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Arguedas, José María.

1986. El sexto.
Lima. Editorial Horizonte. Primera Edición. Pp. 11-41; 71-91; 109-129 [Cap. Arbitrario I, II, III, VI,VII
,IX]

I
Nos trasladaron de noche. Pasamos directamente por una puerta, del pabellón de celdas de
la intendencia al patio del Sexto. Desde lejos pudimos ver, a la luz de los focos eléctricos
de la ciudad, la mole de la prisión cuyo fondo apenas iluminado mostraba puentes y muros
negros. El patio era inmenso y no tenía luz. A medida que nos aproximábamos, el edificio
del Sexto crecía. Íbamos en silencio. Ya a unos veinte pasos empezamos a sentir su
fetidez.

Cargábamos nuestras cosas. Yo llevaba un delgado colchón de lana; era de los más
afortunados; otros sólo tenían frazadas y periódicos. Marchábamos en fila. Abrieron la reja
con gran cuidado, pero la hicieron chirriar siempre, y cayó después un fuerte golpe sobre el
acero. El ruido repercutió en el fondo del penal. Inmediatamente se oyó una voz grave que
entonó las primeras notas de la Marsellesa aprista, y luego otra altísima que empezó la
Internacional. Unos segundos después se levantó un coro de hombres que cantaban,
compitiendo, ambos himnos. Ya podíamos ver las bocas de las celdas y la figura de los
puentes. El Sexto, con su tétrico cuerpo estremeciéndose, cantaba, parecía moverse. Nadie
en nuestras filas cantó: permanecimos en silencio, escuchando. El hombre que estaba
delante de mí, lloraba. Me tendió la mano, sosteniendo con dificultad su carga de
periódicos a la espalda. Me apretó la mano; vi su rostro embellecido, sin rastros de su
dureza habitual. Era un preso aprista que me había odiado sin conocerme y sin haberme
hablado nunca. Lo examiné detenidamente, extrañado, casi aturdido. Creí que al oír la
Marsella, entonada por esos pestilentes muros, me rechazaría aún más. Sabía que era un
hombre del Cuzco, de la misma lengua que yo.
-¡Adiós! -me dijo- ¡Adiós!
Yo me quedé aún más sorprendido.
¿De quién se despidió? Levantó la mano. Y desfilamos hacia el fondo de la prisión, uno a
uno.
Recomenzaron el canto. Me acordé de los gallos de pelea de un famoso galpón limeño.
Cantaban toda la noche sin confundirse ni equivocarse jamás. ¿Cómo sabían en qué
instante le tocaba su tumo a cada uno? Los presos del Sexto también, en sus distantes
celdas, seguían las notas de los himnos sin retrasarse o adelantarse, al unísono, como por
instinto. Los guardias y soplones que nos custodiaron aparentaban calma; nadie sonrió ni
maldijo.
Me tocó de compañero de celda, aquella noche, Alejandro Cámac, un carpintero de las
minas de Morococha y Cerro, ex campesino de Sapallanga.
Prendió una vela en cuanto me echaron a su celda. Tenía un ojo empequeñecido por la
irritación de los párpados. Daba la impresión de ser tuerto. Su ojo izquierdo, que nadaba en
lágrimas, parecía inerte.
-¿Quién es usted, señor? -me preguntó.
Le dije mi nombre.
-¡Te conozco! –exclamó-. Han hablado de ti acá. Suerte que haiga sido yo tu compañero
para vivir en el Sexto. ¡Suerte mía!
-! Suerte mía! -le dije.
Era más de la medianoche.
-Nunca se me cura este ojo -dijo, cuando comprendió que lo observaba. Se
levantó de la cama, un colchón de paja reforzado con periódicos. Se puso de
pie.
-Mataremos los chinches -dijo -aunque son sonsitos. Después tenderemos tu cama. Con la
vela empezó a quemar las chinches que estaban atracadas en los poros,celdillas y
rajaduras del cemento. Se irguió luego y calentó el muro, para pegar allí la vela. Vi que era
alto y flaco; de cabellos erizados y gruesos. Su cuello delgadísimo causaba preocupación,
parecía de una paloma.
-¿Por qué no cantaron los que veníamos? -le pregunté.
-¿No sabes? Por lo del prefecto... Hace como un año mandó sacar a los presos que habían
llegado al Sexto; a la noche siguiente los hizo escoger por lista, los hizo formar acá abajo,
en el patio, junto a los excusados. Les amarraron las manos atrás. Y los soplones les
embarraron la boca con el excremento de los vagos. ¡Por Dios! ¡Es cierto! Él estaba parado
cerca de la reja. ¿Usted le ha conocido? Era más flaco que yo, de anteojos, bien alto, medio
jorobado. Miró desde lejos el castigo. “¡Que no se laven, carajo!" ordenó. "Métanlos
amarrados a las celdas". Había creencia de que lo matarían después de eso. Pero dicen que
está tranquilo ahora, de patrón de haciendas en el mero norte.
-Sí -le dije-. No se trata de él ¿no es cierto? ·
-¡Claro, y seguimos cantando! Y todo el mundo cantaremos, cuando el cadáver de ese
flaco esté pudriéndose.
Su ojo sano tenía una expresión dulce y penetrante.
- Yo tiendo tu cama, compañero. Hay que saber tomar la dirección del aire que entra por la
reja, y del andar de estos chinchecitos. Aunque ahora con el frío, están cojudados.
Tendimos la cama. Me preguntó por muchos de los presos que vinieron conmigo de la
intendencia.
-Ahora sí, aquí nadie sabe cuándo saldrá. De la intendencia todavía está fácil -dijo, apagó
la vela y se recostó.
-Hazte la idea, compañero. Todos tenernos aquí de 20 meses para arriba: ¡Buenas noches!

Al amanecer del día siguiente escuché una armoniosa voz de mujer; cantaba muy cerca de
nuestra celda. Me puse de pie.
Cámac sonreía.
-Es Rosita-me dijo-, es un marica ladrón que vive sola en una celda, frente de nosotros. ¡Es
un valiente! Ya la verás. Vive sola. Los asesinos que hay aquí la respetan. Ha cortado
fuerte, a muchos. A uno casi lo destripa. Es decidido. Acepta en su cama a los que ella no
más escoge. Nunca se mete con asesinos. Puñalada la ha enamorado, ha padecido. Ya verás
a Puñalada. Es un negro grandote, con ojos de asno. Parece no siente ni rabia ni
remordimiento, ni dolor del cuerpo. ¡Verás! Es un amo ahí abajo. Su ojo no parece de
gente, demasiado tranquilo. Cuando sufría por Rosita pateaba a los pobrecitos vagos;
sacaba el látigo por cualquier cosa. Se paseaba como animal intranquilo frente a la reja
grande. Él es llamador de los presos. Ya llamará a alguien dentro de un rato. Rosita lo tiene
todavía en condena, en ascuas. El negro no puede hacerle nada, porque el marica también
tiene su banda.
-¿Es él quien canta?
-Él.
-Pero su voz es legítimamente de mujer.
-Ella es, pues, mujer. El mundo lo ha hecho así. Si hubiera nacido en uno de nuestros
pueblos de la sierra, su madre le hubiera acogotado. ¡Eso es maldición allá! Ni uno de ellos
crece. En Lima se pavonean. Tendrá, pues, las dos cosas, pero lo que tiene de hombre
seguro es mentira; le estorbará. Y aquí canta bonito. ¿Qué dices?
·
Cantaba el valse "Anita ven"; lo entonaba con armoniosa y cálida voz.
-¿Es ladrón? -pregunté. .
-Famoso, como Maraví y Pate'Cabra. Es grande entre los ladrones. Por eso está aquí, y
no lo sueltan.
En ese instante oímos ruidos de fierros, lejos.
-Están abriendo las celdas -dijo Cámac-. Mejor nos levantamos.0
Rosita dejó de cantar; la llovizna que caía al angosto aire del Sexto, marcando cada gota
pequeñísima de la garúa sobre el cemento manchado, casi mugriento del muro, se hizo más
patente; la voz de mujer la había difuminado; ahora se agitaba; me recordaba la ciudad.
“¡En la cárcel también llueve!", dije, y Cámac se quedó mirándome.
Yo me crié en un pueblo nubloso, sobre una especie de inmenso andén de las cordilleras.
Allí iban a reposar las nubes. Oíamos cantar a las aves sin verlas ni ver los árboles donde
solían dormir o descansar al mediodía. El canto animaba al mundo así escondido; nos lo
aproximaba mejor que la luz, en la cual nuestras diferencias se aprecian tanto. Recuerdo
que pasaba bajo el gran eucalipto de la plaza, cuando el campo estaba cubierto por las
nubes densas. En el silencio y en esa especie de ceguedad feliz, escuchaba el altísimo
ruido de las hojas y del tronco del inmenso árbol. Y entonces no había tierra ni cielo ni ser
humano distintos. Si cantaban en ese instante los chihuacos y las palomas, de voces tan
diferentes, el canto se destacaba, acompañaba al sonido profundo del árbol que iba del
subsuelo al infinito e invisible cielo.

Lima bajo la llovizna, a pesar de su lobreguez, me aproximaba siempre, algo, a la plaza


nublada de mi aldea nativa. Me sorprendió, por eso, que la garúa hubiera cambiado de
naturaleza al canto de mujer oído allí, entre los nichos del Sexto. Y mientras Cárnac
intentaba comprender el sentido de mi pregunta y de mi pensa- miento, un grito prolongado
se oyó en el Sexto; la última vocal fue repetida con vez aguda.
-Es Puñalada -me dijo Cámac-. Está llamando a Osborno.
El grito se repitió:
-¡Ques d'ese Osborno o ó ó! ¡Ques d'ese Osborno o ó ó!
Me acostumbré después, en diez o veinte semanas, al grito; a la inexplicable tristeza con
que el asesino repetía siempre la última sílaba.
-¡Ques d'ese Sotuar áárr!
-¡Ques d'ese Cortez ééss!
-¡Ques d'ese Casimiro iróóó!
Deformaba los apellidos, los gritaba casi en falsete, apoyando la voz en la nuca. Todo el
Sexto parecía vibrar, con su inmundicia y su apariencia de cementerio, en ese grito agudo
que era arrastrado por el aire como el llanto final de una bestia. A veces cantaban en coro
los vagos o los ladrones, en sus celdas, acompañándose del ruido de cucharas con las que
marcaban el ritmo. Se excitaban e iban apurando la voz, mientras la llovizna caía o el sol
terrible del verano pudría los escupitajos, los excrementos, los trapos; no los desperdicios,
porque apenas alguien echaba restos al botadero, los vagos más desvalidos se lanzaban al
depósito de fierro y se quitaban los trocitos de zanahoria, las cáscaras de papa y de yuca.
Las cáscaras de naranja las masticaban con locura, y las engullían, sonriendo o sufriendo.

Sobre el coro de los vagos y el vocerío de los presos del primer piso, la voz de Puñalada
hendía el aire, lo dominaba todo, repercutía en el pecho de los que estábamos secuestrados
en la prisión. No recuerdo que nadie permaneciera indiferente al oír las primeras sílabas de
la llamada; y no solamente porque todos aguardaban alguna visita o un encargo, aun
quienes tenían a padres y camaradas a miles de kilómetros de Lima, como Mok'ontullo , y
los presos que trajeron de la selva; sino porque el tono del grito, su monotonía, su última
sílaba se hundía en nosotros, a la luz del sol o bajo la triste llovizna de los inviernos.
¡Puñalada! era su nombre; nadie sabia cuál era el que pusieron a ese negro gigante en su fe
de bautismo.

Aquella mañana corrí hasta el extremo del balcón del tercer piso, para verlo: Estaba
apoyado en la gran reja. Bajé las gradas. Cámac me siguió. El patio pululaba ya de vagos.
No me eran desconocidos; eran idénticos a los que había visto en la intendencia. Me
acerqué a la reja. El negro se fijó en mí. Debí llamarle la atención porque bajé a saltos las
escaleras.
No miraba jamás directamente; hacía como los caballos que por la forma de la cabeza y la
inmensidad de los ojos, nos miran por un extremo de ellos. Puñalada era muy alto; en algo
influía su estatura, o lo ayudaba, a ciar naturalidad a esa manera como premeditada y
despectiva de mirar a la gente. Y como era negro y la córnea de sus ojos estaba algo
oscurecida por manchas negruzcas su mirada parecía adormecida e indiferente.
-¡Nadie es como él, asesino! -me dijo Cárnac, en voz baja.
Tenía la facha y la expresión del maleante típico.
Volvió a gritar.
-iQues d'ese Ascarbillo billo ó ó!
Pero su voz parecía tener más potencia en el fondo del penal que allí, a cielo abierto. .-
Desde esta reja él controla el ingreso de la coca, del ron, de los naipes, de las yerbas y de
los nuevos presos; los escoge. Son peor que los indios, estos ladrones de la costa. Usan
yerbas para maleficios y chacchan coca, más que un brujo de la sierra -me dijo Cárnac,
siempre en voz baja.
El negro seguía mirándonos.
-¡Vámonos! -dijo Cámac.
-Me quedaré -le dije.
Cámac se retiró un poco hacia la escalera. Yo me acerqué más a la reja. Vino desde el fondo
del penal un individuo bajo, gordo, achinado; lo acompañaba un negro joven. El hombre
bajo se echó a reir a mandíbula batiente.
-¡No digas, cabro ! -dijo-. ¡Vainetilla !
-¡Venga, compañero! -me llamó Cámac-. No se mezcle.
-El hombre gordo tenía expresión simpática; la risa sacudía su cuerpo. Se le veía feliz.,
como si no estuviera entre esos nichos y la pestilencia de los excrementos.
Cámac me llamó nuevamente; se acercó a mí y me llevó del brazo.
-¡Es Maraví! -dijo-. El otro amo del Sexto. Tiene tres queridas; ese negrito es uno de ellos.
¡Vámonos! '
El ojo sano del carpintero ardía, el otro nadaba en lágrimas espesas.
-¡Vamonos, amigo! -me rogó
Temblaba su ojo sano, parecía no poder resistir la sensación de asco que oprimía todo su
rostro. Nos fuimos.
-En el segundo piso están los criminales no avezados -me dijo, al paso-. Son violadores,
estafadores, ladrones no rematados. Hay también un ex sargento de Lambayeque, acusado
de estupro. Estamos viviendo sobre el crimen, amigo estudiante; aquí está abajo y nosotros
encima; en Morococha y Cerro es al revés; ellos encima, los chupa sangre, abajo los
trabajadores; ya sea debajo de la tierra, en la mina; o en los barrios de lata. Porque en
Morococha, los indios obreros duermen en barrios de lata. ¡Cómo aguantan el frío! Ya los
comuneros de Jauja no quieren ir; las empresas están enganchando indios, pobrecitos indios
de Huancavelica.
Hermano estudiante, ellos son en esas minas lo que estos vagos en el Sexto: lo último. Los
gringos escupen sobre ellos. ¡Sobre nosotros no, no tanto! ¿Qué piensas tú, camarada; con
qué pensamiento has venido? ¿Tú conoces Morococha y Cerro? ¿Sabes que en ningún
sitio de nuestras cordilleras hace más frío que en Cerro y Morococha? ¿Para qué sirve allí
un techo de lata? Para esconder a la gente, que no vean lo que tiemblan. La cuestión es
tapar y chupar la sangre. Los gringos, pues, no son ni de aquí ni de allá; son del billete.
¡Esa es su patria!

En la escalera, al borde del segundo piso se detuvo para hablar, casi inopinadamente. Me
asombré de que tuviera tanta libertad para hablar en voz alta de asunto tan peligroso. Aun
en la cárcel me parecían temerarias esas palabras. Estábamos habituados a cuidarnos, a
mirar a nuestro alrededor antes de decir algo en la ciudad. Cámac había perdido ya esa
costumbre. Tenía 23 meses de secuestro en el penal; había recuperado allí el hábito de la
libertad. Y como lo escuchaba, pendiente no sólo de sus pensamientos, sino de su ademán
y de la expresión tan desigual de sus ojos, que parecía dar más poder de evidencia a cuanto
decía, él se detuvo, apoyándose en las barandas de fierro, y continuó explicándome. Su
ojo sano era como una estrella, por la limpieza y la energía; el otro, apagado, nadando en
lágrimas, hacia refulgir mejor, con su tristeza, al ojo sano.
-Sí, compañero. Creo en todo lo que dices; sigue -le dije-.¡Te escucho!
-¿No es cierto que el gringo de los trusts no tiene patria? ¿Dónde, dónde pone su corazón?
¿Sobre qué tierra, en qué pueblo? ¿Qué cerro o qué río recuerda en el corazón, como a su
madre? ¿Qué hace un hombre que no ha sido cuidado, cuando era huahua, por la voz
cariñosa de su madre? ¿Un gringo que no ha sido criado, propiamente? ¿Entiende usted?
¿Que no ha tenido crianza de una patria, sino del billete, que no huele ni a México ni a
China, ni a Japón, ni a, New York, que ni siquiera tiene el olor de las lágrimas ni de la
sangre que ha costado, ni del azufre del demonio? ¡Estamos jodidos, porque ellos mandan
todavía en el mundo!
-¿No cree usted que aman a los Estados Unidos, o a su Inglaterra? ¿No cree usted que
cada quien ama al país en que ha nacido? ¿No lo cree usted, compañero? -le pregunté. -De
esos gringos que he visto en Morococha no lo creo, compañero. Uno que tiene a su padre
y a su madre y a su patria y va a otra nación para hacer millones con la sangre y la .tierra
extranjera, acaso, si es hombre criado por padres y madres, ¿puede escupir al trabajador
que le hace ganar millones? ¿Puede escupirlo? ¡Ahistá! Ese no tiene crianza. Por eso,
como maldición, no hay para él otro apoyo que las balas. ¡Balas y billetes, es la patria del
gringo! Y entonces todo se lo quiere agarrar. No hay más remedio para él. ¡Están
condenados! Y nosotros, amigo estamos bajo los zapatos de los condenados.
-Usted habla de los gringos que ha visto en Morococha y Cerro. Pero ellos son millones.
No confunda... ··
-¿Y por qué nos mandan a esos que miran al cholo no como a gente sino como a perro?
Así es, amigo estudiante. Tú te ves allá, en las minas y, clarito, no encuentras otro camino:
o ellos o nosotros. Así nos tratan, así nos miran. Por eso estamos aqui. ¿O usted no?
-Yo también estoy aquí. .
-Con Puñalada y Maraví que es hijo de ellos, hijo purito; más de lo que para mí es mi
Javiercito, que a estas horas debe estar llorando de hambre en Morococha.
-Vámonos -le dije-. Estás cansado., ·
Sus facciones se habían afilado y su piel empalideció. Lo ayudé a subir.
-La rabia me hace tener esperanza -me dijo-. Pero creo me come la sangre. Lo saludaron
muchos en el angosto corredor al que daban las celdas; pero ninguno se detuvo. Ya estaban
levantados los presos y transitaban, al parecer, afanosa- mente, por los angostos pasadizos
de las dos alas del edificio. Tuve la impresión exacta de caminar por las oficinas y
corredores de una gran empresa donde todos iban a sus ocupaciones urgentes. Nuestra
celda estaba muy cerca del alto muro final del Sexto, que daba a la Avenida Bolivia.
Cruzamos todo el corredor. Vi en las celdas gente que discutía o trabajaba.
-¡Están ocupados! Ven más tarde -escuché decir en el interior de una celda
-Has hablado mucho, compañero -dijo un hombre viejo, al vemos pasar. Estaba enfrente,
en la otra fila de celdas.
El hombre viejo apuró el paso, y nos alcanzó, por el último puente.
-¿Este es el compañero nuevo? -preguntó, -
Sí -le dije.
-Has hablado mucho, Cámac; los he estado observando -dijo.
-Cierto -contesté-. Ha hablado mucho.
-No debiera quedarse con un nuevo. Procuramos tenerlo solo.
-Lo cuidare -le dije-. Hagamos la prueba.
. Me d! cuenta que Cámac estaba enfermo, que por eso le asaltaban las cosas y los
pensamientos con exceso de hondura.
-Señor-le dije al viejo-. Que él se recueste sobre mi cama. Él tiene un colchón de paja con
periódico; el mío es de lana, muy bueno.
Cámac me miró y aceptó de inmediato. Se echó sobre mi cama. Le puse la almohada a la
espalda. El viejo me tendió la mano.
-Sólo por un rato -dijo. •
Comprendí que temía. Pasó una de sus manos sobre la frente de Cámac; lo examinó,
sorprendido, mirándolo. .
-Este nuevo no es nuevo -dijo Cámac-. ¡Yo te digo que no es nuevo! Por eso acepto su
cama. No te asustes, compañero.
Sonrió el hombre viejo, y salió.
-Ya hablaremos -dijo. · -
Es Pedro -dijo Cámac, -
¡Ah, el líder obrero!
-Ha estado en Rusia. Dicen los apristas que está vendido al oro de Moscú.
-Sí, lo he oído decir. Pero no charlemos. Ya vuelvo -le dije.
-¡Un momento, compañero estudiante! ¿tú eres de la sierra, no?
-Sí -le dije-. Soy de un pueblo chico, de quebrada. ·
-Se sabe. Pedro tiene miedo de que te contagie. No estoy para eso todavía. No tengo el
bacilo. El médico del penal no examina a nadie.; nos mira solamente. Dice que tengo el
hígado. Pero Pedro sospecha. Yo no. He visto enfermarse y padecer a los tísicos hasta que
han muerto. Sé como es. No tengas miedo. .
- Tú sabes, compañero, que no tengo miedo -le dije-. Quedas bien en mi cama.
-¡Claro, amigo! Ahora anda; mira bien el Sexto de día. ¡Convéncete! Ve cómo comienza un
día de trabajo en la cárcel. Porque la intendencia no es cárcel. Es alojamiento no más:
¡Anda afuera, compañero! El hombre es bien curioso.
Cerca de la puerta de nuestra celda me apoyé en las barandas de fierro y no pude examinar
las cosas con la tranquilidad necesaria. De pie, miré el fondo del penal; y mientras la
hirviente multitud de los vagos y criminales que deambulaban en el patio bajo
murmuraba en desorden, pensé en mi compañero de celda. Nadie me interrumpió; no se
ocupaban de mi los presos políticos del tercer piso. Volví a sentirme nuevamente como en
una pequeña y absurda ciudad desconocida, de gente atareada y cosmopolita. Así, toda
mi razón y mis sentimientos volvieron hacia mi compañero de celda.

¿Qué era más impresionante en Cámac: la claridad de la imagen que tenía del mundo, o
los pocos, los muy pocos medios de los que parecía haberse valido para llegar a
descubrimientos tan categóricos y crueles? Su facha, sus modales; su modo de tratarme,
ya de tú, ya de usted; su cama de paja reforzada de periódicos; su saco y pantalón de
hechura poblana, no guardaban relación- la que estamos acostumbrados a ver que se
corresponden en Lima- con la claridad de sus reflexiones y la belleza de su lenguaje. No
rebuscaba términos ni los aliñaba, como los políticos a los que había oído hasta entonces.
Era sin duda un agitador, pero sus palabras nombraban directamente hechos, e ideas que
nacían de los hechos, como la flor del berro, por ejemplo, que crece de las aguadas. Sólo
que la hierba no seca el fango, y las palabras parecían fatigar mortalmente a Cámac.

La voz de Rosita interrumpió bruscamente mis reflexiones. Cantó de nuevo, en frente mío,
desde el interior de una celda. Luego salió; se arregló con ambas manos el peinado y miró a
alguien que debía estar bajo la celda de Cámac, en el corredor del segundo piso. Tenía los
labios pintados. Miró un buen rato, con alborozo y coquetería, hacia el segundo piso; giró
después sobre los tacos y entró a la celda; caminaba al modo delas mujeres delgadas que
gustan de mover las caderas y la cintura, provocativamente.
-¡Es al Sargento!-oí que decían a mi lado-. ¡Ya lo tiene! .
Volvió a salir a la puerta.
Los presos comunes y los vagos no se arremolinaron delante de su celda. No pasó nada
especial. Miré largo rato a uno y otro lado de los corredores y del piso bajo. Puñalada
seguía de píe, alto y sombrío, en la puerta de la cárcel; Maraví volvía. Pasó frente a Rosita
y lo saludó con la mano, sonriendo siempre. Fue al único que saludó. Yo regresé a la
celda.
-Esa Rosita debe querer algo -dijo Cámac-. ¡No canta así a estas horas! Dicen que está
enamorado del Sargento. ¿Qué salida tiene aquí ese hombre? Rosita coquetea bien. El
Sargento es un hombrazo, y viene por estupro. El negro va rabiar, va rabiar de muerte.

ii
La luz del crepúsculo iluminaba los inmensos nichos. Porque la prisión del Sexto es
exactamente como la réplica de algún cuartel del viejo cementerio de Lima. El
japonés observó, anhelante, que los huecos de los antiguos wáteres estaban
desocupados; buscó con la vista a Puñalada, a Maraví, al "Colao" y a Pate'Cabra. No
estaban afuera, en el pasadizo.
La luz del día, un inusitado sol de invierno, era ya triste ahí abajo, en el primer piso, sobre
la humedad, los escupitajos, las manchas verdes de la coca masticada, y más aún junto a
los huecos de los excusados.
El japonés corrió hacia uno de los huecos, se bajó el trapo que le servía de pantalón y; sin
atreverse a quedar en cuclillas, agachado a medias, se puso a defecar. Los otros presos
comunes que lo vieron le dejaron hacer. Algunos miraron hacia las celdas casi con el
mismo terror que el japonés y se agruparon, como formando una cortina; otros se reían y
volvían la vista de los wáteres a las celdas. Pero no aparecieron Puñalada ni Maraví ni
Pate'Cabra, El japonés defecó en pocos segundos; dejó parte de sus excrementos sobre el
piso; no podía tener la puntería que los otros, a causa del miedo. Luego se amarró los
pantalones, anudando algunas de las muchas puntas de las roturas del trapo.

Lo vi casi feliz. Sonrió en la sombra, entre el vaho que empezaba a brotar de la humedad
y la porquería acumulada en las esquinas de los antiguos tabiques. Quienes observaron
las celdas, a la expectativa, con la esperanza de que Puñalada apareciera, aplaudieron.
El japonés se buscó los sobacos, hurgó con los dedos su cuerpo, y empezó, con su
costumbre habitual, a echar piojos al suelo. Se apagó el relámpago de dicha que animó su
rostro; empezó a caminar con la torpeza, como fingida, con que solía andar. Avanzó
sonriendo hacia quienes aplaudieron. Con esa sonrisa fija, humildísima, aplacaba a sus
camaradas de prisión; aun, a veces, a Puñalada.

En algo, en algo se parecía el rostro de este japonés, así opacado por la suciedad, al sol
inmenso que caía al mar cerca de la isla de San Lorenzo.
"¿Qué tienen de semejante, o estoy empezando a enloquecer?", me preguntaba.
En los inviernos de Lima el crepúsculo con sol es muy raro. Los inviernos son nublados y
fúnebres, y cuando, repentinamente se abre el cielo, al atardecer, algo queda de la triste
humedad en la luz del crepúsculo. El sol aparece inmenso sin fuerzas; se le puede
contemplar de frente, y quizá por eso su resplandor llega tan profundamente a los seres
anhelantes. Nosotros podíamos verlo desde lo alto del tercer piso del Sexto; lo veíamos
hundirse junto a las rocas de la isla que ennegrecía. Era un sol cuya triste sangre dominaba
a la luz, y despertaba sospechas irracionales; yo lo encontraba semejante al rostro del
japonés que se arrastraba sonriendo por los rincones de la prisión.

El rostro del japonés del Sexto, con su sonrisa inapagable, trascendía una tristeza que
parecía venir de los confines del mundo, cuando Puñalada, a Puntapiés, no le permitía
defecar. '
-¡Hirohito carajo; baila! -le gritaba el negro.
Lo empujaba. El japonés pretendía acomodarse sobre algún hueco de los exwáteres, y el
negro lo volvía a tumbar con el pie. No eran puntapiés verdaderos, porque con uno habría
sido suficiente para matar a ese desperdicio humano. Jugaba con él.

El japonés acababa por ensuciarse, echado como estaba, sobre sus harapos. El negro se
tapaba las narices, y reía a carcajadas, mientras sus "paqueteros" lo aplaudían. Luego el y
su grupo se iban a las celdas o continuaban conversando cerca de la reja.
-Este japonés. ¿Por qué no se ensuciará en cualquier otra parte? ¿A qué tiene que venir
donde lo ven? -me preguntó un preso político. · ·
-¿A qué? A defecar. ¿En dónde no lo verían? Además, cholo, es la disciplina que tienen
estos japoneses. Se morirá todo en él, sobrevivirá la disciplina. ¡Eso es! -dijo Prieto, un
líder aprista.
-No lo creo -dije yo-. Se defiende así, simplemente se defiende. Tiene que darle gusto a
Puñalada y a los otros. ·
-Hay más de una teoría para esto. Yo diría que es el Perú que da lugar a que suceda -dijo
Mok'ontullo, un empleado arequipeño, aprista, que no conocía Lima. Lo trajeron preso,
de noche, directamente al Sexto.

-¿El Perú? ¿Qué tiene qué ver? -replicó indignado el preso que había iniciado la
conversación.
-¡Estamos pues, en el Perú, cholito! -contestó Mok'ontullo- Puñalada y el General, ¿de
donde crees que han venido? ¿Del cielo? ¿Quién los ha engendrado?
-Tú dirías también, con ese criterio, que Dios los ha hecho.
-¡Dios! ¿Entonces quién? -alegó Prieto con vehemencia- ¿El diablo creador de todas las
cosas, del cielo y de la tierra? ¿Tú no te acuerdas que el obispo le entrega las llaves del
Tabernáculo, el Jueves Santo, a nuestro General Presidente? Y él nos manda aquí, a
hermanarnos con Puñalada y con Rosita, y con este japonés que para maldita su suerte
atravesó el Pacífico en busca del Perú ¡que era de oro hace 500 años!
- Y eso que éste no vio cuando Puñalada obligó al Pianista a tocar sobre el japonés.
-Sí, hermano. Tú tampoco lo viste -se dirigió a mí, Prieto-. Les contaré, conviene que lo
sepan; así comparan y justiprecian. Puñalada tumbó al japonés junto a los huecos de los
wáteres; y cuando vio que ya se hacía, llamó a gritos al Pianista. "¡Ven, mierda; ven,
huerequeque!” le gritó. Lo arrastró junto al japonés. "¡Toca sobre su cuerpo, carajo!" -le
ordenó-. "¡Toca un valse! 'Idolo'. Aunque sea la Cucaracha'. ¡Toca, huerequeque". Lo hizo
arrodillar. Y el Pianista tocó sobre las costillas del japonés, mientras el desgraciado se
ensuciaba. El negro se tapó las narices: "¡Toca hasta que acabe!", gritaba. El pobrecito
siguió recorriendo las costillas del japonés, moviendo la cabeza, llevando el compás, con
entusiasmo, como has visto que toca el filo de las barandas. Puñalada y sus socios se reían.
Yo tengo en el hígado esas risas, como al buitre de nuestro buen padre Prometeo. ¿No es
cierto?
Prieto miró a Mok'ontullo.
-¡Hay que aguantar, hermano! -dijo éste-. A todos los buitres, hasta la hora exacta. En
Arequipa está más cerca.
Se persignó Mok'ontullo, y se fue hacia su celda, junto al segundo puente. Era alto, de pelo
muy castaño, casi dorado en la nuca. El vigor de su cuerpo, y sus ojos, transmitían
esperanza, aun cuando la emoción lo rendía y se persignaba. ·
Se fueron también los otros, y quedé solo en el ángulo donde el angosto corredor del piso
terminaba, casi sobre la gran reja y los huecos de los excusados, frente a la isla.

La luz del crepúsculo iluminaba la torre de la iglesia de María Auxiliadora. La isla flotaba
entre un vapor rojizo de nubes. La fetidez de los excusados y del botadero subía desde el
patio.
La alta torre de María Auxiliadora, con su reloj, nos recordaba la ciudad. En la mañana, el
repique de sus campanas que el ruido de los cláxones ensordecía, y la propia cúpula gris
pero aguda que parecía tan próxima, casi al alcance de nuestras manos, nos transmitía el
ritmo de la ciudad, su pulso. Pero en las tardes, a la hora puñal, y más, cuando se abría un
crepúsculo con sol, esa torre nos laceraba.
La hora puñal era la última del día, la del encierro. A las siete en punto venían las guardias
a meternos en las celdas. Mirábamos, muchos, hacia la ciudad a esa hora, especialmente
los que no habíamos podido acostumbrarnos a la rutina de la prisión y vivíamos cada día
como si fuera el primero del secuestro.
“¡Si estuviera allí siquiera la torre de Santo Domingo o de la Catedral! -decía- ¡Y no ésta
de cemento, sin alma, sin lengua, nada más que con alarde de tamaño!”
Valía únicamente porque estaba cerca de Azcona, donde los provincianos levantaban casas
o chozas junto a los algodonales, o metiéndose en los cercados.
- ¡Hierve Azcona! -exclamaba-. ¡Hierve! ¡Se harán dueños los serranos, como Raúl que ha
criado chanchos clandestinamente!
De tanto mirar la torre, a esa hora en que empezaba a arreciar el hedor de los excusados y
del botadero, ambas cosas se confundieron en mi memoria: la pestilencia del Sexto y la
torre de cemento.
Y a esa hora precisamente, antes de la hora puñal, se atrevían a bajar al patio algunos
presos políticos, para caminar a lo largo de la prisión, charlando. Porque no había luz
eléctrica en las celdas, y en el patio podíamos ver, en la penumbra del opaco alumbrado, el
cuerpo de los vagos, ya fatigados aunque buscando siempre algún desperdicio en el sucio.

Pululaban de gente el patio y el pasadizo, sobre cuyo aire denso cruzaban los seis puentes
de los pisos altos de la cárcel.
De cuatro en cuatro, o de tres en tres, por lo menos, entre los presos comunes, ladrones y
vagos no penados ni convictos, paseaban los detenidos políticos. Los vagos nos miraban;
echaban sus piojos sobre el piso o al aire. Pero había que caminar, y los vagos no ofrecían
más peligro que el de sus piojos y su lloriqueo. Mendigaban. En el invierno temblaban de
frío. Uno de ellos, un negro, cobraba diez centavos por exhibir su miembro viril, inmenso
como el de una bestia de carga. "¿Se lo saco, señorcito? ¡Sólo diez centavos!", rogaba. Los
grandes asesinos y ladrones no salían sino rara vez al corredor; a esa hora permanecían en
sus celdas, rodeados de su séquito.
Yo no bajaba sino con Juan, a quien llamábamos Mok'ontullo, y con Torralba. Los dos
tenían una gran salud. Eran creyentes de ideas opuestas. Nos mirábamos y reíamos. Yo les
había puesto sus sobrenombres.
-Tienes ojos viperinos -le decía a Torralba.
Porque eran oblicuos sus ojos, negros y con ojeras que le daban aún más negrura.
Él y mi compañero de celda, Cárnac, eran comunistas. Mok'ontullo era aprista.
Entre la gran reja de acero y las celdas de la prisión había un patio. Cuando construyeron el
penal, instalaron los servicios de desagüe -seis wáteres y un botadero- al lado izquierdo
del patio. Pero los presos arrancaron poco a poco la madera que formaba una cortina
delante de las tres filas de tazas; luego desportillaron y rompieron los wáteres. Los guardias
demolieron los restos a golpe de martillo. Se creyó que los sustituirían con otros de
cemento, pero no pusieron nada; dejaron sólo los huecos abiertos. Allí defecaban los
presos comunes, a cuerpo limpio. Los políticos teníamos una ducha y un wáter en el tercer
piso.
Eramos más de trescientos; y hacíamos cola todo el día ante la ducha y el wáter.

Pero Maraví, Puñalada, Rosita, Pate'Cabra y otros grandes del piso bajo, defecaban sobre
periódicos, en sus celdas, y mandaban vaciar los paquetes en los huecos con los vagos y
aprendices de ladrones que formaban el servicio de cada uno de ellos. Eran los
"paqueteros"; otros les llamaban "chasquis", los correos del Inca.

III
Puñalada subió al segundo piso. Nunca lo había hecho antes. Dejó en la gran puerta a uno
de sus "paqueteros" charlando con el guardia.
Era casi el mediodía. La mayor parte de los presos estaba en los corredores. El asesino
subió lentamente las gradas: los presos se alarmaron; los del segundo piso lo esperaban en
la puerta de sus celdas; muchos políticos bajaron apresuradamente a ese piso; los demás se
acomodaron junto a las barandas de hierro de la nave opuesta.

Cuando Puñalada llegó al pasadizo, su cabeza tocaba casi el techo. Andaba como si sus
piernas fueran demasiado grandes y débiles; se le iban.
-Señores -dijo ante un grupo que te cerraba el paso-, un permiso.
Los presos le dieron campo. Puñalada llevaba puesto el mugriento sombrero de paja que
raras veces usaba. Una llovizna con mucha luz caía al callejón, porque el cielo aparecía
despejado por el oriente; el sol lanzaba poderosos rayos muy cerca del Sexto, iluminaba los
puentes y aun el piso barroso del penal donde las moscas jugaban.

Mientras Puñalada avanzaba como desganado, el murmullo de todos los presos aumentaba.
Rosita salió al callejón. Vio al negro, y se echó a correr. Subió hacia el lado opuesto de la
celda del Sargento y en un instante estaba ya de pie, exactamente frente a la celda.

El negro parecía viejo y cansado; mascaba terrones de azúcar. Rosita lo miraba caminar,
detenidamente.
-Compañero estudiante, no va a pasar nada -me dijo Cámac,
Estábamos en un ángulo del corredor, junto a la pared que daba a la Avenida Bolivia. -El
negro va a su muerte o a nada -dijo Cámac-. La gente presiente, por eso lo han dejado
pasar. Los negros son faramallas.
-Este no -le dije.
Salió, por fin, el Sargento, a la puerta de su celda. Vio al negro. Alguien dijo en ese
momento, casi gritando:
-¡El Clavel está afuera!
Todos miraron hacia abajo.
Un muchacho de pelo largo estaba apoyado en la pared de enfrente. La luz hacía resaltar
su rostro blanco y sus cejas delgadas. Parecía un sonámbulo.
-¡Eh, Puñalada! -gritó un hombre achinado que tenía del brazo al muchacho-.¡Mira! El
negro ladeó un poco el rostro, volvió los ojos hacia el muchacho, sin detenerse. Y siguió
andando.
-Sargento -dijo en voz alta, cuando estuvo a un paso del ex guardia-, fácil se llega aquí.
Sacó del bolsillo de la sucia americana una chaveta muy angosta que parecía tener la hoja
quemada. La punta y el pequeño trozo afilado empezaron a brillar, porque el negro movió
la hoja.
Rosita permaneció tranquilo; en su rostro delgado, la boca engrasada de rouge y los ojos
resaltaban; miraba al negro con ironía. .
-¡Más fácil se regresa! -dijo desde el otro lado, ante la vacilación del Sargento.
-Así es. ¡Todo fácil, a su tiempo! -replicó Puñalada, sin mirar a Rosita. Sus enormes ojos
seguían detenidos en el Sargento, que estaba muy cerca de él.
-¡Llámalo! -dijo el hombre achinado al muchacho, en el piso bajo. Su voz pretendió ser
confidencial. El negro dio media vuelta y dejó al Sargento mudo, como en posición de
firmes.
Cuando ya Puñalada había pasado frente a muchas celdas, el Sargento sacudió la cabeza y
se echó a correr, pero le cerraron el paso varios presos.
-¡Negro e'rnierda! -gritó-. Te sacaré las tripas de gallinazo. ¡Regresa!
-No está usté armado -le dijo un hombre alto y fornido a quien llamaban el Piurano-.
Déjelo para cuando vuelva.
Rosita dudaba; sus ojos iban del negro al ex sargento cuya frente se cubría de sudor. Yo
miré al Clavel, el muchacho que exhibieron ante Puñalada. Estaba llorando; la luz fuerte
hacía resaltar sus lágrimas. De sus ojos cerrados, desde sus pestañas contra la pared; su
piel parecía suave como la de una criatura. • -¡Tráelo ya, carajo! -oímos que gritó
Maraví.
El hombre achinado dudó un instante, luego rió, le dio un tirón del brazo al muchacho y
lo arrastró por el estrecho pasadizo hacia la celda del asesino.
-¿Viste que lloraba? -le pregunté a Cámac,
-Se lo trajeron donde Maraví, directamente de la calle, hace meses. No sale sino a ratitos,
siempre con el chino a su lado. ¡Me duele el pecho! -contestó Cámac,
Lo iba a llevar a nuestra celda; pero oímos gritos de Maraví. Rosita ya no se ocupaba del
Sargento; miraba hacia abajo.
-¡Ya, mierda! ¡Se jodió todo, mierda! -vociferó Maraví.
En seguida oímos el llanto del muchacho. Y apareció después lanzado a punta piés, no por
el chino, sino por Maraví mismo. El muchacho cayó al sucio, de bruces.
Tenía amarrado un trapo azul en la cabeza. Maraví lo arrastró del cuello hasta cerca del
ángulo del penal e hizo que se apoyara en el muro.
-¡Déjamc ya, diositol -rogó el muchacho. La sangre le chorreaba hasta el cuello.
Maraví le dio un sopapo, agachándose, y como cayó de costado le enderezó el cuerpo
con el pie; escupió al suelo, y se marchó.
-¡Cuídalo! -le gritó al chino.
Un pequeño charco de sangre había quedado en el cemento y lucía sobre la mugre del
piso, en el sitio donde el muchacho cayó al ser arrojado de la celda. Tres de los vagos que
estuvieron cerca, se lanzaron al suelo y empezaron a lamer la sangre.
Nos fuimos. Yo me eché boca abajo, sobre mi colchón de paja. Sentía el mundo como una
náusea que trataba de ahogarme. Cámac puso sus manos sobre mi cabeza.
-No es la primera vez. -me dijo-. Esos pobrecitos siempre comen la sangre, cuando hay
una pelea. ¿No estás viendo? Nuestros gobiernos, nuestros jefes que vienen desde el
Pizarro, con los gringos que se aprovechan, nos convierten en perros. ¿Ves cómo engríen
a su Maraví? Le traen a su querida, le traen de frente hasta su celda. ¿Para qué, amiguito?
Ahistá; seguro ahora lo va negociar. ¿Tú crees que lo arroja por su gusto? Algo hay, algo
hay, tan sucio como el corazón de los que en este mundo no viven sino por la plata y para
el negocio. ¿Dónde está la diferencia entre el negocio de esos, de afuera, y de éstos, aquí
adentro?
Fatigado se recostó. Acezaba, estaba como asfixiándose. Me levanté yo, entonces. -¿Tú
también? me preguntó, viéndome-.No se trata de eso. Hay que fregar a los que hacen del
hombre eso que hemos visto. Con mi cuerpo reventado ¡yo voy a vivir! ¿Tú estás sabiendo?
Como a ese muchacho, peor los soplones de La Oroya me patearon, me bañaron, me
colgaron hasta que perdí el sentido. Así estamos. Mi cuerpo ha oía sido más fuerte que una
piedra, si no ¿cómo vencería el hombre a la injusticia? Aquí, en mi pecho, está brillando
el amor a los obreros y a los pobrecitos oprimidos. ¿Quién va a apagar eso? ¿la muerte?
No hay muerte, amiguito. Sábelo; que eso te consuele como a mí. ¡No hay muerte, sino
para los que tiran para atrás! Esos nos joden pero están muriendo. ¡Mañana empiezo a
hacerte una mesa y una guitarra! ¡Nos entretendremos! ¡Pensaremos! ¡Iremos adelante!
De su ojo sano, de veras, brotaba la vida. Su cuerpo apenas podía moverse, pero la luz de
ese único ojo volvió a hacerme sentir el mundo, puro, como el canto de los pájaros y el
comenzar del día en los altísimos valles fundan en el ser humano la dicha eterna, que es la
de la propia tierra.
-Cámac, hermanito -le dije-, sé ahora que podré aguantar la prisión-
Me dio la mano. Su ojo enfermo palpitaba un poco. La vehemencia con que habló, en vez
de agitarlo más, lo calmó, aunque uno de sus brazos temblaba.
-La corrupción hierve en Lima -dijo- porque es caliente; es pueblo grande. La suciedad
aumenta cada día; nadie limpia; aquí y en los palacios. ¿Tú crees que junto al Mantaro
viviría, habría este Maraví y esos lame sangres, el Rosita y ese pobre Clavel? Lo
hubiéramos matado en su tiempo debido, si hubiera sido. Allá no nacen. El alma no le hace
contra a su natural sino cuando la suciedad lo amarga. Aquí, en el Sexto, la mugre está
afuera; es por la pestilencia y por el hambre. En los palacios de los señores la mugre es de
antiguo, es más por adentro. Vendrá de la ociosidad, de la plata guardada, conseguida a
costa de la quemazón de medio mundo, de esta pestilencia que estamos sufriendo.

-Esta pestilencia hay en los barrios de Lima. Yo he visto en un callejón una fila larga de
hombres y mujeres con sus bacinicas llenas y sus baldes, esperando, haciendo turno frente
a un caño de agua.
-El hombre, pues, sufre, pero lucha. Va adelante. ¿Qué es más grande, dices, el afán de los
gringos y de sus compadres peruanos para enriquecerse hasta los infiernos o el
sufrimiento de nosotros que acera nuestro cuerpo? ¿Quién va a ganar al fin? ¿El tercero o el
primer piso del Sexto?.
Se puso de pie; se acercó a un cajón que nos servía para sentarnos.
-De esto voy a hacer una guitarra y una mesa -dijo-¡Cantaremos en el Sexto! Entró Pedro a
la celda.
-Abusas, Cámac -le dijo-. Recuéstate. No eres un buen comunista porque no te has
formado una coraza. Oí cuando dijiste: "Me duele el pecho". Debes descansar. ¿Qué clase
de ejemplo le das a este muchacho? .
Cámac se recostó. Pedro acercó el cajón a la cama; se sentó y nos miró.
-Camarada Pedro -le dijo Cámac-. ¡Tantos años de lucha y no conoces, a veces, a la gente!
He dicho eso del pecho; hemos visto lo del Clavel, y hemos venido aquí, no a llorar, sino a
pensar. Los serranos pensamos corazón y todo.
-Los dos estamos quizá mejor que antes de la pesadilla que hemos visto -le dije.
Pedro tenía la expresión entre serena y cansada de siempre. Sus cejas canosas, algo
erizadas, acentuaban el color gris, un poco turbio de sus ojos.
-Todo ha sido una farsa -dijo.
-¿Todo? -le pregunté.
-Un negocio de Rosita, Maraví y los guardias. El Clavel ya está encerrado en una celda.
Hasta un trapo le han puesto de cortina. Sin embargo hubo una sorpresa: en la celda que
hicieron desalojar estaba agonizando un vago. Se lo han llevado al corral de afuera para
que muera allí. La misma historia. Muere de hambre. Clavel será entregado al negro, que
ya estaba decidido a romper el equilibrio de los grandes del primer piso.
-¿Y el Sargento? -pregunté,
-El piurano puede hacerlo cambiar. Viene de las quebradas de cabecera de costa de Piura,
por una intriga del subprefecto. Tiene una historia brava, Pertenece a la clase de pequeños
propietarios de la zona cañavelera. Hace moler su caña con un trapiche movido por
bueyes. Durante los días de fiesta, en las borracheras, esos hombres gritan como toros y se
desafían nada más que para demostrar su hombría y luchan a cuchillo. El piurano no ha
querido quedarse en el tercer piso y ha bajado al segundo. Lo tienen ya allí tres meses.
Siente asco por los maricones. Yo he hablado con él algunas veces. Él puede complicar las
cosas. Es muy sereno y valiente. "¿No hay por aquí ningunito para mí?", me contaba que
dicen en su pueblo quienes desean un duelo a cuchillo, y lanzan guapidos, imitando el
mugido de desafío de los toros. El tranquilo negocio de ron, coca y pichicata del Sexto
puede alterarse, por mucho que lo defiendan los guardias y el comisario. Debemos a
provechar nosotros esta coyuntura. Si se produce el escándalo denunciaremos al comisario
como responsable.
-Ningún periódico querrá informar -le dije.
-Lo hará Hoz y Martillo . Lo que deseo ver es la actitud que tomarán los apristas. -
Protestaran -le dije-. En esto no puede discrepar nadie. Que ellos denuncien en La Tribuna
clandestina. Pedro sonrió.
-Si desean sacar alguna ventaja del comisario no protestarán y aun puede que nos
desmientan en su periódico. Tú no tienes experiencia, compañero estudiante. El
oportunismo al menudeo y en lo grande es la línea fiel del apra. Y por tanto maniobrar se
embarullan, se extravían, se embrollan ellos mismos. La doctrina no es ni quiere el "jefe"
que sea clara. Tampoco la puede plantear claramente. No es por entero fascista; declara ser
marxista y está contra el comunismo, es anti-imperialista y ataca a la URSS para
neutralizar o ganarse el apoyo de los Estados Unidos. El "jefe" se proclama antifeudal,
pero se rodea de señores que son grandes del norte; ellos lo esconden en sus casas, lo
protegen, hasta lo mantienen; y es ídolo de los obreros de esos mismos señores feudales.
Engaña a unos y a otros: recibe el halago de los poderosos, por lo bajo, en las alcobas, y
mantiene enlace con los proletarios de los ingenios, aparece ante ellos como el
revolucionario incorruptible y sacrificado. Pero ¿qué les ofrece? Adjetivos, adjetivos. En
el fondo, y que lo diga Cámac, que ha luchado junto a los obreros mineros apristas,
constituyen la reserva del imperialismo yanqui y de la reacción nacional. A la larga se
lanzarán contra nosotros, el proletariado y el campesinado. Serán un enemigo peor que el
General que ahora defiende desde el poder al imperialismo y a sus lacayos nacionales.
Cámac escuchaba atentamente a Pedro.

-Gracias, camarada -le dijo-, por hablarnos así en nuestra celda. Este joven estudiante
necesita explicación. En las minas los apristas luchan fuerte tan igual que nosotros. Pero,
de repente, corno irracionales, se echan atrás. No es por miedo.

Dan pretextos de mentira y paran. Después sale el mismo cuento: un dirigente ha venido de
Lima y con un discurso los ha atarantado. ¿Qué les dicen? Confiaban en las
reivindicaciones por las que peleábamos, entraban a la candela la misma fuerza que el más
bravo camarada, pero al día siguiente nos trataban con desconfianza, hasta con asco.
Nosotros seguíamos adelante, con el apra que nos maniataba. Y caíamos. Los soplones y
los subprefectos nos hacían colgar a su gusto. ¿Qué les decían los dirigentes a estos
compañeros? Mentiras, puras calumnias: que estábamos vendidos a los rusos, en contra
de dios y de la patria. ¿Creen en la patria? ¿Creen en dios? -Quién sabe -dijo Pedro-, Pero
manejan esas palabras con astucia.
Cuando iba a hablar yo, entró a la celda Mok'ontullo. Se persignó con cierta ironía, y
preguntó:
-¿Están en sesión? ¿Interrumpo?
-No -le contesté-. Estamos hablando de todo.
-Puede rezar si gusta -dijo Pedro; lo miró con cierta dulzura.
-Perdonen -contestó-. No creo en los frailes, pero de veras soy cristiano. Y una sesión de
comunistas merece santiguarse.
-¿En qué se diferencia una sesión de esto que ve? ¿En la formalidad? Además, este joven,
como usted sabe, no es comunista. Es un estudiante sin partido.
-Yo no discutiré con usted. No soy discutidor. Yo peleo. Para discutir están Prieto y, sobre
todo, Luis. He venido a buscar al estudiante y a Cámac,
-Le he hecho sólo una pregunta -le dijo Pedro. •
-De ahí comienza la discusión; usted con su experiencia me arrincona y me derrota,
falsamente. Porque con Luis sería distinto. Nosotros tenemos cerebro y músculos. Yo,
modestamente, soy el músculo.
-Pedro me miró con inteligencia.
-Lo que afirmaba -dijo-, usted sólo cumple órdenes.
-Sí, señor, y a mucha honra. Usted también cumple órdenes, pero de jefes extranjeros
-contestó Mok'ontullo,
Su rostro siempre dulce y feliz endureció violentamente, aparecieron en sus mejillas unas
manchas oscuras, como granos.
-He venido por Cámac y por Gabriel. No por usted, -dijo, acercándose un poco a Pedro. -
¿Por qué se ofende, joven, si únicamente reafirmo lo que usted mismo confiesa? Además,
compañero ¿cree que hay diferencia entre Cámac y yo? –replicó Pedro.

-¡Diferencia! Como entre dios y el diablo. Piensan igual, señor, pero no sienten igual.
Cámac es indio.
-Pedro se levantó.
-Vámonos los tres -dijo- si queremos de veras a Cámac. Que descanse algo.
-Oye, Mok'ontullo -habló Cámac-. Te digo como a un hermano que estás equivocado.
Permaneció un instante, el arequipeño, contemplando a Cámac. Me miró luego a mí, y
después a Pedro. Las manchas de su rostro se disiparon. Sus cejas negrísimas dieron una
apacible sombra a sus ojos.
-¡Es distinto! -dijo-. ¡Bien distinto! Lo que veo no me lo va a confundir ningún hablador.
Descansa, hermano Cámac. .
Salió, Pedro y yo lo seguimos. No se detuvo en el corredor Mok'ontullo. Se dirigió a su
celda, sin despedirse.
-Reflexiona, amigo estudiante -me dijo Pedro-. La prisión sirve para eso. Él tenia
cuarentinueve meses de prisión. Había luchado veinte años dirigiendo obreros; era un
tejedor calificado que leía mucho. Y aun cuando a veces hablaba en términos algo
librescos, su actitud, sus movimientos, su modo de gesticular, eran los de un obrero.
Porque en el Perú todo lo externo del hombre corresponde aun, casi exactamente, a su
clase.
Le tomé del brazo y caminé con él un poco.
-Este Mok'ontullo es sincero -le dije-. Luchará por la revolución.
-No -me contestó en voz muy baja-. Tiene una potencia de dínamo, pero ciega. Si le
mandan que te de una puñalada, lo hará sin pestañear, aunque después llore algo sobre tu
cadáver. Cree en dios y en sus jefes; eso le basta. No se puede tratar con militantes como
él. Ya lo viste. No tiene ni desea tener ideas. Son el músculo del partido, es decir, el puño
con que golpea a sus adversarios. ¡Trátalo más, compañero estudiante! No te desanimes
por lo que digo. Yo por mi parte prefiero a Luis, que es la falsedad; pero se controla,
esconde sus intenciones, y allí, en sus maniobras para no decir la verdad de lo que quiere,
descubres o tanteas adónde va.
Su juego es conocido; todos obran más o menos con la misma falsía, muestran igual
fachada, la misma palabrería. Pero frente a ellos uno se orienta, como el chuncho en la
selva. Con Mok'ontullo una conversación sobre política no puede durar sino lo que has
visto; si dura un poquito más vienen las patadas.

Los presos pasaban junto a nosotros, sin detenerse; nada parecía haber quedado en los
corredores del escándalo del mediodía; todos estaban seguramente dedicados ya a sus
ocupaciones habituales. Del primer piso subía el murmullo de siempre.
-Luis, ¿tiene ideas? -le pregunté-. ¿Qué ideas?
-Luis quiere la revolución; odia a los gamonales y a los yanquis; pero odia más a los
comunistas. No es posible hacerle entender que la revolución soviética ha liberado a los
obreros y a los campesinos de la tiranía de los terratenientes y de la burguesía y que es un
poder nuevo en el mundo. En eso es tan ciego como ese joven arequipeño. La "amenaza"
rusa es para él más grande que la yanqui. Está en contra de la República Española. Prefiere
a Franco. No es posible hacerle entender que el apra se identifica con el imperialismo en
el asunto más importante del mundo en este momento. No han celebrado oficialmente la
derrota de la República; pero tuvieron una sesión los dirigentes apristas del Sexto, a las
dos semanas de la caída de Madrid. Salieron con las caras felices de esa reunión. "Es una
derrota de los rusos aunque sea una desgracia para España", me dijo Luis, hablando
claramente, como pocas veces. "Tú has sido un campesino explotado", le contesté. "¿Cómo
puedes no ver siquiera que la derrota de la República significa el afianzamiento de los
militares tiranos de Latinoamérica?" “A los tiranos los liquidaremos nosotros, tarde o
temprano; si el comunismo vence en el mundo no habrá salvación. Además-afirmó
riéndose-, no he sido tan pobre como crees, mi padre es un campesino libre. Y me hace
feliz que revientes por esta derrota de Rusia". No quiso seguir discutiendo; se fue a su
celda. Lo aplaudieron unos pocos compañeros que nos escuchaban. Torralba le dio un
puntapié a uno de los que aplaudían. Se le vinieron encima tres o cuatro. Yo pude ponerme
en medio, y paré la pelea. Amenazaron a Torralba con romperle los huesos después, pero
no lo hicieron. Fueron a la celda de Luis y cantaron la marsellesa aprista. Por la noche se
quedaron unos cinco o seis en esa celda; cantaron valses y marineras, jalearon hasta muy
tarde. A mí me dolía el pecho como a Cámac. Pero al día siguiente ya estaba tranquilo. En
la prisión hay que dominar los nervios más que afuera, porque aquí dentro no podemos
luchar.
-En la Universidad el apra no colaboró con el Comité de Defensa de la República
Española, pero no nos atacaron -le dije-. Era espantoso que los muchachos permanecieran
indiferentes aun cuando los italianos invadieron España Y bombardearon las ciudades.
-Todo partido popular tiene su lado insensible -me dijo Pedro-. Y por allí puedes conocerlo
al instante. Nosotros, los comunistas, fuimos insensibles ante la carnicería que se hizo con
los italianos en el frente de Guadalajara . Aniquilaremos, cubiertos de gloria, a los
fascistas, a los gamonales, a los imperialistas, a los que viven de la sangre humana.
Queremos un mundo libre de explotadores. ¿Por qué no vienes a nuestra sesión próxima?
-Iré -le dije- si Cámac puede asistir.
-Asistirá. Es peor que se quede en su celda, desesperado, pensando en la reunión. Quizá
esto lo desgasta más que la emoción con que habla en las sesiones.
Pedro me dejó cerca del primer puente. Se fue a su celda. .

Descubrí el trapo que habían puesto de cortina a una celda de la fila izquierda, en el
primer piso. Al parecer la celda no tenía ningún vigilante; no estaba el hombre achinado.
Me quedé un buen rato mirando abajo. Los vagos caminaban, como extraviados. El
Pianista apareció del fondo del penal, corriendo. Solía hacer ejercicios; y siempre caía al
suelo, porque se le rendían las piernas. Esta vez se detuvo cerca de la celda encortinada; no
cayó; se sentó conscientemente en el suelo, con la cara hacia la celda. Empezó a "tocar" en
el piso y a mover la cabeza. Cantaba; podía oírle desde la altura. Su voz delgada,
temblorosa, como la que sale de un vientre vacío, intentaba seguir alguna melodía.
Luego se calló y quedó como pensativo, con la cabeza apoyada sobre el pecho. Tenía las
piernas al aire por las roturas del pantalón; la piel de su espalda, cubierta de mugre, casi
no se distinguía de la oscura tela del saco que no alcanzaba a taparle sino los hombros y
los costados del cuerpo. Su cuello estaba escondido por los cabellos crecidos en crenchas
apelmazadas por la suciedad. Empezo a caer una llovizna densa. "¿Cómo puede funcionar
aun el cuerpo de un hombre así aniquilado, convenido en esqueleto que la piel apenas
cubre?", me preguntaba. Pero el Pianista se animó de repente; cantó de nuevo, tocando el
piso con los dedos, entusiasmado. Levantó la cara hacía la celda donde estaba encerrado
Clavel. Entonces apareció el hombre achinado, de debajo del puente; levanto al Pianista
del cuello, le dio un puntapié y lo lanzó de espaldas a un costado de la celda. Pude verle la
barriga, el ombligo que palpitaba; más lejos oí que gritaba Maraví. El hombre achinado
arrastró el cuerpo del Pianista, así de espaldas, varios pasos. "Te he dado fuerte", dijo.
Se quedó allí el cuerpo, recibiendo la lluvia en la cara y en la barriga.
-Contaban en el Sexto que este vago, fue de veras un estudiante de piano, y que cayó al
Sexto durante una celebración de un 22 de febrero. No tenía documentos y lo echaron al
primer piso. Puñalada se lo envió a Maraví. Lo violaron tres maleantes durante la noche,
y lo tuvieron encerrado en la celda cuatro días. Cuando lo arrojaron estaba ya enloquecido.
Tocaba el piano en los sucios y en las barandas. Nadie lo conocía, nunca había sido
aprista. Un soplón lo capturó para hacer méritos; lo encontró en una calle donde habían
reventado una sarta de cohetes. Cuando Maraví lo arrojó de su celda, durmió después en la
de todos los ladrones y de los vagos, hasta en la del negro que mostraba por diez centavos
su inmenso miembro viril.
Llegó la fecha de calificación de los vagos, y lo soltaron. Pero no pudo caminar sino unos
pasos en la avenida Alfonso Ugarte. Los automóviles y omnibuses lo aterrorizaron. Al día
siguiente lo recogieron los guardias. Estaba como escondido junto a uno de los excusados
ornamentales de la avenida. "Mejor que lo maten de una vez las fieras del primer piso",
había dicho uno de los guardias. Y el Pianista fue el primer "vago" en regresar al Sexto. Se
lanzó a correr en el piso húmedo y cayó cerca del fondo. Maraví le hizo servir una copa de
ron, para animarlo. Y el Pianista cantó, sentado, unos instantes. Luego se durmió en el
piso. Lo cargaron los "paqueteros" de Maraví a la celda del negro demente que no
tardaría en volver. Y allí estaba alojado ahora con otros tres vagos, dementes todos, a
causa de las violaciones y el hambre. Uno de ellos mostraba sus úlceras con aparente
orgullo; era silencioso, casi verde del rostro.
Mok'ontullo me encontró todavía en el puente donde me había dejado Pedro.
Le conté lo que había visto y le mostré el cuerpo del "músico".
-No está muerto -me dijo-. Los vagos conocen bien un cuerpo muerto. ¡Dejémoslo que
muera! Será mejor para él y para nosotros.
-¿No podríamos abrigarle? -le pregunté -
Debe tener ya la sífilis. Espera.
Fue a su celda y trajo una camiseta de punto. . .
-Pongámosle esto -dijo-. Le durará quizá hasta la noche. Se lo quitaran después. No se te
puede traer ni comida; se la quitan a patadas. Por eso no se acerca a la reja, cuando
volvemos del comedor. ¿No es mejor que muera?
Fui a mí celda. Cámac dormía. Saque de mi cajón un chocolate y una chompa.
Salí apurado. . . .
-Es una locura -me dijo Mok'ontullo-. Se lo quitaran todo. Irá a parar a la celda de Maraví,
por pago de ron, de coca, o simplemente por miedo. El chocolate no sabrá quizá ni
comerlo.
-La chompa es vieja. ¿No te animarías a esperar que coma el chocolate?.
-Aguarda -dijo.
Fue nuevamente a su celda y trajo un cuchillo. . . .
-Lleva las cosas tu -me dijo-. Córdova, mi compañero de celda, ha de vigilar; si nos
molestan, él llamará a todos los políticos. Nos temen. Saben que nosotros hemos
despachado a algunos soplones y militares.
Bajamos la escalera.
Puñalada estaba junto a la reja, ensombrerado. Nos miró con detenimiento, como no lo
había hecho ninguna vez. Debíamos cruzar más de la mitad del piso de los vagos.
Avanzamos tranquilamente. Mok'ontullo iba escoltándome. Mire hacía el piso alto y vi que
algunos presos estaban asomados a las barandas. Había pocos vagos, afuera, en el
corredor del primer piso. Pero fueron saliendo a medida que pasábamos por las puertas de
las celdas. El Pianista pretendió levantarse cuando llegamos hacia él. “¡Está vivo!", dije.
Mok'ontullo sonrió. Él lo alzo de los brazos. Lo llevó caminando hacia la escalera; las
piernas del “músico” se enredaban, tenía los ojos cerrados. Los vagos empezaron a
seguirnos. .
-¡Fuera, carajo! ¡Dejen a los políticos! -gritó Maraví, desde la puerta de su celda.
Todos retrocedieron.
Llegamos a la escalera, bajo techo. Hicimos que el Pianista se sentara. Mok'ontullo le quitó
el saco, sin romperlo más. No tiritaba su cuerpo. Estaba helado y húmedo. Olía a algo
ácido y amargo. Le pusimos la camiseta y después la chompa de lana. Iba a ponerle en la
boca un pedazo de chocolate.
-Antes algo caliente -oí la voz de Rosita que se acercaba con una taza en las manos.
Era cocoa.
Mok'ontullo, sorprendido, recibió la taza. Le abrió la boca al "músico", pero se detuvo.
-No -dijo Rosita-, déle no más. Está templadita. . . .
Le hizo beber a pocos. El Pianista abrió los ojos. Siguió bebiendo como en sueños.
Rosita se fue con la taza vacía. Llamó a Maraví y le dijo algo. El asesino le dio la mano.

Yo sostenía el cuerpo del Pianista. Se echó a cantar en voz bajísima, sin quitar los ojos de
Mok'ontullo. Y cuando me agaché para frotarle las piernas, escuché grandes carcajadas
junto a la reja. Puñalada y los vagos que estaban con él, reían. El Pianista no escuchaba las
carcajadas; siguió cantando.
-Voy a traerle un pantalón -Ie dije a mi compañero.
-Si -me contestó. El Pianista seguía mirándolo, casi sin pestañar. La luz de sus ojos parecía
surgir lentamente desde la materia turbia en que se habían convertido.
Subí a saltos las gradas. Entré a mi celda. Cámac seguía dormido.
Cuando bajé las escaleras, Pedro me acompañó hasta el segundo piso. Oí que pedía que no
me siguieran.
Los guardias y Puñalada continuaban festejando.
-Pongámosle ese pantalón encima del otro -me dijo Mok'ontullo.
Con la misma cuerda de su haraposo pantalón, le amarramos el mío.
-No pesa nada -me dijo Mok'ontullo- a pesar de que es más alto que tú. Ya no canta.
Pero sus ojos habían clareado. Eran de color gris, como el de ciertas piedras que no
destiñen ni en la superficie ni bajo el agua de los ríos.
-¡Es fácil abrigar a un hombre! -dije. ..
-¡Hasta resucitarlo es fácil! Llama a Rosita -me dijo Mok'ontullo. No le comprendí.
-¡Llámalo! -repitió.
Rosita estaba de pie en la puerta de su celda. Fui.
-Mi amigo lo llama -le dije. Sonrió.
-No es necesario. Dígale que nadie va a quitarle lo que le han dado –contestó. No le dí las
gracias. Regresé. Sentí que me seguía.
-Déjenlo allí -dijo Rosita-. Nadie va a fastidiarlo.
Dudamos los dos. ¿Adónde llevarlo? En su celda lo desnudarían los otros vagos.
-¿No me creen? -preguntó con impaciencia Rosita-. ¿Creen que no podré?
-Allí, en la escalera dormirá mejor. Su celda apesta. ¡Déjenlo!
Mok'ontullo lo cargó hasta el descansillo, lo recostó contra el muro del fondo. Hizo que
apoyara su cabeza en el ángulo de las paredes. El Pianista cerró los ojos.

-No es para dormir -dijo Mok'ontullo-. Es porque su cuerpo se siente feliz. ¡Vámonos!
Pero vio la tableta de chocolate que yo tenía en la mano. Me la pidió; bajó las gradas y se
la entregó a Rosita, que estaba en el corredor al centro.
Creí que los guardias, Puñalada y los presos que lo acompañaban dirigirían a mi amigo
una gran carcajada. Sólo uno silbó muy despacio, maliciosamente.
-Por la cocoa y por su protección al Pianista -le dijo Mok'ontullo a Rosita-¡Gracias!
Recibió la tableta sin sonreír, muy seriamente.
-No lo necesito, usted sabe. Pero no le puedo rechazar a usted-contestó en voz alta.
Miró hacia la reja. Puñalada, los guardias y el coro de presos guardaron silencio.
Los del fondo del penal empezaron a acercarse. Maraví salió unos pasos fuera de su celda.
Mok'ontullo regresó hacia la escalera. Rosita lo siguió con los ojos. El "músico" estaba
como dormido. Sus barbas ralas y sus cejas confundidas por la inmundicia; las plantas de
sus pies, blancas, resaltaban entre la ropa limpia. Respiraba con esfuerzo.
-¡Va a cantar, de nuevo! -le dije a Mok'ontullo-. Vámonos de una vez.
-Está muy enfermo. Ya no cantará sino junto a dios -me contestó.
Lo miraban muchos desde las escaleras. Se cuadró, y vi que rezaba. De espaldas, su cuerpo
ancho, de hombros poderosos, su cuello casi rojo, aparecían rendídos ante la figura
deshecha del Pianista que pretendía abrir los ojos Y movía los labios.
Se persignó mi amigo, me agarró del brazo y subimos. Cantaba entre dientes la Marsellesa
aprista. Los presos comunes del segundo piso se habían agolpado en la escalera. El piurano
detuvo a Mok'ontullo. Estaba en la primera fila.
-El maricón ése ha servido -dijo-. Pero si no defiende al Pianista hasta el fin,algo le va a
suceder. ¿Usted es del norte?
-Soy arequipeño. ·
-Como si fuera. En todo lugar hay valientes. Aquí estaré también yo. Cuando viene la
calentura del humor hay que echarlo afuera en la mejor ocasión.
-No se meta mucho -le dijo Mok'ontullo-. Ya usted sabe.
-Hay que saber para entrar. Ahora es tiempo.
Su sombrero limpio, de paja, le daba sombra, su pantalón tenía una ancha correa que le
ceñía el vientre abultado pero recio.
-Vayen con tranquilidad -nos dijo.
-Adiós, maestro, que dios le ayude -le contestó Mok'ontullo, y seguimos subiendo.
-Dios no se ocupa de los chicos -habló con voz fuerte y colérica el piurano.
Luis y Prieto nos esperaban al final de las gradas, en el tercer piso.
Luis estaba sombrío.
-Te dejaste arrastrar por éste, como un perro -le dijo a Mok'ontullo.
-¿Quién es éste? -le grité.
-Nunca he sabido su nombre ni me interesa -me contestó.
-Yo sí conozco el suyo y todo lo que hay dentro.
-Es cosa de nosotros, no te metas. Gabriel -me rogó humildemente Mok'ontullo. Luis
escupió sobre las barandas, nos dio la espalda y se fue; Mok'ontullo lo siguió, apurado;
tras él desfilaron Prieto y los que se habían reunido frente a la escalera: entraron a la celda
de Luís, cerca del primer puente .
Pedro, Torralba y Fermin, el zapatero, estaban en el puente. No había salido
Cámac y me sentí algo desconcertado.
Pedro sonreía. Me llamó.
-¿Qué te pareció Luis? -me preguntó.
-Un salvaje que no sabe disimular.
-Ahora no necesitaba hacerlo. Por el contrario, tenía que mostrarse así.
-¿Es sólo un actor, entonces? Me parece un hombre violento y rústico.
Se acercaron a nosotros los presos; estábamos casi rodeados por los apristas. Me volví
hacia ellos, uno por uno. Recordaba al estudiante Freyre, un puneño tímido, bajito, a quien
la prisión deprimía. Hasta él me miraba con odio, corno si nunca hubiera sido mi amigo.
-¡Esclavos de Rusia, carajo! -gritó uno.
-El peor es Gabriel. Hipócrita. ¡Hay que zurrarlo!
Freyre me dio un puntapié, apoyándose en dos de sus compañeros para alcanzarme, -
Señores -les dijo Pedro-. No hemos de peleamos como los delincuentes. –Y detuvo a
Torralba con el brazo.
-¿Qué he hecho contra ustedes-grité-. ¿Qué te he hecho a ti? -le dije al estudiante y me
aproximé a él.
-¡Esclavos de Rusia! ¡Traidores! -gritó alguien, ocultándose tras los que nos rodeaban.
-No les hagas caso. Te quieren moler. ¡Ven! -oí la voz de Cámac.
Los apristas vieron al minero y se agruparon, abriendo el círculo.
-Has querido enredar a Juan -dijo Freyre, casi gimiendo-. Lo has llevado donde el Rosita.
Esa es una táctica conocida de los comunistas, calumniar, enlodar. Eso se castiga. -
Parece que tienes la cabeza y el corazón más corrompidos que Maraví. Hemos bajado a
auxiliar a un moribundo -le grité.
-¡Estos comunistas son el infierno! Pero Gabriel debe ser sólo un instrumento. ¿No es
cierto?
Se abrió paso entre los presos un hombre; y reconocí al aprista que me odiaba en la
intendencia y que me estrechó la mano, llorando, al oír los himnos que todos los presos
cantaron a nuestra llegada al Sexto. • -¿Cómo puedes creer eso,
hermano? -le dije.
Pero en sus ojos, como en los de sus compañeros, sólo había odio, un odio denso y ciego.
Torralba y Fermín, el zapatero, miraban a los apristas con desprecio.

Podía estallar en cualquier instante la lucha; las barandas no eran altas y cualquiera de
nosotros corría el riesgo de caer o de ser arrojado al fondo, sobre la mugre de cemento de
los vagos.
Pedro se irguió. Cámac venía.
-Esto es completamente absurdo, compañeros -dijo-. Parece un lío de comadres, y estamos
aquí por cosas de hombres.
Cámac me tomó del brazo.
- Te quieren hacer chaco estos compañeros. En la prisión nos enrabiamos por cualquier
cosa. ¡Vamos a empezar por la guitarra! ¡Hasta lueguito, compañeros!-dijo, y se dio media
vuelta, llevándome hacía nuestra celda.
-Queda en claro la intriga. Juan saldrá limpio de esta maniobra, y tú, cagado. Era la voz del
preso con quien vine de la intendencia. Oí que los apristas se dispersaban, satisfechos con
la declaración del cuzqueño.
-Lo buscaré -dije-. Le hablaré en quechua. Yo lo he visto llorar; me creerá.
-Peor si llora -dijo Torralba.
Entramos a la celda.
-Luis se ha equivocado esta vez. Es astuto; tiene un instinto seguro. Pero esta vez ¿por qué
ha fallado de esa manera? Hay que pensar en el asunto. Pedro se sentó sobre el cajón,
mirándonos.
-¿Cómo fue? -me preguntó.
-Es raro, increíble -comentó después de que le expliqué la historia del "músico" y de
Maraví-. Cometieron ustedes una imprudencia. Pero había que tratar que todo concluyera
bien. Una lucha de los presos comunes y de los políticos no es improbable y acaso el
comisario la celebraría. Lo hemos evitado siempre. Rosita sin duda que admira a Juan.
Luis ha creído que el prestigio del héroe de Arequipa, del luchador joven más temerario que
tienen los apristas en el Sexto, iba a quedar manchado por ese diálogo con Rosita, por el
obsequio solemne que le hizo del chocolate. Fue cómico, sin duda. Pero Luis lo ha hecho
resaltar, lo ha perennizado. Ha cometido una estupidez útil.
Cámac dudaba.
-Tú en cambio, camarada, has sacado buen partido de esta equivocación. Los comunistas
han permanecido, creo, serenos. ..Somos treinta y ninguno se ha metido, ni cuando te
insultaban.
-El comunista que no procede con la cabeza fría no merece el nombre del partido. -
Camarada, usted sabe que yo no tengo mi cabeza fría nunca. ¡Esto de Mok'ontullo me
duele!
-Sí, camarada. Tú tienes ese riesgo. ¿Por qué te duele que un aprista como él se
desprestigie? ¿No tratan ellos no sólo de desprestigiarnos, sino de destruirnos? "¡Esclavos
de Rusia!". ¿Tú corazón no se enciende cuando oyes ese insulto?
-Se trata de Mok'ontullo. Es luchador inocente, revolucionario de nacimiento. -El
puño del apra para golpear a cualquiera que desee destruir; al Corazón de Jesús, sí
creen en algún momento que les conviene.
-Camarada -le dije a Pedro-. La intuición no puede demostrarse con razones. Nuestra
intuición, la de Cámac y la mía, es que Mok'ontullo es un aprista muy disciplinado; es
quizá un fanático, pero sigue al apra no por fascinación solamente, sino por las promesas
políticas.
-¿Qué ideas tiene? -exclamó Pedro, exaltándose-. ¿No ha dicho que deja que los líderes
piensen y que él sólo es el músculo del partido? ¿Qué otra cosa son esa jauría que nos
rodeó en el puente, y que ante una imprudencia pequeña de cual- quiera de nosotros nos
hubieran lanzado desde el tercer piso, para el regocijo de los vagos, del comisario y de
todos los reaccionarios del Perú? Son el mejor aliado del General, ahora, y más tarde será
aún peor.
-¿Y por qué están presos, entonces? ¿Por qué hay aquí, en el Sexto, centenares de
apristas? ¿No tratan de conquistar derechos por lo que usted, Cámac, y todos los
comunistas luchan afuera?
-Ellos representan a la pequeña burguesía. Muchos de sus líderes son gente de la llamada
"aristocracia"; quieren un gobierno anticomunista que represente los intereses de la
pequeña burguesía. Pero ¿cuál es la aspiración de la pequeña burguesía? ¿La revolución
socialista, es decir, la revolución? No, amigo estudiante; a lo único que aspiran es a
incorporarse a la clase de la alta burguesía, desplazar a las familias tradicionales y
desempeñar ellos la función de esas familias. Acabarán por aliarse, cuando y en el
momento que convenga a la clase señorial esclavista y feudal que ahora gobierna; serán
engullidos por esa casta, domesticados y convertidos en parachoques de la revolución.
¡Hay que odiar a sus cabecillas! ¡Estudiarlos y odiarlos a muerte como a los jefes de la
reacción tradicional!
-Yo no puedo odiar a hombres como Juan -le dije-. Según la propia teoría que usted acaba
de explicar, Juan es un engañado, no un traidor, y no lo puedo odiar.
-Es peor que un jefe aprista-dijo el zapatero que enseñaba marxismo en el Sexto a los
comunistas-. Sin hombres como Juan el apra no tendría poder.
-Me han traicionado los mineros apristas mucho -dijo Cámac-, Pero odiar, odiar que se diga
a un obrero, será pues necesario, pero mi corazón no aprende. ¡Odio a los gringos malditos
y moriré luchando contra ellos! Pero a un cabecilla obrero engañado, sólo en el momento
de su traición; después se me pasa. Los veo sufrir igual, igualito que yo; escupidos lo
mismo por los gringos y sus capataces.
-Te falta teoría, Cámac. Debes escuchar bien las clases de Fermín, y leer. Tú no lees. Yo no
he dicho qué odies a los obreros.
-Sí, leemos, con Gabriel; él me explica.
-Gabriel no es marxista. Lenin fue implacable con los mencheviques. Siempre les llamaba:
"Esos lacayos de la burguesía... "
Cámac iba a decir algo, pero se arrepintió, y miró tristemente a Pedro.
-Estás fatigado; te vamos a dejar. Piensa bien en una sola cosa: ¿por qué los dirigentes del
apra no han admitido nunca un frente común con nosotros? Tendremos reunión pronto,
sobre este tema.
Se levantó del cajón, y se fue. Fermín y Torralba lo siguieron.
-También en Rusia había indios ¿no? -me preguntó Cámac,
-Sí -le dije-. Pero no hablaban un idioma distinto que sus amos. Eran rusos.
-¿Y hablando el mismo idioma los maltrataban como a los indios de aquí?
-Sí, Cámac, como los señores de nuestras haciendas de la costa.
-¡Qué cosas, Gabriel! Cada uno es cada uno. Mejor por ahora comenzamos a hacerla
guitarra. Yo sé lo que quiero, mejor que Pedro. Pero él ve lejos; yo las minas. ¿Se puede
enseñar a odiar? Eso escoge el corazón con sus ojos.
-Se puede enseñar. •
-Freyre te pateó. Pero mañana, pasado, hablarán otra vez en quechua, y amistarán. No es lo
mismo cuando a uno lo patean por ambiciones egoístas o por la paga.
-¿No te enseñaron a odiar a los gringos?
-¡No! ¿Cómo, pues? Gente de fuera que se lleva la tierra de uno; que se engorda con lo de
uno; y todavía te escupe, te hace moler a patadas en las cárceles, pone letreros en sus
clubes diciendo que a perros y peruanos es prohibido entrar. ¡Es odio natural, pues, como a
una serpiente! ¡Mejor haremos la guitarra! Que Pedro encargue a su hermana las clavijas,
las cuerdas y los trastes. Cola tenemos en la prisión.

Palomita blanca, palomita


blanca cuculi; de noche yo vengo
a verte porque de día no puedo,
cuculi madrugadora.

Cámac cantó despacio, con muy débil y delgada voz, -


¿Y tú? -me dijo.

Torcaza a dónde vas

con apresurado vuelo


baja y calma mi vida que
en triste dolor subsiste.

-¡Eso! Manos a la obra.


Guardaba en el cajón un martillo, una sierra pequeña, un cepillo y berbiquí con varias
mechas.
-No tenía ánimo para usar los instrumentos. Ahora verás cómo trabajo. ¿Qué haría
Mok'ontullo si lo nombraran subprefecto del Cerro ? ¿Qué haría?
-Lo que sus jefes le ordenaran.
-¡No dispararía contra los obreros! Dicen que ha liquidado a dos soplones; que ha
caminado disfrazado frente a las narices de los guardias, que ha entregado mensajes con
peligro de muerte a cada instante. ¿A ese le van a ordenar que dispare contra obreros? ¡Yo
me río!
-No lo harían subprefecto ¿no es cierto?
-Les pesaría si lo nombraran. El Perú es de fierro. Sobre el fierro hay arena ¿no es cierto?
Llega el viento, se lleva la arena y las pajitas; el fierro después brilla fuerte. La arena sucia
son los gringos, los gamonales, los capa mees y los soplones; los traidores. El viento de la
revolución los barrerá. "Entonces la mano del obrero y del campesino hará que el Perú
brille para siempre con el alumbrar de la justicia. ¡Caray, entonces sobre las cumbres de
nuestros cerros, en el nevado, temblando, la bandera peruana no tendrá igual! ¡La bandera
peruana, con su llama y su arbolito! ¡Yo, pues, soy peruano! ¿por qué mataron en la
carretera de Lima a Trujillo a Arévalo ?
Iba a contestarle. La voz de Rosita nos interrumpió.

Partiré canturreando
mi poema más triste le
diré a todo el mundo
lo que tú me quisiste ...

-El marica está con melancolía -dijo Cámac.


-El piurano puede quitarle todo. ,
-Ya adelantó mucho el Rosita ¿No sabrá el piurano... ?
Rosita volvió a cantar. Todo el penal quedó como en silencio.
-El natural del hombre se pudre en Lima-dijo Cámac-. El marica está cantando y parece
reina su voz en el Sexto. Quizá ese hombre no es nacido de mujer; lo habrá parido una de
esas celdas de abajo. Será pues hijo del viento en las pestilencias y el cargazón de
sufrimientos y en los orines que hay abajo. Su flor es, su flor verdadera. Así como canta
triste, mañana puede destripar a cualquiera, quizá al piurano...
A medida que Cámac iba analizando el canto del Rosita, la voz delgada, clara y sentimental
del invertido penetraba en la materia íntegra del Sexto. "¡Es su flor, su flor verdadera! A
nosotros también parece nos toca -siguió diciendo Cámac-. Pero cuando tengamos nuestra
guitarra, ya no entrará a esta celda. Ya no va a entrar". .
Pag.41
VI
A las once de la mañana del día siguiente Puñalada llamó a los que habíamos firmado la
petición al comisario.
El cabo nos esperaba en la reja. Puñalada se mantuvo alejado esta vez, siguió mirando
hacía el fondo del penal.
Nos acompañaron el cabo y un guardia.
-Esperen aquí-dijo el cabo, cuando llegamos a la mitad del gran patio, y se dirigió hacia las
oficinas.
Con unos pasos más a la izquierda, podíamos ver la calle tras la reja del cuartel. -Un
minuto, para mirar la calle -le dije al guardia, y sin esperar su respuesta me dirigí,
caminando despacio, hasta el pequeño pabellón que quedaba en el centro del patio.
-¡Regrese! -gritó el guardia-. Va a venir el comisario.
Pude ver la Avenida Alfonso Ugarte. En un instante, varios automóviles, un camión y
muchas personas cruzaron por la puerta del Sexto. El movimiento de la ciudad, la felicidad
de poder andar libremente en las calles, de sentir la energía de la capital, aunque lóbrega en
el invierno, me exaltaron.
-He visto Lima -les dije a Luis y Pedro-, ¡Es la vida, la verdadera vida!
-Eres nuevo -me dijo Luis-. Todavía te preocupa eso.
Esperamos largo rato en el patio. No hablamos. Luis y Pedro se miraban como extraños.
Pedro tenía en las manos el pliego de los reclamos. Se daba vueltas en el mismo sitio, de
vez en cuando. Luis se mantuvo quieto, con la cara hacia las oficinas del cuartel.
¿De qué provincia es usted? -le pregunté a Luis, tras un largo silencio.
-De Cutervo -me dijo-. La tierra de los valientes. -Y estuvo a punto de sonreír.
-¿Y usted? -me dijo, mirándome muy despectivamente.
De un pequeño pueblo, cerca de Chalhuanca, Todos son mansos allá.
-Se nota -me dijo-. Aunque nunca se sabe quién es manso hasta la hora de los loros. Pedro
es limeño; por su cara cualquiera pensaría que no mata una mosca, y es bravo, bien bravo.
Pedro tenía apariencia frágil.
¿En qué consiste la braveza? Unos son bravos para ciertas cosas, otros en casos distintos
-contestó Pedro-. No es lo mismo, por ejemplo, el valiente que sigue avanzando a pesar
de la caballería y de balas y el que toma una decisión que ha de significar el compromiso
grande de un partido, su éxito o su retroceso. ¿No es cierto?
-Así es -dijo Luis-. Aunque hay valientes que tienen que actuar en los dos campos.
-Es cierto -contestó Pedro.
El comisario salió por fin de su despacho. El cabo vino corriendo.
-Acérquense -nos dijo.
El comisario se detuvo como a diez pasos de la oficina, muy a la derecha, en el campo.
Era un mayor de policía, sanguíneo, de orejas muy grandes, venosas y transparentes, a
pesar de que el rostro del hombre era pletórico.
-¿Qué quieren? -preguntó sin que hubiéramos llegado cerca de él.
-Sírvase usted leer este breve documento -dijo Pedro, y le alcanzó la hoja que tenía en las
manos.
-¡Ah! -exclamó el comisario después de leer el documento. Nos miró uno a uno-. ¡Lucen
bien! ¡Se ve que están atendidos como reyes! ¿Qué creen ustedes que es la prisión?¿Un
lugar de recreo? Aquí han venido ustedes a padecer, a estar jodidos, no a engordar y gozar.
¿Que Puñalada hace esto y el otro, que Maraví se emborracha; que los dos abusan de los
vagos, que les hacen esto y lo otro? A ustedes ¿qué les importa? A ustedes no los joden
directamente. Los vagos también han sido encerrados aquí para sufrir; son gente sin ley y
sin padre ni madre, ladrones, ociosos a ustedes, mejor que mejor. Yo les doy mi
aprobación...
-No nos duele -le dije interrumpiéndole-. Nos da asco que en una cárcel del Perú, un
asesino mantenga un burdel con el conocimiento de usted, que es un jefe.
-¡Asco! Nosotros tenemos asco de ustedes, traidores a la patria. Den gracias a Dios de que
no los metemos uno por uno a las celdas del primer piso. Eso sería el justo castigo.
-Sí, los han metido a muchos -dijo Luis-. Y si Dios existe, los que dieron la orden ésa serán
castigados.
-¿Me amenazas, bestia?-gritó el comisario-. ¿Todavía me amenazas?¡Te haré meter a la
celda de Puñalada... !
Sus orejas se llenaron de sangre, se movieron unos milímetros al encenderse y recibir la
corriente.
-Señor comisario -le dijo Pedro con voz tranquila, casi tierna-, usted nos ve. No puede
negar, por lo menos, que somos seres humanos, que somos semejantes a usted en cuanto a
nuestro ser de carne y hueso. La pérdida de la libertad es un castigo terrible. ¿Por qué
fomentar en la prisión que la maldad tenga todas las garantías contra los débiles? Puñalada
tiene bajo vigilancia, en una celda especial, a un pobre muchacho, y cobra dinero, cinco
libras, por cada visita. El muchacho está loco. Este caso es un crimen contra las reglas más
elementales de la sociedad cristiana...
El mayor le interrumpió.
-¡Qué bien informado está usted! Me doy cuenta que usted ya ha hecho una visita a ese
maricón. ¿Cómo sabe si no que Puñalada cobra 50 soles por cada entrada? ¿Cómo sabe
que está loco? Oiga usted; a los maricones les gusta...
-Usted debe ser un hombre disfrazado -le dijo Luis, mirándolo con esa energía que hizo
retroceder el cuerpo de Puñalada, el día anterior-. Los jefes de nuestra policía no pueden
haber llegado nunca tan bajo.
El mayor quedó rígido, fue palideciendo. Luis continuó.
-No encontramos diferencia entre el pensamiento de usted y el de Puñalada.
-El ejercicio de la maldad -dije sin exaltarme- es un abismo sin fondo.
-Cabo. Traiga cinco guardias -ordenó el comisario.
Temblaron sus labios; ya no nos miraba. La sangre de su cara había fugado y me di cuenta
entonces de que era narigón, que tenía una nariz afilada y alta, con grandes fosas nasales
cubiertas de pelos.
-Agarren a éstos, de los brazos, para atrás -ordenó a los guardias.
-No muy fuerte, mi mayor -se atrevió a decir el cabo.
-A ti, una patada en los huevos -le dijo a Luis.
Midió la distancia y se le fue encima.
-¡Así patea. Puñalada a los vagos! -dijo Luis, mientras el comisario se acomodaba para
lanzarse.
Luis cerró los ojos.
-Y dos escupes -dijo el mayor.
Le escupió dos veces en la cara.
- Ya no tengo saliva para los otros. Un buen puntapié en el culo. Voltéenlos. Me atacó
primero a mí; hundió la punta de sus botas en una de mis piernas.
-A este viejo le voy a doblar. ¡Carajo!
Y lo hizo. Luego se fue; ordenó mientras andaba:
-Llévenlos así, mancornados.
La sombra del ciclo nublado había crecido; teñía el piso del inmenso patio de tierra, lo teñía
de ese gris húmedo y fúnebre del invierno limeño. Se dice que por venganza un cacique
aconsejó a Pizarro que fundara Lima en el único valle triste, sin cielo, de la costa. Los tres
caminábamos despacio, tragando la neblina, acercándonos a la mole aún más lóbrega del
Sexto.
Pedro caminaba con dificultad.
-Me golpeó en la columna -dijo.
-No me acertó, felizmente -dijo Luis-. Estaba demasiado loco. ¿No será de veras un
disfrazado?
-Creo es enfermo -contestó el cabo-. Ahora se va a encerrar en su despacho.
-Deje que me limpie la cara, amigo -le pidió Luis.
El cabo miró un rato hacia las oficinas.
-Ya estará encerrado -y ordenó que nos soltaran.
-Puñalada debe haber visto todo -les dije.
-No -contestó el cabo-. El comisario los hizo llevar a un costado. Ningún preso ha visto.
Luis se limpió la cara con un pañuelo.
-Es la primera vez -dijo-. Seguro que esto no se olvida. ¡Que la mancha queda para
siempre en la cara; que será necesario lavar con sangre la afrenta! Ningún otro remedio
sería suficiente.
Guardó silencio con el rostro inclinado hacia el suelo. No habló más.
Luis era prieto, de color casi indio; tenía pequeñas manchas blancas en la cara. Caminaba a
mi lado, con la cabeza rendida; su nariz alta y el hueso del centro muy marcado, se
destacaban. A pesar de esa actitud inclinada, todo su cuerpo caminan- do lento -no sus
ojos que yo no podía ver- parecía cargado por una ferocidad que trascendía. Su cuerpo se
desplazaba pesadamente a causa de las amenazas que sin duda bullían en su conciencia,
que se desencadenaban por dentro.
Me miró, por lo bajo. Había enrojecido algo la córnea de sus ojos. Esa mancha
sanguinolenta se fijó en mí. La huella quedó en todo mi cuerpo.
-Luis -le dije-. El Perú vale esta inmolación y mucho más. Cuando hombres que piensan
como nosotros tengan el poder, echaremos podredumbre de siglos al mar. El Perú brillará
en el mundo como una gran estrella. Su luz será la nuestra, la que hayamos encendido
nosotros.
Luis se volvió hacia mí, sin levantar mucho la cabeza. No contestó en seguida; se detuvo
unos instantes. Pedro lo contemplaba preocupado. A medida que pasaban los segundos fue
disipándose la cargazón terrible de su cuerpo y de sus ojos. Yo esperé su respuesta,
esperanzado; no quedaba ya en mí ninguna huella perturbadora de nuestra entrevista con la
bestia. Luis permaneció, mirándome, algo confundido; luego se dirigió hacia Pedro, cuya
paz y ternura, afloraban de nuevo.
Se volvió hacia mí, Luis. Ya sabía casi palabra a palabra lo que contestaría. Otra vez la
expresión despectiva y orgullosa dominaba su rostro.
-Tú no piensas como nosotros los apristas -dijo, y se echó a andar-. Nuestro gran partido
hará la obra de renovación que dices. Prenderá la estrella de cinco puntas que los
comunistas odian...
-Yo no odio a los apristas -le interrumpí-. Son ellos los que odian a todos los demás. Y eso
es insensato.
-Pregúntale a Pedro si no nos odian.
-No odiamos al pueblo aprista -dijo Pedro, y se detuvo. El cabo nos permitió esos
descansos-.Sois un gran partido, efectivamente, pero los dirigentes envenenan a los
campesinos del norte y a la clase media y obrera de todo el Perú contra el comunismo.
Nosotros no podemos odiar al pueblo; sería como negar nuestra propia entraña, nuestra
madre.
-No hay diferencia entre el pueblo aprista y sus dirigentes. El Perú es aprista. Lo demás
son sobras, que están o al lado del imperialismo yanki o del ruso. He ahí la prueba de que
nosotros representamos al Perú. Atacar a los dirigentes del apra es atacar a la patria. -
Luis -le contestó Pedro-. Eso mismo dice el General. El monstruo que acaba de
afrentamos también nos dijo que éramos traidores a la patria No confundamos, que la
soberbia no ponga una venda en los ojos de ustedes los dirigentes apristas. Más de veinte
años hace que lucho en defensa de los obreros: desde varios años antes que la revolución
soviética, y soy traidor para ustedes. Este muchacho no es comunista ni alcanzará a ser
un comunista: es un soñador que lucha por la causa del pueblo, a su modo, y sin embargo
es traidor...
-Porque el comunismo obedece a Rusia ciegamente: no ve a la patria: está pendiente de lo
que le conviene a Rusia, y según eso cambia. En cuanto a este joven ¿qué vale un franco
tirador? Nada. Eso es todo. ¡Vámonos!
-¿Para ustedes, los Estados Unidos y la Unión Soviética significan exactamente lo mismo?
-preguntó Pedro.
-¿Exactamente...? Los bolcheviques son peores.
- Y yo no soy nada, no existo.
-En política, sí. Nada.
Había recuperado su ser. Lo curamos de la tormenta que entorpeció su cuerpo: se irguió,
recuperó su semblante habitual, autoritario y enérgico.
El guardia abrió la gran reja. Puñalada esperaba, prendido de los barrotes, con apariencia
tranquila. Pasamos entre los vagos que estaban echados en el piso, o sentados, rascándose
el cuerpo.
Luis subió las gradas ágilmente. Pedro hizo un gran esfuerzo para no cojear. Lo acompañé
tomándolo del brazo.
-Ya has o ido -me dijo-. Están como metidos en una camisa de fuerza. Desgraciadamente
todos son así. Es el método aprista. Y caerán. por eso. Son rígidos: no podrán obrar según
las circunstancias. Si cambian alguna vez para seguir a los feudatarios y a la burguesía,
se desmoronarán. Es la contradicción: la razón de su fuerza actual será la que precipite su
descomposición.
-Los comunistas son también fanáticos y excluyentes -le dije.
-No a ciegas, nunca a ciegas.
Subimos tas gradas, lentamente.
-A tus emocionantes palabras contestó con un golpe de puño. Y eso que lo sacaste de una
pesadilla -me dijo Pedro cuando llegamos al tercer piso.
-¿Te diste cuenta?
-El hombre estaba vencido por la ira.
- Es como un fuego oscuro que sufre. No le odio.
- Tienes, pues, la enfermedad de los soñadores... ¡Lástima incurable!
Los comunistas nos rodearon. Luis ya no estaba en el corredor.
-Están sesionando ellos -dijo Fermín.
-Vamos a mi celda -dijo Pedro. Que Cámac no asista.
-Yo voy donde el -le dije.
Los que no pudieron caber en la celda de Pedro, se quedaron cerca de la puerta.
Pasé entre ellos.
Junto a la celda del Clavel ya no estaba el hombre achinado. El negro joven bostezaba
apoyándose en la puerta.
Cámac había concluido ya de cortar casi todas las piezas de la guitarra: el cuello y la
cabeza, las tapas de la caja, el puente.
-No sonará bien -dijo-, la madera es gruesa. Podemos tocar huaynitos. ¿Cómo les ha ido en
la entrevista con el comisario?
-Mal. Es una bestia. Nos dijo que aquí hemos venido a padecer y que si el Puñalada y
Maraví hacen cosas que nos torturan, él se felicita. Luis se excedió al contestarle y el
comisario lo pateó y le escupió; a nosotros también nos pateó. -¿Malogró a Pedro?
Pedro es débil. Tiene cinco años en el Sexto.
-No. Hemos venido discutiendo con Luis. Es un fanático de alma oscura. Yo le hablé
fraternalmente porque vi que el castigo terrible había armado una tormenta en su alma; se
dobló bajo el peso de la ira. Le hablé entonces, como aun hermano. Se rehízo lentamente,
nos miró con desprecio y dijo que Pedro era traidor a la patria; que el apra es el Perú. Me
dijo a mí que daba lo mismo que existiera o no existiera.
-Así son, comenzando por Luis, hasta el más ignorante. Parece que tienen pellejo de fierro.
Pero en las minas, cuando vienen los abusos de los gringos y sus capataces, nos
levantamos igual. Son valientes y entran fuerte; hablan como si saliera candela de sus
bocas. Y siempre hemos vencido, si no hay contraorden de Lima. Por eso yo tengo
esperanza. Pedro tiene, pues, la experiencia de Lima. Es diferente... ¿Así es que matarán
no más al Clavel? La sífilis le entrará pronto. Se pondrá más loco e irá pudriéndose.

Estamos frente a su celda, oiremos su grito, día y no che, hasta que muera. ¡Tengo que
cepillar!
Trabajaba sentado. Yo me agaché para agarrar el trozo de madera. Era preferible no seguir
hablando. Pero Cámac se detuvo.
-Estoy cansado -dijo-, cansado de otro modo. Me viene del hueso ese cansancio, o quizá de
las médulas del espinazo.
-No sigamos, Cámac -le rogué-. Estás como hundido de los ojos y de la cara.
-Ya vamos a acabar, falta poquito... Ya no es nada...
Y siguió cepillando.
Al poco rato escuchamos un canto. No era la voz de Rosita; parecía como la de un hombre.
El tono era suave, pero a instantes levantaba la voz y extraviaba la melodía.
-Nunca ha cantado. Vamos a la puerta. ¡Es Clavel! -me dijo Cámac,
Le ayudé a salir abrazándolo por la cintura; hice que se apoyara en la baranda. Estaba muy
exaltado; parecía él mismo algo extraviado.
Afuera pudimos percibir la letra de los cantos. Eran huaynos que mezclaba con la letra de
tangos y rumbas:

Maldita la suerte de la flor,


maldito el destino
¡ay inocente! por qué
padeces ... Negra, negra
consentida, negra de mi vida,
quién te quiere a ti... .

-¡Está loco! -dijo Cámac, apretándome el brazo-. ¡Pobrecito, hijo de mujer, desconocido!
-Sí, hermano. Pero mejor no escuchemos más. Regresemos.
-¡Pobrecito! Ya no tiene cabeza, no puede recordar ni sus cantos. Su pensamiento está
mezclado; seguramente que a su ánimo le ha tocado ya el infierno de los suplicios. ¡Estará
llorando!
Se ahogó la voz de Clavel en el segundo verso de la rumba.
Pero volvió a cantar, en seguida:
Tomo el agua de este río
concho y todo, para que la
tierra me agarre; !yo
volveré, yo volveré!
-¡Silencio, rosca! -le gritó el negro guardián. Pero Clavel siguió cantando:

Al mundo nada le importa,


¡yira, yira!

-¡Silencio! -volvió a gritar el negro.

Estaban asomados a las barandas casi todos los presos del segundo piso. Los apristas se
habían concentrado en varias celdas y esperaban la decisión de sus jefes.
Maraví apareció en la puerta de su celda, seguía abotagado; escuchó atentamente el canto,
y se decidió; fue a paso rápido, aunque tambaleándose, hacia el negro guardián. Llevaba
una chaveta en la mano derecha. El negro pestañeó y retrocedió unos pasos.
-¡Que cante tranquila, so negro gallinazo! -gritó Maraví. Le acercó la punta de la chaveta
al estómago.
-Sí, patrón -dijo-. Ahora sí, patrón.
-¡No tiembles, mierda! ¡Que cante bonito, como ella quiera! Fue hacia la celda; no la abrió.
Desde fuera le habló al preso.
-Amorcito, canta no más, como canario en jaula. Pero Clavel enmudeció.
-¡Como canario en jaula! -volvió a decir Maravi-. ¡Amorcito! Esperó un rato, apoyándose
en la pared.
-¡Estos hijos de puta me la han malogrado metiéndola a puta! Era engreída, rica... ¡ Estos
gallinazos sólo comen carne podrida! ¿De dónde ha sacado esa voz mi Clavel? ¡Canta,
hijita, canario en jaula! -rogó.
Pero no volvió a cantar. Maraví esperó, agarrándose de los barrotes. Se impacientó y se
puso a cantar él:
Anita, ven, entre mis brazos te
acariciaré...

E intentó dar unos pasos del vals. Se alejó un poco de la celda. Clavel seguía mudo.
Maraví volvió a acercarse al negro joven. Lo miró, balanceándose.
- Tú me respondes, gallinazo -le dijo-. ¿Qué le has hecho para que cante con voz de loca?
¿Qué le has hecho? Cuando yo, su marido, le pido que cante, no quiere.
- Yo, maestro... nada, nadita... ella sola.
Maraví le volvió a poner la punta de la chaveta en el estómago -
¡Canta tú entonces, gallinazo, si quieres vivir! ¡Pronto!
Los vagos se acercaron lentamente, en recua, yendo no de frente, sino caminando de un
lado a otro, cruzándose, como buscando un sitio claro por donde ver a Maraví y al negro
mientras avanzaban.

Idolo tú eres mí amor,


préstame tus agonías ...

El negro levantó la voz, una voz brillante y altísima.


-¡Eso! -exclamó Maraví entusiasmado-. ¡Eso, hermanón negro! Me voy contento. La pobre
puta ya no me conoce; se ha olvidado de su gallo ¡Está confundida...! ¡Sigue, negro; sigue,
hermanón!

Mientras el negro joven seguía cantando en tono altísimo Maraví fue caminando hacia su
celda, un poco de costado, como bailando, con el brazo izquierdo estirado y el otro sobre el
pecho. Llegó y cerró despacio la puerta.
En ese momento Clavel abrió la reja de su celda; sacó la cabeza hacia afuera. Tenía ojeras
pintadas, excesivamente grandes; los labios rojos, grasosos. En su rostro hundido y
amarillo resaltaban las cejas negras. Su melena que parecía recién peinada, también tenía
grasa.
Miró a uno y otro lado; sus ojo; rotaron, despavoridos, y se detuvieron en Cámac.
-¡Tuerto! -dijo.
El negro joven que había quedado rígido, como pegado a la pared, descubrió la cabeza del
Clavel.
-¡Adentro! -le gritó.
Pero él tuvo tiempo aún para exclamar:
-¡Tuerto; pobrecito!
Los vagos venían; habían tomado la dirección de la celda del Clavel y seguían avanzando.
Un ladrón que ocupaba una celda en el segundo piso no se atrevía a pasar entre ellos.
Puñalada tocó un pito e hizo restallar su látigo. Los vagos se detuvieron, pero no
regresaron. Entonces el negro hizo sonar una campanilla, la misma que tocaban a la hora
del rancho. Los vagos corrieron hacia la gran reja, sacudiendo sus harapos, agarrándose los
pantalones; algunos resbalaron y cayeron.

El ladrón quedó solo en medio del pasadizo. Dudó unos instantes y luego se dirigió
decididamente a la celda del Clavel. Entregó un papel al negro y entró a la celda. -Más
que sea con "eso", está bien que hayga un burdelito aquí, aunque va a durar poco -dijo
alguien en el segundo piso-. Al Clavel casi no le dan de comer... Ya usted sabe... Es ni
más ni menos que una del 20.
-Mejor -contestó otro- es cariñosa. Esas del 20 se echan como vacas.
-Con la putería, el pobre, se ha acordado de sus cantos que aprendió cuando era chiuche (1).
Dicen que antes no cantaba.
-No cantaba, pues -intervino un tercero-. Sería mejor que no cante su tono es extraño,
como de muerto.
-¿Cómo de muerto?
-Un vivo no cambia así el tono.
¿Y el muerto cambia?
-Es un decir, compadre. En la sierra, caminando en las cumbres las almas condenadas
cantan feo.
-Que salga el "Triguero" y entro yo. Hay que aprovechar estos días.
Nos detuvimos oyendo la conversación de los hombres del segundo piso.
-¡Tuerto; pobrecito! -repitió Cámac con voz desfalleciente.
- Vámonos - le dije.
Tuve que ayudarlo a caminar; se doblaba. Ya en la celda hice que se recostara sobre la
cama.
-¿Qué mal tendré? -preguntó-. ¿Viste que levantó los ojos y me miró?
¡No estaba con locura en ese rato; el corazón roto tenía, más que el mío; pero seguro que
me ha dañado, me ha dañado con fuerza!

-Eres comunista, hermano Cámac, ¿crees todavía en presentimientos y en daños? De


cosa de nada dependía mi vida, hace tiempo. Los soplones de La Oroya me molieron, me
bañaron, me pisaron en el suelo; me echaron tierra a los ojos. Escucha mi pecho; está
roncando...
Le ausculté el pecho. El corazón tenía un ruido atropellado. Le tomé el pulso y corría
desigual, en ondas menudas.
-No voy a terminar la guitarra -dijo-. Ahí están las piezas. Ese probrecito, con el
sacrificio, ha recordado los cantos que le habría oído a su padre.
-Descansa, hermano Cámac le dije. No te fatigues.
Me arrodillé junto a él.
De su ojo enfermo se derramaba el líquido denso. Limpie con mi pañuelo ese llanto que
empezaba a rodar sobre las mejillas. Su ojo sano se mantenía cristalino, como ciertos
manantiales solitarios que hierven en las grandes alturas. Hierven levantando arenas de
colores. azules, rojas, blanquísimas y negras, que danzan alzándose y cayendo al
fondo. Uno se mira en esas aguas mejorado, purificado, aunque la imagen se agitan a
instantes, imitando la vida.
-Agárrame, hermano -me dijo Cámac, ahogándose.
Me senté, puse su cabeza sobre mis brazos. Abrió la boca. Su cuerpo empezó a temblar.
Iba enfriándose. No pudo hablar más.
Su delgado cuerpo se quebró; su hermosísimo ojo sano fue apagado por una onda azulada
que brotó desde el fondo; le quitó la luz.
Le bese en su ojo moribundo. El otro se había secado y hundido.
La celda, sus paredes en que las chinches se escondían, el techo húmedo y bajo, quedaron
como iluminados . Algo de la piedad que brilló en los ojos despavoridos del prisionero
había en la muerte de Cámac.
Sentí que la celda se ahogaba en luz, como si el sol del crepúsculo de la costa nos
alumbrara desde la puerta.
Le cerré los ojos al minero. Estuve largo rato sosteniendo su cuerpo... Y nunca
comprendí mejor la fuerza de la vida. Sus ojos cerrados, su cuerpo inerte, me transmitían
la voluntad de luchar, de no retroceder nunca.

Deposite su cuerpo sobre la cama. Le crucé los brazos; levanté un poco su cabeza sobre la
almohada.
Su rostro se fue adelgazando más. Seguía percibiéndose la diferencia entre sus dos ojos, a
pesar de que estaban cerrados. La nariz pálida hacía resaltaba esa diferencia, la inarmonía
de las cuencas. Su cara rígida seguía inspirando poder y ternura. Solo entonces me acorde
que su nombre significaba "el que crea, el que ordena".
Fui a dar la noticia. Afuera no había luz. Los vagos caminaban en el piso bajo, a la
sombra. Fui paso, hasta la celda de Pedro. La sesión continuaba. Se oían voces adentro. Me
recline en las barandas y esperé .La puerta de la celda de Luis estaba también rebosante de
presos que escuchaban. En las otras celdas, los apristas esperaban, disciplinadamente,
informes y órdenes.
Aplaudieron en la celda de Pedro.
-Ya ha terminado -dijo uno de los que estaban fuera .Se hizo a un lado y empezaron a salir
los otros .Torralba me descubrió; se abrió campo.
-¿Qué pasa? -me dijo-.Tienes otra cara.
-Necesito hablar con Pedro -le conteste-. Acaba de morir Cámac.
-Regresen, camaradas -les dijo a los otros en voz alta-¡Entren! Gabriel tiene una noticia
muy mala.
Se volvieron hacia mí todos, me dejaron pasar .Pedro estaba sentado sobre un cajón;
Fermín seguía aún de pie, solemnemente, cerca de Pedro.
¿Qué hay, Gabriel? -preguntó Pedro.
Se le veía fatigado.
-Señores -les dije-. Cámac ha muerto.
Pedro se levantó.
-! No se muevan! -ordenó-.Tenemos que considerar tan terrible noticia. ¿Quién está con
el cadáver?
-Torralba ha ido, y yo también vuelvo. .
-Está bien. Los demás se quedan. Tenemos que considerar la situación. Es la primera vez....
-Yo me voy -le dije .Me abrí campo y salí.
Los otros se quedaron, se apretujaron más en la celda.
Encontré a Torralba arrodillado junto al cadáver.
-No rezo -me dijo.-. Me arrodillo ante él. Era el camarada más limpio, el más valiente.
Algunos creían que interpretaba el comunismo a su modo, y lo criticaban; Pedro lo quería y
lo cuidaba. Era el más grande entre los mineros. Los apristas lo respetaban, la Copper le
temía y odiaba. En la cárcel de La Oroya lo mataron de veras. No sé como ha vivido hasta
ahora.
Se inclinó más y le besó en la mano izquierda.
-¿Cómo quedarás tú? -me dijo.
-Bien - le contesté-.Respetaré su memoria. Murió en mis brazos. Me acompañara durante
toda la vida. ¿Por qué los guardias me llevaron directamente a su celda, cuando nos trajeron
de la intendencia?
-Porque quizá sabían que él estaba solo. En las otras hay dos o tres ;en las de los apristas,
tres y aun cuatro ... Pedro y Luis también están solos.

Escuchamos los pasos de los comunistas. Pedro entró primero a la celda,


-Camarada Cámac; ¡Gloria a ti que has muerto en la lucha! -dijo-. Pueden pasar.
Pedro se quedó junto a la cabecera del muerto. Sus ojos fatigados estaban ahora
inquietos. Se agarraba la cara de vez en cuando.
Los comunistas desfilaron. No lloró nadie. Se detenían un instante frente al cadáver, y los
hombres salían de la celda, solemnemente, a paso de marcha.
Cuando pasó el último, y se quedaron en la celda Torralba y Pedro, les conté cómo había
sido la muerte.
-No debí permitir que se quedara contigo-dijo Pedro-, No debí permitirlo. Tú eres un
sentimental pequeño burgués y él era un indio emotivo. Nunca asimiló bien la doctrina.
Era un comunista intuitivo, por su clase y su casta. ¿Cómo es posible que haya trabajado
por primera vez con sus herramientas, después de tantos meses? Tú lo entusiasmaste.
Cantabas música de serranos. y él se decidió a fabricar una guitarra y una mesa, cuando ya
no tenía pulmones. En cierta manera ¿no es verdad...?
-Usted no conocía a Cámac -le repliqué antes de que concluyera; no le permití pronunciar
las últimas palabras-. En la soledad se consumía. Yo le traje los recuerdos de los pueblos
que amaba. Dormía tranquilo. Nos reíamos. Sus últimos días fueron alegres, hasta donde
es posible en este infierno.

-Tú excitabas sus nervios, lo inquietabas, agrandabas sus defectos. Ahora mismo hablas
como un pequeño burgués sentimentaloide.
Guardé silencio; lo examiné. Estaba animado, encendido, por primera vez dominado por
las pasiones.
-Pedro -le dije-. Usted no conoce la sierra. Es otro mundo. Entre las montañas inmensas,
junto a los ríos que corren entre abismos, el hombre se cría con más hondura de
sentimientos; en eso reside su fuerza, El Perú es allá más antiguo. No le han arrancado la
médula. Cámac también me llamaba pequeño burgués, pero por otras razones...
-Hablas con demasiadas palabras. Las inmensas montañas... El comunista no se distrae en
detalles ... en la hojarasca. Nosotros vamos al grano.
-Yo no soy comunista-le dije-. A un país antiguo hay que auscultarlo. El hombre vale tanto
por las máquinas que inventa como por la memoria que tiene de lo antiguo. Cámac no esta
muerto.
Torralba y Pedro se miraron varias veces, consultándose. Los otros escucharon desde
afuera.
-Gabriel -me dijo Torralba-, no hay que trastornarse. Sabemos que Cámac te quería.
-Nunca he tenido el pensamiento más claro. Pedro debiera ir a la sierra por un tiempo.
Discutiremos sobre la hojarasca y el grano cuando Cámac ya no esté aquí.
Pedro se calmó.
-Discutiremos -dijo-. Nosotros hemos de formar un hombre nuevo. Nada menos.
Destruiremos todo lo que se oponga a esa obra. Estimamos a algunos intelectuales
formados dentro de la burguesía, pero desconfiamos de ellos porque son arbitrarios,
individualistas y sentimentales. Discutiremos, Gabriel. El intelectual comunista ha de ser
todo de acero, aun su sentimiento sin que deje de ser sentimiento...
-Viene Luis -dijeron desde afuera.
El líder aprista ingresó a la celda. Sin mirar el cadáver, le dio un abrazo a Pedro. -Mi
pésame por la pérdida de ese luchador obrero que fue Cámac -dijo fríamente-. ¿Que
han acordado?
-Si nos permiten lo velaremos aquí; si no a la hora en que se Io lleven realizaremos una
actuación.
-Bien. Estaremos con ustedes.
IX
Sobre el cemento del piso y de los muros de la celda restregué la punta de mi cuchillo de
mesa. Durante varias horas trabaje, cambiando el postura, para convertir la hoja roma en
cuchillo de pelea. Debía de tener verdadera punta y filo.
Rogué a Torralba, a la hora del rancho, que me trajera del comedor, mi plato de frijol con
arroz y el pan.
Los presos iban en tres turnos al comedor que ocupaba un pequeño pabellón afuera, en el
gran patio del Sexto. Los vigilaban guardias armados. Servían en el almuerzo frijol
revuelto con arroz, sopa y pan.
"Hay que comer, lo que sea", aconsejaban los veteranos. "El que no come en el
Sexto va derecho al panteón". Por eso yo comía el frijol y sus gusanos, el pan que en
grande y bueno.
No podía tragar la sopa, porque olía a yerbas y a no sé qué podredumbre que me causaba
repugnancia.
Algunos presos cerraban los ojos antes de tomarla, como quien va a tragar un purgante:
“Tiene zanahorias” -decían-, un poco de col y fideos gruesos. Son alimentos". Esos presos
lucían bien. Mientras que otros como yo, que sólo nos servíamos el segundo plato. y no
íbamos a comer, porque no daban en la tarde sino la sopa, enflaquecíamos rápidamente.
"Ya comerán la sopa", pregonaban. “Es fea pero es mejor que el frijol podrido".

Torralba me trajo el plato y el pan, cuando seguía aún afilando el cuchillo.


-Nos quitaron la visita por un mes- dijo al entrar.
-¡Y el desayuno! -le pregunté-. ¿Cómo lo haremos? -
Dejarán entrar los paquetes. Tendremos leche y cuáquer, -
¿Qué te parece? -le dije, mostrándole el cuchillo.
-Has avanzado mucho. Pero eso será como un fleje ante una chaveta.
-Ya lo sé. Pero con esto ya puedo entrar hasta las tripas de un "paquetero".
-Si al "paquetero" lo coges dormido.
-No exageres. Mucho depende del coraje, de la decisión que lleves.
-Ellos no tienen coraje sino maestría. Pelean tranquilos, buscando el débil del contrario.
No fallan.
- Yo envolveré la empuñadura con trapos. Atacaremos al oscurecer. Si falla el piurano o lo
rodean, intervendré.
-Será mejor que el piurano desafíe a Puñalada. Quizá respeten las reglas, por odio al
negro. ..
-Luchando contra un hombre honrado, no. Aunque el piurano me dijo que le daría una
rodeada y que con sólo eso el negro se asustaría,
-No, Gabriel; si hace eso, va a la muerte segura. Es el estilo del campo: cuando luchan dos
ante la garantía del pueblo. Aquí, a los primeros pasos que dé para rodear al negro le
meterán una puñalada por la espalda. Que lo corte sin advertírselo; que le dé un tajo en el
cuello, y si cae, quizá corran todos para que no se les eche la culpa.
-Le diré eso esta noche. Voy a llevarle mi cuchillo. Supongo que no le has dicho nada de
esto a Pedro. .
-No. Pero en el primer piso ya deben saber todos que el piurano hizo callar al negro.
Puñalada hará algo, tiene que hacer algo, porque si no, las bandas de Maraví y del Rosita
lo borrarán del Sexto. Ha comenzado la agonía del negro, pero en favor de dos maleantes
tan bestias como él. El Rosita es perverso. Él es el causante de la locura del Clavel, el
Maraví lo sacrificó por mantener su negocio. ¡Algo feo va a suceder abajo! Porque Maraví
también está agonizando. A ratos, pegado a las rejas de su celda, aguaita al Clavel, y
seguro que ha visto la asquerosidad de ayer. A nadie, ni aun en el Sexto, han desgraciado
en esa forma. Ahora todo se ha cornplicado con lo del piurano.
El Maraví quizá espere que el piurano despache al negro, y si el negro despacha al
piurano, Maraví siempre gana .Al negro lo llevarán a la cárcel. Puñalada también sabe
todas esas cosas. Dile al piurano que se cuide de todos. Que a comer vaya en el turno de las
cinco, en pleno día.
-Lo he visto ir siempre temprano. ¿Así es que el Maraví debe haber padecido anoche?
¿Crees que esas gentes sufren?
Más que tú, si les sucede algo como lo de ayer. Tienen instintos no más. Sufren con todo
el cuerpo. Clavel era su camote .Algún negocio muy fuerte debe tener con Rosita y con
el negro por otro lado. ¿Convertir en eso... al Clavel? Y está cerca de su celda. Se
emborracha todos los días; debe morder los barrotes de fierro de su celda. Y lo del piurano

...
¡Va a cantar esta noche Maraví! .
-Es posible que todo acabe mal... Pero será después de la muerte del negro. ¡No antes,
Torralba! Yo no tengo miedo; por el contrario...
- Ya sé, hermano; la prisión te ha agarrado por allí, como al piurano.
-Somos de la misma laya. No valgo un solo pelo de su barba, pero sin duda somos de la
misma laya. ¡Que vengan los acontecimientos, que nos rodean los "paquereros"¡Por lo
menos me hundiré en las entrañas de uno de ellos. El piurano degollará al Puñalada. No
oirán ustedes nunca más su grito triste, como del infierno.
***
Bajé donde el piurano a las cuatro de la tarde. Puñalada tenía a tres "paqueteros" a su lado;
me siguieron con los ojos hasta que entré donde el piurano, -¡Todo listo! -me dijo-.
iVa'usté a ver!
Se agachó, levantó el colchón de su cama y sacó de allí un largo cuchillo en punta, con
mango tosco de madera y unos remaches gruesos.
Le mostré el mío. Sonrió.
-Estamos, joven, como cuando éramos churres, jugando a matar al moro Oiga usted, hay
silenciosidad abajo. Yo' estao parado en la baranda. ¡Purá' correteadera entre los
"paqueteros" y chaveteros del negro, toda la mañana! El Rosita ha venido mucho donde el
Sargento, y mi'a saludado con empeño: "Buenos días, señor", "Buenos días, señor". Oiga
usté, con harto respeto.
-Si cae el negro, se quedan ellos de amos, Maraví y el Rosita. Los dos odian al Puñalada.
Mi amigo Torralba dice que calculemos bien, que Maraví y el Rosita van a esperar que
usted les elimine al negro.
-Yo no tengo que hacer con esos juegos. Si hay la ocasión, de un machetazo al cuello o a la
cabeza yo lo despacho. Tome el grueso de esta arma. El cuchillo era ancho y pesaba. -Soy
de un solo hablar. Los hígados se hinchan a cada hora. El chiquito ese me'a besao la mano.
¡Nu´a de ser en vano, amiguito! Mí mujer trabaja como hombre, mis cuatro hijos son
mayores. El subprefecto es cabro d'ellos. Yo aquí hago un bien degollando a ese gallinazo
asesino.

-Desde las seis estaré en las gradas.


-¿A ver su cuchillo? Largo trabajito ha hecho. Nu'es lo mesmo cortar carne cocida. Lu'a
hecho usted valiente al cuchillito, joven.
Me palmeó en la espalda. Salió el sol en ese instante e iluminó el corredor. Yo no había
observado el ciclo cuando baje precipitadamente a buscar a don Policarpo.
-Con el calentar, la asquerosidad di'abajo aumenta -dijo el piurano-. Los pobres vagos van
encontrar más fácil sus piojos. Se van a rascar cochpiando en el suelo. ¡Cómo al cristiano
lo hacen pior qui a'un chancho enfermo! ¡Comu'es el destino! Aquí tengo que terminar
degollando al más desalmao, al más pior criatura, al más triste vergüenza d'este mundo,
qui lu'an hecho en la capital que dicen. La puerta de la celda, como todas, estaba cubierta
de cartones hasta el último barrote transversal, y nadie nos podía ver sino empinándose.
-¡La más triste vergüenza d'este mundo! -repitió.
Una correa ancha, gastada y ya grasosa, le sujetaba el pantalón y le ceñía la cintura.
Llevaba zapatos de hechura poblana, con la suela dobleancha y los huecos de los pasadores
protegidos por refuerzos de metal amarillo. La cólera y la evidencia de la misión
providencial que debía cumplir se reflejaban en el ceño de la frente, en la calma con,que se
paseaba en la celda, casi dando vueltas, y ensombrerado.
- "¿A quién se parece -me preguntaba- a quién?" Y volvía a examinarlo mientras él
caminaba.

Después del silencio, dejó su cuchillo sobre la cama y se me volvió a acercar:


-Oiga, joven -me dijo-, aquí hablando entre hombres, voy a pedirles un favor. Mire usté.
Loe'stao considerando a usté ahorita como usté a mí; sea dicho. No muera aquí. No tiene
experiencia. Ni'hay por qué caer en el golpe di un gallinazo, siendo tan criatura. Yo sería
su asesino di' usté, sí un muermo de gallinazo le quita la vida. En mi pueblo peleamos
cuando hay chupadera y la cabeza se pone como candela. Hey despachado a algunito, en
desafío, en delante del pueblo. Y eso no es pecao. Naides se queja. La conciencia queda
con su tranquilidad. Usté es di'otra laya; nu'es pa' entrar con cuchillo a sacarle el cuajo a
un vecino y menos a un mierda de gallinazo. Hégame usté ese favor. Regáleme su cuchillo
qui´uste ha hecho, pa' un recuerdo, si salgo entero d'este pleito. .

-No puede ser, don Policarpo... Yo me siento honrado de entrar con usted en esta pelea. Yo
lo he metido…
-No joven. Usté es de seso aunque no tiene experiencia. Yo sé que uste me estima., seguro
más de lo debido ¿Cómo va'usté a entrar a peliar con esa pestelencia? Si muero moriría
desesperao di'haber consentido qui´uste agarre cuchillo, sin saber cómo si'hace; y'un
gallinazo, antes de su tiempo, lo mata. Hey pensado maduro. ¡Regáleme su cuchillo, si en
deveras usté me da su preferencia! Le ruego, como que yo tengo 58 años y usté a lo más 2
l.
Le entregué el cuchillo. . .
-Gabrielito -me dijo-. Eres verdadero. Si me aciertan, algún día ande a Chulucanas a
conversar con mes hijos. Allí nu'hay vientos con pestelencia que crían estos gusanos
calatos, come piojos ¡pobrecitos!, y los roscas. ¡Jamás de los jamaces! Si apareciera por
maldad, uno,!' enterráramos junto con su madre, en el cerro, donde sopla mal viento, no
donde se lleva a que descansen los humanos, cuando han muerto.
Me trató de tu como a un muchacho de su pueblo. .
-¡Cómu'es la vida! -dijo-. Se siente tranqu1idá cuando el corazón le manda a uno degollar
a algunito que con su sombra errita la tierra.
-¿Y dónde va a llevar su cuchillo, ahora que vaya al comedor?
-Aquí, pues.
En forro del saco tenía una especie de vaina con el extremo de cuero.
-Di'aqui se saca fácil. Es la usanza. Aunque nu'es pa' cuchillo tan grandote.
Puso la hoja en la vaina y la extrajo en un instante. . . . , .
-Nu'hay primera herida de chaveta que sea de muerte: Habrá tiempec1to pa´mi también.
Di'un huacavelícano le'y comprado el cuchillo. Está con calenturas aquí, en la otra celda.
Yo lo atiendo. ¿Pa qué habrá escondido este cuchillote?. L'uan traído de aquí cerca, dice,
por matancero sen lecencia. Los destinos tienen su cadena.
Puñalada voceó el segundo turno del comedor. ., . .
-Yo tengo que encabezar, Gabrielito. Quédate en la baranda di´aquí. Si hay algo por
atrás, silbas fuerte.
Se puso el cuchillo en la secreta, el otro lo guardó debajo de la almohada.
-Yo, dende allá hey venido con mi cama-dijo.
Me miró como despidiéndose.
-Hasta luego, muchacho.
Salió emsombrerado.
Bajó las gradas sin apresurarse. De espaldas a la gran reja, tranquilo, se paró muy cerca del
negro. El cabo y tres policías esperaban afuera. Empezó el lloriqueo de siempre de los
vagos.
-¡Mi latita, patrón!
-¡Patroncito, en este papelito!
Los vagos se movían; había sol y estaban algo entusiasmados. Un negro viejo, que bailaba
de vez en cuando, pidiendo limosna, le jaló del brazo al piurano. Podía ser una treta; el
piurano no le hizo caso.
Abrieron la reja, y don Policarpo salió al patio. Puñalada permaneció mudo. Cuando cerró
la puerta, se volvió hacia mí. Giró sus grandes ojos indiferentes y me miró un instante.
Aunque tenía, aparentemente, la misma impasibilidad del rostro, estaba intranquilo.
Espantó a los vagos, que aguardaban el regreso de los políticos, cerca de la puerta.

***
El negro viejo zapateador se dirigió a su celda y apareció en seguida con una quijada de
burro en la mano. Empezó a danzar rascando los dientes de la quijada con otro hueso.
Avanzó así hasta el centro del pasadizo. Un viejo criollo lo siguió, imitando con dificultad
el baile. El negro se detuvo y puso en el suelo los dos huesos.
- ¡Anda! ¡Silba, pué!- le dijo al viejo criollo.
Yo había visto bailar el son de los diablos en la calle de Santa Catalina, desde mi cuarto de
estudiante. Seguí a los bailarines hasta el barrio de Cocharcas, Varios ne- gros marcaban
el ritmo en quijadas de burro que rascaban con pequeños huesos. Era una danza
monótona y penetrante.
El negro viejo del Sexto no bailaba ese son. Era un zapateado fino. Con el cuerpo
encorvado y los brazos sueltos, danzaba con maestría. Los políticos salían a las barandas,
los del segundo piso también se asomaban al corredor para verlo. Los vagos formaban
entonces un ruedo cerrado, con suficiente espacio.

Aquella tarde el sol brillaba junio a la puerta grande del penal, sobre la hume- dad de la
lluvia y los orines. En el patio de afuera, resaltaban las pequeñas piedras, entre la luz de
la arena. En el patio interior, la única estaca que fue parte delas cabinas de los wáteres,
sudaba; le salía como un brillo de grasa oscura.
El negro empezó a bailar. Sus zapatos viejos y demasiado grandes golpeaban el piso con
energía increíble, marcaban un ritmo feliz. La danza conmovía los rígidos muros, los
rincones oscuros del Sexto; repercutía en el ánimo de los presos, como un mensaje de los
ingentes valles de la costa, donde tos algodonales, la vid, el maíz y las flores refulgen a
pesar del polvo.
Terminaba el negro, fatigadísimo, cada figura del baile. Sin embargo, su compañero y él
iban animándose. El viejo criollo cantaba o silbaba. Concluido un ritmo descansaban
un instante y empezaban otro. El negro iniciaba la danza con un preámbulo, una especie
de paseo, que desembocaba en el zapateo de figuras distintas al ritmo anterior. Los vagos
oían o veían al negro, detenidos, sentados en el suelo, o de pie, tratando de divisar la
cabeza del bailarín. Los que habían ganado las primeras filas defendían sus puestos. El
Pianista solía sentarse y llevar el compás con la cabeza, agachada como para llorar. El
japonés se quedaba solo, rascándose, apoyado en la estaca, sin comprender ni interesarse
por el tumulto ni el baile.

Esta vez, el viejo negro danzó en la mejor oportunidad, cuando el Sexto estaba bajo
amenaza, deprimido y exaltado al mismo tiempo, por luchas y malos presentimientos.
Casi todos los presos salieron a verlo.
Un grito feo resonó de repente entre los muros, cuando el negro iniciaba el cuarto ritmo.
Clavel, remeciendo las rejas de su celda, llamaba. Estaba delante de la cortina, desnudo
hasta la cintura. Sólo le cubría el cuerpo un saco grande y rotoso. Su guardián, el negro
joven, lo empujó, y bajó Ja cortina. Yo pude ver su rostro blanco, sus cejas pintadas, su
barriga casi desnuda.
Puñalada vino pronto con su azote. Dispersó a latigazos a los vagos. El negro viejo y su
compañero se quedaron solos. Los vagos y "paqueteros" no los atropellaban porque Maraví
los protegía. Gastaban las limosnas en coca y ron.
Puñalada, por primera vez, los azotó.
-¡Ea, negro! ¡Estás loco! -le gritó el cabo.
El negro viejo zapateador lloró. El otro se quedó sentado.
-¡No llores, viejo! Ese gallinazo debe estar pior que tú por dentro -le dijo.
Se quitó el saco y lo extendió en el suelo.
Llovieron las monedas. Entonces se puso de pie el zapateador. Levantaron el saco y
recorrieron el callejón del Sexto. Cerca de la escalera, Pacasmayo les arrojó un sol
envuelto en un billete de media libra.
Luego volvió el silencio. Los vagos que se habían metido a sus celdas se atrevieron a
salir y empezaron a dar vueltas, sin alejarse de las celdas; algunos se queda- ron parados
apoyándose en los muros. El sol se retiraba del patio y enrojecía. Subí a la carrera al
tercer piso.
¡Se veía la isla! Encendida por detrás, sobre el océano violáceo, el perfil dela isla
aparecía; pero el fondo, las rocas, el gran monte central, estaban negros entre tanta
luz.
-¿Oíste el grito del muchacho? -me preguntó Pacasmayo
Lo vi también a él. Estaba desnudo hasta la cintura.
-¡Yo también lo vi, carajo! -exclamo-. Lo vieron estos ojos que ya para nada sirven. Su
llanto le corrió hasta la barriga. El negro lo empujó como a una bestia. Puñalada ha
azotado al negro viejo, a Sosa; que aunque no lo creas, no está por vago sino por político.
Dicen que es un gran “enemigo" del General, como yo, que ni sé bien cómo se llama.
¿Ves el sol, lo ves? • ' ' -Sí -le dije.
-Se está muriendo en sangre. En sangre, mi estimado. ¡Acuérdate sólo de eso mi
estimado! ¡EI sol, tan jefe, tan rey, se revuelca en sangre! ¡Así granate, como mi cuello!
Entró precipitadamente a su celda. El corredor del tercer piso estaba ya desierto. Volví al
segundo piso.
Yo no había visto lágrimas en los ojos del Clavel, Pacasmayo, en su locura. ¿Vio correr
llanto en la cara del muchacho, o fui yo quien no vio lo que de veras ocurría?

Un silencio, inusitado sofocaba al penal. Sosa, el "político", "enemigo" del General, nos
había traído la visión de los campos de la costa, por unos minutos. Después se encrespó el
Sexto, tal cual era, pestilente, para luego recogerse en esos raros instantes de tranquilidad
que amenazaba.
Aparecieron los presos del segundo tumo en el patio. Puñalada llamó al tercer grupo. El
piurano venia por delante. Me miró antes de pasar la reja. El negro permaneció tranquilo,
aunque después que entraron los presos, sonrió mirándose las manos.
-Se ha reído con sarcasmo el Puñalada -le dije a don Policarpo.
-¿Cómo es eso? -preguntó.
-Como con burla.
-¡Ah! Ya el pobre no tiene más que sus dientes para desfogarse. Yo le'mirado. No mi'ha
hecho frente. Ahura voy a mi celda. Hay que dejar tranquilo el cuerpo hasta quí si´haga
noche. ¿Sabes, muchacho? Ahura le voy a entrar. El negro está esperando, pues; lu'e sentido
al pasar a su lado ... Quedamos en lo dicho. Hasta luego.
-Sí, don Policarpo; hasta luego.
Me quedé en el corredor. Los presos del último turno atravesaban el patio. Puñalada,
apoyado en la gran reja, tenía el ceño fruncido, como si por primera vez se viera obligado
a reflexionar. Había aun luz del día. Pude ver su ceño abatido. No le hablaban los hombres
que estaban junto a él. Cuando ya iba a subir al tercer piso, Puñalada le dijo algo a uno de
los "paqueteros". Yo estaba cerca. Me pareció que su semblante preocupado endurecía;
levantó la cabeza y siguió con la mirada al "paquetero" que marchaba hacia el fondo del
penal.
El "paquetero" formó una corta fila de hombres delante de la reja del Clavel. El joven
negro guardián empezó a llamar en voz baja al muchacho. Yo subí al tercer piso; me
detuve un instante en el extremo del corredor. .
Se podía ver todavía la isla, aunque se iba formando una vaporosa niebla en el horizonte.
Con la luz del mar y de la niebla casi transparente, el sol había crecido; era una inmensa
media esfera hundiéndose en las aguas. Su resplandor despertaba en la memoria,
tenazmente, la imagen de las playas y los valles, de los arenales, del desierto que a esa
hora estañan convertidos en llanuras doradas; las aves del mar buscando las islas en filas
negras e interminables, aleteando en esa luz que era más de tierra y del ser humano que
del ciclo; y la faz de los Andes, altísima, calcinada y sin árboles.
. . .
Bajo ese resplandor y con la isla flotando en frente, el patio de la cárcel, los ruchos
uniformes de los tres pisos, el callejón de abajo, nauseabundo, donde los vagos tiritaban,
parecían ser un monstruo, creado por alguna bestia enemiga de la luz y más enemiga aún
de los seres vivos.
Me dirigí a mi celda cuando el sol desapareció y la isla empezó a ser cubierta por la
sombra. Venía ya la niebla desde el mar. Pacasmayo me llamó.
-¡Gabriel, ven; te necesito! -rne dijo.
No le hice caso. Tenía prisa. Más abajo encontré a Mok’ontullo apoyado en el muro, cerca
de su celda. Me sorprendió tanto verlo que no le hablé. Varios apristas estaban cerca de
él.
- ¡Adiós, Gabriel! -me dijo.
Sus cejas habían crecido más en pocos días; aparecían como revueltas sobre los ojos.
Me miró con indiferencia, como cansado. Levantó un brazo y me volvió a decir
"¡Adiós!".
-¿Estás cansado? -le pregunté.
-No -me contestó-. ¡Estoy igual!
Levantó nuevamente el brazo.
-Igual -dijo-. Hasta luego.
Los otros apristas me miraron con desprecio. .
Ya en la celda, tomé mi ejemplar de "El Quijote" y busqué el pasaje que prefería: "Come,
Sancho amigo, sustenta la vida que más que a mí te importa... ".
No pude leerlo bien. Al pasar había visto la fila de cinco hombres en la puerta de la celda
de Clavel. Los presos del tercer piso rehuían el espectáculo y guardaban silencio. En el
segundo piso los presos se agolpaban en las barandas para mirar la puerta de la celda del
muchacho y reconocer a los que habían bajado. Sólo a instantes alguien gritaba un
nombre o maldecía asquerosamente. Los vagos rondaban cerca, como temiendo a los
chaveteros de Puñalada, pero girando siempre junto a la celda del Clavel, sin hablar entre
ellos.
Prendí la vela de mi celda. Me senté y volví a leer el pasaje. "Voy a llevárselo al piurano
-pensé-. Él lo entenderá. Le leeré "El Quijote"; todo el libro... si no pasa nada". En un
rincón, sobre unos cartones, tenía los pocos libros que la policía permitió que
ingresaran a la prisión.
Busqué en "Briznas de hierba", el poema que empieza con estos versos:...

Tremenda y deslumbrante la aurora me mataría si yo no llevase ahora y siempre otra aurora dentro de mí.
También nosotros ascendemos, deslumbrantes y tremendos como el sol…

Leía el poema, cuando escuché el grito de Pacasmayo:


-¡Esto se lava con sangre, carajo! ¡Ahí está la mía, aunque podrida! ¡Es sangre! Salí
afuera, Estaba casi a oscuras, pero vi aún a Pacasmayo de pie sobre las barandas de
hierro. Se lanzó contra Ja celda del Clavel.
-¡Eh, ahí! ¡Fuera! -gritó un hombre, no sé de qué sitio,
Escuché el choque del cuerpo de Pacasmayo contra la reja de la celda. Era un callejón
muy angosto. Un tumulto de hombres corrió en seguida a ver el cuerpo.
-¡Eh, Puñalada! ¡Hay un muerto! -llamó uno de los guardas de Clavel.
El negro fue galopando en la penumbra, hacia el tumulto. Los vagos se acercaban a la
celda.
-¡Sí'ha roto el cuello! ¡Si'ha chancado la cabeza! -oí la voz del negro joven. Ya era casi de
noche: la niebla oscura, y baja cubría el ciclo.
Tollos los corredores se llenaron de gente. Al tercer piso llegaba algo de la luz de la
avenida Bolivia.
-¡Es Pacasmayo, señores! -dije a voces-. Yo lo he visto lanzarse desde las barandas.
Pero nadie se movió. Miraban abajo.
-Ahí viene el guardia -dijeron.
Yo corrí a la escalera. No había llegado aún al extremo, cuando un alarido de Puñalada
repercutió en todo el Sexto.
-¡Carajo! Mi'han destripao, Mi'ahogo. ¡l.a p ... que me parió!
Venía andando. El guardia lo enfocó con su linterna; le brotaba un chorro de sangre del
cuello; pero él se agarraba el vientre.
-¡Cabo! ¡La p ... que me parió! ¡Cabo!
Se le doblaron las piernas, dio un paso, derrumbándose a un costado. Cayó de espaldas.
-¡Nadie se mueva! -ordenó el guardia.
Siguió enfocando a Puñalada. No se acordaban ya de Pacasrnayo que debía estar tendido
a la puerta de la celda de Clavel,
Prendieron en ese momento los débiles focos eléctricos que había en lo alto del penal.
El negro hizo un esfuerzo por levantar la cabeza. . "¡No! -pensé-. No ha sido el piurano.
No se le ve allí".
Bajé la escalera. Encontré a don Polícarpo contemplando el cadáver desde las barandas.
Pude llegar a él con gran esfuerzo, porque el angosto corredor estaba repleto de gente.
-¡Don Policarpo! -le dije.
Se volvió, me tomó del brazo y me llevó a su celda.
-Mi' adelantaron -dijo tranquilamente-. Su boca no, pero sus tripas si'han revolcado en
este'asco del suelo que él manchaba con sus escupes, con su mala sombra. ¡No habrá otro
pior! Y si aparece otro, ahi'staré, Todo mi cuerpo ya era bien filo pa'entrarle al negro.
-¡Volvamos! -le dije-, Pacasmayo está en el suelo, en la puerta de la celda del Clavel. Se
ha matado; no ha podido soportar... eso, don Polícarpo.
-Estaba loco. Quizá ansí está más tranquilo.
Salí de la celda. Bajé al patio. El piurano me siguió,
-¿Qué quiere? -me preguntó el sargento que acababa de llegar. . .
-El señor... al que le dicen Pacas mayo se arrojó del tercer paso. Yo lo vi -le dije.
-¿Hay otro muerto? ¿Por qué se arrojó? . .
-No pudo soportar el espectáculo de este negocio, de este infame negocio que ustedes
protegían.
-¿Qué dice? • .
-Ese negocio asqueroso, el del Clavel, a través de la reja.
-Está loco -dijo el sargento-. ¿No estaría celoso ese hombre?
-Es usted como Puñalada -le grité.
El sargento me agarró del cuello. . .,
-Está loco -dijo-. No tenemos tiempo de atenderlo.¡Vayase!-. Me empujo contra la pared.
-¿No va'usté a esclarecer las dos muertes'? -preguntó el piurano, acercándose al sargento-.
¿Y para qui'ha venido entonces? .
-No se meta, no se meta. Ya se les llamará a su tiempo. i Busquen al asesino de
Puñalada, por todos los rincones! ¿Dice usted que ese hombre se arrojó del tercer piso
contra la celda del maricón?
No le contesté.
-Viene el teniente y los investigadores -dijeron desde la puerta. •
Los vagos se habían quedado inmóviles como se les ordenó. Estaban casi todos apoyados
en el muro del fondo.
-¡Si no dicen quién fue, los colgamos a todos! -gritó el sargento.
-¡Ya saben! Los colgamos -repitieron los guardias. Pero ninguno de los vagos tenía
cuchillo ni chaveta.
-¡EI ciclo pué lu´ habrá degollado! ¡Tremenda bocaza en el cuello!-dijo el negro
zapateador. . . .
-Tú sabes, negro pellejo, tú sabes. ¡O hablas o te colgamos! ¡Ven aquí, carajo. El negro
viejo fue hacia el sargento. . •
-Yo no sé nada, sargento. Digo qu'el cielo lu'habra degollao, Era demá hasta pa'! Sexto,
sargento. Sáquenlo mismito ahora; su sangre va desparramarse, nos va dejar su
maldición.
-¡Tú sabes, negro!
Ningún político bajó al pasadizo. El piurano estaba perplejo. Me tomó del brazo.
Entraron al Sexto el teniente y dos investigadores. Los tres iluminaron con lárnparas el
patio de adelante.
-Aquí hay uno -exclamó el oficial-. Tiene la chaveta en la mano.
-¿Allí lejos?
Lo sacaron a la luz. Era el negro que exhibía su miembro. Lo arrastraron hasta el centro del
patio. Nosotros nos acercamos. Los vagos seguían de pie bajo la luz de las linternas del
sargento y de los tres guardias.
-¿Por qué lo mataste? -le preguntó el teniente. .
El negro tenía los ojos vidriosos, miraba el suelo o levantaba la cabeza; giraba los ojos sin
reconocer a nadie. Apretaba con su mano derecha una chaveta delga da, con puño
envuelto en trapos.
-¿Por qué lo mataste'? ¡Contesta.! ¿Quién te dió la chaveta'?
-Puñalada, señor, carajo, nu'hay. ¡Nu'hay!
Sus ojos seguían girando. •
-¡Entrega la chaveta! -ordenó el teniente y lo encañonó con su pistola. El negro miró
fijamente al teniente.
-¡Retírese un poco, teniente! -le previno un investigador.
-¡Cerveza, amigo; señor, carajo! ¡Cerveza! -exclamó el negro.
-¡Suelta el arma! .
El negro pareció comprender. Sonrió. Los músculos paralizados de su rostro se movieron.
Pero sus ojos seguían vidriosos. Estuvimos pendientes del rostro Y la chaveta y no vimos
hasta ese instante que el hombro y parte del pecho del negro estaban bañados en sangre.
-¡Suelta la chaveta! -gritó enérgicamente el oficial, apuntándole con la pistola.
-¡Cerveza, con putas! -dijo.
-¿Será lo que quiere? -preguntó el teniente.
-Yo cuarenta centímetro; he despachao ¡Judas! ¡Cuarenta centímetro ... !
Y con la mano izquierda, mientras apretaba la chaveta con la otra, sacó su miembro flácido
y enorme. Luego tiró la chaveta, lejos, en dirección a la reja grande.
-¡Agárrenlo! -ordenó el teniente. Dos guardias lo sujetaron de los brazos, por detrás.
-¿Quién te dio la chaveta? -preguntó el teniente. El negro idiota se orientaba como los
ciegos. -¡La chaveta!
-Pa' qui'usté tranquilo, chaveta, dos billetes -
¿De quién? ¿Quién te dio la plata?
-¿La plata? ¡Éste! -dijo, y se señaló la bragueta.
-¡Llévenlo! Incomunicado en la prevención. ¿Qu'es del otro muerto?
-¡Aquí, mí teniente! -llamó el sargento.
Fui tras ellos, a unos pasos. Vimos, al pasar, el cadáver de Puñalada, boca arriba; el revés de
las manos, blancas, tendidas sobre el cemento.
Pacasmayo estaba doblado en el umbral de la celda del Clavel. Un charco de sangre le
rodeaba la cabeza. Mientras contemplaba su rostro medio sepultado entre la sangre, los
brazos y el suelo, hice esfuerzos desesperados por recordar su nombre. ¡Francisco
Estremadoyro: Nunca un ser vivo puede adoptar la postura de un muerto. Estaba
destroncado, con el cuello roto, la cabeza en dirección absurda; los brazos como alas
quebradas.

-¿Por qué y cómo ha muerto ese hombre? -preguntó el teniente.


-Parece que por celos, mi teniente. Un preso político ha dicho eso. Se aventó desde el
tercer piso.
-¡Celos, de qué'! ¿Del maricón que está encerrado con llave en esta celda? ¿Cómo se llama
ese preso? ¿Dónde está?
-Por aquí estaba, mi teniente. Yo me acerqué.
-¡Yo no he dicho esa infamia! -dije, en voz alta.
-¿Por qué, entonces?
El teniente desconfiaba.
-¿Por qué se mató, entonces?
-Porque Puñalada vendía a este pobre muchacho. Después de nuestra queja al comisario, lo
encerraron en su celda con un candado. Y fue peor. Lo desnudaron medio cuerpo y
continuó el negocio a través de la reja. El señor Estrernadoyro estaba nervioso. No
pertenecía a ningún partido y la injusticia de su prisión lo había desequilibrado. Yo lo vi
cuando se arrojó del tercer piso. "Esto se lava con sangre", dijo antes de saltar.
-Es una historia bonita-contestó el teniente-. Que salga el maricón. ¿Ninguno de ustedes
tiene la llave de la celda?
Levantaron la cortina y enfocaron al muchacho. Estaba acurrucado en un ángulo de la
celda, lejos del colchón de paja que ocupaba el sitio opuesto. Tenía el rostro oculto entre
los brazos, junto a él había una pequeña maleta, un cajón con un lavatorio encima, un
primus, dos baldes y un pellejo en el suelo. Sobre el muro brilló un espejo biselado.
-¡Clavel! -le gritó el cabo.
-¡Levántate! -le ordenó el teniente.
-¡Está loco! -les dije.
El teniente sonrió.
-Nunca enloquece esta gente. ¡Muévete! -le gritó.
E! muchacho se apoyó con las manos en el suelo. Tenía los ojos cerrados por la fuerza de
la luz. Se levantó con gran esfuerzo. Descansó un instante, luego se volteó de espaldas y
fue retrocediendo, agachado, hacia la puerta.
-¡Está el muerto! -dijo con fatiga-. ¡No podré, patroncito; está el muerto!
-¡Baje la cortina! -gritó el teniente.
-¡Malditos por siglos los que tienen la culpa! La muerte del Puñalada nu'es suficiente. La
muerte es para el humano. Pero el qu'ha hecho esto nu'ha nacido de madre -dijo el piurano
casi gritando.
-¡Teniente! Por una indignación como la que sufre este campesino, el señor Estremadoyro
se suicidó.
-Entonces también el señor se va a suicidar...
-Amigo uniformado, usté no tiene seso de gente -le dijo don Policarpo.
-Carguen a los muertos y lleven a estos dos a la prevención, bien resguardados -ordenó el
oficial, sin tomar en cuenta las palabras del piurano.
Nos llevaron por delante. Yo no miré ya a Puñalada. •-
Don Policarpo -le dije-. Nos darán la ocasión de acusar.
-Con é5tos no hay confianza. Son destintos de la gente libre. Día a día tratando con
ladrones, con asesinos; aplicando, por oficio, el martirio. Ya no saben reconocer al
humano; ellos también pierden la conciencia di'humanos. El uniforme, amigo, es como
sepoltura que separa al galonado de nosotros. ¿Acaso ha oído lo que tú li'as dicho? "Se va
a suicidar", dijo de mí. Yo anura me río; él echó su baba sobre el muerto, sobre el cuerpo
santo d'ese caballero que era don Pacasrnayo. Y echó su baba entuavia más, alombrándole
con tantísimas linternas, al mísero d' esta vida, al Clavel. "Muévete", le'ordenó; y él vino,
como si todos los llantos de las criaturas que dicen que lloran en el limbo, lu'acompañaran
al infelice. Cuando yo maldije a los qu'habían hecho de Ja criatura esa triste miserableza
qui'andaba p'trás, cansao, mostrando su maldición, el uniformado dijo: "Entonces, también
el señor se va a suicidar". Si'hay en tu delante un anemal que parece gente, pero nu'es
gente. rnijor es ní'habtar, ¡Habla con tu concencia! ¡Hasta que extremocidades llega el
humano en la capital, que dicen! ¿Quién tuerce ansi el alma del humano? Porque, aunque
en veces el mundo apesta, nace como flor, mismo como flor nace el humano. ¡Dios si'a ido
al monte!
-Los hombres que nos resguardaban nos dejaron hablar. Parecían cansados.
Nos encerraron en una habitación que tenía varias sillas. Oímos que hablaban por teléfono.
"Sí, por celos", escuchamos que decía el teniente.
Estuvimos caminando en la habitación varias horas. El píurano se sentó, y se quedó
dormido.

Observé que se parecía mucho a los campesinos del valle de lea, prietos y corpulentos ,
siempre ensombrerados , vestidos de dril. Los había admirado cuando los encontraba
sentados en las bancas de la plaza de armas de la ciudad, bajo la dulce sombra de los ficus.
Charlaban pausadamente, en actitud señorial, y se iban caminando como si pesaran
mucho, por lo que sabían y trabajaban. Los caballeros de la ciudad me parecían, junto a
estos campesinos, extranjeros débiles que apenas soportaban el soplo de las paracas. Y
como el piurano, esos campesinos, teman una media barba que no crecía más.
Entró un guardia. El piurano despertó.
-.A ver, usted primero- me dijo.
En el despacho del teniente estaba uno de los investigadores.
-Repita lo que sabe -dijo el investigador.
No me invitaron a sentarme.
-No sé más que cuanto les dije, y que no tiene valor porque ustedes no lo creen.
-Nuestro oficio es no creer al primero que nos habla. Tenemos que investigar.
-Yo ya he dicho absolutamente todo lo que sé...
-¿Su opinión es que el señor Estremadoyro se suicidó porque era muy delicado
y no pudo sufrir lo que veía en la celda del maricón?
-Y porque él no había intervenido nunca en política; estaba en el Sexto por un acto de
venganza. Este hecho lo había trastornado. Y la enfermedad que padecía.
El médico no le quiso decir nunca por qué su piel se había amoratado, "Es de la sangre", le
contestaba, sin darle explicaciones. ..
-Bueno. Usted cree saber más que nosotros. No hay un solo preso político que afirme que
ha conspirado o que ha hecho propaganda subversiva. Todos, como los ladrones, son
inocentes. . . .
-¿Quién califica, señor, los actos de las personas como políticos o no? Si un diputado o un
prefecto manda prender a un hombre acusándolo de político ¿se hace alguna
investigación?
¿No se considera como definitiva la acusación de esos señores?
-Si presentan pruebas.
-¿Qué pruebas? Volantes o pasquines que cualquier plumario falsifica.. El procedimiento
lo conocen ustedes mejor que yo. Mi compañero, el piurano, es un campesino de aldea
que no sabe ni lo que es apra ni comunismo, y ya va a tener en el Sexto más de diez meses.
El señor Estremadoyro no quiso afiliarse ni en la prisión a ningún partido. "Mis lanchas
siguen trabajando, decía, a lo mejor con el apra y el comunismo me quitan todo. Yo soy un
propietario honrado". Y sin embargo ha caído con la cabeza destrozada, porque su estado
de ánimo no pudo soportar el infierno en que vivía; y ustedes dicen que estaba celoso. ¿De
quién? ¿De los vagos y rateros que martirizaban a esa pobre criatura a que usted enfocó
con su linterna? Creo que usted mismo no pudo soportar el espectáculo de su desnudez y su
locura. ¡Estaba celoso! Luego de hacerlo morir en la forma que murió, ustedes quieren
echar sobre el nombre del señor Estremadoyro esta acusación infame.
El teniente casi no prestaba atención al interrogatorio.
-Tiene usted vocación para abogado. Pero no me ha probado usted que ese señor no
sintiera celos por el Clavel. La vida sexual en las prisiones presenta casos raros. -Le
hablaré entonces en el mismo terreno suyo, porque al mío no he de poder llevarlo. El
señor Estremadoyro tenía dinero. Para Puñalada, el Clavel era un negocio; pudo haberlo
comprado. Nadie en el Sexto le habría ofrecido más.
-¡Pero ya estaba perdido él maricón! Acaso sifilítico. Ese pobre señor estaba enamorado
de una basura. Esos son los casos raros. Era, como diría usted, una tragedia. ¿Qué iba a
hacer comprándolo? ¿Lo iba a cuidar? ¿lba a convivir con él, siendo no un hampón, sino
una persona de categoría?
-¿De tal manera que por haber declarado la verdad, mis palabras les han sugerido a
ustedes la salida del suicidio por celos para justificar la muerte del señor Estremadoyro?
¿Ya no es la prisión monstruosa de un hombre de negocios apolítico, encarcelado por
venganza y el espectáculo de la depravación de ese muchacho, a quien, con el apoyo de
los guardias, Puñalada lo entregaba aun por entre las rejas, ya nada de eso ha determinado
la muerte de mi amigo? ¡Usted vio cómo esa infeliz criatura se volvió de espaldas y fue
retrocediendo hacía las rejas, cuando el teniente le ordenó que se moviera! "¡No voy a
poder, patroncito, está el muerto!" Si este grito no le causó ninguna impresión, las
declaraciones que usted me pide no tienen ningún objeto. No hablaré más.
-Ya ha terminado. Que venga el otro.
Don Policarpo entró al despacho, con el sombrero en la mano,
-A su mandar -dijo; me observó detenidamente y se enfrentó luego al policía.
-Usted ¿qué sabe de la muerte del señor Estremadoyro, al que decían Pacasmayo? -le
preguntó el investigador.
-Yo, su señoría, sé la verdad. La qui'ha visto y contado este joven.
-¿No cree usted que se haya matado por celos del Clavel?
La expresión del policía era completamente indiferente; el rostro del píurano enrojeció;
su frente casi oscura tomó un color granate. Se acercó un poco al escritorio del
investigador. Éste se hizo atrás, y metió la mano en un cajón del escritorio.
El piurano se persignó rápidamente.
-Hace capaz treinta años que no me he persignado-dijo-. Sólo el infierno, si es que hayga,
puede creer en lo qui'usté ha dicho. Un no nacido de madre, hijo del mal viento. Hay
d'esas criaturas, dicen, dos o tres, haciendo ronda al mundo. Usté no será uno d'esos.
-¿Piensa bien en lo que dice?
-No sólo pensar... ¿Usté qu'es? No tiene uniforme. No sólo pensar. De las criadillas, por no
decir palabra endigna di'un despacho; me nacen de las criadillas y de todo lo quí'usté ve
que soy. El señor Pacasmayo era un cristiano lastimado, un corazón fino que se rompió
con la teniebla de martirios qu'es esta prísíón qui'usté seguro, encabeza como jefe. -
¡Llévenlos! -gritó el investigador-. Son unos mentirosos, insolentes ... Ya veré lo que
hago.
Le tomé del brazo a don Policarpo. Lo arrastré como, a veces, ciertas hormigas cargan
hojas o trozos de madera, diez veces más grandes que ellas. Salimos al patio.
Ya en la oscuridad, uno de los guardias nos habló.
-Se ha amansado el más bravo -dijo-. Yo creí que los iba a hacer colgar. Pero este señor
habló como con respeto, diciéndole tantas maldiciones al oficial. ¡Tiene que cuidarse! Es
muy malo.
Don Policarpo se rió corto y en voz baja.
-Estando aquí dentro, ¿cómo puede naides cuidarse? Usté no parece polecía síno amigo.
-En otra vez contéstele más suave. Éste es el mentado Pato. Ha hecho fragelar a cientos.
No es investigador; es soplón. ,
-Pende , amigo, de lo que me pregunte. Yo'stoy jugado ya. Él tiene que cuidarse, aunque
si'hayga hecho llamar Pato.
Hubo un instante de silencio.
-¿Qué han hecho con los cadáveres? -le pregunté al guardia.
-Los han llevado juntos en el camión, a la morgue.
-¡Juntos! ¿Y al Clavel?
-Al maricón lo han traído a un cuarto que sirve de depósito, aquí cerca. Le pusieron un
pantalón viejo de guardia. No quería salir de la celda; rogaba. El teniente ordenó que lo
hicieran callar. Ya lo íbamos a agarrar para meterle un pañuelo en la boca, y él mismo
corrió; se entregó a los guardias. Ellos lo han tratado bien; le han hablado como a un
desgraciado. Estaba llorando, bien tranquilo. Lo llevaron despacio a la puerta, pero
cuando pasaba la reja, el Pato le dijo a la cara: "Maraví te vendió a Puñalada, el muerto". El
maricón se quedó callado. Ya no pudo ni andar. ¿Loco estaría? Lo llevamos cargado y lo
echamos en el suelo. Estaba como rematado. Dicen que lo van a mandar al hospital de
locos, y si no hay cama allí, lo van a soltar en uno de los barrios. ¡Para nosotros también el
Pato es como un castigo! Yo soy abanquino; tengo una hijita.
-¿Así que ese soplón, le dijo eso de cerca, mismo en la oreja, al infelice? -preguntó,
deteniéndose, el piurano.
-Sí, señor, de pura maldad. Por eso creí que los iba hacer colgar a ustedes. "¡Al señor, lo
cuelga!", pensé cuando le dijo usted eso de los hombres nacidos del mal viento.
El piurano se echó a andar. Yo hacía esfuerzos desesperados por recordar el himno con que
en mi pueblo despidieron a un desconocido, que llegó muy enfermo, al atardecer, y murió
en la noche:
Yau, yana pinsamiento
wayta ayak' sapatillan
wayta, clavelinas, yank'añan
chaki makinpi
chiriyachkankichik:

(Oye, negra flor de pensamiento,


Flor "zapatilla de muerto",
clavelinas, inútilmente en sus
pies y manos os estáis helando).

-Esa maldad nu'hay en los pueblos -dijo el piurano-. A una criatura qu'está naciendo, no del
vientre de su madre sino del infierno qui'aveccs es este mundo, a una criatura que después
del martirio está llorando, deshogando sus oscuridades, un cabro grande, di'un solo
mordisco le saca la cabeza. ¿Que's ese fiero animal? El demonio, pues, lo que
propiamente decimos el demonio. Los antiguos en mi pueblo le llamaban Sacra, aunque
ninguno habrá de visto comandando a la gente como aquí.
Nos íbamos aproximando a la gran reja. El Sexto era una sombra compacta que crecía a
medida que nos acercábamos, como en la noche de mi llegada a la prisión. Sus formas
aparecían a medida que la fetidez era más fuerte. Las pequeñas luces de la gran puerta y
del interior mostraban los ángulos de los muros, se derretían sobre ellos y hacían más
lóbregos los rincones y el silencio.
El guardia se acercó al piurano, y le dijo:
- ¡Cuídese, señor, de ese soplón! No le conteste si lo insulta. ¡Lo puede matar!
-Gracias, amigo... Entre demonios nos entenderemos.
Ante la mole fétida del penal, me detuve como la primera vez. De noche el Sexto huele
como si todos los allí encerrados estuvieran pudriéndose. ' -Abra despacio, mi
cabo -le dijo el guardia.
Pero al cabo se le escapó la cadena y produjo un sonido metálico que repercutió en el
callejón. .
-¡Maldita sea mi suerte! -exclamó el cabo.
Pasamos al pequeño patio. Estaba húmedo.
"!Han lavado la sangre!", pensé.
Yo le había ofrecido un himno a Pacasmayo para despedirlo. El ayataki que cantaron en mi
pueblo mientras llevaban el cadáver de ese viajero desconocido que llegó por la tarde, me
parecía el más triste. “¡Tengo que acordarme! ¡Tengo que purificar a Pacasmayo de la
compañía del asesino!"
Habíamos caminado unos pasos en el patio, cuando los centenares de presos empezaron a
cantar sus himnos políticos. Don Policarpo se cuadró
-¡Es por nosotros! -dijo. . .. . .
El piurano se quitó el sombrero. No entendía de la política militante, pero le
impresionaban los himnos. Y aquella noche en que parecían dirigidos a nosotros, él los
escuchó en actitud solemne y orgullosa. Los himnos cantados con energía, allí donde
aparentemente el hombre debía estar ahogado por la inmundicia, transfiguraban de nuevo
el Sexto. La mole rígida, con su aspecto de cementerio, se caldeaba, parecía tener
movimiento. . . .
Recomenzaron los cantos. Oímos, al mismo tiempo, que hablaban en la gran puerta.
Escuché la voz del Pato, que insultaba a los guardias.
-¡Bestias! ¡Los voy a mandar al Frontón, por cómplices!¡Y ahora le enredas, cabo! ¡Abre!
El piurano levantó la mano derecha y se tentó el pecho.
El soplón entró corriendo al patio; Sentimos sus pasos.
-¿Por qué están parados ahí, carajo? -grito, y se puso delante de nosotros.
Llevaba una pistola en la mano. . ~ .
-¿Para qué tanto armamento, su señoría? Somos presos. Aquí estarnos en nuestro lugar.
Estamos oyendo el canto con que los compañeros nos reciben. ¿Qui'hay de malo,
señoría? ¡Tranquílícese! .
Los himnos iban a concluir. La última estrofa era cantada en voz más alta.
-¡Ustedes no saben quién soy yo! -gritó el Pato. .' -
Ya nos vamos, señor -le contesté. .
-Es con éste ¡con este cholo asqueroso! -me dijo, señalando al piurano.
-¡Ya nos vamos, señor! -le volví a decir al soplón. Éste se volvió hacia mí.
-¡Es con la otra...!
No pudo terminar la frase. El piurano sacó el cuchillo, y antes de que el soplón tuviera
tiempo de apretar el gatillo del revólver le cayó un machetazo en el cuello. El soplón se
tambaleó. Dos guardias que habían permanecido, temerosos, a unos metros del hombre,
corrieron a socorrerlo. El soplón manoteo, avanzo un poco y cayó al suelo.
- ¡Igual qui' u un marrano! -dijo don Policarpo-. 1Con su hocico estaba queriendo
ensuciar los himnos! Aquí tienen mi cuchillo; pa'ese marrano había sido hecho.
Los guardias se miraron unos a otros. No quisieron recibir el cuchillo.
-Tenemos que matarlo -dijo el cabo-. Nos dirán que no hemos sabido defender al
investigador. . .
-Los jefes que dispongan. Él mismo ha buscado su desgracia. De milagro no lo mataron
tantas veces. Hay pocos hombres valientes, como este señor -dijo el guardia abanquino. -
¿Qué pasa? -oí la voz de Mok'ontullo. Preguntó desde lo alto.

Habían concluido de cantar los himnos, y no nos dimos cuenta


-Cabo. Llévame donde el teniente -dijo el piurano-. Es su obligación ..
-¿Y el otro?
-No tiene nada que hacer. Los guardias lo han visto todo.
-Es testigo.
-Ya lo llamarán. Lléveme ahorita. Reciba mi cuchillo.
El cabo aceptó la hoja. La tomó de un extremo del mango.
El piurano se me acercó, despacio.
-Gabrielito, ¡adiós! No te olvides d'ir, cuando salgas, a mi pueblo, a conocer a la señora
y a mes hijos.
-No sé qué hacer -le dije-. Es como si quedara solo en el mundo.
-¡Anda arriba, muchacho! Esos qui'han cantao por nosotros son trejas. Entrópate con
ellos. ¿Nu'has merado? A cualquierita qui si'hace el demonio ¡con arma del mesmo
demonio hay que despachar!
Me abrazó; sentí su gran pecho sobre el mío. Luego se puso el sombrero, y sin que nadie
le ordenara, se echó a andar hacia la puerta. Tuvieron que abrir la reja y seguirlo, el cabo
y el abanquino,
Lo vi aún cruzar por el patio, en medio de los dos guardias. El pequeño foco de la puerta
los alumbraba cada vez más débilmente. El gran sombrero y el traje amarillo de dril de
don Policarpo se destacaban entre las sombras bajas y delgadas de los policías.
Subí a trancos las ese-leras para seguir observándolos. Cuando llegué al tercer piso, salían
de la oscuridad que dominaba la zona central del patio; la luz de los focos del pabellón de
oficinas los recibía. Ingresaron al campo mejor alumbrado, conservando la misma
formación y jerarquía. Don Policarpo iba al centro, casi majestuoso en su traje de
campesino costeño. Sus pasos decididos y su cuerpo eran especialmente iluminados por
la luz y resaltados desde lo profundo por toda la noche silenciosa, húmeda y densa, por el
resplandor de la ciudad. Los guardias caminaban junto a él dejando un espacio. Se les veía
pequeños, y lo eran, embutidos en sus uniformes. Las polainas podía distinguirlas desde Ja
distancia; parecían, como todo el uniforme, hechas de propósito para hacer resaltar el traje
llano de don Policarpo, El sombrero del campesino hacía una sombra especial sobre fa
tierra,

Llegaron al pie de los focos, y creció más la corpulenta figura del piurano. Aún a lo lejos,
yo percibía la actitud de respeto y-de indeclinable orgullo con que solía hablar, o estar de
pie, escuchando.
A los repetidos golpes del cabo, In puerta del despacho fue abierta desde adentro. Salió el
teniente, con la casaca desabotonada. Don Policarpo lo saludó inclinándose y le dijo algo.
El teniente lo hizo pasar en seguida al despacho, y cerró la puerta.
El policía que hacía guardia en la reja del penal debió observar toda esta marcha, porque
apenas don Policarpo ingresó a la oficina, él dirigió su linterna hacía el interior del Sexto, al
suelo. Detuvo el foco de luz sobre la cabeza del cadáver. ¡Yo me había olvidado del Pato!
Seccionado casi por entero el cuello, la cabeza del hombre había quedado en una posición
absurda, casi boca abajo.
-Ahora lambes la tierra, desgraciado; por el mismo sitio que hemos arrastrao la sangre del
Puñalada ha caído tu pescuezo. ¡Orines, escupes, sangre del negro criminal, piojos, todo,
todo estás lambiendo! Pato: ahora di, “ hijo de puta; te voy a mandar al Frontón".
¡Carajo! Yo, ahorita te voy a mear en la gran reja. .
El guardia habló casi atropellándose con las palabras. Se puso de pie; iba a abrir la puerta
de la gran reja.
Entonces grité yo, corriendo al primer puente. . . .
-¡Señores, compañeros! El piurano acaba de degollar aquí al Pato. ¡Viva el piurano!
Esperé la respuesta, largo rato, en el puente, contemplando las puertas de las celdas.
Nadie, ni Mok'ontullo ni Torralba contestaron. El guardia se arrepintió de abrir la gran
reja. Empecé a distinguir, puerta a puerta todas las celdas, hasta el fondo ¡Era otra vez un
cementerio! ¡Más que un cementerio! Los vivos estaban muertos. Los entonadores de los
himnos a cuyo fuego don Policarpo extrajo como un rayo su cuchillo y le rompió el cuello
a uno de los soplones más temibles de Lima, estaban muertos. Escuché un murmullo sordo
en el piso de los vagos. Recordé la melodía y la letra del canto fúnebre con que en mi
pueblo enterraron a ese desconocido, que llegó con un lorito en el hombro y cubierto con
un poncho negro de rayas amarillas que parecían hechas de luz. ¡Corno cantaron las
mujeres bajo la inmensa sombra de las montañas, eh el andén del cementerio! Iba a
empezar ya el canto:

-“0ye, negra flor de pensamiento...”

Pero Luis gritó, con voz enérgica Y delgada:


-¡Compañeros: nos dicen que el piurano ha degollado al más feroz chacal del Gobierno!
¡Viva el piurano!
-¡Vivaááá! -le contestaron centenares de hombres.
-¡Viva el apta!
-¡Vivaááá!
Y luego la voz de Pedro:
-¡Camaradas!: el campesino piurano Policarpo Herrera ha liquidado al feroz verdugo el
Pato ¡Viva el piurano!
-¡Vivaááá!
-¡Viva el Perú!
-¡Vivaááá!
El guardia llegó al puente en ese momento.

-No lo llaman basta ahora, Voy a encerrarlo en su celda -me dijo. No estaba encolerizado.
-No infame el cadáver -le dije.
-¿Usted me oyó?
-Sí, y casi lo acompaño en sus maldiciones.
-Por eso he esperado que viven a su amigo. Pero se han demorado. Acabo de pasar junto al
muerto. ¡Tiene la lengua en el suelo!
-Don Policarpo hace las cosas como las piensa.
Entré a mi celda, que estaba abierta. El guardia le echó el seguro desde afuera, y se
marchó. Sus pasos resonaron en el corredor hasta que empezó a bajar las escaleras.
Me detuve un instante junto a la reja de mi celda.
Comprendí que Cámac tampoco hubiera contestado a la voz que lancé desde el puente y
que Pedro esperó a los apristas para que el homenaje fuera unánime. Empezó a llover.
Encendí mi vela. Descubrí la guitarra a punto de ser concluida, las clavijas ya hechas. "Es
quizá necesario que así sea. Me oyeron, solamente. Yo seguiré haciendo la guitarra,
hermano Cámac -dije en voz alta-.El piurano, de pie, con su gran sombrero en la cabeza y
su cuchillo, seguirá juzgando al mundo donde quiera que lo lleven. No lo humillarán
jamás". •
Poco después del amanecer oí la voz alborozada del Rosita, que cantaba:
Cuando ya no me quieras
ni me tengas piedad ...

Hice un gran esfuerzo para no escucharlo y volverme a dormir. Lo había conseguido.


Percibía muy tenuemente los ruidos de la prisión, pero un grito triste, largo y repetido me
hizo saltar de la cama.
-¡Qu'es d'ese Osborno, noóóó!
Me abrigué con una chompa y salí.
Lloviznaba. A través de la garúa ondulante vi en la gran reja al negro joven, guardián que
fue del Clavel; repitió el grito:
-¡Qu'es d'ese Osbornoóóó ... bornoóóó!
La voz era triste, más honda y delgada. Imitaba exactamente la línea melódica del viejo
Puñalada, pero no era traposa, no se arrastraba por tos sucios muros del penal como la
emitida por la garganta y la lengua del viejo asesino.
-¡Qu'es d'ese osbomooo,.bornoóó! -volvió a gritar por tercera vez.
A cada año, ese grito se iría identificando más y más con el Sexto. El negro joven iría
aprendiendo, si no lo mataban antes o mataban El Sexto.

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