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RESEÑAS
(Universidad de Murcia)
1. INTRODUCCIÓN.
Del mismo modo que el cuerpo que habla utiliza el lenguaje para deshacer la presunción de una
posición política femenina o masculina, así también lo dicho y la forma en la que se expresa
busca escapar a la asignación a un género literario o ensayístico. (29-30)
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todo, sí puede decirse que, de siete capítulos que lo componen, mientras que, en el uno, el dos y
el seis, predominan los aspectos filosóficos, el resto de capítulos, entre ellos el cinco, el más
extenso (cerca de 400 páginas), se inclinan por el lado más literario. Pues bien, se trata, desde
la óptica del materialismo filosófico, como sistema de filosofía académica, de determinar qué
tipo de filosofía articula Preciado en esas partes: si es materialista o idealista, racionalista o
relativista, crítica o reduccionista; y de ofrecer una breve crítica de esa filosofía. Con este
objetivo, dividiremos la crítica en tres partes, la primera de ellas destinada a analizar el primer
capítulo, la segunda a analizar el segundo capítulo, y la tercera a analizar ciertos puntos
generales que vertebran el resto del libro, especialmente enfocados en el sexto.
Es en este capítulo en el que Preciado introduce la Idea de Dysphoria mundi (en latín: «disforia
del mundo»), que da nombre al libro en su conjunto, y que cumple un papel central en el
desarrollo del resto de sus partes; aparece definida por el autor de la siguiente manera:
Se trataría, por tanto, de cierto estado al que se habría visto sometido «el planeta» en su
conjunto (se entiende: el planeta tierra, considerado como una especie de gigante ecosistema en
el que coexisten los seres humanos con otras especies, animales y no animales), al entrar en
conflicto dos «plataformas epistémicas», en el sentido que da Michel Foucault al sintagma, es
decir, dos concepciones del mundo o mapamundis filosóficos, muy diferentes entre sí: de un
lado, la concepción «petrosexorracial», surgida a partir del siglo XVI con la expansión del
capitalismo colonial, como una superestructura de un modo de producción basado en la
combustión de energías fósiles contaminantes, que contribuirían a generar el cambio climático,
y en la dominación racial y sexual, identificado con la «modernidad», y, de otro lado, una
nueva concepción, propia de las minorías oprimidas, que cuestionaría la primera, y que
conllevaría una superación de esa modernidad, es decir, el posmodernismo, de carácter
emancipador y signo transfeminista, anticolonial, ecologista y desidentitario. Preciado llega a
comparar la dialéctica que se habría establecido entre estas dos visiones de la realidad con la
llegada del cristianismo o del capitalismo:
Podríamos comparar este giro epistémico con otros momentos de profundo cambio histórico,
con el desplazamiento del Imperio romano por el cristianismo o con la transición desde el
feudalismo al régimen económico y político del capitalismo y su expansión colonial. Pero
ninguno de estos procesos afectó a la totalidad del planeta y fue experimentado al mismo
tiempo por todos los habitantes de la Tierra. Ahora, por primera vez, los muchos mundos que
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contienen el planeta comparten las consecuencias de este cambio y, por tanto, deberían
participar de él (34).
Desde este punto de vista, puede fácilmente apreciarse que no se trata, en realidad, de una
teoría particularmente novedosa, si se admite que, en esencia, mantiene la misma apelación a la
llegada de una nueva época, ya anunciada por Lyotard en su célebre libro de 1979 La
condición posmoderna. Su novedad estriba, únicamente, en que, mientras que Lyotard concibe
la modernidad como la «época de los grandes relatos», frente a la posmodernidad, que vendría
a ser la «época de los pequeños relatos», Preciado, manteniendo el mismo esquema, cambia los
contenidos que definirían ambas épocas, refiriendo la primera al presunto pensamiento
«petrosexorracial», enfatizando más el aspecto del cambio climático, del sexismo y del
racismo, y la segunda al pensamiento de las minorías, que sería la filosofía a la que él se
adscribe.
Dada esta exposición de la teoría, lo primero que habría que decir es que la noción de
modernidad filosófica, o pensamiento petrosexorracial, que presenta, es un mito oscurantista y
confusionario. Se trata de un concepto oscuro, porque en el siglo XVI, el de pensadores como
Juan Luis Vives, Sepúlveda, Domingo de Soto, Domingo Báñez, Luis de Molina, Huarte de
San Juan, Francisco Suárez, Maquiavelo, Erasmo de Rotterdam, Tomás Moro, Giordano Bruno
o Francis Bacon, no puede decirse que haya ninguna ruptura con el pensamiento cristiano
anterior, ni tampoco con quienes les siguieron en el siglo XVII, sino, a lo sumo, el inicio del
proceso que Gustavo Bueno denominó «inversión teológica», con el cual pasaba de pensarse a
Dios desde el punto de vista del Mundo, para pensar el Mundo desde el punto de vista de Dios,
y que culminaría con sistemas como el de Spinoza, que defendió la necesidad de pensar sub
specie aeternitatis, es decir, desde la óptica de la eternidad de Dios, o Malebranche, que dio la
vuelta a la sentencia «vemos a Dios en todas las cosas», afirmando que «vemos todas las cosas
en Dios».
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Hecha esta somera crítica a la Idea de Dysphoria mundi, pasamos, a continuación, a analizar la
teoría de la disforia de género que el libro incluye, y que el autor expone del siguiente modo:
La disforia de género sería, por tanto, una categoría de análisis cuya función consistiría,
esencialmente, en psiquiatrizar, presentar como un trastorno mental, las conductas
contradictorias a la norma de quienes no se ajustan al binarismo de género, que divide a los
seres humanos en hombres y mujeres, con el objeto de, tras generarles ese malestar, y oprimir,
a esas personas, que han sido deshumanizadas, neutralizar esa conducta a través de
tratamientos como las hormonas o las cirugías, propuestos como supuestas curas al trastorno.
Así, si la teoría de Preciado de la Dysphoria mundi era un remake de la teoría de la modernidad
de Lyotard, su teoría de la disforia de género es una aplicación, a un caso particular, de la teoría
de los trastornos mentales de Michel Foucault, en su libro de 1975 Vigilar y castigar.
A esta teoría se pueden ofrecer principalmente dos críticas: la primera, en general, consiste en
constatar la excesiva amplitud de la teoría de los trastornos mentales de Foucault, y su mala
aplicación al caso de la disforia de género. Es cierto que muchos trastornos mentales tienen un
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origen sociocultural, antes que biológico o «natural», como pudiera serlo una infección
bacteriana o vírica; es el caso de trastornos como el polémico TDAH (Trastorno de Déficit de
Atención e Hiperactividad) o la anorexia (que predomina en chicas adolescentes y depende de
que previamente haya un canon de belleza femenina que enfatiza la delgadez extrema), y que
llegan a ser auténticas modas, en cuanto a sobrediagnóstico, en el campo de la psiquiatría. Pero
no son todos los casos, si los distinguimos, por débil que sea esa distinción, de trastornos como
la esquizofrenia, que, aunque se vean afectados por condicionantes socioculturales, no puede
decirse que sean simples invenciones destinadas a oprimir a quienes los sufren, como pretende
Foucault, al reducirlos a la condición de una superestructura de dominación discriminatoria,
generada ad hoc para neutralizar las divergencias de la norma. Y, en particular, en segundo
lugar, el caso de la disforia de género no es tan sencillo como para poder ser puesto de uno o de
otro lado de ambas clases de trastornos mentales, si, siguiendo la teoría de Lisa Littman,
distinguimos a su vez dos tipos de disforia de género, muy diferentes en cuanto a su origen, el
primero fundado en causas principalmente neurológicas, frente al segundo, que sí sería
consecuencia del contagio social; Abigail Shrier, en su exitoso y reciente libro Un daño
irreversible, expone la cuestión del siguiente modo:
La teoría de Preciado podría aplicarse quizá al segundo tipo de disforia de género, que tiene
causas sociales, pero no al primer tipo, de origen neurológico. Sin embargo, si bien el segundo
tipo está muy relacionado con aspectos socioculturales, mucho más difícil resulta concebir que
se trate simplemente de un medio utilizado por psicólogos y psiquiatras para neutralizar las
conductas divergentes de quienes no se ajustan al binarismo de género. Y esto es así porque el
contagio social al que se refiere el segundo tipo no es, en absoluto, algo que tenga su origen en
el tradicionalismo, o en la «ultraderecha», ni tampoco en el «neofascismo», sino en los
discursos de los propios activistas trans, que son quienes difunden incesantamente la noción de
que una parte amplia de la población ha nacido en un cuerpo equivocado, y exigen,
amparándose en los Derechos Humanos, el acceso a hormonas y cirugías, como la construcción
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de un pene o vagina artificiales o la amputación de senos, actuando, eso sí, como correa de
transmisión de los intereses económicos millonarios de toda la industria que gira en torno al
fenómeno trans, pero cuyos beneficiarios, en todo caso, lo favorecen antes guiados por el afán
de ganar más dinero, con esa industria, que por algún tipo de valor moral tradicional, con
fuerza suficiente para conducirlos a reaccionar discriminatoriamente a las «disidencias de
género».
Esta analogía es errónea en dos sentidos: de un lado, cabe problematizar hasta qué punto la
oposición entre capitalismo y comunismo era una contradicción real entre dos sistemas
económicos, y no una oposición que tuvo lugar, más bien, entre dos especies distintas del
mismo capitalismo, encabezadas por dos grandes imperios políticos: la URSS y Estados
Unidos. Y esto es así porque, de hecho, el estado económico en el que se suponía que se
encontraba la URSS no era el comunismo, sino el socialismo, concebido como el nexo de
transición que, partiendo del capitalismo, permitiría llegar, ulteriormente, al comunismo final,
como un modo de producción en el que quedarían abolidas las clases sociales. El comunismo
era, así, lo que Gustavo Bueno denomina una «Idea aureolar»; un estado al que se suponía que
se llegaría, aunque aún no existía como tal, pero que, por el hecho de estar conduciéndonos a
él, permitía decir que la URSS se encontraba en fase socialista.
Ahora bien, y esto es algo característico de las Ideas aureolares, si la URSS cayó, si su sistema
económico no resultó conducir finalmente al comunismo, entonces carece de sentido decir que
era una «fase de transición», es decir, que era un «socialismo», realmente distinto del
capitalismo, al que se suponía que se enfrentaba. Cabría, más bien, decir que la URSS fue
siempre, en realidad, una forma más de capitalismo, con la diferencia de un descomunal grado
de burocratización de la economía y un amplio control regulatorio de la actividad empresarial,
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pero sin que esa diferencia se diese tanto a escala del género, el capitalismo, como a escala de
la especie, una especie sui generis de capitalismo de Estado. Por otro lado, no menos dudosa es
la oposición entre capitalismo, o «petrosexorracialismo», y posmodernismo, si, lejos de la
noción de que el ecologismo, el feminismo, el transgenerismo o el antirracismo son ideologías
contrarias al capitalismo, lo que nos encontramos es que esas ideologías son productos
promovidos activamente, en base, sencillamente, a sus intereses económicos, por empresas
multimillonarias de energías renovables o coches eléctricos, que aúpan a activistas como Greta
Thunberg al ámbito mediático, clínicas de reasignación de sexo, o que ofertan cirugías u
hormonas para personas trans, junto a otros productos, como fajas para oprimir el pecho, que
los principales gigantes del mercado estadounidense se adhirieron abiertamente al movimiento
Black Lives Matter, o que el feminismo es la ideología oficial de la Organización de las
Naciones Unidas, así como el indigenismo lo es de la Unesco. También en este caso, en suma,
la verdadera oposición no tiene lugar entre dos sistemas económicos, sino a escala específica,
entre un capitalismo que toma como eje central el Estado nación, y un capitalismo globalista,
partidario de las fronteras abiertas, y de objetivos deliberadamente trans-nacionales, como los
referidos a la igualdad de género en el mundo, o el cambio climático del planeta.
Pasamos ahora a la teoría que Preciado presenta en torno al concepto político de revolución,
como una revolución que tendría lugar primariamente en el ámbito de las epistemes, capaces de
conformar la función deseante y la subjetividad de los cuerpos, a través del cambio en el
lenguaje, y sólo a su través en el ámbito de la propia estructura social:
Si, para el materialismo histórico, los cambios en la realidad social tenían lugar tomando la
base como el motor fundamental, frente al idealismo histórico, que pondría como fundamental
lo que, visto desde esta concepción, sería una superestructura, es evidente que, una teoría que
pone el punto central en la «imaginación» y la «emancipación cognitiva», ha de quedar del
lado del idealismo histórico, y no del lado del materialismo. Ahora bien, si existen fenómenos
como la pobreza o la criminalidad en el mundo, no es porque la humanidad no haya sido capaz
de «imaginar un mundo mejor», ni porque nuestras categorías lingüísticas lo impidan, sino por
razones que tienen lugar en el ámbito de la realidad misma, como una realidad mucho más
compleja, que está «por encima de la voluntad», o de la «subjetividad deseante», de los
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individuos, o de los «cuerpos», y que es, más bien, la confluencia caótica de los millones de
«subjetividades deseantes» que, enclasadas en grupos de intereses enfrentados los unos con los
otros, conforman la totalidad polémica que recibe el nombre de «género humano». En todo
caso, resulta interesante comprobar cómo es esta concepción errónea la que explica, en cuanto
al estilo, la hiperabundancia de neologismos en el libro («neoliberalismo cibernético y
farmacopornográfico», «gobierno petrosexorracial», «simbionte político», «somateca»,
«somatopolítica»…), porque, a fin de realizar esa «revolución epistémica», dice Preciado, «es
preciso cambiar todos los nombres de todas las cosas» (56).
Otro ejemplo en el que se aprecia con claridad el idealismo de signo voluntarista que
caracteriza su filosofía lo encontramos en la página 518, donde Preciado propone como
solución a la pandemia del Covid el abandono de la medicalización y los cierres de fronteras, y
la constitución de un «parlamento de los cuerpos planetario» (520), o medidas como la
generación de «redes de intercambio de cuidados y afectos» o la «destitución de prácticas
institucionalizadas de violencia» (528). Pese a que se señala que «ninguno de estos cambios
podrá ser operado si no es a través de prácticas concretas de transformación micropolítica»
(530), sin decir cuáles son esas «prácticas concretas», lo cierto es que estas medidas son, antes
que expresiones de «emancipación cognitiva», expresiones de su incapacidad de reconocer la
complejidad de la propia estructura social.
Ahora nos limitaremos a señalar dos rasgos «de principio» que atraviesan toda la obra, al
tiempo que abarcamos también el capítulo seis. Estos rasgos son los siguientes:
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Ahora bien, la noción de que las normas sociales son algo inherentemente opresivo ignora el
hecho de que un ser humano sin normas sociales se parecería más a un chimpancé, como el
primate vivo más emparentado con el homo sapiens natural en el presente, que al «buen
salvaje» de Rousseau, o a los «cuerpos» posmodernos tolerantes, ecologistas, feministas y
antirracistas. La anulación de las normas y, con ello, de la represión, conllevaría, en suma, una
vuelta al estado de salvajismo, como el propio Freud reconocía en su libro de 1930 El malestar
de la cultura. O, dicho de otro modo, para que la civilización sea posible, son necesarias una
serie de normas básicas, que regulen el trato que se considera adecuado entre seres humanos, y
que repriman, por ejemplo, aquellas conductas que, llevadas por impulsos primarios, conducen
a alguien a pelearse a golpes con otro cuando se encuentra enfadado, o a robar a un tercero, si
posee algo que quisiera tener.
Por otro lado, el proyecto de anular toda normatividad no deja de ser, además, un imposible,
como lo demuestra el hecho de que las propuestas ofrecidas por Preciado, y por la izquierda
posmoderna en general, son, en realidad, tan normativas como los proyectos de cualquier otra
ideología; es decir, prescriben, positivamente, qué se debe hacer, por ejemplo, dirigirme a quien
se encuentra frente a mí por los pronombres que ha decidido con su «función deseante»,
proscribiendo, negativamente, qué debe no hacerse, por ejemplo, dirigirme a él por el sexo real
que estoy percibiendo, con mecanismos de neutralización de divergencias específicamente
dispuestos para hacer cumplir la norma, como acusarme de transfobia o imponerme una
condena por delito de odio o, simplemente, por misgendering, como sucede en el estado legal
actual de países como Canadá. Más dudosa resulta, si cabe, la noción de una «libertad de los
cuerpos» que subyacería bajo esa normativa, y que quedaría reprimida por ella.
Porque lo que se aprecia, en el momento de dar cuenta de la nueva «libertad» adquirida por la
comunidad transgénero en Estados Unidos, no es un incondicionamiento social absoluto, que
permita expresar «lo que llevo dentro», sino al contrario, todo un movimiento social, con señas
de identidad, maneras de comportarse y discursos compartidos, difundido a través de medios
como Instagram, Twitter, Facebook, Tik Tok o Netflix, capaces de conformar, «desde el
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A este segundo principio habría que criticarle dos puntos: primero, que reduce el contenido
objetivo de una teoría, o de una categoría, a su forma o función social, siendo estos dos
aspectos que, sin ser mutuamente separables, sí pueden ser disociados el uno del otro. El que
una teoría sirva a ciertos intereses, o esté condicionada por el contexto social que determinó su
construcción, en cuanto a su génesis, no implica que sea necesariamente falsa, en su estructura.
En el caso que nos ocupa, es evidente que la distinción entre hombres y mujeres es
fundamental para poder asignar a las mujeres la capacidad de dar a luz nuevos niños, como una
necesidad social sin la cual la recurrencia de la sociedad correspondiente sería sencillamente
imposible, porque duraría lo que durase la generación que se mantuviese viva en ese momento;
pero eso no implica que la categoría de «mujer» sea algo absolutamente arbitrario y accesorio,
reducible a esa función social, y reinterpretable libremente para, tras haber sido «intervenida»
por el activismo trans, ser aplicada a cualquier «cuerpo» que así se «autodetermine». Además,
como con el resto de escepticismos, lo cierto es que el posmodernismo concibe que sus teorías
son verdad, y que son objetivamente más potentes que las teorías, por ejemplo, de las
feministas clásicas, llamadas «TERF», a las que se enfrenta. Puede decirse, por tanto, que se
contradice en el ejercicio.
5. FINAL.
En último lugar, y como una crítica dirigida más bien a la persona de Preciado que al libro, es
decir, como una crítica ad hominem, cabe destacar la aparente contradicción, en la presentación
que hemos citado con Ernesto Castro, que produce el hecho de que el autor hable sobre su vida
bohemia en París, recibiendo clases por la mañana con Derrida, y acudiendo, por las tardes, a
talleres de BDSM (prácticas eróticas sadomasoquistas), al tiempo que critica la presunta
opresión que habría sufrido como «cuerpo disidente» por el capitalismo heteropatriarcal. Este
victimismo tendría sentido, aún, si pudiera afirmarse que el haberse podido permitir,
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6. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS.
Shrier, A. (2021). Un daño irreversible. La locura transgénero que seduce a nuestras hijas.
Barcelona: Deusto.
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