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En 1914 estalló la guerra más mortífera habida hasta entonces en Europa. Las razones
de un conflicto bélico de esta magnitud hay que buscarlas en las rivalidades económicas y
coloniales entre las grandes potencias y en los conflictos y reivindicaciones nacionalistas
en el seno del continente. La Primera Guerra Mundial enfrentó a dos bloques de países:
los aliados que formaban la Triple Entente (Francia, Inglaterra y Rusia, a los que se
unieron entre otros Bélgica, Italia, Portugal, Grecia, Serbia, Rumanía y Japón) y las
potencias centrales de la Tripe Alianza (el Imperio alemán y el Imperio austrohúngaro,
apoyados por Bulgaria y Turquía).
Aunque todo el mundo creyó que sería breve, la Primera Guerra Mundial se prolongó por
espacio de cuatro años (1914-1918). Tras una fase de estancamiento en que la muerte de
centenares de miles de soldados en las trincheras apenas movió los frentes, en 1917 los
Estados Unidos entraron en la guerra en apoyo del bando aliado, que resultaría a la
postre el vencedor. Las tensiones de la guerra propiciaron en octubre de 1917 el triunfo
de la Revolución Rusa, la primera de las revoluciones socialistas, que se convertiría en
referencia para las organizaciones y partidos de la clase obrera en el siglo XX. Con la
devastación demográfica y económica ocasionada por la Primera Guerra Mundial se inició
el declive de la Europa occidental en favor de nuevas potencias emergentes: los Estados
Unidos, Japón y la URSS.
La Europa de 1914
Como consecuencia de la expansión industrial de las décadas anteriores y del dominio
colonial, en 1914 Europa el centro económico, político y cultural del mundo. El viejo
continente, sin embargo, no era en absoluto un conjunto homogéneo. Francia, Gran
Bretaña y Alemania lideraban casi todas las ramas de la industria; entre las tres naciones
se estableció una feroz competencia en la que los germánicos comenzaron a destacar.
Rusia, el Imperio austrohúngaro, Turquía y las pequeñas naciones de los Balcanes
habían comenzado a modernizarse, pero todavía la mayor parte de la población de estos
países vivía de la agricultura.
La unificación de Alemania en 1871 había convertido a esta nación en una gran potencia
que amenazaba directamente los intereses económicos de Francia y del Reino Unido. La
fuerte competencia por la búsqueda de nuevos mercados y materias primas ya había
provocado tensiones y enfrentamientos por la pretensión alemana de extender su imperio
colonial, la cual chocaba con el reparto diseñado por sus rivales. Gran Bretaña y Francia
tenían numerosas posesiones en todo el mundo, e incluso algunas naciones pequeñas o
pobres, como Bélgica y Portugal, dominaban zonas más extensas que sus propios
estados. Los Imperios Centrales, en cambio, habían llegado tarde al reparto colonial. El
Imperio austrohúngaro carecía de colonias, y Alemania únicamente había conseguido,
después de muchas tensiones, cuatro territorios africanos sin riquezas ni demasiadas
posibilidades económicas (Togo, Camerún, el desierto de Namibia y la actual Tanzania).
Este componente económico hizo que, al estallar el conflicto, las organizaciones obreras
denunciasen la situación como una guerra de intereses propia del capitalismo y
rechazasen la participación en la contienda bélica. Los líderes socialistas de algunos
países, como el francés Jean Jaurès, se pronunciaron inequívocamente contra un
conflicto que calificaban de imperialista. Pero la división de los socialistas europeos y el
asesinato de Jaurès desmoralizó la oposición pacifista, y el sentimiento nacionalista
acabó por imponerse incluso entre los obreros, que ingresarían sin reticencias en los
respectivos ejércitos.
En el plano político, la penetración del ideario nacionalista en buena parte del cuerpo
social de los distintos pueblos y países contribuyó a crear un clima de belicosidad. La
Revolución francesa había introducido como principio el derecho de los pueblos que
compartían un origen y lengua comunes a constituirse en naciones soberanas. Algunos
movimientos nacionalistas llegaron a colmar parcial o totalmente sus aspiraciones a lo
largo del siglo XIX (independencia de los Países Bajos en 1830, unificación de Italia en
1861, unificación de Alemania en 1871); pero, a principios de siglo XX, la mayor parte de
las reivindicaciones nacionalistas seguían sin satisfacerse.
En la Europa central y oriental y particularmente en los Balcanes, por otro lado, diversas
minorías reclamaban su derecho a formar un Estado propio, mientras países como Serbia
y Bulgaria se consideraban legitimados para una ampliación de fronteras que acogiese a
todos los miembros de la patria; todo ello chocaba con los intereses de los imperios
colindantes, es decir, el Imperio austrohúngaro y el Imperio turco. Las reivindicaciones de
los pueblos eslavos eran defendidas por Rusia, que a su vez perseguía una salida al
Mediterráneo que mejorase su posición geoestratégica.
Otro constante foco de tensiones era la zona de los Balcanes, encrucijada de etnias
diversas y objeto de interés de distintos países. Para el Imperio austrohúngaro, que
carecía de colonias y de una fácil salida al mar, los Balcanes constituían uno de los
mercados más importantes; por este motivo rechazaba la aspiración de Serbia de unificar
todos los pueblos eslavos meridionales en un solo país. El Imperio otomano, que durante
siglos había controlado la zona, quería conservar su prestigio e influencia en la misma; el
Imperio ruso, como ya se ha indicado, necesitaba conseguir una salida al Mediterráneo, y
por ello se erigió en defensora de los pueblos eslavos. Todos estos agentes e intereses
se enfrentaron en la Guerra de los Balcanes (1912-1913), que apenas llegó a resolver
nada; en 1914, la zona seguía siendo un polvorín.
En una situación tan conflictiva como aquélla, un enfrentamiento entre dos países que, en
otras circunstancias, habría quedado aislado o se habría superado por medio de
negociaciones, dio pie al estallido de la guerra más sangrienta conocida hasta entonces.
El 28 de junio de 1914, el asesinato en Sarajevo del heredero de la corona austrohúngara,
el archiduque Francisco Fernando de Austria, fue la chispa que desencadenó el conflicto.
El autor material del asesinato fue un estudiante bosnio vinculado a la sociedad secreta
La Mano Negra, una organización nacionalista radical de la que formaban parte oficiales
del servicio secreto serbio y que estaba en contacto con los jóvenes activistas bosnios.
El atentado provocó la indignada protesta del gobierno austrohúngaro, que por medio de
un duro ultimátum amenazó a Serbia con la guerra si no atendía sus exigencias de tomar
medidas inmediatas contra los nacionalistas radicales serbios. La negativa serbia condujo
a una declaración de guerra y puso en marcha el sistema de alianzas: sucesivamente se
implicaron Rusia, Alemania, Francia e Inglaterra. Recibida con cierto entusiasmo entre la
población de los países contendientes, comenzaba la «Gran Guerra», así llamada por
aquel entonces; tras la nueva conflagración que asoló Europa entre 1939 y 1945, ambos
conflictos serían bautizados con ordinales: «Primera Guerra Mundial» (1914-1918) y
«Segunda Guerra Mundial» (1939-1945).
Las fuerzas de los dos bloques enfrentados eran bastante equilibradas. La superioridad
naval y numérica de la Triple Entente (Francia, Inglaterra y Rusia) era compensada, en los
Imperios Centrales, por la capacidad de movilización y un potencial bélico mayor. El
Imperio alemán y el austrohúngaro carecían de grandes dominios coloniales, pero
formaban un bloque territorial compacto y coordinado.
Con la idea de derrotar a Francia antes de que pudiese recibir la ayuda de Inglaterra y de
que una ofensiva de Rusia los obligase a combatir en dos frentes, los alemanes aplicaron
de inmediato el plan Schlieffen, concebido años atrás por el anterior jefe del Estado Mayor
alemán, el mariscal Alfred von Schlieffen. Este plan de ataque preveía un vasto
movimiento de las fuerzas alemanas que, en seis semanas, habían de penetrar en
Francia pasando por Bélgica, eludiendo así las tropas y fortificaciones fronterizas
francesas.
Bajo la dirección del general Helmuth von Moltke, el ejército alemán venció la resistencia
belga, atravesó el país y en pocos días se adentró en territorio francés, pero el embate
germánico fue frenado alrededor del eje constituido por el río Marne. Las fuerzas
francesas, dirigidas por el general Ferdinand Foch, resistieron el avance alemán, pero
carecieron a su vez del poderío militar suficiente para forzar su retirada; con todo, al
disipar la posibilidad de una rápida ofensiva que llevase a los alemanes a las puertas de
París, la batalla del Marne (6-9 de septiembre de 1914) resultó decisiva; representó
asimismo un triunfo moral para los franceses y marcó el curso ulterior de la guerra.
Nuevas batallas y combates entablados desde el río Marne hasta el Atlántico tuvieron un
desenlace similar; el frente occidental se estabilizó y, a principios de 1915, ambos bandos
se encontraban atrincherados en una línea de ochocientos kilómetros que se extendía
desde Suiza hasta la ciudad belga de Ostende, en la costa del Mar del Norte.
Prácticamente no cambiaría hasta la primavera de 1918.
En el frente oriental, Alemania hubo de responder a la ofensiva lanzada por Rusia. Mal
entrenadas y poco coordinadas, las tropas rusas fueron vencidas por las alemanas,
comandadas por los generales Paul von Hindenburg y Erich Ludendorff, en la batalla de
Tannenberg (26-30 de agosto de 1914). Los rusos sufrieron numerosísimas bajas, pero su
acción posibilitó el éxito de Francia en el frente occidental, ya que obligaron al general
alemán Helmuth von Moltke a trasladar diversas divisiones del frente occidental al oriental
para frenar la ofensiva rusa. La ausencia de estas divisiones fue decisiva para inclinar la
batalla del Marne en favor de los franceses.
Pese a la derrota frente a los alemanes, el Imperio ruso obtuvo algunas victorias sobre los
austriacos; pero, aunque no tan firmemente como el occidental, el frente oriental quedó
también estabilizado en una línea que se extendía desde el mar Báltico a los Montes
Cárpatos. A finales de 1914, estaba claro que la guerra sería larga. Ante los exiguos
resultados conseguidos por la llamada «guerra de movimientos» de 1914 (rápidas
movilizaciones de grandes contingentes para aplastar al enemigo), los estados mayores
se prepararon para la «guerra de posiciones», es decir, para una agotadora guerra de
desgaste que se prolongaría casi hasta el final de la contienda.
Ciertamente, la única arma eficaz contra las trincheras era la artillería, pero ni siquiera los
bombardeos de saturación podían garantizar una ruptura del frente, ya que eran
contrarrestados por la mayor eficacia de las medidas de protección personal y la
complejidad de la red defensiva, que incluía el escalonamiento en profundidad de las
fuerzas de reserva. Sin embargo, mientras los frentes se mantenían incólumes, las
trincheras registraban espantosas carnicerías. Después de cada batida de la artillería, el
terreno quedaba arrasado, cubierto de hombres destrozados o mutilados. Las trincheras
se convirtieron en un infierno porque, además, las condiciones higiénicas eran
deplorables; el abastecimiento, insuficiente; y la tensión, insoportable. El uso intensivo de
armas como los gases letales obligó además a los soldados a luchar con unas máscaras
que reducían la visibilidad e intensificaban su angustia.
La aceptación más o menos entusiasta que gran parte de la población de los países
contendientes había manifestado al inicio de la guerra se había convertido en un rechazo
frontal a su continuación, sobre todo en las grandes ciudades industriales de Alemania.
También era especialmente crítica la situación en el Imperio austrohúngaro, donde el
desabastecimiento y la falta de productos básicos se agudizaban día a día. Por otra parte,
después de la división y dispersión iniciales, y a la vista del inmenso matadero en que se
habían convertido los frentes, el movimiento obrero internacional se pronunció
abiertamente contra la guerra, y los socialistas de cada Estado comenzaron a adoptar
posiciones críticas radicales.
En octubre de 1917 triunfó en Rusia la revolución dirigida por Lenin y los bolcheviques,
que se hicieron con el poder; el agotamiento de la población y la promesa de poner fin a la
guerra favorecieron el éxito revolucionario. Para Lenin, que siempre había tachado el
conflicto de «conflagración burguesa, imperialista y dinástica» y de traidores a los
socialdemócratas europeos que la habían apoyado, la paz era prioritaria e imprescindible
para poder organizar el nuevo Estado surgido de la revolución; de ahí que se apresurase
a firmar un armisticio y a acordar la paz con los Imperios Centrales (tratado de Brest-
Litovsk, 3 de marzo de 1918), aun a cambio de importantes concesiones territoriales.
Pero el acontecimiento clave de aquel año fue la entrada de los Estados Unidos en la
guerra (6 de abril de 1917). El motivo oficial fue la decisión alemana de suprimir las
restricciones a la guerra submarina; en adelante atacarían a todos los buques (militares o
civiles, aliados o neutrales) para sostener el bloqueo marítimo contra Inglaterra. También
se dio difusión a un mensaje enviado por el ministro de Asuntos Exteriores alemán, Arthur
Zimmermann, a su embajador en México: el llamado «Telegrama Zimmermann»,
interceptado por los servicios secretos británicos, reveló el propósito del Imperio alemán
de incitar a México a declarar la guerra a los Estados Unidos, brindando al país vecino
ayuda militar y financiera para recuperar los territorios perdidos en la Guerra Mexicano-
Estadounidense de 1846. El motivo de fondo, sin embargo, era el temor a no recuperar
los créditos concedidos a Gran Bretaña y Francia en caso de que ganasen los Imperios
Centrales.
Las consecuencias alcanzaron también, por supuesto, a los países europeos vencedores,
que vieron igualmente diezmada su población y destruidos sus campos, fábricas y
ciudades, y quedaron, en suma, tan arruinados como los vencidos. Financiar la guerra
había ultrapasado en mucho los ingresos de los países contendientes, que hubieron de
recurrir a préstamos y a emisiones masivas de billetes, lo cual incrementó la deuda
interna y externa y disparó la inflación; el proceso inflacionario afectó especialmente a las
clases medias y bajas, pues los sueldos no subieron al mismo ritmo que los precios,
causando el empobrecimiento general de la población. La incorporación de la mujer al
mundo laboral, forzada por las necesidades bélicas, fue uno de los escasos aspectos
positivos; se reconoció su papel en la sociedad y, en muchos países, se aprobó el
sufragio femenino.
En el plano geopolítico, los Estados Unidos, sobre todo, y también el Japón, fueron los
principales beneficiados del desarrollo y desenlace de la Primera Guerra Mundial.
Mientras duraron las hostilidades exportaron alimentos y material bélico a Europa, y una
vez finalizada la contienda prestaron los capitales necesarios para la reconstrucción. Al no
haber padecido en su propio territorio la devastación de la guerra, ambos países
quedaron en óptima posición para erigirse en nuevas potencias mundiales; a ellos se
sumaría muy pronto, tras la acelerada industrialización que impuso Stalin, la Unión
Soviética.
En el terreno político, la Primera Guerra Mundial culminó el proceso de liquidación del
absolutismo monárquico iniciado en la Revolución Francesa. Los antiguos imperios (el
alemán, el austrohúngaro, el otomano) fueron sustituidos por repúblicas democráticas;
pero este avance quedaría desvirtuado por la crisis que iba a experimentar el sistema
liberal y por la evidencia de que, lejos de resolver los conflictos de fondo, la guerra
únicamente había acentuado las ambiciones y el revanchismo de vencedores y vencidos,
dejando en la inoperancia iniciativas como la flamante Sociedad de Naciones (1919),
auspiciada por los Estados Unidos. La vieja Europa, con sus imperios coloniales, salió
adelante, pero sólo para enzarzarse, tras el «crack» de 1929 y el auge de los nuevos
totalitarismos (fascismo y comunismo), en una nueva conflagración, la Segunda Guerra
Mundial (1939-1945), en la que perdería definitivamente la hegemonía mundial que había
ostentado en los últimos cincos siglos.