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Relato de la escena

Gonzalo tiene 12 años y está cursando


primer año de su educación secundaria. Vive en
las inmediaciones de San Miguel de Tucumán. A
lo largo de estos últimos años, ha tenido visitas a
diferentes psicólogos. Ha cambiado, por decisión de su madre y en variadas
oportunidades, al profesional que atendía la hiperactividad de su hijo. En
cuanto a su comportamiento, Gonzalo grita a sus compañeros cuando hacen
mucho ruido, los insulta en algunas ocasiones, no contextualiza su
comportamiento cuando tiene algunas necesidades fisiológicas, etc. Su mamá,
por su parte, niega mayores trastornos psicológicos en su hijo, que para los
docentes es evidente, y rechaza indirectamente cualquier sugerencia de seguir
buscando ayuda profesional para diagnosticar, con mayor detalle, a su hijo y
orientar el accionar pedagógico.
En tanto, en la escuela, los compañeros de Gonzalo se quejan y están
cansados de sus malos tratos, los padres de los compañeros, también ya
conversaron con la vicedirectora de la Institución sobre estos sucesos diarios.
Algunos llegan a pedir que lo separen del grupo: "Este chico es un peligro",
dicen. La escuela piensa que solicitar la ayuda del equipo del S.A.S.E.,
enviando a una maestra integradora, podría ser de gran utilidad, pero este
pedido se ve dificultado por la falta de un diagnóstico fehaciente que se pueda
compartir con el mencionado equipo.
A partir de esos intercambios, el tutor, junto a los docentes del primer año,
a pedido de la vicedirectora, organizan con sus alumnos algunas actividades
destinadas a operar sobre la dinámica grupal. La escuela avala el proyecto y
los docentes abren un espacio en el que se cede la palabra a los alumnos de
su grupo: es en ese contexto que Gonzalo dice: "No quiero que griten ni que
hagan ruido, me hace sentir furioso y odio a mis compañeros que se sientan
atrás”. Es en ese contexto uno de sus compañeros reflexiona: "Él piensa que
nosotros lo hacemos de gusto y nada que ver".
Como resultado de aquel encuentro, la tutora moviliza recursos y se
propone que el equipo directivo cite a los padres que pedían que la escuela
haga algo con este alumno. La reunión está planificada para que se lleve a
cabo con la presencia del asesor pedagógico, y al parecer no se contará con la
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necesaria participación de un representante del S.A.S.E., pese a


los reiterados pedidos de la escuela
. El propósito de aquel encuentro será poner en palabras las opiniones,
sentimientos y pareceres de las familias y que esto, a su vez, vehiculice
posibles propuestas de intervención que puedan ser ejecutadas
institucionalmente.
Como posibles objetivos, se procurará:

●Fomentar la ayuda mutua entre las familias, colaborando tal vez en


facilitar la ayuda profesional que se necesita (algunas madres trabajan en un
hospital cercano y podrían ser el nexo para lograrlo).
●Coordinar con asociaciones, tales como el Centro Interdisciplinario
Municipal TEA o TEA Padres Tucumán, partiendo de experiencias de algunas
familias que se encuentran en situaciones similares.
●Establecer redes con un hospital de la provincia que cuenta con un
servicio de Maduración y Desarrollo Infantil con el Programa de Autismo.
Establecer esto como proyecto a mediano plazo.

La experiencia de Gonzalo que introduce un poco de lo escolar en esta


intervención, me posiciona en primer lugar con el concepto de “gramática
escolar”. En palabras de Tyack y Cuban (2000) dicha gramática escolar refiere
a ese “conjunto particular de reglas, estructuras profundas, normas escritas —o
no—, y costumbres que le dan sentido al trabajo escolar.” Una de sus
características es la de clasificar a las alumnas y alumnos. Al respecto,
inmediatamente, pienso que las intervenciones que propone la escuela frente al
caso de Gonzalo obedecen a ese corte gramatical que ajusta a alumnos y
alumnas a una única manera de taxonimización y de organización del hecho
escolar. El accionar del equipo directivo, docente, de familias y hasta de
alumnos se rige en función del modo en que se interpreta, desde el lente de
aquella gramática, la responsabilidad por el aprendizaje. Tal rigidización impide
que se habiliten otros modos de trabajar en torno a la centralidad de la
enseñanza (Thisted, 2022).
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Es mi parecer que el enfoque institucional que se adopta


ante el “problema” que genera Gonzalo, no consigue subsumir el papel que las
juventudes adoptan hoy en el devenir escolar. Con esto, intento referir el
planteamiento con que Peirone y Daza Prado describen
las subjetividades de tales juventudes. Si bien centrada
desde una visión tecnosocial, destacan el potencial del
que los jóvenes son propietarios para expresar
resoluciones ante hechos que convocan su atención y
preocupación. Considero que ese potencial es, cuando
menos, tratado desde la superficie, cual “roce a la
epidermis de la actividad educativa” (Viñao, 2006), por
los adultos en la escuela de Gonzalo.

La tenue voz que se deja escuchar de los compañeros del curso (y por
qué no de los de la escuela) tal vez obedezca a ese atravesamiento de
desconfianzas: antes “las familias aceptaban con absoluta confianza lo que
decía y hacía la escuela, de manera que los docentes tomaban el vínculo como
una relación sin cuestionamiento. En cambio, hoy en día es una relación
cruzada por encuentros y desencuentros, construida por un conjunto de
tensiones que pueden provocar crisis y conflictos entre instituciones. El
problema surge porque las escuelas esperan familias modélicas y tradicionales
que no existen, y, por otro lado, ellas buscan educadores que no son reales”
(Redondo, 2015). Estos encuentros y desencuentros con las formas y culturas
escolares configuran “continuidades y discontinuidades, procesos de
permanencia y cambio en la dinámica escolar” (Thisted, 2022) que matizan las
intervenciones entre escuela, familias y comunidad.
Hay que rescatar, por otro lado, que las intervenciones que se proponen
en el contexto de encuentro entre familias y escuela para atender el caso de
Gonzalo y sus compañeros dejan entrever una perspectiva intercultural
alentadora. El diálogo entre diversas voces que se inicia en esa reunión supone
una ´interrelación entre aquellos grupos que podría favorecer una dinámica de
crítica y autocrítica, valorando la interacción y comunicación recíprocas´
(Candau, 2002). La conjunción resultante del trabajo entre familias y escuela en
sus entornos sociales y comunitarios mediada por nuevas perspectivas sobre la
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igualdad implicarían ‘concebir la institución escuela en clave


intercultural´.
En palabras de Thisted: esto supondría “propiciar intercambios y diálogos
que partan de que los distintos repertorios culturales tienen igualdad de
relevancia, dignidad y derecho. La complejidad de esta operación se amplifica
en el hecho de que se hace preciso desocultar los mecanismos que llevan a
convalidar unas perspectivas y desestimar otras; poner en jaque la primacía de
unos repertorios sobre otros […] concibiendo que es posible la igualdad en la
diferencia.” La práctica más situada implicaría, entonces, concretar los
objetivos que se proponen en ese encuentro entre familias y equipo directivo,
asumiendo la premisa de que el aprendizaje es con otros y que se construye
con el otro. De este modo, las propuestas que se ofrecieren permitirían brindar
a las familias la oportunidad de intervenir.
Robusteciendo este principio de intervención, sería conveniente agregar
los aportes colectivos compartidos por colegas expresados en propuestas
como: el reconocimiento y valoración de la diversidad socioeconómica, cultural
y educativa de quienes habitan el espacio escolar; mayor énfasis en la
transversalización de la inclusión, y formulación de proyectos impulsados por la
escuela en base a intereses y necesidades de la comunidad. Como pautas
adicionales, se podría prestar mayor atención a la sobredemanda emocional
que las dificultades de inclusión podrían generar; crear vínculos afectivos entre
docentes, estudiantes y familias; reconocer el valor de la historia personal de
cada estudiante y hacer de las discusiones sobre estrategias para el
acercamiento de familias a la escuela una práctica habitual. Como se discutió
en el recorrido teórico de las clases, propiciar esa presencia familiar, resulta
favorable ya que, además de lo antes dicho, contribuye a cuestionar el
paradigma de aprendizaje que aquellas mismas construyeron en su paso por la
escuela, donde, probablemente, se esperaba una única manera de resolución o
la obtención de un único resultado. 
Una experiencia de este tipo probablemente logre reducir rupturas,
sospechas y acusaciones (objeto de discusión en algunos tramos del video de
Isabelino Siede) de las que la escuela ha sido históricamente objeto. Si bien,
retomando a Patricia Redondo, hay que reconocer que, en el intento por
transitar esas reducciones, difícilmente se pueda pensar en salir ilesos de las
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dicotomías propias que devienen de tales interacciones:


encuentro-desencuentro, tensión-distensión, crisis-calma.

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