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El caso Bourne

Robert
Ludlum

Plaza & Janés Editores, S.A.

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Tít ulo original:

THE BOURNE I DENTI TY

Traducción de

EQUI PO TRADUCTOR DE EDI TORI AL


ATLANTI DA

Port ada de

VI CTOR VI ANO

Prim era edición: Julio, 1984

© 1980, Robert Ludlum


© 1984, PLAZA & JANES EDI TORES, S.A.
Virgen de Guadalupe. 21- 33
Esplugues de Llobregat ( Barcelona)
I SBN: 84- 01- 49052.9 – Depósit o Legal: B.25.223- 1984

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PREFACI O

NEW YORK TI MES

Viernes, 11 de j ulio de 1975

Pr im er a Plana

UNOS DI PLOMÁTI COS DI CEN ESTAR


EN CONTACTO CON EL BUSCADO TERRORI STA
CONOCI DO COMO CARLOS

PARÍ S, 10 de j ulio. — Fr ancia ha expulsado hoy a t r es alt os


diplom át icos cubanos en r elación con la búsqueda, a nivel m undial, del
hom bre conocido com o Car los, a quien se supone im por t ant e eslabón de
una r ed int er nacional de t er r or ism o.
El sospechoso, cuyo nom br e r eal par ece ser I lich Ram ír ez Sánchez,
est á r eclam ado por el asesinat o de dos agent es fr anceses de
cont r aespionaj e y un delat or libanés, en un apar t am ent o del Bar r io
Lat ino, el 27 de junio.
Tant o la Policía fr ancesa com o la br it ánica sospechaban que las t r es
víct im as est aban t r as la pist a de una im por t ant e r ed int er nacional de
t er r or ist as. Dur ant e la búsqueda de Car los t r as el t r iple asesinat o, las
Policías fr ancesa y br it ánica descubr ier on num er osos depósit os
clandest inos de ar m as, que r elacionaban a Car los con los pr incipales
t er r or ist as de la Alem ania Occident al, lo cual les llev ó a sospechar una
r elación con num er osos act os t er r or ist as en t oda Europa.

Vist o en Londres

Desde ent onces, Car los ha sido vist o en Londr es y en Beir ut ,


Líbano...

ASSOCI ATED PRESS


Lunes, 7 de j ulio de 1975

I nfor m e par a su publicación

Tras las huellas de un asesino

LONDRES ( AP) - Arm as y m uj eres, granadas y buenos t r aj es, una


billet er a r eplet a, pasaj es aér eos a lugar es r om ánt icos y apar t am ent os
luj osos en m edia docena de capit ales del m undo. Ést e es el r et r at o de
un asesino de la er a del j et , buscado int er nacionalm ente.

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La persecución com enzó cuando el hom bre, respondiendo a la
llam ada hecha en el t im br e de la puert a de su casa en Par ís, dispar ó a
quem ar r opa sobr e dos agent es del Ser v icio Secr et o fr ancés y un
infor m ant e libanés. Cuat ro m uj eres fueron det enidas en dos capit ales,
acusadas de delit os com et idos en su nom br e. El asesino desapar eció;
quizá se ocult e en el Líbano, según cr ee la Policía fr ancesa.
Dur ant e los días pasados en Londr es, aquellos que lo conocen lo
descr ibier on a los r epor t er os com o bien par ecido, am able, bien
educado, m uy bien vest ido y a la m oda.
Pero sus colaboradores son hom bres y m uj eres consider ados com o
los m ás peligr osos del m undo. Se cr ee que est á ligado al Ej ér cit o Roj o
Japonés, la Or ganización para la Lucha Árabe Arm ada, la banda Baader-
Meinhof de Alem ania Occident al, el Frent e de Liber ación de Quebec, el
Fr ent e Tur co de Liber ación Popular , separ at ist as de Fr ancia y España y
el ala Pr ov isional del Ej ér cit o Republicano I r landés.
Dur ant e cada v iaj e del asesino —a París, a La Haya, a Berlín
occident al— est allaron bom bas y hubo t irot eos y secuest r os.
En Par ís se abr ió una pist a cuando un t er r or ist a libanés confesó
durant e un int errogat orio y conduj o a dos agent es del Ser vicio Secr et o a
casa del asesino, en Par ís, el 27 de j unio. Dispar ó a m at ar sobr e los t r es y
escapó. La Policía encont r ó ar m as y libr et as que cont enían «list as de
m uer t es» de per sonas im por tantes.
Ayer , el London Observer dij o que la Policía buscaba al hij o de un
abogado venezolano com unist a, par a int er r ogar lo sobr e el t r iple asesinat o.
Scot land Yard dij o: «No negam os la inform ación», pero agregó que no
había car gos en su cont r a y que se lo buscaba solam ent e par a
int er r ogar lo.
El Obser ver ident ificó al hom bre buscado com o I lich Ram írez Sánchez,
de Car acas. Dij o que su nom br e est aba en uno de los cuat r o pasapor t es
encont rados por la Policía francesa cuando regist ró el apar t am ent o donde
se pr oduj er on los asesinat os.
El periódico dij o que le pusieron el nom bre de I lich en honor de
Vladim ir I lich Lenin, fundador del Est ado soviét ico, y que fue educado en
Moscú y habla cor r ect am ent e el r uso.
En Caracas, un port avoz del part ido com unist a venezolano dij o que
I lich es hij o de un abogado m arxist a de set ent a años de edad, que vive a
700 kilóm et r os al oest e de Car acas, pero que «ni el padre ni el hij o
per t enecen a nuest r o par t ido».
Adem ás, señaló a los r epor t er os que no sabía dónde se hallaba ahor a
I lich.

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LI BRO PRI M ERO

La pr oa del bar co pesquer o hendió el t ur bulent o oleaj e del m ar


fur ioso y oscur o, com o un t or pe anim al que t r at ar a desesper adam ent e de
salir de un t errible pant ano. Las olas alcanzaban alt uras gigant escas
golpeando cont r a el casco con t oda la fuer za de su peso; las cr est as
blancas, per filándose cont r a el cielo oscur o, caían en cascada sobr e la
cubier t a, im pulsada por el vient o noct ur no. De t odos lados llegaban
sonidos de dolor inanim ado, m ader a que golpeaba cont r a m ader a, sogas
que se r et or cían, est ir adas hast a el punt o de r ot ur a. El anim al se m or ía.
Dos r epent inas explosiones ahogar on los sonidos del m ar y del vient o
y del dolor del bar co. Venían de la cabina, débilm ent e ilum inada, que se
elevó y cayó con el cuer po de su huésped. Un hom br e se abalanzó fuer a
de la cabina, agar r ándose a la bar andilla con una m ano y sost eniéndose
el est óm ago con la ot r a. Le siguió un segundo hom br e, en per secución
caut elosa. Se det uvo, afir m ándose en la puer t a de la cabina, apunt ó el
ar m a y dispar ó ot r a vez. Y ot r a más.
El hom br e de la bar andilla se llevó las m anos a la cabeza,
ar queándose hacia at r ás baj o el im pact o de la cuar t a bala. La pr oa del
pesquer o se sum er gió r epent inam ent e en el seno de dos olas gigant es,
haciendo caer al hom br e her ido. Rodó hacia la izquier da, incapaz de
quit ar se las m anos de su cabeza. El bar co em er gió hacia ar r iba, con la
pr oa m ás fuer a del agua que dent ro de ella, barriendo a la figura de la
puert a e im pulsándola hacia adent ro de la cabina, m ient ras el quint o disparo
se perdía en el aire. El hom bre herido grit ó, sus m anos t rat aron
desesperadam ent e de asirse a cualquier cosa, con los oj os cegados por la
sangre y por la incesant e lluvia del agua de m ar. No había nada en donde
suj et arse; sus piernas se doblaron, m ient ras su cuerpo se t am baleó hacia
delant e. El barco roló violent am ent e a sot avent o, y el hom bre cayó por un
cost ado hacia la locura de la oscuridad del m ar.
Sint ió que el t orrent e de agua fría lo envolvía, lo aspiraba hacia abaj o, lo
ret orcía en círculos y lo im pulsaba hacia la superficie, sólo para t om ar una
única bocanada de aire. Una sola, y ot ra vez abaj o.
Y sent ía calor, un ext raño calor húm edo en sus sienes, que la quem aba a
t ravés del agua helada que lo seguía absorbiendo, un fuego donde no debería
arder ningún fuego. Había t am bién hielo, una helada palpit ación en su
est óm ago, en sus piernas, en su pecho, a lo que, ext rañam ent e, el m ar frío
que lo envolvía le daba una cálida sensación. Sent ía est as cosas y t om aba
conciencia de su propio pánico al sent irlas. Podía ver su propio cuerpo
girando y ret orciéndose, piernas y brazos t rat ando frenét icam ent e de vencer
las presiones del rem olino. Podía sent ir, pensar, recibir el pánico y luchar, y,
aun así, sorprendent em ent e, había paz. Era la paz del observador, del
observador no com prom et ido, separado de los hechos, que t om aba
conocim ient o de ellos, pero que no era esencialm ent e copart ícipe.
Ent onces lo invadió ot ra form a de pánico, penet rando a t ravés del calor y
del hielo, y del reconocim ient o de no est ar involucrado en ello. ¡No podía

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sucum bir a la paz! ¡No ahora! Sucedería en cualquier m om ent o; no est aba
seguro de qué se t rat aba, pero sucedería. ¡Él t enía que est ar allí!
Pat eó con furia, braceando ant e las pesadas paredes de agua que t enía
delant e, con el pecho a punt o de est allar. I rrum pió en la superficie,
m anot eando para m ant enerse sobre la negra m arej ada. ¡Sube! ¡Sube!
Una m onst ruosa ola lo elevó. Est aba en la crest a, rodeado de espum a y
oscuridad. Nada. ¡Vuélvet e! ¡Vuélvet e!
Ent onces se produj o. La explosión fue enorm e; pudo oírla por encim a del
ruido de las aguas y del vient o, la im agen y el sonido; de alguna m anera, su
um bral hacia la paz. El cielo se encendió com o una diadem a lum inosa, y
dent ro de aquella corona de fuego em ergieron obj et os de t odas form as y
t am años a t ravés de la luz, hacia las som bras circundantes.
Había ganado. No sabía cóm o, pero había ganado.
De pront o com enzó a caer vert iginosam ent e de nuevo hacia el abism o.
Podía sent ir las aguas t urbulent as caer sobre sus hom bros, enfriando el
calor de sus sienes, ent ibiando las heladas incisiones de su est óm ago y sus
piernas y...
Su pecho. ¡Cuánt o le dolía! Había sido golpeado: el im pact o, repent ino
e int olerable. ¡Se produj o ot ra vez! ¡Bast a! ¡Quiero paz!
¡Y otra vez!
Y nuevam ent e br aceó y pat aleó... hast a que lo t ocó. Un obj et o
gr ueso, viscoso, que seguía los m ovim ient os del m ar . No podía saber qué
er a, per o est aba allí y podía sent ir lo, asir lo.
¡Tóm alo! Te conducirá hacia la paz. Al silencio de la oscuridad... y de la
paz.

Los pr im er os r ayos del sol at r avesar on la neblina del cielo por el Est e,
haciendo r esplandecer las t r anquilas aguas del Medit er r áneo. El capit án
del pequeño bar co pesquer o, con los oj os enr oj ecidos, las m anos
m ar cadas con quem adur as de soga, est aba sent ado a popa, fum ando un
«Gauloise», agr adecido por la vist a de la llanur a del m ar . Mir ó hacia la
t im oner a abier t a; su her m ano m enor apr et aba el aceler ador par a hacer
m ej or t iem po; el ot r o t r ipulant e est aba r evisando una r ed. Se r eía de
algo, y eso er a bueno. No había habido nada de qué r eír se la noche
ant er ior . ¿De dónde había venido la t or m ent a? Los infor m es
m et eor ológicos de Mar sella no habían avisado nada; si lo hubier an hecho,
se habr ía quedado al r epar o de la cost a. Quer ía llegar hast a el ár ea de
pesca, ochent a kilóm et r os al sur de La Seine- sur - Mer par a cuando
despunt ar a el día, per o no gr acias a r eparaciones cost osas; y ¿qué
reparaciones no eran cost osas act ualm ent e?
O a cost a de su vida, y, a veces, aquella noche había vist o con
clar idad la dist inción.
—Tu es fat igué, hein, m on frère? —grit ó su herm ano, sonriéndole—. Va
t e coucher, m aint enant . Laisse m oi faire.
—D'acor d —r espondió su her m ano, ar r oj ando el cigar r illo por la
bor da y deslizándose hacia la cubier t a sobr e una r ed—. Un poco de
sueño no m e har á m al.
Er a bueno t ener a un her m ano al t im ón. Un m iem br o de la fam ilia
deber ía ser siem pr e el t im onel en un bar co fam iliar ; la vist a se hace m ás

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aguda. I ncluso un her m ano que hable con una lengua t an pulida com o la
de un lit er at o, en oposición a su pr opio lenguaj e r udo. ¡I ncr eíble! Un año
en la Univer sidad y su her m ano quer ía com enzar una com pagnie. Con un
solo bar co que había conocido m ej or es épocas, hacía ya m ucho t iem po.
Locur a. ¿De qué le sir vier on sus libr os anoche, cuando su com pagnie
est aba a punt o de sucum bir?
Cer r ó los oj os, dej ando que sus m anos se m oj ar an en el agua que
cor r ía por cubier t a. La sal del m ar le har ía bien par a las quem adur as de
soga. Quem adur as sufr idas m ient r as suj et aba obj et os del equipo par a no
per der los dur ant e la t or m ent a.
—¡Mira! ¡Allí!
Era su herm ano; aparent em ent e, la celosa m irada de la fam ilia le
negaba el sueño.
—¿Qué sucede? —grit ó.
—¡A pr oa! ¡Hay un hom br e en el agua! ¡Se aferra a algo! ¡Un pecio
de barco, parece un t ablón!

El capit án t om ó la r ueda del t im ón, y dir igió el bar co hacia la


der echa del náufr ago, m ient r as apagaba los m ot or es. Par ecía que el
m enor m ovim ient o har ía solt ar al hom br e el fr agm ent o de m ader a al que
est aba afer r ado; sus m anos est aban blancas, asidas al bor de com o
gar r as, per o el r est o del cuer po se veía blando, t an blando com o el de un
ahogado, que ya no per t enece a est e m undo.
—¡Pr epar a un cabo! —gr it ó el pat r ón a su her m ano y al t r ipulant e—.
¡Sum ér j anlo alr ededor de sus pier nas! ¡Ahor a, con cuidado! Súbanlo
hast a la cint ura. Tiren suavem ent e.
—¡No suelt a el t ablón!
—¡Despréndanle las m anos! Puede ser la rigidez de la m uert e.
—No. Est á vivo... per o apenas, cr eo. Sus labios se m ueven, per o no
em it en sonido. Sus oj os t am bién, aunque dudo que nos vea.
—¡Las m anos est án libres!
—¡Levánt enlo! Tóm enlo por los hom br os y t ir en hacia arriba. Con
cuidado, ¡ahora!
—¡Madr e de Dios, m ir en su cabeza! —gr it ó el t r ipulante—. ¡La tiene
abierta!
—Debe de haber se golpeado cont r a la t abla dur ant e la t or m ent a —
dij o el her m ano.
—No —opinó el capit án, obser vando la her ida—. Es un cor t e lim pio.
Causado por una bala; le dispararon.
—No puedes est ar segur o de eso.
—En m ás de un lugar —agr egó el pat r ón, m ient ras su m irada recorría
el rest o del cuerpo—. Nos dirigirem os hacia I le de Port Noir; es la isla m ás
cercana. Hay un m édico allí.
—¿El inglés?
—Ejerce, ¿no?
—Cuando puede —replicó el herm ano del capit án—. Cuando el vino lo
dej a. Tiene m ás éxit o con los anim ales de sus pacient es que con ést os.
—No habrá m ucha diferencia. Será un cadáver para cuando lleguem os allí.
Si por casualidad vive, le cobraré el com bust ible ext ra y la pesca que podam os

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perder. Trae el equipo; le vendarem os la cabeza, aunque no creo que ayude
m ucho.
—¡Mirad! —grit ó el t ripulant e—. Mirad sus oj os.
—¿Qué pasa? —pregunt ó su herm ano.
—Hace un m om ent o eran grises, t an grises com o cables de acero. ¡Ahora
son azules!
—El sol est á m ás fuert e —dij o el pat rón, encogiéndose de hom bros—. O
j uguet ea con los oj os. No im port a, no hay color en la t um ba.

Los silbat os int erm it ent es de los barcos pesqueros se ent recruzaban con
los incesant es chillidos de las gaviot as; j unt os form aban los sonidos
universales de la orilla. Era el at ardecer; el sol, una bola de fuego en el Oest e;
el aire, quiet o y húm edo, m uy calient e. Sobre los m uelles y frent e al puert o
había una calle de gravilla y varias casas blancas det erioradas, separadas por
hierba crecida que brot aba de la t ierra seca y la arena. Lo que quedaba de las
galerías ost ent aba enrej ados y est uco, sost enido por pilot es im plant ados
descuidadam ent e. Las residencias habían conocido m ej ores épocas, algunas
décadas at rás cuando los habit ant es creían que I le de Port Noir se
t ransform aría en ot ro lugar de esparcim ient o en el Medit erráneo. Pero nunca
sucedió.
Todas las casas t enían senderos que se dirigían a la calle, pero el de la
últ im a casa de la fila era m ás int rincado que los dem ás. Pert enecía a un inglés
que había venido a Port Noir hacía ocho años, en circunst ancias que nadie
ent endía ni quería ent ender; era un m édico, y allí se necesit aba uno. Ganchos,
aguj as y bist uríes eran a la vez m edios de vida e inst rum ent os de
incapacit ación. Si uno veía a le doct eur en un buen día, las sut uras no eran
t an m alas. En caso cont rario, si el hedor del vino o whisky era m uy
pronunciado, había que m edir los riesgos.
¡Tant pis! Era m ej or eso que nadie. Pero no hoy. Nadie usaba hoy su
sendero. Era dom ingo y se sabía que los sábados por la noche el doct or se
em bor r achaba a conciencia y t er m inaba la noche con cualquier r am er a
disponible. Por supuest o, se sabía t am bién que dur ant e los últ im os
sábados la r ut ina del doct or se había alt er ado; no se lo había vist o en el
pueblo. Pero eso no hacía cam biar las cosas; le enviaban las bot ellas de
w hisky r egular m ent e. Er a sólo que se quedaba en su casa; hacía est o
desde que el bar co pesquer o de La Ciot at había t r aído al desconocido que
er a m ás un cadáv er que un hom br e.

El doct or Geoffrey Washburn se despert ó sobresalt ado: su m ent ón,


hundido en la clav ícula, hacía que el alient o de la boca le invadiera los
orificios de la nariz; no era agradable. Pest añeó, orient ándose, y m ir ó
hacia la puer t a abier t a del dor m it or io. Su siest a, ¿había sido acaso
int errum pida por un nuevo m onólogo incoher ent e de su pacient e? No; no
se oía nada. Hast a las gaviot as, afuera, perm anecían
m isericordiosam ent e silenciosas; era el día sagrado de Port Noir , no
había bar cos que v inier an a agit ar a las av es con su pesca.
Washbur n m ir ó la copa v acía y la bot ella de w hisk y , m edio llena,
que había en la m esa, al lado de su silla. Er a un pr ogr eso. En un
dom ingo nor m al y a est ar ía v acía; el dolor de la noche ant er ior se habr ía

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disipado con el alcohol. Sonr ió par a sí una v ez m ás, bendiciendo a su
her m ana m ayor , que vivía en Covent r y y , que hacía posible el w hisk y
con su asignación m ensual. Bess, era una buena chica, y Dios sabía que
podía env iar le m ucho m ás de lo que le m andaba, le est aba agradecido
de que hiciera lo que hacía. Y un día se int er r um pir ía, el diner o se
acabar ía, y ent onces int ent ar ía el olv ido con el v ino m ás bar at o, hast a
que no hubier a m ás dolor . Nunca m ás.
Había llegado a acept ar esa ev ent ualidad... hast a que t r es sem anas
y cinco días at r ás, el ex t r año m edio m uer t o había sido r escat ado del
m ar y llevado a su puert a por pescadores que no se preocuparon de
ident ificar se. Su acción se debía a la piedad, no quer ían com pr om et er se.
Dios ent ender ía; al hom br e le habían disparado.
Lo que los pescador es no sabían er a que algo m ás que balas había
ent r ado en el cuer po del hom br e. Y en su m ent e.
El doct or im pulsó su desv aído cuer po fuer a de la silla y cam inó
t am baleándose hast a la v ent ana que daba al puer t o. Baj ó la per siana y
cerró los oj os para evit ar el sol; luego m iró a t ravés de las rendij as para
obser v ar la act iv idad de la calle, específicam ent e par a descubr ir la
r azón de aquel t r aquet eo. Se t r at aba de un coche t ir ado por caballos,
una fam ilia de pescadores en su paseo dom inical. ¿Dónde diablos podía uno
ver una escena sem ej ant e? Y ent onces recordó los carruaj es con caballos,
cuidadam ent e peinados, que desfilaban por el Regent 's Par k de Londr es
con t urist as, durant e los m eses de verano; rió fuert e ant e aquella
com par ación. Per o su r isa dur ó poco, r em plazada por algo que era
im pensable t res sem anas at rás. Había per dido t oda esper anza de volver a
ver I nglat er r a. Ahor a er a posible que eso cam biar a. Aquel ext raño podía
cam biarlo.
A no ser que su diagnóst ico fuese er r óneo, podía suceder cualquier
día, en cualquier hora o m inut o. Las her idas de las pier nas, del est óm ago
y del pecho eran profundas y graves —m uy posiblem ent e m ort ales si no
hubiera sido por el hecho de que las balas habían per m anecido donde
est aban aloj adas—, y se habían caut er izado y desinfect ado gr acias al
cont inuo lavado con agua de m ar. Ext r aer las no er a m uy peligr oso, pues
el t ej ido est aba pr epar ado, ablandado, est erilizado, list o para el bist urí.
La her ida cr aneal er a un ver dader o peligro; la penet ración no era sólo
subcut ánea, sino que t am bién parecía haber m agullado las zonas fibr osas
del t álam o y el hipot álam o. Si la bala hubier a penet r ado unos m ilím et r os
m ás en cualquier a de los lados, las funciones vit ales habrían cesado; pero
no habían sido afect adas, y Washbur n había t om ado una decisión. Est uvo
sin beber alcohol dur ant e t r eint a y seis horas, ingiriendo t odo el alm idón y
el agua que le fue hum anam ent e posible, después de la cual r ealizó el
t r abaj o m ás delicado que había int ent ado desde que lo habían despedido
del «Hospit al Macleans», en Londres. Milím et r o a m ilím et r o, había lavado
con cepillo las ár eas fibr osas par a luego j unt ar y sut ur ar la piel sobr e la
her ida cr aneal sin ignor ar que el m enor error con el cepillo, la aguj a, o las
pinzas, causar ía la m uer t e del enfer m o. No quer ía que m ur ier a el pacient e
desconocido, y ello por var ias r azones. Per o especialm ent e por una.
Cuando hubo t er m inado, y las funciones vit ales per m anecier on
const ant es, el doct or Washbur n r et or nó a su dependencia quím ica y

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psicológica: la bot ella. Se había em br iagado y per m aneció ebr io, per o sin
t r aspasar el lím it e. Sabía con exact it ud dónde est aba y qué hacía en
t odo m om ent o. Definit ivam ent e, un progreso.
Cualquier día, ahor a, en cualquier m om ent o, el ext r año enfocar ía su
m ir ada y sur gir ían de sus labios palabras int eligibles. En cualquier inst ant e.
Y llegaron las palabras. Flot ar on en el air e m ient r as la br isa t em pr ana del
m ar r efr escaba la habitación.
—¿Quién anda por ahí? ¿Quién est á en la habit ación?
Washburn se incorporó en el cam ast ro, m ovió suavem ent e las
pier nas hacia un lado y se puso de pie con lent it ud. Er a im por t ant e no
dar una not a discor dant e, ningún r uido r epent ino o m ovim ient o que
pudier a asust ar al pacient e y conducirlo a una regresión psicológica. Los
próxim os m inut os serían t an delicados com o los procedim ient os
quirúrgicos que había r ealizado; el m édico que había en él est aba list o
par a afr ont ar el m om ent o.
—Un am igo —replicó con suavidad.
—¿Amigo?
—Ust ed habla inglés. Pensé que lo har ía. Sospechaba que hablar ía
en canadiense o nor t eam er icano. Sus ar r eglos dent ales no pr ovienen del
Reino Unido ni de Par ís. ¿Cóm o se sient e?
—No est oy seguro.
—Le llevar á un t iem po. ¿Necesit a m over el int est ino?
—¿Qué?
—Haga sus necesidades, hom br e. Par a eso es el r ecipient e que est á a
su lado. El blanco, a su izquier da. Si llegam os a t iem po, por supuest o.
—Lo sient o.
—No lo sient a. Es una función per fect am ent e nor m al. Soy m édico, su
m édico. Mi nom br e es Geoffr ey Washbur n. ¿Cuál es el suyo?
—¿Qué?
—Que cuál es su nom bre.
El ext raño m ovió la cabeza y m iró hacia la pared blanca, vet eada con
rayas de luz m at inal. Luego se volvió y sus oj os se det uvieron en los del
doct or.
—¡Oh, Dios m ío!

—Se lo he dicho una y ot r a vez. Le llevar á t iem po. Cuant o m ás se


desesper e, cuant o m ás se at or m ent e, peor ser á.
—Est á ebrio.
—Por lo gener al. No es per t inent e. Per o puedo dar le claves, si quier e
escuchar m e.
—Ya lo escuché.
—No, no lo ha hecho; se evade. Se queda ahí r ecost ado y cor r e un
velo sobr e su m ent e. Escúchem e ot ra vez.
—Lo est oy escuchando.
—Durant e su est ado de com a, su prolongado com a, habló en t r es
idiom as difer ent es: inglés, fr ancés y ot r a m aldit a cosa que pr esum o er a
or ient al. Eso significa que ust ed es políglot a; est á fam iliar izado con var ios
lugar es del m undo. Piense geogr áficam ent e: ¿qué le r esult a m ás
cóm odo?

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—Obviam ent e, inglés.
—Sobr e eso ya nos hem os puest o de acuer do. ¿Qué es lo m ás
incóm odo?
—No lo sé.
—Sus oj os son r edondos. No r asgados. Yo dir ía que obviam ent e lo
or ient al.
—Obviam ente.
—Ent onces, ¿por qué lo sabe hablar ? Ahor a, piense en t ér m inos de
asociación. Escr ibí algunas palabr as, escúchelas. Las pr onunciar é
fonét icam ent e. Ma- kw a. Tam - kw an. Kee- sah. Diga lo pr im er o que se le
ocurra.
—Nada.
—Muy bien.
—¿Qué diablos quiere?
—Algo. Cualquier cosa.
—Est á ebrio.
—Ya hem os hablado sobr e eso. Const ant em ent e. Tam bién salvé su
m aldit a vida. Ebrio o no, soy m édico. Y en ot r o t iem po lo fui m uy
bueno.
—¿Qué pasó?
—¿El pacient e int er r oga al doct or ?
—¿Por qué no?
Washbur n hizo una pausa, m ir ando por la vent ana hacia la orilla.
—Est aba ebrio —explicó—. Dij eron que había m at ado a dos
pacient es en la m esa de oper aciones por que est aba ebr io. Podr ía
haber m e zafado con uno, per o no con dos. Ven las r eincidencias
r ápidam ent e. Dios los bendiga. Nunca debe dár sele un bist ur í a un
hom br e com o y o y disfr azar lo de r espet abilidad.
—¿Fue necesario?
—¿Qué era necesario?
—La botella.
—Sí, m aldit o sea —replicó Washburn en voz baj a, v olv iéndose—. Lo
fue y lo es. Y el pacient e no est á aut or izado par a em it ir j uicios en lo
que al m édico concierne.
—Lo siento.
—Tam bién t iene ust ed la m olest a cost um br e de disculpar se. Es
una m anifest ación elabor ada y t ot alm ent e ant inat ur al. No cr eo ni por
un m inut o que sea ust ed una per sona que se sient a culpable.
—Ent onces sabe ust ed algo que y o no sé.
—Sobr e ust ed, sí. Bast ant e. Y m uy poco de ello t iene sent ido.
El hom br e se incor por ó en la silla. La cam isa desabrochada se abrió
sobre su t enso cuerpo, quedando expuest as las vendas del pecho y del
est óm ago. Ent relazó las m anos; las venas se veían t urgent es en sus brazos
delgados y m usculosos.
—¿Apart e las cosas sobre las cuales ya hem os hablado?
—Sí.
—¿Cosas que dij e m ient ras est aba en com a?
—No, no en realidad. Ya hem os hablado sobre casi t oda esa
j erigonza. Los idiom as, sus conocim ient os de geografía, ciudades que yo

12
nunca oí nom brar o apenas conozco; su obsesión por evit ar el uso de
nom br es que quier e pr onunciar , per o no lo hace; su propensión a la
confront ación, at acar, ret roceder, esconder se, cor r er ; t odo bast ant e
violent o, en m i opinión. Fr ecuent em ent e t uve que suj et arle los brazos
par a pr ot eger las her idas. Par o ya hem os r epasado t odo eso. Hay ot r as
cosas.
—¿Qué quiere decir? ¿Cuáles son? ¿Por qué no m e las ha dicho?
—Porque son físicas. El caparazón ext erior, podr íam os llam ar le. No
est aba segur o de que est uv ier a pr epar ado par a ello. No est oy segur o
t odav ía.
El hom br e se r ecost ó en la silla, con las oscur as cej as enar cadas
baj o el pelo negr o.
—Ahor a es el j uicio del doct or el que no ha sido solicit ado. Est oy
list o. ¿De qué est á ust ed hablando?
—Com enzarem os con esa cabeza suya bast ant e acept able. La car a,
en par t icular .
—¿Qué pasa con ella?
—No es la car a con que ust ed nació.
—¿Qué quiere decir?
—Baj o un buen crist al de aum ent o, la cirugía siem pr e dej a sus
m ar cas. Ha sido ust ed m odificado, m i buen hom bre.
—¿Modificado?
—Tiene un m ent ón pr onunciado; m e at revería a decir que había
una hendidura allí. Fue rem ovida. Su póm ulo izquierdo —sus póm ulos
son t am bién pronunciados, probablem ent e eslavos, hace m uchas
gener aciones— t iene r ast r os apenas v isibles de una cicat r iz quir úr gica.
Me av ent ur ar ía a decir que fue elim inado un lunar . Su nar iz es inglesa,
en un t iem po un poco m ás pr om inent e de lo que es ahor a. Fue afinada
m uy sut ilm ent e. Sus facciones salient es fuer on suavizadas, la
personalidad, disim ulada. ¿Com prende lo que le est oy diciendo?
—No.
—Es un hom bre razonablem ent e at ract ivo, porque su r ost r o es m ás
dist inguido por la cat egor ía a la que per t enece, que por la car a en sí.
—¿Categoría?
—Sí. Es el prot ot ipo del blanco anglosaj ón que suele verse t odos los días
en los m ej ores cam pos de Cricket , o en las pist as de t enis. O en el bar en
Mirabel. Esos rost ros se hacen difíciles de dist inguir uno de ot ro, ¿no es así?
Los rasgos apropiadam ent e en su lugar, los dient es parej os, las orej as
chat as cont ra la cabeza. Nada desproporcionado, t odo en correct a posición y
un poco blando.
—¿Blando?
—Bueno, «consent ido», sería quizás un t érm ino m ás acert ado. Seguro de
sí m ism o, arrogant e, acost um brado a hacer las cosas a su m odo.
—Todavía no est oy seguro de ent ender lo que t rat a de decir.
—Escuche est o ent onces. Cam bie el color de su pelo, y cam biará su
rost ro. Hay rast ros de decoloración, t int e. Use gafas y bigot e, será ot ro
hom bre. Yo supuse que t enía t reint a y t ant os años, pero podría t ener diez
m ás, o cinco m enos. —Washburn hizo una pausa, observando la reacción del

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hom bre, com o si dudara de proseguir o no—. Y hablando de gafas, ¿se
acuerda de esos ej ercicios, las pruebas que hicim os la sem ana pasada?
—Por supuest o.
—Su vist a es perfect am ent e norm al; no necesit a gafas.
—No pensé que las necesit ara.
—Ent onces ¿por qué hay pruebas de un prolongado uso de lent es de
cont act o en sus ret inas y párpados?
—No lo sé. No t iene sent ido.
—¿Puedo sugerir una posible explicación?
—Me gust aría oírla.
—Tal vez no. —El doct or volvió a la vent ana y m iró hacia afuera—.
Ciert os t ipos de lent es de cont act o est án diseñados para cam biar el color de
los oj os. Y ciert o t ipo de oj os se prest an m ás que ot ros para ello.
Generalm ent e, aquellos que t ienen un m at iz gris o azul; los suyos son una
m ezcla. Gris alm endrado baj o una luz, azules en ot ra. La nat uraleza lo
favoreció en est e sent ido; no había alt eración posible ni necesaria.
—¿Necesaria para qué?
—Para cam biar su aspect o. Muy profesionalm ent e, diría yo. Visados,
pasaport es, perm isos de conducir, según sus necesidades. Cabello: cast año,
rubio, roj izo. Oj os ( no se puede t ram pear con los oj os) , ¿verdes, grises,
azules? Las posibilidades son m uchas, ¿no le parece? Todo dent ro de esa
reconocible cat egor ía en la cual los r ost r os se confunden unos con ot ros.
El hom bre se levant ó de la silla con dificult ad, em puj ándose hacia
ar r iba con los br azos y cont eniendo la r espir ación m ient r as se
lev ant aba.
—Tam bién es posible que se equivoque. Puede ser que est é lej os
de la v er dad.
—Ahí est án las huellas, las m ar cas. Eso es una prueba.
—I nt er pr et ada a su m odo, con una gr an dosis de cinism o en ello.
Suponga que hubiera t enido un accident e y m e hubier an oper ado. Eso
ex plicar ía la cirugía.
—No esa clase de cir ugía. Cabello t eñido, m ar cas y lunares
elim inados, esas cosas no son part e de un pr oceso de r est aur ación.
—¡Ust ed no sabe eso! —exclam ó, furioso, el desconocido—. Hay
dist int os accident es, dist int os procedim ient os. Ust ed no est uvo allí, no
puede est ar seguro.
—¡Muy bien! Enój ese conm igo. No lo hace lo suficient em ent e
seguido. Y m ient ras est á furioso, piense. ¿Qué era ust ed? ¿Qué es
ust ed?
—Un v iaj ant e de com er cio... un ej ecut iv o de una com pañía
int ernacional, especializada en el Lej ano Or ient e. Eso podr ía ser . O
un pr ofesor ... de idiom as. En alguna Univ er sidad. Eso t am bién es
posible.
—Bien. Elij a una. ¡Ahora!
—Yo... no puedo.
La m ir ada del hom br e est aba al bor de de la im pot encia.
—Por que no cr ee en ninguna de ellas.
El hom br e sacudió la cabeza.
—No. ¿Ust ed sí?

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—No —replicó Washburn—. Por una razón específica. Esas
ocupaciones son r elat ivam ent e sedent ar ias y ust ed t iene el cuer po de un
hom br e que ha sido som et ido a esfuer zo físico. Bueno, no m e r efier o a
un at let a ent r enado ni nada por el est ilo. Per o su t ono m uscular es fir m e;
sus br azos y m anos, acost um br ados a hacer fuer za, y m uy fuer t es. En
ot r as cir cunst ancias hubier a cr eído que er a un obr er o acost um br ado a
car gar obj et os pesados, o un pescador , habit uado a t r abaj ar con las
r edes dur ant e t oda la j or nada. Per o su nivel de conocim ient os, su
int elect o, m e hace desechar esas posibilidades.
—¿Por qué t engo la im pr esión de que quier e llegar a algo, a ot r a
cosa?
—Por que hem os t r abaj ado j unt os cer ca y baj o pr esión, dur ant e
var ias sem anas ya. Vislum br a una línea de acción.
—¿Est oy en lo correct o, ent onces?
—Sí. Tenía que ver cóm o acept aba lo que le dij e. La cirugía, el pelo, las
lent es de cont act o.
—¿Pasé?
—Con irrit ant e equilibrio. Es t iem po ahora; no t iene sent ido posponerlo
m ás. Francam ent e no t engo la suficient e paciencia. Venga conm igo. —
Washburn conduj o al hom bre por la sala de est ar hacia la puert a t rasera que
daba al dispensario. Una vez dent ro, fue hacia un rincón y t om ó un ant icuado
proyect or, con el est uche de lent es gruesas y redondas, gast ado y rot o—. Hice
t raer est o con el pedido de Marsella —dij o, m ientras lo colocaba sobre el
pequeño escrit orio y m et ía las clavij as en un enchufe de la pared—. ¡Est á lej os
de ser el m ej or equipo, pero sirve para el caso! ¿Quiere baj ar las persianas?
El hom bre sin nom bre ni m em oria fue a la vent ana y baj ó las persianas;
la habit ación quedó a oscuras. Washburn encendió la luz del proyect or; un
cuadrado blanco apareció en la pared. I nsert ó ent onces una pequeña pieza de
celuloide det rás de la lent e.
El cuadrado se llenó inm ediat am ent e con enorm es let ras.

BANCO GEMEI NSCHAFT


BAHNHOFSTRASSE. ZURI CH.
CERO - SI ETE - DI ECI SI ETE - DOCE - CERO -
CATORCE - VEI NTI SÉI S - CERO.

—¿Qué es? —pregunt ó el desconocido.


—Mírelo. Estúdielo. Piense.
—Es algún t ipo de cuent a bancaria.
—Exact am ent e. El nom bre del m em bret e y la dirección en let ras im presas
es el Banco; los núm eros escrit os a m ano rem plazan a un nom bre, pero
m ient ras est én escrit os, const it uyen la firm a del t it ular de la cuent a.
Procedim ient o corrient e.
—¿De dónde la sacó?
—De ust ed. Ést e es un negat ivo m uy pequeño; creo que será la m it ad de
una película de t reint a y cinco m ilím et ros. Est aba im plant ada, quirúrgicam ent e
im plant ada, baj o la piel de su cadera derecha. Los núm eros est án escrit os con
su let ra; es su firm a. Con ella puede abrir una caj a en Zurich.

15
2

Eligieron el nom bre de «Jean- Pierre». No sorprendía ni ofendía a nadie;


era un nom bre t an com ún en Port Noir com o cualquier ot ro.
Y llegaron libros de Marsella, seis en t ot al, de diferent es t am años y
grosores, cuat ro en inglés, dos en francés. Eran libros de Medicina, que
t rat aban sobre los daños de la cabeza y de la m ent e. Había secciones del
cerebro, cient os de palabras no fam iliares para t rat ar de absorber y de
ent ender. Lobus occipit alis y t em poralis, cort ex y las fibras conduct oras del
corpus callosum ; sist em a lím bico, específicam ent e el hipot álam o y los cuerpos
m am ilares que, j unt o con el t rígono cerebral, eran indispensables para la
m em oria y el recuerdo. Al dañarse, había am nesia.
Había est udios psicológicos de t ensión em ocional que producían hist eria
paralizant e y afasia m ent al, condiciones que t am bién originaban pérdida de
m em oria, t ot al o parcial. Am nesia.
Am nesia.
—No hay reglas —dij o el hom bre de cabellos oscuros, frot ándose los oj os
baj o la inadecuada luz de la lám para de la m esa—. Es un rom pecabezas
geom ét rico; puede suceder con cualquier com binación. Física o
psicológicam ent e, o con un poco de am bas. Puede ser perm anent e o t em poral,
t ot al o parcial. ¡No hay reglas!
—Est oy de acuerdo —dij o Washburn, sorbiendo su whisky. Est aba sent ado
en una silla, en el ot ro ext rem o de la habit ación—. Pero creo que nos
est am os acercando a lo que sucedió. A lo que yo creo que sucedió.
—¿O sea? —pregunt ó el hom bre con recelo.
—Lo acaba ust ed de decir: «un poco de am bas». Aunque la palabra
«poco» debería cam biarse por «m ucho». Shocks m uy grandes.
—¿Qué clase de shocks?
—Físicos y psicológicos. Relacionados, ent ret ej idos... dos hebras de
experiencia, o est ím ulos, que se enredaron.
—¿Cuánt o ha bebido?
—Menos de lo que cree; no t iene im port ancia. —El doct or t om ó una
carpet a llena de papeles—. Ést a es su hist oria, su nueva hist oria, la que
com enzó el día que lo t raj eron aquí. Déj em e repasarla. Las heridas físicas
nos indican que la sit uación en que se encont raba era de t ot al st ress
psicológico; la hist eria subsiguient e al hecho de est ar unas nueve horas en
el agua sirvió para solidificar el daño psicológico. La oscuridad, el
m ovim ient o violent o, los pulm ones apenas recibiendo aire; ést os fueron los
elem ent os de la hist eria. Todo lo que la precedió debía ser borrado para
poder hacer frent e, para sobrevivir. ¿Est á de acuerdo conm igo?
—Creo que sí. La cabeza se est aba prot egiendo a sí m ism a.
—No la cabeza. La m ent e. Sepa dist inguirlas. Es im port ant e.
Volverem os a la cabeza, pero le darem os ot ra denom inación. El cerebro.
—Est á bien. La m ent e, no la cabeza... que en realidad es el cerebro.
—Bien. —Washburn pasó el pulgar por las páginas de la carpet a—.
Est án llenas con cient os de observaciones. Tenem os los inform es m édicos
norm ales: posología, t iem po, reacción, esa clase de cosas; pero
principalm ent e t iene que ver con ust ed com o persona. Las palabras que

16
usa, las palabras a las cuales reacciona; las frases que em plea, si puedo
anot arlas, t ant o cuando habla racionalm ent e com o cuando lo hace en
sueños o cuando est aba en com a. Hast a su m odo de cam inar o de poner
en t ensión el cuerpo cuando ve algo que le asom bra o que le int eresa.
Ust ed parece ser un conj unt o de cont radicciones; hay una violencia
subt erránea siem pre baj o cont rol, pero m uy present e. Hay t am bién una
t endencia a la m edit ación que parece ser dolorosa para ust ed; sin
em bargo, raram ent e da cabida al enoj o que ese dolor debe provocar.
—Ust ed lo est á provocando ahora —int errum pió el hom br e—. Hem os
r epasado las palabr as y las fr ases una y ot r a vez.
—Y lo seguirem os haciendo —advirt ió Washburn— m ient r as haya
pr ogr eso.
—No sabía que hubiera habido algún progreso.
—No con r espect o a una ident idad o a la ocupación. Pero est am os
descubriendo qué es lo que le result a m ás fam iliar , con qué se ent iende
m ej or. Asust a un poco.
—¿De qué m odo?
—Perm ít am e ponerle un ej em plo. —El doct or dej ó la car pet a y se
levant ó de la silla. Cam inó hast a un ar m ar io pr im it ivo que había en la
pared, abrió un caj ón y t om ó una pist ola aut om át ica. El hom br e sin
m em or ia se puso t enso en su silla; Washburn se dio cuent a de la
r eacción—. Nunca he usado est o, cr eo que no sabría cóm o hacerlo, pero
vivo a orillas del m ar .
Sonrió y luego, súbit am ent e, sin avisar le, se la ar r oj ó al hom br e.
Cogió el arm a en el aire, con un gest o lim pio, rápido y seguro.
—Desár m ela. Cr eo que se dice así.
—¿Qué?
—Desárm ela. Ahora.
El hom br e m ir ó la pist ola, y luego, en silencio, sus m anos y dedos se
m ovier on exper t am ent e sobr e el arm a. En m enos de t r eint a segundos
est aba t ot alm ent e desm ont ada. Mir ó al doct or .
—¿Se da cuent a de lo que quier o decir le? —inquir ió Washbur n—.
Ent re sus habilidades figura un enorm e conocim ient o sobr e ar m as de
fuego.
—¿Ej ér cit o? —pr egunt ó el hom br e, con voz t ensa, r eceloso una vez
m ás.
—Muy im pr obable —respondió el doct or—. Cuando salió del est ado de
com a, le m encioné su ar r eglo dent al. Le asegur o que no es m ilit ar . Y por
supuest o la cir ugía descar t a cualquier asociación m ilit ar .
—Ent onces, ¿qué?
—Dej em os eso por ahor a; volvam os a lo que sucedió. Est ábam os
hablando de la m ent e, ¿r ecuer da? El st r ess psicológico, la hist er ia. No el
cer ebr o físico, sino las pr esiones m ent ales. ¿Est á clar o?
—Prosiga.
—A m edida que dism inuye el shock, lo hace t am bién la pr esión, hast a
que desapar ece la necesidad fundam ent al de pr ot eger la psique. Mient r as
t om a lugar est e pr oceso, r ecuper ar á sus habilidades y t alent os. Recor dar á
cier t as paut as de com por t am ient o; puede r evivir m uy nat ur alm ent e sus

17
r eacciones ext er nas inst int ivas. Per o hay una br echa, y t odo en est as
páginas m e dice que es ir r ever sible.
Washbur n se int er r um pió y r egr esó a su silla y a su copa. Se sent ó
y bebió, cer r ando los oj os cansinam ente.
—Cont inúe —susur r ó el hom br e.
El doct or abr ió los oj os, m ir ando a su pacient e:
—Ret or nem os a la cabeza, que hem os denom inado cer ebr o. El
cer ebr o físico, con sus m illones y m illones de células y com ponent es de
acción r ecípr oca. Ust ed ley ó los libr os; el t r ígono cer ebr al y el sist em a
lím bico, las fibr as del hipot álam o y el t álam o; el cuer po calloso y ,
especialm ent e, las t écnicas quir úr gicas de lobot om ía. La m ás m ínim a
alt er ación puede originar dram át icos cam bios. Eso es lo que le sucedió a
ust ed. El daño fue físico. Es com o si unos bloques fuer an r ecom puest os;
la est r uct ur a física dej a de ser lo que era.
Washburn se int errum pió nuevam ent e.
—¿Y...? —presionó el hom bre.
—La desaparición de las presiones psicológicas perm it ir á, est á ya
per m it iendo, la r ecuper ación de sus habilidades y t alent os. Per o no cr eo
que pueda r elacionarlos alguna vez con nada de su pasado.
—¿Por qué? ¿Por qué no?
—Porque los conduct os físicos que perm it en y t ransm it en esas
m em orias fueron alt erados, físicam ent e r eacom odados, hast a el punt o de
que ya no funcionan com o lo hacían ant es. Han sido dest ruidos par a t odo
pr onóst ico e int ención.
El hom br e per m anecía inm óv il.
—La respuest a est á en Zurich —dij o.
—Todavía no. No est á list o; no est á lo suficient em ente fuerte.
—Lo estaré.
—Sí, lo estará.

Pasaron las sem anas; los ej ercicios verbales cont inuaban a la vez que
aum ent aban las páginas, y ret ornaba la fuerza del hom bre.
Era m edia m añana de un día brillant e de la decim onovena sem ana; el
Medit erráneo est aba en calm a y resplandecient e. Com o era su cost um bre,
el hom bre corrió durant e una hora a lo largo de la cost a y por las colinas;
había aum ent ado la dist ancia hast a llegar a casi veint e kilóm et ros por día,
acelerando el rit m o t odos los días, con descansos cada vez m enos
frecuent es. Est aba sent ado en una silla al lado de la vent ana del
dorm it orio, respirando agit adam ent e, con la cam iset a em papada en sudor.
Ent ró por la puert a t rasera, para llegar a su habit ación por el oscuro pasillo
que daba a la sala. Era sim plem ent e m ás fácil; el lugar le ser vía al doct or
de sala de esper a, y aún había var ios pacient es con cor t es y her idas, que
aguar daban ser at endidos. Est aban sent ados, con aspect o at em orizado,
pregunt ándose en qué condición est aría le doct eur aquella m añana. En
r ealidad, no er a m ala. Geoffr ey Washbur n aún bebía com o un cosaco
loco, per o dur ant e est os días se m ant enía bien. Er a com o si hubier a
encont r ado una r eser va de esper anza en algún r ecóndit o lugar de su
pr opio fat alism o dest r uct ivo. Y el hom br e sin m em or ia com pr endía; esa

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esperanza est aba ligada a un Banco en Bahnhofst rasse, en Zurich. ¿Por
qué el nom br e de la calle había acudido t an fácilm ent e a su m ent e?
La puert a del dorm it orio se abrió y el doct or irrum pió sonriendo, con
su chaquet a blanca m anchada con la sangr e de su pacient e.
—¡Lo hice! —dij o; sus palabras eran m ás t riunfant es que
aclar at or ias—. ¡Deber ía abr ir m i pr opia agencia de colocaciones y vivir de
com isiones! Ser ía m ás product ivo.
—¿De qué est á hablando?
—Com o habíam os convenido, es lo que necesit a. Ust ed t iene que
com enzar a funcionar fuer a de aquí, ¡y hace dos m inut os que Monsieur
Jean Fierre Sin Apellido ha sido em pleado! Al m enos por una sem ana.
—¿Cóm o lo hizo? Pensé que no había ninguna posibilidad.
—La posibilidad sur gió de la pier na infect ada de Claude Lam ouche. Le
expliqué que m i reserva de anest esia local era m uy, pero que m uy
lim it ada. Negociam os; ust ed fue la m oneda en j uego.
—¿Una sem ana?
—Si sir ve par a algo, puede ser que lo t enga por m ás t iem po. —
Washbur n hizo una pausa—. Aunque eso no es t er r iblem ent e im por t ant e,
¿ver dad?
—No est oy segur o de que nada de est o lo sea. Un m es at r ás podr ía
haber sido, per o ahor a... Est oy list o par a par t ir . Cr eo que ust ed así lo
quier e. Tengo una cit a en Zur ich.
—Y yo pr efer ir ía que en esa cit a funcionar a lo m ej or posible. Mis
int ereses son ext rem adam ent e egoíst as, ninguna disculpa es per m it ida.
—Est oy list o.
—En la super ficie, sí. Per o, cr éam e, es fundam ent al que pase
pr olongados per íodos en el agua, algunos de ellos, por la noche. No en
condiciones cont r oladas, no com o pasaj er o, sino suj et o a condiciones
consider ablem ent e dur as; cuant o m ás dur as, m ej or .
—¿Ot ra prueba?
—Todas las que pueda r ealizar en est e pr im it ivo lugar . Si pudier a
conj ur ar una t or m ent a y un pequeño naufr agio par a ust ed, lo har ía. Por
ot r o lado, Lam ouche es com o una t or m ent a en sí m ism o; es un hom br e
difícil. La hinchazón de su pier na cederá, y ent onces lo m irará con
resent im ient o. Y lo m ism o les pasar á a ot r os; ust ed t endr á que
r em plazar a alguien.
—Muchas gracias.
—De nada. Est am os com binando dos t ensiones. Al m enos una o dos
noches en el agua, si Lam ouche cum ple con lo pact ado ( ése es el
ent or no host il que cont r ibuy ó a su hist er ia) y se av iene a est ar ex puest o
al r esent im ient o y host ilidad de las per sonas que lo r odean, sím bolo de
la sit uación de st r ess inicial.
—Gr acias de nuev o. ¿Y si deciden t ir ar m e por la bor da? Ésa ser ía la
últ im a pr ueba, supongo, per o no sé cuál sería el beneficio si m e ahogara.
—¡Oh, no sucederá nada de eso! —com ent ó Washburn,
burlonam ent e.
—Me alegr a v er lo t an confiado. Me gust ar ía sent ir lo m ism o.

19
—Puede est ar t r anquilo. Tiene la pr ot ección de m i pr esencia. No
ser é Chr ist ian Bar nar d o Michael De Back ey , per o soy t odo lo que est a
gent e t iene. Me necesit an; no se ar r iesgar án a per der m e.
—Per o ust ed se quier e ir . Yo soy su pasapor t e hacia fuera.
—En rum bos insondables, m i querido pacient e. Vam os, ahora.
Lam ouche quiere que vaya al m uelle para fam iliar izar se con el equipo.
Saldr án m añana a las cuat ro de la m adrugada. Considere lo beneficioso
que será una sem ana en el m ar. Piense en ello com o en un crucero.

Nunca se hizo un crucero sem ej ant e. El pat rón del sucio y m ugrient o
barco pesquero era una m ala versión de un insignificant e capit án Bligh; la
t ripulación, un cuart et o de inadapt ados, que eran indudablem ent e los
únicos hom bres en Port Noir dispuest os a vérselas con Claude Lam ouche.
El quint o m iem bro era habit ualm ent e el herm ano del principal pescador de
red, hecho del cual t om ó conocim ient o el hom bre llam ado Jean- Pierre a los
pocos m inut os de haber zarpado del puert o, a las cuat ro de la m adrugada.
—¡Le quit ó la com ida a m i herm ano! —susurró rabiosam ent e el
pescador con rápidos m ovim ient os de sus labios, m ient ras m ant enía en la
boca un cigarrillo inm óvil—. ¡De las bocas de sus hij os!
—Es sólo por una sem ana —prot est ó Jean- Pierre.
Hubiera sido m ás fácil, m ucho m ás fácil, ofrecer una com pensación al
herm ano desem pleado, con la m ensualidad de Washburn, pero el doct or y
su pacient e habían arreglado desent enderse de t ales com prom isos.
—¡Espero que sea bueno con las redes!
No lo era.
Hubo m om ent os, dur ant e las siguient es set ent a y dos horas, en
que el hom bre llam ado Jean- Pierre pensó que ser ía obligat or ia la
alt er nat iv a de un ar r eglo financiero. La host ilidad nunca cesaba, ni
siquiera de noche, especialm ent e de noche. Era com o si las m ir adas
est uv ier an fij as en él m ient r as y acía en aquel inm undo colchón, en
esper a del m om ent o en que se quedara dorm ido.
—¡Tú! ¡A hacer la guardia! El com pañero est á enferm o. Hay que
relevarlo.
—¡Levántate! ¡Philippe está escribiendo sus m em orias! No se le
puede int errum pir.
—¡De pie! Rom pist e una red est a m añana. No vam os a pagar por
t u est upidez. Est am os t odos de acuerdo. Arréglala ahora.
Las redes.
Si necesit aban dos hom bres para un flanco, sus dos br azos
t om aban el lugar de cuat r o. Si t r abaj aba al lado de un hom br e, se
pr oducían r epent inos t ir ones y m ov im ient os que lo dej aban con t odo
el peso, r epent inos golpes de hom bros cercanos que lo m andaban
cont r a la bor da, y casi fuer a de ella.
Y Lam ouche. Un m aniát ico renco que m edía cada kilóm et ro de
agua por la pesca que había perdido. Su voz era áspera, com o una
bocina eléct rica. No se dir igía a nadie sin agr egar una obscenidad
ant es del nom br e, hábit o que el pacient e halló m uy ir r it ant e. Pero
Lam ouche no t ocó al am igo del doct or; sim plem ent e le enviaba un

20
m ensaj e: No m e haga est o nunca m ás. No en lo que concierne a m i barco
y a m i pesca.
El program a de Lam ouche preveía el regreso a Port Noir par a el
ocaso del t er cer día; debían descar gar la pesca, y la t r ipulación
t endr ía hast a las cuat r o de la m adrugada siguient e para dorm ir,
for nicar , em bor r achar se o, con suer t e, las t r es cosas j unt as. Cuando
t uv ier on t ier r a a la v ist a, sucedió.
El encar gado de las r edes y su ay udant e las est aban r ecogiendo y
doblando sobr e la par t e m edia del barco. El rechazado t ripulant e, a
quien había apodado Jean- Pier r e Sanguij uela, fr ot aba la cubier t a con
un cepillo de m ango lar go. Los dos t r ipulant e r est ant es ar r oj aban
baldes de agua de m ar fr ent e al cepillo, m ás a m enudo apunt ando a
Sanguij uela que a la cubiert a.
Un baldazo fue dem asiado alt o, cegando al pacient e de Washbur n y
haciéndole per der la est abilidad. El pasado cepillo de cerda com o m et al
voló de sus m anos, y las agudas punt as dieron cont ra el m uslo del pescador
arrodillado con las redes.
—Merde alors!
—Desolé —com ent ó el causant e con indiferencia, escurriéndose el agua de
sus oj os.
—¡Al diablo con lo que dices! —grit ó el pescador.
—He dicho que lo sient o —replicó Jean- Pierre—. Dile a t us am igos que
m oj en la cubiert a, no a m í. ¡Mis am igos no m e conviert en en el blanco de su
est upidez!
—Acaban de ser la causa de la m ía.
El pescador t om ó el m ango del cepillo, se incorporó y lo em puñó com o
una bayonet a.
—¿Quieres j ugar, Sanguij uela?
—Vam os, dám elo.
—Con m ucho gust o, Sanguij uela. ¡Aquí t ienes!
El pescador em puj ó el cepillo hacia delant e y abaj o; las punt as rasparon el
pecho y el est óm ago del pacient e, rasgando la t ela de su cam isa.
Nunca sabría el hom bre si fue el cont act o con las cicat rices que cubrían
sus ant iguas heridas, o la frust ración y la rabia causadas por t res días de
host igam ient o. Sólo supo que debía responder. Y la reacción fue m ucho m ás
alarm ant e de lo que hubiera podido im aginar.
Tom ó el m ango con su m ano derecha, lo t rabó cont ra el est óm ago del
pescador, y lo em puj ó hacia delant e en el m om ent o del im pact o;
sim ult áneam ent e, im pulsó su pie derecho hacia arriba, dando con fuerza en la
gargant a del hom bre.
—¡Tao!
El susurro gut ural salió involunt ariam ent e de sus labios; no sabía lo que
significaba.
Ant es de que pudiera com prender, giró sobre sí, su pie derecho lanzado
ahora hacia delant e com o un ariet e, y se est relló en el riñón derecho del
pescador.
—¡Che- sah! —exclam ó.
El pescador ret rocedió; luego se lanzó hacia él con dolor y furia, sus
m anos t ensas com o garras.

21
—¡Cerdo!
El pacient e se agachó, llevando su m ano hacia arriba para suj et ar el
ant ebrazo del encargado de las redes, dándole un t irón hacia abaj o,
levant ándolo luego, em puj ando el brazo de su víct im a hacia arriba,
ret orciéndolo hast a su punt o m áxim o, t irando ot ra vez hast a que, finalm ent e,
lo solt ó, em puj ando con el t alón en la espalda del pescador. Él francés cayó
hacia delant e sobre las redes, y su cabeza se est relló cont ra la borda.
—¡Mee- sah! —rugió, ignorando aún el significado de su grit o.
Un t ripulant e lo t om ó por el cuello desde at rás. El pacient e lanzó su
puño izquierdo cont ra la zona pélvica del at acant e; luego se agachó hacia
delant e, t om ando el codo que aprisionaba su gargant a. Se inclinó hacia su
izquierda; su asalt ant e fue levant ado del suelo, sus piernas dieron vuelt as
en el aire m ient ras era arroj ado sobre la cubiert a; al caer, su cara y cuello
quedaron aprisionados ent re las ruedas de un cabrest ant e.
Los ot ros dos hom bres ya est aban sobre él, aporreándolo con puños y
rodillas, m ient ras el capit án del barco pesquero grit aba repet idam ent e sus
advertencias.
—Le doct eur! Rappelons le doct eur! Va douce- m ent !
Las palabras est aban t an fuera de lugar com o la apreciación del
capit án sobre lo que est aba viendo. El pacient e suj et ó la m uñeca de uno de
los hom bres, doblándola hacia abaj o y ret orciéndola en sent ido cont rario a
las aguj as del reloj con un m ovim ient o violent o; el hom bre grit ó
desesperadam ent e. La m uñeca est aba rot a.
El pacient e de Washburn j unt ó los dedos de sus m anos, blandiendo los
brazos hacia arriba com o un m art illo, para golpear al hom bre de la m uñeca
rot a, en m it ad de la gargant a. El hom bre dio una volt eret a en el aire y cayó
sin sent ido sobre cubiert a.
—Kwa-sah!
El susurro ret um bó en los oídos del pacient e.
El cuart o hom bre ret rocedió, con la vist a clavada en el m aniát ico, que,
sim plem ent e, lo m iraba.
Había t erm inado. Tres hom bres de la t ripulación de Lam ouche est aban
inconscient es, severam ent e cast igados por lo que habían hecho. Era m uy
im probable que alguno fuera capaz de present arse en el m uelle a las cuat ro
de la m adrugada.
Las palabras de Lam ouche fueron dichas con igual carga de asom bro y
desprecio.
—No sé de dónde vienes, pero t e irás de est e barco.
El hom bre sin m em oria com prendió la ironía no int encionada de las
palabras del capit án. Yo t am poco sé de dónde vengo.
—No puede quedarse aquí, ahora —dij o Geoffrey Washburn, m ient ras
ent raba en la oscura habit ación—. Honest am ent e, pensé que podía evit ar
cualquier serio at aque cont ra ust ed. Pero no lo puedo prot eger si es ust ed
quien ha causado el daño.
—Me provocaron.
—¿En la m ism a m edida en que r espondió? ¿Una m uñeca r ot a y
lacer aciones que r equier en sut ur a en la gar gant a y la car a de un hom br e,
y en la cabeza de ot r o? ¿Una cont usión profunda y daño indet erm inado en

22
un riñón? ¿Por no hablar del golpe en la ingle, que causó hinchazón en los
t est ículos? Cr eo que la palabr a adecuada es «dest rucción».
—Habría sido «m uert e», y yo, el hom bre m uert o, si hubiera sucedido
de ot ra m anera. —El pacient e hizo una pausa, per o volvió a hablar ant es
de que el doct or pudiera int errum pirlo—. Pienso que deberíam os hablar.
Pasar on var ias cosas, ot r as palabr as llegar on a m í. Deber íam os hablar .
—Deber íam os, per o no podem os. No hay t iem po. Se t iene que ir
ahor a. Ya hice los ar r eglos.
—¿Ahora?
—Sí. Les dij e que se había ido al pueblo, probablem ent e a
em bor r achar se. Las fam ilias lo est ar án buscando. Todo herm ano, prim o o
cuñado en condiciones de luchar. Tendrán cuchillos, ganchos, quizás una o
dos pist olas. Cuando no lo puedan encont rar, regr esar án aquí. No se
det endr án hast a que lo encuentren.
—¿Por una pelea que no com encé?
—Por que hir ió a t r es hom br es, que per der án com o m ínim o un m es de
sueldo. Y algo m ás, que es infinit am ent e m ás im por t ant e.
—¿Qué es?
—Él insult o. Un hom bre que no es del lugar result ó ser m ás que un
cont rincant e, no sólo para uno, sino para t res respet ados pescadores de
Port Noir.
—¿Respet ados?
—En el sent ido físico. La t ripulación de Lam ouche es considerada com o
la m ás fuert e de t oda la cost a.
—Eso es ridículo.
—No para ellos. Es su honor... Ahora apresúrese, recoj a sus cosas.
Hay un barco en el puert o de Marsella; el capit án accedió a ocult arlo y
llevarlo un kilóm et ro hacia el nort e de La Ciot at .
El hom bre sin m em oria cont uvo la respiración.
—Ent onces, llegó el m om ent o —dij o en voz baj a.
—Llegó el m om ent o —replicó Washburn—. Creo que sé lo que est á
pasando por su m ent e. Una sensación de im pot encia, de ir a la deriva sin
un t im ón para guiar el rum bo. Yo he sido su t im ón, y no est aré con ust ed;
no hay nada que pueda hacer al respect o. Pero créam e cuando le digo que
no est á desprot egido. Encont rará su cam ino.
—A Zurich —agregó el pacient e.
—A Zurich —confirm ó el doct or—. Aquí t iene. Envolví algunas cosas
para ust ed en est e lienzo. Suj ét elo alr ededor de la cint ur a.
—¿Qué es?
—Todo el diner o que t engo, unos dos m il fr ancos. No es m ucho, per o
le ay udar á par a em pezar . Y m i pasapor t e, par a lo que pueda ser vir le.
Som os m ás o m enos de la m ism a edad y es de hace ocho años; las
per sonas cam bian. No dej e que lo est udien. Es m er am ent e un docum ent o
oficial.
—¿Qué har á ust ed?
—No lo necesit aré nunca si no t engo not icias suyas.
—Es ust ed un hom br e decent e.

23
—Cr eo que ust ed t am bién lo es... Com o yo lo conozco. Per o clar o, no
lo conocí ant es. De m odo que no puedo r esponder por ese hom br e. Oj alá
pudier a, per o no hay for m a de que pueda hacer lo.

El hom br e se apoyó en la barandilla, m ient r as obser vaba cóm o las


luces de Por t Noir se per dían en la dist ancia. El bar co pesquer o penet r aba
en la oscur idad, en una oscur idad sem ej ant e a aquella en la que el se
había sum er gido cinco m eses at r ás.
Y ahor a est aba penet r ando en ot r a oscur idad.

No había luces en la cost a de Francia; sólo el débil resplandor de la


Luna perfilaba la rocosa orilla. Est aban a doscient os m et ros de la cost a, el
barco pesquero se m ecía suavem ent e en las corrient es de la ensenada. El
capit án señaló hacia el horizont e.
—Hay una pequeña franj a de playa ent re esos dos grupos de rocas. No
es m ucho, pero llegará a ella si nada hacia la derecha. Podem os acercarnos
unos diez o quince m et ros, no m ás. Sólo un m inut o o dos.
—Est á ust ed haciendo m ás de lo que esperaba. Se lo agradezco.
—No es necesario. Yo pago m is deudas.
—¿Soy yo una de ellas?
—Y m ucho. El doct or de Port Noir sut uró a t res de m is hom bres
después de aquella locura, cinco m eses at rás. Ust ed no fue la única
víct im a, ¿sabe?
—¿La t orm ent a? ¿Me conoce?
—Est aba blanco com o una t iza en la pizarra, pero no lo conozco ni lo
quiero conocer. No t enía dinero ent onces, no hubo pesca; el doct or dij o
que podría pagarle cuando m ej oraran las circunst ancias. Ust ed es m i paga.
—Necesit o docum ent os —dij o el hom bre, int uyendo una fuent e de
ayuda—. Necesit o un pasaport e falso.
—¿Por qué m e lo dice a m í? —pregunt ó el capit án—. Dij e que llevaría
un bult o hast a el nort e de La Ciot at . Eso fue t odo.
—No habría dicho eso si no fuera capaz de ot ras cosas.
—No lo llevar é a Mar sella. No m e arriesgaré a enfrent arm e con los
barcos pat rulleros. La Suret é t iene escuadr as por t odo el puert o; la división
Nar cót icos es obsesiva. O se les paga a ellos o se pagan veint e años en
una celda.
—La que significa que puedo obt ener papeles en Marsella. Y ust ed m e
puede ayudar.
—No dij e eso.
—Sí lo hizo. Necesit o un servicio, y ese ser vicio puede hallar se en un
lugar al que ust ed no m e quier e llevar , per o aún est á allí el ser vicio. Ust ed
lo dij o.
—¿Dije qué?
—Que m e hablará en Marsella, si puedo llegar allí sin ust ed. Sólo
dígam e dónde.

24
El capit án del barco pesquero est udió la car a del pacient e; no t om ó la
decisión apr esur adam ent e, per o la t om ó.
—Hay un café en la r ué Sar r asin, al sur de Puer t o Viej o, «Le Bouc de
Mer». Est aré allí est a noche ent re nueve y once. Necesit ará dinero, un poco
adelant ado.
—¿Cuánto?
—Eso lo arregla ust ed con el hom bre con quien hable.
—Necesit o t ener una idea.
—Es m ás bar at o si ya t iene un docum ent o sobr e el cual t r abaj ar . De
ot r o m odo lo r oban a uno.
—Le dij e. Tengo uno.
El capit án se encogió de hom br os.
—Mil quinient os, dos m il francos. ¿Est am os perdiendo el t iem po?
El pacient e pensó en el lienzo suj et o a su cint ur a. Lo esper aba la
bancar r ot a en Mar sella, per o t am bién un pasapor t e falso, un pasapor t e a
Zurich.
—Me las ar r eglar é —dij o, sin saber por qué sonaba t an seguro—. Est a
noche, ent onces.
El capit án escudr iñó la cost a t enuem ent e ilum inada.
—Hast a aquí podem os llegar. Ahora debe cont inuar por sus propios
m edios. Recuerde: si no nos encont r am os en Mar sella, ust ed nunca m e vio
ni yo lo vi a ust ed. Tam poco lo ha vist o ninguno de m i t ripulación.
—Est ar é allí, «Le Bouc de Mer », r ué Sar r asin, al sur del Puer t o Viej o.
—En las m anos de Dios —dij o el capit án, haciendo una señal al t im onel;
los m ot or es r ugier on baj o el barco—. A propósit o: la client ela de Le Bouc
no est á habit uada al dialect o parisiense. Yo hablaría m ás rúst ico, si fuer a
ust ed.
—Gracias por el consej o —replicó el paciente m ient r as pasaba sus
pier nas sobr e la bor da y se deslizaba en el agua. Sost enía su m ochila
sobr e la super ficie, m oviendo las piernas para m ant enerse a flot e—. Nos
verem os est a noche —agregó con voz m ás fuert e, m irando hacia el oscuro
casco del pesquero.
Ya no había nadie allí; el capit án se había alej ado de la barandilla. Los
únicos sonidos eran los golpes de las olas cont ra la m adera y la apagada
aceleración de los motores.
Est ás solo ahora.
Tem bló y giró en el agua fría, dirigiéndose hacia la orilla; recordó que
debía desviarse hacia la derecha, para dar con el grupo de rocas. Si el
capit án sabía de qué hablaba, la corrient e debía llevarlo hacia la playa.

Lo llevó; sent ía cóm o la corrient e subm arina le t iraba de los pies


desnudos hacia la arena, haciendo que los últ im os t reint a m et ros fueran los
m ás difíciles de cruzar. Pero la m ochila de lona est aba casi seca; t odavía
lograba sost enerla por encim a de la rompiente.
Minut os m ás t ar de est aba sent ado en una duna de past o salvaj e, los
t allos alt os doblándose con la brisa m ar ina, m ient r as los pr im er os r ayos de
la m añana asom aban en el cielo. El sol saldría dent ro de una hora; debía
m over se con él.

25
Abr ió la m ochila y sacó unas bot as, m edio gruesas, un pant alón
enr ollado y una r úst ica cam isa de per cal. En algún m om ent o de su pasado
había apr endido a guar dar las cosas con econom ía de espacio; la m ochila
cont enía m ucho m ás de lo que un observador hubiera podido pensar.
¿Dónde había apr endido eso? ¿Por qué? Las pr egunt as no cesaban.
Se par ó y se quit ó los shor t s ingleses que le había regalado
Washburn. Los est iró sobre los j uncos par a que se secar an; no podía
despr ender se de nada. Se quit ó la cam iset a e hizo lo m ism o.
Así desnudo, sobre la duna, sint ió una rara sensación de regocij o,
m ezclado con un dolor en el est óm ago. El dolor era m iedo, lo sabía.
Tam bién com prendía el regocij o.
Pasó la prim era prueba. Confió en su inst int o —quizás un im pulso— y
supo qué decir y cóm o r esponder .
Hacía una hor a est aba sin dest ino inm ediat o, sabiendo solam ent e que
Zurich era su obj et ivo, aunque t am bién sabía que había fr ont er as que
cr uzar , t r ám it es oficiales que cum plir . El pasapor t e de hacía ocho años er a
t an obviam ent e aj eno, que hast a el em pleado m ás est úpido se dar ía
cuent a. Y suponiendo que se las ingeniar a par a pasar a Suiza, t endr ía que
salir; con cada m ovim ient o se m ult iplicaban las posibilidades de ser
det enido. No lo podía per m it ir . No ahor a; no hast a que supier a m ás. Las
r espuest as est aban en Zur ich; debía viaj ar libr em ent e, y había logr ado
convencer al capit án de un bar co pesquer o par a que eso fuer a posible.
No est á desprot egido. Encont rará su cam ino.
Ant es de que t er m inar a el día est ablecer ía una conex ión par a que
el pasapor t e de Washbur n pudier a ser alt er ado por un pr ofesional y
t r ansfor m ado en una licencia de v iaj e. Er a el pr im er paso concr et o,
per o ant es de t om ar lo debía consider ar el pr oblem a del diner o. No
bast aban los dos m il fr ancos que el doct or le había dado; hast a podían
no ser suficient es par a el pasapor t e.
—¿De qué le servía una licencia para viaj ar sin los m edios para
hacerlo? Dinero. Debía conseguir dinero. Tenía que pensar en eso.
Sacudió la r opa que había sacado de la m ochila, se la puso y se
calzó las bot as. Luego se recost ó sobre la arena, m irando al cielo, que
progresivam ent e se hacía m ás br illant e. El día est aba naciendo, y él
t am bién.

Cam inó por las est r echas calles de La Ciot at , y ent r aba en los
com er cios m ás que nada par a conver sar con la gent e. Er a una ext r aña
sensación el ser par t e del t r áfico hum ano, no un desahuciado
desconocido, r escat ado del m ar . Recor dó el consej o del capit án y
gut ur alizó su fr ancés, lo que le per m it ió pasar inadver t ido com o cualquier
ext r año de paso por la ciudad.
Dinero.
Había un sect or de La Ciot at que apar ent em ent e abast ecía a una
client ela adiner ada. Los com er cios eran m ás lim pios, y la m ercadería, m ás
rara; el pescado, m ás fr esco, y había m ás car ne. Hast a las hort alizas
relucían; m uchas de ellas, exót icas, im port adas de África del Nort e y el
Medio Or ient e. La zona par ecía t ener un t oque de Par ís o Niza en m edio
de una r ut inar ia com unidad cost er a de clase m edia. Un pequeño café,

26
con la ent r ada al final de un sender o de laj as, se er guía, separ ado de los
negocios que los flanqueaban, por un césped m uy bien cuidado.
Dinero.
Ent r ó en una car nicer ía, conscient e de que no er a posit iva, la
apr eciación que hacía el dueño de él, ni su m ir ada, am ist osa. El hom br e
est aba at endiendo a una par ej a de m ediana edad que, por la m aner a de
hablar y de act uar , par ecían ser cr iados de alguna propiedad de las
afueras. Eran precisos, cort ant es y exigentes.
—La sem ana pasada, la carne de t ernera era apenas pasable —dij o la
m uj er—. Dém e algo m ej or est a vez, o m e veré obligada a pedirla a Marsella.
—Y la ot ra noche —agregó el hom bre—, el m arqués dij o que las cost illas
de cordero eran m uy est rechas. Le repit o; t res cent ím et ros es la m edida.
El dueño suspiró y se encogió de hom bros, profiriendo frases
obsequiosas de disculpa y prom esa. La m uj er se dirigió a su acom pañant e con
un t ono no m enos im perat ivo del que había em pleado con el carnicero.
—Coge los paquet es y llévalos al coche. Est aré en el alm acén; búscam e
allí.
—Por supuest o, querida.
La m uj er part ió, palom a en busca de sem illas de conflict o. En el
m om ent o en que la m uj er salió de la carnicería, su esposo se dirigió al dueño
con act it ud t ot alm ent e dist int a. Su arrogancia se había borrado, y una
sonrisa apareció en su lugar.
—Un día norm al ¿eh, Marcel? —dij o sacando un paquet e de cigarrillos del
bolsillo.
—Los ha habido m ej ores y peores. Las cost illas, ¿eran realm ent e t an
est rechas?
—¡No, por Dios! ¿Cuándo iba él a poder decirlo? Pero ella se sient e m ej or
si m e quej o, sabes que es así.
—¿Dónde est á ahora el Marqués del Est iércol?
—Ebrio, aquí al lado, esperando a la ram era de Tolón. Vendrá est a t arde
a buscarlo, y lo llevaré a los est ablos sin que se ent ere la m arquesa. No será
capaz de conducir su coche para ent onces. Usa la habit ación de Jean- Pierre,
arriba de la cocina, ¿sabes?
—He oído algo de eso.
Al oír el nom bre Jean- Pierre, el pacient e de Washburn se apart ó del
m ost rador de aves. Fue un reflej o aut om át ico, pero sirvió para recordar su
presencia al carnicero.
—¿Qué pasa? ¿Qué quiere?
Era el m om ent o para desgut uralizar su francés.
—Me lo recom endaron unos am igos de Niza —dij o el pacient e, con un
acent o, que parecía m ás adecuado para el Quai d'Orsav que para «Le Bouc de
Mer».
—¡Oh!
El dueño hizo una inm ediat a reevaluación. Ent re su client ela,
especialm ent e ent re los m ás j óvenes, est aban aquellos que preferían vest ir en
oposición a su st at us. La cam isa vasca com ún hast a est aba de m oda por
aquellos días.
—¿Es nuevo aquí, señor?

27
—Mi bar co est á en r epar ación; no podr em os llegar a Mar sella est a
t ar de.
—¿Puedo serle út il?
El pacient e r ió.
—Puede ser lo par a el chef; no m e at r ever ía a decir . Él vendrá m ás
t arde, y t engo ciert a influencia.
El carnicero y su am igo rieron.
—Yo dir ía que sí, señor —r eplicó el dueño.
—Necesit ar é una docena de pat os y, digam os, dieciocho
chat eaubr iands.
—Por supuest o.
—Bien. Enviaré al chef.
El pacient e se volvió hacia el hom br e.
—A pr opósit o, no he podido evit ar oír lo... no, por favor , no se
pr eocupe. El m ar qués ¿no ser á ese necio D'Am bois? Cr eo que alguien m e
dij o que vivía por aquí.
—¡Oh, no, señor! —respondió el sirvient e—. No conozco al m arqués
D'Am bois. Me refería al Marqués de Cham for d. Un buen caballer o, señor ,
per o t iene pr oblem as. Un m at r im onio difícil. Muy difícil; no es ningún
secr et o.
—¿Cham for d? Sí, cr eo que lo conozco. Más bien baj o, ¿no?
—No, señor . Bast ant e alt o. Com o de su est at ur a.
—¿En serio?

El pacient e est udió r ápidam ent e las dist int as ent r adas y escaler as
int er ior es del café de dos plant as. Par ecía un pr oveedor de Roquevair e
que no conocier a su nueva r ut a. Había dos escaler as que conducían
ar r iba, una por la cocina, la ot r a j ust o debaj o de la ent r ada pr incipal, en
el pequeño salón- r ecibidor ; ést a er a la escaler a que usaban los client es
par a ir a los baños de ar r iba. Había t am bién una vent ana a t r avés de la
cual cualquier int er esado podía ver desde fuer a a t odo el que ut ilizar a la
escaler a, y el pacient e est aba segur o de que, si esper aba lo suficient e,
ver ía subir a dos per sonas. Subir ían indudablem ent e separ ados, no hacia
un baño, sino a una habit ación sobr e la cocina. El pacient e se pr egunt ó
cuál de los cost osos aut om óviles est acionados en la t ranquila calle
pert enecería al m arqués de Cham ford. Cualquiera que fuese, el sir vient e
que est aba en la car nicer ía no debía pr eocupar se; su pat r ón no iba a
conducir lo.
Dinero.
La m uj er llegó poco después de la una. Er a una r ubia de cabello
suelt o; la seda de su blusa se veía t ir ant e sobr e el pecho y sus lar gas
pier nas t ost adas se m ovían con gracia sobr e los alt os t acones; sus
caderas y m uslos se delineaban baj o el aj ust ado vest ido blanco. Cham ford
podía t ener problem as, pero t am bién t enía gust o.
Veint e m inut os m ás t arde pudo ver la falda blanca por la vent ana; la
chica est aba subiendo. Menos de sesent a segundos después, ot ra figura llenó
el m arco de la vent ana; un pant alón oscuro y una chaquet a deport iva baj o
una cara blanca subió caut elosam ent e la escalera. El pacient e cont ó los
m inut os; esperaba que el m arqués de Cham ford llevara reloj .

28
Con su m ochila de lona suj et a lo m ás discret am ent e posible por las
correas, el pacient e cam inó por el sendero de laj as hacia la ent rada del
rest aurant e. Una vez adent ro, giró hacia la izquierda en el salón- recibidor,
excusándose al pasar j unt o a un hom bre m ayor que, paso a paso, subía las
escaleras, alcanzó el piso superior y dobló nuevam ent e a la izquierda por un
largo corredor que conducía a la part e t rasera del edificio, sobre la cocina.
Pasó los baños y llegó a una puert a cerrada al final del est recho pasillo,
donde se det uvo, apoyando la espalda cont ra la pared. Se volvió y esperó a
que el hom bre m ayor alcanzara la puert a del baño y la abriera, m ient ras se
baj aba la crem allera de los pant alones.
El pacient e —inst int ivam ent e, en realidad— levant ó la blanda m ochila y la
apoyó cont ra el panel cent ral de la puert a. La sost uvo en su lugar,
asegurándola con sus brazos ext endidos, dio un paso at rás y con un rápido
m ovim ient o golpeó con su hom bro izquierdo en la m ochila, soltando su m ano
derecha m ient ras se abría la puert a, para asir el borde ant es de que la puert a
pudiera dar cont ra la pared. Nadie abaj o, en el rest aurant e, podía haber oído
la silenciosa irrupción.
—Nom de Dieu! —grit ó ella—. Qui est - ce...?
—Silence!
El m arqués de Cham ford salt ó de encim a del cuerpo desnudo de la m uj er
rubia, para caer al suelo. El hom bre parecía una im agen de ópera cóm ica,
t odavía con su cam isa alm idonada, con la corbat a anudada y, en sus pies,
calcet ines de seda que le llegaban hast a la rodilla; era t odo lo que t enía
puest o. La m uj er se t apó con la colcha, haciendo lo posible por at enuar la poca
delicadeza del m om ent o.
El pacient e dio las órdenes rápidam ent e.
—No alcen la voz. Nadie saldrá last im ado si hacen exact am ent e lo que les
diga.
—¡Mi esposa lo cont rat ó! —grit ó Cham ford, arrast rando las palabras y con
la m irada ext raviada—. ¡Yo le pagaré m ás!
—Eso ya es un com ienzo —respondió el pacient e del doct or Washburn—.
Quít ese la cam isa y la corbat a. Tam bién los calcet ines. —Vio la
r esplandecient e cadena de or o en la m uñeca del m ar qués—. Y el r eloj .
Minut os m ás t arde, la t ransform ación era com plet a. La r opa del m ar qués
no le quedaba per fect a, per o nadie podía negar la calidad del m at er ial ni
el buen cor t e. Adem ás, el r eloj er a un «Gir ar d Per r egaux », y la billet er a
de Cham for d cont enía m ás de t r ece m il fr ancos. Las llav es del coche
t am bién er an im presionant es: est aban, suj et as a placas con m onogr am as
en let r as de plat a pur a.
—¡Por el am or de Dios, dém e su r opa! —r eplicó el m ar qués, pues su
pr oblem át ica sit uación com enzaba a abr ir se paso por ent r e la niebla del
alcohol.
—Lo sient o, per o no puedo hacer lo —dij o el int r uso m ient r as
j unt aba su r opa y la de la m uj er .
—¡No puede llev ar se t am bién la m a! —gr it ó.
—Le he dicho que no alzar a la v oz.
—Est á bien, est á bien —cont inuó—, per o ust ed no puede...
—Sí puedo. —El pacient e m ir ó alr ededor ; había un t eléfono en un
escr it or io baj o la v ent ana. Llegó hast a él y t ir ó del cable, ar r ancándolo

29
del enchufe—. Ahora, nadie los m olest ará —agregó, recogiendo la
m ochila.
—No se saldr á con la suy a, ¿sabe? —gr it ó Cham ford—. ¡No
escapará! ¡La Policía lo encont rará!
—¿La Policía? —pregunt ó el int ruso—. ¿Realm ent e cree que debería
llam ar a la Policía? Habría que hacer una denuncia for m al, descr ibir las
cir cunst ancias. No est oy m uy segur o de que sea una buena idea. Pienso
que ser á m ej or par a ust ed si esper a a ese hom br e par a que lo r ecoj a
est a t ar de. Le oí decir que le iba a llev ar a los est ablos sin ser v ist o por
la m arquesa. Considerando la sit uación, sinceram ent e pienso que es eso
lo que debe hacer . Est oy segur o de que podr á dar una m ej or v er sión de
lo que r ealm ent e sucedió aquí. Yo no lo v oy a cont r adecir .
El desconocido ladr ón abandonó la habit ación y cer r ó det r ás de sí la
est r opeada puer t a.
No est á desprot egido. Encont rará su cam ino.
Hast a ahor a lo había hecho, y er a un poco at em orizant e. ¿Qué habría
dicho Washbur n? Que r ecobraría sus habilidades y t alent os, ...pero no creo
que alguna vez pueda relacionarías con nada de su pasado. El pasado. ¿Qué
clase de pasado t enía para haber producido las habilidades desplegadas
durant e las pasadas veint icuat ro horas? ¿Dónde había aprendido a herir y
m ut ilar con los pies y los dedos convert idos en m art illos? ¿Cóm o sabía con
precisión dónde asest ar los golpes? ¿Quién le había enseñado a j ugar con
la m ent e crim inal, provocando un renuent e com prom iso? ¿Cóm o sacaba
deducciones t an rápidam ent e, convencido, sin at isbo de duda, de que sus
inst int os eran correct os? ¿Dónde había aprendido a discernir en un inst ant e
la posibilidad de ext orsión por una conversación casual escuchada en una
carnicería? Lo m ás im port ant e de la cuest ión, quizás, era la sim ple decisión
de llevar a cabo el crim en. ¡Dios m ío! , ¿cóm o podía hacer t al cosa?
Cuant o m ás se desespere, cuant o m ás se at orm ent e, peor será.
Se encont ró en el cam ino y en el salpicadero del «Jaguar» del m arqués
de Cham ford. La disposición de los inst rum ent os no le result aba fam iliar; su
pasado no incluía una ext ensa experiencia en esa clase de aut om óviles.
Supuso que aquello era un indicio de algo.
En m enos de una hora cruzó un puent e sobre un ancho canal y supo
que había llegado a Marsella. Pequeñas casas cuadradas de piedra em ergían
com o bloques sobre el agua; calles angost as y paredes por t odos lados: los
alrededores del viej o puert o. Lo conocía t odo y, sin em bargo, no conocía
nada. Alt a en la dist ancia, perfilada cont ra una de las colinas circundant es,
se veía la siluet a de una cat edral, con la im agen de la Virgen claram ent e
dist inguible sobre el cam panario. Not re- Dam e- de- la- Garde. El nom bre acudió
a su m ent e; la había vist o ant es, y, sin em bargo, no la había vist o.
¡Oh, Crist o! ¡Bast a!
Minut os m ás t arde est aba en el vibrant e cent ro de la ciudad,
conduciendo por la congest ionada Canebière, con su proliferación de
com ercios exclusivos; los rayos del sol de la t arde ext endían sus reflej os
m at izados a am bos lados de la calle, j alonados por enorm es cafés. Viró
hacia la izquierda, en dirección al puert o, pasando por t inglados y pequeñas
fábricas con cercas que cont enían aut om óviles list os para ser t ransport ados

30
al Nort e, a los salones de exposición de Saint - Ét ienne, Lyon y París, y a
algunos punt os al sur del Medit erráneo.
I nst int o. Sigue t u inst int o. Nada podía descart arse. Cada fuent e t enía un
uso inm ediat o; t enía valor una roca si podía ser arroj ada, o un vehículo si
alguien lo quería. Eligió un punt o en el cual los aut os eran nuevos y usados,
pero t odos m uy cost osos; aparcó en el borde de la acera y se baj ó. Al ot ro
lado de la cerca había un pequeño garaj e, donde m ecánicos con m am elucos
daban vuelt as en silencio con herram ient as en la m ano. Cam inó de form a
casual por su int erior hast a que dist inguió a un hom bre delgado con un t r aj e
a r ayas, al cual su inst int o le dij o que se apr oxim ara.
Llevó m enos de diez m inut os —con las m ínim as explicaciones—,
or ganizar la desapar ición de un «Jaguar » hacia Áfr ica del Nor t e, con la
gar ant ía de que los núm er os del m ot or ser ían lim ados.
Las llaves con m onogr am a de plat a fuer on cam biadas por seis m il
fr ancos, apenas una quint a par t e del valor del coche de Cham for d.
Luego, el pacient e de Washbur n t om ó un t axi y dij o al conduct or que lo
llevar a a una casa de em peño, per o no a un est ablecim ient o donde
hicier an m uchas pr egunt as. El m ensaj e er a clar o; est o er a Mar sella. Y
m edia hor a m ás t ar de el «Gir ar d Per r egaux» de or o no est aba ya en su
m uñeca; había sido r em plazado por un cr onógr afo «Seiko» y ochocient os
fr ancos. Todo t enía valor según su pr act icidad; el cr onógr afo er a a
pr ueba de golpes.
La siguient e et apa fue en una t ienda de m ediano t am año, en la par t e
sudest e de La Canebièr e. Eligió r opa de los per cher os y est ant es y, t r as
pagar, se la puso en un probador. Allí abandonó la chaquet a deport iva y
los pant alones, que no le sent aban.
De un m ost r ador de exhibición t om ó un m alet ín de cuer o blando y
guar dó en él la m ochila y dem ás pr endas adicionales. El pacient e m ir ó su
nuevo r eloj ; er an casi las cinco, hor a de buscar un hot el confor t able. No
había dor m ido en r ealidad desde hacía var ios días; necesit aba descansar
ant es de su cit a en la r ué Sar r asin, en un café llam ado «Le Bouc de
Mer », donde podían hacer se ar r eglos par a una cit a m ás im por t ant e en
Zur ich.

Se recost ó en la cam a y m iró hacia el t echo, en cuya blanca y lisa


super ficie las luces de la calle hacían bailar ir r egular es figur as. La noche
había caído r ápidam ent e sobr e Mar sella, y, con su llegada, el pacient e
exper im ent ó una cier t a sensación de liber t ad. Er a com o si la noche fuer a
un m ant o gigant esco, que t apaba el cr uel r esplandor del día, el cual
dej aba al descubier t o m ucho y m uy pront o. Est aba apr endiendo algo m ás
sobr e sí m ism o; se sent ía m ás cóm odo de noche. Al igual que un gat o
ham br ient o, de noche conseguía con m ás facilidad su alim ent o. Sin
em bar go, había una cont r adicción, y r econocía t am bién eso. Dur ant e los
m eses pasados en I le de Por t Noir anhelaba la luz del sol, la deseaba
vehem ent em ent e, la esper aba en cada am anecer , deseando sólo que
desapar eciese la oscur idad.
Le est aban pasando cosas; est aba cam biando.
Habían pasado cosas. Hechos que desm ent ían un pico el concept o de
que la noche er a m ás pr opicia par a sus acciones. Hacía doce hor as est aba

31
en un barco pesquero, en el Medit erráneo, con un obj et ivo en la m ent e y
dos m il fr ancos at ados a la cint ur a. Dos m il fr ancos, algo m enos de
quinient os dólar es nor t eam er icanos, de acuerdo con el cam bio del día,
según podía leerse en la pizarra del vest íbulo del hot el. Ahora est aba
provist o de varios conj unt os de ropa acept able y descansando en la cam a
de un hot el razonablem ent e caro, con algo m ás de veint it r és m il fr ancos
en una billet era Louis Vuit t on pert enecient e al m ar qués de Cham for d.
Veint it r és m il fr ancos... casi seis m il dólar es nor t eam er icanos.
¿De dónde le venía aquella capacidad de hacer las cosas que hacía?
¡Basta!

La r ué Sar r asin er a t an ant igua, que en ot r a ciudad podr ía haber sido


señalada com o un lugar car act er íst ico, un ancho callej ón em pedr ado que
conect aba calles const r uidas cient os de años m ás t ar de. Per o est o er a
Mar sella; lo ant iguo coexist ía con lo viej o, am bos incóm odos con lo
nuevo. La r ué Sar r asin no t enía m ás de sesent a m et r os de lar go,
congelada en el t iem po ent re las paredes de piedra de las const rucciones
de la or illa, despr ovist a de luces, at r apando la br um a que em anaba del
puer t o. Er a una calle apar t ada, pr opicia par a encuent r os fur t ivos ent r e
per sonas que no quer ían que sus ent r evist as fuer an observadas.
La única luz y los únicos ruidos provenían de «Le Bouc de Mer». El café
est aba sit uado aproxim adam ent e en el cent ro del callej ón; el local fue un
edificio de oficinas en el siglo XI X. Se habían sacado varios com part im ient os
para perm it ir la inst alación de un bar grande y m esas; ot ros t ant os
quedaron para encuent ros m enos públicos. Ést os eran los equivalent es en la
cost a de esos com part im ient os privados, que podían encont rarse en los
rest aurant es sobre La Canebière y, de acuerdo con su st at us, t enía cort inas,
pero no puert as.
El pacient e se abrió paso ent re las at est adas m esas, cort ando capas de
hum o, excusándose al pasar ent re pescadores t am baleant es, soldados ebrios
y prost it ut as pint arraj eadas en busca de cam as donde acost arse, así com o
de francos nuevos. Miró en varios com part im ient os, com o un m arinero en
busca de sus com pañeros, hast a que encont ró al capit án del barco
pesquero. Había ot ro hom bre en la m esa. Delgado, pálido, de oj os
pequeños, que fisgaban com o los de un hurón curioso.
—Siént ese —lo invit ó el hosco capit án—. Pensé que est aría aquí ant es.
—Ust ed dij o ent re nueve y once. Son las once m enos cuart o.
—Alargó el t iem po, así que puede pagar el whisky.
—Será un placer. Pida algo decent e, si es posible aquí.
El hom bre delgado y pálido sonrió. Las cosas m archarían bien.
Así fue. El pasaport e en cuest ión era, nat uralm ent e, uno de los m ás
difíciles de falsificar, pero con gran cuidado, equipo y habilidad art íst ica,
podría hacerse.
—¿Cuánto?
—La pericia y el equipo no son barat os. Dos m il quinient os francos.
—¿Para cuándo puedo t enerlo?
—El cuidado y la habilidad, llevan t iem po. Tres o cuat ro días. Y eso
significa som et er al art ist a a una gran presión; se enoj ará conm igo.
—Hay m il francos adicionales si puedo t enerlo para m añana.

32
—Para las diez de la m añana —dij o rápidam ent e el hom bre pálido—.
Acept aré el insult o.
—Y los m il —int errum pió el enfurruñado capit án—. ¿Qué ha t raído de
Port Noir, diam ant es?
—Talent o —respondió el pacient e, creyendo en lo que decía, pero sin
ent enderlo.
—Necesit aré una fot ografía —dij o el cont act o.
—Me det uve en un parque de at racciones y m e saqué una —cont est ó el
pacient e, sacando del bolsillo de su cam isa una pequeña fot ografía
cuadrada—. Con t odo ese cost oso equipo, est oy seguro de que podrán
ret ocarla.
—Buena ropa —com ent ó el capit án, m ient ras le pasaba la fot o al
hom bre pálido.
—Bien hecha —confirm ó el pacient e.
Arreglaron el lugar del encuent ro m at ut ino, pagaron la consum ición y el
capit án deslizó quinient os francos por debaj o de la m esa. El encuent ro
había t erm inado; el com prador dej ó el com part im ient o y com enzó a
cam inar hacia la puert a a t ravés del at est ado y ruidoso salón lleno de
hum o.
Fue t an rápido, t an com plet am ent e inesperado, que no hubo t iem po de
pensar. Sólo de reaccionar.
El choque fue repent ino, casual, pero los oj os que se posaron en él no
eran casuales; parecían salirse de las órbit as, com o si no creyeran lo que
est aban viendo, al borde de la hist eria.
—¡No! ¡Oh, m i Dios, no! No puede ser.
El hom bre se volvió ent re la gent e; el pacient e salt ó hacia delant e,
afianzando su m ano sobre el hom bro del suj et o.
—¡Espere un m inut o!
El hom bre se giró nuevam ent e, poniendo los dedos m edio y pulgar en
form a de V.
—¡Tú! ¡Tú est ás m uert o! ¡No puedes est ar vivo!
—Est oy vivo. ¿Qué es lo que sabes?
La cara est aba ahora cont raída: una m asa de furia ret orcida, los oj os
ext raviados, la boca abiert a, com o buscando aire, y m ost rando unos dient es
am arillent os que parecían de anim al. De pront o, el hom bre sacó una navaj a,
y el chasquido de la hoj a doblada se oyó en m edio del alborot o circundant e.
La hoj a era una ext ensión de la m ano que la em puñaba, y am bas se lanzaron
hacia el est óm ago del pacient e.
—Sé que ahora lo t erm inaré.
El pacient e baj ó el ant ebrazo derecho, un péndulo que barría t odos los
obj et os que encont raba por delant e. Giró sobre sí, lanzando el pie izquierdo
hacia arriba; el t alón se est relló en la pelvis de su at acant e.
—Che-sah.
El eco en los oídos era ensordecedor.
El hom bre hizo t am balear a un t río de bebedores, m ient ras el cuchillo caía
al suelo. Al ver el arm a se oyeron grit os, los hom bres se arrem olinaron,
surgieron puños y m anos separando a los com bat ient es.
—¡Salgan de aquí!
—¡Váyanse a ot ro sit io a pelearse!

33
—¡No querem os aquí a la Policía, borrachos bast ardos!
Los enoj ados y t oscos dialect os de Marsella em ergieron sobre los sonidos
cacofónicos de «Le Bouc de Mer». El pacient e fue ret enido; observó m ient ras su
fallido asesino se abría paso ent re la gent e, t ocándose la ingle y forzando su
paso hacia la ent rada. La pesada puert a se abrió y el hom bre se perdió en la
oscuridad de la rué Sarrasin.
Alguien que lo creía m uert o, que quería su m uert e, sabía que est aba vivo.

La clase t uríst ica del «Caravelle» de Air France que se dirigía a Zurich
est aba replet a; los est rechos asient os parecían m ás incóm odos por la
t urbulencia que sacudía al avión. Un bebé lloraba en brazos de su m adre; ot ros
niños gem ían, t ragando grit os de m iedo m ient ras los padres les sonreían y los
confort aban con una seguridad que no sent ían. La m ayoría de los rest ant es
pasaj eros perm anecían silenciosos; algunos, bebiendo su whisky m ás rápido
de lo norm al.
Los m enos em it ían risas forzadas que brot aban de apret adas gargant as,
act it udes falsas que enfat izaban su inseguridad en lugar de disim ularla. Un
vuelo t errible significa m uchas cosas para m ucha gent e, pero nadie escapa a
los esenciales pensam ient os de t error. Cuando el hom bre se encierra en un
t ubo m et álico a nueve m il m et ros sobre la t ierra, es vulnerable. En una
alargada y at errorizant e zam bullida podría caer a plom o sobre la t ierra. Y hay
pregunt as fundam ent ales que acom pasan al t error esencial. ¿Qué
pensam ient os at ravesarían la m ent e de uno en sem ej ant e m om ent o? ¿Cóm o
reaccionaría uno?
El pacient e t rat ó de averiguarlo; era im port ant e para él. Est aba sent ado
del lado de la vent anilla, con los oj os fij os en el ala del avión, observando
cóm o la enorm e ext ensión de m et al se vencía y vibraba baj o el brut al im pact o
del aire. Las corrient es chocaban ent re sí, llevando el t ubo hecho por el
hom bre a una especie de sum isión, previniendo a los pret enciosos
m icroscópicos que no eran rivales para las vast as irregularidades de la
Nat uraleza. Un gram o de presión por debaj o de la t olerancia del flej e y el ala
se quebraría; el m iem bro de apoyo, separado de su cuerpo t ubular, quedaría
despedazado en los aires; el est allido de un rem ache provocaría una explosión,
seguida por los grit os y el precipit arse hacia abaj o.
¿Qué haría él? ¿Qué pensaría? Apart e el incont rolable m iedo a la m uert e y
el olvido, ¿habría algo m ás? En eso debía concent rarse; ésa era la proyección
en que Washburn hacía hincapié, allá en Port Noir. Las palabras del doct or
volvieron a él:
Cuando observe una sit uación de gran t ensión —y t enga t iem po—, haga
lo posible por proyect arse en ella. Haga asociaciones lo m ás librem ent e que
pueda; dej e que las palabras y las im ágenes pueblen su m ent e. En ellas puede
encont rar claves.
El pacient e cont inuó m irando por la vent ana, procurando est im ular su
inconscient e, fij ando su vist a en la violencia nat ural del ot ro lado del vidrio,

34
dest ilando el m ovim ient o, t rat ando en silencio de hacer lo posible para dej ar
que sus reacciones dieran lugar a palabras e im ágenes.
Vinieron despacio. Nuevam ent e volvió la oscuridad, y el sonido del vient o
fuert e rest alló en los oídos, cont inuo, aum ent ando el volum en hast a hacerle
pensar que su cabeza iba a est allar. Su cabeza... El vient o azot aba su cabeza y
su cara quem ándole la piel, forzándolo a levant ar su hom bro izquierdo para
prot egerse... Hom bro izquierdo. Brazo izquierdo. Su brazo est aba levant ado;
los enguant ados dedos de su m ano izquierda suj et aban un borde m et álico, la
derecha asía una... correa; se agarraba a una correa, esperando algo. Una
señal... un dest ello de luz o una palm ada en el hom bro, o am bas. Una señal.
Ést a llegó. Se hundió. En la oscuridad, en el vacío; con el cuerpo dando
t um bos, ret orciéndose, at ravesaba el cielo noct urno. Se había... ¡arroj ado en
paracaídas!
—Ét es- vous m alade?
Su insana visión se esfum ó; el nervioso pasaj ero que est aba a su lado le
había t ocado el brazo izquierdo, que m ant enía levant ado, con los dedos de la
m ano desplegados, com o si resist ieran, rígidos, en su fij a posición. Sobre el
pecho, su ant ebrazo derecho presionaba la t ela de su chaquet a, y la m ano
derecha se agarraba de la solapa, arrugándola. Y por su frent e corrían hilos de
sudor; había sucedido. Su ot ra vida había vuelt o brevem ent e —insanam ent e—
a ent rar en su conciencia.
—Pardon —dij o, baj ando los brazos—. Un m auvais revê —agregó
sordam ent e.
Se produj o un cam bio en las condiciones at m osféricas, el «Caravelle» se
est abilizó. Las sonrisas en el rost ro de las acosadas azafat as volvieron a ser
francas; se reanudó por com plet o el servicio de a bordo, m ient ras los
incóm odos pasaj eros se m iraban de reoj o.
El pacient e observó a su alrededor, pero no sacó conclusiones. Est aba
consum ido por las im ágenes y los sonidos, que aparecieron t an claram ent e
definidos en su m ent e. Se había arroj ado de un avión... de noche... Había
salt ado en paracaídas. ¿Dónde? ¿Por qué?
¡No se at orm ent e m ás!
Para alej ar de la locura sus pensam ient os, se m et ió la m ano en el bolsillo
int erno de la chaquet a, ext raj o el pasaport e falsificado y lo abrió. Com o era de
esperar, el nom bre Washburn se había m ant enido; era lo suficient em ent e
com ún, y su dueño le había explicado que no t enía ant ecedent es. De t odos
m odos, el Geoffrey R. había sido cam biado por George P., y las elim inaciones y
los espacios anulados est aban expert am ent e realizados. La inserción
fot ográfica era hábil y ya no parecía una copia barat a hecha a m áquina en un
parque de diversiones.
Por supuest o que los núm eros de ident ificación eran t ot alm ent e
diferent es, garant izados para no causar alarm a en una com put adora de
inm igración; al m enos, hast a el m om ent o en que el port ador som et iera el
pasaport e a la prim era inspección; de ahí en adelant e era exclusiva
responsabilidad del com prador. Uno pagaba por est a garant ía, así com o por la
habilidad art íst ica y por el equipo, pues requería conexiones con la I nt erpol y
las oficinas de inm igración. Funcionarios de aduana, especialist as en cóm put os
y em pleados en t odos los sist em as de lím it es europeos eran pagados
regularm ent e para est a inform ación vit al; m uy raram ent e se equivocaban. Y

35
cuando lo hacían, la pérdida de un brazo o de un oj o no est aba fuera de las
posibilidades; así eran los proveedores de papeles falsos.
George P. Washburn. No se sent ía cóm odo con est e nom bre; el
propiet ario del original no adult erado lo había inst ruido dem asiado bien en las
bases de la proyección y la asociación. George P. era un derivado de Geoffrey
R., un hom bre devorado por una com pulsión que t enía sus raíces en la huida:
huir de la ident idad. Eso era lo últ im o que el pacient e quería; m ás que su vida,
quería saber quién era.
¿O no?
No im port aba. La respuest a est aba en Zurich. En Zurich est aba...
Mesdam es et m essieurs. Nous com m ençons not re descent e pour
l'aéroport dé Zurich.

Sabía el nom bre del hot el: «Carillón du Lac». Se lo había dado al
conduct or del t axi, sin pensarlo. ¿Lo habría leído en algún lugar? ¿Sería uno de
los nom bres en las list as de los follet os de «Bienvenidos a Zurich» que est aban
en los bolsillos de los asient os del avión?
No. Conocía el vest íbulo del hot el; la oscura y pesada m adera lust rada le
result aba fam iliar... de algún m odo. Y los enorm es vent anales que daban al
lago Zurich. Había est ado allí ant es; se había parado donde est aba ahora,
frent e al m ost rador con superficie de m árm ol, hacía m ucho t iem po.
Lo confirm aron las palabras que pronunció el em pleado det rás del
m ost rador. Tuvieron el im pact o de una explosión.
—Me alegra volver a verlo, señor. Ha pasado m ucho t iem po desde su
últ im a visit a.
¿Mucho t iem po? ¿Cuánt o? ¿Por qué no m e llam a por m i nom bre? Por Dios.
¡No lo conozco! ¡No m e conozco! ¡Ayúdem e! Por favor, ¡ayúdem e!
—Supongo que sí —dij o—. Hágam e un favor, ¿quiere? Me t orcí la m ano;
casi no puedo escribir. ¿Podría llenar la ficha y yo haré lo posible por firm arla?
Cont uvo la respiración. ¿Y si le pedía que repit iera su nom bre, o lo
delet reara?
—Por supuest o. —El em pleado dio vuelt a a la ficha y escribió—: ¿Quiere
ver al m édico del hot el?
—Más t arde, quizás. Ahora no.
El em pleado cont inuó escribiendo; luego levant ó la t arj et a, dándole la
vuelt a para la firm a del huésped.
Mr. J. Bourne. Nueva York, N. Y., EE. UU.
La observó, hipnot izado por las let ras. Tenía un nom bre, part e de un
nom bre. Y un país, así com o una ciudad de residencia.
J. Bourne. ¿John? ¿Jam es? ¿Joseph? ¿A qué correspondía la J.?
—¿Algo est á m al, Herr Bourne? —pregunt ó el em pleado.
—¿Mal? No, en absolut o.
Cogió la plum a, procurando fingir dificult ad. ¿Debería poner el nom bre?
No, firm aría exact am ent e com o había escrit o el em pleado.
J. Bourne.
Escribió el nom bre lo m ás nat uralm ent e que pudo, dej ando que surgieran
librem ent e los pensam ient os o im ágenes que pudieran est ar t rabados en su
m em oria. No sucedió; est aba sim plem ent e firm ando con un nom bre que no le
era fam iliar. No sint ió nada.

36
—Me ha preocupado ust ed, rnein Herr —dij o el em pleado—. He pensado
que quizá m e habría equivocado. Ést a ha sido una sem ana m uy agit ada,
especialm ent e hoy. Aunque, de t odos m odos, est aba seguro.
¿Y si fuera así? ¿Si se hubiera equivocado? Mr. J. Bourne, de la ciudad de
Nueva York, Est ados Unidos, no quería pensar en esa posibilidad.
—Nunca he pensado en cuest ionar su m em oria... Herr St osel —respondió
el pacient e, luego de m irar rápidam ent e el let rero que había en la part e
izquierda del m ost rador; el hom bre era el subgerent e del «Carillón du Lac».
—Es ust ed m uy am able. —El subgerent e se inclinó hacia adelant e—.
¿Debo suponer que desea las habit uales condiciones de siem pre?
—Algunas pueden haber cam biado —dij o J. Bourne—. ¿Qué ent iende por
ellas?
—Todo el que pregunt e, personalm ent e o por t eléfono, debe ser
inform ado de que no est á en el hot el; luego será ust ed not ificado
inm ediat am ent e. La única excepción es su firm a en Nueva York. La Com pañía
«Treadst one Set ent a y Uno», si no recuerdo m al.
¡Ot ro nom bre! Nom bre que podía invest igar m ediant e una llam ada
t elefónica int ernacional. Algunos fragm ent os se iban colocando en su lugar. El
ent usiasm o com enzó a ret ornar.
—Así est ará bien. No olvidaré su eficiencia.
—Est o es Zurich —replicó el hom bre, encogiéndose de .hom bros—.
Siem pre ha sido ust ed ext rem adam ent e generoso, Herr Bourne. Page...
hierher, bit t e.
Mient ras el pacient e seguía al bot ones del hot el hacia el ascensor, veía
m ás claras m uchas cosas. Tenía un nom bre y sabía por qué ese nom bre era
t an fácilm ent e recordado por el subgerent e del «Carillón du Lac». Pert enecía a
un país, y a una ciudad, y a una firm a cuyo em pleado era o había sido. Y
cuando iba a Zurich, se t om aban ciert as precauciones para prot egerlo de
visit as inesperadas o indeseables. Eso era lo que no ent endía. Uno se prot egía
com plet am ent e o no se m olest aba en prot egerse en absolut o. ¿Cuál era la
vent aj a de un sist em a de prot ección t an vulnerable? Le im presionó com o si se
t rat ara de algo sin valor, com o si un niño pequeño est uviera j ugando al
escondit e. ¿Dónde est oy? Trat a de encont rarm e. Diré algo en voz alt a y t e
daré una clave.
No era profesional, y si algo había aprendido acerca de sí m ism o en las
últ im as veint icuat ro horas, era que él era un profesional. De qué, no t enía la
m enor idea, pero el st at us no era discut ible.
La voz del operador de Nueva York se perdía esporádicam ent e en la línea.
De t odos m odos, su conclusión fue irrit ant em ent e clara. Y t erm inant e:
—Esa Com pañía no est á regist rada, señor. He revisado las últ im as guías
com erciales y los t eléfonos privados y no exist e t al «Treadst one Corporat ion»,
ni nada que se le parezca, con núm eros después del nom bre.
—Quizá los quit aron para abreviar...
—No hay ninguna firm a o sociedad con ese nom bre, señor. Le repit o, si
t iene un prim er o segundo nom bre, o la clase de negocios a los cuales se
dedica la firm a, podré ayudarle un poco m ás.
—No lo sé. Sólo el nom bre: «Treadst one Set ent a y Uno», ciudad de
Nueva York.

37
—Es un ext raño nom bre, señor. Est oy seguro de que si est uviera
regist rada, sería m uy sim ple encont rarla. Lo sient o.
—Muchas gracias por su am abilidad —replicó J. Bourne, colgando el
t eléfono. No t enía sent ido cont inuar; el nom bre era un código de alguna clase,
palabras ut ilizadas por alguien que llam aba y con las cuales t enía acceso a un
huésped del hot el no t an fácilm ent e accesible. Y las palabras podían ser
usadas por cualquiera, independient em ent e de dónde llam ara; por t ant o, la
ubicación en Nueva York podía t am bién no t ener significado. No lo t enía según
un operador a siet e m il kilóm et ros de dist ancia.
El pacient e cam inó hacia el escrit orio donde había dej ado la billet era Louis
Vuit t on y el cronógrafo «Seiko». Se m et ió la billet era en el bolsillo y se puso el
reloj en la m uñeca; m iró hacia el espej o y habló con calm a:
«Eres J. Bourne, ciudadano de los Est ados Unidos, resident e en la ciudad
de Nueva York, y es m uy probable que los núm eros " cero - siet e - diecisiet e -
cero- cat orce- veint iséis- cero" sean los m ás im port ant es de t u vida.»
El sol brillaba, filt rándose ent re los árboles a lo largo de la elegant e
Bahnhofst rasse, reflej ándose en las vidrieras de los est ablecim ient os y creando
som bras. Era una calle donde coexist ían la solidez y el dinero, la seguridad y la
arrogancia, la det erm inación y un t oque de frivolidad. Y el pacient e del doct or
Washburn había cam inado por allí ant es.
Paseó por la Burkli Plat z, la plaza que m iraba al Zurichsee, con sus
num erosos m uelles a lo largo de la cost a, bordeados de j ardines que, con el
calor del verano, est allaban de flores. Las im ágenes volvían a él. Pero no había
pensam ient os ni recuerdos.
Regresó a la Bahnhofst rasse, sabiendo inst int ivam ent e que el Banco
Gem einschaft era un edificio cercano, de piedra blanca; est aba en el lado
opuest o de la calle por la cual había cam inado hacía poco; lo pasó
deliberadam ent e. Se aproxim ó a las pesadas puert as de vidrio y em puj ó hacia
delant e el panel cent ral. La puert a se abrió fácilm ent e hacia la derecha y se
encont ró pisando un suelo de m árm ol m arrón; se había parado sobre él ant es,
pero la im agen no fue t an fuert e com o ot ras. Tuvo la incóm oda sensación de
que debía evit ar el Gem eischaft .
Pero no ahora.
—Bonj our, Monsieur. Vous desirez...?
El hom bre que le hizo la pregunt a iba vest ido con levit a, la roj a
bout onnière, su sím bolo de aut oridad. El uso del francés se explicaba por la
ropa del client e; hast a los gnom os subordinados eran observadores en Zurich.
—Tengo asunt os personales y confidenciales que t rat ar —respondió J.
Bourne en inglés, una vez m ás, sorprendido por las palabras que pronunciaba
t an nat uralm ent e.
La razón de su inglés era doble; quería observar la expresión del gnom o
ant e su error, y que no hubiera posibilidad de que se int erpret ara m al nada de
lo que dij era en la próxim a hora.
—Perdone, señor —replicó el hom bre, con las cej as levem ent e arqueadas,
est udiando el abrigo del client e.—. El ascensor de la izquierda, segundo piso.
El recepcionist a lo at enderá.
El recepcionist a era un hom bre de m ediana edad, con el cabello cort ado al
cepillo y gafas con m ont ura de carey; su expresión era segura; sus oj os,
rígidam ent e curiosos.

38
—¿Tiene norm alm ent e asunt os personales y confidenciales con nosot ros,
señor? —pregunt ó, repit iendo las palabras del recién llegado.
—Así es.
—Su firm a, por favor —dij o el funcionario, sost eniendo una hoj a de papel
con m em bret e del Gem einschaft ; había dos líneas en blanco cent radas en la
m it ad de la página.
El client e com prendió; no se requería el nom bre. Los núm eros escrit os a
m ano rem plazan a un nom bre..., const it uyen la firm a del t it ular de la cuent a.
Procedim ient o correct o. Washburn.
El pacient e escribió los núm eros, relaj ando la m ano para que la let ra
saliera librem ent e. Ent regó el papel al recepcionist a, quien lo est udió, se
levant ó de la silla y señaló una fila de puert as angost as con paneles de vidrio
esm erilado.
—Si espera en la cuart a puert a, señor, alguien lo at enderá en seguida.
—¿La cuart a puert a?
—La cuart a puert a de la izquierda. Cerrará aut om át icam ent e.
—¿Es necesario?
El recepcionist a lo m iró sorprendido.
—Est á de acuerdo con su pet ición, señor —replicó, cort ésm ent e—. Ést a es
una cuent a t riple cero. Es cost um bre del Gem einschaft que los t it ulares de
t ales cuent as t elefoneen con ant icipación, de m odo que pueda ponerse a su
disposición una ent rada privada.
—Lo sé —m int ió el pacient e de Washburn con un t ono de indiferencia que
no sent ía—. Es que t engo prisa.
—Com unicaré eso a Verificaciones, señor.
—¿Verificaciones?
Mr. J. Bourne, de la ciudad de Nueva York, no pudo evit arlo; la palabra
t enía el sonido de una alarm a.
—Verificaciones de firm as, señor. —El hom bre se acom odó los ant eoj os,
m ient ras daba un paso para acercarse a su escrit orio y alargaba la m ano para
abrir una consola—. Le sugiero que espere en el com part im ient o cuat ro, señor.
No era una sugerencia, sino una orden, im plícit a en la m irada pret oriana.
—Est á bien. Pero dígales que se apresuren, por favor.
El pacient e fue hast a la cuart a puert a, la abrió y ent ró. La puert a se cerró
aut om át icam ent e. Bourne m iró hacia el panel de vidrio; no era vidrio com ún,
había una red de finos alam bres ent ret ej idos baj o la superficie.
I ndudablem ent e, si se rom pía sería act ivada una alarm a; est aba en una celda,
en espera de ser llam ado.
El rest o del cuart it o est aba revest ido y am ueblado elegant em ent e; dos
sillones de cuero, uno cerca del ot ro, frent e a un sofá en m iniat ura, flanqueado
por m esit as ant iguas. En el ext rem o opuest o había una segunda puert a,
sorprendent e por el cont rast e; era de acero gris. Sobre las m esas había
periódicos y revist as, en t res idiom as, El pacient e se sent ó y t om ó la edición
parisiense del Herald Tribune. Leyó, pero no ret uvo nada. La llam ada llegaría
en cualquier m om ent o; su m ent e est aba ocupada por pensam ient os de t áct ica.
Táct ica sin m em oria, sólo con inst int o.
Finalm ent e se abrió la puert a de acero, dando paso a un hom bre alt o,
delgado, de facciones aguileñas y cabello gris cuidadosam ent e peinado.

39
Parecía ansioso por servir a quien necesit ara de su pericia. Ext endió la m ano;
su inglés era refinado, m elifluo, baj o su ent onación suiza.
—Encant ado de conocerlo. Perdone por la t ardanza; ha sido un t ant o
gracioso, en realidad.
—¿En qué sent ido?
—Me t em o que ha desconcert ado a Herr Koenig. No es un com ún que
llegue una cuent a t riple cero sin previo aviso. Es un hom bre m uy rut inario,
¿sabe?; lo im previst o, le arruina el día. En cam bio, generalm ent e hace el m ío
m ás placent ero. Soy Walt er Apfel. Por favor, pase.
El funcionario del Banco solt ó la m ano del pacient e e hizo un gest o hacia
la puert a de acero. El cuart o de al lado era una ext ensión de la celda en form a
de V: con paneles oscuros, m uebles pesados y cóm odos y una gran m esa
frent e a una enorm e vent ana que daba a la Bahnhofst rasse.
—Lam ent o haberlo m olest ado —dij o J. Bourne—. Es que t engo m uy poco
t iem po.
—Sí, ya nos lo dij o —Apfel cam inó alrededor de la m esa, señalando el
sillón de cuero frent e a él—. Siént ese. Una o dos form alidades y podrem os
discut ir los asunt os pert inent es. —Se sent aron. El funcionario del Banco t om ó
unos papeles prendidos con clip y se inclinó a t ravés de la m esa, ent regándolos
al client e del Gem einschaft . Ent re los papeles había ot ra hoj a que, en lugar de
dos líneas blancas, t enía diez, que em pezaban baj o el m em bret e y se
ext endían hast a unos dos cent ím et ros del borde inferior.
—Su firm a, por favor. Un m ínim o de cinco bast ará.
—No com prendo. Acabo de hacerlo.
—Y m uy exit osam ent e, por ciert o. Verificación lo ha confirm ado.
—Ent onces, ¿por qué nuevam ent e?
—Una firm a puede hacerse al punt o t al de ser acept able en una sola
versión. Sin em bargo, las sucesivas repet iciones harán poner de relieve las
im perfecciones, si no es aut ént ica. Un aparat o grafológico verificador lo
det ect ará de inm ediat o; pero, est oy seguro, eso no le preocupa a ust ed. —
Apfel sonrió, m ient ras le alargaba una plum a—. Ni a m í, francam ent e, pero
Koenig insist e.
—Es un hom bre m uy caut eloso —replicó el pacient e, t om ando la plum a y
com enzando a escribir. Había em pezado la cuart a línea, cuando el banquero lo
int errum pió.
—Con eso será suficient e; el rest o sería realm ent e una pérdida de
t iem po. —Apfel ext endió la m ano para coger la hoj a—. Verificaciones ha
dicho que ni siquiera era un caso dudoso. Con eso será ent regada la cuent a.
I nsert ó la hoj a de papel en la ranura de una caj a m et álica que había al
lado derecho de la m esa y apret ó un bot ón; se produj o un dest ello de luz
brillant e, y luego se apagó.
—Est o t ransm it e direct am ent e las firm as al aparat o —cont inuó el
banquero—, el cual, por supuest o, est á program ado. En realidad, francam ent e,
t odo es un poco t ont o. Nadie que conozca nuest ras precauciones accedería a
las firm as adicionales si fuera un im post or.
—¿Por qué no? De haber llegado t an lej os, ¿por qué no int ent arlo?
—Hay solam ent e una ent rada en est a oficina, y, por t ant o, una sola
salida. Est oy seguro de que ha oído t rabarse la puert a en la sala de espera.
—Y he vist o la m alla de alam bre en el vidrio - agregó el pacient e.

40
—Ent onces com prenderá. Un im post or quedaría at rapado.
—Suponga que llevara un arm a.
—Ust ed no la lleva.
—Nadie m e ha regist rado.
—El ascensor lo ha hecho. Desde cuat ro ángulos diferent es. Si hubiera ido
arm ado, el m ecanism o se habría det enido ent re el prim ero y segundo pisos.
—Tom an t odas las precauciones.
—Trat am os de t ener un buen servicio. —Sonó el t eléfono. Apfel lo cogió—.
¿Sí...? Adelant e. —El banquero m iró a su client e—. La carpet a de su cuent a
est á aquí.
—Ha sido rápido.
—Herr Koenig la ha firm ado hace varios m inut os; sólo esperaba la
aprobación final. —Apfel abrió un caj ón y sacó un llavero—. Se sient e
desilusionado, ¿verdad? Est aba bast ant e seguro de que algo no se hallaba en
orden.
Se abrió la puert a de acero y ent ró el recepcionist a con una caj a negra de
m et al, que colocó en la m esa, cerca de una bandej a con una bot ella de Perrier
y dos vasos.
—¿Est á disfrut ando de su est ancia en Zurich? - pregunt ó el banquero,
obviam ent e, para llenar el silencio.
—Mucho. Mi habit ación da al lago. Es un herm oso paisaj e, m uy t ranquilo,
lleno de paz.
—Espléndido —replicó Apfel, sirviendo un vaso de Perrier a su client e.
Herr Koenig se fue, la puert a se cerró y el banquero volvió al t em a.
—Su cuent a, señor —dij o, seleccionando una llave del aro—. ¿Puedo
dest rabar su caj a, o prefiere hacerlo ust ed m ism o?
—Adelant e. Ábrala.
—He dicho dest rabar. No abrir. Ése no es m i privilegio, ni siquiera t ener
esa responsabilidad.
—¿Por qué?
—En el caso de que est é inscrit a su ident idad, m i posición no m e perm it e
conocerla.
—Suponga que quisiera hacer t ransacciones. Transferir dinero, enviarlo a
ot ra part e.
—Se llevaría a cabo con su firm a num érica en una hoj a apart e.
—¿Y enviar a ot ro Banco, fuera de Suiza, para m í?
—Ent onces se requeriría un nom bre. En t al caso, una ident idad; am bas
serían ent onces m i responsabilidad y m i privilegio.
—Ábrala.
El funcionario del Banco lo hizo así. El pacient e de Washburn cont uvo la
respiración, m ient ras sent ía un agudo dolor en la boca del est óm ago. Apfel
ext raj o un m ont ón de papeles suj et os con un enorm e clip. Sus oj os de
banquero se desviaron a la colum na derecha de la página de arriba, y su
expresión perm aneció casi inm ut able. Su labio inferior se est iró
im percept iblem ent e, form ando un pliegue en la com isura de la boca; se inclinó
hacia delant e y ent regó las hoj as a su dueño.
Baj o el m em bret e del Gem einschaft , las palabras, escrit as a m áquina,
est aban en inglés, obviam ent e el idiom a del client e:

41
Cuent a: Cero - Siet e - Diecisiet e - Doce - Cero -
Cat orce - Veint iséis - Cero.
Nom bre: Rest ringido a las inst rucciones legales
y al dueño.
Acceso: Sellado en sobre apart e.
Fondos en depósit o: 7.500.000 francos.

El pacient e suspiró, m irando fij am ent e la cifra. Creía que est aba
preparado para t odo, pero no para aquello. Era lo m ás im presionant e que
había experim ent ado en los últ im os cinco m eses. Ligeram ent e calculada, la
cant idad era de m ás de cinco m illones de dólares nort eam ericanos.
¡5.000.000 de dólares!
¿Cóm o? ¿Por qué?
Dom inando un com ienzo de t em blor en su m ano, hoj eó los asient os de
ent rada. Eran num erosos; las sum as, ext raordinarias; ninguna de m enos de
300.000 francos; los depósit os se habían hecho con int ervalos de ent re cinco y
ocho sem anas, y se rem ont aban a veint it rés m eses at rás. Llegó al de m ás
abaj o, el prim ero. Era una t ransferencia de un Banco de Singapur; la ent rada
m ás grande. Dos m illones set ecient os m il dólares m alayos, convert idos en
5.175.000 francos suizos.
Baj o el papel not aba el bult o de un sobre separado, m ucho m ás cort o que
la hoj a. Levant ó el papel; el sobre est aba ribet eado con un borde negro; arriba
había palabras escrit as a m áquina.

I dent idad: Acceso del dueño.


Rest ricciones legales: Acceso - Funcionario regist rado, «Com pañía
Treadst one Set ent a y Uno», el port ador proveerá inst rucciones escrit as por el
dueño, suj et as a verificación.

—Me gust aría revist ar est o —dij o el client e.


—Es su propiedad —replicó Apfel—. Le puedo asegurar que se ha
m ant enido int act o.
El pacient e dio vuelt a al sobre. Un sello del Gem einschaft m arcaba los
bordes de la solapa; ninguna de las let ras en relieve había sido t ocada. Abrió el
sobre, sacó la t arj et a y leyó:
Dueño: Jason Charles Bourne.
Dirección: No regist rada.
Ciudadanía: EE. UU.

Jason Charles Bourne.


Jason.
¡La J era la inicial de Jason! Su nom bre era Jason Bourne. El Bourne no
había significado nada para él, el J, Bourne, t am poco; pero en la com binación
Jason y Bourne, oscuros fragm ent os encaj aban en su lugar. Podía acept arlo; lo
acept aba. Era Jason Charles Bourne, nort eam ericano. Sin em bargo, podía oír
los lat idos de su corazón; la vibración en los oídos era ensordecedora; el dolor
en el est óm ago, m ás agudo. ¿Qué pasaba? ¿Por qué t enía la sensación de
precipit arse nuevam ent e en la oscuridad, en las negras aguas?
—¿Algo est á m al? —pregunt ó Walt her Apfel.

42
¿Algo est á m al, Herr Bourne?
—No. Todo est á bien. Mi nom bre es Bourne. Jason Bourne.
¿Grit aba? ¿Susurraba? No podía saberlo.
—Es un privilegio para m í, conocerlo, Mr. Bourne. Su ident idad
perm anecerá confidencial. Tiene la palabra de un funcionario del Banco
Gem einschaft .
—Gracias. Ahora m e t em o que debo t ransferir una buena cant idad de est e
dinero, y necesit o su ayuda.
—Nuevam ent e, es un privilegio para m í. Será un placer ayudarle o
aconsej arle en lo que pueda.
Bourne ext endió la m ano para coger el vaso de Perrier.

La puert a de acero de la oficina de Apfel se cerró t ras él; unos segundos


m ás y saldría de la elegant e celda- ant esala hacia la recepción y luego hacia los
ascensores. En pocos m inut os est aría en la Bahnhofst rasse con un nom bre,
una gran cant idad de dinero y poco m ás, apart e m iedo y confusión.
Lo había hecho. El doct or Geoffrey Washburn había sido generosam ent e
pagado por el valor de la vida que había salvado. Una t ransferencia t elegráfica
por la cant idad de 1.500.000 francos suizos había sido enviada a un banco en
Marsella, deposit ada en una cuent a codificada que encont raría el cam ino hacia
el único m édico de Port Noir, sin que el nom bre de Washburn fuera usado o
revelado. Todo lo que debía hacer Washburn era llegar a Marsella, decir los
códigos, y el dinero sería suyo. Bourne sonrió para sí, im aginando la expresión
de Washburn cuando le ent regaran la cuent a.
El excént rico y alcohólico doct or se habría sent ido m ás que feliz con diez o
quince m il libras; ahora t enía m ás de un m illón de dólares. Ello aseguraría su
recuperación o su dest rucción; ésa era su decisión, su problem a.
Una segunda t ransferencia de 4.500.000 francos fue hecha a un Banco de
París, en la rué Madeleine, deposit ada a nom bre de Jason C. Bourne. La
t ransferencia sería expedida por el correo —dos veces a la sem ana— del
Gem einschaft a París, de t arj et as con firm a por t riplicado enviadas con los
docum ent os. Herr Koenig había asegurado a su superior y al client e que los
papeles llegarían a París en t res días.
La t ransacción final era com parat ivam ent e m enor. Cien m il francos en
billet es grandes fueron t raídos a la oficina de Apfel, con sólo est am par la firm a
num érica del t it ular de la cuent a.
Quedaban en depósit o, en el Banco Gem einschaft , 1.400.000 francos
suizos, una sum a nada desdeñable.
¿Cóm o? ¿Por qué? ¿De dónde?
Toda la operación t erm inó en una hora y veint e m inut os, con sólo una
not a discordant e en el t ranquilo procedim ient o. Fue ocasionada por Koenig, su
expresión, una m ezcla de solem nidad y pequeño t riunfo. Había llam ado a
Apfel, el cual ent regó a su superior un pequeño sobre con ribet es negros.
—Une fiche —había dicho en francés.

43
Después de que el banquero hubo abiert o el sobre y ext raído una t arj et a,
est udió su cont enido y se la devolvió a Koenig.
—Se observarán los procedim ient os —fue t odo cuant o dij o.
Koenig se había ret irado, cuando Bourne pregunt ó:
—¿Eso t iene relación conm igo?
—Sólo en cuant o a liberar cant idades t an grandes de dinero. Sim plem ent e
procedim ient os de la casa.
El banquero había sonreído alent adoram ent e.
El cerroj o se abrió. Bourne em puj ó la puert a de crist ales t raslúcidos y salió a
los dom inios personales de Herr Koenig. Ot ros dos hom bres ya est aban allí,
sent ados en los ext rem os opuest os de la sala de recepción. Com o no est aban en
celdas separadas det rás de puert as con vidrios opacos, Bourne presum ió que
ninguno t endría cuent as t riple cero. Se pregunt ó si habrían firm ado con nom bres
o escrit o una serie de núm eros, pero dej ó de pregunt árselo en el inst ant e en que
llegó al ascensor y apret ó el bot ón.
Fuera de su ángulo visual, percibió m ovim ient o: Koenig había levant ado la
cabeza, haciendo una señal a los dos hom bres. Ést os se levant aron en el
m om ent o en que se abría la puert a del ascensor. Bourne se volvió; el hom bre a
su derecha había sacado un pequeño t ransm isor del bolsillo de su abrigo; habló
en él breve y rápidam ent e.
El hom bre a su izquierda t enía la m ano ocult a baj o el im perm eable. Cuando
la sacó, sost enía un arm a, una pist ola calibre 38 negra con un cilindro perforado
insert ado en el cañón. Un silenciador.
Los dos cayeron sobre Bourne m ient ras ent raba de espaldas al desiert o
ascensor.
Com enzó la locura.

Las puert as del ascensor com enzaron a cerrarse; el hom bre con el
t ransm isor ya est aba dent ro; los hom bros de su com pañero arm ado se t rabaron
ent re los paneles en m ovim ient o, m ient ras el arm a quedaba apunt ando a la
cabeza de Bourne.
Jason se inclinó hacia la derecha —un repent ino adem án de m iedo—; luego,
de pront o, levant ó el pie izquierdo, girando sobre sí para hundir el t alón en la
m ano del hom bre arm ado, haciendo salt ar la pist ola hacia arriba, m ient ras el
hom bre se t am baleaba hacia at rás, fuera del ascensor. Dos silenciosos disparos
precedieron al cierre de las puert as. Bourne com plet ó su giro, est rellando el
hom bro cont ra el est óm ago del ot ro; le golpeó con la m ano en el pecho, m ient ras
la izquierda suj et aba la m ano que sost enía el t ransm isor. Aprisionó al hom bre
cont ra la pared. El aparat o voló a t ravés del ascensor; al caer, se oyeron unas
palabras en el t ransm isor.
—Henri? Ça va? Qu'est - ce qui se passe?
La im agen de ot ro francés acudió a la m ent e de Jason. Un hom bre al borde
de la hist eria, con la incrédula m irada fij a en él; un asesino en pot encia, que salió

44
corriendo de «Le Bouc de Mer» hacia las som bras de la rue Sarrasin, m enos de
veint icuat ro horas at rás. Ese hom bre no había perdido su t iem po en enviar un
m ensaj e a Zurich: el que creían m uert o est aba vivo y bien vivo. ¡Mát enlo!
Bourne se abalanzó sobre el francés, que est aba ahora frent e él y rodeó el
cuello del hom bre con su brazo izquierdo, m ient ras le t iraba de la orej a con la
m ano derecha.
—¿Cuánt os? —pregunt ó en francés.
—¿Cuánt os hay abaj o? ¿Dónde est án?
—Averígualo t ú, ¡cerdo!
El ascensor est aba a m it ad de cam ino hacia el prim er piso.
Jason em puj ó la cara del hom bre hacia abaj o, rasgando la orej a por la m it ad
de su raíz y aplast ándole la cara cont ra la pared. Luego le golpeó el pecho con la
rodilla, not ó el bult o de la pist olera. Abrió de un t irón el abrigo, le m et ió la m ano
y sacó un revólver de caño cort o. Por un inst ant e se le ocurrió que alguien había
desact ivado el m ecanism o det ect or de arm as en el ascensor: Koenig. Se
acordaría, no habría am nesia en cuant o a Herr Koenig. Met ió el arm a en la
abiert a boca del francés.
—¡Me lo dices o t e vuelo la t apa de los sesos!
El hom bre dej ó escapar un gem ido gut ural; Jason apunt ó ahora al cañón
cont ra su m ej illa.
—Dos. Uno a la salida del ascensor, y ot ro, en la calle, al lado del coche.
—¿Qué clase de coche?
—Un «Peugeot ».
—¿Color?
El ascensor dism inuyó la velocidad, para det enerse.
—Marrón.
—¿Cóm o vist e el hom bre de abaj o?
—No lo sé...
Jason apret ó el arm a cont ra la sien del hom bre.
—¡Es m ej or que t e acuerdes!
—Un abrigo negro.
El ascensor se det uvo; Bourne t iró del francés hast a ponerlo en pie; las
puert as se abrieron. A la izquierda, un hom bre con im perm eable negro y ext rañas
gafas con m ont ura de oro avanzó hacia él. Los oj os t ras las gafas capt aron la
sit uación; un hilit o de sangre corría por la m ej illa del francés. Levant ó la m ano,
ocult a baj o el bolsillo de su im perm eable, y apunt ó con ot ra aut om át ica provist a
de silenciador al blanco de Marsella.
Jason em puj ó al francés frent e a él, por la puert a. Se oyeron t res rápidos
disparos sordos; el francés grit ó, con los brazos levant ados en una últ im a y gu-
t ural prot est a. Arqueó la espalda y cayó al suelo de m árm ol. Una m uj er, a la
derecha del hom bre con gafas de m ont ura de oro, grit ó, seguida por varios
hom bres, que clam aban a nadie y a t odos con grit os de Hilfe! y Polizei!
Bourne sabía que no podía usar el revólver que le había quit ado al francés.
No t enía silenciador; el ruido del disparo lo delat aría. Se lo m et ió en el bolsillo del
abrigo, evit ó a la m uj er que grit aba y cogió por los hom bros al uniform ado

45
ascensorist a. Lo hizo girar violent am ent e y lo em puj ó hacia el asesino con abrigo
oscuro.
El pánico creció en la recepción, m ient ras Jason corría hacia la puert a de
ent rada. El recepcionist a uniform ado, que confundió su idiom a hacía hora y
m edia, grit aba en un t eléfono, con un guardia a su lado, que esgrim ía un arm a y
obst ruía la salida, con la m irada at ent a al caos, para luego pasar repent inam ent e
a él. Salir se convirt ió de pront o en un problem a. Bourne evit ó la m irada del
guardia, y se dirigió al recepcionist a.
—¡El hom bre con gafas de m ont ura de oro! —grit ó—. ¡Ése es! ¡Lo he vist o!
—¡Qué! ¿Quién es ust ed?
—¡Soy un am igo de Walt er Apfel! ¡Escúchem e! El hom bre con gafas de
m ont ura de oro e im perm eable negro. ¡Allá!
La m ent alidad burocrát ica no había cam biado en varios m ilenios. A la
m ención de un superior, se obedecían las órdenes.
—¡Herr Apfel! —El recepcionist a del Gem einschaft se dirigió al guardia—. ¡Lo
ha oído! El hom bre de gafas... ¡Gafas de m ont ura de oro!
—¡Sí, señor!
El guardia corrió hacia delant e.
Jason se dirigió hacia la puert a. Em puj ó una hoj a y m iró rápidam ent e hacia
at rás, sabiendo que debía correr ot ra vez, pero ignorando si el hom bre que es-
peraba j unt o a un «Peugeot », lo reconocería y le dispararía.
El guardia había pasado al lado de un hom bre con im perm eable negro, un
hom bre que cam inaba m ás despacio que el rest o de las personas at erradas a su
alrededor, un hom bre que no usaba gafas. Aceleró su paso hacia la ent rada,
hacia Bourne.
En la acera, el crecient e caos sirvió de prot ección a Jason. Se había corrido la
voz fuera del Banco; las ululant es sirenas se oían cada vez m ás fuert es, m ient ras
coches de Policía se dirigían a t oda m archa a la Bahnhofst rasse. Cam inó varios
m et ros hacia la derecha, flanqueado por peat ones; luego, de pront o, corrió,
abriéndose paso ent re un gent ío curioso agolpado frent e a una t ienda, m ient ras
m iraba at ent o los coches est acionados. Vio el «Peugeot », y al hom bre j unt o al
coche con la m ano reposando siniest ram ent e en el bolsillo del abrigo. En m enos
de quince segundos, el conduct or del «Peugeot » fue alcanzado por el hom bre del
im perm eable negro, que ahora se colocaba nuevam ent e las gafas. Los dos
hom bres hablaron rápidam ent e, m ient ras escudriñaban la Bahnhofst rasse.
Bourne com prendió su confusión. Había cam inado fuera del Gem einschaft sin
pánico, para m ezclarse con la gent e. Se preparó para correr, pero no había
corrido, por t em or a ser int ercept ado, hast a que la salida est uviera
razonablem ent e libre. A nadie m ás se le perm it ió salir, y el conduct or del
«Peugeot » no había hecho la asociación de ideas. No había reconocido el blanco
ident ificado y señalado para la ej ecución en Marsella.
El prim er coche policial llegó al escenario m ient ras el hom bre con gafas de
m ont ura de oro se quit aba el im perm eable y lo arroj aba por la vent anilla abiert a
del «Peugeot ». Hizo una señal con la cabeza al conduct or, quien se sent ó
rápidam ent e al volant e y encendió el m ot or. El asesino se quit ó las gafas e hizo lo
m ás inesperado que a Jason se le hubiera ocurrido. Cam inó velozm ent e hacia las

46
puert as de vidrio del banco, m ezclándose con la Policía que ent raba en ese
m om ent o.
Bourne observó cóm o el «Peugeot » se apart aba de la acera y aceleraba por
la Bahnhofst rasse. La gent e que había en la ent rada com enzó a dispersarse; m u-
chos se abrían cam ino hacia las puert as de vidrio, est irando el cuello y
poniéndose de punt illas para poder ver por encim a de los dem ás. Un oficial de
Policía salió y em puj ó a los curiosos hacia at rás. Una am bulancia apareció por la
esquina noroest e, advirt iendo de su presencia con el penet rant e sonido de la
sirena. El conduct or det uvo el vehículo en el espacio que había dej ado el
«Peugeot ». Jason no podía det enerse a m irar nada m ás. Tenía que llegar al
«Carillón du Lac», recoger sus cosas y salir de Zurich, salir de Suiza. A París.
¿Por qué a París? ¿Por qué había insist ido en que los fondos fueran
t ransferidos a París? No lo había pensado ant es de sent arse en la oficina de
Walt her Apfel, azorado por las ext raordinarias cifras que le habían present ado.
Ést as se hallaban m ás allá de lo im aginable, por lo cual sólo pudo reaccionar
aut om át ica e inst int ivam ent e. Y su inst int o había evocado la ciudad de París.
Com o si fuera algo vit al. ¿Por qué?
Ot ra vez, no t enía t iem po... Vio a los enferm eros de la am bulancia cargar
una cam illa a t ravés de las puert as del Banco. Sobre ella había un cuerpo, con la
cabeza cubiert a, lo cual significaba m uert e. No le pasó inadvert ido a Bourne;
apart e habilidades que no podía relacionar con nada que pudiera ent ender, él era
el hom bre m uert o que iba en esa cam illa.
Vio un t axi vacío en la esquina y corrió hacia él. Tenía que salir de Zurich; un
m ensaj e había sido enviado desde Marsella; el hom bre m uert o est aba aún vivo.
Jason Bourne est aba vivo. Mát enlo. ¡Mat en a Jason Bourne!
¡Dios del cielo! ¿Por qué?

Esperaba ver al subgerent e del «Carillón du Lac» det rás del m ost rador, pero
no est aba allí. Luego se dio cuent a de que una breve not a al hom bre —¿cóm o se
llam aba... St ossel? Sí, St ossel— sería lo indicado. No era necesaria ninguna
explicación para su súbit a part ida, y quinient os francos serían m ás que suficient es
por las pocas horas que había est ado en el «Carillón du Lac» y por el favor que le
pediría a Herr St ossel.
Ya en su habit ación, m et ió en la m alet a int act a los obj et os de afeit ar, verificó
la pist ola que le había quit ado al francés, se la m et ió en un bolsillo, se sent ó a la
m esa y escribió la not a para Herr St ossel, subgerent e. En ella incluía una oración
que se le ocurrió fácilm ent e, casi dem asiado fácilm ent e.
...pront o m e pondré en cont act o con ust ed, en relación con m ensaj es que
espero m e serán enviados. Confío en que se haga cargo de ellos en m i nom bre.
Agradecido de ant em ano.
Si llevaba alguna com unicación de la evasiva «Treadst one Set ent a y Uno»,
quería ent erarse. Est o era Zurich; podría hacerlo.
Puso un billet e de quinient os francos dent ro de la hoj a doblada y cerró el
sobre. Luego t om ó su m alet a, salió de la habit ación y cam inó por el pasillo hacia
los ascensores. Eran cuat ro: apret ó un bot ón y m iró hacia at rás, recordando el
Gem einschaft . No había nadie allí; sonó un t im bre y se encendió la luz roj a sobre

47
el t ercer ascensor. Cogió un ascensor que baj aba. Bien. Debía llegar al
aeropuert o t an rápido com o pudiera; t enía que salir de Zurich, fuera de Suiza. Un
m ensaj e había sido ent regado.
Las puert as del ascensor se abrieron. Dos hom bres est aban parados a
am bos lados de una m uj er de cabello cast año roj izo; int errum pieron la conversa-
ción, saludaron al recién llegado con un gest o —al ver la m alet a se m ovieron a un
cost ado— y luego reanudaron la conversación m ient ras se cerraba la puert a.
Tendrían unos t reint a y t ant os años, y hablaban en un francés suave y rápido; la
m uj er m iraba alt ernat ivam ent e a am bos hom bres, sonriendo o m irando
pensat ivam ent e. Tom aban decisiones de no m ucha im port ancia. La risa se
alt ernaba con int errogaciones m ás o m enos serias.
—¿Ent onces t e irás m añana a t u casa, después de la sesión de clausura? —
pregunt ó el hom bre que est aba a la izquierda.
—No est oy segura. Espero m ensaj es de Ot t awa —respondió la m uj er—.
Tengo parient es en Lyon; m e gust aría poder verlos.
—Es im posible —int ervino el hom bre de la derecha—, para el com it é
direct ivo, encont rar diez personas deseosas de sint et izar est a bendit a conferencia
en un solo día. Todos est arem os aquí ot ra sem ana.
—Bruselas no lo aprobará —dij o el prim er hom bre, sacudiendo la cabeza— El
hot el es m uy caro.
—Ent onces, por favor, vet e a ot ro —sugirió el segundo hom bre, haciendo
una m ueca a la m uj er—. Hem os est ado esperando que hicieras j ust am ent e eso,
¿no es ciert o?
—¡Est ás loco! - exclam ó la m uj er—. Am bos est áis locos; ésa es m i sínt esis.
—Tú no eres ninguna loca, Marie —t erció el prim ero—. Tu present ación de
ayer fue brillant e.
—En absolut o —opuso ella—. Fue rut ina, y bast ant e aburrida.
—¡No! ¡No! —discrepó el segundo—. Fue soberbia; debió serlo. No ent endí
una palabra. Pero sucede que t engo ot ros t alent os.
—¡Loco...!
El ascensor est aba det eniéndose; el prim er hom bre habló ot ra vez:
—Sent ém onos en la fila de at rás del salón. De t odos m odos ya est am os
rechazados, y Bert inelli est á hablando; con poco éxit o, supongo. Sus t eorías de
fluct uaciones cíclicas forzadas fueron superadas con las finanzas de los Borgia.
—Ant es que eso —dij o la m uj er de cabello roj izo—. Con los im puest os de
César. —Hizo una pausa y agregó—: Si no con las Guerras Púnicas.
—La fila de at rás, ent onces —convino el segundo hom bre, ofreciendo su
brazo a la m uj er—. Podem os dorm ir. Usa un proyect or de diaposit ivas; est ará os-
curo.
—No, adelant aos vosot ros; os alcanzaré en pocos m inut os. Tengo que enviar
algunos cables y no confío en que las t elefonist as lo hagan correct am ent e.
Las puert as se abrieron, y el t río baj ó del ascensor. Los dos hom bres
part ieron, cruzando en diagonal el vest íbulo de recepción; la m uj er lo hizo hacia
el m ost rador de ent rada. Bourne iba det rás de ella, leyendo dist raídam ent e un
cart el.

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BI ENVENI DOS
MI EMBROS DE LA SEXTA CONFERENCI A
ECONÓMI CA MUNDI AL
PROGRAMA DE HOY:
1: 00 P.M. EL HON. JAMES FRAZI ER,
M.P. REI NO UNI DO.
Suit e 12
6: 00 P.M. DR. EUGENI O BERTI NELLI ,
UNI V. DE MI LÁN, I TALI A
Suit e 7
9: 00 P.M. DESPEDI DA DEL PRESI DENTE. CENA
Suit e de Hospit alidad

—Habit ación 507. Me han dicho por t eléfono que hay un cablegram a para m í.

I nglés. La m uj er de cabello cast año roj izo, ahora a su lado en el m ost rador,
hablaba inglés. Pero ant es había dicho que esperaba un m ensaj e de Ot t awa. Una
canadiense.
El em pleado de recepción buscó en los casilleros y regresó con el m ensaj e.
—¿Doct ora St . Jacques? —pregunt ó, sost eniendo el sobre.
—Sí, gracias.
La m uj er se apart ó y leyó el cable, m ient ras el em pleado se dirigía a Bourne.
—¿Sí, señor?
—Me gust aría dej ar est a not a a Herr St ossel.
Puso en el m ost rador el sobre del «Carillón du Lac».
—Herr St ossel no regresará hast a las seis de la m añana, señor. Por las
t ardes se va a las cuat ro. ¿Puedo servirle yo?
—No, gracias. Sólo quiero est ar seguro de que la recibirá.
Ent onces Jason recordó: est o es Zurich.
—No es nada urgent e —añadió—, pero necesit o una respuest a. Me
com unicaré con él por la m añana.
—Por supuest o, señor.
Bourne t om ó su m alet a y com enzó a cam inar por el vest íbulo hacia la
ent rada del hot el, una fila de enorm es puert as de vidrio que daban a una ent rada
circular para aut om óviles, frent e al lago. Podía ver varios t axis esperando en fila,
baj o las luces del hot el; el sol se había ocult ado; era de noche en Zurich. Había
vuelos hacia t odos los punt os de Europa hast a bien pasada la m edianoche...
Se det uvo, sin respiración; algo así com o una parálisis le recorrió t odo el
cuerpo. Sus oj os no podían creer lo que veían t ras las puert as de vidrio. Un
«Peugeot » m arrón det enido en la calle circular, delant e de los t axis. La puert a se
abrió y salió un hom bre, un asesino con im perm eable negro, con gafas de
m ont ura de oro. Luego, de la ot ra puert a em ergió ot ra figura, pero no era el
conduct or que había est ado en la Bahnhofst rasse, en espera de un blanco que no
reconocía. En su lugar había ot ro asesino, con ot ro im perm eable, con los bolsillos
abult ados por arm as poderosas. Era el hom bre que est aba sent ado en la sala de
recepción del segundo piso del Banco Gem einschaft , el m ism o hom bre que había

49
sacado una pist ola calibre 38 de la pist olera baj o su chaquet a. Una pist ola con un
cilindro perforado que había silenciado dos disparos dirigidos a la presa que había
seguido hast a el ascensor.
¿Cóm o? ¿Cóm o podían haberlo encont rado...? Ent onces recordó y se sint ió
m al. ¡Qué t ont o había sido!
¿Est á disfrut ando de su est ancia en Zurich? Walt er Apfel había pregunt ado
m ient ras aguardaban que el em pleado se ret irara para est ar nuevam ent e a solas.
Mucho. Mi habit ación da al lago. Es un bonit o paisaj e, m uy t ranquilo, lleno
de paz.
¡Koenig! Koenig había escuchado cuando dij o que su habit ación daba al lago.
¿Cuánt os hot eles t enían habit aciones con vist a al lago? ¿Especialm ent e hot eles
que pudiera frecuent ar un hom bre con una cuent a t riple cero? ¿Dos? ¿Tres...?
«Baur au Lac», «Edén du Lac». ¿Había ot ros? No se le ocurrieron m ás nom bres.
¿Qué fácil les había result ado encont rarlo! ¡Qué fácil había sido para él decir
aquellas palabras! ¡Qué t ont o!
No había t iem po. Era dem asiado t arde. Podía ver a t ravés de las puert as de
vidrio; t am bién podían hacerlo los asesinos. El segundo hom bre lo había iden-
t ificado. I nt ercam biaron palabras sobre el t echo del «Peugeot »; uno de ellos se
aj ust ó las gafas de m ont ura de oro, am bos se m et ieron las m anos en los abul-
t ados bolsillos, afirm ándolas sobre las arm as ocult as. Los dos hom bres
convergieron sobre la ent rada, separándose en el últ im o m om ent o: uno en cada
ext rem o de la fila de claros paneles de vidrio. Los flancos est aban cubiert os; la
t ram pa, dispuest a; no podía correr hacia afuera. ¿Pensaban que podían correr al
vest íbulo, lleno de gent e, de un hot el y, sim plem ent e, m at ar a un hom bre?
Por supuest o que podían. La gent e y el ruido eran sus aliados. Dos, t res,
cuat ro disparos silenciosos hechos a cort a dist ancia serían t an efect ivos com o una
em boscada en una poblada calle en plena luz del día, result ándoles fácil la huida
gracias al caos originado.
¡No podía dej ar que se acercaran! Ret rocedió con los pensam ient os
agolpándose en su m ent e, la afrent a suprem a. ¿Cóm o se at revían? ¿Qué les hacía
pensar que no buscaría prot ección, que no llam aría a la Policía? Y ent onces la
respuest a apareció clara, t an at erradora com o la respuest a. Los asesinos sabían
con cert eza algo que él sólo podía suponer: él no podía buscar esa clase de
prot ección, no podía recurrir a la Policía. Jason Bourne debía evit ar t odas las
aut oridades... ¿Por qué? ¿Lo est arían buscando a él?
¡Sant o Dios! , ¿por qué?
Las dos puert as opuest as fueron abiert as por m anos ext endidas; había ot ras
m anos, ocult as, en t orno al acero. Bourne se volvió; había ascensores, puert as,
corredores, un t echo y sót anos; debía de haber una docena de salidas en el hot el.
¿O no? ¿Acaso los asesinos que se est aban abriendo paso a t ravés de la
gent e sabían algo que él sólo podía suponer. El «Carillón du Lac», ¿t endría sólo
dos o t res salidas? Fácilm ent e cubiert as por hom bres afuera, fácilm ent e usadas
com o t ram pas para derribar la solit aria figura de un hom bre que escapa.
Un hom bre solo; un hom bre solo era un blanco est upendo. Pero, ¿y si no
est aba solo? ¿Y si alguien est aba con él? Dos personas no eran una, pero para
una sola, ot ra m ás era enm ascaram ient o, especialm ent e en la m ult it ud,

50
especialm ent e de noche, y era de noche. Los resuelt os asesinos evit aban
equivocarse, no por com pasión, sino por razones práct icas; en cualquier pánico
que sobreviniera, el verdadero blanco podía escapar.
Sint ió el peso del arm a en su bolsillo, pero no le reconfort ó el saber que la
t enía. Lo m ism o que en el Banco, usarla —o sólo m ost rarla— era delat arse.
Aun así, allí est aba. Com enzó a cam inar hacia el cent ro del vest íbulo, luego
dobló a la derecha, donde había m ayor cant idad de gent e. Era la hora previa al
cierre de una conferencia int ernacional, se hacían m iles de proyect os, las
j erarquías eran seguidas por m iradas de acept ación y rechazo; grupos casuales
por t odos lados.
Había un m ost rador de m árm ol cont ra la pared, y, t ras él, un em pleado
com probaba hoj as de papel am arillo, con un lápiz que sost enía com o un pincel.
Cablegram as. Dos personas est aban frent e al m ost rador: un hom bre m ayor,
obeso, y una m uj er con vest ido roj o oscuro; el rico color de la seda
com plem ent aba su largo y roj izo cabello... Cabello cast año roj izo. Era la m uj er
del ascensor que había brom eado acerca de los im puest os de César y las Guerras
Púnicas, la doct ora que se había det enido a su lado en recepción, pregunt ando
por el cable que le habían enviado.
Bourne m iró hacia at rás. Los asesinos est aban usando bien a la gent e,
excusándose cort ésm ent e, pero avanzando con firm eza, uno por la derecha, el
ot ro por la izquierda, cerrándose com o las dos punt as de un at aque en pinza.
Mient ras lo t uvieran a la vist a, podrían forzarlo a seguir corriendo, ciegam ent e,
sin dirección, sin saber cuál de los cam inos que t om ara podía no t ener salida,
donde ya no pudiera correr m ás. Y ent onces se producirían los sordos disparos,
los bolsillos ennegrecidos por quem aduras de pólvora...
¿Tenerlo a la vist a?
La fila de at rás, ent onces... Podem os dorm ir. Usa un proyect or de
diaposit ivas; est ará oscuro.
Jason se volvió nuevam ent e y m iró a la m uj er de cabello roj izo. Había
com plet ado su m ensaj e y daba las gracias al em pleado, m ient ras se quit aba unas
gafas con m ont ura de ast a y se las m et ía en la cart era. No est aba lej os de él.
Bert inelli est á hablando; con poco éxit o, supongo.
No había t iem po m ás que para decisiones inst int ivas. Bourne se pasó la
m alet a a la m ano izquierda, cam inó rápidam ent e hacia la m uj er y le t ocó
suavem ent e un codo.
—¿Doct ora...?
—¿Cóm o dice?
—¿Ust ed es la doct ora...?
—St . Jacques —com plet ó ella, pronunciando el «Saint » a la francesa.
—¿Es ust ed el del ascensor?
—No m e di cuent a de que era ust ed —replicó—. Me indicaron que ust ed sabe
dónde est á hablando ese t al Bert inelli.
—Est á en la pizarra. Suit e Siet e.
—Me t em o que no sé dónde queda. ¿No le im port aría acom pañarm e? Llego
t arde y debo t om ar algunas not as.
—¿De Bert inelli? ¿Por qué? ¿Trabaj a ust ed para un diario m arxist a?

51
—Una asociación neut ral —respondió Jason, pregunt ándose de dónde le
salían las frases—. Trabaj o para varias personas. No creen que valga la pena.
—Quizá no, pero debería ser oído. Hay algunas crudas verdades en lo que
dice.
—Tengo que verle. Quizás ust ed m e pueda llevar hast a él.
—Me t em o que no. Le m ost raré el lugar, pero debo hacer una llam ada
t elefónica —dij o, cerrando la cart era.
—Por favor, ¡dése prisa!
—¿Qué? —inquirió, m irándolo con poca am abilidad.
—Perdone, pero t engo m ucha prisa —m iró rápidam ent e a su derecha; los
dos hom bres est aban ya a no m ás de seis m et ros.
—¿Sabe que es bast ant e brusco? —dij o fríam ent e la doct ora St . Jacques.
—¡Por favor!
Cont uvo el deseo de em puj arla hacia delant e, lej os de la t ram pa que se
est aba cerrando.
—Por aquí —dij o em pezando a cam inar hacia un ancho corredor que salía de
la pared izquierda post erior.
La cant idad de gent e era m enor, y su presencia sería m enos obvia en la zona
de at rás del salón. Llegaron a lo que parecía un t únel cubiert o de t erciopelo color
roj o fuert e, con puert as a am bos lados. Let reros lum inosos sobre las m ism as
decían: «Conferencias, Sala 1» y «Conferencias, Sala 2». Al final del pasillo había
una puert a doble; las let ras doradas al lado indicaban que era la ent rada a la
Suit e Siet e.
—Ahí la t iene —dij o Marie St . Jacques—. Tenga cuidado cuando ent re;
probablem ent e est ará oscuro. Bert inelli da las conferencias con diaposit ivas.
—Com o una película —com ent ó Bourne, m irando at rás, hacia la gent e que
había al final del largo corredor.
Allí est aba; el hom bre con gafas de m ont ura de oro se est aba excusando al
pasar ant e un anim ado t río en la recepción. Cam inaba hacia el pasillo; su
com pañero, det rás de él.
—...una considerable diferencia. Él se sient a baj o el escenario y pont ifica.
La doct ora St . Jacques había dicho algo y ahora se iba.
—¿Qué dice? ¿Un escenario?
—Bueno, una plat aform a elevada. Para exhibiciones, habit ualm ent e.
—Eso t ienen que t raerlo —dij o.
—¿Qué t ienen que t raer?
—Lo que se exhiba. ¿Hay una salida ahí dent ro? ¿Ot ra puert a?
—No t engo la m enor idea. Bueno, debo hacer m i llam ada. Que disfrut e del
professore —concluyó, dando m edia vuelt a.
Dej ó la m alet a y la t om ó por el brazo. Al t ocarla, ella lo fulm inó con la
m irada.
—Quít em e la m ano de encim a, por favor.
—No la quiero asust ar, pero no t engo ot ra alt ernat iva. —Habló con
t ranquilidad, su m irada por sobre el hom bro de ella. Los asesinos habían
am inorado el paso; la t ram pa est aba segura, a punt o de cerrarse—. Debe venir
conm igo.

52
—Est á ust ed loco.
Apret ó la m ano en su brazo, m oviéndola frent e a él. Luego sacó la pist ola del
bolsillo, asegurándose de que el cuerpo de ella la ocult aba de los hom bres, diez
m et ros at rás.
—No quiero usar est o. No quiero herirla, pero haré am bas cosas si m e veo
obligado.
—¡Dios m ío...!
—Cállese. Haga exact am ent e lo que le diga y no le pasará nada. Tengo que
salir de est e hot el y ust ed m e ayudará. Una vez fuera, la dej aré ir. Pero no ant es.
Vam os. Ent rem os ahí.
—Ust ed no puede...
—Si, puedo. —Le apret ó el cañón de la pist ola cont ra el est óm ago, en la
seda roj a, que se arrugó baj o la fuerza de la presión. El t error la som et ió al
silencio, a la sum isión.
—¡Vam os!
Él se puso a la izquierda, con la m ano sost eniéndole aún el brazo, la pist ola
cont ra su pecho, a cent ím et ros del de ella. Los oj os de la m uj er est aban fij os en
el arm a; los labios, abiert os; la respiración ent recort ada. Bourne abrió la puert a,
im pulsándola hacia delant e, frent e a él. Pudo oír una sola palabra, grit ada en el
pasillo.
—¡Schnell!
Est aban en la oscuridad, pero fue breve; un haz de luz blanca cruzó la sala,
por sobre las filas de sillas, ilum inando las cabezas de los asist ent es. La
proyección en la dist ant e pant alla era de un gráfico, los punt os m arcados
num éricam ent e, una pesada línea negra que com enzaba a la izquierda y se
ext endía escalonadam ent e, a t ravés de las líneas, hacia la derecha. Una voz de
fuert e acent o hablaba con un am plificador.
—Observarán que durant e los años set ent a y set ent a y uno, cuando
específicas rest ricciones a la producción fueron aut o im puest as, repit o, aut o
im puest as, por est os líderes de la indust ria, la recesión económ ica result ant e fue
m ucho m enos severa que en... diaposit iva núm ero diez, por favor... la así
llam ada regulación pat ernalist a del m ercado por los int ervencionist as
gubernam ent ales. La próxim a diaposit iva, por favor.
El salón quedó nuevam ent e en la oscuridad. Había un problem a con el
proyect or; ningún haz de luz rem plazó al prim ero.
—¡Núm ero doce, por favor!
Jason em puj ó a la m uj er hacia delant e, frent e a las figuras paradas cont ra la
pared, det rás de la fila de sillas. Trat ó de calcular la m edida del salón de
conferencias buscando una luz roj a que pudiera indicar la huida. ¡La vio! Un débil
resplandor roj o a dist ancia. En el escenario, det rás de la pant alla. No había ot ras
salidas, ni ot ras puert as, salvo la ent rada a la suit e siet e. Debía alcanzarla; debía
llegar a aquella salida. En aquel escenario.
—Marie..., par ici!
El susurro llegó de la izquierda, de un asient o en la últ im a fila.
—Non, cherie. Rest e avec m oi.

53
El segundo susurro vino de la figura en som bras de un hom bre parado
direct am ent e frent e a Marie St . Jacques. Se apart ó de la pared, int ercept ándola.
—On nous a séparé. I l n'y a plus de chaises.
Bourne presionó firm em ent e la pist ola cont ra las cost illas de la m uj er, un
m ensaj e inconfundible. Ella susurró sin respirar; Jason agradeció que su cara no
pudiera verse claram ent e.
—Por favor, déj anos pasar —dij o en francés—. Por favor.
—¿Qué es est o? ¿Él es t u cablegram a, querida?
—Un viej o am igo —m urm uró Bourne. Un grit o surgió por sobre la prot est a,
cada vez m ás alt a de la audiencia.
—¿Puedo, por favor, ver la diaposit iva doce? Per favore!
—Debem os ver a alguien al final de la fila —cont inuó Jason, m irando hacia
at rás.
La hoj a derecha de la puert a se abrió; en el cent ro de una cara en som bras,
unas gafas con m ont ura de oro reflej aron la t enue luz del corredor. Bourne em -
puj ó a la m uchacha, que pasó j unt o a su sorprendido am igo, forzándolo a
ret roceder cont ra la pared y susurrando una disculpa.
—¡Perdón, pero t enem os prisa!
—¡Qué grosero!
—Sí, lo sé.
—¡Fot o doce! Ma che infam ia!
El rayo de luz surgió del proyect or y vibró baj o la nerviosa m ano del
operador. Ot ro gráfico apareció en la pant alla m ient ras Jason y la m uj er
alcanzaban la lej ana pared, el com ienzo del est recho pasillo que conducía hacia el
escenario. La em puj ó al rincón, presionando su cuerpo cont ra el de ella, su cara
cont ra su cara.
—Voy a grit ar —susurró ella.
—Voy a disparar —replicó él.
Miró a las figuras que se recost aban cont ra la pared; los asesinos est aban
adent ro, escudriñando, m oviendo la cabeza com o alarm ados roedores, t rat ando
de localizar su blanco ent re las filas de rost ros.
La voz del conferenciant e em ergió com o el sonido de una cam pana rot a; su
diat riba fue breve, pero est rident e.
—Ecco! A los escépt icos m e dirij o aquí est a noche, y son la m ayoría de
ust edes ¡aquí est á la prueba est adíst ica! Esencialm ent e idént ica a ot ros cien
análisis que he preparado. Dej en el m ercado para aquellos que viven allí. Siem pre
pueden encont rarse excesos m enores. Son un pequeño precio a pagar por el bien
general.
Hubo un aplauso disperso y recibió la aprobación de una definida m inoría.
Bert inelli recobró su t ono norm al y cont inuó con m onot onía señalando la pant alla,
con su largo punt ero enfat izando lo obvio, lo obvio para él. Jason m iró hacia
at rás; las gafas doradas brillaron en el resplandor de la luz del lado del proyect or.
El asesino que la usaba t ocó el brazo de su com pañero, haciendo un gest o con la
cabeza hacia la izquierda; ordenaba a su subordinado que cont inuara la búsqueda
por el lado izquierdo de la sala; él seguiría por la derecha. Com enzó. La m ont ura
de oro brillaba con m ás int ensidad a m edida que avanzaba paso a paso frent e a

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los que est aban de pie, est udiando cada cara. Llegaría al rincón, los alcanzaría a
ellos en segundos. Det ener al asesino con un disparo era t odo lo que quedaba: y
si se m ovía alguien ent re la fila de los que est aban de pie, o si la m uj er que t enía
aprisionada cont ra la pared se at errorizaba y lo em puj aba...o si fallaba su disparo
por cualquier razón, est aba at rapado. Y aunque acert ara, había ot ro asesino en la
sala, evident em ent e un t irador de élit e.
—Diaposit iva núm ero t rece, por favor.
Aquella era la oport unidad. ¡Ahora!
El haz de luz desapareció. En la oscuridad, Bourne apart ó a la m uj er de la
pared, la hizo girar, su cara cont ra la de ella.
—Si em it e un sonido, ¡la m at o!
—Le creo —susurró, at errorizada—. Es ust ed un m aniát ico.
—¡Vam os!
La em puj ó por el est recho pasillo que conducía al escenario, quince m et ros
m ás allá. La luz del proyect or se encendió nuevam ent e; t om ó a la chica por el
cuello, em puj ándola hacia abaj o, en cuclillas, m ient ras él se arrodillaba a su lado.
Est aban ocult os de los asesinos por las filas de personas sent adas en las sillas.
Apret ó su cuerpo con los dedos; era su señal de que siquiera m oviéndose,
arrast rándose... despacio, agachados, pero m oviéndose. Ella ent endió; com enzó
a avanzar de rodillas, t em blando.
—¡Las conclusiones de est a et apa son irrefut ables! —grit ó el conferenciant e—
. El m ot ivo de ganancia es inseparable del incent ivo de producción, pero los
papeles del adversario nunca pueden ser iguales. Com o ent endió Sócrat es, la
desigualdad de valores es const ant e. El oro sim plem ent e es dist int o del bronce o
del hierro, ¿quién de ust edes lo puede negar? Diaposit iva núm ero cat orce, ¡por
favor!
Nuevam ent e la oscuridad. Ahora.
I m pulsó a la m uj er hacia arriba, la em puj ó adelant e, hacia la plat aform a.
Est aban a m et ro y m edio de ella.
—Cosa sucede? ¿Qué pasa? ¡Diaposit iva cat orce!
¡Ocurrió! El proyect or se había t rabado ot ra vez; la oscuridad se prolongaba
nuevam ent e. Y allí, en el escenario, frent e a ellos, por encim a de ellos, est aba el
roj o resplandor de la señal de salida. Jason apret ó cruelm ent e el brazo de la
m uj er.
—¡Suba al escenario y corra hacia la salida! Est oy j ust o det rás de ust ed, si se
det iene o grit a, disparo.
—¡Por Dios, déj em e ir!
—Todavía no.
Lo dij o en serio; había una salida en alguna part e, hom bres esperando fuera
al blanco de Marsella.
—¡Vam os! ¡Ahora!
La doct ora St . Jacques se levant ó y corrió al escenario. Bourne la levant ó del
piso, salt ando m ient ras lo hacía y ayudándola a erguirse nuevam ent e.
La cegadora luz del proyect or se encendió, inundando la pant alla. Grit os de
sorpresa e irrit ación vinieron de la audiencia al ver a dos figuras; los grit os del
indignado Bert inelli se oyeron sobre el alborot o general.

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—E insoffribile! Ci sonó com unist i qui!
Y hubo ot ros sonidos: t res... let ales, agudos, repent inos. Disparos de un
arm a silenciosa, arm as; salt aron t rozos de m adera en las m olduras del arco del
proscenio. Jason arroj ó a la j oven al suelo y se abalanzó hacia las som bras del
est recho espacio del ala, arrast rándola det rás de sí.
—Da ist er! Da oben!
—Schnell! Der Proj ekt or!
Un grit o llegó del cent ro del pasillo de la sala en el m om ent o que la luz del
proyect or giró hacia los lados. Su haz era int ercept ado por paneles inclinados que
disim ulaban el área m ás allá del escenario; luz, som bra, luz, som bra. Y al final de
los paneles, al fondo del escenario, est aba la salida. Una puert a alt a, ancha, de
m et al, con cierre.
El vidrio salt ó hecho añicos; la luz roj a est alló, la bala de un t irador voló la
señal sobre la puert a. No im port aba; podía ver claram ent e el brillo del cierre de
bronce.
El salón de conferencias se había convert ido en un caos. Bourne suj et ó a la
m uj er por la blusa, t irando de ella baj o los paneles hacia la puert a. Por un ins-
t ant e, se resist ió; él la golpeó en la cara y la arrast ró a su lado, hast a que el
cierre est uvo sobre sus cabezas.
Las balas se est rellaban en la pared, a su derecha; los asesinos corrían por
los pasillos en busca de buenos lugares para disparar. Los alcanzarían en segun-
dos, y en segundos, ot ras balas o una sola bala encont raría su blanco. Aún había
suficient es proyect iles, lo sabía. No t enía la m enor idea de cóm o o por qué lo
sabía, pero lo sabía. Por el sonido podía visualizar las arm as, ext raer cargadores,
cont ar las balas.
Pegó con el ant ebrazo en el cierre de la puert a de salida. Se abrió, y se
abalanzó por la abert ura, arrast rando consigo a la doct ora St . Jacques.
—¡Bast a! —grit ó- —. ¡No daré un paso m ás! ¡Est á ust ed loco! ¡Est án
disparando!
Jason cerró de un golpe la enorm e puert a de m et al, em puj ándola con el pie.
—¡Levánt ese!
Le dio un revés en la cara.
—Lo sient o, pero ha de venir conm igo. ¡Levánt ese! Una vez que est em os
fuera, le doy m i palabra de que la dej aré ir.
Pero, ¿adonde iba ahora? Est aban en ot ro t únel, en ést e no había alfom bra,
ni puert as con let reros lum inosos encim a. Est aban en alguna clase de desiert a
zona de carga; el piso era de cem ent o, y había dos plat aform as rodant es de
carga cerca de él, cont ra la pared. Había est ado en lo ciert o; los elem ent os ut i-
lizados en el escenario de la suit e siet e debían ser int roducidos por la puert a de
salida, lo suficient em ent e alt a y ancha com o para acom odar grandes obj et os.
¡La puert a! ¡Tenía que at rancar la puert a! Marie St . Jacques se había puest o
de pie; la suj et ó m ient ras arrast raba la prim era plat aform a, t irando de su
est ruct ura para colocarla frent e a la puert a y golpeándola con el hom bro y la
rodilla hast a que quedó colocada cont ra el m et al. Miró hacia abaj o; baj o la
gruesa base de m adera había palancas de frenos en las ruedas; em puj ó con el
t alón la palanca de delant e y luego la de at rás,

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La m uj er se volvió, t rat ando de solt arse, m ient ras él est iraba la pierna hacia
la part e t rasera de la plat aform a; deslizó una m ano por el brazo de ella, la t om ó
de la m uñeca y la ret orció hacia adent ro. Ella grit ó, con lágrim as en los oj os y
t em blor en los labios. Tiró de ella hast a ponerla a su lado, forzándola hacia la
izquierda, y em pezando a correr, suponiendo que la dirección que seguían los
llevaría hacia la part e t rasera del «Carillón du Lac», esperando encont rar la
salida. Pues allí, y sólo allí, podría necesit ar a la m uj er; los breves segundos en
que saliera una parej a, no un solo hom bre corriendo.
Se oyeron fuert es golpes; los asesinos t rat aban de forzar la puert a del
escenario, pero la plat aform a at rancada era una barrera dem asiado pesada.
Arrast ró a la m uj er por el piso de cem ent o; ella t rat ó de zafarse, pat aleando
nuevam ent e, ret orciéndose de un lado al ot ro; est aba al borde de la hist eria. No
t enía alt ernat iva; la t om ó del codo, su pulgar en la part e int erna, y apret ó lo m ás
fuert e que pudo. Ella j adeó, el dolor fue repent ino e insoport able; sollozó y
suspiró, perm it iéndole em puj arla hacia delant e.
Alcanzaron una escalera de cem ent o; cuat ro peldaños con borde de acero
conducían a un par de puert as m et álicas m ás abaj o. Era la zona de carga; al ot ro
lado de las puert as est aba el área post erior de aparcam ient o del «Carillón du
Lac». Ya casi había llegado. Ahora sólo era cuest ión de apariencia.
—Escúchem e —dij o a la m uj er, rígida y asust ada—. ¿Quiere que la dej e ir?
—Por Dios, ¡sí! ¡Por favor!
—Ent onces, haga exact am ent e lo que le digo. Vam os a baj ar por est os
escalones y a pasar por esa puert a com o dos personas perfect am ent e norm ales,
al final de un día norm al de t rabaj o. Me va a coger del brazo y vam os a cam inar
despacio, charlando t ranquilam ent e, hacia los coches que est án al final del área
de aparcam ient o. Y am bos nos vam os a reír, no fuert e, sólo de form a casual,
com o si recordáram os cosas graciosas que nos sucedieron durant e el día.
¿Ent endido?
—Nada gracioso en absolut o m e ha sucedido durant e los últ im os quince
m inut os —respondió en un m urm ullo apenas audible.
—Lo supongo. Puedo est ar at rapado; si lo est oy, no m e im port a.
¿Com prende?
—Creo que m e ha rot o la m uñeca.
—No.
—Mi brazo izquierdo, m i hom bro. No los puedo m over, sient o palpit aciones.
—Un nervio est ará resent ido; pasará en cuest ión de unos m inut os. Est ará
bien.
—Es ust ed un anim al.
—Quiero vivir —dij o—. Vam os, recuerde: cuando abra la puert a, m írem e y
sonría, sacuda la cabeza hacia at rás, ría un poco.
—Será lo m ás difícil que he hecho en m i vida.
—Es m ás fácil que m orir.
Ella pasó la m ano last im ada por un brazo de él y baj aron por la breve serie
de escalones hast a el nivel de la puert a. Él la abrió y salieron; el hom bre llevaba
la m ano en el bolsillo de su abrigo, suj et ando la pist ola del francés y
escudriñando el área de carga. Había una sola lám para encaj ada en una t ela de

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alam bre sobre la puert a; su reflej o definía los escalones de cem ent o a la
izquierda, que conducían al pavim ent o de abaj o; llevó a su rehén hacia ellos.
Ella act uó com o él le había indicado. Mient ras baj aban los escalones con la
cara vuelt a hacia él, sus at errorizados rasgos quedaron baj o la luz. Sus genero-
sos labios est aban abiert os, est irados sobre los dient es blancos en una falsa y
t ensa sonrisa; sus enorm es oj os eran dos órbit as oscuras, que reflej aban un
t em or prim it ivo; su piel, m anchada por las lágrim as, lisa y pálida, est ropeada por
m arcas roj as, donde él le había pegado. Est aba m irando un rost ro cincelado en
piedra, una m áscara enm arcada por oscuros cabellos roj os que le caían en
cascada sobre los hom bros y que m ovía la brisa noct urna: el único indicio de vida
en la m áscara.
Una ahogada risa salió de su gargant a, y las venas se pronunciaron en su
largo cuello. Est aba al borde del colapso, pero él no podía pensar ahora en eso.
Debía concent rarse en el espacio que los rodeaba, en cualquier m ínim o
m ovim ient o que pudiera observar en las som bras de la ext ensa zona de
aparcam ient o. Era obvio que est a zona de at rás, oscura, era ut ilizada por los
em pleados del «Carillón du Lac»; eran casi las seis y m edia, el t urno de la noche
est aría en plena t area. Todo est aba en calm a, una ext ensión negra y lisa,
quebrada por filas de silenciosos aut om óviles, com o hileras de enorm es insect os,
el vidrio opaco de las lám paras era com o cien oj os m irando el vacío.
Un cruj ido. Un m et al había rascado cont ra ot ro m et al. Vino de la derecha,
desde uno de los coches de una fila cercana. ¿Qué fila? ¿Qué coche? Echó la ca-
beza hacia at rás com o si reaccionara ant e un chist e de su com pañera, m ient ras
sus oj os recorrían las vent anas de los coches m ás cercanos a ellos. Nada.
¿Algo? Est aba allí, pero era t an pequeño, im percept ible... t an desorient ador.
Un circulit o verde, un infinit esim al resplandor de luz verde. Se m ovía... a la par
de ellos.
Verde. Pequeña... ¿luz? De pront o, desde algún lugar de su rem ot o pasado,
la im agen de una ret ícula apareció ant e sus oj os. Miraba dos finas líneas, que se
int ercept aban. ¡Una ret ícula! ¡Una m ira... una m ira t elescópica infrarroj a!
¿Cóm o lo sabían los asesinos? Había m uchas respuest as. Un t ransm isor se
había ut ilizado en el Gem einschaft ; podía haber uno en uso ahora. Él llevaba
abrigo; su rehén, un fino vest ido de seda; la noche era fresca. Ninguna m uj er
saldría con ropa t an liviana.
Se volvió hacia la izquierda, se agachó y abalanzó cont ra Marie St . Jacques,
golpeándola con el hom bro en el est óm ago y t irándola hacia at rás, hacia los
escalones. Los sordos disparos salieron con insist ent e repet ición; t odo a su
alrededor era una explosión de piedra y asfalt o. Se echó hacia la derecha y
com enzó a rodar en el inst ant e en que t ocó el pavim ent o, sacando la pist ola del
bolsillo del abrigo. Salt ó de nuevo, est a vez hacia delant e, con la m ano izquierda
sost eniendo la derecha, cent rando la pist ola, apunt ada a la vent anilla donde
est aba el rifle. Disparó t res veces.
Un grit o part ió del oscuro espacio abiert o donde est aba el coche
est acionado; se convirt ió en un gem ido, luego un j adeo, después nada. Bourne
yacía inm óvil, esperando, escuchando, at ent o, preparado para disparar ot ra vez.
Silencio. Com enzó a levant arse... pero no pudo. Algo había sucedido. Casi no

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podía m overse. Ent onces el dolor se le ext endió por el pecho, t an int ensam ent e,
que hubo de doblarse, sost eniéndose con am bas m anos, sacudiendo la cabeza,
t rat ando de cent rar la vist a, de rechazar la agonía. Su hom bro izquierdo, su
pecho... baj o las cost illas... su m uslo izquierdo; sobre la rodilla, baj o la cadera;
los lugares de sus ant iguas heridas, donde docenas de punt os habían sido
quit ados hacía m ás de un m es. Se había dañado las zonas debilit adas, al est irar
t endones y m úsculos que no est aban t ot alm ent e rest ablecidos. ¡Oh, Crist o! Tenía
que levant arse; t enía que llegar al coche del asesino, sacarlo de allí y escapar.
Levant ó la cabeza, con un gest o de dolor, y cont em pló a Marie St . Jacques.
Se est aba incorporando lent am ent e, prim ero apoyando una rodilla, luego un pie,
sost eniéndose en la pared. No t ardaría en correr e irse lej os.
¡No podía dej arla ir! Ent raría grit ando en el «Carillón du Lac», vendrían
hom bres, algunos para capt urarlo..., ot ros para m at arlo. ¡Tenía que suj et arla!
Se dej ó caer hacia delant e y com enzó a rodar a su izquierda, girando com o
un m aniquí t ot alm ent e fuera de cont rol, hast a que est uvo a m et ro y m edio de la
pared, a m et ro y m edio de ella. Levant ó la pist ola y le apunt ó la cabeza.
—Ayúdem e a levant arm e —dij o, sint iendo la t ensión de su voz.
—¿Qué?
—¡Me ha oído! Ayúdem e a levant arm e.
—¡Dij o que cuando saliéram os podría irm e! ¡Me dio su palabra!
—Tendré que ret ract arm e.
—No, por favor.
—Le est oy apunt ando direct am ent e a la cabeza, doct ora. O viene hast a aquí
y m e ayuda a levant arm e, o disparo.

Tiró del cadáver del hom bre hast a hacerlo caer del coche y ordenó a la
m uj er que se sent ara al volant e. Luego abrió la puert a t rasera y se arrast ró hacia
el asient o, hast a quedar ocult o.
—Conduzca —dij o—. Llévem e adonde le diga.

Cuando est é en una sit uación de gran t ensión —y t enga t iem po, por
supuest o— act úe exact am ent e com o lo haría cuando se proyect a en una sit uación
que est é observando. Dej e que su m ent e quede libre, dej e que salgan
lim piam ent e los pensam ient os e im ágenes que asom en. Trat e de no ej ercer
ninguna disciplina m ent al. Sea com o una esponj a; concént rese en t odo y en
nada. Puede venir a ust ed algo específico, ciert os conduct os reprim idos
eléct ricam ent e pueden ser puest os en funcionam ient o.
Bourne recordó las palabras de Washburn m ient ras se acom odaba en el
ext rem o del asient o, t rat ando de recuperar un poco el cont rol. Se dio m asaj es en
el pecho, frot ando suavem ent e los cast igados m úsculos alrededor de sus heridas
ant eriores; el dolor t odavía est aba allí, pero no t an agudo com o hacía unos
m inut os.

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—¡No puede pedirm e sim plem ent e que conduzca! —grit ó la doct ora St .
Jacques—. ¡No sé adonde voy!
—Tam poco yo —replicó Jason.
Le había indicado que se m ant uviera en la carret era que bordeaba el lago;
est aba oscuro y necesit aba t iem po para pensar. «Si sólo pudiera ser una
esponj a...»
—¡Me est arán buscando! —exclam ó ella.
—Tam bién m e est án buscando a m í.
—Ust ed m e ha hecho venir cont ra m i volunt ad. Me ha pegado. Repet idas
veces. —Ahora hablaba m ás suavem ent e, im poniéndose ciert o dom inio—. Eso es
secuest ro, asalt o... Eso son crím enes serios. Ya ha salido del hot el. Dij o que era
eso lo que quería. Déj em e ir y no diré una palabra. ¡Se lo prom et o!
—¿De verdad m e dará su palabra?
—¡Sí!
—Yo le di la m ía y m e ret ract é. Lo m ism o podría hacer ust ed.
—Ust ed es dist int o. Yo no lo haré. Nadie t rat a de m at arm e! ¡Oh, Dios! ¡Por
favor!
—Siga conduciendo.
Algo era claro para él. Los asesinos lo habían vist o solt ar la m alet a y dej arla
at rás en su carrera por escapar. La m alet a les decía lo obvio: se iba de Zurich;
indudablem ent e, fuera de Suiza. El aeropuert o y la est ación est arían vigilados. Y
el coche del hom bre al que había m at ado —y que había int ent ado m at arlo a él—
sería el obj et o de la búsqueda.
No podía ir al aeropuert o ni a la est ación; debía deshacerse del coche y
buscar ot ro. Aun así, no est aba sin recursos. Llevaba 100.000 francos suizos y
m ás de 16.000 francos franceses. El dinero suizo, en el sobre de su pasaport e; el
francés, en la billet era que le había robado al m arqués de Cham ford. Era m ás que
suficient e para llegar secret am ent e a París.
¿Por qué París? Era com o si la ciudad fuera un im án que lo at raj era sin
explicación.
No est á desprot egido. Encont rará su cam ino... Siga sus inst int os,
razonablem ent e, por supuest o.
A París.
—¿Había est ado ant es en Zurich? —pregunt ó a su rehén.
—Nunca.
—No m e m ent irá, ¿verdad?
—No t engo razón para ello! ¡Por favor! Déj em e det enerm e. ¡Déj em e ir!
—¿Cuánt o t iem po ha est ado aquí?
—Una sem ana. La conferencia duraba una sem ana.
—Ent onces habrá t enido t iem po de pasear, de conocer...
—Casi no he salido del hot el. No había t iem po.
—El program a que vi en la pizarra no parecía m uy m ovido. Sólo dos
conferencias por día.
—Ésos eran los oradores invit ados; no había m ás de dos por día. La m ayoría
de nuest ro t rabaj o se hacía en reuniones..., pequeñas reuniones. De diez a
quince personas de dist int os países, dist int os int ereses.

60
—¿Es ust ed de Canadá?
—Trabaj o para la Tesorería del Gobierno canadiense, Depart am ent o de
Rent as Nacionales. ¿Qué m ás quiere saber?
—El «doct ora» no es m édico, ent onces.
—Ciencias Económ icas. Universidad de McGill, Pem broke College, Oxford.
—Me ha dej ado m uy im presionado.
Repent inam ent e, con regulada est ridencia, ella agregó:
—Mis superiores esperan que m e ponga en cont act o con ellos. Est a noche. Si
no t ienen not icias m ías, se alarm arán. Harán pregunt as. Llam arán a la Policía de
Zurich.
—Ya veo —replicó él—. Eso es algo que hay que considerar, ¿verdad? —
Bourne advirt ió que durant e la violencia de la últ im a m edia hora, la doct ora St .
Jacques no había solt ado la cart era. Se inclinó hacia delant e, volviéndose en
seguida hacia at rás, pues el dolor del pecho se le agudizó repent inam ent e—.
Dém e su cart era.
—¿Qué?
Dej ó el volant e, para suj et ar la cart era, en un inút il int ent o de m ant enerla
consigo.
Él alargó la m ano derecha por encim a del asient o, y sus dedos apret aron el
cuero.
—Siga conduciendo, doct ora —dij o m ient ras levant aba la cart era del asient o
y se recost aba nuevam ent e hacia at rás.
—No t iene derecho...
Se int errum pió al com prender la inut ilidad de su observación.
—Ya lo sé —respondió él, m ient ras abría la cart era; encendió la lám para
int erior del sedán y puso la cart era baj o su luz. Com o correspondía a la dueña, la
cart era est aba bien ordenada. Pasaport e, billet era, un m onedero, llaves y
dist int as not as y m ensaj es en los bolsillos de los lados. Buscaba un m ensaj e
específico; est aba en un sobré am arillo, que le había ent regado el em pleado de la
recepción del «Carillón du Lac». Lo encont ró, levant ó la solapa y ext raj o el papel
doblado. Era un t elegram a de Ot t awa.

I NFORMES DI ARI OS I NMEJORABLES. PERMI SO CONCEDI DO. TE VEREMOS


EN AEROPUERTO MI ÉRCOLES 26. ENVÍ A NUMERO DE VUELO. EN LYON NO DEJES
DE I R A «BELLE MEUNI ÉRE». COMI DA EXCELENTE. CARI ÑOS PETER.

Jason dej ó el t elegram a en la cart era. Vio una caj it a de fósforos, color blanco
sat inado, con un nom bre: «Kronenhalle». Un rest aurant e... Un rest aurant e. Algo
le m olest aba; no sabía qué era pero allí est aba. Algo relat ivo al rest aurant e.
Guardó los fósforos, cerró la cart era y se inclinó hacia delant e para dej arla sobre
el asient o.
—Eso es t odo lo que quería ver —dij o, acom odándose de nuevo en el rincón,
y m irando fij am ent e los fósforos—. Me pareció recordar que le había oído
decir algo sobre «m ensaj e de Ot t awa». Lo recibió; para el veint iséis falt a m ás
de una sem ana.
—Por favor...

61
La súplica era una pet ición de auxilio; él la int erpret ó de ese m odo, pero no
podía responder. Durant e la próxim a hora o m ás necesit aba a aquella m uj er; a
necesit aba com o un coj o necesit a un bast ón o, m ás exact am ent e, com o uno que
no puede conducir necesit ar de un chofer. Pero no en est e coche.
—Vuelva at rás —ordenó—. Al «Carillón».
—¿Al... hot el?
—Sí —replicó, m irando fij am ent e la caj a de fósforos, dándole vuelt as y m ás
vuelt as en la m ano, baj o a luz int erna del aut om óvil—. Necesit am os ot ro coche.
—¿Nosot ros? No, ¡ust ed no puede! No seguiré...
Nuevam ent e se int errum pió, ant es de t erm inar su negat iva, ant es de
com plet ar el pensam ient o. Era obvio que ot ro pensam ient o la había asalt ado; se
quedó de pront o en silencio, m ient ras hacía girar el volant e, hast a que el sedán
quedó en dirección opuest a en la oscura carret era que bordeaba el lago. Apret ó el
acelerador con t ant a fuerza, que el coche salió disparado hacia delant e; los
neum át icos chirriaron ant e la súbit a aceleración. De inm ediat o afloj ó el pedal,
m ient ras suj et aba con fuerza el volant e, t rat ando de dom inarse.
Bourne levant ó la vist a para m irar el largo cabello roj o oscuro que brillaba
baj o la luz. Sacó la pist ola y, una vez m ás, se inclinó hacia delant e. Levant ó el
arm a, le puso la m ano en el hom bro y apoyó el cañón cont ra su m ej illa.
—Ent iéndam e bien. Va a hacer exact am ent e lo que le diga. Va est ar a m i
lado, y no olvide que le est aré apunt ando al est óm ago, com o ahora apunt o a su
cabeza. Mi vida est á en j uego, y no vacilaré en apret ar el gat illo. Quiero que
com prenda.
—Ent iendo —respondió en un susurro.
Respiró con la boca ent reabiert a, en un t error t ot al. Jason apart ó de su
m ej illa el cañón de la pist ola; est aba sat isfecho. Sat isfecho y m olest o.
Dej e que su m ent e se libere... Los fósforos. ¿Qué había en aquellos fósforos?
Pero no eran los fósforos; era el rest aurant e, pero no el «Kronenhalle», sino ot ro.
Pesadas vigas, luz de velas, t riángulos negros fuera. Piedra blanca y t riángulos
negros. ¿Tres? Tres t riángulos negros.
Había alguien allí... en un rest aurant e con t res t riángulos en la fachada. La
im agen era t an clara, t an vivida..., t an pert urbadora. ¿Qué era? ¿Exist ía un lugar
así?
Puede llegar a ust ed algo específico... Ciert os conduct os reprim idos...
puest os en funcionam ient o.
¿Est aba sucediendo eso ahora? ¡Oh, Crist o, no puedo soport arlo!
Podía ver ya las luces del «Carillón du Lac» a varios cient os de m et ros. No
había planeado exact am ent e sus m ovim ient os, pero est aba act uando baj o dos
suposiciones. La prim era era que los asesinos no se habían quedado en el área
del hot el. Por ot ro lado, Bourne no iba a m et erse en la t ram pa por sí solo.
Conocía a dos de los asesinos; no reconocería a los ot ros si hubieran quedado
at rás.
La zona de est acionam ient o cent ral est aba m ás allá de la ent rada circular; al
lado izquierdo del hot el.
—Más despacio —ordenó Jason—. Gire hacia la prim era ent rada de la
izquierda.

62
—Es una salida —prot est ó la m uj er con voz t ensa—. Vam os en sent ido
cont rario.
—Nadie sale ahora. ¡Siga! Vaya hast a la zona de aparcam ient o.
La escena que se desarrollaba en la ent rada con m arquesina del hot el
explicaba por qué nadie les prest ó at ención. Había cuat ro coches policiales
alineados en la calzada circular, con las luces girat orias del t echo en
funcionam ient o. Podía ver policías uniform ados y a los em pleados del hot el
vest idos con sm oking, ent re los alborot ados huéspedes; la Policía pregunt aba y
anot aba los nom bres de los que se iban en aut om óviles.
Marie St . Jacques conduj o a t ravés del área de est acionam ient o, baj o los
reflect ores, hacia un espacio abiert o a la derecha. Apagó el m ot or y perm aneció
inm óvil, m irando fij am ent e hacia delant e.
—Tenga m ucho cuidado —dij o Bourne, baj ando su vent anilla—. Y m uévase
despacio. Abra su port ezuela y báj ese; luego venga a la m ía y ayúdem e. Recuer-
de; el vidrio est á baj ado y llevo la pist ola en la m ano. Est á solam ent e a cincuent a
o sesent a cent ím et ros de m í; no hay m anera de que pueda fallar si disparo.
Hizo lo que le indicó, cual at errorizado aut óm at a. Jason se apoyó en el
m arco de la vent anilla y baj ó. Cam bió el peso de su cuerpo de un pie al ot ro; la
m ovilidad est aba ret ornando. Podía cam inar. No m uy bien, y renqueando, pero
podía cam inar.
—¿Qué va a hacer ahora? —pregunt ó la doct ora St . Jacques, com o si t em iera
oír la respuest a.
—Esperar. Tarde o t em prano, alguien ent rará aquí con un coche, para
aparcarlo. No im port a t odo lo que ha ocurrido allí dent ro; t odavía es hora de
cenar. Las reservas est án hechas; los fest ej os, organizados; m uchos de ellos, por
com ercios; esa gent e no cam biará sus planes.
—Y cuando venga un coche, ¿qué hará? —Hizo una pausa, y luego cont est ó
su propia pregunt a—: ¡Oh, Dios m ío, va a m at ar a quien quiera que est é en él!
El la suj et ó del brazo; su cara asust ada y blanca com o t iza a poca dist ancia.
Debía dom inarla por el m iedo, pero no hast a el punt o de ponerla hist érica.
—Si es necesario lo haré, pero no creo que lo sea. Los encargados del
aparcam ient o t raen los coches hast a aquí. Las llaves las dej an generalm ent e en
el salpicadero o baj o el asient o. Es m ucho m ás fácil.
Dos haces de luz barrieron la horquilla de la calzada circular; un pequeño
cupé ent ró en el aparcam ient o. Una vez dent ro, aceleró, señal de que era un
em pleado. El aut om óvil fue direct o hacia ellos, alarm ando a Bourne, hast a que
vio el cercano espacio vacío. Pero est aban en el cruce de las luces, habían sido
vist os.
Reservas para el com edor... Un rest aurant e. Bourne t om ó una decisión;
aprovecharía la oport unidad.
El em pleado baj ó del coche y colocó las llaves baj o el asient o. Mient ras
cam inaba hacia la part e t rasera del coche, los saludó con la cabeza, no sin curio-
sidad. Bourne habló en francés.
—¡Hola, j oven! Quizá nos pueda ayudar.
—Diga.

63
El em pleado se aproxim ó vacilant e, puest o en guardia por los recient es
acont ecim ient os.
—No m e sient o m uy bien; creo que he abusado de su excelent e vino suizo.
—Suele suceder, señor. El j oven sonrió, aliviado.
—Mi esposa ha creído que sería convenient e t om ar un poco de aire ant es de
part ir para el cent ro.
—Una buena idea, señor.
—¿Todavía sigue la agit ación ahí adent ro? Pensé que el oficial de Policía no
m e iba a dej ar salir, hast a que vio que podía vom it ar sobre su uniform e.
—Es una locura, señor. Est án por t odos lados... Nos han dado órdenes de no
hacer com ent arios.
—Por supuest o. Pero t enem os un problem a. Un socio llegó est a t arde en
avión y quedam os en vernos en un rest aurant e, pero olvidé el nom bre. Ya he
est ado allí, pero no puedo recordar dónde queda o cóm o se llam a. Lo que sí
recuerdo es que en la fachada hay t res form as ext rañas... Un diseño de alguna
clase, creo. Triángulos, m e parece.
—Se t rat a del «Drei Alpenhäuser», señor. «Los... Tres Chalés.» Est á en una
calle lat eral de la Falkenst rasse.
—¡Por supuest o! ¡Ése es! Y para ir desde aquí... Bourne arrast ró las
palabras, sim ulando el com port am ient o de un borracho t rat ando de concent rarse.
—Doble a la derecha después de la salida, señor. Siga por el «Ut o Quai»
unos cien m et ros, hast a llegar a un espigón m ás grande; doble luego a la
derecha. Est o lo llevará a la Falkenst rasse. Un vez que llegue a Seefeld verá la
calle y el rest aurant e. Hay un let rero en la esquina.
—Gracias. ¿Est ará ust ed aquí dent ro de unas horas, cuando regresem os?
—Hoy t engo t urno hast a las dos de la m adrugada, señor.
—Bien. Lo buscaré y le expresaré m i grat it ud m ás concret am ent e.
—Gracias, señor. ¿Quiere que le t raiga su coche?
—Se lo agradezco, pero ya ha hecho bast ant e. Necesit o cam inar un poco
m ás.
El em pleado saludó y em pezó a cam inar hacia la puert a del hot el. Jason,
coj eando, llevó a Marie St . Jacques hast a el cupé.
—Dése prisa, las llaves est án debaj o del asient o.
—Si nos det ienen, ¿qué hará ust ed? El em pleado verá salir el coche; sabrá
que lo robó.
—Lo dudo. No si salim os en seguida.
—Suponga que sí se da cuent a.
—Ent onces espero que sea una conduct ora veloz—replicó Bourne,
em puj ándola hacia la puert a—. Ent re. —El em pleado había llegado a la esquina y,
de pront o, aceleró el paso. Jason sacó el arm a y se m ovió rápidam ent e alrededor
del capó, apoyándose en él m ient ras apuntaba la pist ola hacia el parabrisas. Abrió
la port ezuela y se sent ó al lado de ella—. ¡Maldit o sea, le he dicho que cogiera las
llaves!
—Est á bien... No puedo pensar.
—¡Trat e un poco m ás!
—¡Oh Dios…!

64
Est iró el brazo baj o el asient o, pasando la m ano por la alfom bra hast a que
encont ró el pequeño est uche de cuero.
—Ponga en m archa el m ot or, pero espere a que yo le indique para dar
m archa at rás. —Esperó a que aparecieran faros encendidos en el área de la en-
t rada circular; podría haber sido ésa la razón de que el em pleado saliera
repent inam ent e corriendo; un coche para aparcar. No aparecieron; la razón podía
ser ot ra. Dos ext raños en la zona de aparcam ient o—. ¡Adelant e! ¡Rápido! ¡Quiero
salir de aquí! —Ella puso la m archa at rás; segundos después se aproxim aban a la
salida hacía el lago—. ¡Más despacio! —ordenó.
Un t axi est aba doblando por la curva frent e a ellos.
Bourne cont uvo la respiración y m iró, a t ravés de la vent anilla opuest a, hacia
la ent rada del «Carillón du Lac»; la escena baj o la m arquesina explicaba la
repent ina decisión del em pleado de salir corriendo. Había est allado una discusión
ent re la Policía y un grupo de huéspedes del hot el. Se había form ado una cola
para anot ar los nom bres de los que abandonaban el hot el, y las consiguient es
dem oras habían irrit ado a los inocent es.
—¡Vam os! —exclam ó Jason encogiéndose; el dolor le at ravesaba
nuevam ent e el pecho—. Tenem os vía libre.

Era una sensación de at urdim ient o, at em orizant e y m ist eriosa. Los t res
t riángulos eran com o él los había im aginado: m adera pesada y oscura t rabaj ada
en relieve sobre piedra blanca. Tres t riángulos iguales, versiones abst ract as de
t echos de chalés en un valle de nieve t an profundo, que las part es m ás baj as
est aban oscurecidas. Sobre las t res punt as est aba el nom bre del rest aurant e en
let ras germ ánicas: DREI ALPENHAÜSER. Baj o la línea de base de los t riángulos
cent rales se hallaba la ent rada, puert as dobles que, j unt as, form aban un arco de
cat edral; los herraj es, de m acizos anillos de hierro, eran los habit uales de un
cast illo alpino.
Los edificios circundant es, a am bos lados de la est recha calle em pedrada,
eran est ruct uras rest auradas de una Zurich y una Europa hacía m ucho t iem po
desaparecidas. No era una calle para aut om óviles; en su lugar, uno se im aginaba
elaborados coches t irados por caballos, con cocheros en lo alt o del pescant e, con
bufandas y som breros de copa, farolas de gas por t odos lados. Era una calle llena
de im ágenes y sonidos de recuerdos olvidados, pensó el hom bre que no t enía
recuerdos para olvidar.
Sin em bargo, había t enido uno, vivido y pert urbador. Tres oscuros
t riángulos, pesadas vigas y luz de velas. Había acert ado; era un recuerdo de
Zurich. Pero de ot ra vida.
—Hem os llegado —dij o la m uj er.
—Lo sé.
—¡Dígam e qué debo hacer! —grit ó—. Vam os a pasarnos.
—Siga hast a la esquina y doble a la izquierda. Dé vuelt a a la m anzana y
vuelva a pasar.
—¿Por qué?
—¡Oj alá lo supiera!
—¿Qué?

65
—Porque así se lo he indicado.
Alguien est aba allí... En aquel rest aurant e. ¿Por qué no acudían ot ras
im ágenes? Ot ra im agen. Un rost ro.
Dieron vuelt as por la calle hast a pasar por el rest aurant e dos veces m ás.
Habían ent rado dos parej as por separado y un grupo de cuat ro; salió un hom bre,
que m archó hacia la Falkenst rasse. A j uzgar por los aut om óviles aparcados j unt o
a la acera, había una m ediana cant idad de gent e en el «Drei Alpenhäuser».
Aum ent aría en núm ero a m edida que t ranscurrieran las próxim as dos horas, pues
la m ayoría de la gent e en Zurich prefería cenar m ás cerca de las diez y m edia que
de las ocho. No t enía sent ido esperar m ás; Bourne no podía recordar nada m ás.
Sólo podía quedarse allí sent ado, observar y esperar a que algo viniera a su
m ent e. Algo. Pues algo había aparecido; una caj a de fósforos había evocado una
im agen real. Dent ro de esa realidad, había una verdad que debía descubrir.
—Pare a su derecha, frent e al últ im o coche. Volverem os cam inando.
Silenciosam ent e, sin com ent ario ni prot est a, la doct ora St . Jacques hizo lo
que él le indicó. Jason la m iró; su reacción era m uy dócil, bien opuest a a su
com port am ient o previo. Com prendió. Debía darle la lección. Sin im port ar qué
sucediera en el «Drei Alpenhäuser», él la necesit aba para una cont ribución final.
Debía llevarlo fuera de Zurich.
El aut om óvil se det uvo, los neum át icos rozaron la acera. Ella apagó el m ot or
y com enzó a quit ar las llaves, con m ovim ient os lent os, dem asiado lent os. Él se
est iró y la cogió de la m uñeca; la m uj er lo m iró sin respirar. Él deslizó los dedos
sobre su m ano, hast a que t ocó el llavero.
—Yo las llevaré —dij o.
—Por supuest o —respondió ella, con la m ano izquierda en el cost ado,
suspendida sobre la port ezuela.
—Ahora, salga y párese al lado del capó —cont inuó él—. No haga ninguna
t ont ería.
—¿Por qué voy a hacerlo? Me m at aría.
—Bien.
Cogió el t irador de la puert a, exagerando la dificult ad. Su at ención est aba en
ella; baj ó el t irador.
El cruj ido de la t ela fue repent ino; la ráfaga de aire, m ás repent ina t odavía;
la port ezuela de ella golpeó al abrirse; la m uj er quedó a m edias dent ro y a
m edias fuera. Pero Bourne est aba list o, debía darle una lección. Giró
rápidam ent e: su brazo derecho era un resort e liberado; su m ano, una garra, que
la suj et ó por la seda del vest ido, ent re los om óplat os. La arroj ó nuevam ent e en
el asient o y, cogiéndola por el cabello, la inclinó hacia at rás, hast a que su cuello
quedó t irant e, su cara cont ra la de él.
—¡No lo volveré a hacer! —grit ó, con las lágrim as asom ándole a los oj os—¡Le
j uro que no!
Él se est iró y cerró la puert a; luego la m iró de cerca, t rat ando de ent ender
algo de sí m ism o. Hacía t reint a m inut os, en ot ro coche, había experim ent ado una
sensación de náuseas al presionar con el cañón de la pist ola en su m ej illa,
am enazándola con quit arle la vida si le desobedecía. Ahora no sent ía esa
revulsión; ahora con una acción prem edit ada, ella había cruzado a ot ro t errit orio.

66
Se había convert ido en un enem igo, en una am enaza; podía m at arla si era
necesario, m at arla sin em oción, porque era una act it ud práct ica que debía t om ar.
—¡Diga algo! —susurró ella.
Su cuerpo experim ent ó un breve espasm o; sus pechos presionaron la oscura
seda del vest ido, subiendo y baj ando con el agit ado m ovim ient o. Cogió su propia
m uñeca, en un int ent o de dom inarse; lo logró parcialm ent e. Habló ot ra vez,
rem plazando el susurro por una voz m onót ona:
—Le he dicho que no lo volveré a hacer, y no lo haré.
—Lo t rat ará —replicó en voz baj a—. Llegará un m om ent o en que creerá que
puede hacerlo y lo int ent ará. Créam e cuando le digo que no puede, pero si lo
int ent a ot ra vez, t endré que m at arla. No quiero hacerlo, no hay razón para ello,
ninguna razón. A no ser que se conviert a en una am enaza para m í y, al querer
escapar ant es de que yo la dej e ir, se t ransform e ust ed j ust am ent e en eso. No
puedo perm it irlo.
Había dicho la verdad com o él la ent endía. La sim plicidad de la decisión era
t an sorprendent e para él com o la decisión en sí m ism a. Mat ar era una cuest ión
de pract icidad. Nada m ás.
—Dice que m e dej ará ir —dij o ella—. ¿Cuándo?
—Cuando yo est é a salvo —le respondió—. Cuando no im port e lo que ust ed
diga o haga.
—¿Cuándo será eso?
—Dent ro de una hora m ás o m enos. Cuando est em os fuera de Zurich y yo
m e halle cam ino de algún ot ro lugar. Ust ed no sabrá adonde ni cóm o.
—¿Por qué debería creerle?
—No m e im port a que m e crea o no. —La solt ó—. Arréglese un poco.
Séquese los oj os y péinese. Ahora vam os a ent rar.
—¿Qué hay allí adent ro?
—¡Oj alá lo supiera! —replicó él, m irando por la vent anilla t rasera hacia la
puert a del «Drei Alpenhäuser».
—Ya dij o eso ant eriorm ent e.
Él la m iró; m iró aquellos enorm es oj os cast años que exploraban los suyos. Y
lo hacían con t em or, con perplej idad.
—Lo sé. Dése prisa.

Gruesas vigas at ravesaban el alt ísim o t echo alpino, y por doquier se veían
m esas y sillas de m adera pesada, lugares reservados y velas. Un acordeonist a se
m ovía ent re las m esas, y de su inst rum ent o salían apagados acordes de m úsica
bávara.
Había vist o ant es aquel am plio salón; las vigas y las velas est aban grabadas
en algún lugar de su m ent e, igual que los sonidos. Había ido allí en ot ra vida. Se
pararon en el pequeño salón de recepción delant e del m aît re; el hom bre vest ido
de sm oking los saludó.
—Haben Sie einen Tisch schon reserviert , m ein Herr?
—Si se refiere a reservas, m e t em o que no. Pero m e lo han recom endado
m ucho. Espero que nos encuent re algo. Un reservado, si es posible

67
—Por supuest o, señor. Es t em prano, t odavía no est á lleno. Síganm e, por
favor.
Los conduj o a un reservado en el rincón m ás cercano, con la oscilant e luz de
una vela en m edio de la m esa. La coj era de Bourne, y el hecho de que se apo-
yara en la m uj er hicieron que les diera el sit io m ás cercano disponible. Jason hizo
un gest o con la cabeza a Marie St . Jacques; ella se sent ó, y él se deslizó frent e a
ella.
—Colóquese cont ra la pared —dij o, t ras m archarse el m aît re—. Recuerde:
t engo la pist ola en el bolsillo, y cuant o he de hacer es levant ar el pie para que
quede at rapada.
—Le he dicho que no lo int ent aría.
—Así lo espero. Pida algo de beber. No hay t iem po para com er.
—No podría probar bocado. —Se cogió nuevam ent e la m uñeca; sus m anos
t em blaban visiblem ent e—. ¿Por qué no hay t iem po? ¿Qué est á esperando?
—No lo sé.
—¿Por qué dice siem pre eso? «No lo sé. Oj alá lo supiera.» ¿A qué ha venido
aquí?
—Porque est uve aquí ant es.
—¡Ésa no es respuest a!
—No hay razón para que yo le dé una respuest a concret a.
Se acercó un cam arero. Ella pidió vino; Bourne, whisky; necesit aba un t rago
fuert e. Echó un vist azo al rest aurant e, t rat ando de concent rarse en t odo y en
nada. Una esponj a. Pero no hubo nada. Ninguna im agen acudió a su m ent e;
ningún pensam ient o invadió su ausencia de pensam ient o. Nada.
Y ent onces vio la cara en el ot ro lado del salón. Era una cara grande en una
cabeza grande, sobre un cuerpo obeso apoyado en la pared de un reservado,
j unt o a una puert a cerrada. El hom bre gordo se m ant enía en las som bras de su
lugar de observación, com o si ellas fueran su prot ección; la sección sin ilum inar
del piso, su sant uario. Sus oj os est aban concent rados en Jason, con m iedo e
incredulidad en su m irada. Bourne no conocía la cara, pero la cara lo conocía a él.
El hom bre se llevó los dedos a los labios y se rest regó las com isuras; luego
desvió la m irada, observando m esa por m esa. Sólo ent onces com enzó lo que era
obviam ent e un penoso t rayect o a t ravés del salón, hacia ellos.
—Un hom bre viene hacia aquí —dij o Jason sobre la llam a de la vela—. Un
hom bre gordo, y est á asust ado. No hable. No im port a lo que él diga, m ant enga la
boca cerrada. Y no lo m ire; suba la m ano, apoye la cabeza en el codo, de un
m odo casual. Mire hacia la pared, no a él.
La m uj er frunció el ceño y se llevó la m ano derecha a la cara; sus dedos
t em blaban. Sus labios iniciaron una pregunt a, pero las palabras no salieron.
Jason cont est ó lo que ella no dij o.
—Es por su propio bien —dij o—. No es convenient e que él pueda
ident ificarla.
El hom bre gordo llegó hast a el rincón del reservado. Bourne sopló sobre la
vela, dej ando la m esa en relat iva oscuridad. El hom bre lo m iró fij am ent e y habló
en voz baj a y t ensa.

68
—Du lieber Got t ! ¿Por qué ha venido aquí? ¿Qué es lo que le he hecho para
que ust ed m e haga est o a m í?
—Me gust a la com ida, ust ed lo sabe.
—¿Carece de sent im ient os? Tengo una fam ilia, una m uj er e hij os. Hice t odo
lo que se m e indicó. Le di el sobre a ust ed; no m iré adent ro, ¡no sé nada!
—Pero le pagaron, ¿no es ciert o? —pregunt ó Jason inst int ivam ent e.
—Sí, pero no dij e nada. Nunca nos vim os, nunca lo describí. ¡No le hablé a
nadie de ust ed!
—Ent onces, ¿a qué ese t em or? Soy un client e com ún que quiere cenar.
—Se lo ruego, váyase.
—Ahora est oy irrit ado. Será m ej or que m e diga por qué.
El hom bre gordo se llevó la m ano a la cara; sus dedos enj ugaron
nuevam ent e la hum edad que se había form ado alrededor de la boca. Giró la
cabeza, m irando hacia la puert a; luego se volvió hacia Bourne.
—Ot ros pueden haber hablado, ot ros pueden saber quién es ust ed. Ya t uve
m i ración de problem as con la Policía; vendrían direct am ent e a m í.
La doct ora St . Jacques perdió el cont rol; m iró a Jason; se le escaparon las
palabras.
—La Policía... ellos eran la Policía. Bourne la m iró fij am ent e; luego se volvió
hacia el nervioso hom bre gordo.
—¿Est á diciendo que la Policía podría hacer daño a su esposa e hij os?
—No ellos m ism os, com o ust ed sabe bien. Pero su int erés conduciría a ot ros
hacia m í. A m i fam ilia. ¿Cuánt os lo est án buscando, m ein Herr? ¿Y quiénes son
ellos? No necesit a que yo se lo diga; no se det ienen ant e nada; la m uert e de una
esposa o de un hij o no significa nada para ellos. Por favor. Por m i vida. No he
dicho nada. ¡Váyase!
—Est á exagerando.
Jason se llevó la copa a sus labios, ant icipando la despedida.
—¡Por el am or de Dios, no haga eso! El hom bre se inclinó hacia delant e,
apoyándose en la m esa.
—Ust ed quiere pruebas de m i silencio; se las daré.
Se com unicó a t ravés del Verbrecherwelt . Cualquiera que t uviera alguna
inform ación debía llam ar a un núm ero, est ablecido por la Policía de Zurich. Todo
se m ant endría est rict am ent e confidencial; no m ent irían sobre eso en el
Verbrecherwelt . Las recom pensas eran grandes; la Policía de varios países
enviaba fondos a t ravés de la I nt erpol. Pasadas confusiones podrían ser
consideradas baj o una nueva luz j udicial. El conspirador se puso en pie,
secándose nuevam ent e la boca y agit ando su enorm e corpulencia.
—Un hom bre com o yo podría beneficiarse de una m ej or relación con la
Policía. Sin em bargo, no hice nada. A pesar de la garant ía de confidencialidad,
¡no hice absolut am ent e nada!
—¿Lo hizo alguien m ás? Dígam e la verdad; sabré si m e m ient e.
—Sólo conozco a Chernak. Es el único con el que he hablado que adm it e
haberlo vist o alguna vez. Pero ust ed lo sabe; el sobre llegó a m í a t ravés de él.
Nunca hablaría.
—¿Dónde est á ahora Chernak?

69
—Donde siem pre. En su apart am ent o de Löwenst rasse.
—Nunca he ido allí. ¿Cuál es el núm ero?
—¿Que nunca ha ido? —El hom bre gordo hizo una pausa, y apret ó los labios,
con alarm a en los oj os—. ¿Me est á probando?
—Respóndam e.
—Núm ero 37.
—Ent onces, lo est oy probando. ¿Quién le dio el sobre a Chernak?
El hom bre perm aneció inm óvil, al ver desafiada su dudosa int egridad.
—No t engo m anera de saberlo. Ni lo averiguaría j am ás.
—¿Ni siquiera sint ió curiosidad?
— Por supuest o que no. Una cabra no ent ra volunt ariam ent e en la cueva del
lobo.
—Las cabras pisan sobre seguro, t ienen un preciso sent ido del olfat o.
—Y son precavidas, m ein Herr. Porque el lobo es m ás rápido e infinit am ent e
m ás agresivo. Sería un único desafío. El últ im o de la cabra.
—¿Qué había en el sobre?
—Ya se lo he dicho; no lo abrí.
—Pero ust ed sabe lo que cont enía.
—Dinero, supongo.
—¿Supone?
—Muy bien. Dinero. Una gran cant idad de dinero. Si hubo alguna
discrepancia, no t iene nada que ver conm igo. Ahora, por favor, se lo ruego.
¡Salga de aquí!
—Una últ im a pregunt a.
—La que quiera. ¡Pero váyase!
—¿Para qué era el dinero?
El hom bre obeso m iró fij am ent e a Bourne; se oía su respiración, el sudor
brillaba en su m ent ón.
—Me t ort ura, m ein Herr, pero no m e alej aré de ust ed. Tengo el valor de una
insignificant e cabra que ha sobrevivido. Todos los días leo los periódicos. En t res
idiom as. Seis m eses at rás m at aron a un hom bre. La not icia de su m uert e fue
publicada en la prim era página de cada uno de esos periódicos.

Dieron la vuelt a a la m anzana y salieron a la Falkenst rasse; luego doblaron a


la derecha por la Lim m at Quai, hacia la cat edral de Grossm ünst er. La
Löwenst rasse est aba al ot ro lado del río, en la part e oest e de la ciudad. La
m anera m ás rápida de llegar a ella era cruzando el puent e Münst er hast a la
Bahnhofst rasse, para seguir luego por la Nüschelerst rasse; las calles se cort aban,
de acuerdo con lo que les había dicho una parej a que ent raba en el «Drei
Alpenhäuser».
Marie St . Jacques perm anecía en silencio, asiéndose al volant e com o se
había aferrado a las asas de su cart era durant e la locura del «Carillón»; de algún
m odo, era su conexión con la cordura. Bourne la m iró y com prendió.

70
...m at aron a un hom bre. La not icia de su m uert e fue publicada en la prim era
página de cada uno de esos periódicos.
A Jason Bourne le habían pagado por m at ar, y la Policía de varios países
había enviado fondos a t ravés de la I nt erpol para convencer a inform ant es
reacios, para am pliar la base de su capt ura. Lo cual significaba que ot ros
hom bres habrían m uert o...
¿Cuánt os lo est án buscando, m ein Herr? ¿Y quiénes son...? No se det ienen
ant e nada... ¡La m uert e de una esposa o de un hij o no significa nada para ellos!
No la Policía. Ot ros.
Los dos cam panarios gem elos de la iglesia Grossm ünst er se perfilaban cont ra
el cielo noct urno, creando som bras m ist eriosas. Jason m iró fij am ent e las ant iguas
est ruct uras; com o t ant as ot ras cosas que había conocido, pero que no conocía.
Aunque la había vist o ant es, la est aba viendo ahora por prim era vez.
Sólo conozco a Chernak... El sobre llegó a m í a t ravés de él... Löwenst rasse.
Núm ero 37. Ust ed lo sabe t an bien com o yo.
¿Lo sabía? ¿Lo sabría?
Cruzaron el puent e y se m ezclaron con el t ránsit o de la part e nueva de la
ciudad. Las calles est aban at est adas; aut om óviles y peat ones pugnaban por ser
los prim eros en cada cruce; las señales roj as y verdes eran errát icas e
int erm inables. Bourne t rat ó de concent rarse en nada... y en t odo. Un bosquej o de
la verdad se present aba ant e él, form a t ras form a, cada una m ás sorprendent e y
enigm át ica que la ant erior. No est aba para nada seguro de ser capaz —m ent al-
m ent e capaz— de absorber m ucho m ás.
—Halt ! Die Dam e da! Die Scheinwerfer sind aus und Sie haben links
signaliziert . Das ist eine Einbahnst rasse!
Jason alzó la vist a; sint ió una punzada en el est óm ago. Un coche pat rulla
apareció j unt o a ellos; un policía grit aba a t ravés de la vent anilla abiert a. Todo
quedó de pront o claro... Claro e indignant e. La m uj er había vist o al coche por el
espej o ret rovisor; había apagado los faros y puest o el int erm it ent e para girar a la
izquierda. Un giro a la izquierda, en una calle de dirección única cuyas flechas en
los cruces indicaban claram ent e que sólo se podía girar hacia la derecha. Y doblar
a la izquierda ant e el coche de la Policía equivalía a varias violaciones: ausencia
de luces, quizás hast a una colisión prem edit ada; los det endrían, y la m uj er podría
grit ar librem ent e.
Bourne encendió las luces con rápido m ovim ient o y luego se inclinó hacia la
j oven para desconect ar el int erm it ent e con una m ano, y con la ot ra la suj et ó del
brazo com o lo había hecho ant es.
—La m at aré, doct ora —susurró con calm a; luego le grit ó al oficial de Policía,
a t ravés de la vent anilla—: ¡Disculpe! ¡Est am os algo confundidos! ¡Turist as!
¡Querem os doblar en la ot ra m anzana!
El policía est aba a no m ás de cincuent a cent ím et ros de Marie St . Jacques,
con la m irada fij a en su rost ro, evident em ent e int rigado por su falt a de reacción.
Cam bió la luz.
—Siga adelant e. No haga m ás t ont erías —dij o Jason. Saludó con la m ano al
policía a t ravés del vidrio.

71
—¡Disculpe, ot ra vez! —grit ó. El policía se encogió de hom bros y se volvió
hacia su com pañero, para proseguir la conversación.
—La verdad es que m e he confundido —se excusó la j oven; su voz suave
t em blaba—. Hay t ant o t ránsit o... ¡Oh, Dios, m e ha rot o el brazo...! ¡Bast ardo!
Bourne la solt ó, pert urbado por su enoj o; prefería el m iedo.
—No esperará que la crea, ¿verdad?
—¿Lo del brazo?
—Su confusión.
—Ust ed dij o que pront o giraríam os a la izquierda; eso era t odo lo que
pensaba.
—La próxim a vez m ire bien el t ránsit o. Se apart ó de ella, pero no le quit ó los
oj os de encim a.
—Es ust ed un anim al —susurró ella, cerrando brevem ent e los oj os, para
volver a abrirlos, llenos de t em or; el m iedo había vuelt o.
Llegaron a la Löwenst rasse, una ancha avenida donde baj os edificios de
ladrillos y pesada m adera habían quedado aprisionados ent re m odernos ej em plos
de desnudo cem ent o y vidrio. La personalidad de las const rucciones del siglo XI X
com pet ía m uy bien cont ra el ut ilit arism o de la neut ralidad cont em poránea; no
perdían en la com paración. Jason observó los núm eros: eran de m ediados del
ochent a. En cada t ram o, las casas ant iguas aum ent aban respect o a los elevados
apart am ent os, hast a que la calle ret ornó, en el t iem po, a la ot ra Era. Había una
fila de bien cuidados edificios de cuat ro pisos, con los t echos y vent anas
enm arcados en m adera, senderos de piedra y verj as que conducían a ent radas
recolet as, bañadas por la luz de los faros. Bourne reconoció lo olvidado; el hecho
de hacerlo no era lo sorprendent e; lo era ot ra cosa. La fila de casas evocó ot ra
im agen, una im agen m uy nít ida de ot ra fila de casas, sim ilares en cuant o a
diseño, pero ext rañam ent e diferent es. Desgast adas por el t iem po, m ás viej as, de
ningún m odo t an cuidadas... Vent anas rot as, escalones part idos, verj as
incom plet as, m ellados ext rem os de hierro oxidado. Lej os, en ot ra part e de...
Zurich; sí, est aban en Zurich. En un pequeño dist rit o rara vez o nunca visit ado
por los que no vivían allí, una part e de la ciudad dej ada de lado, pero no
airosam ent e.
«St eppdeckst rasse», se dij o para sí, concent rándose en la im agen de su
m ent e. Podía ver una puert a, pint ada de roj o, t an oscuro com o el vest ido de seda
que llevaba la m uj er. «Una pensión... en la St eppdeckst rasse.»
—¿Qué?
Marie St . Jacques se sorprendió. Las palabras que él había pronunciado la
alarm aron; obviam ent e, las había relacionado con ella, y est aba at errorizada.
—Nada. —Desvió la vist a del vest ido y m iró por la vent ana—. Ahí est á el
núm ero 37 —dij o, señalando la quint a casa del grupo—. Pare.
Él baj ó prim ero y le ordenó a ella que se deslizara a t ravés del asient o y lo
siguiera. Afirm ó sus piernas y cogió las llaves del coche.
—Puede cam inar —dij o la m uj er—. Si puede cam inar, puede conducir.
—Probablem ent e.
—¡Ent onces, déj em e ir! He hecho t odo lo que ha querido.
—Y m ás aún.

72
—No diré nada, ¿no puede ent enderlo? Ust ed es la últ im a persona en la
Tierra a la que quisiera volver a ver... o con quien t ener la m ás m ínim a relación.
No quiero ser un t est igo ni t ener t rat os con la Policía, ni hacer declaraciones, ¡ni
nada! ¡No quiero form ar part e de lo que ust ed es part e! Est oy t erriblem ent e
asust ada..., ésa es su prot ección, ¿no lo ve? Déj em e ir, por favor.
—No puedo.
—No m e cree.
—Eso no t iene im port ancia. La necesit o.
—¿Para qué?
—Para algo m uy est úpido. No t engo perm iso de conducir. No se puede
alquilar un coche sin perm iso de conducir y necesit o alquilar uno.
—Tiene ést e.
—Servirá aproxim adam ent e durant e una hora m ás. Alguien saldrá del
«Carillón du Lac» y lo buscará. La descripción será t ransm it ida a t odos los coches
pat rulla de Zurich.
Ella lo m iró; en sus oj os brillaba un indecible t error.
—No quiero ir allá arriba con ust ed. Oí lo que ese hom bre dij o en el
rest aurant e. Si oigo algo m ás, ust ed m e m at ará.
—Lo que oyó no t iene m ás sent ido para m í que para ust ed. Quizá m enos.
Vam os.
La cogió por el brazo y puso la m ano libre sobre la verj a, para poder subir
los escalones con un m ínim o de dolor.
Ella lo m iró fij am ent e; azoram ient o y m iedo convergieron en su m irada.
El nom bre Chernak figuraba baj o el segundo buzón de correspondencia;
había un t im bre baj o las let ras. No lo t ocó, pero apret ó los cuat ro bot ones
adyacent es. En cuest ión de segundos, brot ó de los pequeños y punt eados
alt avoces una cacofonía de voces pregunt ando, en alem án suizo, quien era. Pero
alguien no respondió; sim plem ent e presionó el t im bre que liberaba la cerradura.
Jason abrió la puert a y em puj ó a Marie St . Jacques delant e de él.
La puso cont ra la pared y esperó. Desde arriba llegaban los sonidos de
puert as que se abrían y pasos que cam inaban hacia la escalera.
—Wer ist da?
—Johann?
—Wo bist du denn?
Silencio. Seguido de palabras irrit adas. Se oyeron nuevam ent e pasos; las
puert as se cerraron.
Herr Chernak vivía en el segundo piso, apart am ent o 2C. Bourne t om ó a la
j oven del brazo, y com enzó a subir la escalera. Ella est aba en lo ciert o, por
supuest o. Sería m ucho m ej or si est uviera solo, pero no había nada que pudiera
hacer al respect o; realm ent e la necesit aba.
Había est udiado m apas de carret eras durant e las sem anas de Port Noir.
Lucerna est aba a una hora. Berna, a dos y m edia o t res. Podía dirigirse a
cualquiera de ellas y hacerla baj ar en algún punt o desiert o del cam ino, para luego
desaparecer. Era sim plem ent e una cuest ión de t iem po; él t enía recursos com o
para com prar cien conexiones. Necesit aba sólo un salvoconduct o para salir de
Zurich, y ella lo era.

73
Pero ant es de abandonar Zurich t enía que hablar con un hom bre llam ado...
Chernak. El nom bre figuraba a la derecha del t im bre. Se puso en un lado de
la puert a, arrast rando consigo a la m uj er.
—¿Habla ust ed alem án? —pregunt ó Jason.
—No.
—No m ient a.
—Le he dicho que no.
Bourne pensó, m irando de arriba abaj o el pequeño vest íbulo. Luego dij o:
—Toque el t im bre. Si la puert a se abre, quédese ahí parada. Si alguien
cont est a desde adent ro, diga que t iene un m ensaj e, un m ensaj e urgent e, de un
am igo del «Drei Alpenhäuser».
—Suponga que él, o ella, m e dice que lo m et a baj o la puert a.
Jason la m iró.
—Muy bien.
—No quiero m ás violencia. No quiero saber nada, ni ver nada. Sólo quiero...
—Ya lo sé —la int errum pió él—. Regresar a los im puest os del César y a las
Guerras Púnicas. Si él o ella dicen algo así, explique en pocas palabras que el
m ensaj e es verbal y ha de ser ent regado sólo al hom bre que le fue descrit o.
—¿Y si pide esa descripción? —inquirió fríam ent e Marie St . Jacques; el
análisis había sust it uido al m iedo.
—Tiene una m ent e rápida, doct ora —com ent ó él.
—Soy precisa. Est oy asust ada; ya se lo he dicho. ¿Qué hago?
—¡Dígale que se vaya al diablo! Alguien m ás podrá ent regarlo. Y com ience a
cam inar.
Se colocó frent e a la puert a y t ocó el t im bre. Dent ro se oyó un ext raño son
sonido. Un chirrido que crecía, const ant e. Luego se det uvo, y una voz profunda se
escuchó a t ravés de la m adera.
—Ja?
—Me t em o que no hablo alem án.
—Englisch. ¿Qué pasa? ¿Quién es ust ed?
—Tengo un m ensaj e urgent e de un am igo del «Drei Alpenhäuser».
—Páselo por debaj o de la puert a.
—No puedo hacerlo. No est á escrit o. Debo com unicárselo personalm ent e al
hom bre que m e fue descrit o.
—Bueno, eso no será difícil —replicó la voz. Se oyó el ruido del cerroj o y se
abrió la puert a. Bourne dio un paso desde la pared hacia el m arco de la puert a.
—¡Est á loco! —grit ó un hom bre con dos m uñones com o piernas, sent ado en
una silla de ruedas—. ¡Fuera! ¡Váyase de aquí!
—Est oy cansado de oír eso —repuso Jason, em puj ando hacia dent ro a la
j oven y cerrando la puert a.
No fue necesario insist ir para convencer a Marie St . Jacques de que
perm aneciera en una pequeña habit ación sin vent anas, m ient ras ellos hablaban;
lo hizo volunt ariam ent e. El m ut ilado Chernak se hallaba al borde del pánico;
est aba int ensam ent e pálido; el desgreñado cabello gris le caía, enm arañado,
sobre el cuello y la frent e.

74
—¿Qué quiere de m í? —pregunt ó—. ¡Juró que aquella t ransacción sería la
últ im a! No puedo hacer m ás, no puedo arriesgarm e. Han venido aquí m ensaj eros.
No im port a con cuánt a caut ela, o cuan alej ados de la fuent e, ¡han est ado aquí! Si
uno dej a una dirección en el lugar equivocado, ¡soy hom bre m uert o!
—Se le ha recom pensado m uy bien por los riesgos que corrió —dij o Bourne,
de pie frent e a la silla de ruedas, m ient ras se pregunt aba si habría una palabra o
una frase que pudiera desencadenar un t orrent e de inform ación. Ent onces
recordó el sobre. Si hubo alguna discrepancia, no t iene nada que ver conm igo. Un
hom bre gordo en el «Drei Alpenhäuser».
—Nada com parado con la m agnit ud de los riesgos.
Chernak sacudió la cabeza, su pecho se agit ó; los m uñones que caían sobre
la silla se m ovían obscenam ent e hacia delant e y at rás.
—Yo est aba conform e ant es de que ust ed ent rara en m i vida, m ein Herr,
pues yo era nadie —cont inuó—. Un viej o soldado que se abrió cam ino en Zurich,
m ut ilado, incapacit ado, sin valor alguno, except o por el conocim ient o de ciert os
hechos que ant iguos cam aradas pagaban pobrem ent e por m ant ener ocult os. Era
una vida decent e; no m ucho, pero suficient e. Ent onces ust ed m e encont ró...
—Est oy conm ovido —lo int errum pió Jason—. Hablem os del sobre... El sobre
que le ent regó a nuest ro m ut uo am igo del «Drei Alpenhäuser». ¿Quién se lo dio?
—Un m ensaj ero. ¿Quién si no?
—¿De dónde venía?
—¿Cóm o podría saberlo? Llegó en una caj a, igual que los dem ás. La abrí y se
lo envié. Era ust ed quien así lo quería. Dij o que no podía venir aquí por m ás
t iem po.
—Pero lo abrió. Una afirm ación.
—¡Nunca!
—Suponga que le diga que falt aba dinero.
—Ent onces no habrá sido pagado; ¡no est aría en el sobre! —La voz del
m ut ilado se elevó—. De t odos m odos, no le creo. Si fuera así, no hubiera
acept ado el encargo. Pero ust ed lo acept ó. De m odo que, ¿por qué est á aquí
ahora?
Porque necesit o saber. Porque m e est oy volviendo loco. Veo y oigo cosas
que no ent iendo. ¡Soy un hábil e ingenioso... veget al! ¡Ayúdem e!
Bourne se alej ó de la silla; cam inó dist raídam ent e hacia una est ant ería para
libros donde había varias fot ografías apoyadas cont ra la pared. En ellas se veían
grupos de soldados alem anes, algunos con perros ovej eros, posando fuera de los
cuart eles, j unt o a las cercas... y frent e a un port ón de alam brada alt a donde se
veía part e de un nom bre. DACH...
Dachau.
Dachau.
El hom bre, t ras él, ¡se est aba m oviendo! Jason se volvió; el m ut ilado
Chernak t enía una m ano en el bolsillo de lona suj et o a la silla; sus oj os est aban
enroj ecidos; su est ropeada cara, convulsionada. La m ano salió rápidam ent e, con
un revólver de cañón cort o en ella, y ant es de que Bourne pudiera alcanzar la
suya, Chernak hizo fuego. Los disparos llegaron rápidam ent e, un dolor helado
penet ró en su hom bro izquierdo, luego la cabeza... ¡Oh, Dios! Se arroj ó hacia la

75
derecha y rodó sobre la alfom bra, arroj ando una pesada lám para de pie hacia el
inválido. Rodó nuevam ent e hast a llegar al ot ro lado de la silla. Se arrast ró hast a
abalanzarse cont ra ella, dando con su hom bro derecho en la espalda de Chernak,
lo cual hizo que el m ut ilado se viera expulsado de su silla, m ient ras se m et ía la
m ano en el bolsillo para coger la pist ola.
—¡Pagarán por su cadáver! —grit ó el m ut ilado, ret orciéndose en el suelo y
t rat ando de enderezarse lo suficient e com o para apunt ar bien—. ¡No m e pondrá
en un caj ón! ¡Yo lo veré a ust ed en él! ¡Carlos pagará! ¡Por Crist o, que pagará!
Jason salt ó com o un resort e hacia la izquierda y disparó. La cabeza de
Chernak cayó inst ant áneam ent e hacia at rás; la sangre brot ó a borbot ones de su
gargant a. Est aba m uert o.
Se oyó un grit o procedent e de la puert a de la habit ación. Creció en
profundidad, baj o y hueco, un prolongado gem ido, m ezcla de m iedo y
repugnancia.
El grit o de una m uj er... por supuest o, ¡era una m uj er! Su rehén, ¡su
salvoconduct o para salir de Zurich! ¡Oh, Jesús, no podía enfocar la vist a! ¡Le
había herido en la sien!
Recuperó la visión, negándose a reconocer el dolor. Vio un baño, la puert a
abiert a, t oallas, un lavabo y un arm ario con espej o. Corrió hacia dent ro, t iró del
espej o con t ant a fuerza que salt aron las bisagras y cayó al suelo hecho añicos.
Est ant es. Rollos de gasa y cint a y... fue t odo lo que pudo coger. Debía salir de
allí... Disparos; los disparos eran alarm a. Tenía que salir, ¡sacar a su rehén, y
escapar! La habit ación, la habit ación. ¿Dónde est aba?
¡El grit o, el gem ido..., la voz! Alcanzó la puert a y dio una pat ada para abrirla.
La m uj er, su rehén —¿cóm o diablos se llam aba?— est aba pegada cont ra la pared;
las lágrim as rodaban por sus m ej illas y t enía la boca abiert a. Se abalanzó hacia
ella y la suj et ó por la m uñeca, arrast rándola hacia fuera.
—¡Dios m ío, lo ha m at ado! —grit ó—. Un pobre viej o, sin...
—¡Cállese!
La em puj ó, abrió la puert a y la arroj ó al pasillo. Podía ver figuras borrosas en
espacios abiert os al lado de las barandillas, dent ro de las habit aciones.
Com enzaron a correr y desaparecieron; oyó puert as que se cerraban, gent e que
grit aba. Cogió a la m uj er por el brazo con la m ano izquierda; el esfuerzo le causó
t erribles dolores en el hom bro. La em puj ó hacia la escalera y la obligó a
descender con él, apoyándose en ella, sost eniendo el arm a con la m ano derecha.
Llegaron al vest íbulo y a la pesada puert a.
—¡Ábrala! —ordenó; ella lo hizo.
Pasaron por la fila de buzones. Él la solt ó brevem ent e, para abrir la puert a
de la calle y se asom ó, esperando oír sirenas. No se oyó ninguna.
—¡Vam os! —dij o, em puj ándola por los escalones de piedra hast a el
pavim ent o. Buscó en su bolsillo, ret rocediendo, y sacó las llaves del aut o—.
¡Ent re!
Ya en el coche, desenrolló la gasa y se la puso en la sien, absorbiendo la
sangre que got eaba. Desde lo profundo de su conciencia sint ió una ext raña
sensación de alivio. La herida era un rasguño; el hecho de que hubiera sido en la

76
cabeza le había hecho sent ir pánico, pero la bala no había penet rado en el crá-
neo. No había ent rado; no volverían las agonías de Port Noir.
—¡Maldit o sea, arranque de una vez! ¡Salgam os de aquí!
—¿Adonde? No m e lo ha dicho.
La m uj er no grit aba; est aba t ranquila. I lógicam ent e t ranquila. Mirándolo...
¿Lo est aba m irando a él?
Se sent ía nuevam ent e m areado, perdía ot ra vez la visión.
—St eppdeckst rasse... —Oyó la palabra m ient ras la decía, sin est ar seguro de
que fuera su voz. Pero podía im aginar la ent rada. Pint ura descolorida roj o oscuro,
vidrio rot o... hierro oxidado—. St eppdeckst rasse —repit ió.
—¿Qué era lo que andaba m al? ¿Por qué no oía el m ot or? ¿Por qué el
aut om óvil no avanzaba? ¿No lo escuchaba ella?
Sus oj os se habían cerrado; los abrió. La pist ola... Est aba sobre sus piernas;
la había apoyado para apret ar la venda... Ella la est aba golpeando, ¡golpeando! El
arm a cayó al suelo; él se agachó para alcanzarla, ella lo em puj ó, haciéndolo caer
con la cabeza cont ra la vent anilla. La puert a de ella se abrió, salt ó hacia fuera y
em pezó a correr. ¡Se escapaba! ¡Su rehén, su salvoconduct o corría por la
Löwenst rasse!
No podía perm anecer en el coche; no se at revía a conducirlo. Era una
t ram pa de acero que lo aferraba. Se guardó la pist ola en el bolsillo j unt o con el
rollo de cint a y t om ó la gasa, com prim iéndola en su m ano izquierda, list a para
presionarla cont ra su sien t an pront o com o brot ara sangre. Salió del coche y, co-
j eando, corrió lo m ás rápido que pudo.
En algún lugar habría una esquina; en algún lugar, un t axi.
St eppdeckst rasse.

Marie St . Jacques seguía corriendo por el cent ro de la ancha y desiert a


avenida, ent rando y saliendo de los haces de luz de las farolas, agit ando los
brazos ant e los coches que circulaban por la Löwenst rasse. Pasaban a su lado a
t oda velocidad. Se volvió hacia la luz de los faros proyect ados det rás de ella,
sost eniendo los brazos en alt o, suplicando at ención; pero los aut os aceleraban y
pasaban por su lado. Aquello era Zurich, y la Löwenst rasse, de noche, era
dem asiado ancha, est aba dem asiado cerca del parque desiert o y del río Sihl.
Sin em bargo, la vieron los hom bres de un coche. Llevaban los faros
apagados, y el conduct or había vist o a la m uj er a lo lej os. Habló a su
acom pañant e en alem án suizo.
—Podría ser ella. Ese Chernak vive a sólo una m anzana o poco m ás.
—Det ent e y déj ala acercarse. Se supone que lleva puest o un vest ido de
seda... ¡Es ella!
—Cerciorém onos ant es de com unicarlo a los dem ás.
Am bos baj aron del coche, el acom pañant e se m ovía discret am ent e alrededor
del m alet ero para ponerse al lado del conduct or. Vest ían t raj es convencionales;
sus rost ros eran afables, pero serios, form ales. La m uj er, at errorizada, se acercó;
cam inaron rápidam ent e hacia el cent ro de la calle. El conduct or le habló en voz
alt a.
—Was ist passiert , Fräulein?

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—¡Ayúdenm e! —grit ó ella—. Yo... no hablo alem án. Nicht sprechen. ¡Llam en
a la Policía! ¡La... Polizei!
El acom pañant e del conduct or habló con aut oridad, t rat ando de calm arla.
—Nosot ros est am os con la Policía —dij o en inglés—. Sicherheit polizei de
Zurich. No est ábam os seguros, señorit a. ¿Es ust ed la m uj er del «Carillón du
Lac»?
—¡Sí! —grit ó ella—. ¡No m e dej aba ir! ¡Me golpeaba cont inuam ent e,
am enazándom e con la pist ola! ¡Ha sido horrible!
—¿Dónde est á él ahora?
—Est á herido. Le dispararon. Me escapé del coche. ¡Él est aba en el coche
cuando yo corrí! —Señaló la Löwenst rasse—. Allí. A doscient os m et ros, creo, en
la m it ad de la m anzana. Un cupé, ¡un cupé gris! Tiene una pist ola.
—Tam bién nosot ros, señorit a —replicó el conduct or—. Venga, acom páñenos.
Est ará com plet am ent e a salvo; serem os m uy cuidadosos. ¡Rápido, ahora!
Se acercaron al cupé gris, bordeándolo, con las luces apagadas. No había
nadie dent ro. En cam bio, había gent e hablando excit adam ent e en la calle y en los
escalones de piedra del núm ero 37. El com pañero del conduct or se volvió y habló
a la asust ada m uj er, acurrucada en el asient o t rasero.
—Aquí vive un hom bre llam ado Chernak. ¿Lo m encionó él? ¿Dij o algo de ir a
verlo?
—Fue a verlo; ¡m e hizo ir con él! ¡Lo m at ó! ¡Mat ó a ese viej o lisiado!
—Der Sender... schnell —dij o el acom pañant e al conduct or, m ient ras cogía
un m icrófono del salpicadero—. Wir sind zwei St rassen von da.
El coche arrancó bruscam ent e; la m uj er se suj et ó en el respaldo del asient o
delant ero.
—¿Qué est á haciendo? ¡Hay un hom bre m uert o ahí arriba!
—Y nosot ros debem os encont rar al asesino —replicó el conduct or—. Ha dicho
ust ed que est á herido; t odavía puede hallarse en la zona. Ést e es un vehículo no
ident ificable, podríam os encont rarlo. Esperarem os, por supuest o, para est ar
seguros de que llega el equipo de inspección, pero nuest ra m isión es bien di-
ferent e.
El aut o am inoró la m archa, deslizándose hacia la acera, a varios cient os de
m et ros del núm ero 37 de la Löwenst rasse.
El acom pañant e habló por el m icrófono m ient ras el conduct or explicaba su
posición oficial. Hubo una pert urbación en el m icrófono, luego se oyeron las
palabras: Wir kom m en binnen zwanzig Minut en. Wart et .
—Nuest ro superior est ará aquí en seguida —inform ó el acom pañant e—.
Debem os esperarlo. Desea hablar con ust ed.
Marie St . Jacques se recost ó en el asient o, cerrando los oj os y suspirando:
—¡Oh, Dios, necesit aría un t rago!
El conduct or rió, haciendo un gest o con la cabeza a su com pañero. Ést e sacó
una bot ella de la guant era y la ofreció, sonriendo, a la m uj er.
—No som os m uy refinados, señorit a. No t enem os vasos ni copas, pero sí
brandy. Para em ergencias m édicas, por supuest o. Creo que ést a es una. Tenga,
beba.
Ella le devolvió la sonrisa y acept ó la bot ella.

78
—Son ust edes m uy am ables, y nunca sabrán cuan agradecida les est oy. Si
alguna vez van a Canadá, les cocinaré la m ej or com ida francesa de la provincia
de Ont ario.
—Gracias, señorit a —replicó el conduct or.

Bourne cont em plaba el vendaj e de su hom bro, forzando sus oj os en el opaco


reflej o del espej o m anchado y raj ado, acom odando su vist a a la débil luz de la
sucia habit ación. Había acert ado respect o a la St eppdeckst rasse: la im agen de la
puert a roj a era exact a, así com o t am bién los vidrios rot os de las vent anas y las
verj as de hierro oxidado. No le habían hecho pregunt as al alquilar la habit ación, a
pesar de que lo vieron herido. De t odos m odos, el adm inist rador del edificio le dio
una inform ación cuando Bourne le pagó.
—Por una cifra algo m ás im port ant e se puede encont rar un m édico que
m ant enga la boca cerrada.
—Se lo diré si lo necesit o.
La herida no era t an grave; el esparadrapo la prot egería hast a encont rar un
m édico algo m ás fiable que uno que ej erciera subrept iciam ent e en la
St eppdeckst rasse.
Si una sit uación de st ress t erm ina en lesión, sepa que el daño puede ser
t ant o psicológico com o físico. Puede sent ir un verdadero rechazo al dolor y al
daño físico. No se arriesgue, pero si hay t iem po, dése la oport unidad de
adapt arse. No desespere...
Se había desesperado; áreas de su cuerpo se habían inm ovilizado. Aunque la
herida de su hom bro y el rasguño de la sien eran reales y dolorosos, no eran lo
suficient em ent e serios com o para inm ovilizarlo. No podía m overse t an
rápidam ent e com o hubiera deseado ni con la fuerza que sabía que t enía, pero
podía m overse deliberadam ent e. Los m ensaj es eran enviados por el cerebro a los
m úsculos y a los m iem bros; podía funcionar.
Funcionaría m ej or después de un descanso. Había perdido el salvoconduct o;
t enía que levant arse m ucho ant es del am anecer y encont rar ot ro cam ino para sa-
lir de Zurich. Al adm inist rador del edificio le gust aba el dinero; despert aría al
desaliñado casero en una hora o poco m ás.
Se recost ó en la desvencij ada cam a y apoyó la cabeza en la alm ohada,
m irando fij am ent e la desnuda bom billa que colgaba del t echo y t rat ando de no oír
las palabras, para poder descansar. De t odos m odos, llegaron, at urdiéndolo com o
el redoble de t am bores.
Mat aron a un hom bre...
Pero ust ed acept ó el encargo...
Se volvió hacia la pared, y cerró los oj os, bloqueando las palabras. Ent onces
vinieron ot ras palabras y se sent ó; el sudor brillaba en su frent e.
¡Pagarán por su cadáver...! ¡Carlos pagará! ¡Por Dios que pagará!
Carlos.

Un gran sedán se det uvo frent e al cupé, j unt o a la acera. Det rás de ellos, en
el 37 de Löwenst rasse, los coches pat rulla habían llegado hacía quince m inut os;
la am bulancia, hacía m enos de cinco. Grupos de gent e de los edificios vecinos se

79
alineaban en la acera, cerca de la escalera, pero la excit ación se había apa-
ciguado. Habían m at ado a un hom bre durant e la noche en aquella t ranquila zona
de la Löwenst rasse. La ansiedad predom inaba; lo que había sucedido en el
núm ero 37 podía ocurrir en el 32, o en el 40, o en el 55. El m undo se est aba
volviendo loco, y Zurich con él.
—Nuest ro superior ha llegado, señorit a. ¿Podem os llevarla hast a él, por
favor?
El com pañero baj ó del coche y le abrió la puert a a Marie St . Jacques.
—Por supuest o.
Al apearse sint ió la m ano del hom bre en su brazo; era m ucho m ás suave
que el fuert e apret ón del anim al que había sost enido el cañón de la pist ola cont ra
su m ej illa. Se est rem eció ant e el recuerdo. Se acercaron al sedán y ella subió. Se
acom odó en el asient o y m iró al hom bre que est aba a su lado. Se le cort ó la
respiración: aquel hom bre le recordaba un m om ent o de horror.
La luz de la calle se reflej aba en la fina m ont ura de oro de sus gafas.
—¡Ust ed...! ¡Est aba en el hot el! ¡Ust ed es uno de ellos!
El hom bre asint ió con la cabeza, fat igadam ent e; su cansancio era evident e.
—Es ciert o. Som os una ram a especial de la Policía de Zurich. Y ant es de
seguir hablando, debo aclararle que en ningún m om ent o durant e los hechos
ocurridos en el «Carillón du Lac», corrió ust ed ningún peligro de ser herida por
nosot ros. Som os t iradores ent renados; no se hicieron disparos que pudieran
dañarla. Nos cont uvim os por est ar ust ed dem asiado cerca de nuest ro blanco.
Su t em or se disipó; la t ranquila aut oridad del hom bre le devolvió la
confianza.
—Gracias.
—No t iene im port ancia —replicó el oficial—. Vayam os por part es. Ust ed vio
por últ im a vez a ese hom bre en el coche de ahí at rás.
—Sí, est aba herido.
—¿De gravedad?
—Lo suficient e com o para no coordinar. Sost enía una gasa en su cabeza, y
t enía sangre en el hom bro; quiero decir en la chaquet a. ¿Quién es?
—Los nom bres no significan nada. Usa varios. Pero com o ya habrá vist o, es
un asesino. Un brut al asesino, y hem os de encont rarlo ant es de que m at e ot ra
vez. Lo hem os est ado buscando durant e varios años. Muchos policías de m uchos
países. Ahora t enem os la oport unidad que ninguno de ellos ha t enido. Sabem os
que est á en Zurich, y que est á herido. Supongo que no se quedará en est a zona,
pero no puede ir m uy lej os. ¿Dij o algo sobre cóm o pensaba salir de la ciudad?
—I ba a alquilar un coche. A m i nom bre, supongo. No t iene perm iso de
conducir.
—Ha m ent ido. Viaj a con t oda clase de papeles falsos. Ust ed era una rehén
disponible. Ahora, desde el com ienzo, explíquem e t odo lo que le dij o. Adonde fue,
con quién se vio, t odo lo que recuerde.
—Hay un rest aurant e, «Drei Alpenhäuser», y un hom bre enorm e y gordo que
est aba at errorizado...
Marie St . Jacques cont ó t odo lo que pudo recordar. A veces el oficial de
Policía la int errum pía, inquiriendo sobre una frase, o una reacción, o alguna

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repent ina decisión del asesino. De cuando en cuando, se quit aba las gafas
lim piándolas con m irada ausent e y suj et ando la m ont ura com o si la presión
dom inara su irrit ación. El int errogat orio duró aproxim adam ent e veint icinco
m inut os; luego el oficial t om ó una decisión. Habló a su chofer:
—«Drei Alpenhäuser». Schnell! . Se volvió hacia Marie St . Jacques—.
Confront arem os al hom bre con sus propias palabras. Su incoherencia era
int encionada. Sabe m ucho m ás de lo que dij o en la m esa.
—I ncoherencia... —Pronunció la palabra suavem ent e, recordando su propio
uso de ella—. St eppdeck... St eppdeckst rasse. Vent anas rot as, habit aciones.
—¿Qué?
—Una pensión en la St eppdeckst rasse. Eso es lo que dij o. Todo ocurrió
m uy rápidam ent e, pero lo dij o. Y j ust o ant es de que yo salt ara fuera del coche
volvió a decir. St eppdeckst rasse. El chofer habló.
—I ch kenne diese St rasse. Früher gab es Text il- fabriken da.
—No com prendo —dij o Marie St . Jacques.
—Es una ruinosa zona que no se ha act ualizado con el correr del t iem po —
replicó el oficial—. Las viej as fábricas t ext iles solían est ar allí. Un lugar para los
m enos afort unados... y ot ros. Los! —ordenó.
Part ieron.

Un cruj ido. Fuera de la habit ación. Com o un chasquido que resonara en


alguna cosa, un sonido penet rant e que se desvanecía en la dist ancia. Bourne
abrió los oj os.
La escalera. La escalera en el sucio vest íbulo. Alguien había subido la
escalera y se había det enido, conscient e del ruido que causaba su peso en la
com bada y agriet ada m adera. Un inquilino norm al de la casa de huéspedes de la
St eppdeckst rasse no adopt aría esa precaución.
Silencio.
Crac. Ahora m ás cerca. Había un riesgo: el t iem po era vit al, debía prot egerse
rápidam ent e. Jason salt ó de la cam a, cogió la pist ola que t enía al lado y se
precipit ó hacia la pared, j unt o a la puert a. Se agazapó al escuchar los pasos: era
un hom bre que corría, ya sin preocuparse por el ruido t rat ando sólo de alcanzar
su obj et ivo. Bourne ya no t uvo dudas de qué se t rat aba; est aba en lo ciert o.
La puert a se abrió de golpe: él la em puj ó en sent ido cont rario, luego arroj ó
t odo su peso sobre la m adera, apret ando al int ruso cont ra el m arco de la puert a,
aplast ando el est óm ago del hom bre, su pecho y su brazo cont ra el ahuecado
ext rem o de la pared. Tiró de la puert a y apret ó con el pie derecho la gargant a
que t enía debaj o, suj et ándolo con la m ano izquierda, t irando del cabello rubio y
m et iendo al hom bre dent ro. La m ano del asalt ant e se afloj ó, y la pist ola cayó al
suelo; un arm a de cañón largo con silenciador.
Jason cerró la puert a y se quedó esperando oír sonidos en la escalera. No
hubo ninguno. Miró al hom bre inconscient e. ¿Un ladrón? ¿Un asesino? ¿Quién
era?

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¿Policía? ¿Habría decidido el adm inist rador de la pensión pasar por alt o el
código de la St eppdeckst rasse, en busca de una recom pensa? Bourne le dio la
vuelt a al int ruso y le sacó una billet era. Una segunda nat uraleza le hizo guardar
el dinero, sabiendo que era ridículo hacerlo; él t enía una pequeña fort una aún.
Revisó las varias t arj et as de crédit o y el perm iso de conducir; sonrió, pero luego
su sonrisa se desvaneció. No había nada gracioso; los nom bres de las t arj et as
eran dist int os; el del perm iso no concordaba con ninguno de ellos. El hom bre
inconscient e no era un agent e de Policía.
Era un profesional que había ido a m at ar a un hom bre herido en la
St eppdeckst rasse. Alguien lo había cont rat ado. ¿Quién? ¿Quién podía saber que
est aba allí?
¿La m uj er? ¿Había m encionado acaso la St eppdeckst rasse cuando había
vist o la fila de casas cuidadas, en busca del núm ero 37? No, no era ella; él podría
haber dicho algo, pero ella no habría ent endido. Y si lo había hecho, no habría
ahora un asesino profesional en su habit ación; en su lugar, la descuidada pensión
est aría rodeada por la Policía.
Vino a su m ent e la im agen de un enorm e hom bre gordo sobre una m esa.
Aquel hom bre había aludido al valor de una insignificant e cabra... que había
sobrevivido. ¿Sería ést e un ej em plo de su t écnica de supervivencia? ¿Sabría lo de
la St eppdeckst rasse? ¿Est aba al t ant o de los hábit os del client e cuya presencia lo
había at errorizado? ¿Habría est ado en aquella sucia pensión? ¿Habría ent regado
algún sobre allí?
Jason se apret ó la m ano cont ra la frent e y cerró los oj os. ¿Por qué no puedo
recordar? ¿Cuándo se aclararán las t inieblas? ¿Se aclararán alguna vez?
No se at orm ent e...
Bourne abrió los oj os, fij ándolos en el hom bre rubio. Durant e un brevísim o
inst ant e casi rió a carcaj adas; se le había present ado el visado para salir de
Zurich, y en lugar de reconocerlo, est aba perdiendo el t iem po at orm ent ándose.
Se m et ió la billet era en el bolsillo, j unt o a la del m arqués de Cham ford, cogió la
pist ola y se la hundió en el cint urón; luego arrast ró hast a la cam a el cuerpo
inconscient e.
Un m inut o m ás t arde, el hom bre yacía at ado al hundido colchón,
am ordazado con una sábana rot a. Se quedaría allí durant e horas, y para
ent onces, Jason est aría fuera de Zurich, gracias a un sudoroso hom bre gordo.
Había dorm ido vest ido. No t enía nada que recoger o llevarse, except o el
abrigo. Se lo puso y probó su pierna; un poco t arde, reflexionó. En el calor de los
m inut os t ranscurridos, el dolor había pasado inadvert ido; pero est aba allí, la
coj era cont inuaba, pero ni el dolor ni la coj era lo inm ovilizaba. El hom bro no
est aba t an bien, una lent a parálisis se est aba ext endiendo por él; t enía que ver a
un m édico. La cabeza..., no quería pensar en la cabeza.
Salió al pasillo, débilm ent e ilum inado, cerró la puert a y se quedó inm óvil,
escuchando. Se oyó una carcaj ada procedent e de arriba; apoyó la espalda cont ra
la pared, em puñando el arm a. La risa se desvaneció; era la de un borracho:
incoherent e, sin sent ido.
Coj eando, se cogió de la barandilla y com enzó a baj ar la escalera. Est aba en
el t ercer piso del edificio de cuat ro plant as —pues había insist ido en t om ar la

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habit ación m ás alt a—, cuando la frase piso alt o vino a él inst int ivam ent e. ¿Por
qué había acudido a su m ent e? ¿Qué significado t enía en el cont ext o del alquiler
de una sucia habit ación para una sola noche? ¿Refugio?
¡Bast a!
Llegó al descansillo del segundo piso; los cruj idos de la m adera
acom pañaban cada paso. Si el casero salía de su habit ación de la plant a baj a
para sat isfacer su curiosidad, sería lo últ im o que haría durant e varias horas.
Un ruido. Com o una raspada. Un m at erial suave m oviéndose brevem ent e
sobre una superficie abrasiva. Tela cont ra m adera. Alguien est aba escondido en
el cort o t recho del pasillo ent re el final de un t ram o de la escalera y el com ienzo
de ot ro. Sin int errum pir el rit m o de su descenso, escudriñó las som bras; había
t res puert as en la pared de la derecha, idént icas a las del piso de arriba. En una
de ellas...
Dio un paso m ás. No la prim era; est aba vacía. Y no podía ser la últ im a, pues
la pared adyacent e no perm it ía la salida, no había espacio para m overse. Tenía
que ser la segunda; sí, la segunda puert a. De allí un hom bre podía salir corriendo
hacia delant e, hacia la derecha o hacia la izquierda, o pegarle un em puj ón con el
hom bro o una víct im a inesperada, t irar a su blanco sobre la barandilla y arroj arlo
por el hueco de la escalera.
Bourne se m ovió hacia la derecha, y, pasándose la pist ola a la m ano
izquierda, se sacó del cint urón el arm a con silenciador. A m edio m et ro de la
puert a lanzó la aut om át ica de su m ano izquierda hacia la som bra, m ient ras
giraba sobre sí cont ra la pared.
—Was ist ...? —Apareció un brazo; Jason disparó, dest rozándole la m ano—
¡Ahh!
La figura se t am baleó, incapaz de apunt ar el arm a. Bourne volvió a disparar,
dándole est a vez en el m uslo; se desplom ó en el suelo, ret orciéndose, arrast rán-
dose. Jason dio un paso hacia delant e y se inclinó, presionando con la rodilla el
pecho del hom bre y apunt ándole a la cabeza. Habló en un susurro.
—¿Hay alguien m ás abaj o?
—Mein! —replicó el hom bre, ret orciéndose de dolor—. Zwei... Som os sólo
dos. Nos pagaron.
—¿Quién?
—Ust ed lo sabe.
—¿Un hom bre llam ado Carlos?
—No cont est aré. Mát em e si quiere.
—¿Cóm o sabía que est aba aquí?
—Chernak.
—Est á m uert o.
—Ahora. No ayer. Se corrió la voz en Zurich: ust ed est aba vivo. Buscam os
en t odos lados... a t odos. Chernak lo sabía.
Bourne se arriesgó.
—¡Est á m int iendo! —Presionó la pist ola en la gargant a del hom bre—. Nunca
hablé a Chernak sobre la St eppdeckst rasse.
El hom bre se ret orció de nuevo, arqueando el cuello.

83
—Quizá no fuera necesario. El cerdo nazi t enía inform adores en t odos lados.
¿Por qué iba a ser diferent e con la St eppdeckst rasse? Él podía describirlo. ¿Quién
m ás podía hacerlo?
—Un hom bre del «Drei Alpenhäuser».
—Nunca supim os nada sobre t al hom bre.
—¿Quienes son «ust edes»?
El hom bre t ragó saliva, los labios cont raídos por el dolor.
—Hom bres de negocios... Sólo eso.
—Y su servicio es m at ar.
—Ust ed no es quién para hablar. Pero nein. Debíam os llevarlo con nosot ros,
no m at arlo.
—¿Adonde?
—Nos lo indicarían por radio. Frecuencia de coche.
—Sorprendent e —replicó Jason sin ent usiasm o—. No sólo es de segunda
clase, sino t am bién com placient e. ¿Dónde t iene el coche?
—Abaj o.
—Dém e las llaves.
La radio lo ident ificaría.
El hom bre t rat ó de resist irse; em puj ó la rodilla de Bourne hacia at rás y
com enzó a rodar hacia la pared.
—Nein.
—No t iene ninguna opción.
Jason golpeó con la culat a la cabeza del hom bre. El suizo se desvaneció.
Bourne encont ró las llaves —había t res en un est uche de cuero—, cogió la
pist ola del hom bre y se la m et ió en el bolsillo.
Era un arm a m ás pequeña que la que él sost enía en la m ano y no t enía
silenciador; ello daba un ciert o crédit o a la declaración de que no querían m at ar-
lo, sino llevárselo. El hom bre rubio de arriba había act uado com o punt a de lanza,
y por t ant o, necesit aba la prot ección de un disparo silenciado en el caso de que
hubiese sido necesario. Porque un t iro sin silenciador t raería com plicaciones; el
suizo, en el segundo piso, era un refuerzo, y usaría su arm a sólo com o am enaza.
Ent onces, ¿por qué est aba en el segundo piso? ¿Por qué no había seguido a
su colega? ¿En la escalera? Había algo ext raño, pero no podía analizar las t áct i-
cas, no había t iem po. En la calle había un coche y él t enía las llaves!
Nada podía despreciarse. La t ercera pist ola.
Se levant ó con gran esfuerzo y el revólver que le había quit ado al francés en
el ascensor del Banco Gem einschaft . Se levant ó la pernera izquierda del pant alón
y se m et ió el arm a en el elást ico del calcet ín. Era un lugar seguro.
Hizo una pausa, para recuperar el alient o y el equilibrio; luego se dirigió a la
escalera, conscient e de que el dolor en el hom bro izquierdo se había hecho de
pront o m ás agudo y que la parálisis se ext endía m ás rápidam ent e. Los m ensaj es
del cerebro a las ext rem idades eran m enos claros. Rogó a Dios que le diera
fuerza para conducir.
Alcanzó el quint o escalón y se det uvo de pront o, para escuchar de nuevo, a
fin de capt ar sonidos sospechosos. Nada; el hom bre herido podía haberse m os-
t rado t ácit am ent e deficient e, pero le había dicho la verdad. Jason se apresuró

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por la escalera. Saldría de Zurich conduciendo —de algún m odo— y encont raría
un m édico en algún lugar.
I dent ificó el coche con facilidad. Era dist int o de los ot ros descuidados
aut om óviles que había en la calle. Un sedán grande, bien cuidado, podía dist in-
guir el salient e de la base de una ant ena, insert ado en el m alet ero. Cam inó hast a
sit uarse al lado del conduct or y deslizó la m ano por el panel y el guardabarros
delant ero izquierdo; no había disposit ivo de alarm a. Al abrir la puert a, cont uvo la
respiración, ya que podía haberse equivocado respect o a la alarm a; no era así.
Se sent ó al volant e, colocándose lo m ás cóm odo posible, agradecido de que el
coche t uviese cam bio de m archa aut om át ico. La poderosa arm a del cint urón le
m olest aba. La puso sobre el asient o a su lado; luego buscó el cont act o,
calculando que la llave con que había abiert o la puert a era la indicada.
No lo era. Probó con la siguient e, pero t am poco servía. Para el m alet ero,
supuso. Era la t ercera.
¿O no? Seguía insist iendo en la ranura. La llave no ent raba; probó
nuevam ent e la segunda; est aba bloqueada. Ent onces la prim era. ¡Ninguna de las
llaves ent raba en el cont act o! ¡O los m ensaj es del cerebro a la ext rem idad y a los
dedos eran dem asiado débiles, o su coordinación dem asiado inadecuada! ¡Maldit o
sea! ¡Prueba ot ra vez!
Una poderosa luz surgió de la izquierda, cegándolo. Tant eó con la m ano para
coger el arm a, pero un segundo dest ello apareció a la derecha; la puert a se abrió
de golpe y un pesado reflect or cayó sobre su m ano, m ient ras ot ra m ano cogía el
arm a del asient o.
—¡Salga!
La orden vino de la izquierda; el cañón de un revólver presionaba su cuello.
Salió; m il círculos fulgurant es de blanco brillaban en sus oj os. Al recuperar
lent am ent e la visión, lo prim ero que vio fue el cont orno de dos círculos. Círculos
dorados; las gafas del asesino que lo había perseguido durant e t oda la noche. El
hom bre habló:
—Dicen las leyes de física que a t oda acción corresponde una reacción igual
y opuest a. El com port am ient o de ciert os hom bres en det erm inadas condiciones
es sim ilarm ent e predecible. Para un hom bre com o ust ed hay que preparar un
desafío. Cada com bat ient e sabe qué debe decir si cae. Si no cae, es capt urado. Si
cae, uno se ve engañado, im pulsado a una falsa sensación de progreso.
—El riesgo es m uy grande —dij o Jason— para los que t ienden la t ram pa.
—Est án bien pagados. Y algo m ás no hay garant ía, por supuest o, pero est á
allí. El enigm át ico Bourne no m at a indiscrim inadam ent e. No por com pasión, por
supuest o, sino por una razón m ucho m ás práct ica. Los hom bres recuerdan
cuando han sido perdonados; de ese m odo se infilt ra en el Ej ércit o enem igo.
Táct ica refinada de guerrilla aplicada a un cam po de bat alla sofist icado. Lo
felicit o.
—Es ust ed un im bécil —fue t odo lo que a Jason se le ocurrió decir—. Pero
sus dos hom bres est án vivos, si es lo que quiere saber.
Ot ra figura apareció en su cam po visual, conducida desde las som bras del
edificio por un hom bre baj o y fornido. Era la m uj er; era Marie St . Jacques.
—Es él —dij o ella suavem ent e, pero con voz firm e.

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—¡Oh, Dios m ío...! —Bourne sacudió la cabeza, incrédulo—. ¿Cóm o lo han
hecho, doct ora? —le pregunt ó, elevando la voz—. ¿Había alguien vigilando m i
habit ación en el «Carillón»? El ascensor, ¿est aba con el t iem po calculado, y los
dem ás cerrados? Fue m uy convincent e. Y no creí que iría corriendo hacia un co-
che de la Policía.
—Tal com o sucedió —respondió ella— no fue necesario. Ést a es la Policía.
Jason m iró al asesino; el hom bre se acom odaba sus gafas de oro.
—Lo felicit o —dij o.
—No t iene im port ancia —replicó el asesino—. Las condiciones est aban dadas.
Ust ed las facilit ó personalm ent e.
—¿Qué va a pasar ahora? El hom bre de ahí adent ro m e dij o que iban a
llevarm e, no a m at arm e.
—Tenía inst rucciones sobre lo que debía decir. —El suizo hizo una pausa—
De m odo que así es ust ed. Muchos de nosot ros nos lo hem os pregunt ado durant e
dos o t res años. ¡Cuánt a especulación! ¡Cuánt as cont radicciones! «Es alt o; no, es
de m ediana est at ura. Es rubio; no, t iene cabello oscuro. Oj os azules, m uy claros,
por supuest o; no, son sin duda cast años. Sus facciones son m uy pronunciadas;
no, en realidad son bast ant e com unes; es im posible dist inguirlo en m edio de una
m ult it ud.» Pero nada era com ún. Todo era ext raordinario.
Sus facciones fueron suavizadas; la personalidad, disim ulada. Cam bie el
color de su pelo y cam biará su rost ro... Ciert os t ipos de lent es de cont act o est án
diseñados para cam biar el color de los oj os... Use gafas y será ot ro hom bre.
Visados y pasaport es dist int os según sus necesidades.
La descripción est aba allí. Todo concordaba. No t odas las respuest as, pero
había m ás verdad de la que él quería oír.
—Me gust aría t erm inar con t odo est o —dij o Marie St . Jacques, dando un
paso hacia delant e—. Firm aré lo que sea necesario, en su oficina, m e im agino.
Pero luego debo regresar al hot el. No necesit o decirles lo que he pasado est a
noche.
El suizo la m iró a t ravés de sus gafas de m ont ura de oro. El hom bre fornido
que la había t raído desde las som bras la t om ó del brazo. Ella m iró fij am ent e a
uno y ot ro hom bres, luego baj ó la vist a hast a la m ano que la suj et aba.
Después m iró a Bourne. Su respiración se det uvo; una t errible verdad se
había hecho clara. Sus oj os se agrandaron.
—Déj enla ir —dij o Jason—. Volvía a Canadá. Nunca la volverán a ver.
—Sea práct ico, Bourne. Ella nos ha vist o. Nosot ros t am bién som os
profesionales; hay reglas. —El hom bre subió el arm a hast a el m ent ón de Jason;
el cañón presionaba una vez m ás la gargant a de Bourne. Deslizó la m ano
izquierda ent re las ropas de su víct im a, not ó el arm a en el bolsillo de Jason y la
sacó—. Lo im aginaba —dij o, y se volvió hacia el hom bre fornido—. Llévela en el
ot ro coche. Al Lim m at .
Bourne se est rem eció. I ban a m at ar a Marie St . Jacques, arroj arían su
cuerpo al río Lim m at .
—¡Esperen un m inut o! —Jason dio un paso hacia delant e; la pist ola le apret ó
el cuello, forzándolo a ret roceder cont ra el capó del coche—. Est án haciendo una
t ont ería. Trabaj a para el Gobierno de Canadá. La buscarán por t odo Zurich.

86
—¿Por qué debería im port arle a ust ed? Ya no est ará aquí.
—¡Porque es grat uit o! —grit ó Bourne—. Som os profesionales, ¿recuerda?
—Me aburre. —El asesino se dirigió al hom bre fornido—: Geh! Schnell.
Guisan Quai!
—¡Grit e cuant o pueda! —la aprem ió Jason—. ¡Com ience a chillar! ¡No pare!
Ella lo int ent ó, pero acalló su alarido un golpe paralizant e en su gargant a.
Cayó sobre el pavim ent o, m ient ras su verdugo la arrast raba hacia un pequeño
sedán negro.
—Ha sido est úpido —com ent ó el asesino, observando a t ravés de sus gafas
el rost ro de Bourne—. ,Lo único que ha conseguido es precipit ar lo inevit able. Por
ot ro lado, ahora será m ás sim ple. Puedo liberar a un hom bre para que at ienda a
nuest ros heridos. Todo es t an m ilit ar, ¿no es así? Realm ent e es un cam po de
bat alla. Se dirigió al hom bre que m anej aba el reflect or—. Hazle señales a Johann
para que vaya adent ro. Volverem os por ellos.
La luz se encendió y se apagó dos veces. Un cuart o hom bre, que le había
abiert o a la m uj er la puert a del pequeño sedán, asint ió con la cabeza. Marie St .
Jacques fue arroj ada al asient o de at rás; la puert a golpeó al cerrarse. El hom bre
llam ado Johann cam inó hacia los escalones de cem ent o, e hizo ahora un gest o al
verdugo.
Jason se sint ió m al al encenderse el m ot or del pequeño sedán; el coche
arrancó bruscam ent e hacia la St eppdeckst rasse, m ient ras el t orcido parachoques
desaparecía en la oscuridad de la calle. En aquel coche iba una m uj er a la que
nunca había vist o en su vida... hast a hacía t res horas. Y él, en realidad, la había
m at ado.
—No le falt an soldados —dij o.
—Si hubiera cien hom bres en los que pudiera confiar, les pagaría
gust osam ent e. Su reput ación lo precede.
—Suponga que yo le pagara. Ust ed est aba en el Banco; sabe que t engo
fondos.
—Probablem ent e m illones, pero no t ocaría ni un billet e.
—¿Por qué? ¿Tiene m iedo?
—Seguram ent e. La riqueza depende de la cant idad de t iem po que uno t iene
para disfrut arla. Yo no t endría ni cinco m inut os. —El asesino se dirigió a su
subordinado—: Mét elo adent ro. Át alo. Quiero que se le saquen fot os desnudo,
ant es y después de que nos dej e. Le encont rarás m ucho dinero; quiero que lo
sost enga. Yo conduciré. —Miró nuevam ent e a Bourne—: La prim era copia será
para Carlos. Y no t engo dudas de que podré vender las dem ás a m uy buen precio
en el m ercado libre. Las revist as pagan precios ast ronóm icos.
—¿Por qué piensa que Carlos va a creerle? ¿Por qué debería creerle alguien?
Ust ed m ism o lo dij o: nadie sabe cóm o soy.
—Est aré cubiert o —replicó el suizo—- . Lo suficient e hast a la fecha. Dos
banqueros de Zurich lo ident ificarán com o Jason Bourne. El m ism o Jason Bourne
que se encont ró con las norm as excesivam ent e rígidas est ablecidas por la ley
suiza para la liberación de una cuent a num erada. Será suficient e —añadió
dirigiéndose al hom bre arm ado—: ¡Rápido! Tengo cables que enviar, deudas para
cobrar.

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Un poderoso brazo apareció sobre el hom bro de Bourne, apret ándose la
gargant a en una t errible llave. El cañón de la pist ola le pegó en la espina dorsal,
y el dolor se le expandió por el pecho m ient ras era arrast rado hacia el sedán. El
hom bre que lo suj et aba era un profesional; aun sin sus heridas, le habría sido
im posible deshacerse de aquel t errible abrazo. Sin em bargo, la dest reza del
hom bre arm ado no sat isfacía al líder de la caza. Se sent ó al volant e y dio ot ra
orden.
—Róm pele los dedos —dij o.
El brazo dej ó m om ent áneam ent e a Jason sin aire, m ient ras el cañón del
arm a golpeaba repet idam ent e en su m ano, en sus m anos. I nst int ivam ent e,
Bourne puso su m ano izquierda sobre la derecha, prot egiéndola. Al salir la sangre
de la izquierda, m ovió los dedos, dej ándola caer ent re ellos, hast a que am bas
m anos est uvieron cubiert as. Sofocó los grit os; el brazo afloj ó; ent onces grit ó:
—¡Mis m anos! ¡Est án rot as!
—Gut .
Pero no est aban rot as; la izquierda est aba dañada hast a el punt o de ser
inservible; pero no así la derecha. Movió los dedos en las som bras; su m ano est a-
ba int act a.
El coche, aceleró por la St eppdeckst rasse y dobló hacia una calle,
dirigiéndose al Sur. Jason se desplom ó en el asient o, j adeando. El hom bre de la
pist ola com enzó a rom perle la ropa, le rasgó la cam isa y t iró del cint urón. En
segundos, su t orso est aría desnudo; pasaport e, papeles, t arj et as, dinero, ya no le
pert enecerían; iban a quit arle los elem ent os int rínsecos de su huida de Zurich.
Debía ser ahora, o no podría ser nunca. Grit ó:
—¡Mi pierna! ¡Mi m aldit a pierna!
Se t am baleó hacia delant e; su m ano derecha buscó afanosam ent e en la
oscuridad, t ant eando baj o la t ela de su pant alón. La palpó. La culat a de la
aut om át ica.
—Mein! —bram ó el profesional que iba delant e—. ¡Cuidado!
Lo sabía por inst int o.
Pero era m uy t arde. Bourne sost enía el arm a en la oscuridad; el poderoso
soldado lo em puj ó hacia at rás. Cayó de golpe; el revólver est aba ahora a la alt ura
de su cint ura; apunt ó direct am ent e al pecho de su at acant e.
Disparó dos veces; el hom bre se arqueó hacia at rás. Jason disparó ot ra vez;
su blanco seguro: el corazón perforado; el hom bre cayó sobre el asient o.
—¡Suélt ela! —vociferó Bourne, blandiendo el revólver sobre el borde
redondeado del asient o delant ero, presionando con el cañón en la base del
cráneo del conduct or—. ¡Déj ela caer!
Jadeant e, el asesino solt ó el arm a.
—Hablarem os —dij o, aferrándose al volant e—. Som os profesionales.
Hablarem os.
El enorm e coche osciló hacia delant e ganando velocidad; el conduct or
aum ent aba la presión sobre el acelerador.
—¡Más despacio!
—¿Cuál es su respuest a? —El coche siguió acelerando. Más adelant e se
veían las luces del t ránsit o; est aban abandonando el dist rit o de la

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St eppdeckst rasse y ent rando en las calles m ás t ransit adas de la ciudad—. Quiere
salir de Zurich y yo lo puedo ayudar. Sin m í no podrá hacerlo. Todo lo que t engo
que hacer es girar el volant e y est rellarlo. No t engo nada que perder, Herr
Bourne. Hay policías en t odos lados, m ás adelant e. No creo que ust ed quiera a la
Policía.
—Hablarem os —m int ió Jason.
El t iem po era vit al, cuest ión de segundos. Había ahora dos asesinos
encerrados en un coche en m ovim ient o que era ya en sí una t ram pa. Ningún
asesino era de confiar; am bos lo sabían. Uno debía saber ut ilizar la m it ad de
segundo ext ra que el ot ro no em plearía. Profesionales.
—Accione los frenos —dij o Bourne.
—Dej e caer el revólver en el asient o a m i lado.
Jason solt ó el arm a, que cayó sobre la del asesino; se oyó el sonido del
pesado m et al, com o prueba de cont act o.
—Ya est á.
El asesino levant ó el pie del acelerador y lo t ransfirió al pedal del freno.
Aplicó la presión lent am ent e, y luego en cort as int erm it encias de m odo que el
enorm e aut om óvil em pezó a avanzar y ret roceder en breves sacudidas. Los
golpes en el pedal se harían m ás pronunciados; Bourne lo ent endió así. Era part e
de la est rat egia del conduct or: equilibrar un fact or de vida y m uert e.
La aguj a del velocím et ro descendió hacia la izquierda: 30 kilóm et ros, 18
kilóm et ros, 9 kilóm et ros. Casi se habían det enido; era aquel m edio segundo
ext ra de esfuerzo, equilibrio de un fact or, la vida en equilibrio.
Jason suj et ó al hom bre por el cuello, apret ándole la gargant a y levant ándolo
del asient o. Luego im pulsó hacia delant e su sangrant e m ano izquierda, sal-
picando la cara y los oj os del asesino. Solt ó la gargant a, lanzando su m ano
derecha hacia las arm as, sobre el asient o. Bourne t om ó una alej ando la m ano del
asesino; el hom bre grit ó, su visión ent urbiada, el arm a quedó fuera de su
alcance. Jason se abalanzó sobre el pecho del hom bre, em puj ándolo cont ra la
port ezuela y, dando un codazo con el brazo izquierdo en la gargant a del asesino,
t om ó el volant e con su sangrant e palm a. Miró hacia arriba, a t ravés del
parabrisas, y giró el volant e hacia la derecha, dirigiendo el coche hacia una
pirám ide de basura sobre el pavim ent o.
El aut om óvil se precipit ó sobre el m ont ículo de desperdicios. Era un enorm e
insect o sonám bulo serpent eando en la basura; su apariencia desm ent ía la
violencia que se desarrollaba en su int erior.
El hom bre que est aba debaj o de él arrem et ió hacia arriba, rodando sobre el
asient o. Bourne em puñó la aut om át ica y sus dedos hurgaron buscando el espacio
abiert o del gat illo. Lo encont ró. Dobló su m uñeca y disparó.
El que debió haber sido su verdugo se desplom ó, con un aguj ero roj o oscuro
en la frent e.
En la calle, la gent e se acercaba corriendo hacia lo que debía de parecer un
accident e debido a peligrosa negligencia. Jason em puj ó el cuerpo m uert o del
asient o y se puso al volant e. Puso m archa at rás; el sedán ret rocedió
ext rañam ent e fuera de la basura, hacia la acera y hacia la calle. Baj ó el vidrio de

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la vent anilla, hablando en voz alt a a las personas que se aproxim aban, int ent ando
auxiliarlo.
—¡Disculpen! ¡Todo est á bien! ¡Es que he bebido un poco de m ás!
El pequeño grupo de preocupados ciudadanos se dispersó rápidam ent e,
algunos haciendo gest os de advert encia; ot ros, regresando con sus
acom pañant es. Bourne respiró profundam ent e, t rat ando de dom inar el
involunt ario t em blor que est rem ecía t odo su cuerpo. Puso prim era; el coche
arrancó hacia delant e. Trat ó de recordar las calles de Zurich con una m em oria
que no le servía.
Sabía vagam ent e dónde est aba —dónde había est ado— y, lo m ás
im port ant e, sabía m ás claram ent e dónde el Guisan Quai se encont raba con el
Lim m at .
Geh! Schnell. Guisan Quai!
Marie St . Jacques iba a ser asesinada en el m uelle Guisan; su cuerpo sería
arroj ado al río. Había sólo un t ram o donde el Guisan y el Lim m at se encont raban;
era en la desem bocadura del lago Zurich, en la base de la cost a oest e. En algún
lugar, en un desiert o aparcam ient o o en un j ardín solit ario que diera al río, un
hom bre baj o, fornido, est aba a punt o de llevar a cabo una ej ecución ordenada
por un hom bre m uert o. Quizás el arm a habría sido ya disparada, o un cuchillo
hundido en el cuerpo de la víct im a; no había form a de saberlo, pero Jason supo
que debía averiguarlo. Quien quiera que fuese él, no podía irse y cerrar los oj os.
Sin em bargo, el profesional que había en él, le ordenaba desviarse hacia el
oscuro y ancho callej ón que t enía delant e. Había dos hom bres m uert os dent ro del
coche; eran un riesgo y una carga que no podía t olerar. Los preciosos segundos
que t ardaría en arroj arlos fuera podían evit arle el peligro de que un agent e de la
circulación se asom ara a las vent anillas y viera la m uert e.

Treint a y dos segundos fue lo que calculó; le llevó m enos de un m inut o


arroj ar fuera del coche los cadáveres de los que iban a ser sus verdugos. Los
m iró m ient ras se m ovía coj eando alrededor del capó hacia la puert a. Ahora
est aban obscenam ent e curvados uno j unt o al ot ro, cont ra una sucia pared de
ladrillos. En la oscuridad.
Se sent ó al volant e y ret rocedió por el callej ón.
Geh! Schnell! Guisan Quai!

Llegó a un cruce; la luz del sem áforo, roj a. Luces. A la izquierda, varias
m anzanas hacia el Est e, podía ver luces que form aban un suave arco en el cielo
noct urno. ¡Un puent e! ¡El Lim m at ! El sem áforo se puso verde, viró el sedán a la
izquierda.
Est aba nuevam ent e en la Bahnhofst rasse; el com ienzo del Guisan Quai
est aba sólo a pocos m inut os. La ancha avenida doblaba alrededor de la orilla del
agua, donde se fusionaban el río y el lago. Mom ent os m ás t arde, a su izquierda,
se perfilaban los cont ornos de un parque; en verano, un refugio para los pasean-

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t es; ahora, oscuro, libre de t urist as y de gent e de Zurich. Pasó una ent rada para
vehículos; una pesada cadena at ravesaba el pavim ent o blanco, suspendida ent re
dos post es de piedra. Llegó a una segunda cadena, que im pedía el acceso. Pero
no era igual; había algo diferent e, algo ext raño. Det uvo el coche y m iró m ás
det enidam ent e, cogiendo a t ravés del asient o, la lint erna que le había quit ado al
que iba a ser su verdugo. La encendió y apunt ó el haz sobre la pesada cadena.
¿Qué era? ¿Por qué era dist int o?
No era la cadena. Era debaj o de la cadena. Sobre el blanco pavim ent o,
conservado int act o por el equipo de m ant enim ient o, había huellas de neum át icos,
que cont rast aban con la lim pieza reinant e. No se habrían not ado durant e los
m eses de verano; pero ahora sí se not aban. Era com o si la suciedad de
St eppdeckst rasse hubiera viaj ado dem asiado bien.
Bourne apagó la lint erna y la dej ó caer en el asient o. El dolor de su
quebrant ada m ano izquierda se fusionó repent inam ent e con el de su hom bro y su
brazo; debía apart ar de su m ent e t odo dolor; t enía que reducir la pérdida de
sangre com o m ej or pudiera. Le habían rot o la cam isa, la rasgó aún m ás; y arran-
có una t ira, con la cual procedió a vendar su m ano izquierda, at ándola luego con
dient es y dedos. Est aba m ás preparado que nunca.
Em puñó el arm a —la pist ola del que iba a ser su verdugo— y exam inó el
cargador: est aba lleno. Esperó hast a que dos coches lo pasaran, luego apagó los
faros y dio una vuelt a en U, aparcando al lado de la cadena. Se baj ó
inst int ivam ent e, probando su pierna en el pavim ent o; luego avanzó coj eando
hacia el post e m ás cercano y levant ó el gancho del aro de hierro que sobresalía
del post e. Baj ó la cadena, haciendo el m enor ruido posible, y volvió al coche.
Accionó la palanca de cam bios, presionó con suavidad el acelerador y luego
lo solt ó. Ahora est aba rodando librem ent e en la enorm e ext ensión de un área dé
aparcam ient o sin ilum inar, oscurecida aún m ás por el brusco final del blanco
sendero de ent rada y el com ienzo de un área de asfalt o negro. Más allá, a unos
escasos doscient os m et ros de dist ancia, est aba la oscura línea erguida del
m urallón, un dique que cont enía la corrient e del Lim m at , al vert er sus aguas en el
lago Zurich. A lo lej os se divisaban las luces de los bot es, m eciéndose en
m aj est uoso esplendor. Más allá se veían las est át icas luces de la Ciudad Viej a, las
borrosas luces de oscurecidos m uelles. Los oj os de Jason lo escudriñaron t odo,
pues la dist ancia era su t elón de fondo; buscaba form as m ás cercanas.
Hacia la derecha. La derecha. Un negro cont orno, m ás oscuro que el
paredón, una int rusión de negro sobre negro m ás claro; oscuro, difuso, apenas
discernible, pero allí est aba. Cien m et ros m ás allá... ahora novent a, ochent a y
cinco; apagó el m ot or y det uvo el coche. Se quedó inm óvil, sent ado con la ven-
t anilla abiert a, m irando en la oscuridad, t rat ando de ver m ás claram ent e. Escuchó
el vient o que venía del agua; apagaba cualquier sonido que pudiera haber hecho
el coche.
Sonido. Un grit o. Baj o, ahogado... liberado con t error. Le siguió un golpe
áspero, luego ot ro, y ot ro. Se oyó ot ro grit o, luego sofocado, quebrado, que se
desvaneció hacia el silencio.

91
Bourne baj ó silenciosam ent e del coche, la pist ola en su m ano derecha, la
lint erna apenas sost enida en los ensangrent ados dedos de la izquierda. Cam inó
hacia la oscura form a negra; cada paso coj eando era un est udio en silencio.
Lo que prim ero vio fue lo últ im o que había vist o cuando el pequeño sedán
desapareció en las som bras de la St eppdeckst rasse. El brillant e m et al del
t orcido parachoques crom ado; ahora refulgía baj o la luz noct urna.
Cuat ro palm adas en rápida sucesión, carne cont ra carne, golpes
adm inist rados m aniát icam ent e, recibidos con ahogados grit os de t error. Llant o
ent recort ado, j adeant e, m ovim ient os de lucha. ¡Dent ro del coche!
Jason se agazapó lo m ej or que pudo, deslizándose alrededor del m alet ero del
coche hacia la vent anilla t rasera de la derecha. Se levant ó sigilosam ent e y, ut i-
lizando el sonido com o un arm a de sorpresa, grit ó m ient ras encendía la poderosa
luz:
—¡Si se m ueve, es hom bre m uert o!
Lo que vio lo llenó de asco y furia. La ropa de Marie St . Jacques est aba
rasgada, hecha j irones. Manos aferradas com o garras a su cuerpo sem idesnudo...
El verdugo se disponía a infligir la hum illación final, ant es de ej ecut ar la sent encia
de m uert e.
—¡Salga, hij o de perra!
Se oyó un est allido m asivo de vidrios; el hom bre que violaba a Marie St .
Jacques se dio cuent a de la sit uación. Bourne no podía disparar por t em or a m a-
t ar a la m uj er; de un salt o se apart ó de ella y proyect ó el t alón cont ra la
vent anilla del coche. El vidrio salt ó, los afilados fragm ent os cubrieron el rost ro de
Jason. Cerró los oj os, ret rocediendo para evit ar la lluvia de crist al.
La puert a se abrió; un cegador rayo de luz acom pañó la explosión. Un dolor
calient e, quem ant e, se ext endió por el cost ado derecho de Bourne. La t ela de su
chaquet a se había rasgado, y la sangre em papaba lo que quedaba de su cam isa.
Apret ó el gat illo, apenas viendo a la figura que rodaba por el suelo; disparó ot ra
vez; la bala arrancó la superficie del asfalt o. El verdugo había rodado hast a
quedar fuera de la vist a... en la densa oscuridad.
Jason sabía que no podía quedarse donde est aba; hacerlo sería ej ecut arse a
sí m ism o. Corrió, arrast rando la pierna, hast a quedar cubiert o t ras la puert a
abiert a.
—¡Quédese aquí! —grit ó a Marie St . Jacques; la m uj er había com enzado a
m overse, presa del pánico—. ¡Maldit o sea! ¡Quédese ahí!
Un disparo; la bala se incrust ó en el m et al de la puert a. Una figura corriendo
se perfiló sobre la pared. ¡Bourne hizo fuego dos veces, aliviado al oír un gem ido
en la dist ancia. Había herido al hom bre; no lo había m at ado. Pero el verdugo no
podría ya act uar com o sesent a segundos ant es.
Luces. Tenues luces... encuadradas, m arcos. ¿Qué era? ¿Qué eran? Miró
hacia la izquierda y vio lo que no hubiera podido ver ant es. Una pequeña
const rucción de ladrillos, una especie de vivienda cont ra el paredón. Las luces se
habían encendido en su int erior. Un puest o de vigilancia; alguien, allí adent ro,
había oído los disparos.
—Was ist los? Wer ist da?

92
El que grit aba era un hom bre, un hom bre viej o, encorvado, cuya figura se
recort aba en el m arco ilum inado de la puert a. Luego, un haz de luz at ravesó la
negra oscuridad. Bourne la siguió con la vist a, esperando que ilum inara al
verdugo.
Lo hizo. Est aba agazapado cont ra la pared. Jason se levant ó y disparó; al
sonar el disparo, la luz giró hacia él. Él era ahora el blanco; dos balas vinieron
desde la oscuridad; una de ellas arrancó una part ícula de m et al de la vent ana. El
acero le perforó el cuello; fluyó la sangre.
Pasos veloces. El verdugo corría hacia la fuent e de luz.
—Nein!
La había alcanzado; la figura de la puert a fue azot ada por un brazo que era a
la vez su cadena y su prisión. El reflect or se apagó; Jason pudo ver, a la luz de
las vent anas, cóm o el asesino arrast raba al sereno, usando al hom bre com o
escudo, llevándolo hacia la oscuridad.
Bourne m iró hast a que no pudo ver m ás, con la pist ola sost enida inút ilm ent e
sobre el capó. Con la m ism a im pot encia que lo invadía a él, su cuerpo se escurría.
Se oyó un disparo final, seguido de un gem ido gut ural, y ot ra vez, pasos
veloces. El verdugo había ej ecut ado una sent encia de m uert e, pero no en la m u-
j er condenada, sino en un hom bre viej o. Ahora corría; había logrado escapar.
Bourne no podía ya correr; finalm ent e, el dolor lo había inm ovilizado; su
visión, dem asiado borrosa; su inst int o de supervivencia, agot ado. Se dej ó caer al
pavim ent o. No había nada; sim plem ent e, ya no le im port aba.
Quienquiera que sea, déj alo ir. Déj alo ir.
La doct ora St . Jacques salió a t ient as del coche, sost eniendo sus ropas,
m oviéndose com o en est ado de shock. Miró fij am ent e a Jason con incredulidad,
horror y confusión.
—¡Váyase! —susurró, esperando que pudiera oírle—. Hay un coche allí
at rás, con las llaves puest as. Salga de aquí. Ése puede volver con ot ros.
—Ha vuelt o por m í —dij o ella con evident e asom bro.
—¡Salga de aquí! Suba al coche y corra, doct ora. Si alguien int ent a
det enerla, at ropéllelo. Vaya a la Policía... de verdad, con uniform es, ¡m aldit a
t ont a!
La gargant a le ardía, su est óm ago parecía helado. Fuego y hielo; los había
sent ido ant es. Junt os. ¿Dónde era?
—Me ha salvado la vida —cont inuó ella en t ono hueco, con las palabras
flot ando en el aire—. Ha venido por m í. Ha regresado por m í y m e ha salvado...
la... vida.
—Vam os; no exagere.
Ust ed es accident al, doct ora. Ust ed es un reflej o, un inst int o nacido en
m em orias olvidadas, conduct os eléct ricam ent e encendidos por la t ensión. Ya ve,
conozco las palabras... ya no m e im port a nada. ¡Qué dolor, oh, Dios m ío, qué
dolor!
—Est aba libre. Podría haber seguido, pero no lo ha hecho. Ha regresado por
m í.

93
La oyó a t ravés de las t inieblas de su dolor. La vio, y lo que vio era ilógico,
t an ilógico com o el dolor Ella se est aba arrodillando a su lado, t ocando su cara, su
cabeza. ¡Bast a! ¡No m e t oque la cabeza! ¡Déj em e!
—¿Por qué lo ha hecho? —Era la voz de ella, no la suya.
Le est aba haciendo una pregunt a. ¿No ent endía? Él no podía cont est arle.
¿Qué est aba haciendo? Había rasgado un pedazo de t ela y la est aba
envolviendo alrededor de su cuello... y ahora ot ra, est a vez m ás grande, part e de
su vest ido. Le había afloj ado el cint urón y em puj aba la t ela suave y lisa hacia la
hirvient e piel de su cadera derecha.
—No ha sido por ust ed. —Encont ró las palabras y las usó rápidam ent e.
Quería la paz de la oscuridad, com o la había deseado en ot ro t iem po, pero no po-
día recordar cuándo. Podría acordarse si ella lo dej aba—. Ese hom bre... m e había
vist o. Podía ident ificarm e. Era por él. Lo buscaba a él. Ahora, ¡lárguese!
—Tam bién podrían haberlo hecho ot ros m iles —replicó ella, con ot ro t ono de
voz—. No lo creo.
—¡Créam e!
Ahora est aba parada a su lado. Luego, dej ó de est arlo. Se había ido. Lo
había dej ado. La paz llegaría pront o ahora; se lo t ragarían las aguas oscuras y
agit adas, y lavarían su dolor. Se recost ó cont ra el coche y se dej ó llevar por las
corrient es de su m ent e.
Un ruido lo int errum pió. Un m ot or, vibrant e y desgarrador. No le im port aba,
int erfería en la libert ad de su propio m ar. Ent onces, una m ano t om ó su brazo.
Luego ot ra, levant ándolo suavem ent e.
—Vam os —decía la voz—. Ayúdem e.
—¡Déj em e!
La orden salió en voz alt a; él había grit ado. Pero la orden no fue obedecida.
Est aba azorado; las órdenes debían obedecerse. Pero no siem pre; algo se lo dij o.
El vient o est aba allí ot ra vez, pero no un vient o en Zurich. En algún ot ro lugar,
alt o en el cielo noct urno. Y llegó una señal, se produj o un dest ello, y él salt ó,
azot ado por nuevas y furiosas corrient es.
—Muy bien. Est á bien —decía la voz enloquecedora que no obedecía sus
órdenes—. Levant e el pie. ¡Levánt elo! Así est á bien. Ahora, dent ro del coche.
Déj ese caer hacia at rás... despacio. Eso es.
Est aba cayendo..., cayendo en el negro cielo. Y luego la caída se det uvo,
t odo se det uvo, y hubo calm a; podía oír su propia respiración. Y pasos, podía oír
pasos... y el ruido de una puert a que se cerraba, seguido por el rum or cont inuo,
pert urbador, que había debaj o de él, frent e a él, en algún lado.
Movim ient o, girando en círculos. La est abilidad desapareció y est aba
cayendo nuevam ent e, sólo para ser det enido ot ra vez, ot ro cuerpo cont ra su
cuerpo, una m ano que lo sost enía, reclinándolo. Sint ió frescor en la cara; luego,
nada. Caía de nuevo, en corrient es m ás suaves est a vez, en com plet a oscuridad.

Oía voces sobre él, a dist ancia, pero no dem asiado lej os. Las form as se
enfocaron lent am ent e, ilum inadas por la luz de lám paras de m esa. Est aba en una
habit ación bast ant e am plia, y en una cam a, una est recha cam a, t apado con
m ant as. En la habit ación había dos personas, un hom bre con abrigo y una

94
m uj er... con una falda roj o oscuro y una blusa blanca. Roj o oscuro, igual que el
cabello.
¿La doct ora St . Jacques? Era ella, j unt o a una puert a, hablando con un
hom bre que sost enía un m alet ín de cuero en su m ano izquierda. Hablaban en
francés.
—Gracias, doct or.
—Ant e t odo, reposo —decía el hom bre—. Si no puede verse conm igo,
cualquiera puede quit arle los punt os. Dent ro de una sem ana, supongo.
—Gracias a ust ed. Ha sido m uy generosa. Ahora m e voy. Quizá la vuelva a
ver, quizá no.
El m édico abrió la puert a y salió. Cuando se hubo ido, la m uj er echó el
cerroj o. Se volvió y vio que Bourne la observaba. Cam inó lent a y caut elosam ent e
hacia la cam a.
—¿Puede oírm e? —pregunt ó.
Él asint ió.
—Est á herido —dij o- , m alherido; pero si se queda quiet o, no será necesario
que vaya a un hospit al. Esa persona era un m édico... Le he pagado con el dinero
que llevaba ust ed en el bolsillo; bast ant e m ás de lo norm al, pero m e inform aron
que podía confiar en él. Fue idea suya, dicho sea de paso. Mient ras íbam os en el
coche, ust ed decía que debía encont rar un m édico, uno a quien se le pudiera
pagar para que guardara silencio. Tenía razón. No ha sido difícil.
—¿Dónde est am os?
Podía oír su propia voz; era débil, pero podía oírla.
—En un pueblo llam ado Lenzburg, a unos t reint a y cinco kilóm et ros de
Zurich. El m édico es de Wohlen, una ciudad vecina. Lo verá dent ro de una
sem ana, si est á ust ed aquí.
—¿Cóm o...?
I nt ent ó incorporarse, pero no encont ró la fuerza necesaria. Ella le t ocó el
nom bro; era una orden para que se recost ara.
—Le diré lo que sucedió y quizás eso responda sus pregunt as. Al m enos eso
espero, porque si no, no est oy segura de poder hacerlo. —Ella perm anecía de pie,
inm óvil, m irándolo fij am ent e; su t ono era com edido—. Un anim al est aba
violándom e..., después de lo cual, t enía órdenes de m at arm e. No había form a de
que yo cont inuara con vida. En St eppdeckst rasse int ent ó ust ed det enerlos, y
cuando no pudo hacerlo, m e dij o que grit ara, que siguiera grit ando t odo el
t iem po. Era t odo lo que ust ed podía hacer, y al decírm elo, se arriesgó a que lo
m at aran. Más t arde, se liberó de algún m odo, no sé cóm o, pero sé que fue herido
gravem ent e al hacerlo, y volvió para buscarm e...
—A él —la int errum pió Jason—. Lo quería a él.
—Ya m e dij o eso, y yo le repet iré lo que le dij e ant es. No le creo. No porque
sea un m al m ent iroso, sino porque no concuerda con los hechos. Yo t rabaj o con
est adíst icas, Mr. Washburn, o Mr. Bourne o com o quiera que se llam e. Respet o
los dat os observables y puedo com probar las inexact it udes; est oy ent renada para
hacerlo. Dos hom bres fueron a ese edificio a buscarlo, y le oí decir que am bos
est aban vivos. Podían ident ificarlo. Y el dueño del «Drei Alpenhäuser»; él podía

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hacerlo t am bién. Ésos son los hechos, y ust ed los conoce t an bien com o yo. No,
ust ed regresó para buscarm e. Volvió y m e salvó la vida.
—Cont inúe —dij o él; su voz est aba ganando fuerza—. ¿Qué sucedió?
—Tom é una decisión. Fue la m ás difícil de m i vida. Creo que una persona
sólo puede t om ar una decisión así en el caso de haber casi perdido la vida en un
act o de violencia, y haberse salvado gracias a alguien. Decidí ayudarlo. Sólo por
breve t iem po, quizá por unas horas, pero lo ayudaría a escapar.
—¿Por qué no fue a la Policía?
—Est uve a punt o, y no est oy segura de poder explicarle por qué no lo hice.
Quizá fue por la violación, no lo sé. Quiero ser honest a con ust ed. Siem pre había
oído decir que es la m ás t errible experiencia por la que puede pasar una m uj er.
Ahora lo creo. Y not é la furia, la repugnancia en su voz cuando le grit ó. Nunca
olvidaré ese m om ent o m ient ras viva, por m ás que lo int ent e.
—¿La Policía? —repit ió él.
—El hom bre del «Drei Alpenhäuser» dij o que la Policía lo est aba buscando.
Que un núm ero de t eléfono se había dado en Zurich. —Hizo una pausa—. No
podía ent regarlo a la Policía. No ent onces. No después de lo que hizo.
—¿Sabiendo lo que soy? —pregunt ó él.
—Sólo sé lo que he oído, y lo que he oído no corresponde al hom bre herido
que volvió por m í y ofreció su vida por la m ía.
—Eso no es m uy brillant e.
—Así soy yo, Mr. Bourne; supongo que es Bourne; así es com o él lo llam ó.
Muy brillant e.
—Yo le pegué. La am enacé con m at arla.
—Si yo hubiera est ado en su lugar, y m e hubieran querido m at ar a m í,
probablem ent e habría hecho lo m ism o, de haber sido capaz.
—¿De m odo que conduj o hast a salir de Zurich?
—No en seguida, no durant e m edia hora, m ás o m enos. Tenía que
t ranquilizarm e, t om ar una decisión. Soy m uy m et ódica.
—Em piezo a darm e cuent a.
—Est aba hecha un desast re; necesit aba ropa, peinado, m aquillaj e. No podía
ir a ningún lado. Encont ré una cabina t elefónica cerca del río, no había nadie en
los alrededores, de m odo que baj é del coche y llam é a alguien conocido en el
hot el.
—¿El francés? ¿El belga? —inquirió Jason.
—No. Est arían en la conferencia de Bert inelli, y si m e habían reconocido en el
escenario con ust ed, supuse que habrían dado m i nom bre a la Policía. Llam é a
una m uj er de nuest ra delegación; no le gust a Bert inelli; y est aba en su
habit ación. Hem os t rabaj ado j unt as durant e varios años y som os am igas. Le dij e
que si oía algo sobre m í, no lo t om ara en cuent a, que yo est aba perfect am ent e
bien. En realidad, si alguien pregunt aba por m í, debía decir que había salido con
un am igo, que est aría fuera t oda la t arde, y la noche, si la presionaban. Que
había abandonado bien t em prano la conferencia de Bert inelli.
—Met ódico —dij o Bourne.
—Sí. —Marie se perm it ió esbozar una sonrisa—. Le pedí que fuera hast a m i
habit ación; est am os a dos puert as una de la ot ra, y la cam arera sabe que som os

96
am igas. Si no había nadie allí, debía poner algunas prendas y m aquillaj e en m i
m alet ín y regresar a su habit ación. Yo la llam aría dent ro de cinco m inut os.
—¿Acept ó sim plem ent e lo que ust ed dij o?
—Ya se lo he dicho. Som os am igas. Sabía que yo est aba bien, nerviosa
quizá, pero bien. Y que deseaba que hiciera lo que le pedía. —Marie hizo una
nueva pausa—. Probablem ent e pensó que le decía la verdad.
—Cont inúe.
—La llam é ot ra vez; ya t enía m is cosas.
—Lo cual significa que los ot ros dos delegados no dieron su nom bre a
la Policía. Su habit ación habría est ado vigilada y no habrían perm it ido ent rar a
nadie.
—No sé si hablaron o no. Pero si lo hicieron, probablem ent e m i am iga sería
int errogada después. Y ella, sim plem ent e, habría dicho lo que yo le indiqué.
—Ella est aba en el «Carillón»; ust ed, cerca del río. ¿Cóm o pudo hacerse con
sus cosas?
—Fue bast ant e sim ple. Algo insólit o, pero sim ple. Habló a la cam arera de la
noche y le dij o que yo est aba evit ando a un hom bre del hot el y viéndom e con
ot ro afuera. Que necesit aba m i m alet ín y si podía sugerir alguna form a para
enviárm elo: a un coche: cerca del río. Me lo t raj o un m ozo libre de servicio.
—¿No se sorprendió ant e su aspect o?
—No t uvo ocasión de ver m ucho. Abrí el m alet ero, m e quedé en el coche y le
dij e que lo pusiera allí at rás. Dej é un billet e de diez francos en la rueda de
repuest o.
—No es m et ódica, es ext raordinaria.
—Met ódica est á bien.
—¿Cóm o encont ró al doct or?
—Aquí. El concierge o com o se llam e en Suiza. Recuerde, yo lo había
vendado lo m ej or que pude, det uve en lo posible la pérdida de sangre. Com o la
m ayoría de la gent e, t engo un conocim ient o práct ico de prim eros auxilios; eso
significa que t uve que quit arle alguna ropa. Encont ré el dinero, y ent onces
com prendí lo que había querido decir con buscar a un m édico, al que pudiera
pagar. Lleva ust ed m iles y m iles de dólares; conozco el cam bio act ual.
—Ése es sólo el com ienzo.
—¿Qué?
—No im port a. —I nt ent ó incorporarse nuevam ent e; era dem asiado difícil—.
¿No m e t iene m iedo? ¿No t iene m iedo de lo que hizo?
—Por supuest o que lo t engo. Pero sé lo que ha hecho ust ed por m í.
—Es ust ed m ás confiada de lo que sería yo en las m ism as circunst ancias.
—Ent onces, quizá no sea m uy conscient e de las circunst ancias. Todavía est á
m uy débil, y yo t engo el revólver. Adem ás, no t iene ropa.
—¿Ninguna?
—Ni siquiera unos short s. Lo t iré t odo. Se vería algo raro corriendo por la
calle sólo con un cint urón de plást ico y una bolsa de dinero.
Bourne se rió a pesar del dolor, recordando La Ciot at y al m arqués de
Cham ford.
—Met ódica —dij o.

97
—Por com plet o.
—¿Qué va a suceder ahora?
—Anot é el nom bre del m édico y pagué la habit ación por una sem ana. El
concierge le t raerá las com idas, em pezando por el alm uerzo de hoy. Yo m e
quedaré hast a m edia m añana. Son casi las seis; pront o am anecerá. Ent onces iré
al hot el por el rest o de m is cosas y m is pasaj es de avión, y haré lo posible por
evit ar m encionarlo.
—¿Suponga que no puede? ¿Suponga que la ident ifican?
—Lo negaré. Est aba oscuro. Todo era un caos.
—Ahora no est á siendo m et ódica. Al m enos, no t an m et ódica com o lo sería la
Policía de Zurich. Tengo una idea m ej or. Llam e a su am iga y dígale que recoj a el
rest o de sus cosas y que pague su cuent a. Tom e el dinero que quiera y coj a el
prim er avión para Canadá. Es m ás fácil negar a larga dist ancia.
Ella lo m iró en silencio, luego asint ió:
—Eso es m uy t ent ador.
—Muy lógico.
Ella siguió observándolo durant e un m om ent o, con la t ensión reflej ada en los
oj os. Se volvió y cam inó hast a la vent ana, por la que ent raban los prim eros rayos
del sol m at ut ino. Él la observaba, sint iendo la int ensidad, conociendo sus raíces,
viendo su rost ro baj o el pálido resplandor dorado del am anecer. No había nada
que él pudiera hacer; ella había act uado com o creyó que debía hacerlo, porque
había sido rescat ada del t error. De una especie de t errible degradación que
ningún hom bre podía realm ent e com prender. De la m uert e. Y, al act uar de aquel
m odo, había quebrant ado t odas las reglas. Ella giró la cabeza hacia él; sus oj os
brillaban.
—¿Quién es ust ed?
—Ya oyó lo que dij eron.
—¡Yo sé lo que vi! ¡Lo que sient o!
—No t rat e de j ust ificar le que hizo. Sim plem ent e lo hizo, eso es t odo. Déj elo
así.
Dej arlo así. ¡Oh, Dios, habrías podido dej arm e ir! Y hubiera habido paz. Pero
ahora m e has devuelt o part e de m i vida, y debo seguir luchando, enfrent arm e
con ella ot ra vez.
Dé pront o, ella se acercó a los pies de la cam a, con el arm a en la m ano. La
apunt ó hacia él, y su voz t em bló:
—¿Debo deshacer lo que hice, ent onces? ¿Llam ar a la Policía y decirle que
venga por ust ed?
—Unas horas ant es le habría dicho que sí. No puedo decirlo ahora.
—Ent onces, ¿quién es ust ed?
—Dicen que m i nom bre es Bourne. Jason Charles Bourne.
—¿Qué significa eso de «dicen»?
Él m iró fij am ent e el arm a, el círculo negro de su cañón. No quedaba m ás
alt ernat iva que la verdad, com o él la conocía.
—¿Qué significa? —repit ió él—. Ust ed sabe t ant o com o yo, doct ora.
—¿Qué?

98
—Bien puede oírlo. Quizá le haga sent irse m ej or. O peor, no lo sé. Pero, de
t odos m odos puede oírlo, porque no sé qué ot ra cosa decirle.
Ella baj ó el arm a:
—¿Decirm e qué?
—Mi vida com enzó hace cinco m eses, en una pequeña isla del Medit erráneo
llam ada Port Noir...

El sol había subido hast a el punt o m edio de los árboles circundant es, sus
rayos se filt raban a t ravés de las ram as que m ecía el vient o, ent rando por las
vent anas y salpicando las paredes con form as irregulares de luz. Bourne yacía en
la cam a, exhaust o. Había concluido, no había m ás que decir.
Marie est aba sent ada sobre sus piernas en un sillón de cuero, al ot ro lado de
la habit ación; los cigarrillos y el arm a reposaban en una m esit a a su izquierda.
Casi ni se había m ovido, con la m irada fij a en él; aun cuando fum aba, sus oj os
no pest añeaban, no abandonaban los de él. Era una analist a t écnica evaluando
dat os, filt rando los hechos, del m ism o m odo que los árboles filt raban los rayos
del sol.
—Ust ed lo decía cont inuam ent e —m urm uró en t ono suave, espaciando las
palabras—. No lo sé... oj alá lo supiera. Ust ed observó algo y yo m e asust é. Le
pregunt é qué era, qué iba ust ed a hacer. Y ust ed lo dij o ot ra vez: «Oj alá lo
supiera.» Hay que ver lo que ha pasado... lo que est á pasando.
—Después de lo que le he hecho, ¿puede preocuparle lo que m e pasó a m í?
—Son dos líneas de acont ecim ient os separadas —replicó ella con aire
ausent e, frunciendo el ceño.
—Separadas...
—Relacionadas en su origen, pero desarrolladas independient em ent e; eso es
razonam ient o económ ico... Y luego en la Löwenst rasse, j ust o ant es de ir al
apart am ent o de Chernak, le supliqué que no m e llevara con ust ed. Est aba
convencida de que si oía algo m ás, m e m at aría. Allí fue donde dij o la cosa m ás
ext raña de t odas. Dij o: «Lo que ha oído no t iene m ás sent ido para m í que para
ust ed. Quizá m enos...» Pensé que est aba loco.
—Algo no m e funciona bien en la cabeza. Una persona sana recuerda. Yo no.
—¿Por qué no m e dij o que Chernak había int ent ado m at arlo?
—No había t iem po ni pensé que im port ara.
—No le im port aba ent onces... a ust ed. Pero sí a m í.
—¿Por qué?
—Porque m e aferraba a la rem ot a esperanza de que ust ed no dispararía su
arm a cont ra alguien que no hubiera int ent ado m at arlo ant es.
—Pero él lo hizo. Yo est aba herido.
—Yo no conocía la secuencia; ust ed no m e la explicó.
—No com prendo.
Marie encendió un cigarrillo:
—Es difícil de explicar, pero durant e t odo el t iem po que m e t uvo com o
rehén, aun cuando m e golpeó, m e arrast ró y presionó el revólver cont ra m i est ó-
m ago y lo sost uvo cont ra m i cabeza. Dios sabe que est aba at errorizada, pero m e
pareció ver algo en sus oj os. Llám ele rechazo. Es lo m ej or que se m e ocurre.

99
—Est á bien. ¿Qué quiere decir?
—No est oy segura. Quizá se rem ont a a ot ra cosa que dij o ust ed en el
reservado del «Drei Alpenhäuser». Cuando el hom bre gordo se acercaba, ust ed
m e dij o que m e quedara cont ra la pared, que m e cubriera la cara con la m ano.
«Por su propio bien —dij o—. No es convenient e que él pueda ident ificarla.»
—No lo era.
—«Por su propio bien.» Ése no es el razonam ient o de un asesino pat ológico.
Creo que m e aferré a eso para m ant ener m i cordura; quizás, a eso y a la m irada
que vi en sus oj os.
—Todavía no la ent iendo.
—El hom bre con gafas de m ont ura de oro, que m e convenció de que era la
policía, dij o que ust ed era un brut al asesino al que debían det ener ant es de que
cont inuara m at ando. Si no hubiera sido por Chernak, no le habría creído. En
ninguno de los punt os. La Policía no se com port a de ese m odo; no usan arm as en
la oscuridad, en lugares at est ados de gent e. Y ust ed era un hom bre que corría
por salvar su vida, que est á corriendo por ello, pero no es un asesino.
Bourne levant ó la m ano:
—Discúlpem e, pero sus palabras parecen un j uicio basado en falsa grat it ud.
Ust ed dice que lo que cuent a son los hechos; ent onces, considérelos. Le repit o:
ust ed oyó lo que ellos dij eron; independient em ent e de lo que crea ust ed haber
vist o o de lo que sient a, oyó las palabras. Resum iendo: se m e ent regaron sobres
con dinero para cum plir ciert as m isiones. Yo diría que ést as eran bast ant e claras
y las acept é. Tenía una cuent a en el Banco Gem einschaft , que t ot alizaba una
sum a de alrededor de cinco m illones de dólares. ¿Cóm o los obt uve? ¿Dónde
puede un hom bre com o yo, con los obvios t alent os que poseo, obt ener esa
cant idad de dinero? —Jason m iró al t echo. El dolor ret ornaba, la sensación de
im pot encia, t am bién—. Ésos son los hechos, doct ora St . Jacques. Es t iem po de
que se vaya.
Marie se levant ó del sillón y aplast ó su cigarrillo. Luego t om ó el arm a y
cam inó hacia la cam a:
—Tiene prisa por condenarse, ¿no es así?
—Respet o los hechos.
—Ent onces, si lo que dice es ciert o, yo t am bién t engo una m isión, ¿no lo
cree? Com o m iem bro de la sociedad respet uosa de la ley, m i deber es llam ar a la
Policía de Zurich y decirles dónde est á.
Levant ó el arm a. Bourne la m iró:
—Creí...
—¿Por qué no? —int errum pió ella—. Es un hom bre condenado que quiere
t erm inar con t odo, ¿no es así? Habla con det erm inación, sin sent ir siquiera un
poco de aut oest im a, apelando a m i... ¿cóm o ha dicho? ¿Falsa grat it ud? Bueno,
creo que será m ej or que ent ienda algo. Yo no soy ninguna t ont a; si creyera por
un m inut o que es ust ed lo que dicen que es, no est aría aquí, y t am poco est aría
ust ed. Hechos que no pueden docum ent arse no son hechos en absolut o. Ust ed no
t iene hechos, t iene conclusiones, sus propias conclusiones basadas en
afirm aciones hechas por personas que ust ed sabe que son basura.

100
—Y una inexplicable cuent a bancaria con cinco m illones de dólares. No se
olvide de ello.
—¿Cóm o podría olvidarlo? Se supone que soy un perit o en finanzas. Est a
cuent a puede no t ener explicación en t érm inos que a ust ed le sat isfagan, pero
hay condiciones inherent es que le ot organ un considerable grado de legit im idad.
Puede ser inspeccionada, probablem ent e int ervenida, por cualquier direct or de
una com pañía llam ada no sé cuánt os Set ent a y Uno. Ésa es una m uy im probable
afiliación de un asesino a sueldo.
—Esa com pañía puede ser invent ada; no est á regist rada.
—¿En una guía t elefónica? No sea ingenuo. Pero volvam os a ust ed, en est e
m om ent o. ¿Llam o realm ent e a la Policía?
—Conoce m i respuest a. No la puedo det ener, pero no quiero que lo haga.
Marie baj ó el arm a:
—Y no lo haré. Por la m ism a razón por la que ust ed no quiere que lo haga.
No creo lo que dicen, que es m ás de lo que lo cree ust ed.
—Ent onces, ¿qué es lo que cree?
—Ya se lo dij e. No est oy segura. Todo lo que realm ent e sé es que hace siet e
horas est aba baj o un anim al, su boca sobre m í, sus m anos desgarrándom e... y
sabía que iba a m orir. Y ent onces, un hom bre volvió por m í, un hom bre que
hubiera podido seguir huyendo, pero que regresó por m í y se ofreció a m orir en
m i lugar. He de creer en él.
—Suponga que se equivoca.
—Ent onces habré com et ido un t errible error.
—Gracias. ¿Dónde est á el dinero?
—En el escrit orio. En el sobre del pasaport e y en la billet era. Tiene t am bién
el nom bre del m édico y el recibo por la habit ación.
—¿Me puede t raer el pasaport e, por favor? Tengo en él el dinero suizo.
—Lo sé. —Marie se lo dio—. Le he dado al concierge t rescient os francos por
la habit ación, y doscient os por el nom bre del m édico. Los servicios del doct or son
cuat rocient os cincuent a, a los que he agregado ot ros cient o cincuent a por su
cooperación. En t ot al he pagado m il cien francos.
—No t iene que rendirm e cuent as.
—Debía ust ed saberlo. ¿Qué piensa hacer?
—Darle dinero para que pueda regresar a Canadá.
—Me refiero a después.
—Veré cóm o m e sient o m ás adelant e. Probablem ent e diré al concierge que
m e com pre alguna ropa. Le haré algunas pregunt as. Est aré bien.
Sacó un m ont ón de billet es grandes y se los ofreció.
—Eso es m ás de cincuent a m il francos.
—Ha sufrido m ucho por m i causa.
Marie St . Jacques m iró el dinero, y luego la pist ola que llevaba en su m ano
izquierda:
—No quiero su dinero —replicó, dej ando el arm a en la m esit a de noche.
—¿Qué quiere decir?
Se volvió y cam inó hacia el sillón, m irándolo nuevam ent e m ient ras giraba
para sent arse:

101
—Creo que quiero ayudarlo.
—Espere un m inut o...
—Por favor —lo int errum pió—. Por favor, no m e haga ninguna pregunt a. No
diga nada durant e un rat o.

10

Ninguno de los dos supo exact am ent e cuándo sucedió, y ni siquiera si había
sucedido. O, si así era, hast a qué punt o cada uno de ellos lo preservaría o
profundizaría. No había ningún dram a esencial, ni conflict os que superar, ni
barreras que at ravesar. Todo lo que se necesit aba era com unicación m ediant e
palabras y m iradas y, quizá t an vit al com o cualquiera de ést as, el frecuent e
acom pañam ient o de una risa t ranquila.
El arreglo para vivir en la habit ación de la pensión del pueblo era t an clínico
com o podría haberlo sido en una sala de hospit al. Durant e el día, Marie se
encargaba de varios asunt os práct icos, t ales com o com idas, ropa, m apas y
periódicos. Había llevado el coche robado quince kilóm et ros hacia el Sur, hast a la
ciudad de Reinach, donde lo había abandonado, t om ando luego un t axi para
regresar a Lenzburg. Cuando ella no est aba, Bourne concent raba su at ención en
el descanso y la m ovilidad. De algún recóndit o lugar de su olvidado pasado le
llegaba la noción de que el rest ablecim ient o dependía de am bas cosas, y se
som et ía a una rígida disciplina; lo había hecho ant es..., ant es de Port Noir.
Cuando est aban j unt os, charlaban; al principio, ext rañam ent e, con las t ensiones
y reparos propios de dos desconocidos unidos por las circunst ancias y que habían
sobrevivido a las est rem ecedoras ondas de un cat aclism o. Trat aban de poner
norm alidad donde no podía haber ninguna, pero era m ás fácil cuando am bos
acept aban la anorm alidad esencial: no había nada que decir, except o lo
relacionado con t odo lo sucedido. Y si lo había, com enzaría a aparecer sólo en
aquellos m om ent os, cuando el análisis de los acont ecim ient os est aba
m om ent áneam ent e agot ado; los silencios eran ent onces t ram polines hacia el
alivio, hacia ot ras palabras y pensam ient os.
Durant e esos m om ent os fue cuando Jason em pezó a conocer las
caract eríst icas salient es de la m uj er que le había salvado la vida. Él prot est aba
diciéndole que ella sabía de su vida t ant o com o él, pero que él no sabía nada de
ella. ¿De dónde era? ¿Por qué una at ract iva m uj er de cabello roj o oscuro y piel
obviam ent e t ost ada en una granj a pret endía ser una doct ora en Ciencias
Económ icas?
—Porque est aba hart a de la granj a —replicó Marie.
—¿En serio? ¿Realm ent e una granj a?
—Bueno, un pequeño rancho sería m ás adecuado. Pequeño com parado con
los de enorm e ext ensión que hay en Albert a. En t iem pos de m i padre, cuando un
canadiense francés iba hacia el Oest e a com prar t ierras, había rest ricciones
t ácit as. No com pet ir en t am año con sus superiores. A m enudo decía que si hu-

102
biera usado el nom bre St . Jam es en vez de St . Jacques, hoy sería un hom bre
m uchísim o m ás rico.
—¿Era un hacendado?
Marie se había reído.
—No, era un cont able que se convirt ió en hacendado a causa de un
bom bardero «Vickers» durant e la guerra. Fue pilot o en la Real Fuerza Aérea
Canadiense. Supongo que después de ver t ant o cielo, una oficina cont able le
parecería algo t ediosa.
—Eso requiere m ucho t em ple.
—Más de lo que supones. Vendió ganado que no le pert enecía en t ierras que
no poseía ant es de poder com prar el cam po. «Francés hast a la m édula», decía la
gent e.
—Est oy seguro que m e agradaría conocerlo.
—Yo t am bién.
Había vivido en Calgary con sus padres y dos herm anos, hast a que t uvo
dieciocho años e ingresó en la Universidad de McGill, en Mont real, donde
com enzó una vida que nunca ant es había im aginado. Est udiant e indiferent e que
prefería correr por el cam po m ont ada a caballo al organizado aburrim ient o de un
colegio religioso en Albert a, acabó por descubrir lo est im ulant e que era usar la
m ent e.
—Realm ent e fue así de sim ple —explicó—. Consideraba los libros com o
enem igos nat urales, y, de pront o, allí est aba, rodeada de gent e inm ersa en ellos,
disfrut ándolos m ucho. Todo era conversación. Todo el día, t oda la noche, en los
cursos y sem inarios, en at est ados bares frent e a j arros de cerveza; creo que fue
la charla lo que m e arrast ró. ¿Tiene eso sent ido para t i?
—No puedo recordar, pero lo com prendo —replicó Bourne—. No t engo
recuerdos de la Universidad ni de esa clase de am igos, pero est oy convencido de
que est uve allí. —Sonrió—. Conversar frent e a j arros de cerveza es una im agen
que m e result a fam iliar.
Ella le devolvió la sonrisa.
—Y yo desent onaba en ese depart am ent o. Una robust a chica de Calgary con
dos herm anos con quienes com pet ir, podía t om ar m ás cerveza que la m it ad de
los est udiant es universit arios de Mont real.
—Est arían resent idos cont igo.
—No, sólo m e envidiaban.
Un nuevo m undo se le había present ado a Marie St . Jacques; nunca ret ornó
al ant erior. Con excepción de las vacaciones anuales, los prolongados viaj es a
Calgary se hicieron cada vez m enos frecuent es. Sus círculos en Mont real se
expandieron, ocupaba los veranos en t rabaj os fuera y dent ro de la Universidad.
Se inclinó prim ero por la Hist oria, y luego llegó a la conclusión de que ést a est aba
m arcada por fuerzas económ icas —el poder y la t rascendencia debían ser
pagadas—, y ent onces probó las t eorías económ icas, que la absorbieron.
Perm aneció en McGill durant e cinco años, al cabo de los cuales recibió su
t ít ulo y una beca, ot orgada por el Gobierno de Canadá para Oxford.

103
—Aquél sí que fue un día est upendo, t e lo aseguro. Pensé que a m i padre le
iba a dar una apoplej ía. Dej ó su preciosa hacienda al cuidado de m is herm anos el
t iem po suficient e para volar al Est e y t rat ar de convencerm e de que abandonara.
—¿Que abandonaras? ¿Por qué? Él era cont able; t ú ibas t ras un doct orado
en Ciencias Económ icas.
—¡No com et as ese error! —exclam ó Marie—. Cont ables y econom ist as son
enem igos nat urales. Unos ven árboles, los ot ros, bosques, y las visiones son por
lo general t ot alm ent e opuest as. Adem ás, m i padre no es sólo canadiense, sino
francocanadiense. Creo que m e consideraba com o una t raidora a Versalles. Pero
se apaciguó cuando le dij e que una condición para la beca era el com prom iso de
t rabaj ar para el Gobierno un m ínim o de t res años. Ent onces dij o que podía
«servir m ej or a la causa desde dent ro». Vive Québec libre, vive la France!
Rieron.
El com prom iso de t res años con Ot t awa se fue am pliando: cada vez que
pensaba en abandonar, era ascendida, ponían a sus órdenes una oficina m ás
grande y un equipo m ás num eroso.
—El poder corrom pe, por supuest o —sonrió—, y nadie lo sabe m ej or que una
burócrat a que sube cada vez m ás y a quien los Bancos v com pañías persiguen en
busca de una recom endación. Pero creo que ya Napoleón lo expresó m ej or.
«Denm e las suficient es m edallas y ganaré cualquier guerra.» De m odo que m e
quedé. Disfrut o enorm em ent e con m i t rabaj o. Pero sucede que es un t rabaj o para
el cual soy eficient e, y eso ayuda.
Jason la observaba m ient ras hablaba. Baj o su serena superficie había una
cualidad exuberant e y j uvenil en Marie. Era una ent usiast a que refrenaba su
ent usiasm o cada vez que sent ía que est o se exacerbaba. Por supuest o, era buena
en lo que hacía; él sospechaba que nunca hacía nada sin dedicación t ot al.
—Est oy seguro de que lo eres ( buena, quiero decir) , pero no t e dej a m ucho
t iem po para ot ras cosas, ¿verdad?
—¿Qué ot ras cosas?
—¡Oh, las com unes! Marido, fam ilia, casa con cerca de m adera.
—Pueden llegar algún día; no las descart o.
—Pero no han llegado.
—No, hubo un par de posibilidades, pero sin anillo.
—¿Quién es, Pet er?
Su sonrisa se desvaneció.
—Me había olvidado. Has leído el t elegram a.
—Lo sient o.
—No t ienes por qué. Ya hem os superado eso... ¿Pet er? Adoro a Pet er.
Vivim os j unt os casi dos años, pero no dio result ado.
—Aparent em ent e, no sient es rencor.
—¡Mej or que no lo sient a! —Rió nuevam ent e—. Es direct or de sección;
espera pront o un nom bram ient o en el Gabinet e. Si no se com port a bien, inform a-
ré a Tesorería de lo que no sabe y se irá com o un SX- Dos.
—Dij o que t e recogería en el aeropuert o el veint iséis. Será m ej or que le
envíes un t elegram a.
—Sí, lo sé.

104
Su part ida era un t em a que no habían t ocado; lo evit aron com o si se t rat ara
de una event ualidad lej ana. No est aba relacionado con «lo que había sucedido»;
era algo que iba a suceder. Marie había dicho que quería ayudarle; él lo había
acept ado, asum iendo que la guiaba la falsa grat it ud para quedarse con él un día
o m ás, y est aba agradecido por ello. Pero cualquier ot ra cosa era im pensable.
Y ésa era la razón por la cual no hablaban al respect o. Habían int ercam biado
palabras y m iradas, habían evocado risas relaj adas, habían logrado est ar có-
m odos. A veces surgían int ent os de int im idad, y am bos com prendían y volvían
hacia at rás. Cualquier ot ra cosa era im pensable.
De m odo que cont inuam ent e volvían a la anorm alidad, a «lo que había
sucedido». A él m ás que a ellos, pues él era la causa irracional por la cual
est aban j unt os..., j unt os en una habit ación de una pequeña pensión de un pueblo
de Suiza. Anorm alidad. No era part e del razonable y ordenado m undo de Marie
St . Jacques, y porque no lo era, su ordenada y analít ica m ent e se sent ía
provocada. Las cosas irracionales debían ser exam inadas, aclaradas, explicadas.
Se hizo im placable en su indagación, t an insist ent e com o Geoffrey Washburn lo
había sido en I le de Port Noir, pero sin la paciencia del doct or. Pues ella carecía
de t iem po, lo sabía, y eso la llevaba al borde de la est ridencia.

—Cuando lees los periódicos, ¿qué t e llam a la at ención?


—La confusión. Parece ser universal.
—Con seriedad. ¿Qué t e result a fam iliar?
—Casi t odo, pero no puedo decir por qué.
—Dam e un ej em plo.
—Est a m añana. He leído un art ículo sobre un cargam ent o de arm as a Grecia
y el consiguient e debat e en las Naciones Unidas; los soviét icos prot est aron.
Com prendo el significado, la lucha por el poder en el Medit erráneo, la expansión
en el Medio Orient e.
—¿Qué ot ro art ículo t e llam ó la at ención?
—Uno que t rat aba sobre la int erferencia de la Alem ania Orient al sobre el
Depart am ent o de Coordinación del Gobierno de Bonn en Varsovia. Bloque orien-
t al, bloque occident al; ot ra vez com prendí.
—Ent iendes la relación, ¿verdad? Eres polít icam ent e, geopolít icam ent e,
recept ivo.
—O t engo un conocim ient o laboral m uy corrient e sobre los sucesos de la
act ualidad. No creo haber sido nunca un diplom át ico. El dinero del Banco
Gem einschaft descart a cualquier posibilidad de un em pleo gubernam ent al.
—Est oy de acuerdo. Aun así, eres conscient e polít icam ent e. ¿Qué m e dices
sobre los m apas? Me pedist e que t e com prara varios. ¿Qué t e viene a la m ent e
cuando los m iras?
—En algunos casos hay nom bres que evocan im ágenes, com o sucedió en
Zurich. Edificios, hot eles, calles..., a veces caras. Pero nunca nom bres. Los ros-
t ros no t ienen nom bre.
—Sin em bargo, has viaj ado m ucho.
—Supongo que sí.
—Sabes que sí.

105
—Est á bien, he viaj ado.
—¿Cóm o viaj abas?
—¿Qué quieres decir con «cóm o»?
—¿Era generalm ent e en avión, o en coche? ¿En t axis o conduciendo t ú
m ism o?
—Am bas, creo. ¿Por que?
—Los aviones significarían largas dist ancias. ¿Te encont rabas con gent e?
¿Hay rost ros en los aeropuert os, en los hot eles?
—Calles —respondió él, involunt ariam ent e.
—¿Calles? ¿Por qué calles?
—No lo sé. Veo caras en la calle..., y en lugares t ranquilos. Lugares oscuros.
—¿Rest aurant es? ¿Cafés?
—Sí. Y habit aciones.
—¿Habit aciones de hot el?
—Sí.
—¿No oficinas? ¿Oficinas de negocios?
—A veces. No siem pre.
—Est á bien. Veías a gent e. Caras. ¿Hom bres? ¿Muj eres? ¿Am bos?
—Casi siem pre hom bres. Algunas m uj eres, pero generalm ent e hom bres.
—¿De qué hablaban?
—No lo sé.
—Trat a de recordar.
—No puedo. No hay voces; no hay palabras.
—¿Había planes? Te encont rabas con gent e, eso quiere decir que
concert abas ent revist as. Ellos esperaban encont rarse cont igo y t ú esperabas
encont rart e con ellos. ¿Quién program aba esos encuent ros? Alguien debía
hacerlo.
—Telegram as. Llam adas t elefónicas.
—¿De quién? ¿De dónde?
—No lo sé. Me llegaban.
—¿A los hot eles?
—La m ayor part e, m e im agino.
—Me com unicast e que el subgerent e del «Carillón» t e dij o que recibía
m ensaj es.
—Ent onces, llegaban a los hot eles.
—¿No sé qué Set ent a y Uno?
—Treadst one.
—«Treadst one.» Ésa es t u com pañía, ¿verdad?
—No significa nada. No pude encont rarla.
—¡Concént rat e!
—Lo hago. No est á regist rada. Llam é a Nueva York.
—Pareces creer que eso no es corrient e. Lo es.
—¿Por qué?
—Podría ser una división int erna separada, o una subsidiaria ocult a; una
com pañía est ablecida para hacer adquisiciones con dest ino a una com pañía prin-

106
cipal, cuyo nom bre podría elevar el precio de la negociación. Se hace t odos los
días.
—¿A quién est ás t rat ando de convencer en est e m om ent o?
—A t i. Es com plet am ent e posible que seas un gest or am bulant e de los
int ereses financieros nort eam ericanos. Todo conduce a ello: fondos est ablecidos
para disposición inm ediat a de capit al, confidencialidad abiert a para aprobación de
la com pañía, la cual nunca fue ej ercit ada. Est os hechos, m ás t u int uición para los
cam bios polít icos, apunt an hacia un confiable agent e de com pras, y m uy
probablem ent e, un gran accionist a o copropiet ario de la com pañía principal.
—No t e precipit es.
—No he dicho nada ilógico.
—Hay uno o dos aguj eros.
—¿Dónde?
—En esa cuent a no había reint egros. Sólo im posiciones. No com praba, sino
que vendía.
—Eso no lo sabes; no lo recuerdas. Los pagos pueden hacerse con depósit os
a cort o plazo.
—Ni siquiera sé lo que significa eso.
—Un t esorero al t ant o de ciert as est rat egias de im puest os lo ent endería.
¿Cuál es el ot ro aguj ero?
—La gent e no t rat a de m at ar a alguien por com prar algo a un precio m ás
baj o. Pueden ponerlo en evidencia, pero no m at arlo.
—Lo hacen si se com et e un error t rem endo. O si esa persona ha sido
confundida con ot ra. Lo que est oy t rat ando de decirt e es que ¡uno no puede ser
lo que no es! No im port a lo que digan.
—Est ás m uy convencida.
—Sí. He pasado t res días cont igo. Hem os charlado, he escuchado. Se ha
com et ido un t errible error. O hay algún t ipo de conspiración.
—¿Con respect o a qué? ¿Cont ra qué?
—Eso es lo que t ienes que descubrir.
—Gracias.
—Dim e algo. ¿Qué t e viene a la m ent e cuando piensas en dinero?
¡Bast a! ¡No hagas eso! ¿No lo ent iendes? Est ás equivocada. Cuando pienso
en dinero, pienso en m at ar.
—No lo sé —replicó—. Est oy cansado. Quiero dorm ir. Envía el t elegram a por
la m añana. Dile a Pet er que vas para allí.

Era m ás de m edianoche, el com ienzo del cuart o día, y aún no llegaba el


sueño. Bourne m iraba al t echo, la oscura m adera que reflej aba la luz de la
lám para de la habit ación. La luz quedaba encendida por las noches; Marie lo hacía
así, y él no le había pregunt ado por qué, ni ella se lo había explicado.
Por la m añana, ella se habría ido y él debía concret ar sus planes. Se
quedaría en la pensión durant e unos días m ás, y llam aría al m édico, a Wohlen,
para que le quit ara los punt os. Después, París. El dinero est aba en París, y
t am bién había algo m ás; lo sabía, lo sent ía. Una respuest a final; est aba en París.
No est á sin prot ección. Encont rará su cam ino.

107
¿Qué encont raría? ¿A un hom bre llam ado Carlos? ¿Quién era Carlos y qué
era para Jason Bourne?
Oyó el roce de t ela desde el sofá cont ra la pared. Miró hacia allí, sorprendido
de ver que Marie no dorm ía. En lugar de ello, lo m iraba, lo observaba.
—Est ás equivocado, ¿sabes? —dij o ella.
—¿Sobre qué?
—Sobre lo que est ás pensando.
—No sabes en qué est oy pensando.
—Sí, lo sé. He leído t u m irada y ves cosas que no est ás seguro de que est én
ahí, pero t em eroso de que puedan est ar.
—Est án —replicó él—. Háblam e de St eppdeckst rasse, del hom bre gordo del
«Drei Alpenhäuser».
—No puedo, pero t am poco puedes t ú.
—Est aban allí, los vi.
—Descubre el porqué. No puedes ser lo que no eres, Jason. Averigua.
—París —replicó.
—Sí, París.
Marie se levant ó del sofá. Llevaba un cam isón am arillo pálido, casi blanco,
con bot ones de perlas en el cuello; cam inaba descalza hacia su cam a. Se det uvo
a su lado, m irándolo; luego subió las m anos y com enzó a desabrocharse la part e
superior del cam isón. Lo dej ó caer, m ient ras se sent aba en la cam a, con los
pechos sobre él. Se inclinó, le cogió la cara ent re las m anos y la acarició con
suavidad; sus oj os, com o frecuent em ent e los últ im os días, lo m iraban sin
pest añear, fij os en los suyos.
—Gracias por m i vida —susurró.
—Gracias por la m ía —replicó él, sint iendo el m ism o deseo que sabía sent ía
ella, pregunt ándose si a ella le dolería al m ism o t iem po que a él. No t enía
recuerdos de ninguna m uj er, y quizá porque no los t enía, ella era t odo cuant o
podía im aginar; t odo y m ucho, m ucho m ás. Ella ilum inaba su oscuridad. Y le
aport aba dolor.
Él había t enido m iedo de decírselo. Y ella ahora le decía que est aba bien,
aunque fuera por poco t iem po, por una hora o m ás. Aquella noche, ella le est aba
dando algo para recordar, porque ella t am bién anhelaba liberarse de los resabios
de violencia. Se aliviaba la t ensión, durant e una hora o m ás sent irían bienest ar.
Era t odo lo que pedía, pero ¡Dios del cielo, cóm o la necesit aba!
Le acarició el pecho y at raj o sus labios a los de él; su hum edad lo est im uló,
barriendo sus dudas.
Ella levant ó las sábanas y fue hacia él.
Yacía en sus brazos, la cabeza sobre su pecho, procurando no t ocar la herida
de su hom bro. Se deslizó suavem ent e hacia at rás, apoyándose en los codos. Él la
m iró; sus oj os se encont raron, y am bos sonrieron. Ella levant ó la m ano izquierda,
posando el índice en los labios de él, y habló en voz baj a:
—Tengo algo que decirt e y no quiero que m e int errum pas. No voy a enviar el
cable a Pet er. Todavía no.
—Espera un m inut o.
Apart ó de su cara la m ano de ella.

108
—Por favor, no m e int errum pas. He dicho «t odavía no». No quiere decir que
no lo enviaré, sino sólo que no lo haré en seguida. Me quedo cont igo. I ré cont igo
a París.
Él forzó las palabras:
—Supón que no quiero que lo hagas. Ella se reclinó hacia delant e, frot ando
sus labios cont ra la m ej illa de él.
—No t e haría caso. La com put adora lo acaba de rechazar.
—Yo no est aría t an segura, si fuese t ú.
—Pero no lo eres. Yo soy yo, y sé la m anera en que m e t uvist e e int ent ast e
decir m uchas cosas que no pudist e decir. Cosas que creo que am bos nos qui-
sim os decir durant e los últ im os días. No puedo explicar qué ha sucedido. ¡Oh, sí! ,
supongo que est ará allí, en alguna oscura t eoría psicológica de algún sit io, dos
personas razonablem ent e int eligent es, arroj adas j unt as al infierno y t rat ando
desesperadam ent e de salir... j unt os. Y quizá sea sólo eso. Pero est á aquí y ahora,
y no puedo alej arm e de ello. No puedo alej arm e de t i. Porque t ú m e necesit as y
m e dist e la vida.
—¿Qué t e hace pensar que t e necesit o?
—Puedo hacer cosas por t i, que t ú no puedes hacer por t i m ism o.
—He est ado pensando en ello durant e las dos últ im as horas. —Se deslizó
hacia delant e, desnuda, a su lado—. Est ás involucrado de alguna m anera con una
gran cant idad de dinero, pero creo que no dist ingues un act ivo de un pasivo. Tal
vez pudist e hacerlo ant es, pero ahora no puedes. Y hay algo m ás. Tengo una
influyent e posición en el Gobierno de Canadá. Tengo libert ad y acceso a t oda
clase de inform aciones. Y prot ección. Las finanzas int ernacionales est án podridas,
y Canadá ha sido violada. Hem os m ont ado nuest ra propia prot ección, y yo soy
part e de ella. Ésa es la razón por la cual est aba en Zurich. Para observar y
denunciar alianzas, no para discut ir t eorías abst ract as.
—Y el hecho de que t engas est a libert ad, ese acceso, ¿puede ayudarm e?
—Creo que sí. Y prot ección de Em baj ada, eso podría ser lo m ás im port ant e.
Pero t e doy m i palabra de que a la prim era señal de violencia enviaré el t e-
legram a, y m e iré. Apart ando m is propios t em ores; no quiero ser una carga para
t i en esas condiciones.
—¿A la prim era señal? —repit ió Bourne, est udiándola—. ¿Y yo he de
det erm inar cuándo y dónde será eso?
—Si así lo quieres. Mi experiencia es lim it ada. No discut iré.
Él sost uvo su m irada durant e largo t iem po, exalt ada por el silencio.
—¿Por qué haces est o? Lo acabas de decir. Som os dos personas
razonablem ent e int eligent es que han salido de algo parecido al infierno. Puede
ser que eso sea t odo lo que som os. ¿Vale la pena?
Ella perm anecía sent ada, inm óvil.
—Pero he dicho algo m ás; quizá lo hayas olvidado. Cuat ro noches at rás, un
hom bre, que habría podido seguir huyendo, volvió por m í y se ofreció a m orir en
m i lugar. Yo creo en ese hom bre. Más que él, m e parece. Eso es realm ent e lo que
t engo para ofrecer.
—Acept o —dij o él, alargándole las m anos—. No debería, pero acept o.
Necesit o enorm em ent e esa fe.

109
—Ahora, calla —susurró ella quit ando la sábana y acercándose a él—.
Hagam os el am or; yo t am bién t engo m is necesidades.

Pasaron t res días y t res noches, llenos del calor de su bienest ar, de la
excit ación de su descubrim ient o. Vivían con la int ensidad de dos personas
conscient es de que se produciría un cam bio. Y cuando llegara, sería rápido; de
m odo que había cosas de las que hablar, que no podían evit arse por m ás t iem po.
El hum o del cigarrillo se elevaba form ando espirales sobre la m esa,
m ezclándose con el vapor del café calient e y am argo. El concierge, un suizo
ent usiast a cuyos oj os observaban m ás de lo que revelaba su boca, se había ido
hacía varios m inut os, t ras dej arles el pet it déj euner y los periódicos de Zurich, en
inglés y francés. Jason y Marie est aban sent ados uno frent e al ot ro; am bos
habían recorrido ávidam ent e las not icias.
—¿Hay algo en el t uyo? —pregunt ó Bourne.
—Ese pobre viej o, el sereno de Guisan Quai, fue ent errado ant eayer. La
Policía no t iene aún nada concret o. «I nvest igación en proceso», dice.
—Aquí est á algo m ás ext enso —dij o Jason, agit ando t orpem ent e el periódico
con su m ano izquierda, vendada.
—¿Cóm o est á? —pregunt ó Marie, m irando la m ano.
—Mej or. Tengo m ás m ovim ient o en los dedos.
—Ya lo sé.
—Tienes una m ent e sucia. —Dobló el diario—. Aquí est á. Repit en las m ism as
cosas del ot ro día. Los casquillos y huellas de sangre est án siendo analizados —
Bourne alzó la vist a—. Pero añaden algo. Rest os de ropa; no habían m encionado
eso ant es.
—¿Es un problem a?
—No para m í. Com pré la ropa en una t ienda de Marsella. ¿Qué hay sobre t u
vest ido? ¿Era algún diseño o género especial?
—Me haces avergonzar. No, no lo era. Toda m i ropa m e la hace una m uj er
en Ot t awa.
—¿No podría ser rast reada, ent onces?
—No veo cóm o. La seda llegó en un envío de Hong Kong, para nuest ra
sección.
—¿Com prast e algo en los com ercios del hot el? Algo que pudieras haber
llevado cont igo. ¿Un pañuelo, un broche, algo por el est ilo?
—No. No suelo com prar esa clase de cosas.
—Bien. Y a t u am iga, ¿no le hicieron pregunt as cuando pagó la cuent a?
—No en el hot el, ya t e lo dij e. Sólo los dos hom bres con quienes m e vist e en
el ascensor.
—De las delegaciones francesa y belga.
—Sí. Todo m archó bien.
—Repasém oslo ot ra vez.
—No hay nada que repasar. Paul, el de Bruselas, no vio nada. Fue arroj ado
de la silla al suelo y quedó allí. Claude, el que int ent ó det enernos, ¿recuerdas?,
al principio creyó que era yo en el escenario, baj o la luz, pero ant es de que

110
pudiera llegar a la Policía result ó lesionado en el desorden y fue llevado a la
enferm ería.
—Y cuando pudo haber dicho algo —la int errum pió Jason, recordando sus
palabras—, no est aba seguro.
—Sí, pero t engo idea de que él conocía el m ot ivo principal de m i asist encia al
congreso; m i present ación no lo engañó. Si es así, habrá reforzado su decisión de
m ant enerse apart ado del asunt o. Bourne t om ó su t aza de café.
—Déj am e oír eso nuevam ent e —dij o—. Buscabas... ¿alianzas?
—Bueno, en realidad, indicios de ellas. Nadie va a decir abiert am ent e que
hay int ereses financieros en su país que t rabaj a con int ereses en ot ro país para
abrir su cam ino a las m at erias prim as de Canadá o cualquier ot ro m ercado. Pero
uno observa quiénes est án t om ando algo, quién cena con quién. O algunas veces
es t an t ont o com o, digam os, un delegado de Rom a, de quien se sabe que est á
pagado por Agnelli, que viene y t e pregunt a qué t al es Ot t awa de est rict a con las
leyes de declaración.
—Todavía no est oy seguro de ent ender.
—Pues deberías ent enderlo. Tu propio país se est á haciendo m uy suscept ible
respect o al t em a. ¿Quién es dueño de qué? ¿Cuánt os Bancos nort eam ericanos
est án cont rolados por el dinero de la OPEP? ¿Cuánt as indust rias est án en m anos
de consorcios europeos y j aponeses? ¿Cuánt os cient os de m iles de hect áreas han
sido adquiridas por capit al fugado de I nglat erra, I t alia y Francia? Todos nos
preocupam os por ello.
—¿Todos?
Marie rió.
—Por supuest o. Nada hace m ás nacionalist a a un hom bre que el pensar que
su país est á dom inado por los ext ranj eros. Puede asim ilar el perder una guerra;
eso sólo significa que el enem igo era m ás fuert e; pero perder su econom ía
significa que el enem igo fue m ás int eligent e. El período de ocupación dura m ás
t iem po, igual que las heridas.
—Le has dedicado a esas cosas una gran cant idad de t iem po, ¿no es así?
Por un inst ant e, la m irada de Marie perdió su m at iz de hum or; le respondió
seriam ent e:
—Sí, es ciert o. Las considero im port ant es.
—¿Te ent erast e de algo en Zurich?
—Nada asom broso —replicó—. El dinero circula por t odos lados; los
sindicat os t rat an de conseguir inversiones int ernas, m ient ras la m aquinaria
burocrát ica va en dirección opuest a.
—Ese cable de Pet er decía que t us inform es eran de prim era. ¿Qué quería
decir?
—Descubrí un núm ero de ext raños asociados económ icos quienes, pienso,
pueden est ar ut ilizando cabezas de t urco en Canadá para adquirir propiedades
canadienses. No eludo el t em a; es sólo que no significaría nada para t i.
—No t rat o de ent rom et erm e —cont raat acó Jason—, pero creo que m e
colocas a m í en uno de esos grupos. No con respect o a Canadá, sino en general.
—No lo descart o; la est ruct ura exist e. Podrías ser part e de una com binación
financiera que busca cualquier form a de adquisiciones ilegales. Eso es algo sobre

111
lo cual puedo encont rar pist as t ranquilam ent e, pero quiero hacerlo por t eléfono.
No con palabras escrit as en un t elegram a.
—Ahora sí que m e voy a ent rom et er. ¿Qué quieres decir y cóm o?
—Si exist e una «Com pañía Set ent a y Uno» t ras la puert a de una
m ult inacional en algún lado, hay m odos de averiguar cuál es la com pañía, cuál es
la puert a. Quiero llam ar a Pet er desde uno de los t eléfonos públicos en París. Le
diré que he descubiert o la «Treadst one Set ent a y Uno» en Zurich y que m e preo-
cupa. Le pediré que haga una invest igación secret a y le diré que lo llam aré ot ra
vez.
—¿Y si la encuent ra?
—Si exist e, la encont rará.
—Ent onces yo m e pondré en cont act o con los que figuren com o direct ores
responsables y dem ás m iem bros.
—Muy caut elosam ent e —agregó Marie—. A t ravés de int erm ediarios. Yo, si
t ú quieres.
—¿Por qué?
—A causa de lo que han hecho. O de lo que no han hecho, en realidad.
—¿Qué es?
—No han int ent ado buscart e durant e seis m eses.
—No puedes saberlo, yo t am poco.
—El Banco lo sabe. Millones de dólares sin t ocar, sin dar cuent a de ellos, y
nadie se ha m olest ado en averiguar el porqué. Eso es lo que no puedo ent ender.
Es com o si hubieras sido abandonado. Ahí es donde pudo haberse com et ido el
error.
Bourne se reclinó en su silla, observando su vendada m ano y, recordando la
visión del arm a que golpeaba repet idam ent e en las som bras de un coche que
aceleraba por la St eppdeckst rasse. Levant ó la vist a y m iró a Marie.
—Lo que est ás diciendo es que si fui abandonado, fue porque los direct ores
de «Treadst one» consideran que ese error es la verdad.
—Posiblem ent e. Ellos pueden pensar que los has involucrado en
t ransacciones ilegales, con hechos crim inales, que podrían cost arles m illones
m ás. Probablem ent e arriesgando la expropiación de com pañías por part e de
enoj ados Gobiernos. O que t e has unido a un sindicat o del crim en int ernacional,
quizá sin saberlo. Cualquier cosa. Eso explicaría su no aparición en el Banco. No
querrían cargar con ninguna culpa por asociación.
—De m odo que, en ciert o sent ido, no im port a lo que t u am igo Pet er pueda
averiguar; est oy de nuevo a cero.
—Est am os, pero no a cero; yo diría que ent re cuat ro y m edio y cinco en una
escala de diez.
—Aunque fuera nueve, nada habría cam biado realm ent e. Hay gent e que
quiere m at arm e y no sé por qué. Ot ros podrían det enerlos, pero no lo hacen. El
hom bre de «Drei Alpenhäuser» dij o que la I nt erpol ha t endido sus redes para
at raparm e, y si caigo en una de ellas, no t engo ninguna respuest a. Soy culpable,
com o se m e acusa, pero no sé de qué soy culpable. No t ener m em oria no es una
m uy buena defensa, y es posible que no t enga período de defensa.
—Me niego a creer eso, y t ú t am poco debes creerlo.

112
—Gracias.
—Lo digo en serio, Jason. Bast a.
Bast a. ¿Cuánt as veces m e digo eso a m í m ism o? Eres m i am or, la única
m uj er que he conocido, y crees en m í. ¿Por qué no puedo creer en m í m ism o?
Bourne se levant ó y, com o siem pre, probó sus piernas. La m ovilidad est aba
ret ornando; las heridas eran m enos graves de lo que su im aginación le había
hecho creer. Había concert ado una cit a para aquella noche con el m édico de
Wohlen para que le quit ara los punt os. Mañana se produciría el cam bio.
—París —dij o Jason—. La respuest a est á en París. Lo sé t an claram ent e com o
vi las figuras de los t riángulos en Zurich. Sólo que no sé por dónde em pezar. Es
una locura. Soy un hom bre en espera de una im agen, de una palabra, de una
frase o de una caj it a de fósforos, para que m e digan algo. Para que m e envíen a
algún ot ro lado.
—¿Por qué no aguardar hast a que Pet er averigüe algo? Puedo llam arlo
m añana; podrem os est ar en París m añana.
—Porque no habría ninguna diferencia, ¿no t e das cuent a? No im port a lo que
nos diga; lo que yo necesit o saber, no est aría allí. Por la m ism a razón por la que
«Treadst one» no se ha acercado al Banco. Esa razón soy yo. Tengo que saber por
qué la gent e quiere m at arm e, por qué alguien llam ado Carlos pagará, ¿cuánt o
era?, una fort una por m i cadáver.
Fue t odo lo que alcanzó a decir, int errum pido por el ruido sobre la m esa.
Marie había dej ado caer su t aza y lo est aba m irando azorada, con el rost ro t an
pálido com o si la sangre se le hubiera ido de la cabeza.
—¿Qué has dicho? —pregunt ó.
—Pues que t enía que saber...
—El nom bre. Has pronunciado el nom bre de Carlos.
—Es ciert o.
—Durant e t odas las horas en que hem os charlado, los días que hem os
pasado j unt os, nunca lo m encionast e.
Bourne la m iró, t rat ando de recordar. Era ciert o; le había cont ado t odo lo
que había acudido a su m ent e; sin em bargo, de algún m odo, había om it ido
a Carlos..., casi int encionadam ent e, com o queriendo dej arlo de lado.
—Supongo que no lo hice —replicó—. Pareces saber... ¿Quién es Carlos?
—¿Te est ás haciendo el gracioso? Si es así, el chist e no es m uy bueno.
—No est oy haciéndom e el gracioso. No creo que haya nada cóm ico en ello.
¿Quién es Carlos?
—¡Dios m ío, no lo sabes! —exclam ó, est udiando oj os—. Es part e de lo que
t e fue quit ado.
—¿Quién es Carlos?
—Un asesino. Lo llam an «El asesino de Europa». Un hom bre perseguido
desde hace veint e años; se cree que m at ó ent re cincuent a y sesent a figuras
polít icas y m ilit ares. Nadie sabe cóm o es..., pero se dice que opera fuera de París.
Bourne sint ió que lo invadía una ola de frío.

El t axi que los llevó a Wohlen era un «Ford» inglés pert enecient e al yerno del
concierge. Jason y Marie iban sent ados en la part e de at rás; la oscura cam piña

113
desfilaba rápidam ent e ant e las vent anillas. Le habían quit ado los punt os,
rem plazados por suaves vendaj es sost enidos con anchas t iras de esparadrapo.
—Regresa a Canadá —dij o Jason, en voz baj a, rom piendo el silencio ent re
ellos.
—Lo haré, ya t e lo dij e. Me quedan unos cuant os días. Quiero ver París.
—No t e quiero en París. Te llam aré a Ot t awa. Puedes hacer la invest igación
de la «Treadst one» por t i m ism a y darm e la inform ación por t eléfono.
—Creí que habías dicho que no habría ninguna diferencia. Tenías que saber
el porqué; el quién no t enía sent ido hast a que com prendieras.
—Encont raré la form a. Sólo necesit o a un hom bre; lo encont raré.
—Pero no sabes por dónde em pezar. Eres un hom bre en espera de una
im agen, de una frase, o de una caj it a de fósforos. Pueden no est ar allí.
—Algo habrá.
—Algo hay, pero t ú no lo ves. Yo sí. Es la razón por la cual m e necesit as. Yo
sé las palabras, los m ét odos. Tú, no.
Bourne la m iró a t ravés de las cam biant es som bras.
—Será m ej or que t e expliques.
—Los Bancos, Jason. Las conexiones de «Treadst one» est án en los Bancos.
Pero no del m odo que t ú crees.

El encorvado anciano, con un raído abrigo y boina negra en m ano, cam inó
por el pasillo lat eral izquierdo de la iglesia rural de la aldea de Arpaj on, quince
kilóm et ros al sur de París. Las cam panadas del Ángelus vespert ino resonaban a
t ravés en los t echos de piedra y m adera; el hom bre se det uvo en la quint a fila y
esperó que cesara el repiquet eo. Era su señal; la acept aba, sabiendo que durant e
el t añer de las cam panas, ot ro hom bre, m ás j oven —despiadado com o ninguno—,
había recorrido la iglesia y est udiado a t odas las personas que est aban dent ro y
fuera de ella. Si ese hom bre hubiera vist o algo que no esperaba ver, alguien a
quien considerase una am enaza para su persona, no habría pregunt as; sólo una
ej ecución. Ése era el est ilo de Carlos, y sólo aquellos que com prendían que sus
vidas podían ser dest ruidas si eran seguidos, acept aban dinero para act uar com o
m ensaj eros del asesino. Todos eran com o él, viej os hom bres de los viej os días,
cuyas vidas se ext inguían, lim it ados ya por la edad o la enferm edad, o por am -
bas.
Carlos no adm it ía riesgos. El único consuelo era que si uno m oría a su
servicio —o por su m ano—, había dinero que llegaría a las ancianas, a los hij os de
esas viej as m uj eres o a sus hij os. Est o era lo que com prendía su pequeño ej ércit o
de achacosos viej os; él daba un sent ido al final de sus vidas.
El m ensaj ero est ruj ó su boina y prosiguió por el pasillo hast a la fila de
confesonarios, cont ra la pared izquierda. Cam inó hacia el quint o confesionario;
apart ó la cort ina y dio un paso hacia dent ro, acom odando la vist a a la luz de una
vela que ardía al ot ro lado del paño t ranslúcido que separaba al sacerdot e del
penit ent e. Se sent ó en el pequeño banco de m adera y m iró la siluet a que est aba
en el sagrado recint o. Era com o siem pre lo había sido, la encapuchada figura de
un hom bre con hábit o de m onj e. El m ensaj ero t rat ó de no im aginar el aspect o de
aquel hom bre; no le correspondía especular con esas cosas.

114
—Ángelus dom ini —dij o.
—Ángelus dom ini, hij o de Dios —susurró la encapuchada figura—. ¿Son
agradables t us días?
—Est án llegando al final —respondió el hom bre, t rat ando de dar la respuest a
adecuada—, pero son agradables.
—Bien. Es im port ant e t ener una sensación de seguridad a t u edad —dij o
Carlos—. Pero vayam os al t rabaj o. ¿Obt uvist e los det alles de Zurich?
—El búho est á m uert o; t am bién ot ros dos, posiblem ent e un t ercero. La
m ano de ot ro est á gravem ent e herida; no puede t rabaj ar. Caín desapareció.
Creen que la m uj er est á con él.
—Un ext raño giro en los acont ecim ient os —observó Carlos.
—Hay m ás. No se supo nada m ás del que debía m at arla. Debía llevarla a
Guisan Quai; nadie sabe qué sucedió.
—Except o que un sereno fue m uert o en su lugar. Es posible que nunca haya
sido una rehén, sino el cebo de una t ram pa. Una t ram pa que se volvió cont ra
Caín. Quiero pensar en eso. Mient ras t ant o, aquí est án m is inst rucciones. ¿Est ás
list o?
El anciano hurgó en su bolsillo y sacó el rest o de un lápiz y un pedazo de
papel.
—Muy bien.
—Telefonea a Zurich. Quiero a un hom bre que haya vist o a Caín, para
m añana en París, alguien que pueda reconocerlo. Tam bién Zurich t iene que llegar
a Köenig, al Gem einschaft , y decirle que envié su cint a a Nueva York. Debe usar
el buzón de la oficina post al de Village St at ion.
—Por favor —le int errum pió el anciano m ensaj ero—. Est as viej as m anos ya
no escriben com o ant es.
—Perdónam e —susurró Carlos—. Est oy preocupado y he sido
desconsiderado. Lo sient o.
—En absolut o, en absolut o. Cont inúe.
—Finalm ent e, quiero que nuest ro equipo t om e habit aciones a cien m et ros del
Banco, en la rué Madeleine. Est a vez el Banco será la ruina de Caín. El
pret endient e será llevado a la fuent e de su equivocado orgullo. Un precio irrisorio,
despreciable com o él m ism o..., a no ser que sea ot ra cosa.

11

Bourne observaba a lo lej os m ient ras Marie pasaba por la aduana e


inm igraciones en el aeropuert o de Berna, en busca de señales de int erés o
reconocim ient o por part e de alguien en la m ult it ud que aguardaba alrededor del
área de salidas de «Air France». Eran las cuat ro de la t arde, la hora punt a de los
vuelos a París, el m om ent o en que privilegiados hom bres de negocios se
apresuraban a part ir hacia la Ciudad Luz después de efect uar t ediosas diligencias
en los Bancos de Berna. Marie m iró por encim a de su hom bro m ient ras
at ravesaba la salida; él le hizo un gest o con la cabeza y esperó hast a que hubo

115
desaparecido; luego se volvió y com enzó a cam inar hacia el vest íbulo de la
«Swissair». George B. Washburn t enía una reserva para el vuelo de las 16.30 a
Orly.
Se encont rarían m ás t arde en un café que Marie recordaba de sus visit as
durant e los días de Oxford. Se llam aba «Au Coin de Cluny», en el bulevar Saint -
Michel, a pocas m anzanas de la Sorbona. Si, por alguna event ualidad, no est aba
allí, Jason la encont raría alrededor de las nueve en la escalinat a del Museo Cluny.
Bourne se ret rasó. Est aba cerca, pero llegaría t arde. La Sorbona t enía una
de las bibliot ecas m ás grandes de Europa, y en una sección de esa bibliot eca ha-
bía ediciones viej as de los periódicos. Las bibliot ecas universit arias no se
aj ust aban a los horarios laborales de los em pleados públicos; los est udiant es las
ut ilizaban durant e las t ardes. Así lo haría él t an pront o com o llegara a París.
Había algo que quería saber. Todos los días leo los periódicos. En t res idiom as.
Seis m eses at rás m at aron a un hom bre; la not icia de su m uert e fue publicada en
la prim era página de cada uno de esos periódicos. Est o había dicho un hom bre
gordo en Zurich.
Dej ó su m alet a en la sala de cont rol de la bibliot eca y subió al segundo piso;
allí dobló a la izquierda, hacia el arco que conducía a la enorm e sala de lect ura.
La Salle de Lect ure est aba en est e anexo: los periódicos se hallaban sobre
soport es. Las publicaciones llegaban precisam ent e hast a un año at rás desde el
día de la fecha.
Cam inó ent re los soport es cont ando seis m eses hacia at rás, y t om ó los
periódicos de las diez sem anas ant eriores a la fecha elegida. Los llevó a la m esa
vacía m ás cercana y, sin sent arse, com enzó a hoj earlos, pasando de prim era
página en prim era página, publicación por publicación.
Grandes hom bres habían m uert o en sus cam as, m ient ras ot ros habían hecho
declaraciones; el dólar había caído, el oro había subido; huelgas habían fra-
casado, y los Gobiernos habían vacilado ent re la acción y la parálisis. Pero no
habían m at ado a ningún hom bre que m ereciera t it ulares; no había t al incident e,
no había t al asesinat o.
Jason volvió a los soport es y ret rocedió en el t iem po. Dos sem anas, doce
sem anas, veint e sem anas. Casi ocho m eses. Nada.
Ent onces se dio cuent a; había ido hacia at rás en el t iem po, no hacia delant e
desde esa fecha de seis m eses ant es. Podía haberse com et ido un error en am ibas
direcciones; unos pocos días, o una sem ana, o hast a dos. Ret ornó a los
periódicos y sacó los correspondient es a cuat ro y cinco m eses at rás.
Se habían est rellado aviones y habían est allado evoluciones sangrient as;
hom bres sant os habían hablado, para ser at acados por ot ros hom bres sant os;
había encont rado pobreza y enferm edad donde t odos sabían que podía
encont rarse; pero ningún hom bre im port ant e había sido asesinado.
Com enzó con la últ im a pila; la niebla de la duda de la culpa fue aclarándose
con cada vuelt a de página. ¿Habría m ent ido el sudoroso hom bre gordo de Zurich?
¿Sería t odo una m ent ira? ¿Todo m ent iras? Est aba él, de algún m odo, viviendo
una pesadilla podía desvanecerse con...?

¡EL EMBAJADOR LELAND, ASESI NADO EN MARSELLA!

116
Los caract eres orbit ales del t ít ulo est allaron desde la hoj a, hiriendo sus oj os.
No era dolor im aginario, no era dolor invent ado, sino un agudo dolor que
penet raba las cavidades de sus oj os y le quem aba la cabeza. Su respiración se
det uvo; su m irada, fij a en el nom bre LELAND. Lo conocía; podía ver su rost ro,
verlo realm ent e. Gruesas cej as baj o una ancha frent e, nariz pequeña y algo
punt iaguda cent rada ent re alt os póm ulos y sobre unos labios curiosam ent e finos
enm arcados por un bigot e perfect am ent e cuidado. Conocía la cara, conocía al
hom bre. Y el hom bre fue asesinado por un solo disparo hecho desde una vent ana
de la ribera, con un rifle de grueso calibre. El em baj ador Howard Leland había
salido a cam inar por un m uelle de Marsella a las cinco de la t arde. Le volaron la
cabeza.
Bourne no necesit ó leer el segundo párrafo para saber que Howard Leland
había sido alm irant e de la Marina de los Est ados Unidos, hast a que un
nom bram ient o int erino com o direct or del Servicio Secret o de la Marina precedió a
su cargo com o em baj ador en el Quai d'Orsay, en París. Ni t uvo que llegar al cuer-
po del art ículo donde se especulaba sobre los m ot ivos del asesinat o, para
saberlos; los conocía. La función principal de Leland en París era disuadir al
Gobierno francés de aut orizar vent as m asivas de arm as —en part icular, flot illas
de j et s «Mirage»— a África y Orient e Medio. Había t enido éxit o en proporción
sorprendent e, irrit ando a las part es int eresadas en t odos los punt os del
Medit erráneo. Se presum ía que había sido asesinado por su int erferencia; un
cast igo que servía de ej em plo para ot ros. Los com pradores y vendedores de la
m uert e no debían ser obst aculizados.
Y el vendedor de m uert e que lo m at ó había cobrado una gran sum a de
dinero, lej os de la escena, con t odo rast ro borrado.
Zurich. Un m ensaj e para un m ut ilado; ot ro, para un hom bre gordo en un
concurrido rest aurant e de la Falkenst rasse.
Zurich.
Marsella.
Jason cerró los oj os; el dolor era ahora int olerable. Había sido recogido del
m ar cinco m eses at rás, y se suponía que su puert o de salida había sido Marsella.
Y si era Marsella, la cost a habría sido su rut a de escape; un bot e alquilado, el
m edio para llegar a la vast a ext ensión del Medit erráneo. Todo encaj aba
dem asiado bien, cada pieza del rom pecabezas coincidía con la siguient e. ¿Cóm o
podía saber las cosas que sabía si no era ese vendedor de la m uert e que disparó
desde una vent ana de la cost a de Marsella?
Abrió los oj os; el dolor inhibía su pensam ient o, pero no t odo... Había una
decisión m ás clara que ninguna ot ra en su lim it ada m em oria. No habría encuent ro
en París con Marie St . Jacques.
Quizás algún día le escribiría una cart a, diciéndole las cosas que no podía
decirle ahora. No podía haber palabras escrit as de agradecim ient o o de am or,
ninguna explicación; ella lo esperaría y él no iría. Debía poner dist ancia ent re
ellos; ella no podía est ar relacionada con un vendedor de la m uert e. Se había
equivocado; los peores t em ores de él se habían confirm ado.

117
¡Oh, Dios! ¡Podía im aginarse la cara de Howard Leland, y no había ninguna
fot ografía en la página que t enía ant e sí! La prim era página que significaba t ant o,
que confirm aba t ant as cosas. La fecha. Jueves, 26 de agost o, Marsella. Era un día
que recordaría m ient ras t uviera m em oria durant e el rest o de su agit ada vida.
Jueves, 26 de agost o...
Algo est aba m al. ¿Qué era? ¿Qué era? ¿Jueves...?
El j ueves no significaba nada para él. ¿El veint iséis de agost o? ¿El veint iséis?
¡No podía ser el veint iséis! ¡El veint iséis est aba m al! Lo había oído una y ot ra vez.
El Diario de Washburn, el inform e de su pacient e. ¿Cuánt as veces había repasado
Washburn cada frase, cada día y punt o de progreso? Dem asiadas para poder
cont arlas. ¡Dem asiadas com o para no recordarlas!
Fue t raído a m i puert a la m añana del m art es, veint icuat ro de agost o,
precisam ent e a las ocho y veint e. Su condición era...
Mart es, 24 de agost o.
24 de agost o.
¡Él no est aba en Marsella el veint iséis! No podía haber disparado un rifle
desde una vent ana de la cost a. Él no era el vendedor de la m uert e en Marsella;
¡él no había m at ado a Howard Leland!
Seis m eses at rás m at aron a un hom bre... Pero no eran seis m eses; eran casi
seis m eses, no seis m eses exact am ent e. Y él no había m at ado a aquel hom bre; él
est aba m edio m uert o en la casa de un m édico alcohólico de I le de Port Noir.
Las t inieblas com enzaban a aclararse, el dolor dism inuía. Una sensación de
j úbilo lo invadió; ¡había encont rado una m ent ira concret a! ¡Si había una, podía
haber ot ras!
Bourne m iró su reloj ; eran las nueve y cuart o. Marie habría dej ado ya el
café; lo est aría esperando en la escalinat a del Museo Cluny. Volvió a colocar los
periódicos en los soport es, luego se dirigió hacia la enorm e puert a de cat edral de
la sala de lect ura; era un hom bre que t enía prisa.
Cam inó por el bulevar Saint - Michel; su rit m o se aceleraba con cada paso.
Tenía la clara sensación de saber lo que significa haberse salvado de la horca y
quería com part ir esa ext raña experiencia. Por un t iem po había salido de la
oscuridad violent a, m ás allá de las t urbulent as aguas; había encont rado un m o-
m ent o de luz —com o los m om ent os y la luz del sol que habían llenado una
habit ación en una pensión de pueblo— y t enía que ver a quién se los había dado.
Llegar a ella, abrazarla y decirle que quedaba esperanza.
La vio en la escalinat a, con los brazos cruzados cont ra el vient o helado que
azot aba el bulevar. Al principio, ella no lo vio; sus oj os buscaban en la calle de
árboles alineados. Est aba inquiet a, ansiosa, una m uj er im pacient e, t em erosa de
no ver lo que deseaba ver, t em iendo que no est uviera allí. Diez m inut os ant es no
habría est ado.
Ella lo descubrió. Su rost ro se t ornó radiant e, brot ó la sonrisa, se vio llena de
vida. Corrió a su encuent ro, m ient ras él salt aba los escalones hacia ella. Se
reunieron, y por un m om ent o ninguno dij o nada, cálidam ent e solos en Saint -
Michel.
—He esperado y esperado —suspiró ella, finalm ent e—. Tenía t ant o m iedo,
est aba t an preocupada... ¿Ha pasado algo? ¿Est ás bien?

118
—Sí, est oy bien. Mej or de lo que había est ado en m ucho t iem po.
—¿Qué?
La t om ó por los hom bros.
—Hace seis m eses m at aron a un hom bre... ¿Recuerdas?
La alegría abandonó sus oj os.
—Sí, lo recuerdo.
—Yo no lo m at é —replicó—. No podría haberlo hecho.

Encont raron un pequeño hot el cerca del at est ado bulevar Mont parnasse; el
salón de ent rada y las habit aciones est aban desgast ados, pero había una pre-
t ensión de olvidada elegancia, que les daba ciert o aire int em poral. Era un
t ranquilo lugar de descanso sit uado en m edio de un carnaval, que m ant enía su
ident idad al acept ar los t iem pos sin unirse a ellos.
Jason cerró la puert a, haciendo un adem án afirm at ivo al j efe de bot ones, de
cabellos blancos, cuya indiferencia se t ornó en indulgencia al recibir un billet e de
veint e francos.
—Piensa que eres un diácono provincial agit ado por la ant icipación de una
noche —com ent ó Marie—. Espero que hayas not ado que fui direct am ent e a la
cam a.
—Su nom bre es Hervé, y será m uy solícit o con nuest ras necesidades. No
t iene ninguna int ención de com part ir la riqueza. —Se acercó a ella y la t om ó en
sus brazos—. Gracias por m i vida —agregó.
—No es nada, am igo. —Tom ó la cara de él en sus m anos—. Pero no m e
hagas esperar así nunca m ás. Casi m e vuelvo loca; t odo lo que se m e ocurría
pensar era que alguien t e había reconocido..., que algo t errible había sucedido.
—Te olvidas de que nadie sabe cóm o soy...
—No cuent es con eso; no es verdad. Había cuat ro hom bres en
St eppdeckst rasse, incluyendo al bast ardo de Guisan Quai. Est án vivos, Jason. Te
vieron.
—No, en realidad. Vieron a un hom bre de cabello oscuro con vendas en el
cuello y en la cabeza, que cam inaba coj eando. Sólo dos est uvieron cerca de m í:
el hom bre que est aba en el segundo piso y el cerdo de Guisan Quai. El prim ero no
podrá dej ar Zurich por un t iem po; no puede cam inar y no le queda m ucho de su
m ano. El segundo t enía la luz del reflect or en sus oj os; no podía verm e.
Ella lo solt ó, frunciendo el ceño; su m ent e alert a se hacía pregunt as.
—No puedes est ar seguro. Se encont raban allí; t e vieron.
Cam bie, su cabello..., cam biará su cara: Geoffrey Washburn, I le de Port
Noir.
—Te repit o; vieron a un hom bre de cabello oscuro en las som bras. ¿Podrías
hacer algo con una ligera solución de agua oxigenada?
—Nunca la usé.
—Ent onces, iré a alguna peluquería m añana. Mont parnasse es el lugar
indicado. Los rubios se diviert en m ás, ¿no es eso lo que dicen?
Ella est udió su cara.
—Est oy t rat ando de im aginarm e cóm o quedarías.
—Dist int o. No m ucho, pero lo suficient e.

119
—Puede ser que est és en lo ciert o. Espero que lo est és. —Lo besó en la
m ej illa, su preludio para la discusión—. Ahora cuént am e qué sucedió. ¿Adonde
fuist e? ¿Qué supist e sobre ese..., incident e hace seis m eses?
—No fue seis m eses at rás, y porque no lo fue, no puedo haberlo m at ado.
Le cont ó t odo, except o los breves m om ent os en que pensó no verla nunca
m ás. No t enía que hacerlo; ella lo dij o por él.
—Si esa fecha no hubiera est ado t an clara en t u m em oria, no habrías vuelt o
a m í, ¿verdad? Sacudió la cabeza.
—Probablem ent e, no.
—Lo sabía. Lo present ía. Durant e un m inut o, m ient ras cam inaba desde el
café hacia la escalinat a del m useo, casi no pude respirar. Fue com o si m e
est uviera sofocando. ¿Puedes creerm e?
—No quiero hacerlo.
—Tam poco yo, pero sucedió. Est aban sent ados: ella, sobre la cam a; él, en
una but aca cerca de ella. Tom ó su m ano.
—Todavía no est oy seguro de que debería est ar aquí... Conocía a ese
hom bre. ¡Vi su cara, est uve en Marsella cuarent a y ocho horas ant es de que lo
m at aran!
—Pero no lo m at ast e.
—Ent onces, ¿por qué est aba allí? ¿Por qué la gent e piensa que lo hice? ¡Es
una locura! —Salt ó de la silla, con el dolor nuevam ent e en los oj os—. Pero m e
olvidaba. No est oy sano, ¿verdad? Porque he olvidado... Años, una vida.
Marie habló serenam ent e, sin m ost rar com pasión en su voz.
—Las respuest as vendrán de t i. De una fuent e o de ot ra, pero sea com o
fuere, de t i m ism o.
—Eso puede no ser posible. Washburn dij o que eran com o bloques
reaj ust ados, t úneles diferent es... dist int as vent anas.
Jason cam inó hacia la vent ana, se apoyó en el m arco, m irando, hacia abaj o,
las luces de Mont parnasse.
—La visión no es la m ism a; nunca lo será. En algún lugar allí fuera hay gent e
a quien conozco y que m e conoce. A un par de m iles de kilóm et ros hay ot ras
personas que m e im port an y que no m e im port an... Y hast a, ¡oh, Dios! , quizás
una esposa e hij os, no lo sé. Sigo girando en el vient o, dando vuelt as y vuelt as y
no puedo baj ar a la t ierra. Cada vez que lo int ent o, vuelvo a ser arroj ado hacia
arriba.
—¿Al cielo? —pregunt ó Marie.
—Sí.
—Has salt ado de un avión —afirm ó ella. Bourne se volvió.
—Nunca t e dij e eso.
—Hablast e sobre ello la ot ra noche. Sudabas; t u cara est aba enroj ecida y
calient e y t uve que enj ugarla con una t oalla.
—¿Por qué no dij ist e nada?
—Lo hice, en ciert a form a. Te pregunt é si habías sido un pilot o o si t e
m olest aba volar. Especialm ent e de noche.
—No sabía de qué est abas hablando. ¿Por qué no insist ist e?

120
—Tenía m iedo de hacerlo. Est abas casi hist érico, y no est oy ent renada en
esa clase de cosas. Puedo ayudart e a t rat ar de recordar, pero no int erferir en t u
inconscient e. Creo que nadie debería hacerlo, except o un m édico.
—¿Un m édico? Est uve con un m édico durant e casi seis m aldit os m eses.
—Por lo que dij ist e de él, creo que se necesit aría ot ra opinión.
—¡No lo creo! —replicó, confundido por su propio enoj o.
—¿Por qué no? —Marie se levant ó de la cam a—. Necesit as ayuda, querido.
Un psiquiat ra podría...
—¡No! —grit ó, furioso consigo m ism o—. No lo haré. No puedo.
—Por favor, dim e por qué —pregunt ó serenam ent e, det eniéndose ant e él.
—Yo... yo... no puedo hacerlo. Bourne la m iró fij am ent e, luego se volvió y
m iró por la vent ana ot ra vez, aferrado de nuevo al m arco.
—Porque t engo m iedo. Alguien m int ió, est oy agradecido por eso m ás de lo
que puedo expresart e. Pero im agina que no haya m ás m ent iras, que el rest o sea
verdad. ¿Qué haré ent onces?
—¿Me est ás diciendo que no quieres averiguar?
—No de esa form a. —Se levant ó y se apoyó en la base de la vent ana, con la
m irada t odavía en las luces de la calle—. Trat a de ent enderm e —dij o—. Debo sa-
ber ciert as cosas... Las suficient es com o para t om ar una decisión... Pero quizá no
t odas. Una part e de m í t iene que poder escapar, desaparecer. Tengo que poder
decirm e a m í m ism o que lo que era ya no es, y est á la posibilidad de que nunca
haya sido, porque no t engo recuerdo de ello. Lo que una persona no puede
recordar, no exist ió... para él. —Se volvió hacia ella—. Lo que est oy t rat ando de
decirt e es que quizá sea m ej or de est e m odo.
—Quieres evidencias, no pruebas, ¿es eso lo que est ás diciendo?
—Quiero flechas que m e indiquen una dirección u ot ra, que m e digan si debo
correr o no.
—Señalándot e a t i. ¿Qué hay sobre nosot ros?
—Eso vendrá con las flechas, ¿no crees? Lo sabes.
—Ent onces, encont rém oslas —replicó ella.
—Ten cuidado. Quizá no puedas vivir con lo que hay allí afuera. Lo digo en
serio.
—Puedo vivir cont igo. Y lo digo en serio. —Se acercó a él y le t ocó la cara—.
Vam os. Son apenas las cinco de la t arde en Ont ario y t odavía puedo encont rar a
Pet er en la oficina. Podría com enzar la invest igación sobre «Treadst one», y
darnos el nom bre de alguien de aquí, en la Em baj ada, que pueda ayudarnos si lo
necesit am os.
—¿Le dirás a Pet er que est ás en París?
—Lo sabrá de t odos m odos, por la t elefonist a, pero no podrán rast rear la
llam ada y averiguar que se hizo desde est e hot el. Y no t e preocupes. Mant endré
t odo a un nivel dom ést ico, hast a indiferent e. Vine a París por unos pocos días
porque m is parient es en Lyon eran sim plem ent e m uy aburridos. Acept ará eso.
—¿Conocerá a alguien aquí en la Em baj ada?
—Uno de los obj et ivos de Pet er es conocer a alguien en t odos lados. Es una
de sus cualidades m ás út iles, pero m enos at ract ivas.

121
—Eso quiere decir que sí. —Bourne cogió los abrigos—. Una vez llam es,
cenarem os. Creo que am bos podríam os t om ar un t rago.
—Pasem os por el Banco de la rué Madeleine. Quiero ver algo.
—¿Qué puedes ver de noche?
—Una cabina t elefónica. Espero que haya una cerca.
La había. En diagonal a la ent rada, cruzando la calle.
El hom bre alt o y rubio con gafas de carey m iró su reloj baj o el sol de la
t arde, en la rué Madeleine. Las aceras est aban congest ionadas, el t ránsit o en la
calle era infernal, com o casi t odo el t ránsit o en París. Ent ró en la cabina t elefónica
y desenredó el cable del t eléfono, que colgaba libre en el aire. Era una cort és
indicación, a los posibles usuarios, de que el t eléfono no funcionaba; reducía la
posibilidad de que la cabina se ocupara. Había dado result ado.
Miró nuevam ent e su reloj ; había com enzado el espacio de t iem po. Marie
est aba dent ro del Banco. Llam aría en los próxim os m inut os. Sacó varias m onedas
de su bolsillo, las colocó en el reborde y se apoyó cont ra el panel de vidrio, su
m irada fij a en el Banco, en la acera de enfrent e. Una nube veló la luz del sol y
pudo ver su im agen reflej ada en el vidrio. Le gust ó lo que vio, recordando la
sorprendida reacción de un peluquero en Mont parnasse, quien lo había ocult ado
t ras una cort ina m ient ras llevaba a cabo la rubia t ransform ación. La nube pasó,
ret ornó el sol y sonó el t eléfono.
—¿Eres t ú? —pregunt ó Marie St . Jacques.
—Soy yo —respondió.
—Asegúrat e de t om ar el nom bre y la sede de la oficina. Y em peora t u
francés. Pronuncia m al algunas palabras para que se dé cuent a de que eres
nort eam ericano. Dile que no est ás acost um brado a los t eléfonos en París. Luego
act úa en consecuencia. Te llam aré exact am ent e dent ro de cinco m inut os.
—Reloj en m archa.
—¿Qué?
—Nada. Quiero decir que em pecem os.
—Bien... El reloj est á en m archa. Buena suert e.
—Gracias.
Jason colgó y m arcó el núm ero que había m em orizado.
—Banque de Valois. Bonj our.
—Necesit o colaboración —dij o Bourne, cont inuando con las palabras
aproxim adas que Marie le había dicho que usara—. Recient em ent e t ransferí
considerables fondos desde Suiza en base al procedim ient o por correo. Quisiera
saber si ya est á hecho el depósit o.
—Tendría que hablar con nuest ra Sección de Servicios Ext eriores, señor. Lo
pongo con ella. Un clic, luego ot ra voz fem enina.
—Servicios Ext eriores. Jason repit ió su pet ición.
—¿Puede darm e su nom bre, por favor?
—Preferiría hablar con un funcionario del Banco ant es de darlo. Hubo una
pausa.
—Muy bien, señor. Le paso con la oficina del vicepresident e, D'Am acourt .

122
La secret aria de Monsieur D'Am acourt fue m enos com placient e; se act ivaba
el proceso de selección del funcionario del Banco, com o había previst o Marie. De
m odo que Bourne ut ilizó una vez m ás sus palabras:
—Me refiero a una t ransferencia desde Zurich, del Banco Gem einschaft de la
Bahnhofst rasse, y est oy hablando en el área de siet e cifras. Monsieur D'Am a-
court , por favor. Tengo m uy poco t iem po.
No era función de una secret aria ser la causa de m ás ret raso. Un perplej o
vicepresident e se puso al aparat o.
—¿Puedo ayudarlo?
—¿Es ust ed D'Am acourt ? —pregunt ó Jason.
—Soy Ant oine D'Am acourt , sí. ¿Y quién es, si m e perm it e, el que est á
hablando?
—¡Bien! Debieron haberm e dado su nom bre en Zurich. Me aseguraré la
próxim a vez —replicó Bourne, con redundancia int encionada y acent o nort eam e-
ricano.
—¿Cóm o ha dicho? ¿Se sent iría m ás cóm odo hablando en inglés?
—Sí —respondió Jason, haciéndolo—. Ya t engo suficient es problem as con
est e m aldit o t eléfono. —Miró su reloj ; t enía m enos de dos m inut os—. Mi nom bre
es Bourne, Jason Bourne, y hace ocho días t ransferí cuat ro m illones y m edio de
francos del Banco Gem einschaft , en Zurich. Me aseguraron que la t ransacción
sería confidencial.
—Todas las t ransacciones son confidenciales, señor.
—Correct o. Bien. Lo que quiero saber es si ya est á hecho el depósit o.
—Perm ít am e explicarle —cont inuó el funcionario del Banco— que el concept o
«confidencial» excluye confirm aciones generales de t ales t ransacciones a part es
desconocidas por t eléfono.
Marie había est ado en lo ciert o; la lógica de su t ram pa se aclaraba para
Jason.
—Eso espero, pero, com o le he dicho a su secret aria, t engo prisa. Me voy de
París dent ro de un par de horas y he de dej ar t odo en orden.
—Ent onces le sugiero que venga al Banco.
—Ya sé eso —dij o Bourne, sat isfecho de que la conversación siguiera
precisam ent e el cauce que Marie había previst o—. Sólo quería que t odo est uviera
list o cuando yo llegara. ¿Dónde est á su oficina?
—En la plant a principal, señor. Al fondo, puert a cent ral. Hay una
recepcionist a.
—Y t rat aré sólo con ust ed, ¿no es así?
—Si así lo desea, aunque cualquier funcionario...
—¡Mire, señor! —exclam ó el desagradable nort eam ericano—, ¡est am os
hablando de m ás de cuat ro m illones de francos!
—Sólo conm igo, Monsieur Bourne.
—Perfect o. —Jason t enía quince segundos para cort ar—. Mire, son las 2,35.
—Presionó dos veces la palanca, int errum piendo la línea, pero sin desconect arla—
. ¡Oiga, oiga!
—Est oy aquí, señor.

123
—¡Maldit os t eléfonos! Escuche, yo... —presionó nuevam ent e, ahora t res
veces, en rápida sucesión—. ¡Oiga, oiga!
—Señor, por favor... Si m e da su núm ero de t eléfono.
—¡Telefonist a, t elefonist a!
—Monsieur Bourne, por favor...
—¡No puedo oírle! —Cuat ro segundos, t res segundos, dos segundos—.
Espere un m inut o. Lo volveré a llam ar. —Cort ó la com unicación. Pasaron t res
segundos m ás y sonó el t eléfono; descolgó—. Su nom bre es D'Am acourt , t iene su
despacho en el principal, al fondo, puert a cent ral.
—Ent erada —dij o Marie, y colgó. Bourne m arcó el núm ero del Banco ot ra vez
e int roduj o de nuevo las m onedas.
—Je parláis avec m onsieur D'Am acourt quant on m 'a coupé...
—Je regret t e, m onsieur.
—¿Monsieur Bourne?
—¿ D'Am acourt ?
—Sí, lam ent o m ucho que t enga dificult ades. ¿Qué m e est aba diciendo?
¿Sobre la hora?
—¡Oh, sí! Son poco m ás de las 2,30. Est aré ahí a las 3.
—Lo espero para conocerlo, señor.
Jason volvió a anudar el cable del t eléfono y lo dej ó descolgado; luego salió
de la cabina y cam inó rápidam ent e ent re la gent e hast a la som bra de la m ar-
quesina de una t ienda. Se volvió y esperó, con la m irada en el Banco de enfrent e,
recordando ot ro Banco de Zurich y el sonido de las sirenas en la Bahnhofst rasse.
Los próxim os veint e m inut os dirían si Marie est aba o no en lo ciert o. Si lo est aba,
no habría sirenas en la rué Madeleine.
La esbelt a m uj er con som brero de ala ancha que t apaba parcialm ent e un
lado de su cara, colgó el t eléfono público que est aba en la pared de la derecha de
la ent rada del Banco. Abrió su cart era, sacó una polvera y revisó ost ensiblem ent e
su m aquillaj e, m oviendo el pequeño espej o prim ero a la izquierda y luego a la
derecha. Sat isfecha, guardó la polvera, cerró la cart era y cam inó pasando ant e
las vent anillas de las caj as, hacia la part e t rasera de la plant a principal. Se
det uvo en un m ost rador cent ral, cogió un bolígrafo con cadena y com enzó a
escribir núm eros sin sent ido en un form ulario que est aba en la superficie de
m árm ol. A m enos de t res m et ros había una pequeña ent rada con m arco de
bronce, flanqueada por una barandilla baj a de m adera que se ext endía a t odo lo
ancho de la recepción. Det rás de la puert a y la barandilla est aban los escrit orios
de los ej ecut ivos inferiores y, det rás de ellos, los escrit orios de las secret arias —
cinco en t ot al—, frent e a cinco puert as en la pared del fondo. Marie leyó el
nom bre que figura en let ras doradas sobre la puert a del cent ro:

M. A. R. D'AMACOURT
VI CEPRESI DENTE
CUENTAS EXTRANJERAS Y DI VI SAS

124
Sucedería ahora, en cualquier m om ent o... Sí, iba a suceder, si ella est aba en
lo ciert o. Y si lo est aba, debía saber cóm o era Monsieur D'Am acourt ; él sería el
hom bre al que Jason debía llegar. Llegar a él, hablarle, pero no en el Banco.
Sucedió. De pront o se aceleró la act ividad. La secret aria que había en el
escrit orio frent e a la oficina de D'Am acourt se apresuró a ent rar con un bloc de
not as; salió t reint a segundos después, y cogió el t eléfono y m arcó t res núm eros;
una llam ada int erna; habló, leyendo sus not as.
Pasaron dos m inut os; la puert a de la oficina de D'Am acourt se abrió, y el
vicepresident e apareció en el um bral: un ansioso ej ecut ivo, preocupado por una
t ardanza inj ust ificada. Era un hom bre de m ediana edad, de rost ro avej ent ado
para su edad, pero que se esforzaba por parecer m ás j oven. Su escaso cabello
oscuro est aba cepillado y dist ribuido para t apar los punt os de calvicie; sus oj os,
circuidos de pliegues, revelaban excesiva afición al buen vino. Eran fríos,
penet rant es, y evidenciaban a un hom bre exigent e y alert a a lo que ocurría a su
alrededor. Hizo una brusca pregunt a a su secret aria; ella se encogió en la silla,
haciendo lo posible por m ant ener la com post ura.
D'Am acourt volvió a su oficina sin cerrar la puert a: la j aula abiert a de un
enoj ado felino. Pasó ot ro m inut o; la secret aria seguía m irando hacia la derecha,
con la vist a fij a en algo, esperando algo. Cuando lo vio, exhaló un suspiro y cerró
los oj os con alivio.
En el ot ro ext rem o de la pared izquierda apareció de pront o una luz verde
sobre dos paneles de m adera oscura; un ascensor. Segundos m ás t arde se abrió
la puert a y apareció un elegant e hom bre m ayor con una pequeña caj a negra, no
m ucho m ás grande que su m ano. Marie lo m iró fij am ent e, experim ent ando
sat isfacción y t em or al m ism o t iem po; había adivinado. El est uche negro provenía
de la carpet a confidencial guardada en una sala cust odiada y firm ada por un
hom bre que est aba m ás allá de la censura o de la t ent ación; el hom bre se abría
paso ent re las m esas, hacia la oficina de D'Am acourt .
La secret aria se levant ó, saludó al ej ecut ivo y ent ró con él en la oficina de
D'Am acourt . Salió en seguida, cerrando la puert a t ras de sí.
Marie m iró su reloj ; sus oj os se clavaron en el segundero. Quería un solo
fragm ent o m ás de evidencia, y lo obt endría pront o si lograba pasar por la ent rada
y obt ener una clara visión del escrit orio de la secret aria. Si iba a suceder, sería en
breves m om ent os, y la duración sería cort a.
Cam inó hacia la puert a de la barandilla, abriendo la cart era m ient ras sonreía
a la recepcionist a, que est aba hablando por t eléfono. Pronunció el nom bre
D'Am acourt ant e la sorprendida recepcionist a, baj ó la m ano y abrió la puert a.
Cam inó rápidam ent e hacia dent ro..., una client e resuelt a, si bien no m uy bri-
llant e, del Banco Valois.
—Pardon, Madam e... —La recepcionist a t apó el m icrófono del t eléfono con la
m ano, prosiguiendo la frase en francés—. ¿Puedo ayudarla?
Ot ra vez Marie pronunció el nom bre... Ahora una am able client e que llegaba
t arde a una cit a y no deseaba m olest ar a una ocupada em pleada.
—Monsieur D'Am acourt . Me t em o que llego t arde. I ré a ver a su secret aria.
Cont inuó por el pasillo hacia el escrit orio de la secret aria.
—Por favor, señora —llam ó la recepcionist a—. Debo anunciarla.

125
El zum bido de las m áquinas eléct ricas de escribir y de las conversaciones en
voz baj a ahogó sus palabras. Marie se acercó a la secret aria de rost ro severo,
quien la m iró, t an asom brada com o la recepcionist a.
—¿Sí? ¿Puedo ayudarla?
—Monsieur D'Am acourt , por favor.
—Me t em o que est á reunido, señora. ¿Tiene una cit a?
—Sí, por supuest o —replicó Marie, abriendo nuevam ent e su cart era.
La secret aria m iró el program a escrit o a m áquina que t enía en su m esa.
—No veo ninguna visit a previst a para est a hora.
—¡Oh, Dios m ío! —exclam ó la confundida client e del Banco Valois—. Me
acabo de dar cuent a. ¡Es para m añana, no para hoy! ¡Lo sient o m ucho!
Se volvió y cam inó rápidam ent e hacia la puert a. Había vist o lo que deseaba,
el últ im o fragm ent o de evidencia. Un solo bot ón est aba encendido en el t eléfono
de D'Am acourt ; había prescindido de su secret aria y est aba haciendo una llam ada
ext erior. La cuent a pert enecient e a Jason Bourne t enía inst rucciones específicas y
confidenciales adj unt as a ella, las cuales no debían de ser reveladas al t it ular de
la cuent a.

Bourne m iró su reloj baj o la som bra de la m arquesina; eran las 2,49. Marie
est aría ya de vuelt a en el t eléfono que est aba frent e al Banco. Los próxim os
m inut os le darían la respuest a; quizás ella la sabría ya.
Cam inó hacia el lado izquierdo de la vidriera del com ercio, sin perder de
vist a la ent rada del Banco. Un em pleado le sonrió desde el int erior, recordándole
que debía evit ar t odo exam en. Ext raj o un paquet e de cigarrillos, encendió uno y
m iró nuevam ent e su reloj . Falt aban ocho m inut os para las t res.
Y ent onces los vio. Lo vio. Tres hom bres bien vest idos, cam inando
rápidam ent e por la rué Madeleine, hablaban ent re ellos. Sin em bargo, sus
m iradas se dirigían hacia delant e. Pasaron a los peat ones m ás lent os que iban
delant e de ellos, excusándose con una cort esía que no era del t odo parisiense.
Jason se concent ró en el hom bre del m edio. Era él. Un hom bre llam ado Johann.
Hazle señas a Johann para que ent re. Volverem os por ellos. Un hom bre alt o,
delgado, de gafas con m ont ura de oro había dicho esas palabras en la
St eppdeckst rasse. Johann. Lo habían enviado aquí desde Zurich; había vist o a
Jason Bourne. Y eso le decía algo: no había fot ografías.
Los t res hom bres alcanzaron la ent rada. Johann y el hom bre de su derecha
ent raron: el t ercero se quedó en la puert a. Bourne se dirigió hacia la cabina t e-
lefónica; esperaría cuat ro m inut os y haría su últ im a llam ada a Ant oine
D'Am acourt .
Tiró su cigarrillo fuera de la cabina, lo aplast ó con el pie y abrió la puert a.
—Señor...
Una voz le llegó desde at rás.
Jason se volvió violent am ent e, cont eniendo la respiración. Un hom bre
desconocido, de barba cerdosa, señalaba el t eléfono.
—Le t éléphone... I l ne m arche pas. Regardez la corde.
—Merci bien. Je vais essayer quant m èm e.

126
El hom bre hizo un adem án de indiferencia y se fue. Bourne ent ró en la
cabina; habían pasado los cuat ro m inut os. Sacó del bolsillo las suficient es
m onedas para dos llam adas y m arcó la prim era.
—Banque de Valois. Bonj our.
Diez segundos m ás t arde, D'Am acourt est aba en la línea, con voz t ensa.
—¿Es ust ed, Monsieur Bourne? Creí ent ender que est aba en cam ino a m i
oficina.
—Me t em o que debo cam biar los planes. Tendré que llam arlo m añana.
De pront o, a t ravés del vidrio de la cabina, Jason vio un coche det enerse en
la acera opuest a, delant e del Banco. El t ercer hom bre, que est aba en la ent rada,
hizo un gest o afirm at ivo al conduct or.
—¿...qué puedo hacer?
D'Am acourt pregunt aba algo.
—¿Cóm o ha dicho?
—Que si hay algo que pueda hacer por ust ed. Tengo su cuent a; t odo est á
list o para que pase por aquí.
«Est oy seguro de que sí», pensó Bourne; valía la pena int ent arlo.
—Mire, he de coger un avión para Londres est a t arde, pero est aré de vuelt a
m añana. Guarde t odo com o est á, ¿le parece bien?
—¿A Londres, señor?
—Lo llam aré m añana. Debo coger un t axi para Orly.
Colgó y se quedó vigilando la ent rada del Banco. En m enos de m edio m inut o,
Johann y su com pañero salieron corriendo; hablaron con el t ercer hom bre, y
luego los t res subieron al coche que los est aba aguardando.
El coche de los asesinos cont inuaba la caza, cam ino del aeropuert o de Orly.
Jason m em orizó el núm ero de la m at rícula y luego hizo su segunda llam ada. Si el
t eléfono público del Banco no est aba ocupado, Marie respondería casi ant es de
que el t im bre com enzara a sonar. Lo hizo.
—¡Diga!
—¿Has vist o algo?
—Mucho. D'Am acourt es t u hom bre.

12

Recorrieron el com ercio deam bulando de sección en sección. Sin em bargo,


Marie perm aneció cerca de la enorm e vidriera del frent e, sin apart ar la vist a de la
ent rada del Banco, al ot ro lado de la rué Madeleine.
—Te he com prado dos bufandas —le dij o Bourne.
—No debist e hacerlo. Los precios son alt ísim os.
—Son casi las cuat ro. Si no ha salido ya, no lo hará hast a que t erm ine el
horario de oficinas.
—Probablem ent e no. Si t uviera que ver a alguien, ya lo habría hecho. Pero
hem os de asegurarnos.
—Créem e, sus am igos est án en Orly, corriendo de un sit io para ot ro. No
t iene form a de saber si est oy det rás de alguno de ellos, porque no saben qué
nom bre ut ilizo.

127
—Dependerán del hom bre de Zurich para reconocert e.
—El hom bre de Zurich busca a una persona de cabello oscuro, que coj ea. No
a m í. Vam os, echem os un vist azo al Banco. Tú puedes reconocer a D'Am acourt .
—No conseguirem os hacer eso —obj et ó Marie sacudiendo la cabeza—. Las
cám aras que cuelgan del t echo est án equipadas con lent es de aum ent o. Si pasan
las cint as t e reconocerán.
—¿A un hom bre rubio, con gafas?
—O a m í. Yo t am bién est aba allí; la recepcionist a o su secret aria podrían
ident ificarm e.
—Lo que quieres decir es que allí dent ro hay un servicio de vigilancia
int erna. Lo dudo.
—Encont rarán infinidad de razones para querer ver las cint as. —Marie se
det uvo de repent e y apret ó el brazo de Jason, con los oj os fij os en el Banco, al
ot ro lado de la vidriera—. ¡Allí est á! El del abrigo con cuello de t erciopelo negro...
D'Am acourt .
—¿El que se t ira de las m angas?
—Sí.
—Ya lo t engo. Te veré luego, det rás del hot el.
—Ten cuidado. Ten m ucho cuidado.
—Paga las bufandas; est án en el m ost rador de at rás.
Jason abandonó la t ienda, parpadeando a causa de la luz del sol; esperó que
se produj era un espacio en el t ránsit o para cruzar la calle; no vio a nadie.
D'Am acourt había doblado a la derecha y cam inaba con aspect o dist raído; no
parecía un hom bre dispuest o a encont rarse con alguien. Tenía m ás bien un aire
de pavo real ligeram ent e aplast ado.
Bourne llegó hast a la esquina, cruzó con luz roj a y se puso det rás del
banquero. D'Am acourt se det uvo en un quiosco, donde com pró un diario de la
noche. Jason perm aneció inm óvil frent e a una t ienda de art ículos deport ivos, para
seguir cíe nuevo al banquero cuando ést e cont inuó su m archa.
Frent e a ellos había un café con las vent anas oscuras, la ent rada de pesada
m adera y gruesos m uros. No necesit aba t ener m ucha im aginación para adivinar
cóm o est aba decorado el int erior del local: era un sit io para que se reunieran
hom bres a beber, para las m uj eres que los acom pañaban y cuya presencia no
discut irían ot ros hom bres. Era un lugar t an t ranquilo com o cualquier ot ro de su
cat egoría para sost ener una apacible discusión con Ant oine D'Am acourt . Jason
apresuró el paso hast a acom odarse al del banquero. Se dirigió a él en el m ism o
t orpe y vacilant e francés, con acent o inglés, que em pleara cuando le habló por
t eléfono:
—Bonj our, Monsieur. Je... pense que vous... ét es Monsieur D'Am acourt . Yo
diría que est oy en lo ciert o, ¿no es así?
El banquero se det uvo. Sus fríos oj os est aban at em orizados, recordando. El
pavo real se arrebuj ó aún m ás dent ro de su bien cort ado abrigo.
—¿Bourne? —susurró.
—Sus am igos deben de sent irse ahora m uy confundidos. Supongo que
est arán rast reando t odo el aeropuert o de Orly, pregunt ándose t al vez si ust ed no
les habrá dado una inform ación errónea. Quizá deliberadam ent e.

128
—¿Qué?
Los oj os asust ados se agrandaron.
—Ent rem os aquí —indicó Jason, t om ando a D'Am acourt por el brazo con
m ano firm e—. Creo que debem os hablar un poco.
—¡Yo no sé absolut am ent e nada! Sim plem ent e he acept ado las exigencias
del caso. ¡No int ervengo en m odo alguno en est o!
—Discúlpem e. La prim era vez que hablé con ust ed m e dij o que no
confirm aría por t eléfono el t ipo de cuent a bancaria a la que yo m e refería; que no
discut iría asunt os de negocios con alguien a quien desconocía. Y veint e m inut os
después m e dice que ya lo t iene t odo dispuest o. Ésa es una confirm ación, ¿no es
ciert o? Ent rem os aquí.
El café era, en ciert os aspect os, una réplica en m iniat ura del «Drei
Alpenhäuser» de Zurich. Los reservados eran profundos; las divisiones, m uy
alt as; la luz, escasa. Sin em bargo, después de eso cam biaban las apariencias; el
café de la rué Madeleine era t ot alm ent e francés, j arras de vino rem plazaban a los
j arros de cerveza. Bourne pidió un reservado en un rincón; el cam arero los
inst aló cum pliendo su deseo.
—Pida una copa de algo fuert e —aconsej ó Jason—. La va a necesit ar.
—Eso es lo que ust ed cree —replicó el banquero con frialdad—. Tom aré un
whisky.
Las bebidas no se hicieron esperar, y durant e el breve int ervalo, D'Am acourt
ext raj o, nervioso, un paquet e de cigarrillos del int erior de su chaquet a. Bourne le
acercó un fósforo m ant eniéndolo cerca del rost ro del banquero. Muy cerca.
—Merci. —D'Am acourt inhaló una bocanada, se quit ó el cigarrillo de los
labios y t ragó casi la m it ad del cont enido de su vaso de whisky—. No soy yo el
hom bre con quien ust ed t iene que hablar —repuso.
—¿Y quién es ese hom bre?
—Uno de los propiet arios del Banco, t al vez. No sé, pero ciert am ent e no soy
yo el indicado.
—Explíquese.
—Se hicieron algunos arreglos... Un Banco privado t iene m ás flexibilidad que
una inst it ución pública, con accionist as.
—¿Cóm o?
—Bueno, digam os que hay m ás am plit ud respect o a las exigencias de ciert os
client es y de Bancos colegas. Se realizan m enos escrut inios de lo que se
acost um bra en una com pañía regist rada en la Bolsa. El Gem einschaft de Zurich
es t am bién una inst it ución privada.
—Y esas exigencias, ¿fueron form uladas por el Gem einschaft ?
—Solicit udes... exigencias... sí.
—¿Quién es el dueño del Valois?
—¿Quién? Hay m uchos dueños... es un consorcio. Diez o doce hom bres y sus
respect ivas fam ilias.
—Ent onces t engo que hablar con ust ed, ¿no es así? Quiero decir que seria
bast ant e est úpido de m i part e correr por t odo París en busca de t odos ellos.
—Yo no soy m ás que un ej ecut ivo. Un em pleado.

129
D'Am acourt t ragó el rest o de su bebida, aplast ó el cigarrillo cont ra el
cenicero y buscó ot ro en el paquet e. Y los fósforos.
—¿Cuáles son esos arreglos?
—¡Podría perder m i puest o, señor!
—Podría perder la vida —corrigió Jason, preocupado por la facilidad con que
fluían las palabras de su boca.
—No est oy en una sit uación t an privilegiada com o ust ed cree.
—Ni es t an ignorant e com o quiere hacerm e creer —replicó Bourne, con la
m irada escudriñando la lej anía, por sobre la cabeza del banquero, en el ext rem o
opuest o de la m esa—. Las personas com o ust ed abundan en t odas part es,
D'Am acourt . Se vist en com o ust ed, se cort an el cabello del m ism o m odo, hast a
t ienen la m ism a form a de cam inar; se pavonea dem asiado. Un hom bre com o
ust ed no llega a ser vicepresident e del Valois sin hacer pregunt as; ust ed se ha
puest o a cubiert o. No realiza el m enor m ovim ient o, a m enos que sepa que sus
espaldas est án bien guardadas. Ahora dígam e cuáles son esos arreglos. Ust ed no
es una persona im port ant e para m í, ¿est á claro?
D'Am acourt encendió un fósforo y lo m ant uvo j unt o al cigarrillo, en t ant o
cont em plaba fij am ent e a Jason.
—No t iene necesidad de am enazarm e, señor. Ust ed es un hom bre m uy rico.
¿Por qué no m e paga por la inform ación? —El banquero esbozó una sonrisa
nerviosa—. Le diré que t iene ust ed razón. He form ulado un par de pregunt as.
París no es Zurich. Un hom bre de m i cat egoría debe poder proporcionar palabras,
si no respuest as.
Bourne se echó hacia at rás en su asient o, haciendo girar su vaso; el
ent rechocar de los cubit os de hielo producía un ruido que, evident em ent e, irrit aba
a D'Am acourt .
—Fij e ust ed un precio razonable —decidió finalm ent e— y lo discut irem os.
—Soy un hom bre razonable. Dej em os que la decisión se base en los valores
y que ést os los fij e ust ed. Los banqueros del m undo son com pensados por los
client es agradecidos a los que ellos han beneficiado. Me gust aría considerarlo a
ust ed un client e.
—Bueno, hágalo. —Bourne sonrió, sacudiendo la cabeza al percibir los
nervios del ot ro—. De m odo que nos deslizam os del soborno a la propina. Com -
pensación por servicios y asesoram ient o personales.
D'Am acourt se encogió de hom bros.
—Acept o la definición y, si m e lo pregunt an, repet iré sus palabras.
—¿Los arreglos?
—La t ransferencia de nuest ros bienes de Zurich iba acom pañada de una fiche
confident ielle...
—Une fiche? —int errum pió bruscam ent e Jason, recordando aquel m om ent o
en la oficina de Apfel, en el Gem einschaft , cuando ent ró Koenig diciendo aquellas
palabras—. Ya he oído eso ant es. ¿De qué se t rat a?
—Un t érm ino a fecha, en realidad. Se rem ont a al siglo diecinueve, cuando, a
m ediados de siglo, se acost um braba que los Bancos m ás im port ant es, la Banca
Rot hschild, sobre t odo, seguían la pist a del fluj o int ernacional de dinero.
—Gracias. Pero, ¿qué es, específicam ent e?

130
—I nst rucciones lacradas, por separado, que deben ser abiert as y hechas
circular cuando se hacen operaciones en la cuent a en cuest ión.
—¿Operaciones?
—Fondos que se sacan o se deposit an.
—Supongam os que acabo de ir a la vent anilla de un caj ero y le he
present ado una libret a, y le pido dinero.
—Ent onces, en la t ransacción, la com put adora arroj aría un doble ast erisco
roj o. A ust ed le habrían dicho que debía verm e a m í.
—De t odos m odos, m e enviaron a verlo a ust ed. El operador m e dio el
núm ero de su oficina.
—Una casualidad sin im port ancia. Hay ot ras dos oficinas en el Depart am ent o
de Servicios Ext ernos. Con cualquiera de las ot ras dos que lo hubieran conect ado,
la fiche habría dict ado que debía verm e a m í. Yo soy el ej ecut ivo de m ayor
j erarquía.
—Ya lo veo. —Pero Bourne no est aba seguro de ver nada. Había un blanco
en aquella secuencia; había un espacio que llenar—. Espere un m inut o. Ust ed no
sabía nada relacionado con une fiche cuando le llevaron la cuent a a su despacho.
—Y ent onces, ¿por qué la solicit é? —int errum pió D'Am acourt , ant icipándose
a la pregunt a que preveía—. Sea razonable, señor. Póngase en m i lugar. Un
hom bre llam a por t eléfono y se ident ifica; luego dice que «habla de un asunt o de
m ás de cuat ro m illones de francos». Cuat ro m illones. ¿Ust ed no habría est ado
ansioso de serle út il? ¿De infringir una que ot ra regla?
Al echar una m irada al elegant e banquero, Jason descubrió que acababa de
decir la cosa m enos sorprendent e.
—Las inst rucciones. ¿Cuáles eran?
—Para em pezar, un núm ero t elefónico..., que no figura en la guía, por
supuest o. Había que llam ar allí, para t ransm it ir cualquier inform ación.
—¿Recuerda el núm ero?
—Tengo com o norm a confiar ese t ipo de cosas a m i m em oria.
—Habría apost ado a que era ust ed de ésos. ¿Qué núm ero es?
—Tengo que prot egerm e, señor. ¿De quién si no de m í podría haber obt enido
ust ed ese dat o? Le hago la pregunt a, ¿cóm o dicen ust edes?, ret óricam ent e.
—Lo cual significa que conoce la respuest a. ¿Cóm o lo obt uve? Por si alguna
vez surge el t em a.
—En Zurich. Ust ed ha pagado un precio m uy elevado para que alguien no
sólo quebrant e las m ás est rict as norm as im perant es en la Bahnhofst rasse, sino
t am bién las leyes de Suiza.
—Ya t engo al hom bre —replicó Bourne, en cuya m ent e surgió nít idam ent e la
im agen de Koenig—. Ya ha com et ido el crim en.
—¿En la Gem einschaft ? ¿Brom ea ust ed?
—En absolut o. El nom bre del suj et o es Koenig; su oficina est á en el segundo
piso.
—Lo recordaré.
—Est oy seguro de que sí. ¿El núm ero? —D'Am acourt se lo dij o. Jason lo
anot ó en una servillet a de papel—. ¿Cóm o sé que es el correct o?
—Tiene una garant ía bast ant e razonable. No m e ha pagado por ello.

131
—Garant ía suficient e.
—Y m ient ras el valor es algo int rínseco en nuest ra conversación, debo decirle
que ést e es el segundo núm ero t elefónico; el prim ero fue cancelado.
—Explíquem e eso.
D'Am acourt se inclinó hacia delant e.
—Con la hoj a del est ado de cuent as llegó una fot ocopia de la fiche original.
Est aba sellada en una caj a de color negro, rubricada y firm ada por el perit o
inform ant e. La t arj et a que va en su int erior fue convalidada por un socio de la
Gem einschaft , cont ra- firm ada por el not ario suizo habit ual; las inst rucciones eran
bast ant e sim ples, claras. En t odos los asunt os referent es a la cuent a de Jason C.
Bourne había que pedir inm ediat am ent e una llam ada t ransat lánt ica, y t ransm it ir
los det alles. Aquí la t arj et a est á alt erada, el núm ero de Nueva York borrado, y en
su lugar se anot ó un núm ero de París.
—¿De Nueva York? —int errum pió Bourne—. ¿Cóm o sabe que era de Nueva
York?
—El código del área t elefónica figuraba ent re parént esis, espaciado frent e al
núm ero propiam ent e dicho; est aba int act o. Era el 212. Com o prim er vicepre-
sident e a cargo de Servicios Ext eriores, hago diariam ent e varias llam adas de ese
t ipo.
—La alt eración fue bast ant e t orpe.
—Posiblem ent e. Pudo haber sido escrit a a t oda velocidad, o no del t odo
com prendida. Por ot ro lado, no había form a de t achar el núcleo de las inst ruccio-
nes sin volver a aut orizarlo m ediant e not ario. Un riesgo insignificant e, si t enem os
en cuent a la cant idad de t eléfonos que exist e en Nueva York. De t odos m odos, la
sust it ución m e perm it ió form ular una pregunt a o dos. El cam bio es un anat em a
del banquero.
D'Am acourt bebió de un t rago el whisky que le quedaba.
—¿Quiere ot ro? —pregunt ó Jason.
—No, gracias. Eso prolongaría nuest ra discusión.
—Ha sido ust ed quien se ha det enido.
—Est oy pensando, señor. Tal vez ust ed t enga en la m ent e una cifra vaga
ant es de que yo proceda.
Bourne est udió a su int erlocut or.
—¿Podría ser cinco? —avent uró.
—¿Cinco qué?
—Cinco cifras.
—Lo com probaré. Hablé con una m uj er...
—¿Una m uj er? ¿Y cóm o inició esa conversación?
—Con franqueza. Yo era el vicepresident e del Valois, y seguía inst rucciones
recibidas del Gem einschaft de Zurich. ¿Qué ot ra cosa se podía decir?
—Cont inúe.
—Le dij e que m e había puest o en cont act o con un hom bre que decía
llam arse Jason Bourne. Me pregunt ó cuánt o t iem po hacía de est o, a lo cual
respondí que unos pocos m inut os. Ent onces ella se m ost ró sum am ent e ansiosa
por ent erarse del t em a de nuest ra conversación. Al llegar a ést e fue cuando
m anifest é m is preocupaciones. La fiche señalaba específicam ent e que debía

132
hacerse una llam ada t elefónica a Nueva York, no a París. Nat uralm ent e, ella
respondió que ése no era m i problem a, y que el cam bio est aba aut orizado por
una firm a, y ¿acaso m e int eresaba que en Zurich fueran inform ados de que un
funcionario del Valois se negaba a seguir inst rucciones de la Gem einschaft ?
—Espere un m om ent o —int errum pió Jason—. ¿Quién era esa m uj er?
—No t engo idea.
—¿Quiere decir que t odo ese t iem po habló con ella y no le reveló quién era?
¿Ust ed no se lo pregunt ó?
—Ésa es la base de la fiche. Si se pronuncia un nom bre, m ej or que m ej or. Si
no se pronuncia, uno no hace pregunt as.
—Pero ust ed no vaciló en hacer pregunt as respect o al núm ero t elefónico.
—Sim plem ent e una art im aña; yo quería inform ación. Ust ed t ransfirió cuat ro
m illones y m edio de francos, una cant idad respet able, y, por t ant o, es un client e
poderoso que quizá cuent e con conexiones m ás poderosas aún... Uno se rebela,
luego acept a, vuelve a rebelarse, sólo para acept ar una vez m ás; de esa form a se
ent era uno de las cosas. Especialm ent e si la part e int eresada con la que uno est á
hablando dem uest ra ansiedad. Y puedo asegurarle que la m uj er est aba m uy
ansiosa.
—¿De qué se ent eró ust ed?
—De que debe ust ed ser considerado com o un hom bre peligroso.
—¿En qué sent ido?
—La definición quedó incom plet a. Pero el hecho de que se em pleara ese
t érm ino fue suficient e para pregunt arm e por qué la Suret é no est aba involucrada
en el asunt o. La respuest a de ella fue ext rem adam ent e int eresant e: «Él est á m ás
allá de la Suret é, m ás allá de la I nt erpol», declaró.
—¿Y qué significan esas palabras para ust ed?
—Que era un asunt o sum am ent e com plicado, con cualquier núm ero de
posibilidades, que m ej or era dej arlo en privado. Sin em bargo, desde que
com enzam os est a conversación, algo m e dice que hay m ás.
—¿Y qué es eso?
—Que realm ent e ust ed debe pagarm e m uy bien, pues debo m ost rarm e en
ext rem o caut eloso. Aquellos que andan det rás de ust ed t al vez se encuent ren
t am bién m ás allá de la Süret é, m ás allá de la I nt erpol.
—Ya nos ocuparem os de eso. ¿Le dij o ust ed a esa m uj er que yo iba a su
oficina?
—Sí, que est aría ust ed allí dent ro de un cuart o de hora. Ella m e pidió que
perm aneciera en el t eléfono unos inst ant es, que volvería en un m om ent o.
Obviam ent e hizo ot ra llam ada. Regresó con inst rucciones finales. Ust ed debía ser
ret enido en m i oficina hast a que un hom bre se acercara a m i secret aria para
pregunt arle algo acerca de Zurich. Y cuando ust ed se fuera, t endría que
ident ificarse m ediant e un gest o con la cabeza o la m ano; no podría haber ningún
error. El hom bre se acercó, por supuest o, y, por supuest o, ust ed nunca llegó, de
m odo que el suj et o esperó j unt o a las vent anillas de los caj eros con un socio.
Cuando ust ed t elefoneó y dij o que est aba cam ino de Londres, yo abandoné m i
oficina y busqué al hom bre. Mi secret aria m e lo señaló y lo puse al t ant o de lo
ocurrido. El rest o ya lo sabe.

133
—¿No le pareció ext raño que yo t uviera que ident ificarm e?
—No t an ext raño com o exagerado. Una fiche es una cosa, llam adas
t elefónicas, com unicaciones ent re personas sin rost ro, pero est ar involucrado
direct am ent e, a cara descubiert a, com o quien dice, es ot ra cosa. Eso m ism o le
dij e a la m uj er.
—¿Y ella qué le cont est ó? D'Am acourt se aclaró la gargant a.
—Me hizo ver claram ent e que la part e a quien ella represent aba, cuyo st at us
por ciert o fue confirm ado por la fiche, recordaría m i cooperación. Ya ve ust ed, no
le ocult o nada... Aparent em ent e, ellos no saben qué aspect o t iene ust ed.
—Uno de sus hom bres, que est aba en el Banco, m e vio en Zurich.
—Ent onces los socios de él no se fiaron de su buena vist a. O, t al vez, en lo
que él cree haber vist o.
—¿Por qué dice eso?
—Es sólo una observación, señor; la m uj er se m ost ró m uy insist ent e. Tiene
que ent enderm e, yo obj et é con t odas m is fuerzas cualquier part icipación franca;
ésa no es la nat uraleza de la fiche. Ella replicó que no había fot ografías suyas.
Una m ent ira, claro est á.
—¿Eso cree ust ed?
—Nat uralm ent e. Todos los pasaport es llevan fot ografía. ¿Dónde est á el
oficial de inm igraciones al que no se pueda com prar o engañar? Diez segundos en
una oficina de cont rol de pasaport es, fot ografía de ot ra fot ografía; se pueden
realizar m uchos m anej os. No, han com et ido un error grave.
—Supongo que sí.
—Y ust ed —cont inuó D'Am acourt — acaba de decirm e algo m ás. Sí,
realm ent e debe pagarm e m uy bien.
—¿Qué es lo que acabo de decirle?
—Que su pasaport e no lo ident ifica com o Jason Bourne. ¿Quién es ust ed,
señor?
Jason no respondió en seguida; volvió a revolver la bebida en su vaso.
—Alguien que puede pagarle m ucho dinero —respondió.
—Eso m e es suficient e. Sólo se t rat a de un client e llam ado Bourne. Y debo
ser m uy caut eloso.
—Quiero ese núm ero t elefónico de Nueva York. ¿Puede conseguírm elo?
Habrá una grat ificación respet able.
—Quisiera poder com placerlo. Pero no t engo m odo de hacerlo.
—Podría sacarlo de la t arj et a de la fiche. Con una lent e de m ucho aum ent o.
—Cuando le he dicho que el núm ero est aba alt erado, señor, no he querido
decir que se hubieran lim it ado a borrarlo. Fue suprim ido, recort ado.
—Ent onces lo t iene alguien de Zurich.
—O ha sido dest ruido.
—Una últ im a pregunt a —dij o Jason, ahora ansioso por irse—. Se refiere a
ust ed, casualm ent e. Es la única form a en que recibirá su paga.
—Toleraré la pregunt a, por supuest o. ¿De qué se t rat a?
—Si m e hubiera present ado en el Valois sin haberlo llam ado ant es, sin
haberle avisado que iría, ¿habría hecho ust ed ot ra llam ada t elefónica?

134
—Sí. Uno no dej a de t ener en cuent a la fiche; t iene sus orígenes en las salas
de los direct orios m ás poderosos. A ello hubiera seguido el despido.
—Ent onces, ¿cóm o nos harem os con nuest ro dinero?
D'Am acourt frunció los labios.
—Hay un m odo. El ret iro in absent ia. Se llenan los form ularios, se envían
inst rucciones por cart a, se confirm a y aut ent ica la ident ificación em pleando un
gabinet e j urídico debidam ent e conocido. Yo no hubiera podido int erferir de ningún
m odo.
—Y, sin em bargo, aún t enía que hacer la llam ada t elefónica.
—Es cuest ión de saber calcular el t iem po. Si algún abogado con quien el
Valois hubiera realizado varias negociaciones m e hubiera pedido que le
preparase, digam os, un det erm inado núm ero de cheques sobre una t ransferencia
del ext erior confirm ado por él, lo habría hecho. Él habría afirm ado que enviaba
los form ularios correspondient es, los cheques, por supuest o, ext endidos «al
port ador», cosa no t an inusual en est os días, en que los im puest os son excesivos.
Llegaría un m ensaj ero con la cart a durant e las horas punt a, y m i secret aria, una
em pleada est im ada y fiel, de hace m uchos años, sim plem ent e llenaría los
form ularios para que yo los firm ara, y m e llevaría la cart a.
—Seguram ent e —int errum pió Bourne—, j unt o con una pila de ot ros papeles
que ust ed t am bién debería firm ar.
—Exact am ent e. Sólo ent onces haría yo la llam ada t elefónica, probablem ent e
observando al m ensaj ero que se ret iraba con su port afolio, m ient ras yo hacía la
llam ada.
—Y por una rem ot a casualidad, ¿no t endría ust ed en la m ent e el nom bre de
alguna firm a de abogados en París? ¿O algún abogado en especial?
—En realidad se m e ha ocurrido un nom bre.
—¿Y cuánt o cost ará?
—Diez m il francos.
—Eso es m ucho dinero.
—De ninguna m anera. Se t rat a de un hom bre que ha sido j uez, de un
hom bre honrado.
—¿Y qué m e dice de ust ed? Vam os a verlo.
—Com o ya le dij e, soy un hom bre razonable, y la decisión deberá t om arla
ust ed. Puest o que ha m encionado cinco cifras, seam os coherent es con sus
palabras. Cinco cifras, com enzando por cinco. Cincuent a m il francos.
—¡Pero eso es ult raj ant e!
—Tam bién es así lo que ust ed ha hecho, Monsieur Bourne.
—Une fiche confident ielle —dij o Marie, sent ada en la silla j unt o a la vent ana,
m ient ras los últ im os rayos de sol bañaban los ornam ent ados edificios del bulevar
Mont parnasse—. De m odo que ésa es la art im aña que usaron.
—Puedo im presionart e... Yo sé de dónde viene t odo. —Jason sirvió un vaso
de la bot ella que había en la m esa y lo llevó a la cam a; se sent ó, m irándola de
frent e—. ¿Quieres oír la hist oria?
—No t engo por qué hacerlo —replicó ella, m irando por la vent ana,
preocupada—. Sé exact am ent e de dónde viene t odo y qué significa. Es un golpe
duro, eso es t odo.

135
—¿Por qué? Pensé que esperarías algo parecido.
—Los result ados, sí, pero no las m aquinaciones. Une fiche es una burla
arcaica a la legit im idad, casi t ot alm ent e rest ringida a los Bancos privados del
cont inent e. Las leyes est adounidenses, canadienses y brit ánicas prohíben su uso.
Bourne recordó las palabras de D'Am acourt ; las repit ió en voz alt a:
—«Est o procede de las salas de los direct orios m ás poderosas», m e dij o.
—Tenía razón. —Marie lo m iró—. ¿No t e das cuent a? Yo sabía que había una
señal adosada a t u cuent a. Supuse que alguien había sido sobornado para
sum inist rar inform ación. Est o no es inusual; los banqueros no ocupan los
prim eros puest os ent re los candidat os a la canonización. Pero est o es diferent e.
Esa cuent a en Zurich ya est aba est ablecida, desde el prim er m om ent o, y la fiche
form aba part e de su funcionam ient o. Tal vez hast a t ú m ism o lo sabías.
—«Treadst one Set ent a y Uno» —dij o Jason.
—Sí. Los propiet arios del Banco t enían que act uar de acuerdo con
«Treadst one». Y considerando la flexibilidad de t u enlace, es posible que t ú
est uvieras al t ant o de ello.
—Pero alguien fue sobornado. Koenig. Él sust it uyó un núm ero t elefónico por
ot ro.
—Le pagaron bien, t e lo puedo asegurar. Podría haberse arriesgado a diez
años en una cárcel suiza.
—¿Diez años? Eso es bast ant e fuert e.
—Así son las leyes suizas. Tienen que haberle pagado una pequeña fort una.
—Carlos —reflexionó Bourne— Carlos... ¿Por qué? ¿Qué significo yo para él?
Me lo pregunt o una y ot ra vez. Pronuncio su nom bre una vez, y ot ra y ot ra m ás.
Y no consigo nada, nada de nada. Nada m ás que... un... no sé. Nada.
—Pero hay algo, ¿no es así? —Marie se incorporó en su asient o—. ¿Qué es,
Jason? ¿En qué est ás pensando?
—No est oy pensando... no sé.
—Ent onces, sient es algo. Algo. ¿Qué es?
—No sé. Miedo t al vez... Rabia, nervios. No sé.
—¡Concént rat e!
—¡Maldit o sea! , ¿crees que no m e concent ro? ¿Crees que no lo he hecho?
¿Tienes idea de lo que es? —Bourne se puso t ieso, lam ent ando su exabrupt o—.
Lo sient o.
—No t e disculpes. Nunca. Ést os son los signos, las claves que t ienes para
buscar..., lo que los dos t enem os que buscar. Ese am igo t uyo, el m édico de Port
Noir, t enía razón; las cosas t e vienen a la m ent e, provocadas por ot ras cosas.
Com o t ú m ism o dij ist e, una caj a de fósforos, un rost ro, la fachada de un
rest aurant e. Ya lo hem os com probado. Ahora se t rat a de un nom bre, de un
nom bre que has evit ado casi una sem ana, m ient ras m e relat abas t odo lo que t e
había sucedido durant e los últ im os cinco m eses, hast a el m ás m ínim o det alle. Sin
em bargo, nunca m encionast e el nom bre de Carlos. Tendrías que haberlo
m encionado, pero no lo hicist e. Eso significa algo para t i, ¿no t e das cuent a?
Rem ueve cosas en t u int erior; cosas que quieren aflorar.
—Ya lo sé. Jason bebió.

136
—Querido, en el bulevar Saint - Germ ain hay una fam osa librería, dirigida por
un fanát ico de las revist as. Hay t odo un piso replet o de ej em plares at rasados de
revist as, m iles de núm eros. Tam bién t iene un cat álogo de t em as, los t iene en un
índice, com o un bibliot ecario. Me gust aría descubrir si Carlos figura en ese índice.
¿No lo int ent arías?
Bourne era conscient e del agudo dolor que le oprim ía el pecho. No t enía
nada que ver con sus heridas; era m iedo. Ella lo advirt ió y, en ciert o m odo, lo
com prendió; sent ía m iedo y no podía ent enderlo.
—En la Sorbona hay ej em plares at rasados de diarios —dij o él, m irándola—.
Uno de ellos m e dej ó com o en una nube durant e un t iem po. Hast a que m e puse a
pensar en lo que había leído.
—Había puest o al descubiert o una m ent ira. Eso fue lo im port ant e.
—Pero ahora no buscam os una m ent ira, ¿no es ciert o?
—No, buscam os la verdad. No t engas m iedo, querido. Yo no lo t engo.
Jason se levant ó.
—Est á bien. Saint - Germ ain est á program ado. Mient ras t ant o, llam a a ese
t ipo de la Em baj ada. —Bourne buscó en su bolsillo y sacó una servillet a de papel
con el núm ero de t eléfono; había agregado el núm ero de la m at rícula del coche
en el que había escapado del Banco, en desenfrenada carrera por la rué
Madeleine—. Aquí est á el núm ero que m e dio D'Am acourt , t am bién el de la
m at rícula de su coche. Ve lo que est e hom bre puede hacer.
—Est á bien. —Marie cogió la servillet a y se dirigió al t eléfono. Junt o al
aparat o había una libret it a, de hoj as suj et as por una espiral; repasó sus
páginas—. Aquí est á. Se llam a Dennis Corbelier. Pet er dice que lo llam ará hoy al
m ediodía, hora de París. Y se puede confiar en él; era t an com pet ent e com o
cualquier ot ro agregado de la Em baj ada.
—Pet er lo conoce, ¿no es ciert o? No es sim plem ent e un nom bre m ás en su
list a.
—Fueron com pañeros en la Universidad de Toront o. Puedo llam arlo desde
aquí, ¿no t e parece?
—Claro que sí. Pero no digas dónde est ás. Marie levant ó el recept or.
—Le diré lo m ism o que le dij e a Pet er. Que m e he t rasladado de un hot el a
ot ro, y t odavía no sé cuál será el definit ivo.
Llam ó por una línea ext erior, luego m arcó el núm ero de la Em baj ada del
Canadá, en la avenida Mont aigne. Quince segundos m ás t arde hablaba con
Dennis Corbelier, agregado de la m ism a.
Casi de inm ediat o abordó el t em a cent ral de la conversación.
—Supongo que Pet er t e habrá dicho que yo podría necesit ar ayuda.
—Y m ás que eso —respondió Corbelier—. Me explicó que habías est ado en
Zurich. No t e puedo decir que ent endí t odo lo que m e dij o, pero t engo una idea
general. Parece que act ualm ent e hay m uchas m aniobras en el m undo de las alt as
finanzas.
—Más de lo habit ual. El problem a consist e en que nadie quiere decir quién
m anipula a quién. Ése es m i problem a.
—¿De qué form a puedo ayudart e?

137
—Tengo un núm ero t elefónico y el de una m at rícula de coche, am bos de
aquí, de París. El t eléfono no figura en la guía; podría result ar ext raño que yo
llam ase allí.
—Dám elos. —Ella obedeció—. A m ari usque ad m ari —dij o Corbelier,
recit ando el lem a nacional de su país—. Tenem os diversos am igos, en lugares
m agníficos... I nt ercam biam os favores con frecuencia, generalm ent e en el área de
narcót icos, pero t odos som os flexibles. ¿Por qué no alm orzam os j unt os m añana?
Te llevaré lo que pueda.
—Me gust aría m ucho, pero m añana no puedo. Pasaré el día con un viej o
am igo. Tal vez en ot ra ocasión.
—Pet er m e dij o que sería un idiot a si no insist ía. Dice que t ú eres una m uj er
fant ást ica.
—Él es un encant o, y t ú t am bién. Te llam aré m añana por la noche.
—Muy bien. Me pondré a t rabaj ar en ello.
—Mañana t e llam aré; gracias de nuevo —Marie colgó el recept or y echó una
m irada a su reloj —. Tengo que llam ar a Pet er dent ro de t res horas.
Recuérdam elo.
—¿Realm ent e crees que t endrá alguna not icia t an pront o?
—Sí; anoche llam ó ya por t eléfono a Washingt on. Es j ust o lo que Corbelier
acaba de decirm e; t odos com erciam os con algo. Est a inform ación a cam bio de
est a ot ra, un nom bre de nuest ro lado, por un nom bre del lado de ellos.
—Suena vagam ent e a t raición.
—Es lo cont rario. Com erciam os con dinero, no con m isiles. Dinero que circula
de form a ilegal, evit ando leyes que defienden nuest ros int ereses. A m enos que
quieras que los j eques de Arabia se apoderen de la «Grum m an Aircraft ».
Ent onces t endrem os que hablar de m isiles... después de que ellos se hayan
ret irado de la plat aform a de lanzam ient o.
—Ret iro m i obj eción.
—Tenem os que ver al hom bre de D'Am acourt m añana, com o prim era
m edida. Decide qué es lo que quieres ocult ar.
—Todo.
—¿Todo?
—Así es. Si t ú fueras del direct orio de Treadst one, ¿qué harías si t e ent eraras
de que falt an seis m illones de francos de la cuent a de un socio?
—Ya ent iendo.
—D'Am acourt sugirió una serie de cheques al port ador.
—¿Dij o eso? ¿Cheques?
—Sí. ¿Hay algún problem a?
—Desde luego. Los núm eros de esos cheques podían haber sido asent ados
en una cint a falsa y enviados a diversos Bancos, en t odas part es. Uno t endrá que
ir a un Banco y rescat arlos; los pagos serían suspendidos.
—Es un t riunfador, ¿no es así? Recoge su cosecha por am bos lados. ¿Qué
hacem os?
—Acept ar la m it ad de lo que t e he dicho... la del port ador. Pero no los
cheques. En bonos. Bonos al port ador de dist int as denom inaciones. Son m ucho
m ás fáciles de cam biar.

138
—Bueno, t e has ganado la cena —replicó Jason, inclinándose para rozarle el
rost ro.
—Trat o de ganarm e la vida, señor —replicó ella, apret ando la m ano de él
cont ra su m ej illa—. Prim ero la cena, luego Pet er... y después a una librería en
Saint - Germ ain.
—Una librería en Saint - Germ ain —repit ió Bourne, sint iendo de nuevo el dolor
en el pecho.
¿De qué se t rat aba? ¿Por qué t enía t ant o m iedo?

Abandonaron el rest aurant e del bulevar Raspail y se dirigieron hacia el


com plej o t elefónico de la rué Vaugirard. Había cabinas de vidrio inst aladas cont ra
las paredes, y en el cent ro de la plant a baj a, un enorm e m ost rador circular,
donde los em pleados llenaban fichas, asignando las diferent es cabinas a aquellos
que solicit aban llam adas.
—Hay poco m ovim ient o, señora —inform ó a Marie el em pleado—. Puede
recibir su llam ada en pocos m inut os. Núm ero doce, por favor.
—Gracias. ¿Cabina núm ero doce?
—Sí, señora. Allí.
Mient ras at ravesaban el vest íbulo at est ado de gent e, en dirección a la
cabina, Jason la t om ó del brazo.
—Ya sé por qué la gent e ut iliza est os sit ios —dij o—. Son cien veces m ás
rápidos que los t eléfonos de un hot el.
—Ésa es solam ent e una de las razones.
Apenas habían llegado a la cabina y encendido sus cigarrillos escucharon los
dos breves t im brazos en su int erior. Marie abrió la puert a y ent ró, con el bloc y
un lápiz en la m ano. Cogió el recept or.
Sesent a segundos después, Bourne advirt ió, at ónit o, que la m uchacha
m iraba fij am ent e la pared, con el rost ro com plet am ent e blanco, la piel cenicient a.
Com enzó a grit ar y dej ó caer su bolso, cuyo cont enido quedó esparcido por el
suelo de la m inúscula cabina; el bloc quedó aprisionado en el borde de ést a, el
lápiz se rom pió debido a la presión de su m uñeca. Bourne se precipit ó dent ro de
la cabina; la m uchacha est aba a punt o de desm ayarse.

—Habla Marie St . Jacques desde París. Lisa. Pet er est á esperando m i


llam ada.
—¿Marie? ¡Oh, Dios m ío...!
La voz de la secret aria se quebró, y en su lugar se oyeron m uchas voces a
su alrededor. Voces excit adas, ahogadas por una m ano colocada en el recept or.
Luego hubo ruido de m ovim ient os y, aparent em ent e, el t eléfono fue pasado a
alguna ot ra persona, o bien ést a se apoderó del recept or.
—Marie, habla Alan. —Era el prim er direct or ayudant e de la sección—.
Est am os t odos en la oficina de Pet er.
—¿Qué sucede, Alan? No t engo m ucho t iem po; ¿puedo hablar con
Pet er, por favor? Un m om ent o de silencio.
—Quisiera hacert e m enos difícil est o, Marie, pero no sé cóm o. Pet er est á
m uert o, Marie.

139
—¿Est á... qué?
—Llam ó la Policía hace unos m inut os; est án en cam ino hacia aquí.
—¿La Policía? ¿Qué ha ocurrido? ¡Oh, Dios m ío! , ¿est á m uert o? ¿Qué ha
pasado?
—Trat am os de averiguarlo. Est am os revisando su agenda t elefónica, pero se
supone que no debem os t ocar nada de lo que hay en su escrit orio.
—¿En su escrit orio...?
—Not as, recordat orios, ese t ipo de cosas.
—¡Alan! ¡Dim e qué ha ocurrido!
—Eso es... lo que no sabem os. No nos dij o a ninguno de nosot ros qué est aba
haciendo. Todo lo que sabernos es que est a m añana recibió dos llam adas
t elefónicas de los Est ados Unidos..., una de Washingt on y ot ra de Nueva York.
Alrededor de m ediodía le dij o a Lisa que iba al aeropuert o a recibir a alguien. No
dij o a quién. La Policía lo encont ró hace una hora, en uno de esos t úneles que se
ut ilizan para cargas. Fue t errible; lo asesinaron. Un t iro en la gargant a... ¿Marie?
¿Marie?

El anciano de oj os hundidos y barba blanca de t res días ent ró coj eando en el


oscuro confesionario, guiñando los oj os una y ot ra vez, t rat ando de precisar la
figura encapuchada det rás de la cort ina opaca. La vist a le fallaba a aquel
m ensaj ero de ochent a años. Pero su m ent e perm anecía lúcida, y eso era lo m ás
im port ant e.
—Ángelus Dom ini —dij o.
—Ángelus Dom ini, hij o de Dios —susurró la siluet a encapuchada—. ¿Sus días
son t ranquilos?
—Est án por llegar a su fin, pero m e los hacen t ranquilos.
—Bien... ¿Zurich?
—Encont raron al hom bre del Quai Guisan. Est aba herido; siguieron su pist a
hast a llegar a un m édico en el Verbrechervelt . Después de ser som et ido a un
severo int errogat orio, adm it ió haber at acado a la m uj er. Caín volvió a buscarla;
fue Caín quien disparó al hom bre.
—De m odo que est aban en com binación; la m uj er y Caín.
—El hom bre del Quai Guisan no lo cree así. Él fue uno de los que la
recogieron en la Löwenst rasse.
—Ése es t am bién un est úpido. ¿Él m at ó al guardián?
—Lo adm it e y lo ocult a. No t uvo oport unidad de escapar.
—Podría no t ener que ocult arlo; podría ser la acción m ás int eligent e que
pudo haber realizado. ¿Tiene su arm a?
—La t ienen ust edes.
—Bien. Hay un prefect o en la Policía de Zurich. Hay que ent regarle el arm a a
él. Caín es m uy escurridizo, la m uj er no t ant o. Ella t iene socios en Ot t awa;
perm anecerán en cont act o con ella. Vam os a at raparla, y seguirem os la pist a a
él. ¿Tiene preparado su lápiz?
—Sí, Carlos.

140
13

Bourne la sost uvo cont ra la cabina y la dej ó suavem ent e en el asient o que
sobresalía de la est recha pared. La m uj er t em blaba, respiraba
ent recort adam ent e; los oj os vidriosos sólo enfocaron bien al m irarlo a él.
—¡Lo han asesinado! ¡Lo han asesinado! Dios m ío, ¿qué he hecho? ¡Pet er!
—¡Tú no has hecho nada! Si alguien lo ha asesinado, he sido yo. No t ú.
Quít at e esa idea de la cabeza.
—Jason, t engo m iedo. Él est aba al ot ro lado del m undo... ¡y lo han
asesinado!
—¿Treadst one?
—¿Quién ot ro? Recibió dos llam adas t elefónicas, de Washingt on... y de
Nueva York. Había ido al aeropuert o a recibir a alguien y lo asesinaron.
—¿Cóm o?
—¡Oh, Jesús m ío...! —Los oj os de Marie se llenaron de lágrim as—. Le
dispararon. En la gargant a —susurró.
De pront o, Bourne sint ió un agudo dolor; no podía localizarlo, pero est aba
allí, y le cort aba la respiración.
—Carlos —dij o, sin saber por qué.
—¿Qué? —Marie alzó la vist a hacia él—. ¿Qué has dicho?
—Carlos —repit ió él, en voz baj a—. Una bala en la gargant a, Carlos.
—¿Qué est ás t rat ando de decir?
—No lo sé. —La t om ó del brazo—. Salgam os de aquí. ¿Est ás bien? ¿Puedes
andar?
Ella asint ió, cerrando un m om ent o los oj os y respirando profundam ent e.
—Sí.
—Vam os a beber algo; los dos lo necesit am os. Luego irem os.
—¿Adonde?
—A la librería de Saint - Germ ain.

Baj o el epígrafe «Carlos» había t res ej em plares at rasados de una revist a. Un


ej em plar, fechado t res años at rás, de la edición int ernacional del Pot om ac
Quart erly, y dos ej em plares de Le Globe, de París. No leyeron los art ículos dent ro
de la librería; com praron los t res y t om aron un t axi de regreso al hot el en
Mont parnasse. Ent onces com enzaron a leerlos, Marie en la cam a y Jason en la
silla j unt o a la vent ana. Pasaron unos m inut os, y Marie se incorporó de un salt o.
—¡Aquí est á! —exclam ó con el m iedo reflej ado en su rost ro y en su voz.
—Lee en voz alt a.
—Se dice que Carlos y su pequeña banda de delincuent es inflige a sus
víct im as una t ort ura part icularm ent e brut al. Les da m uert e con un disparo en la
gargant a, y con frecuencia dej a que la víct im a m uera en m edio de dolores
insoport ables. Est a m uert e est á reservada a aquellos que quebrant an el código de
silencio y de lealt ad que les ha im puest o el asesino, o a aquellos ot ros que se han
negado a divulgar inform ación... —Marie se det uvo, incapaz de seguir leyendo. Se
recost ó en la alm ohada y cerró los oj os—. Él no les dij o nada y fue asesinado por
ello. ¡Oh, Dios m ío...!

141
—No podía decirles lo que ignoraba —repuso Bourne.
—¡Pero t ú lo sabías! —Marie volvió a incorporarse, y abrió los oj os—. ¡Tú
sabías lo del disparo en la gargant a! ¡Lo dij ist e!
—Lo dij e. Lo sabía. Es t odo cuant o t e puedo decir.
—¿Cóm o?
—Quisiera poder respondert e a eso. Pero no puedo.
—¿Me das un t rago?
—Por supuest o. —Jason se levant ó y se dirigió al escrit orio. Sirvió dos vasos
de whisky y la m iró—. ¿Quieres que pida un poco de hielo? Hervé est á aún
levant ado; no t ardará m ucho.
—No. Tardará m ás de lo necesario—. Ella cerró de golpe la revist a, la arroj ó
sobre la cam a y se volvió Hacia él, cont ra él, quizás—. ¡Est oy a punt o de
volverm e loca!
—Som os dos.
—Quisiera creert e; t e creo. Pero yo... yo...
—No puedes est ar segura —com plet ó Bourne—. Yo t am poco. —Le alcanzó el
vaso—. ¿Qué quieres que t e diga? ¿Qué puedo decir? ¿Acaso soy uno de los
esbirros de Carlos? ¿Habré quebrant ado el código de silencio y de lealt ad? ¿Es por
eso por lo que conozco el m ét odo de ej ecución?
—¡Bast a!
—A m enudo m e digo eso m ism o para m is adent ros: «¡Bast a! » Dej a de
pensar; t rat a de recordar, pero hay algo en el cam ino que m e frena. No vayas
dem asiado lej os, no profundices dem asiado. Puede descubrirse una m ent ira, sólo
para que surj an ot ras diez pregunt as, int rínsecam ent e ligadas a esa m ent ira. Tal
vez sea com o despert ar después de haber est ado borracho m uchas horas, sin
saber cont ra quién se ha luchado, con quién se ha dorm ido, o... ¡m aldit a sea...! ,
a quién se ha asesinado.
—No. —Marie pasó por alt o la palabra—. Tú eres t ú. No m e harás creer ot ra
cosa.
—No es eso lo que quiero. Tam poco quiero quit arm e eso de la cabeza.
Jason volvió a la silla y se sent ó, con el rost ro vuelt o hacia la vent ana.
—Tú has descubiert o... un m ét odo de ej ecución. Yo he descubiert o algo m ás.
Yo lo sabía, com o t am bién sabía lo de Howard Leland. Ni siquiera t uve que leerlo.
—¿Leer qué?
Bourne se inclinó pará coger el ej em plar at rasado del Pot om ac Quart erly. La
revist a est aba abiert a en una página donde podía verse el dibuj o de un hom bre
barbudo, un dibuj o de líneas t oscas, incom plet o, com o si hubiera sido realizado a
part ir de una vaga descripción del personaj e. Alargó la revist a a la m uchacha.
—Lee —le dij o—. Em pieza en el ext rem o superior izquierdo, baj o el t ít ulo de
«Mit o o m onst ruo». Después quiero que nos dediquem os a un j uego.
—¿Un j uego?
—Sí. Yo he leído sólo los dos prim eros párrafos, t endrás que creer en m i
palabra.
—Est á bien.
Marie lo observó fij am ent e, at ónit a. Baj ó la revist a hast a t ener luz suficient e
y leyó.

142
M I TO O M ON STRUO

Durant e m ás de una década, el nom bre «Carlos» ha sido pronunciado en


susurros en las callej uelas de ciudades com o París, Teherán, Beirut , Londres, El
Cairo y Am st erdam . Se ha dicho que es el j efe suprem o del t errorism o en el
sent ido de que su obj et ivo es el crim en y el asesinat o en sí, desprovist os de t oda
ideología polít ica aparent e. Sin em bargo, exist en evidencias concret as de que ha
llevado a cabo algunas ej ecuciones, que le han proporcionado grandes beneficios,
para grupos radicales ext rem ist as, com o la OLP y Baader- Meinhof, t ant o en
función de m aest ro com o por dinero. Por ciert o que el t al «Carlos» ha com enzado
a surgir con una im agen m ás clara gracias a su not able gravit ación y a los
conflict os int ernos suscit ados en esas organizaciones t errorist as por su causa. Las
víct im as que se han ido recuperando de sus at aques est án com enzando a hablar.
Mient ras las hist orias de sus hazañas enriquecen las im ágenes de un m undo
invadido por la violencia y la conspiración, explosivos de alt o poder e int rigas a
nivel int ernacional, de coches veloces y m uj eres m ás veloces t odavía, los hechos
parecen indicar que se t rat a de un personaj e m ezcla de Adam Sm it h y I an
Flem ing. «Carlos» est á reducido a proporciones hum anas, y en esa reducción se
coloca en prim er plano a un hom bre realm ent e t em ible. El m it o sadorrom ánt ico
se conviert e en un m onst ruo brillant e, em papado en sangre, que negocia el
crim en con la habilidad de un expert o analist a de m ercado, ent erado de salarios,
cost os, dist ribución y división de los t rabaj os que se realizan en el subm undo. Se
t rat a de un negocio com plicado, y «Carlos» es el árbit ro de su valor en dólares.
El ret rat o com ienza con un nom bre fam oso, t an insólit o com o la profesión de
quien lo lleva. I lich Ram írez Sánchez. Se dice que es venezolano, hij o de un
abogado m arxist a, fanát ico de la causa, pero no excesivam ent e dest acado ( lo de
«I lich» es el hom enaj e de su padre a Vladim ir I lich Lenin, y en part e explica que
«Carlos» haya incursionado en el t errorism o ext rem ist a) , que envió al m uchachit o
a Rusia para adquirir la m ayor part e de su educación, que incluía ent renam ient o
de espionaj e en el com plej o soviét ico de Novgorod. Aquí es donde el ret rat o se va
em pañando, donde com ienzan a circular los rum ores y la especulación. Según
est as especulaciones, algún com it é dent ro del Krem lin, de los que generalm ent e
inst ruyen a los j óvenes est udiant es ext ranj eros para fut uros planes de infilt ración,
vio las posibilidades que se ocult aban en I lich Sánchez y no quiso saber nada de
él. Era un paranoico, quien cont em plaba t odas las soluciones en t érm inos de una
bala o una bom ba bien colocadas; se recom endó enviar al m uchacho de regreso a
Caracas y disociar t odos y cada uno de los lazos que unían al Soviet con su
fam ilia. Rechazado por Moscú, y profundam ent e opuest o a la sociedad occident al,
Sánchez se dispuso a fabricarse su propio m undo, en el que él sería el líder
suprem o. ¿Qué m ej or m ét odo para convert irse en el asesino apolít ico cuyos
servicios podrían ser cont rat ados por la m ás am plia gam a de client es filosóficos y
polít icos?
Ahora, el ret rat o vuelve a adquirir rasgos claros. Conocedor de num erosos
idiom as, incluido el español, su lengua m at erna, el ruso, el francés y el inglés,
Sánchez ut ilizó su aprendizaj e soviét ico com o punt o de part ida para refinar sus

143
t écnicas. A su expulsión de Moscú siguieron varios m eses de est udios int ensos,
según algunos, baj o la t ut ela de los cubanos, en part icular, del Che Guevara.
Dom inaba la ciencia y el m anej o de t odo t ipo de arm as y explosivos; no había
arm a que no supiera desm ont ar y volver a m ont ar en t odas sus piezas, ningún
explosivo que no supiera analizar por su olor y cont ext ura, y que no supiera
det onar en una docena de form as dist int as. Ya est aba list o: eligió París com o
base de sus operaciones, y em pezó a correrse la voz. Había un hom bre dispuest o
a alquilar sus servicios para asesinar gent e a la que ot ros no se at revían a m at ar.
De nuevo se nubla aquí el ret rat o en cuant o a falt a de docum ent os o
cualquier t ipo de ident ificación. ¿Qué edad t enía el t al «Carlos»? ¿Cuánt os blancos
efect ivos podían at ribuírsele, cuánt os de ést os no era m ás que un m it o,
aut oproclam ado o no? Los corresponsales dest acados en Caracas no habían
podido hallar cert ificado de nacim ient o, en ninguna part e del país, de ningún I lich
Ram írez Sánchez. Por ot ro lado, en Venezuela exist en m iles y m iles de Sánchez,
cient os de ellos con el apellido Ram írez agregado; pero ninguno de ellos llevaba
por nom bre I lich. ¿Había sido agregado luego, o sim plem ent e la om isión es una
prueba m ás de la ident idad de «Carlos»? Se afirm a que el asesino t iene ent re
t reint a y cinco y cuarent a años. Nadie lo sabe con cert eza.

¿ESA COLI N A CUBI ERTA D E CÉSPED EN D ALLAS?

Hay un hecho que no se discut e: la de los beneficios obt enidos con sus
prim eros crím enes han perm it ido a «Carlos» m ont ar una organización que podría
ser la envidia de un analist a de la «General Mot ors». Se t rat a de un capit alism o
en su m áxim a eficiencia, donde la lealt ad y la sum isión se ext raen a part es
iguales, sirviéndose del t error y la recom pensa. Las consecuencias de la
deslealt ad no t ardan en llegar — la m uert e —, pero t am bién son rápidos los
beneficios de un buen servicio a la causa: bonificaciones generosas y elevadas
sum as en concept o de viát icos. La organización parece ser dueña de ej ecut ivos
dispuest os, en t odas part es del m undo; y est e rum or, absolut am ent e fundado en
la verdad, conduce a una pregunt a obvia: ¿De dónde provienen los beneficios
iniciales? ¿Quiénes fueron las prim eras víct im as?
El crim en acerca del cual surgieron m ás especulaciones ocurrió hace t rece
años, en Dallas. No im port a cuánt as veces se haya debat ido el t em a del asesinat o
de John F. Kennedy, nadie ha sabido dar una explicación sat isfact oria a esa
colum na de hum o que se ocult aba det rás de una colina cubiert a de césped, a
unos t rescient os m et ros de dist ancia del recorrido presidencial. En las cám aras
pudo verse el hum o; dos radios encendidas en las m ot os de los policías
regist raron ruido. Sin em bargo, no se hallaron huellas de pisadas ni casquillos
sospechosos. De hecho, la única inform ación que se t enía sobre la colina en ese
m om ent o fue considerada de t an escaso int erés, que quedó sepult ada en la
invest igación FBI - Dallas, y nunca se la incluyó en el inform e elevado a la
Com isión Warren. Esa inform ación fue sum inist rada por un observador casual, K.
M. Wright , del nort e de Dallas. Cuando se le int errogó, declaró lo siguient e:

144
«¡Diablos! , el único hij o de m ala m adre que est aba allí era el viej o Billy Arpillera,
y est aba a doscient os m et ros de dist ancia.»
El «Billy» al que se refería era un viej o vagabundo, a quien se lo veía
siem pre rondando la zona de t urist as; lo de Arpillera definía su afición a
envolverse los zapat os con un t rozo de arpillera para disim ular sus huellas. Según
nuest ros corresponsales, la declaración de Wright nunca se dio a la publicidad.
Sin em bargo, seis sem anas at rás, un t errorist a libanés hecho prisionero se
rindió ant e el int errogat orio al que fuera som et ido en Tel Aviv. Para no ser
ej ecut ado, dij o poseer ext raordinarias inform aciones acerca del asesino «Carlos».
El Servicio Secret o de I srael envió el inform e a Washingt on, y nuest ros
corresponsales en el Capit olio obt uvieron est os ext ract os: Declaración: «Carlos se
encont raba en Dallas en noviem bre de 1963. Fingió nacionalidad cubana y fue él
quien cont rat ó a Oswald. La operación fue ideada por él.»
Pregunt a: «¿Qué pruebas t iene?»
Declaración: «Le oí a él m ism o afirm arlo. Est aba en una pequeña colina
det rás del borde del cam ino. Su rifle llevaba un disposit ivo para recoger los
casquillos.»
Pregunt a: «Nunca se inform ó de eso; ¿por qué nunca se vio a ese hom bre?»
Declaración: «Pueden haberlo vist o, pero nadie se habría ent erado. I ba
vest ido com o un viej o m endigo, con un abrigo raído, y los pies, envuelt os en
t rapos para no dej ar m arcas de pisadas.»
Por ciert o que la inform ación de un t errorist a no es prueba suficient e, pero
t am poco debe dej ársela de lado. Especialm ent e cuando se refiere a un m aest ro
en el art e de asesinar, conocido com o un expert o en engaños, un individuo que
adm it ió un hecho que corrobora de m anera t an asom brosa algo referent e a un
m om ent o det erm inado de una crisis nacional, que nunca ha sido invest igado. Sin
duda, est o debe ser t om ado en serio. Com o m uchos ot ros personaj es
involucrados —aunque sea en form a m uy lej ana— con los t rágicos
acont ecim ient os de Dallas, Billy Arpillera fue hallado m uert o varios días m ás
t arde, debido a una sobredosis de droga. Se sabía que el viej o bebía m ucho, vino
barat o; pero j am ás se había dicho que ingería narcót icos; eran dem asiado caros
para él.
¿Era «Carlos» el hom bre de la colina? ¡Qué com ienzo t an ext raordinario para
una carrera ext raordinaria! Si realm ent e lo de Dallas fue «su» operación,
¿cuánt os m illones de dólares habrá recibido? Por ciert o, m uchos m ás de los que
se necesit an para inst alar una red de inform ant es y de m ercenarios que form an
en sí una aut ént ica corporación.
El m it o t iene dem asiada sust ancia; Carlos bien puede ser un m onst ruo de
carne y dem asiada sangre.
Marie dej ó la revist a.
—¿De qué se t rat a?
—¿Has t erm inado?
Jason se volvió, desde su lugar j unt o a la vent ana.
—Sí.
—Supongo que se habrán hecho m uchas declaraciones. Teorías,
suposiciones, ecuaciones.

145
—¿Ecuaciones?
—Si algo sucedió aquí y surt ió efect o, exist ió una relación.
—Quieres decir, una conexión —sugirió Marie.
—Est á bien, conexiones. Allí est á t odo, ¿no es verdad?
—Hast a ciert o punt o, podría decirse que es así. Es un inform e no del t odo
legal; hay m uchas especulaciones, rum ores y dat os de segunda m ano.
—Sin em bargo, hay hechos concret os.
—I nform ación.
—Bien. I nform ación. Eso est á m uy bien.
—¿En qué consist e el j uego? —repit ió Marie.
—Tiene un t ít ulo m uy sencillo. Se llam a «At rapen».
—¿At rapen a quién?
—A m í. —Bourne se inclinó hacia delant e—. Quiero que m e hagas pregunt as.
Acerca de t odo lo que dice ahí. Una frase, el nom bre de una ciudad, un rum or, un
fragm ent o de... inform ación. Cualquier cosa. Vam os a ver cuáles son m is
respuest as. Mis respuest as a ciegas.
—Querido, eso no prueba que...
—¡Haz lo que t e digo! —ordenó Jason.
—Bien. —Marie levant ó el ej em plar del Pot om ac Quart erly—. Beirut —
avent uró.
—Em baj ada —respondió él—. Un j efe de zona de la CI A fingiendo ser
agregado. Asesinado en la calle. Trescient os m il dólares.
Marie lo m iró.
—Ya recuerdo... —com enzó a decir.
—¡Yo no! —int errum pió Jason—. ¡Sigue! Ella le devolvió la m irada, para
volver de nuevo a la revist a.
—Baader- Meinhof.
—St ut t gart . Regensburg. Munich. Dos asesinat os y un secuest ro. Aut orizados
por Baader. Rem uneraciones procedent es de... —Bourne se det uvo, luego susurró
at ónit o—: fuent es nort eam ericanas. Det roit ... Wilm ingt on, Delaware.
—Jason, ¿qué est ás...?
—Cont inúa. Por favor.
—El nom bre, Sánchez.
—El nom bre es I lich Ram írez Sánchez —replicó—. Es... Carlos.
—¿Por qué I lich?
Bourne hizo una pausa, con la m irada perdida:
—No lo sé.
—Es ruso, no español. ¿Acaso su m adre era rusa?
—No... sí. Su m adre. Tenía que ser su m adre... creo. No est oy seguro.
—Novgorod.
—Espionaj e. Com unicaciones, cifras, t ráfico de frecuencia. Sánchez es
licenciado en la m at eria.
—Jason, ¡eso lo has leído aquí!
—¡No lo he leído! Por favor. Sigue.
Los oj os de Marie se posaron en la part e superior del art ículo.
—Teherán.

146
—Ocho asesinat os. Aut orizados por fuent es divididas: Jom eini y la OLP. Dos
m illones de bonificación. Fuent e: Sect or del sudoest e soviét ico.
—París —disparó Marie rápidam ent e.
—Todos los cont rat os serán procesados a t ravés de París.
—¿Qué cont rat os?
—Los cont rat os... los asesinat os.
—¿Los asesinat os de quiénes? ¿Los cont rat os de quiénes?
—De Sánchez... de Carlos.
—¿De Carlos? Ent onces los cont rat os son de Carlos, los crím enes son
com et idos por él... No t ienen nada que ver cont igo.
—Los cont rat os de Carlos —m urm uró Bourne, com o en un sueño—. Nada
que ver... conm igo —repit ió, casi en un susurro.
—Tú m ism o acabas de decirlo, Jason. ¡Nada de t odo est o t iene que ver
cont igo!
—¡No! ¡Eso no es ciert o! —grit ó Bourne, salt ando de la silla y m irándola
fij am ent e—. Nuest ros cont rat os —agregó en voz baj a.
—¡No sabes lo que dices!
—¡Est oy cont est ando! ¡A ciegas! ¡Por eso es por lo que t uve que venir a
París! —Giró sobre sus pies y se dirigió a la vent ana, aferrando el borde de ést a—
Ést e es el j uego —cont inuó—. No est am os buscando una m ent ira, buscam os la
verdad, ¿recuerdas? Tal vez la hayam os encont rado; t al vez el j uego nos haya
revelado la verdad.
—¡No es una prueba válida! Es un ej ercicio doloroso, una serie de recuerdos
casuales. Si una revist a com o Pot om ac Quart erly ha publicado est o, la m it ad de
los diarios del m undo debieron haber recogido la m ism a inform ación. Puedes
haberlo leído en cualquier part e.
—El hecho es que he ret enido el cont enido.
No del t odo. No sabías de dónde venía el nom bre de I lich, ni que el padre de
Carlos fue un abogado com unist a de Venezuela. Ésos son punt os im port ant es,
creo yo. Nunca m encionast e nada acerca de los cubanos. Si lo hubieras hecho,
eso habría conducido a la m ás sensacional de las especulaciones que se baraj an
aquí. Pero no dij ist e ni una palabra referent e a ellos.
—¿De qué est ás hablando?
—De Dallas —respondió ella—. Noviem bre de 1963.
—Kennedy —replicó Bourne.
—¿Es eso? ¿Kennedy?
—Sucedió en esa época. Jason perm aneció inm óvil.
—Sí, pero eso no es lo que querem os saber.
—Ya lo sé. —La voz de Bourne de nuevo se apagó, com o si hablara al vacío—
Una colina cubiert a de césped... Billy Arpillera.
—¡Eso lo has leído!
—No.
—Ent onces lo has oído ant es, lo has leído ant es.
—Es posible, pero eso no t iene im port ancia, ¿verdad?
—¡Bast a, Jason!
—De nuevo esas palabras. Quisiera poder decirm e «bast a».

147
—¿Qué est ás t rat ando de decirm e? ¿Tú eres Carlos?
—¡Dios m ío, no! Carlos quiere m at arm e, y yo no sé hablar ruso, eso ya lo sé.
—¿Y ent onces, qué?
—Lo que t e dij e al principio. El j uego. El j uego se llam a «At rapem os al
soldado».
—¿A un soldado?
—Sí. A un hom bre de Carlos que lo t raicionó. Es la única explicación, la única
razón por la que sé lo que sé.
—¿Por qué dices t raición?
—Porque él quiere asesinarm e. Tiene que hacerlo; cree que yo sé t ant o
sobre él com o saben los dem ás.
Marie había perm anecido acurrucada en la cam a; ahora ext endió las piernas
a un lado con las m anos en los cost ados.
—Ése es el result ado de la t raición. ¿Y qué m e dices de la causa? Si es
ciert o, ent onces t ú lo t raicionast e, t e convert ist e... t e convert ist e...
De pront o se det uvo.
—Dados los acont ecim ient os, es algo t arde para buscar una posición m oral
—dij o Bourne, advirt iendo el dolor que se reflej aba en el rost ro de la m uj er a
quien am aba—. Podría pensar en m uchísim as razones, en infinidad de clisés.
¿Qué t e parece haber caído en desgracia ant e los ladrones... o los asesinos?
—¡Est o no t iene sent ido! —grit ó Marie—. No exist e la m enor prueba.
—Hay m iles, y t ú lo sabes. Yo podría haberm e vendido al m ej or post or, o
haber robado sum as cuant iosas de las rem uneraciones. Eso explicaría lo de la
cuent a en Zurich. —Se det uvo un inst ant e, m irando al t echo sobre la cam a,
pensando sin ver—. O explicaría lo de Howard Leland, lo de Marsella, Beirut ,
St ut t gart ... Munich. Todo. Todos los hechos olvidados que quieren salir a la luz. Y
uno de ellos en especial. ¿Por qué he evit ado su nom bre? ¿Por qué j am ás lo
m encioné? Tengo m iedo. Tengo m iedo de él.
Se abrió un silencio; se había hablado de algo m ás que del m iedo. Marie
asint ió con un gest o.
—Est oy segura de que crees eso —dij o— de una form a que m e gust aría que
fuese aut ént ica. Pero no creo que sea verdad. Tú quieres creerlo así porque eso
confirm a lo que acabas de decir. Eso t e da una respuest a..., una ident idad. Podría
no ser la ident idad que deseas, pero Dios sabe si eso es m ej or que andar a ciegas
en m edio de est e horrible laberint o que debes enfrent ar t odos los días. Cualquier
cosa sería m ej or, supongo. —Hizo una pausa—. Y deseo que fuera por la
m añana; nada t e ret iene..., nos ret iene aquí.
—¿Qué?
—Eso es lo inconsist ent e, querido. Ese núm ero, o ese sím bolo, no
corresponde a t u ecuación. Si t ú fueras lo que afirm as ser, y si t uvieras m iedo de
Carlos, y Dios sabe que deberías t enerlo, París sería el últ im o lugar en la Tierra al
que t e sent irías im pulsado a ir. Hem os est ado en ot ras part es; t ú m ism o lo
dij ist e. Te habrías escapado; habrías t om ado el dinero en Zurich y habrías
desaparecido. Pero no es eso lo que has hecho; en lugar de eso, t e encam inas
direct am ent e a la guarida de Carlos. Ésa no es la form a de act uar de un hom bre
que t iene m iedo, o se sient e culpable.

148
—No hay ot ra cosa. Vine a París a descubrir algo; eso es t odo.
—Ent onces, huye. Tendrem os el dinero m añana por la m añana; nada t e
ret iene... nos ret iene aquí. Eso es m uy sim ple t am bién.
Marie lo observó fij am ent e.
Jason la m iró a su vez, luego se volvió. Se encam inó al escrit orio y se sirvió
un t rago.
—Y t odavía hem os de considerar la Treadst one —dij o, a la defensiva.
—¿Por qué m ás que a Carlos? Ésa es t u verdadera ecuación. Treadst one y
Carlos. Un hom bre a quien am é una vez fue asesinado por la Treadst one. Es
una razón m ás para huir, para sobrevivir.
—Pensé que querrías descubrir a la gent e que lo m at ó —dij o Bourne—. Que
paguen por su crim en.
—Y así es. Lo deseo con t oda m i alm a. Pero hay ot ros que pueden
descubrirlos. Yo t engo m is prioridades, y la venganza no figura la prim era en la
list a. Nosot ros dos est am os prim ero. Tú y yo. ¿O ésa es sólo una idea m ía? Mis
sent im ient os.
—No t rat es de engañarm e. —Jason oprim ió el vaso con m ás fuerza y la
m iró—. Te am o —susurró.
—¡Ent onces, huyam os! —insist ió ella, alzando la voz, de form a casi
m ecánica, dando un paso en dirección a él—. Olvidem os t odo est o, en serio, y
escapem os lo m ás pront o que podam os, t an lej os com o podam os. ¡Vam os!
—Yo..., yo... —t art am udeó Jason; la niebla de su m ent e se hacía cada vez
m ás densa, provocando una int ensa furia en él—. Hay... cosas.
—¿Qué cosas? ¡Nos am am os, nos hem os encont rado el uno al ot ro! Podem os
irnos a cualquier part e, ser cualquier persona. No hay nada que nos det enga,
¿verdad?
—Sólo t ú y yo —repit ió él suavem ent e; ahora la niebla se espesaba, lo
sofocaba—. Ya sé, ya sé. Pero t engo que pensar. Hay aún m ucho por descubrir,
hay m uchas cosas que deberán salir a la luz.
—¿Qué es eso t an im port ant e?
—Es... es algo, sim plem ent e.
—¿No sabes qué es?
—Sí... No, no est oy seguro. No m e pregunt es ahora.
—Si no es ahora, ¿cuándo? ¿Cuándo podré hacert e pregunt as? ¿Cuándo
pasará t odo est o? ¿Pasará algún día?
—¡Bast a! —aulló Bourne, arroj ando el vaso sobre la bandej a de m adera—.
¡No puedo huir! ¡No voy a escapar! ¡Tengo que quedarm e aquí! ¡Tengo que
saber!
Marie corrió hacia él, apoyando sus m anos, prim ero, sobre los hom bros de
él, y luego sobre su rost ro, secándole el sudor que lo cubría.
—Ahora lo has dicho. ¿Puedes oírt e, querido? No puedes escapar porque,
cuant o m ás cerca llegas, m ás t e enloqueces. Y si huyeras, sería peor. No podrías
vivir, vivirías una const ant e pesadilla. Lo sé.
Alargó la m ano para rozar el rost ro de ella, y la m iró.
—¿Lo sabes?

149
—Por supuest o. Pero eres t ú quien t iene que decirlo, no yo. —Lo sost uvo
firm em ent e, apoyando la cabeza en el pecho de Jason—. Tuve que obligart e a
ello. Lo gracioso es que yo podría huir. Yo podría subir est a noche a un avión y
llevart e conm igo, e ir a cualquier sit io donde t ú quisieras ir. Desaparecer sin m irar
at rás, m ás feliz de lo que he sido j am ás en m i vida. Pero t ú no podrías hacer eso.
Lo que hay, o no hay, aquí en París, t e devoraría, hast a que no t e pudieras
m ant ener en pie. Ésa es la absurda ironía, am or m ío. Yo podría vivir así, pero t ú
no.
—¿Desaparecerías así com o así? —pregunt ó Jason—. ¿Y qué sucedería con t u
fam ilia, con t u t rabaj o, con t oda la gent e que conoces?
—No soy ni una criat ura ni una est úpida —respondió ella con rapidez—. Me
cubriría de algún m odo, pero no creo que lo t om ara m uy en serio. Pediría que se
m e ext endiera un perm iso, aduciendo razones de salud o personales. St ress
em ocional, crisis nerviosa; siem pre podría volver, el depart am ent o lo
com prendería.
—¿Por lo de Pet er?
—Sí. —Ella guardó silencio durant e un m om ent o—. Fuim os de una relación a
ot ra, y la segunda fue m ás im port ant e para los dos, creo. Él era una especie de
herm ano im perfect o, a quien uno desea el éxit o pese a sus defect os, porque baj o
la superficie se ocult aba una gran decencia.
—Lo sient o. Lo sient o de veras. Alzó la vist a hacia él.
—Y t ú posees la m ism a decencia. Cuando se hace el t ipo de t rabaj o que yo
hago, la decencia es m uy im port ant e. No son los m ansos de corazón los que
heredarán la t ierra, Jason, son los corrupt ores. Y se m e ocurre que la dist ancia
ent re la corrupción y el crim en es un m uy breve paso.
—¿Treadst one Set ent a y Uno?
—Sí. Los dos t eníam os razón. Yo quiero que los culpables sean descubiert os,
quiero que paguen por su crim en. Y t ú no puedes escapar.
Rozó la m ej illa de la m uchacha con los labios; luego besó sus cabellos y la
est rechó cont ra sí.
—Tendría que echart e de aquí —m urm uró—. Tendría que pedirt e que salieras
de m i vida. No soy capaz de hacerlo, pero sé m uy bien que eso es lo que debería
hacer.
—No im port aría si lo hicieras. Yo no m e iría, am or m ío.

El despacho de los abogados se encont raba en el bulevar de la Chapelle, y la


sala de reuniones, con sus paredes cubiert as de libros, se parecía m ás a un
escenario que a una oficina; t odo era flam ant e, t odo se encont raba en su lugar.
En ese recint o se firm aban acuerdos, no cont rat os. En cuant o al abogado, una
digna perilla com plet am ent e blanca y unos quevedos de plat a no lograban ocult ar
la farsa que el hom bre represent aba. Y hast a insist ía en conversar en un m al
inglés, por lo cual declararía m ás t arde haber sido m al int erpret ado.
Marie fue quien llevó el peso de la conversación; Bourne, com o client e,
delegó en ella, com o asesora, esa t area. Ella sint et izó los diversos punt os,
cam biando los cheques en efect ivo por bonos al port ador, pagaderos en dólares,
en denom inaciones que iban desde un m áxim o de veint e m il dólares a un m ínim o

150
de cinco m il. I nst ruyó al abogado para que declarara al Banco que t odas las
series t endrían que separarse num éricam ent e en series de t res, y las garant ías
int ernacionales debían cam biar cada cinco lot es de cert ificados. El obj et ivo de la
j oven no confundió al abogado; com plicó de t al m odo la circulación de los bonos,
que a la m ayoría de los Bancos y agent es de Bolsa no les result aría posible
rast rearlos. Tam poco cargarían con ese t rabaj o ni con ese gast o ext ra; los pagos
est aban garant izados.
Cuando el irrit ado abogado de la elegant e perilla hubo concluido
práct icam ent e su conversación t elefónica con un igualm ent e pert urbado Ant oine
D'Am acourt , Marie levant ó la m ano.
—Perdónem e, pero Monsieur Bourne insist e en que Monsieur D'Am acourt
incluya t am bién doscient os m il francos en efect ivo, de los cuales, cien m il se
incluirán con los bonos y cien quedarán en poder de Monsieur D'Am acourt . Y
sugiere que los segundos doscient os m il se dividan en la siguient e form a: set ent a
y cinco m il para Monsieur D'Am acourt , y veint icinco m il, para ust ed. Él adviert e
que est á en deuda con los dos, por su asesoram ient o y por los problem as
adicionales que les ha causado. No es necesario recordarle que no se requiere
ningún regist ro específico de los det alles de dist ribución.
La irrit ación y la alt eración desaparecieron ant e las palabras de ella,
rem plazadas por una obsequiosidad que no se había vist o desde la que im peraba
en la cort e de Versalles. Se llevaron a cabo los procedim ient os de acuerdo con las
inusuales —pero perfect am ent e com prensibles— exigencias de Monsieur Bourne y
su est im ada asesora.
Monsieur Bourne facilit ó un m alet ín de cuero para t rasladar los bonos y el
dinero; sería t ransport ado por un correo arm ado, que abandonaría el Banco a las
2.30 de la t arde y se encont raría con Monsieur Bourne a las 3 en el Pont Neuf. El
dist inguido client e se ident ificaría m ediant e un pequeño t rozo de cuero que se
habría cort ado de la t apa del m alet ín y que, cuando se lo m ost rara, habría de
encaj ar perfect am ent e en el sit io donde falt aba. Adem ás de est o, t endría que
pronunciar la frase: «Herr Koening le envía sus saludos desde Zurich.»
Y no había m ás det alles. Except o uno, que la asesora de Monsieur Bourne
puso en claro.
—Com prendem os que las exigencias de la fiche deberán cum plirse al pie de
la let ra, y esperem os que Monsieur D'Am acourt lo t enga en cuent a —dij o Marie
St . Jacques—. Sin em bargo, t am bién adm it im os que el t iem po podría ser una
vent aj a para Monsieur Bourne, y esperam os que no haya el m enor ret raso. Si no
fuera así, m e t em o que yo, com o m iem bro calificado, aunque, por el m om ent o,
anónim o, de la Com isión I nt ernacional Bancaria, m e sent iré obligada a inform ar
sobre ciert os errores com et idos en procedim ient os legales y bancarios que he
presenciado. Est oy segura de que no será necesario; est am os t odos m uy bien
pagados, n'es- ce- pas, m onsieur?
—C'est vrai, m adam e! En los Bancos y en los asunt os legales... y hast a en la
vida m ism a..., t odo depende del t iem po. No t iene nada que t em er.
—Ya lo sé —respondió Marie.
Bourne exam inó los orificios del silenciador, sat isfecho de haber quit ado las
part ículas de polvo y de pelusa que se habían acum ulado por la falt a de uso. Le

151
dio una vuelt a final, giró el t am bor y com probó el cargador. Le quedaban seis
balas; ya est aba list o. Se puso el arm a en el cint urón y se abrochó la chaquet a.
Marie no lo había vist o revisar el arm a. Est aba sent ada en la cam a, de
espaldas a él, hablando por t eléfono con el agregado de la Em baj ada del Canadá,
Dennis Corbelier. El hum o de un cigarrillo surgía en ondas desde un cenicero
j unt o a la libret a de anot aciones de ella; escribía algo de lo que Dennis le
inform aba. Cuando ést e t erm inó, ella le dio las gracias y colgó. Perm aneció
inm óvil dos o t res segundos, con el lápiz aún en la m ano.
—No sabe qué ocurrió con Pet er —dij o Marie, volviéndose a Jason—. ¡Qué
raro!
—Muy raro —coincidió Bourne—. Creí que él sería uno de los prim eros en
saberlo. Tú dij ist e que revisaron las libret as t elefónicas de Pet er; había hecho una
llam ada a París, a Corbelier. Se podría pensar que alguien habría llam ado para
seguir esa pist a.
—Ni siquiera se m e había ocurrido eso. Est aba pensando en los diarios,
en los servicios t elegráficos. Pet er fue..., fue hallado hace dieciocho horas, y pese
a lo casual que pudo haber parecido su m uert e, era un hom bre im port ant e para
el Gobierno canadiense. Su m uert e debió de ser not icia, y t ant o m ás el hecho de
que haya sido asesinado... No se inform ó del asunt o.
—Llam a a Ot t awa est a noche. Averigua por qué no inform aron.
—Así lo haré.
—¿Qué t e dij o Corbelier?
—¡Ah, sí! —Marie m iró su libret a—. El perm iso en la rué Madeleine no t enía
sent ido, un coche alquilado en el aeropuert o De Gaulle a un t al Jean- Pierre
Larousse.
—John Sm it h —int errum pió Jason.
—Exact o. Tuvo m ás suert e con el núm ero de t eléfono que t e dio D'Am acourt ,
pero no ve cóm o puede t ener que ver con algo. Ni yo t am poco, a decir verdad.
—¿No t e parece ext raño?
—Creo que sí. Es una línea privada, que pert enece a una casa de m odas de
la rué Saint Honoré: «Les Classiques».
—¿Una casa de m odas? ¿Quieres decir un t aller?
—Est oy segura de que t iene un t aller, pero es esencialm ent e una t ienda
donde se vende ropa elegant e. Com o la casa «Dior», o «Givenchy». Haut e
cout ure. En el grem io, dice Corbelier, se la conoce com o la «Casa de Rene». Ése
es Bergeron.
—¿Quién?
—Rene Bergeron, diseñador. Hace algunos años est uvo de m oda, siem pre
casi a punt o de lograr un resonant e éxit o. Lo conozco porque m i m odist a le copia
sus diseños.
—¿Tom ast e la dirección?
Marie asint ió.
—¿Por qué Corbelier no sabía lo de Pet er? ¿Por qué no est á ent erado t odo el
m undo?
—Tal vez lo sepas cuando llam es. Probablem ent e se t rat e de algo t an sim ple
com o las diferencias horarias; dem asiado t arde para las ediciones m at ut inas aquí

152
en París. Com praré el diario de la noche. —Bourne se dirigió al arm ario en busca
de su chaquet a, conscient e del bult o que escondía en el cint urón—. Vuelvo al
Banco. Seguiré al correo hast a el Pont Neuf. —Se puso la chaquet a, sabiendo que
Marie no lo escuchaba—. Me he olvidado de pregunt art e algo: esos suj et os,
¿llevan uniform e?
—¿Quiénes?
—Los correos de los Bancos.
—Eso sería para los diarios, no para los servicios cablegráficos.
—¿Qué dices?
—La diferencia horaria. Tal vez los diarios no hayan recogido la not icia, pero
sí los servicios cablegráficos. Y las Em baj adas poseen t elet ipos; t ienen que
haberse ent erado. El hecho no fue inform ado, Jason.
—Llam a est a noche —le dij o él—. Me voy.
—Me has pregunt ado si llevan uniform e.
—Tengo curiosidad por saberlo.
—La m ayor part e del t iem po, sí. Van en cam iones blindados, pero yo les di
inst rucciones específicas respect o a eso. Si ut ilizaban un cam ión, debían aparcar
a una m anzana del puent e; el correo debía acercarse a pie.
—Ya t e he oído, pero no est aba seguro de lo que querías decir. ¿Por qué les
dij ist e eso?
—Un correo ya es algo bast ant e peligroso, pero necesario; la seguridad del
Banco así lo requiere. Un cam ión es, sencillam ent e, dem asiado obvio; sería m uy
fácil seguirlo. ¿No cam biarías de opinión y m e perm it irías ir cont igo?
—No.
—Créem e, no pasará nada m alo; esos dos ladrones no lo perm it irían.
—Ent onces, no hay razón para que est és allí.
—Te est ás volviendo loco.
—Tengo prisa.
—Ya lo sé. Y puedes m overt e m ás rápidam ent e sin m í. —Marie se levant ó y
fue hacia él—. Com prendo. —Se inclinó y lo besó en los labios, de pront o advirt ió
el arm a en el cint urón de él. Lo m iró a los oj os—. Est ás preocupado, ¿no es
ciert o?
—Sim plem ent e soy caut eloso. —Sonrió, rozándole la barbilla—. Es m ucho
dinero. Podríam os necesit arlo para vivir durant e largo t iem po.
—Me gust a oírt e decir eso.
—¿Lo del dinero?
—No. Lo de «podríam os», los dos. —Marie frunció el ceño—. Una caj a de
seguridad.
—Cont inúas hablando en form a ilógica.
—No puedes dej ar cert ificados negociables por valor de m ás de un m illón de
dólares en una habit ación de hot el en París. Tienes que alquilar una caj a de
seguridad.
—Mañana podrem os ocuparnos de eso. —Él la solt ó, volviéndose hacia la
puert a—. Mient ras yo est oy fuera, busca el núm ero de t eléfono de «Les
Classiques» en la guía y llam a. Pregunt a hast a qué hora t ienen abiert o.
Se fue sin perder t iem po.

153
Bourne est aba sent ado en un t axi, observando la ent rada del Banco a
t ravés de la vent anilla. El chofer silbaba una m elodía irreconocible, leía un dia-
rio, sat isfecho con el billet e de cincuent a francos que había recibido por
ant icipado. Sin em bargo, el m ot or del aut om óvil est aba en m archa; el pasaj ero
había insist ido en eso.
El cam ión blindado surgió a la vist a por la vent anilla derecha de at rás; la
ant ena de su radio sobresalía del cent ro del t echo com o un punt iagudo m ást il.
Aparcó en un lugar reservado para vehículos aut orizados, frent e al t axi
ocupado por Jason. Dos pequeñas luces roj as se encendieron en el círculo de
vidrio a prueba de balas de la puert a t rasera. Se había act ivado el sist em a de
alarm a.
Bourne se inclinó hacia delant e, con los oj os fij os en el hom bre
uniform ado que salt ó de una puert a lat eral y se abrió paso en m edio del gent ío
que se agolpaba en la calle, cerca de la ent rada del Banco. Sint ió una
sensación de alivio; no era uno de los t res hom bres bien vest idos que habían
est ado en el Valois el día ant erior.
Quince m inut os m ás t arde em ergió el correo del int erior del Banco,
llevando en la m ano izquierda el m alet ín de cuero y escondiendo en la derecha
una cart uchera de revólver sin cerrar. El pedazo arrancado del m alet ín
result aba claram ent e visible. Jason palpó el t rozo de cuero que llevaba
escondido en el bolsillo de su cam isa; era sólo la prim it iva com binación que
hacía posible la vida lej os de París, lej os de Carlos, Si es que exist ía una vida
así, y si él podía acept arla sin el t errible laberint o en el que se veía envuelt o y
del que no sabía cóm o escapar.
Pero era m ás que eso. En un laberint o creado por el hom bre, uno cont inúa
desplazándose, corriendo, golpeándose cont ra sus m uros, y su cont act o m ism o
ya era un progreso, aunque a ciegas. Su laberint o personal no t enía paredes,
ningún corredor definido a t ravés del cual echar a correr. Sólo espacio y
nebulosas que oscilaban en la oscuridad que veía con t oda claridad cuando
abría los oj os por la noche, y sent ía que el sudor le corría por el rost ro. ¿Por
qué siem pre había espacio y oscuridad y fuert es vient os? ¿Por qué siem pre
est aba él deslizándose por el aire a la noche? Un paracaídas. ¿Por qué? Y luego
acudían ot ras palabras a su m ent e; no t enía idea de dónde provenían, pero allí
est aban, y él podía escucharlas.
¿Qué queda cuando se desvanece la m em oria? ¿Y su ident idad, Mr.
Sm it h?
¡Bast a! El cam ión blindado se sum ergió en el t ránsit o de la rué Madeleine.
Bourne dio un golpecit o en el hom bro del t axist a.
—Siga a ese cam ión, pero que siem pre queden dos vehículos ent re él y
nosot ros —ordenó en francés. El t axist a se volvió, alarm ado.
—Creo que se ha equivocado de t axi, señor. Tom e, le devuelvo su dinero.
—Pert enezco a la Com pañía del blindado, im bécil. Es una m isión especial.
—Lo sient o, señor. No los perderem os de vist a.
Part ió en diagonal hacia el t ráfico de nuevo.
El cam ión t om ó la rut a m ás rápida hacia el Sena, por callej uelas lat erales.
Girando a la izquierda, por el Quai de la Rapée hacia el Pont Neuf. Ent onces, a
una dist ancia que Jason calculó com o de t rescient os o cuat rocient os m et ros del
puent e, am inoró la velocidad lent am ent e, colocándose al borde de la acera,

154
com o si hubiera decidido que era dem asiado t em prano para la cit a concert ada.
Pero —pensó Bourne— la realidad era que él llegaba t arde. Falt aban seis
m inut os para las t res, apenas había t iem po para que el hom bre aparcara y
recorriera la m anzana de dist ancia hast a el Pont Neuf. Ent onces, ¿por qué
había am inorado la velocidad el blindado? ¿Am inorado la velocidad? No, se
había det enido. ¿Por qué?
¿El t ráfico? ¡Dios m ío, por supuest o, el t ráfico!
—Det éngase —dij o Bourne al t axist a—. Acérquese a la acera. ¡Pront o!
—¿Qué sucede, señor?
—Ust ed es un hom bre m uy afort unado —le dij o Jason—. Mi com pañía est á
dispuest a a pagarle cien francos adicionales si se dirige a la vent ana frent e al
blindado y dice algunas palabras al conduct or.
—¿Qué cosa, señor?
—La verdad es que est am os probando a ese hom bre. Es nuevo. ¿Quiere
los cien francos?
—¿Sólo t engo que acercarm e a la vent anilla y decirle unas palabras?
—Eso es t odo. Cinco segundos cuando m ucho; luego puede volver a su
t axi y ret irarse.
—¿Sin problem as? No m e gust an los problem as.
—Mi em presa es una de las m ás respet ables de Francia. Ust ed habrá vist o
nuest ros cam iones en t odas part es.
—No sé...
—¡Olvídese de eso! —Bourne se inclinó para abrir la port ezuela.
—¿Qué palabras t engo que decirle?
Jason sost uvo en alt o el billet e de cien francos.
—Nada m ás que est o: «Monsieur Koenig. Saludos desde Zurich.» ¿Podrá
recordar las palabras?
—«Koenig. Saludos desde Zurich.» ¿Qué t iene de difícil eso...?
—¿Vendrá ust ed det rás de m í?
—Así es.
Marcharon rápidam ent e hacia el cam ión, m ant eniéndose cont ra el
ext rem o de su carril en m edio del t ráfico, en t ant o cam iones y aut om óviles
pasaban j unt o a ellos, en m edio de las señales de «Alt o» y «Siga». El blindado
era la t ram pa de Carlos, pensaba Bourne. El asesino había sobornado a alguien
para infilt rarse en las filas de los correos arm ados. Nada m ás que un nom bre y
el lugar de la cit a revelados en una frecuencia de radio podían haber
proporcionado a un operador m al pagado, una gran sum a de dinero. Bourne.
Pont Neuf. Muy sim ple. Est e correo en part icular est aba m ás dispuest o a
perm anecer alert a que a asegurarse de que los esbirros de Carlos llegasen a
t iem po al Pont Neuf. El t ránsit o en París era hart o conocido; cualquiera podía
llegar t arde a cualquier part e. Jason det uvo al t axist a m ost rándole cuat ro
billet es m ás de doscient os francos; los oj os del hom bre no se apart aban del
faj o.
—¡Señor!
—Mi em presa quiere ser m uy generosa. A est e hom bre hay que cast igarlo
por graves delit os.
—¿Qué dice, señor?

155
—Después de que ust ed diga: «Herr Koenig. Saludos desde Zurich»,
agregue sim plem ent e: «Hem os cam biado el it inerario. En m i t axi hay alguien
que quiere verlo a ust ed.» ¿Est á claro?
Los oj os del t axist a volvieron a posarse en los billet es.
—¿Qué t iene de difícil eso?
Y se apoderó del dinero.
Avanzaron hast a colocarse al lado del cam ión; Jason apoyaba la espalda
cont ra la pared de acero, con la m ano derecha ocult a baj o la chaquet a,
aferrando el arm a que llevaba en el cint urón. El t axist a se aproxim ó a la
vent anilla y golpeó el vidrio:
—¡Eh, oiga, ust ed! «¡Herr Koenig le m anda saludos desde Zurich! » —
grit ó.
Alguien baj ó la vent anilla apenas unos cent ím et ros.
—¿Qué dice? —grit ó ot ra voz—. ¡Se supone que debería ust ed
encont rarse en el Pont Neuf, señor.
El chofer no era ningún idiot a; asim ism o, est aba ansioso por alej arse de
allí lo m ás pront o posible.
—¡Yo no, im bécil! —grit ó a t ravés del est ruendo del peligrosam ent e
cercano t ráfico—. ¡Le digo lo que m e han ordenado que le diga! Han cam biado
los planes. Allí hay un hom bre que dice que t iene que verlo a ust ed.
—Dígale que se dé prisa —susurró Jason, suj et ando un últ im o billet e de
cincuent a francos en la m ano, fuera del cam po visual del hom bre que est aba
en la vent anilla.
El t axist a m iró el dinero y luego ot ra vez al correo.
—¡Apresúrese! Si no va a ver a ese individuo ahora m ism o, perderá su
em pleo.
—¡Vam os, váyase ahora de aquí! —ordenó Bourne.
El chofer se volvió, pasó corriendo j unt o a Jason, t om ó el billet e y se
m et ió ot ra vez en su t axi.
Bourne perm aneció en su sit io, alarm ado de pront o por lo que alcanzó a
oír en m edio de la cacofonía de los cláxones. Se oían voces dent ro del
blindado; no era un hom bre que grit aba inst rucciones a una radio, sino dos
hom bres que se grit aban uno al ot ro. El correo no iba solo; había ot ro hom bre
con él.
—Ésas han sido sus palabras. Las has oído.
—Tenía que venir él a t i. Tenía que m ost rarse.
—Qué es lo que hará. ¡Y present ar ese pedazo de cuero, que debe
coincidir exact am ent e con el que falt a en el m alet ín! ¿Acaso esperas que haga
eso en m edio de la calle, en m edio de est e t ráfico?
—¡No m e gust a est o!
—Me pagast e para que t e ayudara a t i y a t u gent e a encont rar a una
persona. Y no para que pierda m i em pleo. ¡Me voy!
—¡Tiene que ser en el Pont Neuf!
—¡Y a m í qué dem onios m e im port a! Se oyeron fuert es pisadas en el
cam ión.
—¡Y yo m e voy cont igo!
Se abrió la puert a de panel; Jason se escabulló, con la m ano siem pre
ocult a baj o la chaquet a. Junt o a él, una cara de niño se acercó a la vent anilla
del vehículo, con una m alévola expresión en los oj os, y las facciones cont raídas

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en una m áscara horrible, desfigurada por el t error y el asco. El sonido
est rem ecedor de los cláxones, devolviendo ruido por ruido, llenaba la calle. El
t ráfico era infernal.
El correo salt ó a la calle, con el m alet ín de cuero en la m ano izquierda.
Bourne ya est aba list o; en el inst ant e en que el correo ponía los pies en el
suelo, Bourne lanzó la puert a sobre el segundo hom bre, aplast ando con el
durísim o acero una rodilla y una m ano del suj et o que se disponía a baj ar. El
hom bre lanzó un alarido, cayendo pesadam ent e hacia at rás, al int erior del
blindado. Jason grit ó al correo, con el t rozo de cuero en la m ano:
—¡Yo soy Bourne! ¡Aquí est á el t rozo de cuero! ¡Y guarde su arm a, o no
sólo perderá el em pleo, sino t am bién la vida, m aldit o sea!
—¡No he querido hacer nada m alo, señor! ¡Ellos querían at raparlo a ust ed!
¡No t enían int erés en la ent rega, le doy m i palabra!
Se abrió la port ezuela; Jason la cerró con el hom bro, y luego la volvió a
correr para hallar el rost ro del hom bre de Carlos, con la m ano apoyada en el
arm a que llevaba en la cint ura.
Lo que vio fue el cañón del arm a y el negro orificio que le apunt aba
direct am ent e a los oj os. Dio un paso at rás, conscient e de que el ret raso de una
fracción de segundo en el disparo del arm a se debió al sonido de algo que
est alló dent ro del cam ión blindado. Em pezaba a sonar la alarm a; era
ensordecedor, dest acándose sobre las disonancias de la calle; en com paración,
el disparo casi pasó inadvert ido, y ni se oyó la erupción del asfalt o a causa del
im pact o.
Una vez m ás, Jason golpeó la puert a. Oyó el est répit o del m et al chocando
cont ra el m et al; había dado cont ra el arm a del hom bre de Carlos. Sacó su
propia arm a del cint urón, se arrodilló sobre el pavim ent o y abrió la port ezuela.
Vio la cara del que venía de Zurich, al asesino a quien llam aban Johann, al
hom bre que habían enviado a París para reconocerlo a él. Bourne disparó dos
veces; el hom bre se arqueó hacia at rás, con la frent e chorreando sangre. ¡El
correo! ¡El m alet ín!
Jason vio al hom bre; se había parapet ado t ras el blindado para
prot egerse, con el arm a en la m ano, grit ando y pidiendo auxilio. Bourne se
levant ó de un salt o y corrió a apoderarse del arm a, aferrando el cañón y
arrebat ándola de m anos del correo. Tom ó el m alet ín de cuero y grit ó:
—Nada de disparos, ¿eh? ¡Dam e eso, m aldit o seas!
Arroj ó el arm a del ot ro baj o el cam ión blindado, se incorporó y
desapareció, en m edio de la hist érica m ult it ud, con el dinero.
Corrió a ciegas, a t oda velocidad; los cuerpos que circulaban a su
alrededor eran los m uros oscilant es de su laberint o. Pero había una diferencia
esencial ent re est e desafío y el que él vivía a diario. Allí no había penum bra; el
sol de la t arde brillaba radiant e, cegándolo en su loca carrera a t ravés del
laberint o.

14

—Aquí est á t odo —dij o Marie. Había separado los cert ificados por
denom inaciones; los billet es de francos y dem ás, sobre el escrit orio—. Te dij e
que est aría t odo.

157
—Ha est ado a punt o de fracasar t odo.
—¿Qué?
—El hom bre al que llam aban Johann, el hom bre de Zurich. Est á m uert o,
yo lo he m at ado.
—Jason, ¿qué ha sucedido?
Él le relat ó lo ocurrido.
—Ellos cont aron con el Pont Neuf —dij o—. Supongo que el coche que los
escolt aba quedó at rapado en m edio del t ránsit o, dio con la frecuencia de la
radio del correo y dij o a los dem ás que esperaran un poco. Est oy seguro de
que fue eso.
—¡Oh, Dios m ío, est án en t odas part es!
—Pero no saben dónde est oy yo —declaró Bourne, m irando hacia el
espej o sobre el escrit orio y est udiando sus rubios cabellos m ient ras se ponía
las gafas de m ont ura de carey—. Y el últ im o sit io donde esperan encont rarm e,
si por alguna razón saben que est oy al t ant o de t odo, es una casa de m odas en
Saint - Honoré.
—¿«Les Classiques»? —pregunt ó Marie, at ónit a.
—En efect o. ¿No m e dij ist e que se llam aba así?
—Sí, ¡pero es una locura!
—¿Por qué? —Jason se volvió para m irarla—. Piénsalo bien. Hace veint e
m inut os les falló el plan; t iene que haberse producido una gran confusión,
recrim inaciones, acusaciones de incom pet encia o cosas peores aún. En est e
inst ant e est án m ás preocupados ent re sí que conm igo; nadie quiere recibir un
balazo en la gargant a. Est o no durará m ucho; volverán a organizar los grupos
sin perder m ucho t iem po, Carlos se ocupará de que así sea. Pero en el curso
de la próxim a hora, m ás o m enos, int ent arán reconst ruir los hechos y, por lo
t ant o, no m e buscarán en un sit io que no sospechan que conozco,
—¡Alguien podría reconocert e!
—¿Quién? Traj eron un hom bre de Zurich para que m e reconociera y est á
m uert o. No est án seguros de m i aspect o físico.
—El correo. Ellos lo capt uraron; él t e ha vist o.
—Durant e las próxim as horas est ará m uy ocupado con la Policía.
—D'Am acourt . ¡El abogado!
—Sospecho que se encuent ran ya cam ino de Norm andía o Marsella o, si
t ienen suert e, fuera del país.
—¿Y si los det uvieran, si los hicieran prisioneros?
—Supongám oslo. ¿Crees que Carlos se arriesgaría a revelar su m odo de
recibir m ensaj es?
—Jason, t engo m iedo.
—Tam bién yo. Pero no de que m e reconozcan.
—Bourne regresó j unt o al espej o—. Podría dart e una ext ensa conferencia
acerca de falsificaciones faciales y alt eración de facciones, pero no lo haré.
—Hablas de las evidencias de la cirugía. Port Noir. Ya m e lo dij ist e.
—Nada de eso. —Bourne se apoyó en la m esa, observando su rost ro—.
¿De qué color son m is oj os?
—¿Qué dices?
—No, no m e m ires. Ahora dim e, ¿de qué color son m is oj os? Los t uyos
son cast años, con t oques de verde; ¿qué m e dices de los m íos?
—Son azules... azulados. O grises, en realidad...

158
—Marie se det uvo—. En realidad no est oy del t odo segura. Supongo que
es t errible, es culpa m ía.
—Es perfect am ent e nat ural. Básicam ent e, son cast años, pero no t odo el
t iem po. Yo m ism o lo he not ado. Cuando m e pongo una cam isa o una corbat a
azul, se ponen azules; cuando m e pongo una chaquet a o un abrigo m arrón, se
vuelven grises. Cuando est oy desnudo, el color se hace indefinido.
—Eso no es t an ext raño. Est oy segura de que a m illones de personas les
sucede lo m ism o.
—Seguro que sí. ¿Pero cuánt as de esas personas usan lent es de cont act o
si t ienen una vist a norm al?
—¿Lent es de...?
—Eso m ism o —int errum pió Jason—. Algunas lent es de cont act o est án
hechas precisam ent e para cam biar el color de los oj os. Y result an m ás
efect ivas cuando los oj os son cast años. La prim era vez que Washburn m e
exam inó, había m arcas de uso prolongado. Ésa es una de las claves, ¿no es
así?
—Es del m odo que t ú quieres que sea —respondió Marie—. Si es que es
verdad.
—¿Por qué no habría de serlo?
—Porque el m édico est aba m ás borracho que sobrio la m ayor part e de las
veces. Eso es lo que m e dij ist e. Apilaba conj et uras sobre conj et uras, sólo Dios
sabe con cuánt o alcohol encim a. Nunca se m ost raba específico. No podía.
—Algo dij o. Que yo era com o el cam aleón, apt o para un m olde flexible.
Quiero descubrir para el m olde de quién; t al vez ahora logre descubrirlo.
Gracias a Dios has conseguido una dirección. Allí quizás alguien conozca la
verdad. Aunque sea un solo hom bre, es t odo lo que necesit o. Puedo
enfrent arm e con una persona, revelarle m i secret o si es necesario...
—No puedo det enert e, pero, ¡por am or de Dios, t en cuidado! Si t e
reconocen, t e asesinarán.
—Allí no; eso sería un desast re para sus int ereses. Est am os en París.
—No creo que sea nada divert ido, Jason.
—Yo t am poco. Est oy t om ando las cosas m uy en serio.
—¿Qué vas a hacer? Quiero decir, ¿cóm o lo vas a hacer?
—Lo sabré cuando llegue allí. Veré si alguien corre nerviosam ent e de un
lado a ot ro, ansioso o esperando una llam ada t elefónica, com o si de ello
dependiese su vida.
—¿Y luego qué?
—Haré lo m ism o que hice con D'Am acourt . Esperaré afuera, a quienquiera
que sea. Ya est oy cerca de la pist a; no voy a perderla. Y t endré m ucho
cuidado.
—¿Me llam arás por t eléfono?
—Trat aré de hacerlo.
—Me volveré loca esperando. Sin saber nada.
—No esperes. ¿No puedes deposit ar los bonos en alguna part e?
—Los Bancos est án cerrados.
—Ut iliza un hot el im port ant e; suelen disponer de caj as de seguridad.
—Pero t engo que aloj arm e en alguna habit ación.
—Bueno, t om a una habit ación en el «Meurice» o el «George Cinq». Dej a el
m alet ín en la caj a fuert e, pero vuelve aquí.

159
Marie asint ió.
—Eso m e t endrá ocupada.
—Luego, llam a a Ot t awa. Averigua qué sucedió.
—Est á bien.
Bourne fue a la m esit a de noche y cogió un faj o de billet es de cinco m il
francos.
—Una propina hará m ás fáciles las cosas —dij o—. No sé lo que puede
suceder, pero podría result arm e út il.
—Est á bien —coincidió Marie, y luego cont inuó—: ¿Te has dado cuent a de
que acabas de m encionar de corrido el nom bre de dos hot eles?
—Sí. —Se volvió para m irarla de frent e—. He est ado ant es allí. Muchas
veces. He vivido aquí, pero no en esos hot eles, sino en ot ros de callej uelas
alej adas, creo. Que no se pueden localizar fácilm ent e.
Se abrió un silencio; el m iedo elect rizaba la at m ósfera.
—Te am o, Jason.
—Yo t am bién t e am o —replicó Bourne.
—Vuelve conm igo. No im port a lo que suceda, vuelve a m i lado.

La ilum inación era t enue y dram át ica; unos reflect ores fij os lanzaban su
luz desde un t echo color m arrón oscuro, bañando m aniquís y client as
elegant em ent e vest idas en probadores de color am arillo brillant e. Los
m ost radores de alhaj as y accesorios est aban forrados en t erciopelo negro,
sedas de brillant es colores roj os y verdes, graciosam ent e desplegadas,
resplandecient es cascadas de oro y plat a capt uradas en las luces que
adornaban el local. Las arcadas se curvaban en graciosos sem icírculos, puest o
que «Les Classiques», si bien no podía calificarse de pequeña dist aba de ser
una t ienda im ponent e. Sin em bargo, se t rat aba de un sit io bellísim o, en uno de
los m ás elegant es barrios residenciales de París. Los probadores con puert as
de crist ales coloreados, ocupaban la part e post erior del local debaj o de un
balcón adonde daban las oficinas de la em presa. A la derecha se advert ía una
escalera alfom brada, j unt o a un t ablero elevado, ocupado por un hom bre de
aspect o ext raño de m ediana edad: un suj et o fuera de lugar, vest ido con un
t raj e de est ilo m uy conservador, que operaba en una consola y hablaba por un
m icrófono que en una ext ensión del único auricular.
Los em pleados eran en su m ayoría m uj eres, alt as esbelt as, de rost ros y
figuras pálidas y com o desencaj adas, fant asm as vivient es de ant iguas m odelos
cuyos gust os y saber las habían llevado m ás allá de sus herm anas en el oficio,
ya que no podían dedicarse a ot ras cosas. Los pocos hom bres que se veían
eran t am bién delgados; figuras m agras, enfat izadas por t raj es aj ust ados,
gest os rápidos, post uras desafiant es, casi de ballet .
Una m úsica ligera, rom ánt ica, provenía del oscuro t echo: crescendos
apacibles, punt ualizados en form a abst ract a por rayos de reflect ores en
m iniat ura. Jason paseó por las dist int as alas del salón, est udiando los
m aniquís, palpando las t elas, haciendo sus propias deducciones. Ést as
cubrieron su est upor esencial. ¿Dónde est aban la confusión, la ansiedad que
esperaba encont rar en el cent ro recept or de m ensaj es de Carlos? Miró hacia
arriba, hacia las puert as abiert as de las oficinas y el único corredor que dividía
el reducido com plej o edificio. Los hom bres y las m uj eres cam inaban con aire
despreocupado com o lo hacían los del piso principal, det eniéndose de vez en

160
cuando a hablar unos con ot ros, int ercam biando brom as, o fragm ent os de
inform ación sin im port ancia. Chism es. En ninguna part e se advert ían señales
de urgencia, ni el m enor signo de que una t ram pa vit al acababa de explot ar
est ruendosam ent e, que un asesino im port ant e —el único hom bre en París que
t rabaj aba para Carlos y que podía ident ificar a la presa— había recibido un
balazo en la cabeza, había sido asesinado en la part e post erior de un cam ión
blindado, en el Quai de la Rapée.
Era algo increíble, aunque sólo fuese porque la at m ósfera del lugar era
precisam ent e t odo lo cont rario de lo que él había esperado. No era que hubiera
pensado encont rarse con un caos, en m odo alguno; los m ercenarios de Carlos
est aban dem asiado vigilados com o para hacer algo sem ej ant e. Pero había
esperado algo. Y allí no había rost ros t ensos, oj os t em erosos, m ovim ient os
rápidos que significaran alarm a. Nada había de inusual; el elegant e m undo de
la haut e cout ure cont inuaba circulando en su elegant e órbit a, sin inm ut arse
por los acont ecim ient os que deberían haber alt erado su equilibrio.
Sin em bargo, había un t eléfono privado en alguna part e, y alguien que no
sólo hablaba en nom bre de Carlos, sino que t am bién est aba aut orizado para
poner en m archa a t res asesinos, dispuest os a dar caza a la presa. Una
m uj er...
La vio; t enía que ser ella. Baj aba por la m it ad de la escalera; una m uj er
alt a e im periosa, con un rost ro al que los años y la cosm ét ica habían
convert ido en una fría m áscara de sí m ism a. La det uvo un delgadísim o
em pleado, que llevaba en la m ano una libret a de cuent as para que ella la
aprobara; la m uj er m iró la libret a, luego volvió a m irar hacia abaj o, en
dirección a un hom bre nervioso, de m ediana edad, de pie j unt o a uno de los
m ost radores de la sección j oyería. La m irada fue breve; el m ensaj e, claro. Est á
bien, m on am i, t om e la chuchería que ha elegido, pero pague pront o su
fact ura. De lo cont rario, la próxim a vez se verá en líos. O peor. Yo podría
llam ar a su esposa. La advert encia fue form ulada en una m ilésim a de segundo;
una sonrisa t an falsa com o am plia hizo cruj ir la helada m áscara y, con un
gest o de asent im ient o, la m uj er t om ó el lápiz que llevaba el em pleado y
escribió sus iniciales en la not a de vent a. Cont inuó baj ando la escalera con el
em pleado a la zaga, inclinándose hacia ella para decirle algo. Era obvio que la
est aba adulando; al llegar al últ im o escalón, ella se volvió, se ahuecó los
negrísim os cabellos y dio al hom bre un golpecit o en la m uñeca para m ost rarle
su agradecim ient o.
No había excesiva placidez en los oj os de aquella m uj er. Eran unos oj os
t an lúcidos com o cualquiera ot ros que Bourne hubiera vist o en su vida, t al vez
con excepción de aquellos oj os ocult os t ras las gafas con m ont ura de oro, que
había vist o en Zurich.
I nst int o. Ella era su obj et ivo; sólo quedaba el problem a de cóm o llegar a
ella. Los prim eros m ovim ient os habrían de ser sut iles, ni excesivos ni
indiferent es; t rat aría sim plem ent e de at raer su at ención. Ella t enía que venir
hacia él.
Los m inut os siguient es asom braron a Jason —es decir, él se asom bró a sí
m ism o—. El caso era «represent ar un papel»; eso lo com prendía
perfect am ent e; lo que le im presionaba era la facilidad con la que cam biaba de
personaj e, un personaj e t an aj eno a él, al aspect o baj o el cual se conocía.
Minut os ant es había m irado apreciat ivam ent e; ahora inspeccionaba,

161
arrancando los m odelos de sus m aniquís, colocando las t elas a la luz. Exam inó
las cost uras de cerca, los bot ones y los oj ales, pasando los dedos por los
cuellos, est ruj ándolos y luego dej ándolos caer. Era buen j uez de la ropa fina,
un expert o com prador que sabía lo que quería y descart aba con rapidez lo que
no se adecuaba a sus deseos. Lo único en lo que no reparaba era en los
precios; obviam ent e, est o no le int eresaba.
El hecho de no fij arse en los precios at raj o la curiosidad de la im periosa
m uj er, que no dej aba de m irar en dirección a él. Una em pleada de la sección
Vent as se aproxim ó a Bourne, con su cóncava siluet a flot ando sobre la
alfom bra; él le sonrió cort ésm ent e, pero le dij o que prefería ver por sí m ism o
lo que se exhibía. Menos de t reint a segundos después se encont raba det rás de
t res m aniquís, cada uno de los cuales lucía los diseños m ás exclusivos que
podía ofrecer «Les Classiques». Alzó las cej as, hizo un gest o con la boca para
m anifest ar su silenciosa aprobación, m ient ras cam inaba alrededor de las t res
figuras de plást ico, en dirección a la m uj er que se encont raba al ot ro lado del
m ost rador. Ést a susurró unas palabras al oído de la em pleada que había
hablado ant es con él; la ex m odelo sacudió la cabeza y se encogió de hom bros.
Bourne perm aneció de pie, con los brazos en j arras, respirando con
lent it ud m ient ras sus oj os vagaban de un m aniquí a ot ro; no est aba seguro de
lo que pasaba por su m ent e. Y un client e pot encial en esa sit uación,
especialm ent e cuando se t rat aba de alguien que no reparaba en precios,
necesit aba ayuda de la persona m ás expert a de las cercanías; era irresist ible.
La im ponent e m uj er se t ocó los cabellos y cruzó graciosam ent e los salones en
dirección a él. La pavana había llegado al final de sus prim eros m ovim ient os;
los bailarines se inclinaron en un saludo, preparándose para la gavot a.
—Veo que ha reparado en nuest ros m ej ores m odelos, señor —dij o la
m uj er en inglés, suposición obviam ent e basada en el j uicio de un oj o avezado.
—Confío en que sí —replicó Jason—. Tienen una int eresant e colección en
est a casa, pero se ha de invest igar a fondo, ¿no le parece?
—La om nipresent e e inevit able escala de valores, señor. Sin em bargo,
t odos nuest ros diseños son exclusivos.
—Cela va sans dire, m adam e.
—Ah, vous parlez français?
—Un peu. Un francés pasadero.
—¿Es nort eam ericano?
—No vengo m ucho por aquí —m anifest ó Bourne—. ¿Dice ust ed que est os
m odelos los confeccionan sólo para est a casa?
—¡Oh, sí! Nuest ro diseñador est á baj o cont rat o de exclusividad; est oy
segura de que habrá oído hablar de él. Es Rene Bergeron.
Jason frunció el ceño.
— ¡Oh, sí! Muy respet ado, pero nunca ha logrado un progreso
espect acular. ¿No es así?
—Pero lo logrará, señor. Es inevit able; su reput ación va aum ent ando año
t ras año. Hace algún t iem po t rabaj ó para St . Laurent , luego para Givenchy;
algunos dicen que ha hecho m ucho m ás que cort ar los m oldes, si m e ent iende
lo que quiero decir.
—No es m uy difícil de com prender.

162
—¡Y si ust ed supiera la de zancadillas que le ponen para hacerlo caer! ¡Es
algo t rem endo! Porque él adora a las m uj eres; las adula y no las conviert e en
m uchachit os, vous com prenez?
—Je vous com prends parfait em ent .
—Algún día se hará fam oso en el m undo ent ero, y sus enem igos no
podrán ni siquiera t ocar el ruedo de sus creaciones. Piense en est os m odelos
com o obras de un m aest ro a punt o de consagrarse, señor.
—Es ust ed m uy convincent e. Me llevaré est os t res. Supongo que serán de
un t alle doce, aproxim adam ent e.
—Cat orce, señor. Por supuest o que se los probará la client e.
—Me t em o que no, pero est oy seguro de que en Cap Ferrat habrá buenas
m odist as.
—Nat urellem ent —concedió rápidam ent e la m uj er.
—Y t am bién... —Bourne vaciló, frunciendo nuevam ent e el ceño—.
Mient ras est oy aquí, y para no perder t iem po, elíj am e algunos m ás, ent re
aquellas filas. Est am pados y cort es diferent es, pero que arm onicen ent re sí, si
es que est o que le digo t iene algún sent ido.
—Muchísim o sent ido, señor.
—Gracias, se lo agradezco m ucho. He hecho un largo viaj e en avión,
desde las Baham as, y est oy exhaust o.
—Ent onces, señor, ¿no querrá sent arse?
—Francam ent e, lo que querría sería un t rago.
—Eso podrá arreglarse de alguna form a, por supuest o. En cuant o a la
form a de pago, señor...
—Creo que pagaré al cont ado —replicó Jason, conscient e de que el
int ercam bio de m ercadería por dinero cont ant e y sonant e llam aría la at ención
de la supervisora de cuent as de «Les Classiques»—. Los cheques y las cuent as
son com o pisadas en el bosque, ¿no es ciert o?
—Es ust ed t an int eligent e com o discrim inador. —La rígida sonrisa volvió a
resquebraj ar la m áscara, pero la expresión de los oj os no correspondía a ella
en lo m ás m ínim o—. Respect o al t rago, ¿por qué no lo t om a en m i oficina? Es
bast ant e privada; puede ust ed descansar y le llevaré algunos m odelos para
que seleccione ust ed.
—Espléndido.
—En cuant o a los precios, ¿señor?
—Les m eilleurs, m adam e.
—Nat urellem ent . —Una m ano blanca y fina se ext endió hacia él—. Soy
Jacqueline Lavier, socia gerent e de «Les Classiques».
—Gracias. —Bourne t om ó la m ano sin int ercam biar su nom bre.
Uno podía cont inuar la relación en un am bient e m ás ínt im o, parecía decir
su expresión, pero no en ese m om ent o. Por ahora, su cart a de present ación
era el dinero.
—¿En su oficina? La m ía se encuent ra a varios m iles de kilóm et ros de
aquí.
—Por aquí, señor.
Nuevam ent e apareció la rígida sonrisa, resquebraj ando la m áscara facial
com o una capa de hielo que se fundiera progresivam ent e. Madam e Lavier hizo
un gest o en dirección a la escalera. El m undo de la haut e cout ure seguía su

163
curso, su órbit a no se alt eraba por el fracaso, por una m uert e en el Quai de la
Rapée.
Aquella falt a de solución de cont inuidad le result aba a Jason t an
inquiet ant e com o asom brosa. Est aba convencido de que la m uj er que
cam inaba a su lado era la port adora de órdenes let ales que habían abort ado
hacía una hora, debido a un disparo de arm a de fuego, y esas órdenes se las
había im part ido un hom bre sin rost ro que exigía obediencia o m uert e. Sin
em bargo, no había la m ás m ínim a indicación de que se hubiera m ovido ni
siquiera una hebra de su cabello, perfect am ent e peinado, por unos dedos
nerviosos, ni la m enor palidez en la m áscara cincelada, que pudiera haberse
t om ado por t em or. Sin em bargo, en «Les Classiques» no había nadie de m ayor
aut oridad, nadie hubiera t enido un núm ero part icular en una oficina
sum am ent e privada. Falt aba un t érm ino de esa ecuación... pero había ot ro que
fue confirm ado del m odo m ás inquiet ant e.
Él m ism o. El cam aleón. La charada había result ado; él se encont raba en
cam po enem igo, convencido, m ás allá de cualquier duda, de que nadie lo había
reconocido. Todo est e episodio adquiría una cualidad de dej a vu. Ya había
llevado a cabo ant eriorm ent e planes com o ést e, ya había experim ent ado las
m ism as sensaciones. Era un hom bre que at ravesaba una j ungla que no le
result aba fam iliar, pero de alguna form a un inst int o lo guiaba a proseguir su
cam ino, seguro de dónde se encont raban las t ram pas, sabiendo cóm o
evit arlas. El cam aleón era un expert o. Llegaron j unt o a la escalera y
com enzaron a subir. Abaj o, a la derecha, el operador vest ido con t raj e
convencional, hablaba en voz baj a al m icrófono, com o para asegurar al que
escuchaba al ot ro lado de la línea que el m undo de ellos est aba t odo lo sereno
que debía est ar.
Bourne se det uvo en el sépt im o escalón; una pausa involunt aria. La nuca
de aquel hom bre, la línea de su m ej illa, su escaso cabello gris, el m odo en que
caía sobre la orej a; ¡había vist o ant es a aquel hom bre!
En alguna part e. En el pasado, en el pasado im posible de recordar, pero
ahora recordaba, com o en una penum bra... con algunos rayos de luz.
Explosiones, nubes, vient os huracanados, seguidos de silencios cargados de
t ensión. ¿Qué era eso? ¿Dónde? ¿Por qué ot ra vez el dolor oprim ía sus oj os? El
hom bre canoso com enzaba a volverse en su silla girat oria; Jason m iró en ot ra
dirección, para evit ar el cont act o de las m iradas.
—Veo que el señor est á im presionado por nuest ra consola, única en su
especie —observó Madam e Lavier—. Es una dist inción que, según creem os,
hace a «Les Classiques» diferent e a los dem ás negocios de Saint - Honoré.
—¿Cóm o funciona? —pregunt ó Bourne m ient ras subían, sint iendo que el
dolor en los oj os lo cegaba.
—Cuando llam a un client e a «Les Classiques», no cont est a el t eléfono una
frívola m uj er, sino un caballero bien ent renado, que conoce t oda la inform ación
al dedillo.
—Un t oque elegant e.
—Ot ros caballeros piensan lo m ism o —agregó ella—. Especialm ent e
cuando hacen por t eléfono com pras que prefieren m ant ener en secret o. No hay
huellas en nuest ros bosques, señor.
Llegaron a la espaciosa oficina de Jacqueline Lavier. Era el despacho de un
ej ecut ivo eficient e: pilas de papeles cuidadosam ent e separadas sobre el

164
escrit orio, en la pared varias acuarelas, algunas de ellas firm adas, ot ras sin
t ocar, obviam ent e inacept ables. Las paredes est aban invadidas por fot ografías
enm arcadas de la «Bella Gent e», cuya belleza se veía em pañada a m enudo por
bocas exageradas, sonrisas t an falsas com o la que adornaba la m áscara de la
dueña de esa oficina. Había ciert a cualidad de m uj er m alvada en el aire
perfum ado; aquéllos eran los cuart eles generales de una t igresa envej ecida, al
acecho, list a para at acar a cualquiera que am enazara sus posesiones o la
saciedad de sus apet it os. Y, sin em bargo, era disciplinada; considerando la
sit uación, un vínculo de unión m uy est im able para Carlos.
¿Quién era el hom bre de la consola t elefónica? ¿Dónde lo había vist o
ant es?
Se le ofreció un t rago de una selección de bot ellas; eligió brandy.
—Siént ese, señor. Trat aré de pedir la ayuda del propio Rene, si es que
puedo encont rarlo.
—Es m uy gent il de su part e, pero est oy seguro de que lo que ust ed elij a
será correct o. Tengo ciert o inst int o para los gust os; el suyo est ará respaldado
por su oficio. No m e preocupa.
—Es ust ed m uy generoso.
—Sólo cuando m e dan garant ías —respondió Jason, aún de pie—. Ahora
m e gust aría echar un vist azo a esas fot ografías. Veo a m uchos conocidos, sino
am igos. Muchas de esas caras desfilan por los Bancos de las Baham as con
bast ant e frecuencia.
—Est oy segura de que es así —concedió Madam e Lavier en un t ono que
hablaba de adm iración hacia t ales rum bos de las finanzas—. No t ardaré
m ucho, señor.
Por ciert o que no, pensó Bourne, m ient ras la socia gerent e de «Les
Classiques» abandonaba su oficina. Madam e Lavier no era persona que dej ara
a un hom bre rico y cansado dem asiado t iem po para pensar. Volvería con los
m odelos m ás caros que pudiera hallar, con la m ayor rapidez posible. En
consecuencia, si había algo en la oficina que pudiera arroj ar alguna luz sobre el
int erm ediario de Carlos, había que hallarlo lo m ás rápidam ent e posible. Y si se
encont raba allí, había que buscarlo sobre la m esa o dent ro de ella. Jason
cam inó en t orno a la im ponent e polt rona frent e a la pared, sim ulando un
divert ido int erés en la cont em plación de las fot ografías, pero concent rando su
at ención en el escrit orio. Había fact uras, recibos, cuent as im pagadas, j unt o
con severas cart as de prot est a, que aguardaban la firm a de Madam e Lavier.
Una libret a de direcciones est aba abiert a, y en la página había escrit os
cuat ro nom bres; Bourne se acercó para m irar m ás de cerca. Cada uno de los
nom bres correspondía a una com pañía, con los cont act os individuales ent re
parént esis y el cargo correspondient e subrayado. Se pregunt ó si sería capaz de
m em orizar cada com pañía, cada cont act o. Sólo veía un ext rem o de la página;
el rest o quedaba ocult o por el aparat o t elefónico. Y había algo m ás, algo
apenas discernible. Un t rozo de cint a t ransparent e, a lo largo del borde de una
t arj et a, sost eniéndola en su sit io. La cint a era relat ivam ent e nueva, se veía
recién colocada sobre el papel grueso y la m adera relucient e; est aba lim pia,
sin bordes ret orcidos ni señales de haberse encont rado m ucho t iem po allí.
I nst int o.
Bourne t om ó el t eléfono y lo m ovió a un lado. Sonó el aparat o, la
cam panilla vibró a t ravés de su m ano, su sonido lo alt eró. Volvió a colocar el

165
t eléfono sobre el escrit orio y dio unos pasos, en t ant o que un hom bre en
m angas de cam isa ent ró precipit adam ent e por la puert a abiert a, procedent e
del corredor. Se det uvo, m irando a Bourne; la expresión de sus oj os
dem ost raba ciert a alarm a, si bien evidenciaba im pasibilidad. El t eléfono sonó
por segunda vez; el hom bre se dirigió rápidam ent e al escrit orio y t om ó el
recept or.
—¡Diga!
Hubo un silencio, en t ant o el int ruso escuchaba con la cabeza inclinada,
concent rado en el que llam aba. Era un hom bre m usculoso, t ost ado por el sol,
de edad indefinida; la piel curt ida disim ulaba los años. El rost ro t enso, los
labios delgados, cabello espeso y rizado de un cast año oscuro, bien
disciplinado. Los t endones de sus brazos desnudos se m ovían baj o la carne
m ient ras cam biaba el auricular de una m ano a la ot ra, hablando en t ono
áspero:
—Pas ici. Sais pas. Télephonez plus t ara... —Colgó y m iró a Jason—. Où
est Jacqueline?
—Hable despacio, por favor —rogó Jason, m int iendo—. Mi francés es m uy
lim it ado.
—Disculpe —respondió el hom bre bronceado—. Buscaba a Madam e Lavier.
—¿La dueña?
—El t ít ulo es suficient e. ¿Dónde est á?
—Despoj ándom e de m i dinero.
Jason sonrió, llevándose la copa a los labios.
—¿Ah, sí? ¿Y quién es ust ed, señor?
—¿Y ust ed?
El hom bre est udió a Bourne unos inst ant es.
—Rene Bergeron.
—¡Oh, Dios m ío! —exclam ó Jason—. Ella lo est á buscando, Monsieur
Bergeron. Me dij o que t enía que fij arm e en sus diseños, que son la obra de un
m aest ro en alza. —Bourne volvió a sonreír—. Ust ed es el m ot ivo por el cual
t engo que enviar un cable a Las Baham as a pedir m ás dinero.
—Es ust ed m uy am able, señor. Y le pido disculpas por haber ent rado así,
t an de golpe.
—Era m ej or que cont est ara ust ed el t eléfono en lugar de hacerlo yo.
Berlit z m e considera un fracaso.
—Com pradores, proveedores, t odos esos idiot as que grit an. Señor, ¿con
quién t engo el honor de hablar?
—Mi nom bre es Briggs —dij o Jason, sin t ener la m enor idea de qué fue lo
que le inspiró el nom bre, asom brado de lo rápido que le surgió, de una form a
t an nat ural—. Charles Briggs.
—Es un placer conocerlo. —Bergeron le t endió la m ano; el apret ón fue
firm e—. ¿Ha dicho ust ed que Jacqueline m e buscaba?
—Por culpa m ía, m e t em o.
—Ya la encont raré.
El diseñador abandonó rápidam ent e la oficina. Bourne se encam inó hacia
el escrit orio, con los oj os fij os en la puert a y la m ano en el t eléfono. Se hizo a
un lado. Sacó de debaj o del aparat o la libret a de direcciones t elefónicas. Allí
vio anot ados dos núm eros: reconoció el prim ero com o correspondient e a
Zurich; el segundo, obviam ent e, a París.

166
I nst int o. Él t enía razón; aquel t rozo de cint a t ransparent e era t odo lo que
necesit aba. Miró los núm eros, los m em orizó, luego volvió a colocar el t eléfono
en su sit io y se alej ó unos pasos.
Apenas había t erm inado de ordenar el escrit orio cuando apareció Madam e
Lavier, con m edia docena de vest idos en los brazos.
—Me he encont rado con Rene en la escalera. Ha aprobado con gran
ent usiasm o m i selección. Tam bién m e ha inform ado de que su nom bre es
Briggs, señor.
—Yo m ism o t endría que habérselo dicho —replicó Bourne sonriendo a su
vez; advirt ió la irrit ación en el t ono de voz de ella—. Pero no creo que ust ed
m e lo haya pregunt ado.
—Huellas en el bosque, señor. ¡Mire, aquí le t raigo unas exquisit eces! —
Separó los vest idos, colocándolos cuidadosam ent e sobre varias sillas—. Creo
que ést as son algunas de las m ás bellas creaciones que Rene haya t raído para
nosot ros.
—¿Traído para ust edes? Pero, ¿acaso él no t rabaj a para est a casa?
—Es una form a de decir; su est udio se encuent ra al final del corredor,
pero es un recint o sagrado. Hast a yo m ism a t iem blo cuando ent ro allí.
—Son m agníficos —declaró Bourne, yendo de uno al ot ro—. Pero no
quiero abrum arla; sólo int ent o apaciguarla —agregó, señalando t res m odelos—
Me quedaré con est os t res.
—¡Una excelent e selección, Mr. Briggs!
—Anót elas j unt o con las ot ras, si es t an am able.
—Por supuest o. Por ciert o que se t rat a de una dam a m uy afort unada.
—Es una buena com pañera, pero no es m ás que una niña. Una niña
m alcriada, m e t em o. Sin em bargo, he est ado fuera m ucho t iem po y supongo
que le he prest ado poca at ención, así es que deberé hacer las paces con ella.
Es una de las razones por las cuales la envié a Cap Ferrat . —Sonrió,
ext rayendo del bolsillo su billet era Louis Vuit t on—. La fact ure, s'il vous plait ?
—Haré que una de las m uchachas se ocupe inm ediat am ent e de ello. —
Madam e Lavier oprim ió un bot ón del int ercom unicador colocado j unt o a su
t eléfono. Jason la observó at ent am ent e, preparado para form ular algún
com ent ario sobre la llam ada que había respondido Bergeron, en caso de que
ella advirt iese que el aparat o est aba fuera de su lugar—. Fait es venir Janine...
avec les robes. La fact ure aussi. —Se puso de pie—. ¿Ot ro brandy, Mr. Briggs?
—Merci bien. —Bourne t endió su copa; ella la t om ó y se dirigió al bar.
Jason sabía que aún no había llegado el m om ent o de hacer lo que t enía
planeado; pront o llegaría ese m om ent o, t an pront o com o él pagara, pero no
t odavía. Sin em bargo, podía cont inuar edificando proyect os con la socia
gerent e de «Les Classiques»—. Ese hom bre, Bergeron —dij o—, ¿t iene cont rat o
exclusivo con ust edes?
Madam e Lavier se volvió, con la copa en la m ano.
—¡Oh, sí! Aquí som os una fam ilia m uy est recham ent e unida.
Bourne acept ó el brandy, dio las gracias y se sent ó en el sillón frent e al
escrit orio.
—Es un arreglo const ruct ivo —m anifest ó, aparent em ent e com o al azar.
La em pleada alt a y delgadísim a con quien él había hablado por prim era
vez, ent ró en el despacho con un t alonario de vent as en la m ano. Se le
im part ieron rápidam ent e inst rucciones, y los vest idos fueron adecuadam ent e

167
separados m ient ras la fact ura cam biaba de m anos. Madam e Lavier la sost enía
ost ensiblem ent e, de m odo que Jason pudiese verificar su cont enido.
—Voici la fact ure, m onsieur —le dij o.
Bourne sacudió la cabeza, desechando su exam en.
—Com bien? —pregunt ó.
—Vingt - m ille, soixant e francs, m onsieur —respondió la socia de «Les
Classiques», observando la reacción de él com o un enorm e y ext raño
paj arraco.
No hubo ninguna reacción. Jason se lim it ó a sacar cinco billet es de cinco
m il francos de su billet era y a t endérselos a la m uj er. Ella asint ió y, a su vez,
se los ent regó a la esbelt a vendedora, quien cam inó con paso desgarbado
rum bo a la puert a, llevando los vest idos.
—Le harán un paquet e con t odo, y lo t raerán aquí, j unt o con el cam bio. —
Madam e Lavier se encam inó a su escrit orio y se sent ó—. Así que se encuent ra
de paso para Ferrat . Debe de ser un sit io precioso.
Bourne pagó. Había llegado el m om ent o.
—Una últ im a noche en París, ant es de regresar al kindergart en —dij o,
alzando su copa en señal de burla.
—Sí, ust ed ha m encionado que su com pañera es bast ant e j oven.
—He dicho que era una niña, y eso es. Es una buena com pañía, pero creo
que prefiero la de m uj eres algo m ás m aduras.
—Debe de quererla m ucho —com ent ó Madam e Lavier, dando unos
golpecit os a su perfect o peinado, acept ando el cum plido—. Le com pra unas
cosas preciosas y, le diré con t oda franqueza, m uy caras.
—Un precio insignificant e considerando la opción que ella podría t ener.
—¿Ah, sí?
—Es m i esposa, la t ercera para ser exact o, y en las Baham as debem os
conservar las apariencias. Pero el asunt o no est á ni allí ni aquí; t engo m i vida
relat ivam ent e en orden.
—Est oy segura de que es así, señor.
—Hablando de las Baham as, se m e ha ocurrido algo hace unos m inut os.
Por eso es por lo que le he pregunt ado acerca de Bergeron.
—¿De qué se t rat a?
—Ust ed pensará que soy un im pet uoso; le aseguro que no es así. Pero
cuando algo m e sorprende, m e gust a invest igarlo a fondo. Puest o que
Bergeron t rabaj a en exclusiva para ust edes, ¿alguna vez se les ha ocurrido
abrir una sucursal en las islas?
—¿En las Baham as?
—Y m ás al Sur t am bién. En el Caribe, quizá.
—Señor, el negocio de Saint - Honoré es ya a m enudo m ás de lo que
podem os m ant ener. El que m ucho abarca, poco apriet a, com o suele decirse.
—No t endría por qué est ar t an at endida; no en la form a que ust ed cree.
Una concesión aquí, ot ra allí, diseños exclusivos, local propio a base de
porcent aj e. Nada m ás que una bout ique o dos, expandiéndose, claro est á, con
caut ela.
—Eso requiere un capit al considerable, Monsieur Briggs.
—Sólo al principio. Lo que podría llam arse honorarios iniciales. Son
elevados, pero no prohibit ivos. En los m ej ores hot eles y clubes, eso depende,
por lo general, de cóm o conozca uno el sist em a de adm inist ración.

168
—¿Y ust ed lo conoce?
—Magníficam ent e bien. Com o le digo, sólo est oy explorando el asunt o,
pero pienso que la idea es int eresant e. La et iquet a de est a casa t endría ciert a
dist inción: «Les Classiques, París, Grand Baham a».. Caneel Bay, t al vez. —
Bourne sorbió el rest o de su brandy—. Pero probablem ent e ust ed piensa que
est oy loco. Considérelo sim plem ent e com o una charla... Si bien he hecho una
inversión de unos pocos dólares com o riesgo, est o se m e ocurrió en el im pulso
del m om ent o.
—¿Riesgos?
Jacqueline Lavier volvió a com ponerse el peinado.
—No m e gust a exponer m is ideas, señora. Generalm ent e las guardo para
m í.
—Sí, ya com prendo. Com o ust ed dice, la idea t iene eso de int eresant e.
—Pienso que sí. Por supuest o, m e gust aría saber qué t ipo de arreglo
t ienen ust edes con Bergeron.
—Eso puede arreglarse, señor.
—Le diré lo que harem os —dij o Jason—. Si ust ed est á libre, hablem os del
asunt o m ient ras t om am os unas copas, luego la llevaré a cenar. Es m i única
noche en París.
—Y prefiere la com pañía de m uj eres m ás m aduras —concluyó Jacqueline
Lavier, y la m áscara volvió a resquebraj arse en una sonrisa; el blanco hielo se
derret ía baj o unos oj os que ahora dej aban ya t raslucir una ciert a calidez.
—C'est vrai, m adam e.
—Eso puede arreglarse —repit ió ella, est irándose para alcanzar el
t eléfono.
El t eléfono. Carlos.
«Va a dest rozarla —pensó Bourne—. Hast a podría llegar a asesinarla si se
viera obligado. Y descubrirá la verdad.»

Marie se abrió paso ent re la m ult it ud hacia la cabina t elefónica de la rué


Vaugirard. Había reservado una habit ación en el «Meurice», dej ó el m alet ín en
el m ueble- escrit orio, y exact am ent e durant e veint idós m inut os perm aneció
sent ada sola allí, hast a que ya no pudo soport ar m ás la espera. Se había
sent ado en una silla m irando hacia la blanca pared, pensando en Jason, en la
locura de aquellos últ im os ocho días que la habían arroj ado a un t orbellino m ás
allá de t odo razonam ient o. Jason. El circunspect o, el at errorizador y
confundido Jason Bourne. Un hom bre que llevaba dent ro de sí t ant a violencia
y, sin em bargo, cosa curiosa, t ant a com pasión. Y t an t rem endam ent e capaz de
desenvolverse en un m undo del que nada sabían los hom bres com unes. ¿De
dónde había surgido ese am or que ella sent ía? ¿Quién le había enseñado a él a
encont rar su cam ino a t ravés de las oscuras callej uelas de París, de Marsella,
de Zurich... y t al vez hast a de un lugar t an rem ot o com o el Orient e? ¿Qué era
para él el Lej ano Orient e? ¿Cóm o sabía los idiom as que allí se hablaban?
¿Cuáles eran esos idiom as? ¿O ese idiom a?
Tao.
Che- sah.
Tam Quan.

169
Ot ro m undo, del que ella lo ignoraba t odo. Pero sí conocía a Jason Bourne,
o al hom bre llam ado Jason Bourne, y se aferraba a la decencia que adivinaba
en él. ¡Oh, Dios m ío, cóm o lo am aba!
I lich Ram írez Sánchez. Carlos. ¿Qué significaba ese hom bre para Jason
Bourne?
«¡Bast a! », se había grit ado a sí m ism a m ient ras se encont raba sola en esa
habit ación. Y ent onces había hecho lo que t ant as veces había vist o hacer a
Jason: se había levant ado de la silla, com o si el m ovim ient o físico apart ara las
nieblas de su m ent e, o le perm it ieran abrirse paso a t ravés de ellas.
Canadá. Tenía que ponerse en com unicación con Ot t awa y descubrir por
qué razón la m uert e de Pet er, m ej or dicho, su asesinat o, se había m anej ado
en form a t an secret a, casi obscena. No t enía sent ido; ella se oponía con t oda
la int ensidad de su corazón. Porque t am bién Pet er había sido un hom bre
decent e, y lo habían asesinado hom bres indecent es. A ella le dirían por qué o,
de lo cont rario, denunciaría la m uert e ( el asesinat o) . Grit aría a los cuat ro
vient os lo que sabía y agregaría, adem ás: «¡Hagan algo! »
De m odo que abandonó el «Meurice», t om ó un t axi hast a la rué Vaugirard
y pidió com unicación con Ot t awa. Ahora esperaba fuera de la cabina, m ient ras
la ira crecía en su int erior; un cigarrillo sin encender, aplast ado ent re los
dedos. Cuando sonó el t im bre, se abalanzó hacia la cabina.
El t im bre sonaba y sonaba. Abrió la puert a de vidrio de la cabina y ent ró.
—¿Eres t ú, Alan?
—Sí.
La respuest a llegó en t ono cort ant e.
—Alan, ¿qué dem onios est á sucediendo? Pet er fue asesinado, ¡y en ningún
diario ni en ninguna radio se ha leído ni oído una sola palabra al respect o! ¡Ni
siquiera creo que la Em baj ada est é ent erada del episodio! ¡Es com o si a nadie
le im port ara nada! ¿Qué est áis haciendo?
—Lo que se nos ordena. Y lo m ism o harás t ú.
—¿Qué dices? ¡Pero se t rat aba de Pet er. ¡Era t u am igo! Escucha, Alan...
—¡No! —la int errum pió bruscam ent e—. Eres t ú la que m e va a escuchar.
Vet e de París. ¡Ahora m ism o! Tom a el prim er avión que venga aquí. Si t ienes
algún problem a, la Em baj ada se encargará de solucionarlo, pero t ienes que
hablar de est o únicam ent e con el em baj ador, ¿com prendido?
—¡No! —grit ó Marie St . Jacques—. ¡No com prendo nada! ¡Pet er fue
asesinado y a nadie le im port a nada! ¡Todo lo que dices no es m ás que basura
burocrát ica! «No t e dej es involucrar en est o. Nunca t e dej es involucrar en
est os asunt os.»
— ¡Mant ent e apart ada, Marie!
—¿Apart ada de qué? Eso es lo que no m e vas a cont ar, ¿verdad? Bueno,
será m ej or...
—¡No puedo! —Alan baj ó la voz—. No sé nada. Sólo t e est oy diciendo lo
que m e han dicho que t e diga.
—¿Quién t e dio esa orden?
—No puedes pregunt arm e eso.
—¡Pues sí t e lo pregunt o!
—Escúcham e, Marie. Hace veint icuat ro horas que m e fui de m i casa.
Durant e las últ im as doce he perm anecido aquí, esperando que llam aras. Trat a

170
de com prenderm e, no t e est oy sugiriendo que vuelvas. Son órdenes del
Gobierno.
—¿Órdenes? ¿Sin explicaciones?
—Así com o lo oyes. Sólo t e diré est o: quieren que t e apart es de est e
asunt o; lo quieren a él aislado... Así es la cosa.
—Perdona Alan, pero así no es la cosa. Adiós. —Colgó bruscam ent e el
auricular y luego se apret ó las m anos para im pedir que t em blaran de aquel
m odo. ¡Oh, Dios m ío, lo am aba t ant o...! y ellos est aban t rat ando de asesinarlo.
Jason, m i Jason. Todos quieren asesinart e. ¿Por qué?

El hom bre vest ido con t raj e convencional ant e el int ercom unicador oprim ió
la clavij a de color roj o que bloqueaba las líneas, reduciendo t odas las llam adas
a la señal de ocupado. Hizo lo m ism o una vez o dos en el lapso de una hora,
aunque fuese sólo para aclarar su m ent e y borrar t odas las absurdas t ont erías
que se había vist o obligado a t ragarse durant e los últ im os m inut os.
Generalm ent e la necesidad de cort ar t odas las conversaciones lo acuciaba
después de haber escuchado alguna part icularm ent e t ediosa. Y acababa de
escucharla. La esposa de un diput ado que t rat aba de disim ular el elevadísim o
precio de algo que había com prado, dist ribuyéndolo en varias com pras, de
m odo que su m arido no se ent erase. ¡Suficient e! Necesit ó varios m inut os para
respirar.
La ironía no le pasó inadvert ida. No hacía m uchos años, ot ros hom bres se
sent aban frent e a int ercom unicadores para desenm ascararlo a él. En sus
em presas en Saigón y en la sala de t ransm isión de su vast a plant ación del
delt a del Mekong. Y allí est aba él ahora, frent e del int ercom unicador de ot ro
hom bre, en los perfum ados alrededores de Saint - Honoré. Ya le había
expresado m ej or el poet a inglés: había m ás vicisit udes absurdas en la vida de
un ser hum ano, que las que pudiera elaborar una sola filosofía.
Oyó risas en la escalera y m iró hacia arriba. Jacqueline se ret iraba
t em prano, sin duda con alguna de sus fam osas y adineradas relaciones. No
había duda. Jacqueline poseía un t alent o especial para ext raer oro de una m ina
bien cust odiada, aun diam ant es de De Beers. No podía ver al hom bre que la
acom pañaba; iba al ot ro lado de Jacqueline, con la cabeza ext rañam ent e
ladeada.
Ent onces, en un inst ant e, lo vio; los oj os de am bos se encont raron; el
choque de las m iradas fue breve y explosivo. De pront o, el operador del
conm ut ador perdió el alient o; quedó en suspenso, en un inst ant e de
incredulidad, m irando un rost ro, una cabeza que no había vist o hacía m uchos
años. Y casi siem pre en la penum bra, porque habían t rabaj ado de noche...
habían m uert o de noche.
¡Oh Dios m ío, era él! Volvía de las pesadillas vivient es ( o ya m uert as) a
m iles de kilóm et ros de dist ancia. ¡Era él!
El hom bre de los cabellos grises se levant ó del conm ut ador com o en
t rance. Se quit ó el auricular- m icrófono y lo dej ó caer al suelo. Al caer hizo un
ruido est repit oso, puest o que la consola se encendió en m iles de luces de
llam adas que ent raban, sin hallar las conexiones correspondient es, llam adas
que sólo eran respondidas con sonidos incoherent es. Se baj ó de la plat aform a
y se encam inó rápidam ent e hast a el salón, para poder t ener una m ej or visión
de Jacqueline Lavier y el fant asm a que la escolt aba. El fant asm a, que era un

171
asesino, por sobre t odos los hom bres que él había conocido en su vida, un
asesino. Ellos le habían dicho que podría ocurrir en cualquier m om ent o, pero él
nunca les había creído; ahora les creía. Ése era realm ent e el hom bre.
Los vio con t oda claridad. Lo vio a él. At ravesaban el salón principal en
dirección a la ent rada. Tenía que det enerlos. ¡Tenía que det enerla a ella! Pero
grit ar y salir corriendo im plicaría m uert e. Una bala en la cabeza, inst ant ánea.
Llegaron a las puert as de ent rada; él las m ant uvo abiert as, inst ando a ella
a salir a la calle. El hom bre canoso corrió fuera de su escondit e, hacia el salón
que lo separaba de la ent rada, y se dirigió al vent anal del frent e. Y, ya en la
calle, él llam ó un t axi. Abría la puert a, ayudaba a Jacqueline a ent rar en el
vehículo. ¡Oh, Dios m ío! ¡Ella se iba!
El hom bre de m ediana edad se volvió y corrió a t oda velocidad hacia la
escalera. Tropezó con dos at ónit as client es y una de las vendedoras,
at ropellando a las t res con violencia. Corrió escaleras arriba, a t ravés de la
balaust rada del piso superior, y at ravesó el corredor, en dirección a la puert a
abiert a del est udio.
—¡Rene! ¡Rene! —grit ó, ent rando com o una t rom ba.
Bergeron levant ó la vist a de su m esa de dibuj o, at ónit o.
—¿Qué ocurre?
—¡Ese hom bre que se va con Jacqueline! ¿Quién es? ¿Cuánt o t iem po hace
que est á aquí?
—Probablem ent e será el nort eam ericano —repuso el diseñador—. Se
llam a Briggs. Un gordo ridículo; nos ha producido un día m uy fruct ífero hoy.
—¿Adonde han ido?
—No sabía que se t uvieran que ir a ninguna part e.
—¡Se ha ido con él!
—Nuest ra Jacqueline no suelt a la presa, ¿eh? Tiene m uy buen sent ido.
—¡Hay que encont rarlos! ¡Hay que dar con ella!
—¿Por qué?
—¡Él sabe! ¡La va a asesinar!
—¿Qué?
—¡Es él! ¡Podría j urarlo! ¡Ese hom bre es Caín!

15

- El hom bre es Caín —afirm ó el coronel Jack Manning, t aj ant e, com o si


esperara que lo cont radij esen al m enos t res de los cuat ro hom bres vest idos de
paisano, agrupados alrededor de la m esa de conferencias del Pent ágono.
Todos eran m ayores que él, y cada uno se consideraba con m ás
experiencia que Manning. Ninguno est aba preparado para reconocer que el
Ej ércit o había obt enido una inform ación, cosa que no había logrado ninguna de
las organizaciones a las que ellos represent aban. Había un cuart o personaj e
vest ido de paisano, pero su opinión no cont aba. Era un m iem bro del Com it é de
Supervisión del Congreso, y com o t al debía ser t rat ado con deferencia, pero no
necesariam ent e t om arlo en serio.
—Si no hacem os algún m ovim ient o ahora —cont inuó Manning—, aun a
riesgo de que salga a la luz t odo lo que sabem os, podría escurrirse de nuevo

172
de las redes. Hace unos once días se encont raba en Zurich. Nosot ros est am os
convencidos de que t odavía est á allí. Y, caballeros, ese hom bre es Caín.
—Es una afirm ación m uy im port ant e, de veras —com ent ó el académ ico
calvo, con aspect o de ave, pert enecient e al Consej o Nacional de Seguridad,
m ient ras leía la página del sum ario referent e a Zurich, que se había repart ido a
t odas los delegados a esa reunión.
Su nom bre era Alfred Gillet t e, expert o en evaluación y discrim inación
personal, y en el Pent ágono se lo consideraba com o un personaj e brillant e,
vengat ivo y que poseía am igos que ocupaban posiciones elevadas.
—Yo la encuent ro ext raordinaria —agregó Pet er Knowlt on, direct or
asociado de la CI A, un hom bre de cincuent a y t ant os años que perpet uaba la
vest im ent a, la apariencia y las act it udes de un m iem bro de la I vy League de
t reint a años at rás—. Nuest ras fuent es regist ran a Caín en Bruselas, no en
Zurich, en esa m ism a época, hace unos once días. Y es m uy raro que nuest ras
fuent es de inform ación com et an un error así.
—Eso sí que es una insólit a afirm ación —com ent ó el t ercer individuo de
paisano, el único de los que rodeaban la m esa a quien Manning respet aba de
veras.
Era el de m ás edad; un hom bre llam ado David Abbot t , ex nadador
olím pico, cuyas cualidades int elect uales igualaban a sus proezas físicas. Ahora
t enía ya casi set ent a años, pero aún se m ant enía erguido, la m ent e t an lúcida
com o siem pre y, sin em bargo, los años se evidenciaban en el rost ro m arcado
por las t ensiones de t oda una vida que j am ás habría de revelar. Era un hom bre
que sabía lo que decía, pensó el coronel. Si bien era m iem bro del om nipot ent e
Com it é de los Cuarent a, había t rabaj ado para la CI A desde sus orígenes en la
OSS. El Monj e Silencioso de Operaciones Secret as, lo llam aban sus colegas de
la CI A.
—En m is días en la CI A —cont inuó Abbot t con una risit a— era m ás
frecuent e que las fuent es inform at ivas se m ost raran m ás en desacuerdo que
coincident es.
—Nosot ros t enem os dist int os m ét odos de verificación —aprem ió el
direct or asociado—. Con t odo respet o, Mr. Abbot t , le diré que nuest ro equipo
de t ransm isión t rabaj a de form a lit eralm ent e inst ant ánea.
—Eso es equipam ient o, no verificación. Pero no voy a discut ir; parecería
que ha surgido un equívoco. Bruselas o Zurich.
—Las pruebas de Bruselas son irrefut ables —insist ió Knowlt on con
firm eza.
—Est á bien, oigám oslo —int ervino el calvo Gillet t e, aj ust ándose las
gafas—. Podem os volver a considerar el sum ario de Zurich; lo t enem os aquí,
frent e a nosot ros. Tam bién nuest ras fuent es de inform ación t ienen algo que
ofrecer, si bien no se cont radice con Zurich ni con Bruselas. Algo que ha
sucedido seis m eses at rás.
Abbot t , el de cabellos plat eados, echó un vist azo a Gillet t e.
—¿Seis m eses at rás? No recuerdo que el Consej o haya revelado nada
sobre Caín hace seis m eses.
—No fue t ot alm ent e confirm ado —replicó Gillet t e—. Trat am os de no
at osigar al Com it é con inform es no confirm ados.
—Ésa t am bién es una afirm ación im port ant e —repuso Abbot t , sin
necesidad de aclarar sus palabras.

173
—Senador Walt ers —int errum pió el coronel, m irando al hom bre del
Com it é de Supervisión—, ¿t iene alguna pregunt a que form ular ant es de que
cont inuem os?
—¡Sí, qué diablos! —gruñó el sabueso del Congreso, nat ivo de Tennesse,
est udiando con sus oj os int eligent es los rost ros que lo rodeaban—. Pero dado
que yo soy nuevo en est o, sigan ust edes; así yo sé dónde debo em pezar.
—Muy bien, señor —dij o Manning, haciendo una señal a Knowlt on, el
hom bre de la CI A—. ¿Qué es eso de Bruselas hace once días?
—En Place Tont ainas fue asesinado un hom bre, un com erciant e
clandest ino de diam ant es que t rabaj aba ent re Moscú y Occident e. Operaba a
t ravés de una ram a de Russolm az, la firm a soviét ica que coloca en el m ercado
ese t ipo de com pras y t iene su sede en Ginebra. Sabem os que ésa es una de
las form as en que Caín esconde sus ingresos.
—¿Qué es lo que liga a Caín con ese crim en? —quiso saber el dubit at ivo
Gillet t e.
—En prim er t érm ino, el m ét odo. El arm a fue una aguj a larga, insert ada en
una plaza replet a de gent e, al m ediodía, con precisión quirúrgica. Caín ya la ha
ut ilizado ant eriorm ent e.
—Eso es ciert o —concedió Abbot t —. En Londres, hace cosa de un año, fue
un rum ano; y ot ro, pocas sem anas ant es. Los dos fueron at ribuidos a Caín.
—At ribuidos, pero no confirm ados —obj et ó el coronel Manning—. Se
t rat aba de desert ores de las m ás alt as esferas polít icas; podían haber sido
apresados por la KGB.
—O por Caín, con m uchos m enos riesgos para los soviét icos —apunt ó el
hom bre de la CI A.
—O por Carlos —agregó Gillet t e, levant ando la voz—. Ni Carlos ni Caín se
int eresan por ninguna ideología; los dos son m ercenarios. ¿Por qué razón,
cada vez que hay un crim en de im port ancia, lo adj udicam os a Caín?
—Cada vez que lo hacem os —replicó Knowlt on, con obvia
condescendencia— es porque fuent es inform at ivas, desconocidas para am bos
bandos, han proporcionado la m ism a inform ación. Puest o que los inform ant es
no se conocen ent re sí, difícilm ent e podría t rat arse de una conspiración.
—Todo parece coincidir de form a dem asiado apropiada —afirm ó Gillet t e,
en t ono desagradable.
—Volviendo a Bruselas —int errum pió el coronel—. Si se t rat aba de Caín,
¿por qué habría de asesinar a un cont rabandist a de la Russolm az? Él lo
ut ilizaba.
—Un com erciant e clandest ino —corrigió el direct or de la CI A—. Y por
m uchas razones, de acuerdo con nuest ros inform ant es. El hom bre era un
ladrón; ¿y por qué no? La m ayoría de sus client es t am bién eran ladrones; no
podrán evit ar los cargos. Él podría haber engañado a Caín; y si lo hizo, ésa
habría sido su últ im a t ransacción. O podría haber sido lo suficient em ent e
est úpido com o para especular con la ident idad de Caín; aun el m enor indicio
de ello habría dado m ot ivos para insert ar la aguj a. O quizá Caín sim plem ent e
quería borrar sus huellas. Pese a t odo, las circunst ancias, m ás las fuent es
inform at ivas, dej an escasas dudas respect o a la culpabilidad de Caín.
—Y habrá m ucho m ás cuando se aclare el asunt o de Zurich —dij o
Manning—. ¿Podem os proceder con el sum ario?

174
—Un m om ent o, por favor. —David Abbot t habló en t ono casual, m ient ras
encendía su pipa—. Creo que nuest ro colega del Consej o de Seguridad ha
dicho que lo ocurrido se relaciona con Caín hace seis m eses at rás. Tal vez
podríam os oír de qué se t rat aba.
—¿Por qué? —pregunt ó Gillet t e, con los oj os de lechuza escondidos t ras
los vidrios de sus quevedos—. El fact or t iem po elim ina la posibilidad de que
haya sucedido en Bruselas o en Zurich. He dicho eso t am bién.
—Sí, lo ha dicho —adm it ió el ex form idable Monj e, de los Servicios
Secret os—. Creo, sin em bargo, que cualquier t ipo del lugar podría result ar út il.
Com o t am bién lo m anifest ara ust ed, podem os volver al t em a del sum ario; est á
j ust o frent e a nosot ros. Pero si eso no se considera de im port ancia,
cont inuem os con el asunt o Zurich.
—Gracias, Mr. Abbot t —replicó el coronel—. Recordará ust ed que hace
once días fueron asesinados cuat ro hom bres en Zurich. Uno de ellos era el
guardián de un aparcam ient o j unt o al río Lim m at ; puede suponerse que no
est aba involucrado en las act ividades de Caín, pero se vio at rapado por ellas.
Ot ros dos hom bres fueron hallados en una callej uela de la zona Oest e de la
ciudad, aparent em ent e crím enes no relacionados ent re sí, except o la cuart a
víct im a. Est á ligada a los ot ros dos hom bres de la callej uela, t odos ellos part es
del subm undo de Zurich- Munich, y est á, eso queda fuera de t oda cuest ión,
conect ado con Caín.
—Ése es Chernak —dij o Gillet t e, leyendo el sum ario—. Al m enos supongo
que se t rat a de Chernak. Reconozco el nom bre, y lo asocio de algún m odo con
el expedient e de Caín.
—En efect o, debería asociarlo —replicó Manning—. Apareció por prim era
vez en un inform e proporcionado por la G- DOS hace dieciocho m eses, y volvió
a salt ar un año después.
—Y eso sería seis m eses at rás —int ervino Abbot t en voz baj a, m irando a
Gillet t e.
—Sí, señor —cont inuó el coronel—. Si alguna vez se dio un ej em plo de lo
que se llam ó la escoria de la t ierra, ése fue Chernak. Durant e la guerra fue
reclut a checo en Dachau, int errogador t rilingüe, t an brut al com o cualquiera de
los que había en el cam po. Envió a polacos, eslovacos y j udíos a las duchas
después de sesiones de t ort uras en las que ext raía, y elaboraba, inform ación
«incrim inat oria» que los j efes de Dachau deseaban oír. No reparaba en nada
con t al de lograr la aprobación de sus superiores, y se llevaban a cabo los
procedim ient os m ás sádicos para rivalizar con sus iniquidades. Lo que ellos no
advert ían era que él est aba cat alogando las de ellos. Escapó después de la
guerra, le dest rozaron las piernas al pasar por una m ina sin det ect ar y, sin
em bargo, se las arregló para subsist ir pasaderam ent e gracias a sus
ext orsiones de Dachau. Caín lo encont ró y lo ut ilizó com o m ensaj ero para
recibir dinero en su nom bre, y él se dedicó a asesinar por encargo.
—¡Espere un m inut o! —obj et ó enérgicam ent e Knowlt on—. Ya hem os
t rat ado ant es el asunt o de Chernak. Si ust edes recuerdan, fue la Agencia la
que lo descubrió prim ero; y lo habríam os at rapado m ucho ant es si el Est ado no
hubiera int ercedido por varios funcionarios ant isoviét icos im port ant es, dent ro
del Gobierno de Bonn. Ust ed supone que Caín ha ut ilizado a Chernak; pero no
lo sabe a ciencia ciert a, no t iene m ás pruebas que las que nosot ros poseem os.

175
—Pero ahora lo sabem os —repuso Manning—. Hace siet e m eses y m edio
recibim os un dat o respect o a un hom bre que adm inist raba un rest aurant e
llam ado «Drei Alpenhäuser»; se inform ó que se t rat aba de un int erm ediario
ent re Caín y Chernak. Lo vigilam os durant e varias sem anas, sin el m enor
result ado; era una figura secundaria en el subm undo de Zurich, eso era t odo.
No nos int eresam os m ás por él.
—El coronel hizo una pausa, sat isfecho al descubrir que t odos los oj os
est aban fij os en él—. Cuando nos ent eram os del asesinat o de Chernak, nos
arriesgam os. Hace cinco noches, dos de nuest ros hom bres se ocult aron en el
«Drei Alpenhäuser», después de que el rest aurant e cerrara. Acorralaron a su
propiet ario y lo acusaron de t ener t rat os con Chernak, de t rabaj ar para Caín;
arm aron un escándalo para asust arlo Pueden im aginarse la sorpresa de
nuest ros hom bres cuando el suj et o se rindió, se puso lit eralm ent e de rodillas,
rogando que lo prot egieran. Adm it ió que Caín se encont raba en Zurich la noche
en que Chernak fue asesinado; que, en realidad, él había vist o a Caín aquella
noche y que había surgido el t em a de Chernak. Sum am ent e negat ivo.
El m ilit ar volvió a hacer una pausa, y rom pió el silencio un casi
im percept ible silbido em it ido por David Abbot t , que sost enía la pipa frent e al
rost ro
—Bueno, ésa sí que es una revelación —com ent e el Monj e en voz baj a.
—¿Por qué no se pasó a la Agencia esa inform ación recibida por ust edes
hace siet e m eses? —pregunt ó Knowlt on, en t ono irrit ant e.
—Porque no se podría probar.
—No podrían ust edes; t al vez sí si hubiera llegado a nuest ras m anos.
—Es posible. Adm it o que no nos ocupam os de él dem asiado t iem po. El
poder del hom bre es lim it ado ¿quién de ent re nosot ros puede m ant ener una
vigilancia inút il durant e m ucho t iem po?
—Nosot ros podríam os haber t urnado t al vigilancia con ust edes, de haberlo
sabido.
—Y nosot ros podríam os haberles quit ado a ust edes el t iem po que
ut ilizaron para preparar el caso Bruselas, si lo hubiéram os sabido.
—¿De dónde procedía esa inform ación? —pregunt ó Gillet t e,
int errum piendo, im pacient e, la m irada fij a en Manning.
—Anónim a.
—¿Puede dar su palabra sobre eso?
La expresión de paj arraco de Gillet t e disfrazó su asom bro.
—Es una razón por la que se lim it ó la vigilancia que m ont am os al
principio.
—Sí, est á claro, pero, ¿quiere decir ent onces que nunca lo averiguaron?
—Nat uralm ent e que sí —respondió el coronel irascible.
—Aparent em ent e, sin dem asiado ent usiasm o —cont inuó Gillet t e,
indignado—. ¿No se les ocurrió que alguien en Langley, o en el Consej o, podría
haber colaborado, podría haber sum inist rado aclaraciones sobre algunas
dudas? Est oy de acuerdo con Pet er. Se nos debió haber inform ado.
—Hay una razón para que no lo hayam os hecho. —Manning respiró
hondo; en un am bient e m enos m ilit ar, podría haberse considerado com o un
suspiro—. El inform ant e m anifest ó claram ent e que si acudíam os a cualquier
ot ra ram a no volvería a est ablecer nuevam ent e cont act o con nosot ros.

176
Pensam os que t eníam os que conform arnos con eso; ya nos había ocurrido
ant es.
—¿Qué est á diciendo?
Knowlt on dej ó caer la hoj a del sum ario y m iró al oficial del Pent ágono.
—No es nada nuevo, Pet er. Cada uno de nosot ros t iene sus propias
fuent es de inform ación, y las prot ege.
—Ya lo sé. Por eso no se nos inform ó acerca del asunt o de Bruselas.
Am bos parásit os dij eron que había que m ant ener al Ej ércit o fuera del caso.
Silencio. Rot o únicam ent e por la irrit ada voz de Alfred Gillet t e, del Consej o
de Seguridad.
—¿Cuánt as veces «les ha ocurrido eso ant es», coronel?
—¿Qué cosa?
Manning m iró a Gillet t e, conscient e, a la vez, de que David Abbot t
observaba fij am ent e a am bos.
—Me gust aría saber cuánt as veces se les ha dicho que deben m ant ener en
secret o esas fuent es de inform ación. Me refiero a Caín, por supuest o,
—Varias veces, supongo.
—¿Supone?
—La m ayor part e de las veces —insist ió.
—¿Y ust ed, Pet er? ¿Qué m e dice de lo que ocurre en la Agencia?
—Se nos ha lim it ado m ucho en t érm inos dé disem inación profunda.
— ¡Por el am or de Dios! , ¿qué quiere decir eso? —La int errupción llegó de
quien m enos se esperaba: del delegado de Supervisión—. No m e int erpret en
m al, t odavía no he com enzado. Sim plem ent e quisiera seguir el lenguaj e que
ust edes em plean. —Se volvió hada el hom bre de la CI A—. ¿Qué diablos es eso
que acaba de decir? ¿Lo de profunda...?
—Disem inación, senador Walt ers; es una palabra que figura a lo largo de
t odo el inform e de Caín. Nos hem os arriesgado a perder inform ant es at rayendo
sobre ellos el int erés de ot ras unidades de espionaj e. Se lo aseguro, es un
procedim ient o de rut ina.
—Suena com o si est uvieran probando a una vaca est éril.
—Casi con los m ism os result ados —agregó Gillet t e—. Nada de cruces
ext raños que puedan corrom per el pedigree. Y, a la inversa, nada de
int ercam biar experim ent os para descubrir las causas de la inept it ud.
—Un bonit o j uego de palabras —expresó Abbot t , con una sonrisa
apreciat iva—, pero no est oy m uy seguro de com prenderlo.
—Yo diría que est á bast ant e claro, ¡m aldit a sea! —replicó el hom bre del
NSC, m irando al coronel Manning y a Pet er Knowlt on—. Las dos ram as de
espionaj e m ás act ivas del país han est ado recibiendo inform ación acerca de
Caín durant e los últ im os t res años, y no ha exist ido int ercam bio de elem ent os
para verificar los orígenes del fraude. Sim plem ent e, hem os recibido t oda la
inform ación com o dat o fidedigno, y lo hem os acept ado y asim ilado com o
válido.
—Bueno, hace m ucho t iem po que dam os vuelt as alrededor de est e
asunt o, dem asiado t iem po, lo adm it o, pero aquí no se ha dicho nada que ya no
haya oído ant es —repuso el Monj e—. Los inform ant es son personas peligrosas,
y siem pre est án a la defensiva; guardan celosam ent e sus cont act os. Ninguno
t rabaj a por caridad, sino para su provecho y sust ent o.

177
—Me t em o que est á pasando por alt o m i obj et ivo. Gillet t e se quit ó las
gafas—. Le dij e ant es que est aba alarm ado debido a t ant os crím enes que se le
at ribuían a Caín, o que se le at ribuían aquí, cuando m e parece que el asesino
m ás expert o de nuest ra época, de la Hist oria quizá, ha sido relegado a un
papel com parat ivam ent e m enos im port ant e. Creo que eso es un error. Me
parece que en quien deberíam os concent rar nuest ra at ención es en Carlos.
¿Qué le ha sucedido a Carlos?
—Cuest iono sus palabras, Alfred —opuso el Monj e—. Ya pasó la época de
Carlos. Ahora es Caín quien ocupa el prim er plano. Han cam biado los órdenes;
han surgido nuevos cam bios, y sospecho que las aguas est án pobladas de
t iburones m ucho m ás feroces.
—No puedo est ar de acuerdo con eso —replicó el hom bre de Seguridad
Nacional, sus oj os de lechuza fij os con expresión aburrida en el delegado de
m ás edad de la ram a de espionaj e—. Perdónem e, David, pero se m e ocurre
que es el propio Carlos quien est á al frent e de est o. Para dist raer la at ención
hacia alguien que no sea él m ism o, para obligarnos a concent rarnos en algo de
m ucha m enor im port ancia. Est am os gast ando t odas nuest ras energías
persiguiendo a un desdent ado t iburón fuera del agua, m ient ras los verdaderos
t iburones perm anecen libres, al acecho.
—Nadie se olvida de Carlos —obj et ó Manning—. Sim plem ent e result a que
no se m uest ra t an act ivo com o Caín.
—Tal vez sea eso exact am ent e lo que quiere hacernos creer —repuso
Gillet t e, en t ono helado—. Y por Dios que lo creem os.
—¿Puede dudarlo? —pregunt ó Abbot t —. El récord de los éxit os de Caín es
abrum ador.
—¿Puedo dudarlo? —repit ió Gillet t e—. Ésa es la cuest ión, ¿no es verdad?
Pero, ¿acaso alguno de nosot ros puede est ar seguro? Ésa es t am bién una
pregunt a válida. Ahora venim os a descubrir que t ant o el Pent ágono com o la
CI A han est ado lit eralm ent e operando de form a independient e ent re sí, sin
discut ir siquiera la veracidad de sus fuent es de inform ación.
—Una cost um bre rara vez suspendida en est a ciudad —com ent ó Abbot t ,
divert ido. De nuevo, int errum pió el hom bre de Supervisión.
—¿Qué es lo que est á t rat ando de decir, Mr. Gillet t e?
—Me gust aría poseer m ás inform ación acerca de las act ividades de un t al
I lich Ram írez Sánchez. Es decir...
—Carlos —replicó el diput ado—- . Sí, t odavía recuerda m is lect uras. Ya
veo. Gracias. Cont inúen, caballeros.
Manning habló precipit adam ent e:
—Podríam os volver al t em a Zurich, si les parece. Nuest ra recom endación
es ir de inm ediat o det rás de Caín. Podem os hacer correr la voz en el
Verbrecherwelt , recurrir a t odos los inform ant es de que disponem os, solicit ar
la colaboración de la Policía de Zurich. No podem os perm it irnos perder un solo
día m ás. El hom bre en Zurich es Caín.
—Y ent onces, ¿quién est aba en Bruselas? —El hom bre de la CI A,
Knowlt on, hizo la pregunt a t ant o para sí com o para los present es—. El m ét odo
era de Caín, los inform ant es no se podían equivocar a ese respect o. ¿Cuál sería
el m ot ivo?
—Proporcionarles a ust edes inform ación falsa, obviam ent e —repuso
Gillet t e—. Y ant es de que hagam os gest iones espect aculares en Zurich, sugiero

178
que cada uno relea el expedient e de Caín y se dedique a invest igar a fondo
t oda la inform ación que se les haya sum inist rado. Las est aciones europeas,
¿han cont rolado exhaust ivam ent e a cada inform ant e que de m odo t an
m ilagroso ha sum inist rado inform ación? Tengo la im presión de que podrían
encont rarse con algo que no esperaban: la fina m ano lat ina de Ram írez
Sánchez.
—Puest o que se m uest ra t an insist ent e con lo de la clarificación, Alfred,
¿por qué no nos dice algo acerca de aquel incident e no confirm ado que se
produj o seis m eses at rás? Aquí nos encont ram os aparent em ent e en una
sit uación algo peligrosa; podría result arnos út il su relat o.
Por prim era vez en el t ranscurso de la conferencia, el irrit able delegado
del Consej o Nacional de Seguridad pareció vacilar.
—Recibim os la prim era not icia aproxim adam ent e a m ediados de agost o,
de una fuent e fidedigna que t enem os en Aix- en- Provence, de que Caín iba
cam ino de Marsella.
—¿En agost o? —exclam ó el coronel—. ¿A Marsella? ¡Ése era Leland! El
em baj ador Leland fue asesinado en Marsella. ¡Y en agost o!
—Pero no fue Caín quien disparó el rifle. Fue un crim en com et ido por
Carlos; eso fue confirm ado. El calibre del arm a coincidía con el de asesinat os
ant eriores, t res descripciones de un desconocido de cabello oscuro en el
t ercero y el cuart o pisos de un depósit o, que llevaba una m ochila al hom bro.
Nunca exist ió la m enor duda de que el em baj ador Leland fue asesinado por
Carlos.
—¡Por el am or de Dios! —gruñó el oficial—. ¡Est o fue después del hecho
consum ado, después del crim en! No im port a de quién, había un cont rat o
respect o a Leland, ¿no se les ha ocurrido eso? Si nosot ros hubiésem os sabido
de la exist encia de Caín, podríam os haber prot egido a Leland. ¡Era propiedad
m ilit ar! ¡Maldit a sea, hoy podría est ar vivo!
—Difícil —repuso Gillet t e, con calm a—. Leland no era de esa clase de
hom bres que podía vivir en un bunker. Y dado su est ilo de vida, una
advert encia a m edias no le hubiera servido de nada. Adem ás, si hubiéram os
llevado a cabo una est rat egia conj unt a, una advert encia a Leland habría sido
cont raproducent e.
—¿En qué sent ido? —pregunt ó el Monj e con aspereza.
—Esa explicación les corresponde ent eram ent e a ust edes. Nuest ra fuent e
de inform ación t enía que est ablecer cont act o con Caín durant e la m edianoche
y las t res de la m adrugada del día 25 de agost o, en la rué Sarrasin. Leland no
debía llegar allí hast a el día 25. Com o le digo, si hubiéram os t rabaj ado en
conj unt o habríam os at rapado a Caín. Pero no fue así; Caín nunca apareció por
allí.
—Y su fuent e inform at iva insist ió en cooperar sólo con ust edes —dij o
Abbot t —. Con exclusión de t odos los dem ás.
—Sí —asint ió Gillet t e, t rat ando, sin lograrlo, de ocult ar su t urbación—. A
nuest ro j uicio, el riesgo de Leland había sido elim inado, lo cual, en t érm inos de
Caín, result ó ser la verdad, y las posibilidades de capt ura, m ayores de lo que
habían sido hast a el m om ent o. Finalm ent e, habríam os encont rado a alguien
dispuest o a salir a la luz e ident ificar a Caín. ¿Alguno de ust edes habría
m anej ado las cosas de ot ro m odo?

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Silencio, rot o est a vez por el ast ut o diput ado de Tennesse, que habló en
t ono exageradam ent e claro, separando ost ensiblem ent e las sílabas.
—¡Dios Todopoderoso..., qué pandilla de inút iles! Silencio, t erm inado por
la voz solícit a de David Abbot t :
—Debo felicit arlo, señor, por ser el prim er hom bre honest o que se nos
envía desde la colina del Congreso. El hecho de que no se haya sent ido
abrum ado por la at m ósfera enrarecida de est os honorables ám bit os, no escapa
a ninguno de nosot ros. Es una sensación sum am ent e refrescant e.
—No creo que el legislador capt e en t oda su int ensidad la delicadeza de...
—¡Oh, cállese, Pet er! —repuso el Monj e—. Creo que el diput ado desea
decir algo.
—Sólo unas palabras —declaró Walt ers—. Creía que t odos ust edes habían
cum plido ya su m ayoría de edad. Quiero decir, que t odos parecen personas
m ayores de edad, y por eso deberían ser m ás int eligent es. Se supone que son
capaces de m ant ener conversaciones int eligent es, de int ercam biar inform ación
en t ant o se la respet a confidencialm ent e, y capaces asim ism o de buscar
soluciones en com ún. En lugar de ello, hablan com o si fueran un grupo de
niños que se pelean por sacar la sort ij a de prem io. ¡Bonit a m anera de gast ar el
dinero de los cont ribuyent es!
—¡Ust ed exagera sim plificando las cosas, señor! - est alló Gillet t e—. Ust ed
est á hablando de un ut ópico aparat o descubridor de procedim ient os. No exist e
t al cosa.
—Est oy hablando de personas razonables, señor. Soy abogado, y ant es de
asist ir a est a función de circo he t enido en m is m anos asunt os sum am ent e
confidenciales t odos los días de m i vida. ¿Qué diablos hay de nuevo en t odo
est o?
—¿Y cuál es su obj et ivo? —pregunt ó el Monj e.
—Quiero una explicación. Durant e m ás de dieciocho m eses he
perm anecido sent ado en m i escrit orio del Subcom it é de Asesinat o del Senado.
He hoj eado m iles de páginas, llenas de cient os de nom bres, y del doble de
t eorías. No creo que exist a allí la sugerencia de una conspiración o la sospecha
de un asesino, que yo sepa. He vivido j unt o a esos nom bres y esas t eorías
durant e dos m aldit os años, y no creo que m e quede ya nada por descubrir.
—Yo diría que sus credenciales eran m uy im presionant es —int errum pió
Abbot t .
—Creo que podrían serlo; por eso acept é el cargo de cont ralor. Creí que
iba a ser una cont ribución efect iva, pero ahora no est oy t an seguro. De pront o
he em pezado a pregunt arm e qué es lo que hago ahora.
—¿Por qué? —pregunt ó Manning con ciert a aprensión.
—Porque he perm anecido aquí sent ado, escuchando la descripción de una
operación que durará t res años, involucrando una am plia red de personal y de
inform ant es, y de servicios de espionaj e apost ados en t oda Europa, t odo est o
basado en un asesino cuya «list a de t riunfos» se est á t am baleando; ¿est oy
sust ancialm ent e en lo correct o?
—Cont inúe —respondió Abbot t en voz baj a, suj et ando su pipa, con
expresión absort a—. ¿Qué es lo que quiere pregunt ar?
—¿Quién es ese hom bre? ¿Quién diablos es ese Caín?

180
16

El silencio duró exact am ent e cinco m inut os, durant e los cuales se m iraron
unos a ot ros, se aclararon varias gargant as y nadie se m ovió de su silla. Era
com o si hubieran llegado a una decisión sin discut irla: la evasión debía ser
evit ada. El diput ado Efrem Walt ers, de las afueras de las colinas de Tennessee,
según la Yale Law Review, no sería dest it uido con fáciles circunloquios que
pact aran confidencialm ent e con clandest inas m anipulaciones. Las t ont erías
sobraban.
David Abbot t apoyó su pipa sobre la m esa; en el silencio, su proposición
resonó est ruendosam ent e.
—Lo m ej or para t odos es que un hom bre com o Caín reciba la m enor
publicidad posible.
—Eso no t iene obj eción —dij o Walt ers—. Pero supongo que est á
em pezando a t enerla.
—Así es. Es un asesino profesional, un expert o, ent renado en una am plia
gam a de m ét odos para m at ar. Est a experiencia est á a la vent a, no t iene
ninguna m ot ivación polít ica ni personal, t odo le conviene, sea lo que fuere. Est á
en el negocio sólo para sacar provecho, y los beneficios que obt iene est án
direct am ent e proporcionados con su reput ación.
El diput ado asint ió con la cabeza.
—De m odo que sólo m ant eniendo, en la m edida de lo posible, los oj os
cerrados sobre su fam a, le evit ará ust ed publicidad grat is.
—Exact am ent e. Hay un m ont ón de m aniát icos en est e m undo con
dem asiados enem igos reales o im aginarios, que podrían fácilm ent e confiarse a
Caín, si supieran de él. Por desgracia, m ás de los que podem os pensar lo han
hecho. Hast a la fecha, t reint a y ocho asesinat os pueden ser at ribuidos
direct am ent e a Caín v, t al vez, ent re doce y quince m ás.
—¿Ésa es la list a de sus «hazañas»?
—Sí. Y nosot ros est am os perdiendo la bat alla. Con cada nuevo asesinat o
se propaga su reput ación.
—Est uvo inact ivo por un t iem po —dij o Knowlt on, de la CI A—. En est os
últ im os m eses pensam os que podía haberse m at ado. Hubo varios de esos
hechos probables, en los cuales los propios asesinos fueron elim inados.
Creím os que él podía haber sido uno de ellos.
—¿Com o en cuáles? —pregunt ó Walt ers.
—El de un banquero de Madrid, quien encauzaba los sobornos de la
Com pañía Europolit an para com pras gubernam ent ales en África. Le dispararon
desde un coche en m archa, en el Paseo de la Cast ellana. El chofer
guardaespaldas hirió al conduct or y al asesino; durant e un t iem po creím os que
el crim inal había sido Caín.
—Recuerdo el incident e. ¿Quién pudo haber pagado por eso?
—Cualquier grupo de com pañías —respondió Gillet t e— que quisiera vender
coches dorados y prest ar apoyo int erior a inm inent es dict adores.
—¿Qué m ás? ¿Quién m ás?
—El j eque Must afá Kalig, en Om án —agregó el coronel Manning.
—Lo m at aron en un frust rado golpe de Est ado.

181
—No fue así —cont inuó el oficial—. No hubo t al at ent ado; fue confirm ado
por dos inform ant es de G- DOS. Kalig no era popular, pero los ot ros j eques no
son t ont os. Lo del at ent ado se dij o para cubrir un asesinat o que hubiera podido
t ent ar a ot ros asesinos profesionales. Tres inservibles, inoport unos y
pendencieros, pert enecient es al cuerpo de oficiales, fueron ej ecut ados para dar
m ayor crédit o al em bust e. Por un m om ent o, creím os que Caín era uno de ellos,
pues el m om ent o coincidió con el de la act ividad de Caín.
—¿Quién podría haber pagado a Caín por asesinar a Kalig?
—Eso nos lo pregunt am os una y ot ra vez —com ent ó Manning—. La única
respuest a posible nos viene de un inform ant e que pret ende saberlo, pero no
hay m anera de confirm arlo. Dice que Caín lo hizo para probar que podía
hacerse. Por él. Los j eques del pet róleo viaj an con la m ás eficaz seguridad del
m undo.
—Hay varias docenas de ot ros incident es —agregó Knowlt on—. Hechos que
t ienen el m ism o pat rón, donde figuras alt am ent e prot egidas fueron asesinadas,
y las fuent es de inform ación se adelant an en im plicar a Caín.
—Ya veo. —El diput ado recogió el sum ario de Zurich—. Pero, por lo que yo
deduzco, ust edes no saben quién es él.
—No hay dos descripciones iguales —int ervino Abbot t —. Caín,
aparent em ent e, es un virt uoso del disfraz.
—Sin em bargo, hay gent e que lo ha vist o, que ha hablado con él. Sus
inform ant es, est e hom bre en Zurich; ninguno de ellos podría salir al
descubiert o y t est ificar, pero sin duda alguna ust edes los han int errogado. Y
t ienen que haber llegado a una conclusión, a algo.
—Hem os llegado, y con gran cant idad de det alles —replicó Abbot t —, pero
no t enem os una descripción consist ent e. Para sus cont act os, Caín nunca se
dej a ver a la luz del día. Celebra sus reuniones por la noche, en habit aciones
oscuras o en callej ones. Si alguna vez se ha reunido con m ás de una persona a
la vez ( com o Caín) , no sabem os nada. Nos han dicho que nunca perm anece de
pie; siem pre est á sent ado en un rest aurant e en penum bra, o en una silla en un
rincón, o en un coche est acionado. A veces usa gruesas gafas; ot ras, nada; en
una cit a puede present arse con pelo oscuro; en ot ra, blanco o roj o, o bien con
som brero.
—¿I diom a?
—Aquí est am os m ás cerca —dij o el direct or de la CI A, ansioso por poner
sobre la m esa la invest igación hecha por su com pañía—. I nglés, francés, y
varios dialect os orient ales. Todos con fluidez.
—¿Dialect os? ¿Qué dialect os? ¿No es un idiom a m ás im port ant e?
—Por supuest o, es de raíz viet nam it a.
—Viet ... —Walt ers se inclinó hacia delant e—. ¿Por qué t engo la idea de que
llegué a un punt o sobre el que ust edes no m e han dicho lo suficient e?
—Porque ust ed es probablem ent e bast ant e ast ut o en el int errogat orio,
consej ero. Abbot t cogió un fósforo y encendió la pipa.
—Pasaderam ent e alert a —acept ó el diput ado—. Ahora, ¿de qué se t rat a?
—Caín —dij o Gillet t e, posando brevem ent e sus oj os sobre David Abbot t —.
Sabem os de dónde viene.
—¿De dónde?
—Más allá del Sudest e asiát ico —respondió Manning, com o si est uviera
soport ando la herida de un cuchillo—. Hast a donde podem os saber, dom ina

182
esos dialect os com o para ser ent endido t ant o en la zona m ont añosa, a lo largo
de las rut as front erizas con Cam boya y Laos, com o en las zonas rurales del
nort e de Viet nam . Creem os en est os ant ecedent es. Coinciden.
—¿Con qué?
—Con la Operación Medusa. —El coronel cogió un sobre largo y de grueso
papel m anila que había a su izquierda. Lo abrió y ext raj o, ent re ot ros, un legaj o
que había adent ro, y lo puso frent e a él—. Ést e es el de Caín —dij o inclinándose
ant e el sobre abiert o—. Es el m at erial de Medusa, los aspect os de ella que
puedan t ener relación con Caín.
El de Tennessee se ret repó en la silla, con la som bra de una sonrisa
sardónica cruzando sus labios.
—¿Saben, caballeros, que m e m at an con sus sent enciosos t ít ulos? Ent re
parént esis, est o es fant ást ico, m uy siniest ro, m uy om inoso. Creo que ust edes,
com pañeros, deben t om ar un curso sobre est a clase de cosas. Siga, coronel,
¿qué es esa Medusa?
Manning m iró brevem ent e a David Abbot t , y luego habló:
—Fue la consecuencia clandest ina del concept o de «busque y dest ruya»;
dest inado a operar det rás de las líneas enem igas, durant e la guerra de
Viet nam . En la década de los sesent a, y al principio de los set ent a,
nort eam ericanos, franceses, brit ánicos, aust ralianos y nat ivos volunt arios,
form aron equipos para operar en t errit orio ocupado por los norviet nam it as. Sus
obj et ivos eran la int errupción de las com unicaciones y de las líneas de
abast ecim ient o del enem igo, la localización de los cam pos de prisioneros y,
adem ás, el asesinat o de líderes locales ident ificados com o colaboradores de los
com unist as, y de los com andant es enem igos, siem pre que fuera posible.
—Era una guerra dent ro de ot ra guerra —int ervino Knowlt on—. Por
desgracia, las apariencias raciales y los idiom as hacen la int ervención
infinit am ent e m ás peligrosa que, por ej em plo, la de los servicios secret os
alem anes y holandeses, o la resist encia francesa durant e la Segunda Guerra
Mundial. Por lo t ant o, el reclut am ient o occident al no fue siem pre t an select ivo
com o debiera haber sido.
—Había docenas de esos grupos —cont inuó el coronel—. El personal iba
desde viej os j efes de la Marina que conocían m uy bien las cost as, hast a
franceses dueños de plant aciones cuya única esperanza de reparación est aba
en la vict oria nort eam ericana. Avent ureros brit ánicos y aust ralianos que
vivieron en I ndochina durant e años, así com o m ilit ares y civiles profesionales
del Servicio Secret o nort eam ericano sum am ent e m ot ivados. Tam bién,
inevit ablem ent e, se agregaba un grupo bast ant e grande de crim inales, en
especial cont rabandist as, hom bres que t raficaban con arm as, narcót icos, oro y
diam ant es en t oda el área de los m ares, al sur de China. Se convert ían en
enciclopedias am bulant es cuando llegaba el m om ent o de desem barcos
noct urnos o cuando se necesit aban las rut as de la j ungla. Muchos de los
hom bres que usábam os eran desert ores o fugit ivos de los Est ados Unidos,
algunos m uy bien educados, t odos llenos de recursos. Necesit ábam os de su
experiencia.
—Ést a es una peculiar selección de volunt arios —int errum pió el
diput ado—. Viej os j efes de la Marina y el Ej ércit o, avent ureros brit ánicos y
aust ralianos, colonos franceses y bandas de ladrones. ¿Cóm o diablos hicieron
para lograr que t rabaj asen j unt os?

183
—Dándole a cada uno de acuerdo con su codicia - replicó Gillet t e.
—Prom esas —am plió el coronel—. Garant ías de rango, prom ociones,
perdones, bonificaciones direct as en efect ivo, y, en algunos casos, la
oport unidad de robar dinero de la propia operación. Com o ve, t odos ellos
t enían que ser un poco locos, nosot ros lo com prendíam os. Los ent renam os
secret am ent e usando claves, m ét odos de t ransport e, de em boscadas y para
m at ar. Hast a arm as, sobre las que el com ando de Saigón no sabía nada. Tal
com o Pet er dij o, los riesgos eran increíbles; las capt uras t erm inaban en t ort ura
y ej ecución; el precio era alt o, ellos lo pagaban. La m ayoría de la gent e podría
haberlos llam ado una colección de paranoicos, pero eran genios en lo t ocant e a
la dest rucción y al asesinat o. Especialm ent e el asesinat o.
—¿Cuál era el precio?
—La operación Medusa sufrió m ás de un novent a por cient o de baj as. Pero
se ha de t ener en cuent a que ent re aquellos que nunca regresaron había
m uchos que nunca pensaron hacerlo.
—¿De ese grupo de ladrones y fugit ivos?
—Sí. Algunos cobraron considerables sum as de dinero de Medusa.
Creem os que Caín es uno de esos hom bres.
—¿Por qué?
—Su m odus operandi. Usó claves, t ram pas, m ét odos para m at ar y
t ransport e, que fueron desarrollados y especializados durant e el ent renam ient o
para Medusa.
—Ent onces, ¡por el am or de Dios! —irrum pió Walt ers—, t ienen una línea
direct a a su ident idad. No m e im port a dónde est én ent errados. No m e cabe
duda de que no querrán hacerlo público, pero supongo que los expedient es
fueron conservados.
—Lo fueron y los hem os ext raído de t odos los archivos clandest inos,
inclusive est e m at erial de aquí. —El oficial golpet eó con los dedos los
docum ent os que t enía frent e a sí—. Hem os est udiado t odo, hem os puest o las
list as baj o el m icroscopio, hem os int roducido t oda la inform ación en la
com put adora. Todo lo que se pueda pensar. No hem os avanzado m ás que
cuando em pezam os.
—Eso es increíble —dij o el diput ado—. O increíblem ent e incom pet ent e.
—No realm ent e —prot est ó Manning—. Tenga en cuent a de quién se t rat a,
de con qué hem os t enido que t rabaj ar. Después de la guerra, Caín hizo su
reput ación en t odo el est e de Asia, desde t an al Nort e com o Tokio, para luego ir
baj ando a t ravés de las Filipinas. Malasia, Singapur, con algunos viaj es
secundarios a Hong Kong, Cam boya, Laos y Calcut a. Hace unos dos años y
m edio com enzaron a llegar inform es a nuest ras est aciones asiát icas y a
nuest ras Em baj adas. Exist ía un asesino a sueldo, y su nom bre era Caín.
Sum am ent e profesional, cruel. Est os inform es com enzaron a aum ent ar con una
frecuencia alarm ant e. Parecía que Caín est aba involucrado en t odo crim en
im port ant e. Nuest ros inform ant es llam aban a las Em baj adas en m edio de la
noche, o det enían a los agregados en la calle, siem pre con la m ism a
inform ación. Había sido Caín, Caín era el aut or. Un crim en en Tokio, un coche
volado en Hong Kong, una caravana de narcót icos em boscada en el Triángulo,
un banquero abat ido en Calcut a, un em baj ador asesinado en Moulm ain, un
t écnico ruso o un hom bre de negocios nort eam ericano, m uert os en las calles de
Shanghai. Caín est aba en t odas part es, su nom bre era susurrado por docenas

184
de veraces inform ant es, en cada sect or vit al del Servicio Secret o. Aun así,
nadie ni una sola persona en t oda el área del Pacífico, podía venir a darnos una
ident ificación real. ¿Dónde podíam os com enzar?
—Pero en ese t iem po, ¿no habían est ablecido ya el hecho de que él había
pert enecido a Medusa? —pregunt ó el sureño.
—Sí. Firm em ent e.
—Ent onces, veam os los legaj os individuales de Medusa, ¡m aldit o sea!
El coronel abrió el legaj o que había sacado de la carpet a de Caín.
—Ést as son las list as de las víct im as. Ent re los occident ales blancos que
desaparecieron de la Operación Medusa, y cuando digo desaparecieron significa
desvanecidos sin dej ar rast ros, figuran los siguient es: set ent a y t res
nort eam ericanos, cuarent a y seis franceses, t reint a y nueve aust ralianos,
veint icuat ro brit ánicos y alrededor de cincuent a hom bres blancos, reclut ados
ent re los neut rales de Hanoi y ent renados en el cam po, nosot ros nunca
conocim os a la m ayoría de ellos. Cerca de doscient as t reint a posibilidades;
¿cuánt as son callej ones sin salida?, ¿quién est á vivo?, ¿quién est á m uert o? Y
aun cuando conociéram os el nom bre de cada hom bre de los que act ualm ent e
sobreviven, ¿quién es él ahora?, ¿qué es él? Ni siquiera est am os seguros de su
nacionalidad. Pensam os que es nort eam ericano, pero no hay pruebas de ello.
—Caín es uno de los t em as present es en nuest ras const ant es presiones
sobre Hanoi para que dé cuent as de los desaparecidos en acción —explicó
Knowlt on—. Mant enem os en circulación est os nom bres j unt o con las nóm inas
de la división.
—Y hay un problem a en est o, t am bién —agregó el oficial del Ej ércit o—. Las
fuerzas de cont raespionaj e de Hanoi t ort uraron y ej ecut aron a m uchísim os
m iem bros de Medusa. Est aban ent erados de la operación, y nunca descart am os
la posibilidad de una infilt ración. Hanoi sabía que los m iem bros de Medusa no
eran t ropas de com bat e, no usaban uniform e. Jam ás se les exigió rendir
cuent as de nada.
Walt ers alargó la m ano.
—¿Puedo? —dij o inclinándose hacia las páginas unidas con grapas.
—Por supuest o. —El oficial se las alcanzó al diput ado—. Ust ed
com prenderá, por supuest o, que est os nom bres perm anecen aún clasificados,
lo m ism o que la propia operación Medusa.
—¿Quién t om ó t al decisión?
—Es una orden ej ecut iva inviolable de sucesivos president es, basada en
una recom endación del Est ado Mayor Conj unt o y respaldada por el Com it é de
Servicios Arm ados del Senado.
—Una considerable fuerza, ¿no es así?
—Fue considerado com o de int erés nacional —dij o el hom bre de la CI A.
—En ese caso, no voy a discut ir —concedió Walt ers—. El espect ro de
sem ej ant e operación no podrá hacer m ucho por la gloria de la «Viej a Gloria».
Nosot ros no enseñam os a asesinos, y m ucho m enos los ent renam os. —Recorrió
las hoj as—. Y, en algún lugar de aquí, hay un asesino que nosot ros
adiest ram os y ent renam os y que ahora no podem os encont rar.
—Sí, creem os eso —dij o el coronel.
—Ust ed dij o que él hizo su reput ación en Asia, pero que luego se t rasladó
a Europa. ¿Cuándo?
—Hace alrededor de un año.

185
—¿Por qué? ¿Tienen algunas ideas?
—Yo sugerí las obvias —m anifest ó Pet er Knowlt on—. Se expansionó m ás
de lo debido. Algo le fue m al, y se sint ió am enazado. Ser un asesino blanco
ent re los orient ales es, de hecho, una sit uación peligrosa. Le había llegado el
m om ent o de m archarse. Su reput ación est aba hecha; y no había escasez de
t rabaj o en Europa.
David Abbot t se aclaró la gargant a.
—Yo quisiera present ar ot ra posibilidad, basada en algo que ha dicho
Alfred hace algunos m inut os. —El Monj e hizo una pausa y se inclinó
deferent em ent e hacia Gillet t e—. Ha dicho que habíam os sido forzados a
concent rarnos en «un t iburón de arena, sin dient es, m ient ras el pez am arillo
vagaba librem ent e». Creo que ésa fue la frase, aunque no sean las palabras
exact as.
—Sí —confirm ó el hom bre del Consej o Nacional de Seguridad—. Me he
referido a Carlos, por supuest o. No es a Caín a quien t enem os que seguir, sino
a Carlos.
—Por supuest o, Carlos. El asesino m ás esquivo de la Hist oria m oderna, un
hom bre de quien m uchos de nosot ros pensam os, con seguridad, que ha sido el
responsable, en uno u ot ro sent ido, de los asesinat os m ás t rágicos de nuest ra
época. Ust ed est aba en lo ciert o, Alfred, y, en ciert a m anera, yo est aba errado.
No nos podem os perm it ir el luj o de olvidar a Carlos.
—Gracias —dij o Gillet t e—. Me alegro de haber cont ribuido en algo con m i
punt o de vist a.
—Lo ha hecho. Al m enos para m í. Pero t am bién m e ha hecho pensar.
¿Puede im aginarse la t ent ación para un hom bre com o Caín, al operar en los
brum osos confines de un área plagada de avent ureros, fugit ivos y regím enes
corrupt os hast a el cuello? ¡Cóm o debe de haber envidiado a Carlos, cóm o se
debe de haber sent ido de celoso, de ese m undo europeo m ás rápido, brillant e y
t ant o m ás luj oso. ¡Cuan a m enudo se habrá dicho a sí m ism o: «Yo soy m ej or
que Carlos»! No im port a lo fríos que sean est os individuos, sus egos son
inm ensos. Supongo que se fue a Europa a conquist ar ese m undo m ej or... o a
dest ronar a Carlos. El pret endient e, señor, quiere obt ener el t ít ulo. Quiere ser
el cam peón.
Gillet t e clavó la vist a en el Monj e.
—Es una int eresant e t eoría.
—Y si yo lo seguí bien —int ervino el diput ado de Supervisión— localizando
a Caín, podrem os llegar hast a Carlos.
—Exact am ent e.
—No est oy seguro de que yo lo haya seguido —com ent ó, incóm odo, el
direct or de la CI A—. ¿Por qué?
—Dos gallos en un gallinero —replicó Walt ers—. Se enfrent arán.
—Un cam peón no ent rega su t ít ulo de buena gana.
—Abbot t alcanzó su pipa—, pelea hast a el fin para ret enerlo. Com o dice el
diput ado, cont inuarem os siguiendo la pist a a Caín, pero t am bién debem os
buscar ot ras pist as en el bosque. Y cuando logrem os encont rar a Caín, si lo
logram os, quizá debam os cont enernos. Esperar a Carlos, para llegar después a
él —sent enció con un gest o.
—Y ent onces, at raparlos a los dos —agregó el oficial.
—Muy esclarecedor —apost illó Gillet t e.

186
La reunión concluyó, y sus m iem bros se ret iraron lent am ent e. David
Abbot t se det uvo ant e el coronel del Pent ágono, quien est aba recogiendo las
páginas del archivo de Medusa. Había reunido las hoj as con las list as de las
víct im as, y se disponía a guardarlas.
—¿Puedo echar un vist azo? —pregunt ó Abbot t —. Nosot ros no t enem os una
copia allá en Fort y.
—Ést as fueron nuest ras inst rucciones —replicó el oficial—, y creo que
provienen de ust ed. Sólo t res copias, una aquí, ot ra en la Agencia y ot ra en el
Consej o.
—Sí, provienen de m í. —El silencioso Monj e sonrió benignam ent e—. Hay
dem asiados condenados civiles en m i part e de la ciudad.
El coronel se volvió para cont est ar una pregunt a que le hizo el diput ado de
Tennessee. David Abbot t no escuchó. En cam bio, sus oj os recorrieron
rápidam ent e las colum nas de nom bres; se alarm ó. Muchos de ellos habían sido
señalados para com put arlos. Y su cont abilidad era lo único que no podía
perm it ir. Nunca. ¿Dónde est aba él? Era el único hom bre en aquella habit ación
que conocía el nom bre. Podía sent ir el lat ido de su corazón cuando llegó a la
últ im a página. El nom bre est aba.
Bourne, Jason C. Últ im o lugar conocido: Tam Quan. ¡En nom bre de Crist o! ,
¿qué había pasado?

Rene Bergeron colgó de golpe el t eléfono de su escrit orio, con voz


apenas m ás t ranquila que sus gest os.
—Hem os probado en t odos los cafés, rest aurant es y bares que ella solía
frecuent ar.
—No hay un solo hot el en París que lo t enga en sus regist ros —dij o el
t elefonist a de cabellos grisáceos, sent ado frent e a un segundo t eléfono, cerca
del t ablero de dibuj o—. Ya han pasado m ás de dos horas; ella podría est ar
m uert a y, si no lo est á, t al vez lo est é deseando.
—No puede decir m ucho —m urm uró Bergeron—, m enos que nosot ros.
—Sabe bast ant e. Llam ó a Pare Monceau.
—Ha ret ransm it ido m ensaj es, sin est ar segura a quién.
Pero sabía por qué.
—Tam bién Caín, puedo asegurarle. Y podría com et er un grot esco error con
Pare Monceau. —El dibuj ant e se inclinó hacia delant e, con sus poderosos
ant ebrazos en t ensión, m ient ras ent relazaba las m anos, sus oj os fij os en el
hom bre de cabellos grises—. Dígam e ot ra vez t odo lo que recuerde. ¿Por qué
est á t an seguro de que es Bourne?
—No lo sé; yo le dij e que era Caín. Si m e describió correct am ent e sus
m ét odos, él es el hom bre.
—Bourne es Caín. Lo confirm am os a t ravés de los archivos de Medusa. Por
eso ha sido ust ed cont rat ado.
—Adm it am os que es Bourne, pero ése no es el nom bre que usaba. Por
supuest o, algunos hom bres de Medusa no habrían perm it ido que fueran usados
sus nom bres reales. A ellos se les garant izaban falsas ident idades. Tenían
ant ecedent es crim inales. Él podría haber sido uno de aquellos hom bres.
—¿Por qué él? Ot ros desaparecieron. Ust ed desapareció.

187
—Podría decir que porque él est aba aquí, en Saint - Honoré, y eso debería
ser suficient e. Pero hay m ás, m ucho m ás. Yo lo he vist o en plena acción. Fui
asignado a una m isión dirigida por él, lo que no fue una experiencia fácil de
olvidar; no, no lo fue. Ese hom bre podría ser, debería ser Caín.
—Cuént em e.
—Nos arroj am os en paracaídas, de noche, sobre un sect or llam ado Tam
Quan; nuest ro obj et ivo era rescat ar a un nort eam ericano llam ado Webb, que
había sido capt urado por los viet cong. No lo conocíam os, y los peligros de
supervivencia eran t rem endos. Hast a el vuelo desde Saigón fue horrendo. El
vent arrón soplaba con fuerza a t res m il m et ros de alt ura, el avión vibraba com o
si se fuera a caer. Aun así, él nos ordenó salt ar.
—¿Y ust ed lo hizo?
—Su arm a apunt aba a nuest ras cabezas. A cada uno de nosot ros, a
m edida que nos aproxim ábam os a la escot illa. Podríam os sobrevivir a los
elem ent os, pero no a un balazo en la cabeza.
—¿Cuánt os eran ust edes?
—Diez. .
—Lo podrían haber dom inado.
—Ust ed no lo conoce —replicó.
—Siga —dij o Bergeron, concent rado, inm óvil en su escrit orio.
—Ocho de nosot ros nos reagrupam os en el suelo. Los ot ros dos,
supusim os, no sobrevivieron al salt o. Fue asom broso que yo lo hubiera hecho.
Yo era el m ayor, y pesado com o un t oro, pero conocía el área; por eso fui
enviado. —El hom bre de cabellos grises hizo una pausa, sacudiendo la cabeza
ant e el recuerdo—. Menos de una hora m ás t arde nos dim os cuent a de que
habíam os caído en una em boscada. Corrim os com o lagart ij as a t ravés de la
j ungla. Durant e las noches, él salía solo, sort eando las explosiones de los
m ort eros y de las granadas. Para m at ar. Siem pre regresaba ant es del
am anecer, para forzarnos a acercarnos m ás y m ás al cam pam ent o. Ent onces,
yo creía que era sim plem ent e un suicidio.
—¿Por qué lo hicieron? Él debería haberles dado una razón, pert enecían
ust edes a Medusa, no eran soldados.
—Nos dij o que era la única m anera de salir vivos, y había lógica en eso.
Est ábam os m uy lej os, det rás de las líneas. Necesit ábam os los abast ecim ient os
que pudiéram os encont rar en el cam pam ent o, si lográbam os t om arlo. Él decía
que debíam os hacerlo, no t eníam os alt ernat iva. Si alguien se opusiera, le
m et ería una bala en la cabeza. Nosot ros lo sabíam os. A la t ercera noche
t om am os el cam pam ent o y hallam os a Webb m ás m uert o que vivo, pero
t odavía respirando. Tam bién encont ram os a los dos hom bres ext raviados de
nuest ro grupo, vivos y at ont ados por lo que había ocurrido. Un hom bre blanco
y un viet nam it a habían sido com prados por el Cong para at raparnos, para
at raparlo a él, sospecho.
—¿A Caín?
—Sí, los viet nam it as nos vieron y escaparon. Caín disparó al hom bre
blanco en la cabeza. Tengo ent endido que, sim plem ent e, cam inó hacia él y se
la voló.
—¿Los llevó de regreso? ¿A t ravés de las líneas?
—A cuat ro de nosot ros, y t am bién a Webb. Cinco hom bres fueron
asesinados. Durant e aquella t errible j ornada de regreso creo que ent endí por

188
qué los rum ores sobre él podían ser ciert os: era el m iem bro m ej or pagado de
Medusa.
—¿En qué sent ido?
—Era el hom bre m ás frío que j am ás haya vist o, el m ás peligroso,
absolut am ent e im predecible. Yo pensaba ent onces aquélla debía de ser una
ext raña guerra para él; era un Savonarola, pero sin principios religiosos; sólo
t enía su propia y ext raña m oralidad, la cual se cent raba en sí m ism o. Todos los
hom bres eran sus enem igos, los líderes en part icular, y no le im port aba ni un
ápice ninguno de los de cada lado. —El hom bre de m ediana edad hizo ot ra
pausa, con los oj os sobre el t ablero de dibuj o, aunque su m ent e, obviam ent e,
se hallaba a m iles de kilóm et ros de dist ancia y at rás en el t iem po—. Recuerde.
Medusa se form ó con hom bres diversos y desesperados. Muchos eran
paranoicos en su odio a los com unist as. Mat e a un com unist a y Crist o sonreirá;
ridículos ej em plos de enseñanza crist iana. Ot ros, com o yo m ism o, t eníam os
fort unas que nos habían sido usurpadas por los Viet - Minh; la única posibilidad
de rest it ución era que los nort eam ericanos ganaran la guerra. Francia nos
había abandonado en Dien Bien Phu. Pero había docenas de hom bres que
vieron que se podían hacer fort unas con Medusa. Las sacas de Correo
cont enían a m enudo ent re cincuent a y set ent a y cinco m il dólares
nort eam ericanos. Un correo que ext raj era la m it ad de cada una, durant e diez o
quince viaj es, podría ret irarse a Singapur o Kuala Lum pur, o inst alar su propia
red de narcót icos en el Triángulo. Más allá del pago exorbit ant e, y
frecuent em ent e el perdón de crím enes pasados, las oport unidades eran
ilim it adas. En ese grupo coloqué a aquel hom bre t an ext raño. Era un pirat a
m oderno en el m ás puro sent ido.
Bergeron solt ó sus m anos.
—Espere un m inut o; ha dicho ust ed «una m isión que él dirigió». Había
m ilit ares en Medusa; ¿est á ust ed seguro de que él no era un m ilit ar
nort eam ericano.
—Nort eam ericano est oy seguro, pero ciert am ent e no un m ilit ar.
—¿Por qué?
—Odiaba a los m ilit ares en t odos sus aspect os. Su desprecio por el
com ando de Saigón est aba en cada decisión que t om aba. Consideraba a los
m ilit ares t ont os e incom pet ent es. En ciert a ocasión, las órdenes nos fueron
radiadas a Tam Quan. Él int errum pió la t ransm isión y dij o al general del
regim ient o que se fuera al diablo, porque él no lo obedecería. Un oficial del
Ej ércit o difícilm ent e podría hacer algo así.
—A m enos que se dispusiera a abandonar su profesión —dij o el
dibuj ant e—, com o París lo abandonó a ust ed, y ust ed hizo t odo lo que pudo,
robando a Medusa, est ableciendo sus propias y escasam ent e pat riót icas
act ividades, donde quiera que fuere.
—Mi país m e t raicionó a m í ant es de que yo lo t raicionara a él, René.
—Volviendo a Caín: ha dicho que Bourne no era el nom bre que usaba;
¿cuál era?
—No m e acuerdo. Com o t am bién le he dicho, para m uchos, los nom bres
no eran pert inent es. Él era para m í sim plem ent e «Delt a».
—¿Mekong?
—No, alfabet o, creo.

189
—Alfa, Bravo, Charlie... Delt a —dij o Bergeron, pensat ivam ent e, en inglés.
Pero en m uchas operaciones la clave «Charlie» fue rem plazada por «Caín»,
porque Charlie se había hecho sinónim o de «Cong»; Charlie se t ransform ó en
Caín.
—Absolut am ent e ciert o. Así que Bourne eligió una let ra y asum ió «Caín».
Podía haber elegido «Eco», «Foxt rot » o «Zulú», u ot ros veint it ant os. ¿Cuál es la
diferencia? ¿Cuál es su punt o de vist a?
—Él eligió Caín deliberadam ent e. Era sim bólico. Lo quería claram ent e
desde un principio.
—¿Qué quería claram ent e?
—Que Caín rem plazara a Carlos. Piense: «Carlos» es la form a española de
Charles. Charlie. La palabra Caín fue el sust it ut o de Charlie- Carlos. Ésa fue su
int ención desde el principio. Caín podía rem plazar a Carlos. Y él quería que
Carlos lo supiera.
—¿Carlos lo supo?
—Por supuest o. La not icia brot ó en Am st erdam y Berlín, Ginebra y Lisboa,
Londres, y precisam ent e aquí en París. Caín est á disponible; pueden hacerse
cont rat os; sus honorarios son inferiores a los de Carlos. ¡El corroe! Est á
const ant em ent e corroyendo la im port ancia de Carlos.
—Dos gallit os en el m ism o ruedo. Sólo puede quedar uno.
—Será Carlos. Hem os at rapado al envanecido gorrión. Est á en alguna
part e, a dos horas de Saint - Honoré.
—Pero, ¿dónde?
—No im port a. Lo encont rarem os. Después de t odo, él nos encont ró a
nosot ros. Volverá. Su ego se lo va a exigir. Y luego el águila descenderá en
picado para at rapar al gorrión; Carlos lo m at ará.

El viej o se aj ust ó la m ulet a baj o el brazo izquierdo, corrió la cort ina negra
y se m et ió en el confesionario. No se sent ía bien; la palidez de la m uert e se
reflej aba en su cara, y se alegraba de que la figura con el hábit o de sacerdot e,
m ás allá de la cort ina t ransparent e, no pudiera verlo claram ent e. El asesino
podría no encargarle m ás t rabaj os si parecía dem asiado agot ado com o para
llevarlos a cabo; necesit aba t rabaj ar ahora. Sólo le quedaban sem anas, y t enía
responsabilidades que cum plir. Habló:
—Ángelus Dom ini.
—Ángelus dom ini, hij o de Dios —llegó el susurro.
—¿Sus días son t ranquilos?
—Est án por llegar a su fin, pero m e los hacen t ranquilos.
—Sí. Creo que ést e será su últ im o t rabaj o para m í. Sin em bargo, es de t al
im port ancia, que sus honorarios serán el quínt uple de lo habit ual. Espero que le
sirvan de ayuda.
—Gracias, Carlos. Ust ed sabe, ent onces...
—Sí, sé. Est o es lo que t iene que hacer, y la inform ación debe dej ar est e
m undo con ust ed. No puede haber lugar para ningún error.
—Yo siem pre he sido exact o. Y ahora t am bién lo seré e iré hacia m i propia
m uert e.
—Muera en paz, viej o am igo. Es m ás fácil... I rá a la Em baj ada viet nam it a
y pregunt ará por un agregado llam ado Phan Loe. Cuando est én solos, dígale

190
est o: «En m arzo de 1968, Medusa, Sect or Tam Quan. Caín est aba allí. Ot ro
t am bién.» ¿Lo ha ent endido?
—Marzo de 1968, Medusa. Sect or Tam Quan. Caín est aba allí. Ot ro
t am bién.
—Él le dirá cuándo regresar. Será en un par de horas.

17

—Creo que ya es t iem po de que hablem os de una fiche confident ielle que
salió de Zurich.
—¡Dios m ío!
—Yo no soy el hom bre que ust edes buscan.
Bourne suj et ó por la m ano a la m uj er, evit ando que ella huyera hacia los
pasillos del concurrido y elegant e rest aurant e en Argent euil, a pocos kilóm et ros
de París. La pavana se acabó, se t erm inó la gavot a. Est aban solos; el
at erciopelado reservado del rest aurant e era una prisión.
—¿Quién es ust ed?
La Lavier gest iculó, t rat ando de liberar su m ano; las venas de su
m aquillado cuello se veían t urgent es.
—Un rico nort eam ericano que vive en las Baham as. ¿No lo cree?
—Debería haberm e dado cuent a —opuso ella—. Ni cuent as, ni cheques,
sólo efect ivo. Ni siquiera m iró la cuent a.
—Ni los precios ant es de la cuent a. Fue lo que la t raj o hacia m í.
—Fui una t ont a. Los ricos siem pre se fij an en los precios, aunque sólo sea
por el placer de rebaj arlos.
Mient ras hablaba, la Lavier m iraba a su alrededor, buscando un lugar en
los corredores, un cam arero a quien pudiera alert ar. Escapar.
—No lo haga —dij o Jason, m irándola a los oj os—. Sería una t ont ería. Nos
ent enderem os m ej or si hablam os.
La m uj er lo m iró. El puent e del host il silencio est aba acent uado por el
susurro de la gran est ancia, pobrem ent e ilum inada por los candelabros y por
las oleadas int erm it ent es de las apagadas risas de las m esas cercanas.
—Le pregunt o una vez m ás —dij o ella—: ¿Quién es ust ed?
—Mi nom bre no es im port ant e; decídase por uno que yo le haya dado.
—¿Briggs? Ése es falso.
—Tam bién lo es Larousse, y figura en la docum ent ación del alquiler de un
coche que recogió a t res asesinos en el Banco Valois. Fracasaron. Tam bién
fallaron est a t arde en Pont Neuf. Él huyó.
—¡Oh, Dios! —grit ó ella, t rat ando de zafarse.
—¡Le he dicho que no!
Bourne la sost uvo firm em ent e, t irándola hacia at rás.
—¿Y si grit o?
La em polvada m áscara est aba resquebraj ada ahora por líneas de rencor;
el lápiz labial, roj o brillant e, parecía circunscribir el gruñido de un viej o roedor
acorralado.
—Yo grit aré m ás fuert e —replicó Jason—. Nos echarán a los dos, y, una
vez afuera, no creo que ust ed sea inm anej able para m í. ¿Por qué no hablar?

191
Podríam os aprender algo el uno del ot ro. Después de t odo, som os em pleados,
no em pleadores.
—No t engo nada que decirle.
—Ent onces, voy a em pezar yo. Puede ser que cam bie de idea.
Afloj ó el puño caut elosam ent e. La t ensión cont inuaba en su blanca y
em polvada cara, pero dism inuía a m edida que se afloj aba la presión de sus
dedos. La m uj er est aba list a para escuchar.
—Ust edes pagaron un precio en Zurich. Nosot ros t am bién; obviam ent e,
m ás alt o que ust edes. Est am os det rás del m ism o hom bre. Sabem os por qué
nosot ros lo querem os. —La liberó—. Ust edes, ¿por qué?
Ella perm aneció en silencio unos segundos. Lo est udió en silencio, con sus
oj os enoj ados y t odavía t em erosos. Bourne supo que había form ulado la
pregunt a con exact it ud, porque el hecho de que Jacqueline Lavier no le
hablara, podría significar una equivocación peligrosa. Est o podría cost arle la
vida a ella, si las subsiguient es pregunt as no eran cont est adas.
—¿Quiénes son «nosot ros»? —pregunt ó ella.
—Una com pañía que quiere su dinero. Una gran cant idad de dinero. Él lo
t iene.
—Ent onces no se lo ganó.
Jason sabía que debía ser cuidadoso. Se suponía que él debía saber m ás
de lo que sabía en realidad.
—Digam os que hubo un equívoco.
—¿Cóm o pudo haberlo? Lo haya ganado o no, apenas t enía una posición
int erm edia.
—Es m i t urno —dij o Bourne—. Ust ed ha cont est ado una pregunt a con ot ra
y yo no la he olvidado. Ahora, volvam os al punt o. ¿Por qué lo quieren ust edes?
¿Por qué el t eléfono privado de uno de los m ej ores com ercios de Saint - Honoré
est á regist rado en una fiche en Zurich?
—Era un favor, señor.
—¿Para quién?
—¿Est á ust ed loco?
—Est á bien. Dej ém oslo por ahora. Pensem os que, de t odas m aneras,
nosot ros lo sabem os.
—I m posible.
—Puede ser que sí, o que no. Conque fue un favor... para m at ar a un
hom bre.
—No t engo nada que decir.
—Hace un rat o, cuando he m encionado el coche, ust ed ha t rat ado de
escapar. Eso significa algo.
—Una reacción perfect am ent e nat ural. —Jacqueline Lavier t ocó el pie de su
copa de vino—. Hice los arreglos para el alquiler del coche. No m e im port a
decírselo, porque no hay evidencias de que yo lo laya hecho. Más allá de eso,
no sé nada de lo que pasó. —Repent inam ent e, ella apret ó el vaso, con una
expresión de furia y m iedo dom inados—. ¿Quiénes son ust edes?
—Ya se lo he dicho. Una com pañía que quiere que le devuelvan su dinero.
- ¡Est án int erfiriendo! ¡Váyanse de París, abandonen el caso!
- ¿Por qué deberíam os hacerlo? Som os la part e dam nificada; querem os
que el balance sea corregido, t enem os derecho a eso.

192
—No t ienen derecho a nada —le espet ó Madam e Lavier—. El error fue de
ust edes, y pagarán por él.
—¿Error? —Tenía que ser m uy cuidadoso. Est aba aquí, j ust am ent e debaj o
de la ruda superficie; los oj os de la verdad podrían ser vist os baj o el hielo -
Déj ese de t ont erías. Robar no es un error com et ido por la víct im a.
—El error reside en su elección, señor. Ust ed eligió al hom bre equivocado.
—Robó m illones en Zurich —replicó—. Pero ust ed sabe eso. Él t om ó
m illones, y si cree que van a quit árselos, lo cual es lo m ism o que quit árnoslos
a nosot ros, est án m uy equivocados.
—¡Nosot ros no querem os dinero!
—Me alegra saberlo. ¿Quiénes son «nosot ros»?
—Creo que ha dicho que sabían.
—He dicho que t eníam os una idea. La suficient e com o para
desenm ascarar a un hom bre llam ado Koenig en Zurich, y ot ro, D'Am acourt ,
aquí en París. Si nos decidim os a hacerlo, est o podría ser una dificult ad m ayor,
¿no?
—¿Dinero? ¿Dificult ades? ¡Ésos no son punt os de disput a! Todos ust edes
est án ent regados por com plet o a la est upidez. Se lo voy a decir ot ra vez.
Salgan de París. Abandonen el caso. Est o no es ya de su incum bencia.
—Tam poco creem os que sea de la suya. Francam ent e, no creem os que
sean com pet ent es.
—¿Com pet ent es? —repit ió la Lavier, com o si no creyera en lo que había
oído.
—Perfect o.
—¿Tiene alguna idea de lo que est á diciendo? ¿De quién est á hablando?
—No im port a. A m enos que ust edes se ret iren, le sugiero que lleguem os a
un acuerdo claro y preciso. Se pueden invent ar falsos cargos, no at ribuibles a
nosot ros, por supuest o. Desenm ascarar a Zurich, el Valois. Llam ar a la Suret é,
a la I nt erpol. Cualquier persona y cualquier cosa para provocar una cacería
hum ana, una cacería m asiva.
—Est á ust ed loco y es un t ont o.
—No del t odo. Tenernos am igos que ocupan cargos m uy im port ant es;
prim ero obt endrem os la inform ación. Esperarem os en el lugar exact o, en el
m om ent o preciso. Lo apresarem os.
—Ust edes no lo van a apresar. ¡Desaparecerá ot ra vez! ¿No se dan
cuent a? Él est á en París, y una red de personas que él desconoce est á
buscándolo. Se puede haber escapado una vez o dos, pero no una t ercera.
Ahora est á at rapado. ¡Nosot ros lo hem os at rapado!
—No querem os que ust edes lo hagan. Eso no nos conviene. —Era casi el
m om ent o, pensó Bourne. Casi, pero no del t odo. Su m iedo ret enía su enoj o.
Tenía que obligarla a revelar la verdad—. Aquí est á nuest ro ult im át um , y
nosot ros la hacem os responsable de t ransm it irlo; de lo cont rario, se reunirá
con Koenig y D'Am acourt . Suspenda su cacería est a noche. Si no lo hace, nos
m overem os a prim era hora de la m añana; em pezarem os a grit ar. «Les
Classiques» será el negocio m ás popular de Saint - Honoré, pero no creo que
t enga la gent e adecuada.
La cara em polvada se resquebraj ó.
—No se at reverán ust edes. ¿Cóm o pueden at reverse? ¿Quiénes son para
decir eso?

193
Él hizo una pausa, luego cont est ó:
— Un grupo que no le im port a m ucho de su Carlos.
La Lavier quedó helada, con los oj os desorbit ados, y la piel t an t ensa,
que parecía un pergam ino.
— Ust ed lo conoce — m urm uró ella — . ¿Y piensa que pueden oponérsele?
¿Cree que es un cont rincant e para Carlos?
— La verdad, sí.
— Est á loco. A Carlos no se le da un ult im át um .
— Acabo de hacerlo.
—Ent onces, es ust ed hom bre m uert o. Alce su voz a cualquiera, y no
t erm inará el día. Tiene hom bres en t odas part es; lo t um barán en la calle.
— Lo harían si supieran a quién t ienen que t um bar — replicó Jason —.
Olvida ust ed que nadie lo sabe. Pero ellos saben quién es ust ed. Y Koenig y
D'Am acourt . Al m inut o de ser desenm ascarada, deberá ser elim inada; ya no le
será de ut ilidad a Carlos. Pero a m í nadie m e conoce.
— Olvida ust ed, señor, que yo sí lo conozco.
— Ésa es la m enor de m is preocupaciones... Descúbram e... después de
que el daño est é hecho y ant es de que la decisión sea t om ada, considerando su
propio fut uro. No durará m ucho t iem po.
— Eso es una locura. Sale de la nada y habla com o un loco. ¡No puede
hacer eso!
— ¿Sugiere un arreglo?
—Tal vez — respondió Jacqueline Lavier — , t odo es posible.
—¿Est á ust ed en posición de negociar?
— Est oy en posición de t ransm it ir un arreglo... m ucho m ej or que acept ar
un ult im át um . Ot ros lo ret ransm it irán al que decide.
—Lo que m e est á diciendo es lo que yo le dij e hace unos m inut os.
Podem os hablar.
—En efect o, podem os hablar, señor — coincidió Madam e Lavier, con los
oj os luchando por su vida.
—Ent onces, em pecem os por lo obvio.
—¿Qué es?
La verdad. Ahora.
—¿Qué es Bourne para Carlos? ¿Por qué lo quiere a él?
—¿Qué es Bourne? — La m uj er quedó paralizada. El rencor y el m iedo
fueron rem plazados por una expresión de shock —. ¿Puede ust ed pregunt ar
eso?
—Voy a pregunt árselo ot ra vez — dij o Jason, oyendo los violent os lat idos
de su corazón — . ¿Qué es Bourne para Carlos?
—¡Caín! ... Ust ed lo sabe t an bien com o yo. Él fue su error, su elección.
¡Eligió ust ed el hom bre equivocado!
Caín. Escuchó el nom bre, y su eco irrum pió en est allidos de
ensordecedores t ruenos, y con cada est allido, el dolor lo sacudió com o dardos
ardient es, uno t ras ot ro, a t ravés de su cabeza; su m ent e y su cuerpo
ret rocedían ant e la em best ida del nom bre. Caín. Caín. La neblina est aba allí
ot ra vez. La oscuridad, el vient o, las explosiones.
Alfa, Bravo, Caín, Delt a, Echo, Foxt rot ... Caín, Delt a, Caín, Delt a... Caín.
Caín es Charlie.
¡Delt a es Caín!

194
—¿Qué le pasa?
—Nada. —Bourne había deslizado la m ano derecha sobre su m uñeca
izquierda, asiéndola fuert em ent e; sus dedos la presionaban con t al fuerza, que
creyó que su piel se podía rom per. Tenía que hacer algo; det ener el t em blor,
dism inuir el ruido, rechazar el dolor. Tenía que aclararse la m ent e. Los oj os de
la verdad lo est aban m irando. No podía m irar a lo lej os. Est aba ahí, en el
hogar, y el frío lo hacía t irit ar—. Siga —dij o, t rat ando de dom inar su voz; su
result ado fue un susurro; él no podía ayudarse a sí m ism o.
—¿Se encuent ra m al? Est á m uy pálido y...
—Est oy bien —int errum pió secam ent e—. Le he dicho que siga.
—¿Qué t engo que decirle?
—Dígalo t odo. Quiero oírlo.
—¿Por qué? No hay nada que ust ed no sepa. Ust ed eligió a Caín.
Dest it uyó a Carlos. Piensa que lo puede dest it uir ahora. Se equivocó ant es, y
vuelve a equivocarse.
Te m at aré. Te apret aré la gargant a hast a que quedes sin alient o. ¡Dim e!
¡Por el am or de Dios, dim e! Al final queda sólo m i principio. Debo conocerlo.
—Eso no im port a —replicó—. Si est á buscando un arreglo, aunque sólo
sea para salvar su vida, dígam e por qué debem os escuchar. ¿Por qué Carlos es
t an inexorable... t an paranoico... con Bourne? Explíquem elo com o si yo no lo
hubiera escuchado ya ant es. Si no lo hace, los nom bres que no deben ser
m encionados se esparcirán por t odo París, y ust ed est ará m uert a al caer la
t arde.
La Lavier est aba rígida, con su m áscara de alabast ro puest a.
—Carlos seguirá a Caín hast a los confines de la Tierra y lo m at ará.
—Sabem os eso; lo que ahora querem os es saber por qué.
—Tiene que hacerlo. Mírese a ust ed m ism o. A la gent e com o ust ed.
—Eso no t iene sent ido. Ust edes no saben quiénes som os.
—No necesit o saberlo. Sé lo que han hecho.
—¡Aclárelo!
—Lo he hecho. Ust edes escogieron a Caín en vez de a Carlos, ése fue su
error. Eligieron al hom bre equivocado. Pagaron al asesino indebido.
—El asesino... indebido.
—Ust edes no fueron los prim eros, pero serán los últ im os. El arrogant e
pret endient e m orirá aquí en París, lleguem os o no a un acuerdo.
—Elegim os al asesino equivocado... Las palabras flot aban en la elegant e y
perfum ada at m ósfera del rest aurant e.
El t rueno ensordecedor ret rocedía, aun enoj ado, pero lej os, en las nubes
t orm ent osas; la niebla se est aba aclarando, círculos de vapor se arrem olinaban
a su alrededor. Com enzaba a ver, y lo que veía era el cont orno de un
m onst ruo. No un m it o, sino un m onst ruo. Ot ro m onst ruo. Había dos.
—¿Puede ust ed dudarlo? —pregunt ó la m uj er—. No int erfiera con Carlos.
Déj ele at rapar a Caín. Déj ele t ener su venganza. —Hizo una pausa, con am bas
m anos fuera de la m esa; Madre Rat a—. No le prom et o nada, pero hablaré por
ust ed, por las pérdidas que su gent e t uvo que soport ar. Es posible... sólo
posible, ¿ust ed com prende...?, que su convenio pueda ser acept ado por aquel
al que ust edes debieron elegir en prim er lugar.
—Aquel que deberíam os haber elegido... Porque nosot ros elegim os
equivocadam ent e.

195
—¿Ust ed ve eso, o no lo ve, señor? Carlos debe ser inform ado de que
ust ed lo ve así. Quizá... sólo quizás, él podría sent ir sim pat ía por sus pérdidas,
si fuera convencido de que ust ed reconoció su error.
—¿Es ése su arreglo? —inquirió Bourne sin int erés, t rat ando de encont rar
una salida.
—Todo es posible. Nada bueno se puede lograr con sus am enazas. Eso se
lo puedo asegurar. Para ninguno de nosot ros, y soy lo suficient em ent e franca
com o para incluirm e. Sólo habrá asesinat os inút iles, y Caín perm anecerá at rás,
riéndose. Y ust edes no perderán una vez, sino dos.
—Si eso es verdad... —Jason t ragó, casi ahogándose, m ient ras el aire
seco llenaba el vacío de su sedient a gargant a—. Ent onces, yo t endré que
explicar a m i gent e, por qué nosot ros... elegim os... al hom bre indebido —
¡Bast a! ¡Term ina la frase! ¡Dom ínat e! —. Dígam e t odo lo que sabe sobre Caín.
—¿Con qué propósit o?
La Lavier puso las m anos en la m esa: sus uñas roj as y brillant es
parecían las diez punt as de un arm a.
—Si elegim os al hom bre erróneo, est uvim os m al inform ados, ¿no?
—Ust edes oyeron decir que él era el igual de Carlos, ¿no? Que sus
honorarios eran m ás razonables; sus disposit ivos, m ás cont enidos; adem ás, se
involucraban m enos int erm ediarios, no exist ía la posibilidad de que se siguiera
la pist a a un cont act o. ¿No es así?
—Puede ser.
—Por supuest o que lo es. Es lo que se le ha dicho a t odo el m undo; t odo
es una m ent ira. El poder de Carlos reside en sus fuent es de inform ación de
largo alcance, inform ación infalible. En su elaborado sist em a para llegar a la
persona correct a, precisam ent e en el m om ent o j ust o, previo a un asesinat o.
—Parece dem asiada gent e. Había dem asiada gent e en Zurich, dem asiada
t am bién aquí en París.
—Todos ciegos, señor. Todos ellos.
—¿Ciegos?
—Para expresarlo claram ent e, yo he form ado part e de la operación
durant e varios años, y m e he encont rado de un m odo u ot ro con docenas de
personas que desem peñaban funciones m enores; ninguna es im port ant e.
Todavía debo conocer a una persona que haya hablado con Carlos o que, por lo
m enos, t enga una idea sobre quién es.
—Est o es sobre Carlos. Yo quiero saber sobre Caín. ¿Qué es lo que ust ed
sabe sobre Caín.
¡Conserva el dom inio! ¡No puedes volvert e! ¡Mírala, m írala!
—¿Por dónde debo em pezar?
—Con lo prim ero que le venga a la m ent e. ¿De dónde vino él?
¡No m ires para ot ro lado!
—¡Del sudest e de Asia, por supuest o!
—Por supuest o.
¡Oh! ¡Dios!
—Del grupo nort eam ericano Medusa. Nosot ros sabem os que...
Medusa. Los vient os, la oscuridad, el resplandor de las luces, el dolor. El
dolor se hundía a t ravés de su cráneo. Él no est aba allí ahora, pero sí donde
había est ado. Un m undo lej ano en el t iem po y en la dist ancia. El dolor. ¡Oh,
Jesús! El dolor...

196
¡Tao!
¡Che- Sab!
¡Tam Quan!
¡Alfa, Bravo, Caín... Delt a!
¡Delt a... Caín!
Caín es Charlie.
Delt a es Caín.
—¿Qué es lo que pasa? —La m uj er parecía asust ada. Est aba est udiándolo;
su cara, sus oj os lo recorrían, at ravesando los suyos—. Est á sudando. Sus
m anos t iem blan. ¿Est á sufriendo un at aque?
—Pasará en seguida. —Jason se solt ó la m uñeca y buscó un pañuelo para
secarse la frent e—. Siga. No t enem os m ucho t iem po. Hay que llegar hast a
algunas personas, t om ar decisiones. Su vida es probablem ent e una de ellas.
Volviendo a Caín, ha dicho ust ed que proviene de la part e nort eam ericana de
Medusa.
—Les m ercenaires du diable —dij o la Lavier—. Ése era el sobrenom bre
dado a Medusa por los colonos de I ndochina... lo que quedó de ellos. Bast ant e
apropiado, ¿no le parece?
—No im port a nada lo que yo crea. Ni lo que sepa. Quiero escuchar lo que
ust ed piensa, lo que ust ed sabe sobre Caín.
—Su at aque lo hizo rudo.
—Mi im paciencia m e ha hecho im pacient e. Ust ed ha dicho que elegim os al
hom bre equivocado. Si lo hicim os, es porque t enem os la inform ación
incorrect a. Les m ercenaires du diable. ¿Est á ust ed sugiriendo que Caín es
francés?
—En absolut o. Ust ed m e j uzga m uy pobrem ent e. Sólo he dicho eso para
dem ost rarle cuan profundam ent e penet ram os en Medusa.
—Fuim os la gent e que t rabaj ó para Carlos.
—Ust ed puede decirlo.
—Lo diré. Si Caín no es francés, ¿qué es?
—Sin lugar a dudas, nort eam ericano.
¡Oh, Dios!
—¿Por qué?
—Todo lo que él hace lleva el sello de la audacia nort eam ericana. Él
em puj a y obliga, con poca o ninguna sut ileza, llevándose el crédit o por lo que
no le corresponde, reivindicando asesinat os con los que no t uvo nada que ver.
Ha est udiado los m ét odos y las conexiones de Carlos com o ningún ot ro hom bre
en el m undo. Nos inform aron que los narra con perfect a fidelidad a los
pot enciales client es, y a m enudo sin usurpar el lugar de Carlos, convence a los
t ont os de que fue él y no Carlos el que acept ó y cum plió los encargos. —La
Lavier se det uvo—. He dado en el clavo, ¿no? Él hizo lo m ism o con ust ed y con
su gent e, ¿sí?
—Quizá.
Jason se cogió ot ra vez la m uñeca, m ient ras las afirm aciones volvían a
él. Afirm aciones hechas en respuest a a claves, en un espant oso j uego.
St ut t gart . Rat isbona. Munich. Dos asesinat os y un secuest ro. At ribuidos a
Baader. Honorarios de procedencia nort eam ericana...
¿Teherán? Ocho asesinat os. ¡Responsabilidad dividida! Jom eini y OLP.
Honorarios, dos m illones. Sect or del sudest e soviét ico.

197
¿París...? Todos los cont rat os deberían ser procesados vía París.
¿Los cont rat os de quién?
Sánchez... Carlos.
—...siem pre com o un recurso t ransparent e.
La Lavier había hablado sin que él la hubiese escuchado.
—¿Qué ha dicho ust ed?
—Ha est ado recordando, ¿no? Usó el m ism o ardid con ust ed, con su gent e;
así es com o consigue sus encargos.
—¿Encargos? —Bourne puso en t ensión los m úsculos de su est óm ago,
hast a que el dolor lo devolvió a la m esa de aquel rest aurant e, ilum inado por
candelabros, en Argent euil—. Ent onces consigue encargos —dij o inút ilm ent e.
—Y los lleva a cabo con habilidad considerable, nadie puede negarle eso.
Su récord de asesinat os es im presionant e. En m uchos aspect os, es el segundo
de Carlos, no su igual; pero est á m uy por encim a de la cat egoría de los
guerrilleros. Es un hom bre de inm ensa pericia, ext rem adam ent e im aginat ivo,
una adiest rada arm a let al, salida de Medusa. Pero es su arrogancia, sus
m ent iras a expensas de Carlos, las cosas que lo van a dest ruir.
—¿Y t odo eso hace que sea nort eam ericano? ¿O son sus prej uicios? Tengo
idea de que le gust a el dinero nort eam ericano, y que ust edes im it an t odo lo
que ellos export an.
I nm ensa pericia, ext rem adam ent e im aginat ivo, una adiest rada arm a
let al... Port Noir, La Ciot at , Marsella, Zurich, París.
—Est á m ás allá de t odo prej uicio, señor; la ident ificación es posit iva.
—¿Cóm o la lograron?
La Lavier t ocó el pie de su copa y lo envolvió con el índice.
—Un hom bre descont ent o fue com prado en Washingt on.
—¿ Washingt on ?
—Los nort eam ericanos t am bién buscan a Caín. Con un int encionado
acercam ient o a Carlos, sospecho. Medusa nunca se ha dado a conocer al
público, y Caín puede llegar a convert irse en una ext raordinaria com plicación.
Est e hom bre disconform e est aba en posición de darnos una gran cant idad de
inform es, incluyendo los archivos de Medusa. Fue una sim ple cuest ión de
confront ar los nom bres con los de Zurich. Sim ple, para Carlos, no para
cualquier ot ro.
Dem asiado sim ple, pensó Jason. Sin saber por qué, aquel pensam ient o lo
hería.
—Ya lo veo —com ent ó.
—¿Y ust edes? ¿Cóm o se las arreglaron para encont rarlo? No a Caín, por
supuest o, sino a Bourne.
A t ravés de las nieblas de su ansiedad, Jason recordó ot ro inform e, no
suyo, sino relat ado por Marie.
—Muy sim ple —respondió—. Le pagam os el dinero por m edio de un
depósit o a cort o plazo, en una cuent a. El superávit , invert ido ciegam ent e en
ot ra. Los núm eros pueden ser reconst ruidos; es un ardid im posit ivo.
—¿Caín perm it ió eso?
—Él no lo sabía. Las cifras eran pagadas... com o ust ed paga diferent es
núm eros, núm eros de t eléfono, en una fiche.
—Lo felicit o.

198
—No es necesario; pero sí lo es t odo lo que sepa sobre Caín. Hast a aquí no
ha hecho m ás que aclarar e ident ificar. Ahora, siga. Todo lo que sepa sobre
est e hom bre, Bourne, t odo lo que hayan dicho.
Sé cuidadoso. Elim ina la t ensión de t u voz. Est ás m eram ent e... evaluando
los dat os. Marie, t ú m e advert ist e est o. Querida, querida Marie. Gracias a Dios
que no est ás aquí.
—Lo que sabem os sobre él es incom plet o. Procuró dest ruir la m ayor part e
de los archivos vit ales. Una lección que indudablem ent e aprendió de Carlos.
Pero no lo logró con t odos. Nosot ros pudim os reconst ruir un bosquej o. Ant es de
ser reclut ado por Medusa, él era supuest am ent e un hom bre de negocios de
habla francesa, resident e en Singapur, que represent aba a un grupo de
im port adores nort eam ericanos, desde Nueva York a California. La verdad es
que él fue dest it uido por el grupo, el cual t rat ó luego de obt ener su ext radición
de regreso a Est ados Unidos, para ser j uzgado. Les había robado cient os de
m iles. Era conocido en Singapur com o un recluso m uy poderoso en operaciones
de cont rabando, y t erriblem ent e despiadado.
—Ant es de eso —int errum pió Jason, sint iendo ot ra vez que el sudor le
brot aba en el cuero cabelludo—. Ant es de Singapur, ¿de dónde vino?
¡Sé cuidadoso! ¡Las im ágenes! Podía ver las calles de Singapur. Prince
Edward Road, Kim Chuan, Boon Tat St reet , Maxwell, Cuscaden.
—Ésos son los ant ecedent es que nadie puede encont rar. Sólo exist en
rum ores sin im port ancia. Por ej em plo, se dij o que era un j esuit a expulsado que
había enloquecido. Ot ra versión decía que había sido un j oven y agresivo
banquero inversionist a, sorprendido cuando robaba fondos de com ún acuerdo
con algunos Bancos de Singapur. No hay nada concret o. Nada cuya pist a pueda
seguirse. Ant es de Singapur, nada.
Est á equivocada; había y m ucho. Pero nada de est o form a part e de ello.
Hay un vacío que debe ser llenado. Y ust ed no puede ayudarm e. Quizá nadie
pueda. Quizá nadie deba.
—Hast a aquí no m e ha dicho ust ed nada alarm ant e —dij o Bourne— nada
relat ivo a la inform ación por la que est oy int eresado.
—¡Ent onces, no sé lo que ust ed quiere! Me hace pregunt as, m e presiona
para obt ener det alles, y cuando le ofrezco las respuest as, las rechaza com o si
no t uvieran im port ancia. ¿Qué quiere ust ed?
—¿Qué es lo que sabe sobre el t rabaj o... de Caín? Ya que est á buscando
hacer un t rat o, dém e una razón para convenirlo. Si nuest ra inform ación difiere,
debe de ser sobre lo que él ha hecho, ¿no? ¿Cuándo at raj o su at ención por
prim era vez, la de Carlos? ¡Rápido!
—Hace dos años —replicó Madam e Lavier, desconcert ada por la
im paciencia de Jason, incóm oda, asust ada—. La not icia vino desde Asia; la
t raj o un hom bre blanco que ofrecía un servicio asom brosam ent e sim ilar al
provist o por Carlos. Se convirt ió velozm ent e en una indust ria. Un em baj ador,
asesinado en Moulm ein; dos días después, un m uy respet ado polít ico j aponés,
asesinado en Tokio, ant es de un debat e en el Parlam ent o. Una sem ana m ás
t arde, el direct or de un periódico voló con su coche en Hong Kong, y, m enos de
veint icuat ro horas m ás t arde, un banquero m urió a t iros en una calle de
Calcut a. Det rás de cada uno, Caín. Siem pre Caín.
La m uj er hizo una pausa, para evaluar la reacción de Bourne. No la hubo.

199
—¿No ve? Él est aba en t odas part es. Corría de un asesinat o a ot ro,
acept ando cont rat os con t al rapidez, que no podía discrim inarlos. Era un
hom bre con una enorm e prisa, const ruyendo su reput ación a t al velocidad que
chocaba incluso a los profesionales m ás experim ent ados. Y nadie dudaba de
que él era un profesional, y m enos que nadie, Carlos. Las inst rucciones fueron
im part idas. Averigüen sobre est e hom bre, aprendan t odo lo que puedan. Com o
ve, Carlos com prendió lo que ninguno de nosot ros, y en m enos de doce m eses,
probó que est aba en lo ciert o. Los part es nos llegaban de nuest ros inform ant es
en Manila, Osaka, Hong Kong y Tokio. Caín se est aba t rasladando a Europa,
decían ellos. Haría de París su base de operaciones. El desafío era claro; el
guant e había sido arroj ado. Caín salió para dest ruir a Carlos. Podría convert irse
en el nuevo Carlos; prest aría sus servicios a aquellos que los solicit aran. Com o
ust edes lo hicieron, señor.
—Moulm ein, Tokio, Calcut a... —Jason oía los nom bres que brot aban de sus
labios, susurrados por su gargant a. Ot ra vez est aban allí flot ando, suspendidos
en el aire perfum ado, com o som bras de un pasado olvidado—. Manila, Hong
Kong...
Se det uvo, t rat ando de disipar la niebla, escudriñando los cont ornos de
ext rañas form as que cruzaban por su im aginación.
—Esos lugares, y m uchos ot ros —cont inuó la Lavier—. Ése fue el error de
Caín, y sigue siéndolo. Carlos puede ser m uchas cosas para m ucha gent e, pero
ent re aquellos que se han beneficiado de su confianza y generosidad, figura la
lealt ad. Sus inform ant es y m ercenarios no se hallan t an fácilm ent e a la vent a, a
pesar de que Caín ha int ent ado com prarlos una y ot ra vez. Se dice que Carlos
es rápido para em it ir rigurosos j uicios, pero, com o t am bién se dice, «es m ej or
lo bueno conocido que lo m alo por conocer». De lo que Caín no se dio cuent a
t odavía, t am poco se da ahora, es que el sist em a de Carlos es vast o. Cuando
Caín se t rasladó a Europa, él no sabía que sus act ividades no est aban cubiert as
en Berlín, Am st erdam ... lugares t an lej anos com o Om án.
—Om án —repit ió Bourne involunt ariam ent e—. Jeque Must afá Kalig —
susurró com o para sí m ism o.
—¡Nunca se pudo probar! —int ervino Madam e Lavier, desafiant e—. Fue
una deliberada cort ina de hum o de confusión; hast a el cont rat o era falso. Se le
at ribuyó un asesinat o int erno; nadie podía at ravesar sem ej ant e disposit ivo de
seguridad. ¡Una m ent ira!
—¡Una m ent ira! —repit ió Jason.
—Dem asiadas —agregó Madam e Lavier desdeñosam ent e—. Sin em bargo
él no es t ont o, m ient e caut elosam ent e, dej a caer una insinuación acá y ot ra
allá, sabiendo que, al ser ret ransm it idas, se exagerarán hast a ser convert idas
en realidades. Provoca a Carlos cada vez que puede, prom ocionándose a
expensas del hom bre a quien quería rem plazar. Pero no es cont rincant e para
Carlos; acept a dem asiados com prom isos, que luego no puede cum plir. Ust edes
son sólo un ej em plo. Hem os oído decir que hubo varios casos m ás. Se com ent a
que a causa de est o est uvo fuera durant e m eses, evit ando a gent e com o
ust edes.
—Evit ando a gent e... —Jason se cogió la m uñeca; el t em blor había
em pezado ot ra vez; el sonido de un t rueno dist ant e vibraba en lej anas zonas
de su cerebro—. ¿Est á ust ed... segura de eso?

200
—Muy segura. Él no est aba m uert o, sino escondido. Caín falló en m ás de
un encargo, lo cual era inevit able. Acept ó dem asiados com prom isos en m uy
poco t iem po. Y aun así, a pesar de t odos los crím enes que hubiera com et ido, si
en uno fallaba, en seguida com et ía ot ro, espect acular, aunque no le hubiera
sido encargado para, de est a m anera, m ant ener su im agen. Podía seleccionar a
una figura prom inent e y hacerla volar en m il pedazos, convirt iendo ese
asesinat o en un golpe para t odos e, inconfundiblem ent e, en una obra de Caín.
El em baj ador que est aba de paso por Moulm ein fue un ej em plo de ello; nadie
había encargado su m uert e. Hubo ot ros dos que nosot ros conocem os: un
com isario de Gobierno ruso, en Shanghai y, m ás recient em ent e, un banquero
en Madrid...
Las palabras brot aban febrilm ent e de los labios roj os y brillant es, que
dest acaban en la m áscara em polvada que t enía frent e a él. Él las escuchaba,
las había oído ant es. Las había vivido ant es. Ya no eran som bras, sino
recuerdos de aquel pasado olvidado: im ágenes y realidad fusionadas. No había
una sola frase com enzada por ella que él no pudiera t erm inar. La m uj er no
podía m encionar un nom bre, ciudad o incident e, con el cual no se sint iera
inst int ivam ent e fam iliarizado.
Est aba hablando sobre... él.
Alfa, Bravo, Caín, Delt a.
Caín es Charlie, y Delt a es Caín.
Tenía una pregunt a final sobre su breve salida t em poral de la oscuridad en
que est uviera sum ergido, ocurrida dos noches at rás, en la Sorbona. Marsella.
23 de agost o.
—¿Qué ocurrió en Marsella? —pregunt ó.
—¿En Marsella? —inquirió ella con rechazo—. ¿Cóm o puede ust ed...? ¿Qué
m ent iras le dij eron? ¿Qué ot ras m ent iras?
—Sim plem ent e, dígam e lo que pasó.
—Se refiere ust ed a Leland, por supuest o. El ubicuo em baj ador cuya
m uert e fue solicit ada, pagada «a» y acept ada «por» Carlos.
—¿Qué pensaría si yo le dij era que hay quienes creen que Caín fue el
responsable?
—¡Eso es lo que él quería que t odos pensaran! Fue el últ im o insult o a
Carlos: robarle el asesinat o. El pago no era im port ant e para Caín; él sólo quería
m ost rar al m undo, nuest ro m undo, que él podía llegar allí ant es y hacer el
t rabaj o por el que a Carlos le ha sido pagado. Pero él no lo hizo, ust ed lo sabe.
Él no t uvo nada que ver con el asesinat o de Leland.
—Él est uvo allí.
—Fue at rapado. Por lo m enos, nunca volvió a aparecer. Alguien dij o que
fue asesinado, pero com o no se encont ró el cadáver, Carlos no lo creyó.
—¿Cóm o se supone que fue asesinado Caín? Madam e Lavier se inclinó
hacia at rás, sacudiendo la cabeza en cort os y rápidos m ovim ient os.
—Dos hom bres en la cost a t rat aron de at ribuirse el asesinat o de Caín,
pret endiendo que les pagaran por él. Uno de ellos nunca fue vuelt o a ver. Se
supone que Caín lo m at ó, si es que fue Caín. Ellos eran basura de los m uelles.
—¿Cuál fue la t ram pa?
—La presunt a t ram pa, señor. Ellos pret endían haber obt enido la
inform ación de que Caín se iba a reunir con alguien en la rué Sarrasin una
noche o dos ant es del asesinat o. Dij eron que habían dej ado m ensaj es

201
int encionadam ent e confusos en la calle y at raj eron al hom bre del que ellos
est aban seguros era Caín, hacia un bot e pesquero que había en los m uelles. Ni
el pescador ni el pat rón fueron vuelt os a ver; así que deben de haber est ado en
lo ciert o, pero, com o ya le he dicho, no hay pruebas de ello. Ni siquiera una
adecuada descripción de Caín, com o para cot ej arla con la del hom bre de
Sarrasin. De cualquier m odo, aquí es donde t erm ina.
Est á equivocada. Aquí es donde com ienza. Para m í.
—Ya lo veo —dij o Bourne t rat ando ot ra vez de infundir nat uralidad a su
voz—. Nuest ra inform ación es diferent e de la suya, por supuest o. Hem os
seleccionado lo que creíam os conocer.
—Una selección errónea, señor. Lo que le he dicho es la verdad.
—Sí, eso lo sé.
—¿Llegarem os a un acuerdo, ent onces?
—¿Por qué no?
—¡Bien! —Aliviada, la m uj er se llevó la copa a los labios—. Ya verá, será lo
m ej or para t odos.
—Est o... no im port a realm ent e ahora. —Podía ser oído y lo sabía. ¿Qué es
lo que dij o? ¿Qué es lo que había dicho? ¿Por qué lo dij o? Las brum as se
cerraban ot ra vez, el t rueno se hacía m ás ensordecedor, el dolor había vuelt o a
sus sienes—. Pienso... Pienso que, com o ust ed ha dicho, es m ej or para t odos.
—Podía sent ir, ver los oj os de la Lavier sobre él, est udiándolo—. Es una
solución razonable.
—Por supuest o que lo es. ¿No se encuent ra bien?
—Ya le he dicho que no es nada, pasará.
—Me t ranquiliza. Ahora, ¿podría disculparm e por un m om ent o?
—No.
Jason la asió por un brazo.
—Je vous prie, m onsieur. El t ocador, eso es t odo. Si t iene algún reparo,
quédese en la puert a.
—Nos vam os. Puede det enerse m ient ras salim os.
Bourne hizo señas al cam arero pidiéndole la cuent a.
—Com o ust ed quiera —respondió ella, m irándolo.
Él se det uvo en el oscuro corredor ent re los haces de luz que llegaban de
lám paras ocult as en el t echo. Enfrent e est aba el t ocador, revelado por
m inúsculas let ras doradas en las que se leía: FEMMES. Magníficas m uj eres,
hom bres elegant es circulaban por allí. El am bient e era sim ilar al de «Les
Classiques». Jacqueline Lavier est aba en su am bient e.
Perm aneció en el t ocador cerca de diez m inut os, un hecho que debería
haber m olest ado a Jason, si hubiera sido capaz de concent rarse en el t iem po.
Pero no podía, est aba sobre ascuas. El ruido y el dolor lo consum ían, la
ext rem idad de cada nervio, en carne viva, expuest o; las fibras, abot agadas por
los pinchazos. Miró hacia delant e una hist oria de hom bres m uert os quedaba
det rás de sí. El pasado est aba en los oj os de la verdad, ellos se lo habían
m ost rado, y él lo había vist o. Caín... Caín... Caín.
Sacudió la cabeza y m iró hacia el negro t echo. Tenía que cont inuar, no
podía perm it irse una caída que lo sum ergiera en un abism o de oscuridad y
fuert es vient os.
Había decisiones que t om ar. No, ya est aban t om adas, ahora era cuest ión
de llevarlas a cabo.

202
¿Marie, Marie? ¡Oh, Dios, m i am or, hem os est ado t an equivocados!
Respiró profundam ent e y m iró el reloj , el cronóm et ro que había cam biado
por una j oya de fino oro pert enecient e a un m arqués del sur de Francia. Él es
un hom bre de inm ensa pericia, ext rem adam ent e im aginat ivo... No había
alegría en aquella evaluación. Miró hacia delant e, al t ocador.
¿Dónde est aba Jacqueline Lavier? ¿Por qué no salía? Tuvo la presencia de
ánim o suficient e com o para pregunt ar al m aît re si había t eléfono por allí; el
hom bre respondió negat ivam ent e, señalando una cabina a la ent rada. La Lavier
se había acercado; oyó la respuest a y deduj o cuál había sido la pregunt a.
Se produj o un cegador dest ello de luz. Él se t am baleó hacia at rás,
recost ándose cont ra la pared, con las m anos t apándose los oj os. ¡El dolor! ¡Oh,
Crist o! ¡Le ardían los oj os!
Y luego escuchó las palabras, pronunciadas a t ravés de las am ables risas
de los nom bres y m uj eres bien vest idos, que circulaban ocasionalm ent e por el
pasillo.
—Com o recuerdo de su cena en «Roget 's», señor —dij o una anim ada
recepcionist a, que sost enía una cám ara fot ográfica por la barra del flash—. La
fot o est ará list a en pocos m inut os. Cort esía de «Roget 's».
Bourne perm aneció rígido, sabiendo que no podía rom per la cám ara. Sint ió
el t em or de t ener que act uar una vez m ás.
—¿Por qué yo? —pregunt ó.
—A pet ición de su novia, señor —señalando con la cabeza hacia el
t ocador—. Hablam os dent ro. Es ust ed m uy afort unado; es una dam a
encant adora. Me encargó que le ent regara est o.
La recepcionist a sacó una not a doblada. Jason la t om ó, m ient ras ella se
ret iraba garbosam ent e hacia la ent rada del rest aurant e.

Su enferm edad m e pert urba com o, est oy segura, a ust ed le m olest a m i


nuevo am igo. Ust ed puede ser lo que dij o que es, y t am bién puede no serlo.
Tendré la respuest a aproxim adam ent e en m edia hora. Un sim pát ico com ensal
hizo una llam ada t elefónica, y la fot ografía va cam ino de París. Ya no podrá
det enerla, así com o t am poco podrá ust ed hacerlo con aquellos que ya salieron
hacia Argent euil. Si nosot ros, en verdad, hacem os nuest ro t rat o, ninguno lo
pert urbará —com o su enferm edad m e pert urba a m í— y hablarem os ot ra vez,
cuando m is asociados lleguen. Se dice que Caín es un cam aleón, que se
present a de diversos y m uy convincent es m odos. Tam bién se sabe que es
propenso a la violencia, que t iene arrebat os de m al genio. Y eso es una
enferm edad, ¿no?

Corrió por la oscura rué de Argent euil, t ras la luz de un t axi libre, que dio
la vuelt a en la esquina y desapareció. Se det uvo, respirando pesadam ent e,
m irando en t odas direcciones en busca de ot ro. No había ninguno. El port ero de
«Roget 's» le había dicho que si pedía un t axi, ést e t ardaría ent re diez y quince
m inut os en llegar; ¿por qué el señor no lo había solicit ado ant es?
La t ram pa est aba t endida y él había cam inado hacia ella.
¡Ahí delant e! ¡Una luz, ot ro t axi! Se lanzó a una carrera desesperada.
Tenía que det enerlo. Tenía que regresar a París. Al lado de Marie.
Ot ra vez est aba en el laberint o, corriendo ciegam ent e, sabiendo que al
final no habría escapat oria.

203
Pero debía correr solo; est a decisión era irrevocable. No habría
discusiones, ni debat es, ni grit os del uno al ot ro; sólo argum ent os basados en
el am or y la incert idum bre. Pues la cert eza había llegado.
Sabía quién era... ¡qué había sido, y era t an culpable com o se lo acusaba,
com o se sospechaba!
Una hora o dos sin decir nada. Sólo m irándose, hablando t ranquilam ent e
sobre nada que no fuera la verdad. Am ándose. Y, ent onces, él se iría. Ella
nunca sabría cuándo, y él no le diría por qué. Él le debía eso; la heriría
profundam ent e durant e un t iem po, pero est e últ im o dolor sería m uy inferior al
causado por el est igm a de Caín.
¡Caín!
Marie. ¡Marie! ¿Qué es lo que he hecho?
—¡Taxi! ¡Taxi!

18

¡Vet e de París! ¡Ahora! ¡Est és lo que est és haciendo, abandónalo y vet e!


Ésas son órdenes de t u Gobierno. Quieren vert e fuera de aquí. Lo quieren a él
aislado.
Marie aplast ó el cigarrillo en el cenicero de la m esit a de noche, posando
sus oj os en la edición, de t res años de ant igüedad, del Pot om ac Quart erly, y
pensando brevem ent e en el j uego que Jason la había forzado a seguir.
«¡No voy a escuchar! », se dij o en voz alt a, sobresalt ada por el sonido de
sus propias palabras, en la habit ación vacía. Cam inó hacia la vent ana; la
m ism a vent ana desde la que él había m irado, at em orizado, t rat ando de hacerla
ent ender.
Tengo que saber ciert as cosas... las suficient es com o para t om ar una
decisión... pero, a lo m ej or, no t odas. Una part e de m í t iene que poder... huir,
desaparecer. Tengo que ser capaz de decirm e a m í m ism a que lo que fue ya no
lo será m ás y que exist e la posibilidad de que nunca haya sido así, porque no
t engo m em oria de ello. Lo que una persona no puede recordar, no exist e...
para ella.
—¡Querido, querido! ¡No les perm it as que t e hagan eso!
Sus palabras no la sobresalt aron est a vez, porque era com o si él est uviera
allí, en la habit ación, escuchando, prest ando at ención a sus propias palabras,
deseando escapar, desaparecer con ella. Pero en el fondo de su ser ella sabía
que él no podría hacer eso. No podría basarse en una verdad a m edias o en
t res cuart as part es de una m ent ira.
Ellos lo querían aislado.
¿Quiénes eran ellos? La respuest a est aba en Canadá, y Canadá est aba
t erm inado, era ot ra t ram pa.
Jason t enía razón sobre París; ella lo creía así t am bién. Sea com o fuere, lo
encont rarían aquí en París. Si ellos pudieran dar con una persona que
descorriera el velo y le perm it iera a él ver que lo est aban m anipulando,
ent onces podrían ser plant eadas ot ras pregunt as y las respuest as no lo
em puj arían m ás hacia la aut odest rucción. Si pudiera ser convencido de que,
cualesquiera hubieran sido los ya olvidados crím enes que com et ió, él fue el

204
«peón de aj edrez» de un único crim en, m ucho m ás grande, ent onces podría
irse, desaparecer con ella. Todo era relat ivo. Lo que el hom bre que ella am aba
t enía que ser capaz de decirse a sí m ism o no era que el pasado ya no exist iría
m ás, sino que sí había exist ido, y que podría vivir con él dej ándolo t ranquilo.
Ése era el razonam ient o que él necesit aba; la convicción de que cualquier cosa
que él hubiera sido era m ucho m enor de lo que sus enem igos querían que el
m undo creyera; porque, de ot ra m anera, ellos no lo habrían ut ilizado. Él fue la
«cabeza de t urco», su m uert e ocuparía el lugar de ot ra. ¡Si sólo pudiera ver
eso, si ella t an sólo pudiera convencerlo!
Si no lo lograba, lo perdería. Ellos lo at raparían, lo m at arían.
Ellos.
«¿Quiénes son ust edes? —grit ó ella a la vent ana, a las luces de París—.
¿Dónde est án ust edes?»
Podía sent ir un vient o helado cont ra su cara, com o si los vidrios de la
vent ana se hubieran fundido y el aire de la noche se colara dent ro. Est a
sensación fue seguida por un est recham ient o de su gargant a, y durant e un
m om ent o no pudo t ragar... no pudo respirar. El m alest ar pasó, y pudo respirar
ot ra vez. Est aba asust ada; ya le había pasado ant es, durant e la prim era noche
de am bos en París, cuando ella abandonó el café para reunirse con él en las
escaleras de Cluny. Había est ado cam inando rápidam ent e por el bulevar Saint
Michel cuando le ocurrió; el vient o helado, la opresión en la gargant a...
ent onces, t am poco había sido capaz de respirar. Más t arde pensó que sabía por
qué, y en aquel m om ent o t am bién lo supo; fue cuando, int ernándose en la
Sorbona, Jason había asist ido a un j uicio, al que podría revocar en pocos
m inut os, y él lo había logrado ent onces. Él había resuelt o no volver a ella.
—¡Bast a! —grit ó—. ¡Es una locura! —agregó sacudiendo la cabeza y
m irando su reloj . Hacía m ás de cinco horas que se había ido—. ¿Dónde est aba?
¿Dónde est aba?
Bourne descendió del t axi frent e al hot el, de decadent e elegancia, en
Mont parnasse. La próxim a hora podría ser la m ás difícil de su brevem ent e
recordada vida, una vida que era un vacío ant es de Port Noir, y una pesadilla
desde ent onces. La pesadilla podría cont inuar, pero él viviría a solas con ella.
La quería dem asiado com o para pedirle que la com part ieran j unt os. Ya
encont raría un m edio para desaparecer, llevándose consigo las evidencias que
la ligaban a Caín. Era t an sim ple com o eso. Él part iría para una cit a inexist ent e
y no regresaría. Y en algún m om ent o, durant e la próxim a hora, le escribiría una
not a:

Todo est á t erm inado. He encont rado lo que buscaba. Regresa a Canadá y
no digas nada, por nuest ro propio bien. Yo sé dónde encont rart e.
Est o últ im o era inj ust o; él nunca se reuniría con ella, pero la pequeña y
alada esperanza t enía que est ar allí, aunque sólo fuera para em barcarla en un
avión con dest ino a Ot t awa. A su t iem po, con el t iem po, las sem anas que
habían vivido j unt os caerían en un secret o celosam ent e guardado; un escondit e
para sus breves t esoros, para ser descubiert os y t ocados en aquellos especiales
m om ent os de quiet ud. Y luego, ¡bast a! Porque la vida t iene que ser vivida por
las m em orias que est án en act ividad, las dorm idas pierden significado.
Eso no lo sabía nadie m ej or que él.

205
At ravesó el vest íbulo, saludó con la cabeza al conserj e, que est aba sent ado
en un t aburet e det rás del m ost rador de m árm ol. Apenas lo m iró; sólo com o
para com probar que el hom bre era huésped del hot el.
El ascensor subía ret um bando y gim iendo en su viaj e al quint o piso. Jason
aspiró profundam ent e y abrió la puert a; por sobre t odas las cosas, evit aría
escenas dram át icas. No habría alarm as causadas por palabras o por m iradas. El
cam aleón t enía que em erger del bosque con una apariencia t ranquila, una en la
cual no pudieran encont rarse huellas. El sabía qué decir, había pensado
cuidadosam ent e en ello, así com o en la not a que escribiría.
—He pasado la m ayor part e de la noche dando vuelt as —dij o, abrazándola,
acariciando su cabello roj o oscuro, acunando su cabeza cont ra su hom bro; y en
t ono dolorido, agregó—: a la caza de em pleados som bríos, escuchando
t ont erías, t om ando café... «Les Classiques» fue una pérdida de t iem po, es un
zoológico. Los m onos y los pavos reales en exhibición, pero yo no creo que, en
realidad, nadie sepa nada. Exist e ot ra posibilidad, pero podría ser sim plem ent e
un ast ut o francés buscando a un nort eam ericano im port ant e.
—¿Él? —pregunt ó Marie, cuyo t em blor ya había dism inuido.
—Un hom bre que opera un conm ut ador —respondió Bourne, rechazando
las im ágenes de explosiones cegadoras, oscuridad y fuert es vient os, m ient ras
se le dibuj aba aquella cara que ahora no podía ident ificar, pero que había
conocido t an bien. Ese hom bre ahora era apenas un bosquej o. Apart ó de sí
aquellas im ágenes—. Accedí a reunirm e con él a m edianoche en el «Bast ringe»,
en la rué Haut efeuille.
—¿Qué dij o?
—Muy poco, pero lo suficient e com o para int eresarm e. Vi que m e m iraba
m ient ras yo hacía pregunt as. El lugar est aba m uy concurrido, por lo cual pude
m overm e librem ent e y hablar con los em pleados.
—¿Pregunt as? ¿Qué clase de pregunt as hicist e?
—Cosas que se m e ocurrieron en el m om ent o, principalm ent e sobre el
gerent e o com o sea que se llam e. Considerando lo que pasó esa t arde, si ella
fuera un cont act o direct o con Carlos, t endría que est ar al borde de la hist eria.
Yo la vi. No lo est aba; se com port aba com o si nada hubiera ocurrido, except o
un buen día en el negocio.
—Pero ella era un cont act o cuando la llam ast e. D'Am acourt lo explicó la
fiche.
—I ndirect o. Ella recibe una llam ada t elefónica y le dicen lo que t iene que
cont est ar, ant es de llam ar ot ra vez.
«Hast a ahora —pensó Jason—, el argum ent o invent ado est aba basado en
la realidad; Jacqueline Lavier era, en realidad, un cont act o indirect o.»
—No se puede ir por ahí haciendo pregunt as sin parecer sospechoso —
prot est ó Marie.
—Sí, se puede —replicó Bourne— si uno es un escrit or nort eam ericano que
est á redact ando un art ículo sobre los negocios de Saint - Honoré para una
revist a de su país.
—Eso es m uy bueno, Jason.
—Ha dado result ado, nadie quiere ser dej ado de lado.
—¿A qué conclusión has llegado?
—Com o la m ayor part e de esos lugares, «Les Classiques» t iene su propia
client ela, t odos ricos, la m ayoría se conocen unos a ot ros, y con las habit uales

206
int rigas m at rim oniales y adult erios, m uy de acuerdo con la escena. Carlos sabía
lo que est aba haciendo; ahí t iene un servicio regular de m ensaj ería, pero no
indudablem ent e de la clase que se regist ra en una guía t elefónica.
—¿La gent e t e dij o t odo eso? —pregunt ó Marie asiéndole los brazos y
m irándole a los oj os.
—No con esas m ism as palabras —respondió, advirt iendo las som bras de
desconfianza que la habían invadido—. El acent o se ponía siem pre en esa
capacidad de Bergeron, pero una cosa lleva a la ot ra. Puedes im aginart e la
escena. Todos parecen gravit ar alrededor de esa gent e. Por lo que he podido
colegir, ella es una fuent e de inform ación social, aunque no pudo decirm e nada,
except o el hecho de que ella le hizo a «alguien» un favor, un servicio, y que
ese «alguien» result aría ser, a su vez, «alguien» m ás, que hizo ot ro favor, a
«algún» ot ro. Com o ves, una pist a im posible de seguir; pero eso es t odo
cuant o he conseguido.
—¿Por qué la reunión de est a noche en el «Bast ringe»?
—Él se m e acercó cuando yo salía y m e dij o algo m uy ext raño. —Jason no
t uvo que invent ar est a part e de la m ent ira. Había leído esas palabras en una
not a en el elegant e rest aurant e de Argent euil, hacía m enos de una hora—. Me
dij o: «Ust ed puede ser lo que dice que es, y t am bién puede no serlo.» Ent onces
sugirió que t om áram os una copa j unt os, m ás t arde, lej os de Saint - Honoré.
Bourne vio cóm o se disipaban sus dudas. Lo había logrado. Ella acept ó su
t apiz de m ent iras. ¿Y por qué no?, él era un hom bre de inm ensa pericia,
ext rem adam ent e im aginat ivo.
La apreciación no le pareció aborrecible; él era Caín.
—Podría ser el que buscas, Jason. Dij ist e que sólo necesit aban a alguien.
Ése podría ser él.
—Ya verem os. —Bourne m iró su reloj . Había em pezado la cuent a at rás
para su part ida, no podía m irar hacia el pasado—. Tenem os casi dos horas.
¿Dónde has dej ado el m alet ín?
—En el «Meurice»; est oy regist rada en él.
—Vam os a recogerlo, y cenem os algo. No has com ido nada, ¿verdad?
—No... —La expresión de Marie parecía de ext rañeza—. ¿Por qué no
dej am os el port afolios donde est á? Se halla bien seguro, no debem os
preocuparnos por él.
—Deberíam os, en el caso de que t uviéram os que irnos de aquí
apresuradam ent e —repuso casi con brusquedad, dirigiéndose al escrit orio.
Ahora, t odo era cuest ión de ir graduando las cosas, los punt os de fricción,
convirt iéndose poco a poco en palabras, en m iradas, en caricias. Ella no podría
ver en t ales t áct icas nada alarm ant e, nada basado en falsos heroísm os. Sólo la
suficient e com o para que m ás t arde ella pudiera com prender la verdad cuando
leyera sus palabras: «Todo est á t erm inado. He encont rado lo que buscaba...»
—¿Qué sucede, querido?
—Nada. —El cam aleón sonrió—. Est oy cansado y, probablem ent e, algo
decepcionado.
—¡Cielo Sant o! ¿Por qué? Un hom bre quiere ent revist arse cont igo,
confidencialm ent e, por la noche. Podría dart e algún indicio, y, adem ás, est ás
convencido de haber est rechado el cont act o con Carlos a t ravés de esa m uj er...
Ella est á obligada a decirt e algo, quiera o no. De un m odo m acabro, creo que
deberías sent irt e alborozado.

207
—No est oy seguro de poder explicarlo —replicó Jason, m irando la im agen
de ella reflej ada en el espej o. Tendrías que t rat ar de ent ender lo que he
encont rado allí.
—¿Qué has encont rado? Una pregunt a.
—Lo que he encont rado. —Una afirm ación—. Es un m undo diferent e —
cont inuó Bourne, cogiendo la bot ella de whisky y un vaso—. Gent e dist int a. Es
suave, herm oso y frívolo, con m ont ones de t enues luces y t erciopelos oscuros.
Nada se t om a en serio, except o el chism orreo y la indulgencia. Cualquiera de
aquellas frívolas personas, incluyendo esa m uj er, podría ser un m ensaj ero de
Carlos, sin saberlo nunca, ni siquiera sospecharlo j am ás. Un hom bre com o
Carlos podría usar a esa gent e; cualquiera com o él podría, incluyéndom e a
m í... Eso es lo que he encont rado. Decepcionant e.
—Y t am bién poco razonable. A pesar de lo que creas, esas personas t om an
decisiones m uy conscient em ent e. Ellos creen que esa indulgencia de la que
hablas es im post ada. ¿Y sabes lo que yo creo? Que est ás cansado y enoj ado y
que necesit as una o dos copas. Desearía que suspendieras t odo por est a noche.
Ya has t enido bast ant e para un solo día.
—No puedo hacerlo —respondió él ásperam ent e.
—Sí, ya lo sé, no puedes —opuso ella a la defensiva.
—Perdón, est oy im pacient e.
—Sí, lo sé. —Ella se dirigió al cuart o de baño—. Me refrescaré un poco y
nos podrem os ir. Sírvet e una copa bien cargada, querido.
—¿Marie?
—¿Sí?
—Trat a de ent ender. Lo que he encont rado allí m e ha t rast ornado. Pensé
que iba a ser diferent e, m ás fácil.
—Mient ras t ú est abas buscando, yo perm anecía a la espera, Jason, sin
saber. Eso t am poco ha sido fácil.
—Pensé que ibas a llam ar a Canadá, ¿no lo has hecho?
Se det uvo por un m om ent o.
—No —respondió—. Ya era dem asiado t arde.
La puert a del baño se cerró. Bourne cam inó hacia el escrit orio,
at ravesando la habit ación. Abrió el caj ón, sacó el papel de cart as, cogió el
bolígrafo y escribió:
Todo est á t erm inado, he encont rado lo que buscaba. Regresa a Canadá y
no digas nada por nuest ro propio bien. Sé dónde encont rart e.
Dobló la hoj a, la int roduj o en un sobre, que m ant uvo abiert o m ient ras
sacaba la billet era. Ext raj o los billet es franceses y suizos que t enía, los deslizó
dent ro de la not a doblada y cerró el sobre. Escribió en el dorso: MARI E.
Deseaba desesperadam ent e agregar: Am or m ío, m i adorado am or.
Pero no lo hizo. No podía hacerlo.
La puert a del baño se abrió. Se guardó el sobre en un bolsillo de la
chaquet a.
—¡Qué rápido! —exclam ó él.
—¿Te parece? No lo creo. ¿Qué est ás haciendo?
—Buscaba algo con que escribir —respondió recogiendo el bolígrafo—. Si
ese individuo t iene algo que decirm e, quiero poder escribirlo.
Marie se acercó al escrit orio y m iró el vaso seco y vacío.
—¿No has t om ado la copa?

208
—No.
—Ya lo veo; ¿nos vam os?
En el pasillo esperaron el chirriant e ascensor; el silencio ent re ellos se hizo
em barazoso, realm ent e insoport able. Él t om ó su m ano. Al sent ir su cont act o,
ella le apret ó la suya, m irándolo. Sus oj os le decían que su dom inio est aba
siendo som et ido a prueba, y que ella no sabía por qué. Leves señales habían
sido enviadas y recibidas, no lo suficient em ent e fuert es o ásperas com o para
que fueran alarm ant es, pero allí est aban, y ella las había oído. Eso form aba
part e de la cuent a at rás, rígida e irreversible, previa a su part ida.
¡Oh, Dios, t e quiero t ant o! Est ás cerca de m í, nos est am os t ocando y yo
m e est oy m uriendo. Pero t ú no puedes m orir conm igo. No debes. Yo soy Caín.
—Est arem os bien —com ent ó él.
La j aula de m et al vibró ruidosam ent e al det enerse frent e a ellos. Jason
t iró de la rej a de bronce para abrirla, y ent onces, repent inam ent e, m aldij o en
voz baj a:
—¡Oh, Crist o, m e he olvidado!
—¿Qué?
—Mi billet era. Est a t arde la dej é en el caj ón del escrit orio, por si hubiera
algún problem a en Saint - Honoré. Espéram e en el vest íbulo de ent rada.
Él la em puj ó am ablem ent e a t ravés de la puert a y presionó el bot ón con
su m ano libre.
—Baj aré en seguida.
Cerró la puert a. El enrej ado de bronce le im pidió ver los espant ados oj os
de ella. Se volvió y regresó rápidam ent e a la habit ación.
Ya dent ro, sacó el sobre del bolsillo y lo colocó cont ra la base de la
lám para de la m esit a de noche. Lo m iró con un dolor insoport able.
«Adiós, am or m ío», m urm uró.

Bourne esperó baj o la llovizna fuera del «Hot el Meurice», en la rué de


Rivoli, viendo a Marie a t ravés de las puert as de vidrio de la ent rada. Ella
est aba en la conserj ería; había firm ado el recibo por el m alet ín, el cual le había
sido ent regado a t ravés del m ost rador. Obviam ent e, ahora pedía la cuent a a
un asom brado em pleado, para pagar una habit ación que sólo había sido
ocupada por un lapso inferior a seis horas. Pasaron dos m inut os ant es de que
le ent regaran el recibo. A disgust o; ése no era m odo de com port arse para un
huésped del «Meurice». Por ciert o, t odo París est á lleno de esos visit ant es sin
inhibiciones.
Marie salió a la acera, reuniéndose con él ent re las som bras y baj o la
llovizna, a la izquierda de la m arquesina. Le ent regaron el m alet ín con una
forzada sonrisa en los labios, y la voz levem ent e ent recort ada.
—Ese hom bre m e ha m irado sospechosam ent e. Est oy segura de que est á
convencido de que he usado la habit ación para una serie de cit as furt ivas.
—¿Qué le has dicho? —pregunt ó Bourne.
—Que había cam biado de planes. Eso es t odo.
—Bueno, cuant o m enos se diga, m ej or. Tu nom bre est á en los regist ros
del hot el. Piensa una razón por la cual est uvist e aloj ada ahí.
—¿Pensar? ¿Tengo que pensar una razón?
Ella est udió sus oj os y perdió la sonrisa.
—Quiero decir que pensarem os en una razón, nat uralm ent e.

209
—Nat uralm ent e.
—Vam os.
Em pezaron a cam inar hacia la esquina; el t ránsit o era ruidoso, lloviznaba
con m ás int ensidad y la neblina era m ás densa. La prom esa de una fuert e
lluvia era inm inent e. Él la cogió del brazo, no para guiarla, y ni siquiera por
cort esía, sólo para t ocarla, para t ener una part e de ella. ¡Quedaba t an poco
t iem po!
Yo soy Caín. Est oy m uert o.
—¿Podem os ir m ás despacio? —inquirió Marie ásperam ent e.
—¿Qué?
Jason se dio cuent a ent onces de que práct icam ent e había est ado
corriendo. Durant e unos segundos había ret ornado al laberint o, corriendo a
t ravés de él, sort eándolo; percibiéndolo, pero sin sent irlo. Miró hacia delant e y
encont ró una salida. En la esquina, un t axi libre se había det enido j unt o a un
ost ent oso quiosco; a t ravés de la vent anilla abiert a, el chofer grit aba al
vendedor.
—¡Quiero conseguir un t axi! —exclam ó Bourne, sin dism inuir sus
zancadas—. Va a caer un chaparrón de m iedo.
Am bos llegaron a la esquina, sin alient o, en el preciso m om ent o en que el
t axi libre arrancó con violencia, girando a la izquierda, hacia la rué de Rivoli.
Jason m iró el cielo noct urno, not ando cóm o el agua le golpeaba la cara; se
sint ió desalent ado. La lluvia había em pezado. Baj o las brillant es luces del
quiosco, m iró a Marie, que ret rocedía ant e el súbit o chaparrón. No. No
ret rocedía. Miraba algo... m iraba incrédula, conm ovida. Con horror. Sin
advert irlo, grit ó: t enía la cara cont orsionada, su m ano derecha cont ra la
boca. Bourne la asió cubriéndole la cabeza con su húm edo abrigo. Seguía
grit ando. Él se volvió, t rat ando de descubrir la causa de su hist eria. Ent onces
la vio, y en aquel increíble est allido de m edio segundo, supo que la cuent a
at rás se había frust rado. Había com et ido su crim en final; no podría
abandonarla. Ahora no. Todavía no.
En el prim er anaquel del quiosco había un m at ut ino, cuyos negros
t it ulares herían, at erradores, baj o los círculos de luz:

ASESI NO EN PARÍ S
MUJER BUSCADA POR ASESI NATOS COMETI DOS
EN ZURI CH SOSPECHOSA DE HABER ROBADO MI LLONES

Baj o las t erribles palabras había una fot ografía de Marie St . Jacques.
—¡Bast a! —m urm uró Jason int erponiéndose para ocult ar su cara al curioso
quiosquero y buscando m onedas en su bolsillo. Arroj ó el dinero sobre el
m ost rador, recogió dos periódicos e im pulsó a Marie hacia la calle oscura,
em papada por la lluvia.
Los dos est aban ahora en el laberint o.

Bourne abrió la puert a e hizo ent rar a Marie. Ella perm aneció inm óvil,
m irándolo, pálida y asust ada; su respiración era una m ezcla audible de m iedo
e ira.
—Te t raeré un t rago —dij o Jason dirigiéndose hacia el escrit orio.

210
Mient ras lo servía, apart ó sus oj os del espej o y sint ió una im periosa
necesidad de aplast ar el vaso; t an despreciable le result aba su propia im agen.
¿Qué dem onios había hecho? ¡Oh, Dios!
Soy Caín. Est oy m uert o.
Él la oyó j adear y dar vuelt as por la habit ación; era dem asiado t arde para
det enerla, est aba dem asiado lej os para lanzarse y arrancar de su m ano aquella
horrible cosa. ¡Oh, Crist o, se había olvidado! Ella había encont rado el sobre en
la m esit a de noche y est aba leyendo su not a. Em it ió un alarido ardient e, un
t errible grit o de pena:
—¡Jasonnnn...!
—¡Por favor! ¡No! —Corrió desde el escrit orio y la asió—. ¡Eso no im port a!
¡Ya no cuent a! —grit ó desesperadam ent e al ver cóm o las lágrim as brot aban de
sus oj os y surcaban sus m ej illas—. ¡Escúcham e! Eso era ant es, no ahora.
—¡Te ibas! ¡Me dej abas! —Sus oj os en blanco eran dos círculos ciegos de
pánico—. ¡Lo sabía! ¡Lo present ía!
—Hice que lo presint ieras —dij o forzándola a m irarlo—. Pero eso ya pasó.
No t e dej aré. Escúcham e. ¡No t e dej aré!
Ella grit ó ot ra vez:
—¡No podía respirar...! ¡Sent ía t ant o frío!
La at raj o hacia él, abrazándola.
—Tenem os que em pezar de nuevo. Trat a de ent enderlo. Es diferent e
ahora, ya no puedo cam biar lo que pasó, pero no t e dej aré. No de est a
m anera.
Ella presionó con fuerza sus m anos cont ra su pecho y echó hacia at rás su
cara surcada por las lágrim as, im plorando:
—¿Por qué, Jason, por qué?
—Después, ahora no. No digas nada durant e un rat o. Sólo abrázam e y
déj am e abrazart e.

Pasaron los m inut os, la hist eria siguió su curso y los cont ornos de la
realidad recuperaron su nivel. Bourne la llevó hacia una silla; ella se acom odó
la m anga de su vest ido, que t enía un galón rasgado. Am bos sonrieron cuando
él se arrodilló a su lado, sost eniendo su m ano, en silencio.
—¿Qué pasa con esa copa? —pregunt ó él, finalm ent e.
—Yo creía —replicó, m ant eniendo su m uñeca en la m ano de Jason,
m ient ras él se incorporaba— que la habías servido hace un rat o.
—No la desperdiciarem os.
Fue de nuevo hacia el escrit orio y volvió con dos vasos servidos de whisky
hast a la m it ad. Ella t om ó uno.
—¿Te sient es m ej or? —pregunt ó él.
—Más t ranquila, pero t odavía confusa... y asust ada, por supuest o. Quizás
algo enoj ada t am bién. No est oy segura. Tengo dem asiado m iedo com o para
pensar en ello. —Bebió cerrando los oj os, presionando la cabeza hacia at rás,
cont ra la silla—. ¿Por qué lo has hecho, Jason?
—Porque creía que debía hacerlo. Ésa es la sim ple respuest a.
—Lo cual no es una respuest a en absolut o. Merezco algo m ás que eso.
—Sí, lo m ereces, y t e lo daré. He de hacerlo ahora, porque t ú t ienes que
escuchar, t ienes que com prender. Tienes que prot egert e.
—Prot eger...

211
Él hizo un adem án con la m ano, int errum piéndola.
—Eso vendrá después. Todo, si quieres. Pero lo prim ero que t enem os que
hacer es saber lo que ha pasado. No a m í, sino a t i. Por ahí t enem os que
em pezar. ¿Podrás hacerlo?
—¿El periódico?
—Sí.
—Bien sabe Dios que est oy int eresada —cont est ó ella sonriendo
débilm ent e.
—Tom a. —Jason fue hacia la cam a, donde había arroj ado los dos
periódicos—. Los leerem os.
—¿Sin t ram pas?
—Sin t ram pas.
Leyeron el ext enso art ículo en silencio, un art ículo que hablaba de
m uert es e int rigas en Zurich. De t ant o en t ant o, Marie em it ía sonidos
ent recort ados, im presionada por lo que est aba leyendo; ot ras veces sacudía la
cabeza, decepcionada. Bourne no dij o nada. Él veía en t odo aquello la m ano de
I lich Ram írez Sánchez. Carlos perseguirá a Caín hast a el fin de la Tierra. Carlos
lo m at ará. Marie St . Jacques no era im port ant e; era sólo un señuelo, que
m oriría en la t ram pa t endida a Caín.
Soy Caín. Est oy m uert o.
El art ículo se com ponía, en realidad, de dos art ículos, una ext raña m ezcla
de hechos y conj et uras, donde se hacían especulaciones, cuando la evidencia
llegaba a su fin.
La prim era part e se refería a una em pleada del Gobierno de Canadá, una
econom ist a llam ada Marie St . Jacques. La cent raban en el escenario de t res
asesinat os, sus huellas digit ales fueron encont radas y confirm adas por el
Gobierno de Canadá. Añadían que la Policía encont ró una llave del hot el
«Carillón du Lac», aparent em ent e ext raviada durant e la violencia desarrollada
en el Quai Guisan. Era la llave de la habit ación de Marie St . Jacques, la cual le
ent regó un em pleado del hot el, quien la recordaba m uy bien; recordaba lo que
a él le había parecido un huésped en un t errible est ado de ansiedad.
La prueba final de la evidencia era una pist ola descubiert a no lej os de la
St eppdeckst rasse, en un callej ón cercano al escenario de los ot ros dos
asesinat os. Balíst ica confirm ó que era el arm a asesina; ot ra vez encont raron
huellas digit ales, que nuevam ent e fueron ident ificadas por el Gobierno de
Canadá. Pert enecían a una m uj er: Marie St . Jacques.
En est e punt o, el art ículo se desviaba de los hechos. Hablaba sobre los
rum ores que corrían a lo largo de la Bahnhofst rasse, según los cuales habían
robado m illones por m edio de una m anipulación en las com put adoras, en una
cuent a num erada y confidencial, pert enecient e a una com pañía
nort eam ericana, llam ada Treadst one Set ent a y Uno. Tam bién se cit aba el
Banco, que, por supuest o, era el Gem einschaft . Pero t odo lo dem ás quedaba
confuso, oscuro; eran m ás especulaciones que hechos reales.
De acuerdo con aquellas «fuent es no ident ificadas», un nort eam ericano
que conocía las claves t ransfirió m illones a un Banco de París, asignando la
nueva cuent a a det erm inados individuos, los cuales debían asum ir los derechos
de posesión.
Ést os esperaban en París y, t ras ret irar los m illones, desaparecieron. El
éxit o de la operación fue at ribuido al hecho de que el nort eam ericano

212
obt uviera las claves exact as de las cuent as del Gem einschaft , acción
posibilit ada por conocer la secuencia num érica del Banco, en lo t ocant e al año,
m es y día de ent rada, procedim ient o habit ual para los valores confidenciales.
Sem ej ant e análisis sólo podía hacerse m ediant e el uso de sofist icadas t écnicas
de com put adoras y un gran conocim ient o de las práct icas bancarias suizas.
Cuando fue int errogado, un oficial del Banco, Herr Walt her Apfel, reconoció
que se est aba llevando a cabo una invest igación sobre el asunt o referent e a
una com pañía nort eam ericana, pero, de acuerdo con la ley suiza, «el Banco no
haría m ás com ent arios... a nadie».
Aquí parecía aclararse la conexión con Marie St . Jacques. Ella era descrit a
com o una econom ist a del Gobierno, especializada en procedim ient os bancarios
int ernacionales, y expert a program adora de com put adoras. Era sospechosa de
com plicidad, pues su experiencia se necesit aba para el gigant esco robo. Y
había un sospechoso; ella había sido vist a en su com pañía en el «Carillón du
Lac».
Marie t erm inó prim ero el art ículo y dej ó caer al suelo el periódico. Al oír el
ruido, Bourne m iró sobre el borde de la cam a. La m uj er perm anecía con la
vist a en la pared; la había invadido una ext raña serenidad pensat iva. Y ésa era
la últ im a reacción que él habría esperado. Term inó de leer rápidam ent e y se
sint ió deprim ido y desesperanzado. Por un m om ent o quedó sin habla.
Luego recuperó la voz:
—Ment iras —com ent ó—. Y son por m i culpa, por quien y por lo que soy
yo. Desaparece. Ellos m e encont rarán a m í. Est oy apenado, m ás apenado de lo
que j am ás podría decirt e.
Marie apart ó sus oj os de la pared y lo m iró.
—Est o va m ás allá de las m ent iras, Jason —com ent ó Marie—; hay
dem asiada verdad para que sean m ent iras.
—¿Verdad? La única verdad es que est abas en Zurich. Nunca t ocast e un
arm a. Nunca est uvist e en un callej ón cercano a la St eppdeckst rasse, no
perdist e la llave de un hot el y nunca pasast e cerca del Gem einschaft .
—Est oy de acuerdo, pero ésa no es la verdad de la que yo hablo.
—Ent onces, ¿cuál es?
—El Gem einschaft , Treadst one Set ent a y Uno, Apfel. Ellos son verdad, y el
- hecho de que cualquiera haya sido m encionado, especialm ent e los
conocim ient os de Apfel, result a increíble. Los banqueros suizos son caut elosos,
no ridiculizan las leyes, no de esa form a; las penas de prisión son dem asiado
severas. Los est at ut os de la confiabilidad bancaria figuran ent re los m ás
sacrosant os de Suiza. Apfel podría ir a prisión durant e años por decir lo que
dij o, incluso por haber aludido a esa cuent a, y no digam os por confirm ar su
nom bre. A m enos que le ordenara decirlo una aut oridad lo suficient em ent e
poderosa com o para cont ravenir las leyes. —Se det uvo, y sus oj os se
desviaron de nuevo hacia la pared—. ¿Por qué? ¿Por qué han sido el
Gem einschaft , o Treadst one, o Apfel, part ícipes de la hist oria?
—Te lo dij e. Me quieren aquí y saben que est am os j unt os. Carlos sabe que
est am os j unt os. Al encont rart e a t i, m e encont rarán a m í.
—No, Jason, est o va m ás allá de Carlos. Realm ent e, no ent iendes las leyes
suizas. Ni siquiera Carlos podría obligarlos a desplegarse de esa m anera. —
Miró hacia donde est aba él pero sus oj os no lo veían. Escudriñaba a t ravés de
sus nieblas—. Est o no es una hist oria, sino dos. Am bas est án const ruidas en

213
base a m ent iras; la prim era, conect ada a la segunda por m edio de t enues
especulaciones, públicas especulaciones sobre una crisis bancaria que nunca
debería darse a conocer, por lo m enos hast a que una cabal y privada
invest igación probara los hechos. Y esa segunda hist oria, el m anifiest am ent e
falso inform e de que m illones fueron robados del Gem einschaft , fue añadida a
la igualm ent e falsa hist oria de que m e buscan por el asesinat o de t res hom bres
en Zurich. Eso se ha añadido deliberadam ent e...
—Explícam e eso, por favor.
—Ahí est á, Jason. Créem e cuando t e digo est o. Lo t enem os j ust o frent e a
nosot ros. ¿Qué es?
—Alguien t rat a de enviarnos un m ensaj e.

19

El vehículo m ilit ar aceleró hacia el Sur por la calle East River de


Manhat t an, m ient ras los faros ilum inaban los rest os arrem olinados de una
t ardía nevada invernal. El m ayor dorm it aba en el asient o t rasero, con su largo
cuerpo doblado en el rincón y las piernas ext endidas en diagonal. Sobre sus
piernas llevaba un m alet ín at ado a la m anij a con un delgado cordón de nylon
m ediant e una abrazadera m et álica; el cordón se prolongaba por el int erior de
su m anga derecha y le llegaba hast a el cint urón. El m ecanism o de seguridad
fue abiert o sólo dos veces en las últ im as nueve horas. La prim era, durant e la
part ida del m ayor desde Zurich, y la segunda, al llegar al aeropuert o Kennedy.
En am bos lugares, los agent es del Gobierno de los Est ados Unidos habían
observado al personal de la aduana; m ás exact am ent e, el m alet ín. No se les
dieron m uchas explicaciones; sólo recibieron órdenes de observar at ent am ent e
las inspecciones, para act uar ant e la m enor desviación de los procedim ient os
norm ales, es decir, observar un m ayor int erés en el m alet ín. Con las arm as, si
era necesario.
Se oyó un repent ino y suave t im bre; el m ayor ent reabrió los oj os y se
llevó la m ano izquierda a la frent e. El sonido era la alarm a de su reloj pulsera;
la int errum pió y echó una m irada al segundo cuadrant e de su reloj . El prim ero
m arcaba la hora de Zurich; el segundo, la de Nueva York; la alarm a había sido
fij ada veint icuat ro horas ant es, cuando el oficial recibió las órdenes por radio.
La t ransm isión llegaría en los próxim os t res m inut os. «Est o quiere decir —
pensó el m ayor— que t odo ocurrirá así, si I ron Ass es t an exact o com o lo creen
sus subordinados.» El oficial se est iró t orpem ent e, balanceando el m alet ín, y
se inclinó hacia delant e, para hablar al conduct or:
—Sargent o, por favor, sint onice su equipo en 1430 m egahercios.
—¿Cóm o no, m ayor? —El sargent o pulsó dos bot ones en el panel de la
radio, baj o el salpicadero, y sint onizó el dial en la frecuencia de 1430—. Ya
est á, m ayor.
—Gracias. ¿Llegará el m icrófono hast a aquí at rás?
—No lo sé, nunca lo int ent é, señor. —El chofer ret iró el pequeño
m icrófono de plást ico de su soport e y ext endió el cordón sobre el asient o,
diciendo—: Supongo que llegará.

214
Ruidos parásit os brot aron del m icrófono sat urando la frecuencia al
sint onizar el t ransm isor elect rónico. El m ensaj e sólo t ardó unos segundos en
llegar.
—¿Treadst one? Treadst one, cont est e por favor.
—Treadst one al habla —respondió el m ayor Gordon Webb—. Lo recibo
claram ent e. Adelant e.
—¿Cuál es su posición?
—Est oy com o a un kilóm et ro y m edio de Triborough, por la calle East
River —dij o el m ayor.
—Su prom edio es acept able —repuso la voz desde el m icrófono.
—Encant ado de oír eso, señor; quiero decir que ya m e he ganado el día.
Hubo una breve pausa; el com ent ario del m ayor no había sido bien
recibido.
—Siga hast a la calle Set ent a y Uno Est e, núm ero 139; repit a, por favor.
—Uno- t res- nueve, calle Set ent a y Uno Est e.
—Mant enga el coche fuera del área y siga a pie.
—Com prendido.
—Cam bio y fuera.
—Fuera. —Webb solt ó el bot ón de t ransm isión y alargó el m icrófono al
conduct or—. Olvide esa dirección, sargent o. Su nom bre, desde ahora, est á
regist rado.
—Por favor, m ayor. Sólo he oído ruidos parásit os. Y ya que no sé adonde
va, y supuest am ent e no debe llegar en coche, ¿dónde quiere que lo dej e?
Webb sonrió.
—No a m ás de dos calles. Acabaría por quedarm e dorm ido en algún
desagüe si t uviera que cam inar m ás de dos calles.
—¿Qué t al si lo dej o en la esquina de Lex y Set ent a y Dos?
—Esa esquina, ¿est á a dos calles?
—No m ás de t res.
—Si m e dej a a t res calles, considérese soldado.
—No podría venir a buscarlo m ás t arde, m ayor. Los soldados no est án
asignados a ese servicio.
—Lo que ust ed m ande, capit án.
Webb cerró los oj os. Después de dos años, est aba a punt o de conocer
personalm ent e a Treadst one Set ent a y Uno. Se dio cuent a de que debería
est ar preparándose para ese m om ent o, pero no era así. Sólo experim ent aba
una sensación de cansancio e inut ilidad. ¿Qué había sucedido?
El ruido de neum át icos sobre el pavim ent o lo adorm ecía, pero ese rit m o
se int errum pía bruscam ent e cuando el coche rodaba sobre calzadas
irregulares. Los sonidos le t raían recuerdos m uy lej anos, de una j ungla
ululant e, sint et izados en un t ono m onocorde. Y adem ás, la noche —aquella
noche— en que, rodeado de luces cegadoras y repet idas explosiones, sint ió
que iba a m orir. Pero no m urió. Un m ilagro —originado en un hom bre— le
había devuelt o la vida... y los años siguieron; aquella noche; aquellos días que
nunca podría olvidar. ¿Qué diablos había pasado?
—Ya llegam os, m ayor.
Webb abrió los oj os y se secó con la m ano el sudor de la frent e. Miró el
reloj , cogió el m alet ín y se preparó para baj ar.

215
—Est aré aquí ent re las 23 y las 23.30, sargent o. Si no puede aparcar, dé
la vuelt a y lo buscaré.
—Sí, señor. —El chofer se volvió hacia el m ayor—. ¿Podría decirm e, señor,
si vam os a hacer algún viaj e largo, después?
—¿Por qué? ¿Tiene asignado algún ot ro servicio?
—Bueno, señor, ust ed sabe que est oy asignado a su servicio hast a que
disponga ot ra cosa, pero est e pesado «cam ión» gast a t ant o com bust ible com o
los viej os «Sherm an». Si vam os a viaj ar lej os, lo m ej or es que llene el
depósit o.
—Perdón. —El m ayor hizo una pausa—. De acuerdo. De t odas m aneras,
t endrá que encont rar dónde es, porque no conozco el lugar. Debem os ir a un
aeródrom o privado en Madison, Nueva Jersey. No puedo llegar después de la
una de la m adrugada.
—Tengo una vaga idea —replicó el conduct or—. Tendrá que t erm inar
ant es de las 23.30, señor.
—Muy bien; digam os ent onces a las 23; y m uchas gracias.
Webb descendió, cerró la puert a y esperó hast a que el coche m arrón que
lo había t raído penet rara en la corrient e del t ráfico de la calle Set ent a y Dos.
Se dirigió hacia el sur de la calle Set ent a y Uno.
Cuat ro m inut os m ás t arde se det uvo ant e una bien cuidada fachada de
piedra. Su elegant e diseño arm onizaba con las ot ras edificaciones de la soleada
calle, una calle t ranquila y sunt uosa, de aspect o t radicional. Era el últ im o lugar
en Manhat t an que una persona sospecharía com o apt o para aloj ar una de las
m ás delicadas operaciones de espionaj e del país. Y hast a hacía veint e m inut os,
el m ayor Gordón Webb era una de las ocho o diez personas que sabían de su
exist encia.
Treadst one Set ent a y Uno.
Subió los escalones, sabiendo que la presión de su peso sobre la ret ícula
de hierro em pot rada en la piedra de los peldaños act ivaba un m ecanism o
elect rónico, que, a su vez, ponía en funcionam ient o las cám aras de un circuit o
para reproducir su im agen en las pant allas del int erior. Except o est o, Webb
sólo sabía que Treadst one Set ent a y Uno nunca int errum pía su labor; operaba
y era cont rolado durant e las veint icuat ro horas del día por un reducido y
select o grupo, de ident idad desconocida.
Llegó al últ im o escalón y pulsó el t im bre, un t im bre sim ple y com ún, pero
no para una puert a com ún, según pudo ver el m ayor. La gruesa m adera
est aba fij ada a una plancha de acero en su part e post erior con elegant es
rem aches de hierro forj ado; el enorm e t irador de bronce disim ulaba una placa
t érm ica que cargaba una serie de proyect iles de acero en las recám aras
m et álicas, para ser disparados a t ravés de la puert a cuando el cont act o de una
m ano act ivara la alarm a encendida. Webb echó una oj eada a las vent anas.
Sabía que los vidrios —de dos cent ím et ros y m edio de espesor— podían resist ir
el im pact o de balas de calibre 30. Treadst one Set ent a y Uno era realm ent e
una fort aleza.
La puert a se abrió, y el m ayor sonrió involunt ariam ent e a una figura que
allí parecía t ot alm ent e fuera del lugar. Era una m uj er pequeña, elegant e y de
cabellos grises, de suaves rasgos arist ocrát icos y un aspect o que revelaba el
dinero. Est a apreciación se confirm ó al oír su voz; t enía acent o del Est e,

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cult ivado en las m ej ores escuelas de señorit as y en innum erables part idos de
polo.
—¡Qué buena idea, m ayor, darse una vuelt a por aquí! Jerem y nos escribió
que vendría. Ent re, por favor. Es un placer verlo de nuevo.
—Y para m í volver a verla a ust ed —respondió Webb, ent rando en el
elegant e vest íbulo y concluyendo su apreciación cuando se cerró la puert a—,
pero no est oy seguro de dónde nos hem os vist o ant es. La m uj er sonrió.
—¡Oh, hem os cenado j unt os t ant as veces!
—Con Jerem y.
—Por supuest o.
—¿Y quién es Jerem y?
—Un j oven sobrino m ío y un afect uoso am igo suyo. Un j oven encant ador.
Es una lást im a que no exist a. —La m uj er lo cogió del brazo m ient ras
descendían por un largo pasillo—. Todo sea por la im agen ant e los vecinos que
pudieran est ar paseando. Vam os, nos est án esperando.
Pasaron j unt o a una arcada que conducía a un am plio salón; el m ayor
observó su int erior. Había un gran piano j unt o a las vent anas del frent e; a su
lado, un arpa, y por t odas part es —sobre el piano y sobre las m esas brillant es
que cent elleaban a la luz de m ort ecinas lám paras— fot ografías enm arcadas en
plat a, recuerdos de un pasado colm ado de riqueza y de encant o. Veleros,
hom bres y m uj eres en la cubiert a de t ransat lánt icos, varios ret rat os de
m ilit ares y, por supuest o, dos inst ant áneas de alguien m ont ado para un
part ido de polo. Era un salón m uy acorde con una casa de aquella calle.
Llegaron al final del pasillo; allí se veía una gran puert a de caoba, t allada
en baj orrelieve y con aplicaciones de hierro: en part e diseño y en part e
seguridad. Si una cám ara infrarroj a los est aba regist rando, Webb no pudo
descubrir la posición del obj et ivo. La m uj er oprim ió un bot ón invisible; el
m ayor pudo oír un apagado zum bido.
—Su am igo est á aquí, señores. Term inen con el póquer y com iencen a
t rabaj ar. ¡Acaba ya, Jesuit a! .
—¿Jesuit a? —pregunt ó, azorado, Webb.
—Es una viej a brom a —replicó la m uj er—. Se rem ont a a cuando
probablem ent e j ugaba ust ed a las canicas y se peleaba con las niñas.
La puert a se abrió y apareció David Abbot t , una bien plant ada figura que
resist ía el peso de los años.
—Encant ado de verlo, m ayor —dij o, al ext ender la m ano, el ant iguo Monj e
Silencioso de Servicios Secret os.
—Me alegra est ar aquí, señor. Webb est rechó su m ano. Ot ro hom bre,
m ayor y bien plant ado, apareció j unt o a Abbot t .
—Un am igo de Jerem y, sin duda —dij o el hom bre con una profunda voz
cargada de hum or—. Lam ent o m uchísim o que la falt a de t iem po im pida las
present aciones adecuadas, j oven. Vam os, Margaret . Encienda el fuego arriba.
—Y volviéndose hacia Abbot t : —¿Me avisarás cuando t e vayas, David?
—Supongo que a la hora de cost um bre —respondió el Monj e—. Enseñaré
a est os dos cóm o llam art e.
Ent onces fue cuando Webb not ó la presencia de un t ercer hom bre en la
habit ación; est aba en las som bras del ot ro ext rem o y al m ayor lo reconoció
inm ediat am ent e. Era Elliot St evens, asesor principal del president e de los

217
Est ados Unidos; para algunos era com o su m ano derecha. Tendría unos
cuarent a años, esbelt o, con gafas y aspect o de aut oridad sin pret ensiones.
—...est ará bien. —El aut orit ario hom bre que no había t enido t iem po para
las present aciones seguía hablando; Webb no lo escuchaba, porque su
at ención se cent raba en el asesor de la Casa Blanca—. Est aré esperando.
—Hast a pront o —prosiguió Abbot t , dirigiendo am ablem ent e su m irada
hacia la m uj er canosa—. Gracias, herm ana Meg. Mant én t u hábit o ceñido y no
dej es que t e lo levant e.
—Nunca olvidas la picardía, Jesuit a.
La parej a se fue, cerrando la puert a t ras sí. Webb siguió de pie por un
inst ant e, inclinando la cabeza y sonriendo. El hom bre y la m uj er del núm ero
139 de la calle Set ent a y Uno vivían en el cuart o baj o el vest íbulo, y est e
cuart o y t odo el edificio de piedra se int egraba en la t ranquila, sunt uosa y
arbolada calle.
—Hace m ucho que los conoce, ¿no es ciert o?
—Desde siem pre, podría decirse —respondió Abbot t —. Él t enía un yat e
que nos prest ó m uy buenos servicios en las j ornadas del Adriát ico para las
operaciones de Donovan en Yugoslavia. Mij ailovich dij o una vez que él era un
navegant e de t em ple consum ado, capaz de dirigir a su ant oj o en las peores
condiciones at m osféricas. Y no t e dej es t rast ornar por el encant o de la
herm ana Meg. Fue una chica del grupo de las int répidas; una verdadera piraña
de dient es m uy afilados.
—Podría escribirse t oda una hist oria sobre ellos.
—Pero creo que nunca será escrit a —apost illó Abbot t , dando por
t erm inado el t em a—. Quiero present arle a Elliot St evens. No sé si le he
com ent ado quién es. Webb, ést e es St evens. St evens, le present o a Webb.
—Est o parece el despacho de un abogado —dij o St evens am igablem ent e,
at ravesando el cuart o con la m ano ext endida—. Encant ado de conocerlo,
Webb. ¿Ha t enido buen viaj e?
—Hubiera preferido un t ransport e m ilit ar. Odio esas condenadas líneas
aéreas com erciales. En el aeropuert o Kennedy creí que el inspect or de la
aduana iba a cort ar en t iras el forro de m i m alet ín.
—Con ese uniform e t iene un aspect o m uy respet able —sonrió el Monj e—.
Sin duda es ust ed un buen cont rabandist a.
—Aún no est oy seguro de la respet abilidad del uniform e —dij o el m ayor,
llevando el m alet ín hast a una larga m esa plegable, j unt o a la pared, donde
desprendió el cordón de nylon.
—Sería obvio recordarle —respondió Abbot t — que la m ayor seguridad
consist e, a m enudo, en com port arse con la m ayor nat uralidad. Un oficial del
Servicio Secret o del Ej ércit o acechando a escondidas en Zurich, en est a época,
despert aría m uchas sospechas.
—Ent onces, no ent iendo ninguna de las dos act it udes —int ervino el asesor
de la Casa Blanca, acercándose a la m esa, j unt o a Webb, y observando las
m anipulaciones del m ayor con el cordón de nylon y la cerradura—. Un
com port am ient o nat ural, ¿no despert aría m ás sospechas? Siem pre creí que el
hecho de act uar ocult am ent e ofrece m enos probabilidades de ser descubiert o.
—El viaj e de Webb a Zurich era un cont rol consular de rut ina incluido en
los program as de G- DOS. Nadie engaña a nadie con est e t ipo de viaj es: son lo
que son y nada m ás. Descubrim os nuevas fuent es, pagam os a los inform ant es,

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et c. Los rusos lo hacen siem pre, y no se preocupan de ocult arlo. Ni nosot ros
t am poco, la verdad sea dicha.
—Pero est o no era la finalidad de est e viaj e —dij o St evens, com enzando a
ent ender—. De m odo que lo obvio ocult a aquello que no lo es.
—Exact o.
—¿Puedo ayudar?
El asesor principal parecía fascinado por el m alet ín.
—Gracias —respondió Webb—. Por favor, t ire del cordón. St evens siguió
las indicaciones de Webb.
—Siem pre creí que había una cadena alrededor de la m uñeca —dij o.
—Muchas m anos quedaron am put adas con ese sist em a —explicó el
m ayor, sonriendo ant e la reacción de hom bre de la Casa Blanca—. Est e cordón
de nylon t iene un cable de acero en su int erior. —Solt ó el m alet ín y lo abrió
sobre la m esa, observando la elegancia del rincón am ueblado que servía de
bibliot eca. Al fondo de la habit ación había dos puert as que conducían
aparent em ent e a un j ardín ext erior, pues el perfil oscuro de un alt o m uro de
piedra se veía t ras los gruesos vidrios—. Así que est o es Treadst one Set ent a y
Uno; im aginaba algo dist int o.
—Corra las cort inas de nuevo, por favor, Elliot —dij o Abbot t . El asesor
presidencial se dirigió a las puert as corrió las cort inas. Abbot t at ravesó el
cuart o hacia una bibliot eca, abrió la vit rina inferior e int roduj o la m ano. Se oyó
un ligero zum bido; la bibliot eca se separó de la pared y, lent am ent e, giró hacia
la izquierda. Al ot ro lado había una consola de una radio elect rónica, uno de los
t ransm isores m ás sofist icados que Cordón Webb hubiera vist o j am ás—. ¿Es
m ás de lo que suponía? —pregunt ó el Monj e.
—¡Jesús...! —silbó el m ayor m ient ras est udiaba el dial, los cont roles de
regulación, las fichas de conexión y los m ecanism os de m odulación
incorporados al panel de la consola. Las salas de sit uación del Pent ágono
t enían equipos m ucho m ás elaborados, pero ést e era el equivalent e en
m iniat ura de una de las est aciones de espionaj e m ej or est ruct uradas.
—Yo t am bién silbaría de asom bro —com ent ó St evens, poniéndose frent e a
la pesada cort ina—. Pero Mr. Abbot t m e hizo una exhibición personal. Est o es
sólo el com ienzo. Cinco bot ones m ás y est e lugar parecerá una est ación de
seguim ient o de sat élit es en Om aha.
—Est os m ism os bot ones conviert en de nuevo a est e cuart o en una
elegant e bibliot eca de East Side.
—Abbot t int roduj o la m ano en la vit rina; en pocos segundos, la enorm e
consola fue rem plazada por los est ant es de libros. Luego se dirigió a la
bibliot eca cont igua, abrió la vit rina inferior y ot ra vez int roduj o la m ano en ella.
Nuevam ent e se oyó el zum bido, la bibliot eca se deslizó y, con rapidez,
aparecieron en su lugar t res alt os gabinet es de archivo. El Monj e puso una
llave y abrió un caj ón—. No est oy alardeando, Gordon. Cuando hayam os
t erm inado, quiero que veas est o. Les m ost raré el bot ón que vuelve t odo a su
lugar. Si se present a algún problem a, nuest ro huésped se ocupará de t odo.
—¿Qué es lo que debo m irar?
—Ya llegarem os a eso. Ahora quiero oír not icias de Zurich. ¿Qué ha sabido
de nuevo?

219
—Perdón, Mr. Abbot t —int errum pió St evens—. Si soy un poco lent o, es
porque t odo est o result a m uy nuevo para m í. Pero est oy pensando en algo que
ust ed ha dicho hace un m inut o sobre el viaj e del m ayor Webb.
—¿Qué he dicho?
—Pues que el viaj e est aba incluido en los program as de G- DOS.
—Es ciert o.
—¿Por qué? La presencia del m ayor era para confundir a Zurich, no a
Washingt on. ¿O era est o lo que se buscaba?
El Monj e sonrió.
—Puedo ver por qué el president e lo ha m et ido en est o. Nunca dudam os
de que Carlos hubiera com prado su ingreso en un círculo o dos, o diez, en
Washingt on. Ha encont rado hom bres descont ent os y les ha ofrecido lo que no
t enían. Un personaj e com o Carlos no hubiera podido exist ir si no hubiese ese
t ipo de gent e. Recuerde que él no sólo vende la m uert e; vende t am bién los
secret os de una nación. Muy a m enudo a los rusos, aunque sólo sea para
dem ost rarles lo im prudent e que sería prescindir de él.
—Al president e le gust aría saber est o —int ervino el asesor—, porque así
se aclararían m uchas cosas.
—¿Por eso no est á ust ed aquí? —inquirió Abbot t .
—Supongo que sí.
—Y Zurich es un buen lugar para em pezar —dij o Webb, llevando su
m alet ín a un sillón frent e a las vit rinas de archivo. Se sent ó, desplegó a sus
pies las carpet as que había en su int erior y sacó varias hoj as de papel—. Sin
duda Carlos est á en Washingt on, pero no lo puede confirm ar.
—¿Dónde? ¿Quizás en Treadst one?
—No hay suficient es pruebas de ello, pero t am poco debe ser desechado.
Encont ró la fiche y la alt eró.
—¡Sant o cielo! , ¿y cóm o?
—El cóm o lo hizo sólo puedo int uirlo; pero sé quién lo hizo.
—¿Quién?
—Un hom bre llam ado Koenig. Hast a hace t res días est aba a cargo de las
verificaciones prim arias en el Gem einschaft Bank.
—¡Hast a hace t res días! ¿Y dónde est á ahora?
—Muert o. Un ext raño accident e de circulación durant e el t rayect o que
hacía t odos los días. Aquí est á el inform e de la Policía; lo he t raducido. —
Abbot t t om ó unos papeles y se sent ó en una silla cercana. Elliot St evens
perm aneció de pie; Webb cont inuó—: Ahí hay algo int eresant e. No nos dice
nada que ya no sepam os, pero hay una pist a que quiero seguir.
—¿Y qué es eso? —pregunt ó el Monj e, leyendo—. Est o describe el
accident e. La curva, la velocidad del coche, la aparent e m aniobra realizada
para evit ar el choque.
—Es al final. Lo que nos llam ó la at ención es la m ención del asesinat o en
el Gem einschaft Bank.
—¿Es así? —inquirió Abbot t , volviendo la página.
—Véalo ust ed m ism o; las dos últ im as frases. ¿Ent iende lo que quiero
decir?
—No exact am ent e —respondió Abbot t frunciendo el ceño—. Aquí dice
sim plem ent e que Koenig est aba em pleado en el Gem einschaft cuando se

220
com et ió un hom icidio hace poco... que est aba present e cuando se inició el
t irot eo. Y eso es t odo.
—No creo que eso sea t odo —opuso Webb—. Pienso que hay algo m ás.
Alguien com enzó a hacer pregunt as, pero quedaron en suspenso. Me gust aría
saber quién censura los inform es de la Policía de Zurich. Puede ser el hom bre
de Carlos. Sabem os que t iene uno allí.
El Monj e se recost ó en la silla, su frent e m ost raba preocupación.
—Suponiendo que t enga razón, ¿por qué no fue borrada t oda la frase?
—Dem asiado obvio. El crim en se había com et ido; Koenig era un t est igo; el
oficial que redact ó el inform e podría, con t odo derecho, haber hecho m ás
pregunt as.
—Pero si hubiera supuest o una vinculación, ¿no habría quedado t an
confundido com o en el caso que dicha suposición hubiera sido borrada?
—No necesariam ent e. Est am os hablando de un Banco de Suiza. Mient ras
no haya una prueba, ciert as áreas son inviolables.
—Bueno, no siem pre. Sé que t uvo m ucho éxit o con los diarios.
—Ext raoficialm ent e. Yo apelé al escrupuloso sensacionalism o periodíst ico
y, aunque casi m uere por ello, conseguí a Walt er Apfel para corroborarlo a
m edias.
—Un m om ent o —dij o Elliot St evens—. Pienso que es aquí donde ent ra el
Despacho Ovalad. Presum o que se refieren a la m uj er canadiense, por lo que
sé a t ravés de los diarios.
—No exact am ent e. Est a hist oria fue publicada. No pudim os im pedirlo. La
Policía de Zurich t am bién publicó el inform e, pues Carlos est á en com unicación
con ellos. Nosot ros sim plem ent e la am pliam os, y vinculam os a la m uj er con
una hist oria, igualm ent e falsa, de m illones robados al Gem einschaft . —Webb
hizo una pausa y m iró a Abbot t —; Est o es algo de lo que t enem os que hablar;
quizá no sea t an falso.
—No puedo creerlo —replicó el Monj e.
—Y yo no quiero creerlo —int ervino el m ayor—. Nunca lo creería.
—¿Les m olest aría volver at rás? —pregunt ó el asesor de la Casa Blanca,
sent ándose frent e al oficial del Ej ércit o—. Debo ent ender est o m uy claram ent e.
—Déj em e explicarle —int errum pió Abbot t , viendo el asom bro en el rost ro
de Webb—. Elliot est á aquí por orden del president e, dada a raíz del asesinat o
en el aeropuert o de Ot t awa.
—Es una m aldit a confusión —dij o St evens bruscam ent e—. El Prim er
Minist ro pidió duram ent e al president e, que ret irara nuest ras est aciones de
Nueva Escocia. Es un canadiense iracundo.
—¿Cóm o sucedió? —pregunt ó Webb.
—Muy m al. Todo lo que saben es que un calificado econom ist a de la
Dirección Nacional de Rent as llevó a cabo discret as consult as sobre una
em presa de origen est adounidense no inscrit a; y fue asesinado a causa de
ello. Fue una operación de Est ados Unidos m uy delicada.
—¿Quién dem onios lo hizo?
—Creo haber oído decir acá y allá el nom bre de Adoquín —dij o el Monj e.
—¿El general Crawford? ¡Ese est úpido bast ardo!
—¿Se im aginan ust edes? —int ervino St evens—. Asesinan a su agent e
canadiense y nosot ros t enem os el descaro de decirles que se m ant engan
apart ados de est e asunt o.

221
—Crawford t enía razón, por supuest o —corrigió Abbot t —. Había que
act uar rápidam ent e, sin dar lugar a equívocos. Había que apret ar los t ornillos
de inm ediat o, ya que el golpe era lo suficient em ent e ult raj ant e com o para
det ener cualquier cosa. Est o m e dio t iem po para conseguir los servicios de
MacKenzie Hawkins. Mac y yo t rabaj am os j unt os en Birm ania; ya se ret iró,
pero siem pre lo t ienen en cuent a. Ahora est án cooperando, y est o es lo m ás
im port ant e, ¿no es ciert o?
—Hay ot ras consideraciones, Mr. Abbot t —prot est ó St evens.
—Pero son niveles diferent es, Elliot . No t rabaj am os m uy rígidam ent e con
ellos, y no podem os perder t iem po en act it udes diplom át icas. Adm it o que est as
act it udes son necesarias, pero no para nosot ros.
—Pero sí para el president e, señor. Es part e de su preocupación diaria. Y
por eso debo volver at rás, para dej ar bien aclarada la sit uación. —St evens hizo
una pausa y se volvió hacia Webb—. Ahora, por favor, em pecem os de nuevo.
¿Qué fue, exact am ent e, lo que hizo ust ed y por qué? ¿Qué papel t enem os en
el caso de la m uj er canadiense?
—I nicialm ent e, nada condenable; est o fue m ás bien una j ugada de Carlos.
Alguien de m uy alt o nivel en la Policía de Zurich es pagado por Carlos. Fueron
ellos quienes se burlaron de la cit ada evidencia relacionando a est a m uj er con
los t res asesinat os. Pero t odo eso es com plet am ent e ridículo. Ella no es el
asesino.
—Muy bien, m uy bien —replicó el asesor—. Fue Carlos. Pero, ¿por qué lo
hizo?
—Para elim inar a Bourne. Esa m uj er y Bourne viven j unt os.
—¿Quiere decir ent onces que Bourne es el asesino y que t am bién se llam a
Caín?
—Así es —respondió Webb—. Carlos ha j urado m at arlo. Caín ha est ado
siguiendo a Carlos por t oda Europa y Orient e Medio, pero no hay fot ografías de
él, nadie podría reconocerlo. Por eso, difundiendo una fot o de la m uj er ( y les
diré que apareció en cualquier m aldit o diario de por ahí) , alguien podría dar
con ella y, siguiéndola, es m uy probable que t am bién encont raran a Caín-
Bourne. Y Carlos m at aría a am bos.
—Muy bien, est am os nuevam ent e con Carlos. Pero, ¿qué es lo que hizo
ust ed?
—Exact am ent e lo que he dicho. Llegué al Gem einschaft Bank y los
convencí de que sólo confirm aran que Ja m uj er podría est ar com plicada en un
robo cuant ioso. No fue fácil lograrlo, pero los hechos indicaban que era un
hom bre de ellos, Koenig, quien había sido sobornado, y no uno de los
nuest ros. Era un asunt o int erno, pero ellos querían t aparlo. Así, llam é a los
diarios y les hablé de Walt er Apfel. La m ist eriosa m uj er, crim en, m illones
robados; los edit ores se regodearon con la inform ación.
—¡En nom bre de Crist o! ¿Por qué? —grit ó St evens—. Ust ed usó a un
ciudadano de ot ro país para una operación de espionaj e de los Est ados Unidos.
Un m iem bro del personal de un Gobierno est recham ent e aliado al nuest ro.
¿Est á ust ed en su sano j uicio? Sólo ha conseguido agravar la sit uación y ha
sacrificado a esa m uj er.
—Se equivoca ust ed —int ervino Webb—. Est am os t rat ando de salvar su
vida. Hem os vuelt o las arm as de Carlos cont ra él m ism o.
—¿Cóm o?

222
El Monj e levant ó la m ano.
—Ant es de responder t enem os que volver a ot ro asunt o —dij o—. Porque
la respuest a a est o puede darle una idea de cuan reservada es est a
inform ación. Hace un m om ent o he pregunt ado al m ayor cóm o habría podido
Carlos encont rar a Bourne, encont rar la fiche que ident ifica a Bourne com o
Caín. Creo que lo sé, pero quiero que él se lo diga.
Webb se inclinó hacia delant e,
—Los archivos de Medusa —dij o, t ranquilam ent e, de m ala gana.
—¿Medusa...? —La expresión de St evens daba a ent ender que el asunt o
Medusa fue t em a de ant iguas inst rucciones confidenciales de la Casa Blanca—.
Ese inform e ya fue ent errado —dij o.
—Un m om ent o —se int erpuso Abbot t —. Aún queda un original y dos
copias, y est án en las bóvedas del Pent ágono, la CÍ A. y el Consej o Nacional de
Seguridad. El acceso a ellos est á lim it ado a un grupo m uy select o. Y cada uno,
ent re los m iem bros m ás alt os de su unidad. Bourne viene de Medusa; un
cont rol sim ult áneo de los nom bres de est e inform e y los regist ros del Banco
van a dar lógicam ent e su nom bre. Y alguien le pasó est e dat o a Carlos.
St evens clavó su vist a en el Monj e.
—Ust ed est á insinuando que Carlos est á... conect ado con... hom bres de
esos niveles. Eso es una acusación gravísim a.
—Es la única explicación —adm it ió Webb.
—Pero, ¿por qué habría Bourne de usar alguna vez su nom bre verdadero?
—Era necesario —respondió Abbot t —. Era una part e vit al de su
sem blanza. Tenía que ser aut ént ico. Todo t enía que ser aut ént ico. Todo.
—¿Aut ént ico?
—Puede ser que lo ent ienda ahora —cont inuó el m ayor—. Al vincular a la
canadiense con los m illones supuest am ent e robados a la Gem einschaft Bank,
sacam os a Bourne a la superficie, pues él sabe que est o es falso.
—¿Sacar a Bourne a la superficie?
—El hom bre llam ado Jason Bourne —dij o Abbot t , poniéndose de pie y
dirigiéndose hacia las cort inas corridas— es un oficial de espionaj e de los
Est ados Unidos. Caín no exist e; es decir, no exist e el Caín que se im agina
Carlos. Sólo es un señuelo, una t ram pa para Carlos. Ést a es o era la figura de
Caín.
Él silencio fue breve, rot o sólo por el asesor de la Casa Blanca.
—Creo que deben explicarse. Es necesario que el president e est é
inform ado.
—Eso creo yo t am bién —m usit ó Abbot t ent reabriendo las cort inas y
m irando dist raídam ent e hacia fuera—: Es un dilem a insoluble, verdaderam ent e
insoluble. Los president es cam bian; diferent es hom bres, con diferent es
t em peram ent os y apet it os, se sient an en el Despacho Ovalad. Sin em bargo,
una est rat egia de largo alcance no cam bia, al m enos una est rat egia com o ést a.
A pesar de que una im presión dej ada caer al descuido m ient ras se bebe un
vaso de whisky durant e una conversación post erior al período presidencial, o
una frase ególat ra insert ada en un inform e, puede m andar t oda est a est rat egia
al m ism o infierno. No pasa un día sin que dej em os de asom brarnos de aquellos
hom bres que han logrado sobrevivir a la Casa Blanca.

223
—Por favor —int errum pió St evens—, le recuerdo que est oy aquí por orden
de est e president e. No im port a que lo apruebe o no. Por ley t iene derecho a
conocer, y en su nom bre yo insist o en est e derecho.
—Muy bien —replicó Abbot t m irando aún hacia fuera—. Hace t res años
t om am os prest ada una hist oria de los ingleses. Cream os un hom bre que nunca
exist ió. Si ust ed lo recuerda, poco t iem po ant es de la invasión de Norm andía,
el Servicio Secret o Brit ánico echó a flot ar un cadáver en las cost as de Port ugal.
Sabían que cualquier docum ent o concernient e a ese cadáver iría a parar a la
Em baj ada alem ana en Lisboa. Así se creó una vida para el cuerpo m uert o; un
nom bre, un rango de oficial de Marina; escuelas, adiest ram ient o, órdenes de
viaj e, carné de conducir, credenciales de varios clubes exclusivos de Londres y
una m edia docena de cart as personales. En form a dispersa se dej aron
insinuaciones, alusiones m uy vagas y unas cuant as referencias cronológicas y
geográficas m uy direct as. Todas se vinculaban a la invasión que t endría lugar a
unas cien m illas de Norm andía, y unas seis sem anas después de la fecha fij ada
para j unio. Una vez los agent es alem anes, const ernados, verificaron la
inform ación a t ravés de t oda I nglat erra, incident alm ent e cont rolada y
m onit orizada por el Ml- Cinco, el Com ando Superior en Berlín acept ó com o
verdadera la inform ación y m odificó una gran part e de sus defensas. Así com o
se perdieron m uchas vidas, ot ras m iles y m iles fueron salvadas por aquel
hom bre que nunca exist ió.
Abbot t dej ó caer la cort ina y volvió cansinam ent e a su silla.
—He oído hablar de esa hist oria —dij o el asesor de la Casa Blanca—,
¿y...?
—Nuest ra hist oria es una variant e de la que cont é —explicó el Monj e
sent ándose pesadam ent e—. Cream os un hom bre vivo, una leyenda
rápidam ent e est ablecida, dando la im presión de est ar en cualquier part e al
m inut o, corriendo por t odo el Sudest e asiát ico, superando a Carlos en cada
golpe, especialm ent e en las operaciones fulm inant es. Siem pre que se com et ía
un asesinat o o una m uert e inexplicable, o una figura prom inent e se veía
involucrada en un accident e fat al, allí est aba Caín. Varias fuent es de confianza,
inform ant es pagados conocidos por su fiabilidad, recibieron su nom bre;
Em baj adas, puest os de inform ación, la red ent era de espionaj e fue varias
veces inform ada, encauzada y concent rada sobre las act ividades, rápidam ent e
desarrolladas, de Caín. Sus «asesinat os» aum ent aban m es a m es; en algunos
casos, sem ana a sem ana. Él est aba en t odas part es... y exist ía, sin dej ar
ninguna duda.
—¿Y dice ust ed que ést e era Bourne?
—Así es. Est uvo m eses aprendiendo t odo cuant o se podía aprender sobre
Carlos, consult ando t odos nuest ros archivos, t odos los asesinat os conocidos
donde sospechábam os que Carlos est aba involucrado. I nvest igó
cuidadosam ent e sus t áct icas, sus m ét odos de t rabaj o; t odo lo que podía
invest igar. Gran part e de est e m at erial nunca fue conocido y probablem ent e
nunca lo será. Es m uy explosivo. Los Gobiernos y los m onopolios
int ernacionales se t irarían ent re sí de los pelos si lo conocieran. No había
lit eralm ent e nada que pudiera saberse sobre Carlos, que Bourne no conociera.
Al llegar a est e punt o, Bourne com enzó a salir a la luz, siem pre con un aspect o
diferent e, expresándose en diferent es idiom as, hablando con un select o grupo
de crim inales sobre t em as que sólo un delincuent e profesional podía conocer. Y

224
después desaparecía, dej ando a hom bres y m uj eres asom brados y, a m enudo,
at em orizados. Ellos habían vist o a Caín; exist ía y era un crim inal despiadado.
Ést a era la im agen que Bourne t ransm it ía.
—¿Y act uó así, ocult am ent e, durant e t res años? —pregunt ó St evens.
—En efect o. Se m ovía a t ravés de Europa. Era el asesino m ás consum ado
de Asia. Prest igiado por el infam e grupo Medusa, desafiaba a Carlos en su
propio t erreno. Y en est e proceso salvó a cuat ro hom bres m arcados por Carlos,
se at ribuyó ot ros que fueron asesinados por Carlos, burlándose de él en cada
oport unidad...: t rat ando siem pre de hacerlo salir a la luz. Pasó casi t res años
viviendo la m ent ira m ás peligrosa que un hom bre puede vivir, una exist encia
que pocos hom bres conocen. Muchos ot ros habrían sucum bido en est a prueba.
Y nunca debem os descart ar est a posibilidad.
—¿Qué clase de hom bre es?
—Un profesional —respondió Gordon Webb—. Alguien con la capacidad y
el adiest ram ient o necesarios y que com prendió la necesidad de encont rar y
det ener a Carlos.
—Pero, ¿t res años?
—Si est o parece increíble —dij o Abbot t —, ha de saber que se som et ió a
cirugía est ét ica. Fue el últ im o cort e con su pasado, con el hom bre que era,
para convert irse en el hom bre que no era. Dudo que exist a la form a en que
una nación pueda pagar a Bourne lo que ha hecho. Quizá la única sea darle la
oport unidad de t ener éxit o. ¡Y por Dios que int ent o dársela! —El Monj e se
int errum pió un inst ant e y agregó—: Si él es Bourne.
Fue com o si Elliot St evens hubiera sido golpeado por una m aza invisible.
—¿Qué est á ust ed diciendo? —pregunt ó.
—Tem o haber reservado est o para el final. Pero quiero que t enga una
visión com plet a de est a sit uación ant es de que le hable de una pist a que
hem os encont rado. Tal vez no sea una brecha, no lo sabem os. Han sucedido
m uchas cosas que no t ienen sent ido para nosot ros, y no las ent endem os. Por
est o no ha de haber ninguna int erferencia con ot ros niveles, ni com prom isos
diplom át icos que ocasionen riesgos en est a est rat egia. No podem os condenar a
m uert e a un hom bre que dio m ás de sí que m uchos de nosot ros. Si logra su
obj et ivo, podrá volver a su vida, pero sólo en el anonim at o, sin que se revele
nunca su verdadera ident idad.
—Tem o que deban explicarm e eso —dij o, asom brado, el asesor
presidencial.
—Lealt ad, Elliot . Es un sent im ient o no reservado exclusivam ent e para lo
que com únm ent e se ent iende com o «los buenos». Carlos organizó un ej ércit o
de hom bres y m uj eres que se han consagrado a él. Puede ser que no lo
conozcan, pero lo siguen con reverencia. Sin em bargo, si Bourne consigue
at rapar a Carlos o hacerlo caer en una t ram pa para que nosot ros lo at rapem os,
desaparecería. Bourne podría ret irarse a vivir t ranquilam ent e.
—Pero ust ed dice que quizá no sea Bourne.
—He dicho que no lo sabem os. En el Banco era Bourne, con seguridad; las
firm as eran aut ént icas. Ahora, sin em bargo, no est am os seguros. Lo sabrem os
en los próxim os días.
—Si aparece —agregó Webb.
—Es algo m uy delicado —cont inuó el Monj e—. Hay m uchas cuest iones que
aclarar. Si no es Bourne, o si nos ha t raicionado, se explicaría la llam ada a

225
Ot t awa, el asesinat o en el aeropuert o. Por lo que sabem os, la experiencia de la
m uj er fue usada para int roducir el dinero en París. Todo lo que Carlos t enía
que hacer eran unas pocas averiguaciones en la Dirección del Tesoro de
Canadá. El rest o era un j uego de niños para él. Asesinar a su cont act o,
asust arla, incom unicarla y usarla para encerrar a Bourne.
—¿Tiene posibilidades de com unicarse con ella? —pregunt ó el m ayor.
—Lo int ent é, pero no t uve éxit o. Hice que Mac Hawkins hablara con un
hom bre que había t rabaj ado j unt o a ella, un t al Alan, no conozco su apellido.
Le indicaron a ella que volviera inm ediat am ent e a Canadá. Pero cort ó la
com unicación.
—¡Dem onios! —exclam ó Webb.
—Si hubiéram os logrado que volviera, habríam os aclarado m uchas dudas.
Ella es la clave. ¿Por qué est á j unt o a él? ¿Por qué est á Bourne con esa m uj er?
Nada encaj a en est a relación.
—Y m enos para m í —int ervino St evens, pasando del asom bro a la
angust ia—. Si ust ed espera la cooperación del president e, y no puedo
garant izar nada, es m ej or que sea claro.
Abbot t se volvió hacia el asesor.
—Hace unos seis m eses que Bourne desapareció —dij o—. Algo sucedió, no
sabem os qué; pero sólo podem os llegar a reunir la inform ación de algo
m eram ent e probable. I nform ó a Zurich que se dirigía a Marsella. Más t arde,
m uy t arde ya, lo ent endim os. Se había ent erado que Carlos había acept ado un
cont rat o sobre Howard Leland, y Bourne t rat aba de det enerlo. A part ir de aquí,
nada m ás. Se esfum ó. ¿Habrá sido asesinado? ¿Habrá sucum bido al esfuerzo
de est a operación? ¿Habrá desist ido de ella?
—No puedo acept arlo —int errum pió duram ent e Webb—, no quiero
acept arlo.
—Sé que no quiere ust ed —dij o el Monj e—, y por eso quiero que
invest igue est e archivo. Conoce ust ed sus claves. Todo est á aquí. Vea si puede
encont rar algunas desviaciones en Zurich.
—¡Por favor! —int errum pió St evens—. ¿Qué se im agina ust ed? Tiene que
haber algo concret o en que basar una opinión. Necesit o una prueba así, Mr.
Abbot t . El president e la necesit a.
—¡Oj alá la t uviera! —exclam ó el Monj e—. ¿Qué hem os encont rado Todo y
nada. Casi t res años del engaño m ás cuidadosam ent e const ruido en nuest ros
inform es. Cada hecho falso est á docum ent ado, cada m ovim ient o est á definido
y j ust ificado; cada hom bre y m uj er, inform ant es, cont act os, fuent es, ha
recibido un rost ro, una voz, una hist oria. Y m es a m es, sem ana a sem ana, un
poco m ás cerca de Carlos. ¡Y ahora! ¡Silencio, seis m eses en el vacío!
—¡Pero ahora no! —opuso el asesor del president e—. Est e silencio fue
cort ado. ¿Por quién?
—Ést a es la duda principal, ¿no es así? —int ervino el Monj e con voz
cansina—. Meses de silencio y, repent inam ent e, una explosión de act ividad no
aut orizada e incom prensible. La cuent a violada, la fiche alt erada, m illones
t ransferidos, aparent em ent e robados. Y, por encim a de t odo, varios hom bres
asesinados y planes para asesinar a ot ros. ¿Por quién? ¿Para quién?
—El Monj e sacudió cansinam ent e la cabeza—. ¿Quién est á det rás de t odo
est o?

226
20

La lim usina est aba aparcada ent re dos farolas, en diagonal, sobre la
vereda opuest a a las pesadas puert as labradas del front ispicio de piedra; al
volant e, un chofer uniform ado. Un chofer de cat egoría adecuada al vehículo,
una lim usina que no desent onaba a la vist a de la sunt uosa y arbolada calle. No
era usual, sin em bargo, que los ot ros dos hom bres perm anecieran en las
som bras del profundo asient o post erior, sin hacer ningún m ovim ient o para salir
del coche. Observaban la ent rada de piedra, seguros de no ser capt ados por
los rayos infrarroj os de la cám ara det ect ora.
Uno de los hom bres se aj ust ó las gafas de gruesos crist ales; sus
desconfiados oj os de lechuza observaban cuant o veían. Habló Alfred Gillet t e,
Direct or de Análisis y Evaluación del Personal del Consej o Nacional de
Seguridad:
—¡Qué significa est ar aquí en el m om ent o en que se derrum ba la
arrogancia! ¡Y cuánt o m ás ser el art ífice de est a cat ást rofe!
—Realm ent e no lo aprecias, ¿verdad? —dij o el com pañero de Gillet t e, un
hom bre de anchos hom bros, con im perm eable negro, y cuyo acent o denuncia
una lengua eslava de algún lugar de Europa.
—Lo det est o. Represent a a t odo lo que odio en Washingt on. Las escuelas
select as, las casas de Georget own, las granj as de Virginia, las reservadas
reuniones en sus clubes. Tienen su pequeño m undo cerrado, que es
inaccesible. Lo gobiernan t odo. ¡Los bast ardos! La superior y engreída gent e
t radicional de Washingt on. Usan la int eligencia y el t rabaj o de los dem ás, y los
disfrazan con decisiones que llevan su sello part icular. Y si uno viene de
afuera, pasa a int egrar una ent idad am orfa: «El m agnífico equipo de
funcionarios.»
—Exagera ust ed —dij o el europeo, con los oj os fij os en la fachada—. No le
ha ido t an m al aquí. De ot ra m anera, nunca hubiéram os est ablecido cont act o
con ust ed.
Gillet t e lo m iró frunciendo el ceño.
—Si no m e ha ido m al, es porque he llegado a ser indispensable para
m uchos, com o David Abbot t . Tengo en la cabeza m iles de hechos que no
podrían recordar. Y es así m ucho m ás fácil para ellos llevarm e adonde est án
los problem as, donde los asunt os requieren una solución. ¡Direct or de Análisis
y Evaluación del Personal del Consej o Nacional de Seguridad! Ellos crearon
est e puest o y est e t ít ulo para m í. ¿Y sabe por qué?
—No, Alfred —respondió el europeo, m irando su reloj —, no sé por qué.
—Porque no t ienen la paciencia de pasar horas y horas est udiando
det enidam ent e m iles y m iles de inform es y expedient es. Les gust a, m ás bien,
est ar cenando en «Sans Souci», o pavonearse ant e los Com it és del Senado,
recit ando escrit os preparados por ot ros, por ese escondido e ignorado
«m agnífico equipo de funcionarios».
—Es ust ed un nom bre am argado —cont est ó el europeo.
—Mucho m ás de lo que ust ed cree. Toda una vida haciendo el t rabaj o que
est os bast ardos deberían haber hecho. ¿Y para qué? Para que m e ofrezcan un
t ít ulo y un alm uerzo ocasional en el que m i int eligencia es consum ida ent re el

227
aperit ivo y el principio. Por hom bres com o David Abbot t , el suprem o
arrogant e; ellos no son nada sin la ayuda de gent e com o yo.
—No subest im e al Monj e. Carlos no lo hace.
—¿Cóm o podría hacerlo? No t iene idea del valor de las cosas. Todo lo que
Abbot t hace es t rat ado en secret o. Nadie sabe la cant idad de errores que ha
com et ido. Y si alguno sale a la luz, los hom bres com o yo cargam os con la
culpa.
El europeo t ransfirió su m irada de la vent ana a Gillet t e.
—Es ust ed m uy em ocional, Alfred —dij o fríam ent e—, y debe t ener cuidado
con eso. El burócrat a sonrió.
—Eso nunca int erfiere. Y, adem ás, creo que m i aport ación a la causa de
Carlos supera a est o. Digam os que m e est oy preparando para una
confront ación que no querría perderm e por nada del m undo.
—Es una afirm ación honest a —int ervino el hom bre de anchos hom bros.
—¿Y ust ed qué opina? Porque fue ust ed quien vino a m í.
—Sé lo que busco.
El europeo volvió a m irar a la vent ana.
—Me refiero a ust ed. Al t rabaj o que hace para Carlos.
—Mis razonam ient os no son t an com plicados. Vengo de un país donde los
hom bres cult os son prom ocionados al ant oj o de unos ret rasados que recit an a
Marx com o una let anía rut inaria. Carlos t am bién sabía qué buscar.
Gillet t e rió, con sus oj os fij os a punt o de brillar.
—Después de t odo, no som os m uy diferent es. Cam biem os la herencia de
nuest ros gobernadores orient ales por Marx y t endrem os un claro paralelism o.
—Quizá —convino el europeo, m irando nuevam ent e su reloj —. Ya no
t ardará. Abbot t t om a siem pre el t ren local de m edianoche; da cuent a en
Washingt on de cada una de sus horas.
—¿Est á seguro de que saldrá solo?
—Siem pre lo hace, y sin duda no querrá ser vist o con Elliot St evens. Webb
y St evens saldrán asim ism o por separado; t ienen fij ado un int ervalo de veint e
m inut os ent re sí.
—¿Cóm o descubrió Treadst one?
—No fue m uy difícil. Y ust ed cont ribuyó, Alfred. Ust ed, que es part e de
ese «m agnífico equipo de funcionarios». —El hom bre se rió m irando el
front ispicio—. Caín venía de Medusa, ust ed nos lo dij o; y si las sospechas de
Carlos eran ciert as, el Monj e quedaba señalado, nosot ros sabíam os est o.
Carlos lo vinculó a Bourne y nos inst ruyó para vigilar a Abbot t durant e las
veint icuat ro horas del día. Algo había ido m al. Cuando los disparos de Zurich
se oyeron en Washingt on, Abbot t com enzó a act uar descuidadam ent e. Lo
seguim os hast a aquí. Todo fue cuest ión de paciencia.
—¿Y est o los guió hast a Canadá, hast a el hom bre de Ot t awa?
—El hom bre de Ot t awa se descubrió solo al buscar a Treadst one. Cuando
supim os quién era la m uj er, com enzam os a vigilar su oficina en el
Depart am ent o del Tesoro. Llegó una llam ada de París; era ella, pidiéndole que
iniciara una invest igación. Desconocíam os la causa, pero sospechábam os que
Bourne est aría t rat ando de apart ar a Treadst one. Si había vuelt o, era una
m anera de salir y quedarse con el dinero. El asunt o no im port aba. Pero,
repent inam ent e, ese j efe de sección del que nadie había oído hablar, salvo el
Gobierno de Canadá, se t ransform ó en un problem a de vit al prioridad. Los

228
com unicados de los Servicios de Espionaj e m ult iplicaban los t elegram as. Est o
significaba que Carlos t enía razón; que ust ed t enía razón, Alfred. Caín no
exist e, es un invent o, una t ram pa.
—Yo le dij e eso desde el com ienzo —insist ió Gillet t e—. Tres años de falsos
inform es, fuent es no confirm adas. Había de t odo.
—Desde el com ienzo —m usit ó el europeo—. Sin duda ha sido la m ej or
creación del Monj e... hast a que sucedió algo, y su creación se invirt ió. Todo se
ha invert ido. Todo se est á part iendo por una fisura.
—La presencia de St evens lo confirm a. El president e quiere saber.
—Tiene que ent erarse. En Ot t awa hay una insist ent e sospecha de que un
j efe de sección del Depart am ent o del Tesoro fue asesinado por el Servicio de
Espionaj e de Est ados Unidos. —El europeo m iró desde la vent ana al
burócrat a—. Recuerde, Alfred; nosot ros sim plem ent e querem os saber qué
pasó. Le he relat ado los hechos según supim os cóm o ocurrieron; son
irrefut ables, y Abbot t no puede negarlos. Pero deben ser present ados com o si
hubieran sido obt enidos independient em ent e, por m edio de sus propias
fuent es. Ust ed est á const ernado y exige que se le rindan cuent as; la t ot alidad
de los servicios de espionaj e ha sido em baucada.
—¡Así es! —exclam ó Gillet t e—. Em baucados y usados. En Washingt on,
nadie sabía nada sobre Bourne ni sobre Treadst one. ¡Han excluido a t odos, es
at errador! Y no exagero, ¡bast ardos arrogant es!
—Alfred —le am onest ó el europeo, levant ando su m ano—. Recuerde para
quién est am os t rabaj ando. La am enaza no se puede basar en algo em ocional,
sino en el frío ult raj e profesional. Sospechará de ust ed inm ediat am ent e; pero
ust ed debe disipar de inm ediat o esas sospechas. Recuerde que ust ed es el
acusador y no él.
—Lo recordaré.
—Muy bien. —La luz de los faros de un coche at ravesó el vidrio—. el t axi
de Abbot t ha llegado. Me ocuparé del conduct or. —El europeo se volvió hacia
la derecha y conect ó un int errupt or baj o el brazo del asient o—. Est aré en m i
coche escuchando, al ot ro lado de la calle. —Dirigiéndose al chofer, le dij o—:
Abbot t saldrá en un m om ent o. Ya sabe lo que t iene que hacer.
El chofer asint ió. Los dos hom bres salieron a la vez de la lim usina. El
chofer rodeó el capó del coche, com o si fuera a recibir a un personaj e
im port ant e en el lado sur de la calle. Gillet t e observaba por la vent anilla
t rasera; los dos hom bres se det uvieron unos segundos y luego se separaron;
el europeo se dirigió hacia el t axi que llegaba, con la m ano en alt o y un billet e
ent re los dedos. El t axi fue despedido, porque quien lo llam ó había cam biado
de idea. El chofer había corrido hacia el lado nort e de la calle y se había
ocult ado en las som bras de una escalinat a, a dos puert as de Treadst one
Set ent a y Uno.
Treint a segundos m ás t arde, la m irada de Gillet t e se t ransfería a la puert a
de la fachada. La luz brot ó en el vano, al t iem po que un im pacient e David
Abbot t salió m irando a am bas direcciones de la calle y observando su reloj , con
gran confusión. El t axi t ardaba y él t enía que t om ar un avión. Había de cum plir
un program a preciso. Abbot t baj ó los escalones y se dirigió hacia la izquierda,
en espera del t axi. Dent ro de unos segundos pasaría j unt o al chofer. Cuando lo
hizo, am bos hom bres quedaron fuera del área capt ada por las cám aras de
Treadst one.

229
La sorpresa fue inm ediat a; el diálogo, rápido. En unos inst ant es, un
asom brado David Abbot t ascendía a la lim usina, y el chofer se alej aba hacia las
som bras.
—¡Ust ed! —exclam ó el Monj e, con la angust ia y el disgust o en la voz—.
¡Ent re t odos, ust ed!
—No creo que pueda ust ed adopt ar una posición desdeñosa... y m ucho
m enos arrogant e.
—¿Qué ha hecho ust ed? ¿Cóm o se at reve? Zurich. Los inform es del
asunt o Medusa..., ¡era ust ed!
—Los inform es Medusa, es ciert o. Zurich, es ciert o. Pero lo que im port a no
es lo que yo he hecho, sino lo que ha hecho ust ed. Hem os enviado a nuest ros
hom bres a Zurich, indicándoles lo que t enían que buscar. Y lo encont ram os. Su
nom bre es Bourne, ¿no es ciert o? Es el hom bre que ust ed llam a Caín, el
hom bre que ust ed ha invent ado.
—¿Cóm o descubrió est a casa? —inquirió Abbot t m ant eniéndose a la
expect at iva.
—Es cuest ión de paciencia. Lo he seguido.
—Ust ed m e ha seguido? ¿Qué dem onios cree que est á haciendo?
—Trat ando de hacer un inform e correct o. El inform e que ust ed ha
fraguado y sobre el que ha m ent ido, ocult ándonos la verdad a t odos. ¿Qué
pensaba ust ed que est aba haciendo?
—¡Oh Dios m ío, condenado im bécil! —Abbot t suspiró profundam ent e—.
¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no vino a verm e ust ed m ism o en persona?
—Porque ust ed no hizo nada. Ust ed ha m anej ado a t odo el Servicio de
Espionaj e. Millones de dólares. I ncont ables m iles de horas de t rabaj o.
Em baj adas y est aciones alim ent adas con m ent iras y dist orsiones sobre un
asesino que nunca exist ió. ¡Oh, le recuerdo sus propias palabras! : «¡Qué
desafío para Carlos! », «¡Qué t ram pa t an irresist ible! » Y t odos nosot ros éram os
com o sus t ít eres, y com o m iem bro del Consej o de Seguridad, est oy
profundam ent e agraviado. Todos ust edes son iguales. Ust edes se erigen en
dioses que pueden quebrant ar las norm as, y no sólo las norm as, sino t am bién
las leyes, y hacernos aparecer com o im béciles.
—No había ot ro cam ino —repuso el Monj e cansino; su rost ro era una
cont raída m asa de arrugas baj o la m ort ecina luz—. ¿Cuánt os m ás lo saben?
Dígam e la verdad.
—He rest ringido la inform ación. Le he concedido esa delicadeza.
—Quizá no sea suficient e. ¡Oh, Crist o!
—Y quizá no pueda m ant ener m ás la reserva; y punt o —dij o la burócrat a,
con énfasis—. Quiero saber qué pasó.
—¿Qué pasó?
—Sí, qué pasó con ese gran plan est rat égico suyo. Parece que t odo se
est á part iendo por la base.
—¿Por qué dice eso?
—Est á t odo m uy claro. Ust ed perdió a Bourne. No puede encont rarlo. Su
Caín ha desaparecido con una fort una deposit ada a nom bre de él en Zurich.
Abbot t perm aneció en silencio un inst ant e.
—Espere un m inut o, ¿en qué se apoya ust ed para afirm ar est o?
—En ust ed —replicó rápidam ent e Gillet t e, abordando, com o hom bre
prudent e, el acuciant e problem a—. Debo decir que he adm irado su dom inio,

230
cuando ese burro del Pent ágono ha hablado con t ant o conocim ient o de la
operación Medusa... sent ado j ust am ent e ant e el hom bre que la había creado.
—Puras hist orias. —La voz del hom bre m ayor era firm e ahora—. Est o no
habrá significado nada para ust ed.
—Digam os, m ej or, que era un poco com ún para ust ed decir algo. Me
explico. ¿Quién, en esa reunión, sabía m ás que ust ed sobre el asunt o Medusa?
Pero ust ed no dij o ni una palabra, y eso m e hizo pensar. Por eso m e opuse
firm em ent e a la at ención brindada al asesino Caín. No puede negarlo, David.
Ust ed debe ofrecer una razón valedera para seguir buscando a Caín. Y ust ed
lanzó a Carlos en su búsqueda.
—Es ciert o —int errum pió Abbot t .
—Desde luego; ust ed sabía cuándo usarlo y yo sabía cuándo sit uarlo.
¡Muy ingenioso! Una serpient e ext raída de la cabeza de Medusa y acicalada
para llevar ese nom bre m ít ico. El cont rincant e salt a al cuadrilát ero para sacar
al cam peón de su rincón.
—Pero eso era correct o desde el com ienzo.
—¿Y por qué no? Com o dij e, m uy ingenioso, aun en cada m ovim ient o
hecho por la gent e de Caín en cont ra de él. ¿Quién m ej or para t ransm it ir esas
j ugadas a Caín que el hom bre de la Com isión Cuarent a que est aba dando
inform ación sobre las operaciones de cada reunión reservada? ¡Ust ed nos usó
a t odos!
El Monj e asint ió.
—Muy bien; hast a ciert o punt o t iene razón; hubo diversos grados de
abuso, en m i opinión, t ot alm ent e j ust ificado, pero no es lo que ust ed cree. Hay
cont roles y result ados. Treadst one est á reducida a un pequeño grupo de la
m áxim a fiabilidad para el Gobierno. I ncluye a gent e G- Dos del Ej ércit o y del
Senado, la CÍ A y el Servicio Naval de Espionaj e, y ahora, francam ent e, hast a la
Casa Blanca. ¿Puede considerarse est o un abuso? Ninguno de est os hom bres
dudaría en int errum pir la operación. Ninguno se sint ió alguna vez inclinado a
hacerlo, y le ruego que ust ed t am poco lo haga.
—¿Podría yo pert enecer a Treadst one?
—Desde ahora, ya pert enece ust ed.
—Com prendo. Y ent onces, ¿qué pasó? ¿Dónde est á Bourne?
—¡Oj alá la supiéram os! Ahora ni est am os seguros de que sea Bourne.
—¿No est án seguros de qué?

—Com prendo. Y ent onces, ¿qué pasó? ¿Dónde est á Bourne?


—¡Oj alá lo supiéram os! Ahora ni est am os ya seguros de que sea Bourne.
—¿No est án seguros de qué?
El europeo alcanzó e! int errupt or del t ablero y lo apagó.
—Ést e es —dij o—. Est o es lo que t eníam os que saber. —Se volvió al
chofer, j unt o a él—: Rápido; ahora póngase baj o la escalera. Y recuerde; si
uno de ellos sale, t iene ust ed exact am ent e t res segundos ant es de que la
puert a vuelva a cerrarse. A t rabaj ar, ¡rápido!
El hom bre uniform ado salió en prim er lugar. Cam inó por la acera hacia
Treadst one Set ent a y Uno.
En uno de los frent es adyacent es, una parej a de m ediana edad despedía
en voz alt a a sus huéspedes. El chofer se fue det eniendo, buscó un cigarrillo en
su bolsillo y se paró para encenderlo. Ahora aparent aba ser un conduct or

231
aburrido, ent ret eniéndose durant e las horas de una t ediosa vigilia. El europeo
m iró hacia fuera, se desabrochó el im perm eable y ext raj o un largo y delgado
revólver, cuyo cañón se prolongaba en un silenciador. Quit ó el seguro, se
guardó el arm a en la funda, salió del coche y cam inó, a t ravés de la calle,
hacia la lim usina. Los espej os habían sido orient ados adecuadam ent e. Al
reflej ar áreas ciegas, no había form a de que un hom bre, desde el int erior,
pudiera ver quién llegaba. El europeo se det uvo por un m om ent o j unt o al
m alet ero del coche y, con la m ano ext endida, salt ó velozm ent e hacia la puert a
delant era; la abrió y se int roduj o en el vehículo, apoyando su arm a en el
respaldo del asient o.
Alfred Gillet t e se quedó sin alient o, con la m ano ext endida hacia la m anij a
de la puert a. El europeo fij ó la cerradura de seguridad. David Abbot t
perm aneció inm óvil, m irando, asom brado, al int ruso.
—Buenas noches, Monj e —dij o el europeo—. Alguien, de quien he oído
decir a m enudo que adopt a un hábit o religioso, le envía sus saludos. No sólo
para Caín, sino t am bién para su personal dom ést ico de Treadst one. El Marino,
por ej em plo, ant iguo agent e m uy calificado.
Gillet t e recuperó la voz. Era una m ezcla de chillido y cuchicheo.
—¿Qué es est o? ¿Quién es ust ed? —grit ó fingiendo no saber nada.
—¡Oh, vam os, viej o am igo! Est o no es necesario —dij o el hom bre
arm ado—. Puedo ver, por la expresión de Mr. Abbot t , que se da cuent a de lo
acert adas que fueron sus dudas iniciales sobre ust ed. Uno debe creer siem pre
en sus prim eras im presiones, ¿no es ciert o, Monj e? Ust ed t enía razón, sin
duda, y nosot ros encont ram os ot ro hom bre descont ent o. Su sist em a los
genera con una rapidez alarm ant e. Es ciert o que él nos ent regó los archivos de
Medusa, y ést os nos llevaron hast a Bourne.
—¿Qué hace ust ed? —chilló Gillet t e—. ¿Qué dice?
—Es ust ed un pesado, Alfred. Pero siem pre form ó part e de ese
«est upendo equipo de funcionarios». Es una lást im a que no sepa a qué grupo
unirse. Los t ipos com o ust ed nunca lo saben.
—¡Ust ed!
Gillet t e se levant ó del asient o con el rost ro cont orsionado. El europeo
disparó su arm a. Del cañón brot ó un sonido com o de t os, que rápidam ent e se
apagó en el int erior de la lim usina.
El burócrat a cayó hacia delant e; su cuerpo se derrum bó en el piso, cont ra
la puert a, con los oj os dilat ados com o los de una lechuza.
—No creo que lo lam ent e —dij o «el europeo.
—Así es —respondió Abbot t .
—Bourne se acabó, ust ed lo sabe. Caín se volvió, no pudo resist ir.
Term inó el largo período de silencio. La serpient e de cabeza de Medusa ha
decidido act uar, aun sabiendo el riesgo que corre. O, quizá m ej or, ha sido
com prada. Est o t am bién es posible, ¿no es ciert o? Carlos com pra a m uchos
hom bres, por ej em plo, ést e que est á a sus pies.
—No sabrá nada de m í. Ni lo int ent e.
—No hay nada que saber. Ya est am os ent erados de t odo. Delt a... Charlie,
Caín. Pero los nom bres no son m uy im port ant es, nunca lo son realm ent e. Lo
único que queda es el aislam ient o final: elim inar al Monj e que t om a las
decisiones. Ust ed. Bourne est á at rapado. Ha t erm inado.
—Pero hay ot ros que t om an decisiones. Él llegará hast a ellos.

232
—Si lo hace, lo m at arán apenas lo vean. No hay nada m ás despreciable
que un hom bre que se desvía, pero para que un hom bre se desvíe t iene que
haber pruebas irrefut ables, en prim er lugar, de que es vuest ro. Carlos t iene la
prueba: él era de ust edes desde los orígenes, t an delicado com o t odo lo que
hay en los archivos de Medusa.
El viej o frunció el ceño; est aba at em orizado, no por su vida, sino por algo
infinit am ent e m ás indispensable.
—Ust ed est á loco —le dij o—. No hay ninguna prueba.
—Ést a es la falla, la falla de ust ed. Carlos es perfect o. Sus t ent áculos
llegan hast a los rincones m ás ocult os. Ust ed necesit aba un hom bre de Medusa,
alguien que hubiera vivido y desaparecido. Ust ed eligió a un hom bre llam ado
Bourne, porque las circunst ancias de su desaparición habían sido borradas,
elim inadas de t odo inform e exist ent e. Pero ust ed no t uvo en cuent a al personal
del propio bando de Hanoi, que se infilt ró en Medusa; est os inform es exist en.
El 25 de m arzo de 1968, Jason Bourne fue ej ecut ado por un oficial del Servicio
Secret o de Est ados Unidos en la j ungla de Tam Quan.
El Monj e se inclinó hacia delant e. No falt aba nada, salvo un gest o final, un
últ im o desafío. El europeo disparó.
La puert a del front ispicio de piedra se abrió. El chofer sonrió desde las
som bras, baj o la escalera. El asesor de la Casa Blanca salía acom pañado del
hom bre m ayor que vivía en Treadst one, al que llam aban el Marino; el asesino
com prendió que la prim era alarm a había sido desconect ada. El riesgo del lapso
de t res segundos había sido elim inado.
—Muy bueno de su part e dej arse ver por aquí —dij o el Marino
est rechándole la m ano—. Muchas gracias, señor.
Ést as fueron las últ im as palabras que am bos pronunciaron. El chofer
apunt ó sobre el cerco de ladrillos, accionando el gat illo dos veces; los
est am pidos se apagaron, perdiéndose ent re los innum erables y dist ant es
sonidos de la ciudad. El Marino cayó de espaldas hacia el int erior. El asesor de
la Casa Blanca se llevó la m ano al pecho, t am baleándose en el m arco de la
puert a. El chofer rodeó el cerco de ladrillos, subió corriendo los escalones y
cogió a St evens cuando se desplom aba. Con una fuerza best ial, el asesino
levant ó al hom bre de la Casa Blanca de sus pies y lo arroj ó, a t ravés de la
puert a, dent ro del pasillo, m ás allá de donde est aba el Marino. Después se
volvió hacia el borde int erior de la pesada puert a revest ida de acero. Sabía lo
que buscaba, y lo encont ró. A lo largo de la m oldura superior, perdiéndose en
la pared, corría un grueso cable, t eñido con el color del m arco. Ent ornó la
puert a, levant ó su arm a y disparó cont ra el cable. El im pact o fue seguido por
un ruido de descarga y chispas; las cám aras de seguridad se apagaron, y
t odas las pant allas quedaron a oscuras.
Abrió la puert a, señal que est aba convenida, pero no era necesario. El
europeo se acercaba rápidam ent e a t ravés de la t ranquila calle. En pocos
segundos había subido los escalones y ent rado; echó una oj eada al vest íbulo y
al pasillo, a la puert a al final del pasillo. Junt os, am bos hom bres levant aron un
felpudo del piso; el europeo cerró la puert a hast a el borde, j unt ando el t ej ido
con el acero para dej ar un espacio de cinco cent ím et ros que ret uviera los
proyect iles de seguridad en su lugar y no fuera accionada una alarm a
ret ardada.

233
Se m ant uvieron erguidos, en silencio; am bos sabían que el hallazgo, de
hacerse, había de ser inm ediat o. Y sucedió al oírse abrir una puert a en el piso
superior y, seguidam ent e, unos pasos y una cult ivada voz fem enina, que se
oyó por el hueco de la escalera.
—¡Querido! , acabo de observar esa condenada cám ara que falla.
¿Querrías com probarla, por favor?
—Hubo una pausa, y la m uj er volvió a hablar nuevam ent e—: Más bien,
¿por qué no se lo dices a David? —De nuevo la pausa, y de nuevo el rit m o
preciso al hablar—: No m olest es al Jesuit a, querido; avísale a David.
Se oyeron dos pasos y silencio; luego, el m urm ullo de un vest ido. El
europeo observo el hueco de la escalera. Se vio apagarse una luz. David,
Jesuit a... ¡Monj e!
—¡At rápala! —ordenó al chofer con un rugido y se volvió, con el arm a
apunt ando a la puert a del fondo del pasillo.
El hom bre uniform ado subió corriendo la escalera; se oyó un disparo;
provenía de un arm a pot ent e, sin silenciador. El europeo m iró hacia arriba y
vio al chofer que se suj et aba el hom bro y t enía la chaquet a em papada de
sangre. Sacó su pist ola y disparó repet idam ent e hacia el hueco de la escalera.
La puert a al final del pasillo se abrió de pront o, y el m ayor fue cogido de
sorpresa con una carpet a en las m anos. El europeo disparó dos veces. Gordon
Webb se arqueó hacia delant e con la gargant a dest rozada, m ient ras los
papeles de la carpet a volaban a su alrededor. El hom bre del im perm eable
subió corriendo los escalones hast a donde est aba el chofer; arriba, sobre la
barandilla, est aba la m uj er canosa, m uert a; la sangre aún brot aba de su
cabeza y de su cuello.
—¿Est á ust ed bien? ¿Se puede m over? —pregunt ó el europeo.
El chofer asint ió.
—Ese perro por poco m e arranca la m it ad del hom bro, pero m e puedo
arreglar.
—¡Tiene ust ed que poder! —le ordenó su superior, quit ándose el
im perm eable—. ¡Póngase est e abrigo! Quiero que t raiga al Monj e adent ro,
¡rápido!
—¡Jesús...!
—Carlos quiere que el Monj e est é aquí.
Torpem ent e, el herido se puso el im perm eable negro y baj ó por la
escalera, rodeando los cuerpos del Marino y del asesor de la Casa Blanca.
Dolorido y con m ucho cuidado at ravesó la puert a y baj ó la escalinat a de fuera.
El europeo lo observó, suj et ando la puert a y asegurándose que el hom bre
t enía la energía necesaria para hacer lo que se le había ordenado. La t enía.
Tenía la energía de una best ia, cuyos apet it os eran sat isfechos por Carlos. El
chofer t raería el cuerpo de David Abbot t al int erior de la casa de piedra,
cargándolo, sin duda, com o si se t rat ara de un errant e borracho, a quien se
ayuda en la calle. Y después, de alguna m anera, det endría la hem orragia lo
suficient e com o para poder llevar en el coche el cuerpo de Alfred Gillet t e al
ot ro lado del río y arroj arlo a un pant ano. Los hom bres de Carlos eran capaces
de t ales hazañas. Todos eran unas best ias. Best ias descont ent as que habían
encont rado respuest a a su propia causa en un hom bre.
El europeo se volvió y descendió por el pasillo; t enía que t rabaj ar. Dar el
últ im o paso para aislar al hom bre llam ado Jason Bourne.

234
Era m ás de lo que se podía esperar; los ficheros descubiert os suponían un
regalo que nadie hubiera im aginado. I ncluso est aban las carpet as con las
claves y m ét odos de com unicación usados alguna vez por el m ít ico Caín. «No
t an m ít ico ahora», pensó el europeo, m ient ras recogía los papeles. Preparó la
escenografía: los cuat ro cadáveres en posición en la t ranquila y elegant e
bibliot eca. David Abbot t est aba doblado en una silla, con sobresalt o en sus
oj os m uert os, Elliot St evens, a sus pies. El Marino est aba caído sobre la m esa
plegable, con una bot ella de whisky, t um bada, en la m ano, m ient ras que
Gordon Webb, t endido en el suelo, t enía aferrado su m alet ín. Cualquier
violencia que hubiera ocurrido había sido t ot alm ent e inesperada; por lo que
indicaba la disposición de los cadáveres, parecía com o si la conversación
hubiera sido int errum pida violent am ent e por los disparos.
El europeo recorrió el salón, adm irando su m aest ría. Se había puest o
guant es de cuero. Sin duda era una obra llena de m aest ría. Había despedido al
chofer, para frot ar t odas las m anij as de las puert as, t odos los pom os de las
cerraduras, t odas las brillant es superficies de m adera. Había llegado el
m om ent o del t oque final. Se dirigió a una m esa, donde había vasos de brandy
en una bandej a de plat a; t om ó uno y lo sost uvo cont ra la luz; com o supuso, no
t enía ninguna huella ni m arca. Lo dej ó en la m esa y se sacó del bolsillo una
pequeña caj a de plást ico. La abrió y ext raj o un t rozo de cint a t ransparent e,
sost eniéndola, asim ism o, cont ra la luz. Ahí est aban, t an definidas com o un
ret rat o —ya que eran ret rat os— y t an innegables com o una fot ografía.
Habían sido obt enidas de un vaso de Perrier, sacado de una oficina de la
Gem einschaft Bank de Zurich. Eran las huellas digit ales de la m ano derecha de
Jason Bourne.
El europeo t om ó el vaso de brandy y, con su paciencia de art ist a, presionó
la cint a alrededor de la base; después, suavem ent e, fue despegando la cint a.
Volvió a levant ar el vaso; las huellas podían verse perfect am ent e cont ra la luz
de un velador.
Llevó el vaso a un rincón del piso de parqué y lo dej ó caer. Se agachó,
est udió los fragm ent os, sacó varios y barrió el rest o debaj o de la cort ina.
Era suficient e.

21

—Más t arde —dij o Bourne, arroj ando las m alet as sobre la cam a—. Ya
t endríam os que habernos ido de aquí.
Marie est aba sent ada en un sillón. Había releído el art ículo del diario,
seleccionando y repit iendo las frases. Est aba t ot alm ent e concent rada; se
sent ía deshecha, pero cada vez m ás segura de su análisis.
—Tengo razón, Jason; alguien nos est á enviando un m ensaj e.
—Hablarem os de eso después. Hem os perm anecido aquí m ucho t iem po.
Dent ro de una hora, est e diario est ará por t odo el hot el. Y los que se publican
por la m añana serán peores. No es el m ej or m om ent o para ser m odest os. En
el vest íbulo de cualquier hot el t e haces not ar m ucho, y en ést e, en part icular,
has sido vist a por m uchas personas. Vam os, recoge t us cosas.

235
Marie se puso de pie, pero no se m ovió; perm aneció en su lugar y lo
obligó a m irarla.
—Hablarem os de m uchas cosas m ás t arde —le dij o con firm eza—; m e vas
a abandonar, Jason, y quiero saber por qué.
—Te dij e lo que debía decirt e —respondió sin evasión—, porque t ienes que
saberlo, y ésa es m i int ención. Pero ahora lo que quiero, exact am ent e, es salir
de aquí. Recoge t us cosas, ¡m aldición!
Ella parpadeó a causa de la repent ina violencia de él.
—Sí, por supuest o —replicó en un suspiro.
Baj aron en el ascensor hast a el vest íbulo. Mient ras aparecía ant e sus oj os
el piso de m árm ol gast ado, Bourne t enía la sensación de est ar en una j aula,
expuest os e indefensos. Si el ascensor se hubiera det enido, t enía la im presión
de que habrían sido apresados. En ese m om ent o com prendió por qué era t an
fuert e aquella sensación. En la plant a baj a, a la izquierda, est aba la recepción,
y el conserj e, sent ado det rás de la m esa, con una pila de diarios sobre el
m ost rador, a su derecha. Eran ej em plares del m ism o que Jason había m et ido
en la cart era que Marie llevaba ahora. El hom bre leía con avidez uno de los
diarios, m ient ras se hurgaba sus dient es con un palillo, absort o de cuant o lo
rodeaba, except o del art ículo del recient e escándalo.
—Adelant e —dij o Jason—, no t e det engas; sigue derecho hacia la puert a.
Nos verem os fuera.
—¡Oh, Dios m ío! —exclam ó ella, suspirando al ver al port ero.
—Le pagaré t an rápido com o pueda.
El ruido de los t acones de Marie en el m árm ol era una dist racción que
disgust aba a Bourne. El port ero levant ó la vist a en el m om ent o en que Jason
se puso frent e a él, int errum piendo su cam po visual.
—Ha sido una est ancia m uy agradable, pero t enem os m ucha prisa —dij o
en francés—. Debo viaj ar a Lyon est a noche. Redondee la cuent a a 500 francos
de m ás, ya que no t engo t iem po de dej ar propinas.
La dist racción cont able cum plió su propósit o. El conserj e t erm inó las
sum as rápidam ent e y le present ó la cuent a. Jason la pagó y se inclinó para
t om ar la m alet a, m ient ras echaba un vist azo al oír la expresión de sorpresa del
port ero boquiabiert o. El hom bre est aba con los oj os clavados en la pila de
diarios a su derecha, m irando la fot ografía de Marie St . Jacques. Levant ó los
oj os hacia la puert a de ent rada; Marie est aba en la acera. Desvió su m irada
hacia Bourne. El hom bre advirt ió la vinculación ent re am bos, pero un repent ino
m iedo lo paralizó.
Jason cam inó rápidam ent e hacia las puert as de crist al, girando los
hom bros para abrirlas, m ient ras volvía la vist a a la recepción. El port ero est aba
ya levant ando el t eléfono.
—¡Vam os! —grit ó a Marie—. ¡Busca un t axi!
Encont raron uno en la rué Lecourbe, a cinco m anzanas del hot el. Bourne
fingióse un inexpert o t urist a nort eam ericano, em pleando el inadecuado francés
que t an út il le había result ado en el Banco Valois. Explicó al chofer que él y su
«am iguit a» querían alej arse de París un día o dos en busca de algún lugar
donde est uvieran solos. Quizá podría sugerirles algunos lugares para que ellos
eligieran uno.
El conduct or podía hacerlo y así lo hizo.

236
—Hay una pequeña host ería en las afueras de I ssy- les- Moulineaux,
llam ada «La Maison Carrée» —dij o—. Ot ro, en I vry- sur- Seine, podría
gust arles; es algo m uy reservado, señor. O quizás el «Auberge du Coin», en
Mont rouge: es m uy discret o.
—Vam os al prim ero —dij o Jason. Es lo que se le ocurrió
espont áneam ent e—. ¿A qué dist ancia est á?
—No t ardarem os m ás de quince o veint e m inut os, señor.
—Muy bien. —Bourne se volvió hacia Marie y le dij o en voz baj a—:
Cám biat e el peinado.
—¿Qué?
—¡Que t e cam bies el peinado! Peínat e hacia delant e o hacia at rás, no
im port a, pero cam bíat elo. Pont e fuera de la visión de su espej o. ¡Dat e prisa!
Poco después, el largo cabello roj izo de Marie est aba m uy est irado hacia
at rás, separado su rost ro y cuello, y suj et ado por un m oño firm e y horquillas
que llevaba en el bolso. Jason la m iró baj o la débil luz.
—Lím piat e bien los labios.
Ella sacó un pañuelo y se quit ó el carm ín.
—¿Est á bien?
—Sí. ¿Tienes lápiz de cej as?
—Por supuest o.
—Ensánchalas un poco, alárgalas com o un cent ím et ro y dales un t oque,
curvando el final. Nuevam ent e, Marie siguió sus inst rucciones.
—¿Y ahora?— pregunt ó.
—Eso est á m ej or —respondió él observándola.
Los cam bios eran m ínim os pero el result ado era sorprendent e. La
agradable, elegant e y at ract iva m uj er había sido sut ilm ent e t ransform ada en
ot ra de apariencia m ás ruda. A fin de cuent as, al prim er golpe de vist a ella no
era ya la m uj er de la fot ografía de los diarios, y eso era lo que im port aba.
—Cuando lleguem os a Moulineaux —dij o él en voz baj a—, sal rápidam ent e
del coche y quédat e quiet a. No dej es que el chofer t e vea.
—Ya es algo t arde para eso, ¿no t e parece?
—Haz exact am ent e lo que t e digo.
Óyem e, soy un cam aleón llam ado Caín y t e puedo enseñar m uchas cosas
que no m e t om é el t rabaj o de hacer, pero que ahora debes saber. Puedo
cam biar m i color para acom odarlo a cualquier follaj e de la selva. Puedo
cam biar con sólo husm ear el vient o. Sé encont rar m i cam ino en la selva
nat ural o en la selva edificada por los hom bres. Alfa, Bravo, Charlie, Delt a...
Delt a es Charlie y Charlie es Caín. Yo soy Caín. Est oy m uert o, y debo decirt e
quién soy y luego dej art e.
—¿Qué pasa, querido?
—¿Cóm o?
—Me est ás m irando y parece com o si no respiraras, ¿est ás bien?
—Perdona —dij o desviando la vist a y recuperando su rit m o norm al de
respiración—. Me est oy im aginando nuest ros m ovim ient os. Sabré m ej or qué
hacer cuando est em os allí.
Llegaron a la host ería. Había un área de aparcam ient o a la derecha,
rodeada por una cerca de post es y t ravesaños; los últ im os client es salían por
la ent rada principal, enm arcada con cort inas. Bourne se inclinó hacia delant e
en el asient o.

237
—Déj enos en la zona de aparcam ient o, si es posible —ordenó, sin explicar
su ext raña pet ición.
—Muy bien, señor —replicó el chofer asint iendo con la cabeza y
encogiéndose de hom bros, com o para m arcar con sus m ovim ient os que sus
pasaj eros eran una parej a m uy discret a. La lluvia se había calm ado,
convirt iéndose en una llovizna neblinosa. El t axi se fue. Bourne y Marie
perm anecieron en las som bras del follaj e, al borde de la host ería, hast a que el
coche desapareció. Jason dej ó las m alet as en el suelo m oj ado.
—Espera aquí —dij o.
—¿Adonde vas?
—A buscar un t axi.
El segundo t axi los llevó al dist rit o de Mont rouge. Est e conduct or no se
im presionó m ucho por la parej a de sem blant e resuelt o que obviam ent e venían
del int erior y, con t oda probabilidad, est aban buscando un aloj am ient o m ás
económ ico. Si él llegaba a ver en un diario la fot ografía de la m uj er
canadiense, vinculada a un crim en en Zurich, no la relacionaría con la que iba
sent ada en el asient o de at rás.
El «Auberge du Coin» no hacía honor a su nom bre. No se t rat aba de una
host ería rural con la aut ént ica belleza de lo nat ural, sit uada en un rincón
aislado de dos suburbios. Era, en cam bio, una est ruct ura grande de dos pisos,
a cuat rocient os m et ros de la carret era. Sólo t enía la rem iniscencia de t ant os
m ot eles, com o los que hay en t odo el m undo, em pañando el perfil de nuest ras
ciudades; la rent abilidad garant izaba el anonim at o de sus client es. No era
difícil im aginar diversas cit as, en las que los regist ros se habían hecho con
nom bres fict icios.
Ellos t am bién se regist raron con nom bre falso y recibieron una habit ación
de plást ico, donde cada accesorio de m ás de veint e francos est aba fij ado al
piso o suj et ado con t ornillos sin cabeza a la fórm ica brillant e. Sin em bargo,
había un rasgo posit ivo en el lugar; una m áquina de hielo en el vest íbulo. Se
dieron cuent a de que funcionaba por el ruido que hacía, aun con la puert a
cerrada.
—Muy bien; ahora, ¿podrías decirm e quién nos est á enviando un
m ensaj e? —pregunt ó Bourne, de pie, m oviendo el vaso de whisky en su m ano.
—Si lo supiera, m e com unicaría con ellos —respondió ella sent ándose en
la silla t orneada del pequeño escrit orio, con las piernas cruzadas y m irándolo
fij am ent e—. Podría est ar relacionado con la causa por la que est ás huyendo.
—Si es así, se t rat a de una t ram pa.
—No es una t ram pa. Un hom bre com o Walt er Apfel no haría lo que hizo
para m ont ar una t ram pa.
—Yo no est aría t an seguro de eso. —Bourne cam inó hast a un sillón de
plást ico y se sent ó—. Koenig lo hizo, individualizó m uy bien, allá, en la sala de
espera.
—Él era un soldado raso sobornado y no un oficial del Banco. Act uó solo, y
Apfel nunca lo haría. Jason la m iró.
—¿Qué quieres decir?
—La act it ud de Apfel debe ser aclarada por sus superiores. El act uó en
nom bre del Banco.
—Si est ás t an segura, llam arem os a Zurich.

238
—No quieren que lo hagam os. O no t ienen la respuest a, o no pueden
darla. Las últ im as palabras de Apfel fueron que no t enía nada m ás que decir a
nadie. Y est o t am bién es part e del m ensaj e. Debem os est ablecer cont act o con
ot ra persona.
Bourne bebió. Necesit aba el alcohol, ya que se acercaba el m om ent o en
que com enzaría a act uar com o el asesino Caín.
—Ent onces, ¿hacia dónde vam os? —dij o—. Est am os cayendo en una
t ram pa.
—Crees que sabes quién es, ¿no es ciert o? —Marie t om ó los cigarrillos del
escrit orio—. ¿Y ésa es la causa de t u huida?
—La respuest a a las dos pregunt as es sí. ( Llegó el m om ent o. El m ensaj e
fue enviado por Carlos. Yo soy Caín y debes abandonarm e. Tengo que
perdert e. Pero ant es est á lo de Zurich, y es necesario que ent iendas. Ese
art ículo fue publicado para m í.
—Quiero aclarar eso —int ervino ella, sorprendiéndolo con la int errupción—
He t enido t iem po de pensar. Ellos saben que la evidencia es falsa, t an
evident em ent e falsa, que se hace ridícula. Toda la Policía de Zurich espera
ahora que yo m e ponga en cont act o con la Em baj ada de Canadá. —Marie se
int errum pió, con el cigarrillo en la m ano, aún sin encender—. ¡Dios m ío, Jason,
eso es lo que quieren que hagam os!
—¿Quién lo quiere?
—No im port a quién, nos envía el m ensaj e. Ellos saben que m i única
posibilidad es llam ar a la Em baj ada y conseguir la prot ección del Gobierno
canadiense. No pensé en ello porque ya había hablado con la Em baj ada, con
alguien llam ado Dennis Corbelier, y no t enía nada, absolut am ent e nada que
decirm e. Hizo sólo lo que le dij e que hiciera, y nada m ás. Pero eso era ayer, no
hoy, ni est a noche.
Marie se dirigió al t eléfono en la m esit a de noche.
Bourne se levant ó del sillón y, t om ándola del brazo, le dij o:
—No lo hagas.
—¿Por qué no?
—Porque est ás equivocada.
—Tengo razón, Jason, déj am e probárt elo. Bourne se puso frent e a ella.
—Lo m ej or es que escuches lo que t engo que decirt e.
—¡No! —grit ó ella, desconcert ándolo—. No quiero oírlo ahora.
—Hace una hora, en París, era lo único que querías oír, ¡pues óyelo!
—No. Hace una hora m e est aba m uriendo. Habías decidido m archart e sin
m í. Y ahora com prendo que est o sucederá una y ot ra vez hast a que t e
det engas. Tú oyes voces, ves im ágenes; fragm ent os de recuerdos vuelven a t i
y no puedes ent enderlos, pero t e declaras culpable porque sient es t odo eso.
Siem pre t e declararás culpable hast a que alguien t e dem uest re que en
cualquier lugar que t e encuent res... siem pre habrá ot ros que t e acusarán, que
t e sacrificarán. Pero t am bién hay alguien m ás, fuera de est o, que quiere
ayudart e, ayudarnos. ¡Ése es el m ensaj e! Sé que t engo razón. Y quiero
dem ost rárt elo. ¡Déj am e hacerlo!
Bourne la t om ó por los brazos en silencio, m irando aquel rost ro
encant ador cargado de dolor y de inút il esperanza, con oj os suplicant es. La
t errible j aqueca se propagaba a t odo su cuerpo. Quizás era m ej or así; ella se

239
cuidaría a sí m ism a, y su t em or la haría prest ar at ención y la haría ent ender.
Ya no habría nada ent re los dos que pudiera cont inuar. Yo soy Caín...
—Muy bien, puedes hacer la llam ada; pero será a m i m anera. —La dej ó y
se acercó al t eléfono. Marcó el núm ero de recepción de «L'Auberge du Coin»—.
Aquí la habit ación 341. Unos am igos de París m e han inform ado que vendrán
m uy pront o a reunirse con nosot ros. ¿Tendría una habit ación en est e m ism o
piso para ellos? Muy bien. Su apellido es Briggs; es un m at rim onio
nort eam ericano. Baj aré a pagarle su est ancia para que pueda darm e la llave.
¡Magnífico, m uchas gracias!
—¿Qué vas a hacer?
—Dem ost rart e algo — respondió — . Dam e un vest ido. — Y prosiguió —:
El m ás largo que t engas.
—¿Cóm o?
—Si quieres hacer las llam adas, t endrás que hacer lo que t e diga.
— Est ás loco.
— Lo adm it o — replicó Jason, sacando de su m alet a un pant alón y una
cam isa — . El vest ido, por favor.
Quince m inut os m ás t arde est aba list a la habit ación de Mr. y Mrs. Briggs.
Quedaba a seis puert as del 341 y en el lado opuest o del vest íbulo. La ropa
había sido colocada correct am ent e; quedaron encendidas algunas luces
elegidas especialm ent e, y el rest o, sin funcionar, porque les habían quit ado las
bom billas.
Jason volvió a la habit ación; Marie est aba de pie j unt o al t eléfono.
—¡Ya est á list o!
—¿Qué has hecho?
— Lo que quería y lo que t enía que hacer. Ahora puedes llam ar.
—Es m uy t arde. Supont e que no est é.
—Creo que est ará. Si no, t e hubiera dado su t eléfono part icular. Su
núm ero est aba o debería haber est ado en las list as t elefónicas de Ot t awa.
—Supongo que sí.
— Ent onces, debe de haber sido inform ado. ¿Repasast e lo que t e dij e que
debías decir?
—Sí, pero no viene al caso. No es nada im port ant e y sé que no est oy
equivocada.
— Eso lo verem os. Te pido que repit as las palabras que t e dij e, porque
est aré escuchando j unt o a t i. ¡Adelant e!
Ella levant ó el t eléfono y m arcó. Pocos segundos después oyó el t int ineo
en la recepción de la Em baj ada; Dennis Corbelier est aba en la línea. Era la una
y cuart o de la m adrugada.
—¡Por Dios! ¿Dónde est ás?
—¿Esperabas que t e llam ara?
—¡Dem onios! Tenía la esperanza de que lo harías, pues est e lugar es un
hervidero. Est oy esperando desde las cinco de la t arde.
—Así est uvo esperando Alan en Ot t awa.
—¿Alan cuándo? ¿De qué est ás hablando? ¿Dónde diablos t e encuent ras?
—Prim ero quiero saber qué es lo que t ienes que decirm e.
—¿Decirt e?
—Tienes un m ensaj e para m í, Dennis, ¿cuál es?
—¿Cuál es qué? ¿De qué m ensaj e m e hablas? El rost ro de Marie palideció.

240
—No m at é a nadie en Zurich. No querría...
—¡Por el am or de Dios! —int errum pió el agregado—, vuelve aquí. Te
darem os t oda la prot ección que podam os. Nadie podrá hacert e daño.
—Dennis, escúcham e; has est ado esperando ahí m i llam ada, ¿verdad?
—Sí, por supuest o.
—Alguien t e dij o que esperaras, ¿no? Hubo una pausa y cuando Corbelier
habló, su voz era cont enida.
—Sí —respondió—. Ellos lo hicieron.
—¿Qué t e dij eron?
—Que necesit as nuest ra ayuda, y m ucho. Marie cont uvo la respiración.
—¿Y quieren ayudarnos?
—Así es; a t ravés de nosot ros —respondió Corbelier—. ¿Me dices que él
ahora est á cont igo, ent onces?
El rost ro de Bourne est aba j unt o al de ella, y su cabeza, doblada para oír
las palabras de Corbelier. Y asint ió.
—Sí —respondió ella—. Est am os j unt os, pero él est ará fuera por unos
m inut os. Todo es m ent ira, t e lo dij eron, ¿no es ciert o?
—Todo lo que m e dij eron es que debíam os encont rart e y prot egert e.
Quieren ayudart e; quieren enviar un coche a buscart e, uno de los nuest ros. Es
decir, un coche diplom át ico.
—¿Quiénes son ellos?
—No los conozco de nom bre, pero sí su rango.
—¿Rango?
—Así es, son profesionales. FS- Cinco. No podríam os conseguir nada m ás
elevado.
—¿Confías en ellos?
— ¡Por Dios que sí! Est ablecieron cont act o conm igo desde Ot t awa, y sus
órdenes llegan desde allá.
—¿Est án ahora en la Em baj ada?
—No, en ot ro lugar. —Corbelier se int errum pió, evident em ent e
exasperado—. ¡Por Crist o, Marie! ¿Dónde est ás?
—Est am os en el «Auberbe du Coin» en Mont rouge, regist rados con el
nom bre de Briggs.
—Te m andaré el coche en seguida.
—¡No, Dennis! —prot est ó Marie m irando a Jason, quien le decía con los
oj os que siguiera sus inst rucciones—. Envía uno por la m añana; bien
t em prano. Si t e parece, dent ro de cuat ro horas.
—¡Por t u propio bien, no puedo hacer eso!
—No ent iendes. Debes hacerlo. Él se vio obligado a hacer algo y est á
at em orizado. Quiere huir, y si se ent erase de que he hablado cont igo, huiría
ahora m ism o. Dam e t iem po. Puedo convencerlo de que vuelva. Dam e sólo
unas horas m ás. Est á confundido, pero en el fondo sabe que t engo razón.
Marie dij o est as palabras m irando a Bourne.
—¿Qué clase de bast ardo es él?
—Un hom bre at errorizado —respondió ella—. Pero puede ser m anej ado.
Necesit o t iem po. Dám elo.
—Marie... —Corbelier se det uvo—. Muy bien, m uy t em prano. Digam os a
las seis. ¡Marie! , ellos quieren ayudart e y pueden hacerlo.
—Lo sé, buenas noches.

241
—Buenas noches. Marie colgó.
—Esperarem os —dij o Bourne.
—No sé lo que quieres dem ost rar. Por supuest o que llam ará al FS- Cinco y
por supuest o que vendrán, ¿qué esperas? Ha adm it ido lo que va a hacer, lo
que piensa que debe hacer.
—Y esos diplom át icos del FS- Cinco, ¿son los que nos envían el m ensaj e?
—Mis cálculos son que ellos nos van a llevar ant e quien nos lo envía, o, si
est á m uy lej os, ellos nos pondrán en cont act o. En m i vida profesional nunca
est uve t an segura de nada.
Bourne la m iró.
—Espero que t engas razón, porque m e preocupa t oda t u vida. Si la
evidencia cont ra t i en Zurich no es part e del m ensaj e; si fue planeada por
expert os para lograr encont rarm e; si la policía de Zurich lo cree, ent onces sí
que voy a convert irm e en ese hom bre at errorizado del que hablabas con
Corbelier. Nadie m ás que yo desea que t engas razón. Pero creo que t e
equivocas.

Tres m inut os después de las dos de la m adrugada, las luces del pasillo del
hot el parpadearon y se apagaron, dej ando el largo pasillo en una parcial
oscuridad. La bom billa del hueco de la escalera era la única ilum inación que
quedaba. Bourne est aba en la puert a de la habit ación, con una pist ola en la
m ano y las luces apagadas, observando el pasillo por el int erst icio de la puert a.
Marie est aba det rás de él, at isbando sobre su hom bro; ninguno de los dos
hablaba.
Los pasos que se oyeron eran apagados, pero se dist inguían bien; subían
caut elosam ent e la escalera. En pocos inst ant es se vio la figura de dos
hom bres, surgiendo de la penum bra. Marie no pudo cont ener una expresión de
asom bro, m ient ras Jason pasaba una m ano sobre su hom bro, oprim iéndole
duram ent e la boca. Él com prendió; Marie había reconocido a uno de los dos
hom bres, a quien había vist o ant es sólo una vez. Fue en la St eppendeckst rasse
de Zurich, m inut os ant es de que ot ro ordenara m at arla. Era el hom bre rubio
que ellos habían enviado al cuart o de Bourne, el invest igador t raído de París,
para que disparara de nuevo sobre el blanco que ant es había errado. En su
m ano izquierda se veía un lápiz lum inoso, y en la derecha, un revólver de
cañón largo, prolongado por un silenciador.
Su com pañero era m ás baj o y achaparrado; su m archa, no m uy diferent e
de la de un anim al, con sus hom bros y cint ura m oviéndose con solt ura al rit m o
de las m em as. Las solapas de su abrigo est aban levant adas, y se t ocaba con
un som brero de ala angost a, que ocult aba su cara. Bourne fij ó la vist a en el
hom bre; había algo fam iliar en él, en su figura, en su andar, en la form a en
que m ovía la cabeza. ¿Qué era? ¿Qué era? Lo conocía.
Pero no había t iem po de pensar en ello. Los dos hom bres se acercaban a
la puert a de la habit ación reservada para Mr. y Mrs. Briggs. El rubio alum bró
los núm eros con su lápiz lum inoso y después baj ó la lint erna hacia el picaport e
y la llave.
Lo que sucedió fue para dej ar asom brado a cualquiera por su eficacia. El
hom bre m ás alt o cogió un llavero con su m ano derecha y lo ilum inó, eligiendo
una. En su m ano izquierda em puñaba el arm a. A t ravés de la penum bra podía
verse un silenciador de gran t am año, para pist olas aut om át icas de gran

242
calibre, no com o la poderosa «St ernilicher Luger», preferida por la Gest apo en
la Segunda Guerra Mundial. Ést a podía at ravesar el acero y el horm igón, y el
ruido de sus disparos no era m ás fuert e que el de la t os de alguien resfriado;
un arm a especial para acabar con enem igos del Est ado, durant e la noche, en
los t ranquilos vecindarios de gent e aj ena a est os act os delict ivos y que sólo
advert ían la desaparición por la m añana.
El hom bre m ás baj o int roduj o la llave y la giró silenciosam ent e; luego
apunt ó el cañón de la pist ola a la cerradura. Tres rápidos disparos fueron
acom pañados por t res relám pagos. La m adera alrededor de los im pact os
quedó hecha ast illas. La puert a est aba libre, y los asesinos irrum pieron en la
habit ación.
Hubo un inst ant e de silencio y, después, una erupción de apagados
disparos; dest ellos y relám pagos llenaron la oscuridad. La puert a fue cerrada
de golpe. Pero al volver a abrirse, se oyó el ruido de obj et os golpeados y rot os
en el int erior de la habit ación. Finalm ent e, se encendió una luz y fue apagada
con furia, est rellándose la lám para en el piso. Est alló un grit o de rabia, cargado
de furia.
Los dos asesinos corrieron afuera, con las arm as preparadas cont ra una
posible em boscada, asom brándose al no encont rar a nadie. Llegaron a la
escalera y corrieron abaj o, m ient ras se abría una puert a a la derecha de la
habit ación invadida. Un huésped m edio dorm ido se asom ó, se encogió de
hom bros y volvió a ent rar. El oscuro pasillo quedó nuevam ent e en silencio.
Bourne se m ant enía en su lugar, con el brazo alrededor de Marie St .
Jacques. Ella t em blaba con la cabeza hundida en el pecho de él, sollozando en
silencio, sin poder creer lo que había vist o. Él dej ó pasar los m inut os hast a que
cesó el t em blor, y la respiración pausada sucedió a los sollozos. No quería
esperar m ás; ella debía ver t odo y grabarse aquella im presión im borrable.
Debía ent enderlo finalm ent e.
Soy Caín. Soy la m uert e.
—Vam os —susurró.
La llevó al pasillo, guiándola firm em ent e hacia la habit ación que ahora se
convert ía en su prueba final. Em puj ó la puert a dest rozada y ent raron.
Marie se det uvo y perm aneció inm óvil. Am bos sint ieron el rechazo y la
im presión de lo que veían. En un vano, a la derecha, est aba la oscura siluet a
de una figura, en un cont raluz t an apagado, que sólo se percibía el cont orno,
cuando los oj os se habían acost um brado a aquella ext raña m ezcla de oscuridad
y resplandor. Era la figura de una m uj er vest ida de largo, m oviéndose
suavem ent e por la brisa de una vent ana abiert a.
Más adelant e, en ot ra vent ana, había una segunda figura, apenas visible,
pero la form a de una m ancha oscura est aba claram ent e perfilada por las luces
de la carret era lej ana. Tam bién parecía m overse con breves y espasm ódicos
sacudim ient os de brazos, reflej ados por la ropa.
—¡Oh, Dios m ío! , enciende las luces, Jason —dij o Marie paralizada.
—No funciona ninguna —respondió—; sólo hay dos veladores, y ellos
encont raron uno.
Cruzó cuidadosam ent e la habit ación y se acercó a la lám para que
buscaba; est aba en el piso, sit uada j unt o a la pared. Se agachó y la encendió;
Marie se est rem eció.

243
Ext endido en la puert a del baño con el cordón de una cort ina, est aba su
vest ido largo, m eciéndose al em puj e de una brisa ocult a. Est aba acribillado a
balazos.
En la vent ana m ás alej ada, en el m arco, est aban clavados la cam isa y el
pant alón de Bourne. Los crist ales de las dos hoj as est aban dest rozados, y la
brisa que ent raba lo m ovía de arriba abaj o. La t ela blanca de la cam isa est aba
perforada en cinco o seis lugares, una diagonal que cruzaba el pecho.
—Aquí est á t u m ensaj e —dij o Jason—. Ya lo conoces. Y ahora creo que es
m ej or que escuches lo que t engo que decirt e.
Marie no respondió y cam inó lent am ent e hacia el vest ido, observándolo,
sin poder creer lo que veía. De pront o, se volvió con los oj os cent elleant es y
frenando las lágrim as.
—¡No! ¡Hay un error! ¡Hay un t errible error! Llam a a la Em baj ada.
—¿Qué?
—¡Haz lo que t e digo; ahora m ism o!
—Espera, Marie, t ienes que ent ender.
— ¡No m aldit a sea! Tú eres quien debe ent ender. No debería haber
sucedido de est a m anera.
—Pero sucedió.
—Llam a a la Em baj ada. Ahora m ism o. Pregunt a por Corbelier. ¡Rápido,
por el am or de Dios! Haz lo que t e pido, si aún significo algo para t i.
Bourne no se podía negar. La em oción de Marie llegaba a t al int ensidad,
que consum ía a am bos.
—¿Qué t engo que decirle? —pregunt ó dirigiéndose al t eléfono.
—¡Sobre t odo que se ponga él! Tengo m iedo de que... ¡Oh, Dios Mío!
Est oy at errada.
—¿Cuál es el núm ero?
Ella se lo dio. Tras haberlo m arcado, se produj o una espera int erm inable.
Cuando la recepción cont est ó, se oyó a la t elefonist a hablar de form a
incom prensible, superada por el pánico. Bourne oyó det rás voces y grit os,
órdenes t aj ant es im part idas rápidam ent e en inglés y francés, hast a que pudo
ent erarse de lo que pasaba.
Derm is Corbelier, agregado del Canadá, se había precipit ado hacia la
avenida Mont aigne a la 1.40 de la m adrugada, y había recibido un disparo en
la gargant a; ahora est aba m uert o.
—Ést a es la ot ra part e del m ensaj e, Jason —suspiró Marie agot ada,
fij ando la vist a en él—. Y ahora escucharé t odo lo que t engas que decirm e.
Porque hay alguien fuera de est o que quiere llegar a t i y ayudart e. Fue enviado
un m ensaj e, pero no a nosot ros ni a m í. El m ensaj e era sólo para t i, y t ú eres
el único que lo puede ent ender.

22

Uno t ras ot ro, los cuat ro hom bres fueron llegando al at est ado «Hilt on
Hot el» de la Calle Dieciséis, en Washingt on D.C. Cada uno t om ó un ascensor
diferent e y baj ó dos o t res pisos por encim a o debaj o del nivel indicado, para
recorrer el últ im o t ram o por las escaleras. No había t iem po para reunirse fuera

244
del dist rit o de Colum bia. La sit uación creada por la crisis era excepcional. Ést os
eran los hom bres de Treadst one Set ent a y Uno, los que quedaban vivos. El
rest o había m uert o, sacrificado en la m at anza producida en una t ranquila y
arbolada calle de Nueva York.
Dos de los rost ros eran fam iliares para el público, uno m ás que el ot ro. El
prim ero era el del act ivo senador de Colorado. El segundo, el del brigadier
general I . A. Crawford —alias Adoquín—, conocido port avoz de los Servicios
Secret os del Ej ércit o y defensor de los bancos de dat os del grupo G- DOS. Los
ot ros dos hom bres eran práct icam ent e desconocidos, except o en los pasillos de
sus propias bases de operaciones. Uno era un oficial naval de m ediana edad,
adscrit o al Cont rol de I nform ación del Quint o Dist rit o Naval. El cuart o y últ im o
era un vet erano de la CÍ A, de cuarent a y seis años, un delgado m anoj o de
nervios que cam inaba con un bast ón. Su pie había sido dest rozado por una
granada en el sudest e asiát ico. En su m om ent o había sido un agent e de alt o
rango en la operación Medusa. Se llam aba Alexander Conklin.
No había m esa de reunión en el cuart o; era una habit ación doble com ún,
con las habit uales cam as gem elas, un sofá, dos sillones y una m esit a. Era un
lugar no m uy adecuado para una reunión de t al im port ancia. No había
com put adoras de cint a, con sus let reros de luces verdes brillando en las
oscuras pant allas, ni equipos elect rónicos de com unicaciones para hablar con
París, Londres o Est am bul. Era un sim ple cuart o de hot el, apt o para t odo
m enos para recibir a los cuat ro cerebros que guardaban el secret o de
Treadst one Set ent a y Uno.
El senador se sent ó en un ext rem o del sofá; el oficial naval, en el ot ro.
Conklin ocupó uno de los sillones, est irando su pie inm óvil con el bast ón ent re
las piernas, m ient ras el general Crawford perm anecía de pie con el rost ro
sonroj ado y los m úsculos de la m andíbula t ensos por la rabia.
—He hablado con el president e —dij o el senador, frot ándose la frent e y
m ost rando en su sem blant e la falt a de sueño—. Tenía que hacerlo, ya que nos
íbam os a ver est a noche. Cuént enm e lo que sepan. Com ience ust ed, general.
¿Qué ha pasado, en nom bre de Dios?
—El m ayor Webb debía encont rarse con su coche, a las 23, en la esquina
de Lexint on y la calle Set ent a y uno. La hora est aba confirm ada, pero él no
apareció. A las 22.30, el conduct or se alarm ó porque t enían que ir a un
aeropuert o en Nueva Jersey. El sargent o recordaba la dirección, especialm ent e
porque se le había pedido que la olvidara, y dio la vuelt a, det eniéndose en la
puert a. Los pasadores de seguridad est aban t rabados, y la puert a se abrió
sola. Todas las alarm as est aban desconect adas. Había sangre en el suelo del
vest íbulo, y una m uj er m uert a en la escalera. Descendió por el pasillo hast a el
cuart o de operaciones y vio los cuerpos.
—Ese hom bre m erece ciert am ent e un ascenso —dij o el oficial naval.
—¿Por qué dice eso? —pregunt ó el senador. Crawford replicó:
—Tuvo la presencia de ánim o de llam ar al Pent ágono e insist ir en hablar
con el área de t ransm isiones secret as locales. Especificó la frecuencia de
sint onización, la hora y el lugar de recepción, y dij o que quería hablar con el
em isor. No dij o nada a nadie hast a que m e t uvo al t eléfono.
—Llévalo a la Escuela de Guerra, I rwin —dij o Conklin agriam ent e,
suj et ando su bast ón—; es m ás int eligent e que la m ayoría de esos payasos que
ust edes consiguen por ahí.

245
—Lo que ha dicho, Conklin, es innecesario y abiert am ent e ofensivo —lo
am onest ó el senador—. Por favor, cont inúe, general.
Crawford m iró al hom bre de la CI A.
—Hablé con el coronel Paul McClaren, en Nueva York, le ordené vigilar el
lugar y no hacer nada hast a que yo llegara. Ent onces hablé con Conklin y
George aquí y vinim os j unt os.
—Llam é a un Depart am ent o de Huellas Dact ilares en Manhat t an —agregó
Conklin—. Ya hem os usado sus servicios y confiam os en él. No les dij e lo que
est ábam os buscando, y les pedí que revisaran cuidadosam ent e el lugar y m e
inform aran sólo a m í de lo que encont raran. —El hom bre de la CI A se det uvo,
levant ando el bast ón hacia el oficial naval—. Ent onces, George les dio t reint a y
siet e nom bres que sabem os est án en los archivos del FBI . Y nos t raj eron una
ident ificación que no esperábam os, que no deseábam os ni siquiera conocer y
que, m enos aún, podíam os creer.
—Se t rat a de Delt a —dij o el senador.
—Así es concluyó el oficial naval—. Los nom bres que les envié figuraban,
no im port a la vinculación, podrían haber conocido la dirección de Treadst one,
incluyéndonos a t odos nosot ros. La habit ación había sido cuidadosam ent e
repasada y lim piada; en cada superficie, en cada crist al, en cada m anij a,
except o en un obj et o. Era un vaso de brandy rot o, cuyos fragm ent os est aban
en un rincón, baj o una cort ina. Eran suficient es para m ost rar claram ent e las
huellas de los dedos índice y m edio de la m ano derecha.
—¿Est á ust ed t ot alm ent e seguro? —inquirió el senador lent am ent e.
—Las huellas digit ales no pueden m ent ir, señor —dij o el oficial—. Est aban
ahí, señor, y había rest os de brandy en los fragm ent os del vaso. Fuera de est e
cuart o, Delt a era el único que sabía lo de la calle Set ent a y Uno.
—¿Y cóm o podem os est ar seguros de ello? Quizá los ot ros dij eron algo.
—Eso no es posible —opuso el brigadier general—. Abbot t j am ás lo
hubiera revelado a nadie, y Elliot St evens no recibió esa dirección hast a quince
m inut os ant es de llegar, cuando llam ó desde una cabina t elefónica. Por ot ra
part e, suponiendo lo peor, difícilm ent e habría ordenado su propia ej ecución, al
dar la dirección.
—¿Qué dicen del m ayor Webb? —insist ió el senador.
—Al m ayor —replicó Crawford— le di yo por radio el dom icilio t an pront o
com o llegó al Aeropuert o Kennedy. Com o sabe ust ed, se t rat aba de la
frecuencia G- DOS y en ondas com binadas. Le recuerdo que t am bién él perdió
la vida.
—Sí, por supuest o. —El act ivo senador sacudió la cabeza—. Es increíble.
¿Por qué?
—Hubiera preferido no sacar a colación un t em a desagradable —com ent ó
el brigadier general Crawford—. Desde el principio no fui m uy ent usiast a con el
candidat o. Com prendí el razonam ient o de David y adm it í que est uviera
calificado para el cargo, pero, si ust ed recuerda, no fue m i candidat o preferido.
—No sabía que t uviéram os t ant os candidat os —dij o el senador—.
Teníam os un hom bre, un hom bre calificado, com o ust ed m ism o lo adm it ió, que
quería t rabaj ar en el alt o nivel secret o durant e un t iem po indet erm inado,
arriesgando su vida cada día, rom piendo t odos los lazos con su pasado.
¿Cuánt os hom bres com o ése podríam os encont rar?

246
—Podríam os haber encont rado ot ro m ás equilibrado —respondió el
brigadier—. Hice not ar eso en su m om ent o.
—Ust ed hizo not ar —corrigió Conklin— su propia definición de un hom bre
equilibrado, que para m í, según observé en ese m om ent o, correspondía a un
cacharro inservible.
—Am bos est uvim os en Medusa, Conklin —dij o Crawford, airada pero
razonablem ent e—. Ust ed no t iene una visión exclusiva. La conduct a de Delt a,
en el cam po de acción, era cont inua y abiert am ent e host il a las órdenes. Yo
est aba en condiciones de poder observar ese com port am ient o m ej or que
ust ed.
—En la m ayor part e de los casos t enía derecho a ser host il. Si ust ed
hubiera pasado m ás t iem po en el cam po de acción que en Saigón, habría
ent endido est o. Y yo lo ent endí.
—Podrá sorprenderle —observó el brigadier, levant ando la m ano en un
gest o de t regua—, pero no est oy defendiendo las grandes est upideces, a
m enudo t an frecuent es en Saigón; nadie lo haría. Est oy t rat ando de describir
un t ipo de com port am ient o que pueda guiarnos a ant eanoche, en la calle
Set ent a y Uno.
El hom bre de la CI A seguía m irando a Crawford. Su host ilidad desapareció
al inclinar la cabeza.
—Com prendo lo que ust ed t rat a de describir y perdone. Y ést e es el
enigm a principal, ¿verdad? No es fácil para m í. Trabaj é con Delt a en m edia
docena de depart am ent os. Est uve dest inado con él en Phnom Penh ant es de
que Medusa se convirt iera en el foco de at ención del Monj e. Nunca volvió a ser
el m ism o después de Phnom Penh; por esa razón ent ró en Medusa; quería ser
Caín.
El senador se inclinó hacia delant e en el sofá.
—Ya he oído hablar de eso, pero quiero volver a oírlo. El president e debe
saber t odos los det alles.
—Su m uj er y los dos hij os m urieron en un m uelle del río Mekong,
bom bardeado y am et rallado por un avión ext raviado; nadie sabía a qué bando
pert enecía, y nunca se conoció su ident idad. Odiaba est a guerra, odiaba a
t odos en ella y est alló. —Conklin se det uvo, m irando al brigadier—. Y creo que
ust ed t iene razón, general, ha est allado de nuevo. Es algo que lleva dent ro de
él.
—¿Qué es? —pregunt ó secam ent e el senador.
—La explosión, supongo —repuso Conklin—. El m aldit o est allido. Fue m ás
allá de sus lím it es, y el odio lo ha superado. No es m uy difícil; hay que ser
observador. Él asesinó a est os hom bres y a est a m uj er, com o un ser
enloquecido. Ninguno de ellos lo esperaba, except o la m uj er que est aba arriba,
y probablem ent e oyó los disparos. Ya no es Delt a. Nosot ros cream os un m it o
llam ado Caín; sólo que ya es sólo un m it o. Ahora se ha convert ido en algo real.
—¿Después de t ant os m eses?... —El senador se echó at rás, y su voz se
arrast ró—. ¿Por qué volvió? ¿Y desde dónde?
—Desde Zurich —respondió Crawford—. Webb est uvo en Zurich, y creo
que él es el único que lo puede haber hecho volver. El «porqué» quizá nunca lo
sepam os, except o que él pueda at raparnos a t odos j unt os aquí.
—No sabe quiénes som os —prot est ó el senador—. Sus únicos cont act os
eran el Marino, su m uj er y David Abbot t .

247
—Y, por supuest o, Webb —agregó el general.
—Por supuest o —asint ió el general—, pero nunca en Treadst one, y m enos
con est e últ im o.
—Eso no im port a - - observó Conklin, golpeando la alfom bra con su
bast ón—. Él sabía que exist ía un Cent ro de Operaciones. Webb le habría dicho
que t odos est uvim os allí alguna vez, y, razonablem ent e, esperaría que ahora
est uviéram os nuevam ent e. Habíam os reunido gran núm ero de pregunt as a lo
largo de seis m eses, y ahora, varios m illones de dólares. Delt a lo habría
considerado com o la perfect a solución. Podría haber acabado con t odos
nosot ros y desaparecer sin dej ar rast ros.
—¿Por qué est á t an seguro?
—Prim ero, porque él est uvo allí —respondió el hom bre del Servicio
Secret o, alzando la voz—. Tenem os sus huellas en un vaso de brandy que ni
siquiera fue t erm inado; y segundo, porque es la clásica t ram pa con m ás de
doscient as variaciones.
—¿Querría explicarnos eso?
—Ust ed perm anece ocult o —int ervino el general— hast a que su enem igo
no puede resist ir m ás y sale al descubiert o.
—¿Y nosot ros nos hem os convert ido en el enem igo, su enem igo?
—Ahora no hay dudas de eso —dij o el oficial naval—. Por la razón que
sea, Delt a se ha pasado al bando cont rario. Ya ha sucedido ant es, gracias a
Dios no m uy a m enudo, y sabem os lo que hem os de hacer.
El senador se inclinó nuevam ent e hacia delant e en el sofá.
—¿Qué va a hacer ust ed?
—Su fot ografía no ha sido nunca dist ribuida —explicó Crawford—. Vam os
a hacerlo ahora en cada base o puest o de seguim ient o y en cada fuent e o
inform ant e que t engam os. Tendrá que ir a alguna part e, y com enzará por los
lugares que conoce, aunque sea sólo para com prar ot ra ident idad. Tendrá que
gast ar dinero, y eso perm it irá encont rarlo. Cuando lo t engam os, las órdenes
serán bien claras.
—¿Lo t raerían det enido inm ediat am ent e?
—Lo m at arem os —dij o Conklin sim plem ent e—. No se puede t raer det enido
a un hom bre com o Delt a, ni se puede correr el riesgo de que ot ro Gobierno lo
haga, t eniendo en cuent a lo que sabe.
—No puedo t ransm it ir eso al president e. Hay leyes que respet ar.
—No con Delt a —opuso el agent e—; él est á fuera de las leyes, es
irrecuperable.
—I rrecuperable...
—Así es, senador —int errum pió el general—. I rrecuperable. Creo que ya
conoce el significado de la expresión. Ust ed t endrá que t om ar la decisión de si
se inform a o no al president e, pero creo que sería m ej or hacerlo.
—Debería ust ed invest igar cada det alle —dij o el senador int errum piendo al
oficial—. Hablé la sem ana pasada con Abbot t y m e dij o que se est aba poniendo
en práct ica un plan para llegar hast a Delt a, A t ravés de Zurich, el Banco, la
m ención de Treadst one; t odo est o form aba part e del plan, ¿no es ciert o?
—Así es, pero ya est á superado —dij o Crawford—. Si la evidencia de la
calle Set ent a y Uno no es suficient e para ust ed, ést a ot ra lo será. Se le dio a
Delt a una señal clara para volver y no lo hizo. ¿Qué m ás necesit a ust ed com o
evidencia?

248
—Quiero est ar absolut am ent e seguro.
—Lo quiero m uert o. —Las palabras de Conklin, a pesar de la suavidad con
que las dij o, cayeron com o un cubo de agua fría sobre los present es—. Delt a
no sólo quebrant ó las reglas que est ablecim os para t odos nosot ros, no im port a
cuáles, sino que, adem ás, las t iró a la basura. Y est o da asco; él es Caín.
Hem os usado m ucho el nom bre de Delt a, ni siquiera Bourne, sino siem pre
Delt a, que creo nos hem os olvidado de algo m uy im port ant e. Gordon Webb era
su herm ano. Por eso deben buscarlo y m at arlo.

23

Eran las t res m enos diez de la m añana, cuando Bourne se acercó al


m ost rador del «Auberge du Coin»; Marie cont inuó hacia la puert a de ent rada.
Para alivio de Jason, no había diarios en el m ost rador, pero el últ im o em pleado
noct urno t enía el m ism o aspect o que su colega del cent ro de París. Era un
hom bre calvo y fuert e; est aba recost ado en una silla con los oj os m edio
cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho; reflej aba la agot adora
depresión de una noche int erm inable. «Pero est a noche —pensó Bourne—, iba
a recordarla durant e un t iem po bast ant e largo, m ás allá de los daños
ocasionados en una de las habit aciones de los pisos superiores, que no serían
descubiert os hast a la m añana siguient e.» Un em pleado de relevo noct urno de
Mount rouge debía de t ener un m edio de locom oción propio.
—Acabo de t elefonear a Rúan —dij o Bourne, con las m anos apoyadas
sobre el m ost rador. Parecía un hom bre enoj ado, furioso por problem as
personales que no podía dom inar—. Debo part ir de inm ediat o, y necesit o
alquilar un coche.
—¿Por qué no? —resopló el em pleado al ponerse de pie—. ¿Qué prefiere
ust ed, señor? ¿Un carruaj e dorado o una alfom bra m ágica?
—¿Disculpe?
—Alquilam os habit aciones, no coches,
—Debo est ar en Rúan ant es de la m añana.
—I m posible. A no ser que encuent re a un t axist a t an loco que acept e
llevarlo a est as horas.
—Creo que no m e ent iende. Podría sufrir considerables pérdidas y
dificult ades si no est oy en m i oficina hacia las ocho de la m añana. Est oy
dispuest o a pagar generosam ent e.
—Tiene ust ed un problem a, señor.
—Sin duda, alguien de aquí est aría gust oso de prest arm e su coche,
digam os... m il, m il quinient os francos.
—¿Mil... m il quinient os francos..., señor? —Los oj os sem icerrados del
em pleado se abrieron t ant o, que la piel del rost ro quedó t ensa—. ¿Al cont ado,
señor?
—Nat uralm ent e. Mi am iga lo devolvería m añana por la t arde.
—No hay prisa, señor.
—¿Disculpe? Por supuest o, no hay ningún m ot ivo válido para no t om ar un
t axi. Puedo pagar el silencio.

249
—No sé dónde podría encont rar uno para ust ed —int errum pió el em pleado
en un frenét ico t ono persuasivo—. Por ot ra part e, quizá m i «Renault » no sea
m uy nuevo, y t al vez no sea el coche m ás veloz, pero es seguro y fiable.
Ot ra vez el cam aleón había cam biado de color y había sido acept ado
nuevam ent e com o alguien que no era. Pero ahora, él sabía quién era, y
com prendió.

Madrugada. Pero no había un lugar cálido en una posada de alguna villa,


ni una pared em papelada, m anchada por los prim eros rayos de luz al ent rar
por una vent ana, luego de haberse filt rado por ent re las ondeant es hoj as de
los árboles del ext erior. Por el cont rario, los prim eros rayos de sol que
ascendían ext endiéndose desde el Est e coronaban los lím it es de la cam piña
francesa y delim it aban los cam pos y las m ont añas de Saint - Germ ain- en- Laye.
Est aban sent ados en el pequeño coche, aparcado en una calle desiert a, las
volut as del hum o de los cigarrillos se escapaban por las vent anillas
parcialm ent e abiert as.
En Suiza había com enzado aquel prim er relat o con est as palabras: Mi vida
com enzó hace seis m eses en una pequeña isla del Medit erráneo llam ada Port
Noir...
Había iniciado ést e con una sim ple declaración: Soy conocido por el
nom bre de Caín.
Había cont ado t odo; no había om it ido nada de cuant o recordaba, incluso
había hablado sobre las t erribles im ágenes que habían est allado en su m ent e
cuando oyó las palabras que dij o Jacqueline Lavier en aquel rest aurant e,
ilum inado por velas, en Argent euil. Nom bres, incident es, ciudades...
asesinat os.
—Todo encaj aba. No había nada que no supiera, nada que no est uviera
alm acenado en algún lugar de m i cerebro, t rat ando de salir. Era la verdad.
—Era la verdad —repit ió Marie. La m iró de cerca.
—Est ábam os equivocados, ¿no lo ent iendes?
—Tal vez. Pero t am bién est ábam os en lo ciert o. Tú est abas en lo ciert o y
yo est aba en lo ciert o.
—¿Con respect o a qué?
—A t i. Tengo que repet irlo ot ra vez con calm a y de un m odo lógico.
Ofrecist e t u vida por la m ía ant es de conocerm e; esa decisión no la t om aría el
hom bre que m e describist e. Si ese hom bre exist ió, ya no exist e. —Los oj os de
Marie eran suplicant es, pero aún dom inaba su voz—. Tú lo dij ist e, Jason. Lo
que un hom bre no puede recordar, no exist e. Para él. Quizás ése sea el
problem a que debes abordar. ¿Puedes dej arlo?
Bourne m ovió la cabeza; había llegado el m om ent o t em ido.
—Sí —dij o—. Pero solo. No cont igo. Marie dio una chupada al cigarrillo.
Mient ras lo observaba, las m anos le t em blaban.
—Ya veo. Ent onces, ¿ésa es t u decisión?
—Tiene que serlo.
—Desaparecerás heroicam ent e y así no m e com prom et erás.
—Debo hacerlo.
—Muchísim as gracias. ¿Y quién diablos crees que eres?
—¿Qué?
—¿Quién diablos crees que eres?

250
—Pues un hom bre a quien llam an Caín. Buscado por los Gobiernos, por la
Policía, desde Asia hast a Europa. La gent e de Washingt on quiere m at arm e por
lo que creen que sé sobre Medusa; un asesino llam ado Carlos quiere verm e
con un t iro en la cabeza por lo que le hice. Piénsalo un m om ent o. ¿Cuánt o
t iem po crees que podré cont inuar escapando ant es de que algún m iem bro de
esos ej ércit os logre encont rarm e, at raparm e, m at arm e? ¿Quieres t erm inar t u
vida de esa m anera?
—¡Por Dios, no! —grit ó Marie, era algo dem asiado obvio para su m ent e
analít ica—. Mi int ención no es pudrirm e durant e cincuent a años en una cárcel
de Suiza o que m e ahorquen por crím enes que nunca com et í en Zurich.
—Hay una form a de elim inar el asunt o de Zurich. Lo he pensado. Puedo
hacerlo.
—¿Cóm o?
Golpeó el cigarrillo cont ra el cenicero.
—¡Por el am or de Dios! , ¿cuál es la diferencia?
Una confesión. Ent regarm e. No lo sé t odavía, ¡pero puedo hacerlo! Puedo
devolvert e la vida. ¡Debo devolvért ela!
—No de esa form a.
—¿Por qué no?
Marie buscó su cara; una vez m ás la voz era suave; había desaparecido la
brusca est ridencia.
—Porque nuevam ent e he corroborado m i opinión. Hast a el hom bre
condenado t an seguro de su propia culpa debería darse cuent a. El hom bre
llam ado Caín nunca haría lo que t ú t e ofrecist e a hacer. Por nadie.
—¡Soy Caín!
—Si m e viera forzada, acept aría que lo fuist e, pero no lo eres ahora.
—¿La últ im a rehabilit ación? ¿Una lobot om ía aut o- inducida? ¿Pérdida t ot al
de la m em oria? Todo est o parece ser la verdad, pero no det endrá a ninguno de
los que m e buscan. No im pediría que él o ellos apret aran el gat illo.
—Eso sería lo peor que podría suceder, y aún no est oy dispuest a a
acept arlo.
—Ent onces, no consideras los hechos.
—Tengo present es dos hechos, que parecen no cont ar para t i. No puedo
descart arlos. Viviré con ellos el rest o de m i vida, porque soy responsable. Dos
hom bres fueron asesinados de la m ism a y brut al m anera porque se int erponían
ent re t ú y un m ensaj e que alguien int ent aba hacert e llegar a t ravés de m í.
—¿Vist e el m ensaj e de Corbelier? ¿Cuánt os aguj eros de bala t enía? ¿Diez,
quince?
—¡Lo usaron! Lo escuchast e por el t eléfono igual que yo. No m ent ía,
t rat aba de ayudaros. Si no era a t i, sin duda era a m í.
—Es... posible.
—Todo es posible. No t engo respuest as, Jason, sólo discrepancias, cosas
que no pueden explicarse, que deberían ser explicadas. No m anifest ast e nunca
un deseo ni una urgencia de aquel que dices haber sido. Y sin esas cosas, un
hom bre así no podría exist ir. O no podrías ser él.
—Soy él.
—Prést am e at ención. Me eres m uy querido, am or m ío, y por est e m ot ivo
podría cegarm e, lo sé. Pero t am bién conozco algo de m í m ism a. No soy una
niña inocent e de inm ensos oj os. Vi una part e del m undo y prest o especial

251
at ención, y m ucha, a quienes m e at raen. Tal vez para confirm ar lo que m e
gust a considerar com o m is valores, y son realm ent e valores. Míos, de ningún
ot ro. —Se int errum pió un m om ent o y se alej ó de él—. Observé o un hom bre
que t ort urado, por sí m ism o y por ot ros, no grit aba. Quizá t us lam ent os sean
silenciosos, pero nunca dej arías que fueran una carga para ot ros, sino t u
propia carga. En lugar de eso indagast e, invest igast e e int ent ast e com prender.
Y así, am igo m ío, no act úa la m ent e de un frío asesino profesional, ni hace lo
que hicist e y quieres hacer por m í. No sé qué fuist e ant es, o de qué crím enes
eres culpable, pero no son los que crees, lo que t e quieren hacer creer ot ros.
Con t odo est o regreso a esos valores que t e m encioné. Me conozco. No podría
am ar al hom bre que dices ser. Am o al hom bre que sé que eres. Nuevam ent e lo
confirm ast e. Ningún asesino haría el ofrecim ient o que t ú acabas de hacer. Y
ese ofrecim ient o, señor, es respet uosam ent e rechazado.
—¡Eres una t ont a del diablo! —est alló Jason—. ¡Puedo ayudart e; t ú no
puedes ayudarm e! ¡Déj am e algo, por el am or de Dios!
—No lo haré. No, de esa m anera... —De repent e, Marie se alej ó de él con
la boca ent reabiert a—. Creí haberlo hecho —dij o en un m urm ullo.
—¿Hacer qué?... —pregunt ó Bourne.
—Creí haber dado algo por los dos. —Se volvió hacia él—. Te lo he
acabado de decir: est uvo allí durant e m ucho t iem po. Lo que los ot ros quieren
hacert e creer...
—¿De qué diablos hablas?
—Tus crím enes..., los crím enes que ot ros quieren hacert e creer que son
t uyos.
—Exist en. Son m íos.
—Espera un m inut o. Supón que exist en, pero no son t uyos. Supón que se
invent aron las pruebas, de una m anera t an perfect a com o las que se
invent aron en Zurich en m i cont ra, pero pert enecen a ot ro. Jason, no sabes
cuándo perdist e la m em oria.
—Port Noir.
—Ese es el m om ent o en que com enzast e a const ruirt e una, no cuando la
perdist e. Ant es de Port Noir, podría explicarse. Podrías explicar t u ident idad, la
cont radicción que exist e ent re t ú y el hom bre que la gent e cree que eres.
—Est ás equivocada. Nada podría explicar los recuerdos, las im ágenes que
vuelven a m í.
—Quizá sim plem ent e recuerdes lo que t e dij eron —replicó Marie—. Lo que
repit ieron incansablem ent e, una y ot ra vez. Hast a que no quedó nada m ás.
Fot ografías, grabaciones, est ím ulos visuales y audit ivos.
—Est ás describiendo un veget al que funciona y cam ina, al que se le
lavó el cerebro. Ése no soy yo. Marie lo m iró y le habló con cariño.
—Describo a un hom bre m uy int eligent e y enferm o, cuyos ant ecedent es y
experiencias se aj ust aban a las de alguien que era buscado por ot ros hom bres.
¿Sabes con qué facilidad se puede encont rar a un hom bre así? Los hay en
t odas part es, hospit ales, sanat orios, guardias m ilit ares. —Hizo una pausa y
cont inuó rápidam ent e—. Ese art ículo del diario decía ot ra verdad. Soy bast ant e
eficient e para las deducciones, cualquiera que hiciese lo que yo hago, lo sería.
Si buscara una curva m odelo que sólo incorporase fact ores aislados, sabría
cóm o nacerlo. I nversam ent e, si alguien buscara a un hom bre hospit alizado por
padecer am nesia, cuya experiencia incluyera habilidades especiales,

252
conocim ient os de dist int os idiom as, caract eríst icas raciales, los bancos de
inform ación m édica podrían proveer candidat os. Dios sabe que no m uchos; en
t u caso, quizá sólo unos pocos, t al vez sólo uno. Pero ellos buscaban a un
hom bre; era t odo lo que necesit aban.
Bourne observaba la cam piña y t rat aba de escudriñar su m ent e, a t ravés
de sus puert as de acero, ahora abiert as. I nt ent aba encont rar una im agen de la
esperanza que ella sent ía.
—¿Est ás diciendo que soy la reproducción de una ilusión? —inquirió,
t rat ando de que no hubiera anim ación en la frase.
—Ése es el result ado final, pero no lo que digo. Lo que est oy diciendo es
que posiblem ent e hayas sido m anipulado. Usado. Eso lo explicaría. —Acarició
su m ano—. Me cuent as que algunas veces las cosas quieren est allar en t u
int erior, rom per t u cabeza.
—Palabras, lugares, nom bres... despiert an cosas.
—Jason, ¿no es posible que despiert en cosas falsas? Las que t e repit ieron
una y ot ra vez, pero que no puedes revivir. No puedes verlas con claridad
porque no son t uyas.
—Lo dudo. He vist o lo que soy capaz de hacer. Lo hice ant es.
—Pudist e haberlo hecho por ot ros m ot ivos... ¡Al diablo cont igo! Est oy
luchando por m i vida. ¡Por nuest ras vidas...! ¡Est á bien! Puedes pensar y
sent ir. ¡Piensa ahora, sient e ahora! ¡Míram e y dim e qué hurgast e en t u
int erior, t us pensam ient os, y sent im ient os y que sabes, sin duda alguna, que
eres un asesino llam ado Caín! ¡Si eres capaz de hacerlo, de hacerlo realm ent e,
ent onces llévam e a Zurich, carga con t oda la culpa y aléj at e de m i vida! Pero si
no puedes, quédat e conm igo y déj am e ayudart e. Y ám am e, ¡por el am or de
Dios! Ám am e, Jason.
Bourne t om ó su m ano ent re las suyas y la apret ó con firm eza, com o se
apret aría la t em blorosa m ano de un niño enoj ado.
—No es cuest ión de sent ir o pensar. Vi el inform e en la Gem einschaft ; las
anot aciones dat aban de largo t iem po. Concuerdan con t odo aquello de lo que
m e he ido ent erando.
—Pero ese inform e, esas anot aciones pueden haber sido invent ados ayer,
o la sem ana pasada, o hace seis m eses. Todo lo que leíst e y escuchast e sobre
t u persona puede ser part e de un m odelo creado por quienes quieren que
represent es a Caín. No eres Caín, pero quieren que lo creas, quieren que ot ros
lo crean. Pero hay alguien, dando vuelt as, que sabe que no eres Caín y t rat a
de decírt elo. Tengo una prueba para ello t am bién. Mi am ado est á vivo, pero
dos am igos est án m uert os porque se int erpusieron ent re t ú y la persona que t e
enviaba el m ensaj e, la que t rat a de salvart e la vida. Fueron asesinados por las
m ism as personas que quieren sacrificart e ant e Carlos, en lugar de Caín. Dij ist e
ant es que t odo concordaba. No era así, Jason, ¡pero est o concuerda! ¡Y t e
explica ..a t í!
—¿Soy ent onces un caparazón hueco que ni siquiera posee los recuerdos
que cree t ener? ¡Lleno de dem onios que corren dent ro dest rozando las paredes
al pat earlas? No es una perspect iva agradable.
—No son dem onios, vida m ía. Son part es de t u persona, enoj adas,
furiosas, que clam an por salir porque no pert enecen al caparazón en que las
encerrast e.
—Y si dest ruyo ese caparazón, ¿qué encont raré?

253
—Muchas cosas. Algunas, buenas; ot ras, m alas, y una gran part e
last im ada. Pero Caín no est ará allí, t e lo aseguro. Creo en t i, vida m ía. Por
favor, no t e rindas.
Él m ant enía ent re am bos una dist ancia, una pared de crist al.
—¿Y si est am os equivocados? ¿Com plet am ent e equivocados? Ent onces,
¿qué?
—Déj am e lo ant es posible, o m át am e. No m e im port a.
—Te am o.
—Lo sé. Por eso no t engo m iedo.
—Encont ré dos núm eros t elefónicos en la oficina de Lavier. El prim ero es
de Zurich, el ot ro, de aquí, de París. Con un poco de suert e quizá m e conduzca
hast a el núm ero que necesit o.
—¿Nueva York? ¿«Treadst one»?
—Sí, la respuest a est á allí. Si no soy Caín, alguien en «Treadst one» sabe
quién soy.
Regresaron en coche a París, ya que suponían que llam arían m enos la
at ención ent re el gent ío de la ciudad que en una posada aislada en m edio del
cam po. Un hom bre de cabellos rubios y gafas con m ont ura de carey y una
m uj er llam at iva, de rost ro aust ero, sin m aquillaj e, peinada hacia at rás com o
una graduada de la Sorbona, no est arían fuera de lugar en Mont m art re.
Alquilaron una habit ación y se inscribieron com o un m at rim onio procedent e de
Bruselas.
En la habit ación perm anecieron un m om ent o de pie; las palabras no eran
necesarias para expresar lo que cada uno sent ía y veía. Se acercaron, se
acariciaron y abrazaron, sin dej ar lugar a que penet rara el m undo insult ant e
que les negaba la paz, que los obligaba a m ant ener el equilibrio balanceándose
sobre t ensos cables, próxim os el uno al ot ro, m ient ras m uy abaj o los
aguardaba un oscuro abism o; si alguno de los dos se caía, sería el final para
am bos.
Bourne no podía cam biar su aspect o de inm ediat o. Hubiera sido falso y no
había lugar para art ificios.
—Necesit am os descansar —dij o—. Debem os dorm ir un poco. Será un día
m uy largo.
Hicieron el am or. En la cálida y cadenciosa cam a se ent regaron el uno al
ot ro com plet a y generosam ent e. Hubo un m om ent o, un m om ent o t ont o, en
que se rieron, porque debieron cam biar de posición para poder respirar. Fue
una risa t ranquila, em barazosa al principio, pero la observación est aba allí, el
valor de una t ont ería int rínseca a algo m uy profundo ent re ellos. Pasado el
m om ent o, se abrazaron con furia, con la int ención de elim inar los abrum adores
sonidos y las visiones del m undo oscuro que int ent aba enredarlos en sus
alet as. Pront o se evadieron de ese m undo y buscaron ot ro m ej or, donde la luz
del sol y las aguas azules y t ranquilas rem plazaban a la oscuridad. Corrieron
at ropelladam ent e y con furor hacia él hast a que, por fin, en un esfuerzo
suprem o, lo encont raron.
Así se quedaron dorm idos, con las m anos ent relazadas.
Bourne fue el prim ero en despert arse, conscient e de los cláxones v los
m ot ores del t ránsit o de París, abaj o, en las calles. Miró su reloj pulsera. Era la
una y diez de la t arde. Habían dorm ido casi cinco horas, quizá m enos de lo
necesario, pero lo suficient e. I ba a ser un día m uy largo. No est aba seguro de

254
lo que iban a hacer; sólo sabía que había dos núm eros t elefónicos que debían
conducirlo hast a un t ercero. En Nueva York.
Se volvió para observar a Marie, que respiraba profundam ent e a su lado;
su cara —su cara llam at iva y am ada— form aba un ángulo con el borde de la
alm ohada, los labios ent reabiert os, m uy cerca de los suyos. La besó y ella
t rat ó de alcanzarlo con los oj os aún cerrados.
—Eres un sapo y t e convert iré en un príncipe —dij o con voz soñolient a—.
¿O es al revés?
—Quizá, pero no en las act uales circunst ancias.
—Ent onces t endrás que seguir com o sapo. Salt a a m i alrededor, sapit o.
Exhíbet e para m í.
—Sin t ent aciones. Sólo salt o cuando m e alim ent an con m oscas.
—¿Los sapos com en m oscas? Creo que sí lo hacen. Me est rem ece. Es
horrible.
—Vam os, abre los oj os. Hem os de em pezar a t ener esperanzas. Debem os
com enzar la búsqueda. Parpadeó y luego lo m iró.
—¿La búsqueda de qué?
—De m í —respondió.
Desde una cabina t elefónica en la rué Lafayet t e pidieron una llam ada
pagada a un núm ero de Zurich, a nom bre de Mr. Briggs. Bourne llegó a la
conclusión de que Jacqueline Lavier habría enviado señales de alarm a, sin
pérdida de t iem po; una debía de haber ido dirigida a Zurich.
Cuando oyó la llam ada de Suiza, Jason ret rocedió y ent regó el t eléfono a
Marie. Sabía lo que debía decir.
El operador int ernacional de Zurich respondió a la llam ada. Por t ant o, no
t uvo oport unidad de hacerlo.
—Lam ent am os inform arle que el núm ero solicit ado se halla fuera de
servicio.
—Est aba en servicio el ot ro día —int errum pió Marie—. Es una em ergencia,
operador. ¿Tiene ot ro núm ero?
—Ese t eléfono est á fuera de servicio, señora. No hay ot ro que lo
rem place.
—Me deben de haber dado m al el núm ero. Es m uy urgent e. ¿Podría darm e
el nom bre de la com pañía a la que pert enecía est e núm ero?
—Tem o que eso no será posible.
—Le he dicho que es una em ergencia. ¿Puedo hablar con su superior, por
favor?
—No podría ayudarla. Ést e es un núm ero que no figura en las guías.
Buenas t ardes, señora. La conexión se int errum pió.
—Han colgado —dij o.
—Nos llevó un t iem po dem asiado largo descubrirlo, ¡m aldición! —
respondió Bourne, m ient ras m iraba hacia am bos lados de la calle—.
Marchém onos de aquí.
—¿Crees que la pueden haber regist rado aquí, en París? ¿Desde un
t eléfono público?
—En t res m inut os puede det ect arse una com unicación y circunscribirse el
dist rit o. En cuat ro, pueden acort ar el radio a m edia docena de calles.
—¿Cóm o lo sabes?
—Desearía poder decírt elo. ¡Marchém onos!

255
—Jason, ¿por qué no esperam os escondidos? ¿Y observam os?
—Porque no sé qué buscar, y ellos sí lo saben. Tienen una fot ografía,
pueden dist ribuir hom bres por t oda la zona.
—No m e parezco a las fot ografías del diario.
—Tú no. Yo sí. ¡Marchém onos!
Cam inaron velozm ent e ent re el errát ico vaivén del gent ío, hast a llegar al
bulevar Malesherbes, a diez calles de dist ancia. Encont raron ot ra cabina
t elefónica con una cent ral diferent e de la prim era. En est a ocasión no había
necesidad de operadores; est aban en París. Marie ent ró, las m onedas en la
m ano, y m arcó el núm ero; est aba preparada.
Pero las palabras que llegaron desde el ot ro lado de la línea la dej aron
at ónit a.
—La résidence du General Villiers. Bonj our...? Allô? Allô?
Por un inst ant e, Marie fue incapaz de pronunciar palabra. Sólo m iraba el
t eléfono.
—Je m 'excuse —m urm uró—. Une erreur —cort ó.
—¿Cuál es el problem a? —pregunt ó Bourne al abrir la puert a de crist al—.
¿Qué ha pasado? ¿Quién era?
—No t iene sent ido —dij o—. He llam ado a la casa de uno de los hom bres
m ás respet ados y poderosos de Francia.

24

—André François Villers —repit ió Marie m ient ras encendía un cigarrillo.


Habían regresado a su habit ación del «Terrasse» para ordenar los dat os y
em paparse de la sorprendent e inform ación—. Graduado en Saint - Cyr, héroe de
la Segunda Guerra Mundial, una leyenda durant e la Resist encia y, hast a la
independencia de Argelia, el sucesor aparent e de De Gaulle. Jason, vincular
con Carlos a un hom bre com o ése es sim plem ent e increíble.
—La conexión est á allí. Créelo.
—Es dem asiado difícil. Villiers es un conservador, gloria de Francia,
m iem bro de una fam ilia que se rem ont a al siglo diecisiet e. Hoy es un diput ado
de j erarquía en la Asam blea Nacional, polít icam ent e a la derecha de
Carlom agno, con seguridad, pero, aún m ás, es un m ilit ar de ley. Es com o
relacionar a Douglas Mac Art hur con un m iem bro expulsado de la m afia. No
t iene sent ido.
—Ent onces t rat em os de encont rarle alguno. ¿Cuál fue la rupt ura con De
Gaulle?
—Argelia. A principios de la década de los sesent a Villiers era m iem bro de
la OAS, uno de los coroneles argelinos a las órdenes de Salan. Se opusieron a
los t rat ados de Evian, que darían la independencia a Argelia, ya que creían
que, por derecho, Argelia pert enecía a Francia.
—Los coroneles locos de Argelia —replicó Bourne.
¡Cuánt as palabras y frases llegaban a él sin saber de dónde provenían ni
por qué las había dicho!
—¿Significa est o algo para t i?
—Debería, pero no sé qué.

256
—Piensa —dij o Marie—. ¿Por qué querrían los locos coroneles argelinos
aliarse cont igo? ¿Qué es lo prim ero que se t e ocurre? ¡Rápido!
Jason la m iró im pot ent e; luego surgieron las palabras.
—Los bom bardeos..., las infilt raciones. Provocat eurs. Los est udiast e,
est udiast e los m ecanism os.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Se basan las decisiones en lo que se aprendió?
—Creo que sí.
—¿Qué clase de decisiones? ¿Qué decidist e?
—Las desorganizaciones.
—¿Qué significa eso para t i? Desorganizaciones.
—¡No lo sé! ¡No puedo pensar!
—Bien..., bien. Volverem os sobre el t em a en cualquier ot ro m om ent o.
—No hay t iem po. Volvam os sobre el t em a de Villiers. Después de Argelia.
¿Qué sucedió?
—Hubo una especie de reconciliación con De Gaulle; Villiers nunca est uvo
com plicado direct am ent e con el t errorism o, y su hoj a de servicios lo exigía.
Regresó a Francia, fue bien recibido; un luchador por una causa perdida, pero
una causa respet able. Recuperó su m ando y ascendió a general, ant es de
dedicarse a la polít ica.
—¿Es un polít ico act ivo, ent onces?
—Más que un polít ico, un port avoz, un viej o est adist a. Es t odavía un
m ilit ar de t rincheras, aún suspira por la perdida im port ancia m ilit ar de Francia.
—Howard Leland —dij o Jason—. Ahí est á la conexión con Carlos.
—¿Cóm o? ¿Por qué?
—Leland fue asesinado porque se int erfirió en las prom ociones y
export aciones de arm as del Quai d’Orsay. No necesit am os nada m ás.
—Parece increíble, un hom bre com o él... —La voz de Marie se desvaneció;
los recuerdos lo golpeaban—. Asesinaron al hij o de Villiers. Fue un hecho
polít ico, hace alrededor de cinco o seis años.
—Cuént am e.
—Volaron su coche en la rué de Bac. Lo publicaron los diarios de t odas
part es. Él era el polít ico act ivo, com o su padre, un conservador, se oponía a los
socialist as y a los com unist as siem pre que se present aba la ocasión. Era un
m iem bro j oven del Parlam ent o, que se oponía a los gast os del Gobierno, pero
en realidad bast ant e popular. Un arist ócrat a encant ador.
—¿Quién lo asesinó?
—Se especuló con que fueron los com unist as. Se las había arreglado para
bloquear algunas que ot ras leyes que favorecían a la ext rem a izquierda.
Después de ser asesinado, las posiciones se dividieron y las leyes se
aprobaron. Muchos creen que ést e fue el m ot ivo por el que Villiers dej ó el
Ej ércit o y se present ó com o candidat o a la Asam blea Nacional. Est o es lo
im probable, lo cont radict orio. Después de t odo, su hij o fue asesinado; uno
pensaría que un asesino profesional sería la últ im a persona en la Tierra con
quien quisiera relacionarse.
—Hay algo m ás t odavía. Dij ist e que fue bien recibido al regresar a París
porque nunca había est ado im plicado de form a direct a con el t errorism o.

257
—Si lo est uvo —int errum pió Marie— se lo ocult ó. Son m ás t olerant es con
las causas apasionadas aquí, donde la t ierra y el hogar se relacionan. Fue un
héroe legít im o, no lo olvides.
—Pero un t errorist a siem pre es un t errorist a, no olvides t ú t am poco eso.
—No est oy de acuerdo. Las personas cam bian.
—No respect o a ciert as cosas. Ningún t errorist a se olvida j am ás lo efect ivo
que ha sido; vive de ello.
—¿Cóm o puedes saberlo?
—No est oy seguro si quiero pregunt árm elo ahora.
—Ent onces no lo hagas.
—Pero est oy seguro con respect o a Villiers. Voy a llegar hast a él. —Bourne
se acercó a la m esit a de noche y cogió la guía t elefónica—. Veam os si figura o
si ese núm ero es privado. Necesit aré su dirección.
—No t e acercarás a él. Si es el cont act o de Carlos, est ará cust odiado. Te
asesinarán al vert e; t ienen t u fot ografía, ¿recuerdas?
—No les ayudará. No soy el que est án buscando. Aquí est á. Villiers. A.F.
Pare Monceau.
—Aún no puedo creerlo. El sim ple hecho de saber a quién llam aba debe de
haberle causado una conm oción a Madam e Lavier.
—O asust arla hast a el punt o de im pedirle hacer algo.
—¿No t e result a ext raño que le hayan dado ese núm ero?
—No, en est as circunst ancias. Carlos quiere que sus zum bones sepan que
no est á j ugando. Quiere a Caín. Marie se puso de pie.
—Jason, ¿qué es un zum bón?
Bourne la m iró.
—No lo sé... Alguien que t rabaj a ciegam ent e para ot ro.
—¿Ciegam ent e? ¿Sin ver?
—Sin saber. Creyendo que est á haciendo algo cuando en realidad hace
algo dist int o.
—No ent iendo.
—Digam os que t e pido esperes un coche en ciert a esquina. El aut o nunca
llega, pero el hecho de que est és allí le prueba a alguien que algo ha sucedido.
—Arit m ét icam ent e, un m ensaj e cuya pist a no puede seguirse.
—Sí, creo que es eso.
—Es lo que sucedió en Zurich. Walt er Apfel era un zum bón. Divulgó la
hist oria del robo sin saber lo que realm ent e est aba diciendo.
—¿Cuál fue?
—Es una buena hipót esis que t e propongan at rapar a alguien que conoces
m uy bien.
—«Treadst one Set ent a y Uno» —dij o Jason—. Y volvem os a Villiers. Carlos
m e encont ró en Zurich por m edio de la Gem einschaft . Eso significa que él
debía saber lo de «Treadst one»; hay m uchas posibilidades de que Villiers lo
sepa t am bién. Si no lo supiera, quizás habría una form a de que nos at rapara.
—¿Cóm o?
—Su nom bre. Si es t odo lo que t ú dices que es, aprecia dem asiado su
nom bre. Una «gloria de Francia» vinculada a un cerdo com o Carlos causaría
ciert o efect o. Am enazaré con ir a la Policía, a los diarios.
—Sim plem ent e lo negará. Dirá que es inj urioso.

258
—Déj alo. No lo es. Ése era su núm ero en la oficina de Lavier. Adem ás,
cualquier ret ract ación aparecerá en la m ism a página de su obit uario.
—Aún t ienes que llegar hast a él.
—Lo haré. Soy en part e un cam aleón, ¿recuerdas?
La rué Pare Monceau, con sus árboles alineados, le result aba de alguna
m anera fam iliar, pero no porque hubiera pasado por allí ant es. En cam bio, lo
fam iliar era la at m ósfera. Dos hileras de casas de piedra bien cuidadas, las
puert as y vent anas resplandecient es, los herraj es brillant es, las escaleras
lim pias y cuidadas; m ás allá, las habit aciones ilum inadas llenas de plant as
colgant es. Era una calle luj osa, en un barrio dist inguido de la ciudad, y Bourne
sabía que había est ado en ot ro lugar com o ést e y que eso había significado
algo.
Eran las 7.35 de una noche fría de m arzo; el cielo claro y el cam aleón
vest ido de acuerdo con la ocasión. El cabello rubio de Bourne est aba cubiert o
con una boina; el cuello, ocult o por la solapa de una chaquet a que llevaba
escrit o en la espalda el nom bre de una agencia de m ensaj eros. Llevaba
colgada del hom bro una banda de lona, prendida a una m alet a casi vacía; era
el final de la ronda de est e m ensaj ero en part icular. Debía hacer dos o t res
paradas, quizá cuat ro o cinco, si lo consideraba necesario; lo det erm inaría
sobre la m archa. Los sobres no eran realm ent e sobres, sino t arj et as que
hacían publicidad de los placeres del Bat eaux Muche, recogidas en una sala de
est ar de un hot el. Elegiría al azar algunas casas próxim as a la residencia del
general Villiers y deposit aría las t arj et as en los buzones. Sus oj os debían
regist rar t odo lo que veían; buscaba con avidez sólo una cosa: ¿Qué t ipo de
m edidas de seguridad t enía Villiers? ¿Quién cust odiaba al general y cuánt os
hom bres había en aquel lugar?
Com o est aba convencido de encont rarse con hom bres en coches de
guardia, se alarm ó al no ver a nadie. André Francois Villiers, m ilit arist a,
port avoz de su causa y principal cont act o con Carlos, no cont aba, por lo vist o,
con m edios de seguridad ext eriores. Si est aba prot egido, t al prot ección se
lim it aba al int erior de la casa. Si se consideraba la enorm idad de su crim en,
Villiers era t an arrogant e, que llegaba a ser un descuidado o un chiflado.
Jason subió por la escalinat a de una residencia adyacent e. La puert a de la
casa de Villiers est aba a una dist ancia no m ayor de seis m et ros. Met ió la
t arj et a en el buzón, observando las alt as vent anas de la casa, en busca de una
cara, una figura. No había nada.
La puert a se abrió de pront o. Bourne se agazapó, se m et ió la m ano
debaj o de la chaquet a y buscó el arm a, pensando que él era el chiflado; algún
observador m ás diest ro lo había localizado. Las palabras que oyó le
dem ost raron que est aba equivocado. Una parej a de m ediana edad, una criada
uniform ada y un hom bre con chaquet a oscura, hablaban en la ent rada.
—Asegúrense de que t odos los ceniceros est én vacíos —dij o la m uj er—. Ya
sabe lo que le disgust an los ceniceros llenos.
—Part ió en coche est a t arde, lo cual significa que ahora est arán llenos —
replicó el hom bre.
—Lím pielos en el garaj e, t iene t iem po. No baj ará hast a dent ro de diez
m inut os. Debe de est ar en Nant erre a las 8.30, no ant es.
El hom bre asint ió con la cabeza y, levant ándose las solapas de la
chaquet a m ient ras baj aba los escalones, dij o:

259
—Diez m inut os —sin dirigirse a nadie.
La puert a se cerró, y el silencio volvió a reinar en la t ranquila calle. Jason
se incorporó, con la m ano en la barandilla, m ient ras observaba al hom bre que
se apresuraba por la vereda. No est aba seguro dónde quedaba Nant erre; sólo
sabía que era un suburbio de París. Si Villiers iba a conducir el coche y est aba
solo, no había m ot ivo para posponer la confront ación.
Bourne se quit ó la correa del hom bro, baj ó rápidam ent e los escalones y se
dirigió hacia la izquierda de la calle. Diez m inut os.
Jason vio a t ravés del parabrisas cóm o se abría la puert a y aparecía el
general del Ej ércit o André Francois Villiers. Era un hom bre de com plexión
m ediana y pecho ancho; su edad oscilaba ent re los sesent a y set ent a años. No
llevaba som brero, el cabello era gris y t upido, y lucía una barba blanca, m uy
cuidada. Su port e era, sin duda alguna, el de un m ilit ar; su cuerpo se im ponía
en el espacio que lo rodeaba, penet rándolo com o si lo rom piera y dest ruyera al
m overse paredes invisibles.
Bourne lo m iró con at ención, fascinado, m ient ras t rat aba de im aginarse
qué locuras podrían haber conducido a un hom bre sem ej ant e hast a el t errible
m undo de Carlos. Cualesquiera que hubieran sido las razones, t enían que ser
poderosas, ya que él era poderoso. Est o lo hacía peligroso, porque era
respet ado y t enía el apoyo de su Gobierno.
Villiers se volvió para hablar a la criada, m irando el reloj pulsera. La m uj er
asint ió con la cabeza y cerró la puert a, m ient ras el general, después de baj ar
aprisa los escalones, dio una vuelt a al coche hast a llegar al lugar del conduct or
de su gran sedán. Abrió la puert a y se acom odó en el int erior; luego conect ó el
m ot or y se deslizó hacia el cent ro de la calle con lent it ud. Jason esperó a que
el sedán llegara a la esquina y girase a la derecha; ret iró con facilidad el
«Renault » que est aba j unt o a la acera y aceleró; llegó al cruce j ust o a t iem po
para poder ver a Villiers, que giraba de nuevo hacia la derecha en dirección
est e.
Había una ciert a ironía en la coincidencia, un augurio, si se podía creer en
t ales cosas. La rut a que el general Villiers eligió para ir al rem ot o suburbio de
Nant erre incluía un t recho de cam ino apart ado, j unt o al cam po, casi idént ico a
la de Saint - Germ ain- en- Laye, donde hacía doce horas Marie le había suplicado
que no se rindiera, que no ent regara ni su vida ni la de ella. Había t ram os de
t ierra con prados, cam pos que se deslizaban hacia las incipient es m ont añas,
pero en vez de est ar coronadas por la luz del am anecer, se hallaban baj o el
frío y los blancos rayos de la luna. A Bourne se le ocurrió que aquel t ram o de
rut a solit ario sería el m ej or lugar para int ercept ar al general a su regreso.
A Jason no le result ó difícil seguirlo a una dist ancia prom edio de
cuat rocient os m et ros, por eso se sorprendió al alcanzar casi al viej o soldado.
Villiers había dism inuido repent inam ent e la velocidad y giraba por un sendero
de grava abiert o en el bosque; m ás allá, el lugar de aparcam ient o ilum inado
por reflect ores. Un let rero colgaba de dos cadenas en el alt o ángulo de un
post e exhibía el nom bre: «L'Arbalèt e». El general iba a encont rarse con una
persona para cenar en un rest aurant e fuera de la rut a, no en el suburbio de
Nant erre, pero cerca. En el cam po.
Bourne pasó por la ent rada y desvió el coche de la part e visible de la rut a,
el lado derecho quedó cubiert o de follaj e. Debía de m edit ar t odo con cuidado.

260
Tenía que dom inarse. Había un fuego en su m ent e que crecía y se expandía.
Repent inam ent e, lo dej ó absort o una ext raordinaria posibilidad.
Al considerar las part es suelt as de los hechos, la inm ensa t urbación que
Carlos había experim ent ado la noche ant erior en el m ot el de Mont rouge, le
hacía suponer que André Villiers había sido cit ado para una reunión de
em ergencia en un rest aurant e apart ado. Quizá así, Carlos m ism o part icipara en
ella. Si era así, el lugar debía de est ar prot egido y un hom bre cuya fot ografía
había sido dist ribuida a esos guardias, sería asesinado en el m ism o inst ant e de
ser reconocido. Por ot ra part e, la oport unidad de observar a un grupo de
Carlos —o a Carlos m ism o— era algo que nunca volvería a present arse. Tenía
que ent rar en el «L'Arbalèt e». Un aprem io int erior lo im pulsaba a correr el
riesgo. Cualquier riesgo. ¡Era una locura! Ent onces, él no est aba cuerdo,
cuerdo com o un hom bre con m em oria lo est á. Carlos. ¡Encont rar a Carlos! Dios
m ío, ¿por qué?
Sint ió la presión del arm a en la cint ura; est aba segura. Baj ó del coche y
se puso un abrigo que t apaba la chaquet a con let ras en la espalda. Sacó del
asient o un som brero de ala angost a y t ela suave; curvando t oda el ala, cubriría
su cabello. Luego t rat ó de recordar si llevaba puest as las gafas de m ont ura de
carey cuando le habían t om ado la fot ografía en Argent euil. No, no las había
usado; las había dej ado en la m esa cuando los sucesivos proyect iles de dolor
habían insensibilizado su cabeza, inducidos por palabras que le recordaban un
pasado dem asiado fam iliar, dem asiado espant oso para enfrent arse con él.
Buscó en el bolsillo de la cam isa; allí est aban si las necesit aba. Cerró la puert a
y se encam inó hacia el bosque.
La luz de los reflect ores del rest aurant e se filt raba a t ravés de los árboles,
aum ent ando con cada m et ro que avanzaba y al dism inuir el follaj e que lo
cubría; Bourne llegó al lindero del pequeño bosque v se det uvo frent e al
aparcam ient o de grava. Est aba al lado del rúst ico rest aurant e; una hilera de
pequeñas vent anas recorrían t oda la const rucción; las llam as vacilant es de
unas velas, det rás de los crist ales, ilum inaban las figuras de los com ensales.
Luego sus oj os se dirigieron al segundo piso; no era de la m ism a ext ensión que
la const rucción baj a, sino sólo la m it ad; la part e post erior era una t erraza
abiert a. Sin em bargo, la part e cubiert a era sim ilar al prim er piso. Una hilera de
vent anas, poco m ás grandes quizá, pero alineadas e ilum inadas con luz de
velas. Las figuras se arrem olinaban, pero eran diferent es de las de los
com ensales del piso baj o.
Todos eran hom bres. Est aban de pie, m oviéndose indiferent em ent e; con
copas en las m anos; el hum o de los cigarrillos form aba espirales sobre las
cabezas. Era im posible decir cuánt os eran. Quizá m ás de diez y m enos de
veint e.
Él est aba allí, m oviéndose de un grupo a ot ro; la barba blanca sobre el
m ent ón era com o una señal lum inosa que se encendía y apagaba
int erm it ent em ent e al quedar ocult a por las siluet as próxim as a las vent anas.
En realidad, el general Villiers había m archado en su coche a Nant erre
para una reunión, y las probabilidades indicaban allí una conferencia en la que
se t rat aría de los fracasos de las últ im as cuarent a y ocho horas, fracasos que
perm it ían seguir vivo a un hom bre llam ado Caín.
Las probabilidades. ¿Cuáles eran las probabilidades? ¿Dónde est aban los
guardias? ¿Cuánt os eran y dónde se encont raban sus puest os? Dej ó at rás el

261
lindero de los bosques y cam inó de lado, hacia el frent e del rest aurant e,
m ient ras t orcía las ram as silenciosam ent e y sus pies se deslizaban sobre la
m aleza. Se det uvo, en busca de hom bres escondidos ent re el follaj e o baj o la
prot ección de las som bras del edificio. No vio a nadie; cont inuó su cam ino,
ganando t erreno, hast a que llegó a la part e t rasera del rest aurant e.
Se abrió una puert a; la brusca luz se esparció y apareció un hom bre
vest ido con chaquet a blanca. Se det uvo un m om ent o, ahuecando las m anos
para encender un cigarrillo. Bourne m iró a derecha e izquierda y hacia la
t erraza; no vio a nadie. Un guardia apost ado en la zona se habría alarm ado
ant e la repent ina luz surgida t res m et ros abaj o de donde se celebraba la
conferencia. No había guardias en el ext erior. Las m edidas de prot ección —
com o debía ser en la casa de Villiers en Pare Monceau— se lim it aban al int erior
del edificio.
Ot ro hom bre apareció en la puert a; llevaba t am bién chaquet a blanca y se
t ocaba con un som brero de chef. Su voz sonó enoj ada, y su francés se
m ezclaba con el gut ural dialect o de Gascuña.
—¡Mient ras t ú haraganeas, nosot ros sudam os! El carrit o de los post res
est á casi vacío. Llénalo. ¡Ahora m ism o, bast ardo!
El past elero se volvió y se encogió de hom bros, aplast ó el cigarrillo y
regresó al int erior, cerrando la puert a t ras sí. La luz se desvaneció; sólo el
blanquecino resplandor de la luna ilum inaba la t erraza, pero era suficient e. Allí
no había nadie, ni guardias que pat rullaran las anchas y dobles puert as que
conducían al salón int erior.
Carlos. Encont rar a Carlos. At rapar a Carlos. Caín es Carlos, y Delt a es
Caín.
Bourne consideró la dist ancia y los obst áculos. Sólo lo separaban quince
m et ros de la part e post erior del edificio, y est aba a t res o cuat ro debaj o de la
barandilla que bordeaba la t erraza. Había dos ext ract ores en la part e ext erior,
a t ravés de am bos salía vapor, y j unt o a ellos, una t ubería de desagüe que
llegaba hast a el borde de la barandilla. Si pudiera escalar la cañería y
conseguir un apoyo para el pie en el respiradero baj o, podría aferrarse a un
barrot e de la barandilla e int roducirse en la t erraza. Pero no podría hacer nada
de est o si llevaba puest o el abrigo. Se lo quit ó y lo dej ó en el suelo, j unt o con
el som brero de ala flexible; después los cubrió con la m aleza. Luego cam inó
hacia la linde del bosque y corrió lo m ás silenciosam ent e posible a t ravés de la
grava, hacia la cañería de desagüe.
En las som bras se arrast ró hast a la cañería; est aba firm em ent e suj et a. Se
est iró cuant o pudo y luego salt ó y se aferró a la t ubería. Em pezó a t repar
hast a que el pie izquierdo quedó paralelo al prim er respiradero. Sin det enerse,
cont inuó. Deslizó el pie en el hueco y se im pulsó aún m ás arriba por la t ubería.
Le falt aban sólo cincuent a cent ím et ros para llegar a la barandilla; un últ im o
im pulso desde el respiradero y podría alcanzar el últ im o barrot e.
La puert a se abrió debaj o, con violencia y un rayo de luz blanca cruzó la
grava hast a el bosque. Una figura, que se balanceaba para m ant ener el
equilibrio, fue arroj ada fuera, seguida del chef, que grit aba:
—¡I nsect o! ¡Est ás borracho, eres un borracho! ¡Has est ado borracho t oda
la m aldit a noche! Todos los past eles est án desparram ados por el suelo de la
cocina. Todo es un revolt ij o. ¡Vet e, no verás ni un cént im o!

262
Cerró la puert a con violencia y le echó el cerroj o. Era, sin duda, el final.
Jason se aferraba a la cañería, le dolían los brazos y los t obillos, el sudor le
corría por la frent e. Abaj o, el borracho se t am baleaba m ient ras hacía gest os
obscenos con la m ano derecha dirigidos al chef, que ya no podía verlo. Su
vidriosa m irada subió por la pared y se det uvo en la cara de Bourne. Jason
cont uvo la respiración cuando sus oj os se encont raron; el hom bre m iró
fij am ent e, parpadeó y volvió a m irar. Sacudió la cabeza, cerró los oj os y luego
los abrió de par en par; veía algo que no est aba seguro de si realm ent e est aba
allí. Ret rocedió y se m archó zigzagueando. Seguram ent e había creído que la
siluet a que t repaba por la pared era t an sólo product o de su im aginación, por
exceso de t rabaj o. Giró en el ángulo del edificio; est aba en paz consigo m ism o
al haber podido rechazar la visión que se había present ado ant e sus oj os.
Bourne respiró aliviado y se relaj ó cont ra la pared. Pero fue sólo un
m om ent o; el dolor del t obillo había descendido hast a el pie: un calam bre.
Aferrado con la m ano derecha a la barra de hierro que form aba la base de la
barandilla, solt ó la izquierda de la t ubería y, con un nuevo im pulso logró asir la
barra. Apret ó las rodillas cont ra el m et al y rept ó por la pared hast a que la
cabeza quedó sobre el borde de la t erraza. Est aba desiert a. I m pulsó la pierna
izquierda sobre el borde y alcanzó con la m ano derecha el rem at e de hierro
forj ado; se balancee sobre la barandilla.
Est aba en una t erraza que servía de cenador durant e los m eses de
prim avera y verano, en la que cabrían diez o quince m esas. En el cent ro de la
pared que separaba la part e int erior de la t erraza est aban las anchas puert as
dobles que había vist o desde el bosque Las siluet as del int erior no se m ovían,
est aban de pie inm óviles; por un m om ent o, Jason se pregunt ó si quizás habría
sonado una alarm a, si est arían esperan dolo. Se det uvo com o pet rificado, con
la m ano en el arm a; no sucedió nada. Se acercó a la pared, a am paro de las
som bras. Una vez allí, cam inó hacia la prim era puert a, pegada su espalda a la
m adera, hast a que t ocó el m arco con la m ano. Lent am ent e, cent ím et ro a
cent ím et ro, su cabeza se aproxim ó hast a el panel de vidrio, a un nivel que le
perm it ía observa el int erior.
Lo que vio lo dej ó pasm ado. Los hom bres est aban alineados —t res filas,
de cuat ro hom bres cada una- frent e a André Villiers. El general se dirigía a
ellos. Trece hom bres en t ot al, doce de ellos no sólo de pie, sino en posición de
firm es. Eran hom bres viej os, pero t am bién soldados viej os. Ninguno vest ía
uniform e; pero llevaban en las solapas galones de a colores y m edallas que
indicaban t ant o la graduación com o el prem io al valor. Aquellos hom bres
habían est ado acost um brados a m andar, a usar el poder. Se veía en sus caras,
en sus oj os, en la m anera de alinearse, y de escuchar; respet aban, pero no
ciegam ent e, siem pre con crit erio. Sus cuerpos eran viej os, pero había fuerza
en ellos. Una fuerza inm ensa. Ese era el aspect o pasm oso. Si aquellos hom bres
pert enecían a Carlos, los recursos del asesino est aban m uy lej os de ser
alcanzados, y result aban ext raordinariam ent e peligrosos. Porque no eran
hom bres com unes, sino t em plados soldados profesionales. Salvo que est uviese
com plet am ent e equivocado —pensó Bourne—, la m agnit ud de la experiencia y
el alcance de la influencia de aquel recint o eran at erradores.
Los locos coroneles de Argelia ¿qué había quedado de ellos? Hom bres
obsesionados por los recuerdos de una Francia que ya no exist ía, por un
m undo acabado, sust it uido por ot ro al que encont raban débil e ineficaz. Tales

263
hom bres podían hacer un pact o con Carlos, aunque sólo fuese por el poder
secret o que les confería. Golpear. At acar. Mat ar. Las decisiones sobre vida o
m uert e que una vez fueron part e int egrant e de sus vidas, eran recuperadas a
t ravés de una fuerza que servía a causas que ellos rehusaban adm it ir com o no
pract icables. Una vez iniciado en el t errorism o, siem pre se era t errorist a, y el
asesinat o era la ent raña del t errorism o.
El general alzaba la voz. Jason int ent ó oír las palabras a t ravés del vidrio.
Sonaban claras.
«...nuest ra presencia se sent irá, y nuest ro propósit o será ent endido.
Com part im os t odos j unt os una posición, nuest ra posición, que es inam ovible;
serem os oídos. Por la m em oria de t odos los que cayeron, nuest ros herm anos
de arm as, que dieron sus vidas por la gloria de Francia. ¡Obligarem os a
nuest ro am ado país a recordar, y en sus nom bres a perm anecer fuert es, libres,
no lacayos de nadie! Quienes se nos opongan, conocerán nuest ra ira. En est o
t am bién est am os unidos. Recem os a Dios Todopoderoso para que aquellos que
han part ido ant es que nosot ros hayan encont rado la paz, ya que nosot ros aún
est am os en conflict o... señores: ¡les ent rego a Nuest ra Señora, Nuest ra
Francia! »
Hubo un m urm ullo de aprobación por part e de los viej os soldados, que
cont inuaban firm es. Luego se elevó ot ra voz v cant ó solo las prim eras cinco
palabras; a la sext a se le unieron las voces del rest o del grupo:
Allons enfant s de la pat rie,
Le j our de glorie est arrivé...
Bourne se alej ó, confuso por aquella visión. Dest ruir en nom bre de la
gloria; la m uert e de los com pañeros exige m ás m uert es; es la exigencia, y si
significa un pact o con Carlos, se hará.
¿Qué lo pert urbaba t ant o? ¿Por qué se vio asalt ado por sent im ient os de
rabia y fut ilidad? ¿Qué provocó aquel cam bio que sent ía t an profundam ent e?
Después lo supo. Odiaba a André Villiers, despreciaba a t odos los hom bres allí
reunidos. Eran hom bres viej os que hicieron la guerra, robando la vida de los
j óvenes... de los m uy j óvenes.
¿Por qué lo asalt aban nuevam ent e las dudas? ¿Por qué era t an agudo el
dolor? No había t iem po para pregunt as, ni fuerzas para t olerarlas. Debía
expulsarlas de su m ent e y concent rarse en André Villiers, soldado y j efe
guerrero cuyas causas pert enecían al pasado; pero el pact o que había
est ablecido con su asesino clam aba hoy por su m uert e.
At raparía al general. Lo doblegaría. Le haría confesar. Se ent eraría de
t odo lo que sabía el general y probablem ent e luego lo m at aría. Los hom bres
com o Villiers robaban la vida de los j óvenes, de los dem asiado j óvenes.
Hom bres com o ése no m erecían vivir. Est oy ot ra vez en m i laberint o, y las
paredes est án recubiert as de espinas. ¡Oh, Dios, last im an!
En la oscuridad, Jason t repó por la barandilla y descendió por la t ubería de
desagüe, con t odos los m úsculos doloridos. El dolor t am bién debía ser
dest errado. Debía llegar hast a un t ram o desiert o de la carret era baj o la luz de
la luna y at rapar al com erciant e de la m uert e.

264
25

Bourne esperó en el «Renault », doscient os m et ros al est e de la ent rada


del rest aurant e, el m ot or encendido, preparado para part ir, en el m om ent o en
que viera irse a Villiers. Algunos ot ros ya habían part ido en coches separados.
Los conspiradores no hacen propaganda de su asociación y aquellos viej os eran
conspiradores en t odo el sent ido de la palabra. Habían cedido t odos los
honores ganados, por la m ort al conveniencia de las arm as y la organización de
un asesino. La edad y los prej uicios les habían quit ado la razón, de la m ism a
m anera que ellos habían pasado sus vidas robando la vida... a los j óvenes, a
los m uy j óvenes.
¿Qué es? ¿Por qué no m e dej a? Alguna cosa t errible est á m uy dent ro de
m í, t rat a de doblegarm e, de m at arm e. El m iedo y la culpa m e asalt an... pero
de qué y por qué, no lo sé. ¿Por qué esos viej os m archit os provocan en m í
est os sent im ient os de m iedo y de culpa... y de hast ío?
Eran la guerra y la m uert e. En la t ierra y desde los cielos. Desde los
cielos... desde los cielos. Ayúdam e, Marie. ¡Por Dios, ayúdam e!
Allí est aba. Los faros se deslizaban hacia la carret era; la carrocería larga y
negra reflej aba la luz de los reflect ores. Jason m ant uvo las luces apagadas al
salir de las som bras. Aceleró por la carret era hast a llegar a la prim era curva;
allí encendió los faros y apret ó a fondo el pedal del acelerador. El t ram o de
rut a solit ario que bordeaba el cam po est aba a t res kilóm et ros; debía llegar
pront o.
Eran las once y diez, y lo m ism o que t res horas ant es, los cam pos se
int ernaban en las m ont añas, bañados por la luz de la luna de m arzo, ahora en
el cenit . Llegó a la zona; era fact ible. El arcén era ancho, bordeaba unas
praderas; por t ant o, los dos aut om óviles podían salir de la carret era. El obj et o
inm ediat o, sin em bargo, era lograr que Villiers det uviera la m archa. El general
era viej o, pero no débil; si sospechara la m aniobra, se abriría paso a cam po
t raviesa y escaparía. Todo era cuest ión de saber elegir el m om ent o oport uno,
el m om ent o inesperado.
Bourne hizo girar en U el «Renault », y esperó hast a divisar los faros a lo
lej os, luego aceleró, girando violent am ent e el volant e hacia am bos lados; un
coche fuera de cont rol, un conduct or incapaz de seguir una línea rect a, pero,
no obst ant e, a gran velocidad.
Villiers no t uvo alt ernat iva; dism inuyó la m archa al acercarse Jason
peligrosa y velozm ent e hacia él. Luego, cuando sólo falt aban seis m et ros para
que los coches chocaran, Bourne giró el volant e hacia la izquierda, haciendo
salt ar las vallas de la carret era, m ient ras los frenos chirriaban. Finalm ent e, se
det uvo, abrió la vent anilla y grit ó con una voz indefinida. Medio grit o, m edio
alarido; podría haber sido la explosión vocal de un enferm o o un borracho,
pero no una am enaza. Golpeó con la m ano el m arco de la vent anilla y
perm aneció en silencio, agachado en el asient o, el arm a sobre las piernas.
Oyó abrirse la port ezuela del sedán de Villiers y espió a t ravés del volant e.
El viej o no est aba arm ado; parecía no sospechar nada; sólo aliviado porque se
había evit ado un choque. El general avanzó hacia la vent anilla izquierda del

265
«Renault » a t ravés de los rayos de luz de los focos; en sus grit os ansiosos se
ent reveía el espírit u de m ando de la Academ ia Milit ar de Saint - Cyr.
—¿Qué significa est o? ¿Qué piensa que est á haciendo? ¿Est á ust ed bien?
Aferró la base de la vent anilla.
—Sí, pero ust ed no —respondió Bourne en inglés, apunt ándole con el
revólver.
—¿Qué...? —De pie, erguido, el viej o j adeó—. ¿Quién es ust ed, y qué es
est o?
Jason baj ó del «Renault », la m ano izquierda ext endida sobre el cañón del
arm a.
—Me alegra que su inglés sea fluido. Vuelva a su coche y sáquelo de la
carret era.
—¿Y si m e niego?
—Lo m at aré inm ediat am ent e. No se necesit a m ucho para provocarm e.
—¿Proceden esas palabras de las Brigadas Roj as? ¿O de la división
parisiense del Baader Meinhof?
—¿Por qué? ¿Podría invalidarlas ust ed si fuera así?
—¡Las escupo! ¡Y a ust ed t am bién!
—Nunca dudó nadie de su valor, general. Cam ine hacia su coche.
—¡No es cuest ión de valor! —exclam ó Villiers sin m overse—. ¿Es una
cuest ión de lógica? No conseguirá nada si m e m at a, y m enos aún si m e
secuest ra. Mis órdenes son est rict as y m i equipo y m i fam ilia las ha ent endido
perfect am ent e. Los israelíes est án en lo ciert o. No puede haber negociaciones
con los t errorist as. ¿Vam os, dispare, basura! ¡O m árchese de aquí!
Jason est udió al viej o general; repent inam ent e se sent ía m uy inseguro,
pero no sería burlado. Vio aquellos furiosos oj os que lo m iraban. Un nom bre
em papado de corrupción ligado a ot ro nom bre colm ado de honores por su
nación causaría una especie de explosión; se reflej aría en sus oj os.
—En aquel rest aurant e dij o ust ed que Francia no sería el lacayo de nadie.
General André Villiers, m ensaj ero de Carlos. El cont act o de Carlos, el soldado
de Carlos, el lacayo de Carlos.
Los furiosos oj os se agrandaron, pero no de la m anera esperada por
Jason. A la furia se le sum ó el odio; ni hist eria, ni sorpresa, sólo una profunda
e inflexible aversión. El revés de la m ano de Villiers t razó un arco desde su
cint ura hast a la cara de Bourne. El golpe fue cort ant e, cert ero, doloroso. Lo
siguió una bofet ada brut al, insult ant e, cuya fuerza hizo t am balear a Jason
hacia at rás. El viej o se desplazó, sin sent ir m iedo al ver el revólver, cegado
sólo por la idea de cast igar. Los golpes llegaron uno t ras ot ro, propinados por
un poseso.
—¡Cerdo! —grit ó Villiers—. ¡Porquería, cerdo det est able! ¡Basura!
—Dispararé. ¡Lo m at aré! ¡Det éngase!
Pero Bourne no podía presionar el gat illo. Tenía la espalda cont ra el
pequeño coche, sus hom bros apret ados cont ra el t echo. El viej o seguía
at acando, sus m anos se elevaban una y ot ra vez para caer sobre el cuerpo de
Jason.
—¡Mát em e si puede, si se at reve! ¡Basura! ¡I nm undicia!
Jason arroj ó el arm a al suelo y levant ó los brazos para rechazar el at aque
de Villiers. Golpeó al general con la m ano izquierda, desvió su m uñeca
derecha, luego su izquierda, agarrándole con fuerza el ant ebrazo, que lo

266
acuchillaba com o una gran espada. Le ret orció am bos brazos violent am ent e y
Villiers se encorvó sobre él. Forzó al viej o a perm anecer inm óvil; sus caras
quedaron separadas apenas por unos cent ím et ros; el pecho del viej o palpit aba.
—¿Est á ust ed diciéndom e que no es el hom bre de Carlos? ¿Lo niega?
Villiers se abalanzó hacia delant e, t rat ando de zafarse de Bourne,
m ient ras lo aplast aba cont ra su pecho.
—¡Lo aniquilaré! ¡Anim al!
—Maldit o. ¿Sí o no?
El viej o hom bre escupió en la cara a Bourne; el fuego de sus oj os se había
em pañado, le brot aban lágrim as.
—Carlos asesinó a m i hij o —dij o en un m urm ullo—. Mat ó a m i único hij o
en la rué de Bac. La vida de m i hij o fue segada con cinco cargas de dinam it a
en la rué de Bac.
Con lent it ud, Jason afloj ó la presión de sus dedos. Respiró pesadam ent e y
habló con la m ayor calm a posible.
—Conduzca el coche al cam po y quédese allí. Hem os de hablar. Ha
ocurrido algo que ust ed ignora y será m ej or que lo analicem os j unt os.

—¡Nunca! ¡I m posible! ¡No puede haber ocurrido!


—Ocurrió —replicó Bourne, sent ado j unt o a Villiers en el asient o delant ero
del sedán.
—¡Se com et ió un t errible error! ¡Ust ed no sabe lo que dice!
—No hay error. Y sé lo que digo, porque yo m ism o encont ré el núm ero.
No es sólo el núm ero correct o, sino una m agnífica em boscada. Nadie en su
sano j uicio lo vincularía con Carlos, especialm ent e después de la m uert e de su
hij o. ¿Todo el m undo sabe que Carlos lo m at ó?
—Preferiría que usara un lenguaj e diferent e, señor.
—Lo sient o.
—¿Todo el m undo? En la Suret é, casi t odos. En I nform ación Milit ar y en la
I nt erpol, con t oda seguridad. Leo sus inform es.
—¿Qué dij eron?
—Se supuso que Carlos hizo un favor a viej os am igos de sus épocas
ext rem ist as, hast a el punt o de perm it irles aparecer silenciosam ent e com o
responsables del act o. Tuvo m ot ivos polít icos, com o sabrá. Mi hij o fue un
sacrificio, un ej em plo para ot ros que se oponen a los fanát icos.
—¿Fanát icos?
—Los ext rem ist as est aban form ando una coalición falsa con los
socialist as, hacían prom esas que no t enían int ención de cum plir. Mi hij o
ent endió est o, lo divulgó e inició una legislación para im pedir la alianza. Lo
m at aron por eso.
—¿Por ese m ot ivo se ret iró ust ed del Ej ércit o y se present ó a las
elecciones?
—Con t odo m i corazón. Es cost um bre que el hij o cont inúe con la t area del
padre... —El anciano hizo una pausa; la luz de la luna ilum inaba su cara
oj erosa—. En est e caso, el legado del padre fue cont inuar con la del hij o. Él no
era soldado, ni yo polít ico, pero las arm as y los explosivos no son ext raños
para m í. Yo m odelé sus causas, su filosofía reflej aba la m ía propia, y fue
m uert o por esas cosas. Mi decisión m e result ó sim ple y clara. Yo cont inuaría

267
con nuest ros ideales en el cam po polít ico y perm it iría que sus enem igos m e
at acaran. El soldado est aba preparado para luchar cont ra ellos.
—Más de un soldado, creo.
—¿Qué quiere decir?
—Esos hom bres del rest aurant e. Parecía que m andaban a la m it ad de las
t ropas de Francia.
—Lo hacían, señor. En una época fueron conocidos com o los j óvenes e
iracundos com andant es de Saint - Cyr. La República, est aba corrom pida, la
m ilicia era incom pet ent e; la Maginot , una brom a. Si se les hubiera cuidado en
su m om ent o, Francia no habría caído. Se convirt ieron en los líderes de la
Resist encia, lucharon cont ra los alem anes y Vichy a t ravés de Europa y África.
—¿Qué hacen ahora?
—La m ayoría vive de sus pensiones; m uchos, obsesionados por el pasado.
Rezan a la Virgen para que nunca se repit a. Sin em bargo, ven que sigue
ocurriendo en m uchos lugares. El Ej ércit o fue reducido a acciones secundarias;
los com unist as y los socialist as est án present es para siem pre en la Asam blea,
desgast ando las fuerzas de los servicios. El aparat o de Moscú sigue creciendo;
no cam bia con el paso de las décadas. Una sociedad libre est á m adura para la
infilt ración, y una vez que ha sido infilt rada, los cam bios no se det ienen hast a
que esa sociedad adquiere ot ra im agen. En t odos lados hay conspiración; no
puede cont inuar sin desafío.
—Cualquiera diría que sus palabras result an bast ant e ext rem ist as.
—¿Con qué fin? ¿Supervivencia? ¿Fuerza? ¿Honor? ¿Son est os t érm inos
dem asiado anacrónicos para ust ed?
—No, no los considero así. Pero creo que se hace m ucho daño en nom bre
de ellos.
—Nuest ras filosofías difieren, y no m e im port a debat irlas. Ust ed m e ha
pregunt ado por m is asociados y le he respondido. Y ahora, esa increíble m ala
inform ación suya. Es espant osa. No sabe lo que es perder a un hij o, que m at en
a un hij o suyo.
El dolor vuelve a m í y no sé por qué. Dolor y vacío, un vacío en el cielo...
desde el cielo. Muert e en el cielo y desde los cielos. ¡Jesús, last im a! Est o
last im a. ¿Qué es?
—Puedo lam ent arlo —dij o Jason, con las m anos apret adas, para det ener
el repent ino t em blor—. Pero se aj ust a a los hechos.
—¡Ni por un inst ant e! Com o ust ed ha dicho, nadie en su sano j uicio m e
vincularía con Carlos, ni siquiera el cerdo asesino. Es un riesgo que no correría.
Es inim aginable.
—Exact am ent e. Es inim aginable el m ot ivo por el cual lo est án usando.
Ust ed es el perfect o relevo para m is inst rucciones finales.
—¡I m posible! ¿De qué form a?
—Alguien que usa su t eléfono est á en cont act o direct o con Carlos.
Em plearon claves, y dicen ciert as palabras para que esa persona se ponga al
t eléfono. Probablem ent e cuando ust ed no est á, t al vez cuando est á present e.
¿At iende el t eléfono ust ed m ism o?
Villers frunció el ent recej o.
—Realm ent e no lo hago. No at iendo las llam adas de ese núm ero. Hay
m ucha gent e a la que prefiero evit ar, y t engo una línea privada.
—¿Quién lo at iende ent onces?

268
—Por lo general, el am a de llaves o su esposo, que es en part e
m ayordom o y en part e chofer. Fue m i chofer durant e los últ im os años que
est uve en el Ej ércit o. Si no lo hace ninguno de ellos, ent onces responde m i
m uj er. A veces, t am bién m i ayudant e. Con frecuencia t rabaj a en m i oficina y
en m i casa; fue m i adj unt o durant e veint e años.
—¿Quién m ás?
—No hay nadie m ás.
—¿Y las criadas?
—No hay ninguna fij a; cuando se las necesit a se las cont rat a para la
ocasión. Es m ás la fam a del nom bre «Villiers» que el dinero que hay en el
Banco.
—¿Muj eres para la lim pieza?
—Dos vienen dos veces por sem ana, y no siem pre las m ism as.
—Será m ej or que vigile al chofer y a su ayudant e.
—¡Absurdo! ¡Su lealt ad es incuest ionable!
—Brut o era así, y lo sucedido a César lo desacredit a a ust ed.
—No puede hablar en serio.
—Est oy hablando con t oda seriedad, y será m ej or que lo crea. Todo lo que
le he dicho es verdad.
—En realidad no m e ha dicho m ucho, ¿o no? Su nom bre, por ej em plo.
—No es necesario. Si lo supiera, podría ofenderlo.
—¿En qué form a?
—Si consideram os la rem ot a posibilidad de que est oy equivocado en
cuant o al enlace y esa posibilidad apenas exist e.
El anciano asint ió con la cabeza, at urdido y desconfiado. Cont em pló su
rost ro desconcert ado, baj o la luz de la luna.
—Un hom bre sin nom bre m e det iene en una carret era, de noche, m e
apunt a con un revólver, m e dirige una acusación t an puerca, que deseo
m at arlo, y pret ende que acept e su palabra. La palabra de un hom bre sin
nom bre, cuya cara desconozco y que no m e ofrece m ás pruebas que la
m anifest ación de que Carlos m e persigue. ¿Dígam e por qué debería creer en
un hom bre así?
—Porque no t endría ot ra razón para acercarse a él, si no creyera que ésa
es la verdad —replicó Bourne. Villiers lo m iró fij am ent e.
—No, hay m ej or razón. Hace un rat o m e perdonó ust ed la vida. Tiró al
suelo el arm a, no la disparó. Podría haberlo hecho con facilidad. Eligió, en
cam bio, suplicarm e y conversar.
—No creo haberle suplicado.
—Est aba en sus oj os, j oven. Se descubre siem pre en los oj os. A veces en
la voz, pero hay que saber escuchar con cuidado. Se puede fingir una súplica,
pero no la rabia. Es verdadera o sólo una post ura. Su rabia era verdadera...
com o la m ía. —El viej o gest iculaba hacia el pequeño «Renault », a diez m et ros
en el cam po—. Sígam e a Pare Monceau. Hablarem os m ás en m i oficina. Juro
por m i vida que se equivoca con respect o a esos dos hom bres, pero, com o
ust ed señaló, César est aba cegado por una falsa devoción. Y aun así, m e
desacredit ó.
—Si ent ro en su casa y alguien m e reconoce, m e m at ará. Lo m ism o le
sucederá a ust ed.

269
—Mi ayudant e part ió est a t arde a las cinco, y m i chofer, com o ust ed lo
llam a, se ret ira a las diez para m irar su int erm inable t elevisión. Esperará
afuera m ient ras ent ro y reviso. Si t odo est á norm al, lo llam aré; si no es así,
saldré de la casa y part iré en el coche. Me seguirá. Me det endré en cualquier
part e y cont inuarem os.
Jason observaba a Villiers m ient ras ést e hablaba.
—¿Por qué quiere que regrese a Pare Monceau?
—¿A qué ot ro lugar, si no? Creo en el im pact o de una confront ación
inesperada. Uno de los hom bres est á en cam a viendo la t elevisión, en una
habit ación del t ercer piso. Hay ot ra razón. Quiero que m i esposa oiga lo que
ust ed ha dicho. Es la m uj er de un viej o soldado y ent iende ciert as cosas que,
con frecuencia, se le escapan a un oficial en el cam po. Me he acost um brado a
creer en sus int uiciones; quizás ella pueda reconocer un m odelo de acción
cuando lo haya oído.
Bourne se sint ió obligado a decirlo:
—Lo he at rapado sim ulando un choque; ust ed puede at raparm e fingiendo
ot ra cosa. ¿Cóm o sé que Pare Monceau no es una t ram pa?
El viej o no vaciló.
—Le doy m i palabra de general de Francia; es t odo lo que t iene. Si no es
suficient e, t om e el arm a y m árchese.
—Es suficient e —repuso Bourne—. No por ser la palabra de un general,
sino porque es la palabra de un hom bre cuyo hij o fue asesinado en la rué de
Bac.

El viaj e de regreso a París le pareció a Jason m ucho m ás largo que el de


ida. Nuevam ent e luchaba cont ra im ágenes, im ágenes que lo hacían sudar. Y el
dolor, que em pezaba en las sienes, le recorría el pecho hast a form arle un nudo
en el est óm ago, punzadas que le daban ganas de grit ar.
Muert e en los cielos... de los cielos. No oscuridad, sino luz cegadora. No
m ás alas que im pelan m i cuerpo hacia una oscuridad m ayor, pero, en cam bio,
silencio y el hedor de la j ungla y... las riberas del río. La quiet ud seguida del
chillido de los páj aros y el penet rant e rechinar de los vehículos. Páj aros...
vehículos descendiendo veloces desde los cielos con luz cegadora. Explosiones.
Muert e. De los j óvenes, de los m uy j óvenes.
¡Det ent e! Sost én el volant e. ¡Concént rat e en la carret era, pero no
pienses! Pensar es m uy doloroso, y no sabes por qué.
Llegaron a Pare Monceau, a la calle con árboles alineados. Villiers iba unos
t reint a m et ros delant e, y debió enfrent arse con un problem a que unas horas
ant es no había t enido. En la calle había ahora un núm ero de coches m ucho
m ayor que t rat aban de aparcar.
Sin em bargo, frent e a la casa del general, a m ano izquierda, quedaba libre
un espacio suficient e para los dos coches. Villiers sacó la m ano por la
vent anilla e indicó a Jason que aparcara det rás.
Sucedió a los pocos inst ant es. Una luz en la ent rada llam ó la at ención a
Jason; fij ó su vist a en las dos siluet as, com o si las enfocara en la m ira de un
arm a.
La sensación de est ar reconociendo a alguien lo llevó a buscar el arm a que
llevaba en la cint ura.

270
¿Lo habían conducido, finalm ent e a una t ram pa? ¿Carecía de valor la
palabra de un general francés?
Villiers m aniobraba el sedán para aparcarlo en su sit io. Bourne se volvió
en el asient o y m iró en t odas direcciones; nadie se acercaba a él, nadie se
aproxim aba. No era una t ram pa. Era algo m ás, part e de lo que est aba
sucediendo y que el viej o soldado desconocía.
Ya que, al ot ro lado de la calle, j unt o a la escalera de la casa de Villiers —
en la ent rada—, est aba de pie una m uj er j oven y llam at iva. Hablaba
apresuradam ent e, con pequeños gest os ansiosos, a un hom bre que, de pie en
el peldaño m ás alt o, m ovía la cabeza com o acept ando inst rucciones. El
hom bre, de cabellos grises y port e dist inguido, era el operador del conm ut ador
de «Les Classiques». Jason conocía m uy bien la cara de aquel hom bre, pero
nada m ás. Aquella cara había hecho surgir ot ras im ágenes... im ágenes t an
violent as y dolorosas com o las que lo habían asalt ado durant e la últ im a m edia
hora en el «Renault ».
Pero había una diferencia. Aquella cara le hacía recordar la oscuridad y los
vient os t orrenciales en el cielo noct urno, sucesivas explosiones, un t irot eo
resonando a t ravés de los m illares de t úneles de una selva.
Bourne apart ó la vist a de la puert a y m iró a Villiers a t ravés del
parabrisas. El general ya había apagado las luces y se disponía a baj ar del
coche. Jason solt ó el em brague y avanzó hast a ponerse en cont act o con el
parachoques del sedán. Villiers giró rápidam ent e en su asient o.
Bourne apagó los faros y encendió la débil luz int erior del t echo. Levant ó
la m ano, con la palm a hacia abaj o, y repit ió dos veces el m ism o m ovim ient o,
indicándole al viej o soldado que perm aneciera donde se encont raba. Villiers
asint ió con la cabeza y Jason apagó la luz.
Volvió a observar la puert a de ent rada. El hom bre había descendido un
paso, la m uj er lo det uvo con una nueva orden. Ahora Bourne la podía ver sin
dificult ad. Su edad oscilaba ent re los t reint a y cinco y cuarent a años; su
cabello oscuro, de cort e elegant e, enm arcaba un rost ro bronceado por el sol.
Era alt a, escult ural, de figura est ilizada, de t urgent es pechos acent uados por la
t ela suave y adherent e de un vest ido blanco largo que realzaba el bronceado
de su piel. Si form aba part e de la casa, Villiers no la había m encionado, lo cual
significaba que no lo era. Era una visit ant e que sabía cuándo debía ir a casa
del viej o; concordaba con la est rat egia de enlaces. Y eso significaba que t enía
un cont act o en casa de Villiers. El viej o debía de conocerla; pero, ¿la conocería
bien? Obviam ent e, la respuest a no era del t odo buena.
El operador del conm ut ador de cabellos grises, cabeceó por últ im a vez,
baj ó los escalones y cam inó aprisa calle abaj o. La puert a se cerró; las luces de
los focos de los vehículos brillaban en la vacía escalera j unt o con los herraj es
de bronce de la puert a negra.
¿Por qué aquellos escalones y aquella puert a significaba algo para él?
I m ágenes. Realidad que no era real.
Bourne baj ó del «Renault », y observó las vent anas en busca del
m ovim ient o de una cort ina; nada. Corrió hacia el coche de Villiers; la vent anilla
delant era est aba baj ada; el general m ant enía la cara alzada, las t upidas cej as
eran arqueadas por la oscuridad.
—¡En nom bre de Dios! , ¿qué est á ust ed haciendo? —pregunt ó.

271
—Allí, en su casa —dij o Jason poniéndose en cuclillas—. ¿Ha vist o ust ed lo
m ism o que yo acabo de ver?
—Eso creo.
—¿Quién es esa m uj er? ¿La conoce?
—¡Vaya si la conozco! Es m i esposa.
—¿Su esposa? —La cara de Bourne t raslucía su sorpresa—. Creí que había
dicho... pensé que había dicho que era una m uj er de edad. Que quería que m e
escuchara porque con los años había aprendido ust ed a respet ar sus j uicios. En
el cam po, dij o. Eso es lo que ust ed dij o.
—No, exact am ent e. Dij e que era la m uj er de un viej o soldado. Pero del
m ism o m odo respet o sus j uicios. Es m i segunda esposa, m i segunda y m uy
j oven esposa, pero t an ínt egram ent e devot a com o la prim era, que m urió hace
ocho años.
—¡Oh! ¡Dios m ío!
—No se dej e influir por la diferencia de edad. Ella se sient e orgullosa y
feliz de ser la segunda Madam e Villiers. Me ayuda m ucho en la Asam blea.
—Lo sient o —m urm uró Bourne—. Realm ent e lo sient o.
—¿Por qué? ¿La confundió con ot ra persona? Generalm ent e le ocurre eso
a la gent e; es una m uchacha m agnífica. Est oy m uy orgulloso de ella.
Villiers abrió la puert a del coche, al t iem po que Jason se ponía de pie en la
acera.
—Espere aquí —dij o el general—. Ent raré para com probar si t odo est á en
orden, abriré la puert a y le haré una señal. Si hubiera inconvenient es,
regresaré al coche y nos m archarem os.
Bourne perm aneció inm óvil frent e a Villiers e im pidió al viej o alej arse.
—General, debo pregunt arle algo. No est oy m uy seguro de cóm o hacerlo,
pero debo hacerlo. Le he dicho que encont ré su núm ero en un puest o de
enlace abandonado que ant es em pleaba Carlos. No le dij e dónde, sólo que
alguien lo confirm ó y adm it ió que pasaba m ensaj es de y para Carlos. —Bourne
t om ó aire, los oj os fij os en la puert a de la casa al ot ro lado de la calle—. Ahora
debo pregunt arle algo, y por favor, piense con cuidado ant es de responder.
¿Se com pra la ropa su esposa en una t ienda llam ada «Les Classiques»?
—¿En Saint Honoré?
—Sí.
—Sé que no lo hace.
—¿Est á seguro?
—Com plet am ent e. No sólo porque nunca he vist o una cuent a de esa
t ienda, sino t am bién porque a ella no le gust an los m odelos de «Les
Classiques». Mi esposa es buena conocedora de asunt os de m oda. ¿Qué
sucede?
—General, no puedo ent rar en esa casa. No im port a lo que encuent re. No
puedo ent rar en ella.
—¿Por qué no? ¿Qué est á diciendo?
—El hom bre que est aba hablando con su esposa en la escalera de su casa
es part e del asunt o; un em pleado de «Les Classiques». Es un cont act o de
Carlos.
La sangre desapareció del rost ro de André Villiers. Se volvió a t ravés de la
calle de árboles alineados, observó su casa, la puert a negra resplandecient e y
los herraj es de bronce que reflej aban la luz de los faros de los vehículos.

272
El m endigo de cara picada de viruela se rascó la crecida barba, se quit ó la
raída boina y cruzó t rabaj osam ent e las puert as de bronce de la pequeña iglesia
de Nevilly- sur- Seine.
Se dirigió hacia la dist ant e nave.
El m endigo int ent ó débilm ent e hacer una genuflexión, se sent ó en un
banco de la iglesia, en la segunda fila, cruzó los brazos y se arrodilló; su
cabeza, en posición de oración, m ient ras con la m ano derecha t iraba de la
m anga izquierda de su abrigo. En la m uñeca izquierda llevaba un reloj que
cont rast aba con el rest o de su indum ent aria. Era un caro reloj digit al, de
núm eros grandes y cuadrant e brillant e. Nunca sería t an t ont o com o para
desprenderse del reloj , porque había sido un regalo de Carlos. Una vez había
llegado con veint icinco m inut os de ret raso para la «confesión»; la t ardanza
había m olest ado a su benefact or. No t enía m ás excusa que la de decirle que no
t enía un reloj exact o y preciso. Durant e el siguient e encuent ro, Carlos se lo
había deslizado debaj o de la cort ina t ranslúcida que separa los penit ent es de
los hom bres consagrados. Era la hora y el m inut o exact os. El m endigo se
incorporó y se dirigió al segundo confesionario de la derecha. Corrió la cort ina
y ent ró.
—Ángelus Dom ini.
—Ángelus Dom ini, hij o de Dios —replicó el «confesor» ásperam ent e—.
¿Son t us días agradables?
—Los hacen agradables.
—Muy bien. ¿Qué m e has t raído? Mi paciencia est á por acabarse. Pago
m iles, cient os de m iles, por fracasos e incom pet encia. ¿Qué ha ocurrido en
Mount - rouge? ¿Quién fue el responsable de las m ent iras que surgieron de la
Em baj ada de Mont aigne? ¿Quién las acept ó? El «Auberge du Coin» fue una
t ram pa, pero no fue necesario m at ar a nadie. Es difícil saber con exact it ud qué
sucedió. Si el agregado llam ado Corbelier repit ió las m ent iras, nuest ra gent e
est á convencida de que lo hizo sin saber. Lo em baucó la m uj er. ¡Lo engañó
Caín! Bourne invest iga cada fuent e, alim ent a t odas las inform aciones falsas y
así pone en peligro t odo y confirm a el peligro. Pero, ¿por qué? ¿A quién
responde? Ahora sabem os quién es y qué es, pero no envía nada a
Washingt on. Se niega a aparecer.
—Para dar una respuest a —replicó el m endigo— debo ret roceder m uchos
años; pero es posible que no quiera int erferencias de sus superiores. El
Servicio de Espionaj e nort eam ericano cuent a con un grupo de aut ócrat as que
se desplazan de un lado a ot ro y raram ent e se com unican ent re sí. En los días
de la guerra fría se ganaba m ucho dinero vendiendo inform ación t res y cuat ro
veces a t ravés de las m ism as est aciones. Quizá Caín espera a est ar convencido
de que sólo exist e una form a de act uar, y no dist int as est rat egias que deberían
ser discut idas por los superiores.
—La edad no ha debilit ado t u sent ido para la int riga, viej o am igo. Por eso
t e he cit ado.
—O quizá —cont inuó el m endigo— se desvió. Ha sucedido ot ras veces.
—No lo creo, pero no im port a. Washingt on cree que lo hizo. El Monj e est á
m uert o, t odos los de Treadst one est án m uert os. Caín es señalado com o el
asesino.

273
—¿El Monj e? —repit ió el m endigo—. Un nom bre que pert enece al pasado;
act uó en Berlín, en Viena. Lo conocíam os m uy bien. Su eficacia era m ayor si
act uaba desde lej os. Ahí t ienes la respuest a, Carlos. El est ilo de act uar del
Monj e siem pre consist ió en reducir las cant idades al m enor núm ero posible.
Operaba con la t eoría de que sus círculos est aban infilt rados, com prom et idos.
Debe haberle ordenado a Caín que lo inform ara sólo a él. Est o explicaría la
confusión de Washingt on, los m eses de silencio.
—¿Explicaría t am bién el nuest ro? Durant e m eses no hubo ni una palabra,
ninguna act ividad.
—Una serie de posibilidades. Enferm edad, cansancio, concent ración para
un nuevo ent renam ient o. Aún m ás; para sem brar confusión ent re el enem igo.
El Monj e t enía m iles de t rucos.
—Pero ant es de m orir le dij o a un socio que no sabía qué había sucedido.
Que ni siquiera est aba seguro de que el hom bre fuera Caín.
—¿Quién era ese socio?
—Un hom bre llam ado Gillet t e. Era nuest ro hom bre, pero Abbot no podía
saberlo.
—Ot ra posible explicación. El Monj e t enía ciert o inst int o para t ales
hom bres. En Viena se dij o que Abbot era capaz de desconfiar del propio Jesús
en el m ont e y buscar ot ro señor.
—Es posible. Tus palabras m e reconfort an; buscas cosas que ot ros no
buscarían.
—Tengo m ucha m ás experiencia; fui un hom bre poderoso una vez. Por
desgracia, m algast é el dinero.
—Aún lo m algast as.
—Un libert ino, ¿qué puedo decirt e?
—Obviam ent e algo m ás.
—Eres percept ivo, Carlos. Deberíam os habernos conocido en los viej os
t iem pos.
—Ahora eres presunt uoso.
—Siem pre lo fui. Sabes bien que sé que puedes quit arm e la vida en el
m om ent o que elij as; para que no ocurra debo ser út il.
—¿Qué t ienes que decirm e?
—Quizá no sea de gran valor, pero es algo. Me vest í con ropas decent es y
pasé un día en el «Auberge du Coin». Había un hom bre obeso, cuest ionado y
expulsado por la Suret é, con oj os dem asiado inquiet os. Sudaba m ucho.
Conversé con él y le m ost ré una ident ificación oficial OTAN que m e había
hecho a principios de los años cincuent a. Parece que había negociado el
alquiler de un coche ayer a las t res de la m adrugada. Se lo había alquilado a
un hom bre rubio acom pañado por una m uj er. La descripción concuerda con la
de la fot ografía t om ada en Argent euil.
—¿Un alquiler?
—Supuest am ent e. La m uj er debe devolver el coche dent ro de uno o dos
días.
—No lo hará.
—Por supuest o que no, pero sugiere una pregunt a, ¿no es ciert o? ¿Por
qué Caín se iba a com plicar de ese m odo para obt ener un coche?
—Para llegar lo m ás lej os en el m enor t iem po posible.

274
—Así considerada la inform ación no t iene sent ido —dij o el m endigo—.
Pero hay ot ras m uchas form as de viaj ar rápido que son m enos evident es.
Bourne no podía confiar en un avaro em pleado noct urno. Podría haberlo pedido
a la Suret é o cualquier ot ro.
—¿Cuál es t u idea?
—Me parece que Bourne obt uvo el aut om óvil con el único propósit o de
seguir a alguien aquí en París. Para no andar, ya que lo podrían haber
localizado. Sin em plear coches alquilados cuya pist a pudiera seguirse, sin
necesidad de carreras frenét icas en busca de t axis esquivos. Lo m ej or era un
sim ple int ercam bio de las plazas de la m at rícula y un «Renault » negro
desconocido por las calles at est adas. ¿Dónde se debería com enzar la
búsqueda?
La siluet a giró.
—La Lavier —dij o el asesino con suavidad—. Y cualquier ot ro que sea
sospechoso para Bourne en «Les Classiques». Es el único lugar para com enzar.
Los observarem os, y en unos días, horas t al vez, verem os un «Renault » negro
desconocido y lo encont rarem os. ¿Tienes una descripción com plet a del coche?
—Hast a sé que t iene t res abolladuras en el parachoques izquierdo.
—Bien. I nform a a los viej os. Rast rea las calles, los garaj es, las zonas de
aparcam ient o. El que lo encuent re, nunca m ás t endrá que buscar t rabaj o.
—Ya que hablam os de ese t em a... Deslizó un sobre ent re el rígido borde
de la cort ina y el fielt ro azul del m arco.
—Si t u t eoría result a correct a, considera est o com o una prueba.
—Tengo razón, Carlos.
—¿Por qué est ás t an convencido?
—Porque Caín act úa com o lo harías t ú, com o lo hubiera hecho yo en los
viej os t iem pos. Debe ser respet ado.
—Debe ser elim inado —dij o el asesino—. Hay una sim et ría en el t iem po.
En pocos días será 25 de m arzo. El 25 de m arzo de 1968, Jason Bourne fue
m uert o en las j unglas de Tam Quan. Ahora, años después, m uy cerca del día,
perseguim os a ot ro Jason Bourne; los nort eam ericanos est án t an ansiosos
com o nosot ros por verlo m uert o. Me pregunt o quién apret ará el gat illo est a
vez.
—¿Tiene im port ancia?
—Lo quiero —m urm uró la siluet a—. Nunca fue real, y ése es el crim en que
com et ió en m i cont ra. Dile a los viej os que si alguno lo encuent ra, se ponga en
cont act o con Pare Monceau, pero que no act úe. Que no lo pierda de vist a, pero
que no haga nada. Lo quiero vivo el 25 de m arzo. El 25 de m arzo lo liquidaré
yo m ism o y enviaré su cadáver a los nort eam ericanos.
—Ángelus Dom ini, criat ura de Dios.
—Tus órdenes serán difundidas de inm ediat o.
—Ángelus Dom ini —respondió el m endigo.

26

El viej o soldado m archó en silencio j unt o al hom bre m ás j oven por el


sendero del Bois de Boulogne ilum inado por la luna. Ninguno de los dos habló,

275
pues ya se habían pronunciado dem asiadas palabras para adm it ir, obj et ar,
negar y reafirm ar. Villiers debía reflexionar y analizar, a fin de acept ar o
rechazar violent am ent e lo que había escuchado. Su vida sería m ucho m ás
t olerable si pudiera reaccionar con violencia, negar la m ent ira y recuperar su
cordura. Pero no podía hacerlo im punem ent e; era un soldado y no est aba
acost um brado a esquivar el bult o.
Había dem asiada verdad en el hom bre de m enos edad. Est aba en sus
oj os, en su voz, en cada uno de sus gest os, que exigían com prensión. El
hom bre sin nom bre no m ent ía. En definit iva, la t raición se había consum ado en
la casa de Villiers. Eso explicaba m uchas cosas que j am ás se había anim ado a
cuest ionar ant es. El viej o sint ió deseos de llorar.
Para el hom bre sin m em oria era poco lo que debía m odificarse o
cam biarse; no fue preciso apelar al cam aleón. Su hist oria result aba
convincent e porque la part e m ás vit al de la m ism a est aba basada en la verdad.
Debía encont rar a Carlos, descubrir qué era lo que sabía del asesino: no habría
vida para él si fracasaba en el int ent o. Pero, apart e eso, no diría nada. No se
hizo m ención alguna de Marie St . Jacques, ni de Port Noir, ni de un m ensaj e
enviado por una persona o personas desconocidas, ni de una vivient e cáscara
vacía que t al vez fuera o no alguien que él era o no era; que en realidad ni
siquiera sabía con cert eza si le pert enecían los fragm ent os de recuerdos que
poseía. No se dij o nada de eso.
En cam bio, refirió t odo lo que sabía sobre el asesino llam ado Carlos. Y ese
conocim ient o era t an vast o que, durant e el relat o, Villiers lo cont em plaba
perplej o, al reconocer inform ación que sabía est aba rot ulada com o m uy
secret a, im presionado frent e a esos dat os nuevos y sorprendent es que
concordaban con m uchas t eorías exist ent es, pero que j am ás nadie había
expuest o con t ant a claridad. Gracias a su hij o, el general había t enido acceso a
los archivos ult ra secret os que su país poseía acerca de Carlos, y el cont enido
de esos docum ent os se veía superado con creces por la serie de hechos que le
proporcionaba el hom bre de m enos edad.
—Esa m uj er con quien ust ed habló en Argent euil, la que suele llam ar por
t eléfono a m i casa, la que adm it ió haber sido m ensaj era suya...
—Su apellido es Lavier —int errum pió Bourne. El general hizo una pausa.
—¡Ah, sí! Ella le descubrió el j uego; hizo que le t om aran a ust ed una
fot ografía.
—En efect o.
—¿No t enían ninguna fot ografía suya?
—No.
—De m anera que m ient ras ust ed t rat a de dar caza a Carlos, él, a su vez
t rat a de at raparlo a ust ed. Pero ust ed no t iene ninguna fot ografía: sólo conoce
a dos em isarios, uno de los cuales est aba en m i casa.
—Así es.
—Hablando con m i esposa.
—Sí.
El viej o volvió la cara. El período de silencio había com enzado.

Llegaron al final del sendero, donde había un pequeño lago art ificial.
Est aba bordeado de grava blanca y había bancos colocados cada t res o cuat ro
m et ros, rodeando el agua com o una guardia de honor en t orno a una t um ba de

276
m árm ol negro. Cam inaron hast a el segundo banco. Villiers rom pió el silencio
en que se había encerrado.
—Quisiera sent arm e un poco —dij o—. Con la edad dism inuye el vigor. Es
algo que con frecuencia m e hace sent ir m uy m al.
—No t iene sent ido —com ent ó Bourne, m ient ras t om aba asient o j unt o a él.
—Tal vez no lo t enga —convino el general—, pero es así. —Hizo una breve
pausa y añadió—: Me sucede con m ucha frecuencia cuando est oy con m i
esposa.
—No es preciso que ent rem os en esos det alles —dij o Jason.
—Se equivoca ust ed —repuso el viej o volviéndose al m ás j oven—. No m e
est oy refiriendo a la cam a, sino a que hay ocasiones en que m e veo obligado a
int errum pir e incluso renunciar a algunas act ividades; ret irarm e t em prano de
una cena, pasar algunos fines de sem ana en el Medit erráneo, o declinar una
invit ación a Gst aad.
—No est oy m uy seguro de ent ender lo que quiere ust ed decirm e.
—Mi esposa y yo est am os con frecuencia dist ant es el uno del ot ro. En
m uchos aspect os llevam os vidas separadas, disfrut ando, por supuest o, de las
act ividades del ot ro.
—Sigo sin com prender.
—¿Tendré que seguir profundizando en un t em a que m e pone t an
violent o? —dij o Villiers—. Cuando un viej o conoce a una m uj er j oven deseosa
de com part ir su vida, algunas cosas se sobrent ienden y ot ras no t ant o. Exist e,
desde luego, seguridad de t ipo financiero y, en m i caso, t am bién t odo lo que
im plica est ar ligada a una figura pública: com odidades m at eriales, acceso a
lugares im port ant es, ent ablar relaciones con gent e fam osa. Todo es m uy
com prensible. A cam bio de t ales cosas, uno se lleva una herm osa com pañera a
su hogar, y se luce con ella ent re sus pares; algo así com o una form a de
perpet uar su virilidad. Pero siem pre surgen dudas. —El viej o soldado
perm aneció en silencio unos m om ent os; lo que t enía que decir no le result aba
fácil—. ¿Se buscará un am ant e? —siguió diciendo en voz baj a—. ¿Anhela t ener
a su lado un cuerpo m ás j oven, m ás firm e, m ás acorde con el suyo? Si la
respuest a es afirm at iva, uno puede llegar a acept arlo, incluso, supongo, con
ciert o alivio, rogando a Dios que t enga el t ino de ser discret a. Un est adist a
cornudo pierde sus elect ores con m ayor rapidez que un borracho esporádico.
Significa que ha perdido por com plet o su poder. Surgen t am bién ot ras
preocupaciones. ¿Ult raj ará ella su apellido? ¿Condenará públicam ent e a un
adversario a quien uno est á t rat ando de convencer? Tales son las inclinaciones
de los j óvenes: son m anej ables, eso es part e del riesgo que im plica el
int ercam bio. Pero hay una duda subyacent e que, si se viera confirm ada,
result aría int olerable. Y es la de que t al vez ella haya sido part e de un plan.
Desde el com ienzo.
—Ent onces, ¿llegó ust ed a t ener esa sensación? —pregunt ó Jason con
serenidad.
—¡Las sensaciones no son la realidad! —repuso con vehem encia el viej o
soldado—. No pueden t ener cabida al exam inar el cam po de bat alla.
—Ent onces, ¿por qué m e cuent a ust ed t odo eso? Villiers echó la cabeza
hacia at rás, y luego la dej ó caer hacia delant e, con los oj os fij os en el agua.
—Tal vez exist a alguna explicación sencilla de lo que am bos vim os est a
noche. Deseo fervient em ent e que así sea, y le daré a ella t odas las

277
oport unidades para que m e la proporcione. —El viej o hizo ot ra pausa—. Pero,
en el fondo de m i corazón, sé que no la hay. Lo supe en cuant o ust ed m e
refirió lo de «Les Classiques». Clavé los oj os al ot ro lado de la calle, en la
puert a de m i casa, y de pront o una serie de cosas com enzaron a encaj ar
dolorosam ent e en su sit io. Durant e las dos últ im as horas he desem peñado el
papel de abogado del diablo; no t iene sent ido seguir haciéndolo. Est aba m i
hij o, ant es de que apareciera esa m uj er.
—Pero ust ed afirm ó que confiaba en su j uicio. Que ella fue una gran
ayuda para ust ed.
—Es ciert o. Verá ust ed: yo quería confiar en ella, lo deseaba con
desesperación. No hay nada t an fácil com o convencerse a sí m ism o de que se
t iene razón. Y cuando uno se pone viej o, result a t odavía m ás fácil.
—¿Cuáles fueron las cosas que encaj aron en su sit io, las que de pront o
adquirieron sent ido?
—Precisam ent e la ayuda que ella m e prest ó, la confianza que yo deposit é
en ella —Villiers se volvió y m iró a Jason—. Ust ed sabe m uchísim o acerca de
Carlos. He est udiado esos archivos t al vez m ás que ningún ot ro ser vivient e,
pues m e im port aría m ucho m ás que a ningún ot ro ser vivient e conseguir verle
at rapado y ej ecut ado, y ser yo sólo el pelot ón de fusilam ient o. Pero por
abult ados que sean los archivos, se quedan m uy cort os en com paración con lo
que ust ed sabe. Y, sin em bargo, parece ust ed est ar concent rado sólo en sus
asesinat os, en sus m ét odos para m at ar. Ha pasado por alt o el ot ro aspect o de
Carlos: que no sólo vende su revólver, sino t am bién los secret os de un país.
—Eso ya lo sé —dij o Bourne—. Pero no es el aspect o...
—Por ej em plo —siguió diciendo el general, com o si no hubiera escuchado
a Jason—. He t enido acceso a docum ent os secret os relacionados con la
seguridad m ilit ar y nuclear de Francia. Tal vez haya cinco hom bres, t odos por
encim a de t oda sospecha, que t engan t am bién acceso a ellos. Y, sin em bargo,
con una frecuencia alarm ant e descubrim os que Moscú se ha ent erado de est o;
Washingt on, de aquello ot ro, y Pekín, de lo de m ás allá.
—¿Ha hablado ust ed alguna vez de esos t em as con su esposa? —pregunt ó
Bourne, sorprendido.
—Desde luego que no. Cada vez que llevo esos docum ent os a casa, los
pongo en m i despacho, dent ro de una caj a fuert e. Nadie puede ent rar en esa
habit ación except o en m i presencia. Una sola persona m ás t iene la llave de ese
lugar, una sola persona m ás conoce el lugar desde donde se desconect a la
alarm a: m i esposa.
—Considero que eso es casi t an peligroso com o com ent ar con ella el
cont enido de los docum ent os. En cualquiera de los dos casos, alguien podría
forzarla a revelar lo que sabe.
—Hubo una razón para ello. A m i edad, lo inesperado est á a la orden del
día; no hay m ás que verlo en las esquelas necrológicas. Si algo llegara a
ocurrir- m e, ella t iene inst rucciones de t elefonear al Conseiller Miilt aire, baj ar a
m i despacho y quedarse j unt o a la caj a fuert e hast a que llegue el personal de
seguridad.
—¿No sería suficient e que ella perm aneciera j unt o a la puert a?
—Muchos hom bres de m i edad han encont rado la m uert e sent ados a su
escrit orio. —Villiers cerró los oj os—. Y t odo el t iem po fue ella. En la única casa,
el único lugar en que t odo el m undo cr eyó que sería im posible que ocurriera.

278
—¿Est á ust ed seguro?
—Más de lo que m e at revo a confesárm elo a m í m ism o. Fue ella quien
insist ió en que nos casáram os. Yo siem pre sacaba a relucir la diferencia de
edad que exist ía ent re am bos, pero ella no quiso nunca saber nada del asunt o.
Lo único que cont aba, según ella, eran los años que pasaríam os j unt os, y no
los que separaban nuest ras fechas de nacim ient o. Se ofreció a firm ar un
acuerdo renunciando a t oda reclam ación sobre las propiedades de los Villiers, a
lo cual, por supuest o, yo m e negué rot undam ent e, pues el m ero ofrecim ient o
era una prueba de su devoción hacia m í. Nada m ás acert ado que aquel adagio
que dice: No hay peor t ont o que un viej o t ont o. Sin em bargo, siem pre surgían
dudas; con cada viaj e, con cada separación inesperada.
—¿I nesperada?
—Ella t iene m uchos int ereses, int ereses que exigen su at ención. Un m useo
francosuizo en Grenoble, una galería de art e en Am st erdam , un m onum ent o a
la Resist ance en Boulogne- sur- Mer, una absurda conferencia oceanográfica en
Marsella. Sost uvim os una acalorada discusión sobre est a últ im a. Yo necesit aba
que est uviera j unt o a m í en París; debía cum plir funciones diplom át icas y
quería que ella m e acom pañara. Pero no quiso quedarse. Es com o si recibiera
órdenes de est ar aquí y allí, y en alguna ot ra part e, en un m om ent o dado.
Grenoble: cerca de la front era suiza, a una hora de Zurich. Am st erdam .
Boulogne- sur- Mer: sobre el Canal, a una hora de Londres. Marsella... Carlos.
—¿En qué fecha se celebró la conferencia de Marsella? —pregunt ó Jason.
—Creo que en agost o de est e año. Hacia final de m es.
—El 26 de agost o, a las cinco de la t arde, el em baj ador Howard Leland fue
asesinado en el m uelle de Marsella.
—Sí, lo sé —dij o Villiers—. Ya lo m encionó ant es. Y lam ent o la
desaparición de ese hom bre, no la de sus j uicios. —El viej o soldado se
int errum pió y m iró a Bourne—. ¡Dios m ío! —m urm uró con un hilo de voz—.
Ella t enía que est ar con él. Carlos la m andó llam ar y ella acudió. Ella le
obedeció.
—Jam ás se m e ocurrió —replicó Jason—. Le j uro que siem pre creí que ella
era una especie de t ransm isor, un m ero t ransm isor. Nunca se m e ocurrió ot ra
cosa.
De pront o, de la gargant a del viej o escapó un clam or, un grit o profundo,
lleno de agonía y de odio. Se cubrió la cara con las m anos, echó de nuevo la
cabeza hacia at rás, y lloró.
Bourne no se m ovió; no había nada que pudiera hacer.
—Lo sient o —dij o.
El general logró dom inarse.
—Yo t am bién lo sient o —respondió, por últ im o—. Le ruego que m e
disculpe.
—No t iene por qué.
—No est oy de acuerdo. Pero no seguirem os hablando del asunt o. Haré lo
que debo hacer.
—¿Qué es lo que se propone? El soldado perm aneció erguido sobre el
banco, con la m andíbula firm e.
—¿Y m e lo pregunt a ust ed?
—Sí, debo saberlo.

279
—Lo que ella hizo no es m uy dist int o de haber m at ado al hij o m ío que no
lleva su sangre. Sim uló evocar con gran afect o su m em oria. Y, sin em bargo,
fue y es cóm plice de su asesinat o. Adem ás, al m ism o t iem po, t raicionaba a la
nación a la que he servido durant e t oda la vida.
—¿Piensa m at arla?
—La m at aré. Me confesará la verdad, y luego m orirá.
—Negará t odo lo que ust ed dice.
—Lo dudo.
—¡Es una locura!
—Jovencit o, m e he pasado m edio siglo at rapando a los enem igos de
Francia y luchando cont ra ellos, aunque se t rat ara de franceses. La verdad se
conocerá.
—¿Qué cree que hará ella? ¿Quedarse sent ada escuchándolo y reconocer
con t oda calm a que es culpable?
—No lo hará con calm a. Pero sí lo reconocerá; lo proclam ará.
—¿Cuáles serían sus m ot ivos?
—Cuando la acuse, ella t endrá oport unidad de m at arm e. Cuando haga el
int ent o, yo ya t endré m i explicación, ¿no le parece?
—¿Correrá ust ed ese riesgo?
—Debo hacerlo.
—¿Y si ella no lo int ent a, no t rat a de m at arlo?
—Ésa sería ot ra explicación —dij o Villiers—. En ese caso, m uy poco
probable, yo que ust ed, señor, echaría un buen vist azo a m i alrededor. —
Meneó la cabeza—. Pero eso no sucederá. Am bos lo sabem os; yo, con m ás
claridad que ust ed.
—Escúchem e —insist ió Jason—. Ust ed afirm a que prim ero fue su hij o.
¡Piense en él! Vaya t ras el asesino, y no sólo t ras su cóm plice. Ella significa un
gran dolor para ust ed, pero él lo es aún m ás. ¡Prenda al hom bre que asesinó a
su hij o! Al final, los t endrá a am bos. No se enfrent e con ella, t odavía no. Ponga
en j uego t odo lo que sabe acerca de Carlos. Dém osle caza j unt os. Jam ás nadie
le ha pisado t an de cerca los t alones.
—Me pide dem asiado —dij o el viej o.
—No si piensa en su hij o. Si piensa sólo en ust ed, ent onces t iene razón en
considerarlo excesivo. Pero no si piensa en la rué de Bac.
—Es ust ed excesivam ent e cruel, señor.
—Tengo razón y ust ed lo sabe.
Una nube alt a se desplazó por el cielo oscuro, ocult ando por un inst ant e la
luz de la luna. La oscuridad era com plet a. Jason se est rem eció. El viej o soldado
habló, y había en su voz un dej o de resignación.
—Sí, t iene ust ed razón —adm it ió—. Sus palabras no sólo son
excesivam ent e crueles, sino t am bién m uy cert eras. Debem os aprehender al
asesino, no a la ram era. ¿Cóm o podem os t rabaj ar j unt os, cazar j unt os?
Bourne cerró los oj os un inst ant e con inm enso alivio.
—No haga nada. Carlos debe de est ar buscándom e por t odo París. He
m at ado a sus hom bres, he hecho salt ar una t ram pa, he descubiert o un
cont act o. Est oy dem asiado cerca de él. A m enos que am bos nos
equivoquem os, su t eléfono cobrará una act ividad inusit ada. Yo m e ocuparé de
que así sea.
—¿De qué m anera?

280
—I nt ercept aré a m edia docena de los em pleados de «Les Classiques». A
varios vendedores, a la Lavier, t al vez a Bergeron, y, sin duda, al encargado
del conm ut ador. Ellos hablarán. Y t am bién lo haré yo. No le quede duda de que
su t eléfono sonará durant e las veint icuat ro horas.
—¿Y qué m e dice de m í? ¿Qué debo hacer?
—Quedarse en su casa. Diga que no se sient e bien. Y, cada vez que suene
el t eléfono, t rat e de est ar cerca de la persona que at iende la llam ada. Escuche
la conversación, t rat e de pescar claves, int errogue a la servidum bre respect o a
qué les dij eron. Hast a podría int ent ar escuchar la conversación por la
ext ensión. Si oye algo int eresant e, est upendo; pero lo m ás probable es que no
sea así. Quienquiera que est é del ot ro lado de la línea, sabrá que ust ed est á
escuchando. Sin em bargo, eso servirá para frust rar la t ransm isión del
m ensaj e. Y según el lugar que ocupe su esposa...
—Según el lugar que ocupe la ram era —corrigió el viej o soldado.
—...en la j erarquía de Carlos, podem os obligarlo a salir a la superficie.
—Ot ra vez le pregunt o: ¿De qué m anera?
—Sus líneas de com unicación quedarán int errum pidas. Y el t ransm isor
seguro y por encim a de t oda sospecha, se verá obst aculizado. El exigirá
encont rarse con su esposa.
—No creo que se arriesgue a revelar su paradero.
—Tiene que decírselo a ella. —Bourne hizo una pausa, al cruzársele ot ro
pensam ient o por la m ent e—. Si la int errupción de las com unicaciones es
suficient em ent e grave, se producirá esa única llam ada, o llegará a su casa esa
persona que ust ed no conoce, y poco después su esposa le dirá que t iene que
ir a alguna part e. Cuando ocurra, insist a en que le dej e algún núm ero al que se
la pueda llam ar. Muést rese inflexible en ese aspect o; dígale que no int ent a
im pedir que salga, pero que es preciso que sepa dónde encont rarla. Dígale
cualquier cosa, use la relación que ella se ocupó de desarrollar. Dígale que se
t rat a de una cuest ión m ilit ar sum am ent e secret a y que no puede darle m ás
dat os hast a que lo aut oricen a hacerlo, pero que necesit ará int ercam biar ideas
con ella ant es de em it ir su j uicio. Es posible que eso la convenza.
—¿Y qué sacarem os con eso?
—Se verá obligada a decirle dónde se encuent ra. Tal vez dónde se
encuent ra Carlos. Pero aunque no se t rat e de él, serán ot ros que est án m uy
cerca de Carlos. Ent onces póngase en cont act o conm igo. Le daré el nom bre de
un hot el y el núm ero de una habit ación. El nom bre que figura en el regist ro
carece de t oda im port ancia, no se preocupe por eso.
—¿Por que no m e da su verdadero nom bre?
—Porque si llegara a m encionarlo, conscient e o inconscient em ent e, sería
ust ed hom bre m uert o.
—No soy t an chocho.
—No, no lo es. Pero sí un hom bre que ha recibido una herida m uy
profunda. Tan profunda com o puede soport arla un ser hum ano, m e parece. Tal
vez a ust ed no le im port e arriesgar la vida; yo no pienso hacerlo.
—Es ust ed un hom bre ext raño, señor.
—Sí. Si yo no est oy allí cuando ust ed llam e, at enderá el t eléfono una
m uj er. Ella sabrá adonde m e encuent ro. Est ipularem os un horario para
com unicarnos los m ensaj es.

281
—¿Una m uj er? —exclam ó el general con recelo—. Ust ed no m encionó a
ninguna m uj er, ni a ninguna ot ra persona.
—No hay nadie m ás. Si no fuera por ella, yo no est aría con vida. Carlos
nos busca a am bos; ha t rat ado de m at arnos a los dos.
—¿Est á ent erada ella de t odo lo relacionado conm igo?
—Sí. Ella es la que dij o que no podía ser ciert o. Que ust ed no podía est ar
aliado con Carlos. Yo creí que sí lo est aba.
—Tal vez llegue a conocerla.
—No es probable. Hast a que prendam os a Carlos, si es que podem os
hacerlo, es fundam ent al que no nos vean con ust ed. Con ust ed, m enos que
nadie. Después, si hay un después, es posible que sea ust ed el que no desee
que lo vean en nuest ra com pañía. Conm igo. Le est oy hablando con t oda
franqueza.
—Lo com prendo y lo respet o por eso. De t odos m odos, déle las gracias a
esa m uj er en m i nom bre. Agradézcale el creer que yo no podía est ar del lado
de Carlos.
Bourne asint ió con la cabeza.
—¿Est á seguro de que su línea privada no ha sido int ervenida?
—Est oy absolut am ent e seguro. Son exam inadas y verificadas en form a
sist em át ica; se hace lo m ism o con t odos los t eléfonos asignados al Conseiller.
—Cada vez que espere una llam ada m ía, cont est e al t eléfono y carraspee
dos veces. Sabré que es ust ed. Si por algún m ot ivo no puede hablar, dígam e
que m e com unique con su secret aria por la m añana. Volveré a llam arlo diez
m inut os m ás t arde. ¿Cuál es el núm ero?
Villiers se lo dio.
—¿Y cuál es el nom bre de su hot el? —pregunt ó el general.
—El «Terrasse». Rué de Maist re, Mont m art re. Habit ación 420.
—¿Cuándo com enzará ust ed?
—Lo ant es posible. Hoy al m ediodía.
—Proceda com o los subm arinos, cuando realizan un at aque sim ult áneo —
dij o el viej o soldado, inclinándose hacia delant e, com o un com andant e que
inst ruye a su cuerpo de oficiales—: hágalo con rapidez.

27

—Ella est uvo t an encant adora, que t engo que dem ost rarle m i
agradecim ient o —dij o Marie al t eléfono, en un francés efervescent e—. Y
t am bién a ese m uchacho t an dulce; no se im agina cuánt o m e ayudó. ¡Le
aseguro que el vest ido fue un succès fou! Est oy t an, pero que t an agradecida...
—Por la descripción que ust ed m e hace, señora —replicó la refinada voz
m asculina procedent e del conm ut ador de «Les Classiques»—, est oy seguro de
que se refiere a Janine y Claude.
—Sí, por supuest o, Janine y Claude, ahora lo recuerdo. Les enviaré a cada
uno una not a con una m uest ra de m i grat it ud. ¿Por casualidad sabe ust ed sus
apellidos? Quiero decir, que quedaría m uy poco elegant e dirigir un sobre
sim plem ent e a «Janine» y «Claude». Sería com o m andar una m isiva al
personal dom ést ico, ¿no lo cree ust ed? ¿No podría pregunt árselo a Jacqueline?

282
—No es necesario, señora. Sé sus apellidos. Y debo decir que la señora no
es sólo generosa, sino t am bién una persona de gran sensibilidad. Janine
Dolbert v Claude Oreale.
—Janine Dolbert y Claude Oreale —repit ió Marie, m ient ras m iraba a
Jason—. Janine est á casada con ese pianist a t an at ract ivo, ¿no es ciert o?
—No creo que Madem oiselle Dolbert est é casada con nadie.
—Desde luego. Debo de est ar pensando en ot ra persona.
—Si m e perm it e, señora, no he podido escuchar su nom bre.
—¡Oh, pero claro, qué dist raída soy! —Marie alej ó el t eléfono y levant ó la
voz—. ¡Querido, ya est ás de vuelt a, y t an pront o! ¡Qué est upendo! Est oy
hablando con esa gent e encant adora de «Les Classiques»... Sí, en seguida,
am or m ío. —Se acercó el m icrófono a la boca—. No sabe cuánt o se lo
agradezco. ¡Ha sido ust ed t an, t an am able! —Y cort ó la com unicación—. ¿Qué
t al he est ado?
—Si alguna vez t e decides a dej ar la econom ía —dij o Jason, m ient ras
hoj eaba la guía t elefónica de París— dedícat e a la vent a. A m í m e has
convencido por com plet o.
—Las descripciones, ¿fueron precisas?
—Sencillam ent e perfect as. ¡Y qué det alle el del pianist a!
—Se m e ocurrió que si est uviera casada, el t eléfono figuraría a nom bre de
su m arido.
—Pero no es así —int errum pió Bourne—. Aquí est á. Dolbert , Janine, rué
Losserand. —Jason escribió la dirección—. Oreale; se escribe O, no con Au.
—Eso creo. —Marie encendió un cigarrillo—. ¿En serio irás a sus casas?
Bourne hizo un adem án de asent im ient o.
—Si m e dirigiera a ellos en Saint - Honoré, Carlos est aría vigilándolos.
—¿Y qué m e dices de los ot ros? ¿La Lavier, Bergero y el t ipo del
conm ut ador?
—Mañana. Hoy es el día para el m ar de fondo.
—¿Para qué cosa?
—Para em pezar el alborot o. Hacer que corran de acá para allá diciendo
cosas que no deberían decir. Para la hora del cierre, Dolbert y Oreale habrán
hecho correr la voz por t oda la t ienda. Est a noche m e pondré en cont act o con
ot ras dos personas; llam arán a la Lavier y al hom bre del conm ut ador. Se
producirá la prim era gran ola y, luego, la segunda. El t eléfono del general
em pezará a sonar est a t arde. Al llegar la m añana, el pánico debería ser t ot al.
—Dos pregunt as —dij o Marie, incorporándose del borde de la cam a y
acercándose a donde est aba él—: ¿Cóm o t e las arreglarás para que dos
vendedores de «Les Classiques» se alej en de la t ienda en horas de t rabaj o? Y,
quiénes son las personas con quienes t e pondrás en cont act o est a noche?
—Nadie vive aislado por com plet o del m undo —replicó Bourne, m ient ras
echaba una oj eada a su reloj —. Sobre t odo, en el m undo de la haut e cout ure.
En est e m om ent o son las once y cuart o de la m añana; llegaré al depart am ent o
de la Dolbert a m ediodía y haré que el adm inist rador la llam e al t rabaj o. Le
dirá que debe regresar de inm ediat o a su casa. Que se ha present ado un
problem a urgent e y de índole m uy personal, que le conviene t rat ar de
solucionar.
—¿Qué problem a?
—No t engo idea, pero, ¿quién no t iene un problem a?

283
—¿Harás lo m ism o con Oreale?
—Probablem ent e em plee un recurso m ás audaz aún.
—Eres un verdadero dem onio, Jason.
—Me propongo ser im placable —dij o Bourne, m ient ras deslizaba una vez
m ás el índice a lo largo de una colum na de nom bres—. Aquí Est á. Oreale,
Claude Giselle. Sin com ent arios. Rué Racine. Lo veré a eso de las t res. Cuando
t erm ine con él, enfilará de inm ediat o a Saint - Honoré em pezará a chillar a voz
en cuello.
—¿Y que m e dices de los ot ros dos? ¿Quiénes son?
—Obt endré sus nom bres a t ravés de Oreale o de Dolbert , o de am bos. No
lo sabrán, pero m e est arán brindando la segunda gran ola de conm oción.

Jason se encont raba en la rué Losserand, baj o la som bra de un port al


fuera de uso. Est aba com o a cinco m et ros de la ent rada de la pequeña casa de
depart am ent os en que vivía Janine Dolbert y donde un perplej o y
repent inam ent e m ás rico adm inist rador había com placido a un ext ranj ero
cort és llam ando por t eléfono a Madem oiselle Dolbert a su t rabaj o y diciéndole
que en dos oport unidades se había present ado un caballero, en un aut om óvil
con chofer, pregunt ando por ella. Y en ese m om ent o est aba allí de vuelt a.
¿Qué debía hacer el adm inist rador?
Un t axi de color negro se det uvo j unt o a la acera y dé él salt ó lit eralm ent e
una Janine Dolbert palidísim a y agit ada. Jason em ergió del port al y la
int ercept ó en plena calle, a pocos pasos de la ent rada de su casa.
—Ha venido ust ed realm ent e de prisa —le dij o, t ocándole el hom bro—. Me
alegra volver a verla. El ot ro día m e fue ust ed m uy út il.
Janine Dolbert se quedó cont em plándolo, con los labios ent reabiert os,
prim ero com o si t rat ara de recordar, y luego con perplej idad.
—Ust ed. El nort eam ericano —le dij o, en inglés—. Monsieur Briggs, ¿no es
verdad? Y ust ed es el que...
—Le dij e a m i chofer que se t om ara una hora libre. Quería hablar con
ust ed en privado.
—¿Conm igo? No im agino con qué obj et o.
—¿No lo sabe? Ent onces, ¿por qué corrió hacia aquí a t oda prisa?
Sus enorm es oj os, debaj o del cabello m uy cort it o, lo m iraban fij am ent e;
su rost ro pálido pareció em palidecer aún m ás a la luz del sol.
—¿Es ust ed de la Casa de Azur, ent onces? —pregunt ó, a m anera de
t ant eo.
—Podría ser —Bourne le presionó algo m ás en el codo—. Y... ¿qué m e
dice?
—Ya ent regué lo que prom et í. Convinim os en que no les daría nada m ás.
—¿Est á ust ed segura?
—¡No sea idiot a! No conoce la cout ure parisiense. Alguien se pondrá
furioso con alguien m ás y hará com ent arios m aliciosos en su propio est udio.
¡Qué ext rañas divergencias! Y cuando se lance la m oda de ot oño y ust ed
present e la m it ad de los m odelos de Bergeron ant es que él, ¿cuánt o t iem po
cree ust ed que podré quedarm e en Les Classiques? Yo soy la núm ero dos de
Lavier, una de las pocas que t ienen acceso a su despacho. Así que es m ej or
que m e prot ej a, com o prom et ió. Y m e lleve a t rabaj ar en una de sus t iendas
de Los Ángeles.

284
—Cam inem os un poco —dij o Jason, em puj ándola suavem ent e—. Me
parece que se ha equivocado de hom bre, Janine. Jam ás he oído hablar de la
Casa de Azur, y no t engo el m enor int erés en diseños robados, except o en la
m edida en que ese conocim ient o pueda result arm e út il.
—¡Oh, Dios m ío...!
—Siga cam inando —Bourne le apret ó el brazo con m ás fuerza—. Ya le dij e
que quería hablar con ust ed.
—¿Sobre qué? ¿Qué quiere de m í? ¿Cóm o consiguió m i nom bre? —Las
palabras com enzaron a brot arle a borbot ones, cada nueva frase
superponiéndose a la ant erior—. Dij e que salía a alm orzar m ás t em prano que
de cost um bre y debo regresar en seguida; hoy t enem os m ucho t rabaj o. Por
favor..., m e hace ust ed daño.
—Lo sient o.
—Lo que le dij e ant es fueron sólo t ont erías. Una m ent ira. Allá en la t ienda
hem os oído rum ores; lo que hice fue som et erlo a una prueba. ¡Eso fue lo que
hice; lo som et í a una prueba!
—Es ust ed m uy convincent e. Digam os que acept o sus palabras.
—Yo soy leal a «Les Classiques». Siem pre fui leal.
—Ésa es una cualidad adm irable, Janine. Adm iro la lealt ad. Com o le decía
el ot ro día a... ¿cóm o se llam aba?... ese t ipo t an agradable que se ocupa del
conm ut ador. ¿Cuál es su nom bre? Siem pre m e lo olvido.
—Philippe —dij o la vendedora asust ada, obsequiosa—. Philippe d'Anj ou.
—Eso es. Muchas gracias. —Llegaron a una callej uela em pedrada ent re
dos edificios. Jason la conduj o hast a ella—. Ent rem os aquí por un m om ent o,
así nos salim os de la calle. No se preocupe, no llegará t arde. Sólo le robaré
unos m inut os. —Cam inaron unos diez pasos por el est recho recint o. Bourne se
det uvo; Janine Dolbert se apret ó cont ra la pared de ladrillos—. ¿Quiere un
cigarrillo? —le pregunt ó Jason, ext rayendo un paquet e del bolsillo.
—Sí, gracias.
Él se lo encendió, al advert ir que a ella le t em blaba la m ano.
—¿Se sient e ahora algo m ás t ranquila?
—Sí. No, en realidad no. ¿Qué desea, Monsieur Briggs?
—Ant e t odo, no m e llam o Briggs, pero supongo que eso ya lo sabrá.
—No lo sé. ¿Por qué cree ust ed que debería saberlo?
—Est aba seguro de que la núm ero uno de Lavier se lo habría dicho.
—¿Monique?
—Use los apellidos, por favor. La precisión es lo que cuent a.
—Brielle, ent onces —dij o Janine, frunciendo el ceño con curiosidad—. ¿Ella
lo conoce?
—¿Y por qué no se lo pregunt a?
—Com o quiera. ¿Qué es lo que desea, señor? Jason sacudió la cabeza.
—Ent onces, de veras no lo sabe, ¿no es así? Las t res cuart as part es de los
em pleados de «Les Classiques» t rabaj an para nosot ros, y una de las
vendedoras m ás dest acadas ni siquiera ha sido llam ada. Desde luego, es
posible que alguien creyera que ust ed era un riesgo; suele ocurrir.
—¿Qué es lo que suele ocurrir? ¿De qué riesgo m e habla? ¿Quién es
ust ed?
—No t enem os t iem po de ent rar en t odos esos det alles. Sus com pañeros
pueden ocuparse de eso. Est oy aquí porque j am ás recibim os ningún inform e

285
suyo y, sin em bargo, ust ed conversa t odo el día con lo m ás granado de la
client ela.
—Señor, le ruego que hable con m ás claridad.
—Digam os que yo soy el port avoz de un grupo de personas,
nort eam ericanos, franceses, ingleses y holandeses, que est án em peñados en
cercar a un crim inal que ha asesinado a líderes polít icos y m ilit ares en sus
respect ivos países.
—¿Asesinado? Milit ares, polít icos... —Janine quedó con la boca abiert a,
m ient ras la ceniza del cigarrillo caía y se desparram aba por encim a de su
m ano rígida—. ¿Qué es t odo eso? ¿De qué est á hablando? ¡Jam ás he oído nada
igual!
—Lo único que m e queda es present arle m is excusas —dij o Bourne con
voz cálida y sincera—. Deberían haberse puest o en cont act o con ust ed hace
varias sem anas. Fue un error del que m e precedió. Lo sient o; t odo est o debe
de haberla sobresalt ado.
—Le aseguro que es un sobresalt o, señor —replicó la vendedora con un
suspiro—. Habla ust ed de cosas que escapan a m i com prensión.
—Pero ahora por lo m enos yo com prendo —int errum pió Jason—. Con
razón no recibim os ningún inform e suyo sobre nadie. Ahora est á m uy claro.
—No para m í.
—Est am os cerrando el círculo alrededor de Carlos. El asesino a sueldo
conocido com o Carlos.
—¿Carlos?
El cigarrillo se desprendió de la m ano de Dolbert ; la perplej idad fue t ot al.
—Es uno de sus client es m ás im port ant es, t odas las pruebas parecen
indicarlo. Hem os lim it ado a ocho el núm ero de los posibles candidat os. Hem os
preparado la t ram pa para algún m om ent o dent ro de los próxim os días, y
est am os t om ando las m ayores precauciones posibles.
—¿ Precauciones... ?
—Siem pre se corre el peligro de que se t om en rehenes, t odos lo sabem os
m uy bien. Prevem os que habrá un t irot eo, pero t rat arem os de que no sea de
grandes proporciones. El problem a básico lo const it uirá precisam ent e Carlos.
Ha j urado que j am ás lo at raparán con vida; t iene la cost um bre de cam inar por
las calles cargado de explosivos de una int ensidad que se calcula superior a
una bom ba de m il kilos de peso. Pero nosot ros nos ocuparem os de eso.
Tendrem os a nuest ros t iradores apost ados en el lugar; bast ará una sola bala
en m edio de la cabeza, y t odo habrá t erm inado.
—Une seule baile... Bourne consult ó su reloj .
—Bueno, ya le he robado dem asiado t iem po. Ust ed debe regresar a la
t ienda, y yo, a m i puest o. Recuerde: si m e llega a ver en alguna part e, ust ed
no m e conoce. Si uno de est os días aparezco por «Les Classiques» t rát em e
com o si fuera uno de sus client es ricos. A m enos que sospeche ust ed haber
descubiert o a nuest ro hom bre ent re sus client es; ent onces le aconsej o que m e
lo haga saber sin pérdida de t iem po. Una vez m ás, lam ent o lo ocurrido. Se
debió a una rupt ura en nuest ras com unicaciones, eso es t odo. Son cosas que
pasan.
—Une rupt ure...?
Jason asint ió, se dio la vuelt a y, con rapidez, com enzó a salir de la
callej uela en dirección a la calle principal. Se det uvo y volvió la cabeza para

286
m irar a Janine Dolbert . Est aba apoyada cont ra la pared y en est ado com at oso;
el elegant e m undo de la haut e cout ure est aba em pezando a girar salvaj em ent e
fuera de órbit a.

Philippe d'Anj ou. El nom bre no le decía nada, pero, Bourne no pudo evit ar
repet irlo silenciosam ent e, t rat ando de evocar una im agen... m ient ras el rost ro
del operador del conm ut ador, con su cabello gris, le provocó violent as
im ágenes de oscuridad y algunos fogonazos de luz. Philippe d'Anj ou. Nada.
Nada en absolut o. Y, sin em bargo, había habido algo, algo que hizo que en el
est óm ago de Jason se form ara un nudo, los m úsculos se le pusieran t ensos y
rígidos, un bloque de carne firm e y cont raída... por la oscuridad.
Est aba sent ado j unt o al vent anal de un bar de la rué Racine, próxim o a la
puert a, preparado para levant arse y salir en cuant o divisara la figura de Claude
Oreale recort ada en el port al del ant iguo edificio al ot ro lado de la calle. Vivía
en el quint o piso, en un depart am ent o que com part ía con ot ros dos hom bres, y
al que sólo llegaba subiendo por una escalera angular y gast ada. Cuando
llegara, Bourne est aba seguro de que no vendría a pie.
Pues Claude Oreale, que se había m ost rado t an efusivo con Jacqueline
Lavier en ot ra escalera en Saint - Honoré, había recibido una llam ada de su
desdent ada casera, quien lo conm inaba a regresar de inm ediat o a la rué
Racine y poner fin a los grit os y el ruido de m uebles que t enía lugar en ese
m om ent o en su apart am ent o del quint o piso. En caso cont rario, llam aría a los
gendarm es; le daba veint e m inut os de plazo para que lo hiciera.
Llegó quince m inut os m ás t arde. Su figura m enuda, em but ida en un t raj e
Pierre Cardin, corría por la escalera procedent e de la salida m ás cercana del
Met ro. Evit aba los choques con la agilidad de un corredor. Su fino cuello est aba
proyect ado hacia delant e varios cent ím et ros al frent e de su pecho, cubiert o por
un chaleco, y su cabello oscuro y largo flot aba en el aire form ando una línea
paralela con el suelo. Llegó a la ent rada y se aferró al pasam anos, salt ando
ágilm ent e los peldaños y zam bulléndose en las som bras del vest íbulo.
Jason salió de prisa del bar y corrió hacia el ot ro lado de la calle. Una vez
dent ro del edificio, se dirigió a t oda velocidad a la ant igua escalera y com enzó
a t repar por los raj ados escalones. Desde el rellano del cuart o piso, escuchó los
violent os golpes dados cont ra la puert a del piso superior.
—Ouvrez! Ouvrez! Vit e, nom de Dieu!
Oreale se det uvo, y el silencio del int erior del apart am ent o le result ó m ás
at em orizador que ninguna ot ra cosa.
Bourne t repó los rest ant es peldaños hast a divisar a Oreale por ent re las
rej as del pasam anos y del piso. El cuerpo frágil del vendedor est aba apret ado
cont ra la puert a, con las m anos a am bos lados, los dedos abiert os, la orej a
cont ra la m adera, la cara enroj ecida. Jason grit ó en un francés gut ural y buro-
crát ico, m ient ras em ergía por la escalera:
—Suret é! ¡Quédese donde est á, j ovencit o! Le ruego que no cause ninguna
escena desagradable. Hem os est ado observándolos a ust ed y a sus am igos.
Sabem os t odo lo referent e al cuart o oscuro.
—¡No! —chilló Oreale—. ¡No t iene nada que ver conm igo, lo j uro!
¿Cuart o oscuro? Bourne levant ó una m ano.
—¡Cállese; no grit e de esa m anera!
Se asom ó por encim a del pasam anos y m iró hacia abaj o.

287
—¡Ust ed no puede incrim inarm e! —siguió vociferando el vendedor—. ¡No
t engo nada que ver! ¡Les he advert ido reit eradam ent e que debían deshacerse
de t odo eso! Un día acabarán por m at arse. ¡Las drogas son para los im béciles!
¡Dios m ío, qué silencioso est á t odo! ¡Creo que est án m uert os!
Jason se incorporó y se acercó a Oreale, con las palm as de las m anos
levant adas.
—Le he dicho que se callara —susurró con t ono áspero—. ¡Ent re allí y
quédese quiet o! Todo est o fue para que lo oyera esa viej a arpía que est á allá
abaj o.
El vendedor est aba paralizado; su pánico, cont enido por una hist eria
m uda.
— ¿Cóm o dice?
—Ust ed t iene una llave —dij o Bourne—. Abra la puert a y ent rem os.
—Han echado el cerroj o por dent ro —replicó Oreale—. Siem pre lo hacen
en m om ent os com o ést e.
—¡Pedazo de idiot a, t eníam os que ponernos en cont act o con ust ed!
Teníam os que hacerlo venir hast a aquí sin que nadie sospechara por qué. Abra
esa puert a. ¡En seguida!
Com o un conej o asust ado, Claude Oreale se m et ió la m ano en el bolsillo y,
finalm ent e, encont ró la llave. Abrió la cerradura y abrió la puert a de par en par
com o lo haría un hom bre obligado a ent rar en un depósit o replet o de
cadáveres m ut ilados. Bourne lo em puj ó hacia dent ro y penet ró a la habit ación,
cerrando la puert a t ras sí.
Lo que podía observarse del apart am ent o parecía cont radecir la apariencia
del rest o del edificio. La espaciosa sala de est ar est aba adornada con m uebles
elegant es y cost osos, y había m uchos alm ohadones de t erciopelo roj os y
am arillos esparcidos en sofás, sillas y en el suelo. Era un cuart o erót ico, un
luj oso sant uario en m edio de los escom bros.
—Sólo t engo unos m inut os —dij o Jason—. El t iem po j ust o para hablar de
negocios.
—¿Negocios? —pregunt ó Oreale, con expresión at ónit a—. ¿Est e... est e
cuart o oscuro? ¿Qué cuart o oscuro?
—Olvídese de eso. Ust ed t enía algo m ej or que eso.
—¿Qué negocio?
—Nos avisaron de Zurich y querem os que se lo t ransm it a a su am iga
Lavier.
—¿A Madam e Jacqueline? ¿Mi am iga?
—No confiam os en el t eléfono.
—¿Qué t eléfono? ¿Les avisaron? ¿Qué les dij eron?
—Que Carlos est á bien.
—¿Carlos? ¿Carlos qué?
—El asesino a sueldo.
Claude Oreale lanzó un chillido. Se llevó la m ano a la boca, se m ordió el
nudillo del dedo índice, y grit ó:
—¿Qué es lo que dice?
—¿Cállese?
—¿Por qué m e dice t odo est o a m í?
—Ust ed es el núm ero cinco. Cont am os con ust ed.
—¿Qué cinco? ¿Para qué?

288
—Para ayudar a Carlos a no caer en la t ram pa. Lo est án cercando.
Mañana, pasado m añana, al día siguient e. Debe m ant enerse alej ado; t iene que
perm anecer alej ado. Rodearán la t ienda t iradores apost ados cada t res m et ros.
El fuego cruzado será at roz; pero, si él est á dent ro, podría convert irse en una
verdadera m at anza. Todos y cada uno de ust edes. Muert os.
Oreale volvió a grit ar, con el nudillo color roj o subido.
—¡Haga el favor de callarse! . ¡No sé de qué habla! Es ust ed un dem ent e y
no escucharé ni una palabra m ás de su boca; no he escuchado nada de lo que
dij o. ¡Carlos, fuego cruzado... m at anzas! Me est oy ahogando... ¡necesit o aire!
—Recibirá ust ed dinero. Mucho dinero, im agino. La Lavier se lo
agradecerá. Tam bién d’Anj ou.
—¿d’Anj ou? ¡Me det est a! Dice que soy un pavo real, m e insult a siem pre
que m e ve.
—Es para disim ular, por supuest o. En realidad, lo aprecia a ust ed m ucho...
t al vez m ás de lo que se im agina. Él es el núm ero seis.
—¿Qué son t odos esos núm eros? ¡Dej e de referirse a núm eros!
—¿Y de qué ot ra m anera, sino, podríam os diferenciarlos, asignarles
t areas? No podem os em plear sus nom bres.
—¿Quién no puede hacerlo?
—Todos los que t rabaj am os para Carlos. El alarido fue suficient e para
dest rozar t ím panos, y la sangre com enzó a correr en el dedo de Oreale.
—¡No pienso escucharlo! ¡Soy un cout urier, un art ist a!
—Ust ed es el núm ero cinco. Hará exact am ent e lo que le ordenem os o
j am ás volverá a cont em plar est e nido de víboras suyo.
—Aunghunn!
—¡Dej e de grit ar! Lo apreciam os; sabem os que t odos ust edes est án
som et idos a una gran t ensión. De paso, le diré que no confiam os en su
cont able.
—¿En Trignon?
—Prefiero que usem os sólo los nom bres. Nada de apellidos. El anonim at o
es im port ant e.
—Pierre, ent onces. Es odioso. Nos descuent a el im port e de las llam adas
t elefónicas.
—Creem os que t rabaj a para la I nt erpol.
—¿I nt erpol?
—Si así fuera, ust ed podría pasarse unos diez años en prisión. Se lo
com erían vivo, Claude.
—Aunghunn!
—¡Cállese! Espere a que Bergeron se ent ere de lo que sospecham os. No
pierda de vist a a Trignon, sobre t odo durant e los dos próxim os días. Si se alej a
de la t ienda por algún m ot ivo, cuídense m ucho. Podría significar que se est á
cerrando el cerco. —Bourne se dirigió a la puert a, con la m ano en el bolsillo—.
Tengo que regresar, y lo m ism o t iene que hacer ust ed. Dígales a los núm eros
uno al seis t odo lo que le he dicho. Es fundam ent al que corra la voz.
Oreale volvió a lanzar un grit o, nuevam ent e presa de la hist eria:
—¡Núm eros! ¡Siem pre núm eros! ¿Por qué m e habla de núm eros a m í? ¡Yo
soy un art ist a, no un núm ero!

289
—Si no regresa a su t rabaj o t an rápidam ent e com o vino, no le quedará
cara. Hábleles a Lavier, d’Anj ou, Bergeron. Lo m ás rápido que pueda. Y luego a
los ot ros.
—¿Qué ot ros?
—Pregúnt eselo al núm ero dos.
—¿Dos?
—Dolbert . Janine Dolbert .
—Janine. ¿Tam bién ella?
—Eso es. Es la núm ero dos.
El vendedor levant ó los brazos en un adem án de inút il prot est a.
—¡Todo est o es una locura! ¡Nada t iene sent ido!
—Su vida sí lo t iene, Claude —replicó Jason con sencillez—. At esórela.
Est aré aguardando al ot ro lado de la calle. Salga de aquí exact am ent e en t res
m inut os. Y no use el t eléfono; salga y regrese a «Les Classiques». Si no est á
en la calle dent ro de t res m inut os, m e veré obligado a volver aquí.
Se sacó la m ano del bolsillo. Em puñaba un revólver.
Al ver el arm a, Oreale expulsó t odo el aire que le quedaba en los
pulm ones y su rost ro adquirió el color de la ceniza. Bourne salió y cerró la
puert a.

Sonó el t eléfono en la m esit a de noche. Marie consult ó su reloj : eran las


ocho y cuart o y, por un m om ent o, sint ió un sobresalt o de t em or. Jason había
dicho que llam aría a las nueve. Había part ido de «La Terrasse» cuando ya
había oscurecido, a eso de las siet e de la t arde, para int ercept ar a una
vendedora llam ada Monique Brielle. El plan era preciso, lo m ism o que los
horarios previst os, y sólo una em ergencia podría m odificarlos. ¿Habría ocurrido
algo?
—¿Es la habit ación 420? —pregunt ó una voz grave de hom bre en el ot ro
ext rem o de la línea.
Marie sint ió un profundo alivio: se t rat aba de André Villiers. El general
había llam ado a últ im a hora de la t arde para decir a Jason que el pánico había
cundido en «Les Classiques»; habían llam ado por t eléfono a su esposa no
m enos de seis veces en el curso de una hora y m edia. No obst ant e, ni siquiera
una vez pudo escuchar nada significat ivo; siem pre que levant aba el aparat o de
la ext ensión, la conversación seria se t ransform aba en una charla insust ancial.
—Sí —dij o Marie—. Es la habit ación 420.
—Perdónem e, no hem os hablado ant es.
—Sé quién es ust ed.
—Tam bién yo he oído hablar de ust ed. Perm ít am e t om arm e la libert ad de
expresarle m i grat it ud.
—Ent iendo. No t iene im port ancia.
—Vayam os al grano. La llam o desde m i despacho y, desde luego, est a
línea no t iene una ext ensión. Dígale a nuest ro com ún am igo que la crisis se ha
precipit ado. Mi esposa se ha encerrado en su habit ación, alegando que t iene
náuseas, pero al parecer no se sient e t an m al com o para no cont est ar el
t eléfono. En varias ocasiones, com o ocurrió ant eriorm ent e, he levant ado el
aparat o de la ext ensión sólo para descubrir que est aban alert as por si
advert ían alguna int erferencia. Cada vez m e he disculpado con ciert a rudeza,
afirm ando que est aba esperando una llam ada. No est oy m uy seguro de que m i

290
esposa lo creyera, pero, claro est á, ella no se halla precisam ent e en
condiciones de cuest ionarm e. Seré franco y direct o, señorit a. Se ha levant ado
ent re nosot ros una t ácit a barrera de fricción y, debaj o de la superficie, es m uy
violent a. Que Dios m e dé la fuerza necesaria.
—Lo único que le pido es que no pierda de vist a el obj et ivo —observó
Marie—. Recuerde a su hij o.
—Sí —replicó el viej o con calm a—. Mi hij o. Y la ram era que finge venerar
su m em oria. Lo sient o.
—No se preocupe. Le t ransm it iré sus palabras a nuest ro am igo. Él llam ará
m ás o m enos dent ro de una hora.
—Un m om ent o —la int errum pió Villiers—. Hay m ás. Por eso he llam ado.
En dos ocasiones, m ient ras m i esposa hablaba por t eléfono, las voces m e
result aron fam iliares. Reconocí a la segunda de ellas; en seguida recordé su
rost ro. Trabaj a en un conm ut ador en Saint - Honoré.
—Sabem os cóm o se llam a. ¿Y qué hay de la prim era?
—Fue ext raño. No reconocí la voz, y no la pude asociar con ningún rost ro,
pero de alguna m anera com prendí por qué est aba allí. Era una voz rara,
m ezcla de susurro y orden; un eco de sí m ism a. Fue el t ono aut orit ario lo que
m e im presionó. ¿Sabe?, esa voz no m ant enía una conversación con m i esposa,
le había dado una orden. Cam bió en seguida, en cuant o advirt ió m i presencia
en la línea, com o es nat ural; una señal convenida de ant em ano para
despedirse de prisa, pero en el aire flot aban t odavía rast ros. Esos rast ros,
incluso el t ono, le result an fam iliares a t odo soldado; es su m anera de
dem ost rar fuerza, poder. ¿He sido claro?
—Así lo creo —aprobó Marie con dulzura, sabiendo que si el significado de
las palabras del viej o era el que ella sospechaba, él debía de est ar soport ando
una t ensión casi int olerable.
—No le quepa ninguna duda, señorit a —dij o el general—: era el cerdo
asesino. —Villiers se int errum pió; su respiración se hizo audible, y las
siguient es palabras parecían haber sido ext raídas por la fuerza de la gargant a
de un hom bre fuert e a punt o de rom per a llorar—. Est aba... dándole
inst rucciones... a m í... esposa —la voz del viej o soldado se quebró al fin—.
Perdónem e lo que no t iene perdón. No t engo ningún derecho a abrum arla con
m is problem as.
—Tiene t odo el derecho del m undo —respondió Marie, sint iendo una
súbit a alarm a—. Lo que est á ocurriendo t iene que result arle espant osam ent e
doloroso, y m ás doloroso t odavía porque no t iene con quién desahogarse.
—Lo est oy haciendo con ust ed, señorit a. No debería, pero es así.
—¡Oj alá pudiéram os seguir hablando! ¡Oj alá uno de nosot ros pudiera
est ar con ust ed! Pero eso no es posible, y sé que lo com prende. Le suplico que
t rat e de aguant ar. Es m uy im port ant e que nadie lo relacione a ust ed con
nuest ro am igo. Podría cost arle a ust ed la vida.
—Considero que t al vez ya la haya perdido.
—Ça, c'est absurde! —dij o enérgicam ent e Marie, com o abofet eando en la
cara al viej o soldado—. Vous ét es un soldat . Arret ez ça inm édiat em ent !
—C'est I 'inst it ut rice qui corrige le m auvais eleve. Vous avez bien raison.
—On dit que vous ét es un géant . Je le crois.
Se abrió un silencio en la línea; Marie cont uvo el alient o. Cuando Villiers
habló, ella volvió a respirar.

291
—Nuest ro com ún am igo es m uy afort unado. Es ust ed una m uj er
adm irable.
—En absolut o. Lo único que deseo es que m i am igo regrese a m i lado. Y
eso no t iene nada de adm irable.
—Quizá no. Pero m e gust aría ser yo t am bién su am igo. Ust ed le recordó a
un hom bre ya viej o quién y qué es. O quién y qué fue en una época, y lo que
debe t rat ar de ser una vez m ás. Le est oy agradecido de nuevo.
—¡No hay de qué... am igo m ío!
Marie colgó el t eléfono, profundam ent e conm ovida y, al m ism o t iem po,
pert urbada. No est aba dem asiado segura de que Villiers pudiera enfrent arse
con las siguient es veint icuat ro horas, y en ese caso, el asesino se daría cuent a
de hast a qué punt o habían penet rado en su organización. Ordenaría que t odos
los cont act os de «Les Classiques» abandonaran París y desaparecieran. O se
produciría una m at anza en Saint - Honoré, con idént icos result ados.
Si ocurría una de esas dos cosas, no habría ninguna respuest a, ninguna
dirección en Nueva York, ningún m ensaj e descifrado, ningún rem it ent e
hallado. El hom bre al que am aba regresaría a su laberint o. Y lo perdería.

28

Bourne la vio en la esquina, cam inando baj o un farol de la calle hacia el


pequeño hot el en que se aloj aba. Monique Brielle, la núm ero uno de Jacqueline
Lavier, era una versión m ás dura, m ás vigorosa, de Janine Dolbert ; recordaba
haberla vist o en la t ienda. Tenía un aire de gran seguridad, el andar propio de
una m uj er que t iene confianza en sí m ism a, que est á segura de su pericia.
Realm ent e im pert urbable. A Jason le result aba fácil com prender por qué era la
núm ero uno de Lavier. Su confront ación sería breve; el im pact o del m ensaj e,
sorprendent e; la am enaza, inherent e. Era el m om ent o de iniciar la segunda
gran ola de conm oción. Perm aneció inm óvil y la dej ó pasar, con el golpet eo
rít m ico de sus t acones. La calle no est aba at est ada de gent e, pero t am poco
desiert a por com plet o, t al vez habría alrededor de m edia docena de personas.
Sería preciso aislarla y luego conducirla a algún lugar donde nadie pudiera oír
lo que t enía que decirle, pues eran palabras que ningún m ensaj ero perm it iría
que ot ras personas oyeran. Se puso a su lado cuando sólo falt aban unos diez
m et ros para llegar a la ent rada del pequeño hot el; luego dism inuyó el rit m o de
su m archa, a fin de seguir cam inando j unt o a ella.
—Póngase en cont act o en seguida con Lavier —le dij o en francés, m irando
hacia delant e.
—¿Cóm o? ¿Qué dice? ¿Quién es ust ed, señor?
—¡No se det enga! Siga cam inando. Hast a m ás allá de la ent rada de su
hot el.
—¿Sabe dónde vivo?
—Es m uy poco lo que no sabem os de ust ed.
—¿Y qué pasará si ent ro? Hay un port ero...
—Tam bién est á Lavier —la int errum pió Bourne—. Perderá ust ed su t rabaj o
y no le será posible encont rar ot ro en t odo Saint - Honoré. Y m ucho m e t em o
que ése será el m enos im port ant e de sus problem as.
—¿Quién es ust ed?

292
—No soy su enem igo —afirm ó Bourne, m ient ras la m iraba a los oj os—. No
haga que lo sea.
—Ust ed. ¡El nort eam ericano! ¡Janine... Claude Oreale!
—Carlos —com plet ó Bourne.
—¿Carlos? ¿Qué es t oda est a locura? ¡Durant e t oda la t arde no he oído
hablar m ás que de Carlos! ¡Y de núm eros! ¡Todo el m undo t iene un núm ero,
del que nadie ha oído hablar j am ás! ¡Y t odas esas hist orias de t ram pas y de
hom bres arm ados! ¡Es absurdo!
—Pero est á sucediendo. Siga cam inando. Se lo ruego. Por su propio bien.
Ella le obedeció, pero con un andar m enos seguro, el cuerpo t enso, una
m arionet a rígida, insegura de los hilos que la sost ienen.
—Jacqueline nos habló a t odos —dij o con int ensidad en su voz—. Nos dij o
que eran sólo pat rañas, que la finalidad de t odo est o, la de ust ed, era arruinar
a «Les Classiques». Que alguna de las ot ras casas de m odas debió de haberle
pagado para llevarnos a la ruina.
—¿Qué esperaba ust ed que dij era?
—Ust ed es un provocat eur a sueldo. Ella nos dij o la verdad.
—¿Tam bién les dij o que m ant uvieran la boca cerrada? ¿Que no dij eran ni
una palabra de est o a nadie?
—Desde luego.
—Sobre t odo —siguió diciendo Jason, com o si no la hubiese escuchado—
que no se les ocurriera ponerse en cont act o con la Policía, cosa que, en las
present es circunst ancias, sería la reacción m ás lógica y sensat a. En ciert o
sent ido, lo único posible.
—Sí, nat uralm ent e...
—No, nada es nat ural —cont radij o Bourne—. Mire: yo soy sólo un
t ransm isor, probablem ent e alguien no m ás im port ant e que ust ed. No est oy
aquí para convencerla de nada, sino para ent regarle un m ensaj e. A Janine la
usam os para verificar algo: le dim os inform ación falsa.
—¿Janine? —A la perplej idad de Brielle se le sum aba ahora una crecient e
confusión—. ¡Dij o unas cosas increíbles! Tan increíbles com o los grit os
hist éricos de Claude... y las cosas que él dij o. Pero lo que ella decía era
exact am ent e lo opuest o a lo que decía él.
—Eso ya lo sabem os, fue una j ugada int encionada de nuest ra part e. Ella
ha est ado en cont act o con Azur.
—¿La Casa de Azur?
—Averígüelo m añana. I nt erróguela.
—¿Qué la int errogue?
—Hágalo. Podría est ar relacionado.
—¿Con qué? ¿Con la I nt erpol? ¿Con las t ram pas? ¡Sigue siendo absurdo!
¡Nadie t iene la m enor idea de qué est á ust ed hablando!
—Lavier lo sabe. Póngase de inm ediat o en cont act o con ella. —Llegaron a
la ot ra calle; Jason le t ocó el brazo—. La dej aré aquí en la esquina. Vaya a su
hot el y llam e a Jacqueline. Dígale que las cosas est án peor de lo que ella
supone. Que t odo se est á derrum bando. Y que, para colm o, alguien se ha
pasado al ot ro bando. No es Dolbert , ni una de las vendedoras, sino alguien
m ás alt o. Alguien que est á ent erado de t odo.
—¿Alguien se ha pasado al ot ro bando? ¿Qué significa eso?

293
—Que hay un t raidor en «Les Classiques». Dígale que se cuide m ucho. De
t odos. De lo cont rario, podría ser el fin.
Bourne le solt ó el brazo, baj ó la vereda y cruzó la calle. Una vez al ot ro
lado, vio un port al oscuro y rápidam ent e se m et ió dent ro.
Luego asom ó ligeram ent e la cabeza y espió, m irando a la esquina.
Monique Brielle se encont raba ya a m it ad de cam ino, dirigiéndose
apresuradam ent e hacia la ent rada del hot el. Se había iniciado el prim er pánico
de la segunda gran oleada de conm oción. Era hora de llam ar a Marie.

—Est oy preocupada, Jason. Todo est o lo est á dest rozando. Casi se


derrum bó m ient ras hablaba por t eléfono conm igo. ¿Qué sent irá al m irarla?
¿Cuáles serán sus pensam ient os, sus sent im ient os?
—Él sabrá cóm o m anej arlos —replicó Bourne, m ient ras cont em plaba el
t ráfico de los Cham ps- Elysées desde el int erior de una cabina t elefónica,
deseando poder sent irse m ás seguro con respect o a André Villiers—. Si no es
así, yo lo habré m at ado. No quisiera t ener que cargar con esa culpa, pero no
m e queda m ás rem edio que reconocer que es obra m ía. Debería haberm e
callado la boca y ocuparm e yo m ism o de ella.
—No habrías podido hacerlo. Vist e a D’Anj ou en la escalinat a; era
im posible ent rar...
—Podría haber pensado en alguna ot ra cosa. Convinim os en que soy una
persona de m uchos recursos; m ás de lo que yo m ism o quisiera reconocer.
—¡Pero est ás haciendo algo! Est ás creando pánico, est ás obligando a que
los que cum plen las órdenes de Carlos se pongan al descubiert o. Alguien t iene
que ser víct im a del pánico, y hast a t ú m ism o dij ist e que no creías que
Jacqueline Lavier fuera lo suficient em ent e im port ant e com o para hacerlo.
Jason, verás a alguien y t e darás cuent a. ¡Lo prenderás! ¡Sé que lo harás!
—Eso espero; Crist o, ¡vaya si lo espero! Sé exact am ent e lo que est oy
haciendo, pero a veces... —Bourne se int errum pió. Odiaba t ener que decirlo,
pero debía hacerlo; debía decírselo a ella—, m e sient o confundido. Es com o si
est uviese part ido en dos, con una part e que m e dice: «Salva t u pellej o», y la
ot ra... Dios m e ayude... m e dice: «At rapa a Carlos.»
—Es lo que has est ado haciendo desde el principio, ¿no es así? —dij o
Marie dulcem ent e.
—¡Me im port a un bledo Carlos! —grit ó Jason, m ient ras se secaba el sudor,
que com enzaba a brot arle del nacim ient o del pelo, conscient e, al m ism o
t iem po, de que t enía frío—. Todo est o m e est á volviendo loco —añadió, no
m uy seguro de si lo había dicho en voz alt a o para sí.
—Querido, regresa.
—¿Qué? —Bourne se quedó m irando el t eléfono, una vez m ás, dudando
de si las palabras que había escuchado habían sido pronunciadas por ella o si
sólo se t rat aba de algo que deseaba oír. Le est aba ocurriendo de nuevo. Las
cosas eran y no eran. El cielo est aba oscuro afuera, en el ext erior de una
cabina t elefónica en los Cham ps- Elysées. En algún m om ent o había, sido m uy
lum inoso, m uy brillant e, casi cegador. Y no hacía frío, sino calor. Con chillidos
de páj aros y est rident es reflej os m et álicos...
—¡Jason!
—¿Qué?
—Regresa. Vuelve, por favor, vuelve.

294
—¿Por qué?
—Est ás cansado. Necesit as descansar.
—Tengo que ver a Trignon. Pierre Trignon, el cont able.
—Hazlo m añana. Eso puede esperar hast a m añana.
—No. Mañana es para los capit anes. —¿Qué est aba diciendo? Capit anes.
Tropas. Figuras que ent rechocan, presas del pánico. Pero era la única form a, la
única form a. El cam aleón era un... provocat eur.
—Escúcham e —decía Marie con insist encia—. Algo t e est á pasando en est e
m om ent o. Te ha ocurrido ant es; am bos lo sabem os, am or m ío. Y cuándo
sucede t ienes que det enert e; eso t am bién lo sabem os. Regresa al hot el. Te lo
suplico.
Bourne cerró los oj os; el sudor com enzaba a secarse, y los sonidos del
t ráfico en el ext erior de la cabina rem plazaban a los chillidos de páj aros que
resonaban en sus oídos. Cont em pló las est rellas en aquella noche fría; no m ás
sol cegador, no m ás calor insoport able. Había pasado, había pasado aquella
cosa que no sabía lo que era.
—Est oy bien. De veras, ya est oy bien. Ha durado sólo un m om ent o.
—¿Jason? —Marie hablaba en voz m uy baj a, obligándolo a esforzarse para
poder oírla—. ¿Qué lo ha provocado?
—No lo sé.
—Acabas de est ar con la Brielle. ¿Te ha dicho algo? ¿Alguna cosa que t e
haya recordado algo?
—No est oy seguro. Est aba dem asiado ocupado pensando en qué decirle.
—¡Piensa, querido!
Bourne cerró los oj os, int ent ando recordar. ¿Había habido algo? ¿Algo que
se dij o al pasar, o en form a t an rápida que en ese m om ent o no percibió su
im port ancia?
—Dij o que yo era un provocat eur —respondió Jason, sin saber bien por
qué había vuelt o a cruzársele la palabra por la m ent e—. Pero, bueno, eso es lo
que soy, ¿no es así? Eso es lo que est oy haciendo.
—Sí —convino Marie.
—Debo ponerm e en m archa —siguió diciendo Bourne—. Trignon vive a
sólo un par de calles de aquí. Quiero verlo ant es de las diez de la noche.
—Ten cuidado.
Marie pronunció est as palabras com o si est uviera pensando en ot ra cosa.
—Lo t endré. Te am o.
—Yo creo en t i —concluyó Marie St . Jacques.
La calle est aba t ranquila, y aquella part e era una ext raña m ezcla de
t iendas y edificios de apart am ent os, propia del cent ro de París, que hervía de
act ividad durant e el día y est aba desiert a por la noche. Jason llegó a la
pequeña casa de apart am ent os que figuraba en la guía t elefónica com o la
residencia de Pierre Trignon. Subió la escalinat a y ent ró en un vest íbulo,
apenas ilum inado. A la derecha había una hilera de buzones de bronce, y
encim a de cada uno, un pequeño círculo de orificios a t ravés del cual los
visit ant es debían ident ificarse en voz alt a. Jason deslizó un dedo a lo largo de
los nom bres im presos debaj o de las ranuras: Pierre Trignon - 42. Oprim ió dos
veces el dim inut o bot ón negro; diez segundos m ás t arde se escuchó un sonido
de est át ica.
—Oui?

295
—Monsieur Trignon, s'il vous plait ?
—I ci.
—Télégram m e, m onsieur. Je ne peu pos quit t er m a bicyclet t e.
—Télégram m e? Pour m oi?
Pierre Trignon no era hom bre que recibiera t elegram as con frecuencia; se
advert ía en el t ono perplej o de su voz. El rest o de sus palabras fue casi
incom prensible, pero la voz de m uj er, al fondo, pareció pert urbarse m ucho,
por considerar t al vez que un t elegram a era sinónim o de t oda clase de
horrendos desast res.
Bourne esperó fuera de la puert a de crist al esm erilado que conducía al
int erior de la casa de apart am ent os. Segundos m ás t arde oyó el ruido
precipit ado de pisadas que sonaban cada vez m ás fuert es, a m edida que
alguien —obviam ent e, Trignon— baj aba corriendo por las escaleras. La puert a
se abrió de par en par, ocult ando a Jason; un hom bre corpulent o, de cabello
que com enzaba a hacerse ralo, y unos t irant es superfinos que le arrugaban la
piel debaj o de una cam isa blanca y holgada, se dirigió hacia la hilera de
buzones, det eniéndose frent e al núm ero 42.
—¿Monsieur Trignon?
El hom bre corpulent o giró en redondo, con su rost ro ingenuo alt erado por
una expresión de desesperanza.
—¡Un t elegram a! ¡Hay un t elegram a para m í! —exclam ó—, ¿Me t rae ust ed
un t elegram a?
—Le pido que m e excuse por la art im aña, Trignon, pero ha sido por su
propio bien. Pensé que preferiría no ser int errogado en presencia de su esposa
y su fam ilia.
—¿I nt errogado? —exclam ó el cont able, con sus labios gruesos y
prom inent es curvados y una expresión at em orizada en los oj os—. ¿Yo? ¿Sobre
qué? ¿Qué es t odo est o? ¿Por qué est á ust ed aquí, en m i casa? ¡Soy un
ciudadano respet uoso de la ley!
—¿Trabaj a ust ed en Saint - Honoré? ¿En una t ienda llam ada «Les
Classiques»?
—En efect o. ¿Quién es ust ed?
—Si lo prefiere, podem os hablar en m i despacho —dij o Bourne.
—¿Quién es ust ed?
—Un invest igador especial del Depart am ent o de I m puest os y Archivos,
División de Fraude y Conspiración. Sígam e; t engo el coche oficial aquí afuera.
—¿Afuera? ¿Que lo siga? ¡Est oy sin chaquet a, sin abrigo! Mi esposa. Est á
arriba esperando que suba con el t elegram a. ¡El t elegram a!
—Puede enviarle uno si lo desea. Vam os, venga conm igo. He est ado
t rabaj ando t odo el día y quiero acabar con est o.
—¡Por favor, señor! —prot est ó Trignon—. ¡No quiero ir a ninguna part e!
Ha dicho que t enía que hacerm e unas pregunt as. Pues hágam elas y déj em e
subir. No t engo el m enor deseo de acom pañarlo a su oficina.
—Tal vez t ardem os algunos m inut os —dij o Jason.
—Llam aré a m i m uj er por el port ero eléct rico y le diré que ha sido una
equivocación. Que el t elegram a es para el viej o Gravet ; vive en el prim er piso
y casi no sabe leer. Ella ent enderá.
Madam e Trignon no ent endió, pero sus est rident es obj eciones fueron
acalladas por un Monsieur Trignon aún m ás est rident e.

296
—Ahí t iene, ya lo ve —dij o el cont able al regresar j unt o al buzón, con los
escasos m echones de cabello pegados por el sudor—. No hay ningún m ot ivo
para ir a ninguna part e. ¿Qué son unos pocos m inut os en la vida de un
hom bre? El program a de t elevisión se volverá a t ransm it ir en un m es o dos. Y
ahora, ¿qué es t odo est o, señor, por el am or de Dios? ¡Mis libros est án
inm aculados, t ot alm ent e inm aculados! Por supuest o que no soy responsable
de lo que haga el cont able. Eso es para una firm a separada; él es una firm a
separada. Si he de serle franco, j am ás m e gust ó; no hace m ás que blasfem ar,
bueno, ya sabe lo que quiero decir. Pero, por ot ro lado, ¿quién soy yo para
decirle nada?
Trignon ext endió las m anos, con las palm as hacia arriba y el rost ro
t ransfigurado por una sonrisa obsequiosa.
—Para em pezar —dij o Bourne, haciendo caso om iso de sus prot est as—,
no debe abandonar los lím it es de París. Si por algún m ot ivo, personal o
profesional, se viera ust ed obligado a hacerlo, debe not ificárnoslo. Pero le
adelant o que no le perm it irán hacerlo.
—I m agino que est á ust ed gast ándom e una brom a, ¿no es así, señor?
—Le aseguro que no.
—No t engo ningún m ot ivo para alej arm e de París, ni m edios para hacerlo,
pero es increíble que m e diga ust ed eso. ¿Qué se supone que he hecho?
—El Depart am ent o revisará sus libros por la m añana. Est é preparado.
—¿Los revisará? ¿Por qué m ot ivo? ¿Que est é preparado para qué?
—Los pagos para los supuest os proveedores cuyas fact uras son
fraudulent as. La m ercadería j am ás fue recibida, j am ás se pensó que lo sería,
pero, en cam bio, los pagos fueron deposit ados en un Banco de Zurich.
—¿Zurich? ¡No sé de qué m e habla! Yo no he ext endido ningún cheque
para Zurich.
—No direct am ent e, eso lo sabem os. Pero, ¡qué sencillo le result ó
ext enderlos a nom bre de firm as inexist ent es, cobrar el dinero, y luego girarlo a
Zurich!
—¡Toda fact ura es conform ada por Madam e Lavier! ¡Jam ás pago nada por
m i cuent a! Jason perm aneció en silencio, frunciendo el ceño:
—Ahora es ust ed quien brom ea —dij o.
—¡Le doy m i palabra! Es la polít ica de la casa. ¡Pregúnt ele a cualquiera!
«Les Classiques» no paga ni un cént im o a m enos que la señora lo aut orice.
—Eso quiere decir que es ust ed quien recibe órdenes direct am ent e de
ella.
—¡Nat uralm ent e!
—Y ella, ¿de quién recibe órdenes? Trignon rió irónicam ent e.
—Se dice que de Dios, si no es al revés. Por supuest o, se t rat a de una
brom a, señor.
—Supongo que puede ust ed hablar con m ayor seriedad. ¿Quienes son los
verdaderos dueños de «Les Classiques»?
—Una sociedad, señor. Madam e Lavier t iene m uchas am ist ades
adineradas; personas que han decidido invert ir su dinero aprovechando la
apt it ud de ella. Y, por supuest o, t am bién el t alent o de Rene Bergeron.
—¿Se reúnen con frecuencia dichos inversores? ¿Sugieren la polít ica a
seguir? ¿Recom iendan t al vez a algunas firm as con las que deben realizar
operaciones com erciales?

297
—No sabría decirle, señor. Nat uralm ent e, t odos cont am os con am igos.
—Es posible que nos hayam os equivocado de persona —int errum pió
Bourne—. No sería ext raño que ust ed y Madam e Lavier, las dos personas
direct am ent e involucradas en las finanzas de t odos los días, est én siendo
ut ilizados.
—¿Ut ilizados para qué?
—Para hacer que el dinero llegue a Zurich. A la cuent a de uno de los m ás
peligrosos asesinos de Europa.
Trignon se crispó, y su hinchado est óm ago com enzó a t em blar, m ient ras
caía cont ra la pared.
—¡En nom bre de Dios! , ¿qué es lo que dice?
—Prepárense. Sobre t odo ust ed. Fue ust ed quien ext endió los cheques, y
no ot ra persona.
—¡Pero sólo cuando se t rat aba de cheques conform ados!
—¿Alguna vez verificó la m ercadería que figuraba en las fact uras?
—¡Ése no es t rabaj o que m e corresponda!
—De m odo que, en rigor, ust ed hizo pagos por m ercaderías que j am ás
vio.
—¡Yo j am ás veo nada! Sólo fact uras que han sido conform adas. ¡Ésas son
las únicas que pago en t odo m om ent o!
—Le sugiero que las busque t odas. Es m ej or que ust ed y Madam e Lavier
com iencen a escarbar en los archivos. Porque ust edes dos, sobre t odo ust ed,
deberán hacer frent e a las acusaciones.
—¿Acusaciones? ¿Qué acusaciones?
—A falt a de una específica, lo llam arem os com plicidad por hom icidio
m últ iple.
—Hom icidio m últ iple...
—Asesinat o. La cuent a de Zurich pert enece al asesino conocido con el
nom bre de Carlos. Ust ed Pierre Trignon, y su act ual em pleadora, Madam e
Jacqueline Lavier, est án direct am ent e im plicados en financiar al asesino m ás
buscado de Europa. I lich Ram írez Sánchez, alias Carlos.
—¡Aughhhh...! —Trignon se deslizó hast a el suelo del vest íbulo, los oj os
desorbit ados, el m oflet udo rost ro desfigurado—. Toda la t arde... —susurró—.
Gent e que corría por t odos lados, reuniones hist éricas en los pasillos, personas
que m e m iraban con expresión ext raña, que pasaban por el rincón donde
t rabaj o y m ovían la cabeza. ¡Oh, Dios!
—Si yo fuera ust ed, no perdería un m om ent o. Mañana llegará pront o, y es
posible que sea el día m ás difícil de t oda su vida. —Jason se dirigió a la puert a
de la calle y se det uvo, con la m ano en el picaport e—. No soy quién para darle
consej os, pero si yo fuera ust ed, m e pondría en cont act o con Madam e Lavier
de inm ediat o. Com iencen a preparar su defensa conj unt a... t al vez sea la única
oport unidad que t engan de hacerlo. No debem os descart ar la posibilidad de
que se lleve a cabo una ej ecución pública.
El cam aleón abrió la puert a y salió al ext erior; el vient o helado de la
noche le azot ó la cara.
Coge a Carlos. At rapa a Carlos. Caín es Charlie y Delt a es Caín.
¡Falso!
Busca un núm ero de Nueva York. Busca a Treadst one. Descubre el
significado de un m ensaj e. Busca al que lo envió.

298
Encuent ra a Jason Bourne.

Los rayos del sol penet raron por los vit rales m ient ras el viej o, afeit ado y
con el t raj e pasado de m oda, cam inó a t oda prisa por el pasillo cent ral de una
iglesia en Neuilly- sur- Seine. El sacerdot e, de elevada est at ura, que est aba de
pie j unt o al m ont ón de cirios, lo observó, asalt ado por una sensación de
fam iliaridad. Por un m om ent o, el clérigo pensó que había vist o al hom bre
ant es, pero no pudo sit uarlo. Recordó al pordiosero desgreñado del día
ant erior, m ás o m enos de la m ism a est at ura, del m ism o... No; los zapat os de
est e viej o habían sido lust rados, el cabello blanco est aba bien peinado, y el
t raj e, aunque pert enecía a ot ra década, era de buena calidad.
—Ángelus Dom ini —dij o el viej o, m ient ras apart aba las cort inas del
confesionario.
—¡Suficient e! —susurró la figura recort ada a t ravés del lienzo—. ¿Qué
novedades m e t raes de Saint - Honoré?
—De poca im port ancia, pero respet o sus m ét odos.
—¿Hay algún pat rón de conduct a?
—El azar, al parecer. Elige a personas que no sepan absolut am ent e nada y
provoca el caos a t ravés de ellas. Sugeriría que no se llevaran a cabo m ás
act ividades en «Les Classiques».
—Nat uralm ent e —dij o la siluet a—. Pero, ¿cuál es su m et a?
—¿Adem ás del caos? —pregunt ó el viej o—. Diría que sem brar la
desconfianza ent re aquellos que saben algo. La Brielle lo dij o. Afirm ó que el
nort eam ericano le sugirió que le dij era a Lavier que había un «t raidor»
adent ro, aseveración evident em ent e falsa. ¿Quién de ellos se at revería?
Anoche fue una verdadera locura, com o bien sabe. El cont able, Trignon, perdió
el j uicio. Est uvo aguardando fuera de la casa de Lavier hast a las dos de la
m adrugada, y cuando ella regresó del hot el de la Brielle, la asalt ó y se puso a
grit ar y a llorar en plena calle.
—La Lavier no est uvo t am poco dem asiado brillant e. Práct icam ent e est aba
fuera de sí cuando llam ó a Pare Monceau; se le dij o que no volviera a hacerlo.
Nadie debe llam ar allí... nunca m ás. En ninguna circunst ancia.
—Ya nos lo advirt ieron. Los pocos que conocem os el núm ero, ya lo hem os
olvidado.
—Asegúrat e de que así sea. —La siluet a se m ovió de pront o; se form ó
una onda en la cort inilla—. ¡Es evident e que la finalidad era sem brar
desconfianza! Es lo que suele ocurrir después del caos. De eso ya no cabe
ninguna duda. Él irá at rapando los cont act os, t rat ará de sonsacarles
inform ación, y cuando uno le falle, se lo arroj ará a los nort eam ericanos y se
dedicará al siguient e. Pero hará los cont act os solo; eso es part e de su ego. Es
loco. Y est á obsesionado.
—Tal vez sea am bas cosas —com ent ó el viej o—, pero t am bién es un
profesional. Él se encargará de que sus superiores reciban los nom bres si algo
llegara a pasarle. Así que, lo at rapes o no, ellos serán apresados.
—Est arán m uert os —dij o el asesino—. Pero no Bergeron. Es dem asiado
valioso. Dile que se vaya a At enas; él sabrá adonde.
—¿Debo suponer que yo ocuparé el lugar de Pare Monceau?
—Eso sería im posible. Pero, m ient ras t ant o, t e encargarás de t ransm it ir
m is decisiones finales a quien corresponda.

299
—Y la prim era persona con quien debo ponerm e en cont act o es Bergeron.
En At enas.
—Sí.
—¿De m odo que Lavier y el colonial, D'Anj ou, est án m arcados?
—En efect o. La carnada rara vez sobrevive, y t am poco lo harán ellos.
Tam bién quiero que t ransm it as ot ro m ensaj e a los equipos que cubren a
Lavier y D'Anj ou. Diles que est aré vigilándolos; t odo el t iem po. No puede
haber errores.
Le t ocaba ahora al viej o hacer una pausa, exigir at ención
silenciosam ent e.
—He dej ado lo m ej or para el final, Carlos. El «Renault » fue encont rado
hace una hora y m edia en un garaj e de Mont m art re. Fue llevado allí anoche.
Él viej o pudo escuchar la respiración lent a y deliberada de la figura que
est aba ocult a por el lienzo.
—Supongo que habrás t om ado m edidas para que se lo vigile, y se lo
siga, incluso en est e preciso m om ent o.
El ex pordiosero rió en voz baj a.
—De acuerdo con t us últ im as inst rucciones, m e t om é la libert ad de
cont rat ar a un am igo, un am igo con un pot ent e aut om óvil. Él, a su vez, ha
em pleado a t res conocidos suyos, y j unt os hacen guardia de seis horas cada
uno en la calle, frent e al garaj e. No saben nada, por supuest o, except o que
deben seguir al «Renault » a cualquier hora del día o de la noche.
—Jam ás m e decepcionas.
—No puedo perm it irm e ese luj o. Y puest o que Pare Monceau ha sido
elim inado, no t enía ot ro núm ero de t eléfono que darles, salvo el m ío, que,
com o sabes, es el de un café ruinoso. El dueño y yo fuim os am igos en las
viej as épocas, en aquellos t iem pos m ej ores. Podría ponerm e en cont act o con él
cada cinco m inut os para averiguar si hay algún m ensaj e, y él no pondría
ningún reparo. Sé dónde obt uvo el dinero para com prarse el negocio, y a quién
t uvo que m at ar para conseguirlo.
—Te has port ado bien; vales m ucho.
—Pero t engo un problem a, Carlos. Puest o que ninguno de nosot ros debe
llam ar a Pare Monceau, ¿cóm o haré para ponerm e en cont act o cont igo? En
caso de que fuera preciso hacerlo. Digam os, por ej em plo, algo relacionado con
el «Renault ».
—Sí, com prendo la dificult ad. ¿Tienes alguna idea del peso que t e echas
encim a?
—Te aseguro que preferiría no t enerlo. Mi única esperanza es que cuando
t odo haya acabado y Caín est é m uert o, recuerdes m i cont ribución y, en lugar
de m at arm e, cam bies el núm ero.
—No cabe duda de que t e ant icipas a los hechos.
—Ant iguam ent e era la única form a de sobrevivir. El asesino susurró un
núm ero de siet e cifras.
—Eres la única persona viva que conoce est e núm ero. Por supuest o, es
im posible de localizar.
—Nat uralm ent e. ¿Y a quién se le podría ocurrir que un viej o pordiosero lo
t iene?
—Cada hora que pasa t e acerca m ás a un m ej or nivel de vida. La red se
est á cerrando; cada hora que pasa lo aproxim a a una de varias t ram pas. Caín

300
será aprehendido, y el cadáver de un im post or será arroj ado de vuelt a a los
azorados est rat egas que lo crearon. Ellos confiaban en conseguir un ego
m onst ruoso, y él se los proporcionó. Y, al final, result ó ser sólo un t ít ere, un
t ít ere desechable. Todo el m undo lo sabía, except o él.

Bourne cont est ó el t eléfono:


—¡Diga!
—¿Habit ación 420?
—Adelant e, general.
—Las llam adas t elefónicas han cesado. Ya nadie se pone en cont act o con
ella, al m enos, no por t eléfono. Nuest ra parej a había salido, y el t eléfono sonó
dos veces. En am bas ocasiones m e pidió a m í que cont est ara. Alegó que no se
sent ía con ánim os para at ender ninguna llam ada.
—¿Quiénes eran?
—Los farm acéut icos con una recet a, y un periodist a solicit ando una
ent revist a. No podía conocer a ninguna de ellos.
—¿Tuvo ust ed la im presión de que int ent aba despist arlo al pedirle que
at endiera las llam adas?
Villiers perm aneció en silencio y luego respondió con bast ant e furia:
—¡Sí, sin duda! Aunque el efect o no fue dem asiado sut il, puest o que diga
que t al vez saliera a alm orzar. Añadió que había reservado una m esa en el
«George Cinq» y que, si decidía ir, la podía llam ar allí.
—Si llegara a ir, preferiría llegar ant es que ella.
—Le avisaré.
—Ha dicho ust ed que ya nadie est ablece cont act o t elefónico con ella. «Al
m enos, no por t eléfono», creo que han sido sus palabras. ¿Qué ha querido
decir con eso?
—Hace t reint a m inut os vino a casa una m uj er. Mi esposa se m ost ró reacia
a verla, pero, no obst ant e, la recibió. Sólo alcancé a ver su rost ro por un
m om ent o en la sala, pero fue lo suficient e. Est aba at errada.
—Descríbam ela. Villiers lo hizo.
—Jacqueline Lavier —dij o Jason.
—Pensé que podría ser ella. Por su aspect o, diría que el at aque subm arino
sim ult áneo fue un éxit o; era obvio que no había pegado oj o. Ant es de hacerla
pasar a la Bibliot eca, m i esposa m e dij o que era una viej a am iga que est aba
pasando por una crisis m at rim onial, lo cual no fue sino una m ent ira necia; a su
edad, ya no se producen crisis en el m at rim onio; sólo acept ación y paciencia.
—No puedo com prender por qué fue hast a su casa. Es una audacia
excesiva y sin sent ido. A m enos que lo hiciera por su propia cuent a y riesgo,
sabiendo que no debían hacerse m ás llam adas t elefónicas.
—Yo t am bién lo pensé —dij o el soldado—. Así que sent í el deseo de t om ar
un poco de aire fresco, de est irar las piernas y dar una vuelt a a la m anzana.
Mi asist ent e m e acom pañó; un viej o decrépit o que hace su lim it ada y habit ual
cam inat a baj o la m irada alert a de un acom pañant e. Pero m is oj os t am bién
est uvieron vigilant es. Lavier fue seguida. Dos hom bres est aban inst alados en
un coche aparcado cuat ro casas m ás allá de la m ía, y el vehículo est aba
equipado con radio. Esos hom bres no est aban casualm ent e allí. Se les not aba
en la expresión, en la form a en que vigilaban m i casa.
—¿Cóm o sabe que la m uj er no llegó con ellos?

301
—Vivim os en una calle sum am ent e t ranquila. Cuando llegó Lavier, yo
est aba en la sala t om ando café, y oí sus pasos en la escalinat a. Me acerqué a
la vent ana a t iem po para ver el t axi que se m archaba.
—¿A qué hora abandonó su casa?
—Aún est á aquí. Y los hom bres siguen apost ados afuera.
—¿Cóm o es el coche?
—Un «Cit roën». Gris. Las prim eras let ras de la m at rícula son NYR.
—Páj aros en el aire, siguiendo a un cont act o. ¿De dónde proceden los
páj aros?
—Perdón. No lo he ent endido. ¿Qué ha dicho?
Jason m eneó la cabeza.
—No est oy seguro. No se preocupe. I nt ent aré llegar ahí ant es de que
Lavier abandone su casa. Haga lo que pueda para ayudarm e. I nt errum pa a su
esposa, dígale que t iene que hablar con ella un inst ant e. I nsist a en que su
«viej a am iga» perm anezca allí; diga cualquier cosa, pero asegúrese de que no
se vaya.
—Haré lo posible.
Bourne colgó el recept or y m iró a Marie, que est aba j unt o a la vent ana, al
ot ro lado de la habit ación.
—Funciona. Est án com enzando a dudar unos de ot ros. Lavier fue a Pare
Monceau y la siguieron. Ellos t am bién em pezaron a sospechar.
—«Páj aros en el aire» —dij o Marie—. ¿Qué has querido decir con eso?
—No lo sé; no es im port ant e. No hay t iem po.
—Yo creo que sí es im port ant e, Jason.
—Ahora no.
Bourne se acercó a la silla en la que est aban su abrigo y su som brero. Se
los puso rápidam ent e y fue al escrit orio, abrió el caj ón y sacó el revólver. Lo
cont em pló durant e un m om ent o, recordando. Las im ágenes est aban allí, un
pasado que era el suyo y que, sin em bargo, no le pert enecía. Zurich. La
Bahnhofst rasse y el «Carillón du Lac»; «Drei Alpenhäuser» y «Löwenst rasse»;
una roñosa pensión en la St eppdeckst rasse. El revólver sim bolizaba t odo eso,
pues en ciert a ocasión casi le había quit ado la vida en Zurich.
Pero ahora est aba en París. Y t odo lo que había com enzado en Zurich se
m ovía ya velozm ent e.
Busca a Carlos. At rapa a Carlos. Caín es Charlie y Delt a es Caín.
¡Falso! ¡Falso, m aldit o sea!
Busca a Treadst one. Busca un m ensaj e. Busca a un hom bre.

29

Jason perm aneció acurrucado en un rincón del asient o post erior cuando el
t axi se acercó a la calle en que vivía Villiers, en Pare Monceau. Exam inó los
coches aparcados j unt o a la vereda; no había ningún «Cit roën» gris, ninguna
m at rícula con las let ras NYR.
Pero est aba Villiers. El viej o soldado perm anecía de pie, solo, en la
vereda, a cuat ro puert as de dist ancia de su casa.
Dos hom bres... en un aut om óvil aparcado cuat ro casas m ás allá de la m ía.

302
Villiers est aba ahora en el lugar que había ocupado el aut om óvil; era una
señal.
—Arret ez, s'il vous plait —dij o Bourne al t axist a—. Le vieux là- bas. Je
veux parler avec lui. —Baj ó el vidrio de la vent anilla y se asom ó—: Monsieur?
—En inglés —replicó Villiers, m ient ras se acercaba al t axi; un anciano
cit ado por un desconocido.
—¿Qué ha pasado? —pregunt ó Jason.
—No he podido det enerlas.
—¿Det enerlas?
—Mi esposa se fue con la Lavier. Pero yo m e m ost ré inflexible. Le dij e que
aguardara m i llam ada en el «George Cinq». Que era un asunt o de la m ayor
im port ancia y que necesit aba su consej o.
—¿Y qué cont est ó ella?
—Que t al vez no est uviera en el «George Cinq». Que su am iga insist ía en
ver a un sacerdot e en Neuilly- sur- Seine, en la iglesia del Sant ísim o
Sacram ent o. Dij o que se sent ía obligada a acom pañarla.
—¿Se opuso ust ed?
—Tenazm ent e. Y por prim era vez en nuest ra vida en com ún, ella dij o lo
que yo est aba pensando: «Si lo que quieres es cont rolarm e, André, ¿por qué
no llam as a la parroquia? Est oy segura de que alguien m e reconocerá y m e
conducirá al t eléfono.» ¿Le parece que est aba poniéndom e a prueba?
Bourne t rat ó de pensar.
—Quizá. Se aseguraría de que alguien la viera allí. Pero at ender el
t eléfono ya es ot ra cosa. ¿Cuándo se fueron?
—Hace m enos de cinco m inut os. Los dos hom bres del «Cit roën» las
siguieron.
—¿Fueron en su aut om óvil?
—No. Mi esposa llam ó un t axi.
—Voy para allá —dij o Jason.
—Pensé que lo haría —repuso Villiers—. Busqué la dirección de la iglesia.
Bourne deslizó un billet e de cincuent a francos por encim a del asient o
delant ero del aut om óvil. El conduct or lo t om ó apresuradam ent e.
—Es fundam ent al que llegue a Neuilly- sur- Seine t an pront o com o sea
posible. La iglesia del Sant ísim o Sacram ent o. ¿Sabe dónde queda?
—Por supuest o, señor. Es la parroquia m ás herm osa del dist rit o.
—Llévem e allí en seguida y le daré ot ros cincuent a francos.
—¡Volarem os con las alas de los ángeles bienavent urados, señor!
Y, en efect o, lo hicieron, y el plan de vuelo puso en peligro a la m ayor
part e de los vehículos que se cruzaron en su cam ino.
—Allí se ven las aguj as del Sant ísim o Sacram ent o, señor —dij o el
conduct or, en t ono t riunfal, doce m inut os m ás t arde, señalando t res elevadas
t orrecillas de piedra a t ravés del parabrisas—. Un m inut o m ás, t al vez dos, si
nos lo perm it en los idiot as que deberían ser elim inados de la calle...
—Dism inuya la velocidad —int errum pió Bourne, con la at ención fij a no en
las aguj as de la iglesia, sino en un coche que se encont raba pocos vehículos
m ás adelant e. Acababan de doblar una esquina y lo había divisado m ient ras
hacían el giro; era un «Cit roën» gris, y dos hom bres ocupaban el asient o
delant ero.

303
Llegaron a un sem áforo, y los coches se det uvieron. Jason deslizó el
segundo billet e de cincuent a francos por encim a del asient o y abrió la
port ezuela.
—En seguida vuelvo. Si cam bia la luz, avance m uy despacio; yo salt aré
dent ro del coche.
Bourne salió, m ant eniéndose agachado, y se desplazó ent re los coches
hast a que vio las let ras NYR; los núm eros que seguían eran 768, pero por el
m om ent o no t enían m ayor im port ancia. El chofer se había ganado su dinero.
Cam bió la luz del sem áforo, y la fila de aut om óviles se arrast ró hacia
delant e com o un alargado insect o que t rat a de incorporar t odas sus part es
desart iculadas. El t axi se acercó a la vereda; Jason abrió la port ezuela y t repó
dent ro.
—Su t rabaj o es excelent e —dij o al chofer.
—No est oy m uy seguro de saber qué t ipo de t rabaj o est oy haciendo.
—Un asunt o del corazón. Es preciso pescar in fragant i a la persona que
t raiciona.
—¿En la iglesia, señor? El m undo avanza dem asiado de prisa para m í.
—No en m edio del t ráfico —dij o Bourne.
Se acercaban a la últ im a esquina ant es de la iglesia del Sant ísim o
Sacram ent o. El «Cit roën» giró; ahora sólo había un coche ent re ést e y un t axi
cuyos pasaj eros result aba im posible dist inguir. Había algo que m olest aba a
Jason. La vigilancia por part e de am bos hom bres era dem asiado abiert a,
dem asiado evident e. Era com o si los secuaces de Carlos quisieran que alguien
dent ro del t axi supiera que ellos est aban allí.
¡Por supuest o! La esposa de Villiers est aba en el t axi. Con Jacqueline
Lavier. Y los dos hom bres del «Cit roën» querían que la esposa de Villiers
supiera que ellos iban det rás de ella.
—Ahí est á el Sant ísim o Sacram ent o —dij o el conduct or, penet rando en la
calle en que se elevaba la iglesia con su esplendor m edieval, en m edio de un
parque m uy cuidado, at ravesando por senderos de piedra y con est at uas
disem inadas por doquier—. ¿Qué hacem os ahora, señor?
—Aparque allí —ordenó Jason, indicando un espacio en la fila de coches
aparcados. El t axi en que iban la esposa de Villiers y la Lavier se det uvo j unt o
a un sendero cust odiado por un sant o de cem ent o. La sorprendent e esposa de
Villiers fue la prim era en apearse, t ras lo cual ext endió la m ano a Jacqueline
Lavier, quien, em ergió, pálida, en la vereda. Llevaba enorm es gafas de sol de
m ont ura anaranj ada y un bolso blanco, pero ya no t enía aspect o elegant e. Su
corona de cabello con hebras grises caía form ando líneas rect as y disociadas a
am bos lados de aquel rost ro t an pálido que parecía la m áscara de la m uert e, y
sus m edias est aban rot as. Est aba por lo m enos a novent a m et ros de dist ancia,
pero a Bourne casi le pareció escuchar el j adeo que acom pañaba los vacilant es
m ovim ient os de la ot rora m aj est uosa figura que cam inaba frent e a él a la luz
del sol.
El «Cit roën» se había adelant ado al t axi y se aproxim aba a la vereda.
Ninguno de los dos hom bres descendió del coche, pero del capó com enzó a
em erger una delgada varilla m et álica, que reflej aba el brillo del sol. Est aban
act ivando la ant ena de la radio y enviando claves en una frecuencia secret a.
Jason se sent ía hipnot izado, no por la visión y el conocim ient o de lo que est aba

304
ocurriendo, sino por algo m ás. . Le est aban llegando palabras, no sabía bien de
dónde, pero allí est aban.
Delt a a Alm anac, Delt a a Alm anac. No responderem os. Repit an, negat ivo,
herm ano.
Alm anac a Delt a. Responderán com o se les ha ordenado. Abandonen,
abandonen. Es una orden t erm inant e.
Delt a a Alm anac. Lo que se t erm ina es ust ed, herm ano. Váyase al
dem onio. Delt a - fuera, equipo dañado.
De pront o lo rodearon las t inieblas, el sol había desaparecido. No había
elevadas t orres de una iglesia que se proyect aran hacia el cielo; había, en
cam bio, form as oscuras de follaj e irregular que se est rem ecían baj o la luz de
nubes iridiscent es. Todo se m ovía, t odo se m ovía.; él t am bién debía m overse.
Perm anecer inm óvil significaba m orir. ¡Muévet e! ¡Por el am or de Dios,
m uévet e!
Y sácalos. Uno a uno. Arrást rat e por el suelo y acércat e m ás; supera el
m iedo —el t errible m iedo— y reduce el núm ero. Eso era t odo lo que había que
hacer. Reducir el núm ero. El Monj e se había encargado de aclararlo bien.
Cuchillo, alam bre, rodilla, pulgar; colocados en los punt os vit ales. En los
punt os de la m uert e.
La m uert e es una est adíst ica para las com put adoras. Pero para t i significa
la supervivencia.
El Monj e.
¿El Monj e?
Él sol volvió a salir, cegándolo por un m om ent o, su pie sobre la acera, su
m irada clavada en el «Cit roën» gris a cien m et ros de dist ancia. Pero le
result aba difícil ver; ¿por qué le result aba t an difícil? Había niebla, brum a... ya
no se t rat aba de oscuridad, sino de una brum a im penet rable. Tenía calor; no,
frío. ¡Frío! Levant ó bruscam ent e la cabeza, conscient e de pront o de dónde se
encont raba y qué est aba haciendo. Había m ant enido la cara apret ada cont ra la
vent anilla, y su alient o había em pañado el vidrio.
—Est aré fuera un par de m inut os —dij o Bourne—. Quédese aquí.
—Me quedaré t odo el día, si ust ed lo desea, señor. Jason se levant ó las
solapas del abrigo, se ladeó el som brero y se puso las gafas de m ont ura de
carey. Cam inó j unt o a una parej a en dirección a un puest o de art ículos
religiosos que había sobre la acera, alej ándose luego para apost arse det rás de
una m adre y su hij o que est aban j unt o al m ost rador. Desde allí podría
observar con com odidad el «Cit roën», pero el t axi que había sido llam ado a
Pare Monceau ya no se encont raba allí; había sido despedido por la esposa de
Villiers. Es una act it ud bast ant e ext raña de su part e, pensó Bourne, pues allí le
sería im posible conseguir ot ro.
Tres m inut os m ás t arde, la explicación result aba clara... y pert urbadora.
La esposa de Villiers salió de la iglesia, cam inando con rapidez; su figura alt a y
escult ural despert ó m iradas de adm iración ent re los t ranseúnt es. Marchó
direct am ent e al «Cit roën», dij o unas palabras a los hom bres que est aban en el
asient o delant ero, v luego abrió la port ezuela t rasera.
El bolso. ¡Un bolso blanco! La esposa de Villiers llevaba el bolso que, unos
segundos ant es, aferraba con fuerza Jacqueline Lavier. Trepó al asient o t rasero
del «Cit roën» y cerró la port ezuela. El m ot or del coche rugió con est répit o,
señal de una part ida precipit ada y repent ina. A m edida que el coche se

305
alej aba, la relucient e varilla m et álica de la ant ena se fue acort ando cada vez
m ás, ret rayéndose dent ro de su base.
¿Dónde est aba Jacqueline Lavier? ¿Por qué le había ent regado su bolso a
la esposa de Villiers? Bourne com enzó a andar y luego se det uvo, obedeciendo
un im pulso. ¿Una t ram pa? Si la Lavier había sido seguida, era posible que
t am bién sus seguidores hubieran sido seguidos, y no precisam ent e por él.
Exam inó la calle, en uno y ot ro sent ido, est udiando, en prim er lugar, los
peat ones que se encont raban en la vereda, y luego cada aut om óvil, cada
conduct or y pasaj ero, buscando algún rost ro que no correspondiera, com o
Villiers había dicho respect o de los dos hom bres del «Cit roën» frent e a su
casa.
No encont ró nada sospechoso, ninguna m irada insinuant e, ni m anos
ocult as en bolsillos abult ados. Se est aba m ost rando excesivam ent e caut o;
Neuilly- sur- Seine no era una t ram pa para él. Se alej ó del m ost rador v echó a
andar hacia la iglesia. Se det uvo de pront o, con los pies clavados en el suelo.
Un sacerdot e salía de la iglesia; un sacerdot e vest ido con t raj e negro, cuello
blanco alm idonado y un som brero negro que le cubría parcialm ent e el rost ro.
Jason lo había vist o ant es. No hacía m ucho t iem po, no en un pasado olvidado,
sino hacía poco, m uy poco; sem anas, días... quizás horas. ¿Dónde lo había
vist o? ¿Dónde? ¡Est aba seguro de conocerlo! Lo sabía por su form a de
cam inar, por la inclinación de la cabeza, por los hom bros anchos que parecían
deslizarse en su lugar sobre el m ovim ient o fluido de su cuerpo. ¡El hom bre
llevaba revólver! ¿Dónde lo había vist o ant es?
¿En Zurich? ¿En el «Carillón du Lac»? Dos hom bres que se abrían paso
ent re la m uchedum bre, convergiendo, com erciando con la m uert e. Uno de los
dos llevaba gafas de m ont ura dorada; no se t rat aba de él. Aquel hom bre
est aba m uert o. ¿Era ést e el ot ro hom bre del «Carillón du Lac»? ¿O del Quai
Guisan? Un anim al que gruñía, salvaj e, lleno de violencia. ¿Era él? O t al vez
alguna ot ra persona. Un hom bre de abrigo oscuro en el pasillo sin luces del
«Auberge du Coin», except o por el haz de luz que ilum inaba la t ram pa. Una
t ram pa invert ida, en la que aquel hom bre había disparado su arm a en la
oscuridad cont ra unas figuras que creyó hum anas. ¿Sería ese hom bre?
Bourne no lo sabía, lo único que sí sabía era que había vist o a aquel
sacerdot e ant es, pero no com o sacerdot e. Com o un hom bre con un revólver.
El asesino vest ido de sacerdot e llegó al final del sendero de piedra y dobló
hacia la derecha, j ust o debaj o del sant o de cem ent o, donde su rost ro fue
alcanzado por un rayo de sol. Jason quedó pet rificado: su piel. La piel del
asesino era oscura, no bronceada por el sol, sino nat ural. Una piel lat ina, cuyo
t int e había sido t em plado m uchas generaciones at rás por ant epasados que
vivían alrededor del Medit erráneo. Ant epasados que se dispersaron por el
m undo... y cruzaron los m ares.
Bourne se quedó paralizado ent re el im pact o de su propia cert eza. Est aba
cont em plando a I lich Ram írez Sánchez.
Aprehende a Carlos. At rapa a Carlos. Caín es Charlie y Delt a es Caín.
Jason desabrochó el abrigo y buscó con la m ano derecha la em puñadura
del revólver que llevaba en la cint ura. Com enzó a correr por la acera,
chocando cont ra espaldas y pechos de t ranseúnt es, em puj ando con el hom bro
a un vendedor callej ero, sacudiendo a su paso a un pordiosero que hurgaba en
un cubo de basura. ¡El pordiosero! La m ano del pordiosero había desaparecido

306
dent ro de su bolsillo; Bourne se volvió a t iem po para ver cóm o de la raída
chaquet a em ergía el cañón de una aut om át ica, que resplandeció baj o los rayos
del sol. ¡El pordiosero t enía un revólver! Su m ano huesuda lo levant ó,
m ant eniendo el arm a y la m irada fij as. Jason se zam bulló en la calle,
parapet ándose det rás de un coche. Por encim a de él oyó el silbido de las balas
que surcaban el aire con repugnant e finalidad. Grit os est rident es y de dolor
surgían procedent es de la acera, de labios de personas que est aban fuera de
su radio visual. Bourne se ocult ó ent re dos aut om óviles y se lanzó ent re el
t ráfico hast a el ot ro lado de la calle. El pordiosero huía; un hom bre viej o, de
oj os de acero, est aba perdiéndose ent re la m ult it ud, perdiéndose en el olvido.
Aprehende a Carlos. At rapa a Carlos. ¡Caín es...! Jason se volvió una vez
m ás y salió disparado hacia delant e, t irando t odo lo que encont ró a su paso,
corriendo desaforadam ent e en dirección al asesino. Se det uvo, sin alient o,
lleno de confusión y rabia, con agudas punzadas de dolor en las sienes.
¿Dónde est aba? ¿Dónde est aba Carlos? Y ent onces lo vio; el asesino est aba
ant e el volant e de un enorm e sedán negro. Bourne se int ernó de nuevo ent re
el t ráfico, golpeando capós y m alet eros m ient ras se abría paso con dificult ad
donde se encont raba el asesino. De pront o se encont ró bloqueado por dos
coches que habían chocado. Apoyó las m anos abiert as cont ra una parrilla
crom ada relucient e y salt ó hacia un lado por encim a de los parachoques. Se
det uvo ot ra vez, incrédulo ant e lo que veían sus oj os, sabiendo que no t enía
sent ido cont inuar. Era dem asiado t arde. El enorm e sedán negro había
encont rado un claro en el t ráfico, e I lich Ram írez Sánchez escapó a t oda
velocidad.
Jason cruzó la acera m ás lej ana, m ient ras los silbat os de la Policía hacían
que t odo el m undo volviera la cabeza. Los t ranseúnt es habían sido espant ados,
heridos o m uert os; un pordiosero les había disparado. ¡La Lavier! Bourne
com enzó a correr una vez m ás, est a vez, de vuelt a a la iglesia del Sant ísim o
Sacram ent o. Llegó al sendero de piedra baj o la m irada del sant o de cem ent o y
giró hacia la izquierda, echando a correr hacia las t rabaj adas puert as en arco y
los peldaños de m árm ol. Trepó por ellos y se m et ió en la iglesia gót ica; vio
hileras de velas ardiendo con vacilant es llam as, y rayos de luces de t odos
colores procedent es de los vit rales en lo alt o de los oscuros m uros de piedra.
Cam inó por la nave cent ral, con la m irada clavada en los fieles, buscando una
cabeza surcada de algunas hebras plat eadas y la m áscara de un rost ro
lam inado de blanco.
La Lavier no aparecía por ninguna part e y, sin em bargo, no había
abandonado el lugar; est aba en algún rincón de la iglesia. Jason dio m edia
vuelt a, exam inando la nave cent ral; vio a un sacerdot e alt o que pasaba con
aire casual j unt o a las velas encendidas. Bourne esquivó una hilera de coj ines,
em ergió en la nave de la ext rem a derecha y lo int ercept ó.
—Discúlpem e, padre —le dij o—. Me parece que se m e ha perdido alguien.
—Nadie se pierde en la casa del Señor, hij o m ío —replicó el clérigo,
sonriendo.
—Tal vez no se haya perdido su part e espirit ual, pero si no encuent ro al
rest o de su persona, se enfadará m ucho. Se ha producido una em ergencia en
su t ienda. ¿Hace m ucho que est á ust ed aquí, padre?
—Recibo con alegría a los feligreses que necesit an ayuda. Llevo aquí
alrededor de una hora.

307
—Hace unos m inut os que han ent rado aquí dos m uj eres. Una era m uy
alt a, bast ant e llam at iva; llevaba un abrigo de color claro, y creo que un
pañuelo oscuro en la cabeza. La ot ra era algo m ayor, no t an alt a com o la
prim era y, evident em ent e, no dem asiado serena. ¿Las ha vist o por casualidad?
El sacerdot e asint ió.
—Sí. Había congoj a en el rost ro de la de m ás edad; est aba pálida y
afligida.
—¿Sabe adonde se dirigió? Me parece que su am iga m ás j oven ya se fue.
—Una m uy buena am iga, debo añadir. Acom pañó a la pobre señora a un
confesionario y la ayudó a arrodillarse en él. La lim pieza del alm a nos da a
t odos fort aleza en los m om ent os difíciles.
—¿A un confesionario?
—Sí; el segundo de la derecha. Debo agregar que ese padre confesor es
m uy m isericordioso. Un sacerdot e que pert enece a la archidiócesis de
Barcelona y est á de visit a aquí. Un hom bre not able, por ciert o; sient o decir
que es el últ im o día de su perm anencia ent re nosot ros. Regresa a España... —
El sacerdot e frunció el ceño—. ¿No es ext raño? Hace un m om ent o m e pareció
ver al padre Manuel irse. Supongo que algún sacerdot e lo ha rem plazado por
un rat o. No im port a, la señora est á en m uy buenas m anos.
—No m e cabe la m enor duda —dij o Bourne—. Muchísim as gracias, padre.
La esperaré.
Jason cam inó por la nave hacia la hilera de confesionarios, con los oj os
clavados en el segundo, en el que una pequeña t ira de t ela blanca indicaba
que est aba ocupado, que un alm a piadosa est aba lavando sus pecados. Se
sent ó en la fila delant era, luego se arrodilló, m ient ras giraba la cabeza para
poder observar la part e post erior de la iglesia. El padre alt o est aba de pie en la
ent rada, su at ención concent rada en el alborot o de la calle. Afuera se oía el
lej ano gem ido de sirenas que se acercaban cada vez m ás.
Bourne se incorporó y se dirigió al segundo confesionario. Corrió la
cort inilla y m iró dent ro, encont ró lo que esperaba. Sólo el m ét odo em pleado
seguía siendo un m ist erio.
Jacqueline Lavier est aba m uert a; su cuerpo desplom ado hacia delant e, y
hacia un lado, sost enido por el reclinat orio, con la cara hacia arriba, los oj os
abiert os de par en par, m irando en la m uert e hacia el t echo. Su abrigo est aba
abiert o, y la t ela del vest ido, em papada en sangre. El arm a era un abrecart as
largo y delgado, que le habían clavado encim a del pecho izquierdo. Sus dedos
est aban apret ados alrededor de la em puñadura, y sus uñas pint adas se
confundían con el color de su sangre.
A sus pies había un bolso, no el que t enía aferrado en las m anos diez
m inut os ant es, sino un elegant e bolso Yves St . Laurent , con sus iniciales
est am padas en la t ela, un escudo de la haut e cout ure. La razón de su
presencia allí era clara para Jason: en su int erior había papeles que
ident ificaban a aquella suicida t rágica, a aquella m uj er sobreexcit ada, t an
abrum ada de aflicción que se había quit ado la vida m ient ras buscaba ser
absuelt a a los oj os de Dios. Carlos era m inucioso, brillant em ent e m inucioso.
Bourne cerró la cort ina y se alej ó del confesionario. En lo alt o de una
t orre repicaron espléndidas las cam panadas del Ángelus m at ut ino.

308
El t axi vagó sin m et a fij a por ent re las calles de Neuilly- sur- Seine, con
Jason en el asient o t rasero, m ient ras en su m ent e las ideas se sucedían con
rapidez.
No t enía sent ido esperar, e incluso t al vez fuera peligroso hacerlo. Las
est rat egias se m odificaban a m edida que cam biaban las condiciones, y las
cosas habían t om ado repent inam ent e un giro: t odavía era un personaj e
valioso. Ent onces, Bourne com prendió. Jacqueline Lavier no encont ró la
m uert e por haber sido desleal a Carlos, sino m ás bien por haberle
desobedecido. Había ido a Pare Monceau: ése fue su im perdonable error.
Había ot ro t ransm isor conocido en «Les Classiques»: un operador de
conm ut ador de cabello gris llam ado Philipe d'Anj ou, cuyo rost ro evocaba
im ágenes de violencia y oscuridad y dispersos fogonazos de luz y de sonido.
Est aba en el pasado de Bourne, Jason se hallaba seguro de ello, y por esa
razón debía t ener caut ela; no podía saber qué significaba en realidad aquel
hom bre para él. Pero era un t ransm isor, y sin duda t am bién él, com o Lavier
est aría vigilado, represent aría un cebo adicional para ot ra t ram pa, un cebo que
sería elim inado t an pront o com o se cerrara la t ram pa.
¿Eran sólo ellos dos? ¿Había ot ros? ¿Tal vez un dependient e oscuro y sin
rost ro, que no era en realidad un em pleado, sino ot ra cosa? Un proveedor que
pasaba horas en Saint - Honoré legít im am ent e em peñado en la causa de la
haut e cout ure, pero con ot ra causa que era m ucho m ás vit al para él. O para
ella. O el m usculoso diseñador, Rene Bergeron, cuyos m ovim ient os eran t an
rápidos y... fluidos.
De repent e Bourne se puso rígido, con la nuca aplast ada cont ra el asient o,
al evocar un recuerdo recient e. Bergeron. La t ez de t ono oscuro, los anchos
hom bros realzados por m angas angost as y arrem angadas... hom bros que
flot aban sobre una cint ura fina, debaj o de la cual unas piernas firm es se
m ovían con rapidez, com o las de un anim al, un felino.
¿Sería posible? ¿Eran las dem ás conj et uras t an sólo fant asm as,
fragm ent os m ezclados de im ágenes fam iliares que él se había convencido
podían ser Carlos? ¿Est aba el asesino, desconocido para sus t ransm isores, bien
m et ido en su propia organización, cont rolando y decidiendo cada m ovim ient o?
¿Era Bergeron?
Tenía que encont rar un t eléfono en seguida. Cada m inut o que perdía era
un m inut o que lo alej aba m ás de la respuest a, y dem asiados m inut os
significaban que no habría ninguna respuest a en absolut o. Pero él no podía
efect uar la llam ada; la secuencia de acont ecim ient os había sido dem asiado
rápida, debía reprim irse, alm acenar su propia inform ación.
—En la prim era cabina t elefónica que vea, det éngase —le dij o al chofer,
quien se sent ía aún agit ado por el caos en la iglesia del Sant ísim o Sacram ent o.
—Muy bien, señor. Pero si el señor quisiera com prender, ya ha pasado
sobradam ent e la hora en que debía present arm e a la flot a de t axis en el
garaj e.
—Com prendo.
—Ahí t iene un t eléfono.
—Muy bien. Aparque allí.
La cabina t elefónica roj a, con los crist ales brillando a la luz del sol,
parecía una gran casa de m uñecas, y en el int erior olía a orina. Bourne m arcó

309
el núm ero de la «Terrasse», insert ó las m onedas y pidió que le com unicaran
con la habit ación 420. Marie respondió.
—¿Qué ha ocurrido?
—No t engo t iem po de explicárt elo. Quiero que llam es a «Les Classiques» y
pidas hablar con Rene Bergeron. D'Anj ou probablem ent e est ará en el
conm ut ador; invent a un nom bre y dile que has est ado t rat ando de ponert e en
cont act o con Bergeron en la línea privada de Lavier durant e la últ im a hora.
Dile que es urgent e, que t ienes que hablar con él.
—Cuando se ponga al aparat o, ¿qué le digo?
—No creo que lo haga, pero si lo hace, cort a la com unicación. Y si, en
cam bio, es D'Anj ou quien reaparece en la línea, pregúnt ale cuándo esperan
que regrese Bergeron. Te llam aré dent ro de t res m inut os.
—Querido, ¿est ás bien?
—He pasado por una profunda experiencia religiosa. Ya t e lo cont aré m ás
t arde.
Jason m ant uvo los oj os clavados en su reloj , en los pequeños e
infinit esim ales salt os de aquella m anecilla fina y delicada que parecía m overse
con angust iosa lent it ud. Com enzó su propia cuent a at rás a los t reint a
segundos, basándose en los lat idos que le golpeaban la gargant a y calculando
que dos y m edio equivalían a un segundo. Com enzó a m arcar a los diez
segundos, int roduj o las m onedas, a las cuat ro, y est aba hablando con el
conm ut ador de la «Terrasse» a las m enos cinco. Marie cont est ó en el inst ant e
m ism o en que com enzó a sonar el t eléfono.
—¿Qué ha pasado? —pregunt ó Jason—. Creía que aún est arías hablando.
—Ha sido una conversación m uy breve. Creo que d’Anj ou ha est ado m uy
caut eloso. Es posible que t enga una list a de las personas a quienes se les ha
dado el núm ero privado; no lo sé con cert eza. Pero m e ha parecido lej ano,
vacilant e.
—¿Qué t e ha dicho?
—Que Monsieur Bergeron est á en viaj e de negocios por el Medit erráneo,
buscando t elas. Que part ió est a m añana y no se lo espera de regreso hast a
dent ro de varias sem anas.
—Es posible que yo lo vea a varios cient os de kilóm et ros del
Medit erráneo.
—¿Adonde?
—En la iglesia. Si era Bergeron, le dio la absolución a alguien con la
punt a de un inst rum ent o m uy delgado.
—¿De qué est ás hablando?
—Lavier est á m uert a.
—¡Oh, Dios m ío! ¿Qué piensas hacer?
—Hablar con un hom bre que creo que la conocía. Si t iene una pizca de
sensat ez, m e escuchará. Est á condenado a m uert e.

30

—D'Anj ou.
—¿Delt a? Me pregunt aba cuándo... creo que reconocería t u voz en
cualquier part e.

310
¡Lo había dicho! Había pronunciado el nom bre. El nom bre que no
significaba nada para él y que, sin em bargo, lo era t odo. D'Anj ou sabía.
Philippe d'Anj ou era part e de aquel pasado olvidado. Delt a. Caín es Charlie, y
Delt a es Caín. Delt a. Delt a. ¡Delt a! ¡Él conocía a ese hom bre, y ese hom bre
sabia la respuest a! Alfa, Bravo, Caín, Delt a, Eco, Foxt rot ...
Medusa.
—Medusa —dij o, en voz baj a, repit iendo el nom bre que era un alarido
silencioso en sus oídos.
—París no es Tam Quan, Delt a. Ya no hay deudas ent re nosot ros. No
int ent es que t e pague. Ahora t rabaj am os para diferent es j efes.
—Jacqueline Lavier est á m uert a. Carlos la ha m at ado en Neuilly- sur- Seine
hace m enos de t reint a m inut os.
—No esperarás que t e crea. Hace unas dos horas Jacqueline est aba a
punt o de abandonar Francia. Ella m ism a m e ha llam ado desde el aeropuert o
de Orly. Piensa encont rarse con Bergeron...
—¿Que se fue al Medit erráneo en busca de t elas?
—int errum pió Jason. D'Anj ou hizo una pausa.
—La m uj er que llam ó pregunt ando por René. Por algo m e result ó
sospechosa. Pero eso no cam bia nada. Yo hablé con Jacqueline; m e llam ó
desde Orly.
—Se suponía que debía hacerlo. ¿Te pareció t ranquila?
—Est aba inquiet a, y nadie m ej or que t ú para adivinar el m ot ivo. Has
hecho un t rabaj o excelent e. Delt a. O Caín. O com o t e llam es ahora. Por
supuest o que est aba hecha un m anoj o de nervios. Por eso se alej a de aquí por
un t iem po.
—Por eso est á m uert a. El siguient e serás t ú.
—Las últ im as veint icuat ro horas han sido dignas de t i. Est o, no.
—La siguieron; lo m ism o hacen cont igo. Te vigilan en t odo m om ent o.
—Si es así, será para prot egerm e.
—Y ent onces, ¿por qué la Lavier est á m uert a?
—No creo que lo est é.
—¿Te parece una persona capaz de suicidarse?
—Jam ás.
—Ent onces llam a a la rect oría de la iglesia del Sant ísim o Sacram ent o en
Neuilly- sur- Seine. Pregunt a det alles sobre una m uj er que se suicidó m ient ras
se confesaba. ¿Qué puedes perder? Te volveré a llam ar.
Bourne cort ó la com unicación y salió de la cabina. Descendió de la vereda
en busca de un t axi. La próxim a llam ada a Philippe d'Anj ou la realizaría a no
m enos de diez m anzanas de dist ancia. El hom bre de Medusa no se convencería
con facilidad y, en el ínt erin, Jason no est aba dispuest o a arriesgarse a que
algún disposit ivo elect rónico descubriera la localización de la llam ada.
¿Delt a? Creo que reconocería t u voz en cualquier part e... París no es Tam
Quan. Tam Quan... Tam Quan. ¡Tam Quan! Caín es Charlie y Charlie es Caín.
¡Medusa!
¡Bast a! No pienses en esas cosas... No debes hacerlo. Concént rat e en lo
que es. En el ahora. En t i. No en lo que los dem ás dicen que eres; ni siquiera
en lo que t ú crees que eres. Sólo en el ahora. Y el ahora es un hom bre que
puede dart e las respuest as.
Trabaj am os para diferent es j efes...

311
Ésa era la clave.
¡Dim e! ¡Por el am or de Dios, dim e! ¿Quién es él? ¿Quién es m i j efe,
D'Anj ou?
Un t axi viró de repent e y se det uvo peligrosam ent e cerca de sus rodillas.
Jason abrió la port ezuela y subió.
—Place Vendóm e —dij o al chófer, sabiendo que quedaba cerca de Saint -
Honoré. Era im perat ivo que est uviera lo m ás cerca posible para poner en
m archa la est rat egia que est aba com enzando a planear. Él llevaba la vent aj a;
era cuest ión de usarla con un doble propósit o. Debía convencer a D'Anj ou de
que sus seguidores eran t am bién sus verdugos. Pero lo que esos hom bres no
podían saber era que alguien m ás los seguiría a ellos.
Place Vendóm e est aba at est ada de gent e, com o de cost um bre y, t am bién
com o de cost um bre, el t ráfico parecía enloquecido. Bourne vio una cabina
t elefónica en la esquina y se apeó del t axi. Ent ró en la cabina, y m arcó el
núm ero de «Les Classiques»; habían pasado cat orce m inut os desde su llam ada
de Neuilly- sur- Seine.
—¿D'Anj ou?
—Una m uj er se suicidó m ient ras se est aba confesando, eso es t odo lo que
sé.
—¡Oh, vam os, no m e digas que t e cont ent as con esa explicación! A
Medusa no le result aría sat isfact oria.
—Dam e un m om ent o para poner el conm ut ador en aut om át ico. —La línea
quedó cort ada durant e unos cuant os m inut os. D'Anj ou regresó—. Una m uj er
de edad m ediana, cabello canoso, ropas caras y un bolso Sí. Laurent . Eso es
com o describir a diez m il m uj eres de París. ¿Cóm o sé que no t e apoderast e de
una de ellas, la m at ast e y luego la usast e com o pret ext o para est a llam ada?
—¡Oh, claro, la llevé a la iglesia en brazos com o una piet à, m ient ras la
sangre que brot aba de sus est igm as got eaba sobre las naves! Sé razonable,
D'Anj ou. Com encem os por lo m ás obvio. El bolso no era de ella; Jacqueline
llevaba uno de cuero blanco. No m e parece probable que est uviera dispuest a a
hacer publicidad a una casa rival suya.
—Lo cual no hace sino confirm ar lo que t e digo. No era Jacqueline Lavier.
—Ello confirm a m i t eoría. Los docum ent os que había en el bolso la
ident ificaban com o ot ra persona. El cuerpo será reclam ado de inm ediat o; nadie
debe t ocar a «Les Classiques».
—¿Sólo porque t ú lo dices?
—No. Porque es el m ét odo em pleado por Carlos por lo m enos en cinco
asesinat os que puedo enum erart e —y podía hacerlo. Eso era lo m ás
alarm ant e—. Un hom bre es elim inado, la Policía cree que se t rat a de ot ra
persona, la m uert e es un m ist erio; los asesinos, desconocidos. Luego
descubren que se t rat a en realidad de alguien dist int o, pero a t ales alt uras,
Carlos se encuent ra ya en ot ro país, y ya ha cum plido ot ro cont rat o. Lavier fue
un variant e de ese m ét odo, nada m ás.
—No son m ás que palabras, Delt a. Jam ás hablabas m ucho, pero cuando lo
hacías, sabías elegir las palabras adecuadas.
—Y si t ú est uvieras en Saint - Honoré dent ro de t res o cuat ro sem anas,
cosa que no ocurrirá, verías por t i m ism o cóm o acaba est a hist oria. Un
accident e aéreo o un barco perdido en el Medit erráneo. Cuerpos quem ados
m ás allá de t oda posibilidad de ident ificación, o, sencillam ent e, desaparecidos.

312
Y, sin em bargo, las ident idades de las personas est arán claram ent e
est ablecidas: Lavier y Bergeron. Pero sólo uno de ellos est á en realidad
m uert o: Madam e Lavier. Monsieur Bergeron es un privilegiado; m ucho m ás de
lo que supones. Bergeron est ará de vuelt a haciendo negocios. Y en cuant o a t i,
t e habrás convert ido en una sim ple est adíst ica en la m orgue de París.
—¿Y t ú?
—De acuerdo con los planes, yo t am bién est aré m uert o. Piensan
aprehenderm e por int erm edio t uyo.
—Es lógico. Am bos som os de Medusa, y ellos lo saben; Carlos lo sabe.
Cabe suponer que m e reconocerías.
—¿Y t ú a m í no? D'Anj ou hizo una pausa.
—Sí —respondió—. Com o ya t e dij e, ahora t rabaj am os para dist int os
j efes.
—De eso quisiera hablar.
—Nada de conversaciones, Delt a. Pero en recuerdo de los viej os t iem pos,
por lo que hicist e por nosot ros allá en Tam Quan, hazle caso a un m iem bro de
Medusa: sal de París, o t e convert irás en el hom bre m uert o que acabas de
m encionar.
—No puedo irm e.
—Tienes que hacerlo. Si se m e present a la oport unidad, yo m ism o
apret aré el gat illo, y m e pagarán una buena sum a por ello.
—Ent onces t e daré esa oport unidad.
—Perdónam e si t e digo que m e parece ridículo.
—Tú no sabes qué es lo que quiero, ni cuánt o est oy dispuest o a arriesgar
para obt enerlo.
—Sé que, sea cual fuere t u obj et ivo, t e arriesgarás por él. Pero los que
correrán m ás peligro serán t us enem igos. Te conozco bien, Delt a. Bueno, debo
regresar al conm ut ador. Te desearía buena caza, pero...
Era el m om ent o indicado para ut ilizar la única arm a que le quedaba, la
única am enaza que podría hacer que D'Anj ou siguiera hablando con él.
—¿Adonde pedirás inst rucciones ahora que Pare Monceau ha sido
elim inado?
El silencio de D'Anj ou acent uó la t ensión. Cuando respondió, su voz era
un susurro.
—¿Qué has dicho?
—Por eso la m at aron. Por eso t e m at arán t am bién a t i. Ella fue a Pare
Monceau y m urió por ese m ot ivo. Tú has est ado en Pare Monceau y t am bién
m orirás por ello. Carlos ya no se puede perm it ir el luj o de que perm anezcas
con vida: sabes dem asiado. ¿Por qué poner en peligro t oda una organización
t an bien m ont ada? Te usará para at raparm e, luego t e m at ará a t i y creará ot ro
«Les Classiques». De un m iem bro de Medusa a ot ro, ¿puedes poner en duda
m is palabras?
El silencio fue m ás prolongado, m ás int enso que el ant erior. Era evident e
que el ot ro int egrant e de Medusa se est aba form ulando algunas pregunt as
difíciles.
—¿Qué quieres de m í? Except o yo m ism o, por supuest o. Deberías saber
que los rehenes no sirven para nada. Y, sin em bargo, m e provocas, m e
sorprendes con lo que has descubiert o. Yo no t e sirvo para nada ni vivo ni
m uert o; por t ant o, ¿qué deseas de m í?

313
—I nform ación. Si la t ienes, m e iré de París est a m ism a noche, y ni Carlos
ni t ú volveréis j am ás a t ener not icias m ías.
—¿Qué inform ación?
—Si t e lo digo ahora, m e cont est arás con una m ent ira. Al m enos eso haría
yo. Pero cuando est em os frent e a frent e m e dirás la verdad.
—¿Con un alam bre alrededor del cuello?
—¿En m edio del gent ío?
—¿Del gent ío? ¿A la luz del día?
—Dent ro de una hora. Fuera del Louvre. Cerca de la escalinat a. En la
parada de t axis.
—¿En el Louvre? ¿En m edio del gent ío? ¿Quieres que t e dé inform ación
que hará que t e vayas de aquí? Supongo que no pret endes que t e hable de m i
j efe.
—No del t uyo. Del m ío.
—¿Treadst one?
Él sabía. Philippe d'Anj ou conocía la respuest a. Tranquilízat e. No dej es que
se not e la ansiedad que sient es.
—Set ent a y Uno —com plet ó Jason—. Sólo una pregunt a y desapareceré. Y
cuando m e des la respuest a, la verdad, yo t e daré algo a cam bio.
—¿Qué podría querer yo de t i? ¿Que no fueras t ú m ism o?
—I nform ación que puede hacer que conserves el pellej o. No es ninguna
garant ía, pero créem e si t e digo que sin ella no est arás vivo. Pare Monceau,
D'Anj ou.
Silencio ot ra vez. Bourne se im aginaba a aquel ex m iem bro de Medusa
con el cabello gris, la m irada perdida en el conm ut ador que t enía delant e, y el
nom bre de ese elegant e dist rit o de París reseñándole en la cabeza con
int ensidad cada vez m ayor. Pare Monceau equivalía a la m uert e, y D'Anj ou lo
sabía con la m ism a cert eza que Jason sabía que la m uj er m uert a en Neuilly-
sur- Seine era Jacqueline Lavier.
—¿Qué t ipo de inform ación sería ést a? —pregunt ó D'Anj ou.
—La ident idad de t u j efe. Un nom bre y pruebas suficient es para que lo
m et as en un sobre lacrado y se lo des a un abogado para que lo guarde
m ient ras est és con vida. Pero si llegaras a m orir de form a no nat ural, o incluso
accident al, t endría inst rucciones de abrir el sobre y revelar su cont enido. Es
una form a de prot ección, D'Anj ou.
—Com prendo —replicó lent am ent e el ex hom bre de Medusa—. Pero t ú
dices que m e vigilan, que m e siguen.
—Cúbret e —dij o Jason—. Diles la verdad. Tienes un núm ero de t eléfono al
que puedes llam ar, ¿no es así?
—Sí, hay un núm ero, un hom bre. La voz del m ayor de los dos hom bres
subió ligeram ent e de t ono por la sorpresa.
—Llám alo, dile exact am ent e lo que t e he dicho... Except o lo relat ivo a
nuest ro int ercam bio, desde luego. Dile que m e he puest o en cont act o cont igo,
que quiero que nos veam os. Que el encuent ro se llevará a cabo fuera del
Louvre, dent ro de una hora. La verdad.
—Has perdido el j uicio...
—Sé lo que hago.
—Solías saberlo. Te est ás abriendo t u propia t ram pa; est ás m ont ando t u
propia ej ecución.

314
—Ent onces es posible que recibas una sust anciosa recom pensa.
—O que m e ej ecut en, si lo que dices es ciert o.
—Averigüém oslo. Me pondré en cont act o cont igo de una u ot ra form a, t e
doy m i palabra. Tienen m i fot ografía; m e reconocerán en cuant o lo haga. Es
m ej or una sit uación cont rolada que una en la que no exist e ningún t ipo de
cont rol.
—Ahora reconozco a Delt a —dij o D'Anj ou—. Él no crea su propia t ram pa;
no cam ina frent e a un pelot ón de fusilam ient o y pide que le venden los oj os.
—No, en efect o, no lo hace —convino Bourne—. No t ienes ot ra salida,
D'Anj ou. Dent ro de una hora. Fuera del Louvre.

El éxit o de cualquier t ram pa reside en su sim plicidad fundam ent al. La


t ram pa invert ida, por la nat uraleza de su única com plicación, debe ser rápida y
aún m ás sencilla.
Recordó las palabras m ient ras aguardaba dent ro del t axi en Saint - Honoré,
frent e a «Les Classiques». Había dicho al chófer que diera un par de vuelt as a
la m anzana, sim ulando ser un t urist a nort eam ericano cuya esposa est aba de
com pras en la zona de la haut e cout ure. Tarde o t em prano saldría de una de
las t iendas y la encont raría.
A los que encont ró fue a los hom bres de Carlos. La ant ena con t ope de
gom a del sedán negro era a la vez la prueba y la señal de peligro. Se sent iría
m ucho m ás seguro si pudiera elim inar aquel t ransm isor de radio, pero no t enía
cóm o hacerlo. La ot ra alt ernat iva era sum inist rarle inform ación falsa. En algún
m om ent o, durant e los siguient es cuarent a y cinco m inut os, Jason haría lo
posible por lograr que aquella radió t ransm it iera un m ensaj e falso. Desde su
posición ocult a, en el asient o t rasero del t axi, est udió a los dos hom bres que
est aban dent ro del aut om óvil, al ot ro lado de la calle. Si había algo que los
dest acaba de ent re los cient os de ot ros hom bres parecidos a ellos en Saint -
Honoré, era el hecho de que no hablaban ent re sí.
Philippe d'Anj ou salió a la calle, t ocado con un som brero gris de alas
anchas que le cubría sus cabellos grises. Escrut ó la calle con la m irada, lo cual
le indicó a Bourne que el ex int egrant e de Medusa se había cubiert o. Había
m arcado su núm ero; había t ransm it ido la sorprendent e inform ación; sabía que
los hom bres que se encont raban en el aut om óvil est aban preparados para
seguirlo.
Un t axi, aparent em ent e pedido por t eléfono, se det uvo j unt o a la vereda.
D'Anj ou dij o algo al conduct or y subió al t axi. Al ot ro lado de la calle, una
ant ena com enzó a em erger om inosam ent e de su base; la cacería había
com enzado.
El sedán arrancó det rás del t axi de D'Anj ou; era la confirm ación que Jason
necesit aba. Se inclinó hacia delant e y habló al chofer:
—¡Lo había olvidado! - com ent ó con irrit ación—. Me dij o que est a m añana
iría al Louvre, y que haría las com pras por la t arde. ¡Ya hace m ás de m edia
hora que debía encont rarm e con ella allá! Llévem e al Louvre, por favor.
—Mais oui, m onsieur, Le Louvre.
En dos oport unidades, en aquel cort o viaj e hast a la fachada m onum ent al
que daba al Sena, el t axi de Jason se adelant ó al sedán negro, para luego ser
pasado por ést e. La proxim idad le dio a Bourne la oport unidad de ver
exact am ent e lo que necesit aba. El hom bre que est aba j unt o al conduct or

315
hablaba cont inuam ent e ant e un m icrófono que t enía en la m ano. Carlos se
est aba asegurando de que en la t ram pa no hubiera ningún cabo suelt o; ot ros
se iban aproxim ando para llevar a cabo la ej ecución. Llegaron a la enorm e
ent rada del Louvre.
—Póngase en fila det rás de esos t axis —dij o Jason.
—Pero ésos est án libres y esperan pasaj ero, señor. Yo t engo uno: ust ed
es m i pasaj ero. Lo llevaré a la...
—Haga lo que le digo —replicó Bourne, deslizando un billet e de cincuent a
francos por encim a del asient o.
El chofer viró bruscam ent e y se colocó en fila. El sedán negro est aba a
veint e m et ros de dist ancia, a la derecha; el hom bre que sost enía el m icrófono
había girado en su asient o y m iraba por la vent anilla t rasera izquierda. Jason
siguió su m irada y vio lo que había supuest o. A unos cincuent a m et ros hacia el
Oest e, en aquella inm ensa área, había un aut om óvil gris, el m ism o que había
seguido a Jacqueline Lavier y a la esposa de Villiers a la iglesia del Sant ísim o
Sacram ent o y había sacado luego a t oda velocidad a la segunda de las m uj eres
de Neuilly- sur- Seine después que ést a había acom pañado a Lavier a hacer su
últ im a confesión. Su ant ena se ret raía ahora hacia la base. A la derecha, el
hom bre de Carlos ya no sost enía el m icrófono. La ant ena del sedán negro
t am bién est aba desapareciendo de la vist a; habían est ablecido cont act o y
confirm ado la posición del blanco. Cuat ro hom bres. Eran los verdugos de
Carlos.
Bourne se concent ró en el gent ío que se encont raba frent e a la ent rada
del Louvre y en seguida descubrió a D'Anj ou, elegant em ent e vest ido. I ba y
venía lent a y caut elosam ent e, j unt o al enorm e bloque de granit o blanco que
flanqueaba la escalinat a de m árm ol a m ano izquierda.
Ahora. Había llegado el m om ent o de enviar la inform ación falsa.
—Sálgase de la fila —ordenó Jason.
—¿Qué, señor?
—Le daré doscient os francos si hace exact am ent e lo que le digo. Salga de
aquí y vaya hast a el com ienzo de la fila, luego gire dos veces a la izquierda y
regrese por el ot ro carril.
—¡No lo ent iendo, señor!
—No t iene por qué ent ender nada. Trescient os francos.
El chofer viró hacia la izquierda, avanzó hast a el principio de la fila, y dio
un giro violent o hacia la izquierda, hacia donde est aba la hilera de coches
aparcados. Bourne ext raj o la aut om át ica del cint urón y se la colocó ent re las
rodillas. Exam inó el silenciador, asegurándose de que el cilindro est uviera bien
aj ust ado.
—¿Adonde desea que lo lleve, señor? —pregunt ó el perplej o chófer cuando
ent raban en el carril que los conducía una vez m ás a la ent rada del Louvre.
—Dism inuya la velocidad —dij o Jason—. Ese coche gris grande que est á
delant e de nosot ros, el que apunt a hacia la salida al Sena..., ¿lo ve ust ed?
—Por supuest o.
—Dé la vuelt a alrededor de él, lent am ent e, hacia la derecha.
Bourne se deslizó en el rincón izquierdo del asient o y baj ó la vent anilla,
ocult ando la cabeza y el arm a. Sacaría a relucir am bas en unos pocos
segundos.

316
El t axi se aproxim ó al m alet ero del sedán, y el conduct or volvió a girar el
volant e. Los dos aut om óviles est aban ahora paralelos. Jason dej ó ver su rost ro
y su arm a. Apunt ó hacia la vent anilla t rasera del sedán gris e hizo cinco
disparos, uno t ras ot ro, dest rozando los vidrios y cogiendo por sorpresa a los
dos hom bres, quienes se grit aron m ut uam ent e y se parapet aron t ras los
m arcos de las vent anillas, baj o los asient os delant eros. Pero lo habían vist o.
Ésa era la inform ación falsa.
—¡Salgam os de aquí! —grit ó Bourne al at errado chófer, m ient ras le
arroj aba t rescient os francos por encim a del asient o y t apaba la vent anilla
post erior con su som brero. El t axi salió disparado hacia las puert as de piedra
del Louvre.
Ahora.
Jason se t iró hacia at rás en el asient o, abrió la puert a y rodó por la calle
em pedrada, grit ándole al m ism o t iem po las últ im as inst rucciones al conduct or.
—¡Si quiere seguir con vida, desaparezca de aquí!
El t axi se lanzó a t oda velocidad, con el chofer dando alaridos. Bourne se
zam bulló ent re dos coches aparcados, ocult o ahora del sedán gris, y se
incorporó con m ucha lent it ud, espiando por ent re las vent anillas. Los hom bres
de Carlos eran veloces, profesionales, y no perdieron un inst ant e en iniciar la
caza. Mant enían a la vist a el t axi, cuyo m ot or no podía com pararse con el del
pot ent e sedán, y en aquel t axi iba el blanco. El hom bre que iba al volant e pisó
el acelerador y arrancó de prisa, m ient ras su com pañero em puñaba el
m icrófono y la ant ena volvía a em erger. Le est aban grit ando órdenes a ot ro
sedán que est aba m ás próxim o a las escalinat as de piedra. El t axi viró
bruscam ent e hacia una calle que corría j unt o al Sena, seguido m uy de cerca
por el inm enso coche gris. Cuando pasaron a escasos cent ím et ros de Jason, las
expresiones de los hom bres lo decían t odo. Tenían a Caín a la vist a, la t ram pa
se había cerrado, y en pocos m inut os se ganarían el sueldo que cobraban.
La t ram pa invert ida, por la nat uraleza de su única com plicación, debe ser
rápida y aún m ás sencilla...
En pocos m inut os... Sólo debía aguardar unos pocos m inut os si est aba en
lo ciert o. ¡D'Anj ou! El cont act o había desem peñado su papel —un papel m enor,
por ciert o—, y era desechable... Com o Jacqueline Lavier había sido
desechable...
Bourne salt ó ent re los coches y em pezó a correr hacia donde se
encont raba el sedán negro; est aba sólo a cincuent a m et ros. Podía ver a los dos
hom bres: est aban convergiendo sobre Philippe d'Anj ou, quien seguía
cam inando frent e a la escalinat a de m árm ol. Un disparo cert ero de cualquiera
de los dos hom bres y D'Anj ou sería hom bre m uert o. Y Treadst one Set ent a y
Uno se perdería con él. Jason corrió m ás rápido, con la m ano m et ida en el
abrigo, em puñando la pesada aut om át ica.
Los hom bres de Carlos est aban ahora a pocos m et ros de dist ancia,
preparándose para una ej ecución rápida, para abat ir al condenado a m uert e
ant es de que ést e com prendiera lo que est aba corriendo.
—¡Medusa! —rugió Bourne, sin saber por qué grit aba aquel nom bre en
lugar del de D'Anj ou—. ¡Medusa..., Medusa!
La cabeza de D'Anj ou dio una sacudida, su rost ro se dem udó. El conduct or
del sedán negro había girado, y su revólver apunt aba ahora a Jason, m ient ras
su com pañero se acercaba al lugar donde se encont raba D'Anj ou, con el arm a

317
apunt ando al ex int egrant e de Medusa. Bourne se zam bulló hacia la derecha,
con la aut om át ica ext endida hacia delant e, sost enida con am bas m anos.
Disparó al aire, pero apunt ando a un blanco cert ero; el hom bre que se
acercaba a D'Anj ou se arqueó hacia at rás, al t iem po que las piernas le
quedaron paralizadas; por últ im o, se desplom ó sobre el em pedrado. Las balas
silbaron sobre la cabeza de Jason, y fueron a incrust arse en la superficie
m et álica que est aba det rás de él. Rodó hacia la izquierda, con el arm a ot ra vez
preparada, apunt ando al segundo hom bre. Apret ó dos veces el gat illo; el
conduct or lanzó un grit o, y un borbot ón de sangre le cubrió el rost ro m ient ras
se derrum baba.
La hist eria hizo presa en la m uchedum bre. Hom bres y m uj eres grit aban,
los padres cubrían a sus hij os con sus cuerpos, ot ros t repaban por las
escaleras a t oda prisa hacia el int erior del Louvre, al t iem po que los guardias
pugnaban por salir.
Bourne se incorporó, buscando a D'Anj ou, El hom bre de m ás edad se
había lanzado det rás de la m ole de granit o blanco, y su enj ut a figura asom aba,
at errada y t orpe, de su escondit e. Jason se abrió paso a t oda velocidad ent re
la m uchedum bre llena de pánico, colocándose la aut om át ica en el cint urón y
apart ando los cuerpos hist éricos que lo separaban del hom bre que podía darle
las respuest as que necesit aba. Treadst one. ¡Treadst one!
Por fin llegó j unt o al hom bre de cabellos grises, su ant iguo cam arada de
Medusa.
—¡Levánt at e! —le ordenó—. ¡Vayám onos de aquí!
—¡Delt a...! ¡Era uno de los hom bres de Carlos! Lo conozco bien, ¡lo he
usado! ¡I ba a m at arm e!
—Lo sé. ¡Vam os! ¡Rápido! Los ot ros volverán; com enzarán a buscarnos.
¡Vam os, t e digo!
Bourne sint ió de repent e la presencia de una som bra negra. Se volvió
com o un rayo al t iem po que, inst int ivam ent e, em puj aba a D'Anj ou al suelo, y
cuat ro disparos brot aron de una pist ola em puñada por una figura oscura
apost ada j unt o a la fila de t axis. Alrededor de ellos volaron fragm ent os de
granit o y de m árm ol. ¡Era él! Los hom bros anchos y pesados, la cint ura
angost a dest acada por un ceñido t raj e oscuro... el rost ro de t ez oscura
enm arcado por una bufanda de seda blanca y el som brero negro de ala
angost a. ¡Carlos!
¡Aprehende a Carlos! ¡At rapa a Carlos! ¡Caín es Charlie v Delt a es Caín!
Falso!
¡Busca a Treadst one! Busca un m ensaj e dirigido a un hom bre! ¡Busca a
Jason Bourne!
¡Se est aba volviendo loco! I m ágenes borrosas de su pasado convergían
con la t errible realidad del present e y lo sacaban de quicio. Las puert as de su
m ent e se abrían y se cerraban, se abrían con un golpe y se cerraban con ot ro;
en un m om ent o, una luz cegadora; al siguient e, una oscuridad t ot al. Las sienes
com enzaron a dolerle de nuevo; eran punzadas que parecían t ruenos
ensordecedores. Com enzó a correr t ras el hom bre del t raj e negro y bufanda de
seda blanca. Ent onces vio los oj os y el cañón del arm a, t res órbit as oscuras
que apunt aban hacia él com o rayos láser. ¿Bergeron.. ? ¿Era Bergeron? ¿Era
él? O Zurich... o... ¡Ya no había t iem po!

318
Am agó hacia la izquierda, y luego se zam bulló hacia la derecha,
poniéndose fuera de la línea de fuego. Las balas llovían sobre la piedra, y cada
explosión iba seguida por el est répit o que producían al rebot ar cont ra su
superficie. Jason se t iró baj o un coche aparcado, ent re las ruedas observó que
la figura de negro escapaba hast a desaparecer. El dolor persist ió, pero los
t ruenos cesaron. Rept ó por el em pedrado hast a salir de su guarida, se puso de
pie y corrió de nuevo hacia la escalinat a del Louvre.
¿Qué había hecho? ¡D'Anj ou había desaparecido! ¿Cóm o había ocurrido
aquello? La t ram pa invert ida no había sido ninguna t ram pa en absolut o. Su
plan se había vuelt o cont ra él, perm it iendo que escapara el único hom bre que
podía proporcionarle las respuest as, ¡Había perseguido a los hom bres de
Carlos, y Carlos lo había perseguido, a él! Desde Saint - Honoré. Todo había sido
inút il; lo em bargó una desesperant e sensación de vacío.
Y ent onces escuchó las palabras, pronunciadas desde el ot ro lado de un
aut om óvil cercano. Philippe d'Anj ou se asom ó caut elosam ent e.
—Parece com o si Tam Quan nunca est uviera dem asiado lej os. ¿Adonde
irem os, Delt a? No podem os perm anecer aquí.

Se sent aron en un com part im ient o con cort inillas de un at est ado café de
la rué Pilón, callej uela que era algo m ás que un pasaj e en Mont m art re. D'Anj ou
bebía su coñac doble, m ient ras decía en voz baj a y t ono reflexivo:
—Regresaré a Asia. A Singapur, o a Hong Kong, o incluso a las Seychelles.
Francia nunca ha sido un lugar dem asiado bueno para m í; ahora es sinónim o
de m uert e.
—Tal vez no sea preciso que t e alej es —replicó Bourne m ient ras bebía el
whisky—. Te lo dij e en serio. Dim e lo que quiero saber, y t e daré... —se
int errum pió lleno de dudas; no, est aba decidido a decirlo—. Te daré la
ident idad de Carlos.
—No m e int eresa en absolut o —replicó D'Anj ou con los oj os clavados en
Jason—. Te diré lo que pueda. No veo por qué he de callarm e nada. Es obvio
que no lo acusaré ant e las aut oridades, pero si t engo inform ación que pueda
ayudart e a aprehender a Carlos, el m undo se convert irá en un lugar m ás
seguro para m í, ¿no lo crees? Sin em bargo, personalm ent e no deseo verm e
envuelt o en ese t ipo de cosas.
—¿Ni siquiera sient es curiosidad.
—Tal vez sólo en un sent ido académ ico, pues por t u expresión adivino que
será una sorpresa para m í. De m odo que suelt a de una vez las pregunt as y
luego sorpréndem e.
—Quedarás sorprendido.
De im proviso, D'Anj ou pronunció el nom bre con t oda calm a:
—¿Bergeron?
Jason no se m ovió; at ónit o, se quedó m irando al hom bre de m ás edad.
D'Anj ou siguió hablando.
—Lo he pensado una y ot ra vez. Cada vez que hablo con él, lo m iro y m e
pregunt o. Sin em bargo, siem pre acabo por rechazar la idea.
—¿Por qué? —int errum pió Bourne, sin querer dar su brazo a t orcer.
—Te aclaro que no est oy seguro; es sólo una corazonada. Tal vez se deba
a que m e he ent erado de m ás cosas sobre Carlos de labios de Rene Bergeron
que de ninguna ot ra fuent e. Est á obsesionado con Carlos; hace m uchos años

319
que t rabaj a para él, y se sient e m uy orgulloso de cont ar con su confianza. El
único problem a es que habla dem asiado de él.
—¿El ego que se expresa, aparent em ent e, a t ravés de ot ro?
—Tal vez, pero no es coherent e con t odas las precauciones que t om a
Carlos, ese m uro lit eralm ent e im penet rable de m ist erio que ha erigido en t orno
a él. No t engo una cert eza t ot al, por supuest o, pero dudo m ucho de que se
t rat a de Bergeron.
—Has sido t ú el que ha aludido a él, no yo.
D'Anj ou sonrió.
—No t ienes por qué preocupart e, Delt a. Form ula t us pregunt as.
—Pensé que era Bergeron. Lo sient o.
—No lo sient as t ant o, pues quizá sea él. Ya t e dij e que no m e im port a.
Dent ro de pocos días est aré de regreso en Asia, persiguiendo el franco, o el
dólar, o el yen. Nosot ros, los de Medusa, siem pre est am os llenos de recursos,
¿no es así?
Jason no supo por qué, pero de pront o recordó el rost ro m acilent o de
André Villiers. Se había prom et ido t rat ar de averiguar t odo lo posible para el
viej o soldado. Y no t endría ot ra oport unidad para hacerlo.
—¿Qué papel desem peña la esposa de Villiers en t odo est o? Las cej as de
D'Anj ou se arquearon:
—¿Angélique? Pero, por supuest o, t ú t e has referido a Pare Monceau, ¿no
es verdad? ¿Cóm o...?
—Por ciert o que para m í no son im port ant es.
—Los det alles no int eresan en est e m om ent o.
—¿Qué m e dices de ella? —lo presionó Bourne.
—¿La has m irado con at ención? Me refiero a su t ez.
—He est ado lo suficient em ent e cerca de ella. Est á m uy bronceada. Es m uy
alt a y est á m uy bronceada; se cuida m ucho de m ant ener su piel bronceada: la
Riviera, las islas griegas, la Cost a del Sol, Gst aad. Siem pre con la piel bañada
por el sol.
—Le sient a m uy bien.
—Sí. Y es t am bién un recurso m uy int eligent e. Disim ula su verdadero
aspect o. Para ella no exist e la palidez del ot oño ni del invierno. El t ono
at ract ivo de la piel siem pre est á allí, porque est arla allí de t odos m odos. Con o
sin Saint - Tropez, la Cost a Brava o los Alpes.
—¿Qué quieres decir?
—Que aunque se supone que la at ract iva Angélique Villiers es parisiense,
no lo es. Es lat inoam ericana. Venezolana, para ser precisos.
—Sánchez —susurró Bourne—. I lich Ram írez Sánchez.
—Sí. Se dice que es prim a herm ana de Carlos, y su am ant e desde los
cat orce años. Se rum orea que es la única persona en la Tierra que a él le
im port a algo.
—¿Y Villiers es, sin saberlo, el zángano que conquist a a la abej a reina?
—¿Ut ilizas el lenguaj e de Medusa, Delt a? —D'Anj ou asint ió con la cabeza—
Sí, ése es Villiers. El plan brillant em ent e concebido por Carlos para t ener
acceso a m uchos de los depart am ent os m ás im penet rables del Gobierno
francés, incluyendo el expedient e sobre el m ism o Carlos.
—Un plan realm ent e brillant e —replicó Jason, recordando—. Precisam ent e
porque es inim aginable.

320
—Por com plet o.
Bourne se inclinó hacia delant e.
—Treadst one —dij o, m ient ras aferraba con am bas m anos su copa—.
Háblam e de Treadst one Set ent a y Uno.
—¿Y qué podría decirt e yo a t i?
—Todo lo que saben. Todo lo que sabe Carlos.
—No creo que sea capaz de hacer eso. Yo digo cosas, fragm ent os
aislados, luego lo reconst ruyo, pero, except o en lo concernient e a Medusa, no
soy precisam ent e un consult or, y m ucho m enos un confident e.
Fue t odo lo que Jason pudo hacer para dom inarse: abst enerse de
pregunt ar acerca de Medusa, Delt a y Tam Quan; el vient o que silbaba en la
noche, la oscuridad, las expresiones de luz que lo cegaban cada vez que
escuchaba esas palabras. Pero no podía pregunt ar nada al respect o; debía
suponer ciert as cosas, no hacer referencia alguna a su propia pérdida, no dar
ninguna indicación en t al sent ido. Todo era cuest ión de prioridades.
Treadst one. Treadst one Set ent a y Uno...
—¿Qué sabes de ello? ¿Qué has logrado reconst ruir?
—Lo que he escuchado y lo que he logrado reconst ruir no siem pre fueron
cosas com pat ibles. No obst ant e, ciert os hechos m e result aron evident es.
—¿Com o por ej em plo?
—Cuando vi que eras t ú, lo supe en seguida. Delt a había est ablecido un
acuerdo lucrat ivo con los nort eam ericanos. Ot ro acuerdo lucrat ivo, aunque t al
vez de índole dist int a del ant erior.
—Explícam elo m ej or, t e lo ruego.
—Hace once años se rum oreaba en Saigón que el helado Delt a era el
m ej or pagado de t odos los int egrant es de Medusa. Sin la m enor duda, t ú eras
el m ás capaz que yo conocía, así que di por sent ado que t e habrías m et ido en
un asunt o m uy difícil. Y debes andar en ot ro infinit am ent e m ás com plicado, a
j uzgar por lo que haces ahora.
—¿Y de qué se t rat a? Siem pre de acuerdo con los rum ores, por supuest o.
—Lo que am bos sabem os. Fue confirm ado en Nueva York. El Monj e lo
confirm ó ant es de m orir; al m enos eso fue lo que m e dij eron. Era coherent e
con el pat rón desde el principio.
Bourne aferró la copa, evit ando la m irada de D'Anj ou. El Monj e. El Monj e.
No pregunt es. El Monj e est á m uert o, quienquiera que fuera y dondequiera que
est uviera. Ya no es pert inent e.
—Te lo pregunt o una vez m ás —dij o Jason—. ¿Qué suponen que hago
ahora?
—Vam os, Delt a; yo soy el que est á a punt o de part ir. No t iene sent ido...
—Por favor —lo int errum pió Bourne.
—De acuerdo. Tú acept ast e convert irt e en Caín. En el m ít ico asesino con
una int erm inable list a de cont rat os que j am ás exist ieron, hechos de la nada,
sust anciados por t odo t ipo de recursos fiables. Finalidad: desafiar a Carlos.
«Desgast ar su prest igio en cada oport unidad que t uvieras»; ésa fue la form a
en que lo expresó Bergeron. Para baj arle el precio, hacer que t odo el m undo se
ent erara de sus deficiencias, de t u superioridad. Básicam ent e, para sacar a
Carlos del j uego y apoderarse de él. Ése fue t u t rat o con los nort eam ericanos.
Rayos de su propio sol personal irrum pieron en los rincones oscuros de la
m ent e de Jason. Allá lej os se ent reabrían algunas puert as, pero est aban

321
dem asiado lej os, y sólo se abrían de form a parcial. Pero había luz donde ant es
exist ía oscuridad.
—Ent onces, los nort eam ericanos son... —Bourne no t erm inó esa
afirm ación, deseando con t odas sus fuerzas que D'Anj ou lo hiciera por él.
—Sí —añadió D'Anj ou—: Treadst one Set ent a y Uno. La unidad m ás
cont rolada del Servicio de Espionaj e nort eam ericano desde las Operaciones
Consulares del Depart am ent o de Est ado. Y fue creada por el m ism o hom bre
que creó Medusa: David Abbot t .
—El Monj e —dij o Jason en voz baj a, inst int ivam ent e: ot ra puert a
ent reabiert a a lo lej os.
—Desde luego. ¿Ya qué ot ra persona le pediría que desem peñara el papel
de Caín sino al hom bre de Medusa conocido com o Delt a? Com o t e dij e en
cuant o t e vi, lo supe.
—Un papel... —Bourne se int errum pió. La luz del sol era cada vez m ás
brillant e, pero no lo cegaba, sino que le proporcionaba calidez. D'Anj ou se
inclinó hacia delant e.
—Desde luego, aquí es donde lo que escuché y lo que reconst ruí son
incom pat ibles. Se decía que Jason Bourne acept ó la m isión por m ot ivos que yo
sabía no eran los verdaderos. Yo est aba allí, ellos no; no t enían cóm o saberlo.
—¿Y qué fue lo que dij eron? ¿Qué escuchast e?
—Que t ú eras m iem bro del Servicio Secret o Nort eam ericano,
posiblem ent e m ilit ar. ¿Te im aginas? ¡Tú Delt a! Un nom bre lleno de desprecio
por m uchas cosas, ent re las cuales la m enor no era precisam ent e t odo lo que
fuera nort eam ericano. Le dij e a Bergeron que era im posible, pero no est oy
m uy seguro de que m e haya creído.
—¿Qué fue lo que dij ist e?
—Lo que yo creía. Lo que sigo creyendo. No fue el dinero; ninguna sum a
de dinero podría habert e im pulsado a hacerlo. Tenía que ser algo m ás. Creo
que lo hicist e por el m ism o m ot ivo por el que, hace once años, t ant os ot ros
acept aron int egrar Medusa. Para hacer borrón y cuent a nueva y así poder
recuperar algo que t enías ant es, algo que se t e est aba negando. No lo sé con
cert eza, desde luego, y t am poco espero que m e lo confirm es, pero eso es lo
que pienso.
—Es posible que t engas razón —replicó Jason, cont eniendo el alient o; la
fría brisa de la liberación soplaba sobre la brum a. Tenía sent ido. Se había
enviado un m ensaj e. Tal vez fuera ést e. Busca el m ensaj e. Busca al que lo
envió. ¡Treadst one!
—Lo cual nos lleva de vuelt a —cont inuó D'Anj ou— a t odas las hist orias
acerca de Delt a. ¿Quién era? ¿Qué era? Est e hom bre educado y ext rañam ent e
sereno que podía t ransform arse en un arm a let al en la j ungla. Que se exigió a
sí m ism o y a los dem ás, m ás allá de lo soport able, por ningún m ot ivo en
absolut o. Jam ás pudim os com prenderlo.
—Jam ás hizo falt a. ¿No hay nada m ás que puedas decirm e? ¿Saben la
sit uación precisa de Treadst one?
—Desde luego. Me ent eré por Bergeron. Una residencia en la ciudad de
Nueva York, en la calle Set ent a y Uno Est e. Núm ero 139. ¿Es eso?
—Posiblem ent e... ¿Algo m ás?
—Sólo lo que evident em ent e t ú conoces, cuya est rat egia, confieso, no
logro com prender.

322
—¿A qué t e refieres?
—A que los nort eam ericanos creen que has cam biado. O, m ej or dicho:
quieren que Carlos crea que ellos piensan que t e has desviado.
—¿Por qué?
Ahora est aba m uy cerca. ¡Era allí!
—La hist oria es un largo período de silencio que coincide con la inact ividad
de Caín. Am én de fondos robados; pero, en part icular, el silencio.
Era eso. El m ensaj e. El silencio. Los m eses en Port Noir. La locura de
Zurich, en París. Nadie podía saber qué había ocurrido. Le ordenaban que
apareciera. Que saliera a la superficie. Tenías razón, Marie, am or m ío,
queridísim a m ía. Tuvist e razón desde el com ienzo.
—¿Nada m ás, ent onces? —pregunt ó Bourne, t rat ando de dom inar la
im paciencia de su voz, deseoso com o nunca de est ar de regreso j unt o a Marie.
—Es t odo lo que sé. Pero, ent iéndem e, nadie m e dij o t odo eso. A m í se
m e hizo part icipar en el asunt o por los conocim ient os que t enía de Medusa, y
se est ableció que Caín pert enecía a Medusa, pero j am ás form é part e del círculo
ínt im o de Carlos.
—Pero est abas lo suficient em ent e cerca de él. Muchas gracias.
Jason dej ó varios billet es en la m esa y em pezó a incorporarse.
—Una cosa m ás —dij o d'Anj ou—. No sé si t iene m ucha im port ancia a
est as alt uras, pero saben que t u nom bre no es Jason Bourne.
—¿Cóm o dices?
—Veint icinco de m arzo. ¿No lo recuerdas, Delt a? Sólo falt an dos días, y la
fecha es m uy im port ant e para Carlos. Se ha corrido la voz. Él quiere t ener t u
cadáver el veint icinco. Quiere ent regárselo a los nort eam ericanos ese día.
—¿Qué t rat as de decirm e?
—Él 25 de m arzo de 1968, Jason Bourne fue ej ecut ado en Tam Quan. Tú
lo ej ecut ast e.

31

Ella abrió la puert a y, por un m om ent o, él se quedó m irándola,


cont em plando sus enorm es oj os cast años que lo escrut aban, oj os que t enían
m iedo, pero en los que t am bién había curiosidad. Ella sabía. No conocía la
respuest a, pero sabía que exist ía una respuest a, y que él había regresado para
decírsela. Ent ró en la habit ación; ella cerró la puert a.
—Ocurrió —dij o ella.
—Ocurrió. —Bourne se volvió y abrió los brazos. Marie se arroj ó a ellos, y
así se quedaron durant e un m om ent o; el silencio de su abrazo era m ás
elocuent e que cualquier palabra—. Tenías razón —dij o, por fin él en un
susurro, con los labios apoyados sobre su sedoso cabello—. Hay m uchas cosas
que ignoro, que t al vez no sepa nunca, pero t enías razón. Yo no soy Caín,
porque Caín no exist e, j am ás exist ió. No el Caín del que hablan. No exist í
nunca. Es un m it o invent ado para sacar a Carlos de su m adriguera. Yo soy esa
creación. Un hom bre de Medusa llam ado Delt a acept ó convert irse en una
m ent ira llam ada Caín. Yo soy ese hom bre.
Ella se echó hacia at rás, pero sin solt arse de los brazos de Jason.

323
—Caín es Charlie...
Ella pronunció las palabras con lent it ud.
—Y Delt a es Caín —com plet ó Jason—. ¿Me has oído decirlo?
Marie asint ió con la cabeza:
—Sí. Una noche, en la habit ación de Suiza, la grit ast e durant e el sueño.
Jam ás m encionast e a Carlos; sólo a Caín... Delt a. Yo t e dij e algo a la m añana
siguient e, pero no m e cont est ast e. Te quedast e con la m irada perdida en la
vent ana.
—Porque no lo com prendía. Sigo sin com prenderlo, pero al m enos lo
acept o. Explica m uchas cosas. Ella asint ió una vez m ás.
—El provocat eur. Las palabras clave que usas, las frases ext rañas, las
percepciones. Pero, ¿por qué? ¿Por qué t ú?
—Para borrar algo que hice en alguna part e. Eso es lo que él dij o.
—¿Quién lo dij o?
—D'Anj ou.
—¿El hom bre que est aba en la escalinat a en Pare Monceau? ¿El operador
del conm ut ador?
—El hom bre de Medusa. Lo conocí en Medusa.
—¿Qué t e dij o?
Bourne se lo cont ó. Y m ient ras lo hacía, advert ía en ella el alivio que él
m ism o había sent ido. Había luz en los oj os de ella, un lat ido en su cuello, una
int ensa alegría que pugnaba por escapar de su gargant a. Era com o si no
pudiera esperar a que él t erm inara el relat o para poder abrazarlo de nuevo.
—¡Jason! —exclam ó, t om ándole el rost ro con las m anos—. ¡Mi querido, m i
am or! ¡Mi am igo ha vuelt o a m í! Es t odo lo que siem pre supim os, t odo lo que
siem pre sent im os!
—Bueno, no exact am ent e t odo —le dij o, t ocándole la m ej illa—. Yo soy
Jason para t i, Bourne para m í, porque ése es el nom bre que m e dieron, y debo
usarlo porque no t engo ningún ot ro. Pero no es el m ío.
—¿Es un nom bre invent ado?
—No; pert eneció a una persona real. Dicen que lo m at é en un lugar
llam ado Tam Quan.
Ella quit ó las m anos del rost ro y las deslizó hast a sus hom bros, no
perm it iendo que se apart ara de ella,
—Debe de haber exist ido alguna razón.
—Así lo espero. No lo sé. Tal vez ésa sea la m ancha que est oy t rat ando de
borrar.
—No im port a —dij o ella, solt ándolo—. Es algo que pert enece al pasado,
que sucedió hace m ás de diez años. Ahora lo único que im port a es que t e
pongas en cont act o con el hom bre en Treadst one, porque ellos est án t rat ando
de ponerse en cont act o cont igo.
—D'Anj ou dij o que habían hecho correr la voz de que los nort eam ericanos
creen que m e he cam biado de bando. Seis m eses sin saber nada de m í,
m illones escam ot eados de Zurich. Deben de creer que soy uno de los errores
m ás caros de los archivos.
—Puedes explicarles lo que sucedió. No has rot o ningún t rat o a sabiendas;
por ot ra part e, no puedes seguir así. Es im posible. Todo el adiest ram ient o que
recibist e no significa nada para t i. Est á ahí sólo en form a fragm ent aria:
im ágenes y frases que no relacionas con ninguna ot ra cosa. No conoces a

324
gent e que se supone deberías conocer. Son rost ros sin nom bres, sin ningún
m ot ivo para que est én donde est án o sean lo que son.
Bourne se quit ó el abrigo y ext raj o la aut om át ica de la cint ura. Est udió el
silenciador: esa fea y perforada ext ensión del cañón que garant izaba reducir
los decibelios de un disparo hast a convert irlo en una especie de t os sorda. Le
enferm aba. Fue hast a el escrit orio, m et ió el arm a en un caj ón y lo cerró.
Durant e un inst ant e se quedó con la m ano apoyada sobre el t irador, la m irada
perdida en el espej o, en aquel rost ro que carecía de nom bre, reflej ado en el
vidrio.
—¿Y qué se supone que debo decirles? —pregunt ó—. Habla Jason Bourne.
Por supuest o que sé que ése no es m i verdadero nom bre, porque yo m at é a un
individuo llam ado Jason Bourne, pero es el nom bre que ust edes m e pusieron...
Lo sient o, caballeros, pero algo m e ocurrió cam ino de Marsella. Perdí algo,
nada a lo que ust edes puedan asignarle valor, sólo m i m em oria. Ahora bien,
t engo ent endido que hicim os un t rat o, pero no recuerdo bien qué es, except o
por frases absurdas com o «¡Aprehende a Carlos! » y «¡At rapa a Carlos! », y algo
acerca de que Delt a es Caín y se supone que Caín rem place a Charlie, y Charlie
es en realidad Carlos. Cosas por el est ilo, que pueden inducirlos a creer que
recuerdo. I ncluso es posible que se digan: «Est e t ipo que t enem os delant e es
un canalla de prim er orden. Encerrém oslo por un par de décadas en una
prisión bien segura. No sólo nos t raicionó, sino que, lo que es peor aún, puede
convert irse en una persona sum am ent e m olest a». —Bourne se volvió y m iró a
Marie—. No hablo en brom a. ¿Qué debo decirles?
—La verdad —respondió ella—. Ellos la acept arán. Te han enviado un
m ensaj e; est án t rat ando de ponerse en cont act o cont igo. Y con respect o a
esos seis m eses, t elegrafía a Washburn en Port Noir. Él llevó regist ro de t odo;
un regist ro com plet o y det allado.
—Quizá no responda. Hicim os nuest ro pact o. Por recom poner lo que
quedaba de m í, debía recibir un quint o de lo de Zurich, al cual no se le pudiera
seguir la pist a. Le m andé un m illón de dólares nort eam ericanos.
—¿Crees que eso le im pedirá ayudart e? Jason hizo una pausa.
—Tal vez no est é en condiciones de ayudarse a sí m ism o. Tiene un
problem a: es un borracho. No un bebedor. Un borracho perdido. De la peor
clase: lo sabe y le gust a serlo. ¿Cuánt o t iem po crees que puede vivir con un
m illón de dólares? Más concret am ent e: ¿Cuánt o t iem po le dej arán vivir esos
pirat as de los m uelles una vez que lo descubran?
—Puedes dem ost rar que est uvist e allí. Est abas enferm o, aislado. No
est uvist e en cont act o con nadie.
—¿Y cóm o harán los hom bres de Treadst one para est ar seguros de ello?
Desde su punt o de vist a, soy una enciclopedia am bulant e de secret os oficiales.
Debía de serlo para hacer lo que hice. ¿Cóm o pueden est ar seguros de que no
hablé con gent e equivocada?
—Sugiéreles que m anden un equipo a Port Noir.
—Donde los recibirán con m iradas inexpresivas y silencio. Yo abandoné la
isla en m edio de la noche, con la m it ad de los habit ant es del m uelle
persiguiéndom e con ganchos. Si alguno de ellos logró sacarle dinero a
Washburn, advert irá la relación exist ent e y cam inará hacia ot ro lado.

325
—Jason, no sé qué propones. Ya t ienes t u respuest a, la respuest a que has
est ado buscando desde que t e despert ast e una m añana en Port Noir. ¿Qué
m ás quieres?
—Tener cuidado, eso es t odo —dij o Bourne en t ono abrasivo—. Quiero
«m irar ant es de dar el salt o», y asegurarm e de que «la puert a del est ablo est á
cerrada», y «Jack, sé list o; Jack, sé rápido; Jack, salt a sobre el candelero.
Pero, por am or de Dios, Jack, ¡no vayas a quem art e! ». ¿Qué t e parece m i
m em oria ahora?
Lo dij o grit ando; luego se int errum pió.
Marie at ravesó la habit ación y quedó frent e a él.
—Me parece espléndido. Pero no se t rat a de eso, ¿no es así? Me refiero a
lo de ser cuidadoso.
—No, no es eso —replicó Jason, sacudiendo la cabeza—. A cada paso que
he dado he sent ido m iedo, m iedo de las cosas que he ido descubriendo. Ahora,
al final, est oy m ás asust ado que nunca. Si no soy Jason Bourne, ¿quién soy en
realidad? ¿Qué he dej ado allá at rás? ¿Lo has pensado alguna vez?
—Con t odas sus consecuencias, querido. En ciert a form a, yo est oy m ucho
m ás asust ada que t ú. Pero no creo que eso pueda det enernos. ¡Oj alá pudiera
det enernos, pero sé que es im posible!

El agregado de la Em baj ada nort eam ericana en la Avenue Gabriel ent ró en


el despacho del prim er secret ario y cerró la puert a. El hom bre que est aba
sent ado frent e al escrit orio levant ó la vist a.
—¿Est á seguro de que es él?
—Sólo sé que usó las palabras clave —dij o el agregado m ient ras se
acercaba al escrit orio con una ficha de archivo de bordes roj os en la m ano—.
Aquí est á su ficha —siguió diciendo, y la ent regó al prim er secret ario—. He
verificado las palabras que usó, y si esa ficha es correct a, diría que es genuino.
El hom bre que est aba det rás del escrit orio est udió la t arj et a.
—¿Cuándo pronunció el nom bre de Treadst one?
—Sólo cuando logré convencerlo de que no podría hablar con ningún
m iem bro del Servicio Secret o de los Est ados Unidos hast a que m e diera una
razón m ás que suficient e para ellos. Creo que pensó que yo quedaría
est upefact o cuando m e dij o que era Jason Bourne. Así que cuando,
sencillam ent e, le pregunt é qué podía hacer por él, pareció confundido, casi
com o si est uviera a punt o de cort ar en seguida la com unicación.
—¿No dij o que había una ficha de él?
—Yo esperaba que hiciera alguna referencia a eso, pero no la hizo. De
acuerdo con el resum en de once palabras: «Oficial superior experim ent ado.
Posible deserción o det ención por part e de enem igos», con sólo pronunciar la
palabra «ficha» habríam os «sint onizado». Pero no la dij o.
—Ent onces, t al vez no sea genuino.
—Sin em bargo, el rest o concuerda. Lo que sí dij o es que D.C. lo buscaba
hacía m ás de seis m eses. Y ent onces ut ilizó el nom bre de Treadst one. Dij o que
era de Treadst one; se supone que ése fuera el explosivo. Tam bién m e dij o que
t ransm it iera las palabras clave Delt a, Caín y Medusa. Las dos prim eras est án
en la ficha; ya lo verifiqué. Pero no sé qué quiere decir Medusa.
—Yo no sé qué quiere decir nada de eso —replicó el prim er secret ario—.
Except o que t engo órdenes de ent regarlo de inm ediat o a com unicaciones,

326
enviar t odos los dat os a los cript ógrafos de Langley y m andar un inform e
confidencial a un t al Conklin. De él sí he oído hablar: un m aldit o bast ardo a
quien le dest rozaron un pie en Nam hace diez o doce años. Tiene una ext raña
influencia en la Com pañía. Y t am bién logró sobrevivir a las purgas, lo cual m e
lleva a pensar que no quieren que ande vagando por las calles en busca de
em pleo. O de un edit or.
—¿Quién cree ust ed que es Bourne? —pregunt ó el agregado—. En los
ocho años que falt o de los Est ados Unidos, j am ás he vist o un operat ivo t an
int enso y, al m ism o t iem po, t an desart iculado para at rapar a una persona.
—Creo que es alguien a quien quieren encont rar a t oda cost a. — El prim er
secret ario se puso de pie—. Gracias por est o. I nform aré a D. C. lo bien que ha
m anej ado ust ed t odo. ¿Cuál es el plan de acción? Supongo que no le dio
ningún núm ero de t eléfono.
—De ninguna m anera. Quería volver a llam ar a los quince m inut os, pero
yo desem peñé el papel de desagradable burócrat a, y le dij e que m e llam ara
aproxim adam ent e en una hora. O sea, poco después de las cinco de la t arde,
lo cual nos perm it iría ganar ot ra hora o dos, aduciendo que salí a com er.
—No sé. No podem os arriesgarnos a perderlo. Dej aré que Conklin
est ablezca las bases del j uego. Él es quien cont rola t odo est o. Nadie nace nada
con respect o a Bourne, a m enos que él lo aut orice.

Alexander Conklin est aba sent ado a la m esa de su despacho de paredes


blancas en Langley, Virginia, y escuchaba al hom bre de la Em baj ada de París.
Est aba convencido: era Delt a. La referencia a Medusa era la m ej or prueba de
ello, pues era un hom bre que nadie conocía, salvo Delt a. ¡Él m uy canalla!
Est aba desem peñando el papel de agent e desam parado; sus cont roles en el
t eléfono de Treadst one no respondían a las palabras clave apropiadas porque
los m uert os no hablan. ¡Usaba aquella om isión para t rat ar de zafarse del
gancho! La audacia del canalla era verdaderam ent e sorprendent e. ¡Canalla,
canalla!
Mat a a los cont roles y ut iliza esas m uert es para poner fin a la cacería.
Cualquier t ipo de cacería. «¡Cuánt os hom bres lo han hecho ant es», pensó
Alexander Conklin. Él m ism o lo había hecho. Exist ió un cont rol cent ral en las
colinas de Huong Khe, un enaj enado que t ransm it ía órdenes insensat as, una
m uert e cert era para una docena de equipos de Medusa en una cacería
enloquecida. Un j oven oficial de espionaj e llam ado Conklin se arrast ró de
vuelt a a la Base de Cam p Kilo con un rifle norviet nam it a, de calibre ruso, y
disparó dos balas al loco en la cabeza. Hubo t oda clase de lam ent os y se
est ablecieron m edidas de seguridad m ás est rict as, pero t am bién se dio por
t erm inada la cacería.
Sin em bargo, en los senderos de la j ungla que desem bocaban en la Base
de Cam p Kilo no habían aparecido fragm ent os de vidrio. Fragm ent os con
huellas digit ales que ident ificaran de m anera irrefut able al francot irador com o
un m iem bro occident al de Medusa. Pero t ales fragm ent os sí se encont raron en
la calle Set ent a y Uno, aunque el asesino no lo sabía, Delt a lo sabía.
—Por un m om ent o dudam os seriam ent e de que fuera genuino —dij o el
prim er secret ario, ext endiéndose sobre el t em a com o para llenar el enoj oso
silencio de Washingt on—. Un oficial superior experim ent ado le habría dicho al
agregado que buscara una ficha, pero el suj et o no lo hizo.

327
—Un olvido, seguram ent e —replicó Conklin, obligándose a concent rar sus
pensam ient os en el t rem endo enigm a que era Delt a Caín—. ¿Qué han
arreglado?
—I nicialm ent e Bourne insist ió en volver a llam ar a los quince m inut os,
pero yo m e ocupé de ordenar que lo ret rasaran para ganar t iem po. Por
ej em plo, podríam os aprovechar la hora de la cena...
El hom bre de la Em baj ada est aba t rat ando de asegurarse de que un
ej ecut ivo de la CI A en Washingt on apreciara la perspicacia de sus
cont ribuciones. Conklin sabía que lo seguiría haciendo durant e casi un m inut o;
ya conocía dem asiadas variaciones sobre el m ism o t em a.
Delt a. ¿Por qué había cam biado de bando? La locura debió de haberle
consum ido el cerebro, dej ándole t an sólo el inst int o de supervivencia. Había
est ado vagando durant e dem asiado t iem po; sabía que t arde o t em prano lo
encont rarían, lo m at arían. Jam ás hubo ot ra alt ernat iva; eso lo supo desde el
m om ent o m ism o en que cam bió de bando, o se derrum bó, o lo que fuese. Ya
no t enía dónde esconderse; era un blanco en cualquier lugar del Planet a. En
cualquier m om ent o, alguien podía surgir de las som bras y poner fin a su vida.
Era algo con lo que t odos t enían que vivir; el argum ent o único y el m ás
persuasivo cont ra la defección. Así que era preciso encont rar ot ra solución: la
supervivencia. El Caín bíblico fue el prim ero en com et er frat ricidio. ¿Habría ese
m ít ico nom bre provocado la obscena decisión, la est rat egia m ism a? ¿Era algo
t an sim ple com o t odo eso? Dios sabía que era la solución perfect a. Mát alos a
t odos, m at a a t u propio herm ano.
¿Webb desaparecido, el Monj e desaparecido, el Marino y la esposa de
ést e... las únicas personas que podían repudiar las inst rucciones recibidas por
Delt a, puest o que sólo esas cuat ro personas eran las que les t ransm it ían las
inst rucciones? Tom ó los m illones y lo dist ribuyó siguiendo las órdenes. Se los
había ent regado a dest inat arios desconocidos que, según supuso, eran
esenciales para los planes del Monj e. ¿Quién era Delt a para cuest ionar al
Monj e? El creador de Medusa, el genio que lo había reclut ado y lo había creado
a él: Caín.
La solución perfect a. Para ser definit ivam ent e convincent e, t odo lo que se
requería era la m uert e de un herm ano y las consiguient es condolencias. Luego
se daría un com unicado oficial: Carlos se había infilt rado y había dest ruido
Treadst one. El asesino a sueldo ganaba la part ida, y Treadst one abandonaba.
¡El m uy canalla!
—...así que, básicam ent e, m e pareció m ej or que fuera ust ed quien
est ableciera las reglas del j uego.
El prim er secret ario de la Em baj ada en París había concluido su
exposición. Era un im bécil, pero Conklin lo necesit aba; era preciso escuchar
una m elodía m ient ras se ej ecut aba la ot ra.
—Hizo ust ed m uy bien —respondió un respet uoso ej ecut ivo en Langley—.
Me encargaré de que los de aquí se ent eren de lo bien que lo llevó t odo. Tiene
ust ed t oda la razón del m undo; necesit am os t iem po, pero Bourne no se da
cuent a de eso. Y t am poco podem os decírselo, lo cual dificult a aún m ás las
cosas. Ya que hablam os por una línea m uy segura, ¿m e perm it e que le hable
con t oda franqueza?
—Por supuest o.

328
—Bourne ha est ado som et ido a una gran presión. Ha est ado... det enido...
durant e un período prolongado. No sé si soy claro.
—¿Los soviét icos?
—Nada m enos que hast a la Lubianca. Su huida se llevó a cabo por m edio
de un doble regist ro. ¿Est á ust ed fam iliarizado con el t érm ino?
—Sí, lo est oy. Así que en Moscú creen que ahora est á t rabaj ando para
ellos.
—Eso es lo que ellos creen. —Conklin hizo una pausa—. Y nosot ros
m ism os no est am os m uy seguros. Pasan cosas m uy ext rañas en la Lubianca.
El prim er secret ario dej ó escapar un leve silbido.
—¡Vaya lío! ¿Cóm o hará para llegar a una decisión?
—Ust ed m e ayudará. Pero est o es de caráct er t an confidencial, que lo
coloca por encim a del nivel de Em baj ada, incluso supera el nivel del
em baj ador. Ust ed est á en escena; ust ed fue la persona con quien él est ableció
cont act o. Puede acept ar la condición o no. Si lo hace, creo que es m uy
probable que hast a el Despacho Oval le haga llegar su aprobación.
Conklin podía escuchar la lent a respiración procedent e de París.
—Haré t odo lo que est é en m is m anos, desde luego. Dígam e qué debo
hacer.
—Ya lo ha hecho. Querem os ret rasarlo. Cuando vuelva a llam ar, háblele
ust ed m ism o.
—Nat uralm ent e —int errum pió el hom bre de la Em baj ada.
—Dígale que t ransm it ió las claves. Dígale que Washingt on enviará a un
m iem bro de Treadst one por t ransport e m ilit ar. Dígale que D.C. quiere que se
m ant enga ocult o y lej os de la Em baj ada; que t odos los cam inos est án
vigilados. Luego pregúnt ele si necesit a prot ección y, en caso afirm at ivo,
averigüe dónde quiere recibirla. Pero no envíe a nadie; cuando hable de nuevo
conm igo, yo ya m e habré puest o en cont act o con una persona de allí. Le daré
a ust ed ent onces su nom bre y una ident ificación visual para que se los dé a él.
—¿Una ident ificación visual?
—Sí... Algo o alguno a quien él pueda reconocer.
—¿Uno de sus hom bres?
—Sí, creem os que eso será lo m ej or. Apart e ust ed, no t iene sent ido que
involucrem os a la Em baj ada. De hecho, es fundam ent al que no lo hagam os, así
que cualquier conversación que t enga con él no debe ser grabada.
—Yo m e ocuparé de eso —dij o el prim er secret ario—. ¿Pero en qué form a
esa única conversación que m ant endré con él lo ayudará a det erm inar si es o
no un doble agent e?
—Porque no será t an sólo una; quizá hast a diez.
—¿Diez?
—Así es. Sus inst rucciones para Bourne, las que nosot ros le enviam os por
int erm edio suyo, son que lo llam e por t eléfono cada hora para confirm ar que
est á en t errit orio seguro. Hast a la últ im a llam ada, cuando ust ed le avise de
que el m iem bro de Treadst one ha llegado a París y se encont rará con él.
—¿Y qué lograrán con eso? —pregunt ó el hom bre de la Em baj ada.
—Se m ant endrá en m ovim ient o... si no t rabaj a para nosot ros. Hay una
m edia docena de agent es soviét icos ult ra secret os en París, y t enem os
int ervenidos los t eléfonos de t odos ellos. Si nuest ro am igo t rabaj a para Moscú,
lo m ás probable es que use al m enos uno de ellos. Est ará alert a. Y si las cosas

329
se dan de esa m anera, creo que ust ed no olvidará por el rest o de su vida la
ocasión en que t uvo que pasarse t oda la noche en la Em baj ada. Las
recom endaciones presidenciales suelen t ener un efect o inm ediat o en lo que se
refiere a ascensos. Pero, por ot ro lado, ust ed ya no puede llegar m ucho m ás
alt o...
—Yo diría que sí, Mr. Conklin —int errum pió el prim er secret ario.
La conversación había llegado a su fin; el hom bre de la Em baj ada volvería
a llam ar en cuant o t uviera not icias de Bourne. Conklin se levant ó y at ravesó la
habit ación, coj eando hast a llegar a un m ueble archivo gris que est aba cont ra la
pared. Abrió el caj ón superior con su llave. Adent ro había una carpet a cerrada
que cont enía un sobre lacrado con los nom bres y direcciones de hom bres a los
que se podía recurrir en casos de em ergencia. Se t rat aba de personas cuyo
t rabaj o había sido valioso, personas leales, que, por algún m ot ivo, ya no
podían figurar en la nóm ina de Washingt on. En t odos los casos fue necesario
elim inarlos de la escena oficial, y colocarlos en algún ot ro sit io con una nueva
ident idad. Los que hablaban ot ro idiom a con fluidez recibían a m enudo
ciudadanía ext ranj era a cam bio de cooperar con el Gobierno de ese ot ro país.
Sencillam ent e, desaparecían del m apa.
Eran parias, hom bres que habían violado la ley al servicio de su pat ria,
que por ella llegaron incluso a m at ar. Pero su país no podía t olerar la
exist encia oficial de t ales individuos; sus escondrij os habían sido descubiert os,
y sus acciones eran ya del dom inio público. Em pero, eran personas con las que
se podía cont ar. Const ant em ent e se giraba dinero a cuent as que escapaban a
la inspección oficial, y dichos pagos ent rañaban ciert os acuerdos t ácit os.
Conklin llevó el sobre a su m esa y lo abrió; m ás t arde debería ser
m arcado y lacrado nuevam ent e. Exist ía un hom bre en París, un hom bre
dedicado que había surgido a t ravés del cuerpo de oficiales del Servicio de
Espionaj e del Ej ércit o y que había llegado a t enient e coronel a los t reint a y
cinco años. Era una persona en quien se podía confiar; com prendía bien las
prioridades nacionales. Había m at ado a un operador de cine izquierdist a en un
pueblo cerca de Hué, hacía doce años.
Tres m inut os m ás t arde t enía a aquel hom bre en la línea, t ras una llam ada
que no se asent aría ni grabaría. Al ant iguo oficial se le había proporcionado un
nuevo nom bre y una breve hist oria de deserción, incluyendo un viaj e secret o a
los Est ados Unidos, durant e el cual el desert or en cuest ión, cum pliendo una
m isión especial, había elim inado a las personas que cont rolaban la est rat egia.
—¿Un regist ro doble? —pregunt ó el hom bre de París—. ¿Moscú?
—No, no, son los soviét icos —replicó Conklin, sabiendo que si Delt a
solicit aba prot ección, los dos hom bres se pondrían en cont act o.
—Era una operación ult ra secret a de largo alcance para at rapar a Carlos.
—¿El asesino a sueldo?
—Él m ism o.
—Tal vez ust ed diga que no se t rat a de Moscú, pero a m í no logrará
convencerm e de ello. Carlos fue ent renado en Novgorod y, por lo que sé, sigue
siendo un sucio t irador de la KGB.
—Tal vez. No puedo darle m ás det alles, pero bast a que le diga que
est am os convencidos de que nuest ro hom bre fue com prado; se ha hecho con
bast ant es m illones y quiere conseguir un pasaport e en regla.

330
—De m odo que elim inó a sus cont roles y arregló t odo para incrim inar a
Carlos, lo cual no significa absolut am ent e nada, sino que sólo añade ot ro
asesinat o a su haber.
—En efect o. Querem os seguirle el j uego, que crea que es libre de regresar
a su pat ria. Mej or aún, querem os conseguir una especie de confesión, t oda la
inform ación que sea posible, y ése es el m ot ivo de m i viaj e allá. Pero lo que
realm ent e im port a es sacarlo de allí. Dem asiada gent e, en dem asiados lugares,
cont ribuyó a ponerlo donde est á. ¿Puede ust ed ayudarnos? Recibirá, por ciert o,
una bonificación.
—Con m ucho gust o. Y guárdese el dinero, det est o a los t ipos de su calaña.
Hacen salt ar redes ent eras.
—Tiene que ser un plan sin fallos; él es uno de los m ej ores hom bres en su
cam po. Le sugiero que se busque alguien m ás; por lo m enos una persona.
—Tengo a un hom bre del Saint - Gervais que vale por cinco. Y est á
disponible.
—Cont rát elo. Aquí van los det alles. El cont rol en París es un cont act o
ciego de la Em baj ada; no sabe nada, pero est á en com unicación con Bourne y
t al vez solicit e prot ección para él.
—Yo se la brindaré —dij o el ant iguo oficial del Servicio Secret o—.
Cont inúe.
—No hay m ucho m ás por el m om ent o. Tom aré un avión en Andrews.
Llegaré a la capit al de Francia ent re las once y las doce de la noche, hora de
París. Quiero ent revist arm e con Bourne durant e una hora, m ás o m enos, y
est ar de vuelt a en Washingt on m añana m ism o. Es un horario apret ado, pero es
así com o debe ser.
—Así será, ent onces.
—El cont act o ciego de la Em baj ada es el prim er secret ario. Su nom bre
es...
Conklin le dio los det alles pert inent es, y am bos hom bres elaboraron un
código básico para su cont act o inicial en París. Palabras clave que indicarían al
hom bre de la CI A si había o no algún problem a cuando se pusieran en
cont act o. Conklin colgó el recept or. Todo est aba en m ovim ient o, exact am ent e
com o Delt a supondría que lo est aría. Los herederos de Treadst one harían t odo
según las reglas, y las reglas eran inflexibles en lo concernient e a est rat egias y
est rat egas ineficaces. Era preciso disolverlos, no perm it ir ninguna conexión o
reconocim ient o oficial. Las est rat egias y los est rat egas fracasados eran un
est orbo para Washingt on. Y desde sus vapuleados com ienzos, Treadst one
Set ent a y Uno había hecho uso y abuso de cada una de las unidades
principales de la com unidad del Servicio de Espionaj e de los Est ados Unidos y
de no pocos Gobiernos ext ranj eros. Se em plearían pinzas m uy largas cuando
se t ocara a alguno de los sobrevivient es.
Delt a sabía t odo est o, y com o quiera que él m ism o se había encargado de
dest ruir a Treadst one, advert ía las precauciones, se ant iciparía a ellas, se
alarm aría si no eran t om adas. Y cuando lo enfrent aran reaccionaría con falsa
furia y fingida aflicción respect o a la violencia desat ada en la calle Set ent a y
Uno. Alexander Conklin lo escucharía con gran at ención, t rat ando de descubrir
alguna not a aut ént ica, e incluso el esbozo de una explicación razonable, pero
sabía que no hallaría ninguna de las dos cosas. Los fragm ent os irregulares de
vidrio no podían enviar sus rayos a t ravés del At lánt ico, e incluso podían

331
quedar ocult os en una residencia part icular de Manhat t an; pero las huellas
dact ilares eran una prueba m ás precisa de la presencia de un hom bre en la
escena que cualquier fot ografía. No había m anera de falsificarlas.
Conklin daría a Delt a dos m inut os para decir cualquier cosa que se le
ocurriera. Lo escucharía, y luego apret aría el gat illo.

32

—¿Qué se proponen? —pregunt ó Jason, sent ado j unt o a Marie en el


at est ado café. Acababa de hacer la quint a llam ada t elefónica, cinco horas
después de haberse puest o en cont act o con la Em baj ada—. Quieren que siga
corriendo. Me est án obligando a hacerlo, y no sé por qué.
—Eres t ú m ism o el que t e obligas a correr de un lado para ot ro —dij o
Marie—. Podrías haber hecho las llam adas desde la habit ación del hot el.
—No, no podría haberlas hecho. Por algún m ot ivo, ellos quieren que yo
crea eso. Cada vez que llam o, ese bast ardo m e pregunt a dónde est oy en ese
m om ent o, si est oy en «t errit orio seguro». ¡Qué frase m ás est úpida, «t errit orio
seguro»! Pero, en realidad, lo que quiere decir es ot ra cosa. Me est á diciendo
que cada cont act o debe ser llevado a cabo desde un lugar dist int o, a fin de que
nadie de afuera o de adent ro pueda seguirm e la pist a hast a un t eléfono en
part icular, una dirección part icular. No quieren t enerm e en cust odia; lo que
quieren es t enerm e en un puño. Quieren t enerm e en su poder, pero, al m ism o
t iem po, m e t ienen m iedo; ¡es absurdo!
—¿No es posible que est és im aginando t odo eso? Nadie dij o nada ni
rem ot am ent e parecido.
—No era preciso. Est á im plícit o en t odo lo que no dij eron. ¿Por qué no m e
pidieron que fuera direct am ent e a la Em baj ada? ¿Por qué no m e lo ordenaron?
Nadie podría t ocarm e allí; es t errit orio de los Est ados Unidos. Pero no lo
hicieron.
—Las calles est án vigiladas; por lo m enos eso t e dij eron.
—¿Sabes? Lo acept é ciegam ent e hast a hace cosa de t reint a segundos,
cuando de pront o se m e ocurrió pensar: ¿Por quién? ¿Quién vigila las calles?
—Obviam ent e Carlos. Sus hom bres.
—Tu sabes eso, y yo t am bién lo sé, o al m enos podem os suponerlo. Pero
ellos no. Puede que yo no sepa quién dem onios soy o de dónde vengo, pero sí
sé que m e ha ocurrido en las últ im as veint icuat ro horas. Ellos no lo saben.
—Pero t am bién podrían suponerlo, ¿no crees? Tal vez descubrieron
hom bres sospechosos apost ados dent ro de aut om óviles, o inst alados en algún
lugar durant e dem asiado t iem po, o dem asiado obviam ent e.
—Carlos es m ás ast ut o que t odo eso. Y hay m uchas form as en que un
vehículo puede penet rar rápidam ent e por el port ón de una Em baj ada. En t odas
part es, cont ingent es ent eros de infant es de Marina han sido adiest rados para
ese t ipo de cosas.
—Te creo.
—Pero no hicieron eso; ni siquiera lo sugirieron. En cam bio, m e est án
ret rasando, m e est án obligando a seguirles el j uego. ¿Por qué, m aldit a sea?
—Tú m ism o lo dij ist e, Jason. No han sabido nada de t i durant e seis
m eses. Se m uest ran caut elosos.

332
—Pero, ¿por qué así? Si m e m et en det rás de esos port ones, pueden
hacerm e t odo lo que se les ant oj e. Pueden cont rolarm e. Me pueden ofrecer
una fiest a o arroj arm e en una celda. Pero en lugar de eso, no quieren ni
t ocarm e, pero t am poco quieren perderm e.
—Est án esperando que llegue el hom bre de Washingt on.
—¿Y qué m ej or lugar para aguardarlo que la Em baj ada? —Bourne echó su
silla hacia at rás—. Algo anda m al. Salgam os de aquí.

Alexander Conklin, heredero de Treadst one, había t ardado exact am ent e


seis horas y doce m inut os en at ravesar el At lánt ico. Para regresar t om aría el
prim er vuelo del «Concorde» que part ía de París por la m añana, llegaría a
Dulles a las siet e y m edia, hora de Washingt on, y a las nueve est aría ya en
Langley. Si alguien t rat aba de llam arlo por t eléfono o pregunt aba dónde había
pasado la noche, un servicial m ayor del Pent ágono daría una respuest a falsa. Y
se le diría a un prim er secret ario de la Em baj ada en París que si llegaba a
m encionar siquiera que había m ant enido una conversación con el hom bre de
Langley, sería degradado hast a el puest o m ás baj o y enviado en un barco a su
nuevo dest ino: Tierra del Fuego. Se lo garant izaban.
Conklin m archó direct am ent e a una hilera de t eléfonos públicos en la
pared y llam ó a la Em baj ada. El prim er secret ario le habló con el t ono de
alguien que adviert e que ha logrado su com et ido.
—Todo est á saliendo de acuerdo con lo previst o, Conklin —dij o el hom bre
de la Em baj ada, y la om isión del «señor» que había em pleado ant eriorm ent e,
indicaba a las claras que se sent ía en un plano de igualdad con él. El ej ecut ivo
de la Com pañía se encont raba ahora en París, y ése era su t errit orio—. Bourne
est á inquiet o. En el curso de nuest ra últ im a conversación m e pregunt ó
repet idam ent e por qué no le habíam os pedido que viniera aquí.
—¿Eso dij o?
Al principio, Conklin quedó sorprendido; luego com prendió. Delt a est aba
fingiendo las reacciones de un hom bre que no sabe nada de los
acont ecim ient os acaecidos en la calle Set ent a y Uno. Si le hubieran dicho que
fuera a la Em baj ada, se habría negado a hacerlo. Era dem asiado ast ut o com o
para acept ar t al ofrecim ient o; no podía exist ir ninguna conexión oficial.
Treadst one era anat em a, una est rat egia caída en el descrédit o, un est orbo de
m arca m ayor.
—¿Le reit eró ust ed que las calles est aban vigiladas?
—Nat uralm ent e. Ent onces m e pregunt ó quién las vigilaba. ¿Puede
im aginárselo?
—Puedo. ¿Y qué le respondió ust ed?
—Que él lo sabía t an bien com o yo y que, t eniendo en cuent a las
circunst ancias, m e parecía cont raproducent e hablar de t ales cuest iones por
t eléfono.
—Excelent e.
—Tam bién a m í m e lo pareció.
—¿Y qué respondió a eso? ¿Le sat isfizo su respuest a?
—En ciert o m odo, diría que sí. Dij o: «Com prendo.» Eso es t odo.
—¿Cam bió de idea y solicit ó prot ección?

333
—No; sigue rechazándola. Aunque yo insist í en ofrecérsela. —El prim er
secret ario hizo una pausa—. No quiere que nadie lo vigile, ¿no es así? —dij o
confidencialm ent e.
—No, no lo desea. ¿Cuándo espera su próxim a llam ada?
—Dent ro de unos quince m inut os.
—Dígale que el represent ant e de Treadst one ha llegado. —Conklin
ext raj o el m apa de su bolsillo; est aba doblado de t al m anera que a prim era
vist a se observa el área en cuest ión, y t enía la rut a m arcada con t int a azul—.
Dígale que la reunión se ha fij ado para la una y m edia en el cam ino ent re
Chevreuse y Ram bouillet , once kilóm et ros al sur de Versalles, en el Cim et ière
de Noblesse.
—A la una t reint a, en el cam ino ent re Chevreuse y Ram bouillet ... en el
cem ent erio. ¿Sabrá cóm o llegar?
—Ha est ado allí ant es. Si le dice que irá en t axi, adviért ale que t om e las
precauciones habit uales y lo despida.
—¿No result ará sospechoso? Me refiero al chofer. Es una hora algo
ext raña para asist ir a un ent ierro.
—Le he dicho que eso es lo que debía «decirle». Es obvio que no t om ará
un t axi.
—Es obvio —dij o rápidam ent e el prim er secret ario, t rat ando de
recuperarse haciendo un ofrecim ient o innecesario—. Puest o que no he llam ado
a su hom bre aquí, ¿quiere que lo haga ahora y le avise que ha llegado ust ed?
—Me ocuparé yo de eso. ¿Todavía t iene su núm ero?
—Sí, por supuest o.
—Quém elo —le ordenó Conklin—. Ant es de que él lo quem e a ust ed. Lo
volveré a llam ar dent ro de veint e m inut os.

Un t ren rugió en el nivel inferior del Met ro, y las vibraciones se


t ransm it ieron a t odo el andén. Bourne colgó el recept or del t eléfono público
fij ado a la pared de cem ent o y se quedó inm óvil j unt o a él, con la m irada
perdida. Ot ra puert a se había abiert o parcialm ent e en algún lugar de su
m ent e; la luz dem asiado rem ot a, dem asiado débil para poder espiar en su
int erior. Sin em bargo, había im ágenes. En el cam ino de Ram bouillet ... a t ravés
de una arcada de hierro enrej ado... una pequeña colina con m árm ol blanco.
Cruces: m ás grandes, m ás grandes, m ausoleos... y en t odas part es una serie
de est at uas. Le Cim et ière de Noblesse. Un cem ent erio, pero m ucho m ás que
un lugar de descanso para los m uert os. Un escondit e, pero m ás que eso. Un
lugar donde las conversaciones se desarrollaban ent re ent ierros y el descenso
de at aúdes. Dos hom bres vest idos lúgubrem ent e, t an lúgubrem ent e com o la
m ult it ud que allí re encont raba, avanzando ent re los deudos hast a est ablecer
cont act o e int ercam biar las palabras que t enían que decirse.
Había un rost ro, pero era borroso, est aba desenfocado; sólo podía ver los
oj os. Y esa cara borrosa y esos oj os t enían un nom bre. David... Abbot t . El
Monj e. El hom bre que había conocido, pero que ahora no conocía. El creador
de Medusa y de Caín.
Jason parpadeó varias veces y sacudió la cabeza com o para liberarse de
aquella súbit a brum a. Miró a Marie, que se encont raba a unos cinco m et ros
hacia la izquierda apoyada en la pared, supuest am ent e observando a la gent e
que est aba en el andén, t rat ando de descubrir a alguna persona que t al vez lo

334
vigilara a él. Pero no era eso lo que hacía; lo m iraba a él, y en su rost ro, el
ceño fruncido delat aba su preocupación. Jason asint ió con la cabeza, para
t ranquilizarla; no era un m al m om ent o para él. Había logrado capt ar algunas
im ágenes. Conocía ese cem ent erio; de alguna m anera lo reconocería. Echó a
andar hacia Marie; ella se volvió y cam inó j unt o a él m ient ras enfilaron hacia la
salida.
—Est á aquí —dij o Bourne—. Treadst one ha llegado. Debo encont rarm e
con él cerca de Ram bouillet . En un cem ent erio.
—Ése sí que es un t oque m acabro. ¿Por qué en un cem ent erio?
—Se supone que es para t ranquilizarm e.
—¡Buen Dios! , ¿y de qué m anera?
—He est ado allí ant es. Me he encont rado con alguien allí... con un
hom bre. Al sugerirlo com o lugar del encuent ro, un encuent ro bien ext raño, por
ciert o, Treadst one m e est á diciendo que es genuino.
Ella lo t om ó del brazo m ient ras subían la escalera hacia la calle.
—Quiero ir cont igo.
—Lo sient o.
—¡No puedes excluirm e!
—Debo hacerlo, porque no sé qué encont raré allá. Y si no es lo que
espero, querré t ener a alguien de m i lado.
—¡Pero, querido, eso no t iene sent ido! La Policía m e busca. Si m e
encuent ran, m e enviarán de vuelt a a Zurich en el prim er avión; t ú m ism o lo
dij ist e. ¿Y de qué t e serviré en Zurich?
—No t ú. Villiers. Él confía en nosot ros, confía en t i. Si no est oy de regreso
para el am anecer y no t e he llam ado para explicart e por qué, puedes ponert e
en cont act o con él. Y él puede arm ar un gran alborot o, y Dios sabe que est á
dispuest o a hacerlo. Es nuest ro único aliado, el único. Para ser m ás exact o, lo
es su esposa... a t ravés de él.
Marie asint ió, acept ando la lógica de su razonam ient o.
—Sí, no hay duda de que est á dispuest o a hacerlo —convino—. ¿Cóm o
llegarás a Ram bouillet ?
—Tenem os coche, ¿recuerdas? Te llevaré al hot el y luego iré al garaj e.

Ent ró en el ascensor del edificio de garaj es en Mont m art re y oprim ió el


bot ón del cuart o piso. Sus pensam ient os seguían cent rados en un cem ent erio
que había en alguna part e ent re Chevreuse y Ram bouillet , en un cam ino que él
había recorrido, pero no t enía idea de cuándo ni con qué finalidad.
Precisam ent e por eso quería ir ahora m ism o allí, en lugar de llegar m ás
cerca de la hora previst a para la reunión. Si las im ágenes que se agolpaban en
su cerebro no est aban por com plet o dist orsionadas, se t rat aba de un
cem ent erio enorm e. ¿En qué lugar preciso ent re ese enorm e conglom erado de
t um bas y est at uas est aría el lugar para el encuent ro? Llegaría allí alrededor de
la una, lo cual le daría una m edia hora para recorrer los senderos en busca de
un par de faros de aut om óvil o alguna ot ra señal. Lo dem ás se iría dando de
form a espont ánea.
Las puert as del ascensor se abrieron. Tres cuart as part es del piso est aban
ocupadas por coches, pero no se veía ni un alm a. Jason t rat ó de recordar
dónde había aparcado el «Renault »; era en un rincón apart ado, eso lo
recordaba, pero ¿a la derecha o a la izquierda? Avanzó inst int ivam ent e hacia la

335
izquierda; el ascensor había quedado a la izquierda cuando llevó el aut o hast a
allí hacía varios días. Se det uvo de repent e, siguiendo un razonam ient o lógico.
El ascensor est aba a la izquierda cuando había ent rado en el garaj e, no
después de aparcar el coche; en ese m om ent o había quedado hacia su
derecha, en diagonal. Giró con un m ovim ient o rápido, m ient ras sus
pensam ient os seguían fij os en una rut a ent re Chevreuse y Ram bouillet .
S¡ lo que ocurrió a cont inuación se debió a su repent ino e inesperado
cam bio de dirección o a la inexperiencia de quien lo vigilaba, Bourne no lo supo
ni le im port ó dem asiado. Sea com o fuere, lo ciert o es que le salvó la vida, de
eso no cabía duda. La cabeza de un hom bre se ocult ó debaj o del capó de un
coche en el segundo pasillo de la derecha; ese hom bre había est ado
vigilándolo. Alguien m ás experim ent ado se habría incorporado, sost eniendo
visiblem ent e en la m ano un llavero que fingiría haber recogido del suelo, o se
habría puest o a revisar la escobilla del lim piaparabrisas, y luego se habría
alej ado del lugar. Pero la única cosa que no debía hacer era precisam ent e lo
que había hecho: arriesgarse a ser vist o por el m ero hecho de agacharse para
ocult arse.
Jason m ant uvo su rit m o de m archa, con la m ent e concent rada en aquella
nueva circunst ancia. ¿Quién era aquel hom bre? ¿Cóm o lo habían encont rado?
De pront o las respuest as a am bas pregunt as le result aron t an claras, t an
obvias, que se sint ió rem at adam ent e t ont o: el em pleado del «Auberge du
Coin».
Carlos hacía las cosas concienzudam ent e —siem pre había sido así—,
exam inando cada uno de los det alles que habían llevado al fracaso. Y uno de
esos det alles era un em pleado que est aba de t urno durant e uno de esos
fracasos. Habría sido preciso invest igarlo, luego int errogarlo; no debió de
result ar m uy difícil. La m era vist a de un cuchillo o una pist ola seguram ent e fue
m ás que suficient e. Y ent onces la inform ación brot ó a raudales de los labios
t em blorosos del em pleado noct urno, y el ej ércit o de Carlos recibió la orden de
disem inarse por la ciudad, cada dist rit o dividido en sect ores, para t rat ar de
hallar un det erm inado «Renault » negro. Una búsqueda concienzuda, pero no
im posible, facilit ada por el conduct or del coche en cuest ión, que no se había
m olest ado siquiera en cam biar la m at rícula. ¿Cuánt as horas hacía que el garaj e
est aba baj o vigilancia? ¿Cuánt os hom bres había allí? ¿Est aban dent ro o fuera?
¿Con qué rapidez llegarían los dem ás? ¿Acudiría Carlos en persona?
Las pregunt as eran accesorias. Lo im port ant e era salir de allí. Tal vez
pudiera prescindir del coche, pero la consiguient e dependencia de arreglos
desconocidos podría coart ar su libert ad de acción; necesit aba un m edio de
t ransport e, y lo necesit aba sin pérdida de t iem po. Ningún t axi llevaría a un
ext raño a un cem ent erio, en las afueras de Ram bouillet , a la una de la
m adrugada, y no era m om ent o para confiar en la posibilidad de robar un coche
por la calle.
Se det uvo y sacó cigarrillos y fósforos; luego encendió una cerilla, se
cubrió la cara con las m anos e inclinó la cabeza para prot eger la llam a. Con el
rabillo del oj o advirt ió una som bra, una figura m aciza y corpulent a; una vez
m ás, el hom bre se había agachado, ahora, det rás del m alet ero de un coche
m ás cercano.
Jason se puso en cuclillas, viró a la izquierda y salt ó velozm ent e fuera del
pasillo ent re dos coches adyacent es, am ort iguando su caída con las palm as de

336
las m anos, lo cual hizo que la m aniobra result ara silenciosa. Rept ó alrededor
de las ruedas t raseras del coche de la derecha, m oviendo los brazos y las
piernas con rapidez y sin hacer ruido, desplazándose por el est recho pasadizo
de vehículos com o una araña que se desliza velozm ent e sobre su t ela. Ahora
se encont raba det rás del hom bre; siguió arrast rándose hacia el pasillo y se
incorporó hast a quedar de rodillas, llevando la cabeza lent am ent e hacia
delant e por ent re el suave m et al, y espió desde det rás de un faro. La visión del
hom bre corpulent o era ahora t ot al. Est aba de pie y, evident em ent e, se sent ía
azorado, pues avanzó vacilant e hacia el «Renault », ot ra vez agachado,
ent ornando los oj os para poder ver a t ravés del parabrisas. Lo que vio lo
asust ó aún m ás: no había nada, no había nadie. Quedó boquiabiert o, y su
audible inspiración de aire era el preludio del com ienzo de una carrera. Habían
conseguido burlarlo; lo sabía, y no est aba dispuest o a quedarse allí y aguardar
las consecuencias. Ello reveló a Bourne ot ra cosa: le habían dado inst rucciones
respect o al conduct or del «Renault », le habían explicado el peligro que
im plicaba. El hom bre em pezó a correr hacia la ram pa de salida.
Ahora. Jason se incorporó de un salt o y corrió hacia delant e en línea rect a
ent re los aut om óviles del segundo pasillo, alcanzó al hom bre que corría, se
lanzó sobre él desde at rás y lo arroj ó al suelo de cem ent o. Le hizo una llave,
inm ovilizándole el brazo det rás de la espalda, y com enzó a golpearle la cabeza
cont ra el suelo, m ient ras con los dedos de la m ano izquierda le oprim ía la
cuenca de los oj os.
—Tiene exact am ent e cinco segundos para decirm e quién est á ahí afuera
—le dij o en francés, recordando el rost ro y la sonrisa falsa de ot ro francés en
un ascensor de Zurich. Ent onces había hom bres fuera, hom bres que querían
m at arlo, en la Bahnhofst rasse—. ¡Dígam elo! ¡Ahora m ism o!
—Un hom bre, un solo hom bre! Bourne apret ó m ás la llave y aum ent ó la
presión de los dedos en los oj os del individuo.
—¿Adonde?
—Dent ro de un coche —escupió el hom bre—. Aparcado al ot ro lado de la
calle. ¡Dios m ío, m e est á est rangulando! ¡Me est á cegando!
—Todavía no. Lo sabrá cuando haga am bas cosas. ¿Qué t ipo de coche?
—Ext ranj ero. No lo sé. I t aliano, creo. O nort eam ericano. No lo sé. ¡Por
favor! ¡Mis oj os!
—¿Color?
—¡Oscuro ! Verde, azul, m uy oscuro. ¡Oh, Dios!
—Es ust ed un hom bre de Carlos, ¿verdad?
—¿De quién?
Jason le dio ot ro t irón, aum ent ó la presión.
—Ya m e ha oído: ¡t rabaj a ust ed para Carlos!
—No conozco a ningún Carlos. Llam am os a un t ipo; t enem os un núm ero.
Eso es t odo lo que hacem os.
—¿Lo llam aron? —El hom bre no respondió; Bourne hundió m ás sus
dedos—. ¡Dígam elo!
—Sí. Tuve que hacerlo.
—¿Cuándo?
—Hace unos m inut os. Por el t eléfono público que est á j unt o a la segunda
ram pa. ¡Dios m ío! No veo.

337
—Sí, sí que puede. ¡Levánt ese! —Jason solt ó al hom bre y lo obligó a
ponerse de pie—. Vaya hast a ese coche. ¡De prisa! —Bourne lo em puj ó ent re
los coches aparcados, hast a donde se encont raba el «Renault ». El hom bre se
volvió y prot est ó, indefenso—. Ya m e ha oído. ¡Dése prisa! —grit ó Jason.
—Sólo m e gano unos francos.
—Muy bien. Ahora t iene la oport unidad de ganárselos conduciendo. —
Bourne lo em puj ó una vez m ás hacia el «Renault ».
Mom ent os m ás t arde, el pequeño aut om óvil negro descendía por la ram pa
de salida hacia un cam erino de vidrio con un único ocupant e y la caj a
regist radora. Jason iba en el asient o post erior con el arm a clavada en la
m agullada nuca del hom bre que iba al volant e. Bourne sacó por la vent anilla
un billet e y la t arj et a de aparcam ient o; el encargado cogió am bas cosas.
—¡Conduzca! —dij o Bourne—. ¡Haga exact am ent e lo que le dij e!
El hom bre apret ó el acelerador, y el «Renault » se precipit ó hacia la salida.
Hizo un brusco viraj e en form a de U en la calle, det eniéndose frent e a un
«Chevrolet » color verde oscuro. Det rás de ellos se abrió la port ezuela de un
coche y luego se oyó el ruido de alguien que corría.
—Jules? Que se passe- t - il? C'est t oi qui conduis? Una figura se asom ó por
la vent anilla abiert a. Bourne levant ó su aut om át ica y apunt ó el cañón a la cara
del hom bre.
—Dé dos pasos hacia at rás —le dij o, en francés—. No m ás, sólo dos. Y
luego quédese inm óvil. —Dio unos golpecit os en la cabeza del hom bre llam ado
Jules—. Báj ese. Despacio.
—Sólo debíam os seguirlo —prot est ó Jules, apeándose del aut om óvil—.
Seguirlo e inform ar sobre su paradero.
—Harán algo m ej or que eso —replicó Bourne, m ient ras salía del «Renault »
y cogía el m apa de París—. Conducirán para m í. Durant e un rat o. ¡Mét anse en
su coche!
A ocho kilóm et ros de París, en la carret era de Chevreuse, ordenó a los
hom bres que se baj aran del coche. Era una carret era oscura, m al ilum inada,
de t ercer orden. A lo largo de los últ im os cinco kilóm et ros no habían pasado
por ningún com ercio, ni edificio, ni casa, ni t eléfono público.
—¿Cuál era el núm ero al que les dij eron que llam aran? —pregunt ó Jason—
No m e m ient an. Se m et erían en un lío m ucho m ás grave.
Jules le dio el núm ero. Bourne asint ió y subió al asient o delant ero,
sent ándose al volant e del «Chevrolet ».

El viej o del abrigo raído est aba acurrucado a la som bra de la cabina vacía
j unt o al t eléfono. El pequeño rest aurant e est aba cerrado, y su presencia allí se
debía a un favor que le había hecho su am igo de t iem pos m ej ores. Tenía la
vist a clavada en el t eléfono, pregunt ándose cuándo sonaría. Era sólo cuest ión
de m inut os, y cuando sonara, él, a su vez, haría una llam ada, y ent onces los
t iem pos m ej ores regresarían de form a definit iva. Sería el único hom bre de
París com o enlace de Carlos. Todos los viej os harían correr la voz, y él volvería
a ser respet ado.
El est rident e sonido del t im bre surgió de pront o del t eléfono, reverberando
en las paredes del rest aurant e desiert o. El pordiosero salió de la cabina y se
abalanzó sobre el t eléfono, con el corazón golpeándole en el pecho. Era la

338
señal. ¡Caín est aba acorralado! Todos aquellos días de pacient e espera habían
sido sólo un preludio de la buena vida. Levant ó el auricular.
- ¡Diga!
—¡Habla Jules! —grit ó una voz casi sin alient o.
El viej o palideció, y los golpes que le daba el corazón en el pecho eran t an
feroces, que casi no podía oír las espant osas not icias que le est aban
com unicando. Pero había oído m ás que suficient e.
Era hom bre m uert o.
Frenét icas explosiones de calor se añadieron a las vibraciones que
sacudieron su cuerpo. Sólo not aba relám pagos blancos y ensordecedoras
erupciones que surgían de su est óm ago y acababan en su cabeza.
El pordiosero se desplom ó, con el cable del t eléfono t enso y el aparat o
t odavía en la m ano. Miró al horrible aparat o que había t ransm it ido aquellas
t erribles palabras. ¿Qué podía hacer? En el nom bre de Dios, ¿qué es lo que
haría ahora?
Bourne cam inó por el sendero ent re las t um bas, obligándose a dej ar su
m ent e en libert ad, com o Washburn le había ordenado hacía un siglo en Port
Noir. Si alguna vez debía convert irse en esponj a, aquél era el m om ent o de
hacerlo; el hom bre de Treadst one debía com prenderlo. Est aba t rat ando con
t odas sus fuerzas de encont rarle sent ido a lo no recordado, de encont rar
significado en las im ágenes que surgían en su m ent e sin previo aviso. Él no
había rot o ningún convenio est ablecido; no se había pasado al ot ro bando, no
había escapado... Era un t ullido; así de sencillo.
Debía encont rar al hom bre de Treadst one. ¿En qué part e de aquella
superficie cercada de silencio se encont raría? ¿Dónde esperaría que est uviera
él? Jason había llegado al cem ent erio bast ant e ant es de la una, pues el
«Chevrolet » era un coche m ucho m ás rápido que el «Renault ». Había
t raspasado la verj a y recorrido cient os de m et ros ant es de aparcar en un sit io
razonablem ent e fuera de la vist a. Cuando se dirigía de nuevo a la verj a había
com enzado a llover. Era una lluvia fría, lluvia de m arzo, pero t am bién una
lluvia serena, que no pert urbaba el silencio reinant e.
Pasó por un conj unt o de t um bas que est aba en un lot e cercado por una
verj a baj a de hierro, y en cuyo cent ro se levant aba una cruz de alabast ro de
dos m et ros y m edio de alt ura. Se det uvo un m om ent o frent e a ella. ¿Había
est ado ant es en aquel lugar? ¿Se est aba ent reabriendo ot ra puert a para él a la
dist ancia? ¿O acaso era él quien t rat aba con desesperación de encont rar una
puert a? Y luego recuperó el recuerdo. No era aquel conj unt o part icular de
t um bas, ni la alt a cruz de alabast ro, ni el cerco baj o de hierro. Era la lluvia.
Una lluvia súbit a. Una m uchedum bre de deudos vest idos de negro rodeando el
lugar del ent ierro; el ruido de paraguas que se abrían. Y dos hom bres que se
encont raban, cuyos paraguas chocaban ent re sí, y el m urm ullo de breves
palabras de disculpa, m ient ras un sobre largo de color pardo cam biaba de
m anos y pasaba de un bolsillo a ot ro sin que los deudos lo advirt ieran.
Había algo m ás. Una im agen desencadenada por ot ra, alim ent ándose a sí
m ism a, algo que había vist o hacía sólo unos m inut os. La lluvia que caía en
cascadas por el m árm ol blanco; pero no un lluvia fría, leve, sino un aguacero,
que golpeaba cont ra las paredes de una superficie blanca y brillant e... y
colum nas... hileras de colum nas por t odas part es, una réplica en m iniat ura de
un ant iguo t esoro.

339
Al ot ro lado de la colina. Cerca de la verj a de ent rada. Un m ausoleo
blanco, una versión reducida del Part enón. Había pasado por allí hacía m enos
de cinco m inut os y lo había m irado, pero sin verlo. Era allí donde había caído la
lluvia repent ina, donde dos paraguas habían ent rechocado y un sobre había
pasado de una m ano a ot ra. Miró furt ivam ent e su reloj . Era la una y cat orce
m inut os; com enzó a correr de regreso por el sendero. Todavía era t em prano;
aún había t iem po de ver los faros de un coche, o un fósforo que se encendía,
o...
El haz de una lint erna. Allí est aba, al pie de la colina, y se m ovía hacia
arriba y hacia abaj o, girando de cuando en cuando hacia la verj a, com o si a la
persona que la sost enía le preocupara la posibilidad de que apareciera alguien.
Bourne sint ió una necesidad casi im periosa de correr a t oda velocidad por
ent re las hileras de t um bas y est at uas, grit ando a voz en cuello: ¡Est oy aquí!
Soy yo. Com prendo su m ensaj e. ¡He regresado! ¡Tengo t ant o que cont arle... y
hay t ant as cosas que ust ed debe cont arm e a m í!
Pero no grit ó ni corrió. Ant e t odo, t enía que dem ost rar dom inio, pues lo
que lo afligía era indom inable. Había de t ener un aspect o t ot alm ent e lúcido,
debía parecer norm al dent ro de los lím it es de su m em oria. Com enzó a
descender la colina baj o la lluvia fría y leve, deseando que la sensación de
urgencia no le hubiera hecho olvidarse de llevar una lint erna.
La lint erna. Había algo ext raño en el haz de luz cient o cincuent a m et ros
m ás abaj o. Trazaba pequeños m ovim ient os vert icales y vehem ent es... com o si
la persona que la sost enía en la m ano hablara enfát icam ent e con ot ra.
Y así era. Jason se puso en cuclillas, escudriñando a t ravés de la lluvia, los
oj os golpeados por un agudo y veloz reflej o de luz que se producía cada vez
que el haz de la lint erna chocaba cont ra algún obj et o cercano. Avanzó a gat as,
con el cuerpo casi a ras de t ierra, cubriendo práct icam ent e t reint a m et ros en
cuest ión de segundos, su m irada t odavía fij a en el haz de luz y el ext raño
reflej o. Ahora podía ver la escena con m ayor claridad; se det uvo y se
concent ró. Había dos hom bres: uno em puñaba la lint erna; el ot ro, un rifle de
cañón cort o cuyo grueso acero conocía Bourne dem asiado bien. A una
dist ancia de hast a cien m et ros podía hacer salt ar a un hom bre por el aire dos
m et ros de alt ura. Era un arm a m uy ext raña, por ciert o, para est ar en m anos
de un represent ant e de la CI A enviado por Washingt on.
El haz de luz ilum inó uno de los lados del blanco m ausoleo; la figura que
sost enía el rifle ret rocedió rápidam ent e, deslizándose det rás de una colum na a
no m ás de seis m et ros del hom bre que sost enía la lint erna.
Jason no t uvo necesidad de pensar: sabía lo que t enía que hacer. Si había
alguna explicación para la presencia de aquella m ort ífera arm a, allá ellos, pero
no la usarían cont ra él. Se puso de rodillas, calculó la dist ancia y buscó algunos
punt os para ocult arse y para prot egerse. Com enzó a avanzar, quit ándose el
agua que le cubría el rost ro y palpando el arm a que llevaba en la cint ura y que
sabía no podría usar.
Se arrast ró de lápida en lápida, de est at ua en est at ua, enfilando a la
derecha, luego virando gradualm ent e hacia la izquierda, hast a que el
sem icírculo casi se com plet ó. Est aba a m enos de cinco m et ros del m ausoleo; el
hom bre con el arm a asesina est aba de pie j unt o a la colum na de la izquierda,
debaj o del cort o pórt ico, para prot egerse de la lluvia. Tocaba el arm a com o si
se t rat ara de un obj et o sexual, abriendo y cerrando el cargador, incapaz de

340
resist ir la t ent ación de espiar en su int erior. Deslizó la palm a de la m ano sobre
los casquillos de las balas con gest o casi obsceno.
Ahora. Bourne avanzó desde det rás de la lápida, im pulsándose con las
m anos y las rodillas sobre el césped m oj ado, hast a que est uvo a unos dos
m et ros del hom bre. Dio un salt o, convert ido en una pant era silenciosa, let al,
lanzando barro frent e a ella, una m ano dirigida hacia el cañón del rifle y la
ot ra, a la cabeza del hom bre. Logró los dos obj et ivos; cerró las m anos sobre
ellos, aprisionando el cañón con los dedos de la m ano izquierda, y el pelo del
hom bre con la derecha. La cabeza cruj ió al doblarse hacia at rás, la gargant a se
cerró, se silenció t oda posibilidad de sonido. Est relló la cabeza del hom bre
cont ra el m árm ol blanco con t al fuerza, que la expulsión de aire que siguió
revelaba la eficacia del golpe. El hom bre quedó hecho una m asa fláccida, y
Jason lo sost uvo cont ra la pared, perm it iendo que el cuerpo inconscient e se
fuera deslizando silenciosam ent e hast a el suelo ent re las colum nas. Regist ró al
hom bre y le quit ó una aut om át ica «Magnum » calibre 357 que llevaba en una
pist olera de cuero cosida a la chaquet a, un cuchillo de pescador afilado com o
una navaj a en una vaina enganchada al cint urón, y un pequeño revólver
calibre 22 de una pist olera en el t obillo. Ni rem ot am ent e alguien enviado por el
Gobierno; aquel hom bre era un m at ón a sueldo, un arsenal am bulant e.
Róm pele la m ano. Bourne oyó de nuevo aquellas palabras; habían sido
pronunciadas por un hom bre de gafas con m ont ura dorada, dent ro de un
enorm e sedán que escapaba a t oda velocidad de la St eppdeckst rasse. Había un
m ot ivo det rás de la violencia. Jason se apoderó de la m ano derecha del
hom bre y le dobló los dedos hacia at rás hast a oír los cruj idos; hizo lo m ism o
con la m ano izquierda, m ient ras t apaba la boca del hom bre incrust ándole el
codo ent re los dient es. No se escuchó ningún sonido sobre el rum or de la
lluvia, y ya ninguna de las m anos podría esgrim ir un arm a ni ser usada com o
arm a; por ot ra part e, las arm as est aban en las som bras, fuera de su alcance.
Jason se puso de pie y asom ó el rost ro por la colum na. El oficial de
Treadst one dirigía ahora el haz de luz direct am ent e hacia la t ierra que est aba
frent e a él. Era la señal est át ica, una señal que guiaría al páj aro perdido;
t am bién podía t ener algún ot ro significado; eso lo sabría en pocos m inut os
m ás. El hom bre giró hacia la ent rada dio un paso com o si hubiera escuchado
algo; y ent onces fue cuando Bourne vio el bast ón, observó la coj era. El
represent ant e oficial de Treadst one Set ent a y Uno era un lisiado... lo m ism o
que él.
Jason ret rocedió hacia la prim era lápida, se ocult ó det rás de ella y espió
por el borde del m árm ol. El hom bre de Treadst one seguía concent rado en la
verj a de ent rada. Bourne echó una m irada a su reloj : la una y veint isiet e.
Todavía quedaba t iem po. Se alej ó de la t um ba a gat as hast a quedar fuera del
radio de visión de aquél. Luego se puso de pie y corrió, desandando el cam ino,
hast a el arco que est aba en la part e superior de la colina. Perm aneció allí un
m om ent o, hast a que su respiración y su rit m o cardíaco adquirieron ciert a
norm alidad, y luego se m et ió la m ano en el bolsillo, en busca de un librillo de
fósforos.
Prot egiéndolo de la lluvia, arrancó un fósforo de cart ón y lo encendió.
—¿Treadst one? —dij o lo bast ant e fuert e com o para ser oído desde abaj o.
- ¡Delt a!

341
Caín es Charlie y Delt a es Caín. ¿Por qué el hom bre de Treadst one había
usado el nom bre de Delt a en lugar de Caín? Delt a no pert enecía a Treadst one;
había desaparecido j unt o con Medusa. Jason com enzó a descender por la
colina; la lluvia fría le fust igaba el rost ro y su m ano se deslizaba
inst int ivam ent e debaj o de la chaquet a, oprim iendo la aut om át ica que llevaba
en la cint ura.
Cam inó hast a la faj a de césped que se ext endía frent e al m ausoleo. El
hom bre de Treadst one coj eó hast a él; luego se det uvo y llevó la lint erna hacia
arriba y su violent o haz hizo que Bourne ent ornara los oj os y volviera la
cabeza.
—Ha pasado m ucho t iem po —dij o el oficial lisiado, baj ando la lint erna—.
Me llam o Conklin, por si lo ha olvidado.
—Gracias. En efect o, lo había olvidado. Pero ésa es sólo una de las cosas.
—¿Una de qué cosas?
—De las que he olvidado.
—Sin em bargo, ha recordado est e lugar. Supuse que lo haría. Leí los
regist ros de Abbot t ; aquí fue donde se encont raron por últ im a vez, donde se
hizo la últ im a ent rega. Me parece que fue durant e las exequias de algún
m inist ro, ¿no es así?
—No lo sé. De eso t enem os que hablar prim ero. Ust edes no han t enido
not icias m ías durant e m ás de seis m eses. Pero hay una explicación.
—¿De veras? Escuchém osla.
—La m anera m as sim ple de decirlo es que m e hirieron de un balazo, y los
efect os de la herida m e provocaron una severa... am nesia. Tal vez
desorient ación sería una palabra m ás adecuada.
—No suena del t odo m al. ¿Qué significa?
—Que sufrí pérdida de m em oria. Tot al. Que est uve varios m eses en una
isla del Medit erráneo, al sur de Marsella, sin saber quién era ni de dónde venía.
Hay un m édico allá, un inglés de apellido Washburn, que t iene t oda la hist oria
clínica. Él puede confirm ar lo que le est oy diciendo.
—Est oy seguro de que lo hará —dij o Conklin, asint iendo—. Y apuest o a
que la hist oria clínica es sum am ent e det allada. ¡Crist o, vaya si pagó ust ed
bast ant e por lo que lo fuera!
—¿Qué quiere decir?
—Nosot ros t am bién llevam os un regist ro. Un funcionario de un Banco de
Zurich que creyó que Treadst one lo est aba som et iendo a una prueba, t ransfirió
un m illón y m edio de francos suizos a Marsella para una colección im posible de
localizar. Gracias por proporcionarnos el nom bre.
—Eso es part e de lo que debe ust ed com prender. Yo no lo sabía. Me había
salvado la vida, m e había «recauchut ado». Yo era práct icam ent e un cadáver
cuando m e llevaron a él.
—Así que decidió que poco m ás de un m illón de dólares era una cifra
bast ant e redonda, ¿no es así? Cort esía del presupuest o de Treadst one.
—Ya se lo he dicho: no lo sabía. Treadst one no exist ía para m í; en m uchos
sent idos, sigue sin exist ir.
—Lo olvidaba. Perdió ust ed la m em oria. ¿Cuál era el t érm ino?
¿Desorient ación?
—Sí, pero no lo suficient em ent e fuert e. La palabra exact a es am nesia.

342
—Quedém onos m ej or con desorient ación. Porque parecería que ust ed
logró orient arse derechit o a Zurich, al Gem einschaft .
—Llevaba un negat ivo im plant ado quirúrgicam ent e cerca de la cadera.
—Por ciert o que sí; y bien que insist ió ust ed en ello. Unos pocos
com prendim os por qué. Es el m ej or seguro que puede ust ed t ener.
—No sé a qué se refiere. ¿No puede com prender eso?
—Desde luego. Ust ed descubrió el negat ivo, que sólo t enía un núm ero, y
en seguida asum ió el nom bre de Jason Bourne.
—¡No fue así com o sucedió! Cada día parecía descubrir algo m ás, paso a
paso, una revelación cada vez. Un em pleado de hot el m e llam ó Bourne; sólo
m e ent eré del nom bre de Jason cuando fui al Banco.
—En donde supo exact am ent e qué debía hacer —int errum pió Conklin—.
Sin ningún t ipo de vacilaciones. Ent ró y salió, y con ust ed desaparecieron
cuat ro m illones.
—¡Washburn m e dij o lo que debía hacer!
—Y ent onces apareció una m uj er, que casualm ent e era una especie de
m ago de las finanzas, y le dij o cóm o escam ot ear el rest o. Y ant es de eso,
elim inó a Chernak en la Löwenst rasse, y a t res hom bres que nosot ros no
conocíam os, pero que supongo lo conocían bien a ust ed. Y aquí en París, ot ro
disparo cont ra un cam ión de t ransport e de dinero. ¿Ot ro socio? Borró ust ed
t odas las pist as, t odas las m aldit as pist as. Hast a que sólo le rest aba hacer una
cosa. Y ust ed, ust ed, bast ardo, lo hizo.
—¡Escúchem e! Esos hom bres t rat aron de m at arm e; han est ado t rat ando
de darm e caza desde Marsella. Apart e de eso, honest am ent e no sé de qué m e
habla. En algunos m om ent os recuerdo cosas. Rost ros, calles, edificios; a veces
im ágenes que no puedo sit uar, pero que sé que significan algo, sólo que no
puedo relacionarlas con nada. Y nom bres; nom bres sin rost ros. ¡Maldit o sea:
soy un am nésico! ¡Ésa es la verdad!
—Uno de esos nom bres, ¿no sería Carlos, por casualidad?
—Sí, y ust ed lo sabe. Ésa es la cuest ión; ust ed sabe m ucho m ás que yo
acerca de t odo eso. Puedo decirle m il cosas sobre Carlos, pero no sé por qué.
Un hom bre que en est e m om ent o est á viaj ando de regreso a Asia m e dij o que
yo t enía un convenio con Treadst one. El hom bre t rabaj aba para Carlos. Dij o
que Carlos lo sabe. Que Carlos est aba cerrando sus redes alrededor de m í, que
ust edes hicieron correr la voz de que yo había cam biado de bando. Él no podía
com prender la est rat egia, y yo no pude explicársela. Ust edes creyeron que yo
había cam biado de bando porque no t enían not icias m ías, y yo no podía
ponerm e en cont act o con ust edes porque no sabía quiénes eran. ¡Y sigo sin
saberlo!
—Supongo que t am poco sabe quién es el Monj e.
—Sí, sí... el Monj e. Su nom bre era Abbot t .
—Muy bien. ¿Y el Marino? Supongo que lo recuerda ¿no es verdad? ¿Y a la
esposa de ést e?
—Nom bres. Est án ahí, sí. Pero sin sus rost ros.
—¿Elliot St evens?
—No.
—O... Gordon Webb.
Conklin pronunció el nom bre con la m ayor de las lent it udes.

343
—¿Qué? —Bourne sint ió una sacudida en el pecho, y luego un dolor
punzant e y abrasador at ravesó sus sienes y se le incrust ó en los oj os. ¡Tenía
los oj os en llam as! ¡Fuego! Explosiones y oscuridad, int enso vient o y dolor...
¡Alm anac a Delt a! ¡Abandonen, abandonen! Responderán com o se les ha
ordenado. ¡Abandonen! —Gordon...
Jason oyó su propia voz, pero est aba m uy lej os, perdida en un vient o
rem ot o. Cerró los oj os, los oj os que t ant o le quem aban, y t rat ó de apart ar la
brum a. Luego abrió los oj os y no le sorprendió en absolut o descubrir que
Conklin le apunt aba a la cabeza con un revólver.
—No sé cóm o lo hizo, pero ust ed lo hizo. Era lo único que le quedaba por
hacer, y lo hizo. Volvió a Nueva York y los hizo volar a t odos. Los asesinó,
bast ardo. Lo que m ás desearía sería poder llevarlo de regreso y verlo at ado a
la silla eléct rica, pero eso no es posible. Así que haré lo que sigue en la list a de
prioridades: lo m at aré yo m ism o.
—No he est ado en Nueva York hace m uchos m eses. Ant es de lo que le
cuent o, no lo sé; pero por lo m enos no en los últ im os seis m eses.
—¡Ment iroso! ¿Por qué no hizo las cosas realm ent e bien? ¿Por qué no
m ont ó su m aldit o t ruco para poder est ar allá para los funerales? El del Monj e
fue hace t an sólo algunos días; eso le habría perm it ido encont rarse con
m uchos am igos. ¡Y el de su propio herm ano! ¡Oh, Dios Todopoderoso! Si hast a
podría haber escolt ado a su esposa por la nave cent ral de la iglesia. O t al vez
pronunciado un panegírico; ése sí que sería un final irónico. Pero al m enos le
perm it iría hablar bien del herm ano que ust ed m ism o m at ó.
—¿Herm ano...? ¡Bast a! ¡Por el am or de Dios, cállese!
—¿Por qué t engo que callarm e? ¡Caín est á vivo! ¡Nosot ros lo cream os y él
se hizo, realidad!
—Yo no soy Caín. ¡Él nunca exist ió! ¡Yo nunca lo fui!
—¡Así que lo sabe! ¡Ment iroso! ¡Canalla!
—Guarde ese revólver. ¡Le digo que lo baj e!
—Ni por asom o. Me j uré a m í m ism o que le concedería dos m inut os
porque quería escuchar lo que m e diría. Pues bien, lo he escuchado, y apest a.
¿Quién le dio a ust ed algún derecho? Todos perdem os cosas; son gaj es del
oficio, y si a uno no le gust a est e m aldit o t rabaj o, pues no sigue haciéndolo. Si
no exist e ningún convenio, se evapora uno; eso es lo que yo pensé que ust ed
había hecho, y est aba dispuest o a darle esa oport unidad, a convencer a los
dem ás de que lo dej aran desaparecer. Pero no, ust ed regresó y nos puso en la
m ira de sus arm as.
—¡No! ¡Eso no es ciert o!
—Dígaselo a los t écnicos de laborat orio que t ienen en su poder ocho
fragm ent os de vidrio que equivalen a dos huellas digit ales. Dedos índice y
m edio de la m ano derecha. Ust ed est uvo allí y asesinó a cinco personas.
Ust ed, que solía ser uno de ellos, sacó sus pist olas, en plural, y los hizo salt ar
por el aire. Un plan perfect o. Una est rat egia de desprest igio. Varios t ipos de
casquillos, m últ iples balas, infilt ración. El plan de Treadst one abort ado y ust ed
se m archa en libert ad.
—¡No, se equivoca ust ed! Fue Carlos. No yo, sino Carlos. Si lo que ust ed
dice se produj o en la calle Set ent a y Uno, ¡fue él! Él sabe. Ellos saben. Una
residencia en la Calle Set ent a y Uno. Núm ero 139. ¡Ellos lo sabían!

344
Conklin asint ió, con los oj os ensom brecidos; el odio que dest ilaban era
visible a pesar de la poca luz, a pesar de la lluvia.
—¡Cuánt a perfección! —dij o lent am ent e—. El encargado de realizar el
prim er m ovim ient o en la est rat egia la hace pedazos haciendo un t rat o con el
blanco. ¿Cuál es su t aj ada, apart e los cuat ro m illones? ¿Carlos le proporcionó
inm unidad de su est ilo part icular de persecución? Ust edes dos sí que form an
una bonit a parej a.
—¡Eso es disparat ado!
—Y exact o —com plet ó el hom bre de Treadst one—. Sólo nueve personas
vivas conocían esa dirección ant es de las siet e y m edia de la t arde del viernes
pasado.
Tres de ellas fueron asesinadas, y nosot ros som os las ot ras cuat ro. Si
Carlos se ent eró de ella, hay una sola persona que pudo habérsela dado:
ust ed.
—¿De qué m anera? Yo no la conocía. ¡No la conozco!
—Acaba ust ed de decirla.
La m ano izquierda de Conklin em puñó el bast ón; era el preludio del
disparo: afianzar bien el pie lisiado.
—¡No lo haga! —grit ó Bourne, aun sabiendo que la súplica era inút il; se
giró violent am ent e hacia la izquierda m ient ras grit aba, lanzando el pie derecho
cont ra la m uñeca que sost enía el arm a.
¡Che- sah! , era la palabra desconocida que brot aba com o un grit o m udo en
su cabeza. Conklin cayó hacia at rás, disparando salvaj em ent e al aire y
t ropezando con su bast ón.
Jason giró en redondo, se agachó y, con el pie izquierdo, hizo volar el
arm a con el aire.
Conklin rodó por el suelo con los oj os clavados en las lej anas colum nas del
m ausoleo, esperando oír la explosión que haría volar en fragm ent os a su
at acant e. ¡No! El hom bre de Treadst one rodó nuevam ent e. Ahora hacia la
derecha, con expresión sorprendida, y los oj os clavados en... ¡Había alguien
m ás!
Bourne salt ó hacia un lado; cuat ro balas surcaron el aire en rápida
sucesión, y t res de ellas rebot aron casi silenciosam ent e. Rodó dando una
vuelt a, y ot ra, m ient ras sacaba la aut om át ica del cint urón. Vio al hom bre por
ent re la lluvia; la siluet a se incorporaba det rás de una lápida. Hizo dos
disparos; el hom bre cayó al suelo.
Tres m et ros m ás allá, Conklin se agit aba sobre el césped húm edo,
ext endiendo am bas m anos frenét icam ent e, en busca de un revólver. Bourne
salt ó y corrió hacia allá; se arrodilló j unt o al hom bre de Treadst one; con una
m ano lo asió del cabello húm edo, y con la ot ra em puñó su aut om át ica, con el
cañón apret ado cont ra el cráneo de Conklin. De las colum nas m ás alej adas del
m ausoleo llegó un grit o prolongado y desgarrador, que fue creciendo,
sost enida y pavorosam ent e en int ensidad, y luego cesó.
—Ése es su m at ón a sueldo —dij o Jason, t irando bruscam ent e de la
cabeza de Conklin hacia un lado—. Treadst one ha cont rat ado a unos hom bres
m uy ext raños, por ciert o. ¿Quién era el ot ro t ipo? ¿De qué celda para
condenados a m uert e lo sacó?
—Él era m ucho m ej or hom bre que ust ed —replicó Conklin con voz
cansina; la lluvia brillaba en su rost ro ilum inado por la lint erna, que est aba en

345
el suelo, a dos m et ros de dist ancia—. Todos ellos lo son. Todos han perdido
t ant o com o ust ed, m ás no por eso han cam biado de bando. ¡Podem os cont ar
con ellos!
—No im port a lo que diga, ust ed no m e creerá. ¡No quiere creerm e!
—Porque sé lo que ust ed es; lo que ust ed hizo. Acaba de confirm arm e
t odo el m aldit o asunt o. Puede m at arm e, pero ellos lo at raparán. Ust ed es de la
peor calaña. Se cree una persona m uy especial. Siem pre fue igual. Yo lo vi
después de Phnom Penh; t odo el m undo est aba perdido allá, disem inado por
t odas part es, pero eso no cont aba. ¡Lo único im port ant e era ust ed, sólo ust ed!
¡Y luego en Medusa! ¡Las reglas no regían para Delt a! Al anim al sólo le
im port aba m at ar. Y ésos son j ust am ent e los t ipos que después se pasan al ot ro
lado. Pues bien, yo t am bién perdí, pero j am ás m e pasé al ot ro bando.
¡Adelant e! ¡Mát em e! Ent onces podrá regresar j unt o a Carlos. Pero cuando vean
que no vuelvo, ellos lo sabrán. Lo perseguirán y no cej arán hast a echarle las
m anos encim a. ¡Vam os! ¡Dispare!
Conklin grit aba, pero Bourne casi no lo escuchaba. En cam bio, había
escuchado dos palabras y las punzadas de dolor le m art illeaban las sienes.
¡Phnom Penh! Phnom Penh, La m uert e en los cielos, la m uert e provenient e del
cielo. La m uert e de los j óvenes y de los m uy pequeños. Páj aros que chillaban y
ruidosas am et ralladoras, y el hedor com o de m uert e de la j ungla… y un río. De
nuevo se sent ía cegado, en llam as.
Debaj o de él, el hom bre de Treadst one había escapado. Su cuerpo lisiado
se arrast raba presa del pánico, arrem et iendo, t ant eando con las m anos la
hierba m oj ada. Jason pest añeó, t rat ando de obligar a su m ent e a regresar al
present e. Luego, súbit am ent e, supo que debía apunt ar la aut om át ica y
disparar. Conklin había encont rado su revólver y lo recogía. Pero Bourne no
pudo apret ar el gat illo.
Se lanzó hacia la izquierda y rodó por el suelo, arrast rándose en dirección
a las colum nas de m árm ol del m ausoleo. Los disparos de Conklin parecían no
t ener m et a fij a, pues el lisiado no podía afianzar la pierna ni su punt ería.
Ent onces el fuego cesó y Jason se incorporó, apret ando la cara cont ra la
superficie lisa y m oj ada de la piedra. Miró hacia fuera, con la aut om át ica en
posición de disparar; debía m at ar a aquel hom bre, pues de lo cont rario lo
m at aría a él, m at aría a Marie, los relacionaría a am bos con Carlos.
Conklin m archaba coj eando pat ét icam ent e hacia la verj a de ent rada,
volviéndose una y ot ra vez con el arm a ext endida. Bourne levant ó la
aut om át ica y apunt ó hast a t ener en la m ira la figura lisiada. Una fracción de
segundo y t odo habría t erm inado; su enem igo de Treadst one est aría m uert o, y
con su m uert e se abriría un rayo de esperanza, pues en Washingt on había aún
personas razonables.
Pero no podía hacerlo; no podía apret ar el gat illo. Baj ó el arm a y se quedó
de pie, indefenso, j unt o a la colum na de m árm ol, m ient ras Conklin t repaba a
su coche.
El coche. Debía regresar a París. Había una m anera. Siem pre la hubo.
¡Ella había est ado allí!

Llam ó suavem ent e a la puert a; la m ent e funcionaba a t oda velocidad


analizando los hechos, absorbiéndolos y descart ándolos vert iginosam ent e
m ient ras elaboraba un plan. Marie reconoció la llam ada y le abrió la puert a.

346
—¡Sant o cielo! ¡Mírat e! ¿Qué ha ocurrido?
—No hay t iem po —replicó, y corrió hacia el t eléfono que había en el ot ro
ext rem o de la habit ación—. Era una t ram pa. Est án convencidos de que los
t raicioné, de que m e he vendido a Carlos.
—¿Qué?
—Afirm an que volé a Nueva York la sem ana pasada, el viernes últ im o.
Que m at é a cinco personas... ent re ellas a m i herm ano. —Jason cerró un
inst ant e los oj os—. Había un herm ano. Hay un herm ano. No sé, no puedo
pensar en eso ahora.
—¡Si j am ás has abandonado París! ¡Y puedes dem ost rarlo!
—¿Cóm o? Ocho, diez horas, eso es t odo lo que habría necesit ado. Y ocho
o diez horas de las cuales no puedo dar cuent a es t odo lo que ellos necesit an
ahora. ¿Quién saldrá en m i defensa?
—Yo. Has est ado conm igo.
—Creerán que t ú eres part e de t odo est e asunt o —replicó Bourne,
m ient ras descolgaba el aparat o y m arcaba un núm ero—. El robo, la t raición,
Port Noir, t oda la m aldit a hist oria. Te relacionan conm igo. Carlos planeó est o
hast a el últ im o fragm ent o de huella digit al. ¡Crist o! ¡Y vaya si se encargó de
reunir las piezas!
—¿Qué est ás haciendo? ¿A quién llam as?
—Á nuest ro aliado, ¿recuerdas? El único que t enem os. Villiers. La esposa
de Villiers. Ella es nuest ro últ im o recurso. La prenderem os, la harem os t rizas,
la som et erem os a m il t orm ent os si es preciso. Pero no hará falt a que
lleguem os a eso; ella no luchará porque no puede ganar... ¡Maldit o sea! , ¿por
qué no cont est a?
—El t eléfono privado est á en su despacho. Son las t res de la m adrugada.
Es probable que...
—¡Aquí est á! ¿General? ¿Es ust ed? —Jason se vio obligado a
pregunt árselo, pues la voz en el ot ro ext rem o de la línea sonaba ext rañam ent e
t ranquila, pero no con la calm a del sueño int errum pido.
—Sí, soy yo, m i j oven am igo. Le pido disculpas por la t ardanza. Est aba
arriba con m i esposa.
—Precisam ent e quiero hablarle de ella. Tenem os que ponernos en
m ovim ient o. Ya m ism o. Alert ar al Servicio Secret o francés, I nt erpol y la
Em baj ada nort eam ericana, pero con la advert encia de que no int erfieran hast a
que yo la haya vist o y hast a hablado con ella. Tenem os que hablar.
—No lo creo, Mr. Bourne... Sí, conozco su nom bre, am igo m ío. En cuant o
a hablar con m i m uj er, m ucho m e t em o que no será posible. Sim plem ent e,
acabo de m at arla.

33

Jason se quedó cont em plando la pared de su habit ación, el papel


at erciopelado con desvaídos dibuj os que se confundían uno en el ot ro,
form ando absurdas cont orsiones de t ram a gast ada.
—¿Por qué? —dij o serenam ent e por t eléfono—. Creí que había ust ed
com prendido:

347
—Trat é de hacerlo, am igo m ío —replicó Villiers con una voz m ás allá del
enoj o o del pesar—. Dios sabe que t rat é, pero no pude im pedirlo. La m iraba
una y ot ra vez... y det rás de ella veía al hij o que ella no concibió, asesinado
por ese cochino anim al que era su m ent or. Mi ram era era la ram era de alguien
m ás... la ram era del anim al. No podía ser de ot ro m odo, y, según pude
ent erarm e, no lo era. Creo que ella descubrió la violencia en m is oj os y doy fe
de que allí est aba. —El general se int errum pió; el recuerdo se había hecho
dem asiado penoso—. No sólo advirt ió la violencia, sino t am bién la verdad. Se
dio cuent a de que yo sabía. Que sabía lo que ella era, lo que había sido
durant e t odos los años que pasam os j unt os. Y, al final, le di la oport unidad
que, según dij e a ust ed, le daría.
—¿La oport unidad de m at arlo?
—Sí. No fue difícil. Ent re nuest ras dos cam as hay una m esit a de noche, y
en el caj ón, un arm a. Ella est aba t um bada en la cam a, com o una Maj a de
Goya, espléndida en su arrogancia, absort a en sus pensam ient os, m ient ras yo
m e consum ía en los m íos. Abrí el caj ón en busca de una caj a de fósforos y
regresé a m i sillón y a m i pipa; dej é el caj ón abiert o, y la em puñadura del
arm a bien a la vist a. Fue m i silencio, supongo, y el hecho de que no podía
quit arle los oj os de encim a, lo que la obligó a reconocer m i presencia y, luego,
a concent rarse en m í. La t ensión ent re nosot ros había llegado al punt o en que
no hacía falt a decir m ucho para que las com puert as est allaran, y, Dios se
apiade de m í, fui yo quien pronunció las palabras fat ales. Me oí pregunt arle:
«¿Por qué lo hicist e?» Y ent onces, la acusación se com plet ó. Le dij e que era m i
ram era, la ram era que había m at ado a m i hij o. Se quedó m irándom e fij am ent e
durant e un m om ent o, y en un solo inst ant e sus oj os se apart aron de m í para
m irar de reoj o el caj ón abiert o y el arm a... y t am bién el t eléfono. Me puse de
pie, las brasas de m i pipa fulgurant es... chauffé au rouge. Ella giró las piernas
y las baj ó de la cam a, m et ió am bas m anos en el caj ón abiert o y sacó el
revólver. No la det uve; quería escuchar las palabras de sus propios labios,
quería oír m i propia acusación de m í m ism o, t ant o com o la de ella. Lo que
escuché es algo que m e llevaré a la t um ba conm igo, para que quede una pizca
de honor para m i persona y la persona de m i hij o. No serem os blanco de la
m ofa de aquellos que han dado m enos que nosot ros. Jam ás.
—General... —Bourne sacudió la cabeza, incapaz de pensar con claridad y
sabiendo que precisaba t iem po para poder encont rar sus pensam ient os—.
General, ¿qué ocurrió? Ella le dio m i nom bre. ¿Cóm o? Tiene que decirm e eso.
Se lo ruego.
—Con m ucho gust o. Ella dij o que ust ed era un insignificant e pist olero que
deseaba m et erse en los zapat os de un gigant e. Que era un ladrón a part ir de lo
de Zurich, un hom bre repudiado hast a por su propia gent e.
—¿Dij o quién era esa gent e?
—Si lo hizo, yo no escuché. Est aba ciego, sordo, presa de una furia
incont rolada. Pero no t iene ust ed nada que t em er de m í. El capít ulo est á
cerrado, m i vida se habrá t erm inado con una sola llam ada t elefónica.
—¡No! —grit ó Jason—. ¡No lo haga! Ahora no.
—Debo hacerlo.
—Por favor. No se cont ent e con la ram era de Carlos. ¡Det enga a Carlos!
¡At rape a Carlos!

348
—¿Para que m i nom bre sea escarnecido por haberm e acost ado con esa
ram era? ¿Por haber sido m anej ado por la perra de ese anim al?
—¡Maldit o sea: piense en su hij o! ¡Cinco cart uchos de dinam it a en la rué
de Bac!
—Déj elo en paz. Déj em e en paz. Todo t erm inó.
—¡No t erm inó en absolut o! ¡Escúchem e! Dém e sólo un m om ent o, es t odo
lo que le pido. —La m ent e de Jason, las im ágenes galopaban furiosam ent e
frent e a sus oj os, ent rechocando en rápida sucesión. Pero aquellas im ágenes
t enían sent ido. Propósit o. Sent ía la m ano de Marie sobre su brazo, apret ándolo
con firm eza, com o si int ent ara am arrar su cuerpo a un puert o de realidad—.
¿Alguien ha oído el disparo?
—No ha habido ningún disparo. En est as épocas no se com prende bien el
significado de un coup de grâce. Yo m e ciño a su finalidad original. Term inar
con el sufrim ient o de un cam arada herido o de un enem igo respet ado. No se
usa con una ram era.
—¿Qué quiere decir? Ust ed ha dicho que la ha m at ado.
—La he est rangulado, obligándola a m irarm e a los oj os m ient ras el aire se
le escapaba del cuerpo.
—Pero lo est aba apunt ando con su revólver...
—Lo cual es t ot alm ent e ineficaz cuando los oj os de uno arden con el
reflej o de las brasas encendidas de una pipa. Ya no t iene im port ancia; podría
haberm e ganado.
—¡Ganó ella si ust ed dej a las cosas así! ¡No lo com prende? ¡Carlos es
quien gana! ¡Ella lo dest rozó! Y a ust ed no se le ocurrió nada m ej or que
est rangularla! ¿Y habla ust ed de desprecio? ¡Se est á ust ed echando t odo sobre
los hom bros, no le quedará m ás que desprecio
—¿Por qué insist e, Monsieur Bourne? —dij o Villiers con t ono fat igado—. No
espero recibir caridad de ust ed ni de nadie. Déj em e en paz. Acept o lo
inevit able. No conseguirá ust ed nada.
—¡Lo haré si logro que ust ed m e escuche! ¡Capt ure a Carlos, at rape a
Carlos! ¿Cuánt as veces t engo que decírselo? ¡Ust ed necesit a agarrarlo a él!
¡Con eso saldará t odas las cuent as! ¡Y él es t am bién la persona que yo
necesit o! Sin él soy hom bre m uert o. Los dos est am os condenados a m uert e.
¡Por el am or de Dios, escúchem e]
—Me gust aría ayudarlo, pero no hay nada que pueda hacer por ust ed. O
que quiera hacer, si lo prefiere.
—Hay una m anera. —Las im ágenes cobraron nit idez. Sabía dónde est aba,
dónde se dirigía. El significado y el propósit o convergían—. I nviert a la t ram pa.
Salga de ella indem ne, sin perder nada de lo que t iene.
—No lo com prendo. ¿Cóm o podría hacerlo?
—Ust ed no asesinó a su esposa. ¡Fui yo quien lo hizo!
—¡Jason! —grit ó Marie, aferrándose a su brazo.
—Sé lo que hago —replicó Bourne—. Por prim era vez, realm ent e sé lo que
est oy haciendo. Es curioso, pero creo que lo supe desde el principio.
Pare Monceau est aba t ranquilo; la calle, desiert a; unas pocas luces de
port ales brillaban t rém ulam ent e en la lluvia fría y brum osa; t odas las vent anas
de aquella hilera de residencias luj osas est aban en t inieblas, except o las de la
casa de André Francois Villiers, m it o de Saint - Cyr y Norm andía, m iem bro de la
Junt a Nacional de Francia... asesino de su esposa. Las vent anas del piso

349
superior, a la izquierda del porche, brillaban t enuem ent e. Era el dorm it orio
donde el señor de la casa había m at ado a la señora de la casa, el lugar donde
un viej o soldado acosado por los recuerdos había est rangulado a la am ant e de
un asesino a sueldo.
Villiers no había accedido a nada; había quedado dem asiado est upefact o
para responder. Pero Jason había expuest o calurosam ent e su idea, había
m achacado el m ensaj e con t ant o énfasis, que las palabras habían resonado en
el t eléfono. ¡Capt ure a Carlos! ¡No se conform e con la ram era del asesino!
¡At rape al hom bre que m at ó a su hij o! Al hom bre que colocó cinco cart uchos
de dinam it a en un coche en la rué de Bac y dio m uert e al últ im o descendient e
de los Villiers. Él es el hom bre que ust ed busca. ¡At rápelo!
Aprehende a Carlos. At rapa a Carlos. Caín es Charlie y Delt a es Caín. ¡Le
result aba t an claro! No había ot ro cam ino. Al final, era sólo el com ienzo; com o
el com ienzo m ism o se lo había revelado. Para poder sobrevivir debía ent regar
al asesino; si fallaba, podía considerarse hom bre m uert o. Y la de Marie St .
Jacques t am poco sería vida: sería dest ruida, hecha prisionera, t al vez m uert a,
por un act o de fe que se había convert ido en un act o de am or. La m arca de
Caín est aba grabada en ella, y su elim inación haría desaparecer t am bién t odo
t ipo de m olest ia. Ella era un frasco de nit roglicerina colocado en equilibrio
sobre un cable de alt a t ensión en el cent ro m ism o de un ignot o depósit o de
m uniciones. Usen una red. Elim ínenla. Una bala en la cabeza neut raliza los
explosivos que lleva en la m ent e. ¡Nadie podrá escucharla!
¡Había t ant as cosas que se debía conseguir que Villiers com prendiera, y
t an poco t iem po para explicárselas! La explicación m ism a est aba lim it ada t ant o
a una m em oria inexist ent e cuant o al est ado act ual de la m ent e del viej o
soldado. Había que lograr un delicado equilibrio al hacerlo, est ablecer
parám et ros en lo referent e al t iem po y las cont ribuciones de ello: le est aba
pidiendo a un hom bre para quien el honor era la virt ud m ás im port ant e que le
m int iera al m undo. Para que Villiers hiciera eso, el obj et ivo debía ser
increíblem ent e honorable.
¡Aprehende a Carlos!
En la plant a baj a había una segunda ent rada a la residencia del general;
se hallaba a la derecha de la escalinat a, pasando un port alón, donde los
proveedores ent regaban sus m ercancías en la cocina de abaj o. Villiers había
convenido en dej ar sin pest illo el port alón y la puert a. Bourne no se había
m olest ado en decirle al viej o soldado que eso no t enía im port ancia; que, de
cualquier m odo, ent raría en la casa, que su plan ent rañaba ciert o grado de
daño m at erial. Pero, en prim er lugar, est aba el riesgo de que la casa de Villiers
est uviera siendo vigilada. Había buenos m ot ivos para que Carlos t om ara
aquella precaución, y había m ot ivos igualm ent e válidos para que no lo hiciera.
Pensándolo bien, el asesino podría decidir m ant enerse lo m ás lej os posible de
Angélique Villiers, evit ando t oda posibilidad de que uno de sus hom bres fuera
at rapado, con lo cual se probaría su conexión, la conexión de Pare Monceau.
Por ot ro lado, Angélique, la m uert a, era su prim a y am ant e... la única persona
en el m undo que a él le im port aba algo. Philippe d'Anj ou.
¡D'Anj ou! ¡Por supuest o que habría alguien vigilando; o dos personas, o
diez! Si D'Anj ou había logrado salir de Francia, Carlos supondría lo peor; si el
hom bre de Medusa no había conseguido hacerlo, ent onces el asesino sabría lo
peor. El colonial podría ser som et ido, con lo cual revelaría cada una de las

350
palabras que había int ercam biado con Caín. ¿Dónde? ¿Dónde est aban los
hom bres de Carlos? Curiosam ent e —pensó Jason—, si no había nadie apost ado
en Pare Monceau aquella noche part icular, t odo su plan result aría inút il.
Pero no result ó inút il; allí est aban. En el int erior de un sedán, el m ism o
sedán que había at ravesado a t oda velocidad los port ones del Louvre doce
horas ant es; los m ism os dos hom bres: asesinos que prot egían a ot ros
asesinos. El coche est aba a unos quince m et ros de allí a m ano izquierda, lo
cual les brindaba una visión perfect a de la casa de Villiers. Pero aquellos dos
hom bres arrellanados en los asient os, con los oj os bien abiert os y alert as,
¿serían los únicos apost ados allí? Bourne no t enía form a de saberlo; am bos
lados de la calle est aban cubiert os de aut om óviles. Se agazapó en las som bras
del edificio de la esquina, que se encont raba en diagonal respect o a los dos
hom bres dent ro del sedán. Sabía lo que había que hacer, pero no est aba m uy
seguro de cóm o hacerlo. Necesit aba algo que los dist raj era, algo lo
suficient em ent e alarm ant e com o para at raer a los soldados de Carlos, y lo
suficient em ent e visible para hacer brot ar a cualquier ot ro que pudiera est ar
ocult ándose en la calle, o sobre un t echo, o det rás de una vent ana oscura.
Fuego. Repent ino. I nesperado. Lej os de la casa de Villiers y, al m ism o
t iem po, lo suficient em ent e cercano y sorprendent e com o para enviar
vibraciones a lo largo de aquella calle t ranquila, desiert a, t apizada de árboles.
Vibraciones... sirenas; explosivo... explosiones. Podía hacerse. Eran sólo
cuest ión de cont ar con los m edios adecuados.
Bourne se arrast ró desde la part e post erior del edificio de la esquina
hacia la calle que la cruzaba y corrió silenciosam ent e al port al m ás cercano,
donde se det uvo y se quit ó el abrigo y la chaquet a. Luego se quit ó la cam isa y
desgarró la t ela desde el cuello hast a la cint ura; volvió a ponerse la chaquet a
y el abrigo, se levant ó las solapas, se abrochó el abrigo, y se puso la cam isa
debaj o del brazo. Se asom ó baj o la lluvia noct urna y escrut ó los aut om óviles
que se encont raban en la calle. Necesit aba com bust ible, pero est aba en París,
y la m ayor part e de los depósit os de gasolina est arían asegurados con llave. La
m ayor part e, pero no t odos; t enía que haber alguno ent re los aparcados j unt o
a la acera cuya t apa no llevara llave. Y ent onces encont ró frent e a él lo que
buscaba, est aba en la vereda, asegurado a un port ón de hierro por m edio de
una cadena. Era un velom ot or, algo m ás pequeño que una m ot ociclet a, y cuyo
depósit o de com bust ible era una especie de burbuj a m et álica. La t apa, sin
duda, est aría suj et a a una cadena, pero era bast ant e poco probable que
t uviera cerradura. Ocho lit ros de com bust ible no eran cuarent a; había que
cont rapesar el riesgo de cualquier robo en relación con las consecuencias que
ést e im plicaría, y ocho lit ros de gasolina no valían una m ult a de 500 francos.
Jason se aproxim ó al velom ot or. Escudriñó la calle en un sent ido y en el ot ro;
no había nadie a la vist a, ningún ot ro sonido apart e el m onót ono repiquet eo de
la lluvia. Colocó la m ano en la t apa del depósit o de gasolina y la hizo girar; se
abrió con t oda facilidad. La abert ura era relat ivam ent e am plia, y el depósit o
est aba casi lleno. Volvió a colocar la t apa; t odavía no est aba list o para
em papar allí su cam isa. Necesit aba ot ro elem ent o.
Lo encont ró en la esquina siguient e, j unt o a una alcant arilla. Un adoquín
suelt o, desprendido por una década de descuidados conduct ores que
arrem et ían cont ra el borde de la acera. Consiguió afloj arlo del t odo m et iendo el
t alón en el int erst icio que lo separaba del borde. Lo levant ó, j unt o con un

351
fragm ent o m ás pequeño, y echó a andar hacia el velom ot or, con el fragm ent o
en el bolsillo y el adoquín en la m ano. Lo sopesó... al t iem po que com probaba
el est ado de su brazo. Serviría; las dos cosas servirían.
Tres m inut os m ás t arde sacaba la cam isa em papada del depósit o de
com bust ible, m ient ras los vapores se ent rem ezclaban con la lluvia y las m anos
se le cubrían con una capa oleosa. Envolvió el adoquín con la t ela, enroscando
las m angas y cruzándolas en varias direcciones, para at arlas luego firm em ent e
ent re sí a fin de que aprisionaran su proyect il. Est aba list o.
Se arrast ró de vuelt a hacia el edificio que est aba en la esquina de la calle
en que vivía Villiers. Los dos hom bres del sedán seguían inst alados en el
asient o delant ero, con la at ención concent rada en la casa de Villiers. Det rás del
sedán había ot ros coches: un «Mercedes» pequeño, una lim usina color m arrón
oscuro y un «Bent ley». Frent e a Jason, al ot ro lado del «Bent ley», había un
edificio de piedra blanca, de vent anas pint adas con esm alt e negro. La luz de
un zaguán se derram aba sobre las vent anas a am bos lados de la escalinat a; la
de la izquierda era evident em ent e, un com edor: podía ver sillas y una m esa
alargada a la luz adicional del espej o de un aparador rococó. Las vent anas de
aquel com edor, con su espléndida vist a sobre la pint oresca y luj osa calle de
París, serviría a sus fines.
Bourne se m et ió la m ano en el bolsillo y sacó la piedra; su t am año era
escasam ent e una cuart a part e del adoquín em papado en gasolina, pero le
result aría m uy út il. Avanzó lent am ent e hast a la esquina del edificio, levant ó el
brazo y lanzó la piedra lo m ás lej os que pudo por encim a del sedán.
El est allido resonó en la calle silenciosa seguido del est répit o provocado
por la piedra al golpear el capó de un coche y caer al suelo. Los dos hom bres
del sedán se irguieron de golpe. El que est aba j unt o al conduct or abrió la
puert a y salió del aut om óvil, em puñando un arm a. El conduct or baj ó el vidrio
de la vent anilla y encendió los faros. La luz rebot ó con fuerza cegadora en la
superficie m et álica y los crom ados del aut om óvil que t enía delant e. Era, a
t odas luces, un act o est úpido, que sólo servía para indicar el t em or de los
hom bres que vigilaban en Pare Monceau.
Ahora. Jason cruzó la calle corriendo con la at ención cent rada en los dos
hom bres que se cubrían los oj os con las m anos, t rat ando de ver por ent re el
resplandor de la luz reflej ada. Llegó hast a el m alet ero del «Bent ley», con el
adoquín debaj o del brazo, y fósforos en am bas m anos. Se agachó, encendió
los fósforos, puso el adoquín en el suelo y luego lo levant ó por el ext rem o de
una de las m angas. Sost uvo los fósforos encendidos debaj o de la t ela
em papada en naft a; de inm ediat o se prendió fuego.
Se incorporó rápidam ent e, balanceando el adoquín con la m anga; lo lanzó
por encim a de la vereda y lo arroj ó con t odas sus fuerzas cont ra el m arco de la
vent ana, para salir luego corriendo a t oda velocidad hast a m ás allá del borde
del edificio, en el m om ent o en que se producía el im pact o.
El fragor de vidrios rom pió el silencio de la calle. Bourne corrió hacia la
izquierda, hast a el ot ro lado de la angost a avenida, y luego de regreso en
dirección a la casa de Villiers; una vez m ás encont ró refugio en las som bras.
Est im ulado por el vient o procedent e de la vent ana rot a, el fuego t repó
rápidam ent e por los cort inaj es. Treint a segundos m ás t arde, la habit ación era
un horno en llam as, exalt adas por el inm enso espej o del aparador. Se oyeron
grit os y se encendió la luz de algunas vent anas cont iguas y luego la de ot ras,

352
en el ot ro ext rem o de la calle. Al cabo de un m inut o, aquello era el caos. La
puert a de la casa en llam as se abrió de par en par y salieron de ella dos
figuras: un hom bre m ayor en pij am a, y una m uj er con una negligée y una sola
zapat illa, am bos dom inados por el pánico.
Se abrieron ot ras puert as y aparecieron ot ras figuras, arroj adas del sueño
al caos; algunas de ellas corrieron a la residencia envuelt a en llam as: un
vecino est aba en peligro. Jason avanzó en diagonal hacia el ot ro lado de la
esquina, una figura m ás que corría ent re el gent ío que rápidam ent e em pezaba
a congregarse allí. Se det uvo donde inició su carrera unos m inut os ant es, j unt o
al edificio de la esquina, y perm aneció inm óvil, t rat ando de localizar a los
hom bres de Carlos.
Había est ado en lo ciert o: aquellos dos hom bres no eran los únicos
vigilant es apost ados en Pare Monceau. Ahora había cuat ro acuchillados j unt o al
sedán hablando de prisa y en voz baj a. No, cinco. Ot ro avanzó con rapidez por
la acera y se unió a los ot ros cuat ro.
Oyó el zum bido de las sirenas; crecía a cada m inut o, a m edida que se
acercaban. Los cinco hom bres se alarm aron.
Debían t om ar decisiones; no podían quedarse t odos allí. Tal vez alguno
t uviera ant ecedent es penales.
Acuerdo. Uno de ellos se quedaría: el quint o hom bre. Asint ió y cruzó
velozm ent e la calle, hast a quedar en el lado de la casa de Villiers. Los ot ros se
m et ieron en el sedán y, en el m om ent o en que un aut o bom ba aparecía en la
calle, el sedán se deslizó del lugar donde se encont raba aparcado y pasó raudo
al lado del m onst ruo roj o que se dirigía a t oda m archa en dirección cont raria.
Sólo quedaba un obst áculo: el quint o hom bre. Jason rodeó el edificio y lo
avist ó a m it ad de cam ino ent re la esquina y la casa de Villiers. Ahora era
cuest ión de encont rar el m om ent o oport uno y sacar part ido de la sorpresa.
Bourne sim uló correr hacia el incendio con int ención de ayudar, una figura
perdida en la confusión circundant e. Pasó al lado del hom bre, quien no se dio
cuent a de su presencia, pero sí lo advert iría si seguía corriendo hast a la puert a
del sót ano de la casa de Villiers y la abría. El hom bre est aba m irando hacia
am bos lados de la calle, preocupado, perplej o y t al vez asust ado. Est aba
parado frent e a una verj a de poca alt ura; ot ra ent rada de sót ano ot ra luj osa
residencia en Pare Monceau.
Jason se det uvo y dio dos rápidos pasos hacia el hom bre; luego,
apoyándose en el pie izquierdo, giró en redondo, lanzó el derecho hacia el
quint o hom bre, a la vez que lo golpeaba con los puños hast a hacerlo caer hacia
at rás sobre la verj a de hierro. El hom bre lanzó un grit o al caer en el angost o
pasillo de cem ent o. Bourne salt ó lim piam ent e la verj a, con los nudillos de la
m ano derecha rígidos y los t alones de am bos pies ext endidos hacia delant e.
Cayó sobre el pecho del hom bre; el im pact o le rom pió las cost illas, m ient ras
los nudillos de Jason se est rellaban cont ra la gargant a. El hom bre de Carlos se
desvaneció. Recobraría el conocim ient o m ucho después de que alguien lo
llevara a un hospit al. Jason regist ró al hom bre: sólo llevaba un revólver suj et o
al pecho. Bourne se lo quit ó y se lo m et ió en el bolsillo del abrigo. Se lo
ent regaría a Villiers.
Villiers. El cam ino est aba libre.
Subió por la escalera hast a el t ercer piso. Al llegar a m it ad de escalera
observó una línea delgada de luz que salía por debaj o de la puert a del

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dorm it orio: al ot ro lado de la puert a había un viej o que era su única esperanza.
Si alguna vez en la vida que recordaba o la que había olvidado, t enía que
m ost rarse convincent e, era ahora, Y su convencim ient o era real; en aquel
m om ent o no había sit io para el cam aleón. Todo aquello en lo que creía est aba
basado en un único hecho. Carlos t enía que ir a buscarlo. Era la verdad. Era la
t ram pa.
Llegó al rellano y dobló hacia la izquierda, hacia la puert a del dorm it orio.
Se det uvo un m om ent o, t rat ando de acallar los cada vez m ás fuert es y rápidos
lat idos de su corazón. Part e de la verdad, no t oda la verdad. No habría
invención alguna, sólo om isión.
Un acuerdo... un convenio... con un grupo de hom bres —
hom bres honorables—, que t rat aban de dar caza a Carlos. Eso era t odo lo que
Villiers debía saber, t odo lo que debía acept ar. No podía decirle que est aba en
t rat os con un am nésico, pues t ras esa pérdida de m em oria podía ocult arse un
hom bre deshonest o. La leyenda de Saint - Cyr, Argelia y Norm andía, no
acept aría eso; no allí, en aquel m om ent o, al final de su vida.
¡Oh, Dios, el equilibrio era t an t enue. La línea que separaba la confianza
de la desconfianza, t an sut il... t an sut il com o lo era para el cadáver cuyo
nom bre no era Jason Bourne.
Abrió la puert a y ent ró en la habit ación, en el infierno privado de un viej o.
En el ext erior, al ot ro lado de las vent anas t apadas por cort inaj es, las sirenas
ululaban y la gent e grit aba. Espect adores de una arena invisible m ofándose de
lo desconocido, aj enos a sus causas insondables.
Jason cerró la puert a y perm aneció inm óvil. La am plia habit ación est aba
llena de som bras, ilum inada sólo por la lám para de la m esit a de noche.
Cont em pló una t rist e escena, que habría deseado no t ener que presenciar.
Villiers había arrast rado un sillón de escrit orio, de respaldo alt o, desde el ot ro
ext rem o de la habit ación, y est aba sent ado en él a los pies de la cam a, con los
oj os clavados en la m uj er m uert a t endida en la colcha. La cabeza bronceada de
Angélique Villiers descansaba sobre la alm ohada; los oj os m uy abiert os,
proyect ándose fuera de las órbit as. Tenía la gargant a hinchada, y en esa zona
la piel era de un roj o púrpura, y la m agulladura se había ext endido por t odo el
cuello. En cont rast e con la cabeza erguida, su cuerpo seguía ret orcido,
cont orsionado por su lucha salvaj e; las piernas ext endidas; la bat a,
desgarrada, y sus pechos asom aban por ent re la seda: incluso en la m uert e
dest ilaba sensualidad. No había habido ningún int ent o de disim ular a la
ram era.
El viej o soldado est aba sent ado com o un niño perplej o cast igado por una
acción insignificant e, com o si el verdadero crim en hubiese escapado al
razonam ient o de su at orm ent ador e incluso el suyo propio. Apart ó los oj os de
la m uert a y m iró a Bourne.
—¿Qué ha pasado allá afuera? —pregunt ó en t ono m onocorde.
—Unos hom bres vigilaban su casa. Hom bres de Carlos; eran cinco. He
iniciado un incendio en la m anzana; no ha habido ninguna víct im a. Sólo
quedaba uno de los hom bres; lo he puest o fuera de com bat e.
—Es ust ed una persona llena de recursos, Monsieur Bourne.
—En efect o, t engo m uchos recursos —convino Ja- son—. Pero ellos
regresarán. El incendio será sofocado y regresarán; lo harán incluso ant es de
que ello ocurra, si Carlos sum a dos m ás dos; y creo que así será. En ese caso,

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m andará a alguien. No vendrá personalm ent e, desde luego, pero enviará a uno
de sus pist oleros. Cuando ese hom bre lo encuent re a ust ed... y a ella... lo
m at ará. Carlos la pierde a ella, pero sigue siendo el vencedor. Gana por
part ida doble: lo ha usado a ust ed a t ravés de ella, y al final lo m at ará. Él se
m archa t ranquilam ent e y ust ed est á m uert o. La gent e podrá sacar las
conclusiones que desee, pero no creo que sea m uy halagadoras para ust ed.
—Es ust ed m uy preciso. Se sient e m uy seguro de sus j uicios.
—Sé de lo que est oy hablando. Preferiría no t ener que decir lo que voy a
decirle, pero no es m om ent o para t ener en cuent a los sent im ient os de nadie.
—A m í ya no m e queda ninguno. Diga lo que desee.
—Su esposa le dij o a ust ed que era francesa, ¿no es verdad?
—Sí, del sur de Francia. Su fam ilia era de Loures Barouse, cerca de la
front era española. Vino a París hace m uchos años. Vivía con una t ía. ¿Por qué
m e lo pregunt a?
—¿Alguna vez conoció a alguien de su fam ilia?
—No.
—¿No asist ieron a la boda?
—Después de pensarlo bien, nos pareció m ej or no invit arlos. La disparidad
de nuest ras edades podría haberlos pert urbado.
—¿Y qué m e dice de la t ía de París?
—Falleció ant es de que Angélique y yo nos conociéram os. ¿Qué sent ido
t iene t odo est e int errogat orio?
—Su esposa no era francesa. Dudo m ucho que t uviera alguna vez una t ía
en París, y su fam ilia no era de Loures Barouse, si bien la proxim idad con la
front era española t iene ciert a relevancia. Podía disim ular m uchas cosas,
explicar m uchas ot ras.
—¿Qué quiere decir?
—Era venezolana, prim a herm ana de Carlos, y su am ant e desde los
cat orce años. Form aban un equipo, un equipo que funcionaba hacía m uchos
años. Me dij eron que era la única persona en el m undo que a Carlos le
im port aba algo.
—Una prost it ut a.
—El inst rum ent o de un asesino. Me pregunt o cuánt os blancos preparó.
Cuánt os hom bres valiosos m urieron a causa de ella.
—Yo no puedo m at arla dos veces.
—Pero puede usarla. Saque provecho de su m uert e.
—¿La locura a que ust ed hizo referencia?
—La única locura sería que ust ed arroj ara su vida por la borda. La vict oria
de Carlos sería t ot al: él sigue usando su pist ola... y los cart uchos de
dinam it a... y ust ed se conviert e en m era cifra de una est adíst ica. Una m uert e
m ás, sum ada a una larga list a de cadáveres ilust res. Eso sí que sería
dem encial.
—¿Y ust ed afirm a ser una persona sensat a? ¿Ust ed est á dispuest o a
asum ir la culpa por un crim en que no com et ió? ¿Por la m uert e de una ram era?
¿Perseguido por una m uert e en la que no t uvo nada que ver?
—Eso es part e de la cuest ión. De hecho, lo esencial.
—No m e hable de locuras, j ovencit o. Le ruego que se vaya. Lo que acaba
de decirm e m e da valor para enfrent arm e con el Dios Todopoderoso. Si alguna

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vez ha est ado j ust ificada alguna m uert e, ha sido la de ella a m is m anos. Miraré
a Crist o a los oj os y le j uraré.
—Ent onces ha decidido darse por vencido —dij o Jason, advirt iendo el bult o
de un arm a en el bolsillo de la chaquet a del viej o.
—No esperaré a que m e som et an a j uicio, si se refiere a eso.
—¡Oh, eso es perfect o, general ni al propio Carlos se le hubiese ocurrido
nada m ej or. Ningún m ovim ient o superfluo de su part e; ni siquiera t endrá
necesidad de usar su propia pist ola. Pero las personas que realm ent e cuent an
sabrán que fue obra de Carlos; que fue él quien lo causó.
—Aquellos que cuent an no sabrán nada en absolut o. Une affaire de
coeur... une grave m aladie... no m e preocupa lo que digan los asesinos y los
ladrones.
—¿Y si yo revelara la verdad? ¿Si dij era por qué la m at ó?
—¿Quién lo escucharía? I ncluso aunque viviera para cont arlo. Yo no soy
ningún t ont o, Monsieur Bourne. Ust ed huye de algo m ás que de Carlos. Es un
hom bre perseguido por m uchos, y no t an sólo por una persona. Ust ed
práct icam ent e m e lo dij o. No quiso darm e su nom bre... por m i propia
seguridad, según dij o. Cuando, y si t odo est o t erm inaba, aduj o, t al vez fuera
yo el que no desearía ser vist o con ust ed. Ésas no son las palabras de alguien
en quien los dem ás deposit an su confianza.
—Confió ust ed en m í.
—Ya le dij e por qué —replicó Villiers, apart ando la m irada de él y fij ándola
en su esposa m uert a—. Es algo que vi en los oj os de ust ed.
—¿La verdad?
—La verdad.
—Ent onces, vuelva a m irarm e. La verdad sigue est ando allí, un el cam ino
de Nant erre dij o ust ed que escucharía lo que t enía que decirle porque yo le
había devuelt o la vida. Est oy t rat ando de devolvérsela una vez m ás. Puede
salir de aquí libre, sin m ancha, seguir defendiendo las cosas im port ant es para
ust ed, que fueron im port ant es para su hij o. ¡Puede ust ed vencer...! No m e
j uzgue m al: no est oy siendo noble. El hecho de que ust ed siga con vida y haga
lo que le pido, es la única m anera que t engo de seguir viviendo yo, la única
form a de llegar a ser libre.
—¿Por qué? —pregunt ó el viej o soldado levant ando la m irada.
—Ya le he dicho que quería a Carlos porque m e habían despoj ado de algo,
algo m uy necesario para m i vida, m i m em oria, y él fue el causant e de ello. Ésa
es la verdad, o por lo m enos, creo que es la verdad, pero no t oda la verdad.
Hay ot ras personas involucradas, algunas de ellas decent es, ot ras no, y el t rat o
que hice con ellas fue que at raparía a Carlos. Ellos quieren lo m ism o que
ust ed. Pero ocurrió algo que no puedo explicarle, que ni siquiera t rat aré de
explicarle, y esas personas creen que yo las t raicioné. Creen que hice un pact o
con Carlos, que les robé m illones y m at é a algunas personas que eran m i
enlace con ellos. Tienen hom bres apost ados por t odas part es, y las órdenes
son de disparar. Ust ed t iene razón: no huyo sólo de Carlos. Me acosan
hom bres que no conozco y que no puedo ver. Y por m ot ivos que nada t ienen
que ver con la realidad. Yo no hice lo que ellos aseguran que hice, pero nadie
parece querer escucharm e. No t engo ningún pact o con Carlos, y ust ed sabe
que es así.

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—Le creo. Nada m e im pide hacer una llam ada y hablar en su favor. Le
debo a ust ed eso.
—¿Y cóm o lo haría? ¿Qué diría?: «El hom bre al que conozco com o Jason
Bourne no t iene ningún pact o con Carlos. Lo sé porque m e reveló el nom bre de
la am ant e de Carlos, y esa m uj er era m i esposa, la esposa que est rangulé para
que el deshonor no recayera sobre m i apellido. En est e m ism o m om ent o est oy
a punt o de llam ar a la Suret é y confesar m i crim en; aunque, desde luego, no
les diré los m ot ivos que t uve para hacerlo. Ni por qué m e quit aré la vida...»
¿Es eso, general? ¿Es eso lo que les dirá?
El viej o se quedó m irando silenciosam ent e a Bourne, com prendiendo con
claridad la cont radicción básica im plícit a en sus palabras.
—Ent onces, no veo cóm o ayudarle.
—Muy bien. Espléndido. Carlos t riunfa en t oda la línea. Ella gana. Ust ed
pierde. Su hij o, t am bién. ¡Vam os, llam e a la Policía, y luego m ét ase el cañón
del revólver en su m aldit a boca y levánt ese la t apa de los sesos! ¡Adelant e!
¡Eso es lo que quiere! ¡Tirar la esponj a, acost arse y m orir! Ust ed ya no sirve
para nada. ¡Es un viej o que sólo se com padece de sí m ism o! Y Dios sabe que
no es rival para Carlos. No es rival para el hom bre que puso cinco cart uchos de
dinam it a en la rué de Bac y m at ó a su hij o.
Las m anos de Villiers com enzaron a t em blar, t em blor que se ext endió
hast a la cabeza.
—No m e haga eso. Se lo adviert o, no haga eso conm igo.
—¿Me lo adviert e? ¿Qué quiere decir que est á ust ed dándom e órdenes?
¿El hom brecillo de enorm es bot ones de bronce est á dando una orden? Pues
bien, ¡olvídelo! ¡Yo no recibo órdenes de un hom bre com o ust ed! ¡Ust ed es un
farsant e! ¡Es peor que las personas a las que at aca; ellos, por lo m enos, t ienen
suficient es agallas para hacer lo que dicen que harán! Ust ed, no. Son puras
palabras. Palabras huecas que sólo sirven para t ranquilizar su conciencia.
¡Acuést ese y m uérase, viej o! ¡Pero no m e dé órdenes!
Villiers separó las m anos y salt ó de la silla com o un resort e, con su
agobiado cuerpo t em blando de furia:
—Se lo he advert ido. ¡Bast a!
—A m í no m e int eresan sus advert encias. Tuve razón en lo que pensé la
prim era vez que lo vi. Ust ed est á al lado de Carlos. Ha sido su lacayo en vida,
y lo seguirá siendo cuando est é m uert o.
El rost ro del viej o soldado se cont orsionó de dolor. Esgrim ió el revólver; el
gest o, pat ét ico, y, sin em bargo, la am enaza, real.
—He m at ado a m uchos hom bres en m i vida. En m i profesión fue un hecho
inevit able, con frecuencia pert urbador. No deseo m at arlo en est e m om ent o,
pero lo haré si insist e en cont rariarm e. ¡Váyase! Salga de est a casa.
—¡Qué form idable! Debe de est ar ust ed conect ado al cerebro de Carlos.
¡Ust ed m e m at a, y él carga con t odos los prem ios!
Jason dio un paso hacia delant e, conscient e de que era el prim er
m ovim ient o que había hecho desde que había ent rado en la habit ación. Vio
cóm o Villiers abría los oj os de par en par; agit ó el revólver, y su som bra
vacilant e se proyect ó en la pared. Una ligera presión y el percut or caería hacia
delant e, haciendo que la bala se incrust ara en el blanco. Pues, al m argen de la
locura del m om ent o, la m ano em e em puñaba el arm a se había pasado la vida
aferrando acero; t endría la firm eza necesaria cuando llegara el m om ent o, si es

357
que llegaba t al m om ent o. Ése era el riesgo que Bourne debía correr. Sin
Villiers, sus posibilidades serían nulas; era preciso convencer de ello al viej o.
Jason grit ó de pront o:
—¡Vam os! ¡Dispare! ¡Mát em e! ¡Cum pla las órdenes de Carlos! Es ust ed un
soldado. Tiene sus órdenes. Cúm plalas.
El t em blor de la m ano de Villiers era m ás int enso, y los nudillos se le veían
blancos cuando levant ó el arm a y apunt ó a la cabeza de Bourne. Ent onces
Jason oyó el susurro que brot aba de la gargant a del viej o:
—Vous ét es un soldat ... arrét ez... arrét ez.
—¿Qué?
—Soy un soldado. Alguien m e lo recordó hace m uy poco, una persona
m uy querida para ust ed —Villiers hablaba con t oda calm a—. Ella obligó al viej o
guerrero a recordar quién era... quién había sido. On dit que vous ét es un
gégant . Je le crois. Ella t uvo la gent ileza, la bondad de decirm e t am bién eso.
Que le habían dicho que yo era un gigant e, y que ella lo creía. Est aba
equivocada, ¡oh, Dios Todopoderoso, cóm o se equivocaba! , pero lo int ent aré.
—André Villiers baj ó el revólver; había un t oque de dignidad en su gest o. La
dignidad de un soldado que ent rega sus arm as. La dignidad de un gigant e—.
¿Qué quiere que haga?
Jason respiró, aliviado.
—Que obligue a Carlos a correr t ras de m í. Pero no aquí, no en París. Ni
siquiera en Francia.
—¿Dónde, ent onces?
Jason no se lo dij o; en cam bio, le pregunt ó:
—¿Puede ust ed sacarm e del país? Le adviert o que m e buscan. A est as
alt uras, m i nom bre y descripción deben de est ar en t odos los despachos de
inm igración y puest os de front era de t oda Europa.
—¿Por m ot ivos equivocados?
—Por m ot ivos equivocados.
—Le creo. Sí, hay m aneras de sacarlo de aquí. El Conseiller Milit aire puede
hacerlo y lo hará si yo se lo pido.
—¿Aunque yo t enga una ident idad falsa? ¿Y sin decirle a ellos por qué?
—Mi palabra bast a. Me lo he ganado.
—Ot ra pregunt a. El asist ent e de que ust ed m e ha hablado. ¿Confía en él;
de veras confía en él?
—Ciegam ent e. Por encim a de t odos los dem ás hom bres.
—¿Le confiaría ust ed la vida de ot ra persona? ¿De una que ust ed describió
acert adam ent e com o m uy querida para m í?
—Por supuest o. ¿Por qué? ¿Viaj ará ust ed solo?
—Debo hacerlo. Ella j am ás m e perm it iría ir allá.
—Pero t endrá que darle alguna explicación.
—Sí. Le diré que debo ocult arm e; aquí en París, o en Bruselas, o en
Am st erdam . Que son ciudades en las que Carlos opera. Pero que ella t iene que
alej arse de París; nuest ro coche fue encont rado en Mont m art re. Que los
hom bres de Carlos est án revisando cada calle, cada depart am ent o, cada hot el.
Que ahora ust ed y yo t rabaj am os j unt os; que su asist ent e la llevará a algún
pueblecit o del int erior, donde est ará segura. Eso es lo que le diré.
—Hay una pregunt a que debo hacerle en est e m om ent o. ¿Qué ocurrirá si
ust ed no regresa?

358
Bourne t rat ó de que su voz no reflej ara ningún t ono de súplica:
—En el avión t endré t iem po de sobra. Le escribiré explicándole t odo lo que
ha ocurrido, t odo lo que... puedo recordar. Le enviaré la cart a a ust ed, y ust ed
t om ará las decisiones del caso. Con ella. Ella dij o que ust ed era un gigant e.
Tom e las decisiones adecuadas. Prot éj ala.
—Vous ét es un soldat ... arrét ez. Tiene ust ed m i palabra. Nadie le hará
ningún daño.
—Es t odo cuant o puedo pedir.
Villiers arroj ó el arm a sobre la cam a, cayó ent re las piernas
cont orsionadas y desnudas de la m uert a; el viej o soldado t osió y volvió a
adopt ar su post ura.
—Y ahora, hablem os algo de los det alles concret os, j ovencit o —dij o,
m ient ras en su voz volvía a not arse una ciert a t orpeza, pero t am bién
decididam ent e, un t oque de aut oridad—. ¿Cuál es exact am ent e su plan?
—Para com enzar, ust ed ha sufrido un colapso, est á en est ado de shock.
Es un aut óm at a que sigue inst rucciones que no com prende, pero que debe
obedecer.
—Lo cual no difiere dem asiado de la realidad, ¿no le parece? —int errum pió
Villiers—. Por lo m enos, ant es de que un hom bre j oven, con la verdad en sus
oj os, m e obligara a escucharlo. Pero, ¿cóm o se produce ese est ado? ¿y por
qué?
—Todo lo que ust ed sabe, t odo lo que alcanza a recordar, es que un
hom bre ent ró en su casa durant e el incendio y le golpeó la cabeza con un
revólver; ust ed se desplom ó y perdió el sent ido. Cuando recobró el
conocim ient o, encont ró a su esposa m uert a, est rangulada, y una not a j unt o a
su cadáver. El cont enido de esa not a fue lo que le hizo perder el j uicio.
—¿Y en qué consist irá?
—En la verdad —respondió Jason—. La verdad que ust ed j am ás perm it irá
que nadie sepa. Lo que ella era para Carlos, lo que él era para ella. El asesino
que escribió la not a le dej ó un núm ero de t eléfono, diciéndole que por m edio
de él podría confirm ar sus palabras. Y que, una vez que se sint iera sat isfecho,
podía dest ruir la not a y denunciar el crim en com o se le ant oj ara. Pero que, a
cam bio de decirle la verdad, y de m at ar a la ram era que había part icipado t an
est recham ent e en la m uert e de su hij o, quiere que ust ed ent regue un m ensaj e
escrit o.
—¿A Carlos?
—No. Él enviará un em isario.
—Menos m al. No est oy m uy seguro de poder seguir adelant e si t uviera
que enfrent arm e personalm ent e con él.
—Recibirá el m ensaj e.
—¿En qué consist irá?
— Yo se lo escribiré; ust ed podrá ent regárselo al hom bre que le envíen.
Debe ser m uy preciso, t ant o en lo que dice com o en lo que om it e. —Bourne
echó una m irada a la m uert a, a la gargant a hinchada—. ¿Tiene un poco de
alcohol?
—¿Una bebida alcohólica?
—No. Alcohol. O si no un poco de colonia.
—Est oy seguro de que en el bot iquín hay un frasco de alcohol.
—¿Le im port aría t raérm elo? Y t am bién una t oalla, por favor.

359
—¿Qué piensa hacer?
—Poner m is m anos donde est uvieron las suyas. Sólo a t ít ulo de
precaución, aunque no creo que nadie lo int errogue. Mient ras yo m e ocupo de
eso, llam e a quien sea necesario para sacarm e de Francia. El fact or t iem po es
im port ant e. Debo est ar en cam ino ant es de que ust ed se ponga en cont act o
con el em isario de Carlos, y por ciert o que m ucho ant es de que llam e a la
Policía. De lo cont rario, t odos los aeropuert os est arían vigilados.
—Supongo que puedo ret rasar esa últ im a llam ada hast a el am anecer. Por
ser un viej o en est ado de shock, com o ust ed dice. Pero no m ucho m ás.
¿Adonde irá?
—A Nueva York. ¿De veras podrá sacarm e? Tengo un pasaport e que m e
ident ifica com o George Washburn Y est á m uy bien hecho.
—Lo cual m e facilit a m ucho las cosas. Tendrá ust ed st at us diplom át ico.
Vía libre a am bos lados del At lánt ico.
—¿Cóm o ciudadano inglés? El pasaport e es brit ánico.
—Com o m iem bro de la OTAN: ust ed es part e de un equipo anglo
nort eam ericano encargado de negociaciones m ilit ares. Nosot ros facilit am os su
regreso rápido a los Est ados Unidos a fin de que pueda recibir nuevas
inst rucciones. No es nada insólit o, y será suficient e para que ust ed pueda
pasar y sin m ás t rám it e por los dos puest os de inm igración.
—Excelent e. He revisado los horarios. Hay un vuelo de «Air France» a
Nueva York a las siet e de la m añana.
—Est ará ust ed a bordo. —El viej o hizo una pausa; aún no había t erm inado
de hacer pregunt as. Dio un paso hacia Jason—. ¿Por qué Nueva York? ¿Qué lo
hace est ar t an seguro de que Carlos lo seguirá a Nueva York?
—Son dos pregunt as con respuest as diferent es —replicó Bourne—. Tengo
que ent regarlo precisam ent e en el m ism o lugar en que él hizo suponer que yo
había m at ado a cuat ro hom bres y a una m uj er a la que no conocía... pero uno
de los hom bres era alguien m uy allegado a m í, alguien de m i m ism a sangre,
supongo.
—No com prendo.
—Yo t am poco est oy m uy seguro de ent enderlo. Pero no hay t iem po.
Est ará t odo en lo que yo le escribiré cuando est é en el avión. Tengo que probar
que Carlos sabía. Un edificio en Nueva York. Donde ocurrió t odo. Ellos t ienen
que com prender. Él conocía su exist encia. Confíe en m í.
—Confío en ust ed. ¿Qué m e dice ent onces de la segunda pregunt a? ¿Por
qué se supone que lo seguirá hast a allá?
Jason volvió a m irar a la m uj er m uert a.
—Por inst int o, t al vez. Yo he m at ado a la única persona que a él le
im port a. Si se t rat ara de ot ra persona y Carlos la hubiese m at ado, yo lo
perseguiría por t odo el m undo hast a dar con él.
—Quizá sea m ás práct ico que ust ed. Creo que ése fue el argum ent o que
ust ed usó conm igo con ant erioridad.
—Hay ot ro fact or —replicó Jason, apart ando los oj os de Angélique
Villiers—. No t iene nada que perder, y sí m ucho que ganar. Nadie sabe qué
aspect o t iene, pero él m e conoce de vist a. Más no sabe cuál es el est ado de m i
m ent e. Me ha desconect ado, aislado, convirt iéndom e en alguien que j am ás se
supuso yo sería. A lo m ej or t uvo dem asiado éxit o en ese sent ido; t al vez yo
est é loco, haya perdido la razón. Dios sabe que m at arla a ella fue un act o de

360
locura. Mis am enazas son irracionales. ¿Cuál será m i grado real de
irracionalidad? Y un hom bre irracional, un enaj enado m ent al, es un hom bre
dom inado por el pánico. Es fácil quit arlo del m edio.
—Su am enaza, ¿es de veras irracional? ¿Es posible quit arlo de la
circulación?
—No est oy m uy seguro. Sólo sé que no t engo opción.
No la t enía. Al final era com o al principio. At rapa a Carlos. Caín es Charlie
y Delt a es Caín. El hom bre y el m it o por fin eran una sola cosa, las im ágenes y
la realidad se habían fusionado. No había ot ro cam ino.

Habían t ranscurrido diez m inut os desde que llam ara a Marie; le m int ió y
capt ó una serena acept ación en su voz, sabiendo que aquello significaba que
ella necesit aba un poco m ás de t iem po para reflexionar. No le había creído,
pero creía en él; t am poco ella t enía ot ra opción. Y él no podía hacer nada para
aliviar su dolor; no había habido t iem po, no había t iem po. Ahora t odo est aba
en m archa; Villiers est aba en el piso de abaj o llam ando a un núm ero del
Conseiller Milit aire de Francia, para casos de em ergencia, haciendo t odos los
arreglos necesarios para que un hom bre con un pasaport e falso saliera de París
en avión, con st at us diplom át ico. En m enos de t res horas, ese hom bre est aría
volando sobre el At lánt ico, aproxim ándose al aniversario de su propia
ej ecución. Era la clave de t odo; era la t ram pa. Era el últ im o act o irracional, la
enaj enación lo que lo había hecho elegir aquella fecha.
Bourne perm aneció de pie j unt o al escrit orio; dej ó el bolígrafo y est udió
las palabras que había escrit o en el papel de cart as de una m uj er m uert a. Eran
las palabras que un viej o dest rozado y confundido debía repet ir por t eléfono a
un em isario desconocido, quien le exigiría que le ent regase el papel y se lo
daría a I lich Ram írez Sánchez.

Yo m at é a t u ram era y volveré para buscart e. Hay set ent a y una calles en
la j ungla. Una j ungla t an densa com o Tam Quan, pero hubo un sendero que
pasast e por alt o, una bóveda en el sót ano que no conocías, igual que no sabías
nada de m í hace once años, el día de m i ej ecución. Ot ro hom bre sí lo sabía y lo
m at ast e. Pero no im port a. En esa bóveda hay docum ent os que m e darán la
libert ad. ¿Creíst e que m e convert iría en Caín sin esa prot ección final?
¡Washingt on no se at reverá a ponerm e ni un dedo encim a! Parece j ust o que en
la fecha de la m uert e de Bourne, Caín recoj a los docum ent os que le
garant izarán una larga vida. Tú m arcast e a Caín. Ahora soy yo el que t e
m arco. Regresaré, y ent onces podrás reunirt e con la ram era.
Delt a.

Jason dej ó caer la not a en el escrit orio y se acercó a la m uert a. El alcohol


se había secado, la henchida gargant a est aba preparada. Se inclinó, ext endió
los dedos y colocó las m anos en el lugar en que ot ras m anos habían
presionado.
Locura.

361
34

Los prim eros rayos del día se quebraban sobre las aguj as de la iglesia de
Levallois- Perret , al noroest e de París, aquella m añana fría de m arzo en que la
lluvia de la noche había sido rem plazada por niebla. Algunas m uj eres de edad,
que volvían a sus apart am ent os después de t urnos de lim pieza en el cent ro de
la ciudad, ent raban y salían con aire fat igado por las puert as de bronce,
sost eniendo devocionarios, a punt o de em pezar sus oraciones o después de
ellas, t ras lo cual les esperaba un reparador descanso, ant es del t rabaj o
m onót ono de sobrevivir al día que acababa de com enzar. Adem ás de las viej as
había t am bién hom bres m al vest idos y harapient os —la m ayoría de ellos,
t am bién viej os; ot ros, pat ét icam ent e j óvenes— am ont onados unos cont ra
ot ros, buscando el calor de la iglesia, aferrados a las bot ellas que llevaban en
los bolsillos, que les garant izaban un piadoso olvido para el nuevo día que
debían enfrent ar.
Sin em bargo, uno de los viej os, no flot aba con los m ovim ient os de t rance
de los ot ros. Tenía prisa. Había ciert a renuencia —e incluso t al vez m iedo— en
su rost ro enj ut o y arrugado, pero ninguna vacilación en su form a de subir la
escalinat a y at ravesar las puert as. Pasó j unt o a las t rém ulas llam as de los
cirios y echó a andar por la nave izquierda de la iglesia. Era una hora ext raña
para que un feligrés se confesara; no obst ant e, el viej o pordiosero se
encam inó direct am ent e al prim er confesionario, apart ó las cort inillas y
ent ró.
—Ángelus Dom ini...
—¿La has t raído! —pregunt ó en voz baj a, pero aut orit aria, m ient ras,
det rás de la cort ina, su siluet a de sacerdot e t em blaba de furia.
—Sí. La puso en m i m ano com o un hom bre at ont ado, llorando y
diciéndom e que m e largara de allí. Quem ó la not a que Caín le escribió a él, y
afirm a que negará t odo si llega a m encionarse alguna vez una sola palabra de
t odo est o.
El viej o deslizó debaj o de la cort ina las páginas escrit as.
—Usó el papel de cart as de ella...
El m urm ullo del asesino se quebró, la siluet a de una m ano se elevó hast a
la siluet a de una cabeza, y un sollozo cont enido de angust ia se oyó al ot ro lado
de la cort ina.
—Recuerda, Carlos —alegó el pordiosero—, que el m ensaj ero no es
responsable de las not icias que lleva. Yo podría haberm e negado a escucharlo
t odo, podría haberm e negado a t raért ela.
—¿Cóm o? ¿Por qué...?
—Lavier. Él la siguió a Pare Monceau, y luego a am bas hast a la iglesia. Lo
vi en Neuilly- sur- Seine. Te lo dij e.
—Ya lo sé. Pero, ¿por qué? ¡Podría haberla usado de m il m aneras
dist int as! ¡En m i cont ra! ¿Por qué est o?
—Est á en su not a. Se ha vuelt o loco. Lo presionaron dem asiado, Carlos.
Fue eso; lo vi. Un hom bre de doble regist ro, cuyos cont roles originales han
sido elim inados; no t iene a nadie que le confirm e su m isión inicial. Am bos

362
bandos quieren su cadáver. Est á t an t enso, que es posible que ni siquiera sepa
quién es.
—Lo sabe... —El susurro expresaba ahora una serena furia—. Al afirm ar
con el nom bre de Delt a, m e est á diciendo que sabe. Am bos sabem os de dónde
proviene ese nom bre, de dónde proviene él.
El pordiosero perm aneció en silencio un m om ent o.
—Si eso es verdad, ent onces sigue siendo peligroso para t i. Tiene razón.
Washingt on no le t ocará ni un dedo. Tal vez no desee reconocerlo, pero
det endrá a sus verdugos. I ncluso es posible que se vea obligado a concederle
algunos privilegios a cam bio de su silencio.
—¿Te refieres a los docum ent os de que habla? —pregunt ó el asesino.
—Sí. En ot ro t iem po, en Berlín, Praga, Viena, se los denom inaba «pagos
finales». Bourne los llam a «prot ección final», una ligera variant e de la m ism a
cosa. Eran papeles o docum ent os redact ados ent re una fuent e de cont rol
original y el infilt rado, para ser ut ilizados en el caso de que los planes
fracasaran, la fuent e fuera asesinada, y al agent e no le quedara ot ra salida. Es
m uy probable que no lo hayas est udiado en Novgorod; los soviét icos no t enían
est e t ipo de recurso. Pero los desert ores soviét icos, en cam bio, siem pre
insist ieron en que se les proporcionara est a facilidad.
—O sea, que se t rat aba de docum ent os incrim inat orios, ¿no?
—Debían de serlo, en ciert a m edida. Por lo general, en el área precisa de
la persona que se m anipulaba. La vergüenza es algo que siem pre debe
evit arse; pueda llegar a significar el fin de una carrera. Pero, bueno, no
necesit o decírt elo a t i. Has em pleado esa t écnica de form a brillant e.
—«Hay set ent a y una calles en la j ungla...» —dij o Carlos, leyendo el papel
que t enía en la m ano, con una calm a congelada deliberadam ent e im puest a a
su susurro—. «Una j ungla t an densa com o Tam Quan.»... Est a vez la ej ecución
t endrá lugar de acuerdo con lo previst o. Jason Bourne no abandonará con vida
est e Tam Quan. Sea cual fuere su nom bre, Caín est á m uert o, y Delt a m orirá
por lo que ha hecho. Angélique..., t e lo prom et o. —El hechizo se rom pió, y la
m ent e del asesino abordó los det alles de orden práct ico—. ¿Tenía alguna idea
Villiers de la hora en que Bourne abandonó su casa?
—No lo sabía. Ya t e lo dij e, apenas est aba lúcido; seguía en el m ism o
est ado de shock que cuando recibim os su llam ada.
—No im port a. Los prim eros aviones hacia los Est ados Unidos han
despegado en el curso de est a últ im a hora. Él debe viaj ar en uno de ellos. Yo
est aré en Nueva York con él, y est a vez no fallaré. Mi cuchillo lo est ará
esperando, t an afilado com o una navaj a. ¡Le pelaré el rost ro; los
nort eam ericanos t endrán a su Caín sin rost ro! Pueden dar el nom bre que se les
ant oj e a ese Bourne, a ese Delt a.

El t eléfono a rayas azules sonó sobre la m esa de Alexander Conklin. Su


t int ineo era suave, y el apagado sonido le confería ciert o énfasis m ist erioso.
Era la línea direct a de Conklin con las oficinas de com put ación y bancos de
dat os. No había nadie en el despacho para cont est ar la llam ada.
El ej ecut ivo de la CI A ent ró coj eando, no habit uado aún al bast ón que le
había proporcionado G- 2, SHAPE ( Bruselas) , la noche ant erior, cuando dirigió
un t ransport e m ilit ar hast a Andrews Field, Maryland. Arroj ó con furia el bast ón
al ot ro lado de la habit ación, m ient ras se t am baleaba hacia el t eléfono. Tenía

363
los oj os enroj ecidos por la falt a de sueño y casi no le quedaba alient o; el
responsable de la disolución de Treadst one se encont raba exhaust o. Había
est ado en com unicación cifrada con una docena de cent ros de operaciones
clandest inas —en Washingt on y en el ext erior—, t rat ando de deshacer la locura
de las últ im as veint icuat ro horas. Había t ransm it ido t oda la inform ación que
había podido encont rar en los archivos a t odos los países de Europa, y había
puest o en est ado de alert a a t odos los agent es del ej e París- Londres-
Am st erdam . Bourne est aba vivo y era peligroso; había int ent ado m at ar a un
cont rol D.C.; podía encont rarse en cualquier sit io a diez horas de París. Era
preciso cubrir t odos los aeropuert os y est aciones de ferrocarril, y act ivar t odas
las organizaciones secret as. ¡Encuént renlo! ¡Mát enlo!
—¡Diga! —Conklin se recost ó cont ra la m esa y levant ó el t eléfono.
—Le hablan de la Dársena 12 de Com put ación —dij o una voz m asculina—.
Tal vez t engam os algo para ust ed. Al m enos, el Depart am ent o de Est ado no lo
t engo incluido en ninguna list a.
—¿Qué, por el am or de Dios?
—El nom bre que ust ed nos dio hace cuat ro horas. Washburn.
—¿Qué ocurre con él?
—Un t al George P. Washburn salió de París hacia Nueva York est a
m añana, en un vuelo de «Air France», con vía libre en am bos puest os de
inm igración. Washburn es un nom bre bast ant e com ún; podría t rat arse t an sólo
de un hom bre de negocios con influencias, pero puest o que su nom bre
apareció en la com put adora y t enía el st at us de un diplom át ico de la OTAN,
verificam os con el Depart am ent o de Est ado. Jam ás han oído hablar de él. No
hay nadie apellidado Washburn relacionado con ninguna negociación con el
Gobierno francés de part e de ninguna nación m iem bro.
—Ent onces, ¿cóm o diablos obt uvo vía libre? ¿Quién le proporcionó st at us
diplom át ico?
—Llam am os nuevam ent e a París para verificarlo; no fue sencillo. Al
parecer ha sido una cort esía del Conseiller Milit aire. Son un grupo bast ant e
reservado.
—¿El Conseiller? ¿Y desde cuándo se dedican a dar vía libre a los
nuest ros?
—No t iene por qué t rat arse de «nuest ra» gent e o de «su» gent e. No es
m ás que una cort esía del país anfit rión, y era un t ransport e francés. Es una de
las m aneras de conseguir un asient o decent e en un vuelo que t iene exceso de
pasaj eros. A propósit o: el pasaport e de Washburn ni siquiera es
nort eam ericano. Es brit ánico.
Hay un m édico allá, un inglés de apellido Washburn. .. ¡Era él! Era Delt a,
y el Conseiller de Francia había cooperado con él. Pero, ¿por qué a Nueva
York? ¿Qué t enía Nueva York para at raerlo? ¿Y qué personaj e de t an alt o rango
en París se preocuparía por hacerle un favor a Delt a? ¿Qué les habría dicho?
¡Oh, Crist o! ¿Cuánt o les habría dicho?
—¿A qué hora llegó el avión? —pregunt ó Conklin.
—A las diez y t reint a y siet e de la m añana. Hace poco m ás de una hora.
—Muy bien —replicó el hom bre al que le habían dest rozado un pie en
Medusa, m ient ras penosam ent e daba la vuelt a a la m esa y se dej aba caer en
el sillón—. Ust ed m e ha dado su inform e, y ahora quiero que borren est o de las
cint as grabadoras. Que lo suprim an. Absolut am ent e t odo. ¿Est á claro?

364
—Com prendido, señor. Suprim ido, señor.
Conklin cort ó la com unicación. Nueva York. ¿Nueva York? ¡No Washingt on,
sino Nueva York! Ya no quedaba nada en Nueva York. Y Delt a lo sabía. Si
est aba det rás de alguien de Treadst one —si est aba det rás de él—, habría
cogido un vuelo direct o a Dulles. ¿Qué había en Nueva York?
¿Y por qué Delt a había usado deliberadam ent e el nom bre de Washburn?
Era lo m ism o que t elegrafiar sus planes; sabía que t arde o t em prano se
descubriría el nom bre... Tarde... ¡Después de haber pasado la aduana! Delt a
decía a lo que quedaba de Treadst one que est aba dispuest o a negociar. Que
est aba en condiciones de revelar no sólo lo concernient e a la operación
Treadst one, sino que sólo Dios sabía hast a dónde est aba dispuest o a llegar.
Todas las redes y organizaciones que había usado com o Caín, los puest os de
escucha y los falsos consulados, que no eran sino est aciones de espionaj e
elect rónico... incluso el m aldit o espect ro de Medusa. Las conexiones que, sin
duda, t enía en el int erior del Conseiller, eran su m anera de probar a
Treadst one la encum brada posición que había alcanzado. Era su m anera de
expresar que si había logrado ese result ado en un grupo t an not orio de
est rat egas, nada podría det enerlo. ¡Maldit o sea! ¿Det enerlo con respect o a
qué? ¿Cuál era su m et a? ¡Tenía los m illones en el bolsillo; bien podría haberse
esfum ado!
Conklin sacudió la cabeza, asalt ado por los recuerdos. Hubo una época en
que habría perm it ido que Delt a se esfum ara; y así se lo había dicho hacía doce
horas en un cem ent erio de las afueras de París. Había un lím it e en lo que un
hom bre podía soport ar, y nadie sabía eso m ej or que Alexander Conklin, que en
una época figuraba ent re los m ej ores oficiales superiores del Servicio Secret o.
Había un lím it e; t odas aquellas m oj igat erías acerca de t ener la fort una de
conservar la vida parecían algo t rillado y cruel con el correr del t iem po. Todo
dependía de lo que uno había sido ant es, de aquello en lo que lo convert ía su
deform idad. Había un lím it e... ¡Pero Delt a no se desvaneció! Reapareció con
argum ent os insensat os, con exigencias insensat as... con t áct icas fant ást icas
que ningún oficial experim ent ado del Servicio Secret o habría cont em plado
siquiera. Pues no im port aba cuánt a inform ación explosiva poseyera, no
im port aba cóm o había escalado posiciones; ningún hom bre en su sano j uicio
regresaría a un cam po m inado rodeado por sus enem igos. Y t odo el chant aj e
del m undo no lograría obligarlo a regresar...
Ningún hom bre en su sano j uicio. Ningún hom bre cuerdo. Conklin se
inclinó lent am ent e hacia delant e en su asient o.
Yo no soy Caín. Él nunca exist ió. ¡Yo nunca lo fui! Yo no est uve en Nueva
York... Fue Carlos. ¡No yo, sino Carlos! Si lo que ust ed dice se produj o en la
calle Set ent a y Uno, ent onces fue él. ¡Él conocía esa dirección!
Pero Delt a había est ado en aquella residencia de la calle Set ent a y Uno.
Est aban sus huellas digit ales: dedos anular e índice de la m ano derecha. Y el
m ét odo de t ransport e result aba ahora claro: «Air France», prot ección del
Conseiller... Realidad: Carlos no podía haberlo sabido.
Recuerdo cosas... rost ros, calles, edificios. I m ágenes que no puedo
sit uar... ¡Conozco m il cosas sobre Carlos, pero no sé por qué!
Conklin cerró los oj os. Había una frase, una sim ple frase en clave que
había sido usada en los com ienzos de Treadst one. ¿Cóm o era? Provenía de

365
Medusa.,. Caín es Charlie y Delt a es Caín. Eso era. Caín era Carlos. Y Delt a-
Bourne se convirt ió en el Caín que era el señuelo para Carlos.
Conklin abrió los oj os. Jason Bourne debía rem plazar a I lich Ram írez
Sánchez. En eso consist ía el plan t ot al de Treadst one Set ent a y Uno. Era la
piedra angular sobre la que se apoyaba t oda la est ruct ura de im post ura, el
elem ent o que sacaría a Carlos de su escondrij o y lo colocaría baj o su m ira.
Bourne. Jason Bourne. El hom bre t ot alm ent e desconocido, un nom bre
ent errado durant e una década, una pieza de desecho hum ano abandonada en
una j ungla. Pero había exist ido; eso t am bién era part e del plan.
Conklin exam inó las carpet as que est aban en su escrit orio hast a encont rar
la que est aba buscando. No llevaba ningún encabezam ient o; sólo una inicial y
dos núm eros, seguidos por una X negra, lo cual significaba que era la única
carpet a que cont enía los orígenes de Treadst one.
T- 71 X. El nacim ient o de Treadst one Set ent a y Uno.
La abrió, casi t em eroso de ver lo que sabía cont enía en su int erior.
Fecha de ej ecución. Sect or de Tam Quan. Marzo 25...
La m irada de Conklin se t ransfirió al calendario que t enía en la m esa.
24 de m arzo.
—¡Oh, Dios m ío! —susurró, m ient ras descolgaba el t eléfono.

El doct or Morris Panov at ravesó las puert as dobles del pabellón


psiquiát rico del t ercer piso del Anexo Naval del Hospit al de Bet hesda, y se
dirigió hacia el puest o de enferm eras. Sonrió a la asist ent e uniform ada que
ordenaba las fichas baj o la adust a m irada de la j efa de enferm eras del piso,
que est aba de pie j unt o a ella. Aparent em ent e la j oven había colocado fuera de
sit io la ficha de un pacient e —si no a un pacient e m ism o—, y la j efa no est aba
dispuest a a perm it ir que volviera a ocurrir.
—No dej e que el lát igo de Annie la engañe —dij o Panov a la at urdida
m uchacha—. Baj o esos oj os helados e inhum anos, palpit a un corazón de
aut ént ico granit o. En realidad, escapó del quint o piso hace dos sem anas, pero
a t odos nos asust a dar aviso.
La asist ent e lanzó risit as ahogadas; la enferm era sacudió la cabeza con
exasperación. El t eléfono sonó en el escrit orio, det rás del m ost rador.
—At iende el t eléfono, t e lo ruego, querida —dij o Annie a la j oven.
La asist ent e asint ió y se dirigió al escrit orio. La enferm era se volvió
ent onces a Panov.
—Doct or Mo, ¿cóm o crees que pueda enseñarles algo si apareces t ú
diciendo esas cosas?
—Con afect o, querida Annie. Con afect o. Pero no pierdas la cadena de t u
biciclet a.
—Eres incorregible. Dim e, ¿cóm o sigue t u pacient e del Cinco- A? Sé que
est ás m uy preocupado por él.
—Sigo est ándolo.
—He oído decir que has perm anecido levant ado t oda la noche.
—Daban una película por t elevisión a las t res de m adrugada que no quería
perderm e.
—No lo hagas, Mo —replicó m at ernalm ent e la enferm era—. Eres
dem asiado j oven para acabar allá adent ro.

366
—Y t al vez t am bién dem asiado viej o para evit arlo, Annie, pero t e lo
agradezco.
De pront o, Panov y la enferm era se dieron cuent a de que alguien lo
est aba llam ando en alt a voz: era la asist ent e de oj os grandes que est aba en el
escrit orio y grit aba su nom bre por el m icrófono.
—¡Doct or Panov, por favor! Lo llam an por t eléfono.
—Yo soy el doct or Panov —dij o el psiquiat ra a la m uchacha, en voz baj a—.
Pero no querem os que nadie se ent ere. Annie Donovan, a la que ve aquí, es en
realidad m i m adre de Polonia. ¿Quién m e llam a?
La enferm era m iró la t arj et a de ident ificación que Panov llevaba en la
solapa de su bat a blanca y respondió:
—Mr. Alexander Conklin, doct or.
—¡Vaya!
Panov est aba sorprendido. Alex Conklin había sido su pacient e, con
algunas int errupciones, durant e cinco años hast a que am bos llegaron a la
conclusión de que había logrado el m áxim o de adapt ación que llegaría a
alcanzar j am ás; lo cual no era m ucho, por ciert o. Había m uchos casos,
sem ej ant es, y era m uy poco lo que se podía hacer por ellos. Fuese cual fuere
el problem a que t uviera Conklin, debía ser relat ivam ent e serio para haber
llam ado al Hospit al Bet hesda en lugar de hacerlo al consult orio privado.
—¿Dónde puedo at ender la llam ada, Annie?
—En la habit ación uno —respondió la enferm era, indicando un recint o al
ot ro lado del vest íbulo—. Est á vacía. Haré que t e pasen la com unicación allí.
Panov echó a andar hacia la puert a, m ient ras com enzaba a inundarlo una
sensación de desasosiego.
—Necesit o algunas respuest as m uy rápidas, Mo - dij o Conklin con voz que
revelaba cansancio.
—Las respuest as rápidas j am ás han sido m i fuert e, Alex. ¿Por qué no
viene a verm e est a t arde?
—No se t rat a de m í, sino de alguien m ás. Posiblem ent e.
—Nada de j uegos, se lo ruego. Creí que ya habíam os superado esa et apa.
—No son j uegos. Es una em ergencia de t ipo Cuat ro- Cero, y necesit o
ayuda.
—¿Cuat ro- Cero? ¿Por qué no llam a ent onces a alguno de los m iem bros de
su personal? Yo no he pedido j am ás ese t ipo de prot ección.
—No puedo. Eso le dará una idea de lo reservado, que es est e asunt o.
—Ent onces le aconsej o que se lo diga a Dios al oído.
—¡Mo, por favor! Sólo necesit o confirm ar posibilidades; después m e
encargaré yo m ism o de j unt ar las piezas. Y no t engo ni cinco segundos que
perder. En est e m ism o m om ent o es posible que un nom bre est é corriendo por
t odos lados dispuest o a hacer est allar algunos fant asm as, cualquier persona
que él considere un fant asm a. Ya ha m at ado a algunas personas m uy reales e
im port ant es, y no est oy m uy seguro de que t enga conciencia de ello.
¡Ayúdem e, ayúdelo a él!
—Lo haré si est á en m is m anos. Adelant e.
—Un hom bre est á en una sit uación de st ress m áxim o, alt am ent e
explosivo, durant e un período prolongado, y durant e t odo el t iem po debe
m ant enerse ocult o. El encubrim ient o m ism o es un señuelo, m uy visible, m uy
negat ivo, y se le aplica una presión const ant e para m ant ener esa visibilidad. El

367
propósit o es hacer salir de su guarida a un blanco sim ular al señuelo,
convenciendo al blanco de que el señuelo represent a una am enaza, forzando al
blanco a salir a la luz... ¿Me sigue?
—Hast a aquí, sí —dij o Panov—. Dice ust ed que se ha ej ercido una presión
const ant e sobre el señuelo para m ant ener un perfil negat ivo, alt am ent e visible.
¿Cuál ha sido el m edio que lo ha rodeado?
—Lo m ás brut al que pueda im aginarse.
—¿Durant e cuánt o t iem po?
—Tres años.
—¡Sant o cielo! —exclam ó el psiquiat ra—. ¿Sin ninguna t regua?
—Ninguna en absolut o. Veint icuat ro horas al día, t rescient os sesent a y
cinco días al año. Tres años. Alguien que no es él m ism o.
—¿Cuándo aprenderán ust edes, m aldit os im béciles? Hast a los prisioneros
de los peores cam pos de concent ración podían ser ellos m ism os, hablar con
ot ros que fueran ellos m ism os... —Panov se int errum pió, al com prender el
significado de sus propias palabras, y el de las de Conklin—. Eso es lo que m e
quería decir, ¿no es así?
—No est oy seguro —cont est ó el oficial del Servicio Secret o—. Es algo
brum oso, confuso, incluso cont radict orio. Lo que quiero pregunt arle es lo
siguient e: ¿Es posible que un hom bre, en t ales circunst ancias, com ience a...
creer que él m ism o es el señuelo, asum a sus caract eríst icas, hast a el punt o de
convencerse de que es él m ism o?
—La respuest a a esa pregunt a es t an obvia, que m e sorprende que m e la
form ule. Por supuest o que podría suceder eso. Es bast ant e probable. Es algo
insoport ablem ent e prolongado que no podría m ant enerse a m enos que la
creencia se conviert a en part e de su realidad cot idiana. El act or que j am ás
abandona el escenario, en una obra t eat ral que nunca t erm ina. Día t ras día,
noche t ras noche. —El m édico hizo ot ra pausa, y luego pregunt ó con caut ela—.
Pero ésa no es en realidad la pregunt a que quería hacerm e, ¿verdad?
—No —respondió Conklin—. Yo doy un paso m ás. Más allá del señuelo.
Debo hacerlo; es lo único que t iene sent ido.
—Espere un m om ent o —int errum pió vivam ent e Panov—. Es m ej or que se
det enga allí, porque no est oy dispuest o a confirm ar un diagnóst ico a ciegas. No
con las int enciones que ust ed se t rae. De ningún m odo, Charlie. Eso sería
com o darle una licencia de la que yo no seré responsable; le pase o no
honorarios de consult a.
—«De ningún m odo... Charlie...». ¿Por qué ha dicho ust ed eso, Mo?
—¿Qué quiere decir con eso de por qué lo he dicho? No es m ás que una
frase. Una frase que oigo t odo el t iem po. La pronuncian los chicos de sucios
vaqueros azules en las esquinas y las prost it ut as en m is prost íbulos favorit os.
—¿Cóm o sabe adonde voy? —pregunt ó el hom bre de la CI A.
—Porque t uve que t ragarm e t odos los libros, y ust ed no es dem asiado
sut il. Est á a punt o de describirm e un caso de esquizofrenia con personalidad
m últ iple. No es t an sólo su hom bre el que asum e el papel del señuelo, sino el
señuelo m ism o el que t ransfiere su ident idad a la persona que persigue. Al
blanco. Eso es lo que se propone, Alex. Decirm e que su hom bre son t res
personas a la vez: él m ism o, el señuelo y el blanco. Y yo le repit o. De ningún
m odo, Charlie. No pienso confirm arle nada ni rem ot am ent e parecido sin hacer

368
ant es un exam en a fondo. Sería conferirla derechos que ust ed no puede t ener:
t res m ot ivos para querer liquidarlo. ¡De ningún m odo!
—¡No le est oy pidiendo que m e confirm e nada! Lo único que quiero saber
es si es posible. ¡Por el am or de Dios, Mo! Allá afuera hay un hom bre
experim ent ado que anda de un lado para ot ro em puñando un revólver,
m at ando a gent e que asegura no conocer, pero con quien t rabaj ó durant e t res
años. Niega haber est ado en un lugar específico, cuando sus huellas digit ales
dem uest ran lo cont rario. Dice que su m ent e est á poblada de im ágenes; rost ros
que no puede reconocer, nom bres que ha oído, pero no sabe dónde. ¡Afirm a
que j am ás fue un señuelo; que j am ás fue él! ¡Pero sí lo fue! ¡Lo es! ¿Es
posible? Eso es t odo lo que quiero saber. ¿Es posible que la t ensión, y el
t iem po, y las presiones cot idianas, lo escindan de ese m odo? ¿En t res?
Panov cont uvo el alient o durant e un inst ant e.
—Es posible —replicó en voz m uy baj a—. Si los hechos que m e ha
present ado son exact os, es posible. Pero eso es t odo lo que diré, porque hay
ot ras m uchas posibilidades.
—Muchas gracias —Conklin hizo una pausa—. Una últ im a pregunt a.
Digam os que había una fecha, un m es y un día, que era significat iva para el
expedient e falso; el expedient e del señuelo.
—Tendrías que ser m ás específico.
—Lo seré. La fecha en que fue asesinado el hom bre cuya ident idad fue
t om ada para el señuelo.
—Ent onces es algo que obviam ent e no form a part e del expedient e de
t rabaj o, sino que es un hecho conocido por su hom bre. ¿Lo sigo
correct am ent e?
—Sí, lo sabía. Digam os que est aba allí. ¿Cree ust ed que lo recordaría?
—No com o el señuelo.
—¿Pero sí com o uno de los ot ros dos?
—Suponiendo que el blanco t am bién lo supiera, o que se lo hubiera
com unicado a t ravés de su t ransferencia, sí.
—Tam bién est á el lugar donde se elaboró t odo el plan, donde se creó el
señuelo. Si nuest ro hom bre est uviera cerca de ese lugar, y la fecha de la
m uert e est uviera m uy próxim a, ¿cree ust ed que se sent iría at raído hacia allí?
¿Subiría a su conciencia y se convert iría en algo im port ant e para él?
—Ocurriría si est uviera asociado al lugar original de la m uert e. Porque el
señuelo nació allí; es posible. Dependería de quién fuera en ese m om ent o.
—Supóngase que fuera el blanco.
—¿Y conociera el lugar?
—Sí, porque ot ra part e suya debía conocerla.
—Ent onces se sent iría at raído hacia allí. Sería una com pulsión
subconscient e.
—¿Por qué?
—Para m at ar al señuelo. Mat aría t odo lo que encont rara a la vist a, pero el
obj et ivo principal sería el señuelo. Él m ism o.
Alexander Conklin dej ó el t eléfono en su lugar, m ient ras sent ía punt adas
en el pie inexist ent e, y sus pensam ient os eran t an int rincados, que t uvo que
cerrar de nuevo los oj os para encont rar una línea coherent e. Se había
equivocado en París... en un cem ent erio de las afueras de París. Había querido
m at ar a un hom bre por razones que no eran las aut ént icas, pues est as últ im as

369
superaban su com prensión. Est aba frent e a un enaj enado m ent al. Alguien
cuyas aflicciones no se explicaban en veint e años de ent renam ient o, pero que
result aban com prensibles cuando uno pensaba en las penas y las pérdidas, en
las incesant es olas de violencia... y t odo para nada. Nadie sabía nada en
realidad. Nada t enía sent ido. Un Carlos sería at rapado y m at ado hoy, y ot ro
ocuparía su lugar. ¿Por qué lo hicim os... David?
David. Por fin pronuncio t u nom bre. Fuim os am igos en ot ro t iem po,
David... Delt a. Conocí a t u esposa y a t us hij os. Bebíam os j unt os y cenam os
varias veces en punt os m uy rem ot os de Asia. Tú eras el m ej or funcionario del
servicio diplom át ico en Orient e, y t odo el m undo lo sabía. I bas a ser la clave
de la nueva polít ica, la que est aba a punt o de iniciarse. Y ent onces ocurrió. La
m uert e se abat ió desde el cielo en el Mekong. Cam biast e de bando, David.
Todos perdim os, pero sólo uno de nosot ros se convirt ió en Delt a. En Medusa.
Yo no t e conocía t an bien —algunos t ragos y un par de cenas no hacen que
una am ist ad pueda est recharse—, pero m uy pocos de nosot ros se convirt ieron
en anim ales. Tú sí, Delt a.
Y ahora debes m orir. Ya nadie puede darse el luj o de que sigas con vida.
Ninguno de nosot ros.

—Déj enos solos, por favor —dij o el General Villiers a su asist ent e,
m ient ras t om aba asient o frent e a Marie St . Jacques en el café de Mont m art re.
El asist ent e asint ió y se dirigió a una m esa a unos t res m et ros del
com part im ient o; se iría, pero seguiría vigilándolos. El viej o y agot ado soldado
m iró a Marie—. ¿Por qué insist ió en que nos viéram os aquí? Él quería que
ust ed abandonara París. Le di m i palabra de que lo haría.
—I rm e de París sería abandonar la carrera —replicó Marie, apenada por la
visión del dem acrado rost ro del viej o—. Lo sient o. No quisiera convert irm e en
ot ra carga para ust ed. Escuché las not icias por la radio.
—Fue una locura —dij o Villiers, m ient ras t om aba la copa de coñac que su
asist ent e había pedido para él—. Tres horas con la Policía, viviendo una t errible
m ent ira, condenando a un hom bre por un crim en que yo había com et ido.
—La descripción era precisa, ext rañam ent e precisa. Nadie puede dej ar de
ident ificarlo.
—Él m ism o m e la proporcionó. Se sent ó frent e al espej o de m i esposa y
m e dij o exact am ent e qué debía decir, m ient ras cont em plaba su propio rost ro
de la form a m ás ext raña. Dij o que era la única m anera. Que la única form a de
convencer a Carlos era que yo fuese a la Policía y se iniciara una verdadera
cacería. Tenía razón, por supuest o.
—Tenía razón —coincidió Marie—, pero no est á en París, ni en Bruselas, ni
en Am st erdam .
—¿Cóm o dice?
—Quiero que m e diga adonde ha ido.
—Él m ism o se lo dij o.
—Me m int ió.
—¿Cóm o puede est ar t an segura?
—Porque sé m uy bien cuándo m e dice la verdad. Porque, verá ust ed, los
dos est am os m uy at ent os a la verdad.
—¿Que ust edes dos...? Tem o no com prender m uy bien sus palabras.

370
—Supuse que no ent endería; est aba segura de que él no se lo había
dicho. Cuando m e m int ió por t eléfono, diciendo t odo lo que dij o con t ant a
vacilación, sabiendo que yo sabía que no eran sólo m ent iras, m e result ó
im posible com prenderlo. Sólo logré reunir las piezas y ponerlas en su sit io
después de oír las not icias por radio. La suya y ot ra. Esa descripción... t an
com plet a, t an t ot al, que hast a incluía la cicat riz de su sien izquierda. Ent onces
lo supe. No pensaba quedarse en París, ni dent ro de un radio de ochocient os
kilóm et ros de París. I ría m ucho m ás lej os: a un lugar donde esa descripción no
significara m ucho, un lugar al que podría at raer a Carlos y ent regarlo a las
personas con quienes Jason había hecho el t rat o. ¿Tengo o no razón?
Villiers dej ó la copa en la m esa.
—He em peñado m i palabra. He prom et ido que llevarían a ust ed a algún
pueblecit o del int erior, a un lugar seguro. No ent iendo nada de lo que m e dice.
—Ent onces t rat aré de ser m ás clara —dij o Marie, inclinándose hacia
delant e—. Transm it ieron ot ra not icia por la radio, una que obviam ent e ust ed
no escuchó porque est aba en ese m om ent o con la Policía o con su soledad.
Aquella m añana encont raron a dos hom bres m uert os a t iros en un cem ent erio
cerca de Ram bouillet . Uno era un conocido m at ón de Saint - Gervais. El ot ro fue
ident ificado com o un ex m iem bro del Servicio Secret o nort eam ericano que
residía en París, un hom bre que m at ó a un periodist a en Viet nam y a quien en
ese m om ent o se lo dio a escoger ent re ret irarse del Ej ércit o o enfrent arse a un
consej o de guerra.
—¿I nsinúa ust ed que esos incident es est án relacionados? —pregunt ó el
viej o.
—Jason recibió de la Em baj ada nort eam ericana inst rucciones de ir anoche
a ese cem ent erio para encont rarse con una persona que había llegado en un
vuelo procedent e de Washingt on.
—¿De Washingt on?
—Sí. Su pact o fue con un pequeño grupo de hom bres de la CI A. Anoche
t rat aron de m at arlo; ellos creen que t ienen que darle m uert e.
—Pero, ¿por qué?
—Porque ya no pueden confiar en él. No saben qué ha hecho ni dónde ha
est ado durant e un largo t iem po, y él no puede decírselo. —Marie hizo una
pausa, cerrando los oj os por un inst ant e—. Él no sabe quién es en realidad.
Tam poco sabe quiénes son ellos; y anoche el hom bre de Washingt on cont rat ó
a ot ros hom bres para que lo m at aran. Ese hom bre no quiso escucharlo; ellos
creen que Jason los t raicionó, que les robó m uchos m illones y que m at ó a
gent e de la que j am ás oyó hablar. No es así. Pero él t am poco puede darles
respuest as claras. Es un hom bre con sólo escasos fragm ent os de m em oria,
cada uno de los cuales lo condena. Es práct icam ent e un am nésico t ot al.
El rost ro arrugado de Villiers est aba inm óvil por el asom bro, y en sus oj os
se advert ía el esfuerzo por recordar.
—«Por t odos los m ot ivos equivocados...» Ésas fueron sus palabras.
«Tienen hom bres en t odas part es... con órdenes de ej ecut arm e en cuant o m e
vean. Me acosan hom bres que no conozco y que no puedo ver. Por t odos los
m ot ivos equivocados.»
—Por t odos los m ot ivos equivocados —recalcó Marie, m ient ras ext endía la
m ano por encim a de la est recha m esa y cogía al viej o del brazo—. Y t ienen

371
hom bres por t odos lados, hom bres con orden de m at arlo t an pront o com o lo
vean. Dondequiera que vaya, allí est arán aguardándolo.
—¿Y cóm o sabrán cuál es su dest ino?
—Él se encargará de decírselo. Es part e de su plan. Y en cuant o lo haga,
lo m at arán. Cam ina hacia su propia t ram pa.
Durant e un rat o, Villiers perm aneció en silencio, abrum ado por la culpa. Al
fin habló con un hilit o de voz:
—Dios Todopoderoso, ¿qué he hecho?
—Lo que creyó que debía hacer. Lo que él lo convenció que debía hacer.
No puede culparse de nada. Y, en realidad, t am poco puede culparlo a él.
—Me dij o que anot aría t odo lo que le había ocurrido, t odo lo que
recordaba... ¡Qué penoso debe de haberle result ado declarar eso! Pero no
puedo esperar. Debe decirm e t odo lo que sabe. Ahora m ism o.
—¿Y qué puede ust ed hacer al respect o?
—I r a la Em baj ada nort eam ericana. Hablar con el em baj ador. Ahora.
Todo.
Marie St . Jacques ret iró lent am ent e su m ano m ient ras se echaba hacia
at rás y apoyaba la cabeza en el respaldo t apizado. Su m irada est aba perdida
en la dist ancia, em pañada por la brum a de las lágrim as.
—Me dij o que la vida com enzaba para él en una pequeña isla del
Medit erráneo llam ada I le de Port Noir...

El secret ario de Est ado ent ró con furia en el despacho del direct or de
Operaciones Consulares, que era la sección encargada de t odo lo referent e a
las act ividades clandest inas. Avanzó a grandes zancadas hast a el escrit orio del
azorado direct or, quien se puso de pie al cont em plar a aquel hom bre poderoso,
con una expresión m it ad perplej idad y m it ad sobresalt o.
—¿Señor secret ario...? No he recibido ningún m ensaj e de su despacho,
señor. De lo cont rario, habría subido a verlo de inm ediat o.
El secret ario de Est ado arroj ó un bloc am arillo sobre la m esa del direct or.
En la prim era página había seis nom bres, escrit os con los rasgos gruesos de un
rot ulador.
BOURNE
DELTA
MEDUSA
CAÍ N
CARLOS
TREADSTONE.
—¿Qué es est o? —pregunt ó el secret ario—, ¿Qué dem onios es est o?
El direct or de Operaciones Consulares se inclinó sobre el escrit orio:
—No lo sé, señor. Son nom bres, desde luego, Un código para el alfabet o,
la let ra D, y una referencia a Medusa; ésa es inform ación que sigue siendo
secret a, pero he oído hablar de ella. Y supongo que «Carlos» se refiere al
asesino a sueldo; oj alá supiéram os m ás cerca de él. Pero j am ás he oído hablar
de «Bourne», ni de «Caín», ni de «Treadst one».
—Ent onces le ruego que suba a m i despacho y oiga una conversación
t elefónica que acabo de m ant ener con París y se ent erará de t odo —explot ó el
secret ario de Est ado—. En esa grabación hay cosas realm ent e insólit as, com o,
por ej em plo, algunos asesinat os en Ot t awa y París y algunos ext raños t rat os

372
que nuest ro prim er secret ario de la rué Mont aigne t uvo con un hom bre de la
CI A. ¡Tam bién se han dicho t erribles m ent iras a Gobiernos ext ranj eros, a
nuest ras propias unidades de Servicio Secret o y a los periódicos europeos, sin
el conocim ient o ni la aut orización del Depart am ent o de Est ado! Y ese engaño
no ha hecho sino sem brar inform ación errónea en m ás países de los que
quisiera pensar. En est os m om ent os viene hacia aquí, en avión, con prot ección
diplom át ica, una m uj er canadiense, una econom ist a del Gobierno de Ot t awa,
que es buscada por asesinat o en Zurich. ¡Nos hem os vist o obligados a
concederle asilo a una fugit iva, a t rast ocar la ley, porque si esa m uj er dice la
verdad, nos pondrá en un verdadero bret e! Quiero saber qué ha ocurrido.
Cancele t odas las dem ás act ividades de su agenda; absolut am ent e t odas. Se
pasará el rest o del día y t oda la noche si fuera preciso hast a aclarar t odo est e
asunt o. ¡Hay un hom bre suelt o, vagando por alguna part e, que no sabe quién
es, pero que t iene en la cabeza m ás inform ación secret a que diez
com put adoras de Servicio Secret o j unt as!

Era ya m ás de m edianoche cuando el exhaust o direct or de Operaciones


Consulares est ableció la conexión; por poco la pasa por alt o. El prim er
secret ario de la Em baj ada en París, baj o am enazas de ser despedido en el
act o, le había proporcionado el nom bre de Alexander Conklin. Pero fue
im posible localizar a ést e. Había regresado a Washingt on en un avión m ilit ar
que despegó de Bruselas por la m añana, pero firm ó la salida de Langley a la
una y veint idós de la t arde, sin dej ar ningún núm ero de t eléfono —ni siquiera
uno para casos de em ergencia— donde poder localizarlo. Y, por lo que el
direct or sabía de Conklin, la om isión era realm ent e insólit a. El hom bre de la
CÍ A era lo que com únm ent e se llam a un «cazador de t iburones»; dirigía
est rat egias individuales en t odos los lugares del m undo donde se sospechaba
que podía exist ir t raición y deserción. Había dem asiadas personas en
dem asiados puest os que podrían necesit ar su aprobación o desaprobación en
cualquier m om ent o. No era lógico que hubiese int errum pido ese cont act o
durant e doce horas. Tam bién era insólit o el hecho de que sus regist ros
t elefónicos hubiesen sido borrados; no figuraba ninguna llam ada en los últ im os
dos días; y la CÍ A t enía norm as m uy est rict as respect o a t ales regist ros. Las
últ im as órdenes del nuevo régim en era que el m ás m ínim o act o quedara
regist rado. No obst ant e, el direct or de Operaciones Consulares había
averiguado una cosa: Conklin había est ado relacionado con Medusa.
Am enazando con una posible reacción por part e del Depart am ent o de
Est ado, el direct or había solicit ado una lect ura en circuit o cerrado de los
regist ros de Conklin pert enecient es a las cinco últ im as sem anas. De m ala gana
se los proyect aron, y el direct or perm aneció sent ado dos horas frent e a la
pant alla, t ras haber indicado a los operadores de Langley que proyect aran la
cint a de m anera inint errum pida, hast a que él les diera la orden de det enerse.
Se habían efect uado ochent a y seis llam adas a ot ras t ant as personas en
las que se m encionaba la palabra Treadst one, pero ninguna había respondido.
Ent onces el direct or em pezó a considerar a t odas las personas posibles; había
un m ilit ar que no había t enido en cuent a debido a su not oria ant ipat ía por la
CI A. Pero una sem ana ant es, Conklin lo había llam ado dos veces con un
int ervalo de doce m inut os.

373
El direct or apeló a sus fuent es en el Pent ágono y descubrió lo que est aba
buscando: Medusa.
El general de brigada I rwin Art hur Crawford, el oficial de alt o rango a
cargo de las bancos de dat os del Servicio Secret o del Ej ércit o, ex com andant e
en Saigón, encargado de operaciones, clandest inas, m at erial t odavía
est rict am ent e secret o. Medusa.
El direct or cogió el t eléfono de la sala de conferencias; las llam adas no
pasaban por el conm ut ador. Marcó el núm ero part icular del general de brigada
en Fairfax, y al sonar el t im bre por cuart a vez, Crawford cont est ó. El hom bre
del Depart am ent o de Est ado se ident ificó y le pidió que, a su vez, lo llam ara de
nuevo al Depart am ent o, a fin de verificar la aut ent icidad de la llam ada.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque t engo que hablarle de un asunt o que est á relacionado con
Treadst one.
—Lo llam aré en seguida.
Así lo hizo a los dieciocho segundos, y en el curso de los dos m inut os
siguient es, el direct or esbozó a grandes rasgos la inform ación que poseía el
Depart am ent o de Est ado.
—Nada de eso es nuevo para nosot ros —replicó el general de brigada—.
Desde el com ienzo ha habido una j unt a de cont rol de t odo est o, y se le
proporcionó al Despacho Oval un resum en prelim inar la sem ana m ism a del
lanzam ient o. Nuest ro obj et ivo j ust ificaba los procedim ient os em pleados, de
eso puede est ar seguro.
—Est oy dispuest o a que m e convenza de ello —replicó el hom bre del
Depart am ent o de Est ado—. ¿Tiene eso alguna relación con el asunt o en Nueva
York de hace una sem ana? ¿Elliot St evens, el m ayor Webb y David Abbot t ?
¿Las circunst ancias fueron, digam os, alt eradas de form a considerable?
—¿Est aba ust ed ent erado de esas alt eraciones?
—General: soy j efe de Operaciones Consulares.
—Sí, suponía que est aba ust ed al t ant o... St evens no era casado; el rest o
queda sobrent endido. Era preferible que quedara com o si se hubiese t rat ado
de robo y hom icidio. La respuest a es afirm at iva.
—Com prendo... Bourne, su hom bre, voló a Nueva York ayer por la
m añana.
—Ya lo sé. Est am os ent erados; m e refiero a Conklin y a m í. Nosot ros
som os los herederos.
—¿Ha est ado ust ed en cont act o con Conklin?
—La últ im a conversación t elefónica que m ant uve con él fue alrededor de
la una de la t arde. Y no figuró en los regist ros. Fue él quien insist ió en que así
fuera.
—Firm ó en Langley y part ió de allí. Y no dej ó ningún núm ero donde poder
localizarlo.
—Tam bién est oy al t ant o de eso. No lo int ent e siquiera. Con el debido
respet o, dígale al secret ario de Est ado que se apart e. Que no se m et a en est o.
—Ya est am os m et idos hast a el cuello, general. La m uj er canadiense viene
hacia aquí en un vuelo de París, con prot ección diplom át ica.
—¿Por qué?
—Porque no t uvim os m ás rem edio; ella nos obligó a hacerlo.

374
—Ent onces m ant énganla encerrada. ¡Deben hacerlo! Ella es nuest ro
problem a, nosot ros serem os responsables por ella.
—Creo que es m ej or que se explique.
—Est am os t rat ando con un hom bre enaj enado. Con un esquizofrénico
m últ iple. Es com o un pelot ón de fusilam ient o am bulant e; podría m at ar a
m uchas personas inocent es con un est allido, con una explosión de su m ent e,
sin saber por qué lo hace.
—¿Y cóm o lo sabe ust ed?
—Porque ya lo ha hecho. La m at anza de Nueva York: fue él. Él m at ó a
St evens, al Monj e, a Webb, a Webb, nada m enos, y a ot ras dos personas que
ust ed ni siquiera conoce. Ahora lo com prendem os. Él no fue responsable, pero
eso no cam bia nada. Dej e que nosot ros nos ocupem os de él. Dej e que sea
Conklin quien lo haga.
—¿Bourne?
—Sí. Tenem os pruebas. Huellas digit ales. Fueron confirm adas por la
Oficina de I dent ificación. Eran las suyas.
—¿Y ust ed cree que su hom bre dej aría huellas digit ales?
—Lo hizo.
—No creo que pudiera hacerlo —replicó en form a t erm inant e el hom bre
del Depart am ent o de Est ado.
—¿Cóm o?
—Dígam e, ¿de dónde ha sacado t oda esa hist oria de locura? Todo eso de
esquizofrenia m últ iple o com o dem onios lo llam e.
—Conklin habló con un psiquiat ra, uno de los m ej ores, t oda una aut oridad
en colapsos por st ress. Alex le describió la hist oria, esa serie de hechos
brut ales. Y el m édico confirm ó nuest ras sospechas, las sospechas de Conklin.
—¿Las confirm ó? —pregunt ó el direct or, azorado.
—Así es.
—Basándose en las palabras de Conklin? ¿En lo que ést e creía saber?
—No exist e ot ra explicación. Dej e que nosot ros nos ocupem os de él. Es
nuest ro problem a.
—Es ust ed un rem at ado im bécil, general. Debería lim it arse a sus bancos
de dat os, o t al vez a un t ipo de art illería m ás prim it iva.
—Sus palabras m e ofenden.
—Oféndase t odo lo que quiera. Si ust ed ha hecho lo que yo creo que ha
hecho, ent onces es probable que no le quede m ás que su resent im ient o.
—Explíquese —dij o Crawford con aspereza.
—Ust edes no est án t rat ando con un loco, ni con ninguna m aldit a
esquizofrenia m últ iple; sobre la cual, ent re parént esis, dudo m ucho que sepa
ust ed m ás que yo. Est án t rat ando con un am nésico, con un hom bre que hace
m eses que t rat a de descubrir quién es y de dónde viene. Y, a j uzgar por la
grabación de una llam ada t elefónica que t enem os en nuest ras oficinas,
deducim os que t rat ó de decírselo a ust edes; t rat ó de decírselo a Conklin, pero
ést e no quiso escucharlo. Ninguno de ust edes quiso escucharlo... Ust edes
decidieron ocult ar a un hom bre durant e t res años, t res años, para at rapar a
Carlos, y cuando el plan fracasó, ust edes supusieron lo peor.
—¿Am nesia...? ¡No, est á ust ed equivocado! Yo hablé con Conklin; y él sí lo
escuchó. Ust ed no com prende; am bos conocim os...

375
—¡No quiero escuchar su nom bre! —int errum pió el direct or de
Operaciones Consulares. El general hizo una pausa.
—Am bos conocim os a... Bourne... hace m uchos años. Creo que sabe ust ed
dónde; por lo m enos m e lo ha dicho hace un rat o. Era el hom bre m ás ext raño
que he conocido, el m ás parecido a un paranoide de t odo ese grupo. Acept aba
m isiones, riesgos, que ningún ot ro hom bre en su sano j uicio acept aría. Est aba
t an lleno de odio...
—¿Y eso lo convert ía en candidat o a un pabellón psiquiát rico diez años
después?
—Siet e años —corrigió Crawford—. Yo m e opuse a que lo seleccionaran
para Treadst one. Pero el Monj e dij o que era el m ej or. Y yo no era quién para
discut irle eso, por lo m enos no en el t erreno de la experiencia. Pero le hice
saber m is obj eciones. Dij e que, psicológicam ent e, era un caso borderline; y
sabíam os por qué. Y los hechos m e dieron la razón. Lo m ant engo.
—No creo que est é en condiciones de m ant ener nada, general. Lo que
hará será t irarse de los pelos. Porque el Monj e t enía razón. Su hom bre es el
m ej or, con o sin m em oria. Les t rae a Carlos, se lo ent rega en bandej a. O,
m ej or dicho, se lo ent regará a m enos que ust edes m at en a Bourne prim ero. —
La inspiración grave y profunda de Crawford fue precisam ent e el sonido que el
direct or m ás t em ía escuchar. Cont inuó—: Ust ed no puede det ener a Conklin,
¿verdad? —pregunt ó.
—No.
—Se ha esfum ado, ¿no es ciert o Ha hecho sus propios arreglos, realizado
pagos por m edio de t erceras y cuart as personas desconocidas ent re sí, su
fuent e, im posible de rast rear, y ha dest ruido t odas las conexiones con la CI A y
Treadst one. Y a est as alt uras, la fot ografía de Bourne est ará en m anos de
personas que Conklin ni siquiera conoce, que no reconocería si se t opara de
narices con ellas. Así que no m e hable de pelot ones de fusilam ient o. El de
ust edes est á list o y preparado, pero ust edes no pueden verlo, y ni siquiera
saben dónde est á. Pero est á preparado: m edia docena de rifles list os para
disparar en cuant o el condenado asom e la nariz. ¿Me equivoco? ¿No es acaso
ése el libret o?
—No esperará que responda a esa pregunt a.
—No es preciso que lo haga. No olvide que est oy en Operaciones
Consulares; nada de est o m e result a nuevo. Pero ust ed t iene razón en algo
que ha dicho. Ést e es su problem a; es algo que les com pet e exclusivam ent e a
ust edes. Nosot ros no t enem os nada que ver con el asunt o. Eso es lo que le
diré al secret ario. El Depart am ent o de Est ado no puede perm it irse el luj o de
saber quiénes son ust edes. Est a llam ada no será grabada.
—Com prendido.
—Lo sient o —dij o él direct or sinceram ent e, al advert ir la im pot encia en la
voz del general—. A veces t odo sale al revés.
—En efect o. Eso lo aprendim os en Medusa. ¿Qué piensan hacer con la
m uchacha?
—Ni siquiera sabem os t odavía qué vam os a hacer con ust edes.
—Eso es sencillo. Seguirem os adelant e; sin recapit ulación previa. Sin
nada. Podem os elim inar a la m uchacha de los regist ros de Zurich.

376
—Se lo direm os. Tal vez eso ayude. Em pezarem os a dist ribuir pet iciones
de disculpa por t odas part es; en el caso de ella, t rat arem os de llegar a un
arreglo sust ancial.
—¿Est á ust ed seguro? —int errum pió Crawford.
—¿Respect o al arreglo?
—No. A la am nesia. ¿Est á absolut am ent e seguro?
—He oído esa grabación por lo m enos veint e veces, he escuchado la voz
de ella. Jam ás he est ado t an seguro de algo en t oda m i vida. A propósit o, ella
llegó hace un par de horas. Se aloj a en el «Hot el Fierre» y est á cust odiada. La
t raerem os a Washingt on por la m añana después que decidam os nuest ro plan
de acción.
—¡Aguarde un m inut o! —La voz del general subió de volum en—. ¡Mañana
no! ¿Est á aquí...? ¿Puede conseguirm e un salvoconduct o para ent revist arm e
con ella?
—No se siga cavando la fosa, general. Cuant os m enos nom bres conozca
ella, m ej or será. Est aba con Bourne cuando él llam ó a la Em baj ada; sabe lo
que ocurrió con el prim er secret ario, y es probable que a est as alt uras est é
ent erada de lo de Conklin. Así que es bast ant e probable que él t enga que sufrir
las consecuencias. Mant éngase al m argen.
—Pero acaba de decirm e que m e j ugara el t odo por el t odo.
—Más no de esa m anera. Ust ed es un hom bre decent e; yo t am bién lo soy.
Som os profesionales.
—¡Ust ed no com prende! Tenem os fot ografías, sí, pero t al vez no sirvan
para nada. Son de hace t res años, y Bourne ha cam biado, ha cam biado
drást icam ent e. Por eso Conklin est á en escena; dónde, no sé, pero ahí est á. Es
el único que lo vio, pero fue por la noche y en m edio de la lluvia. Es posible
que ella sea nuest ra única esperanza. Ha est ado con él; ha vivido con él
durant e varias sem anas. Lo conoce. Es probable que lo reconozca ant es que
nadie.
—No lo ent iendo.
—Se lo explicaré. Ent re los innum erables t alent os de Bourne est á la
capacidad de cam biar de aspect o, de fundirse ent re un gent ío, o un sem brado,
o un grupo de árboles; de est ar allí sin que nadie lo adviert a. Si lo que ust ed
dice es ciert o, es posible que él m ism o no lo recuerde, pero en Medusa
em pleábam os una palabra para referirnos a él. Sus hom bres solían llam arlo...
cam aleón.
—Ése es su Caín, general.
—Era nuest ro Delt a. No había ot ro com o él. Y por eso es por lo que la
m uchacha puede result arnos t an út il. En est e m om ent o. ¡Consígam e un
salvoconduct o! Dej e que la vea, que hable con ella.
—Al proporcionárselo, lo est aríam os reconociendo. Y no creo que podam os
hacer eso.
—¡Por el am or de Dios, acaba ust ed de decir que som os personas
decent es! ¿Lo som os, en realidad? ¡Podem os salvarle la vida a Bourne! Quizá.
¡Si ella est á conm igo y lo encont ram os, podem os sacarlo de allí!
—¿De allí? ¿Quiere decir que sabe exact am ent e dónde est á?
—Sí.
—¿Cóm o?
—Porque él no iría a ningún ot ro lado.

377
—¿Y qué m e dice del m om ent o? —pregunt ó el incrédulo direct or de
Operaciones Consulares—. ¿Acaso sabe cuándo se encont rará allí?
—Sí. Hoy. Es la fecha de su propia ej ecución.

35

La m úsica rock resonaba est repit osam ent e con vibraciones m et álicas por
el t ransist or, m ient ras el m elenudo t axist a seguía el com pás de la m úsica.
Moviendo la m andíbula y dando palm adas cont ra el borde del volant e. El t axi
viró hacia el Est e en la Calle Set ent a y Uno, encerrado ent re la hilera de coches
que nacía a la salida sobre el East River Drive. El m al hum or cundía por
doquier m ient ras los m ot ores rugían y los aut om óviles avanzaban penosa-
m ent e, ent re frenadas súbit as, a pocos cent ím et ros del coche de delant e. Eran
las nueve m enos cuart o de la m añana, una hora punt a en el t ránsit o de Nueva
York, y, com o de cost um bre, un verdadero caos.
Bourne se acurrucó en un rincón del asient o t rasero y cont em pló la calle
fest oneada de árboles a t ravés de los crist ales oscuros de sus gafas de sol.
Había est ado allí; el recuerdo era indeleble. Había cam inado por las aceras,
cont em plado los port ales y los escaparat es de las t iendas, los m uros cubiert os
de piedra; t an fuera de lugar en la ciudad y, no obst ant e, t an adecuados para
aquella calle en part icular. Ya ant es había levant ado la vist a y observado los
j ardines en las azot eas, relacionándolos con un pint oresco j ardín a varias
m anzanas de allí, m ás cerca del parque, t ras un par de elegant es vent anales,
en el ext rem o post erior de una est ancia am plia... com plicada. Aquella est ancia
se encont raba en el int erior de un edificio alt o y angost o de piedra roj iza e
irregular, con una colum na de vent anas am plias, cuyos vidrios form aban
paneles con engarces de plom o que se elevaban hast a un cuart o piso.
Vent anas de vidrio grueso que refract aban la luz hacia adent ro y hacia fuera,
en sut iles reflej os azules y púrpuras. Crist al ant iguo, quizá, crist al
ornam ent al... crist al a prueba de balas. Una t ípica residencia nort eam ericana o
inglesa; baj o la fachada había una serie de peldaños gruesos y poco usuales,
de rebordes negros y ent recruzados, dest inados a prot eger del hielo o de la
nieve a quienes subían por ellos, para no resbalar... y el peso de cualquiera
que subiera por ellos haría sonar alarm as elect rónicas en el int erior de la casa.
Jason conocía la casa, sabía que se aproxim aban a ella. El eco que
percibía en su propio pecho se aceleró y se hizo m ás fuert e cuando ent raron en
la calle donde se encont raba esa casa. La vería en cualquier m om ent o, y
m ient ras se apret aba la m uñeca, supo por qué Pare Monceau le había causado
una im presión t an profunda. Aquella zona de París era increíblem ent e parecida
al cort o t recho del Upper East Side de Nueva York. Si no fuera por la int rusión
aislada de una fachada fuera de lugar o absurdam ent e pint ada de blanco,
podría t rat arse casi de la m ism a calle.
Pensó en André Villiers. Había escrit o t odo lo que podía recordar desde
que se le había ot orgado una m em oria en las páginas de una libret a com prada
en el aeropuert o Charles de Gaulle. Desde el inst ant e en que un hom bre
acosado por las balas había abiert o los oj os en una habit ación húm eda y sucia
en Port Noir, pasando por las alarm ant es revelaciones de Marsella, Zurich y

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París; sobre t odo París, donde el espect ro de un asesino se abat ió sobre él,
donde había descubiert o su propia habilidad com o asesino. En t odo caso, se
t rat aba de una confesión, t an condenat oria en lo que no podía explicar, com o
en lo que describía. Pero era la verdad, t al com o él la conocía, infinit am ent e
m ás exculpat oria después de su m uert e que ant es de ella. En m anos de André
Villiers sería ut ilizada para bien; él t om aría las decisiones adecuadas respect o a
Marie St . Jacques. Esa cert eza le confirió la libert ad que t ant o necesit aba en
aquel m om ent o. Había m et ido esas páginas en un sobre para enviarlo por
correo a Pare Monceau desde el aeropuert o Kennedy. Cuando llegara a París,
él seguiría vivo o est aría m uert o; habría m at ado a Carlos o Carlos lo habría
m at ado a él. En algún lugar de aquella calle —t an parecida a ot ra calle a m iles
de kilóm et ros de dist ancia—, un hom bre cuyos hom bros se m ovían
rígidam ent e sobre una cint ura fina saldría a su encuent ro. Era la única cosa
sobre la que no le cabía la m enor duda: él habría hecho lo m ism o. En algún
lugar de aquella calle...
¡Allí est aba! Est aba allí, con el sol m at ut ino golpeando cont ra la puert a
esm alt ada de negro y los lust rosos herraj es de bronce, penet rando las gruesas
vent anas con vidrios que form aban paneles con engarces de plom o y se
elevaban com o una ancha colum na de cent elleant e azul púrpura, realzando el
esplendor ornam ent al de los crist ales, pero no su resist encia a los rifles de alt a
pot encia y a las arm as aut om át icas de gran calibre. Est aba allí, y por razones
—sent im ient os— que no acert aba a definir, los oj os se le llenaron de lágrim as
y sint ió una opresión en la gargant a. Tenía la increíble sensación de haber
regresado a un lugar que form aba part e de su persona, casi t ant o com o su
cuerpo o lo que quedaba de su m ent e. No un hogar; no sent ía ningún
consuelo, ninguna serenidad al cont em plar aquella residencia del East Side.
Pero había algo m ás: la abrum adora sensación de haber regresado. Est aba de
vuelt a en el com ienzo, el verdadero com ienzo, al m ism o t iem po punt o de
part ida y creación, noche oscura y rayar del alba. Algo le est aba ocurriendo; se
apret ó la m uñeca con m ás fuerza, t rat ando desesperadam ent e de dom inar el
im pulso casi incont rolable de salt ar del t axi y correr al ot ro lado de la calle,
hacia aquella est ruct ura m onst ruosa y m uda de piedra irregular y vent anales
de azul profundo. Quería subir los peldaños de un salt o y derribar a puñet azos
la pesada puert a negra.
¿Ábranm e! ¡Est oy aquí! ¡Tienen que dej arm e ent rar! ¿No lo ent ienden?
¡YA ESTOY DENTRO!
Las im ágenes se agolparon ant e sus oj os; sonidos discordant es resonaban
en sus oídos. Un dolor int enso y palpit ant e le golpeaba las sienes. Est aba
dent ro de un cuart o oscuro —ese cuart o— com o si cont em plara una pant alla,
en la que una im agen int erior era rem plazada por ot ra, y ot ra, en rápida y
cegadora sucesión.
¿Quién es él? Rápido! ¡Llega dem asiado t arde! ¡Es hom bre m uert o!
¿Dónde queda est a calle? ¿Qué significa para ust ed? ¿Con quién se encont ró
allí? ¿Cóm o? Muy bien. Trat e de sim plificar las cosas; diga lo m enos posible.
Aquí t iene una list a: ocho nom bres. ¿Cuáles de ellos son cont act os? ¡Vam os,
rápido! Aquí t iene ot ra. Mét odos para equiparar el núm ero de m uert es. ¿Cuáles
son los de ust edes...? ¡No, no, no! ¡Tal vez Delt a haría eso, no Caín! ¡Ust ed no
es Delt a, ust ed no es ust ed! Ust ed es Caín. Ust ed es un hom bre llam ado
Bourne. ¡Jason Bourne! Se equivocó: dio un paso at rás. I nt ént elo ot ra vez.

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¡Concént rese! Tache t odo lo dem ás. Borre definit ivam ent e el pasado. Ya no
exist e para ust ed. ¡Ust ed es únicam ent e lo que es en est e m om ent o, en lo que
se convirt ió aquí!
¡Oh, Dios! Marie se lo había dicho.
Tal vez sólo sabes lo que t e han dicho que debes saber... Una y ot ra vez:
sin t regua. Hast a que no t e quedó ot ra cosa en la cabeza... Lo que recuerdas
es lo que t e inculcaron... pero t e es im posible revivirlo... porque ése no eres
t ú.
El sudor le cubría el rost ro y le punzaba los oj os, m ient ras se incrust aba
los dedos en la m uñeca, t rat ando de borrar de su m ent e el dolor, los sonidos y
los relám pagos de luz. Le había escrit o a Carlos que regresaba allí en busca de
docum ent os que eran su... «prot ección final». En aquel m om ent o, la frase le
pareció floj a; incluso había est ado a punt o de t acharla, pues necesit aba una
razón m ás poderosa para volar a Nueva York. Y, sin em bargo, su inst int o le
había im pedido elim inarla; era part e de su pasado... de alguna m anera. Ahora
com prendía. Su ident idad est aba dent ro de aquella casa. Su ident idad. Y fuera
o no Carlos t ras él, debía encont rarla. ¡Tenía que hallarla!
¡De pront o t odo se había convert ido en una locura! Sacudió la cabeza con
violencia hacia uno y ot ro lados para librarse de la com pulsión, para ahogar los
grit os que lo cercaban; grit os que eran los suyos, su propia voz. Olvida a
Carlos. Olvida la t ram pa. ¡Mét et e en esa casa! ¡Fue allí; allí em pezó t odo!
¡Bast a!
La ironía era m acabra. No había ninguna prot ección final en aquella casa,
sino sólo una explicación final para sí m ism o. Y carecía de sent ido sin Carlos.
Los que lo perseguían lo sabían y hacían caso om iso de ello; precisam ent e por
eso querían verlo m uert o. Pero est aba t an cerca... debía encont rarla. Est aba
allí.
Bourne levant ó la vist a; el chófer m elenudo lo est aba observando por el
espej o ret rovisor.
—Jaqueca —dij o secam ent e—. Dé una vuelt a a la m anzana. Una vuelt a
com plet a. Todavía es t em prano para m i cit a. Le diré dónde debe det enerse.
—Ust ed es el que paga, j efe.
La residencia de piedra había quedado at rás, después de haber pasado
velozm ent e frent e a ella al despej arse repent inam ent e el t ránsit o. Bourne se
volvió en el asient o y la cont em pló por la vent anilla t rasera. El at aque se le
est aba pasando, y las visiones y sonidos de pánico com enzaban a
desvanecerse; sólo le quedaba el dolor, pero t am bién eso desaparecería, lo
sabía m uy bien. Aunque de escasos m inut os de duración, había sido algo
ext raordinario. Las prioridades se habían dist orsionado; la com pulsión había
rem plazado a la razón, la fuerza de lo desconocido había sido t an int ensa, que
por un inst ant e casi había llegado a perder el dom inio de sí m ism o. No podía
perm it ir que le ocurriera de nuevo: la t ram pa era lo m ás im port ant e. Tenía que
exam inar la casa ot ra vez; Tenía t odo el día por delant e para hacerlo, para
pulir su plan, sus t áct icas para la noche, pero en ese m om ent o se im ponía
hacer una nueva evaluación del t erreno, est a vez con m ás serenidad. En el
curso del día podría realizar ot ras m ás rigurosas. El cam aleón que había en él
debía com enzar su t area.
Dieciséis m inut os m ás t arde era obvio que lo que se había propuest o
exam inar ya no t enía im port ancia. De pront o, t odo era dist int o, t odo había

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cam biado. La fila de vehículos en la calle era m ás lent a; un azar m ás que se
sum aba. Un cam ión de m udanza había aparcado frent e a la residencia;
hom bres con ropa de t rabaj o est aban allí de pie fum ando y t om ando café,
ret rasando el m om ent o de iniciar el t rabaj o. La pesada puert a negra est aba
abiert a, y un hom bre de chaquet a verde, con el em blem a de la com pañía de
m udanzas est am pado en el bolsillo superior izquierdo, est aba en el vest íbulo,
con una t ablilla con suj et apapeles en la m ano. ¡Est aban desm ant elando
Treadst one! ¡En pocas horas est aría vacía, quedaría t an sólo la cáscara! ¡No
podía ser! ¡Era preciso im pedirlo!
Jason se inclinó hacia delant e, con el dinero en la m ano, la cabeza ya libre
de dolor; t odo en él era im pulso, m ovim ient o. Tenía que ponerse en cont act o
con Conklin en Washingt on. ¡Pero no m ás t arde, no cuando las piezas de
aj edrez est uvieran colocadas en su sit io, sino ahora m ism o! ¡Conklin debía
det enerlos! Todo su plan se m ovía en la oscuridad... siem pre la oscuridad. El
haz de una lint erna recorriendo prim ero una callej uela, luego ot ra, luego
m uros oscuros y, hacia arriba, vent anas en t inieblas. Todo orquest ado
adecuada y velozm ent e, corriendo de una posición a ot ra. Un asesino sería
at raído hacia un edificio de piedra por la noche. Por la noche. ¡Sucedería por la
noche! ¡No en aquel m om ent o! Se apeó del t axi.
—¡Escuche, señora! —grit ó el chófer por la vent anilla abiert a.
Jason se agachó.
—¿Qué ocurre?
—Sólo quería agradecerle. Est o...
Un sonido com o de escupida. ¡Por encim a de su hom bro! Seguido de una
t os que era el com ienzo de un grit o. Bourne se quedó m irando al conduct or del
t axi, al río de sangre que brot aba de la orej a izquierda del hom bre. Est aba
m uert o, m uert o por una bala que había sido disparada cont ra él, desde una
vent ana sit uada en algún edificio de la calle.
Jason se arroj ó al suelo, y luego salt ó com o un resort e rodando hacia el
borde de la vereda. Se produj eron ot ros dos disparos con silenciador en rápida
sucesión, el prim ero de los cuales se incrust ó en un lado del t axi, y el segundo
se hundió en el asfalt o. ¡Era increíble! ¡Est aba m arcado incluso ant es de que
hubiera com enzado la part ida de caza! Carlos est aba allí. ¡En posición! Él o
uno de sus hom bres había ocupado un sit io elevado, una vent ana o una
azot ea, desde la cual podía dom inar t oda la calle. Sin em bargo, era absurda la
posibilidad de m uert e indiscrim inada causada por un asesino apost ado en una
vent ana o una azot ea; la Policía acudiría, se cerraría la calle, e incluso se
frust raría la posibilidad de invert ir la t ram pa. ¡Y Carlos no est aba loco! No t enía
sent ido. Pero Bourne t am poco t enía t iem po para especular; debía escapar de
la t ram pa… de la t ram pa invert ida. Tenía que llegar hast a aquel t eléfono.
¡Carlos est aba allí! ¡A las puert as de Treadst one! Él lo había llevado hast a allí.
¡Había logrado arrast rarlo hast a allí! ¡Era su prueba!
Se puso de pie y echó a correr, zigzagueando, ent rem ezclándose de
cuando en cuando con los peat ones. Llegó a la esquina y viró hacia la derecha.
La cabina t elefónica est aba a seis m et ros de allí, pero t am bién era un blanco.
No podría usarla.
Cruzando la calle había una charcut ería, y, sobre la puert a, un pequeño
cart el rect angular: TELÉFONO. Baj ó a la calzada y em pezó a correr de nuevo,

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esquivando los aut om óviles. Uno de ellos podía cum plir la t area que Carlos se
había reservado para sí. Tam bién aquella ironía result aba m acabra.
- La CI A, señor, es fundam ent alm ent e una organización que invest iga
hechos –dij o en t ono condescendient e el hom bre en el ot ro ext rem o de la
línea- . El t ipo de act ividades que ust ed describe es la part e m enos frecuent e de
nuest ra t area, y algo sobre lo cual se ha exagerado m ucho en las películas y
las novelas.
- ¡Maldit o sea, escúchem e! - exclam ó Jason, m ient ras cubría con la m ano el
t eléfono, en la charcut ería at est ada de gent e- . Sólo quiero que m e diga adónde
est á Conklin. ¡Es una em ergencia!
- Y se lo dij eron en su oficina, señor. Mr. Conklin part ió ayer por la t arde y
se lo espera de regreso hacia fines de sem ana. Puest o que ust ed dice conocer
a Mr. Conklin, est ará al t ant o de la lesión que sufrió cuando est aba de servicio.
De cuando en cuando se alej a de aquí para som et erse a t rat am ient o m édico...
—¡Oh, cállese ust ed! Lo vi en París, en las afueras de París, hace dos
noches. Vino de Washingt on para verm e.
—Respect o a eso —int errum pió el hom bre en Langley—, cuando pasaron
su llam ada a est a oficina, ya lo habíam os verificado. En ninguna part e figura
que Mr. Conklin haya salido del país desde hace m ás de un año.
—¡Ent onces ocult ó las pruebas! ¡Pero est uvo allí! Busca ust ed claves —dij o
Bourne con desesperación—. Pues bien, no las t engo. Pero cualquier persona
que t rabaj e con Conklin reconocerá las palabras. ¡Medusa, Delt a, Caín...
Treadst one! ¡Alguien t iene que reconocerlas!
—Pero no es así. Ya se lo dij eron.
—Me lo dij o alguien que no est á ent erado del asunt o. Pero hay ot ras
personas que sí lo saben. ¡Créam e!
—Lo sient o. De veras...
—¡No cort e! —Había ot ro recurso: habría preferido no usarlo, pero no le
quedaba m ás rem edio—. Hace cinco o seis m inut os he baj ado de un t axi en la
Calle Set ent a y Uno. Me han descubiert o, y alguien ha t rat ado de quit arm e de
en m edio.
—¿Quit arlo... de en m edio?
—Sí. El chófer m e habló y yo m e agaché para escuchar lo que decía. Ese
m ovim ient o m e salvó la vida, pero el conduct or est á m uert o, con una bala en
la cabeza. Ésa es la verdad, y sé que puede verificarlo. Es probable que a est as
alt uras haya m edia docena de coches pat rulla en el escenario de los hechos.
Verifíquelo. Es lo m ás que puedo aconsej arle que haga.
Hubo un breve silencio en Washingt on.
—Puest o que ust ed ha pedido hablar con Mr. Conklin, al m enos ha
pronunciado su nom bre, haré lo que m e pide. ¿Cóm o m e puedo com unicar con
ust ed.
—Aguardaré en el t eléfono. Ha hecho est a llam ada con una t arj et a de
crédit o int ernacional. Expedida en Francia, a nom bre de Cham ford.
—¿Cham ford? Pero ust ed ha dicho...
—¡Por favor!
—Aguarde un m om ent o.
La espera le result ó int olerable, em peorada por un individuo que lo m iraba
echando chispas por los oj os, m ient ras con una m ano hacía sonar las m onedas
y con la ot ra sost enía un panecillo; de la desgreñada y larga barba le colgaban

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algunas m igas. Un m inut o después, el hom bre en Langley est aba de nuevo en
la línea, pero ahora su t ono era com plet am ent e de cólera.
—Creo que est a conversación ha llegado a su fin, Mr. Bourne, o Cham ford,
o com o sea que se llam e. Nos hem os puest o en cont act o con la Policía de
Nueva York; en la calle Set ent a y Uno no se ha producido el incident e que
ust ed ha descrit o. Y est aba ust ed en lo ciert o. Tenem os cóm o verificarlo. Le
aconsej o que recuerde que hay leyes para est e t ipo de llam adas y que las
penas son m uy graves. Buenos días, señor.
Se escuchó un clic: la com unicación se había cort ado. Bourne se quedó
m irando el t eléfono con incredulidad. Durant e m eses, los hom bres de
Washingt on lo habían buscado, habían querido m at arlo a causa de un silencio
que no podían ent ender. Ahora, cuando él m ism o se present aba —les
present aba el único obj et ivo de aquel t rat o que había durado t res años—, lo
desechaban. ¡Seguían dispuest os a no escucharlo! Pero aquel nom bre lo había
escuchado. Y había vuelt o a descolgar el t eléfono para negar una m uert e
ocurrida hacía t an sólo unos m inut os. No podía ser... era de locos. Pero había
ocurrido.
Jason se sint ió t ent ado de huir a t oda velocidad de la charcut ería. En
cam bio, cam inó lent am ent e hacia la puert a, excusándose, abriéndose paso por
ent re la cola de gent e que esperaba frent e al m ost rador, con los oj os fij os en
los escaparat es, escrut ando a los que est aban en la acera. Una vez fuera, se
quit ó el abrigo y se lo echó al brazo, y se cam bió las gafas de sol por las de
m ont ura de carey. Eran m odificaciones m ínim as, pero no est aría suficient e
t iem po en el lugar al que se dirigía com o para que se convirt ieran en un error
grave. Cruzó de prisa la int ersección hacia la calle Set ent a y Uno.
En la esquina m ás apart ada se unió a un grupo de peat ones que
esperaban el cam bio de luz del sem áforo. Giró la cabeza hacia la izquierda con
el m ent ón apret ado cont ra la clavícula. Él t ránsit o proseguía, pero el t axi había
desaparecido. Había sido elim inado de la escena con precisión quirúrgica, com o
si se t rat ara de un órgano enferm o y desagradable a la vist a, ext irpado del
cuerpo, y las funciones vit ales habían vuelt o a la norm alidad. Dem ost raba la
precisión de un m aest ro asesino, que sabía con exact it ud cuándo y dónde
clavar el cuchillo con celeridad.
Bourne giró de prisa, invirt iendo la dirección que llevaba, y echó a andar
hacia el Sur. Tenía que encont rar una t ienda apropiada; debía cam biar su
aspect o ext erior. El cam aleón no podía esperar.

Marie St . Jacques est aba enoj ada cuando se dirigió al general de brigada
I rwin Art hur Crawford, que se encont raba en el ot ro ext rem o de la habit ación,
en la suit e del «Hot el Fierre».
—¡Ust edes no quisieron escucharlo! —acusó la m uj er—. Ninguno de
ust edes quiso escucharlo. ¿Tiene alguna idea de lo que le han hecho?
—Lo sabem os m uy bien —respondió el oficial; la disculpa est aba en el
reconocim ient o m ism o, no en el t ono de su voz—. Sólo puedo repet irle lo que
ya le he dicho. No sabíam os qué escuchar. Las diferencias ent re las apariencias
y la realidad superaban nuest ra com prensión, y es evident e que a él le ocurrió
t am bién lo m ism o. ¿Y si le pasó a él, por qué suponer que no nos pasaría
t am bién a nosot ros?

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—¡Él ha est ado t rat ando de reconciliar las apariencias con la realidad,
com o ust ed dice, desde hace siet e m eses! ¡Y t odo lo que se les ocurrió hacer a
ust edes fue enviar gent e a m at arlo! Él int ent ó decírselo. ¿Qué clase de
personas son ust edes?
—Llenas de defect os, Miss St . Jacques. Llenas de defect os, pero decent es;
eso creo. Por eso est oy aquí. El reloj ha em pezado a correr, y quiero salvarlo si
puedo, si podem os.
—¡Ah, m e pone ust ed enferm a! —Marie se det uvo, m eneó la cabeza y
siguió diciendo con serenidad—: Haré lo que ust ed m e pida, eso ya lo sabe.
¿Puede ponerse en cont act o con Conklin?
—Est oy seguro de que sí. Perm anecerá en la escalinat a de esa casa hast a
que no le quede m ás rem edio que dirigirse a m í. Aunque t al vez no sea él
nuest ra m ayor fuent e de preocupación.
—¿Carlos?
—Tal vez ot ros.
—¿Qué quiere decir?
—Se lo explicaré en el cam ino. En est e m om ent o nuest ra principal
preocupación, nuest ra única preocupación, es localizar a Delt a.
—¿A Jason?
—Sí. Al hom bre que ust ed llam a Jason Bourne.
—Y, desde el principio, él fue uno de ust edes —dij o Marie—. ¿No había
ningún ant ecedent e que expiar, ningún pago o perdón que negociar?
—Ninguno en absolut o. Ya se lo cont arem os a su debido t iem po, pero ést e
no es el m om ent o de hacerlo. He hecho arreglos para que est é ust ed en un
coche del Gobierno sin nada que lo ident ifique com o t al, aparcado en sent ido
diagonal respect o a la casa. Le ent regarem os prism át icos; ust ed lo conoce
m ej or que ninguna ot ra persona. Tal vez lo localice. Ruego a Dios que así sea.
Marie se dirigió al arm ario y sacó su abrigo.
—Ciert a noche m e dij o que era un cam aleón... ¿Lo recuerda? —
int errum pió Crawford.
—¿Qué he de recordar?
—Nada. Tenía un t alent o especial para m overse en sit uaciones difíciles sin
ser vist o. A eso m e refiero.
—Espere un m inut o —Marie se acercó al m ilit ar, con los oj os clavados de
pront o ot ra vez en él—. Dice ust ed que debem os localizar a Jason, pero hay
ot ro cam ino m ej or. Dej e que sea él quien se acerque a nosot ros. A m í. Déj em e
en la escalinat a de esa casa. ¡Él m e verá, m e hará llegar un m ensaj e!
—¿Brindándole así al que est á allá afuera dos blancos en lugar de uno?
—Ust ed no conoce a nuest ro hom bre, general. He dicho que m e haría
llegar un m ensaj e. Enviará a alguna ot ra persona. Le pagará a cualquier
hom bre o m uj er para que m e dé un m ensaj e. Lo conozco. Hará eso. Es la
m anera m ás segura.
—No puedo perm it irlo.
—¿Por qué no? ¡Han hecho t an est úpidam ent e el rest o de las cosas! ¡Tan
ciegam ent e! ¡Por lo m enos hagan algo int eligent e!
—No puedo. Tal vez eso solucionaría incluso ot ros problem as que ust ed
desconoce, pero no puedo hacerlo.
—Dém e una razón.

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—Si Delt a t iene razón, si Carlos lo ha seguido y est á en esa calle, el riesgo
es dem asiado grande. Carlos la conoce por fot ografías. La m at ará.
—Est oy dispuest a a correr ese riesgo.
—Pues yo no. Y m e gust aría pensar que est oy hablando en nom bre de m i
Gobierno cuando le digo est o.
—Francam ent e, no creo que sea así.
—Dej e que los dem ás lo decidan. ¿Podem os ponernos en cam ino, por
favor?

—Adm inist ración General de Servicios —cant urreó la voz del operador del
conm ut ador.
—Com uníquem e con Mr. J. Pet rocelli, por favor —dij o Alexander Conklin
con voz t ensa, m ient ras se secaba con una m ano el sudor de la frent e, de pie
j unt o a la vent ana, y con la ot ra sost enía el t eléfono—. ¡Rápido por favor!
—Todos t ienen prisa... —las palabras fueron rem plazadas por el zum bido
de una llam ada.
—Pet rocelli, División de Reclam aciones y Fact uración.
—¿Me quiere decir qué dem onios est án haciendo? —est alló el hom bre de
la CI A, calculando el im pact o causado por sus palabras, com o si se t rat ara de
un arm a.
—En est e preciso m om ent o, escuchando a un im bécil que m e hace una
pregunt a est úpida.
—Pues bien, escúchem e con at ención. Me llam o Conklin, de la CI A,
prioridad Cuat ro- Cero. ¿Sabe lo que t odo eso significa?
—Jam ás he ent endido nada de lo que ust edes han dicho en los últ im os
diez años.
—Ent onces será m ej or que ent ienda est o. Ha t ardado una hora, pero
acabo de localizar al despachant e de una com pañía de m udanzas, aquí en
Nueva York. Afirm a que t iene una fact ura firm ada por ust ed para llevarse
t odos los m uebles de una residencia de la Calle Set ent a y Uno. Del núm ero
139, para ser m ás exact os.
—Sí, la recuerdo. ¿Y cuál es el problem a?
—¿Quién dio esa orden? Es nuest ro t errit orio. Ret iram os nuest ro equipo la
sem ana pasada, pero no, repit o, no solicit am os ningún ot ro servicio adicional.
—Espere un m om ent o —dio el burócrat a—. Yo vi esa orden. Quiero decir
que la leí ant es de firm arla; le j uro que ust edes despiert an m i curiosidad. La
orden venía direct am ent e de Langley, en una hoj a de prioridad.
—¿Pero de quién en Langley?
—Espere un m om ent o y se lo diré. Tengo una copia en el archivo. —En el
ot ro ext rem o de la línea se oía el cruj ido de papeles. Luego cesó y Pet rocelli
prosiguió—: Aquí est á, Conklin. Dirij a sus quej as a su gent e en Cont roles
Adm inist rat ivos.
—Ellos no t enían ni idea de lo que est aban haciendo. Cancele la orden.
¡Llam e a la com pañía de m udanzas y díganle que salga de allí! Ahora m ism o!
—¡Esfúm ese!
—¿Cóm o dice?
—Envíem e por escrit o una solicit ud de prioridad; he de t enerla ant es de
las t res de la t arde, aquí, en m i m esa; ent onces es posible, no le aseguro

385
nada, sólo digo que es posible, que sea procesada m añana. Ent onces
llevarem os t odo de vuelt a hast a allí.
—¿Llevarán t odo de vuelt a?
—En efect o. Nos dicen ust edes que lo saquem os t odo, y lo sacam os. Nos
dicen que lo llevem os de vuelt a, y lo llevam os. Hem os de seguir m ét odos y
procedim ient os, lo m ism o que ust edes.
—¡Todo el equipo era prest ado! No era, no es propiedad de la
organización.
—Ent onces, ¿por qué m e llam a a m í? ¿Qué t iene ust ed que ver con eso?
—No t engo t iem po de explicárselo. Pero saque a esa gent e de allí. ¡Llam e
a Nueva York y sáquelas de allí! Son órdenes de Cuat ro- Cero.
—Aunque sean cinco ceros; no conseguirá nada. Mire, Conklin, los dos
sabem os que ust ed puede conseguir lo que quiera si yo obt engo lo que
necesit o. Haga las cosas bien. Hágalas legalm ent e.
—¡Es que no puedo involucrar a la CI A!
—Pues ent onces, no m e enrede a m í t am poco.
—¡Es preciso que esas personas salgan de allí! Se lo adviert o... —Conklin
se int errum pió, con los oj os clavados en la residencia al ot ro lado de la calle,
súbit am ent e paralizados t odos sus pensam ient os.
Un hom bre alt o, con abrigo negro, había subido los escalones de cem ent o;
giró y se quedó inm óvil frent e a la puert a abiert a. Era Crawford. ¿Qué
dem onios hacía? ¿Qué hacía allí? ¡Había perdido el j uicio; est aba loco! ¡Se
había convert ido en un blanco inm óvil; podía rom per la t ram pa!
—¿Conklin? ¿Conklin...?
La voz salía aún del auricular cuando el hom bre de la CI A cort ó la
com unicación.
Conklin se dirigió a un hom bre corpulent o que est aba a dos m et ros, en la
vent ana adyacent e. El hom bre t enía un rifle de m ira t elescópica suj et a al
cañón. Alex no conocía su nom bre y t am poco quería saberlo; había pagado lo
suficient e para no t ener aquel peso sobre los hom bros.
—¿Ve ese hom bre allá abaj o; el de abrigo negro, que est á j unt o a la
puert a? —pregunt ó.
—Sí, lo veo. Pero no es el que buscam os. Es dem asiado viej o.
—Vaya y dígale que enfrent e hay un lisiado que quiere hablar con él.

Bourne salió de la t ienda de ropa usada en la Tercera Avenida,


det eniéndose un inst ant e frent e al sucio escaparat e para apreciar m ej or el
aspect o que t enía. Serviría; t odo hacía j uego. El gorro de lana negro le cubría
la cabeza hast a la m it ad de la frent e; la cazadora, arrugada y llena de
rem iendos, era varias t allas superior a su m edida; la cam isa de franela a
cuadros, los pant alones am plios color caqui y las bot as de gruesa suela de
gom a y enorm es y redondeadas punt eras: t odo era coherent e. Sólo le falt aba
una m anera de cam inar que se adecuara a la ropa. La m archa de un hom bre
fuert e y de pocas luces; su cuerpo había com enzado a m ost rar los efect os de
un incesant e esfuerzo físico, y su m ent e acept aba lo inevit able del duro t rabaj o
cot idiano, cuya única recom pensa consist ía en un caj ón de cerveza al final de
una t area fat igosa y m onót ona.
Encont raría la m anera de cam inar; la había usado ant eriorm ent e. En
alguna part e. Pero ant es de hurgar en su m em oria, era preciso que hiciera una

386
llam ada t elefónica. Vio una cabina t elefónica en la m anzana, con una m ut ilada
guía colgando de una cadenilla m et álica baj o el est ant e de m et al. Echó a andar
hacia ella, las piernas aut om át icam ent e m ás rígidas, los pies presionando con
fuerza sobre la acera, los brazos colgando pesadam ent e, los dedos de las
m anos apenas ent reabiert os, curvados por años y años de excesivo t rabaj o
duro. La expresión fij a y t orpe del rost ro vendría después. No ahora.
—Com pañía Belkins, de Depósit os y Mudanzas —anunció la voz de una
t elefonist a en alguna part e del Bronx .
—Me llam o Johnson —dij o Jason con im paciencia, pero t am bién con
cordialidad—. Me t em o que t engo un problem a, y espero que ust ed pueda
ayudarm e.
—Lo int ent aré, señor ¿De qué se t rat a?
—He ido a casa de un am igo m ío en la Calle Set ent a y Uno, un am igo que
m urió hace m uy poco, a buscar algo que le había prest ado. Cuando llegué allí,
un cam ión de ust edes est aba aparcado frent e a la puert a. Me result a violent o
decírselo, pero t em o que sus hom bres se lleven un obj et o que m e pert enece.
¿Con quién m e aconsej a que hable sobre est a enoj osa cuest ión?
—Con un despachant e, señor.
—¿Podría facilit arm e su nom bre, por favor?
—¿Cóm o?
—Su nom bre.
—¡Ah, sí! Murray. Murray Schum ach. En seguida lo com unico con él.
Dos clics procedieron a un largo zum bido en la línea.
—Schum ach.
—¿Mr. Schum ach?
—Al habla.
Bourne le repit ió su enoj osa hist oria.
—Desde luego, puedo conseguir una cart a de m i abogado, pero el obj et o
en cuest ión t iene poco o ningún valor...
—¿Qué es?
—Una caña de pescar. No cara, desde luego, pero t iene un carret e ant iguo
de hierro fundido, uno de esos que no se at ascan cada cinco m inut os.
—Sí, sé lo que quiere decir. Yo suelo pescar en Sheepshead Bay. Ya no
hacen los carret es com o ant es. Creo que se debe a las aleaciones.
—Me parece que t iene ust ed razón, Mr. Schum ach. Sé exact am ent e en
qué arm ario est á guardado.
—¡Oh, bueno, qué diablos... una caña de pescar! Vaya y hable con un t ipo
llam ado Dugan; es el supervisor. Dígale de m i part e que puede llevársela, pero
t endrá que firm ar algún papel o algo. Si le pone inconvenient es, dígale que m e
llam e por t eléfono; el de la casa est á desconect ado.
—Mr. Dugan. Muchísim as gracias, Mr. Schum ach.
—¡Sant o cielo, ese lugar no nos ha t raído m ás que problem as hoy!
—¿Cóm o dice?
—Nada. Un lunát ico ha llam ado para ordenarnos que saliéram os de allí. Y
es un buen t rabaj o, con la paga garant izada. ¿Qué le parece?
Carlos. A Jason no le ext rañaba.
—Una sit uación realm ent e difícil, Mr. Schum ach.
—Buena pesca —dij o el hom bre de Belkins.

387
Bourne avanzó hacia el Oest e por la Calle Set ent a hacia la Avenida
Lexingt on. Tres calles m ás adelant e, en dirección al Sur, encont ró lo que
buscaba: una t ienda de excedent es m ilit ares y navales. Ent ró.
Ocho m inut os m ás t arde salió pert rechado con cuat ro m ant as acolchadas
de color m arrón y seis correas anchas de cañam azo con hebillas de m et al. En
los bolsillos de la cazadora llevaba dos bengalas. Est aban allí, sobre el
m ost rador, con aspect o de algo que en realidad no eran, suscit ando im ágenes
m ás allá de la m em oria, ret rocediendo hast a un m om ent o en el t iem po en que
había t enido significado y propósit o. Y rabia. Se echó el equipo sobre el
hom bro izquierdo y m archó penosam ent e hacia la calle Set ent a y Uno. El
cam aleón se dirigía a la j ungla, una j ungla t an densa com o la del no recordado
Tam Quan.
Eran las diez y cuarent a y ocho cuando llegó a la esquina de la calle
j alonada por árboles que ocult aban los secret os de Treadst one Set ent a y Uno.
Regresaba a los com ienzos —a sus com ienzos—, y el m iedo que sent ía no era
t em or al daño físico. Est aba preparado para eso: cada t endón t enso, cada
m úsculo list o; rodillas y pies, m anos y codos convert idos en arm as, los oj os
convert idos en alarm as accionadas por cables que enviarían señales a dichas
arm as. Su m iedo era m ucho m ás profundo. Est aba a punt o de penet rar en el
lugar de su nacim ient o, y le at erraba lo que pudiera encont rar, lo que pudiera
recordar allí.
¡Bast a! La t ram pa es lo único im port ant e. ¡Caín es Charlie y Delt a es Caín!
El t ránsit o había dism inuido considerablem ent e, la hora punt a había
pasado; en la calle com enzaban a reinar la inact ividad y la quiet ud propias de
m edia m añana. Ahora los peat ones cam inaban en lugar de correr; los coches
pasaban lent am ent e j unt o al cam ión de m udanzas, y los furibundos cláxones,
eran rem plazados por breves m uecas de irrit ación. Jason cruzó hacia la vereda
de Treadst one; la elevada y angost a est ruct ura de piedra irregular y roj iza y
vidrio grueso y azul est aba a cincuent a m et ros de donde él se encont raba. Con
las m ant as y las correas, un obrero de pocas luces y ya cansado avanzó hacia
la residencia det rás de una parej a bien vest ida.
Llegó a la escalinat a de cem ent o en el m om ent o en que dos hom bres
m usculosos, uno negro y el ot ro blanco, at ravesaban la puert a con un arpa
envuelt a en una funda. Bourne se det uvo y grit ó, con voz vacilant e y t ono
desapacible:
—¡Eh! ¿Dónde est á Doogan?
—¿Dónde diablos ha de est ar? —replicó el hom bre blanco, ladeando la
cabeza para m irarlo—. Con el t rasero pegado a una silla.
—No esperarás que levant e algo m ás pesado que su t ablilla con
suj et apapeles —int ervino el negro—. Para algo es un ej ecut ivo. ¡No falt aría
m ás! ¿No, Joey?
—Es un pesado, eso es lo que es. ¿Qué llevas baj o el brazo?
—Vengo de part e de Schum ach —replicó Jason—. Quería que viniera y
pensó que necesit arían est os bárt ulos. Me dij o que los t raj era.
—¡Murray, el t error de las m udanzas! —exclam ó el negro, lanzando una
carcaj ada—. Eres nuevo. No t e he vist o ant es. ¿Vienes de t rabaj ar en los
m uelles?
—¡Aj a!

388
—Llévale esa porquería al ej ecut ivo —gruñó Joey, al t iem po que
com enzaba a baj ar los escalones—. Él puede asignarlo. ¿Qué t e parece esa
palabra, Pet e? Asignarlo: ¿t e parece?
—Me chifla, Joey. Pareces un diccionario am bulant e.
Bourne subió los escalones hast a la puert a, la at ravesó y vio la escalera
de caracol a la derecha y, frent e a él, el pasillo largo y est recho que
desem bocaba en ot ra puert a seis m et ros m ás allá. Había subido aquellos
escalones m il veces, y cam inado por aquel pasillo ot ras t ant as. Ahora, que
est aba de nuevo allí, lo em bargaba una abrum adora sensación de pavor.
Avanzó por el pasillo est recho y oscuro; alcanzaba a divisar haces de luz solar
penet rando a lo lej os por ent re las puert as- vent ana. Se aproxim aba al cuart o
donde había nacido Caín. A aquel cuart o. Se aferró a las correas que llevaba al
hom bro y para dom inar el t em blor.
Marie se inclinó hacia delant e en el asient o t rasero del sedán
gubernam ent al blindado, m ient ras con los prism át icos exam inaba el lugar.
Algo había ocurrido; no est aba segura de qué, pero lo int uía. Un hom bre baj o y
robust o había pasado j unt o a la escalinat a de la residencia hacía algunos
m inut os; al acercarse al general, am inoró la m archa y le dij o algo, Luego, el
hom bre siguió por la acera y, al cabo de unos segundos, Crawford lo siguió.
Conklin había sido hallado.
Si lo que el general había dicho era ciert o, aquello no represent aba sino
una pequeña vict oria. Pist oleros cont rat ados, desconocidos para su em pleador,
quien, a su vez, era un desconocido para ellos. Cont rat ados para m at ar a un
hom bre... ¡por m ot ivos equivocados! ¡Oh, Dios, cóm o los odiaba a t odos!
Hom bres est úpidos, insensat os. Hom bres que j ugaban con la vida de ot ros,
sabiendo t an poco ya convencidos de que lo sabían t odo.
¡Y no habían querido escuchar! No escucharon hast a que fue dem asiado
t arde, y ent onces sólo con aust eras reservas y vehem ent es aclaraciones sobre
lo que habría podido ocurrir... si las cosas hubieran sido com o ellos creían, y
no fueron así. La corrupción obedecía a la ceguera; las m ent iras, a la
obst inación y la vergüenza. No avergoncéis a los poderosos; el napalm lo decía
t odo.
Marie enfocó los prism át icos. Un em pleado de Belkins se aproxim aba a la
escalinat a, con m ant as y correas al hom bro, cam inando det rás de una parej a
de edad, sin duda resident es en aquella m anzana, que habían salido a dar un
paseo. El hom bre con cazadora y gorro negro de lana se det uvo y habló con
ot ros dos em pleados de la em presa de m udanzas cargados con un obj et o
t riangular.
¿Qué era lo que le llam aba la at ención? Había algo... algo ext raño. No
podía ver el rost ro del hom bre; quedaba ocult o a su vist a, pero había algo en
el cuello, en la form a de la cabeza... ¿qué era? El hom bre com enzó a subir la
escalinat a, un hom bre obt uso, al parecer cansado de t rabaj ar, aunque apenas
había com enzado... un hom bre desaliñado y perezoso. Marie dej ó los
prism át icos; se sent ía dem asiado ansiosa, dem asiado dispuest a a ver cosas
que sólo exist ían en su im aginación.
¡Oh, Dios, m i am or, m i Jason! ¿Dónde est ás? Ven a m í. Dej a que t e
encuent re. No m e abandones por esos hom bres ciegos e insensat os. No
perm it as que t e apart en de m í.

389
¿Dónde est aba Crawford? Había prom et ido m ant enerla inform ada de cada
m ovim ient o suyo, de t odo. Ella se había m ost rado brusca. No confiaba en él,
en ninguno de ellos; no confiaba en su int eligencia, aquella que se escribía con
i m inúscula. Él le había prom et ido... pero, ¿dónde est aba?
Se dirigió al chofer:
—¿Puede baj ar la vent anilla, por favor? Me ahogo aquí dent ro.
—Lo sient o, señorit a —respondió el m ilit ar de paisano—. Pondré el aire
acondicionado.
Las vent anillas y las puert as est aban cont roladas por bot ones que sólo
est aban al alcance del conduct or. Ella se hallaba encerrada en una t um ba
m et álica, en m edio de una calle bañada por el sol y j alonada de árboles.

—¡No creo ni una sola palabra de t odo eso! —exclam ó Conklin, coj eando
furiosam ent e por la est ancia en dirección a la vent ana. Se recost ó cont ra el
alféizar, m irando hacia fuera, la m ano izquierda en la cara, los dient es
apret ados cont ra el nudillo de su dedo índice—. ¡Ni una m aldit a palabra!
—No quieres convencert e, Alex —replicó Crawford—. La solución es m ucho
m ás sim ple. Todo encaj a en su sit io y es infinit am ent e m ás sencillo.
—No escuchast e la cint a. ¡No escuchast e a Villiers!
—Pero escuché a la m uj er, y eso m e bast a. Dij o que no quisim os
escucharlo..., que t ú no lo escuchast e.
—¡Ent onces m ient e! —Conklin se volvió t orpem ent e—. ¡Crist o, por
supuest o que m ient e! ¿Por qué suponer lo cont rario? Ella es su m uj er. Hará
cualquier cosa por sacarlo del apuro.
—Te equivocas, y lo sabes. El hecho de que él est é aquí dem uest ra que
est ás equivocado, dem uest ra que hice m al en acept ar lo que m e dij ist e.
Conklin respiraba pesadam ent e, y la m ano derecha le t em blaba al
aferrarse al bast ón.
—Quizá... quizá nosot ros, quizá... —dej ó la frase inconclusa; y, m iró a
Crawford con aire de im pot encia.
—¿Deberíam os dej ar que las cosas siguieran su curso? —pregunt ó el
oficial serenam ent e—. Est ás cansado, Alex. Hace varios días que no duerm es;
est ás exhaust o. Sim ularé no haber oído eso.
—No. —El hom bre de la CI A sacudió la cabeza con los oj os cerrados y una
expresión de disgust o en el rost ro—. No, no lo escuchast e y yo no lo dij e. Sólo
desearía saber dónde diablos em pezar.
—Yo sí lo sé —replicó Crawford, m ient ras se encam inaba a la puert a y la
abría—. Ent ra, por favor.
El hom bre rechoncho ent ró en la est ancia y m iró de soslayo el rifle
apoyado cont ra la pared. Cont em pló a los dos hom bres con expresión
inquisit iva.
—¿Qué ocurre?
—La operación ha sido suspendida —dij o Crawford—. Supongo que ya se
habrá dado cuent a de ello.
—¿Qué operación? A m í m e cont rat aron para prot egerlo a él. —El pist olero
m iró a Alex—. ¿De m odo que ya no necesit a m ás prot ección, señor?
—Sabe perfect am ent e lo que querem os decir —t erció Conklin—. Quedan
suspendidas t odas las señales, t odas las cláusulas.

390
—¿Qué cláusulas? No conozco ninguna cláusula. Los t érm inos de m i
t rabaj o son m uy claros. Lo est oy prot egiendo a ust ed, señor.
—Muy bien, espléndido —adm it ió Crawford—. Lo único que nos queda por
saber es quién m ás lo est á prot egiendo.
—¿Quién m ás dónde?
—Fuera de est a habit ación, de est e apart am ent o. En ot ros cuart os, en la
calle, t al vez dent ro de aut om óviles. Debem os saberlo ahora m ism o.
El hom bre rechoncho fue hast a donde est aba el rifle y lo levant ó.
—Me t em o que los caballeros no han com prendido bien. Yo fui cont rat ado
individualm ent e. Si cont rat aron t am bién a ot ras personas, no t engo not icias de
ello.
—¡Sí, los conoce! —grit ó Conklin—. ¿Quiénes son? ¿Dónde est án
apost ados?
—No t engo la m enor idea..., señor.
El cort és pist olero sost enía el rifle con la m ano derecha, con el cañón
apunt ando hacia el suelo. Lo levant ó unos cinco cent ím et ros, con un
m ovim ient o casi im percept ible.
—Si no se requieren m ás m is servicios, los dej o.
—¿No puede ponerse en cont act o con ellos? —inquirió el general de
brigada—. Le pagarem os generosam ent e.
—Ya m e han pagado generosam ent e, señor. No sería correct o acept ar
dinero por un servicio que no voy a realizar. Y t am poco t iene sent ido prolongar
est a sit uación.
—¡La vida de un hom bre est á en j uego allá afuera! —grit ó Conklin.
—Tam bién la m ía —replicó el pist olero, m ient ras iba hacia la puert a, con
el arm a algo m ás levant ada—. Adiós, caballeros.
Y part ió.
—¡Crist o! —rugió Alex, volviendo a la vent ana, m ient ras golpeaba el
radiador con el bast ón—. ¿Qué harem os ahora?
—Ant e t odo, quit arnos de encim a esa em presa de m udanzas. No sé qué
papel desem peñaba en t u plan, pero en est e m om ent o sólo represent a una
com plicación m ás.
—No podem os. Ya lo he im plant ado. No he t enido nada que ver con eso.
Los cont roles de la organización se hicieron cargo de nuest ros papeles cuando
ordenam os sacar t odo el equipo. Vieron que se cerraba la t ienda y dieron
orden a la GSA de sacar t odo de allí a m archas forzadas.
—A una velocidad absolut am ent e int encionada —dij o Crawford,
asint iendo con la cabeza—. El Monj e aseguró el equipo con su firm a; su
declaración exim e de t odo a la organización. Est á en sus archivos.
—Todo sería perfect o si t uviéram os veint icuat ro horas. Pero ni siquiera
sabem os si t enem os veint icuat ro m inut os.
—A lo m ej or seguim os necesit ándolo. El Senado realizará una
invest igación a puert a cerrada, espero... ¡Cierra la calle al t ránsit o!
—¿Qué?
—Ya m e has oído, ¡que cierren la calle! ¡Llam a a la Policía y diles que
pongan vallas por t odas part es!
—¿Por orden de la CI A? Ést a es una cuest ión int erna.
—Ent onces lo haré yo. Por orden del Pent ágono, de la Junt a de
Com andant es en Jefe, si fuera preciso. ¡Est am os aquí parados, buscando

391
excusas, cuando se halla ant e nuest ras narices! Haz desaloj ar la calle, que la
cierren con vallas, y que venga un cam ión con un sist em a de alt avoces.
¡Mét ela a ella dent ro y dale un m icrófono! . Que diga lo que se le ant oj e, que
grit e a voz en cuello, si quiere. Tenía razón. ¡Él irá adonde se encuent re ella!
—¿Te das cuent as de lo que est ás diciendo? —lo int erpeló Conklin—.
Habrá pregunt as. Los periódicos, la Televisión, la Radio. Todo saldrá a la luz.
Públicam ent e.
—Tengo plena conciencia de ello —replicó el general de brigada—.
Tam bién sé que ella est á en favor de nosot ros si t odo est o pasa a la Hist oria.
Tal vez lo haga, de cualquier m odo, no im port a qué ocurra; aun así, prefiero
t rat ar de salvar la vida de un hom bre que j am ás m e gust ó y cuya designación
desaprobé. Pero hubo una época en que sent í respet o por él, y creo que en
est e m om ent o lo respet o aún m ás.
—¿Y qué m e dices de ot ro hom bre? Si realm ent e Carlos est á allá afuera,
con ello le abrirás las puert as. Le facilit arás la huida.
—Nosot ros no cream os a Carlos. Cream os a Caín y abusam os de él. Lo
despoj am os de su m ent e y de su m em oria. Tenem os una deuda con él. Baj a y
busca a la m uj er. Yo hablaré por t eléfono.

Bourne ent ró en la am plia bibliot eca donde los rayos del sol penet raban
por los inm ensos y elegant es vent anales en la part e post erior de la est ancia. Al
ot ro lado de los paneles de vidrio est aban los alt os m uros del j ardín... Todo lo
que lo rodeaba eran obj et os que le result aba dem asiado penoso m irar; le
result aban fam iliares y, al m ism o t iem po, no los conocía. Eran fragm ent os de
sueños —pero fragm ent os concret os, que podía t ocar, sent ir, usar—; t odo lo
cont rario de efím eros. Una larga m esa t allada donde se servía whisky,
polt ronas de cuero donde los hom bres se sent aban y conversaban, est ant erías
con libros y ot ras cosas, obj et os ocult os que aparecían cuando se presionaban
ciert os bot ones. Era el cuart o donde había nacido un m it o; un m it o que había
corrido por el sudest e del Asia y est allado en Europa.
Vio en el t echo el largo t ubo y se produj o la oscuridad, seguida de
relám pagos de luz, im ágenes proyect adas sobre una pant alla y voces que lo
ensordecían.
¿Quién es él? ¡Llega dem asiado t arde! ¡Es hom bre m uert o! ¿Dónde queda
est a calle? ¿Qué significa para ust ed? ¿Con quién se encont ró allí: ..? ¡Mét odos
para asesinar. ¿Cuáles son los suyos? ¡No...! ¡Ust ed no es Delt a, ust ed no es
ust ed...! ¡Ust ed es sólo lo que es en est e m om ent o, aquello en lo que se
convirt ió aquí!
—¡Eh! ¿Quién dem onios es ust ed?
El que grit ó la pregunt a era un hom bre grandot e y de cara colorada,
sent ado en un sillón j unt o a la puert a, con una t ablilla sobre las rodillas. Jason
había pasado al lado de él.
—¿Es ust ed Doogan? —pregunt ó Bourne.
—Sí.
—Me m anda Schum ach. Dij o que necesit aba ot ro hom bre.
—¿Para qué? Ya t engo cinco, y est e condenado lugar t iene pasillos t an
angost os que casi no se puede pasar por ellos. En est e m om ent o est án
subiendo por las escaleras.

392
—Yo no sé nada. Schum ach m e m andó, eso es t odo lo que sé. Me dij o que
t raj era est o.
Bourne dej ó caer al suelo las m ant as y las correas.
—¿Murray m e m anda t rast os nuevos? Eso sí que es una novedad.
—Yo no...
—¡Ya sé, ya sé! Lo m andó Schum ach. Pregúnt ele a él.
—No puedo hacerlo. Me dij o que se iba a Sheepshead. Que est ará de
vuelt a est a t arde.
—¡Ah, est upendo! Se larga a pescar y m e dej a a m í con t oda ést a... Ust ed
es nuevo. ¿Es ust ed descargador de m uelle?
—Sí.
—¡Vaya con Murray! Lo que m e falt aba: ot ro de ésos. Dos est úpidos
haraganes y ahora cuat ro t ipos inservibles.
—¿Quiere que em piece por aquí?
—¡No, im bécil! Los inservibles em piezan por arriba, ¿no se ha ent erado
t odavía? Por lo que queda m ás lej os, capisce?
—Sí, capisco.
Jason se inclinó para recoger las m ant as y las correas.
—Dej e esa basura aquí: no la va a necesit ar. Suba al piso de arriba y
em piece por los m uebles suelt os, de m adera. Cargue t ant o peso com o pueda,
y no m e venga con ninguna de esas est upideces de que si el sindicat o est o, si
el sindicat o lo ot ro.
Bourne salió al rellano del segundo piso y subió por la angost a escalera
que conducía al t ercero, com o at raído por una fuerza m agnét ica que no
alcanzaba a com prender. Se sent ía arrast rado hacia una habit ación de la part e
superior de la residencia, una habit ación que ofrecía t ant o la com odidad del
aislam ient o com o la frust ración de la soledad. El rellano de arriba est aba
oscuro; no había luces encendidas, en ninguna part e se veía ningún rayo de
sol penet rando por las vent anas. Llegó a lo alt o de la escalera y se quedó un
m om ent o allí, en silencio. ¿Qué habit ación era? Había t res puert as: dos a la
izquierda del pasillo y una a la derecha. Avanzó lent am ent e hacia la segunda
puert a de la izquierda, casi sin poder ver nada, a causa de la oscuridad
reinant e. Era aquélla; era allí donde los pensam ient os lo asalt aban en m edio
de la oscuridad...Recuerdos que lo acosaban, que lo last im aban. La luz del sol
y el hedor del río y la j ungla... Máquinas ruidosas en el cielo, que se
precipit aban ruidosam ent e del cielo. ¡Oh, Dios, qué penoso era!
Puso la m ano en el picaport e, lo hizo girar y abrió la puert a. Oscuridad,
pero no com plet a. Había una pequeña vent ana en el ext rem o opuest o de la
habit ación y, cubriéndola, una cort inilla vert ical negra, no cerrada del t odo. Se
advert ía una delgada línea de luz solar, t an t enue, que casi no lograba
penet rar las t inieblas, en el lugar donde la cort ina se unía con el alféizar. Jason
cam inó hacia aquella rendij a finísim a y casi im percept ible de luz.
¡Un rasguño! ¡Un rasguño en las t inieblas! Giró, en redondo, at errado por
las j ugadas que le gast aba la m ent e. ¡Pero no se t rat aba de ninguna ilusión!
Vio com o un brillant e relám pago, de luz reflej ada en el acero.
La hoj a de un cuchillo que casi le rozó el rost ro.

—¡Desearía verlo m uert o por lo que ha hecho! —dij o Marie, m irando


fij am ent e a Conklin—. Y eso m e descom pone.

393
—Ent onces no hay nada que pueda decirle —replicó el hom bre de la CI A,
m ient ras at ravesaba, coj eando, la habit ación hacia donde se encont raba el
general—. Tam bién podrían haber adopt ado ot ra conduct a; t ant o él com o
ust ed.
—¿Ah, sí? ¿Y en qué m om ent o preciso? ¿Cuando ese hom bre t rat ó de
m at arlo en Marsella? ¿En la rué Sarrasin? ¿Cuando lo persiguieron en Zurich?
¿Cuando le dispararon en París? Y sin que él supiera el porqué de t odo eso.
¿Qué se supone que debía haber hecho?
—¡Present arse, m aldit o sea! ¡Salir a la superficie!
—Lo hizo. Y cuando lo hizo, ust ed t rat ó de m at arlo.
—¡Est aba ust ed! Est aba ust ed con él. Y ust ed no había perdido la
m em oria.
—Suponiendo que yo hubiese sabido a quién dirigirm e, ¿m e habría
escuchado ust ed? Conklin le devolvió la m irada.
—No lo sé —respondió, rom piendo con ello el cont act o que se había
est ablecido ent re am bos. Se dirigió a Crawford—. ¿Qué pasa?
—Washingt on m e volverá a llam ar durant e los próxim os diez m inut os.
—Pero, ¿qué pasa?
—No est oy m uy seguro de que quieras oírlo. I nt ervención federal en
reglam ent os est at ales y m unicipales de aplicación obligat oria. Es preciso
obt ener aut orizaciones.
—¡Sant o cielo!
—¡Mira! —El m ilit ar se inclinó de pront o hacia la vent ana—. El cam ión se
va.
—Alguien lo ha logrado ent onces —com ent ó Conklin.
—¿Quién?
—Lo averiguaré. —El hom bre de la CI A se acercó, coj eando, al t eléfono;
en la m esa había algunas hoj as de papel, y en ellas, núm eros t elefónicos
escrit os de prisa. Seleccionó uno y lo m arcó—. Póngam e con Schum ach... por
favor... ¿Schum ach? Le habla Conklin, de la CI A. ¿Quién le dio la orden?
En t oda la habit ación se oyó la voz del despachant e desde el ot ro lado de
la línea:
—¿Qué orden? ¡Déj em e en paz! ¡Nos encargaron el t rabaj o y nos
proponem os t erm inarlo! Francam ent e, creo que est á ust ed com o...
Conklin colgó el t eléfono de golpe.
—¡Qué barbaridad! —Su m ano t em blaba al sost ener el aparat o. Lo levant ó
y volvió a m arcar, con los oj os fij os en ot ra de las hoj as de papel—. Pet rocelli,
de Reclam aciones —ordenó—. ¿Pet rocelli? Es Conklin de nuevo.
—¿Qué le pasa? Se ha cort ado la com unicación?
—No t engo t iem po de explicárselo. Confíe en m í. ¿Quién firm ó est a fact ura
de prioridad de los cont roles de la CI A?
—¿Qué quiere decir con eso de que quién la firm ó? El t ipo de arriba que
siem pre las firm a. McGovern.
Conklin palideció.
—Me lo t em ía —susurró, m ient ras volvía a colocar el t eléfono en su lugar.
Miró a Crawford, y la cabeza le t em blaba al hablar—. La orden dada a la GSA
iba firm ada por un hom bre que abandonó el cargo hace dos sem anas.
—Carlos...

394
—¡Oh, Dios! —exclam ó Marie—. ¡El hom bre que llevaba las m ant as, las
correas! La form a en que m ovía la cabeza, el cuello. Doblado hacia la derecha.
¡Era él! Cuando le duele la cabeza, la inclina hacia la derecha! ¡Era Jason!
Ent ró en la casa.
Alexander Conklin se volvió hacia la vent ana y fij ó la m irada en la puert a
barnizada de negro que se encont raba al ot ro lado de la calle. Est aba cerrada.

¡La m ano! La piel..., los oj os oscuros que brillaban en aquel t enue haz de
luz. ¡Carlos!
Aunque Bourne echó la cabeza hacia at rás, la afilada hoj a del cuchillo le
hizo un cort e baj o el m ent ón, y el chorro de sangre que brot ó com enzó a
correr por la m ano que sost enía el cuchillo. Lanzó el pie derecho hacia fuera,
cogiendo a su invisible at acant e por la rodilla; luego giró en redondo y clavó el
t aco izquierdo en la ingle del hom bre. Carlos dio m edia vuelt a y, una vez m ás,
el filo del cuchillo surgió en la oscuridad, dirigido ahora a su est óm ago. Jason
dio un salt o, cruzó los puños y lanzó un golpe hacia abaj o, bloqueando el brazo
oscuro que era una ext ensión del m ango del arm a. Dobló los dedos hacia
dent ro, j unt ó las m anos, con el ant ebrazo debaj o de su cuello em papado en
sangre, y lanzó violent am ent e el brazo hacia arriba en diagonal. El cuchillo
rozó la t ela de la cazadora y la part e superior del pecho. Bourne baj ó el brazo
en espiral, t orció la m uñeca que había aferrado e incrust ó el nom bro cont ra el
cuerpo del asesino: dio ot ro t irón violent o, al t iem po que Carlos caía hacia un
lado al perder el equilibrio, con el brazo casi dislocado.
Se oyó el ruido del arm a rodando por el suelo y Jason avanzó a t ient as
hacia el lugar de donde llegaba el sonido, al t iem po que se palpaba el cint urón
en busca del revólver; se le enredó en la t ela; Jason rodó por el suelo, pero no
lo hizo con suficient e rapidez. La punt era m et álica de un zapat o le golpeó en la
sien, y t odo su cuerpo se est rem eció. Rodó de nuevo, rápido, m ás rápido,
hast a que se est relló cont ra la pared; se apoyó en una rodilla y aguzó la vist a
t rat ando de divisar algo por ent re aquella oscuridad casi t ot al. Una dim inut a
línea de luz provenient e de la vent ana se proyect ó en una m ano; arrem et ió
cont ra ella; sus m anos eran ahora garras, y sus brazos, peligrosos espolones.
Aferró la m ano, la t orció hacia at rás y le rom pió la m uñeca. Un alarido llenó la
habit ación.
Se oyó un alarido y el ruido seco de un disparo hecho con silenciador que
provocó una incisión helada en la zona superior izquierda del pecho de Bourne,
al aloj arse la bala cerca del om óplat o. Pese al dolor lacerant e, se agachó y
volvió a incorporarse de un salt o, golpeando con los puños al asesino hast a
acorralarlo cont ra la pared, por encim a de un m ueble de finos bordes. Carlos
escapó m ient ras disparaba ot ros dos t iros, sin dar en el blanco. Jason se
proyect ó hacia la izquierda; por fin logró liberar su revólver y apunt ó en la
oscuridad hacia el lugar de donde provenían los ruidos. Hizo fuego; el
est ruendo fue t an ensordecedor com o inút il. Oyó el golpe de una puert a que se
cerraba; el asesino había salido corriendo hacia el pasillo.
Trat ando de llenarse los pulm ones de aire, Bourne se arrast ró hacia la
puert a. Cuando llegó a ella, su inst int o le ordenó agazaparse a un lado y
est rellar el puño cont ra la part e inferior. Lo que siguió fue una espant osa
pesadilla. Una breve ráfaga de disparos con arm as aut om át icas perforó los
paneles de la puert a, y las ast illas volaron hacia el ot ro ext rem o del cuart o. En

395
cuant o cesó el fuego, Jason levant ó su revólver y disparó en diagonal a t ravés
de la puert a; la ráfaga se repit ió. Bourne se volvió con rapidez, se alej ó de la
puert a y apoyó la espalda cont ra la pared; cesó la erupción, y él volvió a
disparar. Ahora eran dos hom bres, separados sólo por unos cent ím et ros, y
cuyo m áxim o deseo era m at ar al ot ro. Caín es Charlie y Delt a es Caín.
Aprehende a Carlos. At rapa a Carlos. ¡Mat a a Carlos!
De pront o, Jason oyó el ruido de pisadas que se alej aban corriendo, y
luego el sonido de una barandilla que cedía m ient ras una figura baj aba,
t am baleándose, por la escalera; Carlos huía; el m uy cerdo iba en busca de
ayuda; est aba herido. Bourne se quit ó la sangre de la cara y de la gargant a y
se acercó hacia lo que quedaba de la puert a. La abrió de par en par y salió al
est recho pasillo, con el arm a levant ada y list a para disparar. Penosam ent e
logró subir hast a la part e superior de la oscura escalera. De pront o oyó grit os
en los pisos de abaj o.
—¿Qué dem onios est ás haciendo, hom bre? ¡Pet e! ¡Pet e!
Dos silbidos m et álicos, surcaron el aire.
—¡Joey! ¡Joey!
Se oyó un chasquido sordo; y luego el ruido de cuerpos que se est rellaban
en algún sit io del piso inferior.
—¡Jesús! ¡Jesus, Madre de...!
Ot ros dos silbidos m et álicos, seguidos por un gut ural lam ent o de agonía.
Ya eran t res los m uert os.
¿Qué había dicho el t ercer hom bre? Dos haraganes est úpidos, y, ahora,
cuat ro inservibles de los m uelles. ¡La em presa de m udanzas era una operación
dirigida por Carlos! El asesino había llevado con él dos hom bres, los t res
prim eros inservibles de los m uelles. Tres hom bres con arm as; y del ot ro lado,
él, con sólo un revólver. Acorralado en el piso superior de aquella residencia.
Pero Carlos seguía est ando dent ro. Dent ro. ¡Si él lograba salir, el acorralado
sería Carlos! Si lograba salir. ¡Salir!
En la part e del pasillo que daba al frent e había una vent ana, t apada por
una cort ina negra. Jason giró hacia ella, t am baleándose, con una m ano en el
cuello, encogiendo los hom bros para aliviar el dolor que sent ía en el pecho.
Desprendió la cort ina de su riel; la vent ana era pequeña, y t am bién allí el
vidrio era grueso: bloques prism át icos de luz púrpura y azul la at ravesaban.
Era irrom pible, y el m arco est aba asegurado con firm eza; no había form a
de rom per ni uno solo de sus paneles. En aquel inst ant e, algo en la calle
Set ent a y Uno at raj o su m irada. ¡El cam ión de m udanzas había desaparecido!
¡Alguien debía habérselo llevado..., uno de los hom bres de Carlos! O sea, que
quedaban dos. Dos hom bres, en lugar de t res. Y él est aba en el piso alt o;
siem pre había vent aj as, al dom inar la sit uación desde arriba.
Con la m ueca de una sonrisa en el rost ro, y casi doblado en dos, Bourne
echó a andar hacia la prim era puert a de la izquierda; era paralela al ext rem o
superior de la escalera. La abrió y ent ró en la habit ación. Por lo que podía ver,
era un dorm it orio com ún y corrient e: había lám paras, m uebles pesados y
cuadros en las paredes. Cogió la lám para m ás cercana, arrancó el cable de la
pared y la llevó hast a la barandilla de la escalera. La levant ó por encim a de la
cabeza y la arroj ó hacia abaj o, dando un paso at rás al t iem po que se
est rellaba. Se oyó ot ra ráfaga y las balas abrieron un surco en el yeso. Jason
lanzó un grit o, que luego convirt ió en gem ido; el gem ido, en sollozo y, por

396
últ im o, en silencio. Avanzó paso a paso hacia la part e post erior de la
barandilla. Esperó. Silencio.
Result ó. Podía oír las pisadas lent as y caut elosas; el asesino había
est ado en el rellano del segundo piso. Las pisadas se aproxim aron, sonaron
con m ayor int ensidad; una leve som bra apareció en la pared oscura. Ahora.
Bourne salt ó de su escondit e y disparó cuat ro veces en rápida sucesión sobre
la figura que subía por la escalera; una línea de perforaciones de bala y
erupciones de sangre se form aron diagonalm ent e a lo largo del cuello del
hom bre. El asesino giró, rugiendo de rabia y de dolor, m ient ras el cuello se
arqueaba hacia at rás y el cuerpo rodaba por los escalones hast a quedar
inm óvil, despat arrado, con la cara hacia arriba, a lo largo de los t res últ im os
escalones. Sost enía una am et ralladora aut om át ica con un t rípode com o
soport e.
Ahora. Jason se dirigió a la escalera y la baj ó corriendo, t rat ando de
conservar el poco equilibrio que le quedaba. No podía perder ni un m inut o; t al
vez no encont raría ot ra oport unidad. Si quería llegar al segundo piso, debía
hacerlo en seguida, inm ediat am ent e después de la m uert e del hom bre de
Carlos. Y cuando salt ó sobre el cadáver, Bourne supo que no era Carlos, sino
uno de sus hom bres. Era alt o, y su piel, blanca, m uy blanca; sus rasgos, t al
vez del nort e de Europa, pero de ningún m odo lat inos.
Jason corrió hacia el pasillo del segundo piso, buscando las som bras,
pegado a la pared. Se det uvo y escuchó. Se oía com o un rasguño; un leve
arañazo procedent e de abaj o. Sabía lo que debía hacer a cont inuación. El
asesino est aba en el prim er piso. Y el ruido no había sido deliberado; no t uvo
ni el volum en ni la duración necesarios para sospechar una t ram pa. Carlos
est aba herido; el hecho de t ener la rodilla dest rozada o la m uñeca rot a podía
desorient arlo lo suficient e para hacerlo chocar cont ra un m ueble o rozar una
pared con el arm a en la m ano y perder por un m om ent o el equilibrio, lo m ism o
que Bourne lo est aba perdiendo. Era t odo lo que necesit aba saber.
Jason se puso en cuclillas y se arrast ró ot ra vez a la escalera, al lugar
donde se encont raba el desart iculado cadáver en los escalones. Debía
det enerse un m om ent o; est aba perdiendo fuerza y dem asiada sangre. Trat ó de
apret arse la gargant a y presionar sobre la herida del pecho; cualquier cosa con
t al de det ener la hem orragia. Pero era inút il: para poder seguir con vida t enía
que salir de aquella casa, alej arse del lugar en el que había nacido Caín. Jason
Bourne... No le result ó nada graciosa la asociación de palabras. Recuperó el
alient o, cogió el arm a aut om át ica de m anos del m uert o y la exam inó. Est aba
list o.
Se est aba m uriendo... Aprehende a Carlos. At rapa a Carlos... ¡Mat a a
Carlos! No podía salir; eso lo sabía. El fact or t iem po no est aba de su part e. Se
desangraría ant es de poder lograrlo. El final era el principio: Caín era Carlos y
Delt a era Caín. Sólo quedaba una pregunt a angust iosa: ¿quién era Delt a? Pero
no im port aba. Eso era algo que pert enecía ya al pasado; pront o sólo habría
t inieblas, no violent as sino llenas de paz... y se vería liberado de aquella
pregunt a.
Y con su m uert e, Marie encont raría la libert ad, su am or hallaría la libert ad.
Hom bres decent es se ocuparían de que así fuera, al m ando un hom bre decent e
en París, cuyo hij o había sido asesinado en la rué de Bac y cuya vida había sido
dest ruida por la am ant e de un asesino a sueldo. En el curso de los siguient es

397
m inut os —pensó Jason m ient ras revisaba silenciosam ent e el cargador del arm a
aut om át ica— cum pliría la prom esa que le había hecho a aquel hom bre, el
acuerdo que había est ablecido con hom bres que no conocía. Al hacer am bas
cosas, t endría en sus m anos la prueba. Jason Bourne había m uert o ya una vez
aquel día; m oriría una vez m ás, pero se llevaría con él a Carlos. Est aba
preparado.
Se t um bó boca abaj o en el suelo e, im pulsándose con m anos y codos,
t repó hacia la part e superior de la escalera. Podía oler su propia sangre debaj o
de él, y el olor dulzaino y suave se le m et ía por la nariz, t ransm it iéndole una
inform ación de índole práct ica: el t iem po se le est aba acabando. Llegó al
últ im o escalón, se sent ó sobre las piernas y em pezó a hurgarse los bolsillos, en
busca de una de las bengalas que había com prado en la t ienda de excedent es
de la Marina y el Ej ércit o en la avenida Lexingt on. Ahora sabía por qué había
sent ido el im pulso de com prarlas. Est aba de vuelt a en el olvidado Tam Quan,
olvidado except o por los relám pagos lum inosos y cegadores de luz. Las señales
lum inosas habían t raído a su m em oria aquel fragm ent o de recuerdo; ahora
volverían a ilum inar una selva.
Desenrolló la m echa encerada del pequeño hueco redondo en la cabeza de
bengala, se la acercó a los dient es y cort ó un t rozo, dej ándola con una longit ud
de dos cent ím et ros aproxim adam ent e. Se m et ió la m ano en el ot ro bolsillo y
sacó un encendedor de plást ico; lo acercó a la bengala y aferró am bas cosas
con la m ano izquierda. Luego dobló la varit a m et álica y la abrazadera del arm a
cont ra el hom bro derecho, em puj ando la part e curva dent ro de la t ela de su
cazadora em papada en sangre; se sost enía bien. Ext endió las piernas y, com o
una serpient e, com enzó a descender el últ im o t ram o de escalera, con la cabeza
hacia abaj o, los pies m ás arriba y la espalda rozando la pared.
Llegó a m it ad de la escalera. Silencio, oscuridad, t odas las luces se habían
apagado... ¿Luces? ¿Luz? ¿Dónde est aban los rayos de luz que había vist o en
el pasillo hacía sólo algunos m inut os? Penet raban por un par de vent anales en
el ext rem o m ás alej ado de la habit ación —aquella habit ación—, al ot ro lado del
pasillo, pero ahora sólo veía t inieblas. Habían cerrado la puert a; t am bién la
puert a que est aba debaj o de él, la única ot ra puert a de aquel pasillo, est aba
cerrada, pero delineada por un delgado rayo de luz en la zona inferior. Carlos
est aba obligándolo a elegir. ¿Det rás de cuál de las puert as? ¿O est aría el
asesino em pleando una est rat egia m ás ast ut a y se hallaba ocult o en el angost o
pasillo, al am paro de la oscuridad?
Bourne sint ió una punzada de dolor en el om óplat o, y luego un borbot ón
de sangre le em papó la cam isa de franela que llevaba debaj o de la cazadora.
Era ot ra advert encia: le quedaba m uy poco t iem po.
Se afirm ó cont ra la pared, con el arm a apoyada en las colum nas de la
barandilla, y apunt ando hacia abaj o, hacia la oscuridad del pasillo. ¡Ahora!
Apret ó el gat illo. Las explosiones dest rozaron las colum nas, al t iem po que la
barandilla se desplom aba y las balas se incrust aban en las paredes y en la
puert a que est aba debaj o de él. Solt ó el gat illo, deslizó la m ano baj o el cañón
hirvient e y t om ó el encendedor de plást ico con la m ano derecha y la bengala
con la izquierda. Hizo girar la piedra; la m echa se encendió, y él la acercó a la
m ás cort a. Volvió a em puñar el arm a y ot ra vez apret ó el gat illo, haciendo
t rizas t odo lo que se encont raba debaj o de él. En alguna part e, una araña de
crist al se desplom ó con est ruendo, y la oscuridad quedó poblada de los

398
sonoros gem idos del rebot e de las balas. Y ent onces, ¡luces! ; una luz cegadora
en el m om ent o preciso en que la señal lum inosa em pezó a arder, incendiando
la j ungla, ilum inando los árboles y las paredes, los senderos ocult os y los
pasillos de caoba. El hedor a m uert e y j ungla se propagaba por t odas part es, y
él est aba allí.
Alm anac a Delt a. Alm anac a Delt a. ¡Abandonen, abandonen!
Jam ás. No, ahora. No, al final. Caín es Carlos y Delt a es Caín. At rapa a
Carlos. ¡Mat a a Carlos!
Bourne se puso de pie, con la espalda cont ra la pared, la luz de bengala
en la m ano izquierda y el arm a en la derecha. Se zam bulló en la m aleza
alfom brada; abrió la puert a de una pat ada, dest rozó m arcos y t rofeos de plat a,
que volaron por el aire abandonando m esas y est ant es. Hacia los árboles. Se
det uvo en seco; no había nadie en aquella habit ación t ranquila y elegant e, a
prueba de ruidos. No había nadie en el sendero de la j ungla.
Giró velozm ent e y regresó al pasillo t am baleándose y perforando las
paredes con una prolongada ráfaga de disparos. Nadie.
La puert a est aba al final del est recho y oscuro pasillo, det rás de ella, el
cuart o donde había nacido Caín. Donde Caín m oriría, pero no solo.
I nt errum pió los disparos, se pasó la señal lum inosa a la m ano derecha,
debaj o del arm a, y se m et ió la ot ra m ano en el bolsillo para buscar la segunda
luz de bengala. La ext raj o y, una vez m ás, desenrolló la m echa y se la acercó a
los dient es, la seccionó y dej ó sólo unos m ilím et ros hast a el punt o de cont act o
con el gelat inoso proyect il incendiario. Le acercó la prim era luz de bengala; la
explosión de luz fue t an int ensa, que le causó dolor en los oj os. Torpem ent e,
sost uvo am bas señales lum inosas con la m ano izquierda y, ent recerrando los
oj os y con las piernas y los brazos a punt o de fallarle, se acercó a la puert a.
Est aba abiert a, y la angost a hendidura se ext endía ahora de arriba abaj o
del lado de la cerradura. El asesino se est aba acom odando. Pero m ient ras
Jason cont em plaba la puert a, recordó inst int ivam ent e una part icularidad de
ella que Carlos no conocía. Form aba part e de su pasado, de la habit ación
donde había nacido Caín. Ext endió la m ano derecha hacia abaj o, poniéndose el
arm a ent re el ant ebrazo y la cadera, y asió el picaport e.
Ahora. Em puj ó la puert a hast a abrirla unos quince cent ím et ros, y arroj ó
adent ro las bengalas. Un prolongado st accat o procedent e de un revólver
«St en» resonó en la habit ación, por t oda la casa; m il sonidos m uert os
form ando un arpegio en el piso inferior, m ient ras ráfagas de proyect iles se
incrust aban en un escudo de plom o ocult o en la puert a t ras una plancha de
acero.
El fuego cesó; era el últ im o cargador. Ahora. Bourne volvió a apoyar la
m ano en el gat illo, em puj ó la puert a con el hom bro y se abalanzó dent ro de la
habit ación, disparando en círculos m ient ras rodaba por el suelo, balanceando
las piernas en sent ido inverso al de las aguj as del reloj . Le dispararon
furiosam ent e, m ient ras Jason apunt aba hacia el punt o de donde brot aban los
fogonazos. Un rugido de furia est alló al ot ro lado de la habit ación, desde la
oscuridad; ent onces Bourne cayó en la cuent a de que las cort inas habían sido
corridas, bloqueando la luz del sol que ent raba por los vent anales. Ent onces
¿por qué había t ant a luz..., una luz que superaba la sofocant e y cegadora
int ensidad de las luces de bengala? Era abrum adora; le provocaba explosiones
en la cabeza, y punzadas espant osam ent e dolorosas en las sienes.

399
¡La pant alla! Había desenrollado la enorm e pant alla de proyección fij ada
en el t echo, que ahora colgaba t ensa hast a el suelo, la am plia superficie de
plat a cent elleant e convert ida en un escudo calent ado hast a el blanco de fuego
frío com o el hielo. Se parapet ó det rás de la enorm e m esa t allada, se incorporó
y apret ó de nuevo el disparador, descargando ot ra ráfaga, la ráfaga final. Se
había vaciado el últ im o cargador. Asió el arm a por el t rípode y la arroj ó al ot ro
lado de la habit ación, cont ra la figura de bat a blanca y bufanda del m ism o
color que ya no le cubría el rost ro.
¡Su cara! ¡La había vist o ant es! ¿Dónde... dónde? ¿Fue en Marsella? ¡Sí...,
no! ¿En Zurich? ¿En París? ¡Sí y no! Ent onces, de pront o, baj o aquella luz
cegadora y brillant e, com prendió que aquel rost ro que est aba al ot ro lado de la
habit ación era conocido por m uchos, no sólo por él. Pero, ¿de dónde? ¿Dónde?
Com o t ant as ot ras cosas, lo sabía y no lo sabía. ¡Pero es que sí lo sabía! Lo
único que no acert aba a recordar era el nom bre del lugar!
Giró en espiral y se parapet ó de nuevo t ras el m ueble t allado.
Sonaron disparos: dos..., t res; la segunda bala le arrancó piel del
ant ebrazo izquierdo. Se sacó la aut om át ica del cint urón; le quedaban t res
balas. Una de ellas t enía que dar en el blanco: Carlos. Había una deuda que
pagar en París, un cont rat o que cum plir, y su am or est aría m ucho m ás seguro
con la m uert e del asesino. Se sacó del bolsillo el encendedor de plást ico, lo
encendió y lo sost uvo debaj o del paño para lim piar el m ost rador del bar, que
colgaba de un gancho. Ardió la t ela y la arroj ó hacia su derecha, m ient ras él se
arroj aba hacia la izquierda. Carlos disparó cont ra la t ela en llam as, m ient ras
Bourne se arrodillaba, apunt aba y disparaba dos veces.
La figura se encorvó, pero no cayó, se agazapó y luego salt ó com o una
pant era, en sent ido diagonal, con las m anos ext endidas hacia delant e. ¿Qué
est aba haciendo? Ent onces com prendió Jason. El asesino aferró el borde de la
pant alla plat eada, la arrancó de su m énsula m et álica en el t echo y t iró de ella
hacia abaj o con t odo su peso y su fuerza.
La pant alla cayó flot ando, sobre Bourne, ocupó t odo su cam po visual y
bloqueó su m ent e. Grit ó al ver que la brillant e superficie plat eada se le venía
encim a, pues lo at em orizaba m ás que Carlos o que cualquier ot ro ser hum ano
sobre la Tierra. Lo at erraba, lo enfurecía, hacía que su m ent e est allara en m il
pedazos; las im ágenes galopaban frent e a sus oj os, y airadas voces le grit aban
en los oídos. Apunt ó y disparó cont ra el horrendo velo. Mient ras la golpeaba
desesperadam ent e con la m ano, alej ando de sí la áspera t ela m et álica,
com prendió. Había disparado su últ im a bala, la últ im a. Com o una leyenda
llam ada Caín, Carlos conocía por el sonido t odas las arm as de fuego; y cont ó
los disparos.
El asesino apareció erguido sobre él, con la aut om át ica en la m ano y
apunt ando a la cabeza de Delt a.
—Tu ej ecución, Delt a. El día previst o. Por t odo lo que has hecho.
Bourne arqueó la espalda y rodó furiosam ent e hacia la derecha; ¡al m enos
no perm anecería quiet o, m oriría en m ovim ient o! El est ruendo de los disparos
resonó en la resplandecient e habit ación, y aguj as de fuego rozaron su cuello,
t aladraron sus piernas y llegaron hast a la cint ura. ¡Rueda, sigue rodando!
De pront o cesó el fuego, y a lo lej os se oyó un repet ido rum or de
m art illazos, de m adera y acero dest rozados, cada vez m ás fuert e, m ás
insist ent e. Se produj o un est répit o final y ensordecedor fuera de la bibliot eca,

400
seguido por grit os de hom bres que corrían y, m ás allá, en algún lugar invisible,
en el m undo ext erior, el insist ent e rugido de las sirenas.
—¡Aquí! ¡Est á aquí! —grit ó Carlos.
¡Era insensat o! ¡El asesino dirigía a los invasores hacia él, a él, Delt a!
¡Aquello era una locura, nada t enía ya sent ido!
Un hom bre alt o, con abrigo negro, abrió la puert a a golpes; lo
acom pañaba ot ra persona, que Jason no alcanzó a dist inguir. La niebla
com enzaba a llenarle los oj os; las form as y los sonidos se desvanecían,
perdían nit idez. Flot aba en el espacio. Lej os..., cada vez m ás lej os.
Y ent onces vio la única cosa que no deseaba ver. Hom bros rígidos que
flot aban sobre una cint ura fina huyeron a t oda velocidad de la habit ación y
luego por el pasillo, m ort ecinam ent e ilum inado. Carlos. ¡Sus grit os habían
logrado abrir la t ram pa! ¡La había invert ido! En m edio de aquel caos, él había
burlado a los cazadores. ¡Escapaba!
—Carlos... —Bourne sabía que nadie podría oírlo; lo que brot aba de su
sangrant e gargant a era sólo un suspiro. I nt ent ó ot ra vez, forzando el sonido a
part ir de su est óm ago—. Es él. ¡Es... Carlos!
Hubo confusión, órdenes grit adas inút ilm ent e, órdenes cont enidas. Y luego
una figura quedó cent rada en su cam po visual. Un hom bre se le acercaba
coj eando, un lisiado que había t rat ado de m at arlo en un cem ent erio de las
afueras de París. ¡No t enía salida! Jason avanzó dando t um bos, arrast rándose
hacia la cent elleant e y cegadora luz de la bengala. La asió y la blandió com o si
fuera un arm a, arroj ándola cont ra el asesino coj o.
—¡Vam os! ¡Vam os de una vez! ¡Más cerca, canalla! ¡Te quem aré los oj os!
¡Piensas m at arm e, pero no lo harás! ¡Yo t e m at aré a t i! ¡Te quem aré los oj os!
—No has ent endido —dij o la voz t it ubeant e del asesino coj o—. Soy yo,
Delt a. Soy Conklin. Est aba equivocado.
¡La llam a de la bengala le cham uscó las m anos, los oj os!
...Locura. Ahora las explosiones lo cercaban por t odas part es, cegadoras,
ensordecedoras, m ezcladas con grit os desgarradores procedent es de la j ungla,
que brot aban con cada det onación.
¡La j ungla! ¡Tam Quan! ¡El hedor húm edo y cálido brot aba por doquier,
pero habían llegado a su obj et ivo! ¡La base enem iga ya era de ellos!
¡Oyó una explosión a su izquierda; podía verla! A bast ant e alt ura del
suelo, suspendida ent re dos árboles, los barrot es de una j aula de bam bú. La
figura que est aba dent ro se m ovía. ¡Est aba vivo! ¡Acércat e, llega hast a ella!
Oyó un gem ido a su derecha. Respirando fuert e, t osiendo en m edio del
hum o, un hom bre m archaba coj eando hacia los densos m at orrales, con un rifle
en la m ano. Era él, el cabello rubio brillando al sol, un pie rot o al salt ar en
paracaídas. ¡El m uy canalla! ¡Una basura que se había ent renado con ellos,
había est udiado los m apas con ellos, había volado al Nort e con ellos...,
m ient ras les preparaba una t ram pa! Un t raidor que con una radio, decía al
enem igo dónde buscar exact am ent e en aquella j ungla im penet rable que era
Tam Quan.
¡Era Bourne! Jason Bourne. ¡Traidor, basura!
¡At rápalo! ¡No dej es que llegue hast a donde est án los ot ros! ¡Mát alo!
¡Mat a a Jason Bourne! ¡Es t u enem igo! ¡Dispara!
¡No había caído La cabeza que él había volado de un t iro seguía est ando
allí. ¡Se le acercaba! ¿Qué est aba ocurriendo? Locura. Tam Quan...

401
—Venga con nosot ros —dij o la figura que coj eaba, m ient ras salía de la
j ungla y se int ernaba en lo que quedaba de una habit ación elegant e. Aquella
habit ación—. No som os sus enem igos. Venga con nosot ros.
—¡Apárt ese de m í! —Bourne se abalanzó una vez m ás, pero ahora hacia la
pant alla caída. Era su sant uario, su m ort aj a, la m ant a arroj ada sobre un
hom bre en el m om ent o de su nacim ient o, el t apizado de su at aúd—. Ust ed es
m i enem igo! ¡Los m at aré a t odos! ¡Me es igual, ya no t iene im port ancia! ¿No
com prenden? ¡Soy Delt a! ¡Caín es Charlie y Delt a es Caín! ¿Qué m ás quieren
de m í? ¡Yo era y no eral ¡Soy y no soy! ¡Bast ardos, bast ardos! ¡Vam os! ¡Más
cerca!
Se oyó ot ra voz, m ás profunda, m ás serena, m enos insist ent e.
—Búsquenla. Tráiganla aquí.
En algún lugar, a lo lej os, las sirenas llegaron a un crescendo y luego
enm udecieron. Las t inieblas lo envolvieron y las olas t ransport aron a Jason
hast a el cielo oscuro, para arroj arlo luego ot ra vez hacia abaj o, est rellándolo
cont ra un abism o de acuosa violencia. Penet raba en una et ernidad de...
m em oria carent e de peso. Ent onces, una explosión ilum inó el cielo negro, una
flam eant e diadem a se elevó por encim a de las aguas t enebrosas. Y ent onces
oyó las palabras, pronunciadas desde las nubes, que resonaron en t oda la
t ierra.
—Jason, am or m ío. Mi único am or. Tom a m i m ano. Apriét ala. Apriét ala
fuert e. Jason. Fuert e, querido m ío.
La paz de la oscuridad lo envolvió.

EPÍ LOGO

El general de brigada Crawford dej ó la carpet a del archivo en el diván que


est aba j unt o a él.
—No necesit o est o —dij o a Marie St . Jacques, que est aba sent ada frent e a
él en una silla de respaldo duro—. La he exam inado una y ot ra vez, t rat ando
de descubrir dónde fallam os.
—Ust edes dieron por sent adas cosas que nadie debería dar por sent adas
—int ervino la ot ra persona que había en la suit e del hot el.
Se t rat aba del doct or Morris Panov, psiquiat ra; se hallaba de pie j unt o a la
vent ana, y el sol m at ut ino ent raba a raudales, haciendo que su cara
inexpresiva quedara en som bras.
—Yo les perm it í hacerlo, y viviré con ese rem ordim ient o durant e t oda la
vida.
—Ya hace casi dos sem anas —t erció Marie con im paciencia—. Me gust aría
que m e dieran t odos los det alles. Creo que t engo derecho a conocerlos.
—Así es, en efect o. Fue una locura llam ada «vía libre».
—Una locura —convino Panov.
—Y t am bién prot ección —añadió Crawford—. Yo apoyo ese aspect o. Debe
cont inuar durant e m ucho t iem po.
—¿Prot ección?
Marie frunció el ceño,

402
—Ya llegarem os a eso —dij o el general, m irando a Panov—. Desde
cualquier punt o de vist a, result a vit al. Confío en que t odos est arem os de
acuerdo.
—¡Por favor! ¿Quién es en realidad Jason?
—Su nom bre es David Webb. Era un diplom át ico de carrera, especialist a
en cuest iones del Lej ano Orient e, hast a su separación del cargo hace cinco
años.
—¿Separación?
—Renuncia de m ut uo acuerdo. Su m isión en Medusa le im pedía seguir
t rabaj ando en el Depart am ent o de Est ado. «Delt a» t enía una reput ación
infam e, y dem asiadas personas sabían que se t rat aba de Webb. Y t ales
individuos no suelen ser m irados con buenos oj os en las m esas de conferencias
diplom át icas. Confieso que no soy dem asiado cont rario a esa act it ud. Su
presencia cont ribuye a que se reabran con dem asiada facilidad heridas de t ipo
visceral.
—¿Era t odo lo que decían de él? ¿En Medusa?
—En efect o. Yo est uve allí.
—Cuest a creerlo —com ent ó Marie.
—Había perdido algo que le era m uy querido y no pudo acept arlo. Lo único
que logró hacer fue devolver el golpe.
—¿Qué fue lo que perdió?
—A su fam ilia. Su esposa era t ailandesa; t enían dos hij os, un niño y una
niña. Él est aba dest inado en Phnom Penh, y vivía en las afueras, cerca del río
Mekong. Un dom ingo por la t arde, m ient ras su esposa e hij os se encont raban
en el m uelle, un avión dio varias vuelt as y se lanzó en picado; dej ó caer dos
bom bas y am et ralló t oda la zona. Cuando llegó al río, t odo el m uelle había
volado ya en pedazos, y en el agua flot aban los cadáveres de su m uj er y sus
hij os, acribillados a balazos.
—¡Oh, Dios! —m urm uró Marie—. ¿A qué país pert enecía el avión?
—Jam ás pudo ser ident ificado. Hanoi negó t oda responsabilidad, y lo
m ism o hizo Saigón. Recuerde que Cam boya era ent onces neut ral; nadie quería
hacerse responsable. Webb t enía que devolver el golpe; m archó a Saigón y se
ent renó para ingresar en Medusa. Aport ó el int elect o de un especialist a a una
operación m uy brut al. Se convirt ió en Delt a.
—¿Fue ent onces cuando conoció a D'Anj ou?
—Sí, aunque algo después. A aquellas alt uras, Delt a era ya fam oso. El
Servicio Secret o norviet nam it a había puest o un precio ext raordinario a su
cabeza, y no es ningún secret o el hecho de que, ent re los nuest ros, eran
m uchos los que deseaban que fuera capt urado. Ent onces Hanoi se ent eró de
que el herm ano m enor de Webb era un oficial del Ej ércit o en Saigón y,
habiendo est udiado los ant ecedent es de Delt a, y sabiendo que los herm anos
est aban m uy unidos, decidió m ont ar una t ram pa; no t enían nada que perder.
Secuest raron al t enient e Gordon Webb y lo llevaron al Nort e, t ras lo cual
enviaron de regreso a un m ensaj ero con la not icia de que se encont raba
det enido en el sect or Tam Quan. Delt a m ordió el anzuelo; j unt o con el
m ensaj ero, un doble agent e, form ó un equipo de int egrant es de Medusa, que
conocía bien aquella zona y eligió una noche en que ningún avión debería
haber despegado rum bo al Nort e. D'Anj ou est aba en ese grupo. Y t am bién ot ro
hom bre a quien Webb no conocía m uy bien: un hom bre blanco que había sido

403
com prado por Hanoi, un expert o en com unicaciones que podía reunir los
com ponent es elect rónicos y m ont ar una radio de alt a frecuencia en una
oscuridad t ot al. Que es exact am ent e lo que hizo para t ransm it ir la posición de
la unidad. Webb evit ó la t ram pa y encont ró a su herm ano. Tam bién descubrió
al doble agent e y al hom bre blanco. El viet nam it a huyó hacia la j ungla; el
hom bre blanco, no. Delt a lo ej ecut ó allí m ism o.
—...Y ese hom bre era... —los oj os de Marie est aban clavados en los de
Crawford.
—Jason Bourne. Un t raficant e de Medusa oriundo de Sidney, Aust ralia; un
t raficant e de arm as, narcót icos y esclavos en t odo el sudest e de Asia; un
hom bre violent o con ant ecedent es crim inales, quien, no obst ant e, era m uy
eficaz en su t area..., siem pre y cuando el precio fuese lo suficient em ent e alt o.
En aras de los int ereses de Medusa se ocult aron las circunst ancias de su
m uert e; se convirt ió en m iem bro de una unidad especializada. Años m ás t arde,
cuando se est aba form ando Treadst one y se ordenó a Webb que regresara, fue
él m ism o quien t om ó el nom bre de Bourne. Cum plía t odos los requisit os de
aut ent icidad y posibilidad de rast reo. Tom ó el nom bre del hom bre que lo
t raicionó, del hom bre que él m ism o había m at ado en Tam Quan.
—¿Dónde se encont raba cuando lo llam aron para form ar part e de
Treadst one? —pregunt ó Marie—. ¿Qué hacía en ese m om ent o?
—I m part ía clases en una pequeña Universidad de New Ham pshire. Llevaba
una vida com plet am ent e aislada, que algunas personas opinaban era m uy
dest ruct iva. Para él m ism o, por supuest o. —Crawford t om ó la carpet a—. Ésos
son los hechos esenciales, Miss St . Jacques. El doct or Panov cubrirá ot ros
aspect os de su personalidad, y m e ha dicho con t oda claridad que m i presencia
no es necesaria. Exist e, sin em bargo, un det alle im port ant e sobre el que es
preciso que t odos nos pongam os de acuerdo. Es una orden direct a de la Casa
Blanca.
—La prot ección —com ent ó Marie, y sus palabras configuraban una
declaración.
—Sí. Dondequiera que vaya, sea cual fuere la ident idad que asum a o el
éxit o de la m ism a, será vigilado las veint icuat ro horas del día. Todo el t iem po
que haga falt a; incluso aunque j am ás ocurra.
—Por favor, explíquem e m ej or eso.
—Es la única persona que ha vist o a Carlos y sigue con vida. Que ha vist o
a Carlos com o Carlos. Conoce su ident idad, pero est á sepult ada en alguna
part e de su m ent e com o part e de un pasado no recordado. Por lo que dice,
suponem os que Carlos es alguien conocido por m ucha gent e; una figura
dest acada de algún Gobierno, o de los m edios, o de la Banca int ernacional, o
de la sociedad de ese país en part icular. Ello encaj a con una t eoría
generalizada. El problem a es que t al vez algún día esa ident idad puede quedar
clara para Webb. Sabem os que ha m ant enido varias conversaciones con el
doct or Panov, y est oy convencido de que él le confirm ará lo que acabo de
decirle.
Marie m iró al psiquiat ra.
—¿Es ciert o eso, Mo?
—Es posible —respondió Panov.

404
Crawford se fue, y Marie sirvió café para el psiquiat ra y para sí. Panov se
sent ó en el diván que había est ado ocupado por el general de brigada.
—Todavía est á t ibio —com ent ó, sonriendo—. Crawford sudaba de arriba
abaj o, hast a sus fam osas asent aderas. Tiene t odo el derecho a hacerlo, t odos
lo t ienen.
—¿Qué ocurrirá ahora?
—Nada. Nada en absolut o hast a que yo les diga que pueden seguir
adelant e. Y eso puede t ardar varios m eses, e incluso un par de años, a j uzgar
por lo que sé. No daré m i aut orización hast a que est é list o.
—¿Para qué?
—Para ser int errogado. Y para exam inar las fot ografías: t om os y t om os de
fot ografías. Est án com pilando una enciclopedia fot ográfica basada en las
descripciones suelt as que les proporcionó. No m e int erpret e m al; algún día
t endrá que abordar esa t area. Querrá nacerlo; t odos querem os que lo haga.
Carlos debe ser at rapado, y no es m i int ención som et erlos a chant aj e para que
se queden cruzados de brazos. Dem asiadas personas han dado dem asiado; él
ha dado dem asiado. Pero en est e m om ent o, él t iene prioridad. Su m ent e t iene
prioridad.
—Precisam ent e a eso obedecía m i pregunt a. ¿Qué ocurrirá con él?
Panov dej ó su t aza de café.
—No est oy m uy seguro t odavía. Sient o dem asiado respet o por la m ent e
hum ana com o para responder a su pregunt a con psicología de café; ya
bast ant e abusan de ella las personas no capacit adas. He asist ido a t odas las
reuniones, he insist ido en est ar allí y he hablado con los ot ros psiquiat ras y
neurociruj anos. Es ciert o que podem os llegar con un bist urí hast a los cent ros
t ort urados, reducir las ansiedades, brindarle una especie de paz. E incluso t al
vez lograr que vuelva a ser lo que era. Pero no es el t ipo de paz que él
desearía... y correríam os un riesgo m ucho m ayor. Podríam os elim inar
dem asiado, borrar de un plum azo las cosas que ha descubiert o, que seguirá
descubriendo. Con cuidado. Con t iem po.
—¿Con t iem po?
—Sí, est oy convencido de ello. Porque el pat rón ha sido est ablecido. Hay
crecim ient o, el dolor del reconocim ient o y la excit ación del descubrim ient o. ¿Le
dice a ust ed algo t odo eso?
Marie m iró a Panov a los oj os; había un dest ello de esperanza en ellos.
—Es lo que nos ocurre a t odos —respondió.
—En efect o. En ciert a form a, él es com o un m icrocosm os de t odos
nosot ros. Al fin de cuent as, t odos nos devanam os los sesos t rat ando de
descubrir quién dem onios som os en realidad, ¿no es así?

Marie se dirigió a la vent ana de la cabaña que daba al m ar, con las
elevadas dunas en la part e post erior de la m ism a, y t errenos cercados t odo
alrededor. Y guardias. Cada quince m et ros, un hom bre con un arm a. Alcanzaba
a verlo a varios cient os de m et ros de dist ancia en la playa; arroj aba conchas al
agua y luego las cont em plaba rebot ar sobre las olas que lam ían suavem ent e la
orilla. Las últ im as sem anas habían sido buenas para él, con él. Su cuerpo
est aba lleno de cicat rices, pero ent ero, firm e ot ra vez. Las pesadillas lo
at orm ent aban aún y los m om ent os de angust ia seguían acosándolo durant e el
día, pero de alguna m anera t odo le result aba m enos at errador. Est aba

405
com enzando a salir a flot e; volvía a reír. Panov t enía razón. Le est aban
ocurriendo cosas; las im ágenes se le aparecían con m ayor nit idez, descubría
significados donde ant es no encont raba ninguno.
¡Algo le había ocurrido en ese m om ent o! . ¡Oh, Dios, ¿qué era? Se había
arroj ado al agua y pat aleaba y grit aba. Luego, de pront o, salió del agua a t oda
velocidad, salt ando por encim a de las olas hast a llegar a la playa. A lo lej os,
j unt o a la cerca de alam bre espinoso, un guardia giró en redondo, se colocó el
rifle debaj o del brazo y ext raj o del cint urón un t ransm isor port át il.
Em pezó a correr por la arena m oj ada hacia la casa, dando t um bos,
balanceándose y hundiendo furiosam ent e los pies en la superficie blanda,
haciendo salt ar arena y got as de agua a cada paso. ¿Qué le ocurría?
Marie quedó helada, preparada para el m om ent o que sabían podría llegar
algún día, preparada para escuchar el sonido de disparos.
Ent ró en la casa corriendo, j adeando, casi sin alient o. Clavó sus oj os en
ella, con la m irada m ás clara que j am ás le había vist o. Le habló en voz baj a,
t an baj a que apenas alcanzó a oírlo. Pero lo oyó.
—Me llam o David...
Ella cam inó lent am ent e hacia él.
—Hola, David —le dij o.

FI N

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