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PLEGARIAS DE

SUPERVIVENCIA
Libro 1: El propósito

RUTH DANIELY
Los personajes, eventos y escenarios que se presentan en este libro son ficti-
cios. Cualquier similitud con personas reales, vivas o muertas, es una coinci-
dencia y no algo intencionado por parte del autor. Ninguna parte de este libro
puede ser reproducida ni almacenada en un sistema de recuperación, ni trans-
mitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico, o de fotocopia,
grabación o de cualquier otro modo, sin el permiso expreso del autor.

Diseño de portada: Ruth Daniely


Impreso en los Estados Unidos de América.
ISBN: 9798861440752
Biblias utilizadas: RVC y RVR.
Redes sociales: @ruthdaniely_

Copyright © 2023 Ruth Daniely


Todos los derechos reservados.
Dios no creó el mal, el mal es el resultado de la ausencia de Dios en
el corazón de los seres humanos. Es como el frio que se produce en
ausencia de calor, o la oscuridad que reina en ausencia de la luz.

―Albert Einstein.

Te dedico los consejos que me doy a mí misma.


CAPÍTULO 1
Hogar en guerra

La luz blanca del escenario iluminó al pequeño de ojos celestes y ca-


bello castaño. Robin Hood no arruinaría todo, era su gran oportuni-
dad para elevar su voz a los cielos y sorprender al público.
Cantó sobre la libertad para la esclavitud y saltó del árbol con su
arco y flecha, y corrió al calabozo para liberar a los huérfanos de los
piratas malvados. Terminó su acto llevando a los niños de vuelta a
las montañas, donde se encontraba el orfanato. Al finalizar, los ac-
tores hicieron una reverencia al público y se despidieron cuando to-
dos les aplaudían. Robin Hood les regaló una iluminada sonrisa. Ha-
bía pasado mucho tiempo que no había sonreído verdaderamente,
extrañaba sentirse contento y amado.
El telón cayó y las luces se apagaron.
―¡Fue lo más épico que he visto, Steven! ―expresó Percy, mien-
tras el pequeño actor de Robin Hood se quitaba el disfraz en el ves-
tidor.
―¿De verdad lo hice bien? Pensé que no era muy bueno ac-
tuando.
―Bueno, estoy seguro de que con práctica actuarás mejor, pero
me refería a tu voz. ¡Tu talento es el mejor!
―¡Gracias! ―expresó Steven. Con ocho años ya era un buen can-
tante, Percy ya se imaginaba cómo sería de grande.
Se quitó las botas y le pidió a Percy que le regresara su ropa de
cambio, no quería pasar más tiempo desnudo en ese invierno que le
congelaba las fosas nasales. Se puso su abrigo impermeable y ambos
salieron del edificio de la escuela, en medio de la fila de niños que
salían de la mano de sus padres.
Steven los miraba irse y la tristeza que hace tanto tiempo había
deseado dejar de sentir, regresó como un huracán.

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―¿Qué tienes, Steven? ―preguntó su hermano mayor, que lo lle-
vaba de la mano en dirección a casa.
―No sirve de nada demostrar lo que puedes hacer si a tus padres
no les interesas ―respondió afligido.
Percy apretó el labio inferior. Pisó la nieve amontonada al ex-
tremo de la pista.
―Lo hiciste excelente, eso importa más. Si a mamá y papá les
vale, ellos se lo pierden. Fíjate en las personas que sí te valoran. Ade-
más, tienes admiradores: yo.
―Yo también soy fanático de tus pinturas. ―Steven sonrió, pero
no de la forma que Percy habría deseado. Sus ojos caídos y ojerosos
reflejaban tristeza y soledad, y su semblante hacía las emociones de
forma mecánica. Pocas veces lo había visto realmente feliz como en
el teatro cuando hacía de Robin Hood.
Percy tenía mucho parecido con él, con la diferencia de que sus
ojos eran más grises (como los de su padre), y el cabello negro (tam-
bién como el de su padre.) Steven había salido a su mamá: tierno,
delgado y musical.
Deseaba ayudar a su hermano menor a superar el vacío del fondo,
pero ¿cómo haría algo así, cuando él mismo también pasaba por el
mismo problema?
―Ya sé lo que quiero ser de grande ―comentó Steven después del
largo silencio, en el que solo se oían las gotas de lluvia golpear el as-
falto.
Percy bajó los ojos para mirarlo. Sonrió, ya sabiendo a qué se re-
fería.
―Serás el mejor cantante del mundo.
Steven negó con la cabeza.
―No. Seré Robin Hood.
―¿Qué? ―Arrugó el ceño.
―No sé cómo, pero seré como Robin Hood. Tendré mis armas, mi
escuadrón de ayudantes y libertaré a la gente pobre.
Percy a pesar de contar con diez años y tener una mente fanta-
siosa como la de cualquier niño, sabía que eso era imposible. Los

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cuentos de hadas no eran reales, y nadie en la tierra había logrado
vencer a la hambruna mundial después de que los precios subieron
y los desastres naturales devastaron gran parte de la población. El
mundo en general estaba pasando por catástrofes distintas, las cua-
les llevaron a muchos a la pobreza.
Percy no dijo nada para no arruinar sus sueños. Si estaba per-
diendo la esperanza, no había por qué contagiarle su ira por la situa-
ción.
Entraron a casa después de que abriera la puerta con la llave. Le
quitó el impermeable amarillo a su hermano menor y lo colgó en el
perchero de la entrada, ya que Steven nunca llegaba a esa altura.
―¡Tú nunca estas para tus hijos, lo único que haces es emborra-
charte! ¿Hasta cuándo tendremos que soportar esto? ―Escucharon
sollozar a Shannon.
―¡Deberían agradecérmelo! ¡Yo me destrozo trabajando por ti y
esos estorbos a los que les llamas hijos!, ¡si no fuera por mí, serían
unos muertos de hambre, y más ahora más con esta pobreza porque
ustedes no valen nada! ―respondió Frank con dureza.
Steven y Percy se miraron las caras. Caminaron de puntitas hasta
la puerta de la sala y se quedaron en la oscuridad, sin asomarse de-
masiado para que no los atraparan.
Papá llevaba una botella de alcohol en la mano, no estaba del todo
mareado, pero mareado o no, siempre escupía su actitud prepo-
tente. Con su orgullo de oficial de policía del Sistema Ciudadano, no
toleraba que nadie, y mucho menos su mujer le alzara la voz con
tanta confianza. Era hasta una tradición discutir porque papá la pa-
saba todo el día patrullando las calles del sector, para después volver
ebrio y con el uniforme desaliñado. Con el pasar del tiempo habían
comenzado a sospechar que engañaba a mamá con una mujer del
club nocturno, este quedaba a unos minutos de su casa. La descon-
fianza quedaba a la vuelta de la esquina.
Steven no pudo evitar llorar por las terribles palabras de menos-
precio que decía su padre de ellos.

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―No los llames así… Son tus hijos. ―Escuchó Steven decir a su
temblorosa madre.
―Mamá, no llores ―susurró Steven atrás de la rendija de la
puerta. Percy le acarició la cabeza para calmarlo, el mismo gesto que
empleaba muchas veces su madre cuando papá se ponía de mal hu-
mor.
―¡Me tienes cansado de tu torpeza! ―gritó Frank―. ¡Por mi
parte nunca me habría casado contigo!, ¡y tus inútiles hijos no ha-
cen nada más que cantar y pintar cuadritos ridículos! ¡Lo que daría
porque esos mocosos sean grandes y mandarlos al ejército para que
sirvan a su país y se les quite la estupidez de su madre!
Frank y Shannon: dos polos opuestos. Uno alto y corpulento, la
otra bajita y descuidada. Percy odiaba ser el más parecido a su padre,
la gente siempre le hacía cumplidos con respecto a sus bellas carac-
terísticas, pero habría preferido nacer con el pelo castaño como el
de su madre y Steven. No se puede ser feliz siendo idéntico a la per-
sona que odias.
―¡Es lo que mejor saben hacer! ―repuso Shannon―, ¡así como
tú que lo único que sabes hacer es olvidarte de tu familia y ser un
mal padre!
―¡¿Mal padre?! ―Frank se detuvo de tomarse un trago, abrió los
ojos como platos al oír tanto atrevimiento de su mujer―. ¡Ahora te
enseñare a respetarme, mujerzuela mal agradecida! ―Alzó la mano
para golpearla.
El grito de dolor y el estruendo al caer entre las sillas de comedor,
sobresaltó a Steven. Percy sintió un temblor en todo el cuerpo, pero
trató de no alborotarse.
―Percy, tenemos que hacer algo.
―No. M-mejor nos vamos a dormir. ―Se apartó de la puerta, aga-
rró del brazo a Steven para dirigirlo al cuarto.
―¿Y quedarnos de brazos cruzados? ―Lo abrazó de la cintura
para evitar siguiera andando.
―No hay nada que podamos hacer. ¿Quieres que papá nos golpee
a nosotros también?

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Otro grito de dolor retumbó la sala, y Steven ya se estaba desespe-
rando. Se enojó con Percy por su indiferencia, pero no importaba, si
él no quería arriesgar nada, él se encargaría de salvar a su madre.
―¡Steven, no!
El pequeñito azotó la puerta al abrirla. Vio horrorizado a su madre
en el suelo, con un enorme moretón y el labio ensangrentado, acto
seguido se abalanzó a golpear el abdomen de su padre
―¡Monstruo horrible!¿Quieres matar a mamá? ¡Yo te mataré a ti!
Percy corrió hacia él para detenerlo.
―¡Ya basta, Steven!
Frank ni se hizo daño, sin embargo, tampoco toleraría que sus
propios hijos lo enfrentaran. Alzó el brazo para estamparle un pu-
ñete a Steven.
―¡No!
Percy al pararse en medio, recibió todo el daño. Cayó casi incons-
ciente, Steven lo sostuvo antes de chocar con el suelo. Las lágrimas
cayeron sobre su rostro golpeado, los ojos de su hermano mayor se
ensombrecieron. Steven rogó a Dios para que no muriera, su peor
temor era que algún día él no despertara después de un golpe de su
padre.
Shannon por más que quisiera levantarse para consolar a sus hi-
jos, se obligó a quedarse tirada y para no ganarse otra herida. Se cu-
brió la boca con la mano y lloró.
―Esto es para que aprendan a respetar al cabeza del hogar. Que
les quede claro y como experiencia que aquí el que manda soy yo.
Yo soy el dios aquí. Hijos inútiles… ―murmuró entre dientes. Se re-
tiró erguido, y se encerró en la habitación matrimonial. Las venta-
nas de la pequeña casa se estremecieron.
Steven sentado en el suelo, acarició el rostro de su hermano.
―Yo solo pedí una familia feliz… ¿Dios no podía hacer eso?
¿Qué hicieron mal? ¿Por qué tenían un padre tan loco?
Percy cuando recuperó la lucidez, se juró no convertirse en al-
guien así. De igual manera, Steven, prometió no ser un mal esposo

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si algún día se llegase a casar. Ambos prometieron ayudarse en lo
que fuese necesario para salir adelante y superar sus miedos.
En sus corazones se almacenó culpa y una inexplicable carga de
odio por sí mismos, por Dios y por el padre que les dio.

***

Los trabajadores de mudanza subían al camión una por una las co-
sas empacadas de Frank. Él, con las manos en la cintura, los contem-
plaba ir y venir. Shannon, en la pista a unos metros atrás, acariciaba
la cabecita de Steven, tratando de apaciguarlo porque estaba in-
quieto y no dejaba de repetirle a Percy que ya no tendría ni un día de
felicidad después de mudarse con papá.
―Tranquilo, Steven, no es el fin del mundo ―ella lo calmaba.
«O tal vez sí lo es», pensó él.
Después de aquella noche de destrozos, habían transcurrido dos
semanas de maltratos. Las últimas. Sí o sí, ambos habían tomado la
decisión de divorciarse por el bien de todos, en especial de sus hijos.
O eso creían.
―Bueno, solo faltan tus cosas y nos largamos de aquí. ―Frank
giró su cabeza hacia Steven y escupió en el asfalto con aires de supe-
rioridad.
Steven por debajo de sus gafas miró a su padre a los ojos, sin le-
vantar la cabeza. Abrazó a su mamá de la cintura y apretó con sus
puños temblorosos la bata que llevaba puesta. Lo maldijo en lo pro-
fundo de su ser. ¡Lo que daría por golpearlo hasta dejarle millones
de moretones en todo el cuerpo! Si tan solo no fuese tan débil y pe-
queño.
La cara de ese hombre era vacía y moribunda, un desierto de
hielo. Daba la impresión de no tener algún remordimiento de sus
actos.
Shannon se cubrió el ojo morado con un mechón de su cabello
corto.

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―No serás capaz de cuidar a mi hijo como merece, solo lo tortu-
raras día y noche.
―También son mis hijos, y tengo todo el derecho a quedarme a
uno. Además, te estoy haciendo un favor, no podrás mantenerlos a
los dos. Eres tan debilucha como para quebrarte la espalda por dos
mocosos. ¡Esto es para que aprendan a valorar!
―¿Crees que Steven es una mascota para adoptar? ―Percy inter-
cedió.
―Percy, por favor ―le regañó Shannon. Cerró los ojos, cansada.
Procedió después de pensarlo bien―: Mejor llévate a Percy. Steven
aún es muy pequeño y necesita a su mamá. Percy sabrá llevar mejor
la situación.
―¿Qué? ¡No, no quiero ir con él!
―Está bien, el que sea ―respondió Frank sin dudarlo, y se dirigió
a los trabajadores de mudanza―: ¡Cambio de planes! Subirán las co-
sas de mi otro hijo.
―¡No, mamá, por favor!
Shannon se hizo de cuclillas para secar sus lágrimas.
―Percy, yo te amo mucho. Hazlo por tu hermanito, ¿sí? Es pe-
queño y esto puede afectarle. Estarás mejor con papá que conmigo.
Por favor, sé un buen hermano. Tú eres más fuerte, y lo sabes.
Odiaba ser fuerte. ¿Por qué los fuertes tenían que pagar todo?
Ya en la tarde terminaron de subir las cosas. Frank subiendo al ca-
mión, gritoneaba el nombre de Percy para retirarse antes del ano-
checer, pues tenía turno en un par de horas y por nada del mundo
llegaría último. Parte de su trabajo era llegar temprano y regañar a
los policías novatos por su desorganización e impuntualidad.
Percy tenía perdida la mirada a la calle infinita, no reaccionaba.
Trató de convencerse de que todo iba a salir bien, repitió varias ve-
ces que era fuerte. Lo hacía por su hermano, una buena causa.
―Percy… ―Steven lo jaló por detrás de su chaqueta. Percy dio
vuelta―. Te voy a extrañar mucho.

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―¿Por qué? Solo me mudaré a otra calle, seguiremos viéndonos
en la escuela todos los días, así que será como si nunca me hubiera
ido ―contestó con una sonrisa no tan sincera.
―¿Enserio?
―Sí, y jugaremos cuando nos veamos.
Frank desde la ventana del camión, seguía llamándolo a gritos. Lo
ignoraron.
―¿A quién engaño?, yo también te voy a extrañar. Los días no se-
rán los mismos sin ti ―Percy confesó.
―Espero que podamos cantar juntos.
―Ja, ja... Lo haremos, lo haremos. ―Lo jaló de los cachetes.
Steven volvió a sonreír y se lanzó apapacharlo. Se mecieron de un
lado a otro, riéndose. No había nada mejor que sentir el cálido
abrazo de su hermano pequeño, solo él daba unos abrazos perfectos.
Steven estaba convencido de que se sentía más seguro con él que
con su madre, Percy era la única persona que le entendía.
―Te quiero, aunque no seas una chica ―bromeó.
Percy rio.
―Pues, yo te quiero más que a una chica ―respondió y le dio un
beso en la frente, dejándole saliva.
Steven, asqueado, se pasó la mano en la frente. Parándose de pun-
titas, trató fregarle la propia saliva de Percy en la cara, él lo esquivó
con una impresionante agilidad. De ninguna forma llegaba a su al-
tura. Steven detestaba ser tan enano, se preguntó si algún día crece-
ría como un árbol, así nadie lo vería como un bebé en la escuela.
Terminaron de juguetear y Percy subió al camión junto a su pa-
dre. Mientras se iban, sacó el cuerpo por la ventanilla. Meneó ale-
gremente el brazo, como una bandera.
―¡Adiós, mamá! ¡Adiós, Steven!
Steven y su madre agitaron las manos, despidiéndose de él.
―¡Adiós, Percy! ¡Cuando sea Robin Hood te libertaré de ese ogro!
―¡Sé que lo harás! ¡Estaré esperando! ―gritó. El camión desapa-
reció en el horizonte, como si el sol de la tarde se lo tragara.
Steven suspiró cansado, entró a casa junto a su mamá.

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Hubo una sensación de paz en el hogar, un silencio profundo que
lo hizo muy feliz. Pero al instante se volvió una atmosfera vacía y sin
gracia, pero no por su papá, sino porque extrañaría las noches
cuando cantaban con Percy, y se relajaban con la música. Extrañaría
verlo pintar obras de arte en lienzos, su alegría.
Su madre tenía una hermosa voz, una muy dulce y melodiosa, una
soprano. Ahora, ella estaba golpeada y mirando a un punto vacío de
la mesa. Steven no veía el momento para crecer y hacerse fuerte
para ayudarla en todo. Crecería pronto, ya fuese para bien o para
mal.

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CAPÍTULO 2
Futuro peligroso
Año 2027. Seis años más tarde…

Se limpió las gafas azul oscuro en su saco del mismo color. Prefirió
continuar su camino solo, pues el insoportable de Félix tardaba mil
años en llegar para ir juntos a la secundaria.
En el camino intentó arreglarse el horrible nudo de la corbata ne-
gra, que le había quedado como de boy scout. Se rindió y lo echó todo
a perder, era un desastre haciéndose el nudo…, el traje negro que
usaba para ir a la escuela era un desastre sin lavar, su cabello mal-
tratado era un miserable desastre. Él era un desastre con patas. Ni
siquiera había desayunado y le ardía el estómago, y lo peor de todo,
estaba a punto de ir al lugar más odioso de su vida: la escuela.
Mejor conocida como Alcatraz.
Volteó la cabeza al sentir que algo no andaba bien, justo visualizó
en la calle repleta de puestos de comida, la silueta de un chico de
rizos color café rojizo alborotados como resortes. Cargaba cómics en
las manos y corría como si una lagartija le mordiera el trasero.
―¡Te arrepentirás ladrón! ―gritó el vendedor de cómics que lo
perseguía.
―¿Félix? ―Steven entornó los ojos, incrédulo.
―¡Sálvame! ―gritó Félix, desesperado.
―¿Quieres que te apoye en tu robo? ¡Te voy a dar una!
―¡Solo cállate y ayúdame!
Malhumorado miró de un lado a otro, en busca de opciones para
sacarlo del problema en que solito se metió. Solo podía usar lo pri-
mero que tenía a su alcance.
Una mujer estaba guardando su bicicleta en el estacionamiento
de bicicletas de la parada, entonces, se la arranchó como todo un la-
drón profesional.

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―¡Oye! ―Se sobresaltó la mujer.
Steven no sabía qué pretendía hacer con la bici, pero algo se le
ocurriría. Pedaleó y se adentró en un grupo de vagabundos.
―¡A un lado! ―voceó con autoridad. Levantó el trasero del
asiento para pedalear con más potencia. Esquivó vendedores ambu-
lantes, autos y basuras de la pista.
Ya lejos de que lo atraparan, hizo un gesto con la cabeza para que
Félix subiera en el asiento trasero.
―¡Rápido, Fél!
―¡Waa, se me sale la prótesis! ―Se agarró la pierna robótica.
―¡Devuélveme mi bicicleta! ―chilló la mujer, uniéndose al ven-
dedor para perseguir al dúo de ladronzuelos.
―¡Delincuentes! ¡Pandilleros! ―gritó el vendedor, más enfadado
que nunca.
A Félix se le acababan las fuerzas, la prótesis vieja no le ayudaba
en el arte de escabullirse como ninja. Calculó la distancia para hacer
un movimiento mortal, no soltó para nada sus cómics y rápida-
mente saltó al asiento trasero de la bici. El vendedor y la mujer se
rindieron en seguir persiguiéndolos. Félix les hizo un corazón en
forma de V con sus dedos y les enseñó una sonrisa burlona, que hizo
gruñir de rabia al agitado vendedor.
―¡Pagarán por esto, arpías!
Avanzaron cinco cuadras abajo, hasta que la llanta se ponchó con
una botella rota. La gravedad fue en su contra, disparó los dos cuer-
pos hacia un lado y la bicicleta hacia otro. Rodaron por la pista y que-
daron tendidos en poses ridículas, en medio de los ciudadanos. Es-
tuvieron en un estado de shock, hasta que Félix lanzó una carcajada
adormecida de dolor. Se retorció. Steven, con la espalda adorme-
cida, se puso de pie con dificultad y se sacudió los pantalones.
―¡Me voy a volver un delincuente juvenil por tu culpa! ―renegó,
se acomodó la mochila y emprendió a la escuela.
Félix lo siguió, trotando como un caballo enérgico. O más bien,
cojeando.

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―¡Hey! Yo siempre te apoyo en tus tonterías. Admite que fue di-
vertido. Ah, y ni se te ocurra decirle a mi mamá.
―¿Para qué voy a decirle? Me regañará a mí también.
Félix se sacudió sus elegantes shorts. Aunque la Escuela Libertad
estaba dirigida a la clase media del sector Atlas, era implacable en
su prohibición de atuendos "vulgares", término que usaban para las
chaquetas de cuero, gorras y otras prendas urbanas.
En el camino hacia la escuela, los alumnos lucían sus mejores
conjuntos formales. Las chicas llevaban el pelo suelto, siempre bien
peinadas y vestidas con elegancia. Pocas se atrevían a quebrantar
esa regla, en el recreo algunas se quitaban el abrigo y dejaban lucir
sus vestidos escotados. Solo salían sin suspensión si no las atrapaba
el subdirector.
Los directores de la escuela tenían una mentalidad anclada en el
pasado, lo que llevaba a que sus estudiantes parecieran salidos de la
década de 1940, algo que a nadie le encantaba. Tenían tantas ten-
dencias modernas por explorar, pero se les exigía vestir como sus
abuelos...
Para Félix, era una tortura no poder vestir de manera urbana,
pero no tenía alternativa que recibir la elegancia. Combinaba shorts
de tela fina con una gorra inglesa que siempre llevaba al revés, pre-
servando así su esencia callejera. No podía dejar de usar shorts, ya
que hacían lucir su prótesis de titanio transfemoral. A él le gustaba
parecer ciborg, y solo eso agradecía haber perdido su pierna dere-
cha.
Sosteniendo su cómic policiaco robado, se sumergió en su lectura
mientras cantaba a todo pulmón una canción del musical que recién
se estrenaba en la televisión. Había pasado la noche en vela viendo
series.
―¡Cállate, me darás un infarto! ―Steven se tapó los oídos.
―Te levantaste con el pie izquierdo, ¿a que sí? —Félix carraspeó
la garganta y escupió al asfalto toda la flema que se le acumuló.
―¿Sorpresa?

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―Sé que la vida no es fácil, socio, pero como siempre digo: es me-
jor ser sincero que decir la verdad. Aplícalo a tu vida y verás.
Los consejos tontos de Félix le subieron el mal humor.
―Nada que ver, no tiene sentido.
El muchacho pesado volvió a cantar, esta vez un rap. Su voz atur-
dió el temperamento de Steven hasta hacerlo estallar y lo mandó al
infierno.
Félix esquivó su patada.
―Te crees la gran cosa porque cantas bonito. Quiero decir… can-
tabas.
Buena forma de romper con el ego de Steven.
Hacía mucho tiempo desde que no se le escuchaba entonar al-
guna melodía. No porque no deseara cantar, sino porque no había
oportunidad para hacerlo y tampoco sentía un llamado en esa direc-
ción. Sabía en lo más profundo de su ser que su propósito en la tierra
no se limitaba a cantar.
La voz de Steven podía ser delgada, pero también tenía el poder
de adquirir tonos graves que erizaban los vellos de cualquiera que lo
escuchara. Félix solía compararla con la voz resonante de un mo-
reno de un coro góspel, y no estaba equivocado.
Los autobuses amarillos se alineaban en la entrada de la Secunda-
ria Libertad, un edificio de ladrillos marrones con ventanas que se
extendían a lo largo de dos cuadras. En la entrada, los obligaron a
colocar su ojo derecho frente a una barra incrustada en el suelo, que
se asemejaba a un cajero automático bancario. Equipada con una
pequeña cámara escáner y una luz verde que se deslizaba sobre la
pupila.
Steven abrió su ojo derecho, fijándolo en la camarita encargada
del análisis para detectar posibles virus, una medida preventiva
para evitar futuras pandemias. Terminado el escaneo, sin rastro de
enfermedades, la voz robótica lo saludó de vuelta a la escuela. Aun-
que incómodo, Steven ingresó; no le gustaba que la maquinita tu-
viera supiera su nombre completo y el de los demás estudiantes. La

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cámara sabía sus datos e incluso su dirección, casi parecía que cono-
cía su pasado, como si escaneara el alma de todos.
Unos pasos adelante se aplicaron gel desinfectante desde la
mesa. El temor a nuevas enfermedades era palpable. Las mascarillas
de algodón no eran suficientes para enfrentar la contaminación de
las fábricas de las afueras de la ciudad, ni los gases tóxicos; por eso
todos llevaban máscaras respiratorias, aunque pocos las utilizaban.
En el caso de Steven, que era un rompedor de reglas, nunca usaba su
máscara, guardaba la suya en la mochila por si ocurriera alguna ca-
tástrofe. No creía que fuera el fin del mundo, al menos no aún.
Subieron las gradas y recorrieron el pasillo de la desesperación,
que más parecía un gallinero. ¿Saben qué? Sí era una pandemia,
pero de alumnos que gritaban como poseídos y corrían de aquí a
allá.
Ya estaba contando los segundos para que vinieran sus acosado-
res a torturarlo.
―Ojalá esta escuela explotara algún día ―gruñó.
―Eso es muy terrorista de tu parte ―opinó Félix.
Pusieron las huellas digitales en las pantallitas de los casilleros y
metieron sus cosas.
De pronto, se les acercó una presencia maligna vestida de po-
rrista:
―¡Cómo puedes dormir tan tranquilo! ―gritó Jazmín.
Félix se sobresaltó, los cuadernos se le cayeron.
―¡Tu mensaje ayer estuvo de lo más vil! —continuó histérica—.
¿Acaso no te remuerde la conciencia? Enserio, ¡¿a qué novio amo-
roso se le ocurre burlarse cuando su novia le expresa amor?!
Félix no entendió nada, recogió sus cosas del suelo.
―¿De qué me estás hablando, amor?
―¡Fuiste grosero! Yo te dije “te amo”, y tú te reíste. ¡Lloré toda la
noche por tu culpa!
Félix quedó unos segundos recordando hasta que por fin se le
abrió la mente.
―Ah, cuando tú me escribiste “te amo” y yo respondí “Ja, ja, ja”.

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―Sí, se sintió horrible ―respondió ella, al margen del llanto.
Steven no pudo evitar morirse de pena ajena, observó a Jazmín de
arriba abajo con una expresión de desprecio. La chica, de aspecto si-
milar a un gato esfinge con su cerquillo negro, le dirigió una mirada
llena de hostilidad, como dejándole en claro que no debía entrome-
terse. Con esas habilidosas tácticas de manipulación, logró amarrar
a Félix con éxito. A Steven le resultaba difícil comprender cómo Fé-
lix podía sentir afecto por alguien con esa apariencia tan horrenda.
―No me estaba burlando de ti, me reí de nervios ―se excusó Fé-
lix—. No era mi intención herirte, lo siento, no te enojes conmigo.
―Súplicas aceptadas. ¡Pero la próxima elimina a todas tus muje-
res de contactos!
―A ver, fea, ¿qué otra cosa le vas a prohibir a Félix? ¿Ir al baño?
―intervino Steven, atrás de Félix. Parecía un vampiro por sus ojeras
de desvelado.
―¿¡Cómo te atreves!?
—Nuestra vida era fea cuando tú no existías en la vida de Félix,
pero desde que tú llegaste ahora es apocalíptica.
Jazmín crujió los dientes, luego miró a Félix.
―¿Vas a dejar que ese tonto le hable así a tu novia? Se nota que
me quieres bastante.
―Supéralo, princesita. —Steven blanqueó los ojos.
―¡Estorbo odioso!
―¡Bruja con triquina!
―¡Por amor del cielo, ya fue mucho! ―Félix extendió los brazos
entre el espacio disensioso que los separaba―. Steven, nuestros
problemas de pareja los podemos resolver nosotros solos.
―Sí, casi los resuelves.
Sonó el timbre escolar. Todos de forma desordenada se desplaza-
ron a sus salones. El bullicio subió.
―Espero que cuando salgas te atropelle un auto ―escupió la no-
viecita. Jaloneó a Félix del brazo y se metieron al salón.

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Steven quedó solitario en medio de pasillo, contuvo con éxito su
instinto de defensa. Trataba de no darle valor a las palabrerías de
Jazmín, su ministerio era ese.
Siempre era la misma rutina: levantarse, ir a pelear a la secunda-
ria y regresar a casa para soportar a su mamá. La vida lo tenía sin
cuidado, maltratado y despeinado.
Giró la cabeza hacia la izquierda, donde continuaban llegando
más alumnos, incluido Percy Jaron, que llegaba tarde, para ser pre-
cisos. Ni siquiera se había molestado en peinarse el cabello, que ya
le llegaba a los hombros. Lo más inusual en el planeta era verlo ves-
tido con un traje negro, ya que la elegancia no era su estilo. Desde la
distancia, Percy parecía la sombra esbelta de un vampiro pálido; así
lo comentaban las damiselas del pasillo mientras cotilleaban sobre
lo guapo que era.
Comparado con su hermano, Steven era más bajo y menos im-
presionante. Siempre se sintió inferior en todas las áreas, pero no
tenía la intención de demostrarlo delante de Percy.
Percy se acercaba, y Steven temía que fuera un desastre si notaba
su presencia en ese pasillo. Preocupado por su seguridad, Steven en-
tró rápidamente a su salón.
Después de unas clases estresantes, durante el recreo se dirigió
con Félix al amplio comedor escolar. Ese día, Steven se consideraba
afortunado por evitar cruzarse con Percy y sus secuaces. Estaba a va-
rios metros de distancia, comiendo en una mesa con sus dos amigos.
Steven acompañó a Félix a la barra para que los cocineros le sirvie-
ran su almuerzo. Una larga cola esperaba su turno detrás de ellos.
―Yo sé lo que te digo, ella no te conviene, te manipula psicológi-
camente.
―No manches, el almuerzo nunca había estado tan caro. ―Félix
vio los precios.
―Sí, ya sé, pero más caro te va a salir seguir con doña llantos. Esa
brujita solo piensa en ella, no le duele herirte. Podría haber un tsu-
nami y usarte como flotador para salvarse ella ―dijo Steven, exas-
perado.

16
Félix cargó su fuente con comida. Se sentaron frente a frente en
una de las mesas, en medio del comedor.
―Muy poético, Steven, pero yo la quiero tal y como es. Cuando
uno se enamora no ve los defectos de la persona. ¿O tú no te enamo-
ras? Ah, cierto… olvidé que eras asexual no definide.
Steven resopló de risa.
―No sabía que lo era. Es que no me gusta enamorarme. El amor
te vuelve menso, te haces como un perro que ruega por croquetas,
sufres del corazón por esa persona que no te hará caso, aunque te
murieras. Y eso para mí es una tortura.
―Lo dices porque te dejó tu novia a distancia. ―Sonrió con mal-
dad.
Con estómago rugiendo observó cómo Félix se embutía con su
hamburguesa. Steven se mordió las uñas, de nervios y porque se le
hizo agua la boca. No había desayunado, y tampoco su madre acos-
tumbraba a darle dinero para comprar almuerzo.
―¿No comes?
―Emm… No… mi mamá salió muy temprano y… no me alimentó.
Félix sintió una punzada.
―¿Otra vez? No puedo entender a tu mamá… Bueno, toma. ―Le
ofreció su hamburguesa.
―¿Enserio? No, Fél, es tuya.
―No importa, come tú. No quiero que andes dando lástima.
La mamá de Félix apenas tenía suficiente para el almuerzo de su
hijo. Steven veía injusto que Félix le diera su comida en cada receso,
se sentía mal cuando ocurría; no quería ser el motivo de sacrificio
de nadie. Sin embargo, Félix lo hacía de forma natural, instándolo a
comer porque no le gustaba ver a su amigo demacrado. El estómago
de Steven aulló nuevamente de hambre. Aunque no quería aceptar,
su necesidad era abrumadora.
Con sentimientos de culpa, aceptó el amable gesto de Félix y de-
voró la hamburguesa como un mendigo. Félix, por su parte, se li-
mitó a comer solo las papas, consciente de que tendría una mejor
comida en casa.

17
―Entonces, ¿ahora sí te declararás? ―añadió Félix, mojando su
papa en el kétchup.
―¿Declararme? ―preguntó Steven con la boca llena.
―Sí. Se supone que te tiene que gustar alguien… Eres adoles-
cente. ―Los ojos pardos de Félix brillaron de interés, su sonrisa era
contagiosa incluso para el amargado de Steven.
Steven casi se atragantó. Tosió, golpeándose el pecho.
―¿Me gusta alguien?
―No me pongas de mal humor, Steven. Si no te empiezas a com-
portar como un chico de tu edad, yo mismo tendré que buscarte no-
via.
―Sabes que la última vez salió mal. La chica que tú me recomen-
daste ni siquiera me gustó.
―Voy a ser paciente contigo, Steven Jaron. ―Entrelazó los dedos
bajo en mentón―. Si no me dices quién es tu interés real, nunca pa-
sará nada entre ustedes.
―No me gusta lo que estás pensando…
Félix puso cara de perrito triste.
―Te lo suplico.
Steven llevaba tiempo que no se enamoraba, y ahora que le cos-
quilleaba el estómago, actuaba como un tonto. Pero no era estar
enamorado lo que lo aterraba, sino la persona de quien se enamoró.
De tanta insistencia, se vio obligado a confesarle.
―Es Milly.
Félix abrió los ojos como lunas. Estiró la cabeza, para ver a varios
metros atrás de Steven a Milly, que estaba comiendo solitaria.
―Pero ella… tú… ¿Ella? ―Félix vio a uno y luego a otro, incré-
dulo. Steven mostró los dientes―. Ella es cristiana ―dijo en voz
baja como si fuera un oscuro secreto.
―Correcto.
―Y tú… eres ateo.
―Algo así.
―¡Válgame el cielo! No puedo creer que te guste la cristianita del
salón, a pesar de que te peleaste con ella la otra vez.

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―No estábamos peleando, estábamos debatiendo.
―Y te ganó.

19
CAPÍTULO 3
La chica cristiana

Steven recordó con claridad lo que hace unos meses debatieron en


clase de filosofía, cuando el profesor hablaba sobre la evolución. Por
supuesto que él asentía a todo lo que enseñaban y le prestaba todo
el interés del mundo. Desmentir la existencia de Dios era de sus te-
mas favoritos, le brindaba el conocimiento para excusar su incredu-
lidad.
Los ojos se concentraron en ella cuando interrumpió la clase para
decir que aquella teoría del inicio del mundo era mentira, fue así
como se armó un pequeño debate en el aula con ella, Steven y el
maestro.
―La tierra fue creada hace millones y millones de años en el
bigbang; no hay tal Dios mágico que dices. ―Steven se giró vaga-
mente sobre su asiento hacia ella, que estaba sentada al fondo.
Milly le refutó:
―Una explosión destruye, no crea cosas de la nada. Los que creen
en la evolución tienen más fe que los que creen en Dios, porque es-
tán convencidos de que todos vienen de la nada. ¿De dónde salió
todo el material para que ese meteoro nos construyera a todos?
―Todes ―la corrigió un chico llamado Mark, a punto de dor-
mirse en su escritorio.
Ella tragó saliva para proseguir.
―¿Cómo es que todo está en un orden especifico y perfecto para
funcionar bien? ¿Cómo es que tenemos órganos, comida, aire, agua,
animales y plantas? Cada cosa fue creada para sobrevivir, eso no lo
puede hacer un meteoro.
―Claro que sí ―impugnó Steven con toda la seguridad del uni-
verso―. Al principio la tierra no estaba cien por ciento evolucio-
nada; todo fue en millones y millones de años para quedar como
ahora, y seguiremos evolucionando.

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―¿Hasta qué punto? ¿De dónde salió el material que creó todo
esto? ¿Si tú dejas tu cuarto desordenado por millones y millones de
años se va a ordenar solo?, ¿o qué tal si lo explotamos, a ver si se
forma vida de la nada?
Félix explotó de risa y Steven lo miró de reojo, se ruborizó de amor
y de indignación; no supo dónde meter su cara de vergüenza, pero
eso extrañamente lo enamoró más de ella.
Le obsesionaba su mirada viva, la cual transmitía una inocencia
que le gustaría quitar. Aunque su tipo no eran las morenas, Milly le
pareció la chica más linda. Era parecida a su padre, el cual Steven
había visto venir a recogerla y en una ocasión lo vio en la iglesia Re-
velaciones. Nunca tomó el valor de hablar con él, y ni muerto lo ha-
ría. Además, era el pastor de aquella iglesia. ¿Quién era él para ex-
ponerse como pretendiente de su tierna hija?

Steven se embutió con las papas.


―Ella no me ganó. Nada de lo que dijo prueba nada.
―Pero te dejó sin palabras. ―Félix lo miró con una pena burlona.
―¡Mentira! Todo eso de Dios es patético, absurdo, ridículo.
―Por eso no tienes novia. ―Hizo una pausa―. Sí, es linda. Pero
me hubiera gustado que te fijaras en Cesia.
―¿Por qué me gustaría alguien que por poco se quita el bikini en
sus redes?
―¿Y eso qué? Por eso deberías aprovechar.
Steven le regaló una mirada de querer fusilarlo.
―No quiero ser el veinticuatro en la vida de alguien. ¿Tú sí?
―A veces pienso que no eres adolescente, Steven. Eres muy in-
maduro.
La tal Cesia que mencionó era de las sexys de toda la secundaria.
¿Y cómo no serlo? Cuando en sus redes con miles de seguidores pu-
blicaba fotos calientes, enamorando así a todos los muchachos. Para
tener catorce años estaba bien desarrollada, y le daba igual mostrar

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el escote de su vestido. Su belleza consistía en un rostro delicado,
salpicado de pecas, además de una envidiable nariz respingada.
A lo lejos estaba ella en una mesa. No cuchicheaba con sus cuatro
amigas, porque su atención la sembró solo en el hombre de sus sue-
ños: Percy Jaron, quien comía cabizbajo y serio. Por un instante sin-
tió que lo observaban y Cesia ligeramente quitó sus ojos grandes de
él, comió una galleta para disimular. Él quedó reparándola un rato,
luego, rodó los ojos y siguió comiendo sus papas. Cesia aprovechó
para mirarlo con más intensidad.
Steven succionó del sorbete de su jugo de cajita, le contó a Félix
del día en que siguió a Milly por las calles. Ella llevaba un lindo ves-
tido de puntos blancos, nada mal para vivir en el basurero de Cal-
gary. La había seguido y descubierto su paradero en la iglesia, donde
los halló en pleno ensayo de coro y ella cantaba como primera voz.
―Te juro que tiene una voz muy dulce, incluso a mí me dejó im-
pactado.
―Si tanto estas enamorado, ¿por qué no vas a confesarte? ―pre-
guntó Félix—. Ándale. Solo no hablen de Dios para que no vuelvan
a pelear.
―¿Ahora? Pero… tengo ansiedad social.
—¡Olvídate! ¡No debe haber fronteras para el amor!
Félix decidido se paró de su banco y lo jaloneó del brazo, en direc-
ción a la mesa de Milly. Steven ponía resistencia, pero Félix le advir-
tió que lo hacía por su bien, no soportaba verlo sin novia, aunque
eso fuera un “amor imposible”. Le dio un empujón y se esfumó por
los aires.
Steven quedó tieso como un poste, frente a la mesa de la chica.
Milly subió la mirada, su rostro de confusión lo puso a él más ner-
vioso. Por millonésima vez se sonrojó. ¡Era tan hermosa! Las manos
le empezaron a templar y las sienes desparramaron mucho sudor.
Se iba a orinar. Susurró un insulto a Félix. Tuvo que reconocer que
nunca más volvería a hablarle de sus intereses amorosos, pues se
obsesionaría, sabía cómo era Félix.
Debía hablar, aunque sea saludar. Tragó fuertemente la saliva.

22
―Emm… Hola, Milly ―murmuró con timidez, y le vinieron ganas
de fingir desmayarse para que lo sacaran de allí.
―Hola. ―Ella se acomodó un mechón de sus rizos detrás de la
oreja, gesto que lo enamoró más.
―¿Cómo estás?
―Bien.
«Qué cortante. ¿Estará enojada conmigo por el debate?», se pre-
guntó.
―Me alegra mucho ―le respondió con una sonrisa robótica―.
Creo que la última vez que hablamos fue cuando discutimos sobre
Dios.
―Sí, y gané. ―Sonrió ella.
―No ganaste ―disintió con seriedad―, solo se me olvidó qué res-
ponder. Tu Diosito no está flotando en el aire.
―Si viniste aquí para blasfemar contra Dios, mejor me retiro.
―Agarró su fuente y se levantó.
―¡No, no, no, espera! ―Sacudió sus manos―. Lo siento, no era
mi intención ofender.
―Eso pensé. ―Ella volvió a sentarse, la amabilidad en su rostro
se esfumó.
―Lo siento, yo, solo… quiero que seamos amigos.
Amigos… ¿Este ateo grosero quería ser su amigo? ¿Por qué ella?
¿Por qué ahora? ¿Y para qué?
Milly arqueó una ceja.
―¿Puedo sentarme? ―preguntó Steven y se sentó en el banco.
―Ya te sentaste.
―Ah, sí… qué torpe. ―Se rascó la nuca.
Nació un silencio incómodo en el espacio que los separaba. Ste-
ven empezaba a sentir estrés, mordisqueando ansiosamente sus
uñas. Milly terminó su hamburguesa y recurrió a algunas galletas
en su saco para ocultar sus nervios. La desesperación oprimía a Ste-
ven, quien se sangró una la uña por tanto morderla. Ahora, no solo
el ruido le molestaba, también el silencio interminable.
«Trágame tierra.»

23
Trató de hallar un tema de conversación mientras jugueteaba con
los pomos de crema para distraerse. El de mostaza tenía un hueco
invisible, y al apretarlo, un chorro salió disparado y manchó a Milly
en la cara y el vestido verde. Su grito quedó atrapado mientras se
observaba. Steven tembloroso se disculpó mil veces. Ofreció limpiar
su ropa, a lo que ella sonrió incómoda y se limpió con una servilleta.
―No pasa nada, Steven. Puedo hacerlo yo sola.
―Enserio soy el más torpe de las galaxias. Fue sin querer.
Mientras más intentaba remediarlo, más metía la pata. Odió a Fé-
lix por exponerlo a tanta humillación.
Amor. ¿Qué signo zodiacal es ese?
Percy sin expresión observaba la torpeza de su hermano, a la vez
que su par de amigos reían del espectáculo de Steven. Se levantó de
su asiento y agarró un pomo de kétchup de la mesa.
―¿Percy, a dónde vas? La estamos pasando bien riéndonos del
perdedor de tu hermano ―preguntó el amigo gótico de pelos colo-
ridos. Era de los que quebrantaban la regla de lucir formal.
―Voy a divertirme un rato ―respondió Percy. Erguido, se apro-
ximó como un león que asecha a su presa.
Steven se volvió a sentir el peor ser humano del cosmos. Con su
inutilidad nunca llegaría a ningún lado, y menos algún día tener hi-
jos con su amada cristiana. Nunca sería un príncipe azul, pero sí el
príncipe de los callejones llenos de basura de Calgary. Se subió por
el puente de la nariz las gafas de nerd fracasado y se sentó con el co-
razón roto. Observó hipnotizado cómo ella se limpiaba el pecho. Se
mordió los labios. Milly subió la cabeza, y él, rápidamente dejó de
mirarla.
Una extraña sombra se acercó a las espaldas de Milly, un chico
alto de cabello largo.
―¿Por qué no la ensucias más, Steven? ―Percy exprimió el en-
vase de kétchup en la cabeza de Milly. Ella quedó paralizada con la
boca abierta, el kétchup se le escurrió en toda la ropa.
Steven se levantó de su asiento, enrojecido de indignación.
―¡Cuál es tu problema!

24
Él se carcajeó, le pareció adorable el intento de defender a su
chica. Las risas de los alumnos de los alrededores no faltaron. A Ste-
ven no se le hacía ninguna gracia.
―Te daré un disparo de poder, mi querido hermano. ―Percy ex-
primió el pomo de kétchup y le manchó la ropa.
Steven se miró a sí mismo, la camisa parecía tener un chorro de
sangre en el pecho. Le lanzó una mirada asesina antes de arrojarse
sobre él como un jaguar. En el suelo comenzó a darle de a puñetazos,
o eso intentaba. Percy, carcajeándose, se cubría con los brazos y le
gritaba las peores groserías. Todo el mundo se levantó de sus mesas
y se amontonó alrededor para ver otra emocionante pelea de los
hermanos Jaron, como eran conocidos por sus encuentros de lucha
libre gratis. Ganaba el que sangraba último.
―¡Pelea, pelea, pelea! ―vitoreaban en coro.
Percy por mucho siempre fue más fuerte. Steven se frustró por no
poder golpearle en la cara, llegó al grado de acabársele las energías,
en eso recibió una violenta patada en el estómago. Se levantó de un
salto por el impacto. El almuerzo dio un vuelco de trescientos se-
senta grados, que pareció chocarse con todos sus órganos. Vomitó
lo poco que había comido en los últimos tres días y cayó redondito.
Los alumnos hicieron sonido de asco y se burlaron de él, que se
retorcía de dolor. Alabaron a Percy por su ingenioso movimiento,
incluso Cesia se impresionó. Milly, entre la multitud, observaba con
lástima la escena.
Félix, desde su mesa, se esforzaba en guardar la calma: cosa inal-
canzable. Agarró su fuente de comida y se subió a la mesa.
―Ya vi suficiente desgracia. ¡El que humilla a mi amigo, me hu-
milla a mí!
Tomó impulso a su brazo y lanzó la fuente al igual que un frisby.
Ésta dio infinitas vueltas por los aires hasta impactar con la cara de
Percy, haciéndolo emitir un grito de dolor. Hizo un ruido estrepi-
toso al caer de la manera más ridícula entre unos bancos.
Steven se puso en pie, aun sobándose la boca del estómago.
―¡Qué buen tiro, Fél!

25
―Calla. Yo ya sé que soy perfecto. ―Sacudió el brazo, ignorán-
dolo.
El chico de pelos coloridos se abalanzó como jugador de hockey
embistiendo a Félix y tirándolo de la mesa. En el suelo continuó la
gran lucha de quien dejaba sin oxígeno al otro. Steven se dispuso a
ir a proteger a su mejor amigo, pero un gruñido detrás lo paralizó.
Giró lentamente y se topó con Thom, un mastodonte que abría y ce-
rraba sus fosas nasales y lo miraba con deseo de aplastarlo. Thom,
presidente de los Legends (el equipo de básquet de la escuela), alzó
a Steven por la camisa, suspendiéndolo en el aire.
«Debí decir que me dolía la panza para no venir.»
El peliblanco lo aventó como un muñeco de trapo, Steven se des-
lizó sobre la mesa, para luego caer al otro lado. Sintió como si le par-
tieran en dos el abdomen. Yació en el suelo junto con la mesa que se
había volcado por su impacto, los bancos regados. Vio sus gafas ti-
radas frente a él, pero estaba muy golpeado para estirarse y volvér-
selas a poner.
Todos hicieron barra a Thom, la figura de acción tamaño real y
peinado de cacatúa cresta de azufre.
La guerra fría continuaba. Félix resultó bajándole los pantalones
al chico de pelos coloridos, en un instinto por ya acabar con él y sus
puñetes. Y en verdad le funcionó. El trabajo de humillarlo total-
mente lo hicieron el resto de los alumnos con sus carcajadas a causa
de sus calzoncillos floridos.
―No te atrevas a retarnos, latino ―amenazó Nick tratando de es-
trangularlo, sin embargo, aguantándose la vergüenza de tener los
pantalones abajo.
―¿A no? Pues ya lo hice. ¿Humillado, unicornio?
Por llamarlo unicornio le apropió un golpe en el estómago.
La derrota no era el fin para el unicornio, la cacatúa, y el vampiro
que ahora tenía la nariz rota. Los tres titanes tronaron sus puños, y
se acercaron acechantes hacia los enclenques muchachos. Félix ate-
morizado gateó con rapidez hacia Steven, que moribundo se puso
sus gafas.

26
Ellos eran los mártires de esta escuela.
―Ahora, par de homúnculos, les daré una lección para que se
acuerden de nosotros. Noche y día vivirán con este trauma que les
vamos a dar, y yo voy a disfrutarlo ―amenazó Percy a la par de sus
amigos, compartiendo risas malévolas.
―¡Sangre, sangre, sangre, sangre! ―gritaba el público.
Félix exhaló atribulado, abrazó a Steven y cerró los ojos, espe-
rando a que los llenaran de moretones.
―Ay, mi amigo gringo, te heredo todo lo que tengo. Puedes que-
darte con mis cómics, mi ropa, mi novia e incluso con mi madre. Ha
sido un placer…
Steven todavía seguía adolorido y se sobaba la barriga. Algo se le
tenía que ocurrir para escapar, porque claramente no podían defen-
derse, pero su cerebro golpeado se le nubló, los músculos se le entu-
mecieron y le exigieron aguantar lo que viniera.

27
CAPÍTULO 4
El extraño evangelista
Diez de la noche.
No hacía nada, más que deambular arrastrando las chanclas por
la sala de su casa. El cuerpo lo tenía entumecido.
Cicatriz número cinco en la pierna: era la que le regaló Thom al
hacerlo volar en la cafetería. Moretón número tres: era un golpe an-
tiguo que le hizo Percy, y todo porque no se movió de la fila para ver
la obra de teatro en el auditorio escolar. Las heridas de sus antiguas
peleas se estaban borrando para dejar espacio a las próximas.
No recibió un puñetazo hoy día, los habían llamado a dirección
antes de que Percy y sus amigos los remataran a él y a Félix. Todo
este absurdo drama los hizo acabar con una sentencia de tres días
suspendidos. A la madre de Steven se le había dado las quejas a tra-
vés del teléfono sobre su terrible comportamiento, a lo que ella lige-
ramente había respondido que tenía mucho trabajo y no podía ir
para reprenderlo. Steven por poco echaba a reír. Su madre probable-
mente nunca lo castigaba por sus acciones, apenas le gritaba, lo cual
era una rareza. La verdad era que carecía de carácter y de interés por
él.
Por otro lado, la madre de Félix había jalado de las patillas a su
hijo cuando salieron del colegio. “¡Te he dicho que no te metieras en
peleas ajenas!”, le había gritado. Pudo ver el dolor en los ojos de Fé-
lix por tener que pasar castigado tres días sin ver a su novia.
En cuanto a Percy… No quería ni pensar en su cara llena de mal-
dad. La vergüenza de tenerlo como hermano lo abofeteaba. Percy
existía para hacerlo infeliz, no tenía una vocación más importante
que esa.
Steven rebuscó en los reposteros por si había algo de comer para
llenar sus tripas. Se le antojaba una sopa caliente, pero pensar en co-
mida le daba más hambre. Vio sorprendido la tardía hora en el reloj

28
de la pared, entonces rápidamente marcó el número de su madre en
el celular. Ella le contestó tras insistir varias veces.
―¿Mamá? ¿No vendrás a cenar? Ya es tarde y no he comido nada.
¿Estas bien?
―Estoy trabajando, Steven ―respondió ella en un tono seco.
―Pero, tú no trabajas hasta tan tarde. Pensé que llegarías…
―No te preocupes. Estoy bien ―lo interrumpió―. Me añadieron
más horas, por eso no tengo tiempo de cenar en casa. No tienes que
llamarme para todo. Ya sabes que puedes pedir delivery.
―Sí, pero no hay dinero en la alcancía. ¿Al menos puedes de-
cirme a qué hora llegarás?
―Lo siento, no sabría decirte. Ya tengo que colgar.
―Pero…
Shannon cortó la llamada y solo se oyó el ruido de la vibración.
Steven miró molesto su celular. ¿Qué podría ser más importante
que dejarlo morir de hambre?
―Bruja.
Suspiró y se dirigió a su habitación, a ponerse una chaqueta negra
y la capucha a la cabeza. Se subió por las piernas unos pantalones
azul marino y ató las cuerdas de las zapatillas rojas que siempre
usaba. Luego se llevó el bate con pegatinas al hombro y posó en el
espejo como si fuera una especie de justiciero. Parecía que iba a ma-
tar zombis con ese bate. La sonrisa se le borró al analizar su rostro
delgado y pálido. Lo único que le gustaba de él mismo eran sus ojos,
parecidos a los de su madre, para su desgracia. Pero parecerse a ella
era mejor que parecer a su padre.
No perdió más el tiempo, salió de su casa corriendo tan veloz
como si lo persiguiera alguien. Estaba un poco asustado, pero con-
fiaba en su bate, lo usaría con cualquier delincuente.
La brisa de la noche helaba, y el cielo despejado con innumerables
estrellas había engendrado una luna llena. Steven entró donde a ve-
ces cortaba camino: un callejón angosto y sombrío, con enormes bo-
tes de basura situados en fila. Las ratas huyeron al oír el chapoteo de

29
sus pies en el suelo lleno de charcos de agua… o tal vez otra cosa.
Apestaba.
Gracias al cielo, salió del tenebroso callejón. Ahora, se encontraba
en unas calles amplias, con filas largas de puestos de comida; sus
creativos carteles con iluminaciones neón parecían sacados de la
misma basura. Las cajas grises ventiladoras de metal oxidado, posa-
ban arriba de cada ventana de los departamentos.
Steven se dio cuenta demasiado tarde cuando pisó un charco de
sangre. El asfalto era una asquerosidad de vidrios rotos, envases de
comida, cigarros y orines. Se tapó la nariz por la peste que emanaba
el aire. En momentos como estos no se quejaría por usar máscara
antigás, algunas personas de su entorno las usaban; las vendían en
cualquier lado a causa de los rumores sobre el supuesto virus euro-
peo y la guerra que vendría.
Bien claro lo tenía, nació en la época equivocada
Agachó la cabeza al pasar frente a un bar donde se peleaban unos
borrachos, unas mujeres traficaban en otra esquina. Agarró con
más fuerza su bate. Siempre se mantenía alerta en su sector terrorí-
fico. Aceleró su caminata sin mirar a nadie, quedándole bien claro
que no debía caminar lento por ningún lado de Calgary.
Atravesó un barrio más, y ya estaba parado frente la a casa de Fé-
lix, en una sola pieza. Repiqueteó la puerta, todavía con el miedo de
lo triste que se estaba volviendo su país.
Le abrió Rosa, la mamá de Félix, en un conjunto ancho y gracioso
de pijama. Ella ensanchó los ojos e hizo una mueca de asombro.
―¡Steven! ¿Qué haces aquí a esta hora? ―expresó preocupada,
miró de un lado a otro por si nadie lo había seguido.
―Señora Rosa, creo que mi mamá no llegará a casa, así que… ¿Po-
dría quedarme? Solo por esta noche.
Rosa apretó el labio, hizo un suspiro de compasión y le hizo en-
trar.
―Tú ya sabes que esta es tu casa. No deberías andar solo por ahí,
es muy peligroso.
―Lo sé, por eso vengo protegido. ―Le mostró su bate.

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Rosa cerró la puerta.
―Eso no te salvará si te disparan, por ejemplo. ―Se colocó el
mandil y se dirigió a la cocina a revisar las ollas de sopa. Steven
arrugó el sobrecejo, pensativo―. Entonces, ¿ya comiste? ―Se
asomó por la puerta de la cocina.
―No, mi madre no dejó nada otra vez. Pero me estoy muriendo
de hambre.
Ella sonrió, le hizo una seña para que se sentara a la mesa del co-
medor.
Rosario era una mujer bajita y de contextura rellena. Al igual que
Félix, su cabeza estaba plagada de rizos brillantes hasta la nuca. Su
viva mirada era bondadosa pero perspicaz.
Luego de comer, Steven se trasladó a la vuelta de la calle, hacia el
taller de Gary, su amigo de dreads apestosos. Los tres visitaban las
casas de los vecinos para hacerles arreglos domésticos. Esa noche,
Gary tuvo solo un cliente, pero le pagaría lo necesario para comer
por dos días si se ahorraba bien. El dueño de la casa, un anciano
calvo y flaco, los acompañó hasta la terraza de su vivienda. Gary se
quitó el morral y empezó a arreglar la antena de energía. Causaba
admiración su destreza para resolver cualquier problema técnico.
Félix y Steven le pasaban las herramientas. Gary le hizo unos ajus-
tes más a la antena y en unos segundos todo se iluminó, los electro-
domésticos de la casa volvieron a funcionar. El rostro del anciano se
llenó de ilusión al ver todo como antes. Le estrechó la mano a Gary
después de darle gracias y pagarle con cien dólares. A Gary se le bo-
rró la sonrisa al ver el dinero.
―Le dije que son ciento cincuenta dólares.
―Cobra demasiado caro por sus trabajos. ¿Cree que somos los
adinerados del sector Montaña?
―Si no tenía dinero, entonces no me hubiera llamado ―explicó
en voz queda, cada vez enojándose más.
El viejo se encogió de hombros, sin remordimiento.
―Es lo que tengo. Nadie va a pagarle esa cantidad en esta crisis.
Ahora, ya puede retirarse de mi casa.

31
El hombre lo sujetó del hombro y le indicó la salida, a lo que Gary
se zafó y se plantó en su delante.
―No me iré de aquí hasta que me pague completo. ¡Yo también
necesito el dinero para comer!
El viejo alzó el mentón con aires desafiantes. La discusión se hizo
más ofensiva. El hombre calvo se cerró en su providencia de no darle
más dinero. Para empeorarlo todo, el viejo se cansó de discutir y le
arranchó de las manos su dinero y los echó a los tres de la casa. Cerró
la puerta después de darles una mirada fulminante.
Gary pateó la puerta, enrabietado. Se prometió nunca más venir
a arreglar los aparatos de su casa.
―¡Y la próxima vez lo denunciaré de que no paga sus multas!
Se hizo un silencio de pura incomodidad. Pesadez en el aire. Gary
caminó de un lado a otro, sin esperanzas. Félix lo seguía con la mi-
rada.
―¿Y ahora qué? ―preguntó Steven, tieso frente a la puerta.
―Todo este drama por cien dólares ―dijo Félix aburrido.
Pero cien dólares era el máximo salario para comer por una mitad
de día. No resultaba suficiente para nadie después de que los precios
de los alimentos subiesen.
Gary se causó dolor de tanto acariciarse la nuca con las uñas.
―Ya es tarde ―respondió con un tono de lástima. Eso signifi-
caba: hay que resguardarse antes de que todo se pusiera caótico. To-
dos sabían el verdadero significado de caótico después de las doce
de la noche en el sector Atlas.
Regresaron al taller como vinieron y retomaron su trabajo coti-
diano: Gary a trabajar bajo el motor de una miniván blanca, Félix a
hablarle a su cuy y Steven a hacer nada. El lugar era un basurero em-
polvado de chatarras robadas del deshuesadero.
―¿Quién es la coshita más bonita? ―Félix, que estaba parado
frente a una polvorienta mesa, daba besos a su cuy blanco con man-
chas pardas. El bicho parecía un globo lleno de agua que le pusieron
pelos por todos lados. La madre naturaleza le tuvo pena.
Steven se acercó arrastrando los pies.

32
―Qué estimulante ver que un peruano bese su comida ―co-
mentó muy serio.
―Firulais no es mi comida. Es parte de la familia, lo quieras acep-
tar o no.
―De la tuya, por si acaso ―intervino Gary, con la voz sofocada
por estar abajo del auto respirando aceite―, porque ya está dicho
que lo freiremos en tu cumpleaños. No compramos animales de
granja para hacerlos bebitos.
―¡Sobre mis cenizas! ―exclamó Félix, traumatizado de solo ima-
ginar a Firulais en un plato.
―Las ratas son símbolo de libertad y de paz, pero el cuy es mi co-
mida favorita ―opinó Gary con su típico acento hippie. Salió de de-
bajo de la miniván y se puso de pie, limpiando con una franela la
llave de tuercas aceitosa.
―El que mate a Firulais se arrepentirá de que yo haya nacido
―respondió Félix abrazando a su cuy como madre protectora.
―Incultos. En estos días de vacas flacas no va a haber nada de cuy
domesticado y mimado. Tendremos que comer lo que hay.
―Es una rata, qué asco ―repuso Steven.
―¡Buah! ―Félix sacudió el brazo―. No es de vida o muerte. El
que en verdad necesita alimentarse bien es el Steven, ya se está pa-
reciendo a un vampiro de tanta palidez anémica.
―Querrás decir a su hermano ―corrigió Gary señalándolo con la
llave, luego arrastró los pies hasta un armario lleno de piezas de au-
tos.
―¡No, no, no! No me comparen con ese cretino. ―Meneó el dedo
en forma amenazante.
―Él sí que no necesita disfraz de Halloween. No comprendo
cómo Cesia se enamora de alguien como él. Ojalá lo secuestraran los
alienígenas... Debería enamorarse de mí, pero está más ciega que
topo subterráneo.
Había que ser lo bastante tonta para enamorarse de Percy, y muy
valiente para enamorarse de Cesia. ¿Cómo llegarían a quererse esos
dos tan opuestos?

33
Steven suspiró hondo, concentrado en un punto vacío del aire.
―Nunca entenderé a las chicas. Y mucho menos a ti.
Félix dio más besos a su cuy, Firulais quería escapar de él.
―Firulais es un amigo subestimado.
Gary rio para dentro. Él contaba con diecinueve años Usaba una
pañoleta que le cubría la cabeza y vestía un enterizo de trabajo, so-
bre un camisón de flores hawaianas. Siempre olía a hierbas sospe-
chosas. A veces, Steven y Félix creían que era un marihuanero, ya
que desde los diecisiete se ausentaba con sus amigos hippies de la
universidad en misteriosas escapadas.
Él solía negarlo todo. Ellos solían no creerle.
Se creó un silencio aburrido en el taller, hasta que se rompió por
los martillazos de Gary a unas piezas del motor en la mesa. Félix
guardó al cuy en su jaula, mientras bostezaba como un oso. Steven
también se unió al coro. Ya debían irse a dormir, no tenían razón
para que el taller estuviera abierto hasta tan tarde, ya ningún cliente
llegaba.
Antes de que se quejaran por el sueño, escucharon tres disparos,
uno tras de otro hicieron eco por las calles.
Félix estremecido dirigió la vista al portón.
―¡¿Qué fue eso!?
―Los tiroteos son la nueva profesión. Están saqueando otra
tienda, seguro ―dijo Steven. En una sola noche podía haber mucho
caos.
―Quédense aquí.
Gary llegó rápido al portón debido a sus piernas largas y asomó la
cabeza hacia afuera.
En las calles no percibió ni un alma en pena. En las nubes noctur-
nas se reflejaban las luces coloridas de las pantallas de los edificios
de la ciudad. Los disparos volvieron súbitamente, esta vez más fuer-
tes y parecían perderse en el aire. No es buena idea curiosear cuando
suceden estas cosas, pero antes de cerrar el taller para resguardarse,
unos pasos apresurados se precipitaban hacia allí.

34
Gary trató de enfocar las vistas, poco a poco visualizó entre las
sombras una persona fornida y alta que corría despavorido y sacu-
diendo los brazos de forma exagerada; parecía una gallina que in-
tentaba volar, pero no podía por su panza. Tenía una expresión fati-
gosa de nunca haber corrido en sus cuarenta y tantos años. Transpi-
raba agitado.
―¡Gideon! ―Gary lo llamó.
―¿Eh? —El sujeto se detuvo.
―¿Escapando del tiroteo?
Gideon con la respiración entrecortada apoyó las manos sobre las
rodillas.
―Cie… cierra tu portón, Gary. Es muy… muy peligroso.
―Lo sé, eso justo iba a hacer. Pero por favor entra antes de que
mueras joven.
Como si estuviera apresurado para ir al baño, Gideon se metió al
taller. Gary cerró el portón y lo aseguró con todos los cerrojos, ade-
más, puso una mesa, por si acaso.
Gideon se encorvó hacia atrás, le ardía la espalda y sus brazos y
piernas peludas estaban más rígidas que dos fierros. Steven de in-
mediato reconoció a aquel hombre: cabellos largos pelirrojos, bar-
bas abundantes, pañoleta negra que le envolvía alrededor de las sie-
nes… Era el vikingo, es decir, el predicador con interesante forma de
vestir: como un cazador de las montañas, con un camisón de cua-
dros, unos jeans, y botines.
Lo había visto un par de veces en las calles, pero siempre buscaba
otro camino para no ser evangelizado. Aquel hombre solía hablar en
contra del Sistema Ciudadano y el Código de Identidad, considerán-
dolo como la marca de la bestia, un cumplimiento de profecías bí-
blicas. Sus teorías conspirativas no gozaban de credibilidad entre la
mayoría, aunque algunos sí compartían esa opinión sobre lo que
traería al mundo si todos se implantaban el chip. No obstante, la fe
estaba prácticamente extinta en la población.
Un fuerte declive espiritual había impactado a las iglesias, mu-
chos se inclinaron al ateísmo, incluyendo Steven, por diversas

35
razones. Gideon asumía la tarea de reconectar con Dios a los aleja-
dos y presentar el evangelio a aquellos que no lo conocían.
―Es increíble… cualquiera puede robar cuando quiere. ―Gideon
exhaló fuerte, consumido por el sudor. Se quitó el pesado morral
donde dentro llevaba los tratados evangelísticos.
―Ahora predicas hasta la madrugada, ¿o qué? ―curioseó Gary,
desplazándose por el taller con herramientas y piezas viejas.
―¡Qué va! No exageres, tampoco es tan tarde… ¿o sí? ―Gideon
rodó los ojos hacia el reloj viejo que colgaba en la pared, la hora
marcó la medianoche―. ¡Ah! Es tardísimo. Mi esposa me va a ser-
monear. Eso explica por qué las calles se volvieron tan tétricas. ¡Esta
es la hora de Sodoma y Gomorra!
Gideon se sobó la cara y se dejó caer sobre una de las llantas enor-
mes que estaban en circulo en medio del local. Steven arqueó una
ceja, Gary en verdad tenía amigos raros.
―Supongo que me dejé llevar por el espíritu. Me quedé evangeli-
zando a una prostituta.
―¡Oh, wao! ―Félix se sentó frente a él, interesado por conocer
más a aquel vikingo predicador.
―La prostitución cada vez aumenta ―se lamentó Gary, sus ojos
verduscos brillaron con la luz del foco amarillo, en contraste con su
piel trigueña. Sacó de la repisa una bolsa llena de malvaviscos y un
termo de chocolate caliente, se sentó y les ofreció. Steven también
se sentó con ellos, ese día sí que iba a dormir empachado.
―El pecado siempre ha existido… No me pude quedar callado;
fue Dios el que me mandó a hablarle. La pobre quebró en llanto y
gracias a Dios le entregó su vida.
Steven examinó a ese hombre y meditó en la seguridad de sus pa-
labras. Mordió un pedazo de malvavisco.
―Increíble… Ah, por cierto, pitufos, les presento a Gideon, un
nuevo cliente. El dueño de esa miniván. ―Gary la señaló―. Gideon,
te presento a Félix, mi primo parasito apestoso friki. ―Despeinó los
rizos a su primo―. Y él es Steven, nuestro amigo de toda la vida.

36
Steven hizo un gesto tímido de saludo con la mano. Gideon le son-
rió e inclinó la cabeza cortésmente.
―No es por ser imprudente… Usted dijo que Dios le habló, pero…
¿cómo esta tan seguro? ―preguntó Steven.
―Porque siempre lo hace, lo siento, lo escucho, habla a mi cora-
zón. Habla de mil maneras.
―¿Y siempre le dice que predique en las calles?
―Así es. Le predico al que lo necesite y quiera escuchar de Dios.
―Nadie necesita de su Dios, ¿sabe? La gente puede salir adelante
sin Él.
Gideon se sorprendió por sus palabras.
―¿No crees en Dios, Steven?
―Creo en lo que puedo ver, no en cuentos de hadas y dioses má-
gicos.
―Dios es más real de lo que te imaginas, Steven. No venimos de
la nada, no somos pedazos de una explosión que apareció porque sí.
Tenemos un Dios que todo lo ve, y nos juzgará en el día del juicio por
nuestros pecados.
―Si Dios es tan bueno como dicen, ¿por qué permite que el
mundo esté tan podrido? ¿Por qué nos deja en esta miseria? ¿O
acaso Dios nos creó para sufrir?
―Si yo te dijera que aceptes al Señor en tu corazón, porque el
tiempo se acaba y quiere salvarte, ¿lo harías?
Steven resopló.
―No. No existe.
―Exacto. Por eso el mundo está como está, nadie quiere saber
nada de Dios, la gente no deja que Él cambie sus vidas. Dios no es el
que les dice “mata, roba, miente”. La biblia dice que no hagan aque-
llas maldades, pero la humanidad hace todo lo contrario. Es la gente
la que decide fallarle, porque ama su pecado. La misma humanidad
se destruye sola, se llenan de perversidad y egoísmo… No quieren
cambiar sus vidas, pero sí quieren toda la bendición de Dios; pero el
Señor está airado con esta creación, porque dejó lo bueno.

37
»En realidad, que estemos aquí es solo por misericordia. Dios les
está dando miles de oportunidades antes de que suceda algo peor,
una guerra, una peste, todo eso la biblia dice que vendría. ¡Hay solo
una esperanza para este mundo!
Steven revolvió los ojos.
―Todo eso me suena a dictadura. Mandar al infierno a gente
inocente solo por no aceptarlo en su corazón, eso es crueldad del
mismo Hitler.
―¿Dónde está Hitler en este momento?
―¿Qué? Pues, enterrado. Por ahí.
―Ese compadre está en el infierno ―contestó Félix, risueño.
―Está en el lugar que se merece por su maldad. Dios no es malo,
es justo. Si Dios fuera cruel, hace mucho nos hubiera calcinado a to-
dos, incluso a los cristianos, porque no hay nadie que esté libre de
pecado. Pero Él hace salir el sol para justos e injustos1. Él es amor,
pero también da el castigo que te mereces, es por nuestro bien, para
que no nos vayamos al infierno.
»¿Sabes lo que sí es dictadura, Steven? Ser esclavo del pecado y
vivir conforme a lo que al diablo ama, porque él es padre de mentira,
y siempre va a presentarte lo bueno como algo aburrido y anticuado,
y lo malo como algo fascinante y placentero. Pero la biblia dice: La
paga del pecado es muerte2, esa es nuestra condena por apartarnos
de Dios. ¡Pero Él dio su vida para redimirnos y así no perdernos por
la eternidad! Él es el hijo de un juez que se ofrece en tú lugar en la
silla eléctrica. Pero lo que hacemos nosotros es rechazar ese sacrifi-
cio, y vivimos como si eso no hubiera valido nada. A pesar de todo,
Dios siempre halla la posibilidad de que lo conozcamos para así ha-
cernos libres. La decisión es nuestra, pero al final no tendremos ex-
cusa.
―Mmm, qué conmovedor, supongo ―dijo Steven―. Pero yo no
le pedí que muriera por mí.
―No se lo pediste, pero aun así lo hizo. Porque te ama.

1
Mateo 5:45
2
Romanos 6:23

38
―¿Qué hizo Dios por usted para que arriesgue su vida a estas ho-
ras de la noche? ―Félix puso los codos en las rodillas, mostrando
cara de interés.
―De todo, Félix. Hizo de todo para rescatarme. Me tuvo compa-
sión... Yo me acordé de Dios cuando mi cuerpo ya no daba más con
las drogas, cuando batallaba con mis deseos carnales. Decía sen-
tirme suficiente conmigo mismo, pero mi alma estaba caminando
al infierno… Lamentablemente, así somos los seres humanos, nos
olvidamos de Dios cuando lo tenemos todo, y al final nos destruimos
solos. Pero Dios siempre va a estar a ahí para extender su mano a
pesar de que le escupimos en la cara. Por eso los cristianos somos
vasos rotos que Dios hizo de nuevo. Nos amó cuando no podíamos
amarnos a nosotros mismos.
Un silencio de meditación flotó en el taller.
«Qué cosas raras dice este hombre.» A Steven nada lo convenció
de volver a creer en Dios, él era suficiente para él, y nada iba a cam-
biarlo. Era lo máximo vivir con una conciencia que no te recordara
que había un ser superior que te castigaría por tus locuras.
Pero… ¿y si era real? Entonces estaría en serios problemas.
Daba igual. Rodó los ojos y dejó que sus palabras flotasen como el
silencio.
Después de comer acompañaron a Gideon a la salida. Al parecer
la conmoción ya se había detenido. Era seguro caminar por Calgary.
―¿Va a seguir predicando a esta hora? ¿No tiene familia? ¿Hijos?
―Steven lo interrogó.
―Sé que es peligroso, pero siento otro llamado de Dios. Solo una
persona más, solo una persona falta. Claro que… le tendré que dar
explicaciones a mi esposa por llegar tarde, pero ella lo entenderá, ya
me conoce y sabe que para esto Dios nos escogió.
―Pero, ¿y si lo balacean?
―¡Awww! Steven preocupándose por el predicador. ―Sonrió Fé-
lix con maldad.
―El ateo de ateos ―corroboró Gary.

39
―¡No! Es solo que puede ser una pérdida de tiempo hablar de Dios
a gente que no lo pide. ¡Además de ser muy peligroso!
―Pérdida de tiempo eran las tonterías que hacía sin Dios. Con
más razón predico a esta hora, porque hay más gente que lo necesita
y no hay nadie que les dé una esperanza. Yo conocí a Dios a estas
horas. No lo pedí, pero lo necesitaba.
Gideon miró al cielo como si tuviera una profunda conexión con
Dios, luego hizo un ademan de despedida y a Steven le giñó el ojo en
forma de juego, como si así le cambiara la cara de amargado.
Los chicos lo observaron evaporarse en la penumbra de los calle-
jones.
―Parece que no le tiene miedo a nada. ―Steven se llevó las ma-
nos a los bolsillos.
―Quiero cargar el paquetón de coraje de este señor. A mí me da
miedo Chucky ―opinó Félix.
―A mí me das miedo tú ―repuso Steven.
―A mí me dan miedo ustedes, bebés de Chucky ―intervino Gary.
Mas tarde, Steven se quedó a dormir en la habitación de Félix, en
una pobre bolsa de dormir en el suelo. Miró la cantidad de posters
de los basquetbolistas favoritos de Félix, pero tenía una obsesión
con Michael Jordan y Kobe Bryant. ¿Para qué juzgarlo? Era difícil no
admirar a esos titanes del balón. Pero su mente no podía pensar en
básquet, porque las frases de ese predicador le daban vueltas. Le in-
teresó la pasión con la que hablaba, aunque ya no creía en nada que
tuviese que ver con Dios. Sonaba convincente porque los días eran
malos, todos tenían miedo a salir a las calles por la abundancia de
secuestros, los tiroteos de gente pobre y ladrona sucedían casi dia-
rio. Y la marca de la bestia… ¿El Código de Registro era la marca?
«Solo es un simple predicador que quiere ganar gente para su re-
ligión», se dijo.
Misteriosamente, su mamá no apareció esa noche y tampoco se
importó de él, pero ¿por qué haría algo así? ¿Ahora el restaurante
atendía las veinticuatro horas? Su madre actuaba muy raro

40
últimamente, pero no era como si fuese la primera vez que no tenía
tiempo para él. De cualquier forma, le enfurecía sentirse abando-
nado.
―Yo también te amo, chiquito. ¿Del uno al diez qué tanto me
amas? ―preguntó Jazmín desde la llamada de celular.
―Pues, infinito ―contestó Félix.
―¡Ouu! Qué tierno eres. Y por cierto, no nos besamos en todo el
día.
―Sí, pero es culpa de la directora que nos castigó. Tres días serán
como una eternidad sin ti.
―Es culpa de tu tonto amigo, siempre está metiéndose en proble-
mas y todo cae sobre ti que eres inocente.
A Steven le revolvieron las náuseas, Félix nunca iba a madurar.
―Dios, Félix… ¿estás hablando con otra chica? Creí que tú me
amabas ―intervino Steven fingiendo voz de mujer.
―¡¿Qué!? ¡¿Félix, quién está ahí contigo?! —preguntó Jazmín,
aterrada.
―¡N-nada, Jaz, son solo las voces exteriores!
―Félix, te dije que rompieras con esa loca. ¡Tú dijiste que yo era
tu única chica!
Félix estiró el brazo para tirarle una bofetada, ni con eso se calló
la boca.
—¡Félix, tú dijiste que me amabas!
―¡Sabía que estabas con otra! ―sollozó Jazmín—. Por supuesto…
¡Eso explica tu falta de amor!
―¡Jaz, claro que no! —se defendió Félix—. Yo nunca…
―¡Nuestra relación se fue al caño, Félix! Estoy harta de ti y de tu
inmadurez. Adiós, te odio. ―Jazmín cortó la llamada.
―Jaz. ¡Jaz por favor! No me dejes.
Félix se sentó deprisa, revisó su celular y ella ya se había ido. Ste-
ven cerró los ojos, ahora sí iba a dormir complacido.
―¡Ve lo que acabas de provocar! ―gruñó.

41
―Fél, por favor, esto es una gran victoria, un paso más para la hu-
manidad. Te he librado de esa relación satánica. Ahora vivirás feliz
para siempre y ya nadie te manipulará.
―¿Estás desquiciado? Yo seguí siendo tu amigo a pesar de que Jaz
no te quería, pero no es justo de que la maltrates así. ¡El que me ma-
nipula eres tú!
―Solo es delirio tuyo, Fél. Pero como siempre digo: el amor te…
―El amor te vuelve menso. Bla, bla, bla, bla ―lo remedó con la
mano como un pato.
―Algún día me lo agradecerás.
―No lo creo. ―Félix le dio la espalda y se cubrió con su manta.

42
CAPÍTULO 5
Maldad multiplicada

Después de esa noche, Shannon sí regresó a salvo, pero a las cinco


de la mañana. Steven vivía preocupado por lo que le pudiese pasar.
Ella le aseguró que se quedó a dormir en casa de una amiga, a lo que
Steven no le creyó, pero no dijo nada más.
Los tres días de castigo fueron muy aburridos, la vida de Steven
era aburrida y anormal. Siempre era la misma rutina de hacer ta-
reas, ir a sufrir a la escuela y visitar a la familia de Félix porque no
tenía a nadie más. La mamá de Steven trabajaba como burro, pero
extrañamente nunca había un pan en la mesa. ¿Hasta cuándo segui-
ría ahorrando? ¿No sería mejor buscarse un trabajo donde le paga-
sen más?, ¿o acaso pensaba que no necesitaba alimentarlo porque
ya comía en casa de Félix?
El cielo estaba nublado. El aire templado. El clima hacía lo que
quería, no tenían sentido las estaciones últimamente. Steven se en-
contró con Félix en el mercado para caminar a la escuela.
Steven se subió la máscara respiratoria. Con agilidad robó las ga-
lletas de los puestos, mientras Félix lo cubría como un ninja.
―Ni siquiera me deja en visto ―se lamentó Félix después de
mandarle miles de mensajes a Jazmín.
No lo estaba cubriendo en realidad.
Steven miraba a ambos lados por si alguien se daba cuenta de los
ladronzuelos graduados que eran. Jaló a Félix de la manga, exigién-
dole que lo cubriera bien.
―Ya te lo he dicho, Fél, dale gracia a tu desgracia. Solo tienes
miedo a estar solo, pero tranquilo, no eres el único que sufre del co-
razón. Búscate una novia bonita de carácter noble como… Milly.
―Se robó un queso pequeño, para luego echar a andar veloz.
Félix lo siguió, él se consideraba mejor robando.
―Tú ni conquistarla puedes.

43
―Ven aquí, llora en mi hombro. ―Le puso el hombro de forma
burlona. Félix enojado le dio un empujón. Steven se carcajeó malé-
volo.
La gente del sector de repente empezó a correr hacia la vuelta de
la calle. Dejaban sus puestos de trabajos y se pasaban la voz, como si
estuviera pasando una celebridad por algún lado.
―¿Y esa gente? ―preguntó Félix.
No desaprovecharon la oportunidad, los dos agarraron todas las
frutas, galletas y golosinas que pudieron, a punto de rebalsar sus
mochilas. Sus caras radiaron de felicidad, ya que los siguientes días
comerían hasta vomitar. Luego se amontonaron con la multitud
para ver qué sucedía a la vuelta de la calle.
Alcanzaron el espectáculo. La gente había rodeado una persona
tirada en el suelo, casi no se podía distinguir quien era entre tanta
gente. Le gritaban todo tipo de maldiciones, lo pateaban de la ma-
nera más cruel y le lanzaban piedras que lo dejaron ensangrentado.
“¡Desgraciado!” “¡Muere!”, le gritaban.
―Por amor del cielo ―susurró Félix, estupefacto.
―Es… es… ―Steven entrecerró los ojos, visualizando quien era el
sujeto.
―¡Maldito odiador!
―¡Homofóbico!
La multitud asfixiante no dejaba de moverse, Steven y Félix pare-
cían dos sardinas enlatadas. Por fin se formó una pequeña rendija y
Steven logró ver por el espacio quien era la persona torturada.
―¡Gideon!
El pobre hombre estaba arrodillado con la cara escondida en el
suelo, se cubría la cabeza con los brazos mientras suspiraba de do-
lor, pero cada golpe era un motivo para predicar más. Y más alzaba
la voz, desde su alma.
―¡Dios los ama!
―No puede ser, Gideon. ―Félix se sobó las sienes.
―¡Gideon, te van a matar! ―le avisó Steven.

44
Provocar a la multitud violenta era lo último que debía hacer,
pero se empeñó en que recibieran el mensaje de salvación, sin im-
portar que doliese.
En el aire se empezaron a oír disparos, los cuales amedrentaron a
todos. El gentío procedió a huir atropellándose unos a otros. Nadie
sabía de donde se originaban las balas.
―Ay no, otra vez ―rezongó Félix.
Steven se tragó el miedo y movió las piernas hacia otra dirección.
Félix corrió tras él. Esquivaron la alborotada multitud hasta que lle-
garon a un bote enorme de basura que estaba cerca de ahí. Levanta-
ron la tapa y asomaron sus cabezas adentro, estaba lleno hasta la mi-
tad. Salió un hedor insoportable.
―¡Uhg! Huele al infierno. ―Félix se tapó la nariz.
―No queda de otra. Esto será divertido.
―¿Divertido meterse a un bote de basura mientras nos balacean?
Ambos se metieron en el bote como dos ratas. Félix se tapó la boca
para no vomitar por la pestilencia. Steven dejó una rendija abierta
con la tapa para poder ver lo que pasaba afuera.
Gideon yacía adolorido en medio de la calle, que terminó vacía de
gente. Las balas se habían detenido, pero aun así debía esconderse
en algún hueco. El cuerpo le palpitó, pero hizo un esfuerzo y se
apoyó sobre sus brazos para ponerse de pie, las heridas ensangren-
tadas dejaron manchado el suelo de ladrillos claros.
―Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen ―musitó. Sus
ojos se llenaron de lágrimas, pero no de dolor por los golpes, sino
por cada alma que se perdería. De repente, su expresión lamentable
cambió a una mirada dura. Susurró una oración y tomó aire para
continuar―: ¡La biblia dice que la maldad aumentará y el amor de
muchos se enfriará!3
―¿No digo? Quiero ser un revolucionario como ese Don ―co-
mentó Félix destellando estrellas por los ojos―. Es tan valiente, no
le importa nada.
Steven revolvió los ojos.

3
Mateo 24:12

45
―No es gran cosa, así los entrenan para manipular a la gente para
su religión.
―No seas tan aguafiestas ―protestó Félix y le tiró un puñetazo
en el brazo y Steven se lo devolvió.
Gideon, más renovado que antes, retomó su prédica:
―Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su
único hijo para que todo aquel que en Él crea…
―¡Usted está loco, llamaré a la policía! ―le gritó un viejo, escon-
dido en su puesto de frutas.
―¡No se pierda y tenga vida eterna! ―continuó Gideon.
Un clic sonó a espaldas de Gideon. Alguien jaló el gatillo.
―¡Levante las manos! ―ordenó una voz dulce. Gideon alzó las
manos y se dio vuelta lentamente―. ¡Entrégueme todo su dinero, o
disparo!
―¿Por qué haces esto, muchacha? ―Gideon adoptó un tono com-
pasivo.
Era una dulce jovencita de cabellos dorados, apenas adolescente.
Difícil creer que ella ocasionó el tiroteo, o tal vez varios de los que
sucedían con frecuencia. Ella podía aparentar valentía, pero él pudo
ver su rostro asustado bajo la sombra de la capucha. Sus manos su-
dorosas temblaban al sostener aquella arma de fuego, como si no
quisiera hacerlo. No tenía la intención de matar a alguien.
―¿No me escuchó, viejo sordo? ¡Entrégueme todo su dinero u ob-
jeto de valor ahora! ―su voz vacilaba.
―No traigo nada de dinero conmigo, pero sí tengo este objeto de
valor…
Gideon de forma precavida deslizó su mano al bolsillo trasero de
sus jeans. La doncella lo apuntó más de cerca con el arma, por si no
se trataba de algún truco sucio. Él le hizo ademanes suaves con su
otra mano para que se calmara. Entonces, sacó una biblia pequeña y
se la enseñó.
―¿Una biblia? ―Arrugó el ceño―. ¿Y para qué quiero yo eso?
―La necesitarás, es muy valiosa.
―¿Cuánto dinero vale? ―inquirió ella.

46
Le extendió la mano para dársela.
―Vale mucho más que eso, es el tesoro que salvó mi vida. El más
valioso del mundo.
Ella lo miró incrédula, no estaba de humor para payasadas reli-
giosas. Seguro que era policía, o un perverso chantajista.
―Jesús te ama. No tienes que lastimar a la gente por dinero.
Él reflejaba tranquilidad a pesar de que podrían volarle las tripas.
Sin embargo, no era la primera y de seguro no sería la última vez que
se encontraría a punto de morir. Steven los analizaba desde el basu-
rero.
―Solo quiero alimentar a mi madre enferma y mis hermanos
―respondió la chica en voz queda. Recibió la biblia, pero siempre
cautelosa.
Gideon asintió, comprensivo. A la niña ya no se la veía tan agi-
tada, incluso dejó de apuntarlo. Pero antes de que él pudiera trans-
mitirle el evangelio, oyeron las sirenas de la patrulla policiaca gol-
peando los edificios. La chica se inquietó.
―Me tengo que ir. Si le interrogan, yo no estuve aquí. Más le vale.
―Lo intimidó con el arma y echó a correr cuanto más pudo hacia un
callejón.
―Eh… eh… ―tartamudeó―. ¡Visítanos en la iglesia Revelacio-
nes! ¡Te daremos comida!
Gideon quedó extasiado en medio de la calle. Pero no estaba asus-
tado, estaba emocionado y satisfecho por las cosas maravillosas que
hacia Dios. Tuvo el presentimiento de que un milagro iba a suceder
con alguien, no estaba seguro de con quien, pero recibió la orden de
Dios para predicarle en especial a una persona que lo necesitaba.
Se acercaron Steven, junto con Félix que aplaudía conmovido,
como si acabara de ver una película épica en el cine:
―¡Eso fue mágico, eso fue arte! ―Sacudió los brazos, como si qui-
siera hablar con ellos―. Nunca había visto a alguien tan corajudo
como usted. Tiene mis respetos, señor.
Gideon lazó una risa corta.
―Es por gracia y misericordia de Dios, Félix.

47
«Por gracia y por misericordia… ¿Qué?» Steven nunca entendía
los acertijos de ese predicador panzón. Pero esta vez no trató de en-
tenderlo, débilmente le esbozó una sonrisita forzada. No le simpati-
zaba mucho que digamos, pero tampoco lo odiaba, no podía odiar a
alguien que no le hizo nada. Pero nunca lo consideraría parte de su
vida.
―¡Alto! ¡Policía! ―amenazó una voz potente, Frank. Con una do-
cena de sus policías, bajaron de sus autos y lo apuntaron con armas,
obligándolo a arrodillarse con las manos en la cabeza.
―¡Papá, déjalo, no estuvo haciendo nada malo! ―intercedió Ste-
ven.
Frank sin piedad le trasladó los brazos a la espalda y lo esposó.
―Queda usted detenido por causar disturbios y violar la tranqui-
lidad de nuestra ciudad.
Lo dirigieron al auto y el resto de los policías se dedicó a vigilar la
zona y buscar al causante de los disparos. Pero estaba claro que el
peor criminal ahí era el predicador.
―¡Señor Frank! ―Félix se paró delante de la puerta del auto, evi-
tando que se llevaran a Gideon―, nosotros somos testigos de que él
es inocente; además, es nuestro amigo del alma.
Gideon miró directo a los ojos de Frank de forma retadora.
―Tranquilos enanos, no es la primera vez que me meten preso
injustamente. La verdad que me están haciendo un favor, donde
quiera que me lleven predicaré la palabra de Dios.
―Tiene derecho a guardar silencio ―interrumpió el otro oficial
con gafas oscuras.
Lo metieron con tosquedad al auto.
Steven no se metió, tampoco pudo despedirse de Gideon, que era
probable que no lo volvería a ver nunca más.
Gideon, con una sonrisa les guiñó el ojo a los chicos. Su típico
gesto que era como decir “todo está más que bien”. ¿Acaso no se mo-
ría de miedo?
―¡Steven, ve a estudiar, no deberías estar aquí! ―le reprendió
Frank.

48
―Al menos llévanos. Podrían balearnos otra vez.
Frank ni lo miró. Cerró la puerta de su auto y se marcharon ha-
ciendo un bullero con sus sirenas, como si llevaran al peor criminal
de Canadá.
―Lo odio.
―Ya me escapé de Perú, ¿ahora adónde me escapo? ―inquirió Fé-
lix de forma retórica.
Ya no podían debatir si Calgary era mejor que Perú, ya que ambos
eran igual de horribles. El mundo entero sucumbió en las desgracias
de los últimos años.
―La pregunta es: ¿en dónde esconderse? A donde quiera que va-
yas te alcanzará algún delincuente ―conjeturó Steven.
―No si nos inscribirnos en el bunker.
El refugio subterráneo…
Todavía estaban en plena organización para abrirlo oficialmente
y que la gente pueda resguardarse cuando sucediera una guerra o
desastre natural. Era como una cueva, como la tumba de Cristo por
fuera. Tenía veinte metros de profundidad, con la capacidad de al-
bergar a más de quinientas personas y provisiones solo para cinco
años. No todo el mundo se salvaría.
Félix se lamentó de ser tan pobre.
―Me gustaría vivir en el sector Montaña, ellos tienen todos los
privilegios, tienen mucha comida y viven como reyes en medio del
caos.
―Y también el privilegio de secuestrar a los miserables sin que
nadie los aprese. Te soy sincero, prefiero quedarme en este basu-
rero, aquí soy infeliz, pero allá lo seré más.
―A veces creo que vivimos en un campo de concentración. Noso-
tros por querer cumplir el disque sueño de vivir en un país desarro-
llado, terminamos con una cura peor que la enfermedad —dijo Fé-
lix.
En el sector Atlas si bien tenían búnkeres, pero de donde venía
Félix no había un solo hueco para esconderse. De pequeño de vez en
cuando iba de turismo a Canadá con su padre, hasta que tuvo la

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urgencia de emigrar y quedarse allí de por vida. Escapó con su fami-
lia por el desierto cuanto antes pudo de la corrupción, el terremoto
que dejó escombros a Lima y el tsunami que partió en dos las pistas.
Extrañaba a su familia, ellos continuaban sobreviviendo a la ham-
bruna en Perú y Rosa se culpaba de no tener dinero para mandarles.
Habían pensado que en un país desarrollado tendrían una mejor
vida, y la tuvieron, antes de que existieran las leyes comunistas del
Sistema Ciudadano.
En ningún lado tendrían una mejor vida, porque ahora, era el
mundo entero tratando de sobrevivir.

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CAPÍTULO 6
Si la vida no te da limones

―¿Qué opinas?: la banda de deportes. Me gusta su música y coordi-


nación. El problema es que… mi mamá no querrá comprarme una
tarola ―dijo Steven mirando a Félix, esperando una respuesta o al-
gún consejo que lo iluminara.
Ambos se adentraron en el pasillo.
―Steven, si la vida no te da limones, róbalos ―comentó Félix
mientras daba rebotes a su balón para más tarde impresionar a su
equipo de básquet.
―No gracias, yo soy un hombre de valores, no como tú.
¿Para qué pedirle consejos a un ladrón de cómics?
―Entonces dedícate a otra cosa.
―¿A qué?
―¿Qué sé yo, Steven Hickman? Algún día irás a la universidad,
debes estar seguro de qué quieres ser de grande.
―De niño quería ser Robin Hood, luego me desanimé y quise ser
Iron Man.
―Ya encontrarás tu próxima obsesión. Pero si te soy del todo sin-
cero creo que… ¡Jaz, Jaz, Jaz! ―Félix se interrumpió a sí mismo para
detener a Jazmín del brazo cuando pasó.
―¡Suéltame! —Ella se le zafó.
―Pero yo te amo…
―¡Ay, por Dios! ¿Qué nunca se bañan? ―Jazmín se tapó la nariz
al sentir el hedor procedente de sus ropas.
Habían salido de la basura, olían a comida podrida. Steven se ol-
fateó su saco azul oscuro. Aquello lo asaltó de vergüenza, él mismo
estaba arruinando su refinada imagen.
―¡Yo ya no te amo! ¡Y ya no puedo seguir con este daño psicoló-
gico que me causas! ―chilló Jaz.
―Solo dame una oportunidad, ¡por favor!

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―¡No! ¡Agarra tus muletas y aléjate de mí!
―¿Qué tiene que ver mi pierna con esto? ―Su semblante decayó.
Que se burlaran de que le faltase una pierna no era un tema que
siempre le diera risa. Dependiendo de la intensión en la que se lo
decían. Jaz había rebalsado el vaso.
A Steven lo sacaron de sus pensamientos sobre qué quería ser en
el futuro. Cuando menos se lo esperaba, tenía a Félix llorando y a la
loca yéndose por el pasillo con su nuevo novio.
Siguió a Félix hacia el salón de ambos.
Félix se enroscó en su escritorio, con la cabeza agachada encima
de las rodillas. Al sentarse Steven frente a él, trató de animarlo ha-
ciendo todo tipo de chistes malos, los tales produjeron que encole-
rizara más.
―Fél, no vale la pena llorar por alguien que no lloraría por ti. Mí-
rate, ya no estés enojado, pareces una chica.
―Mejor no digas nada, todo esto es tu culpa. Eres un desquiciado,
insensible, narcisista, loco, corazón de piedra y pésimo amigo
―masculló.
Steven se estremeció por todos esos títulos. A veces tenía un ca-
rácter insensible, pero sus razones eran porque no quería ver a su
amigo mendigar amor. Le daba urticaria ver a la gente hacer lo im-
pensable por personas que manipulaban. Terminar así sería humi-
llante para él.
―No importa. Ya se te quitará.
―¡Yo la amaba!
Steven asintió con sarcasmo. Félix ni se amaba a sí mismo, ¿cómo
iba a amar a una loca?
El salón de noveno año se volvió un caos, cuando una maestra
avisó que no vendría el profesor. Libertad para todos.
Uno se paró encima de su escritorio quitándose la camisa y la em-
pezó a sacudir en el aire. Otros en un rincón se empezaron a besar
descontrolados. Otros chicos trajeron una pequeña bocina y pusie-
ron trap a todo volumen y se armó una fiesta de baile y griterío.

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Como por arte de magia, Félix volvió a ser el mismo, se puso a co-
quetear a unas muchachas.
Milly se tapaba los oídos por la horrible música. La escuela era un
infierno para una chica cristiana que no quería seguir la corriente.
Jazmín y sus amigas se le habían acercado para insultarla y lanzarle
papeles. La tildaron de inocentona y llorona.
―Ya dejen en paz a Milly, pesadas ―una chica llamada Alison les
advirtió de forma piadosa, mientras se miraba en su espejito y se
acomodaba la melena rubia.
Félix se apoyó con los codos en su escritorio para cortejarla.
―Hola, Alis. ¿Quieres ser mi novia? ―Puso cara de galán.
―Ni siquiera nos hablamos, ya vete.
Steven miró con rabia a la loca de Jazmín haciendo y deshaciendo
la paz de la chica que le gustaba. Si intervenía para defender a Milly
se armaría un pleito más grande, pero Jazmín ya le estaba quitando
la paciencia.
Justo antes de levantarse del asiento Cesilia Parker lo interrumpió
al sentarse encima de su escritorio. Ella cruzó una pierna y sacó un
labial fucsia con el que empezó a retocarse en los labios.
—Oye, ¿me puedes decir qué tengo que hacer para gustarle a tu
hermanito?
Steven negó con la cabeza, sorprendido.
—¿De verdad quieres algo con Percy? Por favor, ¿cómo una chica
puede fijarse en alguien así?
—¡Pero es lindo! —contradijo—. Dime qué tipos de mujeres le
gustan.
—Creí que eras novia de un Lengend.
—Rompimos, rompimos —dijo sin mirarlo. La boca ya se le es-
taba volviendo color sangre por tanto labial.
—¿Y qué pasó con tu novio del sector Montaña? —interrogó Ste-
ven.
—Ya no somos nada.
—¿Entonces, como se te acabaron los amores quieres otro?

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—Sí, exacto. ¡Pero no me cambies de tema! —Ella tapó el labial y
por fin lo miró a los ojos—. ¿Qué tipos de chicas le gusta a Percy?
—¿Cómo voy a saberlo?
—¡Eres su hermano! Deberías saberlo.
—Lamento decepcionarte, pero no me interesa la vida de Percy.
Sabes muy bien que él y yo no nos hablamos.
Cesia rodó los ojos, visiblemente decepcionada. Steven por un
momento desplazó la vista a sus piernas con pantimedias, ella es-
taba usando un vestido corto, negro y sin mangas. Bajo este una
blusa blanca. Siempre vestía bien, no era novedad.
—Dime, Steven… —Cesia se peinó el pelo hacia atrás de la oreja—
. ¿Cres que… soy bonita?
«Válgame Dios», pensó en su mente y con los vellos en punta.
¿Cómo se le ocurría hacer esa pregunta cuando medio mundo daría
un brazo por tenerla como pareja?
—¡Ja! Obvio no.
—¿¡Qué!? Cómo…
—¿Para qué me lo preguntas a mí? Mi defecto es ser muy sincero.
—¡Pero una cosa es dar tu opinión y otra cosa es admitir una ver-
dad!
—Bueno, bajo mi opinión admito que de verdad no eres bonita.
—¿¡Te enseñaron a ser así de grosero!? —chilló Cesia.
—Tú pediste mi opinión —insistió Steven en su defensa.
—Ahora entiendo por qué estás soltero.
—¿Qué? Ah… ya entendí. Acaso… ¿estabas coqueteándome?
Cesia jadeó espantada, no pudo controlar sus impulsos de darle
manotazos, Steven no tuvo más remedio que cubrirse la cara.
—¡Eres un grosero de primera! ¡En ningún momento te dije algo
así! ¡Ya no me vuelvas a hablar, grosero!
—¡Yo no entendí! ¿Se supone que tengo que entender tu len-
guaje!
—¿Enserio crees que yo quiero contigo? —gruñó y dejó de pe-
garle—. ¡Te lo estoy preguntando para saber si Percy y tú tienen los

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mismos gustos! Si te parezco linda a ti es posible que le parezca linda
a él. ¡Pero no era necesario…!
—¿Decirte fea? —completó.
—¡Ya para, o te voy a detestar siempre!
—No eres del tipo de Percy, acéptalo y búscate otro.
Cesia abrió la boca para seguir discutiendo, pero se acercaron
Mark y Jimmy como aves de rapiña, uno agarró de la cabeza a Cesia
y el otro a Steven, los forzaron con maldad a acercar sus rostros.
—¡Miren estos tortolitos!
—¡Vamos! ¡Bésense!
Steven prefería ser golpeado por Percy que besar a esa loca remil-
gada.
—¡Váyanse! ¿¡No tienen otra cosa qué hacer!? —gritó Cesia mien-
tras trataba de librarse de las manos de Jimmy, al igual que Steven
que ponía resistencia para no llegar a rozar los labios de Cesia.
Al fondo del salón, en un escritorio, que se situaba en un rincón,
Caleb, un muchacho gordito y el más callado de la clase, fue llamado
por Dylan Macross, quien en todo tiempo vigilaba de que nadie los
viera o sospechara de lo que iba a mostrarle. Caleb se acercó algo
confundido, preguntándose desde cuándo Dylan se interesaba en él.
Nunca había tenido una conversación de más de dos minutos con su
compañero del equipo de básquet.
―Mira ―susurró Dylan, mostrándole lo que escondía en su mo-
chila.
Caleb se congeló con lo que vio adentro.
―¡No inventes, Dy…!
Dylan a la velocidad de la luz le tapó la boca para que no llamase
la atención. En el oído y le susurró:
—No te atrevas a decirle a nadie, ¿bien? De lo contrario me asegu-
raré de que te vaya muy mal en la vida, Caleb Mattews. Si haces lo
que yo te digo con gusto seré tu amigo. Salimos ganando.
Caleb tembló al sentir su aliento amenazador. ¿A qué se refería
con hacerle pasar mal? Sabía que Dylan era de los populares, pero
no que fuera manipulador. Con los músculos rígidos, Caleb asintió.

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El subdirector entró de un portazo, con la cara arrugada y roja de
enojo a causa del desenfreno que se había armado en el salón: unos
llorando, otros bailando, Cesia y Steven peleando con sus acosado-
res, y la lista continuaba.
―¿¡Pero qué es todo esto!?
Nadie prestó atención ni a su presencia. Se aproximó a un grupo
de muchachitos que miraban revistas explícitas y se las arrebató de
las manos.
―¡Estas cosas están prohibidas!
―Aguafiestas ―gruñó Félix, que también era parte del club.
―¿Quién le hace caso a las reglas? ―inquirió Jazmín, que en
forma de rebeldía se había desabrochado un botón de su vestido
para mostrar sus atributos.
―A partir de ahora sí lo harán ―decretó el subdirector. Con una
reprensión drástica mandó a Jazmín a dirección, luego procedió a
dar una revisión a todas las mochilas de los alumnos, que rápida-
mente se sentaron en orden en sus respectivos escritorios.
En el camino el subdirector había confiscado unos cigarros, una
tanga, más revistas sucias y hasta una honda… Ya estaba llegando a
los asientos del fondo.
El sudor empapó entero a Caleb. Miró a Dylan, que permanecía
tan erguido como el presidente Efraín Varnes, con el universo bajo
sus pies. Todo bajo control. Dio la impresión de no ser la única vez
que hacía estas cosas, y en absoluto no lo era, con el tiempo se había
convertido en un experto en ello. En esconderse. En encubrir el mal.
Caleb siempre creyó que Dylan era muy saludable, ya que jugaban
al básquet. Pero ahora ¿ya no le importaba su salud? ¿Cómo pudo
traer esas cosas a la escuela? Lo metería en problemas.
―Estás frito…
―Tranquilo, ya la escondí. ―Dylan le dedicó una sonrisa con-
fiada.
Caleb era por mucho más bajito que él, trigueño, de cabellos ne-
gros y despeinados, y usaba unas gafas cuadradas que le daban más
aspecto de cobarde. Con su cara de nervios era la presa fácil para

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cualquier bully. Jugaba en el mejor equipo de la escuela: los Legends,
pero eso no le quitaba lo cobarde. Lejos de eso, Dylan lo miraba con
potencial para ser su cómplice.
El subdirector rebuscó en las mochilas de ambos, aunque sabía
que Dylan nunca sería capaz ni de traer un arma a la escuela. Se ha-
bía vuelto de los alumnos más destacados después de que repitió un
año en la primaria. Dylan le sonrió al subdirector cual santo ángel.
Caleb gritaba por dentro. Si se daba cuenta, sería su fin, el de los
dos. Pero al final, el hombre no encontró nada que lo hiciese dar el
grito en el cielo. Giró sobre sus talones y se fue a la dirección a en-
tregar las revistas.
Cuando ya no había peligro, Dylan le mostró a Caleb que la bolsita
de polvo blanco la había escondido en la suela de su zapato. Una
gran salida. La bolsita ahora estaba sucia, pero eso no importaba
cuando se trataba de experimentar cosas nuevas.
―Te lo dije, es un tonto. Entonces nos veremos en el recreo.
―Sí… ―Caleb le devolvió la sonrisa. Por poco muere de un ata-
que. ¿Cómo podría estar seguro de si ocultar droga era lo correcto?
Olvidando que aquello le afectaría, era más emocionante la adre-
nalina. Se propuso solo consumir un poquito, no lo haría un hábito.
Nunca había sentido interés por Dylan, no eran amigos, solo simples
compañeros de clases, pero tal vez en ese momento nacería una
gran amistad.
Desechó toda idea negativa sobre el consumo ilegal de sustancias
y emocionado por lo que se encontraría, empezó la cuenta regresiva
hacia el recreo.

―Ya estoy aquí. ―En el recreo, Caleb se presentó frente a Dylan,


Jimmy y Mark en un rincón del vestidor. Todos ya llevaban el uni-
forme rojo del equipo de básquet. Ya que el entrenamiento era
fuerte sobre todo en el trabajo físico, no dudaron en recargar ener-
gías con las sustancias. Por lo que notó Caleb, no era primera vez que
ellos lo hacían.

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―Qué bien, llegas a tiempo para disfrutar. ―La elegancia de Dy-
lan para mantenerse tranquilo al hacer lo indebido era envidiable.
Caleb nunca había temblado tanto en su vida.
―Esto es peligroso…
—Marica —le dedicó Jimmy.
—¿Y s-si nos encuentran?
―No pasará. Llevamos haciéndolo desde el año pasado ―ase-
guró Mark levantándose y sacando del bolsillo una bolsita de polvo
blanco.
―Solo relájate ―lo apaciguó el buen Dylan Macross.
Caleb asintió, aterrado y emocionado.

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CAPÍTULO 7
Pequeña venganza
Escuchaba música clásica con los auriculares mientras deambulaba
por la casa, buscando qué comer en los reposteros. Encontró un pa-
quete de galletas, que lo devoró al instante; pero unas cuantas galle-
tas no llenaron su hambre de todo el día. Necesitaba comida de ver-
dad, proteínas. Pensó que podría ir a casa de Félix a cenar. En aque-
lla hora, la ciudad era Sodoma y Gomorra. No le quedaba de otra, su
madre ni siquiera le respondía los mensajes.
De improvisto, escuchó la puerta cerrarse en un chasquido. Alzó
la cabeza y se quitó los auriculares para agudizar los oídos. Se supo-
nía que su madre ahora trabajaba hasta media noche. ¿Qué hacía
tan temprano aquí?
Se desplazó de la cocina a la sala, y allí la encontró, echando llave
a la puerta. Su madre traía un vestido rojo (bastante apretado y se-
ductor), con sus famosos tacones altos, y su cabello largo y ondeante
parecía que lo había usado de trapeador. Esa no era su mamá, era
una intrusa.
Entornó los ojos, como si no pudiera reconocerla.
―¿Mamá?
Ella volteó de golpe. Steven se espantó al ver su rostro con el ma-
quillaje chorreado.
―¡Oh!, Steven. Pensé que estabas en… en casa de Félix. ―Sonrió
nerviosa y se peinó rápidamente con los dedos.
―No, hoy no fui. ¿Por qué estás vestida así? ¿Fuiste de fiesta?
―Subió y bajó los ojos por su silueta, algo incómodo.
―Ah. Ja, ja. ―Sacudió la mano, modesta―. Verás, ser camarera
es muy estresante, así que solo fui un rato a una pequeña fiesta con
unas amigas, pero fue muy aburrido. No tiene nada de malo diver-
tirse un rato.

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―¿Enserio? ―Arqueó las cejas―. Significa que sí tienes dinero.
Entonces, ¿me compras una tarola?
A ella se le borró la sonrisa.
―Steven, ¿a eso te quieres dedicar?
―Solo es para entretenerme. Desde que me dejaste de apoyar con
los musicales de la escuela, ya no tengo otro propósito. ¿Qué hace
una persona cuando le quitas lo que le gusta?: pierde su esencia. Si
a ti te quitan tu trabajo no eres nada, mamá.
Shannon se rio.
―Steven, pagarte la universidad ha sido la cosa más gentil que tu
padre pudo haber hecho a lo largo de su vida. Por primera vez está
dispuesto a tomarte en cuenta… ―Tiró su cartera en el mueble.
―No sé qué tiene que ver eso con un pequeño pasatiempo.
―Déjame terminar ―sentenció y se desplazó hacia el comedor
mientras se quitaba los tacones. Steven la siguió con la mirada―.
¿Ya olvidaste cuál fue la condición de tu padre para apoyarte en
todo?: que saques buenas notas. ¿Y qué fue lo que recibí en los últi-
mos dos años?: suspensiones y más suspensiones por tu especial
comportamiento.
―Es culpa de Percy. No entiendo cómo le van a dar beca si es el
más desgraciado de toda la escuela.
―Pides demasiado, Steven. Si quieres hacer algo con tu vida, en-
fócate en tus estudios…
―Yo ya me enfoco en mis estudios ―puso los ojos en blanco―,
he pasado toda mi vida encerrado en un salón de clases tratando de
poner orgullosa a mi mami.
―… y en algún día ganar una beca para la universidad ―prosi-
guió Shannon su discurso―, así como Percy. Con todo eso sabrás
valerte por ti mismo, y yo estaré muy orgullosa de ti.
―Claro, para no terminar como tú: abandonando a su hijo sin co-
mida para irse a fiestas.
Su madre ni siquiera le dejaba dinero para comprarse un bocado
de pan. La señora Rosa poco tenía para mantener su familia y con
todo, lo alimentaba a él, en su escasez a veces le daba dinero para su

60
almuerzo de la escuela. Pero él ya estaba cansado de mendigar, de
ser posible trabajaría para no ir con el estómago vacío a estudiar, si
tan solo no tuviera que andar resolviendo tareas en la mayor parte
del día. En sus momentos de descanso visitaba a Félix para desestre-
sarse.
―Steven, yo me esfuerzo mucho por pagar tus estudios y la renta
de esta casa ―explicó cansada―. Los alimentos suben de precio y
yo casi no tengo tiempo para ir al supermercado. Debes ponerte en
mis zapatos y comprenderme. Enfócate en lo que realmente vale, no
en tus caprichos.
―¿Pero cómo tienes dinero y tiempo para festejar? —insistió.
Ella meneó la cabeza. Se frotó entre los ojos, la migraña subió.
―No empieces con eso, Steven, yo no…
―¡No me quieras ver como un tonto! ¡Hueles a alcohol y muy
fuerte! ¡Creo que si no fuera por la familia de Félix estaría muerto de
hambre! Tú eres la que nunca me comprende. Simplemente no te
importo, no te importa lo que yo siento. A ti no te cuesta nada,
mamá; no te cuesta nada, aunque sea pasar una hora conmigo, no te
cuesta darme una manzana para almorzar. Pero nada de eso das, no
me das nada, ni siquiera tienes instinto de madre. Eres igual a papá,
que solo se importa él.
Shannon abrió los ojos de par en par, sorprendida por las palabras
de su hijo. ¿En verdad quería engañarlo?
Él no era un tonto. Ella tenía a un hijo inteligente y quería que
fuese alguien en la vida algún día, pero no se dio cuenta de que lo
había descuidado tanto. Ella era adolescente y bella cuando tuvo a
sus dos hijos; tenía sueños, pero nunca tuvo la oportunidad de cum-
plirlos, por eso quería disfrutar la juventud que no experimentó.
Pero tal vez… se pasó de la raya. Su hijo se veía anémico, sus ropas
las tenía envejecidas y su semblante manifestaba soledad y cansan-
cio. Exclamaba por ayuda. Un hijo necesita a su mamá.
Una lagrima rodó por la mejilla de Steven.
―Admito ―agachó la cara― que soy una mala madre. Pero yo te
amo y quiero lo mejor para ti. De verdad. Por eso debes esforzarte en

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ser grande y sacar buenas notas, porque tú eres un genio y yo sé que
saldrás adelante, ganarás una beca y tendrás mucho dinero cuando
seas adulto. ―Le sonrió con dulzura.
Percy desde pequeño ansiaba convertirse en paramédico, a papá
no le encantaba que tomara aquella elección porque a él solo le con-
venía que sus hijos sirvieran de alguna forma al Sistema Ciudadano
para que no tuvieran problemas en un futuro. Sin embargo, después
de un tiempo que lo pensó, finalmente permitió ese placer a Percy,
ya que le sumaba a su reputación decir que tenía un hijo becado para
una universidad privada y cara. Todo un lujo para aquella época.
―¿Eso es lo más importante?, ¿el dinero? Eso también se lo dijiste
a Percy cuando lo abandonaste con papá.
—Steven, por Dios, ¿nada es suficiente para ti? ¿Qué es lo que
quieres? Yo no te entiendo.
—¿No te lo acabo de decir?
¿Era mucho pedir que pasara más tiempo con él y lo alimentara?
¿Por qué no podía ser como la mamá de Félix? Ella era pobre y tra-
bajaba limpiando casas, pero siempre estaba ahí para su hijo.
—¿Quieres mi amor? Pues tienes todo mi amor, yo nunca te he
negado darme mimos. Eres mi único hijo en este momento, yo daría
todo por ti.
Steven resopló, le gustaría creerle, en verdad. Caminó a su habi-
tación y se detuvo a medio camino antes de encerrarse.
―Yo también voy a fingir que te quiero, mamá.
Cerró la puerta.
Shannon quedó sin palabras. ¿Cómo se consuela a un hijo adoles-
cente? Sin duda ella nunca se sintió lista para ser madre, de niño
Steven era más sencillo de convencer, ahora no sabía ni qué pala-
bras usar para llegar a él, cualquier cosa le disgustaba.
«Los jóvenes de esa generación exigen demasiado y hacen poco.
Ya se le pasará», pensó ella. Rio y disintió con la cabeza, luego fue a
dormir a su habitación con una fuerte migraña por tantos tragos.
Mientras tanto a Steven le tocó el mismo insomnio de todas las
noches, en las que solía empapar la almohada con sus lágrimas. No

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había una noche que durmiera bien, o feliz. Su madre era el motivo
de su rabia. Él sabía que debía conseguir una beca para salir adelante
en medio de las circunstancias del país, pero ¿de qué le servía una
beca y mucho dinero si al final de cuentas no había felicidad en su
alma?
Su mamá lo comparaba con Percy, quien sacaba buenas notas,
pero a su vez, en el fondo era un desastre de persona y un ser des-
preciable que no valía la pena, así que ser como Percy no era su
meta. Shannon veía a Steven como un niño malcriado, pero nunca
lo ayudaba a dejar de serlo, no le importaba qué tan revueltos estu-
vieran sus sentimientos, pues eso para ella no era tan relevante
como ganar dinero. Steven apostaría su vida para comprobar que su
madre ni siquiera sabía cuál era su color favorito.
Cerró los ojos y recordó la última vez que tuvo una madre y un
hermano…
A sus nueve años le gustaba ir a la escuela solo para divertirse con
Percy. El simple hecho de verlo le hacía feliz, siempre podía con-
fiarle a él su vida y lo más profundo de sus sentimientos. El indivi-
duo que compartía su sangre nunca lo traicionaba, sabía que no se-
ría capaz de eso. Los otros niños los veían y deseaban tener una re-
lación de hermanos como la de ellos, y Steven con orgullo presumía
de aquello. Pero como una flor que pierde los pétalos, Percy empezó
cambiar después de que la familia se dividió.
Hasta hoy Steven se preguntaba si fue culpable de algo o qué fue
lo que hizo mal para que dejara de quererlo. A su memoria llegaron
las imágenes difusas de la ocasión en que perdieron por completo la
conexión fraternal, el día que dejaron de ser los mejores hermanos
del mundo…
―¿Qué es lo que tienes? ―Steven, sollozando, lo había perse-
guido por el pasillo escolar.
―¡Nada! ―respondió Percy, desviando el rostro para que no lo
viera.
―¿Pero, por qué ya no te me acercas? ¿Estás molesto conmigo?
¿Te hice algo malo?

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―¡Dije nada! ¡¿Qué no entiendes?! ―Volteó violento.
Un temblor se sacudió en todo el cuerpo de Steven al ver el ojo de
Percy. Estaba todo morado.
―Percy… tu ojo. ¿Fueron esos niños matones? ¿Fue papá?
―¡Qué te importa! Eres molesto.
Percy desapareció entre los alumnos, sin mirar atrás, sin dete-
nerse a disculparse con su hermano. Steven sintió cómo todo se le
quebraba por dentro. Llevaban dos años con ese tipo de conversa-
ciones duras, aburridas e incluso ofensivas. Aquello fue como la úl-
tima señal para entender que Percy ya no lo quería tener cerca
nunca más.
De ahí en adelante se le hizo difícil articular en su rostro otra emo-
ción que no fuera amargura y tristeza. Era apenas un niño y le había
perdido la fantasía a jugar, a reír, a simplemente vivir.

***

Shannon regresó a la una de la madrugada.


De nuevo desaparecía todo el día y llegaba desaliñada, oliendo a
alcohol y como si se hubiera revolcado en el suelo. Siempre para jus-
tificarse decía que él también tenía permiso de ir a las fiestas que
quisiera.
Steven ya estaba harto de todo. A él ni siquiera le gustaba asistir
a las fiestas que realizaban sus compañeros. Pero ese no era el caso,
quería poner fin a lo que fuera que estuviese haciendo su madre. Ha-
bía algo más importante que él en algún lugar, ella siempre llegaba
a dormir y a repetirle una y otra vez que era su obligación sacar bue-
nas notas para ganar una beca. Esta obsesión ya parecía una compe-
tencia con Percy… y una competencia con su exesposo.
Ya no sabía si ese era un buen deseo. A él no le importaba si Percy
sacaba mejores notas que él o fuera tan inteligente que llegaría a tal
universidad prestigiosa. Steven ni siquiera sabía qué iba a ser de
grande, ni siquiera estaba convencido de si iría a una universidad.
En estos instantes, quería que su mamá lo apoyara en la banda de

64
deportes, solo en una cosa, que al menos ella valorara sus habilida-
des.
Hacía mucho que estaba seguro de que no amaba a su madre, sim-
plemente no podía hacerlo. Si celebraban el día de la madre, con
gusto diría que no tenía, y lo mismo con su padre. No amaba a nadie
de su pequeña familia, ellos no habían hecho nada bueno en su vida
que mereciera que los amase, y Dios… él no estaba seguro de si exis-
tía, y si existía, era cruel; sentía que tampoco Él había hecho algo
que mereciera que lo sirviese. O no que lo recordara. No recordaba
las veces que Dios respondió sus plegarias.
―Yo te apoyo, Steven, pero no es fácil, no tenemos tanto dinero
―respondió su madre cuando él la confrontó.
Ahí estaba el mismo discurso. Solo faltaba agregarle más emo-
ción a su guion de víctima.
Steven rodó los ojos. A este punto ya no le importaba faltarle el
respeto. No se lo merecía.
―Siempre trabajas mucho y nunca tienes dinero. Nunca tienes
nada cuando se trata de mí, pero es genial irte a la discoteca, ¿no es
así? La respuesta es que no te importo, y creo que no te importa que
yo no te quiera.
A Shannon parecía que las palabras de Steven le rebotaban en la
cabeza y tomaban otra dirección, no se notaba dispuesta a cambiar
ni aunque le llorase. Como si nada sucediera a su alrededor, sacó su
celular y chateó con alguien. Esto hizo apretar los puños y crujir los
dientes de rabia a Steven, sería capaz de tirárselo en la cara, ya no le
importaba lastimarla. Pero se aguantó, controló su enojo. Tampoco
debía pasarse.
―No pienses así, Steven. Eres mi todo, hijo. Pero la situación es
difícil. Los precios suben, la gente roba. A mí me han robado el di-
nero un montón de veces, no hay mucho qué escoger. Por favor…
entiende. ―Puso cara de sufrimiento.
―Claro, claro, la crisis siempre tiene la culpa. Cuando sucede algo
siempre dicen que es por la cuarentena, por las guerras. Siempre es
la culpa de cualquiera, pero nunca la de los padres.

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―¡Por favor, Steven! No me obligues a contratar a un psicólogo
para que eduque tu comportamiento. Ya he tenido suficiente con las
quejas de tu escuela.
―¡Yo también he tenido suficiente contigo!
―Te lo suplico, no me levantes la voz ―ordenó pacientemente―.
El día que salgas a trabajar entenderás porqué te exijo tanto. Yo hu-
biera querido tener la oportunidad de terminar el colegio. ―Conti-
nuaba chateando―. Jum, de no haber sido porque me embaracé.
―murmuró, y afortunadamente Steven no escuchó lo último.
―¿Entonces qué? ¿Me acostumbro a ser un huérfano?
Suspiró hondo, cansada de hacerle entender que el que tenía que
cambiar era él.
―Enfócate en tus estudios, Steven, no en fantasías y entreteni-
mientos. La vida es corta y difícil, nunca lo vas a tener todo fácil. Es-
pero que algún día aprendas a valorar lo que tienes y a trabajar duro,
porque así no vas a llegar a ningún lado y seguirás siendo un don
nadie ―explicó y miró su reloj de muñeca―. Lo siento, ahora tengo
que ir al trabajo. ―Agarró su cartera.
―Te odio ―susurró Steven, aguantándose las lágrimas.
Shannon por fin despegó la mirada de su móvil. Sonrió apenada.
―No digas cosas que no sabes. ―Depositó un beso en su mejilla,
acto seguido, se retiró del hogar.
A Steven le recorrió un hervor en las venas. Lo que dijo su madre
era cierto, pero ella no lo aplicaba a su propia vida. ¿Entonces cuál
era el fruto de su duro trabajo? Trabajaba mucho, pero nunca llega-
ban a ningún lado, seguían en la miseria. ¿Entonces cuál era el
punto? ¿De qué servía romperse la espalda?
Steven no quería llegar lejos, pero su mamá no le dio otra alterna-
tiva. No importaba qué tanto insistiera y rogara por atención, ella
no cambiaría.
Se metió a la habitación de su madre para rebuscar en los cajones,
armarios y en cualquier lugar donde pudiera esconder dinero. Hasta
que lo encontró: un sobre con cien dólares. Cien dólares no valían
nada después de que los precios de la comida se dispararan. Pero

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tras buscar en cada rincón, recolectó trescientos. Sería suficiente
para comer algo bueno por un tres días, y por lo menos comprarse
una tarola de segunda y el uniforme de la banda.
Recordó la boba frase de Félix y resopló. “Si la vida no te da limo-
nes, róbalos”. No pensó que lo tomaría tan literal. Pero si ella no lo
ayudaba, tendría que salir adelante él solo.
«Lamentablemente te lo buscaste, mamá.»

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CAPÍTULO 8
Gideon y el sujeto rebelde

La mañana fresca del sábado, el sol salió a favor de Steven. Se vistió


con su misma ropa casual, una chaqueta delgada verde opaco y unos
jeans negros. Se compró la mejor tarola de la tienda de música y la
escondió debajo de su cama. Acto seguido, se dirigió a casa de Félix,
con una sonrisa satisfecha y paso victorioso, pero no esperó toparse
con Gideon evangelizando a Rosa en la puerta. Pensaba que ese vi-
kingo seguía en prisión, sin embargo lo habían liberado, con una
multa y con la condición de que no voceara sus creencias en las ca-
lles. Obviamente, no le hizo caso a las leyes perversas.
«Ese hombre sigue obsesionado con ganar almas para el cielo.
Como si el apocalipsis fuera mañana», refunfuñó. No quiso, pero le
tuvo que devolver el saludo, solo por educación. Rápidamente entró
a la casa para que no lo evangelizara a él también. Después, se incor-
poró en el mueble, entre Félix y Gary, para ver las aburridas noticias.
―¡Eres todo un gánster! ¡No puedo creer que le robaras dinero a
tu propia madre! ―expresó Félix cuando Steven les contó su diabó-
lica travesura.
―Solo seguí tu sabio consejo, Fél. Además, yo no la llamaría “ma-
dre”. Ella se lo buscó, y estoy seguro de que tiene bastante dinero
escondido por otra parte que se lo gasta en ella. Es simple, no me
ama y yo, tampoco la amo a ella. Qué más da.
―No digas eso, enano. Todas las madres aman a sus hijos, aunque
no lo demuestren ―dijo Gary, mientras comía palomitas de maíz de
un cuenco―. Y si algo malo te pasara, o si te enfermaras, ella sería
la primera en estar a tu lado.
―Jum, no está a mi lado estando sano, menos estando enfermo.
―Subió los pies sobre la mesita de la sala, aburrido―. A ella no le
importa ni cómo me siento, piensa que ignorándome se me pasará.
Cree que estoy loco y que solo es mi transición de pubertad a la

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adolescencia, no me escucha por eso. Ahora entiendo por qué Percy
la odia tanto.
―Tal vez deberías contarle cómo te sientes, en algún momento
que esté desocupada, aprovecha y pídele que te dé tiempo ―sugirió
Félix, con una mano acariciaba intensamente a su cuy y con la otra
chateaba con alguien que le provocaba una sonrisa de embobado.
―¿Crees que no lo hice? Es lo que más he hecho, y por eso estoy
cansado. Lo he intentado sin parar desde que consiguió su maldito
trabajo, y lo único que me dice es que la situación es difícil, que los
precios suben y que la gente roba. Como si el fin del mundo le impi-
diera ser una buena madre.
―Bueno, intenta comprenderla, es verdad que la situación es di-
fícil, pero tal vez solo quiere lo mejor para ti, pero no se da cuenta
que te está dejando de lado. Mi mamá también se limita a com-
prarme mis caprichos desde que papá murió.
―Por eso prefieres robarlos ―añadió Gary.
―¡Shh! ―siseó Félix, haciendo un ademan con el dedo para que
no hablara de más.
Steven analizó en silencio lo que le dijo Félix. Quizá sí estuvo pa-
sando la raya y exigía demasiado a su mamá. Pero no tenía sentido
que lo dejara de hambre para ir a fiestas. ¿Acaso había algo más?
¿Un secreto detrás de todas sus actuaciones? ¿Qué ponía límites a
su instinto de madre? ¿Cuál es la razón para que una madre olvide
por completo a sus hijos?
Él no quería que admitiese que era una mala madre, quería que
dejara de serlo; que demostrara que de verdad lo amaba, no que di-
jese que era su todo. Quien ama lo demuestra.
Desvió los ojos hacia la puerta, donde Rosa asentía a todo lo que
Gideon le predicaba. ¿Acaso ya la estaba convirtiendo? La señora
Rosa siempre fue creyente, pese a no ser cristiana; incluso Gary y el
impuro de Félix creían en Dios. La estaban convirtiendo más de lo
que ya era.
Steven se volvió a hundir en el mueble, ensimismado en sus pre-
guntas. Bajó la vista a la pierna falsa de Félix. Desde que tenía

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memoria, el baloncesto era su pasión; pese a la muerte de su padre
y la pérdida de su pierna derecha en un accidente vehicular a sus
diez años, no dejó de dar todo de sí para cumplir sus metas. Steven
admiraba su fuerza y se consideraba un tonto por quejarse de que
no le daban atención. ¿Acaso sus problemas no eran nada en com-
paración con los de Félix? Se preguntó qué se sentía cojear de una
pierna.
―¿Crees que soy muy caprichoso? ―preguntó a Félix con una
cara tristona.
―Eh, bueno… ―Ni Félix tenía palabras para describir la rareza de
Steven―. Eres eso y muchas cosas más.
―Tienes todo el derecho a soñar, Steven ―intervino Gary mien-
tras se rascaba los brazos peludos―, pero no dejes que tus sueños se
vuelvan malos, y te conviertan en alguien que tú no soñaste ser.
―¡Cierto! Así nacen los villanos de los cómics ―apuntó Félix.
Steven lo quedó repasando. Gary se estaba refiriendo a robarle di-
nero a su madre. Tenía razón, exageró en ello. Sus ansias por cum-
plir sus metas no debían convertirlo en un descontrolado que con-
siguiese las cosas haciendo el mal, sería otro ruin de la sociedad.
Pero, ¿y qué de su madre?
Algo no andaba bien aquí.
Las noticias estaban infestadas de desgracias: tsunamis en China,
brotes de virus en Europa, protestas violentas por la escasez de ali-
mentos en Argentina con soldados del ejército torturando a la
gente, desastres naturales en México y Chile, y un aumento en el te-
rrorismo en todo el continente. También se advertía sobre la inse-
guridad en las calles de Calgary debido a robos, secuestros y prosti-
tución. Había una gran migración hacia Estados Unidos y, al mismo
tiempo, muchos estadounidenses buscaban refugio en otros países.
El sueño americano ya no parecía tan atractivo, y se rumoreaba que
Canadá tomaría medidas desfavorables contra Estados Unidos de-
bido a acusaciones de enviar espías para robar la tecnología del Có-
digo. Y como cereza para el pastel, rumoreaban sobre la tercera gue-
rra mundial.

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Era la primera ola, no querían imaginar cómo serían las demás.
―Ya no quiero recorrer el mundo como pacifista ―se lamentó
Gary.
―¡Puag! Solo malas noticias en la tele ―gruñó Félix—. Mejor pon
la telenovela rusa que dejamos pendiente ayer, quiero saber qué le
pasó a la Petronila Vanilova.
—¡Ay, sí! A mí también me dejó preocupado. ¡Esperemos que el
Sergey no se nos muera!
—Totalmente, hermano.
Steven blanqueó los ojos.
—Si van a poner telenovelas, entonces de aquí me desintegro.
Cuando entraron Rosa y Gideon, el cuy de Félix corrió disparado
hacia los pies de Rosa y casi la hizo caer. Ese bicho andaba suelto por
toda la casa.
―¡Félix! ¡Recoge a ese conejo que lo voy a aplastar! ―Se ató las
tiras del mandil. Félix se paró de un salto a perseguir a Firulais, Gary
tuvo que pausar la telenovela para que no se perdiera ni un se-
gundo―. ¿Steven, ya comiste?
―No, señora Rosa ―respondió con el mentón apoyado en el lomo
del mueble.
―¡Pero bueno! ¡¿Este muchacho nunca come?! No puedes que-
darte de hambre, te dará alguna de esas enfermedades feas.
―No pasa nada, ya me estoy acostumbrando a andar con hambre.
Hace rato me sonaba el estómago, y ahora ya no. ―Sonrió por su
gran logro.
―No entiendo cómo puedes aguantar el hambre, si yo no como
mi estomago entra en un colapso intestinal. Jum, y luego se quejan
de que me pongo agresivo ―comentó Félix, que solo consiguió atra-
par a Firulais tirándose encima.
―¿Steven, quieres ir a comer algo? Tu salud es importante. Ven
para engordarte unos kilos, así como yo ―lo invitó Gideon y se aca-
rició la panza con una sonrisa divertida.
¿Comer con Gideon? Eso significaba que lo iba a evangelizar. Pero
como si el universo los quisiera unir, el estómago le sonó tan fuerte

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que lo oyeron todos. No tenía excusas para no aceptar, igual, Gideon
era una agradable persona y no se iba a deshacer de él jamás.

Pues Steven no esperaba que con salir a comer se refería a salir a ca-
zar la comida.
―¿Ésta es la forma en la que usted se alimenta?
―No tengo dinero. Por algo Dios me permitió aprender a usar
una escopeta.
Se encontraban en pie en el centro del bosque más cercano a la
ciudad, un entorno dominado por cedros, pinos, secuoyas y una va-
riada gama de árboles majestuosos los rodeaba. Detrás de la presen-
cia de estos gigantes arbóreos, vislumbraban las montañas en lo alto
de los cielos distantes. Justamente decían que en las profundidades
de esas montañas yacían los búnkeres de refugio.
Gideon con la escopeta apuntó al aire repleto de ramas.
―Entonces, ¿a esto se dedica? ―preguntó Steven. Había pensado
que iban a comer en un restaurante, no a cazar la comida. Tanto
viaje de media hora para terminar esperando otra media hora para
que apareciera algún animal y cazarlo. De su estómago pronto sal-
drían dientes y se comería a sí mismo por el hambre.
―Entrego animales a domicilio. Pero no siempre puedo vivir de
esto, nadie tiene para pagarme.
―Entonces trabájele para los ricos. Aunque, son muy celosos
cuando se trata de los plebeyos del sector Atlas…
―¡Shh! Trato de pescar una rata con alas ―susurró. Pero ninguna
ave se asomó, estaban entre las ramas. Gideon bajó el arma y se aga-
chó para rebuscar en la mochila que dejó en la tierra―. Toma, si en-
cuentras algo le rebanas el cuello. ―Le dio a Steven un cuchillo de
caza que estuvo a punto de deslizarse de sus manos. Pesaba. Tuvo
que tener cuidado porque era demasiado filoso.
―Yo nunca he cazado en mi vida. No espere que sepa usar esta…
cosa. ―Lo agitó en el aire.

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Gideon puso la mano en la cintura, todavía estando de rodillas, lo
miró con una gran decepción.
―Te he visto un millón de veces corretear por ahí con un bate.
―¿Ah, sí? Eso no significa que sepa usarlo.
―¿Nunca has ido a pescar con tu papá o mamá?
―Nunca he tenido una caña de pescar.
Gideon se desesperó. Se levantó del suelo para volver a ponerse
en posición de cazador. Steven no le quitó el ojo, le avergonzó un
poco no tener una historia agradable qué contar sobre su familia.
―Dime, Steven, ¿por qué tu mamá no te alimenta?
La pregunta lo tomó de sorpresa. Se encogió de hombros, dis-
puesto a desahogarse.
―Quién sabe. Según ella, no tiene tiempo para ir al mercado.
Simplemente no lo sé, ninguna de sus escusas es lógica.
―Okey, pero… debería preocuparse más por ti, eres su hijo.
―Créame que se lo he dicho miles de veces. Al principio se da
cuenta de su mal, pero no entiende las cosas. No me quiere. Así que
no sirve de nada insistirle. Incluso ella admite que es una mala ma-
dre, y tiene razón. Da igual, nunca va a cambiar.
―Hum, ya veo. ―Gideon bajó el arma, en realidad no parecía ser
muy profesional en la caza, pero había dicho que de eso vivía―. Yo
también tenía un hogar difícil… Una vez leí: “Aunque mi padre y mi
madre me abandonen, con todo el Señor me recogerá”. Eso está en
el salmo veintisiete. Ese verso me llenó de mucha esperanza en mis
peores momentos. No venimos de la nada, Steven.
―¿Entonces de dónde venimos? ¿Dónde está Dios que no lo veo?
―Estiró el brazo señalando a su alrededor.
―Él está en todas partes, y está dispuesto a escuchar nuestras ora-
ciones. A Dios no lo podemos ver en físico, pero podemos ver sus
grandezas y cómo trabaja con nosotros. Los propios cielos nos de-
muestran que existe un Dios.
»El sol no pudo haberse creado a sí mismo, los planetas, las estre-
llas… ¿quién los sostiene? ¿De dónde salieron todas esas galaxias

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infinitas habidas y por haber? ¿Cómo es que se creó con tanta per-
fección la gravedad?
»En tan solo tus ojos, Steven, tienes seis millones de células sen-
sibles a la luz, y cada pequeña parte de tu ojo tiene una función im-
portante, como la córnea, que se dedica a proteger el ojo de los gér-
menes, rayos solares, polvos. Imagínate la vida sin la córnea. Parece
insignificante, pero es muy útil para el ser humano. ¿Cómo es posi-
ble que se haya creado de la nada?
»Imagínate todo el cuerpo, tiene células, músculos, neuronas,
todo tiene una función diferente y necesaria. ¿No te parece que
hubo alguien inteligente que lo diseñó todo con un propósito? Po-
dríamos quedarnos toda la vida hablando de las cosas impresionan-
tes de la naturaleza.
Steven parpadeó dos veces, mirándolo confundido.
―Yo no logro comprender ―continuó Gideon― cómo es que un
científico tan inteligente, que ha descubierto tantas cosas increí-
bles, puede llegar a la conclusión de que no existe un ser sabio que
creó todo esto tan complejo. ―Extendió el brazo libre a su en-
torno―. En lugar de eso, prefiere creer que venimos de la nada y así
aparecimos todos.
Steven liberó un soplo pensativo.
―Bueno, yo no sé, no soy científico. ¿Pero de qué sirve tener a
Dios si igual tendrás problemas? ¿De qué sirve arrepentirse si de to-
das maneras vas a sufrir? Yo solo era un niño que quería ser feliz,
creía en Dios, ¿y qué gané? Dolor y desgracia. ¿Entonces, cuál es la
diferencia?
En realidad, Dios sí había hecho muchas cosas por él, se le vinie-
ron a la mente en ese momento, pero no iba a darle la razón al pre-
dicador. Tal vez todo solo fueron azares del destino, pero… ¿quién
era el destino? ¿Por qué la gente siempre dice que fue el destino el
que quiso que así sucedieran las cosas? ¿El destino es una persona
que decide cómo terminarán todos? ¿Por qué la gente prefiere creer
que aparecieron de casualidad, pero no creen en los milagros? Lo

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cierto es que, muchas veces hay algo más que solo no creer en Dios.
Resentimiento.
Gideon suspiró hondo. Cada persona tenía un punto de vista dis-
tinto, que él se obligaba a respetar, pero algo le indicó que no lo de-
jara así, con las preguntas sin respuestas. Tenía que demostrarle que
Dios no era como creía.
―Tendremos dificultades como cualquier persona de esta vida,
sí. Pero la diferencia es que el sufrimiento del cristiano tiene propó-
sito. Sabemos que el dolor y las dificultades de la vida son pasajeras.
Esas malas experiencias nos hacen más fuertes para combatir otras
peores, y que al final tendremos nuestra recompensa. En cambio,
una persona sin Dios sufre solo. Sin propósito, sin fe y sin esperanza
de que alguien lo puede levantar. Las batallas de una persona con
Cristo se convierten en grandes testimonios; las heridas que nos ha-
cen son sanadas, para tener más fuerzas para sanar a otros.
»Te preguntas por qué un Dios amoroso permite tanta maldad, la
respuesta es simple: Él la prohíbe.
»Dios sí hizo algo al respecto para acabar con tanta maldad: murió
por nosotros y nos dejó su palabra. La biblia lleva existiendo miles
de años y desde los inicios de su existencia estuvo al alcance para
que la gente la lea y siga sus mandamientos. Mucha gente la ha leído
y la ha practicado, ¿pero y el otro grupo, el grupo que no le interesa
Dios?
»“No matarás, no fornicarás, no robarás”. Ahí están las leyes para
acabar con la maldad. ¿La gente las sigue? No. Si la gente al menos
siguiera el mandamiento de no fornicarás o adulterarás, nos ahorra-
ríamos tantos hogares destruidos. Si la gente amara a su prójimo,
no había guerras y tantas matanzas.
»Por eso que siempre elegiré a Dios. Sin Él nada somos. Estamos
perdidos en nuestros delitos y pecados porque menosprecian el sa-
crificio para que sean salvos del infierno. Vale la pena servir a Dios,
a pesar de que el mundo está dominado por el diablo.
Steven no expresó nada por un largo rato.

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―Dios nos da la oportunidad de elegir qué camino tomar ―ter-
minó Gideon.
De niño hacía oraciones cortas, tan naturales como si le pidiera
un caramelo a un amigo. Nunca le interesó meditar en las respues-
tas de Dios hacia ellas, mucho menos le agradeció. Steven ahora
solo pensaba en los engaños de su madre, el odio de Percy hacia él y
los insultos de sus compañeros.
Gideon sintió que ya había hablado mucho. Sabía que Steven te-
nía un buen corazón, que todos se encargaron de pisotear.
Se estiró para abrazarlo. Eso necesitaba ahora.
―¡Mire! ―gritó Steven, señalando un ciervo mediano pastando
tras los troncos gruesos. Se secó una lágrima después de separase de
él. Gideon lo empujó de la espalda, mientras se acercaban haciendo
el menor ruido.
Una vez que los troncos ya no impedían la vista, Gideon lo ayudó
a ponerse en posición, con una pierna atrás de otra, el brazo levan-
tado hacia atrás y una mano estirada al frente para dar impulso.
―Ahora, lo lanzas lo más fuerte que puedas. Trata de que sea en
el cuello o el corazón.
―Nunca he matado a nadie. ―Tembló Steven―. ¿No puede ha-
cerlo usted?
―Necesitas aprender a cazar ―exigió con los ojos bien abiertos.
Al decirlo así, sí lo convenció―, lo necesitarás en estos tiempos. Si
los precios de la comida suben, siempre tendrás a la naturaleza para
alimentarte.
El ciervo no paraba de pastar. La naturaleza lo sirvió en sus ma-
nos, listo y gordo para ser almorzado. Steven absorbió el aire sufi-
ciente para calmar el acelerado latir de su corazón miedoso. Hizo lo
que le indicó Gideon sobre su posición. Tenía que darse prisa, antes
que el animal se fuera para siempre.
Tomó impulso hacia atrás y arrojó el cuchillo con toda la fuerza
de su cuerpo. Este se deslizó cortando el viento, como una flecha y
atravesó una que otra rama del camino.

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Cayó de una en la garganta del animal, que empezó a correr sin
destino alguno.
―¡Ve tras él! ―gritó Gideon apresurado.
―¿Qué? ―Steven ahora ni distinguía el cielo y la tierra. ¿El cu-
chillo no se había clavado lo suficiente para matarlo?
Hizo caso sumiso. No entendía cómo iba a detener al ciervo, que
avanzaba más rápido que un auto y saltaba los obstáculos de los sen-
deros.
Al cabo de dos minutos de desgaste de energía, el animal empezó
a debilitarse y correr torpemente. Steven aprovechó para lanzarse
como sea sobre él, que ahora pataleaba en el suelo. Arrancó el cu-
chillo de su cuello y lo clavó con más fuerza.
Los ojos del ciervo se oscurecieron. Dejó de moverse.
De no ser por la adrenalina de haber cazado por primera vez, le
habría guardado luto. Sintió lástima, pero sus tripas dolían más de
hambre que por la pena.
―¡La señora Rosa va a estar orgullosa! ―dijo Steven sonriente.
Levantó la cabeza hacia Gideon, que se aproximaba corriendo en el
sendero lleno de lomas.
―¡Ahora ya no te morirás de hambre! ―Bajó la velocidad y se de-
tuvo frente al joven cazador y su víctima―. Esto los alimentará por
dos semanas por lo menos. De nada.

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CAPÍTULO 9
El caso del misterioso trabajo de mamá

Salir en la mañana y regresar a la madrugada, se transformó en un


círculo vicioso. Excepto que a él no se le hacía costumbre, no lo acep-
taría más. Ya no estaba seguro si solo ignorarla o hacer algo al res-
pecto para acabar con todo, pero ¿qué podría hacer?
Más de una vez ya la había atrapado vestida con ropas revelado-
ras, y además, ebria. Entonces, ¿estaba trabajando o solo yendo a
fiestas?
Eso explicaría porqué nunca ganaba nada. ¿Desperdiciaba todo el
dinero en fiestas, o simplemente se lo guardaba para ella?
Algo no andaba bien, algo inhóspito ocultaba en su forma de ac-
tuar. Cuando Steven le hacía preguntas sobre cómo le fue, qué hizo
en su trabajo, moraba cierto nerviosismo, evadía el tema, se reía y
chateaba mucho en su celular con alguien. Él no era tonto, tal vez
testarudo y algo destornillado a veces, pero no alguien del cual se
quisieran aprovechar. Ya estaba harto de sus juegos sucios.
En la madrugada se coló gateando a su habitación, para revisarle
el celular y descubrir de una vez por todas con quien hablaba con
tanto entusiasmo. Para su mala suerte, había cambiado la contra-
seña. Ella era igual de lista que él, Steven lo había heredado de ella.
«Ojalá fuera hacker», pensó él con una mueca de desagrado. No
iba a darse por vencido, llegaría al fondo de esa situación costara lo
que costara. Llegó a la conclusión de que su madre, su queridísima
madre tenía un amante secreto. Buena teoría.
Steven no era muy fan de la lectura, pero se inspiró en un poster
de Sherlock Holmes; también los ojos le brillaban al ver las películas
de acción y misterio en casa de Félix. ¿Cómo sería en un futuro si
fuese detective? No estaría tan mal, su compañero de misiones, por
lógica, sería nada más y nada menos que el humilde Félix. ¡Y tam-
bién era un cojo como Watson! ¿Qué más podía pedir?

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Se concentró en resolver el caso de identidad de su madre y del
amante secreto. Olía que estaba cerca.
Hoy su mamá le avisó que le cambiaron el horario laboral, siendo
trasladada al turno de la noche, solo por hoy; su excusa fue que lle-
garían unos distinguidos comensales al restaurante, quienes serían
atendidos con máximo esmero y exclusividad.
Steven se posicionó frente a la pared, contemplándola como si
fuera una pizarra de investigación. Usó su intuición para desentra-
ñar los hechos, todo se desplegó ante él como una película ficticia,
donde tachaba sucesos y evaluaba posibilidades.
«Número uno: el restaurante donde mi madre trabaja no es lu-
joso, es normal. Ni feo ni bonito. He comido allí solo un par de veces,
así que, ¡que no me trate de engañar! ―pensó―. Número dos: si ella
trabaja en un restaurante ¿por qué nunca trae comida de aquel? Ma-
dre, si vas a mentir, hazlo bien. Número tres: Ese restaurante en el
que comí, ¿en verdad ella trabaja ahí? ¿En verdad mi madre trabaja
en un restaurante? ¡¿Acaso ese restaurante existe?! ¡¿Mi mamá
existe?!»
Casi al borde de un espasmo cerebral por tanto razonar, Steven se
tomó un breve respiro. No tenía idea. Había muchos aspectos sin
explicación lógica aparente. Aquello parecía la escena de un crimen
con pistas, pero quizá falsas. No tenía sentido complicarse la vida,
por lo que decidió actuar y buscar refuerzos: su más confiable
amigo. Sin embargo, antes de hacerlo, consideró trascendental ob-
tener una última pista para confirmar sus sospechas.
Aprovechando el momento en que su madre se dirigió al baño,
Steven se abalanzó rebuscar en su cartera. No estaba seguro de lo
que buscaba, pero el mejor lugar para encontrar una pista era en su
cartera. Y la encontró.
En la cartera había un… una…
«¡Puaj!», pensó asqueado.
Había un extravagante vestidito de tiras que parecía ropa de
baño. ¿Iba a trabajar a un restaurante o a nadar? No se imaginaba a

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su mamá puesta una ropa así, era peor que un traje de baño. Pero era
una pista más para hacerlo sospechar.
Su mamá salió del baño, ¡y se dirigía hacia allí!
A Steven le recorrió una electricidad por todo el cuerpo. Guardó
en calzón, o como sea que se llamaba, en la cartera. Actuó natural,
parándose en una pose casual, miró al techo como si estuviese dis-
traído y meció el pie de forma rara.
―Muy bien, me voy al trabajo. ―Ella se secó las manos en la
falda.
«A abandonar a mi hijo», habló Steven para adentro, enardecido,
pero esbozó una sonrisa inocente.
―Oye, madre, solo quería que supieras que… te quiero.
Shannon lo quedó mirando, aterrada. Hace años que Steven no le
decía esas palabras, solamente de niño se lo había dicho, pero
cuando adentró a la adolescencia, la despreciaba. En ese momento
recordó que había abandonado a su hijo por su trabajo. Él la necesi-
taba.
―Ay, Steven… ―Sus ojos se llenaron de lágrimas. Steven no es-
peró esa reacción, en realidad se lo había dicho para burlarse de ella,
en su sarcasmo y para camuflar sus travesuras―. Yo también te
quiero.
Shannon lo acarró con fuerza y lloró en su cuello. Steven se puso
más pálido de lo que ya era, no había recibido un abrazo de su madre
en siglos. El corazón le empezó a latir con rapidez, no sabía qué ha-
cer. Estaba paralizado y no se atrevía ni a devolverle el abrazo.
―Te amo con todo mi corazón, hijo. Perdóname, por favor ―se le
trabó la voz―. Te prometo que esto terminará pronto; prometo que
algún día estaremos juntos y te daré todo lo que me pidas y comerás
hasta ya no poder… Pero tienes que esperar. Solo resiste un poco
más.
Steven no encontraba lógica a lo que escuchaba. ¿Se estaba arre-
pintiendo? ¿En verdad iba a cambiar o era otra vez su falsa actua-
ción? No, no era actuación, estaba llorando enserio, no podía fingir
sus lágrimas. ¿O sí?

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Shannon después de un largo abrazo lo soltó, abrió la puerta y se
marchó a su trabajo.
Steven seguía boquiabierto, como si por primera vez en su vida
hubiera experimentado lo que era el amor. Rodaba los ojos de un
lado a otro sin hacer un solo movimiento, y por algún motivo sintió
que ahora sí quería a su madre. Pero ¿y qué del caso?
En realidad, no le molestaba que su madre tuviera un novio, pero
sí le molestaría si ese novio se convirtiera en su nuevo padre, y si ese
tal hombre fuese la razón por la que ella lo abandonaba. Rechazaba
la idea de arriesgarse a que otro hombre malo se aprovechara de su
mamá y de él.
Por el abrazo llegó a verla diferente, siendo que aún no le veía sen-
tido a su misterioso trabajo.
Un buen detective nunca abandona sus casos, así que se empeñó
a resolverlo. Salió corriendo de casa, encapuchado, de negro para
camuflarse con las sombras, con el bate amarrado a la cintura por si
se topaba con algún maleante. Todo lo tenía que hacer en cinco mi-
nutos antes de que su mamá tomara el autobús. Aceleró el paso, no
miró a nadie de esas horribles calles. Y llegó a casa de Félix.
Félix cantaba a todo pulmón en su habitación, vestido como un
rapero con gorra al revés y lentes de sol:
―¡Everybody! ―Al lanzar el balón encestó de espaldas en su mini
canasta de básquet―. ¡Válgame el cielo, doscientos puntos! ¡Te juro
que no lo vi venir, Firulais! ¡Félix Jordan es el campeón de campeo-
nes!
―¡Félix, si no te callas, freiré a ese conejo! ―le reprendió su
mamá desde la cocina.
―¡Amá! Siempre te la agarras contra Firulais ―replicó, y agarró
a su cuy que estaba en la cama con un mini disfraz de basquetbo-
lista―. ¿Verdad que sí, Firu? Todos se la tienen contra ti, cuando lo
único que haces es comer, dormir y mear.
Se paró frente a su puerta, admirando su enorme poster del in-
creíble Michael Jordan. Respiró hondo, maravillado.
―Algún día seremos grandes, Firu. Algún día… ¡Ay!

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Steven al abrir la puerta de un empujón golpeó la cara de Félix.
Terminó en el suelo, adolorido, y el cuy salió chillando a su hueco.
―¡Cómo se te ocurre! ―lloriqueó.
―Félix, abrígate. Te necesito para una misión importante ―or-
denó Steven con una voz muy varonil.
―Ya. Y porqué yo, ¿eh? ―Se puso de pie, sobándose la cara―.
¿Por cualquier cosa que te pase tienes que meterme en medio?
―¿Y qué tiene? Eres el único que me aguanta, no tengo otra op-
ción. Rápido, Félix, esto es de vida o muerte.
―Me dices “Félix” cuando te vuelves loco, ¿no es así?

Corrieron hacia el paradero de autobuses. El cielo estaba despejado.


Ganas no cabían de sentarse a mirar las estrellas y esa luna llena res-
plandeciente.
Escaparse de casa para Félix ya era demasiado, peor era hacerlo a
medianoche.
―Mi madre, o mejor dicho, esa mujer, tenía unas prendas trau-
máticas en su cartera. Y me pregunté: ¿trabaja en un restaurante o
en una piscina?
―¡¿Rebuscaste en la cartera de tu mamá?! ―Félix abrió los ojos,
desorbitados―. Steven, eres un hijo malcriado. Yo nunca en mi vida
sería capaz ni de tocarle un rizo a mi mamá. ―Alzó las manos como
un santo.
En la parada de la esquina, su madre esperaba el autobús. Ellos
dos se escondieron detrás de las bancas de espera. Shannon no po-
dría reconocerlos, pues llevaban capuchas, a menos que se detu-
viera a analizar y se diera cuenta del bate con pegatinas de Steven,
que, pensándolo bien, se arrepentía de haberlo traído. Era muy vis-
toso y le estorbaba al correr.
―A ver, tenía que quitarme las dudas ―respondió Steven des-
pués de visualizarla―. Ella es muy rara. Y mi corazón me dice que
tiene un amante secreto, por eso que regresa tan tarde y lleva ropa

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sexy. Ella sabe que la vigilo, por eso se ha asegurado en muchas
áreas para que nunca la descubra, pero igual voy a desenmascararla.
―¿Un novio? ¿Enserio crees que por eso te abandona? Una madre
dejando de hambre a su hijo por irse con un hombre… Eso nunca lo
había visto.
―Yo tampoco, mi querido Watson. ―Steven se apoyó sobre su
bate como si fuera Sherlock sobre su bastón.
A Félix le brillaron los ojazos, entendió que Steven quería actuar
como el famoso detective, así que le siguió el juego. Pasaron a ser
Sherlock Steven Holmes y el doctor Félix Watson, se pusieron de
acuerdo y cambiaron su lenguaje vulgar para hablar como dos caba-
lleros refinados.
―Mi querido Holmes, ¿por qué siempre trae ese inusual bate y
nunca lo usa? ―Félix portó una pipa invisible entre los dedos.
―Verá, mi estimado doctor. Es por si nos atacan. La ciudad es lú-
gubre y me da miedo.
―¿Sherlock Holmes teniendo miedo? ―Félix arrugó la nariz―.
¡Así no era! ¡Sherlock Holmes no era ningún cobarde!
―Félix, por favor, tú solo continúa con tu personaje. Y no perda-
mos de vista a mi mamá, en cualquier momento vendrá el autobús.
El autobús aparcó en la esquina. Shannon pagó al chofer y subió
junto con otros pasajeros.
―Bueno Steven, fue un agradable placer ser tu mascota. ―Félix
giró como un torbellino para huir. Steven, sin mirarlo, lo jaló de la
capucha y lo trajo de regreso.
―Regla número uno de esta misión ―lo miró a los ojos―: no
abandonarla.
―Si mi mamá me broncea las nalgas, será tu culpa.
Se apresuraron yendo detrás de Shannon. Las puertas automáti-
cas se abrieron. Pasaron hasta el fondo con la cabeza gacha para que
no les viera el rostro, y atrás quedaron sosteniéndose de las barras
metálicas, estaba repleto y todos iban apretujados. Ella se sentó en
un asiento de adelante. Steven, desde atrás, se paró de puntitas, es-
tirando el cuello pudo ver que chateaba con la persona misteriosa.

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―Ojalá tuviera algún artefacto espía para colgarme de estas ba-
rras y ver con quien habla.
―¿Como Jackie Chang?
―En efecto. ―Asintió Steven con una mueca.
El autobús se estacionó frente a su destino: el supermercado.
Sherlock Steven y Félix Watson no esperaban que llegara a ese lu-
gar. Pensaron que se dirigirían a su trabajo, pero esta vez no tuvie-
ron suerte. Su mamá bajó y entró al edificio.
―¿Qué va a hacer en el supermercado? ―preguntó Félix al aire.
―Es obvio que tiene dinero, me imagino que al fin comprará co-
mida.
¿Entonces sí estaba arrepentida de verdad? ¡Por fin tendría a su
madre de vuelta! Suspiró algo aliviado, pero aún tenía muchas inte-
rrogantes.
Entraron al supermercado sigilosamente y se mezclaron entre la
gente para que no los viera. Félix fingió moverse como un ninja, des-
lizándose en el piso de mayólica recién trapeado, entre los andamios
atiborrados de golosinas. Steven rodó por el suelo como una albón-
diga y se paró en una pose de samurái, con el bate en la mano como
una espada. Incluso inventaron una coreografía con una canción de
súper espías:

Misterio, misterio.
Estamos espiando a la mamá sospechosa.
Misterio, misterio. ¡Misterio resolver!

―¡Por Dios! Son tan lindas, quiero una. ―Félix desde el inicio se
distraía con cualquier cosa, se paraba a mirar las chinchillas ence-
rradas en jaulas de las tiendas de mascotas. Le tentaba adoptar todo
tipo de roedores, quiso llevarse los conejos y hámsteres: bichos ra-
ros con orejas y colas de todos los tamaños. Steven lo jaloneó de la
ropa para que no perdiera el tiempo―. Hay chicas muy lindas por
aquí. ―Rotaba la cabeza por cada rubia que pasaba.
―Ya cállate, Félix.

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―¡Qué gruñón! Y desde el inicio me estás diciendo Félix.
Steven paró en seco, lo encaró:
―Fél, tú tienes una mamá. Yo no.
No contestó. Esto era importante para Steven, no un simple juego
de locos. Iba enserio. Se limitó a sonreír grotescamente y a controlar
sus neuronas revoloteadoras.
Pasaron por la sección donde había un enorme comedor repleto
de gente comiendo y los pollos recién horneados. Steven lo absorbió
con un respiro hondo, le empezó a rugir el estómago.
Más adelante se detuvieron en el área de ropa femenina, ahí Shan-
non escogió los típicos vestidos coquetos que solía usar. Steven en-
rojeció de furor, habían pasado los puestos de verduras y todo tipo
de comidas y ni los miró. En su lugar, ella también eligió maquillajes
caros que estaban en la misma recta. Entonces, significaba que no
había cambiado, seguía siendo la misma vanidosa y egoísta de siem-
pre. Y pensar que ya la estaba queriendo un poco.
―Vaya, no vino a comprar comida para su hijo flaco ―comentó
Félix.
La espiaban escondidos entre unas blusas. El rostro de Steven ha-
bía vuelto a decaer, ya no se le veía con ganas de seguir jugando. Por
ello, Félix trató de comportarse serio, cambió su tono de voz extro-
vertido a uno más consolador.
Shannon se vistió con sus tacones altos y su nuevo minivestido
morado, que lucía su espalda descubierta. Terminó sus compras y
salió de la valla enrejada del sector Atlas, se dirigió a pie a… ¿el sec-
tor Montaña?
Los chicos se escondieron detrás de un edificio departamental; las
bocas se les abrieron al verla frente a las altas rejas del sector de los
ricos, el lugar de la gente más tacaña. Los 20 sectores de Calgary es-
taban cercados de diferentes maneras para prevenir que delincuen-
tes traficaran prostitutas o cualquier negocio ilícito a los otros sec-
tores, también para administrar mejor el orden de la ciudad, como
según decían.

85
Dependiendo de la economía o valor del sector era el cercado que
los dividía. Por ejemplo, una baya con púas rodeaba el sector Atlas,
y los vigilantes de sus puertas eran flojos, siempre los encontraban
durmiendo, por eso, no contaba como una buena protección porque
las rejas siempre estaban abiertas. El sector de los enfermos del vi-
rus europeo lo bloqueaba un muro de ladrillo, a ese sí lo vigilaban
los militares, nadie tenía permitido entrar a ese macabro matadero.
Luego estaba el sector de los granjeros, lo rodeaba una baya electri-
ficada que los protegía de los delincuentes y bestias salvajes del bos-
que.
Había otro sector que nadie vivía, solo era de fábricas y petróleo,
a ese lo tenían con todas las seguridades, muros, alambres de púas y
cámaras. No le hacía mucha diferencia al sector Montaña: el sector
de los dueños de casinos, empresas, supermercados e incluso el al-
calde de Calgary vivía allí.
―Okey, esto se está poniendo más raro ―Félix rompió el silencio
de confusión―. ¿Ahora qué?
A Steven le fluyó esa lluvia de preguntas sin respuestas. ¿Por qué
su madre iría al sector Montaña? ¿Para qué? ¿Por qué daba la impre-
sión de que no era la primera vez que lo hacía?
Dos vigilantes armados con fusiles protegían la entrada del sec-
tor, el resto de los vigilantes estaban al otro extremo de los muros.
Shannon saludó al par como si los conociera, después, procedió a
poner su tarjeta de pase en la pantalla registradora de la reja. La pan-
talla azul llena de códigos la escaneó. Una vez que terminó, hizo un
pitido y cambió a verde. “Bienvenida al sector Montaña, Shannon
Hickman”, dijo la voz robótica, la misma voz femenina que hablaba
en la camarita de registro de la escuela. Las rejas hicieron una reso-
nancia eléctrica y se abrió. Ella entró, después los vigilantes cerra-
ron la reja.
―No perdemos nada con intentarlo. Vamos. ―Steven se enca-
minó a paso audaz.
―Espera, ¿te volviste loco? ¿Quieres ir a ese sector maldito prote-
gido como el muro de Berlín?

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―No, quiero descubrir a qué se dedica mi mamá. Esta es la única
oportunidad que tengo; si no lo hago todo seguirá igual, seguiré vi-
viendo en desconfianza.
―Entiendo, pero, ¿hola?… Se está dirigiendo al sector de la gente
mafiosa. ¡El sector Montaña! Eso significa peligro. Alerta roja, Ste-
ven.
―Tú querías vivir ahí. Si quieres, acompáñame, pero si te orinas
de miedo, puedes regresar a tu casa a cubrirte con tu mantita.
―Eres muy cruel ―protestó Félix, cruzando los brazos sobre su
pecho, disgustado. ¿Por qué Steven se comportaba así? Hubiera sido
mejor que no lo invitara a su “misión”.
Steven no le dio importancia, fue en dirección a la reja. Félix per-
maneció en el hueco de la indecisión, si regresaba a casa, su mamá
lo estaría esperando para castigarlo por escaparse. Convenía arries-
gar el pellejo.
―Está bien, te acompañaré. Eres odioso…
Pensaron que, si ponían la retina derecha en la pantalla les deja-
rían pasar, pero los vigilantes de inmediato les bloquearon la en-
trada.
―Aquí solo se permite el Código en la mano derecha o incrustado
en el cerebro ―indicó uno de los vigilantes con unas gafas oscu-
ras―. También tienen la opción de registrarse con la tarjeta de pase,
pero con la condición de que se pondrán el Código cuando esta
venza.
Steven arrugó la cara. Dieron la espalda a los vigilantes para llegar
a una decisión.
—¿Ahora qué hacemos? ―inquirió Félix en voz baja, desespe-
rado.
―Supongo que hoy no usaremos la fuerza ―anunció Steven.
Steven no quiso usar su bate porque podría matar al par de hom-
bres, pero antes de que ambos chicos abandonaran la misión, de la
frente de uno de los vigilantes salpicó un chorro de sangre y se de-
rrumbó en el suelo.

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El otro vigilante apuntó con el fusil a las sombras de las calles y
empezó a disparar. Steven y Félix se tiraron de cara al suelo, cu-
briéndose la cabeza con las manos. En las calles, un grupo de ciuda-
danos, o quizás eran los tal llamados Ceros (terroristas), se habían
unido para asaltar el sector. Sucedía casi diario, por eso construye-
ron el muro.
El vigilante logró asesinar a una chica encapuchada que dispa-
raba entre unos edificios, hasta que los cientos de balazos hirieron
al hombre en la pierna. Cayó de rodillas con un grito agónico.
―Huyamos de aquí ―dijo Steven guardando la calma. Agarró el
brazo del vigilante muerto, procuró no mirarlo a la cara sino vomi-
taría del miedo. Lo estiró hasta la pantalla azul y el aparato le esca-
neó la mano derecha, en unos segundos dio la bienvenida al nombre
del vigilante. Las rejas vibraron. Ellos pasaron, ignorando la repren-
sión del vigilante que luchaba por su vida, la que los Ceros se la arre-
bataban en suspiros de balas triturándole el pecho.
Corrieron en línea recta. Sabían que las cámaras de seguridad de
los muros ya los habían visto, en cualquier momento llegaría la po-
licía a detenerlos. Pero terminarían lo que empezaron, Steven no re-
gresaría a casa sin respuestas.
―No puedo creer todo lo que hago por ti. ―Félix sacudió la ca-
beza.
De inmediato quedaron con la boca abierta, como si hubieran
visto el paraíso. Mientras más avanzaban, más parecía que se su-
mergían en una ciudad diferente a la que ellos vivían. Todo parecía
Londres: edificios y mansiones elegantes, como casas de muñecas
antiguas. Jardines enormes y calles limpias. El aire allí parecía me-
nos contaminado. Mientras Steven y Félix contemplaban el mundo
refinado y perfecto, no perdían de vista a Shannon.
Por las pistas iban los autos eléctricos que parecían naves o cap-
sulas lisas. La gente vestía como si se fuera a ir de fiesta, todos traían
unas radiantes sonrisas y parecían sin preocupaciones. Era todo lo
contrario al sector Atlas, que era un suburbio atestado de ratas.

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―Padre purísimo bendito ―expresó Félix―. Me retracto de todo
lo que dije, ¡quiero vivir aquí!
―Es impresionante, pero a mí no me termina de dar buena espina
este lugar.
―Sí, sé que hay muchos traficantes y criminales, pero esos están
en todos lados. Es inevitable. Aquí la gente es más feliz.
―Eso parece.
Shannon caminó bajo los postes, en un hermoso barrio desolado
y silencioso. La gente dormía en la comodidad de sus mansiones ele-
gantes, cada una con esas famosas pantallitas azules en cada puerta.
Atravesó el caminito de ladrillos del jardín con piletas de una man-
sión blanca.
Al frente los chicos la espiaban detrás de los arbustos del jardín
de una casa… una mansión del tamaño de un estadio, llena de lám-
paras amarillas que colgaban en las altas paredes. Félix estaba intri-
gado, ya quería saber quién vivía allí. Steven no decía ni una pala-
bra, su mirada se hizo más oscura, como si ya supiese lo que había
detrás de esa puerta.
Ella tocó la puerta.
Como fue de esperarse, salió un hombre, peludo y en bata, y con
el pelo canoso. Le doblaba la edad a su joven madre. El tipo se creía
joven y que era muy guapo, sus gestos y forma amanerada de desen-
volverse, era rara para alguien de más o menos cincuenta y tantos
años. Transmitía vibras extrañas. Recibió a la mujer con una dulce
sonrisa y un beso en los labios. Shannon le daba una increíble con-
fianza, incluso le coqueteaba.
¿Entonces él era el amante secreto?
Entraron y cerraron la puerta tras ellos.
―¿Steven? ―Félix lo miró, preocupado.
Steven permaneció inexpresivo, pero cuando él le habló no pudo
retener las lágrimas. Se desvaneció en el pasto y escondió la cabeza
entre las rodillas. Félix no pudo hacer más que agacharse y acari-
ciarle el hombro, no se le ocurrieron las palabras necesarias para

89
consolarlo. No le diría que todo iba a estar bien porque no parecía
que iría así.
Lo que ocurría con su mamá no estaba en lo absoluto bien, las
pruebas de que no lo amaba eran obvias. Pero no podía ser posible,
debía haber alguna razón, algo más que explicara todo.
―Pensé que… tal vez era yo el exagerado. Pero ahora veo que, sí
soy una basura para ella… Tal vez un error.
―No digas eso. Tú no eres una basura, Steven.
―Sí lo soy.
―No lo eres.
―¡Claro que sí! Y estoy harto de sus tonterías.
―¿Qué vas a hacer? ¡Espera! ―Félix fue tras él.
Steven tras levantarse dio largos pasos hacia la mansión, con un
puñal en el pecho. Repiqueteó la puerta con rapidez, pero como na-
die hizo caso, tocó más fuerte. Nadie abrió, lo que incendió más su
temperatura. Empezó a darle patadas con todas sus fuerzas, una tras
otra; gruñía y gimoteaba como si hiciera un berrinche. El odio le ha-
bía arrebatado los sentidos.
―Steven, contrólate. Nos meterás en problemas. ―Félix lo cono-
cía perfectamente, sabía que, cuando llegaba hasta el colmo de sus
cabales ganaba más fuerza de lo normal, por ello era mejor calmarlo
con palabras suaves. Estaba roto, no necesitaba que lo rompieran
más.
Inclusive los vecinos del barrio empezaron a salir por los golpes
estremecedores. Se esperaba que en cualquier momento derribara
la puerta.
Después de unos segundos, aquel supuesto novio de su madre dio
la cara. Miró a Steven con una expresión de espanto.
―¿¡Qué haces!? ¿Estás loco, niño?
Steven tomó impulso y lo derribó con un puñetazo en el rostro. El
hombre lanzó un grito de dolor mientras perdía el equilibrio, cayó
al suelo como un pesado costal. Steven entró en la casa, dando piso-
tones en el piso de madera. Transpirando como un búfalo rabioso,
llamó a su mamá varias veces, hasta que ella bajó las escaleras,

90
pálida y con los ojos desorbitados. Llevaba puesta una bata, por de-
bajo no tenía nada.
―¡¿Steven, qué haces aquí?!
Félix entró a la casa pidiendo disculpas al señor, que seguía so-
bándose la mitad de la cara, que ahora la tenía deformada. No se le
veía para nada feliz.
―“Eres mi todo, hijo”. ¿Qué más mamá? ¡Dime otra palabra bo-
nita!
―¿Por eso tenías que destrozar todo?
―¡Ya deja de hacerte la santa! ―Las mejillas de Steven estaban
ardientes, los ojos rojos de tanto llorar―. ¿¡Por qué no me dices de
una vez que no me amas!?
―Yo… sí te amo, cariño. Pero esto es necesario.
―¿Necesario qué? ¿Tener un amante y dejar a tu hijo abando-
nado? Creo que, si yo me muriera, me valorarías más. Ahí sí te acor-
darías de mí, mamá.
―Steven, no digas eso… Esto lo hago por nosotros ―se le atra-
gantó la voz. Agachó la cabeza, humillada, y continuó―: Steven,
yo… soy una prostituta.

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CAPÍTULO 10
Hijo de aquella

Las lágrimas de repente se detuvieron ya que no hallaron rumbo al-


guno.
―¿Que?
―Lo que oíste, yo… me vendo en el club nocturno. Pero es para
mantenernos. Ya sé que no te alimentaba, pero estuve ahorrando
para salir adelante. Tienes que entenderme. Aprendí a contentarme
con esto, y esto es lo que soy, y no debe de haber discriminación.
Todo el mundo ve a las prostitutas como unas flojas o pecadoras,
pero no es así. Hacemos lo que es correcto para nuestras vidas.
Las palabras de mamá sonaban más frías, incluso sus supuestas
lágrimas se habían borrado. Por la forma en la que se expresó, ma-
nifestó que sus sinceras disculpas fueron simplemente una ridícula
y cruel actuación. Estaba sacando a la luz su verdadero yo.
Steven solo la oía, no pensaba. No tenía fuerzas ni para contrade-
cirle o gritar.
―¿Recuerdas que yo te dije que dejaría de ignorarte? ―Ella bajó
las escaleras, puso la mano en el hombro de su pareja, que ahora es-
taba con un ojo amoratado y con ganas de mandar a Steven a un in-
ternado en la marina―. Te tengo buenas noticias: él es Ray. Él y yo
nos casaremos dentro de poco, ¿tienes idea de lo genial que es esto?
Nos ha prometido una casa grande en Toronto y mucha comida, ya
nunca nos faltará nada. Inclusive le conté que amas la música y que
tienes una hermosa voz. Él me dijo que hacía falta explotarte, por-
que talentos así no son fáciles de encontrar; así que me prometió
que te pondría en un conservatorio. ¿Puedes creerlo? Al fin harás
algo que te gusta.
Steven hizo una pausa antes de soltar todo lo que pensaba.

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―¿Y ya? ¿Es todo? ¿Paz y felicidad con ese tipo que ni conozco?
Gracias, mamá, me darás todo lo que menos quería en mi vida: un
padrastro.
La oferta sonaba tentadora para cualquier ingenuo, pero no para
él. Después de todo, le iban algo que le gustaba: música. ¿Pero a
cambio de qué, de mentiras y más pleitos? Ese hombre quería com-
prarlos para su beneficio y por deleite con su madre, no porque los
quisiese. Steven ya no tendría una vida normal; viviría con una
prostituta orgullosa de serlo y un hombre extraño que desconocía
de qué pie cojeaba. Steven sería la persona más infeliz del mundo,
lejos de sus pocos amigos, completamente solo.
Su madre le había mentido demasiado, se cansó de que jugaran
con él.
―Amor, esta podría ser la única oportunidad de ser una familia.
No tienes que llamarlo papá de una vez, pero te aseguro que sanará
esas cicatrices de tu corazón. Te dará todo lo que quieras, solo debes
venir con nosotros. Seamos felices.
―¡No voy a ir a ningún lado con una prostituta! ¿Crees que soy
un niño al que puedes manipular? ¡Estoy cansado de tus engaños y
de tus falsas actuaciones! ¡No eres una persona de la que puedo con-
fiar! Mi propia madre mintiéndome… Tú eres capaz de abando-
narme por cualquiera que te dé tus caprichos. Ya me quitaste dema-
siado, y no voy a dejar que me alejes de las personas que amo.
―¡Por favor, Steven! No te quité nada. No tienes nada que perder
aquí en esta ciudad. Las únicas personas que te aman aquí son la fa-
milia de Félix. En Toronto conocerás gente distinta, tendrás todo lo
que quieras. Conviviremos con gente rica.
Steven no levantó la cabeza.
―Eso solo te importa.
—Cariño…
—Puedes dejar de considerarme tu hijo.
Se dio vuelta y le tiró una patada a Ray en sus partes y éste lanzó
otro grito lastimero y se encorvó agonizante. Steven le hizo una
seña con la cabeza a Félix para retirarse de una vez por todas del

93
lugar. Félix le volvió a pedir sinceras disculpas al hombre antes de
irse, agradeció que Steven no le pegó con el bate.
En las rejas del sector, los esperaba un grupo de policías, les pu-
sieron una multa a ambos por haber entrado sin pase. Steven al ins-
tante les dio el nombre de su madre, y ellos la buscaron en la web del
SC (Sistema Ciudadano). La multa de ochocientos dólares para cada
uno la depositaron en su cuenta de banco. De cierta forma se sintió
aliviado por vengarse de su madre y salvar a Félix de esa multa im-
pagable.
En todo el camino de regreso, Steven no dijo ni una palabra, per-
maneció con la cabeza gacha y la mirada perdida, como si le hubie-
ran arrancado a un ser querido, y penosamente, así fue. Esa noche
su madre había muerto y nadie la iba a revivir. Félix iba a consolarlo
o por lo menos abrazarlo, pero lo dejó así. No supo si estaba enojado
o ahogándose en lo más profundo de su tristeza.
Al llegar a casa de los Jordan, Steven se hundió en el mueble. Rosa
les regañó a los dos por salir de casa a tal arriesgada hora y sin per-
miso. En cuanto Félix le contó todo lo ocurrido con la madre de Ste-
ven, ella amansó su enojo. Tampoco lo pudo asimilar, el descubri-
miento aclaró muchas cosas. Pero aún quedaba la duda de si en ver-
dad trabajaba en ese restaurante o si solo era un señuelo.
Steven ya no quería saber más, ya había tenido suficiente aquella
noche.
―Señora Rosario, nunca más quiero volver a mi casa. No importa
lo que pase, no importa si mi mamá reclama por mí, no quiero volver
a verla jamás. Preferiría vivir en la calle y comer de la basura como
cualquier vagabundo.
―Steven, no digas cosas que sabes que no te gustaría que te pasa-
rán, tu madre falló, pero debes regresar a tu casa. A veces, es difícil
comprender las razones de los padres para sacar adelante a sus hi-
jos.
―No quiero regresar. Ella nunca ha estado conmigo, ¿por qué
querría verme ahora que lo arruinó todo? Me perdió, ya está. Yo no
soy su juguete.

94
Rosa, sentada en el mueble frente a él, exhaló.
―Está bien, puedes quedarte un tiempo aquí hasta que te sientas
mejor. Luego volverás con tu madre…
―¡No quiero un tiempo, necesito vivir con ustedes! Prometo no
ser carga, la ayudaré en lo que sea, todo lo que quiera y necesite. Pro-
meto obedecerla siempre. Usted ha sido una madre para mí, señora
Rosa, debería adoptarme, así Félix y yo seriamos hermanos. Yo soy
más feliz con ustedes.
―Steven… eso no funciona así. Tú tienes a tus padres, y nosotros
no somos una familia completa. Nosotros nos mantenemos como
podemos.
―Ustedes son las únicas personas que han estado conmigo siem-
pre. No necesitan ser una familia grande para ser una familia verda-
dera. Ustedes son mi familia, las únicas personas que me valoran.
Por favor, no me rechace usted también.
―Nunca te rechazaría, Steven, pero como ya te dije, le perteneces
a otra persona. Pero siempre recuerda que, a pesar de ello, tú ya eres
de esta familia. No necesitas un cartón que diga que eres mi hijo,
porque siempre te consideraré parte de mi sangre. A los dos los amo,
y quiero que salgan adelante sin importar las dificultades. Tal vez
no pueda siempre ayudarte, pero siempre puedes contar con noso-
tros, y con Dios, que es tu padre celestial.
Rosa y Shannon no eran amigas, solo simples conocidas que se
saludaban cuando se topaban, pero, incluso así, sintió pesadumbre
por ella. Shannon era joven e inmadura. En sus inicios ella sí lu-
chaba por su hijo; no era la mejor madre, pero se esforzó en serlo
después que se divorció. Rosa nunca imaginó que llegaría a algo así.
Era aterrador ver a una madre negar a su hijo, engañarlo y abando-
narlo tantas madrugadas para ir a divertirse.
Félix y Rosa envolvieron a Steven en un abrazo acogedor, que
rogó que no lo soltaran.

***

95
Aquella mañana de lunes, Steven no le vio razón para ir a la escuela.
Estaba demasiado enojado para ir, almacenar más estrés con tantas
tareas y toparse con Percy. Necesitaba al menos un día de descanso.
Prefirió quedarse a ayudar a barrer la casa con la señora Rosa. Félix
se había ido a clases, por lo tanto, la casa estaba silenciosa.
La tranquilidad fue interrumpida por un repiqueteo en la puerta.
Llegó su madre.
Él no lo podía creer. Obviamente no se libraría tan fácil de ella,
después de todo, era su madre, aunque odiara tal realidad. Ella entró
con una amplia sonrisa, que podría resultar convincente y abrazó
amistosa a Rosa. Steven blanqueó los ojos, como siempre lo hacía
con las personas que despreciaba. Ella se le aproximó, actuando
como si nada hubiera pasado la noche anterior.
—¿Cómo estás, amor de mi vida? —Ella estuvo a punto de abra-
zarlo, pero Steven se desamarró de sus brazos—: Steven, cariño…
―¿Me hablas a mí? ¿Tú quién eres? ¿Cómo sabes mi nombre?
―dijo sin mirarla a los ojos. No podía, simplemente no podía ver a
su madre.
―No finjas, sé que no quieres verme, y lo entiendo, pero, hable-
mos sobre esto.
Otra vez pudo ver el puñado de hipocresía y falsedad en sus pala-
bras.
―Yo no hablo con extraños.
Creyó que lo dejaría en paz si la trataba cortante, pero ella más in-
sistió.
―¡Steven, por favor! ¡A mí no me hables con sarcasmo!
―¡Cállate! ¡No tienes derecho a gritarme!
―No me hables así, soy tu madre ―respondió dolida.
―¡Oh! Ahora sí, ¿verdad? —Steven ya no le creía nada y tampoco
sentía pena en hablarle así. Salió de la casa, rozándole el hombro.
―Steven…
―Solo volveré para recoger mis cosas.
Ese no era el hijo que crio. Pero, aunque él quiso ser bueno con su
madre, ella ya lo había sacado de sus casillas, ella sacó su peor lado.

96
Shannon fue tras él, lo persiguió por toda la cuadra, convenciéndolo
dulcemente para que fuera con ellos al nuevo hogar con su nuevo
prometido.
―Yo también me sentiría así, y te comprendo, pero también de-
bes comprenderme. No tuve alternativa.
―Tú nunca me comprendiste, ¿cómo puedes exigir compren-
sión, mamá?
―Solo míralo de esta forma, tú también lo habrías hecho. Y no es
pecado divertirse, tú también puedes hacerlo cuando quieras. Tie-
nes toda la libertad del mundo de gozar la vida; si la disfrutaras no
serías tan infeliz. Al principio yo pensaba igual, pero aprendí que no
todo es fácil. En la vida harás cosas que nunca imaginaste. Si te pu-
sieras en mis zapatos lo entenderías.
―Si me pusiera en tus zapatos preferiría que me enterraran vivo.
Entró a su casa.
Decía que lo hacía por su bien y que lo amaba, pero esas palabras
se las había expresado desde el inicio y nunca demostró que fuesen
verdad. Si uno ama, lo demuestra con hechos; y si uno quiere cam-
biar, se esfuerza en ello.
Steven alistó sus maletas, decidido a irse, no sabía a donde, pero
cualquier sitio resultaba el paraíso lejos de ella. No obstante, el
único lugar que le convenía era la casa de Félix.
―Steven, no voy a irme sin ti. Estas oportunidades no las tienen
todos, por eso debes aprovechar. Aquí no tenemos nada que ver.
Allá podrás cumplir tus sueños, no entiendo cómo no quieres.
―Los tuyos tal vez ―respondió Steven, mientras luchaba por ce-
rrar su segunda maleta repleta de ropa vieja―. Prefiero vivir bajo un
puente, a verte todos los días y acordarme de que soy un hijo de
prostituta. Y cuando alguien me diga esa grosería, lamentable-
mente tendrá razón.
Ella guardó silencio y apoyó la espalda en la puerta de la habita-
ción.
―No tienes idea de lo difícil que es criarte. ―Se cruzó de brazos.
―Por eso no me has criado.

97
―¿Crees que hago un mal trabajo?
―Creo que hiciste un buen trabajo en parirme.
―Okey… ―Juntó las manos y se le acercó―. No voy a dejarte
solo, Steven, no hay nadie más que te pueda cuidar.
―Puedo sobrevivir solo, ya lo he hecho cientos de veces sin ti.
―Te enviarán a un orfanato cuando descubran que no tienes la
custodia de nadie ―explicó, luego pensó un momento―. ¿Y si te
quedas con tu padre?
Steven dejó de hacer lo que estaba haciendo, subió la cabeza y la
miró con desdén.
―¿Con papá y con Percy? Prefiero el orfanato.
―Steven… ―Ella bajó los párpados―. Es todo o nada.
Cualquier sitio convenía que estar con su horrenda familia, igual
de horrible estaría su vida en un albergue. De todos modos, vivir en
la calle sería peligroso. Solo a un niño loco se le ocurriría vivir soli-
tario en las calles de Calgary, que era una plaga de robos que empeo-
raban cada que salía el sol, al igual que el mundo en general. Pero
vivir con su papá y Percy iba a ser otro desastre natural, sí, uno más
grande; y le asustaba cómo terminaría su estado emocional vi-
viendo con esos dos. Quizá otro psicópata como Percy.
No estaba a salvo en ningún lugar. Era un adolescente desampa-
rado que nadie quería.

***

―¿Enserio tu mamá es una prostituta?


―¡Oye, Steven! Vi a tu mamá en la puerta de la casa de mi tío.
―Ahora que me doy cuenta, mi papá engaña a mi mamá con la
tuya. ¿Qué tienes que decir al respecto?
―¡Yo no tengo nada que ver! ―explotó Steven golpeando su es-
critorio, a la quinta vez que sus compañeros de clase hablaban de su
madre y le hacían preguntas como: ¿qué se siente tener una mamá
prostituta?

98
¿Cómo todo el mundo se había enterado? Les había hecho jurar a
Félix y la señora Rosa que no contarán ese secreto ni a Dios. ¿Quién
más les contó? ¿De verdad habían visto a su madre, o solo lo decían
para molestar?
―Pero es tu madre, ¿cómo no puedes tener algo que ver? ―objetó
Jazmín.
Steven ya no lo soportaba más.
―A ustedes no les importa mis problemas.
Por lo menos se había vuelto un chico popular, pero no esperaba
que de esa forma.
En el recreo, Félix se sentó en la primera grada, junto a Steven,
que miraba al suelo con una cara de infelicidad.
―Las puertas de mi casa siempre van a estar abiertas para ti, sol-
dado ―soltó Félix algo inseguro, no sabía cómo demostrarle que de
verdad lamentaba todo.
―Gracias…
―Si tú lloras, yo lloro.
Entonces parecía que nada llenaría el corazón. Acostó la cabeza
en el hombro de Félix.
Félix le traía recuerdos de su hermano mayor cuando lo reconfor-
taba, la efímera época en que nada era perfecto, pero que no se sen-
tía tan solo. Pese a la vida difícil que llevaban, yacía un poco de ale-
gría en medio de tantas lágrimas. Percy le hacía olvidar que estaba
al borde de un precipicio y que no había quien lo agarrara. Después,
todo se arruinó de la manera más tonta. Hasta que llegó su mejor
amigo, como una respuesta a sus oraciones.
Una respuesta a sus oraciones…
Le visitaron los recuerdos de niño, las veces en que oró a Dios por
un amigo verdadero. Tras un mes llegó a su vida. Llegó desde Perú,
desorientado, tembloroso, un niño de nueve años sin amigos. Re-
sultó siendo el remplazo de su hermano mayor.
Quizá la mejor familia no siempre es tu familia.
No quería que él también lo abandonara, no toleraría otra persona
falsa en su vida. Ya tenía mucho con los ingenuos de su secundaria.

99
―Bueno, bueno. Qué tenemos aquí…
Los chicos fueron interrumpidos por la voz burlona de Percy y las
risitas de sus dos amigos.
―No estoy de humor para tus molestias, Percy ―Steven se defen-
dió antes de que empezara a torturarlo―. Simplemente, olvídate de
mí, haz como que no existo y vive tranquilo.
―Pero si es tan divertido arruinarles la felicidad. Y, me enteré de
que viviremos juntos.
―Sí, ya sé. Será una pesadilla. ―Rodó los ojos.
Percy se acercó a su rostro, mirándolo fijamente, tan cerca que
Steven pudo ver en lo más profundo de sus ojos opacos. Eran des-
agradablemente bonitos. ¿Cómo una persona podía ser dos cosas?
Hermoso y horrendo.
―Quiero que te quede claro ―informó Percy―: no intentes desa-
fiarme en nada, y menos trates de meterte en mi habitación porque
quedarás sin cabeza. Tú eres nadie, un error, un hijo de prostituta y
lo serás siempre.
―¿Olvidaste que son hijos de la misma madre? ―intercedió Fé-
lix.
―Tú te callas, inmigrante.
Evidentemente quería descargar su ira en alguien, y su hermano
menor era el muñeco de trapo perfecto para ello. Steven frunció el
ceño, sus ojos se llenaron de lágrimas para su vergüenza. Demostrar
debilidad ante su peor enemigo era la humillación de su vida.
―¿Qué? ¿Te hice llorar? Pues llora, hermanito, así te ves más bo-
nito.
Los amigos de Percy les lanzaron las más feas groserías, antes de
alejarse a carcajadas. Steven apretó los puños, las uñas se clavaron
en su piel. La cabeza le dio vueltas. Después de tanto se le hizo im-
posible aguantar los reflejos de defensa.
―Maldito Percy.
―Déjalo ir, es una regla no seguirle el juego a Percy. Sabes que
solo quiere irritarte, nada más.

100
―Pero odio que me agarre de tonto. Necesita que lo eduquen, así
no se vuelve a meter con nosotros.
Steven rodeó la boca con las manos y le gritó una grosería a Percy
que lo hizo encender. Como era la tradición, acabaron enrollados en
otra pelea y alborotando todo el pasillo.
En fila los volvieron a mandar a dirección a todos. Esta vez, los
amigos de Percy no lograron escapar.
―Los hermanos Jaron, los famosos hermanos Jaron ―poetizó el
subdirector con una sonrisa, mirando a los infelices sucios, desfa-
chatados y maltrechos.
Steven se preguntó si su madre ya había encontrado la verdadera
felicidad con su nuevo esposo.

101
CAPÍTULO 11
Hermanos en guerra
Se dirigieron en el vehículo a la casa de Frank.
Steven, acostado entre todas las cajas de la miniván, miraba al te-
cho, quejándose de lo apestosa que era su existencia. Se sentía peor
que una vaca que camina al matadero, como un gusano a punto de
ser tragado por un pájaro. Partía al hades a sufrir su condena. Con la
mudanza se libró de su madre, pero ahora tendría que aguantar a su
padre y su hermano, dos insoportables. Se preguntó cuál era el sig-
nificado de la vida y en dónde estaba Dios, si es que de verdad exis-
tía.
Dios estaba en todas partes, esperándole con mucha paciencia,
mandándole ayuda y señales para que atienda.
―Yo solo sé que la vida nunca me sonríe, me hace bullyng.
―¡Yo también odio la vida! Pero la vida de adulto ―respondió
Gary, que también estaba amontonado entre todas las cajas―. Ojalá
tuviera catorce de nuevo, no tendría nunca que trabajar. Quiero ser
libre como un pajarito. ―Gary empezó a silbar como un pichón. Es-
taba loco.
―Demasiadas hierbas, Gary ―opinó Félix.
―Shh. Prohibido prohibir.
―Se ve que a Dios no le caigo muy bien ―declaró Steven tras un
silencio.
―Tal vez se está vengando de ti por incrédulo ―opinó Félix.
―¿Qué pasa ahí atrás? ―preguntó Gideon conduciendo en el ti-
món―. Parecen gatos llorando.
—Steven está sufriendo porque le tocaría vivir con su peor
enemigo —Félix explicó.
Eso le hizo mucha gracia a Gideon, era ilógico que su hermano sea
su peor enemigo, no se imaginaba el odio que se sentían el uno por
el otro. ¿Qué tenía que pasar para llegar a ese punto?

102
―Steven, debes amar a tu hermano, no es algo normal que se
odien así.
―¿Bromea? No gracias, a él no se le puede amar. Él es Hitler.
Gideon rio.
―No exageres. Debes respetarlo, aunque sea pesado. No le pa-
gues mal por mal. Él es tu sangre, tú familia, es horrible cuando los
hermanos se odian. Por el odio es que tenemos guerras, hambres…
―Él no merece amor, es una piedra. Días grises me esperan. No
puedo amar a alguien que no me ama.
―¿Tú mereces amor? ―Lo observó por el espejo retrovisor.
―¿Yo? ¡Pues, claro que sí! Nunca me lo dieron. Todos… necesita-
mos amor… ―Steven se detuvo a pensar.
Percy al igual que él, nunca había recibido afecto de sus padres, ni
de nadie, probablemente menos que él. Porque al menos, Steven en
su infancia sí tuvo a su madre, y aunque ella no había sido la más
cariñosa del mundo sí lo cuidaba y le daba todas las atenciones que
se podía dar a un niño. Hasta que creció y lo demás fue historia. En
cambio, Percy vivió toda su vida con su padre y eso significaba: nada
de amor, maltrato, cero atenciones, solo tristeza y soledad.
Los únicos y más bellos recuerdos de su pasado, para su desgracia,
los tenía con su hermano, pero los tiempos cambian, las personas
cambian. Un día pueden amarte y después odiarte hasta tu muerte.
Y Steven no comprendía por qué.
―¿Todos merecemos amor excepto Percy? ―inquirió Gideon―.
¿No crees que eso es lo que más necesita alguien al que nunca sus
padres amaron?
―No puedo amar a alguien que me hace daño, ni siquiera puedo
amar a mis padres, además ―exhaló agotado―, no estoy obligado a
amarlos.
―Ya, pero ¿le hace bien a tu alma y tu salud odiarlos? Solo, mí-
rate, vives amargado y deprimido. ―Lo miró encima del hombro.
Steven no se aventuró a refutar, desvió la vista hacia el techo―. El
verdadero amor es amar, aunque esa persona no te ame.

103
Pero Steven no quería amar, ¿para qué iba a desperdiciar su
tiempo y sentimientos en alguien que no lo iba a valorar?
Gideon simplemente se refería a no guardar odio, tal vez no darle
toda la confianza del mundo, pero, dar la otra mejilla.
―Eso es exactamente lo que hizo Jesús ―continuó Gideon― por
ti y por toda la humanidad. El odio no te va a ayudar a resolver tus
problemas, más bien los agravará más. ¿Imagínate si Jesús en lugar
de morir por amor nosotros nos hubiera odiado? No estaríamos
aquí.
Ahí estaba Jesús de nuevo.
Steven no le veía caso de que él tuviera un propósito, como a veces
decía Gideon. ¿Qué tenía que ver Steven con Dios? Ni siquiera creía
en lo que mandaba. ¿Para qué Dios querría a un incrédulo orgulloso
como él? ¿Qué quería este Dios que tanto lo perseguía?
¿Qué era el amor?
Si la gente amara se evitaría muchas guerras.
Él no estaba listo para amar a Percy.
Giraron la calle y llegaron a la casa de Frank: un edificio angosto
de ladrillos (como todos los edificios de aquel barrio), y de dos pisos
desperdiciados, porque solo vivían dos personas. Las calles, como
siempre daban miedo, repletas de suciedades, vidrios rotos y vagos
fumando por las esquinas. Nunca faltaba la pobreza.
Tal vez lo único bonito de Calgary en estos momentos resultaba
ser la Torre de Calgary. Desde aquel barrio horroroso podía verse so-
bresalir tan deslumbrante con sus luces neón entre los edificios. Era
su estructura como la forma de un platillo volador encima de un
poste, con ventanas alrededor y una antena gigante en la punta. 626
pies. Una de las estructuras más altas y hermosas de Canadá. O más
bien, antes era la más bonita.
Antes cualquiera podía pagar su entrada y ver el panorama de la
ciudad o comer en un restaurante de dentro. Hoy esa turística torre,
no era más que una aburrida torre de control, donde vigilaban la ciu-
dad y los veinte sectores con las cámaras. Además de que de ahí pro-
yectaban las noticias, como un holograma aparecía en el cielo

104
cuando el presidente Efraín Varnes dictaba algún mensaje a la na-
ción, de modo que, aunque no tuvieras televisión siempre te entera-
rás de los mensajes del presidente.
Sí, el mundo cambió. Lo bueno, ya no era bueno; y lo malo, era
mordaz.
Descendieron de la miniván bajando las cajas. Steven saltó hacia
el asfalto y paseó la vista por el lugar. Más allá se visualizaban calle-
jones; se prometió no cruzar por allí. El viento recio humedeció sus
mejillas, dando aviso de que iba a llover. Junto con Félix cargaron
unas cajas medianas y subieron las gradas hacia la puerta de su
nueva casa.
―Linda casa. Mis condolencias por lo que vas a sufrir ―dijo Félix
con una sonrisa lamentosa.
―Ni lo menciones.
La puerta de la casa estaba entreabierta, Félix le dio una patadita
con su pierna robótica para abrirla.
En la oscuridad de sala, destellaban las lucecitas coloridas que se
deslizaban alocadamente por las paredes. Por doquier rondaban los
amigos de Percy, algunos haciendo travesuras en la cocina, otros
charlaban en grupos y se mecían al ritmo del rock ensordecedor que
sonaba de las bocinas en los armarios. Por otro lado, Nickelson se
besaba en un rincón con Cesia. Thom hacía competencia con otros
chicos y encestaban las latas de cerveza en un bote de basura. Las
chicas, en los muebles cotilleaban, abrazadas de los chicos.
Cada uno bebía de su lata, pero ninguno se mostraba tan borracho
como Percy, con el rostro rojo y los ojos irritados. Estaba tendido en
un mueble viejo, con la cabeza colgando al vacío, las piernas arriba.
Disfrutaba del momento. Desde que se embriagó lanzaba risas atra-
gantadas y balbuceaba disparates.
―Válgame el cielo ―susurró Félix, impactado.
Dieron unos titubeantes pasos hasta el centro. Percy los vio. Se
levantó torpemente y se dirigió tambaleándose hacia ellos. Vestía
todo de negro, como era su estilo, con una chaqueta que ya se le caía
de su hombro desnudo, y unos jeans rotosos, como los de Steven.

105
Con una cara risueña estiró el brazo y señaló a Steven.
―¡Tú! ¿Qué es-tás hacien-do en mi ca-sa, gusanito? ―exclamó
entre dientes, salió una voz congestionada y más gruesa de la habi-
tual.
―¿Tienes permiso de papá para hacer esto? ―curioseó Steven,
sin ninguna pisca de miedo.
Frank no estaba en casa, era la hora del patrullaje nocturno. Las
oportunidades de que Percy hiciera un fiestón eran pocas. Su padre
le gritoneaba hasta por respirar, por supuesto no desaprovechó esta
noche para perder la lucidez.
―Toma, ¿quieres un trago? ―Percy le extendió una lata de cer-
veza.
―No, no quiero problemas. Solo dime donde será mi habitación.
―¡Pe-ro si yo no es-toy causando problemas! ―manifestó en un
dejo de victima―. So-lo es-toy dialogando con mi cantante herma-
nito lindo. ―Le jaló de un cachete. Steven, molesto, le sacó brusca-
mente la mano de la cara. Percy, motivado a irritarlo más, se giró y
anunció―: ¡Gente Atlasiana! ¿Ya les había con-tado de mi her-ma-
nito prodigio? Cuando éramos niños yo pintaba y él cantaba, la im-
pre-sionante voz que tenía era todo un deleite. ¡Oh, qué recueros!
―Si canta tan bien como dices, debería hacernos una demostra-
ción, ¿no crees? ―sugirió Nick, que abrazaba a Cesia en el hombro.
Todos asintieron a lo que él dijo. Echaron barras para que Steven
cantara.
Steven se puso rojo. Él cantaba en el aislamiento de su cuarto y en
la ducha, donde estaba a solas con el cepillo y con el pelo lleno de
champú, allí nadie lo molestaba. Nunca había cantado frente a un
público de quince adolescentes desquiciados y ebrios.
―¡Oh sí! ¡Mi hermanito bebé nos deleitará con su voz! ―Percy
volvió a jalarle de los cachetes.
Todos asintieron y continuaron con su vitoreo burlesco. Steven
emitió un gruñido y le tiró un puñete en el brazo para que dejara de
pellizcarle.

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―¡Wow! ¡Nos ponemos agresivos! ―Percy lo esquivó y se volvió
al público―: ¡Todos que-remos que Steven nos demuestre su épica
voz! ¿Verdad? ―Echó a reír.
―¿Y si no se le da la berrinche gana? ―confrontó Félix.
—No, él sí que lo hará. ¿No, mi querido hermanito?
De tanta insistencia, a Steven no le quedó de otra que darle su
gusto, pelear con Percy era peor que su pánico escénico.
Unas chicas bajaron el volumen de las bocinas, se callaron entre
los jóvenes, hasta que se hizo un limpio silencio. Las vistas se fijaron
en Steven, esperando a que empezase su concierto. Entonces, él se
aclaró la garganta, llenó de aire el diafragma y procedió a cantar una
canción romántica en francés que su mamá a veces ponía en la ra-
dio, y le dolió haber escogido aquella canción. Le trajo recuerdos de
su infancia, en la que ellos dos cantaban mientras no estaba su duro
papá en casa. Recordaba a su mamá, una joven soñadora con un
semblante de tristeza.
Las risitas de todos se convirtieron en sonidos de asombro, a to-
dos se les cayó la mandíbula y comentaron admirados.
―¿Eso es… francés? ―inquirió Cesia.
Como canadienses, la mayoría hablaban en ambos idiomas.
Percy lo escuchaba atentamente con una sonrisota, sus ojos chis-
peaban tal cual un político corrupto ve el dinero de un país. Verlo
tan feliz merecía tomarle una foto y titularla “cosas que nunca pa-
san”. Por lo general su mirada acuchilladora atemorizaba, pero
ahora parecía que la cerveza lo había transformado en una persona
extrovertida y “feliz”. Lo cierto era que ansiaba desde mucho escu-
char la voz de Steven, y le impresionó cómo esta había cambiado con
el tiempo. Antes veía a un niño con una voz dulce, ahora, a un mu-
chacho tenor con una voz estremecedora.
Steven cantó el coro de aquella canción y la dio por finalizada,
porque le aterró seguir parado como un monaguillo en medio de las
caras extasiadas de los jóvenes.
―Te luciste con el francés masticado, soldado ―lo halagó Félix.

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―¡Bravo, bravo! ―Percy aplaudió con fuerza―. ¡Les dije que can-
taba como los dioses!
Todos aplaudieron y silbaron por el increíble espectáculo. A Ste-
ven se le trazó una tierna sonrisa, se sintió bien que lo apreciaran
por primera vez. Los recuerdos de las veces que Percy fue bueno con
él eran ajenos, hoy volvió a obtener la esperanza de que algún día
volvieran a ser como antes.
―Ay… Steven. ―Percy fingió secarse una lagrimita―. E-sos fue-
ron los mejores ladridos de perro que jamás haya escuchado.
Toda felicidad se le borró del rostro, fue reemplazada con una de-
finida expresión de violencia.
―¿Cómo me llamaste?
Percy se cruzó de brazos y le sonrió con un aire desafiante.
―Perro. Eso es lo que eres. Al igual que mamá.
La respiración se le agitó, una corriente le recorrió por los puños.
Dejó la caja en el piso y se arrojó sobre él. Se esmeró esta vez en apu-
ñetearlo bien fuerte con la intensión de que nunca más se atreviera
a subestimarlo. Percy, en el suelo, se moría de la risa; por más que
Steven intentara, nunca lograba que le dolieran sus golpes, más bien
lo alentaban a lanzarle más insultos. Claramente, estaba hecho de
piedra por dentro y por fuera.
―¿No puedes golpear más fuerte, perrito rabioso? ¡Guaf! ¡Guaf!
Y sus amigos siguieron sus burlas y empezaron a ladrar, a soltarle
ofensas contra él y su madre. Parecía que todos allí ignoraban que
los dos eran hijos de la misma madre. Percy lo olvidaba siempre.
Félix gritó que pararan, algo que no pasaría.
Gideon y Gary entraron por la puerta y se pasmaron al ver la terri-
ble guerra. Gideon bajó las cajas que cargaba, para jalar a Steven por
debajo de los sobacos, se movía peor que una bestia rabiosa.
―¡Detente!
Steven insistía en conseguir su objetivo de reventarle la cara, pero
él lo rodeó con un abrazo para que dejara de patalear. Tenían la pinta
de un psiquiatra envolviendo a un aturdido en una camisa de
fuerza. Su fortaleza en sus arranques de ira era alarmante, ni

108
siquiera Gideon tenía tanta fuerza para detenerlo. Hasta que por fin
logró calmarlo, un poco. Estaba fuera de sí, sus ojos desorbitados,
respiraba con premura y sudaba a chorros. Los jóvenes alrededor se
miraban entre ellos, aterrados, a algunos les dio gracia.
Gideon lo arrulló como a un niño para calmar sus nervios.
―Ya, ya… ya está bien. ―Le sobó la mejilla―. ¿Qué fue lo que ha-
blamos, Steven?
―¡E-él comenzó primero! ―Lo señaló.
Percy se puso de pie, desfachatado y le mostró los dedos medios
de ambas manos. Steven no dudó en devolverle el mismo gesto, con
ganas.
―¡Steven, ya basta! ―Gideon le bajó las manos.
Procedieron a subir las escaleras con las cajas, para avanzar con la
mudanza. Steven agarró también su caja y subió las escaleras con
ellos, le regresó la mirada a Percy, que se reía y le volvió a levantar
los dedos medios. Steven se lo regresó.
El exnovio de Cesia retornó de la tienda, entró a la casa con dos
paquetes más de cerveza, para embriagarse por lo menos hasta que
Frank haya terminado su patrullaje. Todos lo rodearon para tomar
una lata. Percy se desplazó hacia él dando trompicones, agarró un
paquete y volvió a aventarse en el mueble a continuar emborrachán-
dose hasta quizá desmayarse, haga mil cosas vergonzosas y sus ami-
gos lo cargasen hasta su cama.
Steven y los chicos dejaron las cajas de mudanza en un cuarto va-
cío y pequeño, que pensaron que Frank lo desocupó para que se que-
dara ahí. Gary y Félix fueron y vinieron trayendo más cosas a aquel
lugar. Gideon se llevó las manos a la cintura y dio una recorrida con
la mirada a la habitación abarrotada con los cachivaches que traían.
―Qué feo tener una relación de hermanos de esa forma ―co-
mentó él. Steven a su lado lo miró por el rabillo del ojo.
―Oiga, no me gusta que mi hermano se burle de mí, ¿okey? La
única manera de cerrarle la boca es esa. Si no lo golpeo yo, él me gol-
peará a mí primero. Tengo suerte de que no compartiré habitación
con él.

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Gideon bajó los ojos, buscó las palabras correctas para cambiarle
su forma de pensar, no quería parecer juzgador, él ya tenía demasia-
das complicaciones. Sin embargo, los problemas de Steven se agra-
vaban más a causa de sus reacciones iracundas, y empeoraría más si
no le decía la verdad.
―Sin querer se están matando entre ustedes.
Steven entrelazó los brazos en el pecho y le sonrió como si fuera
lo más normal entre ellos.
―“Matarnos” es una palabra muy pequeña para expresar lo que
sentimos el uno por el otro.
De hecho, se matarían si no existiera cárcel. El odio de Steven cre-
cía conforme más lo alimentaba, y lo que pediría por encima de un
propósito para vivir, sería que toda su familia desapareciera, y
luego, desapareciera él.
―Hay demasiada amargura en sus corazones, estás lleno de ira y
resentimiento. Pero hay una salida…
―Gideon, yo a usted lo aprecio, pero mi cerebro no logra enten-
der nada sobre Dios. Como ya le dije… Dios no arregló mi vida.
―Ya veremos. ―Sacó del bolsillo de sus jeans una vieja biblia―.
En este libro, conocerás su verdadero carácter y aprenderás a cómo
vivir en rectitud. Este libro es el mejor tesoro que he recibido, el que
cambió mi vida. Te lo doy para que tú también cambies la tuya.
―Gideon, no… eso es suyo.
―Quédatela, es tu regalo de cumpleaños por adelantado. Tú ne-
cesitas a Dios más que nada en este mundo. Te aconsejo que leas los
Proverbios, Job, Juan y las cartas de Pablo. ―Indicó con el dedo―.
Mis textos favoritos están marcados.
―Estás loco. No la voy a aceptar, y ni siquiera la voy a leer, se em-
polvará en mi armario.
―¿Quieres conocer a Dios? ¿Quieres ver la gloria de Dios y saber
que sí existe? Cree. Es carta de amor de Dios para ti.
Steven arrugó la nariz, disgustado recibió la biblia, con un reso-
plido.
―Lo haré porque soy buena gente. No quiero dejarlo mal.

110
―Y te lo agradezco, caballero. ―Gideon sonrió.
No perdía nada con hacer la prueba si de verdad vería la gloria de
Dios; si le llegaba a aburrir, la abandonaría bajo su almohada para
soñar con los angelitos. No se convertiría aún, tenía numerosas an-
siedades bajo una alfombra que no se las pretendía confesar a Dios.
—Ustedes también debería leer sus biblias, chavales, descubrirán
muchas cosas —animó Gideon a Gary y Félix.
—Mi biblia solo la usa mi mamá.
―La verdad que prefiero trabajar de la mañana hasta la noche
para algún día pagarme por sí solo la carrera de la universidad ―fue
la respuesta de Gary.
―Y también para fumar rica marihuana, ¿eh? ―Félix receló.
Gary lo jaloneó de los rizos, haciéndolo doblar el cuello hasta
abajo, para que se callara la boca y no hablase mentiras. Él emitió un
chillido de dolor y también le jaló las rastas. Gary lo obligó a pedirle
disculpas de rodillas, o si no lo acusaría con su mamá de que era un
ladrón profesional. Félix le sacó la lengua.
—¿Enserio cree que Dios me va a ayudar? —preguntó Steven a Gi-
deon.
—Lo super creo, si estás dispuesto a recibir su ayuda.
—Entonces, si Dios me ama, que haga que mi mamá deje de pros-
tituirse y que mi familia se arregle.
Gideon sonrió apretando los labios.
—Lo hará si está en su voluntad.
—¿Y si no lo está?
—Él sabrá qué hacer.
Una vez que terminaron de desempacar, se pusieron a ordenar la
habitación: la cama por un rincón, el escritorio en otro extremo. Y a
la media noche se marcharon agotados a sus casas.
Steven lamentó no tener ventana para escaparse. En el caso de
querer huir tendría que caminar de puntitas en la noche y abrir con
cautela la puerta. Estaría atrapado en aquel horrible lugar. Su papá
era la versión masculina de su mamá, también trabajaba todo el día

111
y regresaba en la madrugada casi siempre borracho. No era gran
cosa que su hermano mayor siguiera sus pasos.
«Ambos son un par de borrachos», pensó desde las escaleras, ob-
servando a Percy que ya parecía una rata ahogada de tanta bebida.
Estaba acostado en el mueble, la cabeza le ardía y tenía unas inso-
portables nauseas.
Cesia aprovechó para sentarse junto a él, a ver si así le prestaba
atención. Percy lo único que vio en vez de una chica agraciada, fue-
ron luces borrosas que lo marearon aún más. Era un milagro que ella
no estuviese ebria. Steven no se quiso imaginar lo que le pudieran
haber hecho si estuviese en ese estado, y peor por la ropa demasiado
reveladora que usaba: shorts que parecían calzones y una blusa con
un escote enorme.
No, jamás le gustaría Cesia. ¿Quién dice que la belleza te hace me-
jor persona? No era la clase de chica con la que quisiera estar, y al
parecer, Percy también creía lo mismo.
Cesia jugueteaba con la perla del collar que le envolvía el cuello,
ansiosa por que Percy la notara. Él se llevó la quinta lata de cerveza
a la boca, después se enderezó en el mueble, se impulsó hacia ade-
lante y empezó a besuquear a Cesia. Finalmente, ella logró su obje-
tivo, aunque Percy estaba tan borracho que mañana tal vez ni la re-
cordaría.
A Steven ya se le asomaba el sueño, así que regresó a su habita-
ción y se dejó caer en su colchón.
Cuando la fiesta ya no tenía rumbo y solo parecía un espectáculo
de ebrios torpes, subieron más el volumen del rock para bailotear.
En toda la noche Steven no concilió el sueño; se colocó tapones, pero
eso tampoco disminuyó el horrible triquitraque que se armó abajo.
Un fin del mundo, así fue su madrugada.

***

Despertó de un sobresalto por culpa de los gritos que provenían del


primer piso.

112
Bostezando, se sentó en las gradas para ver qué ocurría en la sala.
Frank vestía el uniforme de oficial, ya se iba a trabajar. Percy, aún
con la ropa de anoche, se encontraba ojeroso, ruborizado y con re-
saca. Tenía la voz ronca y la pinta de un zombi. Masculló excusas
cuando su papá le regañó por haber dejado la casa de cabeza.
―Te digo algo, si llegas a embarazar a alguien…
―¡Solo me divertía un poco, nunca me dejas hacer nada! ―Percy
lo atropelló―. ¡Además, tú también vas a fiestas!
―¡Yo soy mayor, y tú solo eres un niño ignorante que me amarga
la vida!
―¡Sí, sí! ¡Siempre soy malo para ti!
El volumen de sus voces salió de control. Percy, al igual que Ste-
ven, peleaba, en este caso con su padre. Pudo verse reflejado en él
por las mismas conductas defensivas que tenía con su madre, por
eso siempre decían que ambos eran muy similares. Era feo admi-
tirlo.
Frank se hartó de que le contestara y le tiró un violento bofetón.
Percy, airado, le escupió en su zapato recién lustrado y subió las es-
caleras dando pisotones, rozó del costado de Steven. Al fondo se oyó
el azote que dio al cerrar la puerta de su habitación.
Frank le lanzó un insulto.
Luego de apaciguarse, notó a Steven que lo observaba entre las
barras de las gradas, como un gato listo para escabullirse ante cual-
quier amenaza.
―¡Oh! Ya llegaste, enano. ¿Qué te pareció tu nueva habitación?
Steven se puso un poco nervioso. Su habitación sí le gustaba, solo
que le habría entusiasmado tener una ventana, pero trató de pensar
en algo menos negativo que decir para que no le empezara a gritar a
él también, sin razón alguna. Su padre nunca estaba de buen humor.
―Bueno… sí me gusta mucho, es pequeña, pero…
―¿Pero qué? ―intervino de inmediato.
―E-está bien, papá ―concluyó para no ocasionar otra pelea.

113
―Bien. ―Se colocó el sombrero de oficial―. No olvides tomar tu
desayuno, y ve temprano a la escuela. Si te veo rondando por ahí
como la otra vez, te atropellaré.
Steven asintió, aterrado.
Frank se limpió el escupitajo del zapato con una servilleta de la
cocina. Salió de la casa y arrancó en su auto policial.
«Qué bien, casa sola junto a Percy», renegó Steven.
Se desplazó hacia el baño donde se encontró con su hermano de
espaldas, cepillándose los dientes. Dio un recorrió con los ojos por
los brazos sin mangas de Percy. Otra cosa que envidiaba de él. Lo
que daría por ser igual de voluminoso.
―¿Qué me ves? ―Percy volteó con la boca llena de pasta dental.
Steven le quiso preguntar si levantaba pesas pequeñas, pero se le
quitaron las ganas por cómo lo miraba él, así que calló. La mejor
forma de evitar problemas con su horrible familia era no contrade-
cirlos. Ningún orgullo se comparaba con el de ellos.
Percy se enjuagó la cara.
Steven bajó la mirada hacia sus muñecas y le sorprendió que ya
no llevaran vendaje. No se mutiló en los últimos días. A pesar del
caso, le quedaron las cicatrices de la navaja. Se estremeció al ver tan-
tas raspaduras rojas que parecía que se abrirían. ¿Acaso no le dolía?
¿Cómo tenía tanto valor para hacerse daño? Quiso preguntarle por
qué hacía tales cosas con su cuerpo, pero prefirió no decirle nada,
debido a su mirada fulminante.
Callado sobreviviría en esa casa.
Percy se dio cuenta de que no le despegaba los ojos de sus muñe-
cas, entonces sacó unas muñequeras de su bolsillo y se las puso para
ocultar las marcas. Después, bajó a desayunar.
Steven se hizo mil preguntas y teorías de porqué se mutilaba. Para
que una persona llegara a tal punto de lastimarse, era porque sufría
indescriptiblemente, puede que más que él. Pero aquello no tenía
lógica, Percy era el individuo más podrido del mundo, su pasión era
torturarlo y reírse de él. ¿Por qué él sufriría, si hacia sufrir a otros?

114
Nadie tenía la culpa de su depresión, menos él, que siempre le ha-
bía querido. ¿Qué hizo mal Steven para que lo odiara tanto?
Después de asearse, se le ocurrió dar un pequeño tour por la casa.
Era común y aburrida, sin ningún cuadro que le diera vida. ¿Qué
pasó con el inigualable arte de Percy que alegraba las paredes?
Se topó con una puerta misteriosa, podría ser un buen lugar para
conocer. Dio un empujoncito y se abrió. El lugar lo dejó atónito.
Las paredes estaban llenas de todo tipo de pinturas. Un enredo ex-
traño pero perfecto. Por un pedazo podías ver flores coloridas, por
el otro grafitis negros y neones. Por otra área unos paisajes al estilo
renacentista, y por otro, un arte abstracto que le voló la cabeza.
Estaba claro que este era el cuarto de Percy.
Al parecer él agregaba una pintura nueva según su estado de
ánimo. Esto sorprendía a Steven, no estaba enterado de progreso de
su arte. Se puso a ver los dibujos de sus libretas, y eran igual de pre-
ciosos. Sospechó que le gustaba mucho la fantasía, y, pues lo diabó-
lico. Siempre eran calaveras, elfos, dragones, animales mezclados
y…
Steven tuvo un espasmo en el estómago. Percy lo atrapó hus-
meando, y no tardó en hacerle dudar de su existencia.
—¿¡Pero qué haces aquí!?
—Percy, hermano bendito, juro por mi alma que no moví nada…
No ensucié nada. No era m-mi intensión.
—Te advertí una cosa que no hicieras.
—Prometo que no lo volveré hacer, es más, no me acercaré ni a
mirar. Lo juro, lo juro… Por favor. No volveré a meterme en tus co-
sas.
—Me gusta ver tu cara de miedo. Una lástima por ti…
A Steven solo le quedó una opción: huir de casa.
Percy lo persiguió incansablemente a lo largo de toda la cuadra,
captando la atención de los transeúntes que giraban sus cabezas,
pensando que eran delincuentes escapando de la ley. Finalmente,
en un callejón, las piernas de Steven no pudieron sostenerlo más y

115
tropezó. No le quedó más que recibir los golpes que Percy descar-
gaba en su estómago.
Cayó en la cuenta de que ya se estaba volviendo masoquista, dado
que no experimentó dolor, cuando en realidad las patadas de Percy
eran mortales para él.
Esta rutina de hermanos en guerra y peleas fratricidas había lle-
gado a un punto insostenible. Todo este infierno no provocó otra
cosa que aumentar el resentimiento hacia su hermano y a su fami-
lia. Un torbellino de odio que era incapaz de apartar.
«¿Cómo nos convertimos en esto?»

116
CAPÍTULO 12
El desastre de Cesia
Cada hora echaba un vistazo por la ventana, escrutando el buzón de
entregas que se situaba en su pequeño jardín, en la puerta de su
casa. Esperaba con ansias la carta de sus padres que se hallaban tra-
bajando en el ejército; no había recibido una carta de ellos desde
hace dos meses y eso la estaba asustando.
En todo el día no llegó ningún cartero.
Todos los días se acercó a la ventana, pero cuando creía que el car-
tero venía con una entrega de sus padres, resultaban ser tontas soli-
citudes para concursos de belleza. Su tía Margaret se pasó la ma-
ñana en el teléfono, recibiendo llamadas y llamando a lo mismo de
siempre: concursos de belleza y moda.
«Mujer aprovechada.» Cesia la observó con rencor. Haría lo que
fuera por ya no mostrar su imagen al mundo entero. Un día le contó
lo que hacían sus compañeros de clases con ella y que no le tenían el
más mínimo respeto, y lo único que ella respondió fue: “¿Quién no
quiere estar con una modelo? Que los chicos te pretendan es una
gran experiencia para disfrutar; no cualquiera es bella. Tente amor
propio, cariño”.
Esa noche no era la primera y tampoco la última vez que se esca-
paba por la ventana. Lo hizo después de su rutina de belleza, mien-
tras su tía roncaba. Si no le daban respuestas, las buscaría. Necesi-
taba un consejo sabio, aunque sea una reprensión. Ansiaba con
aprender algo bueno de alguien, que la ayudaran a lidiar con sus
emociones, en lugar de ello, la obligaban a preocuparse por su apa-
riencia. Si se cuidaba era por las reglas estrictas de su tía, no porque
quisiese ser una modelo o actriz famosa en un futuro. Se sentía peor
que Cenicienta con su madrastra malvada, era una Rapunzel atra-
pada en la espantosa torre de su infelicidad.

117
La noche helaba, se arrepintió de no traer abrigo. Se había puesto
unos los shorts pequeños, pantimedias de mallas y un top que de-
jaba su obligo al descubierto.
Como siempre, tenía que pasar su código de registro en la reja del
sector Montaña, donde ella vivía. Puso su tarjeta de pase y las rejas
la dejaron salir después de saludar a los nuevos vigilantes.
Ella no tenía el chip de identificación, sabía que algo no andaba
bien con ese Código, lo había oído en las predicaciones de Gideon.
Una parte suya creía en eso. Pero no tener el tonto Código también
era un motivo para que su tía Margaret la gritoneara, porque cada
dos meses que vencía la tarjeta de pase tenía que gastar doscientos
dólares para comprarse otro, y más que impagable, era tedioso. Pero
tenían mucho dinero para pagarla, no eran millonarias, solo un
poco “adineradas”. Algo así quería aparentar su tía, fue por eso por
lo que se habían mudado al sector de la crema innata: para que su
tía consiguiera un buen trabajo (esclavizar a Cesia) y así no morir en
la pobreza.
Cesia tomó un bus y se dirigió al hospital Mercy, un edificio colo-
sal, ancho y lleno de vidrios. Por dentro resplandecía, todo blanco.
Los pasillos atestados de pacientes y todo tipo de médicos que co-
rrían de aquí allá, ajetreados. Al menos allí no hacía tanto frío como
afuera.
Inhaló satisfecha. Caminó recto por el pasillo. Todo olía a medi-
cina, olía a su sueño frustrado. Pudo haber ido a alguna de las fiestas
de sus amigas, pudo haber ido de cita con uno de sus tantos preten-
dientes, pero ese era el lugar donde encontraba las respuestas a sus
dudas. Bueno, no el lugar en sí, en realidad, la persona que trabajaba
en ese lugar, esa persona que fue enviada de Dios para rescatarla. No
se imaginaba qué hubiera sido de ella si no existiera esa persona.
Llegó a una habitación y abrió la puerta con toda confianza. Ha-
rriet, con su bata blanca de obstetra, dormía plácidamente en su silla
hasta que se sobresaltó cuando Cesia entró.
―¡Ay, mi Señor! ―Se llevó la mano al pecho, espantada.

118
―¡Holi, Harriet! Te extrañé mucho. ―Cesia resplandeció de feli-
cidad y se sentó en una silla frente a ella. Cruzó la pierna encima de
la otra, erguida. Toda una modelo.
―Señorita desobediente, ¿qué haces aquí a esta hora? ―Harriet
entrecerró los ojos cafés―. Te dije que no te volvieras a escapar,
todo es malo a esta hora.
―Sí, lo sé. ―Se encogió de hombros―. Pero no podía dormir,
quería algún consejo tuyo y una lección de medicina.
―No está bien que actúes a espaldas de tu tía solo para verme
mientras atiendo pacientes.
―No estabas trabajando, estabas roncando. De alguna forma
debo terminar en este hospital, es mi sueño, y estoy harta de que mi
tía se aproveche de mí.
―Me gusta tu determinación, pero que Margaret sea dura no sig-
nifica que debas escaparte en la noche y desobedecerla. Yo sé que no
está bien lo que ella te hace, pero si te pasa algo malo será fruto de
tu desobediencia.
―Pero ella es mala conmigo. Hice lo que tú me aconsejaste, oré
por ella, le he dicho cientos de veces que ya no quiero modelar en
ropa interior frente a esos camarógrafos de miradas extrañas. Los
chicos de mi salón me sexualizan todo el tiempo. No puedo andar
por la calle sin que un sucio voltee a mirarme el cuerpo. ¡Y todo eso
es por culpa de mi tía!
Harriet había tenido la oportunidad de hablar con Margaret sobre
la forma de criar a Cesia, pero nada dio resultado. Estaba encapri-
chada con que su sobrina fuera una reina de la moda.
―Pero, vamos hacia ti Cesia, examínate; te contradices tú misma
al decir que ya no quieres que te sexualicen, cuando vistes con ropas
inmorales. Hasta el más puro puede colgar de tu enorme escote. Por
más que uno intente mirar hacia otro lado, es inevitable no mirarte
el trasero. ¿Cómo quieres que no te miren lo que les muestras en la
cara?

119
Cesia se retrajo contra la silla, como queriendo esconderse. Miró
a sí misma todo lo que llevaba puesta. A ella no le parecía exagerado,
esa era la moda de todas las chicas. ¿Por qué sería inmoral?
―Pero… yo no me visto para atraer a nadie. Este es mi estilo ―ob-
jetó.
―La ropa también comunica. No necesitas decir al mundo entero
que te mire los atributos, pues ya se los estás mostrando. Aunque no
quieras atraer a alguien, igual lo haces, porque la gente mira lo
prohibido. Así funciona el mundo, aunque no lo quieras aceptar. In-
cluso yo no puedo evitar bajar la mirada.
―Oh… pero, cada uno tiene libertad de vestirse como quiere,
¿no?
―Pero después lloras de las consecuencias. Si uno se droga, ¿no
va a cosechar las enfermedades que eso trae? Los hombres se sien-
ten atraídos a ti por tu cuerpo, porque eso es lo que ofreces: belleza
exterior y lujuria. Por eso que la biblia decía que siempre esforcémo-
nos con vestir con pudor y modestia4. Dios sabe las consecuencias
que todo eso trae, no por nada lo dice.
»Algo yo tuve que aprender a la mala en mi juventud: si te sexua-
lizas, no esperes que otros no te sexualizen. No tienen derecho a ha-
cerlo, pero, les estás tentando.
―¿Entonces qué hago?
―Sencillo, guardar lo que no necesitas mostrar. Respeta tu
cuerpo, y no hagas caer para que tú tampoco caigas. Eso si de verdad
quieres agradar a Dios. Es tu elección.
―Pero Harriet, hay gente sucia que ve a mujeres que están bien
cubiertas.
―Ese ya es problema de ellos y sus mentes perversas, ellos le ren-
dirán cuentas a Dios de sus actos. Si tú cumpliste con la palabra, es-
tarás tranquila, no tienes nada que ver con ellos.
»El que no quiere caer, no debe andar por terrenos resbalosos.
Cesia quedó muda.

4
1Timoteo 2:9-15

120
Se dio cuenta de que tenía razón, su cuerpo no era un objeto se-
xual para exhibirlo. A muchas chicas no les habría gustado que se
les dijera eso, pero ella quería cambiar y aceptar los mandamientos
de Dios, que eran para su bien y con el fin de cuidarla a ella como
mujer.
Tuvo que admitirse que, sí se vestía con la intención de atraer.
¿Por qué otra razón una chica andaría semidesnuda?, ¿porque es có-
modo? Se puede vestir cómoda sin tener que mostrar más de la
cuenta.
¿Pero cómo Cesia se quitaría la costumbre de vestir así?
Cuantos chicos patanes había atraído con su cuerpo… Esa era su
mejor arma para encontrar a alguien que la amara. Si dejaba de mos-
trar, Percy nunca se fijaría en ella, y con lo cerca que estaba de lo-
grando…
Solo por una semana, luego dejaría los escotes.
Harriet era muy linda a pesar de ser cuarentona y estar un poco
arrugada, se notaba que fue hermosa en su juventud. Tenía el cabe-
llo corto y pardo. Cesia antes de irse quiso que esa bella persona le
diera más consejos de cómo hacer lo correcto. Siempre aprendía
algo útil con ella; nada se le hacía tan especial que una persona la
escuchara y la quisiera. Ella era la madre que nunca tuvo.
No necesitaba cosméticos, no necesitaba verse más bella, necesi-
taba esa fuerza que tenía Harriet.
Necesitaba a Dios.
―Bueno, eso estuvo muy interesante. Ahora medicina, Harriet,
¡porfis! ¡porfis! ¡pooorfiiis! ―rogó con las manos juntas.
Harriet no quiso seguirle el juego a Cesia, se estaba portando mal
otra vez, pero no podía decirle que no a esos grandes ojos y esas ga-
nas de ser médica.
Agarró su portapapeles de la mesa y permitió que la joven la si-
guiera por el pasillo, pero vigilaron de un lado a otro, procurando
que el jefe del hospital no viera a Cesia por haberse colado en las ha-
bitaciones de los pacientes para aprender. Harriet a veces hasta la

121
dejaba hacer prácticas a las mujeres embarazadas. Todo eso solo es-
taba permitido para los médicos estudiantes.
―Eres muy manipuladora, otra vez caí. ―Harriet echó un vistazo
a sus hojas con información de los pacientes―. Te dejaré estar aquí
solo cinco minutos y luego te irás.
―No, mejor que sean quince.
―Diez ―dio su última oferta.
―Bueno, está bien.
Gracias a Dios no rondaba el jefe gruñón por ningún lado, así que
Cesia se permitió hablarle como cotorra sin frenos de sus tristes ex-
periencias como modelo, y un poco de sus asuntos sentimentales:
su última desastrosa ruptura y de su nuevo interés amoroso que no
le hacía caso. A Harriet se la notaba muy cansada, en una hora ter-
minaría su turno y se marcharía a su casa, pero hizo el esfuerzo por
prestarle atención.
―… y él es muy, pero demasiado atractivo, que me derrito con
solo pensar en él. Y sus músculos… ―suspiró Cesia.
Harriet encorvó las cejas, impactada.
―¡Vaya! ¿Cómo para ser un modelo?
―¡Oh, sí!
―Qué interesante. No debería parecerme raro que te expreses así
de los chicos, siempre lo haces. ―Harriet se sobó la cara arrugada,
aguantando los bostezos.
―Pero no es que me guste solo por eso, también es muy talentoso,
le encanta pintar y la medicina al igual que yo. Y en cuanto a su per-
sonalidad, bueno… tiene un carácter difícil de entender, pero se-
guro es porque tiene problemas personales y necesita amor. Pobre-
cito…
―¿Amor en qué sentido? ¿Necesita enamorarse para cambiar?
¿O sea, tu amor?
―Humm, sí. Hay personas que vienen a nuestras vidas para ilu-
minarnos.
―¿Piensas iluminar su vida?

122
―Sí. Será muy lindo cuando él diga que su vida era muy oscura
hasta que llegué yo y obtuvo la otra mitad que le faltaba.
―Ah, quieres ser su psiquiatra.
—Algo parecido.
—Mejor espera a ser mayor, cariño. Ahora todavía eres una niña,
tienes sueños y estudios. No tienes suficiente madurez para el no-
viazgo.
―Claro que sí, hay parejas que se conocieron en la adolescencia.
Yo lo amo.
―Creo que este es el cuarto… quinto chico que dices que lo amas,
y solo estoy contando a los de este año. Así que, lo que estás pasando
solo son tus deseos de la edad. Tus relaciones nunca duran. No es
amor de verdad.
Dolió. Sí que dolió lo que Harriet le dijo.
―No es justo. ―Se cruzó de brazos, disgustada.
―Los jóvenes lo ven como un juego o una meta a alcanzar,
cuando el noviazgo, o más bien, comprometimiento, fue hecho por
Dios para los que piensan casarse, no un paseíto de adolescentes
para fornicar. Por favor, hija, no te metas con un don nadie que se
aprovechará de ti. Mejor has las cosas como a Dios le agrada. Él sabe
lo que es mejor para ti.
―Yo creo en todo lo que Dios dice, pero… no sé si estoy lista para
entregarme por completo. Creo que quiero disfrutar mi juventud
por ahora.
Harriet había discipulado a Cesia desde la ida de sus padres, siem-
pre le enseñaba cómo vivir, tenía confianza para decirle la verdad de
sus malas decisiones, pero ella casi nunca atendía.
―¿Crees que seguir a Cristo es perder la juventud? ¿Qué es dis-
frutar la juventud para ti? ¿Tener novio, ir a fiestas y emborracharte
con tus amigas? ¿Probar con un montón de chicos? ¿Perder el
tiempo y la vista en las redes?
»Yo hubiera preferido conocer a Dios en mi adolescencia, me ha-
bría ahorrado muchas lágrimas. Esto es muy entretenido al inicio,

123
pero no le trae nada bueno a tu vida; disfrutarás aquí en la tierra del
pecado, pero sin querer tu alma se estará perdiendo.
Los placeres son un paseo en bote, luego llegan las mareas fuertes
y te hunden.
En esos momentos oyeron los gritos desgarradores de una adoles-
cente embarazada, que los paramédicos llevaban en una camilla.
Buscaban apresurados una habitación vacía para auxiliarla. La mu-
chacha aparentaba trece años, estaba bañada en sangre y agonía. El
bebé se le venía. Cesia vio el terror en sus ojos.
―Muchas chicas terminan así por querer vivir en desenfreno, yo
las he atendido. De esa forma terminarás en este hospital si no atien-
des a la voz de Dios. Su palabra dice que la fornicación es pecado. Tú
misma te estás destruyendo, los chicos se aprovechan de ti, solo te
quieren para tocarte, pero ninguno te ama de verdad, juegan con-
tigo porque tú les ofreces carne, les ofreces tu cuerpo. Todo esto te
tentará a llegar a más, porque la carne es débil, por eso, es mejor
guardarte para cuando consigas a un hombre de verdad, un esposo
que te respete y no solo se fije en tu belleza exterior.
»Entrégale tu vida a Dios, Cesia, ya no sigas en esa vida desenfre-
nada. Chicas como tú terminan en destinos terribles, en las drogas,
en la prostitución, con un hombre abusador… Tú no quieres termi-
nar así, y Dios tampoco quiere tu mal.
Cesia se estremeció. Tenía toda la razón, eran muy buenos conse-
jos, pero, no se sentía lista. ¿Qué tal si más adelante le fallaba a Dios?
¿Qué pensarían sus amigas cuando ella dejara de vestir así y les re-
chazase las fiestas?
¿¡Qué pensaría su tía que odiaba a los cristianos?!
Todavía deseaba experimentar algunas cosas, pero se prometió
no terminar embarazada antes de tiempo, y estaba segura de que no
pasaría. El problema era que se había enamorado, quería tener un
último novio, alguien que la quisiera. Una venda de pasión en los
ojos. Posiblemente, luego se volvería cristiana, y tal vez podría ga-
narse a Percy para Cristo e ir juntos a la iglesia, como una historia
romántica.

124
Se emocionó más de solo imaginárselo, imaginó a Percy son-
riendo por primera vez. Ambos de la mano sirviendo a Dios.
Pero, si ella no servía a Dios… ¿cómo servirían los dos juntos?

125
CAPÍTULO 13
La corona que se le cayó a la reina
Pasó una semana y todavía no recibía cartas de sus padres.
Las preocupaciones ya le estaban dando insomnio, así que le pre-
guntó al cartero si sabía algo de sus padres, pero solo le respondió
que ellos no habían mandado nada. De ser suficiente, tenía muchos
deberes escolares que la estresaban. Su vida no tenía rumbo. Extra-
ñaba con toda el alma a sus padres, la vida era diferente con ellos,
menos amarga. Extrañaba sentarse al lado de su madre, mientras
bordaba frente a la chimenea; su trabajo y pasión era decorar las
prendas de toda la familia.
En gran manera también extrañaba a su papá, su más grande hé-
roe. Tenía los ojos con unas pestañas largas, tan grandes y oscuros
como los de ella; de no ser por la barba esponjosa podrían notarse
sus pecas dispersadas por su rostro rojizo. Su madre siempre decía
que Cesia era un clon de su padre, y tenía razón, ambos eran igual
de sentimentales y apasionados al expresarse.
Su pobre papá se quebraba la espalda por sus dos mujeres: ella y
su madre. Salía en la mañana a su trabajo de recolector de basura y
retornaba al atardecer, pero siempre tenía tiempo para ellas. Atrás
en el tiempo, se llevaba a una Cesia de nueve años a pescar en la ori-
lla del río Bow. El pescado les salvaba la vida de la hambruna mun-
dial. Ella nunca conseguía cazar un pez, parecía que esos bichos con
aletas preferían ser pescados por su padre, porque siempre su balde
terminaba lleno. Su papá siempre se reía de ella y le enseñaba a ha-
cerlo mejor.
Extrañaba esas tardes.
Si sus padres nunca se hubieran inscrito al ejército cuando ella te-
nía doce, no tendría que aguantar el reinado maligno de su tía Mar-
garet.

126
Todavía no quería aceptar que era una huérfana. Dos años que no
los veía, ni siquiera por videollamada, pues en el campamento mili-
tar no había internet. Un poco más y olvidaba sus caras, la sonrisa
de su madre se había apartado de su memoria.
La tía Margaret la sacó de sus sueños de una vida mejor, cuando
se paró en la puerta de su habitación.
―Cesia, cariño…
Cesia levantó la cabeza de los deberes y la observó, tuvo el presen-
timiento de lo que le iba a pedir.
―Prepárate, porque esta noche concursarás en la plaza Queens.
―¡Ay, no! ¡No puede ser! ―Se tapó la cara del repudio. Quiso gri-
tar, pero estaba con mucho sueño para eso.
―Chis ―siseó―. Nada de quejarse. Muchas chicas quisieran te-
ner las mismas oportunidades que tú. Debes aprovechar y ser
grande.
―Pero la mayoría del dinero te lo quedas tú, así que no es que me
estés construyendo un futuro.
―Todavía tienes catorce, no puedes tener tanto dinero. ―La miró
con recelo―. Ya alístate, niña, los deberes los puedes hacer mañana.
Es sábado, día de ganar esos billetes. Se nos acaba el dinero. ¡An-
dando!
Cesia se duchó de mala gana, y al terminar, envuelta en una toalla
se sentó frente al espejo de su habitación para que Margaret le diera
la rutina de hidratación en la piel. Su cara la dejó enterrada bajo una
mascarilla verde. Parecía un ogro baboso.
―Tenemos que trabajar en tus caderas, necesitan ancharse más
―comentó Margaret. Cesia apenas podía articular el rostro por
culpa de la masa pegajosa.
―Mis caderas ya son lo suficientemente curvas ―expresó con un
dejo de tristeza en la voz―, a los jueces ya les gustan. Creo que ya
tengo demasiado con aguantar el hambre para adelgazar.
―Colaboras más si dejas de quejarte.
Margaret le aplicó en el cabello unas cremas de un olor terrible,
que sintió que se le quemaba el cuero cabelludo. Al final el pelo le

127
quedó más brillante y suave, aunque tuvo miedo de que más ade-
lante se le cayera, ya había sucedido.
Salieron del sector Montaña y llegaron media hora tarde por el
tráfico. El concurso empezaba a las ocho y media, por lo tanto, te-
nían poco tiempo para maquillarla y vestirla.
Entraron al vestidor de la plaza, que era un remolineo de gente
corriendo, maquilladores y vestidores preparando a las competido-
ras. A las chicas modelos las tenían separadas en cuartos pequeños.
Ya estaban modelando algunas en la pasarela y los jueces votando,
cada una luchaba contra la otra por ser la nueva reina de la plaza
Queens, uno de los centros de moda más bellos de Calgary, donde
hasta actores de Hollywood visitaban. Canadá podía estarse ca-
yendo a pedazos por los ataques terroristas, pero nunca podía faltar
la farándula.
Cesia se mareó por todo el ajetreo.
Margaret se la llevó a un rincón aislado, porque se acabaron las
divisiones vacías para que se preparara. Sacó de una enorme bolsa
un pomposo vestido color coral, lleno de perlas, diseños de zafiros
brillantes, además de unos tacones plateados. Cesia se asombró de
lo hermoso que era, posiblemente era de los vestidos más bonitos
que le había comprado.
―Vas a verte como una princesa.
Logró ponérselo, su tía la ayudó a amarrar los pasadores de la es-
palda. En su clavícula descansaba una perla de planta luminosa, y el
vestido le dejaba al descubierto los hombros, pero sintió que este se
le resbalaba. Rogaba para no dar un paso en falso y terminase mos-
trando todo ante las cámaras.
Se miró en un espejo ovalado que trajo. No necesitaría más ma-
quillaje, el pelo café lo dejó suelto. El vestido coral hacia resaltar sus
pecas, sin mencionar el enorme escote que saludaba a todo el que
cruzase, que garantizaba ganar el premio. Se le revolvió el estómago
de solo pensar que en la segunda ronda tendría que usar un bikini
de perlas, y todo por un trofeo y una recompensa de cien mil dólares.
Tiempo que no ganaban nada igual, hoy día era su obligación ganar.

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Cesia lo hacía por el dinero para así sobrevivir al hambre, pero esto
ya no era justo, no era justo vender su desnudez para que después su
tía todo lo gastara en lujos. Siempre terminaban con bastantes joyas
y con poca comida.
Un grupo de camarógrafos la llevaron hacia un set de fotos, ella
empezó a posar de la manera más trágica. Estaba acostumbrada a
las fotos y a la fama, pero esta noche todo le parecía ajeno, como si
ese lugar nunca lo hubiera pisado, como si algo le ordenara que sa-
liera corriendo. ¿Qué le estaba pasando?
Esta no era Cesia.
―Cambia esa cara, muchacha ―le exigió Margaret. Se acercó
para aplicarle más sombras en los parpados.
Se habría emocionado más si Percy hubiera venido a verla, por su-
puesto que algo así nunca pasaría ni en sus pesadillas. Percy la mi-
raba, pero no con ojos de amor. ¡Cuánto deseaba que se convirtiera
a Cristo y dejara de odiarla! ¿Por qué todo el mundo gustaba de ella,
menos él? ¿Qué otra cosa tenía que hacer para atraerle?
Dadas las fotos, ella fue a apoyarse en la pared junto al banco
donde se sentaba. Su tía le corregía con dureza su postura aburrida,
tenía que estar erguida y lucir sin preocupaciones.
La temática del concurso era de fiesta de gala, y con ese hermoso
vestido y la belleza —aparentemente única que poseía— Margaret
no tenía dudas de que iba a ganar. El único problema era su cara de
incomodidad. El requisito para dar una buena imagen de sí misma
siempre era sonreír, mostrar una gran personalidad y confianza.
Ya casi llegaba su turno para salir. Se sentó en el banco del rincón,
esperando a que la llamaran. No se sentía con ganas para sonreír, ya
quería que todo acabara para irse a su casa.
―Tú eres mejor que todas esas niñas que tienen que ponerse un
cúmulo de maquillaje para ocultar su fealdad, así que no te atrevas
a avergonzarme y sonríe ―Margaret remarcó la última palabra con
severidad, no estaba bromeando en ninguna sílaba.
Cesia trató de fingir una amplia sonrisa, pero se le borró al ver pa-
sar a Melissa Bell.

129
―¿¡Cesilia Parker!? ―pronunció aterrada.
―Melissa Bell. ―Cesia la traspasó con los ojos.
Melissa Bell… Guapa, morena de trenzas africanas, campeona de
treinta concursos de belleza, y modelo profesional.
Ya se había topado con ella sin querer en varios concursos, siem-
pre que aparecía ella algo mal salía con Cesia. Desconocía si era tan
solo su maléfica presencia la que aportaba mala suerte a su vida, o si
compraban a los jueces para hacerla siempre.
Nunca olvidaría la ocasión en que se cayó porque ella le puso una
piedra debajo de la alfombra de la pasarela, o cuando le quitaron la
costura a su vestido y terminó rasgándose frente al escenario. Ya la
habían descubierto con las manos en la masa infinitas veces.
Por si fueran pocas sus artimañas, resultó que hoy llegó con un
vestido idéntico al de Cesia.
―¡Qué desdichada! ¡Me copiaste el vestido! ―exclamó Melissa,
atribulada.
―¡Yo no te copié el vestido! ¡Tú eres la que siempre me persigue
para arruinarme la vida!
―Niñita pesada ―la señaló Margaret―, si te vuelvo a ver cerca
de nosotras, te prometo que te voy a…
―¡Señorita Bell! ―interrumpió un vestuarista desde el pasa-
dizo―. Usted sale ahora mismo.
―¡Oh, por supuesto que sí! ―Melissa echó dos de sus trenzas lar-
gas para atrás, y habló a Cesia―: Voy a ganar este concurso, y tú
quedarás como una impostora, copiona, sin imaginación y todos te
abuchearán. Además, con esas pecas parece que tuvieras acné.
Melissa se abrió paso entre los maquilladores. Volaron las corti-
nas hacia los costados y salió al escenario con una dulce sonrisa ante
las cámaras, saludó elegante y lanzó besos al público que la acla-
maba. Dio pasos delicados por la pasarela, como una reina sin lími-
tes. Los jueces ya estaban discutiendo su calificación, ni ellos fluc-
tuaron en que iba a ganar.
Margaret se sobaba la cara arrugada de desesperación. Aquel era
el vestido en oferta más bonito que había encontrado en la boutique,

130
supuestamente el último que quedaba antes de su extinción. Ya ni
había tiempo para correr a comprar uno nuevo que hiciera sobresa-
lir a Cesia. Pasaría desapercibida entre todas esas chicas que lleva-
ban vestidos realmente extraordinarios. A Cesia le rechinaba las
maldades de Melissa para conseguir lo que quería perjudicándola a
ella, pero, ya le estaba dando igual perder o ganar.
―Ya déjalo, tía Mar. Volvamos a casa a descansar y olvidémonos
de todo esto.
―¿¡Cómo!? ¿Te quieres echar para atrás? No, niña. Vamos a ga-
nar este concurso. Solo déjame pensar un poco.
Cesia agachó la cabeza.
―Tía, yo no quiero competir.
―Que no estés de buen humor no quiere decir que debas rendirte
así de fácil y tirar la toalla.
―No, no es eso. ―Meneó la cabeza―. Yo nunca quise ser modelo,
yo no nací para ser perfecta o irrompible.
―¡Ay, no empieces con eso! ―Margaret se empezó a distraer con
sus uñas pintadas para no torturarse con las opiniones de su so-
brina.
―Odio tener que mostrar mi cuerpo al mundo entero; no está
bien. Y lo que más deseo es ser doctora, alguien que ayude a la gente,
que trate las pestes que salen cada año.
―¿Quieres ver cuerpos abiertos? ¿Quieres limpiar traseros de an-
cianos y contagiarte con enfermedades? ¿Eso es lo que quieres? Te
va a ir peor. Si sale mal una cirugía te demandarán, y perderás
tiempo y dinero.
―Pues no me importa. Yo quiero sanar enfermos y curar heridos,
quiero dejar huella y hacer la diferencia, no perder más el tiempo.
―La única huella que dejarás será la de tu fracaso, y luego ven-
drás a mí a decirme que tenía razón.
―Mi mayor meta es ayudar a la gente, cueste lo que cueste.
―Algunas son explotadas por los doctores y las hacen trabajar
hasta la madrugada ―prosiguió Margaret sin escucharla.

131
―¿Eso no es lo mismo que hacen estos concursos? Yo no perte-
nezco aquí, tía, para mí ya no es normal mostrar mi cuerpo por di-
nero. Mi cuerpo es sagrado.
―No sé por qué últimamente suenas más a esa mujer. Harriet…
―Tensó la mandíbula―. Te sigues viendo con ella, ¿verdad? ¡Ella es
una mala influencia para ti! ¡Te mete ideas religiosas en la mente,
por eso te estas volviendo tan tonta como ella!
―No me importa lo que pienses de ella, en este momento importa
lo que pienso yo, que soy la que te da el dinero que succionas. ―Ce-
sia se plantó frente a ella―. No voy a salir a ese escenario.
En ese instante, el dirigente avisó desde la puerta del pasadizo que
era el turno de Cesia para modelar.
Melissa Bell regresó por el pasadizo con una amplia sonrisa, con-
toneando las caderas como si todavía modelara en la pasarela. Las
chicas competidoras de alrededor la miraban envidiosas de lo her-
mosa que era.
―Te deseo suerte, perdedora. Espero que ganes un trofeo de
guano. ―Ella se enroscó una trenza en el dedo y se fue a esperar la
segunda ronda.
Margaret crujió los dientes, al final decidió que Cesia competiría
con ese mismo vestido y dejarla a su suerte.
―Pero, se verá como un plage ―replicó Cesia.
Pero su tía no escatimó, por mucho que insistiera en no salir, no
cedería. Tal vez si hacía lo que le ordenaba, luego no la presionaría,
igual, ya había decidido que aquel sería el último concurso al que
aceptaría ir. Cesia respiró hondo y se adentró en el oscuro pasadizo,
con Margaret arreglándole los pliegues del vestido por detrás.
―¡Ya te he dicho que sonrías! ¡Si no ganas por tu belleza, al me-
nos ganarás por tu actitud!
Estaba tan molesta que parecía caérsele el mundo, sin más, forzó
una sonrisa robótica.
Salió al luminoso escenario, la música pop femenina que retum-
baba de los inmensos parlantes hacía que cualquier chica se sintiera
la reina del mundo y se mostrara lo más coqueta posible. Al inicio,

132
trató de ofrecer la mejor imagen de sí, pero era obvio de que iba a
perder. Todo el mundo comenzó a gritar: “¡Plage! ¡Plage!”.
Una punzada en cada extremidad la acalambró, sus movimientos
dejaron de fluir. Dejó de ver gente y empezó a ver lágrimas. Se obligó
a aguantar los reflejos de subirse el vestido dispuesto a caérsele, los
nuevos tacones de cinco centímetros tampoco la ayudaron en nada,
más que entumecerle los pies. Las miradas de algunos dirigentes
mayores con los que ya había trabajado, con solo verles sus expre-
siones deducía lo que se imaginaban de ella.
Cada segundo sentía más ganas de que el viento se la llevase vo-
lando. Quiso ser un pedazo de paja, un pedazo liviano que volase sin
fin hasta hacerse polvo. No sirvió de nada esforzarse en ser perfecta
frente al mundo entero. Dejó de posar. Agachó la cabeza y se tapó la
boca para reprimir el llanto.
Regresó por la puerta de donde salió.
El mundo entero se carcajeó. Decepción e indignación por todos
lados. La situación fue peor porque creyeron que le había copiado a
Melissa.
Margaret la persiguió por el pasadizo, lanzando reproches que Ce-
sia intentó ignorar. En el rincón, ella agarró su pequeña cartera en
la que llevaba su ropa de cambio y fue al baño para arrancarse ese
vestido que ya casi le revelaba todo.
―¿¡Qué crees que has hecho allá!? ―Margaret detuvo la puerta
del baño que Cesia casi cerró de golpe―. ¡Hiciste lo primero que te
dije que no hicieras!
―Qué importa. Todos sabían que iba a perder ―musitó Cesia con
un nudo en la garganta, mientras se cambiaba a su ropa sencilla―.
Nunca más volveré a modelar, a partir de ahora seré una persona
común y lucharé por mis metas, no las tuyas.
―¿¡Eres tonta!? ¡No puedo creer lo que estás diciendo! ―exclamó
a punto de llorar falsamente―. ¡Después de todo lo que hice por ti
para que llegues hasta donde estás! ¡Después de gastar todo mi di-
nero en esas clases de modelaje, ropas y joyas costosas! ¡¿Así es
como me pagas?! ¡No sabes valorar!

133
―¡Luchaste sabiendo que esto no era lo mío! ¡Te colgaste de mi
físico para cumplir tu sueño de ser millonaria, quiero decir, tu sueño
de adolescente de ser modelo! Pero eso se acabó, no seguiré ha-
ciendo algo que no está bien. Yo te quiero mucho, tía, pero…
Margaret la reprochó terriblemente, hizo girar las cabezas de las
personas de alrededor. Cesia, lastimada, agarró sus bolsas y trató de
marcharse lo más rápido. Cruzando entre las personas del vestidor,
ignorar a su tía que la hostigaba detrás suyo, como una voz interna,
maligna, que escupe y te hace tomar malas decisiones.
Llegando a casa, Cesia corrió a encerrarse en su cuarto, prome-
tiéndose no salir ni siquiera para cenar, ni aunque tuviera hambre.
Se echó en la cama con el celular, al revisar sus redes vio que Melissa
Bell había ganado el trofeo y la recompensa de primer puesto por el
mejor cuerpo, mejor cutis y mejor vestido. Estaba claro desde el
inicio que ganaría.
En el en vivo del concurso, quedó la grabación de Cesia llori-
queando en la pasarela. Muchos en los comentarios se apenaron de
que le la insultaran, pero la mayoría creía que se lo tenía bien mere-
cido por copiar el vestido de Melissa, que se esforzó a muerte en “di-
señarse” el suyo. Pero Cesia no tenía la culpa de que de casualidad
su vestido comprado resultara literalmente igual al de Melissa. La
respuesta era que Melissa no diseñó ningún vestido, se lo compró
en una tienda al igual que ella.
Dudas de continuar una carrera de influencer ya no le sobraban.
Borró de un solo sus cuentas de modelaje. Se fueron a la basura los
ochenta mil seguidores, se fueron por el inodoro las críticas destruc-
tivas y algunos buenos deseos de muchas personas que admiraban
su belleza (entre ellos los comentarios de Félix).
Cuando su tía descubriera que eliminó un trabajo de años la aven-
taría por un puente, pero no le importó nada, solo dejó de pensar en
lo que más odiaba.
Sollozó hasta quedar dormida.

***

134
Cuando despertó, sucedió lo que ya imaginaba: Margaret la regañó
entre lágrimas de cocodrilo por haber eliminado sus redes con las
que ella también ganaba algo de dinero.
―Yo no puedo creer… estás mal de la cabeza. ―Su tía se secó las
mejillas con un pañuelo―. ¡Ahora nos quedaremos sin dinero y nos
echaran de esta casa por tu culpa! Se suponía que yo era la que ad-
ministraba tus redes… tú no tenías porqué poner un dedo. ¡Has
arruinado tu vida, niña malcriada!
Tenían buena economía, y la tendrían mejor si no se guardara el
dinero para llenarse de joyas, tintes negros para encubrir sus canas
y lujos para adornar la pequeña casa. Bastaba con tener comida y
abrigo, no necesitaban vestir ropas de marca y cenar en restaurantes
caros para ser felices. Para empezar, nunca debieron mudarse a
aquel sector; su casa lujosa era imposible de pagar más que la propia
comida. Aparentar ser ricas e importantes le interesaba más a su tía,
pero no quería mover ni un dedo para ganárselo, prefirió usar a Ce-
sia para consentir los caprichos que nunca tuvo.
Esto le recordó a aquel versículo de la biblia que Harriet un día le
enseñó: “La raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual algu-
nos, por codiciarlo, se extraviaron de la fe y acabaron por experi-
mentar muchos dolores. Pero tú, hombre de Dios, huye de esas co-
sas, y sigue la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, y la man-
sedumbre”5.
Cesia no hizo otra cosa que oírla, no la contradijo para nada. Todo
estaba hecho, aceptó su destino y no miraría atrás. Probablemente
acabaría durmiendo bajo un puente, pero se esforzaría hasta el úl-
timo aliento en postular a la universidad y ser una gran doctora
como Harriet, o mejor.
Como sus padres no manifestaban señales de estar vivos, temió lo
peor. ¡Sería la guerra! La tercera guerra mundial, una guerra todavía
invisible, pero que estaba cerca.

5
1Timoteo 6:10

135
Cesia se encerró en su habitación para más privacidad, ese mismo
día les escribió una carta, con la esperanza de enterarse si ellos esta-
ban bien.

Queridos y mis más bellos mamá y papá:


¡No saben lo mucho que los extraño!
Se fueron hace casi dos años, y esto parece una eternidad, y
se siente más largo junto a mi tía que me lo dificulta todo. No sé
cuánto tiempo más tendré que aguantar… Ustedes ya saben que
tiene un carácter complicado. Como ya se los conté en las cartas
que no respondieron, ella me obliga a todo. Me siento débil por
no comer, y todo para bajar de peso y complacerla con su sueño
frustrado.
No puedo esperar más el día en que sea mayor y me vaya de
esta casa. Cuando termine la secundaria, probablemente tenga
que buscarme mil trabajos para pagarme los estudios, pero lo
intentaré, trabajaré en lo que sea, si es posible hasta de recoge-
dora de basura, como antes trabajaba papá. Y lo conseguiré de
todas maneras con la ayuda de Dios, no me importará lo que
diga la tía Mar, ella no es mi mamá y no tiene derecho a inter-
ponerse en mis planes de un mejor futuro. Yo sé que a ustedes sí
les gustará que yo sea doctora. Ya me imagino en un futuro:
“Cesia, la doctora”.
Les cuento que hace mucho tengo una linda amiga que se llama
Harriet, es una señora muy buena al igual que su esposo Gideon,
que predica en las calles como un loco. Me dan muy buenos con-
sejos de vida cuando me los encuentro. Y sí, me sirven, aunque a
veces no hago caso. Ella es obstetra; siempre voy al hospital a
aprender de ella porque es muy profesional. Es como una aven-
tura divertida meterme entre las habitaciones de los pacientes
sin que el jefe me vea. Todo para aprender de ella.

Continuó con todas sus experiencias escondiéndose en el hospi-


tal, ya llevaba tres largas páginas. Se fijó que era la carta más larga

136
que les había escrito, ya parecía un diario o una autobiografía, pero
sus padres la leerían igual.
Su papá andaba ocupado entrenando para la guerra y su mamá
cosía los uniformes de los militares, además, también trabajaba en
la cocina. Cuando su madre todavía seguía en casa hacía dos años,
Cesia le imploró que no se fuera, que no la dejara. Ya llevaban meses
sin ver a papá, y era un desierto de cartas que no llegaban de él. Pero
su madre escogió abandonarla para ir a ver si él estaba bien, y desde
aquel entonces ya nunca más volvió; solo le mandó una carta di-
ciendo que se quedaría un tiempo trabajando en la elaboración de
uniformes y cocinería para los soldados. Según ella, para estar cerca
de su esposo.
Al principio Cesia se lo tomó de muy mala manera, pensó que la
había abandonado con su tía malévola. Se resintió con ella, con sus
dos padres. ¿Por qué optaron por luchar por el país que por ella? Se
sintió menospreciada. Su madre le prometió que llegaría de sor-
presa, mucho más pronto de lo que se imaginaba, pero ¿y si no ocu-
rría? Desde ese día la esperaba con ansias, y a la vez, con un poco de
miedo a no volver a verlos jamás.
¡¿Y si llegaba la tercera guerra mundial!? ¿¡Y los perdía para siem-
pre?! Sucumbiría en la tristeza si ocurría, le perdería el sentido a lu-
char, escaparían de sí las ganas de vivir. No era tan fuerte como Ha-
rriet. ¿Qué era lo que hacía que ella esté fuerte ante las adversida-
des?
Cesia también creía en Dios, pero no lo sentía al igual que ella. No
lo quería al igual que ella.

…bueno, y en cuanto a la escuela si se lo preguntan… me va


bien, mis notas no son excelentes, pero algo es algo. Excepto por
algunos tontos que no saben respetar a las mujeres. En serio, si
los conocieran los odiarán, ya me imagino a papá sacando su
metralleta para darles una lección. Son terribles, me ven como
a un juguete. Como si fuera una muñeca de plástico…

137
Una vez pegaron mis fotos desnuda por todos lados y a los
profesores no les importó. A nadie le importa la justicia. También
tengo mucho miedo a salir a las calles, hay muchos acosadores y
gente de mal vivir. Cada día se ve más peligro, la gente roba
porque los precios suben y no tienen comida, por eso también
aumentaron los mendigos. Es muy triste, no creo que el mundo
tenga esperanzas…
Espero que les vaya muy bien en el ejército, a partir de ahora
rogaré a Dios por sus vidas, todos los días sin falta. Espero que
vuelvan muy pronto, extraño el delicioso guisado de mamá.

PD. ¡Me enamoré de un chico precioso! Se los digo


en serio. Tiene el carácter un poquito difícil, aunque
es tierno por alguna razón. Es algo así como cuando
mamá estaba enamorada de papá, y él la veía como
a una amiga. Pero yo tengo esperanzas con él, ya
verán que lo voy a conquistar, ¡y lo llevaré a la igle-
sia conmigo para que ya no esté tan deprimido! Y
si Dios bendito lo permite tendrán un futuro yerno.
Ya saben que cuando empiezo algo, no lo dejo.
¡Los amo con todo el corazón!

CESILIA PARKER.

Una vez que terminó, metió la carta en su sobre, salió al jardín y


la dejó en el buzón para que en unas horas el cartero la llevara. Oró
para que no tuviera ningún impedimento en el proceso.
Ahora solo quedaba esperar.
Entró a casa, y vio a su tía apoyada contra la pared de la sala, to-
mando un sorbo de su café humeante, la observaba como si quisiera
traspasarla. Si su taza de café se convirtiera en una inscripción para
un internado de monjas, gustosa la mandaría allí para nunca volver.
Se podía apreciar la rabia en su rostro, reflejaba sed de venganza por

138
todo el dinero que perdió. Si pudiera la intercambiaría con Melissa
Bell.

139
CAPÍTULO 14
La mujer que no esperaba

Después de cenar en casa de Félix, no tuvieron nada que hacer, ni


películas que ver. Estaban los dos tendidos en la cama, contando
moscas que pasaban y Félix acariciaba a su cuy peludo. Luego se le-
vantó de golpe y prendió la laptop, llamó a Steven a que se acercara.
—Podemos ver algunas cositas interesantes, lo que hacen los ver-
daderos hombres cuando están aburridos.
Su madre no estaba, no había nadie más en casa que dos adoles-
centes con deseos de descubrir.
―Tan sano —dijo irónico Steven, tendido de panza en el colchón.
―¿Qué querías? ¿Qué nos pusiéramos a cantar coritos?
Félix dio un clic y se puso la página.
Estuvieron viendo por más de media hora. Las venas de Steven
quemaban por debajo de la piel, aquello en la pantalla era mejor que
conseguir pareja. Félix se estuvo riendo todo el tiempo de todo lo
que salía.
―Dios, apestamos a virginidad, tenemos que quitarnos ese pro-
blema ―comentó Félix. Steven hizo una mueca, como si quisiera sa-
lir corriendo―. Porfa, no me mires así, quiero que Macross y los sal-
vajes de la clase dejen de decir que soy del grupo de los vírgenes Ma-
rías.
―¿Desde cuándo ser virgen es un pecado?
―¿Conoces a un adolescente de nuestra edad que lo sea, o al me-
nos de nuestra escuela? Exactamente, nadie lo es, y eso me preo-
cupa.
―No gracias, soy muy joven para eso, no voy a avergonzarme con
una cualquiera solo para experimentar.
―Aburrido. El predicador te está convirtiendo, ¿no es así?
Steven irritado le tiró un manotazo en la cara. Félix se carcajeó.

140
―¡Okey! Tú si quieres te quedas puro ―dijo Félix―, cuando me-
nos lo esperes yo ya habré hecho la prueba del amor con la lindísima
Alison.
―¿Alison? Pobrecita, ¿qué hizo para merecerte? Si tu madre se
entera, Félix, nunca más verás el sol.
Félix empezó a reír y abrazó a Steven del cuello.
―No te atrevas a acusarme. Recuerda que tú también estás mi-
rando, eso te convierte en uno igual a mí.
―Eres una mala influencia.
―No empieces con tu asexualidad.
La fiesta de ambos paró al oír pasos cerca de la habitación. Félix
cerró la laptop de golpe y la escondió bajo las sábanas.
Rosa entró, había regresado del mercado.
―Qué gusto volverla a ver, señora Rosa ―saludó Steven con la
mano y una sonrisa angelical.
—Sí, mamá, te estábamos extrañando. Es más, justo estábamos
hablando de ti.
―¿Qué se creen? ―Rosa habló rígida―. ¿Piensan que no sé lo
que han estado haciendo?
―¿Quééé? ―Félix fingió una confusión exagerada, puso la mano
al pecho―. ¿Hacer qué? Nosotros no estábamos haciendo nada.
―¡No me quieran tomar por milenial, sé que la otra ocasión bo-
rraron el historial!
Félix hizo esfuerzo en no temblar, pero olvidó que su madre no
era ninguna tonta y que no necesitaba tener un estudio de lenguaje
corporal para saber cuándo sus malcriados mentían. Cuando se
enojaba, nadie podía escapar de sus escarmientos, y menos enga-
ñarla. Estricta, pero amorosa, como una mamá gallina.
Rosario se estiró a rebuscar entre las sábanas, sin mucho esfuerzo
encontró la laptop. Félix jadeó atemorizado; el cuy se escondió den-
tro su chaqueta, eso era mala señal.
―No borramos ningún historial, en realidad eso salió sin querer
―se excusó Steven. Lo estaba empeorando.

141
―¡Shh, cállate! ¡Ay, má! ―rezongó Félix―. Somos hombres, todo
el mundo lo hace, pero nosotros solo lo hacemos un poquito. Casi
nunca.
Rosa con su mirada parecía disparar rayos láseres con los ojos.
―¡Mirar jovencitas desnudas no los hace hombres! ¡Llevar un
montón de mujeres a la cama no los hace hombres!
—Ay, no. Ya empiezas con tu discurso…
—Los hace hombres tratar a las mujeres con el respeto que todos
merecemos. Si tanto quieren ser hombres, terminen sus estudios
sin embarazar a nadie, trabajen y esfuércense en cumplir sus metas.
Deberían alimentar sus mentes con lo que Dios manda, en lugar de
perder el tiempo quemándose los ojos con cosas que forman abusa-
dores y todos los depravados de hoy en día.
»Estas chicas son abusadas, y ustedes al verlas apoyan al tráfico
de la prostitución, además de ensuciar sus mentes. ¡Y yo no quiero
unos abusadores más en esta corrompida sociedad, y espero que us-
tedes tampoco!
Los chicos escucharon con las bocas selladas, sin argumentos
para excusarse. Rosa decía las palabras con total seguridad.
―No los quiero volver a ver con esta basura… Si yo no los veo,
Dios los verá.
Rosa se empezó a quitar las dos sandalias.
Ambos se sobresaltaron como gatos.
Fue muy tarde para correr. Con la velocidad de una flecha ella dis-
paró una a Félix, que le terminó cayendo en la cabeza, emitió un
grito de dolor. La otra se la lanzó a Steven con una puntería perfecta,
le cayó en el trasero cuando intentó aventarse de la cama para es-
quivarla. El cuy, asustado, chillaba corriendo de un lado a otro,
hasta que cayó de la cama y salió disparado del cuarto.
Rosa se retiró de la habitación a esconder la laptop, aunque Félix
sabía dónde la escondía.
—Mátenme que no puede ser verdad —comentó Félix—. La pró-
xima veremos en el baño.
—¿No escuchaste lo que dijo tu mamá?

142
—La escuché, pero no la oí.
—No sé, Félix…
—Exacto, no sabes nada.
Ignorando las tonterías de Félix, tuvo que admitir que la repren-
sión de la señora Rosa tocó una parte de su conciencia, tuvo que ad-
mitir que tenía razón. Él no quería terminar como un pervertido
más o un patán que se aprovechaba de las mujeres.
Sus hormonas también estaban un poco idiotizadas, pero al ver a
las prostitutas en la laptop, le trajo recuerdos de su madre. Su cere-
bro de manera macabra ponía el rostro de su mamá al cuerpo de esas
mujeres, entonces por eso una parte suya lo rechazaba. Ya no era
como las otras veces en que se dejó persuadir por la influencia de
Félix.
Después de esto nunca más volvería a sentirse cómodo al ver esas
cosas.

Steven tomó el camino a su casa mientras se sobaba las nalgas por


la chancleteada.
«De verdad que Gideon le lavó el cerebro a la señora Rosa, ahora
habla como una pastora.»
¿Para qué se quejaba? Antes quería ser su hijo, esto tendría que
soportar si lo adoptaba. Si fuera hijo de Rosa sería un rebelde como
Félix. Estaba mejor sin padres.
Como siempre, tenía que buscar los atajos menos peligrosos para
que no lo asaltasen, en especial a estas horas de la noche. Su celular
emitió un ruido de notificación, a la segunda llamada lo revisó. Nor-
malmente no hablaba con nadie, a menos que tuviera que hacer tra-
bajos grupales del colegio.
El mensaje le dejó fríos los huesos, se trataba de dos llamadas per-
didas de su madre. ¿Era real? ¿Para qué lo llamaba? Pensó que es-
taba pasándosela muy bien en Toronto. De seguro no era nada im-
portante.

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Se obligó a no devolver la llamada, a menos que ella se la volviera
a hacer.
Paró en la esquina, su casa ya estaba al frente. Habría entrado si
no se hubiera distraído con la sombra femenina que trastabillaba en
la otra calle, cerca del horrible callejón que él siempre evitaba en-
trar. La mujer gemía y se apoyaba en la pared para no caer de cara.
Steven daría todo lo que tenía a cambio para que Dios no haya
puesto en su camino a la persona que menos esperaba en su vida.
«¡No puede ser, no puede ser, no puede ser!»
La figura cayó de rodillas, lanzando chillidos agónicos. Él estaba
a punto de no ir a ayudar a esa persona, pero como siempre, en su
corazón lo atravesó la conciencia, lo atravesó la bondad y el “amor a
sus padres”, cosa que no tenía. Corrió hacia ella, y sin titubear la
tomó del brazo y lo pasó sobre el hombro.
—Ayúdenme por favor…
La mujer estaba moribunda, no creía lo que tenía en frente. Bal-
buceaba de dolor. Steven no la miró, ni le dirigió la palabra. Al lle-
gar, abrió la puerta de la casa y prácticamente la cargó hasta el baño.
Agradeció que su padre y Percy no estuvieran, no se imaginaba en
cuantos problemas se metería si vieran a la mujer que se traía.
―Steven… ―musitó ella con voz temblorosa.
Él la dejó en el piso frío del baño. Se quedó parado, viéndola, como
si fuera una peste nueva que exterminaba al mundo.
―¿Se puede saber qué estás haciendo aquí, mamá?
Esta permaneció enrollada, temblando, con la vista en el suelo,
lloraba desconsoladamente. Steven se dio cuenta de que sus piernas
y brazos estaban con moretones graves, además de una golpiza en
la sien que le sangraba por toda la cara.
Rehusó a compadecerse de ella, rehusó a sentir pena. La quedó
reparando y esperando una respuesta que no fuera otra de sus men-
tiras. Se sentó de cuclillas. En aquel instante le encantó verla así: de-
rrotada.
Su madre llevaba el vestido rasgado, había sido torturada por al-
guien, y a él le gustaba que eso le hubiera pasado.

144
―Te he extrañado tanto… ―por fin respondió ella―. Sin ti siento
una soledad que nunca te imaginarías.
―Ah. ¿Qué más sentiste por mí?
Tuvo miedo la forma en la que le expresó aquello. Pasó la barrera
de su frialdad, como si de pronto hubiera dejado de ser humano.
―Es increíble ―manifestó riéndose y desvió la vista―. Es increí-
ble que te aparecieras de repente, así, y digas que me extrañaste.
¿Cuánto tiempo ensayaste lo que me dirías? ¿Y por qué estás aquí?
¿No tienes un esposo al que entretener? ¿No tienes unos clientes es-
perándote?
Shannon todavía no lo miraba, su llanto se hizo más fuerte. Negó
con la cabeza.
―Yo no quiero esto, yo no quiero vivir así…
―¡Muy tarde! ―gritó él y ella tembló.
―Tenemos que cambiar… tenemos que dejar el pecado… Tene-
mos que volver a ser una familia.
Él suspiró fuerte, fastidiado.
―De verdad que no tienes inteligencia, siempre dices lo que sue-
ñas, ¡pero quien arruinaste todo eres tú! ¿Ya lo olvidaste?
―¡No me digas eso!
―¿Por qué no te fuiste a Toronto, mamá?
Ella después del silencio clavó sus ojos en los de él. La expresión
furiosa de Steven se amansó al ver los ojos irritados de su madre,
había llorado demasiado y no sabía por qué. De pronto, le dolió ha-
ber descargado todo su resentimiento y odio.
―¿Qué te hicieron? ―preguntó Steven con la voz más calmada.
Bajó la cabeza. Humillación.
―Lo que no quisiera que te hicieran a ti.
Steven no dijo nada, tardó unos segundos en entenderlo, lo cual
lo entristeció. Era una mujer de la calle después de todo, lo sufría
siempre.
Siempre que se le venía la palabra prostituta a la cabeza, todos sus
órganos se descomponían, recordaba la vergüenza que le traía oír a
sus compañeros de clase burlarse de él, y saber que su propia madre

145
había destruido matrimonios con su trabajo. Saber que ella visitaba
a los padres de muchos, mientras él estudiaba, mientras él esperaba
que terminara de ahorrar lo suficiente para comer bien.
¿Dónde estaba Dios?, le vino otra vez esa angustia. ¿Por qué en
momentos en los que más lo necesitaba Él no hacía nada?
“Estoy aquí”.
Se sobresaltó. Su reacción fue ponerse de pie de un zarpazo. ¿Ha-
bía oído una voz? Debía ser su imaginación.
“No tienes que hacerlo todo más difícil. Ámala”.
Sobó su frente. Sí estaba oyendo algo. Estaba a punto de desma-
yarse por el susto que le provocó, pero a lo mejor era su corazón o su
conciencia hablando. No. No podía ser Dios, las cosas no podían ir
más raras.
Agarró un trapo del colgador, lo mojó con el agua del grifo. Se
quedó un largo rato ahí, distraído en sus pensamientos, en sus ga-
nas de que el mundo dejara de existir. ¿Por qué todo el tiempo le te-
nía que atormentar estos pensamientos?
Otra vez se agachó, con el trapo húmedo pasó con delicadeza las
heridas del rostro de su madre, después sus moretones. Cerca de su
muslo tenía una cicatriz con sangre, como si la hubieran lastimado
con un cuchillo. La herida parecía profunda. El vestido mugriento
lo tenía cubierto de sangre, sangre que Steven no quiso examinar de
dónde venía. No sabía en qué parte de la casa de su padre guardaban
los vendajes y desinfectantes, así que nada más quedó limpiarle esa
herida con el mismo trapo. No era en lo absoluto un conocedor de la
medicina y tampoco es que quería darle todas las atenciones a su
madre.
Aquello era una mescolanza de lástima y rencor.
Su madre lo quedó observando, ni ella procesaba que su hijo estu-
viera siendo amable con ella. Deseaba tanto tener fuerzas para abra-
zarlo y pedirle perdón por todo, pero sabía que, no iba a cambiar,
sería en vano arrepentirse de todo el daño provocado.
Más dolor le causaba a Steven que su madre dijera que cambiaría,
pero nunca lo hacía. Ella no podía cambiar, su naturaleza se había

146
adaptado a la calle, a los hombres malos, a su club nocturno. Eso era
ella. Ya había ido a terapia, pero ni eso consiguió remendar su vacío
corazón.

147
CAPÍTULO 15
El búnker
―Nuestros jóvenes son el futuro de nuestra nación. A menudo se
les subestima y se les considera como una generación llena de tec-
nología, pero somos nosotros quienes los criamos y decidimos
cómo serán en el futuro ―declaró el presidente Varnes con su fa-
moso acento entre inglés y hebreo debido a la lengua de su país na-
tal: Israel.
Solía ser parte del reglamento escolar el salir a la calle solo para
escuchar el “mensaje a la juventud” a través de las pantallas holo-
gráficas que flotaban en el cielo. A Varnes le gustaba instruir a los
jóvenes por medio de las noticias y libros estudiantiles.
Un maestro siseó a un par de chicos que no dejaban de cuchichear
mientras Varnes hablaba. Estaba medio colegio reunido en la plaza,
con la vista en alto y situada en la pantalla holográfica que proyec-
taba la Torre Calgary. A lo lejos se veían más pantallas siendo tras-
mitidas en los edificios modernos.
―Estamos trabajando arduamente para mejorar nuestro Sistema
Educativo y formar mejores ciudadanos —prosiguió con orgullo el
presidente—, es por eso por lo que este 27 de Mayo se realizarán las
excursiones a los nuevos patrimonios culturales. Hoy cada escuela
de cada ciudad, sector y pueblo deberá llevar a sus jóvenes a nues-
tros búnkeres, ya que consideramos esencial para el conocimiento
entender su funcionamiento. No queremos que en caso de un apo-
calipsis nadie sepa a dónde correr o dónde encontrar las habitacio-
nes de provisiones.
Con la broma, el pueblo que lo escuchaba empezó a reír.
―Bien, jóvenes, como ya escucharon a nuestro presidente, hoy
toca conocer los búnkeres —anunció la maestra de Ciencias—, y
como tal vez todos ya saben, tenemos un búnker muy moderno en
las montañas, a las afueras de la ciudad: el búnker Atlas 505. Como

148
muchos ya saben, el nombre de nuestro sector está inspirado en el
nombre del búnker Atlas…
―Qué alegría, tarde de socializar con todos estos patriotas
―murmuró Steven con sarcasmo mientras la maestra explicaba el
mensaje del presidente, que por sí solo ya era muy obvio.
―No puede ser tan malo conocer un búnker, es emocionante. A
ti todo te parece horrible ―dijo Félix.
―Las excursiones son horribles… Todos van a comenzar a moles-
tarme.
―Steven, causa gringo, dale gracia a tu desgracia.
―Esa es mi frase.
―Bueno, entonces llora.
En las pantallas el presidente canoso y narizón seguía hablando
de la importancia del conocimiento juvenil.
—Ya debo de estar oliendo feo por estar parado bajo el sol por más
de veinte minutos.
Félix acercó la nariz para olfatearle el cuello.
—Sí, tienes razón, hueles a hippie. Eso no le va a gustar a Cesilia
Parker.
—¿Por qué lo dices?
—Tú sabrás, ¿no?
—No.
Esa mañana de viernes, se trasladaron de regreso al estaciona-
miento de los autobuses amarillos. Los alumnos de décimo y on-
ceavo año ya estaban subiendo a sus respetivos autobuses. Los pro-
fesores de noveno año les permitieron elegir pareja a sus estudian-
tes, obviamente Steven eligió a Félix, aunque él prefería estar con
Alison.
―¡Ya deja de acosar mujeres! ―renegó Steven, Félix nunca le qui-
taba el ojo a la chica.
―Santa mujer, dichosos los ojos que te ven, pequeña ―Félix lo
ignoró para idolatrar a Alison que estaba atrás de ellos con su com-
pañera de excursión―. Estás tan hermosa como un panal de abejas.
―¿Pañal de viejas? ―Alison se espantó.

149
―Dije panal de abejas. Te bajaría la luna, el sol y la atmosfera en-
tera, mi vida. ―Por poco se ponía de rodillas
―Félix, me estás avergonzando… ―se quejó Steven.
Más vergüenza pasaba Alison. Esos poemas ridículos se los decía
por chat, no frente a todo el mundo. Apenas llevaban dos semanas
juntos y ya era capaz morir en una cruz por ella.
Félix se enderezó en la fila.
―Algún día babearás por una chica.
―¿Y si no quiero? ―protestó Steven.
―Está bien, respeto tu asexuali…
―Por favor, cierra tu bocaza ―suplicó, ya estresado.
El grupo de maestros empezó a repartir pañuelos rojos a cada
alumno de las filas, iban diciendo que todos se lo amarraran en el
cuello para que los reconocieran. Steven analizó el pañuelo que le
dieron, tenía un logo: un código de barras encima de el logo de un
león con alas. Se cuestionó lo que significaba, nunca habían usado
algo parecido cuando tenían excursiones.
―¡Somos las juventudes hitlerianas! ―bromeó Félix, alzando el
brazo, como un saludo nazi.
―¿Qué has dicho? ―preguntó Steven, sintiendo un amargor en
el estómago.
―Eh, ¿juventudes hitlerianas? Era chiste, es que el pañuelo rojo
me recordó a los grupos de educación para niños nazis. ¡Y mira este
código de barras! ¿Qué se creen que somos, un producto?
Steven ahora vio todo con más claridad.
―Esto está macabro…
―¿Macabro que nos pongan un código de barras? Sí, estoy de
acuerdo. No somos chuletas de supermercado.
―El predicador intenso tenía razón… El Código, el Sistema Ciu-
dadano, los sectores, la pobreza…
―Todo es una conspiración del diablo ―añadió Félix, fingiendo
pánico.
Steven no lo vio como una broma, era algo mucho más serio de lo
que pensaba. La época en la vivían cada día era más controladora y

150
mala, no era igual a la Alemania nazi, pero presintió que pronto pa-
recería a aquella época, o peor. Detrás del presidente Varnes se ocul-
taba un dictador psicópata, un posible tirano y la gente no se daba
cuenta.
¡La biblia se estaba cumpliendo!
―Sí, definitivamente el presidente Varnes es el anticristo ―dijo
Félix de pronto.
Los alumnos subieron al autobús, dándose trompadas. Steven en
todo el camino se mantuvo con un perfil bajo para que nadie empe-
zara a molestarlo, también para pensar en lo que habían descu-
bierto. Si comparaba la biblia con los días actuales encontraría mu-
chas coincidencias, ahora quería ponerse a leer, pero alguien se da-
ría cuenta y ocasionaría una escena.
Mark trepó por encima de los asientos y al llegar al sitio de Steven
y Félix, le tiró un manotazo en la cabeza a Steven.
―¿Cómo estás, hijo de prostituta?
Las risas de los demás pasajeros resonaron en el vehículo.
—Hijo de prostituta serás tú, pedazo de…
Steven le dio un codazo a Félix para que no le siguiera a Mark y
todo terminara en bronca.
Dylan forzó a un chico gordito a que se levantara del asiento y se
sentó adelante de Steven con el cuerpo volteado en su dirección.
Ahora en compañía de Mark, se dedicaron a mofarse y a contagiar a
todos para fastidiarlo. Steven supuso que solo querían hacerlo ex-
plotar, así que respiró hondo para contener sus impulsos violentos.
El viaje a las afueras de la ciudad hasta las montañas duró media
hora, teniendo en cuenta que debían seguir a los otros autobuses es-
colares; el tráfico y el camino pedregoso que conducía a los búnke-
res tampoco ayudaba. Al llegar a la cima de la montaña, los jóvenes
bajaron de los autobuses como si alguien liberara a todos los anima-
les de un zoológico, y tardaron otro tanto en organizarse.
Unos militares que custodiaban la zona los escoltaron por el sen-
dero, hasta que dejaron atrás el bosque. Llegaron a una zona despro-
vista de vegetación, donde se detuvieron frente a una especie de

151
cueva. Se trataba de las gigantescas puertas del búnker Atlas, éstas
se abrieron con lentitud, eran automáticas y muy gruesas. Un par de
militares los condujeron hacia las profundidades y mientras avan-
zaban se iban encendiendo la fila de luces del techo abovedado. Se
oían exclamaciones de asombro entre la multitud de estudiantes.
―Futurista ―expresó Félix, emocionado con todo lo que veían
sus ojos―. Ay, ya quiero que llegue un apocalipsis zombi para vivir
aquí.
El túnel gris conducía a una bajada que se enrollaba pisos abajo.
―Sujétense de las barandillas, chicos ―ordenó una de las maes-
tras y la obedecieron. Desde lo alto daba miedo rodarse por la
rampa.
―Aquí la gente debe correr hasta abajo e instalarse en las habita-
ciones ―informó el soldado que iba en la delantera dirigiendo.
Descendieron cinco pisos, y todavía no encontraban las habita-
ciones. Tardaron media tarde en bajar solo treinta pisos y llegaron
al área de provisiones: todo un salón con estanterías altas repletas
de trajes antiradioactivos, máscaras antigás. Luego entraron a otro
salón con más estantes y cajas.
―Este es uno de los cincuenta cuartos con provisiones ―explicó
el soldado.
―¿Quiere decir que hay más? ―preguntó Cesia entre la multitud.
―Necesitamos provisiones para mínimo cinco años ―respondió
el otro militar―, aunque estamos trabajando en almacenar más ali-
mentos y construir huertas capaces de dar fruto. Nadie sabe cuánto
durará el apocalipsis.
Como era demasiado grande la fila de alumnos, los dividieron en
cuatro grupos para guiarlos con más facilidad. Dos militares en cada
grupo se encargaron de darles el tour por separado. Mientras los
otros grupos estudiaban las huertas, el grupo de Steven continuó vi-
sitando habitación tras habitación. Había una enfermería amplia,
un patio de juegos para niños y hasta una sala de cine con la capaci-
dad de cien personas.

152
―Este búnker es más ordenado que nuestro sector ―comentó Fé-
lix―. ¿Habrá un bar aquí?
―Desde luego que lo hay ―respondió el militar―. Tenemos doce
bares con escenarios para músicos. También hay un pequeño centro
comercial, pero tendríamos que dar más vueltas en todo este labe-
rinto para llegar a ellos.
―¡Señor! Así que no nos faltará nada.
―Solo falta que tenga mil salones de belleza ―añadió Steven.
―Sí, los tenemos ―confirmó el otro militar―. Diez, y uno más en
construcción.
Félix fascinado cruzó el brazo sobre el hombro de su amigo.
―Ya sabes, Steven, no importa cuánto el mundo se explote, siem-
pre podrás hacerte la manicura.
―Y tú podrás ver Jackie Chan en el cine.
―Mi mamá podrá tener todos los animales de granja que quiera.
―Y mi papá todos los tragos en el bar ―dijo Steven con una son-
risa irónica.
―¡Viva el apocalipsis!
Bajaron un piso más, y ya pudieron ver las habitaciones para hos-
pedarse. Entraron a una que era para una familia de cuatro. Todo
era literalmente igual a un hotel, moderno, con televisor y baño in-
cluido. Por supuesto que todo estaba dividido en posiciones socia-
les: los ricos en los primeros pisos y los pobres pisos más abajo, a las
profundidades subterráneas. Y esas habitaciones no eran tan boni-
tas, parecidas a las de los presidiarios, más pequeñas y con colcho-
nes de mala calidad.
―Qué crueles son los del Sistema Ciudadano ―suspiró Steven,
dejándose caer en uno de los viles colchones de la clase baja.
―¿Sabes cuál es la ventaja de que nosotros los pobretones viva-
mos abajo? ―dijo Félix apoyado en el tubo de uno de los camaro-
tes―. Que nosotros estaremos más protegidos, ¿entiendes? Más
subterráneo, mejor protegido estarás del fin del mundo. Ahora en-
tiendo por qué los roedores tienen madrigueras para esconderse de
los depredadores. Quiero ser un roedor.

153
―¿Tú crees que abajo no nos pasará nada?
―Sí. Espero…
―Levántense, alumnos, esto no es un hotel ―reprendió la maes-
tra desde la puerta de la habitación, el resto de los estudiantes con-
tinuó andando en el pasadizo.
Steven se paró de la cama, Félix lo siguió.
―Es un hotel subterráneo ―apuntó Félix.
El militar los condujo a otra área: un patio amplio de recreo, en
medio había dos piscinas vacías, un comedor por otro lado y un jar-
dín por otro extremo. También era uno de los tantos patios de re-
creo.
―Déjenme adivinar, el patio de los pobres es más feo que este
―comentó Steven.
―¡Jaron Hickman! ―regañó el profesor de Psicología.
Cesia, que estaba al lado de Percy, levantó la mano.
―Señor soldado, vi en la entrada del búnker varias cámaras pare-
cidas a las escáner, ¿para qué son?
―Es una buena pregunta, jovencita ―contestó el soldado guía―.
Las cámaras escáner son dispositivos que se utilizan para escanear
objetos o personas y obtener información sobre ellos, en básicas fra-
ses, son las mismas que ustedes tienen en su escuela. Cuando los
ciudadanos entren en mancha al búnker, ninguno se salvará de ser
escaneado, de esta manera, se puede saber si están registrados en la
web del Sistema Ciudadano, si tienen enfermedades contagiosas,
sus antecedentes penales, su edad y su país de origen… entre otras
cosas.
―¿Qué quiere decir si está registrado en el Sistema Ciudadano?
―preguntó Cesia.
El soldado sonrió y miró a todos los jóvenes.
―¿Quién de ustedes ya tiene implantado el Código?
Uno por uno alzó sus manos, la mayoría lo tenía. El Código siem-
pre había estado al alcance para pobres y ricos, lo daban gratis en los
hospitales y carpas de salud, entonces nadie tenía excusa para no
ponérselo, además que les facilitaba la vida a todos. Los que nunca

154
se lo implantaron tenían que portar con la tarjeta de pase si querían
hacer negocios o ir a ciertos sectores, lo malo de ello era pagar el cré-
dito de la tarjeta, el cual costaba un ojo en la cara.
―Bien, me alegro por ustedes ―continuó el soldado―. Todos los
que tienen el Código tienen el privilegio de entrar al búnker, a nues-
tra arca de Noé.
―¿Está diciendo que los que no tienen el Código se morirán
afuera? ―habló Percy, las vistas se dirigieron a él, por primera vez
habló algo y su rostro hizo expresión.
―Suena un poco desalentador cuando lo dices de esa manera. To-
dos tienen la oportunidad de registrarse, gracias al Sistema Ciuda-
dano y a las Naciones Unidas que han trabajado mucho para hacer
que el mundo sea mejor después de tantos desastres naturales y
hambruna. Algunos piensan que el Código es la marca de la bestia y
que el presidente Varnes es el anticristo… ah, pero esas fumaderas
de locos son solo teorías conspirativas sin fundamento, son esos es-
quizofrénicos que se paran en las plazas para hablar en contra de
nuestro nuevo reglamento, a causa de ellos muchos temen ponerse
el Código. ―Descansó la mano en su cinturón pesado―. Es com-
prensible que haya personas que no estén de acuerdo con el nuevo
orden, pero no hay otra explicación para los que no están de
acuerdo, no son otra cosa que lamentables terroristas.
El público de adolescentes no hizo más preguntas después de su
explicación. Mientras continuaban con el recorrido, Steven analizó
mentalmente todo lo que había oído, y opinó que aquí no había nin-
gún interés del Gobierno por mejorar el mundo.
―Arruinaron nuestros sueños, creí que el búnker era para todos
―expresó Félix, decepcionado―. Mi mamá nunca se pondría el Có-
digo, tiene miedo a que la controlen.
―Significa que nos dejarán morir… ―Steven miró al suelo.
—¿Qué acaso dejamos de ser humanos por no ponernos un chip?
El soldado volteó la cabeza, los chicos sellaron sus bocas, pues pa-
recía haberlos oído.

155
—Es como la ley de no asaltar a mano armada —explicó él—, te-
ner el Código es una ley más. Si la acatas, eres un buen ciudadano,
uno que se opone al crimen; si no acatas, eres como un ladrón que
no quiere renunciar a robar.
La reflexión incendió más dudas en el corazón de Steven.
Canadá fue un país ordenado y con una población lejos de ser po-
bre, todo iba excelente hasta que llegó el Sistema Ciudadano: un
conjunto de reglas que inventó Varnes cuando era un ministro más,
y al entrar a la presidencia las desarrolló con más estricción, todo
con el fin de mejorar la calidad de vida de Canadá, lo cual era ri-
dículo porque sus leyes solo favorecieron a los adinerados, los que
no les gustaba tener a los de la baja clase cerca.
Desde que dividieron el país en sectores años atrás, la bonanza en-
tre los unos a los otros también se dividió. Ya no había el mismo res-
peto, te definían por el tipo de sector al que pertenecías o por el Có-
digo.
El Gobierno había dicho que lo hicieron para controlar mejor al
país, para organizar las finanzas y ordenar a la población, y clara-
mente lo estaban logrando.
Con todas estas evidencias, Steven se cuestionó si era un “ateo”.
No, nunca lo fue, y él lo sabía muy bien.

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CAPÍTULO 16
La muerte de Cesia
Steven bajó las escaleras al primer piso para conseguir alguna bo-
tana. Encontró a Percy en la mesa del comedor, devorando el último
bocado de pastel de la mesa, vestido como loco, como siempre era
su personalidad: ropa negra. Steven se sorprendió por lo bien que
lucía, su cabello largo lo tenía un tanto mojado. Con la otra mano se
secaba con una toalla.
―Bueno, y ¿a dónde tan guapo? ―Steven bromeó, pero luego se
arrepintió de haberle hablado, sabiendo que cualquier cosa que le
decía provocaría una explosión. A Percy no se le podía jugar ni una
broma, a ninguno de los de su misma sangre en realidad. Frustra-
ción era una palabra muy corta para relatar lo que sentía viviendo
en casa de su padre: la casa de los infelices.
Preparó su paciencia para aguantar una reprochada de Percy.
―Voy a perder el tiempo en la fiesta de Nick ―respondió él, refi-
riéndose a su amigo de pelos coloridos―. Y tú, ¿cómo estás?
Steven no pudo creérselo. ¿Por primera vez Percy le habló sin gri-
tar? ¿Por primera vez le preocupó su bienestar?
«¿¡Por qué pregunta cómo estoy!? ¿¡Desde cuándo le intereso!?»
―Eh, yo estoy bien. ¿Y tú?
―Mal ―contestó, encaminándose hacia la puerta.
«Siempre está de mal humor. ¿Cómo olvidarlo? Qué pregunta
más tonta.»
―¿Y tú no vas a fiestas?
Otra pregunta amable, e hizo todo el esfuerzo en contestarla.
―Los únicos que se dedican a hacer fiestas en mi salón son los
que me odian. ¿Para qué voy a ir? No quiero que todos empiecen a
insultarme por nada.
Pareció que Percy hizo un gesto de comprensión con la cara.

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―Para mí eso es un deja vu. Ya pasé por eso, pero desde que em-
pecé a amenazar, ya nadie se atreve a pegarme.
―Lo tomaré en cuenta ―respondió sorprendido.
Aún se acordaba el pasado en que Percy sufría un acoso escolar
infernal, fue tan solapado su cambio de personalidad oprimida a
una insensible, que poco a poco la gente dejó de tener gusto de fas-
tidiarle. Todavía algunos se atrevían, pero siempre terminaban con
un brazo roto o un ojo morado.
―Con tantas fiestas a las que vas, ya debes de tener una desafor-
tunada ―comentó Steven en tono de broma, y tuvo que ordenar a
sus huesos que no temblaran de miedo a que se lo tomara a mal.
―¿Quién es tu desafortunada, mejor dicho?
Excelente truco el de devolver una pregunta para nunca confesar.
A Steven lo agarró indefenso, se sonrojó por la vergüenza de admitir
que no tenía pareja. En su vida nunca tuvo una novia.
Percy lo observó y al rato echó a reír.
―¿Cómo no puedes tener novia?
―No sé por qué me parece que todo el mundo quiere que tenga.
No soy bueno con las mujeres, me vuelvo idiota.
―Es una pena, tienes potencial.
―¿Potencial? ―inquirió extrañado.
Percy abrió la puerta y se detuvo a mirarlo.
―Lamentablemente eres sexy, pero no como yo.
Se largó después de cerrar la puerta y dejar a Steven con la casa en
soledad.
«Okey, ¿eso qué fue?»
Félix, su mejor amigo, siempre decía que él era feo y siempre le
creía. Percy, su peor enemigo, le hizo un cumplido y fue difícil acep-
tarlo. Esas cosas nunca pasan, era probable que estuviera soñando.
Steven trotó gradas arriba y se metió en su cuarto para contem-
plar su reflejo en el largo espejo de la pared. Analizó sus rasgos y
buscó alguna parte de él que fuera sexy. Lo único que entendió de sí
mismo era que se parecía a John Connor de Terminator 2, y ese niño
no le parecía muy sexy.

158
Cesia Parker se paró en medio de la sala, a ver a su tía leyendo el pe-
riódico. Por la parte trasera del papel se dio cuenta por el título que
estaba buscando trabajo. Eso significaba que su tía estaría de mal
humor si le hablaba, aun así, tomó el riesgo.
―Emm, ¿tía Mar?
―Tss, cállate. Al menos déjame tranquila cuando trato de resol-
ver los problemas que tú ocasionas.
―Solo iba a decir que voy a salir a una fiesta… con mi novio.
La tía Margaret cerró el periódico y le dio toda su atención.
―¿Un novio? ¿Tienes novio? Creí que habían roto.
―Sí, había roto con ese celoso, pero ahora tengo otro novio…
Y en el fondo reconocía que era peor que el anterior, pero era
atractivo y eso era lo que le importaba.
―¡Oh! ¡Pues, anda, anda! Estás en crecimiento, disfrútalo. ―Sa-
cudió la mano para que se diera prisa―. ¡Te doy todo el permiso,
querida!
―Gracias, tía, eres tan buena. ―Revoloteó a la puerta.
En el muro del sector Montaña colocó su tarjeta de pase en la pan-
tallita incrustada en la pared, y salió. Le había mentido a su tía al
decir que tenía novio, Percy nunca le había hecho esa propuesta y
era seguro que nunca la haría. Pero desde la fiesta en su casa, actua-
ban como novios, se besaban y esas cosas, por ende, le gustaba creer
que eran algo.
La fiestecita en la casa del amigo de Percy ya no se daba abasto,
cada sala reventaba de adolescentes fumones, bailarines y locos be-
sándose en los muebles. Esta vez, solo esta primera vez, Cesia em-
pezó a sentir incomodidad en aquel ambiente. ¿Por qué? Ella vivía
en fiestas, no era normal ese cambio en su interior.
Percy tiró de su muñera y la acorraló en un rincón. Cesia no en-
tendió cuáles eran sus intenciones hasta que procedió a besarla.
Agradeció que él no estuviera ebrio como la otra ocasión, signifi-
caba que en el fondo sí había gusto por ella.

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Por un beso real de Percy había luchado todo el año, le había dado
celos, le había mostrado su cuerpo, solo por una simple pisca de
amor que le diera y que la satisficiera.
Le habría gustado disfrutar ese momento de contacto y llegar más
lejos, no obstante, en el interior no sintió nada más que miedo y cul-
pabilidad. A esa hora de la noche debía estar presente en el servicio
de la iglesia, no enrollándose con él. Al acordarse, se zafó de su
cuerpo.
―¿Qué pasa? ―preguntó Percy.
―Lo siento, ahora tengo que irme.
Así de sencillo se dirigió al pasillo para salir de la casa. Percy la
siguió con el ceño fruncido.
―¿A dónde? La fiesta no va ni por la mitad.
―Nada ―mintió con rapidez―, es que tengo cosas que hacer en
mi casa, mi tía es tan dura que ni me deja respirar. Quiso que esté
allí antes de las ocho, llegaré un poco tarde, pero debo obedecer.
Una expresión de duda cubrió la cara de Percy. Se peinó el cabello
largo y avanzó más rápido para alcanzarla.
―Te acompaño.
Percy siendo amable con ella merecía ser grabado.
―No, no, yo puedo ir sola, gracias.
—¿Segura?
—Claro.
De ninguna manera la gente debía enterarse de que ella era “cris-
tiana”. Nadie la vería de la misma manera, seguro que le dirían
monja y la rechazarían. Por lo menos cuando acompañaba a Harriet
a la iglesia se despojaba de la culpa por sus caminos hipócritas y en-
contraba paz.
Pensaba que solo con ir a la iglesia deshacía sus pecados, pero al-
gún día descubriría que no funcionaba así.
Entró a casa al llegar, se cambió como una bala a un atuendo más
decente que el de su minifalda y top. Se cubrió más las piernas con
unos jeans holgados y una camiseta más recatada. Ahora sí lucía
como una niña buena e inocente.

160
Bajó las gradas y casi chocó con el cuerpo de su tía Margaret, que
la observaba como una estatua y cruzada de brazos.
―¿A dónde vas, niña? ¿No estabas en la fiesta con tu novio?
―Sí, pero… ahora voy a otro lado.
―¿Puedo saber a dónde? ―preguntó con una sonrisa que dio
miedo.
―A la iglesia… solo por un rato.
―Con Harriet, en efecto. ¿Qué es lo que hablamos acerca de esa
bruja?
―¡Tía Margaret! ―Un golpe a Harriet era un golpe a Cesia―. Ella
no es mala, y a la iglesia voy a aprender cosas buenas. ¿Por qué no te
gusta nada que tenga que ver con Dios?
―¡Porque te meten ideas erróneas a la cabeza! ―renegó, harta de
decírselo una y otra vez―. ¡Son por esas ridiculeces por lo que me
desobedeces de ponerte el Código! Yo todavía sigo buscando trabajo
por tu culpa, sigo gastando el poco dinero que nos queda en el cré-
dito de tu maldita tarjeta de registro, y todo porque crees que el Sis-
tema Ciudadano oculta un plan del diablo. ¡Es por esa iglesia que te
has vestido así!
―¿Y qué tiene? Últimamente me siento mal por mostrar dema-
siado.
―¿Lo ves? ―La señaló―. Así les lavan el cerebro.
Siempre era la misma pelea de todos los días.
―Tía Margaret, hace unas horas me dejaste ir a una fiesta con mi
novio. Pude haber perdido mi virginidad allí, pude haber consu-
mido drogas, me expuse a muchos peligros: robos, violaciones… Por
favor, déjame ir a la iglesia.
La respuesta fue clara: un rotundo no. Pero ella cerró sus oídos,
pasó por encima y se marchó, ignorando las críticas de su tía.
¿Por qué iba a la iglesia, si al final haría todo lo contrario a lo que
aprendía?
Admitía su situación espiritual y eso no le daba felicidad. En su
corazón sabía que en algún momento cambiaría, no se le venía a la
cabeza cómo, pero renunciaría a su mundo tarde o temprano.

161
Los hermanos se pusieron de pie tras la conclusión del servicio y
cada uno se dirigió a sus hogares. Aunque la iglesia no era de gran
tamaño, su belleza era innegable. El mensaje de hoy fue más básico,
dado que en los últimos tiempos habían asistido muchos hermanos
nuevos que no estaban familiarizados con la palabra de Dios.
Cesia se acercó a Gideon, que en el portón del local despedía a la
gente dándoles la mano.
―Hoy de milagro logré venir a la iglesia ―comentó.
―¿Ah, sí? ―dijo después de despedir a una pareja de ancianos―.
Otra vez la Margaret, ¿eh?
―Ya no sé qué hacer, Gideon. Tengo miedo de que me eche de la
casa. ¿A dónde iría si lo llega a hacer?
―Mmm, mi casa no es grande, pero te daríamos un espacio.
Claro, si no te incomoda dormir en unos muebles viejos.
―Prefiero dormir en el piso del baño que quedarme un día más
con mi tía. Gracias, Gideon.
Al fin una salida, ahora ya no tenía miedo de que la votaran por
rebelarse contra el Sistema Ciudadano.
Dejó la iglesia y cruzó por el sector Atlas para regresar a casa en el
sector Montaña. Las calles en la noche nunca eran silenciosas, siem-
pre estaban inundadas de todas las vanidades existentes. Mientras
andaba, un auto rojo clásico y sin techo, la tomó de sorpresa al pasar
por su costado, este bajó la velocidad bruscamente y la bulla del
grupo de adolescente se escuchaba más alto que sonido del motor
del auto.
―¡Cesi! ―la llamó una chica de su grupo de amigas, sentada en
el asiento del copiloto―. ¿Dónde rayos andabas? La fiesta se puso
más interesante después de que te fuiste.
Cesia dio una sonrisa penosa como respuesta.
―Ah, por cierto, ¿ya lograste algo con Percy? ―preguntó otra de
sus amigas que tenía a su novio abrazándola.
Era obvio que no se refería a simples besitos

162
―No creo que él quiera. Ya saben cómo es Percy ―se obligó a so-
nar lo menos incómoda.
―Ay, hombres... ―La chica hizo una mueca―. Bueno, cuando
puedas nos cuentas todos los detalles de cómo lo conquistaste, que-
rida. ¡Hasta mañana!
Quedó solitaria en medio de la pista una vez que se marcharon. ¡Y
gracias a Dios que se fueron! Ahora estaba entre triste e indecisa.
Muchas veces ignoraba lo que Harriet le aconsejaba. Para sus ami-
gas era completamente normal las locuras que hiciese con tu
cuerpo, sin embargo, ella deseaba algo diferente: que alguien tan
piedra como Percy la amara de verdad. No habían llegado a nada,
aunque tuvieron la oportunidad, el deseo. Si no se hubiera ido de la
fiesta tal vez habría ocurrido.
Creía que en este momento simplemente estaba disfrutando de
su juventud, manteniendo la convicción de que no daría el siguiente
paso con un chico a una edad tan temprana. Sin embargo, la idea de
que Dios la estaba observando la llenaba de cierto temor. En sus pen-
samientos, rezó para que le concediera el tiempo necesario para to-
mar una decisión.
Pero el tiempo no espera, vuela, te ignora, y cuando te acuerdas
ya lo has perdido todo. No podía retener sus deseos. No quería espe-
rar hasta el matrimonio, eso le daba pánico. Falsedad. ¿Eso era lo
que quería?
Recordó el sermón en la iglesia, sobre lo que decía la biblia:
“Acuérdate de tu creador ahora que eres joven. No esperes a que
vengan los días malos, y a que lleguen los años en que digas: «Vivir
tanto no es motivo de regocijo.» Hazlo antes de que el sol se oscu-
rezca, y la luna y las estrellas dejen de brillar”6.
Hazlo antes de que todo se acabe.

***

6
Eclesiastés 12:1

163
Guardó sus libros en el casillero mientras escrutaba a Percy. Como
era habitual en él, torturaba a cualquiera que encontrara a su paso,
hoy a un pobre chico asiático le tocó sufrir sus golpes.
Este era el novio de Cesia: un maltratador sin cura.
Cuando Percy regresó de dejar moribundo al muchacho, hizo un
gesto con la cabeza que significaba que Cesia y él ya podían reti-
rarse. Ambos se trasladaron a la biblioteca escolar y se sentaron en
un escritorio a estudiar. Cesia se dignó a hablar sobre su actitud,
aunque ello retaría a Percy.
―¿Por qué te dedicas a esto? ―preguntó. Percy arqueó una ceja,
mirándola con desconcierto por encima del libro que estudiaba―.
Es decir, ¿te sientes superior al hacer daño a la gente?
―Ese chico me la venía debiendo hace días, no me gusta que tra-
ten de evangelizarme o algo así.
―¡No tienes excusa para herir a otros! ―insistió, desconcentrán-
dolo de sus deberes. Esta era una de las tantas veces que se esforzaba
en hacerle entrar en razón. Incluso le suplicaba.
―¡Necesito que te calles! ¡Eres tonta, por eso no entiendes nada!
Métete en tus asuntos. Te veías más deseable cuando usabas esa
blusa con escote y esos shorts. Ahora no sé qué te pasa, te dedicas a
amargarme.
Se quedó callada.
―¿Te gustaba más cuando te seducía?
Levantó la vista de su cuaderno, mirándola como poca cosa.
―Me gustabas más cuando no eras una estúpida.
De repente las vistas se nublaron por lágrimas. ¿Por qué a ella?
¿Por qué la trataba mal sin motivo?
¿Para qué engañarse? Andar con Percy era firmar un contrato con
un abusivo. Cesia siempre trataba de cambiar a Percy, y hasta el mo-
mento no hizo ninguna diferencia en su vida, nada más ser otro ju-
guete para su entretenimiento.
Este no era el tipo de persona que le gustaría amar.
Se aguantó las ganas de llorar. Uno, dos, cinco machetazos en el
corazón.

164
Él después esbozó una sonrisa ladeada.
―Era broma, espantabrujas. ―Se le acercó y la besó con fuerza,
como si nada hubiera sucedido―. Yo sería capaz de incendiar el
mundo por ti.
Cesia no comprendía los extraños sentimientos de Percy, estaba
furiosa. Le golpearía de no ser por sus besos hipnotizadores.
―¿Quieres decir que me amas?
Se atrevió a hacer la pregunta del millón y no obtuvo respuesta.
Percy continuó besándola, hasta que su débil corazón confió una vez
más en él.
Siempre caía en la misma trampa.

***

La noche del domingo acompañó a Harriet y Gideon a la iglesia.


Asistía los fines de semana y el resto de días hacía todo lo contrario
de lo que aprendía de las enseñanzas del pastor.
El coro góspel entonaba “Cuán Grande es Él” en el altar con la vio-
linista, el chelo, el saxo, los jóvenes del coro, y Milly en las primeras
voces. Adoraban a Dios con todo el corazón.
Cesia sintió la presencia de Dios como nunca, lloriqueó océanos,
implorando perdón por todos sus pecados.
Otra vez.
La rabia también la abordó porque nunca lo decía enserio. Fallaba
y se arrepentía, fallaba y se arrepentía. Nunca se disponía a cambiar.
Preguntó a Dios qué era lo que le faltaba para cambiar de verdad.
Nadie en su escuela sabía que iba a una iglesia.
Después de las alabanzas, el pastor aportó un mensaje que tocó
fibras sensibles. Algunos prorrumpieron alabanzas al recibir la pa-
labra, otros decían con sus rostros que querían fulminarlo.
Llegó a una parte que estremeció todo el cuerpo de Cesia.
―¡No sigas a tu corazón! ¡Sigue a Cristo! El corazón es engañoso,
del corazón salen los malos deseos, los homicidios, los adulterios,

165
las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias.
Del corazón sale todo lo malo de los seres humanos. ¡Mejor confiar
en Dios que nunca falla!7. Hermanos, no se puede servir a Dios y al
mundo a la vez ―instruyó el pastor―. ¡O eres de Dios o no eres de
Dios! No puedes estar por un lado alabando a Dios y por el otro es-
cuchar música pecaminosa. ¡No puedes poner tu cara de santo aquí
y por otro lado odiando a tu hermano! ¿¡De qué sirve estar aquí sir-
viéndole a Dios y fornicando por otro lado!? La biblia dice: El que
quiera servirme niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame8.
Cayó como un balonazo en la cara de Cesia.

Al finalizar el servicio, en su casa, se tendió en la cama a pensar.


No conseguía quitarse de la cabeza lo que había escuchado. No
era como si recién el pastor predicara fuerte contra el diablo, solo
que nunca había reflexionado sobre el tipo de cristiana que era. Pero
la triste verdad era, que ella no era ninguna cristiana. Conocía de
Dios, calentaba el banco de la iglesia y oraba, pero nunca pretendió
darle su vida. Tenía una mejor relación con su “novio” maltratador,
y nunca quiso una relación verdadera con Dios. Era eso por lo que
nunca lo sentía como si fuera cercano a ella, sentía su presencia a
veces, pero eso cualquiera lo puede sentir.
Lo que de verdad se necesita es algo que va más allá de llorar con
las adoraciones.
Abrió su biblia en un pasaje que el pastor recitó en una parte de
su prédica, en Mateo seis veinticuatro: “Nadie puede servir a dos se-
ñores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o estimará a uno y
menospreciará al otro; no podéis servir a Dios y a las riquezas”.
Una gota se deslizó por las mejillas de Cesia.
No tenía a Dios.
Era una vasija rota, la palabra de Dios entraba y se escapada por
las rajaduras. Seguía viviendo conforme a lo que le dictaba su carne,

7
Mateo 15:19
8
Mateo 16:24

166
seguía fornicando, seguía yendo a fiestas con sus amigas. Jugando
con su cuerpo, y no consiguiendo nada bueno con él.
Ni comprendía por qué exigía atención a Percy, si ella se besaba
con cualquier chico que le ofreciera cariño. Luego rezongaba de que
la veían como un objeto, cuando ella se regalaba como uno.
Eso era en lo que ella se convirtió a propósito. No merecía tal vida.
Odiaba sentirse hueca. Necesitaba elegir: renunciar a su mundo, o
seguir viviendo en él y dejar que su alma caminara rumbo al in-
fierno.
La noche había dado permiso a las nubes a que regaran la inquie-
tante ciudad de Calgary. Al salir quedó toda empapada como en una
ducha. Le encantaba la lluvia, luego pescaría un catarro, pero no le
importó. Se paró en medio de la calle, sin autos ni gente, se ilumi-
naba solo por los postes resplandecientes y la luna menguante.
Levantó la cabeza, y elevó probablemente la plegaría más impór-
tate de su vida.
―Dios… ya no quiero seguir viviendo lejos de ti. Perdóname. Mis
pecados son infinitos y te he fallado, te he crucificado millones de
veces. Ya no quiero ser la misma, ¡yo necesito tu perdón de una vez
por todas!
»Te ruego que me tengas misericordia… Entra a mi corazón…
Hazme de nuevo…
Una ráfaga de viento sopló su cabellera oscura, al igual que el so-
plo de vida de Dios cuando creó al hombre.
Sintió las lágrimas saladas empaparle los labios, los dedos se aca-
lambraron por el frío.
―¡Y sé mi Señor y mi Salvador!, por los siglos de los siglos.
Una nueva Cesia estaba siendo creada en ese momento. No lo
echaría todo a perder. Estaba recibiendo su libertad para siempre
―Amén.
La antigua Cesia, murió.

167
CAPÍTULO 17
Una oportunidad para triunfar
―Tus notas han mejorado, Steven. Felicidades.
―Gracias, supongo.
Steven en la silla de estilo antiguo, brincaba con rapidez la pierna
bajo la mesa. Terminó en la oficina del subdirector, y por primera
vez no era para suspenderlo porque se hubiera bronqueado con
Percy. El sub entrelazó los dedos sobre la mesa y le dirigió una mi-
rada extraña, lo cual hizo que Steven deseara fervientemente eva-
porarse en el aire.
―Somos una institución justa, por eso que te llamé a dirección.
La razón por la que estás aquí es porque el Sistema Educacional está
repartiendo becas a los alumnos más inteligentes.
Steven tragó saliva y el sub agarró un cúmulo de papeles de un
folder, los leyó.
―Eres tercer puesto después de Jayden y Marie Gray; luego Dylan
Macross es cuarto, Félix quinto… En fin. ―Hizo una pausa y se
aclaró la garganta para continuar―. Pronto terminarás la secunda-
ria, por eso te damos la oportunidad de ser candidato para las becas
de Harmony.
Steven se aferró con fuerza a los brazos de la silla de madera.
―¿Lo jura?
―No te llamé aquí para contarte cuentitos de niñas, Jaron.
―Oiga, si de verdad ganaré una beca para el instituto Harmony…
―sacudió la cabeza, haciendo trabajar demasiado a su cerebro―
¿tendré que mudarme a Toronto?
Toronto. Excelente lugar para sufrir.
Se le vino a la mente todo lo que iba a abandonar y todo lo que iba
a ganar allá. Pensó en su madre, en Ray y su mansión… Tendría que
vivir con ese par y soportarlos día a día.
―De eso se tratan las becas.

168
―¿Y cómo haré para ganar una? ―preguntó. Le entusiasmaba la
gran oportunidad, pero lo siguiente que le sembró indecisión fue…
¿qué iba a estudiar?
El sub se levantó y agarró más papeles de un estante cercano.
―Harás un examen de todos los cursos, y… harás un examen de
comportamiento, eso no puede faltar.
Steven aflojó de sus labios una grosería en francés, como buen jo-
ven canadiense.
―Cuánta elegancia, Jaron.
―Lo siento, es que es difícil procesar tantas buenas y malas noti-
cias. Es personal.
―Sí, se nota que es muy personal, Jaron. Se nota que tienes cien-
tos de problemas personales, por eso tienes toda tu libreta de notas
tan roja, que hasta me faltó tinta para ponerte las “efes” por tu ele-
gante conducta.
―No volverá a pasar, se lo aseguro. Nunca más me pelearé con
Percy ―mintió de todo corazón, ni él se creyó.
―Eso lo dijiste desde que iniciaste la secundaria. Desde tus
inicios prometes dejar de ser una miseria andante. ¿Pero qué se
puede esperar de ti?
―Sí… ¿algo más?
―Por tu bien más te vale no terminar perdiendo la beca como
Percy.
―¿Perdón? ¿Percy qué?
―Percy perderá su beca si vuelve a destrozarnos la escuela por
culpa de las peleas contigo. ―El sub se apartó del escritorio y conti-
nuó revisando papeles en otro armario.
Steven salió de la oficina después de acabar con la bonita charla.
¿¡Percy perdería su beca!? Sinceramente le entristecía que a él le
pasara aquello tan desafortunado, le sería más complicado cumplir
su sueño de ser paramédico.
Luego de que Steven lo meditó, se alegró de que le fuera mal, se lo
merecía. Steven ganaría una beca. ¡Por fin! Sus padres por fin esta-
rían orgullosos de él.

169
Harmony no solo era un instituto para terminar la secundaria con
una carrera profesional, era muchas cosas. Además de poseer lujo-
sos internados tenía una popular ópera en Toronto. Solo tenía que
escoger en cuál desearía estudiar: en Harmony instituto o Harmony
internado.
Esta oportunidad podría sacarlo adelante, de la miseria y del su-
frimiento de su hogar. Necesitaba aprobar ese dichoso examen que
vendría en un mes. Le quedaba como mínimo unas cuantas sema-
nas para estudiar a muerte y portarse bien para ser elegido. Ya ima-
ginaba las cenas de lujo con chicos adinerados, las habitaciones con
todas las comodidades, los teatros, las fiestas…
Ahora no importaba a qué quería dedicarse, importaba entrar a
Harmony y alejarse de su horrible vida.

No perdió el tiempo y se lo contó a su padre. Percy estaba escu-


chando desde la cocina.
Steven esperaba una buena reacción de su padre, un felicitacio-
nes o un “que te vaya bien en el examen”, en cambio recibió una res-
puesta que no supo interpretar:
―Es tu deber ganar esa beca, es más, te estabas tardando dema-
siado en hacerte inteligente.
―Entonces… ¿sí me dejas ir a Harmony?
―¡Claro que sí! Ya era hora de que te largaras y te hicieras hombre
―refunfuñó―. No soportaría ni un día más teniéndote aquí en la
casa vagando.
―¡Gracias, de verdad!
Estuvo a punto de abrazarlo, pero se frenó en seco recordando lo
mucho que él y su padre se detestaban. Frank lo miró con el ceño
arrugado.
A Steven le rebosaba la alegría, ya nada lo frenaría en su camino
al éxito. Se imaginaba con la toga de graduado, el rollo del diploma
en sus manos, su madre después de tanto drama reconociendo que
se equivocó con él. Todo un éxito de persona.

170
―Deberías tomar nota de tu hermano menor, Percy ―dijo su
papá con frialdad. Percy se quedó plantado en la puerta de la cocina,
con su típica cara que no expresaba lo que pensaba. Era muy raro.
Para Steven era un triunfo mundial ser mejor que Percy. Por pri-
mera vez lo ponían a él de ejemplo.

***

Visitó a Félix a la cancha en la que practicaba sus tiros en compañía


de Gary. Steven con orgullo apoyaba a su amigo, y esperaba que él
también lo apoyara en esto.
―¿Irás a Harmony? ¡Eso es de gánsteres! ¿Qué vas a estudiar allá?
―Lo estuve pensando toda la noche y he decidido que al final
seré…
―¡Un cantante profesional! ―completó Gary, emocionado.
―No. Iba a decir que voy a ser…
—¿Músico? —añadió Félix.
—Que no, déjenme terminar… Tras noches en vela y días de me-
ditación, he decidido que voy a ser…
—Tambores por favor. —Gary movió las manos como si golpeara
un tambor con baquetas.
—Un empresario.
Sus dos mejores amigos se quedaron con cara de completa desilu-
sión.
―¿Por qué, Steven, por qué? ―protestó Gary y le dio la espalda.
―¿Qué les pasa? Que se me dé bien cantar no significa que tenga
que dedicarme a eso. Cantar es un pasatiempo, me divierte, pero no
me llena. Siempre he sentido que hay algo más que me pueda gustar
de verdad, yo estoy hecho para otra cosa.
―¿Para llevar saco y corbata mientras mandoneas a tus trabaja-
dores? ―inquirió Félix.
―Las empresas te hacen rico y te llenan de mujeres.
Sonrió con ilusión imaginándose su mansión de lujo, camarógra-
fos detrás de él y las mujeres más bellas besándole los pies. Se haría

171
de rogar cada que le pidiesen cantar en los mejores teatros. Sacaría
su propia marca de perfumes varoniles con olor a madera mojada y
escribiría un libro de superación personal para todos los que soña-
ban con hacerse ricos sin mucho esfuerzo.
Ya se veía…
―Bueno, bueno, pues que te vaya épico allá. Espero que nos invi-
tes unas copitas, empresaurio.
―Ay, Félix. ¡Te voy a extrañar!
―Yo no, sinceramente. ―Rebotó el balón por debajo de sus pier-
nas.
―Tú te morirías sin mí. Félix no es nadie sin un Steven.
―Verás cómo sobrevivo y tú te mueres en Toronto porque no es-
toy contigo.
Steven le tiró una patada en la nalga y Félix se rio. Lo dejó practi-
cando con Gary y regresó con rapidez a casa.
En su habitación Steven se dejó caer sobre la cama y se sumergió
en la ocupación de estudiar, devorando libro tras libro de la biblio-
teca escolar. Estaba decidido a prepararse a conciencia para su pró-
ximo examen, ya que el pensamiento de fracasar era inaceptable
para él.
Dedicó un mes entero a este esfuerzo constante: estudiando en el
baño, aprovechando los recreos, y dedicando tiempo antes de dor-
mir y en las primeras horas de la madrugada. A pesar de las ocasio-
nes en las que Percy le comentaba que estaba exagerando, Steven no
se dejaba influenciar por sus palabras. Triunfaría y nunca más ten-
dría que soportar los golpes y los insultos de su papá y Percy.

***

Steven esperaba con nerviosismo el momento de entrar al salón.


Mientras tanto, se concentraba en el libro grueso de matemáticas
que sostenía sobre sus manos. Aunque no era un experto en esa ma-
teria, comprendía que hoy no tenía más opción que serlo. Debía

172
sobresalir en todos los cursos que odiaba: química, ciencias, física,
lenguaje... En todo.
Una fila de diez estudiantes de diferentes grados aguardaba en un
banco cercano a la entrada del salón. Familiares de cada uno habían
llegado para presenciar el evento. Steven se aseguró de que Félix no
apareciera en su campo visual, ya que no quería que nada distrajese
su mente de la información crucial que trataba de almacenar para
no fracasar en el examen. Por lo tanto, Félix junto a la señora Rosa y
Gary, esperaban en el otro extremo del banco, lejos de cualquier po-
sible distracción. Les había pedido que ni lo miraran, y ellos respe-
taron su petición, evitando desviar su concentración.
Steven abría el libro para leer y luego lo cerraba para memorizar.
Cuanto más repetía, más se escribía todo en su mente...
―Estoy muy contenta por ti. Nunca pensé que serías candidato a
una beca.
Steven cerró el libro en un golpe sordo, levantó la mirada al oír
esa voz femenina. Cesia. Por primera vez quizás se la veía vestida
como si fuera del sector Atlas. Como una alumna común con un ves-
tido sencillo e infantil, un vestido celeste poco usual en su estilo co-
queto.
―¿Qué quieres?
―Nada, solo felicito a los futuros becados. Siempre creí que eras
inteligente.
―¿A qué viene eso? ―contestó bruscamente.
―¿Qué quieres decir? —Cesia se cohibió.
―¿Cuáles son tus intensiones? ¿No ves que estoy estudiando?
―Señaló amargado su libro.
―¡Bueno, pero no es necesario enojarte! Mínimo di un gracias
como todos. Aquí hay muchos chicos que no tuvieron el apoyo de
sus familiares y les vino bien que alguien les diera ánimos.
―Qué bonito. ¿Ya te puedes ir? No quiero fracasar en mi examen
por tus ánimos que me desconcentran.
La respiración de la muchacha se entrecortó de enojo. ¿Cómo po-
día ser tan grosero y orgulloso?

173
—¡Nunca más te voy a hablar, Steven Jaron! —Se retiró avergon-
zada, con sus buenas intenciones pisoteadas. No se equivocaba al
pensar que Steven era igual de frío que su hermano.
Un maestro dio el llamado para pasar al salón y la fila de alumnos
arrastró los pies. Mientras entraban en silencio, se respiraba un aire
de nervios. El ambiente tenso era como si cargaras un armario pe-
sado. Todos se comportaban con torpeza. Steven sin darse cuenta
empezó a troncharse los dedos desde el inicio hasta el final del exa-
men de diez hojas.
Un maestro anciano, que fue enviado por el Sistema Educacional,
era el que hacía las evaluaciones. Paseaba su mirada como una cá-
mara escáner, buscando a alguien que hiciera trampas para exter-
minarlo.
La tensión en el salón tardó una hora. Al salir cuando todo acabó,
Steven suspiró desde las profundidades de su alma, ya más calmado,
pero aún nervioso por los resultados finales que dijeron que los da-
rían el sábado próximo. Era evidente que le sería difícil estar tran-
quilo en toda esa semana de espera.
Presentía que lo había hecho bien, el examen no le había sido muy
difícil, el estudio constante lo ayudó.

***

―Alumno Jaron, está aquí por la misma razón que todos los que lle-
varon el examen para las becas ―contestó la directora cuando Ste-
ven preguntó por qué lo habían llamado a la oficina.
Ahora sí que todos sus órganos de adormecieron de verdadero
miedo. Era sábado, el día de su juicio final, el día de la entrega de
notas. Rezó en su mente con tal ruego que Dios podía haber contes-
tado su oración allí mismo, sin embargo…
La directora sacó de un folder lo que parecía ser su examen y se lo
entregó. Él no necesitó leerlo por mucho tiempo para notar que todo
lo había hecho mal. De inicio a fin había ceros y tachas rojas debido

174
a sus pésimas respuestas, ni siquiera las preguntas más sencillas las
había contestado bien.
—¿Por qué…? ¿Por qué saqué 0.1? No entiendo, yo supe la mayo-
ría de las alternativas en la evaluación.
—Parece que no fue así, Jaron.
El corazón parecía que se le detuvo por un momento, nada tenía
lógica. ¿¡Qué había pasado aquí!?
«Un momento…»
Comenzó a examinar detenidamente sus respuestas y se topó con
una sorpresa intrigante: esa no era su propia letra. Alguien había
manipulado su examen y había intentado copiar su estilo de escri-
tura desordenada, aunque a esa persona le había salido su letra más
torpe que él. Además, descubrió una serie de detalles perturbado-
res: todas las respuestas que había plasmado eran diferentes. Era
como si alguien hubiera planeado deliberadamente sabotear el fu-
turo de Steven; una mente desquiciada había hecho pedazos sus pla-
nes para una vida mejor.
Y lo peor de todo era que tenía un candidato de quién pudo ha-
berse atrevido a tal perversidad.

175
CAPÍTULO 18
La voz guía

Estaba tan indignado que podría matar a alguien, y se negó a darle


explicaciones a Félix sobre el tema. Nadie, por nada del universo de-
bía enterarse de aquello tan humillante.
Le sumó más vergüenza las palabras que su padre le escupió en la
cara, que obviamente se decepcionó de él y no tardó en maldecirlo.
Dijo: “Por todos los idiotas del mundo, eres el más inútil”, entre
otras palabras feas. Como Steven ya estaba adaptado a su padre y a
sus insultos, ni le dolió, permaneció con la vista clavada en las som-
bras de las gradas mientras su padre le gritoneaba. Percy. Él estaba
ahí, escuchando y de seguro riéndose.
Tal broma no merecía perdón ni de Dios. Le había arruinado la
vida desde el inicio y lo peor de todo era que lo disfrutaba.
Steven habría esperado al anochecer para acabar con él, de no ser
por el fiestón que su padre realizó con sus compañeros de la patrulla
policiaca. Steven maldijo a toda su familia, ahora sí que estaba en-
cendido con una verdadera ira, mataría a todo el mundo si no fuera
un crimen. Todo siempre tenía que salir al revés.
En la sala revoloteaban los amigos de su padre con la música a alto
volumen, trajeron mujeres del club nocturno con las que se deleita-
ban en los muebles. Su papá, con la que parecía su amante, era una
persona distinta: alegre y seductor. Solo en ese tipo de escenarios se
le veía feliz de verdad, su actitud cambiaba a fuego cuando estaba
ebrio.
Mientras la fiesta empeoraba, Steven se dio cuenta de que era me-
jor marcharse a su cuarto para no terminar envuelto en las burlas de
su padre, como lo que estaba pasando con Percy en ese instante, que
estaba en medio de la sala, aguantándose la vergüenza.

176
―Amigos, les pre-sento a mi hi-jo, el pintor Da Vinci. ―balbuceó
Frank ante sus amigos borrachos―. ¡Y a ese que está parado en la
cocina no lo mi-ren, ese es el hijo de su ma-dre la prostituta!
―¿¡Frank, qué estás diciendo!? ¿Cómo puedes llamar a tus hijos
así? ―objetó riéndose la mujer de su lado.
―No, lo juro. Ellos dos iban a ser abortados, porque su ma-dre era
muy joven para tenerlos. Y ahora, es-toy pagando mis pecados cui-
dando a estos. ―Tomó un trago de alcohol.
Steven no lo pudo creer, le tembló todo el cuerpo al enterarse de
esa realidad. Ni siquiera antes de nacer sus padres lo quisieron. ¡Su
madre, su propia madre quiso matarlo antes de nacer!
Percy estaba cabizbajo en el comedor de la sala. Su postura lo con-
firmó todo. Sí era cierto. Luego miró a su padre como si pudiera tras-
pasarlo, dio media vuelta y se alejó de la casa. Steven se paró en la
puerta y lo observó desaparecer en la oscuridad de la calle, pregun-
tándose a dónde huía.
Salió a la lluvia que le terminó empapando las gafas y entró en el
callejón por donde lo había visto entrar. Allí lo encontró caminando
de un lado a otro, visiblemente estresado. Steven no tenía pruebas
de que Percy hubiera sido el que arruinó su examen y su futuro, pero
cualquier desgracia que ocurría en su vida siempre tenía que ver con
su familia, así que él era el principal sospechoso.
―¿Qué piensas sobre… que no haya aprobado el examen?
Percy dejó de caminar, en la oscuridad se quedó quieto. Por la
poca luz de un foco viejo colgado en una casa, Steven notó brillo en
sus mejillas. ¿Lágrimas?
Claro, papá lo había herido hace un rato, y Steven no podía evitar
sentirse feliz por eso.
―A mí qué me importa que te haya ido mal en tu examen ―con-
testó y miró a otro sitio.
―Oh, por supuesto que sí te importa. ―Se acercó más, pero a una
distancia prudente―. Fuiste tú, ¿verdad?
Silencio.

177
―¡Responde! ―ladró―. ¿¡Qué es lo que pasa por tu cabeza en-
ferma!?
Percy chasqueó la lengua y le dio la espalda para alejarse de él.
Steven lo siguió, rogando no congelarse de frío. Pronto vendrían dos
tempestades: la natural y la de él contra su hermano.
―No te entiendo ¿Qué tienes contra mí? Tú no eras así… tú eras…
diferente a lo que eres ahora ―prosiguió Steven, adoptando un tono
menos amenazador. Tal vez tendría una mejor explicación para sus
actos. Podía soportar que cualquiera lo molestara, pero no Percy, no
su hermano que había sido bueno en el pasado. Él hacía el mal y ya,
parecía carecer de conciencia, no le importaba que existiera un Dios
que podía mandarlo al infierno por su maldad.
―Eras la única persona que me apoyaba en todo, estabas con-
migo en los momentos difíciles. ¿Qué pasó con mi querido hermano
que me protegía de la gente mala y me hacía sentir seguro?
La voz se le quebró, no controló el nudo en el pecho que se le hizo.
Estaba listo para quizá pelearse a puños con su hermano y probable-
mente matarlo, si tan solo pudiera, porque tenía muchas ganas de
hacerlo. Lo aborrecía tanto. En más de una ocasión tuvo pensamien-
tos de acuchillarlo a él y a su padre, y estaba seguro de que no le do-
lería sus muertes.
Pero en este momento, más que querer de vuelta su beca perdida,
deseó que todo fuera como antes: cuando no había barreras entre
ellos.
Las lágrimas se mezclaron con la lluvia que le empapaba la cara.
Percy oyó a su hermano sin interrumpirlo.
―Eras prácticamente mi héroe, mi gran hermano mayor, el que
luchaba por sus sueños y me animaba. La única persona de mi san-
gre que me quería… y yo, también te amaba… Pero ahora, eres la
persona que más odio, después de mamá y papá.
Percy por fin volteó un poco la cabeza. Cuando habló, su voz salió
tan fría como siempre lo era.
―El hermano que querías, ha muerto.

178
A Steven se le agrando más el hueco en el pecho. Percy no estaba
dispuesto a cambiar y al parecer tampoco quería llevarse bien con
él.
No valía la pena secarse las lágrimas con esa lluvia. Expulsó el aire
que estaba conteniendo. Bajó la cabeza, agobiado.
―Sí… se ve que murió hace mucho tiempo. Ojalá algún día vuelva
a la vida, porque… lo extraño tanto.
Como si sus palabras no tuvieran valor, la sombra de Percy se
alejó del callejón, hasta esfumarse en la lluvia.
Steven se tendió en su cama al volver a casa.
Necesitaba dormir y nunca despertar.
La mente la tenía al borde del colapso, cayó en un llanto silencioso
que no reflejaba emoción alguna. Nada le quedaba: ni familia, ni fe-
licidad. Perdido en un pantano de desaliento, su vida parecía esca-
sear de propósito. Le era imposible sentir amor y que alguien le
amara era un sueño inútil. En un mundo gobernado por el mal, él
contemplaba solo como todo se derrumbaba.
Un destello de notificación iluminó la pantalla de su celular. Sus
ojos se posaron en el mensaje entrante, anhelando que fuera Félix;
anhelando un hombro en el cual desahogarse con urgencia.

Voy a estar orando por ti, Steven Hickman.

Una sencilla frase. Un mensaje que no esperaba recibir.


Apretó los ojos, tratando de razonarlo. Era un número descono-
cido. Al entrar en el perfil vio la foto de una chica.
―Demonios ―gruñó.
Se trataba de un mensaje de Cesilia Parker. ¿Qué quería esa loca?
“No será necesario”, le escribió.
Cerró los ojos, y le ordenó a su cerebro olvidar todo.

***

179
En las tinieblas de una madrugada silenciosa en el bosque frío, un
frágil cervatillo se acercó con serenidad a mordisquear el húmedo
pasto que crecía en medio de las vías del tren.
La bovina de un tren de carga resonó en la distancia, arrancaba
hojas de los pinos al pasar, como un gladiador machacando a sus
víctimas en el camino. La bocina estridente volvió a rasgar el aire,
pero el cervatillo, inocente y hambriento, no reaccionó. Cuando alzó
la cabeza, pareció entender lo que posiblemente le pasaría si perma-
necía frente al tren, pero ya era demasiado tarde. El tren lo recibió
como la bala de un cañonazo, despedazando todo.
Steven despertó sacudido.
Ni siquiera tenía paz para dormir. Miró el reloj de la pared: mar-
caba las doce, rumbo a la una. Saltó de la cama y apoyó las manos
sobre el escritorio. Abrió la biblia que le regaló Gideon, en forma de
distraerse del dolor de sus pensamientos.
Cayó en primera de Juan. Primero leyó el texto cuatro, verso die-
ciocho: “En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa
fuera el temor, porque el temor lleva en sí castigo. Por lo tanto, el
que teme, no ha sido perfeccionado en el amor. Nosotros lo amamos
a él, porque él nos amó primero. Si alguno dice: «Yo amo a Dios»,
pero odia a su hermano, es un mentiroso. Pues el que no ama a su
hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios, a quien no ha
visto? Nosotros recibimos de Él este mandamiento: El que ama a
Dios, ame también a su hermano”.
Nunca pensó que la biblia diría algo como eso. Esa fue justo la
pieza que faltaba: amar a su hermano. Pero… ¿cómo amaría a al-
guien tan malo? Ni siquiera sabía si amaba a Dios, poco lo conocía.
En un papelito verde estaba escrito un versículo, quizá de los favori-
tos de Gideon: “La respuesta amable calma la ira”9.
«Ser bueno con alguien malo…»
Estaría complicado.
Entonces, le vinieron unos deseos incontenibles de salir y buscar
a su hermano a donde fuera que se encontrara. Lo imaginó como

9
Proverbios 15

180
aquel cervatillo indefenso que estaba a punto de pasarle algo malo
y no se daba cuenta. ¿Tuvo algo que ver su pesadilla con Percy?
Acto seguido, se abrigó con una chaqueta y amarró su bate a la
cintura.
Encontró a su papá con el uniforme desaliñado, quien yacía dor-
mido en el mueble después de la gran fiesta que tuvo.
Steven bajó las escaleras de puntitas. Abrió puerta con delica-
deza.
Recorrió las calles poco transitadas, con charcos de lluvia por do-
quier. Pensó que se había vuelto loco por haber salido a esa hora, sin
tener idea de dónde buscarlo. Tampoco tuvo imagen de lo que rea-
lizaría cuando lo encontrara; probablemente Percy le empezaría a
gritar por seguirlo.
«Si fuera Percy, ¿dónde me escondería? —analizó—. ¿Y si está en
casa de alguno de sus amigos?… ¿Por qué estoy haciendo esto? ¡Por
qué!»
Quizá estaba perdiendo el tiempo. Empezó a orar en su mente
para que Dios le guíe hacia él. Ni siquiera sabía por qué estaba
orando.
Atravesó todo el parque donde no había ni una sola alma, y se
adentró por una calle desierta llena de vegetación y pinos, pobre-
mente iluminaban los postes de luz amarillenta, no había casas ni
gente, solo la pista infinita y bosques a ambos lados. Le dio un esca-
lofrío porque le recordó a su pesadilla.
Un chico no debía andar en un lugar tan solitario y oscuro. Escapó
de ese lugar entre los pinos y el pasto húmedo, hasta alcanzar un
sendero despejado, allí posaban los rieles del tren en el camino de
piedras.
Un terremoto invadió su sangre, ya no parecía una simple coinci-
dencia encontrarse en un lugar parecido al de su pesadilla.
¿Acaso vio el futuro?
En la lejanía se aproximaba el tren iluminando los rieles con su
faro, la niebla se despejaba a su paso como fantasmas. Por suerte no
había un cervatillo pastando en medio, eso sería demasiado

181
perturbador. Antes de dar un paso para irse del sitio atisbó una som-
bra peculiar al otro lado de las vías, esta se tambaleaba como un
zombi. Notó que llevaba una botella de alcohol en la mano.
«¿Papá?» Entrecerró los ojos. La niebla entre los árboles dismi-
nuyó y al final logró distinguir la silueta de la persona que se acer-
caba: un hombre esbelto, alto y de cabellos largos. Era la persona
más familiar que podía conocer. Aquel joven salió de entre los árbo-
les y se aventó de cara a los rieles.
―¿¡Percy, qué rayos haces!? ¡Sal de ahí ahora!
Sacudió los brazos para hacerse notar, pero Percy no le mostró
mínima atención, parecía dormido, no hacía ningún movimiento.
Simplemente quería morir esa noche.
―Maldita sea, Percy, por favor. ¡Sal de ahí!
El tren se precipitaba con una velocidad incontenible, sus ruedas
traqueteaban sobre los rieles en una carrera que ya no podía dete-
nerse. El conductor accionaba la bocina en un intento desesperado
de advertir el peligro.
Las suplicas de Steven se perdían en el viento. El ensordecedor
estruendo de la bocina resonaba en sus oídos, una tortura que lo en-
volvía mientras su garganta temblaba y sus manos hacían puños.
El tren amenazante asechaba peligrosamente, pronto partiría a
Percy en dos. Sin pensarlo más, Steven se abalanzó desde los árboles
hacia el empedrado. Cada paso desesperado resonaba en crujidos
frenéticos mientras sus pies golpeaban las piedras.
El peligro inminente se materializaba. Steven intensificó su
ritmo, llegando finalmente a los rieles justo a tiempo para agarrar a
Percy por la chaqueta. Con una fuerza impulsada por la adrenalina,
lo arrastró hacia la seguridad del lado opuesto, lejos del abismo
mortífero.
El tren rugiente pasó a toda velocidad, a su paso agitando los pi-
nos que rodeaban el bosque, mientras la ráfaga de viento hacía que
la ropa y el cabello de Steven ondearan. Finalmente, cuando la má-
quina de carga se alejó, Steven exhaló con alivio, su corazón

182
latiendo como un metrónomo. Habían vencido a la muerte. Estaban
a salvo, una sensación que le inundó el corazón de gratitud a Dios.
―¿Siempre te entrometes en la vida de la gente? Arruinaste mi
suicidio ―murmuró Percy poniéndose boca abajo y hundiendo la
cara en los brazos.
Steven arrugó la cara. Casi echó a reír amargamente, no podía
creer que fuese tan malagradecido.
―Así que arruiné tu suicidio…
Por un momento creyó que Percy estaba muy ebrio y no se fijaba
por dónde iba. Fue tonto creer que le agradecería por rescatarlo.
―¡Estás loco! —soltó Steven—. ¿¡En qué estabas pensando!? No
puedes acabar con tu vida así nomás.
―¿Por qué? ¿Llorarías si me muriera? ―Percy lo miró por en-
cima de sus brazos―. Seamos realistas, nadie me extrañaría, y le ha-
ría un bien a la humanidad. No sirve de nada vivir en un mundo tan
asqueroso. Yo soy un ser asqueroso.
―No vuelvas a hacer eso. N-no debes matarte…
―¿Por qué lo dices?
―¡Porque no es bueno!
―¿Quién dice que no es bueno? Hitler era malo y le hizo un bien
a la humanidad al suicidarse.
―¡Pero tú no eres Hitler! Hay gente buena que se volvió mala por
las cosas terribles que les pasaron, pero hay gente mala que es mala
y no quiere cambiar. Pero tú debes hacer un esfuerzo… todos somos
seres humanos y… pecamos. ―Guardó un silencio y bajó la voz―.
Ahora veo que… nuestras vidas son mucho más parecidas de lo que
creí.
Percy también hizo silencio. Al final, respondió con aspereza:
―No es la primera vez que lo intento, y no será la última. No voy
a dejar de pensar en mi muerte solo porque tú dices que no es bueno.
Necesito saber en quien creer, necesito no sentirme solo. La muerte
es mi mejor solución.
―Puedes confiar en mí, puedes creer en mí. Conmigo no estarás
solo. Pero por favor, no te mates. No te hagas más daño…

183
Percy se puso de pie para marcharse, sin valerle nada. Trastabilló
con sus piernas débiles, en sí estaba algo mareado. Entonces Steven
agarró su brazo y se lo pasó encima del cuello; Percy no lo reprochó,
no le quedó de otra que aceptar la ayuda de su hermano para cami-
nar.
Al llegar a su hogar, lo ayudó a subir las escaleras, en la habitación
de Percy ambos se dejaron caer en la cama. Steven también estaba
exhausto, se acomodó para dormir, no tenía fuerzas para regresar a
su habitación. Dormiría con su peor enemigo, pero estaban muy
cansados para pelear.
―Se supone que nos odiamos ―murmuró Percy entre labios, con
los ojos cerrados, listo para dormir.
―Maduremos de una vez ―contestó Steven sin abrir los ojos―,
no seamos como Caín y Abel. Debemos dejar de pelear. Lo hacemos
por cualquier estupidez, yo en lo personal estoy harto de vivir
enojado… Ya sé que nuestra vida no es para nada perfecta, pero, po-
demos intentar vivir mejor y sanar nuestras heridas.
Lo escudriñó un momento.
―Tal vez… Pero no llores si algún día me encuentras muerto.
―¡Deja de decir eso! ―Se sentó golpeando el colchón con un
puño―. Ya he tenido suficiente en todos estos meses, y no sé qué
voy a hacer si sigo perdiendo.
―¿Entonces, sí me quieres?
Steven no se atrevió a responder. En ese momento lo que sentía
por él era lástima, pero al final de cuentas, él era su hermano, no po-
dría odiarlo toda la vida y ensuciar su corazón. Nadie tiene paz guar-
dando rencor.
¿Pero cómo podría amar a alguien que le hacía daño? Eso se le ha-
cía muy difícil.
No pudo impedir que sus ojos se humedecieran. Entonces, con la
voz entrecortada, respiró hondo y contestó:
―Siempre te quise, pero ahora… te detesto.

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CAPÍTULO 19
Gente no deseada

Dicen que si la vida te golpea, hay que golpearla más fuerte.


Ese proverbio no lo dijo ningún filósofo, solo la humilde sabiduría
de Félix cuando se le daba por recitar poemas sin sentido. Steven lo
tomó literal, excepto que él le añadió: “Si no logro dominar mi ho-
rrible etapa de adolescente, me dejaré dominar por ella y me volveré
un generación Z total”.
Y, en definitiva, así pasó.
Se aburrió de seguir leyendo la biblia. Comenzó a vestir con ropa
negra, pantalones rotosos y camisetas estampadas de bandas famo-
sas. Muy al estilo de los punk de la escuela. No es que nunca hubiera
vestido con ropa negra, es que ahora había evolucionado a un esca-
lón más alto de marginado.
Dejaba todo su cuarto un apestoso desastre, y nunca pensó que se
empezaría a maquillar los parpados con rímel negro, aunque no lo
necesitaba porque ya tenía ojeras, pero lucía más gótico. También
dejó de usar gafas para verse más atractivo, excepto que ahora sufría
de ceguera por su vanidad. Se dejó crecer más el cabello, pero no
tanto como el de Percy, pues ni aunque lo obligaran con un arma
aceptaría parecerse a él.
―Te pareces mucho a Percy ―comentó Félix mientras ponía cara
de asco al verlo tan dark, con esas cadenas que colgaban por su saco,
las pulseras negras con púas en las muñecas, y sus raros mechones
de cabello que se interponían entre sus ojos.
Steven por poco se atragantó con la hamburguesa de la cafetería.
―¿¡Perdón!? Félix, por favor, yo no te estoy insultando. Yo creo
que me parezco más a Nick.
―No, Steven. Te pareces mucho a Percy. Es como si fueses él, pero
en versión pequeña.
―¿Quieres cerrar la trompa? ―Continuó mordiendo su al-
muerzo.

185
―¿Qué le hiciste a mi amigo Steven? Tú no eres el rarito con an-
siedad a todo.
Sin lentes y pelo largo era otra persona, un completo desconocido
que no se parecía en nada a su amigo de siempre.
―¡Que te calles! ―rogó, y habló con la boca llena―: Soy el mismo
de siempre, solo que con otro estilo. Y así me siento más seguro de
mí mismo.
Un grupito de chicas pasó riéndose de Steven.
―Soy guapo, y ellas lo saben. Tú tienes miedo de admitirlo por-
que reducirá tu nivel de testosterona.
―¡Mensadas dices! ―Félix sacudió el brazo.
―Además… ―apoyó los codos en la mesa para decirle algo im-
portante―, Milly ahora no deja de mirarle, creo que le gusto, y es
gracias a este nuevo estilo.
―¿Tanto quieres que te digan guapo y comestible?
―Qué aburrido. Invéntate frases más originales para expresar la
belleza.
―Cara de zorro alfa.
―Eso es un insulto, Fél. Si yo fuera mujer no dejaría que me dije-
ran zorra.
―¡Ya es todo contigo! Ahora estresas tanto como Dylan.
―Verás como le escribiré una carta de amor a mi futura novia
―continuó Steven sin prestarle atención―. La voy a matar de amor.
Félix absorbió su jugo de cajita.
―Qué bien por ti, pero apresúrate, guapo desquiciado, tu futura
novia cristiana está coqueteando con el japonés.
Steven la buscó con la mirada entre las mesas, y la encontró Milly
almorzando entre risitas con el chico nuevo, como si lo conociera
desde siempre. Steven en un arrebato de celos su mano hizo explo-
tar su jugo de cajita. Susurró un montón de palabrotas y maldicio-
nes hacia el chico nuevo.
Félix liberó una carcajada divertida.
Lo de temblar al expresar sus sentimientos quedó millas atrás. En
clase ni siquiera se esforzó en decorar la carta de amor, tuvo pereza,

186
la hizo de cualquier manera con un bolígrafo gastado y un papel
arrancado de su cuaderno. El desorden era su mejor forma de expre-
sarse.
Desde su asiento le lanzó la bolita de papel hasta atrás, en el sitio
Milly. Le cayó en la cabeza. Steven volvió con rapidez la atención a
la clase del profesor. Ella, confundida, abrió el papelito y quedó per-
pleja, no solo por la letra horrible en un intento fallido de hacerla
inglesa, también por lo que decía: “Si no me haces caso, te secues-
traré”. Y un dibujo de un corazón con alitas de ángel.
«No lo dice enserio, ¿verdad?», pensó ella. Quizá significaba una
tonta broma, pero muchas locuras pasaban en la cabeza de Steven,
entre ellas el deseo de exterminarse. No lo hacía, por miedo al dolor.
No estaba listo para morir y toparse con la eternidad.
Más abajo de la carta, decía que lo esperara en la salida para mos-
trarle algo muy importante. Milly quería ignorarlo, su corazón tam-
bién se atraía, a pesar de que nunca la dejarían estar con alguien
como él.

Ella esperó, sentada en la banca del paradero a la salida, pero no a él,


esperaba a su padre que la recogería. O eso quería creer.
―Qué bueno que me esperaste. ―Apareció Steven por detrás, ro-
deó la banca y se sentó a su lado.
―Yo no te estaba esperando ―contradijo Milly, y se levantó para
sentarse unos centímetros más lejos de él―. Mi padre vendrá en un
momento, así que es mejor que te vayas.
Steven se levantó y se sentó juntito a ella. No le daría más rodeos,
respiró hondo y fue al grano con lo que quería.
―Seamos novios.
Ella se retrajo.
―Soy muy joven para esas tonterías, y yo quiero un novio cris-
tiano.
―No le hagas caso a tus padres o a tus creencias, lo que importa
es lo que sientes y ser feliz. Eso te tiene atada.

187
―¿¡Qué!? ¿Quieres que desobedezca a mis padres y a Dios? Lo
siento, yo sí honro a mis padres.
―No, no quise, es decir… Olvídalo, tienes razón, no debí decir eso.
Lo que quiero decir es, que quiero ser feliz contigo. Es más, yo me
autopercibo una persona cristiana.
―¿Enserio? ¿Eso significa que eres un cristiano atrapado en el
cuerpo de un ateo? ―Arqueó una ceja, conteniendo la risa.
―No, soy un ateo atrapado en el cuerpo de un cristiano. ―Sonrió
agraciado.
―Creerte cristiano no te hace serlo. Esto no es un club de fútbol.
―¿Tú cuántas veces lees la biblia?
Guardó silencio un momento, hizo una expresión de no entender
la pregunta. ¿La estaba evadiendo?
―Yo… eh, a veces, casi siempre… ―Dejó de hacer contacto visual
con él―. Bueno, no te miento… Lo hago cuando me acuerdo.
―Yo si no estoy en otro lado la leo todos los días, así que soy más
cristiano que tú. ―Se irguió como un pavo real. Aunque, tal verdad
se había convertido en mentira después de cansarse de Dios.
―Felicidades, supongo. Aunque el diablo también conoce muy
bien la biblia.
―¿Pero tú ―Steven tomó su mano que posaba en la banca― la
practicas?
Milly por poco sintió caer al vacío. No supo dónde mirar, él se
acercaba más a su rostro. ¿Qué era esa fuerza que los atraía? ¿Tam-
bién sentía algo por él?
No podía decir que no.
―Yo nunca he besado a nadie… ―murmuró atemorizada.
―Siempre hay una primera vez para todo.
Hace mucho que Steven no besaba, ya ni recordaba cómo se hacía
(si es que alguna vez lo hizo bien.) La mayoría de sus besos fueron
retos tontos de girar la botella que hizo con sus compañeros de
clase. Desde entonces veía el beso como algo especial que solo que-
ría dar con alguien privilegiada para ello. Sus labios eran sagrados,

188
y saborear la saliva de una mujer que compartía besos con todo el
mundo era una pesadilla asquerosa.
Tal vez algo que los de su clase no entendían era que él no quería
sufrir de traición amorosa como sus progenitores, por eso se limitó
a tener a cualquiera de novia.
Milly sin pensarlo más dejó que Steven se aproximara a sus labios,
de todos modos, le interesaba más saber lo que se sentía dar un pri-
mer beso que tener algo serio con él.
—¿Quién era el japonés con el que hablabas?
Ella abrió los ojos, pensó que iba a besarla, pero esa pregunta la
desconcertó.
―¿Quién?
―Se ve que le gustas…
Frunció el ceño, sorprendida.
―¡No! Él y yo somos amigos. Y no lo llames “el japonés”, tiene
nombre. Se llama Genji, y somos amigos desde la pubertad.
El alivio le llenó los pulmones a Steven, el chico nuevo y ella no
eran nada relacionado al romance.
—¿No vas a besarme?
Otra cuestión interrumpió los pensamientos de Steven: ¿en ver-
dad quería a Milly?
—Sí, claro —respondió en lugar de dudar si ella valía la pena.
Esta vez ambos se acercaron para dar su primer beso adolescente,
y como si la suerte no anduviera de su parte un auto se estacionó
cerca, y un terror asfixió a Steven.
—Bueno, ha sido un placer. ¡Adiós!
—¡Steven, espera! ¿Nos vemos el siguiente día?
Como un rayo escapó de la banca que ni escuchó su voz. El padre
de Milly no solo era protector de su hija, también era pastor de la
iglesia Revelaciones, que no quedaba muy lejos de allí. Steven temía
toparse con aquel hombre, si los hubiera visto a punto de besarse le
habría sentenciado a una muerte lenta y dolorosa, como una horca.
Por suerte no se había dado cuenta de lo que estaban haciendo.
Respiró aliviado.

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Cruzó la pista con una triunfadora sonrisa, se fijó que no pasaran
autos y alcanzó la vereda de la esquina. Mientras caminaba, un tem-
blor le recorrió en toda la columna al sentir una mano helada que
topó su nuca.
Se giró de un solo para ver quien fue.
No supo si fue la mano helada la que lo congeló más, o el espanto
de ver a esta persona.
―Hola, Steven ―lo saludó con timidez.
Tragó saliva en su indecisión de salir corriendo o saludar cor-
tante. Algo era seguro, era la persona que menos deseaba ver en su
vida, la persona que lo arruinó meses atrás. La más cercana y la que
menos lo conocía. A quien más odiaba.
―Qué es lo que… ―Steven negó con la cabeza. Cerró los ojos, in-
capaz de asimilar―. ¿Qué estás haciendo aquí?
―Te extrañé mucho… Cómo has cambiado. ¿Qué te hiciste? ―Se
acercó a acariciarle la mejilla.
―¡Quítate! ―Le golpeó la mano.
Ella retrocedió, dolida. Bajó la cabeza como queriendo pedir mil
disculpas.
―Hijo… ya sé que me detestas y… te comprendo, pero… enserio
quería volver a verte. Porque te amo.
Steven sonrió, muriéndose por dentro.
―No me vengas con eso otra vez, he oído ese cuento infantil cien-
tos de veces.
—Yo te amo, aunque no lo creas…
—Tú nunca me has amado, y nunca me amarás. Primero: ¿cuál es
tu propósito al aparecerte aquí de la nada? ¿Qué pasó con tu Toronto
y con tu Ray? Se suponía que ya te habías ido, mamá.
―Bueno, quería arreglar las cosas contigo, y esta vez de corazón
te lo estoy diciendo. Admito que fui la peor madre del mundo…
Steven exhaló harto y blanqueó los ojos de lo ridícula que le pare-
cía su sobreactuación. Que lo amaba se lo podía decir incluso en su
lecho de muerte.
No eran más que mentiras para manipularlo.

190
―Lo digo enserio, te suplico que me perdones ―ella tomó sus
manos―, o nunca yo me lo podré perdonar. Lo que más quiero en
esta vida eres tú, y deseo que seamos una familia, una de verdad
ahora…
―Familia. ¿Familia con quién, con tu nuevo esposo? ¿Con los
hombres con los que te vendes?
Shannon volvió a inclinar la cabeza, mientras apretaba con los de-
dos la tira de su cartera. Los movimientos de nerviosismo, similares
a los de Steven, demostraban a cualquiera que eran familia. Él había
adquirido los nervios de su madre y el carácter de su padre.
―No… yo ya no tengo ningún esposo… Me echó antes de casar-
nos.
Steven soltó una corta risita de su garganta. Ya sabía que todo le
iba a salir mal, pero no esperaba que tan mal.
―Y tampoco me vendo ―continuó ella―, dejé ese pasado atrás
para que volvamos a estar juntos. Solo necesito una segunda opor-
tunidad y verás que no te decepcionaré. Estaré contigo siempre y te
apoyaré en todo.
Steven no lo pensó ni un segundo.
―No te necesito. Ya me has engañado demasiado. No soy capaz
de confiar en alguien que promete todo el tiempo que va a cambiar
y nunca lo hace.
―Pero te juro por mi vida. ―Juntó las manos, con los ojos rojos
del llanto―. ¡Te juro, te prometo que nunca te voy a abandonar! ¡Me
pondría de rodillas si tú lo quieres! ―Shannon se tiró de rodillas,
extendió los brazos a ambos lados para mostrar su rendimiento―.
Te lo pido desde el fondo de mi alma.
Steven exhaló fuerte y sacudió la cabeza. Sus movimientos refle-
jaron que ya quería irse de allí. Lo estaba avergonzando, la gente los
quedaba mirando.
―Para mí será muy incómodo vivir con alguien que es buena para
fingir sus lágrimas. Mi mente me acosará todo el tiempo con el pen-
samiento de que quisiste matarme sin siquiera nacer. Además,

191
mamá ―hizo una mueca de fastidio― jurar es pecado. ―Dicho esto,
giró sobre sus talones y se alejó sin escucharla.
―Estás cometiendo un terrible error… ―ella sollozó y se levantó.
Steven no se detuvo. Mirar atrás lo torturaría.
―El error soy yo, madre. Debiste abortarme antes, así me habrías
ahorrado tanto sufrimiento.
―Hijo, por favor, te lo suplico… Te digo que de verdad he cam-
biado. Ya no soy la misma.
―En tus sueños, mamá.
―¡Yo le di mi vida a Cristo!
Steven se detuvo en seco. ¿Había oído mal?
―¡Dios me cambió, Steven! Le pedí perdón por todo lo malo que
hice en el pasado, ¡y ahora estoy limpia! Nunca más volveré a ese
basurero de la prostitución… del alcohol. ¡Aprendí a la mala! En-
tendí que fui una hipócrita y una insensible. He sido la peor, una
madre malvada, y no merezco nada…
La garganta de Steven dio tres nudos que no dejaron pasar la sa-
liva. Sintió un hervor en las venas. ¿Qué estaba pasando?
―Puede que no me quieras cerca… pero, so-solo quiero tu per-
dón. ―El labio inferior tembló, lágrimas cayeron por la mandí-
bula―. He cometido los peores errores que una madre puede come-
ter. No te culpo por odiarme, tienes todo el derecho de estar mo-
lesto. Solo te pido una cosa en este momento… y es que me perdo-
nes.
No tuvo nada que conjeturar al respecto. El mundo alrededor se
detuvo. El aire dejó de entrar a sus pulmones. Quedó hecho hielo en
medio de la larga vereda, mirándola como si se le hubiera presen-
tado un fantasma.
¿Cómo estaría seguro de poder confiar en ella? Ni siquiera con-
fiaba en sí mismo. A quien sin duda culpaba de todas sus angustias,
era a ella. La culpaba de todas las noches en que mojó la almohada
hasta dormirse, de sus temblores de ansiedad, de su soledad y falta
de amor, de la rabia que contenía en el corazón. Su alma desvanecía

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cada que salía y se hundía el sol, ¡y todo por culpa de su madre! De
sus padres.
Siguió sin decir nada. Escuchar su propia respiración pesada lo
frustró más.
Su madre se acomodaba la cartera en el hombro una y otra vez con
un penoso nerviosismo.
―Okey ―susurró ella, comprendiéndolo.
No lo obligaría a perdonarla si no quería. Las segundas oportuni-
dades son por pura misericordia.
Dio vuelta para irse, y más adelante se detuvo a conversar con
unos tipos desconocidos para Steven. No les dio interés, su mente se
centró en lo que acababa de confesar. ¿Era real?
Su madre nunca fue creyente. ¿Cómo que era cristiana?
A decir verdad, se la veía muy diferente. Estaba sin tanto maqui-
llaje, limpia, ordenada, con el pelo suelto y cuidado bajo un som-
brero, y un bonito vestido floreado. ¿Su madre vistiendo elegante?
Siempre usaba la ropa más seductora del mercado. Imposible… Esto
no estaba pasando, nadie cambia de la nada, a menos que…
De pronto, disparos.
Shannon sacó un arma de su cartera y empezó a disparar como
una loca.

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CAPÍTULO 20
En pedazos
Los hombres con enterizos negros en la vereda de la esquina, esqui-
varon las balas. La gente empezó a correr. Las aves echaron a volar.
Steven ahora se encontraba en un infinito shock.
El rostro de Shannon transmitía un espanto profundo mientras
les disparaba. La agonía subió en cuanto se le acabaron las balas.
Una miniván negra se estacionó con brusquedad junto a la ve-
reda, dejó las huellas de sus llantas en el asfalto y llenó todo de
humo. Tres hombres de negro y con máscaras que solo dejaban ver
sus ojos, bajaron con rapidez. Shannon no los vio venir; ellos por de-
trás la cargaron y la subieron al vehículo, con la ayuda de los dos ti-
pos con los que un rato antes había conversado.
Steven por fin se dio cuenta de lo que ocurría. El miedo lo abrazó
de tal manera que ni lo dejó moverse.
―¡Steven! ―gritó ella pidiendo ayuda. Uno de los hombres le
amarró las manos por la espalda con cintas extrafuertes. ―¿¡Qué
hacen!? ¡Suéltenme! ―Quiso zafarse―. ¡Steven! ¡Steven, ayúdame!
La miniván aceleró a toda velocidad. Todavía Steven parecía
fuera de sí.
―¿Qué hacen? ―gritó Steven con el corazón a punto de explotar.
Echó a correr tras ellos. La mochila pesada no lo ayudaba a mo-
verse con facilidad.
La parte trasera del vehículo estaba con las puertas abiertas de par
en par. Pudo ver a los delincuentes silenciar a su madre con un trapo
en la boca para que dejara de gritar. ―Un placer volvernos a ver,
Shannon. ―Oyó Steven decir a uno de ellos, el mismo que le dio un
puñetazo en la cara que la desmayó.
―¡Hey! ¡Deténgase! ¡No se la lleven! ¡Paren! ¡No! ―Sus piernas
galopaban en medio de la pista. Los autos lo esquivaban para no

194
atropellarlo. Armaría un accidente masivo, pero no se detendría
hasta alcanzarla―. ¡Mamá!
Los maleantes cerraron las puertas traseras. La miniván dejó ki-
lómetros atrás a Steven, quien luchaba por no detenerse. Tenía que
defender a su madre, acabaría con su vida si no la alcanzaba, pero
sus pasos jadeantes empezaron a disminuir, se desvanecieron al
igual que la miniván negra desaparecía tras los muchos rascacielos.
Steven se detuvo, trastabillante, con las mejillas húmedas.
―¡Mamá! ―gritó con todas sus fuerzas.
Rotó la cabeza a la gente de su entorno.
―Ayuda… ¡Ayúdenme, por favor! ¡Es mi madre!
Los transeúntes y vendedores solo lo observaron, atónitos y con
lástima. Él se desplazó entre ellos en busca de una cara amable.
―¡Por favor! Secuestraron a mi madre ―suplicó entre sollozos―.
Por favor…
Todos fingieron no estar enterados de lo que sucedió. Hasta que
un hombre calvo y mayor de edad habló:
―Niño, muchos aquí hemos perdido a un familiar. Los secuestros
son muy típicos en estos tiempos; nadie va a ayudarte a recuperar a
tu mamá. Ya la perdiste. Deberás superarlo.
―¿Qué? N-no, yo no me voy a quedar de brazos cruzados. Yo…
―Seguro que fueron esos mafiosos del sector Montaña. No roban
en su sector, pero sí en el nuestro ―comentó una señora que vendía
frutas.
―Algún día tenemos que darles su merecido o nos exterminarán
a todos ―sugirió un anciano de otro puesto de verduras.
Steven pronto tendría un colapso, la cabeza le comenzó a palpitar
y le vinieron nauseas, pero se obligó a seguir de pie. Necesitaba en-
contrar a su madre, aunque se le fuera la vida en ello.
―Niño, si quieres ayuda consulta con la policía corrupta, o con
los soldados del ejército que están a unos minutos de aquí ―le acon-
sejó el mismo hombre calvo en un tono irónico.
―Soldados del ejército. ―Asintió esperanzado―. Correcto. ¿D-
dónde puedo encontrarlos?

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El desganado hombre señaló al frente con su dedo.
―Están en el sector Orizon, pero, ojo, debes ir con protecciones
en todo el cuerpo. Ya sabes que en ese sector tienen en cuarentena a
todos los infectados de pestes raras…
―¡Muchas gracias, señor, ha sido muy amable al ayudarme!
―Steven corrió en la dirección que señaló el hombre.
―¡Pero no escuchaste lo que te digo! ¡Olvidé decirte que no per-
miten la entrada a menores!
Steven corrió por más de diez minutos. No sabía de donde sacaba
tanta adrenalina para correr por todos lados. Corría por su vida y por
la desesperación de encontrar respuestas. Era un juego de correr o
morir, no perdería en esta carrera llamada vida.
Nunca había puesto pie en el sector Orizon. Al estar frente a aque-
lla ciudad enrejada, le pareció más bien como un gueto. Vio a través
de las enormes rejas con alambres de púas, los edificios abandona-
dos y casas elegantes que se demolieron para dejar terreno libre, con
el propósito de instalar las carpas militares para los servicios ciuda-
danos.
Este lugar daba escalofríos, pero era su única esperanza de encon-
trar una salida.
Por fortuna, habían dejado las rejas abiertas, y no había ningún
vigilante. Entró rápido. En el camino ningún soldado lo detuvo. En
un edificio antiguo, un grupo de doctores cargaban a alguien mori-
bundo en una camilla. Por todos lados pasaban ambulancias y mé-
dicos con trajes especiales yendo y viniendo. Steven se cubrió la na-
riz con el cuello de su abrigo, ni en broma quería contraer alguna
enfermedad.
Se dio cuenta que no iba a ningún lugar en específico, la pasó ca-
minando sin fin. Había venido con el plan de conseguir ayuda, y
mientras más tardara, más daño le harían a su madre.
Entró sin permiso en el vestíbulo de un edificio al azar. Pasó de
largo en un pasillo alfombrado y lujoso, hasta que entró en una ofi-
cina, donde se topó con unos soldados alrededor de una mesa, pla-
nificaban asuntos con el mapa de Canadá.

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―Hola ―saludó con timidez―. Deben ayudarme… Mi ma…
―¿Qué haces aquí, muchacho? ―intervino el que parecía ser el
comandante.
―¿Steven?
Steven desvió la mirada hacia un oficial del SC, quien no era nada
más y nada menos que su padre.
―Papá, debes hacer algo. ―Se le acercó desesperado―. ¡Mi ma-
dre ha sido secuestrada. Yo lo vi. Tienen que buscarla y atrapar a
esos secuestradores.
―Steven, no estamos para tonterías ―susurró. Lo tomó de los
hombros y lo llevó a un rincón―, y no deberías estar aquí, está
prohibido. Puedes llevarte algún virus por tu imprudencia.
Además de su padre, los soldados también llevaban máscaras an-
tigás y guantes de látex.
―Pero, mi madre…
―Yo no tengo nada que ver con ella.
―Pero… ¡al menos hazlo como policía, no como exesposo!
―Estas cosas pasan todos los días, es parte de la necesidad de la
gente ―explicó, sin emociones―. La policía y el ejercito tienen
asuntos más importantes entre manos. Ahora que nos estamos
aliando, debemos ocuparnos en evitar la guerra.
―¿Prefieres ir a la guerra que ocuparte del bienestar de los ciuda-
danos? ―Steven ya estaba a punto de estallar.
―¡Ir a la guerra es ocuparse del bienestar de los ciudadanos!
―respondió con dureza―. ¿Acaso esta gente cobarde querrá ir a
morir a un campo de batalla? ―Exhaló agotado y se acarició el en-
trecejo―. No sé por qué te doy explicaciones a ti, no entiendes de
estas cosas. Ya vete a casa y haz tus tareas. Olvídate de ella.
―¡Pero la secuestraron!
―¡No me importa! ―alzó el índice, callándolo―, y a estos solda-
dos tampoco. Si nos dedicáramos a resolver todos los crímenes de
esta ciudad no habría tiempo para trabajar en los daños mayores. La
gente está loca, Steven. ¿Crees que es normal que cualquiera dispare

197
sin parar porque quiere protestar contra el Gobierno? ¿Crees que la
muerte de miles en Europa solo se debe al virus?
»La gente se está suicidando aquí y allá. ¡Estamos en apertura
para una guerra, Steven! ¡En la guerra no hay quien quiera cumplir
las reglas! Toda la justicia será en vano si al final morimos todos, por
eso estamos aquí. Espero que pronto termines el colegio para que
hagas algo bueno por tu país en el campo militar.
Ser niño en esta situación hubiese sido algo maravilloso. ¡Cómo
hubiese querido hacer un berrinche frente a todos! Quería patalear,
llorar, aventar todas las cosas hasta que le hicieran justicia.
El grupo de soldados lo acosaron con sus miradas, como espe-
rando a que se largara para ellos continuar con sus labores.
Steven apretó el labio inferior, se retiró después de devolverles
una mirada asesina.

Todo se volvió blanco.


Un techo blanco e iluminado por filas de focos modernos. La vista
borrosa poco a poco fue tomando nitidez y por fin pudo volver a ver
y estar consiente.
Se incorporó de un susto. Miró a su alrededor. Todo era blanco,
las sábanas blancas, las paredes y el piso de mayólica. ¿Acaso estaba
en el cielo, o en un cuarto de enfermos mentales?
No estaba loco, no estaba loco. ¿Entonces por qué no podía recor-
dar lo que ocurrió antes de terminar aquí?
Se dio cuenta de que estaba respirando con una máscara de oxí-
geno, conectada con una manguera delgada a una bolsa de líquido
transparente, que colgaba a su costado.
«¿Estoy en un hospital?»
Todo lo blanco dejó de serlo cuando entró Percy a la habitación,
su sola presencia despedía sombras.
―Ah, despertaste, Ceniciento durmiente. Después de seis horas
de sueño. ―Metió las manos en los bolsillos, relajado.

198
―¿Qué acaba de pasar? Casi no recuerdo. ¿Qué hora es? ―Parpa-
deó varias veces para acostumbrarse a la luz.
―Te desmayaste a las tres, así que… ―Se miró la muñeca ven-
dada, aunque no tenía reloj―. Creo que son las nueve. No puedo
creer que esta habitación no tenga un reloj en la pared.
Steven arrugó el ceño. Por fin recobró los sentidos y se enredó aún
más.
―¿¡Me desmayé!? ¿Cuándo, cómo, dónde? ¿Por qué? ¿Y qué estás
haciendo tú aquí?
―Pues. ―Juntó las manos―. Te seguí.
―¿Qué? ―Arrugó más el ceño.
―Cuando salí de la escuela, vi que secuestraron a nuestra pobre
mamá. ―Puso cara de tristeza con una sonrisa―. Y cuando saliste
del campamento te empezaste a tambalear y caíste muerto. ―Se
bajó las mangas de la chaqueta de cuero para cubrir sus vendajes en-
sangrentados―. De nada.
―¿Por qué me desmayé?
―Nunca lo sabremos ―se encogió de los hombros―, puede ser
por la presión del momento, o… porque tienes la plaga ―dijo con
una cara de aterrado, en broma.
―No me asustes. ―Bajó los parpados, sin hacerle ninguna gra-
cia―. He tenido todas las oportunidades para “infectarme” ―hizo
comillas con los dedos―, y en ningún momento me he enfermado
de… lo que sea que sean esos virus invisibles. Ni siquiera me ha dado
la tos. Ahora, debo planear alguna forma de encontrar a mi mamá.
―No la vas a encontrar. Se la llevaron para siempre. La gente que
es secuestrada por bandas de mafiosos desaparece de la faz de la tie-
rra. Así que mejor olvídala. Seguro que ahora ya la mataron, o vio-
laron. ―Rodó los ojos a otro lado―. En parte se lo merece por ser
una golfa y mala madre.
―¡Cómo puedes decir eso! ―Arrugó las sábanas con sus puños.
Preferiría morir de radiación por una bomba, que de irritación por
la indiferencia de Percy―. ¿¡Cómo puedes vivir tan normal con

199
eso!? ¡Es nuestra madre! ¡No puedes sentirte feliz si le están ha-
ciendo daño mientras todos están tranquilos!
―Y yo no puedo creer ―se acercó a la camilla, con los ojos desor-
bitados― que te compadezcas de esa prostituta que nos abandonó…
¿Sí sabías que ella se prostituía desde que éramos niños? Estoy con-
vencido de que no conoces todo lo que ella escondía.
―Es nuestra madre ―replicó entre dientes.
―Somos fruto de su prostitución. ―Percy esbozó una sonrisa
digna de merecer un puñetazo―. ¿Has pensado alguna vez si tene-
mos más hermanos por otro lado? ―ladeó la cabeza, desafiante―.
O… ¿te has planteado si Frank Jaron es nuestro verdadero padre?
Steven agradeció tener puesta la máscara de oxígeno, porque sin-
tió que se le detenía la respiración.
―Por supuesto. Olvidé que estás lleno de odio. ―Entrecerró los
ojos.
―¿Tú no? ―Alzó las cejas―. ¿Qué hizo que cambiaras de opinión
sobre mamá? Pensé que le deseabas todo lo peor.
―Ya no sé si siento odio por ella. ―Apartó la mirada de la suya―.
Pero no estoy tan mal de la cabeza como para sentirme feliz si la es-
tán maltratando en, solo Dios sabe dónde.
―¡Vaya! ¿Y desde cuando crees en Dios?
―¡Que estés molesto con mamá no significa que debas desearle
cosas inhumanas!
―Ella nos abandonó a los dos.
―¡Pero ella ha cambiado! ―Steven ya estaba perdiendo el con-
trol. De no ser por las cosas que tenía conectadas en el cuerpo lo ha-
bría agarrado del cuello. Deseaba ahorcarlo con esas vías que colga-
ban.
―¿Cómo lo sabes? ―Pasó a una expresión neutral―, ¿porque te
lo dijo? ¿Le crees a cualquiera que diga que ha cambiado?
Steven se frotó los ojos, vio todo borroso.
―Mira, ¿por qué no te llevas tu enfermedad de psicopatía a otro
lado, Percy? Esta conversación tonta terminó. ¿Dónde está la enfer-
mera para que me quite esto? ―Señaló su intravenosa.

200
Percy con su sonrisita despreocupada, salió de la habitación para
ir a buscarla.

***

Shannon nunca fue nada especial, la conocían como una prostituta


más del sector Atlas. Una miserable más de Canadá.
Todos aseguraban que la prostituta estaba muerta, pero ninguno
tuvo la resignación para celebrarle un funeral.
Pasó el día encerrado y tirado en el suelo, con la espalda apoyada
en la cama. Desolado y deprimido, vio la silueta de Félix y Gary en-
trando, como ángeles de la guarda que vienen a consolar. Ellos se
sentaron a sus costados y Steven se permitió acurrucarse en el re-
gazo de Félix. Descargó todo lo que tenía dentro, en forma de lamen-
tos.
Desbordaban en su ser pensamientos de culpa por haber maltra-
tado a su madre, ella no era la persona más mala del mundo, pero no
merecía lo acontecido el día anterior y que todo el mundo no le diera
valor solo por el trabajo que tenía.
Tal vez si hubiera aprobado su perdón, todo sería distinto.
―Yo sí la quería… es decir… Yo solo… me dejé llevar por mi rabia.
¿Por qué todo tiene que salirme mal? ¿Por qué Dios permite todo
esto?
Suspiros.
―No sé qué decirte, Steven. ―Félix dio palmaditas en su hom-
bro―. Esto me recuerda a cuando mi papá murió… Mi mamá me
dijo: aunque tu padre terrenal ya no esté contigo, tienes a tu padre
celestial que te ama.
Era difícil olvidar cuando a Félix le dieron la terrible noticia de su
padre: el soldado Simon Jordan, era canadiense y al casarse con la
señora Rosario emigraron de Perú. Mientras el soldado vigilaba la
frontera de Canadá junto con su tropa, unos terroristas quisieron
cruzar las rejas. Se armó una guerra de balazos.
El soldado Simon Jordan murió de tres disparos en la frente.

201
Aquellos fueron los días, meses, años más difíciles a los que Félix
se tuvo que enfrentar para superarlo. Desde luego nunca más habla-
ron de él, Félix jamás lo mencionaba, y Steven también se obligaba
a nunca nombrarlo.
No había salida. Ni la compañía de sus seres queridos valía la
pena, porque cuando se apartaban, él caía otra vez en el mismo
abismo. Ellos no ahuyentaban sus pensamientos asesinos.
Estaba más seguro de que no tenía sentido vivir, que a Dios no le
importaba y que quería que el mundo se fuera al demonio.

En casa tomó el arma de su padre, oculta bajo la almohada. Revisó


el cartucho y la llenó con cinco balas. Lo siguiente fue enclaustrarse
en el baño.
Miró su rostro un momento en el espejo, sus ojos despedían lágri-
mas mezcladas con rímel negro. Tenía tensa la mandíbula y el men-
tón temblándole. Su rostro era hermoso, Rosa siempre se lo decía.
Siempre decía que debía valorarse, que tenía unos bonitos ojos, una
bonita sonrisa y que era muy cariñoso. Pero él odiaba su rostro. Se
odiaba todo él.
«¿Quién soy? Soy igual a Percy. Pensé que era más fuerte que él,
pero soy peor. A nadie le va a importar si lo hago… ¿verdad?»
Abrió los ojos como platos, de pronto se le aclaró la mente.
Por poco olvidó a una persona que sí le importaría mucho si él se
quitaba la vida. Sacó su celular del bolsillo y le mandó un mensaje al
único que valía la pena despedirse.

Hola, Fél. Solo quería decirte que, te agradezco por ser tan buen
amigo. Enserio, eres el mejor del mundo, nunca cambies. Y espero que
luches por tus sueños, así podrás estar muy orgulloso de ti mismo, y
yo también estaré muy orgulloso. Siempre me has apoyado en todo.
Mereces lo máximo en tu vida. Perdón si en algún momento fui un
imbécil, es parte de mi naturaleza, ya me conoces…

Te quiero muchísimo, a Rosa y a Gary diles


que son más que mi familia.

202
Los quiero a todos.

Félix nunca acostumbraba a contestar al instante. Pero se conectó


rápido y algo conmocionado por el mensaje tipo carta suicida.

Yo también te quiero, pero ¿por qué me escribes eso?

¿Steven, estás ahí?

Steven prefirió no responderle. Era lo mejor. Entristecía más sa-


ber cómo se lo pasaría Félix sin él, cómo sería su reacción cuando se
enterara que se voló las sienes. Por Félix no se mataría, pero era solo
un amigo verdadero que tenía, después nadie compartía sus peores
momentos.
No podría ocultar por más tiempo que ya no aguantaba vivir. La
vida ya no le daba un aliento más de esperanza, si no desaparecía
cada día sería una tormenta sin calma. Vivir con unos gramos de
alegría no era vida. ¿Cómo puede existir un ser humano sin nadie
en la tierra que lo ame?
Quedó mirando el brillo del arma en su mano. Le sudaba la palma.
Deseaba que se le resbalara para ya no dar el siguiente paso.
―Dios… si eres real, o si no quieres que lo haga… detenme.
Bajó la cabeza, ahogándose en sus propias lágrimas. La respira-
ción se le acababa. No quería hacerlo, de verdad, no quería que esa
fuese su salida.
¿Así es como terminaría?
No había otra opción, quizás lo que estaba mal en este mundo era
él. Tomó el revolver, se miró al espejo y lo puso en su sien. Colocó el
dedo en el gatillo. Sus manos temblaban demasiado. Su frente su-
daba como si llorara, implorándole que no disparase.
El corazón quería escapar. Resonaba como balas dentro de su ca-
beza, diciéndole que tuviera misericordia, que no tomase en poco
sus últimos latidos.
Dio su último suspiro, uno profundo desde su alma.
«Esto también es por ti, mamá.»

203
Entonces, le dio al gatillo.

¿Te pasa algo?

Esta es una broma pesada, ¿no?

¡Steven, contesta!

204
CAPÍTULO 21
Plegarias de un pecador
¿Qué tiene que pasar en la vida de un escéptico para que empezase
a creer?
Pensaba que era la mejor decisión. Al final nadie vino a ayudarlo.
Félix llamó una y otra vez. Nunca respondió.
Las alarmas de una ambulancia sonaron en las calles. Tan fuertes
que volvieron a la realidad a un Steven deprimido, y ahora asustado
porque… la bala no se disparó. Pensó que había oprimido mal el ga-
tillo. Lo presionó contra su sien una segunda vez y nada salió.
Abrió el cartucho para comprobar si estaba lleno.
No había una sola bala adentro.
Steven quedó perplejo, juraría que antes sí estaba llena, incluso
pesaba por las balas. Habían desaparecido de la nada. ¿Por qué?
No se inmutó, salió a buscar entre los cajones de los armarios de
su padre a encontrar más balas. Recargó el revolver y se encerró en
el baño otra vez. Ahora sí pondría fin a su existencia. Apretó los
ojos, le temblaron las manos sudorosas. Deseaba que Félix le tim-
brara de nuevo, porque de verdad no quería hacerlo.
Volvió a apretar el gatillo, ¡pero no salió nada!
¿El arma estaba fallada? Revisó el cargador, y no había ni una sola
bala. Otra vez.
¿Qué estaba sucediendo? ¿Ahora el arma se tragaba las balas?
Por suerte no había nadie en casa que lo descubriera. Decidió ha-
cer un intento más. Esa noche tenía que morir sin importar qué, no
había marcha atrás. Recargó el arma con todas las balas que le que-
daban en el bolsillo y se la puso en el pecho para que la muerte fuera
más rápida y no tuviese chance de sobrevivir. Volvió a revisar el car-
gador, por si acaso. Allí estaban las balas nuevas, brillando con el
reflejo del foco de baño.
Apretó los ojos y la boca. Jaló el gatillo.

205
No disparó nada…
Ya estaba explotando, presionó más de diez veces y no se dispara-
ban por nada del mundo.
―¡Ahora seguro que se las tragó!
Revisó el cartucho. ¡Pero ahí estaban las balas!
Expulsó miles de palabrotas y volvió a hacer el intento de dispa-
rar. No tenía caso. Seguía en el plan de no despedir bala alguna.
Cuando revisó el cartucho, estaba completamente vacío.
―Estás jugando conmigo, ¿verdad? ―esbozó una sonrisa la-
deada y amarga.
Ya no sabía qué hacer; tal vez aventarse de un puente sería una
buena opción, o plantarse un cuchillo en la garganta. Por casualidad
hizo la prueba de ir a la cocina y buscar un cuchillo, pero ni siquiera
eso había. Resultaba que su padre había hecho una limpieza el día
anterior y había movido los cubiertos de cocina a otro lado que des-
conocía.
Esto ya estaba poniéndose anormal, nada tenía lógica. No eran
fantasmas, ni bromas pesadas. Era un verdadero y extraño milagro.
«¿Qué pasa aquí?»
Las cosas no pueden desaparecer de la nada.
Le entró la necesidad de hablar con Gideon, él sí era alguien que
sabía mucho de la biblia y desde luego que lo ayudaría en lo que
fuese posible con sus traumas. Pero desconocía donde vivía, de se-
guro que no muy lejos de allí, pero no tenía idea de en qué barrio. Se
abrigó con su chaqueta negra y salió a las calles, a buscarlo en donde
fuera que pudiera estar predicando. Dudaba encontrarlo a esa hora.
Se dio cuenta de que Dios sí respondía sus oraciones, desde el
inicio lo había hecho, pero nunca quiso verlo, escucharlo. Exhaló
una plegaria para que apareciera Gideon.
«Si fuera Gideon, ¿dónde estaría a las diez de la noche?»
Se sentó en una banca del parque. Hacía frío, demasiado para
aguantar. Trató de entrar en calor abrazándose.
Lejos vislumbró el abismo bajo el puente, el infinito río Bow gol-
peando las rocas puntiagudas cerca al muelle. Tenía chances de

206
intentarlo, no había nadie en el parque, solo cruzaban autos por las
avenidas. Se estaba resistiendo mucho a aquella diabólica tenta-
ción.
Apretó los ojos, oraba por ayuda.
«No quiero hacerlo… por favor», susurró.
Mientras el viento enfriaba sus orejas, los malos pensamientos se
volvían más nítidos. Ya no se trataba de un deseo desenfrenado de
acabarse. Era una sombra, un viento, una voz perturbadora que ta-
ladraba en sus oídos:
“¡Muérete! ¡Muérete! ¡Muérete! ¡La vida es horrorosa!”
Subió las piernas a la banca, haciéndose un ovillo. Empezó a so-
llozar. Si alguien pasaba por allí pensaría que era un niño perdido, y
la verdad… tenían razón. Era un pecador perdido, sin esperanza, sin
sendero hacia su libertad. ¿Qué debía hacer? Dios estaba guardando
mucho silencio. ¿Qué clase de plan tenía?
―Aun-que ande en valle de sombra o de muerte, no temeré mal
alguno… ―Tiritó de frío.
“¡Dios no te va a ayudar, escoria!”
Después de leer proverbios había leído una parte de salmos. Se
identificó con el rey David, un gran músico que también pasó una
gran prueba donde sus esperanzas menguaron. El salmo veintitrés
le fascinó en el momento que lo leyó, tanto así que se lo grabó. Pero
ahora… de la “nada” este se le borró de la mente.
«Ojalá tuviera mi biblia aquí.»
“¡Dios no existe!”
«Ya cállate, por favor.» Cerró los ojos.
“¡Dios no existe, basura! ¡Allá está el puente!”
Steven se dio vuelta para no mirar el vacío. Debería irse del par-
que, ni él sabía qué esperaba de allí.
“¡Nadie te ama!”
Se cubría los oídos para no seguir escuchando esa voz, pero ésta
sonaba dentro de su cabeza. Se hizo más fuerte, al punto de gritarle.
“¡Dios no existe! El diablo acepta a las personas tal y como son. Tu
alma entrégasela a él, ¡es más fácil!”

207
Se hacía de oídos sordos. Estos ya no eran sus pensamientos,
nunca lo fueron. Nunca fue su rabia la que le sembraba deseos de
matar Percy y a su padre. Era un poder superior, una potestad mal-
vada que cabalgada en las almas para llevárselas a la peor eternidad.
Quedó dormido, congelado por la brisa. Gracias al cielo fue una
pausa para sus voces malignas.
―¡Steven! ¡Steven!
Steven despertó de un sobresalto. ¿Era esa voz horrible de nuevo?
Gideon estaba sacudiéndolo de los hombros.
Nunca se había sentido tan feliz de ver a alguien, de ver al predi-
cador. Saltó a abrazarlo, con todas sus fuerzas. Gideon, sorprendido,
también le devolvió el apapacho, claro que no sabía a qué se debía
tanto cariño. Estaba acostumbrado a que siempre le pusiera los ojos
en blanco cuando le hablaba de Dios.
A los segundos Steven empezó a llorar como un niño, estaba claro
que era una persona sensible, no podía resistirse al dolor. Necesi-
taba consuelo, a alguien que le diga que sí había salida. Necesitaba
un padre que vendara sus heridas.
―Oh… Steven. ―Gideon se sentó a su lado, le acarició la cabeza
mientras él sollozaba en su pecho.
―Te estaba buscando ―musitó Steven y lo apretujó más, como
queriendo que no lo volara la brisa húmeda.
―Yo también te estaba buscando a ti. Tuve que salirme de la vigi-
lia de mi iglesia. ―Soltó una risita corta―. Creo que Dios llamó a mi
corazón para buscarte. Y me sorprendió verte aquí dormido, en me-
dio de nadie. Puedo sonar repetitivo, pero, es muy peligroso, hijo.
―Lo sé. ―Se apartó de él.
―Entonces… ―puso la mano en la rodilla, acomodándose para
oírlo―, ¿para qué me buscabas?
Steven le contó con todos los detalles sobre cómo había intentado
suicidarse con el arma de su padre, y cómo después salió a buscarlo
y una voz intentó persuadirlo de que se aventara del puente.
―… no puedo más, Gideon, yo no quiero acabar con mi vida, pero
no puedo seguir viviendo… A nadie le importo, todo sale mal. Mi

208
vida es una basura, secuestraron a mi madre, mi padre y mi her-
mano me odian, al mundo parece no importarle nada. Las cosas no
hacen más que empeorar.
―Jesús te ama, Steven. Te ama tanto que detuvo tus intentos de
matarte. El mundo es horrible, es horrible la vida sin Dios, te destru-
yes lentamente, sin darte cuenta. Solo debes abrirle tu corazón y de-
jar que Él sea tu Señor y Salvador, porque sin Él nada somos y no
tenemos a donde ir. Deja que él sea tu padre.
Steven respiró hondo y asintió, ahora sí estaba convencido de que
todo eso era verdad.
―Necesito a Dios, lo necesito urgente… pero no sé cómo bus-
carlo.
―Vamos a la iglesia, adoraremos a Dios. Te ayudaré a acercarte a
Él.
Aceptó.
Fueron juntos a su iglesia. Nunca antes se había desesperado
tanto por una cosa. Cada paso que dieron cerca del templo era unas
ansias profundas de ya tener a Dios. Ya no le interesaba encajar con
los demás, ya no quería ningún tonto noviazgo adolescente. Reque-
ría a Cristo en su corazón lo más rápido del mundo.
Entraron a la vigilia a mitad de las alabanzas. La iglesia resplan-
decía de luces, como si entraras al cielo, no había rastro de oscuri-
dad. El altar de madera sostenía al coro góspel, que cantaban vigo-
rosos. Los instrumentos hacían una armonía melodiosa y sobrena-
tural, como estar parado frente al trono de Dios.
El pueblo gemía en llanto, con los brazos al cielo. La iglesia era un
lugar donde se alimentaba el alma, florecía el espíritu y descompo-
nía el pecado. El espíritu de Dios había descendido y acariciado sus
corazones. Steven sintió una gran paz, una presencia indescriptible,
que en unos fugaces minutos lo hicieron quebrar. Se situaron en
unas bancas del medio, junto con Harriet y Cesia. Si bien no era un
local tan grande, sintió que Dios sí estaba en ese lugar.
Necesitaba esto, necesitaba salir de su mundo, no ir a otro igual o
parecido.

209
En las primeras voces, una adolescente rellenita cantaba una ado-
ración, a la vez que tocaba la guitarra:

Corre a mis brazos, a mis dulces brazos.


Brazos de amor eterno, que te aman sin rencor.
Déjame abrazarte y adoptarte, porque yo soy tu Dios,
y quiero vendar tu corazón.

El pastor hizo el llamado al altar para los cargados y cansados. Gi-


deon acompañó a Steven y Cesia al frente. Ambos se tiraron de cara
a la alfombra, delante del altar.
Nadie estaba tan destrozado como Steven. El rostro rojo y mojado
en lágrimas. Las palabras pobremente lograban salir de sus labios,
se atragantó con sus propios gemidos que surgían de su corazón.
Rogó el aliento de la misericordia del verdadero Dios, porque que no
hay mejor doctor y psicólogo que el que creó tu alma. Dios lo cono-
cía y lo amó mucho antes de existir.
―Te necesito en mi corazón o me moriré ―fluyeron apenas sus
palabras.
El mundo los abandonó, pero no Dios.
Cesia, volvió a entregarle su vida. De ser posible lo haría una y otra
vez.
Estas dos piedras y otras rocas en el mundo, instrumentos útiles
le serán a Dios.

210
CAPÍTULO 22
Lo que Dios cambió, que no lo desvíe el hombre
Dos días después, nunca se había sentido más vivo. El tan solo res-
pirar el aire fresco de la mañana le daba felicidad. Andaba con una
radiante sonrisa poco común de él.
Dejó de vestir tan deprimente, dejó de maquillarse. Esa misma
mañana se cortó el pelo, quedó más decente, volviendo a verse como
antes, pero mil veces mejor. Se sentía otra persona, incluso él se des-
conoció, pero le encantó esta mejor versión de él.
Cuando veía a su padre o a su hermano, los saludaba con tal ale-
gría que hacía creer que iba a pedir algo. En cuanto bajó las escaleras
y vio a Percy sirviéndose un vaso de jugo de naranja, se avecinó a él
y lo amarró con un abrazo amoroso. Percy abrió los ojos de par en
par, no supo qué decir o hacer, así que le lanzó un insulto.
―Si no te quitas, juro que te mato.
―Está bien, hermano mayor.
Steven giró sobre sus talones para retirarse, y a medio camino la
sonrisa se le desdibujó… Olvidó hacer una cosa importante, una
cosa que le quitaría otro peso de encima y sanaría las heridas que
aún subsistían en lo secreto del alma. Retrocedió con la expectativa
de lograr algo diferente ahora en adelante.
Tímido le habló:
—Percy…
Percy ni caso. Tomó un sorbo de jugo.
―Percy, yo… ―bajó la cabeza y jugueteó con las manos― quiero
pedirte perdón… por… ser tan malo contigo. No he sido un buen
hermano. ―Su exhalación hizo eco en el comedor―. Lamento ha-
berte odiado tanto… pero ahora, he cambiado. Ya no soy el mismo,
y quiero que sepas que… te quiero, y es una gran bendición tenerte
como hermano. Dios te bendiga mucho.

211
Percy esta vez sí le prestó atención, lo escuchó con las cejas hun-
didas. Su garganta pasando saliva era el único movimiento que
realizó.
Dos semanas antes Steven lo odiaba con toda el alma, ¿cómo era
posible que ahora lo quisiese?
Luego le contó lo que Dios había hecho con él, cómo lo rescató de
las fauces de la muerte y le entregó su vida para servirle. Percy no
decía una sola silaba, lo miraba como si le hubiera aparecido otra
cabeza.
Había algo irreconocible en el rostro de Steven, su expresión
transmitía felicidad, algo que a Percy le faltaba. Le habían quitado
la máscara de la soledad, le arrebataron su alma de las garras del dia-
blo, ahora era una nueva criatura, y estaba dispuesto a compartir su
fe y testimonio a todo el que se le cruzase en el camino. Había en-
contrado el verdadero y primer amor. Un nuevo y desconocido Ste-
ven Hickman, o Steven Jaron, pues ya no le importaba llevar el ape-
llido de su padre. Era un hijo de Dios.
Percy guardó silencio después de que Steven hubo concluido. In-
haló hondo y empezó a reír.
―¿Qué demonios? Pues… felicidades. ¿Quieres que te dé un tro-
feo y me arrodille ante ti?
―Eh…
Steven se desinfló. Pensó que su hermano se alegraría por él, o
que quizá también se interesara por conocer a ese Dios que cambia
vidas. ¿Pero cómo podía esperar flores de los espinos marchitos?
¿Cómo se le ocurría esperar algo bueno de él? Percy estaba tan roto
como él lo estaba antes, sería un largo proceso en que Dios restau-
rase su vida.
―No, solo, quería que lo supieras. Jesús te ama, Percy. Él siempre
va a estar esperándote con los brazos abiertos.
Percy contuvo otra matada de risa. Miró al techo, sin dejar de son-
reír.
―Lo sabía, sabía que eras una especie de cristiano. Bueno, que
Cristo espere sentado mientras yo me divierto. Bendiciones, yo ya

212
me voy a la escuela. ―Se retiró a su habitación a cambiarse de ropa
para la escuela.
Steven se hizo de piedra. Sintió un poco de tristeza ante su indife-
rencia. Decidió que se empeñaría en ser un buen hermano y darle lo
que no se merecía, ese sería un gran paso para ganárselo. Como de-
cía en el último versículo en Romanos que leyó: “No seas vencido de
lo malo, sino vence con bien el mal”.10
Entró a su cuarto y se sentó en la cama. Sostuvo una de las fotos
que tenía de su madre y él de pequeño. Estaba sentado en sus pier-
nas, ambos riendo y abrazados, sentados en el césped del parque.
Atrás, el río Bow.
La extrañaba como nunca. En su ser rondaban cientos de pregun-
tas sobre qué pudiera estar pasándole a su madre en estos momen-
tos: «¿Seguirá viva? ¿La estarán lastimando? ¿De verdad le entregó
su vida a Cristo? ¿Por qué parecía que los secuestradores la cono-
cían? ¿Tendrán algo que ver con su trabajo?»
Nada tenía sentido, simplemente ella se fue de su vida. Y él no la
detuvo.
Quizá lo más complicado era tener que soportar la culpa de las ve-
ces que nunca la valoró y por no haber aceptado su perdón. Su ma-
dre en la foto tenía el pelo corto y estaba abrazando a su yo de cinco
años. Su amor hacia él se veía tan real. Era real, pero al igual que él,
estaba perdida.
«Perdóname, mamá. Yo también te amo… —Se secó una la-
grima—. Te amo mucho.»
Ojalá pudiera verla una última vez y decírselo.
Steven se prometió que algún día la encontraría, no sabía cómo,
pero no dormiría tranquilo hasta saber si estaba viva o muerta. La
rescataría y la vengaría de quienes la secuestraron.
«Algún día te encontraré, mamá.»

10
Romanos 12:21

213
Casi llegando a la escuela, encontró a Félix entre los alumnos. Al
verse, ambos rostros brillaron.
―¡Fél, no tienes idea de algo maravilloso que me ha pasado!
―Rodeó su hombro con el brazo.
―¿Y eso tiene que ver con tu extraño mensaje del viernes?
―Arrugó las cejas―. Si fue una broma de mal gusto, pues sí que te
salió bien, porque por un momento me la creí.
―Oh… eso. ―Recordó su carta suicida de la otra noche. No se
quería imaginar lo alterado que se habría puesto Félix―. Se podría
decir que sí.
―¿Me vas a dar una explicación, o tengo que tomármelo como un
challenge que viste en internet de mandarle notas suicidas a tus ami-
gos? ―Cruzó los brazos.
―Perdón ―fue lo único que le salió.
Entonces arrancó a contarle todo desde el inicio. Félix por poco se
desmayó al oír que hizo el intento de matarse. También le contó que
Dios lo rescató y que al final le entregó su vida esa misma madru-
gada, en la vigilia de la iglesia junto con Cesia.
―¿Pero, cómo es posible? ¿No eras el ateo de ateos, odiador de
Dios e hijo de Lucifer?
―Sí, pero me di cuenta de que estaba viviendo una mentira. Las
cosas de este mundo se van, pero Dios es para siempre. Ahora soy
cristiano, un hijo de Dios. Y me encantaría compartir eso contigo
también, me gustaría que conocieras a Dios.
Félix se contrajo un poco. ¿Estaba hablando en serio? Steven no
podía haberse vuelto cristiano así por así.
―Caray, pues felicidades. Ahora te ves muy distinto. Juraría que
ahora tienes cara de ángel. De todos tus cambios de estilo, este es el
más divino.
―En efecto. Soy otra persona ahora.
El irresistible deseo que todo el mundo conociera a Dios le invadía
más el corazón. ¿Cómo reaccionarían sus compañeros de clase? Es-
taba tan emocionado por contárselos, de repente así lo dejaban de
molestar.

214
Ojalá todo sucediera como lo esperanzaba.
El suelo. El suelo de la nada empezó a temblar. Las calles se sacu-
dieron, las personas se tambalearon. El miedo saltó de persona a
persona. Steven y Félix cayeron de rodillas, temblaba tanto que no
pudieron ponerse de pie ni para correr. La tierra se sacudía como un
ebrio, los autos estacionados hicieron bulla con sus bocinas.
Steven, aterrado, se cubrió los oídos.
Después de unos segundos, cesó todo mareo. Todo el mundo se
hizo preguntas sobre qué fue lo que pasó.
Todavía se sentía el temblor en la planta de los pies. El aleteo de
las aves del cielo era el único ruido. Huían. Siempre estaban hu-
yendo. Steven también desearía huir con ellas. Se preguntaba a
dónde iban y si existía un lugar seguro en ese planeta destruyén-
dose.
―¿Eso fue… un terremoto? ―Félix se rascó la cabeza, todavía es-
taban en el suelo.
―No lo sé.
¿No había nada de qué preocuparse? Solo era un temblor común,
¿verdad?
Ignoraron lo sucedido, aunque Steven dudaba si deberían.
Todos a su vida normal. Ambos continuaron en dirección a la es-
cuela.
Su salón era un limpio silencio, una cosa rarísima. Al entrar, se
vieron sorprendidos por la voz de Dylan. Él estaba sentado arriba de
su escritorio, captando la atención de todos con su canto. Cantaba
un pop a todo vigor, y el mundo entero lo contemplaba con la boca
abierta en “O”.
―Waoo… ―susurró Félix―. ¡Dios mío, Steven! Tiene una voz
idéntica a la tuya.
Steven se quedó en estado sólido. La voz de Dylan era delgada,
con muchos melismas. Tenía unos increíbles altos como los de él.
De no ser por la sorpresa de encontrarlo así, también habría sido ca-
paz de sentarse para escucharlo.
―No se parece en nada. Pero es impresionante…

215
―Válgame el cielo… Tienes competencia. ―Lo codeó, emocio-
nado, sin despegar los ojos de Dylan.
―No. No compito con nadie, menos con él.
Félix lo miró con una sonrisa malévola.
―Ya entendí, estás envidioso, no toleras que otras personas ten-
gan los mismos dones que tú. Eres brutal.
―¡No estoy envidioso! ―se excusó en voz baja―. Es solo que me
estresa su actitud arrogante. Es como un… ¡un Percy dos!
Dylan terminó su espectáculo con una reverencia altanera, todos
le aplaudieron y silbaron de lo maravilloso que era.
―Enserio, Steven, si ustedes hicieran un dueto se harían virales
en internet. Si yo tuviera la voz de un gospelero, andaría cantando
por todos lados. Tendría a las chicas de rodillas ante mí. Pero tú
siempre desaprovechas tus poderes.
Steven puso los ojos en blanco.
Félix se sentó en su escritorio, y Steven, el rarito de Steven fue a
pararse frente al salón. No estaba seguro si debería hacer lo que es-
taba a punto de hacer, pero sentía la necesidad de que todos supie-
ran la verdad.
―Buenos, días, quiero hacerles saber que hace unos días tomé la
mejor decisión de mi vida. Ustedes saben que yo era “ateo”, pero
descubrí que estaba viviendo en una mentira, que no existe esa teo-
ría de que todos vinimos de la nada. ―Suspiró y juntó las manos―.
Ahora soy cristiano, conocí a Dios, y Él me transformó.
Todos lo miraron como preguntándose: ¿y este qué?
―Sí y… ¿alguien te preguntó? ―objetó Diego.
Steven se paralizó.
―Pues yo soy un dinosaurio ―dijo Jimmy rebotando un balón de
básquet.
―¡Y yo soy gay! ―declaró Dylan.
―¿A nosotros qué nos importa que seas cristiano? ―reprochó
Jazmín, mirándolo fijamente con sus ojos saltones.
Steven se puso más pálido de un huevo cocido. Entonces lo inva-
dió la necesidad de ser un ave y volar de allí. ¿Qué acababa de hacer?

216
―¿Cómo que eres gay? ―preguntó Caleb al costado de Dylan,
asombrado por lo que acababa de confesar su mejor amigo.
―¡Oh, Dios mío, salió del closet! ―exclamó Jazmín con voz chi-
llona.
―Era broma. Lo decía para molestar al nerd que ahora es cris-
tiano, a ver cómo reaccionaba.
―Pero creo que no es de extrañar que lo seas ―insistió Jazmín
volteándose hacia él―. Yo a veces soy un poco lesbiana.
―Bueno, ¿tal vez? Me da igual. En realidad, no lo soy. No se hagan
ilusiones.
―¡Pues me las acabas de dar! ―dijo Mark desde un rincón. Se
acababa de despertar, con el saco cubriéndole la cabeza. Ese chico
andaba durmiendo.
Steven con los nervios a punto de explotar, se escabulló a su
asiento. Félix y él se miraron las caras confusas, mientras escucha-
ban el parloteo de los demás. Milly actuaba como si no sucediera
nada a su alrededor, así no llamaría la atención de sus bullys.
Todos comenzaron a declarar sus orientaciones sexuales y a ha-
blar de cualquier tema relacionado con el tal. Una cosa supo Steven
en ese rato: todos estaban desviados. Se preguntó cómo haría para
acercarlos a Dios, nadie tenía ni el minúsculo deseo de saber que
ahora se había convertido. Su rostro pasó de blanco a rojo, quiso es-
conder la cara en algún hueco, se arrepintió de haberlo dicho, por-
que ahora añadió una razón más para que se burlaran de él.
Mejor era la vida siendo invisible, sin que nadie del salón supiera
de su existencia, no era más que de los callados. ¿Por qué tuvo que
abrir la boca?
Supuso que esto solo sería el inicio de lo más difícil: principio de
dolores.

Cesia buscaba un libro de medicina entre las empolvadas estante-


rías. Un poco más y se mudaba a la biblioteca, por lo menos era el
lugar más tranquilo de la escuela. Por el momento.

217
Había entregado su vida a Cristo hace unos días, su mejor deci-
sión. Era como si su mochila de pecados se hubiera caído de la es-
palda.
Su calma se cortó, sintió que alguien la tocó por detrás. Tuvo una
sacudida del susto y volteó rápido para ver quien era.
Percy emitió risita pícara y Cesia no opuso resistencia cuando él
la tomó de la cintura.
―Suéltame ―a duras penas pudo pronunciar de lo mucho que la
apretó.
Quiso darle un empujón, quiso liberarse de lo que la tenía atada,
pero se perdió en su mirada y sonrisa. Después, desapareció en sus
besos. Cuando se ponía romántico, ella se volvía tan vulnerable, la
sensación de ser amada se lo daba nadie más. Pero recordó que
ahora era cristiana, no debía abrirle puertas al diablo para caer en
fornicación.
Un día antes había planeado decirle que ahora amaba a Dios y que
ya no podrían ser novios, porque él no iba por el mismo camino que
ella.
Sin embargo, ella no pudo decírselo en ese momento.

218
CAPÍTULO 23
El campamento de la relajación

Nunca en su vida había ido de campamento, y eso que vivía a unos


kilómetros del bosque y el campo. Pues tampoco se había adentrado
demasiado en él, por lo tanto, le picó la curiosidad por conocer qué
secretos escondía el bosque.
Bendijo a Gideon por existir, ya que después del servicio del do-
mingo a Steven le propuso divertidamente que los acompañara a un
día de campamento con algunos jóvenes de la iglesia, para que se les
integrara. Una aventura como esta nunca se desprecia. Aceptó ob-
viamente, cualquier oportunidad para no estar en su casa era bien-
venida.
Steven preparó una mochila grande con ropa de cambio, razadas,
un botiquín de su padre y el morral de cuchillos de caza que le regaló
Gideon.
Había quedado que esperaría a Gideon con Félix y Alison, sus in-
vitados de honor, en el parque de patinaje, al otro lado del río Bow.
En las ondas de cemento del parque, los jóvenes rodaban y hacían
ollies y acrobacias en sus patinetas. Alison desde las gradas obser-
vaba las bobadas de Félix, que se tambaleaba en su patineta y hacía
el mayor esfuerzo por mantener el equilibrio, pero su pierna falsa
nunca colaboraba. Por poco se parte la cara. La patineta salió despe-
dida, rodando sin destino hasta que chocó con el pie de Dylan Ma-
cross, que parloteaba con Caleb, Mark, Diego y Jimmy, sentados en
las olas con sus patinetas con diseños grafitis. (Los únicos rubios
eran Dylan, y Jimmy el flaquísimo, los demás de pelos desordenados
y oscuros.) Mark lo tenía negro y abundante como un cuervo y unos
ojos esmeralda que resplandecían en contraste del sol.
Todos fumaban.

219
Dylan traía un casco, con diseños de dragones verdes. De un piso-
tón levantó la patineta y continuó fumando su cigarro. No se la re-
gresó a Félix, a menos que viniera por ella.
Félix se les acercó inocentemente, acompañado de Steven.
―¿Puedes devolvérmela?
―No, a menos que de verdad sean hombres ―propuso, expul-
sando el humo mientras hablaba.
―¿Qué quieres decir?
―Si fuman este cigarro, entonces todos sabremos que no son
unos maricones.
―¿Es enserio? ―Félix expulsó una risita de lo absurdo que era.
―No debes fumar, Dylan, es dañino para tu salud ―manifestó
Steven, mirándolo directo a sus ojos marrón verdusco, que por un
momento le recordaron a los de su madre, pero los de ella eran más
bonitos.
¿Por qué parecía que encontraba a su madre en todas partes?
―¡Al diablo mi salud! ―Sacudió el brazo―. La vida se disfruta,
no se pierde el tiempo en una iglesia. ―Exhaló una rama de humo
que se dispersaba haciendo formas particulares―. ¿O acaso eres un
maricón, Steven?
―¡Por supuesto que lo es! ―añadió Mark entre risas. Su atuendo
de ropa ancha parecía un disfraz de vagabundo.
Sus amigos se carcajearon, se dedicaban para hacerlo arder. Ste-
ven se balanceó sobre las puntas de sus pies, mientras hacía muecas
con la boca, como mordiéndose las profundas ansias de apuñetear-
los a todos. Lástima que ya no debía pasársela usando la fuerza si
nadie lo estaba hiriendo físicamente, armaría una terrible pelea san-
grienta como antes lo hacía con Percy. Desde que controlaba sus tor-
bellinos de ira ya no se agarraba a golpes con Percy; aunque discu-
tieran y las heridas mentales dolieran más que las físicas, le conve-
nía aguantarse para evitar escenarios peores.
Inhaló con lentitud para disminuir la detonación que por poco le
causó ese rubio satánico.
―Solo devuélvenos la patineta, Dylan. No seas buscapleitos.

220
―Pero yo no estoy buscando ninguna pelea. No tiene nada de
malo ser gay, ¿verdad, cristiano?
Este ya le estaba arrebatando la paciencia, miró a Félix, quien es-
taba tan callado. Esperaba que él mismo se defendiera, pues la pati-
neta era suya, no obstante, ni Félix traía consigo valor para acabar
con el drama. Una buena idea podría ser dejar que el desgraciado de
Dylan terminara llevándose su patineta, de todos modos, no patina-
ban nunca. Darle la razón a los malos también bloqueaba las gue-
rras.
―Fumaré ese cigarro, pero me devuelves mi patineta ―advirtió
con el dedo.
―¿¡Qué!?
De todas las salidas a Félix se le ocurría la peor.
―Solo será un poquito… ―susurró―. A veces es mejor dejar ga-
nar a los sin cerebro para que no se traguen el tuyo.
No era un buen momento para recitar poemas mensos, pero Ste-
ven no contaba con ideas para detenerlo. En estos momentos era in-
capaz de detener a los abusones; Dylan era un año mayor, los demás
tenían la misma edad de Steven, pero aun así tenían una mente más
avanzada en la malicia.
Dylan sacó un cigarro de la cajita y se lo dio a Félix, Caleb se le
acercó para prenderle fuego con un encendedor. Steven sintió una
tortura visual y mental al ver a su amigo sano, por primera vez suc-
cionar el humo de un cigarro. ¿Qué se hacía en estos casos? ¿Aga-
rrarse a guantazos? Sí que era una excelente oportunidad para mo-
retearlos a todos y salir corriendo junto con Félix y Alison (que, por
cierto, ella había desaparecido, se había ido a la tienda por suerte,
así no vería lo que el amor de su vida estaba haciendo.)
Dylan y los chicos murmuraron entre ellos y apostaron a que
luego a Félix le daría un ataque de tos, una maravillosa excusa para
igual llamarlo maricón. Sin embargo, Félix después de absorber el
humo, no tosió, le surgió una leve picazón en la garganta y amargor
en la lengua, que le hizo arrugar la cara mientras soplaba una nube

221
gris de la boca. Lejos de todo, no hizo ninguna queja, en cambio re-
clamó su patineta.
―Ahora sí, devuélvemela ―extendió el brazo.
Dylan siseó mostrando los dientes.
―Nop. Aún falta nuestro amigo cristiano.
―Pero…
―¿Qué prefieres? El cigarro o ser llamado gay todo el año —dijo
a Steven.
—¡El que no fuma es gay! ¡El que no fuma es gay!
Steven se mantuvo rígido en su sitio mientras ellos alzaban ba-
rras. No iba a contaminar sus pulmones, pero las burlas empeora-
ban. Félix trató de convencerlo a que solo succionara un poquito del
cigarro para que se callaran.
―No es tan terrible como parece ―le dijo―, además, no se te hará
ningún vicio el solo fingir que fumas.
―Ni siquiera lo sueñes.
Steven cerró sus oídos a las presiones para hacerlo. Cualquiera
podría caer en la curiosidad por conocer el sabor, la sensación. Él
pensó que debían dejarlo así y huir del parque. Esperarían a Gideon
en otro lado.
―¡Qué bien! Eres más maricón que Caleb ―se burló Dylan.
―¡Mentiroso! ―se defendió Caleb.
Steven le hizo una seña con la cabeza a Félix para salir de ahí, pero
él no quiso irse sin su patineta.
―¡Mejor olvídala, luego te compras otra! ―dijo desesperado. De-
jarlo abandonado tampoco sería bueno, él no era esa clase de amigo.
Las burlas continuaron.
―¿Qué está sucediendo aquí? ―habló una voz grave.
Todos alzaron sus cabezas y vieron a un hombre alto, gordo, de
camisa roja a cuadros y de cabellos naranjas entreverados en una
pañoleta negra. El rostro de Steven destelló de alegría. Gideon llegó
en buena hora para salvarlos.
―¿Están llamando maricones a estos jovencitos? ―Gesticuló en-
tre ambos, sin despegar sus ojos salvajes de los chicos malos.

222
―Qué le importa, viejo. Váyase a predicar a otro lado. ―Dylan sa-
cudió el brazo, despectivo. Se acomodó en su sitio para seguir fu-
mando.
―La fuerza no siempre se demuestra insultando a los demás.
Dylan le dio una mirada amenazadora. Gideon arranchó sin com-
promiso la patineta. Hizo andar a Steven y Félix para retirarse.
Los amigos de Dylan se burlaron para avivar la llama de la rabia,
que para Gideon, ésta no existía.
―¡Viejo imbécil! ¡Nadie lo quiere!
―Mira, chaval, calladito te ves menos diablito. Por favor, no vuel-
vas a molestar a estos chicos.
Luego les sacó la lengua.
El grupito quedó con la furia contenida en el pecho y Dylan se pro-
metió no dejar que se saliera con la suya, en la escuela les daría su
merecido. En muchas ocasiones ellos habían visto a Gideon predi-
car, y la palabra los golpeó con fuerza en el pecado de cada uno. Él
una vez le lanzó miles de groserías mientras predicaba. No era de
extrañar que le guardaran rencor. A Gideon la mayoría lo repudiaba
por sus mensajes contra la injusticia.
Gideon y los chicos se alejaron de ellos.
—Gracias por eso, Gideon —agradeció Steven.
—No es nada, pero la próxima eviten estar cerca de jóvenes así.
—Eso no tiene que mencionarlo. Dylan es un odioso y ni de chiste
me gustaría tener un amigo así —respondió Félix.
—¿Por qué creen que ese chico sea así? —preguntó Gideon.
—Yo lo conozco desde que éramos niños, pero siempre me man-
tuve alejado de él porque siempre andaba diciendo tonterías. Since-
ramente no sé nada acerca de su vida —dijo Steven.
Salieron del parque y subieron a la miniván de Gideon después
que llegó Alison. Viajaron en dirección a las afueras de la ciudad,
hacia la carretera que conducía al bosque.
El hedor a cigarro había impregnado el aliento y la ropa de Félix.
A medio viaje expulsó tres tosidos flemosos, los que se aguantó
cuando hubo fumado.

223
―Félix, por favor no vuelvas a consumir algo que te hará daño
―aconsejó Steven en voz baja para que Alison no los descubriera.
―Relájate, estoy bien. ―Sonrió y se encogió de hombros―. No
me voy a morir por eso. Además, no fue tan terrible.
―Pero no lo vuelvas a hacer, aunque te obliguen.
―Claro. Nunca más.
El cielo del medio día no estaba tan gris como en otros días, el
clima, cálido para beneficio del paseo, permitió que emergieran nu-
bes que inundaron los cielos. Descendieron de la miniván en el es-
tacionamiento frente a los primeros robles de la entrada del bosque
y se adentraron en él. Avanzaron por diez minutos bajo la vegeta-
ción hasta ver las carpas del grupo de jóvenes, bajo los árboles que
hacían sombra. En el pastizal, pegada a un tronco de árbol, Harriet
los esperaba con Cesia, también recién llegada, ambas dejaron de
conversar para saludarlos.
Steven dejó su pesado equipaje a un lado y relajó los hombros.
―Mi bella esposa trabaja en el hospital Mercy— Gideon les pre-
sentó su esposa a Steven, Félix y Alison—, apuesto a que sí han ido
a ese hospital, pero quizá nunca se hayan fijado de ella.
Tras esto hizo una seña a los cinco chicos de la iglesia para que se
presentaran.
―Peques del coro, preséntense a sus nuevos amigos.
―Mi nombre es Luisa y tengo catorce años. Es un placer conocer-
los ―se presentó risueña. Steven rápidamente la reconoció. La gor-
dita adorable cantó con una guitarra en el día de su conversión. Se
limitó a sonreír y darle la mano, complacido de haberla conocido.
―Yo soy Genji Yamasaki, tengo quince años. Mucho gusto.
―Hizo una leve reverencia.
Steven quedó tieso y lo barrió con la mirada. Era el mismo chico
de la escuela, el amigo de Milly. Ahora que lo examinó de cerca, re-
cordó haberlo visto tocando el saxo en el coro con una espléndida
elegancia.
―Tú eres de mi escuela…

224
―¿De Libertad? Soy nuevo, a ti no te había visto ―aduló―, pero
es todo un placer. ―Volvió a hacer quinientas reverencias.
Steven apretó la boca en un intento amable de sonreír. ¿Estos
eran celos?
―¡Mi nombre es Azami, hermana de Genji! ―anunció desde
abajo al levantar sus bracitos para que la notaran. Tenía unas gra-
ciosas coletas con lazos y un vestido parecido a un tutú de ballet.
―Es un gusto conocerte, Azami ―correspondió Cesia con una
sonrisa.
―Mi nombre es Daniel, tengo diecisiete. ―Les extendió la mano
el baterista del coro. Tenía aires de haber sido el popular de su es-
cuela en el pasado.
―Y yo soy Annie, con catorce. ―La estupenda violinista apasio-
nada, de cabello naranja y media cola, les dio la mano. Luego Gideon
les hizo saber que era su sobrina, para sorpresa de todos.
―¡Y juntos somos: los peques del coro! ―bromeó Luisa. Así los
apodaron los hermanos de la iglesia.
Steven aún miraba a Genji con mala cara, le daba la sensación de
que era muy creído, sobre todo un robanovias.
Harriet, preocupada, giró la cabeza buscando a alguien.
—¿Ocurre algo? —inquirió Gideon.
―Nos falta una niña, hace un rato estaba con nosotros…
―¿Qué niña? Pensé que solo eran cinco que trajimos de la iglesia.
―¿Cómo no te diste cuenta? Era la que más hablaba de sí misma.
—Pero yo recuerdo con claridad que eran cinco chavales.
—Tu memoria necesita ayuda.
—¿Cómo era la niña que trajimos?
—Era algo como…
―¡Ya volví! ―gritó de lejos la muchacha. Se aproximaba co-
rriendo por el sendero de tierra y tropezando con las piedras con sus
sandalias caras.
―Qué bueno que ya llegaste, cariño. Preséntate a los chicos nue-
vos. ―Harriet extendió el brazo señalándolos. La chica les dedicó
una sonrisa exagerada con su boca con labial brillante.

225
Ella saludó, levantando la puntita de su pequeño vestido floreado,
en forma de presentación educada.
―Buenas, mi nombre es Melissa Bell, tengo quince años, y ¿¡qué
haces tú aquí!?
―Lo mismo me pregunto yo ―correspondió Cesia, se cruzó de
brazos, dándole una mirada fulminante―. ¿Cuándo te cansarás de
seguirme, Melissa? ¿No deberías estar en un concurso de belleza?
―¡La que me sigue eres tú, perdedora! ―puso la mano en la cin-
tura, tan esplendida y erguida que daba miedo que se rompiera―, ¡y
no toda mi vida gira alrededor de los concursos de belleza! ¡También
soy un ser humano con una vida normal!
Gideon y Harriet se miraron las caras.
—Ejem, es… es un gusto que ustedes sean tan buenas amigas, chi-
cas —opinó Gideon.
—Basta de palabras, la tarde es solo una y los trajimos para deses-
tresarlos de problemas cotidianos, después tendemos el devocional.
¡Ha llegado el momento de la diversión! ¡Vamos, muchachos! —
anunció Harriet y todos corrieron a sus tiendas a cambiarse de ropa
para bañarse en el rio. Mientras tanto Gideon fue a buscar el refrige-
rio con Steven, que se ofreció a cazar con él.
En resto, entusiasmados, se dirigieron con Harriet al rio cercano
a jugar a salpicarse en el agua, a excepción de Cesia, que los miraba
cruzada de brazos en la orilla. De rato en rato mojaba un dedo en el
agua fría, pero sin intención de convivir con los jóvenes de la iglesia.
Alison y Félix tampoco se integraron, ellos se habían quedado en el
área de acampar.
―¿Cesia, por qué no vas a divertirte con ellos? ―dijo Harriet sen-
tada en la orilla y con los pies en el agua.
―No los conozco ―respondió, mirando a la extrovertida de Me-
lissa cabalgando sobre en la espalda de Daniel y lanzarse al agua.
―Entonces conócelos, así se empieza una amistad. Ellos no van a
morderte, son buenos chicos. Si te les acercas ellos serán tus ami-
gos.
―Lo sé. Pero estoy bien aquí.

226
No le reveló que en realidad no se metía a bañar porque le daba
urticaria Melissa. Sabía que era mucho más mala de lo que aparen-
taba y que probablemente en sus momentos presumidos la ahogaría
o le haría alguna de sus bromas crueles, además, que empezaría a
ponerla en ridículo. A Cesia más le valía prevenir que llorar.
Melissa Bell se avecinó corriendo con sus piernas gruesas. Estaba
toda empapada, parecía un gato mojado.
―¡Hola, bellísima Cesia! ―saludó, poniéndose una mano en la
frente para hacerse sombra por el sol.
―Hola. Melissa.
―No te gusta la gente humilde, ¿verdad? ¿Por eso no te juntas con
nosotros?
―Yo soy una persona humilde ―aseveró entre dientes.
―Cuando una persona dice que es humilde, es porque no lo es.
―Ladeó la cabeza con una sonrisita.
―No tengo paciencia para aguantarte un día más, Melissa.
—¡Por los cielos eternos! ¿Rechazas mi amistad cuando yo trato
de ser amable contigo?
—Ni tú te la crees.
—Es que no me lo puedo creer. ¡Harriet, Cesia no quiere ser mi
amiga, y eso que estoy tratando de integrarla!
—Cesilia, no seas dura con Melissa.
—¡No seas mentirosa, Melissa! Para empezar, tú no deberías estar
aquí. ¿Cómo es que conoces a Gideon y Harriet? ¿Acaso eres… cris-
tiana?
―¡Desde luego que lo soy! ―aventó atrás de los hombros sus
trenzas―, y una muy fervorosa de mi Cristo. No me pierdo ningún
culto porque me gusta servir a Dios. Además, soy hermana del pia-
nista del coro: Bryan Bell. Mis padres son diáconos, tengo dos tías
líderes de jóvenes…
―¡Sí, ya entendí que eres la reencarnación de todo lo bueno! ―la
interrumpió―. Es una pena, porque no se nota ni una pizca de que
seas cristiana.
―¡Oh, por favor! Si a ti se te nota menos. ¡Pechugona!

227
Cesia liberó toda su frustración lanzándose sobre ella.
—¡Pelea de damiselas! —gritó Genji, entusiasmado.
Empezaron a jalonearse y darse golpes, mientras trataban de aho-
garse la una a la otra. El grupo de jóvenes se amontonó para verlas
mejor. Harriet forcejeó entre ellas para separarlas, y cuando lo lo-
gró, Melissa ya tenía un rasguño ensangrentado sobre la ceja. Cesia
respiraba de agitación, una satisfacción corría por las venas, ce-
rrarle el pico a Melissa era su única meta ahora en adelante y no per-
mitiría que volviera a meterse con ella.
Luisa y Annie ayudaron a la adolorida Melissa a ponerse en pie.
Al instante echó a llorar como una niña.
―¡Cesia! ¿Cómo pudiste? ―la regañó Harriet.
―Dos cosas necesito en estos momentos: ¡comida y la extinción
de Melissa!
La incineró con la mirada antes de largarse. Aquí no tenía nada
interesante qué ganar, no tenía amigos, solo hambre, por eso subió
la loma y avanzó por el sendero, a buscar a Gideon y ver si podía ayu-
dar con el almuerzo.
—¿Por qué las peleas de chicas son tan originales? —opinó Genji
y Daniel le dio un codazo.

Steven de cuclillas en el pasto, afilaba su cuchillo de caza con otro


cuchillo. Vio a Félix y Alison cerca de las carpas, hablándose en voz
baja y visiblemente dudosos. Parecieron llegar a un acuerdo con lo
que susurraban, luego ambos se acercaron a Steven.
―Emm… Steven, hay algo que queremos que decirte ―dijo Félix
acariciándose la nuca.
―¿Qué pasa?
―Yo y Alison… tendremos una cita.
―No me digas. ―Arrugó las cejas.
―Y… ―bajó la vista―, nos iremos a otro lado a pasarla solos, para
más privacidad.
Steven dejó de afilar los cuchillos.

228
―¿Qué quieres decir? ¿Te vas? Yo te invité para que nos divirta-
mos y escuchemos la palabra de Dios, no puedes irte.
―Sí, y te lo agradezco, pero, no hemos tenido una cita desde que
iniciamos nuestra relación, y este lugar es perfecto para eso.
―No es justo, Fél, podrías hacerlo en otro momento ―replicó de-
cepcionado―. Tú me prometiste que la pasarían con nosotros, en
ningún momento mencionaste una cita.
―Sí, perdón, pero… aquí no conocemos a nadie y no sabemos
cómo actuar.
―No tienen que hacer nada, solo divertirse. ¿Me dejarás plan-
tado? ―Se levantó. Félix ya se estaba poniendo la mochila y Alison
alejándose por un caminito.
―De verdad, mil disculpas. Te lo compensaré, lo prometo.
Y se perdieron entre el laberinto de árboles.
Cuando Gideon terminó de cargar su escopeta, salió de unos ar-
bustos y se encontró a un Steven melancólico.
—Steven, ¿qué te cuentas?
Él le explicó lo sucedido entre gruñidos de decepción. Para Gi-
deon también fue difícil porque la señora Rosa y los padres de Ali-
son habían encargado a sus hijos en sus manos. Aquí no había ni
internet para enviar un mensaje a sus padres avisándoles que Félix
y su novia se escaparon.
—¿Ahora qué? —dijo Steven.
—El grupo de jóvenes son como los hijos que nunca tuve. No
queda de otra que ir a buscarlos.
—¿Gideon, si te vas quién cazará la comida?
—Tú —contestó Gideon, ya lejos del perímetro de Steven.
—Perfecto —murmuró.
Steven se puso en manos a la obra, una vez que Gideon se fue a
buscar a la parejita.
Exploró el bosque y rastreó huellas de algún animal para comer.
Gideon le había enseñado a distinguir los tipos de huellas y si eran
recientes o pasadas. Bajo tu punto de vista, distinguía las huellas de
animales salvajes como huellas parecidas a de los perros; y las

229
huellas de animales comestibles, como los conejos, por lo general
las patas delanteras eran del mismo tamaño que de las traseras.
En el camino se preguntaba si Félix regresaría después de su cita,
esperaba que solo demoraran unas horas, en la noche el bosque se
llenaba de lobos. Sin lugar a dudas, Félix y Alison no querían escu-
char las palabras de Gideon y asimismo pasar la noche con todos
esos adolescentes cristianos, pues ninguno compartía las mismas
opiniones que ellos. Steven había notado el espíritu incómodo de
Félix antes de venir a acampar y se cuestionó si fue muy directo con
él al decirle que no fumara el cigarro.
Cualquier cosa que pasara en su cabeza, esa no era la típica actitud
de Félix.
Steven caminó demasiado hasta llegar a un claro. Aguardó en el
centro y en silencio, así lograba oír cómo las hojas se agitaban y
anunciaban la presencia de un animal cerca, y al parecer uno muy
grande y gordo.
Sacó de su cinturón el grueso cuchillo y lo levantó. Esperó pa-
ciente y preparado a la llegada del posible ciervo.
Ramas crujieron, hojas se sacudieron, y salió.
Cesia emitió un gritó agudo al ver a Steven apuntarla con el cu-
chillo.
―¡Silencio!
Steven la calló y casi la lastimó con el filo del cuchillo en su deses-
peración por taparle la boca. Cesia no se dejó tocar y le tiró un ma-
notazo en la mano, causándole dolor. Acababa de salir de una vio-
lenta pelea y estaba todavía con las energías para acabar con los pe-
sados.
―¿¡Qué es lo que te ocurre!? ―rumió Steven sobándose su ma-
nita.
―¿¡Qué te ocurre a ti!? ¿Me quieres matar?
Steven suspiró un gruñido y se alejó a continuar su búsqueda in-
terminable de la presa.
Ella lo siguió.

230
―¿Oye, puedo acompañarte? Es que… prefiero la caza. No me
llevo muy bien con los peques del coro, por eso… quiero estar con-
tigo.
Steven la miró con el ceño doblado. Ella no le iba a ayudar en
nada, se dedicaría a hacer ruido y ahuyentaría a su presa, sin em-
bargo, le dijo que sí, de mala gana por supuesto.
El silencio entre ambos mientras andaban se hacía más pesado,
alguno de los dos tenía urgentemente que decir algo para no morir
de nervios.
Steven trató de distraer sus pensamientos, se acordó de la vez en
que Cesia le dijo que oraría por él… ¿De verdad lo había hecho? Si es
que lo hizo, se merecía sus gracias, pero le venció los nervios. Des-
pués de todo, era una chica, y sí, ese era el problema. Las chicas
como ella le daban pánico.
―Caerá la noche y ni un perro tenemos para comer.
―Podemos buscar madrigueras de conejitos ―sugirió ella.
―¿Conejos? Eso es lo mismo a comer cuy o… rata.
Cesia lo ignoró. Bajó la mirada y detuvo a Steven del brazo.
―¡Mira!
Miró. Estaban parados sobre un montón de paja y pasto acumu-
lado.
―¿Qué estoy mirando?
―¡Es una madriguera de conejos! ―Se tiró al suelo. Ambos em-
pezaron a quitar toda la maleza, hasta revelar el hoyo profundo―.
Entonces…
―A cazar nuestro almuerzo ―anunció Steven y escarbó por un
largo rato. Con la mitad de cuerpo metida en el hoyo, luego pre-
guntó―: ¿Estás segura de que esta tumba es una madriguera de co-
nejos? Porque yo solo veo tierra y más tierra. Voy a comenzar a ver
las piedras como comida porque ya no aguanto el hambre.
―Los conejos no se van a presentar ante ti para que los atrapes,
genio. Ellos huyen, se esconden en otros túneles.
―¿Cómo sabes tanto de conejos?
—Me gusta leer. ¿Y a ti?

231
—No sé. He leído, pero no me atrapa.
—Deberías buscar algún libro que se adapte a ti, como por ejem-
plo… ¿Te gustan las historias de amor?
—Odio las historias de amor.
—¿¡Por qué!? ¿Qué ser humano vive sin amor?
—¿Qué ser humano muere de amor?
—¡Eres aburrido nivel superior! ¿Y las novelas de monarquía?
—¿Princesitas? No gracias.
—¿Ciencia ficción? ¿Distopías?
—Ya vivo en una distopía, ¿para qué quiero yo leer el sufrimiento
de un país oprimido por un líder malvado?
—Entonces lee recetas de cocina, ya que no te gusta nada —re-
negó Cesia, harta de su personalidad poco emocional.
—¡Ya vi algo!
Steven pataleó mientras gritaba de felicidad adentro del hueco,
pidió ayuda a Cesia para que lo sacara, y ella lo jaló hacia afuera. Ste-
ven salió agarrando un enorme conejo pardo de las orejas.
―Cielos… ―expresó Cesia.
―¡Y aún hay más! ―Volvió a meterse para sacar tres, uno y dos
más conejitos bebés del mismo color.
Cesia muerta de ternura agarró a todas las bolitas de algodón para
acariciarlos y darles besos, de repente, se le borró toda felicidad de
la cara. Steven dejó de sonreír al verla así.
―¿Qué tienes?
―Los matarás... ¿Matarás a esta dulce madre y sus hijos?
―¿Eh? ―Hizo una mueca―. Cesilia, los animales se matan para
comer.
―Pero no puedo verte hacer eso. ¡Pobrecitos! ―Abrazó a todos
los conejitos, incluyendo a la dulce madre.
―No me verás hacerlo. De hecho, Gideon lo hará.
―¡Pobres bebecitos! ¡Destruiremos una familia!
—Son animales, a ellos no les importa…
—¿¡Por qué!? ¡Por qué estos bebés! ¡Oh, los seres humanos somos
tan crueles! ―aulló mirando al cielo.

232
Steven meneó la cabeza. Al final, solo se llevó a la madre, y tuvo
que hacerse de oídos sordos al llanto de Cesia.
«Inocentes bebés sin madre... Los conejos sobreviven mejor que
nosotros», pensó amargado.

―¡Esta es la bendición que todos estábamos esperando! ―celebró


Gideon después de cocinar en leña a la coneja.
La noche ya había cubierto el cielo con su manto estrellado. Alre-
dedor de la fogata, se sirvieron conejo asado con pan, con acepción
de Cesia, que todavía estaba bañada en lágrimas y se sentía culpable
por no haber evitado que mataran a la dulce madre.
A pesar de su engreimiento, no resistió el hambre y fue la primera
de todos en terminarse la carne, para después pedir repetición.
―Mujeres… ―dijo Steven saboreando la pata guisada.
―“Cesia, la doctora con miedo a la sangre” ―se burló Melissa
Bell.
Si Cesia no hubiera estado tan ocupada en comer, le habría hecho
un rasguño en la otra ceja a Melissa. Detestaba su actitud egocén-
trica y mundana, pero más le entristecía el saber que sí misma es-
taba en una condición parecida.
Cesia trataba de huir de sus problemas, de esconderse de su tía y
sus reglas, pero a alguien como ella las fuerzas duraban poco.
¿Cómo lucharía contra el Sistema? Cada día el mundo adoptaba el
escenario de las profecías del Apocalipsis, y ella no sabía hasta
cuando tendría que resistirse a implantarse el Código de pase al sec-
tor Montaña. ¿Y si su tía era capaz de delatarla?
Eso sumarle a que los sentimientos suyos estaban tan revueltos
en una mazamorra de indecisiones. Quería enamorarse de verdad,
de un hombre que dedicara su vida a Dios y no a las vanidades. Pero
Percy… Percy era el que más la volvía loca.
«¿Qué voy a hacer Dios?», se preguntó mirando al suelo.
Steven giró la cabeza a su alrededor, pensando que en medio de la
nada vería regresar a Félix. ¿A qué lugares iría un adolescente con

233
las hormonas alteradas de la mano de su novia? La pregunta rondó
por su cabeza desde el inicio.
―Y… ¿qué es lo que más te gusta hacer? ―Genji limpiaba su saxo
con un pañuelo. Esta era una buena oportunidad para conocer a Ste-
ven y de alguna forma ganar un nuevo amigo cristiano, pues se lo
veía un poco triste por la huida de Félix.
Steven no sabía cómo interactuar con él. Parecía buena persona.
―Me gusta… la caza ―confesó mirando el saxo brillante.
―¡Ya! ¿Perteneces al sector Sherwood?
El sector Sherwood estaba fuera de la ciudad. Básicamente era el
campo y el bosque, la gente de allí vivía de la caza y la agricultura.
―Ah, no, vivo en el sector Atlas —dijo con lástima, era el sector
más ordinario y peligroso—. Pero igual, me gusta la caza. Me gusta
comer, en realidad. También escuchar música.
―Qué genial. Qué pena porque yo tengo mi rancho allí. ―Sonrió
Genji. No era el típico asiático de piel perfecta, sus dientes estaban
un poco desordenados, la piel trigueña con rastros de acné, y un ca-
bello abundante y alborotado. Su mejor atractivo era su mirada ri-
sueña y sagaz―. Y a mí también me encanta la música, es mi gran
pasión.
―Y a mí. ―Daniel apoyó los codos en el pasto, colándose a la con-
versación.
―Antes me gustaba cantar en público, pero ahora solo lo hago
cuando estoy solo ―dijo Steven un tanto apenado.
―¿Cantabas? ―A Genji le chispearon los ojos. Steven asintió con
una sonrisita tímida―. ¡Justamente necesitamos un cantante pro-
fesional en el coro!
―¿Profesional? ―Steven nunca se pondría ese título.
―¡Deléitanos con tu voz, Steven! ―pidió Annie haciendo a un
lado su plato con conejo y sacó su violín de su funda para afinarlo.
―¡Ay, sííí! ―Luisa, emocionada, se acomodó con su guitarra para
acompañarlo.
―Sí, Steven, cántanos ―suplicó Daniel.
―Pero… no sé qué cantar.

234
―Alguna alabanza. ¿Conoces el himno Sublime Gracia? ―sugi-
rió Daniel―. Creo que cualquiera lo conoce.
―Un poco, creo que solo una estrofa del inicio.
―Entonces, muéstranos ―contestó Gideon, expectante.
―Okey. ―Exhaló. Hizo una pausa mirando al pasto, concentrán-
dose. Todos a su alrededor esperaban ansiosos a que comenzara. En-
tonces carraspeó la garganta, tragó saliva y empezó.
Repitió dos veces la primera estrofa, dado que no sabía el resto.
Al concluir, el grupo resultó boquiabierto, intercambiaron sonri-
sas de “¿oíste lo que yo oí?”. Un muchacho de catorce años con una
voz tan melodiosa y a su vez con unos altos poderosos. Gideon se
secó una lagrimita invisible, Luisa ni siquiera lo acompañó con la
guitarra por quedarse atónita y un poco enamorada. Nadie lo acom-
pañó. Quedaron con apetito de más.
―Tienes un gran don, Steven ―admiró Harriet―. Eres ideal
como para las primeras voces de la iglesia.
―Sí que lo es. ―Luisa juntó las manos, encantada.
―Confirmo. Solo tenemos que esperar a que tenga más tiempo
en la iglesia y madure espiritualmente, ¿verdad? ―preguntó Genji
a Harriet.
―Así es, algún día si tú quieres puedes incluirte.
―No soy tan bueno como ustedes creen.
―¡Bah! No te hagas el humilde. ―Gideon sacudió la mano.
―Necesitamos más jóvenes que les guste alabar a Dios en el coro
―expresó Luisa moviendo las manos con ilusión―. Cesia, ¿a ti te
gusta cantar?
Cesia abrió los ojos como si hubiera visto un monstruo.
―¿¡A mí!? No, no, no. Yo y el canto no somos amigos. Me gusta
alabar a Dios, pero créeme que no te gustaría escucharme cantar.
Pasaron un rato de risas mientras charlaban, hasta que se dio co-
mienzo al devocional. Melissa levantó el brazo, ofreciéndose para
hacer la primera oración, pero al final Annie levantó el brazo pri-
mero y ella dio la oración de inicio. Luego cantaron algunas alaban-
zas, algunas que Steven no se sabía las trató de seguir.

235
Después, abrieron sus biblias y escucharon el sermón de Gideon,
que traía como tema: cómo resistir a las tentaciones del mundo. Le-
yeron la historia de José y se centraron en la parte en que huyó de la
esposa de Potifar, a causa de que ella lo sedujo. Pero el joven José
había rechazado la tentación y él pecar contra Dios. De todas mane-
ras, la esposa de Potifar lo acusó injustamente, mintió de que él ha-
bía tratado de abusarla.
Justamente, problemas de ese tipo estaba teniendo Cesia, se iden-
tificó de inmediato. De igual modo Steven, no estaba prácticamente
familiarizado con ser cristiano en un mundo en que era difícil enca-
jar y donde la maldad crecía en los adolescentes.
Haya cual hayan sido las circunstancias, José no cayó en la tenta-
ción, pese a sufrir las consecuencias; al igual que el profeta Daniel,
que se negó a contaminarse con la comida de los ídolos paganos. Al
final Dios se glorificó en sus vidas y los bendijo.
―La verdad que… soy muy débil ―manifestó Cesia. Gideon les
había dado la oportunidad de compartir sus luchas―. Pensé que
cuando me convertí, mi debilidad se iría, pero parece que ahora es
más complicado. Me dejo llevar por mi carne…
―La biblia dice que en el mundo tendremos aflicciones11. La vida
del cristiano nunca va a ser fácil, seremos rechazados, maltratados.
Si en la vida del cristiano no hubiera pruebas, no habría valientes.
Pero ahí es donde entra la fe y la oración, hacerle guerra al diablo,
porque a él no le importa cuánto creas en Dios si puede hacer que le
desobedezcas. Valiente es aquel que deja el mundo por seguir a
Cristo ―respondió Gideon.
Steven también era tan débil como una oruga, apenas conseguía
controlar su temperamento, y lo peor, terminó sembrado una nueva
excusa para que lo atormentaran en la secundaria. Pero él no pudo
quedarse callado al decir que era cristiano. Los orgullosos gritaban
a los cuatro vientos de su pecado y todos les aplaudían, pero cuando
alguien elegía ser fiel al verdadero Dios, lo menospreciaban. Estaba
inseguro sobre si fue lo correcto exponer sus creencias, tenía miedo

11
Juan 16:33

236
de lo que le pudiera pasar. Deseaba ser tan valiente como esos hé-
roes de la biblia, pero ellos también eran hombres, hombres imper-
fectos, asimismo tenían miedo. La clave fue que pusieron su con-
fianza en aquel que los hacía fuertes.
«Tal vez nadie cree en mí, ni siquiera yo creo en sí mismo, pero yo
creo en Dios.» Con todo su corazón creía, y ansiaba que nunca su fe
desfalleciera, aunque con tantas pruebas podría suceder. Él no era
ni el sinónimo de fuerte. Su fe era un bebé recién nacido, con salir al
aire se debilitaba. Esperaba que sus pruebas no fuesen tan difíciles,
su vida ya era horrible, no se imaginaba si fuese peor. Recién estaba
conociendo a Dios, no debía esperar ser el más cristiano del mundo.
Aún faltaba mucho por conocer.
Muchas situaciones inimaginables.
Cesia se sentía hipócrita al ir a la iglesia y por otro lado estar en-
rollada con Percy, alguien que nunca se le pasaría por la cabeza acer-
carse a Cristo. Controlar a su corazón derretirse cuando lo miraba,
era como domar un león hambriento. Moría en los brazos de Percy
mientras que en el mundo explotaban bombas. ¿Lo prefería a él más
que a Dios?
No era tan valiente para dejar su calentura por seguir a Cristo,
pero era necesario tomar una decisión, no estaba bien andar de una
mano con su novio y de la otra con Dios. O servía a Dios o servía de
juguete para satisfacer a Percy.
Lo que ambos sentían por el otro no era amor, sino lujuria.
El devocional terminó y cada chico entró a su carpa respectiva.
Los que no tenían tienda la compartieron de dos en dos, con excep-
ción de Cesia, una vez más.
―¿Ahora qué te cuentas, Cesia? ―preguntó Harriet, Gideon se
paró a su lado.
―No tengo tienda de acampar, y Luisa y Annie ya están compar-
tiendo una tienda ―respondió mirando ya todas las tiendas cerra-
das, con sus dueños a punto de dormir. Ella permaneció sentada en
la roca, junto a la fogata.
Harriet arqueó las cejas.

237
―Bueno, entonces, compártela con Melissa.
―Ni en sueños.
―Cesia, no pueden pasársela toda la vida odiándose, en algún
momento tendrán que respetarse.
―No creo que ese momento llegue. Yo trato de ser amable con
ella, pero ella es… no sé ni cómo describirla.
―Está bien, no tienes que dormir con tu enemiga. ―Bostezó Ha-
rriet y se rascó la cabeza―. Pero si no te humillas, dormirás afuera y
algún bicho te va a atacar.
―No importa. Me las arreglaré ―desvió la vista.
―Jum. Lo que tú digas, señorita Steven ―se burló Gideon.
Cesia giró la cabeza a toda velocidad.
―¿Qué? ¿Por qué me llamaste Steven?
Harriet le lanzó una mirada amenazadora a Gideon, quien se en-
cogió de hombros con una sonrisa pícara.
―Los dos son un par de orgullosos caprichosos.
―Y también peleadores de lucha libre ―apuntó Harriet.
―Ulalá. ―Gideon abrió más su sonrisa, y Cesia no entendió a
dónde iba la conversación.
―¿Quién es peleador de lucha libre? ―preguntó Steven, que salió
de su tienda a buscar su equipaje para meterlo adentro.
―Eres el único con tienda libre, no es justo ―se quejó Cesia.
―Sí es justo. Yo tengo una tienda de acampar y tú no.
―¡Ya, pero no te burles! ¡Al menos dame un espacio pequeño!
―No me caes. Pero si quieres puedes dormir conmigo en…
―Esperen, ¿perdónenme? ―los interrumpió Gideon metiéndose
en medio―. En este campamento santo un chico y una chica no pue-
den dormir juntos. Tú, Steven, dormirás conmigo, y Harriet dormirá
con Cesia. Fin de la historia.

238
CAPÍTULO 24
De regreso de un día feliz y la desaparición de Félix
La tarde del día siguiente, Gideon en la miniván destinó a cada uno
a sus casas.
Era una pena que hubiera terminado el campamento, les habían
regalado un día fugaz de diversión, por un limitado tiempo olvida-
ron que existía un mundo espantoso, una guerra y una escuela es-
tresante. Ahora regresaban a sus típicas vidas, a sus infiernos, sus
frustraciones. Tenían que repetir la salida, el grupo de jóvenes era lo
máximo.
Steven apoyó los brazos en los asientos delanteros, donde iban Gi-
deon y Harriet. Tuvo la humilde curiosidad de hacerles una pre-
gunta un tanto imprudente que se le estuvo rondando en la cabeza.
―Gideon, puedo preguntarte… ¿por qué no tienes hijos?
Harriet elevó las cejas ante su atrevimiento, miró sonriente a su
esposo. Gideon por su parte no se le vio ningún rastro de risa. A Ste-
ven se le encogió el estómago, debió morderse la lengua.
―Perdón… no debí preguntar eso. Siempre yo tan indiscreto.
―No te preocupes, cariño ―contestó Harriet―. Es solo que… no
fue la voluntad de Dios el que los tuviéramos.
―¿Por qué? ―volvió a curiosear, y se arrepintió al instante de se-
guir con esas preguntas arrolladoras. Pero en verdad intrigaba saber
por qué Dios no daría hijos a una persona tan fascinante como Gi-
deon, a Harriet a penas la conocía y ya le tenía cierto cariño. Apostó
a que serían unos padres excelentes.
Harriet respiró hondo, lo miró por el retrovisor.
―Bueno, a veces Dios hace cosas que no podemos entender, pero
Él tiene una razón para todo. Nosotros llevábamos años pensando
cuál sería la razón, y descubrimos que lo que Dios quería era que le
sirviéramos con lo que tenemos… sin hijos que tal vez nos limitaran
a dedicarnos del todo. Pero, a pesar de todo, nos hemos conformado

239
con ayudar a otros jóvenes y gente perdida a encontrar a Dios. Esa
fue nuestra bendición más grande. Claro que, ciertas veces soñamos
con tener nuestros hijos, pero nos recordamos que… tal vez Dios
tiene algo mejor.
―¿Ustedes ven a las almas como sus hijos?
Harriet emitió una risita por dentro.
―Sí, diría que sí. Fue así como descubrimos nuestro verdadero
propósito. Al no tener hijos podemos amar a las almas como un pa-
dre ama a su hijo, y así les demostramos el amor de Dios, que es
nuestro Padre Celestial.
―¿Y no piensan adoptar? ―siguió interrogando, pero a Harriet
no parecía molestarle. Gideon estaba concentrado en el camino de
regreso, no hacía ningún gesto, no hacía bromas ni intervenía en la
conversación.
―Lo hemos intentado desde hace muchos años, pero las leyes nos
lo ponen difícil. Nos cerraron todas las puertas, nos dijeron que no
éramos capaces de criar, que ningún niño sobreviviría con un pre-
dicador loco que hace cualquier pequeño trabajo y una obstetra mal
pagada. A veces no tenemos ni para alimentarnos nosotros. ―Un
silencio para pasar los tediosos recuerdos por la garganta―. Pero,
que se haga lo que Dios quiera, de todas maneras, nunca se sabe.
Puede que algún día sí nos dé nuestros retoños.
Steven quedó satisfecho con su respuesta, y meditó: «¿Y si Dios
nunca me dio unos padres porque Él quiere ser mi verdadero Pa-
dre?»
Bajó en la parada, se trasladó a casa de Félix para cenar, como so-
lía hacerlo. Rosa lo hizo entrar y él se sentó con tranquilidad en la
mesa, a esperar que Félix saliera de donde estuviese, para recla-
marle que no lo volviera a dejar plantado de esa forma. Tras largos
minutos no salía, al parecer no estaba dispuesto a dar la cara des-
pués de lo que hizo. Ya se estaba planteando ir a buscarlo a su
cuarto.
Rosa después de servirle la sopa se quedó paralizada, observán-
dolo, como si quisiera decir algo, pero esperaba a que él hablase

240
primero. Steven extrañado subió la mirada mientras comía, espe-
rando a que ella hablara.
Finalmente, lo hizo:
―¿Dónde está Félix?
Steven no entendió, se suponía que Félix había regresado con su
novia después de su “cita”.
―¿No está aquí?
―¿Acaso no estaba contigo en el campamento?
―Eh, sí, pero, él quiso irse cuando apenas llegamos. Estaba con
Alison. Después ya no lo volví a ver.
―Dios mío… ―expresó ella. Caminó hasta el teléfono pegado en
la pared y marcó su número. Suspirada de preocupación.
Félix no respondió.
Llamó a Alison, que en su defensa confesó que Félix no estaba con
ella, después de su cita la había acompañado a su casa y ya no supo
más de él, aparentemente estaba sorprendida por su repentina desa-
parición. Esto no podía ser cierto. ¿A dónde iría Félix? ¿O Alison
mentía?
Rosa colgó el teléfono, frustrada.
―Nunca debí dejarlo ir, pensé que escucharía las enseñanzas de
Gideon y así aprendería a comportarse de una vez. Dios, nunca obe-
dece… ―Escondió la cara entre las manos.
Steven se sintió terrible, tomó la carga y la responsabilidad de cui-
dar de Félix como si fuese su hijo. Nunca se imaginó que se le esca-
paría.
―Lo siento, señora Rosa. Debí ponerme más fuerte.
―No te disculpes de nada… Cuando vuelva le daré noventa lati-
gazos. ―Rosa caminó furiosa a la cocina poniéndose su mandil, a
continuar con su rutina de noche. Nada desaparecería su preocupa-
ción.
Steven terminó de cenar y transitó hasta su casa, preguntándose
dónde estaba Félix y por qué desapareció así.
«¿Lo habrán secuestrado?»

241
Eran las once de la noche, estaría rodeado de peligros si permane-
cía más tiempo en la calle. Ahora tenía miedo de andar solitario por
su sector, en cualquier esquina se rozaba con borrachos y mujeres
de la vida. A veces alucinaba con que encontraría a su mamá entre
ellas, después se obligaba a aceptar que nunca más la vería.
Provocaba un amargor en la garganta darse cuenta de qué clase
hijo había sido, ambos hicieron cosas terribles, pero no hubo inten-
sión de ponerse a cuentas cara a cara.
Se enojó con Félix porque no valoraba a la madre que tenía, siem-
pre faltándole el respeto, huyendo y no ayudándola. Si Steven tu-
viera una madre como la señora Rosa, no se despegaría nunca de
ella y la apoyaría en todo. Lástima que su madre real nunca fue al-
guien que lo valorara a él.
Calgary parecía peor que las películas del Lejano Oeste, con esos
duelos a balazos. Le vendría bien portar el arma de su padre en el
bolsillo para defenderse de cualquier caos. De repente el servicio
militar no le parecía tan espantoso, podría ser su esperanza cuando
se fuera de casa a sobrevivir.
El mundo estaba muriendo, y nada detendría el proceso.
En su casa, encontró a su padre dormido en el mueble, y nunca
podía faltar una botella de Ron colgando de su mano. La sala era un
tiradero. Incluso alguien había orinado un rincón.
Otra fiesta que acabó en caos.
Se preguntó cómo estaba Percy, esperaba que no le hubieran he-
cho nada malo o que se hubiera matado en su ausencia. Subió rá-
pido las escaleras y asomó la cabeza en la puerta de su cuarto. Percy
estaba echado en la cama, con la cara enterrada en la almohada, so-
llozaba como si se le acabara el aire. Steven sintió el corazón hacerse
añicos al verlo así. ¿Por qué lloraba? ¿Le habían maltratado?
Vio que en el escritorio había hecho una pintura con acuarelas, se
acercó para verla. Era un pajarito bebé y azul, muerto en su nido
justo cuando salió del cascarón, a lo lejos volaban alegremente su
madre y sus hermanitos. Huían del nido, sin preocuparse de que ha-
bían abandonado al pajarito.

242
―Está hermoso ―susurró. Le gustó cómo había mezclado los co-
lores y los detalles de las luces y sombras, pero el significado de esa
pintura le entumeció todo el cuerpo.
En su corazón ya no guardaba rencor por sus padres, ya no se ator-
mentaba con ello. Pero Percy sí, cuyas heridas las reflejaba en su arte
y en todo lo que hacía. Steven también pasó por lo mismo, sino hu-
biera sido por Cristo que lo rescató, estaría más que perdido,
muerto, quemándose por siempre en el infierno.
Amaría ayudarlo, pero no sabía qué decirle para convencerlo de
que había una salida, de que alguien podía romper sus cadenas. Ne-
cesitaba ser libre.
Se acercó lentamente a Percy. Quería abrazarlo, quería consolarlo
y darle lo que nunca recibió, sin importar que lo rechazara. Se sentó
en la silla al lado de su cama y extendió la mano. Le acarició la ca-
beza con suavidad.
―Lárgate ―masculló Percy con la voz ahogada. Steven no le hizo
caso, acostó la cabeza encima de la suya, mientras le acarició el pelo
con las yemas de los dedos. Tenía ganas de abrazarlo y sacarlo del
abismo en el que estaba―. ¿Eres sordo?
Alzó la cabeza y se forzó a sonreírle, sin importar que doliera
cómo lo trataba.
―Jesús te ama, Percy, y yo también.
―Tonterías. No puedes amarme de la noche a la mañana.
―Pero es la verdad, ya no te tengo rencor. Te quiero de verdad. Te
quiero más que cuando éramos niños.
―Solo lo dices para hacerme sentir mejor. ―Sacó la mitad de la
cara de la almohada. Steven pudo ver que estaba morado, todo su
ojo estaba irritado.
―Te lo hizo papá, ¿verdad?
Una lágrima se deslizó en la mejilla de Percy.
―Hay muchas cosas que papá hace.
Steven sintió que le atravesaron la caja torácica.
Aunque Percy lo miraba con ira, él lo abrazó bien fuerte. En su in-
fancia se colaba en la cama de su hermano cuando había truenos

243
que lo ponían nervioso. Abrazaba fuerte a Percy y dormía tranquilo
con su calor.
Percy también recordaba esos buenos momentos.
No tenía fuerzas para sonreír, pero Steven le transmitió paz.

***

El otoño se abrió paso del verano. Aunque no había ninguna dife-


rencia porque el clima de los últimos dos años no tenía sentido: llo-
vía donde no tenía que llover, nevaba cuando no era la época de
nieve. La noche anterior había nevado, así que en estos momentos
las calles eran nieve, con hojas otoñales de los árboles, más el sol.
En cuanto Steven entró por el pasillo, se alegró de ver sano y salvo
a Félix. Estaba con unas ojeras de bruja, mirando a todos con una
cara amargada. Nada normal en él, Félix cuidaba su trigueña belleza
para conquistar a las chicas.
—¡Félix! ¿Dónde rayos te metiste el sábado? ―interrogó Ste-
ven―. ¿Y por qué te ves tan feo? ¿No dormiste bien?
Él respondió con una voz rasposa:
―No siempre voy a tener que darte explicaciones de todo lo que
hago.
No tenía sentido para Steven, siempre se contaban todo, y tam-
poco entendió por qué se dirigía él con ese tono tan frío. Félix siem-
pre sonreía y decía tonterías.
―Claro que sí, somos hermanos, entre nosotros no hay ningún
secreto.
Félix suspiró, desganado.
―Bien, estuve en casa de un amigo. Luego volví un poco tarde y
mi mamá me castigó. ¿Feliz?
―¿En casa de un amigo? ¿Tienes más amigos además de mí?
¿Quién es? ―le picó la curiosidad, a lo mejor también podría ha-
cerlo amigo suyo.
Se rascó la nuca. Hizo una pausa, pensando qué decir, pero no ha-
lló ninguna excusa.

244
―No es alguien que te vaya a caer bien. Por eso prefiero no decirte
nada.
―Qué falta de respeto, Fél. Se nota que tuviste muchas pesadillas
anoche. Puede que dormiste empachado.
―¡Está bien, de acuerdo! ―se rindió―. Estuve en casa de Mark.
El mundo entero se detuvo.
―¿Mark? O sea, ¿con el cómplice del insolente Dylan?
¿Por qué estaría con alguien que se dedicaba a irritar a todo el
mundo?
―Bueno, Dylan y sus amigos también estuvieron allí.
A Steven no le pareció que aquello fuera sano para él.
—No considero tan buena idea que andes con esos chicos, Fél, son
una mala influencia. Si te hicieron fumar una vez, ¿qué otras cosas
no te enseñarán? Y yo sé que siempre te dejas llevar por todo lo
inusual.
―Relájate, no es como que nos hallamos drogado. Solo ha sido
una hora que nos reímos y jugamos básquet ―se excusó―. Dylan es
una buena persona, solo a veces es pesado, pero después de todo es
muy divertido.
Steven se mordió la lengua para no decir todo lo que pensaba, al
ser sincero activaba volcanes y sacudía montes. Intentó creer que
Dylan no era tan malo como parecía.

En el comedor del recreo, Félix ni siquiera lo miró, se sentó en


círculo con Dylan y compañía al otro extremo de la cafetería, sin
darle explicación a Steven de a qué se debía ese cambio.
Si Steven tuviera más amigos confiables, tomaría la actitud de Fé-
lix con más comprensión y no como una traición. Quizás estaba exa-
gerando, no estaría toda la vida con Félix, debía dejar que también
socializara con otras personas.
Solitario tomó la decisión de sentarse en una mesa del comedor,
siendo el único alumno sin amigos.

245
CAPÍTULO 25
La prueba del amor, una tentación irrechazable
Estaba distraída de la clase de la maestra por ocupar su mente en el
deseo de inscribirse a los médicos voluntarios. ¿Pero y si no estaba
lista todavía? ¿Y si la rechazaban por carecer de experiencia? Ojalá
pudiera alquilarse un departamento fuera del sector Montaña, apar-
tado de sus males. El sector de los adinerados siempre le limitaba la
vida, y su tía en cualquier momento la acusaría con las autoridades
de su rebeldía.
Las últimas oraciones de su maestra interrumpieron sus pensa-
mientos, había mencionado las palabras “sexualidad” y “explora-
ción”. Acto seguido, de una caja, ella repartió todo tipo de preserva-
tivos a cada alumno y alumna. Cesia no dijo nada al recibir uno. Des-
pués de acercarse de verdad a Dios, no se le volvió a pasar por la ca-
beza hacerlo con un chico, hasta que en esa clase lo mencionaron.
Los rostros lascivos de sus compañeros reflejaban con claridad lo
que harían después de clases. Allí mismo se pusieron de acuerdo
unos con otros para realizar una fiesta. Cuando invitaron a Cesia,
ella la rechazó, había evitado ir a ese tipo de lugares desde que en-
tendió que ella no debía pertenecer a las tinieblas.
―Este va a ser el mejor día de mi vida ―comentó una de sus ami-
gas, examinando los paquetes de preservativos.
Cesia se llevó un trauma al consumarse la clase. Todo lo que des-
conocía sobre lo íntimo lo aprendió en una clase de diez minutos.
Intentó tranquilizarse y olvidar todas las aberraciones que le habían
enseñado.
Mientras caminaba en el pasillo, chocó con Percy, y a él se le di-
bujó una sonrisa, probablemente nunca vista en su rostro.
―Hola, bonita. ¿También repartieron juguetitos en tu salón?
Cesia dijo que sí con timidez, pero tuvo miedo de lo que estaría
pasando por su cabeza.

246
―Veme a las ocho en mi casa. No va a estar nadie.
Ella casi muere de pánico, negó la cabeza con exageración.
―Ah, no. No, no, no. Yo no voy a hacer eso. Steven estará allí.
―Te dije que nadie estará. Steven va a la iglesia todos los días y
mi papá siempre trabaja. Así que tenemos casa sola para los dos, tú
y yo contándonos cuentos.
Olvidó que hoy habría servicio en la iglesia. ¿Asistiría a la casa de
Percy para perder la dignidad o escogería ir a la iglesia?
―No vas a salir embarazada… por algo son las protecciones.
―¡No! ―salió de sus labios, a pesar de estar como tonta tem-
blando―. No quiero. De ninguna manera le fallaré a mi Dios.
Percy la agarró de la cara, apretando sus cachetes. La acercó hacia
él y ordenó:
―Irás a mi casa esta noche. Debes ir si me amas.
―Si no voy, ¿qué me harás? ―susurró, sintió los ojos lagri-
mearse.
―No querrás saber qué te pasará ―dijo risueño―. Si yo fuera tú,
no me perdería una experiencia como esa. Por el bien de tu pellejo.
La soltó y se marchó.
¿Ahora qué haría?
Sonó como una amenaza de muerte. Todo el mundo le temía a
Percy, incluyendo ella. Si no iba a su casa, ¿qué le haría? ¿La golpea-
ría? ¿Cortaría con ella? Estaba harta de vivir con temor. Percy no era
el amor de su vida, ya debería tenerlo claro. Él no era bueno para
nadie, ni para el más malo del mundo.
¡Cesia tenía que cortar con esa relación ya!

La decisión más difícil para la pobre Cesia no era irse de casa, era
salir con vida si no iba a ver a su terrorífico novio.
Rogó a Dios en todo el día para que Percy no estuviera hablando
enserio de que le haría algo si no iba. Ya habían caído las ocho y diez,
y ella seguía temblando. No se decidía en si ir a la iglesia o darle el
gusto a Percy.

247
Seguía caminando de un lado a otro en su habitación, pero hasta
que dieron las ocho y media, entonces salió de su casa. Sabía que
estaba yendo por miedo. Recordó a Dios, su palabra decía que las re-
laciones íntimas fuera del matrimonio eran fornicación, y ella es-
taba caminando hacia allá.
Ir o no ir. Ir o no ir. Parecían vientos de diferentes direcciones gol-
pear sus pensamientos, el tiempo suficiente duró su indecisión para
concluir que no se acostaría con Percy. Se prometió esa misma no-
che cortar con él. Sí, iría para eso.
La duda fue si Percy se lo tomaría a bien.
Llegó y tocó tres veces a su puerta. Tardó un minuto en abrir. Al
hacerlo la jaló de la mano hacia adentro, sin decir nada la llevó por
las escaleras hasta estar en su cuarto. Todas las luces apagadas. Ce-
sia quiso que Dios se la llevara, porque cayeron en la cama tan rá-
pido que no tuvo valor para negarle.
De ninguna manera debía tener algo con Percy. ¿Qué de Dios?
¿Qué de su pudor como cristiana?
Le pidió a Percy que se detuviera con los besos. No lo hizo.
En este momento luchaba con tres voces interiores: la de su deseo
por dar el siguiente paso, la de su conciencia acusándola por ser tan
débil, y la del Espíritu Santo diciéndole que huyera de allí. Las escu-
chaba las tres, juntas, y no se decidía a cuál obedecer.
No quería vivir más en esa condición que la ataba, no quería for-
nicar y denigrarse a tan temprana edad, fuera del matrimonio. Es-
taba dando más interés a lo que el diablo deseaba de ella, que era
destruirla, deshacer el propósito que Dios tenía con ella. Ni siquiera
sabía cómo seguía creyendo en Dios, constantemente venían a sus
recuerdos todos sus pecados en general. Estaba poniendo en duda
su fe, y todo por sus pasiones desordenadas.
«¡Basta ya, Cesia!», se gritó mentalmente.
Jadeó. Agarró a Percy de la camisa y lo empujó de su encima con
las pocas fuerzas que le quedaban. No lo pudo apartar lo suficiente,
solo logró detenerlo de ir con su acto seguido. Él se quedó rígido,

248
con el ceño doblado, permaneció a horcajadas sobre ella. No dijo
nada, pero su mirada exteriorizó toda su decepción.
―No… puedo hacer esto ―murmuró Cesia, su cuerpo en ropa in-
terior temblaba. ―. No… es… bueno. Ya no quiero seguir con esto.
―¿Por qué? ―preguntó Percy con dureza. Se notó las venas ten-
sas en sus hombros desnudos.
―Ya te lo he dicho. No quiero, y es un pecado.
―¿Pecado? ―Rio divertido―. No es pecado hacer el amor,
monja.
―¿Qué es el amor para ti? ¿Tú me amas?
La barrió con la mirada. No salió nada de su boca.
―No te preocupes, yo ya lo sabía en el fondo ―se adelantó ella―.
Y espero que sepas que yo tampoco te amo, nunca te he amado. A
nosotros nos atrajo nuestros deseos y la belleza exterior. Esto…
―gesticuló entre ambos― nunca ha sido amor, y a partir de ahora
ya no estaré con ningún chico hasta comprometerme.
La garganta de Percy era lo único que se movía. Tenía el mentón
alzado, mostrando todo su ego y su mirada fría.
―Bueno. Es cierto, entre nosotros no hay nada de amor. Pero eso
no significa que no podamos tener sexo por diversión. ―Se inclinó
para continuar, pero Cesia lo volvió a empujar.
―Ya no podemos seguir siendo novios ―terminó ella y se levantó
de la cama para ponerse sus jeans tirados en el suelo―, yo ahora sé
lo que quiero, y lo que quiero es no malgastarme en hombres que no
valen la pena. Mi cuerpo solo pertenecerá al hombre con el que me
case y a Dios. No arruinaré mi vida por una noche de placer, eso es
para el matrimonio.
―Es la estupidez más grande que he oído. ¿Qué pasó con eso de
“Percy, me gustas”? “Percy, bésame”, “eres tan guapo”, “de todos los
chicos, tú eres diferente”. Todo el tiempo venías a seducirme, ¿y
ahora dices que ya no quieres nada?
Ella miró al piso de madera.
―Olvídalo todo.

249
―¿Que lo olvide? ―Asintió leve y también se levantó de la
cama―. ¿Es así como juegas con los hombres?, ¿los enamoras y los
usas para luego romper con ellos?
―No es que esté con otro.
―¿Esperas a que me crea eso? Así es como rompiste con todos tus
novios, los dejaste porque te dejaron de gustar.
―Tú no sabes sobre eso. Pero, mis más sinceras disculpas… no
fue mi intención herirte.
Percy negó con la cabeza mientras ella lo abandonaba una vez que
se vistió.
―Sabía que algún día te cansarías, por eso nunca te quise. De to-
dos modos, eres una prostituta gratuita.
Aunque toda la noche Cesia se la pasó llorando en su habitación
por las ofensas de Percy, le tranquilizaba saber que ahora estaba li-
bre de él y de toda su locura.
Nunca más regalaría su corazón a alguien que lo destrozaría.

250
CAPÍTULO 26
El soldado valiente
Continuaron las clases para despertar la lujuria, Steven no tenía a
dónde huir. La profesora después de repartir los libros sobre el tema,
se situó en frente y dio la clase: una clase bastante abominable, en la
que enseñó que explorarse unos a otros era algo necesario para los
adolescentes.
Steven no abrió ni una página del libro, en toda la clase pasó so-
bándose la frente. Era más de lo que podía soportar. Aun así, se
guardó todo lo que quería decir en contra, evitaba armar una pelea
en medio de clase.
―¿No te sientes… incómodo? ―susurró a Félix, quien arrugó el
ceño, ya estaba en la página cincuenta.
―Nos lo dejaron como tarea, tengo que aguantarme. Pero como
dijo la vieja, esto es lo más normal del mundo.
Tampoco sabía cómo lidiar con Félix, parecía que cada día acep-
taba más lo malo, pues se estaba normalizando todo. Incluso a Ste-
ven le dio miedo terminar convencido.
―¿Alumno Jaron, estará hablando en clase o tengo que enviarlo
a dirección por no prestar atención? ―lo interrumpió la profesora.
Steven se puso en pie, no levantó la cabeza.
―Disculpe, ¿puedo saltarme esta clase? No estoy de acuerdo con
lo que enseña.
La maestra dobló los labios hacia arriba.
―A nadie aquí le gusta las matemáticas, Jaron, no por eso van a
dejar de enseñarlas. El Sistema Educativo demanda tener estas cla-
ses, son muy necesarias para concienciar lo que estamos viviendo,
debemos ser más abiertos a la inclusión de la diversidad. Así como
hay gente de todas las razas, hay gente que…
―Me da igual. Así como hay gente que practica el pecado, hay
gente que no quiere practicarlo.

251
Los ojos de la maestra parecían capaces de despellejarlo.
―No. No puede irse, estudiante. O reprobará Ciencias Sociales.
Steven habría estado más tranquilo si al menos no lo hubieran
obligado a prestar atención a toda la clase. Ni siquiera le permitie-
ron mirar a otro lado. Fue más de lo que pudo soportar, pero sí lo
soportó. Salvo por una semana más tarde, que llegaron al colmo. Era
lo mismo, y peor. La biblioteca se llenó de libros para conocer al dia-
blo, o sea satanismo, y por supuesto, más exploración a la sexuali-
dad; más bien, todo tipo de prácticas sucias.
Hace dos años que quitaron la lectura de la biblia cristiana en la
escuela, por respeto las creencias que cada uno, pero ahora a todos
más les interesaba conocer la biblia satánica que a Dios. Nada
nuevo, no le debía sorprender, porque esto era algo que se venía
sembrando. Para ellos, aprender a adorar al diablo era lo mismo que
tener una escuela de magia, que ver una película de demonios. Si de
esta forma veían al diablo, como un personaje de caricatura que les
daría poderes mágicos y cumpliría sus sueños, Steven no quería
pensar en el infierno que se convertiría su escuela. Prácticamente
vendieron sus almas.
―Yo no odio a nadie aquí ―dijo días más tarde―. No me importa
de qué orientación sean, de qué religión sean… no estoy aquí para
cambiarles de opinión, porque sé que nadie va a hacerme caso. Solo
quiero que me dejen salir hasta que acabe la clase. Todo esto son pu-
ras blasfemias y aberraciones contra Dios.
―Si continúas poniéndote terco, Jaron, no tendrás nota ―ame-
nazó el profesor de psicología, que ahora también daba clases de es-
piritualidad. Obviamente, era otro tipo de espiritualidad―. No atra-
ses quinientos años, estamos en el siglo veintiuno, todos sabemos
que el cristianismo es una mentira y una manipulación. Es mo-
mento de ser más empáticos con los que nos rodean y dejar las reli-
giones que retrasan.
Todo iba en contra de su voluntad. ¿Dónde estaba la supuesta li-
bertad de derechos?

252
―Si yo me encuentro a un homosexual o de la religión que sea, lo
trato con el debido respeto que se merece cualquiera, pero no signi-
fica que opine lo mismo que él. Ustedes adoren al demonio que se
les dé la gana, pero yo no lo voy a hacer, va en contra de mis creen-
cias. Y al obligarme están violando mi libertad de expresión ―de-
claró Steven, resignado. Sus compañeros lo miraban con unas son-
risas burlonas.
―Vamos, hombre, ¿acaso Dios te da todo lo que necesitas? ―in-
tervino Dylan―. ¿Dios te sacó de la miseria?, ¿te hará cumplir tus
sueños? Tal vez el diablo no era tan malo como lo pintaban. Mejor le
sirves a él, te da todo lo que le pides, y más.
―¿A qué costo?, ¿a qué costo te dará todo lo que quieras? ―con-
tratacó Steven―. Para el diablo es sencillo darte todo, le conviene,
porque para él es una victoria que tu alma se vaya al infierno. Pre-
fiero ser el más pobre del mundo, pero feliz con Cristo en mi vida, a
que mi alma se pierda por la eternidad teniendo todo lo que pudiera
desear.
Mark le murmuró una palabrota.
―El cielo es muy aburrido ―opinó Dylan―, prefiero irme al in-
fierno, ahí está Michael Jackson y todos mis artistas favoritos. Será
más divertido.
―No sabes lo que dices.
Lo último que se enteró de Dylan fue que había hecho un pacto
con el diablo en el baño de la escuela. Se trataba de otro chisme que
repartieron las chicas populares, estructurado al máximo, pero no
tenían pruebas de que aquello fuera verdad. Aunque… no podía ser
imposible.
―Steven es un discriminador ―soltó Jazmín.
Milly últimamente no asistía a la escuela por la misma razón, la
institución se estaba volviendo Sodoma y Gomorra. En cualquier
rincón podían encontrar parejas de todo tipo: dos hombres, dos mu-
jeres, tres hombres, dos mujeres y un hombre; adolescentes que a
veces eran hombres, a veces mujeres y a veces ambos. Por último,
algunos no se sentían de ningún género.

253
Ya no callaría más. Una vez se rebeló contra Dios, ahora tocaba
rebelarse contra los que se rebelaban contra Él.
Se colgó la mochila al hombro y se levantó para irse.
―No voy a participar de esta clase.
―Si cruzas esa puerta, Jaron, saldrás desaprobado en Psicología,
Ciencias Sociales y en todos los cursos en los que te pusiste rebelde.
Steven suspiró.
―No me importa. ―Giró la perilla de la puerta―. Es mi cuerpo,
mi decisión ―repuso con una sonrisa.
―Oh, con que así quieres jugar. ―El profesor cruzó los dedos so-
bre el escritorio―. Irás a dirección.
―No me importa ―repitió concreto―. Me mandaban a dirección
por pelearme con mis compañeros, ¿ahora me mandan por creer en
Dios? ―Abrió la puerta y salió, no sin antes decirle con la mirada a
Félix que también saliera. Félix rodó los ojos, no movió ni un pelo.
―¡Jaron! ¡Si a la cuenta de tres no regresas al aula, yo mismo te
traeré! ―gritó el profesor en la puerta del salón.
Steven se detuvo a medio pasillo, apretó los ojos, reprimiéndose.
Se obligó a continuar para salir rápido de la escuela.
Gracias a Dios, el profesor no lo persiguió, pero sabía que al pró-
ximo día lo castigarían, y por supuesto, su cuaderno de notas estaría
lleno de efes en rojo.
Emergió al exterior y se detuvo en la plaza del parque. Dejó la mo-
chila en una banca y se sentó. Se frotó el rostro sabiendo que
perdería una clase. A su padre no le haría ninguna gracia esta noti-
cia, le echaría en cara que no trabajaba duro para que su hijo desper-
diciara sus clases.
—Eso fue muy valeroso.
Giró para ver quién dijo eso. Cesilia bajó un par de gradas y se
sentó a su lado.
—¿Cómo lograste escapar de la clase?
—Adivina.
—Te peleaste con el maestro.
—Una pelea hubiera sido más respetuosa que lo que yo hice.

254
—¿Entonces?
—Mientras el profesor se volteó a la pizarra yo corrí del salón.
—Estás muerta —dijo Steven, asombrado.
—Estamos muertos, pero por una buena causa.
—Sí…
Sus palabras produjeron un bombeo más fuerte de lo normal en
el corazón de Steven.
—¿Estás listo para bautizarte el domingo? —preguntó ella des-
pués de un silencio.
—Espero no suceda nada malo que impida que se dé el bau-
tismo…
—Mmm. Dios proveerá —lo tranquilizó—. Annie me contó que
en su escuela es acosada por unas chicas, y me refiero a acosada se-
xualmente.
—¿Enserio?
—No me dio más detalles, pero dijo que se escondía en el depósito
de limpieza para que no la persiguieran. Sus únicos amigos son los
jóvenes de la iglesia, en su escuela no tiene a nadie con quien hablar.
No añadieron nada por un momento.
Steven por su amor emocional no iría jamás a la secundaria, lo
veía innecesario la mayoría de enseñanzas que le instruían, no obs-
tante, la vida no le permitía darse aquel lujo, un orfanato sería peor
para él. Su padre le pagaba los estudios, si se enteraba que dejó de
estudiar, con gusto lo abandonaría con protección a menores.
Solo quedaba aguantar un poco más, solo dos años más de sufri-
miento para terminar la escuela y ser completamente libre de todo
mal.
—¿Por qué sucede todo esto? —susurró Steven, confundido y per-
dido en la incertidumbre.
―Porque es principio de dolores ―respondió Cesia.
Steven la observó de reojo.
—Sabes mucho para ser nueva cristiana.
—Me gusta leer —contestó sonriente—. ¿Quieres que te regale
un libro?

255
Steven se quitó las gafas y se frotó un ojo con la palma de la mano.
—Quisiera dejar de ser ciego… Sería un buen regalo de cumplea-
ños.
—¿No te gusta usar gafas?
—No, el mundo lo veo como… un cuadro amorfo.
Cesia miró hacia abajo y jugó con sus dedos.
De un momento a otro en el cielo se proyectaron las pantallas ho-
lográficas en que se empezaron a transmitir las noticias del día,
como lo era habitual, y de los megáfonos sonaron las palabras del
presidente Varnes.
El presidente Efraín Varnes estaba en su típico púlpito de madera
con la bandera canadiense y el símbolo del Sistema Ciudadano en la
pancarta a sus espaldas. Inició su discurso dando recomendaciones
para protegerse de los apodados Ceros, señaló que esos terroristas
no eran más que gente común que estaba en la quiebra, con el obje-
tivo de lograr una revolución contra el gobierno por la falta de ali-
mentos, la falta de seguridad en las calles y para que el presidente
no continuara en el plan de declararle la guerra a ningún país. Los
Ceros no estaban de acuerdo con nadie, para algunos sus intencio-
nes eran buenas; para otras mentalidades, malas.
Luego una reportera apareció narrando los acontecimientos
mundiales, dando énfasis en que China ya no quería transportar ali-
mentos a los otros países debido a su terrible sequía. Del mismo
modo, Canadá ya no transportaba petróleo para los Estados Unidos.
Estaban en una ridícula discusión entre presidentes sobre la tecno-
logía de Código, supuestamente Estados Unidos planeaba hacerle
unas mejorar a esa dichosa tecnología, pero Varnes se negaba, ale-
gando que Walford Collins, el presidente de Estados Unidos, era un
acaparador.
—¿No le es suficiente a los estadounidenses su Área 51? No hay
otro lugar con máxima tecnología que ese.
—Y la NASA —añadió Steven—. ¿Qué tiene el Código en su sis-
tema que los americanos no tengan?
—No lo sé. ¿Magia?

256
Pelear por quien tenía mejor tecnología que el otro era como una
inmadurez de niños en comparación con los países vecinos que día
a día luchaban con los desastres naturales y la hambruna. Tercer
mundo en la miseria, con sus robos y matanzas, pronto acabaría
como Ucrania, que había desaparecido totalmente del mapa; su gue-
rra con Rusia se había consumado en una unión, por lo que ahora
eran un solo país.
—Ahí es donde entra el dicho de “o peleas contra tus enemigos o
te les unes” —opinó Cesia, y luego el siguiente reportero de las no-
ticias documentó los últimos casos del virus europeo, aquel que
brotó en Inglaterra y arrasó con Francia, España e Irlanda. Hasta la
fecha se desconocía qué tan lejos sería capaz de llegar el virus a los
países vecinos.
—Pese a la terrible situación que se enfrenta nuestro país con la
guerra y los anarquistas, el Sistema Ciudadano, nuestro sector de
justicia absoluta, no admitirá que ningún canadiense ni habitante
de nuestra nación salga malherido —proclamó Varnes con sus ojos
verdes fulgurando pasión.
—No le creo ni una palabra a Varnes —comentó Cesia mirando
fijamente la pantalla que flotaba entre los edificios—. Siempre
oculta el hecho que quiere hacer un mundo mejor quitándole a unos
y dándole a otros.
—No entiendo la política, pero pienso que las razones de los paí-
ses para hacerse guerra son ilógicas y egoístas.
—Concuerdo contigo.
—La nación también tiene algo de culpa por cómo estamos, por-
que los anarquistas, es decir, los Ceros, quieren detener la guerra
con más guerra… Entiendo que sea preciso luchar, pero en realidad,
ellos no están resolviendo las cosas, las están empeorando. ¿Es nor-
mal salir a las calles y tirotear a todo el mundo porque quieres lograr
la paz?
—Todo sí, en todo lo que dijiste tienes razón.
Steven recordó que de esa forma actuaba con su hermano antes
de conocer a Dios, las guerras no eran más que odio y venganza, por

257
culpa de la ira incontable gente inocente salía herida, y mucha gente
saldría herida después de esta guerra.
Dudaba incluso de cómo arreglárselas para sobrevivir. Toda su
vida la pasó escondiéndose de su familia, la escuela, y ahora tendría
que hacerlo de la guerra.
¿A dónde iría?

El tormento no solo venía a su vida real, también a sus sueños. En


los últimos días estuvo teniendo sueños insólitos, que los consideró
pesadillas. Soñaba fuego, mucho fuego por doquier, en un lugar que
no pudo distinguir por las llamas. Había gente gritando con deses-
pero. Parecía el infierno.
Despertaba perturbado, y oraba para dejar de soñar aquello. Gra-
cias a Dios, después pudo dormir tranquilo.

***

Steven en la mañana había ido de visita a casa de su amigo, y fue una


mala idea, ya que solía encontrarlo encerrado en su cuarto con la
novia o con Dylan y sus peones. Rosa ni siquiera sospechaba que ese
grupo de mocosos groseros llegaran a ser una mala influencia para
él, porque frente a ella actuaban como los niños más bondadosos.
¿Qué podía hacer para llamar su atención, actuar como él ac-
tuaba?
¿Esto era una de las pocas cosas que conllevaban ser cristiano, ser
aislado?
Steven se acercó a espaldas de Félix en medio de la bulla del trap,
mientras Dylan y los demás estaban distraídos hablando.
―¿Félix? ―habló bajo en su oído.
―¿Qué diantres quieres?
―¿Irás a mi bautizo? Será una bonita ceremonia.
―Eh… claro, no me perdería por nada del mundo tu ahoga-
miento.

258
―Gracias, significa mucho para mí. Te espero allá. ―Dio dos pal-
maditas en su hombro.
―Sí, sí. Como sea.
De algún modo buscaba la oportunidad de invitarlo a la iglesia,
aunque sus intentos no daban resultados. ¿Estaba siendo un poco
insistente con su amigo? No quería caer pesado; le preocupaba su
salvación, anhelaba que su mejor amigo también se acercara a Dios
y que ambos le sirvieran. Pero no podía convertir a todo el mundo.
Buscó la salida de la casa. El cuy se paseaba por todo el suelo, ra-
moneando un tallo de alfalfa se acercó con timidez a sus pies. Steven
permaneció viéndolo por un instante y se agachó para acariciarlo.
―Hola, Firulais, tal vez tú eres más amistoso que Félix. Lamento
haberte dicho rata tantas veces. Parece que eres más humano que
todos nosotros ―bromeó, después continuó su camino hacia la
puerta, mientras el cuy lo seguía. A veces se preguntaba si era un
perro con forma de cuy, o un cuy con corazón de perro.
Rosa acompañaba a unos trabajadores que instalaban en las ven-
tanas de la casa unas persianas metálicas. Afuera, en varias casas de
alrededor, también otros trabajadores instalaban el mismo tipo de
ventanas.
―¿Para qué son esas cosas? ―preguntó Steven a Gary, que tam-
bién estaba ayudando con unas herramientas.
―Son blindadas. Es para protegernos de los ataques de los anar-
quistas. Según la empresa que las fabrica resisten hasta gases tóxi-
cos y balas. Yo no le creo mucho a los comerciales.
―Al ver que todo el mundo lo estaba haciendo, les dije que por
favor nos pusieran a nosotros también. De ninguna manera deseo
ser la única desprotegida, tengo una vida por delante ―añadió
Rosa.
―Si esto continúa así, nos van a matar a todos ―apostó Gary.
―Prefiero morir intoxicado por un gas, que por una de esas bom-
bas ―admitió Steven.
―O por una bomba de gas.

259
Justo el canal de las noticias estaba encendido. La reportera infor-
maba que los temblores terrestres de los últimos días algunos eran
naturales, pero otros ocasionados por científicos que hacían prue-
bas de bombas. Las estallaban en un terreno a millas de la ciudad,
pero eran bombas y la tierra nunca quedaba igual después de tantos
golpes.
Era increíble ver cómo la guerra con el tiempo dejaba de ser un
rumor y se convertía en realidad.
―Me enlisté para el ejército ―soltó de repente Gary y Rosa volteó
en un respingo. Steven tampoco lo pudo creer, de pronto se le olvidó
cómo hablar.
―¿Que hiciste qué? ¿Perdiste la cabeza? ―increpó Rosa.
―Ya lo hice. Ya no hay regreso. Iré a la guerra si es necesario; es-
toy harto de ver esta situación, necesito luchar y ser útil. No me que-
daré escondido en mi taller mientras caen bombas y el mundo se
destruye.
―Pero tú ni siquiera eres canadiense, viniste de inmigrante co-
lado con nosotros… ¿¡Cómo te aceptaron!?
―Ahora sí tengo documentos de este país, tía. La nueva ley de
Varnes te permite ser ciudadano con la condición de unirte al ejér-
cito y… casarte. ―Hizo una pausa breve, tragando saliva por lo que
estaba a punto de confesar―. Me casé.
El cuy corrió disparado por los pies de los trabajadores, haciéndo-
los tambalearse. Steven tragó bien fuerte la saliva.
―¿¡Qué te moriste con quién!? ―exclamó Félix en la puerta del
pasadizo. Se les acercó, horrorizado. Había escuchado todo.
A Rosa ya se le salían los ojos de las cuencas, estaba tiesa y fría
como un témpano. Quiso tirarle una bofetada por las terribles deci-
siones que había tomado, pero permaneció de brazos cruzados y con
una mirada que ya era suficiente castigo para su sobrino.
―Tía Rosa… no te enojes, la cosa es que yo …
―¡Tú estás loco, chibolito! ―estalló―. Tus padres se rompen la
espalda para que tengas estudios aquí, ¿y me estás diciendo que
echarás a la basura tu carrera, tus sueños y tu trabajo solo porque te

260
crees el guerrero? ¡Allá te van a matar! ―Señaló afuera―. ¡A la gue-
rra van los hombres a morir!
―Ciertamente yo no siempre quise ser un ingeniero mecánico…
―Bajó la cabeza mientras jugueteaba nervioso con su destornilla-
dor en las manos.
―¡Mira pues! ―lo señaló, irónica―, ahora resulta que nunca fue
su sueño. Después de que tanto lloró porque quería estudiar en un
país desarrollado. ―Rosa ya estaba hasta el colmo―. Nunca te de-
bimos traer. Yo sabía que puras tonterías ibas a hacer, ¡pero Simon
no me escuchó! Y todo por apoyar a su sobrinito.
―¿Con quién te casaste, Gary, con otra hippie? ¿Es guapa? ―pre-
guntó Félix aún en shock, pero emocionado por la agridulce noticia.
―Nunca nos dijiste que tenías novia ―añadió Steven, aterrado y
contento―. ¡Felicidades! Pero, nos hubieras invitado a la boda.
―Ahora, va a dejar abandonada a su pobre esposa cuando se vaya
al ejército. A ver si allá le cortan esas horribles rastas ―dijo Rosa,
sarcástica, todavía con ganas de desanimarlo, aunque ya fuera de-
masiado tarde.
―Bueno, en realidad, ella no era mi novia. Nunca lo fue. Es una
amiga de la universidad que me ofreció su bondadosa ayuda para
por fin ser ciudadano. ―Sonrió.
―¡Válgame el cielo! Me va a dar migraña. ―Rosa se frotó el
ceño―. Tú serás el que le dé las terribles noticias a tus padres. Nadie
te obligó, nadie te mandó. Lo que digan tus padres será cosa de us-
tedes, yo me lavo las manos. ―Alzó las manos despojándose de toda
responsabilidad. Gary ya era un adulto independiente, las decisio-
nes de inmaduro que tomase serían problema de él.
―¡Jo! Yo siempre pensé que tenías una enamorada a escondidas.
―Félix se cruzó de brazos, decepcionado.
―Te voy a extrañar, Gary ―añadió Steven. Ya veía cerca el día en
que se tuviera que despedir de su segundo mejor amigo. Oficial-
mente, odiaba las despedidas.
―Oww, yo también te voy a extrañar, amigazo gringo.

261
Lo envolvió con un abrazo y Félix también se metió en medio.
Gary alzó la vista a su tía y puso cara de perrito triste para que tam-
bién se uniera al abrazo. Rosa lo miró con desdén, pero mostró una
sonrisita y obedeció, desganada.
Se formó una bola de abrazo grupal, desdichados por la repentina
ida del gran “experto en las máquinas”.

***

La siguiente semana cuando Gary los visitó por última vez, ya se ha-
bía afeitado y rapado los dreads largos. Quedó calvo, una sombra os-
cura por su mandíbula y su cráneo era lo único que quedaba. Félix
echó a reír al verlo así, dijo que parecía un marciano con una cabe-
zota. Steven tampoco pudo evitar tirarse una carcajada. No estaban
acostumbrados a verlo tan varonil, además, ahora actuaba más serio
porque ya se sentía un soldado. En el ejército no tolerarían ninguna
tontería inmadura de él.
La mañana del viernes, llegó para despedirse de todos. Un taxi lo
esperaba en la puerta con todas sus maletas.
Rosa y los chicos apretaron a Gary.
―Hazme el favor de no morirte como mi papá ―lloriqueó Félix.
―No puedo prometértelo. Pero te aseguro que algún día nos vol-
veremos a ver, tal vez en varios años, pero nos reuniremos.
―Si no nos reunimos acá, espero que sea en el cielo ―bromeó
Steven.
―Ay, no digas eso… ―reclamó Félix.
Steven le había comprado una biblia de bolsillo para regalársela y
la extendió.
―Te será muy útil allá.
―No, Steven, no es necesario…
―Sí lo es. Al menos léela cuando no tengas nada que hacer. Los
mejores textos están marcados.
―Está bien ―accedió Gary después de varias suplicas, la guardó
en el bolsillo trasero de su buzo.

262
―Y también ora mucho.
―Claro. ―Asintió y le despeinó los cabellos.
Una vez despedido, entró al taxi, y mientras se alejaba sacudió la
mano hacia afuera, para despedirse de sus amigos.
—¡Mándanos fotos y documéntanos tus experiencias en el servi-
cio militar! —pidió Félix.
—¡No duden que lo haré! —contestó Gary.
Steven era consciente de que Gary le siguió la corriente y aceptó
la biblia solo por compromiso. Pero no perdió la fe de que algún día,
leería un poco de ella, en los días malos se acordaría de Dios, tal
como él se convirtió.
No verían a Gary durante mucho tiempo. Ya nadie arreglaría los
electrodomésticos dañados de las casas.
Los vecinos a los que también les había arreglado sus máquinas y
vehículos salieron de sus casas y se despidieron de él, el taxi ami-
noró la velocidad para que Gary extendiera la mano despidiéndose
de todos. Le desearon suertes y que algún día regresara sano y salvo.
Excepto que eso sería imposible si les llegaba la guerra.
En realidad, nadie estaría a salvo. Pero las sonrisas no fueron fal-
sas.
Steven deseaba ser así de valiente como Gary, dejarlo todo por ir
a la guerra, que era servir a Dios. Gary había cometido una tontería,
pero rescataba su sagacidad para estar dispuesto a morir por su país.
Ojalá él pudiera morir por Cristo. ¿Sería capaz de hacerlo? Antes
era capaz de acabar con su vida por todo el dolor que padecía. ¿Sería
capaz de sentir dolor por Cristo?
No lo sabía, no estaba seguro, no era muy fuerte y menos valiente.
Pero sabía que algún día Dios le proveería las fuerzas.
«Ojalá no tuviera miedo.»

263
CAPÍTULO 27
Los secretos de Dylan Macross
El sector Atlas era mediano, pero de todo sucedía en ese lugar. Entre
tantas desdichas, la iglesia Revelaciones había salido con su grupo
de ayuda a repartir pan en cestas grandes a los mendigos del mer-
cado. Madres con sus hijos, jovencitas de todas las edades, ancianos,
todos se amontonaron como ratas para arrebatar el pan de las ca-
nastas que cada hermano cargaba.
Steven se estaba dirigiendo hacia el grupo de hermanos para ayu-
darlos, cuando se detuvo al escuchar el quejido de Félix:
—¡Yo no merezco esto!
—No te pregunté, muchacho —reprendió la señora Rosa.
Steven cambió de camino para ir hacia ellos.
—Pero no es justo, yo todavía soy menor de edad —volvió a dis-
cutir Félix.
—Tanto dices que eres hombre y no quieres hacer cosas de hom-
bre. Déjate de tonterías y madura de una vez.
—¿Qué está pasando? —se metió Steven con descaro. Los proble-
mas familiares de Félix eran sus problemas, así había sido desde que
eran amigos.
—Como tú eres el hijo favorito, convence a mi madre de que no
me haga esto —pidió Félix con sufrimiento en la voz.
—¿De qué hablas?
—¡Quiere inscribirme a una fábrica!
—Quiero que empieces a trabajar y valerte por ti mismo, no so-
porto tenerte de vago en la casa —corrigió la señora Rosa.
—¿Una fábrica de qué?
—Una fábrica de armas, quiere que me dé una intoxicación con
los metales —respondió Félix, enojado.
—¡No seas aumentador! Un poco de trabajo no le hace daño a na-
die. El que quiere lograr cosas debe aprender a ganárselas —dijo

264
Rosa mientras caminaban donde se suponía que era el camino hacia
la fábrica de armas.
—¿¡Y para qué me va a servir en la vida fabricar armas para los
soldados!? ¡Se supone que tú no apoyas al Sistema Ciudadano!
—No me levantes la voz, Félix —Rosario aseveró—. Ya hemos te-
nido esta conversación, no quiero explicarte cien veces lo mismo.
—Pero yo nací para el básquet, tendré campeonato este fin de
mes. Estás arruinando mis sueños para obligarme a hacer algo que
no quiero. Eso te convierte en una pésima madre.
—Del básquet no se puede vivir, mocoso.
—¡Claro que sí!
—Bueno, sí, pero no en esta guerra. Necesitamos el dinero. A ve-
ces debes despojarte de lo que más te gusta… ¿Cómo quieres lograr
algo si no tienes el dinero para sostenerlo?
—¡Pero yo quiero ser un basquetbolista, no perder el tiempo en
una fábrica de armas!
—¡Y no te dije que dejaras de jugar básquet! ¡Solo trabajarás tres
días a la semana, no te vas a morir por ayudarme un poco!
—¡Eres una mala madre! ¡No apoyas a tu hijo! Si mi papá estu-
viera vivo, él seguro que me apoyaría…
Rosario estalló una cachetada, interrumpiendo sus faltas de res-
pecto.
Steven había espectado toda la pelea sin intervenir. No compren-
día a Félix y apoyaba a la señora Rosa. Ella estaba pasando por una
temporada difícil y deseaba que su hijo ayudara a ganar más dinero.
No había nada grave en eso.
—Camina y no repliques, ya he tenido mucho contigo —concluyó
Rosa con un nudo en la garganta y se adelantó.
Félix sobándose la mejilla enrojecida se obligó a seguirla.
—Creo que mejor me voy… para no estorbar —susurró Steven.
—No, mejor quédate. Mi mamá se amansa cuando tú estás pre-
sente.
—¿Qué? Eso no es cierto.

265
—Lo es. Cuando la hago enojar me da castigos peores que este,
pero si tú estás en medio tendrá vergüenza de ser dura conmigo.
—No pienso que tu madre esté equivocada, Félix. Solo quiere que
la ayudes un poco.
—Es fácil decirlo para ti porque no tienes que trabajar para ga-
narte la vida, tu papá te da todo porque trabaja para el Sistema Ciu-
dadano. Nunca te falta nada.
—¿Olvidaste que tengo que soportar todos los días sus crueles re-
prensiones? No hay día que no me trate como una basura, a mí y a
Percy, tengo que estar encerrado en mi habitación para no toparme
en su camino y ganarme un monólogo de que soy un error de mi
madre y que no valgo para nada. Todo eso es un infierno en compa-
ración con el amor que te da tu mamá.
—¿Amor? ¿Eso que hizo te parece amor? —Señaló a su madre—.
Al parecer ya no nos estamos comprendiendo, Steven.
—Si en mi casa nos faltara la comida yo saldría a buscar trabajo,
es más, estoy esperando terminar la secundaria para irme de mi casa
y trabajar.
—Bien por ti, se nota que eres el sujeto más perfecto que existe.
Eres único, atractivo, con un gran talento para cantar, cristiano y
servicial.
Steven lo miró con un gesto de incomodidad.
—No entiendo qué te pasa últimamente… Yo tengo cualidades,
pero una infinidad de defectos. Mis problemas son igual de tristes
que los tuyos.
Félix ya no sonreía, algo debía ser la causa de esa cara de frustra-
ción. ¿La guerra? ¿Los estudios? Steven ahora solo le provocaba
enojo, como si fuera su enemigo. Algo que tenía en cuenta era que
ya no eran los mismos amigos de antes.
Salieron por las puertas del sector Atlas y en la carretera tomaron
un auto que los transportó hacia la fábrica de armas, en el sector de
las fábricas: el sector Nova.
Lo que tenían en frente no era una fábrica en sí, era una fragua,
un edificio viejo y barroso que parecía una chimenea gigante.

266
Despedía humo de sus chimeneas metálicas y en el ambiente se ol-
fateaba metal y cenizas.
—Parece una fábrica de explotación infantil —opinó Félix al ver
adentro a jóvenes como de trece años hasta el más adulto, traba-
jando en diferentes secciones del horrible lugar. Unos martillaban
metales para convertirlo en hachas o cuchillos, otros ponían al
fuego del horno las armas.
—Nadie es explotado, me aseguré de investigar el lugar para sa-
ber si sería bueno para ti. Aquí los chicos trabajan duro, pero felices.
A todos les falta para vivir en esta época.
—¿Sabías que se puede denunciar a tus padres por maltrato?
Steven vio que la señora Rosa quedó con la palabra en la boca, sin-
ceramente no podía con su hijo. Cabizbaja caminó hacia un hombre
que parecía ser el dueño del lugar y se pusieron a conversar.
—¿Qué te pasa en la cabeza, Félix? Es tu madre. No hablarás en-
serio, ¿cierto?
Félix rodó los ojos a otro lado. ¿Denunciar a su propia madre? Ste-
ven nunca habría sido capaz de hacerle eso a su mamá, por más que
la odiaba en el pasado. Lo que daría por cambiar de madre con Fé-
lix…
—¡El pata coja y el cristianito! —la burla de Dylan Macross rom-
pió el silencio. Vestía un enterizo azul como todos y estaba colgando
un montón de cuchillos en compañía de Mark y Jimmy.
—¿Dylan? —Solo con mencionar su nombre, Steven quería gol-
pear paredes.
—Qué sorpresa tenerlos aquí, pequeños. —Dylan puso las manos
en los tirantes de su mandil gris. Tanto su cabello revuelto y la ropa
los tenía cubiertos de suciedad—. Es evidente que les gusto tanto
como para seguirme a todas partes.
—No tenía idea de que trabajabas aquí —dijo Félix—. Yo estoy a
punto de ser inscrito a este inframundo, pero como ustedes están
aquí supongo que mi vida no será tan fea.
Dylan rio y situó su atención en Steven.
—¿Tú también vas a trabajar aquí, cristianito?

267
—No, y para su información, ya estoy por retirarme.
—Ay, ¿por qué? ¿No te gusta nuestra presencia?
—Solo vine a acompañar a Félix, pero ya no tengo nada que hacer
aquí —contestó retrocediendo, trataba de mantenerse firme para no
mostrar una postura débil.
—Me recuerdas a mi mamá… Siempre huyendo —dijo Dylan,
nostálgico.

En la noche hicieron una tremenda fiesta en el departamento de Dy-


lan.
Resultaba interesante que tuviese tantos amigos, ya fueran adul-
tos o adolescentes. El lugar estaba atestado de pandilleros juveniles.
Dylan, tirado en el suelo, soltaba obscenidades después de inhalarse
un puñado de cocaína, al mismo tiempo admiraba una fotografía en
sus manos.
Los amigos de Dylan se amontonaron en rueda sobre el suelo, con
excepción de Félix, que terminó medio inconsciente en el mueble;
le habían obligado a beber alcohol, de otro modo sería un maricón,
como decían.
—¡Ya Macross! ¡Dime mi futuro! —pidió Diego, emocionado.
Dylan se arrastró hacia ellos y comenzó a profetizar.
—Tú serás arquitecto y tendrás muchas chicas…
—¿Qué más? ¿Me casaré?
—Ya quisieras. No, no pasará, porque tu chica te va a engañar.
—¡Hey! Ahora viviré con miedo cada que consiga novia.
—¡Dylan! ¡Me toca! —Mark levantó el brazo.
―Quiero salir de aquí ―Félix balbuceó desde el mueble, inte-
rrumpiendo la sesión vidente de Dylan.
―Siempre tan llorica, Jordan ―se burló Dylan―. Eres igual a ese
cristianito.
―Dylan, entiendo que Steven es un ignorante, ¿pero por qué no
admites de una vez que te gusta? ―dijo Caleb, también volando por
los cielos por tantos tragos.

268
―Ya les dije que no soy gay ―musitó Dylan con los parpados en-
treabiertos―. Además, no soy incestuoso…
―¿Qué quieres decir? ―preguntó Mark.
―Déjalo. Está diciendo tonterías otra vez ―intervino Jimmy.
―Bien drogado.
Todos rieron. Félix ya estaba perdiendo el sentido de la audición,
el mundo lo vio distorsionado. Sintió que vomitaría.
Dylan estaba tendido boca arriba. Hablaba entre labios, y confesó
tras un largo silencio:
―Nunca le he contado a nadie, pero… Steven es mi hermano.
Félix, con los ojos cansados, alzó la cabeza, como una marmota de
su hueco. Creyó oír que Dylan confesó que Steven era su hermano,
pero de pronto vio su entorno ennegrecerse. Entonces recordó que
estaba ebrio, todos lo estaban, así que era posible que lo que escuchó
fuera una alucinación. Solo Mark no estaba tan fuera de sí, su rostro
cambió a una expresión atónita al oír la locura de Dylan.
―Estás bromeando, ¿verdad? De todas las estupideces que has di-
cho hoy, esta es la mejor.
―¡Lo digo enserio! ¡Steven es mi hermanastro! ―Mandó una mi-
rada exasperada con sus ojos irritados―. Esa es la verdad.
—¿De dónde sacaste eso? ¿De tus poderes de vidente? —preguntó
Jimmy.
—Mis poderes de vidente no me quisieron revelar eso… Sé desde
niño quien es mi verdadera madre. No soy un bastardo.
—Siempre pensé que lo eras —opinó Mark.
Dylan le llamaba poderes de vidente a su conexión con los espíri-
tus. Era un juego para él, lo mostraba como un juego, pero detrás de
la diversión de ver el futuro y adivinar los secretos de la gente, había
algo más terrible que tuvo que sacrificar para obtener ese don.
―Me es difícil creerte en ese estado ―continuó Mark—. Pero si
es verdad que ustedes son familia… ¿Steven lo sabe?
―Pregúntale ―sugirió Jimmy.
―No voy a perder mi dignidad preguntándole una tontería sin
fundamento.

269
―Créanlo. Shannon tiene más secretos de lo que él cree. Muchos
secretos… —expuso Dylan.
―Sí, definitivamente estás muy drogado ―concluyó Mark.
―¡Okey, okey! No estoy entendiendo nada. ―Se rindió Caleb y se
sentó―. Si Steven es tu hermano, ¿por qué lo odias tanto? ¿Por qué
repartiste el chisme de la madre prostituta de Steven?
―Si Steven es tu hermano, entonces Percy también lo es. ―Mark
se abrazó las rodillas―. ¿Tantos años siendo amigos y nunca me lo
contaste, Dylan?
―No es algo de lo que sentirme orgulloso. ¿O acaso tú tienes el
coraje de confesar que tus padres se separaron y que a tu papá lo
mandaron a prisión?
―Espera. ¿Cómo sabes eso? ―Se sobresaltó.
Lo de su padre en prisión, Mark no se lo había revelado ni a su
sombra. Nadie sabía de los secretos de la familia de Mark, hasta
aquel segundo.
―¡De verdad que eres un adivino, Dylan! —expresó Caleb, admi-
rado.
Mark miró de él a Dylan y viceversa.
―Vas a tener que explicarme detalladamente porque no en-
tiendo nada.
―Les contaría toda la historia de mi vida, señoritas, pero ahora,
quiero desmayarme. ―Dylan se levantó tambaleante a buscar a su
amigo adulto que repartía droga entre la gente de la fiesta.
A Félix lo invadieron las náuseas, desde el estómago se le subie-
ron hasta la garganta. Salió disparado al baño.

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CAPÍTULO 28
Morir para el mundo

Si aún no se marchaba de la casa, se debía a que sus padres le orde-


naron permanecer viviendo con ella, mientras ellos le pagaban los
estudios desde el ejército. Ellos no volvieron de la guerra, no la veían
desde los doce años, obviamente seguían imaginándosela como la
niñita pecosa y descuidada que era antes. Pero ella tenía mejores
planes para su futuro, podía independizarse ―ignorando el hecho
de que no sabía a donde ir― se esforzaría, aunque vivir bien fuera
costoso y no hubiera buenos trabajos como para mantenerse. Con
cualquier cosa se conformaría con tal de salir de su hogar.
Cesia se arrepintió de haberle comentado a su tía que se bautiza-
ría ese domingo como prueba de su amor hacia Dios, era obvio que
no recibiría un felicidades de su parte.
―Tía, yo no quiero sonar grosera, pero soy un ser humano que
también se cansa de que le digan todo el tiempo que fracasará. A ti
no te gustaría que te lo dijeran… Por favor, ya no sigas resentida, yo
no estaría aquí si no fuera por Dios, por eso quiero servirle. Mi deci-
sión fue clara, me estoy haciendo una mujer y yo decido qué camino
escoger.
―¡Ah! ¿Conque eres una “mujer”?
Dobló dos dedos haciendo comillas. El olor a esmalte fresco de las
uñas de sus pies llenó toda la sala, dejó de pintárselas para darle un
fuerte escarmiento.
―Eso significa que tú te buscarás un trabajo y te alimentarás sola.
Yo ya no te daré nada, no cocinaré para ti, ni te compraré comida. A
partir de ahora vivirás en esta casa, pero no te mantendré. ¡Y no te
atrevas a pedir nada! ―avisó y continuó pintándose las uñas, sen-
tada en el mueble―. A veces quisiera adoptar a esa niña: Melissa. Es
tan hermosa y un ícono de la moda. ¿Tan difícil es aprovechar lo que

271
tienes? Yo si a tu edad hubiera tenido ese cuerpo lo hubiera usado
para hacerme rica. Pero cómo no, esa bruja Harriet te envenenó.
Cesia quería reventar, no obstante, la dejó cuchichear tonterías.
¿Había una chance de que Cesia tuviera un final feliz en su vida?
Ni siquiera a eso se le puede llamar vida.
Agarró su mochila y se encaminó a la puerta.
―¿A dónde crees que vas?
―¡Voy a bautizarme, y tú no me lo vas a impedir!
―¡Si no vuelves aquí a la cuenta de tres, te denunciaré con el Sis-
tema Ciudadano!
Cesia se detuvo en seco. Giró.
―No lo harás…
―¡Como ya te dije, nunca me importaste! Solo el dinero que pude
hacer con tu belleza.
―¡Estás loca, enserio! ¡No puedes retenerme contra mi voluntad!
No es necesario que vayas, tía, solo déjame ser libre por una vez…
No sé qué más me frustra, el no recibir cartas de mis padres o tus
cadenas —añadió Cesia entristecida.
La vieja se levantó del mueble.
—¿Sí sabes que tus padres son ateos?
—Sí, ¿y qué?
—Ellos trabajan para Varnes. ¿Crees que les dará gusto enterarse
que eres cristiana?
—¿Acaso eso es un crimen? Es increíble cómo se han retorcido los
principios.
—Creer en cosas imaginarias es un problema psicológico, niña.
No esperes que vamos a apoyar tu alucinación. Mira, voy a dejar de
actuar como la madrastra cruel, admito que he sido muy dura con-
tigo, pero también me preocupa que la religión te siga lavando el ce-
rebro porque… ya no eres la misma de antes, mi niñita.
—No lo soy, y eso me alegra. No había día que no sintiera la nece-
sidad de un salvador. Jesús fue todo para mí, llenó todo lo que me
faltaba.
Margarett asintió comprensiva.

272
—Entiendo. Bueno, está bien, puedes ir a tu bautizo.

Steven salió de las aguas de bautismo después de aceptar morir para


el mundo y vivir para Cristo. En cuanto pisó el pasto de la orilla del
río, estiró el cuello en busca de su mejor amigo y la señora Rosa. No
los encontró en ninguna parte de la multitud.
Después de que Cesia se bautizó, también se la vio buscando a al-
guien entre la gente. Mientras Steven navegaba entre los hermanos,
todavía empapado, chocó con ella.
Cesia le sonrió, y se agarró con ambas manos el cabello largo para
escurrir el agua.
―¿Qué pasó, te perdiste?
―No, pero yo sí perdí algo ―admitió con un sonido resentido en
la garganta―. A mi amigo.
―Lo imaginaba.
―Prometió que vendría ―miró hacia la multitud―, pero ahora
sé que no le importo.
―Ya somos dos. Mis amigas tampoco vinieron… mucho menos
mi tía. No sé por qué siempre espero algo amable de la gente que no
me aprecia.
Steven estaba de acuerdo. Tenían algo en común.
A pesar de la pena de que lo dejaran plantado, no se enfureció con
Félix, lo comprendía. A lo mejor se le olvidó, tuvo tareas o entrena-
miento. Trató de convencerse de que no lo hacía por maldad.
La familia de Steven y Cesia no asistieron hoy para felicitarlos, por
lo tanto, las únicas personas que tenían para abrazar eran Harriet y
Gideon.
―Estoy muy orgulloso de ti, chaval ―expresó Gideon mientras lo
abrazaba.
“Orgulloso de ti”. Esa era la frase que dicen los padres a los hijos
por sus logros… Nunca nadie le había dicho a Steven tal cosa, a me-
nos que Gideon en el fondo lo considerara su hijo. Aquel gesto fue

273
elemental para hacerle sonreír y devolver el apretón a su amigo vi-
kingo.
―Te quiero, Gideon.
Tras haberlo confesado, escuchó a Gideon sonarse la nariz.
―No… Me vas a hacer llorar. ―Se secó una lágrima invisible.
Nunca pensó decirle esas palabras, en específico a él, al predica-
dor loco que todos odiaban. Otra mejor frase para agradecerle por
ser tan bueno con él no se le venía, él y Harriet habían cambiado su
forma de ver al mundo. Por ello, también estrechó a Harriet, siendo
la siguiente en empaparse por la bata de bautismo mojada.
―Nosotros también te queremos, hijo. Te amamos. —Harriet,
amorosa, lo llenó de besos en toda la cabeza y acarició su espalda.
El coro se lució con las alabanzas, todo fue una ceremonia armo-
niosa y angelical, dejando de lado el vacío en el corazón por la au-
sencia familiar de Steven y Cesia.
—Yo solo les aconsejo que no se rindan, chavales —les habló Gi-
deon—. Ustedes, recién convertidos, todavía usan pañales, son unos
bebés dinosaurios que recién salieron de su cascarón, unas orugas
peludas brotando de su capullo…
—Entendieron el punto, cariño —intervino Harriet viendo que su
marido no se tomaba nada enserio.
—Créanme que es admirable ver jóvenes como ustedes viniendo
solos a la iglesia, nadie los arrastra como otros chicos que nacieron
en el evangelio. Ustedes se enfrentan a situaciones fuertes y no se
pierden un culto.
»Como líder de jóvenes que soy desde mis veintiocho años, les
digo que velen, oren y resistan al diablo. Porque ya desde ahora no
la tienen fácil.
—Tienes razón, Gideon —confirmó Cesia, desolada recordando
todas sus batallas en casa.
—El diablo va a hacer todo lo posible para destruirlos, a él no lo
oigan. Será duro, pero no tengan miedo, el Señor estará con ustedes
día y noche. Persistir, insistir y nunca desistir son la trinidad per-
fecta para levantarte cuando tropiezas.

274
Steven recibió todas sus palabras y las cerró con candados en la
bóveda de su corazón. Lo que fuera que Dios tuviera para ambos era
un misterio, no obstante, el inicio para una guerra contra el diablo.
Cesia regresó de quitarse la túnica de bautismo y de haberse
puesto una falda delgada, la cual ondeaba con el viento. Sintió la mi-
rada de alguien a sus espaldas mientras guardaba su ropa mojada en
la mochila, y por un instante creyó que se trataba de Steven. Cuando
giró, le decepcionó que fuera Melissa Bell, bajo un árbol, escrután-
dola como si poseyera algo que ella no.
Cesia era consciente que sería inmaduro odiarla toda su vida.
Aunque sus polos sean opuestos, retó a su orgullo y se aproximó
hasta ella. ¿Qué mejor momento que este para hacer las paces?
―Hola. ¿Cómo va todo?
―Todo bien ―objetó Melissa un poco cortante―. Tú ya te bauti-
zaste, yo llevo toda mi vida en esta iglesia y no me he bautizado.
―¿Cuál es la razón?
Melissa avergonzada miró hacia el río, donde seguían bautizando
a otros hermanos.
―Ya sabes, no estoy lista, y tampoco el pastor me ve en condicio-
nes para esto. Necesito cambiar muchas cosas.
―Oh. ―Cesia bajó la mirada, absorta―. Yo… no debí bautizarme
en esta condición.
―¿A qué te refieres?
―Me arrepentí de muchas cosas malas que hice, pero también me
bauticé odiando a algunas personas, y no se lo dije al pastor. Pero
ahora… tengo que ponerme a cuentas. No me estoy engañando a mí,
sino a Dios, y a él no se le puede engañar.
―Okey. Suerte con eso.
Cesia guardó silencio, tratando de encontrar las palabras correc-
tas.
―Perdón por ser tan… no sé cómo decirlo. Sabes cómo he sido
contigo… Perdón por todo.
Melissa no dijo ni una palabra, en cambio lo repasó un momento.
Ella también fue terrible con Cesia, le hizo muchas barbaries

275
movidas por su envidia y deseos de ser superior. ¿Pero en qué les
servía la envidia? Ambas eran hermosas como Dios las hizo, una te-
nía menos dinero que la otra, pero ante los ojos de Dios todos com-
parecerían en el día del juicio. Arriba no valdría qué tan importantes
fueren en la tierra.
―Bueno, es que tú te crees la chica tan bonita y única que lo sabe
todo, por eso prefieres ser doctora que ser modelo, desprecias los es-
fuerzos de tu tía —respondió Melissa—. Te daré mis disculpas, pero
no mi amistad, yo sí sé valorar las cosas. En cambio, tú te dedicas a
buscar chicos que te suban la autoestima que no tienes.
El rostro de Cesia quedó inflexible. ¿Cómo podía existir una per-
sona con tanto orgullo? En realidad, no era la única persona detes-
table con la que lidiaba, ya debería acostumbrarse.
Al menos intentó hacer las paces. No tuvo palabras para respon-
der, hizo una reverencia con la cabeza en forma de despedida.
―Genial. Muchas gracias.
Y se fue sin más. Poco a poco aprendía la lección de que no podía
rogar cariño a gente llena de odio. Nunca podría esperar algo de
Dios de gente que no lo tenía.

Steven se cambió la ropa mojada a ropa seca adentro de la miniván


de Gideon, después salió y casi chocó con Milly. Le pidió disculpas
por casi arrollarla y ella sonrió.
—No te preocupes, de hecho, te estaba buscando.
―¿Buscándome? ¿Para qué? ―preguntó, mientras se acomodaba
el cuello de la sudadera.
―¿Qué pasó con nosotros, digo, con nuestra relación?
Steven pensó por un momento y se estremeció al recordar que…
¿¡tenía novia!?
Como un tonto empezó a tartamudear.
—Eh, eh… ¿de qué me perdí?
—No me digas que no lo recuerdas. Tú me pediste que fuera tu
novia ese día que salimos de la escuela.

276
—Milly, yo no te pedí nada…
—¿Entonces qué? ¿Estuve alucinándote desde el principio?
—Okey, sí te lo pedí, íbamos a besarnos… Pero al final nunca fui-
mos novios.
Milly no supo qué responder a eso.
—Pero… Yo te gusto, ¿no?
Una vez escuchó a alguien decir que, si piensas en esa persona an-
tes de dormir, estás enamorado. Steven por su parte, en lo único que
pensaba antes de dormir era en simplemente dormir, porque pensar
en otras cosas le aseguraba un insomnio. Entonces, fue así como en-
tendió que Milly ya no le gustaba, es más, nunca le gustó, solo fue la
presión social de tener una novia como todos, y terminó creyendo
que le atraía.
Ahora sabía que no estaba en la edad y la madurez para asumir
una relación, y que, si algún día ambicionara tener algo serio con
una chica, debía ser por amor verdadero.
―Yo no siento nada por ti… En verdad lamento haberte ilusio-
nado, fue… una inmadurez de mi parte.
―¿Estás seguro?
—Muy seguro, y es mejor que me creas si no quieres vivir enga-
ñada.
—¡Significa que me mentiste!
—Milly, para empezar, ¿cómo piensas tener una relación con-
migo? Tú cantas en el coro, eres la hija del pastor.
—¡Estoy harta, simplemente estoy harta de que todo el mundo
diga que soy la hija del pastor! Como si eso no me permitiera vivir.
Steven abrió y cerró la boca. Ahí había un problema personal que
debía discutir con sus padres.
—No creo que ser hijo de pastor no te permita vivir… Solo digo lo
que he aprendido: no estoy en la edad de tener pareja. No aún y…
tampoco quiero. Lo siento, pero no hay una pisca de amor por ti, pre-
fiero esperar a grande y que Dios me dé lo que quiera darme.
Decir la verdad, acabó con una chica envuelta en lágrimas y con
él huyendo de la escena para no empeorar su estado de ánimo. No

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era bonito que en el día de su bautizo sucediera este tipo de situacio-
nes, Milly arruinó su tarde feliz, ahora sentiría cargo de conciencia
por haber sido tan sincero.
Las voces de los peques del coro llamándolo lo distrajeron de sus
penas. Genji le presentó al hermano que tocaba el piano, su nombre
era Bryan, de veinte años.
―… y también es hermano de Melissa ―dijo Luisa. Cesia se
acercó, más por el interés de conocer al hermano de su enemiga que
por otra cosa.
―¿Tenías que mencionarlo? ―Se enfureció el hermano Bryan―.
¡Oh, rayos! Olvidé que hoy le debo dinero a mi hermana para que
venga a la iglesia.
―¿Es enserio? ―preguntó Cesia. Eso lo explicaba todo.
―Caray ―expresó Steven, asombrado.
―La juventud de ahora… ―Genji miró al cielo.
―A mí me avergüenza mi generación, ¿saben? ―manifestó Ste-
ven.
―Y a mí ―apoyó Azami desde abajo.
―¿Steven, quieres acompañarnos en una alabanza? ―preguntó
Daniel de repente.
Steven accedió contento y el coro de jóvenes inició su alabanza
con “Goodness of God”. Genji al saxo, Annie al violín, Luisa a la gui-
tarra y Cesia a las palmas, porque le daba vergüenza alzar dema-
siado la voz y desafinar.
Allí se paseaba otra vez la música por sus cuerdas bucales, mien-
tras más Steven cantara más se ejercitaban y liberaban una armonía
llena de poder.
Terminaron, y los chicos querían continuar con la siguiente can-
ción.
―Ya quiero que estés en el coro ―Luisa confesó. Steven también
deseaba cantar para Dios, aunque no se supiera bien todas las ala-
banzas.
―Tienes voz de negro, hermano ―lo halagó Daniel, emocionado.
―Yo soy negro, y apenas sé hablar ―repuso Bryan.

278
El pastor barbón aún estaba secándose el pelo afro con una toalla,
posteriormente de bautizar a veinte personas en esa tarde soleada.
A la distancia él había estado escuchando la elegante voz de Steven,
por lo que se aproximó destellando felicidad.
—Increíble voz, Steven. Ya entiendo porque todos dicen que de-
berías pertenecer al coro.
—Haría un buen dueto conmigo, pastor Jhon —puntualizó Luisa,
sonriente.
—¿Enserio?
—Lo dice porque le gusta —susurró Genji al pastor, pero todo el
mundo lo escuchó y recibió un puñetazo en la espalda de parte de
Luisa.
—¡Cállate, pesado! Es mentira, Steven, solo le gusta molestar. No
te atrevas a creerle —se excusó Luisa, nerviosa, tratando de desha-
cer la verdad declarada.
Steven se limitó a sonreír sin responder nada.
El pastor después de darle un sermón de lo que conllevaba cantar
para Dios, dio las palabras más esperadas, que al instante hizo bailar
de alegría a los jóvenes:
―Todos los viernes tenemos ensayos. Bienvenido al coro, Steven.
Steven se controló para no desmayarse de felicidad.

279
CAPÍTULO 29
Los alumnos sospechosos
Las calles y casas se cubrieron de nieve.
El aliento de la gente salía como nubes de hielo. Los departamen-
tos fueron adornados con luces y decoraciones navideñas; niños se
divertían en sus trineos, deslizándose en montañas de nieve. La
gente patinaba en el río Bow, que ahora estaba congelado.
Steven también quería patinar, pero se sentiría muy solo en me-
dio de todos los que tenían a sus amigos para divertirse. Su cum-
pleaños cada día se acercaba y todavía no se le ocurría a quién invi-
tar. Ya no tenía un mejor amigo.
Lo extrañaba y a la vez deseaba no haberse enterado de lo que ha-
cía a sus espaldas. Todavía no conseguía procesar su descarada trai-
ción, cuando lo recordaba le abrumaba. ¿Cómo sabría quién era un
verdadero amigo y quién no? Las personas eran muy buenas para
mentir.
―¡Holi! ―apareció Cesia parándose a su costado, se la veía como
una bola de estambre con todos esos abrigos gruesos, bufanda y go-
rro.
―Hola, ¿qué hay de bueno? ―respondió, sorprendido por encon-
trársela.
―Kon’nichiwa. ―Genji se plantó a su lado, sus mejillas estaban
rojas por el frío y traía unas gafas de esquí.
―¡Yííííííjaaa! ―gritó Gideon, que vino corriendo desde atrás,
puesto unos patines. Se arrojó al hielo, a deslizarse como un patina-
dor profesional, dando saltitos y vueltas épicamente peligrosas.
A Steven, Cesia y Genji se les cayeron las bocas al verlo, él estaba
tan viejo y gordo. ¿De dónde sacaba tanta energía?
―Ah… este hombre parece un niño. ―Suspiró Harriet con una
mano en la frente, cubriéndose del sol.
―¡Hola, Harriet! ―saludaron en coro. Ella les devolvió el saludo.

280
Gideon zigzagueó a toda velocidad los pies para patinar de espal-
das, después dio un salto y realizó un montón de vueltas en el aire.
―¿Cómo hace eso? ―preguntó Steven.
―Cuando era adolescente hacía concursos de patinaje sobre rue-
das con sus amigos en el parque.
Los chicos abrieron los ojos con sorpresa al oír eso. Gideon ya se
iba para los cuarenta y siete años, ¿cuántos talentos más tenía bajo
la manga?
―¡Oigan, ustedes parecen viejos aburridos! ¡Vengan a patinar!
―gritó Gideon desde el hielo.
―Yo no sé patinar ―se lamentó Cesia.
Steven con los patines puestos, dio zancadas en la nieve. Sus pies
se hundían a cada paso, exhaló nubes de vapor congelado que se dis-
persaron en el aire. Llegó al río y se deslizó meciendo los pies de un
lado a otro, dejando líneas marcadas en el hielo.
―¡Te reto a una carrera! Si gano yo, te adoptaré.
―¿Qué? ―Steven casi se resbala de la risa―. No lo dices enserio.
―Nunca había hablado más enserio en mi vida.
―Eres gracioso, Gideon, muy gracioso. ―Meneó la cabeza por su
broma. Ambos se situaron en el extremo derecho de la pista, en pose
de iniciar a correr.
―El que llegue primero a las rocas del otro extremo, gana. En sus
marcas, listos…
―Si gano yo, me dará cinco dólares. Hace siglos que no como una
hamburguesa de los puestos de mala muerte. Hay ratas ahí, pero…
―¡Fueeraaaaaa!
Steven se adelantó más rápido que él, su bufanda se agitaba en el
aire por el viento y Gideon corrió tras suyo a toda velocidad. Esqui-
varon en zigzag a los niños de sus alrededores. Los patines crujían
cuando caían al hielo, dejaban pedacitos acuchillados por las mar-
cas del desliz.
Steven por poco se resbaló, el hielo estaba muy húmedo, era fácil
perder el equilibrio, pero llevaba la delantera y le dio con todo a sus
pies. Ya saboreaba esa hamburguesa.

281
No vio venir a Gideon por detrás, quien lo rebasó como una bala y
el viento que hizo al pasar lo tambaleó como una espiga.
―¡Ja, ja, ja! ¡Tortuga! ¡Lero, lero! ―Gideon hizo burlas y muecas
con la lengua mientras se alejaba.
―¡Vamos Gideon! ―gritó Harriet.
―¡Vamos Steven! ¡Tú puedes! ―gritó Cesia, dando aplausos
amortiguados por sus guantes.
Genji observaba todo anonadado.
La roca ya estaba cerca, a estas alturas era imposible ganar a Gi-
deon que ya estaba a varios metros de él y alzaba los brazos oliendo
la victoria. Steven aceleró la patinada, pero se dio por vencido a
unos metros de llegar.
Gideon tocó primero la roca.
―¡Oh, no Steven! ¡Esperaba más de ti! ―gruñó Cesia, decepcio-
nada.
Harriet alzó barras de triunfo y Gideon celebró como un niño que
se había ganado un videojuego en su cumpleaños. Después volvió
patinando hacia él, sonriente.
―¿Qué pasó? ¿Por qué te rendiste, peleador?
―Usted fue un patinador profesional en su juventud… Los gana-
dores deben seguir ganando ―comentó agitado, con los brazos apo-
yados en las rodillas. Sus mejillas, heladas como glaciales estaban
rojas, así como sus labios.
―Bueno, bueno, gracias. Significa que a partir de ahora eres mi
hijo. ¡Yo te adopto como Steven Wilson! ―declaró uniendo el nom-
bre de Steven con su apellido.
―Gracias, papá ―bromeó. Aunque la broma le habría gustado
creérsela.
Ambos patinaron de vuelta a la orilla.
A pesar de que Gideon ganó se los llevó a todos a un puesto de
comida. Era lo poco que podía darles, no podían darse lujos con tan
poco dinero.
Steven no lo quiso aceptar, pues él no había ganado, pero Gideon
se hizo de rogar.

282
Fue de las mejores tardes con sus nuevos amigos.

***

Para Steven era complicado recorrer los pasillos y toparse con Félix.
Ambos se evitaban, no rozaban sus miradas.
Félix no se veía arrepentido de nada, aparentaba pasársela muy
bien con su mancha de nuevos amigos. Alison notó que ellos dos ya
no se hablaban, le preguntó a Félix qué había ocurrido con su amis-
tad, cosa que él le respondió que Steven solo estaba envidioso. Lo
expresó de forma para que le oyera desde su escritorio. Steven enar-
deció. No bastaba con traicionarlo, todavía hablaba barbaries de él
y sin remordimiento.
«Contrólate, Steven, contrólate. La respuesta amable calma la
ira.» Lo menos que podía hacer era dejarlo pasar y no darle interés.
Dylan y su grupo se reunieron en el escritorio de Félix, hablaban
mientras Dylan echaba una miradita socarrona a Steven cada se-
gundo. Seguro estaban planeando qué maldades hacerle.
Ya presentía lo que le iba a pasar, así que optó por pararse y esca-
par del salón. Dylan extendió la mano y le pellizcó el trasero. Al sen-
tirlo, Steven se giró bruscamente y le tiró un puñetazo en la nariz,
esto hizo eco en todo el salón. Los alumnos se carcajearon y eleva-
ron coros de asombro y burlas. De la nariz de Dylan chorreó una
mancha de sangre, su cuerpo flaco se zarandeó, a punto de caerse
para atrás.
Steven sacudió la mano del dolor por el puñete, sin embargo, el
dolor fue delicioso, llevaba tiempo con ansias de marcarle una
buena herida en su feo rostro. Como siempre, Steven volvió a ser el
centro de atención de todos.
―Puedes aprovecharte de mí una vez, Macross, pero no siempre
tengo paciencia.
Dylan empezó a carcajearse.
―Eres rudo, cristianito. ―Se pasó un dedo debajo de la nariz―.
¿Pero la biblia no dice que debemos amar a nuestros enemigos? No

283
estás siendo un buen hijo de Dios. Te vas a ir al infierno por no amar
a tu prójimo.
Steven no supo qué responder. No lo hizo. Se largó lo más rápido
posible. Al salir, Dylan corrió y se trepó en su espalda, empezó a
ahorcarlo con los brazos mientras lo disfrutaba. Steven trató de li-
berarse, dio codazos en su estómago. Empezó a tambalearse por el
peso.
―¡Suéltame!
―¡Tienes que dar la otra mejilla, cristianito! A Dios no le va a gus-
tar que odies a tu prójimo.
Alguien por detrás agarró a Dylan del saco y lo estalló de cara con-
tra los casilleros. Dylan quedó indefenso. Percy pasó sus brazos
atrás de su espalda, sosteniéndolo como a un prisionero.
―¡Escucha bien, cara de rata: solo una persona puede maltratar a
mi hermano, y ese soy yo! Más te vale no volver a acercártele, así que
solo por hoy te dejaré libre ―amenazó Percy, hablaba muy enserio.
―¿O qué? ―preguntó Dylan, desafiante aún en esa posición cu-
tre.
―O te romperé los huesos ―resumió. Lo contuvo un tiempo
hasta que lo soltó como cualquier cosa. Dylan se acomodó la ropa,
mantuvo la compostura a pesar de quedar en ridículo frente a todos.
Regresó al salón, después de lanzarles una sonrisa que dio miedo.
Steven quedó admirado por el gesto de su hermano mayor. Percy
lo miró con su típica cara amargada. Estuvo por irse, pero su her-
mano lo abrazó del torso. No paró de dar gracias.
―¡Te quiero, te quiero! ¡Te quiero hasta el infinito y más allá!
―Yo no te quiero hasta el infinito. ¡Y lárgate para allá! ―Lo em-
pujó, pero Steven como un imán volvió a abrazarle.
―Tú sí tienes sentimientos, Percy, y en el fondo tienes un gran
corazón. Me defendiste de ese pesado.
―Piensa lo que quieras. Que haga algo bueno no significa que
ame a la otra persona.

284
―A pesar de todo te preocupas por la gente, si no, nunca hubieras
elegido ser paramédico ―respondió aún sin soltarlo, lo abrazó más
fuerte.
Percy se selló la boca, y se hizo la pregunta de… ¿por qué escogió
ser paramédico? Pudo haber elegido ser pintor, amaba la pintura,
pero también le obsesionaba el cuerpo humano. Si llegaba a ser pa-
ramédico sus días estarían rodeados de adrenalina al llevar a los pa-
cientes al hospital, tendría que luchar en una ambulancia para sal-
var una vida. Muchas vidas.
¿Para qué quería salvar vidas si no podía salvar la de él?
―Eso no te importa.
¿Aquello siempre lo decía cuando se quedaba sin salida? ¿Por qué
no lo podía aceptar, y ya?
―Te quiero ―repitió con una radiante sonrisa.
Percy lo quitó de sí y se fue con paso relajado a su salón. Steven
también se metió al suyo, con una felicidad colosal de que su her-
mano se preocupara por él. Le daba lo mismo si por fuera él se com-
portaba áspero, en lo íntimo era un ser humano con emociones y no
le cabía duda de que sí lo quería.

285
CAPÍTULO 30
Amigo leal
Probablemente sería de los últimos campeonatos de básquet de
todo el año, y no por eso menos importante.
Llovió nieve la noche anterior, por la pista los barrenderos aleja-
ban la nieve para dejar libre a los carros. Se podía sentir la brisa gé-
lida en los dedos, las ventanas mojadas con copos de nieve.
A las siete de la noche, Steven se alistó con el impecable uniforme
de banda que se compró con el dinero robado de su mamá. Se miró
al espejo de la pared de su cuarto para acomodarse el blazer rojo.
Aquella prenda estaba confeccionada con una tela de alta calidad.
Tenía unos botones grandes y dorados; en los hombros, unos ador-
nos rectangulares y brillantes con tiras cortas que colgaban; cadeni-
tas colgantes se entrelazaban de un botón a otro. El pantalón, las bo-
tas negras y el casco con la cresta enorme lo hacía sentirse como de
una banda de ejército militar.
Todo el uniforme era una obra de arte detallada con sumo cui-
dado.
Ponerse esta prenda cada campeonato era como rememorar las
veces que le fue irrespetuoso a su madre. Al principio no le causaba
remordimiento, pero ahora sentía como si se colocara una mochila
de pecados, los errores que jamás pudo corregir por estar lejos de
Dios.
Trató de despedir esos pensamientos negativos, hoy era un día es-
pecial para la escuela, para su amigo Félix. Debía estar enérgico.

Entraron como un escuadrón de soldados en la escuela atiborrada


de gente desconocida que iba y venía por los pasillos, con los prepa-
rativos del gran día. Se instalaron todos en un salón, donde el con-
ductor de la banda les dio instrucciones de todo lo que debían hacer

286
al salir a dar su espectáculo. Steven y Alison, después, salieron por
los pasillos y se pararon en la puerta del vestidor, a mirar a las estre-
llas basquetbolistas que competirían. Félix tenía una charla motiva-
cional con su entrenador y el equipo.
―¡Hoy no meteremos la pata! ―vocearon los jugadores, abraza-
dos en círculo. Salieron como un ejército de gigantes, trotando y su-
perados para vencer. No terminarían el año perdiendo.
Félix chocó los puños con Steven, dio un beso a su novia y se ale-
jaron en dirección al pasadizo de espera para salir a la cancha.
Cuán orgulloso estaba Steven de su mejor amigo. Oraba en su
mente para que le ganase al equipo enemigo: los Rocas.
Fue un rato al baño masculino para mentalizarse y hacer sus ne-
cesidades. El narrador de los juegos ya había empezado a dar la aper-
tura, incluso allí se oían los voceríos de la multitud dando barras.
Steven oyó unas risas conocidas que se aproximaron. No, no era
Percy. Steven tenía el trauma de vincular cualquier desgracia con su
hermano.
El grupo de chicos se lavó la cara en los lavabos y cotilleaban sobre
chicas. Típico.
Después, pasaron a un tema más delicado que incluía a Steven,
estaban hablando cosas feas de él. Steven ya había terminado de ha-
cer sus necesidades, pero se quedó parado en silencio dentro del
cuarto de baño, mirando a través de la rendija de la puerta.
―No puedo creer que sigas siendo amigo de ese perdedor ―dijo
Dylan y dio una calada a su cigarrillo, el humo de tabaco llenó todo
el ambiente. Fumar antes de jugar básquet causaba complicaciones
en los pulmones cuando se agitaba, pero ni le importaba. Sus otros
amigos también le siguieron la calumniada, dijeron aberraciones
acerca de él.
Steven quería salir a patearlos a todos, esperaba que Félix se de-
fendiera y no se matara de la risa junto con ellos.
―No, oigan, yo solo finjo, ¿sí? ―respondió Félix―. Finjo ser su
amigo, pero en realidad, nunca lo consideré mi amigo. Siempre está

287
hablando de Jesús y esas cosas aburridas, además es muy menso e
inocente.
―¡Inocente eres tú, Félix! ―Caleb se cruzó de brazos, con una mi-
rada pícara.
―No, no lo soy ―contestó entre risas―. De hecho, soy tan per-
vertido como ustedes. Cuando él trataba de conquistar a Milly, yo ya
la había enamorado primero, siempre nos besábamos, y lo más gra-
cioso es que nunca se dio cuenta. Es mi más oscuro secreto. ―Tomó
un sorbo de su botella con agua.
―No me digas, ¿solo besos a la novia de tu amigo? Pensé que se-
rías capaz de más ―intervino Diego y le arrebató el cigarrillo a Dy-
lan para fumar como un adicto.
―A ver, tampoco exageren, ya cargaba con el peso de mentirle.
Ahora, cuando lo vea tendré que volver a fingir que me importa para
no herir sus sentimientos.
―¡Eres tan bondadoso, Félix! ―Caleb dio palmaditas en su es-
palda.
―Pobrecito, le herirá su corazón de cristianito ―añadió Jimmy,
juntando las manos.
―¿Sabes, Félix? Por más que intentes ser un ruin, no te va a salir
―dijo Dylan.
―Pero ahora es de la familia de la gente con criterio ―afirmó
Mark, y envolvió su cuello con el brazo.
«¿¡Es que no tienen nada bueno qué hacer!?»
Steven quedó atónito ante las absurdas afirmaciones que había
escuchado. La puñalada verbal de Félix lo dejó sin palabras, sin sa-
ber cómo reaccionar. A pesar de todos los momentos compartidos
desde la infancia, ¿Félix nunca lo consideró realmente un amigo?
Su traición fue abrumadora. Aquella amistad fraternal resultó ser
una farsa inimaginable.
Saliendo del baño, Steven se detuvo detrás de ellos, sus puños
apretados y su rostro enmascarado de ira. Félix, al alzar la vista des-
pués de lavarse la cara, captó la furiosa mirada de Steven en el espejo

288
y giró hacia él. En ese intercambio de miradas, ninguna palabra fue
necesaria; solo cejas fruncidas y ojos llenos de sorpresa.
Las palabras hirientes ya estaban dichas, irreversibles. No había
espacio para disculpas ni aclaraciones en ese momento. Steven li-
diaba con una mezcla de emociones, incapaz de gritarle lo que real-
mente sentía o incluso desahogar su enojo. Sintió un nudo en el pe-
cho, una opresión que lo dejó sin aliento. Abandonó el baño, ce-
rrando la puerta tras de sí con un portazo.
Caminando sin rumbo por el pasillo, el deseo de vengarse de Félix
lo consumía. Sin embargo, la lucha interna entre la furia y la tristeza
lo paralizaba. Optó por encerrarse en un aula vacía, donde final-
mente se dejó caer con la espalda contra la pared, sintiendo el peso
de la decepción.
«Dios, no sé qué hacer.»
Hundió el rostro entre sus rodillas, ni siquiera le salieron lágri-
mas. Habría que acostumbrarse a las traiciones. Toleraría la malig-
nidad de cualquier persona, pero no la de su mejor amigo. No de Fé-
lix.
¿En quién confiaría ahora?
―Steven, ¿qué haces aquí?
Steven levantó la cabeza al oír una voz de chica.
―¿Qué haces aquí, Cesia? ―preguntó, tenía la voz a punto de
quebrarse―. ¿Genji…?
Genji por otro lado estaba pegando con cinta adhesiva la vasta
rasgada de su pantalón.
―Yo entré para arreglar esto, me encontré aquí a Cesia y luego a
ti. Parece que aquí se esconden todos los que tienen problemas.
―Me metí aquí porque tuve una llamada ―Cesia levantó su celu-
lar―, afuera está muy ruidoso. Ahora tú, dime, porqué estás aquí,
deberías estar preparándote para la banda. ¿Por qué tienes esa cara?
¿Pasó algo malo?
A Steven le avergonzaba decirle, no era el tipo de persona a la que
quisiera contarle sus problemas, su orgullo lo vencía otra vez. Cesia

289
y Genji estaban preocupados por él, en verdad querían ofrecerle su
ayuda.
―Podemos ayudarte si lo necesitas ―ofreció Genji y los dos se
sentaron a sus costados.
―Estoy bien.
―No, yo sé que no estás bien ―respondió―. Es obvio cuando los
cristianos están pasando aflicciones, es difícil fingir que todo va de
maravilla. Pero aquí estamos, para ayudarte.
Permaneció callado, estaba más enojado que triste.
―Está bien si no quieres contarnos, podemos orar por ti si lo
deseas. ―Cesia sonrió con amabilidad.
Él tragó saliva. Tenía una cierta fobia a Cesia, pero resultó conmo-
vido por su interés en ayudarlo. «Ya basta, Steven. Ya basta.»
La juzgaba demasiado, pero ella ya no era la misma del pasado,
había cambiado, y al igual que él, luchaba por agradar a Dios y me-
jorar cada día. Tenía defectos y problemas como él, y no eran motivo
para detestarla. Ella haría lo posible por ayudar a superar lo que es-
tuviera pasando, Cesia estaba siendo bondadosa con la persona que
la veía como cualquier cosa.
Igual Genji, a él prácticamente no lo conocía, no sabía cuáles eran
sus motivaciones y sus luchas.
Más tarde Steven decidió engullir su orgullo, de todos modos,
¿quién era él para creerse superior? Se consideraba un horrible ser
humano. Así pues, les contó todo lo acontecido con Félix, desde que
empezó a ignorarlo, hasta que lo apuñaló. Ellos tampoco lo pudie-
ron creer.
―¿Deveras? ¿Félix? Pero, él era tu mejor amigo… ―Cesia se
apenó.
―Todo el tiempo me estuvo mintiendo, ¡y qué buen actor era!
Nunca pensé que tendría las agallas de traicionarme y hablarles pes-
tes de mí a esos patanes. Ya no tengo interés por Milly, pero, es in-
creíble que él me animara a ganar su corazón, mientras me enga-
ñaba desde el principio. Y Milly… yo pensé que era una hija de Dios.

290
Pensé que me rechazaba porque quería agradarlo, pero por otro
lado… ―Se cortó a sí mismo, miró al suelo, pensativo.
―Las apariencias engañan muchas veces…
Cesia tenía razón, una verdad que le golpeó a él también. Había
prejuzgado cruelmente sin conocerla, no era justo replicar lo que su-
fría. Su juicio recaía en sus errores pasados. ¿Por qué despreciarla,
si nunca le hizo mal? Tras esa chica cursi y ese modo apasionado de
expresarse, latía la dulzura de alguien que amaba y ayudaba a los
demás, a pesar de su trato injusto.
Tras una profunda reflexión, comprendió que, cuando uno se
pone en los zapatos de las otras personas, es difícil juzgarlas.
―No eres el único que ha pasado por eso… yo también he sido
traicionada y humillada por las personas. Así es la vida sin Dios.
―Cesia se encogió de hombros. Ella también había aprendido la lec-
ción.
―Ahora ya no puedo confiar en nadie, todo el mundo es espan-
toso. Primero mi padre, luego mi hermano y mi madre. Y ahora Fé-
lix, la única persona que pensé que sería fiel… Siempre me he esfor-
zado en ser un buen amigo, y así me pagó. Se merece lo peor del
mundo, espero que el mal le persiga.
―No digas eso, no lo odies. ―Cesia disintió con la cabeza―. Per-
dónalo. Es difícil, lo sé, pero el odio te destruirá más. El mismo Jesús
también fue traicionado. Si te hizo daño, hazle el bien, así como lo
hizo Dios.
―Así es. Por causa de Cristo pasarás mucho, Steven. Pero debes
confiar y resistir al diablo. ―Genji estiró las piernas sobre el suelo,
meció los pies.
―Con mi hermano no resolví nada odiándolo más…
―¿Lo ves? Esa es la solución. Cristo es la solución.
Miles de sensaciones saturaron el cuerpo de Steven, sin embargo,
recibió su consejo y lo pondría en práctica. Cesia le sonrió. Genji
hizo un gesto con la cabeza que significaba “salgamos al campeo-
nato”.

291
Corrió hacia el pasadizo. La banda ya estaba uniformada, a la espera
para salir. En un rincón del suelo encontró su tarola y casco, se los
puso y se unió a la fila en el área de los tambores, junto a Alison,
quien también formaba parte del escuadrón de los tambores.
―¿Qué te pasó? ¿Dónde estabas?
―Pues… ―Mejor ni se lo contaba.
El narrador presentó a los Legends, y la banda avanzó hacia el
centro de la cancha, tocando sus instrumentos. El tamborileo co-
menzó, acompañado por los vítores de la multitud, mientras las po-
rristas realizaban piruetas con sus bastones. La banda se reunió en
un extremo, dejando el terreno libre para los jugadores.
Los Legends salieron corriendo, saludando al público. Félix no
hizo caso a las barras de su madre en las gradas, quien lo animaba
como su mejor fan. Luego, dirigió la mirada hacia Steven. Fue sor-
prendente que lo hubiera reconocido entre todos los soldaditos de
la banda. A pesar de su enojo hacia Félix, Steven no permitió que eso
lo restringiera. Colocó la mano en su pecho y lentamente la alzó, le-
vantando un dedo hacia el cielo, señalando hacia arriba, hacia Dios,
infundiéndole fuerzas para la victoria.
El gesto pareció conmoverlo profundamente.
Al finalizar todo, Steven regresaba a casa, lleno de alegría, com-
partiendo risas con sus amigos porque habían vencido al equipo
contrario, los Rocas. Minutos antes, el entrenador había estado sal-
tando de júbilo, abrazando a su equipo. Tres meses de entrena-
miento intenso habían contribuido, pero Steven estaba seguro de
que algo más había influido en la victoria de Félix. Dios.
Sin embargo, lo que entristeció a Steven fue que no pudo celebrar
la victoria. En este momento, se suponía que estaría cenando en
casa de la señora Rosa y disfrutando con su amigo.
―Qué día tan feliz y tan triste. Félix lo arruinó todo.
―Despreocúpate, Steven. Los amigos fallan, traicionan, pero
Dios no.

292
―Al igual que tú yo ya no tengo amigas —contó Cesia—, pero me-
jor no me deprimo, ya que me libré de mucho. Ellas no me aportaban
ningún bien, sus vidas consistían en ir a fiestas, relaciones y… bailar
en internet.
―Es mejor estar solo que mal acompañado ―apoyó Genji.
Todos estaban de acuerdo. Steven ahora sabía que Félix era un pé-
simo amigo, pero él no, y se lo demostraría hasta que se diera cuenta
de qué tipo de amigo había rechazado. Nada comparado con esos
chicos fumadores.

293
CAPÍTULO 31
Pruebas
Ahora que el año 2028 estaba llegando a su desenlace, Steven an-
siaba el mes de diciembre para cumplir dieciséis y sentirse hombre.
Se miró en el espejo para ver si ya tenía músculos. Sus brazos y
hombros habían engrosado, y sus piernas se habían alargado. Fue
suficiente para que una sonrisa de satisfacción le naciera en la cara.
Hablando de extremidades… de pronto se preguntó por qué nunca
le crecía el bello corporal. A Percy le salía barba por la mandíbula,
que se la afeitaba, en cambio él no tenía ni un pelito en el pecho. Esto
significaría con todas las letras que… ¡era tan lampiño como un
hámster recién nacido!
Lanzó un sonido de queja ante la rabia de que nunca se vería como
un macho alfa súper varonil. Procedió a palpar su garganta, sintió
su tierna manzanita de Adán más notoria que antes, estaba cre-
ciendo como un rompemuelles en el cuello. Otra vez le deleitó el sa-
bor de estar madurando.
La tarde del día siguiente regresó de la escuela y encontró a su pa-
dre discutiendo con Percy, como de costumbre. Lanzaba los peores
insultos que un padre puede declararle a su hijo mientras se delei-
taba con una botella de ron, aparentemente mareado. Percy se obli-
gaba a mantenerse sereno, si le alzaba la voz sería su perdición.
Steven los observó desde la puerta, con el cuerpo en dirección a
las escaleras para correr, para que no le empezaran a gritar por igual.
Pero se le apoderó la impotencia de no poder meterse a ayudar a
Percy y permitir que su padre expulsara su propia frustración hasta
que se desmayara de tanto trago.
Percy no soportó más y contestó con frases más irrespetuosas.
Frank retuvo el trago en la boca con los cachetes inflados, lo agarró
con violencia del cuello de la camiseta, para estamparlo contra la
pared. Se quitó el cinturón y empezó a darle latigazos con la hebilla

294
en todo el cuerpo, como a un esclavo, al tiempo que le tiraba patadas
en donde sus piernas cayeran.
Steven, con el terror a flor de piel, nunca había visto a su padre
torturar a Percy, no de esa forma. Allí en el suelo, su hermano se en-
cogía, gimiendo, y se cubría con los brazos de los golpes.
—¡Asquerosa basura!
Los ojos de Steven se cristalizaron, sin titubear más, entró en me-
dio para separarlos a empujones. Frank estaba desorbitado, poseído,
agitaba su cinturón sin parar. Algunos latigazos le cayeron Steven,
sin reparos empujó a su padre lejos de Percy, con toda la fuerza que
tenía.
―¡Ya basta! ¡Nos vas a matar a todos! ―exclamó Steven, desespe-
rado. Frank le tiró una bofetada que lo hizo tambalearse.
Steven no se defendió más, sobó su mejilla, que quedó roja.
—¿Tú también quieres que te dé duro? ¿Eh? Te gusta meterte en
los asuntos que no te incumben.
Steven, cauteloso, se dio vuelta hacia Percy, quien tenía la respi-
ración entrecortada y estaba hecho un ovillo en el suelo, sus ojos
irritados estaban cubiertos de lágrimas y temblaba de pies a cabeza.
Steven se hizo pedazos al ver la faceta atemorizada de su hermano,
se suponía que él nunca tenía miedo.
Se agachó para ayudar a levantarlo, con delicadeza. Su rostro y los
brazos los tenía lleno de marcas ensangrentadas, sudaba, tiritaba
como si tuviera frío. El miedo les ordenaba huir de ese lugar.
Percy de repente se soltó de su hermano, sacó de su bolsillo una
navaja recién afilada y la sostuvo, preparado para apuñalar a su pa-
dre.
―Percy… baja eso ―susurró Steven con voz temblorosa.
Los labios y las manos le palpitaban a Percy, odiaba a su padre con
toda su ser. Sentiría una enorme satisfacción en el corazón si mu-
riera, si lo mataba con sus propias manos, lentamente. No merecía
seguir caminando en la misma tierra que todos.
―¿Qué esperas? Hazlo de una vez —Frank se bufó de él, a la vez
que seguía bebiendo—. ¿Eres un marica o un cobarde?

295
Percy arrugó la nariz, apretó más la navaja. Steven tomó su mu-
ñeca y le habló con paciencia, aunque también se hallaba asustado.
“La respuesta amable calma la ira”, aquella frase palpitó en la ca-
beza.
―Percy… no resolverá nada… Será peor para ti, para todos.
Steven, lentamente, deslizó los dedos en su puño para quitarle la
navaja. Al final logró apaciguarlo un poco, le quitó la navaja y le
agradeció por hacerlo.
Fue tras él cuando Percy no dio más con sus emociones y trastabi-
lló hacia la escalera.
—Percy…
—Lárgate —reprochó al ofrecimiento de Steven para ayudarlo a
subir las gradas.
No obstante, Steven igual lo ayudó. Cada pisada era una exhala-
ción de dolor.
―Ya no me sigas ayudando ―ordenó Percy cuando llegaron a su
habitación. Steven se obligó a detenerse en la puerta, mientras que
él sacaba unas maletas de su closet.
Percy procedió a arrancar toda la ropa de sus armarios y a meterla
de cualquier manera en las maletas en la cama. Algunas prendas
quedaron manchadas de la sangre de sus brazos lastimados, las ven-
das de sus muñecas ya se le estaban saliendo, dejando a lucir sus ci-
catrices. Steven miraba al suelo, sumergido en su mente taladrante.
―Percy, ¿te irás tan pronto?
―Esta vez no me impedirás nada, Steven. Ya estoy cansado… ¡Así
ha sido siempre! Y tú no lo vas a entender, a ti nunca te ha hecho lo
que a mí. Nunca has sido torturado como lo viste hoy. Él es un psi-
cópata sin remedio, debes entenderlo. ―Continuó en guardar sus
pertenencias en sus dos maletas―. Ya no quiero que me siga destru-
yendo más. Si continúo aquí, me matará, o… yo lo mataré a él.
Steven bajó la cabeza.
―Entiendo… pero ¿y qué va a ser de tus estudios? ¿A dónde irás?
―Preocupación se asomó a su voz.

296
―No lo sé. Todas esas cosas son una basura. Solo quiero irme le-
jos y desaparecer. Quizá nunca seré un profesional o tendré un tí-
tulo en la vida, pero eso ya no me importa, ya no me importa nada.
¡Solo quiero… acabar con esto!
Sus palabras se quebraban en el aire. Steven le deseaba lo mejor,
pero no imaginaba a Percy, lejos y solo, en algún lugar donde podría
perderse sin Dios. Temía que llegara a suicidarse, allá nadie lo vigi-
laría, nadie sabría cómo terminaría.
No dio opinión, desconocía el nivel de angustia que pasaba Percy.
Su decisión era buena, pero… también le asustaba que a él lo dejara
a solas con su padre. Al haber más gente en la casa, Steven pasaba
desapercibido, claro que toda la agonía se la llevaba Percy, pero al
menos su padre no le daba mucha importancia a Steven y no tenía
que soportar un maltrato parecido.
No quería alejarse otra vez de su hermano, rogaría que lo llevara
con él, de no ser porque tenía que “estudiar”.
“Percy, no te vayas, por favor”, tenía mil ganas de decírselo.
Volvió la vista a las maletas donde guardaba su ropa, y se dio
cuenta que algo sobresalía. Percy sacaba las últimas prendas negras
que tenía en el closet. Steven se acercó a la maleta y notó que había
guardado una soga, le dio un jalón para comprobarlo.
Quedó frío otra vez, lo desvanecía el solo pensar qué extraño uso
le daría a esa soga.
―¿Para qué es esto?
Percy giró a verlo, quedó un momento en silencio, buscando una
respuesta.
―Solo es una cuerda.
―¿Para qué?
―Supervivencia, cosas que uno necesita como para hacer una
tienda. Ya sabes…
―¿Una tienda? ―Hizo un silencio, analizándolo―. ¿Acaso no es
para otra cosa?
Percy no respondió, miró hacia otro lado mientras se limpiaba las
mejillas ensangrentadas con su mano. Steven lo entendió todo.

297
―Es mi decisión, Steven.
―¡Acabar con tu vida no es la solución! ―profirió enojado.
―Tienes que entenderme. ¡Es mi vida! ¡Mi cuerpo! Por ti es que
no lo hice en todo este tiempo, pero ya no quiero seguir viviendo.
Cada día es un dolor nuevo, ¡y yo ya no puedo más! Tienes que res-
petar mis decisiones. ―Le arranchó la cuerda.
―¡No, jamás! ¡No voy a respetar tu suicidio! No me quedaré de
brazos cruzados mientras que por otro lado te estás matando.
―Tú quieres lo mejor para mí, ¿verdad? ―Miró a los ojos, sacu-
dido―. Esto es lo mejor para mí, que no sufra más.
―¡En la muerte no se acaba todo, nos enfrentamos a una eterni-
dad en el cielo o en el infierno! Nosotros estamos perdidos sin Dios,
Él es lo que más necesitas… Él quiere salvarte… Él te ama mucho,
más que yo.
»¡Tú no eres una basura, Percy! Tienes sueños, eres un gran ar-
tista, un futuro gran paramédico… Un gran hermano mayor.
Por alguna razón, una sensación de familiaridad se apoderó de
Steven, como si ya hubiera experimentado esto antes... Y sí, lo había
vivido con su madre. Ella estaba sufriendo y él nunca había hecho
nada para ayudarla a salir de su tormento. No estaba dispuesto a
permitir que su hermano mayor pasara por lo mismo.
El llanto de desesperanza envolvió a Percy.
―Nunca debí existir… ¿Prefieres que siga vivo cuando por dentro
me estoy muriendo?
―Prefiero que estés vivo aquí, a que tu alma se vaya al infierno.
Percy, te quiero… enserio.
―No me quieras. ―Apartó la mirada―. Yo no te lo pedí.
Steven lo abrazó del torso, con fuerza, no dispuesto a soltarlo. Ya
estaba cansado de perder gente que amaba, se rehusaba a perder a
alguien más. No a Percy, la única persona de la cual tenía esperanzas
que Dios cambiara.
―Me tienes a mí, desahógate conmigo, siempre estaré para escu-
charte. Quiero que encuentres la felicidad. Comprendo que estás
agotado, yo también lo estoy. He enfrentado situaciones similares,

298
y sé lo terrible que puede ser. Sin embargo, Jesús me rescató, Él es la
única razón por la que aún estoy en pie, a pesar de mis fallas. Él tuvo
una paciencia infinita conmigo, extendió su mano al igual que hizo
con Pedro y me liberó. Como dice ese salmo: “Aunque mi padre y mi
madre me abandonen, con todo el Señor me recogerá”, esas pala-
bras están grabadas en mi corazón. Puedes esperar que todos te fa-
llen, incluso tus amigos más cercanos podrían hacerlo. Pero Dios no
lo hará.
Percy guardó silencio, con la mirada fija en el suelo, sumergido
en el abrazo reconfortante de Steven. Su corazón estaba cargado de
dolor, sus ojos y su nariz estaban enrojecidos. Le resultaba imposi-
ble articular una sola palabra.
¡Lo estaba complicando todo! Era precisamente por esto que se
sentía una asquerosa persona, como su papá. Los problemas no de-
bían definir quién sería, debía abandonar el ciclo abusivo.
―No debes ser igual a las personas que te destruyeron. Eres lo
mejor que tengo. Solo estás lastimado.
Steven se aferraba a él con tanto amor, como lo hacía de niño.
¿Dónde Percy había tenido abrazos tan sinceros? En ningún lugar,
ni siquiera de su propia madre. Lentamente deslizó sus brazos alre-
dedor de Steven. Ya lo había manchado de sangre, pero no le im-
portó, lo abrazó igual de fuerte. Ese abrazo significaba más que mil
frases afectuosas.
Steven esbozó una sonrisa diminuta, quedó corta su lista de for-
mas de expresarle su cariño de hermano.
Esa noche Percy terminó de limpiar sus propias heridas y se
acostó en la cama. Steven se echó a su lado y le leyó sus textos favo-
ritos de Salmos antes de dormir, dio énfasis en el capítulo veinti-
siete. Al leerle, sintió que él mismo se estaba dando una lección, a
veces no comprendía lo que Dios deseaba de él, pues era un misterio,
pero ver a Percy escucharlo atentamente lo que narraba, era un paso
adelante.
Steven a pesar de ya estarse durmiendo, se negaba a cortar la na-
rración.

299
―¿Por qué tienes que hacer esto? ―Percy lo interrumpió―. Tú y
yo… no vamos por el mismo rumbo. Aunque intentes llevarte bien
conmigo, no lo vas a conseguir. Yo no existo para el amor, te destro-
zaré todo el tiempo porque para mí es muy fácil ofender a alguien.
Steven cerró la biblia y permaneció viendo el techo igual que él.
―No pienso abandonar ese objetivo. La guerra más importante
que debo enfrentar no es la de los países matándose, sino la que
tengo con mi hermano. El universo puede irse al infierno, pero yo
no quiero eso para ti, ni para mí.
―Entonces, ¿estás siendo bueno conmigo porque no quieres que
nos vayamos al infierno?
―Soy bueno contigo porque así mismo fue Dios conmigo. Me
amó, aunque yo lo rechazaba.
Percy no volvió la mirada, tenía el brazo apoyado en la frente. Los
pensamientos remolineándose.
―Voy a rechazarte más para que me ames más, entonces.
Steven lo contempló, lentamente empezó a brotarse una sonrisa
en el rostro y esta se convirtió en una carcajada cálida.
―¿Quieres decir que todo desde el inicio fue tu manera de expre-
sar tu cariño?
―¿Por qué te gusta dormir aquí? ―cambió el tema.
Steven no lo pensó mucho.
―A veces me siento solo. Creo que tú también…
―¿Por qué te sientes solo?
―Por… todo. ¿Cómo no sentirse solo teniendo a todo el mundo
en tu contra? Y cuando intentas mejorar… la gente se dedica a de-
rrumbarte, a pisotearte sin piedad, y… en momentos de soledad… a
veces recurres a personas que nunca pensaste.
Percy ni un gesto hizo. Suspiró.
―Me iré en cuanto termine el año escolar. No pienso quedarme
un día más en esta casa.
A Steven se le tensó la garganta. Ya sabía que él se iría a la univer-
sidad, el problema era que temía las locuras que Percy pudiera co-
meter estando lejos.

300
Se tapó con las sábanas y le dio la espalda para dormirse. Percy
quedó flotando en sus pensamientos. Para cuando Steven ya ron-
caba, susurró:
―Nuestra madre no debe de estar muerta. Debe de estar buscán-
donos.

***

Un mes después de la graduación para los de onceavo año y la cere-


monia de becas, Steven encontró a Percy alistando maletas para
irse.
El corazón se le desmoronaba, aunque su hermano no fuese la
persona más cariñosa, le haría mucha falta. Pero ya no podía dete-
nerlo, por más que quisiera.
Percy bajó las escaleras con dos maletones y una mochila en la es-
palda. Antes de abandonar la casa, su padre le dio sus palabras de
despedida, que no eran más que “no seas un inútil” y “que será un
adulto irresponsable”. Percy tranquilamente oyó sus consejos inspi-
radores, después de todo, nunca más volvería, ni a visitarlos.
Aguantó por última vez los batazos de su padre.
Al concluir, salió de la casa.
Steven lo acompañó hasta la avenida, hablando sin parar.
―Sabes que puedes visitarnos, no necesariamente tienes que ro-
zarte con papá.
―No voy a volver. ¿Cuántas veces tengo que aclarártelo? ―Paró
un taxi. Allí mismo, Steven abrazó con gran amor a la piedra lla-
mada Percy.
―Te voy a extrañar.
Percy lo abrazó con lentitud. Su hermanito menor estaba aga-
rrando altura, dejó de llegarle a la mitad del brazo. Nunca más lo ve-
ría, nunca más lo vería crecer, hacerse hombre. ¿Estaba cometiendo
un error al irse y olvidar su familia? Si por un azar del destino visi-
tara su hogar, solo saldría a caminar con Steven, con tal de no ver a
su papá. Esperó el momento de independizarse durante mucho, no

301
tener contacto con su familia era su mayor esperanza para sanarse
internamente.
El taxi seguía esperando, el equipaje aguardaba en la maletera.
Steven sacó una biblia pequeña de su bolsillo, la consiguió específi-
camente para él. Se la entregó.
―A donde quiera que vayas, nunca te olvides de Dios… ―dedicó
esas últimas palabras.
La nieve empezó a caer del cielo gris. El ventarrón sacudió sus
abrigos y cabellos. Percy tenía los dedos rojos por el frío.
―Gracias. ―Recibió la biblia solo por lástima, pues no pensaba
leerla.
Aunque no lo creyera, para Steven ese gracias era el universo flo-
reciendo. Percy estaba madurando, ya no lo mandaba a volar por
cualquier cosa. Volvió a enterrar la cara en su pecho. Las despedidas
eran lo peor, de ser por él no lo soltaría nunca para que no se fuera.
Hoy Percy era ese pajarito de acuarelas, estaba muerto por dentro,
pero desesperado por volar de sus problemas. Deseaba que esto no
fuese así.
Subió a los asientos traseros del para ir más tranquilo.
El auto arrancó.
Steven vio cómo se alejaba, cada vez más distante, más difícil, más
imposible de su última esperanza de poder demostrarle que había
una salida.
Las piernas le picaron para correr.
Fue a toda velocidad a la par del auto, se rozó toscamente con los
transeúntes, pero, solo quería verlo una última vez. Su hermano es-
taría solo, en un sitio lejano; había miles de posibilidades de que in-
tentase el suicidio, y no habría nadie a su lado que lo alentase. Solo
Dios en su misericordia podría ayudarlo en la soledad.
Percy sacó un poco la cara por la ventanilla, mirando a Steven, que
correteaba como una gacela, con lágrimas en las mejillas. Parecía un
niño desesperado, ya era mayor para corretear autos y comportarse
como un loco.

302
El pobre estiró el brazo, queriendo tomarlo de la mano para que
no siguiera huyendo.
Solo llegó hasta la mitad de la calle. Sus fuerzas murieron, se de-
tuvo jadeando. Los copos de nieve se pegaban en sus cabellos y el
abrigo.
El taxi se aferró a la velocidad. Lo perdía para siempre.
―¡Te quiero, Percy! ¡Te quiero mucho!
El auto amarillo desapareció entre los muchos vehículos de la ciu-
dad.
No estaba seguro si lo oyó, pero esperaba que con su último
abrazo comprendiera que de verdad lo quería. A veces dudaba si es-
taba enterado de eso, porque nunca respondía.
Percy desapareció como la niebla.

303
CAPÍTULO 32
Ver el futuro

2029

Steven había cumplido dieciséis años el diciembre pasado.


Crecer era una sensación tenebrosa y agradable. Le gustaba ver su
cuerpo desarrollarse y le satisfacía ver hacia abajo, a Cesia la peque-
ñita.
Después que el pastor le diera la bienvenida al coro, no se perdía
ningún ensayo cada viernes. Con el tiempo aprendió las alabanzas y
a seguir a la orquesta, finalmente pudo cantar en los cultos; y le pro-
veyeron la toga de verde oscuro, muceta negra y diseños dorados en
los bordes, para estar uniformado como todos los coristas.
Al principio le costó aprender las canciones, pero se adaptó rá-
pido y después logró adorar sin leer las letras. Luego lo ascendieron
como primera voz para dirigir, y aprovechó al máximo su privilegio
para cantar con toda el alma y dejar que fluyera su pasión por la mú-
sica y por Dios. Como siempre, sorprendía a los hermanos con su
voz, y Luisa siempre le acompañaba como segunda voz mientras to-
caba la guitarra. Formaban el dúo de las voces más bonitas de la igle-
sia.
Cuando terminaban los servicios, los hermanos se amontonaban
a su alrededor para halagar su voz, y él se limitaba a responder que
toda la gloria debería ser para Dios. En algunas ocasiones se sentía
mal por llevarse la gloria él, muchos hermanos lo alababan más a él
que a Dios, pero solo podía decirles que no merecía nada.
Una anciana, que nunca se perdía un absoluto servicio, iba y plan-
taba las rodillas en la alfombra, con la cara a los bordes del altar.
Oraba en voz baja con desasosiego y amargura. Después del servicio,
ella fue la quinta persona que invadió a Steven para expresar lo her-
moso que cantaba y cómo Dios lo usaba.

304
―¡El peque de la voz bonita! ―halagó la mujer, encantada―. Tie-
nes un vozarrón, hermanito, cuida muy bien de tu voz, así podrás
cantarle siempre a Dios.
―Gracias, pero la gloria sea a Dios ―respondió con una sonrisa.
Cesia se paró a su costado para chismosear lo que hablaban.
―Claro que sí, tienes razón. ―Asintió disculpándose―. Oh,
¡cómo desearía que mi nieto sirviera a Dios como ustedes! ―mani-
festó con melancolía―. Todos los días no ceso de orar por él. Tengo
la esperanza de que algún día su alma se salve, a pesar de que está
más perdido que Satanás. Nunca anda en casa, solo en fiestas y per-
dición… ―Mientras más hablaba, su voz se ahogaba en lágrimas in-
visibles.
Steven apretó los labios, en un gesto de lamentarlo. No pudo evi-
tar sentir lástima por ella, otra persona que le recordaba a su pobre
madre.
La anciana continuó:
―Él es un buen chico cuando se lo propone. Yo sé que él en el
fondo está destrozado por todo lo que ocurrió en su pasado: una
mala madre, un mal padre… No hay nada que yo pueda hacer más
que mantenerlo con lo poco que tengo, porque mis consejos nunca
los escucha.
―Una lástima ―comentó Cesia.
―¿Qué edad tiene su hijo? ―preguntó Steven.
―Diecisiete. Su nombre es Dylan. ¡Cómo les agradecía sus oracio-
nes!
Cesia clavó la mirada en Steven, quien el shock era evidente en su
cara.
―Padre amado… ¿Su nieto estudia en la secundaria Libertad?
―Sí, ¿lo conoces?
―Claro, somos del mismo salón. Caray, no tenía idea de que la
abuela de Dylan fuera cristiana.
―¡Oh, qué bueno que mi Dylan tenga un amigo como tú! Apuesto
a que aprenderá muchas cosas buenas de ti.

305
―No somos amigos… ―Arrugó la cara con asco―. Dylan me
odia. Me duele ser sincero, pero es el ser más vulgar de la…
Cesia le pellizcó el brazo para callarlo.
―Lo que Steven trató de decir, es que Dylan es una persona com-
plicada. Pero tiene remedio.
―Sé mejor que ustedes cómo es mi nieto ―testificó la abuela,
ofendida.
―No se preocupe, señora…
―Amanda Macross.
―Señora Macross, nosotros nos encargaremos de orar por el mu-
chacho ―respondió Cesia amablemente.
―¡Mil gracias, jovencitos! ¡Que Dios los bendiga!
La vieja dejó la iglesia, y Steven aún se frotaba el lugar donde Ce-
sia lo había pellizcado. Reflexionó sobre las palabras de la mujer.
¿Dylan tenía fundamentos de la fe cristiana en su pasado? Si en al-
gún momento había asistido a una iglesia, algo debió ocurrir en su
vida para que abandonara esa práctica y empezase a odiar a Dios.
Algo lo había apartado, y Steven sintió curiosidad por descubrir qué
escondía la vida de Dylan y las razones que lo habían moldeado a ser
como era hoy.
—¡Ah, por cierto, ya pasó tu cumpleaños! —dijo Cesia al recordar.
—Sí, ¿cómo te enteraste?
—Tuve que investigar porque tú en ningún momento me lo hi-
ciste saber. —Ella se peinó el pelo café hacia atrás y sacó de su bolso
una cajita blanca y se la entregó.
—¿Qué es esto? —preguntó Steven, curioso.
—Tu regalo de cumpleaños.
Analizando cada ángulo de la cajita, descubrió que se trataba de
un remedio y cuando sacó el pomo con pico de jeringa, efectiva-
mente supo que era un gotero. Pero siguió sin entender por qué Ce-
sia le había dado ese regalo tan confuso.
—Es un medicamento para la vista —explicó al ver que él no cap-
taba—, si te lo echas una vez al día sin falta, te sanarás de la miopía.
Steven procedió a sonrojarse.

306
—¿Qué le pasa a tus mejillas?
—¿Eh? ¿Mis mejillas qué? Nada tienen.
—Estás rojito.
—¿Y por qué lo estaría?
—No sé, pero por algo te lo pregunto.
Steven se frotó una mejilla para disipar la sangre acumulada,
cuestionándose por qué ocurría esto. ¿Por qué el corazón se acele-
raba y sus pupilas se agigantaban? Como si estuviera drogado, como
si su interior se calentara sin razón.
—Gr-gracias por el presente, Cesilia —balbuceó y se sintió un
tonto. En realidad, un gracias quedaba corto para expresar lo feliz
que estaba de al fin tener una cura para ver mejor. Cesia había traído
esperanza después de sus días difíciles, de sus arduas pruebas.
—¡Cuando quieras! —contestó Cesia, simpática.
«Por Dios, su sonrisa… Espera, ¿qué me pasa?» Mejor dejaba de
mirarla a los ojos o iba a enrojecer más.
De la nada, frente a sus ojos se presentó un tumulto de pies que
marchaban, luego carteles con símbolos morados. Gritos, barras e
ira en los ojos de las mujeres que lideraban la marcha.
La visión se disipó al escuchar el llamado a la realidad que le hizo
Cesia.
—¡Steven! Qué bueno que despertaste, pensé que te habías ido a
otra dimensión.
Steven apretó los ojos. Aquello lo dejó descolocado, nunca le ha-
bía pasado algo así. Esto le recordaba a la pesadilla del bebé ciervo y
cómo esta se cumplió en el futuro.
—Pasará algo… —susurró para sí mismo, pero Cesia le oyó.
—¿Mmm?
—Presiento que algo malo viene, no sé por qué…
El presentimiento de que algo malo sucedería ya lo había experi-
mentado cuando encontró a su madre agonizante por esas lúgubres
calles, después de la pesadilla del bebé ciervo, y peor en su pesadilla
de las llamas y la gente gritando. ¿Qué estaba pasando en la mente
de Steven? ¿Ahora alucinaba?

307
“Corran. Escóndanse”, una voz hizo eco en sus mente y la sangre
le hirvió.
—¿Steven? —Cesia seguía llamándolo a la tierra.
Él alzó la mirada, un rostro acompañado de intranquilidad.
—Tenemos que escondernos… ¡Tenemos que huir! ¡Hermanos,
viene peligro! ¡Viene peligro!
De aquí a allá se deslizó alertando al pueblo que aun no se retiraba
a sus hogares. La toga de coro no le ayudaba a moverse rápido, pero
hizo el esfuerzo de llegar a oídos de todo el mundo.
—¿Steven, qué haces? —inquirió Gideon mientras despedía a los
hermanos en el portón.
—¡Todos tenemos que correr! —alertó.
—¿Por qué habríamos de hacerlo? —Rio—. ¿Por qué tus ojos es-
tán saltones y tu cara roja?
Steven automáticamente se tiró una cachetada a sí mismo y con-
tinuó gritando lo que vio de su visión. Simplemente el cuerpo le pe-
día avisar a todo el mundo, aunque no supiera con exactitud porqué
lo estaba haciendo.
—Steven, los hermanos te están viendo como un loco —juzgó Ce-
sia, pisándole los talones.
El pastor Jhon se separó de las personas con quien estuvo conver-
sando en una de las bancas y dio pasos largos hacia el portón. El cielo
era gris como una nube cargada de lluvia y las calles monótonas, sin
embargo la cotidianidad se vino abajo debido a unos gritos que se
concibieron más altos conforme la mancha de mujeres se aproxi-
maba a la iglesia.
El pastor con urgencia cerró las puertas pesadas y se apoyó en
ellas como si alguien fuera a tirarlas abajo.
—¡Traigan los candados! ¡Rápido! ¡Tenemos compañía!
La iglesia aún estaba llena, por lo que el pánico fue más difícil de
controlar. Uno de los diáconos atendió al llamado del pastor con dos
candados, pero a penas pudieron colocarlos en las cerraduras de-
bido a los golpes violentos que las manifestantes empezaron a reali-
zar en las puertas.

308
—¿¡Qué sucede aquí!? ¿Steven? —preguntó Cesia, escondiéndose
como un ratón tras la espalda de la figura alta y protectora de Ste-
ven.
—No lo sé.
—¿Cómo no vas a saberlo, si tú dijiste que vendría peligro?
—Esas mujeres sí que tienen ánimos de derrumbarnos la iglesia
—comentó uno de los hermanos, abrazando a su esposa.
—¿Mujeres? —inquirió Daniel, que había dejado de practicar en
la batería por el disturbio que se armó afuera.
—Es una protesta feminista, ¡es la segunda vez en este año que
vienen a querernos agredir! —respondió el pastor Jhon, que con el
apoyo de tres diáconos sostenían la puerta para que no terminara
derribada.
Piedras, patadas y gritos de furia resonaban en todo el local. El
portón se sacudía y las ventanas temblaban frágiles.
—¿Por qué quieren destruir la iglesia? ¿Qué les hemos hecho? —
preguntó Steven en una posición de defensa, como si estuviera a
punto de correr.
—¡Cristianos machistas, los mataremos en la pista! ¡Maldita es su
biblia, incendiaremos su vida! —canturreaban en coro las manifes-
tantes.
En eso un enorme ladrillo rompió un ventanal y una antorcha con
fuego fue lanzada hacia adentro, cayendo entre las bancas e incen-
diando lo que encontraba a su paso.
—Como que le falta rimar más a su cancioncita, ¿no? —dijo Gi-
deon, risueño a pesar del incendio que se propagaba. Harriet estaba
calmando el llanto de unos niños—. Bueno, hermanos, ¡todos al
búnker! —voceó autoritario.
Como si ya todos supieran el protocolo de seguridad, corrieron
atrás de Gideon hacia el frente altar, Gideon apartó la alfombra roja
y abrió la puerta del suelo, dejando al presente unas escaleras que
dirigían a un sótano. En fila desordenada los hermanos bajaron las
escaleras lo más rápido posible.

309
Steven al descender se encontró con un cuarto de cemento bas-
tante angosto, en el que todos se sentaron apretujados. Cesia su-
dando de miedo se sentó a su lado, con una mano apretaba la toga
de Steven.
—¡Pastor Jhon! ¿Usted no entrará al búnker? —preguntó Gideon
con la cabeza asomada afuera del sótano.
—¡Debo proteger a mis ovejas!
—¡Pero, pastor! ¡El incendio!
Steven desde abajo contempló a Gideon sobresaltarse cuando el
púlpito de madera cayó en pedazos cerca de la entrada al sótano. En-
tonces Gideon no tuvo de otra que cerrar la puerta con llave y bajar
las gradas para unirse a los hermanos.
—¿¡Qué le pasó a mi papá!? —preguntó Milly, asustada.
—Quisiera estar seguro, Milly. Las locas entraron a la iglesia y es-
tán haciendo estragos.
—¿Seguro que este es un búnker bien construido? —cuestionó
Steven.
—No, esto no es un búnker y mucho menos está bien construido.
Es el sótano para guardar las cosas de la iglesia —Gideon señaló
unas cajas de las que eran de los parlantes, entre otras cosas amon-
tonadas.
—Qué mujeres… Si oramos para que el pastor y los diáconos sal-
gan bi…
Una explosión en el exterior interrumpió a Harriet y los presentes
gritaron de temor. Cesia instintivamente abrazó a Steven para pro-
tegerse, y él no se negó a también abrazarla.
El cuarto subterráneo se sacudió y del techo cayeron fragmentos
de cemento.
—Esperemos que este lugar resista —opinó una anciana.
—¡Cantemos una alabanza para calmar a los niños! —apuntó un
hombre.
Más cacofonías y bramidos resonaron a las afueras del sótano.
—Así es imposible cantar —temió otro.
—¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí?

310
—El tiempo necesario hasta que esas mujeres se vayan —contestó
Gideon, siendo el más calmado de todos.
Así pues, los minutos se hicieron horas, las horas se convirtieron
en lamentos y pánico. No había ni comida, ni agua en el cuarto y la
cantidad de cuerpos apretados produjo malos olores. Especialmente
los mayores y los niños procedieron a tener ganas de orinar.
Cesia no se soltó para nada del regazo de su amigo, ambos se in-
fundían fuerzas y seguridad de lo que pasaba afuera en el mundo. Si
no salían con vida después de esto, al menos habrían estado juntos.
—Cuando salgamos de aquí, usaré todos los días tu medicamento
para la vista —susurró Steven.
—Te verás bien sin gafas. Digo, no es que te veas mal con gafas,
pero… Entiendo que ser ciego en esta época no va a ayudar.
—Exacto, si se me pierden las gafas no sirvo para nada, porque no
veo absolutamente nada.
Cesia lo apretó con más fuerza, sonrió.
—Me alegra que te haya gustado.
En el momento en que se dejó de oír bulla del exterior, Gideon
tomó la delantera para salir del sótano. Al subir, la iglesia era un
completo muladar: las paredes de madera quemadas, el altar destro-
zado, las bancas regadas y rotas. Gracias a Dios no habían molido las
paredes de la iglesia, así que sí había opción de renovar todo.
El pastor y los tres diáconos que permanecieron en la manifesta-
ción, estaban golpeados y heridos, pero nada grave.
—Permítame ayudarlo, pastor —dijo una mujer que con el apoyo
de otro hermano lo sentaron en un pedazo de banca y con su propia
ropa le limpiaron la herida abierta de su frente.
Cada hermano procedió a retirarse a sus casas, pocos fueron los
que se quedaron para poner todo en orden.
—No había necesidad de hacer esto —comentó Cesia, caminando
con cuidado para no pisar los vidrios rotos y escombros del lugar,
levantándose el vestido largo.

311
—¿Cómo supiste que sucedería algo malo? —preguntó Gideon di-
rigiéndose a Steven—. ¿Tienes poderes de super audición? ¿Ves el
futuro?
Ni Steven sabía la respuesta.
—Yo… simplemente lo supe.
—Jum. ¿No eres espía del Sistema Ciudadano? —bromeó.
—¡No! Es que… no sé cómo explicarlo.
Gideon asintió, aunque dudoso.
Steven se quitó la toga y se esforzó por levantar algunas cosas.
Después, emprendió el camino de regreso a casa. Finalmente, tras
dos agotadoras horas, descansaría de todo ese caos. En el trayecto,
reflexionaba sobre lo que había estado ocurriendo últimamente en
su vida, especialmente en sus incomprensibles premoniciones. ¿Po-
dría ser que él tuviera la capacidad de vislumbrar el futuro? ¿Era un
vidente o un profeta?
¿Esas cosas existían? ¿Por qué a él?
Seguramente ya se estaba volviendo loco. Tal vez fueran las ante-
nas del Sistema Ciudadano manipulando su mente, como afirma-
ban los rumores que circulaban en el mercado.

312
CAPÍTULO 33
La oveja perdida

«Mientras uno llora por sus fracasos, otros ni se dan cuenta que es-
tán fracasando», se dijo Steven mentalmente.
Desde la partida de Percy medio año atrás, no cesaba de orar por
él. Le escribió durante meses, esperando como tonto que le respon-
diera algún mensaje. Quería tan solo ver que Percy estuviera conec-
tado, una señal pequeña de vida.
Lloraba todas las noches por el miedo torturador de que se hu-
biera suicidado en su nuevo departamento. Lo imaginaba ahorcán-
dose o dándose una sobredosis con las pastillas antidepresivas. Te-
nía pesadillas sobre eso. Y hablando de pesadillas, siempre tenía ese
sueño del fuego, la gente corriendo en los pasadizos de su escuela y
la biblia en su mano.
Trataba de no rendirse y nunca dejar de ir a la iglesia, su único
refugio. Pero los deberes, los problemas con su agresivo padre y las
duras batallas espirituales… Todo lo estaba acabando.
Tuvieron que comprar más madera y nuevas bancas para reponer
el desastre que terminó el local de la iglesia Revelaciones tras la ma-
nifestación. Lo que tranquilizaba a todos era que con las ofrendas se
volvería a comprar un piano, una batería y los parlantes. El siguiente
domingo al menos consiguieron hacer un culto decente, sin bocinas
ni instrumentos grandes.
En plena noche, Steven salió del culto cuando este hubo acabado.
Caminando por la vereda enterrada de nieve, esquivaba a las muje-
res y fumadores, siempre con la cabeza agachada y oculta bajo una
capucha.
El suelo temblaba todo el tiempo, los ciudadanos ya se habían
acostumbrado a los temblores diarios. Unos eran fuertes y otros le-
ves, nunca distinguían si eran naturales o por las pruebas de bom-
bas. Pensar en la guerra le hacía extrañar a Gary, incluso sentir

313
lástima por los padres de Cesia, que permanecían en el ejército y no
le daban noticias a su hija.
Antes de cruzar la pista en la avenida, vio a la señora Rosa al otro
lado. Buscaba a alguien, la notó nerviosa y algo asustada. Se enca-
minó para saludarla y ella lo recibió con una dulce sonrisa.
―¿Por qué está en las calles a estas horas de la noche, señora
Rosa?
―Muchachito, esa pregunta más bien te la debería de hacer a ti
―respondió ella.
―¿Qué sucede?
―Oh… ―Botó el aire en una nube de hielo―. ¿De casualidad…
has visto a Félix por ahí?
―¿Félix? La última vez que lo vi fue en la escuela.
Después de su traición no volvió a visitarlo, y estaba claro que
Rosa había notado su ausencia. Sin lugar a dudas le pareció lo más
raro del mundo que Steven faltara tanto tiempo a su casa, no venía
ni los fines de semana, y Félix tampoco mostraba señales de extra-
ñarlo.
―¿Pasó algo malo con él?
Rosa repitió su suspiro exagerado.
―Este chico todo el tiempo desaparece, nunca me da cuentas de
nada. Sale en la tarde a jugar básquet con sus amigos y no regresa
hasta las doce de la noche. Ya lo castigué, le grité, lo amenacé, y no
escarmienta. No sé qué otra cosa hacer para que entienda…
―Wao.
Félix no había hecho otra cosa que empeorar con su rebelión. Se
preguntó qué era lo que lo impulsaba a escaparse de casa.
―Por favor, vuelve a casa antes de que las calles se vuelvan más
peligrosas. Yo iré a buscar al hijo que parí.
―Claro, cómo no.
A los minutos que Rosario lo dejó a solas, Steven no se limitó a
perseguir la aventura, recorriendo posibles lugares donde pudiera
estar Félix: la cancha, la tienda de cómics, la casa de Alison (que, por

314
cierto, no estaba allí.) Media hora le llevó perder el tiempo y sin ras-
tro suyo.
Steven revisó su reloj de muñeca, habían caído las diez de la no-
che y el panorama ya se hacía más peligroso, sobre todo porque an-
daba cerca del club nocturno y las pistas eran un mar de borrachos,
mujeres y delincuentes.
La preocupación crecía junto con la brisa. Quizá ya debía abortar
su búsqueda detectivesca, pero quería ayudar a Rosa. A Félix.
Ni él sabía por qué hacía tal necedad, tenía suficiente misericor-
dia por su amigo. El paradero de Félix era invisible, así que sola-
mente estaba corriendo sin fin. Esta situación le recordó cuando
buscó a su hermano a las doce de la noche; si se hubiese rendido,
Percy hubiera sido partido a la mitad por ese tren. ¿Cómo es que lo
encontró?
Se le vino un fragmento de él, orando. Eso tenía que hacer.
«Padre celestial, ayúdame a encontrar a Félix. Tuvimos diferen-
cias, pero, donde sea que esté, protégelo.»
A veces sus pies chapoteaban en charcos de agua por la nieve de-
rretida. Su morral chocaba con su muslo; el viento gélido le acalam-
braba los dedos, sus guantes solo abrigaban las palmas.
En una calle estrecha, visualizó dos autos de policía. Rápidamente
reconoció que uno pertenecía a su padre, estaban haciendo el patru-
llaje de la media noche. Aceleró el paso para no toparse con él y vol-
vió a orar en su interior para encontrar a su amigo, varias veces re-
petía la misma oración. Dios se tomaba su tiempo, sabía lo que ha-
cía.
Se estaba agitando. Cuando aminoró la corrida para descansar,
sintió que no debía detenerse, algo le decía que estaba mucho más
cerca de lo que imaginaba. Félix necesitaba ayuda.
Volvió a correr. La respiración le salía como vapor.
«Guíame.»
Un callejón en medio de unos edificios departamentales le hacía
guiños. Se detuvo justo ahí, en la entrada. Demasiado estrecho, un
auto nunca entraría por allí, pero una persona delgada sí.

315
Alguien le dijo a su corazón que entrara.
Y se hundió en él.
Marchó lento, siempre alerta. El entorno oscuro. Los edificios ta-
paban la luna, apenas se distinguían las estrellas. La vereda estaba
sucia con botellas, latas, algunos gatos comían de los botes de ba-
sura. En el aire colgaba ropa de una casa a otra. Más que un callejón,
era una vecindad apretujada de casas. ¿Cómo alguien tenía tanto va-
lor de vivir en un lugar tan tenebroso?
El silencio recibió la cachetada de un rap que se oía amortiguado,
sonaba en alguna casa de la hilera. Desplazándose hasta el fondo,
todo se ponía más oscuro. Rogó para que nadie lo estuviera si-
guiendo. Por fin llegó a un área iluminada, apenas con unos cuantos
focos gastados de algunas casitas. La música se hacía más fuerte
conforme avanzaba. Oyó voces, pero no las que le hubiera gustado
oír.
Llegó al lugar de donde emanaba la música: una casa departa-
mental, pero tenía la pinta de hostal. Los inquilinos vivían en cuar-
tos pequeños, era como un club en donde todos se conocían. Esta-
ban en una estridente fiesta, los hombres se emborrachaban y reían
con las chicas. Bailaban como las luces sicodélicas. La pintura seca
caía a pedacitos de las paredes llenas de moho, y ni hablar del olor.
Olía a… pecado, si se pudiese describir en una palabra. ¿Y cómo era
el olor del pecado? En este caso, apestaba a orines, alcohol, cigarro y
basurero. El típico olor de su casa cuando su padre hacía fiestas con
sus amigos. El pecado se podía apreciar con la vista, los olores y el
tacto. Ni en sueños pretendía topar las asquerosas paredes, las ha-
bían manchado de todas las formas.
Steven no tenía tiempo para asquearse, había entrado con un pro-
pósito. Entró con timidez, haciéndose pequeñito entre tantos cuer-
pos locos. Una vez más recordó a su madre, como si pudiera encon-
trarla en cualquier bar del sector. Tal cosa solo sucedería en su ima-
ginación. A este punto se dio cuenta que no era él quien se movía,
había algo más que lo llevaba a donde se le necesitaba. No entendía
cómo sucedía esto, era extraño, sobrenatural.

316
Continuó hasta donde Dios lo llevase.
Al fondo, un departamento con la puerta abierta, y dentro de la
casa, también una fiesta. Solo que ésta era diferente. No, era igual,
incluso peor que la de los adultos. Los jóvenes hacían lo mismo que
los adultos a su alrededor, como si no hubiera un mañana. Fuma-
ban, bailaban con sus chicas, o chicos.
Y allí estaba él. Félix. Inhalando polvo blanco por la nariz, de la
misma manera que Dylan y etcétera. Mark había absorbido dema-
siado, yacía boca arriba en el mueble, desangrando por la nariz. No
se movía, solo su barriga subía y bajaba con su respiración entrecor-
tada. Miraba perdido al techo como si estuviera sumergido dentro
de un hipersueño despierto.
Steven permaneció inmóvil ante la puerta. Félix también empezó
a despedir sangre, la cocaína estaba rasgando el interior de sus fosas
nasales, sus pulmones estaban corroyéndose. Indudablemente, ya
lo había hecho antes.
Avanzó determinado hacia allá, listo para recibir golpes e insul-
tos. Soportaría de todo para hacer lo correcto. Renunció a la cobar-
día.
―Félix Jordan… ―saludó con un aire sarcástico.
Félix volteó la cabeza, la sonrisa se le borró cuando lo vio. Estaba
en las nubes, sus ojos desorbitados y rojos. Si hubiese llegado más
tarde lo habría encontrado tirado en el suelo, balbuceando como un
idiota.
―¿Estoy alucinando? ―habló Félix, luego tosió más sangre―.
¿Steven, qué haces aquí?
―Cómo terminaste aquí… ―expresó Steven, negando con la ca-
beza.
―¿Qué te importa mi vida?
―¡Eh! ¡Hijo de Diosito! ―Dylan llamó su atención. También se le
notaban las venas en sus ojos amarillentos―. ¿También quieres dis-
frutar esto con nosotros?
―Félix, tu mamá está muy preocupada por ti, no deberías estar
en este lugar… Regresemos de una vez.

317
Félix no decía nada, no estaba poco lúcido para no hacerlo, solo
carecía de valor para enfrentarse a su madre. No en esta condición.
―¿No me oíste, hijo de Diosito? ―persistió Dylan—. Deberías ser
más educado con tus hermanos. Siempre me he preguntado por qué
yo no te caigo.
—¿Por qué crees tú?
—Yo nunca te he hecho nada para odiarme.
—Si me pongo a enumerar tus hazañas, me tomaría toda la ma-
drugada.
Dylan avanzó unos pasos hacia él. Ahora que Steven había cre-
cido, eran de la misma altura.
—Dime qué se siente, Steven, ver el futuro.
La declaración le heló los huesos. Nadie, ni siquiera Steven sabía
que veía el futuro. Todavía no estaba seguro de si eso era real.
—No sé de qué hablas. Ya me voy, si eso es lo que quieren... Félix,
espero que recapacites, no hagas más infeliz a la señora Rosa.
Dando media vuelta a la salida, una botella de licor reventó en la
pared de la puerta; de no haber sido porque la esquivó, le habría
caído en la cabeza. Al girarse, Dylan había desaparecido de la escena
y al parecer nadie reparó en lo sucedido. Fue un evento incoherente
porque Steven había supuesto que fue Macross quien le lanzó la bo-
tella. Sin embargo…

318
CAPÍTULO 34
Los dones de Steven
En todo el fin de semana levantó plegarias en su habitación por to-
das las personas que apreciaba.
No se le hacía fácil dejar de pensar en la triste situación de Félix,
y en la rareza de Dylan Macross. Pensaba que a ambos los conocía
bien, pero ahora sabía que no. Ni siquiera conocía a su propia ma-
dre…
Tantos secretos ocultaba la gente, todo esto lo llevaba a debatirse
sobre quién era el bueno y quien era malo en su vida.
Justo cuando había creído que Percy empezaba a demostrar un
poco de empatía, su marcha fue como una despedida para siempre.
Debería estar feliz porque se deshizo de un enemigo, de quien incen-
diaba sus días, pero resultó así.
La pesadilla del fuego y gente gritando atacó una vez más su des-
canso, regresando de una manera diferente, más nítida y concisa.
Entre las llamas percibió la escuela, los gritos de auxilio eran de
los alumnos. El sonido de los pasos que corrían hacían un eco deses-
perador en los pasillos. Steven estaba en medio del alboroto, ame-
drentado, oyendo su propio ritmo cardiaco y respiración lenta; todo
lo veía en primera persona, como si se hubiera transportado a otra
realidad. Los alumnos y profesores a su alrededor correteaban, dán-
dose bruces para escapar de las llamas que los perseguían, pero no
lo hacían en dirección a la salida, huían más bien a una zona cerrada
donde quedarían acorralados. Él quería gritarles que no fueran por
allí, pero las palabras permanecían atracadas en la garganta.
Se empezó a desesperar, los brazos se le adormecían.
Los brazos… ¿Por qué le dolían los brazos?
Bajó la mirada. En sus manos sostenía una biblia, abierta en Jere-
mías.

319
Fue ahí donde terminó el sueño, y al despertarse se dio cuenta de
que se había dormido en la aburrida clase de matemáticas. Regresó
al mundo real, a Félix y sus amiguitos cuchicheando ridiculeces.
—Se nota que no duermes bien —comentó Cesilia, que estaba
sentada en el sitio delantero.
Ella era lo único bueno de esta escuela, cuya compañía había sido
agradable en las últimas experiencias de Steven.
—Como verás, sufro de insomnio. Mi padre hizo una fiesta ano-
che y me la pasé dando vueltas en mi colchón.
Sonó el timbre y todos salieron al recreo. Cesia guardó sus cua-
dernos en su mochila y siguió a Steven al pasillo, en donde se senta-
ron en una gradería.
—Sí sé perfectamente que sufres de insomnio, por eso te tengo
esto…
Ella levantó una cajita azul en la que Steven leyó un nombre raro.
—¿Qué es eso?
—Medicina para dormir mejor. Tómala una vez antes de acostarte
y dormirás como un bebé.
El ritmo cardiaco otra vez se disparó y una felicidad envolvió a
Steven. No halló palabras para agradecérselo.
—Estamos cerca del catorce de Febrero, es un regalo por el día de
la amistad.
—Cesilia, esto es… demasiado, yo no lo merezco —protestó reci-
biendo la caja—. Me cuidas como si yo fuera tu hijo.
—Me gusta practicar que soy una doctora que recomienda medi-
cinas. Eres la única persona con la que puedo hacer eso.
—Yo buscaré la manera de devolvértelo, también buscaré algún
regalo para darte. ¿Qué quieres que te compre?
Cesia sonrió con dulzura.
—Tu amistad es el mejor regalo que tengo desde que perdí a mis
amigas. Me llevo bien contigo, y al menos tengo a alguien con quien
conversar en esta escuela. Bueno, antes hablaba con Genji cuando
todavía estudiaba aquí, pero ya acabó la secundaria. Entonces ahora
me quedas tú.

320
—Gracias —solo pudo responder.
¿Quién lo hubiera imaginado? Era el amigo de la chica que una
vez me menospreció debido a su reputación de cambiar de hombre
a hombre constantemente.
Sin embargo, pensó en un momento... ¿y si él fuera el próximo
hombre en caer en sus encantos? ¿Y si caía y fracasaban como era lo
típico en ella?
Lo más sensato era no ilusionarse. De ninguna manera permitiría
que ella cautivara sus sentimientos. Era como una sirena, atraía a
los hombres para luego romperles el corazón.
«Estoy sacando conclusiones muy rápido, no puedo creer que siga
teniéndole miedo a... a enamorarme. ¡No! ¡No! ¡Con ella no! Steven,
ella es solo tu amiga, seguro que ni siquiera eso se le ha pasado por
la cabeza. ¡Qué mente sucia tienes, hijo!»
En ese instante una docena de policías irrumpieron en los pasi-
llos, un oficial de gafas oscuras, tomando la delantera empezó a ha-
blar:
—Escolares de la secundaria Libertad, se ha notificado una de-
nuncia de tráfico de drogas juvenil, es por ello por lo que estamos
aquí. Mientras más rápido colaboren al revisarles sus pertenencias,
más rápido terminará esta molestia.
Así pues, el maestro los condujo al salón y en presencia de los
alumnos, fueron revisando una a una las mochilas.
—Gracias a Dios que están aquí, así se llevarán a Dylan cuando
encuentren las bolsas de cocaína —Steven habló en voz baja, solo
para que Cesia le oyera.
—¿Dylan? ¿Él trafica droga?
El oficial de gafas oscuras procedió a rebuscar en la mochila del
hermanastro de Steven, Dylan en su escritorio no se mostró ner-
vioso ni por un segundo.
—Me dijeron que tú repartes droga, Dylan Mac-ross. ¿Así se pro-
nuncia tu apellido?
—Mac-ross. Pronunciarlo es como una sacudida seductora, ¿no
cree, oficial?

321
—¿Qué tiene que decir ante la denuncia de su tráfico de drogas?
—Yo nunca he traficado droga, jamás haría algo como eso, no sé
de dónde sacan esas ideas.
—Es más mentiroso que el demonio —susurró Steven.
El oficial terminó de revisarle la mochila, sin hallar nada.
—¿Lo ve? Yo ni siquiera sé el significado de la palabra drogas.
—Sencillo, la ha escondido en algún lugar —acusó Steven, por fin
decidido a no mantenerse callado.
Dylan lo miró de reojo.
—Ah, cristianito. No sé por qué me acusas si eres tú el que carga
droga a todas partes.
—Sí, sí, él es verdadero traficante de drogas, oficial —apoyó Félix,
y Steven quiso patearlo.
—¡No digan esas tonterías, Steven no es ningún traficante! —pe-
leó Cesia, furiosa.
—No vale la pena que defiendas a tu novio, bonita. Me entristece
que la gente se deje engañar por la apariencia, incluso por la religión
de alguien.
—¡No me vuelvas a llamar bonita! ¡Y deja de decir ridiculeces, to-
dos aquí saben que eres un mentiroso de primera! ¿O no? —Volteó,
y para su mala suerte ningún alumno lo confirmó—. Es obvio que
los tienes comprados a todos.
—¿Quieren dejar de dar vueltas? —reclamó el oficial, aburrido—
. Tenemos cosas más importantes qué hacer en el día y no queremos
perder el tiempo en patrañas de adolescentes.
—Buen oficial, si quiere que su búsqueda del vendedor de harina
blanca fructifique, atrévase a rebuscar en las ropas de los jóvenes —
consultó el maestro de matemáticas.
—Eso estábamos por hacer.
Los policías antidrogas se esparcieron por todo el salón y comen-
zaron a interrogar a los alumnos, revisarles sus mochilas y rebuscar
en sus uniformes. Otro policía se paseaba con los pulgares colgados
en el cinturón, atento a cualquier sospechoso que intentara escon-
der las sustancias.

322
—¡Espere, no! Es que, no me gusta que me toquen —se excusó Dy-
lan mientras el oficial palpaba cada rincón de su cuerpo.
—Es nuestro trabajo, a menos que tengas algo qué esconder.
Al terminar, no encontró nada.
—¿Qué dice? ¿Encontró algo?
El oficial permaneció escrutándolo con las manos en la cintura.
—Más vale que confieses de una vez si no quieres que te desnude-
mos frente a toda la clase.
—A mí me parece que se está aprovechando.
Vino a Steven un policía que toqueteó todo su saco y luego bajó
hacia sus piernas.
—Qué horror que tengan que hacernos esto —dijo Cesia, incó-
moda.
—Tal vez hoy día no trajo la droga, no debe ser tan tonto para car-
garla consigo.
—Quítate los pantalones —ordenó el policía que le inspeccio-
naba.
—No creo que eso sea necesario…
—¿Y qué significa esto? —Enseñó una bolsita plata con polvo
blanco—. Tus pantalones están llenos de estas. ¿Quién lo hubiera
pensado?
Steven se levantó las vastas y en todo el interior había filas de bol-
sitas, como si alguien se hubiera tomado el trabajo de pegarlas con
cinta adhesiva.
Las murmuraciones no faltaron.
—Yo no… Esto no es real —susurró—. Yo no hice esto, no soy nin-
gún traficante.
—Las pruebas están frente a nuestros ojos. Es una lástima que a
tan temprana edad esté haciendo ese trabajo. Espósenlo.
—Steven, ¿cómo pasó? —expresó Cesia, incrédula.
—¡Yo no vendo droga! ¡Por favor tienen que creerme!
—La droga apareció por sí sola, ¿no?
—¡No lo sé! ¡Seguro Dylan la pegó!

323
—¡Ah! ¿¡Yo!? ¿Me viste en algún momento pegarla en tus panta-
lones? Todos son testigos de que yo estuve todo este tiempo al otro
extremo del salón, no moví ni un pelo. ¿O no, Félix?
—Si eres el traficante de drogas, solo asume tu condena —dijo Fé-
lix, más serio que nunca.
Tirarse de la ventana sería una interesante opción para Steven.
Hervía más que un volcán. Mil veces había querido dejar de ser im-
pulsivo, pero no pensó en lo que diría en ese momento:
―Esto es una mierda.
―¡Jaron! —reprendió el maestro.
―¿Vieron eso? ¡Y así dice que es cristiano! ―señaló Dylan Ma-
cross.
Los policías lo sujetaron firmemente por los brazos para espo-
sarlo después de que él mandara al infierno a todos. En ese mo-
mento, no estaba del todo consciente como para analizar su actitud
anterior; el mundo ya no le dejaba oportunidades para ser amable.
Era un desastre tras otro.
Luchando por liberarse, escapó de ellos y el oficial dio órdenes
para perseguirlo. Steven corrió a toda velocidad, esquivando a
maestros y alumnos en los pasillos. Las miradas se volvieron hacia
él y a los comisarios, quienes lo perseguían como si fuera un ladrón
que hubiera cometido mil crímenes.
Finalmente, logró salir de la escuela y se dirigió rápidamente ha-
cia un barrio menos expuesto para esconderse. La manada de poli-
cías se dividió en dos vehículos, encendieron las sirenas y acelera-
ron. Steven sabía que ya no tenía ninguna oportunidad de escapar
de ellos. Continuó corriendo por estrechos callejones para perder-
los, pero cada vez que emergía del otro lado, se encontraba con sus
autos bloqueando su camino. Siguió huyendo, zigzagueando por los
senderos. Mientras tanto, pensaba en dónde podría esconderse. ¿En
la casa de Félix? ¡Nunca!
¿En su propia casa? Se encontraría con otro oficial: su padre. Se-
guramente ya había recibido noticias de que su propio hijo traficó
sustancias en la escuela.

324
«Félix se está vengando... ¿Pero vengándose de qué? ¡Yo no le
hice nada! ¿Tanto les repudia verme respirar?»
Continuaba la duda de dónde resguardarse.
«Gideon. ¡Por supuesto!»
El día que casi se suicidó, Gideon después le dio la dirección de su
casa, por si tenía alguna emergencia. Claro que sí. Gracias a Dios es-
taba cerca de allí.
Procuró no ir por la vereda porque estaba ahogada en nieve. La
frente le sudaba como llovizna y el sol abrasador lo agotaba más rá-
pido. Nunca debía detenerse. Nunca desistir.
“Sigue corriendo, sigue luchando”, decía la voz en su cabeza.
A veces se preguntaba si de verdad Dios le hablaba. Era extraño.
¿Cómo es que Steven sabía cosas que nunca vio? ¿Por la voz sobre-
natural?
Miró atrás. Los autos de la policía ya no corrían detrás de él, prác-
ticamente logró perderlos, pero aún no cantaría victoria. No dejó de
correr. Toda la vida se la pasaría corriendo, esto era nada más el en-
trenamiento, las luchas y pruebas eran solo el fuego que puliría su
pequeño carácter. Su propósito.
Se detuvo en un barrio sereno, pero poco fiable. Casa 179. Llegó.
Escaló las gradas y repiqueteó con rapidez la puerta, ladeaba la ca-
beza por si venían por él. Al cabo de quince segundos de insistencia
le abrió Gideon, y antes de que le preguntara qué hacía en su casa,
Steven entró como una bala. Sacudió el brazo indicándole que cierre
deprisa la puerta.
―¡Cierra, cierra, cierra! ¡Cierra ahora, Gideon!
―¿Cómo? ―Gideon lo miró con rareza. Le hizo caso.
Finalmente sintió paz. Cansado, se tumbó en el sofá verde, con
toda la confianza del mundo.
―Exijo una explicación, chaval.
Una vez que se sentó a su lado, le relató todo lo que le aconteció,
con tristeza en cada una de sus sílabas. Steven se sentó abrazando
las piernas. Una expresión de decepción en su rostro. Todos le ha-
bían fallado, concluyó que todo el mundo quería ser su enemigo, sin

325
razón justificable. Si las personas en las que más confiaba lo traicio-
naron, ¿qué posibilidad había de que también Gideon lo hiciera?
Gideon, su querido amigo. Esperaba estar equivocado.
―Lo lamento mucho, Steven, nunca pensé que Félix sería capaz…
―Ni yo. Ya no sé en quien confiar. Mientras más avanzo, más
todo empeora… y parece que Dios no me escucha, o sea… sí lo hace,
pero… no responde a mis oraciones con respecto a… que todo sea
diferente. No entiendo nada… ―Exhaló y metió la cara entre las ro-
dillas.
Gideon no respondía nada. Lo escuchó, dejó que se desahogara,
lo necesitaba.
En los próximos segundos, Steven continuó con la voz ahogada:
―Ya sé que según tengo un propósito, pero ¿cuál es? ¿En qué le
seré útil a Dios? Soy muy débil, y una fea persona, tengo un feo ca-
rácter… No sé qué me pasó allá, insulté a todos con groserías. Otra
vez fallé, le fallo todo el tiempo ―expresó entre dientes―. ¿Por qué
Dios usaría a alguien como yo? No merezco nada. Estoy perdido,
otra vez…
Gideon volvió a guardar silencio, miraba al suelo, luego lo rodeó
con su brazo peludo. Steven se acurrucó en su pecho, con una son-
risa cargada de tristeza. Gideon lo reconfortó por un momento.
―La biblia dice: “Enójense, pero no pequen”12. Todos a veces te-
nemos ese problemita. Nos enfadamos, y cuando nos damos cuenta,
lo echamos todo a perder. Los grandes hombres de Dios no eran per-
fectos. Le fallarás a Dios siempre porque eres humano. Todos pasa-
mos por esas horribles etapas en que todo nos sale mal, y en que no
comprendemos por qué Dios hace las cosas, pero luego con el pasar
del tiempo… nos damos cuenta de que todo tuvo sentido, y al final
dices que Dios sí tuvo razón.
»La biblia dice: “Echa fuera de tu corazón de tu corazón el enojo.
Aparta de tu ser la maldad. Porque la adolescencia y la juventud
también son vanidad”. Algo que yo siempre me repito con respecto
al mal carácter es… No vayas a arruinar todo tu futuro solo por cinco

12
Efesios 4:26

326
minutos de enojo. En un par de minutos puedes acabar con tu pro-
pósito por airarte, por eso continúa siendo fiel. Sigue orando como
lo haces siempre, pídele que te dé dominio propio para controlarte,
y vence el mal con el bien. Ya lo has experimentado, no ganaste nada
sembrando más odio a los que te odian. El cristiano siempre va a es-
tar rodeado de gente detestable que no querrán nada más que su
desgracia. Pero piensa: ¿qué haría Jesús en estas situaciones?,
¿cómo reaccionaría? Así podrás aprender a ser un verdadero hijo de
Dios.
Steven soltó una larga bocanada de aire. Se apartó y se acostó en
el respaldo del mueble.
―Cristo es el camino para llegar al cielo, pero yo lo lleno de ba-
ches.
Gideon rio.
―Sí, yo también lo hago a veces. Así es la vida, nunca va a ser fá-
cil. Pero vale la pena seguir a Cristo.
―Siento que nunca seré suficiente para Dios.
―Pero Dios es suficiente para nosotros.
Steven le devolvió la sonrisa, diminuta. Entendió. Cuanto más le-
jos de Dios esté, más debía acercarse. No darle el gusto al diablo, que
era el principal enemigo, no las personas.
―Tómalo como algo bueno, puede que esto sea para darte cuenta
de quiénes son tus verdaderos amigos y quienes no.
―Sí…
Más tarde le contó que últimamente tenía pesadillas inusuales.
Todo eso del fuego, los alumnos gritando y la biblia. Tomó como
algo innecesario contárselo porque había sido un simple sueño sin
sentido, pero de inmediato Gideon puso cara de asombro. Steven le
confesó que en ocasiones sentía que sabía las cosas, o las veía en su
mente, como si Dios se las revelara a su corazón. No comprendía
cómo pasaba.
―Tienes visiones como Jeremías.
―¿Enserio? ¿Tú crees?

327
―Puede ser un don que Dios te haya dado. ―Gideon se acarició
la barba, pensativo―. ¿Cómo dijiste que era? ¿Había fuego?
―Mi escuela se estaba incendiando y llevaba una biblia en el libro
de Jeremías. ¿Qué significa?
Gideon lo repasó.
―Yo creo que puede ser simbólico. A veces los sueños no son solo
sueños, hay que saber interpretarlos. Jeremías fue de los profetas
más usados por Dios para advertir a Israel sobre la hambruna y gue-
rras que vendrían. El fuego de tu sueño, o visión, puede representar
el infierno. Es posible que Dios quiera que le prediques a tus compa-
ñeros al igual que el profeta, para evitar que ellos vayan al infierno.
Steven agrandó los ojos como pescado. No lo había visto desde esa
perspectiva. Sonaba lógico. Sin embargo, ¿cómo le llevaría el evan-
gelio a la juventud corrompida de su escuela? Todos lo odiaban…
Nadie aceptaría sus enseñanzas, lo insultarían más de lo que ya lo
hacían.
Regresó a casa.
Su padre lo estaba esperando en la mesa, con cara dura, listo para
tener una conversación recta. Se había enterado de todo.
Steven, desganado, se sentó en la silla, se dedicó a sobrellevar las
reprensiones de su papá. Las manos se le acalambraron. Esperó a
que terminara para tener unos segundos para autodefenderse. Ob-
viamente, le explicó que él no traficó ninguna sustancia y que otros
la pusieron allí para que no los apresaran. Para su sorpresa, como un
milagro glorioso, su padre pareció creerle. Quedó un momento en
silencio y le avisó que investigaría con los otros policías.
―… pero si descubrimos que hiciste estas barbaridades, te llevaré
yo mismo a un reformatorio ―advirtió. Steven asintió blanqueando
los ojos. Siempre darle la razón a papá.
Si su padre quisiera mandarlo a un orfanato, o lo que sea, ya lo
hubiera hecho hace tiempo.
Esa noche, Steven hizo un devocional en su cuarto.

328
“Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en
afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque
cuando soy débil, entonces soy fuerte”13, leyó en Corintios.
Comprendió que debía aceptar los tratos de Dios, por más fuertes
que fuesen, puede que no los entendiera, pero eran necesarios. Los
tropiezos son para levantarte más fuerte, los demás perderán su
tiempo riéndose de tu caída. La idea es no quedarte en el suelo, a
donde volverás a caer.
Esto le estaba costando entender, todo era para que su corazón no
esté en las personas, sino en Dios.
Se arrodilló a la orilla de la cama. Entre todas sus aflicciones en-
focó su oración en Félix, para que Dios lo perdonase.
«Señor, solo necesito que tengas misericordia de estas perso-
nas…»

***

Durante varios días, Steven experimentó un miedo agudo a asistir a


la escuela debido a lo de siempre: miedo a lo que pensaran los de-
más.
Él sabía bien que sería objeto de miradas despectivas por ser el su-
puesto “traficante de drogas”, y que Dylan y sus secuaces lo ator-
mentarían como siempre. Además, las clases de género eran inso-
portables para él, ya que nunca se le permitía salir de ellas, tenía que
usar tapones para los oídos para evitar escuchar las perversidades
que enseñaban. Sin embargo, después era tachado de discrimina-
dor. La escuela era el callejón del demonio, el lago de fuego del ma-
ligno. ¡Cuánto daría por estudiar en casa! Pero su padre nunca esta-
ría de acuerdo.
A Steven se le caía la cara de vergüenza ante su recuerdo cons-
tante de haber dado mal testimonio al decir groserías siendo cris-
tiano. ¿Con qué cara profesaría su fe? Quería morirse cada que re-
cordaba el pequeño espectáculo que armó, él mismo se desconoció.

13
2 Corintios 12:10

329
Todo había sido obra de su amargura y estrés, la gente ya lo tenía
hasta el colmo, y permitió que el diablo lo usara. De corazón se arre-
pintió ante Dios por sus violentas acciones.
Bastaron solo dos días para que su padre notara que dejó de ir a la
escuela. Le gritoneó que se dejara de tonterías y que se fuera a estu-
diar, ya que no lo mantenía para tenerlo deambulando por la casa.
Fue en vano excusarse.
―Si no vas a la escuela, con más razón creeré que tú eres el trafi-
cante ―dijo su padre en un tono tan sereno, que significaba cual-
quier otra cosa menos algo bueno.
De repente ya tenía a su padre cerca de él, a punto de estallarle
una cachetada. Tenía dos opciones: dar una buena razón por la que
faltaba a la escuela (y que le creyera), o correr. Las venas de Steven
se tensaron, se sintió chiquito frente a su masivo tamaño.
―Perdón ―se disculpó tembloroso―, es que todos me torturarán
y…
Antes de que terminara la frase, alguien tocó la puerta. Frank, con
el ceño fruncido, tomó un sorbo de su taza de café humeante y abrió
la cerradura. En la puerta lo esperaba uno de los policías que custo-
diaban la escuela, el de lentes oscuros y cara de sargento duro.
«Incompetentes, no saben investigar», rezongó Steven en su
mente, porque por no investigar como debían, Dylan salió con la
suya; se habrían ahorrado tanta persecución. Justo de ello el oficial
le habló a Frank, le explicó que la investigación cesó pues descubrie-
ron a los traficantes y los atraparon ese mismo día, todo con pruebas
y testigos. Alguien valiente confesó todo, aunque no reveló el nom-
bre.
Steven asomó la cabeza por la puerta, abriéndose paso de su pa-
dre, para ver los autos estacionados de los policías, adentro espera-
ban Dylan, Caleb, Mark y Jimmy, esposados en los asientos de atrás.
En el asiento delantero, la madre de Caleb lloraba, y en el otro auto
las madres de cada uno tenían los ojos rojos del llanto. Los manda-
rían a un reformatorio por un tiempo, un buen castigo.

330
Le pareció curioso que ninguno de los muchachos tuviera un pa-
dre presente.
Dylan portaba su auténtico rostro de gran calma, como si nada es-
tuviera pasándole.
―Muy buen trabajo, oficial, fue un verdadero placer trabajar con
usted. ―Frank le dio la mano cortésmente.
―El placer es todo mío, oficial Jaron. ―Dicho esto, se marchó con
su patrulla.
El alivio se apoderó de Steven, gracias al cielo hoy pudo respirar
tranquilo. Ya no más Dylan y Mark, se acabó la tortura.
«Yo digo que me merezco una hamburguesa», pensó. Curvó los
labios hacia abajo, en forma de una sonrisa satisfecha.

Mientras el auto policial viajaba en la carretera, Dylan miraba la ciu-


dad por la ventanilla con una expresión indescifrable, estaba entre
la ira y la astucia, y todos querían saber qué pensaba su cabecita re-
torcida.
―Me vengaré ―murmuró Dylan con una voz clara y relajada que
daba miedo―. Le daré su merecido cuando lo vuelva a ver.
―¿Puedo acompañarte? ―se ofreció Mark―. Siempre estaré
para apoyarte ―afirmó Mark.
Dylan esbozó una sonrisita de lado.

331
CAPÍTULO 35
El llamado

Deseaba aclarar sus suposiciones. Tener sueños que se cumplían no


parecía normal, las visiones que interrumpían su diario vivir no te-
nían explicación científica. ¿Dios le estaba advirtiendo de algo?
¿Qué quería Dios de él?
Hincó las rodillas en el suelo, a los bordes de la cama, y volvió a
hablar con Dios. Inició agradeciendo por la vida que le daba, luego
oró por sus seres queridos: Félix, Rosa, Cesia, Gideon…
Preguntó a Dios cuál era el plan a él, por qué permitía lo que per-
mitía.
“Te he escogido, Steven, te estoy llamando para que prediques mi
palabra a toda criatura. Te has preguntado qué es lo que tienes, yo
te respondo: mucho antes de que tú supieras quién era Dios, yo te
escogí para ser mi siervo. Te di un don importante, de los que solo
se los doy a un número selectivo de personas: el don de la profecía.
Debes cuidar y mantener ese don”.
Esas eran las palabras de Dios, las había oído, pero no audible-
mente, sino en su alma. Resonaban en su mente, como un sueño,
pero no era un sueño, estaba despierto. El mensaje de Dios era so-
brenatural y difícil de explicar. Había sentido la voz de Dios en va-
rias ocasiones, hoy era más clara.
Steven abrió los ojos.
―¿Por qué yo? ¿Qué tengo de especial? Yo no soy apto… t-tengo
muchos problemas, apenas puedo conmigo mismo… De profeta no
tengo nada, Dios, solo soy un adolescente cualquiera. ¿Por qué no
eliges a Gideon, o al pastor Jhon? Ellos conocen la biblia más que yo,
yo no sé nada.
“Tú mismo sabrás por qué te he escogido, ahora solo estoy mol-
deando tu carácter. Mientras más pongas de tu parte, mejorarás tus
conocimientos sobre mí.

332
»Te necesito para este pueblo canadiense, esta nación me ha vol-
teado la espalda, siendo yo quien les he bendecido con todo lo que
tienen. Por la raíz de sus pecados abominables, es porque hay po-
breza y muerte. Los que eran fuertes se hicieron más fuertes y piso-
tearon a los débiles, como el Gobierno de Varnes y todos los que le
siguen. Yo no estoy feliz por la condición de este planeta que he
creado, todo se ha corrompido, me han aislado de sus planes.
»Canadá se ha vuelto poderoso, al igual que Estados Unidos, si no
los he castigado con algo peor es porque tengo a mis siervos que pre-
dican para la salvación de estas almas. Si tardo en llevarme a mi igle-
sia es porque todavía existen personas que necesitan conocerme.
Por eso, tú eres de mis escogidos para compartir mi palabra antes de
mi venida”.
El cuerpo se le estremeció. Dios tenía un plan para él.
―Sí puedo… ¡Yo puedo ayudarte a hacer eso! Si me has dado un
don es porque soy capaz de realizarlo.
“Serás capaz. Pero como te dije, aún estoy moldeando tu carácter.
Sabrás el momento que el que estés listo”.
―¿Cómo lo sabré?
“Lo sentirás, tu propia alma te lo pedirá.”
―¿Así como cuando sentí advertir a toda la iglesia de la protesta
feminista?
“Así mismo. Pero tu proyecto más grande será predicarle a los co-
razones duros de esta tierra, para eso, tendrás que pasar por muchas
pruebas. Mis propósitos no son para los que se lo merecen, son para
los que están humillados y me aman de verdad”.
―Dios, mira, no tienes que darme tantas pruebas. En este mo-
mento estoy sintiendo el deseo de predicarle a todos los que me en-
cuentre. ¡Te demostraré que de verdad estoy listo!
“Las pruebas son para formar el oro, es mejor que esperes en mí.
Como verás, esto no es un juego, hay que estar preparado espiritual-
mente para enfrentarte a cosas más fuertes como lo es predicar al
aire”.

333
―Dame una oportunidad, yo en verdad quiero servirte. No hay
nada que más desee que el mundo conozca tu nombre.
“No te lo impido, pero te voy advirtiendo que esto no será de la
noche a la mañana”.
—No te preocupes, le pediré ayuda a Gideon, él siempre me ayuda
en estas cosas.

Dicho y hecho, aquello fue lo siguiente en hacer cuando terminó de


orar. Genji y Cesia también habían llegado para chismosear.
―¿Cómo lo haces tú, Gideon? ―preguntó Steven. Si Dios quería
que predicara, tendría que aprender de los profesionales.
Él alzó las cejas. Suspiró.
―Bueno, yo me paro en algún lugar público y empiezo a hablar
de lo que está sucediendo en el mundo y de lo que Dios ordena.
―¿Y ya?
Gideon encorvó los labios.
―Sí, así lo hago yo.
―Era más fácil de lo que pensaba. ―Steven desvió la mirada ha-
cia los transeúntes. Hoy el día iba tranquilo, no había gente loca ar-
mando tiroteos o ladrones saqueando los puestos del mercado. Su-
puso que de eso podría protestar, aquel sería un buen tema para em-
pezar a predicar.
―Espera, yo no dije que era fácil, solo un consejito, debes…
―Yo tengo el don, Gideon ―dijo confiado―. Dios me ha demos-
trado lo que debo hacer, así que Él me ayudará.
Gideon dudó un poco, pero a lo mejor estaba siendo incrédulo,
debía tener fe en que Dios usaría a Steven, quizá tenía futuro como
evangelista y no lo veía listo.
―Cool. Pero creo que antes deberías…
―Mira, Gideon, para ese lado hay más gente. ¡Ya sé! Ahí mismo
me pararé.
—La plazuela es un buen lugar, aunque pienso que vendría a ser
más interesante pararte frente a la Torre Calgary.

334
—La Torre Calgary está lejos, estamos bien acá. Empezamos
desde abajo, desde lo básico. Quién sabe, seguro que nos encontra-
mos con gente que de verdad requiere el evangelio.
Gideon sonrió, contento de que su joven discípulo hubiera pro-
gresado. Se apoyó contra un poste, con las manos en los bolsillos, a
observar lo que haría Steven.
Steven tenía en la mano la biblia que le regaló Gideon. Respiró
profundo y realizó diez pasos hacia el centro de la plaza. Había mu-
cha gente caminando de aquí allá, llegó a marearse, pero estaba con
todas las energías, dispuesto a hacer la voluntad de Dios y nada lo
detendría.
—¡Tú puedes, Steven! —Cesia hizo barras.
—Silencio, lo puedes desconcentrar —la calló Genji.
Steven abrió la biblia en Apocalipsis y luego abrió la boca para
empezar su sermón. De pronto, su mente se vació, no pudo pensar
en nada. Tenía los versículos frente a él, y ni siquiera los podía reci-
tar. Todas las palabras que tenía pensado decir, se le atracaron en la
garganta, salieron como un silbido agudo. Empezó a toser, y parecía
que se le iría la vida.
Intentó decir algo, su boca se movía sin emitir sonido alguno. Él
se convirtió en una piedra, su voz era los balbuceos de un bebé. Se
esforzó en articular los labios y aunque sea decir un Cristo viene.
Nada.
Estaba inconsciente. Era una computadora reseteada.
Hecho polvo regresó por donde vino, después de hacer el ridículo
frente a los transeúntes.
―¿¡Qué pasó!? ―Genji tampoco entendió por qué no dijo nada.
―No sé. Y-yo me me p-paré ahí y y no pude decir nada. Simple-
mente desaparecí y y n-no no entiendo p-porqué. ¡Ah! ―Se sujetó
la cabeza con ambas manos y gruñó. ¿Por qué ahora tartamudeaba?
―Es el demonio ―dijo Genji, fastidiado.
―Tienes razón, el diablo no quiere que Steven predique ―apuntó
Cesia.

335
Tal vez no era el tiempo de Steven, tal vez no estaba listo. ¿Pero
por qué? ¿Esto no era lo que Dios quería?
—¿Qué ibas a aconsejarme, Gideon? —curioseó Steven, humi-
llado.
—Que orases antes de empezar con tu predicación, pero veo que
eres una oveja impaciente. No importa, Steven, Dios mismo te dará
las palabras para expresarte cuando llegue el momento. Por ahora
solo puedes prepararte y madurar, será un camino abrupto, pero lo
lograrás, ya verás.
Con el alma compungida marchó recto a casa.
Dios dijo que pasaría pruebas hasta que llegase el momento para
esto, debía obedecerle, pues Él lo conocía mejor que nadie. Su lla-
mado no solo se basaría en predicar a la gente, su trabajo no sería
igual al de cualquier predicador ambulante. Iba más lejos que eso,
tendría que pelear contra el diablo de distintas maneras, y no lo lo-
graría solo, no señor. De la mano de Dios, esa era su única opción.
Su primera lección como futuro profeta: esperar en Dios y no ha-
cer su propia voluntad, porque su don no era hablar lo que la gente
quería escuchar.
—¡Steven!
Al levantar la vista del suelo, vio a Félix corriendo hacia él y una
desolación empapada en su semblante.
—¡Te necesito, Steven! —Frenó agitado.
—¿Ahora sí me buscas? Creí que nunca habíamos sido amigos,
Félix. No quiero verte.
El deseo de cruzar de largo era irresistible, no obstante, cuando
vio las lágrimas de su ex mejor amigo, supo que algo no andaba
bien.
—¡Olvida eso! Steven, tienes que ayudarme a sacar a mi madre de
la cárcel.

Estaban los dos en los asientos de espera en la comisaría principal


del sector Atlas. Félix todavía no le había confesado por qué su

336
madre había terminado en prisión. Lo peor que Steven suponía para
que la señora Rosa fuera encarcelada, era que hubiera armado algún
tiroteo, lo cual era una locura y una tontería. La señora Rosa nunca
sería capaz de cometer un crimen, ella era la persona más buena y
justa que conocía. No cabía en su mente que ella estuviera tras las
rejas.
Félix se veía agitado, hacía rebotar su pierna por el nerviosismo.
Él y Steven no se hablaban desde el año pasado, y tenerlo cerca era
incómodo, por no mencionar lo raro que era verlo con el cabello más
largo y la ropa de metalero que ahora vestía. Félix se había dejado
llevar por la influencia de Dylan, eso lo tenía claro.
Cuando llegó el turno de presentar su caso, Félix se aproximó a la
mesa de atención, tan exasperado como si se le fuera la vida.
—¡Tienen que sacarla de la cárcel! ¡Hubo una confusión!
—¿De qué está hablando, joven Jordan? —respondió la mujer po-
licía—. Usted hizo esa llamada. ¿Ahora se retracta?
«¿Qué?», pensó Steven a su costado, tratando de atar cabos.
—Escuche, fue un error. Solo deshaga la condena y olvidemos
todo esto.
—¿¡Deshacer la condena dice!? Ya hubo juicio, con testigos y
pruebas. ¿¡Cómo va a decir que deshagamos la condena!? Su madre
pasará sus tres años y luego saldrá libre, lo importante es que usted
ya no sufre. Solo asista a los programas de ayuda psicológica que le
proporcionamos y continúe con su vida.
—¡No! ¡No! —Félix golpeó la mesa con ambas manos—. ¡Yo
mentí! Los moretones y mordidas me los hice yo mismo, mi madre
nunca me agredió. ¡Yo estaba molesto con ella y quise vengarme!
Pero nunca pensé que…
Al callarse no controló su llanto. Tanto Steven como la policía es-
taban desconcertados.
—Por favor… Mi madre no merece eso, es todo mi culpa…
—Ya es tarde.

337
—No… por favor… Hagamos otro juicio, con nuevos testigos. Los
testigos también mintieron, mi madre no es una loca, nunca me gol-
peó para hacerme daño, nunca hizo nada como eso…
—Si usted está siendo amenazado para decir estas cosas, puede
hablar de una vez.
—¡No estoy mintiendo! ¿¡Qué no entiende!? ¡Han metido a una
inocente a prisión! ¡Tienen que liberarla, ella es lo único que me
queda en el mundo!
Cuando el descontrol pasó a un grado violento, los guardias de se-
guridad sacaron a rastras al muchacho.
—¡Por favor, no lo lastimen! —intercedió Steven.
Dejaron a Félix y Steven lejos de la puerta y les bloquearon la en-
trada.
—¡Malditos malnacidos los del Sistema Ciudadano! ¡Los voy a
matar a todos, ya verán!
—Félix, cálmate…
—¡Tú cálmate! ¡Es tu culpa! —Lo apuntó con el dedo.
—¿Mi culpa? —Steven entrecerró los ojos—. Félix, si estás bus-
cando culpables, solo mírate a ti.
Félix lentamente fue disminuyendo su frenesí, como si le inyec-
taran un tranquilizante.
—Estoy perdido, hermano —se desahogó, bañado en lágrimas—.
Solo quiero… desaparecer.
Aunque todavía no procesaba la inusual situación, Steven lo ro-
deó con un abrazo, era lo poco que podía hacer para ayudarlo.
—Recuerdo haber estado en una situación similar a la tuya. En
una tarde tan parecida a esta, los secuestradores se llevaron a mi
madre. Desde ese día, me siento culpable por no haberla valorado.
Félix suspiró, abrumado.
—Soy un mal hijo. Un mal amigo. Una basura despreciable.
—No eres el mismo Félix que conocí a los nueve años, pero siem-
pre hay una oportunidad para cambiar.
Félix se apartó y enjugó sus propias lágrimas con el dorso de la
mano.

338
—Esos bastardos me impulsaron a denunciar a mi mamá por
“agresión”.
—¿Quiénes?
— Dylan y sus lamebotas, ¿quiénes más?
—¿Por qué? ¿Qué hizo la señora Rosa para acabar así?
—Nada. Solo ser una buena madre…
Otra vez lágrimas.
—Solo sé que tarde o temprano me vengaré del Sistema Ciuda-
dano. Ellos son la razón por la que estamos sufriendo, con sus nor-
mas injustas y su opresión hacia los menos afortunados. Estoy se-
guro de que cuando ese gobierno caiga, seremos realmente felices.
Sacaré a mi madre de la cárcel por las buenas, o por las malas.

Una semana antes, Félix había regresado a casa, sigiloso y andando


de puntitas para no ser descubierto. Sin previo aviso, las luces se en-
cendieron y vio a su madre esperándolo con un rostro severo.
—¿Te enseñé que a estas horas podías llegar?
Félix no movió ni un músculo.
—No —se obligó a responder—. Pero yo ya soy mayor, no tienes
que estarme controlando, sé cuidarme solo.
La señora Rosa sostenía un cinturón, se acercó con lentitud.
—Sabes cuidarte tanto que hasta hueles a mariguana.
—¡No es mariguana!
—¿Y esos ojos amarillos?
—¡No estoy drogado! —refunfuñó apartando la vista.
—¡Estoy tan decepcionada de ti, Félix! Yo te he permitido tener
novia, te he permitido salir a pasear con tus amigos, tener un buen
empleo… ¿¡Y así es como pagas tu confianza!? Te he enseñado a ser
un muchacho respetuoso desde pequeño, pero parece que mis es-
fuerzos no sirven de nada. Mientras más creces peor te vuelves.
—¡No me dejas divertirme! Yo sé que parece exagerado, pero me
sé controlar.
—¡Yo quiero lo mejor para ti!

339
—Cuando papá estaba vivo yo era más feliz, dejaba que yo explo-
rara mi entorno. Pero tú solo me prohíbes todo.
—¿¡Te he prohibido algo que te guste!? —exclamó impacien-
tada—. ¡Estás hablando tonterías, muchacho! ¡Lo único que te he
pedido es que regreses temprano a casa y que dejes de beber! ¡Lo úl-
timo que quiero es un hijo drogadicto! —regañó y caminó hacia la
habitación de Félix.
—¿Qué vas a hacer?
—Con todo el dolor de mi corazón tendré que quitarte tus privile-
gios, ese será tu castigo por un mes. No habrá celular, ni entrena-
mientos de básquet, ni novia, ni videojuegos, ni salidas con tus ami-
guitos.
—¡No te atrevas!
—¡Tú no te atrevas a levantarme la voz! Ojalá fueras como Steven,
cuando te juntabas con él no eras tan desobediente.
Mientras Rosario confiscaba todos los tesoros preciados de Félix,
la ansiedad lo sofocaba en lo más profundo de su ser. Anhelaba la
libertad, anhelaba ser como Dylan Macross, un individuo indepen-
diente que no se sometía a las reglas de nadie, ni siquiera a las de su
abuela o las de Dios. Para Félix, cuya madre era su único vínculo fa-
miliar cercano, la soledad sería el precio a pagar por la libertad, ya
que pondría un punto final a los castigos, las restricciones y las re-
primendas.
Entonces, sin dudarlo, se golpeó fuerte la cabeza contra la pared;
mordió un brazo y se hizo un corte en la pierna izquierda con una
navaja. Acto seguido, marcó el número telefónico de la policía. De-
bido al dolor que él mismo se provocó al agredirse, no fue difícil ha-
blar con una voz de víctima. Solo le tomó diez minutos esperar la
llegada de la patrulla.
—¿Qué pasa afuera? —preguntó Rosa, asomándose por la ven-
tana—. ¿Por qué tantos autos policiales?
Félix como un robot sin conciencia, abrió la puerta y permitió que
los agentes irrumpieran en la sala con armas en mano y enmarroca-
ran a su madre.

340
—¡Yo no hice nada! ¡Oficiales, debe haber alguna equivocación!
—Tiene derecho a callarse.
Una agente se acercó a Félix para inspeccionar sus heridas y a él
le fue sencillo llorar un poco.
—¿Ella te hizo eso? —Señaló a la prótesis robótica que siempre
era vistosa debido a que casi siempre usaba shorts.
—¿Eh? Oh… Sí, sí, mi madre está un poco loca. En verdad agra-
dezco a Dios por su llegada tan pronta, no me imagino qué me hu-
biera pasado.
—¿Cómo pasó? ¿Te cortó la pierna?
Félix pasó la saliva, pensando alguna mentira creíble.
—Me obligó a hacer trabajos forzados en una fragua, perdí la
pierna al caer en el fuego del horno.
—Dios, pobrecito. —La mujer pegó una gaza en el moratón de la
frente de Félix.
Dos días después, llegó el juicio y testificó en contra de su madre
con la ayuda de Dylan Macoss, Mark y Caleb como testigos falsos de
las agresiones. El juez encontró el caso como un delito de primer
grado —lo cual sí hubiera sido una injusticia si el caso hubiera sido
real—. Sentenció a la señora Rosa a tres años en una prisión de mu-
jeres donde se llevaba a cabo trabajos forzados para el Sistema Ciu-
dadano.
Tras esta locura, quedó sin casa y sin familia.

Resultó un arduo trabajo asimilar las terribles decisiones que tomó


Félix, Steven ahora solo quería golpearlo por insensible, pero se
aguantó.
El sol, como una yema de huevo, se ocultaba en un punto infinito
de la ciudad Calgary.
—Si se llevaron a tu madre… ¿entonces dónde estás viviendo
ahora? Imagino que debieron de quitarles la casa, al ser menor de
edad el Sistema Ciudadano debió de haberte encerrado en un orfa-
nato.

341
—No permití que me pasara, después del juicio me desaparecí del
alcance de los policías que se encargaron de mi caso. Ahora no in-
teresa dónde me estoy quedando, solo quiero que me ayudes a con-
vencer a estas personas corruptas. Si ella no sale de la cárcel no sé
qué pasará conmigo.
—No creo que lo permitan, Félix, yo busqué justicia para que al-
guien buscase a mi madre secuestrada y nadie quiso siquiera oírme.
En estos momentos solo les importa prevenir la tercera guerra mun-
dial, o lo que les convenga, por eso el país es un caos.
—¡Entonces me iré contra ellos! —declaró entre dientes—. Ya
aprendí a fabricar armas, veamos si les gustará un anarquista más.
—Félix, por favor, no traigas más problemas a tu vida. ¿No te das
cuenta de que te estás destruyendo solo?
—¡Es que no hay salida, maldita sea!
—Sí la hay, la encontré para mí.
Félix comprimió toda su frustración en la garganta, cubrió los
ojos con las manos y sollozó en silencio.
—¿Te estás alimentando bien? —preguntó Steven, paciente.
—Tengo algo de dinero de mi trabajo en la fragua, con eso me sus-
tento, sin embargo, no he comido en estos días por la preocupación.
Steven regresó a su casa para recoger su morral con cuchillos de
caza, luego junto a Félix transitaron en bus hacia el bosque, a las
afueras del sector.
Mientras el día tuviera luz, había oportunidad de cazar algo para
Félix. Steven se acuclilló en el suelo con nieve derritiéndose en sec-
ciones, afiló el cuchillo grande que usaría con otro cuchillo. Practicó
su puntería con un árbol, lanzando el cuchillo al tronco, como mu-
chas veces le enseñó Gideon. A veces fallaba su tiro, le faltaba prac-
ticar.
—No tienes que hacer esto —dijo Félix apoyado de espaldas en un
tronco de roble.
—Quiero hacerlo, te ves flaco. No puedo quedarme de espectador
de tus aflicciones.

342
Se colgó el morral y caminó entre la floresta, buscando huellas o
alguna señal de animales cerca. Félix lo siguió, retraído. Detuvieron
el paso al hallar un grupo de cuatro pavos paseando a varios metros.
—¿Es una broma? Esos bichos se cazan con escopeta, no hay ma-
nera que tengas tan buena puntería —temió Félix.
—No perdemos nada con intentarlo. Además, no comí nada en
Navidad, me muero por probar un pavo al horno.
Steven se adelantó, dando zancadas en aquella mezcla de pasto y
nieve, el cuchillo a la altura de la cabeza, en la otra mano, un cuchillo
de repuesto.
A una buena distancia, tomó impulso a su brazo y arrojó el cuchi-
llo como una bala.

343
CAPÍTULO 36
Redención

No había salido luna esa noche, solo iluminaban las estrellas y las
llamas.
Steven vio que el pavo ya estaba cocido, o eso creía. Agarró el palo
de donde lo había incrustado, el fuego de la fogata se mecía con el
viento helado. Ambos se habían sentado alrededor del fuego, Félix
estiraba las manos para calentarse.
—¿Estás seguro de que sabes cocinar? —inquirió Félix, viendo
con miedo el cuerpo de pavo desplumado y color marrón.
—Nunca he cocinado, pero supongo que ese es el color de que
algo ya está cocido —apuntó Steven, guardando esperanzas de que
el pavo saliera bien.
Levantó el palo con el pequeño pavo incrustado, con fuerza lo par-
tió en dos mitades y le entregó la parte pierna a Félix.
—Pudiste haberlo hecho con el cuchillo —reclamó.
—¡Huele delicioso! —Steven olfateó su mitad de pavo—. Es la pri-
mera vez que cazo algo por mi cuenta, siempre lo he hecho con la
ayuda y compañía de Gideon.
Sincronizados dieron un mordisco a sus mitades de carne. A la
cuenta de tres, tuvieron nauseas. Steven escupió lo probado.
—¡Qué bien sabe! —halagó Félix, sarcástico.
—¡Pourrir! —exclamó Steven en francés.
—¿Qué? Tradúceme, yo solo sé inglés.
—¡Podredumbre! Jamás había probado algo tan desabrido. Pero,
tengo mucha hambre…
—Estoy de acuerdo.
Soportaron cada mordida. Al final, el pavo sin aderezar fue un
manjar de reyes, el hambre era insoportable.
Luego del festín, permanecieron en silencio, en contemplación a
las llamas. Aunque no dijeran una palabra, Steven sabía o al menos,

344
presentía lo que estaba pensando Félix, su mirada perdida lo decía
todo: extrañaba a su madre.
La vida no era perfecta, pero podía ser mejor.
Quién se dignó a hablar fue Steven, pero procuró no hondar en el
tema de la señora Rosa, a él eso también lo tenía ansioso, y aunque
no lo demostró, también estaba desesperado por encontrar justicia,
solo que no sabía cómo.
―¿Fuiste tú el que le dijo a los policías que no fui yo el traficante?
De todos los temas de conversación a Steven se le ocurrió el peor.
Félix se encogió de hombros, sin dejar de observar el fuego, la pre-
gunta no lo sorprendió, en el fondo también quería hablar de eso.
―Sí, lo hice.
―Gracias por eso… ―contestó Steven, aunque su gratitud no era
suficiente para agradecerle por su buen acto. A pesar de todo el mal
que le hizo, eso contó como una carta de disculpas. Félix sí era cons-
ciente de sus acciones pasadas―: Eres un buen amigo.
―Eso fue sarcasmo, ¿no?
―No, lo reconozco. Fuiste muy valiente al decir la verdad.
Félix suspiró una nube de hielo y se abrazó las rodillas.
―Mentí…
―Lo sé. No debiste decir que yo era el traficante, pero… puedo
perdonarte ―contestó amablemente―. Todavía duele, pero, cual-
quiera se equivoca.
―No. Mentí de que besaba a Milly y que nunca te consideré mi
mejor amigo… ―Alzó la cabeza―. Solo lo dije para no sentirme ex-
cluido del grupo.
Steven asintió, al fin comprendiéndolo todo.
―No debe preocuparte encajar con personas malas, tú eres espe-
cial y eso te hace mejor que ellos… Dylan y sus amigos eran muy per-
versos, no tenías que volverte como ellos para… tener más amista-
des. Cuando te vuelves falso, solo consigues gente falsa. Es así.
―Supongo. A mí me veían como el inocente del grupo.
―Ser sano es malo hoy.

345
Era un buen comienzo para la conversación, se iba sumando la
confianza perdida mientras intercambiaban palabras
Félix procedió a contarle todas las animaladas de Dylan. Para en-
cajar en el grupo era importante que él se volviera tan pervertido
como ellos. Nunca defendió a Steven de las críticas que le hacían,
prefería callar y preguntarse las razones de Macross para detestarlo.
¿Qué tenía en contra de Steven? En cuanto menos lo esperó, ya es-
taba metido en el mundo de perdición.
―Si te cuento todo, vomitarás por los oídos ―concluyó Félix.
Omitió gran parte de detalles perturbadores y secretos incompletos.
No hacía falta recordarlo.
Steven dedujo que se había llevado un gran trauma, su rostro an-
daba afligido por culpa de ellos. Ya no era el mismo Félix con una
sonrisa fantasiosa, tenía defectos, pero esos chicos encendieron
más sus pasiones desordenadas.
―Mejor no saberlo.
Se le hizo imposible imaginar los mil pecados que esos maquiavé-
licos no temían cometer.
―Después me amenazaron de no decirle a nadie que ofrecían
drogas a los alumnos. ―Meneó la cabeza―. Ya sabes el resto…
―Hiciste bien en acabar con todo eso, quién sabe qué habría pa-
sado si Dylan y compañía hubieran seguido en esta escuela.
Félix asintió y pasó rápidamente la saliva al recordar la confesión
que Dylan hizo sobre que Steven era su hermanastro. Esa experien-
cia se le cruzaba por la cabeza constantemente, pero no estaba se-
guro de su veracidad. No tenía sentido creerle a Dylan, estuvo deli-
rando bajo sustancias en el momento en que lo dijo. Además, Félix
apenas recordaba esa noche por haber estado ebrio.
No parecía posible que Steven supiera que compartía la misma
sangre con Dylan. Dos hermanos no podrían mantenerlo en secreto
toda su vida, ¿verdad?
Y luego estaba Percy... Percy nunca intercambió palabras con Dy-
lan. ¿Sabía algo? Para verificar si Dylan y Steven compartían el

346
mismo ADN Jaron, tendría que encontrar fotos de los tres y compa-
rar sus rostros. Pero, ¿realmente se parecían, o nunca se dio cuenta?
Steven aclaró la garganta.
―Y yo… quiero pedirte disculpas por haberte dicho… por insul-
tarte ese día. Como dijo Dylan, no actué como un verdadero cris-
tiano. Había pasado por muchas pruebas, estaba frustrado en ese
momento y, me dejé llevar por mi enojo. Ya sabes que a mí me posee
el diablo cuando estoy molesto.
Félix rio, por fin volvió a sonreír.
―Sí, tienes un carácter de madrastra malvada.
―Tienes razón. ―Steven echó a reír.
El entorno volvió a ser alegre, la incomodidad de evitarse se
apartó de ellos. Se fue el espíritu de disensión.
―A mí también perdóname, merezco una golpiza… ―Félix hizo
una mueca.
―La golpiza ya la recibiste en estos meses.
―¿Podemos ser amigos nuevamente?
―¿Después de todo lo que me hiciste pasar? ¡Obvio! Eso ni pre-
guntar.
―¿Okey, entonces… nos abrazamos o nos damos madrazos?
Steven se puso de pie, balanceó los brazos y subió los puños a la
altura de la cara.
―No eres un rival para mí. Recuerda que yo era quien ocasionaba
las peleas en la escuela.
―¿Ah, sí? ¿Y no era yo el que te sacaba de ellas? Recuerda que
mayormente perdías. —Félix también se levantó del pedazo de
tronco y se puso en posición de pelea.
Steven se abalanzó sobre él, revolcados en nieve le hizo una llave
en el brazo, pero Félix lo tumbó a otro lado con fuerza.
El aullido de un lobo sonó en la oscuridad lejana, mientras pelea-
ban.
—¡Lo que faltaba! ¡Lobos! —se distrajo Steven, casi a punto de es-
tamparle un puñete a Félix.

347
—¡Los lobos no comen gente! —Félix le dio una patada mortal en
las pelotas y salió corriendo del lugar.
—¡Corre bien rápido, Félix, porque cuando me recupere vas a su-
frir de verdad! —chilló Steven, retorciéndose en el suelo a la vez que
se agarraba la parte lesionada.
Una amistad recuperada, una plegaria contestada.
«Gracias Dios.»

348
CAPÍTULO 37
La misión

Llamas, gritos, pies corriendo. Biblia. Más gritos. Un alumno en lla-


mas. Maestros en llamas. Ambulancias. Bomberos. Llamas. Gritos.
Fuego. Biblia. Sangre. Llamas. Gritos. Fuego.
Una película de terror con un mensaje misterioso.

Despertó exhaustivo, sin opciones, pues ya había orado demasiado


para no tener el mismo sueño.
Esto se rehusaba a parar, mientras más oraba para ya no tener la
pesadilla, regresaba con dosis de más destrucción, más sangre y
muertes aterradoras. Ahora sabía que era parte de su don: el don de
la profecía. Dios le estaba revelando lo que vendría a la escuela, algo
terrible que dejaría sin vida a muchos.
Debía hablarles de Dios antes de que fuera muy tarde. Sin em-
bargo, ya había intentado una vez predicar y no salió bien.
Con las manos sobándose la cara con lagañas, rio incrédulo ante
la idea de ser un joven profeta. No le vio coherencia, él no podía ser
un profeta, no tenía la valentía para eso, era un cabeza dura y moría
de nervios para todo. Eso de ser profeta se destinaba para estudiosos
de la palabra, él no había leído ni la mitad de la biblia. ¿Por qué Dios
no se buscaba a uno más adecuado para sus planes?
Dio un sobresalto cuando sus cuestiones se interceptaron por las
llamas. Un bosque de fuego extendido por todo el pasillo, en su ca-
beza taladraron los gritos de los alumnos despavoridos. Una biblia
en su mano. Jeremías.
Apretó los ojos y volvió a estar en su habitación. Fue como una
especie de teletransportación, pero estando allí, en su cuarto.
Quedó tieso, con la boca abierta, mirando al vacío.

349
Dios quería que predicara, lo sentía, era una situación urgente.
Su corazón no estaría en paz hasta que cumpliera con ese llamado.
Fue al baño a lavarse la cara. Ese sueño o visión no le daría tregua.
Consideró la idea de predicar ante toda la escuela, lo cual sería un
desafío, ya que nunca antes había compartido el evangelio de ma-
nera tan grande. Colgó la toalla después de secarse el rostro y sus
pensamientos seguían inquietos.
Su mente era un desierto en ese momento. No se sentía prepa-
rado para ser un predicador al estilo de Gideon.
«No puedo concluir mis planes sin intentar.»
En ese caso, decidió que buscaría la ayuda de Cesia. Era una ex-
celente idea. Ella tenía más experiencia en el evangelio que él, pare-
cía ser más madura, aunque un poco dramática. Sin embargo, ella
estaría dispuesta a ayudar. También pensó en Genji, quien había co-
menzado a trabajar como limpiador en la escuela después de termi-
nar la secundaria. Él también le apoyaría.
Después de vestirse con su traje elegante para la escuela, guardó
algunos tratados en su mochila, alrededor de unos ochocientos que
le había regalado la iglesia por si venía a él una situación como esta.
Sabía que no serían suficientes para todos los estudiantes, por lo que
tendría que predicarles directamente.
Descendió al comedor, donde desayunó completamente solo, sin
su padre ni Percy. Los extrañaba, a pesar de tanto mal que le hicie-
ron. Cada día revisaba su bandeja de mensajes en busca de alguna
señal de que Percy estuviera conectado, acción que nunca más hizo.

Hola, hermano, he estado investigando en la página de tu universidad, y vi


que están cerca de las graduaciones para los futuros paramédicos. ¡Te feli-
cito si lograste pasar el examen! ¡Seguro que eres el mejor de tu clase! Eres
bueno en todo lo que haces, lo apostaría con mi vida.

Por favor, llámame, aunque sea para insul-


tarme, quiero saber si sigues existiendo…

Te extraño.

350
Con sus orejeras, guantes y bufanda bien ajustados, se aventuró
valientemente en medio de las calles congeladas. La brisa helada se
abría paso sin piedad hasta las venas, haciéndole sentir el frío en lo
más profundo de su ser. Capas y más capas de nieve cubrían por
completo los autos y los edificios, como si la naturaleza misma es-
tuviera tratando de sepultar todo a su paso.
El día parecía haber perdido toda su luz y alegría; el cielo, opaco
por densas nubes, le traía recuerdos de los ojos de Percy, cuya au-
sencia lo arrastraba al miedo de que se hubiera suicidado.
Se volvería loco por pensar todo el tiempo en él.
No era el fin del mundo, pero estaban cerca.
Necesitaba encontrar la fuerza para seguir adelante; no podía per-
manecer eternamente atrapado en la tristeza de tener a su familia
perdida. No tenía el poder para salvar a todos, solo Dios podía ha-
cerlo. En aquellos lugares a los que él no pudiera llegar, sus oracio-
nes lo harían, aunque la falta de respuestas ya comenzaba a impa-
cientarlo.
Por el camino encontró a Félix, con una cara de burro triste. Sus
mejillas parecían quemadas por la nieve, su chullo tejido de lana de
alpaca lo protegía de congelarse la cabeza.
Steven abrió la boca para preguntarle algo importante, pero Félix
le interrumpió.
—Sé que vas a preguntar por qué estoy yendo al colegio después
de quedarme sin mamá. Pase lo que pase, Steven, no debes contarle
a nadie sobre esto. Promete que no dirás nada.
—Lo prometo.
—Como ya te había dicho, yo tengo mis ahorros, y me pagaré la
escuela hasta terminarla, luego seguiré ahorrando hasta tener para
pagar un apartamento.
—Eso es muy emprendedor de tu parte, Fél, pero ¿cuándo me vas
a decir dónde te estás quedando a dormir?
Félix tardó en responder, al hacerlo fue con vergüenza.

351
—Me estoy quedando en un cuarto de herramientas de la fragua,
lo hago sin que se entere el dueño, pero es el único sitio caliente
donde puedo quedarme en este… invierno, primavera, lo que sea.
A Steven esto le chocó.
—Debe ser incómodo. ¿Y qué pasó con Firulais?
―Sigue vivo si te lo preguntas. No sé cómo hace para mantenerse
más positivo que yo.
―Por un momento creí que Alison te había acogido en su casa.
—¿Alison? Oh, cierto, no te lo conté… Ella y yo rompimos. Me en-
gañó con una chica.
—¿¡Qué!? —Esto era demasiado, una avalancha de desgracias ha-
bía sido el último año, quizá de las peores.
—Ya me estoy acostumbrando a que me engañen. Si hubiera un
concurso de fracasados, fracasaría por fracasado.
—Lo lamento mucho, Félix. No tenía idea que Alison fuera… —
hizo ademanes con las manos, tratando de encontrar las palabras—
¿binaria? ¿Bisexual?
—Le llaman ser fluido. Ese día ella se sentía chico cuando me en-
gañó, así que yo era su juguete cuando se sentía chica —dijo con la
mandíbula tensa—. Ahora entiendo porque odias a las mujeres,
comparto tu misma decepción.
—No odio a las mujeres, bueno… antes no me caían muy bien,
pero ahora que soy amigo de una mujer… entendí una que otra cosa.
Los hombres y las mujeres somos diferentes, en eso sí que se lució
Dios. No existe género malo, existe gente mala. Uno puede ser malo
independientemente de ser mujer o hombre.
—Tienes razón. Yo ya estoy cansado de intentar encontrar el
amor y por ningún lado hallarlo. No sé quién es el que falla, yo o
ellas.
—Falla el que escoge mal. Cuando buscas amor sin amarte a ti
mismo, fallas. Todos en algún momento necesitamos el cariño de
alguien, pero, si no estamos preparados, escogemos lo peor de lo
peor. Por eso es mejor madurar uno mismo y luego preocuparse por
pareja, al menos nosotros los adolescentes.

352
—Es cierto… ¿Cómo sabes de amor, si nunca has tenido pareja?
—Lo aprendí en la iglesia, aprendes muchas cosas ahí.
—Eso lo explica.
—No es que entienda a la perfección el amor, ni yo lo entiendo,
solo digo lo que aprendo. Espero algún día entender el amor, claro,
de mayor.
—Para eso tienes que conocerlo —Félix sonrió—, en alguna parte
tiene que haber alguien que te estremezca el corazón.
Él se enamoraba como cualquier persona, pero no podía salir de
su boca decir que alguna vez sintió amor de verdad, porque nunca
lo había experimentado, o más bien, no lo sabía identificar. Era de-
masiado joven para entenderlo, para estar preocupado por casarse.
Hoy quería disfrutar de la poca vida que le quedaba, y ello también
incluía querer saber qué era el amor antes de morir. Antes de que
quizá le cayera una bomba quería entender el amor, y no necesaria-
mente se refería a enamorarse.
—Por ahora solo me gustaría entender cómo hizo Dylan para pe-
gar todas las bolsitas de cocaína en mis pantalones sin que nadie se
diera cuenta.
—Macross ha de ser un genio. —Félix fingió no haber discernido
lo que estaba hablando. Sabía la respuesta, pero no se la iba a decir.
Aún.
La escuela de la desesperación estaba llena de adornos navideños
en las paredes; y en la pizarra de corcho, prendidos con pines men-
sajes de: “Fuerza Canadá, la guerra no nos definirá”.
Muchos alumnos ya no iban por eso mismo, se habían mudado,
huido, y a varios se les hizo difícil pagar la pensión, por eso ya no
tenían la misma cantidad de estudiantes que antes. Se sentaban dis-
persados por el salón, la mayoría de escritorios, vacíos. El escritorio
de Dylan fue ocupado por Diego. La situación financiera amenazaba
con cancelar las clases, mientras tanto, Steven se alegró de que fuera
su último año de secundaria. Nunca más volvería a ese lugar, y tenía
la intención de terminar pronto la secundaria para marcharse de
casa y buscar un lugar seguro donde protegerse.

353
Steven se sentó delante de Félix y se sumergió en sus pensamien-
tos. ¿Cómo hablaría de Dios a todos?
Repartir tratados a una escuela entera de mil estudiantes parecía
una tarea imposible para solo tres personas; tardarían semanas en
lograrlo. Además, Félix no lo ayudaría, no era cristiano y no sabía
predicar. Una opción viable sería pedirle ayuda a Milly, aunque... no
había hablado con ella desde el bautismo, la notaba molesta y triste.
¿Acaso estaba enojada con él por haberla rechazado?
Steven en el recreo dio un vistazo a los tratados en su mochila,
aún le temblaba el cuerpo por lo que pasaría. Se levantó de su escri-
torio con los volantes en mano. Diez de sus compañeros estaban
amontonados en el rincón, charlando. Se les acercó, tembloroso y
apretando la mandíbula. Controló más sus nervios y les repartió de
la forma más rápida para que no tuvieran tiempo de rechazarle.
―Dios les bendiga ―solo pudo decir y salió veloz del salón.
Los jóvenes miraron adelante y atrás de sus tratados, lo leyeron, y
comentaron entre ellos. Justamente los tratados hablaban del cielo
y el infierno. Steven por su parte rezaba para que su infierno termi-
nase pronto.
«No estoy listo para esto, nunca estaré listo, todo lo hago mal. Ni
siquiera sé por dónde empezar.»
En el pasillo hizo lo mismo, repartió a cualquiera que se le cru-
zara. Gracias a Dios, se topó con Genji con su enterizo de limpiador.
Estaba trapeando. Steven comenzó a contarle sobre sus extrañas vi-
siones, y que sentía que debía predicarles a todos sin faltar ni uno.
Él le prestó atención, también atónito por lo raro que sonaba. Final-
mente, aceptó ayudarlo.
Ahora tocaba encontrar a Cesia. Steven la buscó en la biblioteca,
donde se suponía que siempre andaba.
―Con permiso. ―Cesia lo hizo a un lado para que la dejara aga-
rrar un libro de la repisa.
Steven no entendió por qué todo el cuerpo se le electrocutó.
―No te lo ofrezco, Cesilia. ―Apoyó un brazo en la estantería para
evitar que se distrajera de él.

354
―¿Ahora qué locura te traes? ¡Hazte a un lado, tengo que estudiar
para un examen!
―¿O qué? ¿Rasguñarás mi preciado rostro?
―Ah, si quieres lo hago. ―Cesia se miró las uñas largas.
―Creí que las doctoras no hacían daño.
―Déjame agarrar el libro, Steven. ―Cesia trató de empujarlo―.
¿Qué quieres de mí?
—Toda tú. ¡Ejem! Quiero decir, quiero que tú me acompañes a
evangelizar a toda la escuela. Sabes, creo que Dios me lo está pi-
diendo.
A ella le nació una sonrisita cómplice. Lo acompañó por los pasi-
llos.
―¿Dando tus primeros pasos como predicador?
―Nah, yo no sé predicar.
―Pero si tú eres el sucesor de Gideon.
—¿Sucesor? No pienso reemplazarlo.
—No te hagas el humilde. ―Ella le dio un codazo y Steven se lo
devolvió. Se armó una mini guerra de codos y perseguidas.
Bajaron las escaleras y repartieron los tratados, se desplazaban
como hormigas, de un lado a otro. Los alumnos los miraban extra-
ñados, algunos leían los tratados, otros los guardaban en su bolsillo
sin ningún interés.
Pasaron media hora correteando aquí y allá, el agotamiento los
alcanzaba. Steven salió a la cancha de básquet, las porristas practi-
caban sus acrobacias, mientras los jugadores descansaban en el
suelo después de la rutina de ejercicios. Steven distribuyó los volan-
tes a las chicas. Cuando pasó a Jazmín, ella al recibirlo hizo la misma
cara de disgusto de siempre. Las otras chicas le hicieron preguntas
con relación al tema de los tratados, a lo que él enseñó todo lo que
había aprendido.
―Si aceptan a Jesús, Él les dará un nuevo corazón y serán salvas.
―Yo no creo en ese cuento ―dijo Jazmín.
―Está bien, es tu perspectiva, pero al final nadie tendrá excusa.

355
Una chica rellenita, con gafas y pelo corto, seguía haciendo pre-
guntas, era la más interesada sobre cómo fue el sacrificio de Cristo.
Jazmín se interponía diciendo que necesitaban entrenar, entonces
Steven se alejó con la chica para hablar con más tranquilidad de
Dios, las otras retomaron sus coreografías con pompones. Steven le
contó su testimonio, que ella escuchó sorprendida. Le dijo lo mucho
que la amaba Dios y que no estaba sola, pese a que sus padres la hu-
bieran abandonado.
Ella lloró con cada una de sus palabras.
―Pensé que podía competir con Dios, pero Él ganó ―continuó
Steven―, y yo no estaría en ningún lado si no fuera por Él. Mis
enemigos me tiraron de rodillas, pero desde allí, oré por ellos. Quie-
res… ¿quieres recibir a Cristo ahora mismo?
Ella pensó un momento, los labios le temblaban. Se quitó de la
cara los mechones de pelo que volaban con el viento, al final asintió.
Ambos inclinaron sus cabezas, Steven puso la mano en su hombro
y oraron. Finalmente, ella se secó las lágrimas y agradeció.
―¿Cuál es tu nombre?
―May ―contestó ella.
―May, oraré por ti.
Su sonrisa la dejó encantada. Steven transmitía tanta paz.
Llegó al salón con la pista de patinaje: el club de hockey de la es-
cuela, donde evangelizó a otros estudiantes. Aquellos chicos se
mostraron más escépticos, tal y como esperaba; no sería fácil con-
vencerlos.
—Dios es aburrido —comentó uno del equipo, sentado en las gra-
das.
—Sí, es una pérdida de tiempo.
—No es aburrido cuando te enamoras de Dios y te das cuenta de
todo lo que perdiste mientras estabas lejos de Él —respondió Ste-
ven, parado cerca del muro divisor de la pista de hielo y el suelo de
cemento—. Algo que aprendí es que no debo esperar a perderlo todo
para por fin reconocer que Dios todo lo da. La vida, la salud… Los
que han logrado todo creen que lo hicieron con sus propias fuerzas,

356
pero no se dan cuenta que todo lo han hecho porque hay un Dios en
el cielo que les dio las habilidades para triunfar.
Ninguno aceptó sus enseñanzas, no obstante, su labor no era con-
vencer, era sembrar la palabra.
Regresó a los pasillos después de predicar a otros estudiantes,
para plantarse frente a Félix, que se hallaba sentado en unas gradas
leyendo un cómic de superhéroes, claramente robado. Se regocijó
por al menos haber ganado un alma, sentía que esto debía hacer:
ayudarlos a conocer a Dios. Se preguntó si Genji y Cesia ya habían
repartido a la otra mitad del colegio, si no, terminarían mañana.
Pero adentro, en el corazón, alguien le gritaba que no habría ma-
ñana. Se le borró la sonrisa porque por alguna razón presentía que
venía algo malo. Pero ¿qué?
Genji por fin regresó. Ambos llegaron a la conclusión de que con
ayuda de Cesia sí lograron evangelizar a toda la escuela, incluyendo
a los profesores. Eso tranquilizó a Steven.
―Me voy a morir de tanto caminar, qué bueno que esto puede
contar como una rutina de ejercicio para adelgazar ―dijo Genji.
―Se están haciendo populares por andar convirtiendo a todo el
mundo ―comentó Félix―. Por ahí hablan de los alumnos fanáticos
que reparten tratados para jalar gente a su religión.
―Diles que nos están ayudando a divulgar la palabra de Dios. Por
cierto, arrepiéntete, pecador ―bromeó Steven, poniéndole un tra-
tado en la cara.
Félix se lo quitó y le echó un vistazo.
―Oye, ¿de casualidad sabes artes marciales? ―le preguntó a
Genji, sin despegar la mirada del papel del cielo y el infierno.
―¿Yo? ―Genji se señaló a sí mismo―. ¿Me ves con cara de ninja?
Para que sepas, siempre fui muy malo en el karate, soy mejor para la
música.
Félix siguió leyendo el volante. Suspiró.
―Aún no me siento listo para estas vainas. ―Lo dejó en la grada
y volvió a su cómic.

357
―El mundo se está acabando, Fél. ¿Qué pasa si ésta es la última
vez que nos vemos?
―¿Qué pasa si hoy es el arrebatamiento? ―Genji alzó las manos
como si formara estrellitas mágicas.
Félix se mordió el labio.
―Bueno… entonces, te acompañaré a la iglesia el domingo.
―¿¡Enserio!?
―Sí, ya que insistes.
Genji empezó a aplaudir como si hubiera visto la mejor obra de
teatro. Steven se abalanzó a apretujarlo del cuello, tan emocionado
que no lo dejó respirar.
―¡Bendito seas, Félix!
―Sí, sí, pero me darás diez dólares ―anunció con la voz entrecor-
tada.
―Te daré una golpiza.
Félix analizó con detenimiento la sonrisa de Steven, le sorprendió
que sí tenía cierto parecido con la de Dylan. Era fresca y sincera.
―Dylan repitió un año, ¿verdad?
Steven arrugó el ceño, se soltó de él y cruzó los brazos.
―Sí, ¿qué tiene que ver?
―Jum, qué burro ―glosó Genji.
―Si Dylan repitió, entonces es un año mayor que tú y… dos años
menor que Percy, ¿cierto?
―Sí, ¿y eso qué?
Félix se hizo uno con su silencio, uniendo piezas del rompecabe-
zas. Le estremeció la habilidad de la madre de Steven para ocultar
las cosas, y también para hacer hijos con tanta velocidad.
―Significa que Dylan ahora tiene diecisiete años y saldrá del re-
formatorio…
―¿Y qué importa? Olvídate de él, no volverá nunca más a moles-
tarnos.
―Saldrá del reformatorio reformado, como un hombre nuevo, y
ya no se drogará ―apuntó Genji.

358
―Tienes razón, así que despreocúpate, olvida los traumas que te
pudo causar ese psicótico. No hay por qué revivir su cara en nuestras
mentes.
Félix no podía concluir que esto era raro.
«En realidad, sí debemos preocuparnos, y mucho, porque tienes
un hermano perdido y tú estás fingiendo que lo desconoces», era lo
que Félix tenía ganas de decirle.
«Dylan Mac-ross. Él es tu hermanastro, y quiero saber de parte de
quien es ―era lo que no le dijo―. ¿Por qué nunca me dijiste que te-
nías otro hermano, y uno en frente de ti?»
Desearía pensar en voz alta. No lo logró.
―Supongo ―dijo Félix, por último. Apartó la vista, a seguir for-
mulando teorías.
Sonó la alarma escolar y todos desfilaron hacia sus salones. Genji
se detuvo, mirando el pasillo detrás suyo. Una multitud de alumnos
los rozaron por todos lados, corriendo alarmados. Steven no enten-
dió qué ocurría, también miró hacia atrás.
―¡Corran! ¡Sálvense! ―gritó una chica.
―¿Correr? ¿Pero, por qué?
Todos se adentraron hacia el fondo.
Fue cuando escucharon disparos y gritos, que aceleraron su huida
para buscar refugio. Los disparos provenían desde el otro pasillo a
la derecha, pero se hicieron más sonoros. Se estaban acercando.
―¡Corre, Steven! ―Genji echó a correr tan rápido que lo dejó
atrás.
Steven se hizo de piedra al visualizar a una chica escapando por el
pasillo de en frente, en el momento que las balas la alcanzaron, su
cerebro voló en mil pedazos y la sangre manchó los casilleros.
El corazón casi se le salió con tal acto de vileza humana, pero más
lo destrozó ver que se trataba de May, la chica con la que habló an-
tes. Con apenas trece años, yacía muerta encima de otros cuerpos
apilados.
Steven empezó a llorar en silencio; las extremidades, tiesas como
troncos, no las podía mover.

359
Aparecieron tres hombres vestidos de negro, que solo se le veían
los ojos por las máscaras, empezaron a disparar con las metralletas.
Algunos cayeron agonizantes al suelo. Allí es cuando Steven se
lanzó a correr sin fin, demasiado nervioso y aturdido por el sonido
de las balas, para pensar en algún escondite. No podía ni meterse en
algún salón, porque esos asesinos derrumbaban las puertas y mata-
ban a todos.
Félix estaba en su salón, la maestra echó llave la puerta, pero eso
no sería suficiente. Ordenó a todos los jóvenes que se amontonaran
en un rincón. Todos así lo hicieron, Félix se encogió tras los cuerpos
de los alumnos que eran su escudo, y ahí cerró los ojos. Milly alzaba
plegarias silenciosas.
Las alarmas de emergencias empezaron a sonar. Steven solo oía
puro ruido, la respiración era rápida, el pulso de su corazón retum-
baba en sus oídos y las piernas se le entumecían mientras corría. No
valía la pena huir, esos terroristas no se detendrían hasta acabarlos.
Empezó a trastabillar, era más difícil correr con todos esos alumnos
que se daban bruces para escapar primero.
Sintió un leve olor a humo, pero no pensaría en otra cosa, tenía
que concentrarse en salir de ahí.
Los anarquistas liberaron mil disparos, como una masacre judía
varios empezaron a caer, entre ellos Steven, recibió dos disparos que
traspasaron su caja torácica. El grito de dolor no salió. Se llevó la
mano a la herida que despedía sangre.
Su siguiente paso fue caer de cara al suelo. Las vistas se le nubla-
ron, veía a los jóvenes huyendo por sus vidas, cayendo a su alrede-
dor. Todo era un mar de sangre.
La mente dejó de funcionar, el sonido de los disparos y gritos se
desvanecieron lentamente, hasta ya no oír nada. El mundo se tornó
oscuridad. Una mano le tapó los ojos, y no los volvió a abrir.

360
CAPÍTULO 38
Cenizas

El humo penetró los pulmones, las cenizas derritieron la piel. Cesia


se le había quedado escondida dentro de un casillero.
No conseguía respirar con tanto humo. Empezó a toser. Luego a
desvanecerse por falta de oxígeno.
Una sensación de claustrofobia la invadió. Golpeó la puerta del
casillero, esperando a que alguien la escuchara y la rescatara de allí.
Lentamente, sus vistas se ensombrecieron y las fuerzas se le ter-
minaron.

Fuego.
Por toda la escuela alzaron llamas después de haber matado sufi-
cientes. Una vez que incendiaron, huyeron del lugar, dejaron que el
fuego haga el trabajo que no concluyeron.
La alarma contra incendios empezó a sonar. La escuela no poseía
duchas para apagar el fuego, así que muchos se quemaron.
Los bomberos y ambulancias se estacionaron en la entrada, pro-
cedieron a rociar agua con las mangueras para extinguir las llamas,
el proceso tardaría, sin embargo, necesitaban dejar libre para los
bomberos rescatistas.
Un paramédico rebelde se escapó de la ambulancia para aden-
trarse en la escuela, no escuchó las órdenes de su jefe, pero estaba
conmocionado y quería ser útil, salvar vidas. En emergencias se ne-
cesitaba a cualquiera, aunque arriesgara su vida.
Mucha gente se amontonó a una distancia lejana, la policía los se-
paró del fuego con barreras de acero.
La prensa no tardó en llegar, una periodista se paró atrás del gen-
tío que quería rebasar la reja, para impartir noticias a los ciudada-
nos:

361
―Buenas tardes, Calgary. En vivo desde la secundaria Libertad.
Ocurrió una terrible tragedia hace media hora, se sabe que fueron
los llamados Ceros terroristas los que tirotearon a una desconocida
cantidad de adolescentes, además de incendiar la institución. Los
policías ya atraparon a dos, el otro grupo está en búsqueda.
La barrera metálica bloqueaba a todos los padres que lloraban por
sus hijos. Bomberos sacaban los cuerpos de varios fallecidos ―unos
por las balas, otros por quemaduras graves―, una minoría salía
viva, trasladados por los bomberos a las ambulancias para tratar sus
heridas.
Por otro lado, los vecinos aprovecharon que todos habían ido a
ver el incendio, y para saquear las casas. Un grupo de hombres se
robaron los televisores, comida, dinero, muebles y todo lo que en-
contraran. El sector se volvió un caos cuando se dieron cuenta, los
padres de familia corrieron tras los ladrones para agarrarlos.
Un señor sacó un arma y disparó para defender su territorio.

Las vistas de Steven comenzaron a despejarse. El mundo estaba bo-


rroso. Se le habían perdido sus lentes. La oscuridad de sus ojos iba
desvaneciéndose junto con su sentido auditivo.
Emitió un quejido de dolor. La sien la tenía ensangrentada, se la
lastimó al caer al suelo. El cuerpo lo tenía como si lo hubieran aga-
rrado como un trapo y lo hubieran exprimido. Su sentido de olfato
fallaba, el aire era solo humo, y este le hacía toser.
Agonizaba como si fuera a morir.
Sintió que una mano le acariciaba la cara empolvada, pero ante
sus ojos el mundo estaba sumergido en la oscuridad.
―¡Steven, Steven, despierta! ―gritaba la voz y lo sacudía.
Steven emitió otro sonido de dolor.
―¿Fé… lix? ―musitó, casi en un susurro.
―No, no soy Félix. Soy yo, Steven. Percy. Tu hermano.
Steven no se movió, quedó inconsciente otra vez. Percy lo sacudía
con el objetivo de despertarlo.

362
―Es grave. Espero que resistas unos minutos hasta que vengan
por nosotros ―susurró viendo preocupado la herida abierta.
Cinco minutos antes, Percy lo había encontrado en medio del pa-
sillo, tirado con otros muertos, por poco no lo reconoció por el am-
biente gris. Lo había cargado hasta el baño femenino, donde no ha-
bían llegado las llamas aún. Ahora, estaban los dos atrapados, tira-
dos en el suelo, y Steven en los brazos de su hermano, que llevaba el
uniforme de paramédico. Era apenas un estudiante de primeros au-
xilios, le faltaba poco para completar su carrera. Hoy eligió romper
las reglas de su jefe de paramédicos, para venir a cubrir con su pro-
pia chaqueta la hemorragia de su pecho.
Afuera los padres perseveraban en obligar a la policía que les de-
jara ver a sus hijos heridos, unos eran capaces de tumbar las barreras
para meterse en el incendio a buscar a sus hijos.
Después de media hora, los bomberos habían sacado a cincuenta
de los alumnos, la mayoría ensangrentados, y los otros muertos;
procuraron cubrirlos con plásticos sin que se les viera el rostro ante
sus padres, y la prensa.
El sol ya estaba descendiendo y los bomberos sacaban gente
muerta de amontones. Entre ellos, el profesor de Psicología, la de
Ciencias Sociales, la directora, otros tres profesores más… luego se-
guían Diego, que fue herido de bala. Jazmín, por otro sitio, junto con
los cuerpos muertos bajo los plásticos.
Dentro de unos segundos, en medio del humo cegador y cenizas
con chispas, una silueta trastabillaba, muchas siluetas. Salieron por
la entrada varios bomberos que cargaban y ayudaban a caminar a
un grupo de estudiantes, intactos y sucios. Entre ellos salía Félix,
con la cara y el saco elegante negros, como si saliera de una mina de
carbón.
Cada padre abrazaba a su hijo, agradeciendo que estuviesen vi-
vos. Félix no podía evitar envidiarlos. No quedaría así. El caso de su
madre encarcelada no lo dejaría a medias. Cesia en otro grupo mien-
tras salía, al verlo, lanzó un grito entre alegre y afligido.
―¡Félix! Qué bueno que estás vivo.

363
—Soy inmortal. No me voy a ir de esta tierra sin lograr nada.
Ambos estaban igual de sucios.
—¿Dónde está Steven y Genji?
―Quisiera saberlo también. Solo espero que no hayan…
―Ni lo pienses.
Minutos más tarde el humo se dispersó, permitiendo dar visibili-
dad a la entrada. Del fondo del ancho pasillo, surgía de las cenizas la
figura de Percy, cargando a su hermano menor en brazos, quien la
cabeza colgaba y se mecía con cada movimiento, como un muerto.
Percy tenía una cara de muerto viviente, soportando las lágrimas,
sucio de humo. Bajó con cuidado el cuerpo de Steven al suelo em-
polvado, después se desplomó a su lado.
Paramédicos corriendo para socorrerlos.
La noche ya estaba dando sus primeros destellos.

364
CAPÍTULO 39
Sin latidos

Las luces del corredor cegaron la visión. Las ruedas producían un


ruido chirriador mientras los paramédicos empujaban las camillas
en fila, llevando los heridos a las habitaciones de emergencias. Félix
y Cesia corrían tras ellos.
A Percy le proporcionaron una máscara de oxígeno, estaba des-
pierto, pero débil, y las lágrimas rodaban por sus mejillas. Apre-
tando las sábanas con sus puños, juró que, si Steven moría, hoy
mismo acabaría con su vida.
Llevaban sentado en otra camilla a Genji, con una leve quema-
dura en el muslo, y con todo el enterizo de limpiador rotoso. Des-
pués, el resto de su cuerpo se hallaba en buen estado.
―Genji ―dijo Cesia mientras la llevaban en otra camilla. Genji
estiró el brazo en el aire para chocar su mano con la de ella―. ¿Has
visto a Steven?
―No…
―Pero él estaba contigo ―añadió optimista. No quería pensar en
lo peor, no a Steven.
Los atendieron a todos en habitaciones separadas, trataron las
quemaduras de las más leves hasta las más graves. Fueron pocos los
sobrevivientes de bala. Los que estaban vivos fueron sometidos a
una operación.
Harriet recorría las puertas de cada habitación, desesperada-
mente en busca de Steven, al mismo tiempo que hablaba por telé-
fono con Gideon, detallándole lo que había visto en las noticias. Fi-
nalmente, Harriet lo localizó en el quirófano y, con cuidado, entre-
abrió la puerta. En ese momento, Steven estaba sometido a una ope-
ración delicada, mientras los cirujanos trabajaban para retirar las
municiones incrustadas de su cuerpo. Sin embargo, las cosas no

365
estaban yendo como esperaban. De vez en cuando, su ritmo car-
díaco disminuía peligrosamente, hasta que la máquina emitió un pi-
tido, con una línea roja que no tenía fin.
―¡Lo perdemos!
El jefe de cirugías ordenó que todos despejaran el área. Uno posó
en el pecho desnudo del paciente los desfibriladores.
―Shock.
Steven recibió una descarga eléctrica que lo encorvó hacia arriba.
Otra vez el pitido inundó la sala, sus latidos permanecieron en cero.
El jefe volvió a dar la orden y el asistente le dio otra descarga eléc-
trica.
La línea roja aún corría en la pantalla.
Harriet empezó a preocuparse. Oró silenciosa, hasta que una ci-
rujana se le acercó y le mandó que se fuera.
―Estamos en medio de una operación, solo se permite a los asis-
tentes ―le dijo en tono severo, y cerró la puerta sin importar sus sú-
plicas.
Harriet llegó a la sala de espera, donde una multitud de padres
ansiosos exigían explicaciones sobre las vidas de sus hijos; unos pa-
dres quebraron en llanto después de que un médico les dio la noticia
de la muerte de su hija de trece años. A Harriet se le removió el es-
tómago con este panorama.
En las sillas de un costado aguardaba Félix, Cesia, y Genji con la
quemadura del muslo vendada. Se les acercó y ellos se levantaron
de un solo a hacerle mil preguntas.
―¿Steven está vivo? ―preguntó Félix.
―¡Por favor dime que se pondrá bien, Harriet! ―suplicó Cesia.
―¡¿Dónde está Steven?!
Los tres hablaban atropelladamente.
—Guarden la calma, por favor —pidió Harriet―. Yo no soy la que
se está encargando de él, lo que sé es… ―Paró en seco al darse
cuenta de que debía alentarlos como lo haría un típico doctor, no
decirles toda la verdad para que no desfallezcan. Pero tampoco era
una persona que daba falsas esperanzas, destacaba por siempre

366
decir las cosas como eran, pero en estos instantes, no quería alterar
a esas personas que apreciaba.
―¿Qué? ¿Qué? Díganos de una vez… ―insistió Cesia―. ¿Está
vivo?
Harriet guardó silencio.
―P-por el momento no ―contestó, y se arrepintió de haberlo he-
cho.
Genji volteó a un lado, para que nadie viera su rostro. Cesia de-
rramó lágrimas silenciosas, sus labios temblaban, la rodeó la impo-
tencia. Félix no hizo ninguna expresión, el corazón parecía detenér-
sele, a su alrededor el mundo dejó de tener sonido, nadaba en su pro-
pia respiración espesa. La mirada sin rumbo, buscando salidas, alas
para salir volando de allí. Harriet quiso abrazarlo al verlo en ese
trance y él dio un paso atrás. Optó por correr del sitio y huir de sus
problemas.
Rozó con la gente que cruzaba, la prótesis hacía clics cada vez que
la articulaba. Abrió de par en par las puertas de la pequeña iglesia
en medio del pasadizo y entró hasta la alfombra morada del altar. Se
dejó caer de rodillas, con la cara lamiendo el suelo.
―¡Dios! ¡No te lo lleves, te lo suplico! ¡No estoy listo para perder
a alguien más! ¡No él! —Sus gimoteos desesperados dejaban inau-
dibles sus balbuceos—. Es mi único verdadero amigo, no lo quiero
volver a perder… ¡Te serviré para siempre si me das una oportuni-
dad!
Después, ni él mismo se oyó. Lloró y lloró.

No había nadie más en la habitación. Percy se desconectó la vía in-


travenosa y se quitó la máscara de oxígeno. Al levantarse de la
cama, estiró el brazo a un armario de la pared. Sacó un pomo de pas-
tillas para el dolor, las vació todas en la palma de su mano. Aún no
sabía si Steven estaba vivo o muerto, y tampoco lo quería saber, pues
ya no le quedaba más valor para enfrentar a la realidad.

367
Si su hermano vivía o no, ¿de qué serviría? Él volvería a la soledad
de su departamento, y todo sería igual, rutinario. Para escapar de la
cotidianidad dedicaba su tiempo libre a ir de fiestas y beber hasta
desmayarse ―que era algo parecido a estar muerto―. Cometía todo
pecado con el propósito de no seguir dando vueltas en un limbo. No
valió la pena ni las terapias psicológicas; todos decían que debía dis-
frutar su vida, andar con amigos, hacer lo que más le apasionaba y
amarse tal como era. Pero ya todo eso lo hacía: disfrutaba de las va-
nidades para olvidar sus problemas, no rechazaba las noches de for-
nicación con las mujeres de los bares; pero cuando se terminaba la
pasión momentánea, caía al mismo pozo del vacío inmenso en el
que nada más deseaba aniquilarse.
Sabía que nadie lo amaría, él no se amaba, no tenía fuerzas para
eso.
Bajo lágrimas pesadas, el dolor aumentaba a la par de los latidos
enfurecidos que golpeaban su pecho. Respiró hondo. Acercó la
mano temblorosa a la boca para tragar todas las pastillas.
Lo hizo, aunque fue complicado pasar las veinte a la vez. Y regresó
a su camilla.
“Jesús te ama y yo también”. El recuerdo de Steven diciéndole
aquello, apareció frente a sus ojos. Sus palabras hicieron eco en sus
oídos, lo cual lo deprimió más.
«Ya debería estar retorciéndome», se tranquilizó a sí mismo para
no estallar. Esas pastillas tenían demasiada potencia, no compren-
dió por qué todavía no sentía mínimo dolor. Esperó que se acelerara
el proceso, deseaba ya estar muerto y no ver la luz nunca más.

Los cirujanos hicieron su último y quinto intento de resucitar a Ste-


ven. El jefe dio la orden y le dieron la descarga. Se encorvó con brus-
quedad, las venas se le marcaron en la piel pálida. El monitor re-
tornó al mismo pitido y la raya roja. Todos hicieron una expresión
de lamento.
El jefe dejó caer los brazos por el cansancio.

368
―Bien… ya no hay nada más que hacer.
―Si desea yo puedo darle la noticia a sus conocidos ―se ofreció
el asistente.
―Gracias, Owens, pero hoy iré yo. ―Dio un último vistazo a Ste-
ven que estaba todo pálido. Sin vida―. Pobre jovencito, apuesto a
que tenía muchos sueños…
El jefe salió quitándose la mascarilla y los guantes. Los cirujanos
empezaron a ordenar todo, hacían a un lado las máquinas y las me-
sas con instrumentos quirúrgicos. Una procedió a llamar por telé-
fono a los de la morgue. Steven fue desconectado de la máquina de
ritmo cardiaco y lo cubrieron con las sábanas hasta la cara.
El jefe de cirugías situó a los amigos del joven y les dio la mala
noticia. Genji solo miraba al suelo, Cesia ya no tenía más liquido en
el cuerpo para dejarlo caer por sus ojos, Harriet le acariciaba la es-
palda para reconfortarla, aunque también estaba sumergida en la
misma angustia.
Gideon llegó corriendo segundos después, con una cara de pá-
nico.
―¿¡Qué pasó!? ¿¡Qué pasó con Steven!?
Pero sus caras lo dijeron todo.
—No… no… —Sacudió la cabeza negándose a aceptarlo. Sintió
desvanecerse, el universo girando demasiado―. Llegué tarde… Si
tan solo hubiera… si tan solo hubiera llegado antes, podría haber
orado por él y…
―No llegaste tarde, amor. ―Harriet lo abrazó―. Steven está con
el Señor.

369
CAPÍTULO 40
El ángel de la muerte

Veintitrés horas más tarde, se hizo saber a toda la iglesia de la


muerte del jovencito que cantaba con todo su corazón a Dios.
El ambiente se llenó de sollozos, frases de no podérselo creer. El
pastor dio el anuncio y también lloró, las palabras se le entrecorta-
ron; de igual modo los jóvenes se abrazaban en duelo por Steven,
alguien que fue fuerte en las adversidades, a pesar de sus conflictos
emocionales y problemas de su edad.
Félix había asistido a la iglesia para planificar el funeral. Si antes
no comía por la tristeza de haber perdido a su madre, ahora se había
negado a probar un pequeño bocado. No había hecho otra cosa que
llorar y enfurecerse consigo mismo. Al finalizar el deprimente ser-
vicio, él parecía un tronco de árbol, no expresaba nada, no hablaba,
no se movía, solo recibía las condolencias de todos los hermanos.
Si aún tuviera casa, estaría encerrado en su habitación en estos
momentos.
―Lamentamos mucho tu pérdida, Félix ―dijo Cesia, ella y Genji
trataban de alguna forma de hacerle sentir bien, aunque la depre-
sión en ellos era más notoria que la de Félix.
―Steven no está muerto ―contradijo Félix, como una roca.
―Claro que no, está en el cielo ―respondió Genji, forzándose a
sonreír.
―Dije que Steven no está muerto. Él no puede estar muerto…
Dicho esto, huyó de la iglesia.
―No creo poder recuperarme ―susurró Cesia, también frus-
trada.
Todo parecía la peor pesadilla. Steven resultó ser más especial
para ellos de lo que se imaginaban, no era el más sociable o carismá-
tico, pero lo amaban; amaban su sonrisa, sus abrazos y el amor que

370
le tenía a Dios. No sabían a qué lado correr, solo querían verlo y abra-
zarlo una última vez.
―Cesia… ―Genji trató de retenerla demasiado tarde, ya había co-
rrido al baño a llorar.

Gideon en su hogar se la pasaba sentado en el mueble verde, con la


mirada en el suelo y sujetando el periódico de la noticia de la terrible
masacre de la secundaria Libertad. Harriet se sentó a su costado
para acariciarle el hombro. De alguna manera él se encariñó con
Steven, a tal grado de verlo como el hijo que nunca tuvo. Pero ya no
estaba, simplemente se fue de su vida para siempre.
―La penúltima vez que lo vi, él quería saber sobre su sueño. Debí
entender que algo malo iba a suceder. Si me hubiera preocupado
más, no le habría pasado esto…
―No te afanes, cariño, es mejor superarlo y seguir adelante… Fue
la voluntad de Dios. Quién sabe por qué lo hizo.
Pero Gideon no estaba seguro de si su vida sería igual sin verlo,
aunque fuera por unos segundos en su día, como a veces pasaba que
lo encontraba en la calle mientras predicaba. A menudo recordaba
la mañana que patinaron sobre el hielo y Steven tomó en broma lo
de ser su hijo.
Lo cierto era que Gideon lo veía como tal, hubiera dado lo que
fuera por adoptarlo, si tan solo hubiera tenido la economía, aunque
el padre biológico del muchacho nunca hubiera permitido aquel
sueño imposible. Steven tenía el padre que no merecía, y Frank te-
nía el hijo que nunca valoró.
La oleada de tristeza recayó sobre Gideon, esta sumada con culpa.

***

Frank había ido al hospital después de terminar su jornada como pa-


trullero. Al ver el cadáver de su hijo, lloró descontroladamente y

371
comenzó a destrozar la habitación, llegando incluso a agredir a las
enfermeras.
Percy se mantuvo afuera, tratando de protegerse de los arrebatos
de ira de su padre. Finalmente, tuvieron que llamar a seguridad para
sacarlo de la habitación. Si Frank hubiera estado usando su uni-
forme de policía, las consecuencias habrían sido aún peores. Antes
de marcharse, Frank se limitó a persignarse en frente del cadáver de
su hijo y se retiró, dejando atrás una actuación lamentable de padre
que sufre por la pérdida de su hijo.
Percy lo miró con desprecio mientras se alejaba por el pasillo, car-
gando consigo la vergüenza que su padre había causado. Las enfer-
meras comenzaron a sospechar que Percy también era un margi-
nado.
Una vez dentro de la habitación, Percy abrazó a Steven y lo cubrió
de besos en todo el rostro. Se acurrucó a su lado y no lo soltó en nin-
gún momento. Los médicos comenzaron a apresurarse, ya que era
hora de llevar a Steven a la morgue, pero Percy los mandó al diablo
y cerró la puerta para tener un momento de privacidad.
Finalmente, hubo silencio en la habitación.
―Yo también voy a morir y me reuniré contigo ―dijo mientras le
acariciaba el cabello castaño, una lágrima empapó su rostro―. Nin-
guno de nosotros merecía venir al mundo… Por fin seremos felices.
Estuvo hablando media hora con su hermano. Lo abrazó tanto
que tal vez podría quedarse dormido. Cuánto daría por revivirlo, por
viajar en el tiempo para detener el nacimiento de ambos y que no
llegaran a ese mundo tan depravado.
―No debí haberme ido…
Dos enfermeras abrieron la puerta con una llave y aguaitaron en
la rendija. Lo creyeron loco, decía puras barbaridades, estaba obse-
sionado con su muerte. Después decidieron dejar que siguiera con
su conversación un rato más.
Percy recordó los versículos que le leía su hermano, siempre los
veía en su memoria: “Acuérdate de Dios en los días de tu juventud”.

372
«¿Por qué me haces esto? Si no me ayudas, mejor déjame morir.»
Estaba enfurecido con Dios, desde el inicio hasta el fin.
Acarró con fuerza a su hermano, mientras apretó los ojos y so-
llozó. Sabía que moriría ahí mismo junto a él, y sería de un paro car-
diaco, pero esas pastillas no le habían hecho ningún efecto, no sabía
cuánto tiempo más podría aguantar estando vivo.
Ya habían liberado de las vendas a Steven. El cuerpo desnudo y
frío recibía el calor del abrazo de Percy.
«Hoy moriré… tengo que morir. Tengo que dejar de respirar.»
Nunca le expresó el cariño que Steven tanto le daba, nunca en su
adolescencia tuvo una conversación sin pelear con él. Y ahora, él es-
taba echado a su lado, muerto, sin aliento ni amor para darle. No sa-
bía si sentirse mal por eso, porque después de un rato él también
moriría, y seguro que el sufrimiento de la culpa se iría. Anhelaba
con todas sus fuerzas que Steven le dijera lo mucho que lo quería.
Pero ya no vivía. Sus últimas palabras que escuchó de él fueron “te
quiero, Percy”; mas él no se detuvo, persistió en irse a la universi-
dad, en su capricho de morirse. Nunca nada sería igual.
Sintió que algo se movía.
Ya estaba teniendo alucinaciones. Arrugó las cejas al sentir esa
sensación. No dejó de abrazarlo. Pero seguía sintiendo que algo se
estaba moviendo en su abdomen, como si se estuviera inflando. Su-
puso que el cadáver iba a reventar en cualquier momento.
El movimiento continuó, como un pulso. Echó un vistazo. No ha-
bía ningún bicho caminando por ahí. Pero…
Observó el rostro de Steven, sus mejillas estaban rosadas, como
antes. Acercó la mejilla a su nariz y sintió el aire que inhalaba y ex-
halaba. Su abdomen subía y bajaba, paralelo a su respiración. Percy
creyó que ya las pastillas estaban haciendo efecto, de seguro estaba
drogado e imaginando cosas que no eran reales.
Comprobó su ritmo cardiaco con la oreja en su pecho, y resultó
estar bombeando como un corazón en normal funcionamiento. In-
cluso Steven hizo un suspiro pesado y audible a cualquier oído.
Percy maldijo.

373
Abandonó la habitación y caminó con rapidez en busca de las en-
fermeras, las encontró por el pasillo y les informó que su hermano
estaba respirando. Ellas se miraron las caras y rieron.
―Menudas burlonas, ¿así tratan a todos sus pacientes? No debie-
ron estudiar medicina si así son para atender a la gente.
—Señor, ya fue realizado el diagnóstico, lamentamos su pérdida,
pero…
—Yo soy paramédico, pero juro que no hay que tener conoci-
miento de medicina para darse cuenta de que está vivo.
―Ya sabemos que eres paramédico ―dijo la otra, despectiva, le
dio una barrida con la mirada. Todo el mundo podía notar que era
paramédico por ese uniforme azul oscuro con franjas rojas, negras
y blancas en las extremidades, y el símbolo de la serpiente enros-
cada en la copa de su espalda.
La otra habló aguantándose la risa:
―Joven, entiendo que usted está muy triste, y lo lamentamos,
pero ya pasó todo el proceso. Al final el paciente falleció y…
―¿¡Y qué!? ¿¡Qué ibas a decir!?
Percy las confrontó con todas sus peores groserías, no le importó
nada; esas dos daban la impresión hasta de ser menores que él. Las
tachó de inexpertas y novatas que no amaban su profesión. Ambas
se mostraron altamente ofendidas.
―¡Joven, usted nos está denigrando! ¡Vamos a llamar a seguri-
dad!
―¡Sí, llamen al maldito de seguridad! Y con las mismas se irá
cuando se dé cuenta de que digo la verdad.
Las enfermeras volvieron a mirarse las caras.
Desganadas, ambas fueron con él al cuarto del paciente. Percy se-
ñaló sus mejillas rosadas.
―¿Ven? ¿Eso les parece un muerto?
Ellas permanecieron incrédulas, no darían una conclusión solo
por unas mejillas rosadas. Así que una blanqueó los ojos mientras
colocó el estetoscopio en el pecho del paciente.
Quedó en silencio unos segundos. Arrugó el ceño.

374
―¿Todo bien? ―preguntó su compañera.
Ella se dio vuelta y se bajó las olivas del estetoscopio.
―Está latiendo… y respira ―contestó pasmada.
―Se los dije. ―Percy se cruzó de brazos.
Minutos después, la sala se llenó de gente de batas blancas. El jefe
de los doctores comprobó los latidos de Steven con el estetoscopio.
En el monitor su ritmo iba al promedio: sesenta latidos por minuto.
Todos tenían cara de traumatizados.
―De mis cincuenta años siendo médico, es de las cosas más im-
presionantes que he visto, sinceramente ―comentó.
Pasada media hora, los doctores seguían en rueda haciendo aná-
lisis y pruebas. Percy ya quería que se fueran. Steven ya estaba vivo,
fin del caso. No sabía cómo era posible, pero lo era. Contento con
eso.
―Disculpe, doc, ¿a qué hora se largarán? Quiero privacidad con
mi hermano, estoy en desacuerdo con que lo usen de rata de labora-
torio.
El doctor le ofreció una mirada de desaprobación. Los demás du-
raron realizando sus estudios médicos aburridos, perdiendo el
tiempo. Percy reflexionó que tal vez… esto era una especie de mila-
gro, pero él no creía en los milagros. Simplemente su hermano em-
pezó a respirar de la nada, y ahora estaba en un coma, pero sin ries-
gos de volver a morir.
Liberó una palabrota, expresando su asombro y los doctores con
aires de profesionales educados, lo miraron de reojo.

En media hora vino Félix y Cesia, enterados de todo lo ocurrido.


Los doctores no les dejaron pasar un tiempo de tranquilidad junto
al paciente, hasta que Cesia tuvo que reclamar:
―El paciente está vivo, no es necesario que lo maten con sus ex-
perimentos.
―Señorita, es que este es de esos casos en los que nada tiene sen-
tido. Hace medio día estaba completamente muerto…

375
―Se llama milagro ―explicó Félix―. Es todo, no hay más diag-
nóstico.
Cesia les lanzó una sonrisa fulminante, diciendo con los ojos que
ya debían retirarse. Los doctores arrastraron los pies a la salida, ca-
bizbajos.

376
CAPÍTULO 41
Vida
Como forma de agradecimiento por el milagro de Steven, Félix asis-
tió al servicio de la iglesia, sería injusto si continuara con su vida
como si Dios no hubiera respondido sus plegarias.
Había prometido servir a Dios si no se llevaba a Steven, ahora se
cuestionaba cómo lo haría. ¿Qué de bueno tenía para ofrecerle a
Dios?

***

Pasaron tres días desde el milagro.


En la habitación, Percy, Genji, Cesia y Gideon hacían de centinelas
frente a Steven, quien roncaba como un anciano. Félix había com-
prado una hamburguesa de la cafetería, cuando Steven despertase
estaría con hambre después de media semana sin comer.
―Qué tierno se ve durmiendo ―comentó Cesia.
―Qué feroz se ve durmiendo ―opinó Félix.
―Ya quiero que despierte ―dijo Genji.
―Todos queremos que despierte ―respondió Gideon.
―¿Será que nos está oyendo?
En unos instantes Steven empezó a rascarse la cara, hacía muecas
raras, incluso dio un bostezo de león. No parecía que estuviese en
coma, más bien estaba en un sueño del que tenía flojera despertar.
Lentamente sus parpados empezaron a subir.
―Válgame el cielo, está despertando… ―dijo Félix, conteniendo
la emoción.
Entre bostezos y estiramientos de fatiga, Steven abrió los ojos, los
apretó varias veces para aclarar sus vistas borrosas.

377
Félix emitió un grito. Los chicos se abalanzaron hacia él a abra-
zarlo. Cesia lo abrazó del cuello dejándolo sin aliento. Percy la quitó
con tosquedad para plantarle un beso en la mejilla a su hermano.
―¡Ya no te vuelvas a morir, hermano gringo! ―exclamó Félix por
un huequito apretado entre Percy y Cesia.
―¿Steven, qué te gustaría? ¿Comer, pasear, películas? ¡Puedo
traerte lo que quieras de la biblioteca! ―Cesia habló atropellada-
mente.
―Niños, acaba de despertar, no lo molesten. Necesita descansar.
—Gideon muy feliz se mantuvo pasivo y exigió que ellos también la
tuvieran.
―Pero ya descansó mucho, ¿no cree? ―replicó Félix.
Minutos más tarde, entró el doctor. Midió su ritmo cardiaco en el
pecho y espalda. Steven estaba despeinado, con los ojos hundidos y
bien abiertos. Siguió con la mirada al dedo del doctor cuando le hizo
el examen para saber si su cerebro funcionaba con normalidad.
―Está como nuevo ―anunció el doctor. Dicho esto, se marchó.
―Oye, ¿qué se siente estar en coma? ―preguntó Félix, poniendo
los codos en la cama.
―¿Fuiste al cielo en todos estos días? ―curioseó Cesia.
―Tengo una pregunta bruta: ¿te dolió el balazo? ―Genji alzó el
brazo para hablar.
―¿Steven, quedaste mudo? ¿Por qué no contestas? ―añadió Fé-
lix.
―Denle tiempo, chavales, todavía está muy débil. ―Los apaciguó
Gideon, aunque tampoco controlaría por mucho tiempo su felici-
dad.
Steven dio otro bostezo profundo, le apestaba la boca, y nunca se
había sentido tan sucio, urgente requería un baño. Seguía descon-
certado, recordaba vagamente lo que le sucedió.
Su panza lanzó un rugido que oyeron en toda la sala, Félix se ave-
cinó a darle la hamburguesa. Steven la recibió y después de escru-
tarla por todos lados, volvió la mirada a sus amigos. Ellos esperaban
ansiosos a que dijera algo, o que doblara una expresión. Temieron

378
que hubiera perdido el habla, o peor aún, ¡que se hubiera olvidado
de sus amigos!
―Gracias ―por fin respondió.
Tenía la boca seca, y el cuerpo le dolía, en especial el pecho ope-
rado. No estaba con todas las energías para tener una conversación,
una semana pasó sin recibir proteínas y líquidos. La comida era pri-
mero.
Sus amigos sonrieron satisfechos y se quedaron hasta la noche,
cuidándolo. Bueno, se quedaron dormidos apenas descendió el sol,
a excepción de Cesia que no podía dormir… No había dormido bien
desde que hirieron a Steven. En los últimos días se sintió como si
vivir ya no tuviera sentido. Sinceramente, ¿cómo continuaría con
su vida normal sin su chico? Le había inspirado tanto.
Ella se sentó a su lado en la camilla. Steven estaba mirando a la
nada. La habitación estaba atrapada en un silencio sepulcral.
―Gracias por quedarte, señorita —dijo él de repente, cansado.
Cesia sonrió.
―¿Por qué me llamas así?
―Trato de sonar caballeroso. ¿A las mujeres le gusta ese tipo de
hombres?
―Sí… a mí sí. ―También iba a decir que no se molestara en pare-
cer educado, pero le dio risa. Por mucho tiempo soñó con un hom-
bre que la tratara así―. Eres el único que me dice Cesilia.
―Sí, porque ese es tu nombre.
―Es que… me parece curioso que solo mi primer novio me decía
Cesilia.
Steven controló el temblor que le recorrió por los brazos, se rascó
el codo. Miró al techo.
―Lo siento, eso sonó raro ―Cesia se disculpó.
―Pues… ese primer novio fue muy tonto para desperdiciarte
―dio su humilde opinión―. Algún día conocerás a alguien que te
sepa valorar.
―Sabes tanto del amor… Siempre dando buenos consejos.

379
―¿Qué? ¿Yo? ¿Saber del amor? Cesilia, digo, Cesia, digo… Ol-
vídalo. Yo no sé nada sobre esa… tontería. A mí no me busquen para
terapia amorosa.
—Sí… Me queda claro que tú y el romance no son compatibles.
—Yo y el romance somos un amor prohibido ―bromeó Steven, ya
bostezando. Pronto la cabeza caería por el sueño.
Y se cayó, definitivamente. En las piernas de Cesia.
―¡Steven! ―se quejó en un hilito de voz para no despertar a na-
die, solo a él. Sin embargo, no lo interrumpió.
Sintió la tentación de acariciar su cabello castaño con los dedos, y
lo hizo, mientras su corazón latió, pero no como siempre lo hacía.
Tal vez era de sueño o de hambre, o de la felicidad de ver a su amigo
vivo y sano. No podía tratarse de algo más.
¿Verdad?

***

Después de ducharse y cambiarse a su ropa normal, le dieron de alta.


Aún le dolía todo por la operación de extirpar la bala, pero mejoría
con el tiempo.
Entristeció ante la noticia de la muerte de Diego y Jazmín; nunca
pensó que lloraría por ellos, siendo que nunca fueron buenos con él,
pero fueron evangelizados antes de la tragedia, y nunca quisieron
saber nada de Dios, su destino era su triste decisión. Y May. Solo ha-
bló con ella una vez y ya sentía que había perdido a alguien muy es-
pecial.
La escuela quedó totalmente inservible, calcinada, echa escom-
bros, como una casa de madera que le cayó un rayo.
Steven encontró a Percy en la sala de espera del hospital y se sentó
a su lado, dejando una silla libre. Percy estaba cabizbajo, con una
mirada lúgubre como siempre. Ahora era un joven rumbo a los die-
cinueve años y se le veía más maduro de físico, un poco de barba se
le asomaba por la mandíbula ahora más marcada. Alto y macizo.
Casi irreconocible. Casi adulto.

380
―Te extrañé ―dijo Steven, rompiendo el silencio angustioso―,
pensé que te habías muerto.
―Yo también diría lo mismo de ti.
―Supongo que aún no llegó mi hora de partir. Y tú… ¿por qué no
me respondiste los mensajes?
―Me robaron el celular, y tuve que cambiar mi número.
Steven comprendió. Al fin supo la razón.
―Oh, qué alivio.
―Parece que a papá no le importó lo que te pasara, cuando mo-
riste hizo todo un drama, y cuando le contaron que te levantaste de
entre los muertos… solo siguió en su trabajo.
―A mí ya no me importa si no le valgo. Me siento suficiente con
Dios en mi corazón, ya no estoy vacío, porque ahora tengo un padre
celestial que sí me ama de verdad.
Percy miró la luz opaca de la ventana, sus ojos se veían transpa-
rentes ante ella.
―Ojalá yo fuera como tú.
―Eres como yo: un pecador que necesita a su Salvador. Yo no soy
la gran cosa por ser cristiano, solo soy… otro más que adoptó Dios
como su hijo, a pesar de todo ―dijo. Percy guardó silencio, desplazó
su mirada afligida al suelo blanco de mayólica―. Dicen que, si tú no
te amas, nadie más lo hará. Puede que nadie en este mundo lo haga,
pero Dios sí.
»Ábrele tu corazón, Él quiere cambiarte, así como lo hizo con-
migo… Déjalo ser tu Señor y Salvador.
Percy dejó caer una lágrima, en silencio.
―No sé tú, pero yo no conseguí nada odiándote… ―prosiguió
Steven―. No fui más feliz guardándole rencor a todo el mundo.
Levantándose del asiento, abrazó a su hermano, transmitiéndole
todo el amor que ninguno de los dos recibió. Se echó sobre su hom-
bro mientras daba palmaditas en su espalda. Percy lentamente de-
volvió el abrazo, quebró en llanto como un niño. Liberó todo lo que
tenía guardado. Toda su desesperación la despojó a través de sus pu-
ños que apretaban la ropa de Steven.

381
Sollozó dentro de su pecho, las palabras eran lo más difícil de des-
enredar.
―Lo siento…
―Hace mucho que ya te perdoné.

***

A la escuela (que ahora era un cementerio) iban los padres de los se-
senta jóvenes fallecidos, a dar duelo entregándoles flores. Pusieron
las fotografías de los alumnos en el suelo de la entrada, y el cura con-
solaba a los padres. Aunque sea les hacía creer que todos fueron al
cielo por hacer alguna cosa buena en sus vidas, pero la mayoría se
fue sin Dios, aún cuando oyeron sobre Él antes de partir.
El sector estaba en duelo, y la prensa llegó para captarlo en cáma-
ras.
Por otro lado, a Steven y Félix les dieron un examen para graduar-
los de una vez, ya que les había faltado nada para terminar la secun-
daria.

***

El domingo probablemente fue uno de los días más felices para Ste-
ven.
Félix y Percy aparecieron en la iglesia, estuvieron atentos al servi-
cio, donde el Señor se movió en una manera extraordinaria. En me-
dio de la oración, Steven ayudó a Félix a aceptar a Jesús en su cora-
zón. Ambos no podían controlar sus emociones del momento, el co-
razón de Steven iba a salir de tanta felicidad.
Hoy su meta principal era que llegara el mayor número posible al
cielo. Dios no le dio de regreso a su familia, pero tenía una mejor
familia, una espiritual. Le regaló a Harriet, que era una mujer amo-
rosa y fuerte; a Gideon, un hombre trabajador que luchaba, un hom-
bre de Dios; a Genji y Cesia, sus más fieles compañeros. Todos eran
irreemplazables.

382
Dios sí lo había bendecido, a pesar de tantas tragedias a su alrede-
dor.
El pastor le puso la mano a Percy para orar por él, para echar fuera
los demonios de muerte y rencor. De pronto él empezó a quejarse de
un dolor en el estómago que le subió al corazón, el cual empeoró a
pesar de que el pastor oró para que diluyera. Tuvieron que traer un
balde para que vomitara todo. Entre la suciedad, nadaban las veinte
pastillas asesinas, no digeridas. Perdió gran parte de su dignidad,
pero también el demonio de la muerte que lo atormentaba.
Todos extendieron las manos hacia él y oraron.
Al finalizar, Steven lo abrazó.
―Te quiero.
Percy sonrió satisfecho.
―Yo también.

383
CAPÍTULO 42
Hora de vigilar
2030

Un Steven de diecisiete años esquivó con asombrosa agilidad el pu-


ñetazo de su padre y se apresuró a subir las escaleras. Una vez en su
habitación, cerró la puerta tras de sí y agarró las maletas que ya tenía
preparadas. Desde hace una semana, había estado planeando mu-
darse con Percy. Su mayor anhelo de escapar de su cruel padre final-
mente estaba a punto de cumplirse; solo faltaba huir de casa.
En el pasillo, escuchó los pesados pasos de su padre, en el punto
más alto de su embriaguez.
―Te voy a matar, mocoso. ¿Cómo te atreves a poner un gusano
en el bolso a mi novia?
Sí, le había gastado una pequeña broma a la vieja mientras había
estado besándose con su padre en el mueble.
Sí, había sido una estupidez. Sí, ya estaba frito.
Tuvo que esperar a que su papá terminara de golpear la puerta y
pareciera alejarse antes de abrir sigilosamente la puerta de su habi-
tación. Dio unos pasos largos pero silenciosos, apoyándose en la
punta de los pies. Afortunadamente, las dos maletas no eran dema-
siado pesadas.
―¡Animal!
A Steven se le adormeció todo. Empezó a correr escaleras abajo,
sin mirar atrás. La amante enfurecida se interpuso al finalizar las es-
caleras para que no huyera. Steven lanzó la pequeña maleta a la cara
de la mujer y ella cayó tiesa. El piso de madera hizo un sonido que-
brado.
No pensaba en lo que hizo. Sintió una inmensa pena por haberlo
hecho. Parecía que la había dejado inconsciente. Frank también se
quedó de piedra, ahora tenía más ganas de pegarle.

384
Steven se quedaría para vendarle el moretón en el ojo que le hizo,
pero no estaba dispuesto a recibir un moretón de su padre.
Abrió la puerta de la casa y movió las piernas sin tropezar. El
viento helado azotaba su abrigo de lana. Los dedos dentro de los
guantes se le acalambraban. De pronto las maletas las sintió pesadas
en cada mano después de tanto correr. Tendría que llegar rápido a
su destino antes de las cinco, que sería el toque de queda obligato-
rio. Los militares custodiaban la seguridad, y no se arriesgaría a que
le dispararan con sus pesados fusiles por andar fuera de casa.
El Estado se volvía más exigente con la ley de que las personas tu-
vieran un número de escaneo, según, para evitar los robos y ataques
terroristas, puesto que, sólo los que lo tuvieran podrían comprar y
vender. Todavía hacían planes para un futuro igualitario, y todo eso
sonaba a la famosa marca de la bestia. Era una alarma sonando que
nadie escuchaba. Steven se preguntaba si aquel año sería la gran tri-
bulación y el arrebatamiento.
¿El presidente Varnes era el anticristo? Cabía la posibilidad.
Giró la cabeza y vio a Frank kilómetros atrás, que lo miraba irse
para siempre. Ya no podría llamar al orfanato para que se llevaran a
Steven, había cumplido con sus estudios, había pasado a una edad
aparentemente mayor en la que trabajaría y se mantendría incluso
sin ayuda.
Dejó atrás su tormento y corrió por una mejor vida.
Sintió un alivio incomparable al entrar en el edificio de departa-
mentos y dejarse caer en el suelo de la vivienda de Percy. En la sala,
Gideon y Harriet, Cesia, Genji y Félix charlaban. Mientras tanto, Ste-
ven admiró el departamento, su nuevo hogar en el que viviría con
él.
Las paredes estaban pintadas de la noche estrellada de Van Gogh.
Percy había convertido su residencia en una obra de arte viviente. El
cielo pintado con azules claros y oscuros en forma de las olas del
mar, y las estrellas parecían huevos reventados.
El mundo sin miopía era lo máximo. Todo gracias al medica-
mento de Cesia, el cual desapareció la borrosidad de sus vistas.

385
Ahora sin gafas, disfrutaba de una mejor forma de ver la vida. Le de-
bía una bien grande a Cesia.
Mientras admiraba el mini mundo fantástico en el que se había
sumergido, Percy a su costado, se enredó con unas lucecitas amari-
llas que pondría en las paredes para darle el toque de una noche res-
plandeciente.
―¡Qué gran artista eres, Percy! ¿Existe algún cuadro en el que no
te luzcas con tu arte?
―No sigas eso, aún faltan algunos retoques para que quede me-
jor.
―Pero esto es perfección palpable. Todo te envuelve en una cá-
lida sensación de acogida y felicidad. La sublimidad de tus pinturas
no se compara con las hamburguesas. Amo las dos cosas, pero
esto…
―¿Por qué ahora eres tan poético?
—Pregúntale a Cesia, no deja de regalarme libros de poesía.
—¿Qué tengo que hacer para que también me dé regalos?
—No sé. Yo también quisiera saber sus motivos.
Percy sonrió. Su semblante era diferente, no porque hubiera ma-
durado, sino porque reflejaba la transformación que Dios había rea-
lizado en él; su rostro irradiaba luz. Las heridas del pasado se desva-
necían con el paso del tiempo. A pesar de que los recuerdos de su
madre, ausente en su vida desde siempre, a veces lo visitaban. Se
preguntaba cómo reaccionaría ella al ver su nuevo ser, como per-
sona transformada.
A pesar de que nunca estuvieron unidos, Percy anhelaba la opor-
tunidad de reconciliarse con ella de todo corazón.
Steven por fin podía respirar tranquilo, ya no tan afanado, Dios
mismo se encargó de todo. Finalmente pudo decir que Dios tenía ra-
zón, todo lo hizo por un motivo, era necesario el dolor para cono-
cerlo, porque de otra forma nunca hubieran abierto sus corazones.
―Te harías millonario si pintaras casas de esta forma.

386
―Puede ser. Pero creo que eso es más de gente rica. Nadie en esta
crisis querrá gastar su dinero en unas pinturitas, que, por cierto,
tengo toda una galería en mi depósito.
―Válgame el cielo, como diría Félix. Tengo que verlas todas.
Steven se desplazó con rapidez al depósito. Todos sus cuadros
nunca antes vistos eran un beso de chef, ni se fijó en los diez minu-
tos que permaneció absorto en los paisajes y universos abstractos.
Percy preparaba la cena en la cocina: huevos revueltos con tocino.
No ganaba el máximo dinero, pero sí lo necesario para que sobrevi-
vieran al menos una o dos personas.
―¿Cómo te fue en tu fuga de prisión? ―preguntó Félix después
que Steven saliera y se sentara con ellos en los muebles.
―Tuve que usar la fuerza para escapar de la pareja de malvados.
―Déjame adivinar, rompiste narices y moreteaste ojos.
―En realidad… moreteé el ojo de la amante de mi papá.
―¿Por qué será que no me impresiona?
―Porque me conoces bien.
―¿Enserio tienes que golpear a todo el mundo? ―opinó Cesia.
Acababa de salir de la universidad y vestía el uniforme blanco de es-
tudiante de medicina general. Llevaba casi un año estudiando, y
siempre andaba con las ojeras de su duro trabajo.
―No quería lastimar a nadie, pero la verdad que nunca me dan
otra salida.
―Bueno, Lázaro resucitador, ¿por qué no te vuelves boxeador?
Serías un excelente peleador ―sugirió Gideon.
―No lo había pensado. Cualquier cosa tengo a Genji para que me
enseñe artes marciales.
―Corrección, quien quiere pelear mejor soy yo. Ya les dije que yo
era el peor de mi clase ―se excusó Genji.
Percy apareció con un plato de huevos revueltos para dárselo a
Steven, pero la atención de todos se dirigió al cabello de Percy, se
había bajado la capucha de la chaqueta de paramédico y dejó a lucir
su nuevo corte de cabello.
―Wow ―expresó Steven.

387
―Ah, sorpresa. ―Percy esbozó una sonrisa.
―No te he visto con el pelo corto en… ¿seis años?
―Qué buen corte ―comentó Genji.
―¿Enserio? Me lo hice yo mismo, pensé que estaba mal hecho.
―Se acomodó el pelo para otro lado.
―Está disparejo en algunas partes, pero te queda mejor que antes.
Como si fueras un nuevo tú ―dijo Harriet.
―Justamente por eso lo hice. Es lo que se me ocurrió para cerrar
esa época.
―Tienes razón ―apoyó Gideon.
Estuvieron un rato opinando sobre el peinado de Percy. Al cabo
de cinco minutos, empezaron a llegar los hermanos. En pocos se-
gundos la sala ya estaba colmada. No era una vivienda grande, pero
ya llegaban a topes de reventar. Parecía una cámara de gas, en este
caso, una sin oxígeno; te asfixiabas con todo el calor que despren-
dían las personas. El aire fue lleno de las voces de todos.
El hermano Bryan junto a otro hombre, posaron el pesado piano
de la iglesia en medio del gentío.
Steven regresó de cambiarse de ropa, vestido con una camisa y
una chaqueta negra. Mientras salía del fondo del pasadizo, luchaba
por atarse el nudo de la corbata. Percy lo vio en esa batalla intensa y
lo jaló de la corbata como cualquier muñeco para ayudarle a hacerse
el nudo.
―¿Por qué rayos nunca aprendiste a hacerte un simple nudo de
corbata? ―dijo Percy, incrédulo y molesto.
Steven mostró los dientes, él tampoco entendía por qué nunca ha-
bía aprendido a hacerlo; ya estaba mayor para seguir sufriendo con
cosas infantiles.
―Lo intento, ¿sí? Pero nunca me sale bien. Lo mío no es hacer nu-
dos, no me juzgues.
―Sigues siendo un bebé ―bufó, y terminó de amarrarlo.
―El bebé eres tú. ―Le tiró una patada en el trasero.
Percy soltó una carcajada, y lo asfixió envolviéndolo dentro de su
chaqueta de paramédico. Steven luchó por su vida liberándose, sin

388
querer le pisó el pie y ambos cayeron al suelo, haciendo un es-
truendo. Las vistas de todos se posaron en los dos.
―¡Oh no, están peleando otra vez! —exclamó Cesia.
―No, así juegan siempre. ―Félix hizo una mueca de dolor al ver
que se estaban ahorcando en el suelo como dos peleadores de
judo―. Solo es una peleíta cariñosa.
Steven y Percy luego su combate brutal terminaron hechos un
desastre como dos niños malcriados después de una pelea callejera.
Las cinco habían pasado más rápido de lo esperado. Los herma-
nos se añadían sin parar. En la casa atestada ya no cabía ni un alfiler.
Era imposible desplazarse entre todos los apretujados. Solo quedaba
orar para que no los denunciaran por aglomeración, aunque parecía
que no había pandemia. También era otro rumor, quería creer que
solo era eso. Pero en esos tiempos todo podía ser posible.
Cerraron la puerta una vez sintieron que ya no vendría nadie más
y el pastor se situó en medio para iniciar la vigilia.
―Hermanos, estamos aquí presentes para alabar a Dios. Sabemos
que son tiempos difíciles: días de guerra, la posible tercera guerra
mundial. Pero nosotros estamos en una guerra mucho más grande,
y es contra el diablo y sus ángeles, los que se apoderaron de las almas
de este mundo, los que controlan la maldad; y lo más terrible es que
la gente no rinde sus vidas al único que los puede liberar de esa es-
clavitud.
Los amenes fluyeron en coro. El pastor caminó de un lado a otro,
con más energía que antes.
―¡Hoy nos olvidaremos del trabajo, del dinero, de las guerras y
de las vanidades, y alabaremos a Dios, aunque el gobierno nos lo im-
pida! ¡Hasta que se pudra el diablo de la rabia!
El pueblo alabó, seguido de aplausos estridentes y gritos de, como
una guerra. Una guerra espiritual.
A Steven le electrizaba el cuerpo de felicidad, satisfecho de ya no
tener dolores de cabeza o ansiedad. Él mismo empezó a gritar con
todos, por primera vez ya nada lo atormentaba. Félix también gri-
taba como loco. Hicieron bulla como si no viviera nadie más en el

389
lugar. Los peques del coro estaban listos para tocar sus instrumen-
tos y que el espíritu de Dios se apoderara de todos.
La felicidad no les duraría mucho, una oscuridad repentina ahogó
todo el departamento, bajó por todo el edificio, llegó hasta los postes
de luz de las calles, para después sumergirse en todo Calgary. Abso-
lutamente en todo Atlas, sin dejar ningún rastro de luz, solo la de la
luna, borrosa por las nubes.
En la sala todos miraron de un lado a otro, perdidos, preguntaban
unos a otros qué había ocurrido.
―¿¡Qué fue!? ¿Se fue la luz? ―preguntó Félix, palpó a la gente de
su lado, buscando a Steven.
―Desafortunadamente sí ―contestó un hermano que había
abierto la puerta para asegurarse si por el pasadizo también estaba
sombrío.
―Debe ser solo en el vecindario… Seguro mañana volverá la luz
―opinó Harriet infundiendo esperanzas.
―¡No veo nada! ¿Mami? ―Azami buscaba a su mamá entre la
gente. Chocó con Genji y abrazó su cintura.
“¿Qué hacemos?”, preguntaban los hermanos. Solo una luz de fe
los encendería.
Un destello blanco salió de en medio de las tinieblas, Percy había
encendido la linterna de su celular.
―¿Quién dijo que un apagón apagaría nuestras voces?
Todo el mundo sonrió y procedieron a encender las luces de sus
aparatos. El pastor se había quedado callado, como probándolos a
todos; después llamó a Steven, al hermano Bryan y a los peques del
coro, y se apartó de en medio. Bryan se sentó frente al piano y Steven
de inmediato se ubicó en medio de todos para tomar la dirección de
las alabanzas. Genji, Annie y Luisa se acomodaron para tocar sus
instrumentos. Milly y Luisa como segundas voces.
Las luces de los teléfonos levitaban como luciérnagas entre las
sombras. Steven comenzó a cantar:

¿Qué ven los ángeles para postrarse ante ti?

390
¿Qué ven los ángeles para cantarte Santo, Santo, Santo?

Los inquilinos salieron de sus domicilios, no simplemente a ver


qué ocurría con el apagón de la ciudad, también enfurecidos por la
bulla de uno de los departamentos. Los canticos se elevaban más, al
igual que los quejidos de los vecinos.
El ambiente del departamento fue lleno de paz ―tranquilidad en
medio del caos― lágrimas cayeron por las mejillas de cada uno. Al-
zaron sus voces sin importar nada, el mundo no existía, solo ellos y
Dios. La gente hacía fiestas llenas de pecado, y no permitían que les
dijese nada. Un pequeño momento con Dios no les molestaría.
La canción dejó de ser una simple adoración y se transformó en
júbilo. Steven no abría los ojos por nada, sus mejillas empapadas bri-
llaban. Félix se tiró al piso y adoró como nunca antes. Cesia había
viajado a la presencia de Dios, sumergida entre súplicas de ayuda
para que Dios le diera un destino, porque todo la estaba matando, el
único refugio que tenía era Él. Percy también se había postrado, no
podía salirle palabra alguna, solo lloraba, y en su cabeza nada más
agradecía. Le debía la vida a Dios, la vida que no vivió se la entregó,
y no se arrepentía de haberlo hecho.
Gideon y Harriet se abrazaron, adoraron juntos como lo hacían de
jóvenes, como en el día de su boda. Mucho antes de casarse soñaban
con una enorme familia. Lo próximo que pudieron hacer fue agra-
decer, porque Dios sí les dio una familia, una más grande de la que
imaginaban.
Afuera los vecinos hicieron un círculo en el pasillo, gruñendo
acerca de los cristianos que se juntaron para arrebatarles la tranqui-
lidad.
―No nos dejan dormir. ¡Esos aleluyos siempre perturbando la
tranquilidad! ―se quejó una mujer que arrullaba a su bebé en bra-
zos.
―Llamemos a los soldados, o esto se convertirá en un caos.

391
Los otros inquilinos asintieron. Un anciano fumando un puro
sacó el celular y timbró a detención para acusarlos de no cumplir el
toque de queda.
Steven revoloteaba de aquí allá con los hermanos, se dejó llevar
por el sonido alegre del violín y la pasión del saxo. Bryan por poco
se paraba del piano para hacer ronda con todos. En las tinieblas y las
luces de los teléfonos, la luz de los cristianos fluyó.
El corazón de Steven quería escapar del gozo. Detuvo su canto y
danza, los coristas continuaron con las canciones de júbilo, pero él
se paralizó por otro lado. La sonrisa se le borró cuando alzó la vista
y vislumbró en el aire una nube borrosa, como un sueño. En ella,
imágenes de guerra, pero no la que veían día a día, ésta era peor…
Bombas, incendios, disparos de soldados por doquier. Muchas
muertes. Hambruna multiplicada desmedidamente. Y muchos ni-
ños abandonados…
Frunció el ceño al ver otro tipo de cosas que no logró comprender.
Las imágenes se esfumaron para abrir paso a una biblia ―la de
él―, abierta en Jeremías: el profeta que advirtió de las masacres sin
reparo. Cuando más la gente lo tachaba de loco, el profeta más gri-
taba que el mal se apoderaría de la ciudad.
Tras esto, aquella visión se evaporizó en el aire.
Steven no procesaba lo que acababa de ver. Una sensación de te-
rror se apoderó de sí. Sin más, cerró los ojos y oró por lo que vendría.
Un estruendo ensordecedor lo trajo de vuelta al presente.
Soldados armados les habían derribado la puerta.

CONTINUARÁ…

392
393
AGRADECIMIENTOS
Me siento un poco vacía por como terminó esta historia. ¿¡Qué sigue
después!? ¿¡Qué se trae este Steven Jaron!? ¡Hay muchas situacio-
nes que no se resolvieron!
Así te sientes cuando lees sagas. En la segunda parte explorare-
mos más sobre este mundo y sobre nuestro querido protagonista. Si
llegaste hasta aquí, te agradezco por leer esta historia, que estuvo
lejos de ser sencillo escribirla.
Agradezco a Dios por ayudarme, por la inspiración que me fue vi-
niendo en todo el proceso. Dos años de escritura, la mitad de mi ado-
lescencia.
Inició como el sueño de una niña de nueve años, cuando creé mi
primer personaje, y ese no fue el loco de Steven, sino Cesia. En un
inicio la historia trataría de ella, pero las circunstancias y mi cabeza
me bloquearon. Finalmente, el protagonismo se lo regalé a Steven.
Claro que aquí notamos que la historia gira alrededor de los dos
prácticamente. Y eso yo no lo planeé, la historia fluyó por sí sola,
hasta quedar así. ¿Será el destino?
Muchas de las experiencias de Steven, fueron inspiradas en per-
sonas reales, entre ellas yo. Creo que Steven es prácticamente un
clon mío, me basé en muchas características mías para crearlo. Pero
la verdad, es que puse un poco de mí en cada personaje. La historia
se desarrolla en una ciudad real: Calgary, pero los lugares como los
sectores, centros comerciales, bosques… son ficticios, con un par de
excepciones como el río Bow, que sí es real. Lo digo para que cuando
vayan a investigar en el mapa de Canadá no se me confundan.
Confieso que muchas escenas son producto de los sueños que
tengo en las noches. Mis sueños son como películas, y luego se los
cuento a mis padres, después blanquean los ojos y dicen: “Ya em-
pezó con sus personajes imaginarios”. Por eso traigo mis ojeras.

394
Es más que un sueño hecho realidad que este libro se venda, des-
pués de muchas lágrimas y experiencias de aprendizaje, por fin lo-
gré conseguirlo. Para mí, además de mi primer paso como escritora,
es el paso más importante de lo que me quiero dedicar.
No soy profesional, ya quisiera. Sé que es raro ver a una adoles-
cente de diecisiete amar la escritura y el arte, ya que no es algo que
se vea con frecuencia en mi generación, pero pienso que puedo ha-
cer un pequeño cambio y podré llevar a la lectura a los jóvenes. Leer
libros cristianos con historias divertidas, dirigidas a audiencias ju-
veniles, ha sido mi sueño, y por eso me animé a escribir esta obra,
porque no he encontrado los libros que he estado buscando.
GRACIAS por tomarte el tiempo, la noche, la mañana de leer mis
pensamientos más locos. Agradezco de nuevo a Dios de que existan
los libros, la escritura es de los artes más bellos; siempre quise que
esta historia sea una película o una serie, pero por ahora esto es lo
mejor que puedo hacer. Si no hubiera descubierto aquella biblioteca
de mala muerte que me encontré cerca de la iglesia, nunca hubiera
escrito nada, y tampoco habría encontrado el mundo de la litera-
tura.
Gracias a mis padres por apoyarme siempre, sé que los he vuelto
locos porque tanto hablo de mis mundos imaginarios; me pasé no-
che y día solo en esta historia. Aprecio que me aguanten.
Mando un saludo a mis amigas las emocionadas que se emocio-
nan conmigo por mis historias. ¡Gracias por su apoyo!
Espero, queridos lectores, que les haya gustado, y si no, está súper
bien, todos tenemos gustos distintos.
Les invito a seguirme en mis redes para que vean ilustraciones de
los personajes y se enteren de los próximos libros. Ustedes también
pueden etiquetarme en dibujos que hagan de los personajes de “Ple-
garias de supervivencia”, pueden compartirme sus opiniones y cali-
ficaciones.
Hay muchas historias que quiero contar. Pero este es solo el prin-
cipio.
YouTube y Facebook: Ruth Daniely

395
Instagram: @ruthdaniely_
Wattpad: ruthdanielyOficial
Inkkit: ruthdanielyOficial
Tiktok: ruthdaniely_

¡SALUDOS DESDE PERÚ, DESDE MI INCÓMODO ESCRITORIO!

Gracias Dios por todo, por ayudarme con mis problemas de ado-
lescente, sin ti yo no estaría aquí, creo que también estaría muerta.
Te debo todo. Gracias por los dones que no me merezco.

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