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La Primera Guerra Mundial

En 1914 estalló la guerra más mortífera habida hasta entonces en Europa. Las razones
de un conflicto bélico de esta magnitud hay que buscarlas en las rivalidades económicas y
coloniales entre las grandes potencias y en los conflictos y reivindicaciones nacionalistas
en el seno del continente. La Primera Guerra Mundial enfrentó a dos bloques de países:
los aliados que formaban la Triple Entente (Francia, Inglaterra y Rusia, a los que se
unieron entre otros Bélgica, Italia, Portugal, Grecia, Serbia, Rumanía y Japón) y las
potencias centrales de la Tripe Alianza (el Imperio alemán y el Imperio austrohúngaro,
apoyados por Bulgaria y Turquía).

Aunque todo el mundo creyó que sería breve, la Primera Guerra Mundial se prolongó por
espacio de cuatro años (1914-1918). Tras una fase de estancamiento en que la muerte de
centenares de miles de soldados en las trincheras apenas movió los frentes, en 1917 los
Estados Unidos entraron en la guerra en apoyo del bando aliado, que resultaría a la
postre el vencedor. Las tensiones de la guerra propiciaron en octubre de 1917 el triunfo
de la Revolución Rusa, la primera de las revoluciones socialistas, que se convertiría en
referencia para las organizaciones y partidos de la clase obrera en el siglo XX. Con la
devastación demográfica y económica ocasionada por la Primera Guerra Mundial se inició
el declive de la Europa occidental en favor de nuevas potencias emergentes: los Estados
Unidos, Japón y la URSS.

La Europa de 1914
Como consecuencia de la expansión industrial de las décadas anteriores y del dominio
colonial, en 1914 Europa el centro económico, político y cultural del mundo. El viejo
continente, sin embargo, no era en absoluto un conjunto homogéneo. Francia, Gran
Bretaña y Alemania lideraban casi todas las ramas de la industria; entre las tres naciones
se estableció una feroz competencia en la que los germánicos comenzaron a destacar.
Rusia, el Imperio austrohúngaro, Turquía y las pequeñas naciones de los Balcanes
habían comenzado a modernizarse, pero todavía la mayor parte de la población de estos
países vivía de la agricultura.

Desde el punto de vista político, Francia y Gran Bretaña gozaban de sistemas


democráticos, mientras que los imperios alemán y austrohúngaro, pese a fundarse en
constituciones liberales, se regían por sistemas más autoritarios. Rusia, pese a las
reformas iniciadas en 1905, era un imperio en el que el Zar mantenía una autoridad casi
absoluta.
La rivalidad económica y las tensiones generadas por las aspiraciones contrapuestas de
los nacionalismos favorecieron a finales del siglo XIX la configuración y consolidación en
Europa de dos grandes alianzas internacionales fuertemente armadas. Las relaciones
políticas internacionales descansaban desde 1871 en el sistema de alianzas y equilibrio
entre las grandes potencias que había diseñado el canciller Otto Von Bismarck con el
objetivo de aislar a su rival, Francia, y colocar a Alemania en una situación de supremacía
en el continente europeo.

Ya en tiempos de Bismarck, y por iniciativa del estadista alemán, se había constituido la


Triple Alianza (1882), que agrupaba a los llamados Imperios Centrales (El Imperio alemán
y el Imperio austrohúngaro) y al reino de Italia, que no obstante se uniría al bando
contrario tras iniciarse las hostilidades. El ascenso al trono de Guillermo II, que destituyó
de Bismarck (1890), intensificó el expansionismo económico del Imperio alemán. La
respuesta al peligro potencial que suponía la Triple Alianza fue la Triple Entente:
lentamente gestada y negociada entre 1894 y 1907, consiguió reunir los intereses
comunes de Francia, el Reino Unido y el Imperio ruso.

Causas de la Primera Guerra Mundial


Las causas profundas de la Primera Guerra Mundial se sitúan tanto en el orden
económico como en el político, y pueden reducirse al antagonismo económico y colonial
entre las principales potencias industriales (Francia e Inglaterra por un lado y Alemania
por otro) y a la exacerbación de los conflictos territoriales de signo nacionalista.

La unificación de Alemania en 1871 había convertido a esta nación en una gran potencia
que amenazaba directamente los intereses económicos de Francia y del Reino Unido. La
fuerte competencia por la búsqueda de nuevos mercados y materias primas ya había
provocado tensiones y enfrentamientos por la pretensión alemana de extender su imperio
colonial, la cual chocaba con el reparto diseñado por sus rivales. Gran Bretaña y Francia
tenían numerosas posesiones en todo el mundo, e incluso algunas naciones pequeñas o
pobres, como Bélgica y Portugal, dominaban zonas más extensas que sus propios
estados. Los Imperios Centrales, en cambio, habían llegado tarde al reparto colonial. El
Imperio austrohúngaro carecía de colonias, y Alemania únicamente había conseguido,
después de muchas tensiones, cuatro territorios africanos sin riquezas ni demasiadas
posibilidades económicas (Togo, Camerún, el desierto de Namibia y la actual Tanzania).

Este componente económico hizo que, al estallar el conflicto, las organizaciones obreras
denunciasen la situación como una guerra de intereses propia del capitalismo y
rechazasen la participación en la contienda bélica. Los líderes socialistas de algunos
países, como el francés Jean Jaurès, se pronunciaron inequívocamente contra un
conflicto que calificaban de imperialista. Pero la división de los socialistas europeos y el
asesinato de Jaurès desmoralizó la oposición pacifista, y el sentimiento nacionalista
acabó por imponerse incluso entre los obreros, que ingresarían sin reticencias en los
respectivos ejércitos.

En el plano político, la penetración del ideario nacionalista en buena parte del cuerpo
social de los distintos pueblos y países contribuyó a crear un clima de belicosidad. La
Revolución francesa había introducido como principio el derecho de los pueblos que
compartían un origen y lengua comunes a constituirse en naciones soberanas. Algunos
movimientos nacionalistas llegaron a colmar parcial o totalmente sus aspiraciones a lo
largo del siglo XIX (independencia de los Países Bajos en 1830, unificación de Italia en
1861, unificación de Alemania en 1871); pero, a principios de siglo XX, la mayor parte de
las reivindicaciones nacionalistas seguían sin satisfacerse.

Exaltando la grandeza y la gloria de la propia nación frente a las otras, el nacionalismo


proclamaba la necesidad de una unión sin reservas de todos los ciudadanos contra el
enemigo exterior común; tal doctrina, que allanaba desigualdades sociales y
discrepancias políticas o culpaba al vecino de los problemas económicos, convenía a las
clases dirigentes, y se vio fomentada en la escuela, en el servicio militar o mediante
celebraciones patrióticas; incluso en la prensa, principal medio de comunicación de la
época, se denigraba sin pudor al enemigo. El fuerte espíritu patriótico presente en los
discursos políticos eclipsó los argumentos planteados por los líderes socialistas y obreros.
Así, las reivindicaciones territoriales formuladas por ejemplo por el nacionalismo francés
(devolución de Alsacia y Lorena, en poder de Alemania) y por el nacionalismo italiano
(incorporación de las regiones del norte de Italia, en poder del Imperio austrohúngaro)
cuajaron en los ciudadanos hasta hacer sentir esas regiones como territorios «irredentos»
que debían ser liberados e incorporados a la nación.

En la Europa central y oriental y particularmente en los Balcanes, por otro lado, diversas
minorías reclamaban su derecho a formar un Estado propio, mientras países como Serbia
y Bulgaria se consideraban legitimados para una ampliación de fronteras que acogiese a
todos los miembros de la patria; todo ello chocaba con los intereses de los imperios
colindantes, es decir, el Imperio austrohúngaro y el Imperio turco. Las reivindicaciones de
los pueblos eslavos eran defendidas por Rusia, que a su vez perseguía una salida al
Mediterráneo que mejorase su posición geoestratégica.

En este complejo panorama, la recuperación de territorios históricos por naciones


consolidadas y el afán independentista de los pueblos sin Estado convivía con
aspiraciones transnacionales. Diversas corrientes de pensamiento alimentaban el deseo
de conseguir, más allá de las propias fronteras, la unificación de los pueblos de origen
común; las más importantes eran el pangermanismo alemán, que pretendía agrupar en un
gran imperio todos los pueblos de origen germánico, y el paneslavismo serbio, que
proponía la unión bajo un mismo Estado de los pueblos eslavos.
El detonante: el atentado de Sarajevo
La Primera Guerra Mundial vino precedida por diversos conflictos locales que pusieron a
prueba las alianzas internacionales y no hacían sino presagiar un enfrentamiento a gran
escala que cualquier chispa podía encender. Perfectamente conscientes de ello, muchas
naciones habían venido realizando fuertes inversiones en el fortalecimiento y
modernización de sus ejércitos, dotándolos de una potencia formidable con finalidades
teóricamente defensivas; la escalada armamentista alcanzó tal nivel que el periodo
comprendido entre 1871 y 1914 es llamado «La paz armada». Las fricciones por
cuestiones coloniales dieron pronto lugar a diversas crisis, entre las que destacan las
causadas por el dominio de Marruecos (1905 y 1911), resueltas ambas en perjuicio de
Alemania y en favor de los franceses, que contaban con el apoyo de Inglaterra.

Otro constante foco de tensiones era la zona de los Balcanes, encrucijada de etnias
diversas y objeto de interés de distintos países. Para el Imperio austrohúngaro, que
carecía de colonias y de una fácil salida al mar, los Balcanes constituían uno de los
mercados más importantes; por este motivo rechazaba la aspiración de Serbia de unificar
todos los pueblos eslavos meridionales en un solo país. El Imperio otomano, que durante
siglos había controlado la zona, quería conservar su prestigio e influencia en la misma; el
Imperio ruso, como ya se ha indicado, necesitaba conseguir una salida al Mediterráneo, y
por ello se erigió en defensora de los pueblos eslavos. Todos estos agentes e intereses
se enfrentaron en la Guerra de los Balcanes (1912-1913), que apenas llegó a resolver
nada; en 1914, la zona seguía siendo un polvorín.

En una situación tan conflictiva como aquélla, un enfrentamiento entre dos países que, en
otras circunstancias, habría quedado aislado o se habría superado por medio de
negociaciones, dio pie al estallido de la guerra más sangrienta conocida hasta entonces.
El 28 de junio de 1914, el asesinato en Sarajevo del heredero de la corona austrohúngara,
el archiduque Francisco Fernando de Austria, fue la chispa que desencadenó el conflicto.
El autor material del asesinato fue un estudiante bosnio vinculado a la sociedad secreta
La Mano Negra, una organización nacionalista radical de la que formaban parte oficiales
del servicio secreto serbio y que estaba en contacto con los jóvenes activistas bosnios.

Desarrollo y fases de la Primera Guerra Mundial

El atentado provocó la indignada protesta del gobierno austrohúngaro, que por medio de
un duro ultimátum amenazó a Serbia con la guerra si no atendía sus exigencias de tomar
medidas inmediatas contra los nacionalistas radicales serbios. La negativa serbia condujo
a una declaración de guerra y puso en marcha el sistema de alianzas: sucesivamente se
implicaron Rusia, Alemania, Francia e Inglaterra. Recibida con cierto entusiasmo entre la
población de los países contendientes, comenzaba la «Gran Guerra», así llamada por
aquel entonces; tras la nueva conflagración que asoló Europa entre 1939 y 1945, ambos
conflictos serían bautizados con ordinales: «Primera Guerra Mundial» (1914-1918) y
«Segunda Guerra Mundial» (1939-1945).

Las fuerzas de los dos bloques enfrentados eran bastante equilibradas. La superioridad
naval y numérica de la Triple Entente (Francia, Inglaterra y Rusia) era compensada, en los
Imperios Centrales, por la capacidad de movilización y un potencial bélico mayor. El
Imperio alemán y el austrohúngaro carecían de grandes dominios coloniales, pero
formaban un bloque territorial compacto y coordinado.

Con la idea de derrotar a Francia antes de que pudiese recibir la ayuda de Inglaterra y de
que una ofensiva de Rusia los obligase a combatir en dos frentes, los alemanes aplicaron
de inmediato el plan Schlieffen, concebido años atrás por el anterior jefe del Estado Mayor
alemán, el mariscal Alfred von Schlieffen. Este plan de ataque preveía un vasto
movimiento de las fuerzas alemanas que, en seis semanas, habían de penetrar en
Francia pasando por Bélgica, eludiendo así las tropas y fortificaciones fronterizas
francesas.

El espejismo de una guerra rápida (1914)

Bajo la dirección del general Helmuth von Moltke, el ejército alemán venció la resistencia
belga, atravesó el país y en pocos días se adentró en territorio francés, pero el embate
germánico fue frenado alrededor del eje constituido por el río Marne. Las fuerzas
francesas, dirigidas por el general Ferdinand Foch, resistieron el avance alemán, pero
carecieron a su vez del poderío militar suficiente para forzar su retirada; con todo, al
disipar la posibilidad de una rápida ofensiva que llevase a los alemanes a las puertas de
París, la batalla del Marne (6-9 de septiembre de 1914) resultó decisiva; representó
asimismo un triunfo moral para los franceses y marcó el curso ulterior de la guerra.

Nuevas batallas y combates entablados desde el río Marne hasta el Atlántico tuvieron un
desenlace similar; el frente occidental se estabilizó y, a principios de 1915, ambos bandos
se encontraban atrincherados en una línea de ochocientos kilómetros que se extendía
desde Suiza hasta la ciudad belga de Ostende, en la costa del Mar del Norte.
Prácticamente no cambiaría hasta la primavera de 1918.

En el frente oriental, Alemania hubo de responder a la ofensiva lanzada por Rusia. Mal
entrenadas y poco coordinadas, las tropas rusas fueron vencidas por las alemanas,
comandadas por los generales Paul von Hindenburg y Erich Ludendorff, en la batalla de
Tannenberg (26-30 de agosto de 1914). Los rusos sufrieron numerosísimas bajas, pero su
acción posibilitó el éxito de Francia en el frente occidental, ya que obligaron al general
alemán Helmuth von Moltke a trasladar diversas divisiones del frente occidental al oriental
para frenar la ofensiva rusa. La ausencia de estas divisiones fue decisiva para inclinar la
batalla del Marne en favor de los franceses.

Pese a la derrota frente a los alemanes, el Imperio ruso obtuvo algunas victorias sobre los
austriacos; pero, aunque no tan firmemente como el occidental, el frente oriental quedó
también estabilizado en una línea que se extendía desde el mar Báltico a los Montes
Cárpatos. A finales de 1914, estaba claro que la guerra sería larga. Ante los exiguos
resultados conseguidos por la llamada «guerra de movimientos» de 1914 (rápidas
movilizaciones de grandes contingentes para aplastar al enemigo), los estados mayores
se prepararon para la «guerra de posiciones», es decir, para una agotadora guerra de
desgaste que se prolongaría casi hasta el final de la contienda.

La guerra de trincheras (1915-1916)


A principios de 1915, ambos bandos construyeron complejas líneas de trincheras que
serpentearon por los cientos de kilómetros del frente. La fortificación alcanzaría tal grado
de virtuosismo que ninguno de los contendientes lograría una penetración decisiva. Al
quedar protegidos los soldados del alcance de las ametralladoras enemigas, la capacidad
armamentística (morteros, lanzagranadas, lanzallamas) y muy especialmente la artillería
pesada se transformó en dueña y señora del campo de batalla. La industria
siderometalúrgica se puso al servicio de las necesidades militares y produjo masivamente
cañones, morteros y obuses. El consumo de municiones en los primeros meses de la
guerra rebasó largamente las previsiones, y la cuestión del aprovisionamiento acabó
transformándose en un asunto esencial, que obligó a modernizar y planificar la producción
y a utilizar mano de obra femenina.

Ciertamente, la única arma eficaz contra las trincheras era la artillería, pero ni siquiera los
bombardeos de saturación podían garantizar una ruptura del frente, ya que eran
contrarrestados por la mayor eficacia de las medidas de protección personal y la
complejidad de la red defensiva, que incluía el escalonamiento en profundidad de las
fuerzas de reserva. Sin embargo, mientras los frentes se mantenían incólumes, las
trincheras registraban espantosas carnicerías. Después de cada batida de la artillería, el
terreno quedaba arrasado, cubierto de hombres destrozados o mutilados. Las trincheras
se convirtieron en un infierno porque, además, las condiciones higiénicas eran
deplorables; el abastecimiento, insuficiente; y la tensión, insoportable. El uso intensivo de
armas como los gases letales obligó además a los soldados a luchar con unas máscaras
que reducían la visibilidad e intensificaban su angustia.

Ante esa situación de estancamiento, durante el año 1916 alemanes y franceses


intentaron romper el frente concentrando los esfuerzos bélicos en un solo punto. Tal era el
objetivo de la gran ofensiva alemana sobre la ciudad de Verdún, planeada por el jefe del
Estado Mayor, Erich von Falkenhayn. Iniciado el 21 de febrero de 1916, el ataque topó
con la tenaz resistencia de los franceses, que, bajo las órdenes del general Henri Philippe
Pétain, frenaron el avance sobre la ciudad y recuperaron, ya en noviembre del mismo
año, las escasas plazas que había llegado a ocupar el enemigo. La ofensiva aliada sobre
la región del río Somme, planeada por el mariscal francés Joseph Joffre y el general
británico sir Douglas Haig, tuvo el mismo carácter masivo; iniciada el 1 de julio de 1916,
concluyó sin éxito a mediados de noviembre del mismo año. Ambas campañas costaron
centenares de miles de vidas y sólo movieron los frentes unos pocos centenares de
metros.

La guerra en el mar tuvo su episodio central en la batalla de Jutlandia (31 de mayo de


1916), en la que se enfrentaron la armada británica y la alemana, comandadas
respectivamente por los almirantes John Jellicoe y Reinhard Scheer. Aunque la «Gran
Flota» de Jellicoe sufrió pérdidas superiores, el resultado favoreció a los ingleses: la
escuadra alemana no pudo romper el cerco establecido por los aliados, de modo que su
campo de acción quedaría reducido al Mar del Norte durante toda la guerra. La excepción
fue, obviamente, los submarinos, que antes y después de Jutlandia obstaculizaron el
aprovisionamiento por vía marítima de Gran Bretaña hundiendo los barcos británicos o
aliados que se acercaban a la isla. En mayo de 1915, el hundimiento del trasatlántico de
pasajeros Lusitania, que había zarpado de Nueva York, provocó una airada reacción
estadounidense, y el alto mando alemán hubo de aceptar restricciones a la guerra
submarina. Pero en febrero de 1917, los alemanes anunciaron la extensión del bloqueo a
todas las embarcaciones sin importar su pabellón, decisión que pondría fin a la
neutralidad de los Estados Unidos.

La intervención estadounidense y el final de la guerra (1917-1918)


Durante el año 1917, la población civil de muchas naciones en conflicto llegó a una
situación límite: a las dificultades para la mera subsistencia había que sumar los
trastornos familiares por la pérdida o ausencia de los miembros más jóvenes y el
agotamiento psicológico. Hubo intentos de amotinamiento en las guarniciones, que fueron
severamente reprimidos, y también huelgas de protesta por la escasez de productos de
primera necesidad.

La aceptación más o menos entusiasta que gran parte de la población de los países
contendientes había manifestado al inicio de la guerra se había convertido en un rechazo
frontal a su continuación, sobre todo en las grandes ciudades industriales de Alemania.
También era especialmente crítica la situación en el Imperio austrohúngaro, donde el
desabastecimiento y la falta de productos básicos se agudizaban día a día. Por otra parte,
después de la división y dispersión iniciales, y a la vista del inmenso matadero en que se
habían convertido los frentes, el movimiento obrero internacional se pronunció
abiertamente contra la guerra, y los socialistas de cada Estado comenzaron a adoptar
posiciones críticas radicales.

En octubre de 1917 triunfó en Rusia la revolución dirigida por Lenin y los bolcheviques,
que se hicieron con el poder; el agotamiento de la población y la promesa de poner fin a la
guerra favorecieron el éxito revolucionario. Para Lenin, que siempre había tachado el
conflicto de «conflagración burguesa, imperialista y dinástica» y de traidores a los
socialdemócratas europeos que la habían apoyado, la paz era prioritaria e imprescindible
para poder organizar el nuevo Estado surgido de la revolución; de ahí que se apresurase
a firmar un armisticio y a acordar la paz con los Imperios Centrales (tratado de Brest-
Litovsk, 3 de marzo de 1918), aun a cambio de importantes concesiones territoriales.
Pero el acontecimiento clave de aquel año fue la entrada de los Estados Unidos en la
guerra (6 de abril de 1917). El motivo oficial fue la decisión alemana de suprimir las
restricciones a la guerra submarina; en adelante atacarían a todos los buques (militares o
civiles, aliados o neutrales) para sostener el bloqueo marítimo contra Inglaterra. También
se dio difusión a un mensaje enviado por el ministro de Asuntos Exteriores alemán, Arthur
Zimmermann, a su embajador en México: el llamado «Telegrama Zimmermann»,
interceptado por los servicios secretos británicos, reveló el propósito del Imperio alemán
de incitar a México a declarar la guerra a los Estados Unidos, brindando al país vecino
ayuda militar y financiera para recuperar los territorios perdidos en la Guerra Mexicano-
Estadounidense de 1846. El motivo de fondo, sin embargo, era el temor a no recuperar
los créditos concedidos a Gran Bretaña y Francia en caso de que ganasen los Imperios
Centrales.

El apoyo de Estados Unidos a Francia e Inglaterra decidió el desenlace de la guerra. En


pocos meses desembarcaron en Francia más de un millón de soldados y un gran número
de tanques, aviones, camiones y piezas de artillería; con el respaldo de la llamada Fuerza
Expedicionaria Estadounidense, comandada por el general John Pershing, la superioridad
bélica de los aliados se hizo abrumadora.

En otoño de 1918, tal superioridad comenzó a dar resultados concretos; a principios de


noviembre, tras la destrucción de las líneas austriacas en la batalla de Vittorio Veneto, el
Imperio austrohúngaro aceptó el armisticio. En el frente occidental, un último intento
alemán de avanzar sobre el Marne fue desbaratado en la batalla de Château-Thierry (4 de
junio de 1918); en septiembre, la contraofensiva aliada había obligado a los alemanes a
retroceder hasta la Línea Hindenburg, que sería aniquilada a primeros de noviembre. En
Alemania, una insurrección socialista se propagó de Baviera a Berlín, donde un gobierno
provisional proclamó la República y obligó al emperador Guillermo II a abdicar y a
exiliarse en los Países Bajos. El 11 de noviembre de 1918, Alemania firmaba el armisticio.

Consecuencias de la Primera Guerra Mundial


Las consecuencias más evidentes de la Primera Guerra Mundial fueron las que derivaron
de los diversos tratados de paz, que modificaron profundamente el mapa de Europa.
Contra lo que pueda sugerir su nombre, la Conferencia de Paz de París fue una mera
negociación entre los dirigentes de los países vencedores: el presidente
norteamericano Woodrow Wilson, el primer ministro británico David Lloyd George, su
homólogo francés Georges Clemenceau y el jefe del gobierno italiano, Vittorio Emanuele
Orlando. Ningún representante de Alemania participó en la conferencia, de modo que la
razón asistía a quienes calificaron de «diktat» (imposición) el tratado de Versalles, firmado
el 29 de junio de 1919, tras casi seis meses de conversaciones.

Aunque se partió de los bienintencionados catorce puntos propuestos por el presidente


norteamericano Woodrow Wilson, las condiciones impuestas a los vencidos fueron muy
duras, y, especialmente por parte de Francia, no hubo ninguna voluntad conciliatoria. El
tratado de Versalles declaraba a Alemania única culpable de la guerra y supuso para el
antiguo Imperio alemán la pérdida de todas sus colonias y también de numerosos
territorios, que pasaron a manos de los viejos y nuevos países limítrofes (Francia, Bélgica,
Dinamarca, Checoslovaquia, Polonia). El tratado establecía asimismo la desmilitarización
general del país (prohibiendo a Alemania fabricar armamento, barcos y aviones de guerra
y tener más de cien mil soldados) y la obligación de pagar reparaciones de guerra,
tasadas en 132.000 millones de marcos oro, a las potencias vencedoras.

A excepción de las fronterizas, muchas de estas disposiciones no llegaron a cumplirse;


para Alemania, sin embargo, supusieron una humillación que penetró profundamente en
su tejido social y alimentó un sentimiento revanchista que había de constituir una de las
causas de la Segunda Guerra Mundial. Los tratados de Saint-Germain-en-Laye (10 de
septiembre de 1919) y de Trianon (4 de junio de 1920), por su parte, supusieron el
desmantelamiento del Imperio austrohúngaro, del que surgieron Austria, Hungría,
Checoslovaquia y la futura Yugoslavia. Austria y Hungría quedaron reducidas a la tercera
parte de la superficie que tenían antes de la guerra, y sin salida al mar; además, se
prohibió explícitamente a Austria cualquier unión con Alemania.

Las consecuencias alcanzaron también, por supuesto, a los países europeos vencedores,
que vieron igualmente diezmada su población y destruidos sus campos, fábricas y
ciudades, y quedaron, en suma, tan arruinados como los vencidos. Financiar la guerra
había ultrapasado en mucho los ingresos de los países contendientes, que hubieron de
recurrir a préstamos y a emisiones masivas de billetes, lo cual incrementó la deuda
interna y externa y disparó la inflación; el proceso inflacionario afectó especialmente a las
clases medias y bajas, pues los sueldos no subieron al mismo ritmo que los precios,
causando el empobrecimiento general de la población. La incorporación de la mujer al
mundo laboral, forzada por las necesidades bélicas, fue uno de los escasos aspectos
positivos; se reconoció su papel en la sociedad y, en muchos países, se aprobó el
sufragio femenino.

En el plano geopolítico, los Estados Unidos, sobre todo, y también el Japón, fueron los
principales beneficiados del desarrollo y desenlace de la Primera Guerra Mundial.
Mientras duraron las hostilidades exportaron alimentos y material bélico a Europa, y una
vez finalizada la contienda prestaron los capitales necesarios para la reconstrucción. Al no
haber padecido en su propio territorio la devastación de la guerra, ambos países
quedaron en óptima posición para erigirse en nuevas potencias mundiales; a ellos se
sumaría muy pronto, tras la acelerada industrialización que impuso Stalin, la Unión
Soviética.
En el terreno político, la Primera Guerra Mundial culminó el proceso de liquidación del
absolutismo monárquico iniciado en la Revolución Francesa. Los antiguos imperios (el
alemán, el austrohúngaro, el otomano) fueron sustituidos por repúblicas democráticas;
pero este avance quedaría desvirtuado por la crisis que iba a experimentar el sistema
liberal y por la evidencia de que, lejos de resolver los conflictos de fondo, la guerra
únicamente había acentuado las ambiciones y el revanchismo de vencedores y vencidos,
dejando en la inoperancia iniciativas como la flamante Sociedad de Naciones (1919),
auspiciada por los Estados Unidos. La vieja Europa, con sus imperios coloniales, salió
adelante, pero sólo para enzarzarse, tras el «crack» de 1929 y el auge de los nuevos
totalitarismos (fascismo y comunismo), en una nueva conflagración, la Segunda Guerra
Mundial (1939-1945), en la que perdería definitivamente la hegemonía mundial que había
ostentado en los últimos cincos siglos.

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