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Como acontecimiento precursor de la Revolución Francesa y de la

emancipación de América, la independencia de los Estados Unidos fue


uno de los sucesos trascendentales del tránsito a la Edad
Contemporánea. En este sentido pocos personajes merecen tanto el
calificativo de «figura histórica» como George Washington, máximo
responsable de las campañas militares de la guerra de Independencia
(1775-1783) y principal artífice de la construcción desde bases
democráticas de la nueva nación, que lo eligió primer presidente de los
Estados Unidos de América (1789-1797).

George Washington

George Washington nació el 22 de febrero de 1732 a orillas del río


Potomac, en la finca de Bridge's Creek, en el antiguo condado de
Westmoreland, en el actual estado de Virginia. Pertenecía a una
distinguida familia inglesa, oriunda de Northamptonshire, que había
llegado a América a mediados del siglo XVII y había logrado amasar una
considerable fortuna. Su padre, Augustine, dueño de inmensas
propiedades, era un hombre ambicioso que había estudiado en
Inglaterra y que al enviudar de su primera mujer (Jane Butler, que le
había dado cuatro hijos) contrajo segundas nupcias con Mary Ball,
miembro de una respetable familia de Virginia que le dio otros seis
vástagos, entre ellos George.
Poco se sabe de la infancia del futuro presidente, salvo que sus padres lo
destinaban a una existencia de colono y por ello no fue más allá de las
escuelas rurales de aquel tiempo: entre los siete y los quince años
estudió de modo irregular, primero con el sacristán de la iglesia local y
luego con un maestro llamado Williams. Alejado de toda preocupación
literaria o filosófica, el muchacho recibió una educación rudimentaria en
lo libresco, pero sólida en el orden práctico, al que lo inclinaba su activo
temperamento.

Ya en la temprana adolescencia estaba suficientemente familiarizado con


las tareas de los colonos como para cultivar tabaco y almacenar las
uvas. En esa época, cuando tenía once años, murió su padre y pasó a la
tutela de su hermanastro mayor, Lawrence, un hombre de buen carácter
que, en cierta forma, fue su tutor. En su casa, George conoció un mundo
más amplio y refinado, pues Lawrence estaba casado con Anne Fairfax,
una de las grandes herederas de la región, y acostumbraba codearse
con la alta sociedad de Virginia.

Un colono con vocación militar

Escuchando los relatos de su hermanastro se despertó en George una


temprana vocación militar, y a los catorce años quiso hacerse soldado,
aunque tuvo que desechar la idea ante la férrea oposición de su madre,
quien se negó a que siguiera la carrera de las armas. Dos años más
tarde comenzó a trabajar de agrimensor, como asistente de una
expedición para medir las tierras de lord Fairfax en el valle de
Shenandoah.

A partir de entonces las agotadoras jornadas en campo abierto, sin


comodidades y expuesto a los peligros de la vida salvaje, le enseñaron
no sólo a conocer las costumbres de los indios y las posibilidades de
colonización del Oeste, sino a dominar su cuerpo y su mente,
templándolo para la tarea que el futuro le reservaba. Aunque las
preocupaciones políticas no le perturbaban (el joven Washington era un
fiel súbdito de la corona inglesa), pudo por entonces sentirse algo
molesto por las limitaciones impuestas por la metrópoli a la colonización,
ya que George y su hermanastro proyectaban llevar sus negocios a las
tierras del Oeste.
Washington en Mount Vernon (óleo de Junius Brutus Stearns)

A los veinte años un triste suceso dio un giro a su vida al convertirlo en


cabeza de la familia: una tuberculosis acabó con la vida de Lawrence en
1752 y George heredó la plantación de Mount Vernon, una vasta finca de
8.000 acres con dieciocho esclavos. Washington pasó a ser uno de los
hombres más ricos de Virginia, y como tal actuaba: pronto se distinguió
en los asuntos de la comunidad, fue un activo miembro de la Iglesia
episcopal y se postuló como candidato, en 1755, a la Cámara de los
Burgueses del distrito. También sobresalía en las diversiones; era un
magnífico jinete, alto y de ojos azules, un gran cazador y mejor
pescador; amaba el baile, el billar y los naipes y asistía a las carreras de
caballos (tenía sus propias cuadras) y a cuantas representaciones
teatrales se daban en la región. Pero su vocación de soldado no había
muerto, y entre sus planes figuraba ser también un brillante militar.

Por entonces, ingleses y franceses se disputaban el dominio de América


del Norte, y la controversia sobre las rutas de la cabecera del Ohio había
conducido a una extrema tensión entre los colonos. Washington se alistó
en el ejército, y poco después de la muerte de su hermanastro fue
nombrado por el gobernador Robert Dinwiddie comandante del distrito,
con un sueldo de 100 dólares anuales. Ante las invasiones de los
franceses por la frontera, en 1753 el gobernador le encargó la misión de
practicar un reconocimiento en la zona limítrofe. A mediados de
noviembre, Washington se puso en marcha al frente de seis hombres
por el valle del Ohio, una región inhóspita poblada de tribus salvajes y
múltiples peligros. A pesar del frío y las nieves, pudo llevar a cabo la
dura travesía hasta alcanzar Fort Le Boeuf en Pennsylvania, una hazaña
que comenzó a cimentar su fama.

Declarada en 1754 la guerra de los Siete Años, que para los colonos
ingleses en América suponía la lucha por su expansión frente al
predominio francés, Washington fue designado teniente coronel del
regimiento de Virginia, a las órdenes del general Fry. Al morir el general
en combate, Washington le sucedió como jefe supremo de las fuerzas
armadas del condado, pasando poco después a formar parte del estado
mayor del general Braddock, que dirigía las tropas regulares enviadas
por Inglaterra. El 9 de julio de 1755 se distinguió en la batalla de
Monongahela por su coraje y capacidad de decisión, si bien ésta acabó
en un desastre para los ingleses.

Washington en uniforme de coronel durante la guerra


de los Siete Años (retrato de Charles Willson Peale)

La derrota repercutió de tal forma en su ánimo que el joven militar se


retiró a Mount Vernon con el firme propósito de no volver a tomar las
armas. Pero no pudo llevarlo a cabo, pues los notables de Virginia le
pidieron que se hiciera cargo de las tropas, a pesar de que sólo contaba
con veintitrés años de edad. Washington conservó el mando entre 1755
y 1758, época en que también fue elegido como representante del
condado de Frederic para la Cámara de los Burgueses de Virginia. Su
nombre ya era popular, se le admiraba por su experiencia y tacto, y
comenzaba a labrarse un sólido prestigio político interviniendo
activamente en las deliberaciones de la asamblea.

Tras algunos sinsabores, desilusionado ante el curso de la guerra con


Francia y la conducta de los comandantes británicos, Washington
renunció a su cargo militar para regresar a Mount Vernon y al poco
tiempo, el 6 de enero de 1759, se casó con Martha Dandridge, una
mujer tan rica como bella, viuda del coronel Parke Custis y dueña de una
de las mayores fortunas de Virginia. Poseía un gran número de esclavos,
15.000 valiosos acres y dos hijos de seis y cuatro años, que se
convirtieron en la verdadera familia de Washington.

En Mount Vernon la pareja, unida más por una armoniosa felicidad que
por un amor apasionado, llevaba la vida de los ricos propietarios,
atentos a la prosperidad de sus tierras y al papel prominente que
desempeñaban en la vida social de la región. Todo se hacía a lo grande,
la ropa se compraba en Londres, las fiestas eran espléndidas y los
huéspedes se contaban por cientos. Pero esta vida rumbosa se vería
interrumpida por el vendaval político que pronto se abatió sobre la
América del Norte.

La lucha por la independencia

El final de la guerra de los Siete Años, oficializado el 10 de febrero de


1762 con la firma del Tratado de París, significó la renuncia de Francia a
sus pretensiones sobre Acadia y Nueva Escocia y la plena soberanía de
Inglaterra sobre Canadá y toda la región de Luisiana, salvo Nueva
Orleans. Pero la discrepancia mercantil entre Londres y sus colonias
aumentó a raíz de esta conclusión, pues el gobierno inglés consideró que
todas sus posesiones habían de cooperar en la amortización de los
gastos ocasionados por la guerra, ya que todas ellas se habían
beneficiado de sus resultados.

El déficit originado por la contienda era enorme, y ya en marzo de 1765


el parlamento inglés votó un impuesto que hirió los derechos
tradicionales de las colonias, imponiendo el uso de papel timbrado para
toda clase de contratos. Con verdadera ceguera política, al año siguiente
dictó una serie de derechos aduaneros sobre el papel, el vidrio, el plomo
y el té, que provocaron la indignación del mundo comercial
norteamericano y la formación de ligas patrióticas contra el consumo de
mercancías inglesas. A la vanguardia de las luchas que precedieron al
estallido revolucionario habían de colocarse los aristócratas de Virginia y
los demócratas de Massachusetts. Washington se sintió irritado por tales
medidas, pero continuó considerándose un súbdito leal a Inglaterra y un
hombre de opiniones moderadas.

En 1773 la población de Boston protestó contra los impuestos arrojando


los cargamentos de té al mar. El hecho, conocido como el Boston Tea
Party, acabó de abrirle los ojos a Washington y de volcarle hacia la
defensa de las libertades americanas. Cuando los legisladores de Virginia
se reunieron al año siguiente en Raleigh, él estuvo presente y firmó las
resoluciones. En la primera legislatura revolucionaria de ese año
pronunció un elocuente discurso declarando: «Organizaré un ejército de
mil hombres, los mantendré con mi dinero y me pondré al frente de ellos
para defender a Boston». Ya había dejado de ser un moderado cuando,
vestido de uniforme, representó a Virginia en el Primer Congreso
Continental que se celebró en Filadelfia en 1774. Sus cartas muestran
que aún se oponía a la idea de la independencia, pero que estaba
decidido a no renunciar a «la pérdida de los derechos y privilegios que
son esenciales a la felicidad de todo Estado libre y sin los cuales la vida,
la libertad y la propiedad se tornan totalmente inseguras».

Comenzadas las hostilidades entre ingleses y americanos en la batalla de


Lexington, el 19 de abril de 1775, los autonomistas declararon sus
anhelos de independencia frente a la corona inglesa. Todas las colonias
se consideraron en guerra contra la metrópoli y, en el Segundo
Congreso reunido en Filadelfia ese año, confiaron el mando de las tropas
al plantador virginiano George Washington. Su elección fue en parte el
resultante de un compromiso político entre Virginia y Massachusetts,
pero también la consecuencia de la fama ganada por Washington en la
campaña de Braddock y del talento con que impresionó a los delegados
del Congreso.
George Washington tras la batalla de Trenton (detalle de un retrato de Charles Willson Peale)

El flamante jefe de las fuerzas coloniales se vio entonces frente a la


arriesgada tarea de crear un ejército en presencia del enemigo y casi
desde la nada. Al llegar a Boston se encontró con más de quince mil
hombres, pero se trataba sólo de una masa confusa de insurrectos
indisciplinados, divididos en bandas hostiles entre sí, a menudo en
harapos y mal armados. Faltaban víveres y vituallas, y además, cada
asamblea provincial dictaba órdenes a su capricho. Aquí demostró
Washington sus brillantes dotes de organización y su incansable energía,
disciplinando y adiestrando a los voluntarios inexpertos, reuniendo
provisiones y llamando a las colonias en su apoyo. De esa forma
organizó al ejército de Massachusetts, con el que pudo ocupar Boston y
expulsar de Nueva Inglaterra a los ingleses del general Howe en 1776.
Ese año, ante la llegada de nuevas tropas enviadas por la metrópoli, los
americanos habían proclamado solemnemente la independencia de los Estados
Unidos.

Washington había ganado el primer round contra las tropas de la corona,


pero aún faltaban varios años de guerra en que los soldados americanos
serían puestos al borde de la aniquilación. Entre los factores decisivos
para alcanzar la victoria figuraron en primer término su capacidad para
infundir confianza a los soldados, su energía incansable y su gran
sentido común. Nunca fue un genial estratega, ya que, como dijo
Jefferson, «a menudo fracasó a campo abierto», pero supo mantener
viva entre sus hombres la llama del patriotismo y escuchó siempre las
opiniones de los generales a su mando, sin importarle dejar de lado su
propio parecer.

Así, en un segundo momento, Washington retiró sus tropas al sur y


esperó la contraofensiva británica en Long Island, pero decidió retirarse
debido a su inferioridad numérica respecto a Howe. Desde entonces
empleó en Pennsylvania una táctica de desgaste que le valió en 1776 las
victorias de Trenton (tras cruzar sorpresivamente el río Delaware) y
Princeton, aunque también las derrotas de Brandwine y Germantown del
año siguiente. En retirada, contuvo a las fuerzas de Howe que
avanzaban sobre Filadelfia. La ciudad no pudo resistir y cayó en manos
del jefe británico, pero pronto los ingleses sufrieron un desastre
considerable y el general Burgoyne fue obligado a capitular en Saratoga,
el 17 de octubre, ante el asedio del jefe americano Gates.

Washington cruzando el Delaware (óleo de Emanuel Leutze)

Este éxito de la Revolución americana conmovió en Europa a los adeptos


del enciclopedismo y a los partidarios del «hombre natural» de
Rousseau. Voluntarios franceses como La Fayette, el conde de
Rochambeau y François Joseph Paul de Grasse, polacos como Tadeusz
Kościuszko y sudamericanos como Francisco de Miranda, acudieron en auxilio
de las huestes de Washington, que vio así facilitada su tarea. Después
del terrible invierno de Valley Forge, donde se dedicó a adiestrar a sus
tropas, pudo reanudar victoriosamente la lucha gracias a los refuerzos
recibidos. El gobierno francés vio en el conflicto la oportunidad de
vengar la derrota de la guerra de los Siete Años y, en 1778, firmó una
alianza con los Estados Unidos, a la que se sumó al año siguiente Carlos
III de España.

El auxilio de las tropas francesas fue tan eficaz que Washington pudo
recuperar Filadelfia, sitiar Nueva York y dirigirse al sur para cortar el
avance de lord Cornwallis, que iba al frente de once mil hombres, el
grueso de las tropas inglesas. El 19 de octubre de 1781 Cornwallis se vio
obligado a capitular, luego de caer prisionero con su ejército. Esta
rendición significó la definitiva victoria de los colonos y el reconocimiento
de la independencia por parte de Inglaterra, antes de firmarse la paz en
Versalles, el 20 de enero de 1783.

El constructor del Estado

En 1778, en plena guerra, el Congreso había promulgado la Ley de


Confederación, primera tentativa para constituir un bloque homogéneo
con los trece estados de la Unión. Pero esta fórmula política dio escasos
resultados, pues la guerra y la posguerra exigían más un poder central
fuerte que un gobierno sin atribuciones. En la cumbre del prestigio y la
fama después de los triunfos militares, George Washington tuvo que
hacer frente a los problemas de la reconstrucción nacional. Por un lado
se negó a aceptar la corona que algunos notables le ofrecían,
dedicándose a combatir la reacción monárquica de algunos sectores del
país, y por otro proclamó la necesidad de establecer una constitución.
Washington en su etapa presidencial (retrato de Gilbert Stuart, 1797)

Su postura federalista, defensora de la implantación de un poder central


eficiente que defendiera los intereses americanos en el exterior y
equilibrara las tendencias partidistas de los territorios, supo conciliarse
con la de los republicanos, partidarios de conservar la independencia
política y económica de los estados. El acuerdo entre ambos grupos fue
expresado por la Constitución del 17 de septiembre de 1787, la primera
carta constitucional escrita que reguló la forma de gobierno de un país.
Una vez más, las dotes de organización y dirigente de Washington
hicieron que las esperanzas fueran puestas en él, y el Congreso lo eligió
como primer presidente de los Estados Unidos en 1789.

La prudencia, la sensatez y sobre todo un respeto casi religioso a la ley


fueron las notas dominantes de sus ocho años de gobierno. Al elegir a
los cuatro miembros de su gabinete, Thomas Jefferson en la Secretaría
de Estado, el general Henry Knox en la de Guerra, Alexander Hamilton
en la del Tesoro y Edmund Randolph en la de Justicia, Washington
estableció un cuidadoso equilibrio entre republicanos y federales, el cual
posibilitó la puesta en marcha del aparato que habría de coordinar y
dirigir la administración del país. Para hacer frente a los graves
problemas económicos por los que éste atravesaba, aplicó una férrea
política fiscal y se esforzó por asociar los grandes capitales con el
Estado, a fin de comprometerlos en la estabilidad de la nación. Con
idéntico objetivo creó el Banco de los Estados Unidos y, a fin de
promover el desarrollo industrial, dictó una serie de medidas
proteccionistas que le valieron el apoyo de la burguesía.

Elegido para un segundo mandato en 1793, fue Jefferson quien, ante sus
dudas, lo convenció de que aceptara el cargo nuevamente. En esta
segunda etapa de gobierno tuvo que resolver serios problemas, como el
suscitado en el Oeste por la oposición a los impuestos sobre el
aguardiente, que originó en 1794 la sublevación conocida como Whiskey
Rebellion, la cual fue reprimida por las tropas enviadas por orden del
presidente.
Otro elemento de desgaste fue el choque entre Jefferson y Hamilton,
motivado por la radicalización de la Revolución francesa y el conflicto
armado que asolaba Europa. Mientras que el secretario de Estado se
inclinaba por el apoyo de Estados Unidos a la Francia revolucionaria, el
secretario del Tesoro defendía la neutralidad ante la contienda.
Washington, que al principio había tratado de mantener la armonía entre
ambos, apoyó, una vez declarada la guerra europea, las posiciones
de Alexander Hamilton y se decidió por la neutralidad. No tardó mucho
tiempo en declarar sus simpatías pro británicas, a pesar de la enorme
deuda que su país tenía con Francia, y ello trajo como consecuencia el
debilitamiento de las relaciones con esta nación. Thomas Jefferson, por su
parte, manifestó su disconformidad abandonando el gobierno y, ya
desde la oposición, se opuso al centralismo del presidente.
Washington con su familia (óleo de Edward Savage)

Así fue cómo la estrella política de Washington comenzó a declinar,


hasta ensombrecerse totalmente cuando se conocieron los términos de
un acuerdo comercial firmado por Gran Bretaña, el Tratado Jay del 25 de
junio de 1794, que provocó fuertes discusiones en el parlamento y una
real merma de la popularidad presidencial. Aun así, fue elegido por
tercera vez para ocupar el poder, pero en esta oportunidad se negó
tajantemente, aduciendo que quería volver con su familia a la paz de la
vida privada. En realidad, le frenaba el miedo a la tentación dictatorial
que desvirtuaría el origen democrático de su lucha por la independencia,
y no dudó en regresar a su plantación de Virginia.

Los dos últimos años de su vida, ya en la declinación de sus facultades


físicas, los dedicó a cuidar de su familia y sus propiedades, salvo una
breve interrupción en 1798, cuando se le nombró comandante en jefe
del ejército ante el peligro de una guerra con Francia. En el invierno
siguiente, Washington regresó a su casa agotado por una cabalgata de
varias horas entre el frío y la nieve. Una aguda laringitis lo llevó a la
muerte el 14 de diciembre de 1799. El prohombre de la independencia,
el que fue «el primero en la guerra, el primero en la paz y el primero en
el corazón de sus compatriotas», enfrentó el final con su serenidad
característica, la misma que le había permitido afrontar el peligro de los
campos de batalla con absoluta tranquilidad. Como escribió Jefferson,
era un hombre inaccesible al temor.

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