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¿Puede un reloj construirse solo?

¿Cómo podría un organismo complejo surgir


espontáneamente? En el año 1859 un investigador riguroso hasta la exageración y del
máximo prestigio, llamado Charles Darwin, proclamó que había encontrado la
respuesta a esta última pregunta, y la llamó «selección natural». Pocos años más tarde,
dejó muy claro que nuestra especie tiene el mismo origen evolutivo que cualquier otra
de las innumerables formas de vida con las que compartimos el planeta. Darwin fue un
gran científico, pero también una extraordinaria persona que se embarcó a la edad de
veintidós años en una aventura que duraría toda su existencia. Desde entonces nada ha
vuelto a ser igual en el pensamiento humano, y contemplamos el mundo y a nosotros
mismos con otra mirada.

Quién mejor que el paleontólogo Juan Luis Arsuaga para explicar, de forma
apasionante, cómo se fue abriendo paso, cada vez con más fuerza, la idea de la
evolución en la mente de Charles Darwin, mientras su cuerpo enfermaba y se debilitaba
hasta convertirse en su peor enemigo. La interesante visión que nos ofrece sobre el
darwinismo, al integrar en el mismo discurso a científicos de diferentes épocas, nos
ayuda a comprender mejor el debate desde antes de que Darwin diera voz a su
pensamiento hasta las últimas aportaciones del siglo XXI.
Juan Luis Arsuaga

El reloj de Mr. Darwin

La explicación de la belleza
y maravilla del mundo natural
«Las objeciones de mi padre son éstas: el que me inhabilite para establecerme como clérigo; mi poco hábito
como marinero; lo escaso de tiempo y la posibilidad de que no me adapte al capitán FitzRoy».

Carta de Charles Darwin de 30 de agosto de 1831 a J. S. Henslow, renunciando a viajar en el Beagle.


AGRADECIMIENTOS

Éste ha sido un libro de compleja elaboración, con textos superpuestos en varios niveles
de lectura y numerosas imágenes. Para ese trabajo de costura literaria he contado con la
inestimable ayuda de Milagros Algaba, tan eficaz y creativa como siempre. En la
reproducción de ilustraciones de libros antiguos han trabajado desinteresadamente
(pero de forma exquisitamente profesional) Tote (José Luis González) y Alejandro
Bonmatí. Los espléndidos dibujos de Fernando Fueyo y Carlos Puche, y los diagramas y
caligrafías de Américo Cerqueira, son un regalo de estos entrañables amigos que les
agradezco de todo corazón (y estoy seguro de que también lo harán los lectores).
PRÓLOGO

El sueño del profesor

Un profesor entra en un aula de la universidad. No es viejo, pero tampoco joven. Se le


nota tranquilo y pensativo. Las gastadas bancadas están vacías. Mira su reloj,
extrañado. Vaya, me ha vuelto a pasar, piensa. No he cambiado la hora y falta una
entera para empezar. No importa, así tendré más tiempo para ordenar mis ideas. Mira
sus notas. Es una clase teórica la de hoy, sin imágenes, sólo palabras y más palabras, de
un curso de Paleontología Evolutiva. Una lección magistral, de las de antes, sin la ayuda
del ordenador. Se siente cansado, con sueño, y apoya la cabeza en el cuenco de las
manos. Le toca hablar de la evolución a unos alumnos muy verdes, que seguramente,
murmura, ni siquiera saben que no saben del tema que va a tratar. Porque lo mismo le
pasaba a él a su edad, en la misma clase, hace ya muchos años.

Cuando yo empezaba mis estudios universitarios, loco por la naturaleza y por los
fósiles, adquirí El origen de las especies, de Charles Darwin, en una caseta que vendía
libros de lance. Lo compré porque literalmente me saltó a los ojos; yo buscaba guías de
campo. Eran tres tomos de formato más pequeño que una mano, impresos en Madrid
en 1921, de la sexta y última edición, la de 1872, que es la más común por ser
considerada la definitiva (aunque, por cierto, es la que tiene más cambios respecto de la
edición anterior y muchos opinan que donde se encuentra a Darwin en estado puro es
en la primera, con sus ideas originales, frescas y vírgenes, antes de recibir las críticas —
Darwin no enseñó El origen a nadie mientras lo escribía—). En aquella época los libros
viejos me parecían, simplemente, más baratos, pero ahora sé que me hice con una
pequeña joya. Se trataba de la edición de Calpe, y la traducción había sido realizada por
un tal Antonio de Zulueta, de quien, por supuesto, yo no conocía nada, como tampoco
ahora mis alumnos. Y es una lástima, porque Zulueta fue un gran genetista español, de
prestigio internacional, que en esos años estaba muy al corriente de los grandes debates
y avances que se producían en torno a la evolución y a la Biología en general.

Leí el prólogo, que termina con éstas, para mí, entonces, enigmáticas palabras: «Las
ideas de Darwin, después de vehementes discusiones, apasionadas algunas veces,
quedaron aceptadas sinceramente por la mayor parte de los hombres de ciencia, si bien
más tarde fue creciendo la tendencia a discutir no el hecho de la evolución —que hoy es
casi universalmente admitido—, sino el papel que en ella representan la selección
natural y la herencia. Por este motivo, El origen de las especies ha vuelto a ser un libro de
interés actual».

¿Qué quería decir esto? ¿En algún momento se había dejado de leer la famosa obra?
Más sorprendente aún, ¿la habían criticado otros científicos evolucionistas? ¿No todos,
desde que apareció El origen, eran seguidores convencidos de Darwin? Yo imaginaba de
otra manera (sin tener, claro, ninguna lectura) la historia de las ideas evolucionistas.
Luego he descubierto que casi todo el mundo en nuestro país ha pensado y sigue
pensando lo mismo, incluso parte del mundo académico: que todo el problema se
reduce a que las especies cambian a lo largo del tiempo, convirtiéndose en otras; hay,
por tanto, poco que discutir hoy día sobre esta cuestión, una vez que ha quedado
demostrada la transformación de las especies.

Darwin descubrió la evolución, me decía yo, mientras daba la vuelta al mundo en


misión de exploración en un barco de guerra inglés llamado Beagle. La idea se le vino a
la mente en Sudamérica, y sobre todo en las Galápagos, donde la cosa era tan evidente
que a cualquiera que hubiera ido por allí y puesto un poco de atención se le habría
ocurrido, de puro obvia: hay unos pájaros llamados pinzones que son distintos en cada
isla, porque han evolucionado independientemente a partir de una especie ancestral
llegada del continente. ¿No es elemental?
Figura 1. En el Año Darwin, este esquema se ha vuelto tremendamente popular. Y sin embarco no pertenece a
ninguna de sus obras publicadas, porque jamás salió a la luz en vida del autor [1].

A la vuelta a Inglaterra, Darwin se puso a elaborar su teoría y después de hacer


acopio de datos que añadir a los que trajo de su viaje, la publicó en el libro que yo había
comprado aquel día en que me vino a las manos. Naturalmente, todas las Iglesias se
opusieron, porque creían en la Creación y no podían admitir que el hombre viniera del
mono. Incluso hubo un obispo anglicano, me parecía recordar, que dijo unas cosas muy
poco caritativas en un congreso o una reunión científica, pero fue puesto en ridículo por
un ardiente seguidor de Darwin llamado Thomas Henry Huxley. Este nombre se me
había quedado grabado porque era abuelo del célebre escritor Aldous Huxley, autor de
la novela Un mundo feliz. Poco a poco la idea de la evolución fue, sin embargo, calando y
al final llegó a ser aceptada incluso en la conservadora España, si bien es verdad que
hay todavía gente que se opone, en especial algunos sectores americanos, ajenos a la
comunidad científica. Y eso era todo: evolución sí o evolución no.

Las palabras de Zulueta me hicieron ver que hubo mucho más. Y así fui
averiguando que en realidad Darwin no había descubierto la evolución en Sudamérica,
por dos razones. Primero porque la transformación de las especies ya había sido
defendida antes por otros. Y, en segundo lugar, porque es casi seguro que desembarcó
del Beagle sin haber puesto seriamente en duda la inmutabilidad de las especies, aunque
sí sabía de los cambios geológicos que se habían producido y seguían produciéndose,
siempre por las mismas causas, en la Tierra. Todo parece indicar que no empezó a
pensar en la «transmutación de las especies» hasta pasados unos meses de su regreso a
casa. En una carta de 1877, cuarenta años después, recuerda Darwin cómo nació esa
idea en su cabeza:

Cuando estaba a bordo del Beagle yo creía en la permanencia de las especies, pero, hasta
donde puedo recordar, vagas dudas cruzaban mi mente. A mi vuelta a casa en el otoño
de 1836 empecé inmediatamente a preparar para la publicación mi Diario del viaje, y
entonces vi cuántos hechos indicaban un origen común de las especies, así que en julio
de 1837 empecé un cuaderno de notas para registrar cualquier hecho que tuviera que
ver con esta cuestión. Pero no quedé convencido de la mutabilidad de las especies hasta
que, creo, pasaron dos o tres años.

Darwinismo, en su sentido más estricto, no es igual a evolucionismo. La clave de lo


que el darwinismo realmente representa está en la segunda parte (en letras más
pequeñas) del título de su obra, que casi nunca se escribe entero: El origen de las especies
por medio de la selección natural, aunque aún habría podido Zulueta ir más allá y
completarlo con el subtítulo (de tipografía aún menor): O la preservación de las razas
favorecidas en la lucha por la vida.

La selección natural y la lucha por la vida representaban el núcleo de la herencia de


Darwin, ya que eran la causa de la evolución. La idea en el fondo era muy simple, y
tenía poco que ver con los fósiles de mamíferos de la Patagonia, que eran curiosamente
de los mismos grupos que las actuales especies, más pequeñas, de la zona, o con los
pájaros de las Galápagos. Esas observaciones de carácter biogeográfico y paleontológico
eran sin duda unos hechos interesantes, que sólo encajaban, y cobraban sentido, dentro
de la idea de la evolución, pero no eran su causa.

En su viaje en el Beagle, Darwin leía los recién publicados Principios de geología de


Charles Lyell (el primer tomo lo llevó consigo y los dos siguientes los fue consiguiendo
por el camino) y descubría que las grandes transformaciones físicas que ha
experimentado la Tierra a lo largo de su historia han sido producidas por agentes
geológicos que todavía trabajan, aunque pasan desapercibidos, ya que sus efectos
diarios son mínimos. Sólo a largo plazo, en millones de años, puede notarse su acción.
La explicación de los enormes cambios en los organismos a través del tiempo debía de
ser del mismo tipo; para su desesperación, buscaba algo que tenía que estar delante de
sus ojos, pero que no podía apreciar porque la vida humana es demasiado corta. La
evolución no se puede ver, como tampoco pueden verse la excavación de un gran valle
o el levantamiento de un Himalaya.

Hacía falta un mecanismo que explicara el origen de las especies y, lo que es


igualmente importante, de sus adaptaciones, que nos hacen aparecer tan
maravillosamente eficaces a las criaturas vivientes. Resultan bellas únicamente porque
son máquinas perfectas. Pero sin un motor conocido, la propia idea de la evolución no
dejaba de ser un interesante ejercicio especulativo sin base. Para Darwin, la evolución y
su causa eran el mismo problema. Todos los evolucionistas anteriores habían fracasado
a la hora de encontrar esa causa: los hábitos de los animales y la tendencia natural al
progreso (en la escala de la vida) que defendía Lamarck, o la acción directa del
ambiente sobre los organismos por medio de la alimentación, el clima y demás factores,
que sostenían otros. Y al hacerlo con esas explicaciones tan ridículas en su opinión,
habían desacreditado la idea misma de la modificación de las especies. Pero él había
mirado en otra dirección, como le cuenta en 1844 a su amigo Hooker:

Creo que todas esas disparatadas teorías provienen de que nadie, por lo que yo sé, ha
abordado el tema desde la perspectiva de la variación en domesticidad, ni ha estudiado
todo lo que se conoce sobre la domesticación.

Darwin se fijó enseguida en cómo los ganaderos, muy despacio (a una escala
temporal superior a la vida de una persona), han producido históricamente razas tan
variadas, y tan útiles, de animales. Supuso que algo parecido obraba en la naturaleza y
por eso creó la expresión «selección natural», que no deja de ser un oxímoron, es decir,
una combinación de dos palabras que se contradicen, porque la «selección artificial», la
de verdad, la hacen personas, y con fines lucrativos.
Figura 2. La domesticación o selección por el hombre es la gran analogía sobre la que construye Darwin su
teoría de la evolución de las especies por selección natural.

Como reconoce el propio Darwin:

Otros han opuesto que el término selección implica elección consciente en los animales
que se modifican […]. En el sentido literal de la palabra, indudablemente selección
natural es una expresión falsa […]. Del mismo modo, además, es difícil evitar la
personificación del término Naturaleza; pero por Naturaleza quiero decir sólo la acción y
el resultado totales de muchas leyes naturales, y por leyes, la sucesión de hechos, en
cuanto son conocidos con seguridad por nosotros. Familiarizándose un poco, estas
objeciones tan superficiales quedarán olvidadas.

Este texto no figuraba en la primera edición de El origen, sino que fue añadido más
tarde, como otros muchos, por Darwin, para responder a las críticas que la obra había
recibido.

La explicación darwiniana para la transformación de las especies, basada en una


mera analogía con la agricultura y la ganadería, tenía sus problemas, porque no hay en
la naturaleza quien dirija la reproducción de los individuos, y también porque los
criadores, que llevan haciendo su trabajo diez mil años, no han producido todavía
especies nuevas de perros o de gallinas, sino sólo razas de aspecto muy diferente, sí,
pero que se pueden cruzar sin problemas unas con otras, por increíble que parezca a
simple vista. Y para que emerja una especie nueva es necesario que quede aislada
reproductivamente de cualquier otra. Como reconocía el antes citado Thomas Henry
Huxley en 1860 (un año después de El origen):

Después de mucho pensar, y sin predisposición alguna contra Mr. Darwin, tenemos la
clara convicción de que, en cuanto a los hechos, no está absolutamente probado que un
grupo de animales, teniendo todos los caracteres exhibidos por las especies en la
Naturaleza, se haya originado por selección, sea artificial o natural. Grupos que tienen
la morfología de especies, razas permanentes, en efecto, han sido producidos una y otra
vez; pero no hay prueba positiva de que un grupo de animales haya, por variación y
reproducción selectiva, dado lugar a otro grupo que sea, incluso en un pequeño grado,
infértil con el primero. Mr. Darwin es perfectamente consciente de esta debilidad y
proporciona una multitud de argumentos importantes e ingeniosos para reducir la
fuerza de la objeción. Admitimos el valor de tales argumentos en toda su extensión,
pero nos atrevemos a decir que un fisiólogo experto obtendrá probablemente a partir de
un tronco común la deseada producción de razas más o menos infértiles entre sí en
relativamente pocos años.

Hablaré mucho de T. H. Huxley a lo largo de estas páginas, porque era un biólogo


inteligentísimo y un acérrimo defensor de Darwin, pero no su acólito. Tenía ideas
propias y leyéndolo podemos hacernos una idea de cómo entendían sus
contemporáneos la doctrina de Darwin, su trascendencia y sus implicaciones. De T. H.
Huxley escribió Darwin: «Su ingenio es tan rápido como un relámpago y tan cortante
como una navaja».

Figura 3. «Me estoy afilando las uñas y el pico por si hacen falta», le escribió Thomas Henry Huxley a Darwin
el 23 de noviembre de 1859, inmediatamente después de leer El origen de las especies. Huxley fue el mejor de los
propagandistas de la teoría de Darwin, por escrito y verbalmente, gracias a su afilada pluma y su dialéctica
imbatible.

Y ocurrió lo que dice Zulueta: que la evolución fue aceptada universalmente y


Darwin elevado a la categoría de genio indiscutible de la Ciencia pero, al mismo
tiempo, de la selección natural y de la lucha por la vida no se acordaba casi nadie. Aun
así, en 1921, cuando escribió su prólogo, las cosas estaban empezando a cambiar, y la
selección natural volvía a ser considerada. Él lo sabía bien, porque estaba metido en el
ajo.
Con motivo del segundo centenario del nacimiento de Darwin en 2009 y, al mismo
tiempo, del 150 aniversario de la publicación de El origen de las especies, se me había
ocurrido escribir, con fines estrictamente pedagógicos, una pequeña representación, en
la que habrían de aparecer los personajes más importantes del debate evolucionista,
desde antes de Darwin hasta la actualidad. Esos fantasmas surgirían de la mente de un
profesor que va a dar su clase y, revisando sus notas, en la soledad y el silencio del aula,
acabaría por quedarse dormido con la cabeza derribada sobre la mesa. Así he empezado
este prólogo, y lo que seguiría pasaría sólo dentro de su sueño.

Tenía que ser así, como un delirio, por un par de razones en particular. Una, obvia,
es que los personajes son de distintas épocas y algunos no se conocieron entre sí. Pero la
otra, mucho más importante, es que yo no quería hacerles hablar con la voz que
tuvieron en su tiempo —ésa ya la sabemos y la función de teatro no sería otra cosa que
una antología de textos—, sino con la que tendrían ahora. Nunca me ha parecido justo
contraponer las ideas de pensadores de diferentes momentos de la historia, que
naturalmente no disponían de la misma información. Mi experimento consistía en ver si
«los otros evolucionistas» podrían mantener sus tesis con los conocimientos que hoy
tenemos de Paleontología y de Biología, adaptándolas, lógicamente, pero es que eso y
no otra cosa es lo que ha hecho el darwinismo. Todos los personajes de mi
representación estarían muertos, serían espíritus y, sin embargo, sólo pongo a su lado la
fecha de nacimiento, porque gracias a su trabajo alcanzaron la inmortalidad y aún
siguen entre nosotros.

Me temo mucho que no escribiré esos diálogos, pero todavía creo que merece la
pena desarrollar los argumentos.
Ecos del pasado

Un científico al que me apetece mucho rescatar es el francés Georges Cuvier (1769),


considerado el padre de la Paleontología. Lo que mis alumnos saben de él es que
estudió con gran talento el registro fósil y sentó las bases de la ciencia que yo explico,
demostrando que la vida tiene una historia y no ha sido siempre igual. Hubo especies
completamente distintas en el pasado, faunas y floras como de otro planeta. Pero
Cuvier no era evolucionista, sino algo mucho peor, catastrofista, crimen científico que lo
envía directamente al Infierno de los Grandes Equivocados. Además, se cuenta, fue
cruel con Lamarck, el evolucionista de su época en París, a quien hizo muy desgraciado
con sus críticas. El Elogio fúnebre que escribió Cuvier sobre Lamarck contenía graves
críticas a la idea de la evolución y a su autor, a quien acusaba de poco científico en este
terreno. Se leyó en la sesión del 26 de noviembre de 1832 en la Academia Francesa de
las Ciencias, en París. Lamarck había fallecido el 18 de diciembre de 1829. Pero no fue
Cuvier quien leyó el Elogio, porque él también había muerto el 13 de mayo de 1832.
Mientras que Cuvier fue siempre un científico respetadísimo, Lamarck acabó sus días
pobre y ciego. Su cuerpo fue enterrado en una sepultura provisional, y a los cinco años
sus huesos fueron arrojados a la fosa común del cementerio parisino de Montparnasse.

En resumen, Cuvier, el santo patrón de los paleontólogos, pese a todos sus enormes
conocimientos, acaba normalmente retratado como una persona engreída, empecinada
en el error y bastante odiosa.
Figura 4. Aparato para la Historia Natural Española, del franciscano granadino José Torrubia (1698). Publicado en
1754, se trata del primer tratado de paleontología de nuestro país y uno de los primeros del mundo, y contiene
las primeras representaciones de fósiles que se imprimieron en España.

Pero lo que Cuvier explicaría en su parlamento onírico es que el tiempo le ha dado la


razón. Él, básicamente, defendía la idea de que se habían producido, cada mucho
tiempo, grandes cambios en la Biosfera (así diríamos con el lenguaje de hoy) como
resultado de catástrofes que eran ajenas por completo a los seres vivos. Después de cada
uno de esos cataclismos, la vida se habría renovado con otros tipos de organismos,
salidos de alguna parte (¿qué más da de dónde?).

Bueno, nos diría su espíritu, es cierto que las especies se modifican entre cada
revolución orgánica, diversificándose para llenar los huecos que dejaron vacíos las
formas extinguidas, ¿pero es eso realmente lo fundamental del relato de la Vida, o son
los cataclismos devastadores el argumento principal? Un geólogo llamado Walter
Alvarez ha demostrado, junto a su padre, el premio Nobel de Física Luis Walter
Alvarez, que fue un meteorito la causa de que se pasara de la Era de los Grandes
Reptiles a la Era de los Mamíferos, explicaría Cuvier en su clase. Y ésa es una sola de las
cinco grandes extinciones masivas que han interrumpido la Historia de la Vida. Y entre
cada dos aniquilaciones, producidas por catástrofes geológicas o incluso
extraplanetarias, ¿sucede algo verdaderamente importante en la Biosfera? ¿Es que hay
tantas diferencias entre un mamífero de hace veinte millones de años y uno actual? El
propio Darwin reconocía que, mirándolos, no hay forma de saber cuál de los dos es más
perfecto, salvo por el hecho de que uno está extinguido y el otro vive.

La evolución existe, como mantenía su oponente Lamarck, pero no es una cosa


relevante, tronaría Cuvier: las catástrofes, al renovar completamente la vida en la Tierra,
son el motor de la historia natural, ya que prácticamente se puede decir que tras ellas
vienen nuevas creaciones (aunque no sean divinas, sino biológicas). Quien viera un mar
de finales de la Era Primaria y otro de principios de la Secundaria pensaría que se trata
de planetas diferentes.

Pasemos ahora a ocuparnos del doblemente derrotado Lamarck, batido en su tiempo


por Cuvier y luego por Darwin. Irónicamente, los dos rivales franceses comparten
castigo eterno en el Infierno de los Grandes Equivocados. El caballero de Lamarck
(1744) era evolucionista —antes que Darwin— y creía básicamente dos cosas. Una, que
la Vida (con mayúsculas) tendía a mejorar, a progresar. Pero como no se puede negar la
existencia de formas muy simples en la actualidad (y eso que él no sabía que la mayor
parte de los seres que pueblan la Tierra son bacterias), recurría a la generación
espontánea, es decir, a la aparición continua de la vida desde lo inerte. Al margen de
esta ley general de ascenso (o avance), las adaptaciones de los organismos a sus
circunstancias concretas se explicaban por las costumbres de los mismos. En el más
famoso de los ejemplos, el hábito de estirar el cuello de las jirafas ancestrales para
alimentarse de las hojas más altas habría producido el espectacular resultado que ahora
vemos en sus descendientes. Lamarck creía que los hijos se beneficiaban del esfuerzo de
los padres, ya que los cambios generados en los órganos por el uso o el desuso durante
la vida (desarrollo o atrofia, respectivamente) se transmitían a los herederos.

Desgraciadamente para Lamarck, otro famoso sabio francés, Louis Pasteur (1822),
demostró que la generación espontánea no se produce nunca, o mejor, sólo se dio una
vez: la vida que conocemos se originó (espontáneamente) hace tres mil quinientos
millones de años, o incluso antes, a partir de moléculas orgánicas preexistentes.

Y además, un importante sabio alemán llamado August Weissman (1834) dejó claro
en el siglo XIX que los caracteres adquiridos durante la vida no se heredan, ya que las
modificaciones que produce el uso o desuso de una estructura corporal no afectan para
nada al material genético («plasma germinal» o «germinativo», lo llamaba él) que se
transmite a los hijos. Por lo tanto, doble error, que no se compensa ni siquiera por la
simpatía que despierta Lamarck como perdedor frente al petulante Cuvier.
Pero quizá hoy Lamarck se sintiera algo más satisfecho. En primer lugar, no se le
puede condenar porque su teoría de la herencia fuera errónea. También lo era la de
Darwin, llamada pangénesis, según la cual las diferentes partes del cuerpo generarían
unas partículas o «gémulas» (como si fueran sus representantes) que se desplazarían
para participar en la reproducción; con este mecanismo, la herencia de los caracteres
adquiridos de Lamarck, es decir, la transmisión a los hijos de las modificaciones
producidas en el cuerpo durante la vida, era perfectamente posible, y así lo tenía que
admitir el propio Darwin. Quien estaba en lo cierto era un monje agustino que
experimentaba con plantas en Brno, Moravia (República Checa), llamado Gregor
Mendel (1822), pero no se hizo famoso hasta que sus leyes fueron redescubiertas en
1900. Sin embargo, Mendel no era en absoluto partidario del evolucionismo.

En segundo lugar, puede aún defenderse con Lamarck que la Vida ha ido
progresando todo el tiempo desde sus orígenes, aunque también se hayan mantenido
formas simples, como las bacterias y los protozoos. Muchos científicos modernos han
sostenido la idea de que hay avance permanente en la evolución, desde el principio
hasta hoy, y que las formas de vida presentes son en general superiores a las anteriores.
Aunque hay que reconocer que otros tantos autores no tienen en la cabeza esa idea de
progreso evolutivo constante como leitmotiv de la Historia de la Vida. Si ésta empezó en
forma de una célula muy simple, ¿qué tipo de cambio podía experimentar si no es hacia
formas más complejas?, se preguntan. ¿Qué tiene de raro que en algunos casos las
células primitivas hayan adquirido estructuras nuevas y se hayan asociado formando
organismos pluricelulares, mientras que los unicelulares continúan siendo la inmensa
mayoría?

Algunos opinan que si se rebobinara la cinta de la vida y se volviera a empezar de


nuevo, el resultado sería completamente diferente del actual, y nada parecido a
nosotros existiría. Otros científicos, en cambio, están impresionados por el gran número
de convergencias y paralelismos evolutivos que se han producido en la Historia de la
Vida, lo que significa que muchas adaptaciones han surgido una y otra vez, como si la
evolución estuviera encauzada, al menos en parte, por las leyes de la Física, la Química
y la Geología. Por eso les parece que si la vida volviera a arrancar desde su estado más
simple, ocurrirían otra vez muchas cosas que ya conocemos, y brotarían seres con
sistema nervioso, ojos, dientes, apéndices, sociedades y, por qué no, también
inteligencia.

Por último, no faltan eminencias científicas como el neurofisiólogo John Eccles


(1903) y el biólogo molecular Jacques Monod (1910) —premios Nobel y también
ensayistas de gran influencia—, o el famoso filósofo de la ciencia Karl Popper (1902),
que han afirmado que, después de todo, los animales, al «elegir» sus modos de vida,
determinan las presiones de selección, lo que significa que establecen qué variaciones
son favorables o desfavorables para ocupar eficazmente su nicho ecológico (en palabras
de ahora). No, los animales salvajes no son tan pasivos como las vacas o los caballos
domésticos. A fin de cuentas, ¿cómo podría la selección natural favorecer un carácter
(sea una estructura, una función o una conducta hereditaria) que sus propietarios no
usen en su correspondiente lugar de la naturaleza?

Y, yendo más lejos, ¿no es el hombre el ejemplo más claro de que el hábito acaba
haciendo al monje? ¿No fue la adopción de un modo de vida basado en la tecnología lo
que seleccionó cerebros cada vez más grandes y capaces? Darwin opinaba que esta
discusión de qué fue primero, el rasgo o la conducta, es del todo irrelevante, pero ¿lo es
de verdad en nuestro caso?

Un darwinista de la primera hora al que me gustaría dar voz sería precisamente su


paladín, Thomas Henry Huxley (1825). Resultaría interesante que nos contara cómo se
desarrolló exactamente su famosa discusión con el obispo Wilberforce en Oxford el 30
de junio de 1860, de la que se guardan diversas versiones. Huxley escribió extensa y
rigurosamente sobre la evolución humana en un libro titulado Man’s Place in Nature
(publicado en 1863, sólo cuatro años después de El origen de las especies), antes de que el
propio Darwin lo hiciera en su obra de 1871 titulada El origen del hombre. En El lugar del
hombre en la naturaleza (traducción del título original), Huxley se esfuerza por demostrar
que la distancia entre el hombre y los grandes simios (incluso en el cerebro) es menor
que la que existe entre éstos y los monos pequeños. Nuestra diferencia con los
antropomorfos es sólo de grado. Hoy, con todos los avances que se han producido en
Paleoantropología, estaría muy satisfecho. En su tiempo se buscaba desesperadamente
un eslabón perdido, y ahora tenemos muchos, casi toda la cadena.
Figura 5. Antes de que Darwin abordara en 1871 el tema del origen del hombre, lo hizo su discípulo T. H.
Huxley en 1863 en libro de significativo título: Man’s place in Nature (El lugar del hombre en la naturaleza).

Para representar a los científicos que han defendido que a la hora de explicar el
origen del hombre, con todas sus capacidades mentales, hace falta mucho más que las
leyes naturales conocidas, necesitaría un coro, de tantos como han sido. Y entre los
primeros, sorprendentemente, estaría Alfred Russel Wallace (1823), también
descubridor, independientemente de Darwin, de la teoría de la evolución por selección
natural; juntos darían a conocer su idea a la comunidad científica en la reunión del 1 de
julio de 1858 de la Sociedad Linneana.

Darwin admitía que los caracteres adquiridos a base de esfuerzo se heredaban, como
decía Lamarck, aunque pensaba que la selección natural era un mecanismo mucho más
importante y determinante en la evolución. Además, su modelo de la herencia
biológica, la pangénesis ya comentada, era perfectamente compatible con el
lamarckismo. Wallace se consideraba a sí mismo más darwinista que Darwin, porque
sólo creía en la lucha por la existencia, de la que salían favorecidos los que tenían, de
nacimiento, ciertos caracteres ventajosos, y no aceptaba que los cambios producidos en
la vida de los organismos para adaptarse al ambiente se transmitieran a la progenie.

Sin embargo, aunque no tenía problemas para extender la explicación darwinista a


las etapas inferiores de la evolución humana, no creía ni por asomo que las facultades
mentales superiores y aquellos rasgos físicos relacionados con ellas hubieran surgido
por selección natural. No hace falta decir cuánto disgustó a Darwin que su amigo
Wallace se mostrase tan opuesto a considerar a la especie humana como un tipo más de
animal, al menos en cuanto a las causas ordinarias que lo habrían producido. «Espero
que no haya asesinado por completo a nuestra criatura», escribió Darwin a Wallace.

Alfred Russel Wallace no era de clase social muy acomodada como Darwin, no
asistió a la universidad y casi siempre a lo largo de su existencia tuvo graves problemas
económicos. Él sí tuvo que trabajar muy duro para sacar adelante a su familia, mientras
que Darwin se pudo permitir ser toda su vida un naturalista aficionado, en el sentido de
que nadie le pagaba por disfrutar de su pasión, salvo los editores de sus libros. No me
cabe duda de que Wallace sería también un gran personaje en mi representación,
porque tenía muchas cosas que contar. Si no fuera por su aportación al evolucionismo,
Wallace habría sido recordado por la Historia como viajero, explorador, naturalista,
escritor, activista político a favor de los más desfavorecidos y de la justicia social y,
especialmente, como uno de los fundadores de la disciplina de la Biogeografía, que se
ocupa de la distribución de las especies en el Globo y de sus causas, que hay que buscar
en la Ecología, la historia de la Tierra y de la Vida. ¿Por qué hay canguros en Australia y
no existen mamíferos placentados allí? Pues porque Australia se separó del resto de los
continentes cuando todavía no habían evolucionado los mamíferos con placenta.
Wallace no sabía que los continentes se movían, pero en sus viajes observó que por las
islas de Indonesia pasaba la frontera biológica entre Asia y Australia, que hoy se conoce
como línea de Wallace.

Siempre sintió una gran admiración por Darwin, y no se consideró injustamente


tratado porque casi toda la fama se la llevara su amigo. Darwin, por su parte, lo
apreciaba y respetaba mucho, y le ayudó a conseguir estabilidad económica, a pesar de
sus desvaríos a propósito de la evolución humana.

Mapa 1. La frontera biogeográfica que T H. Huxley llamó Linea de Wallace en honor de este gran investigador
pasa entre las islas de Borneo y Célebes, y más al sur entre las de Bali y Lombok.

La razón que daba Wallace para excluir las cualidades humanas superiores del
campo de la selección natural puede parecernos absurda y racista, pero en su tiempo
fue tomada muy en serio. Los pueblos salvajes, meditaba, no necesitaban para el tipo de
vida que llevaban una inteligencia mucho más elevada que la de un orangután ni,
correspondientemente, un cerebro muy superior en tamaño. Sin embargo, son muy
inteligentes, reconocía, se amoldan rápidamente a las culturas desarrolladas cuando
entran en contacto con ellas, y pese a que no necesitan nada de eso en sus miserables
vidas, tienen la capacidad innata de cantar muy bien y tocar el piano, porque sus
gargantas y sus dedos son de la misma o mejor calidad que los nuestros. Ahora bien, la
lucha por la vida, sostenía Wallace, no prepara a las especies para el futuro, sino que
hace que sólo sobrevivan los individuos más aptos en cada momento historico, así que
¿cómo es que los salvajes tienen las mismas capacidades que los pueblos más
adelantados, si no les sirven de nada y no les proporcionan ninguna ventaja? No puede
entenderse simplemente por selección natural, concluía.

Figura 6. «Todos los dayaks están de acuerdo en asegurar que no hay animal en la selva que se atreva a
acometerlo [al orangután], con sólo dos excepciones [el cocodrilo y la pitón]». A. R. Wallace. The Malay
Archipiélago.
Wallace se sentía atraído por el espiritismo y creía que había unas inteligencias
superiores que habían dirigido nuestra evolución (a mí este pensamiento me recuerda
mucho a la idea de fondo de la película 2001: una odisea del espacio). Esas inteligencias no
serían divinas, ni habría por que considerarlas sobrenaturales, sino que simplemente
estarían situadas más allá de los limites actuales de la ciencia. Wallace estaba
convencido de que ciertos fenómenos psíquicos extraordinarios eran reales y podían ser
estudiados experimentalmente, como hacían los científicos habitualmente en sus
laboratorios de física, química o biología, hasta llegar algún día a ser comprendidos e
incorporados a la doctrina de la ciencia convencional.

LOS ESPÍRITUS SE COMUNICAN


POR EL DEDO GORDO DEL PIE

Las discrepancias sobre el origen del hombre entre Darwin y Wallace se manifestaron de la forma más insólita
en la sala de un tribunal de Justicia de Londres, en el otoño de 1876. No es que los dos evolucionistas se
enfrentaran directamente, sino que lo hicieron, vicariamente, sus ideas. Wallace creía en fuerzas ocultas,
espirituales, que según él habían guiado nuestra evolución. Sólo ellas podían explicar que los «salvajes»
actuales y nuestros antepasados fósiles estuvieran dotados de unas facultades mentales y físicas, como la
capacidad de cantar, que sólo le sirven al hombre civilizado. La gente como Wallace siempre ha utilizado los
mismos argumentos, que se repiten hoy día, y mucho, entre los partidarios de la pseudociencia: hay tantas
cosas que no sabemos que algún día nos parecerán normales fenómenos que ahora resultan increíbles, como lo
eran otros en el pasado. ¿No es cierto que sólo utilizamos el 10% de las capacidades de nuestro cerebro? Así
que nos queda el 90% restante para comunicarnos por «ondas» mentales, mover objetos con ellas, «ver» (¿con
qué ojos?) lo que pasa en las antípodas, etc. ¿Qué diría un antepasado de hace unos pocos siglos si le hubieran
contado que era posible comunicarse por medio de un pequeño aparato con alguien situado en el otro extremo
del mundo? La tercera ley de Arthur C. Clarke, el famoso escritor de ciencia ficción, sostiene que toda
tecnología suficientemente desarrollada es indistinguible de la magia. Así que lo que hoy parece magia puede
ser algún día ciencia, nos explican los que se presentan como «mentes abiertas» frente al «inmovilismo
académico».

Antes de seguir, me declaro totalmente escéptico respecto de todos estos argumentos y no espero nada de la
pseudociencia. Hay que dejar bien claro que la verdadera ciencia la hacen los científicos, y no los aficionados a
los fenómenos paranormales, y que lo que no existe no lo pueden estudiar ni si quiera los científicos, por muy
«abierta que tengan la cabeza». Además, una cosa es la tecnología, que sin duda nos seguirá sorprendiendo, y
otra, la biología. Las sucesivas revoluciones, incluyendo las actuales de la informática y la biotecnología, no
contradicen ninguna de las leyes previamente enunciadas de la naturaleza, sino que, todo lo contrario, se
apoyan en ellas. Si no fuera por Mendel y sus leyes, no habría habido progreso en la genética. Y de todos los
tópicos, considero el más disparatado aquél de que sólo utilizamos una mínima parte de nuestro cerebro. Por el
contrario, siendo un órgano tan caro energéticamente, que absorbe muchos recursos, únicamente se justifica su
expansión a lo largo de la evolución humana porque se ha utilizado al máximo y ha sufrido una gran presión
de selección, es decir, porque cualquier pequeña mejoría del sistema nervioso central daba una mayor eficacia
darwiniana a su poseedor: le permitía vivir más y tener más hijos que perpetuaran sus genes. Creer en la
existencia de órganos costosos y a la vez superfluos es un disparate biológico, un imposible evolutivo.
Figura 7. «… la extraña y curiosa Charaxes kadenii [mariposa calibre], conocida por tener en cada una de sus alas
posteriores dos colas curvadas a modo de pinzas. Éste era el primer ejemplar que jamás había visto y todavía hoy sigue
siendo el único de su especie con que cuentan las colecciones inglesas». A. R. Wallace. The Malay Archipiélago.

Pero volviendo a Wallace y Darwin, el primero tenía gran fe en el espiritismo, mientras que a Darwin le
parecía, simple y llanamente, una estafa, y le producía una gran indignación. Por eso apoyaba (en privado) al
joven zoólogo Edwin Ray Lankester en la causa contra el médium Henry Slade, un americano que se ganaba la
vida comunicándose con el espíritu de su difunta esposa en los teatros y a quien Lankester había denunciado
por embaucador después de saltar sobre él en el escenario y arrebatarle la pizarra en la que «escribían» los
espíritus. Lankester llegaría a ser director del Museo de Historia Natural de Londres. Entre los partidarios de
Slade se encontraba también (paradójicamente) Arthur Conan Doyle, el «padre» del detective Sherlock
Holmes, prodigio de la lógica. Pero Wallace fue más lejos e intervino en el juicio. No afirmó que los mensajes
del otro mundo fueran ciertos, eso no lo podía saber, pero defendió la honradez de Slade como persona. El juez
condenó a Slade a tres meses de trabajos forzados en un penal, el acusado recurrió y finalmente se marchó a
Alemania.

La reputación de Wallace entre los científicos salió muy dañada de sus incursiones en el terreno de lo
inmaterial. Este desacuerdo no afectó a su relación con Darwin, que, en 1879, se propuso conseguir que el
gobierno le diera una ayuda a Wallace, que se ganaba malamente la vida calificando exámenes. Escribió a
Hooker, que era por entonces el director de los Reales Jardines de Kew, solicitándole su apoyo, pero el insigne
botánico y gran amigo de Darwin le recordó lo desprestigiado que había quedado Wallace por sus ideas
espiritistas. A pesar de ello, Darwin consiguió su propósito y Wallace cobró una pensión vitalicia.

En esta historia de las fuerzas ocultas aparecen dos interesantes personajes más. Uno es un primo y cuñado
de Darwin, Hengsleigh Wedgwood, que estaba a favor de lo misterioso para disgusto de Darwin, y el otro,
cómo no, es Thomas Henry Huxley. El gran paladín de Darwin, a diferencia de su indignado maestro, se sentía
más aburrido que irritado ante la charlatanería espiritista, aunque se había entretenido mucho remedando a
unas precursoras de Slade en el espiritismo, unas norteamericanas de mediados del siglo XIX, las hermanas
Fox, a quienes los muertos les hacían llegar mensajes por medio de ruidos. A la vejez, una de las Fox, Margaret,
confesó que esos sobrecogedores sonidos los producía ella misma con la articulación del dedo gordo del pie.
Huxley, por su parte, depuró la técnica hasta convertirse en un consumado maestro. Yo no lo he intentado,
pero Huxley recomienda usar calcetines finos y botas holgadas, claro, para facilitar los movimientos del dedo
gordo. Si la suela es dura y no hay alfombra que se interponga entre ella y el piso, se obtiene una resonancia
mayor. Prueben porque podrán sorprender en las reuniones de amigos.
Además, Wallace defendía que toda la evolución orgánica, y la previa inorgánica,
anterior a la Vida, respondía a un programa, tenía un fin, mientras que para Darwin la
evolución no tiene objetivo ni propósito.

Figura 8. Arbor genealogica Adam et Evae usque ad diluvium Gen. IV. V.

Representación de la genealogía humana que sigue el relato bíblico al pie de la letra (de mediados del siglo
XVIII).

Entre los evolucionistas cristianos, el más interesante sin duda, y al que


gustosamente daría la palabra en esta obra, es el paleóntologo francés y jesuita Pierre
Teilhard de Chardin (1881). Debió de ser un espíritu refinado, sensible y tolerante,
además de un escritor dotado de un lenguaje metafórico, poco claro pero muy poético,
como el de los místicos. Además, su vida fue un terrible drama, porque, aunque
intentaba conciliar el cristianismo con el evolucionismo, sufrió la incomprensión de la
Iglesia, que le impidió publicar en vida sus ensayos. Un dramaturgo con talento haría
de Chardin un personaje cautivador, un protagonista que mantendría el ánimo de los
espectadores en vilo, con sus maneras elegantes y sus palabras profundas, quizá sólo en
apariencia, aunque en todo caso muy sugerentes.

Como Wallace, pero desde el pensamiento religioso, Chardin encontraba que la


evolución tenía una dimensión cósmica, que empezaba antes de la aparición de la Vida,
y que su destino final era el Hombre, precisamente en este planeta y no en otro.

Copérnico y Galileo habían demostrado que la Tierra no era el centro del Universo,
el punto fundamental sobre el que giraban los cielos. Darwin encontró más tarde que la
nuestra era una especie más, producto, como las otras, de la evolución orgánica y sujeta
a las mismas leyes fijas que han dado lugar a los erizos de mar o a los murciélagos. Más
aún, nuestros antepasados eran monos, y los chimpancés, nuestros hermanos.
Finalmente, Sigmund Freud asestó, con su descubrimiento del inconsciente, un rudo
golpe a nuestra racionalidad.

Ante este panorama, Teilhard de Chardin representaba para algunos una balsa en
un naufragio. Como en los tiempos anteriores a Galileo, la Tierra volvía, de otra forma,
a ser el centro del Universo. Además, según Chardin, todavía estamos lejos de la meta,
el Punto Omega, que será algo maravilloso donde de alguna manera Dios y la
Humanidad se encontrarán (o al menos eso me parece entenderle). Lo mejor está aún
por llegar, en resumen, aunque como la evolución es tan lenta, habrá que tener mucha
paciencia. Es cuestión de decenas de miles de años o tal vez de centenares de miles de
años. (Se podría acelerar si nos lo proponemos, por medio de la selección artificial o
directamente por medio de la manipulación genética, pero ésa es otra historia,
demasiado compleja y apasionante como para tratarla en unas pocas líneas. Necesitaría
un libro entero, ya que la selección artificial, a diferencia de la natural, sí tiene un
propósito. ¿Hacia dónde apuntaríamos? ¿Y qué medios serían considerados
moralmente aceptables? Los seguidores de Darwin enseguida se hicieron estas
preguntas).

No cabe duda de que, puesto que «venimos del mono», es muy consolador sentirse
parte de un proyecto tan ambicioso, y de que un mensaje radicalmente optimista es
mejor recibido que el seco materialismo de Darwin. Incluso el más prominente de los
neodarwinistas, defensores a ultranza del pensamiento de Darwin, el genetista
Theodosius Dobzhansky (1900), estaba en 1962 cautivado por esta idea mística:
«Teilhard de Chardin vio la evolución de la materia, de la vida y del hombre como
partes integrales de un proceso único de desarrollo cósmico, de una única y coherente
historia del Universo entero. Más aún, vio en esta historia una dirección o tendencia
clara». Más adelante, Dobzhansky añade: «Es patente que estas grandes concepciones
son indemostrables por medio de hechos científicamente establecidos. Trascienden el
conocimiento acumulado, y es suficiente con que no sean contradictorias con ese
conocimiento. Para el hombre moderno, tan atormentado espiritualmente en este vasto
Universo sin sentido, la idea evolucionista de Teilhard de Chardin llega como un rayo
de esperanza. Cubre las necesidades de nuestro tiempo». Y sin embargo, el nombre de
Teilhard de Chardin no es conocido por las generaciones más recientes.

Habría igualmente espacio en una obra de teatro de este tipo para que otros
personajes discutieran acerca de si, como se ha dicho a veces, Darwin, al cambiar la
visión del hombre como imagen de Dios, fue responsable involuntario de los horribles
crímenes masivos de los grandes dictadores ateos del siglo XX, en Europa y en Asia,
monstruos sanguinarios para quienes la vida humana no es sagrada y carece de valor; o
si más bien son los fanáticos religiosos quienes sacrifican sin escrúpulos las vidas de los
fieles y de los infieles en el altar de sus dioses. El darwinismo y la selección natural, qué
duda cabe, han sido invocados por las ideologías supremacistas para justificar y
mantener los privilegios machistas, clasistas, racistas e imperialistas, o para eliminar, en
aras de la «salud de la especie», a los individuos considerados inferiores, diferentes o
subversivos.

Pero me temo que el problema está en la propia naturaleza humana y no en las


teorías científicas, por lo que prefiero convocar a otros investigadores a este sueño,
porque aún nos queda mucho que decir sobre la evolución de las propias ideas de la
evolución.

En el año 1900, fueron redescubiertas las leyes de Mendel, quien, recordemos, años
antes había dado con la verdadera teoría de la herencia biológica (aunque su hallazgo
no tuviera mucho eco), y era radicalmente diferente de la pangénesis de Darwin. El
mendelismo, con sus rígidas leyes de la transmisión de caracteres fijos (a través de los
factores hereditarios, llamados luego genes), no parecía tener mucho que ver con el
darwinismo, ya que no había demasiado espacio para la variación entre individuos. Y la
selección natural opera sobre la diversidad. Además, Hugo de Vries (1848), uno de los
nuevos mendelianos, descubrió también la mutación y defendió a partir de entonces
que las subespecies, en un primer paso, y luego las especies, eran consecuencia de
alteraciones importantes y bruscas del material genético, y no resultado de la selección
natural obrando a lo largo de mucho tiempo y acumulando pequeños cambios en las
poblaciones hasta transformarlas en algo diferente.
Llegado a este punto, cuando soy yo el que de verdad da la clase y no el profesor que se
duerme en mi pequeña obra de teatro, tengo que detenerme para explicar un concepto
que, por experiencia, sé que es difícil de entender. ¿Dónde está el problema con la
Teoría de la Mutación, y por qué se consideraba opuesta al darwinismo? A fin de
cuentas, el mutante tendrá que demostrar que es capaz de sobrevivir en el mundo hostil
al que todos venimos al nacer, ¿no? Pues claro que sí. Un monstruo deforme no tiene
ninguna esperanza de sobrevivir y contribuir con sus genes a la siguiente generación.
Pero para entender la selección natural hay que acudir siempre a la domesticación, que
fue la idea que inspiró a Darwin sus teorías, que plasmaría en El origen de las especies:

Si la selección consistiese simplemente en separar alguna variedad muy distinta y hacer


cría de ella, el principio estaría tan claro que apenas sería digno de mención; pero su
importancia consiste en el gran efecto producido por la acumulación, en una dirección,
durante varias generaciones sucesivas, de diferencias absolutamente inapreciables para
una vista no educada, diferencias que yo, por ejemplo, intenté inútilmente apreciar.

Los ganaderos mejoran la producción de manera muy lenta y continua, a lo largo de


muchas generaciones (del ganado y de sus criadores). El cambio es insensible, pero
acumulativo en una dirección. No esperan pacientemente a que aparezca un individuo
raro para convertirlo en semental sin hacer nada entre tanto; seleccionan a los mejores,
aunque sean muy poco diferentes, para la reproducción. Entre las razas domésticas y su
tronco ancestral salvaje, como entre una nueva especie y su antecesora, hay, según
Darwin, una gradación continua de formas. ¿Es ese cambio gradual importante? ¿O no
es nada, en la práctica, cuando se compara con el salto cualitativo que supone la
aparición súbita de un mutante? En el fondo, lo que se discutía era cuál es la fuerza que
protagoniza la evolución, y quién fue su descubridor: la selección natural y Darwin o la
mutación y Hugo de Vries.
Figura 9. «Al principio de mis observaciones me pareció probable que un estudio cuidadoso de los animales
domésticos y de las plantas cultivadas ofrecería mayores posibilidades de resolver este oscuro problema». C.
Darwin. El origen de las especies.

Según el planteamiento del mutacionismo, la selección natural, el gran


descubrimiento de Darwin y de Wallace, la fuerza que opera todo el tiempo y explica
completamente la Historia de la Vida, tendría ahora tan sólo una función depuradora
(«higiénica») en las poblaciones, eliminando a los individuos con taras, pero sin la
capacidad creativa de producir nuevas especies. Esta idea de la necesaria destrucción de
los individuos defectuosos le sonará al lector. Es lo que en los documentales de
naturaleza nos suelen contar para justificar la muerte de las pobres presas: que es ley de
vida que los más débiles, los peor dotados, mueran por «el bien de la especie», es decir,
para que ésta siga siendo igual, para que no cambie.

El mismo Thomas H. Huxley se había sentido bastante incómodo con la idea de que
la evolución tuviera que ser siempre tan gradual como defendía su maestro, y que no
pudiera dar saltos de cuando en cuando. En 1860, Huxley escribía sobre el problema de
la frecuente falta de formas de transición o intermedias entre las especies vivas, que se
presentaba como una objeción importante a la doctrina de la evolución: «Y la posición
de Mr. Darwin podría, creemos, haber sido todavía más fuerte de lo que es si no se
hubiera obstaculizado a sí mismo con el aforismo Natura non facit saltum, que aparece
tan frecuentemente en sus páginas. Pensamos, como hemos dicho antes, que la
Naturaleza sí que da saltos de cuando en cuando, y el reconocimiento de este hecho no
es de importancia pequeña para disipar muchas objeciones menores a la doctrina de la
transmutación».

Y Huxley cita el caso de la raza de ovejas ancón, caracterizada por sus patas cortas,
que les impedían saltar las vallas y meterse en la propiedad del vecino y por eso eran
apreciadas. Según un testimonio que recoge, esa raza se originó al nacer un día un
cordero de patas cortas de una oveja normal en un rebaño normal. Y también cita una
pareja de malteses que habían tenido un hijo con seis dedos, todos perfectamente
formados y móviles, en cada una de sus manos y de sus pies.

Sin embargo, para la hipótesis de Darwin, admitir ese «saltacionismo» de la


evolución era como si la geología de Lyell aceptara ciertas dosis de catastrofismo. Más
adelante, hacia la mitad del siglo pasado, el mendelismo y el darwinismo se dieron la
mano y así surgió la Teoría Sintética de la Evolución que impera hoy, también llamada
Neodarwinismo (aunque, en rigor, el término lo había utilizado antes August
Weissman, quien, al desacreditar la herencia de los caracteres adquiridos, rechazaba el
lamarckismo y se quedaba sólo con la selección natural de Darwin).

Me gustaría saber qué piensa de todo esto (dondequiera que esté) Richard
Goldschmidt (1878), un genetista que defendió en 1940 las tesis mutacionistas de una
forma distinta a como lo hacía De Vries, aunque coincidiera en lo fundamental: negar a
la selección natural el valor de fuerza creativa, engendradora de novedades biológicas,
el nervio de la evolución. Para Goldschmidt la clave está en el desarrollo embrionario,
donde una mutación podría cambiar la ruta que recorre el ser en formación y llevarlo
hasta un destino diferente. Normalmente, esta desviación produciría un monstruo, pero
excepcionalmente, el nuevo adulto, aunque diferente de sus padres, podría tener una
oportunidad de sobrevivir y ser la cepa de una nueva especie. Goldschmidt pensaba
que la selección natural podía producir cambios pequeños en las poblaciones, incluso
variedades regionales (microevolución), pero nunca dar lugar a nuevas especies
(macroevolución). Los partidarios de la Nueva Síntesis, en cambio, sostienen que
microevolución y macroevolución son la misma cosa, sólo que a diferentes escalas
temporales. Las poblaciones cambian de una generación a otra, aunque sea únicamente
en las frecuencias de sus genes, mientras que las especies aparecen en el tiempo
geológico (como resultado de la acumulación de pequeñas modificaciones).

Y digo que me encantaría saber qué opinaría Goldschmidt hoy, porque la genética
de los tiempos más recientes nos ha dado una gran sorpresa. En estos años hemos
secuenciado el genoma de muchas especies, incluida la nuestra, y las diferencias son
menores de lo que muchos esperaban, incluso entre tipos animales muy distintos,
construidos según planes corporales que no tienen aparentemente nada que ver. Más
aún, el desarrollo está controlado por unos genes llamados reguladores, auténticos
«escultores» de la morfología, y ésos también son casi los mismos a todo lo largo de la
escala animal. Cuantos menos genes varíen entre las grandes categorías de seres vivos,
más importancia tiene cada uno de ellos en la evolución.

Sospecho que Goldschmidt defendería ahora que el origen de las grandes categorías
animales está en mutaciones producidas, cada mucho tiempo, en unos pocos de esos
genes reguladores, y que la selección natural tendría un alcance mucho menor, ya que
sólo generaría variantes dentro de los grandes tipos, una vez que éstos hubieran
aparecido. Por supuesto, los nuevos diseños serían también puestos a prueba en la
lucha por la vida, ya que la mayor parte de los «monstruos» serían criaturas aberrantes
e inviables, pero si acudimos a la analogía con la selección que se viene llevando a cabo
desde hace milenios con los animales domésticos (la metáfora favorita de Darwin), el
protagonismo del paciente ganadero pasaría a ser secundario. Sin duda, no era esto lo
que pensaba Darwin que había ocurrido en la historia de la vida.
El mérito que nadie discute a Darwin y a la selección natural es el de haber
explicado las adaptaciones de los organismos vivientes, es decir, las estructuras y los
procesos fisiológicos (también los comportamientos innatos) que tienen una función
concreta, una utilidad, en relación con el tipo de vida que lleva cada especie, lo que hoy
llamamos el nicho ecológico. Los autores creacionistas más inteligentes veían en esa
maravillosa eficacia de los órganos una demostración irrebatible de la existencia de un
creador, autor de los diferentes diseños, porque un ojo, al igual que una cámara
fotográfica, «sirve para algo», tiene un propósito. Además, las adaptaciones serían una
prueba de la misericordia de Dios, que dota a sus criaturas de los medios necesarios
para ganarse la vida.

La selección natural permite explicar las adaptaciones sin necesidad de recurrir a un


ingeniero sobrenatural, pero ahora surge una trascendental pregunta: ¿se originaron los
grupos zoológicos mayores, llamados técnicamente filos, poco a poco, sumándose
cambios con valor de adaptación uno tras otro a lo largo de mucho tiempo?, ¿o
surgieron de un modo rápido? Difícil saberlo, porque hace la friolera de quinientos
treinta millones de años ya existían todos los filos actuales, incluidos los cordados y,
dentro de éstos, los vertebrados. De lo que pasó antes con estos filos no tenemos apenas
información. Volveremos más adelante a esta importante cuestión varias veces porque
también inquietaba a Darwin y la consideraba un serio desafío a su teoría.

Figura 10. Dos modelos evolutivos: evolución filética (a la izquierda) y equilibrio puntuado (a la derecha) (J. L.
Arsuaga y A. Cerqueira).
Y cómo no, quisiera ver al recientemente fallecido Stephen Jay Gould (1941), un
paleontólogo que alcanzó gran nombradía como ensayista y divulgador de la evolución,
comentando sus impresiones con Darwin y los otros personajes históricos. Él, junto con
Niles Eldredge, planteó un modelo llamado del Equilibrio Puntuado (o estabilidad
interrumpida), que es compatible con el darwinismo clásico y moderno, pero aporta un
nuevo punto de vista. Las especies son estables, según Eldredge y Gould, en el tiempo
geológico, a pesar de la selección natural. El cambio sólo tiene lugar en el momento de
su aparición, que es una fracción comparativamene pequeña de tiempo respecto de su
existencia posterior, en la que únicamente se detectan en el registro fósil fluctuaciones y
modificaciones pequeñas. Las nuevas especies, además, surgen por lo común a partir de
una pequeña población (frecuentemente aislada) de la especie madre, y el grueso de la
misma no se ve involucrado en el cambio. La prueba de que este modo de especiación
(formación de una nueva especie por ramificación) se puede dar es que los
paleontólogos encuentran a menudo que la especie madre y la hija llegan a coexistir,
algo que sorprendería mucho a Darwin.

Voy a intentar explicar de otra manera por qué el Equilibrio Puntuado es una forma
de ver la evolución distinta de la más común entre los neodarwinistas. Éstos sostienen
que no hay en realidad especies fósiles, sino continuos evolutivos, es decir, linajes,
porque una especie está siempre cambiando en el tiempo, ya que la evolución casi
nunca se detiene, del mismo modo que, volviendo a la comparación con el uniformismo
de Lyell que inspiró a Darwin, tampoco dejan en ningún momento de actuar y
modificar el relieve los agentes geológicos.

Si podemos identificar especies en el registro fósil, es, según los darwinistas, porque
hay grandes huecos en la información, vastos períodos de tiempo sin restos
conservados. Si encontrásemos los fósiles de todos los individuos que han existido en
una línea evolutiva, sería imposible decidir cuándo termina una especie, la antecesora, y
empieza la siguiente, su descendiente. Pues bien, según Eldredge y Gould, nada de esto
es cierto, porque las especies se originan rápidamente en alguna parte y luego ya
permanecen sin cambios en todo el territorio que lleguen a ocupar. Si no se dispone de
un registro completo del lugar exacto (y a veces muy reducido) donde han surgido, lo
que veremos en los yacimientos es la aparición súbita de varias especies, y también la
desaparición de otras.

Ya comprendo que estas disquisiciones de especialista pueden llegar a aburrir a un


lector que no esté especialmente intrigado por la evolución y sus matices, pero me
parece que lo que viene a continuación nos interesa a todos.
A Darwin no sólo le preocupaba la evolución morfológica, sino también la del
comportamiento, animal y humano. La conducta es en parte innata y en parte adquirida
a través del aprendizaje, por lo tanto, también está determinada, parcialmente, por la
genética, lo que implica que ha tenido que ser igualmente moldeada por la selección
natural. Una cuestión que preocupa a los biólogos evolutivos es la existencia de
elaborados comportamientos altruistas y cooperativos en los animales sociales (y, por
supuesto, en el ser humano). A menudo hemos leído u oído decir en un documental que
el lobo que resulta vencedor en un combate no muerde nunca la garganta que le ofrece
el vencido, y que esa inhibición de la agresividad se produce por el bien de la especie. El
gran etólogo austríaco y premio Nobel Konrad Lorenz (1903) solía utilizar ese
razonamiento. Pero la selección natural darwiniana, operando sobre los sujetos, debería
promover más bien el egoísmo, porque lo que se premia es el bien del individuo y el
tamaño de su descendencia, y no el bienestar del grupo. Nadie hace nada en la
naturaleza por el éxito de la especie.

Una posible solución al problema consiste en elevar la selección del nivel del
individuo al nivel del grupo, ya que además de competir entre sí los individuos dentro
de su sociedad por la jerarquía o la reproducción, los grupos compiten unos con otros
por el territorio y los recursos. Obviamente, los grupos con más miembros cooperativos
y altruistas tendrán ventaja frente a los menos cohesionados, pero no se ve cómo
pueden los primeros evitar contaminarse de individuos egoístas que se aprovechen de
los más generosos y echen a perder la eficacia del conjunto. Por ese motivo la selección
de grupo tiene pocos defensores. Es muy difícil aceptar que se haya seleccionado un
carácter (cualquiera) que favorece al grupo y perjudica al individuo que lo porta (habría
que decir, mejor, que lo sufre).

Otra solución al problema es hacer descender la selección darwinista al nivel de los


genes, y las abejas y otros insectos sociales nos proporcionan el mejor ejemplo. Como
pensó J. B. S. Haldane (1892), mis genes no saldrían perdiendo si sacrificara mi vida por
dos hijos, o dos hermanos, o cuatro nietos (pero yo dejaría de existir y en ese sentido lo
perdería todo). Lo que cuenta para la evolución es el futuro de mi patrimonio genético,
es decir, el número de hijos que yo tengo más los descendientes de mis parientes
(ponderados según el grado de cercanía). Esa idea es la base de la teoría del gen egoísta
de Richard Dawkins y de la Sociobiología de Edward O. Wilson (pero los dos están
vivos y defendiendo sus puntos de vista, por lo que no tienen parlamento en mi
función, ya que no lo necesitan). Además, ellos extienden esa lógica al estudio y
comprensión del comportamiento humano, algo que otros biólogos encuentran erróneo
científicamente y muy peligroso ideológicamente. Para esos críticos, que se proclaman
contrarios al determinismo genético del comportamiento humano, la Biología tiene
poco que decir sobre nuestra conducta.
El ya citado Konrad Lorenz fue el primero en agitar las aguas con su famosa obra
Sobre la agresión, el pretendido mal, en la que abordaba la cuestión de las bases biológicas
y evolutivas de la agresividad animal y humana. Llegaba a la conclusión de que ésta era
innata y espontánea, y no simplemente una reacción frente a la presión del ambiente
sobre los individuos. Esto indica que no se puede eliminar por completo, porque
aunque haya causas externas de la agresividad, también existe una fuente interna. A
continuación se preguntaba cómo podía canalizarse la agresividad humana. Por un
planteamiento tan realista recibió multitud de críticas y aún sigue la discusión. Estamos
viviendo una apasionante polémica en este terreno.

Cuanto más leo a Darwin, más me sorprendo de que casi todas las críticas que se le
han hecho ya habían sido consideradas en sus escritos. Era muy consciente de los
problemas que se planteaban a su teoría, en todos los terrenos, y quizá también por eso
tardó tanto en publicar El origen.

De modo que, si hubiera podido asistir a la sesión académica que he imaginado,


habría asentido con la cabeza a todas las dudas. Ya lo sé, pensaría, a mí también se me
había ocurrido ese problema.

En mi ficción, Darwin escucharía, pues, muy interesado a estos y otros personajes


sin decir palabra. Al final, se levantaría de su asiento para hablar, ante la expectación de
todos, y en ese momento el profesor se despertaría de su sueño. Los alumnos estarían
empezando a entrar en el aula. Entonces el profesor tomaría sus notas y Darwin
empezaría a hablar por su boca. Eso es lo que me he propuesto hacer en las páginas que
siguen, dar la palabra a Darwin a través de algunos textos seleccionados que reflejan,
espero, lo fundamental de su pensamiento.
INTRODUCCIÓN

Las dos vidas de Darwin

La manera en la que a lo largo de mi propia vida he ido viendo a Charles Darwin ha


cambiado mucho. Antes de leer El origen sabía sólo que era un gran sabio que había
descubierto la evolución, y se había atrevido a proclamar que nuestros antepasados se
encontraban entre los monos. Más o menos lo que piensa (de forma no equivocada,
pero sí inexacta, como ya he dicho antes) casi todo el mundo. Lo consideraba un teórico,
casi un filósofo y un sociólogo, sin duda un ardiente polemista, un entregado
predicador de sus ideas, el mesías tronante de un nuevo credo. La imagen física que yo
tenía en la cabeza de Darwin era la que corresponde a un gran científico: la de un
anciano de semblante grave con largas y blancas barbas.

Más tarde, leyendo el Diario que escribió cuando todavía era joven (no tenía
cumplidos los treinta años), sobre el viaje que había realizado alrededor del mundo en
el navío de Su Majestad Beagle; su Autobiografía, escrita ya de viejo, y algunas biografías
de otros autores, comprendí que a lo largo de los setenta y tres años que vivió se habían
sucedido dos Darwin, conectados, eso sí, por un hilo delgado que nunca se rompió.

El joven Darwin, y el niño que había sido antes, se caracterizaban por su dinamismo,
energía y amor al campo. En tierras de Sudamérica desplegó una actividad tal, y lo hizo
con tanto valor, que sin duda debe calificársele de explorador y aventurero, y situarlo
entre los más atrevidos y perspicaces viajeros. No hacía, entonces, sino comportarse
igual que de niño y adolescente, cuando sus correrías se limitaban a las tierras más
familiares y cercanas de Gran Bretaña. Pero el afán era el mismo.

Durante su etapa escolar y universitaria, Darwin no fue un gran estudiante, así que
no puede hablarse de un niño prodigio, un Mozart de la ciencia, admirado por sus
profesores y asombro de familiares y amigos. Pero tampoco era un vago, ni un rebelde.
Él procuraba cumplir con sus obligaciones, y no dar disgustos a su padre. A su madre la
perdió tan joven, a los ocho años, que prácticamente no la recordaba. El problema era
que le gustaban las ciencias naturales, y no la medicina ni las Humanidades que tenía
que estudiar por imposición o consejo (según se mire) paterno. En el campo sí que
destacó desde muy joven, pero sólo unos pocos lo sabían, los profesores de Biología y
Geología con los que él se juntaba a la salida de clase, al margen de sus estudios
oficiales.
Figura 11. Hexacoralla.

El segundo Darwin nació a la vuelta del viaje, y es el que ocupa más años de su
existencia. Por alguna misteriosa razón, se retrajo a la vida doméstica y, literalmente, se
convirtió en otra persona (al menos en apariencia). Ya no vivió más aventuras ni se
movió apenas, y desde luego, no participó en ningún acalorado debate sobre la
evolución. Él defendió sus ideas con la pluma, hasta que no pudo más, y murió,
mientras que otros pusieron la voz en su lugar. Este segundo Darwin fue un hombre
cálido, tranquilo y familiar, que casi siempre estaba enfermo en casa. Pero no pasivo,
desde el punto de vista intelectual, al contrario, permanentemente en guardia.

Lo que he descubierto en estos años es que Darwin fue, por encima de todo, un
apasionado naturalista, un loco por las piedras y por los seres vivos, un curioso
incurable. Le interesaba todo lo que tuviera que ver con el mundo natural, y nunca se
cansó de aprender y de buscar. No fue un teórico, sino ante todo un observador y un
experimentador. Sus grandes ideas sobre la evolución, o sobre otras muchas cosas,
como los arrecifes de coral, fueron el jugo de su conocimiento amplísimo, que abarcaba
la Botánica, la Zoología, la Histología, la Fisiología, la Geología toda, la Ecología, la
Biogeografía y otras muchas disciplinas. Recogía los datos, los hechos, y buscaba lo que
hay detrás de ellos, las leyes que rigen el mundo. Insistía siempre en que las teorías
crecían a partir de las observaciones. Y yo no puedo estar más de acuerdo: la ignorancia
no puede engendrar ideas geniales. Aunque también añadía en una carta a Wallace:
«Estoy muy contento de oír que usted presta atención a la distribución [de las especies]
de acuerdo con ideas teóricas. Soy un firme convencido de que sin especulación no hay
observación original y buena». Esas dos perspectivas, la inductiva y la de la falsación de
las ideas (poniéndolas a prueba con los hechos por medio de la experimentación y la
observación), son la base del método científico moderno y Darwin fue en ambas un
ejemplo que imitar.

Sin duda, ese fuego por la Vida y la Tierra lo conservó siempre, hasta el último
aliento («mi pasión por la ciencia natural ha sido constante y ardiente», escribe en las
páginas finales de su Autobiografía), y es el nervio de la personalidad de Darwin, la
conexión entre el joven despreocupado y deportista, coleccionista y cazador, y el
hombre maduro absorto, preocupado, abrumado quizá por el enorme peso de lo que
había descubierto.

Pero dejemos ahora que sea el propio Darwin quien nos cuente, desde la última
vuelta del camino, cómo fue su vida.
I. LAS MOCEDADES DE DARWIN

La escuela

Los primeros recuerdos que Darwin cita en su Autobiografía se refieren a sus inicios
como estudiante, a la edad de ocho años:

Por la época en que iba a esta escuela diurna, mi afición por la historia natural y, más
especialmente, por las colecciones estaba bastante desarrollada. Trataba de descifrar los
nombres de las plantas, y reunía todo tipo de cosas, conchas, lacres, sellos, monedas y
minerales. La pasión por coleccionar que lleva a un hombre a ser naturalista sistemático,
un virtuoso o un avaro, era muy fuerte en mí, claramente innata, puesto que ninguno de
mis hermanos o hermanas tuvo jamás esta afición.

Con nueve años lo enviaron interno a otra escuela cercana a su casa y allí
permaneció hasta los dieciséis.

Nada pudo ser peor para el desarrollo de mi inteligencia que la escuela del doctor
Butler, pues era estrictamente clásica, y en ella no se enseñaba nada, salvo un poco de
Geografía e Historia antiguas. Como medio de educación, la escuela fue sencillamente
nula.
Figura 12. Autor: Carlos Puche.

Parece ser que la familia le decía que era más lento aprendiendo que su hermana
mayor, Catherine, que era travieso y «aficionado a inventar historias falsas». En su
descargo, Darwin también apunta que ya por entonces tenía el espíritu inquieto y
curioso que mantuvo toda su vida.

Recordando lo mejor que puedo mi carácter durante mi vida escolar, las únicas
cualidades que prometía para el futuro en aquella época eran: que tenía aficiones
sólidas y variadas y mucho entusiasmo por todo aquello que me interesaba, y que
sentía un placer especial en la comprensión de cualquier materia o cosa compleja. Un
profesor particular me explicó Euclides, y recuerdo nítidamente la intensa satisfacción
que me proporcionaban las claras demostraciones geométricas. Con la misma nitidez
recuerdo el deleite que me producían las explicaciones de mi tío (el padre de Francis
Galton) sobre el vernier de un barómetro.

Darwin pasó por la escuela con más pena que gloria, pero no fue por falta de
aptitudes, sino más bien por una profunda incompatibilidad con el sistema educativo
de la época. Su opinión queda patente en una carta escrita el 7 de marzo de 1852 a su
primo segundo, W. D. Fox, cuando ambos se planteaban el tipo de educación que iban a
dar a sus hijos: «Nadie puede despreciar más sinceramente que yo la vieja educación
clásica, estúpida y estereotipada». Los intereses del niño iban por caminos muy
distintos de los que le ofrecía la escuela, pero de lo que no cabe duda es de que los tenía:

Al principio de mi etapa escolar, un chico tenía un ejemplar de Wonders of the World


(Maravillas del mundo) que yo leía con frecuencia, y discutíamos con otros muchachos
sobre la veracidad de algunos relatos; creo que este libro me inspiró el deseo de viajar
por países remotos que se cumplió finalmente con el viaje del Beagle.

La universidad

El joven Charles viajó a Edimburgo con su hermano mayor, Erasmus, para estudiar
Medicina, la carrera del padre. Enseguida comprendió que no era lo suyo, sobre todo
cuando asistió a las operaciones sin anestesia.

La educación en Edimburgo se impartía enteramente en forma de lecciones magistrales,


que resultaban intolerablemente aburridas, a excepción de las de química de Hope. […]
También asistí en dos ocasiones a la sala de operaciones en el hospital de Edimburgo y
vi dos operaciones muy graves, una de ellas de un niño, pero salí huyendo antes de que
concluyeran. Nunca más volví a asistir a una, pues ningún estímulo hubiera sido
suficientemente fuerte como para forzarme a ello; esto era mucho antes de los benditos
días del cloroformo. Los dos casos me tuvieron obsesionado durante muchos años.

Figura 13. «Estos cuernos […] recuerdan los de varios cuadrúpedos, como los ciervos, rinocerontes, etc., y son
maravillosos tanto por tamaño como por diversidad de forma». C. Darwin. El origen del hombre.

Sin embargo, su amor por la naturaleza no le abandonó en tierras escocesas. Algo


había en ello de herencia familiar, porque su abuelo Erasmus (1731), también médico,
había escrito una Zoonomía en la que defendía la evolución. No debe pensarse, sin
embargo, que Charles creció en un hogar partidario de la «transmutación de las
especies», ni que trabajó sobre las ideas de su abuelo Erasmus.

En aquella época yo admiraba mucho la Zoonomía, pero al leerla por segunda vez quedé
muy defraudado, tan grande era la proporción de especulaciones respecto de los datos
que proporcionaba.

Muy por el contrario, su padre, Robert (1766), era un creacionista sin fisuras.
Además, el evolucionismo del abuelo estaba basado en la herencia de los caracteres
adquiridos durante la existencia, que es sin duda la explicación más fácil (la más
«lógica», aparentemente) para entender cómo los seres vivos adquieren las
adaptaciones que necesitan para sus diferentes modos de vida. La selección natural es
un razonamiento mucho más retorcido y por eso nadie cayó en la cuenta de que ésa era
la explicación hasta que dieron con ella Darwin y Wallace. Así suele ocurrir con los
grandes descubrimientos científicos, que van generalmente contra la intuición y la
apariencia, porque el mundo no se rige por las leyes de nuestro sentido común ni de lo
que nos dicta la razón en primera instancia (es la Tierra la que se mueve, no el Sol,
aunque nuestros ojos nos digan lo contrario). Ésa es también la causa de que nos cueste
tanto trabajo a los profesores explicar esas leyes naturales, que parece que no nos entran
en la cabeza.

Erasmus, en realidad, se anticipó a Lamarck, y por eso no fue un precedente para la


teoría de la selección natural de Charles Darwin. Éste consideraba, por otro lado,
absolutamente fracasado el libro de Lamarck, y no le prestó gran atención, así que
tampoco la obra del biólogo francés puede considerarse un punto de partida para el
evolucionismo de Darwin[2]. Otros autores ya habían considerado que las especies
vivientes podían descender de formas anteriores, en vez de haber sido creadas
independientemente, pero sin una explicación convincente de cómo se podían haber
producido esos cambios, todo se reducía, a los ojos de Darwin, a una pura especulación.
Lamarck defendía, para explicar la evolución, que la vida tendía necesariamente a
progresar, una idea que no satisfacía a Darwin. De todos modos, y en contra del padre,
Charles terminaría dando la razón al abuelo en cuanto a la «transmutación de las
especies». Curiosa familia, no cabe duda.

Parece que, de nuevo, el mejor recuerdo que le queda de su época de estudiante de


Medicina está relacionado con la zoología:

A propósito, en Edimburgo vivía un negro que había viajado con Waterton y que se
ganaba la vida disecando pájaros, cosa que hacía excelentemente: me daba lecciones que
yo pagaba, y acostumbraba a reunirme con él a menudo, ya que era un hombre muy
agradable e inteligente.

A la vista de su escaso interés por la medicina, su padre pensó que podría ser clérigo
y lo envió a estudiar a la Universidad de Cambridge, en el Christ’s College[3]

Tras haber pasado dos cursos en Edimburgo, mi padre se percató, o se enteró por mis
hermanas, de que no me agradaba la idea de ser médico, así que me propuso hacerme
clérigo.

En un país católico como el nuestro, tal elección parece excesivamente drástica. Sin
embargo, en la sociedad anglicana a la que pertenecía, esa opción «profesional» no era
en absoluto descabellada. No se trataba de llevar una austera vida de párroco de aldea,
al estilo español, sino una mucho más convencional y adecuada para un joven como él,
de buena familia, un esquive, un caballero. Una parroquia en el campo proporcionaba
una situación económicamente desahogada, con sirvientes, por supuesto, y socialmente
muy respetada (Darwin era además rico). Alternaría con la gente de su clase social.
Podría formar una familia y le quedaría tiempo para dedicarse a sus aficiones
deportivas (como criar caballos y perros de raza) y científicas, que estaban bien vistas en
un caballero de la época. Muchos ministros de la Iglesia desarrollaban entonces tareas
intelectuales, al margen de su labor pastoral, y gozaban de gran prestigio en el mundo
de la cultura. Thomas Robert Malthus (1766), el autor del Ensayo sobre el principio de la
población (1798), que tanto influyó en Darwin, era un vicario rural. Aunque no hubiera
embarcado en el Beagle, quizá Darwin habría sido, de todos modos, un notable
naturalista inglés, seguramente un experto en la biología y geología de su zona. Pero
¿habría defendido desde su parroquia la teoría de la evolución?

Charles, antes de aceptar la propuesta de su padre de convertirse en clérigo, se tomó


responsablemente un tiempo para comprobar que no albergaba en su pensamiento
ninguna objeción que oponer a la ortodoxia religiosa que iba a abrazar, y tras la lectura
de varios libros de teología, se sintió libre de dudas. Iba a ser un hombre de Dios en
algún bucólico lugar del campo, rodeado de rocas, animales y plantas. Sin embargo,
tampoco consiguió entusiasmarse con la universidad:

Durante los tres años que pasé en Cambridge desperdicié el tiempo tan absolutamente
como en Edimburgo y en la escuela, en lo que a los estudios académicos se refiere.

Así pues, las tres etapas de la educación convencional de Darwin fueron un absoluto
fracaso: los estudios rigurosamente clásicos de la escuela, los de Medicina en Escocia y
las Humanidades en el Christ’s College de Cambridge no dejaron en él ninguna huella.
Pero en esta última universidad, por fortuna, había dos grandes científicos, un botánico
y un geólogo, y esa feliz coincidencia resultó crucial para el futuro de Charles. Hasta ese
momento, su interés por el campo había sido más deportivo que realmente sistemático.
Le faltaba rigor y le sobraba vigor.

Durante el tiempo que pasé en Cambridge no me dediqué a ninguna actividad con


tanta ilusión, ni ninguna me procuró tanto placer como la de coleccionar escarabajos. Lo
hacía por la mera pasión de coleccionar, ya que no los disecaba y raramente comparaba
sus caracteres externos con las descripciones de los libros, aunque, de todos modos, los
clasificaba. […] Jamás poeta alguno se ha deleitado tanto al ver su primer poema
publicado como yo cuando vi en Illustrations of British Insects de Stephens las palabras
mágicas: «Capturado por C. Darwin, Esq.».

El primero de los dos influyentes científicos que conoció fue el catedrático de


Botánica, quien tuvo una importancia decisiva en su vida posterior. El reverendo
profesor John Stevens Henslow (1796) permitía la libre asistencia de cualquier alumno a
sus clases y además le gustaba que lo visitaran en su casa y lo acompañaran en sus
excursiones al campo. Henslow fue un amigo y un maestro en el sentido más amplio y
noble de la palabra, el de transmitir la llama del conocimiento y del amor a la ciencia a
quienes podían levantar la antorcha más alto que él.

No he mencionado aún una circunstancia que influyó más que ninguna otra en mi
carrera. Se trata de mi amistad con el profesor Henslow. Antes de ingresar en
Cambridge, mi hermano me había hablado de él como hombre que conocía todas las
ramas del saber, por lo que yo estaba ya predispuesto a respetarle. El profesor recibía en
su casa una vez en semana, y allí se reunían por la tarde todos los estudiantes aún no
graduados y algunos de los miembros más antiguos de la Universidad vinculados a la
ciencia. Pronto conseguí una invitación a través de Fox, y desde entonces asistí a
aquellas reuniones regularmente. Al poco tiempo hice buena amistad con Henslow, y
durante la segunda mitad de mi estancia en Cambridge paseábamos juntos muchos
días, por lo que algunos alumnos me llamaban «el que pasea con Henslow». Con
frecuencia me invitaba a comer con su familia. Tenía grandes conocimientos de
botánica, entomología, química, mineralogía y geología. Su mayor afición consistía en
deducir conclusiones a partir de largas y minuciosas observaciones. Su criterio era
excelente y su inteligencia, en conjunto, muy equilibrada; sin embargo, supongo que
nadie diría que poseía un genio original. […] Sus cualidades morales eran admirables
en todos los sentidos. Estaba libre del menor asomo de vanidad u otros sentimientos
mezquinos.
El segundo profesor está relacionado con Henslow, puesto que fue él quien le puso
en contacto con Adam Sedgwick (1785), el geólogo, y aunque Darwin no asistió a sus
clases, sí pudo acompañarlo en una de sus excursiones a Gales. Hasta entonces el joven
Charles se había aburrido soberanamente en las lecciones de Geología que recibió en
Edimburgo, y estaba predispuesto en contra de esta materia (algunas veces he oído
comentar que la Geología es «pétrea» y creo que nadie puede pensar tal cosa de la
Ciencia de la Tierra, salvo que le haya sido muy mal explicada). Sin embargo, en contra
de lo que suele pensarse, fue luego tan buen geólogo como biólogo, y lo primero antes
que lo segundo. A Darwin hay que definirlo como un naturalista completo, algo que
nos habría gustado ser a muchos de los que, desgraciadamente, hemos realizado los
estudios universitarios modernos después de que estas dos ciencias se separasen
completamente (como si no quisieran saber más la una de la otra).

El profesor Sedgwick pensaba visitar el norte de Gales a comienzos de agosto para


proseguir sus famosas investigaciones geológicas en medio de las rocas más antiguas, y
Henslow le pidió que me dejara acompañarle. Así pues, vino a casa de mi padre y pasó
allí la noche. […] Esta expedición me proporcionó un sorprendente ejemplo de lo
fácilmente que pueden pasar inadvertidos los fenómenos, por evidentes que sean, antes
de que nadie los haya estudiado. Pasamos muchas horas en Cwm Idwal, examinando
con extremo cuidado todas las rocas, pues Sedgwick estaba empeñado en hallar fósiles
en ellas; pero ninguno de los dos vio ni un rastro de los maravillosos fenómenos
glaciales a nuestro alrededor; no advertimos ni las rocas claramente estriadas ni los
cantos rodados detenidos en posiciones poco estables, ni las morrenas laterales y
terminales. Sin embargo, estos fenómenos eran tan evidentes que, como ya manifesté en
un artículo publicado muchos años después en Philosophical Magazine, una casa arrasada
por el fuego no expone tan claramente su historia como aquel valle.
Figura 14. Corte ideal de la corteza terrestre, con los diferentes tipos de rocas.

Fue también Henslow quien animó a Darwin a conseguir el primer tomo de los
Principios de geología de Charles Lyell, que tanto le influyó luego durante su viaje para
interpretar lo que vio en Sudamérica (a pesar de que, junto con la recomendación de
leerlo, el mismo Henslow, que era un catastrofista ortodoxo, ¡le había prevenido contra
las ideas del ilustre geólogo!). Además, el pensamiento «uniformista» o «actualista» de
Lyell, opuesto de raíz al catastrofismo que había imperado anteriormente, sin duda
contribuyó a la idea que se formó Darwin de la evolución como un proceso lento,
continuo y gradual, sin saltos ni revoluciones, regido por las mismas causas ordinarias
que actúan en cada uno de nuestros días.

La ciencia de la geología tiene una enorme deuda con Lyell —creo que más que con
cualquier otra persona en todos los tiempos—. Cuando iba a partir para mi viaje en el
Beagle, el sagaz Henslow, que en aquellos días creía, como todos los geólogos, en los
cataclismos sucesivos, me aconsejó que consiguiera y estudiara el primer tomo de los
Principios, que acababa de publicarse, pero que de ninguna forma aceptara los puntos
de vista que en él se defendían. ¡De qué modo tan diferente hablaría cualquiera de los
Principios hoy día!
II. ¡ARRIBA EL FOQUE!

En 2009 se celebra el segundo centenario del nacimiento de Darwin, y lo que es más


importante, el siglo y medio de la publicación de El origen de las especies. Hay muchos
lugares en el mundo, especialmente en su país natal y en Sudamérica, donde se le
puede tributar un homenaje y decir: «Darwin estuvo aquí». Desgraciadamente, España
no es uno de ellos, y no porque Darwin no quisiera conocer nuestro país. Deseó, y
mucho, visitar Tenerife, siguiendo el rastro del gran viajero, geógrafo y naturalista
Alexander von Humboldt (1769), que había ascendido al Teide, realizando
observaciones de lo más interesantes allí. Así pues, comenzó a hacer preparativos para
el viaje y a estudiar español.

Durante mi último año en Cambridge, leí con atención y profundo interés Personal
Narrative, de Humboldt. Esta obra y la Introduction to the Study of Natural Philosophy de
sir J. Herschel suscitaron en mí un ardiente deseo de aportar aunque fuera la más
humilde contribución a la noble estructura de la ciencia natural. Ningún libro de la
docena que había leído me influenció tanto como aquellos dos. Tomé nota de largos
párrafos de Humboldt sobre Tenerife y se los leí en voz alta a Henslow, Ramsay y
Dawes (creo), en una de las excursiones antes mencionadas, ya que precisamente les
había hablado en una ocasión de las glorias de Tenerife y algunos del grupo habían
declarado que intentarían ir allá; pero creo que hablaban medio en broma. Yo, sin
embargo, me lo tomé muy en serio, y conseguí que me presentaran a un marino
mercante de Londres que me informara sobre barcos; por supuesto, el proyecto quedó
frustrado por el viaje del Beagle.

Y sin embargo estuvo a punto de ver cumplido su sueño gracias al viaje, porque la
primera escala del buque fue precisamente en Tenerife. Ya tenía la isla a la vista y estaba
ansioso por poner pie en tierra cuando les fue prohibida la entrada por razones
sanitarias. En la primera carta que escribió a casa desde el Beagle lo cuenta así:

El 6 [de enero de 1832] por la tarde entramos en el puerto de Santa Cruz. Ahora me
encuentro por primera vez medianamente bien, y me estaba imaginando el deleite de la
fruta fresca que crece en hermosos valles y leyendo la descripción de Humboldt de las
magníficas panorámicas de las islas, cuando (quizá puedas suponer nuestra decepción)
un hombrecillo pálido nos informó de que debíamos guardar una estricta cuarentena de
doce días. En el barco se hizo un silencio sepulcral hasta que el capitán gritó ¡arriba el
foque! Y dejamos aquel lugar por el que tanto habíamos suspirado.
Durante el día estuvimos sin viento entre Tenerife y Gran Canaria y aquí
experimenté por primera vez algún placer. La panorámica era magnífica. El pico de
Tenerife, visto entre las nubes, parecía otro mundo. El único inconveniente era nuestro
deseo de visitar esta magnífica isla.

Así que Darwin se quedó sin subir al Teide, y nosotros sin su relato, que habríamos
podido poner al lado del de Humboldt. Si queremos celebrar la venida de Darwin a
España, lo tendremos que hacer en un velero, frente a las costas canarias o en el puerto
de Santa Cruz de Tenerife.

Curiosamente, muchos años después Darwin tuvo la oportunidad de conocer en


persona al gran mito, que resultó ser, cómo no, un ser humano. Pero creo que a todos
nos ha pasado cosa parecida en alguna ocasión.

Una vez, durante una comida en casa de sir R. Murchison, conocí al ilustre Humboldt,
que me honró expresando su deseo de verme. Quedé un poco decepcionado del gran
hombre, aunque es probable que me hubiera hecho una imagen previa demasiado
idealizada de él. No puedo recordar nada de nuestra entrevista, excepto que Humboldt
estuvo muy jovial y charló mucho.

Figura 15. El Beagle en la desembocadura del río Santa Cruz. Aquí fue varado el buque para reparar el casco y
la quilla, y mientras tanto FitzRoy y Darwin remontaron el curso del río hasta llegar a divisar la cordillera
andina.
Según el propio Darwin, su gran escuela, donde verdaderamente se convirtió en
«algo», fue el viaje de cinco años que realizó alrededor del mundo, deteniéndose sobre
todo en tierras de Sudamérica, en el Beagle. Este pequeño barco de guerra de doscientas
treinta y cinco toneladas fue su verdadera universidad, y los estudios en ella empezaron
a los veintidós años. Se trataba en origen de un brig de diez cañones, un navío de dos
mástiles con velas cuadras, de la clase Cherokee, al que los marineros llamaban
bergantín ataúd por su inestabilidad, ya que era demasiado alto de borda para su
pequeño tamaño. Sufrió varios cambios, como la elevación de la cubierta superior para
que hubiera más espacio debajo y para que embarcara menos agua al recibir las olas
(con lo que el buque ganó flotabilidad y perdió estabilidad), y el añadido de una
mesana, con vela cangreja en vez de verga cruzada, que convirtió la nave en un bric-
barca, reduciendo también el número de cañones a seis (más una carroñada en el
castillo de proa). Su misión era hidrográfica (un «barco de sondeo», como lo describió
Darwin), aunque como navío de Su Majestad (HMS) que seguía siendo, debía estar
preparado, con su artillería y sus hombres, para defender los intereses y a los
ciudadanos del Reino Unido donde hiciera falta. El Beagle se portó muy bien, habida
cuenta de la dura tarea que llevó a cabo, a menudo con muy mala mar. Para las
misiones de exploración y cartografía, así como para aprovisionarse de leña, agua o
alimento en tierra, se destacaba una partida de unos pocos hombres en alguna de las
barcas que transportaba el navío, que funcionaba así como base de operaciones. La
flotilla que albergaba el Beagle estaba formada por siete botes: cuatro balleneras (dos en
cubierta y dos colgadas de pescantes), un chinchorro colgado de través a popa, una yola
y un cúter (que se estibaba dentro de la yola). Sin esos tentáculos no habría podido
cumplir su misión.

No era la primera vez que el Beagle visitaba las costas sudamericanas. En el viaje
anterior, la soledad y la desesperación ante la dificultad del trabajo por realizar habían
hecho presa en el capitán Pringle Stokes, quien se había pegado un tiro en la cabeza en
Puerto Hambre, en el estrecho de Magallanes. Su puesto fue ocupado por un
jovencísimo marino de ilustre familia llamado FitzRoy, que mandaba también la
segunda expedición, en la que viajó Darwin. FitzRoy había solicitado a un profesor de
Cambridge (George Peacock) amigo de Henslow que le buscara un naturalista como
acompañante, y el botánico pensó en su joven protegido[4].

En la carta que le enviara Henslow a Darwin, le dejaba claro lo que se esperaba de él.
No que hiciera un gran trabajo científico, ni mucho menos, sino que coleccionara
ejemplares y tomara notas de lo que viera por ahí. Es decir, que observara, pero no que
pensara. Viajaba en calidad de acompañante del capitán, no de sabio de las ciencias
naturales. Henslow no lo tenía por un profesional acabado, y sólo necesitaban que
proporcionara materiales que pudieran ser de utilidad para que los estudiaran los
grandes expertos.

Al regresar a casa tras mi breve excursión geológica por el norte de Gales, encontré una
carta de Henslow, informándome de que el capitán FitzRoy deseaba ceder parte de su
camarote(1) a un joven voluntario que quisiera ir con él en el viaje del Beagle como
naturalista, sin recibir ninguna retribución.

El caso es que Darwin estuvo a punto de no realizar el viaje de su vida. Su padre se


lo desaconsejó vivamente, por parecerle un proyecto insensato (algo que yo mismo,
como padre, puedo comprender), y Charles renunció por carta. Pero su tío Josiah
Wedgwood se ofreció para acompañarlo a The Mount, la casa familiar de Shrewsbury, y
convencer al doctor Darwin. Más tarde, en carta desde el Beagle, confesaría a su padre:
«Ahora percibo aún con más claridad su buen criterio de arrojar un jarro de agua sobre
el proyecto, tan numerosos son los riesgos de que hubiera resultado al revés. Hasta tal
punto siento esto que si alguien me pidiera consejo en una ocasión similar, lo pensaría
mucho antes de animarlo». Desde Shrewsbury viajó a Cambridge para ver a Henslow y
luego a Londres para entrevistarse con FitzRoy. Éste le explicó más tarde, cuando tuvo
confianza, que estuvo a punto de rechazarlo por la forma de su nariz. El capitán creía
que se podía conocer el carácter de una persona por sus facciones y desconfiaba del
apéndice nasal de su futuro compañero de mesa y mantel.

El viaje del Beagle ha sido con mucho el acontecimiento más importante de mi vida, y ha
determinado toda mi carrera; a pesar de ello, dependió de una circunstancia tan
insignificante como que mi tío se ofreciera para llevarme en coche las treinta millas que
había hasta Shrewsbury, cosa que pocos tíos hubieran hecho, y de algo tan trivial como
la forma de mi nariz. Siempre he creído que le debo a la travesía la primera instrucción
o educación real de mi mente; me vi obligado a prestar gran atención a diversas ramas
de la historia natural, y gracias a eso perfeccioné mi capacidad de observación, aunque
siempre había estado bastante desarrollada.

A pesar de que manifiesta repetidas veces la gran importancia que este viaje tuvo en
su vida, no le dedica muchas páginas en su Autobiografía:

No es preciso que haga referencia aquí a lo sucedido durante la travesía —dónde


fuimos y qué hicimos—, puesto que di una relación suficientemente completa de los
hechos en mi diario, ya publicado. Hoy día, lo que más vivamente me viene a la
memoria es el esplendor de la vegetación de los Trópicos; aunque la sensación de
sublimidad que excitaron en mí los grandes desiertos de Patagonia y las montañas
cubiertas de bosques de la Tierra del Fuego ha dejado una impresión indeleble en mi
mente. La vista de un salvaje desnudo en su tierra natal es algo que no se puede olvidar
nunca. Muchas de mis excursiones a caballo por regiones selváticas, o en barcas,
algunas de las cuales duraban varias semanas, fueron enormemente interesantes; en
aquel tiempo, la incomodidad y el cierto grado de peligro que encerraban apenas
suponía un inconveniente, y posteriormente llegué a aceptarlos con toda naturalidad.
Pienso también con gran satisfacción en algunos de mis trabajos científicos, como la
solución del problema de las islas de coral y la explicación de la estructura geológica de
algunos otras, por ejemplo la de Santa Elena. Tampoco debo pasar por alto el
descubrimiento de las singulares relaciones existentes entre los animales y las plantas
de las diversas islas del archipiélago de las Galápagos y de todos ellos con los de
América del Sur.

El viaje estaba planeado para dos años(2), pero se convirtieron en cinco, es decir, la
duración de una licenciatura universitaria de ciencias como la que yo estudié. Sobra
decir que aunque el Beagle les parecía tecnología punta a sus ocupantes, con los
veintidós cronómetros de la mejor clase para medir exactamente la longitud, no
sobraban las comodidades. Además, el joven Darwin nunca llegó a ser un lobo de mar,
y se mareaba cada vez que el Beagle daba señales de vida. En una carta dirigida a su
padre se lamenta amargamente: «Lo mal que lo he pasado a causa del mareo supera con
creces lo que yo hubiera podido imaginar». Pero sí resultó un lobo de tierra, como era
de esperar conociendo su fuerza y entusiasmo como cazador y jinete en sus años mozos.
Así que cada vez que el barco tocaba tierra, a la menor oportunidad, Darwin se iba de
expedición, como un audaz explorador. Tres de los cinco años los pasó sobre suelo bien
firme[5].

Por otro lado, no podía hacer gran cosa en el mar porque su conocimiento de los
ecosistemas marinos era muy escaso por entonces. Darwin no ejerció apenas de
oceanógrafo, en cambio, estaba encantado con la iluminación que había recibido de
Lyell, descubriendo que por medio del actualismo se podía entender la historia de la
Tierra e interpretar los signos que venían del pasado.

Había llevado conmigo el primer volumen de Principios de geología de Lyell, que estudié
atentamente, y me resultó de gran ayuda en muchos aspectos. El primer lugar que
examiné, Santiago, en el archipiélago de Cabo Verde, me demostró claramente la
maravillosa superioridad del método que Lyell aplicaba a la geología, en comparación
con el de los autores de cualquiera de las obras que yo llevaba conmigo, o que haya
leído después. […] La geología de Santiago es muy chocante, y sin embargo,
sumamente simple: sobre el fondo del mar, constituido por conchas recientes trituradas,
y por corales, corrió en otro tiempo un río de lava que endureció aquellos materiales,
convirtiéndolos en una roca blanca y dura. A partir de entonces fue surgiendo la isla.
Pero la línea de rocas blancas reveló un nuevo e importante hecho, a saber, que
alrededor de los cráteres que desde entonces habían estado en actividad, y habían
vertido lava, se había producido un hundimiento. Entonces se me ocurrió por primera
vez que quizá podía escribir un libro sobre la geología de las diversas regiones
visitadas, y ello me hizo estremecer de gozo. Aquélla fue una hora memorable para mí
y recuerdo con extraordinaria claridad el profundo acantilado de lava bajo el cual
descansaba, con un sol abrasador, algunas extrañas plantas del desierto junto a mí y, a
mis pies, corales vivos en las lagunas de marea. Posteriormente, durante el viaje,
FitzRoy me pidió que le leyera algo de mi diario y manifestó que merecería la pena
publicarlo; ¡así que aquí había un segundo libro en perspectiva!

Habían pasado tres semanas desde la salida del Beagle de Plymouth en Inglaterra, y
aquel maravilloso día, en Cabo Verde, sentado al pie del acantilado, el joven Charles, a
la edad de veintidós años, se convirtió en Darwin. Más tarde, en la Tierra de Fuego,
decidió que quería entregar su vida al estudio de la Historia Natural, con la esperanza
de hacer avanzar el conocimiento en este campo. Su vocación estaba decidida.

Figura 16. Formación de arrecifes de coral por hundimiento progresivo de la isla en torno a la cual se forman.
De este modo los arrecifes costeros (o franjeantes) pasan a ser arrecifes de barrera (con un lagoon en medio) y
luego, si continúa la subsidencia, desaparece la isla y se convierten en atolones.

Aunque no hubiera escrito El origen, Darwin habría pasado a la historia de las


Ciencias Naturales por descubrir, mientras estaba en el Beagle, cómo se forman los
atolones. La geología de campo consiste en resolver problemas a baso de observación y
deducción, un ejercicio mental muy del gusto del joven. A lo que más se parece es a una
ecuación matemática con múltiples incógnitas. A Darwin siempre le gustaron estos
trabajos y gozó como no había podido imaginar nunca con la Geología de Sudamérica.
Fuera del barco, fue, por encima de todo, un geólogo. Para iniciarse «sólo hace falta un
poco de lectura, razonamiento y darle al martillo», le escribió, entusiasmado con la
Geología, a William Darwin Fox. Francis Darwin oyó comentar a su padre que «la
Geología de Sudamérica le proporcionó casi más placer que ninguna otra cosa».

Figura 17. Journal of Researches. Al poco tiempo de publicarse junto con otros dos tomos sobre los viajes del
Beagle (de los que se encargó FitzRoy), el Diario escrito por Darwin se reeditó como libro independiente, con
gran éxito.

La investigación geológica de cada uno de los lugares visitados fue mucho más
importante, puesto que en ella entra en juego el razonamiento. Cuando se empieza a
examinar un territorio desconocido, nada parece más desesperanzador que el caos de
las rocas; pero al ir registrando la estratificación y la naturaleza de aquéllas y de los
fósiles en múltiples puntos, especulando siempre y pronosticando lo que encontraremos
en otros lugares, se empieza a ver clara la región, y su estructura de conjunto se hace
más o menos inteligible.

Desgraciadamente, no disponía de una guía como la que Lyell le procuraba, en


Geología, para enfrentarse con los misterios de la Biología, carecía de todo conocimiento
de anatomía comparada y no tenía ninguna práctica en la disección científica (algo que,
si se hubiera aplicado, habría podido aprender cuando estudiaba Medicina en
Edimburgo). Además, era incapaz de dibujar (su torpeza sólo era comparable a la falta
completa de oído musical) y poco partido podía sacar de un animal al que era incapaz
de pintar por fuera o por dentro (aprovecho para recordar, con nostalgia, que mi
promoción debió de ser una de las últimas que todavía cursaron una asignatura de
dibujo artístico en la carrera, lo que me convierte en un «clásico»; pero siempre he
envidiado a los geógrafos, geólogos y biólogos que tienen los cuadernos de campo
llenos de anotaciones y apuntes al natural: se ven mejor las cosas cuando se dibujan).
Figura 10. Seguramente los jóvenes oficiales del Beagle consultarían el libro del que procede este dibujo, que,
por cierto, refleja una dramática situación por la que FitzRoy pasó dos veces, y Darwin una, con grave peligro
de hundimiento[6].

Otra de mis ocupaciones era recoger todo tipo de animales; hacía una breve descripción
y disecaba groseramente muchos de los que procedían del mar, pero, como no era capaz
de dibujarlos y no poseía un conocimiento anatómico suficiente, el montón de
manuscritos que había hecho durante la travesía resultó prácticamente inservible. Perdí
mucho tiempo de este modo, con la excepción de que dediqué a adquirir algún
conocimiento sobre crustáceos, pues esto me sirvió cuando, años después, emprendí
una monografía sobre los cirrípedos. […]. En lo que puedo juzgar respecto de mí
mismo, trabajé al máximo durante la travesía por el mero placer de investigar y guiado
por mi firme deseo de añadir alguno más a la gran masa de datos con que cuenta la
ciencia natural. Pero también ambicionaba alcanzar una buena posición entre los
científicos, aunque no tengo idea de si lo ambicionaba más o menos que la mayoría de
mis colegas.
III. ¡POR FIN EN CASA!

Llegó a Inglaterra (2 de octubre de 1836), físicamente muy diferente. Su padre dijo que
le habían cambiado los huesos de la cabeza, y desde luego había perdido casi todo su
pelo. Darwin tenía mucho que hacer, con todos los ejemplares que había enviado a
Cambridge, tantas notas sobre las que trabajar y tantos especialistas a los que consultar.
Conservaba aún fuerzas.

Estos dos años y tres meses fueron los más activos de mi vida, aunque en ocasiones me
encontraba indispuesto, por lo que perdí algún tiempo. Tras haber estado yendo y
viniendo varias veces entre Shrewsbury, Maer [residencia de los Wedgwood],
Cambridge y Londres, el 13 de diciembre fijé mi residencia en Cambridge, donde
estaban todas mis colecciones bajo la custodia de Henslow. Allí me quedé tres meses, y
examiné mis minerales y rocas con la ayuda del profesor Miller. […] El 7 de marzo de
1837 trasladé mi residencia a Great Malborough Street, en Londres, donde permanecí
casi dos años, hasta que contraje matrimonio. […] A lo largo de estos dos años hice
también cierta vida de sociedad y fui secretario honorario de la Geological Society. Veía
mucho a Lyell. Una de sus principales características era su solidaridad hacia el trabajo
de los demás, y yo estaba tan impresionado como complacido por el interés que mostró
cuando, a mi regreso a Inglaterra, le expuse mis puntos de vista sobre los arrecifes de
coral. Esto me animó extraordinariamente y su consejo y ejemplo tuvieron mucha
influencia en mí.

Como todo el mundo, Darwin se equivocaba en ocasiones. Pero los fallos en los
datos no le duelen tanto a un científico como los errores en las hipótesis, que son los
hijos más queridos, el resultado no de la experiencia y de la práctica profesional (un
producto de la edad, sin más), sino de la capacidad para el razonamiento abstracto, de
la creatividad. El talento se expresa en las teorías, y son éstas las que hacen que alguien
pase a la historia y sea recordado en el futuro como un gran descubridor… o
ridiculizado para siempre como un gran tonto. Así de claro. En las grandes ideas es
donde el aspirante a genio se la juega… si es que decide intentarlo. Muchos son tan
prudentes que prefieran apuntarse, a posteriori, al consabido «ya lo decía yo».

Darwin demostraría su valía como geólogo con la teoría sobre la formación de los
arrecifes de coral, como se verá más adelante, pero asimismo cometió un grave error en
la solución de otro enigma geológico, el de los «caminos paralelos» de Glen Roy. Esa
equivocación la lamentó siempre y hasta es posible que lo volviera excesivamente cauto
a la hora de publicar su teoría de la descendencia con modificación, para la que nunca
parecía tener suficientes pruebas. Y habría seguido tal vez acumulándolas hasta el día
de su muerte si no hubiera sido por una carta que recibió desde el otro confín del
mundo. Pero ya hablaremos de eso luego.

Mapa 2. Brazo sur del ventisquero de San Quintín. «El glaciar más alejado del polo explorado durante los viajes
del Adventure y del Beagle, está en la latitud 46º 50’, en el Golfo de Penas». C. Darwin. Diario.

En las Highlands de Escocia hay un valle de origen glaciar con lo que parecen ser
tres caminos paralelos hechos por el hombre en sus laderas. Se trata de las antiguas
líneas costeras de un lago que se formó justo al final de la última glaciación, cuando un
glaciar cerró la salida del valle e hizo que se represara el agua, al actuar como dique.
Los movimientos del glaciar son la causa de las elevaciones y los descensos del nivel del
lago que, a su vez, originaron los caminos paralelos. Darwin pasó allí unos pocos días
en el verano de 1838 (se encontró bien y se sentía feliz) y pensó, equivocadamente, que
esas «carreteras» eran de origen marino y no lacustre, pese a que están situadas a
considerable altura sobre el nivel del mar, a 265, 325 y 350 metros. Pero es que en su
estancia en Sudamérica había deducido los grandes levantamientos del continente que
se habían producido en épocas geológicas recientes; lo sabía porque encontraba conchas
de moluscos marinos actuales a considerable altitud.

A lo largo de estos dos años hice algunas excursiones cortas, a modo de esparcimiento,
y una más larga a la rada paralela de Glen Roy, de la que se publicó una referencia en
las Philosophical Transactions. Este artículo fue un gran fracaso y me avergüenzo de él.
Como estaba profundamente impresionado por lo que había visto de la elevación de la
Tierra en Sudamérica, atribuí la rada paralela a la acción del mar; pero tuve que
renunciar a esta opinión cuando Agassiz propuso su teoría de los lagos glaciares. Yo me
había pronunciado a favor de la acción del mar porque de acuerdo con el nivel de
nuestros conocimientos en aquellos tiempos no era posible ninguna otra explicación; y
mi error fue una buena lección que me enseñó a no confiar jamás en el principio de
exclusión en el terreno científico.

Cuando observaba los bloques erráticos (boulders) dispersos en las llanuras de


Patagonia, Darwin recurría a las ideas de Lyell para explicar la presencia de esas
grandes piedras aisladas, cuya composición indicaba que se encontraban muy alejadas
de la montaña a la que pertenecían. Si las llanuras habían estado cubiertas por el mar,
antes de elevarse, entonces los boulders podrían haber viajado montados en icebergs, y
luego caído sobre el lecho marino. La misma explicación valía para los bloques erráticos
del norte de Gales y los de Escocia. Darwin había visto playas marinas levantadas en
Chile, y por eso pensaba que las terrazas del Glen Roy también lo eran.

Pero en 1840 un naturalista suizo llamado Louis Agassiz, un par de años mayor que
Darwin, llegó a la conclusión de que su tierra natal había estado ocupada por el hielo, es
decir, que los glaciares de los Alpes se extendían otrora por los tramos altos de los
valles fluviales, como el del Ródano. El empuje de los ríos de hielo era lo que había
desplazado los bloques erráticos, no los icebergs flotando en el mar. Agassiz había
descubierto las glaciaciones. En el pasado, decía, Suiza había sido como es ahora
Groenlandia, una tierra cubierta por un caparazón de hielo, del que emanaban lenguas
glaciares. Viajó por Escocia en el mismo año de 1840 con el naturalista inglés reverendo
William Buckland (1784), presidente entonces de la Sociedad Geológica, y pudo
observar el mismo modelado del paisaje por la acción de los hielos que en Suiza: estrías,
bloques erráticos, rocas aborregadas, depósitos de piedras transportadas (morrenas),
etc. La presa que había formado el lago del Glen Roy, y dado lugar a las terrazas, había
sido una lengua de hielo que cerraba la salida del río. El mar nunca había llegado hasta
allí.

Darwin se desplazó al norte de Gales (en el verano de 1842), donde había estado
trabajando con el profesor Sedgwick, de Cambridge, justo antes de embarcar en el
Beagle, y reconoció las huellas del hielo por todas partes. Había estado ciego la vez
anterior, como todos los demás geólogos de la época, incluido el escocés Lyell, que tenía
el modelado glaciar literalmente a la vista desde la casa de su padre en Kinnordy. Y es
que nadie puede ver aquello que no busca. El método científico que Darwin aplicó tan
bien en los problemas de la evolución y de los arrecifes de coral consiste en elevarse
desde los hechos conocidos hasta las hipótesis (inducción: el método de Francis Bacon), y
luego buscar nuevos hechos para ver si son compatibles con las hipótesis (falsación). Con
todo, Darwin seguía aferrándose a su idea de las playas levantadas de Glen Roy; creía
todavía que ambas explicaciones, glaciar y brazo de mar, eran complementarias. El caso
es que Darwin no tenía que haberse equivocado, ya que él mismo dice, en carta escrita a
Lyell a la vuelta del viaje, que no encuentra conchas en las supuestas playas marinas de
Glen Roy:

Me he convencido por completo (tras ciertas dudas al principio) de que los bancos de
arena son playas marinas, aun cuando no pude encontrar ni un rastro de concha, y creo
poder aclarar la mayor parte de las dificultades, si no todas.

Janet Browne, autora de una completísima biografía de Darwin, explica este fracaso
por el hábito de Darwin de pensar a la contra (es decir, en términos negativos), que tan
buenos resultados le dio en el caso de la evolución. La ausencia de evidencia no es lo
mismo que la evidencia de la ausencia (contra el dictado de la intuición), diría Darwin.
La ausencia de formas fósiles intermedias entre las especies y los grupos de organismos
actuales no quiere decir que no hayan existido, simplemente no se han conservado. Un
juego brillante, pero muy arriesgado, opina Browne. Y así es, en efecto, porque en este
caso, la ausencia de conchas en las terrazas del Glen Roy sí quiere decir que nunca las
hubo, porque jamás brazo alguno de mar llegó hasta allí.

Figura 19. Louis Agassiz fue un gran científico que descubrió la existencia de las grandes glaciaciones en el
pasado. Pero se mantuvo inflexible en la defensa del creacionismo hasta el día de su muerte, y sostenía que
había varias especies humanas.
Las vidas de Darwin y de Louis Agassiz tomaron a partir de entonces caminos muy
diferentes. El científico suizo que tan brillantemente había derrotado a Darwin en el
campo de la Geología se trasladó a Estados Unidos, tomando posesión de una cátedra
de Zoología y Geología en la Universidad de Harvard (donde fundó el Museo de
Zoología Comparada). Desde ella combatió hasta el fin de sus días el evolucionismo,
convirtiéndose en el último momento casi en una rareza entre los grandes científicos.

Después de que Darwin publicara El origen, Agassiz intentó demostrar que la


glaciación había afectado a la totalidad del planeta, bajando el hielo desde la cordillera
andina hasta el Amazonas, a donde el suizo-americano viajó para encontrar las pruebas.
A la vuelta se manifestó convencido de que toda América había estado cubierta con un
escudo de hielo continuo, de modo que ninguna especie del Terciario, o más tardía, que
fuera anterior a la glaciación habría podido sobrevivir hasta los tiempos actuales. Tan
terrible enfriamiento global habría destruido toda forma de vida, haciendo imposible la
evolución de las especies que defendía Darwin. Por eso Agassiz había afirmado en la
Academia Nacional de la Ciencias de Estados Unidos que «en consecuencia, esto es el
fin de la teoría de Darwin».

En una carta de Darwin a Lyell de principios de septiembre de 1866 le comenta:

Me gustó mucho leerlo [un artículo de Agassiz de ese año], aunque básicamente como
una curiosidad psicológica. Le sigo totalmente en considerar a Agassiz loco con los
glaciares. Sus pruebas se reducen a supuestas morrenas que son difíciles de identificar
en un terreno cubierto de bosque; y con respecto a los bloques erráticos, no se dice que
sean angulares (como tendrían que ser) y su área fuente no se puede conocer en un país
tan escasamente explorado. Cuando estuve en Río, me llamó continuamente la atención
la profundidad (algunas veces de 100 pies) hasta la cual las rocas graníticas se
descomponían in situ y que su textura blanda fácilmente daría lugar a grandes
acumulaciones aluviales. Recuerdo bien lo difícil de trazar una línea entre los materiales
aluviales y la roca descompuesta in situ. ¡Qué espléndida imaginación tiene Agassiz! ¡Y
qué entusiasta es! ¡Qué gran obra podría haber hecho si se hubiera nutrido de sus
Principios [el libro de Lyell] con la leche de su madre! Es maravilloso que haya escrito tal
insensatez sobre los valles del Amazonas.

Por otro lado, Agassiz defendió el poligenismo o creación separada de las diferentes
razas humanas, que serían equivalentes a especies. El poligenismo no era una idea muy
popular entre los seguidores de la Biblia, porque en el Libro sólo se habla de una pareja
original, Adán y Eva. Pero Agassiz, que no había tenido tratos con los negros en
Europa, sufrió un choque emocional cuando entró en relación con ellos en América.
Stephen Jay Gould, en su famoso libro La falsa medida del hombre, reproduce unos
párrafos esclarecedores de una carta de Agassiz a su madre, de diciembre de 1846, que
no se había publicado en su integridad antes (porque estas líneas fueron censuradas por
su esposa en la recopilación Life and Letters):

Fue en Filadelfia donde estuve por primera vez en contacto prolongado con los negros;
todos los criados de mi hotel eran hombres de color. Apenas puedo expresarte la
penosa impresión que me produjeron, sobre todo porque lo que sentí es contrario o
todas nuestras ideas acerca de la confraternidad del género humano y el origen único
de nuestra especie. Pero lo único que cuenta es la verdad. Sin embargo sentí piedad al
contemplar a esta raza degradada y degenerada, y me llené de compasión al pensar en
su destino, si es que son realmente hombres. Sin embargo, no puedo evitar la impresión
de que no tienen la misma sangre que nosotros. Al ver sus negros rostros, con esos
labios gruesos y la mueca de sus dentudas bocas, la lana de su cabeza, las piernas
torcidas, las manos alargadas, sus grandes uñas arqueadas y, sobre todo, el color lívido
de la palma de sus manos, no pude dejar de clavar mis ojos en su rostro para indicarles
que se mantuvieran bien lejos.

Agassiz pensaba también que eran inferiores mentalmente, infantiles podría decirse,
y no debían educarse como los niños blancos. En la vida social, Agassiz predicaba la
segregación y esperaba que los negros se fueran a vivir al Sur, cuyo clima se
correspondía mejor con el del lugar en el que fueron creados. Sobre todo le aterraba que
se mezclaran las sangres.

En 1871, Darwin publicaba El origen del hombre. En él defendía un origen único para
la especie humana, y además por evolución[7].
IV. LA PRADERA ENSANGRENTADA

Darwin paleontólogo

Figura 20. «El gaucho es invariablemente atento, educado y hospitalario […] es modesto, pero tiene un gran
sentido de la propia dignidad y de la de su país, y al mismo tiempo es muy valiente y corajudo». C. Darwin.
Diario.

Darwin ha pasado también a la historia de la literatura de viajes, como su admirado


Humboldt, por la crónica de su aventura con el Beagle. En el barco leía un ejemplar de
Personal Narrative, que llevaba esta dedicatoria: «J. S. Henslow, a su amigo C. Darwin,
con ocasión de su marcha de Inglaterra para emprender un viaje alrededor del mundo.
21 de septiembre de 1831». Humboldt sin duda le sirvió de modelo, pero el Diario del
viaje de un naturalista alrededor del mundo(3) es también un libro inmortal y muy leído,
una obra maestra del género viajero. La edición que yo cito a continuación es la clásica
de Calpe de 1921, traducida por Juan Mateos y revisada con todo cuidado por J. Dantín
Cereceda, un importante geógrafo español de la época. La primera versión del Diario la
terminó Darwin en el verano de 1837 y se publicó en 1839, como tercer tomo de una
obra de conjunto sobre los dos viajes del Beagle a Sudamérica. En 1845 salió una
segunda edición revisada (la que uso aquí) que tuvo una extraordinaria acogida de
público, algo de lo que Darwin siempre se sentiría muy orgulloso.

En 1845 me esmeré en la corrección de una nueva edición de mi Journal of Researches que


había sido publicado originalmente en 1839 como parte del trabajo de FitzRoy. El éxito
de este mi primer producto literario cosquillea siempre en mi vanidad más que el de
cualquier otro de mis libros. Aún hoy día se vende continuamente en Inglaterra y en
Estados Unidos, y ha sido traducido al alemán por segunda vez, al francés y a otros
idiomas. Este éxito de un libro de viajes, y especialmente de un libro científico, tantos
años después de su primera publicación, es sorprendente. En Inglaterra se han vendido
diez mil ejemplares de la segunda edición.

Es muy significativo a quién y por qué le dedica el libro:

A Charles Lyell, con hondo reconocimiento, se dedica esta segunda edición, en


homenaje a la parte principal que, en orden al posible mérito de este diario y demás
obras del autor, se debe al estudio de sus conocidísimos y admirables Principios de
geología.

El viaje le cambió la vida, como el encuentro con Henslow y Sedgwick, o el libro de


Lyell, pero en realidad, porque son muchos los que viajan, asisten a clases o leen, sólo
hizo que saliera a la superficie lo que él llevaba dentro.

El Diario es un libro que se lee con placer porque está lleno de contenidos, de
naturaleza y de gentes, y Darwin sabía escribir; después de todo, puede que le resultara
útil su formación clásica de la escuela de Shrewsbury. No hace demasiadas concesiones
al lirismo, aunque sus descripciones de la naturaleza son a menudo muy bellas; se nota
que el autor tenía un espíritu sensible. A mí me gusta especialmente la impresión que le
causó el inacabable paisaje de la Patagonia; yo sentí lo mismo cuando estuve allí,
siguiendo sus pasos:

No se veía un árbol, y apenas algún cuadrúpedo o ave; únicamente el guanaco aparecía


en la cima de algún cerro, velando como fiel centinela por su rebaño. Todo era silencio y
desolación. Sin embargo, al pasar por regiones tan yermas y solitarias, sin ningún objeto
brillante que llame la atención, se apodera del ánimo un sentimiento mal definido, pero
de íntimo gozo espiritual. El espectador se pregunta por cuántas edades ha
permanecido así aquella soledad, y por cuántas más perdurará en este estado.

Nadie puede decirlo…; todo parece ahora eterno.

El desierto tiene una lengua misteriosa,

que sugiere terribles dudas.

(None can replay — all seems eternal now.


The wilderness has a mysterious tongue,

Which teaches awful doubt).

Shelley, «Mont Blanc»

En su juventud, Darwin disfrutaba mucho con la poesía:

Por aquel entonces me deleitaba muchísimo la poesía de Wordsworth y Coleridge y


puedo alardear de haber leído La excursión entera dos veces. Anteriormente, El Paraíso
perdido de Milton había sido mi principal favorito, y, cuando en las exclusiones que hice
durante mi viaje en el Beagle podía llevar un solo libro conmigo, siempre escogía el de
Milton.

En eso también cambió mucho con los años el carácter de Darwin, y al final de sus
días se lamentaba de haber perdido su sensibilidad para el arte.

Figura 21. Darwin y Owen creyeron equivocadamente que el fósil Macrauchenia patachonica era un lejano
pariente de gran tamaño de los camélidos sudamericanos como el guanaco o la llama.

Pero volvamos a la mocedad y al viaje. Darwin se fijó en las faunas fósiles, tan
peculiares, de Sudamérica, y su parentesco con las actuales, no menos originales. Algo
tenía que ver el pasado con el presente de la región. La explicación estaba,
efectivamente, en la descendencia con modificación:
En Puerto San Julián, en un légamo rojo que cubre la grava de la llanura, de 27 metros
de altitud, encontré medio esqueleto del Macrauchenia patachonica, notable cuadrúpedo,
tan grande como un camello. Pertenece a la misma división o grupo de los
Paquidermos, junto con el rinoceronte, tapir y Paloeotherium, pero en la estructura de los
huesos de su largo cuello ofrece una evidente relación con el camello, o más bien con el
guanaco y llama. Del hecho de haberse hallado conchas marinas recientes en dos de las
más altas llanuras escalonadas, que deben de haberse modelado y levantado antes de
que se depositara el légamo en que quedó sepultado el Macrauchenia, se colige con
certeza que este curioso cuadrúpedo vivió mucho tiempo después de haber estado
poblado el mar por sus conchas actuales. En un principio no podía comprender cómo
un cuadrúpedo tan corpulento había hallado manera de subsistir en la latitud 49º 15’, en
estas desoladas llanuras de grava, con su raquítica vegetación; pero la afinidad del
Macrauchenia con el guanaco, que ahora habita en las regiones más estériles, explica en
parte esta dificultad.

La relación, aunque lejana, entre el Macrauchenia y el guanaco, entre el Toxodon y el


Capybara; el parentesco, más estrecho aún, entre muchos Desdentados extintos y los
vivientes perezosos, hormigueros y armadillos, hoy tan eminentemente característicos
de la zoología sudamericana, y las afinidades, mucho más acentuadas que las
anteriores, entre las especies, fósiles y vivientes, del Ctenomys e Hydrochoerus,
constituyen los hechos más interesantes. Todas esas relaciones se patentizan
maravillosamente —tan maravillosamente como las que existen entre los marsupiales
de Australia, fósiles y extintos— en la gran colección, últimamente llevada a Europa, de
las cuevas del Brasil, por los señores Lund y Clausen. En dicha colección se cuentan
especies extintas de todos los treinta y dos géneros, excepto cuatro, de los cuadrúpedos
terrestres que ahora habitan las comarcas donde se hallan las cuevas, y las especies
extintas son mucho más numerosas que las vivientes de hoy; hay hormigueros,
armadillos, tapires, pecaríes, guanacos, zarigüeyas, junto con numerosos roedores,
monos y otros animales sudamericanos, todos fósiles. Esta admirable relación, en el
mismo continente, entre las especies muertas y las vivas ha de arrojar de aquí en adelante
—no lo dudo— más luz [la cursiva es mía] sobre el aspecto exterior(4) de los seres
orgánicos en nuestro planeta y sobre su desaparición que cualquier otra clase de hechos.

Si se coteja la segunda edición del Diario (que es la que acabamos de leer) con la
primera, se observan diferencias de lo más interesantes. En la época en que Darwin
escribió el primer texto, en el verano de 1837, ya revoloteaban por su cabeza las ideas
evolucionistas desde marzo de aquel año. Para cuando se publicó el Diario, en 1839,
había leído a Malthus (en los últimos días de septiembre y primeros de octubre de 1838)
y concebido la idea de la selección natural. Pero nada de esto se trasluce (o por lo menos
no es evidente) en el libro. La edición de 1845 se revisó meses después de que Darwin
hubiera escrito (en 1844) un largo ensayo de 230 páginas con toda su teoría de la
evolución por medio de la selección natural ampliamente desarrollada. Y es en esta
segunda edición donde se atisban sus ideas evolucionistas, aunque en ningún caso se
lleguen a expresar (sólo las conocían unos pocos íntimos por entonces). Pero nosotros
podemos interpretar los cambios que hizo en el Diario por el afán de eliminar lo que le
parecía ya incorrecto y quizá también de expresar, aunque fuera de forma encubierta,
su pensamiento «transformista», que pugnaba por salir al exterior. De lo que no cabe
duda es de que Darwin ya sabía la contestación que iba a dar a las preguntas que el
libro planteaba.

En la edición de 1839 Darwin escribe:

La ley de la sucesión de tipos, aunque sujeta a algunas notables excepciones, debe tener
el máximo interés para todo filósofo natural [científico se dice ahora], y fue primero
observada claramente en Australia, donde se descubrieron en una cueva fósiles de
canguros extinguidos de gran talla y de otros marsupiales.

Para 1845 ya se han producido los descubrimientos de las cuevas de Brasil, que no
aparecen en la primera edición. La curiosa «ley de sucesión de tipos» se reformula en la
segunda edición como «la admirable relación, en el mismo continente, entre las especies
muertas y vivas». Y a continuación utiliza la expresión «arrojar más luz» (throw more
light), que parece anunciar algo, como si fuera a completar el razonamiento en el futuro.
Y así lo hizo en El origen de las especies, donde, curiosamente, la misma expresión vuelve
a aparecer, indicando también, crípticamente, que hablaría algún día extensamente
sobre otra cuestión: «Light will be thrown on the origin of man and his history». Pero
esta vez fueron muchos los lectores que supieron hacia dónde apuntaba: al origen del
hombre por transformación de especies desaparecidas. Ahora volvamos a América:

Es imposible reflexionar sobre el cambio que se ha realizado en el continente americano


sin sentir el más profundo asombro. En remotas épocas, América debe de haber sido un
hervidero de grandes monstruos; ahora no hallamos más que pigmeos, cuando se los
compara con las razas afines que los han precedido. Si Buffon hubiera tenido noticia del
perezoso gigante y de otros animales parecidos al armadillo, también de tamaño
enorme, así como de los paquidermos desaparecidos, habría podido decir que las
fuerzas creadoras de América han perdido su poder; afirmación más verosímil que la
de que no lo tuvieron nunca sino en corto grado. El mayor número, si no todos, de estos
cuadrúpedos extintos vivió en un período reciente y fueron contemporáneos de las más
de las conchas marinas que hoy existen. Desde que ellos vivieron no se ha efectuado
ningún gran cambio en la forma del país. ¿Cuál ha sido, pues, la causa que ha
exterminado tantas especies y todos los géneros? El ánimo se siente arrastrado desde
luego irresistiblemente a suponer algún gran cataclismo; mas para destruir así tantos
animales, grandes y pequeños, en el sur de Patagonia, en Brasil, en la Cordillera del
Perú, en Norteamérica hasta el examen de la geología de La Plata y Patagonia conduce a
la creencia de que todos los rasgos del país provienen de cambios lentos y graduales.

Si la geología no mostraba la existencia de ninguna catástrofe, ¿cómo se podía


entender una extinción tan rápida, tan masiva y tan extendida geográficamente como la
de los grandes mamíferos de los dos continentes americanos? La aplicación del
actualismo de Lyell (las cosas han sido siempre como son ahora) al terreno de la
biología tropieza con un serio obstáculo en este caso, y bien lo sabía Darwin cuando
expresaba que «el ánimo se siente arrastrado desde luego irresistiblemente a suponer
algún gran cataclismo», es decir, a abandonar a Lyell y abrazar a Cuvier.

Juzgando por el carácter de los fósiles en Europa, Asia, Australia y las dos Américas,
del Norte y del Sur, parece que las condiciones favorables a la vida de los mayores
cuadrúpedos coexistieron últimamente en todo el mundo. Qué condiciones fueron ésas,
nadie ha podido ni siquiera conjeturarlas hasta ahora. Difícilmente cabe atribuirlo a un
estrecho de Bering, sería menester sacudir el globo entero. Fuera de eso, cambio de
temperatura, que casi al mismo tiempo destruyera los habitantes de latitudes tropicales,
templadas y árticas en ambos hemisferios. Por Mr. Lyell sabemos positivamente que en
Norteamérica vivieron grandes cuadrúpedos con posterioridad al período en que los
cantos erráticos fueron transportados a latitudes donde ahora no llegan nunca los
icebergs; podemos tener por cierto, por razones concluyentes, aunque indirectas, que en
el hemisferio meridional el Macrauchenia también vivió mucho después del período del
transporte glaciar de cantos erráticos. ¿Es que el hombre, después de su incursión
primera en Sudamérica, destruyó, como se ha sugerido, el indómito y pesado
Megatherium y los otros Desdentados? Al menos, debemos buscar otra causa por lo que se
refiere a la destrucción del pequeño tucutuco en Bahía Blanca y de muchos ratones
fósiles y otros pequeños cuadrúpedos en Brasil. A nadie le pasará por las mientes que
una sequía, aun suponiéndola mucho más terrible que las causantes de estos estragos en
las provincias de La Plata, sea capaz de destruir todos los individuos de las diversas
especies desde la Patagonia meridional hasta el estrecho de Bering. Y ¿qué diremos de
la extinción del caballo? ¿Es que faltaron pastos en las llanuras recorridas de entonces
acá por millares y cientos de millares de caballos descendientes de los introducidos por
los españoles? ¿Acaso las especies introducidas posteriormente consumirían los
alimentos de las grandes razas anteriores? ¿Podemos creer que el Capybara se apropió la
comida del Toxodon, el guanaco la del Macrauchenia, y los pequeños desdentados
existentes la de sus numerosos prototipos gigantescos? Ciertamente, en la larga historia
del mundo no hay un hecho tan sorprendente como el de los amplios y repetidos
exterminios de sus habitantes.
Darwin se equivoca al creer que el Macrauchenia, mamífero extinguido de largo
cuello, era un pariente de los actuales camélidos sudamericanos(5), como el guanaco; ni
tampoco el Toxodon, del tamaño de un rinoceronte, tenía que ver con el capibara, el
roedor más grande del mundo. Pero sus razonamientos son en general muy atinados.
Todavía hoy nos preguntamos cuál es la causa de la extinción de la gran fauna
americana, que se produjo en todo el continente, de Norte a Sur, hacia el final de la
última glaciación. Unos opinan que fue la llegada del hombre a América, que tuvo lugar
por esas fechas. Al encontrarse con una megafauna que no había evolucionado con él, y
no conocía por tanto al cazador bípedo que mata a distancia, le fue fácil acabar con ella.
Animales tan lentos como los perezosos gigantes no podrían escapar de los venablos de
los primeros amerindios. Pero incluso hasta el último de los caballos desapareció. Otros
autores piensan que fue el cambio del clima, con el deshielo, lo que alteró los medios e
hizo que se desmoronase la pirámide ecológica, desapareciendo los herbívoros más
grandes, y con ellos los carnívoros más poderosos[8].

LA JOYA DEL MUSEO DE CIENCIAS NATURALES

Figura 22. Zarigüeya: un marsupial americano.

Durante muchos millones de años, Sudamérica fue una gigantesca isla, como una alargada Australia. Los
mamíferos que habitaban allí evolucionaban por separado de los del resto del mundo. Había marsupiales,
algunos de los cuales todavía subsisten, como las zarigüeyas. Es más, los depredadores eran marsupiales, con
su bolsa para las crías, igual que los canguros. Pero también había muchos mamíferos con placenta. El
aislamiento sudamericano cesó cuando se levantó el istmo de Panamá, hace unos tres millones de años.
Entonces se produjo un intercambio de faunas entre el norte y el sur y muchos mamíferos sudamericanos
desaparecieron. Todos los carnívoros actuales (como el jaguar) son placentados. Pero todavía hoy existe un
grupo de mamíferos «muy raros», que no se encuentra en ninguna otra parte. Son los desdentados: los osos
hormigueros, los perezosos y los armadillos (los dos últimos tienen dientes, aunque simplificados). Cuando
llegaron los indios, desde Asia, hace unos 13 000 años, se encontraron con los actuales desdentados y también
con unos parientes suyos de enorme tamaño: los megaterios (con pelo como los perezosos) y los gliptodontes
(acorazados como los armadillos). No se sabe si los amerindios tuvieron que ver con su desaparición, aunque
desde luego los cazaban. Otros muchos grandes mamíferos placentados desaparecieron en aquel tiempo en las
dos Américas, quizá por culpa del hombre, tal vez a causa del cambio climático que se produjo: era el final de
la última glaciación.

Los desdentados fósiles tuvieron una gran importancia en la forja de las ideas evolucionistas de Darwin, y
le dieron mucho que pensar. Geológicamente parecían muy modernos, representaban una fauna gigante
misteriosamente desaparecida y eran familia de las especies actuales. Antes de su reciente extinción,
Sudamérica no tenía nada que envidiar, en cuanto a grandes mamíferos, a las praderas africanas. Hoy día sólo
quedan sus pequeños primos. Así que los desdentados fósiles le obligaban a preguntarse el porqué de las
extinciones, las relaciones entre las especies actuales y las fósiles, y la causa de la distribución de las faunas del
planeta.

En Bahía Blanca, concretamente en Punta Alta, Darwin ejerció por primera vez de paleontólogo de
mamíferos en septiembre de 1832. En el Diario describe la estratigrafía del yacimiento y los huesos que se
encuentran en él. Fósiles que, por cierto, fueron estudiados por Richard Owen, entonces colaborador de
Darwin y más tarde uno de los más encarnizados oponentes de la teoría de la evolución. Los restos de los
mamíferos se encuentran junto a conchas de especies que todavía existen, de donde se deduce que «vivieron
cuando el mar estaba poblado por la mayor parte de los habitantes que hoy tiene». Los fósiles se encuentran a
pocos metros (de cuatro a seis) del nivel del mar en la pleamar, dice Darwin, luego la elevación del país ha sido
pequeña desde entonces. Muchos geólogos de la época, que estaban muy lejos de imaginar la deriva de los
continentes y la tectónica de placas que la origina, suponían que se producían movimientos verticales en la
corteza terrestre que tenían gran poder explicativo. Así se entendía que aparecieran animales marinos a
grandes altitudes. No se debía a la subida del nivel del mar, sino al ascenso del continente. Darwin, siguiendo a
Lyell, creía que esos movimientos eran lentos, imperceptibles, en comparación con la duración de la vida
humana, pero importantes a la escala de tiempo geológico. Ése es el principio del actualismo (6). Darwin
encontró en Argentina las pruebas, geológicas y paleontológicas, de una elevación del terreno lenta, pero de
una extensión enorme.

El primer gran mamífero fósil cuyo esqueleto se montó completo en el mundo es el del Museo de Ciencias
Naturales de Madrid (Megatherium americanum). Fue descubierto en 1785 en el Río Luján y enviado al Real
Gabinete de Historia Natural de Madrid por el virrey del Río de la Plata, el marqués de Loreto, en 1788. El Real
Gabinete estaba entonces en la calle de Alcalá y compartía el edificio con la Real Academia de Bellas Artes de
San Fernando, que sigue allí. El ejemplar se hizo muy famoso internacionalmente porque Cuvier se ocupó de
él. Darwin lo menciona en una carta de 1832 a su hermana Caroline: «He encontrado partes de la curiosa
coraza ósea que se atribuye al megaterio; como los únicos ejemplares existentes en Europa están en Madrid
(enviados en 1798 desde Buenos Aires), solamente esto basta para compensar algunos momentos de
cansancio». Pero se equivoca en la fecha (por diez años) y en el animal. Lo que él había descubierto era un
gliptodonte (con su coraza de placas de hueso) y no un megaterio como el de Madrid. De todos modos, la sala
del Museo de Ciencias Naturales es un magnífico lugar para homenajear a Darwin (y la mejor manera de
honrar a un científico es la de preguntarse en qué acertó y en qué se equivocó). Otro espléndido marco para la
celebración del bicentenario del nacimiento y del sesquicentenario de El origen de las especies es la Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando. Allí hay una inscripción en piedra sobre la puerta de entrada que
me entusiasma: Carolus III Rex/Naturam et artem sub uno tecto/In publicam utilitatem consociavit. El Rey don Carlos
III unió bajo un mismo techo a las ciencias naturales y a las artes para utilidad pública [9].
Lo que Darwin vio en Sudamérica y lo que vio el capitán FitzRoy fue casi lo mismo, pero su interpretación
fue completamente diferente. Mientras ascendían el río Santa Cruz ambos observaban la geología, porque los
dos tenían un gran interés en ella. Comentaban como amigos lo que se les ofrecía a la vista y estaban de
acuerdo. A la vuelta del viaje, en Inglaterra, se pusieron manos a la obra de publicar las observaciones de los
dos viajes del Beagle, que vieron la luz a principios del verano de 1839 en forma de tres libros (y un cuarto tomo
de apéndices). El primero correspondía al capitán Phillip Parker King y trataba de los viajes por Sudamérica de
los navíos de su majestad Adventure y Beagle entre 1826 y 1830. King era el jefe de la expedición y el Beagle había
sido mandado, primero por Pringle Stokes y, tras dispararse un tiro en la cabeza, por FitzRoy. Como King vivía
en Australia, le tocó a FitzRoy poner en orden el material de King, el de Stokes y el propio. El segundo
volumen trataba del segundo viaje del Beagle y lo escribió íntegramente FitzRoy. El tercero, Journal and Remarks,
1832-1836, era el de Darwin. Los volúmenes se vendían por separado, y fue el tercero el único que tuvo éxito,
tanto que el editor Henry Colburn hizo una nueva tirada en el mes de agosto, con el título Journal of Researches
into de Geology and Natural History of the Various Countries Visited by the H. M. S. Beagle Under the Command of
Captain FitzRoy, R. N. From 1832 to 1836 [10].

FitzRoy leyó el manuscrito de Darwin antes de publicarse y su contenido le enfureció. Su mente había
cambiado mucho entre tanto y se había vuelto un firme creyente en la literalidad de la Biblia. Así que expresó
sus opiniones al respecto de la Geología en el capítulo final del segundo volumen, el que había escrito sobre la
circunnavegación del Beagle. Lleva por título «Unas pocas notas en referencia al Diluvio».

He sufrido mucho en estos años por una inclinación a dudar, si no a negar, la historia revelada escrita por
Moisés. Sabía tan poco de ese libro, o de la manera tan estrecha en que el Viejo Testamento está relacionado con
el Nuevo, que imaginé que algunos hechos allí relatados podían ser fabulosos o mitológicos, mientras creía
sinceramente en la verdad de otros; un vaivén de opiniones que sólo podía producir un vacilante y, por tanto,
infeliz estado mental. […] Gran parte de mi insatisfacción se debía a haber leído libros escritos por gente de la
escuela de Voltaire, y de geólogos que contradicen, implícitamente, si no declaradamente, la autenticidad de
las Escrituras, antes de que tuviera conocimiento del libro que tan imprudentemente rebaten. […] Mientras
estaba desviado por ideas escépticas y conociendo muy poco de la Biblia, uno de mis comentarios a un amigo
[¿quién podría ser si no Charles Darwin, que viajaba, precisamente, para darle amistad al capitán?] al cruzar
vastas praderas (las márgenes del río Santa Cruz) compuestas de cantos rodados estratificados en depósitos
detríticos cuaternarios de algunos cientos de pies de profundidad, fue «esto no lo habría podido haber hecho
nunca un diluvio de cuarenta días», una expresión que indica el desvarío de la mente y la ignorancia de la
Escritura.

Eso era, literalmente, lo que pensaba Darwin, que los potentes depósitos de cantos no los podía haber hecho
un Diluvio, sino el mar, y que luego se habían levantado, siguiendo la idea de Lyell de que los diversos bloques
que forman la corteza de la Tierra suben muy lentamente, de forma imperceptible para el ser humano. Darwin
llevó aún más lejos esa mecánica geológica: cuando bajan los bloques, y se hunde el fondo del mar, se forman
los atolones de coral, en la lucha de estos organismos coloniales por no alejarse de la superficie.

A propósito de las formaciones geológicas de la llanura del río Santa Cruz, Darwin dice en su Diario:

Los geólogos de hace años habrían hecho intervenir la acción violenta de algún cataclismo, pero se pueden
explicar por causas físicas como las actuales, aunque debemos confesar que aturde pensar en el número de
años, centuria tras centuria, que han debido necesitar las mareas, sin ayuda de una fuerte resaca, para arrasar
un área tan vasta y el espesor de la sólida lava basáltica.

Cuando remontaban el río Santa Cruz, hacia los Andes, Darwin le iba convenciendo a su capitán de las
teorías que había leído a bordo del Beagle en los Principios de geología de Lyell, un libro que el propio FitzRoy le
había regalado. Una vez en casa, FitzRoy prefirió el relato bíblico, y trató de hacerlo compatible con las
observaciones de campo en su propia versión de la geología del viaje.

Sus caminos se habían separado para siempre, y en sentidos opuestos. Darwin, el recién licenciado y
acompañante sin sueldo del capitán del Beagle, avanzaba hacia la gloria, y el brillante y prometedor marino
FitzRoy se dirigía hacia el declive de su carrera. En la reunión de la Asociación Británica para el Avance de las
Ciencias de 1860 en Oxford, FitzRoy leyó un trabajo, Tormentas Británicas, el 29 de junio. Al día siguiente se
produjo el famoso debate entre Huxley y el obispo Wilberforce. FitzRoy, en uniforme de contraalmirante, en
pie y moviendo la Biblia sobre su cabeza, trataba de hacerse oír en la algarabía que siguió a la intervención de
Huxley. Su esfuerzo resultaba patético. Cinco años más tarde se rebanaba el cuello con su navaja de afeitar.

En el laboratorio de la evolución

Los días que el Beagle pasó en las Galápagos[11] fueron igualmente decisivos para que, a
la vuelta del viaje, Darwin cambiara su visión fijista de las especies y adoptara la
descendencia con modificación, hasta el punto de que las Galápagos son hoy
mundialmente famosas como un «laboratorio natural de la evolución» (una expresión
que ha hecho fortuna, aunque todas las islas tienen algo de eso, ya que en condiciones
de aislamiento pueden evolucionar formas que no tendrían posibilidades en el
continente):

Hasta ahora no he indicado el rasgo más notable de la Historia Natural de este


archipiélago, y es que las diferentes islas, en una extensión considerable, están
habitadas por conjuntos diferentes de seres. El vicegobernador, Lawson, me llamó la
atención sobre este hecho, manifestándome que había notables diferencias entre las
tortugas de las diversas islas, y que podía discernir con toda seguridad la isla de donde
procedía cada una. Por algún tiempo no presté gran atención a este aserto, y ya había
mezclado en parte las colecciones de dos islas. Nunca pude figurarme que unas islas
separadas por cincuenta o sesenta millas de distancia, y la mayor parte a la vista unas
de otras, formadas precisamente de las mismas rocas, gozando de un clima idéntico, y
que se levantan casi a la misma altura, estuvieron pobladas por seres orgánicos
diferentes; pero pronto veremos que así sucede. Parece signo adverso de casi todos los
viajeros tener que salir precipitadamente de una localidad en cuanto han descubierto lo
más interesante que hay en ella; sin embargo, quizá debo dar gracias porque obtuve
suficientes materiales para establecer este hecho notable en la distribución de los seres
orgánicos. […] Los habitantes, como he dicho, se precian de saber distinguir las tortugas
procedentes de las diferentes islas, y aseguran que no sólo se diferencian en el tamaño,
sino en otros caracteres. El capitán Porter ha descrito las de Charles y las de Hood, que
es la más próxima a ella, diciendo que sus espaldares son gruesos y vueltos hacia arriba,
como una silla de montar española, mientras que las tortugas de la isla de James se
distinguen por ser más redondas, negras, y por tener un sabor más agradable después
de cocidas. Sin embargo, Mr. Bibron me participa que ha visto lo que considera dos
especies distintas de tortugas, procedentes de las Galápagos, aunque ignora de qué
islas. Los ejemplares traídos por mí a Inglaterra, cogidos de tres islas, eran jóvenes, y
probablemente debido a esta causa ni Mr. Cray ni yo logramos descubrir en ellas
ninguna diferencia específica. He observado que el Amblyrhynchus marino era mayor en
la isla de Albemarle que en otras partes, y el citado Mr. Bibron me notifica que conoce
dos distintas especies acuáticas de este género; de modo que las diferentes islas tuvieron
probablemente sus especies representativas o razas de Amblyrhynchus, así como de
tortugas. La primera vez que este hecho provocó mi atención fue cuando al comparar
los numerosos ejemplares de sinsontes o pájaros mimos que había cazado en diversos
puntos, con gran asombro descubrí que todos los de la isla Charles pertenecían a una
especie (Mimus trifasciatus); todos los de Albemarle, al M. parvulus, y todos los de James
y Chatham —entre las que hay interpuestas otras dos islas, como para enlazarlas—, al
M. melanotis. Estas dos últimas especies son muy afines, y algunos ornitólogos las
consideran como razas o variedades muy marcadas, pero el M. trifasciatus es
enteramente distinto.

Luego fueron los sinsontes, y no los pinzones, los pájaros que pusieron a Darwin
sobre la pista de la sorprendente diversidad insular de las Galápagos.

Figura 23. Amblyrhynchus cristatus. Iguana marina de las Galápagos, que Darwin encontró en todas las islas del
archipiélago, a diferencia de la iguana terrestre.

Por desgracia la mayoría de los ejemplares de la tribu de los picogordos [pinzones, finch
tribe] estaban todos mezclados; pero tengo poderosas razones para suponer que algunas
especies del subgrupo Geospiza viven confinadas en islas separadas. Si cada una de éstas
tiene sus representantes especiales de Geospiza, esto ayudaría a explicar el grandísimo
número de especies de dicho subgrupo en un archipiélago tan pequeño y, como
probable consecuencia del número, la serie perfectamente graduada en el tamaño de
sus picos. Se logró adquirir dos especies del subgrupo Cactornis y dos del Camarhynchus
en el archipiélago, y de los numerosos ejemplares de estos dos subgrupos cazados por
cuatro colectores en la isla de James se vio que todos pertenecían a alguna especie de las
primeras, mientras que los numerosos ejemplares muertos a tiros, bien en Chatham,
bien en Charles (porque todos estaban mezclados), pertenecían a las otras dos especies;
de donde podemos estar seguros de que dichas islas poseen especies representativas de
estos dos subgrupos. En cuanto a las conchas terrestres, esta ley de distribución no
parece cierta. En mi reducida colección de insectos, Mr. Waterhouse halla que entre los
rotulados con su respectiva localidad no hay ninguno común a las dos islas.

Darwin no fue plenamente consciente de la diversidad biológica de las islas


Galápagos hasta la vuelta de su viaje, pese a lo que le había contado Lawson acerca de
la especificidad de las tortugas. Por falta de cuidado, al no saber de su importancia, el
joven naturalista había mezclado en su colección especímenes de diferentes
procedencias, de modo que la variación insular no era evidente una vez en casa.
Entonces resultó providencial la intervención de John Gould, el ornitólogo que se
encargó del estudio de las aves cazadas durante la travesía del Beagle. Fue él quien de
verdad se dio cuenta de que había diferentes especies de pájaros en las distintas islas
Galápagos. Para comprobar que cada una de ellas pertenecía a una isla en particular,
Darwin visitó al capitán FitzRoy, quien tenía su propia colección de ejemplares, en la
primavera de 1837. Tomaron el té y discutieron. El carácter de FitzRoy se había agriado
considerablemente. «Alguna parte de su cerebro necesita un arreglo», le escribió
Darwin a Lyell. Pese a todo, FitzRoy cedió los ejemplares y Darwin se quedó
preguntándose por qué los pinzones se repartían las islas.

La distribución de los vivientes de este archipiélago no sería tan sorprendente si, por
ejemplo, una isla tuviese un pájaro burlón y otra isla algún otro género algo distinto; si
una isla poseyera su género peculiar de lagartos y una segunda otro distinto, o ninguno;
o si las diferentes islas estuvieran habitadas no por especies representativas de los
mismos géneros de plantas, sino por géneros totalmente distintos, como hasta cierto
punto sucede, pues un gran árbol que produce bayas en la isla de James no tiene especie
que lo represente en la isla de Charles. Pero lo que hace subir de punto mi asombro es
que varias de las islas poseen sus peculiares especies de tortugas, sinsontes o burlones,
picogordos, junto con numerosas plantas, y que estas especies tienen los mismos
hábitos generales; ocupan sitios análogos y llenan sin duda los mismos fines en la
economía natural de este archipiélago. Puede sospecharse que algunas de estas especies
representativas de las diversas islas, al menos en el caso de la tortuga y de algunas aves,
han de resultar, en fin de cuentas, razas bien caracterizadas; pero esto mismo ofrece un
interés igualmente grande para el naturalista. He dicho que la mayor parte de las islas
están a la vista unas de otras, y puedo puntualizar que la de Charles dista sólo
cincuenta millas de la parte más próxima de Chatham y treinta y tres de la parte más
cercana de Albemarle. La isla de Chatham está a sesenta millas de la parte más vecina
de la isla de James; pero hay entre ellas dos islas intermedias que no visité. James está
solamente a diez millas de la parte más próxima de la isla de Albemarle; pero los sitios
en que se hicieron las colecciones están a la distancia de treinta y dos millas. Debo
repetir que ni la naturaleza del suelo, ni la altura del mismo, ni el clima, ni el carácter
general de los seres asociados, ni, por tanto, su acción recíproca, pueden diferir mucho
en las diversas islas. Si existe alguna diferencia apreciable en su clima, debe de ser entre
el grupo de barlovento —esto es, islas de Charles y Chatham— y el de sotavento; pero,
según parece, no se nota la diferencia correspondiente en las producciones de estas dos
mitades del archipiélago.

Tal vez arroje alguna luz sobre el peculiar carácter de las producciones vegetales y
animales de las diversas islas, y es el único dato que puedo aportar para explicarlo, la
circunstancia de que estuvieran aisladas las islas septentrionales y meridionales por
corrientes marinas que se dirigieran al O o al ONO; de hecho, entre las islas del Norte se
ha observado una gran corriente Noroeste, que sin duda establece una separación eficaz
entre James y Albemarle. Como el archipiélago está exento de huracanes y fuertes
vientos en grado excepcional, no es verosímil el traslado atmosférico de aves, insectos o
semillas ligeras de unas islas a otras. Y, por último, la inmensa profundidad del océano
entre las islas y su origen volcánico, al parecer reciente (en sentido geológico), hace en
extremo improbable que hayan estado nunca unidas; y ésta acaso es una consideración
mucho más importante que cualquier otra, por lo que hace a la distribución geográfica
de los seres que las habitan. Repasando los hechos referidos, el ánimo se llena de
asombro ante la magnitud de fuerza creadora, si tal expresión cabe, desplegada en estas
pequeñas, yermas y rocosas islas, y más todavía de su diversa, aunque análoga, acción
sobre puntos tan próximos unos a otros. He dicho que el archipiélago de las Galápagos
podría llamarse un satélite del continente americano; pero mejor se denominaría un
grupo de satélites físicamente semejantes, orgánicamente distintos, pero estrechamente
relacionados entre sí, y todos en grado notable, aunque mucho menor, con el gran
continente americano.

SE BUSCA IMPORTANTE ÑADÚ DESAPARECIDO


Figura 24. Ñandú petiso, estudiado y dibujado por Gould, el ornitólogo que tanta importancia tuvo en la
formación de las ideas evolucionistas de Darwin al estudiar los especímenes del Beagle.

Cuando estuve en el río Negro, en la Patagonia Septentrional, oí repetidas veces a los gauchos hablar de un ave
muy rara, que llamaban Avestruz Petise. […] Estando en Puerto Deseado […], Mr. Martens mató de un tiro un
avestruz; le echó una ojeada, olvidando momentáneamente, del modo más inverosímil, toda la historia de los
Petises, y creí que era un ejemplar ordinario, todavía no bien crecido. Fue guisado y comido antes de que
volviese mi memoria. Por fortuna, se conservaron la cabeza, el cuello, las patas, las alas, muchas de las plumas
mayores y una gran parte de la piel, y con estos elementos se ha reconstituido un ejemplar casi del todo
perfecto, que al presente se exhibe en el Museo de la Sociedad Zoológica. Mr. Gould, al describir esta nueva
especie me ha honrado designándola con mi nombre.

Aunque Darwin escribe en el Diario que los gauchos le hablaban del «Avestruz Petise» (y así aparece en la
traducción española de Juan Mateos), supongo que más bien dirían avestruz petiso (que por allá quiere decir
pequeño). El ornitólogo John Gould, que estudió el ejemplar que cazó Mr. Martens, le dedicó en 1837 la especie
a Darwin: Rhea darwinii. Por cierto, Conrad Martens fue el segundo ilustrador que tuvo el Beagle, el primero,
Augustus Earle, abandonó la expedición por problemas de salud en Montevideo. Martens, a su vez, se quedó
en Australia. Las ilustraciones que conocemos del viaje se las debemos a estos dos artistas.

En la primera edición del Diario (publicado en 1839 como Journal and Remarks, 1832-1836, y unas semanas
después como Journal of Researches), Darwin escribe:

M. D’Orbigny, cuando estuvo en el río Negro hizo grandes esfuerzos para procurarse este ave, pero nunca
tuvo la buena fortuna de conseguirlo. Lo menciona en sus Viajes, y propone (supongo que en el caso de que se
obtenga un ejemplar) llamarlo Rhea pennata[12].

A continuación añade que la especie ya había sido observada y descrita por Dobrizhoffer en 1749. En una
nota a pie de página explica Darwin que cuando estuvieron en Río Negro oyeron hablar mucho del naturalista
francés Alcide d’Orbigny y de sus admirables investigaciones entre 1826 y 1833, por lo que lo sitúa
inmediatamente después de Humboldt en la lista de los grandes viajeros por América.

Resulta curioso leer esos mismos párrafos en la segunda edición, muy corregida, de 1845. Todo sigue igual,
pero hay algunos cambios. Uno es mínimo: ahora fecha los viajes de D’Orbigny entre 1825 y 1833. Otros dos
cambios son más importantes. En la primera edición decía: «En conclusión, debo repetir que el Struthio Rhea
habita el país de La Plata hasta un poco al sur del río Negro, a los 41º de latitud, y que el Petise se halla en la
Patagonia meridional, siendo la región del río Negro territorio neutral». En 1845, el término Petise ha sido
sustituido por Struthio Darwinii. Y lo que es más importante: la frase: «Lo menciona (Alcide d’Orbigny) en sus
viajes, y propone (supongo que en el caso de que se obtenga un ejemplar) llamarlo Rhea pennata», ha
desaparecido.

Está claro que Darwin quería que la especie llevase su nombre, pero el autor reconocido de la especie, al
final, es el francés, y el nombre válido el que Alcide d’Orbigny propuso en 1834 (Rhea pennata), aunque nada se
opone a que en el lenguaje ordinario se le llame ñandú de Darwin; sin embargo, yo prefiero el nombre de
ñandú petiso, que le daban los gauchos, o mejor choique, la versión de los indios tehuelches. Modernamente ha
cambiado el género y el nombre científico de la especie ha quedado como Pterocnemia pennata.

Tenía interés por ver ese espécimen tan famoso que se exhibía, dice Darwin, en el Museo de la Sociedad
Zoológica de Londres, y que se comió el naturalista. Inicio mis pesquisas, localizo un trabajo sobre la colección
de aves del Beagle propiedad de Darwin, voy al ejemplar tipo u holotipo, el que fue utilizado por Gould en
1837 para crear la nueva especie dedicada a Darwin, compruebo que perteneció a la colección de la Sociedad
Zoológica de Londres, que estuvo montado, y descubro que su situación actual es… desaparecido.

Este ejemplar de tan accidentada vida después de la muerte tuvo su importancia en la génesis del pensamiento
evolucionista de Darwin. Si, como decía Gould, se trataba de una especie diferente del ñandú común que vivía
más al norte, y no de una simple variedad o raza geográfica de la misma especie, entonces la cosa resultaba
muy intrigante. Más adelante, en El origen de las especies, Darwin puso en negro sobre blanco qué pensaba de
todo ello.

Las llanuras próximas al estrecho de Magallanes están habitadas por una especie de Rhea, y, al norte, las
llanuras de La Plata por otra especie del mismo género, y no por un verdadero avestruz o un emú como los que
viven en África y Australia a la misma latitud. […] Tardo ha de ser el naturalista que no se sienta movido a
averiguar en qué consiste esta relación.

En la primera edición del Diario, en un párrafo muy significativo del capítulo de las islas Galápagos, a
propósito de los famosos pinzones, enuncia el problema de la relación geográfica:

He expuesto que en las trece especies de pinzones puede observarse una gradación casi perfecta desde un pico
extraordinariamente gordo a uno tan fino que puede compararse con un warbler [sin traducción]. Sospecho que
algunos miembros de la serie [de pinzones] están confinados en diferentes islas; en consecuencia, si la colección
se hubiera hecho en sólo una isla, no se habría presentado una gradación tan perfecta. Está claro que si varias
islas tienen sus especies propias del mismo género, cuando se ponen juntas, habrá un amplio rango de
variación del carácter. Pero no hay espacio en este libro para entrar en este curioso tema.

En la segunda edición se apunta la solución al problema:

Al ver esta gradación y diversidad de estructura en un grupo de aves pequeño e íntimamente relacionado,
podría imaginarse realmente que de un corto número de ellos, existentes originariamente en este archipiélago,
una especie se ha dividido y modificado para servir a diferentes fines.

¿Qué conclusión se saca de todo esto? ¿Cómo se entiende? En la primera edición escribe:

La semejanza en tipo entre islas lejanas y continentes, mientras las especies son distintas, apenas ha llamado la
atención. La cuestión se explicaría, según los puntos de vista de algunos autores, diciendo que el poder creador
ha actuado siguiendo la misma pauta en una extensa área.
Es decir, creando el mismo tipo de pájaros en todas partes. En la segunda edición la redacción es algo
distinta:

Repasando los hechos referidos, el ánimo se llena de asombro ante la magnitud de la fuerza creadora, si tal
expresión cabe, desplegada en estas pequeñas, yermas y rocosas islas, y más todavía en su diversa, aunque
análoga, acción sobre puntos tan próximos unos a otros.

Darwin ya sabía, desde hacía siete años, el nombre que corresponde a tal fuerza creadora: descendencia con
modificación (evolución) por selección natural.
La gran cabalgada

En el viaje del joven naturalista no faltaron las aventuras, que se produjeron


especialmente porque Darwin fue a su encuentro. Nadie le había ordenado que se
alejara del barco ni que recorriera por su cuenta territorios tan extensos, que no
formaban parte de la misión del Beagle de cartografiar las costas. Seguramente pocos
naturalistas profesionales lo habrían hecho. Reproduzco ahora, por su interés y, sobre
todo, emoción, un pasaje extenso de las jornadas del 8 de septiembre al 19 de
septiembre de 1833, durante las que Darwin viajó a caballo desde Bahía Blanca hasta
Buenos Aires, mientras el Beagle hacía el recorrido por mar. En él podemos hacernos
una idea del carácter inquieto de Darwin en Sudamérica, prolongación del que había
tenido en sus años anteriores en Inglaterra, pero totalmente diferente del que mostró a
su vuelta a casa y hasta el día de su muerte.

Figura 25. Darwin halló en Bajada un diente fósil de caballo, que demostraba que había vivido en América y
luego se había extinguido antes de su reintroducción por los españoles.

En aquella época, las llanuras argentinas, al igual que las grandes praderas
norteamericanas, eran el escenario de sangrientos enfrentamientos entre los indios, sus
naturales habitantes, y los colonos de origen europeo. La reintroducción del caballo por
parte de los españoles dio a los nativos una enorme movilidad y la posibilidad de atacar
por sorpresa en cualquier punto del país. Los pocos blancos que osaban instalarse en
territorios tan abiertos y desprotegidos corrían un peligro cierto de ser asesinados. La
propia Bahía Blanca fue atacada varias veces, la última por nada menos que tres mil
guerreros en 1859. Indígenas y recién llegados se combatían a muerte en una guerra sin
cuartel. El general Rosas estaba llevando a cabo una campaña de exterminio con los
indios. Así estaban las cosas cuando Darwin cabalgaba con los gauchos, por un mar de
hierba.

8 de septiembre.—Contraté un gaucho para que me acompañara en mi viaje a caballo a


Buenos Aires, aunque con alguna dificultad, pues el padre del que quise ajustar
primero no se atrevió a dejarle ir, y habiendo buscado otro que parecía querer hacerlo
de buen grado me lo pintaron tan tímido que no me resolví a tomarle, porque me
dijeron que si llegaba a divisar un avestruz a lo lejos le tomaría por un indio y escaparía
como alma que lleva el diablo. La distancia a Buenos Aires es de unos seiscientos
kilómetros, y casi todo el camino por país desierto. Salimos por la mañana muy
temprano, y, subiendo a cosa de cien metros desde la hondonada cubierta de césped en
que se alza Bahía Blanca, entramos en una extensa llanura desolada. Está constituida
por un lecho de desmenuzada roca arcillocalcárea, la cual, a causa de la sequedad del
clima, cría solamente matojos dispersos de agostada hierba, sin un arbusto ni árbol que
rompa aquella monótona uniformidad. El tiempo era magnífico; pero la atmósfera,
notablemente caliginosa; creí que esto auguraba tempestad; pero los gauchos me
explicaron que se debía a la humareda producida por un incendio en el interior.
Después de un prolongado galope y de haber mudado de caballos dos veces, llegamos
al río Sauce; es una profunda, rápida y pequeña corriente, de unos siete metros de
ancha. En sus márgenes se halla instalada la segunda posta del camino de Buenos Aires;
un poco más arriba hay un vado para caballos, donde el agua no les llega al vientre;
pero desde ese punto, en toda la longitud de su curso hasta el mar, no es vadeable de
ningún modo, y de ahí que forme una útilísima barrera contra los indios.

Aunque esta corriente carece de importancia, el jesuita Falconer, cuya información


es de ordinario exactísima, la presenta como un río considerable que nace al pie de la
Cordillera. Con respecto a sus fuentes, no dudo que así sea, porque los gauchos me
aseguraron que a mediados del seco verano esta corriente tiene, al mismo tiempo que el
Colorado, avenidas periódicas, lo cual sólo puede provenir de la fusión de la nieve en
los Andes. Es por extremo improbable que una corriente tan pequeña como el Sauce
atraviese toda la anchura del continente; y, por otra parte, si fuera el residuo de un gran
río, sus aguas, como en otros casos bien probados, serían salinas. Durante el invierno,
debemos considerar los manantiales que brotan en torno de Sierra Ventana como las
fuentes de su pura y límpida corriente. Sospecho que las llanuras de Patagonia, como
las de Australia, se hallan cruzadas por muchas corrientes que sólo en ciertos períodos
llenan su peculiar misión. Probablemente éste es el caso de las aguas que fluyen en la
parte interior de Puerto Deseado, así como el río Ghupat, en cuyas riberas los oficiales
empleados en los trabajos topográficos hallaron masas de escorias muy esponjosas.
Como era poco después de mediodía cuando llegamos, tomamos caballos de
refresco, y con un soldado por guía llegamos a la Sierra de la Ventana. Esta montaña es
visible desde el fondeadero de Bahía Blanca, y el capitán FitzRoy calcula su altura en
1000 metros, elevación muy notable en esta parte oriental del continente. No tengo
noticia de que ningún extranjero, antes de mi visita, haya subido a esta sierra, y
realmente muy pocos de los soldados de Bahía Blanca sabían algo de ella. Oí hablar de
yacimientos de carbón, oro y plata, de cuevas y bosques, todo lo cual sobreexcitó mi
curiosidad, sólo para llevarme un desengaño. La distancia desde la posta era de unas
seis leguas, sobre una llanura uniforme del mismo carácter que antes. La cabalgada no
dejó de ofrecer interés, sobre todo desde que la montaña empezó a mostrar su
verdadera forma. Cuando llegamos al pie del macizo principal, tropezamos con grandes
dificultades para hallar agua, y creíamos tener que pasar la noche sin ella. Al fin
descubrimos alguna examinando de cerca la montaña, pues a la distancia de unos
centenares de metros los arroyuelos no se veían por estar sepultados y perderse
enteramente en las deleznables calizas y sueltos detritos. No creo que la Naturaleza
haya producido jamás una acumulación tan desolada y solitaria de rocas: con razón se
le ha dado el nombre de Hurtado, o apartada. La montaña es muy empinada, escabrosa
y llena de barrancos, y tan enteramente desprovista de árboles y arbustos que nos fue
imposible procurarnos un palo aguzado para sostener la carne sobre el fuego, hecho con
tallos y cañas de cardos. El extraño aspecto de esta montaña contrasta con el extenso
mar de tierras que, tendiéndose en torno de ella, no sólo llega hasta el pie mismo de sus
laderas, casi verticales, sino que separa las sierras paralelas. La uniformidad del color
da una extremada monotonía al paisaje, pues el gris blanquecino de las rocas de cuarzo
y el pardo suave de la agostada hierba del llano lo dominan todo, sin una sola nota
brillante. Por la costumbre adquirida, se espera ver siempre en los alrededores de una
montaña alta y escarpada un terreno quebrado, cubierto de enormes fragmentos. Aquí
la Naturaleza muestra que el último movimiento, antes que el lecho del mar se trocase
en el seco país, pudo realizarse con tranquilidad. En estas circunstancias es curioso
observar que se encuentran varios guijarros emparentados con la roca madre. En las
playas de Bahía Blanca, y cerca del poblado, había algunos de cuarzo, que seguramente
proceden de esta fuente; la distancia es de setenta y dos kilómetros.

El rocío, que durante la primera parte de la noche humedeció las monturas mientras
dormía abrigado con ellas, se heló al venir la mañana. Aunque la llanura parecía
continuar siendo perfectamente horizontal, se había elevado insensiblemente a una
altura de 250 a 300 metros sobre el nivel del mar.

A la mañana siguiente (9 de septiembre) el guía me invitó a subir al macizo más


próximo, que, según él se figuraba, había de conducirme a los cuatro picos que coronan
la cima. La operación de trepar por rocas tan escarpadas fue fatigosísima; las laderas
presentaban tales desigualdades que el terreno ganado en cinco minutos se perdía en
los siguientes. Al fin, cuando llegué a la cumbre de la montaña mi desencanto fue
extremo al hallar un valle de laderas empinadas tan hondo como la llanura, el cual
cortaba la cadena transversalmente en dos y me separaba de las cuatro puntas. Dicho
valle es muy angosto, pero de fondo plano, y forma un hermoso camino de herradura
para los indios, por establecer la comunicación entre las llanuras de las vertientes norte
y sur de la cadena. Me resolví a descender, y, habiéndolo efectuado, vi al cruzarlo dos
caballos pastando, e inmediatamente me escondí entre la alta hierba y empecé a
reconocer el sitio; pero no descubrí señales de indios y procedí cautelosamente a subir
la opuesta ladera. El día estaba ya bastante avanzado, y esta parte de la montaña, como
la anterior, era escarpada y abrupta. A eso de las dos llegué a la cima del segundo pico,
pero con extrema dificultad; a cada veinte metros me daban calambres en la parte
superior de ambos muslos, de modo que temí no poder bajar de nuevo. Además, era
necesario volver por otro camino, pues no había que pensar en hacer la travesía del
profundo vallado. Vime, pues, obligado a prescindir de los dos picos más altos. Su
altura no era más que un poco mayor, y nada nuevo podía hallar en punto a geología.
Por tanto, no había motivo a aventurarse en ulteriores esfuerzos. Presumo que la causa
del calambre fue el gran cambio de la acción muscular desde el violento ejercicio de un
rudo galope al más violento aún de trepar. Es una lección digna de tenerse presente, ya
que en determinados casos podría ocasionar graves contratiempos.

Ya he dicho que la montaña se compone de una roca de cuarzo blanco en


asociaciones de pequeñas pizarras lustrosas. A la altura de algunos centenares de pies
sobre la llanura se veían vetas de conglomerado adheridas en varios sitios a la roca
sólida. En su dureza y en la naturaleza del comento se parecían a las masas que
diariamente pueden observarse en formación sobre algunas costas. No dudo que estos
cantos rodados se agregaron de un modo análogo en un período en que la gran
formación calcárea se fue depositando lentamente en el fondo del mar que la rodeaba.
Podemos creer que las marcas como de dientes y las formas melladas del duro cuarzo
muestran todavía los efectos del oleaje de un océano libre. Quedé, en definitiva,
desencantado con esta ascensión. Hasta el panorama era insignificante: una llanura
como el mar, pero sin su bello color y contornos definidos. Sin embargo, para mí fue un
espectáculo nuevo, y con un poco de peligro para darle algo de sabor, como la sal a la
carne. De que ese peligro era muy escaso no había duda, pues mis dos compañeros
hicieron una buena hoguera, cosa en que jamás se piensa si se sospecha que los indios
están próximos. Llegué al sitio en que habíamos de vivaquear al ponerse el sol, y luego
de beber mate y fumar varios cigarrillos, me preparé la cama para pasar la noche. El
viento era muy fuerte y frío, pero nunca dormí más a gusto.
10 de septiembre.—Por la mañana, tras una buena corrida viento en popa, llegamos al
mediodía a la posta del Sauce. En el camino vi gran número de ciervos, y cerca de la
montaña un guanaco. La llanura, que termina al pie mismo de la sierra, está atravesada
por algunos barrancos curiosos, uno de los cuales tenía cerca de seis metros de ancho y
más de nueve de hondo. A consecuencia de ello nos vimos precisados a dar un gran
rodeo antes de hallar paso. Durante la noche nos quedamos en la posta, y la
conversación, como de ordinario, versó acerca de los indios. Sierra Ventana fue en otro
tiempo un gran lugar de refugio, y hace tres o cuatro años hubo allí muchas refriegas.
Mi guía se halló presente en una en que murieron muchos indios; las mujeres escaparon
a la cumbre de la montaña y pelearon desesperadamente arrojando grandes piedras,
con lo que lograron salvarse no pocas.

11 de septiembre.—Hemos emprendido el camino para la tercera posta en compañía


del teniente que la mandaba. Dijeron que la distancia era de quince leguas, pero es sólo
a ojo y generalmente exagerada. El camino careció de interés y cruzó una llanura seca y
herbosa; a nuestra izquierda, a mayor o menor distancia, había algunos cerros de poca
altura, y pasados éstos nos encontramos muy cerca de la posta. Antes de nuestra
llegada tropezamos con un gran rebaño de vacas y caballos guardado por quince
soldados, pero nos dijeron que se habían perdido muchos. Es muy difícil conducir
animales a través de las llanuras, porque si durante la noche se acerca un puma o un
raposo, no hay modo de evitar que los caballos se dispersen en todas direcciones, y el
mismo efecto producen las tempestades. No hacía mucho que un oficial había salido de
Buenos Aires con quinientos caballos y cuando llegó al ejército no le quedaban más que
veinte.

Poco después percibimos por una gran nube de polvo que un grupo de jinetes venía
hacia nosotros; cuando aún estaban muy distantes, mis compañeros conocieron que
eran indios por las luengas cabelleras flotantes a la espalda. Los indios usan
generalmente una cinta atada a la cabeza, pero ninguna otra prenda que la cubra, y sus
negras guedejas, cruzándose sobre sus rostros atezados, aumentan extraordinariamente
la salvaje tosquedad de su aspecto. Al fin resultó que era un grupo perteneciente a la
tribu amiga de Bernantio, que iba por sal a una salina. Los indios toman mucha sal y sus
niños la chupan como si fuera azúcar. Esta costumbre es del todo opuesta a la de los
gauchos españoles, que, no obstante llevar el mismo género de vida, apenas la prueban.
Según Mungo Park, la gente que se alimenta de vegetales siente una necesidad
irresistible de tomar sal. Los indios nos saludaron con joviales inclinaciones de cabeza al
pasar a todo galope, llevando delante una tropa de caballos y detrás una cuadrilla de
escuálidos perros.
Figura 26. Las boleadoras son el equivalente argentino del lazo vaquero, y lo utilizaban tanto los indios
patagones como los gauchos.

12 y 13 de septiembre.—En esta posta me detuve dos días, aguardando un piquete de


soldados que el general Rosas tuvo la atención de enviar a participarme su próximo
viaje a Buenos Aires, recomendándome que aprovechara la oportunidad de la escolta.
Por la mañana cabalgamos hasta unas lomas cercanas, a fin de inspeccionar el país y
examinar la geología. Después de comer, los soldados se dividieron en dos partidas
para ejercitar su destreza con las bolas. Clavaron dos picas en tierra, a una distancia de
treinta y cinco metros; pero de cuatro o cinco veces que tiraron, sólo una dieron en el
blanco. Las bolas pueden lanzarse a unos cincuenta o sesenta metros, pero con poca
seguridad de acierto. Lo cual, sin embargo, no se aplica a un hombre a caballo, pues
cuando la velocidad de éste se añade a la fuerza del brazo, se dice que pueden alcanzar
con eficacia un blanco situado a ochenta metros. Como prueba de su fuerza mencionaré
que en las islas Falkland, cuando los españoles asesinaron a varios de sus compatriotas
y a todos los ingleses, un joven español amigo de éstos huía a todo correr; pero un
hombre llamado Luciano le siguió galopando con su caballo, intimándole a que se
detuviera, pues sólo deseaba hablarle. En el momento preciso en que el fugitivo estaba a
punto de alcanzar el bote, Luciano le arrojó las bolas, y le acertó en las piernas con tal
fuerza que le derribó, dejándole insensible por algún tiempo. Luciano, después de
haberle dicho las cuatro palabras que deseaba, le dejó escapar. Nos contó que le habían
quedado grandes verdugones en las piernas, donde se le habían enredado las correas,
como si se las hubieran fustigado con un látigo.

En el centro del día llegaron dos hombres con un paquete, desde la posta inmediata,
para enviárselo al general; de modo que nuestro grupo se compuso esta tarde de esos
dos hombres, el teniente con sus cuatro soldados, mi guía y yo. Los soldados referidos
eran tipos extraños: el primero, un hermoso joven negro; el segundo, un mestizo de
indio y negro, y los dos restantes, un viejo minero de Chile, de color de caoba, y un
sujeto de aspecto amulatado; ambos de catadura tan detestable como no creo haberla
visto en mi vida. Por la noche, mientras estaban sentados alrededor de la hoguera
jugando a la baraja, me retiré a un lado para contemplar aquella escena, digna de
Salvator Rosa. Como se habían puesto al pie de una loma, pude mirarlos a mi gusto
desde encima; en torno de los jugadores yacían tendidos los perros, y cerca de éstos las
armas, junto a restos de ciervo y avestruz esparcidos por diversas partes, mientras a
distancia un poco mayor se erguían las largas picas de los jinetes clavadas en el césped.
Mas allá, en el fondo oscuro, estaban atados los caballos, dispuestos para cualquier
peligro súbito. Cuando el ladrar de uno de los perros interrumpía la quietud solemne
de la desolada llanura, uno de los soldados dejaba la hoguera y, aplicando su cabeza al
suelo, escudriñaba con atención el horizonte. Con sólo que el alborotador terutero
profiriera su acostumbrado grito, había una pausa en la conversación y todas las
cabezas, por un momento, se inclinaban un poco.

¡Qué vida más miserable me parecen llevar estos hombres! Había, por lo menos,
diez leguas desde la posta Sauce y veinte desde la otra, como consecuencia de haber
quedado suprimida una desde el asesinato cometido por los indios. Se supone que éstos
efectuaron su asalto a medianoche, porque al día siguiente muy de mañana, después
del asesinato, se los vio, por fortuna, acercarse a esta posta. Pero aquí el piquete entero
de soldados huyó, llevándose todo el retén de caballos, dispersándose cada uno por su
lado con los animales que pudo conducir.

La pequeña chabola, construida con cañas de cardo, en que dormí no me preservaba


del viento ni de la lluvia; y en cuanto a la última, el único efecto producido por el tejado
consistía en condensarla en grandes gotas. Los soldados del puesto no tenían qué comer
sino lo que pudieran cazar, como avestruces, ciervos, armadillos, etc., y su único
combustible eran los tallos secos de una pequeña planta algo parecida al aloe. Todo el
regalo que estos hombres disfrutaban se reducía a fumar cigarrillos de papel y a sorber
mate. Con frecuencia me venía el pensamiento de que los buitres carroñeros, constantes
seguidores del hombre en estas yermas llanuras, mientras permanecían inmóviles en las
lomas vecinas, parecían decir con su paciente actitud: «¡Ah, si vinieran los indios! ¡Qué
festín iba a ser el nuestro!».
Por la mañana salimos de caza, y aunque no fuimos muy afortunados, cobramos
algunas piezas y hubo animados incidentes. A poco de partir se dividió el grupo,
después de haber convenido que a cierta hora del día (muestran mucho tino en
calcularla) acudiríamos de los diversos puntos del horizonte a cierto paraje llano,
llevando allí los animales cazados. Cierto día que estuve también de caza en Bahía
Blanca, mis compañeros avanzaron en forma de media luna, guardando entre uno y
otro la distancia de kilómetro y medio. Los jinetes más adelantados cogieron las vueltas
a un soberbio macho de avestruz; pero el animal intentó escapar por un lado.
Lanzáronse los gauchos en su persecución a un furioso galope, haciendo a la vez girar a
los caballos con admirable dominio, mientras volteaban las bolas alrededor de la
cabeza. Al fin los más delanteros las arrojaron dando vueltas por el aire, y en un
instante el avestruz cayó y rodó por el suelo un buen trecho, con las patas juntas,
enlazadas por la correa.

Las llanuras abundan en tres especies de perdices, y de ellas dos son tan grandes
como faisanes. Su capital enemigo es un pequeño y bonito zorro, también muy
numeroso; en el discurso del día vimos lo menos cuarenta o cincuenta. Generalmente
estaban cerca de sus madrigueras; mas a pesar de ello los perros mataron uno. De
regreso a la posta encontramos a dos del grupo, que habían vuelto de cazar por su
cuenta. Habían matado un puma y hallado un nido de avestruz con veintisiete huevos,
cada uno de los cuales pesa, según dicen, lo mismo que once huevos de gallina; de
modo que este nido nos suministró una cantidad de alimento equivalente a doscientos
noventa y siete huevos de gallina.

14 de septiembre.—En vista de que los soldados pertenecientes a la posta inmediata


pensaban regresar, y de que formábamos una partida de cinco, y todos armados, resolví
no aguardar a las tropas que se esperaban. Mi patrón de hospedaje, el teniente del
puesto, me instó a detenerme. Yo le estaba obligadísimo no sólo por haberme dado de
comer, sino también por haberme prestado sus propios caballos; y, por tanto, quería
corresponderle con alguna remuneración. Pregunté a mi guía si estaría bien que lo
hiciera, pero me respondió que no, añadiendo que probablemente mi oferta sería
rechazada con estas palabras: «En nuestro país tenemos carne para los perros, y por
consiguiente no se la regateamos a ningún cristiano». No debe suponerse que la
categoría de teniente en un ejército de tal índole fuera causa de negarse a aceptar el
pago; lo hubiera hecho así movido sólo por un sentimiento de generosa hospitalidad,
que todo viajero ha de reconocer en todas estas provincias, donde dicho sentimiento se
halla extendido universalmente. Después de galopar algunas leguas llegamos a una
región baja y pantanosa, que se extiende, aproximadamente unos ciento veintiocho
kilómetros hacia el Norte, hasta la Sierra Tapalguen. En algunas partes hay hermosas
llanuras húmedas, cubiertas de hierba, mientras otras tienen un suelo negro y turboso.
También se encuentran numerosos lagos, tan anchurosos como poco profundos, y
grandes cañares. El país, en general, se parece a las mejores partes del condado de
Cambridge. Por la noche tuvimos algunas dificultades en hallar entre los pantanos un
sitio seco para vivaquear.

Figura 27. Los indígenas a los que los españoles llamaron patagones eran de la etnia tehuelche.

15 de septiembre.—Madrugamos mucho al día siguiente, y poco después pasamos por


la posta donde los indios habían asesinado a cinco soldados. El oficial tenía en su
cuerpo dieciocho heridas de chuzo. Hacia el mediodía, tras un violento galope,
llegamos a la quinta posta, y a causa de cierta dificultad en procurarnos caballos nos
detuvimos allí toda la noche. Como este punto era el más expuesto de toda la línea,
había estacionados allí veintiún soldados; al ponerse el sol volvieron de cazar, trayendo
consigo tres avestruces, siete ciervos y muchos armadillos y perdices. Cuando se
cabalga por el país hay costumbre de hacer hogueras en la llanura, y de ahí que durante
la noche, como en esta ocasión, se presente el horizonte iluminado por brillantes
incendios en muchos lugares. De intento se prende fuego a la hierba, en parte para
desconcertar a los indios extraviados, pero principalmente por mejorar los pastos. En
las llanuras herbosas no ocupadas por grandes cuadrúpedos rumiantes parece necesario
quemar la vegetación superflua, para que pueda utilizarse mejor al año siguiente.

El rancho en este sitio carecía hasta de techo, reduciéndose simplemente a una cerca
redonda de cañas de cardo, para quebrantar la fuerza del viento. Estaba situado en las
márgenes de un lago grande y somero que hervía en aves silvestres, sobresaliendo entre
ellas el cisne de cuello negro.
La especie de andarrío que parece andar en zancos (Himantopus nigricollis) abunda
aquí en bandadas bastante numerosas. Se la ha tildado de inelegante, pero a mi juicio
sin razón, pues cuando vadea en agua poco profunda, que es su lugar predilecto, se
mueve con cierta gracia. Estas aves, cuando van en bandada, hacen un ruido que imita
de un modo especial el de una cuadrilla de perros en plena caza; al despertar por la
noche, más de una vez me ha sorprendido y asustado este rumor oído de lejos. El
terutero (Vanellus cayanus) es otra ave que a menudo perturba el silencio de la noche. En
su aspecto y costumbres se parece por muchos conceptos a nuestras avefrías; sus alas,
sin embargo, están armadas con agudos espolones, como los que el gallo común tiene
en las patas. De igual modo que los nombres de otras aves, el del terutero es
onomatopéyico, e imita el sonido que produce al cantar. Mientras se camina por las
llanuras herbosas, vese uno perseguido constantemente de estas aves, que parecen
odiar a la humanidad, y sin duda son ellas las merecedoras de odio por sus incesantes
chillidos, tan monótonos como despreciables. Para el cazador son una verdadera
calamidad, porque con su aproximación le espantan todas las demás piezas; en cambio,
tal vez favorezca al viajero, según dice Molina, previniéndole contra el salteador
nocturno. Durante la época de la procreación intentan, a ejemplo de nuestros
frailecillos, apartar de sus nidos a los perros y otros animales fingiéndose heridos. Los
huevos del terutero gozan fama de ser exquisitos.

16 de septiembre.—Hemos caminado hasta la séptima posta al pie de la Sierra


Tapalguen. La comarca era casi perfectamente horizontal, con una hierba tosca y un
suelo blando y turboso. La choza o rancho de este puesto se distinguía por su pulcritud,
pues su armazón de postes y traviesas se componía de haces de caña y tallos,
procedentes, como en otros casos, de los cardos, los cuales estaban atados con tiras de
cuero. El soporte de esta especie de columnas jónicas y el techo y las paredes se hallaban
formados por zarzos también de cañas.

Se nos refirió un suceso al que no hubiera dado crédito de no haber tenido en parte
pruebas oculares del mismo, y fue que durante la noche anterior habían caído piedras
tan grandes como manzanas pequeñas y extremadamente duras, matando gran número
de animales salvajes. Uno de los hombres había encontrado muertos y tendidos en
tierra trece ciervos (Cervus campestris), y yo mismo vi sus pieles, frescas aún; otro de los
soldados del destacamento, a los pocos minutos de mi llegada, trajo siete más. Ahora
bien: estoy cierto de que un hombre sin perros difícilmente podría matar siete ciervos
en una semana. Los demás individuos de la posta aseguraron que habían visto unos
quince avestruces muertos (y de ellos comimos uno en parte), añadiendo que otros
varios corrían con evidentes señales de estar tuertos. El pedrisco mató además muchas
aves más pequeñas, como patos, halcones y perdices. Vi una de éstas con una señal
amoratada en el lomo, como si le hubieran dado una pedrada con un guijarro gordo.
Una cerca de cañas de cardo que rodeaba al rancho quedó casi deshecha, y el que me
dio estas noticias llevaba una venda por haber recibido una herida considerable en el
momento de asomarse para ver lo que pasaba. La tempestad, según me dijo, había
abarcado un área limitada, y, realmente, desde el sitio donde vivaqueamos la última
noche vimos una espesa nube y relámpagos en esa dirección. Es maravilloso que las
piedras pudieran matar animales tan fuertes como el ciervo; pero, por los testimonios y
pruebas presentadas, estoy cierto de que la relación no es exagerada en lo más mínimo.
Con todo ello, me complazco en aducir, en confirmación de lo dicho, la autoridad del
jesuita Drobrizhoffer, quien, hablando de una comarca mucho más al Norte, dice que
cayeron en una ocasión piedras de enorme tamaño y mataron gran número de vacas y
caballos; los indios llaman al lugar de referencia Lalegraicavalca, nombre que significa
«los pequeños objetos blancos». El doctor Malcolmson, por su parte, me hace saber que
él mismo presenció en la India, en 1831, un pedrisco que mató muchas aves grandes y
causó estragos en el ganado mayor. En este caso las piedras eran aplanadas, habiendo
una de veinticinco centímetros de circunferencia y otra que pesó cincuenta y seis
gramos y medio. Abrieron hoyos de menuda grava, como si fueran balas de mosquete,
y taladraron los cristales de las ventanas con agujeros redondos sin romperlos.

Después de terminar nuestra comida, que se preparó con carne de animales muertos
por el pedrisco, cruzamos la Sierra Tapalguen, una pequeña cadena de colinas de unos
cien metros de altura, que comienza en Cabo Corrientes. La roca en esta parte es cuarzo
puro; más al Este tengo entendido que es granítica. Las montañas presentan una forma
singular: se componen de pequeñas mesetas rodeadas de paredones perpendiculares
que parecen ser estratos salientes de un depósito sedimentario. La eminencia a que subí
era muy pequeña, pues su diámetro no pasaba de doscientos metros, pero vi otras
mayores. Una, llamada El Corral, tiene, según dicen, de tres a cinco kilómetros de
diámetro y está rodeada de cantiles perpendiculares, cuya altura es de nueve a doce
metros, excepto en un sitio donde se halla la entrada. Falconer nos presenta en un
curioso relato a los indios conduciendo tropas de caballos salvajes, a los que forzaban a
penetrar en ese recinto para guardarlos con seguridad. No he oído jamás que exista otra
meseta semejante en una formación de cuarzo, y el que yo examiné en lo alto de una
eminencia de ésas no presentaba hendiduras ni estratificación. Me dijeron que la roca
de El Corral era blanca y servía para dar chispas con el eslabón.

No llegamos a la posta establecida en el río Tapalguen hasta después de oscurecer.


Mientras cenábamos llegó a mis oídos algo que me hizo estremecer de horror, creyendo
estar comiendo uno de los platos favoritos del país, es decir, un feto de vaca a medio
formar, muy anterior a la época del parto. Al cabo resultó ser puma, cuya carne, muy
blanca, se parece mucho en el gusto a la de ternera. Algunos incrédulos se han reído del
doctor Shaw cuando afirmó que «la carne de león goza de gran estima por tener no
escasa afinidad con la de ternera, así en el color como en el gusto y olor». Lo mismo
exactamente ocurre con el puma. Los gauchos no están de acuerdo en cuanto a si la
carne de jaguar es buen bocado, pero sostienen unánimemente que el gato es excelente.

17 de septiembre.—Seguimos el curso del río Tapalguen, a través de una campiña


fértilísima, hasta la novena posta. El poblado de Tapalguen lo forma un conjunto de
toldos o chozas indias en figura de horno, diseminadas en una llanura perfectamente
horizontal, hasta donde puede alcanzar la vista. Las familias de los indios amigos que
peleaban al lado de Rosas residían aquí. Encontramos y dejamos a nuestra espalda a
varias jóvenes indias montando dos o tres juntas en el mismo caballo; tanto ellas como
muchos jóvenes eran sorprendentemente hermosos, y su bella y ruda complexión eran
la pintura de la salud. Además de los toldos había tres ranchos: uno habitado por el
comandante de la posta y los otros dos por españoles, que tenían en ellos unos
tenduchos.

Aquí pudimos comprar algunas galletas. Llevaba ya varios días sin probar más que
carne; y no es que me desagradara este nuevo régimen, pero me parecía que sólo podía
sentarme bien haciendo fuerte ejercicio. He oído decir que en Inglaterra algunos
enfermos intentaron sujetarse a un régimen alimenticio exclusivamente animal, y que a
pesar de irles en ello la vida, apenas habían podido soportarlo. Sin embargo, el gaucho
en las Pampas se pasa meses enteros sin tocar otra cosa que la carne de vaca. Pero he
tenido ocasión de notar que comen gran cantidad de sebo, sustancia de naturaleza
menos animalizada, y rechazan de un modo muy particular la carne seca, como la del
agutí. El doctor Richardson ha observado también «que cuando la alimentación ha
estado constituida durante largo tiempo por carne magra se siente una necesidad
irresistible de tomar grasa, en términos de poder consumirla pura en grandes
cantidades, y aun derretida, sin sentir náuseas»; esto me parece un curioso fenómeno
fisiológico. Quizá de este régimen alimenticio puramente animal procede que los
gauchos, de igual modo que algunos animales carnívoros, pueden estar sin comer largo
tiempo. A propósito de esto me refirieron que en Tandil un destacamento de
voluntarios había perseguido una partida de indios por tres días sin comer ni beber.

En las tiendas vi muchos artículos, tales como aparejos de montar, cintos y polainas
tejidos por las indias. Los dibujos eran realmente preciosos y los colores brillantes, y en
cuanto a la obra de mano, alcanzaba tal grado de perfección que un comerciante inglés
de Buenos Aires los creyó fabricados en Inglaterra, hasta que halló las bolas sujetas con
cuerdas hechas de tendones.
Figura 28. Equipo ecuestre de los jinetes patagones.

18 de septiembre.—En este día hicimos una larguísima caminata a caballo. En la


duodécima posta, siete leguas al sur del río Salado, llegamos a la primera estancia,
donde había ganado mayor y mujeres blancas. Posteriormente tuvimos que cabalgar
muchos kilómetros por un terreno inundado, en que el agua les llegaba a los caballos a
las rodillas. Cruzando los estribos y montando a estilo árabe, con las piernas dobladas y
recogidas, logramos conservarnos sin importantes mojaduras. Era ya casi de noche
cuando llegamos al Salado; la corriente era profunda y tenía unos cuarenta metros de
ancha; en verano, sin embargo, el cauce queda poco menos que seco, y la escasa agua
restante es tan salada como la del mar. Dormimos en una de las grandes estancias del
general Rosas. Estaba fortificada y era tan extensa que me hizo creer, en medio de la
oscuridad reinante, que era una ciudad protegida por una fortaleza. Por la mañana vi
inmensos rebaños de ganado, pues el general tenía aquí setenta y cuatro leguas
cuadradas de terreno. En otro tiempo había en esta posesión unos trescientos guardas y
capataces, que bien organizados hacían frente a todos los ataques de los indios.

19 de septiembre.—Hemos dejado atrás Guardia del Monte, linda población de caserío


disperso, con numerosos jardines llenos de melocotoneros y membrilleros. La llanura
aquí se parecía a la que rodea a Buenos Aires, tapizada de menudo césped con rodales
de trébol y cardos y madrigueras de vizcachas. Sorprendióme mucho el notable cambio
que presentaba el aspecto del país después de cruzar el Salado. De una hierba basta se
pasa a una alfombra de hermoso verdor. En un principio lo atribuía al cambio de la
naturaleza del suelo, pero los habitantes me aseguraron que aquí, como en Banda
Oriental, donde hay una gran diferencia entre el país que rodea a Montevideo y las
sabanas muy poco pobladas de Colonia, la causa de tal diferencia estaba en el abono y
pastoreo del ganado. Exactamente el mismo hecho ha sido observado en las praderas de
Norteamérica, donde la hierba loca, de metro y medio a dos metros de alta, después de
pastada por el ganado se convierte en el país de los grandes pastos. No poseo bastantes
conocimientos en Botánica para decir si el cambio de esta región se debe a la
introducción de nuevas especies, al crecimiento alterado de una misma o a la diferencia
en la proporción de unas y otras. Azara ha observado también con asombro este
cambio, mostrándose perplejo ante la repentina aparición de plantas que no se hallan en
los alrededores ni en las lindes de las rutas que conducen a cualquier rancho recién
construido. En otro lugar dice: «Esos caballos salvajes tienen la manía de preferir los
caminos y el borde de las rutas para depositar sus excrementos, de los que se
encuentran montones en esos lugares». ¿No explica esto en parte la circunstancia
apuntada? He ahí, pues, el porqué de esas líneas de tierra bien abonadas que sirven de
canales de comunicación a través de extensas comarcas.

Cerca de Guardia hallamos el límite meridional de dos plantas europeas que al


presente se han propagado extraordinariamente. El hinojo cubre con gran profusión los
bordes de las zonas en las cercanías de Buenos Aires, Montevideo y otras ciudades.
Pero el cardo (Cynara cardunculus) abarca un área mucho mayor, pues se encuentra en
estas latitudes en ambos lados de la Cordillera a través del continente. Lo vi en parajes
solitarios de Chile, Entre Ríos y Banda Oriental. Sólo en el último país muchos
kilómetros cuadrados (tal vez varios centenares) están cubiertos por una masa de estas
plantas espinosas, en la que ni hombres ni bestias pueden penetrar. En las llanuras
onduladas, donde crecen con profusión esas plantas, ninguna otra puede vivir. Sin
embargo, antes de su introducción la superficie debe de haber alimentado, como en
otros puntos, una hierba lozana. Dudo que haya memoria de otro caso de invasión en
tan grande escala de una planta extraña sobre las aborígenes. Según dejo dicho, no he
visto en ninguna parte el cardo al sur del Salado, pero es probable que al crecer la
población del país el cardo extienda sus límites. Otra cosa muy distinta sucede con el
cardo gigante (de hojas jaspeadas) de las Pampas, porque lo encontré en el valle del río
Sauce. De acuerdo con los principios tan bien establecidos por Mr. Lyell, pocos países
han sufrido cambios más notables desde el año 1535, en que los primeros colonos de la
Argentina desembarcaron con setenta y dos caballos. Las incontables caballadas,
vacadas y rebaños de ovejas, además de alterar el total aspecto de la vegetación, han
desterrado el guanaco, el ciervo y el avestruz. Análogamente han debido ocurrir otros
cambios innumerables; el cerdo salvaje en algunas partes reemplaza probablemente al
pécari; también se oyen aullar cuadrillas de perros salvajes en las frondosas márgenes
de las corrientes menos frecuentadas, y el gato común, convertido en una bestia feroz,
habita en las alturas rocosas. Según ha observado M. D’Orbigny, el aumento de los
buitres carroñeros desde la introducción de los animales domésticos ha debido de ser
infinitamente grande, y por nuestra parte hemos expuesto las razones que hay para
creer en la ampliación de su área meridional. Indudablemente muchas plantas, además
del cardo e hinojo, se han naturalizado; así vemos, por ejemplo, las islas inmediatas a la
desembocadura del Paraná pobladas de albérchigos y naranjos, brotados de semillas
arrastradas allí por el agua del río.

Mientras tomábamos caballos de refresco en la Guardia muchas personas nos


acosaron a preguntas sobre el ejército —no he visto nada parecido al entusiasmo por
Rosas y el éxito de la «más justa de las guerras, porque se hace contra los bárbaros»—.
Esta expresión —fuerza es confesarlo— se halla perfectamente justificada, pues hasta
hace poco ni hombre ni mujer ni caballo estaban libres de los ataques de los indios.
Hicimos una larga caminata a caballo por la misma llanura, alfombrada de verde
césped y abundante en hatos de diversas clases, con alguna estancia aislada aquí y allá,
al lado de su árbol ombú. Por la tarde cayó una copiosa lluvia; al llegar a una casa de
postas nos dijo el dueño que si no teníamos pasaporte regular debíamos seguir nuestro
camino, pues los ladrones abundaban de tal modo que no era posible fiarse de nadie.
Pero cuando leyó mi pasaporte, que empezaba: «El naturalista don Carlos», su respeto y
cortesía ilimitados corrieron parejos con los recelos antes manifestados. En cuanto a lo
que pudiera ser un naturalista, sospecho que ni él ni sus paisanos tenían la menor idea;
pero no por eso perdió mi título un adarme de su valor.

Aparte de las efemérides propiamente darwinianas, en el año 2009 se celebran otros


dos importantes bicentenarios relacionados con el tema. Uno es el de la publicación de
la Filosofía zoológica de Lamarck, por supuesto. El otro, la aparición del libro Voyages dans
l’Amérique méridionale, de don Félix de Azara (1742), la edición francesa (impresa en
París en cuatro volúmenes) que Darwin tanto consultó y cita en todas sus obras
principales. Gracias a Azara también los españoles tenemos algo que recordar. Hay un
retrato de Goya de este insigne militar, geógrafo y naturalista aragonés, que durante
veinte años describió un enorme caudal de especies nuevas sudamericanas.

DARWIN Y LOS INDIOS


Figura 29. «Una de las cosas que más sorprenden es el espectáculo del salvaje en su natural guarida; del
hombre primitivo en el más bajo estado de abandono, ignorancia y barbarie». C. Darwin. Diario.

Viendo que los habitantes de la Tierra de Fuego pueden subsistir sin vestidos en su horrible clima, no
consideramos que la pérdida del vello haya sido tan perjudicial al hombre primitivo, que habitaba un país
cálido. (El origen del hombre).

El naturalista quedó marcado para siempre por sus experiencias con los nativos americanos. El haber conocido
al hombre en su estado natural le dio mucho pie para la reflexión. Antes de la llegada de los españoles a
América, los habitantes de la Patagonia y los de las Pampas, al norte de Río Negro, eran todos tehuelches,
aunque de diferentes grupos. Luego, los mapuches, como se llaman ellos, o araucanos, como los conocían los
españoles, traspasaron los Andes desde Chile y fueron absorbiendo a los primitivos habitantes, ya que los
trasandinos eran más numerosos y estaban más preparados para la guerra. Cuando Darwin estuvo por allí, el
proceso de expansión mapuche estaba muy avanzado. La propia palabra tehuelche parece ser araucana.

Curiosamente, en su expedición más profunda hacia el interior de la Patagonia, la que llevó a cabo FilzRoy
remontando con tres balleneras y 25 hombres en total el río Santa Cruz, no encontraron a ningún patagón,
aunque sí sus rastros: los indios los habían estado espiando por la noche. Los expedicionarios se aproximaron
al lago Argentino, donde nace el Santa Cruz, y a los Andes. Un pico muy famoso recibió luego el nombre de
FitzRoy, y es meca de escaladores. Los indígenas, los tehuelches aóinekenk, lo llamaban Chaltén («Montaña
Humeante»; no es un volcán, pero su cumbre está a menudo cubierta de nieblas). Con los tehuelches que
vivían por allí tuvieron que relacionarse en cambio tanto el español Antonio de Viedma, descubridor en 1782
del lago y glaciar que llevan su nombre, como, casi un siglo más tarde, el famoso explorador argentino
Francisco P. Moreno (más conocido como Perito Moreno porque era el experto comisionado para marcar los
límites con Chile), quien también tiene su nombre bien inscrito en el paisaje patagónico por el asombroso
glaciar Perito Moreno. Fue este explorador argentino quien le impuso en 1877 el nombre de FitzRoy al pico que
los tehuelches conocían como Chaltén. Por cierto, a los glaciares los llaman allí todavía ventisqueros, como
ocurría en los Pirineos antes de que se generalizara el tecnicismo «glaciar».

Tuve la oportunidad de andar por aquellas tierras, y me quedaron varias dudas. Una es la de si Darwin y
FitzRoy llegaron siquiera a ver, desde el punto del río Santa Cruz en el que se dieron la vuelta, el pico dedicado
al capitán.

Dice Darwin:
4 de mayo.—El capitán FitzRoy resolvió no llevar los botes más anilla. El río tenía un curso tortuoso y muy
rápido, y el aspecto del país no convidaba a seguir adelante. Por todas partes encontramos las mismas
producciones y el mismo paisaje desolado. Ahora nos hallamos a 150 millas del Atlántico y a unas 60 de la
costa más cercana del Pacífico. El valle, en su parte superior, se dilata en una anchurosa cuenca, limitada al
norte y al sur por plataformas basálticas y enfrontadas por la larga cadena de la nevada Cordillera. Pero
contemplamos con pena aquellas grandes montañas porque nos veíamos forzados a imaginar su naturaleza y
producciones en vez de estar, como habíamos esperad, en sus cimas.

Veían los Andes nevados, pero quizá era otro sector. En una guía argentina, leo: «El almirante FitzRoy halló
la montaña que lleva su nombre mientras exploraba el lago Argentino». ¡Pero si nunca llegó a remontar el río
hasta su nacimiento en ese lago!

Una pregunta que hacía a menudo a los argentinos cuando alcanzaba a tener cierta confianza era: ¿qué pasó
con los tehuelches? Ya sabía que había indios mapuches en la Argentina de hoy, pero ¿quedó algo de los
primeros patagones? El que Darwin no viera ninguno en las orillas del Santa Cruz podría querer decir que eran
muy pocos, o muy pacíficos, o muy precavidos. Sin embargo, el Perito Moreno conoció a muchos indios
décadas después y corrió increíbles aventuras con ellos, que casi le cuestan la vida y darían para hacer
apasionantes películas. Mi duda, formulada de otra manera, era: ¿desaparecieron los tehuelches asimilados por
los mapuches, diezmados por las enfermedades de los blancos, alcoholizados o víctimas del ejército argentino
(o por todas esas causas juntas)? ¿O se desvanecieron sólo étnicamente, quiero decir, perdieron su lengua y su
cultura y simplemente se convirtieron en argentinos modernos, mezclándose con los demás?

Me informé luego y saqué algunos datos, aunque me gustaría saber mucho más porque encuentro el tema
fascinante. Las últimas guerras indias de Argentina tuvieron lugar en 1883-1884. El 22 de febrero de 1883 se
produjo una batalla importante en Apeleg (alto río Senguer). Como vemos en las películas del Oeste, los indios
disponían de armas de fuego que adquirían a los blancos, un comercio que le parecía desleal e indignaba al
ejército porque les producía muchas bajas. Algunos indígenas combatían del lado de los blancos y les servían
de guías. Los vencidos, a lo largo de todas las Guerras del Desierto, fueron tratados poco menos que como
esclavos, dispersados, separadas las familias, obligados a alistarse en el ejército los jóvenes, convertidas en
criadas de las familias acomodadas las mujeres. Como consecuencia, la cultura tehuelche fue desestructurada y
desapareció, aunque se dieron unos pocos lotes de tierra a algunas familias. Una de esas reservas es la del
arroyo Chalía (al suroeste del río Chubut), concedida su tenencia en 1916 al cacique tehuelche Quilchamal a
título precario. Después de muchas usurpaciones de tierras por parte de los vecinos blancos y reclamaciones de
los indígenas, el 29 de octubre de 1990 se otorgaba, por fin, el título de propiedad a favor de la comunidad
aborigen «Chalía o Manuel Quilchamal» con una superficie de 32 902 hectáreas.

La misma pregunta sobre el destino final de los indios y de sus culturas me la hago también con respecto a
los indios que habitaban en la Tierra de Fuego. Tres de ellos viajaban a bordo del Beagle con Darwin. FitzRoy
los había capturado en la expedición anterior (junto a un cuarto que murió de viruela en Inglaterra).

Las culturas indias de la zona más austral eran entonces cuatro: los yámana o yahganes, los selk’nam (más
conocidos como onas, aunque esta palabra es yámana y significa «los del norte»), los liaus o manekenk y los
alakaluf o kaweskar. Los selk’nam y manekenk estaban seguramente relacionados con los tehuelches y eran
altos y corpulentos como ellos. También muy valientes y guerreros. A menudo se dice, erróneamente, que los
fueguios o fueguinos del Beagle eran onas. Estos indios, los selk’nam, vivían en la Isla Grande de la Tierra de
Fuego de la caza, sobre todo de guanacos, con arco y flechas, y se desplazaban a pie. Hay fotos y películas de
principios del siglo XX en los que aparecen los últimos onas «en estado salvaje», como solía decirse, cubiertos
sólo con pieles de guanaco. Muchísimos fueron aniquilados vilmente a tiros por los ganaderos europeos, pero
¿qué pasó con los que habían sido acogidos en la Misión Salesiana de Río Grande?
Los fueguinos que conocieron los ingleses del Beagle eran en realidad yámana, de baja estatura pero fuertes,
que viajaban en canoas y se alimentaban básicamente de recursos costeros como moluscos, crustáceos, erizos,
pescado y lobos marinos; en algunas celebradísimas ocasiones, también de ballenas u otros cetáceos varados.
Las mujeres buceaban muy bien (sólo de pensar en meterme en el agua allí, me estremezco) para conseguir
peces y marisco. Se tapaban con unas pocas pieles de nutria marina o zorro, una protección muy ligera para
aquellas latitudes, pero se untaban el cuerpo con grasa para conservar el calor. Esperaríamos verlos vestidos
como esquimales, buriatos o lapones, los habitantes del otro polo terrestre. Pero dado el clima tan frío y a la vez
tan extremadamente húmedo en el que vivían (muy diferente del ambiente ártico, helado pero seco), quizá el
más insufrible que pueblo alguno haya tenido que soportar nunca, seguramente era mejor cobijarse bajo pieles
(meterse debajo y embadurnarse con grasa) que llevarlas pegadas al cuerpo. Es más, se dice que contrajeron
neumonías mortales cuando, por influencia de los misioneros, adoptaron ropas europeas, que estaban siempre
caladas. En la bahía Lapataia, cerca de Ushuaia, se pueden ver los montones de conchas, cáscaras y huesos que
formaron alrededor de sus cabañas los yámana, como un muro con forma de herradura.

Como hemos dicho, FitzRoy tomó a cuatro de estos indios en el primer viaje (después de que asumiera el
mando del Beagle) como represalia porque los nativos le robaron una ballenera. Más tarde, al ver que, según él,
se encontraban felices y con buena salud, se le ocurrió la idea de llevarlos a Inglaterra para educarlos y
evangelizarlos antes de devolverlos a su tierra; de este modo esparcirían la civilización y las buenas costumbres
entre sus paisanos. El experimento de FitzRoy acabó muy mal, pero ésa es otra historia. Los dos viajes del
Beagle no fueron la única relación de los ingleses con los yahganes, porque más tarde llegaron otros británicos
para instalar una misión de la Iglesia anglicana.

En la actualidad quedan media docena de alakaluf y sólo vive una yámana, llamada Cristina Calderón, en
el mismo canal del Beagle por donde pasó Darwin, concretamente en Puerto Williams, en la isla Navarino
(Chile).

A Darwin le interesaban los aspectos etnográficos de las culturas con las que se tropezaba, pero también las
miraba con los ojos del biólogo. ¿Hasta qué punto la acción directa de las condiciones ambientales (clima y
estilo de vida) es responsable de las características físicas de los diferentes pueblos de la Tierra?, se preguntaba
en El origen del hombre. Poco o nada, concluía, y de ahí deducía que la selección sexual tenía que ser la fuerza
directriz de la división en razas de la humanidad. La prueba la encontraba en lo que había visto en el gran viaje
de su vida:

Los indígenas de la Tierra de Fuego se encuentran en completa desnudez y se alimentan con los productos
marinos de sus inhóspitas playas. Los botocudos del Brasil vagan por los cálidos bosques del interior y viven
principalmente de productos vegetales. Sin embargo, ambas tribus se parecen tanto entre sí que algunos
brasileños creyeron que eran botocudos los naturales de la Tierra de Fuego que teníamos a bordo del Beagle.
Todavía más, los botocudos, como el resto de los habitantes de la América tropical, son enteramente distintos
de los negros que viven en las playas opuestas del Atlántico, y no por esto dejan de encontrarse sometidos a un
clima parecido, ni de seguir casi el mismo género de vida.

Los diferentes gustos en la elección de la pareja para reproducirse eran la explicación. A los negros, por
ejemplo, los gusta ese color, según Darwin, aunque él lo encontrase horrible para una persona:

A primera vista parece monstruosa la idea de que el negro azabache de la raza de ese color se haya logrado por
selección sexual, pero esta opinión aparece apoyada por diversas analogías, y sabemos que los negros admiran
su tez.
V. UNA VIDA SOSEGADA

El 29 de enero de 1839 se casó con su prima Emma Wedgwood, hija de su riquísimo tío
Josiah, que tan importante había sido para que Darwin embarcase en el Beagle
inclinando a su favor el ánimo de su padre. Josiah Wedgwood era a su vez hijo del
fundador, del mismo nombre, de la fábrica de cerámicas Etruria. Si con la herencia
familiar ya tenía garantizada una vida cómoda, sin necesidad de percibir un salario por
su trabajo, este matrimonio todavía aseguraba más su posición. Nunca fue profesor de
universidad, ni siquiera doctor, sino simplemente Mr. Darwin.

Figura 30. Casa de Darwin en Down. «El encanto del lugar reside, para mí, en que casi todos los campos son
atravesados (como el nuestro) por uno o más senderos; nunca vi tantas alamedas en ningún otro lugar del
campo. La región es extraordinariamente rural y tranquila». Carta de C. Darwin a su hermana Catherine, de 24
de julio de 1842.
Su primer hogar familiar estuvo en Londres, y se trasladó por razones de salud a
una casa de campo en la aldea de Down, Kent, no lejos de Londres (dieciséis millas al
sur), el 14 de septiembre de 1842. Allí transcurriría su existencia durante los siguientes
cuarenta años, aislado pero en modo alguno incomunicado científicamente, porque se
escribía con una asombrosa cantidad de especialistas en todo el mundo que le
proporcionaban la ingente masa de datos que necesitaba para demostrar su teoría de la
evolución.

A pesar de que trabajé todo lo que pude en los tres años y ocho meses que residimos en
Londres, jamás he hecho tan poca cosa en un período de tiempo similar. Ello se debió a
que frecuentemente estaba indispuesto, y a una larga y grave enfermedad. La mayor
parte de mi tiempo, cuando podía hacer algo, la consagraba a mi trabajo sobre los Coral
Reefs (Arrecifes coralinos) que había empezado antes de mi boda y cuya última prueba de
imprenta estuvo corregida el 6 de marzo de 1842. Este libro, aunque pequeño, me costó
veinte meses de duro trabajo, pues tuve que leer todas las obras que trataban de las islas
del Pacífico y consultar muchos mapas. Fue altamente considerado por los científicos y
creo que en la actualidad la teoría expuesta en él está totalmente demostrada.

No he emprendido ningún otro trabajo con un espíritu tan deductivo como éste,
pues toda la teoría fue concebida en la costa occidental de América del Sur, antes de
haber visto un verdadero arrecife de coral.

Figura 31. Atolón sin isla en medio porque (según el modelo de Darwin) ya se ha hundido.
Figura 32. Arrecife de barrer en torno a una isla.

La teoría de la formación de las islas coralinas que propuso Darwin merece ser
explicada, aunque sea brevemente. Pero mejor será que lo haga el gran geólogo Lyell,
que había sostenido una tesis contraria:

¿Le dijo a usted Darwin cuando estaban en El Cabo cuál considera que es la verdadera
causa? Supongamos que una montaña se sumerge gradualmente, y que el coral crece en
el mar en el que aquélla se hunde, y tendremos un anillo de coral, y finalmente sólo una
laguna en el centro… Las islas coralinas son el último esfuerzo de los continentes que se
hunden por sacar la cabeza del agua. Se pueden detectar las regiones de elevación y
hundimiento en el océano por el estado de los arrecifes de coral (carta a John Herschel
de 1837).

La Geología moderna ha dado la razón a Darwin. Los sondeos profundos en los


atolones del Pacífico han mostrado espesores de los arrecifes coralinos de más de un
kilómetro en algunos casos. Efectivamente, el suelo se hunde y los corales crecen hacia
arriba en los atolones.

Pero la carrera de geólogo de Darwin estaba a punto de terminar. Las energías


físicas se le iban y se encontraría enseguida incapaz de hacer trabajo de campo. Tendría
que refugiarse en la teoría y la experimentación.

En el verano de 1842 me encontré algo restablecido e hice yo solo un pequeño recorrido


por el norte de Gales, con el fin de observar los efectos de los antiguos glaciares que
antaño habían ocupado los valles más extensos [y para comprobar la hipótesis de
Agassiz]. Publiqué una breve referencia de los que vi en la Philosophical Magazine. Esta
excursión me interesó muchísimo, y fue la última ocasión en la que me encontré con
fuerzas suficientes para escalar montañas o hacer marchas largas, como precisa la labor
del geólogo.
VI. CONFESAR UN ASESINATO

No es difícil de entender que la extraña quiebra vital que experimentó Darwin a la


vuelta del viaje en el Beagle haya suscitado toda clase de hipótesis para explicarla.
Ciertamente es extraordinaria y si le ocurriera a un conocido nuestro, nos daría mucho
que pensar. El propio Darwin imaginaba que sus amigos lo tenían por un
hipocondríaco. ¿Qué le pudo haber pasado? Hay dos tipos de explicaciones. Unas son
de carácter orgánico y otras psicológicas. La que daba el mismo Darwin, según su hijo
Francis, es la de una enfermedad hereditaria: «Se ha supuesto que su mala salud en
años posteriores se debió a lo mucho que había padecido de mareos. No era esto lo que
creía él, que atribuía su debilidad más bien a los efectos hereditarios que se
manifestaron en forma de gota en alguna de las generaciones pasadas». De hecho,
Darwin temía que sus hijos hubieran heredado su mala constitución y esto le
atormentaba.

También es posible que contrajera una enfermedad grave en Sudamérica, quizá el


mal de Chagas, producido por un protozoo que se transmite por las heces de una
chinche llamada vinchuca. Darwin cuenta en su Diario cómo le habían picado(7). El mal
de Chagas produce, según parece, síntomas parecidos a los de Darwin. A veces mata en
poco tiempo, porque afecta al músculo del corazón, pero en otros casos la enfermedad
se prolonga durante muchos años.

Además, Darwin estuvo bastante tiempo severamente(8). enfermo en 1834. Ya en el


prólogo del Diario agradece al cirujano del Beagle los solícitos cuidados que le prodigó
en Valparaíso. Más adelante en el libro lo cuenta así:

20 del mismo mes. […] Durante el día me sentí muy mal, y desde esa época hasta fines de
octubre no me repuse.

22 de septiembre. […] Aquí me detuve los dos días siguientes y, aunque bastante mal,
me esforcé por recoger de la formación terciaria algunas conchas marinas.

24 de septiembre. […] Nuestra ruta se dirigió ahora directamente hacia Valparaíso,


que con grandes dificultades alcancé el día 27, para meterme en cama y permanecer en
ella hasta fines de octubre.
Figura 33. Valparaíso durante la batalla de Viña del Mar.

En carta de 13 de octubre de 1834 a su hermana Caroline le dice:

He estado enfermo y en cama durante la última quincena, y ahora sólo puedo


incorporarme durante breve tiempo. Como quiero estar ocupado, voy a intentar escribir
esta carta. Volviendo de mi excursión al país estuve unos pocos días en las Minas de
Oro y mientras estaba allí bebí algo de chicha, un vino recién hecho muy débil y agrio,
que casi me envenena, y me quedé hasta que creí estar bien; pero los primeros días de
cabalgada, que fueron muy largos, volvieron a trastornar mi estómago y después no
pude sentirme bien; perdí bastante apetito y me debilité mucho.

Yo me inclino por esa posibilidad, la de la enfermedad tropical, pero los partidarios


de que el trastorno era de orden psicológico recurren a los antecedentes familiares de
enfermedades nerviosas, y a posibles conflictos entre su creencia en la verdad literal de
la Biblia a la partida del viaje y la teoría de la evolución que se fue afirmando en su
mente a la vuelta. Desde 1837 hasta 1859, cuando publicó El origen, Darwin rumió sus
ideas sobre la modificación de las especies prácticamente solo, sin tener a su lado a
nadie que verdaderamente le creyera, aunque se atreviera a expresárselas tímidamente
a un reducido grupo de confidentes.

En una carta a su amigo el botánico Joseph Hooker de enero de 1844, le cuenta:

Por fin ha surgido un rayo de luz, y estoy casi convencido (totalmente en contra de la
opinión de la que partía) de que las especies no son (es como confesar un asesinato)
inmutables[13].
Muy serias tenían que ser sus preocupaciones respecto del choque de sus ideas
científicas con las firmes convicciones creacionistas de su querida esposa Emma: ¿qué
pensaría ésta de sus ideas evolucionistas? ¿Hablaría el matrimonio, cuando se quedaban
solos, en la tranquilidad rural de su casa de Down, de si el hombre viene o no del mono
y de la gran tormenta que Darwin estaba desatando en la sociedad? Tal vez nunca
tocaran esos temas tan delicados, pese a que Darwin no trabajaba en otra cosa. Francis,
su hijo, escribió que Darwin apenas hablaba de sus creencias en casa[14].

Otra posible fuente de conflicto psicológico pudo ser la figura paterna. El doctor
Darwin era un hombre literalmente enorme («el más grande que he visto nunca»), muy
alto y corpulento, y ejercía una gran autoridad sobre el hijo. Sus opiniones tenían
mucho peso en Charles, tanto a la hora de escoger estudios universitarios como para,
más adelante, darle permiso para embarcar en el Beagle. Las relaciones entre ambos no
parecen haber sido especialmente difíciles, pero el Darwin anciano todavía recordaba
con vivo dolor una anécdota que haría las delicias de cualquier psicoanalista.

Mi padre me dijo una vez algo que me mortificó profundamente: «No te gusta más que
la caza, los perros y coger ratas [shooting, dogs, and rat-catching], y vas a ser una
desgracia para ti y para toda tu familia». Pero mi padre, que era el hombre más cariñoso
que he conocido jamás, y cuya memoria adoro con todo mi corazón, debía de estar
enfadado y fue algo injusto cuando utilizó estas palabras.

Ahora bien, si, como creo, el mal de Darwin era totalmente físico y contraído en el
viaje, entonces su vida posterior al viaje fue una lucha titánica y ejemplar contra una
penosa enfermedad, que mermó terriblemente sus fuerzas, pero no torció su férrea
voluntad.

Por supuesto, aún cabe una tercera posibilidad: Darwin tenía una enfermedad
orgánica, más o menos grave, y la utilizó inconscientemente para dedicarse
exclusivamente a su trabajo, cuidado constantemente por una esposa-enfermera y
viviendo en el más protector de los ambientes, sin tener que enfrentarse jamás a los
amenazadores enemigos de fuera ni a los terroríficos fantasmas de dentro, instalado
permanentemente dentro de la enfermedad (¿quién no ha deseado alguna vez rodearse
de una muralla infranqueable que deje fuera los problemas que nos angustian? ¿Quién
no teme al lunes el domingo por la noche?).
VII. UNA MENTE EN EBULLICIÓN

Sin duda, lo que ha hecho de Darwin una de las mentes más geniales de la historia del
pensamiento fue (para mí la máxima, porque lo que descubrió fue lo más importante de
todo: el secreto de nuestra propia existencia), claro está, su trabajo sobre la evolución o,
como la llamaba él, la «descendencia con modificación». En su viaje en el Beagle algunos
hechos de la Biología le habían llamado la atención, y fueron, al poco de volver, los que
le llevaron a decantarse por la «transmutación de las especies» y a buscarle una
explicación[15]. También le preocupaba mucho «la adaptación casi perfecta de unos
seres orgánicos a otros, y a sus condiciones físicas de vida» (es decir, al medio, que está
formado tanto por el terreno y el clima como por los organismos que conviven). El viaje
había transcurrido entre el 27 de diciembre de 1831 y el 2 de octubre de 1836 y Darwin
empezó a recoger en julio de 1837 observaciones sobre la transmutación de las especies
en un cuaderno de notas. Esos hechos que no encajaban con el creacionismo tenían que
ver con las relaciones entre especies, tanto en el espacio, es decir, entre especies vecinas,
como en el tiempo, o sea, entre formas extinguidas y formas vivientes en la misma zona.
Las especies próximas geográficamente se asemejaban mucho, lo que indicaba una
procedencia común, y las faunas antiguas, ya va dicho, se parecían a su vez a las
actuales en cada región, sugiriendo una descendencia con modificación.

Durante el viaje del Beagle había quedado profundamente impresionado cuando


descubrí en las formaciones de las pampas grandes animales fósiles cubiertos de
corazas, como las de los actuales armadillos; en segundo lugar, por la manera en que
animales estrechamente emparentados se sustituyen unos a otros conforme se va hacia
el sur del continente; y en tercer lugar por el carácter suramericano de la mayor parte de
los productos de las islas Galápagos, y más especialmente por la manera en que difieren
ligeramente los de cada una de las islas del grupo sin que ninguna de ellas parezca muy
vieja en sentido geológico.

Era evidente que hechos como éstos y también otros muchos sólo podían explicarse
mediante la suposición de que las especies se modifican gradualmente; y el tema me
obsesionaba. Pero era igualmente evidente que ni la acción de las condiciones del
entorno, ni la inclinación de los organismos (especialmente en el caso de las plantas)
podrían explicar los innumerables casos en que sistemas de todas clases están
extraordinariamente adaptados a sus hábitos de vida —por ejemplo, un pájaro
carpintero o una rana de San Antonio para trepar a los árboles, o las semillas para
dispersarse por medio de ganchos o plumas—. Siempre me habían llamado mucho la
atención tales adaptaciones, y hasta que no pudieran ser explicadas me parecía inútil
esforzarse en demostrar por pruebas indirectas que las especies se habían modificado.

Después de mi regreso a Inglaterra me pareció que, siguiendo el ejemplo de Lyell en


geología, y recogiendo todos los datos que de alguna forma estuvieran relacionados con
la variación de los animales y las plantas bajo los efectos de la domesticación y la
naturaleza, se podría quizá aclarar toda la cuestión.

Pero ¿estaban las clases más cultas de la sociedad inglesa, y por extensión, del
ámbito occidental, en buena disposición para escuchar lo que Darwin tenía que decir?
Es posible que sí, debido al éxito editorial que supuso, desde el primer día (en que se
agotó la edición), El origen de las especies. Además, ya hacía mucho tiempo que se habían
dado a conocer las primeras ideas evolucionistas, y éstas seguían encontrando
defensores de vez en cuando. El último, Robert Chambers, autor (secreto) de Vestiges of
the Natural History of Creation (1844), un libro dirigido al gran público que tuvo enorme
éxito. Por estas razones, se podría contestar afirmativamente a la pregunta: el mundo
estaba preparado, era el momento adecuado.

Figura 34. Iguana terrestre. Darwin la encontró sólo en las islas centrales de las Galápagos: «Es como si hubiera
sido creada en el centro del archipiélago, y de ahí se hubiera dispersado sólo hasta una cierta distancia». C.
Darwin. Diario.

Pero no pensaba lo mismo T. H. Huxley, sino todo lo contrario: la hipótesis del


«transformismo» había caído en el mayor de los descréditos después de la oleada de
críticas que había recibido Lamarck (entre las que destacaban las de Cuvier y Lyell),
cuya reputación había terminado de rematar el oculto autor de los Vestiges; de modo
que defender ante la academia la mutabilidad de las especies era exponerse a la mofa.
Aunque el anónimo Vestiges tuvo gran difusión, sin embargo, fue despreciado por
lamarckista y poco serio por los investigadores profesionales.

Darwin, según Huxley, no perfeccionó una idea que flotaba en el ambiente y que
llevaban tiempo acariciando las mentes más avanzadas; la rescató del fango y le sacó
lustre. La prueba está en que Darwin fue creacionista hasta la vuelta del Beagle, en
contra de las opiniones evolucionistas de su abuelo Erasmus, y el propio T. H. Huxley
también lo fue, pese a haber discutido con Darwin sobre el tema, hasta que leyó El
origen. Sólo podría citarse a Herbert, Spencer (1820) como un evolucionista convencido,
y figura que imponía respeto, en aquellos años que precedieron a El origen. T. H. Huxley
lo conoció en 1852, y discutieron sin que Spencer consiguiera llevarlo al terreno de la
transmutación de las especies (Darwin, por otro lado, no consideraba que Spencer le
hubiera influido en nada, y no lo tenía por un precedente de su pensamiento).

¿Y qué opinaba sobre el tema el mismo Darwin? Nos lo cuenta en la Autobiografía:

Se ha dicho en ocasiones que el éxito de El origen demostró «que el tema estaba en el


aire», o «que la mente de la gente estaba preparada para dicho tema». No creo que esto
sea estrictamente cierto, pues a veces sondeé a no pocos naturalistas, y nunca di con
uno sólo que pareciera dudar de la permanencia de las especies. Ni siquiera Lyell y
Hooker parecían estar de acuerdo, aunque siempre me escucharon con interés. En una o
dos ocasiones intenté explicar a hombres capaces lo que entendía por selección natural,
pero fracasé notoriamente. Lo que creo que era absolutamente cierto es que
innumerables hechos perfectamente observados estaban esperando en las mentes de los
naturalistas, listos para ocupar su puesto tan pronto como se explicara suficientemente
una teoría que los abarcara.

El término evolución, con el que nos referimos normalmente a los cambios en las
especies a lo largo del tiempo, no fue utilizado por Darwin en 1859, salvo una vez;
curiosamente, la última palabra de El origen es el participio evolved (que Zulueta traduce
por «desarrollado»), Aunque enseguida se generalizó su uso como sinónimo de la
descendencia con modificación, transmutación de las especies o transformismo (Darwin
emplea el término en El origen del hombre), era utilizado por los biólogos desde el siglo
XVIII para referirse, primero, a una de las dos doctrinas que competían para explicar el
desarrollo del embrión, y más tarde para aludir al desarrollo sin distinción de escuelas.

Pero, y sobre todo por la influencia de Herbert Spencer, de la historia del individuo
la palabra evolución saltó a la historia de la especie, y sustituyó a todas las expresiones
precedentes (descendencia con modificación, transmutación y trasformación de las
especies). Hoy, en cambio, no se utiliza evolución para referirse al desarrollo, que fue la
acepción original. De todos modos, hay una diferencia fundamental entre los dos tipos
de cambio. El desarrollo, desde el óvulo fecundado hasta el adulto, es cambio
programado, dirigido y previsible. También para Lamarck y algunos evolucionistas
contemporáneos de Darwin la historia de la vida se desplegaba en el tiempo geológico
siguiendo una pauta, absolutamente predecible, que conduciría desde lo más simple
hasta lo más perfecto (y que habría acabado con la llegada de nuestra especie). Pero la
evolución de las especies, según Darwin, no es direccional ni predecible porque
depende de las variaciones que se producen en el medio físico (la Biología sigue a la
Geología).

Volvamos ahora a los años treinta del siglo XIX. Darwin, como vimos, había
empezado a pensar en la evolución de las especies, como hipótesis, al poco de volver
del viaje alrededor del mundo, hacia marzo de 1837. Pero su carácter le obligaba a
buscar la causa, si es que existía tal fenómeno. Rápidamente se dio cuenta de que tenía a
su alcance múltiples casos de descendencia con modificación: los animales domésticos y
las plantas cultivadas.

Empecé mi primer cuaderno de notas en julio de 1837. Trabajé sobre verdaderos


principios baconianos y, sin ninguna teoría, empecé a recoger datos en grandes
cantidades, especialmente en relación con productos domesticados, a través de estudios
publicados, de conversaciones con expertos ganaderos y jardineros y de abundantes
lecturas. […] Pronto me di cuenta de que la selección era la clave del éxito del hombre
cuando conseguía razas útiles de animales y plantas. Pero durante algún tiempo
continuó siendo un misterio para mí la forma en que podía aplicarse la selección a
organismos que viven en estado natural.

Los animales no se autodomestican, ni las plantas se autocultivan, por lo que


Darwin parecía estar en un callejón sin salida. Y, sin embargo, la evolución de las
especies tenía que ser un proceso muy parecido a lo que venimos haciendo desde que se
inventó la economía de producción en el Neolítico, sólo que natural, es decir, sin la guía
del hombre. De alguna forma, igual que de un caballo ancestral, o de un uro, o de una
paloma bravía han salido tantas razas domésticas, y tan diferentes entre sí, de una
especie ancestral común podrían haber divergido un conjunto de especies actuales
emparentadas. No pasó mucho tiempo hasta que por fin se le ocurrió la solución.

En octubre de 1838, esto es, quince meses después de haber empezado mi estudio
sistemático, se me ocurrió leer por entretenimiento el ensayo de Malthus[16] sobre la
población [en donde decía que las poblaciones humanas tendían siempre a crecer a un
ritmo superior al de la producción de alimentos] y, como estaba bien preparado para
apreciar la lucha por la existencia que por doquier se deduce de una observación larga y
constante de los hábitos de animales y plantas, descubrí enseguida que bajo estas
condiciones las variaciones favorables tenderían a preservarse, y las desfavorables a ser
destruidas. El resultado de ello sería la formación de especies nuevas. Aquí había
conseguido por fin una teoría sobre la que trabajar; sin embargo, estaba tan deseoso de
evitar los prejuicios que decidí no escribir durante algún tiempo ni siquiera el más
breve esbozo[17]. En junio de 1842 me permití por primera vez la satisfacción de escribir
un resumen muy breve de mi teoría, a lápiz y en treinta y cinco páginas; éste fue
ampliado el verano de 1844, convirtiéndose en otro de doscientas treinta páginas que
copié entero y todavía poseo.

Este amplio resumen fue leído por su amigo Joseph Dalton Hooker (1817) hacia
1846. El dato es importante, porque más adelante, cuando llegó el trabajo de Wallace en
1858 sobre la evolución por selección natural, fue la prueba de que Darwin había
fraguado ya su teoría años antes. Hooker no parece haberle prestado demasiada
atención entonces, porque en 1859, después de leer El origen, se declara partidario
convencido de su doctrina y le confiesa: «Con frecuencia pienso que he debido de ser
muy estúpido para no haber seguido aquél [el manuscrito] con más atención».

Figura 35. Cirripedia.


Pero no eran las cuestiones teóricas las únicas que ocupaban su pensamiento. A
comienzos de 1844 se publicaron sus observaciones sobre las islas volcánicas visitadas
con el Beagle, y el año siguiente, como hemos visto, la edición revisada del Journal of
Researches (Diario del viaje), que ya contiene claros reflejos de sus ideas evolucionistas
todavía no publicadas (llevaba desde 1837 pensando en ello) y que nosotros, no sus
lectores de entonces, podemos entender. En 1846 salieron sus Geological Observations in
South America (el tercer y último libro de geología que escribiría Darwin, después de
Arrecifes coralinos de 1842 y Observaciones geológicas sobre las islas volcánicas de 1844) e
inmediatamente después empezó a trabajar con cirrípedos (percebes y balanos),
enfrentándose por primera vez a fondo con los problemas de la clasificación de
especies. Esta experiencia práctica de ocho años de intenso trabajo le dio un
conocimiento de primera mano sobre qué son las especies en el mundo real y cuán
borrosos aparecen los límites entre variedades y especies cuando se intenta
sistematizarlas. También entendió lo poco lucido de esta tarea tan importante. El
geólogo Darwin se había convertido en un biólogo.

Los cirrípedos constituyen un grupo de especies variadísimas y difíciles de clasificar, y


mi trabajo me resultó de considerable utilidad cuando tuve que examinar los principios
de una clasificación natural en El origen de las especies. Sin embargo, dudo que la tarea
mereciera tanto tiempo como le dediqué.

Joseph D. Hooker escribió lo siguiente a Francis Darwin:

Su padre señalaba tres grandes etapas en su carrera como biólogo: la de simple


coleccionista en Cambridge; la de coleccionista y observador en el Beagle, y durante
algunos años más; y la del naturalista formado, después, y sólo después del trabajo de
los cirrípedos. También es cierto que durante todas ellas fue un pensador, y un
naturalista bien preparado no podría sino emular gran parte de sus escritos anteriores al
trabajo citado. Con frecuencia se refería a este último como una valiosa disciplina, y
añadía que aun el «odioso» trabajo de desenterrar sinónimos y de descripción no sólo
había supuesto un progreso para sus métodos, sino que le había mostrado claramente
las dificultades y los méritos del más aburrido de los catalogadores. Resultado de ello
fue el hecho de que nunca permitió una observación despectiva acerca de esta clase de
investigadores científicos, la más baja, sin expresar su protesta, si su trabajo era honrado
y correcto en su género. Siempre he considerado éste uno de los más bellos rasgos de su
carácter —esta generosa consideración de los peones de mano de la ciencia y de su
labor…— y fue la monografía sobre los percebes lo que originó esta actitud.
VIII. UNA CARTA QUE VINO DEL
ARCHIPIÉLAGO MALAYO

Me encontraba tan enfermo que cuando mi querido padre murió, el 13 de noviembre de


1848, fui incapaz de asistir a su funeral ni de actuar de testamentario.

En Inglaterra, los funerales son necesariamente servicios religiosos de cuerpo presente,


no misas conmemorativas posteriores al entierro, de donde se deduce que no estuvo en
la iglesia ni en el cementerio. Aunque parece seguirse de estas palabras que ni siquiera
se movió de Down, según Janet Browne viajó a The Mount, aunque llegó tarde, cuando
el cortejo ya había partido hacia la iglesia de St. Chad.

Después de acabar con los cirrípedos (que casi acaban con él), Darwin emprendió la
tarea de escribir un gran libro sobre el origen de las especies, que iba a ser mucho más
grande que el que luego se publicó. En cartas de mayo y diciembre de 1857 a Wallace le
cuenta que lleva trabajando veinte años en una obra en la que abordará «la cuestión de
cómo y en qué modo se diferencian mutuamente las especies», pero que el tema es tan
amplio que aunque ya ha escrito muchos capítulos, no cree que vaya a la imprenta en
los siguientes dos años. En septiembre de 1857 envió una carta al botánico americano
Asa Gray que contenía un breve esbozo de su teoría. Finalmente, en julio de 1858, le
llega desde el archipiélago malayo (Indonesia) una auténtica bomba:

Figura 36. «Echando al intruso». Wallace vivió realmente entre los nativos de Indonesia, y en condiciones
mucho más incómodas que las de Darwin en su viaje.
A comienzos de 1856 Lyell me aconsejó que redactara mis puntos de vista con bastante
extensión, y enseguida empecé a hacerlo a una escala tres o cuatro veces más amplia
que la que adoptaría luego en El origen de las especies; con todo, se trataba sólo de un
resumen de los materiales que había recogido, y realicé alrededor de la mitad de la obra
a esta escala. Pero mis planes se vinieron abajo, pues a comienzos del verano de 1858,
Mr. Wallace, que en aquel tiempo estaba en el archipiélago malayo, me envió un
ensayo, On the Tendency of varieties to depart indefinitely from the Original Type (Sobre la
tendencia de las variedades a apartarse indefinidamente del tipo original), y este ensayo
contenía una teoría exactamente igual a la mía. Mr. Wallace expresaba el deseo de que
en caso de que me pareciera bien el ensayo, se lo enviara a Lyell para que lo leyera
cuidadosamente. […] En el Journal of the Proceedings of the Linnean Society, 1858, p. 45, se
exponen las circunstancias en las que atendí a la petición de Lyell y Hooker de que
accediera a la publicación de un resumen de mi manuscrito, así como una carta a Asa
Gray, con fecha del 5 de septiembre de 1857, al mismo tiempo que el ensayo de Wallace.

Los trabajos de Darwin y Wallace[18] se leyeron, en ausencia de los dos autores, en la


sesión de la Linnean Society del 1 de julio de 1858, y estuvieron presentes Lyell y
Hooker. No hubo discusión posterior, en parte porque el tema cogió por sorpresa a los
socios, y en gran medida porque el apoyo de Lyell y Hooker, que eran quienes habían
presentado los textos, disuadió a los posibles críticos. En el texto de comunicación de los
trabajos a la Sociedad Linneana, Lyell y Hooker exponen que este último había leído la
memoria de Darwin de 1844, y había informado de su contenido a Lyell.

Sin embargo, nuestros trabajos combinados merecieron muy escasa atención, y la


única mención que se publicó al respecto fue la del profesor Haughton de Dublín, cuyo
veredicto fue que todo lo que había de nuevo en nuestros trabajos era falso, y lo que
había de cierto era viejo. Esto demuestra lo necesario que es el que todo nuevo punto de
vista se explique con una extensión considerable, con el fin de despertar la atención del
público.

En septiembre de 1858 me puse a trabajar, siguiendo el insistente consejo de Lyell y


Hooker, para preparar un volumen sobre la transmutación de las especies, pero sufría
frecuentes interrupciones a causa de mi mala salud y de las breves visitas al delicioso
establecimiento hidropático del doctor Lane en Moor Park. Resumí el manuscrito que
había empezado a escala mucho mayor en 1856 y completé el volumen en la misma
reducida proporción. Me costó trece meses y diez días de duro trabajo. Se publicó con el
título de Origin of Species en noviembre de 1859. Aunque considerablemente aumentado
y corregido en posteriores ediciones, continúa siendo sustancialmente el mismo libro.
Es, sin duda, la obra más importante de mi vida. Desde el principio tuvo un gran
éxito. La reducida primera edición de 1250 ejemplares se vendió en el mismo día de su
publicación[19].

Ha sido traducido a casi todos los idiomas europeos, incluso a algunos como el
español, bohemio, polaco y ruso…

Darwin escribió El origen a lo largo de poco más de un año, sin consultar


absolutamente con nadie. Temía realmente ser un loco que había concebido una teoría
totalmente disparatada, de la que se reiría la Historia. Estaba tan metido en el problema,
desde hacía más de veinte años, que le faltaba distancia y claridad de juicio. Su
confianza en la descendencia con modificación y la selección natural era absoluta, pero
otros antes habían perseguido sueños aberrantes durante toda su existencia con el
mismo celo y convencimiento. Le aterrorizaba la idea de haber desperdiciado su vida
completamente. Por eso, esperaba el juicio de los tres científicos que más respetaba:
Lyell, Hooker y Huxley. Cuando le dieron su veredicto en general favorable, se sintió
inmensamente aliviado (aunque Lyell tardó años en «convertirse», y quizá nunca lo
hizo hasta las últimas consecuencias). Estaba seguro de que por lo menos no decía
necedades, y la opinión de otros colegas le afectaba mucho menos, como la despiadada
crítica del geólogo Sedgwick, su antiguo profesor en Cambridge: «Si fuera posible
(gracias a Dios no lo es) esta quiebra, la humanidad, en mi opinión, sufriría daños que la
embrutecerían y hundirían a la raza humana en la mayor degradación en la que haya
caído desde que los testimonios escritos nos cuentan su historia».

Henslow, su querido maestro de Botánica en Cambridge, y a quien Darwin debía el


viaje en el Beagle, el mismo que le había recomendado la lectura de los Principios de
geología de Lyell, pero con la advertencia de que no los creyera demasiado, no pudo
alinearse con su antiguo discípulo (que era en cierto modo el continuador en Biología
de Lyell), pero su postura no fue tan contraria y agresiva como la de Sedgwick.

Antes de El origen, Robert Chambers había propuesto sin éxito en su obra Vestiges of
Natural History of Creation una visión no materialista de la evolución, que aparecía como
el despliegue a lo largo del tiempo geológico de un plan divino de creación progresiva
que, sin milagros, avanzaba hacia formas cada vez más perfectas y que culminaba en
nuestra especie. Curiosamente, Chambers criticaba a Lamarck, ya que asociaba a este
autor con la herencia de los caracteres adquiridos y tal mecanismo podía muy bien
explicar la adaptación de cada especie a sus circunstancias particulares, pero no el
movimiento general de la Vida hacia la complejidad. Sin embargo, Lamarck también
creía en ese progreso como ley de fondo, y Chambers, por su parte, terminó aceptando
la herencia de los caracteres adquiridos en relación con la (para él) cuestión menor de la
adaptación.

Aunque en su momento, 1844, el libro de Chambers fuera ridiculizado, luego la idea


fue retomada por algunos científicos antidarwinistas, como St. George Jackson
Mivart[20] (1827) o el famoso paleontólogo Richard Owen[21] (1804), inventor del
término «dinosaurio», quien, pese a que había ayudado al joven Darwin a clasificar los
ejemplares de mamíferos fósiles sudamericanos, se convirtió luego en un firme
adversario de sus ideas materialistas. Otro gran oponente a Darwin fue, en Estados
Unidos, el naturalista de origen suizo, ya mencionado, Louis Agassiz.

Merece un comentario aparte el botánico americano Asa Gray (1810), buen amigo y
seguidor de Darwin, con quien mantuvo una intensa correspondencia. Gray era
evolucionista y seleccionista, pero no completamente al modo de Darwin. Como a otros
«evolucionistas teístas» posteriores, le parecía que el darwinismo era verdad, pero no
contenía toda la verdad: tenía que haber «algo más», una guía externa para la
evolución, que no podía depender simplemente de la acción de «fuerzas brutas». El
mecanismo por el que la evolución podía discurrir según el plan trazado era que las
variaciones se produjeran sólo en la dirección conveniente, la que favorece al individuo.
La lucha por la vida las seleccionaría, desde luego, por ser beneficiosas.

Darwin no pensaba nada de eso. Para él, las variaciones eran tanto beneficiosas
como perjudiciales, porque se daban en todas las direcciones. Volviendo al símil de la
domesticación, Darwin le decía a Asa Gray que no podía ocurrir que los animales
criados por el hombre experimentaran cambios en determinadas direcciones
exclusivamente para satisfacer nuestros deseos, sino que los criadores se quedaban sólo
con las variaciones útiles. También les preguntaba a Gray y a Lyell (que no terminaba
de aceptar las ideas de Darwin) si creían que la forma de su nariz (la misma nariz que
no le gustó a FitzRoy) respondía a algún plan. Porque si lo creían, no tenía nada más
que añadir, pero si no era así, debía «pensar que no es lógico suponer que las
variaciones que la selección natural preserva por el bien de cualquier ser obedecen un
designio».

Darwin no creía que la evolución se hubiera desarrollado a lo largo de una línea


principal de progreso que conduce al ser humano. Más bien entendía que la selección
natural adapta los organismos a los cambios que se producen en sus condiciones de
vida, respetando sólo a los que son más eficaces. La evolución es oportunista, está sujeta
a las variaciones que impone la Geología en el medio y no tiene propósito ni dirección.
Su representación gráfica no sería una lanza, ni un surtidor que proyecta un chorro
hacia arriba, sino un árbol ramificado sin guía ni tronco principal. Porque no hay unos
individuos mejores que otros, en términos absolutos (como si pudieran ser medidos
según una escala de perfección), sino que simplemente algunos sujetos son más idóneos
para las circunstancias que se dan en un momento y lugar concreto. El más apto hoy,
puede no serlo mañana.

En el continente, el principal valedor de Darwin fue el genial y enciclopédico


biólogo alemán Ernst Haeckel (1834), que se sumó pronto al movimiento (en 1862),
aunque en realidad era más lamarckista que seleccionista.

Figura 37. Darwin sabía que la selección natural no lo explica todo: «Sin embargo, en un número de especies
los colores son demasiado conspicuos y singularmente organizados para permitirnos suponer que sirven a
otros propósitos». C. Darwin. El origen del hombre.

Un año después de que apareciera El origen, Darwin tenía mucha más confianza en
su teoría en general. Sus terrores anteriores a la publicación ya habían pasado. Pero
cansado de las críticas adversas, Darwin manifestaba a Huxley que confiaba en que las
nuevas generaciones partieran en sus investigaciones de la idea de la evolución y no de
la de la creación. No podía imaginar que su profecía se cumpliría tan pronto, él era
mucho más pesimista. Los jóvenes se fueron identificando enseguida con la
revolucionaria doctrina del evolucionismo, mientras que el creacionismo se mantenía
fuerte entre los profesores consagrados.

CURIOSIDADES

Hay muchas historias que se cuentan en torno a la vida y obra de Darwin y sus colegas. Aunque
afortunadamente nos dejó su autobiografía, quedan pequeños detalles por aclarar. Anécdotas la mayoría, pero
con cierto interés histórico.

Darwin y Wallace

Una de ellas es la de cómo se desarrolló la sesión de la Sociedad Linneana en la que la evolución por selección
natural fue dada a conocer al mundo, en un rincón de Londres. Aunque pasara casi desapercibido, aquél fue
sin duda el gran acontecimiento de la historia de la Biología. Según Francis Darwin, fue así:

El articulo conjunto de Mr. Wallace y mi padre se leyó en la Sociedad Linneana la tarde del primero de julio.
Sir Charles Lyell y sir J. D. Hooker estuvieron presentes en la lectura del trabajo, y creo que ambos hicieron
algunas observaciones, principalmente con la intención de convencer a los presentes de la necesidad de prestar
la máxima atención a lo que habían oído. Pero no hubo ni atisbo de discusión. Sir Joseph Hooker me escribe:
«El interés suscitado fue intenso, pero el tema era demasiado nuevo y amenazador para que la vieja escuela se
alistara sin armarse antes. Después de la reunión hubo una tímida discusión: el apoyo de Lyell, y también en
cierto modo el mío, puesto que yo era su lugarteniente en el asunto, intimidó bastante a los socios, que de otro
modo se habrían precipitado contra la teoría. Contábamos también con la ventaja de estar familiarizados con
los autores y con el tema».

En esta ocasión los amigos de Darwin no contaron con T. H. Huxley, quien aún no era miembro de la
Sociedad Linneana.

Huxley y Owen

Todo el mundo ha oído hablar de la discusión que mantuvieron en el salón de conferencias del Museo
Universitario de Historia Natural de Oxford el día 30 de junio de 1860, sábado, Thomas H. Huxley, el «bulldog
de Darwin», y el obispo Wilberforce, llamado soapy, el cobista o jabonoso, por sus suaves maneras o quizá por
la costumbre de frotarse las manos (gesto con el que aparece en una caricatura). El obispo había sido asesorado
la noche anterior por el paleontólogo Richard Owen, considerado el sucesor inglés de Cuvier. Sin embargo, la
anécdota carece de interés científico y se parece a las muchas discusiones que siguieron (y aún continúan) entre
científicos evolucionistas y no científicos creacionistas. Mucho más importante es la discusión que habían
sostenido dos días antes, el jueves, en otra sesión de la reunión de Oxford, Huxley y el mismo Owen, esta vez
cara a cara. Aunque la historia venía de más atrás y la cuenta Huxley en su libro de 1863 Evidence as to Man’s
Place in Nature. En el año 1857 Owen había presentado en la Linnean Society un artículo en el que se decía que el
cerebro humano era radicalmente diferente al del resto de los primates y demás mamíferos por tener el «lóbulo
posterior» (que se llama ahora lóbulo occipital), que recubre el cerebelo, el cuerno posterior del ventrículo
lateral y el hippocampus minor (el hipocampo es lo fundamental del arqueocórtex). Huxley se puso a investigar y
descubrió que esas estructuras las compartían el hombre y los demás primates superiores.
Figura 38. Comparación del cerebro humano con el de un chimpancé, que demuestra su gran semejanza, en
contra de la opinión de Richard Owen; a: lóbulo posterior, b: ventrículo lateral, c: cuerno posterior, x:
hippocampus minor.

El resultado de mis investigaciones fue probar que las tres afirmaciones de Mr. Owen […] eran contrarias a los
hechos más palmarios. Les comuniqué esta conclusión a mis estudiantes en clase. Y como no tenía deseo de
embarcarme en una discusión que no podía redundar en la gloria de la ciencia británica, me dediqué a otras
ocupaciones más interesantes. En la reunión de la Asociación Británica en Oxford, en 1860, el profesor Owen
repitió estas aseveraciones delante de mí, y por supuesto yo inmediatamente les di una réplica directa y sin
preparar, prometiéndome justificar esa forma de actuar más adelante. Cumplí esa promesa publicando en el
número de enero de 1861 de Natural History Review un artículo en el que la verdad de las siguientes tres
proposiciones quedaba completamente demostrada [se refiere a que las tres estructuras en cuestión no son
exclusivas de nuestra especie y existen también en los primates superiores].

Darwin y Marx

Julian Huxley y H. D. B. Kettlewel cuentan en su biografía de Darwin que Karl Marx «quiso dedicarle la
traducción inglesa de Das Kapital, a lo que éste se negó atentamente». S. J. Gould lo descarta: «Una leyenda
bastante repetida, la de que Marx le ofreció a Darwin dedicarle el segundo volumen de Das Kapital, y que éste
no aceptó, resulta ser falsa». Howard E. Gruber, por su parte, reproduce una carta de Darwin a Marx en la que
rechaza la proposición: «Preferiría que esa parte o volumen no estuviera dedicada a mí (aunque le agradezco
que me haya propuesto tal honor) porque ello sugeriría, en cierto grado, mi aprobación a la obra entera, de la
que no tengo conocimiento»[22].

En todo caso, hay un ejemplar del primer volumen de Das Kapital (edición de Verlag von Otto Meissner,
Hamburgo, 1872) en la biblioteca de la casa de Darwin en Down y lleva la dedicatoria «De su sincero
admirador. Karl Marx». Pero tiene las páginas sin cortar, según Gould, que añade que Darwin no era
aficionado al idioma alemán. Eso es seguro, aunque también puede ser que no le interesara demasiado el libro,
o no tanto como para hacer un gran esfuerzo, porque sabía alemán, aunque no mucho. Según dice su hijo
Francis: «Muchas de sus lecturas científicas eran en alemán y ello le representaba una pesada labor […]. Hace
mucho tiempo, cuando empezó a estudiar alemán, alardeó del hecho (según solía contar) ante sir J. Hooker,
que respondió: “Ah mi querido colega, eso no es nada; yo lo he empezado muchas veces”. A pesar de su
carencia de gramática, conseguía salir adelante con su alemán maravillosamente y las frases que no
comprendía eran por lo general las complicadas».

Darwin y Mendel
Otra famosa leyenda cuenta que Darwin tenía en su biblioteca un ejemplar de las Actas de la Sociedad de
Historia Natural de Brünn (hoy Brno), donde Gregor Mendel publicó (en alemán) sus Experimentos de
hibridación en plantas (1866), y que el libro estaba con las páginas sin cortar. Esta vez no cabe duda de que la
historia es completamente falsa. No hay tal ejemplar y Darwin nunca supo del trabajo de Mendel. Es verdad,
en cambio, que Darwin poseía un ejemplar del libro (de 1881) del médico y botánico alemán Wilhelm Olbers
Focke titulado Los híbridos. Una contribución a la biología de las plantas en el que se contienen breves referencias a
Mendel, pero esas páginas sí que están por cortar. ¿Se habría tomado la molestia de leer a Mendel si hubiera
tenido conocimiento de sus investigaciones? ¿Le habría influido en algo?

El importante, de todos modos, era Darwin y por eso se dio la situación inversa. Mendel adquirió un
ejemplar de la segunda edición alemana de El origen de las especies, publicado en 1863, que era una traducción
de la tercera edición inglesa, de 1861. No cabe duda de que lo leyó, porque marcó pasajes que le interesaban en
18 páginas, aunque no lo cita en sus Experimentos de hibridación en plantas.

Mendel estuvo en Londres en julio y agosto de 1862, cuando casi había terminado sus experimentos con los
guisantes, pero no acudió a Down a visitar a Darwin, quien tampoco estuvo en Londres en esas fechas. Mendel
no hablaba inglés, y Darwin se defendía malamente en alemán. ¿Se habrían entendido? Aunque no era el
alemán la barrera que más les separaba. Mendel no tenía ningún interés por la evolución.

Darwin y Down

Por último, una anécdota sobre la casa de Darwin en Down. Su nieta Gwen Raverat escribió un libro delicioso
titulado Period Piece (algo así como Pieza de época), ilustrado con unos dibujos deliciosos. Uno de los capítulos
está dedicado a la casa de su abuelo, a quien no conoció. Sí recordaba en cambio a su abuela, que murió catorce
años después que Darwin (aunque sólo era un año más joven que su esposo). El invierno lo pasaba la anciana
en Cambridge e iba a Down (luego llamado Downe) en verano. En la casa no había agua corriente, sino que la
bombeaban de un pozo situado junto a la mansión, al lado de una morera en la que se posaban los mirlos a
comer las moras. Gwen Raverat recuerda cómo veía a los pájaros desde la ventana del cuarto de los niños
cuando se levantaba la primera por la mañana, y cómo oía chillar a la bomba por las tardes, bajo la ventana,
cuando sacaban el agua. Se suponía que el pozo tenía más de cien metros de profundidad.

Como en todas las casas de la época, y hasta mucho tiempo después, la gente no se bañaba en el mismo
cuarto donde estaba el retrete.

No había cuarto de baño en Down, ni agua caliente, excepto en la cocina, pero había muchas criadas para
acarrear los grandes cubos de baño pintados de marrón. Y así como todo era perfecto en Down, también lo era
el más hermoso, secreto, romántico retrete que hubo nunca, al final de un largo pasillo y después de subir
algunos peldaños. Sólo tenía una ventana que miraba al huerto de árboles frutales, y siempre estaba bañado en
una tenue luz verde. Se podían ver las copas de los manzanos, y cuando leía Romeo y Julieta (que fue el primer
Shakespeare que leí por mí misma), el verso That tips with silver all these fruit-tree tops (que platea las copas de
todos estos frutales), siempre me recordaba aquella ventana.
IX. EL ORIGEN DE LAS ESPECIES

Un cortés caballero

El origen de las especies es un libro que se lee con gusto y parece fácil de entender.
Francis Darwin dice a propósito del estilo de su padre:

El lector se siente como un amigo al que está hablando un cortés caballero, no como un
alumno que recibe una clase del profesor. El tono de un libro como El origen es
encantador y casi patético(9); es el tono de una persona que, convencida de la verdad de
sus puntos de vista, apenas espera convencer a los demás; es exactamente el reverso del
estilo de un fanático, que trata de forzar a sus lectores a que le crean. El lector jamás es
despreciado por muchas que sean las dudas que pueda sentir, y su escepticismo es
tratado con paciente respeto. Parece como si, por regla general, tuviera en su mente al
lector escéptico, o quizá incluso al irrazonable. Quizá era consecuencia de este
sentimiento el que se esforzara mucho en aquellos puntos que imaginaba sorprenderían
al público, o le ahorrarían molestias, y de esta forma le incitarían a la lectura.
Figura 39. Portada de la primera edición de El origen de las especies. En las cinco primeras ediciones, el título del
libro es Sobre el origen de las especies, etc., queriendo indicar que se trata de un resumen de una obra que se
espera sea más extensa. Sólo en la sexta edición se suprimió el adverbio sobre, con lo que el título sugiere que
se trata de la versión definitiva.

Sin embargo, si uno trata de analizar los razonamientos que contiene El origen,
resulta uno de los textos más complejos que se hayan escrito nunca, tan cargado está de
conceptos en todas sus páginas. Literalmente, es una obra casi inabarcable para la
mente humana. Por alguna extraña y misteriosa razón, cuando se cierra el libro, y sin
saber cómo ha pasado, está uno convencido de la evolución de las especies, aunque es
probable que no se sea capaz de argumentarla ni de defenderla en una discusión.

La explicación puede estar en la manera en la que El origen está estructurado.


Primero se describe una serie de hechos, que se ilustran con ejemplos numerosísimos.
Esos hechos parecen patentes: en las especies silvestres, como en los animales
domésticos, hay variación entre los individuos, ya que no todos son iguales, ni mucho
menos; esas diferencias tienen un cierto componente hereditario, esto es, los hijos se
asemejan a los padres, pero sólo se parecen, no llegan a ser idénticos; en la naturaleza, el
crecimiento de las poblaciones, si no tiene freno, termina por superar los recursos que
proporciona el medio, que no son inagotables, como decía Malthus que ocurría con las
poblaciones humanas.

Pues bien, si todo esto es verdad, y Darwin nos convence suavemente de ello,
entonces, a partir de tales premisas puede seguirse una cadena de razonamientos: los
individuos competirán entre ellos por el alimento, que no alcanza para todos; el éxito
será diverso, ya que hay diferencias entre los miembros de una especie, y unas variantes
favorecen al individuo en esa lucha y otras le perjudican, o le favorecen menos; los
individuos que resulten vencedores serán los progenitores de las siguiente generación,
y así ocurrirá una vez tras otra. El resultado final, al cabo de muchas generaciones, es
doble: a escala individual, las adaptaciones a «los hábitos de vida» (es decir, a otros
organismos y al medio físico); a escala de especie, la evolución, o, en palabras de
Darwin, la descendencia con modificación.

Darwin admitía (sobre todo en la sexta edición de El origen) otras dos causas
posibles para la descendencia con modificación: la acción directa del entorno sobre los
individuos(10) (por ejemplo, la alimentación o el clima), siempre y cuando la variación
así producida fuera transmisible a la descendencia; y la herencia de los caracteres
adquiridos durante la vida por el uso y desuso de los órganos, al utilizarlos más o
menos según los hábitos. Sin embargo, no concedía a la acción del ambiente sobre los
organismos un papel determinante en las adaptaciones (¿cómo podría el ambiente
producir tales y tan abundantes maravillas en las criaturas?). Ambas causas han
resultado ser falsas, porque ninguna de esas modificaciones se heredan; de todas
formas, Darwin las consideraba de mucha menor importancia que su mecanismo de la
selección natural, que consta de dos partes: primero, la «variación accidental» o «al
azar» (es decir, no inducida y sin ninguna dirección preferente), y segundo, la lucha por
la vida (que tiene, ésa sí, una dirección muy clara, porque favorece a unos y perjudica a
otros). Por eso, y aunque la teoría de la herencia de Darwin, la pangénesis, también era
errónea, Darwin se mantiene como el genio que encontró la causa de la evolución (con
Wallace), y por lo tanto la hizo creíble.

Como decía Thomas H. Huxley, el «bulldog de Darwin», el funcionamiento de la


selección natural no depende de cuál sea la causa de la variación, de que ésta sea
continua (cuantitativa, gradual) o discontinua (cualitativa, súbita, a saltos), dirigida o al
azar, siempre y cuando se transmita de alguna manera a los descendientes. La selección
natural, tomada en un sentido muy amplio (como un simple «algoritmo de cálculo»),
depende sólo de que haya variaciones hereditarias en los individuos y de que exista
competencia por los recursos o «lucha por la vida». Pero es que, además, Darwin estaba
en lo cierto al pensar que la variación no viene dirigida por el ambiente ni por los
hábitos de los animales, sino que se produce, de alguna manera que él entonces
desconocía, espontáneamente y sin dirección alguna. La causa no se supo hasta que se
descubrió la mutación.

Para entender bien la diferencia entre el modo de razonar de Lamarck y el de


Darwin, puede ser una buena idea acudir al ejemplo más famoso, el del cuello de la
jirafa. Para Lamarck es el producto de generaciones de jirafas esforzándose por llegar a
las copas de los árboles para ramonear. Así lo explica en su Filosofía zoológica (obra
publicada en 1809, curiosamente el año en que nació Darwin, y exactamente medio siglo
antes de que éste le diera la réplica en El origen):

En relación con los hábitos, es curioso observar el resultado en la forma particular y la


talla de la jirafa: es sabido que este animal, el más alto de los mamíferos, habita en el
interior de África, y vive en los lugares donde la tierra, casi siempre árida y sin hierba,
obliga a pacer las hojas de los árboles y a esforzarse continuamente para alcanzarlas.
Como resultado de este hábito sostenido desde hace mucho en todos los individuos de
la raza, las patas de delante se han hecho más largas que las traseras, y su cuello se ha
vuelto tan largo que la jirafa, sin enderezarse sobre las patas de atrás, levanta su cabeza
y alcanza seis metros de altura.
Para Darwin, el esfuerzo no tiene nada que ver. En el párrafo que se cita a
continuación de El origen, hay tres conceptos fundamentales. Uno es el de que la
selección natural, como la selección artificial, actúa sobre los individuos, no sobre
órganos o funciones (algo que los biólogos evolucionistas de hoy olvidan en ocasiones).
El segundo es el de que dentro de la variación natural y espontánea de la especie, los
más altos sobrevivirán y los más bajos morirán de hambre. ¿Pero en qué circunstancias?
Y aquí viene el tercer concepto: la selección natural actúa sobre ventajas de ordinario
muy pequeñas, que se vuelven cruciales, no en condiciones normales, sino cuando
sobrevienen situaciones críticas. De ese modo, la selección natural puede «ver»
variaciones aparentemente insignificantes, pero que deciden entre la vida y la muerte
en casos extremos. La selección natural no produce las variaciones, ni las dirige, pero las
evalúa.

Figura 40. ¿Cómo se desarrolló el largo cuello de la jirafa? Darwin y Wallace, por un lado, y Lamarck, por otro,
ofrecían diferentes explicaciones.

La jirafa, por su elevada estatura y por su cuello, miembros anteriores, cabeza y lengua
muy alargados, tiene toda su conformación admirablemente adaptada para ramonear
en las ramas más altas de los árboles. La jirafa puede así obtener comida fuera del
alcance de los otros ungulados, o animales de cascos y de pezuñas, que viven en el
mismo país, y esto tiene que serle de gran ventaja en tiempos de escasez. El ganado
vacuno ñato de América del Sur nos muestra qué pequeña puede ser la diferencia de
conformación que determine, en tiempos de escasez, una gran diferencia en la
conservación de la vida de un animal. Este ganado puede rozar, igual que los otros, la
hierba; pero por la prominencia de la mandíbula inferior no puede, durante las
frecuentes sequías, ramonear las ramitas de los árboles, las cañas, etc., alimento al que
se ven obligados a recurrir el ganado vacuno común y los caballos; de modo que en los
tiempos de sequía los ñatos mueren si no son alimentados por sus dueños.

Antes de pasar a las objeciones de Mr. Mivart, puede ser conveniente explicar, todavía
otra vez, cómo obrará la selección natural en todos los casos ordinarios. El hombre ha
modificado alguno de sus animales sin que necesariamente haya atendido a puntos
determinados de estructura, simplemente conservando y obteniendo cría de los
individuos más veloces, como en el caballo de carreras y el galgo, o de los individuos
victoriosos, como en el gallo de pelea. Del mismo modo en la naturaleza, al originarse la
jirafa, los individuos que ramoneasen más alto y que durante los tiempos de escasez
fuesen capaces de alcanzar aunque sólo fuesen una pulgada o dos más arriba que los
otros, con frecuencia se salvarían, pues recorrerían todo el país en busca de alimento. El
que los individuos de la misma especie muchas veces difieren un poco en la longitud
relativa de todas sus partes puede comprobarse en muchas obras de Historia Natural,
en las que se dan medidas cuidadosas. Estas pequeñas diferencias en las proporciones,
debidas a las leyes de crecimiento y variación, no tienen la menor importancia ni
utilidad en la mayor parte de las especies. Pero al originarse la jirafa habrá sido esto
diferente, teniendo en cuenta sus costumbres probables, pues aquellos individuos que
tuviesen alguna parte o varias partes de su cuerpo un poco más alargadas de lo
corriente hubieron, en general, de sobrevivir. Éstos se habrán unido entre sí y habrán
dejado descendencia que habrá heredado, o bien las mismas particularidades corpóreas,
o bien la tendencia de variar de nuevo de la misma manera, mientras que los individuos
menos favorecidos por los mismos conceptos habrán sido los más propensos a perecer.

La evolución de las especies no se puede ver «en tiempo real» porque se produce a
escala geológica (aunque los esposos Peter R. y B. Rosemary Grant aprecian,
precisamente en los pinzones de las Galápagos, cambios direccionales a lo largo de las
generaciones). Sin embargo, la generación de razas domésticas tiene una escala
temporal mucho menor, aunque también mayor que la de las vidas humanas. Pero
Darwin había encontrado en las vacas ñatas sudamericanas (de la región del Plata), el
equivalente doméstico de las jirafas, una ilustración perfecta del modus operandi de la
selección natural. Las ñatas, como las jirafas, no tenían problemas para pastar en los
tiempos normales, pero en épocas de sequía se veían incapacitadas para alimentarse de
«palitos y astillas de caña», por la estructura de la boca. Esta historia de las vacas ñatas
aparece en la segunda edición del Diario del viaje. Obviamente, el interés de la extraña
raza para la evolución se le ocurrió después de escribir la primera versión, en el verano
de 1837, cuando empezaba a preguntarse por la transmutación de las especies y a
escribir su primer cuaderno de notas sobre el tema. Darwin nos cuenta que después de
su regreso, el capitán Sulivan de la Royal Navy («mi amigo», le llama) le envió una
calavera de vaca ñata, y también que escribió a don F. Muñiz, vecino de Luján,
pidiéndole toda la información disponible sobre la raza. Bartholomew James Sulivan
(nacido en 1810, es decir, un año después que el naturalista) había viajado en el Beagle
con Darwin como teniente. De 1842 a 1846 mandó el buque Philomel en aguas de
Sudamérica, especialmente de las Malvinas. Por cierto, a la muerte de FitzRoy en 1865,
su esposa e hija quedaron en muy mala posición económica y Sulivan convenció al
Gobierno para que les diera 3000 libras, a las que Darwin añadió otras 100 libras de su
propio peculio.

Como anécdota que me parece viene al caso, contaré que recientemente se han
publicado estudios sobre la dieta de unos homínidos africanos llamados parántropos,
que tienen las muelas muy grandes en comparación con sus antepasados los
australopitecos (que ya las tenían grandes de por sí). La dieta, sin embargo, ha resultado
ser bastante parecida entre australopitecos y parántropos, y para explicar esta
contradicción se ha dicho lo siguiente: el gran tamaño de los molares de los parántropos
no quiere decir que normalmente comieran otra cosa, sino que cuando el alimento
habitual escaseaba podían recurrir a ciertos vegetales, de carácter muy duro y abrasivo,
que requieren mucha masticación. Bastaría con que esa ventaja les salvara la vida de
cuando en cuando, quizá cada varias generaciones, para explicar que los parántropos
invirtieran más energía que los australopitecos en fabricar unas muelas (y una
mandíbula y unos huesos de la cara) más robustos.
Figura 41. Alfred Russel Wallace. Él y Darwin llegaron a la misma explicación para la evolución (la selección
natural), pero por caminos independientes.

También Wallace escribió sobre la dichosa jirafa en el famoso ensayo de Ternate que
envió a Darwin en febrero de 1858 (Ternate es el nombre de la isla indonesia donde
Wallace descubrió que la lucha por la vida podía explicar la evolución y las
adaptaciones):

La hipótesis de Lamarck de que los cambios progresivos en las especies se han


producido por los esfuerzos de los animales de desarrollar sus propios órganos y de
esta manera modificar sus estructura y hábitos, ha sido fácil y repetidamente rebatida
por todos los que han escrito sobre el tema de las variedades y especies, y parecería
entonces que el tema ha sido resuelto en su totalidad; pero la idea que se desarrolla aquí
hace tal hipótesis [la de Lamarck] superflua, al demostrar que se pueden conseguir
resultados totalmente similares por la acción de principios que actúan constantemente
en la naturaleza. Las poderosas garras retráctiles de los halcones y felinos no han sido
producidas o aumentadas por la voluntad de dichos animales; pero de las variedades
que se producían entre las primeras y menos organizadas formas de estos grupos, vivían
más tiempo los que tenían más facilidad para agarrar a sus presas. Ni tampoco adquirió la
jirafa su largo cuello por el deseo(11) de alcanzar el follaje de los matorrales más altos,
estirando continuamente el cuello con este propósito, sino porque las variedades que
aparecían entre sus antepasados con un cuello más largo de lo normal se aseguraron de
golpe un suplemento de forraje en el mismo lugar que sus compañeros de cuello más corto, y a la
primera escasez de comida fueron así capaces de sobrevivirlos.

¿No es sorprendente lo que se parecen las tesis de Darwin y de Wallace? Incluso en


la idea de que el largo cuello de algunas jirafas es una ventaja sólo en los tiempos de
crisis. Es cierto que mantuvieron intercambio epistolar, y sabían que el otro buscaba una
explicación para el mismo problema: la descendencia con modificación, como describe
Darwin la evolución, o «la tendencia de las variedades a separarse indefinidamente del
tipo original», como dice el título del trabajo de Ternate de Wallace (On the tendency of
the varieties to depart indefinitely form the original type). Pero sobre la lucha por la vida
(siguiendo las ideas de Malthus), y la supervivencia de unos pocos privilegiados (los de
garras más poderosas o cuellos más largos), no habían contrastado sus ideas.

¿Me permiten ahora una divertida y breve historia en un libro tan serio? Augusto
Monterroso, el genial escritor de relatos breves (¿se acuerdan de Cuando despertó, el
dinosaurio todavía estaba allí?), también se ocupó del problema evolutivo del cuello de las
jirafas en un relato titulado La jirafa que de pronto comprendió que todo es relativo. Trata de
una jirafa despistada que se salió de la selva y, perdida, llegó a un desfiladero donde se
libraba una batalla. Un cañón disparó una bala que pasó rozando la cabeza de la jirafa,
que pensó: «Qué bueno que no soy tan alta, pues si mi cuello midiera treinta
centímetros más, esa bala me habría volado la cabeza; o bien, qué bueno que esta parte
del desfiladero en que está el Cañón no es tan baja, pues si midiera treinta centímetros
menos, la bala también me habría volado la cabeza. Ahora comprendo que todo es
relativo».
El misterio de los misterios

En la obra capital de Darwin hay tantos casos particulares con los que ilustra su idea
que es fácil perder de vista el hilo conductor y lo que el autor pretende demostrar con
ellos. Brevemente, a continuación, llevaremos a cabo una disección del libro, como si de
un ser vivo se tratara.

La primera edición, la de 1859, empieza con unas palabras que ya nos suenan,
porque son casi iguales a otras que escribió en la Autobiografía para explicar cómo surgió
en él la duda sobre la inmutabilidad de las especies, antes de que se decidiera por la
transmutación. Se trataba sólo de hechos, observaciones, pero que le daban que pensar.
O el Creador tenía una mente muy caprichosa en lo que se refiere a la distribución de
los seres vivos en el planeta, o unas especies estaban relacionadas con otras en cuanto a
su origen.

Cuando estaba como naturalista a bordo del Beagle, buque de la marina real, me
impresionaron mucho ciertos hechos que se presentan en la distribución geográfica de
los seres orgánicos que viven en América del Sur y en las relaciones geológicas entre los
habitantes actuales y los pasados de aquel continente. Estos hechos, como se verá en los
últimos capítulos de este libro, parecían dar alguna luz sobre el origen de las especies;
este misterio de los misterios, como lo ha llamado uno de nuestros mayores filósofos[23].

El gran filósofo al que se refiere Darwin es John Herschel (1792) y la frase «el
misterio de los misterios» aparece en una carta de 1836 de Herchel a Lyell, a propósito
de los Principios de geología: «Por supuesto, aludo al misterio de los misterios: el
reemplazamiento de unas especies por otras».
Figura 42. «Sin embargo, debo confesar que desconfío bastante de la verdad de la teoría, hoy muy extendida,
de que lodos nuestros animales domésticos proceden de diferentes razas salvajes; aunque no me cabe duda de
que en muchos casos es así». Carta de Darwin a Wallace de 1 de mayo de 1857.

El fenómeno de la domesticación fue la primera pista que siguió Darwin para tratar
de entender cómo se originaban las especies (Wallace, sin embargo, no se interesó por el
tema de la domesticación, ni por la selección artificial y mejora de las razas, sino que
llegó directamente a la idea de la lucha por la vida a partir del ensayo de Malthus). A
fin de cuentas, las distintas razas de un mismo animal podrían pasar por especies
diferentes, aunque cercanas, si no fuera porque se cruzan entre ellas sin dificultad. Y
hasta es posible que en ocasiones procedan de diferentes troncos salvajes, especulaba
Darwin. Así lo pensaba en el caso de los perros, como lo han hecho otros autores
posteriores. En su delicioso librito Cuando el hombre encontró al perro, Konrad Lorenz
creía, por las diferencias de carácter entre las razas caninas, que unas descendían del
chacal, las más sumisas, y otras del lobo, las que tienen un temperamento más
independiente (pero más fiel). Sin embargo, los estudios genéticos han demostrado que
todas vienen del lobo. Puede ser la primera especie que domesticó el hombre, a finales
de la última glaciación, en el Paleolítico.
Cuando consideramos las variedades hereditarias o razas de las plantas y animales
domésticos, y las comparamos con especies muy afines, vemos generalmente en cada
raza doméstica, como antes se hizo observar, menos uniformidad de caracteres que en
las especies verdaderas. Las razas domésticas tienen con frecuencia un carácter algo
monstruoso; con lo que quiero decir que, aunque difieren entre sí y de las otras especies
del mismo género en diferentes puntos poco importantes, con frecuencia difieren en
sumo grado en alguna parte cuando se comparan entre sí, y más aún cuando se
comparan con la especie en estado natural de que son más afines. Con estas excepciones
—y con la de la perfecta fecundidad de las variedades cuando se cruzan, asunto para
ser discutido más adelante— las razas domésticas de la misma especie difieren entre sí
del mismo modo que las especies muy afines del mismo género en estado natural; pero
las diferencias, en la mayor parte de los casos, son en grado menor. Esto ha de admitirse
como cierto, pues las razas domésticas de muchos animales y plantas han sido
clasificadas por varias autoridades competentes como descendientes de especies
primitivamente distintas y por otras autoridades competentes como simples variedades.
Si existiese alguna diferencia bien marcada entre una raza doméstica y una especie, esta
causa de duda no se presentaría tan continuamente. Se ha dicho muchas veces que las
razas domésticas no difieren entre sí por caracteres de valor genérico. Puede
demostrarse que esta afirmación no es exacta, y los naturalistas discrepan mucho al
determinar qué caracteres son de valor genérico, pues todas estas valoraciones son al
presente empíricas. Cuando se exponga de qué modo los géneros se originan en la
naturaleza, se verá que no tenemos derecho alguno a esperar hallar muchas veces en las
razas domésticas un grado genérico de diferencia.

Al intentar apreciar el grado de diferencia estructural entre razas domésticas afines,


nos vemos pronto envueltos en la duda por no saber si han descendido de una o de
varias especies madres. Este punto, si pudiese ser aclarado, sería interesante; si, por
ejemplo, pudiese demostrarse que el galgo, el bloodhound, el terrier, el spaniel y el bulldog,
que todos sabemos que propagan su raza sin variación, eran la descendencia de una
sola especie, entonces estos hechos tendrían gran peso para hacernos dudar de la
inmutabilidad de las muchas especies naturales muy afines —por ejemplo, los muchos
zorros— que viven en diferentes regiones de la tierra. No creo, como luego veremos,
que toda la diferencia que existe entre las diversas castas de perros se haya producido
en domesticidad; creo que una pequeña parte de la diferencia es debida a haber
descendido de especies distintas. En el caso de razas muy marcadas de algunas otras
especies domésticas hay la presunción, o hasta pruebas poderosas, de que todas
descienden de un solo tronco salvaje.

Se ha admitido con frecuencia que el hombre ha escogido para la domesticación


animales y plantas que tienen una extraordinaria tendencia intrínseca a variar y
también a resistir climas diferentes. No discuto que estas condiciones han añadido
mucho al valor de la mayor parte de nuestras producciones domésticas; pero ¿cómo
pudo un salvaje, cuando domesticó por vez primera un animal, conocer si éste variaría
en las generaciones sucesivas y si soportaría o no otros climas? La poca variabilidad del
asno y el ganso, la poca resistencia del reno para el calor, o del camello común para el
frío, ¿han impedido su domesticación? No puedo dudar que si otros animales y plantas,
en igual número que nuestras producciones domésticas y pertenecientes a clases y
regiones igualmente diversas, fuesen tomados del estado natural y se pudiese hacerles
criar en domesticidad, en un número igual de generaciones variarían, por término
medio, tanto como han variado las especies madres de las producciones domésticas hoy
existentes.

Figura 43. «No puedo dejar de pensar que sobreestima la importancia de los orígenes múltiples de los perros.
La única diferencia es que, en el caso del origen único, todas las diferencias entre las razas se han originado
desde que el hombre domesticó la especie. En el caso de orígenes múltiples, parte de la diferencia se produjo en
condiciones naturales». Carta de Darwin a Lyell de 23 de noviembre de 1859.
Jarek Diamond ha escrito un libro famoso sobre esta cuestión tan peliaguda, titulado
Armas, gérmenes y acero. La pregunta que se hace en él es inevitable: ¿en el caso de las
especies de animales y plantas que no se domesticaron o cultivaron nunca (la inmensa
mayoría), pese a estar muy próximas genéticamente (y evolutivamente) a otras que sí lo
fueron, se debe a la dificultad intrínseca de las especies para ser aprovechadas por el
hombre, o a la incapacidad o desinterés de la gente que vivía en esos territorios? La
respuesta de Jarek Diamond es que el problema estaba en las especies mismas, no en las
culturas. Sigamos con El origen de las especies:

En el caso de la mayor parte de las plantas y animales domésticos de antiguo, no es


posible llegar a una conclusión precisa acerca de si han descendido de una o varias
especies salvajes. El argumento con que cuentan principalmente los que creen en el
origen múltiple de nuestros animales domésticos es que en los tiempos más antiguos,
en los monumentos de Egipto y en las habitaciones lacustres de Suiza, encontramos
gran diversidad de razas, y que muchas de estas razas antiguas se parecen mucho o
hasta son idénticas a las que existen todavía. Pero esto hace sólo retroceder la historia
de la civilización y demuestra que los animales fueron domesticados en tiempo mucho
más antiguo de lo que hasta ahora se ha supuesto. Los habitantes de los lagos de Suiza
cultivaron diversas clases de trigo y de cebada, el guisante, la adormidera para aceite y
el lino, y poseyeron diversos animales domesticados. También mantuvieron comercio
con otras naciones. Todo esto muestra claramente, como ha señalado Heer, que en esta
remota edad habían progresado considerablemente en civilización y esto significa
además de un prolongado período previo de civilización menos adelantada, durante el
cual los animales domésticos tenidos en diferentes regiones por diferentes tribus
pudieron haber variado y dado origen a diferentes razas. Desde el descubrimiento de
los objetos de sílex en las formaciones superficiales de muchas partes de la tierra, todos
los geólogos creen que el hombre salvaje existió en un período enormemente remoto, y
sabemos que hoy día apenas hay una tribu tan salvaje que no tenga domesticado, por lo
menos, el perro.

El origen de la mayor parte de nuestros animales domésticos probablemente


quedará siempre dudoso. Pero puedo decir que, considerando los perros domésticos de
todo el mundo, después de una laboriosa recopilación de todos los datos conocidos, he
llegado a la conclusión de que han sido amansadas varias especies salvajes de cánidos y
que su sangre, mezclada en algunos casos, corre por las venas de nuestras razas
domésticas. Por lo que se refiere a las ovejas y cabras no puedo formar opinión
decidida. Por los datos que me ha comunicado Mr. Blyth sobre las costumbres, voz,
constitución y estructura del ganado vacuno indio con joroba, es casi cierto que
descendió de diferente rama primitiva que nuestro ganado vacuno europeo, y algunas
autoridades competentes creen que este último ha tenido dos o tres progenitores
salvajes, merezcan o no el nombre de especies. Esta conclusión, lo mismo que la
distinción específica entre el ganado vacuno común y el de joroba, puede realmente
considerarse como demostrada por las admirables investigaciones del profesor
Rütimeyer. Respecto a los caballos, por razones que no puedo dar aquí, me inclino, con
dudas, a creer, en oposición a diversos autores, que todas las razas pertenecen a la
misma especie. Habiendo tenido vivas casi todas las razas inglesas de gallinas,
habiéndolas criado y cruzado y examinado sus esqueletos, me parece casi seguro que
todas son descendientes de la gallina salvaje de la India, Gallus bankiva, y ésta es la
conclusión de Mr. Blyth y de otros que han estudiado esta ave en la India. Respecto a
los patos y conejos, algunas de cuyas razas difieren mucho entre sí, son claras las
pruebas de que descienden todas del pato y del conejo comunes salvajes.

La manera por la que el ser humano ha creado las diferentes razas de animales
domésticos es la selección artificial, o mejora (perfeccionamiento) de las razas. No cabe
duda de que, a la vista de los resultados, se trata de un método muy eficaz. A Darwin le
interesaba mucho este procedimiento para tratar de aplicarlo al caso de las especies
naturales. Lo primero que nos dice es que las razas no se han originado por medio de la
acción directa de las condiciones de vida, ni por el uso y desuso, las dos alternativas al
darwinismo para explicar el origen de las especies. No, con las razas está muy claro, su
origen se debe a la selección artificial (aunque cauto, como siempre, concede un posible
papel marginal a las otras dos causas).

Además, Darwin imagina este perfeccionamiento como un largo proceso dirigido


por el criador, en el que lentamente se van acumulando mejoras, tan pequeñas que son
del todo inapreciables salvo para un gran experto (en algún caso, la variación se ha
producido de un salto, admite Darwin, pero es la excepción). Sólo si el criador se
esfuerza durante mucho tiempo obtendrá finalmente su fruto.

Consideremos ahora brevemente los grados por que se han producido las razas
domésticas, tanto partiendo de una como de varias especies afines. Alguna eficacia
puede atribuirse a la acción directa y determinada de las condiciones externas de vida y
alguna a las costumbres; pero sería un temerario quien explicase por estos agentes las
diferencias entre un caballo de tiro y uno de carreras, un galgo y un bloodhound, una
paloma mensajera inglesa y una volteadora de cara corta. Uno de los rasgos
característicos de las razas domésticas es que vemos en ellas adaptaciones no
ciertamente para el propio bien del animal o planta, sino para el uso y capricho del
hombre. Algunas variaciones útiles al hombre, probablemente, se han originado de
repente o de un salto; muchos naturalistas, por ejemplo, creen que el cardo de cardar,
con sus garfios, que no pueden sor igualados por ningún artificio mecánico, no es más
que una variedad del Dipsacus silvestre, y este cambio puede haberse originado
bruscamente en una plantita. Así ha ocurrido, probablemente, con el perro Lurnspit, y se
sabe que así ha ocurrido en el caso de la oveja ancón. Pero si comparamos el caballo de
tiro y el de carreras, el dromedario y el camello, las diferentes castas de ovejas
adecuadas tanto para tierras cultivadas como para pastos de montañas, con la lana en
una casta, útil para un caso, y en la otra, útil para el otro; cuando comparamos las
muchas razas de perros, cada una útil al hombre de diferente modo; cuando
comparamos el gallo de pelea, tan pertinaz en la lucha, con otras castas tan poco
pendencieras, con las «ponedoras perpetuas» —everlasting layers— que nunca quieren
empollar, y con la bantam, tan pequeña y elegante; cuando comparamos la multitud de
razas de plantas agrícolas, culinarias, de huerta y de jardín, útilísimas al hombre en las
diferentes estaciones y para diferentes fines, o tan hermosas a sus ojos, tenemos, creo
yo, que ver algo más que simple variabilidad. No podemos suponer que todas las castas
se produjeron de repente tan perfectas y tan útiles como ahora las vemos; realmente, en
muchos casos sabemos que no ha sido ésta su historia. La clave está en la facultad que
tiene el hombre de seleccionar acumulando; la Naturaleza da variaciones sucesivas; el
hombre las suma en cierta dirección útil para él. En este sentido puede decirse que ha
hecho razas útiles para él.
Figura 44. «Mediante un sencillo procedimiento de selección y un amaestramiento cuidadoso, los caballos
ingleses han llegado a aventajar en velocidad y tamaño a los progenitores árabes». C. Darwin. El origen de las
especies.

Darwin reconoce que a veces se forman razas domésticas de manera brusca y da por
comprobado el caso de las famosas ovejas de patas cortas ancón, que invocaba T. H.
Huxley en el prólogo de este libro. Pero aunque admite excepciones a su idea de que
natura non fácil saltum, las considera muy poco importantes comparadas con una
rigurosa selección actuando a lo largo de tiempos muy amplios sobre variaciones
imperceptibles, excepto para el ojo infalible del ganadero, en la granja, y la acción
combinada de la producción excesiva de descendientes y la afilada cuchilla de la lucha
por la vida, en la naturaleza.

La gran fuerza de este principio de selección no es hipotética. Es seguro que varios de


nuestros más eminentes ganaderos, aun dentro del tiempo que abraza la vida de un
solo hombre, modificaron en gran medida sus razas de ganado vacuno y de ovejas. Para
darse cuenta completa de lo que ellos han hecho es casi necesario leer varios de los
muchos tratados consagrados a este objeto y examinar los animales. Los ganaderos
hablan habitualmente de la organización de un animal como de algo plástico que
pueden modelar casi como quieren. Si tuviese espacio podría citar numerosos pasajes a
este propósito de autoridades competentísimas. Youatt, que probablemente estaba
mejor enterado que casi nadie de las obras de los agricultores, y que fue él mismo un
excelente conocedor de animales, habla del principio de la selección como de «lo que
permite al agricultor no sólo modificar los caracteres de su rebaño, sino cambiar éstos
por completo. Es la vara mágica mediante la cual puede llamar a la vida cualquier
forma y moldear lo que quiere». Lord Somerville, hablando de lo que los ganaderos han
hecho con la oveja, dice: «Parecería como si hubiesen dibujado con yeso en una pared
una forma perfecta en sí misma y después le hubiesen dado existencia». En Sajonia, la
importancia del principio de la selección, por lo que se refiere a la oveja merina, está
reconocida tan por completo que se ejerce como un oficio: las ovejas son colocadas sobre
una mesa y estudiadas como un cuadro por un perito; esto se hace tres veces, con meses
de intervalo, y las ovejas son marcadas y clasificadas cada vez, de modo que las mejores
de todas pueden ser por fin seleccionadas para la cría.

Ese criador de ojo entrenado, que es capaz de captar diferencias sutiles entre los
individuos, necesita aun así que no todos los animales del rebaño sean iguales.
Vayamos ahora a la naturaleza. ¿Existe ahí también variabilidad, para que pueda actuar
la selección natural? ¿No nos parecen todos los saltamontes, todos los conejos y todos
los peces de la misma especie copias exactas, al menos en lo que se refiere a sus partes
esenciales? Pues no, entre ellos existe variación como en las razas domésticas:

Las muchas diferencias ligeras que aparecen en la descendencia de los mismos padres, o
que puede presumirse que han surgido así por haberse observado en individuos de una
misma especie que habitan una misma localidad confinada, pueden llamarse diferencias
individuales. Nadie supone que todos los individuos de la misma especie estén
fundidos absolutamente en el mismo molde. Estas diferencias individuales son de la
mayor importancia para nosotros, porque frecuentemente, como es muy conocido de
todo el mundo, son hereditarias, y aportan así materiales para que la selección natural
actúe sobre ellos y las acumule, de la misma manera que el hombre acumula en una
dirección dada las diferencias individuales de sus producciones domésticas. Estas
diferencias individuales afectan generalmente a lo que los naturalistas consideran como
partes sin importancia; pero podría demostrar, mediante un largo catálogo de hechos,
que partes que deben llamarse importantes, tanto si se las mira desde un punto
fisiológico como desde el de la clasificación, varían algunas veces en los individuos de
una misma especie. Estoy convencido de que el más experimentado naturalista se
sorprendería del número de casos de variación, aun en partes importantes de
estructura, que podría recopilar autorizadamente, como los he recopilado yo durante el
transcurso de años. Hay que recordar que los sistemáticos están lejos de complacerse al
hallar variabilidad en caracteres diferentes y que no hay muchas personas que quieran
examinar trabajosamente órganos internos e importantes y comparar éstos en muchos
ejemplares de la misma especie. Nunca se hubiera esperado que las ramificaciones de
los nervios principales junto al gran ganglio central de un insecto fuesen variables en la
misma especie; podría haberse pensado que cambios de esta naturaleza sólo se habían
efectuado lenta y gradualmente y, sin embargo, sir J. Lubbock ha mostrado la existencia
de un grado de variabilidad en estos nervios principales en Coccus, que casi pueden
compararse con la ramificación irregular del tronco de un árbol. Puedo añadir que este
naturalista ha mostrado también que los músculos de las larvas de algunos insectos
distan mucho de ser uniformes.
Figura 45. Darwin apenas se ocupó en El origen de las especies de la selección sexual que embellece a los machos
de algunas aves, como el faisán argus.

Las especies que sistematizan los biólogos no son homogéneas, sobre todo si abarcan
una gran porción de territorio. Por el contrario, se suelen reconocer variedades locales,
razas o subespecies, que ocupan extensiones menores. La diferencia entre variedades
geográficas y especies, sin embargo, no es clara para los taxónomos que trabajan en la
clasificación, sino muy subjetiva. Se pasa de unas a otras insensiblemente y aquí
tenemos un dato importante para entender cómo se originan las especies en el tiempo:
antes de serlo, fueron variedades.

Hace muchos años, comparando y viendo comparar a otros las aves de las islas —muy
próximas entre sí— del archipiélago de las Galápagos, unas con otras y las del
continente americano, quedé muy sorprendido de lo completamente arbitraria y vaga
que es la distinción entre especies y variedades. En las islitas del pequeño grupo de las
Madeira existen muchos insectos clasificados como variedades en la admirable obra de
Mr. Wollaston, pero que seguramente serían clasificados como especies distintas por
muchos entomólogos. Hasta Irlanda tiene algunos animales considerados ahora
generalmente como variedades, pero que han sido clasificados como especies por
algunos zoólogos. Varios ornitólogos experimentados consideran nuestra perdiz de
Escocia (Lagopus scoticus) sólo como una raza muy caracterizada de una especie
noruega, mientras que el mayor número la clasifica como una especie indubitable,
propia de Gran Bretaña. Una gran distancia entre las localidades de dos formas dudosas
lleva a muchos naturalistas a clasificar éstas como dos especies distintas; pero se ha
preguntado con razón: ¿qué distancia bastará? Si la distancia entre América y Europa es
grande, ¿será suficiente la que hay entre Europa y las Azores, o Madeira, o las Canarias,
o entre las varias islitas de estos pequeños archipiélagos?

Me encuentro a menudo, a la hora de explicar la evolución, con el problema de que


solemos pensar que los seres vivos llevan una vida «desahogada» en la naturaleza,
siempre y cuando el ser humano no les moleste. Si fuera así, ¿por qué habrían de
cambiar? ¿Qué necesidad tendrían de adaptarse? También me resulta difícil hacer
entender que los recursos con los que cuentan los seres vivos son muy limitados, y que
la energía que un organismo invierte en un órgano no la puede utilizar en producir y
mantener otros, ya que las calorías que puede conseguir al día son las que son, y encima
hay que descontar las que gasta en obtenerlas. Y la razón de que toque a tan poco es que
hay muchos compitiendo por lo mismo. Haciendo unas cuentas muy fáciles se obtienen
unas cifras espectaculares de descendientes de una pareja, en pocas generaciones, si no
hubiera mortandad. Pero el crecimiento casi ilimitado de una especie, su explosión
demográfica, la lleva pronto a sobrepasar la cantidad de alimento disponible. A partir
de entonces, ya no hay para todos. Empieza la competencia:

De la rápida progresión en que tienden a aumentar todos los seres orgánicos resulta
inevitablemente una lucha por la existencia. Todo ser que durante el curso natural de su
vida produce varios huevos o semillas tiene que sufrir destrucción durante algún
período de su vida, o durante alguna estación, o de vez en cuando en algún año, pues
de otro modo, según el principio de la progresión geométrica, su número sería pronto
tan extraordinariamente grande que ningún país podría mantener el producto. De aquí
que, como se producen más individuos que los que pueden sobrevivir, tiene que haber
en cada caso una lucha por la existencia, ya de un individuo con otro de su misma
especie o con individuos de especies distintas, ya con las condiciones físicas de vida.
Ésta es la doctrina de Malthus, aplicada con doble motivo al conjunto de los reinos
animal y vegetal, pues en este caso no puede haber ningún aumento artificial de
alimentos, ni ninguna limitación prudente por el matrimonio. Aunque algunas especies
puedan estar aumentando numéricamente en la actualidad con más o menos rapidez,
no pueden hacerlo todas, pues no cabrían en el mundo.

No existe excepción de la regla de que todo ser orgánico aumenta naturalmente en


progresión tan alta y rápida que, si no es destruido, estaría pronto cubierta la tierra por
la descendencia de una sola pareja. Aun el hombre, que es lento en reproducirse, se ha
duplicado en veinticinco años y, según esta progresión, en menos de mil años su
descendencia no tendría literalmente sitio para estar en pie. Linneo ha calculado que si
una planta anual produce tan sólo dos semillas —y no hay planta tan poco fecunda— y
las plantitas salidas de ellas producen en el año siguiente dos, y así sucesivamente, a los
treinta años habría un millón de plantas. El elefante es considerado como el animal que
se reproduce más despacio de todos los conocidos, y me he tomado el trabajo de
calcular la progresión mínima probable de su aumento natural; será lo más seguro
admitir que empieza a criar a los treinta años, y que continúa criando hasta los noventa,
produciendo en este intervalo seis hijos, y que sobrevive hasta los cien años; y siendo
así, después de un período de setecientos cuarenta a setecientos cincuenta años habría
aproximadamente diecinueve millones de elefantes vivos descendientes de la primera
pareja.

Y sin embargo los ecosistemas dan la sensación de equilibrio y armonía. En las


pirámides ecológicas (o de números) hay una estratificación perfecta, con pisos de
tamaño decreciente hacia la cúspide. Todo parece medido y tasado. ¿Dónde están
entonces esas explosiones demográficas, esos desbordamientos de vida?

Pero sobre esta materia tenemos pruebas mejores que los cálculos puramente teóricos, y
son los numerosos casos de aumento asombrosamente rápido de varios animales en
estado salvaje cuando las circunstancias han sido favorables para ellos durante dos o
tres años consecutivos. Todavía más sorprendente es la prueba de los animales
domésticos de muchas clases que se han hecho salvajes en diversas partes del mundo;
los datos sobre la rapidez del aumento en América del Sur, y últimamente en Australia,
de los caballos y ganado vacuno —animales tan lentos en reproducirse— no habrían
sido creíbles si no hubiesen estado muy satisfactoriamente autorizados. Lo mismo
ocurre con las plantas; podrían citarse casos de plantas introducidas que han llegado a
ser comunes en islas enteras en un período de menos de diez años. Algunas de estas
plantas, tales como el cardo común y un cardo alto, que son actualmente comunísimas
en las vastas llanuras de La Plata, cubriendo leguas cuadradas casi con exclusión de
toda otra planta, han sido introducidas de Europa, y hay plantas que, según me dijo el
doctor Falconer, se extienden actualmente en la India desde el cabo Comorín hasta el
Himalaya, las cuales han sido importadas de América después de su descubrimiento.
En estos casos —y podrían citarse otros infinitos— nadie supone que la fecundidad de
animales y plantas haya aumentado súbita y transitoriamente en grado sensible. La
explicación evidente es que las condiciones de vida han sido sumamente favorables y
que, a consecuencia de ello, ha habido menos destrucción de adultos y jóvenes, y que
casi todos los jóvenes han podido criar. Su progresión geométrica de aumento —cuyo
resultado nunca deja de sorprender— explica sencillamente su aumento
extraordinariamente rápido y la amplia difusión en su nuevo hábitat.

En estado natural, casi todas las plantas, una vez desarrolladas, producen semillas
cada año, y entre los animales son muy pocos los que no se aparean anualmente. Por lo
cual podemos afirmar confiadamente que todas las plantas y animales tienden a
aumentar en progresión geométrica, que todos poblarían con rapidez cualquier sitio en
el cual puedan existir de algún modo, y que esta tendencia geométrica al aumento ha de
ser contrarrestada por la destrucción en algún período de la vida. El estar familiarizado
con los grandes animales domésticos tiende, creo yo, a despistarnos; vemos que no hay
en ellos gran destrucción, pero no tenemos presente que anualmente se matan millares
de ellos para alimento y que en estado natural un número igual tendría que invertirse
de algún modo.

Ahora estamos enterados de que hay variación entre los individuos de una misma
población natural, y entre las diferentes poblaciones locales. Una especie ha sido antes
una subespecie. El procedimiento por el que se ha llegado a diferenciar una variedad es
porque una fuerza actúa sobre los individuos de un lugar y determina cuáles de ellos
van a vivir y reproducirse. En la mayor parte de las especies de animales y plantas, los
huevos fecundados o las semillas que se convertirán en individuos reproductores son
una ínfima minoría, pero no cualquiera: se trata de los mejores, los más idóneos, los
mejor adaptados. No en todos los casos, naturalmente, porque el azar también
interviene, pero sí en términos de probabilidad. A largo plazo, sólo quedarán los más
aptos.

Es la guadaña de la muerte, que se ceba sobre todo en los más pequeños, la


responsable de tanta belleza y armonía como muestra el mundo orgánico. El nombre de
esa guadaña es el de lucha por la vida. Su resultado: la supervivencia de los más
adecuados. A esto es a lo que llama Darwin selección natural. Es decir, el lugar que
ocupa el hombre en la selección artificial, le corresponde a la lucha por la vida en la
selección natural. Sólo había que sustituir un agente por otro para entender cómo
funciona la evolución y tanto Wallace como Darwin cayeron en la cuenta leyendo a
Malthus.
Figura 46. «Respecto de que la semejanza mimética sea tan común en los insectos, ¿no piensa que puede estar
conectado con su pequeño tamaño?; no pueden defenderse; no pueden escapar volando, al menos de los
pájaros, y por lo tanto escapan por medio del fraude y del engaño». Carta de Darwin a Bates de 20 de
noviembre de 1862.

Creo que procede aquí recoger siquiera unas pocas palabras de Wallace sobre su
descubrimiento de la lucha por la vida, que se había producido en 1858. En forma
resumida lo cuenta, muchos años después, en carta de diciembre de 1887:

La coincidencia más interesante en el asunto, creo, es que yo, igual que Darwin, había
llegado a la teoría a través de Malthus —en mi caso fue la complicada relación de la
acción de los «obstáculos preventivos» que mantienen la población de las razas salvajes
en un número bastante estable, pero reducido—. Esto me había impresionado
enormemente, y de repente se me ocurrió que si el número de todos los animales se ve
necesariamente limitado de este modo —«la lucha por la existencia»—, las variaciones en
las que yo pensaba constantemente debían, necesariamente con frecuencia, ser
beneficiosas, y en ese caso provocarían el crecimiento en número de las variaciones en
cuestión, mientras que las variaciones nocivas disminuirían.
Se ha criticado a Darwin que adoptara la expresión, original de Herbert Spencer, de
«supervivencia de los más aptos o más ajustados», que no estaba en la edición de 1859
de El origen (y fue introducida en la quinta, diez años después). En el subtítulo de la
primera edición ya daba Darwin una definición de la selección natural: «the
preservaron of the favoured races in the struggle for life». Ahora nos aclara quiénes son
los favorecidos en la lucha por la vida: «the fittest», los mejor adaptados. Pero se ha
dicho que «la supervivencia de los más aptos» es una tautología, un argumento circular
que no explica nada, porque los más aptos, por definición, son los que sobreviven (no
van a serlo los que perecen) y se vuelve al principio del razonamiento. Quizá se
entienda mejor la frase completa «selección natural, o la supervivencia de los más
aptos», si se pone al revés:

A este principio de conservación o supervivencia de los más adecuados lo he llamado


selección natural.

Lo que Darwin quería decir es que la selección natural no inicia nada, sino que es
posterior a la variación. Y si las especies varían, como lo hacen las razas domésticas, no
es posible dudar de que algunas variantes sean más favorables que otras para la
supervivencia del individuo y su éxito reproductor. Y esos afortunados individuos, en
general, serán los que vivan más tiempo y tengan más descendientes. Si la acción del
hombre ha conseguido mejorar tanto las razas, la naturaleza, que dispone de mucho
más tiempo y es absolutamente brutal, ha tenido que ser infinitamente más eficaz
modificando las especies. Pero por naturaleza entiende Darwin, y pone mucho interés
en aclararlo, tanto al clima como a las otras especies.

Las causas que contienen la tendencia natural de cada especie al aumento son
oscurísimas. Consideremos la especie más vigorosa: cuanto mayor sea su número, tanto
más tenderá a aumentar todavía. No sabemos exactamente cuáles sean los obstáculos,
ni siquiera en un solo caso. Y no sorprenderá esto a nadie que reflexione cuán
ignorantes somos en este punto, aun en lo que se refiere a la humanidad, a pesar de que
está tan incomparablemente mejor conocida que cualquier otro animal. Este asunto de
los obstáculos al aumento ha sido competentemente tratado por varios autores, espero
discutirlo con considerable extensión en una obra futura, especialmente en lo que se
refiere a los animales salvajes de América del Sur. Aquí haré sólo algunas observaciones
nada más que para recordar al lector algunos de los puntos capitales. Los huevos o los
animales muy jóvenes parece que generalmente sufren mayor destrucción, pero no
siempre es así. En las plantas hay una gran destrucción de semillas; pero, de algunas
observaciones que he hecho, resulta que las plantitas sufren más por desarrollarse en
terreno ocupado ya densamente por otras plantas. Las plantitas, además, son destruidas
en gran número por diferentes enemigos; por ejemplo: en un trozo de terreno de tres
pies de largo y dos de ancho, cavado y limpiado, y donde no pudiese haber ningún
obstáculo por parte de otras plantas, señalé todas las plantitas de hierbas indígenas a
medida que nacieron y, de trescientas cincuenta y siete, nada menos que doscientas
noventa y cinco fueron destruidas, principalmente por babosas e insectos. Si se deja
crecer césped que haya sido bien guadañado —y lo mismo sería con césped rozado por
cuadrúpedos—, las plantas más vigorosas matarán a las menos vigorosas, a pesar de ser
plantas completamente desarrolladas; así, de veinte especies que crecían en un pequeño
espacio de césped segado —de tres pies por cuatro—, nueve especies perecieron porque
se permitió a las otras crecer sin limitación.

La cantidad de alimento para cada especie señala naturalmente un límite extremo a


que cada especie puede llegar; pero con mucha frecuencia lo que determina el promedio
numérico de una especie no es el obtener alimento, sino el servir de presa a otros
animales. Así, parece que apenas hay duda de que la cantidad de perdices y liebres en
una gran hacienda depende principalmente de la destrucción de las alimañas. Si
durante los próximos veinte años no se matase en Inglaterra ni una pieza de caza y si al
mismo tiempo no fuese destruida ninguna alimaña, habría, según toda probabilidad,
menos caza que ahora, aun cuando actualmente se matan cada año centenares de miles
de piezas. Por el contrario, en algunos casos, como el del elefante, ningún individuo es
destruido por animales carnívoros, pues aun el tigre en la India rarísima vez se atreve a
atacar a un elefante pequeño protegido por su madre.

La idea de la lucha por la vida cambia por completo nuestra querida visión de la
naturaleza como un lugar paradisíaco de criaturas felices y lo convierte en un infierno
de seres con «garras y picos ensangrentados». ¿No se podría sustituir esa lucha por la
existencia entre individuos por la más aceptable y hasta heroica lucha contra los
elementos? El príncipe ruso Kropotkin hizo sitio incluso a la solidaridad y la
cooperación entre los individuos que se enfrentan al clima. Pero Darwin no lo veía así:
los rigores del tiempo llevan más bien al sálvese quien pueda:

El clima desempeña un papel importante en determinar el promedio de individuos de


una especie y las épocas periódicas de frío o sequía extremos parecen ser el más eficaz
de todos los obstáculos para el aumento de individuos. Calculé —principalmente por el
número reducidísimo de nidos en la primavera— que el invierno de 1854-1855 había
destruido cuatro quintas partes de los pájaros en mi propia finca, y ésta es una
destrucción enorme cuando recordamos que el diez por ciento es una mortalidad
sumamente grande en las epidemias del hombre. La acción del clima parece, a primera
vista, por completo independiente de la lucha por la existencia; pero en tanto en cuanto
el clima obra principalmente reduciendo el alimento, lleva a la más severa lucha entre
los individuos, ya de la misma especie, ya de especies distintas, que viven de la misma
clase de alimento. Aun en los casos en que el clima, por ejemplo, extraordinariamente
frío, obra directamente, los individuos que sufrirán más serán los menos vigorosos o los
que hayan conseguido menos alimento al ir avanzando el invierno. Cuando viajamos de
Sur a Norte, o de una región húmeda a otra seca, vemos invariablemente que algunas
especies van siendo gradualmente cada vez más raras y por fin desaparecen; y como el
cambio de clima es visible, nos vemos tentados de atribuir todo el efecto a su acción
directa. Pero ésta es una idea errónea; olvidamos que cada especie, aun donde abunda
más, está sufriendo constantemente enorme destrucción en algún período de su vida a
causa de enemigos o competidores por el mismo lugar y alimento, y si estos enemigos
son favorecidos, aun en el menor grado, por un ligero cambio de clima, aumentarán en
número y, como cada área está ya completamente provista de habitantes, las otras
especies tendrán que disminuir. Cuando viajamos hacia el Sur y vemos una especie
decrecer en número, podemos estar seguros de que la causa estriba exactamente lo
mismo en que otras especies son favorecidas como en que aquélla es perjudicada. Lo
mismo ocurre cuando viajamos hacia el Norte, pero en grado algo menor, porque el
número de especies de todas clases y, por consiguiente, de competidores decrece hacia
el Norte; de aquí que, yendo hacia el Norte o subiendo a una montaña, nos encontramos
con mucha mayor frecuencia con formas desmedradas, debidas a la acción directamente
perjudicial del clima, que dirigiéndonos hacia el Sur o descendiendo de una montaña.
Cuando llegamos a las regiones árticas, o a las cumbres coronadas de nieve, o a los
desiertos absolutos, la lucha por la vida es casi exclusivamente con los elementos.

Había una dificultad que mortificaba mucho a Darwin, según nos cuenta en su
Autobiografía:

Pero en aquel tiempo pasé por alto un problema de gran importancia; y, a no ser por el
principio del huevo de Colón, me resulta sorprendente cómo pude olvidar esta cuestión
y su solución. Este problema es la tendencia en seres orgánicos descendientes del
mismo tronco a divergir a medida que se modifican. Que han llegado a diferenciarse
mucho, es obvio, por la manera en que las especies de todas las clases pueden ser
clasificadas en géneros, los géneros en familias, las familias en subórdenes y así
sucesivamente; y aún recuerdo el lugar exacto del camino en que, yendo en coche, y
para mi contento, se me ocurrió la solución; esto fue mucho después de haber venido a
Down. La solución, según creo, es que los vástagos modificados de todas las formas
dominantes y crecientes tienden a adaptarse a los muchos y sumamente variados
lugares por economía de la naturaleza.
Figura 47. Diagrama abstracto de la evolución, la única ilustración que aparece en El origen de las especies.

La solución a este problema que tanto preocupaba a Darwin le parecía a T. H.


Huxley de pura lógica y no entendía por qué le dio tantas vueltas. En El origen aborda
también la cuestión:

La selección natural lleva también a la divergencia de caracteres, pues cuanto más


difieren los seres orgánicos en estructura, costumbres y constitución, tanto mayor es el
número que puede sustentar un territorio, de lo que vemos una prueba considerando
los habitantes de cualquier región pequeña y las producciones aclimatadas en países
extraños. Por consiguiente, durante la modificación de los descendientes de una especie
y durante la incesante lucha de todas las especies por aumentar el número de
individuos, cuanto más diversos lleguen a ser los descendientes, tanto más aumentarán
sus probabilidades de triunfo en la lucha por la vida. De este modo, las pequeñas
diferencias que distinguen las variedades de una misma especie tienden
constantemente a aumentar hasta que igualan a las diferencias mayores que existen
entre las especies de un mismo género o aun de géneros distintos.
Figura 48. Esta bellísima composición de Carlos Puche nos muestra la variedad de pinzones de las Galápagos,
tan diferentes entre sí que durante el viaje Darwin los tomó por aves de distintas clases.

LA TENDENCIA A LA SEPARACIÓN

Tomemos una guía de las aves de España y Europa. Miremos las ilustraciones de las especies y los mapas de
distribución. Sin necesidad de movernos de casa podemos hacer algunas observaciones biogeográficas muy
interesantes. El trabajo de investigación ya lo han llevado a cabo otros.

Enseguida nos damos cuenta de que en un mismo territorio conviven especies muy semejantes, aunque su
modo de vida (su nicho ecológico) no sea a veces exactamente el mismo y no prefieran los mismos ambientes.
El águila imperial, por ejemplo, no se diferencia mucho del águila real. A ambas podemos encontrarlas en la
sierra de Guadarrama, cerca de Madrid. A la primera la reconocemos sobre todo por su mancha blanca en los
«hombros». Entre los pájaros pequeños pasa lo mismo. El bisbita alpino, el arbóreo y el campestre se parecen
mucho y los tres viven igualmente en el Sistema Central. La cogujada común no se distingue apenas de la
cogujada campesina, ni el aguilucho cenizo del pálido, y así podríamos encontrar numerosos ejemplos;
también entre los mamíferos, los reptiles, los anfibios, los peces, los insectos y los demás animales. Ocurre que
las especies de un mismo género se parecen mucho (por definición, ya que se agrupan en función de su
semejanza) y son meras variantes de un único diseño biológico. Es sencillo reconocer un reyezuelo, pero es
complicado saber de qué reyezuelo se trata. Para eso, precisamente, para identificar especies que se distinguen
mal se publican guías tan detalladas y con tantas explicaciones.

En esos libros maravillosos, llenos de naturaleza que vuelve al campo, aprendemos otras cosas. Por
ejemplo, que la perdiz nival sólo vive en nuestro país en los Pirineos. Además, resulta que las águilas calzadas
se pueden presentar en dos colores diferentes, la forma clara y la forma oscura, así que normalmente se dibujan
ambas. Y por último, si la guía tiene suficiente información, sabremos que el urogallo cantábrico no es
exactamente igual al nórdico.

¿Cómo se ha llegado a esta situación? Eso mismo se preguntaba Darwin. Europa no es un conjunto de islas,
como las Galápagos, así que las diferentes especies no han podido originarse en condiciones de aislamiento
geográfico[24]. Tras darle muchas vueltas al problema, creyó descubrir la solución: el principio de divergencia.
Eso debió de ocurrir entre 1854 y 1857, o sea, muchos años después de que en 1838 encontrara el principio de la
selección natural. Darwin estaba igualmente orgulloso de sus dos principios.

La idea que le vino a la mente en aquel momento que tan bien recordaba («yendo en mi coche») es muy
simple. Las especies eran antes variedades. Algunas de ellas habitan diferentes regiones (las variedades
geográficas), pero otras (las «variedades ecológicas») conviven en la misma región de un continente. Las
variedades que se encuentran juntas tienden a divergir, a modificarse en distintas direcciones, ocupando
diferentes lugares en la naturaleza, especializándose en modos de vida cada vez más alejados.

Otro principio, que puede ser llamado el principio de divergencia, tiene, creo yo, una parte importante en el
origen de las especies. El mismo lugar sustentará más vida si es ocupado por formas muy diversas; vemos esto
en los muchos géneros que hay en una yarda cuadrada de hierba.

Así se lo explicaba Darwin al botánico americano Asa Gray en la famosa carta del 5 de septiembre de 1857,
en la que también le adelantaba el principio de la selección natural, y que fue presentada a la Sociedad
Linneana como prueba de que Darwin no había copiado a Wallace.

El inteligentísimo Huxley se preguntaba dónde estaba la idea genial y por qué Darwin se había torturado
tanto buscándola: «Es curioso que se le diera tanta importancia a esta idea suplementaria. Parece obvio que la
teoría de las especies por selección natural implica la divergencia de las formas seleccionadas». Yo también lo
pensaba así, pero intuía que algo muy profundo le rondaba la cabeza a Darwin. Y ahora tengo la impresión de
que Huxley no había entendido el problema de su maestro. Se trataba de saber por medio de qué mecanismo se
podían producir dos o más especies a partir de una forma ancestral, sin cambiar de lugar. ¿Cómo podrían evitar
mezclarse las variedades incipientes, cuando apenas hay diferencias en sus modos de vida y en sus
características, si los individuos están juntos? Darwin aplicaba la misma lógica al aislamiento geográfico que al
aislamiento ecológico, pero en el primer caso es físicamente imposible el cruzamiento entre variedades y en el
segundo, en cambio, nada lo impide.

Darwin se esforzó por encontrar casos de este modo de especiación (formación de especies por división) sin
aislamiento geográfico, pero fracasó. Y los que lo han intentado más tarde tampoco han tenido demasiado
éxito. Y es que no existen, o son muy raras, las «variedades ecológicas» (las formas clara y oscura de las águilas
calzadas no lo son, ya que ocupan, por lo que sabemos, el mismo nicho). Darwin sólo pensaba en el aislamiento
geográfico por medio del mar, pero hay otras barreras en los continentes (físicas o climáticas) que aíslan
poblaciones y permiten que diverjan. Luego, si desaparece el obstáculo, la nueva especie puede llegar a
convivir con la especie madre o con otras especies que hayan aparecido, mientras tanto, de la misma forma [25].

Recurriendo, como siempre, a la comparación con las razas domésticas de animales, Darwin argumentaba
que el hombre ha seleccionado, a la vez, caballos cada vez más ligeros y esbeltos para correr, y otros muy
robustos y pesados para tirar del carro. Algo así tendría que haber ocurrido en la naturaleza.

Cuando se le ocurrió la idea de la selección natural, dio con un mecanismo (la lucha por la vida) que hacía
el mismo trabajo de criba que en el corral lleva a cabo el ganadero. La analogía entre ambos tipos de selección
resulta fácil si se compara la evolución lineal (unidireccional) con la tarea de mejorar una raza, de hacerla más
productiva o beneficiosa para el hombre, exagerando determinada característica, es decir, especializándola en
una única dirección. Pero no es tan clara la comparación entre la evolución divergente, o por división, con la
tarea de producir a la vez, en la misma comarca o incluso en el mismo corral, dos razas diferentes, porque no es
evidente cómo la selección natural podría hacer eso. El ganadero decide qué animal se reproduce con cuál, y
así evita que se crucen dos razas incipientes en la misma granja, ¿pero cómo haría la naturaleza para impedir
que se mezclen las especies incipientes que conviven?

A mí me cuesta trabajo entender cómo el gran sabio, tan racionalista, se contentó con una explicación tan
poco científica. Porque la palabra tendencia suena a mentalidad precientífica, a explicación animista. Atribuye a
la naturaleza una propensión, casi un deseo. Y Galileo y sus compañeros de lo que se ha llamado la Revolución
Científica del Barroco se propusieron eliminar toda noción de voluntad o propósito en la naturaleza. A cambio
formularon leyes (ciegas, neutras, fijas) que rigen los fenómenos de la naturaleza y los explican.

El biogeógrafo Ernst Mayr, uno de los creadores del neodarwinismo(12), ha sido quien mejor ha estudiado el
principio de la divergencia. Su texto más importante sobre el tema empieza así: «Se debe evitar convertir la
historia de la ciencia en una hagiografía de sus grandes sabios. Incluso los más grandes científicos tienen sus
puntos negros y caen víctimas de sus contradicciones. A pesar de mi casi ilimitada admiración por Charles
Darwin, debo confesar que incluso él era humano». Y termina diciendo: «Es irónico que de los dos principios,
que Darwin consideraba igual de importantes, el de la divergencia fue mucho menos criticado que el de la
selección natural. Pero al final fue la selección natural la que salió victoriosa, mientras ahora es evidente que el
principio de divergencia no es válido».
El mal en el mundo

Darwin no sólo se interesaba por la forma de los animales, sino también por su
conducta. El instinto no era para él algo que hubiera que dejar al margen de la
evolución, o que se opusiera a la idea misma, sino que, por el contrario, podían
aplicársele exactamente igual que a las estructuras anatómicas los conceptos de
variabilidad hereditaria, lucha por la vida, supervivencia de los más eficaces y, en
consecuencia, selección natural y descendencia con modificación.

Muchos instintos son tan maravillosos que su desarrollo parecerá probablemente al


lector una dificultad suficiente para echar abajo toda mi teoría. Debo sentar la premisa
de que no me ocupo del origen de las facultades mentales, de igual modo que tampoco
lo hago del origen de la vida misma. Nos interesa sólo la diversidad de los instintos y
de las demás facultades mentales de los animales de una misma clase.

Darwin intentaba evitar los dos temas más conflictivos, el origen de la vida y el del
hombre (con su mente racional), para no desviar la atención de su principal argumento
en El origen de las especies: que la selección natural puede actuar mejorando la
adaptación de los organismos a su ambiente. Incluso los instintos más maravillosos,
como los de las abejas para fabricar celdillas, que se habían presentado como prueba
irrebatible de la imposibilidad de que la naturaleza por sí misma produjera un diseño
tan inteligente como el de un panal, podían explicarse por medio de la selección natural.

Para compensar, si los instintos eran producto de las leyes de la naturaleza, incluso
los más extraordinarios, se podía exonerar al Creador de tanto sufrimiento como se
causan unos animales a otros.

La selección natural no puede producir ninguna modificación en una especie


exclusivamente en el beneficio de otra, aun cuando en la naturaleza, incesantemente
unas especies sacan ventaja y se aprovechan de la conformación de otras. Pero la
selección natural puede producir, y produce con frecuencia, estructuras para perjuicio
directo de otros animales como vemos en los dientes de la víbora y en el oviscapto del
icneumónido, mediante el cual deposita los huevos en el cuerpo de otros insectos vivos.
Figura 49. «Veo demasiada miseria en el mundo. No puedo convencerme de que un Dios bondadoso y
omnipotente creara deliberadamente los Icheneumonidae con la expresa intención de que se alimentaran con
los cuerpos de gusanos vivos, o que un gato tenga que divertirse jugando con los ratones», le argumenta
Darwin a Asa Gray en carta de 22 de mayo de 1860.

Pero la estrategia no le sirvió de nada: en cuanto apareció el libro, los creacionistas


dedujeron que Darwin sostenía que «venimos del mono» y le acusaron de materialismo
ateo.

En este capítulo me he esforzado en mostrar brevemente que las cualidades mentales de


los animales domésticos son variables y que las variaciones son hereditarias. Aún más
brevemente, he intentado demostrar que los instintos varían ligeramente en estado
natural. Nadie discutirá que los instintos son de importancia suma para todo animal.
Por consiguiente, no existe dificultad real en que, cambiando las condiciones de vida, la
selección natural acumule hasta cualquier grado ligeras modificaciones de instinto que
sean de algún modo útiles. En muchos casos es probable que la costumbre, el uso y
desuso hayan entrado en juego. No pretendo que los hechos citados en este capítulo
robustezcan grandemente mi teoría; pero según mi leal saber y entender, no la anula
ninguno de los casos de dificultad. Por el contrario, el hecho de que los instintos no son
siempre completamente perfectos y están sujetos a errores; de que no puede
demostrarse que ningún instinto haya sido producido para bien de otros animales, aun
cuando algunos animales saquen provecho del instinto de otros; de que la regla de
Historia Natural Natura non facit saltum es aplicable a los instintos lo mismo que a la
estructura corporal, y se explica claramente según las teorías precedentes, pero es
inexplicable de otro modo; tiende todo ello a confirmar la teoría de la selección natural.

Esta teoría se robustece también por algunos otros hechos relativos a los instintos,
como el caso común de especies muy próximas, pero distintas, que, habitando en partes
distintas del mundo y viviendo en condiciones considerablemente diferentes,
conservan, sin embargo, muchas veces casi los mismos instintos. Por ejemplo: por el
principio de la herencia podemos comprender por qué es que el tordo de la región
tropical de América del Sur tapiza su nido con barro, de la misma manera especial que
lo hace nuestro zorzal británico; por qué los cálaos de África y la India tienen el mismo
instinto extraordinario de emparedar y aprisionar las hembras en un hueco de árbol,
dejando sólo un pequeño agujero en la pared, por el cual los machos alimentan a la
hembra y a sus pequeñuelos cuando nacen; por qué las ratillas(13) machos (Troglodytes)
de América del Norte hacen nidos de macho (cock-nests), en los cuales descansan como
los machos de nuestras ratillas, costumbre completamente distinta de las de cualquier
otra ave conocida. Finalmente, puede no ser una deducción lógica, pero para mi
imaginación es muchísimo más satisfactorio considerar instintos, tales como el del
cuclillo joven, que expulsa a sus hermanos adoptivos; el de las hormigas esclavistas; el
de las larvas de icneumónidos, que se alimentan del cuerpo vivo de las orugas, no como
instintos especialmente creados o fundados, sino como pequeñas consecuencias de una
ley general que conduce al progreso de todos los seres orgánicos, es decir, que
multiplica, transforma y deja vivir a los más fuertes y deja morir a los más débiles.

En una carta de 1859 (enviada entre la comunicación conjunta a la Sociedad


Linneana y El origen), Darwin expone a Wallace el mismo pensamiento:

Me alegra saber que ha estado usted ocupándose de nidos de pájaros. Yo también les he
prestado atención, aunque desde un punto de vista casi exclusivamente: la
demostración de que los instintos cambian, de modo que la selección puede actuar
sobre ellos y perfeccionarlos. Pocos instintos, aparte de éstos, se pueden conservar en
museos, por así decirlo.
Figura 50. Macho y hembra de Lophornis ornatus en su nido.

¡Qué bella idea la de que los nidos son de alguna manera instintos conservados!
También en el registro fósil pueden buscarse comportamientos preservados en forma de
huellas y otros signos de actividad orgánica. Y por supuesto la Prehistoria estudia los
comportamientos fosilizados de nuestros antepasados.

Hasta aquí, Darwin ha ido encadenando razonamientos para demostrar que la


selección natural hace inevitable la evolución de las especies, como una consecuencia
necesaria de su actuación. Pero el método científico moderno exige que las hipótesis se
sometan a la falsación con los hechos. Para ello se formulan predicciones del estilo: «Si
todo esto es cierto, entonces se encontrará tal cosa». Esa falsación o «contrastación»,
como también se llama, se puede hacer por la vía de la experimentación o por la de la
observación. Si la predicción no se cumple, entonces se rechaza la hipótesis. Si no se
refuta la hipótesis, en ese caso se sigue adelante con ella. Y si no se pueden hacer
predicciones, se considera que la hipótesis no es científica. Darwin buscó pruebas de
que se cumplía la teoría de la evolución y las encontró en dos campos. Uno es el de la
biogeografía, del que ya hemos hablado mucho. Las faunas sudamericanas de las
diferentes latitudes se parecen entre sí, como cabía esperar, y no cada una de ellas
(tropicales, subtropicales, templadas, frías, etc.) a las de su misma latitud y clima en
otros continentes. No eran, pues, el ambiente y la ecología las variables que
determinaban la composición taxonómica de las diferentes biotas, sino la historia
geológica y biológica de cada región.
La otra prueba de la evolución que satisfacía a Darwin era de carácter embriológico,
como dejó dicho en su Autobiografía:

Mientras trabajaba en El origen, ningún otro aspecto me procuró tanta satisfacción como
la explicación de la gran diferencia existente en muchas clases entre el embrión y el
animal adulto, y del estrecho parecido entre los embriones dentro de una misma clase.
Hasta donde alcanza mi memoria, en las primeras críticas a El origen no se recogía
ningún informe sobre este punto, y recuerdo que expresé mi sorpresa por este
particular en una carta a Asa Gray. En años posteriores varios críticos dieron total
crédito a Fritz Müller y Haeckel, que indudablemente han estudiado este punto en
forma más completa, y en algunos aspectos más correcta, que yo.

Figura 51. «Después de los precedentes comentarios realizados por tan altas autoridades, sería superfluo por
mi parte proporcionar un número de detalles prestados mostrando que el embrión humano se asemeja
estrechamente al de otros mamíferos». C. Darwin. El origen del hombre.

La profundidad del tiempo geológico


A pesar de la indudable fuerza de los razonamientos de Darwin, había algunos
hechos que parecían oponerse a la teoría, y el más fuerte de todos estaba en el registro
fósil, mi especialidad.

Tengo en la biblioteca un libro de texto de Historia Natural (con nociones de Fisiología e


Higiene). Se trata de la sexta edición, impresa en Madrid. Data de 1873, y su autor es don
Sandalio de Pereda y Martínez, doctor por las facultades de Ciencias y de Medicina,
miembro de ambas academias, catedrático del Instituto de San Isidro de Madrid y
fundador de la Sociedad Española de Historia Natural. Por cierto, el primer lector del
ejemplar que tengo, en 1874, es un tal José Fernández y Fernández de Úbeda (siempre
me produce un cosquilleo ver escrito el nombre de un propietario anterior ya fallecido,
o su ex libris; me pregunto cómo habrá transcurrido su vida y me parece que el libro aún
conserva algo de él, aparte de la firma en la primera página). El texto es estupendo,
aunque no está enfocado desde la perspectiva evolucionista. No obstante, en la parte de
Geología explica lo siguiente: «Los millares de fósiles que hay en los terrenos
estratificados demuestran que la tierra ha sido poblada por un conjunto de seres
organizados que se han sucedido no por transformación de unos en otros y de lo
sencillo a lo complicado, en su lucha por la vida, selección natural, divergencia orgánica y
acción de la herencia como pretende Darwin y los de su escuela; tampoco en esos
períodos indefinidos, tan absurdos como inconmensurables supuestos por algunos
geólogos, sino en épocas determinadas por la influencia de causas cuyo poder, superior
y muy distinto de las actuales, debió acelerar los fenómenos de la vida individual o
específica para renovarse en breve tiempo generaciones que hoy requieren muchos
años».

Aunque por supuesto don Sandalio se remite al Creador como causa primera de
todo lo existente, y desprecia la teoría darwinista, subsiste la pregunta de cómo es
posible que tanta evolución y diversificación se hayan producido en tan poco tiempo,
ya que entonces se pensaba que la vida en la Tierra no era muy antigua.

Darwin se enfrenta a este problema y a otro de similar calibre y que ya hemos


comentado: el de la súbita aparición de todos los grandes tipos (o filos) de animales
pluricelulares al principio del Paleozoico o Era Primaria, en el Cámbrico. Su explicación
es que antes del Cámbrico debió de haber transcurrido mucho tiempo, y que ya había
organismos formando la cepa de la que procede la que se ha llamado «explosión de
vida del Cámbrico». Además creía que el comienzo del Paleozoico era más viejo de lo
que se decía en su época. Darwin estaba en lo cierto, como sabemos ahora, e incluso se
quedó corto en cuanto a la profundidad del tiempo geológico: la vida lleva en la Tierra
al menos tres mil quinientos millones de años y el Cámbrico empezó hace quinientos
setenta millones de años. Sin embargo, y como, a pesar de estirarlo todo lo que podía, le
seguía faltando tiempo geológico, se vio obligado a admitir la posibilidad de que la
evolución hubiera sido más rápida en el pasado. Hoy no necesitaría hacer esa
concesión, una vez que los métodos físicos de datación de las rocas nos las hayan
envejecido tanto.

Se presenta aquí otra dificultad análoga mucho más grave. Me refiero a la manera como
las especies pertenecientes a varios de los principales grupos del reino animal aparecen
súbitamente en las rocas fosilíferas inferiores que se conocen. La mayor parte de las
razones que me han convencido de que todas las especies vivientes del mismo grupo
descienden de un solo progenitor se aplican con igual fuerza a las especies más antiguas
conocidas. Por ejemplo: es indudable que todos los trilobites cámbricos y silúricos
descienden de algún crustáceo, que tuvo que haber vivido mucho antes de la edad
cámbrica, y que probablemente difirió mucho de todos los animales conocidos. Algunos
de los animales más antiguos, como los Nautilus, Lingula, etc., no difieren mucho de
especies vivientes y, según nuestra teoría, no puede suponerse que estas especies
antiguas sean las progenitores de todas las especies pertenecientes a los mismos grupos,
que han ido apareciendo luego, pues no tienen caracteres en ningún grado intermedios.

Por consiguiente, si la teoría es verdadera, es indiscutible que, antes de que se


depositase el estrato cámbrico inferior, transcurrieron largos períodos, tan largos, o
probablemente mayores, que el espacio de tiempo que ha separado la edad cámbrica
del día de hoy y, durante estos vastos períodos, los seres vivientes hormigueaban en el
mundo. Nos encontramos aquí con una objeción formidable, pues parece dudoso que la
tierra, en estado adecuado para habitarla seres vivientes, haya tenido la duración
suficiente. Sir W. Thompson llega a la conclusión de que la consolidación de la corteza
difícilmente pudo haber ocurrido hace menos de veinte millones de años ni más de
cuatrocientos, y que probablemente ocurrió no hace menos de noventa y ocho ni más de
doscientos. Estos límites amplísimos demuestran lo dudosos que son los datos y, en el
futuro, otros elementos pueden tener que ser introducidos en el problema. Mr. Croll
calcula que desde el período cámbrico han transcurrido aproximadamente sesenta
millones de años; pero esto —juzgado por el pequeño cambio de los seres orgánicos
desde el comienzo de la época glacial— parece un tiempo cortísimo para los muchos y
grandes cambios orgánicos que han ocurrido ciertamente desde la formación cámbrica,
y los ciento cuarenta millones de años anteriores apenas pueden considerarse como
suficientes para el desarrollo de las variadas formas orgánicas que existían ya durante el
período cámbrico. Es, sin embargo, probable, como afirma sir William Thompson, que
el mundo, en un período muy remoto, estuvo sometido a cambios más rápidos y
violentos en sus condiciones físicas que los que actualmente ocurren, y estos cambios
habrían tendido a producir modificaciones proporcionadas en los organismos que
entonces existiesen.
Eslabones perdidos

Con El origen, Darwin se había convertido en el Lyell de la Biología, igualando en


prestigio a su maestro, ya que la revolución que supuso su libro fue considerada por sus
contemporáneos equivalente a la de los Principios. Cuando El origen alcanzaba su
mayoría de edad, veintiún años después de publicarse, Thomas H. Huxley hacía esta
valoración con suficiente perspectiva de lo que había significado el libro:

La doctrina de la evolución en Biología es la consecuencia necesaria de la aplicación


lógica de los principios del uniformismo a los fenómenos de la vida. Darwin es el
sucesor natural de Hutton y de Lyell, y El origen de las especies la continuación lógica de
los Principios de geología.

Figura 52. Darwin tenía en la más alta estima a Charles Lyell, como científico y como persona, y los Principios
de geología, aunque no eran evolucionistas, influyeron enormemente en su pensamiento.

Pero, como escribía T. H. Huxley, nada de todo esto pasaría de ser una especulación
si la teoría de la transmutación de las especies no fuera conciliable con los fósiles. Ésa
era la prueba definitiva para la idea de la descendencia con modificación, y en 1859
todos los datos se pronunciaban en contra. La Paleontología era absolutamente
catastrofista, como lo había sido la Geología hasta la aparición de los Principios de Lyell.
¿Dónde están los extintos antepasados de los animales actuales?, se preguntaban. ¿Qué
fósiles podrían rellenar el profundo abismo que existe entre las grandes categorías de la
vida que conocemos (todas las clases de vegetales, de animales, los hongos, los variados
tipos de seres unicelulares)? En el momento de publicar El origen Darwin no tenía más
recurso que apelar a la imperfección del registro fósil y argumentar que la ausencia de
evidencia no era lo mismo que la evidencia de la ausencia de esas necesarias, para su
doctrina, formas fósiles de transición.

En relación con la hipótesis de la desaparición de una infinitud de eslabones que


conecten los habitantes vivos del mundo con los extinguidos, y en cada período
sucesivo entre las especies extinguidas y las que aún son más antiguas, ¿por qué cada
formación geológica no está repleta de estos eslabones intermedios? ¿Por qué no
proporciona cada colección de fósiles la prueba palmaria de la gradación y cambio de
las formas de vida? No encontramos tal evidencia y es ésta la objeción más grave y
plausible de las muchas que pueden presentarse en contra de mi teoría. La explicación
está, a mi parecer, en la extrema imperfección de los registros geológicos(14).

Figura 53. Archaeopteryx. Darwin habría sido muy feliz si hubiera conocido la existencia de esta especie fósil de
ave antes de publicar El origen de las especies, porque resultó ser la perfecta forma de transición entre dos
grandes categorías animales. Pero el primer ejemplar completo no se encontró hasta tres años después y
Darwin lo recoge en su 3.ª adición (1866).
Cuando pasaron veintiún años desde la publicación del libro, el panorama había
cambiado completamente en Paleontología. Se habían encontrado fósiles tan
importantes como el Archaeopteryx, «el eslabón perdido entre el reptil y el ave», hallado
en 1858 (ahora sabemos que las aves son dinosaurios emplumados y voladores; hubo
otros dinosaurios con plumas que no sobrevivieron a la gran extinción, una auténtica
catástrofe, del final del Cretácico: ya saben, lo del meteorito). Darwin había observado
en su viaje la estrecha relación entre las faunas recientemente extinguidas de
Sudamérica y las vivientes, pero cuando El origen cumplía la mayoría de edad, se
habían desenterrado las profundas raíces de las especies que componen la Biosfera
actual. Darwin había ganado su apuesta más arriesgada, la mano en la que parecía que
le habían venido las peores cartas y los catastrofistas se cargaban de ases. Ya podía
respirar aliviado, pero sólo le quedaban dos años de vida.

¿Qué habría pasado si Wallace no hubiera enviado la carta a Darwin en la que le


exponía sus ideas? ¿Habría publicado alguna vez éste su teoría de la evolución? Es
posible que no. En carta a Wallace de 25 de enero de 1859, Darwin reconoce:

Les debo indirectamente mucho a usted y a ellos [Lyell y Hooker]; pues casi creo que
Lyell habría demostrado tener razón y yo nunca habría terminado mi mayor trabajo,
porque me habría resultado muy duro acabar el resumen dada mi pobre salud, pero
ahora, gracias a Dios, estoy ya en mi último capítulo.

Y, nada más leer las pruebas de El origen, el 3 de octubre de 1859, Lyell escribe a
Darwin en los siguientes términos:

He terminado ahora mismo su libro, y me alegro muchísimo de haber hecho lo posible


con Hooker para convencerlo de que lo publicara, y de que no esperara una ocasión que
probablemente no hubiera llegado nunca, aunque viviera cien años, siendo así que ya
tenía preparados todos los datos en los que ha basado tan importantes generalizaciones.

¿Y si hubiera muerto a causa de sus achaques antes de 1859? Darwin había previsto
esta posibilidad y en 1844 tomó medidas para que, en el caso de su fallecimiento, su
esposa publicara el texto de doscientas treinta páginas que había escrito ese mismo año.
Después de barajar algunos nombres de posibles editores (Lyell, Henslow, Hooker,
Strickland, Owen), en 1854 se decantó por el botánico Joseph Hooker, que lo había
leído. Pero si esto no hubiera ocurrido, la evolución habría sido descubierta
seguramente poco después, y precisamente por los más catastrofistas de todos los
naturalistas: los paleontólogos. O al menos eso era lo que pensaba en 1880 T. H. Huxley:
Tan simple como esto. Si la doctrina de la evolución no hubiera existido, los
paleontólogos la habrían creado, tan irresistiblemente es empujada hacia la mente por el
estudio de los restos de los mamíferos del Terciario que han sido sacados a la luz desde
1859.
X. UNA FORMA NUEVA DE VER EL MUNDO

El origen del hombre y otros ensayos

Pero la obra científica de Darwin no había terminado con El origen, ni mucho menos,
y los años que van desde 1859 hasta su muerte en 1882 fueron muy ricos en
observaciones, experimentación y escritura. Trabajó mucho en las plantas en ese
tiempo, un nuevo campo de investigación para el que Darwin no tenía gran experiencia
previa, pero en el que se convirtió en un especialista consumado, aunque él no se
considerara un botánico. Eso sí, sus trabajos posteriores a 1859 serían abordados desde
la perspectiva de la evolución y la adaptación, que es la que siguen adoptando a día de
hoy todos los biólogos. Las investigaciones de Darwin en el mundo vegetal se refieren a
la polinización por insectos, la reproducción sexual, las plantas trepadoras, las
insectívoras y los movimientos de las plantas.

Algunos críticos de la teoría de la evolución argumentaban que había muchos rasgos


de los organismos que carecían por completo de utilidad, y por lo tanto no podían
haber sido seleccionados. Con su trabajo sobre las orquídeas, Darwin aspiraba a
demostrar lo contrario. En carta a Hooker de 1862 dice:

He encontrado el estudio de las orquídeas muy útil a la hora de mostrar que casi todas
las partes de la flor están coadaptadas para la fertilización por los insectos, y son en
consecuencia resultado de la selección natural, incluso en los más nimios detalles[26].
Figura 54. «Nunca, en toda mi vida, me ha interesado más un tema que este de las orquídeas». Carta de Darwin
a Hooker de 13 de octubre de 1861.

Las plantas insectívoras proporcionaron un gran placer a Darwin, que nunca dejó de
ser un naturalista muy curioso. Empezó sus observaciones sobre la drosera en el verano
de 1860, estando en la casa de su cuñada, y para divertirse cuando no tenía nada que
hacer. De la observación pasó a la experimentación. Increíblemente, ¡las plantas
parecían estar adaptadas a obtener el nitrógeno orgánico atrapando insectos! Enseguida
comprobó que detectaban también el nitrógeno químico, en solución. En carta a Lyell
confiesa que está «asombrado y asustado por sus resultados». Y añade: «¿No es curioso
que una planta sea mucho más sensible al tacto que cualquier nervio del cuerpo
humano?».
Figura 55. Plantas insectívoras: drosera y atrapamoscas. «He trabajado como un poseso en la drosera». Darwin
a Hooker, 21 de noviembre de 1860.

Para el eterno observador que era Darwin, las comunes y humildes plantas
trepadoras eran fascinantes. Al igual que las droseras, se comportaban como animales.
En carta a Hooker de 1863 le cuenta admirado que los zarcillos deben de tener algún
tipo de sentido.

… en cuanto el zarcillo toca un objeto, su sensibilidad hace que lo agarre; un jardinero


inteligente, mi vecino, que vio la planta sobre mi mesa anoche, dijo: «Creo, sir, que los
zarcillos pueden ver, porque donde ponga la planta encuentra un tallo cerca».
Figura 56. «Mimosa púdica. Esta planta ha sido objeto de innumerables observaciones, pero hay algunos puntos
en relación con nuestro tema que no han recibido suficiente atención». C. Darwin. The power of mouvements in
plants.

Los libros no botánicos son cuatro. En Variación de los animales y plantas en régimen de
domesticidad, de 1868, se ocupa en extenso de uno de sus temas preferidos, la selección
artificial, a través del cual llegó a entender el proceso de la evolución como resultado de
la variación «accidental» y la lucha por la vida. Es además importante el libro porque en
él también se expone su fallida teoría de la herencia, la pangénesis, según la cual cada
una de las unidades del cuerpo produce una gémula que la representa en la
reproducción. Darwin consideraba que los contenidos de esta obra y el tema de la
selección sexual eran los únicos en los que había podido desarrollar completamente sus
ideas.

En el segundo volumen se examinan, en la medida que lo permite nuestro presente


estado de conocimientos, las causas y leyes de variación, la herencia, etc. Hasta el final
de la obra expongo mi vilipendiada hipótesis de la pangénesis. Una teoría no verificada
tiene escaso o ningún valor; pero si en lo sucesivo pudiera inducir a alguien a hacer
observaciones mediante las cuales pudiera establecerse alguna hipótesis por el estilo,
habré hecho un buen servicio, ya que de esta forma podrá conectarse un número
asombroso de datos aislados, y se harán inteligibles. En 1875 se publicó una segunda
edición ampliamente corregida, que me costó bastante trabajo.
En El origen del hombre, de 1871, se aclara su más o menos velada alusión al tema que
aparece en El origen de las especies (referencia que Darwin, en escritos posteriores,
consideraba que estaba clarísima). Pero la mayor parte de la obra trata sobre la cuestión
de la selección sexual, complementaria de la selección natural, un mecanismo que
explica cómo las diferentes especies animales adquieren los rasgos que diferencian a los
dos sexos, y que no tienen que ver con su ecología (no se trata de adaptaciones) ni con la
lucha por la vida, sino con la reproducción o la competencia por dejar descendencia.
Algo (tres páginas) había explorado ya esta cuestión en El origen, así que no se la sacó de
la chistera para explicar el tema del hombre[27]. A Darwin le parecía que los machos
intentan de dos maneras diferentes asegurar su descendencia. Luchando físicamente, o
sea, en la palestra, o exhibiéndose ante las hembras para ser elegidos, es decir, en la
pasarela. Muchas aves optan por lo segundo, y los machos son el sexo bello, y muchos
mamíferos machos hacen la guerra primero, entre ellos, para luego poder hacer el amor.
El vencedor se lo lleva todo en las especies polígamas y por eso es el más vigoroso, el
más grande y el mejor armado. Curiosamente, en nuestra especie, según Darwin, a
pesar de ser mamíferos, las mujeres son el sexo bello, y los hombres los que eligen.

Mi Descent of Man (El origen del hombre) se publicó en febrero de 1871. En el año 1837 o
1838, tan pronto como llegué a la conclusión de que las especies eran productos
mutables, no pude evitar el convencimiento de que el hombre debía estar sometido a la
misma ley. En consecuencia, recogí notas sobre el tema para satisfacción propia y,
durante mucho tiempo, sin intención alguna de publicarlas. Aun cuando en El origen de
las especies no se examina la derivación de especie alguna en particular, pensé que, con
objeto de que ninguna persona honrada me acusara de ocultar mis puntos de vista,
convenía añadir que por medio de la obra «se aclararía el origen del hombre y su
historia». Habría sido inútil y perjudicial para el éxito del libro haber alardeado de mi
convicción con respecto a este origen, sin facilitar ninguna prueba.

Pero cuando supe que muchos naturalistas habían aceptado plenamente la doctrina
de la evolución de las especies, me pareció aconsejable dar forma a las notas que poseía
y publicar un tratado sobre el origen del hombre específicamente. Yo estaba
contentísimo de hacerlo, ya que ello me proporcionaba la oportunidad de discutir
plenamente la selección sexual —un tema que siempre me había interesado
muchísimo—.
Figura 57. «Nadie disputará, en efecto, que los cuernos ramificados de los ciervos y los hermosos en forma de
lira que lucen ciertos antílopes con la elegante doble curvatura que presentan, aparecen a nuestros ojos como
ornamentales». C. Darwin. El origen del hombre.

Los precedentes de El origen del hombre son la obra de Huxley, que dejó claro que
nuestro lugar en la naturaleza estaba entre los grandes simios, y la Natürliche
Schöpfungsgeschichte de Ernst Haeckel (1868). Darwin dice respecto del libro del alemán:
«Si esta obra hubiera aparecido antes de haber escrito yo mi ensayo, probablemente lo
habría dejado sin terminar». Se refiere a la primera parte del libro, la que trata de «La
genealogía o el origen del hombre».

A falta de formas de transición entre el hombre y los monos, Darwin se esfuerza por
demostrar la animalidad del ser humano, fijándose en lo que tenemos en común con los
primates, en todos los terrenos: anatómico, fisiológico, del desarrollo y de la conducta.

A Darwin le impresionaron mucho los indios de la Tierra de Fuego, a tres de los


cuales llegó a conocer bien porque viajaban en el Beagle de vuelta a casa, y desde
entonces no le cupo duda de que nuestros antepasados habían sido «salvajes». Sin
embargo, no compartía los puntos de vista de Wallace sobre el origen especial de
nuestras facultades mentales superiores. Ésas habían surgido de forma normal, como
un producto de la selección natural, ya que conferían ventajas a nuestros antepasados.
No hacía falta, por lo tanto, recurrir a ninguna instancia sobrenatural.

Darwin dice que el hombre es el animal más dominante que ha vivido en la Tierra,
extendiéndose por toda ella y sometiendo a las demás criaturas.

Evidentemente, debe esta inmensa superioridad a sus facultades intelectuales, a sus


hábitos de sociabilidad, que le llevan a ayudar y defender a sus semejantes, y a su
estructura corporal.

Pero no hay razón para dudar de que nuestro origen sea como el de las demás
criaturas; en nuestro caso, por medios ordinarios la naturaleza ha producido resultados
extraordinarios.

No llego, pues, a comprender por qué sostiene Mr. Wallace que «la selección natural
sólo ha podido dar al salvaje un cerebro un poco superior al cerebro de un mono».

La selección natural había obrado en nuestra evolución del mismo modo que en la
de otras especies, evaluando la variación que aparecía espontáneamente y al azar, es
decir, sin relación alguna con las necesidades y las conveniencias de los individuos. Las
variaciones no tendían a favorecer a sus portadores, y podían ser tanto beneficiosas
como perjudiciales. La lucha por la vida, consecuencia de la escasez de los recursos y de
la propensión de las poblaciones a crecer indefinidamente, también se habría producido
en nuestro caso. Era posible, según Darwin, que los hábitos y las condiciones de vida
tuvieran algún papel en la evolución humana, pero el protagonismo era para la
selección natural:

Me he esforzado en demostrar que el hombre ha adquirido, con probabilidad a través


de la selección natural, bien directamente o mejor indirectamente, algunos de sus
caracteres más distintivos.

En cuanto a «la diferenciación de las razas del hombre», es decir, la diversidad


humana actual, Darwin pasa revista a los tres mecanismos que él admitía como
posibles: las costumbres de los individuos, la acción directa del ambiente y la selección
natural, su preferida. El resultado de su análisis es que tiene que haber otra causa: la
selección sexual, es decir, los gustos a la hora de elegir a la pareja, porque muchos de los
rasgos raciales no son adaptativos, no confieren ninguna ventaja al individuo en la
lucha por la vida.
La gran variabilidad de todas las diferencias externas entre las razas del hombre indica
asimismo que no pueden ser de mucha importancia; si lo fueran, hace largo tiempo que
se hubiesen fijado, preservado o eliminado. En este particular, se asemeja el hombre a
esas formas que los naturalistas llaman proteas o polimorfas, que se han conservado
variables en extremo, debido, a lo que parece, a la naturaleza indiferente de esas
variaciones, por cuyo motivo escaparon a la acción de la selección natural.

Por todo esto hemos resultado hasta ahora burlados en cuantos intentos nos han
llevado a explicar las diferencias originadas entre las razas del hombre. Pero nos queda
aún acudir a un factor importante, la selección sexual, que evidentemente ha actuado
poderosamente sobre el hombre, lo mismo que sobre otros muchos animales.

Lo cierto es que hoy día no está claro a qué responde la variación de las poblaciones
humanas. Algunas diferencias parecen tener que ver con el clima, y serían por lo tanto
adaptaciones al medio, pero en otras no hay consenso sobre cuál es su origen. Es posible
también que sean producto del azar, por medio de la llamada deriva genética, que es un
mecanismo no previsto por Darwin que sin embargo admiten los neodarwinistas;
consiste en que en pequeñas poblaciones pueden fijarse, simplemente por suerte,
caracteres raros que no suponen ninguna ventaja para los individuos.

Darwin y los fósiles humanos

Estas interrupciones o lagunas dependen señaladamente del número de formas afines


que se han extinguido. En una época futura, no muy distante aunque haya de contarse
por siglos, las razas humanas civilizadas habrán exterminado y reemplazado en todo el
mundo a las razas salvajes. Al propio tiempo, habrán desaparecido también los monos
antropomorfos, según asegura el profesor Schaaffhausen. Será entonces mayor el vacío
entre el hombre y sus afines más próximos, porque se presentará —yo así lo espero—
entre un hombre en un estado más civilizado que el caucásico actual y algún tipo de
mono que se halle tan bajo en la escala como el cinocéfalo [los babuinos o papiones], en
lugar de tenerse que llenar, como ahora, entre el negro o el indígena australiano y el
gorila.

Darwin estaba preocupado por la inexistencia de formas intermedias entre los


antropomorfos y el hombre, y la explicaba por la desaparición de las mismas. Yo suelo
decir a mis alumnos que no habría sido tan raro que hubieran sobrevivido los
australopitecos (o mejor, sus descendientes los parántropos) en África, y entonces los
miraríamos como un interesante pariente muy lejano, aunque más próximo que los
chimpancés. Serían unas criaturas pequeñas, erguidas, de caninos pequeños y con
manos y pies (diminutos) como los nuestros, pero con un aire de grandes monos, una
especie de «chimpancés bípedos». Sólo hace un millón y medio de años que
abandonaron la Tierra y para entonces ya había humanos mucho más parecidos a la
especie actual.

Figura 58. «Sabido es de todos que el hombre está construido sobre el mismo tipo general o modelo que los
demás mamíferos. Todos los huesos de su esqueleto son comparables a los huesos correspondientes de un
mono, de un murciélago o de una foca». C. Darwin. El origen del hombre.

Por cierto, en la versión anteriormente citada de El origen del hombre, de M. J.


Barroso-Bonzon, parece traslucirse más sentimiento de superioridad racial que el que
tenía Darwin, que no era pequeño, de todos modos. Pero no deseaba la extinción, sino
el progreso. Si vamos al original inglés, la expresión as we may hope aparece más tarde en
la oración, que quedaría entonces así: «… porque se presentará entre un hombre en
estado más civilizado —yo así lo espero— incluso que el caucásico y algún tipo de
mono…».
A casi todo el mundo le pareció, incluido el obispo Wilberforce, que intervino en la
famosa reunión de Oxford y fue contestado tan magistralmente por Huxley, que El
origen de las especies se resumía en una sola frase: venimos del mono. El sábado 30 de
junio de 1860, en la reunión de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, y
ante setecientas personas, Wilberforce habló durante media hora. Su discurso había sido
preparado con Richard Owen, el gran científico que había colaborado con Darwin
identificando las especies de mamíferos fósiles de Sudamérica, y que se convirtió en su
peor enemigo (hubo en su relación algo así como el odio que Salieri, un músico muy
reconocido en su época, pudo sentir por Mozart, el auténtico genio). Al final de su
discurso, y con una sonrisa insolente, Wilberforce se volvió a Huxley y le preguntó si
creía que descendía del simio por vía paterna o materna. Cuando acabaron los aplausos,
el presidente de la sesión llamó a Huxley para intervenir. Ese presidente no era otro que
el reverendo Henslow, el ilustre botánico que había formado a Darwin como naturalista
e hizo posible que se embarcase en el Beagle; Henslow no se convirtió al evolucionismo,
pero miraba a Darwin con cariño. Según le contó el propio Huxley a un amigo por
carta, contestó al obispo que había escuchado con gran atención su intervención, sin
descubrir ningún dato o razonamiento nuevo, excepto la cuestión de su procedencia. Y
que si tuviera que elegir entre un miserable simio como abuelo o un hombre bien
dotado de luces y con grandes medios e influencia, que sin embargo utiliza esas
facultades con el mero propósito de hacer gracias en una seria discusión científica,
entonces sin duda preferiría al simio.

Por supuesto que El origen de las especies dice cosas mucho más interesantes que lo
que popularmente se resume en la frase de que «venimos del mono», y además sólo
contiene una alusión a nuestros propios orígenes evolutivos. Porque el mensaje de
Darwin era, en realidad, mucho más revolucionario, y lo explica en El origen del hombre:
no es que vengamos del mono, como si ya no lo fuéramos; seguimos siendo monos,
nunca hemos dejado de serlo.

Y como el hombre desde el punto de vista genealógico pertenece al grupo catarrino o


tronco del Viejo Mundo, debemos afirmar, no importa el grado ni la manera en que esta
conclusión hiera nuestro orgullo, que nuestros remotos progenitores eran miembros de
ese grupo. Pero no debemos caer en el error de suponer que ese remoto progenitor de
ese tronco simio, sin exceptuar al hombre, fue idéntico o siquiera muy semejante a
ninguno de los monos hoy existentes.

Esto quiere decir que no descendemos de los chimpancés; ellos son nuestros
parientes (hermanos o primos, no padres) y hoy Darwin se sorprendería de saber que
nuestra diferencia genética es sólo del 1%.
Como también se maravillaría del avance de la paleontología en general, y de la
paleoantropología, a la hora de encontrar, en estado fósil, esas formas de transición
cuya ausencia tanto le mortificaba. Se cumple así su predicción:

Con respecto a la ausencia de restos fósiles que sirvan de eslabón que una al hombre
con sus progenitores simios, nadie que haya leído Antiquity of Man (1863) y Elements of
Geology (1865), de sir C. Lyell, concederá mucha importancia al asunto: en esos estudios
se demuestra que en todas las clases de vertebrados ha sido muy lento y casual el
descubrimiento de vestigios fósiles. Y no debe olvidarse que todavía no han sido
exploradas por los geólogos las regiones que mejor pudieran darnos esos restos que
enlacen al hombre con los simios extinguidos.

En El origen del hombre, Darwin sólo menciona un fósil humano y una especie de
simio muy antigua. Empecemos por la última. Se trata del Dryopithecus fontani, que
había sido publicado por Edouard Lartet en 1856. Darwin la relaciona con los gibones,
pero es posterior a la separación de esta línea, hace más de veinte millones de años, y
anterior al momento, hace unos seis o siete millones de años, en que nosotros dijimos
adiós a los chimpancés. Los driopitecos vivieron en Europa hace entre trece y nueve
millones de años, y en Cataluña se han descubierto en los últimos tiempos unos fósiles
espectaculares.

Figura 59. Mandíbula de La Naulette, el único neandertal al que alude Darwin en El origen del hombre.

El fósil humano mencionado por Darwin es una mandíbula neandertal, la del


yacimiento belga de La Naulette, descubierta en 1866. A propósito del tamaño de los
caninos, Darwin escribe: «Se dice que en Naulette son enormes». No lo eran, por
supuesto, ya que los neandertales no se distinguen en esto de nosotros; además en la
mandíbula fósil no se conservan los dientes y el desarrollo de la corona de los caninos
se había deducido, erróneamente, del hueco (alveolo) donde había estado encajada la
raíz.

Figura 60. El fósil de Neandertal no era el «eslabón perdido» que Darwin necesitaba para salvar la brecha que
separa al hombre de los demás primates.

Es curioso que no se detenga Darwin a analizar el famoso esqueleto descubierto en


1856 en la gruta Feldhofer, en el valle de Neander, cerca de Düsseldorf (valle que toma
su nombre moderno, por cierto, de la traducción al griego del apellido de un
compositor del siglo XVII, y no del río que pasa por allí, el Düssel). Quizá se deba a que
ya lo había hecho Huxley en 1863 en su Man’s place in Nature, sin darle demasiada
importancia. Apreció sus rasgos primitivos, por supuesto, como el grueso toro
supraorbitario, o la forma alargada del occipital, pero no le concedió al fósil alemán el
rango de «eslabón perdido». Más bien le parecía un caso extremo, el más simiesco y
primitivo, de la variación craneal humana. De hecho, los neandertales no son
antepasados nuestros, sino una especie hermana; algunos (entre los que no me incluyo)
dirían que más bien formaron una subespecie de Homo sapiens, es decir, una raza
geográfica que vivía en Europa y parte de Asia. El primero de los eslabones perdidos
africanos, en el sentido que le daban Darwin y Huxley de forma intermedia entre el
hombre y el chimpancé o gorila, fue el cráneo de Australopithecus africanus que Robert
Dart descubrió en Taung (Sudáfrica) en 1924. Una cría muerta en la edad del destete
que pasaría a la historia como el Archaeopteryx de la evolución humana.
Pero Darwin trata en El origen del hombre cuestiones importantes, aún sin fósiles. Una
es la de nuestro origen geográfico. Darwin acertó al suponer que África era el lugar de
nacimiento:

Por tanto, es probable que África fuera habitada antiguamente por monos ya
extinguidos, estrechamente emparentados con el gorila y el chimpancé; y como estas
dos especies son los afines más cercanos del hombre, es cosa más que probable que
nuestros progenitores vivieron en el continente africano, y no en cualquier otro lugar.

Otro importante tema es el de la reducción de nuestros caninos (los colmillos), que


se proyectan muy poco comparados con los de los antropomorfos. Darwin, como hemos
visto, pensaba que los caninos eran todavía grandes en el neandertal de La Naulette.
Pero habían empezado a cambiar, según él, mucho antes:

… a medida que el hombre fue adoptando la posición erguida y se servía


continuamente de sus manos y de sus brazos para empuñar y lanzar bastones y piedras
en sus peleas, y para otros fines de la vida, gradualmente disminuyó el uso de sus
mandíbulas y de sus dientes. […] Siguiendo tal marcha llegó al cabo a desaparecer la
primitiva desigualdad que presentaban en las mandíbulas y en los dientes los dos sexos
humanos. Resulta este caso casi paralelo al de numerosos rumiantes machos en los
cuales los caninos han quedado reducidos a meros rudimentos, o han desaparecido,
evidentemente a causa del desenvolvimiento de los cuernos.

Darwin atinaba otra vez en que la reducción de los caninos es antigua, porque ya se
manifiesta en los primeros australopitecos, de hace cuatro millones de años, e incluso en
los antepasados de aquéllos. Pero no va asociada a la reducción general de la mandíbula
y los dientes, porque los australopitecos tenían caras proyectadas hacia delante, y
muelas grandes. Seguimos sin estar seguros de por qué los homínidos prescindieron de
tan importantes puñales como eran los caninos, y los convirtieron, funcionalmente, en
incisivos. Quizá la respuesta correcta sea otra vez la de Darwin: los grandes caninos de
los machos fueron sustituidos por otras armas para la lucha; los cuernos en el caso de
los ciervos, los palos y las piedras en el de nuestros ancestros.

EL PIANO DE EMMA

Todo el mundo está convencido de que existen razas humanas. Y todos los pueblos de la Tierra distinguen a
los otros pueblos por su aspecto físico. No hay nada perverso o racista en decir que un indígena australiano
luce, como dicen en América, distinto de un gallego o un esquimal. Es más, un mexicano de origen
exclusivamente local es también diferente de un descendiente de españoles, y fácilmente identificable. Es en
cambio falso y racista decir que unas razas son, por su biología, más inteligentes o más trabajadoras o más
honradas que otras.
¿Es por lo tanto la especie humana más variable que otras especies de primates? Parecería lógico, puesto
que nosotros vivimos en casi todo el planeta desde hace unos 13 000 años (que es cuando se produjo el
verdadero descubrimiento de América), mientras que los chimpancés, los gorilas y los orangutanes ocupan
regiones mucho más pequeñas. E incluso así se reconocen dos especies de chimpancés (el común y el bonobo)
separadas por el río Congo, varias razas geográficas de gorilas y dos subespecies o quizá especies de
orangutanes (la de Sumatra y la de Borneo).

Una vez que ya hemos comentado las diferencias que hay entre los seres humanos por fuera, hablemos de
las de dentro. Sorprendentemente, los esqueletos no se distinguen racialmente, ni a primera vista, ni
midiéndolos. Quiero decir que aunque hay diferencias en las medidas promedio entre las poblaciones, son
mayores las que existen entre los individuos de una misma población. O dicho de otro modo, si desaparecieran
todas las poblaciones humanas menos una, la mayor parte de la variación esquelética se conservaría. No nos
sorprenderá ahora saber que exactamente lo mismo puede decirse de los genes, según se ha averiguado en los
últimos tiempos. La variación interpoblacional es mucho menor que la intrapoblacional. Somos una de las
especies de mamíferos menos diversa genéticamente, mucho menos que los chimpancés comunes, por ejemplo,
que viven tan localizados en el mapa.

Tanta homogeneidad significa que el origen de la especie es reciente, por lo que aún no le ha dado tiempo a
divergir en varias direcciones. Los primeros fósiles de Homo sapiens (aunque no son exactamente iguales a
nosotros) se han encontrado en África y tienen unos 200 000 años, pero se piensa que nuestra especie atravesó
en época aún más reciente (la mitad de ese tiempo o menos) un cuello de botella que redujo mucho el tamaño de
la población, a tan sólo unos pocos miles de Homo sapiens, con lo que inevitablemente se perdió diversidad
genética. Luego, a pesar de la expansión humana por todo el mundo, no ha habido tiempo para que se
produjera mucha separación genética entre las poblaciones que ocupan las múltiples esquinas del planeta.

Muchos de los autores anteriores a Darwin o contemporáneos suyos pensaban que un zoólogo normal, al
estudiar a los seres humanos como animales, distinguiría varias espacies, o por lo menos reconocería una serie
de subespecies muy marcadas. Para Darwin esa discusión no tenía mucho interés, ya que la diferencia entre
especie y variedad le parecía artificial.
Figura 61. «Uno de mis primeros objetivos fue el de enterarme de la gente que suele cazar aves del paraíso.
Viven a cierta distancia de la selva y se envió un hombre para hablar con ellos. Cuando llegaron tuvimos una
conversación por medio del “Orang-kaya” como intérprete y dijeron que pensaban que podrían conseguir
algunos». A. H. Wallace. The Malay Archipielago.

Todo naturalista que haya tenido la desgracia [imagino que se refiere a su experiencia con los percebes] de
emprender la descripción de un grupo de organismos altamente variable (hablo por experiencia), habrá
encontrado casos completamente semejantes al que ofrece el hombre.

Lo importante para Darwin era dejar claro que la especie humana, pese a las aparentemente grandes
diferencias raciales, tenía un origen único. Sólo un biólogo creacionista se preguntaría por el número de actos
separados de creación que ha habido.

En cambio, los naturalistas que admiten el principio de evolución (y la mayor parte de los jóvenes se afilian ya
a este grupo) no vacilarán en reconocer que todas las razas humanas descienden de un solo tronco primitivo,
por más que crean útil o no clasificarlas en especies distintas con objeto de expresar la extensión de sus
diferencias.

Además, Darwin no encontraba que hubiera grandes diferencias en inteligencia entre unas razas y otras.

Los indígenas americanos, los negros y los europeos difieren tanto por su inteligencia como otras tres razas
cualesquiera; sin embargo, durante mi estancia con los indígenas de la Tierra del Fuego, a bordo del Beagle, me
causó profunda sorpresa el observar en estos últimos gran número de rasgos de carácter que evidenciaban
cuán parecida era a la nuestra su inteligencia; lo mismo pude observar en un negro de pura sangre con quien
estuve un tiempo en íntimas relaciones [supongo que se refiere al africano que en Edimburgo le enseñó a
disecar pájaros].
Pero sí creía Darwin que eran importantes las diferencias externas, y trataba de explicarlas. No le parecía
que tuvieran que ver con la adaptación al ambiente, ni siquiera en el caso del color de la piel (que hoy día se
relaciona con la vitamina D, necesaria para el normal desarrollo de los huesos, y que depende de la radiación
solar: en las tierras brumosas los humanos de piel oscura no pueden sintetizarla igual de bien que los de piel
blanca, y a su vez los pueblos del norte están más expuestos al cáncer de piel en el luminoso ecuador).

La solución que Darwin encontró al problema de las razas humanas fue la selección sexual. Vemos que cada
etnia tiene sus cánones de belleza, de manera que visten y se adornan de forma diferente y hasta se deforman
el cuerpo para parecer atractivos al otro sexo y encontrar pareja. ¿Por qué entonces no habría podido esta
disparidad en gustos, cada vez más exagerada, llegar a producir notables diferencias físicas entre poblaciones?

Darwin siempre tenía en la cabeza la analogía entre la evolución biológica y la domesticación, porque esta
última era una prueba de que los principios que supuestamente regían la primera realmente funcionaban a la
escala más pequeña de la selección artificial. Ya vimos cómo la domesticación también proporcionaba buenos
ejemplos para el principio de divergencia. De una misma especie, el caballo, por ejemplo, cabe obtener razas
especializadas en trabajos diferentes: correr o tirar del carro. Ahora, para explicar las razas humanas, recurría a
la «selección inconsciente» que ejerce el hombre sin proponérselo.

Otro ejemplo: si dos cuidadosos criadores se dedicaran algunos años a criar animales de la misma familia, cada
uno por su parte, y no los comparasen a un tipo común, se encontrarían ambos sorprendidos con que, al cabo,
los animales producidos se diferenciaban ligeramente: cada criador habría impreso, habría marcado el carácter
de su propia mente, de su propio gusto y discernimiento, como dice muy bien Von Nathusius, a sus animales.
¿Por qué razón, entonces, no ha de esperarse idénticos resultados de la larga continuada selección de mujeres
hermosas por los hombres de cada tribu que estuvieron en condiciones de producir y de criar el mayor número
de hijos? No sería esto otra cosa que una selección inconsciente, porque el efecto se produjo
independientemente de toda aspiración o propósito de parte de los hombres que eligieron unas mujeres a
otras.

Así pues, por medio de la selección sexual Darwin solucionaba dos problemas al mismo tiempo. Las
diferencias entre hombres y mujeres (los llamados caracteres sexuales secundarios) y las diferencias entre
variedades geográficas (los caracteres raciales).

Pero el mecanismo de la selección sexual nos puede llevar más allá de los límites de la especie. Richard
Dawkins, un neodarwinista muy estricto, le da una gran importancia en la evolución humana. ¿Por qué no
pensar que los sujetos más inteligentes o los más diestros en el uso del lenguaje tuvieron un mayor éxito
reproductor? Para Dawkins incluso la postura bípeda triunfó no por razones utilitarias, sino porque gustaba
más, porque simplemente le resultaba más atractiva a los miembros del otro sexo. Caminar de pie se puso de
moda, los que se movían a cuatro patas no encontraban tan fácilmente pareja.
Figura 62. «Bien sabido es que en un buen número de mujeres hotentotes se proyecta ampliamente la parte
posterior del cuerpo, son esteatopígicas, y sir Andrew Smith tiene la certeza de que aquellos hombres admiran
realmente esta cualidad». C. Darwin. El origen del hombre.

Para terminar, Darwin encontraba unas diferencias de carácter y también de talento entre hombres y
mujeres que, aunque comprensibles en el contexto de la época en la que vivió, no nos agrada leer ahora. Por
ejemplo, dice:

Si formáramos dos listas, con los nombres de los hombres y de las mujeres más eminentes en poesía, pintura,
escultura, música —tanto composición como interpretación—, historia, ciencia, y filosofía, con media docena
de nombres en cada una de esas ramas del saber, no sostendrían comparación las dos listas [a favor de los
hombres].

Pero según Darwin, aún podía haber sido mayor la desigualdad:

En consecuencia, el hombre se ha hecho superior a la mujer. Afortunadamente, la ley de la transmisión por


igual de los caracteres a los dos sexos prevalece entre los mamíferos; de otro modo es probable que el hombre
hubiera llegado a ser tan superior a la mujer en capacidades mentales como el pavo real macho lo es a la
hembra en la ornamontación del plumaje.

Y eso que Emma Wedgwood, su amada esposa y enfermera, era una destacada pianista que había tomado
en París lecciones de Chopin, y le amenizaba por las noches con sus deliciosos conciertos. Más aún, Darwin
tenía sus propias razones para creer en la superioridad musical de la mujer:

Generalmente posee la mujer voz más dulce que el hombre, y si esto puede guiarnos a alguna deducción,
hemos de inferir que fue el sexo femenino el que primero adquirió las facultades musicales para con ellas atraer
mejor al otro sexo.
Figura 63. «Ningún otro miembro de toda la clase de mamíferos aparece con tan extraordinaria coloración
como el macho adulto del mandril». C. Darwin. El origen del hombre.

Como subproducto de El origen del hombre, del que en principio iba a ser sólo un
capítulo, surgió en 1872 el ensayo Expression of the Emotions in Man and Animals (La
expresión de las emociones en el hombre y en los animales).

Con su último trabajo, La formación del mantillo vegetal por la acción de las lombrices, se
puede decir que se cierra un largo ciclo, ya que vuelve Darwin a la geología,
completando una investigación que había comenzado muchos años antes, y además
aplica la lógica del actualismo de Lyell, demostrando que pequeñas causas muy
corrientes (¿hay algo más humilde y vulgar que el trabajo de las lombrices de tierra?),
actuando a largo plazo, en el tiempo geológico, pueden producir grandes resultados,
igual que la selección natural obrando en cada generación da lugar a la descendencia
con modificación. Dicho en forma resumida, el principio del actualismo, en Geología
como en Biología, establece que el presente es la llave para entender el pasado.

Ahora (1 de mayo de 1881) he enviado a los impresores el manuscrito de un librito


sobre The Formation of Vegetable Mould through the Action of Worms. Sin embargo, este
tema es de escasa importancia y no sé si interesará a algún lector, pero a mí me ha
interesado. El libro completa un pequeño ensayo que leí ante la Geological Society hace
más de cuarenta años, y ha revivido viejas consideraciones geológicas.
XI. DARWIN SEGÚN DARWIN

En las últimas páginas de su Autobiografía, el naturalista escribe sobre sí mismo, y como


ya estaba próxima su muerte, no hay duda de que podemos considerar estos
comentarios como una reflexión final sobre su personalidad.

Creo que ahora soy un poco más hábil para conjeturar explicaciones acertadas e idear
pruebas experimentales, si bien es probable que ello sea simplemente consecuencia de
la práctica y de un mayor acúmulo de conocimientos. Tengo tanta dificultad como
siempre para expresarme clara y concisamente; esta dificultad me ha ocasionado una
gran pérdida de tiempo, aunque, como compensación, ha supuesto la ventaja de
hacerme pensar larga y atentamente cada frase, y ello me ha llevado a percatarme de los
errores de razonamiento y de los contenidos en mis propias observaciones o en las de
otros.

… Esta curiosa y lamentable pérdida de los más elevados gustos estéticos es de lo


más extraño, pues los libros de historia, biografías, viajes (independientemente de los
datos científicos que puedan contener) y los ensayos sobre todo tipo de materias me
siguen interesando igual que antes. Mi mente parece haberse convertido en una
máquina que elabora leyes generales a partir de enormes cantidades de datos; pero lo
que no puedo concebir es por qué esto ha ocasionado únicamente la atrofia de aquellas
partes del cerebro de las que dependen las aficiones más elevadas. Supongo que una
persona de mente mejor organizada o constituida que la mía no habría padecido esto, y
si tuviera que vivir de nuevo mi vida, me impondría la obligación de leer algo de poesía
y escuchar algo de música por lo menos una vez a la semana, pues tal vez de este modo
se mantendría activa por el uso la parte de mi cerebro ahora atrofiada. La pérdida de
estas aficiones supone una merma de felicidad y puede ser perjudicial para el intelecto,
y más probablemente para el carácter moral, pues debilita el lado emotivo de nuestra
naturaleza. […]

Algunos de mis críticos han dicho: «¡Es un buen observador, pero no tiene ninguna
capacidad para razonar!». No creo que esto pueda ser verdad, ya que El origen de las
especies es una larga demostración de principio a fin y convenció a no pocos hombres de
talento. Nadie que careciera en absoluto de capacidad de argumentación podría haberlo
escrito. Tengo una mediana dosis de inventiva y de sentido común o discernimiento,
igual que el que deben tener los abogados o médicos que triunfan; pero creo que no en
mayor grado.
En cuanto al lado favorable de la balanza, creo que estoy por encima del común de
las gentes en lo que se refiere a la percepción de cosas que escapan fácilmente a nuestra
atención, y a su atenta observación. Mi laboriosidad ha sido la máxima posible en la
observación y recogida de datos. Y lo que es mucho más importante, mi pasión por la
ciencia natural ha sido constante y ardiente.

De cualquier forma, esta pasión pura ha recibido un gran estímulo. La ambición de


contar con la estima de mis colegas naturalistas. Desde los primeros años de mi
juventud he tenido el más firme deseo de comprender o explicar todo lo que observaba
—esto es, de agrupar todos los hechos en leyes generales—. Estas razones combinadas
me han dado paciencia para reflexionar o meditar, durante los años que fuera, en torno
a cualquier problema no explicado. Hasta donde llega mi critica, no soy capaz de seguir
ciegamente la dirección de otra persona. Continuamente me he esforzado por mantener
libre mi mente a fin de renunciar a cualquier hipótesis, por querida que fuera, en cuanto
que se demostrara que los hechos se oponían a ella (y no puedo evitar formarme una
respecto de cada tema). En verdad, no me quedaba más elección que la de actuar de esta
manera, ya que con la excepción de los arrecifes coralinos, no recuerdo ni una sola
hipótesis de primera intención que no haya desdeñado o modificado considerablemente
después de cierto tiempo. Naturalmente, esto me ha hecho desconfiar del razonamiento
deductivo en las ciencias mixtas. Por otra parte, no soy muy escéptico —condición
intelectual que creo perjudicial para el progreso de la ciencia—. Es aconsejable un cierto
escepticismo en un científico para evitar mucha pérdida de tiempo, pero me he
encontrado con no pocas personas a las que estoy seguro de que este escepticismo ha
impedido llevar a cabo experimentos u observaciones que hubieran resultado directa o
indirectamente útiles.
Figura 64. Despacho de Darwin en Down. Darwin se sentaba en la butaca con ruedas del fondo, cruzando un
tablero sobre los brazos del sillón para poder escribir. El origen de las especies fue creado en esa butaca.

Mis costumbres son metódicas, y ello ha sido de no poca utilidad para mi particular
línea de trabajo. Por último, he disfrutado de bastantes ratos de ocio por no tener que
ganarme el pan. También mi mala salud, aunque ha aniquilado varios años de mi vida,
me ha librado de las distracciones de la sociedad y de la diversión.

Por lo tanto, mi éxito como hombre de ciencia, cualquiera que sea la altura que haya
alcanzado, ha sido determinado, en la medida que puedo juzgar, por complejas y
diversas cualidades y condiciones mentales. De ellas, las más importantes han sido: la
pasión por la ciencia, paciencia ilimitada para reflexionar largamente sobre cualquier
tema, laboriosidad en la observación y recolección de datos y una mediana dosis de
inventiva, así como de sentido común. Con unas facultades tan ordinarias como las que
poseo, es verdaderamente sorprendente que haya influenciado en grado considerable
las creencias de los científicos respecto a algunos puntos importantes.

Hay dos palabras que resumen la personalidad de Darwin, y las dos aparecen
asociadas en la última frase de El origen de las especies: sencillez y grandeza.

There is grandeur in this view of life, with its several powers, having been originally
breathed by the Creator into a few forms or into one; and that, whilst this planet has
gone cycling on according to the fixed law of gravity, from so simple a beginning
endless forms most beautiful and most wonderful have been, and are being, evolved.
Hay grandeza en esta concepción de que la vida con sus diferentes fuerzas ha sido
alentada por el Creador en un corto número de formas o en una sola [la referencia al
Creador no aparecía en la primera edición]; y que, mientras este planeta ha ido girando
según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando
[en inglés evolved], a partir de un principio tan sencillo, infinidad de formas las más
bellas y portentosas.
XII. EL GATO DE HUXLEY

Excavar la mente de Darwin

El profesor se va de clase entre dudas, como todos los años. ¿Qué habrán entendido los
alumnos de la explicación? Suele hacerles una pregunta al final: ¿quién está más cerca
de un macaco (como la mona de Gibraltar): el chimpancé o el ser humano? Casi todos
responden que el chimpancé. Los primeros años, el profesor se lo tomaba muy a mal,
porque quería decir que no habían entendido nada de la evolución. Ahora piensa que el
tema es más difícil de lo que parece y se ha vuelto comprensivo con el tiempo.

Por supuesto, el chimpancé y el ser humano están a la misma distancia del macaco,
porque ambos tienen un antepasado común, que no lo es de la mona de Gibraltar. Del
mismo modo, mi hermano y yo somos equidistantes de un primo común, el hijo de un
tío o tía. Por distancia me refiero a la relación o grado de parentesco en el caso de la
genealogía humana, y de proximidad respecto del antepasado común en el caso de la
filogenia o genealogía de especies. Así, el macaco está más cerca de nuestra especie que
la musaraña (pequeño mamífero insectívoro), y ésta, que el lagarto ocelado, y éste, que
el tritón jaspeado, y éste, que el besugo, y éste, que la estrella de mar, y ésta, que un
percebe. O dicho de otro modo, el tritón está más emparentado con el hombre que con
el besugo, y el lagarto queda (evolutivamente) más cerca de nosotros que del tritón.
También es cierto que los chimpancés (hay dos especies) están más cerca del hombre
que del gorila, y que el gorila está más emparentado con el hombre que con el
orangután.

En resumidas cuentas, lo que cuesta es pasar de un esquema lineal de la evolución,


como una escalera de progreso en la que cada peldaño que se va subiendo es un ascenso
hacia una forma superior de organización, a una geometría en forma de árbol (15), en el
que todas las especies vivientes representan los extremos de las numerosas ramas del
árbol de la vida(16), que se han ido separando y dividiendo una y otra vez a lo largo del
tiempo. Y por supuesto, los actuales orangutanes, las musarañas, o los besugos, no se
han apartado o desviado de la corriente principal de la evolución, sino que son
descendientes de la otra rama en cada una de las bifurcaciones que nos han ido
separando[28].
Figura 66. Esquema lamarckista de la evolución representada como una escala de progreso. (J. L. Arsuaga y A.
Cerqueira. 2009).

Darwin nunca publicó una filogenia de un grupo concreto de organismos (en El


origen de las especies hay un esquema de cómo se produce la divergencia evolutiva e hizo
además un par de bocetos también teóricos), pero sí que dibujó a lápiz para él mismo
una filogenia de los primates, incluyendo al hombre, con forma de árbol, que se
encuentra en la Biblioteca de la Universidad de Cambridge con el resto de sus papeles.
Se trata de un esbozo con muchas tachaduras (aunque se puede leer lo que había
debajo), que expresa su pensamiento en relación con el origen del hombre y la teoría de
la transmutación en general. Data del 21 de abril de 1868, es decir, antes de que se
publicara El origen del hombre, pero refleja casi exactamente las relaciones evolutivas
entre los diferentes primates que va a utilizar en el libro.
Figura 66. Esquema darwinista de la evolución en forma de árbol. (J. L. Arsuaga y A. Cerqueira. 2009).

En este esquema se pueden ver varias cosas muy interesantes. Para empezar, no
descendemos de ninguna especie viviente (como los chimpancés y gorilas), sino que
tenemos antepasados comunes (de los que codescendemos). A pesar de ello, Darwin fue
acusado, y caricaturizado por ello, de afirmar que venimos de algún mono actual, más
concretamente de un gran simio. Lo que de verdad dice Darwin en El origen del hombre
es que si un naturalista hubiera visto a uno de nuestros primeros antepasados, lo habría
llamado mono o simio. También supone, con razón, que sería habitante del bosque
tropical y se alimentaría de frutos.

En la figura en cuestión los chimpancés y gorilas (que sitúa en la misma rama), junto
con los orangutanes y los gibones (Hylobates), forman un grupo natural, con un
antepasado común exclusivamente suyo (lo que hoy se llama un clado). Se puede ver
que el gibón (el antropomorfo de menor tamaño) se separó primero. En el esquema
aparecen también en posición basal los lemures, que se han venido llamando «primates
inferiores» (Darwin y los de su época incluían entre ellos al pequeño Tarsius, que hoy se
clasifica con los otros primates, pero me temo que éstas son soporíferas matizaciones de
especialista). Acertadamente separa los monos del Nuevo Mundo (o platirrinos) de los
del Viejo Mundo (o catarrinos), a los que dice que pertenecemos. Dentro de éstos, a su
vez, hace cuatro grupos. Uno se separa muy abajo y, francamente, no sé a cuál se refiere
(creo que quería expresar simplemente la divergencia entre catarrinos y platirrinos). Y
luego distingue, dentro de los catarrinos, entre cercopitécidos (por utilizar el término
moderno), hominoideos (aunque él tampoco usa esta categoría) y el hombre. Reconoce
Darwin que dentro de los primeros, los que ahora llamamos colobinos (como el género
Semnopithecus, el langur), son distintos y tienen adaptaciones especiales en el estómago
(para digerir fibras, ya que son folívoros). Sus hermanos son los actuales cercopitecinos,
como el género Cercopithecus, el macaco (que él escribe Macacus y hoy es Macaca) y el
babuino o papión.

Figura 67. Transcripción del esquema de Darwin sobre la evolución de los primates y del hombre. (J. L.
Arsuaga y A. Cerqueira. 2009).

Respecto del hombre, lo considera una rama aparte desde antiguo y no lo integra
dentro del clado de los simios antropomorfos (la superfamilia Hominoidea de la
clasificación moderna), pero los separa de éstos después de que se desgajaran los
cercopitécidos, luego tendríamos un antepasado común con los antropomorfos, lo cual
es cierto. El esquema es, en general, bastante válido todavía. El mayor error que comete
es ignorar que nuestro grupo hermano son los chimpancés en concreto (y enseguida, los
gorilas), no todos los simios en grupo, incluyendo a los gibones. Darwin opina en El
origen del hombre que hemos debido de brotar del tronco común de los catarrinos hace
mucho tiempo, en la época llamada Eoceno en Geología, «porque los simios superiores
se han diferenciado de los inferiores ya en el Mioceno superior, como muestra la
existencia del Dryopithecus». Darwin se equivocaba, porque el Eoceno terminó hace
unos treinta y cuatro millones de años, y el Mioceno hace cinco millones de años, y
ahora sabemos que la separación entre las líneas de chimpancés y humanos se produjo
hace poco más de seis millones de años, al final del Mioceno.

Parece que Darwin tenía ganas de apartarnos lo máximo posible de los simios
vivientes y de presentar a éstos como unos parientes bastante remotos, que no asustaran
a la buena sociedad. Recuérdese la divertida anécdota de la esposa del obispo de
Worcester, cuando exclamó, al conocer la teoría darwiniana: «¡Descendientes de los
simios! Esperemos que no sea cierto, pero si lo es, roguemos por que no se sepa».

Si bien no deja de ser un juicio de intenciones (aunque sean subconscientes), y tal


vez simplemente veía a los simios muy alejados, un par de datos parecen apuntar a que
Darwin sabía que somos hermanos de chimpancés y gorilas (en particular).

En primer lugar, hay una flagrante contradicción entre: 1) la filogenia de Darwin


junto con el texto anteriormente citado sobre nuestra gran antigüedad, y 2) el párrafo de
El origen del hombre en el que afirma que chimpancés y gorilas son nuestros parientes
más cercanos: «It is therefore probable that Africa was formerly inhabited by extinct
apes closely allied to the gorilla and chimpanzee; and as these two species are now
man’s nearest allies [los más cercanos al hombre en la actualidad], it is somewhat more
probable that our early progenitors lived on the African continent than elsewhere». Y a
continuación añade que es inútil especular sobre este tema porque el Dryopithecus,
según él estrechamente relacionado con Hylobates (el gibón), vivió en Europa durante el
Mioceno y desde entonces han ocurrido muchas cosas.

En segundo lugar, en su figura, sospechosamente, los gorilas y chimpancés son la


rama más próxima, la de al lado (man’s nearest allies), aunque no formen horquilla con
nosotros, sino tridente con los otros simios. Pero, y ahora viene lo mejor, en una primera
versión del árbol evolutivo de Darwin la rama más cercana al hombre era la del gibón
(Hylobates) y la de los simios africanos la más alejada, y luego tachó los nombres e
invirtió sus posiciones, como si quisiera acercarnos a los chimpancés y gorilas.
Es posible que Darwin pensara que los chimpancés y gorilas son los más parecidos
físicamente al hombre, pero no sus parientes más próximos. En ese caso, unos y otros
habrían seguido una evolución paralela o convergente, de modo que la semejanza no
significaría relación evolutiva, pero no me parece que sea ése el caso. Más bien creo que
era consciente de la proximidad de los grandes simios africanos a nuestra especie, pero
no se atrevía a pensar o a expresar que son nuestros hermanos.

Cambiando de tema, puede verse que el hombre no ocupa un lugar central en la


filogenia, ni constituye el extremo de su eje, porque no hay tal eje. Las otras especies de
primates no son, pues, ni los peldaños inferiores en la escalera que conduce hasta
nosotros, ni las ramas desviadas del tronco principal de la evolución.

En esencia, esa imagen del árbol de la evolución es la gran herencia de Darwin.


Lamarck creía en la frecuente generación espontánea de la vida y así pensaba que cada
tipo de organismos, con su origen particular y exclusivo, llevaba su propia trayectoria
evolutiva, impulsada por el afán de todas las criaturas de progresar, avanzando por su
cuenta hacia la perfección, y de adaptarse al mismo tiempo a las circunstancias del
momento. Darwin nos legó, en cambio, la idea de comunidad de origen, de parentesco
entre todas las formas de vida, de hermandad del hombre con las demás criaturas, ya
que como dice el último párrafo de El origen de las especies (en su primera edición), la
vida tiene una raíz única (o unas pocas), que es muy remota en el tiempo: «… life with
its several powers, having been originally breathed into a few forms or into one…».

Un árbol de la vida muy ramificado y sin tronco principal es la representación cabal


del pensamiento de Darwin, porque él no veía más dirección en la evolución que la de
una cada vez mayor adaptación de las criaturas a sus ambientes. Seguramente, la
ausencia de finalidad en el mundo orgánico fue lo que más le costó expresar a Darwin,
más que la idea misma de modificación de los organismos a lo largo del tiempo. Si
Darwin hubiera postulado que el cambio es más o menos lineal y sigue una trayectoria
ascendente, seguramente no habría sido tan polémica su teoría, y tal vez la hubiera
publicado antes, porque resultaba más fácil en su tiempo defender que la evolución
apuntaba, desde el principio (desde el origen de la vida), hacia un objetivo final,
programado, previsible e inevitable: el ser humano. Lo difícil habría sido entonces
conciliar esa direccionalidad con el mecanismo de la selección natural, que por
definición no tiene meta, ya que es una fuerza meramente práctica, utilitaria. Sólo
recurriendo a una causa externa a la naturaleza, a un «Gran Criador» (usando su
metáfora predilecta de la domesticación), habría sido posible encontrarle un propósito a
la evolución. Pero esa opción no era científica.
Darwin fue el Lyell de la Biología en el sentido de que explicó el fenómeno de la
vida como si «no hubiera nada más», es decir, sin recurrir a ninguna fuerza
sobrenatural, tal y como había hecho Lyell con la Geología. Como dice Darwin en 1859:
«[las plantas, los pájaros, los insectos, los gusanos] those elaborately constructed forms,
so different from each other, and dependent on each other in so complex a manner,
have all been produced by laws acting around us» (… estas formas, primorosamente
construidas, tan diferentes entre sí, y que dependen mutuamente de modos tan
complejos, han sido producidas por leyes que obran a nuestro alrededor). Por las
mismas leyes fijas que operan ahora, sin que nos demos cuenta. Al igual que ocurre en
el mundo geológico, pequeños efectos sumados a lo largo de muchos miles de años
acaban produciendo grandes resultados.

Otros investigadores habían empezado ya ese trabajo en los terrenos de la


Astronomía, de la Física y de la Química, donde se buscaban desde hacía muchos años
explicaciones científicas, materialistas, como si «no hubiera nada más». En realidad, el
objetivo confesado de la ciencia es comprender el mundo material por medio de leyes
naturales, que sean aceptadas (o discutidas) por todos los científicos, sin tener en cuenta
su cultura o sus ideas políticas y religiosas (unos científicos creen que «hay algo más» y
otros que no, pero de eso no se trata en las publicaciones y congresos). Se parte del
principio de que las leyes de la naturaleza son ajenas a las creencias humanas. De
hecho, se supone que actúan mecánicamente, con independencia de la propia existencia
de los seres humanos.

Al profesor le preocupa esta cuestión porque no quiere desviar la atención del


terreno científico llevándolo al ámbito de la religión. La evolución es un problema de la
Biología, suele decir, porque atañe a los seres vivos, y nadie que no sea biólogo o
paleontólogo tiene nada que opinar al respecto. Como tampoco los paleontólogos
discuten los problemas de la física de partículas o del arte románico. Por eso se ha
negado siempre a participar en debates con creacionistas. No porque lo sean, sino
porque no saben nada de Biología.

El profesor evita pronunciarse en clase sobre sus creencias religiosas, o su carencia


de ellas. Esa cuestión no está en el temario de Paleontología. Pero no puede prohibir las
preguntas de los alumnos al respecto. ¿Se hizo Darwin ateo como lógica consecuencia
de su teoría? Edward O. Wilson piensa que ocurrió exactamente lo contrario: que
gracias a que se desprendió del freno de una fe ciega, pudo pensar libremente y
atreverse a proponer un origen del hombre por evolución, una idea que de otro modo
no habría osado explorar. Darwin no se consideraba un «experto» sobre la cuestión
religiosa, y tenía poco que decir al respecto, pero se sentía más bien como un agnóstico
al final de sus días. Un término, por cierto, el de agnóstico, inventado en 1869 por
Thomas Henry Huxley.

En la segunda edición de El origen de las especies, Darwin introdujo a Dios en el


famoso párrafo final, como autor de la vida («en una o unas pocas formas»). Pero eso no
significa una conversión a las ideas providencialistas, las que recurren, en mayor o
menor grado, a la intervención divina para entender lo que ha pasado aquí en la Tierra.
Más bien parece una concesión de Darwin para evitar enfrentamientos, innecesarios y
peligrosos, con la religión. Peligrosos porque Darwin conocía muy de cerca, desde sus
tiempos de la Universidad de Edimburgo, lo que le podía pasar (marginación social y
muerte académica) a quien sostuviera tesis materialistas en Biología (Howard E.
Gruber, en su magnífico trabajo Darwin sobre el hombre, le concede una gran importancia
a este miedo a ser perseguido a la hora de explicar por qué tardó tanto en expresar
públicamente sus ideas evolucionistas). Innecesarios porque El origen trata de la acción
de la selección natural sobre las formas vivientes, produciendo la adaptación, no de
cómo éstas se han originado.

En una carta a Hooker (de 29 de marzo de 1863) dice:

Pero me he arrepentido largamente de haberme doblegado a la opinión pública,


empleando la expresión bíblica creación, por la que realmente quería decir «apareció»
por algún proceso completamente desconocido. Es una mera tontería pensar hoy sobre
el origen de la vida; se podría razonar igual sobre el origen de la materia.

Sin embargo, no cambió el párrafo en las tres ediciones posteriores a la carta: se


habría notado muchísimo si lo hubiera hecho.

De todos modos, es seguro que Darwin creía en un origen de la vida a partir de la


química, sin ayudas sobrenaturales. En 1871 escribía:

Se dice a menudo que todas las condiciones para la producción directa de un organismo
vivo existen ahora, y podrían haber estado siempre presentes. Pero si (pero ¡oh!, qué
gran si) pudiéramos imaginar que en algún pequeño charco cálido, con todo tipo de
sales de amonio y de fósforo, luz, calor, electricidad, etc., un compuesto proteico se
formó químicamente, listo para experimentar cambios aún más complejos, en la
actualidad tal materia sería inmediatamente devorada o absorbida, lo que no habría
sido el caso antes de que aparecieran los seres vivos.

Lo importante del párrafo final de El origen, para la Biología, es que le niega a la


generación espontánea el papel necesario en la evolución que le atribuía Lamarck, y
sitúa el origen de las especies en un pasado antiquísimo. La pervivencia de formas
simples en el mundo actual se explica mejor por medio de su idea del árbol de la vida,
en el que unas ramas han cambiado más que otras.

¿Es la teoría de la evolución compatible hoy con la fe cristiana? El profesor contesta


que son muchos los científicos que están convencidos de que ciencia y religión
(cualquiera de ellas y las tres religiones del Libro en particular) son radicalmente
incompatibles, pero cita a continuación al científico español Francisco J. Ayala, una
auténtica eminencia mundial en biología evolucionista. Según Ayala, los creyentes
deben ver en la evolución una verdadera aliada, no una enemiga de su religión. El
profesor (como el propio Darwin) no lo ve tan claro, pero siente mucho respeto por
Ayala, porque además de su impresionante carrera científica, se ha destacado siempre
por su lucha frente a los zarpazos del creacionismo, tanto en su versión clásica del «no a
todo», como con su disfraz actual de «diseño inteligente», supuestamente muy
moderno, pero que en realidad es anterior a Darwin. El propio Stephen J. Gould
también creía que ciencia y fe pueden cohabitar sin conflictos en la mente de un
científico porque representan magisterios de distinta clase.

En cambio, D. Dennett, R. Dawkins y E. O. Wilson consideran incompatibles ambas


formas de pensamiento, y además no aceptan siquiera que sea conveniente una
aproximación. Para este último autor hay que elegir entre tres concepciones del ser
humano. Una es la religiosa (el hombre como creación divina), que ha producido
grandes luces y enormes sombras. Cuando se une al «tribalismo» (etnicismo o
nacionalismo excluyente) es realmente muy peligrosa, como vemos estos días. La
segunda concepción del hombre niega la existencia de una «naturaleza humana» en lo
relativo a la mente y ha sido defendida por los regímenes comunistas (y entre nosotros,
añado, por el filósofo Ortega y Gasset). Los experimentos sociales basados en la
«programación humana» por medio de la educación y la propaganda han dejado
millones de muertos y grandes fracasos económicos. Queda, dice Wilson, el humanismo
científico, de base biológica, aunque nunca ha sido puesto en práctica como sistema
político. El profesor cree que el siglo XXI verá una lucha entre estas tres concepciones.

En todo caso, al profesor le parece que las convicciones, valores y creencias son
importantes de verdad a la hora de aplicar el conocimiento científico, no antes; incluso
se puede argumentar sobre la moralidad de algunas técnicas de investigación (como la
vivisección o el uso de embriones humanos), pero ése no es el problema de la biología
evolutiva. Todo el mundo (bien informado) puede opinar, y debe decidir, sobre qué
fuentes de energía es mejor utilizar, o sobre los usos de la genética para la salud
humana o la alimentación, y al profesor no le molesta encontrarse en la misma mesa
que un sacerdote (de la religión que sea) o un político. Pero encuentra que en esos
debates los demás participantes tienen las ideas mucho más claras que él. En materia de
bioética, por ejemplo, a veces no sabe qué pensar. Los otros están seguros de conocer lo
que es bueno, moral y conveniente, él duda. Pero encuentra consuelo en unas palabras
de Darwin en El origen del hombre, a propósito de la decadencia española, que al
naturalista inglés le interesaba mucho y atribuía a la Santa Inquisición por eliminar a
«algunos de los mejores hombres —aquellos que dudaban y hacían preguntas, y sin
dudar no puede haber progreso—».

Figura 68. El naturalista.

Al profesor le preocupa mucho que los árboles no dejen ver el bosque. Al explicar
los diferentes puntos de desencuentro en el terreno del evolucionismo, ha habido
alumnos que han llegado a la conclusión de que el profesor ponía en duda la evolución.
Y no. La evolución es un hecho incontrovertible, insiste; la selección natural, en cambio,
es una teoría cuya validez y alcance se puede y debe poner a prueba. Y es que hay
muchas mentes que preferirían reducir todo el problema a una simple frase: las especies
evolucionan. Amén. Éste es, por cierto, un tema delicado. Cada vez que un investigador
matiza algún aspecto del darwinismo, parece que está dando argumentos al
creacionismo. Ese reproche se le ha hecho precisamente a S. J. Gould: que la
discrepancia que plantea el equilibrio puntuado respecto del neodarwinismo ha sido
utilizada una vez más para decir que la explicación de Darwin «sólo es una teoría». Los
dogmáticos pretenden que convirtamos el darwinismo en un dogma, pero ése no es
nuestro estilo. Habrá que resignarse a que utilicen nuestras discusiones como pruebas
de que dudamos. Pero mejor que resignarse será proclamar que todos estamos de
acuerdo en lo fundamental: en ese árbol de la evolución al que me he referido antes y en
el propósito de intentar explicar el funcionamiento del mundo por medio de leyes
naturales, «como si no hubiera nada más».

Lo realmente importante del tema es que el propio Darwin dejó muchas cuestiones
abiertas, empezando porque él mismo admitía otras causas de la evolución aparte de la
selección natural y de la selección sexual, como la acción directa del ambiente sobre los
organismos y la herencia de los caracteres adquiridos (y en eso se equivocaba). Flaco
favor le haríamos a Darwin al conmemorar su bicentenario y sesquicentenario
momificándolo.

Figura 69. «La primera conjetura que se le ocurre a cualquiera es que los usan [los cuernos] los machos en las
peleas, y como tales animales son muy pendencieros, probablemente sea ésta una justa opinión». C. Darwin. El
origen del hombre.

Una cuestión esencial es la de la responsabilidad del científico respecto de las malas


interpretaciones o abusos de su teoría.

¿Fue Darwin responsable del llamado darwinismo social, que defendía la


superioridad de unas clases, razas y naciones sobre otras? ¿Y de la eugenesia o supuesta
mejora de la especie humana por selección? ¿Son responsables los neodarwinistas
Richard Dawkins y Edward O. Wilson de que se diga por ahí que determinados
comportamientos indeseables tienen una base evolutiva, y por lo tanto son justificables?
Obsérvese que en la segunda pregunta hay implícitas dos cuestiones: ¿tienen un origen
evolutivo?; y si fuera así, ¿serían justificables?
El reloj de Darwin

Si el profesor tuviera que decir en pocas palabras por qué Darwin debe ser
recordado y homenajeado, ¿con qué se quedaría? Al profesor le llama la atención que
Thomas H. Huxley llegara en 1864 a la misma conclusión a la que le condujo a él la
lectura de El origen de las especies, más de un siglo después: Darwin fue un genio, quizá
el más grande de la historia, porque resolvió el problema del diseño sin diseñador.
Explicó cómo pueden aparecer órganos perfectamente adaptados para cumplir una
función concreta sin que nadie los haya proyectado, simplemente por el mecanismo
natural de prueba y error. Así lo cuenta Huxley en este largo texto que merece ser
meditado hasta la última palabra, porque es un lúcido análisis del gran libro de Darwin,
muy pocos años después de su publicación.

Lo que le impresionó más al autor de estas líneas del primer examen de El origen de las
especies fue la convicción de que la Teleología, tal como se entiende normalmente, había
recibido un golpe de muerte de manos de Mr. Darwin. Porque el razonamiento
teleológico [no teológico] funciona así: un órgano u organismo (A) está perfectamente
adecuado para realizar una función o propósito (B); en consecuencia, fue especialmente
construido para llevar a cabo esa función. En el famoso ejemplo de Paley, la adaptación
de todas las partes de un reloj para la función o propósito de medir el tiempo se
presenta como prueba de que el reloj fue ingeniado especialmente para ese fin;
basándose en que la única causa que conocemos capaz de producir un resultado tal
como un reloj que mide la hora es una inteligencia que adapte los medios directamente
al fin.

Supongamos, sin embargo, que alguien fuera capaz de demostrar que el reloj no ha
sido hecho directamente por nadie, sino que es el resultado de la modificación de otro
reloj que daba la hora peor, y que éste a su vez fue precedido por una estructura que
malamente pudiera ser llamada un reloj —sin números en la esfera y de rudimentarias
manecillas—; y que yendo cada vez más hacia atrás en el tiempo llegáramos al final a
un tonel que da vueltas como el primer rudimento identificable del aparato. E
imaginemos que hubiera sido posible demostrar que todos esos cambios son el
resultado, primero, de una tendencia de la estructura a variar indefinidamente; y
segundo, de algo en el medio que hubiera favorecido todas las variaciones que se
produjeran en la dirección de medir el tiempo con precisión, y suprimido todas las que
tuvieran lugar en las otras direcciones; sería entonces obvio que la fuerza del argumento
de Paley desaparecería. Se demostraría que un aparato absolutamente bien adaptado
para un propósito concreto podría ser el resultado del procedimiento de prueba y error
llevado a cabo por fuerzas no inteligentes, tanto como de la aplicación directa de los
medios apropiados para ese fin por un agente inteligente.

Bien, lo que hemos dicho, a modo de ejemplo, del reloj es lo que la teoría de Darwin
dice del mundo orgánico. Porque la idea de que cada organismo ha sido creado como es
ahora, y directamente producido con un propósito, es sustituida por Darwin por la
noción de algo que puede ser llamado un método de prueba y error. Los organismos
varían todo el tiempo; unas pocas variaciones dan con condiciones ambientales que les
son propicias y prosperan, la mayoría son inadecuadas y se extinguen.

De acuerdo con la Teleología, cada organismo es como una bala de rifle disparada
contra un objetivo; según Darwin, los organismos son como una descarga de
perdigones de los cuales uno da en algo y el resto falla.

Para un teleólogo, un organismo existe porque fue hecho para las condiciones en las
que se encuentra; para el darwinista, un organismo existe porque, entre muchos de su
clase, es el único que ha sido capaz de medrar en las condiciones en las que se
encuentra.

La Teleología implica que los órganos de cada organismo son perfectos y no pueden
ser mejorados; la teoría darwinista simplemente afirma que funcionan lo bastante bien
como para permitirle al organismo arreglárselas frente a los organismos con los que se
enfrenta, pero admite la posibilidad de una mejora perpetua. Pero un ejemplo puede
aclarar la profunda contradicción entre la idea de la teleología ordinaria y el
darwinismo.
Figura 70.

Los gatos cazan muy bien ratones, pajaritos y cosas parecidas. La Teleología nos dice
que lo hacen tan bien porque fueron especialmente construidos para hacerlo —que son
máquinas cazarratones perfectas, tan perfectas y tan finamente ajustadas que ninguno
de sus órganos podría ser alterado sin que el cambio implicara la modificación de los
demás—. El darwinismo afirma, por el contrario, que no ha habido tal construcción
perfecta; sino que de entre la multitud de variedades de felinos, muchos de los cuales
desaparecieron, algunos, los gatos, estaban mejor adaptados para cazar ratones que los
otros, por lo que prosperaron y sobrevivieron, proporcionalmente a la ventaja que
tenían sobre los demás.

Lejos de imaginar que los gatos existen para cazar ratones bien, el darwinismo
supone que los gatos existen porque cazan ratones bien —cazar ratones no es el fin, sino
la condición para su existencia—. Y si los gatos han persistido mucho tiempo como
sabemos, la interpretación basada en los principios darwinistas sería, no que los gatos
han permanecido sin variaciones, sino que todas las demás variedades que han ido
apareciendo fueron menos adecuadas para la vida que el tipo de gato actualmente
existente.

El citado William Paley (1743) fue otro insigne alumno del Christ’s College de
Cambridge, pero años antes de que Darwin viviera allí. Paley hizo célebre la famosa
analogía del reloj en su libro Natural Theology (1802): «Pero supongamos que encuentra
un reloj en el suelo y se hace la pregunta de qué hace el reloj en ese sitio. Difícilmente
pensaría en la respuesta que he dado antes [hablando de una piedra], la de que, por lo
que sé, el reloj podría haber estado siempre allí».

Darwin había estudiado a Paley con placer en la universidad, aceptando sus ideas
teleológicas sin ninguna reserva. Pero más adelante su pensamiento cambió
radicalmente:

El antiguo argumento en torno a la predestinación de la naturaleza según lo expone


Paley, que antaño me parecía tan concluyente, falla ahora que se ha descubierto la ley
de la selección natural. No podemos sostener por más tiempo que, por ejemplo, la
hermosa charnela de una concha bivalva tenga que haber sido creada por un ser
inteligente, al igual que la bisagra de una puerta ha de hacerla el hombre. En la
variabilidad de los seres orgánicos y en la acción de la selección natural no parece haber
más predestinación que en la dirección en la que sopla el viento. Todo en la naturaleza
es el resultado de leyes fijas.

El reloj biológico de Darwin se había construido solo.

Lamarck también había creído encontrar, cincuenta años antes que Darwin, la
manera de que la naturaleza construyera un reloj muy elaborado, pero requería del
esfuerzo y la voluntad del propio reloj para cambiar hacia mejor, para perfeccionarse, y
de la herencia de los caracteres adquiridos, es decir, de la transmisión de las mejoras
conseguidas durante la vida, para que los hijos no tuvieran que volver a empezar desde
el principio. Veamos cómo entendía Lamarck (en su Filosofía zoológica de 1809) que se
había realizado la construcción del reloj más perfecto de todos, nuestro propio cuerpo:

Figura 71. El primer simio que vio Darwin fue una hembra de orangután llamada Jenny en el zoo de Londres el
28 de marzo de 1838, quedando muy impresionado de las expresiones tan humanas que mostraba, «como un
niño malo».

Efectivamente, si una raza cualquiera de cuadrumanos [primates], sobre todo la más


perfeccionada, perdiera, por la fuerza de las circunstancias o por cualquier otra causa, el
hábito de trepar a los árboles y asirse a las ramas con los pies, al igual que con las
manos, para engancharse, y si los individuos de esta raza a lo largo de una serie de
generaciones, estuvieran obligados a no servirse de sus pies y dejaran de utilizar sus
manos como pies, no es dudoso, según las observaciones expuestas en el capítulo
precedente, que esos cuadrumanos se transformarían finalmente en bimanos y que los
dedos gordos de los pies dejarían de estar separados de los otros dedos, ya que esos
pies no les servirían sino para andar.

Por otro lado, si los individuos de los que hablo, movidos por el deseo de ver a la
vez más campo y más lejos, se esforzaran en mantenerse de pie y tomaran
constantemente el hábito de generación en generación, tampoco es dudoso que sus pies
adoptarían insensiblemente una conformación adecuada para mantenerlos erguidos,
que sus piernas adquirirían pantorrillas y que estos animales no podrían andar más que
de mala manera sobre pies y manos a la vez.

Finalmente, si estos mismos individuos dejaran de utilizar sus mandíbulas como


armas para morder, desgarrar o sujetar, o como instrumentos para cortar la hierba y
alimentarse, y sólo las utilizasen para la masticación, no es dudoso de nuevo que su
ángulo facial se abriría, su morro se acortaría cada vez más, y que finalmente, habiendo
desaparecido éste por completo, sus incisivos serían verticales.

En el pensamiento de Lamarck también había un cierto componente de lucha por la


vida, pero entre grupos, ya que esa «raza más perfeccionada» competirá con las otras
razas, disputándoles «los bienes de la tierra» y obligándolas a «refugiarse en los lugares
que ella no ocupa». En esos espacios marginales, el progreso de las razas inferiores
quedará detenido, mientras que en la dominante se crearán necesidades nuevas, al
ocupar tantos territorios y hacerse tan numerosa que la empujarán a perfeccionarse más
aún. Esa raza tan avanzada se irá alejando cada vez más de los animales, dejando una
gran brecha entre medias, que es lo que le ocurre al hombre en comparación con el resto
de los primates.

Por el mismo principio han surgido las características mentales distintivas de


nuestra especie y que son nuestro mayor orgullo:

Al contrario, los individuos de la raza dominante, ya mencionada, teniendo necesidad


de multiplicar los signos para comunicar rápidamente sus ideas, cada vez más
numerosas, y no bastándoles ni las señas ni las inflexiones posibles de la voz para
representar esta multitud de signos que se habían hecho necesarios, llegaron a través de
distintos esfuerzos, a formar sonidos articulados: primero sólo utilizaban una cantidad
pequeña, combinada con inflexiones de su voz; enseguida los multiplicaron, variaron y
perfeccionaron según el aumento de sus necesidades y lo que se ejercitaran. En efecto, el
uso habitual de su gaznate, de su lengua y de sus labios para articular los sonidos
habría desarrollado notablemente en ellos esta facultad.
Para Darwin, lo expuesto era una descripción de cómo pudo haber acaecido nuestra
historia, no una explicación convincente del funcionamiento de la evolución, de su
motor. El hábito y la voluntad, el mecanismo que proponía el naturalista francés para
explicar la adaptación, y la tendencia al progreso, para impulsar la evolución hacia
arriba, no eran unas verdaderas causas científicas para el sabio inglés, ya que él buscaba
leyes fijas, automáticas, ciegas y mecánicas, es decir, externas a los objetos como las de
la Física. El pensamiento de Lamarck le resultaba a Darwin muy poco serio.

Darwin envió pruebas o ejemplares prepublicación de El origen de las especies a unos


pocos amigos escogidos. Uno de ellos era, claro está, Charles Lyell, quien le felicitó e
hizo una serie de comentarios. Por ejemplo, le sorprendía que afirmara que los más
eminentes naturalistas rechazaban la idea de la mutabilidad de las especies, sin
mencionar a los franceses Lamarck y G. St. Hilaire: «¿Quería decir naturalistas vivos?».
Darwin le dio la razón y modificó el texto. Pero Darwin no deseaba que su idea se
confundiera lo más mínimo con la de Lamarck: «Usted alude a menudo a la obra de
Lamarck. No sé lo que piensa sobre ella, pero a mí me parece extremadamente pobre.
No he tomado de ella ni un solo dato o idea».

Las ideas de Darwin al respecto quedan claramente expresadas en la misma carta de


contestación a Lyell:

En el estado actual de nuestros conocimientos debemos asumir la creación de una o


unas pocas formas [tal como se dice en el párrafo final de El origen respecto del
nacimiento de la vida] de la misma manera en que los filósofos asumen la existencia de
un poder de atracción [la fuerza de la gravedad] sin ninguna explicación. Pero rechazo
enteramente, por innecesaria a mi juicio, cualquier adición posterior de «nuevos
poderes y atributos y fuerzas», o de «cualquier principio de progreso», excepto en
cuanto a que cada carácter que es seleccionado o preservado en la naturaleza representa
de alguna manera mejora o ventaja, ya que de otro modo no habría sido seleccionado, Si
estuviera convencido de que son necesarios tales añadidos a la teoría de la selección
natural, la rechazaría como una estupidez, pero tengo firme fe en ella, pues no puedo
creer que de ser falsa explicara tantas categorías completas de hechos, como, si estoy en
mis cabales, parece explicar.

Los relojes biológicos no cambian por sí mismos, transformándose y adoptando


nuevas funciones, hay algo que desde fuera los hace modificarse. Las leyes que operan a
nuestro alrededor son otras, mucho más mecánicas: las que producen la selección
natural.
Estas leyes, tomadas en el sentido más amplio son la del Crecimiento por medio de la
Reproducción; la de la Herencia que está casi implícita en la de reproducción; la de la
Variación por la acción directa e indirecta de las condiciones externas de vida y por el
uso y desuso; una Tasa de Crecimiento tan alta que conduce a la Lucha por la Vida, y
como consecuencia a la Selección Natural, que implica Divergencia de Caracteres y
Extinción de las formas menos mejoradas. (El origen de las especies).

Darwin desconocía el origen de la variación y la atribuía, erróneamente, a la acción


del ambiente y al uso y desuso de los órganos por el hábito, en vez de a las mutaciones,
que son errores de copia del código genético, es decir, cambios al azar del ADN. El resto
del razonamiento se mantiene vigente hoy día para explicar las adaptaciones.

El gato cazarratones del que hablaba Huxley es también la clave para superar la
aparente circularidad de la expresión «supervivencia de los mejor adaptados» (survival
of the fittest) que Darwin tomara de Spencer como explicación de la selección natural.
Como generalización, efectivamente es una tautología, porque los supervivientes son
por definición los mejores. Pero en cada caso particular está muy claro lo que quiere
decir, y es algo muy concreto y muy biológico. Los mejores gatos en el pasado fueron
los que tenían mejor visión, con los ojos situados más frontalmente para formar
imágenes tridimensionales, los que eran más ágiles, tal vez incluso más pequeños para
adaptarse al tamaño de sus presas, y por qué no, también los más inteligentes, ya que el
cerebro del gato es más poderoso que el del ratón (los depredadores siempre necesitan
más talento que sus víctimas), y así podríamos seguir un buen rato. Los más adecuados
seguro que no eran los más torpes, ni los más ciegos (como sucede, en cambio, con los
topos), ni los más pesados, ni los que tenían menos cerebro. Sobrevivieron, como dice
Darwin, los mejor adaptados, cada uno a su lugar en la naturaleza, es decir, en relación
con otros seres orgánicos y con el medio físico.
XIII. LA GRANDEZA DE LA EVOLUCIÓN

Hágalo usted mismo

Esta idea de que gracias a la selección natural es posible el diseño biológico sin
diseñador inteligente, ni voluntad y esfuerzo por parte de los organismos que
evolucionan, fue expresada mucho tiempo después por el premio Nobel François Jacob
cuando explicó que la evolución hace «bricolaje». Es decir, modifica estructuras
preexistentes para mejorar su función, y a veces para darles una nueva función.
Seguimos siendo estructuralmente iguales a los primeros vertebrados pisciformes del
Cámbrico, cuyos fósiles tienen más de quinientos millones de años. Pero eso no quiere
decir en absoluto que la evolución haya perdido desde entonces su creatividad. Los
vertebrados tetrápodos (con cuatro extremidades) hemos poblado la tierra firme (una
gran hazaña, no cabe duda); los mamíferos y las aves nos hemos vuelto endotermos (o
«de sangre caliente») y regulamos nuestra temperatura corporal, que mantenemos
constante al margen de la del exterior y por eso somos más activos; los mamíferos
placentados nos desarrollamos durante mucho tiempo en el útero de nuestras madres,
bien protegidos, y luego somos alimentados con leche; y los humanos hemos alcanzado
la consciencia, también por evolución, como se han desarrollado el esqueleto, las patas,
la endotermia, la placenta y las mamas.
Figura 72. «La construcción homologa completa de la estructura de los miembros de una misma clase resulta
bien comprensible si reconocemos su descendencia de un progenitor común». C. Darwin. El origen del hombre.

Darwin se refería a lo mismo que François Jacob cuando escribía en 1859:

Que la base ósea sea la misma en la mano humana, el ala del murciélago, la aleta del
delfín y la pata del caballo, que el mismo número de vértebras forme el cuello de la
jirafa y el del elefante, e innumerables otros hechos, se explican al mismo tiempo a
partir de la teoría de la descendencia con lentas y ligeras modificaciones.

¿Y si la selección natural es el gran artífice, que queda por investigar todavía? Para
empezar, el papel del otro agente principal de Darwin, la selección sexual, que ha
recibido mucha menos atención (y en la que no creía Wallace). No hay que confundir,
además, la Historia de la Vida, de la que sabemos muchas cosas pero ignoramos aún
más, con los mecanismos evolutivos; es decir, el curso de la evolución con sus causas.
Thomas Henry Huxley decía en 1893, en el prólogo de una colección de ensayos
publicada con el título de «Darwiniana», que seguía considerando vigentes las dudas
que le asaltaron cuando leyó su ejemplar (una prepublicación) de El origen de las especies:
Aquellos que se tomen la molestia de leer los dos primeros ensayos, publicados en 1859
y 1860, me harán la justicia de admitir que mi celo en procurar juego limpio para Mr.
Darwin no me convirtió en un mero abogado defensor; y que mientras reconocía la
grandeza de la idea no dejé de indicar sus puntos débiles. No he visto ninguna razón
para cambiar lo que sostuve en estos dos ensayos; y la aseveración que algunas veces
escucho hoy de que me he «retractado» o cambiado de opinión sobre las ideas de
Darwin se me hace bastante difícil de entender.

Como digo en el séptimo ensayo, el hecho de la evolución ha sido para mí


suficientemente demostrado por los paleontólogos; y me mantengo en la opinión
expresada en el segundo ensayo de que hasta que se pruebe definitivamente que la
selección para la reproducción produce variedades infértiles entre sí, la base lógica de la
teoría de la selección natural está incompleta. Todavía permanecemos en la oscuridad
acerca de las causas de variación; la herencia aparente de los caracteres adquiridos en
algunos casos; y la lucha por la existencia dentro de los organismos que probablemente
subyace en la base de esos dos fenómenos.

Figura 73. Gregor Mendel. Este monje agustino es el padre de la genética, pero nadie lo supo hasta después de
su muerte, cuando sus leyes se descubrieron de nuevo.

El redescubrimiento de las leyes de Mendel unos pocos años después (en 1900)
aclaró la cuestión de la herencia biológica, y se supo que la mutación era el origen de la
variación y que la herencia de los caracteres adquiridos no existe. Pero la genética del
desarrollo aún tiene un largo camino por delante y es fundamental recorrerlo para
entender la evolución. En este campo se trabaja mucho ahora, ya que tiene importantes
aplicaciones en la economía y salud humanas. Sigue habiendo también amplio espacio
para investigar acerca de cómo nacen las especies, es decir, de los mecanismos que
producen el aislamiento reproductor (la imposibilidad de cruzarse y tener descendencia
fértil con otra especie) al que se refería T. H. Huxley. Y de dónde aparecen, es decir, si el
aislamiento geográfico es siempre, o casi siempre, necesario o no.
Los cuatro grandes temas

En el año 1978, Ernst Mayr, uno de los padres de la Nueva Síntesis darwinista (y uno de
los biólogos evolucionistas más lúcidos del siglo XX), identificaba en un trabajo algunos
problemas que resolver por la Biología Evolutiva y los agrupaba en cuatro grandes
categorías. El profesor empezaba entonces su carrera científica (¡hace 30 años, Dios mío,
cómo pasa el tiempo!) y leyó ese artículo en un número monográfico de Investigación y
Ciencia.

1) El primero de los temas de Mayr era la función del azar. Qué parte de la evolución
es debida a la selección natural y cuál a las mutaciones «neutras», que ni perjudican ni
benefician al organismo. En aquellos años la Biología Molecular estaba descubriendo
que había mucha más variación en las proteínas de los individuos de una misma
especie de la que cabría esperar si la selección natural fuera una criba muy exigente.
Muchas de esas variaciones parecían ser «neutras», o no perjudiciales ni beneficiosas, y
por lo tanto invisibles a la acción de la selección natural. Eso dio lugar a la teoría
neutralista de la evolución molecular, encabezada por Motoo Kimura, que sostenía que
la selección natural no actuaba mucho al nivel molecular y que las variaciones no
perjudiciales que surgían aleatoriamente se iban acumulando a lo largo del tiempo,
modificando insensible, pero constantemente, el genoma.

Mayr se preguntaba: «¿Qué fracción de esa variabilidad es “ruido” evolutivo y qué


fracción depende de la selección? ¿Por qué procedimiento podemos partir la
variabilidad en alelos neutros y alelos dotados de cierta significación?». Este problema
de cuál es el papel del azar (teoría neutralista) y cuál el de la selección natural
(darwinismo) en la evolución molecular sigue siendo objeto de estudio hoy día.

Llevado al campo de la morfología, podríamos preguntarnos qué estructuras son


adaptativas y han sido moldeadas por la selección natural y qué otros aspectos de la
anatomía han surgido por azar (deriva genética) o por otras razones y no tienen
función. Admitamos (yo, desde luego, lo hago sin ninguna reserva) que todas las
características adaptativas son producto de la selección natural. La pregunta entonces
es: ¿cuántas de las características de un organismo son adaptativas? Que no todo es
adaptación en los seres vivientes es algo que han defendido con fuerza S. J. Gould y R.
Lewontin. En un conocido trabajo de 1979 proponen la analogía de las pechinas de San
Marcos en Venecia, unas superficies que aparecen bellamente decoradas bajo la cúpula
de la basílica. El que las pechinas se presenten ante nuestros ojos cubiertas de mosaicos
no quiere decir que fueran construidas a propósito para servir de soporte físico para las
imágenes, sino que son simplemente los cuatro triángulos cóncavos y con el vórtice
hacia abajo que quedan entre los cuatro arcos que sostienen la cúpula. Y ya que existen
por razones estructurales, se incorporaron al programa iconográfico del edificio (a lo
que se quería contar a los fieles). En otras palabras, su aptitud para ser decoradas no fue
la causa de su existencia (sino una necesidad arquitectónica). El filósofo de la ciencia
Daniel Dennett piensa que éste no es un buen ejemplo, porque las pechinas de San
Marcos son una solución arquitectónica entre las varias posibles al problema de
sostener una cúpula sobre arcos redondos, y que precisamente fue elegida ésa, y no
otra, porque era la que mejor servía a los fines estéticos. Aunque todo esto parezca una
disputa bizantina de la historia del arte, la metáfora de las pechinas de San Marcos
(créanlo o no) es muy conocida entre los biólogos evolutivos. Los más darwinistas
dirían que no hay muchas pechinas en los organismos, en el sentido de productos
arquitectónicos secundarios (o subproductos) que no han sido creados a propósito. El
equivalente en la Biología serían los caracteres que no han sido seleccionados. Gould,
Lewontin y otros se dedican a buscar pechinas biológicas.

2) El segundo tema que trata Mayr en 1978 tiene que ver con la genética del
desarrollo: «El descubrimiento por parte de la biología molecular de genes reguladores
y genes estructurales plantea nuevos interrogantes en el campo de la evolución. ¿Es
idéntico el ritmo de evolución de los dos tipos de genes? ¿Son ambos igualmente
susceptibles de selección natural? Por lo que respecta a la especiación o al origen de
grupos taxonómicos superiores, ¿es un tipo de genes más importante que el otro?».
Desde entonces se le ha ido dando cada vez más importancia al papel de los genes que
controlan el plan corporal (o genes homeóticos) para explicar la aparición en los
organismos de novedades estructurales que van más allá de meros retoques a lo ya
existente, y en consecuencia la biología del desarrollo ha ganado mucha relevancia en el
debate evolucionista.

Figura 74. Darwin introduce al anfioxo en la 4.ª edición de El origen de las especies (1866): «Casi las mismas
observaciones son aplicables si consideramos los diferentes grados de organización dentro de uno de los
grupos mayores; por ejemplo, la coexistencia del hombre y el Ornithorhynchus en los mamíferos; la coexistencia,
en los peces, del tiburón y del Amphioxus, pez este último que por la extrema sencillez de su estructura se
aproxima a los invertebrados».

Eso nos lleva a una pregunta que surgió en el capítulo introductorio del sueño del
profesor y que luego hemos visto que tanto preocupaba a Darwin. Todos los animales
actuales pertenecen a unos cuantos grandes tipos biológicos, o diseños maestros o
formas de organización fundamentales o baupläne (plural de la palabra alemana bauplan,
procedente del campo de la arquitectura y que significa «plano de obra») o como se les
quiera llamar. Técnicamente son los phyla o filums o filos (castellanizando el término).
Los moluscos son uno, los cordados (donde están encuadrados los vertebrados, que son
la inmensa mayoría) otro, los anélidos otro, y las esponjas, corales, artrópodos, etc. Estos
planes corporales principales están separados entre sí, es decir, no hay formas
intermedias en la actualidad; aunque los equinodermos están considerados los
parientes más cercanos de los cordados, no hay ningún «puente morfológico» que nos
una a los erizos, holoturias y estrellas de mar. Los filos vivientes se conocen desde el
Cámbrico inferior y tienen 530 millones de años por lo menos. Entonces había muchos
filos más, que no llegaron a prosperar y desaparecieron, quedando unos pocos, los
actuales. No han aparecido luego nuevos tipos biológicos fundamentales entre los
animales (que tendrían que surgir a partir de organismos unicelulares, ya que todos los
animales son pluricelulares), seguramente porque su espacio ecológico, su lugar en la
naturaleza, ya estaba ocupado; pero eso no quiere decir que no se hayan producido
muchas novedades espectaculares (nosotros somos una de ellas, qué duda cabe) dentro
de los filos que han perdurado.

Stephen Jay Gould ve en su libro Vida Maravillosa. (1989) dos grandes problemas en
relación con la llamada «explosión cámbrica». Ha habido más tarde, en la Historia de la
Vida, otras grandes radiaciones adaptativas de los animales, sobre todo después de
episodios de extinciones masivas que despejaron el campo, pero ninguna como la
cámbrica en cuanto a «creatividad». El primer problema que plantea Gould es, pues, la
razón de tanta diversidad. Empecemos por decir que la explosión cámbrica es muy,
pero que muy antigua, por lo que es difícil saber cómo empezaron los animales su
andadura y si su antepasado común, la cepa de la que todos salieron, era
considerablemente más vieja, o si por el contrario los filos llevaban relativamente poco
tiempo separándose. Gould apuesta por lo último, que los animales cámbricos se
originaron hacia el final del Precámbrico, que termina hace 570 millones de años.

De ser así, todo sucedió muy deprisa (en tiempo geológico, se entiende) y se puede
hablar de fuegos artificiales que iluminaron de pronto el cielo y lo llenaron de colores
en la noche de la vida. ¿Tuvo la evolución cámbrica un carácter radicalmente diferente,
en algún sentido, de lo que vino luego? ¿Fue el cambio en aquel entonces más rápido
porque había muchos nichos vacíos, muchas oportunidades para explorar, en el espacio
ecológico? ¿Una vez que ocuparon sus correspondientes lugares en la naturaleza (en los
mares de la época), los organismos se adaptaron tanto a ellos y se especializaron de tal
modo que ya no dejaron que surgieran nuevos tipos de organismos, ni fueron ellos
mismos capaces de modificarse para producir grandes «inventos» biológicos? Éstas
serían las explicaciones clásicas, pero hay otra, la de que las reglas del juego de la vida
eran distintas entonces de lo que son ahora. En ese caso, el actualismo de Darwin
perdería pie, porque no podríamos entender lo que pasó en el Cámbrico (y sin duda fue
muy importante) a partir de lo que observamos en el mundo en que nos ha tocado vivir.

Los animales cámbricos parecen responder a una combinatoria de sus partes más
abierta, como si pudieran montarse ojos, placas, espinos, dientes, segmentos y
apéndices casi de cualquier forma, como si un niño estuviera jugando a crear formas
raras juntando piezas de anatomía sueltas que saca de una bolsa. Y eso nos lleva a la
genética. ¿Funcionaron los sistemas de genes de alguna manera especial para producir
formas biológicas tan sorprendentes? ¿Eran, por ejemplo, sus genomas más simples y
más flexibles, y luego se hicieron más complejos y más rígidos? ¿Interaccionaban los
primeros genes menos unos con otros, y había una relación más directa entre los genes
y sus productos, de modo que se expresaban de forma más independiente, menos
articulada?

El segundo problema se refiere a la desaparición de la mayoría de los filos


cámbricos, es decir, de todos los que no siguieron. ¿Por qué sobrevivieron los que
vemos ahora y sucumbieron los demás? ¿Eran peores sus diseños? ¿Estaban peor
adaptados? Ésta sería de nuevo la explicación tradicional darwinista, la que se basa en
la competencia entre criaturas y la selección de los más adecuados. ¿O fue una cuestión
simplemente de suerte, de lotería? ¿No es ése el principal argumento de la Historia de la
Vida?: a saber, de cuando en cuando se producen extinciones masivas por causas
ambientales ajenas a la adaptación, y la mayor parte de los grupos perecen, quedando
unos pocos afortunados (que no mejores) que vuelven a ocupar de nuevo la Ecosfera.

Según sus críticos, Stephen J. Gould insinúa (aunque no llegue a afirmarlo


abiertamente) que lo principal de la evolución no se rige por «las leyes que operan a
nuestro alrededor». Y como ése es, precisamente, el corazón de la filosofía de Darwin,
como también era el núcleo del pensamiento de Lyell en Geología (esto es, que lo que
ocurre en el presente es la explicación del pasado y de la Historia), Gould parece querer
decir (pero no lo dice) que la idea central de Darwin, la del cambio gradual y lento a lo
largo de los eones producido por la constante acción de la selección natural, no vale
como explicación de fondo de la evolución. Sin embargo, Richard Dawkins, como buen
darwinista, y por lo tanto buen actualista, piensa que las leyes de la evolución han sido
siempre las mismas y que nunca ha existido ninguna excepción, ni siquiera en el
principio: «Incluso los grandes phyla, cuando originalmente se bifurcaron unos de otros,
eran sólo un par de especies nuevas, miembros del mismo género» (El capellán del
diablo).

Los cuatro grandes ataques de Gould al darwinismo más ortodoxo de la Nueva


Síntesis se refieren al gradualismo, al adaptacionismo, al origen de las grandes
arquitecturas biológicas y al papel de la contingencia. Gould opinaba que la evolución
no es siempre gradual, pero tampoco afirmaba que proceda a saltos. En realidad se
oponía a la idea de cambio evolutivo permanente y a velocidad constante. Afirmaba
que las especies tienden a mantenerse sin grandes modificaciones una vez que
aparecen. También creía que la evolución y el cambio morfológico se producen más por
ramificación, es decir, a través de la aparición de nuevas especies (lo que se llama
técnicamente cladogénesis) que por transformación a lo largo del tiempo sin especiación
(o anagénesis). Criticaba que todos los caracteres de los organismos se trataran, por
definición, como si fueran adaptaciones, ya que muchos son subproductos de
verdaderas adaptaciones (que luego incluso han podido ser aprovechados), o resultado
del azar. Acertadamente señalaba que hay que conceder más atención a la biología del
desarrollo en la evolución, porque pequeños cambios en los genes que lo controlan,
sobre todo al principio (del desarrollo y de la Historia de la Vida), podían producir
grandes diferencias en el fenotipo. Finalmente, destacaba la importancia de las
extinciones masivas, que se producen al margen de la adaptación y cambian la
composición de los ecosistemas.

Todas esas reflexiones son aceptadas, y hasta bienvenidas, por neodarwinistas de


referencia como Francisco J. Ayala, Richard Dawkins o Daniel Dennett. Estos y otros
autores agradecen que Gould aportara perspectivas nuevas y limpiara lo esencial del
darwinismo de muchas adherencias espurias, usos ideológicos interesados y a veces
odiosos, tópicos injustificados, exageraciones o errores de interpretación como los que
se producen en todas las teorías cuando son repetidas por muchos seguidores durante
largo tiempo. Su labor ha depurado y enriquecido el darwinismo y por lo tanto tiene
cabida dentro de una ortodoxia reformada. En todas las iglesias hay herejes y
reformistas (no menos enérgicos y convencidos que los primeros) y Gould podría haber
elegido pasar a la historia en el segundo grupo. Como se consideraba a sí mismo un
darwinista, debería estar contento con su papel de reformador. Así pues, ¿qué es lo que
nos trataba de decir con tanta fuerza? ¿Adónde quería ir a parar con sus críticas al
neodarwinismo? ¿Por qué se consideraba un revolucionario? ¿Sólo por darse más
importancia? Según Daniel Dennett, su auténtico y nunca confesado blanco era la idea
misma de la selección natural, el nervio del pensamiento de Darwin: que una fuerza
automática y ciega fuera capaz de crear una vida tan maravillosa.

3) El tercer tema de Mayr es el de la multiplicación o diversificación de las especies.


Una cosa es que una especie cambie insensiblemente y que después de muchísimo
tiempo pueda llegar a ser algo muy modificado respecto del punto de partida
(anagénesis), y otra cuestión que no tiene nada que ver es la de cómo las especies
nacidas de un mismo tronco se separan en varias direcciones y se especializan
(cladogénesis). Recordemos el famoso principio de divergencia de Darwin. Y está aún
vigente la cuestión de cómo se produce el aislamiento reproductivo. La especiación y la
biogeografía eran también la especialidad de Mayr: «La frecuencia de la especiación
simpátrica [sin aislamiento geográfico] sigue siendo motivo de polémica, al igual que
continúa debatiéndose también el papel respectivo de genes y cromosomas en el
proceso de especiación».

4) El cuarto tema es el más polémico, y también el más actual: «En pocos campos de
la biología ha sido tan fructífera la introducción de la perspectiva evolutiva como en el
sector de la biología del comportamiento». Especialmente de la conducta humana, que
por su obvio interés merece un tratamiento aparte.

EL EQUILIBRIO POLÉMICO

Figura 75. Si hay unos pájaros famosos en la historia del evolucionismo, ésos son los pinzones de las
Galápagos.
La teoría del equilibrio puntuado ha sido considerada por sus adversarios algo que 1) ya era conocido y estaba
dicho; y 2) no tiene trascendencia alguna en el proceso de la evolución, sea la teoría cierta o no. Sus autores (en
1972), Eldredge y Gould, se han esforzado en demostrar lo contrarío. Hay que aclarar que el equilibrio
puntuado no se opone al darwinismo, ni representa su alternativa, porque es completamente darwinista, sino
al gradualismo filético (que explicaré enseguida).

El equilibrio puntuado sostiene que 1) las especies están formadas por poblaciones y generalmente las
adaptaciones nuevas aparecen en las más remotas y periféricas, que están sometidas a condiciones ambientales
límite (para la especie en cuestión) y además son poco numerosas, ya que las poblaciones grandes y centrales
tienen mucha más estabilidad y las novedades tardan en extenderse; 2) las nuevas especies surgen
precisamente en pequeñas poblaciones (generalmente marginales y aisladas) y no a partir de la totalidad de la
especie progenitora, por lo que madre e hija pueden luego coexistir y hasta competir; 3) las especies se originan
en un tiempo breve (en términos geológicos), pero no a saltos o de una vez; 4) una vez originadas, las especies
no cambian gran cosa, o por lo menos no lo hacen en una dirección determinada, aunque las poblaciones que
las componen puedan variar en distintas direcciones. Pero sólo si en una de esas poblaciones se produce el
aislamiento genético (es decir, la imposibilidad de que sus miembros se crucen y produzcan descendientes
fértiles con individuos de otras poblaciones), tal variación tiene importancia evolutiva. En caso contrario, antes
o después toda población será absorbida por el grueso de la especie y se perderá su singularidad.

Para el gradualismo filético las especies están cambiando todo el tiempo en una dirección más o menos
constante, de manera que es imposible decir cuándo una especie se ha transformado ya en otra [29]. Sería más
apropiado hablar de continuos evolutivos o linajes. Una estirpe o línea evolutiva puede, por supuesto,
dividirse, pero lo hará muy lentamente. Aunque el término especiación se refiere simplemente a la aparición de
una nueva especie, en realidad sólo tiene sentido usarlo si es rápido y por ramificación, como le sale una yema
a una planta.

Ahora bien, según N. Eldredge y S. J. Gould, el neodarwinismo históricamente ha preferido el gradualismo


filético como patrón fundamental de la evolución, por lo tanto, el equilibrio puntuado se enfrenta al
neodarwinismo. Pero no se opone a un darwinismo más abierto. Además, si es cierto el equilibrio puntuado, la
evolución debe estudiarse a dos escalas: 1) la de las poblaciones dentro de una especie (microevolución), es
decir, lo que les pasa a los individuos; y 2) la de las especies (macroevolución): su éxito, su fracaso, su
capacidad para producir otras especies por ramificación (lo que se conoce en la jerga como especiar y
especiación), del mismo modo que unos individuos tienen más descendientes que otros, y por lo tanto más
éxito evolutivo.

Para los neodarwinistas la macroevolución es simplemente microevolución a largo plazo y no tiene objeto
hacer esa distinción.

En todo caso, el equilibrio puntuado constituye uno de los últimos grandes debates de la biología evolutiva,
aunque para seguirlo haya que estar muy atento a los matices. Quizá no acabemos de entender esta polémica,
pero nos quedará la impresión de que algo se mueve en las profundas y oscuras aguas del evolucionismo. Lo
que quiero decir es que, siglo y medio después de El origen de las especies, queda mucho por investigar. A
continuación reproduciré unos cuantos textos en relación con el tema para que el lector pueda juzgar por sí
mismo.

En su libro de 1978 El pulgar del panda, Gould nos presenta su visión de la evolución:

Espero que el espíritu plural de la propia obra de Darwin se extenderá a más áreas del pensamiento evolutivo
donde todavía reinan rígidos dogmas como consecuencia de preferencias, viejos hábitos y prejuicio social. Mi
blanco preferido es la creencia en un cambio evolutivo continuo y lento predicado por la mayoría de los
paleontólogos (y estimulado, lo admito, por las propias preferencias de Darwin). El registro fósil claramente no
lo sostiene: reinan el origen súbito y la extinción en masa. No podemos demostrar la evolución registrando el
cambio gradual de una especie cualquiera de braquiópodo conforme subimos una cuesta [es decir, ascendemos
a lo largo de una sucesión de estratos]. Para eludir esta verdad incómoda, los paleontólogos han recurrido a la
imperfección del registro fósil: faltan todos los pasos intermedios en un registro que sólo conserva unas pocas
palabras de unas pocas Líneas de las pocas páginas que quedan del libro geológico. Han comprado su
ortodoxia gradualista al precio exorbitante de admitir que el registro fósil casi nunca muestra lo que quieren
estudiar. Pero yo creo que el gradualismo no es lo único válido (en realidad lo veo como bastante infrecuente).
La idea de selección natural no contiene ningún pronunciamiento sobre ritmos. Puede abarcar cambio rápido
(geológicamente instantáneo) por especiación [aparición de una nueva especie] en pequeñas poblaciones y la
convencional e inmensurable lenta transformación de linajes enteros.

Para Gould, el primer modelo era el suyo (equilibrio puntuado) y el segundo, el de los neodarwinistas
(gradualismo filético).

Richard Dawkins es un famoso neodarwinista que ha chocado con Gould en varios terrenos. Su opinión del
equilibrio puntuado no es muy elogiosa:

El mismo Darwin comprendió este tipo de argumento claramente [que la evolución del ojo de los vertebrados
tiene que haber sido progresiva], razón por la cual era un gradualista tan obstinado. Dicho sea de paso, es
también la razón por la que Gould es injusto cuando sugiere […] que Darwin estaba en contra del espíritu de
los equilibrios intermitentes. La propia teoría de los equilibrios intermitentes es gradualista (y por Dios que es
mejor que así sea) en el sentido en que Darwin era gradualista, al menos en lo que a adaptaciones complejas se
refiere. Es sólo que, si la teoría de los equilibrios intermitentes es correcta, los pasos progresivos y graduales se
comprimen en un marco temporal que supera el nivel de resolución del registro fósil. Gould lo admite cuando
se lo presiona lo suficiente, pero no se lo presiona con la suficiente frecuencia (El capellán del diablo).

Dawkins olvida que el largo período de estabilidad de las especies (que también habrá que explicar)
caracteriza tanto a la doctrina del equilibrio puntuado como la rápida (en términos geológicos) aparición de las
mismas. Por otro lado, Eldredge y Gould nunca se han reconocido como saltacionistas. Pero, en lo que respecta
al origen de las adaptaciones complejas, como el ojo de los vertebrados, Dawkins está en lo cierto: no hay
alternativa a la selección natural darwinista para explicarlas, algo que Gould tendría que haber reconocido si se
lo hubiera presionado lo suficiente.

El equilibrio puntuado no es una teoría que defiendan todos los paleontólogos. El gran maestro que fue el
americano George Gaylord Simpson (también uno de los creadores de la Nueva Síntesis o neodarwinismo)
escribía en 1984 lo siguiente: «Gould reúne darwinismo, neodarwinismo y síntesis como “gradualismo”. Tal y
como él define el gradualismo, se trata de un espantajo para ser atacado. El término no es una descripción de
ninguna de las escuelas de pensamiento que quiere rechazar. El “gradualismo” sensu Gould es un extremo de
un continuo y el “equilibrio puntuado” el otro extremo».

Si todos los patrones evolutivos son posibles, en un continuo que va desde el gradualismo hasta el
puntuacionismo, entonces se trata, naturalmente, de saber qué es lo más frecuente. Para Simpson, desde luego,
la aparición de nuevas especies por ramificación (especiación) tendría un papel muy marginal en la evolución,
comparado con el de sus otros dos modos de evolución (evolución filética y evolución cuántica, que no trataremos
aquí).
A los veintiún años de enunciada su teoría, Gould y Eldredge revisaron las críticas y apoyos que había
recibido: «Como todas la teorías importantes en las ciencias naturales, incluyendo la selección natural, el
equilibrio puntuado defiende su frecuencia relativa, no la exclusividad. El gradualismo filético ha sido bien
documentado, en todos los grupos desde microfósiles a mamíferos. Seguramente el equilibrio puntuado se da
en abundancia, pero la validación de la hipótesis general requiere una frecuencia relativa suficientemente alta
como para conformar la historia de la vida». La paleontología tiene, por lo tanto, tarea por delante. De lo que
me felicito es de que nadie puede hacerla por ella.

Los gestos siempre dicen la verdad

Darwin se atrevió a estudiar la evolución humana en todas sus dimensiones, lo que


incluye también el comportamiento. En El origen del hombre ya le dedica mucha
atención, aunque la morfología y la selección sexual se llevan la mayor parte del libro.
Donde estudia a fondo la evolución de nuestros instintos es en su continuación,
publicada el año siguiente (1872): La expresión de las emociones en el hombre y los animales.
En un principio iba a ser simplemente un capítulo de El origen del hombre.

Figura 76. «Me inclino a pensar que de la misma manera que muchas aves a la vez que levantan sus plumas,
extienden sus alas y cola para parecer lo más grandes posible, así los gatos se empinan, arquean su lomo,
levantan a menudo la base de su cola y erizan su pelo con el mismo propósito». C. Darwin. The expression of the
emotions.

Según Edward O. Wilson, este libro de Darwin es el punto de arranque de la ciencia


del comportamiento en sus tres grandes ramas; la más amplia de la etología (la
conducta general de los organismos y su evolución), la sociobiología (o estudio del
comportamiento social en particular) y la del comportamiento ecológico (que adapta a
los organismos a sus ambientes).

Con este libro Darwin afirmaba algo que muchos humanistas, moralistas y
científicos aún niegan: que el ser humano tiene instintos, es decir, comportamientos
innatos. Por lo tanto, han evolucionado, y unos serán exclusivos del Homo sapiens y
otros los compartiremos con algunas especies, exactamente igual que ocurre en los
demás caracteres.

Lo que creemos conocer de la mente de los demás es lo que intuimos a partir de su


comportamiento. Los estados de ánimo se manifiestan, y se interpretan, por medio de la
expresión de las emociones, pero ¿cómo saber qué gestos son innatos y cuáles son
producto de la educación?

Darwin recurre a varias técnicas de estudio para abordar el problema. Una es la de


la comparación del hombre con los animales. Aquello que vemos también en otras
especies, sobre todo las más cercanas, tanto en la anatomía como en la fisiología y la
conducta (que no deja de ser un aspecto de la fisiología), tiene que ser filogenético, es
decir, con una base evolutiva. Nosotros y nuestros parientes habríamos heredado esas
estructuras, funciones e instintos de un antepasado común y estarían programados por
nuestros genes.

Los niños pequeños, antes de ser educados, muestran un comportamiento más


natural, y hacia ellos dirigió su atención Darwin. Pero era un tema que le intrigaba
desde hacía muchos años, más de treinta:

Mi primer hijo nació el 27 de diciembre de 1839, y enseguida comencé a tomar nota de


los primeros destellos de diversas expresiones que mostraba, pues estaba convencido ya
en aquella época de que los más complejos y sutiles matices de expresión debían tener
todos un origen gradual y natural. Durante el verano del año siguiente, 1840, leí la
admirable obra de sir C. Bell sobre las expresiones, y ello acrecentó considerablemente
el interés que tenía sobre el tema, si bien no podía estar en absoluto de acuerdo con su
convicción de que diversos músculos habían sido especialmente creados para la
expresión. De entonces en adelante me dediqué ocasionalmente al tema, en relación
tanto con el hombre como con nuestros animales domésticos. Mi libro se vendió bien; el
día de su publicación se agotaron 5267 ejemplares. (Autobiografía).

Los locos también le interesaron, porque Darwin suponía que tenían menos control
sobre sus emociones, es decir, que la expresión de éstas estaba menos mediatizada
culturalmente.
¿Pero qué pasa con las expresiones que son únicas del hombre? La mejor manera de
averiguar si son hereditarias es recurriendo a la antropología. Si son universales, y dada
la gran diversidad cultural que existe (y más en la época en la que vivió Darwin), tienen
que tener una fuerte base biológica.

Los europeos estamos tan acostumbrados al beso como una señal de afecto que podría
pensarse que es innato para toda la Humanidad, pero no es el caso. Steele se equivocaba
cuando dijo: «La naturaleza fue su autora y comenzó con el primer cortejo». Jemmy
Button, el fueguino, me contó que esta práctica se desconocía en su tierra. Es igualmente
desconocida entre los neozelandeses, tahitianos, papúas, somalíes de África y
esquimales. (La expresión de las emociones).

Sin embargo, añade Darwin, sí que es natural buscar el contacto físico con la persona
querida, lo que se manifiesta de muy diversas maneras, tales como frotarse diferentes
partes del cuerpo o darse golpes.

LA COLMENA MATEMÁTICA

Charles Darwin, o mejor dicho, su teoría, tenía un grave problema con los insectos sociales, porque en ellos
existen individuos «neutros», que no se reproducen, y por lo tanto trabajan para los hijos de otros miembros de
la comunidad. Ese comportamiento tan altruista no cuadra con la lógica de la selección natural. Por definición,
los que se sacrifican por los demás no dejan descendencia y ese comportamiento, si es heredable, debería
tender a desaparecer. El egoísmo, en otras palabras, debería ser el fruto de la selección natural.

En la primera edición de El origen de las especies, lo dice así de claro en el capítulo VII, dedicado al instinto:
Figura 77. «Muchas especies de cálaos grandes tienen las mismas costumbres que el Buceros bicornis. El macho
empareda a su compañera con su huevo durante la época de la incubación y los alimenta hasta que el polluelo
ha echado ya la pluma por completo. Éste es otro de esos casos naturales que puede afirmarse que son “más
extraños que una ficción”». A. R. Wallace. The Malay Archipiélago.

… me centraré en una dificultad especial, que a primera vista me pareció insuperable, en realidad fatal para la
totalidad de mi teoría. Me refiero o las hembras neutras o estériles de las comunidades de insectos, ya que estos
neutros a menudo difieren en estructura e instintos tanto de los machos como de las hembras fértiles y, sin
embargo, por ser estériles no pueden propagar su tipo.

Darwin, ante esta grave dificultad, elabora una solución que es en gran parte correcta, pero que carece de
una base rigurosa. La solución intuitiva (no formalizada) de Darwin es ésta:

La dificultad, aunque aparentemente insuperable, se reduce o, como yo creo, desaparece cuando se recuerda
que la selección puede aplicarse a la familia tanto como al individuo, y se obtiene entonces el resultado
deseado. […] Esto es lo que yo creo que ha sucedido con los insectos: una pequeña modificación estructural o
del instinto, correlacionada con la condición estéril de algunos miembros de la comunidad, ha resultado
beneficiosa para la comunidad; en consecuencia los machos y las hembras fértiles han florecido y han
transmitido a su descendencia fértil una tendencia a producir miembros estériles con la misma modificación. Y
creo que este proceso se ha repetido hasta que se ha producido una cantidad prodigiosa de diferencias entre las
hembras fértiles y las estériles de la misma especie, como vemos en muchos insectos sociales.

Pero el primer investigador que se acercó a una solución matemática del problema fue el inglés J. B. S.
Haldane, uno de los fundadores (con Ronald Fischer y Sewall Wright) de la genética de poblaciones. Este gran
biólogo atisbó que el grado de altruismo que un individuo muestra respecto de otro de su misma especie
depende de la relación de parentesco que mantenga con él. Cuanto más cercano (más consanguíneo) sea el otro
sujeto, más sacrificio estará dispuesto a hacer en su favor, ya que se trata de «sangre de su sangre». Con esa
simple idea ya se está en el buen camino para resolver el problema.
En términos genéticos, compartimos con nuestros hermanos, en promedio, la mitad de nuestros genes (1/2 =
0,5), lo mismo que con nuestros padres e hijos. Con los tíos y sobrinos el parentesco baja a la cuarta parte (1/4 =
0,25), y a la octava parte (1/8 = 0,125) en el caso de los primos hermanos. Es fácil deducir que en términos de
conservación de los genes propios, lo mismo vale la vida de un individuo que la de dos de sus hermanos,
cuatro de sus sobrinos, u ocho de sus primos. En consecuencia, hay más «genes míos» (más «sangre mía») en la
suma de mis tres hermanos que en mi propio cuerpo. Haldane hizo esos cálculos en 1955, cuando escribió que
si uno tiene un gen que le impulsa a lanzarse a un río para salvar a un niño, y si la probabilidad de ahogarse es
de uno sobre diez, a la larga (después de muchos rescates) se salvarán 5 genes altruistas por cada uno que se
pierda si el niño es mi hermano o mi hijo. Si el niño es un nieto o un sobrino, se salvarán 2,5 genes altruistas
por cada uno que se pierda y si el niño en peligro es un primo, la ventaja es muy pequeña (1,25 frente a 1). No
compensa (en términos genéticos) lanzarse al río a por los primos segundos.

Tampoco se le escapó a Haldane la solución al problema de los insectos sociales. En una colmena, escribía
en 1932, las obreras y las reinas están genéticamente muy próximas, de modo que cualquier comportamiento
de las primeras que beneficie a las hembras reproductoras es rentable. En efecto es así. Debido al tipo especial
de herencia que tienen las abejas (diferente del nuestro), una obrera está más emparentada con su hermana que
con su propia hija o hijo, por lo que le interesa más cooperar con la abeja reina, su madre, para «tener»
hermanas (las otras obreras), que tener sus propios hijos.

Pero la fórmula necesaria para poder desarrollar modelos matemáticos del comportamiento social la
proporcionó otro biólogo inglés, llamado William Hamilton (1936), que por cierto falleció a causa de un
paludismo contraído en África, a donde fue para confirmar su polémica hipótesis sobre el virus del sida. La
fórmula es muy simple: merece la pena hacer algo por otro individuo siempre que r × b/c sea mayor que 0.
También se puede expresar como r × b > c. En otras palabras: el cociente entre el beneficio de la acción (para el
otro = b) y el coste de la acción (para uno = c) multiplicado por el coeficiente de parentesco (r) tiene que superar
cero. En el caso de mi hermano, ese coeficiente es de 0,5 (1/2), por lo tanto, el beneficio que él obtiene tiene que
superar el doble del coste que yo pago, para que la acción merezca la pena. Costes y beneficios pueden medirse
de muchas maneras, pero la lógica es siempre la misma. El cálculo se complica cuando mi acción, con el mismo
coste para mí, beneficia a varios parientes, no sólo a uno. Entonces la fórmula para n favorecidos es:

Cuantos más parientes se beneficien, mejor para mis genes (que ellos también portan, aunque en menor
cantidad).

El comportamiento altruista también se da en las sociedades animales entre individuos que no están
emparentados, y entonces hay que recurrir a otras explicaciones, como la del altruismo recíproco, que se resume
en esta frase: ayuda a quienes te ayudan. Y la teoría de juegos (con sus cálculos de costes y beneficios) también
ha sido invocada para explicar el comportamiento. ¿Por qué la mayor parte de los combates entre individuos
de la misma especie no son a muerte? ¿No deberían imponerse los despiadados «halcones» (los que luchan a
muerte) sobre las contemporizadoras «palomas» (que están dispuestas a huir y ceder el campo si la cosa se
pone fea, antes de sufrir graves daños físicos)? Según algunos modelos, ninguna de las dos estrategias
extremas es rentable a largo plazo y se imponen las estrategias mixtas, más flexibles, en las que los individuos
pueden «cambiar de chaqueta». Aquí los cálculos son más complejos, pero también más divertidos.
Seguramente no es éste el lugar para echar cuentas, ya que las simulaciones matemáticas siempre tienen algo
de artificial. ¿Qué les parecen, por ejemplo, estos cálculos (del famoso biólogo evolutivo John Maynard
Smith)?: si a las heridas graves que sufre un halcón cuando pierde se les asigna un coste de −20, a la victoria
siempre se le otorga un pago de +10, y el precio de un combate largo entre palomas (se gane o se pierda) es de
−3, entonces la estrategia evolutivamente más estable (aquella que si es adoptada por la mayor parte de la
población no puede ser desplazada por una estrategia mutante) consiste en hacer de halcón 8 de cada 13 veces
y de paloma el resto de las ocasiones. Si al modelo se le añade una tercera posibilidad, la de comportarse como
un halcón en el territorio propio y como una paloma fuera de él, los cálculos indican que esa estrategia resulta
ser la más estable evolutivamente. Y en efecto parece que en muchas especies los combates los suelen ganar los
de casa.

Hay, por supuesto, una gran polémica sobre el valor de los estudios biológicos a la hora de investigar el
comportamiento humano. Aunque nadie niega que nuestra condición de seres vivos impone ciertos
condicionantes a nuestra conducta. A fin de cuentas, el mero hecho de ser mamíferos ya determina muchas de
las cosas que podemos y que no podemos hacer. Pero de ahí a establecer una relación entre ciertos genes y
aspectos concretos de nuestro comportamiento media un gran trecho. Son muchos los que opinan que hay que
entender el efecto de los genes en términos de potencialidades muy abiertas, con un amplio margen de
libertad.

Además, nuestra especie se caracteriza, precisamente, porque el parentesco no es el cemento que une las
sociedades. No es que no cuente para nada, desde luego, todos amamos a nuestros parientes más cercanos,
empezando por nuestros padres, hijos y hermanos (sangre de nuestra sangre), pero el tamaño del grupo al que
pertenecemos (la tribu, la nación) se ha hecho muy grande porque ha traspasado los límites de la
consanguinidad. Lo que nos da identidad y sentido de la trascendencia, lo que nos hace creernos inmortales
porque nos precede en el tiempo y nos sobrevivirá, es aquello que para los griegos era la esencia de su nación
(es significativo que se hicieran la pregunta de quiénes eran cuando fueron invadidos por los persas):
compartir historias, hablar la misma lengua y adorar a los mismos dioses, características todas exclusivamente
humanas (¿pero las tenían otras especies del pasado, como los neandertales?). Las pertenencias se refuerzan,
además, por medio de elementos más tangibles, como la forma de vestir, o los objetos, templos y signos
religiosos, que tampoco se encuentran entre las sociedades animales, por muy bien organizadas que estén,
como las de abejas. Como hay muchos mitos, lenguas, dioses y banderas en la Tierra, esas mismas identidades
nos separan y pueden enfrentarnos. Ahora viene al caso lo que decía J. B. S. Haldane: «Dudo que el hombre
contenga muchos genes para el altruismo general, aunque sí poseemos probablemente una predisposición
innata para la vida en familia. Pero los psicólogos tienen quizá razón cuando consideran la sociedad una
extensión de la vida familiar, y los teólogos no pueden usar metáforas más agudas que la paternidad de Dios y
la hermandad del hombre». Es curiosa, en efecto, esa transposición de lo biológico a lo social. ¿Cuáles son,
entonces, los límites de las sociedades humanas? Esperemos que algún día el sentido de familia alcance a la
especie completa.
La riqueza es relativa

La riqueza, de acuerdo con H. L. Mencken, un humorista americano del siglo pasado, es


«ganar un mínimo de 100 $ más al año que el marido de la hermana de tu mujer».
Corrigiendo la cifra por la inflación desde 1949, no es una mala definición. ¿Pero por
qué aquellos que ya ganan mucho sienten la necesidad de superar a otras personas? ¿Y
por qué es tan difícil eliminar la pobreza? América, la patria de Mencken, ejecuta a unos
40 reos al año por asesinato. Y sin embargo tiene una alta tasa de homicidios. ¿Por qué
mata la gente si es casi seguro que los van a detener y pueden, al menos en América,
acabar siendo ejecutados? ¿Por qué, después de ochenta años de voto femenino, y 40
años de la revolución feminista, todavía ganan más los hombres? ¿Y por qué hay tanta
gente que odia a otra sólo por el color de su piel?

Éstas son las preguntas que encabezan el artículo Por qué somos como somos del número
especial de Navidades de la prestigiosa revista británica The Economist (2008). A lo largo
del texto aparecen otras, como por ejemplo: ¿por qué ellas los prefieren ricos y
poderosos?

Las respuestas las buscan los psicólogos y sociólogos darwinistas en instintos que
surgieron en nuestro pasado como adaptaciones útiles, hace millones de años, al igual
que evolucionaron nuestros órganos. Darwin no abordó el tema directamente, pero,
como en tantos otros problemas, echó los cimientos sobre los que ahora se construye.

Lo que más sorprende es que The Economist se haya atrevido a tocar un tema tabú,
que, como mínimo, roza la incorrección política: ¿condicionan los genes (es decir, la
historia biológica) nuestra conducta? O dicho de otro modo, ¿seguimos siendo
animales, mamíferos y parientes de los chimpancés y gorilas, no sólo en la anatomía y
fisiología, sino también en el comportamiento?

La riqueza, por ejemplo, es relativa, lo que cuenta es ganar más que el resto, es decir,
la jerarquía, el estatus. Ése sería el motor que mueve la economía, porque nunca se será
lo bastante rico mientras se mantenga la competición, nos advierte The Economist. ¿Y de
qué sirve estar arriba? Los poderosos han tenido siempre más hijos, para empezar. Y, en
contra de lo que se piensa comúnmente, los que mandan no viven más agobiados y
menos años, sino que tienen en promedio mejor salud: sufren menos infartos y
derrames cerebrales, a pesar del estrés. Es estar abajo del todo lo que es malo para la
salud.

Por poner otro ejemplo, parece que en todas las sociedades el asesinato es un crimen
que cometen sobre todo hombres jóvenes, solteros y pobres (en biología diríamos que
de estatus bajo), y las víctimas son de la misma condición por lo general (las muertes
causadas por mujeres son comparativamente un número insignificante). La proporción
de asesinatos por habitantes puede variar de una ciudad o de un país a otro (y se puede
hacer mucho por evitarlos), pero no el patrón. Lo que quiere decir que la inmensa
mayoría de la gente (incluidos los hombres jóvenes y desesperados) no comete
asesinatos, por lo que no hay ningún determinismo biológico que nos obligue a la
violencia extrema, pero sí existen situaciones más propicias que otras. Lo que en el
fondo se discute es si los humanos tenemos o no tenemos una naturaleza.

El infanticidio es muy corriente entre los animales. Cuando un gorila macho pierde
su grupo de hembras a favor de otro macho más fuerte, los hijos lactantes del depuesto
son muertos por el vencedor, de modo que sus madres vuelven a entrar en celo y
quedan preñadas del nuevo padre de familia, que así empieza a transmitir
inmediatamente sus genes. Lo mismo hacen los leones. Las madres que han perdido sus
hijos no muestran despego respecto del agresor, ni se apartan, sino que se aparean
inmediatamente con él, también para transmitir sus genes cuanto antes. Muy pocos
padrastros humanos matan a sus hijos adoptivos, pero los niños de menos de cinco años
reciben peor trato, menos atención y mueren con una frecuencia varias veces mayor por
causas que no son naturales si viven con su padrastro en vez de con su padre biológico.

Sin embargo, el asesinato y la violación despiertan el rechazo social y son


condenados, no perdonados como hechos biológicos inevitables. Y es que nuestra
especie también habría desarrollado un instinto de la venganza y de la justicia, en el
sentido de castigar a quien perjudica al grupo, ya que hemos evolucionado como una
especie muy social y cooperativa y ésa ha sido la clave de nuestro éxito biológico. Hay
un experimento clásico al respecto: la mayor parte de la gente prefiere que nadie gane
nada a que se divida una suma entre varios participantes y se quede con más el que
reparte el dinero.
Figura 78. «Las hembras del ave del paraíso están oscuramente coloreadas y carentes de todo ornamento,
mientras que los machos son probablemente los más decorados de todos los pájaros». C. Darwin, El origen del
hombre.

Pero ése no es el único artículo darwinista de The Economist. La Biología, nos cuenta,
también tiene algo que decir sobre otros aspectos de nuestra naturaleza, incluso
aquellos que consideramos más exclusivamente nuestros y no compartidos con ninguna
otra especie. Por ejemplo la música. Darwin no la encontraba tan original, y la
comparaba con los cantos de los pájaros y de los gibones, los más pequeños y alejados
de los simios o monos antropomorfos, que son los grandes tenores de la selva asiática,
como si fueran los pájaros de entre los monos. En todas esas especies, los cantos sirven
para atraer a la pareja, y son producto de la selección sexual, decía Darwin, igual que la
cola del ave del paraíso; entonces, ¿por qué no habría de tener el mismo origen nuestro
sentido musical? ¿No será un instinto? El hecho de que haya quien carezca por
completo «de oído» (o lo tenga muy deficiente como el propio Darwin), pese a haber
recibido una buena educación musical, podría querer decir que «el oído» tiene una base
genética, para empezar. Y la evolución paralela en primates, aves y ballenas podría
indicar que cumple una función similar.

Ya dijo Shakespeare que la música es el alimento del amor, y Darwin escribe en El


origen del hombre: «Amor es todavía el tema que más ocupa nuestras canciones». ¿Será
cierto que cuanto mejor es el intérprete cantando (¡y bailando!), más atrae al otro sexo?
Por lo menos eso intentan los adolescentes con sus guitarras y sus serenatas nocturnas,
y las fans se vuelven locas por sus ídolos. Luego, con la madurez, el entusiasmo por la
música ñoña y los movimientos de cadera decae, y los antiguos trovadores de playa
veraniega se dedican a otra cosa, como si realmente la cursilería hubiera perdido gran
parte de su función.

Ahora bien, también nos gustan los intérpretes de nuestro mismo sexo, por lo que la
música debe de tener alguna otra misión además de la reproductiva. Se ha especulado
con que sirve para cohesionar al grupo, y la verdad es que la música del terruño
emociona y une, y la militar exalta los ánimos. Pero entramos aquí en un terreno muy
resbaladizo, el de la selección de grupo, de la que la mayor parte de los biólogos
evolucionistas actuales reniegan. La pregunta clave es: ¿puede existir el altruismo de
grupo, consistente en favorecer a la comunidad en perjuicio propio y sin esperanza de
recompensa? Cuando el grupo está formado por parientes próximos, no cabe duda de
que es posible sacrificarse por el bien común, pero esa forma de selección tiene un
nombre propio y se llama selección familiar o de parentesco. En cualquier otro caso, los
genes del individuo solidario salen perdiendo, con lo que el comportamiento tiende a
desaparecer.

Darwin no investigó mucho el tema, pero en El origen del hombre se pregunta acerca
de cómo puede haber evolucionado la moralidad humana. Le parece evidente que los
sujetos más ejemplares no tendrían más descendientes que los egoístas. «El individuo
que prefiere sacrificar su vida antes que hacer traición a los suyos tal vez no deja hijos
para heredar su noble naturaleza».

Pero, al mejorar la capacidad de raciocinio de nuestros antepasados, se le ocurre,


aprendieron que quien ayuda a otro, sin recibir recompensa en ese momento, puede ser
auxiliado a su vez más adelante, cuando se invierta la situación. Tal mecanismo se
considera hoy válido por algunos y recibe el nombre de altruismo recíproco. Es necesario
para que sea eficaz que el individuo recuerde a quién ayudó y si éste le devolvió o no el
favor más adelante. Es decir, el altruista espera que los demás miembros del grupo
también lo sean, y es capaz de identificar a los aprovechados y negarles el auxilio o
castigarlos.

Le da más importancia todavía Darwin a la «aprobación y censura de nuestros


semejantes» y le parece que «el instinto de la simpatía» ya se encuentra entre los perros,
que son muy sensibles ante el elogio y la reprobación.

Finalmente, Darwin recurre a la selección de grupo, aunque no la considera


diferente de la selección natural:
No cabe duda de que una tribu que comprenda muchos miembros llenos de un gran
espíritu de patriotismo, de fidelidad, de obediencia, de valor y de simpatía, prestos a
auxiliarse mutuamente y de sacrificarse al bien común, triunfará sobre la gran mayoría
de las demás, realizándose una selección natural.

El razonamiento parece lógico, pero cuando se trata de hacer un modelo matemático


que lo explique en términos de genes, resulta que no salen las cuentas, si se exceptúa la
selección familiar, consanguínea o de parentesco (la que se produce por competencia
entre grupos formados, cada uno de ellos, por familiares muy próximos entre sí, con
coeficientes de parentesco cercanos a 1). Los cobardes y gorrones tienen todas las de
ganar dentro de los grupos, ya que se benefician de la solidaridad ajena sin esfuerzo ni
riesgo. Sólo si la presión de selección sobre los grupos es muy fuerte, podría darse el
caso de que se mantuvieran los genes que programan los comportamientos altruistas.
Imaginemos que los grupos fueran exterminados, por el ambiente o por otras
comunidades, en cuanto la proporción de mutantes egoístas empezara a tener algún
efecto en la eficacia del grupo; en ese caso nunca llegarían los villanos a ser muchos, ya
que desaparecería antes el grupo del que se aprovechan (serían como unos parásitos
que acaban con su hospedador y mueren con él, mientras que sobreviven los individuos
no infectados).

En un artículo muy reciente en la revista Investigación y Ciencia, donde defienden que


la selección natural opera a varios niveles (el de los genes dentro del individuo, los
individuos dentro del grupo, y los grupos entre sí), David Sloan Wilson y Edward O.
Wilson ponen el ejemplo del ciclismo para explicar la selección de grupo: en un grupo
de escapados todos preferirían no dar relevos y guardar fuerzas para el sprint final, pero
si son muchos lo que van a remolque y pocos los que tiran, el grupo acaba siendo
cazado por el pelotón. Aquí los intereses del individuo minan los intereses del grupo y
lo pueden echar a perder. Sólo si casi todos colaboran llegarán a la meta los fugados,
pero conforme se acerque la raya, competirán cada vez más entre sí y obtendrán
diferentes premios según el orden de llegada.
Figura 79. «La razón de que yo me interese tanto en la selección sexual precisamente ahora es que me he
decidido casi a publicar un pequeño ensayo sobre el origen de la Humanidad y creo firmemente todavía
(aunque no logre convencerlo a usted y esto para mí es el golpe más fuerte que puedo sufrir) que la selección
sexual ha sido el principal agente en la formación de las razas». Carta de Darwin a Wallace de febrero de 1867.

Sin embargo, es difícil encontrar una situación de este tipo en la naturaleza, donde la
selección de grupo sea más intensa que la selección individual clásica de Darwin.
Buscando un símil deportivo más autóctono, si en una regata de traineras sólo a las
primeras embarcaciones se les permitiera seguir compitiendo, qué duda cabe de que no
habría más que tripulaciones bien conjuntadas, y sin caraduras. Pero como lo que
proponen los dos Wilson es que la selección natural actúa a todos los niveles, el ejemplo
de las traineras no es tan correcto como el de la escapada ciclista, porque todos los
remeros de la misma tripulación llegan a la vez, y sólo hay selección de grupo.

Tal vez, piensan algunos, cuando se inventaron las armas la lucha entre tribus fue
tan feroz que la selección de grupo llegó a actuar eficazmente en nuestros remotos
antepasados, promoviendo la virtud de la abnegación, que sus descendientes hemos
heredado. Como dice Darwin: «Conviene no olvidar la gran importancia que la
fidelidad y el valor deben tener en las guerras a las que continuamente se entregan los
salvajes». En la sierra de Atapuerca tenemos un posible caso prehistórico de la
competencia entre grupos humanos de la que habla Darwin. En el yacimiento de la
Gran Dolina se están excavando los restos óseos de más de diez individuos de todas las
edades que fueron comidos por otros humanos hace casi un millón de años en uno o
varios banquetes caníbales que no parecen haber servido para honrar a los muertos,
sino ser el resultado de matanzas, es decir, de lucha despiadada (a muerte) entre grupos.

Durante mucho tiempo se pensó, ingenuamente, que era normal y esperable que los
animales actuaran por el bien del grupo o de la especie (saliendo ellos perdiendo).
Sewall Wright (1889), uno de los grandes de la genética de poblaciones, llegó en 1945 a
la conclusión de que sólo pueden aparecer caracteres adaptativos de grupo si hay
selección de grupo; aplicando la lógica darwinista, unos grupos estarían mejor
adaptados que otros en la lucha por la vida. Es teóricamente posible, y se puede
demostrar con números, pero sólo en ciertas circunstancias bastante especiales. Pero la
selección de grupo fue desacreditada completamente en 1966 por el biólogo
evolucionista George C. Williams, al no encontrar en la naturaleza rasgos que
caractericen a los grupos, únicamente rasgos que caracterizan a los individuos, por lo
que la selección de grupo, concluyó, no se da en la realidad. El altruismo recíproco le
parecía posible, en cambio, pero la capacidad de los individuos de intercambiar favores
se explica por simple selección natural a nivel individual (basta con recordar a quién se
ha beneficiado) y no es una propiedad del grupo.

En el artículo antes citado, los dos Wilson piensan, por el contrario, que en nuestra
evolución sí que ha habido selección de grupo y que de este modo han aparecido las
adaptaciones de grupo que son únicas del Homo sapiens. Lo que ha ocurrido, según
ellos, es que a lo largo de la evolución humana se ha reducido mucho la selección entre
los miembros del grupo, y así ha primado la selección de grupo sobre la individual. Los
cazadores y recolectores se reparten los alimentos de forma igualitaria y la jerarquía se
controla, en el sentido de que los jefes no tienen privilegios. «La selección a favor del
trabajo en equipo debió de empezar muy pronto en la evolución humana. Los bebés
humanos señalan espontáneamente cosas a los otros, y no sólo para obtener lo que
quieren, mientras que los chimpancés no lo hacen a ninguna edad. El pensamiento
simbólico, el lenguaje y la transmisión social de información son actividades
fundamentalmente comunitarias que dependen de que haya compañeros fiables. La
explotación, el engaño y el vivir a costa ajena se dan en los grupos humanos, pero más
notable es la medida en que se suprimen. Si estas conductas ensombrecen tanto
nuestros pensamientos, es precisamente por lo predispuestos que estamos a
suprimirlas, como en un sistema inmunitario bien adaptado. El trabajo en equipo
permitió a nuestros precursores extenderse por toda África y más allá, reemplazando de
paso a las demás especies de homínidos».

En otras palabras, los grupos humanos han funcionado en el Paleolítico como las
traineras en el ejemplo deportivo (todos los remeros de la misma barca llegan a la meta
juntos), y no como un grupo de ciclistas escapados (que se disputan los premios entre
ellos y al final puede ganar el que menos ha colaborado en la fuga). En este modelo,
aunque los individuos tengan intereses propios, los grupos altruistas vencen a los
grupos egoístas.
No sé si esto es cierto, me pregunto cómo se puede comprobar y además me parece
que el razonamiento se contradice con la selección sexual de Darwin aplicada a la
especie humana, que se basa precisamente en que siempre ha habido jerarquías
masculinas, establecidas por medio de luchas físicas, y en que los jefes se reproducen
más y eligen a las mujeres. Pero en todo caso la cuestión de la selección de grupo, mito
o realidad, es otro ejemplo de que aún queda mucho por investigar en el terreno de la
Biología Evolutiva.

Por supuesto, no hay obligación de creerse que los genes tienen algo que ver con el
dinero, con la música, o con el altruismo y la moralidad, dice el profesor. Hay biólogos
que atribuyen tal grado de flexibilidad a nuestra conducta que los genes para ellos no
cuentan. En el fondo el profesor teme que, otra vez, lo interpreten mal los alumnos y le
atribuyan un determinismo genético exagerado. Él no cree que la biología humana
termine en el cuello y no pase a la cabeza, pero en cuanto alguien dice que no somos
ángeles, sino criaturas de carne, hueso y genes, le acusan de justificar las violaciones, el
machismo, el racismo, el capitalismo salvaje y todos los crímenes posibles.

¡Darwinista!

«Nada tiene sentido en biología, excepto a la luz de la evolución», dijo Theodosius


Dobzhansky, y se quedó muy corto. La teoría de Darwin ilumina otros aspectos de las
ciencias naturales y también de las sociales, de las Humanidades en general, como
hemos visto al tratar la psicología evolutiva. Un campo que sorprendentemente no
había aún incorporado en serio al darwinismo era el de la salud, pero se habla cada vez
más de una Medicina evolucionista, sobre todo a la hora de prevenir las enfermedades
orgánicas y, esto es muy importante, también las mentales. La lógica que subyace en la
Medicina darwinista es la de que muchos trastornos son producto de nuestro estilo de
vida en las sociedades industriales, a las que no estamos adaptados filogenéticamente,
ya que la evolución biológica es mucho más lenta que la cultural. Como especie,
dejamos de ser cazadores y recolectores (exclusivamente) hace poco más de diez mil
años (algunos pueblos muchos miles de años menos), y desde entonces ha habido
escaso cambio biológico para adecuarnos a las nuevas condiciones, aunque alguno se ha
producido. La selección natural ha operado favoreciendo a los individuos que
presentan más resistencia a algunas enfermedades, y las gentes de las culturas con larga
historia de ganaderos (como los europeos y algunos pueblos de África) son mutantes
porque pueden asimilar la leche de adultos (ya que nunca dejan de producir la enzima
lactasa), mientras que el resto de los humanos y todos los demás mamíferos sólo la
digieren de lactantes.
En los ecosistemas ancestrales los frutos dulces tenían poca cantidad de azúcar y por
eso nuestros instintos nos empujan a consumir todos los que podamos. Esa apetencia,
natural y ancestral, por lo dulce y la que sentimos por la grasa (que no les sale gratis a
los cazadores, sino que tienen que gastar muchas calorías para conseguirla matando
animales) está convirtiéndonos en una especie formada por obesos. Y es que cuesta
mucho renunciar a una tarta (pura grasa y azúcar refinado), aunque nos lo exija la
razón, cuando nuestra biología nos lanza con tanta fuerza hacia ella. Éste es un buen
ejemplo de cómo la evolución nos ha dotado de instintos (el de comer muchos azúcares
y grasas) que no deseamos obedecer (con la razón), porque no tienen valor de
adaptación en el mundo en el que ahora vivimos, sino más bien todo lo contrario. Y
seguramente un psicólogo evolutivo diría cosas parecidas de nuestros comportamientos
en otros aspectos de la vida. Se ha podido ver que los pueblos que han mantenido hasta
muy recientemente un estilo de vida basado en la caza y la recolección, o en todo caso,
no muy occidentalizado, tenían menos sobrepeso, menos diabetes, menos colesterol en
sangre y una presión más baja. Y no debe pensarse que eso se deba a que no llegaban
nunca a edades avanzadas, ya que si bien la mortalidad infantil era muy alta (y por lo
tanto era muy baja la esperanza de vida, que es la edad promedio de muerte), no han
faltado nunca individuos (el 10% por lo menos) con más de sesenta años en los
campamentos de bosquimanos, pigmeos africanos, Hadza del lago Eyasi (en Tanzania),
aborígenes australianos, esquimales, Aché del Paraguay y otros pueblos. Y con el tipo
de vida que llevaban, eso tiene su mérito.

Nuestros antepasados, además de no sufrir de hipertensión, no eran por lo general


miopes ni se les picaban y caían los dientes como nos viene ocurriendo desde que
cambiamos de hábitos de vida y de dieta. Hay por lo tanto muchas enfermedades
metabólicas y cardiovasculares, orales y digestivas, del aparato locomotor, etc., que se
podrían evitar o reducir recuperando ciertos hábitos que podríamos llamar
«prehistóricos». Comidas más naturales y equilibradas, más ejercicio físico, menos
contaminación atmosférica, menos ruido, etc. No se trata de volver al pasado (con su
espantosa mortalidad infantil y su corta vejez), sino de vivir mejor.

Y por supuesto, lo mismo cabe decir de la salud mental: nuestros mayores en el


pueblo, no hay que remontarse al Paleolítico, dedicaban mucho tiempo a relacionarse y
contarse historias. Por todas estas razones, fáciles de comprender y de sentido común,
en este año 2009 se están celebrando importantes congresos bajo el rótulo de Medicina
darwinista.

El profesor tiene en su clase alumnos pertenecientes a licenciaturas muy diferentes


(no sólo biólogos y geólogos) y eso le gratifica porque le hace pensar que va por el buen
camino. Aparte de naturalistas lo escuchan futuros médicos, veterinarios, filósofos,
historiadores (entre los que se cuentan, cómo no, algunos prehistoriadores), geógrafos,
psicólogos, juristas, pedagogos, sociólogos, y de otras muchas especialidades científicas,
que van desde la inteligencia artificial hasta la ciencia del clima. Darwin se sentiría
satisfecho de ver cómo han penetrado sus ideas en la sociedad, invadiéndolo todo.

Figura 80. «Éste es, creo, el primer ejemplo conocido de una “rana voladora” y es muy interesante para los
darwinistas por mostrar que la variabilidad de los dedos de los pies, que ya habían sido modificados para
nadar y trepar por adherencia, ha servido para permitir a especies próximas deslizarse por el aire como un
lagarto volador». A. R. Wallace. The Malay Archipiélago.

En el año 1854, cuando todavía no era evolucionista, Thomas H. Huxley escribió un


ensayo Sobre el valor educativo de las Ciencias Naturales. Decía en él que la Historia
Natural podía tener un gran efecto sobre la vida práctica por su relación con nuestros
sentimientos más elevados y con la mayor fuente de placer, que es la de la belleza. No
pretendía que el conocimiento de tales ciencias pudiera aumentar nuestra apreciación
de la belleza de los objetos naturales. Pero defendía el valor de las Ciencias Naturales
también en este terreno, porque nos podían guiar en la búsqueda de las bellezas del
mundo, en lugar de confiar en que ellas se presenten fortuitamente ante nuestros ojos.
«Para una persona sin instrucción en la Historia Natural, el campo o costa de su lugar
son como un paseo ante un museo lleno de grandes obras de arte, de las que las nueve
décimas partes están mirando hacia la pared. Enséñale algo de Historia Natural y
pondrás en sus manos un catálogo de aquello que merece que se le dé la vuelta.
Seguramente los sencillos placeres no son tan abundantes en la vida como para que
podamos permitirnos despreciar ésta o cualquier otra fuente de los mismos». No tengo
duda de que después de leer El origen de las especies, Huxley descubrió que existe otro
manantial de placer aún más grande, el de conocer cómo se ha desarrollado la vida a lo
largo de tanto tiempo, a partir de formas tan sencillas, y el de comprender el origen de
tanta belleza. Como dice Darwin en el párrafo final de El origen, hay «grandeur»
(grandeza, grandiosidad, magnificencia) en la idea de la evolución.

Por eso, el profesor rebate ante sus alumnos la idea de un Darwin triste y
automarginado, abrumado y casi desesperado durante toda su existencia. Se lo imagina
mucho más sonriente después de haber leído a Howard E. Gruber, el estudioso de la
elaboración de las ideas darwinistas: «Cuando comencé mi trabajo creía en la mayoría
de las especulaciones psicoanalíticas acerca del carácter de Darwin y las raíces
psicogénicas de su no diagnosticada enfermedad. Pero pienso que nuestra imagen de
Darwin está cambiando. Antes se le pintaba como un hombre solitario, obsesivo y
neurótico, tratando siempre de liberarse de la opresión de Tyrannosaurus rex, la bestia
grande y cruel, su padre. Pero Darwin iba a sacudir el mundo y para ello necesitaba una
plataforma personal estable en la que sostenerse. Ahora mi imagen de él es la de una
persona firme, serena y alegre».

A Darwin le encantaría saber que se le honra no sólo como el gran impulsor de la


idea de la evolución, sino por haber encontrado la llave que permite entenderla, que no
es otra que la selección natural. El 9 de mayo de 1863, Darwin replicaba en la revista
Athenaeum a alguien que le acusaba de atribuirse todo el mérito de la teoría de la
evolución, ignorando a los anteriores evolucionistas:

Que el naturalista crea en las teorías de Lamarck, de Geoffroy St. Hilaire, del autor de
los Vestiges [Robert Chambers, quien sólo se manifestó como autor en la 12. a edición,
póstuma, de 1884], de Wallace y mía, o en cualquier otra teoría, significa poquísimo en
relación con el reconocimiento de que las especies se han originado de otras especies, y
no fueron creadas inmutables, porque el que admite esto como una gran verdad tiene
un amplio campo abierto ante sí para seguir investigando. Sin embargo, por lo que
deduzco del desarrollo de la opinión en el Continente y en este país, creo que la teoría
de la selección natural se impondrá finalmente, sin duda con muchas modificaciones
secundarias y con muchas reformas.

Y es que el profesor, como el propio Darwin, está convencido de que es mucho lo


que queda por averiguar en relación con la Historia de la Vida y de los procesos
biológicos y geológicos, así como de las contingencias históricas que han intervenido.
Por tanto, se felicita de que siglo y medio después de que Darwin abriera la puerta, los
naturalistas puedan seguir buscando su camino en el «amplio campo abierto ante sí
para seguir investigando» y también se alegra de que la selección natural se haya
impuesto como explicación de la adaptación. La contingencia (las circunstancias, «las
cosas que pasan») ha tenido gran protagonismo en la Historia de la Vida, ¿quién lo
duda?, y muchas maravillas biológicas han sido destruidas por catástrofes, pero lo que
más le preocupaba a Darwin era cómo habían sido creadas, una y otra vez, tantas
maravillas[30].

Figura 81. Charle Darwin.

Las «muchas modificaciones secundarias» y las «muchas reformas» de la teoría


darwinista de las que les habla el profesor no impiden que cuando los alumnos le piden
que aclare cuál es su posición en estos debates, y manifieste cómo se definiría a sí
mismo, responda con toda energía: ¡DARWINISTA!
BREVE RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

Mencionaré tan, sólo en este breve apartado algunas obras relevantes aparecidas
recientemente en lengua española en relación con lo que los anglosajones han llamado
la «industria de Darwin», sin pretender ser exhaustivo, ni abarcar la teoría evolutiva en
general (y sin incluir los libros que ya han sido citados en el texto).

—La Institución Libre de Enseñaza ha dedicado a Darwin un número extraordinario de


su boletín (octubre 2008, n.º 70-71) que realmente es extraordinario, con artículos
espléndidos y muy útiles de J. M. Sánchez Ron, F. Blázquez Paniagua, M. Domínguez,
F. Pardos, C. J. Cela Conde, F. Pelayo, A. Girón Sierra, T. F. Glick, A. Gomis, J. Ordóñez
y A. García-Bellido. Incluye además un trabajo ya clásico (de 1976) de Julio Caro Baroja.

—El CSIC (Biblioteca Darwiniana) ha publicado La variación de los animales y plantas bajo
domesticación, La estructura y distribución de los arrecifes de coral (traducción e introducción
de A. García González, en ambos casos), y Plantas insectívoras (traducción e introducción
de S. Pinar de la 1.a edición de John Murray, de 1875).

—La editorial Laetoli, en su colección «Biblioteca Darwin», que dirige M. Domínguez,


ha traducido las obras de Darwin La fecundación de las orquídeas (por C. Pastor), Plantas
carnívoras (traducción e introducción por J. Ros de la 2,ª edición, de 1893) y Autobiografía
(por J. L., Gil).

—Para quien desee conocer todas las versiones en español de las obras de Darwin
anteriores a las últimas traducciones, puede consultar el exhaustivo libro de A. Gomis y
J. Llosa, Bibliografía crítica ilustrada de las obras de Darwin en España (1857-2005), CSIC.

—Tusquets, en su colección Meta Breves, ha publicado un ilustrado Darwin, la historia de


un hombre extraordinario, de Tim M. Berra.

—La benemérita editorial Nivola, que tanto hace por dar a conocer la historia de la
ciencia en general, y de la española en particular, ofrece excelentes biografías de Darwin
(por F. Pelayo), Wallace (J. Fonfría) y Lyell (C. Virgili).

—El maestro de historiadores de la ciencia españoles J. M. López Piñero ha escrito una


biografía de Darwin (titulada así, Charles R. Darwin) que ha publicado la editorial de la
Universidad de Valencia.
—La misma editorial universitaria ha hecho el gran servicio de verter al español los dos
tomos (El viaje y El poder del lugar) de la imprescindible biografía de Janet Browne sobre
el genio inglés. De Browne es asimismo La historia del origen de las especies, que ha
traducido Debate. Esta gran conocedora del personaje también es autora, junto con A.
Desmond y J. Moore, de la más concisa biografía Charles Darwin, publicada en español
por Herder, editorial que ha publicado igualmente la Darwinización del mundo, de Carlos
Castrodeza.

—En España hay una sociedad de Biología Evolutiva muy activa y de gran nivel
científico, con una revista electrónica y una página web muy digna de ser visitada:
www.sesbe.org. Además, la SESBE ha publicado Los retos actuales del darwinismo. ¿Una
teoría en crisis?, de Juan Moreno.

—J. L. Riera y F. Pardos han editado un libro muy necesario: La teoría de la evolución de
las especies. Charles Darwin y A. R. Wallace, editorial Crítica. Los documentos que se
traducen en este libro, en torno a la presentación conjunta de la selección natural por
Wallace y Darwin, no pueden ser más valiosos.

—Un libro muy bello que ya tiene más tiempo (pues data de 1997) es la Autobiografía y
cortas escogidas (selección de Francia Darwin), de Alianza Editorial, con prólogo de E J.
Ayala; y con edición, traducción de los pasajes censurados por E Darwin, álbum y notas
de J. M. Sánchez Ron. En 1999, Cambridge University Press publicó en español las
Cartas de Darwin (1825-1859), en edición de Frederick Burkhardt (traducción de A. M.
Rubio Diez), con un estupendo prólogo de Stephen J. Gould.

—La editorial Katz ha traducido los libros Charles Darwin, del importante filósofo de la
evolución Michael Ruse, y Darwin. El descubrimiento del árbol de la vida, de Niles
Eldredge (autor con S. J. Gould de la teoría del equilibrio puntuado). Esta editorial tiene
en su catálogo otras obras muy interesantes de temática evolucionista: Por qué es única la
biología, de Ernst Mayr, El legado de Darwin, de John Dupré, y Qué es el altruismo, de Lee
Alan Dugatkin. El último título es un absorbente relato de cómo se fueron descubriendo
las bases biológicas de la conducta, en el que el biólogo William David Hamilton es el
héroe principal.

—De redacción más popular, hay tres libros que se centran en la vida de Darwin y su
relación con el bipolar capitán FitzRoy, deteniéndose especialmente en el viaje del
Beagle: Darwin contra FitzRoy, de Peter Nichols (Temas de Hoy), Hacia los confines el
mundo, de Harry Thompson (Salamandra), que adopta forma de novela y por eso se
permite algunas licencias en el tratamiento de los datos históricos, FitzRoy. Capitán del
Beagle, de John y Mary Gribbin (Juventud).
—Más imaginativa es la novela El secreto de Darwin, de John Darnton (Planeta).

—Un libro clásico sobre el viaje del Beagle es el de Alan Moorehead: Darwin. La
expedición del Beagle (1831-1836). Publicado en castellano primero por Serbal y más
recientemente por Aguazul.

—Otros libros a considerar son: Las musas de Darwin, de José Sarukhán (Fondo de
Cultura Económica); El remiso Mr. Darwin, de D. Quammen (Antoni Bosch Editor); La
caja de Annie: Darwin y familia, de Randal Keynes (Debate); Deconstruyendo a Darwin. Los
enigmas de la evolución a la luz de la nueva genética, de Javier Sampedro (Crítica), sobre el
pasado y presente de la biología evolutiva; y El pico del pinzón. Una historia de la evolución
en nuestros días, de Jonathan Weiner (Galaxia Gutenberg), que trata de las
investigaciones de los Grant en las Galápagos y recibió el Premio Pulitzer.

—Finalmente, el gran biólogo evolucionista Francisco J. Ayala ha escrito un libro cuyo


título lo dice todo: Darwin y el diseño inteligente. Creacionismo, cristianismo y evolución.
(Alianza Editorial).

—En el último minuto descubro que el libro de Gwen Raverat ha sido publicado en
español con el título Un retrato de época por Siglo XXI de España Editores.
RELACIÓN DE ILUSTRACIONES(17)
Figura 1. Darwin, and after Darwin de G. J. Romanes, 1897.

5. Man’s place in nature. T. H. Huxley.

Mapa 1. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.

6. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.

7. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.

11. Kunstformen der Natur. E. Haeckel, 1904.

13. El origen del hombre, C. Darwin.

14. Principios de Geología. C. Lyell.


Mapa 2. Diario, C. Darwin.

20. Diario, C. Darwin.

21. La creación. Historia Natural, J. Villanova y Piera. 1873.

22. La creación. Historia Natural, J. Villanova y Piera. 1873.

23. Diario, C. Darwin.

24. Diario, C. Darwin.

25. La creación. Historia Natural, J. Villanova y Piera. 1873.


26. Las razas humanas, F. Ratzel. 1889.

27. Historia Natural. Antropología, P. Topinard. 1891.

28. Las razas humanas, F. Ratzel. 1889.

29. Las razas humanas, F. Ratzel. 1889.

31. Diario, C. Darwin.

32. Diario, C. Darwin.

33. The Graphic, 1891.


34. Diario, C. Darwin.

35. Kunstformen der Natur. E. Haeckel, 1904.

36. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.

37. El origen del hombre, C. Darwin.

38. Man’s place in nature. T. H. Huxley.

40. La creación. Historia Natural, J. Villanova y Piera. 1873.

42. Darwin, and after Darwin de G. J. Romanes, 1897.

43. Darwin, and after Darwin de G. J. Romanes, 1897.


44. Darwin, and after Darwin. G. J. Romanes, 1897.

45. El origen del hombre, C. Darwin.

46. Darwin, and after Darwin. G. J. Romanes, 1897.

49. Historia Natural. Zoología. C. Claus. 1892.

50. El origen del hombre, C. Darwin.

51. El origen del hombre, C. Darwin.

53. Darwin, and after Darwin de G. J. Romanes, 1897.


54. Historia Natural. Botánica. Odón de Buen. 1891.

55. Historia Natural. Botánica. Odón de Buen. 1891.

56. Historia Natural. Botánica. Odón de Buen. 1891.

57. El origen del hombre, C. Darwin.

58. Darwin, and after Darwin. G. J. Romanes, 1897.

59. Historia Natural. Antropología, P. Topinard. 1891.

60. Historia Natural. Antropología, P. Topinard. 1891.


61. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.

62. Historia Natural. Antropología, P. Topinard. 1891.

63. El origen del hombre, C. Darwin.

68. The Graphic, 1891.

69. El origen del hombre, C. Darwin.

71. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.

72. Darwin, and after Darwin. G. J. Romanes, 1897.

74. Dibujo de E. Haeckel, reproducido en Darwin, and after Darwin. G. J. Romanes, 1897.
75. Diario, C. Darwin.

76. The expression of emotions, C. Darwin.

77. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.

78. El origen del hombre. C. Darwin.

79. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.

80. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.


JUAN LUIS ARSUAGA FERRERAS (Madrid, España, 1954). Paleoantropólogo y doctor
en Ciencias Biológicas por la Universidad Complutense de Madrid. Autor de los
ensayos La especie elegida, El collar del Neandertal y El enigma de la esfinge con los que
obtuvo un gran éxito y que escribió después de llevar casi una década co-dirigiendo las
excavaciones en la sierra de Atapuerca (Burgos). Sus éxitos en los hallazgos
prehistóricos le valieron, junto a los otros dos científicos que están al frente de los
yacimientos, el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica
otorgado en 1997. De la misma forma, ha visto como sus trabajos en las sierras
burgalesas se han visto recompensados al ser declarados por la UNESCO Patrimonio de
la Humanidad los yacimientos y su entorno.

En los últimos años Juan Luis Arsuaga ha participado en numerosos congresos


internacionales, concedido innumerables entrevistas para dar a conocer los éxitos
obtenidos en las tierras de Atapuerca y se ha convertido en un gran embajador del
grupo de investigadores españoles que siguen trabajando en las excavaciones. Sin
abandonar su trabajo como paleoantropólogo, Juan Luis Arsuaga ha sido capaz de
compaginar sus largas horas de exposición al sol en cualquiera de los puntos calientes
de Atapuerca con la elaboración de su primera novela, fruto de sus años de experiencia
y trabajo.
NOTAS

[1] En una página del cuaderno B, Darwin muestra un gráfico de las relaciones
evolutivas entre un antepasado (1) y sus trece especies descendientes vivas (que
distingue con una línea cruzada al final); éstas se agrupan en cuatro géneros: A, B, C y
D. Otras doce especies (descendientes también de 1) se han extinguido (sus líneas no
están rematadas en el dibujo), creando un hiato entre el grupo A y los demás.

Encima del árbol, Darwin escribe «Yo pienso» y debajo:

Por lo tanto, entre A & B un inmenso vacío de parentesco. C & B la gradación más fina,
B & D distinción bastante más grande. Así se formarían los géneros, teniendo relación
[página siguiente] con tipos antiguos, con varias formas extinguidas, ya que si cada
especie ancestral (1) es capaz de producir trece formas recientes, doce de las
contemporáneas tienen que no haber dejado descendencia, para mantener el número de
especies constante.

A la derecha del árbol, y dentro de dos círculos, se puede leer:

Puede darse el caso de que una generación de entonces tuviera tantos vivientes como
ahora [círculo exterior]. Para eso y con varias especies en el mismo género (como pasa)
hace falta extinción [círculo interior].

Darwin estaba preocupado por cómo la división sucesiva del árbol de la vida podría
afectar al número total de especies, pero éste no aumentaría si se produjera extinción en
la misma medida. <<

[2] En su segundo año de estancia en Edimburgo, en soledad, porque su hermano se


había marchado, Charles Darwin conoció «a varios jóvenes aficionados a la ciencia
natural». Uno de ellos era un zoólogo escocés, evolucionista y seguidor de Lamarck:

Por último, el doctor Grant, que me llevaba varios años; sin embargo, no puedo
recordar cómo llegué a conocerle; publicó algunos ensayos de primera clase sobre
cuestiones zoológicas, pero después de irse a Londres como Professor del University
College of London [donde fue el primer catedrático de Anatomía comparada] no hizo
nada más en ciencia, algo que siempre me ha resultado inexplicable. Lo conocía bien;
era de maneras secas y formales, con mucho entusiasmo bajo esta corteza. Un día,
mientras paseábamos juntos, expresó abiertamente su gran admiración por Lamarck y
sus opiniones sobre la evolución. Le escuché con silencioso estupor, y, por lo que
recuerdo, sin que produjera ningún efecto sobre mis ideas.

Sin embargo, cuando Darwin escribió para la tercera edición de El origen de las especies
un resumen histórico de las ideas sobre el tema anteriores a la primera edición de su
libro, Robert Edmond Grant (1793) aparece recordado por sus obras de 1826 y 1834, en
las que según Darwin, Grant «manifiesta claramente su creencia de que las especies
descienden de otras especies y se perfeccionan en el transcurso de la modificación». <<

[3] El alojamiento de Darwin en el college era de la clase más alta y más cara. Aunque
de familia muy liberal en política, el joven caballero Charles Darwin vivió en
Cambridge como lo que aquí llamaríamos un señorito de provincias. <<

[4] En el segundo volumen de los tres que se publicaron sobre las expediciones del
Beagle a Sudamérica, aquel que escribió FitzRoy en exclusiva, éste habla sobre Darwin
en el capítulo II. Explica cómo le pidió al hidrógrafo del Almirantazgo, capitán
Beaufort, permiso para llevar a una «persona científica y de buena educación». Beaufort
aprobó la sugerencia y escribió al profesor Peacock de Cambridge, quien lo consultó con
el profesor Henslow, y éste a su vez «nombró a Mr. Charles Darwin, nieto del poeta Dr.
Darwin, un joven prometedor, extremadamente aficionado a la Geología y a todas las
ramas de la historia natural». Darwin puso como únicas condiciones que pudiera
abandonar el Beagle y dejar la expedición cuando lo considerase oportuno y que
pagaría una cantidad justa por compartir mesa con FitzRoy.

Darwin no fue el candidato inmediato. Peacock le sugirió a Henslow que le ofreciese el


puesto a Leonard Jenyns, que renunció porque sus circunstancias personales no le
permitían un viaje de años de duración. Parece ser que el mismo Henslow sopesó la
posibilidad de ser él el acompañante pero también tuvo que renunciar. Fue así como
después de esos descartes llegó a pensar en Darwin, de buena posición social, sin
ataduras familiares, buen observador y aunque su formación como naturalista fuese
insuficiente, sería un buen recolector de especímenes para los especialistas. Se dice
también que FitzRoy tuvo otro candidato.

Darwin puso otra condición muy importante: ser el propietario de todo el material que
recolectase. <<

[5] Se ha discutido mucho acerca de quién era el naturalista oficial del Beagle, y si no le
correspondería el cargo más bien al cirujano de a bordo (Robert McKormick, que
abandonó el buque en abril de 1832, en Río de Janeiro). Por tanto, Darwin sería tan sólo
un caballero acompañante del capitán con aficiones naturalistas (como el mismo
FitzRoy y algunos oficiales del buque). S. J. Gould, por ejemplo, era de esa opinión:
«Ningún documento identifica específicamente a McKormick como naturalista oficial,
pero la evidencia circunstancial es abrumadora. La Marina Británica de la época tenía
una bien establecida tradición de cirujanos-naturalistas, y McKormick se había
preparado a sí mismo deliberadamente para tal papel» (Desde Darwin). Pero veamos.

Entre 1838 y 1843, Darwin editó y supervisó la Zoología del viaje del H. M. S. Beagle
bajo el mando del capitán FitzRoy, durante los años 1832 a 1836, publicada con la
aprobación de los Lores Comisionados del Tesoro de Su Majestad [Hacienda], editada y
dirigida por Charles Darwin, naturalista de la expedición. Por lo tanto, Darwin tenía un
título oficial, reconocido por el Almirantazgo, y una carrera por delante, que no era ya
la de clérigo, sino la de naturalista.

En la Zoología se estudiaban los miles ejemplares de vertebrados actuales y fósiles


recogidos por Darwin. Para costear esa magna obra consiguió una subvención pública
de 1000 libras y les encomendó los trabajos a cinco especialistas: Richard Owen se
ocupó de los mamíferos fósiles; George Robert Waterhouse, de los actuales; John Gould,
de las aves (este ornitólogo pintó también cincuenta espléndidas láminas a color, pero
se fue de expedición a Australia antes de terminar el texto, que fue completado por
George Robert Gray y el propio Darwin); Leonard Jenyns estudió los peces, y Thomas
Bell, los reptiles. No hay sección de invertebrados, pero más adelante Darwin escribiría
extensamente sobre un grupo de ellos, los cirrípedos. Las láminas de reptiles y peces
fueron realizadas por el artista Benjamín Waterhouse Hawkins. La Zoología es un gran
tratado en cinco tomos (o 19 folletos) magníficamente ilustrados, con un total de 166
láminas.

El reverendo Leonard Jenyns, el científico que se ocupó de los peces, había sido
propuesto en primer lugar por George Peacock a Beaufort para viajar en el Beagle, pero
no quiso abandonar su parroquia y además su salud no era buena. En su diario escribe
(en 1831); «Este año recibí el ofrecimiento de acompañar al capitán FitzRoy como
naturalista en el Beagle, en su viaje de exploración de las costas de Sudamérica, para dar
luego la vuelta al mundo; decliné el nombramiento, que recayó en Charles Darwin Esq.
del Christ’s College de Cambridge, nieto del celebrado Erasmus Darwin, autor del
Botanic Garden».

Son, pues, tres los argumentos a favor de que Darwin era el naturalista del Beagle: 1)
FitzRoy lo describe en la lista de tripulantes como «extremadamente aficionado a la
Geología y a todas las ramas de la historia natural», 2) figura como naturalista de la
expedición (aunque eso sí, a posteriori) en la Zoología del viaje, y 3) acabamos de ver
que el puesto que Jenyns (un naturalista indisputable) entendió en 1831 que se le ofrecía
era precisamente el de naturalista en el Beagle. La última prueba me parece definitiva.
<<

[6]

«Llevando mucha vela, si por un chubasco repentino, correrse la estiba etc., un buque
diese a la banda, el método de adrizarlo sin cortar los palos (lo que debe evitarse
siempre que se pueda), es por medio de una guindaleza, amarrando en su chicote
alguna pieza de la madera de respeto, como verga de juanete, botalón o alguna percha,
o con boyas grandes, como perchas de respeto, gallineros, etc., que se echan afuera por
una de las portas de la aleta de sotavento, como se ha dicho en la virada por redondo a
palo seco».

Los «bergantines ataúd» de la clase Cherokee tenían cierta tendencia a acostarse sobre la
manga, con grave peligro de hundirse. Casi le ocurrió eso al jovencísimo capitán
FitzRoy el 30 de enero de 1829 al poco de asumir el mando del Beagle, en la primera
expedición a América. Cuando se acercaba a Maldonado (Uruguay), una tormenta de
brusca aparición, con fortísimo viento procedente de tierra (un «pampero») lo zarandeó
y escoró peligrosamente, y se perdieron dos hombres. Un mal comienzo sin duda para
tan prometedora carrera de marino. En el segundo viaje del Beagle, y yendo Darwin a
bordo, sufrieron el 13 de enero 1833 un terrible temporal en el cabo de Hornos. Tres olas
monstruosas golpearon el buque. La tercera lo tumbó sobre la banda de estribor. La
cubierta se llenó de agua. La tripulación aguardó con la respiración contenida el cuarto
golpe de mar, que irremisiblemente volcaría el Beagle y lo mandaría al fondo del
océano. Pero esa cuarta ola nunca llegó y el Beagle se enderezó, con lo que Darwin no
murió ahogado aquel día.

Los jóvenes oficiales y guardiamarinas del Beagle consultarían el libro The young sea
officer’s sheet anchor or a key to the leading of rigging and topractical seamanship
(1808), de Darcy Lever, que el capitán de navío D. Baltasar Vallarino tradujo en 1842 con
el título de Arte de aparejar y maniobras de los buques. La ilustración que reproduzco y
el texto citado son de esta obra, de la que han hecho facsímil las Librerías París-
Valencia.

Darcy Lever explica la razón de su libro: «Las más de las veces el oficial joven no
pregunta, por la vergüenza de manifestar su ignorancia; una obra de esta clase que
puede consultarse privadamente evita tal embarazo». Curiosamente, Darcy Lever no
era marino y el libro, que se convirtió en un clásico de la navegación a vela, se basa en
sus propias investigaciones y en las entrevistas que hizo a los auténticos lobos de mar.
<<

[7] Darwin cita a Agassiz en El origen del hombre entre los autores que han reconocido
múltiples especies humanas, ocho en su caso (no demasiadas, en la lista los hay con
muchas más, ¡hasta con 63 especies humanas!). Pero para Darwin el estatus taxonómico
de las poblaciones humanas bien diferenciadas (razas, subespecies o especies) no es
importante, sino el hecho de que haya una gradación completa entre unas y otras (sin
considerar a los mestizos). Eso le demuestra que proceden de un tronco común,
exactamente como las razas de animales domésticos, con la excepción del perro, que él
pensaba (erróneamente, por lo que sabemos ahora gracias a la genética) que había sido
domesticado más de una vez a partir de diferentes especies animales: «Con el hombre
no cabe esa cuestión, porque no se puede decir que haya sido domesticado en ninguna
época particular».

No hay duda, por otro lado, de que Darwin sabía muy bien que el poligenismo de
Agassiz tenía implicaciones políticas. En carta a W. D. Fox de 4 de septiembre de 1850,
comenta:

Me pregunto si las dudas planteadas sobre las distinciones específicas de las razas
humanas son una reflexión derivada de las clases de Agassiz en los Estados Unidos, en
las que ha estado manteniendo la doctrina de la existencia de varias especies, para gran
alivio, supongo, de los dueños de esclavos del Sur.

Darwin era antiesclavista militante tanto por convicción como por tradición familiar. <<

[8] En octubre de 2007 R. B. Firestone y otros autores propusieron una nueva


explicación para la extinción de la megafauna norteamericana. Se ha reconocido en
medio centenar de yacimientos arqueológicos una capa negra rica en carbón datada en
12 900 años, que parece coetánea con el súbito y breve enfriamiento general o pico
glaciar que se llama técnicamente Younger Dryas. Los restos de grandes mamíferos
extinguidos se encuentran siempre por debajo de esta capa, no en ella ni por encima,
junto con instrumentos de piedra del tecno-complejo Clovis. Sobre otros yacimientos de
la misma «cultura» se encuentran en el sedimento indicios químicos y minerales de
impactos de meteoritos. Los autores del trabajo citado sostienen que uno o más grandes
objetos extraterrestres impactaron con Norteamérica hace 12 900 años, produciendo
grandes incendios y luego un recrudecimiento glaciar. Todos estos cambios ambientales
habrían desestabilizado los ecosistemas, reducido la biomasa vegetal disponible para
los animales y acabado con los perezosos gigantes, mamuts, mastodontes, camellos e
incluso caballos, además de otros mamíferos más pequeños y aves. La «cultura» Clovis
también habría desaparecido a causa de esta catástrofe y los humanos habrían tenido
que adaptarse a los nuevos tiempos con nuevas tecnologías y economías. <<

[9] En el llamado Diario del Beagle, que iba escribiendo Darwin cuando tenía tiempo en
el buque o estaba asentado en una casa en tierra (en sus excursiones llevaba otros
cuadernos de bolsillo para notas más rápidas), se menciona el descubrimiento de
conchas y grandes huesos en Punta Alta el 22 de septiembre de 1832. Al día siguiente se
puso manos a la obra: «Caminé a Punta Alta para buscar fósiles, y para mi alegría
encontré la cabeza de un gran animal metida en roca blanda. Me llevó tres horas
sacarlo. Hasta donde puedo juzgar, es pariente del rinoceronte».

Pero nunca hubo rinocerontes en Sudamérica. Darwin no era entonces precisamente un


experto en huesos de mamíferos. El 8 de octubre siguiente escribe en el Diario del
Beagle:

Después de desayunar caminé a Punta Alta, el mismo lugar donde había hallado antes
fósiles. Encontré una mandíbula con un diente; por éste descubrí que pertenece al gran
animal antediluviano Megatherium. Esto es particularmente interesante porque los
únicos especímenes en Europa están en la colección real de Madrid, donde para los
propósitos de la ciencia están casi tan escondidos como si permaneciesen en su roca
original.

En carta a Henslow de 24 de noviembre le informa de los importantes descubrimientos


de Punta Alta que habían tenido lugar en septiembre y octubre:

2.º La mandíbula superior y la cabeza de algún animal muy grande, con cuatro molares
superficiales cuadrados. Y la cabeza muy prolongada hacia delante. Al principio pensé
que pertenecían o bien al Megalonyx o bien al Megatherium. Como confirmación de
esto, en la misma formación encontré una gran superficie de placas poligonales óseas
que “observaciones posteriores” (¿cuáles son?) demuestran que pertenecen al
Megatherium. Inmediatamente después de verlas pensé que podían pertenecer a un
enorme armadillo, una especie viviente de cuyo género hay tanta abundancia aquí.

Cuando descubrió y excavó el yacimiento de Punta Alta, Darwin conocía, gracias a una
publicación de Cuvier sobre el ejemplar de Madrid, la existencia del Megatherium
americanum, pero pensaba que tenía una coraza de placas óseas como la de los
armadillos vivientes. Fue Richard Owen quien puso orden en los fósiles de Punta Alta,
identificando desdentados fósiles gigantes con coraza ósea (del grupo de los
gliptodontes) o sin ella (del grupo de los megaterios), y otras grandes especies de
mamíferos desaparecidas no pertenecientes al orden de los desdentados, como el
Toxodon.

Sobre el megaterio de Madrid hay un libro magnífico de José María López Piñero y
Thomas F. Glick (El megaterio de Bru y el presidente Jefferson). El yacimiento de Punta
Alta fue cubierto por la construcción de una base naval. <<

[10] En la segunda edición, la de 1845, se invierte el orden de las palabras Natural


History (que pasa delante) y Geology (que ahora aparece detrás). <<

[11] Seis años después de que navegara Darwin por las Galápagos surcó también sus
aguas Herman Melville (1819), el célebre autor de Moby Dick, aunque probablemente
no puso pie en ellas. Melville se había enrolado en 1841 en el ballenero Acushnet.
Escribió sobre las Galápagos en The Encantadas or Enchanted Isles. <<

[12] No se esperaba Darwin la dura competencia francesa, como queda de manifiesto en


una carta a Henslow de 24 de noviembre de 1832:

Debo lanzar aún una queja más por la mala suerte de que el gobierno francés haya
enviado a uno de sus recolectores [D’Orbigny] al río Negro, donde ha estado trabajando
durante los últimos seis meses y ahora va a dar la vuelta al cabo. Ahí pues, y de un
modo egoísta, tengo mucho miedo de que consiga lo mejor y más selecto de todas las
buenas cosas antes que yo. <<

[13] John van Wyhe, en su libro (maravillosamente ilustrado) Darwin, no le concede


demasiada importancia a las palabras «las especies no son (es como confesar un
asesinato) inmutables», y las interpreta como una muestra del humor típico de Darwin,
ya que en otras cartas utiliza expresiones similares en broma. Es evidente, por otro lado,
que Darwin confesó el asesinato en cuestión a mucha gente a lo largo de los años. En
todo caso, merece la pena citar un fragmento más amplio de la carta a Hooker de 11 de
enero de 1844, porque en ella cuenta cómo fueron tomando forma sus ideas evolutivas,
y al mismo tiempo expresa su radical disconformidad con las nociones de progreso de
Lamarck y con su mecanismo de cambio evolutivo (aunque aún no menciona la
selección natural):

Me impresionó tanto la distribución de los organismos de las Galápagos, etc., etc., y el


carácter de los mamíferos fósiles de América, etc., etc., que decidí coleccionar
ciegamente cualquier tipo de hecho que pudiera tener que ver de alguna forma con lo
que son las especies. He leído muchísimos libros de agricultura y horticultura, y no he
dejado de recoger hechos; por fin ha surgido un rayo de luz, y estoy casi convencido
(totalmente al contrario de la opinión de la que partí) de que las especies no son (es
como confesar un asesinato) inmutables. El Cielo me proteja de la tontería de Lamarck
de una “tendencia a la progresión”, “adaptaciones de la lenta voluntad de los
animales”, etc., pero las conclusiones a las que he llegado no son muy diferentes de las
suyas, aunque sí lo son por completo los instrumentos del cambio. Creo que he
descubierto (¡esto es presunción!) la simple forma por medio de la cual las especies
devienen exquisitamente adaptadas a varios fines. <<

[14] A Charles Darwin su padre le había aconsejado que mantuviera ocultos a su futura
mujer sus problemas de fe, tal como cuenta en su Autobiografía. El doctor Robert
Darwin pensaba que el escepticismo religioso era cosa de hombres:

Antes de comprometerme en matrimonio, mi padre me aconsejó que ocultase


cuidadosamente mis dudas, porque decía que había conocido grandes desgracias
provocadas por ellas entre personas casadas. Las cosas iban muy bien hasta que la
esposa o el marido enfermaban, y entonces algunas mujeres sufrían indeciblemente al
dudar de la salvación de sus esposos, haciéndolos sufrir también a ellos. Mi padre
añadió que durante toda su larga vida sólo había conocido tres mujeres escépticas; y
debe recordarse que él conocía una multitud de personas y poseía la extraordinaria
virtud de granjearse la confianza ajena.

Pero parece que Charles no hizo caso del consejo paterno, porque en una carta de 21-22
de noviembre de 1838, su entonces prometida Emma Wedgwood le agradece que le
haya abierto su corazón y no le oculte sus opiniones por el temor a hacerle daño, y
además le recomienda una lectura del Nuevo Testamento. Expresa el temor de que sus
opiniones sobre «el tema más importante» difieran ampliamente:

Quizá es una tontería decir todo esto, pero mi querido Charley, ahora nos pertenecemos
el uno al otro y no puedo evitar ser abierta contigo. ¿Me harías un favor? Sí, estoy
seguro de que lo harás, se trata de que leas el sermón de despedida de nuestro Salvador
a sus discípulos que comienza al final del capítulo 13 de Juan. Está tan lleno de amor
hacia ellos y de devoción y de todo sentimiento bello. Es la parte del Nuevo Testamento
que más me gusta.

Y en una carta escrita hacia noviembre de 1839, Emma se muestra preocupada por que
Charles tome el mismo sendero de la duda por el que ya transita su hermano Erasmus
(«de cuyo entendimiento tienes tan alta opinión»). Parece, por tanto, que Charles le
manifestaba francamente sus dudas a Emma, y que ésta trataba delicadamente de
disiparlas. Le dice Emma en la carta:
No creas que no es asunto mío y que no significa mucho para mí. Todo lo que te afecta a
ti me afecta a mí y sería la más desdichada si pensara que no nos pertenecemos el uno al
otro para siempre. <<

[15] En julio de 1836, muchos meses después de abandonar las Galápagos, Darwin
escribió unos párrafos, en su cuaderno de notas de ornitología, que parecen traslucir un
atisbo de duda sobre la fijeza de las especies:

Si hubiera la más ligera base para estas observaciones, merecería la pena examinar la
zoología del archipiélago, porque tales hechos minarían la estabilidad de las especies.

Se refiere a que hay sinsontes (o pájaros mimo) ligeramente diferentes en estructura,


pero que ocupan el mismo nicho o lugar en la naturaleza, en islas distintas, y que él
sospecha que sólo son variedades de una misma especie. Supongo que Darwin se
preguntaría si la especie se está dividiendo. En Londres, el ornitólogo Gould le
explicaría que se trataba de especies ya separadas de sinsontes.

También hay un pasaje de la primera edición de 1839 del Diario del viaje (en la entrada
del día 23 de marzo de 1835) que resulta intrigante. ¿Rumiaba Darwin el problema de la
inmutabilidad de las especies y su relación con los cambios geológicos cuando cruzaba
los Andes desde Chile hacia Argentina, y luego en el camino de vuelta?

Me sorprendió mucho la marcada diferencia entre la vegetación de estos valles


orientales y la del lado opuesto. Sin embargo, el clima, así como el tipo de suelo, es casi
idéntico, y la diferencia de longitud insignificante. La misma observación se puede
aplicar a los cuadrúpedos, y en un grado menor a los pájaros e insectos. Debemos
exceptuar ciertas especies que habitual u ocasionalmente frecuentan montañas
elevadas; y en el caso de las aves, ciertas clases que tienen una distribución que llega tan
al sur como el estrecho de Magallanes. Este hecho [la diferencia biológica entre los dos
lados] está en perfecta sintonía con la historia geológica de los Andes, puesto que estas
montañas existen como una gran barrera desde un periodo tan remoto que todas las
razas de animales deben haber desaparecido posteriormente de la faz de la tierra. En
consecuencia, salvo que supongamos que las mismas especies han sido creadas en dos
regiones diferentes, no debemos esperar una semejanza más estrecha entre los seres
orgánicos en los dos lados de los Andes que en orillas separadas por un ancho brazo de
mar. En ambos casos debemos dejar al margen aquellas clases que han sido capaces de
cruzar la barrera, bien sea de agua salada o de sólida roca.

Y en la última palabra del párrafo hay una llamada a una nota de pie de página que da
todavía más que pensar:
Esto es meramente una ilustración de las admirables leyes sentadas por Mr. Lyell sobre
la influencia de los cambios geológicos sobre la distribución geográfica de los animales.
Todo el razonamiento, por supuesto, se funda en la aceptación de la inmutabilidad de
las especies. De otro modo, los cambios podrían ser considerados como inducidos por
circunstancias diferentes en las dos regiones a lo largo del tiempo.

No sé en qué momento escribió la nota Darwin, pero es seguro que cuando se publicó
en 1839 el Diario del viaje, Darwin ya había averiguado que las especies no eran
inmutables, y lo que es aún más importante, también había descubierto (leyendo a
Malthus) por qué.

Según Francis Darwin (The life and letters of Charles Darwin, including an
autobiographical chapter, en el volumen 2, pág. 2, edición de 1897), su padre terminó de
redactar el Journal un año antes de la lectura de Malthus:

He has mentioned in the Autobiography (p. 83), that it was not until he read Malthus
that he got a clear view of the potency of natural selection. This was in 1838 —a year
after he finished the first edition (it was not published until 1839), and seven years
before the second edition was written (1845).

Según R. B. Freeman 97, (The works of Charles Darwin: an annotated bibliographical


handlist, pág. 31) el trabajo estuvo acabado en junio de 1837 y fue impresa a principios
de 1838. El prefacio se añadió después donde habla de un retraso inevitable (porque
FitzRoy no terminó hasta entonces la redacción del resto de la Narrative) (Nota del
editor digital). <<

[16] Robert Malthus había sido también alumno de Cambridge, pero en el Jesus College.
La primera edición (1798) del Ensayo sobre el principio de la población se publicó
anónimamente, y el nombre del autor apareció en la segunda (1803). Extraigo unos
párrafos de su obra para dar una idea de su contenido y de cómo pudo haber influido
en el pensamiento darwinista (y también para ilustrar el pensamiento político de
Malthus: tener muchos hijos no era para él una contribución a la grandeza del país,
como proclamaban otros, sino todo lo contrario):

Creo poder honradamente sentar los dos postulados siguientes: Primero: el alimento es
necesario para la existencia del hombre. Segundo: la pasión entre los sexos es necesaria
y se mantendrá prácticamente en su estado actual.
Pero si bien es verdad que con sus maniobras desleales los ricos contribuyen con
frecuencia a prolongar situaciones particularmente angustiosas para los pobres, no es
menos cierto que ninguna forma posible de sociedad es capaz de evitar la acción casi
constante de la miseria, bien sea sobre una gran parte de la humanidad, en el caso de
existir desigualdad entre los hombres, bien sobre toda ella si todos los hombres fuesen
iguales.

La teoría sobre la cual se asienta la verdad de esta posición me parece tan


extraordinariamente clara que no logro imaginarme que parte de la misma puede ser
refutada.

Que la población no puede aumentar sin que aumenten los medios de subsistencia es
una proposición tan evidente que no requiere demostración.

Que la población aumenta invariablemente cuando dispone de los medios de


subsistencia lo demuestra ampliamente la historia de todos los pueblos que han existido
en la Tierra.

Y que la fuerza superior de crecimiento de la población no puede ser frenada sin


producir miseria o vicio lo atestigua con harta certidumbre la considerable dosis de esos
dos amargos ingredientes en la copa de la vida humana y la persistencia de las causas
físicas que parecen haberlos producido.

Pero a fin de afianzar aún más la validez de estas tres proposiciones, examinemos los
diferentes estados por los que la humanidad ha pasado en su trayectoria histórica.
Pienso que un breve repaso de estos estados bastará para convencernos de que estas
proposiciones son verdades incontrovertibles.

[…]

Yo absuelvo totalmente al señor Pitt de toda siniestra intención al introducir en su


proyecto de ley sobre los pobres la cláusula por la que se conceda un chelín semanal a
los trabajadores por cada hijo que tengan por encima de tres. Confieso que antes de la
presentación de este proyecto al parlamento, e incluso durante un cierto tiempo
después, pensé que esta regulación sería altamente beneficiosa; pero desde entonces he
reflexionado mucho sobre esta cuestión, llegando al convencimiento de que si su
propósito es mejorar la suerte de los pobres, lo que va a conseguir será precisamente lo
contrario de lo que se propone. No observo en esta ley la menor tendencia a
incrementar la producción del país, pero sí a aumentar la población; la consecuencia
necesaria e inevitable no puede ser otra sino la distribución de una misma cantidad de
productos en un mayor número de partes, y, por tanto, que con el trabajo de un día se
comprará una cantidad menor de provisiones y empeorará, por consiguiente, la
situación de los necesitados. <<

[17] En el cuaderno E de notas, Darwin escribe en noviembre de 1838 unas líneas muy
importantes para la Historia, que muestran que ya ha incorporado a su pensamiento
biológico la idea de Malthus y cerrado «su teoría», la de la evolución por medio de la
selección natural:

Tres principios explicarán todo:

Nietos como abuelos.

Tendencia al cambio pequeño (especialmente con cambio físico) [en inglés escrito
especially with physical change, traducido como “especialmente tras cambio físico” en
la versión española de Darwin on Man, de Howard Gruber].

Gran fecundidad en relación con el aporte de los padres. <<

[18] Estoy de acuerdo con E Pardos en que Darwin y Wallace no son coautores de la
idea de la selección natural en el sentido que se da habitualmente a la expresión, es
decir, el de que trabajaran juntos y colaboraran, tal como hicieron Watson y Crick, por
ejemplo, cuando descubrieron la estructura del ADN. Simplemente, Darwin y Wallace
llegaron a la misma conclusión por separado. <<

[19] Pero no debe entenderse que todos los ejemplares fueron adquiridos el mismo día
por el público, que se precipitó sobre la obra en las tiendas, sino que el editor John
Murray los vendió en un solo día a libreros y distribuidores, algo que de todos modos
indica el interés que El origen de las especies suscitaba, y las grandes expectativas de
venta al público. <<

[20] El biólogo inglés Saint George Jackson Mivart (1827) es en cierto modo un
precedente del paleontólogo francés Pierre Teilhard de Chardin, porque ambos
intentaron conciliar la evolución con la fe católica, adoptando posturas que no eran
estrictamente científicas (o, si se prefiere, naturalistas), y a pesar de ello fueron
condenados por la Iglesia. Mivart era evolucionista, pero creía que las leyes naturales
no eran explicación suficiente. Elaboró una lista con las principales objeciones a la teoría
de la selección natural, entre la que destaca una muy utilizada por los antidarwinistas
desde entonces, a saber: qué valor puede tener para el individuo el esbozo (en estado
muy incipiente) de un órgano que sólo muchas generaciones después llegará a ser útil.
¿Cómo llegaron los mamíferos a adquirir por medio de gradaciones infinitesimales las
mamas, y las ballenas sus barbas? ¿De qué les servían los minúsculos rudimentos de
esas estructuras a los primeros mamíferos y ballenas? ¿Y cómo en los peces planos pudo
un ojo cambiar gradualmente de lado para juntarse con el otro ojo? Lo mejor que puede
hacer el lector si quiere encontrar la respuesta a estas preguntas es abalanzarse sobre la
sexta edición de El origen de las especies.

Mivart publicó un libro exponiendo sus ideas titulado The Genesis of Species (1871) y
fue también el autor anónimo de una dura crítica de El origen del hombre en la revista
Quarterly Review en julio de 1871. En un artículo del mismo año, Huxley comparaba el
pensamiento de Mivart y el de Wallace respecto del origen del hombre:

Están tan convencidos [Mivart y Wallace] de la evolución como el mismo Darwin; pero
Wallace niega que el hombre pueda haber evolucionado de una forma inferior por
medio del proceso de selección natural que él mismo [Wallace], con Darwin, sostiene
que ha sido suficiente para la evolución de los animales inferiores al hombre; mientras
Mivart, admitiendo que la selección natural ha sido una de las condiciones de la
evolución de los animales inferiores al hombre, mantiene que la selección natural
puede, incluso en el caso de aquéllos, haber sido suplementada por “alguna otra causa”
—de cuya naturaleza desgraciadamente no nos da ninguna razón [ésta es la idea básica
que sostienen hoy, como si fuera una novedad, los partidarios de la llamada “teoría” del
diseño inteligente, a la que pretenden hacer pasar por ciencia cuando en realidad es
religión]—. Por consiguiente, Mivart es menos darwinista que Wallace porque tiene
menos fe en el poder de la selección natural. Pero es más evolucionista que Wallace,
porque Wallace cree necesario invocar un agente inteligente […] para producir incluso
el cuerpo de un hombre; mientras Mivart no requiere una ayuda divina hasta que se
llega al alma humana.

Mivart sostenía que no había conflicto entre el evolucionismo y la Iglesia católica (él
mismo comprobaría en sus carnes lo equivocado que estaba), porque la Iglesia siempre
había defendido una idea «evolutiva» de la creación, o en otras palabras, una creación
sucesiva y por etapas sin continuas interferencias de Dios una vez que puso en marcha
todo el proceso. Mivart escribe: «El éxito de esta teoría [la evolución] no tiene que
alarmar a nadie porque es, sin ninguna duda, perfectamente congruente con la más
estricta y más ortodoxa teología cristiana».

Pensaba Mivart que una verdadera teoría creacionista no necesita de prodigios y


catástrofes, porque la creación no es una violación milagrosa de las leyes de la
naturaleza, sino la institución misma de esas leyes. Según él, la creación era para los
padres de la Iglesia ley y regularidad, no intervención providencial. Y cita al jesuita
español padre Suárez (1548) como una autoridad indiscutible de la Iglesia católica que
sostenía esas tesis de una Creación derivada. Huxley, intrigado, estudió la
Disputationes metaphsysicae de Francisco Suárez (que, por cierto, leyó en latín), y llegó
a la conclusión de que Suárez creía, por el contrario, en el relato bíblico del Génesis al
pie de la letra. <<

[21] Richard Owen propuso la existencia de tipos estructurales o «arquetipos» para las
grandes categorías de animales, basándose en las estructuras que comparten las
diferentes especies de la misma clase. Podemos imaginar un arquetipo o tipo ideal de
vertebrado, y dentro de este subfilo, un arquetipo para cada una de sus divisiones
principales. Esta idea de los planes corporales, basados en homologías, es muy aguda y
útil, pero ¿a qué se debía la existencia de esos diseños que permitían agrupar las
especies en categorías taxonómicas? ¿Indicaba la descendencia común a partir de un
antepasado compartido? ¿Quería decir que todas las especies que se clasifican juntas
son modificaciones de un patrón ancestral? ¿O los arquetipos sólo reflejan el plan
divino?

En la tercera edición (1861) de El origen de las especies, Darwin añadió un bosquejo


histórico de las ideas relacionadas con la cuestión anteriores a la primera edición, donde
se transcribe esta frase de 1849 de Owen: «La idea arquetípica se materializó con
diversas modificaciones en este planeta mucho antes de la existencia de las especies
animales que ahora la ejemplifican. Sobre a qué leyes naturales o causas secundarias se
debe la sucesión ordenada y progresiva de tales fenómenos orgánicos, lo ignoramos por
ahora». Y Darwin sigue citando otros textos de los que podría deducirse que Owen
admitía la mutabilidad de las especies.

En la cuarta edición, de 1866, Darwin amplió el comentario sobre Owen, que había
declarado ese mismo año ¡que fue él quien primero describió la selección natural, y en
1850! Darwin encontraba totalmente incongruente esa afirmación con las acerbas
críticas que por otro lado Owen le dirigía por sus ideas evolucionistas.

En la quinta edición, de 1869, Darwin se confesaba incapaz de entender el pensamiento


tan absolutamente contradictorio de Owen, y se consolaba al ver que a otros les pasaba
lo mismo. <<

[22] Janet Browne, por su parte, afirma en su biografía de Darwin: «Hay escasas
pruebas de la historia que afirma que Marx le pidió permiso a Darwin para dedicarle
una futura edición de El capital en reconocimiento de la comprensión de la lucha en la
naturaleza por parte del británico. Al contrario, es mucho más probable que fuese
Edgard Aveling quien le preguntase a Darwin si podía dedicarle uno de sus libros, y
que tal solicitud fuese rechazada». <<

[23] En los párrafos de la carta a Haeckel de 8 de octubre de 1864 que se reproducen a


continuación, Darwin expone los hechos que le llevaron al descubrimiento de su teoría
en los mismos términos que en El origen de las especies y en la Autobiografía. No se
olvida del principio de divergencia, al que le concede una importancia secundaria, pero
que de todos modos es el único que cita después de la selección natural. También puede
verse que Darwin no se consideraba un buen naturalista cuando abordó el Beagle y que
sus excavaciones en Punta Alta, Bahía Blanca, resultaron cruciales para su pensamiento
transformista.

Como parece interesado en el origen de El origen y creo que no lo dice como un mero
cumplido, mencionaré varios puntos. Cuando me uní al Beagle como naturalista sabía
poquísimo de Historia Natural, pero trabajé duro. En Sudamérica tres clases de hechos
reclamaron fuertemente mi atención: primero, la forma en que especies estrechamente
relacionadas se sustituyen unas a otras cuando se viaja hacia el sur. Segundo, la gran
afinidad entre las especies que habitan las islas cercanas a Sudamérica con las del
continente. Esto me llamó poderosamente la atención, particularmente la diferencia de
las especies entre islas vecinas del archipiélago de las Galápagos. Tercero, la relación de
los desdentados y roedores vivientes con las especies fósiles. Nunca olvidaré mi
asombro cuando excavé una pieza gigantesca de armadura como la del armadillo
viviente.

Reflexionando sobre estos hechos y recogiendo otros análogos, me pareció probable que
las especies relacionadas descendieran de un antepasado común. Pero durante algunos
años no podía imaginar cómo cada forma se había adaptado de forma tan excelente a
sus hábitos de vida. Empecé entonces a estudiar de modo sistemático las producciones
domésticas y después de un tiempo vi claramente que el poder selectivo del hombre era
el agente más importante. Por haber estudiado los hábitos de los animales estaba
preparado para apreciar la lucha por la existencia y mi trabajo en Geología me dio
alguna idea del tiempo transcurrido. Por consiguiente, cuando se me ocurrió leer
“Malthus sobre la población”, la idea de la selección natural me deslumbró. De todos
los puntos menores el último que aprecié fue la importancia y la causa del principio de
Divergencia. <<

[24] ¿Cómo podía un continente llenarse de formas distintas? ¿Qué mecanismo


producía la diversidad de especies que conviven en un mismo territorio amplio? Antes
de que se le ocurriera el principio de divergencia, Darwin concibió una explicación que
estaba basada en dos clases de fenómenos que había observado durante su Gran Viaje.
Uno era el de la existencia de especies algo distintas en cada una de las islas Galápagos,
que al mismo tiempo se relacionaban con las del continente, de las que no se apartaban
demasiado. El otro fenómeno, este hipotético, era la subsidencia o hundimiento de la
corteza terrestre en determinados lugares, que según Darwin era el origen de los
arrecifes de coral y de los atolones. Combinando ambos hechos se llegaba a una
explicación de la biodiversidad continental. En carta a Hooker de 8 de septiembre de
1844, razona Darwin:

Con respecto a la creación original o a la producción de nuevas formas, he dicho que el


aislamiento parece el elemento principal: por tanto, con respecto a las producciones
terrestres, yo esperaría que una región que hubiera experimentado subsidencia con
mucha frecuencia dentro de los últimos periodos geológicos y se hubiera convertido en
islas, y luego se hubieran vuelto a unir, contuviera la mayoría de las formas.

En cada isla se forman nuevas especies, de momento aisladas, pero que al desaparecer
el mar, empezarían a vivir con las de otras ex islas. A pesar de haber formulado ya su
principio de divergencia, en El origen de las especies Darwin seguía dándole mucha
importancia para explicar la diversidad a ese modelo de una gran área, que aunque hoy
sea geográficamente continua, en el pasado ha sido fragmentada por el mar en varios
ciclos sucesivos de hundimiento y levantamiento. <<

[25] El aislamiento geográfico le parecía a Darwin un factor necesario en la aparición de


nuevas especies si existía una barrera casi infranqueable como era el mar en el caso de
las islas Galápagos. Pero no veía tan claro el papel de la geografía en el tema de las
«producciones» continentales. En una carta escrita siendo ya mayor (1878) a K. Semper
decía:

Hoy dos diferentes tipos de casos, me parece, a saber, aquéllos en los cuales las especies
se modifican lentamente en el mismo país (de los cuales no dudo de que hay
innumerables ejemplos) y aquellos casos en los que una especie se divide en dos, tres o
más nuevas especies; y en el último caso pensaría que una separación casi perfecta
ayudaría mucho en su “especificación”, acuñando un nuevo término […]. Recuerdo
bien que hace tiempo oscilaba mucho; cuando pensaba en la fauna y flora de las islas
Galápagos, estaba completamente a favor del aislamiento, cuando pensaba en
Sudamérica, lo dudaba mucho.

También se puede ver en este párrafo que Darwin creía posible tanto 1) la evolución por
transformación lenta de un linaje a lo largo del tiempo, como 2) la evolución por
división. Es en este último tipo de evolución donde «una separación casi perfecta
ayudaría mucho». <<
[26] St. George Mivart utilizaba los casos de las orquídeas y de las plantas trepadoras
como pruebas en contra de la selección natural, en el sentido de que este mecanismo no
explicaría los comienzos muy incipientes de estructuras que sólo son funcionales
cuando se han modificado mucho. Darwin se esfuerza en demostrar que las estructuras
útiles desarrolladas a impulsos de la selección natural (operando sobre la variación en
animales y plantas) han sido beneficiosas en todos los grados, incluso en los primeros y
más sencillos pasos. <<

[27] En el prólogo a la segunda edición (1874) de El origen del hombre, Darwin dice:

Además, varios críticos han afirmado que cuando encontré que varios detalles de la
estructura humana no podían explicarse por medio de la selección natural, inventé la
selección sexual; sin embargo, tracé un esbozo razonablemente claro de este principio
en la primera edición de El origen de las especies, y ahí afirmé que era aplicable al
hombre. Este tema de la selección sexual ha sido tratado extensamente en la presente
obra simplemente porque se me presentó por primera vez la oportunidad. <<

[28] La imagen de la evolución que mejor expresa el pensamiento de Darwin es un


árbol, pero no cualquier árbol, sino uno francamente irregular, una planta que no da
ninguna impresión de progreso incesante, y ni tan siquiera de orden. Sólo de
ramificación permanente y extinción también continua. Al árbol le salen nuevas ramas
todo el tiempo, pero son muchas las que caen podadas. Ni siquiera hay un aumento de
diversidad.

¿Cuál sería entonces el dibujo que representaría la evolución de Lamarck? Él no pintó


ninguno, pero veamos. Según el francés, las formas de vida avanzan, ascienden, hacia la
perfección, obedeciendo una inexorable ley de progreso (de la que el inglés no quería
saber nada). Lamarck no contaba con la extinción para mantener más o menos constante
el número de especies de la biosfera, ni le hacía falta recurrir a ella, ya que no hay
ramificación en su geometría de la vida. Sin embargo, la acomodación a las condiciones
particulares de existencia (por medio del mecanismo del uso y desuso y la herencia de
los caracteres adquiridos) supone pequeños desplazamientos laterales de las especies en
el esquema de Lamarck. Son movimientos horizontales, porque aunque producen
cambios en los organismos, no traen progreso, sino adaptación, y ésta no representa
ningún avance hacia una mayor perfección o complejidad, sino sólo una mejora en la
supervivencia. De este modo, se forman diferentes estelas o linajes ascendiendo en
paralelo.

Por otro lado, nuevas formas inferiores surgen por generación espontánea, a partir de la
materia inerte, reemplazando el hueco que dejaron las formas anteriores al progresar y
hacerse superiores. De este modo, concluye Howard E. Gruber, la figura que mejor
representa la evolución según Lamarck es una red. <<

[29] No hay ninguna duda de que Darwin era gradualista en el sentido de que no
admitía la evolución a saltos, es decir, discontinua o brusca o súbita o como se la quiera
llamar. Siempre tenían que existir una infinidad de pasos intermedios, cada uno de los
cuales habría de proporcionar una ligera ventaja, por pequeña que fuera, porque la
selección natural no puede en ningún caso favorecer a los peor adaptados.

Darwin admitía que en las razas domésticas el origen de una variedad era a veces
repentino, pero no consideraba que eso pudiera pasar en la naturaleza, ya que haría
falta que la novedad apareciese a la vez en muchos individuos para que prosperase; si
no, la ventaja se diluiría en la población.

¿Pero era Darwin, aparte de gradualista, también uniformista? O sea, ¿el cambio se
tenía que haber producido de manera uniforme y acumulativa a lo largo de todo el
tiempo, a una velocidad constante, siempre al mismo ritmo? ¿O podía admitirse
también la posibilidad de una evolución más episódica, es decir, con unas fases de
cambio rápido y otras etapas más lentas, de menor intensidad evolutiva? El modelo del
equilibrio puntuado considera que es frecuente, quizá normal, que las especies
concentren casi todo el cambio en torno al momento de su aparición, y luego
permanezcan más o menos tranquilas.

Pero es probable que la insistencia de Darwin en el gradualismo se deba a que se


enfrentaba al creacionismo, que representa la forma más radical posible de aparición
súbita de las especies: de golpe, por un soplo divino, sin que hayan existido nunca
formas intermedias entre unas y otras especies.

En la cuarta edición de El origen de las especies y en las siguientes, Darwin se mostraba


más comprensivo hacia la idea de que hay, por lo menos en ocasiones, cambios de ritmo
en la evolución.

Incluso Lyell, su maestro en Geología, tampoco fue un uniformista a ultranza, aunque


hizo hincapié en la uniformidad del cambio (constante y acumulativo) para
contraponerla a la teorías catastróficas que combatía, teorías de cambios brutales y
universales que transformaban todo el planeta de una vez. Pero Lyell también admitía
la existencia de algunos episodios de mayor actividad geológica. En el primer tomo de
los Principios de geología (el que se llevó Darwin en el Beagle) Lyell pone el ejemplo de
los terremotos de Chile como posible modelo para la elevación de las cordilleras por
medio de sucesivos impulsos. <<
[30] Un discípulo joven de Darwin muy interesante es el británico (aunque nacido en
Canadá) George John Romanes (1848), que publicó un libro titulado Darwin after
Darwin (Darwin después de Darwin) en tres volúmenes (1892-1897). En el primero de
ellos (de lectura muy recomendable para entender el debate evolutivo del momento, al
poco de la muerte de Darwin) expone con envidiable claridad la teoría darwinista y la
defiende frente a las críticas que se le habían opuesto hasta entonces, entre las que se
encontraban las del propio Wallace en relación con la selección sexual. El otro
descubridor de la selección natural pensaba que con esta sola causa bastaba para
explicar todas las características de los organismos (menos las del hombre, que atribuía
a misteriosas inteligencias rectoras del proceso). Romanes, siguiendo a Darwin,
defiende que el origen de la Belleza en el reino animal, es decir, de las estructuras
ornamentales y del colorido de algunos machos, es la necesidad que tienen de exhibirse
ante las hembras para ser elegidos como pareja reproductora. Y rebate uno por uno los
argumentos desarrollados en contra de la selección sexual por Wallace en el libro
Tropical nature, and other essays (1878).

Sin embargo, Romanes concede que hay algunas cosas que la selección natural de
Darwin y Wallace no aclaran. Después de rechazar el resto, las objeciones que quedan
por explicar son tres:

1) Que una gran proporción de los caracteres de las especies, y aun de niveles
taxonómicos más altos, parecen carecer de utilidad, y en consecuencia no se prestan a
ser entendidos por la teoría de Darwin; 2) que el más general de todos los caracteres de
las especies, es decir, la infertilidad de los cruces entre especies próximas, no puede
deberse a la selección natural, como probó el mismo Darwin; 3) que los efectos de los
cruces sin restricción [en el interior de una especie] hacen necesariamente imposible que
la selección natural por sí sola pueda producir evolución en varias líneas divergentes de
cambio (a diferencia de los cambios en secuencia).

En otras palabras, las tres graves objeciones son: los caracteres no adaptativos (ni
sexuales), el problema de cómo se produce el aislamiento genético de una nueva especie
(la barrera que la aísla de la especie madre), y de qué manera puede ramificarse un
linaje evolutivo, dividiéndose en dos o más (sin que los cruces entre los individuos
impidan la diferenciación). El cambio en una única línea, por acumulación de
modificaciones a lo largo del tiempo, no presentaba problemas. Romanes concluye que
estas tres objeciones son fatales para la teoría darwinista sólo si se pretende que ésta
explique absolutamente toda la evolución, pero no constituyen un problema
insuperable si se la atribuye a la selección natural la capacidad de producir las
adaptaciones y se buscan otras soluciones para los tres problemas mencionados.
Como dice el mismo Romanes:

Por otro lado, si tomamos la teoría como si consistiera meramente en considerar a la


selección como un factor de la evolución orgánica, incluso aunque pensemos que es el
factor mayor o causa principal, las tres objeciones en cuestión se desvanecen
necesariamente. Porque en este caso, aun si quedara probado a entera satisfacción que
la teoría de la selección natural es incapaz de explicar las tres clases de hechos antes
mencionados, la teoría no se ve afectada por ello; hechos de todas y cada una de esas
clases pueden dejarse de lado con toda coherencia para ser explicadas por otras causas
que no sean la selección natural…

Y yo no puedo estar más de acuerdo con Romanes. <<

Notas de esta edición digital

[1] Aunque Darwin dice que FitzRoy estaba dispuesto a dejar a parte de su camarote.
Según cuenta a su hermana Susan (carta del e de septiembre de 1831) una de las
objeciones del capitán fue que Darwin necesitara un camarote propio. Darwin lo tuvo
para trabajar aunque lo compartía para dormir con otros miembros de la tripulación. <<

[2] Dos años es lo que Henslow le dice a Darwin cuando le ofreció el puesto. Darwin en
su carta a Henslow de 15 de noviembre de 1831 desde Devonport, acabando los
preparativos para zarpar el último día del mes (la salida acabó retrasándose hasta el 27
de diciembre) le dice que espera que no exceda de 4 años. <<

[3] Éste es el título de la edición de Calpe, que parece la combinación del inicio del título
interior largo (Journal of researches…) con el título corto del lomo de la edición de 1860
(Naturalist’s voyage round the world).

Otras traducciones al español usan el título Viaje de un naturalista alrededor del mundo
(la de la editorial España moderna y todas sus «derivadas» —entre las cuales debe
incluirse el plagio de Constantino Piquer, Mi viaje alrededor del mundo—) y El viaje del
Beagle. (Nota del editor digital) <<

[4] Darwin usa el término appearance, traducible como aspecto exterior o como
aparición. La frase completa es:
This wonderful relationship in the same continent between the dead and the living,
will, I do not doubt, hereafter throw more light on the appearance of organic beings on
our earth, and their disappearance from it, than any other class of facts.

Como aparición se traduce en 1899 (de l’apparition en la traducción francesa de Barbier


de 1875).

Darwin pudo usar intencionadamente el doble sentido del término inglés. (Nota del
editor digital) <<

[5] Owen fue quien determinó en los restos fósiles hallados por Darwin pertenecía a una
especie nueva a la que llamó Macrauchenia patachonica, y ya advirtió de que tenía una
mezcla de caracteres que hacían difícil su clasificación:

A large extinct Mammiferous Animal, referrible to the Order Pachydermata; but with
affinities to the Ruminantia, and especially to the Camelidae.

Gran mamífero extinto relacionado con los paquidermos pero con afinidades con los
rumiantes, especialmente los camélidos.

Actualmente se le clasifica en el orden de mamíferos extintos sudamericanos de los


Litopternos. (Nota del editor digital) <<

[6] Más bien acaba de describir el principio del gradualismo.

Lyell basó su uniformismo en la uniformidad, valga la redundancia, de grado o


gradualismo (sin episodios cataclísmicos) y de causas o actualismo (las mismas causas
se dan en el pasado y en el presente).

El actualismo, que puede señalar incluso la constancia de las leyes naturales, no era una
novedad para los catastrofistas de la época de Lyell, que ya lo aceptaban. Lyell en sus
Principios abogó contra un catastrofismo no actualista ya superado. (Nota del editor
digital) <<

[7] Dice Darwin que uno de los oficiales se dejó picar por una benchuca (así la llama
Darwin y así se transcribe en la edición de Calpe) hasta hincharla de sangre y tuvo
alimento durante cuatro meses.

En esa época se desconocía la transmisión infecciosa de enfermedades. Darwin habla


sobre la misteriosa transmisión de la rabia y su llegada a Sudamérica y a otros lugares
del mundo. Otras enfermedades que se atribuían a efectos de naturaleza desconocida de
climas o ambientes perjudiciales, como los lugares pantanosos donde abundan los
mosquitos. (Nota del editor digital) <<

[8] Entiéndase gravemente. Arsuaga traspone el significado del término inglés severe
que no es equivalente al español severo. (Nota del editor digital) <<

[9] Arsuaga está traduciendo las palabras de Francis Darwin en el capítulo sobre sus
recuerdos de su padre en The life and letters of Charles Darwin, including an
autobiographical chapter (1887). En este caso traduce pathetic, aquello que mueve a
tiernas pasiones (según el diccionario Webster’s de 1913), es decir, que conmueve;
posiblemente se refiera a un estilo «casi enternecedor». Arsuaga dice poco después
«Darwin nos convence suavemente». (Nota del editor digital) <<

[10] Esta acción directa del medio sobre el ser vivo se atribuye erróneamente, como dice
Mayr en The Growth of the Biological Thought, a Lamarck. Fue una idea defendida por
E. Geoffrey Saint-Hilaire que Lamarck rechazó expresamente en su Filosofía zoológica.

El experimento de August Weismann de cortarles la cola a los ratones durante varias


generaciones, para comprobar si alguna vez nacían sin ella, se lo pudo ahorrar si
hubiese leído a Paley señalar (disimuladamente en latín en su Natural Theology) que
los judíos, después de muchas generaciones de circuncisión siguen necesitándola. (Nota
del editor digital) <<

[11] Wallace repite la mala interpretación (por una mala traducción al inglés como
deseo o voluntad) de la palabra usada por Lamarck, besoin, necesidad.

Arsuaga también va a hablar de deseo, voluntad, esfuerzo y pocas veces de necesidad,


al referirse a la teoría de Lamarck. (Nota del editor digital) <<

[12] Mayr es uno de los padres de la llamada síntesis evolutiva, expresión a la que se le
suele añadir el calificativo de moderna (aunque va a cumplir un siglo). Como explica
Mayr en su obra Una larga controversia: Darwin y el darwinismo, el término
neodarwinismo fue acuñado por Geore J. Romanes en 1896 para diferenciar el
darwinismo de Darwin, que admitía la herencia blanda, del darwinismo de Weisman,
estrictamente seleccionista. En la actualidad neodarwinismo y teoría sintética (o síntesis
evolutiva) se mezclan y surgen expresiones como síntesis neodarwinista o simplemente
se reutiliza el «viejo» término neodarwinismo para otro nuevo darwinismo que
incorpora los conocimientos de la Genética. (Nota del editor digital) <<
[13] Traducción Zulueta del término inglés wren, que incluye la especie más conocida
como chochín (Troglodytes) como única representante europea de una familia
eminentemente americana. Son numerosos los nombres comunes que se registran en el
Diccionario de nombres vernáculos de aves, de Bernis. (Nota del editor digital) <<

[14] No hemos encontrado la procedencia de este párrafo. Sólo el final es el mismo que
podemos encontrar en El Origen. Reproducimos aquí la mitad final del segundo párrafo
del capítulo X en la 5ª y 6ª ediciones (De la Imperfección de los registros geológicos):

… Sin embargo, la causa principal de que no se presenten por todas partes en la


naturaleza innumerables formas intermedias, depende del proceso mismo de selección
natural, mediante el cual variedades nuevas ocupan continuamente los puestos de sus
formas madres, a las que suplantan. Pero el número de variedades intermedias que han
existido en otro tiempo tiene que ser verdaderamente enorme, en proporción,
precisamente, a la enorme escala en que ha obrado el proceso de exterminio. ¿Por qué,
pues, cada formación geológica y cada estrato no están repletos de estos eslabones
intermedios? La Geología, ciertamente, no revela la existencia de tal serie orgánica
delicadamente gradual, y es ésta, quizá, la objeción más grave y clara que puede
presentarse en contra de mi teoría. La explicación está, a mi parecer, en la extrema
imperfección de los registros geológicos.

El texto permanece casi idéntico en las seis ediciones de El origen. La única alteración
de este texto se produjo en la 5ª edición (1869) con la supresión de las palabras sobre la
Tierra (on the earth) en la frase:

Pero el número de variedades intermedias que han existido en otro tiempo sobre la
Tierra tiene que ser verdaderamente enorme, en proporción, precisamente, a la enorme
escala en que ha obrado el proceso de exterminio. (Nota del editor digital) <<

[15] > Este esquema lineal, basado en la admisión de la denominada «gran cadena del
ser», se le adjudica a Lamarck porque fue el que expuso, sin dibujarlo, en su Filosofía
zoológica. No obstante, el esquema ramificado no es incompatible con el lamarkismo y
el propio Lamarck comenzó a trazar un esquema con alguna ramificación en un
apéndice de su obra y lo fue «perfeccionando» en otras posteriores. Véase «Un árbol
crece en París», del libro de S. J. Gould, Las piedras falaces de Marrakesh. (Nota del
editor digital) <<

[16] Darwin pudo elegir el coral como modelo. El coral es una analogía mejor porque
sólo crece hacia el exterior y sólo los extremos están vivos. El resto es un esqueleto
muerto y dejado atrás, como ha ocurrido con todas las especies fósiles. El árbol echa
raíces y está vivo aunque el tronco tenga apariencia inerte. De hecho, tronco y ramas
crecen en grosor y son más gruesas cuanto más viejas. En la filogenia (también en un
coral) algunas ramas pueden engrosarse (tienen éxito) partiendo de una rama (una
especie o grupo en la filogenia) insignificante. (Nota del editor digital) <<

[17] De las siguientes imágenes no queda constancia de su procedencia ni en esta


relación ni en los textos sus respectivos pies:

La imagen 15 procede del tomo II de la Narrative en el que FitzRoy escribió su relato


sobre el segundo viaje del Beagle. Su autor fue Conrad Martens.

La imagen 16 puede proceder tanto de la obra de Darwin dedicada a los arrecifes


coralinos como del resumen que incluyó sobre su teoría de la formación de los atolones
en su Diario, publicado poco después.

También hemos de señalar que la imagen 24 no pertenece a ninguna de las ediciones


(1839, 1845 y 1860) del Diario. Ediciones posteriores a la muerte de Darwin añadieron
ilustraciones de muy distinto origen. La que nos ocupa del ñadú procede de la Zoología
del Beagle (aves, lámina 47).

Los grabados de las figuras 30 y 64 pueden encontrarse en la obra de Francis Darwin


Life and Letters y están hechos por Alfred Parsons en 1882 para un artículo firmado por
Wallace titulado «The debt of science to Darwin» (La deuda de la ciencia con Darwin)
publicado en el número de enero de 1883 de la Century Magazine. La primera es
«Down House, from the garden» y la segunda, que encabezaba el artículo, «Darwin’s
study».

También puede encontrarse en Life and Letters una reproducción de la imagen del
Beagle varado, pero no se indica su procedencia.

La procedencia no declarada de los retratos que ilustran el libro es muy probablemente


internet. Sólo a la imagen de Agassiz (figura 19) no le hemos encontrado su origen más
a allá de que su autor es Antoine Sonrel, como puede comprobarse por estar firmado.

El retrato de Wallace de la figura 41 se publicó en The popular science monthly, en una


lámina entre las páginas 128 y 129 del vol. XI de 1877.

El retrato de Huxley de la figura 3 fue hecho por Daniel y William Duney (c. 1890) y
está en la Wellcome Collection de Londres.
El retrato de Lyell de la figura 52 es de Maull & Co. y también está en la Wellcome
Collection.

El retrato de Darwin de la figura 81 es un grabado hecho por Charles Henry Jeens para
el número 4 de Nature, de junio de 1871 (a partir de una foto de Oscar Gustav
Rejlander, fotógrafo que contribuyo a ilustrar su obra de 1872, «La expresión de las
emociones en el hombre y los animales»). (Nota del editor digital) <<

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