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MADRE E HIJO: SANTA MÓNICA Y SAN AGUSTÍN

Mas no callaré lo que mi alma me sugiera de aquella tu sierva que me parió en la carne para
que naciera a la luz temporal y en su corazón a la eterna. No referiré yo sus dones, sino los
tuyos en ella. Porque ni ella se hizo a sí misma ni a sí misma se había educado. Tú fuiste
quien la creaste, pues ni su padre ni su madre sabían cómo saldría de ellos; la vara de tu
Cristo, el régimen de tu Único fue quien la instruyó en tu temor en una casa creyente, miembro
bueno de tu Iglesia. (conf. IX.VIII.17).

Para San Agustín, la mujer más importante de su vida sin duda fue su mamá, una mujer
enviada por Dios que no buscaba para su hijo, más que la verdadera vida feliz: Dios. Esta es,
sin duda, la vida feliz, porque es la vida perfecta, y a ella, según presumimos, podemos ser
guiados pronto en alas de una fe firme, una gozosa esperanza y ardiente caridad”. (b. vita.
IV.35).

Santa Mónica veía a su hijo desinhibido, sordo y ciego en un mundo cautivador de pubertad
y lujuria. No obstante, san Agustín reconoce humildemente en la voz de su propia madre, la
voz de Dios, su conciencia1, aquella que escuchó, pero ignoró en su adolescencia:

¿Y de quién eran, sino de ti, aquellas palabras que, por medio de mi madre, tu creyente,
cantaste en mis oídos, aunque ninguna de ellas penetró en mi corazón para ponerlas por obra?
Quería ella —y recuerdo que me lo amonestó en secreto con grandísima solicitud— que no
fornicase y, sobre todo, que no adulterase con la mujer de nadie. Mas estas reconvenciones
me parecían mujeriles, a las que me hubiera avergonzado obedecer. Pero, en realidad, tuyas
eran, aunque yo no lo sabía, y por eso creía que tú callabas y que era ella la que me hablaba,
siendo tú despreciado por mí en ella, por mí, su hijo, hijo de tu sierva y siervo tuyo, que no
cesabas de hablarme por su medio. (conf. II.III.7).

Los relatos de las confesiones dejan ver en santa Mónica una mujer que cuida de su tesoro:
su hogar, educaba a su hijo, aconsejaba a su esposo y hasta cuidaba de su suegra, en todo
demostraba el sacrificio y ofrecimientos a Dios de cuanta dificultad le sobrevenía:

…a la edad núbil fue dada [en matrimonio] a un varón, a quien sirvió como a señor…De tal
modo toleró las afrentas conyugales, que jamás tuvo con él sobre este punto la menor riña,
pues esperaba que tu misericordia vendría sobre él y, creyendo en ti, se haría casto… También
a su suegra, al principio irritada contra ella por los chismes de las malas criadas, logró
vencerla con atenciones y continua tolerancia y mansedumbre, de modo que la misma suegra
espontáneamente manifestó a su hijo que las lenguas chismosas de las criadas eran las que
turbaban la paz doméstica entre ella y su nuera y pidió se las castigase...Y no atreviéndose ya
ninguna a ello, vivieron las dos en dulce y memorable armonía. (conf. IX.IX.19-20).

1
La conciencia hace posible asumir la responsabilidad de los actos realizados. Si el hombre comete el mal, el
justo juicio de la conciencia puede ser en él el testigo de la verdad universal del bien, al mismo tiempo que de
la malicia de su elección concreta. El veredicto del dictamen de conciencia constituye una garantía de esperanza
y de misericordia. Al hacer patente la falta cometida recuerda el perdón que se ha de pedir, el bien que se ha de
practicar todavía y la virtud que se ha de cultivar sin cesar con la gracia de Dios (CCE 1781)
Dios que reinó en el hogar de santa Mónica por su fe, fue el sostén familiar que con
perseverancia pudo cosechar el fruto de una semilla que, a pesar de crecer con algunos
abrojos llegó a su plenitud siendo fecunda para los demás.

Por este tiempo creía yo, creía ella y creía toda la casa, excepto sólo mi padre, quien, sin
embargo, no pudo vencer en mí el ascendiente de la piedad materna para que dejara de creer
en Cristo, como él no creía. Porque cuidaba solícita mi madre de que tú, Dios mío, fueses
para mí padre, más bien que aquél, en lo cual tú la ayudabas a triunfar de él, a quien, no
obstante ser ella mejor, servía, porque en ello te servía a ti, que lo tienes así mandado. (conf.
I.XI.17).

Con el tiempo la sabiduría de Dios se hace más pública en la voz de Mónica cuando habla y
filosofa con san Agustín invitándolo a una vida de conversión:

[la madre]-Nadie puede llegar a Dios sin buscarlo. -Muy bien-le dije yo-. Pero el que busca
no posee a Dios, aun viviendo bien. Luego no todo el que vive bien posee a Dios. -A mí me
parece que a Dios nadie lo posee, sino que, cuando se vive bien, Él es propicio; cuando mal,
es adverso-replicó ella. (b. vita. III.19).

La llama de fe en san Agustín se debía a las enseñanzas dadas por su madre, aquella que lo
guiaría para alcanzar el objetivo de su vida: la Verdad, aquella por la que por la sola razón
no es suficiente y que llegaría en su acercamiento esta vez de manera vivencial a la
Revelación divina, la Sagrada Escritura:

Esto lo creía unas veces más fuertemente y otras más débilmente; pero que existías y tenías
cuidado del género humano, siempre creí, si bien ignoraba lo que debía sentir de tu sustancia
y qué vía era la que nos conducía o reducía a ti. Por lo cual, reconociéndonos enfermos para
hallar la verdad por la razón pura y comprendiendo que por esto nos es necesaria la autoridad
de las sagradas letras, comencé a entender que de ningún modo habrías dado tan soberana
autoridad a aquellas Escrituras en todo el mundo, si no quisieras que por ellas te creyésemos
y buscásemos. (conf. VI.V.8).

Después de haberse encontrado cara a cara con las Sagradas Escrituras, su espíritu es poseído
por el sí a Dios, un sí definitivo en el mensaje de verdad revelada en el libro del Apóstol, san
Agustín va a ver a su madre y su conversión es un hecho, encontrada la vida feliz, la abrazará
para siempre:

Después entramos a ver a mi madre, indicándoselo, y se llenó de gozo; le contamos el modo


como había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba victoria, por lo cual te bendecía a ti, que
eres poderoso para darnos más de lo que pedimos o entendemos, porque veía que le habías
concedido, respecto de mí, mucho más de lo que constantemente te pedía con sollozos y
lágrimas piadosas. Porque de tal modo me convertiste a ti que ya no apetecía esposa ni
abrigaba esperanza alguna de este mundo, estando ya en aquella regla de fe sobre la que hacía
tantos años me habías mostrado a mi madre. Y así convertiste su llanto en gozo, mucho más
fecundo de lo que ella había apetecido y mucho más caro y casto que el que podía esperar de
los nietos que le diera mi carne. (conf. VIII.XII.30).
En el transcurso de su vida, san Agustín enferma y es socorrido por las súplicas de su madre,
una mujer desesperada pidiendo ayuda al Señor, en contraposición, san Agustín le miente, la
deja sola, más ella, va detrás de él, está siempre firme, pendiente, experimenta con su hijo el
rumbo de su decisión, su navegar, porque a pesar de su insistencia en ir solo, ella conoce una
ruta salvación a su condenación:

…No sabía esto mi madre, pero oraba por mí ausente, escuchándola tú, presente en todas
partes allí donde ella estaba, y ejerciendo tu misericordia conmigo donde yo estaba, a fin de
que recuperara la salud del cuerpo, todavía enfermo y con un corazón sacrílego. Porque
estando en tan gran peligro no deseaba bautismo, siendo mejor de niño, cuando se lo pedí a
mi piadosa madre, como ya tengo recordado y confesado. Pero había crecido, para vergüenza
mía, y, necio, me burlaba de los consejos de tu Medicina. Con todo, no permitiste que en tal
estado muriese yo doblemente, y con cuya herida, de haber sido traspasado el corazón de mi
madre, nunca hubiera sanado. Porque no puedo decir bastantemente el gran amor que me
tenía y con cuánto mayor cuidado me paría en el espíritu que me había parido en la carne.
(conf. V.IX.16).

…Así engañé a mi madre, y a tal madre, y me escapé, y tú perdonaste este mi pecado


misericordiosamente, guardándome, lleno de execrables inmundicias, de las aguas del mar
para llegar a las aguas de tu gracia, con las cuales, lavado, se secasen los ríos de los ojos de
mi madre, con los que ante ti regaba por mí todos los días la tierra que estaba bajo su rostro.
Sin embargo, como rehusase volver sin mí, apenas pude persuadirla a que permaneciera
aquella noche en lugar próximo a nuestra nave, en la Memoria de san Cipriano. Y aquella
misma noche me partí a clandestinamente sin ella, dejándola, orando y llorando. ¿Y qué era
lo que te pedía, Dios mío, con tantas lágrimas, sino que no me dejases navegar? Pero tú,
mirando las cosas desde un punto más alto y escuchando en el fondo su deseo, no cuidaste de
lo que entonces te pedía para hacerme tal como siempre te pedía. Sopló el viento, hinchó
nuestras velas y desapareció de nuestra vista la playa, en la que mi madre, a la mañana
siguiente, enloquecía de dolor, llenando de quejas y gemidos tus oídos, que no los atendían,
antes bien me dejabas correr tras mis pasiones para dar fin a mis concupiscencias y castigar
en ella su afecto carnal con el justo azote del dolor. Porque también como las demás madres,
y aún mucho más que la mayoría de ellas, deseaba tenerme junto a sí, sin saber los grandes
gozos que tú le preparabas con mi ausencia. (conf. V.VIII.15).

A Mónica en su acompañamiento puede vérsela como figura de la Iglesia, ella realizó una
labor destacada para orientar la vida de su hijo Agustín y su sed de sabiduría dándole a
conocer que junto con la felicidad y la bondad se hallan unidas de forma inseparable 2. La
misión de santa Mónica fue encaminar a su familia a la Eterna bienaventuranza y plena
Verdad. Santa Mónica por la acción misteriosa de Dios santifica, al igual que la madre Iglesia
no olvida a sus hijos, ora por ellos, se preocupa por sus miembros, los que forman un solo
cuerpo en una sola comunión con Dios. Una Iglesia que espera la conversión de sus hijos con
paciencia, acoge, ve por sus padecimientos, los perdona y es incondicional.

2
Fitzgerald, A. (2001). Diccionario de San Agustín: San Agustín a través del tiempo. Monte Carmelo. P. 173

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