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El Crimen como Normalidad Paradójica.

Durkheim versus Tarde (y los demás)1

Sergio Tonkonoff

Resumen

Frente a las opiniones del sentido común moderno que sueña un mundo
libre de crímenes y de criminales, Durkheim postuló que el delincuente es un
agente regular de la vida social y el delito una función social imprescindible
para la reproducción de todo orden social. Con ambas afirmaciones
escandalizó a su tiempo, o al menos a su medio. Un medio científico,
académico y político seguro de encontrar en el delito una patología de la
sociedad y en el delincuente un enfermo antisocial. El presente trabajo busca
reconstruir los principales rasgos de la sociología criminal
de Durkheim ubicándola en el marco de esta polémica. En especial,
comparándola con otra sociología criminal no menos robusta: la de Gabriel
Tarde.

1
en Ignacio Serrano Maíllo (Ed.) Anomia, cohesión social y moralidad. Cien años de tradición
Durkheimiana en criminología. Dykinson: Girona, 20018
1
El crimen es una acción perjudicial para la sociedad y por lo tanto debe
ser erradicada –puesto que, además, es erradicable. He allí una convicción
profunda que comparte el sentido común con una amplia variedad de
posiciones que se reivindican como científicas. Convicción que, por lo demás,
no conoce distinciones políticas. De izquierda a derecha, un amplio espectro
ideológico la sostiene con igual vehemencia. Quienes entienden que el ser del
crimen es meramente jurídico (las escuelas jurídicas clásicas y neoclásicas, por
ejemplo), confían en que la persuasión penal logrará que todos los individuos,
racionales como son, finalmente comprendan la inconveniencia de transgredir
la ley. Quienes descreen de semejante libre albedrío, por ver esas
transgresiones como el producto de degeneraciones del cuerpo y/o la mente en
ciertos individuos (el alienismo, la antropología criminal), afirman, sin embargo,
que esa enfermedad podrá curarse, como se cura cualquier otra, a través de
persistentes campañas de higiene social. Por su parte, aquellos que lo postulan
como el producto de la penuria económica y la desigualdad social (el
marxismo), entienden que destruyendo sus causas principales por medio de
transformaciones estructurales radicales, el crimen puede –y debe–
desaparecer. De modo que, sea por la vía jurídica, correccional o
revolucionaria, para todos, su abolición se concibe tan viable como necesaria.
Ante este amplio consenso, una tesis de Durkheim resulta, todavía hoy,
disruptiva: aquella que afirma que el crimen es un fenómeno social normal y su
erradicación no es posible, ni deseable. Si paradoja significa “contrario a la
opinión recibida y común”, entonces se trata de una tesis paradójica –y
escandalosa. Tan escandalosa que tampoco Gabriel Tarde, acaso uno de sus
contemporáneos mejor preparados para recibirla con calma, pudo resistir la
indignación.

Aquellos fueron tiempos agitados. Por entonces, la hegemonía de las


posiciones iusnaturalistas que habían sido el sustrato filosófico e ideológico de
los modernos códigos del derecho, era cuestionada entre otras cosas, por el
surgimiento de las llamadas ciencias humanas. Estas ciencias estaban todavía
por hacerse, y diversos proyectos filosóficos, epistemológicos y políticos,
competían por fundarlas a su imagen y semejanza. La cuestión criminal era en
aquel contexto –como lo es en el nuestro– una cuestión estratégica. Como lo

2
señaló Sorel (2017), todos sentían, de una manera más o menos confusa, que
la cuestión criminal está estrechamente ligada a las bases mismas de toda
organización social.

Hacia el final del siglo XIX, el impacto de la Scuola positivista italiana de


Lombroso, Ferri y Garófalo sobre el público en general, y sobre los agentes del
sistema penal en particular, no había sido menor. Tampoco era menor la
pretensión científica de los argumentos que esgrimían. Afirmaban haber
descubierto que el delito es una entidad natural, una enfermedad del organismo
social, y el delincuente un individuo disfuncional, anormalmente constituído.
Gabriel Tarde es de los primeros en contestar estos argumentos.
Retomándolos, los descentra en dirección al establecimiento de una
elucidación propiamente social del crimen y del criminal. Cuando Durkheim
realice su intervención en este terreno obrará de un modo similar –aunque con
unas premisas ciertamente distintas. También él enfrentará las posiciones de la
Scoula positivista, oponiéndoles explicaciones sociológicas. En especial, las
críticas a Garófalo juegan un importante rol en la economía del discurso
durkheimniano. Pero vale la pena señalar que ellas tienen una validez general
y no sólo “regional”. Se trata de críticas realizadas tanto a un modo de
comprender la cuestión criminal en particular, como a un modo de comprender
y practicar las ciencias humanas tout court. Es contra las posiciones de aquel
jurista italiano, y de sus colegas, que Durkheim hace explícita no sólo sus
teorías del crimen y el castigo, sino también los fundamentos de su sociología
general y de la metodología que le corresponde. Lo mismo puede señalarse de
la polémica que, al mismo tiempo, trabará con Tarde. Pero si la primera es una
discusión entre una perspectiva antropología y una sociología, la segunda es
un debate entre dos sociologías. Sucede que tanto para Durkheim como para
Tarde, el delito es un fenómeno netamente social y, por lo tanto, socio-
históricamente variable. De allí que ambos confronten con el antropologismo
positivista tanto como cualquier otro paradigma que quiera ver los fenómenos
sociales como productos de invariantes universales. Para ambos, la
criminología sólo puede ser el caso de una sociología general. Sin embargo,
dado que cada uno de ellos quiso fundar sociologías diferentes, la
confrontación apropósito de la cuestión criminal fue también inevitable. No por

3
casualidad entonces, ambas polémicas encuentran su foco más intenso en
torno a Las Reglas del Método Sociológico.

Conviene pues comenzar con la tesis de la discordia, citada in extenso:


“Si hay un hecho cuyo carácter patológico parece indiscutible es el crimen.
Todos los criminólogos están de acuerdo en este punto. Aunque explican esta
morbidez en formas diferentes, la reconocen por unanimidad. Sin embargo, el
problema exige un tratamiento menos precipitado. […] El crimen no se observa
sólo en la mayoría de las sociedades de tal o cual especie, sino en todas las
sociedades de todos los tipos. No hay ninguna donde no exista criminalidad.
Cambia de forma, los actos así calificados no son en todas partes los mismos;
pero siempre y en todos lados ha habido hombres que se comportaban de
forma que merecían represión penal […]. No hay, pues, ningún fenómeno que
presente de manera más irrecusable todos los síntomas de la normalidad,
puesto que aparece estrechamente ligado a las condiciones de toda vida
colectiva. Convertir el crimen en una enfermedad social sería admitir que la
enfermedad no es algo accidental, sino que al contrario deriva en ciertos casos
de la constitución fundamental del ser vivo; esto sería borrar toda distinción
entre lo fisiológico y lo patológico” (Durkheim, 1986: 165).

El crimen como fenómeno social: sociología vs. antropología

En aquel importante libro, Durkheim establece lo que considera el objeto


de la sociología. Ésta es, afirma, la ciencia de los hechos sociales,
caracterizados como formas colectivas de hacer, pensar y sentir que,
precisamente por ser colectivas, resultan coercitivas y externas respecto de los
individuos que las realizan. Luego establece lo que entiende son las reglas
fundamentales para investigar los hechos sociales. La primera y la más
importante consiste en tratar a los hechos sociales como cosas. Esto quiere
decir que es tarea prioritaria del sociólogo es construir la definición de su objeto
de investigación, y que debe hacerlo en franca ruptura con el sentido común y
el pensamiento heredado de cualquier índole. Si se busca caracterizar
correctamente un hecho social deben encontrarse sus propiedades objetivas
“inherentes”. Estas propiedades deben tenerse por desconocidas, puesto que

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existen con independencia tanto de los prejuicios del investigador como de la
idea que los actores que participan de él se hacen sobre su naturaleza. Por eso
Durkheim no podría haber encontrado mejor ejemplo para probar su método
que el crimen: un número monumental de prejuicios filosóficos, científicos,
morales, religiosos y políticos se enmarañan en torno a él. ¿Cómo hacer del
crimen el objeto de una ciencia social? Es preciso aplicar la primera regla del
método y tratarlo como una cosa. Ante él debemos suspender nuestros
compromisos valorativos, nada sabemos de lo que sea en realidad. Pero es
preciso, además, dejar de buscar su explicación en la biología y/o en la
psicología de los individuos, puesto que la segunda regla del método reza así:
un hecho social sólo se explica por otro hecho social. De modo que, allí donde
se esbocen razones individuales para explicarlo el crimen (maldad, demencia,
degeneración, cálculo racional), sabremos que se trata de una explicación
equivocada. Luego, articulando ambas reglas, debemos definirlo por sus
rasgos o caracteres sociales, impersonales, externos y permanentes. El rasgo
principal del crimen que cumple con tales requisitos es, para Durkheim, el de
suscitar una reacción social específica. Lo que sea un crimen es reconocible
por su capacidad de producir movimiento colectivo característico al cual es
preciso reservarle el nombre de pena. La pena es una reacción colectiva,
pasional, violenta y organizada. La pena es expresión de la “cólera pública”,
cuando un estado fuerte y definido de la conciencia colectiva se ve atacado 1.
En consecuencia, “llamamos crimen a todo acto castigado y hacemos del
crimen así definido el objeto de una ciencia especial, la criminología”
(Durkheim, 1986: 124)

Ahora bien, esto significa que si se busca una definición científica de


crimen –es decir, si se trata de hacer del crimen el objeto de una ciencia–, no
se debe proceder registrando solamente los actos que fueron castigados en
todo tiempo y lugar. Tampoco se trata de identificar qué sentimientos serían
invariables y universales, propios de la especie humana, para luego calificar
como criminales sólo aquellas acciones que los hieren. Así lo hizo Garófalo,

1
La caracterización de la pena y del crimen propuesta por Durkheim se encuentra, sobre todo,
en De la División del Trabajo Social (1993). También aparecen elementos importantes de esta
caracterización en Durkheim (2017) y (1973)

5
afirmando que esos sentimientos serían la piedad (aversión a la crueldad) y la
probidad (respeto de la propiedad privada), y elaborando en base a ellos su
definición de “delitos naturales”. Es decir, aquellas acciones que serían
criminales según las leyes de la naturaleza, y que serían los únicos crímenes
“verdaderos” desde siempre y para siempre, estuvieran o no tipificados como
tales por el derecho vigente. Recordemos pues la definición de Garófalo: “… el
elemento de inmoralidad necesario para que la opinión pública pueda
considerar criminal un acto nocivo es que perjudique tanto el sentido moral
como para atentar contra uno o ambos de los sentimientos altruistas
elementales de piedad y probidad. Además, esos sentimientos deben verse
perjudicados, no en sus manifestaciones superiores y puras, sino en el
promedio en que existe en una comunidad, promedio que es indispensable
para la adaptación del individuo a la sociedad. Si se produce una violación de
uno cualquiera de esos sentimientos, tendremos lo que puede denominarse
correctamente un delito natural” (Garófalo, 1998: 33-4). En consecuencia con
estos postulados, este autor también podrá apoyar a Lombroso en su
afrimación de un tipo natural de delincuente: serían delincuentes natos aquellos
que hayan vendió al mundo sin los sentimientos de piedad y probidad.

Durkheim por su parte, retiene la idea de que un crimen es una acción


que ofende sentimientos comunes al término medio de la sociedad. Pero su
definición no es antropológica y esencialista, sino sociológica y relativista.
Sociológica porque, de acuerdo con ella, lo que el crimen hiere no son los
sentimientos, eternos, que caracterizarían a los humanos en tanto especie, sino
los sentimientos colectivos que en cada sociedad configuran sus núcleos
valorativos más intensos. Esos sentimientos comunes (esos valores, más bien)
lejos de ser únicos, universales e inmutables a lo largo de las épocas, cambian
de una sociedad a otra, y en cada sociedad a lo largo del tiempo. Lo que sea
considerado piadoso o probo, resulta variable de acuerdo a las definiciones
morales de cada “tipo social”, a la vez que pueden concebirse sociedades
donde los atentados a estos sentimientos, cualquiera sea su definición, no
resulten criminales. Una acción no es criminal por su contenido intrínseco, sino
porque es rechazada moralmente por un conjunto social determinado, pero
cada conjunto determina su propia moral. He allí el relativismo. Según esto, si

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determinada sociedad condena como criminal la hechicería y no los asesinatos
–como parece haber sido el caso de las sociedades feudales europeas– no
habría nada de moralmente equivocado en ello. Ninguna sociedad se erra
respecto de lo que define como inmoral para sí misma, porque no hay nada
criminal fuera de esa definición. Veremos enseguida que tampoco podría
calificarse como anormal a ese conjunto social, puesto que no habría
sociedades anormales. Puesto que “cabe decir de un hecho social que es
anormal con relación al tipo de la especie, pero una especie no podrá ser
anormal. Son dos palabras que protestan de verse acopladas” (Durkheim,
1986: 178)

De manera que una sociedad no considera criminal un acto por sus


contenidos intrínsecos (falta de piedad, probidad u otros), ni tampoco por sus
consecuencias “objetivas” (el daño individual o social, por ejemplo). Antes bien,
cada sociedad instituye lo que es dañino o piadoso para ella y sus miembros.
El crimen no tendría pues esencia: la maldad de los moralistas y religiosos, o el
cálculo racional de los utilitaristas. Tampoco habría delitos naturales en el
sentido positivista (un esencialismo antropológico). Durkheim rechaza toda
definición sustancialista y a-histórica de crimen, y de cualquier otro fenómeno
social. No obstante lo cual, afirma que no hay sociedades sin crímenes –no las
hubo nunca y no las habrá. Y es que su definición resulta relativista en sus
contenidos, pero universal en su forma. Esto es así porque el postulado
fundamental de su sociología reside en sostener que no hay sociedad sin un
sistema más o menos articulado de valores comunes, valores que se presentan
como trascendentes (o sagrados) para sus portadores, y cuya transgresión
desencadena una reacción colectiva execrante y expiatoria (la pena). Siendo
que no hay grupo sin tales sacralidades, y que el crimen es un ataque ese
núcleo trascendente, Durkheim dirá que todos los delitos son “naturales”.

El crimen como fenómeno social normal: sociología vs. sociología

La tercera regla, o grupo de reglas, que Durkheim hace intervenir en su


definición de crimen es la relativa a la distinción entre lo normal y lo patológico.
Se trata de una regla especialmente sensible puesto, en este contexto, remite

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directamente a la justificación práctica (es decir, social, política y aún moral) de
la sociología ¿Puede esta ciencia diagnosticar patologías sociales? ¿Puede
prescribir vías de solución o cura para conjuntos sociales? De modo que es
preciso saber, ante todo, qué rasgos caracterizan a la normalidad y la
anormalidad sociales, y si “dispone la ciencia de los medios para hacer esta
distinción” (Durkheim, 1986: 169)

A la hora de tratar esta cuestión, como es característico en su obra,


Durkheim (1986) discute varios enfoques que luego descarta, para afirmar el
suyo propio: lo normal, declara, es lo general, y lo general es la media
estadística. En consecuencia, patológica será toda desviación respecto de esa
media. El patrón para la evaluación sociológica de un hecho social es,
entonces, la referencia al “tipo social medio”, entendido como “tipo normal”.
Como resultado de esto, el delito no podrá ser visto como una patología social
porque se registra estadísticamente en todas las sociedades conocidas, y,
como sabemos, no habría sociedades que sean patológicas. Lo que puede sí
puede ser patológico es el índice de delitos cometidos en una sociedad. Así
podrá sostenerse que el crimen es un hecho social normal, salvo cuando está
por encima (o por debajo) de la media que corresponde a la estructura de la
sociedad de la que se trate. El problema aquí es determinar esa media para
cada grupo social.

Sea como fuere, lo que interesa destacar es la consecuencia principal


que Durkheim extrae de la aplicación de esta regla: el crimen no sólo es normal
en tanto que es universal en su forma, sino que, además, es un factor de salud
social. Con este corolario su tesis sobre el crimen se completa constituyéndose
en el arquetipo de las explicaciones funcionalistas en ciencias humanas y
sociales. Sucede que para él (al igual que para Radfcliffe Bronw, Malinowski,
Parson, Merton, por nombrar algunos de sus más importantes herederos a este
respecto), determinar la función de un hecho social es determinar que
necesidades societales satisface. El término función hace referencia aquí a la
contribución especifica que realiza una parte al todo, y posee connotaciones de
instrumentalidad, utilidad, y aún finalidad (aunque Durkheim sea reacio a
reconocer esto último). El modelo de este tipo de explicaciones sociológicas es
la biología organicista, puntualmente la fisiología, donde la función de un

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órgano es definida como la actividad normal y particular que éste realiza dentro
del cuerpo entendido como una totalidad. Ahora bien, siguiendo el camino de la
analogía entre sociedad y organismo, Durkheim declara, contra todo
pronóstico, que el crimen no es un fenómeno patológico, no es una enfermedad
de la vida social. Por el contrario, se trataría de un fenómeno socialmente útil, o
mejor, necesario, para la reproducción sana del organismo social. De manera
que ya no se trata sólo de verificar su presencia perpetua, sino que además es
preciso de dar cuenta de sus funciones sociales. Es decir, del rol positivo que
juega en la reproducción de las sociedades. Puesto que es normal, el crimen
debe ser necesariamente un “factor de salud pública”.

Durkheim dice haber experimentado cierta perplejidad ante esos


resultados de su razonamiento. Sin embargo, no duda en enunciarlos: “Henos
aquí en presencia de una conclusión bastante paradójica en apariencia. Pero
no hay que equivocarse. Clasificar al delito entre los fenómenos de sociología
normal no es sólo decir que es un fenómeno inevitable, aunque lamentable
debido a la incorregible maldad de los hombres, es afirmar que es un factor de
salud pública, una parte integrante de toda sociedad sana” (Durkheim, 1986:
92). De manera que, más allá de las apariencias, habría una utilidad social
oculta, una función latente dirá después Merton (1992), que el crimen estaría
llamado a cumplir. Ella es, como sabemos, la de promover la indignación
colectiva dando lugar al castigo penal del transgresor, permitiendo, de este
modo, la reafirmación en común de los valores atacados. Por eso Durkheim,
coloca a la pena al lado del crimen, como una pareja inseparable, en el centro
de la cuestión criminal. En cuanto al delincuente, su cambio de posición se
encuentra en concordancia con todo esto. Si en la De la División del Trabajo
Social encontramos que se lo asimila a personalidades patológicamente
constituidas, sus Reglas del Método Sociológico lo llevan a entenderlo como un
agente regular de la vida social2.

Gabriel Tarde reseñará este libro de Durkheim en un artículo llamado


Criminalidad y Salud Social. Allí se dedicará enteramente a criticar con
2
He aquí el texto de su (auto)crítica: “el criminal ya no aparece como radicalmente insociable o
como un elemento parasitario, un cuerpo extraño e inasimilable dentro de la sociedad; es un
agente regular de la vida social” (Durkheim, 1986: 96).

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virulencia las posiciones del "el sabio profesor de Burdeos". Lo subleva, sobre
todo, la tesis de la normalidad y la utilidad crimen. Encendido, se pregunta:
“¿cómo es posible juzgarlo útil para las sociedades en las que se desliza como
un intruso, obrero del vicio, parásito del trabajo, destructor de cosechas como
el granizo, y no produce más que el contagio de su mal ejemplo? ¿Para qué
sirve sino para ser perseguido por la policía judicial, cuando ni siquiera es
bueno para este deporte?” (Tarde, 2007: 126). Frases como estas abundan en
ese artículo. Frases que se quieren irónicas y que, en tono de diatriba moral,
revelan los compromisos afectivos e ideológicos de su autor con la
conservación de la ley y el orden de su tiempo. No hay motivos, sin embargo,
para pensar que Tarde fuera ideológicamente más conservador que Durkheim.
Sea como fuere, hay decir que este texto polémico de Tarde no se encuentra a
la altura de su sociología general, ni de su criminología3. Una criminología
sociológica que, entre otras cosas, posee varios puntos de contacto con la
durkheimniana. Ambas coinciden en entender 1) que la ley penal expresa
estados "fuertes y definidos" de la conciencia colectiva, 2) que estos estados
constituyen valores socio-históricamente relativos, 3) que criminal es la acción
que ataca a tales valores, y 4) que la pena es una reacción colectiva a ese
ataque, y forma parte de la definición del fenómeno criminal. De allí que en una
reseña anterior que Tarde dedicara a De la División del Trabajo Social,
encontremos algunas críticas y muchos elogios. En especial la celebración de
“la inteligencia de la psicología colectiva que se revela a cada página”, seguida
de la siguiente nota: “Lamento no poder citar una notable descripción de los
sentimientos colectivos suscitados por el crimen y de las consecuencias que el
autor deduce de ellos con profundidad, respecto a las características que la
pena debe asumir para cumplir su oficio social. Recomiendo estas páginas a
los criminólogos, así como una crítica severa pero excelente de Lombroso”
(Tarde, 1895: 489)

Pero con Las Reglas del Método quedaba claro que, más allá de las
coincidencias, estas criminologías sociológicas se encontraban en desacuerdo

3
Para una exposición ampliada de la sociología criminal de Tarde me permito remitir a
Tonkonoff (2014). Para una confrontación de las sociologías generales de Tarde y Durkheim,
ver Tonkonoff (2017)

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en el punto esencial: la definición de crimen. Mientras para Durkheim es un
hecho social funcional, para Tarde se trata de un fenómeno de oposición. El
crimen, entiende, es mejor caracterizado como un conflicto social, y éste es el
elemento principal del deriva su especificidad 4. Por eso, en Criminalidad y
Salud Social, luego de cuestionar la idea de que generalidad y normalidad
puedan tomarse como la misma cosa, escribe que el crimen es "un conflicto
entre la gran legión de los hombres de bien y el pequeño batallón de
criminales, y ambos actúan normalmente en relación al objetivo que persigue
cada uno. Pero, dado que sus objetivos son contrarios, la resistencia que
ofrecen mutuamente el uno al otro es percibida por cada uno de ellos como un
estado patológico que, a pesar de ser permanente y universal, sigue siendo
doloroso" (Tarde, 2017: 153).

Si colocamos esta afirmación en el cuadro más amplio de la criminología


de Tarde, debemos desestimar tanto sus aparentes connotaciones positivistas
como su tinte moralista. Ella no reenvía ni a las posiciones de la Scuola italiana
ni al absolutismo moral reinante por entonces, entre otras cosas porque la
sociología de la cual depende su sentido cabal es, acaso malgré Tarde,
irremediablemente relativista. Aquí, como en Durkheim, lo que sea bueno o
malo para un grupo social depende ante todo de las creencias y los deseos
colectivos que lo dominan. Pero a diferencia de la durkheimniana, esta es una
sociología irremediablemente pluralista también. Una que puede concebir la
existencia de distintos grupos con distintos valores que, en un mismo campo
social, pueden enfrentarse tanto como combinarse o ignorarse entre sí. De
modo que la "patología" en cuestión remite a una forma de relación social
conflictiva e históricamente situada: la relación existente entre las
propagaciones imitativas que forman los valores dominantes y las

4
Si bien para Tarde (1962) la oposición es, desde el punto de vista de la dinámica social, un
tipo de relación social secundaria respecto de la imitación y la invención, no por ello es menos
elemental y menos universal. Dicho de otro modo, en esta sociología hay tres tipos de
relaciones sociales básicas, presentes en toda sociedad: la repetición (o imitación), la co-
adaptación (o invención) y la lucha (u la oposición). El crimen sería pues un fenómeno de este
último tipo.

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propagaciones imitativas que, dentro del mismo grupo, contradicen aquellos
valores. Si esto es correcto, las metáforas organicistas no resultan las más
adecuadas para comprender lo que sucede en la vida social, y el par
normal/patológico no sirve para enmarcar la cuestión criminal. Por eso Tarde
es hostil a ese paradigma y, en general, prescinde de su vocabulario – aunque,
como se ve, no es el caso en su polémica con Durkheim, tal vez por llevarla
adelante en los términos que este último ha planteado.

Ante estas invectivas, Durkheim (2017) también aparece como


descentrado respecto de sus propias posiciones más generales y más
consistentes. Su respuesta al cuestionamiento de la alegada utilidad del
crimen, por ejemplo, consiste en señalar que éste tendría una utilidad directa y
otra indirecta. Su utilidad directa, afirma, es muy excepcional, y radica en su
capacidad de promover (eventualmente) una “moralidad futura”. El caso
paradigmático es el de Sócrates, cuya doctrina fue criminal para su época pero
terminó siendo el sustrato moral de sociedades que la sucedieron. Su utilidad
indirecta, más habitual, sería evitar que la moral de un conjunto social se
osifique, y se vuelva intolerante hasta con los más pequeños detalles. Sin
embargo, es llamativo que en ningún lugar de esta polémica, Durkheim
recapitula lo central de su posición. Como queda dicho, si puede afirmar la
normalidad del crimen es porque identifica lo normal con la media estadística, y
lo patológico con aquello que se desvía de la media. Esto lo lleva a afirmar que
dado que toda sociedad conocida hubo crímenes, se trata de un hecho normal.
Pero, queda dicho también, que la clave de su posición no está en esa
constatación fáctica, sino en una premisa teórica fundamental: no hay sociedad
sin crímenes porque no hay sociedad sin un sistema de valores trascendentes
que definan como criminales las transgresiones a estos valores.

La Cuestión Criminal: debates y combates

Acaso pueda decirse que una de las ambiciones fundantes de las


modernas ciencias humanas ha sido desarrollarse como disciplinas capaces de
proveer criterios científicos para el diagnóstico de fenómenos y procesos
sociales perjudiciales para la vida social. Afirmar que esos criterios de

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diagnostico son científicos es, ante todo, querer distinguirlos de otro tipo de
juicios como los morales, los ideológicos y los religiosos. Pero eso implica
establecer qué clase de ciencias son las ciencias humanas, en qué se
diferencia de esos otros discursos, y cómo podrían establecer diagnósticos a-
morales y a-ideológicos sobre los individuos y los grupos. Toda la historia de
estas disciplinas puede contarse desde el punto de vista de estos dilemas,
puesto que las recorren hasta hoy.

Ahora bien, hablar de diagnostico y de vida social es ubicarse de entrada


en el interior del vocabulario de la biología y de la medicina. Un vocabulario que
precisamente por ser dominante sobre la vuelta del siglo XIX, fue un campo de
batallas. Fue éste el vocabulario de Lombroso, Féré, Morel, y tantos otros
“médicos” de la sociedad. Fue también el utilizado por los sociólogos y por los
psicólogos de la sociedad que les eran contemporáneos: Nietzsche, Freud,
Durkheim y –en menor medida– Tarde. Sólo que en todos ellos de lo que se
trataba era de partir de los supuestos organicistas implicados en ese
vocabulario para subvertirlos. Esa subversión fue realizada en cada uno de
ellos siguiendo diversos programas y partiendo de distintos presupuestos, pero
en todos los casos el resultado fue la transformación de los sentidos del
lenguaje dominante. Se trataba, en todos los casos, de una lucha científica y
filosófica con importantes consecuencias culturales y políticas.

Dicho esto, cabe señalar que entre todos ellos, fue Durkheim quien más
pugnó mantenerse en los cánones de la ciencia clásica, y quien más prisionero
quedó de ese vocabulario y del organicismo al que ese vocabulario,
irremediablemente, arrastra. Ello fue así, al menos, en el libro donde propone
sus reglas para la ciencia de la sociedad. Allí, como hemos visto, realiza una
doble operación: por un lado afirma que, tanto en biología como en sociología,
normal y patológico lejos de configurar dos realidades contrapuestas forman
parte de un mismo continuum. Con esto deshace la percepción de lo
socialmente patológico como esencialmente diferente del resto de los
fenómenos sociales. A-moraliza, por así decirlo, las patologías sociales. Lo que
no le impide afirmar que las patologías sociales son enfermedades de la moral
social, y que la sociología debe detectarlas y contribuir a combatirlas. No hay
contradicción ni ambigüedad en este punto. Allí radica, antes bien, una clave de

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su proyecto: la ciencia de la moral que para él debía ser la sociología, tiene que
ocuparse de las enfermedades de la sociedad, enfermedades que son
estrictamente morales. Pero esto sólo podrá suceder a condición de
comprender que no hay patologías sociales universales puesto que cada
organismo social posee, por así decirlo, la moral que le conviene. El reproche
que en todo caso puede hacérsele a este encuadre teórico, y que
efectivamente se le ha hecho, es su conservadurismo –tal vez malgré
Durkheim. Puesto que no permite pensar en que las “patologías” de un
conjunto social puedan provenir precisamente de la moral dominante que ese
conjunto se empeña en sostener (postura que es característica tanto en
Nietzsche como en el marxismo y en el psicoanálisis). Sucede que el de
Durkheim es un relativismo sociológico sin perspectivismo, porque su
sociología tiende a permanecer monista. Sus modelos pueden concebir
discordancias entre valores al interior del sistema moral que constituye una
sociedad, pueden incluso pensar en ausencia de valores (a-nomia), lo que no
consiguen es aceptar de buen grado la vigencia plena, en un mismo campo
social, de múltiples morales en pugna. Tampoco consiguen pensar a la
sociedad como un “resultado” de esos enfrentamientos.

Esta es, queda claro, una crítica externa a esa sociología. Muchos
marxistas la han hecho (entre otros Pavarini, 2003). También la ha hecho
Tarde (1895). Sus consecuencias en el campo de la definición del delito son,
sin embargo, atendibles, y arrojan luz sobre la estructura interna tanto de la
sociología general como de la criminología durkheimnianas. Durkheim
combate, con éxito, el esencialismo positivista caracterizado por la concepción
del delito como enfermedad y del delincuente como anormal, pero lo hace en el
marco de un funcionalismo tal que niega al fenómeno delictivo toda
especificidad. Sea el delito como un fenómeno social normal, pero ¿en qué se
diferencia del resto de los fenómenos sociales normales (la religión, la ciencia,
el arte, el gobierno)? Las astucias de la razón funcionalista eliminan la noción
de conflicto de manera tan radical que le niega al crimen todo rasgo de
negatividad –es decir, el rasgo que podría caracterizarlo diferencialmente– sin
ofrecer otro criterio a cambio.

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El debate en torno a la normalidad del delito testimonia, entre otras
cosas, las dificultades, y aún el fracaso, del programa de Durkheim relativo a la
objetividad científica para determinar qué es un problema social. Esta
sociología lleva a rechazar toda posible determinación antropológica
(positivista, pero también psicoanalítica). Conduce, además, a evitar el recurso
a cualquier filosofía de la historia (hegeliana o marxista, por ejemplo). Pero con
ello queda privada de los criterios que tradicionalmente permitieron determinar
qué podría ser un problema o una “patología” social. Semejante impasse, no es
privativo suyo: todas las ciencias sociales y humanas que han renunciado a la
antropología (filosófica) y a la filosofía de la historia se encuentran, todavía hoy,
en esa situación. No obstante, una de las particularidades del discurso
durkheimniano parece ser el haber obtenido todas las desventajas del
relativismo socio-histórico, y muy pocas de sus ventajas. Al permanecer en
parte sujeto al positivismo (o a un racionalismo positivista), no puede ser lo
suficientemente constructivista; y al permanecer monista, no puede acceder al
perspectivismo al que conduce la visión del campo social como multiplicidad de
valores en pugna. Da allí que su posición pierda la posibilidad de dar cuenta
cabalmente tanto de la génesis de los valores, y por lo tanto de los crímenes,
así como de sus transformaciones. Quedan en pie, sin embargo, la firme
desmitificación de la cuestión criminal que trajo esta sociología, y su apuesta a
que la teoría social pueda ser un operador de rupturas epistemológicas con el
pensamiento heredado y las ideologías dominantes.

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