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Maestría en Prácticas Filosóficas

Asignatura: Metodología de la Investigación


Ciclo: Primer Semestre
Clave: MPF0104

Primera semana…primera lectura

Guía de lectura

a. Hay que leer fijándose en lo que parece no ser importante (por ejemplo, términos
no conocidos, citas bibliográficas, notas a pie de página, gráficos, etc.). No pasar
por alto lo que no entiendo o no me atrae.
b. Hay que leer resaltando (o subrayando) lo que me parece interesante (porque creo
que es importante, porque me atrae o seduce, porque es desconocido para mí).
c. Hay que leer anotando al margen lo que yo puedo aportar al texto (por ejemplo,
definición de términos desconocidos o no claros, referencias a otros textos que yo
conozco, ideas que se me vienen a la mente, etc.).
d. Puede que sea necesario (dependerá de cada uno) una segunda lectura; de ser así
la segunda lectura debe centrarse en lo resaltado (o subrayado) y en lo anotado al
margen.

Ejercicio para realizar después de la lectura

1. Elaborar un esquema (cuadro sinóptico, mapa conceptual) que refleje lo que me


parece ser la estructura del texto (su esqueleto, su radiografía). Pero deben organizarlo
teniendo en cuenta el siguiente orden:
a. Pregunta problema (lo que cada uno considera que es la problemática inicial
planteada por el texto).
b. Desarrollo progresivo de la problemática, con tres o cuatro ideas centrales.
c. Desenlace (lo que considero que es la conclusión del texto) indicando si
responde o no a la pregunta problema.

2. A partir del ejercicio anterior, construir definiciones (o descripciones) personales de


los siguientes conceptos:
a. Verdad (es)
b. Creencia (s)
c. Saber (es)
d. Conocimiento (s)
e. Epistemología
f. Metodología
g. Investigación
h. Práctica filosófica

1
Verdades: entre conocimientos, saberes y creencias
Artículo de reflexión

Carlos Germán Juliao Vargas


Magister en estudios sociales, políticos y económicos.
cgjuliao@gmail.com
htpps://orcid.org/ 0000-0002-2006-6360

“Nuestro conocimiento es necesariamente finito,


mientras que nuestra ignorancia es necesariamente infinita” (Karl Popper)

Existe un problema de fronteras idiomáticas entre creer, saber y conocer que, desde
una perspectiva praxeológica, induce a postular una teoría práctica del conocimiento y la
verdad, con su respectiva visión antropológica, dados los alcances éticos que ello tiene 1. La
cuestión clave es: ¿quién es un genuino portador de la verdad?, es decir, aquel que ha logrado
hacer coincidir (y validar) su realidad percibida con la realidad construida, imaginada y
conocida (fruto del esfuerzo humano) y la realidad existente (“inmutable”, aunque
transformada por la cultura y la tecnología), y por eso es coherente en sus acciones, ideas,
saberes y valores. Pienso que ese logro es imposible pues significaría reducir a cero la
incertidumbre humana, compleja y ubicua. Ello significa que, conceptualmente, la verdad
sólo tiene validez en ciertos campos o niveles concretos y restringidos; pues ella es ese
cuestionar permanente la realidad percibida, que, en mi opinión, es la base del filosofar,
simbolizado en el eterno plantear y buscar respuesta a las obstinadas preguntas humanas
referidas a la esencia (ser) y a la existencia (estar): ¿ser o no ser?, ¿qué o quién (es)?, ¿cómo
(es)?, ¿por qué (es o está)? y ¿dónde y cuándo (está)? En pocas palabras, resolver ese sabio
dicho popular que nos dice que “las apariencias engañan”.

Es interesante comprobar cómo la teoría tradicional del conocimiento, con su


descripción fenomenológica o exégesis filosófica del mismo, que supone correspondencia
entre la idea y el hecho, — por ejemplo, en Hessen (1940) —, va transformándose en un
estudio sobre la justificación de nuestras creencias 2, que asume que las ideologías, imágenes,

1
La mayoría de las reflexiones actuales sobre estos términos epistémicos provienen del inglés con el problema
de que esta lengua no diferencia entre los verbos creer (saber) y conocer, pues la palabra ‘know’ los abarca a
ambos. Es diferente en español (conocer y saber), francés (connaître y savoir) y latín (cognoscere y scire).
2
Se piensa que una creencia debe justificarse para llegar a ser conocimiento, pues justificable es razonable (lo
más favorable o valioso): A conoce que p es verdadera, A acepta p, y p es evidente o está justificada para A.

2
sucesos, intenciones y demás factores histórico-sociales afectan esa supuesta
correspondencia, como lo proponen Chisholm (1982) o Villoro (1982). Según este último,
conocer sería, en definitiva, poder integrar en una unidad toda experiencia y todo saber
parcial sobre algo, sin importar lo diversos que sean: “Conocer ‘x’ implica saber responder
intelectualmente ante x, y tener una presunción favorable, aunque no una certeza, de ‘saber
actuar sobre x’, ‘saber tratarlo adecuadamente’” (1982, p. 207). Recordemos que Ayer (1972)
ya defendía la idea de que conocer implica el derecho a estar seguro; igualmente la
preocupación de Dewey (1950) sobre que sí conocer otorga ese derecho, entonces el
conocimiento clausuraría la investigación sobre lo que se dice conocer.

En todo caso, el conocimiento no es un producto a secas, sino el proceso mismo


(investigación) que conduce a “estar seguro” 3. De ahí que el complemento directo de conocer
sea sustantivo o pronombre personal: “conozco Colombia”, o “te conozco”. Para saber, en
cambio, lo es un verbo infinitivo o término autónomo: “sé caminar”, “sé que así no podemos
entendernos”; y mejor (¿o peor?) aún, para creer, ambos tipos de complemento son factibles.
Conocer involucra saber algo sobre… pero, saber no supone conocer: el saber no requiere
de una experiencia directa como el conocer. El saber siempre es parcial, el conocer busca la
totalidad. Saber que… y saber hacer nos remiten a una habilidad o capacidad concreta.
Conocer remite a acciones teóricas, en tanto que saber hacer remite a actividades teóricas o
prácticas. Conocer no implica saber hacer (puedo conocer de mecánica, pero no saber
conducir un auto), mientras que saber hacer si implica conocer, al menos en cierta medida.
Y todo eso se complica aún más con el creer que puede ser teórico o práctico, que supone
(¿o no?) conocer y saber, que se experimenta directamente, pero también se puede teorizar;
la creencia se vive, para contarla: “Es que la credibilidad, mi querido maestro, depende
mucho de la cara que uno ponga para contarlo” (Alfonso Fuenmayor a García Márquez en
2002, p.507).

En síntesis, “podemos tomar ‘conocimiento’ como un término para designar cualquier


forma de captar la existencia y la verdad de algo” (Villoro, 1982, p. 207). En este sentido

3
Ferrater (1994) aclara que conocer expresa un “conocimiento directo”, es decir, por experiencia práctica o
inmediata; mientras que el conocimiento indirecto o mediato puede ser expresado indistintamente por conocer
o saber, aunque tiende a usarse más este último vocablo: el conocimiento directo se expresa como “A conoce
p” y el conocimiento indirecto o por descripción como “A sabe que p…”

3
amplio hablamos de diversas formas de conocimiento: como un saber que…, como un creer
en, como una percepción inmediata o como conocer en sentido estricto. En cualquier caso,
“tanto el saber cómo el conocer pueden considerarse, por lo tanto, como formas de creencia”
(p. 219). Creer, saber y conocer son, entonces, vocablos epistémicos que se determinan en
tanto nos guían en nuestra vida cotidiana y práctica. El primero, narrando lo sentido o
experimentado; los últimos generalmente con argumentos: el saber, con pruebas objetivas, y
el conocer, con experiencias personales; ambos nos dan razones, que son aquellos escalones
con los que alcanzamos la verdad y el terreno que asegura el éxito de nuestra práctica.

Así, en definitiva, según Villoro “el conocimiento en general [cuando abarca saber y
conocer] es un estado disposicional a actuar, adquirido, determinado por un objeto o situación
objetiva aprehendida que se acompaña de una garantía segura de acierto” (p. 221). Lo que,
praxeológicamente, significa dos cosas reveladoras: (a) la práctica es una condición del
conocimiento, pues éste siempre tiene intereses y propósitos precisos y (b) la práctica es
criterio de verdad del conocimiento, pues en ella se validan los conocimientos mediante la
realización de sus fines y de las expectativas que implican 4. Ahora bien, no podemos olvidar
que, cuando decimos “yo creo que… yo sé que… o yo conozco algo acerca de…”, estamos
expresando, admitiendo, defendiendo o divulgando alguna supuesta verdad. Entonces, la
noción de verdad está, implícita o explícitamente, comprometida en cualquier afirmación
sobre el creer, el saber y el conocer, pues estos tres términos dependen fuertemente de
aquella. De lo que pensemos de la verdad, sobre si es absoluta o relativa, sobre si es abstracta
o concreta, o subjetiva o intersubjetiva, dependerá el sentido que tendrán para nosotros dichas
nociones. Y no olvidemos que hay que distinguir entre la verdad (se supone que ésta es un
bien y, por ende, debe seguirse) y los criterios de verdad o “condiciones [razones] que
podemos señalar para reconocer la existencia real del objeto de nuestra creencia” (p. 253).

Decía, al iniciar este artículo, que para salir de esta polisemia epistémica es necesario
construir una teoría práctica del conocimiento y la verdad, con su pertinente soporte

4
Aclaro que Villoro entiende por práctica no cualquier acción humana, sino solamente aquella que: (a) está
dirigida por fines conscientes (intencionales) y (b) se manifiesta en conductas observables (no incluye, entonces,
estados internos, actos mentales, etc.). Es decir, la práctica sería la acción intencional objetiva.

4
antropológico, por los alcances éticos que todo ello supone. En mi libro La cuestión del
método en pedagogía praxeológica la proponía así:

Sea que se trate de la actividad educativa o de cualquier otro tipo de actividad humana, el
campo de la práctica comprende el actuar en general y la acción concreta en particular. Dicho
campo es el medio inmediato en el que se despliega la actividad humana y engloba todo lo
que comprende las prácticas humanas individuales o colectivas. Su estudio corresponde a lo
que llamamos praxeología. Ahora bien, esas prácticas reposan sobre dos pilares que aseguran
la solidez y la estabilidad. El primero, la epistemología, aporta la seguridad de que los
enfoques y métodos han sido rigurosamente seguidos, y define los criterios de validez de los
conocimientos y prácticas concretas. El segundo, la axiología, proporciona la justificación de
las preferencias y opciones individuales y colectivas, y establece los valores. Sin embargo,
esas dos bases son insuficientes para explicar completamente las prácticas. Más
profundamente, se halla un substrato de naturaleza más permanente, que comprende las ideas
directrices y que determina directamente las diversas actividades humanas. La base distante,
que representa la identidad profunda, es la ontología (2017, pp. 75-76).

Lo que gráficamente podemos modelizar en el siguiente esquema:

Figura 1: La teoría práctica del conocimiento y la verdad (Juliao 2017, p. 76).

Si bien, “la materia bruta de la praxeología es la realidad cotidiana o fenoménica, el


mundo de la vida, los acontecimientos, hechos y gestos de las personas que viven (practican)”
(p.78), son las ideas, creencias o concepciones fundamentales que tenemos sobre la realidad
las que conforman lo que llamamos ontología, que es el elemento más profundo de nuestro
marco referencial, el substrato donde nuestras concepciones extienden sus raíces (por eso, es
lo más difícil de aprehender): provee las ideas directrices que nos permiten orientarnos y
asegura la trasparencia; consta de las creencias fundamentales; nos ofrece una lectura del
universo, una aprehensión inicial de la realidad, una cosmovisión. En síntesis, es el cimiento

5
sobre el cual construimos nuestro edificio conceptual, ético, estético, crítico y práctico. Las
dos columnas que sostienen dicho edificio son la epistemología, que ejerce una vigilancia
reflexiva sobre los marcos teóricos, los procedimientos y los resultados de nuestras acciones;
y la axiología, que asegura la legitimidad de los juicios de valor emitidos sobre nuestras
prácticas, desde los valores y las normas que se desprenden de ellos. Todo ello desde una
perspectiva antropológica muy particular, que aquí sintetizo con esta cita de Morin:

Lo que está muriendo en nuestros días no es la noción de hombre, sino un concepto insular
del hombre, cercenado de la naturaleza, incluso de la suya propia. Lo que debe morir es la
autoidolatría del hombre que se admira en la ramplona imagen de su propia racionalidad [...].
Ante todo, el hombre no puede verse reducido a su aspecto técnico de homo faber, ni a su
aspecto racionalístico de homo sapiens. Hay que ver en él también el mito, la fiesta, la danza,
el canto, el éxtasis, el amor, muerte, la desmesura, la guerra [...]. No deben despreciarse la
afectividad, el desorden, la neurosis, la aleatoriedad. El auténtico hombre se halla en la
dialéctica sapiens-demens (1974, pp. 227-235).

Y yo añadiría esa otra dialéctica del homo sapiens-insipiens (Sartori 1999), por lo
irracionales, necios e insensatos que muchas veces somos con nosotros mismos y con los
demás en nuestro actuar cotidiano.

Finalmente, esta teoría práctica del conocimiento, ahora desde la perspectiva


metodológica del proceso cognoscitivo e investigativo, se podría representar así:

Figura 2. El proceso reiterado y recursivo entre hechos e ideas

La imaginación curiosa y la observación de los hechos, pero también las dudas, así
como los errores y fracasos a que nos conducen nuestras ideas, cuando confrontamos y

6
validamos nuestros saberes y creencias, sea que provengan de un proceso de inspiración
creativa o de uno de investigación sistemática, generan el conocimiento porque “imaginación
y experiencia van de la mano. Solas, no andan” (Ingenieros 2000, p. 13).

Ahora bien, las creencias 5 no son algo frívolo en la existencia cotidiana pues
conforman nuestra “identidad profunda”. Por lo general, suelen estar bien instauradas en
nosotros, con raíces en nuestra afectividad, siendo fruto de hechos (experiencias infantiles o
familiares, costumbres del entorno y la sociedad); todo ello ratificado por la educación que
recibimos o la cultura en la que vivimos. Ellas van poco a poco constituyendo el caldo de
cultivo más adecuado para la existencia, incluso para nuestros prejuicios más tenaces
(discriminación, racismo, xenofobia, sexismo, aporofobia, homofobia, entre muchos otros).
Por otra parte, todos tenemos sólidas razones para aferrarnos (a menudo no muy racionales)
a nuestras creencias porque ellas nos ofrecen explicaciones (ideas) del mundo y puntos de
referencia para orientarnos o actuar y, sobre todo, porque nos ofrecen un “suelo seguro”, bajo
la forma de ideologías 6 más o menos formalizadas.

Ellas mantienen una relación muy estrecha con las supuestas verdades absolutas
(sobre todo si se trata de creencias religiosas, reconocidas como palabra divina revelada), por
lo que ofrecen una impresión de certeza indiscutible: dogmáticas (“eso es obvio”, “esto no
se puede discutir”) y ahistóricas (“siempre ha sido así y siempre lo será”). Esa costumbre de
tener respuestas prefabricadas a preguntas que ni siquiera nos hemos hecho es peligrosa para
la vida intelectual y la convivencia humana, porque elimina la legitimidad de la diversidad
de opiniones, el interés por la investigación, el debate, la confrontación y, en últimas, el
reconocimiento de la alteridad (y por supuesto, de la democracia que se fundamenta en todo

5
El término “creencia” está formado por el sufijo latino -entia (cualidad o actividad de un agente) y el verbo
credere (poner confianza en, creer). En general se asume que “credere” proviene de las raíces indoeuropeas
kerd (corazón) y dhe (poner), es decir, que creer significaría “poner el corazón”, el ánimo y la confianza en algo
o alguien; lo que no significa que haga referencia a hechos demostrables sino a aquellos pensamientos, ideas o
sentimientos en los que ponemos nuestro afecto, entusiasmo o confianza. Su relación con la fe (lt. fides: lealtad,
fidelidad) es evidente. Entre sus múltiples derivados están: credencial, credo, crédito, crédulo, acreedor,
acreditar, desacreditar, engreído, entre otros.
6
El vocablo “ideología” está formado por dos palabras griegas: éidos (idea), y lógos (discurso racional). Así,
ideología significaría algo como “sistema racionalizador de ideas”. El término surge en el siglo XVIII, buscando
sistematizar el saber, diferenciándolo de los prejuicios, y ha ido evolucionando con la historia. Generalmente,
la filosofía y la sociología actuales le dan el sentido de un sistema valorativo de ideas apropiadas para la acción
social: se considera que la proliferación de cosmovisiones, propiciada por las redes y medios de comunicación,
son el síntoma de una sociedad pluralista y tolerante.

7
ello). Se trata de una negación peligrosa del espíritu reflexivo y crítico, del cuestionamiento
y la problematización, impidiendo que el pensamiento evolucione o sea profundizado.
Mucho más grave cuando, persuadidos de poseer la verdad, queremos imponerla a los otros,
incluso usando la violencia, alegando que es “por su bien”, y excluyendo así la diferencia, la
disidencia y la heterodoxia.

Pero las ideas y creencias también tienen un aspecto positivo: interactúan con la
memoria y otros procesos cognitivos, intentando explicar la extensa y compleja dispersión
de los fenómenos (sobre todo espirituales) en nuestra existencia. Por ejemplo, consideremos
los múltiples rituales a los que asistimos (o realizamos) en nuestra vida: el ritual funciona
como un detonador de la interpretación simbólica, generando una situación ambigua que nos
incita a darle significado al rito y otorgarle sentido a cierta dimensión de la existencia. Los
rituales implican diversos estilos cognitivos de memorización y transmisión de
conocimiento.

Veamos un caso interesante, sobre la cuestión de la creencia, en la historia occidental


de las ideas que nos aporta otra comprensión de la cuestión: Denis Diderot (1713- 1784).
Abierto a todo, autor de varias obras, tanto filosóficas como literarias, sensible a las artes,
traductor de autores ingleses, apasionado por la ciencia, me parece que define su papel como
filósofo en el artículo “Eclecticismo” de la Enciclopedia: “El ecléctico es un filósofo que,
pisoteando el prejuicio, la tradición, la antigüedad, el consentimiento universal, la autoridad,
en una palabra, todo lo que subyuga a la multitud de mentes, se atreve a pensar por sí mismo,
a volver a los principios generales más claros, examinarlos y discutirlos, admitiendo nada
más que el testimonio de su experiencia y de su razón” (Vol. V p. 270a). Desde esta
definición es fácil entender cuánto, para Diderot, la creencia, y en particular la creencia en
Dios podía contradecir el ejercicio de la razón. Diderot plantea la cuestión de fondo de esta
creencia y busca pruebas de la existencia de Dios. Quiere encontrar evidencias dadas por la
razón. Siguiendo su camino personal sobre esta cuestión de las creencias, así como las
relaciones y contradicciones que ella mantiene con la razón, hay que considerar aquello que
escribe Fernando Savater en la introducción a los Escritos filosóficos de Diderot:

Intentar resumir brevemente la vida y personalidad de Denis Diderot supone aceptar un


enfrentamiento con todo el gran siglo XVIII, con las luces que le dieron su nombre y también

8
con sus sombras. Sólo la vida de Voltaire tuvo mayor proyección que la del director de la
Enciclopedia en el ámbito de la Europa culta y ni aun ésa simboliza mejor la imagen —
incrédula, razonadora, cientificista, libertina, virtuosa, refinada, materialista, optimista— de
la Ilustración. No basta con señalar que Diderot fue plenamente un hombre de su tiempo, con
todos sus vicios y virtudes; hay que destacar que su tiempo fue tal, en no desdeñable medida,
por Diderot (2002, p. 7).

Consideremos entonces lo que Diderot escribe sobre lo que significa “creer”:

CREER, (Metafísica). Es estar persuadido de la verdad de un hecho o de una proposición, ya


sea porque uno no se ha molestado en examinarla por sí mismo, o porque ha examinado mal,
o porque hemos examinado bien. Difícilmente existe el último caso en el que el asentimiento
pueda ser firme y satisfactorio. Quien cree, sin tener ningún motivo para creer, haber
encontrado la verdad, siempre se siente culpable de haber descuidado la prerrogativa más
importante de su naturaleza, y no es posible que se imagine que una feliz casualidad compense
la irregularidad de su conducta. El que se equivoca, después de haber empleado en toda su
extensión las facultades de su alma, se ofrece a sí mismo el testimonio de haber cumplido con
su deber de criatura razonable; y sería tan incorrecto creer sin un examen como no creer una
verdad obvia o probada. Por lo tanto, habremos asentado debidamente nuestro asentimiento
y lo habremos colocado como debiéramos, cuando en cualquier caso y en cualquier asunto,
hayamos escuchado la voz de nuestra conciencia y de nuestra razón. Si hubiéramos actuado
de otra manera, habríamos pecado contra nuestra propia ilustración, y habríamos abusado de
las facultades que no se nos han dado para ningún otro propósito, excepto para seguir la mayor
evidencia y probabilidad: no podemos disputar estos principios sin destruir la razón y arrojar
al hombre a lamentables perplejidades (Enciclopedia Vol. IV, p. 502b).

Con el paso de los años, Diderot había forjado las bases de su pensamiento filosófico
gracias a personas (profesores y colegas) que lo animaron a pensar por sí mismo y a no
admitir nada sin reflexionar, así como a una vida bohemia en la que frecuenta a intelectuales
marginales. Es claro que su proceso reflexivo se enraíza en una concepción empirista que
rechaza todo tipo de dogma:

El empírico, similar a la hormiga, se contenta con acumular y luego consumir sus provisiones.
El dogmático, como la araña, teje telas cuyo material extrae de su propia sustancia. La abeja
se queda en el medio; toma la materia prima de las flores de los campos, entonces, a través
de su propio arte, la trabaja y la digiere. (...) Nuestro mayor recurso, aquel del que todos
debemos esperar, es la estrecha alianza de estas dos facultades: la experimental y la racional,
unión que aún no se ha formado (Francis Bacon, Novum Organum (1620), I, 95) 7.

7
Sabemos que Bacon influyó en el pensamiento de Diderot, quien se inspiró directamente en él para construir
el sistema figurativo del conocimiento humano, colocado en la introducción de la Enciclopedia.

9
Así, Diderot comenzará, curiosamente, siendo un deísta gracias a la ciencia y al
ejercicio de la razón, convencido de que solo la razón construye una fe sólida 8:

Dios, ¿qué es? Ésta es una pregunta que se hace a los niños y a la que los filósofos apenas
pueden responder. Se sabe a qué edad un niño debe aprender a leer, a cantar, a bailar, a
aprender latín, geometría. En lo único en que no se tiene en cuenta su capacidad es a la hora
de aprender religión; apenas empieza a comprender y ya se le pregunta: ¿Qué es Dios? Es en
ese mismo instante, y de la misma boca, cuando aprende que existen duendes, espectros,
hombres lobo y un Dios. Se le inculca una de las verdades más importantes de tal manera que
un día quedará desacreditada ante el tribunal de su razón. En efecto, ¿qué habrá de
sorprendente si, encontrándose en la edad de veinte años la existencia de Dios confundida en
su mente con un montón de prejuicios ridículos, llega a renegar de ella y a tratarla como
nuestros jueces tratan a un hombre honesto que se encuentra comprometido accidentalmente
con una banda de bribones? (Pensamientos XXV, 2009 p. 32).

Y luego vendrá la Carta sobre los ciegos para uso de los que ven (1749), motivo de
su encarcelamiento en el castillo de Vincennes del 24 de julio al 3 de noviembre. ¿Qué nuevas
posiciones plantea en esta obra? Diderot se convierte en materialista y ateo. Sin embargo, al
hacerlo, no define ninguna doctrina o sistema. Su materialismo es más un método, una forma
de acercarse al mundo:

Cuando estaba a punto de morir, llamaron a su lado a un ministro muy hábil, el señor Gervaise
Holmes. Ambos tuvieron una conversación sobre la existencia de Dios, de la que nos quedan
algunos fragmentos que le traduciré lo mejor que pueda, porque valen la pena. El ministro
empezó objetándole las maravillas de la naturaleza:

– ¡Ay!, señor –le dijo el filósofo ciego–, dejad de lado ese hermoso espectáculo que no ha
sido hecho para mí. He sido condenado a pasar mi vida entre tinieblas y vos me citáis
prodigios que en absoluto entiendo y que sólo sirven de testimonio para vos y para quienes,
como vos, pueden ver. Si queréis que crea en Dios, habéis de conseguir que lo toque.

– Señor –repuso hábilmente el ministro– poned las manos sobre vos mismo y reconoceréis a
la Divinidad en el mecanismo admirable de vuestros órganos.

– Señor Holmes –contestó Saunderson–, os lo repito: todo esto no es igual de hermoso para
vos que para mí. Mas si el mecanismo animal fuese tan perfecto como pretendéis, y así lo
quiero entender, pues sois un hombre honrado, incapaz de engañarme, ¿qué tiene en común
con un ser soberanamente inteligente? Si os asombra, tal vez sea porque estáis acostumbrado
a considerar como prodigio todo lo que os parece superior a vuestras fuerzas. He sido con
tanta frecuencia objeto de admiración para vos que tengo muy mala opinión de lo que os
sorprende. He atraído de las profundidades de Inglaterra a personas que no podían concebir

8
Es una contradicción lo que impulsa el pensamiento de Diderot. Así, en los Pensées philosophiques Diderot
ya es bastante anticlerical. Por otra parte, el libro fue publicado de forma anónima y obviamente fue condenado.

10
que yo hiciera geometría: tenéis que admitir que dichas personas no tenían nociones muy
precisas sobre la posibilidad de las cosas.

¿Un fenómeno nos parece estar por encima del hombre? Decimos corriendo que es obra de
un Dios; nuestra vanidad no se conforma con menos. ¿No podríamos dar a nuestro discurso
un poco menos de soberbia y algo más de filosofía? Si la naturaleza nos ofrece un nudo difícil
de deshacer, tomémoslo por lo que es, y no empleemos para cortarlo la mano de un Ser que
enseguida se nos convierte en un nudo más indisoluble que el primero. Preguntad a un indio
por qué el mundo permanece suspendido en el aire, os responderá que está encima de un
elefante; ¿y en qué se apoyará el elefante?, en una tortuga; ¿y quién sostendrá a la tortuga?…
Ese indio os da lástima y podrían decirle como a vos: señor Holmes, amigo mío, confesad
primero vuestra ignorancia y ahorradme el elefante y la tortuga (2002 pp. 42-43).

Su objetivo es cambiar la “forma común de pensar” difundiendo los principios de una


nueva filosofía 9. Antes de morir, Diderot escribe a una de sus antiguas amigas, Madame de
Meaux: “Cuando sobre mi sarcófago una gran Palas desolada muestre a los viandantes con
el dedo las grabadas palabras: Aquí yace un sabio, no vayáis con una risa indiscreta a
desmentir a la Minerva llorosa y a ajar mi memoria honrada, diciendo: Aquí yace un loco...
Guardadme el secreto” (citado por Savater en Introducción a Obras filosóficas 2012, p. 12).

Desde la experiencia particular de Diderot, me pregunto: ¿cuál es, entonces, la


relación entre conocimiento, creencias y saberes? Stephen Hawking en su obra Una breve
historia del tiempo. Del big bang a los agujeros negros relata esta anécdota:

Un científico famoso (algunos dicen que Bertrand Russell) una vez dio una conferencia sobre
astronomía. Describió cómo la Tierra giraba alrededor del Sol y cómo el Sol, en su carrera,
giraba alrededor del centro de una enorme colección de estrellas conocida como nuestra
Galaxia. Al final, una anciana al fondo de la sala se puso de pie y dijo: “Todo lo que acabas
de decir son historias. En realidad, el mundo es plano sobre la espalda de una tortuga gigante”.
El científico sonrió con altivez antes de replicar: “¿Y sobre qué está parada la tortuga?” “Eres
muy perspicaz, joven, realmente muy perspicaz”, respondió la anciana. “Pues en otra tortuga,
¡hasta el fondo!”.

La mayoría de nosotros podría encontrar bastante ridículo pensar en nuestro universo como
una torre sin fin, hecha de tortugas apiladas una encima de la otra, pero ¿por qué lo que

9
La Enciclopedia será una revolución en un mundo dominado por la tradición, útil para encauzar las inquietudes
y deseos más reformistas del Antiguo Régimen francés, logrando así el carácter de aparato ideológico. En el
artículo “Encyclopédie”, Diderot resume así su proyecto editorial: “El propósito de una enciclopedia es reunir
conocimientos esparcidos por la superficie de la tierra; exponer el sistema general a hombres con quienes
convivimos, y transmitirlo a los hombres que vendrán después de nosotros; de modo que las labores de los
siglos pasados no hayan sido una labor inútil durante los siglos siguientes; que nuestros sobrinos, cada vez más
educados, se vuelvan al mismo tiempo más virtuosos y más felices, y que no muramos sin haber merecido el
bien del género humano” (Vol. V, p. 635ra–648vb).

11
sabemos sería mejor que eso? ¿De dónde viene nuestro universo y hacia dónde se dirige?
¿Hubo un comienzo y, de ser así, qué fue antes? ¿Cuál es la naturaleza del tiempo? ¿Habrá
un final? Descubrimientos recientes en física, muy importantes, que las nuevas y fantásticas
tecnologías han hecho en parte posible, sugiriendo respuestas a algunas de estas preguntas
sustantivas. Algún día estas parecerán tan obvias como la Tierra girando alrededor del Sol, o
quizás tan ridículas como la torre de tortugas. Solo el tiempo (sea el que sea) lo dirá (1988
pp. 17-18).

Entonces es claro que los saberes 10 también hacen parte de nuestra experiencia,
mezclados muchas veces con nuestras creencias e ideologías. Conviene no confundir el saber
(como verbo o proceso) con los saberes (como sustantivo, como resultados del proceso): “lo
sabido”. Muchos autores aluden a la diferencia existente entre el saber que no podemos
expresar en palabras (por ser vivencial, no consciente, no transmisible, o carecer de certeza)
o que si logramos expresarlo en palabras no está, sin embargo, sustentado en razones, y ese
otro saber cuya su naturaleza es estar expresado en palabras y vinculado a razones. Sin
embargo, me parece que se puede ampliar esa distinción considerando cuatro tipos de saber:
(a) un saber consciente expresado en palabras, (b) un saber inconsciente expresado en
palabras, (c) un saber consciente no expresado en palabras, es decir, no simbolizado (en parte
las sensaciones y sentimientos), y (d) un saber no consciente y además no expresado en
palabras, es decir, no simbolizado, pero de todos modos presente. En cualquier caso, siempre
existe la necesidad humana de saber y, –lo que es decisivo–, el agrado y placer por su
adquisición, saboreo y posesión.

Sabio, sobre todo durante el período helenístico, era quien, uniendo el saber teórico y
práctico, poseía así mismo una actitud de mesura y prudencia, es decir, aquel en quien el
saber y la virtud eran una misma cosa. La sabiduría sólo se alcanza cuando se deja de creer
en ella, porque es saber vivir, alegre y libremente, en el amor y la verdad. El libro bíblico de
los Proverbios (3,13-15), escrito en el siglo V a. C., exalta esa sabiduría, como recapitulación
y origen de todos los valores, cuya posesión es totalmente superior a los bienes materiales.
Santo Tomás lo expresaba así: “Discitur sapientia, sicut sapida scientia” (se habla de la

10
La palabra “saber” proviene del latín sapere (tener inteligencia, tener buen gusto) que remite a la raíz
indoeuropea sap- que expresa la idea de saborear y percibir. Nadie nace sabiendo, uno experimenta, saborea,
evalúa y practica lo aprendido. Se refiere al sentido del gusto y simbólicamente se emplea en sentido intelectual:
“tener juicio”, “entender algo”. Este vocablo remite a condiciones como tener conocimiento, discernimiento,
clarividencia, referencia, comprensión o entendimiento de algo. Igualmente significa estar instruido o formado
en algo; tener cierta capacidad, competencia, idoneidad o aptitud para hacer algo; así como conocer el camino
(método) para llegar a algún lugar.

12
sabiduría como de una ciencia sabrosa), es decir que tiene un efecto afectivo, un gusto o
sabor, literalmente “un saber con sabor” (Suma teológica Parte II, IIae Cuestión 148). En
ese sentido, es lo mismo el saber del artesano o del experto en una técnica, que el saber
especulativo o teórico: ambos tienen la connotación de sabor, encanto o placer. Significativa
es, así mismo, la etimología del término “filosofía” que nos remite, junto al sentido de sabor
agradable, al de un amor apasionado. Un saber que, como el amor, eternamente está ansioso,
es sabroso, agradable, a veces esforzado, pero siempre gratificante. La auténtica sabiduría no
es un ideal, sino un estado, una experiencia y una práctica, que sólo es eterna mientras dura.
No es un absoluto, sino la manera, siempre relativa y compleja, de habitar nuestra realidad.
Y mediante la producción discursiva es que los sistemas de pensamiento se organizan según
principios de coherencia que los convierten en teorías, doctrinas u opiniones.

Los saberes establecen una verdad sobre los fenómenos de la realidad, que existe
fuera del sujeto, o al menos que se ha instalado fuera de él. Esta verdad tiene que ver con la
existencia de hechos y la explicación de fenómenos, siendo enunciada bajo la forma de un
“es verdadero”, emitido por un sujeto neutral, desprovisto de subjetividad, abstracto,
impersonal, que podemos llamar la ciencia o “el orden de las cosas”, y cuyo garante es la
posibilidad de verificar las proposiciones y, por ende, el saber. Este tipo de saber comprende
el saber académico (disciplinar) y el saber práctico (experiencial). El saber académico
construye explicaciones que son válidas para conocer el mundo tal como es y funciona.
Estamos aquí en el orden de la razón basada en procesos de observación, experimentación
empírica y cálculo, que utiliza instrumentos u operaciones, y cuya garantía objetiva es que
puedan ser utilizados por cualquier otra persona con la misma competencia. Se trata del orden
de la prueba, de la justificación empírica y de las teorías. El saber experiencial o práctico
también construye explicaciones válidas para conocer el mundo, pero sin ninguna garantía:
sin procedimientos particulares, sin instrumentación. Estamos aquí en el campo de lo
comprobado y de la experiencia compartida, y no necesito, para eso, del saber académico: no
requiero conocer las leyes de la gravitación para saber que, si dejo caer un objeto, este caerá.
A dicho saber experiencial corresponden los saberes empíricos que están respaldados por un
discurso de causalidad natural, incluso si ello contradice el saber académico: seguimos
diciendo que el sol sale y se pone (saber experiencial), aunque sabemos que es la tierra la que

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gira y no el sol (saber académico). Ambos toman lo que se dice por lo que es el mundo en
realidad (todo esto ocurre en el campo de las representaciones socio-discursivas).

Ahora bien, las creencias no se relacionan con el conocimiento del mundo en el


sentido que le acabamos de dar, sino con evaluaciones, apreciaciones, juicios sobre
fenómenos, eventos y seres del mundo, su pensamiento y su comportamiento 11. El saber
procede de una descripción o explicación centrada en el mundo, independiente del punto de
vista del sujeto; la creencia viene de la mirada del sujeto sobre los méritos de los sucesos y
acciones humanas. Aquí, no se trata de tener un punto de vista sobre la tierra que gira sino
de si, por ejemplo, es mejor trabajar al amanecer o al atardecer, si es bueno, malo, razonable
o loco conducir en medio de una tormenta, si está bien o mal iniciar tal discusión. El saber
aquí es portador de un juicio de valor; ya no se trata de la enunciación de un “es verdadero”
sino de un “creemos”, que interioriza el saber y al mismo tiempo desea compartirlo, aunque,
en este caso, no es verificable. Las creencias, como tipo de saber, comprenden el saber
revelado y el saber de opinión. El saber revelado supone que existe una verdad externa al
sujeto; pero a diferencia del saber académico, ella no tiene que ser probada ni verificada, por
lo que exige total adhesión del sujeto. Para que esta adhesión se justifique, existen textos que
dan testimonio de esa verdad más o menos trascendente; textos que adquiere un carácter
sagrado jugando el papel de referencia absoluta de los valores a los que queremos adherirnos.

11
Un buen punto de partida para aclarar la confusa noción de creencia lo constituye el ensayo de José Ortega
y Gasset (1976) Ideas y creencias. En él sostiene que las ideas (también las llama ocurrencias) son los
“pensamientos” (razonamientos) sobre el tema que sea y sea cual sea su grado de verdad; en todo caso, son
ideas que se nos ocurren, ya sea originalmente, ya sea inspirándonos en las ideas de otro: “De las ideas-
ocurrencias -y conste que incluyo en ellas las verdades más rigurosas de la ciencia- podemos decir que las
producimos, las sostenemos, las discutimos, las propagamos, combatimos en su pro y hasta somos capaces de
morir por ellas. Lo que no podemos es ... vivir de ellas” (p.2). Por tanto, idea es el vocablo que usamos para
designar el efecto de la actividad intelectual. Respecto a las creencias, a diferencia de las ideas-ocurrencias, son
ideas ya admitidas por la sociedad y con las que nos encontramos y que adoptamos como interpretación de la
realidad. Su contenido suele referirse al mundo o al sí mismo: “No son ideas que tenemos, son ideas que somos”
(ibid.). Son los cimientos de la vida humana: “estamos en ellas” -de ahí el dicho “estar en la creencia”-: “en la
creencia se está, y la ocurrencia se tiene y se sostiene. Pero la creencia es quien nos tiene y sostiene a nosotros”
(ibid.), y son el trasfondo de toda existencia: “operan ya en nuestro fondo cuando nos ponemos a pensar sobre
algo” (p.3). En definitiva: “Las creencias constituyen la base de nuestra vida, el terreno sobre que acontece.
Porque ellas nos ponen delante lo que para nosotros es la realidad misma. Toda nuestra conducta, incluso la
intelectual, depende de cuál sea el sistema de nuestras creencias auténticas. En ellas ‘vivimos, nos movemos y
somos’. Por lo mismo, no solemos tener conciencia expresa de ellas, no las pensamos, sino que actúan latentes,
como implicaciones de cuanto expresamente hacemos o pensamos. (…) Esto significa que toda nuestra ‘vida
intelectual’ es secundaria a nuestra vida real o auténtica y representa a ésta sólo una dimensión virtual o
imaginaria” (p. 5). Las ideas son, pues, las ‘cosas’ que nosotros de manera consciente construimos, elaboramos,
precisamente porque no creemos en ellas’” (p. 6, cursivas en el original).

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Comprenden las doctrinas (referidas a una palabra fundadora o a un líder carismático) que
terminan siendo dogmas; a este tipo de saber remitimos también las ideologías. El saber de
opinión surge de un proceso evaluativo al final del cual el sujeto asume una posición y valora
los hechos personalmente. Como en toda creencia, no es el mundo el que se impone al sujeto,
sino el sujeto quien se impone al mundo. Pero aquí no hay un discurso de referencia absoluto
y, por tanto, nos encontramos en un universo de saber dónde hay que admitir que existen
diversos juicios posibles sobre los hechos, entre los que se elige según varias lógicas: lo
necesario, lo probable, lo posible, lo verídico, y en el que intervienen el razonamiento y la
emoción, pero nunca la justificación empírica. Podemos hablar de opinión común (general),
relativa (personal) o colectiva (grupal).

Es a partir de todos estos tipos de saberes y creencias que se nutre la identidad


profunda (ontológica), es decir, los imaginarios 12 (mentalidades, cosmovisiones, conciencia
colectiva o ideologías, en todo caso, siempre conocimientos legitimados), personales y
colectivos, obviamente, jugando muchas veces con estas categorías, difuminando sus límites:
haciendo pasar una creencia por saber académico o una opinión por un saber revelado,
presentando una opinión relativa como una opinión común, transformando un saber teórico
en saber doctrinal, haciendo creer que un saber revelado también se fundamenta en un saber
académico (como hacen las sectas). En síntesis, construimos, articulamos y justificamos
conocimientos (y, por ende, verdades), suscitados por saberes y creencias:

12
La categoría de imaginario ha sido abordada por diferentes disciplinas y teorías de las ciencias humanas y
sociales durante los últimos años, especialmente por la sociología, la psicología social, la teoría política, la
historia, la filosofía, el psicoanálisis y la filosofía. En todo caso, es Castoriadis quien se encarga de precisar el
concepto de “imaginario social”, al vincular el término a lo sociohistórico, a las formas de determinación social,
a los procesos de creación por medio de los cuales los sujetos se inventan sus propios mundos. Ahora bien, un
imaginario personal es siempre un imaginario vinculado a lo social, ya que, como dice Castoriadis “los hombres
no pueden existir más que en la sociedad y por la sociedad” (2002 p.75).

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Construcción social
• Saberes •Aceptadas por un
disciplinares grupo social,
• Relativos a un difundidas y no
aprendizaje
explícito contestadas.
Saberes Creencias
teóricos compartidas

Justificación empírica Verdades Sin justificación

Saberes Creencias
prácticos personales
•Relativos a la
experiencia cotidiana •Opiniones interiorizadas
o profesional en el tiempo, a través de
diversas experiencias
educativas y culturales.

Construcción individual

Figura 3. Articulación entre saberes y creencias en la generación de conocimientos y verdades

Quedan entonces una serie de preguntas que podemos aún plantearnos y que espero
haya sido posible empezar a resolver en este artículo, porque nuestros medios de
conocimiento son frágiles e imprecisos lo cual, unido a la complejidad y caos de la realidad,
hace que nuestras investigaciones nunca logren un grado de certeza plena: ¿Qué es realmente
una creencia?, ¿existen diversos tipos de creencias?, ¿cuáles están justificadas y cuáles no?,
¿por qué creemos lo que creemos? (cuál es el origen de las creencias), ¿cómo distinguir las
creencias de los saberes, así como lo verdadero de lo falso? (la fiabilidad de creencias y
saberes), si hay algo que podemos conocer, ¿qué es?, ¿cuál es la relación entre conocer y
tener una creencia verdadera?, ¿cuál es la relación entre ver y conocer?, ¿qué diferencia hay
entre un hecho que remite a la realidad y una opinión o idea que interpreta subjetivamente
los hechos?, ¿cómo demostrar racionalmente la validez de la razón?, ¿cómo verificar
empíricamente la validez de la experiencia?, ¿cuál es la diferencia entre ciencia y religión?
(las creencias relacionadas con la razón o la fe), ¿cómo distinguir entre lo real, lo imaginario
y lo virtual? (que a veces solemos confundir), ¿qué tienen que ver en todo esto la Internet y
las redes sociales?, ¿si se conociera la verdad, habría necesidad de un credo? ¿Estamos en
condiciones reales de pensar de un modo diferente, de uno que no sea simplificador? Y
siempre tengo presente que toda potencial adquisición de saber supone, al mismo tiempo y
paradójicamente, una nueva conciencia de lo no sabido.

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Como ya lo señaló Gettier (1963), en su único escrito de tres páginas, la definición
clásica del conocimiento como una “creencia verdadera justificada” (Teeteto, 201c-210b) no
basta porque hay casos en los que, aunque se cumplan los tres requisitos (creer, ser verdadero
y estar justificado), vislumbramos que no hay conocimiento, por más que hayamos tenido
“suerte epistémica” para creerlo. ¿Bastará con no aceptar creencias cuyas justificaciones
puedan fallar, como proponía Descartes en sus Meditaciones metafísicas? ¿Lograremos una
definición de conocimiento que no sea en absoluto escéptica? ¿Será suficiente no considerar
conocimiento aquellas creencias justificadas en proposiciones, pero por accidente o azar?
¿Qué cantidad o clases de azar pueden intervenir al considerar algo verdadero? ¿Convendrá
no considerar conocimiento lo inferido de una creencia falsa o de un grupo de creencias
donde al menos una es falsa? ¿Acaso muchos (quizá todo el mundo) no creemos en cosas
falsas que, sin embargo, cumplen un rol en nuestros razonamientos cotidianos? ¿Cuánto
debemos conocer del entorno de una evidencia para que ella pueda usarse como justificación
de una creencia? ¿Las creencias siempre deben tener una relación causal adecuada con los
hechos? ¿Acaso es peligroso pensar que los hechos causan creencias y limitar esas causas a
los sucesos y quizá a los agentes?

En últimas, ¿la verdad es real o construida? García Márquez nos habla de su verdad,
en este caso sobre la cuestión histórica de la masacre de las Bananeras (diciembre 5-6 de
1928 en Ciénaga, Colombia), de una forma que retoma varias de las cuestiones que aquí he
planteado (y que yo resalto en su texto). Así dice:

La versión de mi madre tenía cifras tan exiguas y el escenario era tan pobre para un drama
tan grandioso como el que yo había imaginado, que me causó un sentimiento de frustración.
Más tarde hablé con sobrevivientes y testigos y escarbé en colecciones de prensa y
documentos oficiales, y me di cuenta de que la verdad no estaba de ningún lado. Los
conformistas decían, en efecto, que no hubo muertos. Los del extremo contrario afirmaban
sin un temblor en la voz que fueron más de cien, que los habían visto desangrándose en la
plaza y que se los llevaron en un tren de carga para echarlos en el mar como el banano de
rechazo. Así que mi verdad quedó extraviada para siempre en algún punto improbable de
los dos extremos. Sin embargo, fue tan persistente que en una de mis novelas referí la
matanza con la precisión y el horror con que la había incubado durante años en mi
imaginación. Fue así como la cifra de muertos la mantuve en tres mil, para conservar las
proporciones épicas del drama, y la vida real terminó por hacerme justicia: hace poco, en
uno de los aniversarios de la tragedia, el orador de turno en el Senado pidió un minuto de
silencio en memoria de los tres mil mártires anónimos sacrificados por la fuerza pública
(2002, pp. 79-80).

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¿Será que el realismo mágico, imaginado pero persistente, producto de experiencias
a veces frustrantes al comprobar que la verdad “no está de ningún lado”, termina
construyendo la realidad y ésta termina “haciéndole justicia” a lo narrado? ¿Será que nuestras
creencias, saberes y conocimientos confluyen en verdades construidas existencialmente, de
modo que la vida – y su realidad circundante– resulta siendo no la que se vivió, “sino la que
uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”? ¿El escritor pretende, desde la ficción,
remitirse a la realidad o, en cambio, fluctúa entre realidad y ficción como continente
inacabado? Parece que, como lo expresó Borges, “el escritor se convierte en sí mismo
perdiéndose en sí mismo, en extraña forma de doble vida, de vivir en la realidad tanto como
se pueda y al mismo tiempo de vivir en esa otra realidad, aquella que uno tiene que crear, la
realidad de sus sueños” (2015, p. 128). ¿Escapan de esa afirmación los filósofos y científicos,
o a ellos también los cubre? ¿O todo depende de la cara que se pone al decir lo que uno se
imagina, se piensa, se cree o se sabe?

Referencias
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Paz, Alain Finkielkraut, Jean-Luc Donnet, Francisco Varela y Alain Connes. Madrid: Trotta.
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