Professional Documents
Culture Documents
Módulo 3 - Velázquez en El Museo Del Prado
Módulo 3 - Velázquez en El Museo Del Prado
Según los representantes italianos en España, el joven pintor de retratos, favorito del rey y de Olivares,
se iba con la intención de rematar sus estudios. Cuenta Pacheco que copió a Tintoretto en Venecia y
a Miguel Ángel y Rafael en el Vaticano. Luego pidió permiso para pasar el verano en la Villa Médicis,
donde había estatuas antiguas que copiar. No ha sobrevivido ninguna de estas copias ni tampoco el
autorretrato que se hizo a ruego de Pacheco, quien lo elogia por estar ejecutado "a la manera del gran
Tiziano y (si es lícito hablar así) no inferior a sus cabezas". Prueba de sus avances en esta época son
las dos telas grandes que trajo de Roma. "La fragua de Vulcano" (1630, Prado) y "La túnica de José"
(1630, El Escorial) justifican ampliamente las palabras de su amigo Jusepe Martínez, según las cuales
"vino muy mejorado en cuanto a la perspectiva y arquitectura se refería". Además, tanto el tema
bíblico como el mitológico, tratados por Velázquez, demuestran la independencia de su interpretación
de las estatuas antiguas en los torsos desnudos sacados de modelos vivos.
LA FRAGUA DE VULCANO
Son cuadros que representan de manera fiel otros tantos rincones de la Villa Médicis, uno de los
palacios más importantes de Roma. En ellos aparentemente no existe un tema identificable, pues los
personajes que los pueblan vagan por el jardín sin interpretar una historia concreta. En un caso, lo
que se ha supuesto una lavandera parece extender una sábana sobre la balaustrada, mientras dos
hombres abajo conversan quizá sobre la arquitectura que contemplan. A su lado un busto clásico
(probablemente un hermes) asoma entre el seto, y en la pared una hornacina con una escultura que
nos recuerda el prestigio del lugar como depositario de una espléndida colección de estatuaria antigua.
Dos son los factores que singularizan estas obras en relación al contexto de la pintura de su tiempo,
además de su altísima calidad. En primer lugar, la ausencia de tema. En el siglo XVII el paisaje se
convirtió en un género pictórico de relativa importancia, sin embargo, muy rara vez la representación
Es muy poco lo que se conoce sobre estas obras. El primer problema que se plantea es el de su propia
naturaleza o función como pintura. Se ha pensado que se trataban de sendos bocetos que haría el
pintor con vistas a poder utilizarlos en composiciones más extensas, pero actualmente se tiende a
pensar que se trata de cuadros acabados y justificables en sí mismos. Existen discrepancias en lo que
se refiere a las fechas de su ejecución. Está claro que fueron realizados durante uno de sus dos viajes
a Roma, y a partir de esta premisa se han barajado las distintas posibilidades.
Los datos que hablan de una datación temprana son los más consistentes, y se basan en
consideraciones estilísticas y documentales. Desde un punto de vista técnico, hay que señalar que las
obras están pintadas sobre una preparación marrón, similar a la que Velázquez utilizó en su primer
viaje a Italia, y que no volvería a usar desde su vuelta a Madrid en 1631. Estilísticamente, estas obras
son coherentes con el paisaje que aparece en La túnica de José, que realizó en este viaje (Monasterio
del Escorial), o con el fondo de la Tentación de Santo Tomás de Aquino (Orihuela, Museo Diocesano)
y, como demostró Milicua, también tiene relación con paisajes próximos a Agostino Tassi. Los
apoyos técnicos se basan en la noticia de que durante el primer viaje Velázquez habitó durante dos
meses en la Villa Medici, y en un documento de 1634 por el que el protonotario Jerónimo de
Villanueva adquirió del pintor para Felipe IV cuatro paisillos. Los defensores de la hipótesis del
segundo viaje se apoyan en los caracteres estilísticos de estos lienzos, concretamente estos se basan
en lo avanzado de su estilo y en el hecho de que en esa época la gruta a la que da acceso la serliana
estaba en obras.
En cualquier caso, se trata de dos obras maestras de la historia del paisaje occidental, que anticipan
algunas fórmulas pictóricas del siglo XIX, si bien su valor no ha de hallar se tanto en ese carácter
precursor cuanto en su propia calidad como obras de arte en las que su autor ha sabido expresar de
una manera original y personalísima su concepción del paisaje (Texto extractado de Portús,
J.: Velázquez. Guía, Museo del Prado, 1999, pp. 78-82; Portús, J. en: Roma naturaleza e ideal.
Paisajes de 1600-1650, Museo Nacional del Prado, 2011, p. 170).
Son cuadros que representan de manera fiel otros tantos rincones de la Villa Médicis, uno de los
palacios más importantes de Roma. En ellos aparentemente no existe un tema identificable, pues los
personajes que los pueblan vagan por el jardín sin interpretar una historia concreta. En esta obra, un
criado o jardinero aparece en primer término dirigiéndose al caballero, mientras al fondo, un hombre
con capa se asoma ante la serliana para mirar el espléndido paisaje de cipreses, cielo y edificios y
anticipa algunas de las tan delicadas figuras contemplativas que ha popularizado el Romanticismo
nórdico. A su derecha duerme Ariadna convertida en mármol.
Dos son los factores que singularizan estas obras en relación al contexto de la pintura de su tiempo,
además de su altísima calidad. En primer lugar, la ausencia de tema. En el siglo XVII el paisaje se
Es muy poco lo que se conoce sobre estas obras. El primer problema que se plantea es el de su propia
naturaleza o función como pintura. Se ha pensado que se trataban de sendos bocetos que haría el
pintor con vistas a poder utilizarlos en composiciones más extensas, pero actualmente se tiende a
pensar que se trata de cuadros acabados y justificables en sí mismos. Existen discrepancias en lo que
se refiere a las fechas de su ejecución. Está claro que fueron realizados durante uno de sus dos viajes
a Roma, y a partir de esta premisa se han barajado las distintas posibilidades. Los datos que hablan
de una datación temprana son los más consistentes, y se basan en consideraciones estilísticas y
documentales. Desde un punto de vista técnico, hay que señalar que las obras están pintadas sobre
una preparación marrón, similar a la que Velázquez utilizó en su primer viaje a Italia, y que no
volvería a usar desde su vuelta a Madrid en 1631. Estilísticamente, estas obras son coherentes con el
paisaje que aparece en La túnica de José, que realizó en este viaje (Monasterio del Escorial), o con el
fondo de la Tentación de Santo Tomás de Aquino (Orihuela, Museo Diocesano) y, como demostró
Milicua, también tiene relación con paisajes próximos a Agostino Tassi. Los apoyos técnicos se basan
en la noticia de que durante el primer viaje Velázquez habitó durante dos meses en la Villa Medici, y
en un documento de 1634 por el que el protonotario Jerónimo de Villanueva adquirió del pintor para
Felipe IV cuatro paisillos .Los defensores de la hipótesis del segundo viaje se apoyan en los
caracteres estilísticos de estos lienzos, concretamente estos se basan en lo avanzado de su estilo y en
el hecho de que en esa época la gruta a la que da acceso la serliana estaba en obras.
En cualquier caso, se trata de dos obras maestras de la historia del paisaje occidental, que anticipan
algunas fórmulas pictóricas del siglo XIX, si bien su valor no ha de hallar se tanto en ese carácter
precursor cuanto en su propia calidad como obras de arte en las que su autor ha sabido expresar de
una manera original y personalísima su concepción del paisaje (Texto extractado de Portús,
J.: Velázquez. Guía, Museo del Prado, 1999, pp. 78-82; Portús, J. en: Roma naturaleza e ideal:
paisajes de 1600-1650, Museo Nacional del Prado, 2011, p. 170).
Es probable que la pintura fuera encargada por Jerónimo de Villanueva (1594-1653), protonotario del
reino de Aragón y mano derecha del conde duque de Olivares, para el Convento de San Plácido de
Madrid, que él mismo había fundado en 1623. Villanueva tenía la suficiente categoría en la corte para
encargar una obra importante al pintor del rey, y sabemos que tuvo algún contacto directo con
Velázquez, por ser el responsable, en su condición de administrador de los gastos secretos, de hacerle
ciertos pagos en nombre del rey en 1634 y 1635. Se ha sugerido que la ocasión de encargar el lienzo
fuera el sobreseimiento, en 1632, de la investigación abierta por la Inquisición sobre la relación
personal de Villanueva con las presuntas prácticas heterodoxas del capellán y las monjas de San
Plácido. Rodríguez G. de Ceballos ha explicado la peculiar combinación de circunstancias que pudo
conducir al encargo y la elección del tema: mientras se investigaba a Villanueva, la corte estaba
escandalizada por la profanación de un crucifijo esculpido que habían perpetrado unos judíos
portugueses en 1630. En 1632 se ejecutó a los culpables tras un gran auto de fe en la Plaza Mayor de
Madrid, y tanto en el Alcázar como en los conventos reales tuvieron lugar actos públicos de devoción
a Cristo crucificado. Aunque Villanueva no fuera implicado en ese proceso, se le acusaba de favorecer
a banqueros judíos portugueses en perjuicio de los acostumbrados genoveses, y se había ganado
enemigos influyentes. El encargo a Velázquez de un Cristo crucificado monumental se podría
explicar, pues, como una manera de demostrar su piedad, afirmar su ortodoxia religiosa y distanciarse
públicamente de los judíos. Fuera ése o no el motivo del encargo, hay pruebas de que Villanueva se
había ocupado de adornar el convento de San Plácido con obras de arte relevantes; fue él quien
encargó a Rubens, durante la estancia de éste en Madrid en 1628-1629, la pintura de un boceto para
el cuadro del altar mayor, con una compleja alegoría que Julius Held ha titulado La Encarnación
LA CORONACIÓN DE LA VIRGEN
La Coronación se suele datar en la primera década de 1640, pero hay sólidas evidencias
circunstanciales para pensar que estuviera pintada en 1636. Como antes se ha dicho, la serie de Turchi
ya estaba en Madrid en 1635, y es probable que el propio oratorio quedara listo para su uso dentro
del año 1636. Antonio Palomino, que suele ser preciso en la cronología, situó la ejecución de la
pintura por la época de La rendición de Breda,que casi con seguridad estaba terminada en abril de
1635: En este tiempo pintó también un cuadro grande historiado de la toma de una plaza por el señor
Don Ambrosio Espínola (...);como también otro de la Coronación de Nuestra Señora, que estaba en
el oratorio del cuarto de la Reina en Palacio (Palomino, [1724] 1986, p. 171). Carmen Garrido,
manejando sólo datos técnicos, ha argumentado de forma convincente que las características de la
ejecución corresponden a la práctica de Velázquez en torno a 1635. Aunque Ceballos ha propuesto
recientemente que fuera Borja quien encargase la obra a Velázquez para la reina después de su regreso
a Madrid, también es posible que fuera un encargo de la propia reina, o del rey como regalo para
decorar el oratorio de su esposa. Siempre ha sido reconocida la autoría de Velázquez, salvo un curioso
lapsus en 1735, cuando se anotó entre las obras salvadas del incendio del Alcázar en diciembre de
1734 como original del Racionero Cano (Texto extractado de Finaldi, G. en: Fábulas de Velázquez.
Mitología e Historia Sagrada en el Siglo de Oro, Museo Nacional del Prado, 2007, p. 325).