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Ilán Semo
Una vez más, Giorgio Agamben ha despertado el asombro, el encono y, hasta cierto
punto, un sentimiento de extrañeza en la opinión pública del viejo continente. Se trata de
un texto publicado en el sitio del Instituto Italiano per gli Studi Filosofici el pasado 23 de
mayo bajo el título: Requiém por los estudiantes. Con las medidas de confinamiento
impuestas para impedir la diseminación del Covid-19, las universidades de todo el mundo
–y no sólo ellas, también los sistemas escolares básicos– optaron por trasladar el
conjunto de sus actividades –clases, seminarios, exámenes, congresos, conferencias– a
las plataformas privadas en línea. En su mayor parte, las que vuelven disponibles los
grandes conglomerados estadunidenses de las industrias de la hightech y
los bigdata (Google, Facebook, Hotmail, Gmail, Whatsapp, etcétera).
¿Cuál fue la función que cumplió la universidad en esa longeva historia? Antes que nada,
fue una institución que congregó bajo un solo techo la formación de estudiantes, propició
las condiciones elementales para el desarrollo de la investigación y los nuevos saberes –
seminarios, bibliotecas, laboratorios, etcétera– y, sobre todo, emergió como un poder
propio capaz de proteger la capacidad crítica y reflexiva de una sociedad sobre
sí misma.
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Fue en el seno de las universidades teológicas de París y Amsterdam en los siglos XVI y
XVII donde surgió el cartesianismo como una de las críticas más formidables a la
concepción teológica del mundo. Las universidades ilustradas de los siglos XVIII y
XIX harían posible la proliferación de teorías y críticas a las desigualdades
sociales y la arbitrariedad del poder político características del mundo moderno.
Y la universidad de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI se convirtió en el
centro por excelencia de visiones críticas de las experiencias totalitarias, el
capitalismo, la desigualdad de géneros, el racismo y ahora la amenaza del higienismo.
Con la universidad virtual nada de esto sucederá. No habrá más estudiantado como
forma de vida. Dejará de existir esa comunidad crítica que en muchos momentos atenuó
los lados más lúgubres de la vida moderna. Los estudiantes se convertirán en
átomos aislados a merced de la tecnocracia educativa, absortos en sus pantallas
individuales sin capacidad alguna para constituirse en un poder propio: el poder
de la reflexión que da una colectividad basada en las relaciones que permiten su
propia sobrevivencia como comunidad. La universidad virtual no será una voz en el
horizonte de la sociedad, sino una institución sin alma, desalmada, dedicada a producir el
nuevo proletariado que ya caminaba en los últimos años por sus pasillos. En ella se
educarán técnicos y fuerza dócil de trabajo, ya no pensadores.