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RESISTENCIA

CAPTURAS Y FUGAS DEL PODER.

POR.

JAIME RAFAEL NIETO LÓPEZ.

1
Al amor y la ternura
De Manuela, Sandra y Carmenza.
A la memoria
De Francisco Corrales y Darío Henao.

2
Agradecimientos.
Este libro está basado en la primera parte del trabajo de tesina que el autor
presentó a la Universidad Pabo de Olavide de Sevilla-España, el cual fue posible
gracias al concurso de varias personas e instiuciones. Quiero agradecer a la
Universidad Pablo de Olavide y su Programa de Doctorado en Pensamiento
Político, Democracia y Ciudadanía, que a través de una beca parcial, me brindó la
posibilidad de compartir experiencias y conocimientos, así mismo a la Universidad
de Antioquia, a la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas y al Departamento de
Sociología, que me concedieron la Comisión de Estudios y el apoyo institucional
para adelantar esta experiencia académica y de vida. Al profesor Rafafel
Rodríguez Prieto, mi asesor de tesina, por sus valiosos aportes y observaciones
tendientes a mejorar el trabajo.

Agradezco, igualmente, a mis compañeros y compañeras del Grupo de


Investigación Cultura, Política y Desarrollo Social del Centro de Investigaciones
Sociales de la Universidad de Antioquia, del cual hago parte, especialmente a
Mary Luz Alzate y Katherine Higuita, del equipo de investigación sobre
resistencias, con quienes comparto desde hace varios años las mismas
preocupaciones por el problema de la resistencia en Colombia, las mismas
búsquedas y dudas.

Por último, mis mayores agradecimientos a Eduardo Nieto López, que con la
ocasión de escribir este texto, el amor de hermanos, la amistad y la experiencia
compartida de muchas batallas de ideas, se ha enriquecido y estrechado. El vivo
interés que desde un comienzo mostró por el tema, su inteligencia y el goce vital
por el debate teórico, lo convirtieron sin darnos cuenta en el interlocutor
académico permanente y predilecto para el desarrollo y la escritura del texto. Sus
sugerencias siempre pertinentes y sus valiosos aportes para la necesaria apertura
de horizontes, sobre todo allí donde creía que todo ya estaba dicho, las dudas y
discusiones centrales alrededor de buena parte de los autores aquí considerados,
fueron determinantes para el desarrollo de la escritura. Para quienes lo conocen,
no es dificl pecibir su presencia en prácticamente todas las líneas del trabajo. Este
texto es un homenaje a él, y, de alguna manera, también es de su autoría, excepto
los errores e inconsistencias teóricas que pueda presentar, que son de mi absoluta
responsabilidad.

3
“Cuando el gran señor pasa,
el campesino sabio hace una gran reverencia
y silenciosamente se echa un pedo”.
Proverbio etíope1.

“Nunca es más subordinado el movimiento popular que en el curso de la


guerra; allí precisamente es donde tiene que recurrir al jefe, al caudillo,
enajenar su capacidad de decisión. Nunca es más independiente, en cambio,
que cuando está obligado a combinar legalidad y resistencia, es decir, a
buscar su propio camino contestatario”.
Gonzalo Sánchez2.

“En la selva se escuchan tiros


Son las armas de los pobres
Son los gritos del latino”3.
Bersuit Vergarabat.

1
Citado por James Scott, Los dominados y el arte de la resistencia. Discursos ocultos. Era, México. 2000.
2
Gonzalo Sánchez, Prólogo al libro de Francisco Gutierrez Sanín. Curso y discurso del movimiento plebeyo
1849/1854. IEPRI-Ancora. 1995. Bogotá.
3
Pasaje de una canción del canta-autor argentino.

4
Tabla de contenido

Presentaciòn

Introducción

Resistencia: genealogía de una idea de captura y fuga del


poder.

I. Resistencia: entre cetros, sotanas y pueblo.


A. La resistencia: entre cetros y sotanas.
B. La resistencia: entre el pueblo y la corona.
C. Del derecho de resistencia a la desobediencia civil
D. De la resistencia a la resistencia civil.

II. Resistencia: del viejo topo al pez en el agua


A. De la resistencia a la revoluciòn: el topo saliendo a la
superficie.
B. Resistencia-revoluciòn-poder.
C. Resistencia o ¿el pez en la red?
D. La resistencia y el pez en el agua

III. Prototesis para una conceptualización contemporánea


de la resistencia.

Bibliografía.

5
Introducción.
Colombia es quizás el único país de América Latina en el que la dinámica y
características del poder hegemónico del capitalismo mundial se conjugan de
manera integral. Los dos grandes ejes de este poder hegemónico son: por un
lado, la guerra internacional contra el terrorismo, declarada por el presidente de
los EEUU de Norteamérica George Bush tras los acontecimientos del 11 de
septiembre de 2001, configurando un estado mundial de guerra o de guerra
general y global, como lo caracterizan Hard y Negri; y, por otro lado, la
continuidad, consolidación e intensificación hegemónica de la globalización
neoliberal de la economía, impuesta por los países del capitalismo metropolitano
sobre los países periféricos, a través de instituciones financieras transnacionales
como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial en asocio con las
clases dominantes nativas. En la conjugación de estas dos tendencias mundiales,
radica la excepcionalidad de Colombia en el escenario latinoamericano.

Este poder hegemónico mundial, sintetizado bajo la formula lapidaria


“neoliberalismo armado”, tiene desarrollos y aplicaciones desiguales en los países
periféricos, especialmente en América Latina, según las configuraciones histórico-
políticas específicas de cada sociedad nacional, sus tradiciones históricas, la
configuración de las clases y las luchas entre ellas, las correlaciones de fuerzas
sociales y políticas nacionales, el lugar y el papel del Estado, los poderes y
contrapoderes establecidos, entre otros elementos. De manera que las tendencias
y dinámicas dominantes del poder capitalista hegemónico mundial no tienen una
réplica mecánica y uniforme en los países periféricos latinoamericanos. Así,
mientras la mayoría de los países de la región encaran el desafío de la
globalización neoliberal y sus efectos perversos en términos de desigualdad,
exclusión social e inestabilidad institucional, Colombia debe enfrentar
adicionalmente los términos de una guerra endémica de más de cincuenta años
que la somete aún más a los vaivenes de la política internacional.

Como los demás países de la región, aunque con ritmos y desarrollos diferentes,
los gobiernos de Colombia de los últimos lustros profundizan las políticas de libre
mercado, a través de un fuerte intervencionismo orientado a flexibilizar el mercado
laboral, el flujo de capitales y del comercio, la privatización de sectores claves de
la economía nacional como las telecomunicaciones, la banca, el petróleo, servicios
públicos, seguridad social, educación y salud, entre otros. La reciente firma del
Tratado de Libre Comercio –TLC- con el gobierno de los EEUU de Norteamérica
confirma el interés del gobierno del presidente Alvaro Uribe Vélez en profundizar y
consolidar el modelo neoliberal instaurado en Colombia desde finales de los años
ochenta.

Los costos sociales de la profundización de las reformas de mercado y


privatización del Estado se han hecho sentir con rigor en el estancamiento o
deterioro de los indicadores sociales del país en los últimos años. Aparte de las
sucesivas reformas tributarias que castigan más el consumo popular y reduce la
tributación del capital, o la reforma laboral que lejos de su propósito explicito de
combatir el desempleo genera mayor informalidad, profundiza la flexibilización

6
laboral y recorta derechos adquiridos como el pago triple de los dominicales y las
horas extras, o los recortes a las transferencias fiscales a departamentos y
municipios que se habían convertido desde mediados de los años ochenta en la
base de las políticas sociales en educación y salud; al amparo del neoliberalismo
imperante, las políticas sociales de bienestar colectivo de la población se
privatizan y las que quedan bajo la custodia del Estado no pasan de ser
programas asistencialistas de corto vuelo y escaso impacto social.

Como lo anota Libardo Sarmiento, uno de los estudiosos más autorizados de la


cuestión social en Colombia, la política social no ha afectado la espantosa
concentración de la riqueza y las desigualdades sociales, al contrario, el modelo
de desarrollo ha profundizado y ampliado las brechas. Según el Informe de
Desarrollo Humano de Naciones Unidas (2005), Colombia se encuentra con
relación a la distribución del ingreso entre los 10 países más desiguales en el
mundo (similar a los países africanos) y entre los tres más inequitativos de
América Latina (junto a Guatemala y Brasil). Desde mediados de los 70s, la
distribución del ingreso por persona ha pasado de 0.47 en el coeficiente de Gini a
0.58 en la actualidad, once puntos por encima del observado hace 30 años4.

Sin embargo, como se dijo antes, Colombia, a diferencia de los otros países de la
región, es el único país de América Latina que además de profundizar las
reformas neoliberales vive un estado de guerra permanente por más de medio
siglo. Este estado de guerra permanente se agrava en sus diferentes dimensiones
con el nuevo contexto mundial de “guerra contra el terrorismo” hegemonizada por
los EEUU de Norteamérica. Por un lado, porque aleja la posibilidad de construir
salidas políticas negociadas al conflicto armado interno conducente a una paz
duradera; por otro lado, porque favorece en la política doméstica colombiana que
se impongan gobiernos autoritarios como el de Alvaro Uribe Vélez elegido
presidente en 2002 y reelegido en 2006 por amplias mayorías electorales, tras el
fracaso del proceso de paz con las FARC adelantado por el gobierno del
presidente Andrés Pastrana cuatro años antes.

El alineamiento activo e incondicional del gobierno del presidente Uribe Vélez con
la política antiterrorista del gobierno norteamericano, implica que se redefinan los
términos del conflicto armado colombiano en perspectiva internacional y no
nacional. La política de seguridad democrática desarrollada por el presidente Uribe
durante su primer mandato, sin visos de ser interrumpida para su segundo
gobierno, sintetiza la política gubernamental de guerra contra el terrorismo y su
compromiso estratégico internacional con la política de “guerra global contra el
terrorismo” del gobierno de los EEUU de Norteamérica. Este alineamiento
incondicional, no sólo ha contribuido a una mayor subordinación de la política
nacional a la esfera de influencia de la política norteamericana para América
Latina, sino que incluso amenaza con una progresiva regionalización del conflicto

4
Libardo Sarmiento Anzola. “El proyecto social del uribismo”. Caja de Herramientas. Año 15, No. 115.
Bogotá, junio de 2006.

7
armado más allá de las fronteras nacionales, impactando más directamente a
países vecinos como Venezuela y Ecuador sobre todo

Aceptando la lógica y los términos de la guerra global que impone la subordinación


a los poderes hegemónicos mundiales, el gobierno del presidente Uribe Vélez
revisa la lectura de la guerra colombiana en términos de conflicto armado interno.
Con Uribe Vélez, en vez de un conflicto armado interno, estamos en presencia de
una “amenaza terrorista”, tan peligrosa como la que representa la red Al-kaeda en
el medio Oriente5. Suprimida del lenguaje gubernamental la noción misma de
conflicto político armado interno, sus protagonistas nacionales, especialmente los
actores irregulares, son considerados igualmente como agentes en el plano
nacional del enemigo internacional, es decir, como agentes terroristas6, tal como
en la época de la “guerra fría” bajo el manto ideológico de la doctrina de la
“seguridad nacional”, cualquiera manifestación de resistencia civil o de
descontento ciudadano fuera considerada como la presencia en las fronteras
nacionales del comunismo, catalogado entonces como el enemigo internacional de
Occidente.

La situación de guerra en la que se encuentra Colombia desde hace cerca de


cincuenta años ha pasado por etapas diferentes. Sin embargo, es a partir de la
década de los noventa que ésta alcanza un nivel sostenido de escalonamiento y
expansión territorial mayor, haciéndose mucho mas compleja con la vinculación
del narcotráfico y sus ingentes recursos al desarrollo de la misma. El narcotráfico,
no sólo ha contribuido a fortalecer logística y financieramente a los actores
irregulares armados –especialmente a los grupos paramilitares7-, socavar los
referentes éticos en la conducción de la guerra y desdibujar las fronteras entre el
carácter político y no político en el accionar y objetivos de sus actores, sino que ha
llevado a una cerrada disputa armada por el control de territorios y poblaciones
potencialmente ricos en recursos económicos o estratégicos para la construcción
de grandes obras de infraestructura o megaproyectos económicos, de acuerdo
con las señales y expectativas de la globalización económica.

5
En su momento, cuando el gobierno de los EEUU de Norteamérica y sus aliados europeos decidieron
invadir Irak, el presidente colombiano no sólo fue el único gobernante de América latina que apoyó esta
violación flagrante del derecho internacional, sino que instó a las potencias mundiales al envío de tropas a
Colombia para someter la “amenaza terrorista”.
6
Al inicio de su mandato, el presidente Uribe Vélez declara que en Colombia no hay un conflicto armado
interno si no una amenaza terrorista representada por las guerrillas, a las cuales cataloga desde entonces como
grupos o bandas terroristas, desarrollando una activa diplomacia internacional logrando que el gobierno de los
EEUU de Norteamérica y los gobiernos de la Unión Europea los incluya en la lista de terroristas
internacionales.
7
Según declaraciones de los propios jefes paramilitares un altísimo porcentajes de sus recursos proviene
directamente del narcotráfico, esto es, de actividades de narcotráfico realizadas por los propios grupos
paramilitares y no sólo del cobro de “vacunas” o vigilancia de territorios y redes de distribución, como suele
ocurrir con las FARC. Esta simbiosis entre paramilitarismo y narcotráfico se puso de presente en el proceso
de negociación en Santa Fe del Ralito en 2004, en el que muchos reconocidos narcotraficantes locales para
beneficiarse de las garantías del proceso de negociación y lavar sus fortunas provenientes del negocio de las
drogas aparecieron repentinamente como jefes paramilitares y el que no tenía mercenarios propios para
acreditarse como tal los compró a otros.

8
Probablemente la guerra en Colombia no difiera de otras guerras locales en
diferentes partes del mundo en cuanto a sus implicaciones dramáticas sobre la
población civil. Sin embargo, ninguna otra fase de la guerra colombiana había
adquirido las proporciones que ha adquirido en la actualidad en términos de costos
humanitarios. El desplazamiento forzado, el confinamiento, las masacres, los
homicidios, los secuestros, las desapariciones forzadas, la destrucción de bienes
civiles y el reclutamiento forzado, que se incrementan día tras día
ostensiblemente, son las manifestaciones concretas de esta dura realidad. La
fórmula “guerra contra la sociedad”, acuñada hace algún tiempo por Daniel
Pécaut para oponerla polémicamente a la fórmula “guerra civil” en la
caracterización del conflicto armado colombiano, ha gozado de amplia aceptación,
más por destacar los efectos perversos de la guerra sobre la población civil, que
por reunir una caracterización precisa de la misma3.

No es necesario forzar las palabras para comprender la manera como la


globalización neoliberal y la guerra global contra el terrorismo, acicatean y
redimensionan los propios desarrollos del conflicto armado interno, la desigualdad,
la pobreza y la exclusión en Colombia. Sin embargo, esta conjugación de guerra y
neoliberalismo, no se ha impuesto sin resistencias.

En los últimos diez años en Colombia, la resistencia contra la guerra y el modelo


neoliberal se ha expresado en un conjunto variado de acciones colectivas, algunas
de carácter nacional, otras de carácter local, algunas de manera puntual, otras de
carácter más orgánico, algunas bajo formas novedosas de organización y
protesta, otras basándose en viejos repertorios de protesta y formas tradicionales
de organización, algunas bajo nuevas formas de organización y tradicionales
formas de protesta, otras bajo nuevas formas de protesta y tradicionales formas de
organización, algunas con objetivos muy limitados circunscritos a los intereses del
actor que las protagoniza, otras con objetivos más amplios orientados a desafiar
políticamente a los poderes hegemónicos.

Si se les contrasta con el escenario latinoamericano, estas manifestaciones de


resistencia en Colombia no tienen el alcance y el impacto de las que, por ejemplo,
se han producido en países como Bolivia, Argentina, México, Venezuela y
Ecuador, muchas de las cuales han logrado adquirir niveles de rebelión y
producir cambios en las relaciones de poder en esos países. Sin embargo, pese a
los propios factores adversos, muchos de ellos asociados a la permanencia y
escalonamiento de la propia guerra, las acciones colectivas de resistencia civil no
armada en Colombia no dejan de expresarse, son persistentes en el tiempo y
adoptan nuevos desarrollos.

3
En realidad, la formula viene acompañada de muchas otras consideraciones, entre las cuales se destaca el
hecho que los actores armados hayan fracasado en el propósito de lograr el respaldo de la población para
transformar su guerra en guerra civil. Cfr. Daniel Pécaut. Guerra Contra la Sociedad. Planeta. 2001. Para una
referencia al debate reciente sobre la caracterización del conflicto político armado, puede consultarse a
Ramírez, Guizado, Pizarro, en Revista Análisis Político #46, Iepri-Unal. Bogotá, mayo-agosto de 2002;
también, Posada Carbó, ¿Guerra Civil? Alfaomega. Bogotá, 2001; igualmente, Nieto Y Robledo, Guerra y Paz
en Colombia: 1998-2001. Medellín. Unaula, 2003.

9
En efecto, más allá de la propia dinámica del conflicto armado, de las políticas
económicas y sociales de corte neoliberal y sus consecuencias dramáticas sobre
la población, en Colombia se ha abierto paso y se estructuran acciones colectivas
de la ciudadanía contra la guerra y contra la exclusión social, por la paz y el
bienestar social colectivo, las cuales han gozado de relativo poco interés por parte
de los investigadores sociales.

Frente a la guerra, por ejemplo, en los últimos diez años en Colombia se


estructuran algunos movimientos de resistencia civil de carácter nacional, con
epicentro en las grandes ciudades, que traduce el propósito de importantes
sectores de opinión por encontrar salidas negociadas a la confrontación armada.
También en el plano local, se estructuran otros movimientos de resistencia civil,
como expresiones de comunidades barriales en las ciudades, de comunidades
negras e indígenas o de comunidades campesinas en la vasta geografía nacional.
En la irrupción de estos movimientos, tanto nacionales como locales, puede leerse
la otra dimensión de la guerra en Colombia: la resistencia de sectores importantes
de la ciudadanía a aceptar la polarización de la sociedad según las lógicas bélicas
de los actores en conflicto y el fracaso de los mismos por convertir su guerra en
guerra civil.

Por otra parte, frente a la globalización neoliberal de la economía y la privatización


del Estado, son muy variadas las formas de resistencia civl no armada articuladas
por los sectores subalternos, aunque de menor resonancia pública que las
desarrolladas frente a la guerra. Las acciones colectivas de resistencia en este
campo han sido protagonizadas fundamentalmente por los tradicionales
movimientos sociales, en especial por el sindicalismo, el cual ha conjugado las
acciones al interior de las empresas o de las diferentes ramas del sector público
con acciones nacionales de protesta, como por ejemplo, paros nacionales,
manifestaciones públicas y concentraciones en las principales ciudades del país,
en las que ha intentado articular a otros sectores urbanos, cívicos, estudiantiles,
campesinos e indígenas. En el marco de la reciente negociación del TLC con los
EEUU de Norteamérica la resistencia contra la globalización neoliberal se ha
reactivado a nivel nacional, destacándose el papel protagónico ganado por los
indígenas del sur del país, con manifestaciones de protesta y tomas de vías
troncales, acompañadas de enfrentamientos con la fuerza pública.

Al lado de las anteriores expresiones de resistencia colectiva, emergen formas


inéditas de “emprendimiento” económico, de base comunitaria, vecinal o familiar,
inspiradas en criterios de solidaridad, ayuda mutua y cooperación, algunas de las
cuales actúan coordinadamente en forma de red; así mismo, se fortalecen formas
arraigadas de economía solidaria, como el mutualismo y el cooperativismo. La
mayoría de estas formas de “economía popular” se desenvuelven en el sector
servicios, los alimentos, la producción agropecuaria, el sector artesanal y las
confecciones. Muchas de estas experiencias, además, trascienden el campo de lo
económico e incorporan una fuerte dimensión social, en términos de contribuir a la
reconstrucción del tejido social gravemente deteriorado por los efectos de la

10
exclusión o de la guerra, generan así mismo fuertes lazos de solidaridad, sentido
de identidad y de pertenencia a un nosotros. Se trata de formas de resistencia civil
articuladas alrededor de la problemática social y contra la exclusión.

Pese a que el asunto de la resistencia civil en Colombia, no ha tenido los mismos


desarrollos y alcances que en otros países de América Latina, es un hecho que
también aquí irrumpe como referente de movilización popular. ¿Se trata sólo de un
nuevo lenguaje común invocado por los actores subalternos para renombrar sus
luchas defensivas en un contexto como el actual, marcado por la ofensiva política,
ideológica y económica de los poderes hegemónicos a nivel mundial y local? ¿Se
trata de un nuevo “eufemismo” de izquierda para nombrar la calidad y alcances de
esas luchas de los dominados en contextos de reflujo y adversidad? Sin duda, es
eso, pero también mucho más. En el umbral del siglo XXI, la resistencia en
Colombia, como a nivel mundial, se ha convertido no sólo en el lenguaje y las
prácticas renovadas de las acciones colectivas populares de contestación y
desafío a los poderes económicos, sociales y políticos dominantes y hegemónicos,
sino también en un referente de interpretación teórica de dichos lenguajes y
prácticas.

Aunque el telón de fondo y la preocupación central sobre las cuales están escritas
las líneas de este libro, son las múltiples y plurales formas de resistencia que
recorren el mundo, América Latina y especialmente Colombia en los últimos 15
años, éste no es un texto sobre estas experiencias concretas, ni sobre sus
historias y protagonistas, sino sobre su interpretación teórica más allá del presente
y al mismo tiempo en función del mismo. Pretende efectuar, como parte central de
esta interpretación teórica, una genealogía de la resistencia en el pensamiento
social y político moderno de occidente, orientada a la refundamentación
emancipatoria del presente y de la política, en un contexto en el que los
subalternos renuevan el discurso y las prácticas de resistencia en el mundo. Pero
no se trata ciertamente de efectuar una versión convencional de la genealogía
aplicada a las ideas políticas de la resistencia, sino -un poco más cerca de la
propia versión foucoultiana de la misma-, de una reconstrucción histórico-crítica
de estas ideas, que haga posible el acoplamiento de la constitución de “un saber
histórico de las luchas y la utilización de este saber en las tácticas actuales”, que
contribuya a subvertir los “regimenes de verdad” instituido por los poderes y
“contradiga los saberes oficiales”; que posibilite una elaboración discursiva “desde
los discursos de la resistencia” y haga posible así mismo la racionalidad de los
contradiscursos de confrontación, de lucha, silenciados por los discursos oficiales.
Este texto no es esa genealogía crítica de la resistencia, pero es un intento por
fundamentarla y una contribución teórica a sus condiciones de posibilidad.

De acuerdo con lo anterior, el trabajo pretende identificar y discernir las


dimensiones teorico-políticas de las dos grandes concepciones de la idea de
resistencia presentes en las teorías políticas modernas y contemporáneas –la
liberal o liberal democrática y la crítcico-emancipatoria-, sus líneas de ruptura y de
continuidad, sus antagonismos y sus variadas fundamentaciones teórico-políticas,
tomando como referencia a algunos pensadores considerados aquí como

11
representativos de estas corrientes. A ello corresponden la primera y segunda
parte del texto.

La tercera parte del libro corresponde al propósito más condensado de


fundamentación teorico-política contemporanea de la resistencia, en la que, bajo
la forma de proto-tesis, se recrean y postulan algunas consideraciones teóricas,
que buscan delimitar sus alcances y posibiidades como categoría política a la luz
del debate contemporáneo en América Latina y el mundo, especialmente en
referencia con otras categorías gravitacionales del pensamiento político como, por
ejemplo, poder-hegemonía-emancipación y revolución. Por último, este libro es un
intento por replantear la idea convencional de política fundada en la relación
poder-obediencia, y busca, por consiguiente, reposicionar la resistencia como
categoría central y co-constituyente del ámbito de la política a partir de las
posibilidades de depliegue de las prácticas insumisas y contestarias de los
subalternos. En este sentido y parafraseando a W. Benjamín, poner a la
resistencia en el centro de la teoría política como aquí se pretende permite mirar la
historia y la política desde la perspectiva de los vencidos, que es la perspectiva
escogida por el autor.

Resistencia: genealogía de una idea de captura y fuga del poder.

La resistencia como práctica de sujetos colectivos contra el poder es tan antigua


como el poder mismo. La historia de la humanidad como historia de la lucha de
clases planteada por Marx y Engels en el Manifiesto del Partido Comunista,
igualmente podría ser formulada en términos de la historia de la resistencia frente
al poder. Resistencias conoció y conoce el mundo europeo antiguo, medieval,
moderno y contemporáneo. También las conoció y conoce el mundo americano
prehispánico, conquistado, colonizado y modernizado. Como práctica, la

12
resistencia no es pues nueva8. En todo caso es más antigua que el discurso que la
teoriza y la explica. Y aunque es difícil separar una de otro, sin embargo, no es de
la resistencia como experiencia histórica o como práctica de la cual nos ocupamos
en este libro, sino de sus discursos. Por consiguiente, aquí presentaremos la
trayectoria que en el terreno de la historia de las ideas políticas en Occidente ha
tenido la idea de resistencia.

Teniendo en cuenta los alcances y objetivos de este trabajo, nos limitaremos a


presentar dicha trayectoria a través de algunos pensadores considerados
representativos del pensamiento social y político de Occidente, agrupándolos en
dos grandes campos: por un lado, la tradición del pensamiento liberal, precedida
de una referencia sintética al pensamiento tomista y calvinista de los siglos XIII y
XVI europeos; y por otro lado, la tradición que aquí llamamos del pensamiento
crítico-revolucionario, a sabiendas que no se trata de una tradición homogénea
como tal, pero que comparte identidades teóricas fundamentales en contraste con
la tradición liberal. Empezaremos presentando la primera tradición y luego la
segunda.

I. La Resistencia: entre cetros, sotanas y pueblo.

A. La resistencia: entre cetros y sotanas.


Los primeros esbozos teórico-políticos de la resistencia en Occidente los
encontramos en el siglo XIII, asociados a la tradición del pensamiento judeo-
cristiano medieval. Tomás de Aquino fue uno de los primeros teólogos que se
ocupó de fundamentar una concepción filosófico-política de la resistencia,
desarrollada más tarde por las corrientes luteranas y calvinistas en el siglo XV y
XVI9. La idea de resistencia en el pensamiento tomista deriva de su concepción
más amplia acerca de la sociedad y la política, la cual conjuga la tradición
aristotélica recién asimilada por la iglesia medieval con la agustiniana.

Dentro de la tradición cristiana, anota M. Randle, la obligación impuesta al


individuo de desobedecer las leyes u órdenes consideradas pecaminosas iba
unida a otra que suavizaba su cariz provocador: la obligación de obedecer a la
autoridad civil, expuesta por San Pablo en el nuevo testamento. El efecto de ese
principio doble se traducía en prohibir una rebelión incluso contra un Estado
8
Para una síntesis de la trayectoria histórica de la resistencia como práctica, puede consultarse el texto de
Michael Randle: Resistencia Civil. La ciudadanía ante las arbitrariedades de los gobiernos. Paidós. Barcelona.
1998.
9
Según María José Falcón y Tella, pese a que en la antigüedad se dieron algunos ejemplos de tiranicidio de
hecho, como el de Clearco tirano de Eraclea Pontica en 353 a. de c., considerado el primero por motivos
políticos, ni en Grecia ni en Roma antiguos hay un derecho o elaboración teórica de la resistencia al tirano. El
derecho de resistencia al tirano como tal no surge hasta la edad media, con Manegold von Lautenbach en el
siglo XI, y ya como teoría del tiranicidio propiamente hablando en el siglo XII, en el Policratus de Juan de
Salisbury, para quien es lícito matar al tirano siempre que el tiranicida no esté ligado a la víctima por
juramento alguno de fidelidad ni pierda la justicia o la honradez. María José Falcón y Tella. La Desobediencia
Civil. Marcial Pons. Ediciones Jurídicas y Sociales. Madrid-Barcelona. 2000, pp. 107 y 108.

13
injusto aunque imponía la desobediencia en el momento en que el Estado exigiera
del individuo cosas incompatibles con la moral cristiana. Santo Tomás de Aquino
estableció en el siglo XIII los fundamentos precisos para un alejamiento de la
doctrina paulina10.

Para Tomás de Aquino el orden social pertenece al orden natural en cuanto que
su artífice, el hombre, es una creación de la naturaleza, que a su vez es una
creación armónica de dios. Como toda naturaleza, el orden social es un sistema
jerarquizado de fines y propósitos en el cual lo inferior sirve a lo superior y lo
superior dirige y guía a lo inferior. Siguiendo la tradición aristotélica, para Tomás
de Aquino el propósito de una sociedad perfecta es el bien común, el cual requiere
que una parte lo dirija, como el alma rige al cuerpo o cualquier naturaleza superior
a otra inferior11.

Siguiendo la lógica tomista del ordenamiento jerárquico de la naturaleza de las


cosas, corresponde al Estado o al gobierno la función de dirigir a la sociedad hacia
ese bien común y conservarla en su perfección. De ahí que el gobierno sea una
magistratura o un fideicomiso de toda la comunidad12. Como su súbdito más
ínfimo, para Tomás de Aquino el gobernante está justificado en todo lo que hace
porque contribuye al bien común: “si la sociedad de los libres es dirigida por quien
gobierna hacia su bien común, se da un gobierno recto y justo, como corresponde
a los libres”13. Su poder, que deriva de la voluntad de dios, es un ministerio o
servicio debido a la comunidad de que es cabeza. En términos generales es deber
del gobernante dirigir la acción de todas las clases de tal modo que los hombres
puedan vivir una vida feliz y virtuosa, que es el verdadero fin del hombre en
sociedad14. Así mismo, las leyes que rigen el orden social son legítimas en la
medida en que se orientan a la consecución del bien común y emanan del poder
gobernante proveniente de dios. Puesto que todo lo que es natural procede de
dios, el Estado es, en definitiva, obra divina15.

En síntesis, podemos decir que para Tomas de Aquino la razón de ser del Estado
y del gobernante, es el bien común de la sociedad. Aquí radica, igualmente, el
fundamento de obediencia de los súbditos. Se obedece al Estado o al gobernante
siempre y cuando procure el bien común, fundamento de un gobierno justo. Por
consiguiente, un Estado que no procurase el bien común para la sociedad o,
incapaz de procurarlo, se constituye ipso facto en gobierno ilegítimo16. ¿cuál ha de
ser la actitud de la sociedad frente a un gobierno de esta naturaleza, es decir,

10
M. Randle, op. cit., pp. 38.
11
Cfr. George Sabine. Historia de la teoría política. FCE. México, p. 189 y ss.
12
Ibid.
13
Santo Tomás de Aquino. La Monarquía Altaya. Traducción, estudio preliminar y notas, Laureano Robles y
Angel Chueca. Barcelona, 1994, pp. 8.
14
George Sabine, op. Cit.
15
Laureano Robles y Angel Chueca. Estudio preliminar. El tratado De regno de Santo Tomás. Altaya.
Barcelona, 1994. XLI.
16
Ibid.

14
ilegítimo? Antes de presentar la respuesta tomista, conviene subrayar algunos
otros elementos conducentes a la misma.

Tal como lo planteó Aristóteles siglos antes en La Política refiriéndose a la formas


corruptas de gobierno, para Tomás de Aquino: “Si, por el contrario, el gobierno se
dirige no al bien común de la sociedad sino al bien individual de quien lo gobierna,
se dará un régimen injusto y perverso”17. Nuevamente, siguiendo a Aristóteles,
Tomás de Aquino formula las tres formas injustas y perversas de gobierno en
simetría con las tres formas buenas aristotélicas: tiranía, oligarquía y democracia.
Conviene subrayar, por otro lado, la predilección de Tomás de Aquino por el
gobierno de uno sólo, es decir, el gobierno del Rey, al cual está dedicado su
opúsculo postrero De Regno (La Monarquía). Primero define quién es rey y dice:
“pertenece a la noción de rey ser uno sólo el que presida y sea pastor, buscando
el bien común de la sociedad y no el suyo…por eso, el que dirige una comunidad
perfecta, o sea, una ciudad o provincia, es llamado rey por antonomasia”. Luego,
el argumento a favor de la predilección por el gobierno del rey, que resuena siglos
después en el Leviatán de Hobbes: “el bien y la salvación de la sociedad es que
se conserve su unidad, a la que se llama paz, desaparecida la cual desaparece
asimismo la utilidad de la vida social, e incluso la mayoría que disiente se vuelve
una carga para sí misma. Luego esto es a lo que ha de tender sobre todo el
dirigente de la sociedad, a procurar la unidad en la paz… Luego un régimen será
tanto más útil cuanto más eficaz fuere en conservar la unidad de la paz. Y
llamamos más útil a lo que conduce mejor a su fin. Porque evidentemente mejor
puede lograr la unidad lo que es uno por sí mismo que muchos…Luego es más útil
el gobierno de uno que el de muchos”18.

He subrayado esta predilección de Tomás de Aquino por el gobierno del rey


porque la respuesta a la pregunta indicada arriba y su idea de resistencia está
asociada principalmente al gobierno tiránico. Resistencia es resistencia a la
tiranía, que en la versión precedente corresponde justamente a la forma injusta y
perversa del gobierno de uno sólo19. “Como ha de preferirse el régimen
monárquico por ser el mejor pero puede convertirse en tiranía, que es lo peor”, lo
primero que se plantea Tomás de Aquino es cómo evitar pasar de la monarquía a
la tiranía, es decir, como prevenir que el rey devenga en tirano. Para ello propone
la observancia de dos principios: la elección del rey o monarquía electiva y el
control de su poder de forma que aleje el riesgo de cualquier exceso en el ejercicio
del mismo.

Sin embargo, si se ha fracasado en la observancia de los anteriores principios


¿qué hacer, entonces, ante el rey que se ha vuelto tirano? Llegamos aquí al punto
nodal del pensamiento tomista acerca de la tiranía y la resistencia a la misma. La
respuesta de Tomás de Aquino, por lo menos la que aparece en De Regno, no es

17
Santo Tomás de Aquino, op. Cit.
18
Ibid, pp. 10 y ss.
19
Robles y Chueca advierten que el concepto de tiranía en el pensamiento tomista no está referido sólo a la
corrupción de la monarquía, tal como aparece en De Regno, sino a toda forma corrupta de gobierno.

15
directa ni única. Por un lado, si el tirano no comete excesos, dice, es preferible
soportar una tiranía moderada que oponerse a ella, porque tal oposición puede
implicar peligros mucho mayores para quienes se oponen que la misma tiranía.
Por otro lado, si se dan excesos intolerables, la muerte al tirano (tiranicidio),
fundamentada y promovida entre otros por Juan de Salisbury, no es
recomendable, no sólo por los peligros que encierra para quienes la promueven,
sino también porque contradice las enseñanzas de los Apóstoles, especialmente
de Pedro. Para Tomás de Aquino, el tiranicidio constituiría un peligro, más que
para quienes lo promueven, para la sociedad y sus dirigentes. El que por una
presunción individual algunos pudieran atentar contra la vida de sus gobernantes,
aunque fuesen tiranos, se corre el riesgo de perder un buen rey que el remedio de
perder un tirano.

Por otra parte, la resistencia al tirano no puede ser, según el pensamiento tomista,
un acto particular, individual o privado, sino político, ejercido legítimamente por la
sociedad. La resistencia justificada es, pues, un acto público de todo un pueblo.
En esto consiste la resistencia: “por eso parece que conviene más que actúe
contra la crueldad de los tiranos la autoridad pública que una presunción particular
de algunos. En primer lugar, porque si pertenece a alguna sociedad el derecho de
darse un rey, el rey elegido también puede ser destituido sin faltar a la justicia o
frenar su poder, si abusa del poder real como un tirano. Y no ha de juzgarse que
esa sociedad actúa infielmente al destituir al tirano, por más que le hubiera
prometido antes obediencia perpetua; pues él mismo lo mereció al no conducirse
con lealtad al gobierno, como exigen sus deberes reales, por lo que sus súbditos
no deben guardarle su palabra”20.

En textos anteriores, según nos lo hace notar Robles y Chueca, el pensamiento


tomista respecto de la resistencia al tirano aparece de manera más directa y
radical. En el Comentario a las Sentencias, Tomás de Aquino reconocerá la
resistencia activa contra quien violentamente usurpa el poder, y éste no haya sido
legitimado por los mismos súbditos o autoridad superior. Es más, no sólo reconoce
el derecho a la resistencia activa contra el tirano secundum regimen et titulum
(que violentamente usurpó el poder y violentamente lo está ejerciendo), sino que
incluso, en el caso de que no sea posible el recurso ante una instancia superior
que pudiera juzgar al invasor, admite que se le dé muerte para liberar a la patria21.

En términos generales y a manera de síntesis, podemos decir que la resistencia


en el pensamiento tomista es un acto político autónomo ejercido por la sociedad
frente al poder en defensa del bien común, que se justifica, por un lado, por
razones políticas referidas a la crisis de legitimidad de quienes dominan y la
subsiguiente ruptura de los lazos de la obediencia por parte de los dominados, y,
por otro lado, por razones teológicas referidas al carácter no natural ni divino del
poder corrupto.

20
Santo Tomás de Aquino. Op. Cit., pp. 32.
21
Laureano Robles y Angel Chueca, op. Cit, pp. LIV.

16
Dos siglos después, la idea de resistencia reaparece en Europa en un contexto
signado por las guerras religiosas, revueltas campesinas y populares, alianzas
entre poderes eclesiales y monárquicos y configuración de los primeros estados
naciones. A mediados del siglo XVI, los gobernantes católicos del norte de Europa
se habían vuelto con violencia contra los reformadores (luteranos y calvinistas) y
estaban imponiendo la política de la unidad religiosa (católica) por la fuerza.
Luteranos y calvinistas sufrieron por igual terribles persecuciones, exilios y muerte,
víctimas de la guerra contra la herejía proclamada y asumida militantemente por
los monarcas católicos europeos. En este contexto, se forma el pensamiento
político de la reforma protestante y particularmente su teoría de la resistencia
contra los reyes “herejes”, que se convirtió en el punto más controvertido de la
filosofía política de entonces22.

La pregunta del líder calvinista escocés John Knox en 1554 a Heinrich Bullinger,
“si se debe obediencia a un magistrado que impone la idolatría y condena la
verdadera religión”23, recogía en esencia los términos de la controversia del
pensamiento político protestante durante el siglo XVI. La pregunta era por los
límites de la obediencia política, pero esta vez, a diferencia del pensamiento
tomista, era una pregunta política impregnada de inquietudes teologales. Por un
lado, porque iba dirigida al cuerpo de doctrina teológico y por otro lado, porque
auscultaba el carácter teologal del poder mismo. A diferencia de Santo Tomás, en
el que la pregunta por los límites de la obediencia se centraba en el carácter
legítimo o justo del gobernante respecto de la sociedad, independientemente del
credo religioso, la pregunta de Knox era por la legitimidad misma del gobernante
debido a la pertenencia a una fe religiosa y si era posible fundamentar desde la
teología un deber de resistencia.

Los reformadores religiosos, Lutero y Calvino y sus seguidores en un comienzo


permanecieron firmemente comprometidos con la teoría de la obediencia pasiva24.
Su actitud política estuvo anclada en la doctrina paulista de la absoluta no
resistencia, que según la Epístola a los Romanos de San Pablo, establece que
todo poder “es una orden de Dios, y que no hay poderes salvo los ordenados por
Dios”, ya que todos los príncipes son “ministros de Dios” y son “representantes de
Dios”. Lutero proclama, que “prefiero soportar a un príncipe que obra mal antes
que a un pueblo que obra bien”, y, como observa Sabine, su afirmación del deber
de obediencia pasiva es todo lo vigorosa posible: “No es de ningún modo propio
de un cristiano alzarse contra su gobierno, tanto si actúa justamente como en caso
contrario. No hay mejores obras que obedecer y servir a todos los que están
colocados por encima de nosotros como superiores. Por esta razón también, la

22
George Sabine, advierte que ya en los siglos XIV y XV los reformistas habían sostenido el derecho de
resistir a un papa herético. Op. Cit. pp.267.
23
Cfr. Quentin Skinner. Los fundamentos del pensamiento político moderno.Tomo II. La reforma. FCE.
México. 1993. pp.195 y ss. En lo sucesivo, para los avatares de la evolución del pensamiento político luterano
y calvinista respecto de la resistencia, me basaré principalmente en Skinner.
24
George Sabine sostiene que esta posición junto con la condena a la resistencia como un mal no la
abandonaron nunca. Op. Cit. pp.267.

17
desobediencia es un pecado mayor que el asesinato, la lujuria, el robo y la
deshonestidad y todo lo que éstos puedan abarcar”25.

Por su parte, Calvino no sólo predica categóricamente el deber de no resistir, sino


que incluso justifica desde la doctrina teologal la permanencia del gobierno tirano,
“los que gobiernan de manera injusta e incompetente” han sido puestos por Dios
“para castigar la perversión del pueblo”. Esto significa, a su vez, que aun si “somos
cruelmente atormentados por un príncipe bárbaro”, o “vejados por razones de
piedad por uno impío y sacrílego”, sigue aplicándose la misma dura lección: no se
nos permite resistir, sino que se nos ordena poner la otra mejilla, reconociendo
que “no se nos ha dado otra orden” que la de “obedecer y sufrir”26.

Mientras tanto, luteranos como Felipe de Hesse confrontados ante la inminencia


de supresión de las pocas concesiones de que aún gozaban bajo el imperio de
Carlos V, en los años 30 producen una redefinición constitucional de la tradicional
interpretación paulista, abriendo así la justificación de la resistencia incluso
armada. Siguiendo a Skinner, dos son los aspectos que de la teoría feudal
particularista de la constitución imperial redefine Hesse a favor de su argumento.
En primer lugar, sostiene que cuando San Pablo en la Epístola a los Romanos
establece que “los poderes que existen son ordenados por Dios”, se refirió a todos
los poderes territoriales y no sólo al poder del emperador. La segunda redefinición
crucial consiste en decir que todos estos poderes han sido ordenados para
desempeñar un cargo particular, estipulación que, según dice, incluye el deber de
observar buen número de obligaciones jurídicas entre sí, además de asegurar el
bienestar y la salvación de los propios súbditos inmediatos. Una vez introducidas
estas modificaciones, de allí se sigue fácilmente la idea de que puede ser legal
resistir al emperador. El derecho de defensa frente a la violación de los tratados
que en la constitución imperial estaba reservado al emperador frente a otro poder
soberano, es el que se apela ahora para los príncipes respecto al emperador. Por
ello, la conclusión es que si el emperador rebasa los límites de su cargo,
persiguiendo el Evangelio u ofreciendo violencia a alguno de los príncipes, estará
quebrantando la obligación impuesta a él en su elección, y por lo tanto será
legítimo oponérsele.

La nueva interpretación constitucional de Hesse no convenció, sin embargo, a


Lutero, quien seguía aferrado a una postura teologal ortodoxa y conservadora: “De
ninguna manera es propio que alguien que quiera ser llamado cristiano se levante
contra la autoridad de su gobierno, ya sea que éste actúe justa o injustamente”,
pues aun si “su Majestad Imperial actúa injustamente y en contra de su deber y
juramento, esto no anula la autoridad del gobierno imperial, ni anula la necesidad
de la obediencia”.

Por otro lado, mientras la situación de los protestantes se agravaba, luteranos


como Gregorio Bruck, trabajan en un texto final que fundamentaba desde el

25
George Sabine. Op. Cit. pp. 270.
26
Q. Skinner. Op. Cit., pp. 200.

18
derecho privado la justificación de la resistencia violenta. El texto de Bruck, Si es
Legal Resistir a un Juez que está Procediendo Ilegalmente, brinda esta
justificación. Su argumento se puede sintetizar en el hecho de que “en cuestiones
de fe el emperador no tiene absolutamente ninguna jurisdicción”, ya que “no es
juez en tales asuntos”. Se dice entonces que estas proposiciones llevan a la
conclusión de que la resistencia es indiscutiblemente justificada en las condiciones
presentes.

Para finales de 1530, pese a las reticencias iniciales, y llevado más por las
circunstancias, los luteranos ortodoxos, incluido el propio Lutero, habían aceptado
no sin reservas la idea de la resistencia forzosa. Para 1539, citando la doctrina del
derecho civil, dice Lutero: “El emperador es cabeza del reino político”, y como tal
“es un hombre privado a quien se le ha dado poder político para la defensa del
reino”. Esto implica que si no cumple con sus deberes para los cuales se le
constituyó en persona pública, es lícito resistirle de la misma manera que se nos
permite resistir a cualquier otro individuo privado que nos ofrece injusta violencia.
La reticencias de Lutero y sus allegados más cercanos frente a la resistencia se
explican en parte por el compromiso político con algunas monarquías europeas y
su temor de que las revueltas populares, a las cuales repudiaba, pudieran sentirse
respaldadas por su iglesia.

A mediados del siglo XVI es muy clara la influencia de la teoría luterana de la


resistencia sobre los calvinistas, especialmente en la versión planteada por los
pastores de Magdeburgo en la Confesión escrita en 1550 por Nicolás Amsdorf,
íntimo amigo de Lutero. De acuerdo con Skinner, la Confesión reunía en un sólo
texto los dos argumentos esgrimidos por los luteranos para justificar y legitimar la
resistencia, por un lado, el argumento constitucionalista de Hesse y por el otro
lado, el argumento del derecho privado de Bruck. Sin embargo, respecto de este
último argumento, la Confesión varió en parte la fundamentación de la teoría de la
resistencia desde el derecho privado hacia una postura más teológica, “si un
gobernante no cumple ‘con su obligación para con Dios de actuar de acuerdo con
su oficio’ y procede a infligir daños ‘atroces y notorios’ a sus súbditos, entonces la
razón de que ya no pueda considerársele como un magistrado genuino es que
automáticamente deja de contar como poder ordenado por Dios. A la luz de este
análisis queda reivindicada entonces la legitimidad de la resistencia forzosa. Como
todo magistrado deja de contar como ‘poder’, de allí se sigue que ‘todo el que
resiste a tales acciones no está resistiendo una orden de Dios’, sino tan sólo al
detentador de una fuerza injusta, al que es lícito rechazar”.

La influencia luterana de la resistencia se manifiesta más directamente en la teoría


de la resistencia activa de J. Knox, recogida en su escrito La Apelación de 1558,
considerado en su momento como uno de sus escritos más radicales, en el que
apela a la nobleza escocesa y al pueblo a rebelarse contra quienes los priva de la
palabra viva de Dios27. Knox es el primero de los calvinistas que se distancia de la

27
En 1579, J. Knox publica, si embargo, la Vindiciae contra Tyranos, que es considerada no solo su obra más
radical entre todas, sino la que mejor sistematiza los argumentos precedentes contra la tiranía.

19
teoría convencional de la obediencia pasiva defendida por Calvino. La teoría de la
resistencia activa de Knox empieza por reconocer en la nobleza escocesa un
poder ordenado por Dios para oponerse al poder de los tiranos, siguiendo en esto
lo establecido por la teoría constitucional luterana. Su posición como lo anota
Sabine, se basa en el deber religioso y no en los derechos del pueblo.

Como Knox, también contribuyeron a justificar la resistencia pensadores


calvinistas como Ponet (Breve Tratado de Poder Político) y Goodman (Cómo
Deben ser Obedecidos los Poderes Superiores por sus Súbditos), ambos desde el
derecho privado. De acuerdo con Skinner: “Ponet arguye que los crímenes de un
soberano que se extralimita en su cargo en realidad no son distintos de -y deben
ser tratados como- los mismos crímenes cuando son cometidos por cualquier
ciudadano ordinario. ‘Si un príncipe roba y despoja a sus súbditos, es robo, y
como robo debe ser castigado’”. La misma doctrina encontramos en Goodman,
quien considera que si nuestros gobernantes se vuelven tiranos o asesinos,
“entonces ya no son personas públicas” puesto que están “condenando su
autoridad pública al emplearla contra las leyes”, y así, “todos los hombres deberán
tomarlos como personas privadas” y ya no como magistrados genuinos. A la luz
del derecho privado, como concluye Skinner, tanto Ponet y Goodman pasan a
defender la legalidad de la resistencia armada.

En cuanto a Calvino, éste empezó a modificar su doctrina de la obediencia pasiva


a finales de 1550 y a aceptar la teoría de la resistencia, distanciándose de las
posiciones más radicales representadas especialmente por Poten, Goodman y
Knox. En sus Instituciones de 1559, Calvino deja la sugestión de que un
gobernante que rebasa los límites de su cargo automáticamente deja de ser
considerado como magistrado genuino. Un desarrollo similar de esta teoría del
derecho privado, advierte Skinner, la presenta Calvino en las Lecturas sobre el
Profeta Daniel, publicado en 1561, en el cual argumenta que en el rechazo de
Daniel a la orden de Darío, no cometió ningún pecado ya que en todo caso en que
nuestros gobernantes se levantan contra Dios automáticamente abdican su poder
terrenal. Y en los Sermones sobre Ocho Últimos Capítulos del Libro de Daniel,
publicados póstumamente en francés en 1565, según Skinner, Calvino vuelve a la
misma idea anterior, y añade que “cuando se levantan contra Dios” entonces “es
necesario que a su vez sean derrocados”28.

Aunque las posiciones calvinistas no se distinguen en lo fundamental de las


luteranas en cuanto a la teoría de la resistencia, fueron ellos quienes la
desarrollaron más ampliamente en el siglo XVI. Los calvinistas, por ejemplo,
fueron más allá que los luteranos en la definición del sujeto político llamado a
resistir al poder político. Así, mientras los luteranos asignaban el poder de
resistencia a los magistrados inferiores, los calvinistas se inclinaron, incluido el
mismo Calvino, hacia formas populares de resistencia. Como nos lo recuerda
Skinner, “los luteranos siempre habían tenido gran cuidado en insistir en que los
reyes y otros magistrados supremos sólo pueden encontrar oposición de otros

28
Quentin Skinner, op. Cit. pp. 226 y 227.

20
‘poderes’ ordenados, y en particular de magistrados inferiores. Ahora, buen
número de calvinistas añadió nueva dimensión a la teoría de la resistencia
arguyendo que hay al menos otras dos agencias que legítimamente pueden tomar
las armas contra sus gobernantes en circunstancias apropiadas”29. Una de esas
agencias legítimas de resistencia sería una especial clase de magistrados de
elección popular, que según Skinner, Calvino describe en las Instituciones como
“magistrados del pueblo, nombrados para contener el capricho de los reyes”30.

Pese a que Skinner nos previene de no exagerar el significado del análisis de


Calvino, reconoce, sin embargo, quizás exageradamente si lo contrastamos con
las valoraciones de Sabine, que sus versiones sirven para introducir un elemento
secular y constitucionalista en el análisis de la autoridad política que todos los
teóricos luteranos habían evitado deliberadamente, pues los magistrados
populares analizados por Calvino son considerados, claramente, no sólo como
poderes ordenados, sino también funcionarios elegidos, con una responsabilidad
directa ante los electores.

Pero, además de los magistrados de elección popular, los calvinistas incluyen


como sujetos de la resistencia contra los gobernantes herejes, también a los
ciudadanos particulares y a todo el cuerpo del pueblo, quienes así podrían
participar legalmente en actos de violencia política contra los reyes. Esto último
parece evidente sobre todo en calvinistas como Ponet, Goodman y Knox, quienes
terminan postulando una teoría de la revolución popular. Goodman, por ejemplo,
declara: como el gobernante no es más que un delincuente privado, es lícito que
uno o todos los súbditos se le opongan, ya que Dios en este punto “pone la
espada en manos del pueblo”31; igual idea de la revolución popular se encuentra
en Knox en su Apelación a la Nobleza escocesa y en su llamado directo al pueblo
en su Carta Dirigida a la Comunidad de Escocia, también en la Vindiciae en la que
reconoce no sólo el derecho de resistir sino también de dar muerte al tirano que ha
usurpado el trono a manos de particulares, y el deber de resistencia al rey
legítimo que se ha vuelto tirano por parte del pueblo32.

El otro aspecto importante de la teoría de la resistencia desarrollado y subrayado


por los calvinistas, es el que tiene que ver con el carácter y fundamento teológico
de la misma, el cual trascendía el argumento del derecho privado ampliamente
aceptado. El argumento teológico se basó en una interpretación bíblica de los
compromisos de los cristianos para con Dios, establecidos desde el Antiguo
29
Ibid, pp.238.
30
Ibid, pp. 238. Según Skinner, la fuente de esta idea de Calvino se encuentra en Ciceron y los éforos de la
antigua Esparta y los tribunos de Roma
31
Ibid, pp. 242.
32
George Sabine observa, que en el caso del rey vuelto tirano el derecho de resistencia pertenece únicamente
al pueblo como cuerpo y no a la multitud compuesta de muchas cabezas de individuos particulares. Y
advierte, que no era este un alegato a favor de los derechos del pueblo inherentes a cada individuo, ni el
partido hugonote del que emanaba la Vindiciae defendía los derechos del pueblo (…)El espíritu de la
Vindiciae no era democrático sino aristocrático. Sus derechos eran los de las corporaciones y no los de los
individuos, y su teoría de la representación contemplaba la representación de las corporaciones, no la de los
hombres. G. Sabine, op. Cit. pp. 285.

21
Testamento a través de los pactos, especialmente el de Moisés y los Diez
Mandamientos. En esencia, la idea del pacto consistía en el compromiso de todos
los cristianos de defender el bien y las enseñanzas de Dios. Es esta idea teológica
de pacto y de compromiso, lo que hace que la resistencia se asuma como
obligación del cristiano –hijo de dios y no ciudadano o individuo particular- frente a
las violaciones de los preceptos de la verdadera religión cristiana. Así, la
resistencia se fundamenta como deber, pero no como un deber cívico o político o
moral, sino como un deber teológico (sagrado) del cristiano en la defensa de Dios
contra tiranos idólatras y herejes.

El deber de resistencia se convierte así en la prédica básica que motiva los


llamados a la revolución popular de calvinistas como Goodman y Knox, y que
inspirará la revolución de los hugonotes en Francia en 1572. Sobre la base de
esta versión de las promesas, dice Skinner, Goodman y Knox finalmente llegan a
su defensa de la revolución popular. Su argumento toma la forma de la afirmación
ya familiar de que prometer algo es ya incurrir en la obligación de hacerlo. Se dice
que cada ciudadano individual prometió a Dios sostener sus leyes. Por
consiguiente todo el mundo tiene el deber sagrado de resistir y deponer a todos
los magistrados idólatras o tiranos33.

Como bien lo anota Sabine, la Vindiciae contra los Tyranos de Knox se convirtió
en una de las piedras miliares de la literatura revolucionaria. Publicada en 1579,
se volvió a publicar repetidas veces, en Inglaterra y los demás países, cada vez
que la oposición entre monarca y pueblo llegaba a una nueva crisis. La
preocupación del autor no es tanto por el gobierno como tal (política), sino por la
relación de éste con la religión (teológica); así mismo, da por supuesto que los
gobernantes deben sostener la verdadera doctrina. La Vindiciae sustenta la idea
del doble pacto o contrato: Uno, en el que son partes del mismo Dios, el rey y el
pueblo conjuntamente, por medio del cual la comunidad se convierte en iglesia, en
pueblo escogido por Dios y se obliga a ofrecer una adoración verdadera y
aceptable. El segundo pacto, en el que las partes son el rey y el pueblo. Este es
específicamente el contrato político mediante el cual un pueblo se convierte en
Estado. Tal acuerdo obliga al rey a gobernar bien y con justicia y al pueblo a
obedecerle mientras lo haga así. Es necesario el doble pacto, puesto que Knox
pensaba siempre en el deber religioso como razón más importante de la rebelión.
Su finalidad principal era demostrar que existía derecho a coaccionar a un rey
hereje. El derecho divino del oficio regio quedaba subsistente al lado de los
derechos que un monarca determinado derivaba del pacto con su pueblo. De
modo semejante, el deber de obedecer los mandatos legítimos del monarca es un
deber religioso a la vez que una obligación derivada del contrato. Dios y el pueblo
son, por lo tanto superiores; el rey está obligado al servicio de ambos y la
obligación del pueblo respecto a él es limitada y condicional34. Dios y el pueblo
son, pues, los fundamentos del poder del monarca.

33
Q. Skinner, op. Cit., pp. 244.
34
G. Sabine, op. Cit. pp, 283

22
De acuerdo con los pasajes anteriores, quedan así indicadas las premisas
fundamentales de la argumentación del deber de resistencia planteadas por la
Vindiciae, ante todo como deber religioso más que político. Todo cristiano tiene
que reconocer que es su deber obedecer a Dios antes que al rey, en el caso de
que el monarca ordene algo contrario a la ley de Dios. Además, como el poder
del monarca deriva de un pacto de sostener el culto apropiado, es a todas luces
legítimo resistirle si viola la ley de Dios o devasta la iglesia. En realidad es más
que legítimo: es un deber positivo. En caso de un tirano usurpador que no tiene
título al trono, el ciudadano sólo puede resistir y matarlo; en el caso de un rey que
se ha hecho tirano, el derecho de resistencia pertenece únicamente al pueblo
como cuerpo y no a la multitud compuesta de muchas cabezas de individuos
particulares35.

Como hemos indicado arriba, la resistencia como teoría surge envuelta e


impregnada de teología, primero en la versión escolástica de Tomás de Aquino y
luego en la versión del protestantismo teológico de luteranos y calvinista en el
siglo XVI, en un contexto signado por los conflictos religiosos y de alianza entre
las iglesias y el poder monárquico. Con los reformadores protestantes religiosos,
la resistencia no sólo tiene una fundamentación religiosa, pese a que estuvo
dirigida contra el poder político, sino que el sentido y propósito de la misma es
claramente religioso. El carácter político de la misma está en relación de medios-
fines respecto de la preservación de la pureza del credo teológico. La resistencia
al monarca es política en la medida en que hace posible la hegemonía de una
determinada religión. La resistencia surgió, así, envuelta en teología y como
expresión de disputas teológicas36.

B. La Resistencia: entre el pueblo y la corona.


John Locke es considerado quizás como el teórico precursor del liberalismo
político y de la idea moderna de resistencia. Esto tiene una connotación
importante, pues su teoría de la resistencia sólo puede ser comprendida en los
marcos de su teoría de la obligación política; una connotación que, para autores
como Foucault, crítico del modelo del poder como soberanía, resultaría una
contradicción en los términos. Con Locke, en el siglo XVII, la idea de resistencia
se seculariza completamente37. Esta concepción secularizada de la idea de
35
Ibid, pp 284, 285.
36
M. Randle puntualiza, sin embargo, que además de estas dos ramas fundamentales del protestantismo, otros
movimientos religiosos-políticos del siglo XVI, como los anabaptistas y los mennonitas, fueron mucho más
allá en su desafío a las autoridades seculares y eclesiásticas establecidas. Estos dos peculiares movimientos
defendieron además un retorno a los principios comunistas y pacifistas de los cristianos primitivos. El siglo
XVII contempló toda una proliferación de sectas y movimientos radicales de este tipo, especialmente durante
el período de la guerra civil inglesa, que vio surgir a los levellers (niveladores), diggers (destripaterrones),
cuaqueros, ranters (predicadores) y otros, con sus idearios de igualdad y colectivismo. Op. Cit., pp. 40.
37
Aunque no cabe decir lo mismo del pensamiento político más amplio de Locke, que sigue atado a preceptos
teológicos, tal como lo muestra Iain Hampsher-Monk en: Historia del Pensamiento Político Moderno. Los
Principales Pensadores Políticos de Hobbes a Marx. Ariel Ciencia Política. Barcelona. 1996.

23
resistencia de John Locke deriva de su concepción más amplia acerca del poder
político. Mientras la primera hunde sus raíces en la evolución política de la idea de
resistencia de los hugonotes franceses en el siglo XVI, que luego pasa a los
países bajos y posteriormente a Inglaterra38, la segunda la construye en los
marcos de la controversia de las ideas políticas suscitadas a partir de la revolución
inglesa del siglo XVII, como alternativa a la concepción absolutista del poder
político, tanto en la versión de Robert Filmer39 como en la de Thomas Hobbes.

Como Locke, fueron muchos los filósofos y pensadores políticos de la ilustración


que, de una u otra forma, hicieron aportes a la teoría de la resistencia. Sin
embargo, ninguno como él la planteó de una manera tan explícita y sistemática, y
ninguna otra repercutió tanto en la tradición jurídico-constitucional de los estados
modernos hasta hoy. Por eso, nos detendremos en su teoría del derecho de
resistencia como la más representativa del pensamiento político moderno.
Empezaremos presentando de manera sintética los aspectos relevantes de la
teoría del poder político de John Locke y luego presentaremos su concepción
teórica de la resistencia y los argumentos en los cuales se fundamenta. De hecho,
38
Quentín Skinner nos presenta de manera exhaustiva la forma como evolucionó la idea de resistencia como
deber teológico de los hugonotes franceses, desde el episodio sangriento de 1572 conocido como la Noche de
San Bartolomé, hasta la idea de resistencia como derecho político secularizado. Esta evolución, que aquí
presentamos en apretada síntesis, respondió a la necesidad observada por los hugonotes de aplicar una
estrategia política que aglutinara la más amplia oposición a la monarquía francesa, que los incluyera no sólo a
ellos (considerados una minoría) sino también a una red de aliados lo bastante poderosa para responder con
un directo ataque revolucionario a la monarquía Valois, lo cual los llevó a articular otra teoría de la
resistencia. Necesitaban desarrollar una ideología revolucionaria capaz de atraer no sólo a los enemigos de la
Iglesia católica, sino también a los diversos grupos de descontentos católicos que estuvieran dispuestos a
unirse –o al menos tolerar- a un movimiento general de resistencia al cristianísimo rey de Francia. Así,
lograron los hugonotes crear una ideología constitucional y no solamente religiosa de oposición al gobierno.
Respondiendo este cometido, aparecen las principales obras revolucionarias hugonotas, como la de Hotman,
la Francogallia; Beza, El Derecho de los Magistrados; Mornay, Defensa de la Libertad contra los Tiranos,
escrita en 1579, que ofrece el sumario más completo de todos los principales argumentos desarrollados por los
“monarcómacos” hugonotes en el curso del decenio de 1570. Estos escritores señalan la conveniencia de
imponer frenos al poder del monarca, bien por vía política (cuerpos representativos) o bien por vía jurídica
concediéndole poderes a los “magistrados inferiores”. Beza y Mornay se volvieron hacia la tradición
escolástica del derecho romano del constitucionalismo radical, rechazaron la tendencia, característicamente
protestante, de suponer que Dios coloca a todos los hombres en una situación de sujeción política como
remedio para sus pecados; en cambio, empezaron a argüir que la condición original y fundamental del pueblo
ha de ser la libertad natural, lo que les permitió abandonar la afirmación ortodoxa paulina de que todos los
poderes deben considerarse como directamente ordenados por Dios. Infirieron, en cambio, que toda sociedad
política legitima debió originarse en un acto de libre consentimiento de parte de todo el pueblo, idea que un
siglo después fundamenta ampliamente John Locke en su Ensayo sobre el gobierno civil. Mornay subraya,
además, que el motivo principal que debió tener el pueblo para establecer una comunidad debió de ser el de
lograr una mayor seguridad para su propiedad. Los argumentos del derecho natural, les permitió derivar el
derecho de resistencia de una teoría general del Imperium. Lo que, a su vez, les permitió presentar su
demanda de resistencia como argumento puramente político y no sectario, cumpliendo así con la vital tarea
ideológica de apelar no sólo a sus propios seguidores, sino a la gama más vasta posible de moderados y
descontentos católicos. El resultado es una teoría plenamente política de la revolución, fundada en una tesis
reconocidamente moderna y secularizada acerca de los derechos naturales y la soberanía original del pueblo.
Q. Skinner. Op. Cit, pp.246 a 358.
39
Robert Filmer, quizás menos conocido en la literatura política contemporánea que Hobbes, planteaba una
teoría patriarcal y absolutista del poder, de fundamento teológico, en la que equipara el poder paternal como
poder absoluto y natural con el poder político con iguales características.

24
la pregunta que intenta responder Locke en el Segundo Ensayo del Gobierno Civil
es si ¿existe el derecho de oponerse a un soberano, y si lo hay en qué
circunstancias? Su preocupación era construir un argumento que justificara, en
circunstancias excepcionales, expulsar a un gobernante que haya dejado de
actuar constitucionalmente40. Pregunta y preocupación, que como se indicó arriba,
cobraban gran actualidad en el contexto de la revolución inglesa del siglo XVII.

John Locke es considerado uno de los precursores del liberalismo político clásico,
en la medida en que postula la teoría de un Estado liberal, neutro en materia
religiosa y al mismo tiempo limitado tanto en sus funciones como en su poder. El
presupuesto filosófico del Estado liberal es la doctrina de los derechos del hombre
elaborada por la escuela del derecho natural o iusnaturalismo; doctrina según la
cual existen leyes naturales, que no han sido puestas por la voluntad humana y
en cuanto tales son anteriores a la formación de cualquier grupo social,
reconocibles mediante la búsqueda racional, de las que derivan derechos y
deberes que son, por el hecho de derivar de una ley natural, derechos y deberes
naturales, como el derecho a la vida, a la propiedad, a la libertad y a la seguridad.
Estos derechos naturales se constituyen a la vez en límites para el ejercicio del
poder y fundamento de su legitimidad41.

Como todos los iusnaturalistas, Locke parte del presupuesto del estado de
naturaleza en el cual viven originariamente los hombres antes de organizarse en
sociedad e instituir un gobierno, es decir, como estado pre-social y pre-político. El
estado de naturaleza lockeano es un estado de libertad e igualdad completas de
los hombres para organizar sus acciones y para disponer de sus propiedades y de
sus personas según crean, sin necesidad de pedir permiso y sin depender del
arbitrio de otra persona, dentro de los límites de la ley natural que lo rige y que
obliga a todos. Esta ley natural, equivalente a la razón, mira por la paz y el
mantenimiento de todo género humano, instruye a los seres humanos que quieren
consultarla y muestra que, siendo iguales e independientes, nadie puede dañar a
otro semejante en su vida, salud, libertad o propiedades, y puesta en sus manos,
como código moral, evita que los hombres agredan los derechos de los demás,
que se dañen mutuamente42.

En contraste con Hobbes, para quien el estado de naturaleza se caracteriza por un


estado de guerra de todos contra todos, para Locke el estado de naturaleza es,
aunque azaroso, un estado de paz, en el que el individuo vive aislado y es juez de
sus propios derechos y libertades. Dice: “Los hombres que conviven juntos
orientándose por la razón, pero sin tener un jefe común sobre la Tierra con poder
para ser magistrado sobre ellos, propiamente se hallan dentro del estado de la
Naturaleza”43. Mientras que, “la fuerza, o una intención declarada de usarla sobre
la persona de otro, no existiendo un soberano común sobre la Tierra al que poder
40
Iain Hampsher-Monk. Historia del Pensamiento Político Moderno. Los principales pensadores políticos de
Hobbes a Marx. Ariel Ciencia Política. Barcelona. 1996, pp. 93 y 94.
41
Norberto Bobbio, Liberalismo y Democracia. FCE. Santa Fé de Bogotá. 1993.
42
John Locke. Ensayo sobre el Gobierno Civil. Alba. Madrid. 1997, pp. 29 y ss.
43
Ibid, pp. 42.

25
dirigirse para que intervenga como juez, es lo que se denomina estado de
guerra…La falta de un magistrado común con poder sitúa a todos los seres
humanos en un estado de Naturaleza; la fuerza ilegal contra la persona física de
un ser humano genera un estado guerra, tanto si existe como si no existe un juez
común”44.

Para Locke, Hobbes confundía indebidamente el estado de guerra con el estado


de naturaleza. En referencia a Hobbes (Leviathán, Capítulo XIII), dice: “Aunque ha
habido alguien que los ha confundido; aun hallándose tan distante el uno del otro
como el estado de paz, indulgencia, defensa y ayuda mutua, lo está del odio,
maldad, violencia y destrucción mutua”45.

Todas estas premisas filosófico-políticas de Locke, acerca del estado de


naturaleza, la ley natural y los derechos y deberes naturales, son las que le
permiten fundamentar su teoría acerca del poder político y las condiciones bajo las
cuales cabe plantear el derecho de resistencia. Así, el inconveniente de que los
hombres sigan viviendo en estado de naturaleza y se planteen, por consiguiente,
la conveniencia de fundar una sociedad y un gobierno, reside en los males que
derivan de que los hombres sean jueces de su propia causa y entren,
intermitentemente, en estado de guerra. La sociedad civil o política es la salida del
estado de naturaleza. Dice Locke: “El objetivo de la sociedad civil es impedir y
reparar las limitaciones del estado de Naturaleza que forzosamente se originan en
el momento que cada individuo es árbitro de su propio caso, determinando una
autoridad conocida para ello a la que todo componente de dicha sociedad se
pueda dirigir cuando sufre una injusticia, o siempre que haya una discusión y a la
que todos deben obedecer”46. En consecuencia, dice Locke, “el poder civil es la
solución adecuada para los inconvenientes que presenta el estado de Naturaleza;
esos inconvenientes deben ser grandes seguramente allí donde las personas
pueden ser jueces en su propia causa”47.

La salida del estado de naturaleza se encuentra pues en el establecimiento por


común acuerdo entre los hombres de una sociedad civil y de un poder político, el
cual concibe Locke como “el derecho de hacer leyes que estén confirmadas con la
pena capital, y, por lo tanto, de las confirmadas con penas más leves para la
legislación y protección de la propiedad; y el de utilizar las fuerzas del Estado para
que la ejecución de tales leyes se dé, y para defender a éste de todo atropello
extranjero; y todo ello con miras al bien público únicamente”48.
Consecuentemente, prosigue Locke, “cada vez que un determinado número de
individuos se une en una comunidad despojándose cada uno de ellos del poder de
ejercitar la ley natural, claudicándolo a la sociedad, en ese momento y únicamente
en ese, se conforma una sociedad política o civil. Esta situación se origina siempre
que cierta cantidad de personas que vivían en el estado de la Naturaleza se
44
Ibid, pp. 42 y 43.
45
Ibid, pp. 42.
46
Ibid, pp. 105.
47
Ibid, pp. 37.
48
Ibid, pp. 28 y 29.

26
agrupan para constituir un pueblo, un organismo político, subordinado a un
gobierno supremo, o en el momento que alguien se une o se incorpora a
cualquier gobierno ya establecido”49.

La existencia de un juez común o magistrado (poder político) con poder para


decidir los enfrentamientos e indemnizar todos los perjuicios que pueda sufrir un
componente cualquiera de la misma, es lo que distingue a la sociedad civil de la
sociedad natural, es lo que “extrae a las personas de un estado de naturaleza y
los establece dentro de una sociedad civil”50.

¿Cómo se sale del estado de naturaleza y se llega a la fundación de un poder


civil? Este tránsito se produce, según Locke, a través de un pacto o acuerdo
establecido libre y voluntariamente entre los hombres. Puesto que los hombres
son naturalmente libres, este pacto fundacional de la sociedad civil y del poder
político sólo puede establecerse por medio del consentimiento. Dice Locke,
“Siendo, según se ha afirmado ya, los hombres libres, iguales e independientes
por naturaleza, ninguno de ellos puede ser arrebatado de ese estado y dominado
por la autoridad política de otros sin que intervenga su propia autorización. Esta se
otorga a través del pacto hecho con otros hombres de unirse y contribuir en una
comunidad designada a proporcionarles una vida grata, firme y pacífica de unos
con otros, en el disfrute tranquilo de sus propias posesiones y una protección
mayor contra cualquiera que no conforme esa comunidad”.

Por consiguiente, el pacto consentido y el derecho, son a la vez los orígenes y los
fundamentos de legitimidad del poder político definido por Locke. Pues no se trata
de cualquier pacto, sino de un pacto producto del consenso entre todos los
miembros de la comunidad política; como, por otra parte, tampoco se trata de un
mero poder, sino del poder más el derecho. El poder absoluto niega precisamente
esta sujeción a la ley y se sustrae, como por ejemplo en las versiones absolutistas
de Filmer51y de Hobbes, al pacto que lo autoriza como juez común. Locke
subraya, que allí donde una sociedad es gobernada por un soberano absoluto que
no se encuentra sometido a la ley de esa sociedad se encuentra en un estado de
naturaleza, justamente por la ausencia de un juez común a quien someter sus
disputas. El poder del soberano absoluto no sólo es ilegítimo por ser arbitrario,
esto es, no sujeto a derecho, sino también por no ser autorizado por los súbditos.

Ironizando contra Hobbes, Locke se pregunta qué tipo de poder civil es aquel en
que un hombre solo goza de libertad para ser juez en su propia causa, además
de ejercer su mando sobre una multitud y en qué supera ese poder civil el estado
de Naturaleza, teniendo autoridad ese hombre como tiene para hacer a sus

49
Ibid, pp.104.
50
Ibid, pp. 104.
51
Recuérdese que para Filmer la obligación política deriva del hecho del nacimiento. Dice Hampsher-Monk:
“La principal convicción del argumento de Locke consistía en mostrar que, finalmente, los hombres tenían el
derecho a oponerse a un gobierno que fuera tiránico. Ello le exigía que mostrase que los ciudadanos no
incurrían –tal y como sostenían los patriarcalistas- en obligaciones irresistibles de obediencia simplemente
como resultado de haber nacido”. Iain Hampsher-Monk, op. Cit., pp. 125.

27
súbditos lo que más se adapte a su voluntad sin ninguna oposición o control de
aquellos que llevar a la práctica su capricho. ¿Habrá que subordinarse a esa
persona en todo lo que ella hace, tanto si se guía por la razón como si se
equivoca o se deja llevar de la pasión? Los seres humanos no están obligados a
comportarse de esa forma unos con otros en el estado de naturaleza, porque si
aquel que enjuicia juzga mal en su caso o en el otro, es culpable de su mal juicio
ante el resto de los hombres. El estado de Naturaleza entre el género humano no
finaliza por un pacto cualquiera, sino por el único tratado de estar todos de
acuerdo para entrar a formar una comunidad única y un solo cuerpo político. Los
hombres pueden hacer otros pactos y convenios entre sí y seguir, aun con todo,
en el estado de la Naturaleza52.

Por consiguiente, en lo que constituye uno de los pasajes más explícitos de su


obra en referencia a los términos de la controversia política del momento en
Inglaterra, Locke hace una declaración categórica contra los defensores de la
monarquía absoluta, afirmando que ésta es antagónica a la sociedad civil, y por
ello, no puede ni siquiera plantearse como un modo de autoridad civil. En la
monarquía absoluta, los individuos se encuentran en el lugar en el que se hallan
los individuos que no encuentran una autoridad a la cual apelar para dirimir las
discrepancias que se originan entre ellos, es decir, siguen viviendo en el estado de
Naturaleza. Y en ese caso se hallan, frente a frente, el monarca totalitario y todos
aquellos que están sometidos a su régimen. Ese hombre, tenga el título que tenga,
Zar, Gran Señor o cualquier otro, está tan en estado de Naturaleza con sus
súbditos como con los demás seres humanos53.

Dos son los aspectos entrecruzados que subyacen en el planteamiento de Locke


acerca de la salida del estado de naturaleza: por un lado, la formación de una
sociedad civil, que se produce en el hecho de unirse en un solo cuerpo; y por otro
lado, la institución de un poder político o de un gobierno supremo, que sea juez de
todos y supere la condición de juez de cada uno en su propia causa, con la
facultad de producir leyes con miras a la protección de los derechos de cada uno
de los miembros de la comunidad y garantizar la paz. En este tópico de su teoría
política, me parece importante subrayar, que en Locke no se establecen
distinciones entre el momento de la fundación de la sociedad civil y el momento de
la fundación del Estado. Al parecer, los dos actos fundacionales se confunden o se
realizan en un solo momento, que es el del pacto a través del cual se sale del
estado de naturaleza. De suerte que, a través del pacto, los hombres al fundar la
sociedad civil, y sólo se puede fundar en cuanto tal, si con ella también se funda el
Estado.

Hampsher-Monk nos ha hecho notar, sin embargo, que el establecimiento de la


autoridad política en realidad se da en dos etapas, según la teoría de Locke54.
Primero, todos los hombres acuerdan formar una comunidad política y acordar

52
John Locke, Op. Cit., pp. 37 y 38.
53
Ibid, pp. 106.
54
Hampsher-Monk, op. Cit., pp. 125.

28
cualquier forma de gobierno que la mayoría después decida adoptar; esta primera
etapa correspondería al establecimiento al mismo tiempo de la sociedad civil y del
Estado, sin que allí se especifique la forma de gobierno que habrá de definir la
mayoría55. En segundo lugar, la comunidad de este modo formada establece un
gobierno, lo cual implica hacer cumplir los derechos de juzgar y ejecutar la ley a un
hombre o a una corporación de hombres; esta segunda etapa corresponde a la
forma de gobierno que específicamente cada comunidad política se da.

Dice Locke: “Hemos visto ya que al reunirse por primera vez los hombres para
formar una sociedad política, la totalidad del poder de la comunidad radica
naturalmente en la mayoría de ellos. Por eso puede la mayoría emplear ese poder
en dictar de tiempo en tiempo leyes para la comunidad y en ejecutar por medio de
funcionarios nombrados por ella esas leyes. En esos casos la forma de gobierno
es una democracia perfecta. Puede también colocar la facultad de hacer leyes en
manos de unos pocos hombres selectos, y de sus herederos o sucesores; en ese
caso es una oligarquía. Puede igualmente colocarlo en las manos de un solo
hombre, y en ese caso es una monarquía”56. Nótese que, para Locke, el criterio de
la mayoría tiene dos sentidos: uno, como principio general para decidir cuál es la
forma de gobierno que ha de darse la comunidad política, es decir, se aplica al
proceso mediante el cual se escoge una forma de gobierno; y dos, como una de
las posibles formas constitucionales que puede adoptar el gobierno.

Esta distinción entre Estado y forma de gobierno es importante subrayarla por dos
razones, entre otras: en primer lugar, porque desmiente el malentendido según el
cual Locke está argumentando a favor de un régimen democrático contra la
monarquía absolutista. De hecho, en la perspectiva teórica de Locke, lo opuesto a
la monarquía absoluta no es la democracia sino la sociedad civil, dado que aquella
se mantiene en el estado de naturaleza, como se ha indicado antes; por otra parte,
como se ha dicho también ya, el criterio de la mayoría corresponde al principio
general para escoger la forma de gobierno que ha de darse la comunidad política,
entre las cuales, por supuesto, se contempla la democracia. En segundo lugar,
porque subraya que el poder político, cualquiera sea la forma de gobierno que
adopte, procede de la comunidad política y vuelve siempre a ella, y no de los
funcionarios elegidos para los fines de gobierno.

Dice Locke: “como tal poder legislativo (poder supremo único) es únicamente un
poder al que se ha dado el encargo de obrar para la consecución de determinadas
finalidades, le queda siempre al pueblo el poder supremo de apartar o cambiar los
legisladores, si considera que actúan de una manera contraria a la misión que se
les ha confiado (…) En ese caso, el poder volverá por fuerza a quienes antes lo
entregaron; entonces, estos pueden confiarlo de nuevo a las personas que
juzguen capaces de asegurar su propia salvaguardia. De ese modo, la comunidad

55
Dice Locke: “Debe quedar bien claro que siempre que empleo la palabra Estado no me refiero precisamente
a una democracia, ni a ninguna forma concreta de gobierno”. John Locke, Ensayo sobre el gobierno civil.
Aguilar. Madrid. 1976, pp. 99.
56
Ibid, pp. 98.

29
conserva perpetuamente el poder supremo de sustraerse a las tentativas y
maquinaciones de cualquier persona, incluso de sus propios legisladores, siempre
que sean estos tan necios o tan malvados como para proponerse, y llevar a cabo,
maquinaciones contrarias a las libertades y a las propiedades de los individuos”57.

Por otra parte, para Locke es necesario que el consentimiento que da origen a la
sociedad civil y al Estado sea un consentimiento expreso. Al ser libre todo hombre
por naturaleza, no pudiendo imponérsele que se someta a ningún poder terrenal si
no es por su propio consentimiento, habrá que estudiarse, se pregunta Locke, qué
se entiende por declaración suficiente de consentimiento de un hombre para
someterse a las leyes de un determinado gobierno. La distinción entre consenso
expreso y consenso tácito, es lo que le permite conceder al primero el carácter de
fundacional de la comunidad política y es lo que vincula al hombre a la comunidad
política de manera inmutable y perpetua. Por el contrario, el sólo vivir, establecer
sus bienes o viajar libremente por las carreteras en la jurisdicción de un gobierno
por el tiempo que lo considere necesario, aunque lo coloca frente al gobierno de la
jurisdicción en la que se halla establecido en posición de obediencia a ese
gobierno y a sus leyes, que es en lo que consiste el consenso tácito, no hace de
este hombre un miembro de la comunidad política ni súbdito de ese gobierno.
Nada puede hacer a un hombre súbdito o miembro de un Estado sino su ingreso
en el mismo por consentimiento positivo, compromiso expreso y pacto58.

Este consentimiento, como se ha dicho, es la base sobre la que se cimienta el


pacto que da origen a la sociedad y al Estado, siendo por lo tanto el fundamento
de legitimidad del gobierno cualquiera sea su forma. Sin embargo, tal
consentimiento de origen no es suficiente para fundamentar la legitimidad del
gobierno. De hecho, más allá del consentimiento originario, el gobierno es
consentido porque es legítimo59, y esta legitimidad deriva de la garantía de la
observancia de las leyes de naturaleza y el bien de cada uno, así como de la
observancia ordinaria por parte del gobierno de ciertas reglas de derecho, tanto de
orden constitucional como de carácter procedimental. Sin la observancia de estos
criterios, como veremos enseguida, el gobierno no sólo es ilegal sino también
ilegítimo, lo cual autoriza a la comunidad para su disolución y la restitución de uno
nuevo según el criterio de la mayoría de sus miembros.

La razón por la cual los hombres deciden formar una comunidad política,
sometiéndose a un gobierno, es la salvaguarda de sus bienes, la cual es muy

57
Ibid, pp. 113.
58
Ibid, pp. 90 y ss.
59
Iain Hampsher-Monk ha observado, que “para Locke un gobierno no es legítimo meramente por el hecho
de ser consentido; de hecho, sólo puede ser consentido si es legítimo y cuando lo sea, el fundamento de su
legitimidad es su conformidad con la ley de naturaleza; Locke no considera el consentimiento de las personas
como algo que por sí mismo confiere legitimidad a un gobierno. Niega que un monarca que afirmara la
autoridad absoluta sobre sus súbditos pudiera ser legítimo”. Esta observación de Hampsher me parece
acertada, siempre que tal consentimiento se refiera al consentimiento al gobierno vigente y no al
consentimiento que da origen al pacto fundador de la comunidad política, el cual confiere legitimidad de
partida.

30
incompleta en el estado de naturaleza. Entre los inconvenientes que presenta el
estado de naturaleza para los hombres en atención a la salvaguarda de sus
propiedades, que los lleva a someterse a un gobierno en una comunidad política,
están: en primer lugar, la ausencia de claridad de las leyes por parte de cada
individuo cuando se trata de juzgar su interés; en segundo lugar, la ausencia de un
juez reconocido e imparcial, con autoridad para resolver todas las diferencias, de
acuerdo con la ley establecida; y, en tercer lugar, la ausencia de un poder
suficiente que respalde y sostenga la sentencia cuando esta es justa, y que la
ejecute debidamente. Estos inconvenientes del estado de naturaleza y la
inseguridad de la propiedad derivada de ellos, es lo que hace que cada cual esté
dispuesto a renunciar a su poder individual de castigar, dejándolo en manos de un
solo individuo elegido entre ellos para esa tarea, y ateniéndose a las reglas que la
comunidad o aquellos que han sido autorizados por los miembros de la misma
establezcan de común acuerdo60.

La comunidad política, como salida del estado de naturaleza, implica, por


consiguiente, que los hombres confían a una autoridad política mutuamente
acordada, dos de sus derechos naturales: el de hacer lo que le bien les parezca
para su propia salvaguarda y la de los demás, dentro de la ley natural, y el de
castigar los delitos cometidos contra ley. El primero de esos poderes lo entrega a
la reglamentación de las leyes que dicta la sociedad, el cual entrega a manos del
poder legislativo como supremo poder, y el segundo lo entrega al poder ejecutivo.
El hecho de que las personas que hacen las leyes deban efectivamente estar
sujetas a ellas exige una separación de las funciones legislativas y judiciales del
gobierno. Este criterio tiene entonces una consecuencia institucional importante:
todos los gobiernos legítimos tienen por lo menos que tener cuerpos separados,
uno para hacer las leyes, otro para aplicarlas61.

En la estructura de todo gobierno legítimo, según Locke, el poder legislativo es el


poder supremo, ya que es el encargado de establecer las leyes que rigen la
sociedad. Ninguna ley o edicto tiene la fuerza y el poder coactivo sino ha sido
legitimada o promulgada por el poder legislativo, razón por la cual la ley primera y
básica de todas las sociedades políticas es la de la determinación de este poder.
Sin esta legitimación del poder legislativo, la ley no es tal. Toda obediencia, dice
Locke, se basa en este poder supremo en último término, y está determinada por
las leyes que él dicta.

Sin embargo, este poder, con todo y lo supremo que es, no es absoluto. Locke
establece, que siendo el poder legislativo el supremo poder, está sujeto a una
serie de limitaciones, las cuales debe observar si quiere permanecer como tal y
conservar la obediencia de los súbditos. Entre estas limitaciones están: en primer
lugar, no es ni puede ser un poder totalmente discrecional sobre los bienes y las
vidas de los hombres, es decir, su poder no puede ser mayor al que poseían los
hombres cuando se encontraban en estado de Naturaleza, antes de integrarse en

60
Ibid, pp. 93 y ss.
61
Iain Hampsher-Monk, op. Cit. pp.131.

31
la comunidad. Su fin, como dice Locke, no es otro que el de la salvaguardia de los
derechos naturales, pues no dejan de tener vigencia los deberes que dimanan de
las leyes naturales al entrar en sociedad. De esta forma la ley natural se mantiene
como regla eterna de todos los hombres, sin exceptuar a los legisladores. Las
normas que éstos decretan y por las que han de guiarse los actos de los demás
deben, igual que sus propia acciones y las el resto de las personas, acomodarse a
la ley natural. En segundo lugar, el poder legislativo no puede asignarse el
derecho de gobernar por decretos circunstanciales y arbitrarios; por el contrario,
está comprometido a suministrar la justicia y a designar los privilegios de los
súbditos por mediación de reglas fijas y decretadas. El poder arbitrario absoluto o
el de reinar sin normas fijas instituidas no pueden ser compatibles con los fines de
la comunidad y del gobierno. En tercer lugar, el poder soberano no puede quitar
ninguna parte de sus bienes a un hombre sin el beneplácito de éste, es decir, no
se deberán cobrar impuestos sobre las propiedades del pueblo sin la autorización
de éste. Siendo la protección de la propiedad la finalidad del gobierno, y siendo
ése el motivo que condujo a los hombres a asociarse en comunidad, se supone y
se necesita para ello que esos individuos puedan poseer. En cuarto lugar, el poder
legislativo no puede transmitir el poder de hacer las leyes a otras manos, puesto
que ese poder solamente lo posee por atribución del pueblo62.

Como hemos visto, el fundamento de legitimidad del poder legislativo soberano y


las razones de la obediencia al mismo por parte de los súbditos residen en la
observancia de estas limitaciones. Cuando el soberano se extralimita en sus
funciones o deja de cumplirlas o las transmite a otras manos, la legitimidad y la
obediencia se derrumban, teniendo el pueblo el derecho a desobedecerle y a
disolver este poder, restableciendo otro con iguales funciones y obligaciones.
Siempre reposa en manos de la comunidad juzgar cuándo ése poder está o no
cumpliendo con los fines para los cuales fue instituido. Así lo considera claramente
Locke, cuando dice: “como tal poder legislativo es únicamente un poder al que se
ha dado el encargo de obrar para la consecución de terminadas finalidades, le
queda siempre al pueblo el poder supremo de apartar o cambiar los legisladores,
si considera que actúan de una manera contraria a la misión que se les ha
confiado (…) En ese caso, el poder volverá por fuerza a quienes antes lo
entregaron; entonces, estos pueden confiarlo de nuevo a las personas que
juzguen capaces de asegurar su propia salvaguardia”63.

Otra situación en la que el pueblo tiene el derecho a oponerse a una autoridad


política es la referida al incumplimiento de las funciones, por acción u omisión, del
poder ejecutivo. Al poder legislativo, como supremo poder, según Locke, le están
subordinados, como poderes delegados, el poder ejecutivo y el poder federativo.
El primero, encargado de ejecutar las leyes, de convocar y disolver el parlamento;
y el segundo, que puede recaer en la persona del primero, tiene el derecho de la
guerra y la paz exterior, hacer tratados y alianzas con otros estados. ¿Qué sucede
si el poder ejecutivo impidiera la reunión y actuación del cuerpo legislativo, cuando

62
John Locke, op. Cit., pp. 100 y ss.
63
John Locke, op. Cir, pp. 113.

32
la constitución originaria o los requerimientos del bien público lo mandaran? A
juicio de Locke, hacer uso de la fuerza pública contra la comunidad, sin haber sido
autorizado y contraviniendo la función que al poder ejecutivo le ha sido
encomendada, equivale a ponerse en estado de guerra con la comunidad, y ésta
posee entonces el derecho de restituir el cuerpo legislativo en el ejercicio de sus
facultades; bajo esas circunstancias el pueblo tiene el derecho de hacer uso de la
fuerza. La verdadera solución contra la fuerza ejercitada sin autoridad se
fundamenta en la oposición de otra fuerza a esa fuerza en todo tipo de estados y
situaciones. El utilizar ésta sin autoridad sitúa siempre a quien la usa en un estado
de guerra como agresor, arriesgándose, de esta forma, a ser considerado en
consecuencia.

Hasta aquí hemos intentando presentar de manera sintética los fundamentos de


legitimidad del poder político y las razones de la obediencia del pueblo en la teoría
política de Locke, como marco de referencia de su teoría de la resistencia.
Pasemos ahora a considerar el problema de la resistencia, más exactamente, el
derecho a la resistencia desde la perspectiva teórico-política lockeana. Como
veremos enseguida, esta perspectiva esta estrechamente fundada en los
presupuestos teóricos hasta aquí planteados. ¿Cuándo y bajo qué circunstancias
cabe hablar de un derecho a la resistencia por parte del pueblo? Habría que decir,
que Locke no entra directamente al tema, pese a que, como se dijo antes,
prácticamente todo el Segundo Ensayo sobre el Gobierno Civil está cruzado por la
argumentación tendiente a justificar, bajo determinadas circunstancias, la
expulsión de un gobernante ilegítimo.

Su aproximación al problema la inicia abordando dos formas ilegítimas de


autoridad política, presentes en la controversia política de la época en Inglaterra.
Locke empieza por dilucidar en primer lugar la conquista, considerada por algunos
de sus contradictores, entre ellos Hobbes (Leviatán, capítulo XX), como uno de los
orígenes del poder civil. En este punto, Locke empieza por recordar que el único
origen del poder civil es la aprobación del pueblo, y dado que la conquista es un
acto de fuerza y no de consentimiento nunca podrá dar origen a un poder político.
El agresor que se sitúa a si mismo en estado de guerra con otro, y que allana
injustamente el derecho de otro individuo, no poseerá nunca derecho sobre los
vencidos en una guerra injusta de este tipo. Aquellos que aseguran que la
monarquía absoluta se fundamenta en el derecho de la espada (Hobbes)
transforman a sus héroes, o sea, a los fundadores de las mencionadas
monarquías, en unos simples espadachines. Incluso, en el caso de una guerra
justa, el derecho de conquista por parte del vencedor sólo alcanza hasta las vidas
de quienes participaron activamente en la guerra, pero no abarca a sus
propiedades sino hasta donde hay que pagar una indemnización por los daños
sufridos y por los gastos de la guerra, reservando siempre el derecho que poseen
la esposa inocente y sus hijos. Por consiguiente, no siendo la fuerza, ni en una
guerra justa ni injusta, fuente de autoridad, el pueblo conquistado tiene todo el

33
derecho de rebelarse y derrocar a todo gobierno que intente imponérsele por
medio de la fuerza, es decir, sin su consentimiento64.

El otro tipo de gobierno ilegítimo considerado por Locke es el de la usurpación.


Locke equipara la usurpación con la conquista, en la que la conquista puede
catalogarse como usurpación extranjera y la usurpación como conquista interior,
con este matiz: que el usurpador nunca podrá tener el derecho de su parte, puesto
que únicamente existe usurpación en el momento que alguien se apropia de lo
que le corresponde a otro por Derecho. Precisa Locke, que en este caso se trata
de una sustitución de personas más no de las formas y normas de gobierno.
Cuando el usurpador amplía su autoridad más allá de lo que correspondía a los
reyes o dirigentes legítimos, además de usurpador se hace tirano. Por
consiguiente, aquel que entra en el ejercicio de alguna función del poder de otra
forma que siguiendo las normas que tiene la comunidad establecidas para ello no
tiene derecho a ser obedecido, aunque se conserve el régimen constituido. Tal
usurpador no poseerá título, y tampoco sus descendientes, para ocupar el poder
en tanto que el pueblo no pueda dar libremente su consentimiento65.

Hasta aquí Locke no plantea el derecho de resistencia, pues aunque los dos tipos
anteriores de autoridad política sean ilegítimos, Locke contempla incluso la
posibilidad de que tales gobiernos se hagan legítimos por la aprobación del
pueblo. La resistencia como derecho aparece asociada al gobierno tiránico, como
en Santo Tomás. Para Locke, un gobierno es tiránico cuando el ejercicio del poder
es ejercido por fuera del Derecho. Así mismo, aquel que desempeña de esta
forma el poder que tiene en sus manos no lo hace para beneficiar a quienes están
subordinados al mismo, sino para conseguir ventajas particulares. Y advierte, tal
como lo hiciera Tomás de Aquino casi cinco siglos antes, que supone un error
creer que éste es un vicio exclusivo de las monarquías. El resto de la formas de
gobierno pueden caer en lo mismo que aquéllas. “Siempre que el poder, que se ha
establecido en manos de uno o varios individuos para el gobierno del pueblo y
para la protección y garantía de sus bienes, se encamina a otros fines, o se hace
empleo del mismo para empobrecer, coaccionar o subordinar a las personas a las
órdenes arbitrarias e inestables de quienes lo detentan, inmediatamente se
transforma en tiranía, indiferentemente de que ese poder se encuentre en manos
de uno o de muchos”.

A este poder tiránico, dice Locke, se le debe oponer resistencia, igual que a
cualquier persona que atropella el derecho de otra por la fuerza. Sin embargo, se
pregunta Locke: ¿Es posible, según eso, resistirse a las órdenes de un rey? ¿Se
puede oponer esa resistencia en cuantas situaciones considera haber sido
perjudicado uno y también cuando cree que el rey se ha comportado injustamente
con él? En otros términos: ¿se opone resistencia frente a cualquier situación de
ilegalidad del gobierno? La respuesta de Locke, es no. El derecho de resistencia
sólo procede bajo determinadas circunstancias. No procede, por ejemplo, cuando

64
Ibid, pp. 134 y ss.
65
Ibid, pp. 150 y ss.

34
la parte perjudicada puede lograr evitar la injusticia o que le ofrezcan
indemnizaciones recurriendo a la ley; tampoco procede cuando por asuntos nimios
se ponga en riesgo la organización del gobierno, ni siquiera autoriza Locke la
resistencia cuando frente a casos particulares el gobierno actúa tiránicamente.

¿Cuándo pues procede el derecho de resistencia? Dice Locke, solamente debe


oponerse la violencia a la fuerza injusta e ilegal. Todo aquel que utiliza la fuerza
sin derecho (y esto lo realiza en sociedad quien la utiliza de una forma ilegal) se
sitúa en estado de guerra frente a aquellos contra quienes la utilizan. En el
estado de guerra quedan derogados todos los vínculos, se cancelan todos los
derechos y cada uno posee derecho a defenderse y a oponer resistencia al
agresor. Aquel que opone resistencia en cualquier otra situación arrastra sobre sí
mismo la justa condena de Dios y de los hombres. Los súbditos tienen derecho a
oponer resistencia a la fuerza ilícita que se utiliza contra ellos cuando las
actuaciones ilegales se extienden a la mayoría del pueblo o cuando, a pesar de
que la injusticia y la coacción únicamente afectan a unos pocos, aparenta que
tales precedentes y sus consecuencias suponen una amenaza para todos, y el
pueblo se encuentra convencido en su interior de que sus leyes, y con ellas sus
bienes, sus libertades y sus vidas están arriesgándose; y tal vez también su
religión. Más aun. El derecho a la resistencia, no sólo cabe cuando en un acto de
ilegalidad y de uso ilícito de la fuerza se ponen en riesgo los derechos naturales
de todos o de la mayoría; también es lícito oponer resistencia cuando el gobierno
incurre de manera reiterada en actos de ilegalidad, es decir, “cuando una larga
cadena de hechos pone al descubierto propósitos idénticos” de un gobierno
tiránico.

El derecho a la resistencia sólo está justificado, pues, frente a un gobierno


tiránico. Y sólo procede bajo las siguientes circunstancias: cuando el gobierno no
actúa en derecho (actúa ilegalmente); cuando viola o pone en riesgo los derechos
de los miembros de la comunidad (el interés general), que dieron origen al pacto
de asociación; y, finalmente, cuando no goza del consenso de la mayoría. Cuando
estos tres principios (legalidad, interés general y consenso), que son la base del
gobierno legítimo, son violados, el pueblo tiene todo el derecho para oponer
resistencia, y haciendo uso del mismo puede disolver el gobierno para
reestablecer las legitimidades quebrantadas y establecer un nuevo gobierno,
empezando por la institución del poder legislativo.

Por otra parte, es evidente que para Locke el ejercicio de la resistencia no es un


hecho particular, sino un derecho político cuyo sujeto activo es el pueblo. En
primer lugar, sólo en el pueblo reposa la condición de magistrado para enjuiciar si
el rey o el poder legislativo actúan contrariamente a la misión que se les ha
encomendado; es este mismo quien puede valorar si el dirigente o el
representante obra bien y conforme a la función que se le ha designado, ya que ha
sido el pueblo la persona que le ha dado el mandato o el poder y por tanto posee
la facultad de quitárselos cuando no la cumple. En segundo lugar, cuando el
poder legislativo cesa en sus funciones, bien porque se le encomendó por el
pueblo transitoriamente o por períodos determinados o bien porque aquellos que

35
lo ejercen lo pierden por las infracciones que ejecutan, este poder legislativo
revierte a la comunidad y el pueblo posee el derecho de obrar como soberano, de
mantener el poder legislativo para sí mismo, modelarlo de otra forma o de ponerlo
manteniendo la antigua en otras manos, según lo considere más apropiado.

La disolución del gobierno por parte del pueblo en ejercicio de su soberanía no


significa la disolución de la sociedad. Como se ha dicho antes, la sociedad como
comunidad política pre-existe al gobierno. Contrario a lo planteado por Hobbes,
para quien al desaparecer el poder de hacer obedecer (que es efectivamente el
mismo que es necesario proteger) sobreviene el estado de naturaleza, para Locke,
la resistencia al poder y la disolución del mismo no significa la recaída en el estado
de naturaleza, sino el retorno a la comunidad política del derecho a obrar como
soberana. La resistencia deviene así, fuente productora de poder.

El discurso de John Locke acerca de la resistencia es, pues, fuente constitutiva del
discurso liberal del derecho. Como discurso filosófico-político, el derecho de
resistencia contribuyó a dotar de legitimidad las revoluciones modernas contra los
poderes absolutistas y tiránicos, como la inglesa de 1688, la de EEUU contra la
dominación inglesa en 1776, la revolución francesa de 1789 y las revoluciones de
independencia de la mayoría de las naciones latinoamericanas en el siglo XIX. En
consecuencia, el derecho de resistencia es incorporado a las declaraciones de
derechos que dieron origen a los nacientes ordenamientos jurídico-políticos de los
Estados naciones en Europa y América. Sus desarrollos últimos están integrados
al discurso jurídico internacional de los Derechos Humanos y del Derecho de los
Pueblos.

La revolución francesa de 1789, por ejemplo, en su Declaración de los Derechos


del Hombre y del Ciudadano, proclamada por la Asamblea Nacional de ese mismo
año, consagraba la resistencia como derecho natural imprescriptible del hombre,
al lado de otros derechos como la libertad, la propiedad y la seguridad. Así mismo,
la Declaración de Independencia de los EEUU de América, proclamada en 1776,
establecía que “cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida
invariablemente al mismo objeto, evidencia el designio de someter al pueblo a un
despotismo absoluto, es su derecho, es su deber, derrocar ese gobierno y
procurarse nuevos guardianes para su seguridad futura”. Por último, la
Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, en su preámbulo
actualiza el derecho a la resistencia como recurso extremo en caso de ausencia
de un régimen de Derecho que proteja los Derechos Humanos.

Sin embargo, pese a la fuerza revolucionaria que contribuyó a legitimar, la teoría


del derecho de la resistencia de Locke no es revolucionaria, sino esencialmente
conservadora. Como bien lo observa Hampsher-Monk, su cometido no es una
transformación innovadora y progresiva del orden político y social, a la manera
como era concebida la idea de revolución instaurada tras la revolución francesa,
sino un retroceso en el proceso de la historia según la concepción cíclica de
Platón y Polibio aún dominante en el siglo XVII. Era un retorno a un principio o
norma a partir del cual se había producido una corrupción o una desviación. Por

36
tanto, aunque Locke proporcione una última justificación para la resistencia al
gobierno, la resistencia conduce al restablecimiento de un orden político que había
sido perturbado o perdido, más que (como en las revoluciones más modernas), a
la creación de un orden social innovador66.

Tras la consolidación de los estados naciones capitalistas, el constitucionalismo


como verdad del poder terminó expulsando del ámbito del derecho el ejercicio de
la resistencia67 o consagrándolo al lado de otras declaraciones de derechos pero
sin la capacidad de garantizar su ejercicio, o simplemente con el propósito de
nutrir la eficacia simbólica del derecho respecto al poder.

Atrapado en la lógica del poder, el derecho como tal deviene en discurso del poder
y fuente de legitimación del mismo68. El poder, a través del derecho, nombra,
regula, disciplina, produce y excluye. El constitucionalismo, como verdad del
poder, terminó por expulsar la resistencia de su propio campo, e incluso dejó de
nombrarla. En otros términos, la resistencia dejó de constituir el poder y su propio
discurso de verdad. De esta manera, el campo de la resistencia se convierte,
desde la lógica del derecho, en una fuente peligrosa de amenaza al poder. Si en el
discurso liberal primigenio la resistencia constituía al poder e incluso era su fuente
creadora, con la consolidación del Estado moderno, por el contrario, se convierte
en su principal amenaza. Como amenaza, la resistencia es sacada del campo del
derecho y puesta en un horizonte de guerra, en un campo de batalla, de
confrontación; en una palabra, como enemigo.

Así, desde la lógica del derecho como verdad del poder, la resistencia deviene en
delito político y en cuanto tal es criminalizada como rebelión, y más tarde, como en
la actualidad, como terrorismo69. Finalmente, no es Locke, sino Hobbes quien se
impone. Según Hobbes, el delincuente político es concebido como alguien, que
habiendo renunciado al pacto social, no era para el Estado un delincuente sino

66
Iain Hampsher-Monk, op. Cit., pp. 143.
67
Dice Toni Negri: “Después de haber sido objetivamente desnaturalizado, el poder constituyente es, por así
decir, subjetivamente disecado. Ante todo, las características singulares de la originariedad y de la
inalienabilidad se esfuman, y el nexo que históricamente liga el poder constituyente al derecho de resistencia
(y que de entrada define, por así decir, la figura activa) es cancelado; lo que queda es sometido a todas las
posibles sevicias”. Toni Negri. El Poder Constituyente. Ensayos sobre las Alternativas de la Modernidad.
Libertarias/Prodhufi. Madrid. 1994, pp. 19.
68
Según M. Foucault, el derecho como discurso de verdad del poder corresponde a uno de los dos grandes
sistemas de análisis del poder, postulado por los filósofos del siglo XVIII, el cual se articula en torno al poder
como derecho originario que se cede y constituye la soberanía, y en torno al contrato como matriz del poder
político. M. Foucault. Genealogía del Racismo. La Piqueta. Madrid. 1992, pp. 31.
69
Por ejemplo, el “estado de guerra global”, declarado por el gobierno de los EEUU contra sus “enemigos”,
se fundamenta en una criminalización del “enemigo” como terrorista, de suerte que la “guerra global” es
presentada por el poder imperialista como una “cruzada internacional” contra el terrorismo, por medio de la
cual ha pretendido legitimar invasiones y guerras contra naciones o el derrocamiento de gobiernos
considerados “terroristas”. En Colombia, es muy común encontrar en el lenguaje del presidente de la
república, Alvaro Uribe Velez, el señalamiento de terroristas a las guerrillas colombianas porque según él
representan una amenaza a la democracia, independientemente de consideraciones acerca de las graves
condiciones sobre las cuales se asienta esa democracia, como las profundas situaciones de desigualdad y
exclusión social y el alto riesgo a la seguridad y la vida de quienes se atreven a disentir del régimen.

37
apenas un enemigo externo. La acción estatal contra él no tenía, por ello, el
carácter de una pena sino de hostilidad. El rebelde hobbesiano era, pues, un
enemigo absoluto, y el derecho penal político apenas un título de legitimación de
la desmesura70. En el discurso del poder, la resistencia como derecho es
constituida como rebelión. De esta forma, la resistencia como delito político, es la
resistencia criminalizada. Lo que finalmente termina imponiéndose en el
constitucionalismo occidental es el derecho penal político o el delito político como
derecho de guerra. Así, entonces, entendido el poder, no como contrato ni como
derecho, sino como relación de fuerzas, la resistencia al poder se produce, no
porque ha fracasado el derecho, sino por el poder mismo y el derecho que lo
legitima.

Sin embargo, el poder no es un absoluto, ni excluye solamente. También produce


e incluye71. Ya decíamos, siguiendo a Foucault, que produce discursos de verdad.
La resistencia, al tiempo que es expulsada del ámbito del derecho, es incluida
como recurso legitimador del poder y como fuente productora del poder. Está
integrada, en otros términos, a la gramática del poder. Pero ya no como amenaza
sino como fuente de legitimidad de la obediencia. Se trata de una resistencia
sometida a la propia lógica del poder, producida por el poder y productora de
poder. No una resistencia, pues, externa al poder, sino inscrita en el poder mismo,
en sus propios predios. Una resistencia, que sólo puede ser tal si obedece, si
reconoce al poder72. Es lo que aparece bajo todas las formas del
constitucionalismo moderno como sistema de garantías de los ciudadanos, que
pretende que todas las formas de injusticia del poder sean tramitadas en derecho
y por el derecho, sin romper las murallas establecidas por el poder. La propia
declaración universal de los derechos humanos proclamada solemnemente por
Naciones Unidas en 1948 en el preámbulo ya citado, responde a esta doble lógica
del poder: de expulsión de la resistencia del propio ámbito del derecho, y, al
mismo tiempo, de inclusión en el mismo: la protección de los derechos humanos
por un régimen de Derecho a fin de que el hombre no se vea compelido al
supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión.

Pero, por otra parte, la resistencia no es una sustancia que el poder moldea a su
antojo, que es excluida o incluida según su propia lógica y requerimiento. También
la resistencia tiene su propia gramática. Y en esa gramática, el poder es una clave

70
Iván Orozco Abad. Combatientes, rebeldes y terroristas. Guerra y Derecho en Colombia. Temis-IEPRI.
Santa fe de Bogotá. 1992, pp. 32.
71
Si el poder no fuera más que represivo, advierte Foucault, si no hiciera otra cosa que decir no, ¿cree usted
verdaderamente que llegaríamos a obedecerlo? Lo que hace que el poder se sostenga, que sea aceptado, es
sencillamente que no pesa sólo como potencia que dice no, sino que cala de hecho, produce cosas, induce
placer, forma saber, produce discursos; hay que considerarlo como una red productiva que pasa a través de
todo el cuerpo social en lugar de cómo una instancia negativa que tiene por función reprimir”. M. Foucault.
Un Diálogo sobre el Poder. Altaya. Barcelona. 1994, pp. 137.
72
Como bien lo observa Foucault: “Decir que la soberanía es el problema central del derecho en las
sociedades occidentales, quiere decir que el discurso y la técnica del derecho han tenido esencialmente la
función de disolver dentro del poder el hecho histórico de la dominación y de hacer aparecer en su lugar los
derechos legítimos de la soberanía y la obligación legal de la obediencia”. M. Foucault. Genealogía del
Racismo. La Piqueta. Madrid, 1992, pp. 36.

38
central de lectura. Dice Foucault, que el poder es siempre previo; que nunca está
fuera, que no hay margen para que den el salto quienes están en ruptura con él.
Pero esto no quiere decir que debe aceptarse una forma ineludible de dominación
o un privilegio absoluto de la ley. Que no se pueda estar nunca “fuera del poder”
no quiere decir que estemos atrapados de cualquier forma. Lo cual quiere decir,
por un lado, que la resistencia no está en relación externa con el poder, ni, por otro
lado, pastoreando en sus patios interiores. Cuando Foucault dice que no hay
relaciones de poder sin resistencias, significa que éstas son tanto más reales y
eficaces en cuanto se forman en el lugar exacto en que se ejercen las relaciones
de poder73. La resistencia es co-extensiva al poder, le es inherente, por mucho
que la “expulse” o la “integre” a su propia lógica en cuanto poder. La resistencia no
debe venir de afuera para ser real, ni está atrapada porque sea la compatriota del
poder. Existe tanto más en la medida en que está allí donde está el poder; es,
pues, como él, múltiple e integrable en otras estrategias globales74. Es siguiendo
esta lógica transversal que atraviesa al poder y no dicotómica, como se produce y
se despliega la resistencia, como construye su propia gramática.

Finalmente, es esta gramática de la resistencia la que nos permite discernir el


doble sentido del derecho en el Estado moderno, como armadura del poder y
como campo de resistencia.

C. Del Derecho de Resistencia a la Desobediencia Civil.

Ya veíamos cómo el poder no sólo expulsa y reprime, sino que también incluye y
crea, y cómo, así mismo, la resistencia está presente bajo todas las estrategias de
poder. En este marco de exclusión-inclusión en la lógica poder-derecho y de
producción de dicha lógica, se inscriben algunas de las formas que adopta la
resistencia, entre las cuales cabe destacar la desobediencia civil75 y muchas otras
formas institucionalizadas de “participación ciudadana”.

Sobre el problema de la desobediencia civil existe ya un acopio relativamente


vasto de estudios proveniente de las disciplinas del derecho, la política y la ética,
que da cuenta de su naturaleza, sus alcances, sus características y su papel en
los marcos del Estado de derecho y la democracia. No es la intención en este
trabajo dar cuenta de tales estudios ni de las disquisiciones teóricas a que han

73
M. Foucault. Un Diálogo sobre el Poder. Altaya. Barcelona. 1994, pp. 82 y 83. Aunque en este pasaje de su
obra, Foucalt se refiere al poder en general y no específicamente al soberano, que es el tipo de poder que
venimos discerniendo, sus observaciones son igualmente válidas, pues en este caso la diferencia no es de
sustancia sino de gradación.
74
Ibid, pp. 83. El poder, igualmente, no es tal porque está fuera de la resistencia, también el poder constituye
la resistencia, no sólo en cuanto opuesta al poder, sino también en cuanto le es inmanente, esto es, en cuanto
ella misma contiene relaciones de poder o está instituida por relaciones de poder.
75
La desobediencia civil encierra la intrigante ambigüedad de cuestionar el derecho al mismo tiempo que
le prodiga lealtad.

39
dado lugar76, sino más bien, a partir de sus aportes más relevantes, articularlos a
los propios desarrollos teóricos del tema de la resistencia. Cabe advertir de una
vez, que la mayoría de los estudiosos de la desobediencia civil, pese a sus muy
variadas perspectivas teóricas y enfoques, de una u otra manera, concluyen en
diferenciarla de la resistencia, de manera que una teoría de la primera tiende a ser
distinta de una teoría de la segunda. Sin querer forzar las delimitaciones
conceptuales necesarias entre una y otra, aquí pretendemos mostrar que no es
suficiente moverse en el campo de las distinciones, sino que, desde el punto de
vista de la teoría, puede ser más productivo pensar en términos de las
articulaciones, ya que, para el caso, partimos de considerar la desobediencia civil,
no como un fenómeno de naturaleza diferente a la resistencia, sino como una
forma de la misma. Por consiguiente, Incluso, puede decirse, que sin una teoría de
la resistencia, la teoría de la desobediencia civil podría resultar incompleta; y
viceversa, que sin una teoría de la desobediencia civil, una teoría de la resistencia
podría correr el riesgo de verse reducida.

Los estudios propiamente teóricos acerca de la desobediencia civil surgen en los


años 60s del siglo XX en los EEUU de Norteamérica, en un contexto socio-político
fuertemente marcado por la guerra fría, la guerra de Vietnam, la lucha por los
derechos civiles de la población afro-americana liderada por Martín Luther King y
las revueltas juveniles influenciadas por el mayo francés77. Este marcado interés
por el tema de la desobediencia civil no era fortuito ni puramente académico, sino
que respondía a la importancia que el problema había cobrado en la dinámica
social y política de los Estados Unidos de Norteamérica y el mundo durante los
años 60s78.

La expresión “desobediencia civil” fue popularizada inicialmente a partir de la obra


de Henry David Thoreau, publicada en 1849 y en la que plasmaba su conferencia
de febrero de 1848 dictada en el Liceo de Concord su pueblo natal, bajo el título:
“Los derechos y deberes del individuo en su relación con el Estado”, conferencia
producto de las impresiones de su estancia por una noche en la cárcel, por
negarse a pagar impuestos al gobierno de los EEUU porque mantenía la
esclavitud y su guerra expansionista contra México. Curiosamente, la publicación

76
Una buena sistematización teórica acerca del tema, desde la perspectiva jurídica, ética y política, aunque
quizás con mayor énfasis en el derecho, nos la presenta María José Falcón y Tella, en: La Desobediencia
Civil. Marcial Pons, Ediciones Jurídicas y Sociales. Madrid. 2000. En términos generales, seguiremos el
derrotero planteado por esta autora. También tomaremos en consideración el ensayo de Hanna Arendt,
“Desobediencia Civil”, precursor en plantear una perspectiva teórica más allá de la meramente jurídica y
liberal. En: Hanna Arendt, Crisis de la República. Taurus. Madrid. 1998. Para una mirada más contemporánea
del problema, desde una perspectiva centrada en la sociedad civil, nos remitimos a la obra de Jean L. Cohen y
Andrew Arato. Sociedad Civil y Teoría Política. Fondo de Cultura Económica. México, D. F. 2001.
77
Descolla en este contexto el ya mencionado ensayo de Hanna Arendt, “Desobediencia Civil”, publicado
inicialmente en 1970. Hanna Arendt, Crisis de la República. Taurus. Madrid. 1998.
78
Hanna Arendt, percibe esta importancia del fenómeno en los siguientes términos: “La desobediencia a la
ley, civil y penal, se ha convertido en un fenómeno de masas durante los últimos años, no sólo en América
sino en muchas otras partes del mundo. El desafío a la autoridad establecida, religiosa y secular, social y
política, como fenómeno mundial, puede muy bien ser algún día considerado como el acontecimiento
primordial de la última década”. Op. Cit. pp. 77.

40
de la obra por primera vez, en mayo de 1849, no se hizo bajo el título
“Desobediencia civil”, como se cree usualmente, sino bajo el de “Resistencia al
gobierno civil” en la revista Aesthetic Papers, y es sólo cuatro años después de su
muerte cuando se publica bajo el título “Desobediencia Civil”, en un Volumen
titulado A yankee in Canadá, with antislavery and reform papers (1866), título que
conserva hasta hoy79.

Para muchos teóricos, la mayoría de ellos desde una perspectiva política liberal, la
desobediencia civil como fenómeno de la realidad social y política aparece
asociada a situaciones de crisis de legitimidad del Estado y del sistema
democrático o a fallas relacionadas con la hechura de la ley80. Así, por ejemplo,
Jhon Rawls, uno de los más renombrados pensadores liberales contemporáneos,
define una democracia constitucional justa como aquélla cuya constitución ha sido
acordada por delegados racionales en una convención constitucionalista, que son
guiados por los dos principios de Justicia. Pero como ningún procedimiento
político puede garantizar que la legislación promulgada sea justa, en vista de la
inevitable condición de la “justicia procesal imperfecta” que se presenta incluso en
la mejor de las formas de organización política, es obvio que quienes tienen el
derecho constitucional de hacer leyes pueden aprobar leyes injustas, lo cual crea
el escenario para los actos justificables de desobediencia civil81. Para los teóricos
liberales, la defensa de los derechos individuales se convierte en el fundamento
filosófico-político que justifica la desobediencia civil, con lo cual proporcionan una
concepción relativamente estrecha de su rango y legitimidad82.

79
María José Falcón y Tella, op. Cit. pp. 19 y 20.
80
. Cfr. Cohen y Arato. Op. Cit., pp., 643 y ss.
81
Los dos principios de justicia en que se basa la teoría de la justicia de Rawls son: 1. Cada persona tendrá
igual derecho al sistema total más amplio de libertades básicas iguales compatibles con un sistema de libertad
similar para todos. 2. Las desigualdades sociales y económicas pueden ser tratadas de tal manera que a la vez:
a. Produzcan mayor beneficio para los menos favorecidos, y b. Se las ligue con cargos y posiciones abiertas a
todos bajo condiciones de igualdad de oportunidad justas. Cohen y Arato observan que, pese a que tanto para
Rawls como para Dworkin una sociedad justa debe incluir la justicia distributiva, ninguno de ellos acepta la
desobediencia civil en aras de la justicia distributiva. Cfr. Cohen y Arato, op. Cit. pp. 643, 674 y 675.
82
La muy certera crítica de Cohen y Arato a esta concepción restringida de la desobediencia civil aparece
formulada en los siguientes términos: “Esta restricción no sólo limita el rango de la desobediencia civil
respecto a las decisiones políticas de la legislatura, sino que también excluye todo un rango de actividad, esto
es la acción ciudadana respecto de la economía. Rawls tiene en mente cuestiones de justicia distributiva, pero
su concepción no incluye el tema de la estructura de la autoridad y de la toma de decisiones dentro del
propio lugar de trabajo. No hay cabida en su teoría para un derecho a la negociación colectiva o a cualquier
otra cosa que caiga bajo el calificativo de democratización o constitucionalización del lugar de trabajo. Esta es
una grave omisión, porque ciertamente pueden presentarse argumentos en favor de legitimidad de la
desobediencia civil en este dominio”. Op. Cit., pp. 676. La crítica que Cohen y Arato hacen a la perspectiva
de la desobediencia civil centrada en los derechos individuales propia de la teoría liberal, resulta del mayor
interés puesto que rompe con toda la tradición teórica anterior, tanto liberal como democrática, que la
circunscribía a un asunto puramente jurídico o, a la postre, de relación de los ciudadanos con el Estado, esto
es, como una acción de carácter exclusivamente política. La perspectiva planteada, aunque no desarrollada,
por Cohen y Arato sugiere ampliar el espectro de acción y de posibilidades de la desobediencia civil hacia
campos hasta ahora vedados, como el del mundo del trabajo y los derechos económico-sociales, la cual
entronca completamente con la perspectiva teórica más amplia, que pretendemos sustentar en este trabajo,
acerca de la resistencia ---en la cual se inscribe la desobediencia civil-, como resistencia no sólo según una
lógica política, sino también, económica, social, cultural o donde quiera que ocurran situaciones de poder.

41
La legitimidad práctica del Estado democrático, independientemente de los
factores o razones cruzadas que la fundamentan, consiste en la expectativa de
realización regular del deber de obediencia a sus mandatos por parte del
ciudadano. Una crisis de legitimidad significa el quebrantamiento total o parcial de
este principio, proceso que da lugar a una situación o a situaciones de
desobediencia civil, más o menos generalizada según la profundidad de la crisis o
la capacidad del sistema político para afrontarla83. Sin embargo, desde una
perspectiva republicana democrática diferente a la de H. Arendt, la crisis de
legitimidad no sería condición necesaria para la ocurrencia de situaciones de
desobediencia civil. En un Estado democrático legítimo, la desobediencia civil es
un instrumento adecuado para confirmar las bondades y virtudes del Estado
democrático y no sus debilidades, como también para potenciar y vigorizar las
virtudes ciudadanas y el potencial político de la sociedad civil84. Bajo determinadas
condiciones, situaciones de desobediencia civil no son producto de crisis de
legitimidad del sistema político, sino factores desencadenantes de la misma o el
momento de prueba de la fortaleza o debilidad del propio sistema político
democrático.

La desobediencia civil suele conceptualizarse como un tipo de acción colectiva85


no violenta, voluntaria y conciente, pública, ilegal, con pretensión de legitimidad,
83
“La desobediencia civil, dice Hanna Arendt, surge cuando un significativo número de ciudadanos ha
llegado a convencerse o bien de que ya no funcionan los canales normales de cambio y de que sus quejas no
serán oídas o darán lugar a acciones ulteriores, o bien, por el contrario, de que el Gobierno está a punto de
cambiar y se ha embarcado y persiste en modos de acción cuya legalidad y constitucionalidad quedan
abiertas a graves dudas”. Hanna Arndt, op. Cit. pp.82.
84
Desde la perspectiva de la legitimidad democrática de Habermas, el Estado constitucional democrático no
puede reducirse a su orden legal. Hay principios democráticos contrafácticos en los cuales se basan nuestras
instituciones políticas, a los cuales se puede recurrir cuando se pone en duda el carácter democrático de una
toma de decisiones que superficialmente parece respetar los principios procesales del gobierno de la mayoría
y que pueden justificar los actos de desobediencia civil que tienen como propósito una mayor
democratización del proceso de toma de decisiones. El foco del análisis de Habermas sobre la desobediencia
civil como política de influencia, es su relación con los principios democráticos que subyacen al
constitucionalismo y al proceso por medio del cual se realizan esos principios y no los derechos individuales.
Mientras los liberales conceden la legitimidad de la acción colectiva ilegal sólo para la defensa o creación de
los derechos individuales; los demócratas se concentran en la defensa o expansión de la democracia. Cfr.
Cohen y Arato. Op. Cit., pp. 669 y 670.
85
Es este carácter de acción colectiva de la desobediencia civil lo que suele oponérsele como uno de los
criterios fundamentales de distinción de la objeción de conciencia, un acto más que todo individual, y no tanto
las razones o motivos mismos de la acción. Dice Hanna Arendt al respecto: “En contraste con el objetor de
conciencia, el desobediente civil es miembro de un grupo y este grupo, tanto si nos gusta como si no nos
gusta, está formado de acuerdo con el mismo espíritu que ha informado las asociaciones voluntarias. La
mayor falacia del debate actual me parece que es la presuposición de que estamos tratando de individuos que
se lanzan subjetivamente y conscientemente contra las leyes y costumbres de la comunidad. (…)Resulta al
respecto quizá infortunado que nuestros recientes debates se hayan visto en buena parte dominados por
juristas –abogados, jueces y otros hombres del Derecho- por que ellos encuentran una especial dificultad en
reconocer al desobediente civil como miembro de un grupo y prefieren verle como un transgresor individual
y, por eso, un acusado potencial ante un tribunal”. Op. Cit., pp. 105. “La desobediencia civil es una forma
ilegal de participación política por parte de actores colectivos. Es una acción política con un objetivo político
que por definición activa las esferas públicas de la sociedad civil y supone la actividad ciudadana
extrainstitucional”. Cohen y Arato. Op. Cit., pp. 658.

42
dirigida a oponerse a una ley o a un programa gubernamental con el fin de
mejorarlo, frustrarlo o cambiarlo, en los marcos del Estado de derecho y el sistema
democrático. No se trata, por tanto, de un acto de infracción o de transgresión a la
norma, que pueda producirse de manera inconciente e individual o bajo la forma
de “trampas” a la norma, situaciones en las cuales la acción no está dirigida a
oponérsele sino a eludirla. El carácter voluntario de la desobediencia civil
subraya, por el contrario, que se trata de un acto conciente y deliberado orientado
a oponérsele y abolirla. Por otro lado, el carácter político de la misma, subraya no
sólo su pretensión de legitimidad respecto de los ciudadanos, sino la naturaleza de
los objetivos o intereses que la motivan, orientados a la defensa del interés
colectivo, general y no particular o privado; este carácter político le viene dado,
además, porque la desobediencia civil está dirigida al Estado y a los ciudadanos.
Por otro lado, el carácter público de la desobediencia civil, deriva directamente de
su propia naturaleza política, de sus motivaciones, de su carácter colectivo y no
individual, así como de la pretensión de legitimidad que persigue. Esto hace que
sus acciones sean externas y públicas y no internas o secretas. El requisito de la
publicidad de la desobediencia civil trata de alejar toda sospecha sobre la
moralidad del acto, además de otorgarle valor simbólico y la mayor audiencia
posible86.

Hanna Arendt subraya especialmente el carácter de grupo o colectivo de la


desobediencia civil, así como el carácter público de la misma, para diferenciarla
tanto de la desobediencia criminal como de la objeción de conciencia. “La
distinción entre una abierta violación de la ley, realizada en público, y una violación
oculta, resulta tan clara que sólo puede ser desdeñada por prejuicio o por mala
voluntad. (…)Además, el transgresor común, aunque pertenezca a una
organización criminal, actúa solamente en su propio beneficio…El desobediente
civil, aunque normalmente disiente de una mayoría, actúa en nombre y en favor
de un grupo; desafía a la ley y a las autoridades establecidas sobre el fundamento
de un disentimiento básico y no porque como individuo desee lograr una
excepción para sí mismo y beneficiarse de ésta”87. Para Hanna Arendt, la
desobediencia civil no es ni siquiera un fenómeno coyuntural, sino la expresión de
un proceso más profundo de la sociedad civil, que en el caso de la sociedad de los
EEUU de Norteamérica entronca con su tradición asociativa detenidamente
estudiada por Alexis de Tocqueville en el siglo XIX, que, a su vez, corresponde
más estrechamente con la versión horizontal del contrato social formulada por
John Locke88.

Según los estudiosos, la desobediencia civil puede estar fundada en motivos


éticos o de conciencia o igualmente en motivos jurídicos, como la violación de la
Constitución o de tratados internacionales o por la aplicación de leyes
consideradas, además de injustas, inválidas o que rebasen sus límites de validez.
86
M. J. Falcón y Tella, op. Cit., pp. 25 y ss.
87
Hanna Arendt, op. Cit. pp. 83.
88
“Estimo que los desobedientes civiles no son más que la última forma de asociación voluntaria y que se
hallan completamente sintonizados con las más antiguas tradiciones del país”. Hanna Arendt. Op. Cit, pp. 94
y ss.

43
La desobediencia civil se refiere a una norma en concreto, no al ordenamiento
jurídico en su conjunto, al que suele prodigársele lealtad o legitimidad89. Para M. J.
Falcón y Tella, la ilegalidad de la desobediencia civil es sui generis, pues se
produce reconociendo y aceptando los marcos del sistema jurídico como tal e
incluso aceptando la penalización que para sus acciones ilegales establece el
sistema jurídico para quienes la ejercen. La ilegalidad de la desobediencia civil se
refiere al hecho del “quebrantamiento” de una norma jurídica de carácter omisivo
más que comitivo, pues consiste más que en hacer lo que está prohibido en no
hacer lo que se ordena. Es preciso que se trate de normas obligatorias o de
normas prohibitivas que vayan acompañadas de sanción jurídica para el caso de
incumplimiento. Acciones de protesta, si no implican quebrantar la norma no
adquieren el status de desobediencia civil. Ahora bien, la oposición o violación en
que consiste la desobediencia civil se refiere a toda la legalidad del Estado, es
decir, a cualquier norma dentro de ella, desde la Constitución hasta las
ordenanzas y disposiciones municipales. Sin embargo, el objeto de la acción de
desobediencia civil puede estar dirigido también contra una política gubernamental
determinada no relacionada con ninguna ley en particular que pueda ser
desobedecida, dado que el sistema político no se agota en el sistema jurídico y
que no siempre se protesta contra una determinada ley, sino contra una política90.

Por otra parte, la mayoría de los teóricos coinciden en destacar el carácter


pacífico, no violento, de la desobediencia civil, teniendo en cuenta la invocación
que suelen hacer sus dirigentes de los movimientos emblemáticos de Ghandi en la
India y Luther King en los EEUU de Norteamérica e igualmente porque tienden a
respetar el precepto constitucional del monopolio de la violencia por parte del
Estado. Sin embargo, cabe aclarar que en los años 60s el criterio de la violencia
fue motivo de diferenciación y de agrias polémicas al interior de los grupos y
partidarios de la desobediencia civil, muchas de las cuales condujeron a la división
de algunos movimientos de esta naturaleza, especialmente entre los estudiantes y
los movimientos afro-americanos. Mientras los partidarios de la no violencia
basaban sus argumentos en lo arriba indicado, otros sectores consideraban que,
si bien la desobediencia civil no buscaba la destrucción física o moral de los
adversarios, se aceptaba en ocasiones, como consecuencia secundaria, cierto
riesgo de violencia, y otros más la incluían como premisa necesaria de la misma91.

Por lo general, los teóricos de la desobediencia civil coinciden, con diferentes


argumentos, en subrayar la diferencia entre desobediencia civil y otras formas de
oposiciones al poder político, como la resistencia o la revolución. Para efectos de
este trabajo me detendré un poco en dilucidar los términos en que es planteada y
concebible esta diferenciación, así como lo inadecuado de la misma desde una
perspectiva general de la resistencia.

89
“El disentimiento implica el asentimiento y es la característica del gobierno libre. Quien sabe que puede
disentir sabe que, de alguna forma, asiente cuando no disiente”. H. Arendt. Op. Cit., pp.95.
90
Falcón y Tella, op. Cit., pp. 40 y ss.
91
Ibid, op. Cit., pp. 67 y ss.

44
Dos son, en realidad, los argumentos fundamentales de los teóricos de la
desobediencia civil para sustraerla del ámbito de la resistencia o para desestimarla
como una forma de resistencia: por un lado, el criterio de la no violencia; por el
otro, la aceptación del marco del Estado de derecho y democrático. Aunque son
dos argumentos de naturaleza diferente, por lo general aparecen mezclados e
interdependientes.

María José Falcón y Tella, haciendo acopio de una amplia bibliografía, presenta
los términos de diferenciación entre desobediencia civil y resistencia casi en los
mismos términos ya indicados por la mayoría de los teóricos. Sin embargo, en
algunos de sus pasajes, su presentación es algo confusa, contradictoria y elusiva.
Luego de efectuar el recorrido teórico acerca de la desobediencia civil, intenta
establecer una demarcación entre ésta y la resistencia. Para ello se basa en una
tipologización de las diferentes clases de resistencia, que va de la no resistencia,
la resistencia pasiva, hasta la resistencia activa. Según la autora, la no resistencia
significa no oponerse pero al mismo tiempo no ceder; de clara inspiración
cristiana, frente a la violencia, la postura de la no violencia no opone violencia,
sino que recomienda “poner la otra mejilla” y “no resistir al mal”; frente al mal hay
que dejar que éste se extinga sin oponer resistencia. La desobediencia civil
comparte con la no resistencia sólo el carácter no violento, pues ambas se
diferencian por los motivos políticos que inspira a la primera y los motivos de fe
que inspira a la segunda. En cuanto a la resistencia pasiva, según la autora, se
trata de un medio de defensa de los derechos basados en criterios de justicia, que,
a diferencia de la no resistencia, rechaza al opresor por medios pacíficos como la
omisión y la no cooperación, entre los cuales figuran la huelga y el boicot. La
diferencia entre la desobediencia civil y la resistencia pasiva, consiste en que,
mientras el que resiste pasivamente tiene por objetivo sólo eso, resistir, hacer
ineficaz la voluntad del oponente, el desobediente civil mira más allá, al cambio, a
la mutación de la situación a la que se opone. Otra diferencia consiste en que
mientras el número de desobedientes civiles es reducido, en la resistencia pasiva,
por el contrario, puede ser grande, como el caso de las campañas masivas de
Ghandi en la India92.

Por último, dice Falcón y Tella, que la principal diferencia entre la resistencia
activa y la resistencia pasiva consiste en que mientras esta última es omisiva y
abstencionista, la primera es comitiva e intervencionista. Además, la resistencia
activa proclama el uso de la violencia, ejercitada de modo individual o colectivo,
organizado, en forma casi revolucionaria. En cuanto a la diferencia con la
desobediencia civil es más bien poco lo que la autora aporta. Luego de un rastreo
histórico acerca del derecho de resistencia, concluye que no se trata hoy de
resistencia a un Estado injusto, sino de desobediencia civil en el Estado de
derecho. A partir de Bobbio, la autora sugiere que la violencia, el cuestionamiento
92
María José Falcón y Tella, op. Cit. pp. 85 y 86. Parece contradictorio incluir el movimiento de Ghandi
contra la dominación británica en la India en la categoría de resistencia pasiva y al mismo tiempo aseverar de
ésta, que se trata meramente de movimientos de rechazo y no de cambio, cuando en realidad Ghandi, al
tiempo que rechazaba la dominación colonial inglesa, proponía la construcción de una nueva sociedad en la
India.

45
total y no parcial al Estado y su carácter comisivo y activo y no omisivo o pasivo,
son las características que distinguen a la resistencia activa de la desobediencia
civil93.

En síntesis, según la autora, la desobediencia civil se distingue de la resistencia


por el ejercicio de la no violencia, característica que comparte con la no
resistencia; el propósito del cambio y el reducido número de participantes, que la
diferencia de la resistencia pasiva; y, por último, que es omisiva, es propia del
Estado de derecho y no es revolucionaria, lo que la diferencia de la resistencia
activa.

Hanna Arendt, por su parte, que postula claramente la antinomia violencia-poder,


considera que, “De todos los medios que los desobedientes civiles pueden
emplear en el curso de la persuasión y de la dramatización de las cuestiones, el
único que puede justificar el que se les llame `rebeldes´ es el de la violencia. Por
eso la no violencia es la segunda característica generalmente aceptada de la
desobediencia civil, y de ahí se deduce que la desobediencia civil (citando a Carl
Cohen) no es revolución…El desobediente civil acepta, mientras el revolucionario
rechaza, el marco de la autoridad establecida y la legitimidad general del sistema
de leyes”94. Me parece muy clara la manera como Hanna Arendt se deja llevar del
argumento de la no violencia al argumento de la aceptación del marco de la
autoridad política establecida, como características distintivas de la desobediencia
civil, haciendo derivar el segundo argumento del primero. Así, el desobediente civil
no es revolucionario por que no es violento, y viceversa, el desobediente civil no
es violento porque acepta el marco de la autoridad política establecida. Entre uno
y otro argumento, en vez de una mediación conceptual lo que aparece es una
mutua petición de principios, al estilo de como cuando afirmamos que la fruta es
roja porque es una manzana o es una manzana porque es roja.

La misma Hanna Arendt muestra enseguida su incomodidad con esta forma de


argumentar, poniendo en duda aparentemente la validez del segundo criterio de
distinción (la aceptación de la autoridad establecida), pero dejando en pie el
criterio de la no violencia. Dice, “El desobediente civil comparte con el
revolucionario el deseo de `cambiar el mundo`, y el cambio que desea realizar
puede ser, desde luego, drástico, como, por ejemplo, en el caso de Ghandi, que
siempre es citado como el gran ejemplo, en este contexto, de la no violencia”95.
Más aún, líneas seguidas y entre paréntesis se pregunta, “(¿Aceptó Ghandi el
`marco de la autoridad establecida`, que era la dominación británica de la India?
¿Respetó la `legitimidad general del sistema de leyes` en la colonia?)”96. Después
de efectuar una disertación teórica acerca de la tendencia al cambio y a la
conservación en las sociedades modernas, la autora muestra, a través de algunos
ejemplos de la historia política de los EEUU de Norteamérica, el papel de la

93
Ibid, pp. 86 y ss.
94
Hanna Arendt, op. Cit. pp. 84.
95
Ibid, pp. 84.
96
Ibid, pp. 84.

46
desobediencia civil en los cambios de la sociedad y la imposibilidad de incidir en
tales cambios si se hubiera quedado en “los marcos de la autoridad política
establecida”. Así, por ejemplo, dice: “Todo el cuerpo de legislación laboral –el
derecho a los convenios colectivos, el derecho a la sindicación y el derecho a la
huelga- fue precedido por décadas de desobediencia, frecuentemente violenta, a
las que en definitiva resultaron ser leyes anticuadas”97. Así mismo, en referencia a
la decimocuarta enmienda que abolía el régimen de esclavitud en los EEUU de
Norteamérica, dice que aunque se cumplió por la acción legal del Tribunal
Superior, “lo cierto es que el Tribunal decidió hacerlo sólo cuando los movimientos
de derechos civiles que, por lo que a las leyes del Sur se referían, eran
movimientos de desobediencia civil, produjeron un cambio drástico, tanto en las
actitudes de los ciudadanos negros como en las de los ciudadanos blancos“98.

Sin embargo, esta aparente ambigüedad o, incluso, contradicción, en el


razonamiento de Arendt, entre la comunión de propósitos de “cambiar el mundo”
compartidos por el desobediente civil y el revolucionario y la aceptación por parte
del primero del marco de la autoridad establecida, puede disiparse si reenfocamos
los alcances que la autora concede a los “cambios drásticos” propiciados por la
desobediencia civil para no confundirse con la revolución, es decir, si damos el
justo lugar a los cambios apuntalados por la desobediencia civil en la perspectiva
de Arendt. En efecto, dejando de lado, quizá, el ejemplo emblemático de Ghandi
en la India (que ya es bastante99), todos los cambios contemplados por Hanna
Arendt para la desobediencia civil, más que desarrollarse en el marco de la
autoridad política establecida (que también cuenta), tienen como marco la
estructura fundamental de la sociedad capitalista moderna en sus propios
desarrollos. Esto explica la dialéctica planteada por Arendt entre la ley que puede
estabilizar y legalizar el cambio una vez que éste se haya producido y el carácter
extralegal de la acción que lo produce100.

Así, lo que, desde la perspectiva de la autora, distingue en realidad a la


desobediencia civil de la revolución no es que la primera no se oriente a cambiar
en algún sentido la sociedad mientras que la segunda sí, sino en que los cambios
apuntalados por la primera son de carácter reformista, esto es, producidos en los
marcos del propio sistema político y social, mientras que los cambios apuntalados
por la segunda, valga el pleonasmo, son revolucionarios, esto es, orientados a la
ruptura de dichos marcos. Esta naturaleza diferente del cambio entre una y otra,
que Hanna Arendt sabe pero no subraya por razones ideológicas, sería el criterio

97
Ibid, pp. 88.
98
Ibid, pp. 88.
99
El ejemplo de Ghandi en la India como desobediente civil, si se profundiza en la perspectiva planteada por
Arendt, llevaría al absurdo su argumento de la distinción entre desobediencia civil y revolución basada en la
aceptación del marco de la autoridad establecida y la legitimidad general del sistema de leyes por parte de la
primera y el rechazo por parte de la segunda. Ni Ghandi aceptaba el marco de la autoridad establecido ni el
sistema de leyes de la dominación colonial británica, contra las cuales, por el contrario, efectivamente
luchaba, ni, por otra parte, Ghandi descartaba el recurso eventual de la violencia.
100
Hanna Arendt, op. Cit, pp.87.

47
de distinción, a este respecto y según su propia perspectiva, entre desobediencia
civil y revolución, aún si ambas comparten el mismo deseo de “cambiar el mundo”.

Sin embargo, aún así, ¿cabe la distinción? Hanna Arendt parece inscribir la
desobediencia civil en los marcos de un campo de juego predeterminado, en el
que sus posibilidades como acción social y política ya vienen dadas por la
naturaleza misma del campo y del juego: no violencia y aceptación del Estado de
derecho. Más allá de este campo de juego, la desobediencia civil no es tal, sino
revolución o cualquier otra cosa. La visión teleológica de la acción, que parece
dominar el argumento de Hanna Arendt, le impide valorar adecuadamente el
potencial y las posibilidades contenidas en las diferentes manifestaciones de
desobediencia civil -más allá del juego dialéctico entre la ley y el cambio- y, en
consecuencia, explorar teóricamente la manera como la una se transforma en la
otra o, en otros términos, la manera en que la desobediencia civil puede
transformarse en revolución101. En vez de la síntesis dialéctica, Hanna Arendt
queda presa de la fractura dicotómica desobediencia civil-revolución. Valorar
suficientemente la potencialidad y posibilidades de la desobediencia civil, le
hubiera evitado, pues, prescribirla al limitado marco del Estado de derecho y la
aceptación de las autoridades políticas establecidas, y, así mismo, levantar el
muro que la separa de la revolución. Es este determinismo teleológico, finalmente,
el que le impide considerar desde el punto de vista teórico y político las posibles
transformaciones y cursos de acción contenidos en la desobediencia civil, siempre
dinámicas y siempre abiertas102.

Pero no se trata de un error de pensamiento, que sería insólito en alguien que ha


tenido por oficio justamente pensar, sino de perspectiva teórica y política. La
perspectiva teórica y política en la que Hanna Arendt encuadra la desobediencia
civil, nos recuerda los viejos debates en la socialdemocracia alemana entre
reforma y revolución. Mientras que para los reformistas, como Eduard Berstein, la
lucha por las reformas es un fin en sí mismo, dado que la sociedad capitalista

101
Esta conjugación dialéctica parece estar presente en Habermas como democratización y no como
revolución, término último que hace tiempo salió de sus escritos.
102
Esta parece ser, a diferencia de Arendt, la perspectiva en la que se coloca Herbert Marcuse, que, por lo
demás, concibe la desobediencia civil como una forma contemporánea del derecho de resistencia: “Tal fue la
experiencia del movimiento de los derechos civiles, esto es, que la fuerza es ejercida por los otros y que,
contra esta fuerza, la legalidad se hace de buenas a primeras problemática; y esta será también la experiencia
de la oposición estudiantil, tan pronto como el sistema se sienta amenazado por ella. Y entonces la oposición
se verá puesta ante la decisión fatal de ser una oposición de simple acto ritual, o una oposición como
resistencia, esto es, de civil disobedience. (…) me sorprende volver a observar siempre cuán poco ha
penetrado en realidad en la conciencia el hecho de que el reconocimiento del derecho de resistencia , esto es,
de la civil disobedience, forma parte de los elementos más antiguos y sagrados de la civilización
occidental…Aquí se encuentra el conflicto de los derechos con el que se enfrenta toda oposición que va más
allá de la privada; porque lo existente tiene el monopolio legal de la fuerza y el derecho positivo o, más aún,
el deber de servirse de esta fuerza para su defensa. Frente a esto está el reconocimiento de un derecho
superior y el reconocimiento del deber de la resistencia como fuerza impulsora del desarrollo histórico de la
libertad, esto es, la civil desobedience como fuerza histórica potencial. Sin este derecho de resistencia, sin
este recurso de un derecho superior contra el derecho existente nos encontraríamos hoy todavía en la etapa de
la barbarie primitiva”. H. Marcuse. El Fin de la Utopía. Siglo XXI. México, D. F. 1969., pp. 51 y 52.
(cursivas del autor).

48
moderna es susceptible de transformación gradual hacia el socialismo; para los
revolucionarios, como Rosa Luxemburgo, la lucha por las reformas es un medio
para profundizar las transformaciones revolucionarias de la sociedad. Si las
reformas se inscriben en una estrategia revolucionaria no tiene sentido establecer
distinciones ni mucho menos separaciones entre reforma y revolución, ya que la
última está contenida como potencia en la primera.

El otro elemento de distinción sustentado por los teóricos de la desobediencia civil


respecto de la resistencia, se refiere a la no violencia, tal como lo hemos visto en
Falcón y Tella y Hanna Arendt103. Desde una perspectiva histórica y política más
amplia, el argumento de la no violencia como característica distintiva de la
desobediencia civil, parece poco convincente, pues pretende definir la naturaleza
de una acción colectiva, no por los objetivos, ni por los motivos o contenidos de la
acción, sino por los medios utilizados por la misma. Y si bien, por lo general, los
fines de la acción suelen estar acompañados de los medios apropiados para la
misma, ninguna acción está prescrita a desarrollarse a través de los mismos
medios. La desobediencia civil teóricamente se define, según lo antes dicho, por
los móviles de la acción, enfrentar una ley o una política gubernamental, pero no
por los recursos mismos de la acción, como la violencia o la no violencia. El hecho
que los movimientos de desobediencia civil durante la década de los años sesenta
en los EEUU de Norteamérica se hayan inspirados en su gran mayoría en la
filosofía de la no violencia no significa que la no violencia sea una cualidad
generalizable a la desobediencia civil como característica propia104.

En efecto, acciones de desobediencia civil violenta o que involucran en algún


grado expresiones concretas de violencia las ha conocido no sólo la sociedad de
los EEUU de Norteamérica, sino también sociedades de otras partes del mundo,
como la europea o la latinoamericana. Esta misma experiencia histórica,
igualmente puede ser válida para ilustrar lo contrario, es decir, la ocurrencia de
movimientos de resistencia, diferentes a la desobediencia civil, de carácter no
violento, como el de Ghandi en la India o, más recientemente, los movimientos

103
Cohen y Arato también incluyen el criterio de la no violencia como característica de la desobediencia civil,
aunque son quizás más cautos que la mayoría de los teóricos al respecto. “Por `no violencia` hacemos
referencia a que el carácter de la protesta es simbólico y comunicativo o, en la frase de Dworkin, persuasivo.
Los juegos del poder estratégico que implican la violencia son difíciles de justificar como desobediencia
civil. No obstante, en situaciones concretas puede ocurrir la violencia. La evaluación de la violencia debe
hacerse con referencia a los que la iniciaron, al contexto general y al propósito del acto. La historia del
movimiento laboral proporciona muchos ejemplos de huelgas violentas a las que se puede ver como actos de
desobediencia civil”. Op. Cit. pp, 678 y 679.
104
Herbert Marcuse, justamente uno de los artífices intelectuales de los movimientos estudiantiles por los
derechos civiles y contra la guerra de EEUU de Norteamérica contra Vietnam a finales de los años 60s,
plantea el problema en los siguientes términos: “No he sostenido que la no-violencia deba emplearse o
predicarse como principio de la estrategia. No he equiparado en modo alguno humanitarismo y no-violencia.
Por el contrario, he hablado de situaciones en las que precisamente en interés de la humanidad se ha de
recurrir a la violencia”. H. Marcuse. Op. Cit., pp. 85.

49
contra las dictaduras totalitarias en los países del socialismo histórico en Europa
del Este o contra las dictaduras militares en América Latina en los años 80s105.

La desobediencia civil según como nos la teoriza Hanna Arendt y la mayoría de


los teóricos que la limitan al marco del Estado de derecho o de la autoridad política
establecida, corresponde a una concepción reformista o limitada de la misma, que,
como todo reformismo, postula una lectura de la resistencia desde la gramática del
poder, esto es, en función del poder, de sus discursos de verdad y de su
pretensión de obediencia legítima, y no desde la gramática de la resistencia.
Desde la perspectiva teórica en la que se inspira este trabajo, la desobediencia
civil podría conceptualizarse como un tipo de acción colectiva, que se mueve en el
umbral de la lógica del poder y de la lógica misma de la resistencia106. Un
discernimiento teórico más riguroso y más amplio ha de mostrar las
contradicciones que encierra la desobediencia civil como forma de resistencia en
la lógica poder-derecho. En ella están contenidas, perviven y se conjugan tanto la
lógica del poder como la lógica de la resistencia. En los marcos del Estado de
derecho y según su propia lógica, puede decirse que la resistencia se desarrolla
bajo la forma de desobediencia civil, es decir, deviene en desobediencia civil en
cuanto supone la lealtad al poder soberano; pero, por otro lado, la desobediencia
civil, según la lógica de la resistencia, puede conducir al derribamiento del poder o
a una transformación de las relaciones de poder, en cuanto representa un desafío
al poder y un cuestionamiento a su lealtad107.

Desde el punto de vista de la experiencia histórica y de la teoría política, la


desobediencia civil no es más diferente de la resistencia, que como seres
humanos lo es Juan de María. Es una forma específica de resistencia, que se
desarrolla por lo general en los marcos del Estado de derecho, pero que de
ninguna manera está circunscrita a él. Como forma de resistencia, la

105
Esta discusión sobre si la no violencia es propia de la desobediencia civil y la violencia propia de la
resistencia, nos recuerda el debate en la izquierda colombiana y latinoamericana de los años 60s y 70s, en el
que lo revolucionario se definía por la aceptación de la lucha armada (particularmente, la pertenencia a la
guerrilla), mientras que lo reformista se definía por la inclinación a medios pacíficos, legales o civiles de
lucha. La experiencia histórica mostró, que quienes se preciaban de revolucionarios por su predilección a las
armas, no pasaron del mero “reformismo armado”, por los limitados alcances de su programa y objetivos
políticos, y que, quienes por lo general desarrollaron acciones de carácter legal o civilista se inspiraban en
programas de acción decididamente revolucionarios, orientados a transformar las estructuras sociales y
políticas dominantes. De suerte, que la referencia a las armas o a la violencia en general, en vez de develar la
sustancia de los procesos en curso, muchas veces los obscurece, bien por su aceptación absoluta o bien por su
negación plena.
106
Cohen y Arato lo plantean quizá en términos muy similares a lo aquí dicho: “La peculiaridad de la acción
colectiva que supone la desobediencia civil es que se mueve entre los límites de la insurrección y de la
actividad política institucionalizada, entre la guerra civil y la sociedad civil”. Jean L. Cohen y Andrew Arato.
Sociedad Civil y Teoría Política. Fondo de Cultura Económica. México, D. F. 2001, pp. 638.
107
Paolo Virno ha dicho a nuestro modo de ver correctamente: “La ‘desobediencia civil’ representa hoy, la
forma fundamental e insoslayable de la acción política, con la condición, sin embargo, de desembarazarla ded
la tradición liberal de la que surgió”. P. Virno. “Virtuosismo y revolución: notas sobre el concepto de acción
política”. Biblioweb. Nota del Editor: este texto apareció en el número 4/1993 de la revista Luogo Comune.
También se ha publicado en el número 19-20/1994 de Futur Antérieur, texto en francés a partir del que
traducimos. Pp, 6.

50
desobediencia civil puede desarrollarse incluso en regímenes autoritarios y
desencadenar procesos revolucionarios. En los marcos del Estado de derecho y
democrático, la desobediencia civil involucra muchos de sus referentes jurídicos
e institucionales, pero igualmente se nutre y conjuga tradiciones y experiencias
acumuladas de oposición, de lucha y de participación de actores colectivos contra
el poder, de una amplia esfera pública y social no estatal en la que los ciudadanos
debaten, se reúnen y se asocian alrededor de problemas de interés público y
colectivo. La desobediencia civil, como cualquier otra forma de resistencia, hunde
sus raíces en la tradición cívico-popular pre-existente a nivel social, económico,
político y cultural.

La pregunta acerca de si la desobediencia civil puede o no transformarse en


acción revolucionaria, no es una pregunta que se pueda responder en el plano
teórico general sino práctico concreto108. Innumerables son las acciones de
desobediencia civil restringidas al marco del Estado de derecho o democrático,
así como muchas otras que intentan ir más allá, hacia formas más radicalizadas
de resistencia e incluso hacia formas de acción propiamente revolucionarias. Que
la desobediencia civil tome este u otro curso, se limite aquí o allá o vaya más allá,
depende de la conjugación de una serie de factores, como por ejemplo, la
correlación de fuerzas establecidas entre los actores en conflicto; la capacidad o
no del sistema político y las clases y grupos dominantes de dar respuestas
adecuadas, generalmente de inclusión o de reforma, a las expectativas y
demandas de quienes protagonizan tales acciones; los contenidos y profundidad
de los objetivos de quienes la protagonizan; la capacidad de liderazgo de las
mismas y de su propia fortaleza como tales. No es que la desobediencia civil no
pueda originarse y desarrollarse según las prescripciones que la mayoría de los
teóricos le han establecido, sino que el resultado de la misma es siempre un
campo abierto de posibilidades.

D. De la Resistencia a la Resistencia Civil.

En términos generales, la teoría y las ideas acerca de la resistencia en la tradición


del pensamiento político occidental han tenido un marcado énfasis político,
108
Aunque su campo teórico no es el de la desobediencia civil sino el de la participación, Rafael Rodríguez
Prieto ha mostrado cómo se pueden desarrollar experiencias de resistencia bajo la forma de participación a
nivel local desarrolladas desde el marco estatal o desde el ejercicio del gobierno, según una lógica que va más
allá de la gramática del poder, que sitúan a la resistencia en posibilidades de generar situaciones de
contrapoder y de radicalización de la democracia. La experiencia del último gobierno del Consejo del Gran
Londres y la del Presupuesto Participativo en Porto Alegre, que son sus referentes de estudio, “constituyen
prácticas de construcción de procedimientos para el autogobierno, diferenciados de otras experiencias de
participación a escala local a causa de su autonomía y su contenido sociopolítico rupturista con el sistema
político y económico dominante” (p. 19). A estas prácticas y las posibilidades que abren, Rodríguez Prieto las
llama demoarquías. Rafael Rodríguez Prieto. Ciudadanos Soberanos. Participación y democracia Directa.

51
particularmente centrado en la relación soberano-súbditos o Estado- ciudadanos,
tal como lo hemos intentando delinear hasta ahora. Por ejemplo, en una primera
fase, que comprende el siglo XIIl, con Salisbury y Tomás de Aquino, pasando por
una segunda fase, marcada por las guerras religiosas y la reconfiguración política
del absolutismo durante los siglos XVI y XVII en Europa, en la que el discurso de
la resistencia al poder político aparece como una fundamentación del deber de
resistencia, asociado a corrientes luteranas y calvinistas emanadas del dogma
religioso, y posteriormente, en una tercera fase, como derecho de resistencia,
especialmente por parte del calvinismo holandés y francés, hasta llegar a las
doctrinas políticas liberales del siglo XVII y XVIII, como la de John Locke, que dan
origen al constitucionalismo moderno..

En el siglo XX este énfasis en lo político, aunque impregnado de ciertos preceptos


religiosos y filosóficos, se enriquece con las experiencias y el pensamiento de
Ghandi en la India en los años 30s contra la dominación británica y por Marthin
Luther King en los años 60s en los EEUU de Norte América contra el racismo y
por los derechos civiles de la población afro-americana, igualmente con los
movimientos radicales y libertarios del mayo francés de 1968, la llamada
primavera de Praga contra la invasión soviética a la República de
Checoeslovaquia, los movimientos y redes por la defensa de los DDHH y el
movimiento ecuménico de la No Violencia109.

En este contexto, en los años 60s Herbert Marcuse en los EEUU recrea
teóricamente la resistencia como derecho cosmopolita, por oposición al derecho
positivo; también, desde una perspectiva republicana y en los marcos del
constitucionalismo democrático, el derecho a la resistencia se transfigura en
desobediencia civil en Hanna Arendt y en Habermas más tarde. El énfasis en lo
político-estatal en los estudios de la resistencia se actualiza con las recientes
movilizaciones ciudadanas contra los regímenes autoritarios en Europa del Este y
América latina a finales del siglo XX.

Michael Randle es el autor contemporáneo que más amplia y sistemáticamente


reconstruye esta dimensión histórico-política de la resistencia centrada en el poder
político. Su libro, Resistencia Civil110, editada en castellano en 1998, sigue de
cerca el proceso evolutivo de la resistencia civil, como idea y como fenómeno
social, desde sus comienzos a principios del siglo XIX hasta nuestros días. El
subtítulo de la obra: La ciudadanía ante las arbitrariedades de los gobiernos,
indica de una vez tanto el énfasis centrado en lo político estatal como el enfoque
teórico desde el cual el autor concibe la resistencia como resistencia civil111. No es
el propósito de este trabajo hacer una presentación exhaustiva de su valiosa obra,

109
Gonzalo Arias. La no- violencia ¿tentación o reto?. Sígueme. Salamanca. 1977.

110
Michael Randle, Resistencia Civil. La ciudadanía ante las arbitrariedades de los gobiernos. Paidós.
Barcelona. 1998.
111
Pese a la advertencia de Randle, en el sentido de no pasar por alto su contribución a la política de la vida
cotidiana, se enfoca principalmente hacia la resistencia civil en tanto se relaciona con la macropolítica y la
estrategia. Op,, cit. pp. 16.

52
sino subrayar críticamente los aspectos más relevantes de su teoría y sus aportes
a una concepción general de la resistencia.

La teoría de la resistencia civil de Randle se basa en una concepción más general


acerca del poder político y, sobre todo, acerca de la no continuidad del mismo112.
Esta concepción parte, en primer lugar, de cuestionar la idea según la cual el
poder político está basado en la sola violencia, y subraya, por consiguiente, la
necesidad de concederle tanta o mayor eficacia a los mecanismos no violentos del
poder, tales como la persuasión y la colaboración por parte de los ciudadanos113.
Tal cuestionamiento, dice Randle, no equivale a negar que la violencia, y la
amenaza de la misma, desempeñan con frecuencia un papel neurálgico en la
regulación de las relaciones de poder, en especial en las que hay entre el Estado y
el ciudadano, y entre un Estado y otro. Equivale en primer lugar a reconocer que la
violencia no es el único tipo de sanción coercitiva disponible y en segundo lugar
que otros factores pueden ser importantes, e incluso decisivos114.

Para Randle, la cruda ecuación del poder y la violencia no sólo es incapaz de


explicar el derrocamiento, relativamente no violento, de los regímenes dictatoriales
de izquierda o derecha en la última década más o menos, sino que ni siquiera
explica el éxito de otras revoluciones y luchas anticoloniales en las que la fuerza
armada desempeñó sin duda un papel fundamental. Inspirándose en uno de los
pasajes más renombrados del ensayo de Hanna Arendt Sobre la Violencia, Randle
subraya que si el poder proviniese simplemente del cañón de un arma115, la
enorme disparidad existente en nuestros días entre los medios de violencia de que
disponen el Estado y la población civil, respectivamente, haría más que
improbable el éxito de una rebelión y convertiría el intento mismo de ella en una
aventura temeraria y descabellada116.

Por consiguiente, dice Randle, “el poder de un gobierno no va más allá de su


capacidad de suscitar la lealtad y obediencia de las instituciones neurálgicas del
estado –el ejército, la policía, el funcionarado- y de asegurarse además la
colaboración o al menos la conformidad de la mayoría de la población. En
igualdad de circunstancias, cuanto mayor sea el grado de colaboración voluntaria
de que disfrute un gobierno, más seguro estará. En cambio, un gobierno que

112
Es importante subrayar el aspecto de la no perdurabilidad del poder o lo que es lo mismo su inestabilidad,
puesto que en buena parte la teoría de Randle acerca del poder y la resistencia civil tiene por referencia esta
situación en la que el gobierno se encuentra en situación de inestabilidad.
113
Esta crítica de Randle se inspira en buena medida en los planteamientos formulados por Hanna Arendt en
su ensayo Sobre la Violencia, en el que la autora sustenta la antinomia violencia-poder: “Es insuficiente decir
que poder y violencia no son la misma cosa. El poder y la violencia son opuestos; donde uno domina
absolutamente falta el otro”. Hanna Arendt, Crisis de la República. Taurus. Madrid. 1998., pp.157 y 158. Pese
a esta clara inspiración en Arendt, es pertinente aclarar que Randle toma distancia de la misma y advierte
correctamente que su perspectiva antitética entre poder y violencia no sólo es extrema sino que, además,
implica exagerar este enfoque. M. Randle, op. Cit., pp. 18.
114
M. Randle. Op., cit., pp. 17.
115
En referencia a la cita que hace Hanna Arendt de Mao Tse-Tung: “el poder procede del cañón de un arma”.
Hana Arendt. Sobre la Violencia. En: Crisis de la República. Taurus. Madrid. 1998, pp. 118.
116
M. Randle, op. Cit. pp. 17.

53
descanse en gran medida en la violencia pura y dura para garantizar la obediencia
de una población descontenta está especialmente expuesto a un derrocamiento
súbito, debido precisamente a la precariedad de su base de poder dentro de la
sociedad”117.

En apoyo de su concepción del poder y como marco explicativo de la resistencia


civil, Randle acude a la característica distinción entre dominio y autoridad como
formas alternativas de poder. El poder como dominio equivale al poder ejercido
sobre otros. Hasta cierto grado todos los gobiernos, y los dictatoriales en un grado
extremo, ejercen un poder de este tipo; siendo también un rasgo común de las
instituciones jerárquicas existentes dentro de la sociedad, de la sociedad anónima
a la familia patriarcal. El dominio lleva consigo por definición una manipulación, y
sanciones de distinto tipo. Sin embargo, advierte Randle, incluso el gobierno más
arbitrario requiere un mínimo de lealtad de grupo para mantener su puesto y
estar seguro de que sus órdenes se ponen en práctica. Por otra parte, los
gobiernos dependen no sólo, por un lado, de sanciones ejercidas y por el otro, de
la colaboración brindada libremente por sus partidarios comprometidos, sino
además de otro elemento crucial dentro de las relaciones del poder: la autoridad.
La autoridad denota la capacidad de exigir la obediencia de los demás, o la
aceptación del juicio de alguien no ya por miedo a las sanciones, sino debido a
una posición o a un estatus118. Por último, el poder político depende no sólo de la
colaboración y obediencia de los ciudadanos de una sociedad, sino también del
apoyo de los terceros, que es como llama Randle a los otros estados soberanos
con los que tiene relaciones diplomáticas o comerciales, y de otras instituciones y
asociaciones exteriores119.

En términos generales, puede decirse que el planteamiento de Randle acerca del


poder político se mueve en los marcos de la tradición política liberal,
especialmente en lo que se refiere a la obediencia política y a la legitimidad.
Recordemos cómo desde Max Weber -y mucho antes que él, Hobbes y Locke- la
teoría política había subrayado al respecto, que lo característico del poder político
no reside sólo en el ejercicio del monopolio de la violencia sobre un territorio
determinado, sino también, y de manera fundamental, en la legitimidad o el
consenso120 de los ciudadanos, cualidad que le permitía establecer la distinción
entre poder de hecho y poder de derecho121. Por esa vía, Max Weber mostró
cómo esa dominación legítima había evolucionado históricamente desde la
dominación tradicional y carismática hasta la dominación legal-racional propia del

117
Ibid, pp. 18.
118
Ibid, pp. 19.
119
Ibid, pp. 20.
120
Norberto Bobbio, sugiere acertadamente que en el planteamiento de Weber “el criterio de la legitimidad no
elimina totalmente el de la perpetuidad, aunque la perpetuidad vale no tanto como fundamento sino como la
prueba de legitimidad”. Norberto Bobbio y Michelangelo Bovero, Origen y Fundamentos del Poder Político.
Grijalbo. México, D. F. 1985, pp. 26. Esta observación resulta pertinente si la contrastamos con el criterio de
la autoridad planteado por Randle como capacidad de exigir obediencia y fuente de perdurabilidad del
gobierno.
121
Max Weber. Economía y Sociedad. Fondo de Cultura Económica. Santafé de Bogotá. 1997, pp. 170 y ss.

54
Estado moderno122. La legitimidad pues se refiere a la necesidad del poder de ser
justificado. Sólo la justificación, cualquiera que esta sea, hace del poder de
mandar un derecho y de la obediencia un deber123. En otros términos, la
legitimidad es el lazo que articula el poder y la obediencia124.

En los marcos de este planteamiento general ¿dónde encaja la resistencia civil,


por qué y cómo se produce? ¿En qué consiste y cuáles son sus perspectivas a
futuro? Una respuesta inicial la había anticipado Randle antes de presentarnos su
concepción acerca del poder político, cuando afirma que se producen rebeliones
exitosas y demuestran ser a veces más vulnerables los regímenes represivos y
autoritarios, pese a la enorme disparidad existente en nuestros días entre los
medios de violencia de que disponen el estado y la población civil,
respectivamente125.

Pero intentemos presentar más de lleno las respuestas que nos ofrece el autor.
Para empezar, podemos decir que el territorio teórico en el cual ubica Randle la
noción de resistencia civil, es el que corresponde al problema de la obediencia
política o de la legitimidad política. En términos generales, correspondería a la
negación o el cuestionamiento del deber de obediencia por parte de los
ciudadanos y del derecho de mandar por parte del soberano, que es lo propio de
toda situación de ilegitimidad política. Conforme a la teoría política, como se ha
indicado arriba, el Estado moderno funda su legitimidad en la vigencia de un
conjunto de normas impersonales, universales y racionales (derecho positivo),
cuya aplicación estaría garantizada por el poder de una burocracia igualmente
impersonal, aséptica y profesional, que se ejerce en un territorio determinado. Este
conjunto de normas traduce un sistema de derechos y al mismo tiempo de
deberes en que se basa la lealtad de las instituciones estatales y su burocracia
con el gobierno y del ciudadano con el poder. Cuando este principio normativo y
político se resquebraja o pretende ser socavado por el gobierno, la resistencia civil
se convierte en una de las posibles vías para restituir el vínculo roto o instituir otro
nuevo126.

122
Ibid.
123
Norberto Bobio, op. Cit., pp. 29.
124
Así mismo parece estimarlo Randle cuando dice: “La autoridad gubernamental depende críticamente de la
fuerza de su reivindicación de legitimidad a los ojos de la gente, y de su derecho implícito a exigir obediencia
dentro de los límites de un marco constitucional o tradicional dado”. M. Randle, op. Cit., pp. 20.
125
M. Randle, op. Cit., pp. 18. Conviene advertir, que no es fácil encontrar una respuesta directa del autor al
primer bloque de interrogantes, contrario a las respuestas correspondientes al segundo bloque de preguntas.
126
Decimos posibles vías, puesto que Randle, siguiendo los preceptos de la teoría constitucional, contempla
también la rebelión armada, que no acoge por la desigualdad de los medios de violencia entre el Estado y los
rebeldes. Y agrega: “Sólo cuando un gobierno se halla seriamente debilitado y no puede fiarse ya de su
ejército ni de sus servicios de seguridad tienen los insurgentes unas probabilidades de éxito realistas”. En
este sentido, registra la acogida que tuvo en los años sesenta la propuesta de la guerra de guerrillas como
táctica de la lucha armada capaz de superar el desequilibrio de la fuerza militar entre los dos lados, como lo
ejemplifica su éxito en algunos países del tercer mundo como China, Cuba, Argelia, Vietnam, Zimbabwe. Sin
embargo, advierte de las consecuencias terribles para la sociedad de una guerra de guerrillas prolongadas,
sobre todo en una sociedad urbanizada. M. Randle, op. Cit. pp. 24.

55
En ese sentido, desde el punto de vista teórico, resistencia civil es una acción
colectiva ciudadana de reacción o de defensa frente a la vulneración o la amenaza
de vulneración de los derechos ciudadanos por parte del soberano. Cuando el
soberano enfrenta una situación de resistencia civil por parte de los ciudadanos,
puede decirse que enfrenta una crisis de legitimidad política, tanto más profunda y
generalizada cuanto más profunda y amplia sea aquella. Esa crisis es la expresión
concreta de que el soberano ya no cuenta con el ciudadano; y, sin ciudadanos, un
soberano no es tal. En este sentido, la resistencia civil es propia del
quebrantamiento del principio de legitimidad por parte de regímenes arbitrarios o
dictatoriales. De ahí el carácter eminentemente político de la resistencia civil.

En consecuencia, la definición de resistencia civil que nos presenta Randle va


inextricablemente unida a la situación política de crisis de legitimidad del régimen
en los términos indicados arriba. Dice: “La resistencia civil es un método de lucha
política basada en la idea básica de que los gobiernos dependen en último
término de la colaboración, o por lo menos de la obediencia de la mayoría de la
población, y de la lealtad de los militares, la policía y de los servicios de seguridad
civil. O sea que está basada en las circunstancias reales del poder político.
Funciona a base de movilizar a la población civil para que retire ese consenso, de
procurar socavar las fuentes de poder del oponente, y de hacerse con el apoyo de
terceras partes”127. Y más adelante: “La resistencia civil procura desafiar la
autoridad y legitimidad del gobierno y privarlo de esa manera de su fuente de
poder residente en la colaboración de las instituciones de la sociedad y del
estado”128. De este modo, de acuerdo con Randle, la resistencia civil es correlativa
con el ejercicio del gobierno basado principalmente, o en un grado considerable,
en la violencia o en la violación sistemática de los principios normativos del Estado
por parte de los gobiernos. Significa, en otros términos, que los lazos de la
obediencia se han roto por la arbitrariedad del gobierno129.

127
M. Randle, op. Cit., pp25.
128
Ibid, pp. 114.
129
Cabe advertir, sin embargo, que muchas veces el escenario político propio de la resistencia civil, tal como
nos lo presenta Randle en su obra, parece ser mucho más concreto y directo que la mera crisis de legitimidad
del gobierno, correspondiendo mejor a una situación política de no continuidad del mismo o de colapsamiento
inminente de éste o de desafío abierto al mismo. Esta idea parece clara cuando dice que su estudio se centra
en la resistencia civil dentro de contextos específicamente políticos y, dentro de ellos, presta especial atención
a las confrontaciones empeñadas en acabar con un gobierno dictatorial, arbitrario o impuesto por extranjeros
(pp. 27). En consecuencia, pone de presente esta idea, en la mayoría de los casos con los que ejemplifica la
resistencia civil, como por ejemplo, la caída de Marcos en Filipinas, la del Sha en Irán, la de los regímenes
totalitarios en Europa del Este, etc. Situaciones en la cuales la acción colectiva precipitó la caída definitiva de
los gobernantes en contextos de crisis generalizada no sólo de legitimidad sino, más grave aún, de
gobernabilidad. La resistencia civil y sus posibilidades parecen surgir entonces a partir del reconocimiento de
la insuficiencia del poder de un gobierno como sólo violencia y, a la vez, de la incapacidad de éste de valerse
también de medios políticos que garanticen su continuidad o perdurabilidad. De suerte, que el momento de la
resistencia civil es aquel que corresponde en sentido específico a una crisis conjugada de legitimidad y de
gobernabilidad. Momento en el cual el gobierno se ve enfrentado a un impasse, una “sin salida”, cuya única
alternativa sólo puede estar en manos de los ciudadanos por medio de la resistencia civil. No hay previamente
una disputa por la hegemonía en el sentido de Gramsci, de hecho se da por descontado que el gobierno ya la
ha perdido.

56
Por otra parte, los métodos de la resistencia civil, abarcan desde la protesta y la
persuasión hasta la no cooperación social, económica y política, y por ultimo hasta
la intervención no violenta. Entre los métodos característicos de la protesta y la
persuasión, se encuentran las manifestaciones, huelgas de hambre y organización
de peticiones; entre los métodos de no colaboración, se encuentran las huelgas,
las jornadas de trabajo lento, los boicots y la desobediencia civil; y, entre los
métodos de intervención no violenta figuran las sentadas, las ocupaciones y la
creación de instituciones de gobierno paralelas130. Llama la atención la forma muy
amplia, versátil y plural como Randle contempla las diferentes formas de expresión
de la resistencia civil y la manera como ellas se pueden articular creativamente en
el desarrollo de la misma con otras formas de acción no violenta. Igualmente, vale
la pena subrayar la inclusión que hace de la desobediencia civil entre los métodos
de no colaboración, ya que rompe con la dicotomía entre resistencia y
desobediencia civil planteada por la mayoría de los teóricos de ésta, conservando,
no obstante, el carácter no violento con que estos mismos teóricos la caracterizan.
Por último, es importante destacar la exclusión que hace Randle de cualquier
método basado en la violencia del campo de la resistencia civil, lo cual es propio
de una de las características centrales que le asigna a la misma, como lo veremos
enseguida.

En efecto, la resistencia civil, según Randle, comporta dos características


centrales. Por un lado, que se trata de una acción colectiva; y, por otro lado, que
evita cualquier recurso sistemático a la violencia. De este modo se diferencia de la
disidencia individual por un lado y de las formas de resistencia colectiva que
incluyen una acción militar por el otro. La no violencia de la resistencia civil no
implica, según su perspectiva, la exigencia de una ética pacifista o no violenta,
pero la diferencia sin más como fenómeno social de la insurrección armada, la
guerra de guerrillas o la guerra convencional. Randle indica que hay que ubicar la
resistencia civil dentro del concepto más amplio de acción no violenta, la cual
incluye actos de resistencia individual, como la objeción de conciencia; iniciativas
transnacionales, como la acción no violenta de Greenpeace para impedir las
pruebas nucleares en el pacífico, la caza de ballenas, o el vertido de residuos
tóxicos; y la imposición de sanciones económicas y diplomáticas por parte de
estados individuales u organizaciones como la Unión Europea o las Naciones
Unidas131.

La idea de acción colectiva como característica de la resistencia civil en el


planteamiento de Randle, es bien importante destacarla, puesto que, no sólo
articula la continuidad de su teoría con la tradición del pensamiento político
occidental acerca de la resistencia al poder político, sino, además, porque
fundamenta la dimensión política de ésta como proceso que involucra la
participación activa de la sociedad civil y su configuración como sujeto político, y,

130
Ibid, pp., 25.
131
Ibid, pp., 25.

57
así mismo, posibilita establecer la correspondiente correlación de fuerzas con el
poder en función de los objetivos que la moviliza132.

Uno de los aspectos más sugestivos de la perspectiva teórica de la resistencia


civil formulada por Randle se refiere a los objetivos de la misma y, sobre todo, a la
manera cómo concibe los alcances de cada uno de ellos, cómo se articulan y
potencian, en una perspectiva siempre abierta y dinámica. De modo que los
objetivos pueden ser reformistas, tales como la supresión de una injusticia
concreta, o la reforma de una ley determinada, como por ejemplo, las campañas
de Gandhi en Sudáfrica a favor de la comunidad indostaní, la de las sufragistas en
Gran Bretaña en los primeros años del siglo XX, el movimiento en pro de los
derechos civiles en Estados Unidos en los años cincuenta y sesenta, etc. En estos
casos, en que el objetivo es acabar con una injusticia específica, se hace un
desafío limitado a la autoridad del gobierno; por lo general no se discute su
legitimidad, sino simplemente su derecho a aprobar o a hacer valer determinadas
leyes, o a tolerar ciertas prácticas dentro de la sociedad133.

Pero, por otra parte -rompiendo con la concepción prescriptiva que le impone
límites a priori a la lógica de la acción, como ocurre con la mayoría de los teóricos
de la desobediencia civil-, unas exigencias aparentemente reformistas pueden
tener unas implicaciones políticas de mucha mayor envergadura, propiciando, por
ejemplo, la dimisión de un gobierno empeñado en hacerles resistencia. Incluso,
dice Randle, los objetivos pueden ser más ambiciosos o incluso revolucionarios
desde el comienzo. Pueden estar encaminados al acoso y derribo de un gobierno
determinado o de una autoridad de facto, o al derrocamiento de todo un sistema
político y social. Los objetivos de las insurrecciones no violentas de Europa
Oriental en 1989 eran revolucionarios en cuanto que buscaban un cambio político
y social. Pero, en ocasiones, incluso en los mismos, las demandas iniciales
estaban relacionadas con los derechos civiles, o con la protección del medio
ambiente, y experimentaron una escalada hasta convertirse en una confrontación
total con el régimen134.

Esta perspectiva amplia, le permite a Randle plantear de manera dialéctica, la


forma como la resistencia civil, no sólo puede conjugar diferentes métodos de
acción, sino también diferentes lógicas de acción según su propia dinámica y los
objetivos planteados. Incluso, aunque no es su foco de interés, Randle plantea
132
Dice Randle: “La resistencia civil, en cualquier parte del mundo, proporciona al pueblo la manera de
intervenir directamente en temas que afectan a su vida cotidiana. Es claramente capacitadora cuando la lucha
consigue su objetivo. Pero incluso cuando no lo logra, o lo hace sólo parcialmente, la cohesión generada
dentro de la agrupación que emprende la acción colectiva es capaz de potenciar la confianza y respeto del
individuo y el grupo hacia sí mismos, y de abrir posibilidades nuevas de participación democrática a nivel de
las bases”. M. Randle, op. Cit., pp. 225.
133
Incluso en regímenes dictatoriales, dice Randle, la resistencia civil puede apuntar a menudo contra algún
aspecto particular de la política del gobierno y no contra el régimen como tal. Sin embargo, como quiera que
los gobiernos autoritarios reclaman una autoridad absoluta, un desafío afortunado de la población a cualquier
aspecto fundamental de su política puede provocar su derrumbe, o en cualquier caso iniciar su proceso de
desintegración. M. Randle, op. Cit., pp. 115.
134
Ibid, pp., 26.

58
cómo los métodos de la resistencia civil pueden aplicarse en las confrontaciones
que se producen entre grupos de interés diferentes dentro de la sociedad. Muchas
de las armas características de la resistencia civil, como las huelgas y el boicot, se
forjaron en el movimiento laboral y sus luchas contra los patronos en el siglo XIX,
o en los pulsos entablados entre terratenientes y arrendatarios. Más aún, este tipo
de enfrentamientos entre diferentes grupos o sectores de la sociedad pueden
hacer que se inclinen de un lado las autoridades del estado, convirtiéndose así en
confrontaciones políticas y sociales de carácter general135.

En los marcos estrictamente políticos, que son los que corresponden a la


resistencia civil, las partes actuantes son principalmente el gobierno –o cualquier
otra autoridad oficial- de una parte, y un movimiento o una organización de la
sociedad civil, de la otra. Pero también puede involucrar la intervención activa de
pretendientes al poder del estado rivales, por ejemplo, cuando un gobierno
nombrado legalmente coordina la resistencia contra un intento de golpe o de
ocupación por extranjeros136.

En la confrontación política entre gobierno y actores de la sociedad civil, la disputa


por las bases políticas del poder se convierte en fundamental; del poder y
autoridad que logre irradiar el liderazgo de la resistencia civil depende la cohesión
y el compromiso de sus fuerzas y la suerte misma de la acción colectiva. Dentro
de este proceso de fundamentación de la autoridad y del poder entre los
contendientes, Randle subraya la importancia de los factores morales, a los que
considera cruciales junto con los factores sicológicos. En una batalla política e
ideológica planteada para ganar el apoyo de terceras partes y reforzar y extender
la propia base de poder, el argumento central se enuncia casi inevitablemente en
términos morales. En términos gramscianos se trata de una clara disputa por la
hegemonía. El bando que gana esta discusión tiene grandes probabilidades de
verse reforzado. De otra parte, la cuestión moral también impregna el debate
acerca de los medios que se deben emplear. Para ambos contendientes, tiene
importancia neurálgica anudar la estrategia a la moral, de forma que los métodos
utilizados sean los apropiados y puedan ser justificados ampliamente137.

135
Ibid, pp. 26.
136
Ibid, pp., 27. Los capítulos 5 y 6 de la obra están dedicados a mostrar cómo la resistencia civil puede
convertirse en una defensa alternativa frente a la invasión extranjera o la ocupación de un país o frente a un
golpe de estado, subrayando que un compromiso a la defensa mediante resistencia civil o el hecho de explorar
su potencial, no implica el tener ideas pacifistas ni tampoco ideas particulares políticas o ideológicas de
ningún tipo. Señala también que la defensa mediante resistencia civil tiene mucho en común con la de guerra
de guerrillas en el hecho sobre todo de que ambas utilizan una “estrategia indirecta” para minar la fuerza del
adversario, pero, a diferencia de la guerra de guerrillas, que evita las batallas abiertas sustituyéndolas por una
guerra de desgaste y ataques relámpagos a fin de minarle la moral al contrario, la defensa mediante resistencia
civil ocupa un lugar neurálgico el “hostigamiento” moral y político con la intención de socavar la moral del
contrario. Finalmente, aunque considera los riesgos de una estrategia mixta que combine la resistencia civil
con la guerra irregular, reconoce que determinadas formas de resistencia civil pueden y deben ocupar un lugar
al lado de la resistencia armada en situaciones de ocupación o de lucha contra una dictadura. Cfr. M. Randle,
op. Cit., pp.133 y ss.
137
M. Randle, op. Cit., pp. 27 y 28.

59
Hay, por último, un aspecto del planteamiento teórico de Randle que bien vale la
pena destacar y discernir. Se trata del papel y el lugar que le concede a la
resistencia civil respecto de la democracia liberal representativa. En primer lugar,
valora el papel central que desempeñó la resistencia civil en la creación de la
democracia representativa. En apoyo de esta valoración, trae a colación una serie
de hechos y acontecimientos sociales y políticos que marcaron momentos
estelares de creación de la democracia o de consolidación de la misma en Europa
y Estados Unidos, a partir de las movilizaciones de las bases de la sociedad por
derechos civiles y políticos o por la independencia nacional, hasta las más
recientes campañas pro derechos civiles y por la democracia en Europa,
Latinoamérica, parte de Asia y Sudáfrica138.

En segundo lugar, Randle se formula las preguntas quizás más actuales y más
complejas de su obra y del debate teórico contemporáneo sobre el tema. Dice:
“Pero, si bien la resistencia civil ha desempeñado un papel innegable en el
establecimiento de un gobierno independiente y democrático, ¿sigue teniendo
algún papel tras la implantación de un sistema representativo? ¿Es un modo de
actuar susceptible de profundizar y mejorar la participación de la gente de abajo
en el gobierno, o podría, por el contrario, constituir una amenaza para la
democracia?”139. Sus respuestas son menos categóricas que las ofrecidas en
relación con los gobiernos de facto, dictatoriales o coloniales, que, por lo demás,
ocupan el centro de atención de su estudio como referente principal de su teoría
de la resistencia civil140.

138
Llama la atención, sin embargo, que en la enunciación de esta serie de acontecimientos fundacionales de la
democracia representativa, Randle se cuide mucho de no incluir acciones colectivas violentas que también
contribuyeron a su creación, o que entre algunos de los acontecimientos citados evite cualquier referencia a
expresiones de violencia en las mismas. M. Randle, op. Cit. pp., 193 y 194.
139
M. Randle, op. Cit. pp., 194.
140
Cabe subrayar, además, la persistente referencia de Randle al gobierno, porque en su perspectiva teórica la
responsabilidad por el ejercicio de la violencia, el abuso de poder o la arbitrariedad, recae ante todo en él y no
en el poder de Estado como un todo. Lo cual sugiere, que la resistencia, más que dirigirse al sistema político
como un todo, y menos aún al sistema social, se dirige a la dimensión ejecutiva del poder político, lo cual
establece a priori límites en los alcances y posibilidades de la resistencia civil, reservando sólo objetivos
revolucionarios para los gobiernos dictatoriales o autoritarios. Dice Randle: “Cuando existe una constitución
escrita se pueden llevar las leyes y decisiones a los tribunales y en ellos pueden ser declaradas nulas si se
establecen que quebrantan la constitución. Se tratan de unas medidas de garantía importantes, pero no
suficientes. No excluyen la necesidad de que resida en manos de la población un remedio ulterior para el caso
de un abuso del poder por parte del ejecutivo –o por supuesto, la derogación violenta de la constitución-. (…)
incluso en democracias parlamentarias bien consolidadas, el poder del ejecutivo puede verse ampliado en
detrimento de un control democrático genuino. De hecho, con el advenimiento del sistema de partidos
moderno, la noción de una legislatura independiente capaz de mantener el control del ejecutivo es una cosa
bastante ficticia en muchos países occidentales. La independencia del poder judicial puede verse también
erosionada en la práctica por el sistema de nombramiento de los jueces y a través de las diferentes presiones
del establishment. Vemos, por ejemplo, cómo ha sido alterado de manera radical el carácter del Tribunal
Supremo de los Estados Unidos a través de los nombramientos hechos durante las administraciones de
Reagan y Bush (…). Un gobierno puede también burlar la ley mediante el abuso de los servicios de
inteligencia (…). Por último, incluso un gobierno y un parlamento elegidos democráticamente pueden
introducir leyes o aprobar decretos discriminatorios o susceptibles de negar los derechos fundamentales de
individuos o de sectores enteros de la comunidad”140. M. Randle, op. Cit., pp. 22 y 23. Cursivas mías.

60
Estas respuestas empiezan por la última pregunta, acerca de en qué medida la
resistencia civil podría representar una amenaza para la democracia. Da por
descontado que se considere una amenaza las formas persuasivas de resistencia
civil, como las marchas, manifestaciones, huelgas de hambre, etc., pues el
derecho de reunión y de manifestación pacífica es una de las piedras de toque de
un sistema democrático. La cuestión surge cuando entran en juego la
desobediencia civil u otras formas de resistencia más o menos coercitivas. Aquí, el
autor se mueve con mucha cautela, misma que lo acompaña en el desarrollo de
todo el capítulo dedicado al problema.

A juicio de Randle, la desobediencia civil es la única forma de resistencia civil que


cabe dentro de los marcos del sistema democrático -aun si en algunas
circunstancias tiene la capacidad de minar un gobierno democrático-,
dependiendo, a su vez, de qué tipo de desobediencia civil se trate y bajo qué
circunstancias se hace uso de ellas. Por ejemplo, la desobediencia civil cuando va
unida a la amenaza o al empleo de la fuerza militar, puede plantear una amenaza
a un gobierno elegido democráticamente y en ese sentido es inaceptable, pues
traiciona el principio mismo de la no violencia propia de la resistencia civil. De ahí
que el autor considere conveniente distinguir dos tipos de desobediencia civil: una
defensiva y otra ofensiva. De la última no se ocupa, sino de la primera. Dentro del
campo de la desobediencia civil defensiva incluye la objeción de conciencia141, la
cual se fue reconociendo progresivamente en la mayoría de los países
democráticos de occidente como derecho de conciencia individual y goza de un
tratamiento más tolerante entre todas las otras formas de desobediencia civil por
ser, además, la menos contenciosa142. En otros términos, con la objeción de
conciencia, el individuo tenía derecho a infringir la ley cuando ésta le planteaba
exigencias inaceptables para él en lo personal. Pero al hacerlo, el objetor tenía
que estar dispuesto a aceptar cualquier sanción razonable que prescribiese la
ley143.

Un segundo tipo de desobediencia civil defensiva corresponde a aquella en que el


Estado en vez de hacerle al individuo exigencias inaceptables, impone unas
restricciones desmedidas a la libertad de acción individual o colectiva. Dice
Randle, que el desafío de esas restricciones constituye un tipo de desobediencia
civil de más alcance que la objeción de conciencia. El objetor de conciencia se ve
forzado a optar por cuenta propia en el momento en que el Estado le impone su
colaboración. Pero aquella persona que decide participar en una protesta pública
en desafío de las restricciones impuestas por las autoridades tiene mayor libertad
de acción. Esa persona puede ignorar sin más el problema o posponer su desafío

141
Recordemos, sin embargo, que la objeción de conciencia ya la había considerado un método propio de la
acción no violenta y no de la resistencia civil.
142
No deja de inquietar esta relación que establece el autor entre desobediencia civil y objeción de conciencia
si tenemos en cuenta la advertencia de Hanna Arendt, en el sentido de la pretensión de los abogados y las
autoridades penales de reducir la desobediencia civil a un asunto meramente individual, como la objeción de
conciencia, con el propósito de judicializar más fácilmente a sus partícipes.
143
M. Randle, op. Cit. pp., 196.

61
del mismo hasta otra ocasión. Pero con todo y ser más afirmativa, esa forma de
resistencia civil sigue teniendo un carácter esencialmente defensivo144.

De acuerdo con cierto ascendiente habermasiano, para Randle “la justificación de


la resistencia civil defensiva de este segundo tipo en una democracia se
autoevidencia cuando las mismas leyes o disposiciones suponen una negación de
derechos humanos básicos”145. El respeto a esos derechos es incluso más
fundamental respecto de la noción misma de la democracia que el gobierno de la
mayoría. Si esas violaciones son suficientemente serias y extendidas (Locke), el
gobierno en cuestión pierde totalmente su derecho a ser considerado democrático.
En pocas palabras, hay dos principios encarnados en todo tipo de sistema
democrático: el gobierno de la mayoría es uno; pero el respeto de determinados
derechos y libertades individuales y colectivos es el otro, y el más fundamental146.
Cuando chocan estos dos principios, es el segundo el que hay que defender a
toda costa. Por consiguiente, resistirse a la violación de los derechos básicos por
parte de un gobierno debidamente elegido no es negar la democracia, sino
defenderla147. El respeto a los derechos humanos básicos como uno de los
principios de la democracia se convierte, así, en una justificación de la
desobediencia civil y no en una amenaza a aquella.

En esta segunda versión, no se trata de que la desobediencia civil de tipo


defensivo adquiera un carácter revolucionario, a la manera de la resistencia civil
aplicada a regímenes dictatoriales o arbitrarios, posibilidad que Randle considera
bastante improbable en los sistemas democráticos sobre todo occidentales148.

144
Ibid, pp., 196. Hanna Arendt va más allá, indicando que en estos casos no se trata de un desafío personal ni
de que el actor actúe solo, sino de un desafío colectivo y público, por consiguiente, esta participación en la
acción colectiva da lugar a la formación de un nosotros con la pretensión de influir sobre la opinión pública y
sobre el poder político.
145
M. Randle, op. Cit., pp. 196. Para Habermas el Estado constitucional moderno requiere una justificación
moral, la cual se encuentra en el principio de legitimidad democrática en tanto expresa un interés
generalizable y por tanto puede depender de un acuerdo meditado de todos los interesados…hay principios
democráticos contrafácticos a los que se puede recurrir cuando se pone en duda el carácter democrático de
una toma de decisiones que superficialmente parece respetar los principios procesales del gobierno de la
mayoría. Cfr. Cohen y Arato, op. Cit., pp. 669.
146
El problema consiste en que, para Randle, esos derechos básicos no van más allá de los derechos civiles y
políticos constitucionalizados por la tradición liberal, sustrayendo de su espectro el campo de los derechos
sociales y económicos colectivos como derechos de ciudadanía social o derechos humanos de “tercera
generación”. Para una crítica a esta concepción restringida de los derechos en los marcos del debate sobre la
desobediencia civil, confróntese la observación crítica ya anotada de Cohen y Arato en la nota 80 de este
texto.
147
M. Randle, op. Cit., pp. 196 y 197.
148
“No es probable que los gobiernos de países donde existe una tradición democrática ya muy veterana sean
derrocados o tengan que abandonar un principio fundamental de su política exterior o interior como resultado
de la resistencia civil, de no ser que ésta disfrute de un apoyo avasallador. En cambio, (…)una campaña
podría llegar a imponer un cambio sin tener que convencer necesariamente a la mayoría”. Y más adelante:
“Aunque es posible imaginar cómo las huelgas y manifestaciones derriban un gobierno débil en una
democracia recién instaurada, ello es mucho menos probable en las democracias industrializadas más estables
de Occidente (…)Podría ocurrir esto (derrocar una democracia) en algunas de las democracias, creadas
recientemente y bastante frágiles, de Africa, Asia y Latinoamérica, y de parte de Europa del Este, así como en
los países que han surgido de lo que fue la Unión Soviética” . M. Randle, op. Cit. pp.204 y ss.

62
Aquí, el cambio de perspectiva teórica y política de Randle parece muy claro.
Confrontada con los gobiernos dictatoriales o arbitrarios, la resistencia civil se
valora según su propia lógica, siempre abierta y dinámica, pudendo adquirir una
dimensión revolucionaria, que conduzca al derrocamiento del gobierno e incluso a
una revolución social. Confrontada con la democracia, por el contrario, la
resistencia civil es valorada según la lógica acotada por el poder, como
desobediencia civil, limitada a fortalecer la democracia, a cambiar algún aspecto
de la política o a mejorar la existente, pero en la que no cabe la posibilidad de una
transformación revolucionaria misma de la democracia como sistema político con
sus fundamentos sociales y económicos capitalistas. Por consiguiente, la
resistencia, como resistencia civil, declina su propia gramática a favor de la
gramática del poder, esto es, como fundamento de legitimidad de la obediencia
política.

En este sentido, puede decirse que la perspectiva teórica y política de Randle


acerca de la desobediencia civil como forma de resistencia civil en el sistema
político democrático, no va más lejos que la de Hanna Arendt acerca de la misma.
Para no repetir los términos de la crítica ya indicados arriba, diremos sólo a este
respecto, que la diferencia fundamental entre ambos autores, radica en que
mientras Hanna Arendt inscribe la desobediencia civil en la gramática del poder
sobre la base de una limitación prescriptiva o autoimpuesta a la misma -el respeto
al Estado de derecho y a la autoridad política establecida-, Randle efectúa esta
misma inscripción sobre la base de las supuestas fortalezas del poder mismo –la
tradición democrática muy veterana, las democracias industrializadas más
estables de Occidente.

Por otra parte, Randle subraya, que mientras la desobediencia civil sea no violenta
no puede representar una amenaza para el sistema democrático. Puede poner
obstáculos al gobierno, dice, pero no puede imponer otro gobierno al país en
contra de los deseos de la mayoría. Del lado positivo, la resistencia civil puede
proteger y dar cuerpo a la democracia. Lejos de que la democracia corra peligro
por este tipo de actividad, todas las pruebas cantan en el sentido de que la
fortalecen y enriquecen. En este sentido, afirma Randle, no cabe duda de que en
la cultura de las sociedades occidentales ha surgido algo que se acerca a un
consenso en lo relativo al puesto que le corresponde a la desobediencia civil en el
proceso democrático149.

Por último, creemos pertinente volver sobre el carácter no violento de la


resistencia civil, como una de sus características principales según la teoría de
Randle. Así, según él, en términos generales, la no violencia es lo que distingue a
la resistencia civil de la resistencia armada. En la medida en que Randle
fundamenta el principio de la no violencia de la resistencia civil en términos
similares a como lo hace la mayoría de los teóricos de la desobediencia civil

149
M. Randle, op. Cit., pp.210.

63
respecto de la no violencia, igualmente no tendríamos nada nuevo que agregar a
lo que críticamente se ha indicado al respecto150.

Sin embargo, parece conveniente dilucidar un poco más este tópico del
planteamiento de Randle. ¿Es civil la resistencia por no ser armada o porque es
protagonizada por ciudadanos? ¿cuál podría ser el sentido preciso de la expresión
“civil” en el contexto del planteamiento de Randle? Como lo hemos indicado arriba,
para el autor el carácter civil de la resistencia denota una acción colectiva no
violenta y no el hecho del involucramiento en ella de la ciudadanía; este carácter
no violento es lo que la distingue sin más de otras formas de acción colectiva
armadas, como la rebelión o la guerra de guerrillas. El problema con este
significado de “lo civil”, que lo hace ambiguo y equívoco, no consiste sólo en su
excesiva simplificación, sino también en su inconsistencia con la experiencia
histórica. Empecemos por lo último. Por lo general, este equívoco hace que
muchas interpretaciones –hoy dominantes en los medios académicos- sólo
incluyan bajo el concepto de resistencia civil a manifestaciones civilistas, pacíficas
y no violentas de la ciudadanía, y dejen de lado experiencias históricas, pasadas y
presentes, en las que los civiles (la ciudadanía) se ven conminados a utilizar el
recurso de las armas para defender sus derechos y autonomía y oponerse a las
diferentes estructuras y actores de dominación, aun si no creen, como sí lo creía
Mao Tse- Tung, “que el poder nazca del fusil”151.

La experiencia histórica es, en realidad, bastante prolija en expresiones de


resistencia civil armada, aun si parezca una contradicción en los términos. De
modo que el carácter civil de la resistencia no proviene del carácter no violento de
los métodos de la acción colectiva –y aquí entramos al primer aspecto del
problema-, sino, ante todo, del carácter de sus protagonistas y del alcance de sus
objetivos o de la lógica de la acción. Sus protagonistas son ciudadanos y no
combatientes, ni soldados miembros de ejércitos, ni gente que vive en función de
o para el oficio de la guerra. Son ciudadanos, que conminados a defender sus
derechos (civiles, políticos, sociales, culturales o nacionales) y su autonomía
contra cualquier régimen o actor político de dominación, pueden o no recurrir a las
armas como método de acción colectiva, según las circunstancias sociales o
políticas en las que se ven colocados, y muchas veces según las respuestas
provenientes de quienes detentan el poder, como bien lo ha observado Charles
Tilly. Es ello lo que nos puede autorizar a calificar como resistencia civil, la que se
desarrolló en Alemania y Francia contra la Ocupación Nazi, la de la España de
150
En sentido estricto, podría identificarse una diferencia de matiz entre la fundamentación de la no violencia
por parte de la mayoría de los teóricos de la desobediencia civil y el criterio de la no violencia de la
resistencia civil de Randle. Para los primeros, la no violencia está fundada en el respeto al monopolio de la
violencia por parte del Estado como condición del Estado constitucional (aunque algunos movimientos lo
hacen también por principios filosóficos políticos), mientras que para el segundo, la no violencia corresponde
a la lógica de la no colaboración con los gobiernos en términos de eficacia política.
151
Llama la atención, por consiguiente, que entre los acontecimientos históricos frecuentados por Randle no
se mencionen para nada las experiencias de resistencia civil armada protagonizadas por los sectores
subalternos en América Latina, bien bajo la forma de revoluciones triunfantes o frustradas o bajo la forma de
levantamientos populares; o en Europa, como la guerra civil española o la resistencia civil armada contra la
ocupación nazi, por ejemplo.

64
Franco, la del pueblo palestino contra la invasión israelí, la reciente del pueblo de
Irak contra la ocupación estadounidense, todas ellas resistencias civiles armadas;
pero igualmente, la que lideró Ghandi contra la ocupación británica, las que lideró
Martin Luther King o Malcom X contra la segregación racial en EEUU en los años
50s y 60s, o las más recientes que derrocaron los regímenes autoritarios del
socialismo real en la antigua Unión Soviética, todas ellas resistencias civiles
pacíficas o no violentas; o las experiencias colombianas de mediados del siglo XX
(armadas) y finales del mismo (no armadas). De manera que, lo que hace civiles a
todas estas formas de resistencia, armadas o no armadas, es el involucramiento
masivo y el papel protagónico de la ciudadanía en las mismas, así como el
carácter político (de civis romana) de la lógica de la acción colectiva y no los
métodos de la misma. Así entonces, con la intención de ser precisos, podemos
concluir diciendo, que la resistencia civil de Randle, no es la resistencia civil, sino
la resistencia civil no violenta.

II. Resistencia: Del viejo topo al pez en el agua.

Hasta aquí hemos subrayado el marcado énfasis político que en la tradición del
pensamiento político occidental ha tenido la resistencia. Sin embargo, es
importante mostrar, que al lado de esta tradición, se puede reconocer igualmente
una segunda perspectiva teórica de la resistencia centrada en lo social o en la
articulación entre lo social y lo político. Se trata de una segunda tradición del
pensamiento político occidental, para la cual la resistencia no es un fenómeno
relacionado exclusivamente con el poder político, sino, también, con las relaciones
de dominación y explotación o con situaciones de injusticia presentes en la propia
sociedad, más allá del campo de las relaciones entre el Estado y los ciudadanos o
entre el soberano y los súbditos.

Aunque se trata de una perspectiva teórica menos homogénea que la primera, por
ejemplo, en la forma como diferentes autores enfatizan más determinados
aspectos y dimensiones de lo social que otros o las diferentes formas en que
conciben la articulación con lo político, presentan, por lo menos, dos rasgos en
común, como lo veremos enseguida: por un lado, la centralidad que le conceden a
lo social como escenario primero o fundamental en el cual se configura y enraíza
la resistencia, y, por otro lado, la centralidad del conflicto o de la contradicción
como escenario desde el cual y en el cual se inscribe la resistencia.

Entre los pensadores correspondientes a esta segunda perspectiva, destaca Karl


Marx y, en general, todos aquellos que se inspiran en el marxismo. Sin embargo,

65
pensadores anteriores a Marx y posteriores a él, pueden incluirse dentro de esta
misma tradición, como, por ejemplo, entre los predecesores, a Tomás Moro,
Tomás Campanella, Gerard Winstanley, Gracchus Babeuf, William Godwin,
Étienne Cabet, Louis Blanqui, Flora Tristán, Robert Owen, Charles Fourier y Saint
Simon152, entre otros, frente a los cuales, el mismo Marx y Engels reconocen su
deuda intelectual153; y entre los contemporáneos y posteriores a Marx destacan,
por ejemplo, Joseph Proudhon, Mijail Bakunin, Kropotkin, Sydney Webb, Jean
Jaurés, Georges Sorel, Herbert Marcuse, Michael Foucault, Felix Guatari, James
Scott, Barrington Moore, Wright Mills, Tony Negri y John Holloway, entre otros.

Por supuesto, no me propongo dar cuenta de la riqueza, complejidad y pluralidad


del pensamiento de todos estos autores. Para el propósito de este trabajo, me
limitaré centralmente en los aportes de Marx y algunos autores contemporáneos a
la teoría de la resistencia.

A. De la Resistencia a la Revolución. El topo saliendo a la superficie.


En esta parte del trabajo tomaré por referencia nuclear el pensamiento de Marx y
particularmente su perspectiva teórica acerca de la resistencia. Posteriormente,
presentaré los desarrollos que sus ideas fundamentales acerca de la resistencia
tuvieron y tienen en la tradición marxista, así como los aportes teóricos formulados
por autores contemporáneos no marxistas.

Sin duda, como veremos enseguida, la perspectiva teórica de Marx representa un


punto de síntesis, de llegada y de partida al mismo tiempo, en la trayectoria de
esta segunda tradición teórica acerca de la resistencia. Si bien a Marx no puede
considerársele como el precursor de una teoría de la resistencia más allá del
referente político, puede decirse de una vez, sin embargo, que fue el primero en
situarla en los marcos de una lectura histórico-estructural de la moderna sociedad
capitalista; así mismo, fue el primero en teorizar acerca del sujeto colectivo
152
G. D. H. Cole, los llama precursores del socialismo. Cfr. G. D. H. Cole. Los precursores 1789-1850.
Historia del Pensamiento Socialita. Tomo I. FCE. México. 1975.
153
Cfr. F. Engels, Del Socialismo Utópico al Socialismo Científico. En esta obra, Engels dice: “al lado de
todo gran movimiento burgués que se desataba estallaban movimientos independientes de aquella clase que
era el precedente más o menos desarrollado del proletariado moderno. Tal fue en la época de la Reforma y de
las guerras campesinas en Alemania la tendencia de los anabaptistas, y de Tomás Münzer; en la Gran
Revolución inglesa, los ´levellers´, y en la Gran Revolución francesa, Babeuf. Y estas sublevaciones
revolucionarias de una clase incipiente son acompañadas, a la vez, por las correspondientes manifestaciones
teóricas: en los siglos XVI y XVII aparecen las descripciones utópicas de un régimen ideal de sociedad
(Moro y Campanella); en el siglo XVIII, teorías directamente comunistas ya, como las de Morelly y Mably.
La reivindicación de la igualdad no se limitaba a los derechos políticos, sino que se extendía a las
condiciones sociales de vida de cada individuo; ya no se trataba de abolir tan sólo los privilegios de clase,
sino de destruir las propias diferencias de clase. (…)Más tarde, vinieron los tres grandes utopistas, Saint-
Simon, en quien la tendencia burguesa sigue afirmándose todavía, hasta cierto punto, junto a la tendencia
proletaria; Fourier y Owen , quien expuso en forma sistemática una serie de medidas encaminadas a abolir las
diferencias de clase, en relación directa con el materialismo francés”. F. Engels, Del Socialismo Utópico al
Socialismo Científico. En, Obras Escogidas de Marx y Engels, Tomo III..Progreso. Moscú. Pp, 123. Cursivas
mías.

66
protagonizante de la misma, rearticulando la resistencia a una teoría de la
revolución social o de transformación revolucionaria de la sociedad capitalista. En
ese sentido, puede decirse que el pensamiento de Marx pretendió sistematizar y
superar las concepciones teóricas anteriores y al mismo tiempo indicar derroteros
para elaboraciones teóricas posteriores. En efecto, su perspectiva teórica de la
resistencia está impregnada de su pensamiento general, que se vertebra y
entreteje en controversia, tanto con el pensamiento liberal de la economía política
clásica y hegeliano como con las muy variadas expresiones del pensamiento
crítico y socialista del siglo XIX. Sin embargo, como todo pensador clásico, Marx
no sólo le habló a su época, sino también al presente y, como interlocutor válido
del presente, puede ubicársele igualmente en un horizonte de futuro,
particularmente en el campo teórico y político de la resistencia.

La perspectiva teórica de Marx acerca de la resistencia hace parte de su más


global concepción materialista de la historia y de la sociedad capitalista moderna,
estructurada a partir de la contradicción fundamental entre capital y trabajo o entre
burguesía y proletariado. Por consiguiente, antes de exponer la perspectiva de
Marx acerca de la resistencia, presentaremos de manera resumida su concepción
más general acerca de la sociedad y la historia, intentando subrayar sobre todo
aquellos correspondientes a la moderna sociedad capitalista que mejor
contribuyen a una contextualización teórica de la misma.

Para Marx, toda sociedad es un producto histórico. No hay sociedad en general,


sino sociedades históricamente determinadas. Si las sociedades son productos
históricos, esto es, resultado de procesos precedentes, igualmente, están sujetas
al cambio. Así como surgen y se desarrollan, cobrando su propia historicidad, las
sociedades cambian, se transforman, dando lugar a nuevas formas de
organización social, en un proceso continuo, perenne. Por eso, según la
concepción materialista de Marx, la sociedad y la historia no son algo estático e
inmutable, sino dinámico, en continuo movimiento y transformación. La fuerza
propulsora inmanente que rige este mecanismo histórico de la sociedad, que las
hace presentes y cambiantes, es el conflicto, el antagonismo o la contradicción. El
conflicto estructural que rige este cambio, esta dinámica de la sociedad, es el que
opone al desarrollo de las fuerzas productivas con las relaciones sociales de
producción. Las fuerzas productivas son el factor dinámico de esta contradicción
en la medida en que es en ellas donde radica la potencia estructural de la
transformación social. La forma como se expresa y desarrolla este conflicto entre
fuerzas productivas y relaciones sociales de producción es a través de sujetos
colectivos dotados de voluntad e intereses en pugna, esto es, como lucha de
clases. Por consiguiente, para Marx, la historia de la humanidad puede resumirse
como la historia de la lucha de clases154. Historicidad y conflicto, son, pues, dos
premisas fundamentales de la concepción materialista de la historia y de la
sociedad en el pensamiento de Marx.

154
Marx y Engels. Manifiesto Comunista. Crítica. Barcelona. 1998. pp. 38.

67
Por otra parte, si el conflicto y la historicidad corresponden a la concepción
general, materialista de la historia, hay un segundo aspecto de esta concepción,
inescindible del primero, que corresponde a la forma como Marx concibe la
estructuración155 misma de la sociedad, especialmente de la sociedad capitalista
moderna, a la cual toma como referencia principal de estudio. Para Marx, la
sociedad es una totalidad orgánica, diferenciada y al mismo tiempo articulada en
estructuras sociales fundamentales. Un primer nivel de esta diferenciación
estructural de la sociedad, es el que corresponde a la distinción entre fuerzas
productivas y relaciones sociales de producción. Y un segundo nivel, es el que
corresponde a la distinción entre Infraestructura y superestructura de la
sociedad156. Las fuerzas productivas corresponden al conjunto de recursos
materiales, acumulados y presentes, tanto técnicos, como humanos y naturales,
con los cuales los hombres producen su vida material; las relaciones sociales de
producción, que luego Marx metafóricamente llama infraestructura, corresponden
al conjunto de las relaciones sociales que entablan los hombres entre sí para
realizar la producción de la vida material, razón por la cual Marx las caracteriza
como relaciones sociales de producción. Estas relaciones sociales de producción
se entablan, además, según el propio desarrollo de las fuerzas productivas, la
división social del trabajo y las clases sociales en conflicto.

Para Marx, existe una relación de correspondencia entre las fuerzas productivas y
las relaciones sociales de producción, de modo que a cada desarrollo de las
fuerzas productivas corresponde así mismo un tipo determinado de relaciones
sociales de producción. Por consiguiente, cuando la sociedad adquiere nuevas
fuerzas productivas que ya no pueden ser contenidas en el marco de las viejas
relaciones de producción, se abre un período de revolución social; mientras que,
por otro lado, ninguna forma de sociedad, que equivale tanto como decir, que
ningún tipo de relaciones sociales de producción desaparece de la escena
histórica hasta tanto no se hayan desarrollo todas las fuerzas productivas posibles
de contenerse en ellas.

En un segundo nivel de diferenciación estructural de la sociedad, Marx propone la


distinción entre infraestructura y superestructura, como dos formas metafóricas y
simplificadas de designar, por un lado, lo económico-material o las relaciones
sociales de producción, y, por otro lado, lo jurídico-político e ideológico. Así, lo
económico-material corresponde al nivel de la infraestructura o base de la
sociedad, y lo jurídico-político junto con lo ideológico corresponde al nivel de la
superestructura. Desde la perspectiva de Marx, existe una relación estrecha entre
estos diferentes niveles de la sociedad que hace que constituyan un todo
conflictivamente estructurado. Así, por ejemplo -como cuando habla de fuerzas
productivas y relaciones sociales de producción-, sobre la infraestructura de la
155
Prefiero hablar de estructuración y no de estructura en la perspectiva de Marx, para subrayar su concepción
dinámica y no estática de la sociedad, como no hecha, sino haciéndose, como no dada, sino dándose.
156
Si bien aquí presentamos de manera esquemática esta concepción de la estructura de la sociedad de Marx,
no debe perderse de vista que la relación entre niveles e instancias diferenciadas es mucho más compleja y
dinámica, de ahí la conveniencia de no perder de vista el primer aspecto de su concepción general indicado
más arriba.

68
sociedad o base económico-material, se erige una superestructura jurídico-
política, a la cual corresponde diferentes formas de Estado, de ideología y de
conciencia. Con cada nuevo desarrollo de las fuerzas productivas se trastocan o
cambian, no sólo las relaciones sociales de producción, sino también la
superestructura jurídico-política e ideológica erigida sobre ella.

Esta concepción materialista de la sociedad y de la historia de Marx aparece


formulada de manera explícita, por primera vez, en el Prólogo a la Contribución de
la Crítica de la Economía Política, aunque algunos precedentes de ella las había
formulado en obras anteriores escritas muchas de ellas en colaboración con su
amigo Engels, como La Sagrada Familia, La Ideología Alemana, Miseria de la
Filosofía y el Manifiesto del Partido Comunista, convirtiéndose en hilo conductor
de sus estudios posteriores157.

157
En el Prólogo, dice Marx: "Mi investigación desembocaba en el resultado de que, tanto las relaciones
jurídicas como las formas de Estado no pueden comprenderse por sí mismas ni por la llamada evolución
general del espíritu humano, sino que radican, por el contrario, en las condiciones materiales de vida cuyo
conjunto resume Hegel, siguiendo el precedente de los ingleses y franceses del siglo XVIII, bajo el nombre de
'sociedad civil', y que la anatomía de la sociedad civil hay que buscarla en la Economía Política…El resultado
general a que llegué y que, una vez obtenido, sirvió de hilo conductor a mis estudios, puede resumirse así: en
la producción social de su vida, los hombres contraen determinadas relaciones necesarias e independientes de
su voluntad, relaciones de producción, que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus fuerzas
productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la
sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden
determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso
de la vida social, política y espiritual en general. Al llegar a una determinada fase de desarrollo, las fuerzas
productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes,
o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se
han desenvuelto hasta allí. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten
en trabas suyas. Y se abre así una época de revolución social. Al cambiar la base económica, se revoluciona,
más o menos rápidamente, toda la inmensa superestructura erigida sobre ella. Cuando se estudian estas
revoluciones, hay que distinguir siempre entre los cambios materiales ocurridos en las condiciones
económicas de producción y que pueden apreciarse con la exactitud propia de las ciencias naturales, y las
formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en una palabra, las formas ideológicas en que los
hombres adquieren conciencia de este conflicto y luchan por resolverlo…Ninguna formación social
desaparece antes que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen
nuevas y más altas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan
madurado en el seno de la propia sociedad antigua". Cfr. K. Marx. "Prólogo de La Contribución a la Crítica
de la Economía Política". Marx y Engels. Obras Escogidas, Tomo I. Progreso. Moscú. 1973, pp. 517 y 518.
León Trotsky, como estratega de la III Internacional, advertía, sin embargo, contra los riesgos de una
comprensión mecánica y simplista de este último pasaje de Marx. “Esta proposición, dice Trotsky, no
significa sólo que el antiguo régimen resbalará infaliblemente y por su propio impulso, cuando se haya hecho
reaccionario, desde el punto de vista económico, es decir a partir del momento en que empieza a trabar el
desarrollo de la potencia técnica del hombre. De ninguna manera, pues si las fuerzas de producción
constituyen la potencia motriz de la evolución histórica, esta evolución, sin embargo, no se produce fuera de
los hombres, sino por medio de los hombres…cuando estas fuerzas de producción, esta técnica comienza a
sentirse estrechas en los límites de un régimen de esclavitud, de servidumbre o, bien, de un régimen burgués,
y cuando un cambio de formas sociales se hace necesario para la ulterior evolución del poder humano,
entonces se produce la evolución, no por sí misma, como una salida o puesta de sol, sino gracias a la acción
humana, gracias a la lucha conjunta de los hombres reunidos en clases”. León Trotsky. Una Escuela de
Estrategia Revolucionaria. Obras de León Trotsky. Tomo 17. Juan Pablos Editor. México, D. F. 1974, pp. 74
y 75. El mismo Marx, en un pasaje de una obra anterior, La Sagrada Familia, escrita con Engles, ya había
advertido contra estos riesgos mecanicistas en su interpretación de la historia: “La historia no hace nada; no

69
De la concepción materialista de la historia y de la sociedad planteada por Marx,
se pueden inferir dos planteamientos teóricos fundamentales, que contrastan
claramente con la tradición del pensamiento político liberal. Con el propósito de
acotar el campo teórico de la perspectiva de Marx acerca de la resistencia,
veamos de manera muy breve en qué consisten estos dos planteamientos. En
efecto, para Marx, por un lado, ni la sociedad ni el Estado son el producto racional
de un pacto o contrato a través del cual los hombres considerados individualmente
salen de un hipotético y supuesto estado original de naturaleza, sino que la
sociedad es el producto histórico-concreto del propio desarrollo de la contradicción
que opone a las fuerzas productivas materiales con las relaciones sociales de
producción. Bajo determinado grado de desarrollo alcanzado por las fuerzas
productivas, son las relaciones sociales de producción la fuerza coagulante y
estructurante de la sociedad. Mientras que, por otro lado, como lo dice el mismo
Marx, ni el Estado ni las formas jurídicas pueden comprenderse por sí mismos,
sino a partir de las relaciones sociales de producción, que, como se indicó antes,
corresponden a un determinado grado de desarrollo de las fuerzas productivas
materiales de la sociedad. Con el propósito de delimitar el campo en el cual
podemos ubicar la resistencia en Marx, en contraste con la tradición liberal,
detengámonos un poco más en este último aspecto, el del Estado.

A diferencia de Hegel, para quien el curso y sentido de la historia se extiende de


Oriente a Occidente según los sistemas políticos, para Marx, de acuerdo con su
concepción materialista de la historia, las sociedades se desarrollan según los
diferentes modos de producción material que las caracteriza, el régimen de
producción asiático, el antiguo, el feudal, y el moderno burgués. Para Marx, antes
de los sistemas políticos, están las fuerzas productivas y las relaciones sociales de
producción, sobre las cuales se erigen los sistemas políticos. La sociedad no se
instituye a partir del Estado, sino el Estado a partir de la sociedad158. En otros
términos, no es la política la fuerza estructurante de la sociedad, sino la economía,
que a su vez determina las formas de Estado159. El Estado es, pues, un producto,
y no el producente de la sociedad160.

´posee inmensas riquezas`, no ´libra combates´. Son los hombres reales y vivos los que hacen, poseen y
luchan. La ´historia´ no utiliza a los hombres como medios para conseguir –como si fuese una persona
individual- sus propios fines. La historia no es nada más que la actividad de los hombres para la consecución
de sus objetivos”. Marx y Engels. La sagrada Familia. Claridad. Buenos Aires. 1973. (cursivas del texto).
158
Esta crítica temprana de Marx a Hegel, ya viene indicada en su obra: Crítica de la Filosofía del Estado de
Hegel, escrita en 1843. Marx. Op. Cit. Claridad. Buenos Aires. 1973.
159
Sin, embargo, como lo han advertido múltiples exegetas del pensamiento de Marx, que el Estado y toda la
superestructura jurídico-política estén determinados por las relaciones sociales de producción no significa que
se trate de una determinación directa ni mecánica, sino dada a través de múltiples mediaciones, que, a su vez,
posibilita que el Estado actúe sobre dichas relaciones sociales de producción y sea un factor co-constituyente
de las mismas. Sobre este aspecto, pese a su innegable reduccionismo de lo político a lo estatal, confróntese el
ilustrativo ensayo de Guillermo O´Donell: “Apuntes para una teoría del Estado”. En: Revista Mexicana de
Sociología. Año XL. Vol. XL. No. 4. Octubre-diciembre de 1978. México. D. F. Sobre este punto volveré
luego.
160
Dicen Marx y Engels: “Sólo la superstición política cree hoy que la vida civil ha de sostenerla el Estado,
cuando es el Estado el sostenido por la vida civil”. Marx y Engels. La Sagrada Familia. Claridad. Buenos
Aires. 1973. Y en la Ideología Alemana: “Si se considera que el fundamento del derecho es la fuerza –como

70
En contraste con la tradición liberal clásica, para Marx el Estado no es ni una
creación racional de los hombres en el sentido que daban a esta expresión los
iusnaturalistas en el siglo XVIII, ni es el reino de la razón o la encarnación del bien
común, ni por consiguiente su finalidad es el bien de todos, ni tampoco es el
producto de un pacto o contrato a través del cual los hombres salen del supuesto,
hipotético y original estado de naturaleza, ni es, por fin, el salto de la servidumbre
a la libertad o la encarnación definitiva del espíritu absoluto, en la versión de
Hegel.

Para Marx, por el contrario, el Estado es un producto histórico. Lo cual quiere


decir, por un lado, que el Estado surge en un momento histórico concreto de las
sociedades humanas, y, por otro lado, que el Estado surge como producto de las
contradicciones y antagonismos entre las clases sociales enraizadas en
determinadas relaciones sociales de producción. Para Marx, el Estado, como la
sociedad de clases de la cual surge aquél, se erige y estructura en un contexto de
lucha, de contradicción y de conflicto, y no en un escenario de consenso o como
producto del consenso, tal como es concebido por el contractualismo liberal del
siglo XVIII. Desde la perspectiva de Marx, el conflicto y no el consenso está en el
origen y la base del Estado y la política, pero no un conflicto entre individuos –
como lo suponía Hobbes, por ejemplo, en su idea del estado de naturaleza como
de guerra de todos contra todos-, sino aquel que opone a clase sociales
antagónicas, configuradas estructuralmente en las relaciones sociales de
producción, como se dijo anteriormente161.

Contra la idea de T. Hobbes según la cual el Estado (Leviatán) surge de un


hipotético estado de naturaleza caracterizado como de guerra de todos contra
todos, para Marx, por el contrario, el Estado surge de una real e histórica lucha de
clases. Surgiendo de la lucha de clases y como producto de ella, el Estado se
constituye, por un lado, en instrumento de dominación de la clase dominante, y,
por otro lado, como medio de organización del poder de esa misma clase

lo afirma Hobbes-, el derecho y las disposiciones legislativas son únicamente un síntoma o una expresión de
otras condiciones que constituyen la verdadera base del poder del Estado. Esta base real del Estado la
constituyen la vida material de los individuos –que no depende, ciertamente, de su mera ´voluntad´-, su modo
de producción y su forma de relación, que se influyen recíprocamente…No es el poder del Estado el que crea
estas condiciones reales; son, más bien, ellas la fuerza que crea este poder”. Marx y Engels. La Ideología
Alemana. Cursivas del Autor.
161
Sin embargo, que el campo de la política sea el del conflicto y la lucha entre clases no significa, en
absoluto, pretermitir la idea de orden. Por el contrario. Justamente para Marx, una de las razones históricas del
surgimiento del Estado radica en la necesidad de garantizar la conservación y reproducción de un orden
colectivo perdurable en medio del conflicto, a fin de evitar que la sociedad se disuelva sumida en sus propias
e insolubles contradicciones sociales que la desgarran. Esta idea de la política en Marx es formulada en su
célebre El 18 Brumario de Luis Bonaparte y luego retomada por Federico Engels en El Origen de la Familia,
La Propiedad Privada y El Estado. En este sentido, es correcta la apreciación de Michalangelo Bovero
cuando inscribe a Marx en la tradición del pensamiento político que entiende por política la idea de conflicto
o de contradicción, pero no lo es en la medida en que excluye de esta misma idea de política en Marx la idea
de orden que le es inherente a sí misma.

71
dominante. Bien lo dice en el Manifiesto Comunista: “El poder político en su
sentido estricto es el poder organizado de una clase para la opresión de otra”162.
De esta manera, el momento del Estado no es el momento del consenso o del
pacto, sino el momento del desacuerdo, del conflicto, de la lucha. Contra Hegel: el
momento del Estado no es el momento de la libertad, sino el momento de la
dominación, de la opresión; el reino de la libertad no está en el mejor Estado, sino
en la mejor sociedad, es decir, en la sociedad sin Estado; el Estado no es el
momento de la eticidad plena como encarnación del interés universal, sino el
momento de la prehistoria del hombre, de la prevalencia del interés particular que
aparece como si encarnara el interés universal de la sociedad.

Contra la tradición del pensamiento político dominante en Occidente, que definía


al Estado a partir de la doble pregunta acerca de cómo se ejerce el poder y
cuántos lo ejercen, la pregunta esencial de Marx es quién ejerce el poder político,
es decir, qué clase social lo ejerce. En otros términos: mientras la pregunta de los
primeros es por la forma de gobierno y por el número de los gobernantes, la
pregunta de Marx respecto del Estado es por el sujeto social o la clase social que
ejerce el gobierno; pregunta que traduce cabalmente su concepción del Estado
como enraizado y determinado por las propias relaciones sociales de producción
en términos de lucha de clases. La pregunta por la forma y por el número en el
gobierno, Marx la remitía al carácter del régimen político, el cual podía cambiar
indistintamente sin que con dicha variación, cambiara también, necesariamente, el
Estado. Por consiguiente, la naturaleza del Estado se define -ante todo, e
independientemente de la forma política que adopte-, por la naturaleza social e
histórica de la clase dominante, que, a su vez, corresponde a unas determinadas
relaciones sociales de producción. Por ello, para Marx todo Estado es, en
esencia, la dictadura de una clase sobre otra o sobre otras clases. Dictadura, en la
perspectiva de Marx, no significa régimen político, o, para decirlo en otros
términos, no se refiere a la forma política del Estado, sino, a su esencia misma,
como dictadura social. Siguiendo la perspectiva histórica de Marx, el Estado es
esclavista, feudal, capitalista e, hipotéticamente, de dictadura del proletariado,
según los modos de producción a que corresponde respectivamente163; mientras
que, desde el punto de vista de su forma política, el Estado puede ser, sin
embargo, autoritario (donde esencia y forma coinciden), monárquico, republicano,
democrático, bonapartista y parlamentarista, entre otros.

La concepción realista de la política de Marx, que va de la mano de su concepción


esencialista del Estado, no le impidió, sin embargo, por un lado, comprender la
dimensión ideológica del poder y, por otro lado, pensar la política en términos de
utopía. En efecto, que el Estado sea, en esencia, violencia concentrada de una
parte de la sociedad sobre otra, no significa que el Estado se encuentra siempre
respecto de la sociedad como en un campo de batalla, ejerciendo siempre y en
todo momento violencia. La violencia que caracteriza al Estado, desde la

162
K. Marx y F. Engels. Manifiesto Comunista. Crítica. Barcelona. 1998, pp. 67.
163
No es del caso dilucidar aquí si hay un ordenamiento lineal o evolucionista en la perspectiva histórica de
Marx, tal como lo sugiere la lectura staliniana de dicha perspectiva.

72
perspectiva de Marx, no es siempre ni necesariamente violencia en acto, sino
latente. Es a esto a lo que se refiere el criterio de la violencia como ultima ratio,
esto es, como recurso último del poder de Estado. Antes del recurso de la
violencia o conjugada con ésta, el Estado funda su poder preferiblemente en el
sistema de creencias, en la ideología164.

La dimensión ideológica del Estado se refiere al sistema de creencias (formas de


falsa conciencia o de alienación individual o colectiva), a través de las cuales el
poder de Estado, como instrumento de dominación de la clase dominante, logra
exitosamente que aparezca transfigurado ante los ojos y la conciencia de los
dominados como un poder neutro, colocado por encima de las clases sociales,
como si encarnara el interés general-universal de la sociedad. Sin embargo, para
Marx no existe un fundamento ideológico del Estado por fuera de la ideología de la
clase dominante, que genere consentimiento y legitime la dominación por parte de
los dominados. En otros términos, la ideología que hace del Estado un poder
aceptado y legitimado por las clases subalternas es parte constitutiva de la
ideología general de la clase dominante y procede de esta misma ideología
general. No hay una ideología estatal propiamente dicha, independiente de la
ideología dominante, de la misma manera que no existe una ideología dominante
independientemente de la clase dominante. Nuevamente aquí, se impone la
concepción orgánica de la sociedad de Marx. En su dimensión ideológica, por una
parte, el Estado se nutre de la ideología dominante y es, así mismo, una invención
de la propia ideología dominante165, por la otra, legitima ideológicamente la
realidad de la dominación166, en cuanto contribuye a generar el consenso activo o
pasivo con las relaciones sociales de producción dominantes.

164
Esta doble dimensión del Estado se encuentra formulada fundacionalmente por Nicolás Maquiavelo al
evocar la imagen mítica del centauro (mitad hombre, mitad bestia) para caracterizarlo (cfr. El Príncipe).
Quien desde una perspectiva no marxista la desarrolla al extremo es Max Weber, al definir al Estado moderno
como el monopolio legítimo de la violencia sobre un territorio determinado. Desde una perspectiva marxista,
siguiendo la lógica de Maquiavelo, el autor marxista que mejor desarrolla esta doble dimensión del Estado
(como consenso y coerción) es Antonio Gramsci, sobre todo a partir del concepto de hegemonía.
165
Respecto de la ideología dominante, dice Marx: "Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes
en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es,
al mismo tiempo, su poder espiritual dominante…Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión
ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes concebidas como
ideas; por tanto las relaciones que hacen de una determinada clase la clase dominante, o sea, las ideas de su
dominación…En efecto, cada nueva clase que pasa a ocupar el puesto de la que dominó antes de ella se ve
obligada, para poder sacar adelante los fines que persigue, a presentar su propio interés como el interés
común de todos los miembros de la sociedad, es decir, expresando esto mismo en términos ideales, a imprimir
a sus ideas la forma de la universalidad, a presentar estas ideas como las únicas racionales y dotadas de
vigencia absoluta. La clase revolucionaria aparece en un principio, ya por el sólo hecho de contraponerse a
una clase, no como clase, sino como representante de toda la sociedad, como toda la masa de la sociedad,
frente a la clase única, a la clase dominante". Cfr. K. Marx y F. Engels. La Ideología Alemana. Progreso.
Moscú. Cursivas del Autor.
166
Contra Althuser: que la ideología dominante legitime al Estado y, viceversa, que el Estado legitime la
dominación social, no hace del Estado una realidad co-extensible a las múltiples expresiones y formas
institucionalizadas de dominación ideológica. No hay "aparatos ideológicos" del Estado más allá del Estado
mismo, lo cual correspondería a una suerte de sobre-ideologización del Estado por la negativa.

73
Por otra parte, en la concepción de Marx, el Estado no es todo el poder de la clase
dominante, sino sólo una de las dimensiones específicas de este poder, aunque,
ciertamente, una dimensión importante. El Estado corresponde propiamente a la
dimensión política del poder de la clase dominante, es su poder político; no sólo es
el medio de institucionalización del poder político, sino también uno de los
componentes fundamentales en la institucionalización en general del poder de la
clase dominante, pues, una de sus funciones centrales, caracterizadas hoy como
de inclusividad167, es la de regular e institucionalizar los diferentes ámbitos de las
relaciones sociales, entre ellas las relaciones sociales de producción y las
propiamente políticas168. Sin embargo, para Marx, la fuente estructural del poder
de la clase dominante, en otros términos, su núcleo estructural, se encuentra en
las relaciones sociales de producción. Es a partir de las relaciones sociales de
producción y en ellas mismas, donde se configura la centralidad del poder, como
medio de dominación y explotación de una clase sobre otra, del capital sobre el
trabajo en la sociedad capitalista moderna. Para Marx, el poder es una relación
social entre clases antagónicas, consistente en el dominio de una clase sobre otra
clase, la cual se estructura centralmente a partir de las relaciones sociales de
producción.

Este contraste teórico, brevemente esbozado aquí, entre Marx y el pensamiento


liberal y hegeliano sobre la estructuración de la sociedad y el papel central que en
dicha estructuración le concede a las relaciones sociales de producción sobre el
Estado, es muy importante subrayarlo porque nos permite, finalmente, situar la
perspectiva teórica de Marx sobre la resistencia en los marcos de su concepción
más general acerca de la sociedad y del Estado169.

En efecto, para Marx, a diferencia del pensamiento liberal, la resistencia no es, en


primer lugar, política, sino económica y social. En la perspectiva teórica de Marx,
la resistencia irrumpe y se configura en el corazón de la propia estructura de la
sociedad capitalista moderna, esto es, en las relaciones sociales de producción en
cuanto relaciones estructurales y estructurantes de poder y de explotación. No se
ubica en referencia al Estado sino en referencia a las relaciones sociales de
producción. No irrumpe ni se desarrolla por una eventual ruptura del contrato
político entre el soberano y los súbditos o entre el Estado y los ciudadanos, sino
por la propia naturaleza antagónica de las relaciones sociales de producción.
Desde la perspectiva de Marx, antes de la resistencia al Estado o en el Estado, la
resistencia preexiste en las relaciones sociales de producción, de las cuales la
167
Esta característica del poder político ha sido subrayada, junto con la de exclusividad y universalidad, por
Norberto Bobbio (cfr. Norberto Bobbio y Nicola Matteuci. Diccionario de Política. Siglo XXI, 1986). La
inclusividad como característica del Estado no debe confundirse con la estatización de la sociedad ni mucho
menos con los "aparatos ideológicos" del Estado del tipo de Althuser. Se refiere, en sentido estricto, a la
capacidad de regulación e institucionalización del conjunto de las relaciones sociales no estatales por parte del
Estado, a través de un marco estatal imperativo de orden jurídico o político propiamente tal.
168
Aquí cobra todo su vigor la tesis ya indicada de O’Donell acerca del papel co-constitutivo del Estado de
las relaciones sociales de producción.
169
Es de aclarar, que si bien los planteamientos teóricos anteriores corresponden en términos generales a la
concepción general de la sociedad en Marx, su perspectiva teórica acerca de la resistencia estuvo centrada en
la sociedad capitalista moderna.

74
primera es una continuación o expresión de la última; antes que en la política, la
resistencia subyace en la propia sociedad. En el plano político, para Marx, la
resistencia deja de ser tal y se transforma en revolución o en lucha política de
clases, pues toda lucha política es lucha de clases. De hecho, para Marx, el
antagonismo entre el capitalista y el trabajador asalariado no se limita ni se
resuelve en el plano de las relaciones sociales de producción, sino que se
proyecta y se resuelve en el plano político, a través de la revolución social. En
otros términos, la resistencia corresponde a un primer nivel o momento de este
antagonismo, pero su resolución definitiva consiste en profundizarlo como lucha
política, como revolución social.

Por consiguiente, para discernir más directamente el planteamiento teórico de


Marx acerca de la resistencia, conviene que hagamos una aproximación más
detenida a las relaciones sociales de producción en la sociedad capitalista. Ya
hemos subrayado, que para Marx el factor constituyente de la sociedad no es el
Estado, sino las relaciones sociales de producción, de las cuales éste es producto
directo de aquellas. Las relaciones sociales de producción, como relaciones
históricamente determinadas y de conflicto, son, para Marx, el corazón o la
estructura fundamental de la sociedad; son su eje estructurante. En otros
términos, son la base estructural de configuración de las clases y de la lucha entre
ellas. No son sólo relaciones de desigualdad entre las clases, sino relaciones de
poder y de explotación, independientemente de que sean reconocidas como tales
por los sujetos de las mismas. Como fuente de explotación y de poder, las
relaciones capitalistas de producción contienen la raíz del antagonismo que opone
a la burguesía y el proletariado.

Sin embargo, las relaciones sociales de producción capitalista no surgen a partir


de una evolución natural de la vieja sociedad, sino como producto de un
determinado desarrollo histórico de las fuerzas productivas materiales. Las dos
premisas históricas a partir de las cuales surgen y se estructuran las relaciones
sociales capitalistas de producción y que, a su vez, le confieren plenamente su
contenido, son: por un lado, la existencia del capital como propietario de los
medios de producción y un mercado generalizado de circulación de mercancías; y,
por otro lado, la existencia de un mercado de fuerza de trabajo libre. “El capital,
dice Marx, sólo surge allí donde el poseedor de medios de producción y de vida
encuentra en el mercado al obrero libre como vendedor de su fuerza de trabajo, y
esta condición histórica envuelve toda una historia universal. Por eso el capital
marca, desde su aparición, una época en el proceso de la producción social”170.

Estas dos premisas básicas de las relaciones capitalistas de producción están


precedidas, así mismo, de procesos históricos íntimamente relacionados: por un
lado, con la acumulación originaria de capital y, por el otro, con la liberación de la
170
K. Marx. El Capital. FCE. México. 1975. Tomo I. pp. 123. Cursivas del Autor. Y en nota al pie de la
misma página, agrega Marx: “Lo que caracteriza, por tanto, la época capitalista es que la fuerza de trabajo
asume, para el propio obrero, la forma de una mercancía que le pertenece, y su trabajo, por consiguiente, la
forma de trabajo asalariado. Con ello se generaliza, al mismo tiempo, la forma mercantil de los productos del
trabajo”.

75
fuerza de trabajo, tanto de formas anteriores de sujeción, como la esclavitud y la
servidumbre, como de toda posesión de medios de producción171. El trabajador,
como poseedor de la mercancía fuerza de trabajo, es libre, pues, en el doble
sentido de no ser medio de producción ni poseer medios de producción172.

Las relaciones sociales de producción capitalista empiezan en la circulación de


mercancías y se establecen inicialmente de acuerdo con los principios que rigen el
intercambio de mercancías. Sin embargo, su verdadera naturaleza y contenido no
se revela en la órbita de la circulación, sino en el proceso de producción
propiamente dicho. Veamos cómo plantea Marx, en varios pasajes de El Capital,
este primer momento de formalización de las relaciones sociales de producción.
“Para que estas cosas se relacionen las unas con las otras como mercancías, es
necesario que sus guardianes se relacionen entre sí como personas cuyas
voluntades moran aquellos objetos, de tal modo que cada poseedor de una
mercancía sólo pueda apoderarse de la de otro por voluntad de éste y
desprendiéndose de la suya propia; es decir, por medio de un acto de voluntad
común a ambos. Es necesario, por consiguiente, que ambas personas se
reconozcan como propietarios privados. Esta relación jurídica, que tiene por forma
de expresión el contrato, es, hállese o no legalmente reglamentada, una relación
de voluntad en que se refleja la relación económica. El contenido de esta relación
jurídica o de voluntad lo da la relación económica misma. Aquí, las personas sólo
existen las unas para las otras como representantes de sus mercaderías, o lo que
es lo mismo, como poseedores de mercancías”173 .

Y más adelante: “Arrancando de esta premisa, la fuerza de trabajo sólo puede


aparecer en el mercado, como una mercancía, siempre y cuando que sea
ofrecida y vendida como una mercancía por su propio poseedor, es decir, por la
persona a quien pertenece. Para que éste, su poseedor, pueda venderla como
una mercancía, es necesario que disponga de ella, es decir, que sea libre
propietario de su capacidad de trabajo, de su persona. El poseedor de la fuerza de
trabajo y el poseedor del dinero se enfrentan en el mercado y contratan de igual a
igual como poseedores de mercancías, sin más distinción ni diferencia que las de
que uno es comprador y el otro vendedor: ambos son, por tanto, personas
jurídicamente iguales. Para que esta relación se mantenga a lo largo del tiempo
es, pues, necesario que el dueño de la fuerza de trabajo sólo la venda por cierto
tiempo, pues si la vende en bloque y para siempre, lo que hace es venderse a sí

171
Sobre este particular, confróntense los Capítulos IV: “Cómo se convierte el dinero en capital” y el XXIV:
“La llamada acumulación originaria”, de: K. Marx. El Capital. Tomo I. FCE. México. 1975. Dice Marx:
“Obreros libres, en el doble sentido de que no figuran directamente entre los medios de producción, como los
esclavos, los siervos, etc., ni cuentan tampoco con medios de producción propios, como el labrador que
trabaja su propia tierra, etc.; libres y dueños de sí mismos”. Y respecto de la acumulación originaria, dice: “La
llamada acumulación originaria no es, pues, más que el proceso histórico de disociación entre el productor y
los medios de producción. Se la llama ‘originaria’ porque forma la prehistoria del capital y del régimen
capitalista de producción”. K. Marx, ibid, pp., 608.
172
Kart Korsch. Lucha de Clases y Derecho del Trabajo. Ariel. Barcelona. 1980, pp. 11.
173
K. Marx. El Capital. FCE. México. 1975. Tomo I, pp. 48. Cursivas del Autor..

76
mismo, convertirse de libre en esclavo, de poseedor de una mercancía en
mercancía”174.

Como puede observarse, para Marx la órbita de la circulación de mercancías


aparece regida por el intercambio entre propietarios de mercancías que las
cambian libremente y en condiciones de igualdad. El contrato, como expresión
jurídica de este intercambio, se instituye a partir de propietarios que concurren
libremente según su voluntad y bajo condiciones formales de igualdad. La órbita
de la circulación de mercancías aparece, pues, como la órbita de la propiedad, la
libertad y la igualdad, principios medulares de la sociedad burguesa.

Sin embargo, líneas más adelante, observa Marx cómo en la propia órbita de la
circulación, en realidad el propietario de la mercancía fuerza de trabajo no
concurre libremente ni, por consiguiente, en condiciones de igualdad, a la venta de
su mercancía, según las formalidades jurídicas del contrato, sino obligado. Razón
por la cual dicha libertad e igualdad proclamadas por el mercado son consideradas
por Marx como puramente formales175. “La segunda condición esencial que ha de
darse para que el poseedor de dinero encuentre en el mercado la fuerza de
trabajo como una mercancía, es que su poseedor, no pudiendo vender
mercancías en que su trabajo se materialice, se vea obligado a vender como una
mercancía su propia fuerza de trabajo, identificada con su corporeidad viva”176. Se
entra, pues, a la esfera de la circulación de mercancías obligado, porque se ha
sido anteriormente expropiado de los medios de producción y, por consiguiente,
de la posibilidad de producir sus propias mercancías.

Bajo estas condiciones, el contrato ya no es, en realidad, entre iguales y libres,


sino, entre desiguales y subordinados. El contrato instituye de una vez, en la
esfera de la circulación de mercancías, una relación de poder entre el capital como
comprador de fuerza de trabajo y el trabajador como vendedor de la misma. Esta
relación de poder es tan real, como formal las expresiones jurídicas de igualdad y
libertad presupuestas en el contrato. Cabe subrayar, además, que esta relación de
poder, basada en una desigual relación económica, no es una relación externa a

174
Ibid, pp. 121. Cursivas del Autor.
175
Al respecto, anota Marx en tono de ironía: “La órbita de la circulación o del cambio de mercancías, dentro
de cuyas fronteras se desarrolla la compra y la venta de la fuerza de trabajo, era, en realidad, el verdadero
paraíso de los derechos del hombre. Dentro de estos linderos, sólo reinan la libertad, la igualdad, la
propiedad, y Bentham. La libertad, pues el comprador y el vendedor de una mercancía, por ejemplo, de la
fuerza de trabajo, no obedecen a más ley que la de su libre voluntad. Contratan como hombres libres e
iguales ante la ley. El contrato es el resultado final en que sus voluntades cobran una expresión jurídica
común. La igualdad, pues compradores y vendedores sólo contratan como poseedores de mercancías,
cambiando equivalente por equivalente. La propiedad, pues cada cual dispone y solamente puede disponer de
lo que es suyo. Y Bentham, pues a cuantos intervienen en estos actos los mueve su interés”. K Marx. El
Capital. FCE. México. 1975. Tomo I, pp. 128 y 129. Cursivas del Autor. Me parece importante subrayar este
aspecto, puesto que la mayoría de los estudiosos de Marx a este respecto consideran los principios que rigen
el contrato en la órbita de la circulación de mercancías como formales por contraste con la naturaleza del
proceso de producción y no a partir de la propia realidad de la compra-venta de la mercancía fuerza de
trabajo.
176
K. Marx, op. Cit. pp. 122. Cursivas del Autor.

77
las relaciones sociales de producción capitalista, sino, co-constitutiva de las
mismas; relación de poder, que más tarde se expresa bajo las más diversas
formas y modalidades para hacer posible la explotación del trabajador asalariado
en el proceso de producción como proceso de valorización del capital, según
como las observó Marx en su obra177.

Esta es la paradójica condición que encierra la mercancía fuerza de trabajo en la


órbita de la circulación, en el mercado. Fuerza de trabajo libre en cuanto que no
posee medios de producción ni es medio de producción, pero dominada en cuanto
está obligada a venderse para reproducirse en cuanto tal, para existir. Dominado,
pues, porque se es libre.

Marx no deja de subrayar la importancia de esa condición libre del obrero para que
se efectúe el proceso de valorización del capital, esto es, de transformación del
dinero en capital. Dice: “La transformación a que nos referimos sólo puede, pues,
brotar de su valor de uso como tal, es decir, de su consumo. Pero, para poder
obtener valor del consumo de una mercancía, nuestro poseedor de dinero tiene
que ser tan afortunado que, dentro de la órbita de la circulación, en el mercado
descubra una mercancía cuyo valor de uso posea la peregrina cualidad de ser
fuente de valor, cuyo consumo efectivo fuese, al propio tiempo, materialización de
trabajo, y, por tanto, creación de valor”178. Y una página más adelante: “Para
convertir el dinero en capital, el poseedor de dinero tiene, pues, que encontrarse
en el mercado, entre las mercancías, con el obrero libre; libre en un doble sentido,
pues de una parte ha de poder disponer libremente de su fuerza de trabajo como
de su propia mercancía, y, de otra parte, no ha de tener otras mercancías que
ofrecer en venta; ha de hallarse, pues, suelto, escotero y libre de todos los objetos
necesarios para realizar por cuenta propia su fuerza de trabajo”179.

Establecidas estas premisas, seguidamente procede Marx a exponer el proceso


de producción capitalista, como proceso simultáneo de transformación del dinero
en capital o de valorización del capital, por un lado, y de explotación de la fuerza
de trabajo del trabajador asalariado y de ejercicio de poder por el capitalista, por el
otro; proceso que constituye la verdadera esencia de las relaciones sociales de
producción capitalista. Esta relación de explotación y de poder, como veremos
enseguida, no se da en la circulación sino en la producción misma. No se da en el
contrato, sino en el proceso de producción capitalista. No se da en el mercado,
sino en el taller. El escenario de la producción, como lo diría Marx, es el de la
explotación y el despotismo del capital sobre el obrero.

Veamos entonces, a través de varios pasajes de El Capital, cómo plantea Marx la


cuestión. Aunque, como se ha dicho, explotación y dominación, son para Marx dos
dimensiones inescindibles de las relaciones sociales de producción capitalista,
177
Hay que subrayar que esta relación de poder está co-presente en las propias relaciones sociales de
producción capitalistas y, por consiguiente, no tiene que ser estatal para ser efectiva. Es sólo porque existe en
las relaciones sociales de producción por lo que se expresan jurídicamente en el Estado. Y no al revés.
178
K. Marx, op. Cit., pp., 121. Cursivas del Autor.
179
Ibid, pp. 122. Cursivas del Autor.

78
para efectos analíticos, presentamos primero algunos pasajes referidos al proceso
de explotación y luego al de dominación.

Dice Marx: “El proceso de consumo de la fuerza de trabajo es, al mismo tiempo, el
proceso de producción de la mercancía y de la plusvalía. El consumo de la fuerza
de trabajo, al igual que el consumo de cualquier otra mercancía, se opera al
margen del mercado o de la órbita de la circulación. Por eso, ahora, hemos de
abandonar esta ruidosa escena, situada en la superficie y a la vista de todos, para
trasladarnos, siguiendo los pasos del poseedor del dinero y del poseedor de la
fuerza de trabajo, al taller oculto de la producción, en cuya puerta hay un cartel
que dice: ‘No admítanse except on business’. Aquí, en este taller, veremos no sólo
cómo el capital produce, sino también cómo se produce él mismo, el capital. Y se
nos revelará definitivamente el secreto de la producción de la plusvalía (…). Al
abandonar esta órbita de la circulación simple o cambio de mercancías, adonde el
librecambista vulgaris va a buscar las ideas, los conceptos y los criterios para
enjuiciar la sociedad del capital y del trabajo asalariado, parece como si cambiase
algo la fisonomía de los personajes de nuestro drama. El antiguo poseedor de
dinero abre la marcha convertido en capitalista, y tras él viene el poseedor de la
fuerza de trabajo, transformado en obrero suyo; aquél, pisando recio y sonriendo
desdeñoso, todo ajetreado, éste, tímido y receloso, de mala gana, como quien va
a vender su propia pelleja y sabe la suerte que le aguarda: que se la curtan”180.

Y páginas más adelante: “Fuerza es reconocer que nuestro obrero sale del
proceso de producción en condiciones distintas a como entró. En el mercado se
enfrentaba, como poseedor de su mercancía ‘fuerza de trabajo’, con otros
poseedores de mercancías, uno entre tantos. El contrato por medio del cual
vendía su fuerza de trabajo al capitalista demostraba a ojos vistas, por decirlo así,
que disponía libremente de su persona. Cerrado el trato, se descubre que el
obrero no es ‘ningún agente libre’, que el momento en que se le deja en libertad
para vender su fuerza de trabajo es precisamente el momento en que se ve
obligado a venderla y que su vampiro no ceja en su empeño ‘mientras quede un
músculo, un tendón, una gota de sangre que chupar’”181.

Como lo subraya Marx en muchos otros pasajes de su obra, es en el proceso de


producción capitalista, como consumo de la fuerza de trabajo, donde se efectúa la
explotación del trabajo asalariado y la producción de plusvalía por el capitalista.
Esta explotación consiste en el consumo de la fuerza de trabajo más allá del
tiempo necesario para su reproducción como tal. Si, por ejemplo, el valor diario de
la mercancía fuerza de trabajo equivale a 6 horas de trabajo y el obrero la vende
por este precio, pero el capitalista la consume por un tiempo mayor, digamos por
una jornada diaria de 12 horas de trabajo, quiere decir que el obrero asalariado
esta produciendo un plus-trabajo o trabajo excedente de 6 horas de trabajo que se
lo embolsa el capitalista. La explotación consiste pues en esta apropiación por el
capitalista de las 6 horas de trabajo excedente más allá de las 6 horas de trabajo

180
Ibid, pp., 128 y 129. Cursivas del Autor.
181
Ibid, pp., 240.

79
necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo. A su vez, el grado de
explotación de la fuerza de trabajo depende de la proporción entre el trabajo
necesario y el trabajo excedente. La fórmula de Marx p/v (donde p= plusvalía y
v=capital variable o valor de la fuerza de trabajo), designa la cuota de plusvalía
como expresión del grado de explotación de la fuerza de trabajo, que en nuestro
ejemplo, tomado de Marx, sería del 100%182.

Este proceso de explotación de la fuerza de trabajo debe entenderse, por otra


parte, como una relación social y no como una relación individual. La tasa de
explotación expresa una relación de clase ilustrada por el análisis de la
cooperación y de la división del trabajo: la cooperación suscita un ahorro de
tiempo debido a la simultaneidad espacial de las tareas productivas; una jornada
de cien horas de diez trabajadores es más productiva que diez jornadas
sucesivas de diez horas; la fuerza productiva combinada es superior a la suma
de las fuerzas individuales183. La cooperación entre trabajadores asalariados
dentro del taller, que es otra de las premisas fundamentales del proceso de
producción capitalista, convierte a la fuerza de trabajo en potencia concentrada
creadora de valor y condición constitutiva del proceso de explotación.

Dice Marx al respecto: “El obrero es propiedad de su fuerza de trabajo mientras


negocia como vendedor de ésta con el capitalista (…). Como personas
independientes, los obreros son individuos que entran en relaciones con el mismo
capital, pero no entre sí. Su cooperación comienza en el proceso de trabajo, es
decir, cuando ya han dejado de pertenecerse a sí mismos. Al entrar en el proceso
de trabajo, son absorbidos por el capital. Como obreros que cooperan a un
resultado, como miembros de un organismo trabajador, no son más que una
modalidad especial de existencia del capital para el que trabajan. Por
consiguiente, la fuerza productiva desarrollada por el obrero como obrero social,
es fuerza productiva del capital. Esta fuerza productiva social del trabajo se
desarrolla gratuitamente tan pronto como los obreros se ven sujetos a
determinadas condiciones, a que el capital los somete. Y como la fuerza
productiva social del trabajo no le cuesta nada al capital, ya que, además, el
obrero no la desarrolla antes de que su trabajo pertenezca al capitalista, parece a

182
Dice Marx: “Como el valor del capital variable= al valor de la fuerza de trabajo comprada por él (el
capitalista), el valor de ésta determina la parte necesaria de la jornada de trabajo, y a su vez la plusvalía está
determinada por la parte restante de esta jornada de trabajo, resulta que la plusvalía guarda con el capital
variable la misma relación que el trabajo excedente con el trabajo necesario, por donde la cuota de
plusvalía, p/v= trabajo excedente/trabajo necesario. (…)La cuota de plusvalía es, por tanto, la expresión
exacta del grado de explotación de la fuerza de trabajo por el capital o del obrero por el capitalista”. K.
Marx, op. Cit., pp., 165. Cursivas del Autor. Sin embargo, en nota de pie de página correspondiente a este
mismo pasaje, observa Marx: “Aunque expresión exacta del grado de explotación de la fuerza de trabajo, la
cuota de plusvalía no expresa la magnitud absoluta de la explotación. Así, por ejemplo, si el trabajo necesario
es=5 horas y el trabajo excedente=5 horas, el grado de explotación será 100 por 100. Aquí, la magnitud de la
explotación se mide por 5 horas. Pero, si el trabajo necesario es= 6 horas y el plustrabajo= 6, el grado de
explotación de 100 por 100 no habrá variado, a pesar de lo cual la magnitud de la explotación será 20 por
100 mayor; 6 horas en vez de 5”. Ibid. Cursivas mías.
183
Daniel Bensaid. Marx Intempestivo. Herramienta. Argentina. 2003, pp., 293.

80
primera vista como si esa fuerza fuese una fuerza productiva inherente por
naturaleza al capital, la fuerza productiva innata a éste”184.

Es, justamente, aquí, según la perspectiva de Marx, en el proceso de producción


capitalista como proceso de explotación de la fuerza de trabajo por el capital,
donde irrumpe y se configura la resistencia, como un proceso continuo, inherente
y constitutivo de las propias relaciones sociales capitalistas de producción. Esta
resistencia expresa el conflicto entre los obreros asalariados y los capitalistas por
establecer la línea de demarcación entre el trabajo necesario y el trabajo
excedente como partes constitutivas de la jornada de trabajo; por reducir o por
incrementar la tasa de plusvalía. En este campo, la lucha de resistencia de los
obreros asalariados es por establecer los límites de la jornada de trabajo. De ahí
entonces, que la lucha por la jornada de trabajo normal se convierta en uno de los
tantos momentos de la expresión estructural del antagonismo que opone a los
obreros asalariados como clase contra la clase de los capitalista. Veamos
entonces brevemente los términos en qué plantea Marx este conflicto y la forma
cómo los obreros asalariados oponen resistencia al capital.

A la cuestión de la jornada de trabajo bajo el régimen capitalista de producción,


Marx dedicó un capítulo entero de su obra El Capital. Para los propósitos de este
trabajo sólo retomaremos aquí aquellos aspectos relacionados directamente con la
presentación de su perspectiva teórica acerca de la resistencia.

La jornada de trabajo, dice Marx, no representa una magnitud constante, sino


variable. Una de las dos partes que la integran se halla condicionada por el tiempo
de trabajo requerido para la reproducción continua del propio obrero, pero su
duración total cambia al cambiar la longitud o duración del trabajo excedente. Es
decir, que la jornada de trabajo es susceptible de determinación, pero no
constituye de suyo un factor determinado. Siendo una magnitud variable y no fija,
subraya Marx, lo cierto es que la jornada de trabajo sólo puede oscilar dentro de
ciertos límites. “Nos encontramos, sin embargo, con que su límite mínimo es
indeterminable. Claro está que reduciendo a 0 la línea de prolongación del trabajo
excedente, obtenemos un límite mínimo, a saber: la parte del día que el obrero
tiene forzosamente que trabajar para vivir. Pero, dentro del régimen capitalista de
producción, el trabajo necesario forma siempre, quiérase o no, una parte de la
jornada de trabajo, que jamás se reduce ni puede reducirse a este mínimum. En
cambio, la jornada de trabajo tropieza con un límite máximo, del cual no puede
pasar. Este límite máximo se determina de un doble modo. De una parte, por la
limitación física de la fuerza de trabajo. Durante un día natural de 24 horas, el
hombre sólo puede desplegar una determinada cantidad de fuerzas (…). Aparte
de este límite puramente físico, la prolongación de la jornada de trabajo tropieza
con ciertas fronteras de carácter moral. El obrero necesita una parte del tiempo
para satisfacer necesidades espirituales y sociales cuyo número y extensión
dependen del nivel general de cultura. Como vemos, las oscilaciones de la
jornada de trabajo se contienen dentro de límites físicos y sociales. Pero, unos y

184
K. Marx, op. cit, pp., 268 y 269. Cursivas del Autor.

81
otros tienen un carácter muy elástico y dejan el más amplio margen. Así se explica
que nos encontremos con jornadas de trabajo de 8, 10, 12, 14, 16 y 18 horas, es
decir, de la más variada duración”185.

Planteadas estas premisas, lo que enseguida muestra Marx es el conflicto que se


abre entre capitalistas y obreros asalariados, cada clase pugnando por imponer
sobre la otra los límites de la jornada de trabajo, según sus propios intereses.
Veamos cómo plantea Marx los términos de este conflicto. “El capitalista compra la
fuerza de trabajo por su valor diario. Le pertenece, pues, su valor de uso durante
una jornada, y con él, el derecho a hacer trabajar al obrero a su servicio durante
un día (…). Como capitalista, él no es más que el capital personificado. Su alma
es el alma del capital. Y el capital no tiene más que un instinto vital: el instinto de
acrecentarse, de crear plusvalía, de absorber con su parte constante, los medios
de producción, la mayor masa posible de trabajo excedente (…). El tiempo durante
el cual trabaja el obrero es el tiempo durante el que el capitalista consume la
fuerza de trabajo que compró. Y el obrero que emplea para sí su tiempo
disponible roba al capitalista. El capitalista se acoge, pues, a la ley del cambio de
mercancías. Su afán, como el de todo comprador, es sacar el mayor provecho
posible del valor de uso de su mercancía”186. Hasta aquí, la voz y la lógica del
capital.

“Pero, de pronto, dice Marx, se alza la voz del obrero, que había enmudecido en
medio del tráfago del proceso de producción. La mercancía que te he vendido,
dice esta voz, se distingue de la chusma de las otras mercancías en que su uso
crea valor, más valor del que costó. Por eso, y no por otra cosa, fue por lo que tú
la compraste. Lo que para ti es explotación de un capital, es para mí estrujamiento
de energías. Para ti y para mí no rige en el mercado más ley que la del cambio de
mercancías. Y el consumo de la mercancía no pertenece al vendedor que se
desprende de ella, sino al comprador que la adquiere. El uso de mi fuerza diaria
de trabajo te pertenece, por tanto, a ti. Pero, hay algo más, y es que el precio
diario de venta abonado por ella tiene que permitirme a mí reproducirla
diariamente, para poder venderla de nuevo. Prescindiendo del desgaste natural
que lleva consigo la vejez, etc., yo, obrero, tengo que levantarme mañana en
condiciones de poder trabajar en el mismo estado normal de fuerza, salud y
diligencia que hoy. Tú me predicas a todas horas el evangelio del ‘ahorro’ y la
‘abstención’ Perfectamente. De aquí en adelante, voy a administrar mi única
riqueza, la fuerza de trabajo, como un hombre ahorrativo, absteniéndome de toda
necia disipación. En lo sucesivo, me limitaré a poner en movimiento, en acción, la
cantidad de energía estrictamente para no rebasar su duración normal y su
desarrollo sano. Alargando desmedidamente la jornada de trabajo, puedes
arrancarme en un sólo día una cantidad de energía superior a la que yo alcanzo a
reponer en tres. Por este camino, lo que tú ganas en trabajo lo pierdo yo en
sustancia energética. Una cosa es usar mi fuerza de trabajo y otra muy distinta
desfalcarla (…). Es como si me pagases la fuerza de trabajo de un día, empleando

185
Ibid, pp., 178. Cursivas del Autor.
186
Ibid, pp., 178. Cursivas del Autor.

82
la de tres. Y esto va contra nuestro contrato y contra la ley del cambio de
mercancías. Por eso exijo una jornada de trabajo de duración normal, y, al
hacerlo, sé que no tengo que apelar a tú corazón, pues en materia de dinero los
sentimientos salen sobrando. Podrás ser un ciudadano modelo, pertenecer acaso
a la Liga de protección de los animales y hasta vivir en olor a santidad, pero ese
objeto a quien representas frente a mí no encierra en su pecho un corazón. Lo
que parece palpitar en él son los latidos del mío. Exijo, pues, la jornada normal de
trabajo, y, al hacerlo, no hago más que exigir el valor de mi mercancía, como todo
comprador”187.

Aquí y así está planteado el conflicto. Sus protagonistas colectivos invocan, ambos
según su propia lógica e intereses, las leyes que rigen el intercambio de
mercancías y el derecho como expresión jurídica del mismo. “Pugnando por
alargar todo lo posible la jornada de trabajo, llegando incluso, si puede, a convertir
una jornada de trabajo en dos, el capitalista afirma sus derechos de comprador.
De otra parte, el carácter específico de la mercancía vendida entraña un límite
opuesto a su consumo por el comprador, y, al luchar por reducir a una
determinada magnitud normal la jornada de trabajo, el obrero reivindica sus
derechos de vendedor. Nos encontramos, pues, ante una antinomia, ante dos
derechos encontrados, sancionados y acuñados ambos por la ley que rige el
cambio de mercancías. Entre derechos iguales y contrarios, decide la fuerza. Por
eso, en la historia de la producción capitalista, la reglamentación de la jornada de
trabajo se nos revela como una lucha que se libra en torno a los límites de la
jornada; lucha ventilada entre el capitalista universal, o sea, la clase capitalista, de
un lado, y de otro el obrero universal, o sea, la clase obrera”188.

Y a continuación, el impetuoso campo de batalla, con su cohorte de destrucción y


de ruinas, según como lo describe Marx. En el proceso de producción capitalista,
dice, la lógica que guía al capital es el instinto de prolongación de la jornada, el
hambre insaciable de trabajo excedente, en un terreno en que los abusos
desmedidos, no sobrepujados, como dice un economista burgués de Inglaterra,
por las crueldades de los españoles contra los indios en América189. Jornadas de
trabajo de 12 a 14 y 15 horas, trabajo nocturno, comidas sin hora fija y casi
siempre en los mismos lugares de trabajo, apestando a fósforo. En esta
manufactura, el Dante encontraría superadas sus fantasías infernales más
crueles190.

“¿Qué es una jornada de trabajo? (…). Ya hemos visto cómo responde el capital a
estas preguntas: según él, la jornada de trabajo abarca las 24 horas del día,
descontando únicamente las pocas horas de descanso, sin las cuales la fuerza
de trabajo se negaría en absoluto a funcionar. Nos encontramos, en primer lugar,
con la verdad, harto fácil de comprender, de que el obrero no es, desde que nace

187
Ibid, pp. 179 y 180. Cursivas del Autor.
188
Ibid, pp. 179 y 180. Cursivas del Autor.
189
Ibid, pp., 188.
190
Ibid, pp. 191. Cursivas del Autor.

83
hasta que muere, más que fuerza de trabajo; por tanto, todo su tiempo disponible
es, por obra de la naturaleza y por obra del derecho, tiempo de trabajo y
pertenece, como es lógico, al capital para su incrementación (…). En su impulso
ciego y desmedido, en su hambre canina devoradora de trabajo excedente, el
capital no sólo derriba las barreras morales, sino que derriba también las barreras
puramente físicas de la jornada de trabajo. Usurpa al obrero el tiempo de que
necesita su cuerpo para crecer, desarrollarse y conservarse sano. Le roba el
tiempo indispensable para asimilarse el aire libre y la luz del sol. (…) El capital no
pregunta por el límite de vida de la fuerza de trabajo. Lo que a él le interesa es,
única y exclusivamente, el máximo de fuerza de trabajo que puede movilizarse y
ponerse en acción durante una jornada. Y, para conseguir este rendimiento
máximo, no tiene inconveniente en abreviar la vida de la fuerza de trabajo, al
modo como el agricultor codicioso hace dar a la tierra un rendimiento intensivo
desfalcando su fertilidad. Por tanto, al alargar la jornada de trabajo, la producción
capitalista, que es, en sustancia, producción de plusvalía, absorción de trabajo
excedente, no conduce solamente al empobrecimiento de la fuerza humana de
trabajo, despojada de sus condiciones normales de desarrollo y de ejercicio físico
y moral. Produce, además, la extenuación y la muerte prematuras de la misma
fuerza de trabajo. Alarga el tiempo de producción del obrero durante cierto plazo a
costa de acortar la duración de su vida”191.

Más todavía. Prosigue Marx: “Pocos años después, aquella ‘Casa de Terror’ para
pobres con que todavía soñaba en 1770 el capital, alzábase como gigantesca
‘Casa de Trabajo’ para albergar a los propios obreros de las manufacturas, con el
nombre de fábrica. Y esta vez, el ideal palidecía ante la realidad”192. La ofensiva
del capital por prolongar la jornada de trabajo hasta su límite máximo normal duró
varios siglos, rebasando luego éste hasta tropezar con las fronteras de la jornada
natural de 12 horas; “con el nacimiento de la gran industria, en el último tercio del
siglo XVIII, se desencadenó un violento y desenfrenado proceso, arrollador como
una avalancha. Todas las barreras opuestas por las costumbres y la naturaleza, la
edad y el sexo, el día y la noche, fueron destruidas. Hasta los mismos conceptos
del día y la noche, tan rústicamente simples y claros en los viejos estatutos, se
borraron y oscurecieron de tal modo, que todavía en 1860 un juez inglés tenía que
derrochar una agudeza verdaderamente talmúdica para ‘fallar’ qué era el día y
qué la noche. Fueron los tiempos orgiásticos del capital”193.

La respuesta de los obreros asalariados contra esta voracidad salvaje del capital
tardó, pero no dejó de presentarse. Su escenario primero y principal fue Inglaterra,
considerado entonces la cuna del sistema capitalista de producción. “Tan pronto
como la clase obrera, aturdida por el estrépito de la producción, volvió un poco en
sí, comenzó el movimiento de la resistencia, partiendo de Inglaterra, país natal de
la gran industria. Sin embargo, durante 30 años, las concesiones arrancadas por
los trabajadores fueron puramente nominales. Desde 1802 hasta 1833, el

191
Ibid, pp. 207 y ss. Cursivas del Autor.
192
Ibid., pp. 218. Cursivas del Autor.
193
Ibid, pp. 219.

84
parlamento dio cinco leyes reglamentando el trabajo, pero fue lo suficientemente
astuto para no votar ni un solo céntimo destinado a su ejecución, a dotaciones del
personal burocrático necesario, etc. Y las leyes se quedaron en letra muerta”194.

Esta lucha de resistencia entre el capitalista y el obrero asalariado, prosigue Marx,


se inicia al comenzar el capitalismo. Se desarrolla a lo largo de todo el período
manufacturero. Sin embargo, el obrero no lucha contra el mismo instrumento de
trabajo, es decir, contra la modalidad material de la existencia del capital, hasta la
introducción de la maquinaria. Se subleva contra esa forma concreta que revisten
los medios de producción, como base material del régimen de producción
capitalista. La destrucción en masa de máquinas en los distritos manufactureros
ingleses durante los primeros quince años del siglo XIX, sobre todo a partir de la
implantación del telar a vapor, se conoció con el nombre de movimiento luddita,
Hubo de pasar tiempo y acumularse experiencia antes de que el obrero supiese
distinguir la maquinaria de su empleo capitalista, acostumbrándose por tanto a
desviar sus ataques de los medios materiales de producción para dirigirlos contra
su forma social de explotación195 .

Para los años 30s del siglo XIX, puntualiza Marx, las circunstancias habían
cambiado considerablemente. La lucha de resistencia de los trabajadores se
transforma en lucha política, arrancando del Estado una legislación que
reglamenta la jornada normal de trabajo a favor de los obreros asalariados. Dice
Marx: “La implantación de una jornada normal de trabajo es el fruto de una lucha
multisecular entre capitalistas y obreros196. (…) A partir sobre todo de 1838, los
obreros fabriles habían adoptado como grito económico de lucha la ley de las 10
horas, a la par que abrazaban la Carta como grito político (…) Para ‘defenderse’
contra la serpiente de sus tormentos, los obreros no tienen más remedio que
apretar el cerco y arrancar, como clase, una ley del Estado, un obstáculo social
insuperable que les impida a ellos mismos venderse y vender a su descendencia
como carne de muerte y esclavitud mediante un contrato libre con el capital. Y
así, donde antes se alzaba el pomposo catálogo de los ‘Derechos inalienables del
Hombre’, aparece ahora la modesta Magna Charta de la jornada legal de trabajo,
que ‘establece, por fin, claramente dónde termina el tiempo vendido por el obrero y
dónde empieza aquel de que él puede disponer’”197.

Estas leyes, dice Marx, obligaron por fin a atar el capital a las cadenas de la ley.
Pero se trataba de cadenas demasiado frágiles, pues el Estado que las
promulgaba no dejaba de ser el Estado de la clase de los capitalistas, que, a su
vez, no dejaba de expresar los términos del conflicto entre obreros y capitalistas
según las relaciones de fuerzas establecidas en el terreno económico y social. Por
lo tanto, observa Marx, lo sorprendente, en esta legislación inglesa de 1867, es,
de una parte, la necesidad en que se ve el parlamento de las clases gobernantes

194
Ibid., pp. 219.
195
Ibid, pp., 354 y 355.
196
Ibis, pp., 212. Cursivas del Autor.
197
Ibid, pp., 222 y 241. Cursivas del Autor.

85
de aceptar en principio una serie de medidas tan extraordinarias y tan extensas
contra los excesos de la explotación capitalista; de otra parte, la mediocridad, la
repugnancia y la mala fe con que las lleva a la práctica. Cuantas veces interviene
la legislación fabril para reglamentar el trabajo de las fábricas, las manufacturas,
etc., esto se considera como una intromisión en los derechos de explotación del
capital198.

Estrechamente unidas o mezcladas con las luchas de resistencia por la jornada


normal de trabajo o como un aspecto de la misma, el salario se convierte
igualmente en otro campo de resistencia y de batalla del trabajo contra el capital.
Esta resistencia obrera se opone a la tendencia siempre permanente del capital a
reducir, por diferentes medios, el nivel medio de los salarios de los obreros hasta
llevarlos a su nivel mínimo de sobre-vivencia. Se trata de luchas distintas pero
gobernadas por una misma lógica: resistir la explotación del trabajo por el capital.
Esta unidad inextricable entre una y otra responde, por otra parte, al carácter del
salario como expresión en dinero de la parte correspondiente en la jornada de
trabajo al trabajo necesario, como trabajo retribuido, que lo diferencia del trabajo
excedente o trabajo no retribuido, que, a su vez, se expresa en dinero como
ganancia. En este sentido, de acuerdo con Marx, la lógica de la resistencia
alrededor del salario no está por fuera del marco de las relaciones sociales de
producción como relaciones de explotación, sino que hace parte de ellas; de ahí
que, para una fundamentación teórica de la resistencia alrededor del salario, Marx
parta de las mismas premisas -correspondientes a la teoría del valor- establecidas
para el estudio de la resistencia alrededor de la jornada de trabajo,

El salario, dice Marx, corresponde, en términos de jornada de trabajo, al trabajo


necesario o a la expresión en dinero del valor de la fuerza de trabajo, que es su
precio. Si en la lucha por la limitación de la jornada de trabajo la resistencia de los
obreros se centra en la reducción del trabajo excedente, en la lucha por el salario
la resistencia de los obreros se centra en la preservación o en el incremento del
valor de cambio o precio del trabajo necesario. De esta manera, como se dijo, las
dos luchas responden a la misma lógica y al mismo proceso: resistir la explotación
del capital.

Para discernir el sentido de la lucha de resistencia alrededor del salario, Marx


empieza por dilucidar primero el fetiche que encierra la forma salario, tal como lo
hace en El Capital en relación con el fetiche de la forma mercancía199. Para Marx,
198
Ibid, pp., 409 y ss.
199
En su obra de 1848, Trabajo Asalariado y Capital, dedicada centralmente al salario, Marx ya había
anticipado el análisis del fetiche de la forma salario y lo que éste representa en las relaciones sociales de
producción. Dice: “Por tanto, diríase que el capitalista les compra con dinero su trabajo. Pero esto no es más
que la apariencia. Lo que en realidad venden los obreros al capitalista por dinero es su fuerza de trabajo. El
capitalista compra esta fuerza de trabajo por un día, una semana, un mes, etc. Y, una vez comprada, la
consume, haciendo que los obreros trabajen durante el tiempo estipulado…Los dos marcos con los que
compra doce horas de uso de la fuerza de trabajo son el precio de un trabajo de doce horas. La fuerza de
trabajo es, pues, una mercancía, ni más ni menos que el azúcar. Al entregar dos marcos, el capitalista le
entrega, a cambio de su jornada de trabajo, la cantidad correspondiente de carne, de ropa, de leña, de luz, etc.
Por tanto, los dos marcos expresan la proporción en que la fuerza de trabajo se cambia por otras mercancías,

86
en oposición al discurso de la economía política burguesa, el salario no representa
el valor del trabajo, sino, en realidad, el valor de la fuerza de trabajo, que reside en
la personalidad del obrero y que es algo tan distinto de su función, como una
máquina de las operaciones que ejecuta. Como el valor del trabajo no es más
que una expresión impropia para designar el valor de la fuerza de trabajo, se
desprende por sí mismo, que el valor del trabajo tiene que ser siempre más
reducido que su producto de valor, pues el capitalista hace que la fuerza de
trabajo funcione siempre más tiempo del necesario para reproducir su propio
valor200. Como bien lo había observado en la Contribución a la Crítica de la
Economía Política y retomado luego en El Capital, para Marx, el valor de cambio
del trabajo es siempre inferior al valor de cambio de su producto201.

Y va a decir luego: “el valor de 3 chelines en que se traduce la parte retribuida de


la jornada de trabajo, es decir, un trabajo de 6 horas, se presenta como el valor o
precio de la jornada total de trabajo de 12 horas, en las que se contiene 6 horas
de trabajo no retribuido. Como se ve, la forma del salario borra toda huella de la
división de la jornada de trabajo en trabajo necesario y trabajo excedente, en
trabajo pagado y trabajo no retribuido. Aquí todo el trabajo aparece como si fuese
trabajo retribuido. En el trabajo feudal, se distinguían en el tiempo y en el espacio,
de un modo tangible, el trabajo que el siervo realizaba para sí, y el trabajo forzado
que rendía para el señor del suelo. En el trabajo de los esclavos, hasta la parte de
la jornada en que el esclavo no hacía más que reponer el valor de lo que
consumía para vivir y en que por tanto trabajaba para sí, se presentaba
exteriormente como trabajo realizado para su dueño. Todo el trabajo del esclavo
parecía trabajo no retribuido. Con el trabajo asalariado ocurre lo contrario: aquí,
hasta el trabajo excedente o trabajo no retribuido parece pagado. Allí, el régimen
de propiedad oculta el tiempo que el esclavo trabaja para el mismo; aquí, el
régimen del dinero esconde el tiempo que trabaja gratis el obrero asalariado”202.

A simple vista, dice Marx, el intercambio de capital y trabajo se desenvuelve igual


que la compra y la venta de cualquier otra mercancía. El comprador entrega una
determinada suma de dinero, el vendedor un artículo de otra clase. En su función
de medio de pago, el dinero realiza, después, el valor o precio del artículo

o sea el valor de cambio de la fuerza de trabajo. Ahora bien, el valor de cambio de una mercancía, expresado
en dinero, es precisamente su precio. Por consiguiente, el salario no es más que un nombre especial con que
se designa el precio de la fuerza de trabajo, o lo que suele llamarse precio del trabajo, el nombre especial de
esa peculiar mercancía que sólo toma cuerpo en la carne y la sangre del hombre”. Marx, Trabajo Asalariado y
Capital. En, Marx-Engel, Obras Escogidas. Progreso. Moscú, 1972, pp., 155. En otra de sus obras dedicadas
al mismo asunto, Marx va insistir en la misma tesis: “Lo que el obrero vende no es directamente su trabajo,
sino su fuerza de trabajo, cediendo temporalmente al capitalista el derecho a disponer de ella”. Marx, Salario
Precio y Ganancia. En: Marx-Engels, op. Cit, pp.
200
Ilustra Marx: en el ejemplo que poníamos más arriba, el valor de la fuerza de trabajo puesta en acción
durante 12 horas es de 3 chelines, valor para cuya producción necesita 6 horas. En cambio, su producto de
valor son 6 chelines, puesto que funciona durante 12 horas al cabo del día y su producto de valor no depende
de lo que ella valga, sino de lo que dure su función. Por donde llegamos al resultado, poco satisfactorio a
primera vista, de que un trabajo que arroja un valor de 6 chelines posee un valor de 3. El Capital, pp., 451.
201
K. Marx. El Capital, pp. 451 y 452.
202
Ibid, pp.452. Cursivas mías.

87
entregado, es decir, en este caso concreto, el valor o precio del trabajo vendido.
Finalmente, el “valor de uso” que el obrero entrega al capitalista no es realmente
la fuerza de trabajo, sino su función, un determinado trabajo útil: trabajo de
sastrería, de zapatería, de hilado, etc. El valor de su fuerza de trabajo podrá variar
con el valor de sus medios habituales de vida, subiendo de 3 a 4 chelines o
bajando de 3 chelines a 2, como puede también ocurrir que, aun permaneciendo
invariable el valor de su fuerza de trabajo, el precio de ésta suba a 4 chelines o
baje a 2, al variar el juego de la oferta y la demanda; pero por mucho que varíe su
precio o su valor, arroja siempre 12 horas de trabajo. Por tanto, todos los cambios
operados en la magnitud del equivalente que recibe se le representan,
lógicamente, como cambios operados respecto al valor o precio de sus 12 horas
de trabajo. El verdadero movimiento de los salarios presenta fenómenos que a
primera vista parecen demostrar que lo que se paga no es el valor de la fuerza de
trabajo, sino el valor de su función, el trabajo mismo203.

En sus obras de difusión de su pensamiento: Salario, Precio y Ganancia, y Trabajo


Asalariado y Capital204, Marx abunda ampliamente en sus análisis sobre el salario
y su relación con la teoría del valor y la explotación, como crítica al discurso de la
economía política burguesa. “El valor de la fuera de trabajo se determina por la
cantidad de trabajo necesario para su conservación o reproducción, pero el uso de
esta fuerza de trabajo no encuentra más límite que la energía activa y la fuerza
física del obrero. El valor diario o semanal de la fuerza de trabajo y el ejercicio
diario o semanal de esta misma fuerza de trabajo son dos cosas completamente
distintas, tan distintas como el pienso que consume un caballo y el tiempo que
puede llevar sobre sus lomos al jinete. La cantidad de trabajo que sirve de límite
al valor de la fuera de trabajo del obrero no limita, ni mucho menos, la cantidad de
trabajo que su fuerza de trabajo puede ejecutar…Y el capitalista, al pagar el valor
diario o semanal de la fuerza de trabajo del hilador, adquiere el derecho a usarla
durante todo el día o toda la semana. Le hará trabajar, por tanto, supongamos,
doce horas diarias. Es decir, que sobre y por encima de las seis horas necesarias
para reponer su salario, o el valor de su fuerza de trabajo, el hilador tendrá que
trabajar otras seis horas, que llamaré horas de plus-trabajo, y este plus-trabajo se
traducirá en una plusvalía y en un plus-producto. Este tipo de intercambio entre el
capital y el trabajo es el que sirve de base a la producción capitalista o al sistema
de trabajo asalariado, y tiene incesantemente que conducir a la reproducción del
obrero como obrero y del capitalista como capitalista”205. Es otra manera de
presentar, como anteriormente lo hiciera respecto de la jornada de trabajo, la
teoría del valor y de la explotación capitalista.

Como cualquier otra mercancía que se compra y se vende en el mercado, dice, el


obrero al vender su fuerza de trabajo recibe a cambio un salario como precio de la
misma, tal como ocurre con cualquier otra mercancía. Con el salario, lo que el
capitalista compra finalmente es la fuerza de trabajo. ¿Cuál es el coste de

203
Ibid, pp., 452 y ss.
204
La primera escrita un año después del primer volumen del Capital y la segunda 16 años antes del mismo.
205
K. Marx. Salaraio Precio y Ganancia, en: op. Cit., pp 57 y 58.

88
producción de la fuerza de trabajo? Es lo que cuesta sostener al obrero como tal
obrero y educarlo para este oficio206.

Es importante subrayar, por otra parte, que el problema teórico planteado por Marx
respecto del salario se refería no sólo a la distinción entre el valor de la fuerza de
trabajo y el valor del trabajo, sino también al carácter alienado y alienante del
obrero en el proceso de producción, al producir bienes que, además de no
pertenecerle, no se reconoce en ellos como producto de su actividad. Es lo que
John Holloway, en un texto provocador207, describe como la sustancia del proceso
de subordinación del poder-hacer por el poder-sobre.

Dice Marx, la fuerza de trabajo en acción, el trabajo mismo, es la propia actividad


vital del obrero, la manifestación misma de su vida. Y esta actividad vital la vende
a otro para asegurarse los medios de vida necesarios. Es decir, su actividad vital
no es para él más que un medio para poder existir. Trabaja para vivir. El obrero ni
siquiera considera el trabajo parte de su vida; para él es más bien un sacrificio de
su vida. Es una mercancía que ha adjudicado a un tercero. Por eso el producto de
su actividad no es tampoco el fin de esta actividad. Lo que el obrero produce para
sí no es la seda que teje ni el oro que extrae de la mina, ni el palacio que edifica.
Lo que produce para sí mismo es el salario; y la seda, el oro y el palacio se
reducen para él a una determinada cantidad de medios de vida, si acaso a una
chaqueta de algodón, unas monedas de cobre y un cuarto en un sótano. Para el
obrero, la vida comienza allí donde terminan estas actividades, en la mesa de su
casa, en el banco de la taberna, en la cama208. El obrero siente y percibe que el
producto de su trabajo no le pertenece, que, por consiguiente, el proceso de
producción sólo representa para él nada más que un interés puramente material,
el de garantizar la obtención de un salario para la reproducción de su vida como
trabajador asalariado.

En cambio, nos dice Marx en El Capital, si nos fijamos en el capitalista, vemos que
lo que quiere es obtener mucho trabajo por la menor cantidad posible de dinero.
Por tanto, prácticamente, al capitalista sólo le interesa la diferencia entre el precio
de la fuerza de trabajo y el valor creado por la función de ésta. Pero como él
procura comprar todas las mercancías lo más baratas que puede, cree que su
ganancia proviene siempre de esta sencilla malicia, es decir, del hecho de
comprar las cosas por menos de lo que valen y de venderlas por más de su
valor. No cae en la cuenta de que si realmente existiese algo como el valor del
trabajo y, al adquirirlo, pagase efectivamente este valor, el capital no existiría, ni su
dinero podría, por tanto, convertirse en capital209.

En síntesis, Marx establece las siguientes dos conclusiones preliminares: primera,


que el valor o precio de la fuerza de trabajo reviste la apariencia del precio o

206
K. Marx, Trabajo Asalariado y Capital. En: op. Cit., pp., 161.
207
J. Holloway, Cambiar el Mundo sin tomar el poder. El Viejo Topo. España, 2002.
208
Marx, Trabajo Asalariado y Capital. En, Marx-Engels, op. Cit, pp. 156.
209
Marx, El Capital, pp., 453.

89
valor del trabajo mismo, aunque en rigor las expresiones “valor” y “precio” del
trabajo carecen de sentido; segunda, aunque sólo se paga una parte del trabajo
diario del obrero, mientras que la otra parte queda sin retribuir, y aunque este
trabajo no retribuido o plus-trabajo es precisamente el fondo del que sale la
plusvalía o ganancia, parece como si todo el trabajo fuese trabajo retribuido. De la
misma manera que la cuota de plusvalía se expresaba bajo la fórmula v/p, la cuota
de ganancia se expresa bajo la fórmula s/g, que indica la proporción entre los
salarios de los obreros y las ganancias del capitalista, o, lo que es lo mismo, la
proporción entre trabajo retribuido y trabajo no retribuido210.

Establecidas las anteriores premisas, procede Marx a plantear los términos del
conflicto que enfrenta a los obreros asalariados y al capitalista; este último,
intentando imponer la reducción de los salarios a sus niveles mínimos, y los
primeros luchando por preservar el nivel de los salarios o pugnando por su mejora.

Dice Marx: según lo que dejamos expuesto, el valor de la fuerza de trabajo se


determina por el valor de los artículos de primera necesidad imprescindibles para
producir, desarrollar, mantener y perpetuar la fuerza de trabajo211. Supongamos
ahora que el promedio de los artículos de primera necesidad imprescindibles
diariamente al obrero requiera, para su producción, seis horas de trabajo medio.
Supongamos, además, que estas seis horas de trabajo medio se materialicen en
una cantidad de oro equivalente a tres chelines. En estas condiciones, los tres
chelines serían la expresión en dinero del valor diario de la fuerza de trabajo de
este hombre. Si trabaja seis horas, produciría diariamente un valor que bastaría
para comprar la cantidad media de sus artículos diarios de primera necesidad, es
decir, para mantenerse como obrero212. Este valor diariamente incorporado por él
representaría un equivalente exacto del salario o precio de su fuerza de trabajo
que se le abona diariamente. Pero en este caso no afluiría al capitalista ninguna
plusvalía o plus-producto. Aquí es, dice Marx, donde tropezamos con la verdadera
dificultad213.

Al comprar la fuerza de trabajo del obrero y pagarla por su valor, el capitalista


adquiere, como cualquier otro comprador el derecho a consumir o usar la
mercancía comprada. La fuerza de trabajo de un hombre se consume o se usa
poniéndolo a trabajar, ni más ni menos que una máquina se consume o se usa
haciéndola funcionar. Por tanto, el capitalista, al pagar el valor diario o semanal
de la fuerza de trabajo del obrero, adquiere el derecho a servirse de ella o a
hacerla trabajar durante todo el día o toda la semana.214. Reaparece,
nuevamente, bajo otra forma, el antagonismo de los derechos entre el trabajo y el
capital surgido al rededor de la jornada de trabajo: los obreros por obtener una
jornada de trabajo mínima, el capitalista por prolongarla al máximo; los obreros por

210
Marx, Salario, Precio y Ganancia…, pp., 59. Cursivas del Autor.
211
Ibid, pp., 56. Cursivas del Autor.
212
Ibid, pp., 58. Cursivas del Autor.
213
Ibid, pp., 57.
214
Ibid, pp., 57. Cursivas del Autor.

90
que se les retribuya lo más posible el trabajo no retribuido y el capitalista por
reducir lo más posible el trabajo retribuido.

El conflicto que se abre, pues, es por establecer quién puede obtener para sí una
parte mayor del producto de valor de la jornada de trabajo. Como el capitalista y
el obrero sólo pueden repartirse este valor, que es limitado, es decir, el valor
medido por el trabajo total del obrero, cuanto más perciba el uno menos obtendrá
el otro, y viceversa. Partiendo de una cantidad dada, una de sus partes
aumentará siempre en la misma proporción en que la otra disminuye. Si los
salarios cambian, cambiarán, en sentido opuesto, las ganancias. Si los salarios
bajan, subirán las ganancias; y si aquéllos suben, bajarán éstas215. Por
consiguiente, como se puede inferir del planteamiento de Marx y lo veremos
enseguida, este es un campo de las relaciones sociales de producción capitalistas
que no se haya predeterminado o preestablecido, sino que es un campo abierto,
indeterminado, donde lo que lo define es la resistencia, la fuerza, la capacidad de
lucha de los trabajadores por imponerse sobre la voracidad de ganancias del
capitalista o viceversa.

En efecto, dice Marx, según la teoría del valor que impera en el régimen capitalista
de producción, los salarios de los obreros no pueden rebasar los valores de las
mercancías por ellos producidas, no pueden ser mayores que éstos, pero sí
pueden ser inferiores en todos los grados imaginables. Sus salarios se hallarán
limitados por los valores de los productos, pero los valores de sus productos no se
hallarán limitados por los salarios. La determinación de los valores de las
mercancías por las cantidades relativas de trabajo plasmado en ellas difiere,
como se ve, radicalmente del método tautológico de la determinación de los
valores de las mercancías por el valor del trabajo, o sea, por los salarios216. Por
otra parte, el valor de la fuerza de trabajo está formado por dos elementos, uno de
los cuales es puramente físico, mientras que el otro tiene un carácter histórico o
social. Su límite mínimo está determinado por el elemento físico; es decir, que
para poder mantenerse y reproducirse, para poder perpetuar su existencia física,
la clase obrera tiene que obtener los artículos de primera necesidad
absolutamente indispensables para vivir y multiplicarse. El valor de estos medios
de sustento indispensables constituye, pues, el límite mínimo del valor del trabajo.
Además de este elemento puramente físico, en la determinación del valor del
trabajo entra el nivel de vida tradicional en cada país. No se trata solamente de la
vida física, sino de la satisfacción de ciertas necesidades, que brotan de las
condiciones sociales en que viven y se educan los hombres. Este elemento
histórico social que entra en el valor del trabajo puede dilatarse o contraerse, e
incluso extinguirse del todo, de tal modo que sólo quede en pie el límite físico217.

Ahora bien, continúa Marx, por lo que se refiere a la ganancia, no existe ninguna
ley que le trace un mínimo. No puede decirse cuál es el límite extremo de su baja.

215
Ibid., pp., 64. Cursivas del Autor.
216
Ibid, pp. 49. Cursivas del Autor.
217
Ibid, pp. 72. Cursivas del Autor.

91
¿Y por qué no puede establecerse este límite? Porque si podemos fijar el salario
mínimo, no podemos, en cambio, fijar el salario máximo. Lo único que podemos
decir es que, dados los límites de la jornada de trabajo, el máximo de ganancia
corresponde al mínimo físico del salario, y que, partiendo de salarios dados, el
máximo de ganancia corresponde a la prolongación de la jornada de trabajo, en
la medida en que sea compatible con las fuerzas físicas del obrero. Por tanto, el
máximo de ganancia se halla limitado por el mínimo físico del salario y por el
máximo físico de la jornada de trabajo. Es evidente que, entre los límites extremos
de esta cuota de ganancia máxima, cabe una escala inmensa de variantes. La
determinación de su grado efectivo se dirime exclusivamente por la lucha
incesante entre el capital y el trabajo; el capitalista pugna constantemente por
reducir los salarios a su mínimo físico y prolongar la jornada de trabajo hasta su
máximo físico, mientras que el obrero presiona constantemente en el sentido
contrario. El problema se reduce, por tanto, al problema de las fuerzas respectivas
de los contendientes218. Ninguna ley de la economía ni de la naturaleza prescribe
los términos de esta relación antagónica, sólo la lucha y la relación de fuerzas
entre los antagonistas decide219.

En este mismo libro, Salario, Precio Ganancia, ampliamente citado por nosotros,
Marx presenta cinco casos en los cuales los obreros procuran una subida de
salarios u oponen resistencia a su reducción. En cada uno de ellos, Marx muestra,
que la lucha por la subida de los salarios sigue siempre a cambios anteriores y es
el resultado necesario de los cambios previos operados en el volumen de
producción, las fuerzas productivas del trabajo, el valor de éste, el valor del dinero,
la extensión o intensidad del trabajo arrancado, las fluctuaciones de los precios del
mercado, que dependen de las fluctuaciones de la oferta y la demanda y se
producen con arreglo a las diversas fases del ciclo industrial; en una palabra, es la
reacción de los obreros contra la acción anterior del capital220.

Sin embargo, Marx quiere ir más allá. Mostrar el carácter limitado de la resistencia
de los obreros al capital alrededor del salario y cómo ésta es inseparable del
sistema de trabajo asalariado; y, por otro lado, intentar saber hasta qué punto, en

218
Ibid, pp., 73. Cursivas del Autor y mías.
219
Observa Marx: la tendencia general de la producción capitalista no es a elevar el nivel medio de los
salarios, sino, por el contrario, a hacerlo bajar, o sea, a empujar más o menos el valor del trabajo a su límite
mínimo. Pero si la tendencia de las cosas, dentro d e este sistema, es tal, ¿quiere esto decir que la clase obrera
deba renunciar a defenderse contra las usurpaciones del capital y cejar en sus esfuerzos por aprovechar todas
las posibilidades que se le ofrezcan para mejorar temporalmente su situación? Si lo hiciese, veríase degradada
en una masa informe de hombres desgraciados y quebrantados, sin salvación posible. Creo haber demostrado
que las luchas de la clase obrera por el nivel de los salarios son episodios inseparables de todo el sistema de
salarios, que en el 99 por 100 de los casos sus esfuerzos por elevar los salarios no son más que esfuerzos
dirigidos a mantener en pie el valor dado del trabajo, y que la necesidad de forcejear con el capitalista acerca
de su precio va unida a la situación del obrero, que le obliga a venderse a sí mismo como una mercancía. Si en
sus conflictos diarios con el capital los obreros cediesen cobardemente, se descalificarían sin duda para
emprender movimientos de mayor envergadura. Ibid., pp. 75 y 76.
220
Ibid, pp., 71.

92
la lucha incesante entre el capital y el trabajo, tiene éste perspectivas de éxito221.
Limitación y pregunta, que igualmente se formula Marx en relación con las otras
múltiples formas de resistencia del trabajo al capital; sobre lo cual volveremos más
adelante.

Un tercer campo de la resistencia comprendido en la perspectiva teórica de Marx


es el del poder. Como se ha dicho arriba, las relaciones sociales de producción
capitalista, son, además de relaciones de explotación, también relaciones de
dominación o de poder del capitalista sobre los obreros asalariados. Esta relación
de dominación, si bien se origina desde la órbita de la circulación con la compra
venta de fuerza de trabajo, en la que el obrero asalariado se ve obligado a su
venta, se expresa y desarrolla a plenitud en el proceso de producción capitalista.
Marx muestra, que como proceso de valorización del capital, la explotación de la
fuerza de trabajo requiere, para efectuarse, del poder del capitalista, como un
poder que se ejerce, no sólo sobre el proceso de producción en general, sino
específicamente sobre el proceso de explotación de la fuerza de trabajo; como un
poder que le es inherente y, por consiguiente, es co-constituyente de las
relaciones de explotación capitalista. Explotación y dominación son, pues, según
Marx, dos caras de la misma moneda de las relaciones sociales capitalistas de
producción.

Ralph Miliband lo ha observado correctamente cuando dice: “El énfasis marxista


en la extracción del plus-trabajo como aspecto crucial de la vida social me parece
enteramente justificado. El problema, sin embargo, es que el análisis se limita
excesivamente, de tal forma que se deja fuera del análisis o al menos en un
segundo plano uno de los elementos conexos al proceso de explotación, la
dominación. Me propongo sostener aquí la idea de que una de las
preocupaciones básicas del análisis de clases es el estudio del proceso de
dominación y subordinación de clases, condición esencial del proceso de
explotación; o, por decirlo de otro modo, la explotación en el sentido en que la
hemos definido aquí ha sido siempre el objetivo principal de la dominación…La
explotación tiene una importancia crucial, pero es la dominación lo que hace
posible la explotación”222.

Parafraseando a Marx, puede decirse que el propietario de una empresa


capitalista es su gerente por ser su propietario y no su propietario por ser su
gerente. De esto se sigue, que para ser propietario de una empresa capitalista no
es condición necesaria ser su gerente, ni para ser gerente de una empresa
capitalista es condición necesaria ser su propietario. Se puede ser propietario sin
ser su gerente y, viceversa, se puede ser gerente sin ser propietario. Sin embargo,
¿puede una empresa capitalista funcionar sin un gerente? Y ¿puede alguien ser
221
En otros términos, contrastando y superando a Holloway: que no es suficiente el grito, así esté cargado de
esperanza, que es necesario que el rechazo y la esperanza que este grito encierra se traduzcan en una vía o
conjugación de estrategias de transformación revolucionaria del presente. Cfr. J. Holloway. Op. Cit.
222
Ralph Miliband. “Análisis de Clases”. En: Anthony Giddens, Jonathan Turner y otros. La Teoría Social
Hoy. Alianza. Madrid. 1998, pp., 421 y 422. Cursivas del Autor.

93
gerente sin tener un objeto que gerenciar? Lo que sugiere este pasaje de Marx es
que la empresa capitalista como realidad social o como organización social
moderna tiene no sólo una función principal que la caracteriza (la explotación),
sino también una dimensión política que la posibilita: el poder223.

Cabe advertir, por otro lado, que esta dominación es política, no sólo porque está
respaldada en el Estado, sino porque instituye un poder y un orden –el del
capitalista- en la fábrica como espacio de realización del proceso de producción
capitalista224. Quien gobierna en la fábrica es el capitalista, es él quien establece la
organización del trabajo, los ritmos de producción, los códigos, los sistemas de
sanciones, las jerarquías, las estructuras de mando, entre otros, tal como nos lo
describe Marx más adelante. Pero, así mismo, no lo hace en el vacío, sino sobre
un campo de fuerzas antagónicas. La resistencia de los obreros asalariados, unas
veces abierta, como, por ejemplo, a través de huelgas, motines y otras múltiples
formas de acción colectiva, y otras veces soterrada, silenciosa y sutil, no es sino la
manera como impugnan o desafían ese poder.

Veamos enseguida un poco más en detalle cómo plantea Marx esta relación de
poder o de dominación inherente a las relaciones sociales de producción y la
resistencia de los obreros asalariados a la misma.

Dice Marx: “El obrero trabaja bajo el control del capitalista, a quien su trabajo
pertenece. El capitalista se cuida de vigilar que este trabajo se ejecute como es
debido y que los medios de producción se empleen convenientemente, es decir,
sin desperdicio de materias primas y cuidando de que los instrumentos de trabajo
se traten bien, sin desgastarse más que en aquella parte en que lo exija su empleo
racional”225. Por otra parte: “Dentro del proceso de producción, dice Marx, el
capital va convirtiéndose en puesto de mando sobre el trabajo, es decir, sobre la
fuerza de trabajo en acción, o sobre el propio obrero. El capital personificado, el
capitalista, se cuida de que el obrero ejecute su trabajo puntualmente y con el
grado exigible de intensidad. El capital va convirtiéndose, además, en un régimen
coactivo, que obliga a la clase obrera a ejecutar más trabajo del que exige el
estrecho círculo de sus necesidades elementales. Como productor de laboriosidad
ajena, extractor de plusvalía y explotador de fuerza de trabajo, el capital sobrepuja

223
Cfr. K. Marx, El Capital. pp. 268.
224
Aunque Marx no lo formuló de manera explícita, aquí puede hallarse en germen una concepción de la
política y del poder, que va más allá de una concepción estatista de la misma y sugiere la idea, más tarde
desarrollada por algunos autores contemporáneos tanto marxistas como no marxistas, según la cual, por un
lado, el poder no está centrado en el Estado sino en la propia sociedad, particularmente en las relaciones
sociales de producción siguiendo la perspectiva subrayada por Marx, y, por otro lado, que todo poder en
cuanto comporta una pretensión no sólo de dominio sino de orden, es poder político. Uno de los autores más
sugerentes en este sentido es M. Foucault, quien, como Marx, descentra el poder del Estado, pero, a diferencia
de Marx, que reconoce su centralidad en las propias relaciones sociales de producción como poder político no
estatal, lo resitúa como poder difuminado capilarmente por el cuerpo social, como microfísica del poder,
como poder a secas, sin el atributo político.
225
K. Marx, op. Cit., pp., 137. Cursivas del Autor.

94
en energía, en desenfreno y en eficacia a todos los sistemas de producción
basados directamente en los trabajos forzados, que le precedieron”226.

Enseguida Marx establece la función de dominación del capital respecto de la


explotación en el proceso de producción. Dice: “El papel directivo del capitalista no
es solamente una función especial que se desprende de la naturaleza del proceso
social del trabajo, como algo inherente a él; es también una función de
explotación en el proceso social del trabajo, función determinada por el inevitable
antagonismo entre el explotador y la materia prima de su explotación”227. Así
mismo, Marx establece la diferencia entre la función directiva del capitalista por
razones técnicas del propio proceso de producción y la función directiva en función
del proceso de explotación de la fuerza de trabajo. “Con la cooperación de muchos
obreros asalariados, el mando del capital se convierte en requisito indispensable
del propio proceso de trabajo, en una verdadera condición material de la
producción. Hoy, las órdenes del capitalista en la fábrica son algo tan
indispensable como las órdenes del general en el campo de batalla. Esta función
de dirección, de vigilancia y enlace, se convierte en función del capital tan pronto
como el trabajo sometido a él reviste carácter cooperativo. Como función
específica del capital, la función directiva asume también una importancia
específica. Al crecer el volumen de los medios de producción que se enfrentan con
el obrero asalariado como propiedad ajena, crece también la necesidad de
fiscalizar su empleo, evitando que se malgasten o derrochen. La cooperación
entre obreros asalariados es, además, un simple resultado del capital que los
emplea simultáneamente. La coordinación de sus funciones y su unidad como
organismo productivo radican fuera de ellos, en el capital, que los reúne y
mantiene en cohesión. Desde un punto de vista ideal, la coordinación de sus
trabajos se les presenta a los obreros como plan; prácticamente, como la
autoridad del capitalista, como el poder de una voluntad ajena que somete su
actividad a los fines perseguidos por aquélla”228.

Luego, procede Marx a caracterizar el régimen fabril instituido por el capital como
un régimen verdaderamente despótico y disciplinar, en el que reina el control, la
vigilancia y el castigo, comparable con la vida cuartelaria, pero sustraído, a su
vez, completamente de todo control y regulación públicos. “Pero si, por su
contenido, la dirección capitalista tiene dos filos, como los tiene el propio proceso
de producción por él dirigido, los cuales son, de una parte, un proceso social de
trabajo para la creación de un producto y de otra parte un proceso de valorización
del capital, por su forma la dirección capitalista es una dirección despótica. Al
desarrollarse la cooperación en gran escala, este despotismo va presentando sus
formas peculiares y características; primero, tan pronto como su capital alcanza
un límite mínimo, a partir del cual comienza la verdadera producción capitalista, el
patrono se exime del trabajo manual; luego, confía la función de vigilar directa y
constantemente a los obreros asalariados y a los grupos de obreros a una

226
Ibid, pp., 248. Cursivas del Autor.
227
Ibid, pp., 267.
228
Ibid, pp., 266 y ss.

95
categoría especial de obreros asalariados. Lo mismo que los ejércitos militares, el
ejército obrero puesto bajo el mando del mismo capital, reclama toda una serie de
jefes (directores, gerentes, managers) y oficiales (inspectores, foremen,
overlookers, capataces, contramaestres), que durante el proceso de trabajo llevan
el mando en nombre del capital. La labor de alta dirección y vigilancia va
reduciéndose a su función específica y exclusiva. (…) cuando se trata del régimen
capitalista de producción, el economista identifica y confunde la función dirigente
impuesta por el carácter del proceso colectivo de trabajo y aquella que tiene su
raíz en el carácter capitalista, y por tanto antagónico, de este proceso”229.

Y más adelante: “La supeditación técnica del obrero a la marcha uniforme del
instrumento de trabajo y la composición característica del organismo de trabajo,
formado por individuos de ambos sexos y diversas edades, crean una disciplina
cuartelaria, que se desarrolla hasta integrar el régimen fabril perfecto, dando
vuelos al trabajo de vigilancia a que nos hemos referido más atrás y, por tanto, a
la división de los obreros en obreros manuales y capataces obreros, en soldados
rasos y suboficiales del ejército de la industria”230.

Es característico de Marx la agudeza y la ironía con las que contrasta las formas
liberales de la república burguesa, su lucha contra la monarquía y el despotismo
en la esfera pública o política, con el despotismo y la autocracia desplegados por
los capitalistas en la esfera económica, esto es, en las fábricas. “El código fabril en
que el capital formula, privadamente y por su propio fuero, el poder autocrático
sobre sus obreros, sin tener en cuenta ese régimen de división de los poderes de
que tanto gusta la burguesía, ni el sistema representativo, de que gusta todavía
más, es simplemente la caricatura capitalista de la reglamentación social del
proceso de trabajo, reglamentación que se hace necesaria al implantarse la
cooperación a gran escala y la aplicación de instrumentos de trabajo colectivos,
principalmente la maquinaria. El látigo del capataz de esclavos deja el puesto al
reglamento penal del vigilante. Como es lógico, todas las penas formuladas en
este código se traducen en multas y deducciones de salario, el ingenio legislativo
del Licurgo fabril se las arregla de modo que la infracción de sus leyes sea más
rentable para el capitalista, si cabe, que su observancia”231.

Citando textualmente la obra de Engels, La Situación de la Clase obrera Inglesa,


agrega Marx: “La esclavitud en que la burguesía tiene sujeto al proletariado no se
revela nunca con mayor claridad que en el sistema fabril. Aquí, cesa, de hecho y
de derecho, toda libertad. El obrero tiene que presentarse en la fábrica, sobre
poco más o menos, a las 5 y media de la mañana: si acude dos minutos más
tarde, es castigado; si llega 10 minutos después, no se le admite hasta que pase
la hora del desayuno, con lo que pierde un cuarto de día de jornal. Tiene que
comer, beber y dormir a la voz de mando…La despótica campana le saca de la
cama y le levanta de la mesa, interrumpiendo su desayuno y su comida. ¿Y qué

229
Ibid, pp., 267 y 268.
230
Ibid, pp. 350.
231
Ibid, pp., 351. Cursivas el Autor.

96
pasa dentro de la fábrica? Aquí, el fabricante es legislador absoluto. Dicta los
reglamentos de fábrica que se le antojan; modifica y adiciona su código a medida
de su deseo; y, por disparatadas que sean sus cláusulas que introduzca en él, los
tribunales dicen indefectiblemente al obrero: has entrado a trabajar
voluntariamente en virtud de ese contrato, y no tienes más remedio que
cumplirlo…Estos obreros están condenados a vivir desde los nueve años hasta su
muerte bajo la férula física y espiritual”232.

Además del régimen despótico imperante en la fábrica por parte del capital, los
obreros asalariados se ven sometidos a lo que Marx llamó “un saqueo sistemático
contra las condiciones de vida del obrero durante el trabajo, en un robo organizado
de espacio, de luz, de aire y de medios personales de protección contra los
procesos de producción malsanos o insalubres, y no hablemos de los aparatos e
instalaciones para comodidad del obrero”. Y se pregunta Marx: “¿Tiene o no razón
Fourier cuando llama a las fábricas ‘presidios atenuados’?”233.

Contra este régimen cuartelario e insalubre del capital, también los obreros
asalariados ofrecen resistencia, a través de huelgas y motines. Algunas de estas
luchas de resistencia se expresan también en el parlamento y los tribunales; unas,
por la promulgación de una legislación fabril que someta a control y regulación el
poder despótico y privado del capital sobre los obreros en las fábricas, y otras, por
hacer valer los derechos de los obreros ante los inspectores y jueces fabriles.
Esta resistencia de los obreros asalariados enfrenta, como en el caso de la lucha
por la jornada de trabajo normal y el salario, no sólo la mediocridad y la mala fe
de los funcionarios estatales por hacer cumplir las leyes arrancadas al parlamento
a su favor, sino, sobre todo, la reacción de los capitalistas y sus intentos
descarados por desconocer lo estipulado por la ley fabril. Bien dice Marx: “Por eso
la misma conciencia burguesa, que festeja la división manufacturera del trabajo, la
anexión de por vida del obrero a faenas de detalle y la supeditación incondicional
de estos obreros parcelados al capital como una organización del trabajo que
incrementa la fuerza productiva de éste, denuncia con igual clamor todo lo que
suponga una reglamentación y fiscalización consciente de la sociedad en el
proceso social de producción como si se tratase de una usurpación de los
derechos inviolables de propiedad, libertad y libérrima ‘genialidad’ del capitalista
individual”234.

Por consiguiente, la resistencia de los obreros asalariados contra los excesos de


la explotación de la fuerza de trabajo por el capital o por reducir al mínimo el
precio de la fuerza de trabajo o pagarla por debajo de su valor real, está articulada
a la lucha de resistencia contra el poder despótico del capital en el proceso de
producción capitalista. Si bien se trata de campos analíticamente diferenciados de
232
Ibid, pp., 351.
233
Ibid, pp. 353.
234
Ibid, pp. 290. Es importante no perder de vista que la época en que Marx estudia el régimen capitalista de
producción corresponde al período en el cual el capitalismo liberal (orgiástico o salvaje) inicia su tránsito
hacia el período del capitalismo organizado, basado en la intervención y regulación estatal, que se consolida
definitivamente a partir de los años 30s del siglo XX.

97
resistencia de los obreros asalariados contra el capital, en la práctica se
desarrollan de manera conjugada. Para Marx, por lo general, la lucha de
resistencia por la reducción de la jornada de trabajo o por la subida de los salarios
involucra también la lucha de resistencia contra el despotismo del capital en la
fábrica. Es pues, resistencia a la explotación y resistencia al poder al mismo
tiempo. Esta articulación no viene dada sólo porque las sanciones contempladas
por el régimen fabril tienen un costo económico en detrimento del salario del
obrero, sino porque al oponer resistencia a la explotación, también cuestiona el
dominio absoluto del capital en la fábrica e interroga cada vez que se produce
quién gobierna en ella. Las huelgas, los motines, las tomas de fábricas y todas
otras múltiples formas de resistencia obrera, plantean una lucha de poderes, como
“guerra civil” entre obreros y patronos, tal como Marx las llama.

Por último, si bien la perspectiva teórica de Marx acerca de la resistencia está


focalizada en las relaciones sociales de producción y no en el Estado, también
valoró como formas importantes de resistencia aquellas que surgen en otros
ámbitos de la sociedad capitalista por la propia iniciativa autogestionaria de los
trabajadores, como, por ejemplo, el cooperativismo. Es cierto, como lo corrobora la
casi inexistencia de estudios suyos al respecto, que no le concedió a estas formas
de resistencia la centralidad concedida a la resistencia co-presente en las
relaciones sociales de producción, pero igualmente es claro que no las desestimó
en absoluto, tal como se puede inferir de las escasas referencias a las mismas 235.

Sus referencias fundamentales aparecen indicadas en el Manifiesto Inaugural de


la Asociación Internacional de los Trabajadores (Primera Internacional) y,
posteriormente, en la Instrucción Sobre Diversos Problemas a los Delegados del
Consejo Central Provisional en 1866. En el Manifiesto Inaugural, en el que hace
un balance de las luchas obreras transcurridas durante el período de treinta años,
destaca dos triunfos importantes de los trabajadores: arrancar la ley de la jornada
de diez horas y el surgimiento del movimiento cooperativo de los trabajadores. Los
dos, según Marx, son triunfos no sólo prácticos, sino triunfos del principio de la
Economía Política de la clase obrera sobre el principio de la Economía Política de
la burguesía.

Dice Marx luego de valorar el significado del triunfo de la jornada de diez horas:
“Pero estaba reservado a la Economía política del trabajo alcanzar un triunfo más
completo todavía sobre la economía política de la propiedad. Nos referimos al
movimiento cooperativo, y, sobre todo, a las fábricas cooperativas creadas, sin
apoyo alguno, por la iniciativa de algunas “manos” (“hands”) audaces. Es
imposible exagerar la importancia de estos grandes experimentos sociales que
han mostrado con hechos, no con simples argumentos, que la producción en gran
escala y al nivel de las exigencias de la ciencia moderna, puede prescindir de la
235
Probablemente el propio debate teórico y político con el anarquismo dentro de la Internacional,
especialmente con Prohudon y Bakunin, en el que estuvo involucrada directamente la valoración de las
formas cooperativas y de ayuda mutua de los trabajadores, contribuyó a la parquedad de Marx para no
desarrollar de una manera más amplia su acercamiento al cooperativismo como otro campo importante de la
resistencia contra el capital.

98
clase de los patronos, que utiliza el trabajo de la clase de las “manos”, han
mostrado también que no es necesario a la producción que los instrumentos de
trabajo estén monopolizados como instrumentos de dominación y de explotación
contra el trabajador mismo; y han mostrado, por fin, que lo mismo que el trabajo
esclavo, lo mismo que el trabajo siervo, el trabajo asalariado no es sino una forma
transitoria inferior, destinada a desaparecer ante el trabajo asociado que cumple
su tarea con gusto, entusiasmo y alegría. Roberto Owen fue quien sembró en
Inglaterra las semillas del sistema cooperativo; los experimentos realizados por
los obreros en el continente no fueron de hecho más que las consecuencias
prácticas de las teorías, no descubiertas, sino proclamadas en voz alta en
1848”236.

Igual valoración positiva del movimiento cooperativo de los trabajadores va a


ratificar en la Instrucción a los Delegados del Consejo Central Provisional. “La
Asociación Internacional de los trabajadores se propone unir, llevando a un
mismo cauce, los movimientos espontáneos de la clase obrera, pero, de ninguna
manera, dictarle o imponerle cualquier sistema doctrinario. Por eso, el Congreso
no debe proclamar uno u otro sistema especial de cooperación, sino que ha de
limitarse a la enunciación de algunos principios generales. Nosotros estimamos
que el movimiento cooperativo es una de las fuerzas transformadoras de la
sociedad presente, basado en el antagonismo de clases. El gran mérito de este
movimiento consiste en mostrar que el sistema actual de subordinación del
trabajo al capital, sistema despótico que lleva al pauperismo, puede ser sustituido
con un sistema republicano y bienhechor de asociación de productores libres e
iguales”237.

Sin embargo, en el mismo Manifiesto inaugural y en la Instrucción, Marx no dejaba


de advertir las limitaciones y riesgos que encerraba el trabajo cooperativo
desarrollado en los marcos de la propia sociedad capitalista, tal como ya lo había
indicado respecto de las luchas de resistencia desarrolladas por los trabajadores
en los marcos de las relaciones sociales de producción capitalista. “Al mismo
tiempo, la experiencia del período comprendido entre 1848 y 1864 ha probado
hasta la evidencia que, por excelente que sea en principio, por útil que se muestre
en la práctica, el trabajo cooperativo, limitado estrechamente a los esfuerzos
accidentales y particulares de los obreros, no podrá detener jamás el crecimiento
en progresión geométrica del monopolio, ni emancipar a las masas, ni aliviar
siquiera un poco la carga de sus miserias. Este es, quizá, el verdadero motivo que
ha decidido a algunos aristócratas bien intencionados, a filántropos charlatanes
burgueses y hasta a economistas agudos, a colmar de repente de elogios
nauseabundos al sistema de trabajo cooperativo, que en vano habían tratado de
sofocar en germen, ridiculizándolo como una utopía de soñadores o
estigmatizándolo como un sacrilegio socialista. Para emancipar a las masas

236
K. Marx. Manifiesto Inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores. Marx-Engels. Obras
Escogidas. Progreso. Moscú. 1972. Tomo II, pp., 11.
237
K. Marx. Instrucción Sobre Diversos Problemas a los Delegados del Consejo Central Provisional. Marx-
Engel, op. Cit., pp. 82. Cursivas del Autor.

99
trabajadoras, la cooperación debe alcanzar un desarrollo nacional y, por
consecuencia, ser fomentada por medios nacionales”238.

En la Instrucción a los Delegados, la advertencia es invariable: “Pero, el


movimiento cooperativo, limitado a las formas enanas, las únicas que pueden
crear con sus propios esfuerzos los esclavos individuales del trabajo asalariado,
jamás podrá transformar la sociedad capitalista. A fin de convertir la producción
social en un sistema armónico y vasto de trabajo cooperativo son indispensables
cambios sociales generales, cambios de las condiciones generales de la sociedad,
que sólo pueden lograse mediante el paso de las fuerzas organizadas de la
sociedad, es decir, del poder político, de manos de los capitalistas y propietarios
de tierras a manos de los productores mismos. Recomendamos a los obreros que
se ocupen preferentemente de la producción cooperativa, y no del comercio
cooperativo. Este último no afecta más que la superficie del actual sistema
económico, mientras que la primera socava sus cimientos”239.

Como pude colegirse, no es que Marx desestimara la importancia de la


resistencia expresada en el trabajo cooperativo de los trabajadores y otras formas
autogestionarias; por el contrario, las estimaba en igual medida que las formas de
resistencia por los límites de la jornada de trabajo o por el salario, sino que no
vacilaba en señalar sus límites y seguro fracaso sino estaban articuladas a la
lucha política más amplia por la transformación revolucionaria de la sociedad.

En síntesis, para Marx, la resistencia es co-constituyente de las relaciones


sociales de producción capitalista, y también constituida por las mismas. La
resistencia corresponde al sujeto que se resiste a dejarse cosificar por el poder y
por el capital, pero que aún tampoco termina constituyéndose como sujeto240. De
ahí, para Marx, el carácter limitado de la resistencia, pero también el potencial
transformador que encierra. Es esta dialéctica y tensión no resuelta en los marcos
de la sociedad capitalista del sujeto-objeto, que resiste y que lucha, pero que no
termina por constituirse aún plenamente como sujeto, autónomo y emancipado, lo
que permite a Marx plantear el carácter limitado, pero también el potencial
emancipatorio encerrado en él. Esta dialéctica la resume Marx en la relación
resistencia-política, en la que la política constituye la salida emancipatoria del
régimen de esclavitud asalariada. Desde la perspectiva teórica de Marx, la política
se convierte para el proletariado en una suerte de bisagra que articula el presente
de la resistencia con la utopía del comunismo, a través de la revolución.

Dicho en otros términos, si las relaciones sociales de producción son el núcleo


estructurante y el potencial de la resistencia contra el poder y la explotación del
capital, la superación de las mismas sólo es posible transformando la resistencia
en acción política de los trabajadores. Es ahora la política y no la economía la que

238
K. Marx. Manifiesto Inaugural…, op. Cit., pp. 12.
239
Instrucción…, op. Cit, pp., 82
240
El que es y todavía no, de E. Blochn y H. Zemelman, que retoma Holloway.

100
decide241. Para Marx, la resistencia como resistencia no produce la salida,
reproduce el régimen de la dominación y la explotación. Actúa sobre los efectos
pero no sobre las causas. La salida requiere su transformación en revolución, y
esto sólo es posible a través de la política. Así, a través de este salto dialéctico, la
resistencia termina negándose como tal, para reaparecer bajo nuevas formas y
según nuevas lógicas.

Dice Marx, al mismo tiempo y aun prescindiendo por completo del esclavizamiento
general que entraña el sistema de trabajo asalariado, la clase obrera no debe
exagerar ante sus propios ojos el resultado final de estas luchas diarias. No debe
olvidar que lucha contra los efectos, pero no contra las causas de estos efectos;
que lo que hace es contener el movimiento descendente, pero no cambiar su
dirección; que aplica paliativos, pero no cura la enfermedad. No debe, por tanto,
entregarse por entero a esta inevitable guerra de guerrillas, continuamente
provocada por los abusos incesantes del capital o por las fluctuaciones del
mercado. Debe comprender que el sistema actual, aun con todas las miserias que
vuelca sobre ella, engendra simultáneamente las condiciones materiales y las
formas sociales necesarias para la reconstrucción económica de la sociedad. En
vez del lema conservador de “¡Un salario justo por una jornada de trabajo justa!”,
deberá inscribir en su bandera esta consigna revolucionaria: “¡Abolición del
sistema de trabajo asalariado!”. Las tradeuniones trabajan bien como centros de
resistencia contra las usurpaciones del capital. Pero, en general, son deficientes
por limitarse a una guerra de guerrillas contra los efectos del sistema existente,
en vez de esforzarse, al mismo tiempo, por cambiarlo, en vez de emplear sus
fuerzas organizadas como palanca para la emancipación definitiva de la clase
obrera; es decir, para la abolición definitiva del sistema de trabajo asalariado242.
“La conquista del poder político ha venido a ser, por lo tanto, el gran deber de la
clase obrera”243.

Es a partir de la experiencia del moviendo cartista en Inglaterra y la lucha por la


jornada normal de trabajo, que formula Marx la dialéctica entre lucha de
resistencia y lucha política de los obreros asalariados contra la clase de los
capitalistas y el Estado244. Una dialéctica que, como veremos enseguida, ya había

241
Esto lo observó con mucha claridad Lenin en su polémica con los economistas rusos de comienzos del
siglo XX. “De la premisa cierta del marxismo sobre las profundas raíces económicas de la lucha de clases
en general y de la lucha política en particular, los ‘economistas’ sacaban la conclusión singular de que había
que volver la espalda a la lucha política y contener su desarrollo, reducir su alcance, rebajar sus tareas”. V. I.
Lenin. Dos Tácticas de la Socialdemocracia en la Revolución Democrática. Obras Escogidas. Progreso
Moscú, pp., 65.
242
K. Marx. Salario Precio y Ganancia, pp., 76.
243
K. Marx. Manifiesto Inaugural…pp., 12. Es sorprendente, que J. Holloway omita esta referencia de Marx a
la toma del poder político por el proletariado como aspecto crucial de su proyecto emancipatorio y la impute
sólo al marxismo a partir de Engels como uno de sus rasgos distintivos.
244
En Inglaterra, dice Marx, los obreros no se han limitado a coaliciones parciales, que no tenían otro objeto
que una huelga pasajera y que con ella desaparecían. Han formado coaliciones permanentes, Trades Union,
que sirven de baluarte a los trabajadores en sus luchas con los fabricantes. La formación de estas coaliciones,
Trades Union, siguió una marcha simultánea con las luchas políticas de los obreros, que constituyen ahora

101
formulado en Miseria de la Filosofía y El Manifiesto Comunista. “El movimiento
político de la clase obrera tiene como último objetivo, claro está, la conquista del
poder político para la clase obrara y a este fin es necesario, naturalmente, que la
organización previa de la clase obrera, nacida de su propia lucha económica,
haya alcanzado cierto grado de desarrollo. Pero por otra parte, todo movimiento
en el que la clase obrera actúa como clase contra las clases dominantes y trata
de forzarlas “presionando desde fuera”, es un movimiento político. Por ejemplo, la
tentativa de obligar mediante huelgas a capitalistas aislados a reducir la jornada
de trabajo en determinada fábrica o rama de la industria es un movimiento
puramente económico, por el contrario, el movimiento con vistas a obligar a que
se decrete la ley de la jornada de ocho horas, etc., es un movimiento político. Así
pues, de los movimientos económicos separados de los obreros nace en todas
partes un movimiento político, es decir, un movimiento de la clase, cuyo objeto es
que se dé satisfacción a sus intereses en forma general, es decir, en forma que
sea compulsoria para toda la sociedad. Allí donde la clase obrera no ha
desarrollado su organización lo bastante para emprender una ofensiva resuelta
contra el poder colectivo, es decir, contra el poder político de las clases
dominantes, se debe, por lo menos, prepararla para ello mediante una agitación
constante contra la política de las clases dominantes y adoptando una actitud
hostil hacia ese poder"245.

En Miseria de la Filosofía dice: “Bajo la forma de coaliciones se verifican siempre


los primeros ensayos de los trabajadores para asociarse entre sí. La gran industria
aglomera en un solo punto una multitud de gente, desconocidos unos de otros. La
competencia los divide en intereses. Pero el sostenimiento del salario, este
interés común que tiene contra su patrono, los reúne en un mismo pensamiento de
resistencia: coalición. Así, la coalición tiene siempre un doble objeto: el de hacer
que cese entre ellos la competencia, para poder hacer una competencia general al
capitalista. Si el primer objeto de resistencia ha sido sólo el sostenimiento de los
salarios, a medida que los capitalistas, a su vez, se reúnen en un pensamiento de
represión, las coaliciones, aisladas al principio, se forman en grupos, y enfrente
del capital, siempre reunido, el sostenimiento de la asociación viene a ser para
ellos más importante que el del salario. En esta lucha –verdadera guerra civil- se
reúnen y desarrollan los elementos necesarios para una batalla venidera. Una vez
llegada a este punto, la asociación adquiere un carácter político. Así, esta masa es
ya una clase enfrente del capital, pero no lo es aún para ella misma. En la lucha,
algunas de cuyas fases hemos señalado, esta masa se reúne, se constituye en
clase para sí misma. Los intereses que defiende se convierten en intereses de
clase. Y la lucha de clase a clase es una lucha política… El antagonismo entre el
proletariado y la burguesía es una lucha de clase a clase, lucha que, llevada a su
más alta expresión, es una revolución total. Y no se diga que el movimiento social

un gran partido político con el nombre de cartistas. K. Marx. Miseria de la Filosofía. Folio. Navarra-España.
1999, pp. 186.
245
K. Marx. Carta a Friedrich Bolte. 23 de noviembre de 1871. En: Marx-Engels. Obras Escogidas. Progreso
Moscú. 1972.Tomo II, pp., 446.

102
excluye el movimiento político. No hay ni ha habido nunca movimiento político que
no sea al mismo tiempo social”246.

Y en la Instrucción a los Delegados, veinte años después, Marx va insistir en este


mismo planteamiento. “Originariamente, las tradeuniones nacieron de los intentos
espontáneos que hacían los obreros para suprimir o, al menos, debilitar esta
competencia, a fin de conseguir unos términos del contrato que les liberasen de la
situación de simples esclavos. El objetivo inmediato de las tradeuniones se
limitaba, por eso, a las necesidades cotidianas, a los intentos de detener la
incesante ofensiva del capital, en una palabra, a cuestiones de salarios y de
duración del tiempo de trabajo. Semejante actividad de las tradeunones, además
de legítima, es necesaria, es indispensable mientras exista el actual modo de
producción. Por otra parte, sin darse cuenta ellas mismas, las tradeuniones se
fueron convirtiendo en centros de organización de la clase obrera, del mismo
modo que las municipalidades y las comunas medievales lo habían sido para la
burguesía. Si decimos que las tradeuniones son necesarias para la lucha de
guerrillas entre el capital y el trabajo, cabe saber que son todavía más
importantes como fuerza organizada para suprimir el propio sistema de trabajo
asalariado y el poder del capital”247.

Sin embargo, observa Marx. “Ocupadas con demasiada frecuencia en las luchas
locales e inmediatas contra el capital, las tradeuniones no han adquirido aún plena
conciencia de su fuerza en la lucha contra el sistema de esclavitud asalariada.
Por eso han estado demasiado al margen del movimiento general social y político.
Sin embargo, últimamente, por lo visto, se ha despertado en ellas la conciencia de
su gran misión histórica, como lo prueban, por ejemplo, su participación en el
movimiento político de Inglaterra, la más amplia comprensión de su función en los
EEUU y la siguiente resolución adoptada en la reciente gran Conferencia de los
delegados de las tradeuniones celebrada en Sheffield. Aparte de sus propósitos
originales, deben ahora aprender a actuar deliberadamente como centros
organizados de la clase obrera ante el magno objetivo de su completa
emancipación. Deben apoyar a todo movimiento social y político en esta dirección.
Considerándose y actuando como los campeones y representantes de toda la
clase obrera, tiene el deber de llevar a sus filas a los obreros no asociados. Las
tradeuniones deben mostrar a todo el mundo que no luchan por intereses
estrechos y egoístas, que su objetivo es la emancipación de los millones de
oprimidos”248.

Como puede verse, de acuerdo con Marx, no se pasa de la resistencia a la


revolución ipso-facto, de golpe. Entre la resistencia y la revolución media un
proceso de preparación revolucionaria, de educación política de la clase obrera,
de la cual las organizaciones de resistencia son la base; por consiguiente, no hay
una muralla china que separe la resistencia de la revolución, por el contrario, hay

246
K. Marx. Miseria de la Filosofía, pp., 187 y ss.
247
K. Marx. Instrucción…, pp. 83.
248
Ibid, pp., 84.

103
una conjugación dialéctica entre una y otra, a través de la acción política. Por
consiguiente, no hay separación entre lucha de resistencia (económica) y lucha
política (revolucionaria). Incluso, la propia lucha de resistencia requiere de la
acción política. Una lucha reducida a la sola resistencia económica es funcional al
propio sistema capitalista. En consecuencia, tampoco se trata de una lucha
política abstracta contra el sistema capitalista, sino una que se fundamente en la
experiencia concreta y cotidiana de la lucha económica y la conciencia de los
límites de esta lucha. Es a esto a lo que se refiere Marx cuando dice que hacia el
fin de la revolución social es necesario, que la organización previa de la clase
obrera, nacida de su propia lucha económica, haya alcanzado cierto grado de
desarrollo.

Por otra parte, resulta importante precisar, que esta dialéctica de la resistencia y la
política –especialmente respecto de esta última- encierra para Marx dos
dimensiones diferenciadas pero articuladas hacia un mismo proceso
emancipatorio. Una, orientada a arrancar del Estado leyes que garanticen
derechos parciales a los trabajadores, pero válidos para el conjunto de la clase
obrera, que controlen y regulen la voracidad de los capitalistas individuales por
imponer su dominio y ejercer la explotación de manera desmedida. Y dos,
orientada hacia la revolución social y la toma del poder por parte del proletariado.
Repetimos, para Marx, no se trata de dos lógicas de acción política desarticuladas
una de la otra, ni tampoco desarticuladas del ámbito de la resistencia obrera
propiamente dicha. Para Marx, en el campo de la política del proletariado, no hay
dilemas entre reforma y revolución, ni, en un sentido más general, entre
resistencia y revolución o entre lucha económica y lucha política. La lucha de
clases del proletariado contra el capital es un proceso ininterrumpido, permanente,
abierto, en el que se conjugan objetivos inmediatos y mediatos, en dirección de la
salida del estado de necesidad de la esclavitud asalariada.

La “ambigüedad” de la legislación fabril enseña a los obreros asalariados las


posibilidades y, al mismo tiempo, las limitaciones de una acción política en los
marcos del propio Estado capitalista, y, por consiguiente, les plantea, según Marx,
la necesidad de realizar una lucha política más amplia, como lucha de clases, que
ha de conducir a la revolución social. Incluso esta lucha de resistencia se expresa
también a nivel político, aunque todavía no como revolución. “En lo que atañe a la
limitación de la jornada de trabajo, lo mismo en Inglaterra que en los demás
países, nunca se ha reglamentado sino por ingerencia de la ley. Sin la constante
presión de los obreros desde fuera, la ley jamás habría intervenido. En todo caso,
este resultado no podía alcanzarse mediante convenios privados entre los
obreros y los capitalistas. Esta necesidad de una acción política general es
precisamente la que demuestra que, en el terreno puramente económico de lucha,
el capital es la parte más fuerte”249.
249
K. Marx. Salario Precio y Ganancia, pp. 73. Cursivas del Autor. Sin embargo, debe tenerse en cuenta, que
el sentido de la legislación laboral que se empezó a prefigurar a raíz de las luchas obreras en los marcos del
régimen capitalista de producción, responde también a la gramática del poder, en este caso, del poder de
Estado. Un aspecto que Marx no dejó de observar. El poder del Estado, como la resistencia, también es
dinámico y cambiante. Por un lado, en su pretensión de someter y regular a un capitalismo indómito y

104
De esta manera, el derecho se convierte también en campo de fuerzas, en disputa
entre fuerzas antagónicas: por un lado, la que opone la gramática del poder por
institucionalizar y limitar la lógica de la resistencia a su propio campo, buscando
siempre someterla a su propia lógica y de paso legitimarse; por otro lado, la que
opone la gramática de la resistencia, buscando siempre profundizar el proceso de
transformación revolucionaria de la sociedad y romper la lógica misma del poder.

Desde la perspectiva de Marx, las conquistas obreras arrancadas al capital a


través de la ley trascienden el objetivo inmediato del Estado por institucionalizarlas
a través del derecho. No las subestima. Por el contrario, como queda dicho arriba,
considera que el sentido de estas conquistas es el de contribuir al desarrollo más
general de la lucha de clases del proletariado por la revolución social. Esta
concepción teórico-política de Marx corresponde a una gramática de la resistencia,
que no transige en general con ninguna forma de dominación ni de explotación, y
le impide sucumbir, por otro lado, a la gramática del poder aun si la resistencia no
tiene ante sí, de manera inmediata, la transformación revolucionaria de la
sociedad.

La política se convierte pues en la clave que le permite a Marx trascender la


gramática del poder y articular, por otro lado, la gramática de la resistencia con la
utopía de una sociedad comunista, a través de la acción revolucionaria. Veamos,
para terminar, cómo plantea Marx esta relación entre el presente de la resistencia
y la utopía comunista, a través de la política.

En el horizonte de todas las utopías políticas del pensamiento de Occidente hasta


Marx, siempre aparece la idea del mejor Estado. En el horizonte de la utopía
política de Marx, se encuentra, por el contrario, la idea de una sociedad sin
Estado: el comunismo. En los primeros, la utopía es una suerte de confirmación
depurada de la política; en Marx, la utopía es la negación misma de la política. Sin
embargo, en Marx, no es posible la utopía sino a través de la política. La
posibilidad de la utopía, no sólo como posibilidad teórica sino también, y sobre
todo, como utopía realizable, requiere el desarrollo pleno de la política. ¿Cómo
asume Marx esta aparente paradoja entre utopía sin política y la posibilidad de

absolutamente desregulado, como el existente todavía a mediados del siglo XIX, incluso contra la resistencia
de los capitalistas considerados individualmente; y por otro lado, para contrarrestar y regular la amenaza
subvertora que representaba el antagonismo de clase del proletariado contra el orden social capitalista como
un todo. El derecho laboral en ciernes representaba, así, el despliegue de la gramática del poder incluso contra
la resistencia de los capitalistas aislados. Esta exigencia de regulación política del capitalismo convierte al
Estado en actor co-constituyente y garante de las relaciones sociales de producción. Este intervencionismo
del Estado contribuye a redefinir, por consiguiente, las relaciones sociales de producción de acuerdo con las
nuevas realidades sociales y políticas planteadas por la lucha de clases del proletariado. Ya no es suficiente el
dominio del capital a secas, sino que es necesaria la presencia del Estado, a través del derecho laboral y las
instituciones. Esta legislación laboral expresa, por un lado, que la resistencia no llega aún a una ruptura
revolucionaria, pero, por otro lado, que ya no es posible que se le siga considerando como antes. En la medida
en que el Estado asume un papel de garante y co-constituyente de las relaciones sociales de producción, e
incluso como agente productivo directo, la resistencia también va dirigida contra el Estado.

105
realización de la utopía a través de la política?. Buena parte de la respuesta la
encontramos en la mayoría de sus escritos políticos, pero sobre todo en el
Manifiesto Comunista y en la Crítica del Programa de Gotha.

A diferencia de todas las anteriores formas del pensamiento utópico, desde Platón
hasta Fourier, Owen, Saint Simon y Cabot, pasando por Campanella y Moro, la
utopía de Marx se postula como una utopía posible y realizable. Esta utopía de
Marx, por supuesto, tiene nombre: se llama comunismo y a quienes militan o
participan de ella se les llamó originariamente comunistas.

¿En qué se funda la idea de posibilidad y de realización de la utopía comunista


según el propio Manifiesto Comunista? A mi juicio, en dos consideraciones
fundamentales: en primer lugar, en una teoría de la historia y de la revolución
social, y en segundo lugar, en una teoría del sujeto histórico revolucionario. En
cuanto a lo primero, la teoría de la historia y de la revolución social de Marx, como
hemos visto, establece la temporalidad y transitoriedad de toda sociedad, incluida
la propia sociedad burguesa; tal temporalidad de las sociedades históricamente
determinadas está asociada e imbricada así mismo con el criterio de la revolución
social, que es el resultado insalvable de la contradicción entre las fuerzas
productivas y las relaciones sociales de producción. Así, el fundamento estructural
o potencial de la revolución social, sobre el que se erige la utopía comunista,
radica en esta contradicción infranqueable.

En cuanto a lo segundo, el sujeto histórico revolucionario, para Marx es un


aspecto inescindible de lo primero. Para Marx, no es suficiente que las fuerzas
productivas entren en abierta contradicción con las relaciones sociales de
producción vigentes para la ocurrencia de la revolución social. La transitoriedad de
las sociedades y, por consiguiente, la posibilidad de que sean transformadas
revolucionariamente, sólo se dará si en el seno mismo de la vieja sociedad
aparece y se estructura además un nuevo sujeto histórico-político, llamado a
desatar todo el cúmulo de contradicciones y conflictos encerrados en la
contradicción estructural entre fuerzas productivas y relaciones sociales de
producción. Si no hay un sujeto social y político, que canalice en sentido
revolucionario las contradicciones de la vieja sociedad, esta última se verá sumida
en formas cada vez más generalizadas de barbarie y de crisis más profundas.
Aquí, la perspectiva de Marx es muy clara: sin sujeto revolucionario no hay
transformación revolucionaria posible ni, por consiguiente, utopía posible.

En síntesis, la utopía que postula Marx, entendida como la posibilidad y, al mismo


tiempo, la deseabilidad de una sociedad mejor, fluye, por un lado, de una lectura
acerca de las contradicciones estructurales de la propia modernización capitalista,
y de otro lado, de la irrupción y constitución como clase revolucionaria de un
nuevo sujeto histórico: el proletariado. Ya vimos cómo la política juega este papel
central en el proceso de formación del sujeto revolucionario y de transformación
revolucionaria de la sociedad.

En el Manifiesto Comunista, Marx vaticina el colapsamiento histórico de la

106
sociedad burguesa, derivado de la propia naturaleza contradictoria y dialéctica del
proceso de modernización capitalista. "Las relaciones burguesas de producción y
de cambio, las relaciones burguesas de propiedad, toda esta sociedad burguesa
moderna, que ha hecho surgir como por encanto, tan potentes medios de
producción y de cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las
potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros(...) La sociedad se
encuentra súbitamente retrotraída a un estado de súbita barbarie: diríase que el
hambre, que una guerra devastadora mundial la han privado de todos sus medios
de subsistencia; la industria y el comercio parecen aniquilados. Y todo eso, ¿por
qué? Por que la sociedad posee demasiada civilización, demasiados medios de
vida, demasiada industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas de que
dispone no favorecen ya al régimen burgués de propiedad; por el contrario,
resultan ya demasiado poderosas para estas relaciones, que constituyen un
obstáculo para su desarrollo; y cada vez que las fuerzas productivas salvan este
obstáculo, precipitan en el desorden a toda la sociedad burguesa y amenazan la
existencia de la propiedad burguesa. Las relaciones burguesas resultan
demasiado estrechas para contener las riquezas creadas en su seno"250.

Muchos críticos de Marx ven en este pasaje del Manifiesto una concepción
determinista histórica, estructuralista, economicista o tecnologista de la
transformación revolucionaria moderna. Según estos mismos intérpretes y críticos
la utopía comunista queda amarrada al creciente desarrollo de las fuerzas
productivas, las que por sí mismas, en su despliegue incesante, darían al traste
con la camisa de fuerza de las relaciones burguesas de producción.

Una lectura más cuidadosa, sin embargo, podría despejar los equívocos. Sobre
todo el de creer que la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones
sociales de producción conduce necesariamente a la revolución. En efecto, se
pregunta Marx, ¿cómo vence esta crisis la burguesía?. Y responde: "De una
parte, con la destrucción obligada de una masa de fuerzas productivas; de otra,
con la conquista de nuevos mercados y la explotación más intensa de los
antiguos. ¿De qué modo lo hace, pues? Preparando crisis más extensas y más
violentas y disminuyendo los medios de prevenirlas". Lo que aquí en este pasaje
conciso muestra Marx es que crisis burguesa, entendida en el sentido indicado,
esto es, como contradicción entre desarrollo de las fuerzas productivas y
relaciones sociales de producción burguesas, no conduce necesariamente a crisis
revolucionaria o al colapsamiento mismo de la sociedad burguesa. Lo que aquí
cabe subrayar, por consiguiente, es que el colapsamiento de la sociedad burguesa
solo aparece como posibilidad, y no como realidad necesaria e irreversible. La
sociedad capitalista no se transforma en sentido revolucionario por sí misma. No

250
K. Marx y F. Engels. Manifiesto del Partido Comunista. Crítica. 1998. Un planteamiento similar lo
encontraremos en el Manifiesto Inaugural: “Ni el perfeccionamiento de las máquinas, ni la aplicación de la
ciencia a la producción, ni el mejoramiento de los medios de comunicación, ni las nuevas colonias, ni la
emigración, ni la creación de nuevos mercados, ni el libre cambio, ni todas estas cosas juntas están en
condiciones de suprimir la miseria de las clases laboriosas; al contrario, mientras exista la base falsa de hoy,
cada nuevo desarrollo de la fuerzas productivas del trabajo ahondará necesariamente los contrastes sociales y
agudizará más cada día los antagonismos sociales”. Op. Cit, pp. 9.

107
hay pues nada de fatalismo histórico en el planteamiento de Marx, por
consiguiente, nada de historia sin sujeto.

Para Marx, la transformación revolucionaria de la sociedad capitalista deviene en


posibilidad realizable a condición de que entren en escena "los hombres que
empuñarán las armas que habrán de darle muerte a la burguesía: los obreros
modernos, los proletarios". ¿Y cómo habrán de entrar en escena "los propios
sepultureros de la burguesía"?. Ante todo, a través de la política, es decir, a través
de la organización del proletariado en clase y, por tanto, en partido político. Aquí
se revela, como veremos enseguida, uno de los planteamientos más ingeniosos
del Manifiesto. La política, y particularmente el poder político, según como aparece
en el Manifiesto, es asumida por Marx en un doble sentido. Primero, como
violencia organizada de una clase para la opresión de otra, esto es, la política es
aquí asumida como conflicto y como dominio. Segundo, la política como voluntad
concentrada para la creación o para la construcción social, esto es, la política
asumida como la vía a través de la cual la utopía posible puede ser realizable.

Visto así, la política aparece como el lazo que permite conjugar el presente con el
futuro, la realidad del ahora con el horizonte de futuro de la utopía. En otros
términos: la política es la que permite acercar el horizonte de futuro propio de la
utopía a la realidad del presente propio de la resistencia. En este sentido, la
política en relación con la utopía significa la posibilidad de una sociedad deseada.
Y es esto, precisamente, lo que está en la base de la relación entre el proyecto
utópico del Manifiesto y la necesidad de una acción política revolucionaria por
parte del proletariado.

En Miseria de la Filosofía, lo dice con mucha claridad: “Una clase oprimida es una
condición vital de toda sociedad fundada en el antagonismo de clases. La
emancipación de la clase oprimida implica, pues, necesariamente la creación de
una nueva sociedad. Para que la clase oprimida pueda emanciparse, es preciso
que los poderes productivos adquiridos ya y las relaciones sociales existentes no
puedan coexistir. De todos los instrumentos de producción, el mayor poder
productivo es la misma clase revolucionaria. La organización de los elementos
revolucionarios como clase supone la existencia de todas las fuerzas productivas
que podían engendrarse en el seno de la sociedad antigua. ¿Quiere esto decir
que después de la caída de la antigua sociedad habrá una nueva dominación de
clase que se resuma en un nuevo poder político? No. La condición de la
emancipación de la clase trabajadora es la abolición de todas las clases, así como
la condición de la emancipación del tercer estado, del orden burgués, fue la
abolición de todos los estados y de todos los órdenes. La clase trabajadora
reemplazará, en el curso de su desarrollo, la antigua sociedad civil con una
asociación que excluirá las clases y su antagonismo, y no habrá ya poder político
propiamente dicho, puesto que el poder político es precisamente el resumen
oficial del antagonismo en la sociedad civil”251.

251
K. Marx. Miseria de la Filosofía, pp. 188. Cursivas mías.

108
La política, y el poder como su núcleo duro, no son, para Marx, un fin en sí mismo,
sino un medio. El fin de la política no es otro que el de convertir al proletariado en
sujeto revolucionario para su emancipación social. De ahí que la toma del poder,
represente sólo un episodio de este proceso emancipatorio, y una vez tomado
profundizará la autoemancipación.

La experiencia histórica hasta ahora ha demostrado que la utopía comunista del


Manifiesto Comunista y de la Crítica del Programa de Gotha no ha sido realizada,
aun si sigue siendo posible252. Esta misma experiencia, por el contrario, parece
más cercana a la predicción contraria formulada por el mismo Marx en el
Manifiesto: en vez de la transformación revolucionaria de toda la sociedad,
asistimos al hundimiento de las clases en pugna.

Hace 60 años un marxista posterior a Marx, condensaba esta predicción con una
fórmula lapidaria: la crisis de la humanidad es, en síntesis, una crisis de dirección
revolucionaria253. Crisis de dirección revolucionaria entendida ante todo como
crisis de la política para hacer posible la utopía. La superación de esta crisis en la
contemporaneidad pasará, seguramente, por reconsiderar por lo menos dos
aspectos fundamentales de la utopía del Manifiesto: por un lado, la ampliación
del espectro mismo de la utopía comunista, y por el otro, la redefinición del propio
sujeto de la acción política, esto es, del protagonista de la resistencia y de la
transformación revolucionaria. Pero desarrollar esto desde la perspectiva de Marx,
es una labor que corresponde a aquellos que aún se siguen inspirando en sus
ideas.

B. Excurso: Resistencia- Revolución- Poder.


La obra de Charles Tilly, Las revoluciones europeas:1492-1992254, no sólo es una
valiosa contribución histórica, sino también teórica. Aquí destacamos
especialmente esto último. Su teoría de la revolución es sugerente, no sólo por lo
que se refiere a la estrecha relación teórica que plantea entre Estado y revolución,
como dos referentes centrales de la narrativa política de la modernidad, sino
también por las reflexiones que suscita en relación con el asunto de la resistencia,
la revolución y el Estado. Después de haber presentado la perspectiva teórica de
Marx acerca de la resistencia y su articulación con la idea de revolución, nos
parece importante presentar, a partir del planteamiento de Tilly, algunas
reflexiones preliminares que intenten dar cuenta de la dialéctica resistencia-
revolución y poder.
252
Me refiero a la doble experiencia frustrada del "socialismo real" en Oriente y de la Socialdemocracia en
Occidente.
253
León Trotsky. "Noventa Años del Manifiesto Comunista". En: Obras de León Trotsky. Tomo 15. Juan
Pablos Editor. México, 1973.
254
Charles Tilly. Las revoluciones europeas: 1492-1992. Crítica. Barcelona. 2000.

109
Charles Tilly ha observado, que la naturaleza y posibilidad de las revoluciones
cambiaron con la organización de los Estados y de sistemas de Estados y
cambiarán de nuevo con las alteraciones que puedan producirse en el futuro en el
sistema de poder de los Estados. Llevados de la mano de este planteamiento, por
analogía estaríamos tentados a decir también que la posibilidad y naturaleza de la
resistencia, igual, cambia según el carácter, fortaleza o debilidad de los Estados.
Esta afirmación requiere ser problematizada o por lo menos matizada. La certeza
del planteamiento de Tilly se ajusta al carácter de una revolución en el sentido en
que se orienta a la transformación del orden social vigente como un todo y al papel
del Estado-nación como forma predilecta de organización política de la sociedad
moderna, como referente de articulación y de cohesión de la sociedad moderna.
En otros términos, toda revolución supone como contrapartida el Estado. La
pregunta es si toda resistencia supone igualmente el Estado y si, por consiguiente,
la resistencia como realidad y como teoría se agota en la revolución. Eso es lo que
conviene discernir. Empecemos por lo último, por la pregunta acerca de si la
resistencia se agota en la revolución, como teoría y realidad.

Desde la perspectiva de la resistencia, la revolución puede entenderse como un


momento de desenlace o de ruptura de la tensión entre orden social vigente
sintetizado en el Estado y resistencia acumulada y cualificada representada en un
poder alterno. En este sentido, la revolución deviene en el clímax de la resistencia.
La resistencia deviene revolución en el instante de la ruptura de la dualidad de
poderes. Sin embargo, la revolución no agota la resistencia, ni como realidad ni
como concepto. Por un lado, porque en sentido amplio la resistencia no siempre
se expresa en el hecho de la revolución, esto es, en una serie de eventos
comprimidos y rápidos cuyo desenlace inmediato es la ruptura revolucionaria del
orden social vigente como un todo; en este sentido, la resistencia como revolución
es más una excepcionalidad antes que su expresión normal. No hay revoluciones
todos los días, ni siquiera todos los años. Las revoluciones son momentos
excepcionales, que marcan épocas históricas en el curso de las sociedades, que
cierran ciclos de estructuración del orden social y abren otros nuevos o diferentes.
La naturaleza y profundidad de estos ciclos o momentos epocales dependen de
las fuerzas sociales colisionadas, de las correlaciones de fuerzas cristalizadas en
el momento revolucionario o post-revolucionario, tanto a escala nacional como
mundial. Tiempo rápido y condensado, por un lado, y espacio nacional, por el otro,
son los referentes que caracterizan las rupturas revolucionarias modernas, tal
como lo ejemplifican las típicas revoluciones francesa de 1789 y rusa de 1917.

Además de las revoluciones, por lo general como formas culminantes de la


resistencia, la resistencia se expresa también en acciones colectivas extendidas
en el tiempo y en el espacio, algunas de carácter sistémico, otras de carácter
espontáneo, algunas de carácter local o nacional y otras a escala global, algunas
se expresan en forma pública, como las revoluciones, otras de manera clandestina
o soterrada. Muchas de estas resistencias no conducen necesariamente a la
revolución, aunque algunas, como las sublevaciones o los estallidos sociales bajo
la forma de revuelta, sean tan ruidosas y tumultuosas como ellas; por el contrario,

110
sólo algunas, muy excepcionalmente, logran hacerlo. El tiempo y el sentido
ordinario de la resistencia no es pues la ruptura revolucionaria. Muchas acciones
colectivas de resistencia se agotan en el tiempo, tienen ciclos de duración breve,
mientras que otras no trascienden el ámbito puramente local o sectorial, y muchas
más terminan cooptadas por el sistema político255. De manera que, ni por el
tiempo, ni por el espacio, ni por su visibilidad, ni por su lógica, las resistencias son
siempre revoluciones.

Sin embargo, conviene no absolutizar esta distinción. Pues la experiencia histórica


de la revolución es prolífica en mostrar la dialéctica muy estrecha entre la
resistencia como revolución y las formas ordinarias de resistencia. Así como las
revoluciones no son acontecimientos cotidianos, tampoco “caen del cielo”. Por lo
general se producen precedidas de procesos moleculares acumulativos de
inconformidad y malestar, de confrontación y de acumulación de conflictos con los
detentadores del poder. Conflictos e inconformidad que se han nutrido de estas
múltiples expresiones de resistencia cotidiana, que encuentran en la revolución el
único cauce posible de articulación y desenlace. La articulación entre estas formas
de resistencia y la revolución ha sido teorizada como estrategia de acción
revolucionaria por las corrientes políticas marxistas, desde el propio Marx y
Engels en el seno de la I Internacional, hasta Lenín y Trotsky en el partido
bolchevique y la III Internacional, Rosa Luxemburgo en el seno de la
Socialdemocracia Alemana y Antonio Gramsci, desde la cárcel. En América
Latina, tanto las revoluciones triunfantes como la liderada por Simón Bolívar contra
el dominio español en el siglo XIX y las revoluciones contemporáneas de Cuba y
Nicaragua en 1959 y 1979 respectivamente, así como las revoluciones frustradas
como la de Tupac Amarú en Perú en el siglo XVIII y la de Emiliano Zapata en
México a comienzos del siglo XX, igualmente conjugaron formas larvadas y
muchas veces históricas de resistencia con acciones revolucionarias contra el
poder y la dominación establecidos.

Por otro lado, el espectro de la resistencia es mucho más amplio que el político,
que es el propio de toda revolución, por lo menos en sus comienzos. La
resistencia comprende, además de lo político, un amplio repertorio de prácticas y
acciones colectivas en los ámbitos social, económico, ideológico y cultural. Esta
pluralidad de dimensiones y lógicas que caracterizan la resistencia o las
resistencias, nos lleva a considerar el primer aspecto de la pregunta, si la
resistencia se define sólo por referencia al Estado como suele ocurrir con toda
revolución. Aquí entramos a considerar uno de los aspectos más generales en la
demarcación teórica de la resistencia, en el sentido de que ésta no es sólo la
contrapartida al poder político estatal, sino la contracara de todo tipo de poder y
dominación, estatal o no. En efecto, más allá del poder político estatal, el poder y
la dominación se expresan y toman forma en los múltiples ámbitos no estatales de
la sociedad, como por ejemplo, la economía, las instituciones sociales, la cultura y

255
Marx no pudo ocultar su amargura al final de sus días al comprobar cómo la clase obrera inglesa, en vez
de tomar un curso revolucionario, abrazaba cada vez más el tradeunionismo. Cfr. Erc Howsbawn.
Revolucionarios. Crítica. Barcelona. 2000.

111
la ideología. La fábrica, la escuela, la familia, el hospital, la cárcel, la sexualidad,
los medios de comunicación, todos ellos son escenarios de poder y también de
resistencia. La resistencia es inherente al poder. Al decir de Foucault, ahí donde
hay poder hay resistencia. De ahí entonces que el ámbito de la resistencia se
amplia y se complejiza en la medida en que la realidad y dimensión del poder
trasciende la dimensión polìtica-estatal. Si el poder es un entramado reticular de
relaciones sociales, la resistencia es un correlato de este entramado. Otra cosa es
el carácter centrado o descentrado del poder, que desde la perspectiva marxista
se estructura a partir de las relaciones sociales de producción y desde la
perspectiva foucoultiana carece de centralidad. Mientras Marx nos presenta la
estructura o el engranaje de la máquina del poder, Foucault presenta el vasto
campo del mismo. Sobre esto volveremos más adelante.

Siguiendo a Tilly nuevamente, puede formularse una distinción entre revolución y


resistencia. La revolución siempre es el resultado de procesos revolucionarios, es
el desenlace de estos procesos; la resistencia es la oposición a los poderes
establecidos con resultados impredecibles; la resistencia es por lo general y en un
comienzo de carácter defensivo y en muchos aspectos conservadora. La
revolución es un resultado hacia adelante. La resistencia, no siempre lo es. Puede
establecerse, sin embargo, un nexo hipotético entre resistencia y revolución; uno,
que va de la resistencia a la revolución, que ha sido la experiencia histórica de
algunas sociedades, como por ejemplo, la de los países colonizados, el
nacionalismo puede ser considerado una expresión de esta síntesis en germen;
pero no siempre la resistencia lleva a la revolución, puede conducir a una situación
de statu-quo, de cambios en algunos aspectos de la realidad del poder o a una
situación de transacción sin revolución, también la experiencia histórica puede
ilustrar algunos casos.

En el modelo de Tilly es importante retomar el modelo capital-coerción respecto de


la construcción del Estado nación y la revolución, recordemos que la revolución
está asociada a la forma y proceso de constitución del Estado-nación: capital,
coerción o capital y coerción. Para la resistencia, parece que también.

C. Resistencia o ¿el pez en la red?


Michel Foucault puede ser considerado como unos de los pensadores
contemporáneos que más ha contribuido a redefinir y problematizar las categorías
fundamentales de la teoría política convencional256. Pese a sus diferencias
teóricas, puede decirse que Michel Foucault se inscribe en la misma estela de
pensamiento de Marx, como críticos radicales de la modernidad.

El pensamiento de Foucault acerca de la resistencia, como dijimos antes,


pertenece a esa segunda tradición del pensamiento político occidental, para la
cual la resistencia no es un fenómeno relacionado exclusivamente con el poder

256
Cabe aclarar, por supuesto, que se trata de sólo un aspecto de su rica producción intelectual.

112
político, sino, también –y en su caso, quizás más que en ningún otro de los
pensadores contemporáneos y de los que le precedieron-, con las relaciones de
poder y explotación o con situaciones de injusticia presentes en la propia
sociedad, más allá del campo de las relaciones entre el Estado y los ciudadanos o
entre el soberano y los súbditos. Igual que los pensadores de esta misma
tradición, su pensamiento acerca de la resistencia establece en lo social su
centralidad, como escenario primero o fundamental de configuración y
enraizamiento de la misma; igualmente, comparte también con aquellos, la
centralidad del conflicto o de la contradicción como campo desde el cual y en el
cual se estructura la resistencia.

El tema de la resistencia en el pensamiento de M. Foucault está directamente


vinculado con el tema del poder y la concepción que él tiene de éste. Por
consiguiente, con el propósito de dilucidar teóricamente sus planteamientos y sus
aportes, empezaremos por una presentación breve de su teoría del poder -
aunque, según el mismo Foucault más que de una “teoría”, la suya es una
“analítica” del poder257-, intentando subrayar los elementos más directamente
relacionados con el mismo.

Los estudiosos sistemáticos de la obra de Foucault, como el mexicano Héctor


Ceballos Garibay, ubican la producción teórica de Foucault acerca del poder en su
segunda etapa de producción intelectual o discursiva. Esta segunda etapa
discursiva se refiere a la predominancia de la visión genealógica, es decir, la
preocupación de Foucault por comprender las tácticas y estrategias que utiliza el
poder. Los textos correspondientes a esta segunda etapa son: El Orden del
Discurso (1970); Nietzche y la Genealogía de la Historia (1971), Vigilar y Castigar
(1975); y el primer volumen de la Historia de la Sexualidad (1976)258. Para nuestra
propia presentación nos basaremos en algunos de los textos aquí reseñados y en
otros que no aparecen incluidos en dicha reseña.

La analítica del poder de Foucault abre fuego contra el discurso liberal de la


soberanía del poder y contra la teoría economicista del poder “propia del
marxismo”. Por un lado, propone una ruptura con los postulados fundamentales de
la teoría liberal del poder; particularmente, con la idea del poder como soberanía;
o del poder que está centrado en un foco o en un punto determinado; o del poder
como sólo represión; o del poder como sólo obediencia; tal como lo veremos
enseguida. Por otro lado, rompe con lo que él llama la concepción economicista
del poder, propia del marxismo, según la cual el poder tiene una derivación de la
economía. En crítica contra estas dos concepciones del poder construye Foucault

257
“Analítica” en el sentido de “una definición del dominio específico que forman las relaciones de poder y la
determinación de los instrumentos que permiten analizarlo”. M. Foucault. Historia de la Sexualidad. Volumen
1: La voluntad del saber. Siglo XXI. Buenos Aires. 2005, pp., 100.
258
Héctor Ceballos Garibay. Foucault y El Poder. Ediciones Coyoacán. México. 2000, pp., 19 y 20. Llama la
atención que este autor no incluya algunos otros textos relacionados directamente con el tema del poder, como
por ejemplo: La Microfísica del Poder; La Verdad y sus Formas Jurídicas; Un Diálogo sobre el Poder;
Genealogía del Racismo, que recogen y editan muchos de sus seminarios y entrevistas sobre el tema dictados
en la década de los años 70s.

113
su analítica del poder259. “Pero me parece que se puede decir que, a pesar y a
través de las diferencias, hay un punto en común entre la concepción jurídica y
liberal del poder político y la concepción marxista, o en todo caso, la concepción
corriente que vale como concepción marxista. El punto en común es el que yo
llamaría el economicismo de la teoría del poder”260. Refiriéndose más
específicamente a la teoría marxista del poder, dice: “Hay en cambio –en la
concepción marxista general del poder- algo que se podría llamar la funcionalidad
económica del poder en la medida en que el poder tendría, en sustancia, el rol de
mantener al mismo tiempo las relaciones de producción y la dominación de clase
que el desarrollo y la modalidad específicos de la apropiación de las fuerzas
productivas ha hecho posible”261.

Su analítica del poder, como dijimos, está focalizada en una crítica radical a la
representación liberal del poder en términos de soberanía o de derecho y su
correlato en términos de obediencia. “Pero creo que tal analítica, dice, no puede
constituirse sino a condición de hacer tabla rasa y de liberarse de cierta
representación del poder, la que yo llamaría ‘jurídico-discursiva’”262. Sin embargo,
esta crítica de Foucault no se refiere sólo a la representación jurídica del poder de
Estado y al contrato como base jurídica del mismo, tal como suele referírsele, sino,
en general, a todas las otras formas de poder representadas también bajo formas
jurídicas. “Ya se le preste la forma del príncipe que formula el derecho, del padre
que prohíbe, del censor que hace callar o del maestro que enseña la ley, de todos
modos se esquematiza el poder en una forma jurídica y se definen sus efectos
como obediencia. Frente a un poder que es ley, el sujeto constituido como sujeto –
que está ‘sujeto’- es el que obedece…Por un lado, poder legislador y, por el otro,
sujeto obediente”263. Y en Genealogía del Racismo, dice: “Decir que la soberanía
259
Debe advertirse, sin embargo, que su foco fundamental de crítica es, en realidad, la concepción del poder
soberanía del discurso liberal, mientras que la crítica a la concepción del poder del marxismo, aunque
recurrente en sus seminarios y entrevistas, no ocuparon su atención especial.
260
M . Foucault. Genealogía del racismo. La Piqueta. Madrid. 1992, pp., 27.
261
Ibid, pp., 27-28. Este pasaje es recurrente en la referencia de Foucault a la concepción marxista del poder.
Nos parece, que Foucault al criticar esta concepción como marxista, en realidad, polemiza contra “hombres de
paja”, pues es claro que para Marx el poder no está en una relación de exterioridad respecto de las relaciones
sociales de producción (lo que Foucault llama la economía), sino que es co-constituyente de las mismas, les es
inmanente a ellas, tal como lo vimos en el capítulo anterior. Incluso marxistas posteriores como Trotsky y
Rosa Luxemburgo, plantearon, a partir de las experiencias huelguísticas y las tomas de fábricas por lo
obreros, situaciones de dualidad de poder en la fabrica, como escenario de las relaciones sociales de
producción. La derivación (en el lenguaje de Foucault) respecto de las relaciones sociales de producción está
planteada, no en relación con el poder en general, sino específicamente respecto del Estado, una dimensión
del poder que Foucault, como veremos enseguida, tiende a desestimar en su crítica a la concepción liberal.
Este “equívoco” de Foucault en el blanco de la crítica podría explicarse, quizás, por la hegemonía que en los
años 70s tuvo cierto marxismo estructuralista y cierta versión maoísta del mismo en Francia.
262
M. Foucault. Historia de la sexualidad. Volumen 1. La voluntad de saber. pp., 100. “Hay que construir una
analítica del poder que ya no tome el derecho como modelo y como código”. Op. Cit., pp., 110.
263
Ibid, pp., 103. Esta representación del poder como soberanía en referencia exclusiva al poder político,
proviene del hecho de que la matriz del poder como soberanía procede de la experiencia histórica de la
fundación del Estado-nación como Estado de derecho y a que, en algunos pasajes de otras de sus obras,
Foucault parece así sugerirlo: “Se podrían entonces oponer dos grandes sistemas de análisis del poder. Uno
sería el viejo sistema que se encuentra en los philophes del siglo XVIII. Se articula en torno al poder como
derecho originariamente que se cede y constituye la soberanía, y en torno al contrato como matriz del poder

114
es el problema central del derecho en las sociedades occidentales, quiere decir
que el discurso y la técnica del derecho han tenido esencialmente la función de
disolver dentro del poder el hecho histórico de la dominación y de hacer aparecer
en su lugar los derechos legítimos de la soberanía y la obligación legal de la
obediencia”264.

Cabe dentro de esta analítica, la crítica a la idea de un poder sólo represivo,


propio también de esta representación jurídica del poder: “no poder nada, salvo
lograr que su sometido nada pueda tampoco, excepto lo que le deja hacer”. De
esta manera, según esta representación del poder, dice Foucault, “Todos los
modos de dominación, de sumisión, de sujeción se reducirían en suma al efecto
de obediencia”265. Contra esta idea del poder como sólo represión, Foucault,
opone la idea de un poder productivo, que crea, que ya no está en función de la
muerte sino de la vida. “Del edificio construido por los juristas clásicos hasta las
actuales concepciones, me parece que el problema se ha planteado siempre en
los mismos términos. Un poder esencialmente negativo que supone por un lado un
soberano cuyo papel es prohibir, y por el otro, un sujeto que debe en algún modo
decir sí a esta prohibición…me parece que la noción de represión es
completamente inadecuada para dar cuenta de lo que hay de productos en el
poder. Cuando se definen los efectos de poder por la represión se utiliza una
concepción puramente jurídica de este poder; se identifica poder con una ley que
niega; con la potencia de la prohibición. Ahora bien, creo que hay en ello una
concepción negativa, estrecha, esquelética del poder que ha sido curiosamente
compartida. Si el poder no fuera más que represivo, sino hiciera otra cosa que
decir no, ¿cree usted verdaderamente que llegaríamos a obedecerlo? Lo que hace
que el poder se sostenga, que sea aceptado, es sencillamente que no pesa sólo
como potencia que dice no, sino que cala de hecho, produce cosas, induce placer,
forma saber, produce discursos; hay que considerarlo como una red productiva
que pasa a través de todo el cuerpo social en lugar de cómo una instancia
negativa que tiene por función reprimir”266.

Esta analítica del poder propuesta por Foucault, supone, por lo menos cuatro
rupturas fundamentales respecto de la concepción convencional del poder, y
representa, sin duda, una de los aportes más valioso del pensador francés a la
teoría política y, en particular, a la teoría del poder. A. El poder no puede reducirse

político. El poder así constituido corre el riesgo de hacerse opresión cuando se sobrepasa a sí mismo, es decir,
cuando va más allá de los términos del contrato. Poder-contrato, con la opresión como límite o más bien,
como la superación del límite”. M. Foucault. Genealogía del racismo, pp., 31. En realidad, el pasaje de
Historia de la sexualidad, trata de la generalización del modelo de la soberanía a todas las otras formas de
poder, tal como lo ha observado Foucault.
264
M. Foucault. Genealogía del racismo, pp., 34.
265
Las razones históricas para esta representación jurídica del poder, Foucault las remite a la Edad Media
europea, en la que por razones de regulación y estabilidad, las instituciones del Estado se impusieron sobre
los poderes fragmentados y parciales. “A partir de la Edad media, en las sociedades occidentales el ejercicio
del poder se formula siempre en el derecho”. M. Foucault. Ibid., pp., 106.
266
M. Foucault. Un diálogo sobre el poder. Altaya. Barcelona. 1994, pp., 80 y 137. Aquí, Foucault parece
desplazar la legitimidad del poder fundada en el derecho a una nueva legitimidad fundada en las tecnologías
del poder o la normalización, tal como lo veremos enseguida.

115
al Estado; B. El poder no puede plantearse en términos de ley o de contrato; C. El
poder no tiene como contrapartida la obediencia; D. El poder no es sólo represión.
Todas estas rupturas, tienen como referencia directa, repetimos, la representación
del poder como soberanía. De ahí su insistencia en delimitar cuál es su campo de
análisis del poder. Campo que no está en el Estado fundamentalmente, sino en el
cuerpo social, en las relaciones sociales, en lo fragmentario, en lo local; en otros
términos, en la microfísica social. Por otro lado, su preocupación no es la
obediencia política, que es lo que subyace en todas las teorías de la legitimidad y
del contrato, sino la sujeción, el disciplinamiento de los cuerpos267.

Al definir la anterior como la línea general del análisis, enseguida procede


Foucault a formular algunas de sus precauciones de método:

Primera: no analizar las formas reguladas y legítimas del poder a partir de su


centro (es decir, en sus mecanismos generales y en sus efectos constantes),
captar en cambio el poder en sus extremidades, en sus terminaciones, ahí donde
se hace capilar; captar el poder en sus formas más regionales, más locales, sobre
todo allí donde, saliéndose de las reglas del derecho que lo organizan y lo
delimitan, se prolonga más allá de ellas invistiéndose en instituciones, toma
cuerpo en técnicas y se da instrumentos de acción material que pueden ser
también violentos.

Segunda: no analizar el poder en el ámbito de la intención o de la decisión, no


tratar de captarlo desde adentro, no hacer la acostumbrada pregunta laberíntica e
irresoluble: “Quién tiene el poder, y qué cosa tiene en mente o busca el que tiene
le poder”. En cambio estudiar el poder allí donde su intención está investida en
prácticas reales y efectivas, en su cara externa, allí donde está en relación directa
con su objeto, con su blanco, su campo de aplicación, es decir, allí donde se
implanta y produce sus efectos. Más que plantear el problema del alma central,
creo que habría que tratar de estudiar los cuerpos periféricos y múltiples, los
cuerpos que los efectos de poder constituyen en sujetos.

Tercera: no considerar el poder como un fenómeno de dominación –compacto y


homogéneo- de un individuo sobre otros, de un grupo sobre otros y de una clase
sobre otras. Al contrario, tener bien presente que el poder, si se lo mira de cerca,
no es algo que se divide entre los que lo detentan como propiedad exclusiva y los
que no lo tienen y lo sufren. El poder es, y debe ser, analizado como algo que
circula y funciona –por así decirlo- en cadena. Nunca está localizado aquí o allí,
nunca está en las manos de alguien, nunca es apropiado como una riqueza o un
bien. El poder funciona y se ejerce a través de una organización reticular. Y en sus
mallas los individuos no sólo circulan, sino que están puestos en la condición de
sufrirlo y ejercerlo; nunca son el blanco inerte o cómplice del poder, son siempre

267
“El problema para mí, dice Foucault, es evitar la cuestión, central para el derecho, de la soberanía y la
obediencia de los individuos sometidos a ella, y hacer aparecer, en lugar de la soberanía y la obediencia, el
problema de lo dominación y de la sujeción”. M. Foucault. Genealogía del racismo, pp., 37.

116
sus elementos de recomposición. En otras palabras: el poder no se aplica a los
individuos, sino que transita a través de los individuos.

Cuarta: cuando digo que el poder se ejerce, circula, forma redes, esto es verdad
sólo hasta cierto punto. Pero no creo que se deba concluir de ello que el poder
está universalmente bien repartido entre los individuos y que nos encontramos
frente a una distribución democrática o anárquica del poder a través de los
cuerpos. Me parece que no se debe hacer una especie de análisis (“deductivo”)
que parta del centro del poder y lo siga en su movimiento reproductivo hacia
abajo, llegando hasta los elementos moleculares de la sociedad. En cambio, me
parece que se debe hacer un análisis ascendente del poder: partir de los
mecanismos infinitesimales (que tienen su historia, su trayecto, su técnica y su
táctica) y después ver cómo estos mecanismos de poder (que tienen su solidez y
su tecnología específica) han sido y son aún investidos, colonizados, utilizados,
doblegados, transformados, trasladados, extendidos por mecanismos cada vez
más generales y por formas de dominación global. No es que debamos estudiar la
dominación global como algo que se pluraliza y repercute hasta abajo. Debemos
analizar la manera en la cual los fenómenos, las técnicas, los procedimientos de
poder funcionan en los niveles más bajos; mostrar cómo estos procedimientos se
trasladan, se extienden, se modifican, pero sobre todo mostrar cómo fenómenos
más globales los invisten y se los anexionan y cómo poderes más generales o
intereses económicos pueden insertarse en el juego de estas tecnologías de poder
relativamente autónomas e infinitesimales.

Quinta: es posible que las grandes maquinarias de poder hayan estado


acompañadas por producciones ideológicas. Pero no creo que lo que se forma en
la base sean ideologías. Son instrumentos efectivos de formación y de
acumulación de saber, son métodos de observación, técnicas de registro,
procedimientos de investigación, aparatos de verificación. Todo esto quiere decir
que el poder, cuando se ejercita en estos mecanismos sutiles, no puede hacerlo
sin formar, organizar y poner en circulación un saber o, más bien, aparatos de
saber que no son edificios ideológicos268.

En Historia de la Sexualidad, Foucault complementa y amplia un poco más estas


cinco recomendaciones de método para el análisis del poder269. No las vamos a
repetir, sino que incluiremos brevemente aquellas que no quedaron indicadas en
el texto anterior:

-que el poder no es algo que se adquiera, arranque o comparta, algo que se


conserve o se deje escapar; el poder se ejerce a partir de innumerables puntos, y
en el juego de relaciones móviles y no igualitarias;

268
M. Foucault. Genealogía del racismo, pp., 37 y ss.
269
M. Foucault. Historia de la sexualidad. Volumen 1. La voluntad del saber. Recordemos que este texto fue
escrito por Foucault el mismo año de 1975 en que dictaba sus cursos cuyas memorias aparecen recogidas en
Genealogía del racismo.

117
-que las relaciones de poder no están en posición de exterioridad respecto de otro
tipo de relaciones (procesos económicos, relaciones de conocimiento, relaciones
sexuales), sino que son inmanentes, constituyen los efectos inmediatos de las
particiones, desigualdades y desequilibrios que se producen, y, recíprocamente,
son las condiciones internas de tales diferenciaciones; las relaciones de poder no
se hallan en posición de superestructura, con un simple papel de prohibición o
reconducción; desempeñan, allí donde actúan, un papel directamente productor270.

Se trata, en suma, dice Foucault, de orientarse hacia una concepción del poder
que remplaza el privilegio de la ley por el punto de vista del objetivo, el privilegio
de lo prohibido, por el punto de vista de la eficacia táctica, el privilegio de la
soberanía por el análisis de un campo múltiple y móvil de relaciones de fuerza271
donde se producen efectos globales, pero nunca totalmente estables, de
dominación. El modelo estratégico y no el modelo del derecho272.

Con base en estas observaciones de orden metodológico acerca de la analítica


del poder, pueden comprenderse mejor algunos de los desarrollos teóricos acerca
del poder y la resistencia planteados por Foucault. Así, por ejemplo, contra la
representación del poder como soberanía y como contrato, Foucault opone una
concepción del poder como multiplicidad de relaciones de fuerzas, descentrado,
sin foco fijo determinado en un punto, diseminado por todo el cuerpo social, que
no va de arriba abajo, sino al revés, de abajo arriba, que no domina globalmente,
pero sí es omnipresente, es oblicuo. “Me parece que por poder hay que
comprender, primero, la multiplicidad de las relaciones de fuerza inmanentes y
propias del dominio en que se ejercen, y que son constitutivas de su organización;
el juego que por medio de luchas y enfrentamientos incesantes las transforma, las
refuerza, las invierte; los apoyos que dichas relaciones de fuerza encuentran las
unas en las otras, de modo que formen cadena o sistema, o, al contrario, los
corrimientos, las contradicciones que aíslan a unas de otras; las estrategias, por
último, que las tornan efectivas, y cuyo dibujo general o cristalización institucional
toma forma en los aparatos estatales, en la formulación de la ley, en las
270
M. Foucault. Historia de la sexualidad. Volumen 1. La voluntad del saber, pp., 114. Enseguida Foucault
plantea las precauciones de método respecto de la resistencia, las cuales consideraremos más adelante.
271
La idea del poder como un campo de relaciones de fuerza la explicita Foucault en los siguientes términos:
“si el poder es realmente el despliegue de una relación de fuerza, más que analizarlo en términos de cesión,
contrato, alienación, o, en términos funcionales del mantenimiento de las relaciones de producción, ¿no
debería ser analizado en términos de lucha, de enfrentamientos, de guerra? Se estaría así en oposición con la
primera hipótesis, según la cual la mecánica del poder es esencialmente represión. Y podría formularse una
segunda hipótesis. El poder es la guerra, la guerra continuada con otros medios; se invertiría así la afirmación
de Clausewits, diciendo que la política es la guerra continuada con otros medios. Esto quiere decir tres cosas:
en primer lugar, que las relaciones de poder tal como funcionan en una sociedad como la nuestra se ha
instaurado, en esencia, bajo una determinada relación de fuerza establecida en un momento determinado,
históricamente localizable de la guerra. Y si es cierto que el político hace cesar la guerra, hace reinar o intenta
hacer reinar una paz en la sociedad civil, no es para suspender los efectos de la guerra o para neutralizar el
desequilibrio puesto de manifiesto en la batalla final; el poder político, según esta hipótesis, tendría el papel
de reinscribir, perpetuamente, esta relación de fuerza mediante una especie de guerra silenciosa, de inscribirla
en las instituciones, en las desigualdades económicas, en el lenguaje, en fin, en los cuerpos de unos y otros”.
M. Foucault. Microfísica del poder. La Piqueta. Madrid. 1994, pp., 135 y 136.
272
M. Foucault. Historia de la sexualidad. Volumen 1, pp., 124.

118
hegemonías sociales. La condición de posibilidad del poder, en todo caso el punto
de vista que permite volver inteligible su ejercicio (hasta en sus efectos más
“periféricos” y que también permite utilizar sus mecanismos como cifra de
inteligibilidad del campo social), no debe ser buscado en la existencia primera de
un punto central, en un foco único de soberanía del cual irradiarían formas
derivadas y descendientes, son los pedestales móviles de las relaciones de fuerza
los que sin cesar inducen, por su desigualdad, estados de poder –pero siempre
locales e inestables. Omnipresencia del poder: no porque tenga el privilegio de
reagruparlo todo bajo su invencible unidad, sino porque se está produciendo a
cada instante, en todos los puntos, o más bien en toda relación de un punto con
otro. El poder está en todas partes; no es que lo englobe todo, sino que viene de
todas partes. Y ‘el’ poder, en lo que tiene de permanente, de repetitivo, de inerte,
de autorreproductor, no es más que el efecto de conjunto que se dibuja a partir de
todas esas movilidades, el encadenamiento que se apoya en cada una de ellas y
trata de fijarlas”273.

Para Foucault, como hemos visto, el poder no es algo estático, fijo, sino
cambiante, cinético, sujeto a desplazamientos continuos, reversible; que no es
susceptible de subjetivar ni en una persona ni en instituciones ni en aparatos
estatales, sino que se remite siempre a campos estratégicos de relaciones
múltiples de fuerzas, siempre abiertos, posibles, indeterminados; no es una cosa,
sino un campo de relaciones sociales; tampoco es un sistema general de
dominación, sino que es capilar, que recorre el cuerpo social y disciplina el cuerpo
de los hombres; el poder, así como no se encarna ni en personas ni en
instituciones, no se posee, se ejerce, circula, se incardina en el cuerpo social. “Por
poder no quiero decir ‘el poder’, como conjunto de instituciones y aparatos que
garantizan la sujeción de los ciudadanos en un Estado determinado. Tampoco
indico un modo de sujeción que, por oposición a la violencia, tendría la forma de la
regla. Finalmente, no entiendo por poder un sistema general de dominación
ejercida por un elemento o un grupo sobre otro, y cuyos efectos, merced a
sucesivas derivaciones, atravesarían al cuerpo social entero. Hay que ser
nominalista, sin duda: el poder no es una institución, y no es una estructura, no es
cierta potencia de la que algunos estarían dotados: es el nombre que se presta a
una situación estratégica compleja en una sociedad dada”274. “En todo lugar donde
hay poder, el poder se ejerce. Nadie hablando con propiedad, es su titular y, sin
embargo, se ejerce en determinada dirección, con unos a un lado y los otros en el
otro, no sabemos quién lo tiene exactamente, pero sabemos quién no lo tiene”275.

Por otra parte, cabe subrayar que el análisis del poder que Foucault efectúa y
contrasta, corresponde a la sociedad contemporánea de occidente, que según él
se ha transformado en este campo desde el siglo XVII. Su analítica nos presenta
la naturaleza, el sentido y los mecanismos propios de esta transformación del

273
M. Foucault. Historia de la Sexualidad. La voluntad del saber. Siglo XXI. Argentina, 2002, pp., 112.
Cursivas mías.
274
Ibid, pp., 112 y 113.
275
M. Foucault. Un diálogo sobre el poder, pp., 15.

119
poder. A partir del análisis de esta transformación profunda, Foucault fundamenta
la naturaleza bio-política del bio-poder y los mecanismos que lo distinguen del
viejo poder fundado en la soberanía y en el derecho de muerte. Lo característico
de esta transformación, fue el surgimiento de un nuevo tipo de poder, fundado en
el derecho de vida por oposición al derecho de muerte propio del viejo poder.
“Podría decirse que el viejo derecho de hacer morir o dejar vivir fue reemplazado
por el poder de hacer vivir o de rechazar hacia la muerte…Ahora es en la vida y a
lo largo de su desarrollo donde el poder establece su fuerza; la muerte es su
límite, el momento que no puede apresar, se torna el punto más secreto de la
existencia, el más ‘privado’”276.

Durante mucho tiempo, dice Foucault, una de los privilegios característicos del
poder soberano fue el derecho de vida y muerte. Ahora bien, el occidente conoció
desde la edad clásica una profundísima transformación de esos mecanismos de
poder…un poder destinado a producir fuerzas, a hacerlas crecer y ordenarlas más
que a obstaculizarlas, doblegarlas o destruirlas. A partir de entonces el derecho de
muerte tendió a desplazarse o al menos a apoyarse en las exigencias de un
poder que administra la vida, y a conformarse a lo que reclaman dichas
exigencias. Esa muerte, que se fundaba en el derecho del soberano a defenderse
o a exigir ser defendido, apareció como el simple envés del derecho que posee el
cuerpo social de asegurar su vida, mantenerla y desarrollarla…Pero ese
formidable poder de muerte parece ahora como el complemento de un poder que
se ejerce positivamente sobre la vida, que procura administrarla, aumentarla,
multiplicarla, ejercer sobre ella controles precisos y regulaciones generales277.

Con la transformación del poder de muerte por el poder para la vida, Foucault
observa que se produce así mismo una profunda transformación en los
mecanismos de poder. Se pasa de los mecanismos de poder basados en el
derecho, a mecanismos de poder que funcionan por la técnica. Del poder jurídico,
se pasa a las tecnologías del poder. “Pues si muchas de sus formas (del viejo
poder de muerte) subsistieron y aún subsisten, novísimos mecanismos de poder la
penetraron poco a poco y son probablemente irreductibles a la representación del
derecho. Más lejos se verá: esos mecanismos de poder son, en parte al menos,
los que a partir del siglo XVIII tomaron a su cargo la vida de los hombres, a los
hombres como cuerpos vivientes. Y si es verdad que lo jurídico sirvió para
representarse (de manera sin duda no exhaustiva) un poder centrado
esencialmente en la extracción (en sentido jurídico) y la muerte, ahora resulta
absolutamente heterogéneo respecto de los nuevos procedimientos de poder que
funcionan no ya por el derecho sino por la técnica, no por la ley sino por la
normalización, no por el castigo sino por el control, y que se ejercen en niveles y
formas que rebasan el Estado y sus aparatos. Hace ya siglos que entramos en un
tipo de sociedad donde lo jurídico puede cada vez menos servirle al poder de cifra
o de sistema de representación”278.

276
M. Foucault. Historia de la sexualidad, pp., 167.
277
Ibid, pp., 163 y ss.
278
Ibid, pp., 108 y 109. Cursivas mías.

120
Veamos, según Foucault, cómo se desarrolló y bajo qué formas ese poder sobre
la vida. “Concretamente, ese poder sobre la vida se desarrolló desde el siglo XVII
en dos formas principales; no son antitéticas; más bien constituyen dos polos de
desarrollo enlazados por todo un haz intermedio de relaciones. Uno de los polos
de desarrollo, al parecer el primero en formarse, fue centrado en el cuerpo como
máquina: su educación, el aumento de sus aptitudes, el arrancamiento de sus
fuerzas, el crecimiento paralelo de su utilidad y su docilidad, su integración en
sistemas de control eficaces y económicos, todo ello quedó asegurado por
procedimientos de poder característicos de las disciplinas: anatomopolítica del
cuerpo humano. El segundo, formado algo más tarde, hacia mediados del siglo
XVIII, fue centrado en el cuerpo-especie, en el cuerpo transido por la mecánica de
lo viviente y que sirve de soporte a los procesos biológicos: la proliferación, los
nacimientos y la mortalidad, el nivel de salud, la duración de la vida y la
longevidad, con todas las condiciones que pueden hacerlos variar; todos esos
problemas los toma a su cargo una serie de intervenciones y controles
reguladores: una biopolítica de la población. Las disciplinas del cuerpo y las
regulaciones de la población constituyen los dos polos alrededor de los cuales se
desarrolló la organización del poder sobre la vida. El establecimiento, durante la
edad clásica, de esa gran tecnología de doble faz caracteriza un poder cuya más
alta función no es ya matar sino invadir la vida enteramente”279.

La vieja potencia de la muerte, dice Foucault, en la cual se simbolizaba el poder


soberano, se halla cuidadosamente recubierta por la administración de los cuerpos
y la gestión calculadora de la vida. Desarrollo rápido durante la edad clásica de
diversas disciplinas –escuelas, colegios, cuarteles, talleres, aparición también, en
el campo de las prácticas políticas y las observaciones económicas, de los
problemas de natalidad, longevidad, salud pública, vivienda, migración, explosión,
pues, de técnicas diversas y numerosas para obtener la sujeción de los cuerpos y
el control de las poblaciones. Se inicia así la era de un “bio-poder280. Por primera
vez en la historia, sin duda, lo biológico se refleja en lo político; el hecho de vivir ya
no es un basamento inaccesible que sólo emerge de tiempo en tiempo, en el azar
de la muerte y su fatalidad, pasa en parte al campo de control del saber y de
intervención del poder. Éste ya no tiene que vérselas sólo con sujetos de derecho,
sobre los cuales el último poder del poder es la muerte, sino con seres vivos, y el
dominio que pueda ejercer sobre ellos deberá colocarse en el nivel de la vida
misma; haber tomado a su cargo la vida, más que la amenaza de asesinato, dio al
poder su acceso al cuerpo281.

Este bio-poder fue, a no dudarlo, un elemento indispensable en el desarrollo del


capitalismo, éste no pudo afirmarse sino al precio de la inserción controlada de

279
M. Foucault. Historia de la sexualidad. Volumen 1, pp., 168. Cursivas del Autor.
280
Historia de la sexualidad. Volumen 1, pp., 169.
281
Ibid, pp., 172 y 173.

121
los cuerpos en el aparato de producción y mediante un ajuste de los fenómenos
de población a los procesos económicos282.

De esta manera dibuja Foucault la naturaleza del nuevo poder, como bio-poder o
como poder para la vida; el dominio específico que comprende, como poder sobre
los cuerpos y poder sobre la especie; y sus nuevos mecanismos, en función de las
tecnologías de la disciplina y las tecnologías de regulación283.

Como hemos visto, la analítica del poder de Foucault constituye una de las críticas
más radicales a la teoría política liberal y uno de los aportes más valiosos a la
teoría del poder. Como Marx, descentra el poder del ámbito dominante del Estado;
rompe con la concepción del poder como contrato y con la idea de la obediencia
como contrapartida del poder; rompe, así mismo, con la idea del poder como
represión y rescata la idea positiva del poder; postula la inmanencia del poder en
las relaciones sociales (para Foucault, en el cuerpo social en sentido amplio, para
Marx, en las relaciones sociales de producción, en sentido esencial); por último,
postula el poder como un campo de fuerzas y de antagonismos. Sin embargo, la
teoría del poder de Foucault, en algunos aspectos, parece mucho más radical que
la de Marx. Por un lado, extrema la idea del descentramiento del poder, no sólo
respecto del Estado, sino en general respecto de cualquier centro o foco
pretendidamente articulador, en consecuencia, amplía el dominio del poder, más
allá de lo económico y de lo político, bajo la idea de un poder difuminado por el
cuerpo social; por otro lado, resignifica el poder al ponerlo en relación directa con
la vida del hombre como entidad biológica y como especie, como el dominio y el
rasgo más importante del poder en la época moderna.

Como ya hemos dicho, la teoría del poder de Foucault es una de las más
sugerentes y vigorosas, lo cual, sin embargo, no la salva de algunas aporías o
inconsistencias. Esto último, tanto como lo primero, ha convertido sus aportes en
uno de los referentes obligados de la crítica teórica casi desde el mismo momento
en que sus análisis salieron a la luz. Sin pretender desestimar la riqueza y
complejidad de estos aportes, pretendo indicar brevemente algunas de estas
críticas y aporías susceptibles a partir del análisis foucaultiano del poder que
hemos presentado.

282
M. Foucault. Historia de la sexualidad. Volumen 1., pp., 170.
283
M. Foucault. Historia de la sexualidad. Volumen 1, pp., 169. En un pasaje de otra de sus obras,
Genealogía del racismo, Foucault puntualiza mejor estas diferentes tecnologías del bio-poder. Dice: “La
norma es lo que puede aplicarse tanto al cuerpo que se quiere disciplinar, como a la población que se quiere
regularizar. La sociedad de normalización no es pues, dadas estas condiciones, una especie de sociedad
disciplinaria generalizada, cuyas instituciones disciplinarias se habrían difundido hasta recubrir todo el
espacio disponible. Esta es sólo una primera interpretación, e insuficiente, de la idea de sociedad de
normalización. Esta es, en cambio, una sociedad donde se entrecruzan, según una articulación ortogonal, la
norma de la disciplina y la norma de la regulación. Decir que el poder se apoderó de las vidas, o por lo menos,
que durante el siglo XIX tomó a su cargo la vida, equivale a decir que llegó a ocupar toda la superficie que se
extiende de lo orgánico a lo biológico, del cuerpo a la población, a través del doble juego de las tecnologías
de la disciplina y las tecnologías de regulación”. M. Foucault. Genealogía del racismo, pp., 262.

122
Entre algunas de las críticas que se pueden formular a Foucault, destaca la
relevante des-subjetivación del poder propuesta en su analítica (un poder sin
sujeto, pero que sujeta), así como también la relevante subestimación de las
instituciones estatales y en general de la corporeidad de las instituciones.

En cuanto a lo primero, pareciera que para Foucault el poder fuese una relación
múltiple de fuerzas pero absolutamente vacío en términos de sujetos individuales
o colectivos, lo cual es coherente con su tendencia a reiterar una suerte de auto-
constitución del poder (autorreferido, autoreproductor), independiente de las
sustancias sociales y la subjetividad de las mismas (intencionalidades, por
ejemplo) que configuran los campos en los que el poder se afirma o se ejerce en
cuanto tal; asi Foucault reitere correctamente, que el poder es inmanente a las
múltiples relaciones sociales, paradójicamente, no explica teóricamente cómo
esas relaciones sociales imbrican al poder o lo impregnan.

En cuanto a lo segundo, si bien Foucault propone invertir el análisis del poder, de


abajo arriba y no de arriba abajo según la teoría convencional, reconociendo en
todo caso la articulación de las formas infinitesimales del poder (sus extremidades,
como las llama) con la cúspide o el centro, sólo subraya cómo esas microfísicas
del poder nutren o alimentan las macro-físicas y estas últimas se apoyan en
aquéllas, pero no cómo las microfísicas del poder, a su vez, se nutren, son
reguladas y actúan en un campo de posibilidades abierto por las macro-físicas, o,
para decirlo en otros términos, no se ocupa de analizar cómo las macro-físicas del
poder se insertan y actúan sobre las micro-físicas. Este vacío o indeterminación se
deja sentir especialmente en referencia a las tecnologías de la normalización
propias del bio-poder. No es inteligible, por ejemplo, cómo pueden funcionar
tecnologías de poder y saberes sobre la especie sin un fuerte aparato institucional
estatal que las haga posible; no resulta coherente que las tecnologías del poder
propias de la microfísica puedan ser eficaces frente a los requerimientos de una
bio-política. Detrás de esta Ininteligibilidad e incoherencia en el planteamiento de
Foucault, podría subyacer, más bien, un terreno minado por la paradoja según la
cual, se crea un nuevo dominio del poder y un nuevo poder (el bio-poder) cuyas
tecnologías le son impropias. En esta paradoja, podría subyacer, así mismo, la
reticencia teórica de Foucault a considerar al Estado como un poder que se
incardina también en el cuerpo social y en la producción de la especie.

En cuanto a la corporeidad de las instituciones, pareciera que en la visión del


poder postulada por Foucault, éste desestimara el hecho de que el poder, por muy
cinético y sujeto a desplazamientos continuos, cristaliza también en instituciones,
toma cuerpo en ellas, sean de carácter político, económico, religioso, educativo o
cultural; lo cual no quiere decir, que por debajo de ellas no siga reverberando la
guerra o la resistencia, o que, inmanente a estas mismas instituciones, no se
estructuraran específicas y más sutiles formas de poder, bajo formas menos
formales de institucionalización. Resulta realmente paradójico, que “algo” tan
omnipresente, tan vigoroso y tan inmanente al cuerpo social como lo es el poder,
sea al mismo tiempo tan inasible, tan de-sustantivado, tan etéreo, y que de las
mallas del poder sólo los huecos lo sustantivaran. Pareciera como si las murallas

123
del poder, que nos dibuja Foucault, aunque pequeñas y fragmentadas, no fueran
sino orificios de telarañas o estelas en la mar, como diría el poeta. A la postre,
podría ser que el poder no sea más, ni tampoco menos, que una conjugación de
murallas y orificios, grandes y pequeñas, globales y locales, al mismo tiempo. Pero
nos quedaría por saber si también Foucault compartiría esta metáfora.

Hemos dicho arriba, que la teoría de la resistencia de Foucault es inescindible de


su teoría del poder; y lo es puesto que el fenómeno del poder, por su carácter
estrictamente relacional y como campo estratégico de fuerzas, no puede existir ni
producirse sino en relación con puntos de resistencia. De ahí su muy citado
aforismo: donde hay poder hay resistencia. No existe el uno sin la otra. Por
consiguiente, una vez hemos presentado, aunque de manera breve, su analítica
del poder, veremos enseguida, según esta misma analítica del pensador francés,
en qué consiste la resistencia, cuál es su mecánica, como se inserta y se
confronta con el poder. Para ello, retomaremos la reseña de algunos textos, como
Historia de la sexualidad, que dejamos inconclusa, e incluiremos otros.

Como se dijo antes, entre los requisitos metodológicos para el análisis del poder,
Foucault presenta también algunas consideraciones medulares respecto de la
resistencia. Estas son:

“Que donde hay poder hay resistencia, y no obstante (o mejor: por lo mismo), ésta
nunca está en posición de exterioridad respecto del poder. ¿Hay que decir que se
está necesariamente “en” el poder, que no es posible “escapar” de él, que no hay,
en relación con él, exterior absoluto, puesto que se estaría infaltablemente
sometido a la ley? ¿O que, siendo la historia la astucia de la razón, el poder sería
la astucia de la historia –el que siempre gana? Eso sería desconocer el carácter
estrictamente relacional de las relaciones de poder. No pueden más que existir en
función de una multiplicidad de puntos de resistencia: éstos desempeñan, en las
relaciones de poder, el papel de adversario, de blanco, de apoyo, de saliente para
una aprehensión. Los puntos de resistencia están presentes en todas partes
dentro de la red de poder. Respecto del poder no existe, pues, un lugar del gran
Rechazo –alma de la revuelta, foco de todas las rebeliones, ley pura del
revolucionario. Pero hay varias resistencias que constituyen excepciones, casos
especiales: posibles, necesarias, improbables, espontáneas, salvajes, solitarias,
concertadas, rastreras, violentas, irreconciliables, rápidas para la transacción,
interesadas o sacrificiales; por definición no pueden existir sino en el campo
estratégico de las relaciones de poder. Pero ello no significa que sólo sean su
contrapartida, la marca en hueco de un vaciado del poder, formando respecto de
la esencial dominación un revés finalmente siempre pasivo, destinado a la
indefinida derrota. Las resistencias no dependen de algunos principios
heterogéneos; más no por eso son engaño o promesa necesariamente frustrada.
Constituyen el otro término de las relaciones de poder; en ellas se inscriben como
el irreductible elemento enfrentador. Las resistencias también, pues, están
distribuidas de manera irregular: los puntos, los nudos, los focos de resistencia se
hallan diseminados con más o menos densidad en el tiempo y en el espacio,
llevando a lo alto a veces grupos o individuos de manera definitiva, encendiendo

124
algunos puntos del cuerpo, ciertos momentos de la vida, determinados tipos de
comportamiento. ¿Grandes rupturas radicales, particiones binarias y masivas? A
veces. Pero más frecuentemente nos enfrentamos a puntos de resistencia
móviles y transitorios, que introducen en una sociedad líneas divisorias que se
desplazan rompiendo unidades y suscitando reagrupamientos, abriendo surcos en
el interior de los propios individuos, cortándolos en trozos y remodelándolos,
trazando en ellos, en su cuerpo y su alma, regiones irreductibles. Así como la red
de las relaciones de poder concluye por construir un espeso tejido que atraviesa
los aparatos y las instituciones sin localizarse exactamente en ellos, así también la
formación del enjambre de los puntos de resistencia surca las estratificaciones
sociales y las unidades individuales. Y es sin duda la codificación estratégica de
esos puntos de resistencia lo que torna posible una revolución, un poco como el
Estado reposa en la integración institucional de las relaciones de poder”284.

Y con respecto al bio-poder, cuyo nuevo dominio es la vida, Foucault plantea que
la resistencia igualmente se desplaza hacia esos nuevos campos. “Y contra este
poder aún nuevo en el siglo XIX, las fuerzas que resisten se apoyaron en lo
mismo que aquél invadía –es decir, en la vida del hombre en tanto que ser
viviente. Desde el siglo pasado, las grandes luchas que ponen en tela de juicio el
sistema general de poder ya no se hacen en nombre de un retorno a los antiguos
derechos ni en función del sueño milenario de un ciclo de los tiempos y una edad
de oro. Ya no se espera más al emperador de los pobres, ni el reino de los últimos
días, ni siquiera el restablecimiento de justicias imaginadas como ancestrales; lo
que se reivindica y sirve de objetivo, es la vida, entendida como necesidades
fundamentales, esencia concreta del hombre, cumplimiento de sus virtualidades,
plenitud de lo posible. Poco importa si se trata o no de utopía, tenemos ahí un
proceso de lucha muy real, la vida como objeto político fue en cierto modo tomada
al pie de la letra y vuelta contra el sistema que pretendía controlarla. La vida, pues,
mucho más que el derecho, se volvió entonces la apuesta de las luchas políticas,
incluso si éstas se formularon a través de afirmaciones de derecho”285.

Estos pasajes de Historia de la sexualidad, me parecen unos de los más brillantes


y agudos de la obra de Foucault. No sólo por la sutileza del lenguaje, sino por lo
sugerente de lo que enuncia. Sin duda, aquí Foucault, en estos pasajes breves,
especialmente en el primero citado, se revela como uno de los teóricos más
importantes y más agudos de la resistencia. Al lado de la teoría y como parte de la
misma, o acompañándola en todo caso, la descripción fenomenológica, desde los
pequeños acontecimientos y espacios hasta los grandes acontecimientos. La
resistencia es correlativa al poder. Subraya, que allí donde hay poder hay
resistencia; las relaciones de poder no pueden más que existir en función de la
multiplicidad de los puntos de resistencia y, así mismo, los puntos de resistencia
están presentes en todas partes dentro de la red de poder. En otros palabras, las
resistencias constituyen el otro término de las relaciones de poder; en ellas se
inscriben como el irreductible elemento enfrentador. Las resistencias, como el

284
M. Foucault. Historia de la sexualidad. Volumen 1, pp., 116 y 117. Cursivas mías.
285
Ibid, pp., 175.

125
poder, también habitan el cuerpo social; sus focos, sus nudos y sus puntos se
hallan diseminados por él de manera irregular. Los enjambres de la resistencia
surcan las estratificaciones sociales y las unidades individuales286.

La tesis según la cual, la resistencia nunca está en posición de exterioridad


respecto del poder, es una de las más sugestivas y sugerentes de Foucault. En
realidad, constituye la clave de la gramática foucaultiana de la resistencia. En
Poderes y Estrategias la retoma en los siguientes términos: “la resistencia al poder
no debe venir de afuera para ser real, no está atrapada porque sea la compatriota
del poder. Existe tanto más en la medida en que está allí donde está el poder”287.
No debe venir de fuera para ser real, ni está atrapada por ser la compatriota del
poder. Lo que aquí subraya Foucault es el carácter inmanente de la resistencia
respecto de las relaciones de poder. “Para resistir tiene que ser como el poder.
Tan inventiva, tan móvil, tan productiva como él. Es preciso que, como él, se
organice, se coagule y se cimente. Que vaya de abajo arriba, como él, y se
distribuya estratégicamente. No contrapongo una sustancia de la resistencia a una
sustancia del poder. Me limito a decir que desde el momento mismo en que se da
una relación de poder, existe una posibilidad de resistencia. Nunca nos vemos
pillados por el poder: siempre es posible modificar su dominio en condiciones
determinadas y según una estrategia precisa”288. En este sentido, podemos decir,
siguiendo a Foucault, que el poder no es un absoluto, que no actúa a su antojo y
según su propia gramática, sino que actúa y se despliega según los puntos de
resistencia y la gramática de ésta.

Hay una dimensión de esta inmanencia de la resistencia respecto del poder, que,
sin embargo, Foucault no planteó, precavido quizás de escapar al discurso y la
técnica del derecho, que “tiene por función disolver dentro del poder el hecho
histórico de la dominación y de hacer aparecer en su lugar los derechos legítimos
de la soberanía y la obligación legal de la obediencia”. Se trata de la
compenetración entre poder y resistencia. Lo cual creemos radicaliza, complejiza y
enriquece aún más la tesis de la no exterioridad planteada por Foucault. La
dimensión de la compenetración entre poder y resistencia, significa, en otros
términos, que la resistencia no sólo es correlativa con el poder en cuanto una va al
lado del otro o contra el otro, sino en cuanto que una y otro se compenetran
mutuamente, son inmanentes entre sí y se co-constituyen. Como juego de
relaciones, ni el poder actúa en el vacío, ni la resistencia surge de la nada. De esta
manera, la gramática del poder se constituye siempre en referencia directa con la
resistencia- incluyéndola a su manera y según su propia lógica-, tanto como la
gramática de resistencia, a su vez, se constituye en referencia directa con el
poder. La una y el otro manetienen una relación de producto y producente
respectivamente.

286
Esta metáfora del enjambre es retomada posteriormente por Tony Negri en Multitud y por John Holloway.
287
M. Foucault. Un diálogo sobre el poder, pp., 82.
288
Ibid, pp., 162.

126
Así, según esta segunda dimensión de la no exterioridad, tanto el poder como la
resistencia condensan su opuesto. Y se re-significan. No sólo una resistencia,
pues, “externa” al poder como su correlato, sino también inscrita en el poder
mismo, en sus propios predios, en su propia gramática. Una resistencia, que sólo
puede ser tal si “obedece”, si “reconoce” al poder, si “pastorea” en sus propios
patios interiores y si, al mismo tiempo (y por ello mismo), es “consentida” por el
poder. Una resistencia, en fin, que no por estar sujeta al discurso y la técnica del
derecho pierde su carácter como tal ni deviene necesariamente en obligación legal
de la obediencia. Por el contrario, es en esta otra dimensión donde la gramática de
la resistencia logra desplegarse y complementarse y es ella la que, a su vez, nos
permite discernir el doble sentido del derecho en el Estado moderno y que se le
ponga siempre en tensión: como armadura del poder y como campo de
resistencia. Como se recordará, esto fue algo que Marx observó y supo valorar
cuando subrayó la importancia de que el proletariado desarrollará luchas políticas
más amplias por arrancar leyes que favorecieran sus intereses contra el
capital.289.

Pero, si la resistencia no es una sustancia que el poder moldea a su antojo, que,


por consiguiente, despliega su propia gramática, según como brillantemente nos lo
ha mostrado Foucault, por otra parte, también la resistencia está penetrada y
constituida por relaciones de poder, algo que tampoco observó Foucault. La
resistencia, en efecto, estructura y se estructura según relaciones de poder y se
despliega, por fin, según sus propias relaciones de poder. Es la resistencia que se
despliega como anti-poder o como contra-poder, que se condensa en movimientos
y en organizaciones y puede devenir en poder propiamente dicho. Sólo así podría
comprenderse la disputa entre la naturalización del presente, propio del poder, y la
expectativa de futuro, propia de la resistencia. También en esto, parece que Marx
llevaba ventaja respecto de Foucault, pues la resistencia del proletariado sólo
tiene posibilidades de triunfar definitivamente sobre el capital si toma el poder en
sus propias manos y acomete un proceso de transformación revolucionaria de la
sociedad.

Sin embargo, parece que en este punto Foucault no estaba completamente


ausente. Pese a que se resiste a la idea del gran Rechazo respecto del poder,
creemos no forzar sus palabras si decimos, que recrea de manera muy breve lo
que en otros términos podríamos llamar la idea de revolución como posibilidad y,
así mismo, la dialéctica posible entre resistencia y revolución. “Hay varias

289
Nicos Poulantzas ha observado correctamente: “La ley no se limita a engañar o enmascarar, ni a reprimir,
obligando a hacer algo o prohibiéndolo: organiza y consagra también derechos reales de las clases dominadas
(investidos, verdad es, en la ideología dominante, y lejos de corresponder, en la aplicación, a su forma
jurídica), comporta, inscritos en ella, los compromisos materiales impuestos por las luchas populares a las
clases dominantes”. N. Poulantzas. Estado, poder y socialismo. Siglo XXI. 1986, pp.,97. Cursivas del Autor.
Desde el marxismo, quien más ampliamente teorizó al respecto fue Antonio Gramsci, al concebir “la guerra
de posiciones” como una estrategia a realizar en Occidente donde el poder esta recubierto de casamatas y
hegemonías. Perry Anderson y Ernest Mandell advirtieron, sin embargo, de los riesgos de integración o de
cooptación de la resistencia por la propia gramática del poder actuando en su propio campo, tal como lo
ejemplifican con la experiencia de la socialdemocracia europea.

127
resistencias, dice, que constituyen excepciones, casos especiales: posibles,
necesarias, espontáneas, improbables, etc. ¿Grandes rupturas radicales,
particiones binarias y masivas? A veces”. Y reafirma lo ordinario: “pero más
frecuentemente nos enfrentamos a puntos de resistencia móviles y transitorios”.
Pero Foucault va más allá y dice: “y es sin duda la codificación estratégica de esos
puntos de resistencia lo que torna posible una revolución, un poco como el Estado
reposa en la integración institucional de las relaciones de poder”. Vemos así, cómo
en el pensamiento de Foucault, resurgen de nuevo, como en Marx, las dos
categorías fundamentales del imaginario político de la modernidad: Estado y
revolución.

Los aportes de Foucault a la teoría de la resistencia son indudables y valiosos.


Quizás no sea reiterativo decir, sin embargo, que muchos aspectos de su teoría
de la resistencia son susceptibles de una crítica similar a la que ya se ha
formulado respecto de su analítica del poder. En primer lugar, la ostensible de-
subjetivación de la resistencia. Como el poder, que se ejerce pero no se sabe
quién lo ejerce, la resistencia, resiste pero no se sabe quién resiste; como el
poder, la resistencia está en todas partes, pero no cristaliza en sujetos o en
actores colectivos o en movimientos sociales o en instituciones o, finalmente, en
contrapoderes. Pese a que es dinámica y móvil como el poder, no hay en
Foucault, sin embargo, movimientos de resistencia, no hay sujeto; si el poder
articula estrategias y relaciones de fuerza, las estrategias y correlaciones de
fuerza creadas por la resistencia no son evocadas o ilustradas por ninguna parte;
si, por fin, el poder produce saberes, no se ve cómo ni en qué consisten los
contra-saberes de la resistencia.

En el fondo de estos vacíos subyace lo que Nicos Poulantzas, uno de los críticos
predilectos de Foucault, subraya correctamente como ausencia de
fundamentación de la resistencia290. No es inteligible, en efecto, cómo pueda
emerger -para no hablar de desplegarse- la resistencia frente a un poder de la
vastedad, profundidad y eficacia como el que nos ha descrito Foucault. Cómo
puede un poder tan omnipresente, que no esta aquí o allá, que está en todas
partes y fluye de todas partes; que por sus mallas no sólo circulan los individuos
sino que lo sufren; que es una red productiva que pasa a través de los cuerpos;
que además es positivo y no negativo, que en vez de prohibir permite, que se está
produciendo incesantemente, produce cosas e induce placer; que invade la vida
entera hasta el límite de la muerte291, que se ejerce positivamente sobre la vida
290
Dice Poulantzas en el áspero lenguaje de la polémica de aquellos años 70s: “las famosas resistencias,
elemento necesario de toda situación de poder, quedan en Foucault como una aserción propiamente gratuita,
en el sentido de no tener fundamento alguno; son pura afirmación de principio. Los poderes y las resistencias
aparecen en Foucault como dos polos puramente equivalentes de la relación: las resistencias no tienen
fundamento. Por ello el polo ‘poder’ acaba por adquirir primacía. Al no existir un fundamento de la
resistencia, el poder acaba por ser esencializado y absolutizado”. N. Poulantzas, op. Cit., pp., 180 y 181.
291
Tal parece que ni la muerte misma es su límite, si consideramos este hermoso pasaje de la obra de
Foucault: “Para que algo de esas vidas llegue hasta nosotros fue preciso que un haz de luz, durante al menos
un instante, se posase sobre ellas, una luz que les venía de fuera: lo que las arrancó de la noche en la que
habrían podido, y quizá debido, permanecer, fue su encuentro con el poder; sin este choque ninguna palabra
sin duda habría permanecido para recordarnos su fugaz trayectoria. El poder que ha acechado estas vidas, que

128
para administrarla, aumentarla y multiplicarla y que es en la vida y a lo largo de su
desarrollo donde establece su fuerza; y que, finalmente, ejerce sobre la vida
controles y regulaciones precisos y eficaces; como puede este tipo de omni-poder
encontrar resistencia?292 Esta versión del poder construida por Foucault parece,
en realidad, más cercana a la imagen invertida del Hombre Unidimensional de
Marcuse, que a la de un poder como situación estratégica de una relación de
fuerzas.

Pese a estas aporías en su discurso, los aportes de Foucault siguen siendo


originales y valiosos, como se ha dicho ya, para una teoría de la resistencia. Por
un lado, porque intenta fundamentar ontologicamente y desde una perspectiva
crítica contra el discurso de la obligación política de la obediencia, la idea de
resistencia, es decir, no por la ilegitimidad o la ilegalidad o la arbitrariedad o la
represión del poder, sino por el poder mismo. Por otro lado, porque radicaliza el
descentramiento de la resistencia de cualquier foco central o privilegiado,
particularmente de lo político-estatal, para sugerir un campo de creación y de
despliegue de la misma sobre un horizonte amplio, posible, que surca
enteramente el tejido social.

D. La resistencia y el pez en el agua.


En este acápite del trabajo, pretendemos presentar el enfoque teórico y los
aportes de dos autores contemporáneos representativos del tema de la resistencia
desde una perspectiva similar a la de Marx y Foucault, en cuanto que descentran
la resistencia del dominio exclusivo del poder político y la colocan, como ellos, en
un campo de fuerzas, de antagonismo y de conflicto. Estos dos autores son,
James Scott y Tony Negri. Aunque entre los dos autores existen diferencias y
énfasis distintos en la manera de considerar aspectos fundamentales del problema
y la manera de enfocar la articulación de la resistencia con otros ámbitos de las
relaciones de poder, es también muy notable sus convergencias, que hace que los
incluyamos en una misma perspectiva teórica general. “El pez en el agua”, puede
traducir metafóricamente la convergencia que consideramos más importante entre

las ha perseguido, que ha prestado atención, aunque sólo fuese por un instante, a sus lamentos y a sus
pequeños estrépitos y que las marcó con un zarpazo, ese poder fue quien provocó las propias palabras que de
ellas nos quedan, bien porque alguien se dirigió a él para denunciar, quejarse, solicitar o suplicar, bien porque
el poder mismo hubiese decidido intervenir para juzgar y decidir sobre su suerte con breves frases”. M.
Foucault. La vida de los hombres infames. Altamira. La Plata. Argentina. SF.
292
Martín Hopenhayn, no deja de obrservar también con cierto dejo de insatisfacción: “¿Cómo llegan estos
cuerpos, domesticados y moldeados por múltiples discursos disciplinarios (cuerpos de prisioneros, de hijos,
de estudiantes, de orates), a desarrollar la potencia para revertir y revertirse? ¿Cómo sortean el círculo de
fuego que imponen los discursos de control, desde dónde quiebran la maldición del predicado y conquistan
ese paraje indómito de la autodeterminación? Y si todas esas resistencias fueren sólo reactivas: ¿cómo podría
validarlas un heredero del pensamiento nietzcheano? He ahí el desafío candente, contemporáneo, ineludible.
Desafío que Foucault contoneó con un pulso implacable, pero que dejó irresuelto”. M. Hopenhayn. “Michel
Foucault: Poder, condicionamiento”. En: Revista David y Goliat. Año XVI-No. 50, diciembre de 1986.
CLACSO.

129
ellos: la de conceder a la resistencia, no sólo un dominio mucho más amplio que el
de, por ejemplo, Marx, sino, sobre todo, el de conceder a la resistencia un campo
de posibilidades y de potencialidad social y política mucho más radical, que el
dado, por ejemplo, por Foucault. El pez en el agua, traduce pues esa condición
dinámica de la voluntad de acción en la que la resistencia como sujeto, sin
desconocer las redes del poder, se desplaza y fluye por el cuerpo social y político
escribiendo según su propia gramática.

1. James Scott y el Arte de la Resistencia.


Para la presentación de la perspectiva teórica de James Scott nos basaremos en
su obra, Los dominados y el arte de la resistencia. Discursos ocultos293, que hace
parte de su producción bibliográfica más amplia, casi toda editada en inglés. Esta
obra y las perspectivas teóricas que la inspiran, fue escrita a partir de la
investigación del autor acerca de las relaciones de clase existente entre los
malayos y la forma cómo las relaciones de poder afectan el discurso entre ellos.
Desarrollar esto último, y sobre todo la manera cómo se producen e interactúan
los discursos públicos y ocultos de quienes ejercen el poder y los grupos
subordinados, constituye el propósito general de la obra; la cual incorpora otras
referencias históricas, sociales y políticas similares a la sociedad malaya,
provenientes de otras sociedades y otras épocas. Por eso, buena parte del
material empírico en que está basado el estudio proviene de trabajos sobre la
subordinación en la esclavitud, la servidumbre y el sistema de castas, incluyendo
referencias testimoniales sobre el poder patriarcal, el colonialismo, el racismo e
incluso sobre instituciones totalizadoras como cárceles y campos de prisioneros
en guerra. La premisa de la que parte la estrategia analítica de la obra es que las
formas de dominación con similitudes estructurales tienen lo que el autor llama “un
aire de familia”, siendo estas similitudes bastante claras respecto de la esclavitud,
la servidumbre y la subordinación de castas. Cada uno de ellos consiste en la
institucionalización de un sistema para apropiarse del trabajo, los bienes y los
servicios de una población determinada294.

En un nivel formal, los grupos subordinados en esos tipos de dominación carecen


de derechos políticos y civiles, y su posición social queda definida al nacer. Esto
último marca de una vez el espectro y los alcances de los desarrollos teóricos
logrados por el autor en su obra. Pese a cierto grado de institucionalización, las
relaciones de poder propias de este tipo de dominación corresponden a formas de
gobierno personal que propician la conducta caprichosa y arbitraria de los
superiores. Todas estas relaciones están contaminadas por un elemento de terror
personal, que puede adoptar la forma de golpizas arbitrarias, brutalidad sexual,
insultos y humillaciones públicas. Por último, y esto es muy importante para los
desarrollos teóricos propuestos por el autor, los subordinados pertenecientes a
este tipo de dominación en gran escala tienen, no obstante, una vida social
bastante variada fuera de los límites inmediatos establecidos por el amo. En

293
James C. Scott. Los dominados y el arte de la resistencia. Discursos ocultos. Era. México. 2000.
294
Ibid, pp., 17 y ss.

130
principio, dice Scott, es aquí, en este tipo de aislamiento, donde se puede
desarrollar una crítica común de la dominación. Al demostrar que las estructuras
de dominación operan de manera similar en los grupos de esclavos, siervos,
intocables, colonizados y las razas sometidas, igualmente se puede demostrar,
según el autor, cómo estas mismas estructuras hacen surgir reacciones y
estrategias de resistencia asimismo comparables a grandes rasgos. Para el
análisis de la resistencia en estos contextos indicados, el autor privilegia las
cuestiones relacionadas con la dignidad y la autonomía como ejes de referencia
de la dominación, o sea, como los aspectos centrales vulnerados por el poder295.

Establecidas las anteriores consideraciones, ahora podemos entrar de lleno al


objetivo central y la perspectiva teórica acerca de la resistencia que nos dibuja J.
Scott y valorar sus aportes teóricos para el estudio que nos proponemos. El
problema que se propone dilucidar Scott consiste en estudiar las relaciones de
poder bajo situaciones en las que quienes carecen de él se ven obligados con
frecuencia a adoptar una actitud estratégica en presencia de los poderosos, y
éstos últimos entienden que les conviene sobreactuar su reputación y su poder296.
Se trata de un problema del mayor interés para una teoría de la resistencia,
porque, a diferencia de las situaciones ordinarias en las que poder y resistencia se
enfrentan mutuamente de manera abierta y según situaciones estratégicas de
fuerzas, aquí se trata de estudiarlos en situaciones encubiertas, cargadas de
simbolismo, de sutilezas y de umbrales, según cada situación particular y
estratégica en el marco general de la dominación. En esto radica quizás el aporte
más importante de Scott a una teoría de la resistencia. Scott va más allá de
Foucault y de Marx, pues, por un lado, su cometido consiste en presentarnos
cómo la resistencia se produce según lógicas que, sin desconocerlas, trascienden
las lógicas inherentes a las relaciones sociales de producción, y por otro lado,
fundamenta empíricamente cómo se despliega y se recrea la resistencia más allá
del enunciado foucaultiano de “donde hay poder hay resistencia”.

Esto plantea de suyo, los tres referentes centrales del análisis de Scott: el discurso
oculto de los subordinados que representa una crítica del poder a espaldas del
dominador; el discurso oculto del dominador en el que se articulan las prácticas y
exigencias de su poder que no se pueden expresar abiertamente; y, por último, el
discurso público del poder. Es en el entrecruzamiento de estos tres planos de las
prácticas y los discursos de los poderosos y los subordinados como se devela el
sentido y los alcances de la resistencia. “Comparando el discurso oculto de los
débiles con el de los poderosos, y ambos con el discurso público de las relaciones
de poder, dice Scott, accedemos a una manera fundamentalmente distinta de
entender la resistencia ante el poder”297.

La tesis de fondo de Scott, que articula todo el argumento del libro, consiste en lo
siguiente: a los grupos que carecen de poder les interesa, mientras no recurren a

295
Ibid, pp., 19.
296
Ibid, pp., 20
297
Ibid, pp., 21

131
una verdadera rebelión, conspirar para reforzar las apariencias hegemónicas. En
esta capacidad de conspiración radica el arte de la resistencia de los dominados.
El sentido de estas apariencias sólo se podrá develar si las contrastamos con el
discurso subordinado en situaciones ajenas a las relaciones de poder. Puesto que
oculta a la vigilancia directa es como mejor se desarrolla la resistencia ideológica,
es sólo en contraste con las prácticas y los referentes simbólicos de este discurso
oculto como pueden develarse las apariencias de reforzamiento de la hegemonía
del discurso público de los subordinados. De ahí la importancia de dilucidar estos
puntos sociales como espacios de prácticas y de discursos propios de los
subordinados, puesto que es de allí de donde puede surgir esa resistencia298.

Pero antes de entrarnos al análisis de estos puntos sociales en los que se cuece
la resistencia y que, en realidad, constituyen el corazón de su reflexión, Scott
empieza por el análisis del discurso público y lo que éste representa en las
relaciones de poder. Por discurso público entiende, en este contexto de
dominación, una descripción abreviada de las relaciones explícitas entre los
subordinados y los detentadores del poder. Su tesis es que el discurso público no
refleja directamente y de manera transparente estas relaciones; de ahí que sea
engañoso. El discurso público, cuando no es claramente engañoso, difícilmente da
cuenta de todo lo que sucede en las relaciones de poder299. En ese sentido, el
discurso público no lo explica todo. Por lo general, ambas partes, tanto el
poderoso como el subordinado, consideran conveniente fraguar en forma tácita
una imagen falsa. Con raras pero significas excepciones, el subordinado, ya sea
por prudencia, por miedo o por el deseo de buscar favores, le dará a su
comportamiento público una forma adecuada a las expectativas del poderoso. Y
viceversa, el poderoso intentará por muchos medios adoptar una apariencia, un
discurso y unos ademanes que refuercen su posición de poder ante el
subordinado300.

El discurso público del subordinado es una puesta en escena, que no traduce


cabalmente su realidad subjetiva. Revela tanto como esconde. De ahí la
advertencia de Scott, en el sentido de no tomar al pie de la letra, como verdad, la
verdad puesta en escena, la verdad del discurso público, y, por consiguiente, la
conveniencia de no tomar al discurso público como el único elemento para el
análisis de las relaciones de poder. Lo cual no significa, por supuesto, desechar la

298
Ibid, pp., 21.
299
Ibid, pp., 21
300
Dice Scott: “En términos ideológicos, el discurso público va casi siempre, gracias a su tendencia
acomodaticia, a ofrecer pruebas convincentes de la hegemonía de los valores dominantes, de la hegemonía del
discurso dominante. Los efectos de las relaciones de poder se manifiestan con mayor claridad precisamente en
este ámbito público; por ello, lo más probable es que cualquier análisis basado exclusivamente en el discurso
público llegue a la conclusión de que los grupos subordinados aceptan los términos de su subordinación y de
que participan voluntariamente, y hasta con entusiasmo, en esa subordinación”. Esta advertencia
metodológica es muy importante en la propuesta de análisis de Scott pues, como lo veremos enseguida,
constituye uno de los elementos centrales en los debates contemporáneos sobre hegemonía y falsa conciencia,
y, así mismo, sobre las posibilidades siempre presentes de la resistencia, asuntos que el autor desarrolla luego.
J. Scott, op. Cit, pp., 27.

132
realidad del discurso público y su importancia en la trama de las relaciones de
poder, sino ir más allá, y contrastar siempre que sea posible el discurso publico de
las partes con su discurso oculto, para así discernir cómo se entretejen y se
despliegan las relaciones de poder, pero también para discernir el grado y la forma
de articulación entre el discurso público de los subordinados y su discurso oculto
en cuanto expresión de resistencia al poder y las dimensiones del proceso de
constitución como sujetos.

Si el discurso público del subordinado está constituido por la conducta de éste en


presencia del dominador, el discurso oculto se refiere a la conducta del
subordinado “fuera de escena”, más allá de la observación directa de los
detentadores del poder. El discurso oculto se convierte en depósito de lo que no
se puede enunciar abiertamente sin peligro, es el lugar privilegiado para la
manifestación de un lenguaje no hegemónico, disidente, subversivo y de
oposición. El discurso oculto es, pues, secundario, dice Scout, en el sentido de
que está constituido por las manifestaciones linguísticas, gestuales y prácticas que
confirman, contradicen o tergiversan lo que aparece en el discurso público. Las
relaciones de poder no son tan claras como para permitirnos llamar falso lo que se
dice en los contextos de poder y verdadero lo que se dice fuera de ellos. Y
tampoco podemos, simplistamente, describir lo primero como el ámbito de la
necesidad y lo último como el ámbito de la libertad. Lo que sí es cierto es que los
discursos ocultos se producen en función de un público diferente y en
circunstancias de poder muy diferentes a los del discurso público. Al evaluar las
discrepancias entre el discurso oculto y el público estaremos quizá comenzando a
juzgar el impacto de la dominación en el comportamiento público301. Cuando el
discurso oculto se expresa abiertamente, en público, dice Scott, esto equivale
prácticamente a una declaración de guerra. Pero mientras no se está en una
situación de rebelión, el discurso oculto conservará este carácter secundario.

Por otro lado, dice Scott, el discurso oculto es una construcción social de los
subordinados, se vuelve relevante gracias a su posición de clase, común a todos,
y a sus lazos sociales. Un individuo que es ofendido puede elaborar una fantasía
personal de venganza y enfrentamiento, pero cuando el insulto no es sino una
variante de las ofensas que sufre sistemáticamente toda una raza, una clase o una
capa social, entonces la fantasía se puede convertir en un producto cultural
colectivo. No importa qué forma toma (una parodia fuera del escenario, sueños de
venganza violenta, visiones milenaristas de un mundo invertido): este discurso
oculto colectivo es esencial en cualquier imagen dinámica de las relaciones de
poder302.

Si los débiles, en presencia del poder, tienen razones obvias y convincentes para
buscar refugio detrás de una máscara, los poderosos tienen sus propias razones,
igualmente convincentes, de adoptar una máscara ante los subordinados.
Entonces, también para los poderosos existe en general una discrepancia entre el

301
J. Scott, op. Cit., pp., 28.
302
Ibid, pp., 32.

133
discurso público que se usa en el abierto ejercicio del poder y el discurso oculto
que se expresa sin correr riesgos sólo fuera de escena. Este último, como su
equivalente entre los subordinados, es secundario: está formado por gestos y
palabras que modifican, contradicen o confirman lo que aparece en el discurso
público. Este punto es relevante. Dice Scott, que se podrán comparar diferentes
tipos de dominación recurriendo a sus formas de manifestarse y al teatro público
que parecen necesitar. Las formas de dominación basadas en la premisa o en la
pretensión de una inherente superioridad parecen depender enormemente de la
pompa, las leyes suntuarias, la parafernalia, las insignias y las ceremonias
públicas de homenaje o tributo. El deseo de inculcar el hábito de la obediencia y
el respeto a la jerarquía, como en las organizaciones militares, puede producir
mecanismos parecidos303. Por otro lado, el recurso de las élites dominantes de
crear un lugar totalmente aislado de la escena pública donde ya no estén en
exhibición y puedan relajarse aparece por todas partes; sin duda, los grupos
dominantes tienen mucho que esconder y en general cuentan con los medios para
hacerlo. Este encierro de las élites no sólo les ofrece un lugar para descansar de
las tareas formales que exige su papel, también minimiza la posibilidad de que
cierta familiaridad propicie el desprecio o, por lo menos, deteriore la imagen
creada por sus apariciones rituales304. Estos escenarios, fuera de escena, son los
del discurso oculto de los poderosos.

Hechas las anteriores precisiones, dice Scott, que casi todas las relaciones que
normalmente se reconocen entre los grupos de poder y los subordinados
constituyen el encuentro del discurso público de los primeros con el discurso
público de los segundos. Lo cual es importante subrayar, puesto que como se
indicó arriba, para Scott, uno de los graves errores del análisis consiste en
concentrarse decididamente en este encuentro, que equivale a las relaciones
oficiales o formales entre los poderos y los débiles, dejando de lado esa otra
dimensión no pública, secreta o clandestina, propia del discurso oculto y la forma
como éste se relaciona con el discurso público. “De ninguna manera quiero decir
que el estudio del espacio de las relaciones de poder sea forzosamente falso o
trivial, sólo que difícilmente agota lo que nos gustaría saber del poder”305.

Se trata entonces, bajo la perspectiva de Scott, de conocer cómo se forman los


discursos ocultos, bajo qué condiciones se hacen o no públicos y qué relación
mantienen con el discurso público. Antes de hacerlo, conviene tener presente tres
características fundamentales del discurso oculto, según Scout: la primera, que el
discurso oculto es específico de un espacio social determinado y de un conjunto
particular de actores. La segunda, el discurso oculto no contiene sólo actos del
lenguaje sino también una extensa gama de prácticas; en cada caso, estas
prácticas contradicen el discurso público de los respectivos grupos y, en la
medida de lo posible, se las mantiene fuera de vista y en secreto. Y, por último, la
frontera entre el discurso público y el secreto es una zona de incesante conflicto

303
Ibid, pp., 34 y 36.
304
Ibid, pp., 36.
305
Ibid, pp., 38.

134
entre los poderosos y los dominados, y de ninguna manera un muro sólido. La
incesante lucha por la definición de esa frontera es quizá el ámbito indispensable
de los conflictos ordinarios, de las formas cotidianas de la lucha de clases306.

Scott nos dibuja enseguida la dialéctica posible y la dinámica entre los discursos
ocultos y el discurso público. Dice que entre más coercitiva sea la dominación, la
distancia entre el discurso público y el discurso oculto de los dominados es cada
vez mayor, y viceversa, entre menos lo sea la dominación, la distancia entre los
dos es menor307. Bajo esta lógica, por lo general, los discursos ocultos de los
poderosos y los subordinados nunca se tocan. Cada participante se familiariza con
el discurso público y con el oculto de su respectivo círculo, pero no con el discurso
oculto del otro. Por otro lado, muchos discursos ocultos, quizá la mayoría de ellos,
no pasan de ser discursos ocultos de la mirada pública y nunca “actuados”. Y no
es fácil decir en qué circunstancias el discurso oculto tomará por asalto la
escena308.

Por otra parte, dice Scott, el discurso público es el autoerretrato de las élites
dominantes donde éstas aparecen como quieren verse así mismas. Su
construcción discursiva está hecha para impresionar, para afirmar y naturalizar el
poder de las élites dominantes, y para esconder o eufemizar la ropa sucia del
ejercicio de su poder. No obstante, dice Scott, para que este halagador
autorretrato tenga fuerza retórica entre los subordinados, es imprescindible hacer
concesiones a los supuestos intereses de éstos. Es decir, los gobernantes que
buscan alcanzar hegemonía, en el sentido gramsciano del término, deben
convencer ideológicamente a sus subordinados de que, hasta cierto punto, están
gobernando en su nombre.

A partir de esta distinción entre el discurso público y el oculto y la pretensión de


hegemonía del primero, Scott reconoce cuatro variedades de discurso político
entre los subordinados, según su grado de conformidad con el lenguaje oficial y
según la naturaleza de su público. Primera: la que adopta como punto de partida
el halagador autorretrato de las élites, que es la forma más segura y pública del
discurso político. “Debido a las concesiones retóricas inherentes al autorretrato,
ese discurso ofrece un terreno sorprendentemente amplio para los conflictos
políticos que recurren a esas concesiones y que aprovechan el espacio que toda
ideología deja a la interpretación”309. En otros términos, se trata de tomar la

306
Ibid, pp., 38.
307
Más adelante, Scott puntualiza al respecto: “El discurso oculto, por definición, representa un lenguaje –
gestos, habla, actos- que normalmente el ejercicio del poder excluye del discurso público de los subordinados.
La práctica de la dominación, entonces, crea el discurso oculto. Si la dominación es particularmente severa, lo
más probable es que produzca un discurso oculto de una riqueza equivalente. El discurso oculto de los grupos
subordinados, a su vez, reacciona frente al discurso público creando una subcultura y oponiendo su propia
versión de la dominación social a la de la élite dominante. Ambos son espacios de poder y de intereses”. J.
Scott, op. Cit., pp., 53.
308
Ibid, pp., 40.
309
Ibid, pp., 42.

135
palabra a los poderosos para que sean consecuentes con ella, y las exigencias del
discurso político derivadas de ella se hacen en el propio lenguaje del discurso
público de los dominadores. Segunda: la del discurso oculto, que es una forma de
discurso político completamente diferente del anterior. En éste, fuera del
escenario, donde los subordinados se reúnen lejos de la mirada intimidante del
poder, es posible el surgimiento de una cultura política claramente disidente. “Los
esclavos en la relativa seguridad de sus barracas pueden expresar su cólera, sus
deseos de venganza, de autoafirmación, todo lo cual normalmente deben tragarse
cuando están en presencia de sus amos y amas”310. Tercero: la del discurso que
se encuentra estratégicamente entre los dos primeros. Se trata de una política del
disfraz y del anonimato que se ejerce públicamente, pero que está hecha para
contener un doble significado o para proteger la identidad de los actores. Este es
quizás el discurso que más arte y cuidado requiere. Aquí caben los rumores, los
chismes, los cuentos populares, los chistes, las canciones, los ritos, los códigos y
los eufemismos: en fin, buena parte de la cultura popular de los grupos
subordinados. Debido a las muy difíciles circunstancias en que se producen,
advierte Scott, el rescate de las voces y prácticas no hegemónicas de los pueblos
oprimidos exige una forma de análisis completamente diferente al análisis de las
élites. Y cuarta: la del acontecimiento político más explosivo, que es la ruptura del
cordon sanitaire entre el discurso oculto y el público. En este tipo de momentos, se
expresa un desafío y una oposición abierta que generalmente provocan una
pronta respuesta represiva o, si no hay respuesta, una escalada de palabras y
actos cada vez más atrevidos. Son, definitivamente, los momentos de ruptura en
la distinción entre el discurso oculto y el discurso público311.

En estas cuatro variedades del discurso político de los subordinados se teje y


entreteje el arte de la resistencia al poder. Y aunque Scott, para efectos de
exposición nos lo ha presentado de manera secuencial, su despliegue no tiene
nada que ver con una visión lineal. Su desarrollo, como parte del arte, implica la
combinación de estrategias pertenecientes a una u otra variedad del discurso
político, dependiendo de las circunstancias concretas y el público a que vaya
dirigido. Scott acuña luego el concepto de infrapolítica, un concepto central en su
planteamiento, que ampliaremos enseguida, para referirse a una gran variedad de
formas de resistencia muy discretas que recurren a formas indirectas de
expresión.

Con base en este concepto de infrapolítica y la variedad de los discurso políticos,


Scott busca esclarecer los problemas relacionados con la hegemonía y la falsa
conciencia, muy comunes en el análisis político. “Una concepción de la política
enfocada exclusivamente en las que pueden ser manifestaciones impuestas de
anuencia o en la rebelión abierta reduce enormemente la imagen de la vida
política, sobre todo en las condiciones de tiranía o de casi tiranía en las que se
encuentra gran parte del mundo”312. Por consiguiente, se trata de mostrar, que ni

310
Ibid, pp., 43.
311
Ibid, pp., 42 y ss.
312
Ibid, pp., 44.

136
las formas cotidianas de resistencia, ni la insurrección ocasional se pueden
entender sin tener en cuenta los espacios sociales cerrados en los cuales esa
resistencia se alimenta y adquiere sentido. Si se hiciera con la minucia que no
podemos hacer aquí, dice Scott, dicho análisis esbozaría una tecnología y una
práctica de la resistencia, similares al análisis que hizo Foucault de la tecnología
de la dominación313.

Antes de entrar de lleno al asunto de la infrapolítica y la hegemonía, Scott nos


presenta el análisis del discurso público de los subordinados y los dominadores,
su valor simbólico, su ejercicio, su manipulación y sus consecuencias en
referencia a algunas formas de manifestarse, asunto que aquí retomaremos de
manera muy resumida. En relación con el discurso público de los subordinados,
Scott analiza, por ejemplo, la deferencia, y al respecto dice: “Es casi obvio que los
actos de deferencia –por ejemplo, una inclinación de saludo o el uso de un título
honorífico para dirigirse a un superior- se usan para dar la impresión de
conformidad con las normas de los superiores”314, y concluye: “todas y cada una
de las conclusiones sobre la actitud que está detrás de los actos de deferencia
deben fundarse en elementos externos al acto mismo”315. La clave de
interpretación está en el discurso oculto. Algo similar efectúa en el análisis de la
relación poder y actuación por parte del subordinado. El poder no necesita actuar,
o lo necesita lo menos posible. En cambio, el subordinado debe mostrar ante el
poder el arte de la actuación. Los subordinados hacen reverencias y venias, dan la
apariencia de ser respetuosos, de ser amables, de saber cuál es su lugar y de
aceptarlo, indicando con ello que también saben y aceptan el lugar de sus
superiores. Siempre que sea táctica, la conformidad será sin duda manipuladora.
Se trata de un arte en el cual todos pueden enorgullecerse de haber logrado dar
una falsa imagen de sí mismos. Esto mismo vale para las prácticas de
ocultamiento y de control de las fantasías de los subordinados. De todo lo
anterior, dice Scott, resulta claro que el subordinado prudente tratará normalmente
de conformar su lenguaje y sus gestos a lo que sabe que se espera de él, incluso
si con ello oculta opiniones que, fuera de la escena, serían muy diferentes316.

Por otra parte, en el análisis del discurso público del poder, Scott parte de la
premisa de que una vez establecida, la dominación no persiste por su propia
inercia. Sostenerla requiere de constantes esfuerzos de consolidación,
perpetuación y adaptación. Una buena parte de este trabajo de sostenimiento
consiste en simbolizar la dominación con manifestaciones y demostraciones de
poder. Cada uso visible, externo, de poder –todas las órdenes, las muestras de
respeto, las jerarquías, las sociedades ceremoniales, los castigos públicos, los
usos de términos honoríficos o los insultos- es un gesto simbólico de dominación
que sirve para manifestar y reforzar el orden jerárquico. La afirmación, el
ocultamiento, la eufemización, la estigmatización y, por último, la apariencia de

313
Ibid, pp., 45.
314
Ibid, pp., 49.
315
Ibid, pp., 49.
316
Ibid, pp., 62.

137
unanimidad entre los poderosos parecen ser elementos esenciales del tipo de
dramaturgia de la dominación analizada aquí317. Si los subordinados creen en el
poder de sus superiores, esa misma impresión ayudará a que éstos se impongan
y, a su vez, aumentará su poder318.

A partir del análisis del discurso público y las múltiples formas de manifestarse,
tanto de los subordinados como de los dominadores, entramos ahora sí a uno de
los puntos teóricos medulares del trabajo de Scott, el que se refiere al asunto de la
falsa conciencia y la hegemonía. Sobre este juego de apariencias del que está
revestido e impregnado el discurso público de los dominadores y los
subordinados, se derivan importantes consecuencias para el análisis político. La
combinación de una estrategia de adaptación, dice Scott, y el diálogo implícito en
la mayoría de las relaciones de poder permite que los actores públicos dominantes
ofrezcan una corriente constante de pruebas que aparentemente confirman la
interpretación de que existe una hegemonía ideológica. Esta primera observación
es central, pues una cosa es que realmente haya una situación de hegemonía y
otra muy distinta es hacer creer que la hay. A partir del análisis de los discursos
públicos y ocultos el autor pretende fundamentar una crítica teórica a esta
interpretación de la existencia de una hegemonía ideológica, la cual proviene de la
corriente pluralista de origen anglosajón y de corrientes neomarxistas.

Por más de tres décadas, dice Scott, gran parte del debate sobre poder e
ideología se ha enfocado en la interpretación de la conducta conformista de los
menos poderosos en situaciones en las que no parece ejercerse ningún tipo de
coerción que explique dicho conformismo. En otras palabras, ¿por qué la gente da
la impresión de someterse cuando parece tener otras opciones? ¿Por qué una
clase subordinada parece aceptar o por lo menos consentir un sistema económico
explícitamente opuesto a sus intereses cuando no se está ejerciendo ninguna
coerción explícita, ni existe ningún miedo de que se aplique? Todos ellos
presuponen que el grupo subordinado es, de hecho, relativamente conformista,
que está en una posición de inferioridad y que no recibe ninguna coerción directa.
Prácticamente todas las otras posiciones, con excepción de la postura pluralista
en la discusión del poder comunitario, explican esa anomalía por la existencia de
una ideología dominante o hegemónica. En la mayoría de estas posiciones hay un
punto en común: aunque no excluye totalmente los intereses de los grupos
subordinados, la ideología dominante sí excluye o deforma aspectos de las
relaciones sociales que, representadas de manera explícita, resultarán en
detrimento de los intereses de las clases dominantes.

De acuerdo con los términos del debate, Scott identifica las siguientes posiciones
sobre el problema. Existe una versión fuerte y una versión débil de la falsa
conciencia. La versión fuerte afirma que la ideología dominante logra sus fines
317
Ibid, pp., 71. Es de anotar que cada una de estas formas del discurso público, tanto de los subordinados
como del poder, son ilustrados por Scott con una riquísima ilustración empírica e histórica.
318
Ibid, pp., 74. Sin embargo, Scott advierte poder mostrar luego por qué podríamos dudar de la capacidad de
muchas élites dominantes para “naturalizar” su poder de esta manera.

138
convenciendo a los grupos subordinados de que deben creer activamente en los
valores que explican y justifican su propia subordinación. Esta teoría fuerte de la
mistificación le parece a Scott insostenible, dada la consistencia de las pruebas en
su contra. Por su parte, la versión débil se limita a sostener que la ideología
dominante, para lograr el sometimiento, convence a los grupos subordinados de
que el orden social en el que viven es natural e inevitable. La teoría fuerte supone
el consentimiento, la débil se contenta con la resignación319.

En cuanto a la teoría del poder de la comunidad, la discusión se da entre


pluralistas y antipluralistas. Para los primeros, la ausencia de protestas
importantes o de oposición radical en sistemas políticos relativamente abiertos se
debe considerar como un signo de satisfacción o, al menos, de insuficiente
insatisfacción, que no justificaría el tiempo y los esfuerzos gastados en una
movilización política. Los antipluralistas replican que el terreno político está menos
abierto de lo que los pluralistas se imaginan y que la vulnerabilidad de los grupos
subordinados permite a las élites controlar la vida política y obstaculizar
eficazmente la participación.

Igualmente, en los análisis sobre por qué la clase obrera occidental se ha


adaptado, aparentemente, al capitalismo y a las relaciones de desigualdad en la
propiedad a pesar de los derechos políticos que tiene para movilizarse, se
encuentra Scott con una versión fuerte y otra débil de la hegemonía ideológica. La
versión fuerte subraya el funcionamiento de lo que se ha llamado los “aparatos
ideológicos del estado”, que, se dice, ejercen un casi monopolio de los medios
simbólicos de producción así como los dueños de fábricas pueden monopolizar los
medios materiales de producción. Su trabajo ideológico asegura el consentimiento
activo de los grupos subordinados al orden social que reproduce su subordinación.
A esta versión fuerte de la hegemonía se le pueden hacer dos críticas, según
Scott. La primera: existen pruebas bastante convincentes de que las clases
subordinadas bajo el feudalismo, el capitalismo temprano y el capitalismo tardío no
fueron incorporadas a nada tan abarcador como lo pretende esta teoría. La
segunda, más demoledora aún: no hay razones para suponer que la aceptación
de una versión amplia e idealizada de la ideología dominante evite los conflictos –
incluyendo los violentos- y sí existen pruebas de que dicha aceptación de hecho
puede provocar enfrentamientos. Por su parte, la teoría débil de la ideología no
tiene tantas pretensiones en lo que se refiere al control ideológico de las élites
dominantes. En esta versión, sin embargo, el logro de la dominación ideológica
consiste en definirles a los grupos subordinados lo que es y no es realista, y en
conducir ciertas aspiraciones y quejas al terreno de lo imposible, de los sueños
inútiles. Persuadiendo a las clases bajas de que su posición, sus oportunidades,
sus problemas son inalterables e inevitables, la hegemonía limitada puede
producir esa actitud de obediencia sin por ello cambiar los valores del pueblo. Esta
versión débil de la teoría de la falsa conciencia (sic), aparentemente convincente,
no es por ello incompatible con algún tipo de rechazo o incluso odio contra la

319
Ibid, pp., 99.

139
dominación vivida. Lo que dice no es que uno ama su condición predestinada, sólo
que esa condición está aquí para quedarse, guste a uno o no320.

La crítica de Scott a estas versiones de la falsa conciencia y la hegemonía, se


dirigen ante todo a entender cómo el proceso de dominación genera los elementos
sociales que parecen confirmar las nociones de hegemonía. De ahí que el
problema más importante en relación con el concepto de hegemonía sea el
supuesto implícito de que la incorporación ideológica de los grupos subordinados
necesariamente reducirá los conflictos sociales. Por el contrario, dice Scott,
cualquier ideología con pretensión de hegemonía debe hacer promesas a los
grupos subordinados explicándoles por qué un orden social específico también les
conviene. Una vez hechas estas promesas queda abierta la puerta para los
conflictos sociales. Los movimientos revolucionarios normalmente han perseguido
metas que corresponden muy bien con la manera de entender la ideología
dominante.

Otro foco de la crítica de Scott a las versiones de la hegemonía, especialmente a


la versión fuerte, consiste en cuestionar correctamente que la hegemonía haya
prevalecido siempre. Esta es quizás una de las críticas más profundas y radicales
a la teoría de la hegemonía. El problema con la tesis de la hegemonía, por lo
menos en sus versiones fuertes, es que resulta difícil explicar cómo se pueden
producir cambios sociales desde abajo. Si las élites controlan los fundamentos
materiales de la producción, que les permiten extraer conformismo en la praxis, y
si también controlan los medios de producción simbólica, que les aseguran la
legitimación de su poder y de su control, entonces se ha conseguido un equilibrio
que se perpetúa así mismo y que sólo se puede perturbar mediante ataques del
exterior. Las formulaciones más enfáticas de estas teorías de la hegemonía
simplemente no dejan ningún espacio para los conflictos sociales y la protesta, ni
siquiera en las democracias industriales relativamente estables a las cuales
pretenden aplicarse y donde de hecho ocurren esos conflictos321.

Sin duda, este que acabamos de presentar es uno de los pasajes más brillantes
de la crítica de Scott y constituye uno de los fundamentos centrales de su teoría
de la resistencia. La teoría de la resistencia debe mostrar, por el contrario, que la
dominación nunca es total o completa, ni por la vía de la sola represión ni por la
vía de la hegemonía, como para que no surjan conflictos y resistencias; que la
dominación siempre deja grietas abiertas y hendijas, por donde siempre surge o
se cuela, “como el agua de la represa”, la resistencia; y cuando no es ella la que
deja grietas abiertas, son los propios subordinados los que se encargan de
abrirlas. Las grietas del poder son los espacios de la resistencia.

320
Ibid, pp., 101.
321
Ibid, pp., 105. Pese a que aquí acogemos la crítica de Scott, nos parece que esta crítica no puede llevarnos
a negar en absoluto la hegemonía como un hecho real de la dominación. La crítica no consiste en que tal o
cual hegemonía se de o no se dé, sino en pretender creer que la hegemonía blinda completamente al poder de
toda forma de conflicto y de resistencia, tal como ocurre en las versiones correctamente criticadas por Scott.

140
El contraste de estas teorías con los tipos de dominación estudiados por Scott,
salta a la vista. Si el conflicto social, dice Scott, es un inconveniente para las
teorías de la hegemonía al aplicarlas a las sociedades contemporáneas, en el
caso de la historia de las sociedades campesinas, de esclavos y de siervos, es
una contradicción patente e insoluble. Pues, es claro que aquí la dominación, de
todo es, menos hegemónica. De ahí el giro teórico y de campo de estudio que
sugiere Scott: del poder a la resistencia322. “El fenómeno social, cuya explicación
se hace necesaria a partir de todo esto, no es aquel que las teorías de la
hegemonía y de la falsa conciencia pretenden justificar, sino su contrario. ¿Por
qué con tanta frecuencia han creído y actuado grupos subordinados de este tipo
como si sus situaciones no fueran inevitables cuando una interpretación histórica
más juiciosa hubiera concluido que sí lo eran? Lo que necesita explicación no es
el miasma de poder y esclavitud. Sí necesitamos en cambio entender la mala
lectura de los grupos subordinados que parecen haber exagerado su propio poder
y sus posibilidades de emancipación, y parecen también haber menospreciado el
poder desplegado contra ellos. Si el discurso público controlado por la élite tiende
a naturalizar la dominación, parece también que una tendencia equilibradora se
encarga muchas veces de desnaturalizar la dominación”323.

Teniendo presente esta perspectiva crítica, se trata según Scott de cuestionar la


lógica de la hegemonía y de la naturalización de la dominación324. Para ello
recurre a muy diversas fuentes históricas, que de acuerdo con ellas, según Scott,
no existe ninguna razón para aceptar ni una teoría fuerte ni una teoría débil de la
hegemonía. “No se puede atribuir los numerosos obstáculos que se le presentan a
la resistencia a una incapacidad de los grupos subordinados para imaginar un
orden social contrafáctico. Estos grupos sí conciben tanto la inversión como la
negación de la dominación que sufren, y, lo que es muy importante, han llegado a
actuar con base en esos valores por desesperación y en las escasas ocasiones
en que las circunstancias lo han permitido”325.

Si buena parte de esta crítica a las teorías de la hegemonía es válida, dice Scott,
estamos entonces obligados a encontrar una explicación del consentimiento y la
sumisión de los grupos subordinados, que no sea la de la incorporación de la
ideología de las clases dominantes. Aquí entramos a otro momento crucial en la
perspectiva teórica de Scott sobre la resistencia. Dice que puede haber muchas
razones para explicar por qué una forma de dominación persiste pese al fracaso
de incorporar la ideología dominante en los subordinados; entre estas razones
considera la división entre los subordinados, la temeridad de resistir abiertamente,
la lucha cotidiana de subsistencia o el desengaño de anteriores fracasos. Por

322
Giro en que se quedó a mitad de camino Foucault.
323
J. Scott, op. Cit., pp., 106. cursivas del Autor y mías.
324
Scott admite, sin embargo, determinadas condiciones, limitadas y estrictas, en que los grupos subordinados
llegan a aceptar, incluso legitimar, los mecanismos que justifican la subordinación. Estos son: casos de
subordinación involuntaria, asociada a la probabilidad de que grupos subordinados accedan a posiciones de
poder, situación descartada para los casos de dominación de los que él se ocupa en su obra. J. Scott, op. Cit,
pp., 109.
325
Ibid, pp., 108. Cursivas del Autor.

141
consiguiente, las razones por las cuales los conceptos de incorporación ideológica
y de hegemonía tienen tanta resonancia se explica porque la dominación produce
un discurso oficial que ofrece pruebas convincentes de complicidad voluntaria,
incluso entusiasta. “En circunstancias normales, los subordinados tienen interés
en evitar cualquier manifestación explícita de insubordinación. Ellos también, por
supuesto, tienen siempre un interés práctico de la resistencia: en minimizar las
exacciones, el trabajo y las humillaciones que reciben. La reconciliación de estos
dos objetivos, que parecen ir en sentido contrario, se logra en general insistiendo
justamente en aquellas formas de resistencia que evitan una confrontación
abierta con las estructuras de autoridad. De esa manera, el campesino, en
beneficio de la seguridad y el éxito, ha preferido históricamente ocultar la
resistencia”.

Por esta razón, prosigue Scott, el discurso oficial entre el dominante y el


subordinado está lleno de fórmulas de servilismo, de eufemismos y de indiscutidas
pretensiones de estatus y de legitimidad. En la escena parecerá que los siervos o
los esclavos son cómplices en la representación del consentimiento y la
unanimidad. El espectáculo de afirmaciones discursivas de los de abajo dará la
impresión de que la hegemonía ideológica está firmemente asentada. El discurso
oficial de las relaciones de poder es una esfera en la cual el poder parece
neutralizado, porque las élites ejercen su influencia para conseguir precisamente
eso y porque normalmente es útil a los intereses inmediatos de los subordinados
evitar el desenmascaramiento de esas apariencias. “Así pues, el atractivo de las
teorías de la hegemonía y la falsa conciencia depende en gran medida de las
apariencias estratégicas que tanto las élites como los subordinados normalmente
introducen en el discurso público”326. Por consiguiente: “Así como los
subordinados no se dejan engañar por su propia actuación, de esa misma manera
los investigadores e historiadores sociales no tienen, por supuesto, por qué
considerarla como una actuación realizada necesariamente de buena fe”327.

El sentido de la argumentación de Scott apunta a mostrar, en otros términos, que


el discurso público no revela la verdadera correlación entre el poder y los
dominados, sino que, por el contrario, la vela, tornándola bajo la apariencia de una
relación de hegemonía del primero sobre los segundos. El hecho de que no
estemos en una situación de resistencia abierta al poder, no significa que el poder
sea hegemónico, pues la resistencia se despliega bajo formas ocultas y
disimuladas al poder mismo, así su discurso público parezca consentir el poder.
Parodiando a E. Lebotie, la situación de los subordinados presentada por Scott,
corresponde, no a la de una “servidumbre voluntaria”, sino a la de una
servidumbre involuntaria, es decir, la que corresponde a una dominación impuesta
sin el consentimiento de los subordinados pero de la cual ellos son incapaces aún
de deshacerse o incluso de resistirle abiertamente, pero ante la cual,
públicamente, deben mostrarse respetuosos y conformes.

326
Ibid, pp., 115 y 116.
327
Ibid, pp., 117.

142
El problema con la réplica de Scott, que en términos generales compartimos, es el
de la generalización. Entre los subordinados ¿quiénes actúan un discurso público?
¿Todos? ¿Quiénes, al saber que actúan, saben así mismo que ocultan otro
discurso? La réplica de Scott pierde fuerza justamente aquí, en que, al generalizar,
supone que los subordinados en general ya están poseídos de una subjetividad de
resistencia que los predispone a actuar en público. De su rica y valiosa
investigación histórica se podría inferir, así mismo, que muchos discursos públicos
de los subordinados no necesariamente son actuación, sino expresión genuina de
sometimiento. Y esta expresión genuina de sometimiento no tiene que responder
necesariamente a la convicción del consentimiento por los subordinados o a los
efectos de la ideología hegemónica sobre ellos, para ser tal. No tendríamos que
demostrar, por otra parte, que no es hegemónica la ideología de las clases
dominantes para demostrar, así mismo, que es de resistencia oculta. Los
discursos públicos de los dominados también pueden ser producto de una
situación de miedo o de resignación pasiva frente al estado de cosas existentes, y
en este caso no serían ni producto de una hegemonía ni resultado de una
actuación. En este sentido, frente al sometimiento de los súbditos, caben
teóricamente tres posibilidades no excluyentes de lectura: o bien que sea producto
de una acción hegemónica del poder (situación bastante improbable para los tipos
de dominación estudiados por Scott), o bien que se trata de una puesta en escena
del discurso público de los subordinados, o bien que se trata simplemente de una
situación de temor o resignación pasiva. Quizás, las tres lógicas que
hipotéticamente podrían determinar la actitud pública de servilismo del
subordinado sea un repertorio de acción mucho más complejo del que
sospechamos, realizado, no por grupos deferentes o sujetos diferentes
subordinados, adscrito cada uno exclusivamente a una lógica de acción diferente,
sino por un mismo grupo o un mismo sujeto, según situaciones de dominación
específicas328. Así, el discurso público de los subordinados no sólo debe ser
contrastado con el discurso oculto, sino establecer también si tal discurso oculto
existe y, si existe, en qué medida incide sobre el discurso público de grupos o
sectores de subordinados329. Sin pretender subestimar la riqueza y potencialidad
del discurso oculto de los subordinados, según como nos lo muestra Scott,
pareciera, sin embargo, como si en su perspectiva teórica los subordinados
estuvieran en una condición generalizada de “insubordinación contenida” frente al
poder. La pregunta que surge inevitablemente es,¿si ya lo están, por qué el
discurso oculto no rompe definitivamente el “cordon sanitare” y sale de una vez a
328
No debe olvidarse que para Gramsci la dominación es coerción revestida de hegemonía. Por consiguiente,
es razonable esperar que la respuesta frente a la dominación por parte de los subordinados no sea la misma ni
homogénea.
329
La versión de hegemonía en Gramsci que tiene Scott, parece un tanto recortada, pues la reduce a pura
ideología, y, realmente no es sólo eso, o no implica sólo eso. Veamos lo que al respecto dice el marxista
italiano: “El hecho de la hegemonía presupone que se tienen en cuenta los intereses y tendencias de los grupos
sobre los cuales se va a ejercer la hegemonía, y que debe darse un cierto equilibrio de compromiso –en otras
palabras, que el grupo dirigente debe hacer sacrificios de tipo económico-corporativo. Pero no hay duda de
que aunque la hegemonía es ético-política, también debe ser económica, debe basarse necesariamente en la
función decisiva ejercida por el grupo dirigente en el núcleo decisivo de la actividad económica”. A. Gramsci.
Cuadernos de la Cárcel, citado por Perry Anderson, Las Antinomias de Gramsci. Fontamara. Barcelona. 1978,
pp., 37.

143
la palestra, transformado en discurso público contra el poder, como una verdadera
declaración de rebelión?. La resistencia está ahí sin duda donde está el poder,
pero no se desarrolla de golpe, tiene su recorrido, su propia gramática y, por
supuesto, su arte, tal como nos lo recrea magistralmente Scott.

Es en este arte de la resistencia efectivamente en el que el discurso de Scott


cobra toda su vitalidad y sus potencialidades. “Nosotros hemos explorado algo de
la capacidad imaginativa con que los grupos subordinados invierten o niegan las
ideologías dominantes”330. De ahí la validez y la fuerza de su advertencia:
“Considerar a los esclavos, los siervos, los campesinos, los intocables y otros
grupos subordinados como éticamente sumisos sólo porque sus protestas y sus
argumentos respetan las formas de decoro de la clase dominante a la que están
desafiando sería un error analítico muy serio”331. “La mayoría de los actos de los
de abajo, incluso cuando son protestas, respetarán en buena medida –implícita o
explícitamente- las ‘reglas’, incluso si su objetivo es socavarla”332.

Para Scott, este arte de la resistencia supone la creación de un espacio social


para una subcultura disidente. Veamos algunas características que, según él,
presenta este espacio social. El ámbito en el cual un esclavo puede, por lo menos
temporalmente, afirmar su dignidad y su valor como ser humano es aquél donde
se reúne con sus semejantes, entre los cuales, por lo tanto, tiene más que perder
en caso de un ataque público a esa dignidad. En este círculo social restringido, el
subordinado puede encontrar un refugio ante las humillaciones de la dominación:
allí, en ese círculo, está el público para el discurso oculto. Al sufrir las mismas
humillaciones o, peor aún, al estar sujetos a los mismos términos de la
subordinación, todos tienen un interés común en crear un discurso de la dignidad,
de la negación y de la justicia. Tienen, además, un interés común en reservar un
espacio social, alejado de la dominación, en relativa seguridad, un discurso oculto.
La resistencia contra la dominación ideológica requiere, a su vez, una
contraideología –una negación- que ofrecerá realmente una forma normativa
general al conjunto de prácticas de resistencia inventadas por los grupos
subordinados en defensa propia. Por otro lado, dice Scott, ninguna de las
prácticas ni de los discursos de la resistencia pueden existir sin una coordinación y
comunicación tácita o explícita dentro del grupo subordinado. Para que eso
suceda, el grupo subordinado debe crearse espacios sociales que el control y la
vigilancia de sus superiores no puedan penetrar. Además, esos espacios como
ámbitos de poder sirven para disciplinar y formar patrones de resistencia. Una
subcultura de la resistencia o una contracostumbre es forzosamente un producto
de la solidaridad entre subordinados333.

Existe pues una relación muy estrecha entre espacios sociales y discurso oculto.
Scott presenta enseguida algunas observaciones al respecto. Dice: “Al pasar al

330
J. Scott, op. Cit., pp., 117.
331
Ibid, pp., 119.
332
Ibid, pp., 120.
333
Ibid, pp., 114 y ss.

144
examen de los espacios sociales en que crece el discurso oculto será útil tener
presente algunas observaciones. Primera: el discurso oculto es un producto social
y, por lo tanto, resultado de las relaciones de poder entre los subordinados.
Segunda: como la cultura popular, el discurso oculto no existe en forma de
pensamiento puro; existe sólo en la medida en que es practicado, articulado,
manifestado y diseminado dentro de los espacios sociales marginales. Tercera:
los espacios sociales en que crece el discurso oculto son por sí mismos una
conquista de la resistencia, que se gana y se defiende en las fauces del poder”334.

Estos espacios sociales del discurso oculto, prosigue Scott, son aquellos en que
ya no es necesario callarse las réplicas, reprimir la cólera, morderse la lengua y
donde, fuera de las relaciones de dominación, se puede hablar con vehemencia,
con todas las palabras. Por lo tanto, el discurso oculto aparecerá completamente
desinhibido si se cumplen dos condiciones: la primera es que se enuncie en un
espacio social apartado, sustraído del control, la vigilancia y la represión de los
dominadores; la segunda, que ese espacio social esté integrado por confidentes
cercanos que compartan experiencias similares de dominación. El término espacio
social no se refiere exclusivamente a un lugar físico apartado, pues la creación de
un lugar seguro para el discurso oculto no requiere necesariamente la distancia
física del dominante, siempre que se recurriera a unos códigos y dialectos
linguísticos incomprensibles para los amos y las amas335.

Establecidas las cualidades del espacio social de la resistencia y su relación con el


discurso oculto, Scott nos presenta una gran variedad de prácticas y estrategias
que usan los grupos subordinados para introducir su resistencia, disfrazada, en el
discurso público, a la cuales él llama apropiadamente, “las artes del disfraz
político”. Estas artes del disfraz político se despliegan en ese vasto territorio que
Scott delimita entre los extremos de la oposición abierta y colectiva contra los
detentadores del poder y la total obediencia hegemónica. Por razones de espacio,
aquí sólo las enunciaremos. En primer lugar, están las técnicas básicas o
elementales de disfraz, entre las cuales figuran el anonimato, los eufemismos y el
refunfuño; luego se encuentran las técnicas más complejas y culturalmente
elaboradas, que se encuentran en la cultura oral, los cuentos populares, la
inversión simbólica y, finalmente, los ritos de inversión, como el carnaval336.

Después de todo, todo ese arte de la resistencia y las formas visibles en que se
expresa no serían posibles sin lo que Scott llama la infrapolítica, un concepto
realmente valioso para comprender cómo la resistencia no es la ocurrencia
simplemente de episodios fulgurantes y efímeros en el frío firmamento de la
dominación, sino que, por el contrario, comprende procesos orgánicos,
moleculares y persistentes, sin los cuales ni las artes ni las formas visibles de la
misma serían posibles. El término infrapolítica, dice Scott, parece una forma
económica de expresar la idea de que nos hallamos en un ámbito discreto de

334
Ibid, pp., 149.
335
Ibid, pp., 150.
336
Ibid, pp., 167 y 169.

145
conflicto político, que comprende la lucha sorda que los grupos subordinados
libran cotidianamente y que se encuentra más halla del espectro visible. Esta
invisibilidad, propia de la infrapolítica, es en buena medida resultado de una acción
deliberada, de una decisión táctica que está consciente del equilibrio del poder. En
otro sentido, la infrapolítica también se refiere a los cimientos culturales y
estructurales de la acción política visible que hasta ahora ha atraído nuestra
atención. Aquí nos encontramos nuevamente en los territorios del discurso oculto
y sus espacios sociales de creación. Una forma de singularizar el ámbito y sentido
propio de la infrapolítica consiste en contrastarla con las formas abiertas y
declaradas de resistencia. La infrapolítica comprende, por consiguiente, las formas
disfrazadas, discretas e implícitas de la resistencia.

Sin embargo, y esto es muy importante, Scott no restringe la dimensión de la


resistencia como infrapolítica sólo a los sistemas generales de dominación
premodernos, sino que comprende también a las formas de dominación propias de
las democracias liberales de Occidente. “Las conquistas históricas de libertades
políticas de expresión y de asociación han reducido considerablemente los
peligros y las dificultades para manifestarse políticamente de manera explícita. No
obstante, hasta hace poco, y aún hoy, en Occidente la acción política abierta
difícilmente comprenderá el grueso de la actividad política de las minorías menos
privilegiadas y muchos de los pobres marginados. Y atender exclusivamente a la
resistencia declarada tampoco nos ayudará a comprender cómo se forman las
nuevas fuerzas y demandas políticas antes de que éstas irrumpan violentamente
en la escena pública”337. Siempre que limitemos, dice Scott, nuestra concepción
de lo político a una actividad explícitamente declarada, estaremos forzados a
concluir que los grupos subordinados carecen intrínsecamente de una vida política
o que ésta se reduce a los momentos excepcionales de explosión popular. En este
caso omitiremos el inmenso territorio político que existe entre la sumisión y la
rebelión y que, para bien o para mal, constituye el entorno político de las clases
sometidas338. Esta tesis de Scott, que rompe definitivamente con una concepción
estado-céntrica de la política, plantea cómo y por qué la infrapolítica debe ser
considerada como una dimensión inmanente y fundamental de la política,
especialmente de la política de los dominados.

Por otro lado, no se trata de reducir la política a la infrapolítica, sino de encontrar


sus articulaciones e interdependencias. “Cada una de las formas de resistencia
disfrazada, de infrapolítica, es la silenciosa compañera de una forma vociferante
de resistencia pública. En ese sentido, la invasión discreta de terrenos, uno por
uno, es el equivalente infrapolítico de la invasión abierta de tierras: ambas tienen
como fin oponerse a la acumulación. El rumor y los cuentos populares de
venganza son el equivalente infrapolítico de los gestos explícitos de desprecio y
profanación. Finalmente, la imaginería milenarista y la inversiones simbólicas de la
religión popular son los equivalentes infrapolíticos de las contraideologías

337
Ibid, pp., 233. Cursivas mías.
338
Ibid, pp., 233 y 234.

146
públicas, radicales”339. En el caso de estudio, la infrapolítica es, para Scott,
fundamentalmente la forma estratégica que debe tomar la resistencia de los
oprimidos en situaciones de peligro extremo. Los imperativos estratégicos de la
infrapolítica no sólo la hacen diferente de la política abierta en las democracias,
sino que imponen una lógica intrínsecamente diferente a la acción política. No se
hacen demandas públicas, no se definen ámbitos simbólicos explícitos. Todas las
acciones políticas adoptan formas elaboradas para oscurecer sus intenciones o
para ocultarse detrás de un significado aparente. Normalmente casi nadie actúa
en nombre propio porque sería contraproducente340. Obviamente, no es que la
infrapolítica esté ausente de la política de los dominados en las democracias, sino
que ésta adquiere dimensiones bastante menos dramáticas, cruza más
fluidamente del espacio no visible al espacio de lo público y tiene mayores
posibilidades de nuevos desarrollos341.

Puesto que la actividad política explícita en los regímenes de dominación de


estudio está casi prohibida, la resistencia se reduce a las redes informales de la
familia, los vecinos, los amigos y la comunidad, en vez de adquirir una
organización formal. Se podría decir que en función de estos espacios sociales se
despliegan las formas elementales de la vida política, sobre las cuales se pueden
construir formas más complejas, abiertas, institucionales que también dependerán
de ellas para subsistir. Estas formas elementales de la política también ayudan a
comprender por qué la infrapolítica resulta tantas veces imperceptible. Sin duda
alguna, la infrapolítica es política real. En muchos sentidos, comparada con la vida
política en las democracias liberales, la infrapolítica se ejerce con mayor
entusiasmo, frente a mayores dificultades y con objetivos más importantes. Dice
Scott: “Desde esta perspectiva singular, se puede concebir la infrapolítica como la
forma elemental –en el sentido de fundamental- de la política. Es el cimiento de
una acción política más compleja e institucionalizada que no podría existir sin ella.
En las condiciones de tiranía y persecución en las que vive la mayoría de los
sujetos históricos, la infrapolítica es vida política”342. Nos parece brillante este
pasaje del discurso de Scott y bastante valioso puesto que intenta fundamentar la
política, como en su momento lo hiciera Marx contra el discurso liberal y
hegeliano, desde otras bases y desde otra lógica, diferente a la puramente estatal
o teatralizada. La política de los dominados no procede de arriba hacia abajo, sino
de abajo hacia arriba, como el poder y la resistencia foucaultiano.

Por último, llegamos al nudo estratégico en que Scott analiza la manera cómo se
rompen definitivamente las fronteras entre el discurso oculto y el discurso público
de los dominados y el impacto político de esta primera declaración pública del
discurso oculto en el desarrollo de las relaciones entre poder y resistencia -luego
de esa “guerra de guerrillas” desplegada entre ambos antes de la gran ruptura. Su
“unidad de análisis”, como dirían los metodologos, se centra en ese momento
339
Ibid, pp., 235.
340
Ibid, pp., 235.
341
Aquí el discurso de Scott parece quebrarse, al sugerir una contraposición entre infrapolítica y acción
política abierta, lo cual nos parece inconsecuente.
342
Ibid, pp., 236 y 237. Cursiva del Autor.

147
especial de ruptura, como un momento culminante y desencadenante al mismo
tiempo. Este momento podría considerarse también como la forma en que la
infrapolítica se transforma plenamente en política a través de esta ruptura. “El
primer paso para entender dichos momentos es colocar el tono y la disposición de
los que por primera vez hablan desafiantemente casi en el centro de nuestro
análisis. Ya que su entusiasmo y su energía impulsan en cierta medida los
acontecimientos ambos son, al mismo tiempo, parte de la situación y variables
estructurales. Además son una fuerza esencial de las conquistas políticas –una
fuerza que supera por mucho cualquier esperanza de capturarla, incluso remota,
que pudieran albergar las teorías sobre la movilización de recursos en los
movimientos sociales, para no hablar de la teoría de la opción pública”343.

Para el análisis de este momento de ruptura, Scott establece una distinción


conceptual entre desobedecer en la práctica y negarse declaradamente a
obedecer. Lo primero no rompe necesariamente el orden normativo de la
dominación, lo segundo casi siempre lo hace. Cuando un acto práctico de
desobediencia se junta con una negativa pública, constituye un reto, una
declaración de guerra. La negativa abierta a cumplir con una puesta en escena
hegemónica es, por lo tanto, una forma particularmente peligrosa de
insubordinación. En efecto, el término insubordinación es muy apropiado porque
cualquier negativa particular a obedecer no es sólo una pequeña grieta en una
pared simbólica: implica necesariamente un cuestionamiento de todos los otros
actos que esa forma de insubordinación implica344. Produce un efecto
desencadenante contra la dominación. “Una sola interrupción de la sumisión se
puede reparar o excusar sin consecuencias importantes para el sistema de
dominación. Sin embargo, un acto único de insubordinación pública exitosa
perfora la superficie uniforme del aparente consenso, que es un recordatorio
visible de las relaciones de poder subyacente”345.

El momento en que la disensión del discurso oculto cruza el umbral hacia la


resistencia explícita siempre constituye una ocasión de enorme carga política.
Este momento aparece como aquél en el que finalmente se expresa la verdad.
Cuando alguien finalmente se atreve a realizar un acto de desafío público, el
sentimiento de satisfacción tiene, por lo tanto, también una doble cara. Está la
sensación de liberación que produce resistir a la dominación y, al mismo tiempo, la
liberación de manifestar finalmente la reacción que antes se había sofocado. Dice
Scott: “Sólo cuando ese discurso oculto se declara abiertamente, los subordinados
pueden reconocer en qué medida sus reclamos, sus sueños, su cólera son
compartidos por otros subordinados con los que no han estado en contacto
directo”346.

343
Ibid, pp., 240.
344
Ibid, pp., 241 y 242.
345
Ibid, pp., 242.
346
Ibid, pp., 262. Cursivas del Autor.

148
El discurso de Scott concluye justamente en la valoración del impacto de ese
momento culminante, de éxtasis colectivo -en el que la resistencia como lo oculto
ha devenido en lo público sublimado-, sobre la trama y redefinición de las
relaciones de poder: “Cuando la primera declaración del discurso oculto tiene éxito
su capacidad movilizadora como acto simbólico es potencialmente asombrosa. En
el nivel de la táctica y de la estrategia, se trata de un importante indicio del estado
de cosas: anuncia una posible inversión de ese estado. Los actos simbólicos
decisivos, como dice un sociólogo, ‘ponen a prueba la resistencia de todo el
sistema de miedo recíproco’. En el nivel de las creencias, de la cólera y de los
sueños políticos, se trata de una explosión social. La primera declaración habla en
nombre de innumerables subordinados, grita lo que históricamente había tenido
que ser murmurado, controlado, reprimido, ahogado y suprimido. Si el resultado
parece un momento de locura, si la política que engendran es tumultuosa,
frenética, delirante y a veces violenta, se debe quizá al hecho de que los oprimidos
rara vez aparecen en la escena pública y tienen tanto que decir y hacer cuando
finalmente entran en ella”347.

Así, el arte de la resistencia de Scott, representa un valioso aporte a la teoría de la


resistencia, especialmente útil en contextos surcados por la violencia de poderes,
contrapoderes y parapoderes como el colombiano, y enriquece la perspectiva
teórica de pensadores precedentes, como por ejemplo las de Marx y Foucault, en
aquellos aspectos en que ellos la dejaron simplemente enunciada o por
desarrollar: amplía, por ejemplo, el campo de referencia de la resistencia más allá
de las relaciones de poder y explotación propio de las relaciones sociales de
producción; desmitifica, así mismo, la idea de un omni-poder, que todo lo regula,
controla y produce o de una ideología hegemónica que lo blinda herméticamente
contra toda fuerza opositora, mostrando, por el contrario, cómo todo poder es
vulnerable y presenta grietas, que, a su vez, representan siempre posibilidades
abiertas de surgimiento y de despliegue de la resistencia. Por otra parte, la
perspectiva teórica de Scott, muestra cómo el arte de la resistencia no se reduce
solamente a la teatralización de la política, ni la política se restringe a los espacios
públicos estatales, que existe una dimensión y un campo de posibilidades de
acción de la resistencia por debajo de la macro-política, que siempre encuentra la
forma de incursionar y trastocar las esferas amplias de la macro-política.

Del estudio minucioso de Scott, nos queda una gran riqueza de formas y lógicas
en que la resistencia afronta la gramática del poder actuando en su propio campo.
El arte de la resistencia presentado por Scott podría conceptualizarce como una
fenomenología de la lógica de la resistencia actuando en los propios terrenos del
poder; la pregunta pendiente es cómo afronta la resistencia al poder actuando en
su propio terreno, por ejemplo a través de una suerte de compromiso activo de
grupos de subordinados con la ideología del poder y que puede adoptar la forma
del consentimiento pasivo o activo del poder, o formas abiertas de
contraresistencias.

347
Ibid, pp., 266 y 267.

149
2. Tonny Negri y la resistencia de la multitud.
El planteamiento actual de Tonny Negri acerca de la resistencia sintetiza una
trayectoria intelectual que arranca desde sus primeras obras filosófico-políticas
como El Poder Constituyente hasta la más reciente: Multitud. Guerra y
Democracia en la Era del Imperio, escrita con Michael Hardt. Para la presentación
de su perspectiva teórica acerca de la resistencia nos basaremos en esta última
obra, la cual en buena medida sintetiza y actualiza sus apreciaciones anteriores.
En sentido no sólo cronológico sino temático, de hecho Multitud es continuación o
complemento de Imperio, la penúltima obra escrita por los dos autores348. Aunque
entre las dos obras existe sin duda un desarrollo temático y teórico coherentes, se
pueden advertir, sin embargo, entre una y otra, énfasis teóricos y, quizás, también,
rupturas importantes, como tendremos ocasión de indicar más adelante.

No obstante, que Negri y Hardt dedican al tema de la resistencia un capítulo


especial de su obra -el III de la primera parte, titulado: Resistencia-, podemos
considerar toda la obra Multitud como un tratado filosófico-político general acerca
de la resistencia en la era contemporánea. De manera que para efectos de
nuestra presentación no sólo tomaremos en cuenta este capítulo sino el cuerpo
general de la obra. En este sentido, desde ya podemos decir que la multitud que
nos dibujan Hardt y Negri es el sujeto y predicado de la resistencia en el contexto
de la guerra global del imperio; multitud, que se orienta según un ideal, que es el
ideal de la democracia. Título y subtítulo de la obra están, pues, estrechamente
entrelazados.

Empecemos pues por plantear una síntesis del contexto y luego entraremos
directamente al problema. En la era del Imperio global, dicen Hardt y Negri, que se
caracteriza por un declinar irreversible de la soberanía nacional y la irrupción de
una nueva forma de soberanía supranacional, la guerra se está convirtiendo en un
fenómeno general, global e interminable, un estado de guerra civil permanente en
el que impera el estado de excepción y no la vigencia de la normatividad regular.
Este estado de guerra civil permanente se distingue de las anteriores formas de la
guerra en que ya no se trata de guerras entre estados soberanos sino entre
combatientes soberanos y no soberanos. De ahí que las guerras “localizadas”
(como las llaman algunos), como las de Colombia, Sierra Leona y Aceh como en
Israel/Palestina, India/Pakistán, Afganistán e Irak- deberían considerarse como
guerras del Imperio, así no lo movilicen como un todo, debido a que se
desarrollan en los marcos globales del mismo349.

La noción de excepción es, según Hardt y Negri, la clave para comprender el


estado actual de guerra global permanente. Esta noción de excepción conjuga la
348
Cfr. Hardt y Negri. Imperio. Desde Abajo. Bogotá. 2003. “En los albores de la postmodernidad –dicen
Hardt y Negri-, emprendimos en Imperio el intento de delinear una nueva forma de soberanía global. Ahora,
en este libro, tratamos de entender la naturaleza de la formación de la clase global emergente: la multitud”.
Hardt y Negri. Multitud…pp., 19.
349
Hardt y Negri. Multitud, pp., 23 y 24.

150
tradición alemana y la estadounidense, en cuanto que la primera se refiere a la
suspensión temporal de la Constitución y las garantías jurídicas y la segunda se
refiere a la excepcionalidad estadounidense350. En el estado de guerra global, el
estado de excepción se ha convertido en permanente y generalizado, la excepción
pasa a ser la norma e invade tanto las relaciones exteriores como el panorama
interno. Pero, puntualizan los autores, la base real del estado actual de excepción
es el otro sentido de la excepcionalidad estadojunidense: su poderío excepcional y
su capacidad para dominar el orden global351. Por otro lado, cuando el estado de
excepción se convierte en regla, y la guerra en condición interminable, se
desvanece la distinción tradicional entre la guerra y la política. En otras palabras,
la guerra se está convirtiendo en el principio organizador básico de la sociedad, y
la política simplemenmte en uno de sus medios o disfraces. Siguiendo el
precedente de Foucault, para Hardt y Negri, la guerra se ha convertido en la matriz
general de todas las relaciones de poder y técnicas de dominación, supongan o
no derramamiento de sangre. La guerra se ha convertido en un régimen de
biopoder, es decir, en una forma de dominio con el objetivo no sólo de controlar a
la población, sino de producir y reproducir todos los aspectos de la vida social. Esa
guerra acarrea la muerte pero también, paradójicamente, debe producir la vida352.

Dos consecuencias arrojan este nuevo tipo de guerra. Por un lado, además de ser
una guerra indeterminable temporalmente, lo es tambien espacialmente. En
potencia se extiende en cualquier dirección durante un período impreciso. En
efecto, dicen Hardt y Negri, cuando los líderes de los EEUU proclamaron la
“guerra contra el terrorismo” luego de los acontecimientos del 11-S, hicieron
constar que abarcaría a todo el planeta y se prolongaría durante un período
indefinido, tal vez durante décadas o generaciones. Una segunda consecuencia es
que las relaciones internacionales y la política interior se asemejan y confunden
cada vez más. Se difumina la distinción entre el “enemigo”, tradicionalmente
concebido como exterior, y las “clases peligrosas”, tradicionalmente interiores, en
tanto que objetivos del esfuerzo bélico. Todo lo cual tiende a criminalizar las

350
Los autores se refieren aquí a la excepción en el significado de la tradición germánica según como la
entendió Smith y a la noción de excepcionalidad estadouidense según la tradición histórica republicana de los
EEUU respecto de Europa, complementada hoy con el significado de la excepción a la ley practicada por los
EEUU frente a los tratados internacionales. Hardt y Negri, Multitud, pp., 26 y 27.
351
Hardt y Negri. Multitud, pp., 30. Esta consideración introduce una diferencia de matiz respecto a la
caracterización anterior del imperio como una red sin centro expandida territorialmente por el planeta. Ahora
el imperio no es una red horizontal sino jerárquizada según estructuraas de poder entre estados-naciones y
actores transnacionales. “Lo que emerge hoy, en cambio, dicen Hardt y Negri-, es un ‘poder en red’, una
nueva forma de soberanía, que incluye como elementos principales o nodos a los estados-nación, junto con las
instituciones supranacionales, las principales corporaciones capitalistas y otros poderes. En la red del Imperio
no todos los poderes son iguales, por supuesto. Muy al contrario, algunos estados-nación tienen un poder
enorme, y otros casi ninguno, y lo mismo ocurre con las demás corporaciones e instituciones que componen
la red. Pero a pesar de las desigualdades, se ven obligados a cooperar para crear y mantener el orden global
actual con todas sus divisiones y sus jerarquías internas”. Multitud, pp., 14. Esta observación y énfasis no
aparecen en Imperio o simplemente se diluyen.
352
Ibid, pp., 33 y 34.

151
diversas formas de contestación y resistencia social353. La guerra tiende, en ese
sentido, hacia dos sentidos opuestos al mismo tiempo: por un lado, se reduce a la
acción policial; por el otro, se eleva a un nivel absoluto y ontológico mediante las
tecnologías de la destrucción global. El biopoder no sólo esgrime la capacidad de
destrucción masiva, sino también la de violencia individualizada354.

Sin embargo, este biopoder, no sólo acarrea la muerte. Recuperando la dimensión


de vida planteada por Faoucault respecto del biopoder, los autores subrayan que
la guerra global también ha de producir la vida y regularla. Para subsistir el poder
soberano ha de preservar la vida de los súbditos, como mínimo ha de preservar su
capacidad para producir y consumir. Esta segunda dimensión del bípoder es la
que corresponde a las nuevas estrategias de contrainsurgencia, “una dominación
de pleno espectro”, que combina el poderío militar con el control social,
económico, político, psicológico e ideológico. En otras palabras, la
contrainsurgencia no debe destruir el medio ambiente de la insurgencia, sino más
bien crear y controlar ese medio; la contrainsurgencia necesita crear técnicas
positivas.

Este es pues, en síntesis, el contexto actual del imperio, caracterizado por una
guerra global que se despliega en forma de red para enfrentar a enemigos en red
por todos los lados355.

Ya hemos indicado cómo Hardt y Negri nos presentan una perspectiva actualizada
del biopoder de Foucault. Un poder que acarrea la muerte, pero que al mismo
tiempo se esfuerza por producir la vida y regularla. Pero, por otra parte, este poder
no es total, no es completo, no es absoluto, por el contrario, está plagado de
contradicciones y suscita reistencias. Aquí, en esta idea de la incompletitud del
poder, radica una de las premisas fundamentales de la perspectiva filosófico-
política de la resistencia de Hardt y Negri, la cual se opone radicalmente a muchas
de las teorías en boga durante los años 60s acerca de “la poducción del súbdito
por el poder”, de “la completa alienación del ciudadano y el trabajador y de
colonización total del mundo viviente”. Por el contrario, dicen Hardt y Negri, la
dominación nunca puede ser completa, por muchas dimensiones que abarque, y
siempre encuentra su contradicción en la resistencia. Desde el punto de vista de la
soberanía, el poder soberano se halla siempre limitado y ese límite siempre
encierra la posibilidad de ser convertido en una resistencia, en un punto de
vulnerabilidad, en una amenaza. El trabajo, aunque esté subyugado por el capital,
mantiene siempre, necesariamente, su propia autonomía, lo cual es todavía más
evidente hoy, en relación con las nuevas formas de trabajo inmateriales, de
cooperación y colaboración. En cualquier caso, hay que tener presente que ni

353
Ibid, pp., 35 y 36. Es sorprendente la coincidencia tan estrecha entre estos pasajes del análisis de Hardt y
Negri, con la situación colombiana, que vive crecientemente una guerra cada vez más prolongada y más
antipopular.
354
Ibid, pp., 41.
355
Ibid, pp., 89.

152
siquiera en los conflictos asimétricos es posible la victoria concebida como
dominación completa356.

Esta idea-fuerza de la incompletitud inmanente de la dominación en Hardt y Negri


está directamente vinculada con su concepción ontológica de la resistencia, que le
da primacía a ésta sobre el poder, tal como lo veremos enseguida. Siguiendo la
distinción que, según ellos, estableció Marx entre método de investigación y
método de exposición, dicen: “Aunque el uso habitual de la palabra tal vez sugiera
lo contrario –la resistencia como respuesta o reacción-, la resistencia es primaria
con respecto al poder”357. Una idea que, además, está en la base de la
comprensión de la sociedad capitalista moderna, según la cual,
esquemáticamente dicho, primero es el trabajo y luego el capital, el capital es un
producto y no un creador del trabajo, el creador es el trabajo, sujeto-objeto de la
dominación por el capital358. Así, entonces, situar ontológicamente la resistencia
primero que el poder “nos brinda una perspectiva diferente del desarrollo de los
conflictos modernos y de la emergencia de nuestra actual guerra global
permanente. Reconocer la primacía de la resistencia nos permite contemplar esta
historia desde abajo e iluminar las alternativas posibles hoy día”359.

Nos parece importante insistir en este planteamiento de Hardt y Negri, porque tal
vez no se llegue a comprender del todo la potente fuerza que encierra esta idea
primigenia acerca de la resistencia, el sujeto constituyente y el ideal de
democracia que persigue. Por un lado, nos parece que supera el planteamiento
novedoso de Foucault, según como vimos, “donde hay poder hay resistencia”,
pues, ahora poder y resistencia no son ontológicamente simétricos sino
asimétricos (primero una y luego el otro); y por otro lado, superando nuevamente a
Foucault, resitúa la mirada -de la historia, de la sociedad y de la política-, del
poder a la resistencia (“nos permite contemplar esta historia desde abajo e
iluminar las alternativas pósibles”). Por último, zambuyéndose en las fuentes
filosóficas del hegelianismo de izquierda alemán del que toman a Marx como
referencia emblemática, restituyen la fuerza y la potencia de las subjetividades
como las verdaderas protagonistas de la realidad y de la historia. “Del mismo
modo, dicen Hardt y Negri, también nosotros debemos empezar a comprender
nuestro estado actual de guerra global y su desarrollo, investigando la genealogía
de los movimientos de resistencia políticos y sociales. Esto nos acabará llevando a
una nueva visión de nuestro mundo, y también a comprender las subjetividades
capaces de crear un mundo nuevo”360.

La multitud aparece de esta manera en el discurso filosófico-pólítico de Hardt y


Negri como la síntesis conceptual y real de las resistencias desencadenadas y
siempre creativas en el mundo moderno y actual. “Reconocer las características
356
Ibid, pp., 79 y 80.
357
Ibid, pp., 91. Cursivas de los Autores.
358
Esta perspectiva aparece desarrollada, entre otros, en: Guattari, F. y Negri, A. Las verdades nómadas &
General Intellect, poder constituyene, comunismo. Akal. Madrid, 1999.
359
Hardt y Negri. Multitud, pp., 91.
360
Ibid, pp., 92.

153
de la multitud nos permitirá invertir nuestras perspectivas del mundo. Tras la
Darstellung, o exposición, de nuestro estado actual de guerra, nuestra Forschung,
o investigación, sobre la naturaleza y las condiciones de la multitud nos permitirá
situarnos en un nuevo punto de vista, desde el que podemos identificar las fuerzas
reales y creativas que están emergiendo con el potencial para crear un mundo
nuevo. La gran producción de subjetividad de la multitud, su capacidad biopolítica,
su lucha contra la pobreza, su constante anhelo de democracia, todo ello coincide
aquí con la genealogía de esas resistencias que abarcan desde los comienzos de
la era moderna hasta nuestra era”361. La multitud representa pues el sujeto de la
resistencia y el potencial creador de este mundo nuevo.

No nos detendremos aquí en seguir en detalle los desarrollos de esta genealogía


presentada por Hardt y Negri, nos limitaremos a destacar críticamente algunas
indicaciones respecto de ella que consideramos útiles desde el punto de vista de
la reconstrucción teórica de la resistencia. Anotemos, en primer lugar, que la
genealogía de la resistencia que Hardt y Negri nos presentan, pretende dar
cuenta de sus formas cambiantes según tres principios básicos: el primero, se
refiere a la oportunidad histórica, es decir, a la forma de resistencia más eficaz
para combatir una forma específica de poder. El segundo principio establece una
correspondencia entre las formas cambiantes de resistencia y las
transformaciones de la producción económica y social. En otras palabras, en cada
época el modelo de resistencia que se revela más eficaz adopta la misma forma
que los modelos dominantes de producción económica y social. El tercer principio
que aperecerá se refiere simplemente a la democracia y la libertad: cada nueva
forma de resistencia apunta a corregir las cualidades no democráticas de las
formas anteriores, creando una secuencia de movimientos cada vez más
democráticos362. Cabe observar, de paso, que estos tres principios de la
genealogía de la resistencia, en realidad, se fundan en un mismo principio de
historicidad, según el cual, la resistencia es siempre histórico-concreta y su
desarrollo se corresponde con una finalidad histórica. El thelos de esa genealogía
es la democracia, una suerte de “espíritu absoluto” hegeliano hasta culminar su
realización plena en el poder constituyente de la multitud363.

Por otra parte, cabe anotar que esta genealogía hace bastante hincapié en las
formas armadas de la resistencia, bajo la forma de ejércitos populares y guerra de
guerrillas desarrolladas en los más diversos rincones del planeta durante la época
moderna, algunas triunfantes y otras fracasadas, y subestima, o no le da la misma
importancia a las experiencias reales de resistencias no armadas protagonizadas
por los movimientos sociales igualmente en todos los rincones del planeta durante
la época moderna.

361
Ibid, pp., 95.
362
Ibid, pp., 95 y 96.
363
Esta observación crítica ya la había formulado Daniel Bensaid en los siguientes términos: “El ‘concepto
absoluto de democracia’ reemplaza al espíritu absoluto hegeliano en una restaurada teleología historicista, que
reinstala en el trono la tentación de los fines anunciados de la historia”. Daniel Bensaid. “Multitudes
ventrílocuas. (A propósito de Multitud, de Hardt y Negri)”. Revista Herramientas. Internet.

154
Deteniéndose por consiguiente en el estudio de las formas de resistencia armada,
Hardt y Negri, destacan que las diversas teorías sobre la guerra civil que
desarrolló la izquierda durante la época moderna giran en torno a la
transformación de la insurrección en un ejército, la transformación de la actividad
de los partisanos en un contrapoder organizado. La relación entre rebelión y
revolución, entre insurrección y guerra civil, entre bandas armadas y ejército
popular revolucionario, se articula así mismo con las nociones de toma del poder y
construcción de una nueva sociedad364. Por otro lado, la centralización y
jerarquización que implica la formación de un ejército popular producen una
dramática pérdida de autonomía de las diversas organizaciones guerrilleras
locales y de la población insurrecta en su conjunto. Según observan los autores, la
debilidad de la democracia que ofrecen los movimientos guerrilleros salta a la vista
cuando alcanzan la victoria y toman el poder, aunque en bastantes casos sean
mucho más democráticos que los regímenes a los que sustituyen. Sin embargo,
valoran los autores que durante los largos períodos de resistencia armada y
movimientos de liberación, las fuerzas guerrilleras han creado continuamente unas
articulaciones más estrechas entre lo político y lo social, entre guerras de
liberación anticoloniales y guerras de clase anticapitalistas. Y subrayan, que esta
articulación entre lo social y lo político se hace mucho más estrecha en la
postmodernidad. La genealogía de las resistencias y las luchas de la
postmodernidad, presuponen la naturaleza política de la vida social y la adopta
como clave interna de todos los movimientos365.

En todo caso, el balance que arroja esta genealogía es, para Hardt y Negri, más
bien amargo. En la actualidad, dicen, algunos de los modelos tradicionales
básicos del activismo político, la lucha de clases y la organización revolucionaria
han pasado a ser obsoletos e inútiles. La causa más importante de esta pérdida
de vigencia radica en la transformación de la propia multitud; transformación que
relacionan con la recomposición a nivel global de las clases sociales, la
hegemonía del trabajo inmaterial y las formas de toma de decisiones basadas en
estructuras de red, que han cambiado de manera radical las condiciones de todo
proceso revolucionario366. De esta manera, entramos a la postmodernidad, la era
de la multitud propiamente dicha.

364
No es del todo satisfactoria esta simetría entre revolución, toma del poder y nueva sociedad, por un lado,
con una estrategia basada en la fomación de ejércitos, guerra de guerrillas e insurrección, por el otro. Por lo
menos, desde la revolución bolchevique de 1917, los revolucionarios no discutían la conveniencia y necesidad
de tomar el poder y construir una nueva sociedad, en realidad los debates se centraron en cuál era la estrategia
más adecuada para lograrlo según cada circunstancia histórico-político (oportunidad histórica), que Antonio
Gramsci resumió en uno de los pasajes más lúcidos de sus Cuadernos de la Cárcel en términos de “guerra de
posiciones” o “guerra de movimientos”, y que se expresaron en los debates del III Congreso de la
Internacional Comunista acerca de la táctica, que, a su vez, habían dado lugar a la ruptura con la
socialdemocracia alemana años antes. Por otro lado, para el caso de Cuba y Nicaragua, los estudios recientes
muestran cómo las vanguardias armadas triunfantes requirieron, no como condición suficiente sino necesaria,
la particpación activa de las masas urbanas en el proceso revolucionario para asegurar el triunfo de la
revolución.
365
Hardt y Negri.Multitud, pp., 97 y ss.
366
Ibid, pp., 96.

155
El momento de quiebre entre la era de los modelos tradicionales de resistencia y
la era de la multitud es 1968, año en que culminó un ciclo de luchas en las zonas
dominantes y subordinas del mundo367. A partir de este año cambian las formas de
los movimientos de resistencia en correspondencia con los cambios producidos en
la fuerza de trabajo y las formas de producción social. En realidad, se trata de una
secuencia de cambios, que van desde el desplazamiento de los movimientos
guerrilleros a las ciudades y la adopción de los modelos de información y de
acción en red, hasta las transformaciones del modelo de producción postfordista,
seguidos de las nuevas readecuaciones de las resistencias en forma de red, pero
ya no como guerra de guerrillas sino como multitud.

De hecho, para Hardt y Negri, la mudanza de las guerrillas a los espacios urbanos
éra el síntoma de una transformación más importante y profunda, la cual tiene
lugar en la relación entre la organización de los movimientos y la organización de
la producción económica y social. Las unidades pequeñas y móviles de la
producción postfordista se corresponden en cierta medida con el modelo
policéntrico de las guerrillas, pero el modelo de guerrilla queda de inmediato
transformado por las tecnologías del postfordismo368. La forma policéntrica de la
guerrilla evoluciona, por consiguiente, hacia una forma reticular, en donde no hay
centro, solo hay una pluralidad irreductible de nodos de comunicación los unos
con los otros369. Mientras el modelo centralizado disciplinar de los ejércitos y las
guerrillas tradicionales se correspondió con el obrero disciplinado de la producción
fordista, la lucha en red, como la producción postfordista, no depende de la
disciplina en igual sentido porque sus valores primordiales son la creatividad, la
comunicación y la cooperación autoorganizada.

Por otro lado, al tiempo que se operó esta transición en el modelo tradicional de
las guerrillas, también irrumpen a finales del siglo XX numerosos movimientos
sociales asociados a las luchas del feminismo, de los gays y lesbianas y las
minorías raciales, especialmente en los EEUU, en los que su afán de autonomía y
su rechazo a las jerarquías centralizadas, a los líderes o portavoces oficiales, son
sus rasgos orgánicos más característicos. En esta misma dirección destacan el
resurgir de los movimientos anárquistas en Europa y EEUU., que subrayan la
necesidad de libertad y de organización democrática. Por último, dentro de este
mismo ciclo de transformaciones de la resistencia, destacan Hardt y Negri, los
más recientes movimientos organizados frente a la globalización, que se han
367
Recuérdese que 1968 es también una fecha emblemática para Foucault, pero, paradójcamente a lo que
plantean Negri y Hardt, no para el análisis de la resistencia, sino del poder: “nunca se analizaba la mecánica
del poder. Sólo pudo empezarse a hacer este trabajo tras 1968, es decir, a partir de las luchas cotidianas
llevadas a cabo por la base, por los que tenìan que debatirse en las mallas finas de la red de poder”. M.
Foucault. Un Diálogo sobre el poder. Altaya. Barcelona. 1994. pp., 135.
368
No deja de inquietar que Hardt y Negri sólo vean en la producción postfordista la estructura en red
extendida espacialmente de los procesos de producción económica y dejen de lado la otra lógica
correspondiente a la centralización y jerarquización transnacional de las decisiones económicas, igualmente
inherentes a la producción postfordista.
369
Esta apreciación no es del todo cierta, puesto que las guerrillas de los últimos cuarenta años siguen
actuando bajo la forma jerárquica de un sistema centralizado de mando, tal como Hardt y Negri parecen
reconocerlo.

156
extendido desde Seattle hasta Génova y los foros sociales mundiales de Porto
Alegre, que animaron los movimientos contra la guerra. Estos últimos
movimientos son los ejemplos más claros de organización en red distribuidas.
Fueron movimientos que posibilitaron la convergencia común de una gran
variedad de movimientos y de grupos con inspiraciones ideológicas y objetivos
plurales. Estos grupos no están coordinados por una autoridad única, sino que se
relacionan entre sí dentro de una estructura reticular. La democracia define tanto
el objetivo de estos movimientos como su constante actividad. Pese a sus
limitaciones, para Hardt y Negri, lo que más destaca de dichos movimientos es la
forma que adoptan, ya que constituyen el ejemplo más desarrollado del modelo de
organización en red 370.

Este último aspecto es central desde la perspectiva de Hardt y Negri, porque


según el primer y segundo principio de la genealogía de la resistencia, estas
nuevas formas de resistencia se corresponden con la oportunidad histórica que se
abre con la nueva fase capitalista basada en el postfordismo. Y también con el
tercer principio, puesto que los movimientos de resistencia al estructurarse en
forma de red posibilitan en mayor medida el ejercicio de la democracia. Hoy,
según los autores, hemos llegado a un punto de coincidencia de los tres principios.
La estructura en red distribuida proporciona el modelo de una organización
absolutamente democrática y que además guarda correspondencia con las formas
dominantes de producción económica y social, y es al mismo tiempo el arma más
poderosa contra la estructura de poder dominante. En este contexto, la legalidad
viene a ser un criterio menos efectivo y menos importante para diferenciar los
movimientos de resistencia, puesto que los movimientos en red pueden atender
simultáneamente los tres niveles de resistencia que en el pasado aparecen
diferenciados: la resistencia dentro de las normas legales, dentro y fuera de la ley,
y por fuera de la legalidad. El principal criterio de distinción entre los movimientos
de resistencia ya no es la legalidad o la ilegalidad de los mismos, sino la
democracia, como “democracia absoluta”, un movimiento de “éxodo” que rompe
con la autoridad soberana y el consentimiento de los subordinados371.

Este aspecto es crucial tenerlo en cuenta, puesto que para Hardt y Negri, a la
postre, lo que distingue a los movimientos de resistencia no es tampoco,
fundamentalmente, la forma como se organizan, sino sus contenidos. “Es preciso
reconocer también que considerar la genealogía de las resistencias únicamente en
función de su forma, como hemos venido haciendo principalmente hasta aquí, no
es suficiente. Las diferencias formales entre los ejércitos centralizados, las
partidas guerrilleras policéntricas y las redes distribuidas proporcionan, en efecto,
un criterio para evaluar los movimientos de resistencia y diferenciarlos, pero no es
el único criterio ni el más importante. Será preciso considerar el contenido, es
370
Ibid, pp., 115 y 116.
371
“La acción política del éxodo consiste en una sustracción emprendedora. Sólo el que se abre una línea de
fuga puede fundar; pero, recíprocamente, sólo el que funda logra encontrar el paso para partir de Egipto”.
Paolo Virno. “Vituosismo y revolución: notas sobre el concepto de acción política”. Internet. Nota de la
fuente: Este texto apareció en el número 4/1993 de la revista Luogo Comune. También se ha publicado en el
número 19-20/1994 de Futur Antérieur, texto en francés a partir del que traducimos.

157
decir, lo que hacen. El hecho de que un movimiento esté organizado como una
red, o como un enjambre, no garantiza que sea pacífico o democrático. La
democracia no es sólo cuestión de estructuras y relaciones formales, sino
también de contenidos sociales, de cómo nos relacionamos los unos con los otros,
de cómo producimos juntos”372. Otro tanto ocurre con respecto a la producción
económica, que ha quedado afectada por el reduccionismo formal. Por
consiguiente, advierten, que “si considerásemos únicamenete las
correspondencias formales podría parecer que la innovación tecnológica sea la
fuerza motriz fundamental del cambio social. Por lo tanto, tenemos que abordar el
contenido de lo que se produce, y cómo, y por quién. Cuando hayamos examinado
en profundidad la producción, y comprendido las condiciones de trabajo y los
fundamentos de la explotación, estaremos en condiciones de entender cómo
emergen las resistencias en los lugares de trabajo y cómo van cambiando al
compás de las transformaciones del trabajo y de las relaciones de producción. De
este modo podremos elaborar una relación sustancial entre producción y
resistencias”373.

Efectuar una lectura actualizada de los procesos de producción económica y


social resulta clave en el planteamiento de Hardt y Negri para comprender su
tesis, arriba indicada, acerca de la multitud como la síntesis creativa de las nuevas
subjetividades que se proponen un mundo nuevo o como el sujeto contemporáneo
de la resistencia que se orienta según el ideal de libertad y democracia, pues un
rasgo distintivo tanto de la lucha en red de la multitud como de la producción
económica postfordista es que se desarrollan en el terreno biopolítico; en otras
palabras, producen directamente nuevas subjetividades y nuevas formas de vida.
La biopolítica se consituye entonces en un campo de disputa por las nuevas
subjetividades entre el biopoder y la multitud. De ahí entonces que el abordaje de
la multitud, su dimensión sociológica y sus alcances filosófico-políticos, esté
precedido del estudio de la producción póstfordista, no sólo desde el punto de
vista económico, sino también social, político y cultural, ya que comprende todos
los aspectos de la vida social.

Veamos este tópico de manera breve. Según los autores, en la etapa postfordista,
el trabajo y la producción están siendo transformados bajo la hegemonía del
trabajo inmaterial, es decir, del trabajo que produce bienes inmateriales, tales
como la información, conocimiento, ideas, imágenes, relaciones y afectos. Esta
hegemonía no significa que desaparezca la clase obrera industrial que manipula
las máquinas, ni el labrador que labra la tierra. Ni siquiera significa que el número
de tales trabajadores haya disminuido globalmente. En realidad, los trabajadores
ocupados primordialmente en la producción inmaterial representan una pequeña
minoría del total mundial. Lo que esto significa es, más bien, que las cualidades y
las características de la producción inmaterial tienden a transformar las demás
formas de trabajo y, de hecho, la sociedad en su conjunto. Por otra parte, las
condiciones contractuales y materiales del trabajo inmaterial tienden a propagarse

372
Hardt y Negri, op., cit, pp., 123.
373
Ibid, pp., 123.

158
en todo el mercado de trabajo, y la posición del trabajador en general se hace
más precaria. Varias formas del trabajo inmaterial, por ejemoplo, tienden a borrar
la distinción entre horario laboral y tiempo libre, de manera que el tiempo de
trabajo se extiende a todas las horas del día. El trabajo inmaterial suele funcionar
sin contratos estables a largo plazo, en precario, como resultado de las
condiciones de flexibilidad (realizar cometidos diferentes) y movilidad (cambiar
contínuamente de localización). Adicionalmente, el trabajo que interviene en toda
producción inmaterial sigue siendo material. Lo que es inmaterial es su
producto374.

Enseguida Hardt y Negri presentan una de las claves centrales de su


planteamiento acerca de la multitud y la producción biopolítica. “Sin embargo –
dicen-, algunas características del trabajo inmaterial encierran un potencial
enorme de transformación social positiva. En primer lugar, el trabajo inmaterial
tiende a salirse de los limitados recintos de lo estrictamente económico, para
irrumpir en la producción y reproducción general de la sociedad en su conjunto. La
producción de ideas, conocimientos y afectos, por ejemplo, no sólo crea los
medios para formar y mantener la sociedad, sino que ese trabajo inmaterial
produce relaciones sociales directamente. El trabajo inmaterial es biopolítico en
tanto que está orientado a la creación de formas de vida social. Así, pues, ese
trabajo no queda confinado a lo económico, sino que de inmediato se convierte en
una fuerza social, cultural y política. Finalmente, en términos filosóficos, la
producción a que nos referimos aquí es la producción de subjetividad, la creación
y la reproducción de nuevas subjetividades en la sociedad. En segundo lugar, el
trabajo inmaterial tiende a adoptar la forma social de redes basadas en la
comunicación, en la colaboración, en las relaciones afectivas. El trabajo inmaterial
se realiza necesariamente en común y, cada vez más, engendra relaciones de
cooperación nuevas e independientes, a través de las cuales produce. Su
capacidad para captar y transformar todos los aspectos de la sociedad y su forma
de red de colaboración son dos características enormemente poderosas que el
trabajo inmaterial está extendiendo a otras formas de trabajo”375.

Estas nuevas características propias de la producción postfordista se constituyen


a su vez en las bases para la constitución social y biopolítica de la multitud. La
conceptualización de la misma es todavía un poco más compleja y variable. Para
su comprensión, como concepto general y abstracto, Hardt y Negri, proponen
primero que todo contrastarlo con el concepto de pueblo376. Este contraste permite
una primera conceptualización desde una perspectiva política o socio-política. El
pueblo es uno, dicen, siguiendo a Virno. El pueblo reduce o sintetiza las

374
Ibid, pp., 92, 93 y 137.
375
Ibid, pp., 94. Cursivas de los Autores.
376
Paolo Virno, en quien se inspiran los autores, dice al respecto: “Pienso que el concepto de ‘multitud’ a
diferencia del más familiar ‘pueblo’, es una herramienta decisiva para toda reflexión sobre la esfera pública
contemporánea. Es preciso tener presente que la alternativa entre el ‘pueblo’ y ‘multitud’ ha estado en el
centro de las controversias prácticas (fundación del Estado centralizado moderno, guerras religiosas, etc.) y
teórico-filosóficas del siglo XVII”. P. Virno. Gramática de la Multitud. Departamento de Sociología y Ciencia
Política de la Universidad de Calabria, pp., 1.

159
diferencias sociales en una identidad. La multitud, por el contrario, no está
unificada, sigue siendo plural y múltiple. La tradición de la filosofía política
dominante postula que el pueblo puede erigirse en poder soberano y la multitud
no377. La multitud se compone de un conjunto de singularidades irreductibles. De
este modo, las singularidades plurales de la multitud contrastan con la unidad
indiferenciada del pueblo. Pero la multitud, aunque no deje de ser múltiple, no es
algo fragmentado, anárquico ni incoherente378.

La multitud es, por consiguiente, un sujeto social activo, que actúa partiendo de lo
común, de lo compartido por esas singularidades. Aquí se revelaría la biopolítica
de la multitud. La multitud es un sujeto social internamente diferente y múltiple,
cuya constitución y cuya acción no se funda en la identidad ni en la unidad (ni
mucho menos en la indiferenciación), sino en lo que hay en común. El concepto de
multitud desafía la verdad aceptada de la soberanía como cuerpo político, donde
hay una cabeza que manda, unos miembros que obedecen y unos órganos cuyo
funcionamiento conjunto sustenta al soberano. En vez de un cuerpo político, en
donde uno manda y otros obedecen, la multitud es carne viva que se gobierna a sí
misma. Por eso, el desafío de la multitud, es el desafío de la democracia, el único
sujeto social capaz de realizarla como el gobierno de todos por todos379.

Pero Hardt y Negri, también establecen una conceptualización de multitud desde


una perspectiva socio-económica, según la cual “la multitud es el sujeto común del
trabajo, es decir, la carne verdadera de la producción postmoderna, y al mismo
tiempo el objeto al que el capital colectivo trata de convertir en cuerpo de su
desarrollo global. El capital quiere que la multitud se convierta en unidad orgánica,
exactamente como el Estado desea convertirla en pueblo. En este punto es donde
empieza a emerger, a través de las luchas del trabajo, la figura biopolíticamente
productiva y real de la multitud. Cuando la carne de la multitud queda aprisionada
y convertida en el cuerpo del capital global, se encuentra al mismo tiempo dentro
y en contra del proceso de globalización capitalista. Pero la producción biopolítica
de la multitud tiende a movilizar lo que comparte en común y lo que produce en
común, contra el poder imperial del capital global. A su debido tiempo y contando
con el desarrollo de su figura productiva basada en lo común, la multitud pasará a
través del Imperio y emergerá para expresarse autónomamente y gobernarse a sí
misma”380.

Por otra parte, si la lógica del capital y del biopoder impregna todos los espacios
del planeta, en un “no lugar”; por el contrario, los lugares de explotación siempre
son determinados y concretos, y por consiguiente plantean los autores la
necesidad de entender la explotación sobre la base de los lugares concretos
donde se localiza y las formas específicas en que está organizada. Este análisis

377
En la tradición teórica de Negri, el concepto de multitud y su valoración como concepto filosófico-político,
hunde sus raíces en el pensamiento de Spinoza. Cfr. Antonio Negri. Spinoza subversivo. Akal. Madrid. 2000.
378
Ibid, pp., 127.
379
Ibid, pp., 128.
380
Ibid, pp., 129.

160
del lugar es crucial, porque el lugar de la explotación es la principal localización
donde surgen actos de rechazo y de éxodo, de resistencia y de lucha381.

Esta perspectiva realmente novedosa acerca del trabajo común y la importancia


de los lugares de explotación como localizaciones concretas de los actos de
resistencia, le permite a Hardt y Negri redefinir la noción convencional de clase
basada en referentes puramente cuantitativos y empíricos. La multitud, dicen, es
una clase, la clase del trabajo compuesta por las múltiples singularidades de
quienes participan del trabajo en común. De esta manera Hardt y Negri recuperan
la noción de clase de Marx como un proceso dinámico, constituyente y no como
un dato dado o preconstituido. “La clase está determinada por la lucha de clases.
La clase es un concepto político, por cuanto una clase no es ni puede ser otra
cosa sino una colectividad que lucha en común. La misión de una teoría de la
clase, en este sentido, estriba en identificar las condiciones existentes para
posibles luchas colectivas y expresarlas en forma de proposiciones políticas. En
efecto, la clase es un despliegue constituyente, un proyecto”382.

Esta perspectiva acerca de la clase les permite, por otro lado, romper con la
clásica distinción entre luchas económicas y luchas políticas. “De hecho, clase es
un concepto biopolítico, y al mismo tiempo económico y político. Y cuando
decimos biopolítico queremos manifestar que nuestra interpretación del trabajo no
puede reducirse al trabajo asalariado, sino que ha de referirse a las capacidades
creadoras humanas en toda su generalidad”. Los pobres se convierten así en
sujeto constituyente de la multitud como clase, y no como simples marginales o
“ejército de reserva”383.

Por otro lado, la multitud como sujeto social colectivo no sustituye al proletariado
como la clase de los obreros industriales, sino que los incluye como una
singularidad integrada a las otras múltiples singularidades que le dan cuerpo a la
multitud. “La clase trabajadora se concebía como una clase productiva primordial,
directamente sometida al dictado del capital y, por lo tanto, como el único sujeto
capaz de actuar con eficacia contra el capital. Las demás clases explotadas tal vez
lucharán también contra el capital, pero sometidas al liderazgo de la clase obrera.
El concepto de multitud descansa en el hecho de que esto no es cierto hoy día. En
otras palabras, este concepto descansa en el postulado de que no hay prioridad
política entre las formas de trabajo: hoy todas las formas de trabajo son
socialmente productivas, producen en común, y comparten también el potencial

381
Ibid, pp., 130.
382
Ibid, pp., 132. Cursivas de los Autores. Este pasaje es completamente coherente con los pasajes de Miseria
de la filosofía de Marx, en el que éste formula la tensión entre la “clase en sí” y la “clase para sí” en
referencia al proletariado, como una clase que todavía no es, pero que está haciéndose, o que es haciéndose.
383
Dicen Hardt y Negri: “Cuando decimos que la transformación del trabajo en algo común es una condición
central necesaria para la construcción de la multitud, tal vez se pueda interpretar que los excluidos del trabajo
asalariado –los pobres, los desempleados, los no asalariados, los sin techo, etc.-quedan por definición
excluidos también de la multitud. Sin embargo, no es así, porque tales clases están de hecho incluidas en la
producción social. Pese a la infinidad de mecanismos de jerarquía y subordinación, los pobres expresan
continuamente una capacidad vital y de producción enorme”. Op. Cit., pp., 160.

161
común de oponer resistencia a la dominación del capital. Y quede claro que no
decimos que el trabajo fabril o la clase obrera no sean importantes, sino
únicamente que no ostentan ningún privilegio político en relación con otras clases
de trabajo en el seno de la multitud. Así pues, en contraste con la exclusión que
caracteriza el concepto de clase obrera, el concepto de multitud es abierto y
expansivo. La multitud proporciona su definición más amplia al concepto de
proletariado como la totalidad de quienes trabajan y producen bajo el dominio del
capital”384.

El concepto de multitud rompe, por otra parte, con el dilema entre unidad y
pluralidad. La multitud es una multiplicidad irreductible; las diferencias sociales
singulares que constituyen la multitud han de hallar siempre su expresión, y nunca
nivelarse en la uniformidad, la unidad, la identidad o la indiferencia. La clave de
esta definición es el hecho que no existe contradicción conceptual ni real entre
singularidad y comunalidad385.

La perspectiva teórica de Hardt y Negri acerca de la multitud, los lleva a


reformular, por otro lado, el supuesto proyecto político marxiano de la lucha de
clases, retomando la tesis según la cual la multitud no se funda tanto en la
existencia empírica actual de la clase como en sus condiciones de posibilidad.
“En otras palabras, la pregunta que debemos plantearnos no es ‘¿qué es la
multitud?’, sino ‘¿qué puede llegar a ser la multitud?’. Evidentemente, tal proyecto
político debe fundamentarse en un análisis empírico que muestre las condiciones
comunes de los posibles integrantes de la multitud. Esto implica que los
innumerables tipos específicos de trabajo, formas de vida y localización
geográfica, que necesariamente siempre permanecerán, no imposibiliten la
comunicación y la colaboración en un proyecto político común”386.

La multitud democrática de Hardt y Negri no es pues un cuerpo político, sino


“carne excepcional que rechaza la unidad orgánica del cuerpo”. El desafío
consiste, para ellos, en encontrar la posibilidad de que esa carne productiva de la
multitud se organizace de otra manera y descubra una alternativa al cuerpo
político global del capital. La alternativa en términos de proyecto ya se ha
planteado: realizar el ideal de la democracia como el gobierno de todos por todos;
la que queda por dilucidar es la manera cómo se concreta esa posibilidad.
“Necesitamos encontrar herramientas que nos permitan aprehender ese
monstruoso poder de la carne de la multitud para formar una nueva sociedad”387.
Aquí resulta clave la idea de producción de lo común y de subjetividades.

384
Ibid, pp., 135.
385
Ibid, pp., 133.
386
Ibid, pp., 134. Decimos supuesto proyecto marxiano, porque si se revisan los textos de Marx como lo
hemos hecho anteriormente, se puede notar que el proyecto político de Marx se basa ante todo en las
condiciones de posibilidad del proletariado, en lo que puede llegar a hacer en el contexto de su lucha contra el
capital, y tal proyecto se fundaba en las condiciones empíricas de la clase, sometida a la explotación y
sumergida en una “guerra de guerrillas” puramente económica contra los capitalistas, pero así mismo con un
gran potencial emancipatorio.
387
Ibid, pp., 229.

162
Como bien lo subrayan Hardt y Negri en uno de los pasajes más lúcidos de su
obra, “lo común no es sinónimo de una noción tradicional de comunidad o de
público: se basa en la comunicación entre singularidades, y emerge gracias a los
procesos sociales colaborativos de la producción. El individuo se disuelve en el
marco unitario de la comunidad. En cambio, en lo común, las singularidades no
sufren merma alguna sino que se expresan libremente a sí mismas. Lo que se
impone es reemplazar el concepto de ‘interés general’ o ‘interés público’ por un
marco de referencia que haga posible una participación común en la
administración de esos bienes y servicios. El interés común, a diferencia del
interes general que fundamentó el dogma del Estado-nación es una producción de
la multitud. El interés común, en otras palabras, es un interés general no reducido
a la abstracción por el control del Estado, sino recuperado por las singularidades
que cooperan en la producción social, biopolítica. Se trata, pues, de un interés
común que no queda en manos de una burocracia, sino que es administrado
democráticamente por la multitud. Ello implica que se opera un tránsito de la res
pública a la res communis”388. Aquí resurge, sin duda, Marx con su fórmula del
autogobierno de los productores directos, y todas las anteriores formas de
pensamiento filosófico-político autogestionarios.

Ahora bien, advierten Hardt y Negri, la multitud no surge de manera espontánea


como figura política y, por otro lado, la “carne de la multitud” se compone de una
serie de condiciones que son ambivalentes: pueden conducir a la liberación, o
quedar atrapadas en un nuevo régimen de explotación y control389. En otras
palabras, respecto de las posibilidades de la multitud, nada está asegurado de
antemano, porque nada está predeterminado.

Por otro lado, lo común es un proceso constituyente. La movilización de lo comun


confiere una nueva intensidad a la común. El conflicto directo con el poder eleva
esta intensidad común a un nivel superior. Después de 1968 ninguna de las
revueltas sucedidas posteriormente inauguró un nuevo ciclo de luchas a nivel
planetario. Este nuevo ciclo común de luchas apareció por fin en relación con los
problemas de la globalización, a finales del decenio de 1990, y se ha consolidado
acreedor de las reuniones del Foro Social Mundial y de los diversos foros
regionales. La movilización global de lo común en este nuevo ciclo de luchas no
niega, ni siquiera oculta, la naturaleza local de la singularidad de cada lucha,
además, adopta la forma de una red distribuida, cada lucha local funciona como
un nodo que comunica con todos los demás nodos sin que exista un centro de
inteligencia. Esta forma de organización es el ejemplo político más plenamente
realizado de que disponemos del concepto de multitud. La extensión global de lo
común no niega la singularidad de cada uno de los participantes en la red390.

388
Ibid, pp., 241 y ss. Cursivas de los Autores.
389
Ibid, pp., 249.
390
Ibid, pp., 252 y ss.

163
Se impone, pues, según Hardt y Negri, una articulación estrecha, inmanente, entre
multitud y democracia. La creación de la democracia es la única manera de
consolidar el poder de la multitud y, viceversa, la multitud nos proporciona un
sujeto social y una lógica de la organización social que hoy hacen posible por
primera vez la realización de la democracia391. Desde nuestra propia perspectiva,
el problema crucial, que Hardt y Negri no resuelven, sigue siendo cómo concretar
ese tránsito del poder global del imperio hacia el poder democrático de la multitud,
lo que Daniel Bensaid, en una crítica inteligente al texto de Hartd y Negri, llama “la
cuestión estratégica”. Sobre este punto, el discurso de Hardt y Negri es
decididamente evanescente, muy alejado, sin duda, de Marx, como veremos
enseguida.

Luego de recrearnos la tradición democrática que va de los griegos antiguos hasta


la moderna Norteamérica y Europa de los siglos XVII y XVIII y luego de hacer una
verdadera caricatura con la experiencia revolucionaria del proletariado europeo del
siglo XIX y los acontecimientos de la revolución rusa de 1917 y el thermidor
soviético, Hardt y Negri deciden dejar de lado la cuestión teórica de la democracia
para formular en el terreno práctico un conjunto de demandas globales de
democracia, las cuales conjugan tres elementos comunes que convergen
reiteradamente en todos los proyectos conocidos acerca de un mundo nuevo y
democrático: la crítica de las formas existentes de representación; la protesta
contra la pobreza y la oposición a la guerra; presentando como alternativa frente a
cada uno de estos campos de protesta un conjunto de reformas, que en realidad
hacen parte ya del acervo común de la crítica al capitalismo global. Advierten,
además, que no se trata de oponer en las condiciones actuales reforma y
revolución, ya que son inseparables la una y la otra. “Hoy los procesos históricos
de transformación son tan radicales que incluso las propuestas reformistas pueden
conducir a un cambio revolucionario. Y cuando se demuestra que las reformas
democráticas del sistema global no son capaces de proporcionar las bases para
una democracia real, queda de manifiesto la necesidad de un cambio
revolucionario y la hacen cada vez más factible”392. Es preciso reconocer, por otro
lado, “no sólo que buena parte de estas ideas de reforma global son irrealizables,
debido a las fuerzas que se enfrentan, sino también que ninguna de ellas, por muy
beneficiosa que sea, es capaz de sustentar la democracia a escala global”393.

Cuando creíamos encontrar en la formulación de estas demandas democráticas la


clave de la cuestión estratégica o, como diría Trotsky, citado por Hardt y Negri, la
“mecánica de la revolución”, los autores se extienden de nuevo en una
fundamentación de la resistencia a partir del concepto de límite y antagonismo que
encierra el concepto moderno de soberanía. Por el contrario, en sustituto de esta
clave estratègica, los autores deslizan una suerte de autoevanescencia casi
imperceptible del imperio, fundada en el discurso de las tendencias. Dicen: “En el
Imperio, al tratarse de un sistema biopolítico expansivo e inclusivo, la población

391
Ibid, pp., 256 y 257.
392
Ibid, pp., 332.
393
Ibid, pp., 351

164
global en su totalidad tiende a convertirse en necesaria para el poder soberano, no
sólo como productores, sino también como consumidores, o como usuarios o
participantes en los circuitos interactivos de la red. El imperio crea y rige una
sociedad realmente global, pero ésta se hace cada vez más autónoma conforme
el Imperio pasa a depender de ella cada vez más”394; “en la era de la soberanía
imperial y de la producción biopolítica, la balanza se ha desequilibrado de tal
manera que ahora los ciudadanos tienden a ser los productores exclusivos de la
organización social”395.

En realidad, no pueden dejar de sorprendemos las aporías y elusiones contenidas


en estos pasajes, quizás los más oscuros, inconsistentes y controvertibles en la
concepción de la resistencia de Hardt y Negri. La sensación que nos deja, es, sin
duda, la de no saber en realidad dónde estábamos para no habernos percatado de
la profundidad de los cambios en curso, tan sustanciales y cruciales, como para
haber producido este desequilibrio en la balanza a favor de los ciudadanos como
productores exclusivos de la organización social. No puede ser que una
“enfermiza” concepción acontecimental de los cambios nos haya impedido
percibirlos. No puede ser, por último, que los hallamos desconocidos por estar en
el “Tercer Mundo”, pues, según Hardt y Negri, la cosa es global y no sólo
euronorcéntrica. Probablemente, por tratarse de cambios tan sútiles e
imperceptibles, como dijimos arriba, no todos los pillan; algo diferente a la
revolución de la píldora anticonceptiva en los años 60s, invisible pero real.

Sin embargo, Hardt y Negri, no dejan de advertir, que eso “no significa que la
soberanía vaya a derrumbarse de inmediato, ni que los que gobiernan pierdan
todo su poder. Pero sí significa que éstos últimos son cada vez más parasitarios
(¿lo han dejado de ser alguna vez?, decimos nosotros), y la soberanía cada vez
más innecesaria. Asimismo, los que obedecen se hacen cada vez más autónomos
y aptos para formar la sociedad por su cuenta. Las nuevas formas de trabajo
inmaterial ofrecen nuevas posibilidades de autogestión económica, puesto que los
mecanismos de cooperación necesarios para la producción están contenidos en el
trabajo mismo. Ahora estamos en condiciones de ver que este potencial se aplica
no sólo a la autogestión económica, sino también a la autoorganización política y
social. En contraste con el modelo trascendental que postula un sujeto soberano
unitario colocado por encima de la sociedad, la organización social biopolítica
empieza a parecer absolutamente inmanente, pues en ella todos sus
componentes interactúan en un mismo plano. En otras palabras, en este modelo
inmanente, en vez de existir una autoridad externa que imponga el orden a la
sociedad desde arriba, los diversos elementos presentes en la sociedad pueden
organizar ellos mismos la sociedad en colaboración. Lo que necesitamos
entender, y este es verdaderamente el punto central, es cómo puede llegar la
multitud a tomar una decisión. Tal vez sea la innovación económica en redes la
que proporcione un modelo más claro para definir la toma de decisiones políticas
por parte de la multitud. De la misma manera que la multitud produce en común y

394
Ibid, pp., 381.
395
Ibid, pp., 382.

165
produce lo común, también puede producir decisiones políticas. En realidad y
conforme va derrumbándose la distinción entre produción económica y dominio
político, la producción común de la multitud produce por sí misma la organización
política de la sociedad. En otras palabras, la producción económica de la multitud
no sólo brinda un modelo para la toma de decisiones políticas, sino que tiende a
convertirse ella misma en toma de decisiones políticas”396.

En este extenso pasaje, que cubre las páginas finales de Multitud, la perspectiva
teórica de Hardt y Negri se hace realmente claro-oscura, pareciera moverse en los
umbrales. En realidad, es difícil saber si estamos en el mundo nuevo de la multitud
o en el viejo del Imperio, y sobre todo cómo se ha pasado o se ha de pasar del
uno al otro.

En el Excurso 2 de su obra, los autores aclaran el doble sentido del concepto de


multitud, que remiten a temporalidades diferentes. En primer lugar, la multitud
como sub specie aeternitatis, la multitud como concepto permanente, asociada a
la búsqueda de la libertad y el rechazo de la autoridad. Esta primera multitud es
ontológica, dicen los autores, y, en realidad, nuestro ser social, no se concibe sin
ella. Las otra es la multitud histórica, o más exactamente la multitud “que todavía
no es”. Esa multitud nunca ha existido. Según explican los autores, aquí se ha
seguido la trayectoria de la emergencia de las condiciones culturales, legales,
económicas y políticas que hoy la hacen posible. Dicen, además, que esta
segunda multitud es política y se va a necesitar un proyecto político para dotarla
de existencia sobre la base de esas condiciones emergentes. Una y otra multitud,
aunque conceptualmente distintas, en realidad no pueden ser separadas. Si la
multitud no estuviera ya latente e implícita en nuestro ser social, ni siquiera
seríamos capaces de imaginarla como proyecto político; y, análogamente, hoy
podemos esperar su realización porque existe ya como potencia real. Por lo tanto,
la multitud, si combinamos los dos aspectos, tiene una doble y extraña
temporalidad: siempre está ahí pero todavía no está397.

Las distinciones conceptuales entre multitud ontológica y multitud histórico-política


son muy claras y, sin duda, muy valiosas, sin embargo, no así las temporalidades,
tal como lo hemos observado arriba. En el cuerpo del discurso de Hardt y Negri no
siempre aparecen con la necesaria claridad. De ahí las ambigüedades y claro-
oscuros, que nos llevan de una realidad a otra imperceptiblemente.

La multitud siempre está ahí pero todavía no está. Sin embargo, la pregunta que
jamás encuentra respuesta en la perspectiva de Hardt y Negri, es cómo
desencadenar el poder constituyente de la multitud para que esté ahí y reaparezca
bajo una una nueva afirmación y negación. En otras palabras, cómo hacer real el
despliegue ininterrumpido de su potencial constituyente hacia nuevas
configuraciones histórico-políticas; o, también: qué estrategia o qué

396
Ibid, pp., 382 y ss.
397
Ibid, pp., pp., 259. Cursivas de los Autores.

166
acontecimientos hacen posible la transformación de su condición subordinada al
capital a una nueva condición emancipada y emancipatoria.

El contraste con Marx y la tradición marxista tal vez puedan ser útiles para
dilucidar la importancia y alcances de estas lamentables omisiones398, pues desde
allí se reconoce que los sectores subalternos construyen en los propios marcos
del sistema capitalista formas de resistencia y también formas alternativas de vida
social, política y económica, potencialmente revolucionarias, emancipatorias,
democráticas, si se quiere. Pero, para esta misma tradición es muy clara la
distinción entre las posibilidades que encierran estas formas de resistencia y de
vida social alternativa y el hecho de su estructuración como forma constituyente
hegemónica de la sociedad, como sociedad anticapitalista y postcapitalista,
socialista, en una palabra. Entre una y otra no hay una muralla china que las
separe, por el contrario, desde la perspectiva marxista se trata de un proceso
ininterumpido, permanente, cuyo lazo articulador, que posibilita la transformación
de la primera en la segunda, es la cuestión estratégica de la toma del poder, no
sólo del Estado, que queda como un poder absolutamente subordinado a la
sociedad, sino, sobre todo, del poder en todos los ámbitos de la vida en común,
social, económico, político y cultural. Desde esta misma tradición, este tránsito o
transformación sólo es posible si ha pasado por una prueba de fuerzas con el
capital, es decir, si ha resuelto la “cuestión estratégica” de una superación
revolucionaria de los elementos de la nueva sociedad, ya contenidos en la vieja,
sobre las estructuras y los poderes de esa misma vieja sociedad.

Para decirlo en términos de Hardt y Negri, el poder constituyente de la multitud


deviene en un mundo nuevo si todo el proceso constituyente potencializado en el
marco del imperio global es capaz de producir un salto o una ruptura
revolucionaria. Porque allí donde se requiere tender puentes que articulen el
presente de lucha y de resistencia de la multitud contra el dominio del capital con
una nueva estructuración hegemónica de la sociedad (el poder de lo común),
resulta tan perjudicial levantar una muralla como cabar un foso.

La dificultad, a la postre, tal vez, radica en que ni Hardt ni Negri estan pensando
en la “toma del poder” ni en la “revolución”, términos realmente ajenos al poder
constituyente de la multitud, según como ellos lo conceptualizan; para ellos, en
realidad, estos referentes corresponden a los “modelos tradicionales” de
resistencia y no a los contemporáneos, aun si América Latina, por ejemplo,
muestre lo contrario. Y, como Multitud es un texto de filosofía y no de acción
pólítica, no hay lugar en él para responder a la pregunta “Qué hacer?”. Otra
manera, como Holloway, de “cambiar el mundo sin tomar el poder”.

Para concluir, podemos decir, que la perspectiva teórica de Hardt y Negri es


realmente valiosa, pese a las contestaciones críticas que suscita. En realidad, una
de las cosas que la hace valiosa es esta capacidad para incitar dichas críticas. No

398
Este contraste no es gratuito sino pertinente, puesto que estamos tratando de dos autores que no dejan de
evocar a Marx para fundamentar su perspectiva teórica.

167
sólo retoman categorías centrales de Marx (clase) y de Foucault (biopolítica,
biopoder), en las cuales se inspiran, sino que además las recrean y actualizan,
trascendiéndolas más allá de los significados y alcances establecidos por los
anteriores. Su perspectiva ontológica acerca de la resistencia es realmente
novedosa, y como ellos mismos lo afirman, reformulan de manera completamente
diferente la mirada tradicional de la historia y de la política, para efectuarla ahora
desde abajo. Por otro lado, radicalizan la ruptura con la idea de soberanía y
obediencia política propia del pensamiento liberal. Así mismo, la multitud, como
concepto y como realidad, a diferencia de Foucault, se constituye en el sujeto
activo contemporáneo de la resistencia con gran potencial transformador de la
situación actual de guerra global que caracteriza el régimen del imperio; mientras
por otro lado, redefine el sujeto de la transformación revolucionaria de la época de
Marx, el proletariado, que sin ser sustituido por la multitud se constituye en una
singularidad integrada a la unidad de lo múltiple, que es propia de aquella.

Su perspectiva novedosa no deja de suscitar, como dijimos, algunas críticas que


en el transcurso de la exposición hemos formulado. Una última, adicional y central,
tiene que ver con la dimensión sociológica y filosófica de multitud, que la opone a
pueblo. Así como su perspectiva filosófico-política se orienta a resignificar el
concepto y los alcances de la democracia como ideal de la multitud, pensamos
que es legítimo y pertinente resignificar la noción de pueblo, sacándola del
estrecho marco planteado por el discurso de la soberanía, propio del pensamiento
filosófico-político del siglo XVIII. Esto exige sumergirse en las diferentes
resignificaciones históricas que el concepto de pueblo ha tenido en los diferentes
discursos e imaginarios políticos de la época moderna y contemporánea. Para
América Latina, por ejemplo, la noción de pueblo pervive como un referente e
imaginario fuerte del discurso político, no sólo de las élites sino también de los
movimientos de resistencia al poder. Una razón suficiente para no abandonarla.

En el sentido indicado arriba, para oponer la noción negativa de pueblo de Virno,


de Hardt y Negri, está, por ejemplo, la noción de Fidel Castro, evocada por
Fernando Mires en su estudio histórico sobre las rebeliones en América latina.
Mientras en los primeros la noción de pueblo se construye en referencia a la
dominación del poder soberano y según la gramática del soberano, en Fidel
Castro se construye por referencia al contrapoder, a la resistencia, tal como lo
subraya Mires. En el Castro del Moncada, la noción de pueblo predominaba por
sobre la noción de clase. Pero al mismo tiempo es necesario destacar que tal
noción –y aquí hay ya una diferencia con los movimientos populistas
tradicionales- correspondía a un pueblo concreto, dividido a su vez en diferentes
clases.

¿Cuál era el pueblo de Fidel Castro? Dada la relevancia que tiene la respuesta de
Castro para conocer más de cerca la ideología inicial de la revolcuión cubana,
citamos largamente: “Nosotros llamamos pueblo, si de lucha se trata, a los
seiscientos mil cubanos que están sin trabajo deseando ganarse el pan
honradamente sin tener que emigrar de su propia patria en busca de sustento; a
los quinientos mil obreros del campo que habitan en los bohíos miserables, que

168
trabajan cuatro meses al año y pasan hambre el resto compartiendo con sus hijos
la miseria, que no tienen una pulgada de tierra para sembrar y cuya existencia
debiera más bien mover a compasión si no hubiera tantos corazones de piedra; a
los cuatrocientos mil obreros industriales y braceros cuyos retiros, todos, estan
desfalcados, cuyas conquistas les están arrebatando, cuyas viviendas son las
infernales habitaciones de las cuarterías, cuyos salarios pasan de las manos del
patrón a los del ‘garrotero’, cuyo futuro es la rebaja y el despido, cuya vida es el
trabajo perenne y cuyo descanso es la tumba; a los cien mil agricultores
pequeños, que viven y mueren trabajando una tierra que no es suya,
contemplándola tristemente como Moisés a la Tierra prometida para morirse sin
llegar a poseerla, que tienen que pagar por sus parcelas como siervos feudales
una parte de sus productos, que no pueden amarla, ni mejorarla, ni embellecerla,
plantar un cedro o un naranjo, porque ignoran el día en que vendrá un alguacil
con la guardia rural a decirles que tienen que irse; a los treinta mil maestros y
profesores tan abnegados, sacrificados y necesarios al destino mejor de las
furturas generaciones, y que tan mal se les trata y se les paga; a los veinte mil
pequeños comerciantes abrumados de deudas, arruinados por la crisis y
rematados por una plaga de funcionarios filibusteros y venales; a los diez mil
profesionales jóvenes, médicos, ingenieros, abogados, veterinarios, pedagogos,
dentistas, farmaceúticos, periodistas, pintores, escultortes, etc., que salen de las
escuelas con sus títulos, deseosos de lucha y llenos de esperanza para
encontrarse en un callejón sin salida, cerradas todas las puertas, sordas al clamor
y a la súplica. ¡ese es el pueblo que sufre todas las desdichas y es capaz por tanto
de pelear con todo coraje!”399. Como se ve, también un pueblo único y múltiple.

399
Cfr. Fernando Mires. La rebelión permanente. Las revoluciones sociales en América latina. Siglo XXI.
México. 1988. Pp., 304. Cursivas mías.

169
III. Prototesis para una conceptualización contemporánea de la resistencia.
La genealogía de la idea de resistencia, que hasta aquí hemos presentado
intentando integrar sus perspectivas contemporáneas, nos permite proponer
algunos elementos fundamentales de conceptualización o ejes para una posterior
elaboración teórica más decantada acerca de la resisitencia. Preferimos hablar de
elementos teóricos o de prototesis para una conceptualización contemporánea de
la resistencia y no propiamente de una conceptualización o de una teoría de la
resistencia, dado el nivel de complejidad que encierra y las muy variadas
perspectivas teóricas, políticas e ideológicas puestas en juego contradictoriamente
en su territorio teórico. Como se dice, hay que dar un poco más de tiempo al
chocolate para que especee. De manera pues, que en vez de una pretensiosa y
acabada teoría de la resistencia preferimos hablar de elementos teóricos, no sólo
por lo dicho arriba en términos de una insuficiente decantación teórica, sino
también por el carácter mismo de esta decantación, siempre abierta, en proceso
de reelaboración, correspondiente a la producción teórica que aquí compartimos.
Por supuesto, todos los elementos críticos que hemos formulado en la exploración
de esta genealogía deben entenderse como constituyentes de estos elementos
teóricos, así como la acogida que se ha hecho de aspectos importantes de esta
misma revisión. Veamos entonces algunos ejes fundamentales de estos
elementos teóricos acerca de la resistencia civil, presentados en clave
latinoamericana y colombiana.

A. Resistencia-poder: hacia una redefinición de la política.


Un núcleo medular, que nos queda luego de esta revisión teórica de la idea de
resistencia en el pensamiento político de occidente, consiste en la necesidad de
replantear la concepción tradicional de la política, centrada exclusivamente en las
categorías de poder, orden y obediencia. Los aportes de Marx, Foucault, Scott y
Negri, implican, que las categorías de resistencia y de conflicto ocupen un lugar
tan central en el ámbito de la política, como las anteriores. En consecuencia, a la
luz de esta revisión teórica, es imposible seguir pensando la política sólo a partir
de la categoría poder y su correlato obediencia, que es lo propio de una
concepción de la política vista desde la perspectiva de la dominación y los
fundamentos de la misma en términos de legitimidad de la obediencia400. La
resistencia y el conflicto se constituyen, de esta manera, en los correlatos
indispensables de una concepción redefinida y mucho más amplia de la política,
en cuanto categorías que dan cuenta del lado invisibisibilizado del poder y del
orden. Como veremos enseguida, el campo de la política no es sólo el campo del
poder, sino también de su opuesto: la resistencia; y el horizonte de la misma, no
es sólo el orden, sino también su antítesis: el conflicto. Como diríamos
parafraseando a Walter Benjamín, poner a la resistencia en el centro de la teoría
política permite mirar la historia y la política desde la perspectiva de los vencidos
o, como diría Negri, nos permite mirar su horizonte desde abajo.

400
Si bien esta concepción de la política, que gravita alrededor del poder como poder-obediencia, fue
ampliamente desarrollada por el pensamiento liberal de la ilustración, su momento fundacional corresponde a
Nicolás Maquiavelo como precursor, debido precisamente a ello, de la ciencia política moderna.

170
Por otra parte, en consecuencia con lo indicado arriba, consideramos que una
teoría de la resistencia empieza por una ruptura con la concepción ontológica del
poder propio de la teoría liberal, tal como lo hacen Marx, Foucault y Negri. La
díada: poder-obediencia, es una de las columnas fundamentales sobre la que se
edifica la metafísica del contrato liberal, que instituye el deber de la obediencia.
Dicha ruptura implica, por consiguiente, redefinir el estatuto teórico del poder y la
obediencia como su correlato necesario; correlato que, según la perspectiva liberal
del poder, supone la legitimidad como fundamento del deber de obediencia y el
derecho de mandar. Según la teoría liberal, los fundamentos del poder político son
los fundamentos de la obediencia; por consiguiente, el poder para ser obedecido
requiere de una fundamentación que le confiera legitimidad. El derecho es en el
Estado moderno el fundamento del poder, el poder de hecho requiere del derecho
para devenir legítmo. La obediencia legítima es, según esta perspectiva, el
exclusivo correlato del poder; y la política, el campo siempre surcado por el poder.

Esta ruptura teórica conlleva entonces sustituir la díada anterior por una relación
más compleja y dinámica enraizada en procesos histórico-políticos, que se resume
en la díada: poder-resistencia, en la que el uno se encuentra al lado de la otra o
viceversa. Inscribir la resistencia en el marco de esta díada implica romper con la
teoría del deber de obediencia y del poder como soberanía. De acuerdo con esto,
lo que se plantea es considerar el hecho de la resistencia o la resistencia en sí, no
porque ha fracasado el deber de obediencia o el derecho como fundamento del
poder, sino por el poder mismo. Si la obediencia, en la perspectiva liberal, es el
correlato inevitable del poder, desde la perspectiva que aquí acogemos, la
resistencia es la antípoda del poder y la negación de la obediciencia. De esta
manera, en un sentido teórico general, puede decirse, que la resistencia no está
en relación derivada o de dependencia respecto de la obediciencia, sino que su
status teórico es propio, autónomo de aquella. La resistencia no está después o
antes de la obediencia, sino en relación simétrica con el poder. La resistencia es
inherente al poder, sea legítimo o no. Por consiguiente, subrayar la relación
resistencia-poder, implica situar al poder en un campo estratégico de fuerzas,
como una relación social mediada por el conflicto, en un proceso siempre
inacabado, que termina para iniciar de nuevo, incesante, fluido. No es que el poder
deba ser ontológicamente primero para que surja la resistencia; poder y
resistencia son coetaneos401 y co-constituyentes de este rehacer ininterrumpido,
de este conflcito perpetuo del cual está hecha la política. El poder que se impone
debe resistir al vencido, tanto como la resistencia que lucha debe vencer al poder.
El vencido lo es sólo momentáneamente, su situación corresponde a una
“revancha inacabada”402, mientras prepara nuevas redefiniciones estratégicas. Su
máxima es: “recobrar las causas perdidas para reactivar el presente”. En potencia,
la resistencia es poder constituyente (Negri) y el poder es resistencia constituida.
Según la teoría de la resistencia que aquí esbozamos, no es necesaria la

401
Hardt y Negri subrayan incluso que “la resistencia es primaria respecto al poder”. Multitud. Guerra y
Democracia en la Era del Imperio. DeBolsillo. Barcelona. 2006, pp., 91. Cursivas de los autores.
402
La expresión es de Daniel Bensaid comentando la dialéctica del poder constituyente de Tonny Negri Cfr.
Daniel Bensaid. Resistencias. Ensayos de topología general. El Viejo Topo. España, 2006.

171
ilegitimidad del poder para que se produzca la resistencia. En otros términos, la
obediencia –legítima o ilegítima- no es criterio para definir la resistencia o no
resistencia. Se puede obedecer y estar en posición de resistir (Scott) y se puede
desobedecer y no estar en posición de resistencia.

Esta díada poder-resistencia, debe entenderse a su vez como dos dimensiones de


un campo conflictivo, antagónico, de fuerzas sociales, que interactúan y se
compenetran, que la una no está necesariamente en una relación de exterioridad
respecto de la otra y viceversa; ¿acaso no mostró James Scott, por ejemplo, que
se puede resistir obedeciendo?; ¿o que, en la dialéctica resistencia-revolución, la
resistencia es poder en potencia, tanto como el poder vuelto resistencia? ¿o que,
incluso, tanto el poder como la resistencia, se contienen el uno en el otro y
viceversa?. Sobre esto volveremos luego403. El aspecto que nos interesa subrayar
de esta ruptura con la concepción ontológica liberal y webberiana del poder, es
que una teoría de la resistencia como la que aquí intentamos esbozar implica que
la contracara del poder no es la obediencia sino la resistencia y que ésta es
inmanente a las relaciones de poder.

Por otra parte, desde la perspectiva de la resistencia cabe hablar de una


obligación de obedecer, más no de un deber de obediencia. Mientras en la
perspectiva liberal contractualista del deber de obediencia, esta última se concibe
como una disposición natural, consentida, del sujeto a la obediencia, desde la
perspectiva de la resistencia, por el contrario, la obediencia se impone sobre el
sujeto, como extraña y opuesta al mismo, esto es, como una experiencia de
desubjetivación. Parece evidente, pues, que una cosa es querer obedecer y otra
muy distinta es tener que obedecer. Si el poder en general es capacidad de
mandar y ser obedecido, la resistencia es capacidad para oponerse al poder, para
desafiarlo, para no obedecerle, o incluso para obedecerle en contra de la voluntad
subjetiva de quien obedece. Si la teoría liberal del poder fundamenta la
“servidumbre voluntaria”, la teoría de la resistencia fundamenta la servidumbre
involuntaria (contra-voluntad).

Cuando decimos que poder y resistencia se interpenetran debemos entenderlo no


sólo en el sentido indicado por Foucault, es decir, el poder acompañado por la
resistencia como su sombra, sino en un sentido más profundo, como una relación
de contención o de interiorización del uno en la otra y viceversa. En este sentido,
poder y resistencia no deben ser comprendidos como dos instancias separadas
que se confrontan una contra la otra solamente, sino también como síntesis de
relaciones que se interpenetran y se interconstituyen. La resistencia, como el
poder, es constituyente y constituida. La resistencia constituye el poder tanto
como el poder a la resistencia. Las configuraciones histórico-políticas que Marx
llama modos de producción, no son sino condensaciones de fuerzas entre poder y
resistencia en momentos históricos dados.

403
Para no repetir lo dicho sobre esta relación compleja y dinámica entre poder y resistencia, confróntese lo
planteado arriba en los comentarios finales al discurso de Foucault.

172
Por otro lado, la resistencia que pastorea en los patios interiores del poder no por
ello deja de ser tal, ni el poder deja de ser poder porque penetra y reticula la
resistencia según su propia gramática bajo la apariencia de playas cedidas
generosamente a la misma. Por el contrario, en estas compenetraciones sútiles,
anónimas, capilares, se teje y entreteje el campo estratégico de fuerzas en el largo
plazo, antes de que –y muchas veces como condición previa a- irrumpa una
confrontación abierta entre los dos, antes de que el corto plazo de una medición
condensada de fuerzas se imponga. En realidad, una dimensión de esta relación
entre poder-resistencia, supone que el poder incluye la resistencia, la coloniza, la
integra como fuerza reproductora del poder, así como la resistencia penetra el
poder, lo subvierte, lo desestructura. Pero aquí, inclusión, colonización, integración
del poder sobre la resistencia, así como penetración, subversión y
desestructuración de la resistencia sobre el poder, no deben tomarse como
hechos concluidos, datos dados, forzosos, fatales, sino como posiblidades,
tensiones por dirimir, siempre abiertas al juego de las correlaciones estratégicas
de fuerza entre uno y otra.

Esta visión más compleja y amplia de la relación poder-resistencia, nos puede ser
útil igualmente para dilucidar el problema de la hegemonía, como aparente
subsunción de la resistencia por el poder404. La perspectiva de la hegemonía es la
del orden que se resuelve y se renueva continuamente sobre una base
consensuada, la de la resistencia es la de las grietas y erosionamiento (real o
posible) de ese orden, que es susceptible de resquebrajamiento; la hegemonía es
el campo del rehacer continuo de la lealtad y la obediencia consentida (el
consenso), la resistencia es el campo contra-hegemónico, emancipatorio, del
desafío, de la lucha, del desgarre de velos, de desnudar el poder y la dominación y
desafiarlos. La pregunta por la hegemonía, es la pregunta por qué y cómo el poder
es consentido; la pregunta por la resistencia, es la pregunta por qué y cómo el
poder es desafiado, es contestado. El manifiesto de Le Botie La Servidumbre
Voluntaria, puede ser considerado el primer escrito moderno sobre hegemonía,
pero también, quizás, el primero sobre resistencia como posibilidad.

A primera vista parece plausible considerar que la resistencia sólo surge cuando
se resquebraja el consenso o la hegemonía. Esta tesis, sin embargo, merece ser
hilvanada con detenimiento, pues puede dar lugar a pensar equivocadamente que
la hegemonía supone la no resistencia, o que la resistencia sólo es posible allí
donde aparece irreductiblemente una crisis de hegemonía, desestimando la
resistencia como proceso que es causa y efecto de la crisis de hegemonía, que
está ahí, incluso cuando la hegemonía se encuentra mejor consolidada. Desde
nuestra propia perspectiva, sin pretender por esto subestimar la enorme
importancia de la hegemonía en las relaciones de poder, la resistencia es
inherente al poder y la dominación, sea que éstos se ejerzan hegemónicamente o
coercitivamente. Más todavía, la hegemonía no es un atributo exclusivo del poder,

404
Para un análisis detenido del problema de la hegemonía en Gramsci, véase el texto ya citado de Perry
Anderson, tambien los comentarios que arriba hemos hecho a propósito del debate planteado por Scott.

173
también la resistencia como posibilidad emancipatoria real debe constituirse en
hegemónica, a través de procesos contrahegemónicos.

No se trata aquí de un asunto de estrategias de acción, sino de pertinencia teórica.


Por consiguiente, la función de hegemonía del poder debe ser relativizada, como
también debe ser considerada siempre como un proceso inacabado, dinámico,
cambiante, sujeto a los términos de la relación antagónica entre poder y
resistencia. En este sentido, debe considerarse la hegemonía del poder como
nunca plena ni nunca concluida, pues lo contrario supondría una sociedad
unidimensional a lo Marcuse o la sociedad normalizada de Foucault, que sin
embargo, conoció las revueltas de mayo del 68 y las manifestaciones contra la
guerra de Vietnam y por los derechos civiles de los negros en EEUU de
Norteamérica. Por consiguiente, la teoría de la hegemonía cuando se le absolutiza
significa la negación y la clausura de esta disputa entre poder-resistencia propia
del hecho político. La resistencia como posibilidad real supone, pues, que un
poder nunca es completamente hegemónico o legítimo y la violencia nunca es
recurso suficiente de poder. En este sentido, la pregunta por la hegemonía desde
la resistencia no es por la obsolutez del poder, sino por sus fisuras.

B. Resistencia, sujeto, poder.


Lo antes dicho, nos lleva a romper, en segundo lugar, con cierta concepción
estructuralista de la resistencia, del tipo “donde hay poder hay resistencia” de
raigambre foucaultiana; y, por consiguiente, a recobrar la pertinencia de una visión
constituyente y estructurante del sujeto. Parafraseando a Hardt y Negri, podemos
decir que una cosa es la resistencia ontológica y otra la resistencia histórico-
política. La primera se refiere a la disposición siempre presente de los seres
humanos a rechazar el mando y la autoridad, y la eterna búsqueda de la libertad
en incontables revueltas y revoluciones; y la segunda, se refiere a la resistencia
que todavía no es, que nunca ha existido, que lo es sólo en potencia, como
posibilidad. Aunque conceptualmente distintas, en realidad no pueden ser
separadas. Si la resistencia no estuviera ya latente e implícita en nuestro ser
social, ni siquiera seríamos capaces de imaginarla como proyecto político; y,
análogamente, hoy podemos esperar su realización porque existe ya como
potencia real. Por lo tanto, la resistencia siempre está ahí pero todavía no está405.

Despojada del halo metafísico y teleológico del que la revisten Hardt y Negri, la
resistencia, por un lado, siempre está ahí como posibilidad, como potencia, como
subjetividad “excedente”, que el poder no termina nunca por objetivarla
completamente; todo ello en cuanto que el poder no se despliega en un campo
unidimensional de fuerzas, que sólo él ejerce y controla -que, además, serían las
suyas propias-, pretendiendo siempre llevarlas más allá de los límites, sino que el
poder se despliega siempre en un campo de fuerzas conflictivo, antagónico,
constituyente y constituido. Y, por otro lado, la resistencia está en acto, en cada
expresión colectiva de enfrentamiento, contención o desafío del poder. En síntesis,

405
Hardt y Negri, op. Cit., pp., 259.

174
la resistencia en acto, como práctica real de sujetos colectivos o de fuerzas
sociales en acción, sólo existe porque está presente como posibilidad en la
realidad del poder.

Lo anterior podría explicarnos por qué poder y resistencia van juntos, pero también
por qué, bajo determinadas circunstancias históricos-políticas, la resistencia es
sólo potencia y no acto, por qué ciertas situaciones de poder y dominación no
desencadenan, necesariamente, acto y prácticas de resistencia, sino, muchas
veces, obediencia voluntaria o involuntaria. En otras palabras, la resistencia que
siempre está ahí pero todavía no está, sólo se hace presente y toma cuerpo
cuando los sujetos colectivos sienten y perciben la necesidad y la oportunidad de
enfrentar al poder y la autoridad o enfrentar situaciones de opresión, de injusticia,
o de discriminación, y se implican. Por consiguiente, no es suficiente que haya un
contexto de poder o de injusticia social, política o económica, para que aflore la
resistencia y se exprese; es necesario que tal contexto sea percibido por los
sujetos y éstos articulen bajo formas abiertas o sutiles expresiones colectivas de
rechazo e inconformidad. Pero igualmente, tal percepción y articulación no
existirían si no fuera por su existencia potencial, presente como posibilidad en la
realidad del poder, es decir, en las propias condiciones de posibilidad creadas por
el poder. Esta realidad del poder es siempre la posibilidad de la resistencia, una
posibilidad siempre abierta y latente, que sólo puede ser activada y
desencadenada por sujetos colectivos en posición de resistir.

La resistencia en acto significa, que no hay resistencia en abstracto, sin sujeto, ni


tampoco sujeto preconstituido, por fuera de los campos potenciales de resistencia.
La resistencia constituye al sujeto, de la misma manera que el sujeto la realiza
realizándose. En realidad, la resistencia es el sujeto que resiste; así como el sujeto
es la condensación activada de formas múltiples y variadas de resistencia, es la
resistencia en acción. Esta conjugación entre resistencia y sujeto, por supuesto no
se realiza por fuera de los contextos específicos en que se produce. Sin embargo,
no se trata de contextos que se imponen mecánica e irremediablemente, sino de
contextos mediados subjetivamente. De ahí entonces, que esta constitución
abierta, siempre incompleta, del sujeto que resiste, pase necesariamente por la
percepción subjetiva del contexto y de sus posibiidades de acción, de suerte que
el contexto, que prima facie parecía algo externo y estático, ahora es sujeto de
acción y producción del sujeto, cambiante y dinámico, según las posibilites
siempre potenciales, y por consiguiente, siempre abiertas de la resistencia.

Por otro lado, las experiencias recientes en el mundo y particularmente en A.


Latina, muestran que no hay un sujeto preconcebido o prefigurado de la
resistencia, sino que éste se configura y se anuda a partir de experiencias
multiples, variadas y plurales, de insubordinación y de resistencia abierta contra el
poder, la opresión, la injusticia y la exclusión, que algunos autores como Negri y
Hardt llaman Multitud y otros como Holloway el Grito y otros más simplemente el
Pueblo o lo Popular o lo Subalterno. En todo caso, un sujeto singular y múltiple al
mismo tiempo (Negri). Las concepciones que asignaban al proletariado, y
nuclearmente al proletariado industrial, la centralidad en las acciones de

175
resistencia, o de “vanguardia”, o de clase “llamada a liderar la revolución social”,
según una lectura dogmática de Marx, hoy ya no tienen ninguna consistencia a la
luz de estas experiencias recientes; lo cual no significa, como creen algunas
corrientes postmodernas y postmarxistas, que el análisis de clase de las mismas
no siga siendo últil y necesario tanto para el estudio de estas formas de resistencia
como para la definición de sus estrategias de acción.

Los estudios recientes de estas formas de resistencia, muestran, por el contrario,


que la multiplicidad, variedad y pluralidad de los sujetos que agencian las
experiencias recientes de resistencias en América Latina por lo menos, se
configuran en los marcos del antagonismo que opone a quienes ejercen el poder
económico, político, social e ideologico, contra los grupos, clases y sujetos
colectivos subordinados, todos ellos, por lo general, ubicados en la base de la
sociedad y englobados bajo el genérico de pueblo o de lo popular. Como bien lo
observa Carlos Vila: “En la amplia pero no indiscriminada convocatoria de las
movilizaciones y luchas sociales de las décadas recientes, destaca el
protagonisdmo de lo popular, entendiéndose por tal la articulación de explotación
económica, opresión política y pobreza”406. Y más adelante: “La conjugación de
opresión, explotación y pobreza en la construcción del sujeto popular significa que
lo popular se constittuye sobre la base de una pluralidad de referentes vinculados
en una compleja red de complementación y contradicción, en la que los sujetos
‘escogen’ aquellos ingredientes que mejor expresan su condición de opresión y
explotación. En algunos casos, lo popular se construye alrededor de referentes
sociolaborales; otras veces los referentes étnicos adquieren centralidad; otras
veces es el género; otras más, elementos simbólicos”407. Es en este marco de
referencia como debe entenderse el proceso de subjetivación de la resistencia,
como un campo siempre abierto e indeterminado de posibilidades o de
potencialidades por activar.

C. La resistencia, sus dominios y dinámicas.


Un tercer núcleo medular de ruptura correspondiente a la teoría de la resistencia
que aquí queremos esbozar, se refiere a los dominios de la resistencia. Contra la
versión restringida a lo exclusivamente político de la resistencia en el discurso
liberal e incluso liberal democrático, la resistencia comprende todos aquellos
dominios en que se configuran relaciones de poder, tal como lo subrayó Marx,
pero mucho más ampliamente Foucault y Negri. En este sentido, la resistencia no
sólo tiene una dimensión política, ni se estructura solamente por referencia a la
política, sino tambien en referencia a un amplio repertorio de prácticas y acciones
colectivas en lo social en sentido amplio, lo económico, lo cultural, lo ideológico.
Esta pluralidad de dimensiones y lógicas que comprende la resistencia o las
resistencias, nos lleva a considerar, como lo anotamos anteriormente, uno de los
aspectos más generales en la demarcación teórica de la misma, en el sentido de

406
Carlos M. Vilas. “Actores, sujetos, movimientos: ¿dónde quedaron las clases?”. Sociológica, año 10,
número 28. Mayo-agosto de 1995. Universidad Autónoma Metropolitana. México, D. F., pp., 78.
407
Ibid, pp., 80.

176
que ésta no es sólo la contrapartida al poder político estatal, sino la contracara de
todo tipo de poder y dominación, estatal o no. En efecto, más allá del poder
político estatal, el poder y la dominación se ejercen y toman forma en los múltiples
ámbitos no estatales de la sociedad, como por ejemplo, la economía, las
instituciones sociales, la cultura y la ideología. La fábrica, la escuela, la familia, el
hospital, la cárcel, la sexualidad, los medios de comunicación, todos ellos son
escenarios de poder y también de resistencia. La resistencia es inherente al poder.
De ahí entonces que el ámbito de la resistencia se amplia y se complejiza en la
medida en que la realidad y dimensión del poder trasciende la dimensión polìtica-
estatal. Si el poder es un entramado reticular de relaciones sociales, la resistencia
es un correlato inescindible de este entramado.

Ahora bien, no puede considerarse esta variedad de campos de la resistencia


como necesariamente separados en compartimentos estancos, sino como campos
entrecruzados, que se articulan o se repotencializan mutuamente, según la propia
lógica del poder, pero, sobre todo, según la propia dinámica constituyente de la
resistencia. De acuerdo con una estrategia emancipatoria a partir de la resistencia,
esta dinámica supone la articulación y la conjugación de estos múltiples
escenarios de resistencia, tal como, por ejemplo, la concibió Marx y los teóricos
marxistas y más recientemente Negri. La experiencia reciente de América Latina
muestra cómo, por ejemplo, la separación tradicional entre resistencia económico-
social y acción política, ha sido superada por procesos de resistencia en los que
de lo social se pasa casi directamente a lo político, bajo la forma de acciones
colectivas, muchas veces dramáticas, contra el neoliberalismo y el derrocamiento
de regímenes políticos en varios países de la región, o a través de triunfos
electorales de alianzas entre movimientos sociales y movimientos politicos, tal
como, por ejemplo, lo revela la experiencia zapatista en México, el movimiento de
los SinTierra en Brasil, el de los indígenas en Bolivia y Ecuador y los piqueteros en
Argentina. Las experiencias recientes en Colombia de los indígenas, de los
negros, de las mujeres, de los homosexuales y muchas otras categorías sociales,
ejemplifican en muchos casos cómo es posible transitar de formas de resistencias
culturales y sociales a la acción politica.

Estas experiencias recientes muestran la falsa dicotomía entre resistencia social y


resistencia política. Uno de los problemas serios de la izquierda convencional en
América Latina consistió, por un lado, en mantener de manera dogmática esta
separación entre resistencia económica y resistencia política, y por otro lado, en
subestimar aquellas formas de resistencia que de manera potencial o directa
socavaran el dominio del capital por fuera del marco de las relaciones sociales de
producción, todo lo cual lo intentó fundamentar en un discurso estrategista propio
del partido de vanguardia o movimiento político y una práctica corporativista y
puramente reivindicacionista propia de los movimientos sociales. En Colombia,
hasta hace muy poco, lo dominante fue la experiencia de una izquierda bifronte,
guerrillera-estrategista y electoralista, y la de unos movimientos sociales
corporativistas. En este encuadre era muy común que los movimientos sociales
hipotecaran la política en la izquierda electoralista y la izquierda electoralista en
las guerrillas. El “enguerrillamiento” de la política fue también una manera de la

177
izquierda reducir el potencial emancipatorio encerrado por la resistencia durante
varias décadas. Siempre quedó en vilo la socialización de la política y la
politización de lo social, propia de una visión emancipatoria de la resistencia que
rompe con cualquier tipo de esquematismos y compartimentos estancos.

De acuerdo con lo anterior, una tipología general de la resistencia se puede


construir según los espacios de poder (no necesariamente estatales) y según los
alcances de la misma. En cuanto a los espacios de poder, en términos de
relaciones sociales, las resistencias pueden ser de carácter económico, político,
social, cultural e ideológico o según una combinación diferente de las mismas. Y
en cuanto a los alcances de sus objetivos, la resistencia puede ser reformista o
revolucionaria. Las resistencias no surgen con este o cual carácter, reformista o
revolucionaria, sino que pueden adquirir una dinámica u otra según sus alcances
o lógicas de acción; en realidad, las resistencias no son lo uno o lo otro per se,
pueden transitar u oscilar entre lo uno y lo otro. Esta oscilación se resuelve, por un
lado, en referencia a la lógica o sentido que la orienta (que la dirige o
hegemoniza), y por otro lado, según las posibiidades abiertas por el contexto
(estructura de oportunidades) y la correlación de fuerzas existentes. Por otra parte,
la resistencia no es revolucionaria, ni siquiera inmediatamente política, por tener
como marco de referencia al Estado. Existen y se desarrollan múltiples formas de
resistencia, que si bien tienen por referencia al Estado, no se proponen una
estrategia revolucionaria global frente al Estado y la sociedad, aunque lo
interpelan, pero desde campos de acción estrictamente sectoriales y puramente
reivindicativos, como es el caso de múltiples formas de acción colectiva realizadas
por los movimientos sociales, de tipo corporativista o reformista en el campo de los
servicios públicos, la salud, la vivienda, el medio ambiente, derechos económico-
sociales, etc.

Por otra parte, parece conveniente subrayar que la resistencia y el poder hay que
inscribirlos en un marco de configuraciones histórico-políticos determinados. Estas
configuraciones deben entenderse no sólo como formas específicas de lo social, lo
económico y lo político, sino sobre todo como articulaciones de poderes y
contrapoderes, de correlaciones de fuerzas, esto es, como un campo de fuerzas
en conflicto. No puede entenderse en un sentido lineal o evolutivo o de suma cero,
en el que según etapas o formas precedentes se determinan etapas
subsiguientes, sino como un campo abierto de posibilidades y potencialidades, en
que elementos y desarrollos de una etapa se pueden combinar con elementos y
desarrollos de otros, donde la resistencia a un aspecto de la dominación o en un
campo específico del poder, puede dar paso a una nueva etapa en la
configuración histórico-política, esto es, a una nueva correlación de fuerzas entre
poder y resistencia civil.

D. La resistencia como lógica y forma de acción colectiva.


Un aspecto que nos interesa subrayar entre estos elementos para una teoría de la
resistencia, es que preferimos hablar, de lógica de acción colectiva y no de tipos o
formas de acción colectiva propiamente dicha. Como veremos enseguida, no se

178
trata de que la resistencia no pueda ser conceptualizada como forma de acción
colectiva, de hecho muchas formas y expresiones de resistencia son susceptibles
de aplicación a un análisis basado en la teoría de la acción colectiva o de los
movimientos sociales. El asunto es que una conceptualización de la resistencia
requiere un marco analítico mucho más amplio que el de las formas de acción
colectiva, puesto que no se trata sólo de sus formas sino ante todo de su
contenido o de su racionalidad en un sentido más convencional. Bajo el enfoque
de la acción colectiva se han construido las más variadas teorías, especialmente
para dar cuenta de los movimientos sociales, según la experiencia europea y
norteamericana. En la medida en que la resistencia no puede restringirse a una
modalidad de movimientos sociales o a un tipo específico, cualquiera que él sea,
de acción colectiva, la idea de lógica de la acción colectiva propia de la resistencia
nos permite develar su orientación según configuraciones histórico-políticas
determinadas.

Como lo hemos dicho arriba, desde nuestra perspectiva, la resistencia es ante


todo una lógica de acción colectiva que se orienta contra toda forma de poder,
explotación u opresión. Esta lógica es agenciada por actores colectivos y se
expresa no bajo una, sino bajo las más variadas formas de acción colectiva: desde
estallidos y sublevaciones espontáneas contra el poder, insurrecciones, guerras
civiles, huelgas, plantones, tomas de fábricas, desobediencia civil, asambleas,
reuniones, movimientos sociales, formas societarias de economía social o popular
(cooperativas y solidarias), formas orgánicas según ciclos de protestas y
estructuras de oportunidad política, movilizaciones callejeras, protestas puntuales,
educación popular, radios y medios comunitarios alternativos, hasta las formas
más sutiles, calladas, ocultas, subprecticias, propias de la resistencia bajo
regímenes totalitarios y autoritarios. No hay un movimiento social que sea de
resistencia en abstracto, lo que en el terreno práctico existen son formas plurales
de resistencias, bajo la forma, entre otras, de movimientos sociales o de
estructuras orgánicas societarias, opuestas a formas plurales de poder, en lo
social, lo cultural, lo político y lo económico. Invirtiendo los términos, puede decirse
que la resistencia es toda acción colectiva cuya lógica se orienta contra toda forma
de poder o dominación.

Subrayar la idea de lógica de la acción colectiva en la resistencia, permite


subrayar el sentido de la acción por sobre las formas y no inferir la lógica de la
acción de las formas que adopte la acción. Es la desventaja que encontramos
cuando caracterizamos la resistencia como un tipo o modalidad de acción
colectiva, pues no toda acción colectiva per se es resistencia civil; mientras que,
por el contrario, toda resistencia es forzosamente acción colectiva, pues esta
lógica de contrapoder no se articula en el vacío sino en contextos histórico-
políticos configurados por actores colectivos en conflicto, en lucha. En este
sentido, la resistencia es constituyente y constituida por la acción colectiva. No es
sólo el sujeto colectivo en acción, sino también con sentido de la acción.

Por otro lado, hablamos de la resistencia como lógica de la acción colectiva en


singular por razones de orden conceptual, pero en realidad, a un nivel menos

179
general y más bien práctico, se trata de lógicas de acción colectiva, en plural. No
hay una sola lógica de la resistencia, sino múltiples, en el sentido que ésta
depende de los contextos socio-politicos y de las relaciones de poder en que sus
protagonistas están inmersos. Ya hemos indicado arriba, cómo estas múltiples
expresiones de resistencia se manifiestan en los más diversos dominios del poder,
lo económico, lo político, lo cultural, lo social, entre otros. Pero incluso, estas
lógicas diversas de acción colectiva pueden variar y ser contradictorias pese a ser
protagonizadas por una misma categoría social de sujetos en un mismo dominio
del poder. Así, por ejemplo, para el caso de Colombia, en un mismo dominio, el de
lo político-militar, una misma categoría social, los campesinos, desarrollan lógicas
de acción colectiva encontradas: los del sur de Bolivar bajo el gobierno de Andrés
Pastrana se opusieron a la Zona de Encuentro para dar inicio a negociaciones de
paz entre el Gobierno Nacional y el ELN; los campesinos cocaleros del Putumayo,
en otro contexto regional y bajo otro gobierno, se opusieron a las políticas del
Gobierno Nacional de erradicar los cultivos ilícitos. En el primer contexto dominan
los paramilitares, y en el otro, dominan las guerrillas de las FARC. En uno, la
lógica de la acción va dirgida contra la guerrilla (en este caso del ELN), en el otro,
contra el gobierno. La dimensión regional en el caso colombiano es pues tan
importante para el estudio de la guerra como para el análisis de la resistencia.

E. Resistencia, emancipación y contrahegemonía.


Por otro lado, así como se nos revela falsa la dicotomía entre resistencia
económica y resistencia política, de la misma manera puede decirse que, en
términos de estrategias de futuro, es falsa la dicotomía que opone resistencias
contrahegemónicas a resistencias emancipatorias. Es claro que desde una
perspectiva emancipatoria las resistencias pasan por una confrontación con el
Estado y contra el proyecto hegemónico del capital en la medida en que acumulan
fuerzas y se despliegan. Contrahegemonía y emancipación van de la mano. No
hay emancipación plena sin desarrollar un proyecto contra-hegemónico; no hay
proyecto contra-hegemónico si no se sustenta en procesos autoemancipatorios408.
Esto no significa que las resistencias, per se, se desarrollan linealmente según
lógicas emancipatorias; las perspectivas emancipatorias son siempre
potencialidades por activar, posibilidades siempre abiertas409. Lo que sí parece
claro a la luz de la experiencia histórica, es que no es posible activar lógicas
408
El debate contemporáneo acerca de esta dicotomía se reabre con el texto de J. Holloway. Cambiar el Mudo
sin tomar el poder. El Viejo Topo. España. 2002; y Hardt y Negri. Multitud. A este debate se articula también
el problema del poder y contrapoder.
409
Recordemos lo anotado arriba en IIB: Resistencia-revolución-poder, en el sentido de que el tiempo y el
sentido ordinario de la resistencia no es necesariamente emnancipatorio o de ruptura revolucionaria. Muchas
acciones colectivas de reistencia se agotan en el tiempo, tienen ciclos de duración breve, mientras que otras no
trascienden el ámbito puramente local o sectorial y muchas más terminan cooptadas por el sistema político.
Igualmente, conviene recodar la dialéctica entre estas formas ordinarias de resistencia y procesos
emancipatorios. Las revoluciones, como momentos emblemáticos de procesos emancipatorios, se nutren de
estos procesos moleculares, cotidianos y acumulativos de inconformidad y de resistencias; procesos, que por
lo general, las preceden y configuran los territorios instersticiales, fragmentarios, pero fluídos, en los que se
articula la contrahegemonía al poder.

180
emancipatorias en abstracto sin desarrollar al mismo tiempo procesos
contrahegemónicos.

Desde la perspectiva emancipatoria como la que intentamos esbozar aquí, la


resistencia como lógica de acción colectiva, más que como modo de acción
colectiva, no transige con ninguna forma de dominación, de explotación o de
opresión. Su lógica es, por definición, emancipatoria, libertaria. Se orienta tanto a
socavar las bases de la explotación (de unos hombres sobre otros), de la opresión
racial (de un grupo etno-cultural sobre otro), de la dominación de género (del
hombre sobre la mujer) y de la expoliación de la naturaleza (del ser humano sobre
la naturaleza), como a transformarlas integralmente. El sentido estratégico es el de
construir una mejor sociedad que la existente, una sociedad emancipada de toda
forma de dominación, opresión y explotación, y, al mismo tiempo, una sociedad
emancipatoria, es decir, construida sobre bases, valores y principios que hagan
real el ejercicio de la libertad y la autonomía. Y, por último, una sociedad que
reconcilie al hombre con la naturaleza, sobre la base de un intercambio creador y
enriquecedor de las múltiples formas de vida y de preservación de los bienes
naturales. Como estos objetivos son incompatibles con la sociedad capitalista y
como hacia esta sociedad no se avanza según las lógicas económicas, sociales y
políticas inherentes a la sociedad capitalista, sino transformándola, entonces la
resistencia adopta un carácter anticapitalista y revolucionario.

En términos de resistencia y utopía, la cosa no está planteada en referencia al


mejor Estado, sino de la mejor sociedad, tal como no dejó de subrayarlo Marx. De
ahí que la lógica emancipatoria de la resistencia que aquí intentamos esbozar
implica una ruptura con la tradición Estado-céntrica propia de la izquierda
convencional en América Latina, EEUU de Norteamérica y Europa. Romper con
esta tradición implica redefinir los objetivos y fines de la resistencia. El objetivo de
la resistencia no es el poder como un fin en sí mismo sino como un medio. En
consecuencia, el objetivo no puede ser un mejor Estado, sino una mejor sociedad,
que no transige con ninguna forma de poder y dominio. Siendo que el objetivo es
la edificación de una sociedad mejor, el poder que va surgiendo
(contrahegemónico) en el proceso de transformación revolucionaria de la sociedad
capitalista, no puede ser sino aceptado y limitado al propósito de contribuir a la
abolición de las clases sociales, el poder y la explotación asociados a ellas, y
cualquier otra forma de dominio propio del capitalismo (emancipación).

Ahora bien, que la lógica de la resistencia no transija con ningún poder ni con
ninguna forma de dominación o servidumbre, no significa que no tenga vocación
de poder. La resistencia aspira al poder y a la toma del poder410. Pero la lógica de
poder hacia la que tiende la resistencia debe entenderse como una apuesta
grande o por lo menos mucho más amplia, rica y enriquecedora, que la que
410
Este es el dilema que Holloway, Hardt y Negri prefieren no encarar presumiblemente porque contradice la
lógica del Anti-poder o del Contrapoder. Por el contrario, nuestra lógica de la resistencia encuentra
teóricamente consistente articular resistencia, revolución y política de sociedad (casi en los mismos términos
de la imagen del Contrapoder de Negri), pero reconociendo el lugar estratégico (aunque relativo) de la toma
del poder.

181
tradicionalmente ha hecho la izquierda convencional bajo la clásica fórmula de la
“toma del poder político”. En la fórmula convencional de la “toma del poder
político” como el momento emblemático de la revolución social, las
transformaciones sociales, económicas, políticas y culturales, empiezan a partir
del día siguiente de este acto heroico. Por el contrario, la apuesta por el poder,
según la lógica de la resistencia arriba indicada, como medio y en función de la
abolición de toda forma de dominio, opresión y explotación, empieza a construirse
desde ya, aquí, ahora, desde el marco de la sociedad capitalista, en todos y cada
uno de los espacios en los que puedan articularse formas de resistencia, de
contrapoder y antipoder, desde lo micro hasta lo macro, pasando por lo meso, en
lo económico, lo social, lo político y lo cultural.

De acuerdo con esta misma lógica, la revolución no es un acto heroico, sino un


proceso ininterrumpido, molecular. Como diría León Trotsky, la revolución es
permanente o no es. Proceso ininterrumpido en el que la toma del poder,
celebrado por algunos como la meta a conquistar, no es más que un momento
culminante o una fase de procesos más profundos de construcción de una nueva
sociedad, es decir, de construcción y profundización de un modelo de sociedad
autogestionaria, emancipada o emancipatoria, reconciliada con la naturaleza. Esta
perspectiva, requiere como estrategia articular y conjugar todas las formas de
resistencia y de lucha civil posibles en todos los espacios de poder, una estrategia
contra-hegemónica, en el parlamento, en el ejecutivo, en el judicial, en la fábrica,
en el campo, en la escuela, en la calle, en la prensa, como todo un enjambre de
abejas411. Bajo el entendido, que el supremo objetivo no es el poder político ni la
toma del poder de Estado, sino la construcción de una nueva sociedad, de una
mejor sociedad, emancipada y emancipadora de toda forma de explotación,
dominación y opresión. En una palabra: libertaria. Y bajo el entendido, por otro
lado, que tales transformaciones no empiezan el día después de la revolución,
sino desde la fase preparatoria desarrollada en los marcos de la vieja sociedad,
como proceso contrahegemónico. Como bien lo dijera Marx en la Crítica al
Programa de Ghota, “la libertad consiste en convertir un Estado de organo
sobreimpuesto a la sociedad en organo enteramente subordinado a ella”.

Por otra parte, esta perspectiva emancipatoria de la resistencia pasa por


reconceptualizar y refundar la idea de política. Frente al fracaso del Estado y del
mercado en Colombia y América Latina, es conveniente ampliar el horizonte de la
política. Esto implica romper con la tradición liberal que restringe la política al
Estado y tiene a la sociedad civil como la esfera de los negocios privados. La
política ya no es el Estado (no se aloja en él exclusivamente), es también el no
Estado, es la política de sociedad. La política de sociedad, no es la anti-política,
sino la refundación de la política a partir de y en la sociedad misma, es la

411
La metáfora del “enjambre de abejas” es bellamente utilizada por Hardt y Negri, Holloway y Poulantzas,
para sugerir la rica diversidad y la coordinación implícita de sentidos y de acción de esta lógica de la
resistencia contra el poder, sin sacrificar la autonomía y creatividad individuales.

182
reapropiación de la política por la sociedad, es la redensificación de la política, que
implica una redensificación de la democracia y del ciudadano412.

Este nuevo horizonte de la política puede y debe desarrollarse a partir de la


dinamización de formas locales y comunitarias de resistencia, económica, social y
cultural e irse transformando y articulando a procesos nacionales y mundiales,
conjugados con las formas teatralizadas de la política como el parlamento y las
participaciones electorales locales y regionales. Por otro lado, la autogestión de la
sociedad, que conlleva este horizonte de la política, no se dirige a procesos
marginales, ni tampoco exclusivamente al campo económico de la sobrevivencia,
ni al “empresarismo popular”, muchas veces funcionarizados según la lógica del
capital. Según la política de sociedad, debe ser el principio ordenador de la vida
social, económica, política y cultural, y en ese sentido no es nada marginal, sino
estructural y estructurante (constituyente, como diría Negri), tanto por los campos
involucrados como por la racionalidad dominante que pretende constituir.

El proyecto contra-hegemónico basado en la resistencia pasa por construir


espacios públicos no estatales en lo económico, lo social, lo cultural y lo político en
la perspectiva de fundar un nuevo orden colectivo fundado en el referente
societario o autogestionario, o comunes (de comunalidad, nuevamente según
Negri) como eje de articulación de una nueva configuración histórico-política post-
capitalista; igualmente, pasa por “tomar el poder”, pero no sólo del Estado, ni
principalmente del Estado, sino de la conducción intelectual, moral y política de la
sociedad, en el Estado, en la economía, en la cultura, etc. Este proceso contra-
hegemónico de configuración histórico-política societaria autogestionaria implica la
resistencia-creación del poder del Estado, pero igualmente de todas las formas de
poder y dominación en todos los ámbitos de las relaciones sociales. En este
sentido es como debe entenderse cambiar el mundo tomando el poder. Así
mismo, este proceso no puede entenderse en sentido lineal, sino sometido a
desarrollos contradictorios, lo central es que el proceso se articula según la lógica
de la autogestión societaria en la sociedad y no en el Estado.

Por otra parte, según la lógica de la resistencia que aquí esbozamos, ésta no
responde sólo ni principalmente –aunque la incluye o se puede expresar en un
primer momento como- a una acción meramente recuperadora, defensiva, de
derechos, sino a la necesidad de potenciar un campo estratégico de fuerzas con el
poder, que transforma las resistencias, parciales, fragmentadas, en una estrategia
de contrapoder. Es una disputa contra el capital y todo lo que representa en

412
Política de sociedad es muy afín al planteamiento de Beck acerca de la sub-política, que “significa
configurar la sociedad desde abajo”. Ulrich Beck, “La reinvención de la política: hacia una teoría de la
modernización reflexiva”. En: Ulrich Beck, Anthony Giddens, Scoll Lash. Modernización Reflexiva. Alianza.
Madrid. 1997. También tiene alguna afinidad con la postura de Cohen y Arato acerca de la sociedad civil
como esfera de lo público no estatal y escenario de construcción de proyectos colectivos y de radicalización
de la democracia. J. L. Cohen y A. Arato. Sociedad Civil y Teoría Política. FCE. México, D. F. 2001; y, por
último, también con la idea de infrapolítica de Scott.

183
términos de poder y explotación. Como diría el Colectivo Situaciones de Argentina:
resistir es crear413.

Por otro lado, política de sociedad, significa politizar la sociedad, cualificar la


sociedad y reposicionar la política en el corazón mismo de la sociedad. Las
feministas lo aprendieron muy bien y puede generalizarse como lógica de acción
de la resistencia: lo personal también es político. Todo ello implica romper
definitivamente con la dicotomía Estado-sociedad, propia del liberalismo, y con la
concepción Estad-céntrica, propia de la izquierda convencional. La política de
sociedad significa, en otros términos, que el eje articulador del orden colectivo no
radica ni en una instancia separada de ella (el Estado), ni en un mecanismo
espontáneo (el mercado) que la subsume; significa desencadenar procesos
societarios, autogestionarios, dinámicos, continuos, fluidos y permanentes, desde
la sociedad misma, que potencien ininterrumpidamente su capacidad para auto-
producirse y auto-representarse, en función del interés colectivo, común.

Esta politización de la sociedad, como una de las dimensiones de la lógica


emancipatoria de la resistencia, supone que el orden colectivo se construye, no
sólo en oposición a los poderes establecidos, sino a partir de la deliberación
pública y la argumentación senti-pensante (Fals Borda) por parte de los
ciudadanos en las más variadas esferas de la vida social, lo cual implica
forzosamente la configuración de una esfera pública vigorosa, pluralista,
democrática, autofundante. Igualmente, supone una sociedad activa, dinámica,
deliberativa, democrática; y también, un sujeto, el ciudadano.

La política de sociedad se orienta, pues, según el ideal político de la modernidad,


en el sentido de constituir una comunidad de ciudadanos. Pero no una comunidad
de ciudadanos a la manera tradicional de la concepción liberal, ciudadanos
pasivos que en la esfera pública delegan sus obligaciones políticas en cuerpos de
representantes o delegados que deciden por ellos mientras en la vida privada se
dedican a la mansedumbre de sus negocios particulares –como lo quería
Benjamín Constant-, sino una comunidad de ciudadanos totales, comprometidos y
artífices directos de la salud pública de la comunidad y de la sociedad.

Esta comunidad de ciudadanos, se cimienta en el deseo de comunidad, de


construir una vida en común sobre la base de la realización plena de derechos,
económicos, sociales, políticos y culturales,incluido el derecho a la diferencia414;
se cimienta en el derecho a la realización del proyecto de vida individual estimado
como valioso per se. Una comunidad moderna, no tradicional, basada, no en la
fuerza del ayer, sino en las potencialidades del presente, en el goce creativo de un

413
Colectivo Situaciones. “Por una política más allá de la política”, en: AAVV. Contrapoder. Una
introducción.De Mano en Mano. Argentina. 2003.
414
Boaventura de Souza Santos fundamenta esta dialéctica entre reconocimiento y redistribución desde una
perspectiva que él llama “postmodernidad de oposición”, que consiste en: “Tenemos derecho a ser iguales
siempre que las diferencias nos disminuyan; tenemos el derecho a ser diferentes siempre que la igualdad nos
reste características”. B. de Souza Santos, “Nuestra América. Reinventando un paradigma subalterno de
reconocimiento y redistribución”. Revista Chiapas número 12, pp. 7. Internet.

184
hacer y un diálogo, controversia y expectativa de futuro, sobre la base de la
igualdad de capacidades, sin las cuales la libertad y los derechos no pasan de ser
mera quimera. Como dirían Marx y Engels, “una asociación en la cual el libre
desarrollo de cada cual será la condición para el libre desarrollo de todos”415.

F. Colombia: la resistencia civil en un contexto de soberanías en disputa.


Por último, en sociedades como la colombiana, la referencia al poder estatal y la
resistencia civil se hace más compleja, especialmente por la presencia escindida
de la soberanía en amplios territorios de la nación a raíz de la situación de guerra
prolongada que enfrenta desde hace muchos decenios. Por un lado, en muchas
de estas territorialidades, la soberanía no es ejercida por el Estado, sino por
actores irregulares que ejercen el monopolio de la violencia sobre población y
territorio, y en otras la soberanía está en vilo, como escenario continuo de disputa
entre actores estatales, para-estatales y contra-estatales. Si en la formulación de
Tilly, la contrapartida de la resistencia como revolución es el Estado, en el caso
de Colombia la contrapartida de la resistencia civil es una pluralidad de
soberanías, incluida la del Estado. Esto hace que el sentido político de la
resistencia civil no sea unívoco sino multívoco. La resistencia civil no tiene un
único interlocutor preestablecido (el Estado) ni una sola lógica (la política), sino
que éste puede variar según los desplazamientos cambiantes de soberanías
territoriales y según las relaciones de poder y dominación en ciernes.

En escenarios de rupturas de soberanías o de soberanías en disputa, que es el


que corresponde a amplias territorialidades colombianas, el principio de
legitimidad según la teoría liberal queda igualmente suspendido por referencia a
algún soberano. ¿A quién se tiene el deber de obediencia? ¿Quién tiene el
derecho de mandar? Son interrogantes que en dichas territorialidades, de
soberanías imprecisas, ningún poder legal o de facto está en condiciones de
responder satisfactoriamente. La resistencia irrumpe entonces, ya no sólo como
defensa o reacción frente a las pretensiones de soberanía de un actor estatal,
paraestatal o contraestatal, sino también como vía para el ejercicio de la
autonomía, la autoorganización y la construcción de la identidad por parte de los
ciudadanos.

Tal como se puede colegir de la experiencia reciente colombiana, la resistencia


civil en el contexto de la guerra en Colombia muestra, que éstas se desarrollan no
sólo en relación con el Estado, ni necesariamente frente a regímenes dictatoriales,
sino también frente a otros actores armados (guerrillas y autodefensas) con
pretensión de soberanía sobre territorios y poblaciones, y frente a acciones
estatales que violan abiertamente sus principios normativos constitucionales y los
de sus ciudadanos.

Restringir el concepto de resistencia civil en referencia exclusiva al Estado, en


contextos como el colombiano, significa, por un lado, seguir atado al fetiche de la

415
Karl Marx, Friedrich Engels. Manifiesto Comunista. Crítica. Barcelona. 1998.

185
vigencia del Estado de Derecho soberano en la configuración del (des)orden
político de Colombia, que, como Estado moderno, teóricamente ejerce para sí una
soberanía interna indisputada; y por otro lado, significa cerrar los ojos frente a la
naturaleza e implicaciones de la guerra sobre el Estado, el territorio y la población
en Colombia, en términos de soberanía. La disputa por la soberanía sobre
territorios y poblaciones compromete una dinámica de violencia y agresión contra
la ciudadanía, no sólo por parte del Estado, sino también por parte de las guerrillas
y el paramilitarismo. De modo que las múltiples experiencias de resistencia civil
de los últimos años en el país van dirigidas no sólo contra el Estado, sino también
contra los actores armados irregulares. Estas experiencias -en algunos casos, en
otros no-, tienen un alcance “reformista” o reactivo, en el sentido de la ausencia
de un planteamiento estratégico global sobre el orden político-social necesario
para refundar la sociedad, pero contienen, así mismo, un potencial de
transformación revolucionaria, tanto de la sociedad como del poder político.

Por último, casi imperceptiblemente, hemos situado al lado de la categoría


resistencia la de civil. Para el caso colombiano, consideramos conveniente
subrayar el apelativo de civil para la resistencia, aunque por razones diferentes a
las de la mayoría de los estudios del tema en el país. Esto nos obliga a efectuar,
aunque brevemente, algunas precisiones en el contexto del conflicto armado en
Colombia. La perspectiva teórica que aquí intentamos delinear acerca de la
resistencia civil subraya la advertencia acerca del equívoco a que induce la
expresión “civil” al momento de establecer las lógicas y alcances de la acción
colectiva en el concepto de resistencia, tal como lo intentamos hacer más arriba al
referirnos al planteamiento de M. Randle.

Por lo general, este equívoco hace que muchas interpretaciones –hoy dominantes
en los medios académicos- sólo incluyan bajo el concepto de resistencia civil a
manifestaciones civilistas, pacíficas y no violentas de la ciudadanía, y dejen de
lado experiencias históricas, pasadas y presentes, en las que los civiles (la
ciudadanía) se ven conminados o forzados a echar mano del recurso de las armas
para defender sus derechos y autonomía y oponerse a las diferentes estructuras y
actores de dominación. Desde nuestra propia perspectiva, el hecho de las armas
como recurso o estrategia de acción no le quita para nada el carácter civil a las
formas de resistencia realizadas por ciudadanos en contextos en que éstas se
imponen como estrategias de acción inevitables. Por otra parte, la experiencia
histórica es, en realidad, bastante prolija en expresiones de resistencia civil
armada416. De modo que el carácter civil que aquí le conferimos al concepto de
resistencia no proviene del sentido no violento de la acción colectiva, sino ante
todo del carácter de sus protagonistas y del alcance de sus objetivos. Sus
protagonistas son ciudadanos y no combatientes, no son soldados miembros de
ejércitos ni gente que vive en función de o para el oficio de la guerra. Son
ciudadanos, que forzados a defender sus derechos (civiles, políticos, sociales,
culturales o nacionales) y su autonomía contra cualquier régimen o actor político
de dominación, pueden o no recurrir a las armas en sus acciones colectivas,

416
Hardt y Negri lo han ilustrado profusamente en su genealogía de la resistencia. Cfr. Multitud.

186
según las circunstancias sociales o políticas en las que se ven situados. Por
consiguiente, vale la pena diferenciar, entre el hecho real de experiencia recientes
de resistencicia civil en Colombia no armada, y la prescripción -basada por lo
general en estos mismos hechos reales- según la cual la resistencia civil para ser
civil tenga que ser siempre y necesariamente no violenta.

Lo antes dicho nos ha de permitir aclarar, por otra parte, el carácter no violento de
la resistencia civil. De acuerdo con nuestra perspectiva, cuando hablamos de
resistencia civil no armada lo hacemos para designar exclusivamente unas
estrategias de acción y un modo de actuar que no se basan ni en la violencia ni en
las armas como recursos de acción, sino en los medios propios que caracterizan a
las acciones colectivas de resistencia civil no armadas, como por ejemplo, las
manifestaciones públicas, las tomas civiles de edificios públicos, la huelga, el
boicot, el éxodo voluntario, la desobediencia civil, etc. Lo cual nos permite
diferenciarlas, no sólo de las formas de resistencia civil armada, sino también del
movimiento o la doctrina filosófica política de la no violencia. Cabe advertir, sin
embargo, que el sentido que aquí le damos al carácter no armado de la resistencia
civil como estrategia de acción, no excluye que de ella hagan parte, como
posibilidad o como realidad, grupos o actores colectivos inspirados en el
movimiento de la no violencia, así como otros inspirados en cualquier otra doctrina
o pensamiento filosófico político como el marxismo, el anarquismo y el pacifismo
entre otros417.

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