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VELÁZQUEZ EN EL

MUSEO DEL PRADO

Módulo 3. El primer viaje


a Italia y sus consecuencias
CONTENIDO

Primer viaje a Italia y sus consecuencias ............................................................................................ 3


La fragua de Vulcano .......................................................................................................................... 3
Vista del jardín de la Villa Medici en Roma ....................................................................................... 5
Vista del jardín de la Villa Medici de Roma con la estatua de Ariadna .............................................. 7
Cristo crucificado ................................................................................................................................ 9
La Coronación de la Virgen .............................................................................................................. 11

Velázquez en el Museo del Prado


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Módulo 3. El primer viaje a Italia y sus consecuencias
PRIMER VIAJE A ITALIA Y SUS CONSECUENCIAS

Según los representantes italianos en España, el joven pintor de retratos, favorito del rey y de Olivares,
se iba con la intención de rematar sus estudios. Cuenta Pacheco que copió a Tintoretto en Venecia y
a Miguel Ángel y Rafael en el Vaticano. Luego pidió permiso para pasar el verano en la Villa Médicis,
donde había estatuas antiguas que copiar. No ha sobrevivido ninguna de estas copias ni tampoco el
autorretrato que se hizo a ruego de Pacheco, quien lo elogia por estar ejecutado "a la manera del gran
Tiziano y (si es lícito hablar así) no inferior a sus cabezas". Prueba de sus avances en esta época son
las dos telas grandes que trajo de Roma. "La fragua de Vulcano" (1630, Prado) y "La túnica de José"
(1630, El Escorial) justifican ampliamente las palabras de su amigo Jusepe Martínez, según las cuales
"vino muy mejorado en cuanto a la perspectiva y arquitectura se refería". Además, tanto el tema
bíblico como el mitológico, tratados por Velázquez, demuestran la independencia de su interpretación
de las estatuas antiguas en los torsos desnudos sacados de modelos vivos.

LA FRAGUA DE VULCANO

1630. Óleo sobre lienzo, 223 x 290 cm.

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Módulo 3. El primer viaje a Italia y sus consecuencias
El impacto de una sorprendente revelación, explorado en clave de historia sagrada en La túnica de
José (Patrimonio Nacional, Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial, núm. inv. 10014694), tiene
su complemento mitológico en La fragua de Vulcano, el otro lienzo que Velázquez trajo a Madrid
después de su estancia en Italia, adquirido con su pareja para las colecciones reales en 1634 y
destinado al Buen Retiro hasta que, ya en época de Carlos III, pasó a decorar el nuevo Palacio Real.
Cuenta Ovidio en las Metamorfosis (IV) que Apolo, el resplandeciente dios del sol, fue al taller del
herrero de los dioses del Olimpo, Vulcano, para darle la humillante noticia de que su mujer, Venus,
estaba cometiendo adulterio con el dios guerrero Marte. Velázquez representa la reacción del
estupefacto y airado esposo, así como la turbación de quienes le asisten en la fragua, esos cíclopes
míticos a los que el pintor ha concedido un segundo ojo. La intención de dar a la escena un tratamiento
realista, pero no ridiculizante -en contraste con la irreverencia de nuestro Siglo de Oro literario ante
el Parnaso-, resulta clara si tenemos en cuenta el grabado de Tempesta del que partió Velázquez para
su composición, pues reduce los elementos sobrenaturales del tema para potenciar su dimensión
costumbrista, sólo traicionada por los atributos clásicos del divino Apolo. Como en La túnica de
José, el pintor se interesa por captar un momento crítico de alto contenido emocional que le permite
desplegar con brillantez toda una variedad de actitudes y gestos en el mismo lienzo. Respecto a Los
borrachos, su única incursión en el mito clásico antes del viaje a Italia, La fragua presenta
importantes avances en el arte de la narración pictórica: mostrando a todos los personajes pendientes
del mensajero, Velázquez conecta sus reacciones, haciéndolos actuar entre sí. La eficaz ligazón entre
figuras que se mueven con libertad en el espacio no es la única novedad que esta obra comparte
con La túnica de José: aquí también se combina el estudio del natural -modelos en parte repetidos en
ambos cuadros- con ecos de la escultura grecorromana, y van disminuyendo el espesor del pincel y
el grado de acabamiento de las formas a medida que éstas se alejan del espectador en sucesivos planos.
Los análisis técnicos han revelado el uso de una base gris distinta a la capa marrón rojiza utilizada
hasta entonces por Velázquez; se quiere atribuir esta innovación al deseo por parte del artista de
producir una impresión general más clara, semejante a la que pudo apreciar en los cuadros de Reni o
Guercino durante su viaje a Italia. Las radiografías de La fragua muestran que Velázquez modificó
las cabezas de Vulcano y uno de sus ayudantes, intensificando la actitud de sorpresa y enfado del
esposo engañado. Tales intervenciones confirmarían que éste fue un ejercicio de expresión pictórica
de las pasiones según los cánones del género histórico que su autor vio practicar a sus colegas
italianos, respondiendo así al estímulo que de ellos recibió durante aquella estancia. Al leer esta fábula
en paralelo con su pareja bíblica, los críticos han querido encontrar un sentido unitario para ambas:
el efecto de los celos y el engaño, según Justi; el poder de la palabra sobre los sentimientos y acciones
del prójimo para Julián Gállego, quien, como Tolnay, ve la contraposición de Apolo, con su gesto de
orador, al sudoroso Vulcano y sus atónitos herreros como una plasmación de la superioridad de la
idea sobre el trabajo manual, teoría en la que Velázquez basó su defensa de nobleza de la pintura
sobre los oficios mecánicos a lo largo de toda su carrera (Texto extractado de Portús, J. en: Fábulas
de Velázquez. Mitología e Historia Sagrada en el Siglo de Oro, Museo Nacional del Prado, 2007, p.
317).

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VISTA DEL JARDÍN DE LA VILLA MEDICI EN ROMA

Hacia 1630. Óleo sobre lienzo, 48,5 x 43 cm.

Obra maestra de la historia del paisaje


occidental en la que Velázquez plasmó
su idea del paisaje sin una excusa
narrativa que lo justifique. Esta vista
romana y su compañera (P01211), son
dos de los cuadros más singulares de
Velázquez. Ambos tienen como tema
una combinación de arquitectura,
vegetación, escultura y personajes vivos
que se integran de manera natural en un
ámbito ajardinado. La luz y el aire, como
repiten incasablemente los críticos, son
también protagonistas de estos cuadros.
También se ha insistido secularmente en
la voluntad que parece latir en ellos de
plasmar un momento concreto, es decir,
de describir unas circunstancias
atmosféricas determinadas, lo que ha
llevado a la teoría de que nos
encontramos ante una representación de
la "tarde" y el "mediodía", anticipando
lo que haría Monet más de dos siglos más tarde con sus famosas series de la Catedral de Rouen. Como
motivo común a los dos cuadros, Velázquez utiliza unaserliana o estructura arquitectónica que resulta
de la combinación de un hueco en el centro culminado por un arco de medio punto, flanqueado a
ambos lados por sendos huecos adintelados. En un caso se trata de una serliana cerrada, que actúa
como un muro opaco.

Son cuadros que representan de manera fiel otros tantos rincones de la Villa Médicis, uno de los
palacios más importantes de Roma. En ellos aparentemente no existe un tema identificable, pues los
personajes que los pueblan vagan por el jardín sin interpretar una historia concreta. En un caso, lo
que se ha supuesto una lavandera parece extender una sábana sobre la balaustrada, mientras dos
hombres abajo conversan quizá sobre la arquitectura que contemplan. A su lado un busto clásico
(probablemente un hermes) asoma entre el seto, y en la pared una hornacina con una escultura que
nos recuerda el prestigio del lugar como depositario de una espléndida colección de estatuaria antigua.

Dos son los factores que singularizan estas obras en relación al contexto de la pintura de su tiempo,
además de su altísima calidad. En primer lugar, la ausencia de tema. En el siglo XVII el paisaje se
convirtió en un género pictórico de relativa importancia, sin embargo, muy rara vez la representación

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de la Naturaleza en un lienzo, se justificaba por sí misma, pues en general debía estar acompañada de
una "historia" mitológica, sagrada etc. que justificara el cuadro. El paisaje en sí mismo no se
consideraba un tema digno de ser representado a no ser que estuviera arropado por una excusa
narrativa o fuera una vista urbana o monumental. Velázquez, por tanto, transmite una visión más
directa de la naturaleza. A ello contribuye el segundo de los factores que otorgan a estas vistas un
estatus pictórico singular: aunque se sabe de artistas como Claudio de Lorena, que salían al campo a
tomar apuntes directos del paisaje en sus cuadernos, son rarísimos los casos en los que el pintor se
plantaba con sus útiles de pintar delante del motivo y atacaba directamente el lienzo, como hizo el
pintor sevillano en estos dos casos. También resulta muy singular en estas obras el tipo de impresión
que se trata de transmisor de la naturaleza: no es una visión inmutable e intemporal de un fragmento
de jardín, sino que parece existir la voluntad de reflejar la experiencia de un momento.

Es muy poco lo que se conoce sobre estas obras. El primer problema que se plantea es el de su propia
naturaleza o función como pintura. Se ha pensado que se trataban de sendos bocetos que haría el
pintor con vistas a poder utilizarlos en composiciones más extensas, pero actualmente se tiende a
pensar que se trata de cuadros acabados y justificables en sí mismos. Existen discrepancias en lo que
se refiere a las fechas de su ejecución. Está claro que fueron realizados durante uno de sus dos viajes
a Roma, y a partir de esta premisa se han barajado las distintas posibilidades.

Los datos que hablan de una datación temprana son los más consistentes, y se basan en
consideraciones estilísticas y documentales. Desde un punto de vista técnico, hay que señalar que las
obras están pintadas sobre una preparación marrón, similar a la que Velázquez utilizó en su primer
viaje a Italia, y que no volvería a usar desde su vuelta a Madrid en 1631. Estilísticamente, estas obras
son coherentes con el paisaje que aparece en La túnica de José, que realizó en este viaje (Monasterio
del Escorial), o con el fondo de la Tentación de Santo Tomás de Aquino (Orihuela, Museo Diocesano)
y, como demostró Milicua, también tiene relación con paisajes próximos a Agostino Tassi. Los
apoyos técnicos se basan en la noticia de que durante el primer viaje Velázquez habitó durante dos
meses en la Villa Medici, y en un documento de 1634 por el que el protonotario Jerónimo de
Villanueva adquirió del pintor para Felipe IV cuatro paisillos. Los defensores de la hipótesis del
segundo viaje se apoyan en los caracteres estilísticos de estos lienzos, concretamente estos se basan
en lo avanzado de su estilo y en el hecho de que en esa época la gruta a la que da acceso la serliana
estaba en obras.

En cualquier caso, se trata de dos obras maestras de la historia del paisaje occidental, que anticipan
algunas fórmulas pictóricas del siglo XIX, si bien su valor no ha de hallar se tanto en ese carácter
precursor cuanto en su propia calidad como obras de arte en las que su autor ha sabido expresar de
una manera original y personalísima su concepción del paisaje (Texto extractado de Portús,
J.: Velázquez. Guía, Museo del Prado, 1999, pp. 78-82; Portús, J. en: Roma naturaleza e ideal.
Paisajes de 1600-1650, Museo Nacional del Prado, 2011, p. 170).

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VISTA DEL JARDÍN DE LA VILLA MEDICI DE ROMA CON LA ESTATUA DE
ARIADNA

Hacia 1630. Óleo sobre lienzo, 44 x 38 cm.

Obra maestra de la historia del paisaje


occidental en la que Velázquez plasmó
su idea del paisaje sin una excusa
narrativa que lo justifique. Esta vista
romana y su compañera (P01210), son
dos de los cuadros más singulares de
Velázquez. Ambos tienen como tema
una combinación de arquitectura,
vegetación, escultura y personajes vivos
que se integran de manera natural en un
ámbito ajardinado. La luz y el aire, como
repiten incasablemente los críticos, son
también protagonistas de estos cuadros.
También se ha insistido secularmente en
la voluntad que parece latir en ellos de
plasmar un momento concreto, es decir,
de describir unas circunstancias
atmosféricas determinadas, lo que ha
llevado a la teoría de que nos
encontramos ante una representación de
la "tarde" y el "mediodía", anticipando lo
que haría Monet más de dos siglos más tarde con sus famosas series de la catedral de Rouen. Como
motivo común a los dos cuadros, Velázquez utiliza una serliana o estructura arquitectónica que
resulta de la combinación de un hueco en el centro culminado por un arco de medio punto, flanqueado
a ambos lados por sendos huecos adintelados. En un caso se trata de una serliana abierta a través de
la cual el cielo y la luz se introducen en la escena.

Son cuadros que representan de manera fiel otros tantos rincones de la Villa Médicis, uno de los
palacios más importantes de Roma. En ellos aparentemente no existe un tema identificable, pues los
personajes que los pueblan vagan por el jardín sin interpretar una historia concreta. En esta obra, un
criado o jardinero aparece en primer término dirigiéndose al caballero, mientras al fondo, un hombre
con capa se asoma ante la serliana para mirar el espléndido paisaje de cipreses, cielo y edificios y
anticipa algunas de las tan delicadas figuras contemplativas que ha popularizado el Romanticismo
nórdico. A su derecha duerme Ariadna convertida en mármol.

Dos son los factores que singularizan estas obras en relación al contexto de la pintura de su tiempo,
además de su altísima calidad. En primer lugar, la ausencia de tema. En el siglo XVII el paisaje se

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convirtió en un género pictórico de relativa importancia, sin embargo, muy rara vez la representación
de la naturaleza en un lienzo, se justificaba por sí misma, pues en general debía estar acompañada de
una "historia" mitológica, sagrada etc. que justificara el cuadro. El paisaje en sí mismo no se
consideraba un tema digno de ser representado a no ser que estuviera arropado por una excusa
narrativa o fuera una vista urbana o monumental. Velázquez, por tanto, transmite una visión más
directa de la naturaleza. A ello contribuye el segundo de los factores que otorgan a estas vistas un
estatus pictórico singular: aunque se sabe de artistas como Claudio de Lorena, que salían al campo a
tomar apuntes directos del paisaje en sus cuadernos, son rarísimos los casos en los que el pintor se
plantaba con sus útiles de pintar delante del motivo y atacaba directamente el lienzo, como hizo el
pintor sevillano en estos dos casos. También resulta muy singular en estas obras el tipo de impresión
que se trata de transmisor de la naturaleza: no es una visión inmutable e intemporal de un fragmento
de jardín, sino que parece existir la voluntad de reflejar la experiencia de un momento.

Es muy poco lo que se conoce sobre estas obras. El primer problema que se plantea es el de su propia
naturaleza o función como pintura. Se ha pensado que se trataban de sendos bocetos que haría el
pintor con vistas a poder utilizarlos en composiciones más extensas, pero actualmente se tiende a
pensar que se trata de cuadros acabados y justificables en sí mismos. Existen discrepancias en lo que
se refiere a las fechas de su ejecución. Está claro que fueron realizados durante uno de sus dos viajes
a Roma, y a partir de esta premisa se han barajado las distintas posibilidades. Los datos que hablan
de una datación temprana son los más consistentes, y se basan en consideraciones estilísticas y
documentales. Desde un punto de vista técnico, hay que señalar que las obras están pintadas sobre
una preparación marrón, similar a la que Velázquez utilizó en su primer viaje a Italia, y que no
volvería a usar desde su vuelta a Madrid en 1631. Estilísticamente, estas obras son coherentes con el
paisaje que aparece en La túnica de José, que realizó en este viaje (Monasterio del Escorial), o con el
fondo de la Tentación de Santo Tomás de Aquino (Orihuela, Museo Diocesano) y, como demostró
Milicua, también tiene relación con paisajes próximos a Agostino Tassi. Los apoyos técnicos se basan
en la noticia de que durante el primer viaje Velázquez habitó durante dos meses en la Villa Medici, y
en un documento de 1634 por el que el protonotario Jerónimo de Villanueva adquirió del pintor para
Felipe IV cuatro paisillos .Los defensores de la hipótesis del segundo viaje se apoyan en los
caracteres estilísticos de estos lienzos, concretamente estos se basan en lo avanzado de su estilo y en
el hecho de que en esa época la gruta a la que da acceso la serliana estaba en obras.

En cualquier caso, se trata de dos obras maestras de la historia del paisaje occidental, que anticipan
algunas fórmulas pictóricas del siglo XIX, si bien su valor no ha de hallar se tanto en ese carácter
precursor cuanto en su propia calidad como obras de arte en las que su autor ha sabido expresar de
una manera original y personalísima su concepción del paisaje (Texto extractado de Portús,
J.: Velázquez. Guía, Museo del Prado, 1999, pp. 78-82; Portús, J. en: Roma naturaleza e ideal:
paisajes de 1600-1650, Museo Nacional del Prado, 2011, p. 170).

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CRISTO CRUCIFICADO

Hacia 1632. Óleo sobre lienzo, 248 x 169 cm.

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Estilísticamente la obra parece ejecutada a comienzos de la década de 1630, poco después del regreso
del artista de Italia; la mayoría de los autores la data en torno a 1632. La perfección apolínea de la
anatomía y su palidez recuerdan el carácter neoático de la pintura de Guido Reni, pero debió de ser
la intención de Velázquez investir a la figura de una belleza divina e inefable, de acuerdo con la
creencia de que Cristo fue el más bello de los hombres, como afirma uno de los salmos mesiánicos
(Speciosus forma es prae filiis hominum [Eres el más hermoso de los hijos de los hombres], Vulgata,
Salmo 44 (45), 3). Francisco Pacheco insiste en la belleza física de Cristo al escribir: Cristo, Señor
nuestro, como no tuvo padre en la tierra, en todo salió a su Madre que, después del Hijo, fue la
criatura más bella que Dios crió [sic.]. Cristo está clavado a la cruz con cuatro clavos, siguiendo la
fórmula pictórica que Pacheco venía empleando desde 1611 y que sostuvo con una batería de
argumentos históricos y religiosos, resumidos al final de suArte de la Pintura de 1649. La propia cruz
es obra de buen carpintero, como señaló Julián Gállego, y el titulus fijado más arriba de la cabeza
del Crucificado es conforme con el texto latino del Evangelio de san Juan en la Vulgata (con un
pequeño error, NAZARAENVS en lugar de Nazarenus, como en elCristo crucificado de 1614 de
Pacheco que conserva la Fundación Rodríguez-Acosta de Granada; Velázquez también cometió
errores en las transcripciones del hebreo y del griego). La presencia de la herida en el costado,
producida cuando ya Cristo había expirado, indica que está muerto; pero parece tenerse derecho
contra la cruz, sumido en dulce sueño, antes que muerto por muerte amarga, según la elocuente frase
de Bernardino de Pantorba.

Es probable que la pintura fuera encargada por Jerónimo de Villanueva (1594-1653), protonotario del
reino de Aragón y mano derecha del conde duque de Olivares, para el Convento de San Plácido de
Madrid, que él mismo había fundado en 1623. Villanueva tenía la suficiente categoría en la corte para
encargar una obra importante al pintor del rey, y sabemos que tuvo algún contacto directo con
Velázquez, por ser el responsable, en su condición de administrador de los gastos secretos, de hacerle
ciertos pagos en nombre del rey en 1634 y 1635. Se ha sugerido que la ocasión de encargar el lienzo
fuera el sobreseimiento, en 1632, de la investigación abierta por la Inquisición sobre la relación
personal de Villanueva con las presuntas prácticas heterodoxas del capellán y las monjas de San
Plácido. Rodríguez G. de Ceballos ha explicado la peculiar combinación de circunstancias que pudo
conducir al encargo y la elección del tema: mientras se investigaba a Villanueva, la corte estaba
escandalizada por la profanación de un crucifijo esculpido que habían perpetrado unos judíos
portugueses en 1630. En 1632 se ejecutó a los culpables tras un gran auto de fe en la Plaza Mayor de
Madrid, y tanto en el Alcázar como en los conventos reales tuvieron lugar actos públicos de devoción
a Cristo crucificado. Aunque Villanueva no fuera implicado en ese proceso, se le acusaba de favorecer
a banqueros judíos portugueses en perjuicio de los acostumbrados genoveses, y se había ganado
enemigos influyentes. El encargo a Velázquez de un Cristo crucificado monumental se podría
explicar, pues, como una manera de demostrar su piedad, afirmar su ortodoxia religiosa y distanciarse
públicamente de los judíos. Fuera ése o no el motivo del encargo, hay pruebas de que Villanueva se
había ocupado de adornar el convento de San Plácido con obras de arte relevantes; fue él quien
encargó a Rubens, durante la estancia de éste en Madrid en 1628-1629, la pintura de un boceto para
el cuadro del altar mayor, con una compleja alegoría que Julius Held ha titulado La Encarnación

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como cumplimiento de todas las profecías (The Barnes Foundation, Merion, Pennsylvania; véase
Held, 1980, núm. 319) (Texto extractado de Finaldi, G. en: Fábulas de Velázquez. Mitología e
Historia Sagrada en el Siglo de Oro, Museo Nacional del Prado, 2007, p. 321).

LA CORONACIÓN DE LA VIRGEN

1635 - 1636. Óleo sobre lienzo, 178,5 x 134,5 cm.

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Velázquez pintó La Coronación de la Virgen con destino al nuevo oratorio de la reina Isabel de
Borbón en el Alcázar de Madrid, donde debía completar la serie de nueve pinturas de Fiestas de
Nuestra Señora de Alessandro Turchi enviada a Madrid desde Roma, en 1635 o antes, por el cardenal
Gaspar de Borja y Velasco. Es su última pintura religiosa. El oratorio, situado en la primera planta
del Alcázar, a la parte de la Galería del Cierzo, se decoró con pinturas murales de Angelo Nardi y un
retablo construido por Martín Ferrer sobre trazas de Juan Gómez de Mora (perdido); y, probablemente
en 1636, se colgaron en él cincuenta y cuatro pinturas, entre ellas el granCristo crucificado de
Federico Barocci (P07092). La iconografía de La Coronación de la Virgen velazqueña es tradicional,
y sigue modelos anteriores de Durero y El Greco. El angelote arqueado hacia atrás en el lado derecho
parece cita de uno similar en un grabado de Schelte a Bolswert según la Asunción de la Virgen de
Rubens. Las dimensiones del lienzo y el tamaño menor que el natural que presentan las figuras, un
tanto extraño en Velázquez, se pueden explicar por referencia a la serie de pinturas ya existente y a
la que el maestro debía adaptarse. Incluso el gesto con que María se lleva la mano al pecho podría
estar pensado como un eco del de la mano izquierda de la Virgen en La Anunciación de Turchi
(P3166).

La Coronación se suele datar en la primera década de 1640, pero hay sólidas evidencias
circunstanciales para pensar que estuviera pintada en 1636. Como antes se ha dicho, la serie de Turchi
ya estaba en Madrid en 1635, y es probable que el propio oratorio quedara listo para su uso dentro
del año 1636. Antonio Palomino, que suele ser preciso en la cronología, situó la ejecución de la
pintura por la época de La rendición de Breda,que casi con seguridad estaba terminada en abril de
1635: En este tiempo pintó también un cuadro grande historiado de la toma de una plaza por el señor
Don Ambrosio Espínola (...);como también otro de la Coronación de Nuestra Señora, que estaba en
el oratorio del cuarto de la Reina en Palacio (Palomino, [1724] 1986, p. 171). Carmen Garrido,
manejando sólo datos técnicos, ha argumentado de forma convincente que las características de la
ejecución corresponden a la práctica de Velázquez en torno a 1635. Aunque Ceballos ha propuesto
recientemente que fuera Borja quien encargase la obra a Velázquez para la reina después de su regreso
a Madrid, también es posible que fuera un encargo de la propia reina, o del rey como regalo para
decorar el oratorio de su esposa. Siempre ha sido reconocida la autoría de Velázquez, salvo un curioso
lapsus en 1735, cuando se anotó entre las obras salvadas del incendio del Alcázar en diciembre de
1734 como original del Racionero Cano (Texto extractado de Finaldi, G. en: Fábulas de Velázquez.
Mitología e Historia Sagrada en el Siglo de Oro, Museo Nacional del Prado, 2007, p. 325).

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