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Universidad Católica de Hondura

Nuestra Señora Reina de la Paz

Trabajo Práctico de Español M Sc. Daysi Velásquez

Integrantes de equipo: Número de registro:

INSTRUCCIONES: Lea el cuento “La Nochebuena del campeño Juan Blas” del autor Ramón
Amaya Amador; luego desarrollen el punto uno, dos y tres de forma clara, ordenada y original.

La Nochebuena del campeño Juan Blas


Las luces de la ciudad ya estaban encendidas y la noche del 24
de diciembre se entreabría, gélida, lluviosa y llena de
pesadumbre, cuando Juan Blas llegó a los arrabales de la
población, después de caminar cuatro horas por los fangosos
caminos que conducen a Palo Verde, campo bananero de la
Standard.
Juan Blas cubría su helado y moreno cuerpo de campeño con
el único vestido que en un lejano tiempo había sido amarillo
kaki y que ahora era un harapo cubierto de manchas grises y
azules del banano y del veneno con que se combate la sigatoka.
Antiguo trabajador de las compañías, jamás había podido
obtener un “pegue” regular, antes bien, cada día su situación
económica sufría horrible depresión, arrastrándolo como a
infinidad de compañeros, por los inclementes cienos de la
miseria. Venía con el corazón lleno de reproches porque en
aquel viaje, sus bolsillos estaban huérfanos de las monedas que
debía traer a su mujer y a su hijita, pues desgraciadamente no
había alcanzado ni un solo centavo en “la orden”.
Vergüenza y al mismo tiempo indignación sentía Juan Blas
por presentársele a su enferma Matilde en aquella condición
después de tantos días de trabajo, y un coraje, interno, doloroso,
se le desataba como una tempestad, al recordar que en esa noche
era la fiesta de Navidad, cuando en todos los hogares hay alegría
y sobre todo, un plato de sabrosos pucheros y que en la suya
quizá no habría ni siquiera un duro pedazo de pan. Así,
pensando en todo eso y sucios de lodo rojizo los pies, calado de
agua hasta los huesos, atravesó varias callejuelas oscuras en los
arrabales de la ciudad, calles solitarias a cuyos lados se
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levantaban barracas de tierra, sucias por dentro y por fuera, en


las que habitaban los más pobres de la población. En una de esas
entró Juan Blas. Adentro la coloradienta luz de un candil
alumbraba la pequeña estancia. En una esquina una mujer
delgada y pálida con una venda en la frente y cubierta con una
sábana de manta; a la cabecera sentada en un taburete cojo, una
niña trigueña y descalza, lloraba tiernamente.
—Qué tal —saludó Juan Blas entrando—. Ah, ¿cómo que te
encuentras mal...?
De un salto la niñita estuvo en sus brazos mojados y fríos.
—Creía que no vendrías nunca, papá, mira a mamá acostada
enferma y yo sólita.
—No llores más, Felita, aquí está ahora tu papá —y con ella en
los brazos se aproximó al lecho de su mujer.
—Gracias a Dios que veniste, Juan Blas. Pensaba en que
podías atrasarte y eso me preocupaba, pues yo sola me hubiera
muerto.
—¿Será que ha llegado el momento...?
—Sí, la “cosa” se acerca, me siento mal. Pero qué mojado
vienes... Pobre marido mío. Voy a levantarme para darte aunque
sea un trago de agua caliente.
—No, Matilde, no te levantes, iré yo mismo a la cocina.
Entró a la llamada cocina y encontró sobre unas brasas casi
extintas una lata con “té de hojas de naranjo”. Lo probó y estaba
sin dulce, buscó en todos los rincones y no encontró nada.
Convencido de su miseria se tomó el té así, que amargaba, pero
que le calentaba el cuerpo. Regresó seguido de su hijita y se
sentó en el taburete, tiró el sombrero en una banca y se quitó los
zapatos mojados y destrozados. Felita los tomó y los llevó a la
cocina para que se le secaran con el calor del fogón.
—¿Cómo te fue en la orden...? Murmuró Matilde.
—Mal, mal... —contestó Juan Blas, esquivando la mirada— ni
siquiera una peseta pude alcanzar. Ese contratista...
—No hables, ya sé lo que son, lo que hacen con nosotros los de
abajo. Y al casero le debemos dos meses de alquiler. Hoy en la
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tarde vino por última vez y me amenazó con echarnos a la calle


si no le cancelamos el pago de este mes.
—Eso es lo de menos. Lo terrible es el caso tuyo. Ya ves, no
tenemos con qué pagar el médico ni la comadrona. ¿Qué
hacemos...?
—Aguantemos y sea lo que Dios quiera.
Guardaron silencio por algunos minutos. Felita estaba
recostada en la banca, no dormía a pesar de ser tarde, miraba
ora a su padre, ora a su madre.
—Hoy es día de Pascua —dijo Matilde, por decir algo—, debe
haber muchos Nacimientos en la ciudad. Quisiera verlos. Ay...
—¿Te sientes muy mal...?
—Muchísimo, ya me principian los dolores del parto... Ay...
Ay...
Juan Blas con las manos empuñadas se levantó, fue a la
cocina, se puso los zapatos todavía mojados y el sombrero. Iba a
salir.
—¿Para dónde vas, Juan? —Interrogó Matilde.
—Voy a hablarle a los vecinos. Ellos son pobres también y
deben ayudarnos.
—Es inútil, no encontrarás, casi todos están enfermos de
paludismo y de fiebre. Anoche murió la hija de Andrea, ella está
con sarampión. La policía tuvo que enterrársela.
Juan Blas el campeño se paseó por la estancia, agitado,
indeciso. Su mujer estaba allí en el catre, próxima a dar a luz un
nuevo ser del cual él era su padre y para eso se necesitaba
dinero, dinero, sí, eso era lo que no tenía. ¿A quién dirigirse en
busca de amparo...? Su situación era crítica. Matilde lo miraba
con sus ojos tristes y cuando el dolor genésico le hería las
entrañas, hacía un gesto por no prorrumpir en sollozos y
alaridos; ella sabía que cada ay de su pecho era una puñalada
para su infortunado marido. Y soportaba lo que más podía,
dándose vueltas en el catre de lona que crujía como queriéndose
romper por el peso del dolor. En sus ojos febriles aparecían
gruesas lágrimas, pero su boca enmudecía. Juan Blas se paseó
por espacio de una hora. Todo el frío que le produjo en el cuerpo
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la lluvia había desaparecido y a pesar de su ropa completamente


mojada, él estaba caliente; su piel despedía fuego, de su nariz, de
su boca, de sus ojos, de su cerebro despedía un vaho ardiente. La
sangre corría rápida y sus sienes parecía que iban a estallar. Era
la fiebre. Matilde no pudiendo silenciar sus quejidos dolorosos,
dio un grito involuntario. Juan detuvo su paso. Sus ojos
inyectados de sangre parecían de poseído.
—Soporta un poco, iré a buscar algo... Un médico... La
comadrona... Algo, yo no debo dejarte en esa desesperación.
—¿Y me dejas sola...?
—Es preciso, pero volveré pronto...
Y el humilde trabajador abrió la puerta y salió a la calle. La
lluvia pertinaz seguía cayendo y el viento norte soplando. Sin
temor al agua ni al frío, partió por la calle adentro. Luego dejó
atrás el barrio pobre y penetró en la ciudad burguesa. Las bujías
eléctricas daban su luz opalina. Subió a una acera y siguió
adelante. Los carros lujosos pasaban por su lado pitando con sus
sirenas. En el cruce de una calle una limosina color bermejo
estuvo a punto de arrollarlo. Hombres pasaban envueltos en sus
capotes de invierno, mujeres ensombrilladas, taconeando
fuertemente en las aceras húmedas. Los chicos cruzaban
corriendo, tocando dulzainas y pitos o disparando con sus
pistolas–juguetes. Era la Nochebuena para los que tenían cómo
divertirse.
En las puertas de los teatros la gente se arremolinaba, unos
saliendo, otros entrando. De las viviendas llenas de luces de
colores salían los compases de músicas bailables, difundidas por
los radios, los pianos y victrolas. Todo en movimiento, color de
vida; risas y charlas. Los almacenes comerciales anunciaban sus
artículos con letreros luminosos y con timbres eléctricos. La
lluvia era incapaz de detener aquellas gentes sedientas de alegría
y diversión. En los salones y cantinas se escanciaban las copas
de licores carísimos. ¡Noche de Navidad...! Juan Blas con su
traje campeño cruzó por todos esos lugares sin detener el paso,
sin poner atención a los demás. Una idea fija fulguraba en su
cerebro: salvar a su mujer y salvar a su hijo.
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Se detuvo en una casa de buena apariencia, entró por un


jardincito y tocó la puerta; estaba cerrada; llamó, primero suave
y después fuerte, fuerte... Nada. Un choco que pasaba por la
calle le gritó: la señora ha salido, yo la miré, iba bien catrina
junto con la sobrina. No la espere, señor.
Juan Blas abandonó la casa y retrocedió por la calle abajo.
Allá adelante miró en un letrero: “Dr. X”, se detuvo, no tenía ni
un centavo, pero recordó a su mujer gritando por los dolores del
parto. Llamó a la puerta. Un negro salió, hizo un gesto de
repulsión al ver al hombre en aquella facha y quiso cerrar la
puerta. Juan se interpuso. “¿Está el doctor?” “No, se fue para el
Casino”. Y la puerta nuevamente se cerró. Estaba casi loco.
Frente a él la farmacia de turno estaba abierta, de dos zancadas
llegó allá y penetró en ella. Pidió al farmacéutico unos aceites, se
los envolvieron y tomándolos en sus manos, Juan partió, pues
no tenía dinero. Cuando la policía quiso seguirlo, él estaba lejos
corriendo por entre los transeúntes que sorprendidos se
apartaban y murmuraban: “Un ladrón o un loco”, y seguían su
camino. En poco tiempo dejó atrás el bullicio de la ciudad
latifundista y se encontró en el barrio pobre. Por la oscuridad de
las calles cruzó como una exhalación. Llegó a su casa y empujó la
puerta. En la sala, en ese momento, Matilde que se había bajado
del catre daba un grito horroroso y caía al pavimento con un
ruido sordo. Felita lloraba desesperadamente junto a su madre.
Juan Blas puso los aceites en el suelo y levantó a su mujer
colocándola en el catre.
—Matilde... Matilde... aquí te traigo... estos aceites... aceites...
Pero Matilde estaba callada para siempre con los ojos abiertos
y fijos. Le puso la mano en el pecho y el corazón no latía. El
vientre aún se estremecía, era el hijo que no pudo nacer.
Juan Blas dio un grito terrible, de angustia, de tigre herido,
sus manos se empuñaron como amenazando al mundo y a la
muerte y con los ojos saliéndosele de las órbitas, fue
retrocediendo hasta pegar la espalda en la pared del frente.
Inesperadamente, de su boca brotó una carcajada lúgubre que
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repercutió por la casa y salió el eco por la calle abajo... El pobre


campeño estaba loco.
En ese mismo momento, allá en la ciudad, resonaron repiques
de campanas, las sirenas de las fábricas, de las máquinas y de los
automóviles. Hendían los aires los disparos de los cohetes, todo
eso anunciaba la hora del advenimiento del Mesías Divino...
En la estancia, alumbrada por el candil, Felita, la niña de
cuatro años, lloraba asustada. (Pobre ángel, víctima inocente de
las injusticias del mundo), al ver a su madre inmóvil, callada,
con los ojos muy abiertos y a su padre que arrimado a la pared y
con mirada de idiota, se reía... se reía...
 
Diciembre, 1939

1.- Llene la siguiente ficha a partir de la lectura del cuento: “La Nochebuena del
campeño Juan Blas” del autor Ramón Amaya Amador 4%

Equipo: Sección: Asignatura

Título del texto Autor del texto Fecha de entrega

Investigue la biografía de Ramón Amaya Amador

Escriba el argumento del cuento

Mensaje que deja el cuento


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2.- En el texto se encuentran unas palabras subrayadas, analícenlas en ese contexto,


clasifíquelas según la categoría gramatical a la que pertenece y ubíquelas en la
columna correspondiente en el cuadro presentado. ( Si es necesario puede agregar
más filas) 3%

Sustantivo Adjetivo Verbo Adverbio

Artículo Conjunción Preposición Pronombres Interjección

3.- En el cuento están varias palabras en rojo, elabore un glosario con esos términos.
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4.- A continuación, se les presenta un cuadro de doble entrada, por un lado están unos
verbos conjugados y por otro las desinencias o accidentes gramaticales que puedan
sufrir, marquen con X los que le correspondan a cada uno.
Present Pasad Futur Condiciona Indicativ Subjuntiv Imperativ Infinitiv Participi Gerundi S P
e o o l o o o o o o

Construiría x x

abolirán

Cotejamo
s

Estibará
n

Agraviado

Coligieron

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