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Temas 1-2 Unidos
Temas 1-2 Unidos
y su difusión: 1770-1870
Tema 1. La Revolución Industrial en Gran Bretaña y su difusión: 1770-1870
Índice
1.4.3. La industria
Las economías del Antiguo Régimen se pueden caracterizar como economías orgánicas, que
se basan en la utilización de los recursos naturales disponibles. Se trataba de economías
básicamente agrarias (el sector primario generaba los mayores porcentajes del PIB y ocupaba
a más del 65% de la población activa) y, por tanto, de un sistema muy dependiente de la
dotación del factor tierra (tipo de suelo, relieve, clima). Además, eran economías cerradas,
prácticamente autosuficientes, con una alta complementariedad entre el trabajo agrícola
(alimentos para personas y animales, semillas para la siguiente cosecha), la ganadería (carne,
leche, lana, pieles, energía y fertilizantes) y los bosques, que proporcionaban materias primas
para la construcción, el transporte o la calefacción (madera, piedra, cal, carbón) y alimentos
como caza, frutos y pastos. Estas economías, aunque inicialmente se orientaban al
autoconsumo campesino, en determinadas áreas geográficas se fueron abriendo a los
mercados (comarcal, nacional o internacional), que fueron absorbiendo porcentajes cada vez
más altos de producción agraria.
Los sistemas de cultivo no se modificaron excesivamente: son agriculturas extensivas, con pre-
dominio del secano con rotación bienal o trienal con barbecho, con abundante empleo del
factor trabajo, uso de fertilizantes orgánicos y un utillaje técnico rudimentario. Uno de los
problemas fundamentales consistió en poder asegurar el abastecimiento de la población.
Cualquier alteración del clima o la aparición de una plaga podía suponer problemas de
subsistencias, o la extensión de cultivos podía derivar en rendimientos decrecientes. El cultivo
se dedicaba fundamentalmente a cereales (trigo y centeno, avena) que ocupaban el 75-80%
del suelo agrícola en la mayoría de los países europeos, incluso en Inglaterra, junto con vides
y olivos en el Mediterráneo, legumbres, hortalizas, frutales y, desde el XVIII, maíz, patatas y
arroz.
En el Antiguo Régimen los factores de producción (tierra, trabajo y capital) estaban sujetos a
limitaciones, especialmente en el caso de la tierra. Por una parte, porque continuaban
perviviendo prácticas feudales (cargas señoriales, diezmos eclesiásticos) y ello significaba la
percepción de rentas por los estamentos sociales no directamente productores (nobleza y
clero). Por otra, porque un porcentaje muy elevado de la tierra se encontraba fuera del
mercado: pertenecía a los ayuntamientos (bienes de propios y comunales), a la Iglesia (bienes
de manos muertas) o a la aristocracia (vínculos y mayorazgos) y, sin embargo, ninguno de
ellos podía venderlas, aunque sí podían explotarlas directamente o arrendarlas a terceros.
La relación entre población y recursos era muy estrecha en el Antiguo Régimen, de ahí que la
oferta agraria solo puede comprenderse en el contexto del comportamiento demográfico. El
abastecimiento de la población llegó a constituir una de las preocupaciones fundamentales de
los gobernantes. A finales del siglo XVIII la agricultura europea tenía que alimentar a 60
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millones de bocas más que dos siglos antes y con un porcentaje mucho mayor de población
urbana que no produce alimentos pero sí los consume.
La demografía del Antiguo Régimen era muy ineficiente y desordenada. La tasa de natalidad
era muy elevada, casi siempre por encima del 35 por mil, pero también la mortalidad arrojaba
valores muy altos, lo que provocaba un crecimiento vegetativo muy reducido y que la
esperanza de vida al nacer apenas alcanzara los treinta años. La mortalidad infantil era la
causante de que una cuarta parte de cada generación no alcanzara los cinco años de edad y
que sólo la mitad sobreviviese a los quince. Además, periódicamente se presentaban crisis de
mortalidad (provocadas por guerras, malas cosechas, hambrunas y epidemias), con lo que se
elevaban las defunciones y caían los nacimientos. Todo ello marcó el comportamiento
demográfico entre los siglos XVI y XVIII.
En el siglo XVIII las diferencias son ya muy grandes entre el norte y el sur de Europa, y para
entenderlas hay que tener en cuenta otros dos factores explicativos: de una parte, el aumento
de la población urbana que no produce sus alimentos y que genera una nueva demanda de
productos agrarios; de otra, factores de tipo institucional que se refieren a la existencia de un
marco jurídico y una política fiscal y comercial adecuada a los intereses de los grandes
propietarios agrarios. El mayor porcentaje de población urbana en las Islas Británicas junto a
las atribuciones en materia económica de la Cámara de los Comunes del Parlamento (a partir
de 1688) explican las ventajas de Inglaterra sobre otros territorios que serían decisivas para la
Revolución Industrial.
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El protagonismo del comercio internacional lo tuvieron portugueses y españoles durante los
siglos XVI y gran parte del XVII. A partir de ahí ingleses y holandeses ocuparon
progresivamente el papel de las anteriores potencias coloniales ibéricas. Londres y Ámsterdam
eran ya, a principios del XVIII, las grandes plazas del comercio europeo, puesto que Inglaterra
y Holanda eran los estados que controlaban las grandes rutas comerciales del Índico y el
Atlántico a través de las Compañías Privilegiadas de Comercio de las Indias Orientales y
Occidentales. Se desarrolló en el Atlántico el denominado “comercio triangular”, en el que
África se integraba como gran abastecedora de esclavos y de oro; América suministraba café,
tabaco, azúcar, algodón y cereales; e Inglaterra comercializaba manufacturas textiles.
¿Pero por qué Europa protagonizó uno de los cambios de mayor trascendencia en la historia
de la Humanidad? Aunque no hay unanimidad en la respuesta, los especialistas están de
acuerdo en torno a las siguientes cuestiones:
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c) La raíz cultural del cambio tecnológico descansaba en el individuo, la experimentación
y el avance científico como base para lograr el bienestar social.
d) La evolución hacia la libertad política y económica, que tuvo un gran avance a finales
del XVIII, cuando se produjeron las revoluciones políticas (independencia
norteamericana en 1776, Revolución Francesa en 1789) que iniciarían el tránsito desde
la sociedad estamental y el Estado absolutista propios del Antiguo Régimen a la
sociedad de clases, progresivamente democrática, liberal y parlamentaria.
Se conoce como Revolución Industrial el proceso de crecimiento económico que, entre las
últimas décadas del siglo XVIII y mediados del siglo XIX, experimentaron Gran Bretaña
primero, y luego Francia, Bélgica y Alemania, entre otros países. El proceso tuvo dos
características desconocidas hasta entonces: el aumento de la renta per cápita fue mayor que
nunca antes en la historia y además fue sostenido.
Los historiadores han debatido ampliamente por qué Gran Bretaña- y no Holanda o Francia,
por ejemplo- fue cuna de la Revolución Industrial. La explicación es compleja ya que el
liderazgo inglés se gestó en el tiempo largo –durante la Edad Moderna- y en él intervinieron
factores geográficos, institucionales y económicos.
Las Islas Británicas poseían una buena dotación de recursos naturales: clima templado y
lluvioso apto para el desarrollo agrícola y ganadero; abundancia de carbón y de otros
minerales (hierro, estaño); disponibilidad de energía hidráulica para la industria, ríos
navegables que abarataban el comercio interior y fácil acceso al exterior, ya que ningún rincón
del país distaba más de cien kilómetros del mar.
Durante la Edad Moderna Inglaterra experimentó cambios institucionales que acabaron con los
obstáculos que el Antiguo Régimen creaba al crecimiento económico. El proceso se inició a
finales de la Edad Media y culminó con la revolución de 1688, conocida como la Gloriosa. El
nuevo marco institucional limitó los privilegios de la Corona y consolidó un contexto en el que
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los derechos individuales tuvieron mayores garantías pero, al mismo tiempo, se reforzó el
papel estatal. Los hitos del cambio anteriores a esta fecha son:
3) la venta en pública subasta durante esos años de las tierras de la Iglesia católica, una
cuarta parte de las tierras del país, que pasaron a manos de los landlords (alta nobleza
latifundista) y de la gentry (pequeña nobleza, comerciantes, altos funcionarios y
militares);
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convirtió a Gran Bretaña en una potencia colonial; y los tipos de interés de la deuda
inglesa se mantuvieron bajos, con lo que hubo menor desvío de fondos a la deuda al ser
menos rentable que la inversión en los sectores productivos (agricultura, industria y
comercio);
La nueva forma de explotación de los recursos y los cambios institucionales habían roto
progresivamente en la Edad Moderna el círculo vicioso del Antiguo Régimen. La formación
de un mercado de tierras a consecuencias del cambio institucional que hemos visto fue
decisiva.
La agricultura inglesa era más productiva que la media europea por la aparición de
explotaciones de tipo capitalista y la existencia de una clase de pequeños campesinos con
mayor capacidad de ahorro (yeomanry). La entrada de tierra en el mercado produjo la
concentración de ésta en manos de los landlords y la gentry, quienes desde el siglo XVI
comenzaron a arrendar extensos lotes de tierras a farmers (granjeros) que a su vez
contrataban mano de obra asalariada y que podían decidir la elección de cultivos. Este sistema
se difundió porque beneficiaba a los arrendadores, que podían ajustar las rentas a la subida de
precios, y a los arrendatarios que podían innovar al disponer libremente de las tierras. Gran
parte de la tierra pasó a explotarse en forma de hacienda de mediana o gran superficie con
mano de obra jornalera. Los historiadores ingleses han mantenido tradicionalmente que ésta
fue la razón de la mayor productividad de la agricultura británica. El movimiento de cercado de
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tierras se llevó al extremo cuando se solicitó al Parlamento que obligara a cercar todas las
propiedades, cosa que se hizo con las 83 leyes de cercamientos aprobadas entre 1660 y 1750.
Aunque, según Robert Allen, también contribuyeron al crecimiento de la productividad los
pequeños campesinos (yeomen) que mejoraron sus explotaciones y que en 1750 todavía
suponían el 40% de la población activa rural.
En cuanto a las manufacturas, según Eric Hobsbawm la economía británica a mediados del
siglo XVIII se había convertido en una “economía capitalista semiindustrial”. Gran Bretaña era
el país más industrializado a mediados del XVIII junto con Holanda. El 24% de población activa
trabajaba en el sector secundario mientras que en el resto de Europa lo hacía el 15%. Casi
todas las industrias estaban organizadas del modo que se conoce como protoindustrial
(Verlagssystem, putting out system, o sistema de trabajo a domicilio), existiendo también las
manufacturas o protofábricas. El sistema de trabajo a domicilio consistía en que comerciantes
que podemos llamar “mercaderes manufactureros” (para distinguirlos de los que se dedican
sólo al comercio) distribuían las materias primas entre campesinos y/o artesanos. Trabajando
en sus hogares o talleres con herramientas manuales, éstos las transformaban en bienes
intermedios o finales cobrando un tanto por pieza del mercader, que comercializaba luego el
producto final. Este sistema permitía a los empresarios ajustar la producción a las variaciones
de la demanda con total flexibilidad, haciendo cuantiosas inversiones en capital variable
(materias primas y mano de obra) pero apenas en capital fijo (fábricas o máquinas). De esta
manera, en tiempos reducción de la demanda, los empresarios compraban menos materias
primas y contrataban menos mano de obra con lo que no sufrían pérdidas.
Hacia 1750 Inglaterra era ya el país líder en exportación de bienes industriales. Dos terceras
partes de las exportaciones eran manufacturas: tejidos de lana y de algodón. La mayoría se
dirigía a Europa, pero desde principios del XVIII aumentaron las exportaciones hacia las
colonias norteamericanas y las Indias Orientales. En la importaciones retenidas (las no
redistribuidas desde los puertos británicos), un 54,5% eran materias primas (especialmente
algodón) y un 31,1% eran comestibles coloniales (especias, té, café, azúcar…).
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Cuadro 1. Composición del comercio exterior británico en 1750. % sobre el valor total
De todo esto se desprende que la economía inglesa estaba entonces preparada para iniciar la
Revolución Industrial al disponer de:
Francia y Holanda eran también países avanzados en 1750 y sin embargo no fueron pioneros
en la Revolución Industrial. Algunos historiadores lo atribuyen al azar, pero parece más lógico
relacionarlo, en el caso de Francia, con los obstáculos institucionales que no se desmontaron
hasta la Revolución de 1789. En Holanda estos obstáculos institucionales no existían, por lo
que se han manejado otras hipótesis para explicarlo: pérdida de la hegemonía comercial
desde finales del XVII; preferencia de la burguesía por los negocios comerciales sobre los
industriales, y carencia de carbón, por lo que las industrias holandesas intensivas en energía
eran menos competitivas.
La idea de que el Estado debía ocuparse sólo del mantenimiento de la ley y el orden tiene
su origen en la fisiocracia francesa y en el economista británico Adam Smith, y se resume en
la frase laissez-faire (dejar actuar). Algunos historiadores han sostenido que el Estado
británico desempeñó un papel mínimo durante la Revolución Industrial. Esta tesis se apoya en
que el marco institucional de carácter liberal que se desarrolló en Gran Bretaña intervino en el
ámbito económico menos que otros modelos posteriores como el alemán o el japonés, ya que
no subvencionó la construcción de ferrocarriles o la creación de industrias. Otros historiadores,
por el contrario, han destacado que el Estado británico sí fomentó el crecimiento económico
mediante políticas comerciales proteccionistas y mercantilistas, como las Leyes de Granos
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que gravaban las importaciones de cereales, los aranceles a la importación de productos
siderúrgicos, la Calico Act o las Actas de Navegación.
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fueron divididas especializándose los trabajadores en cada una de ellas, lo
que permitió aumentar la velocidad de la producción.
4) Finalmente, la productividad creció como consecuencia del cambio estructural que trajo la
Revolución Industrial y que consistió en el trasvase de factores productivos desde el
sector primario al secundario y desde ambos al terciario. Las razones del cambio
estructural fueron de demanda y oferta. La mayor demanda de bienes industriales creó
incentivos para producirlos, lo que fue posible dado el incremento de la productividad
agraria que permitió liberar factores del sector primario (materia prima, mano de obra y
capital). Pero, además, la industria aumentó su productividad por encima de la
agricultura liberando factores que se emplearon en un sector terciario de productividad
también creciente. Por tanto el cambio estructural originó una mayor eficiencia en el
conjunto de la economía al transferir factores a sectores cada vez más productivos.
Por otra parte, durante mucho tiempo la Revolución Industrial fue interpretada como una rápida
y radical ruptura con el pasado. Se pensaba que, tras un período de unos cuarenta años en los
que las nuevas tecnologías y formas de organización del trabajo se fueron generalizando,
apareció un intenso crecimiento de unos veinte años que se denominó “despegue” o take-off,
según la terminología establecida por el economista norteamericano Rostow. Esta
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interpretación ha sido revisada posteriormente y ahora sabemos que durante la Revolución
Industrial convivieron viejas y nuevas tecnologías y también antiguas y nuevas formas de
organización de trabajo. Este carácter todavía dual de la economía hizo que el crecimiento
fuera más lento de lo que se creía, no existiendo realmente una etapa asimilable al
mencionado “despegue”. Algunos historiadores argumentan que el término Revolución
Industrial debe sustituirse por industrialización; sin embargo, otros consideran razonable
continuar hablando de Revolución Industrial porque los cambios que se originaron a largo
plazo constituyeron, junto con el Neolítico, la más grande mutación de la historia. La población
creció y, de manera más lenta, también la esperanza de vida. Aumentó la productividad, la
producción y el consumo. La sociedad dejó de ser rural y pasó a ser urbana y el crecimiento
económico se convirtió en sostenido. Una última consecuencia debe resaltarse: la profunda
brecha que desde entonces se abrió entre los países industrializados y los que quedaron
rezagados.
Las dotaciones de mano de obra fueron básicas para la industrialización. Entre 1761 y 1841 la
población de Gran Bretaña (Inglaterra, Gales y Escocia) se multiplicó por 2,3. Pasó de 7,9
millones a 18,5 millones de habitantes. En 1851 era ya de 20,8 millones. En un primer
momento este espectacular crecimiento demográfico se atribuyó más a la caída de la
mortalidad que al incremento de la natalidad. Las investigaciones posteriores han revisado esa
hipótesis. Como se desprende del cuadro 3, entre 1761 y 1801 la natalidad aumentó 3,7
puntos, mientras que la mortalidad descendió 1,6 puntos, de manera que lo que más
contribuyó al crecimiento entre estas fechas fue el aumento de la natalidad.
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Cuadro 3. Tasas de natalidad, mortalidad y crecimiento
vegetativo en Inglaterra (1701-1841). Por mil
A pesar de producirse un aumento de la esperanza de vida (en Inglaterra pasó de 35,5 años
en la segunda mitad del siglo XVIII a 41 años en la primera mitad del siglo XIX), existieron
diferencias dependiendo de las zonas. En contraposición a los barrios residenciales
burgueses, los suburbios obreros de las grandes ciudades siguieron experimentando una
mortalidad más elevada debido a tres razones: peor acceso a los alimentos, hacinamiento y
falta de higiene, y, sobre todo, unas pésimas condiciones de salubridad agravadas por unos
deficientes o inexistentes sistemas de abastecimiento de agua, alcantarillado y recogida de
basuras.
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El crecimiento de la población fue acompañado de un cambio de la estructura por edades (con
mayores porcentajes de jóvenes) y por sectores productivos (mayor peso de la industria y los
servicios). Esto último desembocó en un intenso proceso de urbanización, especialmente
durante la primera mitad del siglo XIX. La urbanización afectó a los niveles y patrones de vida
transformando la naturaleza de la familia, de la familia extensa se pasó a la nuclear. En 1750
el 17,5% de la población vivía en ciudades de más de 10.000 habitantes; en 1820 ese
porcentaje subió al 24% y en 1850 suponía ya el 48% del total.
Desde finales del siglo XVII se comenzaron a introducir nuevos sistemas de rotación de
cultivos que suprimían el barbecho y exigían cercar los campos para evitar el paso del ganado.
Estos sistemas se generalizaron a lo largo del siglo XVIII y principios del XIX. El más extendido
y avanzado fue el de rotación cuatrienal (sistema Norfolk): la primera hoja de tierra se dedica al
trigo, la segunda a tubérculos (patatas y nabos); la tercera a cereales de primavera y
leguminosas; y la cuarta a plantas forrajeras (alfalfa, trébol, colza, lúpulo). Los tubérculos y
plantas forrajeras no desgastan el suelo, sino que le aportan nitrógeno por lo que al año
siguiente esas dos hojas podían plantarse de trigo o cereales de primavera. La innovación fue
trascendental por dos razones: el barbecho desapareció y los tubérculos y forrajeras
alimentaban al ganado ahora estabulado, con lo que aumentó la cabaña ganadera y la
cantidad disponible de abono animal. Los nuevos sistemas de rotación incrementaban la
producción y la productividad: al cultivarse más superficie (suprimiendo el barbecho); crecer los
rendimientos por hectárea (gracias a la aportación de más abono); y disponer de más animales
para sustituir la fuerza de trabajo humana.
Los nuevos sistemas de cultivo se extendieron por casi todo el campo inglés gracias al cambio
institucional. En 1815 cerca de la cuarta parte de las tierras cultivables del país habían pasado
a manos de los grandes terratenientes (landlords). Este proceso de concentración de la
propiedad facilitaba la introducción de las innovaciones antes señaladas, aumentando la
productividad, aunque también tuvo costes sociales como la transformación de los pequeños
propietarios en jornaleros asalariados y la pérdida de las tierras comunales.
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Por tanto, los cambios tecnológicos e institucionales (especialmente el cercamiento de tierras)
explican que la producción agraria aumentara considerablemente, pero no hay acuerdo sobre
cuánto creció por la inexistencia de censos agrarios. Sólo disponemos de estimaciones y, pese
a las diferencias, todos coinciden en que el crecimiento fue menor en el XVIII que en la primera
mitad del XIX.
Una cuestión clave ha sido la incidencia del sector agrario en el desarrollo de la Revolución
Industrial. La mayoría de los libros sobre la Revolución Industrial anteriores a 1980 sostuvieron
que los cambios en el sector agrario tuvieron efectos muy importantes para el crecimiento
económico, fundamentalmente cuatro:
3) los beneficios obtenidos por los empresarios agrarios aportaron una parte sustancial
del capital invertido en la industria y en los servicios;
1.4.3. La industria
La industria del algodón, la del hierro y la minera fueron las primeras en utilizar las nuevas
tecnologías. El cambio tecnológico debió mucho a un conjunto de inventos en cadena y a la
transferencia de innovaciones de un sector de la industria a otro.
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1.4.3.1. La industria textil algodonera y la aparición de las fábricas
La primera innovación se aplicó a la fase del tejido. En 1733 un artesano llamado John Kay
inventó la lanzadera volante que, accionada por un tejedor mediante un cordel, hacía que los
hilos discurrieran por la urdimbre a una mayor velocidad. Esto elevó la productividad de la fase
del tejido rompiendo el equilibrio con la fase del hilado (se necesitaban más personas hilando
para abastecer cada telar). Este estrangulamiento creó incentivos para idear una máquina que
hilara más rápido. James Hargreaves patentó en 1768 la spinning jenny, una máquina manual
que permitía hilar varios husos a la vez. Un año más tarde Richard Arkwright inventó la water-
frame y en 1779 Samuel Crompton patentó la mule-jenny. Estas dos máquinas se movían con
energía hidráulica y llegaban a hilar simultáneamente decenas de husos. La revolución del
hilado volvió a romper el equilibrio entre esta fase de la producción y la del tejido. Ahora había
que crear telares mecánicos, que no fueran movidos manualmente. Edmund Cartwright
construyó en 1786 un telar movido primero por caballos y luego por energía hidráulica.
El progreso tecnológico dio un gran salto adelante cuando, desde finales del XVIII, se aplicó a
las máquinas de hilar y tejer, una nueva fuente de energía inanimada mucho más eficaz y
regular que la del agua: la máquina de vapor. Fue ideada en 1769 por un técnico de laboratorio
de la Universidad de Glasgow llamado James Watt cuando reparaba una vieja máquina
atmosférica de las empleadas desde 1711 en la minería del carbón para bombear el agua de
los pozos. Fue perfeccionada por Watt y su socio Matthew Boulton.
El consecuente aumento de la productividad al aplicar la fuerza del vapor creó otro desafío,
ahora en los procesos químicos, que hasta entonces utilizaban materias primas de origen
orgánico para lavar y suavizar (suero de leche, jabones de grasa animal), blanquear (al sol) y
tintar con sustancias animales o vegetales (quermes, cochinilla, índigo, azafrán). La respuesta
consistió en transferir innovaciones de la industria química a la del algodón: sosa cáustica,
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ácido sulfúrico y cloro permitieron tratar una cantidad cada vez mayor de tejidos. Después de
1850 los tintes artificiales sacaron a la industria textil del cuello de botella que originaba el uso
de colorantes animales y vegetales.
1750-1760 1.300
1761-1800 6.500
1801-1840 77.700
Fuente: Mitchell (1998)
Las importaciones procedieron en principio de la India, pero desde finales del siglo XVIII el sur
de los Estados Unidos se convirtió en el primer proveedor después de que Eli Whitney
inventara una desmotadora mecánica que permitió incrementar el ritmo de producción de fibra
de algodón al nivel exigido por la industria británica. La producción fue creciendo hasta 1800,
disparándose después por la extensión de la mecanización y del sistema fabril. Entre 1760 y
1840 el mercado interior británico consumió alrededor del 45% de la producción y el 55% se
exportó: 45% a Europa y Estados Unidos; 35% a América Latina; 16% a las colonias de las
Indias Orientales y 5% otros destinos. La industria británica del algodón conquistó los
mercados exteriores gracias a que los bajos costes le permitieron ofrecer precios muy
competitivos. Después de 1870 perdieron competitividad frente a otros países que también se
industrializaron y el grueso de las exportaciones se dirigió al mercado cautivo de las Indias
Orientales.
La aparición de las fábricas. Existen dos teorías sobre su origen. La primera dice que se
crearon porque la nueva maquinaria era incompatible con el trabajo a domicilio. La segunda,
que se crearon para controlar y disciplinar a los trabajadores evitando los costes del sistema
doméstico (transporte, elevado número de contratos, fraudes, irregularidad en los suministros o
diferentes calidades). En el caso de las fábricas de hilado y tejido de algodón la primera
hipótesis posee un mayor poder explicativo. Durante algunas décadas la lanzadera volante y la
spinning jenny reforzaron el sistema de trabajo a domicilio porque funcionaban accionadas por
una sola hilandera o un solo tejedor. En cambio, el tamaño de la water-frame y de los telares
mecánicos, así como la fuente de energía empleada -agua primero y luego vapor- resultaban
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incompatibles con el trabajo a domicilio. Por tanto, el factor tecnológico fue determinante en la
creación de las fábricas de algodón donde se concentró la producción y se procedió a una
nueva organización y división del trabajo con la sustitución de la mano de obra masculina por
la femenina. El nuevo sistema de fábrica dio un gran impulso a la productividad haciendo que
costes y precios descendieran, lo que incrementó la demanda de tejidos de algodón
producidos en factorías y la crisis del sistema de trabajo a domicilio en esta rama de la
industria.
El cambio técnico se inclinó por las técnicas intensivas en capital (alta relación capital/trabajo).
La mera construcción de las fábricas ya implicó enormes inversiones en capital fijo. Esto
explica la aparición del “luddismo”, un movimiento de destrucción de máquinas que toma su
nombra de Ned Ludde, que se extendió en la década de 1820 por la región algodonera de
Lancashire y también por la lanera de Yorkshire ante la evidencia de la sustitución de mano de
obra artesanal por obreros sin cualificación en el proceso de tejido.
A principios del siglo XVIII la producción de hierro se efectuaba de la siguiente manera. Mineral
de hierro y carbón vegetal alimentaban un alto horno dotado de fuelles movidos con energía
hidráulica del que se obtenía hierro colado, también llamado arrabio. Este hierro era duro pero
quebradizo ya que contenía mucho carbono y se utilizaba para productos que no necesitaran
plasticidad ni elasticidad. Para otros usos debía afinarse para que perdiera esa impureza. El
afino consistía en volver a calentarlo con carbón vegetal para obtener una masa maleable y
plástica llamada hierro dulce, que luego se transformaba en barras con martillos hidráulicos o
en planchas mediante rodillos accionados también con agua. Por último, barras y planchas
eran forjadas en talleres de herreros que con martillos o tornos de pedales las transformaban
en herramientas y utensilios (martillos, clavos, cuchillos, cerrojos, herraduras, rejas, arados,
azadas…). La organización de la industria del hierro era fabril en la etapa de producción de
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hierro en barras y planchas. Sin embargo, la fase de transformación de estos insumos en
bienes finales por los herreros estaba organizada mediante el sistema doméstico o
Verlagssystem, salvo algunas excepciones (armas, quincalla) que se producían en
manufacturas.
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Así pues, durante la Revolución Industrial el sector siderúrgico tuvo que recurrir a tres formas
de organización de la producción: la manufactura (trabajo especializado manual en cadena); la
protofábrica (gran edificio dividido en talleres donde los herreros trabajaban con pequeñas
herramientas conectadas a una máquina de vapor central, vigilados por el patrón); y,
finalmente, para aumentar la producción de bienes finales, también se incrementó el número
de talleres de herreros organizados mediante el sistema doméstico.
La producción creció extraordinariamente gracias a las innovaciones (cuadro 5). Entre 1760 y
1830 el aumento de la demanda de hierro provino del cambio tecnológico de la agricultura, del
desarrollo de la urbanización, de la industria del algodón, de la minería, de los astilleros y de la
industria de armamento. El consumo británico absorbió la mayor parte de la producción y las
exportaciones supusieron un 24% de la misma. El gran desarrollo del sector siderúrgico tuvo
lugar de 1830 a 1850, impulsado por la construcción del ferrocarril. Durante este período el
mercado interior siguió generando la mayor parte de la demanda, aunque las exportaciones
crecieron hasta el 39% de la producción en 1850.
Las innovaciones en la minería fueron muy importantes ya que algunas se transfirieron a otras
industrias o al transporte. Por ejemplo: la utilización de la energía de vapor (inicialmente en
máquinas para bombear agua de las minas), los raíles de hierro y el ferrocarril (la primera
locomotora se usó transportar mineral de hierro a una fábrica siderúrgica en Gales en 1801).
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1.4.3.3. Convivencia de sistemas productivos y papel de los mercados
Durante esta etapa inicial de la Revolución Industrial pocos sectores adoptaron la energía
producida por la máquina de vapor y el sistema fabril: algodón, hierro, construcción de
máquinas herramientas, minería, papel y cerámica. Las demás industrias seguían organizadas
en sistema domiciliario (producción textil de lana, lino, seda, que no se adaptaron bien a las
nuevas máquinas hasta que éstas se perfeccionaron a mediados del XIX) o en manufacturas.
En cuanto al mercado de productos industriales, durante la etapa 1760-1830 el porcentaje de
producción vendido al exterior llegó al 35% en algunos años. También hubo un cambio en la
composición de las exportaciones ganando importancia las industrias del sector moderno
(algodón, siderurgia). En 1841, el valor de las exportaciones se repartía de la siguiente
manera: 50% tejidos de algodón; 13% hierro y maquinaria; 23% otros tejidos; 14% materias
primas (carbón y productos agrícolas). Es decir, los tejidos de algodón y los productos
siderúrgicos, que suponían el 63% de las exportaciones británicas, inundaron los mercados
internacionales.
Inglaterra se especializó por tanto en la venta de bienes industriales (tejidos de algodón, otros
tejidos, hierro y maquinaria), que suponían el 85% de las exportaciones, e importó
básicamente materias primas (algodón en rama sobre todo), cereales y comestibles coloniales
(té, azúcar, café…). Es evidente que los mercados exteriores contribuyeron notablemente al
desarrollo del sector moderno de la industria británica, aunque la mayor parte de la demanda
fuera interna y procediera de las clases medias y de la alta burguesía.
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carreteras de peaje financiada por terratenientes, mercaderes e industriales (en 1750 había
5.440 kilómetros de carreteras y en 1830, 35.200). La segunda innovación fue la construcción
de una red de canales, también financiada por capital privado, que en 1830 contaba con 4.000
millas navegables. La tercera afectó al comercio exterior porque los viejos barcos fueron
sustituidos por clippers, que eran buques de vela más rápidos gracias a su diseño.
Después de 1830 la aparición del ferrocarril supuso mayores economías de escala. Entre 1814
y 1829 George Stephenson construyó varios modelos de locomotoras, una de las cuales, la
legendaria Rocket, logró alcanzar los 47 kilómetros por hora. En 1825 comenzó a funcionar el
ferrocarril de 13 kilómetros de Stockton a Darlington y en 1829 se inauguró la línea
Manchester-Liverpool. Durante la década de 1830 se crearon 2.390 kilómetros de vías férreas
y en 1850 ya había 10.000 kilómetros en Gran Bretaña.
Las primeras fábricas textiles y fundiciones de hierro fueron financiadas mayoritariamente por
artesanos, campesinos acomodados y pequeños comerciantes. Esto no es extraño ya que los
establecimientos industriales exigían entonces poco capital fijo al ser pequeños los edificios y
sencilla y barata la maquinaria. Como los bancos se mostraban reacios a conceder créditos a
largo plazo los empresarios reunían el dinero recurriendo a mercados informales (parientes y
amigos) y después iban aumentando el capital fijo mediante la reinversión de beneficios. No
obstante los bancos regionales (Country Banks) que captaban ahorros de agricultores y clases
medias, desempeñaron un papel decisivo en la industrialización al prestar dinero a corto plazo
a las nuevas empresas para que hicieran frente a sus necesidades de capital circulante
(materias primas y salarios). Este tipo de créditos eran muy importantes ya que estas nuevas
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empresas industriales necesitaban más capital circulante que fijo. Además los grandes bancos
comerciales de Londres no se implicaron en negocios industriales y siguieron ocupándose de
sus actividades tradicionales (descuento de letras, divisas y compra de deuda pública). Este
panorama fue cambiando a medida que el proceso industrializador necesitaba más capital fijo.
La mayor demanda de capital se nutrió entonces del aumento de las rentas que elevó la tasa
de ahorro; de la creación de sociedades anónimas; y de la aparición de bancos que concedían
créditos a la industria.
En efecto, la solidez que adquirieron los negocios industriales hizo que, desde la década de
1820, muchos bancos comenzaran a prestar a largo plazo a las industrias y que otros se
convirtieran en socios de empresas textiles, siderúrgicas y mineras. En 1760 las inversiones en
capital fijo representaban el 6% del PIB y en 1831 habían subido al 11,7% del PIB. En cuanto a
la estructura y evolución de las inversiones, entre 1760 y 1800 las realizadas en agricultura,
transporte y urbanización fueron superiores a las de la industria. Sin embargo, entre 1801-1830
y 1831-1840 la industria y la urbanización fueron los dos sectores que más capital recibieron,
mientras que de 1841 a 1850 ferrocarriles e industria acapararon el 69% de la nueva formación
de capital.
Hasta 1815 (año del final de las guerras napoleónicas y del Congreso de Viena) la
industrialización fue un fenómeno fundamentalmente británico. A partir de esa fecha, los
países vecinos a Gran Bretaña y las antiguas colonias norteamericanas asumieron
decididamente pautas de modernización similares. A estos primeros seguidores -Francia,
Bélgica, Holanda, Suiza y Estados Unidos-, se añadirían a partir de 1830/40 Alemania, Italia,
Suecia o España. En mayor o menor medida todos asumieron un modelo de crecimiento
24
similar al británico y, en consecuencia, experimentaron en esta etapa una transformación
más o menos profunda de sus estructuras productivas que terminó impregnando al conjunto
de sus actividades económicas y afectó positivamente a sus niveles de riqueza y bienestar.
Si en las primeras décadas del siglo XIX es muy posible que la producción manufacturera
británica supusiese alrededor del 75% del total mundial, en 1870 ese liderazgo era mucho
menos acusado: apenas alcanzaba el 32%, seguida a no mucha distancia de Estados Unidos
(23,3%), Alemania y Francia (13,2 y 10,3% respectivamente). Porcentajes que, en cualquier
caso, ponen de manifiesto el carácter territorialmente concentrado de la primera
industrialización: sólo los cuatro países citados absorbían entonces casi el 80% de la
producción industrial mundial.
Gran Bretaña disponía de grandes reservas naturales de carbón. En los restantes países, a
excepción de Estados Unidos y Bélgica (ambos con importantes yacimientos carboníferos), la
dotación de este recurso energético no bastaba para satisfacer un consumo interior que no
dejaba de crecer. Estas carencias carboníferas eran especialmente importantes en los países
de la periferia europea, tanto en el sur como en el este y el norte, lo que obligaba a
incrementar las importaciones de hulla británica o belga y a desarrollar fuentes alternativas de
aprovechamiento energético. La turbina hidráulica, por ejemplo, permitió un uso más eficiente
de la energía hidráulica a partir de los diseños del francés Fourneyron y del norteamericano
Pelton.
25
superior a Gran Bretaña y en 1870 absorbía casi el 63% de toda la capacidad de las máquinas
de vapor instaladas en el planeta. En el continente europeo hubo que esperar a 1860 para que
los países continentales superasen, entre todos, el total de caballos de vapor empleados por la
industria y el transporte británicos.
El carácter menos algodonero de las industrias localizadas fuera de Gran Bretaña fue
compensado con un mayor crecimiento de las restantes industrias textiles (hay que tener en
cuenta la existencia de una importante tradición lanera en muchas zonas del continente) o de
especialidades concretas de consumo vinculadas al sector agroalimentario. La industrialización
de este último sector fue mucho más limitada, si bien, en general, el incremento de la demanda
de este tipo de productos como consecuencia de los avances de la urbanización y del
crecimiento demográfico generó respuestas modernizadoras que afectaron, en mayor o menor
medida, a los sectores alimenticios tradicionales (harina, aceite, vino) y permitieron la
expansión de nuevas especialidades (azúcar de remolacha).
26
1.5.2. Movimientos migratorios, mercados y desarrollo económico
Entre 1800 y 1900 todos los países europeos ganaron población con la excepción de Irlanda.
Europa pasó de aportar algo más del 21% de la población mundial en 1800, al 26´3% cien
años más tarde. Las causas de ese crecimiento no fueron las mismas en todos los países: en
los más industrializados se estaban modernizando las estructuras demográficas; en el resto, el
factor clave fue la caída de la mortalidad, sobre todo la de origen catastrófico (epidemias,
hambrunas, guerras). El proceso de industrialización y los avances en los transportes
favorecieron la emigración transoceánica como elemento de ajuste de los mercados de trabajo
europeos. Entre 1850 y 1870 cinco millones de europeos salieron del continente. Sus
principales destinos fueron Estados Unidos, Australia y Nueva Zelanda. El origen de estos
emigrantes estaba muy concentrado en Gran Bretaña e Irlanda (60%), y Alemania (30%).
Entre las causas, en el caso de Irlanda hay que tener en cuenta las desastrosas
consecuencias del “hambre de la patata” (1845-49), que provocó un éxodo masivo; en Gran
Bretaña y Alemania el sector industrial y los servicios no podían absorber el elevado número
de trabajadores desplazados de la agricultura y de las actividades artesanales.
27
Cuadro 9. PIB/Habitante. Índices, Gran Bretaña 1820=100
Fuente: Maddison
Existe una identificación plena entre crecimiento económico e industrialización, de tal manera
que los avances en los niveles de renta por habitante pueden explicarse a partir del
crecimiento experimentado por el sector industrial. A partir de los índices reflejados en el
cuadro 9 podemos ver que en el inicio de la industrialización, en 1820, las distancias existentes
entre la Europa continental y Estados Unidos frente a Gran Bretaña eran ostensibles; pero si
se excluye el caso británico, las que separaban el resto de los países contemplados eran
pequeñas. Cinco décadas más tarde la ventaja británica se había incrementado, pero
igualmente entre el segundo país –Bélgica- y el de renta más baja de los comparados
(España) la brecha se había ensanchado y las diferencias eran más amplias.
En España los elementos básicos del proceso de modernización fueron los mismos que en
Europa: el tránsito de una economía orgánica a otra mineral, la liberalización de factores de
producción y una mejor asignación de los recursos disponibles, incluida la integración de los
mercados interiores y un incremento notable de los intercambios exteriores, realizados
preferentemente con los restantes países de la Europa occidental. Pero los resultados
alcanzados no estuvieron a la altura de otras zonas del continente: entre 1820 y 1870 el
PIB/habitante creció a una tasa anual media del 0,36% (Gran Bretaña lo hizo a un 1,26%; el
28
conjunto mundial a un 0,53%); las tasas vitales continuaron elevadas, incluida la mortalidad
infantil, y siguieron produciéndose episodios de sobremortalidad (epidemias de fiebre amarilla
y cólera); se produjeron avances mínimos en la urbanización; y la población activa dependiente
del sector agrario aún era superior al 65% hacia 1870.
Por tanto se trataba de una economía agraria, de carácter cerealista y con empleo de factor
trabajo abundante y mal renumerado y escasa tecnología. La baja productividad agraria incidió
directamente en el comportamiento de la actividad industrial: en el caso de las industrias de
bienes de consumo, la reducida capacidad adquisitiva que proporcionaban unos salarios que
apenas atendían a la mera subsistencia limitaron notablemente el crecimiento de la demanda
interna; en el caso de las industrias de bienes de equipo, el escaso mercado de tecnología
agraria penalizó la expansión metalúrgica. A pesar de las tasas de crecimiento del producto
industrial y de la creciente integración del mercado interior gracias a la construcción del
ferrocarril (se abrieron más de 5.000 kilómetros de vías férreas entre 1855 y 1870) los
resultados fueron muy limitados: en 1870, el producto industrial español por habitante apenas
suponía un 16% del británico, un 32% del francés y un 40% del alemán.
El país contaba con una inadecuada dotación de factores, sobre todo de recursos energéticos
(uso de energía hidráulica limitada por la climatología; insuficiencia y mala calidad del
suministro nacional de carbón). Cataluña fue la primera región industrializada por la
disponibilidad de energía hidráulica, la existencia de un sustrato artesanal denso y
diversificado, una demanda interior propiciada por un reparto menos desigual de la renta y su
localización cerca de los centros industriales del continente. El subsector algodonero marcó la
pauta de la modernización industrial (hacia 1861 el hilado ya estaba completamente
mecanizado), pero el predominio industrial recaía en el sector agroalimentario (especialmente
las industrias vinculadas a la transformación de alimentos: harina, vino, aceite, azúcar, etc.)
frente al de bienes intermedios y de inversión. Los sectores más tradicionales fueron los únicos
que pudieron exportar a los mercados europeos: vino, aceite de oliva y minerales metálicos
(plomo, piritas de cobre y hierro).
29
Bibliografía
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- CRAFTS, N.F.R. (1985), British Economic Growth during the Industrial Revolution, Oxford,
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pp.155-197.
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1860”, en Mathias, P. y Postan, M.M. (eds.), Cambridge Economic History of Europe, vol. VII,
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- MADDISON, A. (1991), Historia del desarrollo capitalista. Sus fuerzas dinámicas, Barcelona,
Ariel.
- PALAFOX, J. (ed.) (2014), Los tiempos cambian. Historia de la Economía, Valencia, Tirant
Humanidades.
30
TEMA 2
Índice
Por otra parte, aparecieron nuevas fuentes energéticas que comenzaron a desplazar
al carbón y el vapor, como el petróleo y la electricidad. El petróleo, además de
materia prima para la industria química, posee un mayor poder calorífico que el
carbón y es, por tanto, más eficiente. El desarrollo de motores de combustión interna
a finales del siglo XIX permitió su adaptación al transporte terrestre, marítimo y, poco
después, a la naciente aeronáutica. Por su parte, la electricidad aportaba grandes
ventajas, sobre todo cuando se resolvió el problema de su transporte a largas
distancias con pérdidas limitadas (aplicación de la corriente alterna). La energía
eléctrica podía ser de origen térmico (a partir del carbón o del petróleo) o
hidroeléctrico (aprovechando la fuerza del agua mediante turbinas). Su aplicación a
la industria, a partir del desarrollo de los motores eléctricos, posibilitó el ahorro de
espacio y de costes frente al vapor. Además, gracias a su flexibilidad, hizo posible la
mecanización de la práctica totalidad de los procesos productivos, aportando grandes
ganancias de productividad.
3
tiempos. Esta mayor eficiencia, unida a las ventajas de la producción a gran escala,
redundó en una reducción de costes y del precio final. Por otro lado, las grandes
necesidades de capital exigidas por los nuevos sectores generalizaron las
sociedades anónimas y requirieron la ampliación de las bolsas de valores donde se
negociaban las acciones y las obligaciones de las empresas y los bonos públicos.
Las necesidades de recursos ajenos para las grandes inversiones en capital fijo
alentaron el surgimiento de la banca mixta que, además de operaciones comerciales,
promocionaba la creación de empresas industriales y su financiación a largo plazo.
Asimismo se establecieron nuevas técnicas de contabilidad y de estrategia de ventas
(desarrollo del márketing: marcas, publicidad).
4
transportes y las comunicaciones, el gran crecimiento del comercio mundial y la difusión de la
industrialización.
Los cambios afectaron a más países y a más sectores siendo más globales, por lo que el
crecimiento económico fue mayor y más generalizado, aunque con ritmos diferenciados, lo
que propició como resultado un incremento de las desigualdades en términos de renta.
5
La convergencia también tuvo lugar en Europa, donde los países atrasados se acercaban a
los líderes industriales, pero fue un fenómeno muy modesto. Se mantuvo la distinción entre
un área central (Gran Bretaña, Bélgica, Francia y Alemania) y una periferia menos
desarrollada, pero con evoluciones diferenciadas: los países del sur y del este del continente
apenas recuperaron terreno y profundizaron su atraso, mientras que los países escandinavos
experimentaron un notable crecimiento económico.
1870 1913
España 45 40
Alemania 87 94
Argentina 91 94
1870 1913
6
Un hecho diferencial de la primera globalización, posterior a 1870, fue que la integración de
los mercados se debió al progreso en los transportes. La revolución de los transportes y de
las comunicaciones explica el crecimiento del comercio internacional y de las migraciones
masivas de personas y capital. Pero también el descenso del coste del transporte acabaría
provocando un aumento de la protección arancelaria, como respuesta defensiva de los
agricultores europeos y de los industriales norteamericanos.
1870 1913
7
En cuanto al transporte marítimo, desde 1865 los buques de vapor monopolizaron el
transporte de personas y mercancías. La navegación marítima se benefició de la
competencia entre los barcos de vela (clippers) y los buques de vapor. Estos se impusieron
por dos motivos: a) La apertura del canal de Suez en 1869, que acortó el trayecto desde
Europa hasta Asia y Oceanía y restó importancia al factor viento; y b) las innovaciones
industriales que permitieron, por ejemplo, la sustitución de los cascos de madera por los de
hierro o acero, el uso de hélices –más eficientes para la propulsión- y el desarrollo de
motores más potentes. Estos adelantos aumentaron el espacio reservado a mercancías y
pasajeros al reducir la carga de carbón porque su consumo era más eficiente. Finalmente,
innovaciones como la refrigeración permitieron desde la década de 1870 transportar carne y
otros productos perecederos, abriendo a estos productos nuevos mercados antes
inaccesibles. Las innovaciones redujeron los fletes trasatlánticos en un 45%. Gran Bretaña
mantuvo el liderazgo en el transporte marítimo y en la industria de construcción naval. Por
otra parte, las nuevas necesidades del transporte marítimo obligaron a los gobiernos a
realizar fuertes inversiones en la adaptación y modernización de los puertos para acoger el
nuevo modelo de tráfico (muelles más grandes y de mayor calado, grúas, conexiones con el
ferrocarril).
El crecimiento del comercio internacional se situó por encima del incremento de la producción
mundial. Además, la estructura geográfica del comercio mundial registró cambios
destacados. Aunque Europa siguió constituyendo el principal origen y destino del tráfico
comercial, a lo largo de estas décadas fue perdiendo importancia relativa frente a la cada vez
mayor participación del continente americano.
Por otra parte, el desarrollo del comercio se vio acompañado de un avance en el proceso de
especialización productiva a escala internacional. En este sentido, el comercio exterior en
este período estuvo determinado por la dotación de los factores. Por un lado, los países con
abundante factor tierra (recursos naturales) exportaban productos primarios, beneficiándose
de las innovaciones tecnológicas (maquinaria, abonos químicos) y de la reducción de los
costes de transporte, que facilitó la especialización. Por otra parte, los países con abundante
capital exportaban productos industriales, siendo la siderurgia el sector que más creció
8
(bienes de equipo, medios de transporte, construcciones civiles), junto con aquellos en los
que era importante la dotación de capital humano (como las industrias química y eléctrica).
Las causas del auge del comercio internacional hay que buscarlas en el crecimiento de la
población y en la paulatina mejora del poder adquisitivo, que estimularon el incremento de la
demanda de alimentos, materias primas y manufacturas. Por otro lado, la puesta en
explotación de grandes superficies de tierra en América, Asia y Oceanía y los hallazgos de
nuevos yacimientos de minerales facilitó la mayor producción de bienes y alimentos. La
reducción de los costes de transporte y la facilidad de los medios de pago (difusión del patrón
oro) fueron otros factores determinantes.
Durante este periodo se intensificó el proceso de urbanización por la emigración rural a las
ciudades industriales y se profundizó en el proceso de cambio estructural. La estructura de la
población activa evolucionó hacia una disminución del sector primario y un progresivo
aumento del secundario (que a principios del siglo XX ya suponía un 43% de la ocupación en
Alemania y un 30% en Francia). Con todo, antes de la Primera Guerra Mundial el medio rural
seguía predominando en el mundo, con la única excepción de Gran Bretaña.
Por otro lado, el comercio internacional de productos tropicales y de origen extraeuropeo (té,
cacao, café, caucho, azúcar de caña, seda) también aumentó considerablemente en este
periodo: en 1913 los alimentos y las materias primas suponían el 89% del total de las
exportaciones de Asia, América Latina y Oceanía. Las exportaciones de estos productos
apenas indujeron el crecimiento de las economías de esos países, que no convergieron con
9
las más desarrolladas, porque representaban un porcentaje pequeño del PIB y por la baja
productividad de esos sectores exportadores, a causa de la ilimitada oferta de tierras y de
trabajadores (incrementada por las emigraciones de chinos e indios), con el resultado de
bajos salarios. Además, algunos de esos países exportadores se vieron perjudicados cuando
los países europeos y de reciente colonización comenzaron a producir y exportar esos
mismos productos o sus sustitutos artificiales: algunos países europeos subvencionaron el
azúcar de remolacha (arruinó a Jamaica, que lo sustituyó por plátanos); Estados Unidos se
convirtió en el principal productor de algodón y tabaco; Japón también exportó seda y té; los
tintes sintéticos colapsaron las exportaciones de índigo y otros colorantes naturales
producidos en la India. El resultado fue que los países tropicales que se especializaron en
productos agrarios vieron como sus exportaciones tendieron a disminuir en un contexto de
caída de precios.
También cambiaron las ventajas comparativas de las manufacturas. En 1870 Gran Bretaña
era el principal productor mundial de bienes industriales, pero en 1913 ya había sido
sobrepasado por Estados Unidos y, en menor medida, por Alemania en los sectores
característicos de la Segunda Revolución Industrial: siderúrgico (acero), químico y eléctrico.
La difusión del procedimiento Gilchrist-Thomas (1879) y del horno Martin- Siemens redujeron
los costes de producción del acero y homogeneizaron el producto, lo que fue básico para el
desarrollo de la industria de maquinaria y bienes de equipo. La química orgánica permitió la
producción de colorantes artificiales (síntesis del índigo por Bayer, 1880) y fertilizantes
sintéticos (nitratos artificiales desarrollados por BASF, 1913). En 1880 Edison fabricó la
primera bombilla eléctrica, permitiendo el alumbrado doméstico, y pronto la electricidad se
aplicó a los transportes urbanos (tranvía y metro) y al movimiento de maquinaria.
En el siglo XIX unos 60 millones de europeos emigraron al Nuevo Mundo en busca de las
oportunidades que les brindaba un mercado de trabajo globalizado. Las tres quintas partes se
dirigieron a Estados Unidos y el resto tuvo como destinos principales Argentina, Brasil,
Australia y Nueva Zelanda. La revolución de los transportes y las comunicaciones hizo
posible estas grandes migraciones, ya que los viajes eran más baratos, más rápidos y más
cómodos. En 1900 se había llegado a la cifra de un millón de emigrantes anuales y siguió
creciendo hasta la Primera Guerra Mundial, pero a menor ritmo.
El origen del emigrante cambió con el paso del tiempo: hasta la década de 1880
predominaban británicos, alemanes y escandinavos, a partir de esa década fueron más
numerosos los emigrantes del sur y del este de Europa (italianos, españoles y rusos). El perfil
10
más común del emigrante era el de un adulto joven, predominantemente hombres solteros y
con escasa cualificación laboral. Las causas de estas migraciones masivas, además de la
revolución de los transportes, estuvieron en las crisis de subsistencias y las persecuciones
religiosas o políticas pero, sobre todo, en las condiciones demográficas y económicas. Por un
lado, la tasa de crecimiento vegetativo aumentó el porcentaje de población en edad de
trabajar por encima de la creación de empleo y, por tanto, estimuló la necesidad de emigrar;
por otro, la diferencia de salario entre los países de origen y de destino (en los que la escasez
de mano de obra se traducía en niveles salariales más elevados); el efecto de arrastre y las
redes establecidas por los anteriores emigrantes, que impulsaban una “emigración en
cadena” al enviar información y proporcionar dinero y alojamiento a los recién llegados hasta
que éstos encontraban trabajo. Y, por supuesto, la demanda de factor trabajo generada por el
crecimiento económico de los países del Nuevo Mundo. Los efectos de la industrialización
fueron importantes ya que eran necesarios unos ingresos mínimos para afrontar el viaje, de
ahí que en los países más atrasados, como los mediterráneos, la emigración fuese más
tardía que la de los países del norte de Europa.
50
45
40
35
30
25
20
15
10
5
11
Los emigrantes aumentaron la oferta de trabajo en los países receptores y, en consecuencia,
se fueron equilibrando los salarios reales a ambos lados del Atlántico. Las restricciones a la
inmigración se fueron imponiendo, primero en Estados Unidos y después en otros países,
desde 1880 con la adopción progresiva de estas medidas:
Otros 7,4
12
inexistencia de restricciones a los movimientos de capital), posibilitaron la integración
internacional de los mercados de capitales. Entre 1870 y 1914 las inversiones exteriores
crecieron de forma notable hasta multiplicarse por cinco. La industrialización de Europa
generaba un elevado volumen de ahorro que buscaba la mejor remuneración por medio de la
inversión exterior, acudiendo a los lugares donde la necesidad de capital aseguraba una
mayor rentabilidad.
El capital procedía de Europa occidental: Reino Unido principalmente, pero también Francia y
Alemania. Londres era el centro del mercado internacional de capitales. La transferencia de
capitales se justificaba por los mayores rendimientos que se obtenían en el extranjero por la
alta demanda de inversión, exigida por los ingentes recursos empleados (tecnología y
trabajo) en la explotación de nuevas tierras, como ocurrió en el caso de los Estados Unidos
con la colonización de la “frontera”. Entre 1870 y 1913 América del Norte y del Sur, Australia
y Rusia recibieron casi el 68% de toda la inversión extranjera del Reino Unido, el 40% de la
alemana y el 43% de la francesa.
Los capitales europeos se dirigieron a países con abundantes recursos naturales y escasez
de factor trabajo, y apenas afluyeron a las zonas más pobres de Europa, las colonias
africanas y los países asiáticos, que tenían factor trabajo abundante y salarios bajos debido a
la menor productividad de los trabajadores. En el caso de estos últimos hay que señalar otras
causas que justifican la menor capacidad para atraer capitales, como las cuestiones
culturales, los factores ambientales y el deficiente entorno institucional. En el caso europeo,
las inversiones extranjeras en los países escandinavos impulsaron su desarrollo y
convergencia con las naciones industrializadas, mientras que países como Italia y España
eran exportadores netos de capital, lo que contribuyó a su divergencia.
La dependencia del capital exterior era muy alta entre los países receptores. Los flujos de
capital se materializaron en inversiones de cartera (80%), es decir, en la compra de deuda
emitida por instituciones públicas y empresas privadas. Los británicos adquirían acciones y,
principalmente, bonos emitidos en la City londinense por emisores extranjeros, generalmente
gobiernos. Estos fondos se destinaron a inversiones en capital social fijo: ferrocarriles
(suponían el 41% del total en 1913), puertos, servicios municipales y redes de
comunicaciones (teléfonos). Las inversiones destinadas a la explotación de recursos en las
colonias (caucho, té, café) fueron muy inferiores.
13
2.5.2. La inversión extranjera y el entorno institucional
La inversión internacional acudía a los países con instituciones similares a las europeas
porque previamente habían sido colonias suyas. En los restantes países los acreedores se
encontraban con mayores riesgos y exigieron con frecuencia la intervención de los gobiernos
europeos. En los casos de impago de deuda pública, lo más frecuente era cerrar las bolsas
de valores de las metrópolis a la emisión y cotización de los títulos emitidos por países que
incumplieran sus obligaciones financieras. A veces, los países acreedores impusieron a los
países morosos una fiscalización internacional de sus haciendas públicas, tomando el control
de la recaudación de ciertos impuestos que se asignaban al pago de intereses y la
amortización de la deuda exterior. En algunas ocasiones se recurrió a la fuerza militar para
cobrar la deuda y, al mismo tiempo, defender los intereses políticos de los acreedores en los
países en bancarrota, lo que podía suponer la pérdida de soberanía nacional, parcial o total,
de estos países (es el caso de la intervención de Gran Bretaña en Sudáfrica con la guerra de
los Boers; también intervino en Egipto en 1883; Francia se ocupó de la recaudación de las
aduanas turcas en 1901).
En el caso de Estados Unidos, aunque había recibido cuantiosos capitales de Europa, había
invertido a su vez en el Caribe y América Latina estableciendo monopolios de explotación de
ciertas zonas para empresas norteamericanas a cambio de que éstas concedieran
empréstitos a los gobiernos, estableciendo de hecho un área de influencia económica y
política. Para defender sus intereses desarrollaron intervenciones militares como las de Cuba
(1898), Nicaragua (1909) y Haití (1915), y propiciaron la independencia de Panamá en 1904.
Japón, por su parte, aprovechó las inversiones extranjeras para fomentar el crecimiento
económico sin perder el control de los recursos nacionales.
Inversores % Receptores %
14
2.5.3. Las inversiones directas y las primeras multinacionales
El patrón oro conoció su etapa de apogeo a partir de 1872, cuando las principales potencias
europeas, empezando por Alemania, siguieron a Gran Bretaña (que lo había adoptado en el
siglo XVIII) e incorporaron el oro como base de su masa monetaria. La mayor parte de los
países atrasados mantuvieron, sin embargo, el patrón plata.
El patrón oro era un sistema de cambios fijos que establecía una paridades oficiales de las
divisas frente al oro. Exigía la convertibilidad de los billetes en oro a la paridad oficial, el
mantenimiento de un encaje de oro en el banco central proporcional a los billetes emitidos, y
la libertad para fundir, importar y exportar el metal en barras o en monedas. El oro debía
tener el mismo valor en todos los países del club del oro (con las diferencias del precio del
transporte y seguros) y la oferta mundial de oro debía determinar la oferta monetaria y los
precios mundiales. A finales del siglo XIX se descubrieron nuevos yacimientos (Sudáfrica,
Alaska) que aumentaron la disponibilidad de metal y, por tanto, la oferta monetaria, lo que
arrastró los precios al alza. Esto avala la teoría cuantitativa del dinero, aunque en la subida
de precios también influyeron otros factores como el proteccionismo o el control de los
mercados ejercido por los cárteles, que suprimían la competencia entre empresas que
producían mercancías similares.
El patrón oro facilitó los movimientos internacionales de capital al reducir el riesgo de cambio
y porque imponía rigurosas políticas fiscales y monetarias para mantener la paridad, objetivo
básico del sistema. Los gobiernos perdían la autonomía en su política monetaria y el control
15
de los tipos de interés. Además no se podían ajustar las crisis económicas recurriendo a las
devaluaciones de la moneda, sino aumentando los tipos de interés, lo que se traducía en
disminuciones de la renta y el empleo.
La teoría del patrón oro señalaba que un superávit en la balanza de pagos implicaba un
aumento de las reservas de oro del país y requería que el banco central aumentase la
emisión de billetes, lo que elevaría los precios, facilitaría las importaciones y reduciría las
exportaciones. En el caso contrario, un déficit exterior provocaba una salida de reservas, lo
que implicaba un aumento de los tipos de interés para frenar la salida de oro y mantener la
paridad; la subida del tipo de interés retraía la demanda, hacía caer la renta y el empleo y
reducía las importaciones, disminuyendo el déficit de la balanza de pagos. La disminución de
los billetes en circulación reducía los precios interiores, mejorando la competitividad e
impulsando las exportaciones hasta equilibrar la balanza. Pero los gobiernos no aplicaban
estas reglas de equilibrio (con la excepción de Estados Unidos) y los mecanismos de ajuste
fallaban por el lado de los países con superávit en la balanza de pagos, ya que en vez de
emitir más billetes atesoraban el oro para que no subieran los precios interiores. Así todo el
peso del ajuste recaía en los países deficitarios que, en algunos casos, tenían que abandonar
el sistema al no poder mantener la convertibilidad.
El éxito de patrón oro entre 1872 y 1913 no se debió a los mecanismos de ajuste de la
balanza de pagos sino a otros factores. El fundamental es que el patrón se basó no sólo en el
oro, sino en la solidez y confianza de unas divisas, la libra especialmente, pero también el
franco francés y el marco alemán. Los bancos podían tener sus reservas en oro y en estas
divisas, ya que su convertibilidad las hacía tan buenas como el oro y constituían el medio
habitual para efectuar los pagos internacionales.
Los bancos centrales en general eran privados aunque operaban bajo la influencia de los
gobiernos. Al comienzo del período la única función que distinguía al banco central de los
restantes era el monopolio de la emisión de billetes. Con las crisis de este período asumieron
la función de prestamista en última instancia y, más adelante, el control de cambios. En
Estados Unidos no existió un banco central hasta la creación de la Reserva Federal en 1913.
La extensión de la globalización propició que los países industrializados del norte de Europa
acentuaran su especialización productiva industrial y redujeran el peso del sector agrario, que
tuvo que acometer inversiones (mecanización) y cambios organizativos para mantener su
competitividad. Frente a esta respuesta activa ante la nueva situación, otras economías,
como las del sur y este del continente europeo, abordaron el nuevo marco de competencia
16
mundial mediante estrategias defensivas, elevando la protección arancelaria para poder
mantener los precios y las rentas de la tierra, a costa de penalizar a los consumidores. Es lo
que se conoce como respuesta pasiva.
La reacción generalizada fue una vuelta al proteccionismo (excepto Gran Bretaña, Holanda y
Dinamarca que mantuvieron el librecambismo) y el establecimiento de restricciones a la
inmigración en los países de América. Los gobiernos de las naciones industrializadas
siguieron políticas intervencionistas dirigidas a fomentar el crecimiento de sus sectores
secundarios, mediante la aplicación de altos aranceles para los productos importados,
subvenciones a las exportaciones y las inversiones en infraestructuras y en desarrollo
industrial.
Gran Bretaña
17
Gran Bretaña perdió el liderazgo en el sector siderúrgico por dos razones: primero, los
nuevos procedimientos de fundición permitieron utilizar el hierro fosfórico abundante en
Alemania pero no en Gran Bretaña; segundo, ésta perdió su ventaja energética pues el
carbón en Estados Unidos acabó siendo más barato. En consecuencia, a la altura de 1913 la
siderurgia británica era menos eficiente que la alemana y la estadounidense. Alemania
además contaba con un mejor sistema educativo, científico y tecnológico y con una mayor
capacidad para invertir en las grandes empresas propias del nuevo modelo de
industrialización. Por ello consiguió el liderazgo en los sectores químico, de maquinaria y
eléctrico, mientras que Gran Bretaña seguía exportando carbón y tejidos de algodón.
Las causas de la decadencia británica a partir de 1870 hay que buscarlas en el incremento
de la competencia mundial derivada de la difusión de la industrialización y en el auge del
proteccionismo, que dificultaron las exportaciones británicas. Además la economía británica
adoptó con timidez las nuevas tecnologías y procedimientos propios de la segunda
industrialización, lo que se tradujo en pérdida de competitividad y en menor crecimiento. Se
mantuvo aferrada a los métodos productivos y las antiguas tecnologías e infraestructuras
propias de la Primera Revolución Industrial; a la obsolescencia técnica se sumó el atraso
institucional en el sistema financiero, en la organización empresarial (basada todavía en el
capitalismo personal) y en las políticas económicas (escasa intervención estatal). Otro factor
que se ha mencionado es el de los costes de mantener un vasto imperio y el liderazgo
internacional, lo que la obligaba a grandes gastos en defensa. La exclusividad en el acceso a
los mercados coloniales facilitó la supervivencia de una industria menos competitiva y retrasó
la reconversión de la industria británica hacia los sectores y las prácticas de la Segunda
Revolución Tecnológica.
Alemania
Desde su unificación política y durante el Segundo Imperio (II Reich, 1871-1918) la política
industrial alemana se centró en los aranceles, en el apoyo estatal a la iniciativa privada y en
la legalización de los cárteles industriales (desde 1890). En 1879 el canciller Otto von
Bismarck estableció un arancel más proteccionista bajo la presión de los terratenientes y los
empresarios siderúrgicos. Además aplicó una política de protección social que contuvo las
reivindicaciones de los trabajadores. En Alemania desempeñaron un papel importante los
bancos mixtos (Deutsche Bank, 1870; Dresdner Bank, 1882) que desarrollaron
conjuntamente la banca comercial (créditos a corto plazo) y la banca industrial (financiación a
largo plazo a las empresas), contribuyendo a la creación y gestión de empresas, pues eran
accionistas de las mismas y tenían representación en sus consejos de administración, y a la
formación de cárteles. Asimismo el Banco Central (Reichsbank) fue más intervencionista que
18
otros de su clase, actuando como prestamista en última instancia en las crisis bancarias. Este
conglomerado institucional llevó a Alemania a un capitalismo cooperativo y organizado frente
al modelo inglés, más personal y competitivo. Bancos y cárteles fueron fundamentales para el
nacimiento de los grandes emporios industriales característicos de la Segunda Revolución
Industrial: la química orgánica (Bayer, Basf, Hoechst), la electricidad (Siemens, AEG) y el
acero (Krupp, Thyssen), sectores que requerían sólidos cimientos científicos y tecnológicos y
que estaban muy vinculados con los objetivos bélicos del Reich. Igual que en otros países, la
industrialización no se difundió por toda Alemania, sino que se concentró en los estados del
oeste, quedando los del este básicamente agrarios.
Francia
Estados Unidos
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proteccionistas y su refugio intelectual. Los altos aranceles se establecieron en la guerra
contra Inglaterra (1812) para aumentar la recaudación de Hacienda, pero después se
mantuvieron, lo que ocasionó serios enfrentamientos entre el norte proteccionista y el sur
librecambista, que desembocaron en la guerra civil (1861-1865). La victoria del norte
consolidó al país como el más proteccionista hasta la Primera Guerra Mundial, gracias sobre
todo a los aranceles McKinley (1890) y Dingley (1897). El proteccionismo permitió el
desarrollo de la industria textil y siderúrgica favoreciendo el intenso crecimiento económico
entre 1870 y 1910, también propiciado por otras políticas estatales como el apoyo a la
investigación agrícola, el gasto público en educación (que acabó prácticamente con el
analfabetismo: en 1900 el 94% de la población estaba alfabetizada), y las subvenciones a las
compañías ferroviarias.
Por otra parte, Estados Unidos exportaba grandes cantidades de trigo, carne y materias
primas (algodón y tabaco). El país ascendió al liderazgo económico mundial sobre la base de
una abundante dotación de recursos naturales y un marco institucional de corte liberal
favorable al crecimiento. La rápida industrialización del país se explica además por otras
razones: su enorme mercado interior (casi 80 millones de habitantes en 1900 con una
elevada renta per cápita); la especialización productiva regional, facilitada por la extensión y
variedad del territorio y por la creación de un mercado nacional gracias al ferrocarril; la
política de sustitución de importaciones apoyada en el proteccionismo; las entradas de capital
y trabajadores; y la adopción de tecnología y sistemas de organización del trabajo que
profundizaron la eficiencia productiva en la agricultura y en los nuevos sectores líderes de la
Segunda Revolución Tecnológica (siderurgia, química, automóvil, electrodomésticos).
20
sucursales de los bancos fuera de sus estados de origen y retrasó el surgimiento de sistemas
de protección social.
Japón
Fue el caso más singular por tratarse de un país asiático y feudal que se vio forzado a abrir
sus mercados por la “diplomacia de las cañoneras”. En 1854 el comodoro norteamericano
Perry amenazó con bombardear Tokio si Japón no se abría al comercio. En los años
siguientes Estados Unidos y otras potencias europeas obligaron al gobierno japonés a firmar
unos tratados comerciales que le impedían establecer aranceles superiores al 5%. A partir de
1868 la política de la nueva Era Meiji se dirigió a desmontar el régimen feudal y a erigir al
Estado como elemento central de la industrialización. El emperador Mutsuhito nombró un
“gobierno ilustrado” que inició profundas reformas institucionales y económicas. Japón adoptó
las instituciones occidentales, tomando diferentes elementos de otros países: el código penal,
de Francia; el código civil, el mercantil y el modelo de ejército, de Alemania; la banca
comercial y el modelo universitario, de Estados Unidos. El papel del Estado fue fundamental:
creó empresas públicas en diversos sectores (construcción naval, minería, textil, industrias
militares); e invirtió en infraestructuras: desde 1869 tendió las líneas telegráficas, construyó la
primera línea de ferrocarril en 1872 y concedió privilegios y subvenciones a las compañías
ferroviarias privadas. Posteriormente las empresas públicas eran privatizadas y el gobierno
ayudaba al sector privado con subvenciones y pedidos, mientras seguía creando otras
empresas públicas. El gobierno japonés facilitó la importación de tecnología y asesores
extranjeros y promovió la educación, de forma que en 1900 la población estaba totalmente
alfabetizada. Las grandes necesidades de importaciones se financiaron con exportaciones de
materias primas y alimentos (seda, té) y con la importación de capital. La escasez de
recursos naturales llevó a una política expansionista mediante guerras contra China (1894-
95, en la que ocupó la isla de Taiwán) y contra Rusia (1905, en la que se hizo con Corea). En
1911 caducaron los tratados comerciales desiguales y Japón estableció una de las políticas
más proteccionistas del mundo, después de la estadounidense, para proteger sus industrias
nacientes. En este periodo surgieron los zaibatsu, que eran grandes corporaciones
empresariales controladas por familias, lideradas por un banco y con grandes empresas
integradas en diversos sectores industriales (Mitsubishi, Sumimoto, Mitsui).
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Cuadro 7. Producción manufacturera mundial, 1870-1913 (%)
1870 1913
Los países industrializados, y en especial Gran Bretaña, practicaron una política encaminada
a impedir la industrialización de sus colonias, fomentando la producción de materias primas,
limitando las actividades manufactureras y eliminando los aranceles hacia los productos
británicos. A lo largo del siglo XIX aplicó, gracias a su hegemonía militar y económica, una
política exterior basada en la imposición de tratados comerciales desiguales a los países
independientes de Latinoamérica y de Asia (China, Japón, Tailandia, Persia, Imperio
Otomano). Estos países sólo pudieron recuperar su soberanía arancelaria e industrialista en
general después de 1913.
Los países más desarrollados iniciaron una política colonizadora muy agresiva en África, Asia
y Oceanía, con el objetivo de explotar los recursos naturales de los territorios que aún
permanecían sin ocupar. La causa principal era la necesidad de materias primas de una
industria en transformación, además del prestigio que aportaba la posesión de un imperio
colonial. Fueron mucho menos importantes las colonias como mercado consumidor de
manufacturas o como destino de colonos. De hecho, el comercio colonial suponía un tercio
de todas las exportaciones de Gran Bretaña, un cuarto de las de España (centradas en
Cuba), y en Francia y Portugal tenían menor importancia. La Conferencia de Berlín (1885)
reguló el reparto de África y estableció un nuevo marco colonial que se mantuvo hasta la
Primera Guerra Mundial. Gran Bretaña consolidó su dominio colonial (en 1920 controlaba el
20% de la superficie del planeta y el 25% de la población mundial). Francia y Alemania
formaron grandes imperios coloniales, sobre todo en el continente africano. En menor medida
participaron en este proceso Bélgica (Congo), Países Bajos (Indonesia), Italia (Libia,
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Somalia), Portugal (Angola, Mozambique) y España, además de Rusia y Japón, que crearon
sus propios imperios en el área de Asia-Pacífico.
Las relaciones entre la industrialización y las instituciones quedan claras en los países que
llevaron a cabo este proceso en el período 1870-1913. Nos detendremos en las siguientes
cuestiones institucionales: la extensión de los sistemas parlamentarios y de la burocracia
moderna; los derechos de propiedad intelectual; las nuevas formas de gestión y de
organización empresarial; y el nuevo papel del Estado.
En este período se fue implantando la burocracia moderna, de manera lenta, pues aún había
fuertes persistencias del Antiguo Régimen. El crecimiento de las funciones asumidas por el
Estado propició un notable aumento de las plantillas de funcionarios públicos. En Prusia se
establecieron las bases de la burocracia moderna: oposiciones de acceso, jerarquización,
procedimientos disciplinarios y seguridad en el empleo. Pero todavía en el siglo XIX lo común
era que los empleos públicos fueran ocupados por los afiliados al partido del gobierno o por
familiares (nepotismo). El sistema judicial estaba fuertemente influido por la política y la
justicia no era igual para todos, ya que los delitos de los militares y grandes contribuyentes
tenían una tramitación especial (como ocurría en Alemania). Este problema de una “justicia
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de clase” se arrastró en Europa y Estados Unidos al menos hasta la Primera Guerra Mundial.
La creación de sociedades anónimas se generalizó desde mediados del XIX. Esto impulsó el
desarrollo de las grandes empresas industriales, que vieron definido su marco legal gracias a
la paulatina aprobación de leyes de sociedades, de quiebras y de publicidad de cuentas. Por
otra parte, los cambios tecnológicos necesitaban un personal cada vez más cualificado, lo
que animó a la inversión en capital humano. Uso masivo de tecnología, concentración de
capital y nuevas fuentes de energía supusieron cambios en la estructura de los modelos
productivos y las organizaciones empresariales: se inicia la producción en masa
(organización científica del trabajo de Taylor y sistema fordista), con firmas de grandes
dimensiones, intensivas en tecnología y capital fijo. Esto implicaba elevadas barreras de
entrada y establecimiento de oligopolios y acuerdos de control de precios, ya que unas pocas
grandes empresas controlaban la oferta de sus respectivos sectores porque las economías
crecientes de escala tendían a reducir o incluso a eliminar la competencia (caso de Alfred
Nobel y la dinamita). La integración podía ser horizontal o vertical. El modelo horizontal, o
cártel, era más característico de Europa (en especial de Alemania) y se extendió en sectores
como el carbón, la química, la electricidad y la metalurgia. El modelo vertical, o trust, era más
propio de Estados Unidos, donde se establecieron medidas antitrust desde 1890, aunque con
escasa efectividad dado el enorme poder de las grandes corporaciones que había detrás de
los trusts y de su política de fusiones.
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2.7.4. El nuevo papel del Estado
El patrón oro y el equilibrio presupuestario fueron los dos pilares de la política económica del
período que se reforzaron mutuamente. La ortodoxia financiera clásica exigía unos gastos
mínimos del Estado y mantener el equilibrio presupuestario.
El aumento del gasto público y los seguros sociales. El mayor intervencionismo del Estado
implicó, en algunos países, un mayor volumen de gasto público en relación al PIB,
especialmente en Europa (con la excepción de Francia, donde el gasto público se redujo) y
Japón. Para su financiación se emitió deuda pública. En Estados Unidos la oposición al
aumento del gasto público era fuerte, lo que, unido a la recaudación por derechos aduaneros,
propició superávits presupuestarios. El incremento del gasto público corrió a cargo, sobre
todo, de los gobiernos locales y regionales, y se centró en la educación, las obras públicas y
los servicios en red (agua, gas, electricidad, transportes).
A finales de siglo se empezaron a poner los cimientos del futuro Estado del Bienestar con el
surgimiento de los seguros sociales. La falta de sistemas de seguridad social había agravado
las tensiones sociales y radicalizado las reivindicaciones del movimiento obrero. Hasta
entonces sólo se habían establecido instituciones de beneficencia, cajas de ahorros, montes
de piedad y mutuas obreras, que facilitaban ayudas a las clases trabajadoras pero que solo
cubrían ciertos riesgos y no estaban bien gestionadas. Las instituciones de beneficencia sólo
atendían a los incapacitados (por accidentes de trabajo o por edad) y, en algunos países, el
internamiento en estos centros los estigmatizaba, e incluso suponía la pérdida del derecho al
voto.
Las instituciones del Estado del Bienestar surgieron por la presión de los sindicatos obreros
ante la indefensión y explotación laboral de los trabajadores. También contribuyó el
establecimiento del sufragio universal masculino, que abría las posibilidades electorales a los
partidos socialistas gracias al voto de los obreros. Los primeros seguros sociales fueron
creados por Bismarck con dos objetivos: legitimar al Reich alemán y frenar el avance del
partido socialista. Alemania fue el primer país en establecer el seguro de accidentes de
trabajo en la industria (1871) y el seguro sanitario (1883). Francia fue el primer país en
introducir el seguro de desempleo (1905). Reino Unido estableció en 1908 los seguros de
desempleo y jubilación; en 1909 el salario mínimo en la industria; y en 1911 el seguro de
enfermedad. Otros países se fueron sumando a estas iniciativas introduciendo algunos de
estos seguros sociales. Estados Unidos no estableció hasta 1930 un seguro de accidentes
por una ley federal. La financiación de estos servicios se realizó a través de la generalización
de los impuestos sobre la renta y el patrimonio, con tipos impositivos bajos sobre las clases
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privilegiadas. El precedente más antiguo es el de Prusia (Alemania), donde se introdujo en
1891 el impuesto progresivo sobre la renta.
La regulación del trabajo infantil y de la jornada laboral. Otro de los aspectos que definieron el
nuevo papel adoptado por el Estado en este período fue la regulación del mercado de trabajo
debido a las reivindicaciones de los sindicatos, especialmente en lo relativo a las condiciones
laborales de menores y mujeres. La Ley de Fábricas inglesa de 1833 prohibía el trabajo de
menores, pero hasta 1872 no se aplicó a la minería. La Ley de Talleres y Fábricas de 1878
limitó el trabajo de los niños mayores de 10 años a 30 horas semanales en las fábricas
textiles. Aunque en distintos países se establecieron limitaciones sobre el trabajo infantil,
frecuentemente no se cumplían. Hasta 1938 no hubo una ley federal prohibiendo el trabajo
infantil en Estados Unidos. Por otra parte, las jornadas laborales excedían habitualmente las
doce horas. Pero los vacíos legales hacían posible que los empresarios se saltaran las
normas con facilidad. En la mayor parte de Estados Unidos en la década de 1890 la jornada
legal era de unas 10 horas diarias, pero los emigrantes podían llegar a trabajar 16 horas. En
Alemania la media semanal disminuyó de 75 horas semanales en el periodo 1850-70, a 54
horas en 1914. En Francia en 1848 se limitó la jornada de trabajo femenino a 11 horas
diarias, pero la de los hombres no se reguló hasta principios del siglo XX.
La economía española apenas creció en este período en comparación con los países del
norte de Europa. Por tanto, España no se subió al carro de la primera globalización, perdió
terreno en términos de PIB per cápita respecto a las naciones líderes y permaneció en la
periferia económica del continente europeo.
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redujo la demanda industrial, sumiendo a este sector también en la depresión. La
recuperación se produce tras 1896, en parte por la protección arancelaria, que aumentó los
precios interiores y contuvo las importaciones, y por la depreciación de la peseta. La
protección impulsó el desarrollo de la industria siderúrgica en Vizcaya, apoyada en los
capitales y la experiencia acumulada por los empresarios vascos en la minería, y en las
posibilidades que generaba la exportación de mineral de hierro a Gran Bretaña y la
importación de carbón con fletes bajos de aquel país aprovechando el retorno de los barcos.
El proteccionismo, que se había difundido desde 1875 tras la experiencia liberalizadora del
arancel Figuerola de 1869, se intensificó con el arancel de 1891. En España los aranceles
fueron altos y aumentaron los precios por encima de los vigentes en los mercados mundiales.
No se realizó una política arancelaria industrialista, sino que se optó por la protección integral,
que favorecía a las industrias ya establecidas y a la agricultura no competitiva. La mayor
parte de las importaciones se concentraban en materias primas (algodón en rama) y bienes
de equipo. Las exportaciones eran principalmente de productos mineros (plomo, cobre,
hierro, mercurio) y agrarios, procedentes de la agricultura mediterránea (cítricos, vinos,
aceites, frutos). Las actividades exportadoras españolas se enfrentaron a la competencia de
los países tropicales y de las zonas templadas, básicamente en los productos mineros
(cobre), mientras que algunos productos agrícolas se encontraban con nuevos productos
sustitutivos industriales, como los tintes sintéticos o los nuevos lubricantes derivados del
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petróleo. Esto exigió la reconversión de los productores de aceite de oliva hacia su uso
alimentario y supuso la ruina de algunos sectores productores de tintes naturales.
El elevado proteccionismo impidió una reasignación de los recursos productivos y una mayor
salida de emigrantes. En consecuencia, la productividad de la agricultura siguió siendo baja y
la relación entre salarios y renta de la tierra disminuyó, porque el proteccionismo contribuyó a
aumentar la retribución del factor escaso, que era la tierra. Es cierto que el número de
emigrantes creció a partir de 1882, debido a la crisis agraria y a la demanda de mano de obra
en los países americanos. Pero en España la emigración se retrasó porque la pobreza
impedía emigrar a la mayor parte de la población, lo que fue reforzado por la depreciación de
la peseta que encarecía los costes del pasaje.
En 1890 se legalizaron los sindicatos y los partidos de izquierda, lo que obligó a los gobiernos
a estudiar la cuestión social. Se creó la Comisión de Reformas Sociales y se implantaron los
primeros seguros sociales: en 1900 se creó el seguro de accidentes y en 1908 el Instituto
Nacional de Previsión. Pero lo avances fueron lentos, el seguro de retiro obligatorio no se
creó hasta 1919. En cuanto a las condiciones de trabajo, en 1873 se prohibió el trabajo de los
niños menores de 10 años. En 1900 la Ley del Trabajo de las mujeres y los niños limitó la
jornada de 10-14 horas a 6 horas en la industria y 8 horas en el comercio. Finalmente, el
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descanso semanal se estableció en 1904 y las 8 horas en la industria en 1919. Esta
incipiente legislación, sin embargo, apenas se cumplió.
Bibliografía
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Madrid.
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- HARLEY, C.K. (1992), “The world food economy and Pre-World War I Argentina”, en
BROADBERRY, S.N. y CRAFTS, N.F.R., Britain in the International Economy, 1870-1939.
Cambridge, Cambridge University Press, pp. 244-268.
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