que los costes de producción que ha de afrontar sean cada vez
más bajos, al tiempo que los procesos de fabricación son cada vez más
eficientes, y la mano de obra se ha reducido en las últimas décadas desde las
fusiones de los años noventa, que son las que han creado los grandes
monstruos del sector.
Las inversiones en investigación son mucho menos onerosas que lo que
representa la comercialización, el marketing y la publicidad —con su coste en
estudios de mercado— y la competencia y los espectaculares salarios de sus
principales directivos. Que son una de las causas que disparan los precios de
los medicamentos, algo que debería conocer la población. Hay ejecutivos que
cobran anualmente 45 millones de dólares, y es frecuente el caso de salarios
por encima de los 20 millones.125
Llegados a este punto, alguien podría echar mano del argumento del libre
mercado; el problema es que muchos de los profesionales de la salud
denuncian que si el negocio es tan fabuloso ello es debido, sobre todo, a la
paciente y perseverante labor de sobremedicar a la población que han llevado
a cabo las farmacéuticas con la impagable colaboración de los poderes
públicos y las administraciones. Es decir, que han hecho a una gran parte de
la población dependiente de los medicamentos, por lo que esta ha perdido una
buena parte de su libertad.
Estas admoniciones de los profesionales han sido públicas, y han saltado a
los medios en muchas ocasiones, aunque no parecen hacer el efecto que sería
de desear. De modo oficial, los pediatras han advertido muchas veces del
peligro del abuso de los antimicrobianos y su consecuencia en forma de
generación de bacterias resistentes a todo lo conocido, que pueden llegar a
convertirse en un auténtico peligro en las próximas décadas. De hecho,
cuando los niños padecen síntomas como tos o fiebre, la probabilidad de que
se trate de virus y no de una bacteria es del 90%, con lo que los antibióticos
no sirven de nada, pero no son pocas las veces que estos se recetan, pese a
todo, en lugar de un analgésico.126
La cuestión de la sobremedicación es muy grave. Se calcula que en
España mueren anualmente unas tres mil personas por su causa (una cantidad
más o menos equivalente a los fallecidos por accidentes de tráfico o por
suicidio) y es muy probable que la mortalidad aumente mucho en el futuro
más próximo. Es importante saber que el riesgo de infecciones por bacterias
resistentes aumenta de acuerdo al consumo de antibióticos de un paciente, un
riesgo que no se limita a la persona que los consume, sino que se extiende a
su entorno y a la comunidad. Ya existen bacterias que son resistentes incluso
a los más potentes antibióticos, lo que es una consecuencia directa de la
sobremedicación. Es más que posible que estas hayan sido producidas en
zonas de bajo desarrollo, ya que los médicos allí carecen de medios para
determinar si una infección es bacteriana o vírica, y suelen tirar por la vía de
en medio y recetar igualmente antibióticos; pero, además, porque las muy
corrientes infecciones que allí se producen requieren efectivamente
antibióticos, que casi siempre se administran en malas condiciones
higiénicas, causantes a su vez de las infecciones. Una gran parte de estas se
evitaría con el simple gesto de lavarse las manos.
Desde los años noventa en que se formaron los grandes consorcios
farmacéuticos tal y como ahora los conocemos, las cosas se han complicado
mucho. Los intereses que mueve el negocio de la salud son casi inconcebibles
para el ciudadano corriente, hasta el punto de que la discrepancia en el mundo
sanitario se ha vuelto un acto heroico. Pero, a veces, hay héroes.
En 2015, Aseem Malhotra, un importante cardiólogo británico famoso por
su heterodoxia, publicó un manifiesto en el que pedía una disminución del
empleo de los fármacos, eliminando los inútiles o peligrosos y la
sobremedicación, que vinculaba con los sobornos médicos, las publicaciones
compradas y la primacía de los intereses económicos de las farmacéuticas.
Todo un torpedo a la línea de flotación del sistema de salud.
Lo sorprendente es que al manifiesto se sumó una serie de personalidades
de verdadero relieve en la medicina del país, como el médico personal de
Isabel II y presidente del Real Colegio de Médicos de Gran Bretaña, sir
Richard Thompson, o John Aston, presidente de The Faculty of Public
Health. El manifiesto era la culminación de una serie de pronunciamientos
públicos de significados científicos que vienen denunciando la influencia de
las farmacéuticas sobre los médicos y el sistema sanitario en general.
Así, lo que poco antes eran opiniones aisladas se convirtió en una
denuncia considerablemente generalizada. Destacados médicos británicos
señalaron cómo la industria presiona a la profesión médica, con la
consecuencia de una sobremedicación de la población. Una de las
denunciantes, la doctora Lanctôt, llegó a declarar que «el sistema sanitario es
una verdadera mafia que crea enfermedades y mata por dinero y poder».
Otro, el doctor Gøtzsche, que ha publicado más de setenta artículos en las
más prestigiosas revistas como The Lancet o The New Journal English of
Medicine, ha explicado el gigantesco ocultamiento y la mentira que la
industria lleva a cabo con la complicidad de los poderes públicos. No solo se
venden productos ineficaces, sino también peligrosos. Su modus operandi, en
palabras del doctor Gøtzsche se resume así: «El modelo de negocio de las
grandes farmacéuticas es el del crimen organizado». Para justificarlo,
enumera una larga lista de ilegalidades, escándalos, delitos y presiones
perpetrados por la industria farmacéutica.127
Biólogo y químico, además de médico, Gøtzsche trabajó ocho años para la
industria farmacéutica, y califica de sociópatas a los responsables de la
industria, a quienes —asegura— no importa producir todo tipo de daños en la
población, incluyendo muertes, con tal de incrementar los beneficios. Señala
sin dudar a la industria farmacéutica como la tercera causa de muerte en
Europa y Estados Unidos, tras el cáncer y el corazón. Las compañías
farmacéuticas simplemente pagan cuando se les acusa de actos criminales,
conscientes de que tales multas son insignificantes al lado de los beneficios
que obtienen.
Según Gøtzsche, los ensayos y los análisis de datos son muchas veces
fraudulentos; la industria oculta los resultados de investigaciones
insatisfactorias. El único objetivo es la comercialización, para lo que no
dudan en cometer todo tipo de tropelías. Una de ellas es la de los sobornos:
en un trabajo realizado en Dinamarca (país natal de Gøtzsche), se estableció
que el 12% de los médicos trabajaba para las farmacéuticas. Con respecto al
resto de los médicos, la industria utiliza expertos y líderes de opinión a fin de
presionar y que utilicen sus medicamentos más modernos y caros.
En Estados Unidos, las cantidades destinadas por las farmacéuticas a este
fin son gigantescas. De todos los grupos de presión que actúan en el país
sobre los políticos, el de los productos sanitarios es el primero. En el año
2016 —año electoral— invirtieron 244 millones de dólares en regar las
campañas de los candidatos, a lo que contribuyeron Pfizer con casi 10
millones y Bayer con 8. Treinta y nueve congresistas, estratégicamente
repartidos por todos los estados, poseen acciones de Pfizer.
Las farmacéuticas llevan a cabo donaciones millonarias a los diversos
candidatos al Congreso y al Senado, así como a los aspirantes a la
presidencia: en ese año de 2016, seguros de la elección de Hillary Clinton,
entregaron a esta 12 millones, el 80% del total de lo dedicado a políticos. En
agudo contraste, Donald Trump tan solo fue agraciado con 267.925 dólares.
La consecuencia es que los estadounidenses pagan cantidades exorbitantes
por los medicamentos; en el caso del cáncer, hasta seiscientas veces más,128
además de que existen fuertes sospechas de que muchos de los fármacos
puestos en circulación solo han hecho aumentar el precio, sin mejora alguna
que lo justifique. Incluso la FDA lo está investigando en el verano de
2021.129
En ocasiones, el descaro en el comportamiento público de los políticos ha
sido tal, que ha levantado una verdadera oleada de indignación. En 2003,
George Bush aprobó una ley que impedía negociar bajadas de precio con la
administración; y en 2017 se aprobó otra para «facilitar» la llegada al
mercado de los fármacos que eliminaba los estudios de control que, por
razones de seguridad y eficacia, llevaba a cabo la FDA. Algo inaudito.130
Las empresas presionan a los médicos para que receten medicamentos
destinados a otros usos que no estén aprobados por la FDA. El caso más
escandaloso fue el de Seroquel, producido por AstraZeneca; Seroquel es un
antipsicótico contra la esquizofrenia y el trastorno bipolar, que era recetado
con frecuencia para tratar el insomnio, la demencia y la depresión. Para 2009,
Seroquel le había producido a AstraZeneca 5.000 millones de dólares; la
FDA acusó a la farmacéutica de sobornar a los médicos para que recetaran
este medicamento con fines no aprobados por ella. El fiscal afirmó que se
había utilizado a los pacientes como conejillos de Indias. Por supuesto,
AstraZeneca lo negó, pero pagó 520 millones de dólares para resolver la
demanda civil antes de comparecer ante un tribunal.131
No faltan médicos que se niegan a recibir a los visitadores, pero las
farmacéuticas tienen muchos recursos; así, utilizan a compañeros de hospital
o de profesión para que presionen a los más reluctantes, o seducen a estos
asegurándoles que pueden convertirse en líderes de opinión de su empresa.
La táctica suele dar resultado: la mayoría de ellos terminan aceptando cobrar
cientos de miles de dólares anuales en concepto de «charlas
promocionales».132
La estrategia de los sobornos es corriente, y ni mucho menos se limita a
Estados Unidos. De hecho, la justicia de ese país cobró a Pfizer más de 60
millones de dólares en el año 2012 por sobornar «a médicos, reguladores y
funcionarios en el extranjero». Tales hechos tuvieron lugar, de forma
acreditada, en China, Rusia, Italia, Bulgaria, Kazajistán, Croacia, Serbia y
República Checa. La farmacéutica pagó para que se detuviera el proceso
criminal con el que la fiscalía estadounidense amenazaba.133
No era la primera vez, y no sería la última. En 2009, Pfizer había tenido
que afrontar el pago de una multa récord, impuesta por la administración
norteamericana, de 2.300 millones de dólares por comercializar fármacos de
modo irregular entre médicos y pacientes. Una parte de la multa se
correspondía con la sanción criminal impuesta por la venta de Bextra, un
medicamento que había sido retirado del mercado cuatro años atrás. La otra
parte de la multa se debía a la comercialización de fármacos con usos no
aprobados y en concepto de sobornos a profesionales sanitarios, pista sobre la
que estaba la justicia tras la condena de 2004 por la venta irregular de
Neurontin, un producto para la apoplejía. Ese mismo año, como señal de
buena voluntad, Pfizer acordó cooperar con el Departamento de Justicia en la
investigación de la ilegalidades cometidas en el extranjero por empresas que
cotizan en bolsa.
La multa a Pfizer superaba con creces a la histórica impuesta a Eli Lilly,
que había sido sancionada con 1.420 millones de dólares debido a la venta de
Zyprexa, un fármaco contra la esquizofrenia. Aunque puede parecer una
cantidad exorbitante, para el fabricante de Prozac —y por cuyo consejo de
administración han pasado personalidades como George H.W. Bush o
Kenneth Lay— no lo es.134
La obtención de beneficios fabulosos no satisface a estos gigantes. Pfizer
no dejó de subir el precio de las vacunas de covid-19 desde casi el primer día;
en unos pocos meses, había aumentado un 62%; comenzando a 12 euros la
dosis, en abril de 2021 ya estaba casi en 20 euros, precio establecido para los
900 millones de dosis que se suministrarán en 2022 y 2023.135
La estrategia siempre ha sido la misma. En diciembre de 2016, la
Autoridad de la Competencia y los Mercados del Reino Unido multó de
nuevo con 99 millones de libras a Pfizer por subir los precios de un fármaco
antiepiléptico a la sanidad pública del país en un 2.200%. Un aumento en
modo alguno justificado y menos aún en tal cuantía.136 Pero siempre es más
difícil obtener tales ventajas de países desarrollados, por lo que la idea básica
es conseguirlas en los países en peores condiciones. Y la vía más rápida es el
soborno a funcionarios, políticos y periodistas. «El pago corrupto a
funcionarios extranjeros para asegurarse contratos lucrativos crea un mercado
desigual y pone a las compañías honradas en desventaja», según la ayudante
del fiscal general de Estados Unidos Mythili Raman.137
Por supuesto, no es Pfizer la única compañía involucrada en estas
prácticas. En 2011 Johnson & Johnson pagó 70 millones de dólares por
sobornos en países como Grecia, Polonia o Iraq.138 El historial de esta
compañía tiene poco que envidiar a su colega.139 En octubre de 2019, la
empresa fue condenada a pagar 8.000 millones de dólares a un ciudadano
estadounidense por el uso de su medicamento Risperdal, que ha producido un
crecimiento de las glándulas mamarias en un buen número de niños varones,
algo que la compañía ocultó, aunque era perfectamente consciente del riesgo.
Por las mismas fechas, la multinacional era condenada al pago de varias
multas debido a la venta de medicamentos como Duragesic y Nucynta,
calmantes realizados a base de opiáceos, que está dando lugar a un sinfín de
demandas, que, de momento, se han saldado con el pago de 572 millones de
dólares por sentencia de un juez de Oklahoma.
Aún peor fue el asunto de los polvos de talco: en abril de 2018, un
banquero neoyorquino denunció a Johnson & Johnson alegando que esa
sustancia le había causado cáncer, y el tribunal falló en su favor, obligando a
la firma a pagar 80 millones de dólares.140 No era el primer caso: dos años
antes, Jacqueline Fox había ganado una demanda contra la farmacéutica por
haberle producido cáncer, enfermedad de la que murió en 2015. Su familia
recibió 72 millones de dólares.
En la sentencia, el tribunal denunció que Johnson & Johnson «trató de
ocultar datos e influir a los comités que regulan los cosméticos. Al menos
podían haber puesto una advertencia en el etiquetado. Pero no hicieron
nada».141
La farmacéutica utilizó asbestos en la elaboración de los polvos de talco
durante décadas, aunque se sabe que es cancerígeno desde hace un siglo. En
1973, la administración estadounidense prohibió su uso. Parece, sin embargo,
que Colgate-Palmolive lo empleó entre 1961 y 1976, al menos de acuerdo a
una sentencia de California en la que se estableció la relación entre el uso de
sus polvos de talco y el cáncer. La utilización de talcos en genitales está
desaconsejada por la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer
como un posible «carcinógeno para humanos».
El 1 de junio de 2021, el Tribunal Supremo de Estados Unidos rechazaba
revisar la apelación de Johnson & Johnson contra una sentencia que
condenaba a esta a pagar una indemnización multimillonaria por haber
causado cáncer de ovarios a veintidós mujeres a causa del empleo de
asbestos. Los demandantes estaban representados por el conocido abogado
Kenneth Starr, quien sintetizó los argumentos de sus demandantes acusando a
la farmacéutica de haber vendido un producto cancerígeno «a sabiendas, pues
contenía amianto; lo vendió durante décadas, sabiendo que contenía asbestos,
una sustancia altamente cancerígena. Podrían haber protegido a los
consumidores pasando del talco a un derivado del maíz, como los propios
científicos de la compañía propusieron en 1973. Pero el talco era más barato
y los directivos no quisieron sacrificar beneficios por un producto más
seguro».142
En mayo de 2020 la firma había anunciado que dejaba de comercializar
sus polvos de talco en Estados Unidos y Canadá, casualmente donde había
sido acusada por vender productos cancerígenos, pese a que la empresa
negaba la presencia de estos en su producto.143 Sin embargo, la agencia
Reuters insistía a fines de 2018 que Johnson & Johnson sabía perfectamente
lo que estaba vendiendo.144
La propia Pfizer tuvo que afrontar una investigación en los años ochenta
por la venta de válvulas cardíacas defectuosas en Costa Rica, durante la que
se sugirió una negligencia de difícil justificación y una ocultación de la
empresa a los reguladores para que la autorizasen.145 En España, Pfizer
indemnizó a las víctimas,146 que en el conjunto del mundo ascendieron,
según cálculos, a unas 300; solo en Estados Unidos, casi 180. Increíblemente,
la farmacéutica alegó que sus válvulas cardíacas habían salvado muchas más
vidas de las había dañado.147
Una investigación del 7 de noviembre de 1991 en The Wall Street Journal
afirmó que la compañía había estado falsificando deliberadamente los
registros de fabricación relacionados con las fracturas de válvulas. El
escándalo hizo que Pfizer anunciase que destinaría 205 millones de dólares
para resolver las decenas de miles de demandas de válvulas que se habían
presentado en su contra. Sin embargo, Pfizer se resistió a cumplir la orden de
la FDA consistente en notificar a los pacientes que había un mayor riesgo de
fracturas fatales en aquellas que tenían la válvula instalada antes de los
cincuenta años. En 1994, Pfizer finalmente llegó a un acuerdo de casi 11
millones de dólares para que el Departamento de Justicia retirase el cargo de
que la compañía había mentido a los reguladores, además de dedicar otros 9
millones a monitorear al resto de pacientes o a retirarles la válvula.
Las farmacéuticas disponen de un poder aplastante, y sin duda
condicionan las investigaciones y las publicaciones, que no están, ni mucho
menos, al margen de las presiones de la industria. Los ejemplos podrían
multiplicarse interminablemente, pero bastará con recoger lo que Richard
Horton, nada menos que editor jefe de The Lancet, aseguró, cuando dijo que
«mucha de la literatura científica —quizá la mitad— podría ser simplemente
falsa. La ciencia ha tomado un giro hacia la oscuridad…». Según Horton,
«los editores de revistas también merecen su parte justa de crítica. Ayudamos
e incitamos a los peores comportamientos. Nuestra aquiescencia al factor de
impacto alimenta una competencia poco saludable para ganar un lugar en
unas pocas revistas selectas. Nuestro amor por la “significación” contamina
la literatura con muchos cuentos de hadas estadísticos. Rechazamos
confirmaciones importantes. Las revistas no son las únicas malhechoras. Las
universidades están en una lucha perpetua por el dinero y el talento, puntos
finales que fomentan métricas reductoras, como la publicación de alto
impacto. Los procedimientos nacionales de evaluación, como el marco de
excelencia en investigación, incentivan las malas prácticas. Y los científicos
individuales, incluidos sus líderes de más alto rango, hacen poco para alterar
una cultura de investigación que ocasionalmente se desvía cerca de la mala
conducta».148
El poder de la industria farmacéutica es difícil de exagerar. La potencia
del negocio que más dinero mueve en el mundo explica, sin duda, la
invulnerabilidad de su posición: invulnerabilidad, sí, porque las multas, por
cuantiosas que sean, apenas hacen mella en su desenvolvimiento comercial y
están contempladas en su estrategia general como un mal menor.
La naturaleza del negocio farmacéutico es actualmente tal que las
empresas de este sector han sido caracterizadas por Germán Velásquez como
«empresas financieras que secundariamente producen bienes de consumo que
pueden curar». El volumen del negocio es espectacular. Así, el gigante
californiano Gilead —especializado en antivirales— produjo el medicamento
Sovaldi, para la hepatitis C, a un coste de 60 dólares, pero su precio de venta
por persona fue de 84.000 (aunque en las negociaciones algunos países
consiguieron sustanciales rebajas, ningún Estado pagó menos de unos 12.000
dólares por paciente).149
El margen de beneficios se incrementa por el hecho de que están
domiciliadas en paraísos fiscales mientras producen en países con salarios
muy bajos. Pero, aunque allí se fabrique, el mercado para el que se trabaja es
el de los países ricos; el criterio es el de la máxima rentabilidad. Con tal
criterio, las firmas privadas financian estudios universitarios mientras los
estados apenas aportan una cantidad significativa (el caso español es muy
ilustrativo). Una privatización de la investigación que acompaña la de las
instituciones internacionales.
Tan gigantescos conglomerados echan mano de los sobornos en
cualesquiera latitudes, comprando gobiernos, por ejemplo, pagándoles una
campaña electoral. Otras veces se producen con menor estruendo, pero no
menor eficacia, como en el caso de España. Así, en nuestro país y en el año
2015, fueron 500 los millones de euros —una cantidad enorme— los que la
industria farmacéutica destinó a las asociaciones médicas. Al año siguiente,
esta partida creció ligerísimamente, y en 2017 llegó a los 564 millones. En
2018, rozó los 600 millones de euros.150 Es muy revelador el desglose con
que la propia patronal de las farmacéuticas explica dicho apoyo financiero,
pero lo es aún más el hecho de que todo esto sea posible bajo el paraguas de
I+D+i. Y todos tan contentos.
Estos pagos reciben el nombre de «transferencias de valor». La mayor
parte de las partidas, según la propia patronal, «hace referencia a
colaboraciones para el diseño o ejecución de estudios preclínicos, ensayos
clínicos y estudios de postautorización». Los pagos para asistir a cursos han
llegado a los 338 millones de euros.
Como es natural, estos vínculos levantan sospechas acerca de la actitud de
los colegios profesionales al respecto de la industria farmacéutica. Durante
mucho tiempo, tales informaciones escapaban al dominio público, pero en
2017 el gobierno trató de que los médicos tributasen por su asistencia a
congresos, por los alojamientos, las dietas y los desplazamientos. Las
asociaciones de médicos se levantaron en pie de guerra y le ganaron el pulso
al ministro Cristóbal Montoro; finalmente quedaron exentos de declarar por
esos conceptos. Era un evidente agravio con respecto a otros profesionales,
pero también una muy gráfica demostración del poder de la profesión y de las
farmacéuticas.151
Lo mismo sucede allende nuestras fronteras. En 2015, la suiza Novartis
abonó una multa de 390 millones de dólares al Departamento de Justicia de
Estados Unidos por costear viajes y banquetes, además de haber pagado
directamente a una buena nómina de médicos a cambio de que prescribiesen
sus medicamentos a través de los programas Medicaid y Medicare. Novartis
admitió los cargos que se presentaron en su contra, relató el modo en que
funcionaba la trama de sobornos y añadió —en lo que ya constituye una
consolidada liturgia de la virtud— que estaba «implementando un
compromiso con los más altos estándares de conducta empresarial ética». Un
compromiso seguramente tan fiable como el de Pfizer con la administración
estadounidense en 2004.
Paradójicamente, fue una investigación de la Fundación Bill y Melinda
Gates, apoyada por el Departamento Británico para el Desarrollo
Internacional y el Ministerio de Asuntos Exteriores holandés, la que puso de
relieve que de 20 grandes farmacéuticas examinadas, 18 habían sido
sancionadas por sobornos o malas prácticas comerciales. En algunos casos,
los sobornos han salido más caros, como cuando GlaxoSmithKline fue
multada con 379 millones de dólares en China y sus responsables condenados
a penas de entre dos y cuatro años por sobornos en los hospitales.152
No cabe duda de que las grandes farmacéuticas dejan un rastro de
corrupción por donde pasan. Esta primavera de 2021 la propia Unión
Europea se ha visto salpicada por las irregularidades devenidas de los
contratos a cuenta de las vacunas. En Bruselas, el portavoz de la Comisión
Europea, Stefan de Keersmaecker, aseguraba que habían sido los países
miembros los que habían gestionado esos contratos y no la comisión. Pero en
la prensa húngara se publicó la demostración de que aquello era falso: los
contratos los firmó la Unión Europea y llevaron la rúbrica de Stella
Kyriakides como comisaria de Salud y Seguridad Alimentaria. Con el
tiempo, las acusaciones fueron adquiriendo una dimensión más y más
grande.153
Kyriakides se había mostrado particularmente premiosa en la adquisición
de la vacuna por parte de la Unión Europea, y los fabricantes de vacunas se
habían quejado de su actitud casi obstruccionista. De acuerdo a la denuncia
húngara, Kyriakides había recibido 4 millones de euros en su cuenta
corriente, lo que llevó a la prensa chipriota (la de su país) a hablar de
soborno; el dinero había llegado a través del Banco Cooperativo de Chipre,
de propiedad estatal. Se intento tapar el mayúsculo escándalo alegando que se
trataba de un préstamo, lo que resultaba absurdo por cuanto su situación
financiera no le capacitaba a devolver una cantidad tal, según el propio
informe del Tribunal de Cuentas de Chipre.
Y es que la señora Kyriakides es, con toda probabilidad y según se asegura
en su país natal, destinataria de cuantiosos sobornos de la industria
farmacéutica. Fue durante muchos años presidente de la Alianza Europea
contra el Cáncer de Mama Europe Donna, que recibió abundantes donaciones
de Pfizer, AstraZeneca y Johnson & Johnson.154
El historial de Kyriakides tiene ya su solera. Hace unos años Kyriakides
privatizó los tratamientos oncológicos en Chipre, proceso del que la industria
obtuvo pingües beneficios a costa de los usuarios y del Estado, como había
hecho con el aborto anteriormente. El asunto encolerizó tanto a los chipriotas
que llegó hasta el Parlamento y se votó la nacionalización del tratamiento de
cáncer para rebajar su coste. Su desempeño al frente de la pandemia durante
las primeras semanas tras los contagios de Wuhan fue en verdad deficiente, y
por ello ampliamente criticada.155 En su caso, las sinergias entre el poder
político y la industria farmacéutica están más que acreditadas.
Y es que la Unión Europea no es, precisamente, ajena a los intereses de las
grandes firmas de la industria. Un informe de verano de 2015 señala el
privilegio con que cuenta el lobby farmacéutico, que disponía de 113 pases de
libre acceso al Parlamento Europeo, casi el triple que la suma de todos los de
los colectivos civiles. Las grandes farmacéuticas presionan sin cesar para que
se concreten los acuerdos de libre comercio por todo el mundo, para
contrarrestar los genéricos, para proteger en su favor los ensayos clínicos
(esto es, para hurtarlos del control estatal) y para que se prolongue el periodo
de concesión de patentes.
El documento, emanado del Observatorio Corporativo Europeo y llamado
«Prescripciones normativas, la potencia de fuego del lobby farmacéutico
europeo y sus implicaciones en la salud pública», asegura que las principales
farmacéuticas se dedican a asediar a la Comisión Europea cada vez con
mayor fuerza (Bayer destina unos 2,5 millones de euros a ese menester). En
su conjunto, las mayores corporaciones del sector gastaron 40 millones de
euros en presionar a la Comisión Europea en 2014.156
Las acusaciones de que las farmacéuticas no están interesadas en erradicar
las enfermedades hace mucho tiempo que están sobre la mesa. Richard
Roberts, Premio Nobel en 1993 por sus investigaciones sobre el ADN —y
que ha trabajado muchos años en BioLabs—, ha criticado públicamente no
solo la falta de ética con que actúan las farmacéuticas, sino las bases de las
que parten y los intereses que persiguen. Su objetivo no es curar
enfermedades, sino cronificarlas.
Roberts ha declarado que «si yo como compañía desarrollo un fármaco
que me ha costado cientos de millones de dólares de investigación, pero que
cura la enfermedad, ¿cuánta rentabilidad puedo esperar si se termina el
negocio? Las empresas no tienen ningún incentivo para desarrollar fármacos
que realmente acaban con la patología (…) No podemos pensar que las
empresas van a buscar curaciones, porque no les interesa».157
Aunque estas declaraciones —efectuadas en 2008— sonaran alarmantes
en su día, hoy nos resultan mucho más familiares. A estas alturas, los titulares
de prensa recogen una y otra vez, ya casi sin deje de escándalo alguno, las
fechorías de la industria. En junio de 2019, The Washington Post publicó que
Pfizer había hallado en 2015 un fármaco que podía prevenir el Alzheimer; de
hecho, aseguraba que disminuía el riesgo de contraer esa enfermedad en un
64%. El medicamento existía y se llama Enbrel, un antiinflamatorio contra la
artritis reumatoide.158
La cuestión es que los ensayos clínicos, que requerían de la participación
de miles de pacientes, costaban unos 80 millones de dólares. De modo que
Pfizer, tras debatirlo, decidió abandonar una investigación que estimaba no le
iba a reportar grandes beneficios y, lo que es aún más grave, guardar bajo
siete llaves el hallazgo.159
En el caso de nuestro país, el gobierno estableció en diciembre de 2020 la
llamada «Estrategia de vacunación frente al covid-19», que se concretó en el
denominado Grupo de Trabajo Técnico de Vacunación covid-19, de la
Ponencia de Programa y Registro de Vacunaciones.160 En la página 2
aparecen los nombres del equipo de sanitarios y médicos y no faltan, entre
ellos, conspicuos pediatras ligados a las farmacéuticas. Y es que la
Asociación Española de Pediatría ha sido frecuentemente vinculada con
Sanofi; la dependencia de la AEP de la financiación externa es del 80%, cosa
que reconoce la propia asociación, aunque sin especificar los donantes. Lo
cierto es que de sus decisiones resultan beneficiados Sanofi y
GlaxoSmithKline, tal y como denunció en su día la «Plataforma No,
Gracias».161
Uno de los participantes en la estrategia gubernamental admite que ha
formado parte de actividades docentes relacionadas con GlaxoSmithKline,
Novartis, Pfizer y Sanofi Pasteur MSD, como investigador en ensayos
clínicos de Novartis y como consultor en un advisory board de AstraZeneca,
Novartis y Pfizer. Y ahora es uno de los que dirige la estrategia nacional con
respecto a las vacunas.
Otro de los participantes preside un gran lobby en favor de la vacunación,
la Asociación Española de Vacunología, que reconoce estar patrocinada por
fabricantes de vacunas como GlaxoSmithKline, Sanofi Pasteur MSD, Pfizer y
Baxter. Y aún hay un tercero, Federico de Montalvo, presidente del Comité
de Bioética de España y profesor de derecho constitucional que, pese a su
cargo, se ha manifestado en contra de la voluntariedad de las vacunas y a
favor no solo de obligar a los ciudadanos a pincharse, sino de retirar la patria
potestad a los padres que se nieguen a vacunar a los bebés.
Federico de Montalvo —asesor del gobierno central y de los autonómicos,
y siempre contrario a la libertad de elección— lleva a cabo un filisteo
ejercicio de distinción entre la voluntariedad de las vacunas y su no
obligatoriedad, asegurando que la posición ética de una y otra no son
equivalentes.162 Ligado al lobby farmacéutico, utiliza la ética para justificar
el negocio de las vacunas a costa de la pandemia, y por eso insiste en la
vacunación obligatoria, pero, eso sí, niega que las personas afectadas por el
mal funcionamiento de las vacunas deban ser compensadas.163 Un sinsentido
lógico cercano al absoluto.
Todas estas actitudes ratifican la existencia de lo que podemos considerar
una corrupción institucional. En muchos casos, son prácticas que no pueden
ser sancionadas desde el punto de vista legal, y que «solo» merecen una
censura moral y ética. Así, dieciocho médicos recibieron 50.000 euros cada
uno de una sola farmacéutica y en un solo año, en 2017. Desigualmente
repartidas las cantidades, algunos rozan los 100.000 euros anuales. Y eso, con
respecto a lo que cobran de un solo laboratorio; sumando lo que algunos
reciben de varios de ellos, las cantidades pueden llegar a los 175.000 euros al
año. Hay quien cobra de cuatro farmacéuticas distintas.
La mayoría de los destinatarios de los sobresueldos trabajan en centros
públicos, aunque no faltan quienes lo combinan con actividad privada. Entre
ellos se encuentran, claro, miembros de la red de expertos de la Agencia
Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS), la entidad
pública encargada de la evaluación, autorización y supervisión de los
medicamentos. Uno de ellos, Miguel Cordero, sin ninguna pretensión de
comicidad, asegura que «a la hora de aconsejar [a esas agencias] tengo mis
limitaciones. Soy el primero que lo admite. Muchas veces no soy
absolutamente equilibrado en mis decisiones, pero como no lo es nadie».
Por si todo esto fuera poco, la industria se beneficia de forma directa de
investigaciones y ensayos clínicos que no costea ella y que proceden de
dinero público: por increíble que parezca, no pocas veces, el Estado financia
los beneficios de la industria más rentable del mundo. Es el caso del
Trastuzumab, que había procurado más de 60.000 millones de euros de
beneficio a Roche y que se consiguió con financiación de universidades,
centros de investigación y fundaciones sin ánimo de lucro. ¿Incide todo eso
en una moderación del precio de los medicamentos? En absoluto; de hecho,
muchas de las medicinas más caras han sido sufragadas con dinero público, y
así los medicamentos oncológicos han duplicado su precio en apenas diez
años. Y eso que la mitad de la inversión es pública. Las terapias pueden
alcanzar los 100.000 euros, y es muy frecuente que estén entre los 40.000 y
los 50.000 euros por paciente al año. Pero las cifras no son públicas y están
sujetas a los acuerdos de confidencialidad.
El precio de los medicamentos, absolutamente inflados, solo responden en
un 13% al coste de su producción y al gasto en I+D+i; un 35% es
comercialización y promoción, a lo que hay que sumar las prácticas
irregulares y los desmesurados salarios de los directivos. Sin duda, es una de
las mayores amenazas para el sistema de salud público, por lo que resulta
muy revelador que las administraciones miren sistemáticamente para otro
lado. En el caso de España, el gasto público en medicamentos supera los
18.000 millones de euros anuales; más de 12.000 de esos millones son
recetas, y el resto, hospitales.164
A todo esto, sumémosle el que tres de cada cuatro medicamentos que la
industria pone en el mercado no mejoran en ningún sentido los que ya
existían. Pero que, habitualmente, o elevan el precio o disminuyen las costes.
Los beneficios son fabulosos; incluso sin pandemia de por medio, estos
monstruos de la industria no cesan de aumentar sus ganancias.165 La llegada
del coronavirus ha hecho que los beneficios de AstraZeneca crezcan en un
30%, y los de Pfizer en un 96%, un índice en verdad fabuloso. Esta última
tiene comprometidas 1.100 millones de dosis de vacunas covid-19 para
Europa, Estados Unidos, Japón y China; una cantidad semejante a la de
AstraZeneca solo con el mercado indio.
Las vacunas

Una de las cuestiones que más ha llamado la atención a lo largo de esta


pandemia ha sido el tesón con el que se ha depositado toda esperanza en las
vacunas, única y exclusivamente en las vacunas. Junto a ello, no puede dejar
de mencionarse el escasísimo tiempo en el que estas se han desarrollado, algo
también sorprendente teniendo en cuenta que se partía teóricamente de cero y
que no era seguro que se pudiesen obtener.
La persistente siembra de miedo de la pandemia —el miedo más universal
desde la Segunda Guerra Mundial— encontró su contrapartida en la
esperanza de la vacuna. Si algún sentimiento ha caracterizado el último año y
medio de vida sobre el planeta ha sido, sin duda, el miedo. Y no un miedo
cualquiera: un miedo devenido en pánico, un miedo paralizante, que ha
encerrado en sus casas a cientos de millones de personas, que les ha
conducido a la aceptación sumisa de una dudosa mascarilla, que les ha
impedido relacionarse con sus seres queridos y que les ha enseñado que el
prójimo, lejos de ser digno de amor, es un probable agente patógeno,
generalizándose tanto la maledicencia como la delación, dos de las
principales taras sociales.
El miedo ha sido generado desde el poder; desde el político y desde los
centros de difusión científica, eficazmente secundado por los medios de
comunicación. La estrategia ha sido común a todos los países occidentales,
aunque quizá en el nuestro ha mostrado características particularmente
agresivas. El peligro de los contagios y de las muertes se ha hiperbolizado, se
han escenificados paisajes de terror absurdos, se han implantado costumbres
higiénicas carentes de todo sentido, difundiéndose una y otra vez el peligro
mismo acerca del aire que respiramos, del suelo que pisamos, de los objetos
que tocamos.
Decir que todo ello ha sido planificado no es un abuso ni una
interpretación conspiranoica. Es algo que se desprende con claridad de los
hechos, pero que además está siendo paulatinamente reconocido por quienes,
precisamente, crearon esa atmósfera de terror, aún no completamente
disipada. Al respecto se ha publicado un libro que firma Laura Dodsworth,
ampliamente comentado en la prensa británica, que resulta bastante
clarificador ya en su título: State of Fear.
Dodsworth ha recogido las reflexiones y los hechos de un grupo de
científicos que confiesan haber contribuido a instalar el miedo en la
población de un modo deliberado. Admiten que existía el propósito explícito
de aterrorizar a la gente a fin de que sintiese la amenaza del virus como real.
Para ello se creó un comité llamado Scientific Pandemic Influenza Group on
Behaviour, del que uno de sus miembros, Gavin Morgan, ha declarado que el
empleo que se hizo del miedo es evidentemente «totalitario» y «carente de
ética». Psicólogo, sostiene que su punto de vista sobre la gente ha cambiado,
volviéndose mucho más pesimista a raíz de su comportamiento durante la
pandemia.
«El poder político —reflexiona Morgan— ha exagerado la amenaza para
justificar los confinamientos y la obediencia». También recoge Dodsworth
unas reveladoras confesiones de otro científico: «En marzo de 2020, el
gobierno debatió aumentar la alarma social para incrementar el nivel de
obediencia; el uso del miedo ha sido un experimento extraño…». Prosigue
otro miembro del grupo: «La clave era hacerse con el control y empujarnos a
hacer cosas que de otro modo no hubieran sido posibles. Las noticias eran
todas terribles, muertes y más muertes, y contagios y más contagios…».
El impacto de estas declaraciones en el Reino Unido ha sido grande. El
presidente segundo del Grupo de Recuperación del covid, el conservador
Steve Baker, ha declarado que «si es verdad que desde el Estado se tomó la
decisión de aterrorizar a la gente para que obedeciera las leyes, este hecho
plantea cuestiones muy serias acerca de la sociedad en la que queremos vivir.
Por ser completamente honesto, ¿temo hoy que las políticas del gobierno
estén enraizadas en el totalitarismo? Sí, así es».166
En España, el poder político gubernamental y autonómico actuó de forma
muy semejante, en vista de la sumisión de la población, y en medio de una
información controlada y un funcionamiento político dispuesto que permitía
una completa discrecionalidad al gobierno. La atmósfera de pánico duró
meses, durante los que no existió otra cosa más que el covid-19.
A fines del invierno de 2021, los medios y numerosos médicos
protagonizaron una epifanía del terror que llamaron la «cuarta ola». Desde
febrero trataron de convencernos de que nos asomábamos al abismo y de que,
antes, durante o después de la Semana Santa, se produciría una inevitable y
particularmente terrible cuarta ola, producto de nuestra irresponsabilidad.
Este ha sido un tema recurrente: la responsabilidad no es de las autoridades,
mucho menos del gobierno: la responsabilidad es nuestra, porque, pese a
todo, invitamos a escondidas a gente a nuestra casa, porque no nos ajustamos
bien la mascarilla, no nos cruzamos de acera de camino al supermercado o
nos empecinamos en visitar a nuestros padres; en definitiva, somos un
desastre, incapaces de estar a la altura de las recomendaciones de nuestras
autoridades.
Objetivo con el que los medios se han ensañado en particular han sido los
jóvenes. Desde el principio de la pandemia, han tenido la culpa de todo. Pese
a que estuvimos encerrados durante más de dos meses, sin apenas asomar la
nariz más allá de la esquina de nuestra manzana —en el mejor de los casos y
si uno tenía perro—, por misteriosos caminos los jóvenes expandían el mal.
Y allá por el mes de junio de 2020, en cuanto se pudo pasear, policías,
medios de comunicación, políticos, drones, vecinos y, en fin, la habitual
panoplia biempensante, les acusaron airadamente. Y aunque la verdad es que
pocas veces se habrá visto una generación más obediente, se convirtieron en
cabeza de turco; cada repunte de los rastreos que PCR en mano barrían las
calles de nuestras ciudades era atribuido invariablemente a los jóvenes. Así,
en conjunto: los jóvenes. Cualquier momento parecía bueno: incluso cuando
se había producido un desplome de casos, y las muertes diarias habían bajado
a ocho —lo que representaba bastante menos del 1% de todos los
fallecimientos en España—, la prensa seguía cargando contra ellos: en julio
de 2021, la prensa titulaba: «Los jóvenes disparan la incidencia 70 puntos en
24 horas».167
Esa cuarta ola nos fue anunciada a bombo y platillo por los agoreros del
Apocalipsis. Porque sí, el Apocalipsis sanitario ha tenido sus cuatro jinetes.
Sin desmerecer a nadie —porque son legión quienes podrían optar con
sobrados méritos a tan distinguida consideración—, el escuadrón apocalíptico
estaría formado por Margarita del Val, César Carballo, José Antonio López
Guerrero y Daniel López Acuña. Que me disculpen los que durante estos
largos meses han venido acumulando sobrados méritos, acaso no mucho
menores, por los diversos platós de la geografía patria y no han sido
incluidos.
Pues bien, Margarita del Val —viróloga e inmunóloga del CSIC—
aseguraba el 27 de febrero que lo peor estaba por venir. La cuarta ola era
inevitable. Y con la llegada de la Semana Santa, los resultados no podían sino
abocarnos a la catástrofe.168 Una pléyade de científicos se sumaba, un mes
más tarde, a las tesis catastrofistas; López Acuña llamaba a la prudencia ante
el escaso ritmo de vacunación, causa de que la pandemia careciese de diques
de contención. Como en una pesadilla dickensiana, la presidente de la
Sociedad Epidemiológica, Elena Vanessa Martínez, invocaba el espíritu de
las Navidades pasadas. «La situación empieza a recordar lo que pasó justo
antes de las Navidades». El soniquete era siempre el mismo: «Hay que ser
más restrictivos». Lo que no termina de entenderse muy bien, ya que, a fin de
cuentas, la cuarta ola era «inevitable».169 Quizá por eso, Margarita del Val
insistía: «Debemos salvar personas, y no la Semana Santa». La cuarta ola
estaba al caer; la última semana de marzo, se atrevía a predecir del Val.170
La consecuencia era que el terror ya estaba sembrado. La Junta de
Andalucía pedía responsabilidad a los ciudadanos ante el «monstruoso»
esfuerzo que las autoridades estaban realizando, obviamente en beneficio de
la población.171 Cualquier rebrote tenía clara su causa: los irresponsables. O
sea, cualquiera excepto las autoridades. Por eso, Pedro Sánchez se podía
permitir la reflexión pública: «La cuarta ola ya ha dado sus primeros avisos y,
por fortuna, lo ha hecho con menos intensidad en España que en otros países
europeos. Pero no podemos relajarnos, por lo que propongo seguir resistiendo
para dejar atrás la pesadilla de esta pandemia. No podemos bajar la guardia y
comportarnos como si el virus no existiera».172 ¿Cómo no temer la cuarta ola
si los científicos (o mejor, «la ciencia»), los médicos, los medios de
comunicación y el presidente del gobierno no hacían más que hablar de ella?
Ignoramos si las palabras de Sánchez provenían de la asesoría de ese
comité de expertos que jamás existió. Un comité de expertos en el que
tampoco sabemos si figuraría en algún momento Santiago García Cremades,
matemático experto en aconsejar restricciones y limitaciones de todo tipo y
abonado a La Sexta (y meritorio candidato al escuadrón apocalíptico, de
admitir este un quinto miembro). Y es que «el repunte de contagios va a ser
clarísimo; solo esperamos que la cuarta ola no cause tantos fallecidos como la
segunda». Poco margen quedaba para la esperanza, porque el rebrote que se
advertía iba a ser «más parecido a la segunda que a la tercera ola, que es algo
que hay que tener en cuenta».173
Pero, como de costumbre, la palma visionaria se la llevaba el ínclito
doctor César Carballo. «Viene la Semana Santa y no hemos hecho los
deberes», advertía. «Sin duda sufriremos una cuarta ola» que, como había
advertido Angela Merkel —argumentaba Carballo—, haría surgir una
pandemia «más agresiva». Todo, porque no habían sabido detectar el secreto
último de las pandemias, que reside en que hay que «tomar medidas más
restrictivas precisamente cuando los casos van bien».174
Según trascurrían las fechas, y a la vista de que nada de lo que habían
profetizado sucedía, los posicionamientos se enrocaban. A fines de marzo no
podía dejar de causar estupor el que, llegadas las fechas en que los contagios
debían estar próximos al paroxismo, no estuviera sucediendo nada de eso.
Pero Carballo no cejaba: nada de salir de sus comunidades autónomas, de sus
provincias, de sus barrios: «¡Métanse en casa!», tronaba con acentos
escatológicos.175 Pero, en fin, como había que mantener el discurso a toda
costa, Olga Mediano, neumóloga habitual de los platós, advertía sin arriesgar
en exceso que «podemos enfrentarnos a una cuarta ola después de Semana
Santa».176 La realidad es que nada de lo que se venía avisando estaba
sucediendo, aunque los agoreros desplazasen los vaticinios unas semanas; en
un esfuerzo final, una verdadera tropa de «especialistas» salía a arropar la
consigna ministerial: «Salvar vidas, no la Semana Santa».177
¿Se cumplieron las profecías y vaticinios? En absoluto: al contrario, lo que
sucedió fue que, mediado abril, estaba muriendo menos gente de lo que es
habitual en un mes de abril cualquiera. En ciudades como Madrid, un 8%
menos. El descenso de la mortalidad fue muy pronunciado, casi tanto como
sucedió en 2020 un mes más tarde. En un alarde de resignación, algunos casi
parecían lamentar el penoso fracaso de sus pronósticos. «La cuarta ola no se
decide a explotar», se leía en los titulares de La Sexta; y si no había
explotado, ¿por qué hablamos de «cuarta ola»? Las olas parecían haber
alcanzado una condición metafísica; no era necesario que existieran en la
realidad, bastaba que lo hicieran como simple concepto.
Para cuando estas cosas sucedían, ya entrado el mes de abril, Margarita del
Val hacía campaña por las verificadoras a las que, claro, no se les había
ocurrido verificar las predicciones de la señora del Val.178
Y es que desde que estalló todo este asunto nos hemos visto envueltos en
una especie de niebla informativa compuesta de incoherencias,
contradicciones y falsedades. En el nombre de la salud nos impidieron salir
de casa o de nuestro barrio y, durante mucho tiempo, no pudimos cruzar el
límite de la comunidad autónoma vecina, aunque sí podíamos ir a Moscú o a
Johannesburgo. Nos impusieron un bozal urbi et orbi, nos prohibieron
acercarnos a nuestros seres queridos y nos recluyeron en casa, aunque
muchos de entre los más reputados especialistas del mundo hacía tiempo que
habían determinado que las mascarillas no sirven para nada en espacios
abiertos, que los confinamientos son contraproducentes y que los virus no se
activan a las once de la noche. Pues bien: todo eso daba igual. Nuestros
políticos, del ámbito local, autonómico o nacional, seguían impertérritos,
inasequibles al argumento, ensimismados en sus restricciones y
prohibiciones, como un niño con su nuevo juguete, impunes gracias a la
impagable labor propagandística de unos medios de comunicación que
oficiaron como altavoces de sus amos. Y todo ello, mientras nuestros
científicos de plató colmaban su vanidad abriéndose paso a codazos en las
televisiones.
No es, pues, extraño, que tres cuartas partes de los ciudadanos de todo el
mundo estén de acuerdo con las medidas obligatorias —tales como el
«pasaporte verde» para autorizar los desplazamientos por el planeta—. Casi
todos ellos están a favor de que se utilicen también para autorizar la entrada
en estadios y en salas de conciertos. Más de la mitad no tiene objeción a que
se exija igualmente para tiendas, oficinas y restaurantes. Las encuestas
también muestran que la mayoría de las personas favorables a tales medidas
creen que estas deben estar vigentes solo durante un periodo concreto de
tiempo; pero ya existe un 13% que considera que tal sistema debe ser
mantenido indefinidamente. Si finalmente se aprueba esto, y no olvidemos
que está impulsado por el Foro Económico Mundial, resultará imposible
eliminarlo. Un mecanismo de control planetario se habrá puesto en marcha;
es posible que dentro de no mucho ya no haya más encuestas al respecto.
De modo que es fácil imaginar el estremecimiento de alivio que recorrió
los ánimos de miles de millones de humanos a lo largo de todo el planeta
cuando se prometió una pronta vacuna. El impulso para su elaboración se
obtuvo a través de entidades privadas a las que se financió generosamente,
otra vez, con dinero público. Así, en España, el presidente Sánchez anunció
la donación de 50 millones de euros a esas organizaciones que si algo
necesitan no es precisamente dinero. Entre otras cosas, solo la Fundación Bill
y Melinda Gates ha donado a GAVI 1.500 millones de dólares, treinta veces
más.
GAVI es la Alianza Mundial para las Vacunas y la Inmunización, y en ella
tienen parte organizaciones tanto públicas como privadas, según el diseño
mundialista de los últimos años. Así, UNICEF, el Banco Mundial, la OMS y
la industria farmacéutica participada por diversos estados tienen un papel
principal; sin olvidar que muchas de estas instituciones se encuentran, a su
vez, financiadas por capital privado. Por ejemplo, la Fundación Bill y
Melinda Gates es el primer financiador de la Organización Mundial de la
Salud. A su vez, GAVI es, también, uno de los fundadores de la Alianza para
la Identidad Digital ID2020 cuyo objetivo es el control de la población y otro
de cuyos socios es la Fundación Rockefeller.
El desarrollo de la vacuna fue extraordinariamente veloz. Lo que
normalmente lleva ocho años se consiguió en ocho meses; algunos lo
calificaron de milagro; otros, de chapuza. En realidad, se ha tratado de una
carrera comercial; una carrera comercial entre algunas de las empresas más
desaprensivas y deshonestas del mundo, pero de las que depende la salud de
la población en un momento crítico de nuestra historia. El objetivo era el de
posicionarse del mejor modo posible en el mercado, y eso exigía aportar unos
resultados de eficacia probada. Con los antecedentes, sin embargo, se podía
esperar cualquier cosa, como el doctor Gøtzsche había demostrado unos años
atrás. Y, en efecto, así fue.
Las vacunas se comercializaron mucho antes de lo que era recomendable,
por lo que no recibieron la aprobación de las agencias mundiales, como la
FDA y la AEM, sino tan solo una autorización para su utilización de
emergencia. Las peticiones de voluntarios para probar la vacuna en sus
ensayos experimentales eran claras: se formarían dos grupos, divididos por
edades: uno, de mayores de sesenta y cinco años y otro de entre dieciocho y
cincuenta y cinco años. Los voluntarios serían personas sanas, sin
antecedentes de contagio por covid-19 y sin ninguna infección de SARS-
CoV-2. Se puso especial énfasis en que los participantes no tuvieran
anticuerpos, algo en lo que siempre insistirían los fabricantes. La necesidad
de alcanzar dicha certeza era tal que los voluntarios serían sometidos a un test
serológico y a una PCR.179
Los requerimientos se adecuaban a la finalidad comercial. Por supuesto
que aplicando la terapia a individuos sanos los resultados iban a ser mucho
mejores. El problema es que los individuos sanos no sufrían la enfermedad y
que la población de riesgo —por razones de edad, inmunodeficiencias y
morbilidades— no participaba en las pruebas.
Y aquí llegamos a un punto crucial. Las vacunas habían sido autorizadas
por razón de la emergencia mundial que se vivía. Todos los países, con muy
pocas excepciones y en lugares remotos, habían reaccionado, si no de manera
parecida (lo veremos más adelante), sí con semejante pánico. Todos habían
evaluado la situación como de emergencia extrema. ¿Lo era?
Pues según el punto de vista. Desde la objetividad del número de
fallecimientos a causa de la enfermedad, es difícil de sostener. Ateniéndonos
a los datos oficiales, en el verano de 2021 habían muerto unos 4 millones de
personas en todo el mundo, lo que equivale a uno de cada 1.900 habitantes
del planeta. En España, un país en el que los números son considerablemente
peores que la media, la proporción de los que murieron en 2020 por el covid-
19 es menor a uno de cada ochocientos. Volveremos sobre ello.180
A la luz de un dato así, no parecen justificarse la alarma ni las medidas
adoptadas y, ni siquiera, la definición de pandemia por la OMS. De hecho,
hasta 2009, esta exigía un elevado número de muertes por todo el planeta,
además de la expansión universal de la enfermedad, para otorgar dicha
calificación; y la verdad es que, para el caso que nos ocupa, solo esta última
condición —la de la expansión mundial— se había producido. Pero en 2009,
el primer requisito se eliminó, con lo que, desde una consideración puramente
formal, la del coronavirus era sin duda una pandemia. Más legal que real.
Otra cosa es si lo consideramos desde el punto de vista de la
administración sanitaria. Es en ese punto en el que se justifica la situación
como de emergencia mundial. Por más que se haya inducido a la población a
creer lo contrario, lo cierto es que la letalidad del covid-19 no es mayor que la
de la gripe, tal y como admite la OMS.181 Sí, la letalidad: es decir, la cantidad
de fallecidos en relación a los contagiados. Ahora bien, lo que se produjo fue
una alta tasa de contagio, que dio lugar a un colapso sanitario en muchas
partes del mundo, y ante el que las respuestas han sido de lo más variopinto.
Y es que el desencadenamiento del pánico a lo largo del planeta ha resultado
paralizante; aterrorizadas, pocas personas se han tomado la molestia de mirar
las cosas con perspectiva.
La vacunación generalizada que se está llevando a cabo es difícil de
justificar. La inmensa mayoría de los infectados no ha pasado la enfermedad
de un modo grave o peligroso, en ningún sentido y, por tanto, es difícil de
justificar la inoculación de una sustancia de la que se ignoran sus efectos a
medio y largo plazo; y de la que se sabe que, a corto plazo, no ha estado
exenta de problemas. La simple relación de las noticias al respecto que han
saltado a luz pública en los últimos meses sería agotadora.
La estimación de fallecimientos relacionados con la vacuna alcanzaba
mediado abril de 2021 la cifra de 7.766 solo en Europa. Lo elevado de la
misma obligaba a intervenir a las «verificadoras» en el habitual papel de
embrollarlo todo y confundir al lector: no es que haya habido 7.766 muertes a
causa de la vacuna —argüían—, sino que se trata de personas que se han
muerto después de haberse inoculado el compuesto génico de las ejemplares
farmacéuticas. Y así, Jaime Pérez, miembro de la junta directiva de la
Asociación Española de Vacunología, declaró a EFE que «una cosa es que
alguien se muera después de recibir una vacuna y otra que se muera por la
vacunación».
Que ese sea el argumento de quien no ha cuestionado en lo más mínimo
las cifras de fallecidos por covid-19, en las que se ha incluido a muchos miles
muertos por otras causas, pero que dieron positivo en una PCR, no puede
causar sino un escepticismo irritado hacia el conjunto del sistema.182
Algo muy llamativo ha sido el que no se haya fijado ninguna otra
investigación más allá de las vacunas. En nuestro país, el aspecto preventivo
ha sido ignorado por completo, e incluso se han tomado medidas
contraindicadas al contagio. Por ejemplo, habría sido muy útil el que la
población hubiera reforzado sus defensas, particularmente en lo que hace a la
vitamina C y, sobre todo, a la D. Haber aumentado el consumo de pescado
azul, huevos y lácteos, y sobre todo haber tomado el sol todo lo posible.
Increíblemente, los informativos no abrían con estas recomendaciones, ni los
médicos y especialistas hacían referencia a esto en sus comparecencias
públicas. Cuando podría haber disminuido el número de contagios y de
fallecimientos.
Al respecto de la vitamina D hubo una cierta controversia al comienzo. Se
hicieron pruebas con sesgos erróneos, como utilizar la vitamina D para curar
el coronavirus, lo que no resultaba eficaz; pero lo cierto era que existe una
correlación entre bajos índices de vitamina D y contagios y muertes. De
hecho, la población española presenta esos bajos índices, y España ha sido un
país donde los números han sido peores, al tener una piel más dispuesta a
bloquear los rayos procedentes del sol.183 El estudio ha sido corroborado por
la Escuela de Medicina de Chicago, que ha comprobado cómo los pacientes
de raza negra ingresados por covid-19 presentaban una menor proporción de
vitamina D.184
La tesis de la vitamina D como factor condicionante no era ninguna
extravagancia. Estudios posteriores lo confirmaron, aunque matizaron la
influencia del sol sobre la enfermedad; no eran la temperatura —aunque a su
vez esto sería más tarde cuestionado— ni la humedad lo que mostraba una
regularidad en su incidencia sobre los casos de covid-19, sino la latitud; un
factor estable. Estaba, pues, relacionada con la cantidad de UV solar diaria. Y
también con la ya reseñada pigmentación de la piel.185
Las zonas que reciben mayor cantidad de rayos ultravioleta registran
niveles de mortalidad hasta una tercera parte menores por covid-19. La
letalidad también disminuye. La razón es que la radiación solar libera óxido
nítrico en la piel, que causa cambios positivos en el sistema cardiovascular y
en el metabólico, dos de los principales puntos de riesgo ante el covid-19; por
lo demás, frena los contagios. Así sucedió en la investigación que llevó a
cabo en Estados Unidos, primero, y más tarde en Inglaterra e Italia —con
idénticos resultados— la Universidad de Edimburgo.186
Con el paso del tiempo fue cobrando cada vez más fuerza la influencia del
sol en el coronavirus. Por alguna razón, eso que tan pomposamente se
denomina «comunidad científica» —y que no pocas veces viene a ser algo así
como la parte de los científicos políticamente correctos o que conviene a
quien tiene la sartén por el mango— negó, al menos durante los primeros
meses, que existiese algún tipo de estacionalidad con respecto a la
enfermedad o que esta tuviese alguna relación con el sol.
Como hemos visto, estas ideas fueron dejando paso a las contrarias, y a
fines de marzo de 2021 se publicaba que el virus era inactivado tras estar
expuesto a la luz solar durante unos veinte minutos.187 Era predecible, pues,
que el verano es la estación más desfavorable para el virus en función de la
cantidad de horas de radiación solar y de que los cielos están más despejados
(al menos, en nuestra región del mundo). Y también —se añadió, ahora sí—
en función de la temperatura. Los lugares más fríos son más propensos a una
rápida transmisión de la enfermedad; de acuerdo a un estudio de la
Universidad de Oviedo, un grado de temperatura más significa casi nueve
infectados menos por cada millón de habitantes. La temperatura media
presenta una correlación con los casos de covid-19, al tiempo que parece
haber un vínculo también con la presión atmosférica, con cuya disminución
aumentarían los contagios.188
Los estudios siguieron apuntalando la vinculación entre la vitamina D y el
coronavirus. La correlación no solo era fuerte, sino que hasta un 82% de los
propios enfermos de coronavirus tenían una clara deficiencia de vitamina D.
Parece cada vez más claro que la vitamina D tiene un potente efecto en el
sistema inmunológico y protege, particularmente, de las infecciones. La
deficiencia de vitamina D de los enfermos de covid-19 está, a su vez,
relacionada con deficiencias en la coagulación de la sangre.189
Sin embargo, y pese a las abrumadoras pruebas de los beneficios que se
seguían, no se tomó ninguna medida para que la población incrementase sus
niveles de vitamina D, sobre todo los más débiles, precisamente aquellos
cuya debilidad bien pudiera estar relacionada con su bajo nivel vitamínico.
En el caso español, se tenía claro desde mucho tiempo atrás que estos
factores influían decisivamente en la peligrosidad del SARS-CoV-2; el factor
de la temperatura había sido contemplado como de gran importancia en los
primeros estudios, tal y como recoge el informe del Ministerio de Sanidad del
6 de marzo de 2020.190 Obviamente, lo que aparecía en ese informe nada
tenía que ver con investigaciones sobre el coronavirus llevadas a cabo en
España, con lo que no eran sino un reflejo de las informaciones que se
recibían.
Otra vía más que prometedora era la de los medicamentos, algo a lo que se
ha dado la espalda desde el primer momento. Ciertamente, cuando estalló la
pandemia, no existía ninguno específico contra el SARS-CoV-2, como es
natural. Pero sí se conocían ciertos fármacos susceptibles de ayudar en la
curación.
De inmediato pasó a hablarse de vacunas, sin que nadie prestase atención
a las posibilidades de los medicamentos. Visto con perspectiva, esto es algo
que no puede dejar de llamar la atención. Todas las vías se cegaron, solo
quedó la vacuna. ¿Por qué? ¿No había posibilidad alguna de obtener
medicamentos a tiempo? ¿Es que estaban menos desarrollados que las
vacunas?
Una respuesta sensata a esta pregunta ha de ser necesariamente negativa.
Por lo que hasta ahora se supone —otra cosa sería «negacionismo
conspiracionista»—, la vacuna no comenzó a fabricarse hasta que la
pandemia alcanzó Europa. Y para entonces, sin embargo, ya existían los
medicamentos que podían atajar la pandemia.
Uno de ellos, controvertido, es la Ivermectina, un antiparasitario que actúa
también como antibacteriano y antiviral. Desde el principio se desaconsejó su
uso por no estar comprobada su eficacia, lo cual es un argumento más bien de
poco peso cuando estamos utilizando las vacunas contra el covid-19
elaboradas en tiempo récord y cuya eficacia está permanentemente
cuestionada. Lo cierto es que se insiste en su condición de profiláctico, así
como en su condición curativa, algo que parece cerca de estar probado sobre
todo en las primeras etapas de la enfermedad, aunque no se descarta en los
casos de particular gravedad,191 al tiempo que suscita unas notables
resistencias. En muchos países de todo el mundo, la Ivermectina se usa contra
la enfermedad, y en Europa, Eslovaquia y la República Checa hace tiempo
que la aprobaron como medicamento adecuado al tratamiento del
coronavirus.
El uso de la Ivermectina comenzó a sugerirse a raíz de un ensayo en
Australia que arrojó unos resultados asombrosos. Publicado en abril de 2020,
los investigadores aseguraban que acababa con el virus en 48 horas,
resultados obtenidos en pruebas in vitro. Una sola dosis podría detener el
crecimiento del SARS-CoV-2, y solo faltaba determinar —en opinión de los
investigadores— cuál sería la dosis adecuada para el ser humano.192 Todo lo
que pedían era más financiación para llevar a buen puerto su trabajo.
Sin embargo, la OMS y la EMA desaconsejan su uso y solo lo
recomiendan en ensayos clínicos. Algo que no se entiende fácilmente desde
el punto de vista sanitario y de la emergencia que, así se aduce, el mundo está
viviendo. Que la OMS, que es quien marca la política de las otras grandes
agencias internacionales de la salud, se muestre tan reticente con este
medicamento, quizá tenga que ver con el hecho de que Bill Gates sea su
principal financiador, y que Gates quiera potenciar las patentes de
medicamentos, resultando que la Ivermectina no está sujeta a patente alguna.
Por su parte, la EMA está dirigida por Emer Cooke, una lobbista de las
farmacéuticas que mantiene excelentes relaciones con la patronal de estas (y
para la que trabajó durante cinco años).
La Ivermectina es muy barata de producir, y dado su carácter preventivo,
dejaría muy poco espacio a la vacunación, cuyos fabricantes están protegidos
por las principales agencias mundiales a las que nos hemos referido.193
Existen más medicamentos que pueden desempeñar una función
importante contra el covid-19. Science publicó a comienzos de 2021 que
científicos españoles han descubierto un compuesto llamado «plitidepsina»,
de potente eficacia y que reduce hasta el 99% de la carga viral en los
animales con los que se ha experimentado. Además, tiene la ventaja de que
resulta igualmente eficaz contra las mutaciones del virus que se presenten.194
Y, por supuesto, el Remdesivir, aceptado por la Unión Europea como
medicamento contra el covid-19, de demostrada eficacia y seguridad desde
junio de 2020. El Remdesivir, utilizado en el pasado contra el Ébola, es eficaz
contra las infecciones que no requieren de ingreso en la UCI (si bien no las
más graves, sí la gran mayoría). Aunque se argumentó su toxicidad hepática
para evitar su uso, esta es de una levedad que no lo justifica. En China estaba
aprobado desde mucho antes, pero Europa tuvo que esperar meses para
acceder al mismo. Cada vez resulta más difícil explicar las decisiones de las
agencias internacionales de los medicamentos.
Naturalmente, salvo que consideremos la evidencia a que nos conducen
todas las decisiones que se adoptan; que, por supuesto, no son casuales.
Parece evidente que se ha dispuesto un escenario para que la vacunación
masiva sea la única respuesta posible a la crisis humanitaria y sanitaria del
covid-19, desechando toda alternativa a ese proyecto mundial. La pandemia
está permitiendo avanzar en el programa globalitario y las farmacéuticas son
el brazo derecho del proyecto.
Ni la prevención ni la curación cuentan para los medios, para los políticos
y para quienes toman las decisiones científicas. Solo la vacunación. Si eso es
conspiranoia, es difícil no ser conspiranoico. Pero, en vista de los precedentes
y de cómo funcionan las farmacéuticas, sus sinergias con la profesión médica
y política y sus influencias en los medios, resulta la respuesta más racional:
existen poderosos intereses que explican mejor que ninguna otra hipótesis las
medidas que se están adoptando.
Posiblemente mucha gente no repara en que la utilización de los mismos
términos —como «negacionista», «antivacunas», «conspiracionista»— en
sociedades de lo más diverso revela la existencia de una estrategia común,
que no puede sino haber sido puesta en marcha por unos mismos intereses.
Cualquiera que cuestione la necesidad de aplaudir las más extremas medidas
en favor de la vacunación es inmediatamente tildado de «negacionista». No
solo en España.

Los resultados de las vacunas


Las vacunas suscitaron desde el principio muchas sospechas. Algunas, como
las de Pfizer y Moderna, habían sido producidas en muy poco tiempo y eran
de un tipo desconocido en su aplicación a seres humanos hasta ese momento,
a partir de ARN mensajero. En rigor, son terapias génicas, no vacunas. Y su
carácter experimental no está muy lejos de la verdad, por más que esto
moleste a los guardianes de la corrección.
En esencia, la función de este tipo de vacunas es la de operar contra la
proteína «Spike», modificando la información genética del ACE2 para que la
espícula no encaje. En ese proceso hay quien sostiene que puede resultar
dañado el ADN del individuo; y, una vez acordado que así sucede, la
polémica gira en torno a si dicho cambio es permanente o temporal. Las
farmacéuticas niegan que tal cosa suceda, aunque no pocos científicos tienen
dudas. Pero la polémica se ha zanjado, precisamente, por el expeditivo
método de clasificar como «negacionista» a todo aquel que lo cuestione.
La publicación de resultados adversos a la vacunación masiva es colocada
inmediatamente bajo sospecha. Y, sin embargo, un hecho cierto es que la
vacunación no parece incidir de modo uniforme; hay sociedades con un alto
porcentaje de personas vacunadas en las que aumenta el número de contagios
y muertes, y otras en las que sucede lo contrario. No parece, pues, que pueda
establecerse un vínculo seguro y unívoco a priori, como el que se sugiere
cuando se asegura que a mayor vacunación menos muertos y contagiados.
Porque tal cosa, sencillamente, no es cierta.
Las noticias acerca de contagios y muertes entre personas vacunadas no
han sido excepcionales; residencias en las que han fallecido ancianos que se
habían vacunado, todos al mismo tiempo, es evidente que presentan un
vínculo con la vacuna.195 La mayor parte de ellos, durante los primeros días
de la vacunación; el hecho de que los fallecimientos se produzcan en
ocasiones de forma masiva, plantea serios interrogantes.196 Y es indudable
que el que la reacción de las autoridades a esas muertes masivas haya sido la
de suspender la vacunación es un síntoma de la inseguridad que han
provocado las vacunas.197 Los ejemplos son numerosos, y a todos ellos hay
que sumarle el interminable goteo de muertes individuales; como en otros
casos, no se contabilizan como muertes causadas por la vacuna, pues —se
alega— no puede establecerse la relación causa-efecto. Lo cual no quita que
quienes han muerto con coronavirus, pero no por coronavirus, figuren como
víctimas del covid, aunque ahí la relación causa-efecto sea, sencillamente,
inexistente.
Por supuesto, la vacuna no ha producido una mortandad generalizada. Los
efectos secundarios han sido frecuentes, en mayor o en menor medida; en
ocasiones, de mucha gravedad. Pero lo más sorprendente es que la vacuna
parece haberse comportado de modo diferente según personas y países;
siempre hablando de sus efectos a corto plazo, hay lugares donde parece
haber funcionado razonablemente (aunque no sin dudas, Israel), hay países
donde no parece haber tenido una especial incidencia (España), donde ha
incidido de un modo alarmante en los datos previos (Chile) y hay lugares
donde parece haber creado la pandemia (India).
Una de las cosas que más llama la atención sobre las vacunas es que no se
han tenido en cuenta las características y peculiaridades ni de las personas ni
de los países. Y se han aplicado de modo uniforme. Por ejemplo, ¿es posible
que estas actúen de diferente forma en función de lo extendida que se
encuentre la enfermedad en una región? ¿Es posible que, si se inocula a una
población en la que una buena parte de la misma ha pasado la enfermedad, y
por tanto tienen anticuerpos, la reacción sea diferente a la de otra población
en la que esto no ha sucedido? ¿Es posible, simplemente, que en función de
la alimentación y de la genética, cada población reaccione de manera
diferente?
Está claro que si la vacunación tuviese un efecto uniforme y previsible, la
situación de Chile sería otra. El país andino es, desde hace muchos meses, el
que sufre el más largo confinamiento y en el que se acumula mayor número
de contagios y de muertes; y, a la entrada del invierno austral, las cifras no
descienden. Chile es el país de Hispanoamérica en el que se han realizado
más PCR y en el que la vacunación ha avanzado más; en junio de 2021, un
67% de la población había recibido al menos una dosis de la vacuna, y más
de la mitad, las dos. En varias ocasiones, desde medios oficiales se ha
explicado el fenómeno de un modo escasamente convincente, pero sobre todo
ha forzado al reconocimiento de que las vacunas no «inmunizan», como en
muchos sitios se insiste (los medios de comunicación en España son un buen
ejemplo al respecto de cómo sus bulos —en este caso el de la inmunización
— no reciben el reproche de las «verificadoras»). Aunque las autoridades han
vaticinado el descenso de contagios, ingresos y muertes para fechas distintas,
lo cierto es que el número de muertos ha tenido repuntes coincidiendo con
esas fechas en las que se tenían puestas las esperanzas.198
La experiencia del pasado año sugiere que el invierno austral no
favorecerá, precisamente, la disminución de casos, y que sí existe una cierta
estacionalidad; sin embargo, es notable que, de acuerdo a la información
oficial y a las líneas que componen los gráficos que recogen esos datos
oficiales, la escalada de muertes, ingresos y contagios se dispara a partir de la
vacunación (que tuvo lugar en diciembre de 2020). El análisis por regiones
no deja lugar a la duda.199 Las autoridades no niegan algo tan flagrante, pero
tratan de explicarlo por razones sociales y culturales, no sanitarias; la
vacunación habría provocado una sensación de falsa seguridad y, al no
inmunizar completamente, habría generado en realidad el fenómeno que
trataba de evitarse; o bien, los chilenos no habrían sabido esperar a que la
segunda dosis hiciese su efecto y habrían retomado su vida normal antes de
tiempo; y también, que la vacuna que más se ha utilizado en el país, Sinovac,
es la que menor carácter preventivo tiene de todas (existe una afilada
polémica en el país acerca de las diferencias entre vacunas).200
Por supuesto, es perfectamente posible que alguno de estos factores, o los
tres, tenga una incidencia negativa en la situación del país. No son, desde
luego, elementos que favorezcan el freno de la enfermedad. Pero lo que ha
quedado claro es que la vacunación masiva, por sí sola, no solo no sirve, sino
que puede propiciar los peores escenarios. La «inmunización» —de la que
también se habla en Chile— no es más que propaganda.
El problema con los argumentos del gobierno chileno es que la situación
del país sudamericano se repite en otras muchas regiones del globo donde las
costumbres, el clima y el grado de desarrollo son bien distintos. Es el caso de
las islas Seychelles. En el paradisíaco archipiélago del Índico, el covid-19
había pasado prácticamente desapercibido; durante todo 2020 no había
habido un solo fallecimiento (el único caso que pudo haberlo sido, en
septiembre, pronto se desechó como causado por otra enfermedad). Y los
contagios eran muy poco significativos para ser un destino turístico
internacional de primer orden. De modo que resultaba difícil justificar la
vacunación masiva en un caso como este.
Y, sin embargo, se llevó a cabo. La población de Seychelles es, en junio
de 2021, la más vacunada del mundo: el 75% ha recibido las dos dosis, cifra
que se eleva hasta el 80% si contamos una sola. Pues resulta que donde no se
habían producido muertes y las infecciones eran escasas, en abril, mayo y
junio de este año, se han disparado ambas. Los expertos apuntan a que la
vacuna china que allí se ha utilizado sería menos inmunizadora que las otras;
también se especula con la posibilidad de que se estemos ante una variante
que ese tipo de vacuna no puede combatir eficientemente. Por otro lado, ha
habido estudios que señalan una efectividad de Sinovac de apenas el 50%; y
lo cierto es que un tercio largo de los contagiados son doblemente vacunados.
Está claro que la vacuna inmunizar, no inmuniza.
Pero esta cuestión no puede soslayar el que con esas cifras ya se habría
debido adquirir la inmunidad de grupo y que, por el contrario, lo que parece
no es ya que la vacuna proteja menos, sino que la vacunación puede ser la
causa de los contagios. Las cifras son elocuentes: unos 13.000 casos (¡de una
población de 100.000 y repartida en unas 33 islas!) y unos 50 muertos por
covid-19. Basta con echar un vistazo a los datos para darnos cuenta del
paralelismo que se produce entre la introducción de la vacuna y la escalada
de contagios y muertes.201 Las autoridades han tratado de culpar al turismo
navideño, pero esto es muy dudoso; en otros periodos vacacionales señalados
durante el año anterior no se había producido tal fenómeno de muertes y
contagios, y eso teniendo en cuenta que los viajeros procedían de países que
se encontraban en una situación mucho más grave que la que en Navidades
padecían.202 Lo cierto es que la mayoría de países vacunados han visto
aumentar los casos de covid-19.203
En este caso, se esgrime lo poco representativo del archipiélago índico
para evitar incómodas extrapolaciones. Su condición insular, de destino
turístico, su baja población, su clima ecuatorial… todo ello le invalidaría para
tomarlo como ejemplo o para servir de estudio. Se necesitaría una población
mucho mayor para explicar un fenómeno semejante.
¿La hay?
La India. El país más poblado del mundo. A lo largo de los primeros
meses de 2021, protagonista en los titulares de los principales medios de
comunicación por su campaña de vacunación. La escala del país es
gigantesca; no puede haberla mayor.
Durante semanas, la prensa ha puesto a la India como paradigma del
triunfo sobre la enfermedad, dadas sus características: se trata, como hemos
dicho, del país más poblado del mundo, con una gran cantidad de población
concentrada en las grandes ciudades y en el que la incidencia de casos era
muy escasa. Un adecuado escaparate, sin duda, para mostrar el poder de las
vacunas y su victoria sobre la pandemia.
Mediado enero de 2021, se anunció a bombo y platillo el comienzo de la
vacunación masiva.204 Hasta entonces, la vacunación era marginal, porque,
aunque se calculaba que había muchos contagios no detectados, lo cierto es
que la letalidad era muy baja. La razón es que poco más de un 6% de la
población es mayor de sesenta y cinco años. Pese a ello, el gobierno decretó
desde el principio una serie de duras medidas de confinamiento que no han
servido —allí tampoco— más que para hundir la economía del país. La India,
como las islas Seychelles —aunque a una escala infinitamente mayor—
tampoco necesitaba de ninguna vacunación.
Pero en diciembre 2020 el gobierno de Nueva Delhi encargó 1.600
millones de dosis de la variante india de AstraZeneca, convirtiéndose en el
mayor comprador del mundo. Desde finales de enero y durante el mes de
febrero, unos 8 millones de personas recibieron su primera dosis: el objetivo
era el de vacunar a 300 millones para julio, y llegar a 800 millones a fin de
año. De este modo, la cantidad de vacunaciones se iban incrementando con el
paso de las semanas.
La India se había convertido ejemplo de superación, al vacunar sin los
recursos de los países ricos. Qué maravilla.205
Extrañamente, sin embargo, el personal médico comenzó a mostrar
reticencia ante una vacuna que había recibido una autorización de emergencia
pero que no estaba aprobada sino por esa razón. Muchos facultativos no veían
la causa de dicha emergencia en una enfermedad cuyo impacto hasta
entonces había sido leve.
Naturalmente, nada de eso disuadió a los medios de cesar en su campaña
mediática. A comienzos de marzo todo era aún felicidad. Tras haber
vacunado a 14 millones de personas en tiempo récord, se comenzó a inyectar
a todos los mayores de sesenta años, así como a los mayores de cuarenta y
cinco con morbilidades. El primer ministro Narendra Modi quiso encabezar
la triunfal campaña de vacunación.206
En un solo día, el gobierno de Nueva Delhi había vacunado a 3,6 millones
de personas, lo que fue celebrado igualmente por el gobierno asiático como
por los medios occidentales. La India es el gran laboratorio mundial, hasta el
punto de que es conocida como «la farmacia del mundo». Todo marchaba
viento en popa.
A mediados de abril, para el diario El País, el éxito estaba asegurado: su
capacidad de producción masiva, la sólida infraestructura de salud pública
refrendada con motivo de la actual crisis, sumada al ejército de trabajadores y
a lo que el diario denominó «una meticulosa planificación», además de —
¡cómo no!— un seguimiento digital innovador, le aseguraba el éxito. Según
la cabecera de PRISA, «para quienes buscan lecciones sobre cómo proteger a
una población mediante la vacunación, hay otro país de referencia: la
India».207
Pero todo eso cambió de la noche a la mañana. Sin que se sepa muy bien
por qué, cuando todo iba tan estupendamente, de pronto la India se convirtió
en el país en el que más crecían los contagios y las muertes.208 En un solo
día, 3.700 muertos. ¿Cómo es posible que la ejemplar India se haya
convertido en tal desastre?209
No sabiendo cómo explicarlo, los medios optaron por utilizar ahora a la
India como nuevo ejemplo del desastre covidiano. Nadie sabía qué era lo que
lo había producido. Mientras, un responsable sanitario del gobierno de Nueva
Delhi declaraba que «la actual situación hace que la primera ola parezca una
onda en una bañera». Y es que la primera ola en la India habría pasado
desapercibida de no haber sido por la atención mundial sobre el covid.210
Hoy, un vistazo a los gráficos de la campaña de vacunación y de
crecimiento de los contagios y fallecimientos nos muestra un paralelismo
insoslayable. Los medios buscan explicaciones, más que al desastre de la
India, a su propio desastre. Algunos ya advierten de que todo aquello que
hasta ahora celebraban era falso; las cifras no tenían nada que ver con lo que
en realidad sucedía. Incluso podríamos estar ante un fenómeno mucho mayor
que lo que se creía.211

Los antivacunas y la realidad de la vacuna


Como sucedió en el caso de los 27 científicos que firmaron en The Lancet
contra los conspiracionistas en febrero de 2020 —antes de que existiese
conspiracionismo alguno— se empezó a hablar de «antivacunas» antes de
que vacuna alguna estuviese disponible.
Es cierto que existe un movimiento antivacunas en todo el mundo; es
cierto que un porcentaje de la población —no excesivamente numeroso, pero
tampoco desdeñable desde el punto de vista estadístico— rechaza ser
vacunado. Seis de los diez países en donde más se desconfía de las vacunas
son europeos; y los tres países menos críticos con las vacunas son del tercer
mundo. ¿Es eso significativo?
El primer país del mundo en desconfiar de las vacunas es Francia, en el
que más del 40% de la población manifiesta recelos graves contra las
vacunas; y están destacados en el mismo ranking Rusia con un 28% y Japón
con el 25%. En el otro extremo, los países con mayor confianza son
Tailandia, donde el rechazo es solo de un 6%, Indonesia con un 3% y
Bangladesh, con un 1%. De acuerdo a estos datos, no serían las poblaciones
menos ilustradas las que rechazarían en mayor medida las vacunas, sino al
contrario.212 Disipemos, pues, la idea de la esencial incultura que proyecta el
término mismo de «antivacunas».
Pese a su carácter minoritario, el movimiento antivacunas ha sido
hiperbolizado como amenaza por la OMS desde hace tiempo. Se trata de un
movimiento muy heterogéneo no solo en su composición social o ideológica,
sino incluso en su oposición a las vacunas. En general, acusan a las
farmacéuticas de constituir un gran negocio falto de transparencia y ética, lo
que se compadece muy bien con la realidad. Son partidarios de las medicinas
naturales frente a los principios químicos, y de la libertad de elección para sí
mismos y para sus hijos. Al menos esto último resulta también bastante
razonable.
Aprovechando la existencia de dicha corriente —algunos de cuyos
postulados parecen bastante razonables, pero que, en definitiva, resultan
fáciles de satirizar— la industria ha pretendido asimilar a quienes han
manifestado reticencias ante la vacuna de covid-19 al movimiento
«antivacunas». Sin duda estos forman parte de la oposición a la
obligatoriedad de vacunación, pero hay mucha más gente, simplemente
prudente, que entiende que las vacunas contra el coronavirus no ofrecen las
garantías mínimas, o bien que la situación está lejos de exigir tomar un riesgo
como ese. De hecho, mientras los antivacunas son estadísticamente
marginales, la oposición en Europa a las vacunas contra el covid-19 ha
alcanzado el 30% en el conjunto del continente.213 Y en la propia España, en
donde la tradición o existencia de grupos antivacunas es inexistente, ha
habido momentos en que una parte mayoritaria de la población ha
manifestado rechazo o dudas.
Identificar a quienes han expresado tales posiciones al respecto de esta
vacuna con una postura antivacunas es una falacia (las más de las veces,
intencionada), destinada a desacreditar el mantenimiento de posturas
perfectamente defendibles desde todos los puntos de vista. Pero ese ha sido el
planteamiento de los medios, obviamente deshonesto. Otra vez.
Hay sobrados motivos para cuestionar las vacunas contra el covid-19.
Muchos de ellos son compartidos por una gran parte de la sociedad, incluso
por quienes consideran que la vacunación vale la pena, pese a todo, pero que
se muestran reticentes ante algunas cuestiones que son de sentido común. Lo
que no puede pretenderse es que haya que mostrar un entusiasmo exaltado y
uniforme ante la mera mención de la palabra «vacuna», tipo China o Corea
del Norte.
Aunque la mayor parte de la población no está avisada acerca de las
prácticas que desarrollan las empresas pertenecientes a las «big pharma», hay
un porcentaje de población que sí está familiarizado con ello. Saben que
extorsionan, sobornan y mienten, que han pagado miles de millones en
multas por los más variados conceptos y que lo único que les interesa son los
beneficios obtenidos a nuestra costa, beneficios en los que la muerte y el
daño ajenos participan de la cuenta de resultados en forma de dólares.
La competencia entre las empresas del sector es feroz. En la crisis que
actualmente vivimos, la que peor parada ha salido ha sido es AstraZeneca, en
parte por su propia política y en parte por la acometividad de Pfizer.
Publicitariamente, esta última ha devastado a AstraZeneca. El que la
farmacéutica anglo-sueca haya jugado a varias bandas, burlando sus
compromisos con la Unión Europea, ha sido igualmente determinante.214 La
denuncia internacional de Bruselas ha puesto de manifiesto la esencial
falsedad con la que actúan unos y otros.215 Además, el gobierno de Estados
Unidos —que no es, precisamente, ajeno a los intereses farmacéuticos— ha
denunciado a AstraZeneca al cuestionar sus datos sobre la eficacia de la
vacuna por considerarlos obsoletos. El pronunciamiento de los Institutos
Nacionales de Salud de Estado Unidos ha sido contundente, pero no debemos
olvidar que tal organismo está presidido por Anthony Fauci:216 la vacuna de
AstraZeneca ha estado bloqueada por el gobierno de Estados Unidos durante
largos meses, sin recibir la aprobación de Washington, de modo que unos
quince millones de dosis tuvieron que ser descartados por la propia
farmacéutica a comienzos de 2021.217 Y las informaciones de que es ineficaz
contra la variante sudafricana han venido a ser el remache de su ataúd.218
De hecho, durante muchos años se han desarrollado ingentes esfuerzos
para obtener una vacuna contra el coronavirus, todos ellos sin suerte. Desde
el 2000 hasta hoy han terminado en fracaso desde experimentos con
hurones219 para combatir el SARS, hasta otros con ratones con el mismo
objetivo.220 Todos fallidos.
Las sospechas al respecto de que las vacunas presentaban enormes
deficiencias se acumulaban en los primeros meses. Y nunca se han despejado
del todo. La pretensión de que los productos de Pfizer, Moderna,
AstraZeneca, Johnson & Johnson, etc. ofrecen todas las garantías es absurda.
De otro modo, no se entiende que para comercializar sus vacunas hayan
solicitado una previa exención de responsabilidades por las consecuencias de
estas. Algo que ha sido asumido por los estados y que —tras el consabido
ritual de embrollamiento propio de su función— admiten hasta las
verificadoras; «Atendiendo a las características especiales de estas vacunas y
para compensar los riesgos asumidos por los fabricantes para llevarlas al
mercado, se prevé un régimen de indemnización por el que los estados
miembros cubrirían los gastos en los que pudieran incurrir las empresas al ser
de aplicación el régimen de responsabilidad, salvo en casos de mala conducta
intencionada o incumplimiento de las normas de correcta fabricación».221
El truco está en que los estados tampoco están aceptando dicha
responsabilidad a la hora de la verdad. Aquí, las verificadoras callan, pese a
que incurren en una contradicción flagrante con lo que ellas mismas habían
anunciado semanas atrás. Todo indica que se trata de una mentira
perfectamente trabada a fin de inducir a la vacunación. ¿Cómo va a
inyectarse alguien una sustancia de la que su fabricante no se hace
responsable?222
Lo cierto es que, no mediando mala praxis expresa por parte de la
farmacéutica, si la muerte se produce por el simple hecho de haberse
inoculado la vacuna, no hay responsabilidad alguna. Por lo demás, los
tribunales tampoco hacen responsable al Estado por las muertes que puedan
devenir de la vacunación. Es decir: nadie es responsable.223 El Departamento
de Salud Pública de Estados Unidos igualmente exonera a los fabricantes.224
Una de las cuestiones que se han suscitado tras el comienzo de la
vacunación es la del fenómeno conocido como «peligro de mejora de
anticuerpos», que acaso tuviera algo que ver con la relación entre la
vacunación y el ascenso de los contagios y de los fallecimientos en
numerosos países a que nos referíamos antes: el llamado ADE.
En esencia, consiste en que el anticuerpo facilita al virus infectar las
células inmunes, lo que causa una respuesta hiperinflamatoria, una tormenta
de citoquinas y una desregulación general del sistema inmunitario que
permite que el virus cause más daño en los órganos de nuestro cuerpo,
empezando por los pulmones. De acuerdo a esto, la vacuna podría hacer que
el sistema inmunitario produzca un anticuerpo para la vacuna y luego, cuando
el cuerpo recibe el patógeno verdadero resulta que la infección es mucho peor
que la que se produce en los cuerpos que no han sido vacunados.
Aparentemente, el ADE ha sido desechado por los miembros de la
«comunidad científica» sin prestarle mayor atención, pero algunos científicos
tienen dudas. Los informes que las farmacéuticas cedieron a la FDA no
muestran rastro de que esto haya constituido preocupación alguna para
ellos.225 Sin embargo, hay quien asegura que ya ha habido problemas de este
tipo con los virus tipo SARS, razón principal por la que los ensayos
fracasaron durante tantos años. La mutación viral podría desencadenar un
proceso de esta clase. Aunque los medios de comunicación le restan
importancia —ellos están en la propaganda—, hay científicos que reconocen
que el problema es real.226 Porque, sobre todo, lo que hay que tener en cuenta
es que, dada la baja mortalidad y letalidad del virus, es absurdo correr riesgos
innecesarios.
El que las vacunas puedan causar ADE no es algo insólito. Ni una locura,
como se pretende desde algunas instancias. En abril de 2021, la Universidad
de Tel Aviv publicó un estudio en el que afirmaba que la variante sudafricana
del virus era resistente frente a la vacuna de Pfizer en una proporción ocho
veces superior a la de quienes no se habían vacunado o habían recibido una
sola dosis. Esto no solo sugiere que la vacuna no protege, pues en ese caso las
cifras de contagios entre unos grupos y otros serían semejantes, sino que
facilita el contagio de la llamada «cepa sudafricana».227
Pero el peligro que muestra este estudio no es, claro, si la vacunación de
Pfizer facilita el contagio de la cepa sudafricana en concreto; el peligro es si
la vacuna produce una inmunodeficiencia que sería extensible a otros casos.
Los antivacunas, y lo que la prensa llama «negacionistas», enfatizan mucho
esto, algo que necesita de una comprobación que solo se producirá a medio o
largo plazo, pero la verdad es que hay una perspectiva inquietante al respecto
incluso para la ciencia más oficial. De hecho, estudios posteriores han
demostrado que la vacuna de Pfizer tampoco protege adecuadamente contra
la «cepa india» (Delta), lo que sugiere que esa inmunodeficiencia podría ser
una realidad.228 Las cifras que se produjeron en Israel desde fines de junio y
en el mes de julio abonan la posibilidad de que esta tesis contenga cierta parte
de verdad. El propio gobierno israelí admitió que la mitad de los ingresos por
coronavirus eran personas vacunadas dos veces; si bien a comienzos de julio
solo sumaban algo más del 1% del total de vacunados, no deja de tener una
cierta significación, ya que hablamos de infecciones de un covid-19 en franco
retroceso en todo el mundo; pero ¿no revela una cierta tendencia a la
inmunodepresión?229
Así, la doctora Susan Hopkins, del Servicio de Salud Pública de Inglaterra,
ha advertido que el país se enfrenta a «un invierno duro por causa de las
enfermedades respiratorias y otras que no lo son, además del propio
coronavirus (…) es muy posible que resurja la gripe…».230 Si es cierto que la
gripe ha desaparecido el invierno 2020-2021, ello ha hecho que hayamos
perdido defensas para enfrentarla el próximo año. «Es muy posible que el
estallido de las enfermedades respiratorias se produzca, antes que en invierno,
en otoño de este año…».231
Es cada día más evidente que la rotundidad de las afirmaciones científicas
hay que relativizarla. Muchas cosas sobre las que en su día no había dudas,
poco después fueron desechadas. Y, aunque muchas veces los medios lo
tapen, está sucediendo lo mismo con respecto a la pandemia. Desde que el
covid-19 salió de China a comienzos de 2020, con la misma seguridad
«científica» se nos ha defendido una cosa y su contraria. Y es que la ciencia
es así; tomamos las hipótesis que son más consistentes con lo que
observamos, y vamos modificando aquellas de acuerdo a lo que vamos
sabiendo a partir de los datos que nos ofrece la realidad. Esto ha sido siempre
así hasta que convertimos la ciencia en una fe, que es cuando precisa de
dogmas, para dejar de ser ciencia y transformarse en una creencia religiosa.
Las dudas acerca de la vacuna —de su efectividad, de sus efectos—
arrancan con el oscurantismo de los datos de los ensayos, que desconocemos
antes del tratamiento empresarial de los mismos. Así, de acuerdo a los datos
existentes de la FDA, entre las personas con las que experimentó Pfizer había
un grupo clasificado como «sospecha de covid» que hacía referencia a
aquellos que presentaban síntomas que no fueron corroborados por las
pruebas PCR. Este grupo era veinte veces más numeroso que el que
componían los casos confirmados de covid. ¡Veinte veces! Es evidente que
esto introdujo una distorsión grande en el estudio.232 Seguramente esta sea la
razón por la que Pfizer ocultó estos datos en su informe y en la publicación
de The New England Journal of Medicine.233
En el informe de la FDA tampoco se explica la exclusión de 371 personas
por «desviaciones importantes del protocolo», que son además muchas más
en el grupo de vacunas que en el de placebo (en el ensayo de Moderna hubo
diez veces menos exclusiones y mucho más razonablemente repartidas). La
información sobre los comités de adjudicación de eventos primarios es
importante: Moderna nombró su comité con médicos universitarios, mientras
Pfizer colocó a tres empleados de la compañía.234
Por otro lado, como ya se ha dicho, las farmacéuticas excluyeron de su
experimento a quienes hubieran pasado la enfermedad. Aun así, entre un 2%
y un 3% de los participantes en los ensayos de ambas farmacéuticas fueron
considerados positivos. Los resultados obtenidos a partir de estas personas no
parecen consistentes con los informes que tenemos de reinfecciones en todo
el mundo. El problema central en estos casos es que no disponemos de los
datos originales de las compañías, sino de una versión en la que estos están
«cocinados»; los primeros no estarán disponibles sino hasta 24 meses
después de terminados los estudios.
Las fallas en la elaboración protocolaria son notables, como en los casos
acerca de las embarazadas, inmunodeprimidos, menores, transmisión del
covid e incluso ancianos. Lo mismo cabe decir de los resultados a medio o
largo plazo, claro, puesto que no ha habido tiempo suficiente para
establecerlos. La seguridad que algunos científicos muestran a la hora de
rechazar cualquier consecuencia negativa está lejos de ser concluyente, y
viene precedida por otras seguridades que, más tarde, han sido contradichas.
Tenemos el caso de la vacuna de la polio oral, que supuestamente habría
erradicado la enfermedad235 y que, por el contrario, ha hecho brotar nuevos
casos en toda África y en Asia Central, hasta el punto de que muchos
gobiernos han destruido las dosis que la OMS les había hecho llegar.236 Con
la colaboración de la Fundación Bill y Melinda Gates.
Para el covid-19 existe en Estados Unidos un Sistema de Notificación de
Efectos Adversos en las Vacunas (VAERS), pero ha sido muy criticado. Un
informe oficial señala que es muy escasa la proporción de casos que se
remiten al VAERS, según el Harvard Pilgrim Health Care.237 De modo que a
partir de aquí poco podemos conocer de lo que realmente está sucediendo; y
no parece que nadie tenga un excesivo interés en arreglarlo.
La campaña de vacunación tuvo su asiento argumental en que nos iba a
permitir reanudar la vida anterior al covid. Superado el umbral del 70% de la
población vacunada, habríamos alcanzado la inmunidad de grupo. En España
lo prometió el presidente del gobierno, lo que seguramente no es la mejor
garantía de que vaya a suceder.238 Su afirmación fue la siguiente: «Nos
acercamos al objetivo del 70% de la población inmunizada antes del fin del
verano». Pues bien: ni la población queda inmunizada tras las vacunas, ni ese
objetivo se consigue con el 70% de vacunación ni probablemente se
conseguirá antes del fin del verano. Dejemos de lado que Sánchez prometiese
en su momento que esa inmunidad llegaría antes del verano (no antes del fin
del verano), algo ya habitual en el personaje.239 Aún estamos esperando que
las verificadoras lo denuncien como bulo y nos lo expliquen.
La cuestión central es que ni las vacunas inmunizan ni se va a conseguir
inmunidad de grupo alguna. Seguramente tuvimos alguna posibilidad al
principio del todo, cuando pudimos haber desarrollado otra estrategia, la de la
inmunización natural, que —con las debidas cautelas de protección a las
personas más débiles— hubiera sido mucho menos onerosa en todos los
aspectos: en el sanitario, en el humanitario y en el económico. Algunos países
lo han hecho, con resultados dignos de estudio y mejores que muchas
sociedades que optaron por la estrategia contraria: comparemos Suecia con
España, las medidas tomadas por unos y otros, el daño producido a la
población, las cifras de fallecidos.
Hay sin duda un debate acerca de cuál es ese mejor método para adquirir
la inmunidad de grupo. O lo había. En un principio se contempló la
posibilidad de que quienes tuvieran anticuerpos no fuesen vacunados. Parecía
algo perfectamente lógico.240 Los infectados tenían anticuerpos y su
inmunidad parece ciertamente larga, incluso vitalicia.241 No se veía, pues,
dadas todas las circunstancias, la necesidad de una vacunación masiva.
En el verano de 2021 se fue abriendo camino, además, la idea de que a
través de las vacunas no vamos a adquirir esa inmunidad de grupo. Porque
una cosa es pasar la enfermedad y otra distinta es padecerla; y los vacunados
se pueden infectar y transmitir la infección. No fue el primero en contarlo el
virólogo Christian Drosten, portavoz de sanidad del gobierno alemán, que
mediado junio de 2021 declaró que el asunto de la inmunización a través de
las vacunas se ha «malentendido» e interpretado de un modo mecanicista
desde que se piensa que una vez vacunado el 70% de la población, el restante
30% estará protegido; pero esto «simplemente no es el caso de este virus.
Cualquiera que no se vacune se infectará con SARS-2».242
La conocida inmunóloga española Margarita del Val señaló que jamás
alcanzaremos la inmunidad de grupo, ya que «ninguna de las vacunas que
tenemos» es capaz de tal cosa. El 8 de junio explicó, muy gráficamente, que
dicha inmunidad «solo se puede conseguir con vacunas que además de
proteger contra la enfermedad, eviten que las personas vacunadas que se
encuentren con el virus se infecten y lo multipliquen». Y las vacunas de que
disponemos no van a hacer ese trabajo.
«La inmunidad se puede conseguir cuando los vacunados son seguros y
los vacunados no son seguros (…) los vacunados ya se pueden quitar la
mascarilla sin miedo a enfermar, pero no son seguros para sus contactos».243
Como quiera que siempre habrá personas que no puedan vacunarse (por edad,
condiciones sanitarias, inmunodeficiencias varias, por razones personales…),
esa inmunidad, según la señora del Val, nunca se alcanzará.
La propia OMS ha señalado que las vacunas no erradicarán la enfermedad.
«Esperamos que la vacunación sirva para controlar la transmisión del virus,
pero hasta que no sepamos cómo funcionan en la vida real o tengamos más
detalles sobre la forma en la que el virus se transmite, no podemos pensar que
con la llegada de las vacunas se va a poder erradicar al virus», señaló ya en
noviembre de 2020 el director de Emergencias Sanitarias de la OMS, Michael
Ryan.244
Claro, que habría que precisar a qué escenario se refiere cuando habla de
inmunidad, puesto que es muy probable que, con el tiempo, el covid termine
siendo una infección sin mayores consecuencias. Si la enfermedad se degrada
—digámoslo así— y termina siendo una especie de gripe menor, alcanzar la
inmunidad no tendrá mayor importancia.
Pero, de momento, la vacuna no puede evitar que propaguemos el virus y
ni siquiera que el virus nos infecte una vez hayamos sido vacunados. Aún
más: una vacuna que elimina los síntomas pero no el contagio convierte en un
peligro andante a los inyectados, por cuanto al no saber el individuo que
padece la enfermedad y que es susceptible de contagiarla, la posibilidad de
que lo haga es indudablemente mayor. ¡Cuántas veces no se nos ha insistido
en que vacunarse no nos releva de la necesidad de guardar la distancia social
o de usar mascarilla!
La tasa de muerte por covid es muy baja, lo que desde luego no justifica la
vacunación masiva, como se ha dicho. Ciertamente se ha producido en todo
el mundo una sobremortalidad, eso no puede dudarse. Pero son muy pocas las
muertes atribuidas a covid-19 en exclusiva. La mayoría, de hecho, se deben a
otras causas, aunque el coronavirus haya jugado un cierto papel. Es muy
probable que el SARS-CoV-2 pueda ser acusado no tanto de «matar» cuanto
de «rematar»; es decir, que acelere los procesos mortales de las personas más
débiles de la sociedad. Huelga decir que, para quien esto escribe, eso es algo
que no aligera en lo más mínimo el drama humano. Todos los seres humanos
tienen el mismo derecho a la vida, con independencia de su edad y su
situación. Pero es un dato a considerar justamente a la hora de enfrentar el
desafío, porque está claro que el virus tiene unas víctimas predilectas y que el
virus sí entiende de edad y de deficiencias inmunológicas.
Los efectos adversos de la vacuna llevaron a que en muchos países —entre
ellos, España— Sanidad recomendase que se vacunara escalonadamente a los
sanitarios. En Estados Unidos, la FDA anunció que la vacuna de Moderna
produciría en muchos casos efectos desagradables como dolor de cabeza y
muscular, vómitos, fiebre e incluso diversas inflamaciones. Los propios
fabricantes de la vacuna de Moderna, por otro lado, no garantizan más de tres
meses de «inmunidad», y el resto de las compañías no comprometen mucho
más tiempo. Porque lo cierto es que no se conoce la duración de dicha
«inmunidad».245
Además, a mediados de 2021 comenzaron a filtrarse noticias acerca de la
necesidad de vacunarse varias veces en unos meses. Albert Bourla, consejero
delegado de Pfizer, ha admitido que su vacuna exigirá una tercera dosis antes
de un año,246 porque, al parecer, los vacunados pierden anticuerpos a una
velocidad mayor de la esperada, algo que, un par de meses antes, Alex
Gorsky, de Johnson & Johnson, había anunciado.247 En la misma dirección,
el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, advirtió en mayo de 2021 de
que habría que vacunarse cada seis meses.248 El anuncio es importante tanto
porque Israel tiene una de las tasas más altas del mundo de vacunación como
por cuanto la vacuna aplicada es Pfizer, por lo que afectaría a todos los
vacunados con ese compuesto.
No pocos trabajadores del sector sanitario sospechaban eso mismo.
Desconfiaban de la vacuna y preferían aguardar los resultados. En España,
incluso el apocalíptico doctor César Carballo anunció en televisión que
prefería esperar a ver cómo actuaba el compuesto en otras personas antes de
aplicárselo él mismo.249 Sin duda, eso sembró muchas dudas en el conjunto
de la sociedad. En Alemania, entre el 60% y el 70% de los sanitarios
manifestaron su preferencia por esperar a ver cómo evolucionaban las cosas
antes de vacunarse,250 y en Nueva York, los médicos y enfermeros se
negaron a ser los primeros en ser inoculados. En Los Ángeles, hasta el 40%
rechazaron ponerse la vacuna; las cifras del estado de Ohio son aún más
llamativas: el 60% de los sanitarios se negó a ello, una cantidad semejante a
la que se está produciendo en los principales hospitales de Texas y entre los
bomberos de Nueva York y los militares.251 El 40% de los profesionales de la
sanidad en Chicago tampoco estaba dispuesto a vacunarse.252
Por supuesto, hay pocas cosas que una propaganda incesante y poderosa
no pueda cambiar. Y, sin duda, esta fue una de ellas. Lo mismo sucedería en
nuestro país unos meses más tarde. Pero la confusión acerca de las vacunas
no ha cesado. Lo que ha sucedido es que las informaciones se han unificado,
y evitan los aspectos más controvertidos; hay un verdadero apagón
informativo desde que la prensa, en lugar de desempeñar el papel de
comunicación y denuncia que está en su naturaleza primera, se siente llamada
a ejercer una función de propaganda de cara a los objetivos oficiales a
alcanzar.
Esa propaganda ha actuado de muchos modos; uno de ellos ha consistido
en ridiculizar a los disidentes al mejor estilo totalitario-siglo xx.

La vacunación en España
Tal cosa ha sucedido en nuestro país, como decíamos, a cuenta de las
vacunas. Quizá era necesaria desde el punto de vista de la venta de vacunas,
en cuanto a que la opinión pública en España era considerablemente reacia a
ellas por todos los problemas que había habido, pese al oscurantismo de los
medios, que han hecho todo lo posible por que los españoles ignorasen lo que
sucedía en el resto de países europeos.
La vacunación comenzó en España a fines de 2020, oficialmente el día 27
de diciembre de 2020. La puesta en escena por parte de un gobierno
particularmente proclive al efectismo fue peculiar. Las primeras dosis,
testimoniales, fueron custodiadas en el cuartel de la Guardia Civil de Lerma,
al tiempo que las recibían el resto de los países europeos, procedentes de
Pfizer. Todas las autonomías debían comenzar la vacunación al mismo
tiempo, en consonancia con las actuaciones de las autoridades: lo habían
transformado en una cuestión política que nada tenía que ver con el aspecto
sanitario. El ejército se encargó de transportar los cargamentos a los
archipiélagos y a Ceuta y Melilla.
En las vísperas de la llegada de las vacunas, casi la mitad de los españoles,
un 47%, manifestaba que no se vacunaría. Si a eso le añadimos que en torno a
un 14% no contestaba a la pregunta que se le hacía al respecto, podemos estar
seguros de que más de la mitad de la población veía con desconfianza la
vacuna. La cifra había aumentado sensiblemente desde el verano, cuando la
vacuna se veía aún lejos, y «solo» un 30% de los ciudadanos manifestaban no
estar dispuestos a vacunarse.253 De manera que hubo de ponerse en marcha
un enorme esfuerzo propagandístico para hacer cambiar de opinión a los
españoles. Estos, presos en sus domicilios por razones del confinamiento, del
teletrabajo y de las restricciones horarias, fueron sometidos a un bombardeo
como no se recuerda desde la campaña para cambiar el voto sobre la OTAN
en 1986. Pero llegado el mes de noviembre, las cifras del rechazo a la vacuna
aumentaban, en lugar de disminuir. En los informativos se sugería, con
monótona insistencia, que el Ejecutivo podía ordenar la vacunación forzosa.
La amenaza estaba clara, aunque el gobierno dudaba ante el coste político
que podía representar tal cosa.254
La campaña arreció en el mes de diciembre, cuando se esperaba que las
vacunas estuviesen prestas a llegar. Todos los grandes medios de
comunicación entraron en campaña, todas las fuerzas políticas se mostraron
favorables, todas las personalidades de relieve social se posicionaron
activamente, con meridiana claridad; la exigua minoría que lo hizo en sentido
contrario fue triturada. Y no solo quienes discrepaban, sino aquellos que
mostraban alguna comprensión hacia la disidencia o bien, simplemente,
reclamaban el derecho a disentir.255
La proporción de antivacunas en España es pequeña, un 1% todo lo más.
Históricamente, la vacunación en España ha venido ligada al desarrollo y a la
mejora de las condiciones de vida que tuvo lugar en los años cincuenta-
setenta del pasado siglo. No hay un vínculo ideológico con ningún
posicionamiento de otro tipo; es más bien una posición personal, poco
articulada socialmente. De acuerdo a las encuestas que se han llevado a cabo,
de entre quienes rechazaban vacunarse para el covid-19, apenas un 4% —en
el mejor de los supuestos— lo hacía como consecuencia de una oposición a
todo género de vacunas.
Pero las autoridades, como se ha dicho antes, echaron el resto en las
campañas oficiales. Se exigió una adhesión incondicional a quienes se
asomaban a la pantalla, a los digitales, a las ondas. Las personas con alguna
notoriedad social pidieron la vacunación masiva sin el menor rebozo, desde
Emilio Butragueño hasta Belén Esteban. Quien discrepaba —por cauto que
fuese en su pronunciamiento— era un antivacunas, un «negacionista», un
irresponsable que ponía en peligro al conjunto de la población. La atmósfera
se volvió irrespirable.
Durante las primeras semanas, la vacunación no evitó el ascenso de casos
de contagio y de muertes; al contrario, mediado el mes de febrero, y cuando
se suponía que el proceso debería estar mostrando sus efectos benéficos, se
culminó el ascenso que se venía produciendo desde el mes anterior, en una
repetición de los gráficos y cantidades a que asistimos cada año con la gripe.
Solo que esta vez las cifras —el 8 de febrero se superaron los 900
fallecimientos atribuidos al covid-19— se disparaban hasta recordar, aunque
fuese por unos breves días, las semanas de la primavera de 2020. A finales de
marzo aún nos acercábamos a 650.256
El mes de abril comenzó con un descenso que se mantuvo a lo largo de los
siguientes. Como era previsible, la prensa lanzó las campanas al vuelo y
atribuyó el éxito a las vacunas. En todas partes, televisión, prensa, digitales,
redes sociales o radio, se entonaron salmodias en torno a las virtudes de los
compuestos, en las que todos daban por supuesto la vinculación entre la
vacuna y el descenso de casos y muertes. Era un dato consolador, que todos
querríamos cierto, pero que estaba lejos de haberse comprobado. Poco
sorprendentemente, el descenso se producía en el calendario de forma
simultánea a la caída de fallecimientos por gripe y otras enfermedades
respiratorias que se produce cada año.
Nadie tenía en cuenta otras cuestiones, tales como la estacionalidad. Nadie
estableció ningún paralelismo con lo que había sucedido el año anterior: en
2021 el descenso de casos y fallecimientos fue muy semejante, e incluso
inferior, al de 2020. Es decir: que en 2020 los casos fueron menos que los que
se produjeron por las mismas fechas en 2021, aunque en 2020 no había
vacunas. ¿Cómo puede mantenerse que las vacunas son las responsables de la
mejora en las cifras?
El dato es tanto más llamativo cuanto que los más débiles han muerto a lo
largo de 2020, y por tanto la mortalidad ha de ser necesariamente menor. Este
año, además, no se ha producido el abandono de las residencias del año
pasado.
El paralelismo con 2020 era obvio, pero rompía la narrativa oficial. Así
que se amoldaba el relato a la conveniencia: para El País —que titulaba el 13
de mayo de 2021: «Las muertes semanales por covid en España caen un 90%
desde que empezó la vacunación»— la caída se debía al «efecto de la
inmunización» y al descenso de la transmisión gracias a las restricciones.
Resulta complicado escribir más falsedades en menos espacio. El titular de El
País vinculaba el descenso de las muertes a la vacunación, algo que está lejos
de haberse demostrado, y continúa aseverando que la bajada de casos se debe
a la «inmunización», tomando esta como sinónimo de «vacunación», cuando
la vacuna, como se ha repetido en infinidad de ocasiones, no produce
inmunidad. El agradecimiento a las restricciones es sencillamente ridículo por
cuanto llevamos quince meses con estas, en casi todos los casos de forma
ininterrumpida (solo con la obligatoriedad de la mascarilla en exteriores, en el
momento del titular, llevábamos casi diez meses ininterrumpidos).257
Aunque, como de puntillas, El País pasaba por encima de la realidad
subyacente en la que nadie quiere entrar: efectivamente, diecinueve de cada
veinte fallecidos por covid tiene más de sesenta años. Y ese sector de la
población es al que había que haber protegido; junto a quienes padecen
morbilidades severas varias con independencia de su edad, pero, sobre todo,
quienes las padecen a edades avanzadas.
El discurso está muy claro, pero es poco convincente: una autoridad
sanitaria —el epidemiólogo de la OMS Daniel López-Acuña— nos dice que
«no podemos aceptar 80 o 50 muertes diarias. Hemos convertido la cifra en
un parámetro y no vemos las personas que hay detrás. Nos hemos
anestesiado. En la medida en que tengamos la incidencia alta, tendremos un
grado de mortalidad: necesitamos ver caer la incidencia por debajo de 25
casos por 100.000 habitantes para que se reduzcan más las muertes».258
Tras esa efusión de emotividad —pirotecnia de una vanidad de escaparate
—, lo que López-Acuña calla es que, a comienzos del verano de 2021, las
muertes diarias por covid-19 representaban apenas el 5% del total de muertes
en España, que en emblemáticos hospitales como el Ramón y Cajal se
cerraron todas las UCI dedicadas al coronavirus excepto una, o que éramos
los penúltimos del mundo occidental en seguir embozados por la calle, pese a
la constancia de que no sirve absolutamente para nada. Y que todo esto dista
mucho de ser algo remotamente parecido a una pandemia. No debemos
perder la perspectiva, como tantas veces sucede cuando se invocan imágenes
cargadas de emotividad: en España se producen a diario 1.147 fallecimientos
de media, de acuerdo a los datos de 2019, últimos en los que el covid-19 nada
tuvo que ver.
Todos lamentamos las muertes producidas por el coronavirus, sean 50,
sean 80 o sea una sola, pero lo que resulta inaceptable es que el lamento
tenga correlación con la imposición de una serie de medidas al conjunto de la
sociedad, que están llevando a esta a una situación insostenible.
López-Acuña representa a la perfección el caso del hombre que nos salva
del coronavirus y nos mata de hambre, de asco o de tristeza. O de otras
enfermedades. Según esta autoridad en la materia, deberíamos llevar la
mascarilla hasta el final del verano. Es igual que nadie la haya llevado en
Europa como nosotros, es igual la experiencia de Estados Unidos, es igual lo
que está sucediendo en tantas partes del mundo. En la mente del experto solo
cabe la visión de su pequeño mundo, alrededor del que todo gira.
Afea, además, al gobierno que no haya prorrogado el estado de alarma, y
el levantamiento de las restricciones y la vuelta del ocio nocturno; eso sí,
parece un hombre dotado de un peculiar sentido del humor al declarar,
respecto de la mascarilla, que hay «una especie de competencia olímpica de
qué comunidad saca la medalla de oro de quitarla la primera cuando se
necesita» (sic).259 La evidencia de lo acaecido en la pandemia apunta a que
ha sucedido exactamente al revés: se ha establecido una competición política
entre las autoridades autonómicas para demostrar quién estaba más
preocupado por «proteger» a su población, hasta el punto de adoptar medidas
ridículas y verse todos arrastrados a una carrera de prohibiciones y de
restricciones, en una especie de efecto dominó. En la Comunidad de Madrid
fue lo que sucedió al respecto de la mascarillas a fines del mes de julio de
2020; más allá de toda duda, se trató de una decisión política del gobierno
popular de Isabel Díaz Ayuso: el miedo a quedarse fuera de juego y a ser
señalado.
Y no fue, desde luego, el único caso.
4

ESPAÑA, EL DESASTRE: MASCARILLAS,


CONFINAMIENTOS, PCR Y VACUNAS

«Donde todos piensan igual, es que nadie está pensando demasiado».


WALTER LIPPMANN

Año y medio después de iniciada la pandemia, España es el país europeo


que peores datos ofrece en todos los terrenos. En el sanitario, en el
humanitario, en el económico. El proceder de las administraciones, pero
sobre todo de la central, ha sido pavoroso. Interminables titubeos, decisiones
contradichas apenas horas después, informaciones erróneas, control
exhaustivo de la información y de la opinión, enfrentamiento entre
comunidades, confinamientos absurdos, abandono de los más débiles, ruina
económica para todos…
Calificar de catastrófico el desempeño del Ejecutivo solo refleja la más
estricta realidad. Una catástrofe que no ha sido sino una razón más para poner
en marcha la máquina de propaganda que los voceros del gobierno —cuyas
ramificaciones alcanzan todos los ámbitos de nuestra sociedad— dominan
con sobrada maestría. Estos, en su labor apologética, lo primero que urdieron
fue un argumentario que comenzaba por asegurar que la acción del Ejecutivo
fue lógicamente deficiente porque el virus nos había cogido a todos
desprevenidos, como había sucedido más o menos en todas partes. ¿Cómo
imaginar lo que se nos venía encima? ¿Cómo suponer la dimensión de lo que
se avecinaba? Tales incógnitas encontraron la feliz condensación de una
expresión popular de tinte burlón: «No podía saberse».
La verdad es completamente diferente. La verdad es que la catástrofe se
vino anunciando con mucha antelación. Las señales y los avisos se
multiplicaron durante las semanas anteriores al 14 de marzo (día oficial de
inauguración de la pandemia en España); desde finales del mes de enero,
unas seis o siete semanas antes del 14 de marzo, el gobierno tenía noticia de
lo que estaba sucediendo y de su peligrosidad. Estaba perfectamente
informado.
Pero las autoridades no hicieron nada; tenían una agenda política que
cumplir. Todo el mundo lo sabía. Por eso, aquellos días de la primera semana
de marzo, el comentario generalizado era que el gobierno no movería un dedo
hasta pasado el 8 de marzo y la semana de pasión feminista que le acompaña;
«Estos —se decía, en referencia al gobierno— nos encerrarán el 9 de marzo,
ni un día antes».
Los días previos, cuando los contagios se habían extendido por toda
Europa y ya se tomaban medidas en Italia, desde las instancias
gubernamentales se le quitaba hierro al asunto. La corte bufonesca de la
Moncloa se dedicaba a satirizar la situación y a bromear en los late night.260
Los políticos de izquierda hacían chascarrillos en las redes sociales261 y los
tertulianos habituales componían el gesto jaque ante la sola mención de que
nuestras autoridades no supieran lo que se traían entre manos: el virus no
merecía más atención que la justa, todo era confiar en nuestro sistema
sanitario.262 «El mejor del mundo».
Todo aquel despliegue de fidelidad lacayuna desmentía lo que hasta ese
momento era perfectamente conocido. Algunos programas de televisión —
también de las privadas, pero especialmente de la pública— rozaron lo
esperpéntico, con sus tertulianos habituales fielmente alineados en torno a la
consigna oficial, glosando las habilidades de un gobierno que nada hacía y
que permitía la libre circulación del virus, e incluso las de un precario
ministro de Sanidad que acababa de aterrizar y cuya nulidad era
universalmente reconocida.263
El gobierno de Pedro Sánchez fue advertido con anterioridad al 14 de
marzo en numerosas ocasiones acerca de lo que estaba sucediendo y de la
peligrosidad de la pandemia. Es sabido que la OMS tenía conocimiento de lo
que estaba pasando hacia fines de 2019, gracias a la información trasladada
por Taiwán, si bien la organización de Tedros Adhanom decidió ignorar el
aviso por razones políticas: su alineamiento con Beijing impedía considerar
cualquier cosa procedente de la vieja isla de Formosa. Taiwán lo hizo saber al
mundo, pero el poder ejercido por la China comunista y por Bill Gates acalló
las señales de peligro que emitía el gobierno de Taipéi. Empezaba a estar
claro que en este asunto contaban tanto las cuestiones políticas como las
sanitarias. O más.264

¿No podía saberse? La construcción de una coartada


El 13 de enero, la OMS recibió un mensaje de las autoridades sanitarias de
Tailandia: a un viajero, procedente de la localidad china de Wuhan, se le
había detectado una infección por coronavirus. A renglón seguido, ahora sí,
emitió una declaración en la que confirmaba «la importancia del control y la
preparación activa en otros países, tal y como recomienda la OMS».265 Un
día antes, China había publicado la secuencia genética del virus. Las
autoridades sanitarias españolas estaban avisadas. Es decir, lo habrían estado
de haber estado alerta. Se habían perdido dos semanas, y se perderían muchas
más.
El 21 y 22 de enero, una misión de la OMS visitó Wuhan, estableciendo
que se estaba produciendo un contagio entre humanos, si bien aún lo
confesaban tímidamente266. Timidez que se atenía a lo deseado por las
autoridades chinas. De modo que el miércoles 22 de enero, la OMS convocó
una reunión de emergencia —por teleconferencia— para tratar el asunto.
Aunque el encuentro no logró suscitar una respuesta unánime, sí que
consiguió consensuar un documento con carácter general en el que se
recomendaba a los gobiernos que estuvieran «preparados para adoptar
medidas de confinamiento, como la vigilancia activa, la detección temprana,
el aislamiento y el manejo de los casos, el seguimiento de contactos y la
prevención de la propagación del 2019-nCoV, así como para proporcionar a
la OMS todos los datos pertinentes (…) prevenir el contagio de personas,
evitar la transmisión secundaria y la propagación internacional y colaborar
con la respuesta internacional mediante la comunicación y la colaboración
multisectoriales y la participación activa para incrementar los conocimientos
sobre el virus y sobre la enfermedad, así como para impulsar las
investigaciones».267
El 30 de enero, la OMS declaraba la Emergencia Sanitaria Global.
Adhanom emitió un comunicado en el que se reafirmaba en las resoluciones
tomadas una semana antes, y confirmaba la seriedad de la situación según lo
que sugiere la extensión de los contactos.268 Ese mismo día, en Madrid, se
produjo una reunión entre Fernando Simón, director del Centro de
Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad,
y el experto en sanidad de la Organización Mundial del Comercio, el también
español Juan Martínez Hernández, quien advirtió a Simón de la capacidad de
contagio del covid-19. Y que, por tanto, debía ser calificado como un virus
tipo 2 y no tipo 4, lo que le restaba peligrosidad.269 Para entonces se habían
producido 7.818 casos en todo el mundo, de los cuales 7.736 solo en China,
con unas 170 muertes.270 Simón no le prestó mayor atención.
El 31 de enero, el Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias
Sanitarias (CCAES) publicó en la web del Ministerio de Sanidad la
declaración Emergencia de Salud Pública de Importancia Internacional
(ESPII), esto es, la existencia de «un evento extraordinario que constituye un
riesgo para la salud pública de otros Estados a causa de la propagación
internacional de una enfermedad, y (que) podría exigir una respuesta
internacional coordinada», haciéndose eco de las recomendaciones de la
OMS.271 Al mismo tiempo, se elevaba la probabilidad de importación de
casos en la Unión Europea de moderada a alta. Ese mismo día, el diario ABC
le dedicaba una inquietante portada a la declaración de la Emergencia
Sanitaria Global; sobre una foto de nuestro planeta, una mascarilla abrazaba
la superficie de la Tierra.272
El 4 de febrero, la OMS publicaba su Plan Estratégico de Preparación y
Respuesta como guía para los sistemas de sanidad ante la oleada que ya se
adivinaba.273 Adhanom reunió a los cuatrocientos principales expertos de la
OMS una semana más tarde, en la sede de Ginebra, en clara muestra de la
seriedad con que la organización mundialista se tomaba la situación: «Este
brote pone a prueba nuestra solidaridad, tanto a nivel político como
financiero y científico. Debemos unirnos para luchar contra un enemigo
común que no respeta fronteras, asegurarnos de disponer los recursos
necesarios para acabar con este brote y poner nuestra mejor ciencia al
servicio de la búsqueda de respuestas compartidas para problemas
comunes…».274
El gobierno de Sánchez no reaccionaba. Aparentemente, Simón había
desechado las advertencias que se le habían hecho llegar, pero las cosas eran
más complicadas: en el mes de mayo de 2020 los diarios publicaron la
existencia de un informe elaborado por el Centro de Coordinación de Alertas
y Emergencias Sanitarias el 10 de febrero anterior y firmado por Fernando
Simón y otros once responsables, en el que se alertaba del riesgo de
coronavirus; un informe en el que se pronosticaba lo que luego, en efecto,
sucedería. El informe incluía una información ciertamente precisa y
elaborada desde el punto de vista epidemiológico, microbiológico,
sintomatológico, de la evolución clínica, del tratamiento de la enfermedad y
acerca de las medidas de prevención necesarias. Dicho documento hacía una
muy ajustada valoración del peligro que el SARS-CoV-2 suponía para la
población más vulnerable, la población más anciana, la importancia del
distanciamiento y la elevada contagiosidad. Sanidad sabía que no se trataba
de una gripe más, sino que presentaba unas peligrosas peculiaridades. El
informe fue borrado de la web del ministerio, en lo que constituye una de las
mayores vergüenzas de entre todo lo que ha sucedido en los últimos
meses.275
Pero la inquietud era palpable en muchos sectores: los profesionales
sanitarios carecían de las más elementales medidas preventivas, y apenas les
llegaba con las mascarillas. Como se ha dicho, el gobierno era consciente de
lo que sucedía, pero se negaba a tomar medidas. La oposición, de cuando en
cuando, le inquiría al respecto. Fernando Simón explicaba que estaban
considerando adoptar alguna medida de control en los aeropuertos, pero todo
resultaba muy indeciso y poco concreto. El 11 de febrero, desde el Grupo
Popular en el Congreso preguntaron en términos un tanto cáusticos qué era lo
que tendría que pasar para que se tomasen las medidas que otros países ya
estaban aplicando.
Otro grupo de la oposición, Vox, se dirigía duramente al gobierno por su
dejadez. El doctor Juan Luis Steegmann urgió al Ejecutivo a tomar medidas
de carácter sanitario y económico: «En este terreno, señor Illa, no solamente
se debe aplicar el principio de evidencia científica, se debe aplicar el
principio de precaución. Hay que ir rápido, no solo por la salud de los
españoles, sino por la salud del turismo, que representa el 15% de nuestro
PIB. Lidiamos, señor ministro, con dos tipos de virus: uno es el coronavirus,
pero otro es el virus de la desinformación típica de los regímenes comunistas.
Occidente ha hecho mal en creer a las autoridades chinas, algo no cuadra. No
cuadra una mortalidad similar a la gripe y, sin embargo, unas cuarentenas que
incluyen 60 millones de personas. Lo dice Gostin, asesor de la OMS y
profesor de derecho sanitario, en el The Washington Post de ayer: hemos sido
engañados y hemos dado al público una falsa seguridad. Solo sabremos —
digo yo— la mortalidad real del virus a partir de los casos que se den en
democracias occidentales como la nuestra y, desgraciadamente, señorías, el
virus está entre nosotros». Steegmann estuvo aquí feliz, algo que
desgraciadamente no prodigaría en los siguientes meses.276
Por alguna razón, el gobierno seguía imperturbable, como si estuviese
empeñado en demostrar su dominio de la situación mientras los demás
parecían perder la cabeza. Pero el clamor cada vez era más amenazante. La
prensa, hacia finales de febrero, prestaba una atención creciente a lo que
sucedía allende nuestras fronteras. «El coronavirus, a un paso de la
pandemia», titulaba El Periódico; y El País: «La OMS pide al mundo que se
prepare para una pandemia». El Mundo abundaba en que la OMS «alertaba
de una eventual pandemia». Basta consultar las portadas de los grandes
rotativos españoles del día 25 de febrero de 2020.277
La gravedad de la situación fue acentuándose con el paso de los días. A
gran velocidad. La inflexibilidad gubernamental no tenía nada que ver con
ninguna convicción ni con ninguna ignorancia; no cabe duda de que era
deliberada, pese a conocer la gravedad de la amenaza. No sabemos, claro, la
percepción que tenía de dicha peligrosidad, pero desde luego no la
desconocía.
La mejor prueba al respecto es el informe del día 6 de marzo, que
prácticamente replicaba el del 10 de febrero al que nos hemos referido antes y
que posteriormente fue borrado de la web del ministerio. Dicho informe,
también firmado por Fernando Simón, recogía más allá de toda duda la
información que se había enviado desde los organismos internacionales a
España y que ha resultado ser enormemente precisa. Entre otras cosas
aseguraba que «la vía de transmisión entre humanos se considera similar al
descrito (sic) para otros coronavirus a través de secreciones de personas
infectadas, principalmente por contacto directo con gotas respiratorias de más
de 5 micras (capaces de transmitirse a distancias de hasta 2 metros) y las
manos o los fómites contaminados con estas secreciones seguido del contacto
con la mucosa de la boca, nariz u ojos».278
Acaso durante las primeras semanas tuviera alguna mayor justificación,
pero a esas alturas la dejación del gobierno no podía interpretarse como algo
casual. Se trataba de una decisión política, tomada de modo perfectamente
consciente, y que buscaba una finalidad determinada, de orden ideológico. Es
muy posible que el gobierno pensase que las cosas no iban a llegar tan lejos
como lo hicieron y como lo están haciendo. Pero estuvieron dispuestos a
correr el riesgo; o, por mejor decir, a que lo corriéramos nosotros.
Resulta punto menos que increíble que, meses después —y seguramente
confiando a la flaca memoria del público—, Pedro Sánchez se permitiese
declarar que España fue el país que actuó con mayor prontitud,279 cuando el
gobierno hizo todo lo posible por no adoptar medida alguna frente a un
tsunami de advertencias, como estamos viendo.
La clave era la celebración del 8-M, día central de la agitación feminista.
Convocada por los partidos del gobierno, reflejaba la pelea entre socialistas y
podemitas, así como los patéticos esfuerzos de la derecha centro-reformista
por recibir la bendición de esos sumos sacerdotes a los que reconocen la
primogenitura de la dirección moral de la sociedad. Que el gobierno estaba
determinado a que se produjesen las manifestaciones que se convocan por esa
fecha, cualquiera que fuese el coste, lo acreditan holgadamente los sucesos
acaecidos aquellos días.
Ya hemos visto que los responsables, y muy concretamente el señor
Simón, no desconocían lo que estaba sucediendo. Disponían de información
de primera mano, procedente de los organismos internacionales, e incluso
habían elaborado dos informes —los del 10 de febrero y 6 de marzo— en los
que describían con precisión en qué consistía la amenaza del contagio; en el
último de los informes, apenas dos días antes de las manifestaciones del 8-M,
se afirmaba que el contagio se producía a distancias menores de 2 metros, un
escenario obviamente frecuente en las manifestaciones.
Al mismo tiempo que las manifestaciones feministas, en Madrid estaba
programada la celebración de un gran acto político de Vox en Vistalegre, en
el que se reunirían unas 10.000 personas. En el Wanda Metropolitano y en el
Benito Villamarín se jugaron partidos de fútbol con asistencia de unas 60.000
personas de media, y en el Camp Nou de unas 77.000. Como cada domingo,
millones de españoles acuden a los templos católicos. Y, por supuesto, la
población seguía usando los transportes públicos sin precaución alguna.
¿Cómo es que el gobierno no tomaba ninguna medida, de ningún tipo,
restringiendo las concentraciones de grandes masas humanas, cuando menos?
Pues porque eso era lo que trataba de evitar; había que celebrar el 8-M.
Por esa razón, cuando Vox preguntó al Ministerio de Sanidad sobre la
conveniencia de celebrar el acto de Vistalegre, recibió la callada por
respuesta. Una recomendación u orden en el sentido de cancelar el acto
hubiera afectado automáticamente a las concentraciones del 8-M, como es
lógico; así que Sanidad mantuvo silencio.280 En consonancia con esta
postura, Fernando Simón tampoco dio ninguna indicación a la pregunta de si
había que acudir a la manifestación o no, un día antes de que esta se
celebrase.281 Un año más tarde, el propio Simón tuvo que conceder que fue
«imprudente» al contestar como lo hizo,282 pero durante mucho tiempo trató
de quitarle importancia a su indiferencia ante si acudir a manifestaciones o
no; incluso en la SER —y ya en febrero de 2021— se atrevió a aligerar su
responsabilidad, comparando favorablemente acudir a una manifestación con
participar en una procesión de Semana Santa, aunque desaconsejaba ambas
actividades.283
Posteriormente, Fernando Simón argüiría que la manifestación del 8-M en
Madrid —a la que acudieron unas 120.000 personas— no fue un factor
decisivo de contagio. Y tiene razón, fundamentalmente porque él mismo se
encargó de que se estuviera celebrando un sinfín de eventos por todo el país;
pero relativizar el impacto del 8-M por el hecho de que estuvieran teniendo
efecto por toda España todo tipo de actos multitudinarios no disminuye la
responsabilidad de Simón y del gobierno, antes bien, la agrava. En todo caso,
buena muestra de la incidencia del 8-M en el esparcimiento de los contagios
por toda España es el hecho de que las más ilustres participantes resultaron
infectadas: Irene Montero, Carmen Calvo, Carolina Darias y Begoña
Gómez.284
Hasta el 10 de febrero podíamos pensar que Fernando Simón era solo un
incompetente, incapaz de valorar la situación en sus justos términos, pero que
obraba sin ninguna mala fe; desde esa fecha, tal presunción es imposible. En
realidad, el señor Simón no es ningún ignorante. Es evidente que se equivocó
en las primeras semanas; pero eso es algo que comparte con muchos
responsables sanitarios europeos. Quizá pecó, todo lo más, de cierta
arrogancia. Pero frente al histerismo reinante, sobre todo al principio,
mantuvo una cierta firmeza: en asuntos como la limpieza de zapatos antes de
entrar en casa o el uso de la mascarilla, sus opiniones difirieron de las del
gobierno y de la de los medios, y estuvo en esto particularmente lúcido. Pero,
precisamente por eso, su culpa es mayor. La falta de Simón no fue tanto que
se equivocase, sino que fue débil, que se plegó a las exigencias de un
gobierno como el de Sánchez —sin escrúpulos— por falta de civil courage.
La evolución de sus pronunciamientos públicos muestra una tozudez en la
negación de lo que él ya sabía que estaba sucediendo, que deja poco lugar a
la duda.285 La gravedad de la acusación es honda: Fernando Simón actuó —
con plena conciencia de lo que suponía la irrupción de la enfermedad covid-
19— al servicio de los planes políticos del gobierno, asumiendo lo que sabía
era un riesgo cierto para la salud de los españoles.
De hecho, la Guardia Civil consideró que Simón tenía responsabilidades
por la situación devenida tras el 8-M basadas, precisamente, en el
conocimiento del peligro que representaba la celebración de este tipo de actos
públicos masivos. Unos días antes, el 5 de marzo, el propio Simón y el
ministro de Sanidad Salvador Illa sí habían prohibido la celebración de un
congreso evangélico que iba a tener lugar en Madrid entre el 19 y el 21 de
marzo. En la acusación de la Guardia Civil estaba también incurso José
Manuel Franco, delegado del gobierno en Madrid, imputado por un delito de
prevaricación al haber permitido los actos multitudinarios en los días
inmediatamente anteriores al 14 de marzo.286
Si las capacidades del delegado del gobierno, señor Franco, y del director
del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del
Ministerio de Sanidad, señor Simón, son ciertamente cuestionables, las del
entonces ministro de Sanidad están fuera de toda duda: su incompetencia se
aproxima al absoluto. Una falta de capacidad de la que él no es único
responsable, desde que la condición ministerial de Salvador Illa en el
gobierno de Pedro Sánchez se debe a una razón puramente política: Illa es la
cuota catalana (del PSC) en el Ejecutivo social-podemita, el hombre de Iceta
en la Moncloa.
En un país tan descentralizado como España, las competencias de Sanidad
están completamente transferidas a las comunidades autónomas, con lo que el
ministerio ha quedado vacío de contenido salvo en dos casos, altamente
improbables: guerra y pandemia. De modo que no es necesario que el
ministro tenga conocimiento alguno del sector sanitario. De no haber
sucedido la pandemia, Illa habría sido uno de esos ministros de los que nadie
ha oído hablar jamás, que aparece de cuando en cuando en algún simposio o
congreso organizados por las farmacéuticas para regar adecuadamente el
jardín de la sanidad. La comparación entre Salvador Illa y los responsables de
otros países europeos es un ejercicio sonrojante: mientras que ellos han
puesto al frente a especialistas conocedores en profundidad de su ámbito
profesional, en España los ministerios los utilizamos para recompensar
lealtades, corrupciones e incluso para retribuir traiciones.
Calificar al gobierno de Pedro Sánchez como el más incompetente que
pueda recordarse es, con toda probabilidad, cierto; pero no deja de ser una
valoración. Lo que está fuera de toda discusión es su condición de ser el más
numeroso y caro de nuestra historia. Y es, además, un gobierno muy mal
avenido, formado por dos fuerzas políticas antagónicas en algunos aspectos
pero que pugnan por un mismo espacio electoral.
Eso significa que entre ellas se produce una competencia por el liderazgo
en una serie de temas, y el de la mujer es uno de los más señalados. No solo
porque compiten por ese mismo espacio, sino porque las divergencias son
grandes. Mientras el PSOE mantiene posiciones de feminismo más clásico,
que parten de una concepción antropológica naturalista, los ministros de
Podemos, y singularmente Irene Montero, representan los intereses del lobby
gay y del negocio del aborto, que llevan ya unos cuantos años promoviendo
la transexualidad. Desde 2018, Planned Parenthood tiene parte en el fabuloso
negocio de los tratamientos hormonales y las intervenciones quirúrgicas,
cuyo importe está entre los 18.000 y los 42.000 euros por persona. En ese
mismo año, la OMS eliminó la transexualidad de su lista de enfermedades
mentales.
El desencuentro ha derivado en ocasiones en agrios enfrentamientos,
particularmente desde las posiciones trans contra el feminismo. El debate no
se produce solo en nuestro país: las polémicas en las que se han visto
envueltos notorios personajes públicos como J. K. Rowling o Richard
Dawkins han resultado sumamente desagradables para los protagonistas, que
se han visto atacados desde organizaciones perfectamente resueltas a
escarmentar públicamente a los disidentes, como es el lobby gay.
El 8-M se disputaba el protagonismo en la manifestación feminista. Los
codazos por portar la pancarta y por colocarse en la foto acompañaron la
jornada. Irene Montero, con los suyos, frente a Carmen Calvo, con los
propios. Inolvidables las declaraciones de la vicepresidente Carmen Calvo
dos días antes, animando a acudir a la manifestación: «A la mujer le va la
vida en ir (sic) al 8 de marzo. Les va el que sigan tomando decisiones para
proteger su seguridad».287
Al día siguiente, 6 de marzo, tuvo lugar un encuentro del Consejo de
Sanidad de la Unión Europea al que acudió Salvador Illa, en el que la señora
Kyriakides —de cuya probidad moral ya hemos tenido noticia— solicitó que
se suspendieran todos los actos públicos masivos, como los del 8-M.
En realidad, las manifestaciones se produjeron durante toda la semana
previa, incluyendo las grotescas representaciones públicas de los grupos
feministas más dados al histrionismo el sábado 7. Los fastos culminaban en
las manifestaciones del domingo, que acogieron dos terceras partes menos de
público que el año anterior. Indudablemente, la población tenía conciencia de
lo que estaba sucediendo; Irene Montero también, como trascendió en un
vídeo en el que la ministra y pareja por entonces de Pablo Iglesias admitía
que la bajada de participación se debía al coronavirus.288 La estimación del
conjunto de manifestantes en toda España ascendió a unos 600.000, pero lo
verdaderamente trascendente no es eso, sino el que para hacer posible la
«semana de pasión» feminista se sacrificaron semanas de prevención
sanitaria.
La pretensión de que «no podía saberse» lo que se venía encima, lo que
significaba el coronavirus y las medidas a tomar no solo resulta insostenible,
sino insultante. El 31 de marzo se conoció un informe policial del jefe del
Servicio de Prevención de Riesgos Laborales de la Policía Nacional, José
Antonio Nieto González, en el que este pedía a los agentes del cuerpo que
utilizasen guantes y mascarillas para evitar «una enfermedad que puede
causar neumonía, síndrome respiratorio agudo severo, insuficiencia renal e
incluso la muerte». La fecha del documento es tan temprana como el 24 de
enero de 2020. Si bien el informe contenía algunas imprecisiones, producto
del prematuro estadio en que se encontraba la investigación, a grandes rasgos
trataba de alertar acerca de la peligrosidad del coronavirus.
La respuesta gubernamental fue la de cesar, unos días más tarde, al jefe
del Servicio de Prevención de Riesgos Laborales quien, en cumplimiento de
su función, había elaborado dicho informe.289 Pero si las fuerzas del orden
habían recibido casi dos meses antes esta notificación, es evidente que la
información estaba disponible entre el funcionariado del Estado. El cese de
José Antonio Nieto revela que el informe era conocido por sus superiores del
ministerio, a los que todo lo que interesó fue sacárselo de encima; es, pues,
evidente que existía, entre los profesionales, una clara noción de la situación
y que esta, por razón del castigo que quisieron imponer a Nieto, era conocida
para los responsables políticos, que decidieron no hacer nada.
Y no solo eso. Los responsables del ministerio le hicieron saber su
malestar por no haber puesto en conocimiento de las autoridades dicho
informe antes de difundirlo. José Antonio Nieto ignoraba que el informe
hubiese de trascender el ámbito de la seguridad policial, y tampoco parece
que le faltase razón; de hecho, en el documento del cese de Nieto, el motivo
por el que se decidía su exclusión estaba en blanco.290 Es un buen baremo de
la mala conciencia de quienes deseaban su castigo.
A estas alturas, hace mucho que hemos superado el terreno de la duda; si
hubiéramos decretado medidas de confinamiento con anterioridad de una sola
semana, se hubieran salvado unas 23.000 vidas, tal y como revela un estudio
publicado en febrero de 2021. Si las cifras no fueron a mayores se debió a la
actitud de la población, que tomó por su cuenta las medidas pertinentes en
vista de las informaciones que llegaban del exterior, como demuestran
distintos estudios. Todo ello se agravó a causa de la división en el seno del
gobierno, que impidió adelantar en cuatro días la declaración del estado de
alarma, lo que hubiera podido rebajar un gran número de muertes.291 La
responsabilidad del gobierno debe ser examinada también desde ese punto de
vista.292
La prensa internacional ha sido inflexible al respecto de la responsabilidad
y la incompetencia de Sánchez. Incluso la más progresista no ha ahorrado las
censuras ante tanta incompetencia. Desde el New York Times,293 que acusa
certeramente al presidente español de ignorar la llegada de la pandemia,
pasando por Le Monde, The Guardian, La Repubblica o Der Speigel apuntan
a su actitud dubitativa, pues, pese a que ya estaba viendo cuál era la situación
en Italia, no tomó medida alguna.294 Para el 8-M en Francia y en Alemania
estaba prohibidas las manifestaciones de más de mil personas, pero Sánchez
y su Ejecutivo promovieron la celebración de la semana feminista,
deliberadamente ajenos a lo que sucedía en el mundo.
Sin duda, la gran mortandad se produjo en las residencias. Si las
autoridades hubieran tomado las necesarias medidas preventivas, el horror de
las residencias no hubiera acaecido jamás. La mayoría de quienes se hubieran
salvado de acuerdo al estudio citado más arriba habrían sido ancianos. En
lugar de eso, estos fueron abandonados y apartados por el sistema. Como ha
expresado la presidente de la patronal de las residencias, «ha fallado el
derecho a la sanidad universal»; se calcula que unos veinte mil internos
murieron en durísimas condiciones, más propias de una película de terror que
de lo que debiera ser un país desarrollado en el siglo XXI.295 A las residencias
todo lo que llegaba era la morfina que acallaba los gritos de los ancianos.
Desde el mes de enero, la patronal de las residencias había solicitado una
reunión con el ministro de Derechos Sociales, Pablo Iglesias, en dos
ocasiones. No había tenido respuesta. El mismo 14 de marzo pidió
coordinarse con el ministerio para proponer acciones concretas: tampoco
hubo tiempo para ellos. La situación se volvía angustiosa, y el día 20 de
marzo emitieron una carta de denuncia: «Alguien decidió que no había camas
de hospital para todo el mundo. No fue una buena decisión, como se ha visto.
Pero cuando alguien decide que nuestros mayores debían quedarse en las
residencias, ¿qué esperábamos nosotros? EPIs, enfermeras, médicos y test».
Nada de eso llegó; las residencias fueron, sencillamente, abandonadas a su
suerte, una suerte que no era difícil de prever. Simplemente les enviaron un
protocolo en el que les advertían de aislar a quienes tuviesen tos o fiebre. Eso
es lo que desde el gobierno se hizo por los más vulnerables.296
Aún más: cuando la patronal del sector adquirió por su cuenta miles de
EPIs, la compra quedó bloqueada el 1 de abril en un aeropuerto. Recuerda
Cinta Pascual: «Recibí un mensaje que decía, literalmente: “Lo siento, el
material queda confiscado”». Según sigue relatando, «hice llamadas a casi
todos los gabinetes de ministros; hablé con ellos, ¿y qué encontré?…
reproches entre comunidades, entre partidos políticos… nosotros no
queríamos reproches. Lo que estábamos sufriendo era inhumano. Lo que les
pedía era sentarme en una mesa como esta…».297
Las decenas de miles de vidas que se perdieron en las residencias lo
fueron debido a la incapacidad de un gobierno cuya incompetencia rozó lo
inconcebible y que, además de no ayudar, se constituyó en un estorbo de
primera magnitud. Ese gobierno, acorralado ante la acusación de casi tres
decenas de miles de ancianos muertos, reaccionó lanzándose a una de las
campañas más sucias que se recuerdan, fiado en que solo esa actitud agresiva
podía salvarle de una rendición de cuentas ante la sociedad española y ante
los tribunales, que es donde debiera haber acabado.
Nadie ignoraba que Pablo Iglesias era el máximo responsable de las
residencias en España. Al frente de la cartera de Derechos Sociales, su culpa
no puede ser mayor. Discursivamente se escudó en que las competencias
estaban transferidas a las comunidades autónomas, por lo que el ministerio no
tenía responsabilidad alguna sobre el ámbito de las residencias. El problema
es que, con la declaración del estado de alarma, esas competencias volvieron
a su negociado y que, además, el 19 de marzo, en comparecencia pública, el
propio vicepresidente Iglesias manifestó que se ponía al frente de la
responsabilidad en toda la nación: «En las últimas horas, tanto el Ministerio
de Sanidad como el Ministerio de Defensa han solicitado a la vicepresidencia
de Derechos Sociales que nos pongamos al frente de estos operativos de
asistencia social con el apoyo de las Fuerzas Armadas. Asumimos esta tarea
con el máximo compromiso».298
No parece necesaria una mayor clarificación acerca de la responsabilidad
de la vicepresidencia de Derechos Sociales y de su titular, Pablo Iglesias
Turrión.
El resultado difícilmente podría ser más devastador. Como perfectamente
sabía el gobierno desde el principio, los ancianos eran las víctimas predilectas
del coronavirus; mientras que para la población sana menor de sesenta y
cinco años el SARS-CoV-2 no revestía ningún carácter apocalíptico,299 para
los mayores constituía un riesgo elevado; resultaba obvio que esa era la
población que había que proteger. Un 96% de los fallecidos eran personas
con más de sesenta años, sobre todo en la franja de edad entre los ochenta y
los ochenta y nueve, que sumaban hasta el 41% de todas las muertes. La edad
media de las dos primeras olas está por encima de los ochenta y tres años de
edad. Es por tanto evidente la negligencia criminal del gobierno, que se negó
a tomar ninguna medida preventiva para salvaguardar las vidas de los grupos
de riesgo.
Ante la enormidad de lo acaecido, desde Podemos se instigó una tímida
campaña contra el gobierno de la Comunidad de Madrid —como si solo
hubieran muerto ancianos en Madrid— con denuncias de por medio, pero no
salió adelante por decisión de un juzgado de Leganés, que rechazó la
responsabilidad de las comunidades autónomas ante las competencias del
Estado a la hora de procurar los equipos a estas.300
Lo que sí fue admitido a trámite fue la denuncia de la Asociación
Abogados Cristianos presentada contra el exvicepresidente del gobierno
Pablo Iglesias por «delitos de lesiones y homicidio imprudente, omisión del
deber de socorro y desobediencia a la autoridad» y por «abandonar a las
personas mayores y más vulnerables» en las residencias durante la pandemia
del covid-19. Abogados Cristianos ha precisado que «como responsable de
Servicios Sociales, abandonó a las personas mayores y más vulnerables, de
forma dolosa, sea directa o eventual».301
Desde la izquierda continuaban en la construcción de la coartada. Cuando
las muertes arreciaban, echaron a rodar las consignas de apoyo a la sanidad
pública, como si lo que sucedía tuviera que ver con algún tipo de debate
acerca de la naturaleza de la sanidad: la ideologización es la receta para evitar
las responsabilidades, y la aplican siempre que pueden.
Según el relato con el que se construía la coartada, la magnitud de lo
acaecido se debía a dos circunstancias que nada tenían que ver con el
gobierno. Una, ya la conocemos: el consabido no podía saberse. La segunda
fue «los recortes del PP» (los recortes se referían, claro, al sector sanitario); si
lo primero era falso, lo segundo no lo era menos. Pero tal cosa era necesaria
para articular el discurso autoexculpatorio.302
La realidad es que los recortes comenzaron en 2009, bajo el gobierno de
José Luis Rodríguez Zapatero, alcanzándose el punto de inflexión en 2015,
fecha a partir de la cual volvieron a crecer los presupuestos de sanidad. Tres
años más tarde, en 2018, se habían recuperado los niveles de 2009 e incluso
habían aumentado en unos 1.000 millones de euros. Todo ello bajo el
gobierno del Partido Popular.
Ciertamente, durante los años en que se aplicaron los recortes, se dejó de
invertir en sanidad algo menos de 40.000 millones de euros. Esos recortes, en
su mayor parte, los aplicaron las comunidades autónomas, si bien no todas
del mismo modo: la Andalucía socialista restó del presupuesto casi 8.000
millones; la Cataluña nacionalista algo más de 5.000 millones; y el Madrid
del Partido Popular poco más de 2.000. Es decir: que donde más recortes se
practicaron fue en una comunidad gobernada por el PSOE. Cuatro veces más
que en Madrid.
En octubre de 2019, la Unión Europea determinó que la comunidad
madrileña era, en términos sanitarios, la segunda mejor de Europa, después
de Estocolmo. Dentro de España, Madrid es la primera y Andalucía, la
última. En cuanto a la calidad sanitaria del conjunto del país, España queda
en segundo lugar, detrás de Suecia.
Pero ¿qué había venido sucediendo desde que, en 2018, llegó al gobierno
Pedro Sánchez? ¿Qué ha hecho el Ejecutivo socialista desde entonces? ¿Ha
incrementado el gasto en sanidad pública, ha mejorado la parte del
presupuesto destinada a la salud? Al contrario: en julio de 2019, Pedro
Sánchez envió una comunicación a once comunidades autónomas para
exigirles un ajuste sanitario en forma de recorte, urgiéndoles a que le
enviasen para septiembre un informe en el que dieran cuenta de las medidas
adoptadas.303 Cataluña y Baleares eran las comunidades que habían superado
en mayor medida el límite del gasto permitido, aunque la Generalidad se
negó a los recortes.
Después del requerimiento del gobierno de Sánchez, este insistió en el
Plan Presupuestario 2020, volviendo a recortar, tanto en sanidad como en
educación; en la primera unos 1.200 millones, una décima del PIB.
Exactamente la misma proporción que se dedicó en los presupuestos de
Rajoy, un 6%, pese a que se había comprometido a llegar a un 7%. Por si
fuera poco, el aumento de los costes salariales y de los medicamentos
conducía a un problema financiero que el gobierno solo podía afrontar
mediante la compra centralizada de medicinas y el fomento de la llamada
prescripción por principio activo en lugar de por la marca comercial de los
fármacos, es decir, de los genéricos, algo más baratos.
Esa es la realidad. No existieron los «recortes del PP», sino los de
Zapatero, bien cierto que sostenidos durante años por Mariano Rajoy (algo
muy característico del gallego); este incrementó de nuevo la partida
presupuestaria desde 2015, y para 2018 habían recuperado su nivel de antes
de la crisis. Vendrían, sin embargo, nuevos recortes de la mano del gobierno
socialista de Pedro Sánchez y no de un gobierno de ningún otro signo
político. Los recortes de Sánchez no eran los primeros que llevaba a cabo la
izquierda: en 2012, tanto el PSOE como IU acordaron recortar los
presupuestos de veinte de los veintidós hospitales de la Comunidad de
Madrid, e Izquierda Unida incluso propuso dejar sin presupuesto a doce
hospitales madrileños.304
La verdad es que la situación sanitaria en Madrid es la mejor de toda
España, que la comunidad no ha dejado de invertir en sanidad, que los
presupuestos no solo no han bajado, sino que han aumentado y que constituye
una de las mejores del mundo, aunque la izquierda no se canse en echar a
rodar todo tipo de bulos al respecto.305 Lo mismo un día las verificadoras se
ocupan del tema y nos lo explican.

El estado de alarma: el confinamiento


La actuación del gobierno no solo fue de completa pasividad; los personajes
públicos de los medios de comunicación más afectos al gobierno
minimizaron la trascendencia de lo que sucedía. La unanimidad de su
posicionamiento provoca las inevitables sospechas acerca de la
espontaneidad de sus opiniones. Desde periodistas de La Sexta como Mamen
Mendizábal, que desdeñaba el riesgo y desaconsejaba las mascarillas, porque
un médico le había dicho que no valían para nada,306 hasta Fernando Berlín,
que aseguraba que en abril (2020) todo esto del coronavirus se nos habría
olvidado.307 No es necesario el relato pormenorizado que ya se ha referido en
otro lugar y que, en todo caso, ha quedado en nuestra memoria.
Cumpliendo los pronósticos de una gran cantidad de españoles, el ministro
Illa anunció un cambio en la política gubernamental exactamente al día
siguiente de las manifestaciones feministas: «Pasamos de un escenario de
contención a un escenario de contención reforzada, que por tanto requiere un
conjunto de medidas adicionales, una parte de las cuales anunciaré hoy y un
segundo paquete que con toda probabilidad anunciaremos mañana».308 Entre
tanto discurso abstruso, muchos millones de españoles siguieron haciendo su
vida normal durante la semana que medió entre el anuncio de Illa y el decreto
del estado de alarma, yendo a comprar a grandes superficies cerradas,
llenando el transporte público cada mañana, asistiendo a eventos
multitudinarios. El contagio se extendía ante la dejadez gubernamental.
Pero, entretanto, algunas comunidades autónomas iban tomando sus
propias decisiones. La comunidad vasca y la madrileña fueron las primeras
en decidir el cierre de colegios; a ellas le siguió el día 14 de marzo la
declaración gubernamental del estado de alarma, medida jurídica que habría
de crear el marco que permitiese la aplicación de las medidas de restricción,
como el confinamiento.
La declaración del estado de alarma se vio acompañada de sombras de
duda en cuanto a la legalidad de la misma. Unas dudas que, lejos de amainar,
se han incrementado. De hecho, son numerosos los juristas que han negado
que bastase el estado de alarma para adoptar las medidas que se tomaron.
Ciertamente, en aplicación del artículo 116.1 de la Constitución, la Ley
Orgánica 4/1981 de 1 de junio, establece que el gobierno puede declarar el
estado de alarma cuando concurran ciertas circunstancias; el problema es que
este no ampara la suspensión de derechos fundamentales, sino solo ciertas
limitaciones, como pudieran ser algunas de movilidad.
Todo lo que afecta al libre ejercicio de los derechos y libertades, al normal
funcionamiento de las instituciones o al de los servicios públicos esenciales,
tiene que estar regulado por una declaración de estado de excepción. Los
derechos básicos, como los de manifestación y reunión, la libre circulación
sin restricciones por la totalidad del territorio nacional, la entrada y salida del
país o el derecho de huelga, no pueden ser suspendidos sin una declaración
de estado de excepción. No sirve el estado de alarma, que es el que hizo
aprobar el gobierno.
¿Por qué obró así el Ejecutivo? Con toda probabilidad, no quiso ir por la
vía del estado de excepción porque este faculta un control del propio
gobierno por parte de las Cortes, y eso es lo que trataba de evitar. En cambio,
el estado de alarma permite relegar al Congreso al simple papel de renovar su
vigencia por mayoría simple.
Es probable que la declaración de inconstitucionalidad del estado de
alarma no tenga una repercusión excesiva en ningún orden de cosas. Pese a
ello, en el pasado mes de junio, el Tribunal Constitucional dio un importante
paso en ese sentido, cuando el ponente del recurso —presentado por Vox—
sobre el primer estado de alarma, Pedro González-Trevijano, consideró
inconstitucional el confinamiento domiciliario. La argumentación de este
magistrado es ampliamente compartida, y se basa en que la restricción de
movimientos causada por el confinamiento no fue una mera limitación —sino
una suspensión— de derechos fundamentales, algo que exige decretar el
estado de excepción. La argumentación jurídica tiene sólidos cimientos,
basados en sentencia del propio tribunal con motivo de la crisis de los
controladores aéreos en 2010, bajo el también socialista gobierno de José
Luis Rodríguez Zapatero. Entonces, el Tribunal Constitucional se pronunció
de modo tajante: «La declaración del estado de alarma no permite la
suspensión de ningún derecho fundamental, aunque sí la adopción de
medidas que pueden suponer limitaciones o restricciones a su ejercicio».309
Pero, al fin y al cabo, nadie ignora que se trata de un tribunal político, y si
alguien alberga alguna esperanza de que esa condición no influya en su
pronunciamiento, es evidente que se engaña. De entrada, el recurso había
caído en manos del juez Fernando Valdés, con lo que se daba por hecho que
este, de orientación progresista, iba a validar el decreto del gobierno. Valdés
tuvo que salir del tribunal por una denuncia de violencia de género.310
Recayó entonces la denuncia de Vox en un magistrado de corte conservador;
pero si alguien creía que ello iba a suponer un mayor daño al gobierno, se
engañaba. Basta con leer la propia consideración del magistrado González-
Trevijano, en la que se mira con benevolencia la actitud de aquel al aprobar el
estado de alarma, ya que considera que el Ejecutivo tenía motivos fundados
para pensar que no estaba obrando incorrectamente, al no existir «casi»
precedentes. Algo inaudito. En todo caso, la sentencia, según la inveterada
costumbre española, llega cuando no puede tener efecto alguno; un modo,
igualmente, de salvarle la cara al gobierno.311
Queda en el limbo lo que pueda suceder con los daños causados por la
situación económica devenida tras la declaración del estado de alarma y con
las multas en ese periodo. Hay que tener en cuenta que el montante de todas
las multas impuestas alcanza los 625 millones de euros y que afectan en torno
a un millón de personas. A este último respecto, los juristas coinciden en que
las sanciones cuyo motivo no sea la desobediencia a la autoridad no se harán
efectivas.312
En términos políticos, el gobierno, respaldado por todos los partidos
nacionales y con la abstención de Bildu, ERC, JxC, la CUP y el BNG, sacó
adelante la primera prórroga quincenal. Parecía lógico que, desde ese
momento, el Ejecutivo relegase su agenda ideológica en favor de las medidas
contra la pandemia para tratar de sumar los máximos apoyos posibles. Pues
hizo exactamente lo contrario. Comenzó a imponer la parte más dura de su
programa, con la evidente intención de dividir y tensionar la vida política y
social, pensando en que esto le permitiría acusar a la oposición de desleal,
algo que los voceros del gobierno se apresuraron a señalar.313 Entre otras
cosas, la modificación del artículo 6 de la Ley Reguladora del Centro
Nacional de Inteligencia para que Pablo Iglesias pudiera participar en las
reuniones de esta organización, una verdadera declaración de guerra a esa
derecha que le había brindado su apoyo.314 Dicha modificación fue declarada
inconstitucional poco después.315
La indolencia y laxitud que había mostrado el gobierno hasta la fecha se
tornaron dureza e inflexibilidad contra la población tras el decreto del estado
de alarma. Ningún país europeo sufrió la dureza del internamiento español,
aún más acusada desde fines de marzo y hasta mediados de abril de 2020.
Nadie fue confinado de ese modo y durante tanto tiempo. Y sin protestas de
ningún género. Nadie tampoco cuestionó la radical ejecución de las medidas,
que incluyó algunas perfectamente inútiles y que afectaban especialmente a
los niños, cuyo riesgo era mínimo; unas medidas que solo se impusieron en
nuestro país, mientras los niños europeos no se veían sometidos a una
reclusión ni lejanamente similar. Incluso los perros tenían mayores desahogos
que los menores. Los pequeños fueron psicológicamente afectados en muy
alta proporción.316
El criterio con el que el gobierno tomaba las medidas se reflejaba en los
continuos titubeos y cambios de orientación, sobre todo en lo que hacía a los
niños; un verdadero festival de incongruencias entre unos ministros y otros,
como cuando María Jesús Montero anunció el 22 de abril que su salida se
efectuaría con una serie de restricciones que Illa tuvo que desmentir unas
horas más tarde. Una de tantas.317 Por no hablar del absurdo que se produjo
el 29 de marzo, cuando al gobierno tuvo a millones de trabajadores
pendientes de si volvían o no a sus puestos de trabajo.
Pero lo más grave de todo es que la decisión del confinamiento se tomó
sin ningún criterio; decidieron encerrar a 47 millones de españoles porque no
sabían qué otra cosa hacer, como el propio Fernando Simón admitió.318
Confinaron a los niños, a los ancianos, a los enfermos de toda condición;
medidas todas ellas erróneas, como después se ha sabido y entonces se
sospechaba. El gobierno, ahora empavorecido por su pasada indolencia, era
muy proclive a tomar las medidas más radicales con las que compensar su
anterior dejadez. Ese alarmismo en las actuaciones y en las comunicaciones
públicas —una especie de pecado original— ha impregnado desde entonces
todo lo relativo al covid-19 en España.
Lo cierto es que el confinamiento no contrarrestaba haber mantenido las
fronteras abiertas, y no haber controlado los puntos de entrada en España.
Una vez que el virus estaba descontrolado, encerrar a los ciudadanos en sus
casas no servía para nada; durante semanas, la curva de contagios continuó
ascendiendo pese a que no había personal contacto alguno en las calles, que
permanecían vacías y desoladas en el gris y oscuro comienzo de la primavera
de 2020.
La generalizada política de confinamientos (aunque en ningún sitio tan
radical como en España) tuvo una respuesta a fines del verano de 2020 en la
Declaración de Gran Barrington, cuando diecisiete mil científicos firmaron
un documento en el que manifestaban lo dañino que los encierros eran para la
población y pedían el fin de aquellos.319 La prensa española trató de hacer
oídos sordos a este documento, una vez más, pero en esta ocasión no pudo
culminar con éxito su pretensión por cuanto medios como la BBC la
amplificaron a los cuatro vientos y a los firmantes no se les podía adherir tan
fácilmente la etiqueta «negacionista»: quienes lo habían promovido eran
reputados científicos de Oxford, de Stanford o de Harvard.
Los confinamientos significaban desprotección para los menores y un
sustancial empeoramiento de la atención para enfermos cardíacos y de
cáncer. El coronavirus es peligroso —continúa el documento— para ancianos
y enfermos, pero lo es mil veces menos para los niños quienes, en cambio,
corren verdadero peligro a causa de la gripe común. Se trata de un informe
que, lejos del histerismo imperante en esos meses, y aún hoy, contempla la
realidad con perspectiva y sentido común.
Lo que, en esencia, plantea es que las personas mayores sean
especialmente protegidas, que se les envíen los alimentos y medicamentos a
casa, para no exponerlos, y que se reúnan con los miembros de su familia en
exteriores; el resto, que se esfuerce en mantener las elementales medidas de
higiene como el lavado frecuente de manos y permanecer en el domicilio en
caso de síntomas.
Por lo demás, la generalidad de la población no debería alterar
sustancialmente su modo de vida y en particular los jóvenes; estos deberían ir
a trabajar y a la universidad y colegios con normalidad, así como realizar sus
actividades deportivas y culturales habituales. El ocio nocturno y los
restaurantes también deberían abrir como antes de marzo.
La declaración tuvo ciertos detractores, pero pocos se atrevieron a
contravenir sus principales afirmaciones, así como las propuestas de algunos
de los principales científicos del mundo; en general, y según la táctica
habitual, pasados los primeros días, se optó por una estrategia de
silenciamiento, ignorando las cuestiones que ponía sobre la mesa. El proceso
siguió imperturbable.320
Todos los planteamientos que se han efectuado contra la política radical
que el gobierno y las comunidades autónomas han venido implementando
durante la pandemia, por mucho que resultasen de lo más razonable, apenas
han merecido de parte de las autoridades y la prensa otra cosa sino una mueca
de desprecio. Lo que no se sujetaba a las medidas más extremas era
desechado como negacionista. ¿Cómo es posible que el gobierno y la prensa
no parezcan escuchar a nadie? ¿Es que no hay otra posibilidad sino la que el
gobierno determina? ¿Y en el nombre de qué la determina?
Durante meses trataron de que creyésemos que las medidas que se
adoptaban en España se decidían tras oír a un comité de expertos y valorar
sus investigaciones y datos. Pero después de numerosos requerimientos para
que el gobierno revelase la identidad de las personas que integraban ese
comité —algo inaudito que no supiéramos los nombres de las personas que
decidían nuestro encierro, nuestra vacunación o nuestro embozamiento—, el
Ejecutivo admitió que no había ningún comité dirigiendo ninguna política de
«desescalada»; naturalmente, ello llevó a la sospecha de que tampoco lo
había en la «escalada», por lo que el ministro de Justicia, Juan Carlos Campo,
tuvo que salir a asegurar lo contrario, aunque pocos le creyeron. Su
declaración no tiene desperdicio: «Creo que ha habido un comité científico,
se ha conocido, se ha visto, se ha palpado y ha sido el que ha estado
asesorando» junto a los «inspectores de la Organización Mundial de la
Salud». Para añadir: «Si algo ha caracterizado a este gobierno es que cada
pauta y cada camino que se ha abierto lo ha hecho siguiendo las indicaciones
de las autoridades sanitarias y por tanto ese comité científico ha existido y ha
estado alentando cada movimiento que se ha realizado cada día».321 Difícil
mejorarlo.
Ni había existido comité de expertos alguno, ni nada que se le pareciera, ni
mucho menos se habían seguido las directrices de la OMS, tal y como
pretendía el ministro. De hecho, un sinfín de decisiones gubernamentales se
ha tomado contra la opinión explícita de la OMS, como más tarde veremos.
En el mes de diciembre, y ante las reiteradas negativas del gobierno a
facilitar la composición de dicho comité, el Consejo de Transparencia y Buen
Gobierno ordenó al Ministerio de Sanidad que diese a conocer la nómina de
quienes lo constituían. La reclamación procedía de una denuncia efectuada el
6 de mayo. Pero el gobierno se refugiaba en el argumento absurdo de que sus
miembros no eran altos cargos para no facilitar la composición del comité.322
El afán por no revelar los nombres resultaba algo más que sospechoso;
Salvador Illa trató de explicarlo en La Sexta pero resultó poco creíble. De
hecho, un poco más tarde, cuando los datos fueron entregados a
Transparencia —tres semanas después—, el ministro quiso subrayar que
ninguno de ellos se había opuesto. Entonces ¿a quién protegía Illa?323
Las informaciones que se transmitían a la sociedad eran no solo confusas,
sino contradictorias. Al razonable y necesario lavado de manos, se le
añadieron una serie de hábitos que amenazan con perpetuarse y que son
ejercidos de forma un tanto maniática por algunos sectores de la población,
como la aplicación de gel hidroalcohólico en las manos, cuyo uso excesivo
provoca dermatitis y sequedad en la piel, además de destruir la barrera
protectora de la dermis, algo que tardó meses en ser conocido por el
público.324 Incluso se abrieron paso algunos hábitos más peregrinos, que
rozaban la histeria, como la limpieza de los zapatos antes de entrar en casa o
la de las bandejas del supermercado. Todo aquello no era más que teatro del
absurdo.325 La prensa, una vez más, se ocupó de popularizar tales
actividades, aunque ahora quiera echar tierra sobre ello.326 No puede dejar de
anotarse que Fernando Simón insistió en que se trataba de una medida
innecesaria, y que desaconsejó su práctica.327
La liturgia del disparate quizá alcanzó su cénit en la desinfección de calles
en las ciudades de toda España llevada a cabo por el ejército.328 El ministerio
llegó a publicar un protocolo para la limpieza viaria de los espacios urbanos,
con especial empeño en las zonas cercanas a los hospitales, mercados y
supermercados. Se incluyeron farolas y bancos y se cerraron parques y
fuentes públicas. La protección suministrada a los militares daba a estos un
aspecto de película de ciencia ficción de serie B que contribuía a extender el
pánico más que otra cosa: equipos de protección personal, traje de plástico
Tyvex o similar, gafas protectoras, guantes de protección, mascarillas
autofiltrantes para gases y vapores inorgánicos.329
Después de las primeras semanas, mientras las fuentes continuaban
cerradas, en las ciudades españolas los parquímetros seguían cumpliendo su
función; parece que se trata de un virus muy selectivo. Igualmente, mediado
mayo de 2020 fue enterrado Julio Anguita, acudiendo a su entierro —un
entierro público donde los hubiera— un número de personas que impedía la
ley a la que eran sometidos los españoles de infantería sin que pudieran hacer
nada por impedirlo. Pronto seríamos testigos de cómo nos obligaban en los
aeropuertos a observar una distancia de seguridad en las colas de embarque,
que se volvía absurda por cuanto en cabina íbamos a pasar largas horas
hombro con hombro con aquellos de los que nos distanciaban escasos
minutos antes.
Pese a lo manifiestamente incomprensible de tales disposiciones, la
liturgia se había adueñado de nuestras vidas. Hoy en día, aún no nos hemos
sacudido la modorra del miedo.

El estado de alarma: el control de la opinión


La declaración del estado de alarma facilitó al gobierno la adopción de
medidas que, de otro modo, no hubieran sido posibles; en particular, las
encaminadas a controlar a la opinión pública. La celeridad con que se
adoptaron sugiere que el gobierno captó desde el principio las posibilidades
que la pandemia le brindaba y que no estaba dispuesto a desaprovechar.
Ese control de la opinión pública se efectuó a través de dos iniciativas: de
un lado, el riego de dinero público a las grandes cadenas de televisión,
neutralizando toda crítica; de otra parte, la cesión vicaria del control —que
pasaron a ejercer las verificadoras y las redes sociales— de la opinión pública
al margen de las televisiones.
La domesticación de las grandes cadenas es asunto muy fácil de resolver:
basta con repartir dinero en abundancia mediante propaganda institucional,
que no es otra cosa sino un soborno con todas las de la ley. A fines de marzo
de 2020, Sánchez les entregó 15 millones, y se proyectó, a fines de abril, la
entrega de otros 100 millones más. Existían antecedentes de la época de
Zapatero, cuando este hizo lo propio al repartir a los medios 130 millones.
Nada nuevo bajo el sol.330
El efecto de dicho maná es inmediato. Alguno de entre los más
significados comunicadores lo ha reconocido abiertamente, admitiendo cómo
actúa ese reparto de dinero sobre la libertad de prensa. Así sucedió en el caso
del periodista Javier Cárdenas. cuyo testimonio tiene particular valor por
cuanto, al tiempo que denunciaba la compra de los medios, se incriminaba a
sí mismo. Es algo más que una especulación: debido a presiones políticas, la
dirección de Atresmedia imponía moderación en la crítica a los principales
periodistas de la casa. La menor flexibilidad de Cárdenas fue lo que
determinó su salida, pero aun así él mismo reconoció que se plegó a las
presiones.331 Por lo demás, el gobierno también incentivó la publicidad en las
grandes cadenas, algo que pasó mucho más desapercibido, al implementar un
plan de reducciones fiscales cercanas el 30% para los anunciantes.332
Esas grandes cadenas no necesitan mucho estímulo para alinearse con el
poder; de hecho, son poco más que una emanación de este, algo que veremos
con detenimiento más adelante. Pero, sin duda, ayudan a ralentizar los
escarceos de alguna figura que, de pronto, siente la tentación de sacar los pies
del tiesto. Llama la atención el que los medios de comunicación privados
hayan recibido ayudas tan cuantiosas mientras otros sectores eran —o, a estas
alturas ya puede decirse, han sido— abandonados.
La consideración que merecen los medios españoles a sus propios
ciudadanos y al análisis profesional es muy baja. Hace cinco años, la
Universidad de Oxford publicó un informe que los situaba a la cola de los del
mundo. Los españoles eran los últimos de todos los países incluidos en el
estudio: Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña, Francia. Irlanda, Italia,
Dinamarca, Finlandia, Brasil, Japón y Australia, además de España.333 Un
desastre ganado a pulso: apenas el 34% de los ciudadanos confiaban en que
lo que los medios contaban fuese cierto. Solo las cifras de Estados Unidos
eran comparables a las de nuestro país. Un lustro después, a comienzos de
2021, la situación no era mejor: Oxford volvía a situar de nuevo a España en
el furgón de cola en cuanto a la confianza en los medios de comunicación.334
La información que recibe un ciudadano español medio, que se informa
por las grandes cadenas generalistas, por los digitales más leídos y por las
redes sociales, está claramente mediatizada. Y no por la ideología, de la que,
frente a lo que parece, cada día hay menos, sino por los intereses
empresariales. Los españoles, con diversos grados de conciencia al respecto,
han experimentado durante mucho tiempo la homogeneidad informativa; en
lo referente a la pandemia, la unanimidad ha sido completa, sin fisuras.
Quizá por eso, los medios de comunicación se autoarrogan el derecho de
determinar lo que debe usted creer y lo que no; lo que debe usted saber y lo
que no. Fiados a su recién adquirido omnímodo poder, ya no se esconden. En
feliz coyunda con ellos, hay políticos y expertos que se atreven a todo. Así, el
viceconsejero de Salud Pública y Plan Covid-19 de la Comunidad de Madrid,
Antonio Zapatero, declaró que había que prohibir las imágenes que se vieron
durante la Eurocopa de Fútbol en los meses de junio y julio de 2021, en las
que aparecían los aficionados de toda Europa, desde Londres a San
Petersburgo, porque mostraban graderíos en los que nadie llevaba la
mascarilla. No fuese que el aterrorizado ciudadano español sacase las
conclusiones pertinentes; había que evitar que los españoles fueran testigos
de tal situación. Sus declaraciones —que no pueden sino causar una
repugnancia instintiva a cualquier persona que estime en algo la libertad—
fueron publicadas en uno de los diarios más importantes de España.335
La verdad es que los medios, en su abrumadora mayoría, suministran una
información increíblemente semejante. Las discrepancias son insustanciales,
puramente epidérmicas, y no afectan al núcleo de las cuestiones. Por eso,
toda voz discrepante es inmediatamente satirizada, deformada, caricaturizada.
Ha sucedido con relevantes personajes de la vida pública, otrora ejemplo de
las más acabadas virtudes ciudadanas, puestos ahora en la picota y sometidos
a un linchamiento inmisericorde desde los medios. Por alguna razón, nada
difícil de suponer, con este tema no hay lugar para la disensión, para la
libertad, para la divergencia: con este tema no se bromea.
¿Verdaderamente todos los periodistas piensan lo mismo? ¿Es que, por
ejemplo, no hay nadie que tenga objeción alguna que hacer al plan de
vacunación?
Lo que los periodistas piensen es irrelevante. Lo esencial es lo que
comuniquen. Y lo que comunican no tiene por qué ser lo que piensan, salvo
unas muy poquitas excepciones. Lo que comunican es lo que sus empresas
quieren transmitir al público. Unas empresas que tienen unos dueños y que,
como es lógico, defienden sus intereses. Quede pues, claro, que los medios de
comunicación no tienen por función la de servir a la verdad en ninguna de sus
formas, sino solo en cuanto esta coincida con los intereses de la empresa.
No es ningún secreto que en el océano digital hoy es muy difícil
sobrevivir, y que los medios lo consiguen a base de chantajear a diestro y
siniestro, amenazando reputaciones y arrastrando por el fango el nombre de
quien haga falta; el que quiera verse excluido de esta macabra danza corrupta
debe pagar la correspondiente mordida. Como digo, esto es algo que nadie,
entre quienes conocen el mundo de la comunicación, ignora.
Hoy, en España, los medios de comunicación están controlados por
grandes inversores privados, fondos de inversión en busca de oportunidad de
negocio, conocidos como «fondos buitre». Esos fondos son los mismos en el
caso de Atresmedia, Mediaset y PRISA.
¿Y quiénes son esos inversores? ¿Y qué tienen estos que ver con la
promoción de la vacuna o de las más enloquecidas medidas restrictivas?
Pues mucho. En este país de saldos que es hoy España, hace ya años que
ha hecho irrupción un actor muy poderoso: el Fondo de Inversión Blackrock,
un fondo buitre atento a todo aquel que dé muestras de debilidad. Blackrock,
que maneja unos 7 billones de dólares, está en manos de los más poderosos
inversores globalistas. ¿Y dónde han puesto estos sus ojos y sus dineros?
Blackrock ha llegado a ser el máximo accionista del IBEX, estando
presente en 21 de las 35 empresas que lo componen. Y no en cualquiera. Para
empezar, está en los tres principales bancos del país; está en BBVA; está en
Caixabank; está en el Banco Santander. Así que su influencia sobre el sector
financiero y sobre las principales empresas del país es innegable. Incluimos
entre ellas a Telefónica.336
Al tiempo que este fondo buitre se lanza sobre la banca española, también
lo ha hecho sobre los grupos mediáticos. Si en el sector financiero ha picado
sobre los tres mejores, en el de la comunicación ha hecho lo propio. Hoy,
Blackrock está en el Grupo PRISA,337 en Mediaset338 y en Atresmedia.339
Siendo claros los vínculos entre los medios, las finanzas, los bancos y los
fondos de inversión, cabe preguntarse: ¿qué tiene que ver todo esto con las
medidas estrictas de confinamiento, con las restricciones o, en fin, con las
vacunas?
Pues que Blackrock es accionista de Pfizer con un control directo del 7,5%
de la farmacéutica, más otro 8,1% en manos de Vanguard Group, que a su
vez es accionista de la propia Blackrock. Pero este fondo de inversión no solo
controla Pfizer, sino que también tiene intereses en Moderna, Johnson &
Johnson y AstraZeneca.340 En realidad, el poder de los fondos buitre en
España es hoy difícil de exagerar, particularmente de los tres más importantes
(Blackrock, Vanguard y Norges Bank) a dos de los cuales nos acabamos de
referir.341
Quizá ahora se entienda mejor por qué las grandes cadenas televisivas
impiden todo debate que cuestione las medidas restrictivas y las
prohibiciones impuestas, o por qué promueven la vacunación masiva de la
población. Las finanzas, los medios y las farmacéuticas obedecen a los
mismos intereses, de modo que, para los españoles hoy, resulta inconcebible
que nadie pueda sostener nada que difiera de la propaganda oficial.
El mensaje no varía, aunque se cambie de canal, de digital o de dial.
Desde el punto de vista del gobierno, una televisión amaestrada en la que el
mensaje es siempre el mismo es una bendición. Pocos gobiernos europeos —
si es que alguno— gozan de tales ventajas. Harina de otro costal son la redes
sociales, hasta entonces coto por el que triscaban todo tipo de especies en
libertad. Pero estas también tenían las horas contadas.
El 19 de abril, el entonces coronel José Manuel de Santiago, jefe del
Estado Mayor de la Guardia Civil, compareció ante los medios para anunciar
que la benemérita estaba trabajando en «minimizar el clima contrario a la
gestión de crisis por parte del gobierno».342 El revuelo que se armó fue
considerable. El militar, en su ingenuidad, admitió que se disponían los
cuerpos del Estado al servicio de un interés partidista, el del gobierno, que
consistía en distorsionar o suprimir las voces disidentes en la sociedad
española. El ministro Marlaska negó haber escuchado tales declaraciones y se
limitó a comentar que si estas se hubieran producido serían indudablemente
desafortunadas, pero no fue más allá. Todo se había debido a un «lapsus».343
En parte era verdad: pues lapsus es revelar la verdad cuando la tarea
encomendada es la de oscurecerla.
Este coronel fue poco más tarde ascendido a general, en obvia recompensa
por los servicios prestados, dentro del proceso de descabezamiento de la
Guardia Civil por no facilitar al gobierno información sobre la investigación
que el cuerpo estaba llevando a cabo para el Juzgado de Instrucción n.º 51 de
Madrid. ¿Qué información era esa? La que señalaba que el Ejecutivo ignoró
deliberadamente nueve avisos sanitarios antes del 8-M. Es decir, que se
desmontaba toda la coartada del gobierno de que «no podía saberse»;
ciertamente, eso era algo que nadie ignoraba, pero ahora iba a leerse en negro
sobre blanco en una investigación de la Guardia Civil y en su correspondiente
informe.344
El gobierno no dudó en apretar lo que hiciera falta, y en generar una
atmósfera de coerción pocas veces vista. La autocensura de los medios
alcanzó cotas impensables. Cuando El Mundo publicó una foto en portada
donde se alineaban docenas de ataúdes en el Palacio de Hielo, las críticas
fueron inmisericordes; el diario madrileño mostraba al público la dureza de lo
que estaba sucediendo, evitando toda crudeza; pero estaba desvelando la
magnitud de lo que el gobierno quería tapar.345
La realidad era que, cada día, muchos cientos de ataúdes eran trasladados
a los espacios designados a tal efecto desde los hospitales y las residencias.
Pero no se podía mostrar. Al parecer, había que preservar la sensibilidad de
un pueblo —al que se trataba como menor de edad— de toda imagen que no
se correspondiese con la Disneylandia-Potemkin que le habían diseñado: el
país del Resistiré, del aplauso en los balcones a las ocho y de los policías que
llevaban juguetes a los niños en su cumpleaños. Los muertos eran una curva
que doblegar, y toda imagen que nos los acercase era, en sí misma, repulsiva.
Ni un muerto, ni un cadáver, ni un ataúd.
Huelga decir que no se trataba de preservar ninguna inocencia por respeto
a la sensibilidad de nadie, sino de anestesiar la idea de dolor y de muerte en
beneficio del gobierno. Lo que no se ve se convierte en una simple referencia
abstracta sin mayor implicación en nuestra vida. Difícilmente iban los
españoles a culpar al gobierno por algo de lo que apenas tenían sino lejana
noticia. La manipulación era tan grosera que, mientras que no se publicaban
imágenes de hospitales y morgues, no escasearon las muestras gráficas del
desastre que se anunciaba en los Estados Unidos. Los Estados Unidos de
Donald Trump, ni que decir tiene.346
Entretanto, y durante largas semanas, las preguntas al gobierno en rueda
de prensa eran filtradas previamente por el secretario de Estado de
Comunicación, Miguel Ángel Oliver, que determinaba cuáles habían de ser
contestadas y cuáles no. Los periodistas tuvieron que organizarse para
protestar y cambiar un sistema de cosas que resultaba simplemente
humillante.347 El remate era que el portal de transparencia abierto en 2013
seguía tan cerrado como desde el principio de la legislatura.348
A todos aquellos que habían puesto sus esperanzas en las redes sociales
como inexpugnable refugio de libertad, les aguardaba una desagradable
sorpresa. Desde hacía años se venía incubando el desarrollo de una serie de
empresas que se arrogaban la «verificación» de los contenidos publicados en
dichas redes sociales. La excusa para ejercer un control que significa nada
menos que el poder sobre la definición de la verdad y la mentira fue la
existencia de bulos, de falsas noticias, que enseguida derivó en la supresión
de las opiniones disidentes. Miles de cuentas en Facebook, en Twitter y otras
redes sociales fueron cerradas, por cuestiones tales como apoyar a Donald
Trump, el cual, a su vez, era censurado sin el menor rebozo por las grandes
firmas comprometidas con su expulsión de la presidencia e incluso de la vida
pública.
Las empresas que ejercen la labor de «verificación» son cualquier cosa
menos inocentes. Se trata de organizaciones diseñadas desde años atrás para
el expreso objetivo que ejercen. Y su diseño obedece a los intereses de sus
financiadores, entre los que se encuentra, muy destacadamente, George
Soros. Las verificadoras desempeñan un papel muy concreto: las más de las
veces, sembrar la confusión. En no pocas de sus pretendidas «explicaciones»
añaden, en efecto, mucha más confusión que la que pretenden combatir, y
siempre actúan en la misma dirección. Si verdaderamente tuvieran algún
interés en denunciar mentiras e inexactitudes, la labor legislativa y política
del Ejecutivo de Sánchez no les hubiera dejado apenas respirar; pero puede
comprobarse la absoluta desgana con la que emprenden ese tipo de tarea.
Son innumerables los ejemplos que muestran cómo los titulares de las
«verificadoras» son contradichos por el contenido del artículo que le sigue;
aún más, sabedores de que lector medio no pasa del titular (o del subtítulo y
las primeras líneas, todo lo más) se pueden permitir el lujo de marear al lector
más avezado durante 3 o 4 minutos, lo que, con frecuencia, disuade de
continuar la lectura de unos textos que son habitualmente infumables.
Pero su función principal no es, por supuesto, aclarar ninguna duda, o
falsedad; para lo que de veras sirven las verificadoras es para que a aquellos
que indaguen en una cuestión que los disidentes hayan puesto sobre la mesa,
el buscador les dirija, en primer lugar, a las refutaciones, antes que a la
afirmación original, gracias a los algoritmos. Así, con lo primero con lo que
uno se encuentra es que tal o cual cosa es un «bulo», antes siquiera de haber
entrado a conocer la cuestión. Anunciada que dicha cuestión no es más que
una falsedad, la mayor parte de la gente no sigue buscando. Una jugada
maestra.
Pero, en definitiva, ¿cuál es el fin que persiguen? ¿Quiénes las han
creado? Las verificadoras se han convertido en una pieza clave del proyecto
globalista, y a la causa del globalismo sirven. De acuerdo al hackeo por
Anonymous de los papeles de Integrity Initiative (II), Maldita.es depende del
Institute for Statecraft británico y era la designada para convertirse en la
verificadora en España; Integrity Initiative, a su vez, está vinculada en su
financiación al Foreign Office y, a través de Political Capital, al Poynter
Institute, una de las organizaciones del entramado de la OSF (Open Society
Foundation) de George Soros. La excusa formal es la lucha contra la
desinformación rusa, pero la razón real es el apoyo a la OTAN y a los planes
globalistas. En España cuenta con el favor del gobierno, del Instituto Elcano
y de los grandes grupos de comunicación, sobre todo de El País. Es decir, del
establishment.
Para ejecutar su labor, tienen el pleno apoyo de las big tech, los dueños de
las redes sociales, que gozan de una suerte de patente de corso para imponer
sus normas, censurar a la disidencia y saltarse las leyes de los estados como
nunca nadie antes. Es un asunto que trataremos un poco más adelante.

A ciegas: autopsias, PCR, ingresos, fallecimientos, mascarillas


Desde el punto de vista sanitario, España ha sido uno de los países que peor
balance presenta en el mundo; en Europa, el que peor. Nadie ha tenido tantos
profesionales de la salud infectados —y, seguramente, muertos—, nadie ha
sufrido el índice de fallecimientos que hemos tenido nosotros, nadie ha
padecido el colapso sanitario como España, y nadie ha soportado unas
medidas tan duras como las nuestras.
Al margen de otro tipo de consideraciones, el gobierno ha alcanzado cotas
de incompetencia siderales. Desde la renuencia a tomar medida alguna antes
de que la pandemia nos alcanzase, facilitando así la entrada del virus, hasta
encerrarnos en nuestras casas sin razón ni motivo, pasando por una larga serie
de medidas que han rozado lo esperpéntico.
Las autoridades han actuado a ciegas, por lo que nunca hemos sabido (y ya
jamás sabremos) los principales datos de esta pandemia. Ni conoceremos el
número de fallecidos reales por covid-19, ni conoceremos la realidad del
colapso sanitario —los ingresos—, ni conoceremos el número exacto de los
contagiados. Todo se ha hecho mal, rematadamente mal, desde el principio.
¿A qué se debe el océano de ignorancia en el que nos movemos y que
acabo de referir?
En primer lugar: nunca sabremos con exactitud el número de personas que
han fallecido por el covid-19. La Sociedad Española de Anatomía Patológica
recomendó desde el principio no llevar a cabo autopsias a los presuntamente
fallecidos por SARS-CoV-2 dado el riesgo biológico de contagio para los
ejecutores de las mismas, y el de propagación del virus, autorizando las
autopsias solo «si se considera realmente necesaria y se puede garantizar que
esta se realiza en un ambiente seguro».349 Es notable que se desaconsejasen
las autopsias cuando este es un método esencial para conocer una
enfermedad, y más en las condiciones en las que nos encontrábamos en la
primavera de 2020. La posibilidad de realizar exámenes individuales se
contemplaba tan solo para conocer aspectos de la enfermedad, pero no su
extensión.
Así que nunca podremos saber cuántos han sido los muertos causados por
covid. Lo más que podemos hacer es aproximarnos, mediante algunas
estimaciones que vamos a precisar.
Antes que nada, tomaremos un lapso de tiempo cerrado, que nos sirva
estadísticamente. El que tenemos es el año 2020. El siguiente año dista
mucho de estar cerrado cuando se redactan estas líneas y, por tanto, no debe
utilizarse desde el punto de vista metodológico. Además, la mortalidad en la
primera mitad de 2021 no es superior —en el tramo más proclive del año a
que lo fuese, esto es, durante los meses del invierno— a la mortalidad de
otros años, y sus cifras de covid han sido muy similares a las de años con
incidencia alta de gripe.
De manera que lo primero que tenemos que fijar es la sobremortalidad en
ese ejercicio 2020. Responder a la pregunta de cuántos españoles murieron
«de más» con respecto a los que deberían haber muerto en términos
estadísticos nos aproxima a la cuestión.
Según los datos oficiales, en España, durante 2020 la sobremortalidad —
por todas las causas— fue de 70.703 personas, un 63% de la cual se produjo
entre marzo y mayo. Para averiguar qué parte de esa sobremortalidad se debe
al SARS-COV-2, hay que tener en cuenta una serie de cuestiones adicionales.
Así, por ejemplo, de las 5.206 defunciones producidas durante el periodo
estival —el menos mortífero—, 1.875 se deben a las altas temperaturas, el
90% de las cuales fueron personas ancianas; por tanto, hay que sacarlos de
las cifras de covid.350
Pero, sobre todo, una parte muy elevada de esa sobremortalidad se debe a
la falta de atención de las enfermedades crónicas, como ya ha sido
reconocido, tales como el cáncer. Algo más de un 30% ha sido causada por
retrasos en los diagnósticos. Salvador Tranche, presidente de la Sociedad
Española de Medicina Familiar y Comunitaria, ha señalado que «la crisis
sanitaria provocada por el coronavirus ha reducido la atención a los pacientes
crónicos, especialmente a patologías subagudas u otras patologías más
graves, además de demoras en pruebas diagnósticas. Se me ocurren los
cribados de cáncer de mama o de colon. La pandemia ha hecho que estas
actividades queden frenadas y tendrá su impacto en el futuro».351
A este 30% hay que sumarle los fallecidos por enfermedades
cardiovasculares que, en otras condiciones, hubieran sobrevivido, y que han
engrosado las cifras de la sobremortalidad. ¿En qué proporción? Es muy
difícil saberlo, puesto que se trata de estimaciones.
Ángel Cequier, presidente de la Sociedad Española de Cardiología,
asegura que «en la primera ola ya se vio que menos pacientes con infarto y
menos pacientes con insuficiencia cardíaca ingresaban en los hospitales
porque la gente tenía miedo a acudir y entonces sí que provocó que
documentáramos que la mortalidad era superior», aunque no obstante matiza
que en la segunda ola la experiencia ha sido muy diferente. «La primera ola sí
que fue realmente dramática, porque veíamos mucha muerte súbita, mucho
paciente con infarto que estaba muy mal… En esta segunda ola hemos
intentado priorizar, la presión asistencial en los hospitales no ha sido tan
intensa, la anulación y la cancelación de exploraciones complementarias o de
intervenciones ha sido puntual, no ha sido generalizada», apunta el
cardiólogo, que recuerda que «tenemos aún toda la repercusión de la primera
ola, que no nos hemos recuperado». «Han quedado muchos pacientes que no
se han podido priorizar, muchos que se hubieran tenido que intervenir y no se
han intervenido y algunos de estos pacientes es posible que hayan fallecido.
A veces no es fácil saber si lo que ha causado la mortalidad es propiamente el
covid o porque se han descompensado por un déficit asistencial».352
Este ha sido un factor clave; se ha atendido a un número mucho menor de
pacientes cardiovasculares en función del colapso hospitalario generado y
también, en buena medida, por razón de que estos rehusaban acudir a los
hospitales debido al miedo al covid-19.353
En esa primera ola, la Asociación Española de Cardiología estimó que los
fallecimientos por problemas de corazón se habían elevado en un 88%.354
Recordemos que las enfermedades del corazón causan, en España, en torno a
un 28% del total de fallecidos. Si tomamos las cifras de 2018, eso equivale a
unas 120.000 personas al año (ya que en ese ejercicio murieron en conjunto
427.000 personas en España). El 88% de sobremortalidad cardiovascular que
estima la Asociación Española de Cardiología sucedido entre marzo y mayo
de 2020 equivale a unas 20.000 personas, sumando los dos meses.
Así que tenemos una sobremortalidad de 70.000 personas en 2020, de las
que un 30% se corresponden con retrasos en los diagnósticos; a la que hay
que sumar unas 20.000 personas por razones cardiovasculares (una parte de
los cuales estarían incluidos en ese 30%, pero no todos); más unas 1.875 a
causa de las temperaturas estivales. No podemos sino hacer estimaciones
muy generales, pero podría asegurarse que los muertos por coronavirus
disminuirían enormemente, hasta situarse en torno a unos 40.000, siendo esta
una estimación conservadora. Es decir, que habría muerto menos de 1 de
cada 1.000 españoles por coronavirus.
Desde luego, una parte de esa mortalidad se debe a la saturación
hospitalaria; pero también al miedo, un miedo del que son responsables tanto
la autoridad como los medios de comunicación, que en lugar de tranquilizar
han aterrorizado a la población. La proyección del covid-19 como la de una
enfermedad letal, mortífera y misteriosa, que acecha detrás de cada esquina,
que pende sobre cada uno de nosotros presta a devorarnos, que nos obliga a
limpiar picaportes, echarnos gel, sacarle brillo a la suela de los zapatos, que
nos impide no ya abrazarnos, sino siquiera hablarnos los unos a los otros o
caminar por la misma acera; todo ello aterrorizó tanto a la población durante
largos meses, que provocó que esta rehusase acercarse a ese foco inexorable
de muerte que eran los hospitales. La responsabilidad de quienes esparcieron
el pánico en la sociedad, autoridades y medios de comunicación, debería ser
algún día depurada.355
La mistificación que ha tenido lugar a cuenta del covid-19 ha sido enorme.
En su nombre se han cometido todo tipo de tropelías, del más variado género.
Además de lo que hemos comentado más arriba acerca de la sobremortalidad,
una cierta cantidad de fallecidos atribuidos al covid no murieron por esa
causa. La confusión al respecto ha sido máxima, al mezclar personas que han
muerto «por» covid con personas que han muerto «con» covid. De hecho, los
datos del INE dan una mortalidad por covid «sospechoso» del 35% sobre el
total de muertes atribuidas a la enfermedad.356
En esto —ya veremos que en otros casos no— la administración ha
seguido los consejos de la OMS de que cualquier sospechoso sea anotado
como fallecido por covid; basta con que se detecte infección; así, los
pacientes con VIH e infectados, figuran como muertos por covid-19. Esto es,
desde muchos puntos de vista, bastante vergonzoso; diríase que hay una
cierta intención de que los números sean lo más nutridos posible.357
Este ha sido el modo de actuación regular de las administraciones: como el
servicio de salud gallego ha admitido abiertamente, todo aquel que muriese
con una prueba positiva de covid-19 sería considerado víctima del covid-19.
Esto debería ser, sin duda, escandaloso, pero la prensa apenas le ha dado
cobertura. Lo cierto es que refleja ese interés por aumentar las cifras de
fallecidos a causa de SARS-CoV-2.358
La reflexión no puede ser otra sino la de que no sabemos, ni sabremos
nunca, cuáles son las verdaderas cifras de fallecidos a causa del covid-19, lo
que nos daría una dimensión válida de la pandemia. Numerosísimas
irregularidades, recuentos trucados, atribución de causas de fallecimientos
falsas, procedimientos dudosos, intereses de todo género; en el mejor de los
casos, hay argumentos sobrados para considerar que las autoridades han
actuado a ciegas al ignorar cuáles son las verdaderas cifras de fallecidos en la
pandemia. Hasta Sánchez, a su manera, lo reconoció en su día.359
Pero ¿ha sido esa la única ceguera que nos ha aquejado durante estos
meses, al menos en términos sanitarios? Ni mucho menos.
Pues otra de las cifras que hemos ignorado ha sido la de infectados. Desde
el principio hasta hoy. Pero ¿es que no se han hecho pruebas? Al contrario.
Bien es cierto que, al principio, España fue uno de los países que menos
pruebas hizo. Tardó largas semanas en estar en situación de hacerlas; el
desastre administrativo fue total. Como quiera que las autoridades no se
habían tomado en serio la amenaza del coronavirus, nada se había dispuesto
en orden a la prevención o a comprar material con el que enfrentar dicha
amenaza. Y cuando finalmente las autoridades resolvieron ir al mercado
internacional a comprar los, resultó que estos no servían para nada; los que se
compraron a los chinos eran un desastre completo, casi podría decirse que un
auténtico fraude.360 Los sucesivos intentos por adquirir material
mínimamente válido se estrellaron contra su propia impericia, una y otra vez,
hasta el punto de que al gobierno de Sánchez se le estafó un equivalente a
140 millones de euros en nueve contratos. Una cantidad astronómica. Con
posterioridad, el gobierno lo ha justificado por varios motivos, pero lo cierto
es que el Ejecutivo llegó a acuerdos con proveedores chinos que percibieron
la debilidad de su cliente, quien tan pronto firmaba con empresas del sector
sanitario como con intermediarios o con marcas del textil.361
El despliegue gubernamental fue, en verdad, bochornoso. Sin duda, todos
los países europeos fueron tomados un tanto inopinadamente por la escasez
de material, pero el caso español presenta unos perfiles propios ciertamente
grotescos. Las explicaciones del gobierno resultaban simples argumentos
autoexculpatorios, con ribetes de farsa; la ministra de Exteriores, González-
Laya (increíblemente avalada por su predecesor en el cargo, José Manuel
García-Margallo), justificó el absurdo desempeño del gobierno porque «no
estamos acostumbrados a comprar en China», lo que da la medida del nivel
de nuestra titular de Exteriores.362 China es el tercer país al que más compra
España, y algunos datos incluso apuntan a que en enero de 2020 se estaba
convirtiendo en el segundo, detrás de Alemania.
En varios casos, las compras del gobierno se dirigieron a empresas chinas
que el gobierno de Beijing no había aconsejado y que ni siquiera figuraban en
su listado de empresas fiables. La razón de optar por ese tipo de test es que se
trataba de pruebas rápidas que no exigían el tiempo de varias horas que
requiere la PCR. La administración no cayó en la cuenta de que si había aún
empresas chinas en disposición de vender este material era porque el resto de
países no se dirigía a ellas, al estar excluidas de las listas oficiales. España
pasó a convertirse, también en este terreno, en un país de referencia mundial
en cuanto a lo que no había que hacer.363 Arrinconado por su propia
incompetencia, Sánchez no tuvo ningún problema en mentir a la población,
una vez más, asegurando que los datos de un informe internacional avalaban
la buena labor del gobierno en esta pandemia. Dicho informe, sencillamente,
no existía.364
Una vez superado este estadio, en el que el gobierno mostró una vez más
bisoñez e incompetencia, se determinó que el método en el que basar la
detección de las infecciones causadas por el SARS-CoV-2 sería el conocido
como PCR (Polymerase Chain Reaction), en esencia una técnica que
amplifica fragmentos de ADN a fin de determinar la presencia de virus o
bacterias en el material analizado. Tiene una alta especificidad, por lo que es
capaz de distinguir entre dos microorganismos evolutivamente muy cercanos;
y, además, posee la capacidad de detectar las infecciones en estadios muy
tempranos. Se utiliza sobre todo en investigación forense, y necesita de
personal muy cualificado. En términos generales, es un método muy fiable de
análisis, y perfectamente válido para detectar las infecciones por coronavirus.
Pero precisemos. No hay métodos infalibles, aunque, con frecuencia, a
este respecto, se pretenda lo contrario. De hecho, en 1997, se puso en
cuestión la fiabilidad del método PCR, en este caso al hilo del VIH; un medio
periodístico de relieve en aquel tiempo recogió el uso fraudulento de las PCR
(no su inutilidad como tal método, sino su aplicación).365 O sea: que un
método, por excelente que sea, debe ser empleado de modo correcto para que
obtenga resultados. Y no ha sido el caso con las PCR.
¿Se ha producido una utilización incorrecta de las PCR? La respuesta es:
sí. Se ha producido tal cosa y no de modo ocasional, sino habitual, hasta el
punto de que se puede afirmar sin miedo a faltar a la verdad que ha
distorsionado la visión general de lo que está pasando.
Esa utilización incorrecta implica que los datos que tenemos de contagio
no son válidos. La sublimación de la PCR como prueba infalible es absurda y
no tiene acogida científica: la PCR es una prueba más entre varias para
alcanzar un diagnóstico. La OMS se ha encargado de recordarlo en
numerosas ocasiones, de forma contundente: «Cuando los resultados de la
prueba no se correspondan con las manifestaciones clínicas se debe tomar
una nueva muestra, que se someterá a la misma o a otra prueba de
amplificación de ácidos nucleicos».366 Las llamadas de la OMS a la
precaución a la hora de interpretar los resultados son inequívocas.367
Sistemáticamente, la OMS ha pedido que la prueba se compatibilice con el
cuadro clínico; que no se aplique a los llamados «asintomáticos» y, que en
caso de que se produzca una colisión entre los datos y las apariencias, no se
presuponga la primacía de los primeros. En honor a la verdad, ni los
fabricantes, ni los inventores de la PCR pretendían otra cosa. Pero cuando las
PCR se convirtieron en el único modo de medición de los contagios,
cualquier cuestionamiento pasó a ser tabú; cierto que también se difundieron
versiones absurdamente contrarias a estos test, pero resultaron ser mucho
menos dañinas que la imposición de unas pruebas que contribuyeron a
confundir a la población y a justificar las políticas represivas de una gran
cantidad de gobiernos.
Pero más allá de su utilización por parte de los gobiernos, hay que tratar
de establecer si el tratamiento que se le ha dado a estas pruebas es válido o no
lo es. Porque a través de ellas se ha establecido el número de contagios y, por
tanto, el riesgo en el que se encontraba la población. PCR en mano se han
construido las olas o se han terminado.
Según la doctrina oficial, la fiabilidad de los test es máxima y, sin negar
que pudiera producirse algún error, son completamente fiables. Desde los
medios de comunicación —y, singularmente, desde las verificadoras— se ha
negado enfáticamente que las pruebas PCR arrojen resultados no acordes a la
realidad, lo que se denominan «falsos positivos». La idea misma de «falso
positivo» sería una especie de añagaza «negacionista» a fin de cuestionar
todo el sistema. Pero ¿existen los falsos positivos?
La expresión quizá no sea la más afortunada del mundo, pues no recoge
con precisión en qué consiste el error achacable a las PCR, pero si lo que se
quiere es afirmar que los resultados positivos de una persona no tienen por
qué significar que el individuo esté enfermo o que contagie, entonces hay que
contestar rotundamente que sí: existen los falsos positivos y, como es lógico,
ello tiene que ver con la fiabilidad práctica de la propia prueba.
En realidad, puede decirse que la prueba PCR es fiable y no lo es al mismo
tiempo. Pues, como se ha dicho, se trata de un test muy útil si se acompaña de
otras pruebas. Pero no vale como único dato para determinar si la persona
está enferma o no lo está.
En palabras de John Lauritsen, «lo que hace la PCR es seleccionar una
secuencia genética y luego amplificarla enormemente. Puede lograr el
equivalente de encontrar una aguja en un pajar; puede amplificar esa aguja en
un pajar. Al igual que una antena amplificada electrónicamente, la PCR
amplifica en gran medida la señal, pero también amplifica en gran medida el
ruido. Dado que la amplificación es exponencial, el más mínimo error en la
medición, la más mínima contaminación, puede dar lugar a errores de
muchos órdenes de magnitud…».368
Igualmente, y aunque las verificadoras han tergiversado todo el asunto
relativo a Kary Mullis, el inventor de la PCR (invención por la que ganó el
Premio Nobel) manifestó en varias ocasiones su escepticismo por el uso que
se estaba dando a esta técnica. Referido en este caso al VIH, aseguró que se
manipulaban los resultados (no la prueba en sí) para obtener la finalidad que
se buscaba, pero que la PCR no determinaba si estabas enfermo o no;
obviamente, esto es algo que puede aplicarse al caso del covid-19.369 Una vez
más, las verificadoras han enturbiado la verdad, aprovechando, quizá, que
Kary Mullis murió en agosto de 2019. Cuando apareció un vídeo en el que,
efectivamente, Mullis sostenía lo que acabamos de recordar, pasaron a la bien
probada táctica del descrédito; a fin de cuentas, qué importa lo que dijese un
hombre que no creía que existiese el VIH. Lo mismo, en fin, que habían
hecho con Luc Montagnier unos meses antes.
Algo sobre lo que se insiste es la necesidad de interpretar los resultados de
las pruebas con la sintomatología. Así lo ha dejado claro la OMS, que dice
literalmente: «La prevalencia de la enfermedad modifica el valor predictivo
de los resultados de las pruebas: cuanto más baja es la prevalencia, mayor es
el riesgo de obtener un falso resultado positivo o negativo».370 De modo que
«ello significa que la probabilidad de que una persona con un resultado
positivo (es decir, en la que, supuestamente, se ha detectado el SARS-CoV-2)
esté realmente infectada por ese virus se reduce a medida que baja la
prevalencia, independientemente de la supuesta especificidad de la
prueba».371
El condicionamiento a la hora de interpretar los resultados es grande, ya
que «la mayoría de los ensayos que utilizan la PCR se consideran
instrumentos que ayudan a establecer el diagnóstico; por consiguiente, los
profesionales de la salud deben interpretar sus resultados teniendo en cuenta
el momento de muestreo, el tipo de muestra obtenida, las características del
ensayo, las observaciones clínicas, los antecedentes del paciente, la infección
confirmada en cualquiera de sus contactos y la información
epidemiológica».372 Algo muy parecido a lo que dice el doctor Stephen
Bustin, autoridad mundial en PCR, cuando habla de «registrar el resultado de
una prueba como positivo o negativo e interpretar ese resultado dentro del
contexto clínico individual».373
Por tanto, no parece muy defendible que solo la PCR determine cuál es la
cantidad de gente infectada, porque en términos prácticos no nos está dando
una imagen real de la situación. Como dice Carl Heneghan, de la Universidad
de Oxford, «nos estamos moviendo hacia un mundo biotecnológico donde las
normas del razonamiento clínico se están yendo por la ventana. Una prueba
PCR no es igual a covid-19; no debería…». Heneghan denuncia cómo ha
evolucionado el recuento de casos, porque «la forma en que definimos un
caso parece haber cambiado, pasando de personas con síntomas que luego
han dado positivo a un resultado positivo de PCR solo, independientemente
de los síntomas».374
No es lo mismo que aumente el número de casos detectados y que
aumente el número de enfermos. La detección de casos, simplemente, tendrá
que ver con el número de pruebas realizadas y con el modo en que estas se
procesen, y nos dará una idea distorsionada de lo que está sucediendo. Por
esa razón, los organismos oficiales, tanto los CDC como la OMS, han
subrayado que solo se debe realizar la prueba a aquella persona que muestre
síntomas de enfermedad; de otro modo, podríamos estar ante un falso
positivo.
Dada la sensibilidad de la PCR, alguien con una sola hebra de ARN viral
daría positivo, cuando no padece la enfermedad, ni la transmite. La cuestión
de la carga viral es esencial, a este respecto, pues es la razón por la que la
inmensa mayoría de los infectados son asintomáticos; y ser asintomático
significa que no se es contagioso. El resultado es que, posiblemente, una
mayoría amplia de quienes dan positivo en una PCR no padecen la
enfermedad ni la transmiten. De acuerdo a The Lancet, entre el 50% y el 75%
de los positivos serían, de este modo, falsos positivos en sentido práctico
(insistimos en que esto no supone que la prueba sea, en sí misma, defectuosa,
sino que lo es el modo de empleo).
Uno de los problemas es que los fragmentos de ARN persisten en muchos
casos durante semanas después de que el virus haya desaparecido. The Lancet
lo resume de modo muy gráfico: «La mayoría de personas infectadas con
SARS-CoV-2 son contagiosas durante 4 a 8 días. Por lo general, no se
encuentra que las muestras contengan un virus de cultivo positivo
(potencialmente contagioso) más allá del día 9 después de la aparición de los
síntomas, y la mayoría de la transmisión ocurre antes del día 5. Este momento
encaja con los patrones observados de transmisión del virus (generalmente de
2 días antes a 5 días después del inicio de los síntomas), lo que llevó a las
agencias de salud pública a recomendar un período de aislamiento de 10 días.
La breve ventana de transmisibilidad contrasta con una mediana de 22-33
días de positividad por PCR (más larga con infecciones graves y algo más
corta entre los individuos asintomáticos). Lo cual sugiere que entre el 50% y
el 75% de las veces que un individuo es positivo por PCR, es probable que
sea postinfeccioso».375
Esto también sugiere un problema adicional: los falsos negativos. Personas
con una carga viral reducida al nivel subinfeccioso, sin síntomas, que
normalmente no contagian, pero que sí podrían hacerlo en círculos muy
personales.376 Se insistió mucho en ello al comienzo de la pandemia, cuando
incluso quienes daban negativo a la prueba tenían que mantenerse en
aislamiento, y hoy no parece constituir un problema real. En el verano de
2020 fue puesto en cuestión desde instancias científicas y mediáticas, porque
no tenía sentido confinar a personas que no podían contagiar.377
En cualquier caso, tanto los falsos positivos como los falsos negativos
están relacionados con los ciclos de ampliación que se aplican a las muestras
analizadas en la PCR. Los ciclos son las veces que se amplía la muestra para
ser analizada en el laboratorio; cuando la carga viral del individuo es alta,
esta puede ser detectada a unos 15 ciclos aproximadamente. Pero no en todos
los casos es tan evidente; a veces hay que ir a una cantidad de ciclos mucho
mayor para detectar la presencia de SARS-CoV-2. Cada ciclo aplicado
duplica el anterior, de modo que el ciclo 3 cuadruplica el 1, y el 4 lo
multiplica por 8. El problema radica en que, si aplicamos excesivos ciclos,
puede que terminemos encontrando el virus, pero su carga será mínima y
residual, sin capacidad alguna para enfermar a la persona ni para que esta la
transmita. Y, sin embargo, contará como infectado.
«Después de los ciclos 24 o 30 —explica María Tomás, investigadora en
el Hospital Universitario de A Coruña—, puede ser que el virus no esté
viable, pero que siga dando PCR positivas con fragmentos del virus que no
hacen que seas infeccioso (…). Durante la primera semana de infección
solemos ver ciclos muy bajos de amplificación, de entre 15-16 CT, y a la
semana nos encontramos con ciclos inferior superiores a 30, en torno a 35».
Lo que encaja con lo que publicaba The Lancet más arriba en cuanto al
tiempo en que un infectado es contagioso.
De acuerdo a Tomás Pumarola, jefe de microbiología del Vall d’Hebron,
para comprobar la condición viral de la muestra hay que ver si es capaz de
reproducirse en células in vitro. Según Pumarola, «a partir de 30 ciclos yo no
consigo aislar nada en cultivo celular». El acuerdo entre científicos es que
muchas muestras positivas en PCR salen negativas en cultivo debido a su
excesiva sensibilidad.378
Si verdaderamente, como se afirma, a partir de 30 ciclos la presencia o no
de SARS-CoV-2 es indiferente, realizar pruebas a un número de ciclos
superior resulta absurdo. ¿Se ha estado haciendo tal cosa en España? Sin
duda, así ha sido. La cantidad de contagios, y en consecuencia el terror que se
ha esparcido por toda la sociedad, ha tenido mucho que ver con esto; cuando,
en realidad, estábamos hablando de asintomáticos, es decir, de personas que
ni padecen ni contagian la enfermedad.
En consecuencia, con el paso del tiempo aparecieron informes que
aseguraban que los asintomáticos no contagiaban. Porque al principio se
aseguraba, por el contrario, que los asintomáticos eran los
supercontagiadores. No había ninguna base científica (no podía haberla), pero
se suponía que eran portadores de una especie de muerte invisible, que eran
la razón por la que resultaba tan difícil controlar los contagios. La realidad
nada tenía que ver con eso, pero muchos medios lo mantuvieron durante
largos meses.379
Sin embargo, no puede decirse que no se publicara al respecto. Hacía
tiempo que muchos profesionales estaban avisados de lo que sucedía en
términos sanitarios. Hacia finales del verano de 2020 era un clamor que los
asintomáticos no podían contar como contagiados, al menos en términos
prácticos. Algo sobre la que OMS ha insistido con frecuencia.380
La noticia de que el presidente del Colegio de Técnicos Superiores
Sanitarios de la Comunidad Valenciana aseguraba que el rastreo exhaustivo
demostraba que la mayoría de PCR positivas eran de «asintomáticos sanos»
debiera haber tenido un mayor recorrido. El titular de El Mundo, que recogía
sus declaraciones, era demoledor… para alguien que quisiera escuchar, claro.
«Los positivos asintomáticos, en la práctica, no están contagiados. Una cosa
es haber sido infectado, es decir, haber tenido contacto con el SARS-CoV-2,
pero si tus anticuerpos actúan y tú no desarrollas la enfermedad en un período
de entre 10 y 14 días, no deberías ser considerado como contagiado».381
De hecho, en Europa varios tribunales han fallado en ese sentido; las PCR
suscitaban muchas dudas por las razones apuntadas, y en términos prácticos,
su papel era cada día más oscuro. Un tribunal de Lisboa determinó que
«dadas las dudas científicas expresadas por los expertos, es decir, los que
tienen un papel que desempeñar, en cuanto a la fiabilidad de las pruebas de
PCR, dada la falta de información sobre los parámetros analíticos de las
pruebas y en ausencia de un diagnóstico médico que demuestre la presencia
de infección o riesgo, esta jurisdicción nunca podrá determinar si C era
efectivamente portador del virus del SARS-CoV-2 o si A, B y D tenían un
alto riesgo».382 Las verificadoras trataron de nuevo de enturbiar la realidad
—en este caso, EFE—, pero el portugués no fue el único tribunal que se
pronunció de un modo tan claro: en Austria sucedió tres cuartos de lo mismo,
un par de meses más tarde. En este caso, las «verificadoras» guardaron un
sepulcral y significativo silencio.383
La realidad es que el asintomático, al igual que no padece la enfermedad
—y por la misma razón—, no contagia, pues su carga viral es muy baja,
como la de un niño. Se ha querido confundir el asintomático con el
presintomático; este último solo marginalmente puede contagiar, y siempre
que se den condiciones muy específicas de cercanía personal. Incluso, como
hoy sabemos, el sintomático es muy difícil que contagie en espacios
exteriores, y en todo caso en zonas muy concurridas o entre personas que han
compartido durante mucho tiempo un mismo espacio con una marcada
cercanía física; aunque no falte quien se resiste a las evidencias científicas,
las pruebas son abrumadoras.384
Pero durante muchos meses, la «ciencia» aseguraba lo contrario. La
revista más prestigiosa del sector, Nature, daba por hecho que los
asintomáticos y los presintomáticos transmitían la enfermedad. Las medidas
que los estados tomaban oficialmente se basaban en este tipo de
publicaciones; los supuestos que fundamentaban sus asertos —sí,
¡publicaciones como Nature!— eran falsos. Implícitamente, Nature reconocía
la debilidad de las bases de las que partía; así, en fecha tan tardía como junio
de 2020, publicaba un artículo en el que se leía, literalmente, «nosotros
asumimos que presintomáticos, sintomáticos y asintomáticos transmiten el
virus…». A partir de ahí elaboraba su narrativa, que es la que ha presidido
nuestra sumisión durante estos largos meses.385
El resultado de todo este estado de cosas fue que se ha estado ignorando el
verdadero número de infectados durante mucho tiempo. Al perseguir el virus
allá donde se encontrase, se distorsionó la realidad de lo que estaba
sucediendo; contando con instrumentos de medición de excesiva sensibilidad,
las consecuencias que se sacaron fueron erróneas, y esas consecuencias las
hemos pagado —y las seguimos pagando durante 2021— en forma de un
alarmismo y de un terror social que no termina de desaparecer. Porque los
asintomáticos han constituido la gran coartada sobre la que erigir el terror
social.
Pero si ni las cifras de los fallecidos ni la de los contagiados están claras,
la de los ingresos hospitalarios, tampoco. ¿Por qué? Pues porque —como
hemos visto en otros casos— se ha favorecido activamente el que todo
síntoma compatible sea clasificado como covid. Sin duda, muchos de los
casos que se han considerado como tales no lo son; de cualquier modo, la
proporción es imposible de saber y lo será ya para siempre. La promoción
activa desde la administración puede que haya dado sus frutos, pero ha
distorsionado la realidad de la pandemia.386 Es difícil no sacar la conclusión
de que las suculentas bonificaciones económicas a los centros hospitalarios
en función de la cantidad de los casos de covid que acogieran han producido
esa distorsión.
El panorama que nos queda es el de un país en el que se han ignorado los
datos básicos: los fallecidos, los ingresados, los contagiados. Por supuesto,
eso no justifica la impericia del gobierno, ya que tal cúmulo de errores no es
más que el resultado de esa misma torpeza gubernamental. Pero, sin juzgar
por el momento la intención del gobierno, no cabe duda de que las cifras de
fallecidos a causa del covid-19, las cifras de infectados y las cifras de
ingresados han sido hinchadas, superando ampliamente la realidad de la
pandemia: ni todos los ingresados por covid lo han sido, ni todos los
fallecidos por covid lo han sido, ni todos los que han dado positivo en una
PCR son enfermos de covid. Esa es la realidad.
Esa realidad explica la ceguera en la que nos hemos estado moviendo y
aún lo hacemos; de esa ignorancia se sigue valiendo el poder, la clase política
y la mediática, y esa ignorancia tiene un impacto determinante en una gran
parte de la población española que, aterrorizada, parece condenada a vivir
bajo un síndrome postraumático. Así, cuando el gobierno anunció el fin de la
obligatoriedad de la mascarilla en espacios abiertos, no faltaron comentaristas
públicos —con una cierta irresponsabilidad, por cuanto contribuían al terror
social— que aseguraron la seguirían llevando; y cuando finalmente la medida
entró en vigor a fines de junio y comienzos de julio de 2021, una parte
sustancial —quizá mayoritaria— de la población reaccionó con algo muy
parecido al pánico y siguió poniéndosela.387
Aunque pudiera parecer de carácter menor en relación con los
confinamientos o la vacunación, la política de mascarilla obligatoria no lo ha
sido ni mucho menos. Por el contrario, se trata de una de las decisiones más
determinantes en múltiples aspectos, desde el de la libertad hasta el
psicológico, que ha sufrido la sociedad española.
Como en tantos otros casos, la población española ha vivido estos meses
ignorante de lo que sucedía allende nuestras fronteras. Los medios ponían
buen cuidado en evitar que supiéramos que prácticamente en ningún otro país
europeo eran obligatorias las mascarillas al aire libre, y que en la mayor parte
de los sitios ni siquiera lo era más que en unos escasos lugares bajo techo,
pero no en todos. Los responsables políticos incluso han llamado a censurar
las imágenes que se oponían a la construcción del relato oficial, como en la
caso de uno de los responsables de salud de la Comunidad de Madrid,
Antonio Zapatero.388 Como bajo las «democracias populares» del este de
Europa bajo el poder soviético, la población leía entre líneas cuando se le
ofrecía imágenes de una celebración deportiva en un país extranjero o de un
evento de cualquier tipo al que los asistentes acudían a cara descubierta. No
solo eso: desde los medios se sugería, con mendacidad verificadora, que en
otros países de Europa se funcionaba bajo un régimen muy similar cuando, en
casi todos los casos, no era así en absoluto.389
La utilidad de la mascarilla había sido desechada desde mucho antes del
comienzo de la pandemia. Los ejemplos se volvieron infinitos cuando
comenzó la extensión de la pandemia por Europa en el mes de marzo. Es
cierto que, en parte, el llamamiento de las autoridades para que la población
no se lanzase a comprar mascarillas se debía a su escasez, y que se trataba de
evitar que los profesionales sanitarios se quedasen sin ellas. Pero no solo:
existían —y existen— razones de tipo médico. Las mascarillas solo debían
ser utilizadas por los enfermos que habían desarrollado síntomas y que, a
través de los estornudos o de la tos, podían contagiar, o bien por quienes
estaban en contacto con los propios enfermos.390
Sin ninguna relación con su escasez o abundancia, la Organización
Médica Colegial aseguró el 26 de febrero de 2020 que las mascarillas eran
inútiles al aire libre, al tiempo que pedía a la población que no contribuyera a
extender el miedo con una actitud de alarma excesiva. Las medidas de
protección personal solo debían ser usadas por los profesionales; haga usted
—insistía— la vida más normal posible.391 Por entonces, los medios de
comunicación, sobre todo los más oficialistas, se hacían eco de esta
política.392
El secretario del Colegio de Farmacéuticos de Valencia, Vicente Colomer,
clamaba contra el desabastecimiento de mascarillas ante la voracidad
compulsiva de la población a la hora de comprarlas, cuando «las mascarillas
quirúrgicas no sirven para protegerse del coronavirus».393 No era más que la
doctrina de la OMS sobre el asunto, que reiteraba una y otra vez, y que
seguiría haciéndolo hasta el día de hoy. Las mascarillas solo deberían ser
portadas por profesionales o enfermos.394 Una y otra vez, las organizaciones
médicas insistían en lo mismo,395 así como las autoridades políticas y
sanitarias de los principales estados del mundo,396 muchas de las cuales
resultarían ser, en el espacio de unas pocas semanas, las más entusiastas
promotoras del uso del cubrebocas.397
Entre el mes de abril y el de junio de 2020 se efectuó un gran estudio en
Dinamarca con más de 6.000 participantes a los que se sometió a test previos
para asegurarse de que no estaban infectados. La mitad de ese grupo humano
usaría mascarillas al salir del domicilio, y la otra mitad no lo haría. Todos
observarían las medidas más comunes de protección social: el
distanciamiento y el lavado de manos. En ese momento, la enfermedad se
había extendido hasta alcanzar el 2% de la población del país. No era mucho,
en comparación con los países más infectados, pero constituía una cantidad
significativa.
Un total de 4.860 participantes terminaron un experimento del que se
esperaba que pudiera ratificar que las mascarillas habían reducido a la mitad
la tasa de infección. La realidad fue demoledora: en el grupo de las
mascarillas contrajeron la enfermedad el 1,8% de los miembros del grupo,
mientras que entre quienes no llevaron mascarilla el contagio fue del 2,1%.
Una diferencia inapreciable desde el punto de vista estadístico. La mascarilla,
no cabía ya duda, no tiene incidencia alguna a la hora de evitar el contagio en
lugares al aire libre.398
El autor del estudio, Henning Bundgaard, de la Universidad de
Copenhague, señaló que «parece evidente que con la mascarilla no se gana
mucho».399 El estudio sorprendió a no pocos, y recibió algunos apoyos, como
el de Mette Kalager, del Harvard School of Public Health, quien admitió que
todo lo que aportaba la mascarilla era «un efecto simbólico», pues «el hecho
de usar una mascarilla no reduce sustancialmente el riesgo para los
usuarios».400
Pero las reacciones fueron bastante furibundas. Se cuestionó su validez
por la razón de que los contagios en Dinamarca no eran suficientemente
significativos. Sin que, por su parte, hubiera hecho el menor estudio, Thomas
Frieden se permitió aseverar que «no hay absolutamente ninguna duda de que
las máscaras funcionan como control de la fuente», una argumentación
carente de apoyo científico propio. Y es que, para hacer según qué
afirmaciones, la ciencia no parece ser un requisito necesario. Vale con una
declaración de principios. Como suele ocurrir en estas ocasiones, las
autoridades siguieron adelante con sus programas que, por supuesto, incluían
el cubrebocas, como si nada hubiera pasado.401
La OMS, en julio de 2020, sostenía que no había pruebas irrefutables de la
transmisión por aerosoles, y puntualizaba incluso que «en los estudios
experimentales los aerosoles que contenían las muestras infectantes se
produjeron mediante nebulizadores de chorro de alta potencia en condiciones
de laboratorio controladas. En esos estudios se demostró la presencia de ARN
del SARS-CoV-2 en muestras de aire de un entorno en el que se produjeron
aerosoles; en un estudio hasta 3 horas después de la exposición y en otro, en
el que también se hallaron viriones viables capaces de replicarse, hasta 16
horas después de la exposición. Esos resultados se obtuvieron mediante el
uso de aerosoles producidos en condiciones experimentales que no reflejan la
manera habitual en la que las personas tosen».
Al respecto de la transmisión por aerosoles, sobre todo considerada como
la principal forma de contagio, la OMS quiso ser particularmente
contundente: «En algunos estudios realizados en establecimientos sanitarios
en los que se prestó atención a pacientes con covid-19 sintomáticos, pero no
se pusieron en práctica técnicas en las que se produjeran aerosoles, se
observó ARN del SARS-CoV-2 en muestras de aire, mientras que en otros
trabajos de investigación similares llevados a cabo tanto en el ámbito
asistencial como no asistencial no se detectó ARN del SARS-CoV-2; en
ningún estudio se ha notificado el hallazgo de viriones viables en muestras de
aire. En las muestras en las que se demostró la presencia de ARN del SARS-
CoV-2 se detectó una cantidad de ARN extremadamente baja en volúmenes
grandes de aire, y en un estudio en el que se observó la presencia de ARN del
SARS-CoV-2 en muestras de aire se informó de que no había sido posible
determinar si existían viriones viables. Detectar ARN mediante pruebas
basadas en la reacción en cadena de la polimerasa con retrotranscriptasa
(PCR-RT) no necesariamente indica que existan viriones capaces de
replicarse e infectar (es decir, que sean viables) que puedan transmitirse y
causar una infección».402
Como es natural, no descartaba la posibilidad de que se produjese, en
efecto, el contagio por esa vía, pero reclamaba que tampoco podía descartarse
que la transmisión se estuviera dando en realidad a través de gotículas y
fómites.
La OMS mantenía su postura acerca de lo inocuo e inútil de las
mascarillas, sobre todo en espacios exteriores. A comienzos de julio de 2020,
un grupo de 239 científicos (si bien la gran mayoría son físicos, y no biólogos
ni médicos) envió una carta a la OMS para que esta aprobase la imposición
obligatoria de las mascarillas al aire libre. Pero esta insistió en que la
transmisión por aerosoles no estaba demostrada y que el mecanismo principal
de contagio son las gotas de unas 5 micras de diámetro, que caen por su
propia gravedad, y no se mantienen en el aire.403
Curiosamente, al tiempo que la OMS hacía pública, de nuevo, su política
contraria a las mascarillas en los espacios públicos, esta se imponía en
Cataluña y Baleares y, a fines de ese mismo mes, las últimas comunidades
autónomas que quedaban sin la imposición de la mascarilla en espacios
abiertos, como la de Madrid, adoptaron la obligatoriedad.404
Hasta entonces, el entusiasmo por la mascarilla no era uniforme; pero, a
partir de entonces, se convirtió en unánime. No había datos científicos
solventes, ni había mediado descubrimiento alguno, ni había razones de peso;
pero la prensa se manifestó como un solo hombre al respecto. Tan solo se
permitía la exención de la mascarilla al practicar atletismo en la calle o
montar en bicicleta; pero en ningún otro caso, fuese en interiores o en
exteriores, incluyendo los gimnasios. Absurdamente, se podía prescindir de la
mascarilla para fumar, pero no para respirar. Los esfuerzos de la prensa para
justificar las medidas alcanzaron importantes cotas de patetismo; incluso
aparecieron estudios en los que se aseguraba solemnemente que el barbijo no
interfería con el esfuerzo físico y que no mermaba este en absoluto.
Definitivamente, la prensa parecía haber tomado a la población por idiota.405
Y el gobierno, también.406
Sin embargo, la OMS seguía manteniendo que las mascarillas sí tenían un
efecto adverso sobre la salud, por lo que desaconsejaba su uso a la hora de
hacer deporte, particularmente de manera intensa. Las razones eran que
disminuye el oxígeno disponible y que aumenta la absorción de dióxido de
carbono. Reduce, pues, la capacidad de respiración y provoca riesgos en
personas con problemas cardiopulmonares. Sin embargo, los políticos
españoles decidieron hacer caso omiso a estas recomendaciones y siguieron
imponiendo su uso en todas las categorías (excepto para los profesionales).
Millones de personas se vieron, así, sometidas a un régimen inhumano a la
hora de practicar deporte, ante la perfecta indiferencia de una clase política
tan solo pendiente de su propio interés.407
Por otro lado, estaba muy claro que no existe ninguna relación entre la
extensión de la enfermedad y la obligatoriedad de las mascarillas; sin dicha
imposición, habían prácticamente desaparecido los contagios en España
desde el mes de mayo de 2020, y así se había mantenido la situación hasta
mediado julio; dos meses de tiempo que descarta el que las mascarillas haya
sido el factor propiciador de la transmisión, pues las cifras hubieran
empeorado mucho antes. Posteriormente, el estricto cumplimiento del
embozamiento no parece tampoco haber tenido ningún efecto sobre las
múltiples olas, las escaladas y las desescaladas varias, que se han sucedido
con perfecta indiferencia a las mascarillas. Obviamente, eso no ha modificado
un ápice la decisión de nuestras autoridades, comprometidas en una frenética
carrera represiva a mayor gloria de sus propios réditos electorales,
convencidos de que una mayoría de españoles sabrá apreciar sus medidas
como muestra de una genuina preocupación por nuestra salud. A mayor
dureza, mayor preocupación.
Evidentemente, para quienes tienen que tomar decisiones, la verdad
científica es indiferente. Pues la realidad no es solo que las mascarillas no
sirvan para nada a los efectos de detener la infección, sino que tienen unos
efectos adversos muy claros y evidentes.
En primer lugar, el efecto social y psicológico del anonimato, de la
despersonalización y deshumanización del prójimo, algo nada desdeñable:
ese prójimo se convierte en un ser sospechoso, un potencialmente letal sujeto
del que, cuanto más lejos, mejor. Los niños no conocen el rostro de sus
profesoras, de sus compañeros, de sus instructores, de los padres de sus
amigos; tienen que hacer educación física con sus vías respiratorias
bloqueadas, y llevar puesta la mascarilla toda la jornada escolar, durante la
que asisten a las clases con las ventanas abiertas de par en par en los meses
del invierno en que no son raras las temperaturas bajo cero en buena parte de
España. La OMS desaconseja su uso en menores de doce años, pero en
España se ha decidido que a partir de los seis años sea obligatoria. ¿Quién ha
tomado esa decisión, qué comité, qué asesor? ¿Por qué le hacen eso a
nuestros niños?
La mala conciencia persigue en este asunto a las autoridades, que
prefieren, en todo caso, mirar hacia otro lado. De cuando en cuando se les
escapa, como sucedió durante una entrevista televisiva a Fernando Simón
cuando reconoció que: «Sigo pensando que la mascarilla no es clave para
detener la transmisión», y añadió: «No es necesario que todo el mundo la
lleve; lo importante es que la lleve quien está enfermo, lo que pasa es que no
sabemos quién está enfermo…».408 Lo cual, como hemos visto, no es cierto,
pues a los efectos de los contagios —que es lo que justifica la imposición de
la mascarilla—, sí sabemos quién está enfermo.
Sin entrar en polémicas acerca de los daños neurodegenerativos que podría
producir el uso continuado de mascarillas de forma indiscriminada por toda la
población,409 lo cierto es que es absurdo plantear como inocuo el uso
permanente de la mascarilla, cuando la experiencia diaria nos demuestra no
solo la incomodidad de su utilización, sino los perjuicios que causa. Por eso
la OMS exime a los niños de llevarla (nuestros gobernantes, no) y por eso la
excluye del ejercicio físico intenso (nuestros gobernantes tampoco).410 De
hecho, los médicos insisten en que se debe descansar cada hora de la
mascarilla, una clara indicación de sus efectos sobre nuestra salud.411
La incidencia negativa sobre muchas funciones está más allá de toda duda.
Es el caso del habla, que se está viendo afectada por la necesidad de efectuar
un esfuerzo mayor al efectuarlo detrás de un trapo.412 O el de la vista, ya que
también produce ojo seco.413 Por no hablar de la dermatitis que causa, sobre
todo a determinadas edades; en este caso, la recomendación es la de usarla el
menor tiempo posible, porque poco más se puede hacer.414
Como había sucedido con la polémica en torno al mercado y al laboratorio
como origen del coronavirus, la disputa sobre la mascarilla fue cosa de
«negacionistas» aproximadamente hasta mediada la primavera de 2021.
Entonces la prensa comenzó a considerar que ya era hora de que la mascarilla
abandonase ese territorio, y de recuperar su supresión para la causa. A fines
de abril, El País se hacía eco de la postura de varios científicos que pedían el
fin de su obligatoriedad.415 Y desde Cataluña se anunciaba que había que
avanzar hacia la normalización en el sentido que esta palabra tenía en 2019;
las mascarillas debían dejar de ser obligatorias en espacios al aire libre.416 La
OCU, por su parte, solicitaba a las administraciones, en el mes de mayo
primero, y en junio, después, que eliminase su obligatoriedad.417 La
avalancha era creciente.
A esas alturas, una parte sustancial de las reivindicaciones
conspiracionistas se veía integrada en el discurso dominante, aunque la
prensa, naturalmente, se cuidaba de evitar el asunto. Y es que no deja de ser
curioso, pero muchas de las posiciones que sostenían los «negacionistas»
eran las mismas que defendía el discurso oficial al comienzo de la pandemia
y en lo que este derivó hacia el final de la misma.
En el caso español, las autoridades tendrían muchas cosas que explicar,
empezando por qué si la OMS no avala el uso de las mascarillas en espacios
abiertos, las autoridades nos han obligado a llevarlas durante un año. ¿En
función de qué decisión científica? Porque ignoramos los nombres de quienes
han sido los que han aconsejado al gobierno en ese sentido; de quienes han
pasado de vendernos que las mascarillas eran innecesarias y hasta
contraproducentes a convertirlas en útiles e imprescindibles. Si es que tales
personas existen.
¿Cómo es posible sostener que las mascarillas no interfieren la
respiración, al tiempo que se exime a los corredores o a los ciclistas de
llevarla, o se permite que las personas con problemas respiratorios están
exentas de la obligación de usarlas? Menos aún se entiende que mientras la
OMS desaconseja vivamente que las porten los menores de doce años, en
España sean obligatorias para los niños. ¿Quién es el responsable de esto?
Un par de cosas asombran también al respecto de las mascarillas: de un
lado, que siendo los ojos vías de contacto y transmisión, no hayan recibido
ninguna atención ni demanda de ser tapados; de otro, que no se hayan
dispuesto contenedores para mascarillas, cuando debería considerarse la vía
más peligrosa de contagio, por obvias razones.
En realidad, todo asombra al respecto de las mascarillas, como todo es
asombroso al respecto de lo que ha estado sucediendo durante esta pandemia.
O lo que sea.
5

EL FUTURO QUE NOS HAN DISEÑADO

«Lo esencial no es mantenerse vivos; lo esencial es mantenerse humanos».


GEORGE ORWELL

Para el ciudadano occidental medio, China no representa un ideal a


alcanzar, en ningún sentido. Dejando de lado el desconocimiento que se tiene
de su sociedad, de su cultura y de su historia en todo Occidente, el gigante
asiático produce una desconfianza casi instintiva debido a la opacidad de sus
políticas y a lo poco que trasciende de cuanto allí ocurre. La prosperidad
china de las últimas décadas —desigualmente repartida, pero muy cierta— no
ha contribuido demasiado a mejorar su imagen, y su condición de gran
potencia mundial antes produce inquietud que otra cosa.
La ignorancia occidental ante China es, paradójicamente, la mejor baza de
esta. La truculencia de la historia de aquel país en las últimas seis o siete
décadas no tiene parangón: crímenes por millones, represión cultural,
destrucción patrimonial, y algunos de los mayores horrores que recuerda la
especie humana.
Cuando Mao entró en Beijing en 1949, impuso la más férrea de las
dictaduras que quepa imaginar. La brutalidad comunista no era, desde luego,
nada sorprendente, dadas las atrocidades que los comunistas habían cometido
durante décadas, pero ciertamente no habían sido los únicos en perpetrarlas.
Tanto los japoneses como el Koumintang no les habían ido a la zaga. Sin
embargo, el triunfo agudizó su carácter criminal al eliminar la necesidad de
ganarse a la población una vez establecido el monopolio del Partido
Comunista.
A lo largo de las décadas, el sistema económico ha cambiado, y con él, la
sociedad china, pero siempre bajo el cetro del Partido Comunista. Este, que
fue abandonando con una cierta celeridad la dogmática marxista anterior tras
la muerte de Mao, ha mostrado una capacidad de adaptación asombrosa, que
pareciera desmentir la rigidez ideológica de sus orígenes. Y es que estamos
ante una verdadera máquina de poder, como seguramente el mundo no ha
conocido hasta el día de hoy.
El momento decisivo de la transformación social sucedió —al nivel
teórico— bajo Jiang Zemin, a lo largo de los noventa del siglo pasado, que
consagró la participación de la iniciativa privada y de los capitalistas en el
desarrollo de la sociedad china, recogiendo la herencia reformista de Den
Xiaoping. Una teoría que en el seno del Partido Comunista Chino sigue
levantando muchas suspicacias entre los sectores más ortodoxos del partido.
Fundamentalmente porque el sueño revolucionario, tal y como Mao lo
concibió, consistía tanto en un gris horizonte de fábricas alcanzando el
horizonte, como en la recurrente imagen de una inmensa flota desembarcando
en California.418 Los chinos han entendido perfectamente que se puede
acceder a la modernización por la vía colectivista o por la individualista; pero
que lo esencial es que, negro o blanco, el gato cace ratones.
En todo caso, más allá de la naturaleza ideológica de la organización
comunista china, esta es indisputadamente la asociación criminal más grande
del mundo y la que mayor número de crímenes ha perpetrado en la historia.
El control social y político del Partido Comunista sobre los ciudadanos
chinos no puede por menos que espeluznar a un occidental. Y no es cosa del
pasado; en nuestros días, ciertamente los crímenes no se perpetran de forma
masiva a la luz del día, pero no dejan de ser numerosos y en beneficio del
Partido Comunista Chino.
No hay ningún estado sobre la Tierra que lleve a cabo una política
genocida contra sus propios ciudadanos como la del Partido Comunista
Chino. Por supuesto, a Occidente le trae sin cuidado; hasta hace tres décadas,
la justificación de la inacción occidental era el volumen del intercambio
comercial con Beijing y, desde entonces, la justificación es, simplemente, la
potencia china. Algo que sería asumible si Occidente no estuviera inmerso en
ese onanismo ideológico que le habilita, al parecer, para condenar como un
error el conjunto de su propia historia. Así que los crímenes chinos nada
cuentan para ese Occidente que se rasga las vestiduras por razones de mucha
menor enjundia.
Lo peor de todo no es que Occidente no haya accedido a esa condena que
tanto prodiga en otros casos, sino que una parte de la élite globalista propone
China como paradigma de aquello a lo que aspirar. Según esa narrativa, nadie
ha combatido el virus como el gobierno chino, nadie ha crecido como la
economía china, nadie ha informado de la pandemia como Beijing. Algunas
cosas son ciertas, y otras son absolutamente falsas; en cuanto a la
información y al combate, puede uno situarse entre la duda y la negación,
pero es cierto que nadie ha crecido como la economía china.
En cualquier caso —increíble, pero así es—, China se ha convertido en un
ejemplo a imitar. Todo lo que son injerencias en la soberanía de un sinfín de
países, aquí se vuelve complacencia con un estado de partido único, que
controla exhaustivamente las vidas de sus súbditos, que aplica con largueza la
pena de muerte, que hace desaparecer a los disidentes y que impide el normal
desenvolvimiento de organizaciones, incluidas las religiosas. Todo esto no
solo a nadie parece importarle, sino que se obsta para que los más conspicuos
globalistas nos propongan a China como modelo.
No es de ahora; las instituciones internacionales, las organizaciones
mundialistas y los prebostes del globalismo llevan mucho tiempo
promoviendo esa ejemplaridad. El caso más señalado es el de Bill Gates, que
hasta hace un tiempo suscitaba un escepticismo perfectamente explicable con
sus alabanzas al gobierno comunista. Para Gates, lo esencial es el
cumplimiento de los objetivos mundialistas, y no importa cómo se alcancen;
es indiferente que quien lo haga sea un régimen que aplasta la disidencia por
miles, que persigue a la gente por sus creencias o que aplica más de la mitad
de las penas de muerte que se ejecutan en todo mundo: a comienzos del siglo
XXI, unas 12.000 al año.
Parece lógico que a un malthusiano como es el señor Gates, cuyo objetivo
es el de reducir la población a cualquier coste, el aborto obligatorio chino le
parezca de perlas. O que incluso lo justifique porque así se emite menos CO2
a la atmósfera.
Según él, lo relevante es que China ha sacado a 600 millones de personas
de la pobreza, pero, sobre todo, lo que alaba con más énfasis es la
colaboración de Beijing en la promoción de las vacunas. Aunque, sin duda, la
vacunación ha supuesto un notable impulso para mejorar la vida de las
personas, lo de Bill Gates con este asunto parece una fijación. Todo lo demás,
lo relativiza en función de ese objetivo, hasta el punto de que «China se ha
convertido en un socio importante en las iniciativas globales de la Fundación
Bill y Melinda Gates y estamos comprometidos en apoyar a China para que
se convierta cada vez en un socio del desarrollo para el resto del mundo». Y
añade: «La creciente participación china en política de desarrollo global y
financiación es bienvenida. China es protagonista en el establecimiento de
instituciones financieras multilaterales como el Banco Asiático de
Inversiones para Infraestructura y en el Nuevo Banco de Desarrollo de China.
Tiene, además, un ambicioso plan de cooperación internacional (…)
evidenciando que China da pasos para erigirse en líder del desarrollo global».
Todo ello lo refiere al cambio climático, verdadera pieza justificativa de
todo el entramado ideológico globalista. «Los Estados Unidos, China y otras
naciones, necesitan gastar más recursos en la investigación de fase temprana
y apoyar ideas realmente nuevas y creativas sobre cómo podemos generar
energía segura, constante y que no contribuya al cambio climático».419
Estas declaraciones de Bill Gates son de 2015, pero en ellas están los
principales elementos vertebradores del discurso globalista: China es un
ejemplo. Naturalmente, constituir un ejemplo supone convertirse en objeto de
la emulación de los demás. Tanto más cuanto que Donald Trump, contra todo
pronóstico, accedió a la presidencia de los Estados Unidos un año después.
Durante los siguientes cuatro años, Gates no cejó en sus ataques contra
Trump, revelando no pocas veces una aversión puramente personal que
incluso alcanzó un tono escabroso,420 pero, sobre todo, centrado en lo
referente al coronavirus.421 No extraña, entonces, que Gates se haya aliado
con el gobierno chino para el desarrollo nuclear de este país, rival mundial
del suyo, los Estados Unidos.422
No es este un asunto baladí. Aunque la crisis del coronavirus ha
desplazado otras cuestiones a un segundo plano, China es una potencia en
plena expansión, y no renuncia a desempeñar un papel central en la política
internacional. Al contrario. Su presencia en África continúa a buen ritmo, y
no retrocede lo más mínimo ante la posibilidad de fricciones con
Washington, como sucede en el caso de sus relaciones con Pakistán, a través
del que está trazando una nueva ruta de la seda que conectará Asia central,
China, Europa y África.
El propósito de Beijing es el de ser la primera potencia indiscutida en
2050, pero todo apunta a que los plazos serán más breves. Mediante las
conexiones 5G, la inteligencia artificial y la ciberseguridad, el relevo de los
Estados Unidos está asegurado (algo que también anticipa la Agenda 2030,423
fecha que no pocos especialistas aseguran será la de la hegemonía
asiática).424 De momento, hoy China es la primera potencia en casi todo, con
la excepción del terreno militar, todavía decisivo. Tiene, sin embargo, el
segundo presupuesto militar más elevado del mundo y es, según se mire, el
segundo o incluso primer país del mundo por PIB. Constituye la primera
potencia industrial y el primer importador y exportador del planeta. Esta
última condición hace de él un país precisado de mantener las condiciones de
libre comercio en el mundo, lo que le alinea con los planes de los globalistas
y le convierte en la gran apuesta de estos.
Hasta no hace mucho, la propuesta china era la llamada del «auge
pacífico», un crecimiento fiado a la economía a través del que alcanzar la
hegemonía mundial. Pero ahora está comenzando a mostrar intenciones
bastante más agresivas. Desde hace un tiempo, los enfrentamientos con
soldados indios a lo largo de la frontera común de 3.500 kilómetros son
frecuentes, con el peligro de reavivar la guerra entre ambas naciones que tuvo
lugar en 1962 y que produjo unos 10.000 muertos. En esa frontera, explosiva,
hay lugares muy peligrosos como Aksai Chin y Arunachal Pradesh, entre
Bután y Tíbet. China, entretanto, encuentra el apoyo del vecino de la India, su
aliado Pakistán, quien mantiene un contencioso semejante a cuenta de
Cachemira con el gobierno de Nueva Delhi.
Durante la etapa última de la presidencia de Donald Trump, Beijing
advirtió a Japón que ayudase al mantenimiento de la paz y la estabilidad en la
región, y que rechazase el despliegue de misiles estadounidenses en su
territorio. Para China, es un peligro cierto por cuanto dichos misiles son de
alcance intermedio y, al tiempo que capaces de portar ojivas nucleares,
resultan difíciles de detectar por la corta duración del vuelo desde territorio
japonés. Se confía en que esta escalada no vaya a más dado que existen
fuertes vínculos económicos entre ambos países, pero las rivalidades de
fondo históricas reaparecen una y otra vez. Hay una vieja pendencia entre
ambos —de una enorme antigüedad—, pero la principal es la que procede de
los años treinta del pasado siglo en que se libró una durísima y sangrienta
guerra entre ambos países que costó a China 22 millones de muertos.425
Precisamente Japón es utilizado por los Estados Unidos para controlar el
mar del Sur de la China. Es allí donde se localiza el foco más caliente del
enfrentamiento entre China y los Estados Unidos a través de sus aliados en la
región. Esta cuestión es, sin duda, la más peligrosa, puesto que constituye el
talón de Aquiles para Beijing por razones estratégicas obvias: por allí arriban
un sinfín de materias primas sin las que China colapsaría, así como una parte
vital de su comercio mundial. Y es, además, la región que guarda las costas
del Pacífico chino, donde se concentra su riqueza. Aparte, por descontado, de
constituir una región rica en hidrocarburos, minerales y recursos pesqueros.
Su potencialidad explosiva en enorme.
Pero lo que más escalofría es que las élites nos propongan a China como
modelo cuando sabemos cuál es su modo de vida, basado en un control social
exhaustivo, que permite que —pese a que la población supera los 1.375
millones de habitantes— el gobierno puede conocer dónde se encuentra
cualquier ciudadano en menos de siete minutos. El sistema de cámaras en el
país resulta asfixiante para el individuo; en los lugares públicos, este es
permanentemente grabado y localizado mediante un sistema de identificación
facial. Para quien crea que esto es algo remoto y que aquí no puede pasar, hay
que recordar que el gobierno anunció en el verano de 2020 la implementación
de un sistema de reconocimiento facial en los espectáculos públicos para
detectar a personas con causas pendientes con la justicia:

Se prevé que la solución innovadora pueda basarse, de manera general, en


un sistema tecnológico innovador e inteligente formado por los siguientes
componentes: sistema de reconocimiento de matrículas (…), sistema de
detección de teléfonos móviles, (…) y un sistema de reconocimiento de
personas (por ejemplo, sistema de reconocimiento facial), a ser instalado
en el propio punto de control de acceso en la entrada al evento. Su
propósito es proporcionar a los agentes que controlan los accesos al evento
alertas para detener a personas con asuntos pendientes con la justicia.
Se trata de una serie de cámaras conectadas a internet vinculadas a la base
de datos de la policía. Se tardan apenas unos segundos en analizar los rostros
de los presentes en un acontecimiento público y compararlos con los de
alguien buscado por la justicia.426
Durante la pandemia, el caso chino —que nos lleva una cierta ventaja,
pero hacia el que nos dirigimos— ha revivido la estructura de delación
vecinal, de voluntarios patrióticos y comunistas, que recuerda a las
movilizaciones de tiempos de Mao.427 En Occidente no ha sucedido tal cosa
por falta de estructura, pero se han producido algunos fenómenos muy
semejantes; baste pensar en la delación generalizada durante el
confinamiento, cuando una población aterrorizada señalaba a sus vecinos,
amigos e incluso familiares como esos agentes patógenos que nos ponían a
todos en peligro. Algunos de los peores fantasmas de la Europa
contemporánea —los del miedo y la delación, siempre de la mano—
resurgieron con más fuerza que nunca.
Exactamente al mismo tiempo, en febrero de 2020, Gates donó 93
millones de euros a China para ayudar al control y la erradicación de la
pandemia. El propio Xi Jinping agradeció públicamente a la fundación de los
esposos Gates su aportación en términos monetarios y morales: «Aprecio
profundamente el acto de generosidad de la Fundación Bill y Melinda Gates,
y su carta de solidaridad con el pueblo chino en un momento tan importante».
Lo esencial era poner de relieve la identidad de intereses entre ambos. «La
fundación se ha unido rápidamente a la acción global y ha desempeñado un
papel activo en la respuesta global contra el brote. Espero una mayor
coordinación en la comunidad internacional por el bien de la salud de
todos».428 Como sabemos, Bill Gates se haría, en unas pocas semanas, con el
control de la OMS y con él, la propia China.
A partir de ese momento, la versión de la pandemia que prevalecería en
todo el mundo sería la de Beijing, impuesta por la OMS. Lógicamente, dicha
versión aligeraba la culpa de China o la eliminaba, hasta el punto de que,
mientras hemos denominado las diversas cepas que han ido apareciendo
según su procedencia, los medios han evitado llamar al SARS-CoV-2 «el
virus chino», algo que hubiese estado completamente justificado. Luego, ya
hemos visto cómo las misiones de la OMS en Wuhan sostenían la versión de
Beijing, por complicado que fuese y contra toda lógica.
China, beneficiaria de la crisis
Si a la hora de resolver un delito la policía se pregunta en primer lugar quién
es el beneficiario del mismo —y por ahí comienza la investigación; cui
prodest?—, la pregunta se responde sola en el caso del coronavirus: mientras
el mundo se hundía, la economía china crecía ya en el segundo trimestre de
2020, mejorando en una tercera parte la previsión de las agencias
internacionales.429
El superávit de la balanza comercial ha sido de más de medio billón de
dólares, un 3,6% de su PIB,430 mayor que el de 2019. Es el resultado del
aumento de las exportaciones y de la disminución de las importaciones.431
Las exportaciones de mascarillas a todo el mundo se habían multiplicado por
34 para el mes de mayo, y aún conocerían un auge mayor a las alturas del
mes de agosto de 2020; las de equipos médicos han aumentado un 70%, así
como la de bienes utilizados en clases escolares a distancia y todo lo referente
a teletrabajo. En agosto, su producción industrial había crecido un 3%. Para
el 2021, la previsión de crecimiento está entre el 7 y el 8%.432 En el caso
español, la inversión china se multiplicó por 3,5 durante el año de la
pandemia, mientras en Estados Unidos crecía un 35%, hasta superar los 7.700
millones de dólares.433
De este modo, China ha truncado la tendencia de los últimos años, en que
las exportaciones disminuían y en que su economía se orientaba hacia el
autoconsumo. En este proceso, ha superado a la Eurozona en su conjunto y ha
acortado la distancia con los Estados Unidos.434 Los especialistas ven muy
posible que, una vez superada esta crisis —a la que, con todo, no se le ve una
salida clara a corto o medio plazo—, vuelva a su tendencia anterior; esto, sin
embargo, dependerá en gran medida de la imposición efectiva de la Agenda
2030 en Occidente y de la política estadounidense en términos más amplios.
Que China es la gran beneficiaria de la situación está más allá de toda
duda. Su economía, en términos absolutos, ha crecido más de lo que era
previsible; pero, si se mide en términos relativos, su beneficio es aún mayor.
Al comparar los números de la economía china —recuperada en apenas un
trimestre— con los de las economías más pujantes del mundo, el contraste es
tanto más visible. Las economías europeas y americanas se contrajeron
durante 2020, en el segundo trimestre un 15%,435 en flagrante contraste con
el crecimiento chino durante ese mismo periodo.
Un extraño panorama, si tenemos en cuenta que todo empezó en China. El
país que irradió el covid-19 al resto del mundo fue el primero en padecer la
pandemia, y el primero en salir de ella. Pero lo que llama la atención no es
ese hecho, y ni siquiera el que resultase mejor parado que los demás; lo
verdaderamente llamativo es que saliese del embrollo covidiano en un lapso
de tiempo tan sorprendentemente corto. Cuando en marzo de 2020 el virus
arrasaba Europa, China abandonaba las medidas más extremas y retornaba a
la normalidad con una cierta celeridad. Desde cualquier punto de vista —
empezando por el sanitario— resultaba sorprendente.436
Incluso Wuhan recuperaba su vida en tiempo récord.437 A partir del 10 de
mayo de 2020, no se ha notificado un solo caso de contagio en el epicentro de
la pandemia. Pero ya desde marzo se fue suprimiendo la cuarentena, que
terminó oficialmente el 8 de abril.438 A fines de mayo, el parque temático
más grande de Wuhan había reabierto de nuevo sus puertas.439 La normalidad
fue recobrándose con cautela, pero con una cierta rapidez; en junio volvieron
a abrir los centros comerciales y para el mes siguiente no quedaba ni rastro de
las restricciones.
Y no es solo la cuestión de los lapsos temporales: es que ya resulta
irrefutable que el virus salió de China. Los esfuerzos de Beijing en el primer
momento por distraer la atención al respecto son, sin duda, indicativos; esos
intentos de culpabilizar a Estados Unidos han sido baldíos, por poco creíbles.
En el verano de 2021, incluso en la propia China la versión resulta
escasamente creíble. Mejor parado ha quedado el intento de vender la
culpabilidad del mercado de Wuhan —siempre hablando de la versión interna
en China— que aún es sostenida oficialmente.
En el resto del mundo, a estas alturas, nadie duda del origen del virus: el
laboratorio del Instituto de Virología de Wuhan. Los chinos trataron de
confundir a la humanidad, pero no fueron los únicos; ahora sabemos que los
estadounidenses también. Porque lo que sucedió en Wuhan, como hemos
contado antes, tuvo una evidente relación con el poder estadounidense, que
era el que financiaba todo aquello. Sobre este extremo no queda duda alguna.
El debate, hoy, está en la intencionalidad, en si lo que sucedió a fines del
otoño de 2019 en el Instituto de Virología de Wuhan fue un acontecimiento
fortuito o fue algo deliberado; un asunto determinante. En definitiva, ¿en qué
se estaba trabajando allí? Parece claro que estaba en marcha una
investigación con coronavirus, seguramente de carácter farmacéutico más que
de guerra biológica, lo que también podría explicar el escape (si es que lo
fue). Lo cierto es que no puede afirmarse de forma fehaciente que hubiese
intencionalidad ni que dejase de haberla, aunque algunos elementos empujan
en un sentido y otros en el contrario.
Sin duda, el hecho de la rápida superación del coronavirus no deja de ser
un dato hasta cierto punto inquietante. Si es que verdaderamente China
superó la pandemia en el tiempo en que se asegura que lo hizo, ¿por qué
ningún país occidental lo ha conseguido? Es difícil pensar que la dureza de
las medidas adoptadas lo explique por completo, aunque sea cierto que las
autoridades —avisadas del escape— tuvieran noticia del hecho con
inmediatez. En Europa, otros países reaccionaron con semejante prontitud y
resolución, y los resultados distaron de ser los mismos.
Es también lógico que surja la sospecha acerca de si China está engañando
al mundo a ese respecto, o de si todo estaba preparado y las autoridades
permitieron un cierto contagio local para encubrir lo que habría de ser un
contagio masivo al resto del mundo. Es cierto que los chinos trataron de
encubrir lo que había sucedido, quizá confiados en que no trascendería sus
fronteras o de unos cuantos casos allende estas, lo que recuerda la reacción
soviética tras el accidente de Chernóbil. Como se ha dicho antes, no hay una
respuesta definitiva, pero parece que no hubiera voluntariedad en el escape de
Wuhan; incluso los disidentes chinos —que tienen todos los motivos para
odiar al Partido Comunista Chino— admiten esta hipótesis como la más
probable, y se muestran muy escépticos al respecto de la intencionalidad.

Una operación de control social a nivel mundial


Sea como fuere, a resultas del coronavirus estamos siendo víctimas de una
operación de control social sin precedentes. Lo sucedido en China ha sido
utilizado para imponer a la población disidente un auténtico bozal, del que la
mascarilla puede ser adecuada imagen. La necesidad de adoptar duras
medidas sanitarias ha servido de adecuado pretexto para dotar al poder de
carta blanca a la hora de actuar, permitiéndole cercenar numerosas libertades
durante la pandemia y consagrando una censura en las redes sociales que no
va a retroceder cuando esta situación se termine (si es que lo hace).
Este es, desde luego, un asunto que trasciende el ámbito nacional. En
España hemos sido testigos de cómo se ejerce una feroz censura sobre los
disidentes; censura —para mayor sarcasmo— justificada en el combate
contra los bulos. Este es, por supuesto, un mero pretexto para instaurar un
control ideológico, de la que hemos tenido acabadas muestras en Estados
Unidos durante toda la pandemia. Tanto los bulos como las vacunas, las
mascarillas o el confinamiento han servido para justificar el silenciamiento de
la disidencia; quién hubiera creído que el propio presidente de los Estados
Unidos sería algún día contado entre los réprobos.
El papel de las redes sociales es hoy determinante. Por si hiciera falta,
bastaría con que echáramos un vistazo a lo sucedido en las últimas elecciones
estadounidenses. Nadie en su sano juicio puede pretender que Facebook o
Twitter fueron neutrales en la contienda; el carácter beligerante de estas
plataformas no solo no fue ocultado, sino que ellas mismas hicieron bandera
de su naturaleza partisana. Y su intervención resultó decisiva más allá de toda
duda.
La actuación de las redes sociales —algo más que sospechosamente
simultánea— ha formado parte de un movimiento de las élites en contra de la
reacción antiglobalista, del que la primera víctima ha sido Donald Trump. La
represión de la libertad de expresión ha sido solo el primer paso en la
uniformización por decreto del pensamiento y la expresión en este lado del
mundo, una represión que ha afectado, increíblemente, al presidente de los
Estados Unidos. O no tan increíblemente, por cuanto la liquidación del
trumpismo era el objetivo primero de la censura en redes, una de las patas del
ataque contra el antiglobalismo. Como la propia revista Time reveló, se trató
de un entramado para deshacerse del neoyorquino de modo fraudulento.440
Pero la mordaza de las redes sociales no solo afectó a Donald Trump.
Miles de usuarios de todo el mundo han sido igualmente reprimidos y sus
mensajes, censurados. En realidad, las redes sociales no tienen la capacidad
de censurar contenidos: tal cosa es ilegal. De acuerdo a su naturaleza, son
canales de comunicación, no medios de comunicación, por lo que,
legalmente, no pueden actuar sobre los contenidos. La llamada Sección 230
de los Estados Unidos exime de toda responsabilidad a los canales de
comunicación por las opiniones que se viertan en ellos; si fuesen medios de
comunicación sí tendrían responsabilidad sobre los contenidos y, por tanto,
derecho de control sobre ellos. Pero no es el caso.
Las grandes compañías del oligopolio de la comunicación se acogen a una
ley estadounidense concebida para proteger a los menores de la pornografía,
la conocida como Ley de Decencia en las Comunicaciones, para cerrar las
cuentas que consideran molestas o incorrectas, en lo que constituye un
auténtico fraude. El descaro con el que actúan es indisimulado: en 2018 un
tribunal federal de Nueva York impidió a Donald Trump bloquear a quienes
le criticaban en Twitter porque, según sentencia, debía primar la libertad de
expresión; unos meses más tarde, él fue sistemáticamente bloqueado por las
propias redes sin que a ningún tribunal se le ocurriera actuar para proteger la
libertad de expresión de Donald Trump.
Por su parte, la Unión Europea lleva un tiempo exigiendo a las redes
sociales un control sobre los contenidos, y quiere que las plataformas tengan
la responsabilidad por las opiniones vertidas,441 pero que la aplicación de los
criterios de censura se atenga a las legislaciones nacionales o a la
comunitaria, no a la normativa de las empresas. Es decir, que no hagan
prevalecer sus normas empresariales sobre la normativa legal de cada país o
sobre la comunitaria, de modo que, si el mensaje expresado en la red social es
ilegal, deberán ser los jueces quienes lo determinen.
Un aspecto particularmente prometedor es la postura de la Comisión
Europea al respecto de los «bulos», puesto que esta es la coartada argumental
para ejercer la censura. Y es que la Comisión Europea ha señalado que dichos
bulos, que en ningún caso son delitos, no pueden constituir una excusa para
controlar contenidos. Peter Stano, portavoz del alto representante de la Unión
Europea para política exterior, ha señalado que «lo que quiere la Unión
Europea es mantener sus libertades y no limitarlas en nombre de la lucha
contra los que organizan estas campañas (…); no vamos a permitirlo y no
permitiremos lo que algunos regímenes autoritarios hacen. Haremos siempre
lo que podamos para combatir estas campañas de desinformación de acuerdo
con nuestros valores y la legislación existente».442 Y es que la Unión Europea
quiere limitar el que las redes sociales pasen, sobre todo, por encima de la
legislación comunitaria.
El impacto que esto pueda tener en la realidad es discutible. Las big tech y
el resto de las redes sociales acumulan tal poder que se permiten ignorar este
tipo de limitaciones, como en su día hicieron con Donald Trump. Es dudoso
que nadie en el mundo se atreva a cuestionarlas seriamente; son, en este
momento, el mayor poder que existe en el planeta.
La crisis del coronavirus, como en el caso de China, les ha ayudado a
crecer. Sus cuentas y su valoración en bolsa se han disparado, al proporcionar
la economía digital una respuesta válida en tiempos de confinamiento. Los
resultados han sido espectaculares: Alphabet (Google y YouTube) ha
aumentado sus ingresos en un 34%, Amazon un 44%, Microsoft un 19% y
Facebook un 48%. En el último año su valoración ha crecido en 3 billones de
dólares.
Las big tech están muy lejos de ser trigo limpio. Han sido reiteradamente
acusadas de utilizar su posición de dominio en el mercado para constituir un
monopolio de facto. Amazon recurre a todo tipo de prácticas para debilitar a
sus rivales y luego comprarlas, haciendo así que desaparezca la competencia;
o ha negociado con empresas solo para conocer su modelo de negocio,
mientras les hacía creer un interés de compra, y lanzar luego su propia
versión con productos similares. Google, que junto con Facebook se reparten
la mitad de la publicidad mundial online, sufrió una multa de 5.000 millones
de dólares por parte de la Unión Europea por aprovechar su posición con
Android para hacer de Chrome su buscador predeterminado; vamos, que
Google ha sacado ventaja de su posición dominante en buscadores en claro
detrimento de la competencia. Facebook, por su parte, se ha dedicado a
copiar funcionalidades de las otras plataformas que no ha podido comprar. La
Comisión Federal de Comercio de Estados Unidos multó a Facebook en 2019
con otros 5.000 millones por su escaso respeto a la privacidad de los usuarios.
Estas son solo algunas de las acusaciones que han tenido que enfrentar estas
empresas que ahora se erigen en guardianas del pudor público.443
Quien tampoco se libró de las multas multimillonarias fue Microsoft, en
concreto por Internet Explorer y Windows. Precisamente es Bill Gates quien
está impulsando un auténtico «Ministerio de la Verdad» a nivel mundial a
través de Microsoft, que culmina en la Coalición para la Procedencia y la
Autenticidad del Contenido (C2PA), un comité liderado por la empresa del
norteamericano, que cuenta con el respaldo de la BBC, The New York Times
y Adobe, además de Truepic, una aplicación de verificación de imágenes. La
promesa de que su única intención es que los contenidos no sean
manipulados resulta poco creíble: según se explica en el propio medio,
cualquiera que cuestione una información de los medios que conforman la
coalición será preterido como fake news. Estando la censura en manos de
Microsoft, está garantizado el destierro a las más oscuras profundidades de
los buscadores. La identificación del autor del bulo y de quienes han
consumido dicha información —un vídeo, un blog, un comentario en un
digital, una simple opinión en cualquier medio— es esencial para Microsoft:
su ventaja sobre las otras verificadoras es que el control es tan exhaustivo que
las informaciones apenas necesitarán ser publicadas para que se ejerza la
censura sobre ellas.
En palabras de la empresa, la investigación perseguirá «desde el
dispositivo de captura hasta al consumidor de información». Por esta razón,
«la colaboración con fabricantes de chips, organizaciones de noticias y
empresas de software y plataformas es fundamental para facilitar un estándar
de procedencia integral e impulsar una amplia adopción en todo el contenido
del ecosistema».444
La censura está copiada de la que se ejerce en Twitter. Una vez localizado
el disidente, sus siguientes informaciones u opiniones no serán visibles. Sin
sombra de ironía, Eric Horvitz, ejecutivo de la verificadora, comenta que
«existe una necesidad crítica de abordar el engaño generalizado en el
contenido online, ahora potenciado por los avances en inteligencia artificial y
gráficos y difundido rápidamente a través de internet. Nuestro imperativo
como investigadores y tecnólogos es crear y perfeccionar los enfoques
técnicos y sociotécnicos para este gran desafío de nuestro tiempo. Estamos
entusiasmados con los métodos para certificar el origen y la procedencia del
contenido online».445
El ejemplo de lo que pasa en España es significativo. Las llamadas
verificadoras son empresas creadas con una determinada finalidad de control
ideológico, como ya dijimos. La productora de contenidos digitales de Ana
Pastor —llamada Newtral, sin sombra de ironía— nos dice lo que es verdad y
lo que es mentira con una alegría perfectamente comprensible. Un poco más
tarde apareció Maldita, dirigida por dos personas relacionadas con el entorno
de Ana Pastor: Clara Jiménez y Julio Montes. Todos ellos de ideología
abiertamente «progre» y globalista. En cuanto a la verificadora de la Agencia
EFE, está en manos de Gabriela Cañas, quien trabajó muchos años para el
Grupo PRISA y es subdirectora de la Escuela de Periodismo UAM-El País;
en este diario ha llegado a ser editorialista, buena muestra de su
independencia ideológica, política y empresarial. Corolario a su trayectoria
de fidelidad política, desempeñó el cargo de directora general de Información
Internacional en la Secretaría de Estado de Comunicación entre 2006 y 2008,
bajo el gobierno de Rodríguez Zapatero.446 Gabriela Cañas accedió a la
dirección de EFE tras el cese de Fernando Garea, al que el gobierno sacó de
su puesto en febrero de 2020, con singular sentido de la oportunidad. La
lacónica despedida de Garea —«Una agencia pública de noticias no es una
agencia de noticias del gobierno, ni siquiera una agencia oficial»— prologa
adecuadamente la actuación de su sucesora, la señora Cañas.447
Aunque nuestro país pueda ser considerado, con cierta razón, una especie
de laboratorio, no solo en España cuecen habas. En Nueva Escocia (Canadá),
una orden judicial prohibía las reuniones que implicaran protestas públicas
porque «podrían difundir deliberadamente información falsa que crea
riesgo». Todo derecho a la protesta ha sido proscrito, incluyendo las que
pudieran producirse en las redes sociales.448
Si algo no necesitan las redes sociales es estímulo para la censura. La
escalada, de todos conocida, en cuanto a la censura de contenidos, así como
la coordinación con las verificadoras (la financiación sale de las mismas
fuentes), hace tiempo que es imparable, pero en las últimas fechas ha subido
unos cuantos grados. En julio de este 2021, Facebook ha anunciado a sus
usuarios que, en caso de acceder a contenido «extremista» —a fin de
combatir el odio y la violencia; esto es, todo lo que sea incorrección política
—, serán notificados, como si estos necesitasen ser tutelados; una absurda
ficción que apenas logra camuflar el verdadero objetivo brutalmente
represivo. No contento con eso, Facebook propone abiertamente a los
usuarios la delación de amigos y conocidos que pudieran estar
radicalizándose, a fin de evitar que estas personas «manipulen la rabia y la
decepción».449 La perversión más radical, un viejo truco semejante al que
Mao Zedong empleó en los años cincuenta del pasado siglo, en lo que se
conoció como «Campaña de las Cien Flores»: invitar a la libre expresión para
después eliminar las opiniones disidentes. Básicamente, eso es lo que hace
Facebook.
Con ser esenciales en la edificación de un mundo a medio camino entre
Orwell y Huxley, las big tech, las verificadoras y la censura de la libertad de
expresión no son los únicos instrumentos de aherrojamiento humano en
nuestros días. La inclemente ofensiva contra la libertad tiene también por
objetivo la limitación de movimientos: ya hemos citado la supresión del
dinero y la de los vuelos domésticos o la guerra al vehículo privado. Todas
ellas son ya una realidad incipiente o próxima.
En la misma línea está el pasaporte europeo de vacunación, que entró en
vigor el 1 de julio de 2021. En un principio, se aseguró no ya que dicho
documento no sería obligatorio y que no se podría requerir a los ciudadanos,
sino que incluso era cuestionable su misma licitud y legitimidad. Las
instituciones europeas se negaron a aceptarlo; y, además, se dudaba de su
utilidad práctica. Macron rechazaba que pudiese suponer ventaja alguna para
quien se hubiese vacunado, ya que representaba una discriminación; pero la
argumentación ya entrañaba una primera trampa, puesto que el presidente
francés se refería a aquellos que no hubieran podido acceder por diversas
causas, y no a aquellos que hubieran declinado de modo voluntario. El
pasaporte no sería obligatorio, pero sí podría imposibilitar el acceso a
aviones, a recintos públicos o, en general, a participar en acontecimientos
multitudinarios.450 Todo comenzaba a moverse hacia una dirección muy
determinada.
En el verano de 2021, los europeos que quieran trasladarse por la Unión
Europea tienen que disponer de él; de otro modo, estarán sujetos a los
requisitos sanitarios de cada estado lo que, evidentemente, supone una
discriminación por razones sanitarias, unas razones que esos mismos países
se negaron a secundar en el caso del SIDA. La diferencia entre esta
enfermedad y el covid es ciertamente enorme; mientras que de este
coronavirus apenas han muerto en el mundo 4 millones de personas (hasta el
verano de 2021), el SIDA tiene a sus espaldas 33 millones de muertes. Y, sin
embargo, la actitud de las autoridades ha sido diametralmente opuesta:
¿puede alguien imaginar el escándalo mundial que se hubiera producido si un
hotel, un restaurante o una discoteca hubiesen solicitado una prueba de estar
limpio del VIH para permitirle acceder a sus recintos? Pues resulta que ahora,
con el covid-19, esta prueba será imprescindible en países como Austria para
alojarse en un hotel, para asistir a un acontecimiento cultural o deportivo o
para entrar en un restaurante. Y eso solo parece el comienzo.
En teoría, sin embargo, la vigencia del pasaporte es de doce meses, y se
supone que cuando se levanten todas las restricciones por el coronavirus
perderá su vigencia. De acuerdo a la normativa, la comisión tendrá que
presentar informes de su aplicación cada cuatro meses.451 También de
acuerdo a ella, ha establecido tres tipos de certificados:
a. Certificado de vacunación, que recoge haber sido vacunado, aunque no
especifica si con una o dos dosis, así como tampoco la duración del
efecto de la vacunación.
b. Un segundo certificado, que es el correspondiente a la recuperación,
que incluye a las personas que han pasado la enfermedad entre 11 y
180 días después de una PCR positiva.
c. Un tercer certificado, el de prueba negativa de las personas que tienen
una prueba diagnóstica negativa en el test de antígenos con 48 horas de
antelación al viaje y 72 horas en la prueba negativa de PCR.
Como es natural, la población confía en que todo esto no sea una coartada
para imponer una especie de sociedad a dos velocidades. Además, desde el
principio quedó claro que los vacunados no estaban exentos de contagiar o de
enfermar; por tanto, el documento no habría de ser de una gran utilidad. Los
testimonios al respecto son abundantes; pues la vacuna, frente a lo que
quieren la prensa y el gobierno, no inmuniza.
La realidad es que la idea de un pasaporte de vacunación resulta un tanto
extraña. Para la generalidad de la población, el coronavirus no representa una
amenaza real; como sabemos, por debajo de los sesenta años, el riesgo es
mínimo. Dadas estas circunstancias, tal tipo de exigencias resultan
francamente grotescas y parecen revelar que las medidas adoptadas por los
estados y los organismos internacionales tienen la intención de rebasar la
esfera de lo sanitario.
No es seguramente casual que China haya sido el primer país en poner en
circulación el pasaporte de vacunación; lo lleva haciendo desde marzo de
2021, y la verdad es que resulta de complicada justificación por cuanto lo que
más tiene China que temer es el contagio desde el exterior y no tanto
contagiar.452 Cada vez parece más claro que a los poderes públicos —y
privados— les cuesta una enormidad renunciar a las medidas de control de su
población.
Quizá por eso la Unión Europea, al estilo chino, aceleró el pasaporte covid
para efectuar la primera criba: los ciudadanos que tengan el documento (los
buenos ciudadanos) tendrán movilidad; los que no lo tengan carecerán de ella
o, en primera instancia, en la práctica se verán impedidos (en buena parte de
los casos). Que se trata de una discriminación de derechos es evidente, pero
un amplio sector de una sociedad aterrorizada lo aceptará gustosa e incluso lo
demandará. Como se ha dicho, la medida fue criticada en medios oficiales
porque no hay evidencia de que la persona vacunada no contagie e incluso
porque puede producir el efecto perverso de que haya individuos que quieran
contagiarse para gozar de estos derechos. Eso por no entrar en que en Francia
las PCR son gratuitas mientras en España cuestan 100 euros, lo que limita el
acceso de parte de la población a la posibilidad de viajar.
Lo cierto es que, muchos meses después de estos debates, ya no hay duda
al respecto: se ha impuesto el pasaporte covid. Aquellos que al comienzo de
toda esta zarabanda eran considerados conspiranoicos al denunciar lo que
estaba pasando como una amenaza para la libertad han resultado tener razón.
El relato oficial, hoy, simplemente los ignora.
La línea marcada por los gobiernos globalistas ha sido clara desde el
principio: no va a ser el poder político el que determine las medidas más
represivas. Esa tarea le corresponde a las compañías privadas; serán las líneas
aéreas, los clubes deportivos, los supermercados, los centros comerciales, los
lugares de ocio y esparcimiento como bares y teatros. En principio, no habrá
seguramente obligación, pero te convertirás en un apestado.453 Algunas
aerolíneas ya están considerando ofertar sus vuelos solo a los vacunados454, y
la Unión Europea facilitará a estos la entrada en el territorio europeo.455
De forma muy gráfica, el ministro de Sanidad israelí, Hezy Levy, anunció
la estrategia del gobierno de su país, extensiva a cualesquiera otros: «Obligar
a la población no funcionaría. Hay que motivar a la población. Si tienes la
carta verde, podrás ir a las zonas verdes (que son las zonas “seguras”), y si no
lo haces, necesitarás someterte a una PCR, de modo que acabarás
comprendiendo que la vuelta a la vida normal se efectúa a través de la
vacuna, sin necesidad de obligarles». Mike Cernovich ha resumido la idea
reflejando la frase del Apocalipsis referida a la marca de la Bestia: «Nosotros
no forzaremos a nadie a vacunarse; lo harán Amazon, los bancos, las líneas
aéreas. No se podrá comprar, ni vender, ni comerciar sin la vacuna».456 La
referencia apocalíptica podrá resultar hollywoodiense si se quiere, pero lo
cierto es que para cualquier persona educada en la cultura cristiana no deja de
presentar unos ribetes inquietantes.
Todo esto sería imposible sin haber aterrorizado previamente a la
población. Son muchas las señales de que toda esta operación va a dejar
cicatrices en nuestras sociedades: fundamentalmente las del miedo. En
España, al anuncio de que las mascarillas no serían ya obligatorias en los
espacios públicos le siguió una renuencia de la población a quitárselas. No
pocos veían la medida incluso como una amenaza. Los argumentos racionales
no servían, se estrellaban contra el terror-pánico. Desde la derecha no faltaba
quien sentía la tentación de utilizar la medida en sentido partidista contra el
gobierno. Habían sido aterrorizados durante quince meses, y el resultado no
podía ser, estadísticamente, muy diferente.457 En Europa las cifras son muy
otras, pero quizá eso tenga que ver tanto con las dosis de terror inoculadas a
sus sociedades como con la cultura política, lo que las hace de un carácter
menos sumiso.
El daño que se le está haciendo a la población es muy profundo. El
británico Robert Dingwall es profesor de sociología en la Universidad de
Nottingham Trent y asesor gubernamental. Señala el peligro en el que nos
estamos adentrando; el de una dictadura biosanitaria que nos está
acostumbrando al distanciamiento social, a las pantallas y a las mascarillas,
deshumanizando nuestras relaciones y que ya parece habernos resignado a
perder nuestra libertad.

Estamos asistiendo al nacimiento de lo que podríamos llamar el «Estado de


bioseguridad», un nuevo mundo en el que los políticos y los científicos que
les asesoran deciden que la supresión de enfermedades es más importante
que las libertades humanas que damos por sentadas.
El director científico jefe sir Patrick Vallance y el director médico, el
profesor Chris Whitty, se dirigieron al Comité de Ciencia y Tecnología de
la Cámara de los Comunes, y describieron un futuro en el que estaremos
limitados indefinidamente por la necesidad —tal como ellos lo ven— de
mantener las infecciones al nivel más bajo posible.
En su opinión, la vacunación no significa la liberación. «Cuanto más
podamos hacer una rutina en torno a las cuestiones de higiene, ventilación,
etc., mejor será», dijeron. Se ha producido una adición al distanciamiento
social, la cobertura facial, la higiene de manos, las pantallas Perspex y las
pruebas y los rastreos agresivos.
Nosotros podemos hablar de los peligros que plantea la normalización
de las mascarillas y las otras restricciones covid, peligros que van más allá
del terrible peaje sobre el empleo, la salud mental y la esperanza de vida.
Los seres humanos parecen necesitar alguna medida de exposición a la
infección para mantener sus sistemas inmunológicos en buena forma. El
desafío de este invierno para el Sistema Nacional de Salud bien puede
venir de la gripe en lugar del covid.
(…) El covid-19 es extremadamente peligroso para algunos y ha matado
a demasiadas personas, pero necesitamos perspectiva, no pánico, cuando
pensamos en nuestro futuro.
El poder político y el público deben admitir que cierto riesgo de
enfermedad y muerte es el precio que pagamos por llevar una vida normal.
Esta es una opinión que el profesor Whitty pareció respaldar la semana
pasada cuando señaló que desde hace mucho tiempo hemos aceptado un
cierto riesgo de infección y muerte por gripe.
Pero, ¿por qué también dijo que deberíamos esperar hasta dos años antes
de que se reanude la vida normal, como si estuviéramos estableciendo un
punto de referencia más alto para el covid-19?
¿O acaso los que están en el poder ahora han llegado a la conclusión
privada de que la «nueva normalidad» significa sacrificar
permanentemente nuestras libertades para controlar la enfermedad, algo
que nunca ha sido un papel adecuado del gobierno? ¿Nos veremos
obligados a usar mascarillas en los meses de invierno, pero esta vez para
protegernos de la gripe?
Debemos resistirnos a tales llamamientos. Las democracias ya no
mueren a manos de hombres con armas de fuego, sino desde dentro, a
manos de sus líderes electos.458
No es la primera referencia a que esa población que ha sido
sistemáticamente aterrorizada durante un año, al prolongar unos hábitos sin
los que ahora parece no saber vivir —como es el de la mascarilla—, puede
estar generando un efecto adverso de cara al otoño e invierno 2021-2022 al
desarmar el sistema inmunitario, que exige un entrenamiento continuo. Pero
las señales que emiten muchos científicos al respecto son inequívocas.
Un mantenimiento, no digamos un aumento, de las cifras de contagios este
próximo otoño-invierno (podría darse también el caso de una confluencia del
covid-19 con la gripe, lo que crearía un escenario endiablado) puede terminar
consagrando ese estado de poder biosanitario del que habla Dingwall. Las
sociedades europeas están bien dispuestas a entregar su libertad a cambio de
seguridad, y no digamos a cambio de salud. El temor a la muerte —el tabú
que ha sustituido en nuestras sociedades al del sexo— es más poderoso que
cualquier otra cosa.
Esa entrega no será reversible. Ha venido sucediendo con las cámaras en
las calles y con los controles en los aeropuertos; está sucediendo con el
reconocimiento facial, que ya es una realidad asfixiante en China y que aquí
está comenzando. La población lo aceptará, pues un rápido reconocimiento
de la persona afectada permitirá ayudar a esta en plena calle o evitará la
delincuencia. ¿Quién está en contra?

Hacia el transhumanismo

Hay una cierta preocupación en determinados círculos por la implantación de


un chip en nuestro cuerpo. La cuestión del chip se ha convertido en la piedra
de toque para distinguir los «conspiranoicos» de otros posicionamientos más
razonables. No prejuzgo acerca del asunto, pero, sin desdeñar dicha
posibilidad para un futuro, hay que plantearse qué necesidad tiene hoy el
poder de implantarnos chip alguno cuando estamos no solo localizados
permanentemente a través de nuestro teléfono móvil, sino que exponemos
nuestros gustos, creencias, tendencias e inclinaciones bajo el ojo
todopoderoso de las redes sociales y la navegación en los buscadores. Tal
objetivo puede quedar bien pronto completamente obsoleto en cuanto a que
nos encaminamos hacia un futuro transhumanista más o menos próximo. Y,
sin embargo, vamos a ver cómo, en efecto, el implante de chips juega un
importante papel en el desarrollo del transhumanismo.
El transhumanismo no puede entenderse sin comprender que llevamos
inmersos en un profundo proceso de deshumanización desde hace mucho
tiempo. La sociedad industrial, la sociedad de masas es, en sí misma, una
sociedad en la que lo humano ha ido perdiendo terreno desde su mismo
origen. Una característica acentuada en las últimas décadas.
Esa deshumanización se articula en torno a la fe en el progreso, piedra
angular de la edad contemporánea. Una piedra angular basada en el principio
de que todo progreso es, en sí mismo, intrínsecamente bueno.
Indudablemente, la irrupción del paradigma científico como explicativo de la
realidad material nos aportó enormes dosis de conocimiento poco antes
inconcebibles, al tiempo que alargaba nuestra vida y la mejoraba
cualitativamente. Su impacto es difícil de exagerar.
Hoy vivimos ochenta años en lugar de treinta, los niños no mueren al
nacer, las enfermedades son más controlables y matan a la gente mucho más
tarde; y un simple dolor de muelas ya no constituyen un sinvivir
interminable. No se es anciano a los setenta años, sino que mucha gente de
esa edad practica deporte, presenta una completa movilidad y salud, conserva
sus piezas dentales o le han sido sustituidas, y lleva un género de vida que no
estaba a disposición de los jóvenes hace apenas cincuenta años. Nuestros
abuelos de hoy parecen los padres de hace medio siglo. Tenemos acceso a
conocimientos que hace poco eran un arcano, damos la vuelta al mundo en
apenas veinticuatro horas… en fin, que no es verdad que cualquier tiempo
pasado fuese mejor si nos atenemos a las condiciones materiales de vida. La
vida es mejor y más larga. La calidad de vida ha aumentado. Es un hecho
objetivo.
Pero el sueño del progreso eterno es peligroso, porque se ha convertido en
un sustitutivo de la religión, e incluso en una religión. Una religión, eso sí,
esencialmente débil, necesitada de permanentes milagros, cada vez más
espectaculares. Milagros escoltados por verdaderas epifanías del horror,
como nos enseña el último siglo.
El sueño del progreso eterno estalló en mil pedazos en agosto de 1914,
cuando todas aquellas facultades superiores de la ciencia se volcaron en los
campos de Flandes y de Francia, de Rusia y de Ucrania, para mostrar que
también gracias a la ciencia el hombre tenía la capacidad de matar a sus
semejantes a una escala desconocida hasta entonces. La historia que le siguió,
otra guerra mundial aún más terrible, los genocidios, el comunismo, un sinfín
de guerras de menor entidad, pero no menos mortíferas en su conjunto, los
1.000 millones de abortos aniquilados en versión industrial, el salvajismo
fundamentalista musulmán, todo género de terrorismos, la destrucción de la
familia… no mejoró las expectativas.
A lo largo del siglo XX todo ese proceso vino acompañado de una
paulatina degradación humana, que alcanzó extremos inimaginables. La
llegada del siglo XXI nos trajo la imposición de la llamada ideología de
género, basamento pseudointelectual de toda esa política llamada de
«ampliación de derechos». Comprender el impacto de la ideología de género
es esencial para explicar el futuro diseñado por las élites para nuestro mundo.
La ideología de género se levanta sobre la negación de la identidad y la
esencia del ser humano, al que tan solo se le atribuye existencia. Sin esencia,
la existencia puede tomar la forma que se desee, descontando que esta no
tiene por qué tener un carácter permanente. Sin la ideología de género —sin
esa negación de la esencia y su deriva degradante de la naturaleza humana—,
no sería posible la afirmación transhumanista, que representa la hibridación
entre el hombre y la máquina, con una inevitablemente progresiva cesión del
primero en favor de la segunda. Solo un hombre deconstruido puede asumir
el triunfo del cyborg, donde se dan cita los sueños de la ideología de género y
de la confianza infinita en el progreso, que exigirá la superación del ser
humano. El cyborg es un ser que ya no es propiamente humano, sino una
superposición tecnológica a la base material biológica que el ser humano le
presta.
Se trata de la última revolución posible —o, al menos, la última que
podremos emprender como seres humanos—, porque lo que hay en ella es un
abandono de la humanidad. El transhumanismo, que tampoco es una doctrina
uniforme y que abarca muchos aspectos, tiene ese aire inconfundible de la
posmodernidad: no está sistematizado (como la propia ideología de género),
pero el vínculo entre todas sus teorías es la sustitución del hombre, previa
degradación del mismo.
Empieza por asentarse en la destrucción de todos los lazos orgánicos, de
todo aquello que nos procura una identidad colectiva: es, en su esencia, un
materialismo radical, más próximo al liberalismo que a otra cosa. El camino
es la individualización del ser humano y la fragmentación de la sociedad
humana que causarán, ya lo está haciendo, la división entre las personas. Esa
división se está atizando desde el poder, asignando diferentes identidades de
tipo sexual a los individuos, identidades que se constituyen como esenciales,
por encima de las de carácter nacional, cultural o familiar. La consecuencia,
deliberadamente buscada, es la ruptura de los lazos que nos unen, y su
corolario, el enfrentamiento generalizado; la ruptura de la familia, su
disolución, es imprescindible, como primer paso; al tiempo que las
identidades colectivas como la patria o las sociales de todo tipo, desde los
sindicatos a los clubes.
Porque para el transhumanismo, la humanidad es solo una etapa transitoria
a superar en el camino al progreso. Su concepción de la historia se basa en
que el hombre procede del animal y, tras atravesar la etapa de humanización
en la que estamos, abandonará esta naturaleza para convertirse en cyborg
superando sus limitaciones. Como es lógico, al absolutizar el progreso se
relativiza al hombre, dispuesto al servicio de aquel. La consecuencia es que la
humanidad, hoy, no está lejos de ser esclavizada por la tecnología: una tiranía
inhumana asoma en el horizonte, algo que ya ha superado el estadio de mera
pesadilla para convertirse en una realidad.
Decíamos que solo degradando al ser humano puede abordarse el
transhumanismo, justificado en que debe sacrificarse el hombre al progreso;
por supuesto, no se nos presenta como tal —como un sacrificio, como un
esfuerzo—, sino como la implementación de una mejora que nos ayuda a ser
más felices. La sustitución de partes de nuestro cuerpo, que puede ayudarnos
a superar desgracias de tipo físico o psicológico, desemboca en la idea de que
cualquier cosa que desempeñe mejor una función debe ser adoptada.
Esa degradación se puede rastrear en lo que ya viene siendo la amplia
literatura transhumanista. La ideología de género es uno de sus más firmes
asideros; de hecho, el transhumanismo es la culminación de dicha ideología,
y no es por casualidad que muchos de sus defensores son ideólogos de
género, porque en el transhumanismo se hace realidad el final de los dos
sexos. La ideología de género es un paso más, decisivo, en el despliegue
emancipatorio que caracteriza nuestro tiempo. El siguiente es la emergencia
del cyborg —el organismo cibernético—, la deconstrucción del cuerpo
sexuado, el final del hombre. El cyborg, dice Celia Amorós, es el Alfa y el
Omega.
En esa degradación del ser humano a la que nos referíamos, además de la
ideología de género, tenemos hoy que señalar la existencia de otro factor
vital, como es el animalismo. Una de sus propagandistas, Judy Wajcman —
en El tecnofeminismo—, señala el vínculo entre las tecnologías reproductivas,
la ingeniería genética y la eugenesia como una de las razones esenciales para
que los gobiernos progresistas impulsen la biomedicina y la reproducción
artificial.
El cyborg, según Donna Haraway, se sitúa del lado de la perversidad (sic).
Representa la conciliación entre lo humano y lo animal, una separación que
no debió suceder (y que nos conecta con el actual animalismo). El relato
cristiano de la creación, que implica la idea de que el ser humano es algo
superior al animal, debe ser desterrado, puesto fuera de la ley y sus
defensores encarcelados, porque es la justificación de la dominación
especista. Su antítesis se concreta en el Proyecto Gran Simio: derribar las
barreras entre el hombre y el animal, destruir las fronteras entre las especies,
otra de las formas de dominación descubiertas a partir del marxismo cultural.
Consecuentemente, Haraway propone la zoofilia no solo como aceptable,
sino como la consumación de esta idea de fusión entre el animal y el ser
humano. De hecho, Haraway ha escrito abundantemente acerca de sus
propias relaciones sexuales con su perra, lo que según ella ya no constituye
«la prolongación de la imposición heterosexual masculina oprimiendo a seres
feminizados, sino una práctica homosexual libremente consentida».459
El animalismo está estrechamente relacionado con el ecologismo, con el
vegetarianismo y con el veganismo, aunque no necesariamente haya que
considerarlos una misma cosa y hasta disputen con crudeza en torno a ideas
para ellos esenciales. Pero ecologismo, vegetarianismo y veganismo no son
movimientos inocentes, aunque pueda parecerlo. No se trata de simples
gustos culinarios, sino de una formulación ideológica, aunque quienes la
practiquen no siempre tengan conciencia de ello, claro. Y ese es su triunfo.
Como se ha dicho, en el discurso transhumanista juega un importante
papel la deconstrucción de la humanidad, y pocas cosas han contribuido más
a ello que la filosofía conocida como «utilitarismo ético», defendida por una
escuela de pensamiento de la que el más destacado miembro es Peter Singer.
Singer, profesor de Princeton, es un filósofo converso al vegetarianismo
radical que saltó a la fama tras la publicación de Liberación animal en 1975.
En él recababa el fin del especismo, esto es, la consideración de que el
hombre sea algo distinto y superior al resto de los animales. Aunque no
puede decirse que su concepción progresista de la existencia hunda aquí sus
raíces en exclusiva, no cabe duda de que ha sido su «animalismo» lo que le
ha dotado de la suficiente originalidad como para convertirse en uno de los
referentes esenciales del pensamiento de la izquierda más vanguardista. Para
Singer, terminar con el especismo es una necesidad devenida de la
destrucción de todas las barreras que significan dominio (una reinterpretación
del marxismo cultural muy común en Occidente desde hace cien años). Una
derivada de la supresión del racismo, de la explotación sexual, del sexismo,
del heteropatriarcado: la liberación animal constituye «la última forma de
discriminación que queda en pie (…) debemos extender el mismo principio
de igualdad a otras especies que la mayoría de nosotros consideramos que
debe extenderse a todos los miembros de nuestra propia especie».460
Además, Singer es un eminente defensor de la eutanasia y la zoofilia entre
otras visiones alternativas de la realidad. Ardiente partidario de la primera,
para la segunda solo concibe el límite que impone el daño que se pueda
infligir al animal. Para Singer, la moral jamás precede a la autoconciencia.
Así que, según sus apriorismos, y superando la tradicional defensa del aborto,
la mera pertenencia a la especie humana no es un hecho significativo.
Consecuentemente, el recién nacido, al no haber desarrollado esa
autoconciencia, puede ser eliminado. Singer contempla positivamente el
infanticidio: «El niño no tiene estatus moral porque no es consciente de sí
mismo».
Singer acepta que, mediante el aborto, se está eliminando a un ser
humano, admitiendo que «el feto es, a todas luces, un miembro de la especie
humana»; pero eso no le disuade de su entusiasmo por el infanticidio, ya que
el recién nacido no es «una persona definida como un ser autoconsciente que
se reconoce a sí mismo en el tiempo. Mientras la pertenencia a la especie
humana no es relevante, sí que lo es la personalidad». Singer solo acepta la
existencia de derechos como resultado de la derivación de principios
utilitaristas.
El filósofo Michael Tooley, mentor intelectual de Singer, afirma que los
humanos recién nacidos no son personas, y su destrucción no es, en sí misma,
algo intrínsecamente malo.461 Para Tooley, durante los tres primeros meses,
la muerte del niño carece de toda significación moral. Seducido por el
liderazgo intelectual de Tooley, concluye Singer que, por debajo de un año, la
falta de autoconciencia de los humanos nos hace menos dignos de vivir que
un gorila adulto; un niño enfermo, llega a afirmar, merece menos dedicación
que un cerdo maduro. Para Singer, los bebés humanos no son personas, y su
vida no es más digna de protección que la de un feto. Esa es la base del
Proyecto Gran Simio.
Singer es plenamente consciente del significado de la partida que se está
disputando, hasta el punto de que admitió hace ya un par de décadas y media
ante la prensa británica que se trataba de cambiar los cimientos de la
civilización occidental. Así, afirmó de Juan Pablo II que «él y yo, al menos,
compartimos la virtud de ver claramente lo que está en juego».462
Las ideas tienen consecuencias. Y muchas más veces de las que creemos
las tienen sobre nuestras propias vidas. Cuando José Luis Rodríguez Zapatero
llegó al gobierno en 2004 lo hizo pertrechado con las últimas propuestas
progresistas, que incluían una decidida apuesta por la ideología de género y el
animalismo. El 14 de mayo de 2008, Izquierda Unida llevó por segunda vez
al Parlamento —la primera había sido en 2006— una proposición no de ley
sobre el Proyecto Gran Simio. Basado directamente en las ideas de su
fundador, Peter Singer, dicho proyecto se presentó como un paso decisivo
hacia el reconocimiento de la igualdad de humanos y monos.
De este modo, España se situaba en vanguardia mundial de los proyectos
de ingeniería social. En palabras de Pedro Pozas, director ejecutivo del PGS,
«España puede sentirse orgullosa de este primer paso fundamental de los
derechos de los seres vivos, que sin duda será reconocido, aplaudido y
seguido por otras naciones de la Tierra».
El discurso del PGS busca respetabilidad, evitando todo vínculo entre el
reconocimiento de los «derechos» animales y el menoscabo de la dignidad
del ser humano. Pero el fin del especismo es considerado por ellos mismos
como la última conquista teórica del progresismo en su búsqueda del
igualitarismo radical, «el igualitarismo más allá de la humanidad», según
confiesan; tras la liberación de las mujeres y la de los menores, es el tiempo
de los animales.463 El animalismo y sus derivados degradan al ser humano
por la sencilla razón de que no es posible humanizar a los animales, pero sí
animalizar al hombre.
Es una evidencia aplastante el rechazo que se produce de lo natural,
focalizado en el sexo. No olvidemos el objetivo esencial: terminar con el
sexo, causa de las barreras intraespecie. En eso radica en transhumanismo.
Este es un terreno en el que se ha avanzado enormemente a través de una
serie de mecanismos no hace muchas décadas inimaginables, como son la
disociación de reproducción y sexualidad y la hipersexualización social. Lo
resultante es un rechazo de lo sexual, una emancipación del cuerpo. Donna
Haraway insiste en este hecho. Escribe que: «El sexo del cyborg restaura el
hermoso barroquismo reproductor de los helechos e invertebrados, su
reproducción orgánica no precisa acoplamiento…». La base biológica deja de
condicionar al sujeto (ideología de género en estado puro) que, al poder elegir
a voluntad, convierte al cuerpo en un dato sin especial relevancia. El proyecto
de emancipación radical incluye la del sexo.
En el estadio en el que estamos, en la «reproducción asistida», podemos
elegir el sexo y hasta el cuerpo que se desea, con sus caracteres propios, sus
ojos, su altura, sus dimensiones de todo tipo, e incluso su capacidad
intelectual. El sueño cyborg del final del sexo y la reproducción
extracorpórea sin contacto físico es ya una realidad.
Recapitulemos: el transhumanismo es una ideología que cuestiona los
límites naturales de la humanidad y promueve diferentes maneras de
superarlos y mejorarlos por medio de la tecnología. La ausencia de ética —
por no hablar de moral— significa que todo lo que pueda hacerse es lícito
hacerlo. Lo que marca la licitud ya no es la moral, sino la posibilidad y la
utilidad. Así, se puede manipular el genoma humano, incluso aspirar a crear
al hombre biónico. ¿Por qué no vamos a mejorar el cuerpo humano? Ya no se
trata de curar disfunciones del cuerpo, sino de mejorar, incluso ampliar, sus
funciones.
Con estos antecedentes, y al hilo de lo que nos estamos ocupando, no
extrañará a nadie que el globalismo neomalthusiano muestre un particular
interés en el desarrollo de estas ideas. ¡Controlar la reproducción!
David Pearce y Nick Bostrom fundaron en 1998 la World Transhumanist
Association (WTA) —que edita la revista H Magazine— para difundir el
transhumanismo, con el objetivo de poner la ciencia, la salud y la tecnología
en la primera línea de la política mundial, empezando por la de Estados
Unidos. Cuando Obama llegó al poder, lo primero que hizo fue alentar este
tipo de empresas y actividades. Este pensamiento encaja perfectamente con la
dinámica economicista y social de las big tech de Silicon Valley y su fe
absoluta en la ciencia, los cambios vertiginosos y la tecnología de consumo
para dirigir el futuro de toda la humanidad. Seguidores confesos de esta
ideología son Raymond Kurzweil, director de ingeniería de Google; Elon
Musk, fundador de Tesla y Space X; o Peter Thiel, fundador de PayPal.
Lo que proponen es que la nueva estrategia del desarrollo sea la de la
unión de la base biológica humana con la tecnología; de ese modo podría
alcanzarse la inmortalidad, sobre todo cuando se llegue a la aniquilación de lo
puramente biológico. El cerebro humano podrá ser volcado en un dispositivo
electrónico: se trata de la cuarta revolución industrial, que transformará la
mente humana en una especie de software.
Naturalmente, esto representa un profundo cambio en los conceptos de
identidad, de libertad y de dignidad humana, que pasan a ser absolutamente
superfluos en la medida en la que se pierde la propia humanidad. El hombre
es solo una pequeña parte del universo biotecnológico, en el que ya no hay
lugar para el libre albedrío, que ahora carece de sentido; el objetivo es la
perfección biotecnológica, que nos iguala a todos, como la muerte en la Edad
Media. Esa igualdad implica resolver la enfermedad y la vejez, pero también
la fealdad, el odio, la individualidad y la propia libertad.
En definitiva, el transhumanismo se puede sintetizar en dos frases: hay que
pasar de lo terapéutico a lo mejorativo y debemos superar el azar en favor de
la elección. De modo que podamos cambiar nuestra genética para obtener
seres más inteligentes y mejor adaptados física o psíquicamente, con mayor
longevidad o más resistentes a enfermedades.
La mayor longevidad resulta singularmente atractiva, como es fácilmente
comprensible. El extropianismo de Max More —un neoliberal libertario—
deposita las esperanzas de la supervivencia humana tras la muerte en la
criogenización, es decir, en la conservación del cerebro, como se recoge en el
manifiesto «Principios extropianos 3.0». En el mismo sentido se manifiesta
Raymond Kurzweil, quien considera que la técnica hará posible almacenar la
memoria, la inteligencia y hasta las emociones en el cerebro artificial de un
robot. Hemos llegado a la posthumanidad, pues ya no se trata de mejorar la
humanidad, sino de sustituirla. La nueva situación conduce a que la mente
humana abandone su soporte biológico.
Como pionero de esta ideología y asesor de Humanity+ Organization
además de presidente de la Alcor Life Extension Foundation (dedicada al
congelamiento de cadáveres en nitrógeno líquido), Max More es más que uno
de los muchos científicos que quieren llevar a la humanidad a la siguiente
etapa de la evolución. Desde su visión filosófica, lo que determina al ser
humano no es su carácter sagrado, sino su realidad a partir de una casualidad;
por lo tanto, el mejoramiento genético de las personas es la más alta tarea
posible.
Para More (lo que bien puede ser cierto), en el futuro será habitual
sustituir muchos de los órganos biológicos humanos por máquinas más
eficientes. En sus principios extropianos (marco de valores y normas
transhumanistas para la mejora continua de la condición humana), asegura
que los transhumanistas se esfuerzan por mantener un «progreso constante
dirigido en todas direcciones» y también se preparan para «cambiar la esencia
de la naturaleza humana». Su máxima reza: «Queremos derribar las barreras
tradicionales, biológicas, genéticas e intelectuales que limitan nuestro
progreso». En su opinión, la humanidad se encuentra actualmente en un
umbral situado «entre la procedencia animal y un futuro posthumano».
Demuestra incluso un sentido de conciencia misionario: «Vayamos más allá
de nuestras viejas formas. Fuera con nuestra ignorancia, nuestra debilidad,
nuestra mortalidad. ¡El futuro es nuestro!». En su filosofía del
transhumanismo (2013), More define esta tendencia como un «movimiento
intelectual y cultural», cuya «posibilidad y conveniencia afirma una mejora
fundamental de la humanidad a través de la razón aplicada».
Ray Kurzweil, en este momento el representante más destacado de esta
corriente, es ingeniero jefe de Google. Según él, pronto estará mucho más
presente en la sociedad la inteligencia artificial que la biológica; que, a su
vez, será mejorada con los microchips (como vemos no se descarta la
implantación de chips en el cuerpo humano, sino todo lo contrario).
Sustituiremos la mayor parte de nuestro cuerpo por prótesis, prescindiremos
de la reproducción y la conciencia podrá sobrevivir eternamente en un
organismo robotizado.
Todo el conocimiento estará disponible en un microchip, que podrá
implantarse en el cerebro, pero carecerá de sentimientos y de moral. Para el
transhumanismo esto es irrelevante por cuanto está implícito el fin de la
humanidad, que es la caracterizada por estos atributos; de donde se seguirá la
entrega de todo el poder a la inteligencia artificial que, convertida en
todopoderosa, determinará el fin del ser humano.
El transhumanismo es la última consecuencia de la destrucción de todos
los lazos humanos y orgánicos; los vínculos religiosos, nacionales o
familiares. La destrucción de todo aquello que nos hace humanos, pues la
persona sin la comunidad no es más que individuo y, aislada, carece de los
atributos humanos más elementales, sin posibilidad de superar el estadio
puramente animal: es la sociedad la que dota al hombre de su condición
superior. La que le hace persona. Pero la idea de que podremos ser liberados
de nuestras imperfecciones, enfermedades y sufrimientos, que resulta
irresistible en nuestros días, lo será aún más en el futuro. La inmortalidad
física ya no es una quimera inalcanzable —pretenden— sino una
consecuencia previsible y más o menos próxima gracias al cyborg. El tributo
de la destrucción de nuestra humanidad —además, inadvertido— no parecerá
demasiado oneroso.
Debemos insistir en que el transhumanismo es el producto del mito del
progreso y su destilado, la emancipación. Las últimas décadas se han
caracterizado por la liberación de las limitaciones humanas; algunas de ellas
no son más que fantasmagorías, como la elección de sexo, una especie de
carnavalada que apenas nadie se atreve a denunciar en público, pero que está
preparando el terreno al transhumanismo, donde la ideología se funde con la
tecnología.
La población, acostumbrada al pensamiento único, cree ciegamente en el
progreso, hoy convertido en una religión pertrechada de un lenguaje
asemejado al del cristianismo, del que es su impostura. Tal impostura recibe,
desde luego, un cierto rechazo por parte de personas religiosas o humanistas,
pero esas corrientes es poco probable que salgan con bien del enfrentamiento.
Valga la evocación de quien fuese el creador de una de las primeras y
principales obras del transhumanismo, en 1989: «¿Es usted un transhumano?
Monitoreando y estimulando su personal tasa de crecimiento en un mundo
rápidamente cambiante». Su nombre era Fereidoun M. Esfandiary, un iraní
nacido en 1930, hijo de diplomático y educado de modo pronunciadamente
cosmopolita.
Esfandiary asumió la filosofía del cambio permanente, muy cercana al
existencialismo europeo de posguerra, y sustituyó su nombre de nacimiento
por otro, alegando que «los nombres convencionales definen el pasado de un
individuo: sus ancestros, su etnia, su nacionalidad, su religión. Yo no soy el
mismo que era hace diez años y desde luego no soy el que seré dentro de
veinte». El nuevo nombre que adoptó, de resonancias cibernéticas, fue el del
FM-2030.
FM eran las iniciales de su nombre de pila; los números 2030 los eligió
debido a que, nacido en 1930, aspiraba a vivir cien años. Pero FM-2030
murió en 2000, debido a un cáncer de páncreas. Su cuerpo está conservado
criogenizado, a la espera de que el transhumanismo en el que tanto creyó le
permita volver a la vida. Ese número, 2030, por cierto que es algo muy
presente hoy en nuestras vidas, y más que lo va a ser en el futuro próximo.
Quién sabe cuánto le debe a la mera casualidad la fecha que se ha elegido
para la Agenda que, quizá, lleve el nombre de su inspirador.

Las élites contra el pueblo


Sin negar la parte que tiene en la historia el enfrentamiento entre clases, es
más verdad que, al contrario de lo que diagnosticó Karl Marx, la historia de
la humanidad es la historia de la lucha de élites. O quizá es que, como
aseguraba Gaetano Mosca, ambas cosas suceden al mismo tiempo. En todo
caso, en lo que hace a nuestras sociedades democráticas occidentales, hay
algo que puede afirmarse con seguridad: la clase económicamente dominante
gobierna a través de las instituciones democráticas. Siguiendo a R. Miliband:
las decisiones políticas se convierten, así, en una correa de transmisión de los
intereses económicos.
Siendo todo esto cierto, no es suficiente para explicar lo que hoy sucede en
el mundo. El motor del globalismo es el neomalthusianismo, como se ha
dicho; y la coartada argumental, el cambio climático. Los globalistas han
expuesto muchas veces cuáles son sus propósitos de contención y
disminución de la población mundial, que estiman demasiado numerosa.
Demasiado numerosa, ¿para quién? La respuesta es: para ellos.
En principio, no dudo que los globalistas profesen con sinceridad sus ideas
neomalthusianas, aunque luego cuesta creerlo, sobre todo porque estas
encajan sospechosamente bien con la defensa de sus intereses. En otra parte
hemos hablado del informe Kissinger, que muestra con claridad cómo el
crecimiento de la población amenaza el statu quo internacional y la posición
hegemónica de los dueños del mundo. Y esa es la clave. La verdad es que, al
contrario de la doctrina oficial que ellos mismos propagan, no hay escasez de
materias primas en el mundo; ni escasez de alimentos; ni escasez de recursos.
Lo que hay es una obscena desigualdad de renta, de riqueza, de posesiones;
una monstruosa desigualdad —además, creciente— entre ricos y pobres.
Entre países ricos y países pobres, entre grupos sociales ricos y pobres, entre
individuos ricos y pobres.
De acuerdo a los estudios más serios, casi la mitad de la riqueza mundial
está en manos del 1% de la población; la riqueza del 1% de la población más
rica es 65 veces mayor que la de la mitad más pobre del planeta, una mitad
(3.800 millones de seres humanos) que poseen lo mismo que las 85 personas
más ricas del mundo.464
La desigualdad no es uniforme, pero en los países más ricos se acentúa
con el tiempo. En Europa se observa una destrucción de las clases medias, a
partir de la sucesión de crisis económicas que caracteriza la última década
larga. En el proceso, han sido depauperados asalariados y autónomos, en
favor de unas élites sociales cada vez más transnacionales.
Desde 2008, las clases media y trabajadora no solo han visto mermadas
sus posibilidades y su futuro, sino que se han visto privadas del acceso a
muchas prestaciones sociales como vivienda protegida y guarderías, de las
que sí se benefician los inmigrantes de ingresos más bajos. Inmigrantes
atraídos por unas políticas deliberadamente diseñadas para beneficiarse de la
mano de obra de bajo coste que representan, y que engordan a las élites a
costa de la proletarización de la clase media.
Es una evidencia clamorosa que las políticas económicas ya ni tratan de
disimular sus objetivos. El gobierno español, por quedarnos con nuestro caso,
destina ingentes cantidades de presupuesto a las políticas verdes y detrae un
sinfín de impuestos con el mismo objetivo. Una política que perjudica a muy
amplios sectores de una población que tiene que competir en condiciones de
desigualdad; las deslocalizaciones representan una amenaza permanente en el
mundo de la globalización, ya que los nacionales no pueden rivalizar con
quienes no tienen que soportar los costes de mantener un estado de bienestar,
y que muchas veces padecen la ausencia de derechos laborales y parten de
niveles de vida más bajos. Ello por no hablar de la consecuente
desnacionalización de los sistemas jurídico-laborales.
Las deslocalizaciones han dañado, sobre todo, a las pequeñas y medianas
empresas, generadoras hasta del 80% del empleo en muchos países de la
OCDE, empresas que tienen imposible deslocalizar; pero, además, las
deslocalizaciones han resultado lesivas no solo en el orden puramente
económico, ya que ese tipo de empresas frecuentemente son un pilar esencial
del tejido social. Las recomendaciones de quienes abogan por un orden
globalizado van, en consecuencia, por la vía de la contención de salarios, de
la disminución de los derechos laborales y del desmantelamiento —más o
menos camuflado— del estado de bienestar. La globalización, en definitiva,
ha beneficiado a las élites a costa del resto de la sociedad. En los propios
Estados Unidos, durante la segunda mitad del siglo XX, la media de
crecimiento del PIB fue del 3,5%, mientras que hoy no llega al 2%;
entretanto, las finanzas van viento en popa y las grandes fortunas ha visto
incrementada su riqueza.
Además, hemos visto que, no pocas veces, se ha optado por enfrentar la
crisis recortando el presupuesto para educación y sanidad, los salarios de la
administración y las pensiones. Todo lo cual se ha presentado como la única
política posible, alegando que la alternativa sería la de desmontar el estado de
bienestar. Lo cierto es que la clase media apenas puede ya sobrevivir sino
gracias a las ayudas sociales, aunque en muchos casos estas sean poco más
que residuales —como en el caso de España.
Si echamos la vista a la crisis de 2008, las políticas monetarias de los
bancos centrales han redundado en beneficio de la industria bancaria,
causante de la crisis, en claro detrimento de los ahorros de un sinnúmero de
hogares. La consecuencia es que mientras Wall Street ha dispuesto de dinero
barato en abundancia para sus inversiones financieras, en la década entre
2005 y 2014 los ingresos de dos tercios de las familias en 25 de las
economías más desarrolladas del mundo han descendido o, en el mejor de los
casos (pocos), se han mantenido. Todas las encuestas y los trabajos
sociológicos apuntan a que las nuevas generaciones están creciendo en el
escepticismo, y cada vez perciben como más deseable la adopción de
políticas de fuerza en detrimento del Estado de derecho. Parece claro que está
emergiendo lo que puede denominarse como «una nueva mentalidad
posdemocrática» y, lo que es más peligroso: una generación que mira con
indiferencia el imperio del derecho. Algo que ha sido particularmente visible
durante la pandemia.
En el caso español, hemos asistido a un descenso de los salarios en
términos reales. La desigualdad es cada vez mayor: el 10% de la población
que hace cuatro décadas poseía el 26% de la riqueza hoy posee el 48%; si
atendemos a criterios como el de «riqueza financiera», encontramos que ese
10% de la población acapara el 70% de esta. La teórica salida de la crisis en
2013 había reducido los perceptores de salarios en un 13,5% y la masa
salarial en un 19,6%. La crisis había producido una pérdida de poder
adquisitivo, afectando sobre todo a los salarios más bajos.
La presunta salida de la crisis arrojaba unas cifras de desigualdad salarial
más elevadas que nunca. En su conjunto, los salarios habían aumentado, pero
la realidad era que los más altos habían subido, los medios y bajos habían
descendido y se había destruido el empleo de menor calidad. El peso de los
salarios en el PIB descendía un 3,4% entre 2010 y 2013, el de los beneficios
de las empresas en el reparto de la renta aumentaba durante ese tiempo un
2,4% del PIB.
Durante los años más duros de la crisis, según se multiplicaba la pobreza,
las cien mayores fortunas de España acrecentaban sustancialmente su
patrimonio, fenómeno semejante al sucedido en los países de la Unión
Europea: hoy tenemos un 51% más de ricos de los que había en 2007,
mientras un 13% de los asalariados está en riesgo de exclusión. El fenómeno
del aumento del número de millonarios y del número de pobres es una pésima
noticia, por cuanto ambas cantidades se detraen de la clase media.
El panorama con el que vamos a vivir es el de un país en el que una
ingente masa de población tendrá que pasar años tratando de encontrar
empleo. Los mayores de cincuenta años están perdiendo toda esperanza, y sus
últimos años de vida laboral serán, en no pocos casos, menos productivos que
los primeros; y hoy ha descendido por debajo del 50% quienes, registrados
por la EPA, reciben alguna prestación pública, la mayor parte de ellas de bajo
nivel.
Además, la debilidad de la economía española se ha acentuado,
convirtiéndola a estas alturas en completamente dependiente y, por tanto, de
una extrema sensibilidad a las menores oscilaciones internacionales. Apenas
tenemos autonomía para decidir nuestras políticas, en especial la económica.
La pertenencia de España a la Unión Europea hace mucho que ha dejado de
suponer una ventaja; hoy, los perjuicios se acumulan, y estamos
desmantelando lo que nos queda de sector productivo en favor de la Unión
concebida como un negocio de la Europa del norte, fundamentalmente de
Alemania y Holanda.
En España, la agricultura es aún un 8% del PIB, y nuestro país es el octavo
del mundo en exportación de productos agrícolas. El problema fundamental
es que los precios de venta son bajos, lo que usualmente se achaca a los
intermediarios, a las grandes superficies o a las cadenas de distribución. Pero
la realidad es que los precios agrícolas se han desplomado fundamentalmente
debido a las políticas de la Unión Europea con sus tratados de libre comercio.
El pequeño agricultor europeo no puede concurrir al mercado con productos
competitivos gracias a los salarios de hambre del Tercer Mundo.
Tanto la forma en que el producto se genera como la calidad del mismo no
parecen preocupar a la Unión Europea, que ha abierto sus fronteras
precisamente para producir ese efecto. La consecuencia es que, por ejemplo,
las legumbres de los supermercados españoles son todas extranjeras, aunque
de mucha peor calidad que las nuestras. Quienes importan estos productos a
Europa son grandes corporaciones transnacionales en manos de fondos de
inversión especulativos que invierten allí donde los salarios son
particularmente bajos. Las abundantes ganancias que obtienen las llevan a
paraísos fiscales, incrementando así sus beneficios.
¿Quiénes son, pues, los beneficiarios de las políticas agrícolas de la Unión
Europea? No, desde luego, los agricultores de los países que componen el
club bruselense, que deberían serlo. Pero tampoco aquellos que son
sometidos a explotación para competir con los españoles, sino que, además
de las grandes corporaciones a las que nos hemos referido, el gran
beneficiado es Alemania, el constructor de la Unión Europea.
Alemania es la cuarta potencia económica del mundo tras Estados Unidos,
China y Japón. Es el mayor exportador de capital a nivel mundial y, mientras
ha obligado a muchos miembros de la Unión Europea a renunciar a su
industria, ella obtiene el 30% de su PIB del sector secundario. Es el tercer
mayor exportador del mundo, a muy corta distancia del segundo, Estados
Unidos, y doblando a Japón. Multiplica las exportaciones españolas por seis,
básicamente gracias a la industria eléctrica, fabricación química, empresas de
vehículos y maquinaria.
Alemania amplía sus mercados por todo el mundo, consiguiendo colocar
sus productos industriales a cambio de otorgar facilidades comerciales, como
a China y Sudáfrica, donde vende productos químicos prohibidos en Europa,
como ha hecho en Egipto o Marruecos. Y en contrapartida, ¿qué es lo que
Alemania sacrifica? Los productos agrícolas del sur de Europa. A cambio de
que Alemania haga negocio por todo el mundo, a cambio de expandir sus
mercados, somos los españoles (y los portugueses, y los italianos, y los
griegos y, en parte, incluso los franceses) los que pagamos ese negocio a
través de los tratados de libre comercio. Mientras tanto, el superávit alemán
está alcanzando su cénit en los últimos años.
Desde la creación de la Unión Europea, solo Alemania, Luxemburgo y los
Países Bajos han obtenido beneficios. Su renta per cápita es el doble de la
española. La clase política nos muestra tal situación como la consumación de
un gran éxito, pero la renta alemana es el doble de la nuestra, nuestro déficit
aumenta cada año, y el PIB alemán es 3 veces el español, al tiempo que
hemos liquidado nuestra industria mientras Alemania vive de la suya.
A estas alturas nadie ignora que la Unión Europea es el negocio de
Alemania. Pero este hecho quizá oculta que hay otros grandes beneficiarios
de la situación por la que atravesamos, como es el caso de los Países Bajos,
un pequeño país de diecisiete millones de habitantes convertido en la quinta
economía de la Unión. Algo que llama poderosamente la atención, pero para
lo que existen buenas razones.
En primer lugar, porque la economía holandesa se basa en la
reexportación, hasta el punto de que Holanda importa tantos productos
agroalimentarios como Estados Unidos, constituyendo la segunda potencia
exportadora mundial. Situada en mitad de la zona de mayor actividad
comercial del continente, entre Alemania, Francia y Gran Bretaña, y junto a
Bélgica (que es su segundo mejor socio comercial), el puerto de Rotterdam es
el de mayor actividad y el más grande de todos los puertos occidentales, y el
tercero del mundo después de Singapur y Shanghái. A través de Rotterdam se
mueven casi 500 millones de toneladas de carga al año, y en él atracan nada
menos que 28.000 buques.
En Holanda, el segundo mayor exportador de productos agroalimentarios
del mundo, la agricultura es solo el 1,6% de todo su PIB y, aunque no hay un
naranjo plantado en su suelo es el principal proveedor de cítricos de
Alemania, por encima de España. Lo cual se debe a la importación desde
África y Asia.
Además de todo lo cual, los Países Bajos son uno de los principales
paraísos fiscales del mundo; ocupa el cuarto lugar en ese ranking, tras las isla
Vírgenes, las Bermudas y las Caimán; en Europa, está por delante de Suiza y
de Luxemburgo. El 23% de todo lo que se mueve en el mundo en los paraísos
fiscales lo hace en Holanda. Y en cuanto a opacidad bancaria —solo superada
por el gran ducado luxemburgués— es uno de sus grandes negocios,
situándose en el octavo lugar mundial. El monto de lo que mueven las
sociedades pantalla con la finalidad de eludir impuestos asciende a 5 veces el
PIB del país, unos 4 billones de euros.
Esa condición de paraíso fiscal sustrae de los otros miembros de la Unión
Europea casi 10.000 millones de euros anuales, de los que 1.000
corresponden a España. En cambio, Holanda obtiene 40.000 millones de
beneficios gracias a las multinacionales estadounidenses. Las facilidades para
las grandes empresas —gracias a acuerdos secretos fiscales que rebajan su
tributación a cifras ridículas— hacen que los beneficios de las grandes
compañías sean desviados mediante ingeniería contable hacia Holanda, y
que, en consecuencia, el resto de los países pierda una recaudación de casi
200.000 millones. Los movimientos de capital fantasma —aquel que
minimiza las facturas de impuestos de las multinacionales— ascienden a casi
14 billones de euros anuales. La mitad de esos fondos se canaliza a través de
Holanda y Luxemburgo.
Y lo más paradójico del asunto es que todo esto no sería posible sin la
pertenencia de los Países Bajos a la Unión Europea.
La realidad económica de nuestro país no es precisamente brillante. Se ha
construido un relato destinado a convencernos de que vivimos en el mejor de
los mundos posibles y en el mejor de los países posibles. El crecimiento
económico experimentado en las últimas cuatro décadas, mucho menor que el
experimentando en la etapa inmediatamente anterior del franquismo, se nos
ha vendido como la etapa más exitosa y próspera de nuestra historia, lo que
constituye una gran falsedad.
Dejando de lado el nada insignificante dato de que hemos alcanzado las
cifras de desempleo más altas de nuestra historia, dicho crecimiento —en
realidad muy discreto, en torno al 1,5% anual— se debió a dos factores
principales: los fondos europeos y la deuda. Esta última, apenas un 7% del
PIB en 1975, alcanza hoy la desorbitada cifra del 130% sobre el PIB; en
cuanto a la financiación europea, lo que hay que preguntarse es cuál fue el
pago a cambio de recibir aquellas inyecciones de dinero procedente de
Bruselas.
En primer lugar, la entrada en la OTAN y el abandono de una política de
presión sobre Gibraltar; pero lo peor vendría después, una vez ingresados en
el club. Bajo el paraguas de la llamada «reconversión industrial», las más
importantes y productivas industrias españolas se vendieron a las grandes
corporaciones internacionales tras sanearlas con dinero público; así, SEAT se
entregó a Volkswagen, y Pegaso a la FIAT; las industrias pesadas, a los
estadounidenses. La única industria automovilística que quedó pertenecía a
otros países europeos que, lejos de aniquilarla, nos la imponían.
El sector textil, del que vivían millones de españoles, fue desmantelado al
tener que competir con las mercancías asiáticas, que ahora entraban en masa
en nuestro mercado y cuyos costes de producción eran mucho más bajos, con
salarios veinte veces inferiores a los nuestros. Igualmente sucedió con el
carbón, cuya industria fue suprimida al retirarle las ayudas estatales. Peor aún
fue lo que se produjo en el sector naval, en el que España era una potencia
mundial, y que se vio obligado a cerrar en beneficio de Alemania: Bilbao,
Ferrol y Cádiz, principales astilleros del país, sufrieron las consecuencias,
perdiéndose muchos miles de puestos de trabajo. Al tiempo, se cerraban los
altos hornos mediterráneos y vizcaínos, destruyendo toda la industria pesada
española.
La parte de la industria que no pudo venderse tuvo que sobrevivir en
condiciones muy adversas sin protección alguna frente a economías en las
que los salarios eran muy inferiores, con lo que carecían de futuro. La
población, engañada por políticos y medios de comunicación, y con la
impagable complicidad de los sindicatos, creyó la versión de que nuestra
industria no estaba en condiciones de competir por falta de calidad y que más
valía acabar con ella para entrar en la modernidad y la europeidad.
El Partido Socialista Obrero Español fue quien dirigió toda la operación,
pues a la derecha nunca se le hubiera permitido perpetrar aquel proceso que
condujo a España a renunciar a su soberanía económica y destruir su tejido
económico y social, aunque la complicidad del Partido Popular fue completa.
El objetivo era constituirnos en un país de servicios, sobre todo turístico, con
lo que nos convertimos en una nación subordinada y completamente
dependiente del exterior.
La situación actual de nuestra agricultura es crítica. Los precios de muchos
productos de los agricultores, ganaderos y pescadores están por debajo de los
costes de producción debido a la sobreoferta de los que llegan a nuestro
mercado europeo procedentes de países no socios con los que la Unión
Europea está firmando tratados de libre comercio, lo que está arruinando el
sector. Huelga recordar que los tratados de libre comercio son la
quintaesencia de las políticas globalistas.
Unos tratados de libre comercio firmados con los países que perjudican a
la agricultura, pero no con los que nos abren mercado. Con ello, Europa
incumple el principio de preferencia comunitario, e incumple varios de los
objetivos de Política Agraria Común. Además, con los tratados de libre
comercio se viola el más elemental principio de la libre y justa competencia,
ya que no se juega con las mismas reglas en materia de salarios, y tampoco es
la misma la moneda ni la legislación.
Llegan plagas a Europa para las que no hay agente biológico capaz de
combatirlas, al tiempo que la prohibición de fitosanitarios, que sí están
permitidos en los países con los que se han establecidos los tratados de libre
comercio, deja inermes a nuestras explotaciones agrarias. El colofón es que,
en lugar de incrementar la dotación de la PAC, la Unión Europea la ha
reducido en un 10%.
El sector del transporte, por su parte, está sufriendo la consecuencia de las
deslocalizaciones, al situar muchas grandes empresas su residencia fuera de
nuestro país, si bien operan en España. Consiguen con ello contratar
conductores extranjeros cuyos salarios son mucho más bajos. Las pequeñas
empresas españolas y los autónomos no pueden competir, y los trabajadores
pierden sus empleos; los que quedan, ven sus salarios recortados y horas
extraordinarias no remuneradas.
A todos ellos y a los autónomos, las medidas que impone el gobierno
resultan abusivas en materia fiscal, lo que contrasta tanto más con la
empresas extranjeras, que disfrutan de mayores ventajas que las nacionales.
El gobierno, además, no tiene en cuenta los costes sociales y ecológicos de la
producción nacional, que cumple la exigente normativa europea y que sufre
una competencia desleal. Por otro lado, la situación demográfica del país está
poniendo muy difícil el relevo generacional, y una sensación de desaliento se
está adueñando de estos sectores productivos.
En este momento, las pymes, que constituyen la esencia del tejido social y
económico español, pasan por el momento más adverso de su historia,
asfixiadas por los impuestos, sin ayudas estatales y asediadas por una
competencia desleal foránea ante la que el Estado se inhibe. Hoy, España es
un cuerpo inerte presto a ser despedazado por los fondos buitres que se
disputan sus restos.
El colofón es que la clase media está hundiéndose. Y lo previsible es que
ese proceso no se detenga, sino que se agudice.
En medio de ese panorama, derivar los objetivos políticos hacia el control
de población, el cambio climático, la lucha contra el racismo, la homofobia y
cosas semejantes es un seguro de supervivencia para la élite mundial. En
primer lugar, porque desvía las energías hacia la consecución de objetivos
que nada tienen, precisamente, de revolucionarios. Aunque dichos objetivos
se han convertido en banderas de izquierda, una parte de esta —sin duda la
más ilustrada y lúcida— percibe esta realidad como lo que es.465 La
unanimidad de los medios, de los «intelectuales y artistas», de la clase
política, de las finanzas, en fin, de los privilegiados del régimen, es lo
suficientemente reveladora y debiera alertar acerca de la naturaleza de lo que
se está cociendo.
¿No resulta un tanto sospechoso que Ana Patricia Botín y Juan Carlos
Monedero, pongamos por caso, estén del mismo lado de la barricada? Lo de
la barricada, que podría ser una concesión al imaginario colectivo progre, es
algo más que una evocación simbólica. Porque barricadas, haberlas, haylas.
De un lado, las élites, los beneficiarios del tinglado; del otro, el pueblo, la
población, la gente. O, como dice Warren Buffet, «hay una guerra de clases,
y la mía va ganando». Del lado de Buffet, encontramos a Monedero y a Ana
Patricia; del otro, a los autónomos, los parados, los jóvenes sin futuro, los
agricultores, los pequeños empresarios, los trabajadores, los ganaderos. Esto
es una guerra de las élites internacionales, globalistas, contra sus pueblos.
¿Cuál es la naturaleza de esa guerra? ¿Se trata de imponer un régimen
comunista, capitalista, liberal, fascista?
Existe, a nivel teórico, una amplia discusión acerca de la naturaleza última
del globalismo. Si estamos ante una resultante del capitalismo, del
comunismo, del liberalismo, del fascismo…466 Temo que todos los intentos
de clasificar el globalismo se estrellen contra la realidad: que, por un lado,
ningún término de los citados pueda describirlo adecuadamente, pero que este
contenga algo de todos ellos. La razón de esa inadecuación no es otra sino
que «comunismo» o «capitalismo» son conceptos propios de la modernidad,
mientras que el globalismo es la expresión misma de la posmodernidad; los
términos de la modernidad ya no pueden expresar nuestra realidad.
Carecemos seguramente de las herramientas para describirlo en su
totalidad. Manejamos un lenguaje del siglo XX, cuando tratamos de
acercarnos al fenómeno del siglo XXI. En realidad, en el globalismo
desemboca la modernidad transformada en posmodernidad. El fin del
marxismo, desde el punto de vista filosófico, facilitó la transformación: si la
gran verdad, susceptible de explicarnos desde la industria achelense a la
carrera espacial resultaba un fiasco, eso no podía suponer sino que no había
verdad alguna. No había significado, no había realidad. No hay
infraestructura que subvertir, ni que modificar, ni que alterar; simplemente,
no hay.
El globalismo es… globalismo. Por eso, insistimos, no es comunismo, ni
fascismo, ni capitalismo, ni liberalismo, aunque esté compuesto de una
mezcla de todos ellos. En el fondo, es estéril el debate acerca de si el
globalismo es comunismo o es capitalismo. Es las dos cosas, quizá porque
esas dos cosas nunca han sido más que una sola, dos caras de una misma
moneda.
A lo que asistimos mediante el globalismo no es a la implantación de un
régimen de «socialismo real» ni cosa parecida. Sino al sueño de todos los
materialismos, entre los que también se cuenta el socialismo: la destrucción
de las identidades, personales y colectivas.
Cuando se piensa en el socialismo se cree detectar en él, como esencia, el
colectivismo, pero esto no es así. Lo que define en última instancia al
socialismo, como al liberalismo, es su concepción materialista del hombre,
del mundo y de las cosas. El liberalismo no se opone, así, al socialismo sino
por lo que este tiene de colectivo; pero el socialismo hace mucho que ha
abandonado precisamente esa dimensión colectiva para apuntalar la versión
hiperindividualista del materialismo, que tiene muchos más visos de triunfar
y de imponerse sobre el hombre que su anterior ensoñamiento colectivista. Es
entonces cuando el liberalismo —en su vertiente libertaria o anarcocapitalista
— muestra toda su obsolescencia: la oposición al Estado se ha convertido en
un sinsentido desde el momento en que el poder ya no reside ahí. El
liberalismo libertario —admitamos la redundancia— se convierte en una
formulación paleoideológica, desconectada de la realidad. Hoy, el mensaje
liberador no es el que promete romper las ataduras del poder público, sino del
poder sin apellidos; y frente a eso, en cuanto a que hoy el poder es
fundamentalmente privado, las armas del liberalismo lucen completamente
romas. Como otros -ismos, pertenece a un pasado definitivamente superado,
pero en su caso de un modo particularmente descarnado.
Y el materialismo, en definitiva, aspira a la destrucción de una civilización
erigida sobre una cultura que afirma la primacía de lo espiritual, desde el
momento en que asienta en el ser humano la razón de ser de ella misma. Solo
la civilización occidental, emanada de la cultura clásica y del cristianismo,
pero fundamentalmente de este último, considera al hombre como eje del
sistema. Allí donde los principios del Evangelio no constituyen la médula
espinal de la sociedad, termina reinando la barbarie.
El globalismo —se ha insistido en ello en otro lugar— representa y supone
la privatización de lo público. El Estado es reducido a la condición de
servidor de las grandes corporaciones, con lo que se vuelve, ahora sí, tiránico.
El Estado se vacía de contenido, se convierte en una especie de mero
recipiente transformable a voluntad, sin más razón de ser que su propia
supervivencia ordenadora. La nación a la que debe servir es ignorada, de
forma deliberada, porque ahora el fin del Estado es, precisamente, el de
destruir a la nación como vehículo de una identidad. Bastaría con que
reparásemos en el caso de España, donde la nación viene siendo desguazada a
manos del Estado desde hace décadas: cuando el Estado le hace la guerra a la
nación, se la hace a nuestra identidad, de la que trata de privarnos.
Por eso, la eliminación de las fronteras no es tanto un objetivo en sí cuanto
un medio para construir un nuevo mundo para las élites, en el que el pueblo
vague sin rumbo y sin más esperanza que la de alcanzar una supervivencia
que le permita ver un nuevo día. De imponerse, el globalismo vendrá seguido
de la alienación de una población que ya no será española, sueca o italiana,
sino que, habiendo sido reducida previamente a la mera condición de
ciudadana, tendrá por única finalidad la de producir para consumir, por
supuesto, de un modo mucho más frugal de lo que hoy es costumbre. El
hombre trabajará por el sustento y, también en este aspecto, habremos
retrocedido siglos.
¿Es esto marxismo cultural? En buena medida. A despecho de quienes han
mistificado la expresión, la filosofía que nutre la raíz del globalismo y de la
ideología de género tiene sin duda mucho de marxismo cultural. A la hora de
construir la crítica a este asunto hay dos errores, que podemos llamar de
izquierda y de derecha: este último lo perpetran quienes insisten en que el
carácter marxista-cultural del globalismo sugiere que su triunfo nos llevaría a
la Unión Soviética. Y, por otro lado, el error de izquierda lo comete quienes
sostienen que, puesto que no se producirá una recreación de la Unión
Soviética, no puede tratarse de marxismo cultural. Ambos yerran, porque no
conciben que el marxismo cultural, siéndolo, puede estar al servicio de un
proyecto ultraliberal y de capitalismo transnacional. Ambas posiciones
cometen idéntico error, que es el de presumir que el marxismo cultural está
ligado a la creación de un mundo socialista como el conocido.
En realidad, nunca hubo contradicción alguna entre el marxismo cultural y
el sistema económico capitalista. El hedonismo emanado de la Escuela de
Frankfurt —pongamos por caso— resultaba incomprensible desde el
ascetismo brezhneviano de los años sesenta y setenta, pero estaba plenamente
integrado en la locura consumista del capitalismo occidental de aquellos días.
Admitamos de entrada que es una simplificación hablar en términos de
«marxismo cultural», al menos si no precisamos a qué nos referimos. Lo que
el marxismo cultural tiene de marxismo no es necesariamente la aceptación
del papel de la infraestructura económica como base de la construcción
social; antes al contrario, fue el análisis de la integración de la clase
trabajadora en las sociedades capitalistas más avanzadas lo que impulsó la
búsqueda de nuevos agentes del cambio social.
Ese cambio social bien pronto dejó de exigir la destrucción del sistema; en
cambio, el marxismo siempre afirmó el carácter profundamente
revolucionario del capitalismo, lo que redescubrió sin dificultad teórica
alguna sobre todo tras la ruptura de su sumisión a la Unión Soviética. La
interpretación leninista del marxismo hacía una lectura en términos
esencialmente economicistas de Marx, y por lo general ignoró muchos
fenómenos de los que el propio Lenin apenas tuvo conocimiento o hacia los
que mostró incomprensión, desde el psicoanálisis al fascismo.
En lo sucesivo, los epígonos de Marx matizarían su idea nuclear de la
trascendencia de la base económica —sin negarla—, pero añadiéndole las
pertinentes consideraciones culturales y psicológicas. No es exagerado
afirmar que convirtieron el marxismo en otra cosa, del mismo modo que
puede decirse lo propio del calvinismo con respecto al cristianismo (otros
podrían decirlo del catolicismo o del luteranismo…). Lo cierto es que, en
Occidente, se impuso una versión del marxismo que enfatizó las ideas de
dominación y de emancipación. Esa versión articuló un discurso basado en la
idea de que lo esencial en Marx no era el hallazgo de la trascendencia de la
base económica y de la lucha de clases como motor de la historia, sino el
haber expuesto como clave la existencia de relaciones de dominación;
ciertamente, el de Tréveris básicamente se había limitado a la cuestión
económica, pero la relación entre clases, entre los grupos poseedores y los
explotados, era extensible a todo tipo de relaciones sociales. La emancipación
de la clase obrera, su victoria sobre la burguesía, no implicaba la
modificación de otras estructuras opresivas existentes en el seno de la
sociedad.
A partir de ahí, se haría extensiva la denuncia de la dominación a los
vínculos entre los hombres y las mujeres, entre los adultos y los niños, entre
los blancos y otras razas, entre la heterosexualidad y la homosexualidad,
entre la especie humana y otras especies animales. Eso es marxismo cultural;
el hecho de que haya sido asumido —e incluso elaborado— desde instancias
del liberalismo no le resta un ápice su carácter marxista, con las precisiones
que hemos hecho. El de Michael Foucault puede constituir un magnífico
ejemplo.467
El carácter revolucionario (como sinónimo de destructivo) del capitalismo,
al que hemos hecho referencia un poco más arriba, es en verdad demoledor;
nada ha trastocado tanto el orden del mundo como el capitalismo. Nada ha
destruido las bases del Antiguo Régimen como el capitalismo, y nada ha
erradicado la tradición, la identidad y la cultura de las naciones como el
capitalismo. Bastaría con echar un vistazo a los países europeos: los
diferentes grados de decadencia que acometen a la Europa del Este y a la del
Oeste.
Países sometidos durante cuatro décadas a regímenes comunistas
presentan un grado de salud social muy superior a aquellos que han
«disfrutado» del capitalismo durante ese mismo tiempo. La negación de la
propia identidad, la subversión antropológica, el rechazo de la propia
naturaleza humana: nada de eso se da en las naciones antaño sometidas al
yugo comunista, mientras es el pan nuestro de cada día en los países
occidentales. Ciertamente, no estamos tampoco ante sociedades idílicas, no se
trata de eso; pero su grado de autodestrucción es muy inferior y, al menos,
conservan el instinto de supervivencia.
Al contrario de lo que se intentó en el mundo del Este desde los años
cincuenta, el marxismo occidental ha convertido al socialismo posible en un
socialismo de rostro transhumano. Y que, por su transhumanidad, no plantea
dificultad alguna a los intereses del capitalismo transnacional.
El globalismo es un gigantesco sincretismo. El que se produce entre sexos,
entre ricos y pobres, entre socialismo y capitalismo, entre el absoluto y la
nada, entre lo privado y lo público. Se pretende el triunfo de la emancipación
del ser humano, la ruptura final con sus cadenas religiosas, culturales y
familiares. Y con su condición humana.
Por supuesto, no es una resolución real, pero eso importa menos:
presuponer que lo real o lo natural terminarán triunfando por sí mismos, que
se impondrán porque sí, es un mero acto de la voluntad. Nada indica que eso
vaya a suceder sin más.
AGRADECIMIENTOS

Quisiera manifestar mi agradecimiento a Lara —siempre— y a J. J.


Esparza, sin quienes no habría sido posible este libro. A la editorial, por su
disposición. Y a todos aquellos que libran el buen combate.
Notas

1 apps.who.int/gpmb/assets/annual_report/GPMB_annualreport_ 2019.pdf
2 abc.es/sociedad/abci-avisa-pandemia-similar-gripe-1918-podria-matar-80-millones-personas-
201909191258_noticia.html
3 www.centerforhealthsecurity.org/event201/191017-press-release.html
4 kaosenlared.net/el-coronavirus-se-ensayo-mediante-un-simulacro-de-pandemia-en-septiembre-
de-2019-en-un-hotel-de-nueva-york/
5 www.bloomberg.com/news/audio/2019-11-04/preparing-for-the-next-pandemic-audio
6 La afortunada denominación es de Carlos Astiz, autor de El proyecto Soros y la alianza entre la
izquierda y el gran capital, Libros Libres, Madrid, 2020.
7 Macmillan, M., París, 1919. Seis meses que cambiaron el mundo, Tusquets, Barcelona, 2011,
pp. 33-34.
8 www.cfr.org/about
9 elpais.com/diario/2000/03/15/sociedad/953074834_850215.html
10 www.youtube.com/watch?v=VzhidFO2-fI
11 www.actuall.com/criterio/laicismo/la-anticristiana-hillary-al-defensor-la-libertad-religiosa-
trump/
12 Astiz, C., El proyecto Soros y la alianza entre la izquierda y el gran capital, Libros Libres,
Madrid, 2020, p. 36.
13 Castro, J.A. de, Soros. Rompiendo España, Homo Legens, Madrid, 2019, pp. 39-50.
14 https://medium.com/@debbiestanley_53377/is-george-soros-really-funding-the-muslim-
britherhood-c4b1b3c1acbf
15 www.globalresearch.ca/cia-backed-color-revolutions/5611641
16 www.eldiario.es/politica/orban-george-soros-intervenir-politica_1_3586994.html
17 eldiario.es/desalambre/acusacion-italiano-ong-refugiados-xenofobos_1_3419018.html
18 larazon.es/espana/la-fragata-reina-sofia-rescata-a-1-048-migrantes-frente-a-la-costa-de-libia-
HE13421420/
19 valeursactuelles.com/monde/enquete-soros-les-revelations-de-valeurs-actuelles-provoquent-
des-reactions-a-letranger/
20 elperiodico.com/es/politica/20160201/primer-ministro-letonia-cobro-por-apoyar-estado-
catalan-interviu-4863488
21 www.lavanguardia.com/politica/20160513/401764560716/mas-israel-catalunya-libre.html
22 Castro, J.A. de, Soros. Rompiendo España, Homo Legens, Madrid, 2019.
23 livescience.com/first-genetically-modified-mosquitoes-us.html
24 https://magazine.washington.edu/feature/the-immense-impact-of-bill-gates-sr/
25 seventeen.com/life/a34302973/alexis-mcgill-johnson-op-ed/
26 www.lifesitenews.com/news/new-study-links-contraception-hike-with-increased-abortions
27 okdiario.com/curiosidades/tribunal-acusa-bill-gates-crear-coronavirus-6689664
28 rebelionenlagranja.com/noticias/internacional/un-exalto-cargo-de-la-oms-denuncia-que-opera-
en-favor-de-intereses-privados-20200604
29 Bill Gates: «El éxito de China evidencia el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo del
Milenio» (people.com.cn).
30 elperiodicodelaenergia.com/bill-gates-se-une-al-gobierno-chino-para-desarrollar-una-nueva-
tecnologia-nuclear/
31 www.telecinco.es/informativos/internacional/bill-gates-donacion-china-
millonaria_18_2903520101.htm
32 www.larazon.es/internacional/china-extrajo-organos-a-presos-de-una-secta-durante-los-
ultimos-20-anos-CK23832312/
33 Fazzini, G., El libro rojo de los mártires chinos, Encuentro, Madrid, 2008.
34 www.pp.es/actualidad-noticia/cospedal-firma-inicio-del-dialogo-oficial-entre-pp-partido-
comunista-chino
35 www.eldiario.es/politica/pp-partido-comunista-chino-entrometerse_ 1_5653987.html
36 pdf.usaid.gov/pdf_docs/PCAAB500.pdf
37 posmodernia.com/los-secretos-de-la-agenda-2030-control-de-la-natalidad/
38 www.eleconomista.com.mx/opinion/Es-hora-del-Gran-Reinicio-20200610-0028.html
39 cronicaglobal.elespanol.com/pensamiento/zona-franca/objetivo-pandemia-
teletrabajo_341136_102.html
40 www.youtube.com/watch?v=WytxDX6uv94
41 www.traveler.es/viajeros/articulos/verguenza-de-volar-flygskam-no-subir-a-un-avion-cambio-
climatico/15785
42 www.mitma.gob.es/el-ministerio/sala-de-prensa/noticias/vie-16042021-1425
43 www.abc.es/economia/abci-estos-son-impuestos-planea-subir-gobierno-2024-nsv-
202105071729_noticia.html
44 es.greenpeace.org/es/sala-de-prensa/comunicados/greenpeace-pide-a-abalos-mas-trenes-y-
menos-aviones-para-frenar-la-crisis-climatica/
45 www.libremercado.com/2021-05-20/pedro-sanchez-obedece-bill-gates-agenda-davos-mercado-
carne-sera-intervenido-6757473/
46 eleconomista.es/economia/noticias/11296904/06/21/El-FMI-avisa-de-que-la-subida-de-
precios-de-los-alimentos-solo-acaba-de-empezar-para-los-consumidores.html
47 libremercado.com/2021-02-19/bill-gates-carne-artificial-naciones-ricas-agenda-davos-2030-
6711495/
48 cincodias.elpais.com/cincodias/2021/04/13/companias/1618325183_716210.html
49 elpais.com/elpais/2017/11/10/ciencia/1510291706_071983.html
50 www.abc.es/economia/abci-peinara-desde-este-lunes-localizacion- moviles-millones-
espanoles-201911172021_noticia.html
51 Brzezinski. Z, Between Two Ages: America’s Role in the Technotronic Era, Penguin, Londres,
1971.
52 elpais.com/espana/2021-05-17/espana-2050.html
53 www.bing.com/videos/search?
q=8+predictions+for+the+world+in+2030&&view=detail&mid=93041E6C0CE58B929C1393041E6C0CE58B929C13&
54 www.abc.es/economia/abci-psoe-propone-congreso-eliminar-dinero-efectivo-
202006131707_noticia.html
55 msn.com/es-es/dinero/noticias/hacienda-enfurece-al-comercio-al-limitar-el-pago-en-efectivo-
en-puertas-del-verano/ar-AALKmEC?ocid=msedgdhp&pc=U531
56 elpais.com/economia/2020-06-13/el-bce-advierte-de-que-no-esta-permitida-la-eliminacion-del-
dinero-en-efectivo-en-la-eurozona.html
57 en.wikipedia.org/wiki/Better_Than_Cash_Alliance#:~:text=%20The%20Better%20Than%20Cash%20Alliance
%20More%20
58 norberthaering.de/en/war-on-cash/mastercard-holsten/
59 www.unfpa.org/es/salud-sexual-y-reproductiva
60 actualidad.rt.com/sociedad/view/140431-steve-jobs-hijos-ipad
61 www.theguardian.com/world/2020/dec/03/high-value-business-travellers-to-be-exempt-from-
quarantine-in-england
62 www.elplural.com/politica/espana/lista-asistentes-fiesta-pedro-j-ministros-oposicion-
empresarios_251734102
63 www.lavanguardia.com/television/20201022/484221661706/la-hora-de-la-1-abalos-lastra-foto-
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64 okdiario.com/espana/sanchez-salta-cuarentena-que-esta-obligado-tener-4-positivos-
coronavirus-entorno-5358547
65 elpais.com/economia/2012/04/11/actualidad/1334133453_ 457282.html
66 www.lavanguardia.com/internacional/20210313/6374387/macron-le-pen-francia.html
67 www.elconfidencial.com/deportes/otros-deportes/2020-05-06/coronavirus-juegos-mundiales-
militares-wuhan_2582380/
68 elpais.com/sociedad/2020/02/03/actualidad/1580712462_ 189525.html
69 Rossy, R., Toda la verdad sobe el coronavirus, Homo Legens, Madrid, 2020, p. 20.
70 www.abc.es/sociedad/abci-eeuu-revela-tres-miembros-instituto-virologia-wuhan-enfermaron-
noviembre-2019-202105240915_noticia.html#vca=273560&vso=nw&vmc=20210524200002-0100-
100-coronavirus_0425&vli=re_pe-not-11-text&vus=327528
71 www.tiempo.com.mx/noticia/mercado_de_wuhan_con_murcielagos_en_realidad_es_de_indonesia_video_enero
72 cnnespanol.cnn.com/2020/01/30/los-murcielagos-son-la-fuente-de-muchos-virus-y-podrian-
ser-el-origen-del-coronavirus-de-wuhan-segun-expertos/
73 www.elcomercio.com/tendencias/salud/mercado-wuhan-suciedad-coronavirus-china.html
74 cnnespanol.cnn.com/2020/04/16/estados-unidos-explora-la-posibilidad-de-que-el-coronavirus-
haya-comenzado-en-un-laboratorio-chino-no-en-un-mercado/
75 www.newsweek.com/controversial-wuhan-lab-experiments-that-may-have-started-
coronavirus-pandemic-1500503
76 www.newsweek.com/controversial-wuhan-lab-experiments-that-may-have-started-
coronavirus-pandemic-1500503
77 www.thelancet.com/journals/lancet/article/PIIS0140-6736 (20)30418-9/fulltext
78 usrtk.org/biohazards-blog/ecohealth-alliance-orchestrated-key-scientists-statement-on-natural-
origin-of-sars-cov-2/
79 www.huffingtonpost.es/entry/como-las-dudas-de-la-oms-dan-sospechas-de-la-presion-de-
china-sobre-el-coronavirus_es_5e31a5efc5b6328af2eef441
80 www.nature.com/articles/s41591-020-0820-9
81 Rossy, R., Toda la verdad sobre el coronavirus. Homo Legens, Madrid, 2020, p. 24.
82 www.debate.com.mx/mundo/Poco-creible-que-el-Covid-19-haya-sido-creado-senala-experto-
de-la-OMS-20210205-0276.html
83 www.newsmax.com/politics/pompeo-who-wuhan-covid/2021/02/09/id/1009271/
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coronavirus-libero-laboratorio-chino/
85 www.telegraph.co.uk/news/2020/06/03/exclusive-coronavirus-began-accident-disease-
escaped-chinese/
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accidentalmente-cientificos-chinos-202004171559_noticia.html
87 www.nationalgeographic.com.es/ciencia/coronavirus-ni-se-creo-ni-se-escapo-
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88 www.theaustralian.com.au/news/latest-news/chinese-defector-virologist-dr-limeng-yan-
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89 zenodo.org/record/4028830#.YLIFnY1xdPb
90 www.lanacion.com.ar/el-mundo/coronavirus-china-medica-denuncia-origen-pandemia-covid-
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92 www.nature.com/articles/s41591-020-0820-9
93 www.thelancet.com/journals/lancet/article/PIIS0140-6736(20)30418-9/fulltext
94 maldita.es/malditaciencia/20200406/que-sabemos-rumores-conspiracion-origen-coronavirus-
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95 www.eleconomista.es/nacional/noticias/10436290/03/20/Lopez-Guerrero-Neurovirologo-Es-
imposible-que-el-Covid19-se-haya-creado-en-laboratorio.html
96 elpais.com/ciencia/2020-04-17/la-ciencia-responde-a-la-version-de-que-el-coronavirus-escapo-
de-un-laboratorio.html
97 www.elconfidencial.com/mundo/2020-04-29/tension-australia-china-investigacion-
coronavirus_2571439/
98 www.elperiodico.com/es/internacional/20210131/oms-visita-mercado-wuhan-origen-
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99 cnnespanol.cnn.com/2021/02/03/oms-laboratorio-murcielagos-wuhan-china-conspiraciones-
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100 www.abc.es/sociedad/abci-y-china-concluyen-coronavirus-origen-animal-
202102091147_noticia.html#vca=mod-sugeridos-p1&vmc=relacionados&vso=la-oms-descarta-el-
laboratorio-de-wuhan-como-origen-del-coronavirus-e-investigara-los-alimentos-congelados&
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101 www.20minutos.es/noticia/4588735/0/jamie-metlz-en-horizonte-las-posibilidades-del-que-el-
origen-del-virus-sea-natural-disminuyen/
102 www.wsj.com/articles/china-refuses-to-give-who-raw-data-on-early-covid-19-cases-
11613150580
103 www.newsweek.com/controversial-wuhan-lab-experiments-that-may-have-started-
coronavirus-pandemic-1500503
104 www.abc.es/sociedad/abci-asegura-todas-hipotesis-sobre-origen-virus-siguen-abiertas-
202102121919_noticia.html
105 www.20minutos.es/noticia/4588735/0/jamie-metlz-en-horizonte-las-posibilidades-del-que-el-
origen-del-virus-sea-natural-disminuyen/
106 www.tellerreport.com/news/2021-02-19-%0A---study-on-the-origin-of-the-pandemic--
wiesendanger-defends-wuhan-theses-%0A--.H1X-UHu6Zu.html
107 www.newsmax.com/politics/pompeo-who-wuhan-covid/2021/02/09/id/1009271/
108 www.independentespanol.com/noticias/eeuu/trump-covid-wuhan-laboratorio-china-
b1853663.html
109 www.abc.es/sociedad/abci-exdirector-eeuu-afirma-coronavirus-origino-laboratorio-wuhan-
202103261714_noticia.html#vca=265943&vso=nw&vmc=20210326200001-0100-100-
coronavirus_0425&vli=re_pe-not-6-txt-dch&vus=327528
110 www.youtube.com/watch?v=IdYDL_RK--w
111 thebulletin.org/2021/05/the-origin-of-covid-did-people-or-nature-open-pandoras-box-at-
wuhan/
112 science.sciencemag.org/content/372/6543/694.1
113 www.wsj.com/articles/intelligence-on-sick-staff-at-wuhan-lab-fuels-debate-on-covid-19-
origin-11621796228
114 www.forbes.com/sites/jackbrewster/2021/05/24/trump-i-have-very-little-doubt-covid-came-
from-wuhan-lab/?sh=5242e091539a
115 www.abc.es/sociedad/abci-biden-90-dias-inteligencia-eeuu-para-averiguar-origen-pandemia-
covid-19-202105262006_noticia.html#vli=al-ed&vca=EE._UU._busca_el_origen_del_Covid-
19&vmc=web&vso=web-push
116 www.elmundo.es/internacional/2021/05/26/60ae8744e4d4d8be078b461d.html
117 msn.com/es-es/entretenimiento/noticias/la-oms-tiene-malas-noticias-para-los-
conspiracionistas-del-coronavirus/vi-BB1dpB7p?ocid= msedgntp
118 En marzo de 1815, Napoleón escapó de la isla de Elba para marchar sobre París. El diario El
Monitor fue adecuando sus titulares según transcurrían los acontecimientos: 9 de marzo: «El Monstruo
se escapó de su destierro». / 10 de marzo: «El Ogro corso ha desembarcado en Cabo Juan». / 11 de
marzo: «El Tigre se ha mostrado en campo abierto. Las tropas avanzan para detener por todos lados su
progreso. Así concluirá su aventura miserable llegando a ser un vagabundo entre las montañas». / 12 de
marzo: «El Monstruo ha avanzado hasta Grenoble». / 13 de marzo: «El Tirano está ahora en Lyon.
Cunde el temor en las calles por su aparición». / 18 de marzo: «El Usurpador se ha aventurado a
acercarse. Está a 60 horas de marcha de la capital». / 19 de marzo: «Bonaparte avanza con marcha
forzada, pero es imposible que pueda alcanzar París». / 20 de marzo: «Napoleón llegará a los muros de
París mañana». / 21 de marzo: «El emperador Napoleón está en Fontainebleau». / 22 de marzo: «La
tarde de ayer su majestad el emperador hizo su entrada pública y llegó a las Tullerías. Nada puede
exceder la alegría universal. ¡Viva el Imperio!».
119 elpais.com/sociedad/2021-05-27/la-teoria-del-accidente-de-laboratorio-en-wuhan-como-
origen-del-coronavirus-abandona-el-terreno-conspirativo.html
120 maldita.es/malditobulo/20200404/no-no-hay-pruebas-de-que-el-nuevo-coronavirus-fuese-
creado-en-un-laboratorio-de-wuhan-como-afirma-david-felipe-arranz-en-un-video/
121 www.thetimes.co.uk/article/covid-wuhan-lab-leak-is-feasible-say-british-spies-cvtxjjwpc
122 rebelionenlagranja.com/noticias/internacional/un-exalto-cargo-de-la-oms-denuncia-que-
opera-en-favor-de-intereses-privados-20200604
123 www.theguardian.com/news/2020/apr/10/world-health-organization-who-v-coronavirus-why-
it-cant-handle-pandemic
124 time.com/5826025/taiwan-who-trump-coronavirus-covid19/
125 dsalud.com/reportaje/las-industrias-farmaceuticas-alimentarias-sobornan-los-politicos/
126 kidshealth.org/es/parents/antibiotic-overuse-esp.html
127 Gøtzsche, P., Deadly Medicines and Organized Crime. How Big Pharma has Corrupted
Healthcare, Taylor and Francis, Londres, 2013.
128 es-us.noticias.yahoo.com/indignación-eeuu-alza-5-000-precio-medicamento-211255034.html
129 independentespanol.com/ap/fda-analizar-efectividad-de-medicamentos-contra-el-cncer-fda-
analizar-efectividad-de-medicamentos-contra-el-cncer-b1837214.html
130 opensecrets.org/search?q=lobby+pharmacy&type=site
131 businessethicscases.blogspot.com/2017/04/astrazeneca-anti-psychotic-drug.html
132 elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2015-02-12/las-farmaceuticas-son-como-tu-novio-
quieren-meterse-dentro-no-ser-eficaces_707034/
133 www.lainformacion.com/espana/farmaceutica-pfizer-acuerda-pagar-multa-millonaria-por-
sobornos_1iDRUNgveqAprQlFmYNsm7/
134 www.eleconomista.es/empresas-finanzas/noticias/1511496/09/09/Multa-de-2300-millones-
de-dolares-a-Pfizer-por-comercio-irregular-de-farmacos.html
135 www.antena3.com/noticias/sociedad/sube-precio-vacunas-dosis-pfizer-empezo-costando-12-
euros-ahora-esta-1950-euros_202104216080282530afd30001daf783.html
136 www.eldiario.es/sociedad/londres-pfizer-millones-precio-farmaco_1_3698391.html
137 www.lainformacion.com/espana/farmaceutica-pfizer-acuerda-pagar-multa-millonaria-por-
sobornos_1iDRUNgveqAprQlFmYNsm7/?autoref=true
138 www.elmundo.es/elmundosalud/2012/08/07/noticias/1344365547.html
139 www.abc.es/sociedad/abci-condenan-johnson-y-johnson-pagar-8000-millones-hombre-
efectos-risperdal-201910090846_noticia.html
140 www.abc.es/sociedad/abci-johnson-y-johnson-pagara-80-millones-hombre-dice-polvos-talco-
provocaron-cancer-201804121155_noticia.html
141 www.abc.es/sociedad/abci-asbestos-polvos-talco-producto-pasado-
201602242315_noticia.html
142 elpais.com/sociedad/2021-06-01/johnson-johnson-tendra-que-pagar-mas-de-2000-millones-
de-dolares-por-los-casos-de-cancer-asociados-a-su-polvo-de-talco.html
143 elpais.com/sociedad/2020-05-20/johnson-johnson-anuncia-que-dejara-de-vender-polvo-de-
talco-para-bebes-en-ee-uu-y-canada.html
144 elpais.com/sociedad/2021-06-01/johnson-johnson-tendra-que-pagar-mas-de-2000-millones-
de-dolares-por-los-casos-de-cancer-asociados-a-su-polvo-de-talco.html
145 diarioextra.com/Noticia/detalle/362953/ccss-debe-revisar-pacientes-con-v-lvulas-cardiacas
146 elpais.com/diario/1990/12/18/sociedad/661474801_850215.html
147 latimes.com/archives/la-xpm-1990-04-01-fi-994-story.html
148 www.medicalbrief.co.za/archives/science-takes-a-turn-towards-darkness/
149 izquierdadiario.es/El-negocio-de-las-farmaceuticas-principal-obstaculo-para-la-salud-mundial
150 farmaindustria.es/web/prensa/notas-de-prensa/2019/06/27/las-companias-adheridas-al-
codigo-de-buenas-practicas-de-farmaindustria-publican-por-cuarto-ano-las-colaboraciones-con-los-
agentes-del-sector/
151 www.eldiario.es/sociedad/farmaceutica-pagos-medicos-pasado_1_1487371.html
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© Fernando Paz Cristóbal, 2021


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Primera edición en libro electrónico (mobi): septiembre de 2021


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