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MEDUSA

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CLARK CARRADOS

MEDUSA

Ediciones TORAY
Arnaldo de Oms, 51-53 Dr. Julián Álvarez, 151
BARCELONA BUENOS AIRES

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© Luis García Lecha, 1966
Número de Registro: 6429 — 1965
Depósito Legal: B. 1658 — 1966

Printed in Spain - Impreso en España

Impreso en los T.G. de EDICIONES TORAY, S.A. – Espronceda, 320


BARCELONA

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I
El honorable Frank Farraley, secretario del Tesoro de la Unión
Occidental, se apeó de su coche y cruzó la acera con paso tranquilo
para dirigirse a la joyería, cuyo nombre campeaba en un severo ró-
tulo de letras doradas sobre mármol negro, de singular elegancia:
New Tiffany’s.
Farraley abrió la puerta y penetró en el lujoso establecimiento,
cuyo suelo estaba cubierto por una espesa alfombra de cinco centí-
metros de espesor. Un almibarado dependiente salió a su encuentro.
—¿En qué puedo servirle al señor? —preguntó con gran amabi-
lidad.
—Tengo que hacer un regalo —manifestó Farraley—. Enséñeme
algunas joyas, por favor. Broches y «pendentifs», preferentemente.
—Al momento, señor. Tome asiento, se lo ruego.
El dependiente condujo a Farraley hasta un mostrador encrista-
lado, bajo cuya cubierta podían verse las más refulgentes creaciones
del arte joyero. En aquel momento, el gerente del «New Tiffany’s»
miró hacia aquel lugar y se percató inmediatamente de la identidad
de su cliente.
Corrió desolado hacia Farraley.
—Señor secretario —saludó, curvando el espinazo repetidas ve-
ces—. Es un honor para nosotros tenerle aquí. ¿En qué podemos
servirle? Todo nuestro local está a su disposición...
—He de hacer un regalo —sonrió Farraley—. El dependiente ya
me atiende, muchas gracias.
El dependiente llegaba en aquellos momentos con una gran
bandeja atestada de joyas que despedían destellos cegadores. Marc
Gaynor, gerente, le arrebató la bandeja de las manos.
—George, atienda usted a la señora —dijo pomposamente—. Yo
me encargaré personalmente del señor secretario.
Farraley sonrió.
—Su amabilidad me abruma —dijo.
—Para su excelencia, todo es poco en «New Tiffany’s» —

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contestó Gaynor untuosamente. Se inclinó hacia Farraley—. En con-
fianza, yo voté por ustedes en las pasadas elecciones. Y pienso repe-
tir en las próximas; el presidente Boolton lo está haciendo magnífi-
camente.
—Se lo haré saber cuando despache con él —sonrió Farraley. Sa-
có un maravilloso broche—. ¿Cuánto?
Gaynor carraspeó.
—Cien mil, excelencia —dijo.
Farraley sonrió.
—Tendré que repetir el chiste del caballero que quiso comprar
un valioso anillo para su prometida y que dijo «¡Diablo!», al enterar-
se del precio—. Examinó otro anillo a continuación y, al preguntar
también el precio, el vendedor le contestó: «Dos diablos, señor».
Gaynor emitió una risita cortés.
—Para la hechura de esta joya, su importe no cubre ni siquiera el
del tridente del diablo —dijo.
Los dos hombres rieron, Farraley apartó el broche.
—Me lo quedo. Es preciso.
—Su excelencia tiene un gusto exquisito —alabó el gerente—. Y
dígame, ¿qué le parece este collar que...?
—Suficiente —cortó Farraley—. Con cien mil, ya tengo bastante.
Le firmaré un cheque..., no contra la Tesorería de la Unión, claro.
Gaynor volvió a reír.
—La cuenta del secretario del Tesoro, aun la particular, ofrece
siempre las mayores garantías a esta casa —contestó almibarada-
mente.
Farraley firmó el cheque. Gaynor lo guardó con cierto elegante
descuido, aunque no sin haber echado un rápido vistazo y compro-
bar que todo estaba en orden.
El secretario se llevó el broche, bien envuelto en un lujoso estu-
che. Gaynor lo acompañó hasta la puerta, haciendo mil reverencias.
Tres días más tarde, el cheque fue devuelto con una indicación
que causó un desmayo al gerente de «New Tiffany’s»: «Sin fondos».

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***
El «Caribe Flameante» era uno de los «night-clubs» más acredi-
tados de la capital, aunque no se puede decir que lo fuera precisa-
mente por la distinción de su clientela.
Cierto que acudían personas de gran capacidad económica, que
podían soportar impunemente los «atracos» que representaban las
minutas de las consumiciones, pero no se podía decir de dichas per-
sonas que constituyeran lo que podía llamarse la crema de la socie-
dad capitalina de la U. O. Ello se debía a la clase de espectáculos que
se ofrecían en el «Caribe Flameante», de la mayoría de los cuales es-
taban encargados hermosas mujeres cordialmente enemigas de to-
dos los fabricantes de textiles y de los modistas del mundo entero.
Los espectáculos, y su precio, habían acreditado en un sentido al
local. Pero era raro ver allí a personas de cierta categoría.
Por dicha razón, Alonso, el «maître», se asombró de veras al ver
entrar en el establecimiento al honorable Baptiste Duvailer, secreta-
rio de Orden de la U. O.
El honorable Duvailer no venía solo. Venía muy bien acompa-
ñado por una estruendosa rubia, de formas exuberantes, dientes que
no debían nada a la naturaleza, y lo debían todo en cambio a un ar-
tista de la odontología, y sonrisa provocativa. En el «Caribe Fla-
meante» estaban acostumbrados a ver escotes, pero el de la rubia
que acompañaba al austero Duvailer sobrepujaba a cuanto se había
contemplado hasta el momento.
Alonso se rehízo de la sorpresa y salió al encuentro de la distin-
guida pareja. En su fuero interno, se preguntó qué mosca le habría
picado a Duvailer. Se decía del secretario de Orden que era tan seve-
ro y morigerado en sus costumbres, que, a su lado, un monje de la
Trapa habría resultado una viva estampa del libertinaje.
Acomodó a la pareja y llamó a un camarero. Duvailer dio una
orden.
—Seis botellas de champaña en una fila. Y vayan reponiéndolas
a medida que se agoten.
El «maître» no salía de su asombro. Dijo que sí, que el honorable
secretario sería atendido al momento y se retiró a cumplimentar la

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orden.
A la segunda botella, Duvailer se había quitado ya la corbata de
lazo de su frac. Al empezar la tercera, empezó a tirar bolitas de miga
de pan a sus vecinos.
Al terminar la tercera, se empeñó en lavar con champaña los ca-
bellos de una encantadora vecina de mesa. El marido se levantó con
las intenciones que son de suponer, pero Alonso era un hábil diplo-
mático y el incidente pudo ser zanjado, aunque no sin la relampa-
gueante intervención de un par de fotógrafos que aullaban de gozo,
pensando en los periódicos del día siguiente.
El desorden del secretario de Orden culminó cuando, en un ata-
que de optimismo coreográfico, saltó al escenario y se colocó en el
centro de una larga fila de chicas sucintamente vestidas, tratando de
corregirlas el ángulo de elevación de las piernas en determinado pa-
so de la danza. Los «flashes» de los fotógrafos seguían funcionando
sin cesar, sin que el ex austero Baptiste Duvailer se le diera un ardite
de lo que sucedía a su alrededor.
La tiesta terminó cuando el secretario perdió pie y cayó de cabe-
za en el bombo de la orquesta. El músico, furioso, empezó a abalear-
le y la rubia trató de defenderle, agrediéndole con una botella vacía.
Otro músico se interpuso, pero un camarero trató de cerrarle el
paso. El músico la emprendió a golpes contra el camarero, el cual
cayó rebotado sobre una mesa, cuyos ocupantes salieron disparados
en distintas direcciones. La pelea se generalizó, convirtiéndose en un
tumulto atronador, al que puso fin una patrulla reforzada de poli-
cías, que se llevó a la mayoría de los contendientes a la comisaría
más cercana. Uno de los arrestados, naturalmente, fue el honorable
Baptiste Duvailer.

***
El secretario de Defensa del gobierno era el honorable Walter
von Diechs, un berlinés simpático y amable, en el que nadie veía al
prusiano que todos habían creído sería cuando el presidente Boolton
lo eligió para el cargo. Von Diechs desmintió con su conducta las

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sospechas de prusianismo, haciéndose querer y apreciar de todos...
hasta el día en que dejó de ser querido y apreciado.
Llegó a su despacho una buena mañana. La puerta estaba guar-
dada por dos centinelas armados.
Von Diechs se detuvo delante de uno de ellos y le increpó grose-
ramente.
—Usted, pedazo de idiota, ¿no tiene acaso ojos en la cara? —
bramó.
El soldado tenía ojos, en efecto, y lo demostró, abriéndolos de
par en par.
—Excelencia, yo... —balbuceó.
El otro centinela estaba asustadísimo. ¿Se había vuelto loco el se-
cretario?
Von Diechs lanzó un rugido.
—¡Salude, imbécil!
El soldado se llevó la mano a la sien, torpemente. Von Diechs
emitió otro grito.
—¡Ahora desfile con el paso de la oca! ¡Vamos, pronto, pedazo
de animal!
—Pero, señor, yo...
—¡No consiento que nadie me replique! —aulló Von Diechs.
Y, de repente, «pam, pam», le pegó dos hermosas bofetadas que
hincharon los carrillos del centinela, hasta que adquirieron la forma
y el color de sendas manzanas gigantes.
El centinela se quedó tan aturdido, que no supo qué hacer.
Cuando Von Diechs desapareció en el interior del despacho, corrió
en busca del capitán de guardia.
Daba la casualidad de que el oficial pertenecía, políticamente
hablando, a la oposición. Al capitán le faltó tiempo para denunciar
formalmente, el hecho ante el coronel de su regimiento, pero no sin
antes habérselo comunicado a un amigo periodista, que escribía en
el «Mundial News», periódico también de la oposición.

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II
El presidente Boolton leyó con gesto sombrío las cabeceras de los
periódicos.
Tres de sus principales colaboradores habían cometido faltas
gravísimas. El escándalo producido había sido inenarrable.
Boolton era un hombre de sesenta años, fuerte y robusto todavía,
pero en cuyo rostro se advertían ya las huellas causadas por las fati-
gas producidas por las duras tareas de gobierno. En los últimos
tiempos, la oposición le había atacado durísimamente, acusándole
de ser blando y condescendiente con los poderosos enemigos de la
Unión Occidental, la siempre aterradora y enigmática Alianza Pano-
riental.
Boolton había sorteado bien los ataques, habiendo recuperado la
mayor parte de la confianza perdida. Pero aquellas noticias iban a
causar una desastrosa impresión en sus electores y en los adversa-
rios.
¿Qué les había pasado a aquellos tres hombres, de ordinario tan
sensatos, ponderados y equilibrados?
Uno de ellos, Farraley, se había comportado como un vulgar es-
tafador.
Otro, Duvailer, había actuado como un piloto de astronave de
regreso de un viaje de tres años por el espacio.
El tercero, en fin, se había portado como un sargento de los vie-
jos tiempos, abofeteando a un centinela desconsideradamente.
—Tendré que pedirles que dimitan, no me queda otro remedio
—musitó desalentadamente.
No comprendía lo que habían hecho ni mecho menos las causas
que les habían impulsado a actuar de manera tan desatentada. ¿Se
habían vuelto locos de repente?
La puerta del despacho se abrió en silencio. Una muchacha, lle-
vando bajo el brazo una gran carpeta de cuero, repleta de papeles, se
acercó a la mesa.

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—Tío —dijo Zina Morris.
Boolton levantó la cabeza. Una mueca amarga, que quería ser
una sonrisa, se dibujó en su rostro.
—Hola, muchacha.
Zina Morris era una joven de aspecto agradable, cabellos casta-
ños y ojos grises. Tenía unos veinticinco años de edad y poseía una
silueta fina y atractiva. No era pariente del presidente, pese al tra-
tamiento, sino su ahijada, desde los dos años de edad, en que había
perdido a sus padres, víctimas de un desgraciado accidente. Bool-
ton, gran amigo del matrimonio, se había hecho cargo de la niña,
cuidando de ella y considerándola como su hija bajo todos los aspec-
tos.
Ahora la muchacha era su secretaria particular, en especial, para
ciertos asuntos estrictamente privados. Para los asuntos públicos,
tenía otro secretario, Luis Zamora, quien se hallaba en aquellos
momentos en uno de los salones de la mansión presidencial, tratan-
do de contener a las «fieras» de la prensa, que trataban de obtener
detalles de las futuras decisiones de Boolton con respecto a sus poco
morigerados colaboradores.
—Estás ocupado, ¿no? —dijo Zina, al observar el montón de pe-
riódicos esparcidos sobre la mesa.
—¿No es para estarlo? —contestó Boolton amargamente—. ¿Qué
diablos les ha sucedido a esos tipos? Estafa, escándalo público y
agresión a un soldado. Sólo faltaba que el general Bosson entregase
a la Alianza Panoriental los planes de la barrera defensiva antipro-
yectil. Sería nuestra ruina y no sólo política.
—Les ha ocurrido algo —declaró la muchacha—. No lo han he-
cho de por sí..., quiero decir, de un modo consciente.
—Zina, no digas tonterías... Oh, perdóname, estoy que salto —
exclamó el presidente, poniéndose en pie y empezando a pasearse
por la estancia—. Farraley sabía perfectamente que el cheque que
extendió, y ya es bastante escandaloso que un alto funcionario com-
pre una joya por valor de cien mil dólares, estuviese librado contra
una cuenta que tenía agotada y en desuso desde hacía años.
«Duvailer, el austero, el hombre de hábitos irreprochables, no
sólo acudió a un lugar de escándalo, sino que se emborrachó lamen-
tablemente y acabó en la comisaría, como un alborotador más de los
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que llevan detenidos a docenas los policías todas las noches.
»¿Y Von Diechs? ¿Abofetear a un soldado porque no quiso mar-
car el paso de la oca? ¿Te parece a ti que es sensato, Zina?
—No —respondió ella tranquilamente—. Por eso afirmo que no
lo han hecho de un modo consciente.
—Vaya —resopló Boolton, parándose frente a la muchacha—.
Dime ahora que alguien les hipnotizó, obligándoles a realizar esa
serie de sandeces y majaderías, que van a arruinar mi carrera políti-
ca. Pero esto sería lo de menos, si sólo se tratase de mí.
«Tengo enemigos poderosos, y tú lo sabes, Zina, enemigos que
podrían producir desastres de consecuencias incalculables, si consi-
guiesen hacerse ellos con el poder. Son hombres capaces de cual-
quier cosa, con tal de demostrar al mundo que la U.O. es una enti-
dad más fuerte que cualquiera de las demás entidades supranacio-
nales que existen en el planeta. Lo demostrarían, tal vez, pero ¿a qué
precio? ¿Al de una guerra que devastase nuestro mundo totalmen-
te?
—Tío —protestó la muchacha—, creo que estás exagerando un
poco las cosas. El asunto es grave, ciertamente: y no te proporciona-
rá ningún beneficio político. Pero de ahí a complicar a la Alianza
Panoriental y la paz del mundo...
—Ésta es una sucia jugada —insistió el presidente—. Tal vez
exagere un poco sus consecuencias, llevadas a un plano interconti-
nental, pero no hay duda de que es un golpe dirigido directamente
contra mí. Voy a tener que pedir a esos tres hombres que dimitan de
sus puestos, y, créeme, me resultará difícil encontrar otros de sus
cualidades.
Llamaron a la puerta en aquel instante. Zina abrió.
Entró el secretario privado, Luis Zamora, un hombre de cuarenta
y cinco años, de aspecto elegante y distinguido y de vestimenta
siempre impecable. Ahora sin embargo, tenía la chaqueta arrugada
y torcido el nudo de la corbata.
Se secó el sudor de la frente con un pañuelo.
—Creí que esos caníbales se me comían —comentó—. Perdón,
excelencia; pero los periodistas me han puesto un tanto nervioso...
—Le comprendo —sonrió Boolton de mala gana—. ¿Qué les ha
dicho usted?
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—Bien, hablé de «surmenage», exceso de trabajo, ansias de eva-
sión de la dura realidad en que se mueven... Se fueron, pero no muy
convencidos, señor.
Zamora miró tristemente a su jefe. Boolton meneó la cabeza.
—Gracias, Luis. Sé que usted ha hecho todo lo que ha podido.
Pero el escándalo está en marcha. Sólo hay una forma de detenerlo.
—Dimisión —apuntó el secretario.
—Justamente.
—¿Ha hablado con ellos?
Boolton consultó su reloj.
—No. Todavía no —respondió—. Estoy esperándoles para den-
tro de cinco minutos. Harán el favor de dejarnos solos cuando ven-
gan.
—Claro. ¿Necesita algo mientras tanto?
Boolton entregó un papel al secretario.
—No. Sólo quiero que sondee discretamente a estos tres hom-
bres que le indico aquí, con objeto de conocer su opinión para entrar
a formar parte de mi gobierno, en sustitución de los tres secretarios
que van a dimitir dentro de unos minutos.
Zamora leyó la lista y lanzó un silbido.
—¿Ditelli? —exclamó, atónito.
—Justamente. El gran senador Ditelli —afirmó el presidente.
—Pero es su más encarnizado enemigo político —exclamó el se-
cretario.
Boolton sonrió.
—Siempre tiene la boca hinchada con promesas de leal colabora-
ción, pese a las diferencias de pensamiento —contestó el presiden-
te—. Éste es el momento de saber si Ditelli habla en serio o solamen-
te lo hace con fines propagandísticos.
—Desde luego —convino Zamora—, está diciendo continua-
mente que para él el interés de la O.U. está por encima de cuales-
quiera consideraciones de índole personal. Veremos a ver qué res-
ponde... Sí —sonrió el secretario—. Es una buena jugada.
—Esperemos su resultado, Luis —sonrió el presidente.
Zamora se marchó. Boolton y la muchacha quedaron solos unos
momentos.
—Si necesitas algo de mí, estaré en el antedespacho —dijo Zina.
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Boolton oprimió suavemente su brazo.
—Eres una buena chica, Zina. Anda, ve y sigue tu trabajo.
—Te dejo esta carpeta llena de documentos que debes firmar.
—Lo haré más tarde. —El rostro del presidente se ensombre-
ció—. Ahora tengo que hacer otra cosa mucho menos agradable.
Zina abandonó el despacho. El presidente tomó un cigarrillo de
una caja que había junto a la puerta y lo encendió con gesto pensati-
vo.
Presentía que, tras aquellos actos poco honrados de tres de sus
principales colaboradores, se escondía una turbia maquinación. Pe-
ro, y ésta era la duda que le atenazaba, ¿estaba dirigida contra el si-
llón presidencial o tenía un alcance mucho mayor... de tipo intercon-
tinental?
Sonó un zumbador. Boolton atendió el intérfono.
Pedían permiso para que entrasen los tres secretarios. Lo conce-
dió.
Farraley, Duvailer y Von Diechs penetraron segundos después.
Parecían chiquillos recién atrapados después de haber roto de un
pelotazo el cristal del invernadero del vecino gruñón.
—Caballeros... —saludó. Boolton—. Siéntense, por favor.
Los tres hombres ocuparon sendos sillones en torno a la mesa.
Boolton dejó su cigarrillo sobre el cenicero y juntó las yemas de los
dedos.
—Les supongo enterados de los comentarios y fotografías de
prensa, por lo que pasaremos este punto por alto —dijo—. Ahora
háblenme de ustedes..., háblenme de lo que hicieron y denme una
buena excusa, si es que la tienen.
—No hay excusas —dijo Farraley sombríamente.
—Lo siento, excelencia —murmuró Duvailer.
—Mi acción sólo merece reproches —habló Von Diechs,
Hubo un momento de silencio.
—¿Es eso todo lo que tienen que decirme? —preguntó Boolton.
Duvailer enseñó las palmas de sus manos.
—La falta que he cometido sólo se purga de una manera, exce-
lencia. Le ruego acepte la dimisión de mi cargo.
—Digo lo mismo, señor —habló el secretario de Defensa.
—Yo también —dijo Farraley.
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Boolton miró a los tres hombres alternativamente.
—No puedo creerlo —dijo—. Ustedes y yo nos conocemos desde
hace muchísimos años. Hemos sostenido de siempre las mismas
ideas políticas, tanto interna como externamente; colaboraron efi-
cazmente en la campaña presidencial... y sé que no lo hicieron por
ambición de ocupar los cargos que les conferí. En nombre de Dios,
¿qué les pasó? ¿Es que habían perdido el juicio momentáneamente?
Farraley se pasó una mano por la frente.
—No lo sé —murmuró—. No acabo de entenderlo. Yo sabía que
aquella cuenta estaba agotada... y maldito si mi mujer necesitaba un
broche de cien mil dólares, pero lo compré y lo pagué con un cheque
sin fondos. No me lo explico, es todo lo que puedo decir.
—¿Y usted, Duvailer?
El Secretario de Orden bajó la cabeza.
—De repente, me entraron ganas de divertirme. Concerté una ci-
ta con la... la chica que me acompañaba, fuimos al «Caribe Flamean-
te» y... Me siento avergonzadísimo, señor; mi esposa se ha marchado
de casa y...
Boolton miró a von Diechs.
—Y usted, ¿qué me dice, Walter?
—Nada, señor, excepto que cometí una enorme torpeza. He pe-
dido excusas públicamente al soldado a quien abofeteé, pero temo
que la cosa no termina con eso, señor. Por dicha razón, le suplico me
considere dimitido a partir de este momento. Los periódicos han
armado demasiado ruido y no podemos continuar perjudicándole a
usted siguiendo en su gabinete.
Boolton pegó un fuerte puñetazo en la mesa.
—¡Pero esto es absurdo! —tronó—. Tres hombres tan sensatos y
ponderados como ustedes no obran de esta manera, sin obedecer a
un impulso bien definido. ¿Es que ninguno se dio atenta de que es-
taba cometiendo una acción reprensible, no ya sólo en un ciudadano
particular, sino en un hombre público?
—Sí, ya lo sé —convino Farraley de mala gana—. Pero no pude
evitarlo. Fue... algo superior a mis propias fuerzas, créame, señor
presidente.
Boolton le miró de hito en hito.
—Frank, ¿ha visitado usted recientemente a su psiquíatra?
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—No, excelencia. Hace años que no le veo... profundamente se
entiende, por supuesto.
—¿Y usted, Duvailer?
—Jamás he visitado a un especialista de ese género —aseguró
enfáticamente el Secretario de Orden.
—¿Von Diechs?
—Detesto a los psiquíatras —contestó rudamente el Secretario
de Defensa—. Mi cabeza rige magníficamente.
—Excepto cuando tropieza con los soldados de su guardia.
—No sé lo que me pasó —confesó von Diechs—. Se me fue la
mano... y creo que, aunque hubiese querido evitarlo, no habría po-
dido.
—Yo había pensado —dijo Boolton en tono reflexivo—, en algu-
na sucia jugada de Ditelli. Ese hombre es capaz de todo por ocupar
mi puesto… y pensé si no les habría hecho hipnotizar para que co-
metiesen esos estropicios. Una consulta al psiquíatra habría resulta-
do un buen medio para conseguir sus fines.
—¿Hipnotizar? —bufó von Diechs.
—Pero usted ha dicho que no pudo reprimir el impulso —
exclamó Boolton—. Y usted... y usted... —señaló con el dedo a los
otros dos hombres—. Luego, si no fue hipnotismo, ¿qué fue, enton-
ces?
—Temo que no podremos explicárnoslo jamás —declaró Farra-
ley—. Por mi parte, he renunciado a ello, señor. Esto ha sido mi rui-
na política, así que me retiro a la vida privada. El Subsecretario se
hará cargo del Departamento, hasta que usted nombre a mi sustitu-
to.
—Está bien —suspiró el presidente—. Quedan aceptadas sus
dimisiones. Pero conste que lo hago forzado por las circunstancias.
Crean que si hubiese la más remota posibilidad de mantenerles en
sus puestos, lo haría.
—Eso es algo más de lo que tenemos derecho a esperar —
manifestó von Diechs—. Muchas gracias, excelencia.
Los otros dos personajes se despidieron con palabras análogas.
El presidente quedó solo en la estancia.
Encendió un cigarrillo y fumó pensativamente. ¿Era obra de Di-
telli, más por sus trapacerías que por su astucia, con ser ésta mucha
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a quien apodaban «Volpone» (El Zorro)?
¿O se trataba del inicio de una operación de mayor alcance que
el de un, relativamente, simple sillón presidencial?

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III
El capitán Gilbert Staffer se sentía sinceramente arrepentido del
«chivatazo» que había dado a su amigo el periodista.
Ciertamente, había votado por el partido contrario al que repre-
sentaba el presidente, pero, en realidad, salvo las de patriotismo a
ultranza, no tenía ideas políticas bien definidas. La verdad era que
la política, más bien, le desagradaba considerablemente.
Pero el hecho estaba cometido. Claro que si él no hubiese avisa-
do al periodista, la cosa se habría sabido más tarde o más temprano.
El soldado abofeteado se habría quejado al escalón superior y el su-
ceso se habría conocido de todas formas.
Staffer, a quien todos sus amigos llamaban por la mitad primera
de su nombre, Gil, se sentía desconcertado. Aunque no a fondo, ha-
bía tratado bastante al secretario Von Diechs y le parecía absurdo
que un hombre que siempre había mostrado una cortesía y unos
modales irreprochables se hubiese liado de repente a bofetadas con
un soldado, por un motivo completamente trivial. ¿Era que aquel
hombre se había vuelto loco?
Apuró la copa y pidió otra. Estaba en un bar, aguardando a su
amigo el periodista. Mike Sampson, que tal era su nombre, tenía ac-
ceso a lugares en los cuales Gil no entraba jamás y el joven —Staffer
contaba treinta y dos años—quería conocer algunos detalles de la
posible reacción de los opositores políticos del presidente. Bien era
verdad que estaba con unos días de permiso y no tenía nada que ha-
cer; de lo contrario, habría mandado al cuerno a la política y a cuan-
tos se ocupaban de ella.
Mike Sampson llegó al fin, alegre y jovial y tan desgalichado
como de costumbre. Ocupó un taburete, palmeó estruendosamente
el mostrador y pidió con voz estridente «un jugo de tarántula con
extracto de curare y unas gotas de sulfúrico». Era su combinación
preferida para beber.
La palma de la mano de Sampson se trasladó a renglón seguido
al hombro de Staffer.

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—¡Bien, muchacho, bien! —vociferó—. ¿Qué me cuentas? ¿Tie-
nes las mejillas normales? ¿No te ha dado dos guantazos el nuevo
secretario de Defensa?
Von Diechs había sido sustituido ya.
—Estoy de permiso —contestó Staffer—. Y no grites tanto, por
todos los demonios —añadió de mal humor—. Te cité aquí para que
me dieras noticias tú, no para dártelas yo a ti.
El barman puso delante de Sampson una copa llena hasta el
borde.
—¿Noticias? Te daré una buena —rio agriamente el periodista—.
¿Qué te crees que me han dado como recompensa por el notición del
otro día? Un puesto destacado en el periódico, ¿no?
—Bueno, si hay alguien que se lo merezca...
—¡Y un cuerno! —estalló Sampson furiosamente, despachando
la mitad de su bebida—. Me enviaron a hacer una entrevista a un
chiflado, que se llama profesor Mazzola, un tío más loco que un re-
baño de cabras juntas...
—Déjate de chanzas, Mike —exclamó Staffer irritadamente—.
Estoy hablándote en serio.
—Yo también te contestó en serió, Gil —exclamó el periodista—.
Tuve que ir a ver a ese chalado que...
Se echó a reír de manera incontenible, hasta que las lágrimas le
corrieron por las mejillas.
—Fíjate que..., ¡hip!..., que dice que, en lo sucesivo, con un..., con
un trasto que ha inventado... hará los electro... electroencefalogra-
mas por radio. El... ¡hip!..., el enfermo no se moverá de su casa y el
tío le podrá..., podrá estudiar los sesos desde su lab..., laboratorio...
¡Qué grande! ¡Qué juerga, Gil, qué juerga! ¡Pete, ponme otra ración
de lo mismo o me moriré de risa!
Staffer se sonrió de mala gana. Las carcajadas de su amigo no
daban señal de terminar. Menos mal que el barman trajo bien pronto
la segunda ración de bebida y Sampson se moderó un tanto.
—¿Qué te parece, Gil? —preguntó—, ¿Habías oído en tu vida al-
guna estupidez semejante? ¿Hacer los E.E.G. por radio?
—Eso no me importa a mí —rezongó el joven—. Yo quería noti-
cias...
—Pues lo siento. Salvo lo que hayas podido leer en la prensa, es
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todo cuanto puedo decirte.
—Vaya, no es mucho, Mike. De todas formas...
El joven no pudo concluir su frase. Una voz femenina le inte-
rrumpió súbitamente.
—¿Señor Sampson?
Los dos hombres se volvieron al mismo tiempo.
Zina Morris estaba frente a ellos. El rostro de la muchacha apa-
recía encendido y la indignación que la poseía se reflejaba en los rá-
pidos vaivenes de su busto firme y compacto.
—Sí, yo mismo —contestó el periodista.
Miró a Staffer y le guiñó un ojo, como diciéndole: «¿Has visto
qué chica tan bonita? Las tengo locas por mis fragmentos.»
—Me alegro de saber quién es usted, aunque no me alegro de
conocerle —declaró Zina fríamente—. Usted es el sapo asqueroso
que vertió toda la inmundicia de su cerebro de reptil en un artículo
que publicó recientemente contra el presidente y su gabinete.
Sampson perdió la sonrisa.
—Señorita..., soy un periodista y no hice más que cumplir con
mi deber —dijo airadamente—. Cada uno es libre de pensar lo que
quiera...
—En su caso, cumplir con su deber es segregar baba venenosa
en forma de tinta negra —dijo Zina indignadamente—. Pues bien,
yo le voy a dar a usted su recompensa.
Abrió el bolso que llevaba y sacó una pistola.
Sampson lanzó un agudo chillido cuando Zina levantó el arma y
le apuntó con ella al rostro. Staffer quiso intervenir, pero ya era tar-
de.
Zina apretó el gatillo. Un chorro de líquido negro brotó del ca-
ñón, yendo a parar directamente a la cara del periodista y embadur-
nándosela por completo, así como la pechera de su camisa.
—Ahí tiene tinta —dijo ella
Guardó la pistola en el bolso, lo cerró y, girando sobre sus talo-
nes, se encaminó rectamente hacia la salida del bar.
Durante un segundo, Staffer contempló la silueta de la mucha-
cha, cuyo esbelto cuerpo estaba enfundado en un traje gris acero, de
una sola pieza, que moldeaba a la perfección sus líneas estatuarias.
El cabello era castaño con vivos reflejos cobrizos, y estaba recogido
20
en un tirante nudo, sujeto en la nuca. Las orejas, sin adornos, que-
daban al descubierto por el peinado.
Luego miró al periodista, quien ofrecía un aspecto tremenda-
mente cómico, bañado en tinta casi de pies a cabeza. Sin poder con-
tenerse, el joven soltó la carcajada.
—¡No te rías! —bramó Sampson, lívido de cólera.
Staffer dejó de reír, pero no fue por la intimación de su amigo,
sino porque, de repente, se sintió acometido de un impulso irrepri-
mible.
Saltó del taburete al suelo y corrió hacia la salida. Miró a derecha
e izquierda.
Sí, allí iba aquella chica tan bonita..., más bonita todavía con el
rostro arrebolado por la indignación.
Zina desapareció de pronto por una escalera que se hundía en el
suelo. Staffer corrió tras ella.
La escalera era automática. Staffer la siguió, sin dejarse ver por el
momento. Quería hablar con la muchacha, pero, a ser posible, con la
menor cantidad de testigos delante.
El tránsito estaba casi totalmente prohibido en la ciudad. Todos,
salvo los servicios oficiales, tales como bomberos, policías, ambulan-
cias, etc., se desplazaban por los subterráneos neumáticos, que po-
dían transportar al viajero a cualquier punto de la ciudad en conta-
dos minutos.
Staffer se situó detrás de Zina. Ella no se había percatado aún de
su presencia.
Zina sacó un billete para la estación S.0.22. Staffer hizo un rápido
cálculo.
Era casi en las afueras de la ciudad. ¿Por qué se había desplaza-
do una chica tan linda a una distancia tan enorme? ¿Solamente por
el gusto de regar de tinta la cara de Sampson?
Depositó una moneda en la expendedora de billetes y presionó
el indicador de estaciones. El billete que salió era también para la
Sudoeste número 22.
Descendió un nuevo tramo de escalera automática. Al fin, llegó
al andén.
El andén era un largo pasillo, uno de cuyos lados estaba forma-
do por una pared absolutamente lisa, ligeramente curvada por la
21
parte superior. La pared se alzó como un telón en el momento en
que Staffer salía del pasillo de acceso.
Staffer medía casi un metro noventa. Su elevada estatura le hizo
captar al momento el cobrizo reflejo de los cabellos de la muchacha.
La pared se levantó del todo, dejando al descubierto un tren de
forma casi tubular. Los pasajeros penetraron en el interior. Cuando
el andén hubo quedado desierto, se bajó la pared de nuevo.
El tren ajustaba exactamente a las paredes interiores del túnel. El
aire comprimido lo impulsó con velocidad creciente, hasta alcanzar
la de ciento veinte kilómetros a la hora.
La ciudad estaba surcada por centenares de subterráneos seme-
jantes, cada uno de los cuales era destinado a trenes de distinta velo-
cidad, según las distancias a recorrer, El convoy aceleró gradual-
mente a fin de no causar molestias a los pasajeros y, en menos de un
minuto, había alcanzado la velocidad máxima.
El tren se detuvo dos veces antes de llegar a S.0.22. Zina se apeó
en esta última estación.
Staffer la siguió por la escalera mecánica. Salieron fuera, a una
zona residencial, donde sólo había edificios de uno o dos pisos, cada
uno con su correspondiente jardincito.
Staffer dejó que los viajeros se dispersaran un tanto, antes de si-
tuarse a la altura de la muchacha.
—Señorita —llamó.
Ella se volvió y le miró curiosamente. Sus manos apretaron el
bolso con fuerza.
Era de noche. Staffer comprendió sus pensamientos en el acto.
—No, no soy un ladrón, señorita —sonrió—. Me llamo Gilbert
Staffer y estaba junto a Mike Sampson cuando usted le regó la cara
de tinta
—Ah —dijo ella fríamente—. Creo recordarle, señor Staffer.
—Siento lo ocurrido
—No irá usted a pedirme una explicación en nombre de aquel
repugnante sapo, ¿verdad?
—Señorita, lamento tener que decirle que el repugnante sapo
soy yo —confesó Staffer.
Zina le miró con asombro.
—No le entiendo —murmuró Zina—. ¿Qué es lo que pretende
22
usted?
—Simplemente, que conozca usted al verdadero culpable —
declaró el joven—. Esa tinta debiera haber sido arrojada en mi cara.
—No acabo de comprenderlo —dijo ella, con cierta impaciencia.
Staffer se lo explicó rápida y sucintamente.
—Ahora ya lo sabe todo —dijo al terminar—. La verdad, cometí
una imprudencia si se quiere..., aunque bien mirado, se hubiera sa-
bido todo un día u otro. El incidente de las bofetadas era algo que
no se podía ¿aliar.
—Sí, pero usted no redactó esos virulentos comentarios que leí
en el periódico —contestó Zina.
—Bueno, si se mira bien, Mike no es mal chico. Lo que pasa es
que escribe para la oposición y... Oiga, ¿quién es usted? —exclamó
él de pronto—. Todavía no he oído su nombre.
—Tampoco le hace falta —respondió Zina con aspereza—. Y
ahora, si no le importa, permita que me retire.
—Espere un momento —sonrió Staffer—. Todavía no me ha
concedido su perdón.
Zina se encogió de hombros.
—Bueno, pues ya lo tiene. ¿Algo más, capitán?
—Sí —contestó él audazmente—. Deseo que acepte una invita-
ción mía para cenar en cualquier sitio..., que no se llame el «Caribe
Flameante», por supuesto.
—Apenas nos conocemos —declaró la muchacha en tono desa-
brido—. Y usted no me inspira ninguna confianza.
—¿Por qué? He venido a usted con la verdad en los labios. In-
cluso me he desplazado más de veinte kilómetros por explicarle lo
que sucedió...
—Eso puede ser una trampa —dijo Zina sorprendentemente.
—¿Una trampa? —repitió el joven, atónito.
—Sí. Usted quiere llevarme a cenar... y tal vez haya por las in-
mediaciones un fotógrafo oportuno, que pertenezca al periódico de
su amigo. En un momento dado, usted me cogerá por los hombros,
pegará su cara a la mía y... Bueno, al día siguiente se publicará una
fotografía sumamente comprometedora, no sólo para mí, sino para
una persona cuyo prestigio ha sufrido ya mucho estos días. Gracias,
capitán, pero no acepto su invitación.
23
—¡Le aseguro que soy sincero! —protestó Staffer vehemente-
mente.
—¡Pues guárdese su sinceridad para su amigo el sapo!
Dicho lo cual, Zina giró sobre sus talones y echó a andar con pa-
so vivo por la acera.
Staffer se metió las manos en los bolsillos con gesto pensativo.
Había bastante luz en la calle, aunque, como era zona ya exterior,
algunos trechos quedaban en sombras. El joven se dijo que sería in-
teresante ver en qué casa se metía la muchacha.
Una vez conocido su domicilio, averiguaría el número de su vi-
sófono. Hablaría con ella, insistiría en verla de nuevo y...
De repente, un grito agudo que sonaba en dirección a la mucha-
cha cortó los pensamientos de Staffer.
Era una petición de ayuda:
—¡Socorro!

24
IV
Staffer no titubeó un instante en acudir en auxilio de la joven.
Lanzóse hacia delante, viendo a los pocos pasos que ella forcejeaba
con dos individuos que pretendían arrastrarla hacia un vehículo que
aparecía parado en una calleja lateral.
Uno de los sujetos dejó escapar un gruñido de impaciencia.
—¡Maldita estúpida!
Y levantó el puño, con ánimo de golpear a la muchacha en la ca-
beza.
Entonces llegó la mano de Staffer y aferró la muñeca del indivi-
duo, quien se volvió con la sorpresa pintada en su rostro.
La otra mano de Staffer, convenientemente cerrada, partió hacia
la mandíbula del sujeto. Éste suspiró profundamente y se dejó caer
al suelo, dormido como un leño.
Su compañero soltó a Zina y cargó contra el joven con la cabeza
baja. Staffer pudo ver en sus manos un extraño objeto, que le pareció
algo así como una rejilla de alambre semiesférica, provista de un ex-
traño mango, lo cual le confería un aspecto semejante al de un cola-
dor, pero no tuvo tiempo de fijarse en demasiados detalles, porque,
en aquellos instantes, la cabeza del rufián impactó contra su pecho y
lo derribó de espaldas.
Staffer manoteó mientras caía, buscando agarrarse a algo. Tocó
aquel extraño colador, que parecía de alambre muy fino y brillante y
creyó notar que lo rompía en parte. Luego chocó contra el suelo y
quedó aturdido y sin aliento.
Oyó pasos precipitados de los rufianes que huían hacia el coche.
Uno de ellos dijo:
—¡Aproveche ahora; está desvanecido!
—Imposible. Ese condenado entrometido me ha estropeado el
cacharro. Larguémonos antes de que sea demasiado tarde.
Staffer hizo un esfuerzo por incorporarse. Tenía los pulmones
sin aire y las imágenes danzaban alocadamente en sus ojos.
El automóvil poseía dispositivo elevador. Las aspas se pusieron

25
en movimiento y las ruedas dejaron de tocar el suelo.
Segundos después, el vehículo se había perdido en la oscuridad
de las alturas.
Zina se arrodilló ansiosamente junto al joven.
—Capitán —exclamó—, ¿cómo se encuentra?
Staffer se sentó en el suelo, mientras sacudía la cabeza.
—Parece como si me hubiese atropellado un tren neumático a
cien por hora —comentó, haciendo una mueca—. ¿Está usted bien?
—preguntó.
—Sí. Su intervención resultó muy oportuna —contestó la mu-
chacha—. Esos individuos... Espere, le ayudaré a levantarse.
Staffer se puso en pie. Entonces se dio cuenta de que tenía en la
mano un puñado de finos hilos metálicos. Un oscuro instinto le hizo
guardarlos en el bolsillo, sin decir nada a la muchacha.
—Me alegro de haber llegado a tiempo —sonrió—. Esos rufianes
querían robarla, ¿no es así?
—Pues no —dijo Zina sorprendentemente—. Nada de eso. —
Frunció el ceño—. La verdad es que no consigo explicarme su acti-
tud.
—¿Cómo dice? —preguntó él, extrañado.
Zina vaciló un instante. Al fin, respondió:
—Creo que, por muy culpable que sea usted, yo lo soy tanto o
más, al no querer aceptar sus excusas sinceras, capitán. Ahora le
ruego que me perdone y que acepte una copa en mi casa. Estoy se-
gura que la está necesitando.
—Acepto agradecido —sonrió Staffer.
La casa de Zina estaba a pocos pasos de distancia Era un edificio
bajo, de una sola planta, rodeada de un bien cuidado jardincito, que
mostraba el excelente gusto de su dueña. Zina le hizo pasar a un sa-
lón de recibo y le indicó un diván.
—Prepararé las bebidas —dijo.
Staffer se sentó, inspirando con fuerza un par de veces. El pecho
le dolía aún. «El tipo me pegó con toda su alma», rezongó de mal
talante.
Zina volvió a poco con dos vasos altos mediados de líquido y le
entregó uno.
—Beba, capitán.
26
El licor confortó a Staffer notablemente.
—Ahora me siento mejor —comentó.
—Lo celebro —sonrió ella, sentándose frente a su huésped—. Es
hora ya de que conozca mi nombre, capitán. Zina Morris.
—Me parece que lo he oído citar en alguna ocasión antes de aho-
ra —observó Staffer pensativamente.
—Es posible —contestó Zina con toda naturalidad—. Soy la ahi-
jada, y secretaria particular del presidente Boolton.
Staffer respingó en el asiento. Luego emitió una amplia sonrisa.
—Se explica así que regase con tinta la cara de Mike Sampson —
dijo.
—Cuando le vea mañana, dígale quién lo hizo —declaró ella con
amargura—. Ahora me arrepiento sinceramente, pero creo que hu-
biese estallado si no lo hubiera hecho. Así tendrá un motivo más de
ataque contra mi padrino.
—No haré tal —manifestó el joven rotundamente—. Ni siquiera
él sabe que la he seguido. Su acción me inspiró una viva curiosidad
y por eso salí del bar detrás de sus pasos.
—Tuvo usted una buena idea, aunque en principio yo no lo es-
timase así. —El lindo rostro de Zina expresó preocupación de repen-
te—. ¿Qué querían hacerme esos desalmados?
—Antes dijo que no pensaban robarla.
—No. Ni siquiera tocaron mi bolso —contestó, la muchacha—.
Se arrojaron sobre mí, con un extraño aparato en la mano. Querían
colocármelo en la cabeza...
Miró al joven.
—¿Para qué querían hacerme una cosa semejante, capitán?
Staffer se acordó del puñado de hilos metálicos que tenía en el
bolsillo, que aún no había tenido tiempo de examinar detenidamen-
te.
—No tengo la menor idea —confesó—. Uno de aquellos sujetos
me golpeó con todas sus fuerzas. Mi intención era detenerles, por lo
menos a uno de los dos, pero consiguieron escapar.
Zina emitió una sonrisa desvaída.
—En fin, poco importa ya. Gracias por todo, capitán —dijo.
Staffer se puso en pie. Allí ya no tenía nada que hacer, al menos
por aquella noche.
27
—Celebro haberle sido útil, señorita Morris. —Intencionada-
mente, añadió—: La invitación a cenar continúa en pie.
Zina le tendió su mano.
—Lo estudiaré —prometió.
Staffer regresó a su casa, satisfecho por haber podido ayudar a la
muchacha, aunque un tanto preocupado por el incidente.
Vivía en un piso independiente, en cuyo mantenimiento gastaba
una buena parte de sus ingresos. Apenas llegó, se despojó de las ro-
pas y se metió en el baño.
Una ducha fresca tonificó sus nervios. Paró el aflujo del agua y
presionó el botón del aire caliente para secarse. Al terminar, se puso
unos «shorts» y unas simples sandalias, y se dirigió al salón.
En uno de los ángulos tenía una dispensadora de alimentos y
bebidas. Marcó CAFÉ en el teclado ordenador y, a los pocos segun-
dos, se encendía una lamparita verde sobre el alvéolo correspon-
diente.
Tomó el vaso de plástico lleno de la humeante infusión y se sen-
tó en un diván, junto a una mesita baja. Mientras tomaba el café a
sorbos, examinó el puñado de alambres que habían quedado en sus
manos durante la corta pelea con el rufián.
Era un fragmento de unos seis o siete centímetros cuadrados,
compuesto por varias docenas de hilos finísimos, muy brillantes,
que se entrecruzaban perpendicularmente. Staffer calculó que el
grosor del alambre debía ser como de medio milímetro y que había
unos siete u ocho por centímetro cuadrado.
El alambre resistía poco a la tensión. Lo comprobó rompiendo
un par de ellos con toda facilidad. Aunque parecía plata por el color
y el brillo, estimó que debía de tratarse de otro metal, recubierto de
un baño del primero.
—Probablemente se trata de cobre —murmuró.
Pero lo que más le extrañó fue ver algunos trozos que sobresa-
lían perpendicularmente, cosa de un centímetro y terminados en
punta muy aguda. Los alambres salientes estaban espaciados entre
sí cosa de dos centímetros, de a intervalos regulares.
El hecho le intrigó considerablemente. ¿Qué habían pretendido
hacer aquellos individuos con la muchacha? Si no eran ladrones,
¿qué eran, entonces?
28
Se fue a dormir, sin haber logrado resolver el enigma.

***
El presidente Boolton levantó la cabeza al oír abrirse la puerta de
su despacho.
—El gran senador Stéfano Ditelli aguarda, excelencia —anunció
su secretario.
—Está bien, hágalo pasar.
Ditelli penetró a los pocos segundos. Era un hombre inmenso, de
casi dos metros de altura, con el cráneo completamente pelado y un
tórax de barril, del que se sentía justificadamente orgulloso, ya que
en su juventud se había dedicado a la lucha libre para sufragar sus
estudios de abogacía. Luego había derivado a la política, para la cual
había demostrado unas condiciones muy superiores a las que tenía
para el deporte citado, en el cual había conseguido gran forma.
Sonreía abiertamente, pero Boolton sabía que detrás de aquella
sonrisa se ocultaba una profunda enemistad, tal vez algo más que
política. Los ojos de Ditelli eran muy oscuros y expresaban la astucia
que había valido a su dueño el sobrenombre de «Volpone».
—Excelencia —saludó cortésmente.
—Celebro verle, senador —contestó Boolton—. ¿Quiere tomar a-
siento? ¿Cigarrillos? ¿Cigarros?
—Gracias, excelencia, pero usted sabe que no fumo.
—Es verdad —sonrió Boolton—. Siempre lo olvido. Permitirá
que yo sí encienda un pitillo.
Ditelli hizo un gesto de aquiescencia con la cabeza. Boolton
prendió fuego a su cigarrillo y luego se enfrentó con su visitante.
—Senador, usted ha manifestado en numerosas ocasiones que el
interés de la U.O. debe estar por encima de querellas y partidismos
políticos.
—Ése es mi pensamiento, en efecto —convino Ditelli.
—Usted ya conoce... —Boolton sonrió de mala gana—. Bueno,
los periódicos han hablado sobradamente de ciertos desdichados
asuntos, que no es preciso mencionar.

29
—Muy lamentable, en efecto, excelencia. Esos hombres olvida-
ron su condición de servidores públicos de alto rango y dieron a los
electores un pésimo ejemplo. Su dimisión está más que justificada.
—Así es, senador —reconoció Boolton—. Pero mi gabinete ha
quedado incompleto y necesito hombres severos, de carácter irre-
prochable y con cualidades de mando y organización para cubrir los
puestos vacantes. Le ofrezco la cartera de Defensa, senador.
Hubo una pausa de silencio. Ditelli parecía considerar la oferta.
Al fin, dijo:
—No puedo aceptar, señor.
Boolton enarcó las cejas.
—¿Resulta una excesiva curiosidad por mi parte conocer sus mo-
tivos, senador?
—En absoluto, excelencia. Simplemente, no puedo colaborar con
un gabinete al que el público ha tachado de falta de moralidad.
—Es usted muy directo, senador.
—Pero franco, excelencia.
—Yo no diría tanto, señor Ditelli.
Las miradas de los dos hombres se cruzaron como espadas de
duelistas.
—No, no le veo la franqueza, excepto en la negativa —declaró el
presidente—. Siempre dijo que colaboraría conmigo, pese a militar
en la oposición. Pues bien, ésta es la ocasión de demostrar que sus
palabras no fueron más que un ardid para conseguir votos.
—Verá, excelencia —contestó Ditelli reposadamente—. Si la di-
misión de esos tres... caballeros —acentuó la palabra— se hubiese
producido como consecuencia de errores de tipo político o bien de
su actuación como tales secretarios, yo habría aceptado incondicio-
nalmente su oferta, Pero recordemos las causas que dieron origen a
tales dimisiones. ¿Quiere su excelencia que se diga de mí que vengo
a relevar a Von Diechs en la tarea de abofetear a los soldados de su
guardia? Ahí tiene usted una razón convincente, señor.
—Será para usted, mas no para mí —contestó Boolton secamen-
te—. De todas formas, gracias por haber acudido a mi llamada, se-
nador.
Ditelli se puso en pie.
—Lamento no haber podido servirle, señor —dijo—. Tal vez en
30
otra ocasión...
—La próxima será en las elecciones venideras —contestó Bool-
ton—. Volveremos a enfrentamos en la lucha por conseguir este si-
llón presidencial.
—Y que venza el mejor, por supuesto —sonrió Ditelli untuosa-
mente—. Excelencia...
Boolton se quedó mirando las anchas espaldas del senador.
En aquel instante, le hubiese gustado poseer la facultad de adi-
vinar el pensamiento.
Hubiera resultado muy interesante conocer qué había debajo del
pelado cráneo de «Volpone».

31
V
El coche esperaba al gran senador Ditelli en el patio del palacio
presidencial. En el interior del vehículo, aparte del conductor oficial,
a que tenía derecho por razón de su cargo, había otro hombre.
Era Ole Boggson, un sujeto menudo, enteco, de ojillos diminutos
y cabellos grises, cuya apariencia desmentía su procedencia nórdica.
Boggson era el secretario y confidente de Ditelli.
El senador ocupó su asiento. Estaba separado del puesto del
conductor por una mampara de vidrio, pero se comunicaba con él
por medio de un teléfono interior.
—A casa del profesor Mazzola —ordenó Ditelli, cortando la co-
municación acto seguido.
El auto salió a la gran avenida. Al cruzar el gran portón, la guar-
dia saludó. Ditelli contestó con una amplia sonrisa y un ampuloso
ademán.
El vehículo enfiló la avenida, tomando por la ruta de mayor ve-
locidad. Podía haber ido por el aire, pero el gran senador tenía un
grave defecto: se mareaba.
Un coche estaba parado a doscientos metros de distancia. Dentro
había dos sujetos, uno de los cuales tenía en las manos unos poten-
tes prismáticos.
—Ahora sale —dijo.
—Bien —contestó el otro—. Le seguiremos.
Y puso el automóvil en marcha, lanzándose a una discreta per-
secución del vehículo en que viajaba el senador.
—¿Y bien? —dijo Boggson momentos después de haber arran-
cado.
—Todo salió como hablamos calculado —respondió Ditelli con
sonrisa satisfecha.
—¿Qué cartera le ofreció?
—Defensa.
—¿Por qué no la de Estado?
—El Secretario de Estado no ha dado todavía ningún traspié —

32
sonrió Ditelli—. Ya lo dará, a su tiempo, claro.
—¿Cuándo?
—Dejemos que las cosas se calmen un poco. Hay que obrar por
etapas, sin precipitaciones. Atacaremos nuevamente, cuando la gen-
te empiece a olvidar los primeros escándalos. Entonces provocare-
mos otro... y cuando llegue la época de elecciones, ¿por quién vota-
rán?
—Pero... —Boggson se mordió los labios, dejando la frase incon-
clusa.
—¿Sí, Ole? —murmuró Ditelli.
—Usted dijo siempre que las diferencias políticas importaban
poco en momentos delicados, que lo que importaba era la unión de
todos los hombres de buena voluntad. El Presidente le atacará ahora
por medio de la prensa que es favorable. Dirá que sus palabras no
fueron más que volanderas promesas electorales.
—Cuento con ello, Ole —sonrió Ditelli.
—Permítame decirle que no lo entiendo, senador.
Ditelli seguía sonriendo.
—Sí, es posible que el Presidente me ataque. Incluso lo estoy es-
perando y hasta deseando. Pero yo contraatacaré, diciendo que mi
moral está acomodada a ciertas normas que no han variado con el
paso de los tiempos. Sus acusaciones se volverán de rebote contra él
y mi popularidad aumentará. Hablaré de severidad, austeridad y
todo lo que se dice en estas ocasiones. Resultado: victoria aplastante
en las próximas elecciones... contando con los próximos y devasta-
dores golpes, que el ya mermado prestigio de Boolton no podrá re-
sistir.
Boggson hizo un gesto ambiguo. El optimismo de su jefe le pare-
cía exagerado.
—¿Cuáles son los que están en lista para los próximos ataques?
—preguntó.
—El secretario de Estado —contestó Ditelli impasiblemente—.
Dentro de pocas semanas vendrá un embajador especial de la Alian-
za Panoriental. La situación tiende a aclararse, pero yo la enturbiaré,
haciendo que el secretario se muestre inflexible.
—La tensión intercontinental crecerá. El público empezará a po-
nerse nervioso.
33
—Eso es lo que yo quiero, precisamente —sonrió Ditelli—. Es
otro de los puntos en los cuales pienso basar mi campaña. Paz inter-
continental, amistad y todo lo que usted quiera. Pero al mismo
tiempo, diré también que es preciso preservar nuestra dignidad y...
Bueno, Ole, no me haga decírselo todo; use usted su propio cerebro.
Y no olvide que dentro de muy poco vamos a tener un informador
dentro del propio despacho presidencial, que nos tendrá al corriente
de todo lo que se cuece allí dentro.
Ditelli meneó la cabeza.
—Asestaremos el golpe final en vísperas de elecciones —dijo—.
El presidente cometerá tal cúmulo de errores, que parecerán el re-
sumen de todos los cometidos por sus colaboradores. Su despresti-
gio será total; ni siquiera él podrá mirarse ya en el espejo, después
de que yo haya terminado mi tarea de destrucción.
Ditelli había dejado de sonreír. El odio más profundo latía en sus
palabras.
Ole Boggson era un hombre curtido, pero se asustó.
El coche que les seguía se mantenía constantemente tras ellos.
Media hora más tarde, sus ocupantes vieron a Ditelli y a su secreta-
rio descender del vehículo delante de una casa aislada, situada fuera
del casco urbano.
—Aquí es donde vive —dijo uno de los ocupantes del automóvil
perseguidor.
—Será cosa de hacerle una visita —murmuró el otro, sin dejar de
observar a través de los prismáticos.
—¿Cuándo?
—Tendremos que seguir observando. Es preciso buscar una oca-
sión propicia, cuando no corramos riesgos. De momento, podemos
irnos; ya volveremos más adelante.
—Está bien.
El coche se puso en marcha. Dio media vuelta y tomó el camino
de la ciudad. Tenía aspecto de aerotaxi; por eso podía circular sin
dificultad.

34
***
Gilbert Staffer se entretuvo leyendo una revista hasta que oyó
que se abría la puerta de la antesala en que estaba aguardando.
Un hombre joven, aunque algo mayor que él, vestido con una
bata blanca, salió de la estancia. Staffer se puso en pie.
—¿Y bien, Fern? —dijo.
—Cobre —contestó Fern Lowell, analista químico —. Cobre re-
cubierto de un baño de níquel, para preservarlo de la oxidación, me
imagino.
Staffer y Lowell eran amigos desde hacía mucho tiempo. Inva-
dido por la curiosidad, Staffer le había llevado aquel fragmento de
alambre entramado para que lo analizase.
—¿No tienes alguna idea de cuál es su objeto? —preguntó.
—En absoluto. Observo unos pinchos..., pero son del mismo me-
tal. Si tuviese la pieza completa, tal vez podría indicarte algo, pero
así, no se me ocurre ninguna hipótesis. ¿No viste tú la pieza entera?
—Sí, y parecía un colador semiesférico. Pero el tipo aquel se lo
llevó, menos este trozo que se quedó en mis manos durante la pelea.
—El alambre es muy débil, lo cual me intriga y desconcierta más
todavía. Gil, ¿no te habrás metido en algún lío de los gordos?
—No lo sé todavía—suspiró el joven—. Ya te he relatado las cir-
cunstancias en que ocurrió, pero no consigo formular una hipótesis
medianamente aceptable que explique el objeto de ese... colador.
Lowell le devolvió el fragmento de rejilla.
—Toma. Quizá algún físico o técnico en electrónica pueda decir-
te para qué sirve. Yo sólo sé decir que es cobre bañado en níquel.
Staffer guardó el fragmento de red metálica.
—Está bien —contestó—. Gracias por todo, Fern... y, por favor,
no repitas a nadie lo que yo te he contado.
—Descuida, Gil.
Staffer abandonó el laboratorio de su amigo, sumido en un mar
de dudas. Poco después, compró un periódico y se sentó a leerlo en
el taburete de un bar, precisamente el mismo en que había conocido
a Zina Morris.
El periódico traía unas declaraciones del general Hosson, jefe del

35
Estado Mayor Conjunto. El general Hosson venía a decir, en síntesis,
que los ciudadanos de la Unión Occidental estaban seguros bajo las
defensas de la misma y que... un eventual ataque, por cualquier me-
dio ofensivo, realizado por cualquier organización supranacional,
fuera quien fuera... (Hosson no citaba nombres), sería rechazado
inmediatamente.
Pero no hablaba para nada de tomar represalias. El general Hos-
son sólo mencionaba la defensa. Eran unas declaraciones sumamen-
te ponderadas, incluso de tono conciliador.
Las declaraciones de Hosson eran rebatidas ásperamente por un
artículo firmado con seudónimo, pero en el que podía reconocerse la
firma del gran senador Ditelli. «Estrategia de tortuga: esconderse
dentro del caparazón cuando percibe el peligro. Táctica de avestruz:
meter la cabeza bajo tierra para no ver lo que sucede alrededor»,
eras las frases más suaves.
«No somos belicistas a ultranza —seguía el artículo—, pero sí
defensores de la dignidad de la U. O. Y la dignidad de la U. O. se
respeta, no por la capacidad de rechazar eventuales ataques, sino
por la manera en que el eventual enemigo sabe que esos ataques se-
rían respondidos.»
El artículo terminaba pidiendo una mayor acción por parte de la
Secretaría de Estado, demasiado blanda y condescendiente en los
últimos tiempos. «Acción, cortés y ponderada, pero firme. Quere-
mos ser amigos de nuestros adversarios, pero la amistad es respeta-
da siempre cuando se establece bajo las condiciones de un nivel mí-
nimo de dignidad y decencia propias».
Staffer tiró el periódico a un rincón.
—¡Y pensar que yo voté por el partido que representa este tipo!
—masculló—. Dice que es pacifista, pero sólo le falta exigir una de-
claración de guerra.
Luego pensó en Zina. Suspiró. Ahora, la muchacha estaría traba-
jando con el presidente. Y, a veces, el trabajo se prolongaba hasta
altas horas de la noche.
—¿Cuándo podré invitarla a cenar? —se preguntó.
Mike Sampson entró en aquellos momentos.
—Hola, Gil —saludó con amplia sonrisa—. ¿Sabes? Ya conozco a
la chica que me roció de tinta el otro día.
36
Staffer fingió indiferencia.
—Interesante —comentó.
Sampson le guiñó un ojo.
—¡Agárrate! ¡Es Zina Morris, la ahijada del presidente en perso-
na!
—Vaya, me dejas parado —fingió Staffer una gran sorpresa—.
¿Es cierto lo que me dices, Mike?
—El Evangelio, compadre. Vas a ver qué artículo publicaré ma-
ñana en mi periódico.
—Mike —le interrumpió el joven calmosamente—, ¿crees que tu
artículo dará resultado?
—¡Pues naturalmente que sí! ¡Ella es la secretaria privada de...!
—Sí, lo has dicho, Mike. ¿Qué piensas poner en tu artículo?
—Bueno, hablaré de la poca paciencia de algunas personas para
las críticas...
—Supongo que tendrás que explicar en qué consiste esa falta de
paciencia, ¿no es eso?
Sampson se quedó callado un instante.
—Pues...
Staffer sonrió.
—Tendrás que explicar que la chica te regó de tinta en presencia
de cuarenta personas. Eso no te favorecerá precisamente, Mike. Si
ella te hubiese apaleado, si te hubiese dado una paliza o causado
graves daños, serías un mártir de la verdad periodística. Pero si vas
a criticarla por su acción, tendrás que explicar en qué consistió. Y lo
único que conseguirás será cubrirte de ridículo. Todo el mundo se
reirá, en lugar de compadecerte, que es lo que estás esperando. Y el
director de tu periódico no se reirá, sino que es posible que empiece
a patadas con tu popa.
Sampson emitió una maldición en tono bajo.
—Tendré que comerme el artículo —rezongó de mal talante.
—Es lo mejor que puedes hacer —sonrió Staffer, satisfecho por el
éxito de su estratagema—. Olvídalo y, si acaso, pégale al presidente,
pero no te metas con una chica guapa y buena. Saldrías perdiendo
siempre... Pero de eso sabes tú mucho más que yo, Mike. ¿Una copa
para consolarte?
—Que sean dos —aceptó el periodista, hecho polvo.
37
—Un doble de cianuro para el señor Sampson —pidió Staffer a
voz en cuello.
—Con unas gotas de azufre, para darle sabor —pidió Sampson
con voz melancólica.

***
El gran senador Stéfano Ditelli se paseaba nerviosamente por la
estancia, donde había dos personas más.
Una de ellas era su secretario Boggson. La otra era el profesor
Mazzola, un sujeto de aspecto tímido, delgado, con el pelo gris que
le salía proyectado a ambos lados en largos mechones, que más pa-
recían alones de pollo.
Unas gruesas gafas cabalgaban sobre la picuda nariz del profe-
sor, el cual parecía abrumado por los reproches que le dirigía el se-
nador.
—Usted es un gran científico, profesor —decía Ditelli—. Sin em-
bargo, para algunas cosas, parece un chiquillo. ¿A quién se le ocurre
actuar de semejante manera?
—¿Y de qué otra forma podría haberlo hecho? —contestó Maz-
zola—. A mí no se me ocurrió ninguna otra... y era preciso que se
hiciese, si queríamos conseguir la fórmula E.E.G. de la chica.
—Pero, enviar a dos rufianes... ¿Quién lo hizo?
—Mi ayudante, David.
—Hágalo entrar, profesor.
Mazzola se puso en pie y abrió la puerta de la estancia.
—Venga, David —llamó.
Un hombre entró en la habitación. Era relativamente joven y de
apariencia corriente. Pero sus ojos expresaban ambición y codicia.
—¿Usted fue el que envió a esos dos individuos contra la señori-
ta Morris? —preguntó el senador.
—Sí, señor.
—¿Por qué no se hizo de otra manera? —tronó Ditelli.
—Explíqueme cuál y la pondré en práctica inmediatamente —
respondió David, sin impresionarse por el tono violento del sena-

38
dor.
—Podía haber enviado a otros individuos menos obtusos —
rugió Ditelli.
—No son obtusos en absoluto. Ninguno de los dos tiene antece-
dentes penales. No estás fichados siquiera por la policía. Son dos
personas perfectamente respetables y, en el peor de los casos, po-
drían haber afirmado que se trataba de una broma o de un error. El
éxito estaba garantizado...
—Pero el paciente se murió —dijo Ditelli sarcásticamente.
—No habíamos contado con la intervención de un elemento ex-
traño —manifestó David—. Me refiero al hombre que acudió en so-
corro de la chica.
—¿Quién es? ¿Le conoce usted?
—Yo, no, pero sí uno de los individuos. Estuvo sirviendo en el
Ejército a sus órdenes. Es capitán de la guardia de la Secretaría de
Defensa. Gilbert Staffer.
Ditelli repitió el nombre.
—Lo tendré en cuenta —dijo —. Bien, ¿cuándo volverán a inten-
tarlo?
—Dentro de dos, tres días... no puedo garantizarlo todavía, se-
nador.
—¿Por qué?
—Staffer luchó con el que llevaba el casco y lo destrozó parcial-
mente. Estoy construyendo uno nuevo y mientras no lo tenga, no
podremos hacer nada.
—Pero, ¿acaso no hay otro medio de conseguirlo? —bramó Dite-
lli.
—No.
—Explíquese, David.
—La señorita Morris no ha estado jamás en un hospital.

39
VI
Tres días más tarde, en vista de que no había otro medio de loca-
lizar a Zina, Staffer, acuciado por una impaciencia que no había sen-
tido antes jamás, se decidió a acudir a casa de la muchacha.
Era sábado. Confió en que, por dicha razón, Zina estuviese des-
cansando de su trabajo de toda la semana.
Cuando no estaba de servicio. Staffer vestía ropas civiles. Com-
pró el ramo de flores más grande que pudo hallar y se gastó un
buen puñado de monedas en un aerotaxi para llegar antes. Tenía
derecho a diez viajes mensuales y su tarjeta estaba sin estrenar aquel
mes.
Llamó a la puerta de la casa cuando ya anochecía. Con gran sa-
tisfacción, vio que la puerta se abría poco después.
—Hola, capitán —sonrió Zina agradablemente—. Me alegro de
verle.
—¿Se alegra de ver a un sapo, repugnante y apestoso? —
preguntó él.
Zina enrojeció levemente.
—Estaba muy enojada —confesó.
—Entonces, quítese el enojo —pidió Staffer—. Aquí tiene estas
flores para que la tarea le resulte más fácil.
Zina cogió el ramo.
—Es usted muy amable —elogió—. ¿Quiere pasar?
—He venido a eso, precisamente*e—sonrió Staffer—. Y a repetir
lo de mi invitación a cenar.
—Estoy un poco cansada —manifestó la muchacha.
—Lo siento —dijo él, procurando ocultar su decepción—. Otro
día será.
—Pero, como de todas formas, usted y yo tenemos que comer
algo, hagámoslo en casa —sonrió Zina.
—Entonces, el invitado seré yo.
—Justamente. Y así podrá comprobar mis maneras de buena co-
cinera. La casa está un poco apartada y no dispone aún de canales

40
dispensadores de alimentos.
—Sabe mejor la cocina casera que la prefabricada, por muy bien
hecha que esté. Voy a aflojarme el cinturón de antemano.
Los dos rieron brevemente. Ella puso el ramo dentro de un gran
jarrón.
—Allí tiene licores. Prepárese una bebida a su gusto, mientras yo
pongo la cena en marcha.
Fue una velada muy agradable.
—Hacía tiempo que no comía tan a gusto —confesó Staffer al
terminar—. El día que yo quiera sobornar a un político, le invitaré a
una cena hecha por usted.
La cara de Zina adquirió de repente una expresión de seriedad.
—¿He dicho algo inconveniente? —se alarmó él.
—No... Bien, Gil, creo que es hora ya de retiramos a descansar.
Staffer se puso en pie.
—No sé qué me ocurre, que siempre acabo diciendo inconve-
niencias. Lo dije en broma, Zina, créame.
—No se preocupe. —Ella hizo un esfuerzo por sonreír—. Ya sa-
be lo que ocurrió días atrás.
—Sí. Y fue una cosa realmente incomprensible. ¿No le pareció
que esos tres hombres fueron forzados a actuar de una manera ab-
surda?
—Mi tío sugirió que podía tratarse de hipnotismo, pero los tres
lo negaron enfáticamente. En fin, ya se han nombrado a sus sustitu-
tos y no hay que hablar más del asunto.
—Sí, claro.
Staffer se dirigió hacia la puerta. Ella le acompañó.
—¿Volveré a verla? —preguntó él.
—Cuando quiera —sonrió la muchacha.
—Procuraré hablarle de temas más agradables. Fue una velada
magnífica, Zina.
—Gracias, Gil.
Staffer abrió la puerta, pero volvió a cerrarla inmediatamente.
Zina le miró con expresión de alarma.
—¿Qué pasa, Gil? —preguntó.
—Silencio. Vienen dos hombres hacia aquí. Me parece que son
los mismos que la atacaron la otra noche.
41
—¡Dios mío!
Staffer miró en torno suyo, buscando un arma defensiva. De
pronto, divisó el bolso de la muchacha sobre una consola próxima.
El zumbador sonó en aquel momento. Staffer abrió el bolso y sa-
có una pistola que conocía muy bien.
Se colocó detrás de la puerta.
—Abra y no tema —susurró.
Ella parpadeó en señal de asentimiento. Luego hizo girar el po-
mo.
—¿Señorita Morris? —dijo una voz de tonos agudos.
—Sí, yo misma —contestó la muchacha.
Se fijó en que uno de los dos hombres tenía las manos a la espal-
da, como si ocultase algo.
—Necesitamos hablar con usted —dijo el primer sujeto.
—Está bien. Pasen.
Zina se echó a un lado. Los dos individuos cruzaron el umbral.
Entonces, Staffer dijo:
—Levanten las manos o se producirán ruidos más fuertes que
las simples palabras.
Los dos rufianes se volvieron en el acto, tremendamente sobre-
saltados al oír una voz que había sonado a sus espaldas. La pistola
que empuñaba el joven les convenció de la necesidad de obedecer
sus órdenes sin dilación alguna.
Uno de los sujetos mantenía un extraño aparato de rejilla de
alambre brillante en la mano. Staffer sonrió satisfecho.
—Quítele ese trasto, Zina —dijo.
La muchacha obedeció con presteza, retirándose a un lado en el
acto.
—Escuche... —dijo uno de los rufianes.
—¡Cállese! —ordenó Staffer perentoriamente—. Limítense a con-
testar a mis preguntas y no hablen si no se lo permito yo. ¿Estamos?
Hubo un momento de silencio.
—Usted no tiene derecho a hacemos esto —protestó uno de los
sujetos —. Nuestras intenciones eran pacíficas...
—Explíquenme para qué sirve ese trasto —dijo Staffer—. Conta-
ré hasta tres. Y luego dispararé; para guardar silencio, están mejor
muertos.
42
Los dos rufianes se asustaron.
—Diablos —dijo el primero—. Es demasiado...
—Hable —rugió el joven.
—No lo sabemos, así como suena, de modo que ya puede empe-
zar a disparar cuanto antes.
Los ojos del joven se fijaron en el extraño artefacto que Zina sos-
tenía con sus manos.
—¿Quién les envió? —preguntó.
Silencio. Los labios de ambos rufianes permanecían pegados.
Staffer levantó la pistola y apuntó a uno de ellos.
—¿Quién les envió? —repitió.
El timbre de la puerta sonó repentinamente. Zina volvió los ojos
hacia la entrada.
—Abriré —dijo.
—Cuidado con el cacharro. Déjelo allí —indicó el joven.
—De acuerdo.
Zina avanzó hacia la puerta. Nuevamente hizo girar el pomo.
Entonces, la puerta se abrió de golpe, empujada por alguien con
violencia. Zina cayó con los pies por alto, lanzando un agudo grito
de susto.
Una voz sonó en el exterior.
—¡Afuera, estúpidos!
Los dos rufianes ya corrían apenas vieron caer a la muchacha.
Staffer maldijo el arma que tenía en la mano.
La reacción de los visitantes resultó tan rápida, que no pudo evi-
tar su fuga. Salió a la puerta, llegando justo a tiempo de ver que se
zambullían de cabeza en un aeromóvil que les esperaba junto a la
acera y que levantó el vuelo inmediatamente.
Se inclinó y agarró a Zina por un brazo, ayudándola a levantar-
se. La cara de la muchacha parecía una mancha blanca.
—Siento lo ocurrido —dijo Staffer—. De haber sido una pistola
automática, no se me habrían escapado, créame.
—¡Gil, es una pistola auténtica! —exclamó ella.
—¿Cómo?
Staffer examinó el arma. Luego, con un gesto de rabia que no
pudo reprimir, la arrojó a un rincón.
—¿Por qué no me lo dijo? —rezongó de mal talante.
43
—Bueno, usted es militar—contestó Zina, picada—. Creí que sa-
bría distinguir una pistola de verdad de una que sólo dispara cho-
rros de líquido.
—No me fijé en el peso —contestó él, rabiando interiormente —.
En fin, si consiguieron escapar, al menos se dejaron algo que puede
ayudarnos mucho para averiguar sus intenciones.
Cruzó la habitación y tomó con ambas manos el objeto que un
día le había parecido un cazo.
—¿Para qué diablos servirá este cacharro? —se preguntó, des-
concertado.

***
Staffer repitió la pregunta al día siguiente a un conocido suyo,
experto en electrónica, que atendía por el nombre de Jean Chalonne.
—¿Para qué sirve este trasto, Jean?
El científico lo tomó con dos dedos y lo examinó minuciosamen-
te durante algunos minutos.
El aparato consistía en una semiesfera de red metálica, muy fina,
con numerosas agujas en su interior, ninguna de las cuales sobrepa-
saba un centímetro de longitud. En la parte superior y central, tenía
una cajita metálica, oblonga, de unos siete centímetros de largo, por
cuatro de ancho y dos de grueso.
Un largo filamento metálico, flexible, replegable telescópicamen-
te, sobresalía del centro de dicha cajita, sujeta a la estructura general
de lo que Staffer había creído era un colador. Su objeto le resultaba
totalmente incomprensible.
—Pues no lo sé —confesó Chalonne, al fin —. Tendría que exa-
minarlo con más detenimiento y... Esto parece una antena, desde
luego. Aguarda un momento, Gil.
El científico colocó el aparato sobre un banco de trabajo. Tomó
un destornillador y empezó a trabajar en la cajita.
Pocos momentos después, había quitado la tapa y el interior de
la caja quedó a la vista.
—Hay unas pilas —dijo—. Y veo unos circuitos impresos, que

44
me imagino deben corresponder a una minúscula emisora de radio.
—¿Para qué querían ponerle esos tipos una radio a la chica en la
cabeza? —exclamó el joven, atónito.
Chalonne se echó a reír.
—Sería para adivinar sus pensamientos —dijo en tono de bro-
ma—. ¿No estará enamorada de ti y algún competidor celoso quiere
eliminarte?
—No digas tonterías —rezongó Staffer—. Sólo nos hemos visto
dos veces.
—Bueno, existe el flechazo... En serio, Gil —añadió Chalonne—.
Necesitaría más tiempo para examinar esto a fondo.
—Tómate todo el que quieras —concedió Staffer—. Pero en
cuanto sepas algo, llámame, aunque sea pasada la media noche.
—Vete tranquilo. Tratándose de ti, haré los imposibles por cono-
cer el objeto de este colador.
Staffer tuvo un rasgo de humor.
—Debe de ser para filtrar los pensamientos y dejar pasar sólo los
buenos —comentó —. Gracias, Jean. Hasta la vista.
—Adiós, Gil.
El joven salió a la calle. Buscó un bar y se dirigió a la cabina de
comunicaciones.
Llamó directamente al palacio presidencial. Zina le había facili-
tado un número visofónico que no figuraba en la guía. Staffer no
había querido usar el aparato de Chalonne, a fin de no descubrir la
identidad de Zina. Sólo le había dicho que se trataba de una chica
amiga suya, pero sin mencionar su nombre.
El rostro de Zina apareció al instante en la pequeña pantalla.
Staffer procuró situarse frente al objetivo captor de imágenes, a fin
de que ella le viese también.
—¡Gil! —exclamó la muchacha—. ¿Ha conseguido averiguar al-
go?
—Todavía no —respondió Staffer—. El... colador, está en manos
de un amigo de toda confianza, electrónico reputado. Él me dirá de
qué se trata apenas lo haya estudiado a fondo.
—Creí que lo sabría ya —dijo Zina, un tanto decepcionada —.
¿Tan complicado es?
—Algo ya sabemos —manifestó el joven—. Hemos hallado una
45
batería, unos circuitos que parecen ser de radio y una antena teles-
cópica. Pero mientras mi amigo, repito, no lo estudie a fondo, no
podrá emitir un informe definitivo.
Ella se quedó muy pensativa.
—¿Un emisor de radio? —murmuró.
—Parcialmente, así es.
—¿Y para qué sirve, Gil?
—No tengo la menor idea, Zina, pero le diré que no me gusta
nada. Debe ser muy precavida. ¿Le ha contado algo de lo ocurrido a
su tío?
—No. Está demasiado ocupado con sus propios problemas para
que, encima, yo le haga cargar con los míos.
—Ha hecho mal, Zina. Su tío tiene mucho poder y puede utili-
zarlo legalmente, cuando menos para proteger a su secretaria priva-
da.
—Hace tiempo insinuó poner un agente a mi servicio, pero yo
me negué a ello. No me gusta tener un moscón todo el tiempo a mi
alrededor, Gil.
—Pues ahora será necesario... Oiga, ¿por qué no se queda usted
a vivir unos días ahí, en el palacio presidencial? Sitio más seguro
que ése no lo va a encontrar; no se atreverán a atacarla en la propia
residencia del Presidente.
—Se extrañaría si se lo dijese —objetó Zina.
—Pues háblele y cuéntele la verdad o, de lo contrario, volverá a
verse en un aprieto. Esos tipos, por lo que puedo deducir, insistirán
hasta conseguir sus propósitos.
—Pero, ¿qué es lo que quieren de mí? —preguntó Zina, angus-
tiada.
Staffer guardó silencio.
No se le ocurría ninguna respuesta.
—Lo siento, Zina —dijo.
—Está bien, gracias de todas formas, Gil. Hasta la vista.
—Adiós.
Staffer colgó el aparato. Salió de la cabina y se dirigió al mostra-
dor de la cafetería, donde pidió una taza de café.
—Voy a tener que convertirme yo en guardián de Zina —
soliloquió—. Por nada del mundo me gustaría que le ocurriese nada
46
malo.

47
VII
Los dos hombres se detuvieron ante la puerta del domicilio
donde Jean Chalonne tenía instalado su laboratorio electrónico.
—Aquí es —dijo uno de ellos.
Eran dos tipos corrientes. Hubieran podido pasar desapercibidos
en cualquier parte, pero si se les miraba con cierto detenimiento, se
advertía en seguida la dureza que emanaba de sus ojos.
—Este capitancito nos va a ahorrar un buen trabajo —murmuró
su compañero.
Tenía una cartera de mano bajo el brazo izquierdo. Levantó la
solapa y metió la mano dentro.
—Llama —ordenó al otro.
Un dedo índice se apoyó sobre el botón del zumbador. Espera-
ron.
El hombre de la cartera miró a derecha e izquierda. El corredor
estaba desierto.
Sonaron unos pasos amortiguados al otro lado de la puerta. El
de la cartera sacó la mano de su interior.
El pavonado metal de una pistola brilló en su mano derecha. El
cañón de la pistola estaba prolongado por un grueso cilindro, de ca-
si veinte centímetros de longitud.
Se abrió la puerta. Chalonne empezó a decir:
—¿Qué desean...?
La pistola escupió una silenciosa llamarada. Los ojos de Chalon-
ne se dilataron espantosamente al sentir en sus carnes la mordedura
del plomo.
Permaneció un instante en pie. De pronto, el otro individuo le
pegó una patada en el estómago.
—¡Cáete de una vez, imbécil!
Chalonne se desplomó de espaldas. Los dos hombres saltaron
por encima de él.
Uno cerró la puerta, en tanto que el otro arrastraba el cuerpo del
científico hacia el interior de la casa.

48
—Todavía está vivo —dijo.
Chalonne se agitaba débilmente, en tanto que palabras incohe-
rentes brotaban de sus labios.
La pistola llameó por segunda vez. El proyectil entró por la fren-
te, terminando así de golpe con los movimientos de Chalonne.
—Bueno —dijo el asesino—. Vamos a buscar ahora lo que le tra-
jo el capitancito.
Corrieron hacia el laboratorio. Una vez allí, miraron por todas
partes, hasta encontrar el extraño casco de rejilla de alambre.
—Debe de ser esto —dijo el hombre de la pistola, a la vez que
extraía del interior de la cartera un saquete de tela—. Toma, mételo
adentro.
El casco desapareció en el interior del saquete.
—Listo —dijo el hombre a su compañero.
—Vámonos.
Salieron fuera. El cadáver yacía en medio del salón.
El asesino rio suavemente.
—Parece mentira —dijo—. Ahora apenas se usan ya esta clase de
armas, pero siguen siendo tan efectivas como hace siglo y medio.
—Déjate de comentarios —rezongó el otro—. Larguémonos de
aquí cuanto antes.
—Tienes razón.
Apagaron la luz antes de abrir la puerta. Uno de ellos se asomó
al pasillo y miró a derecha e izquierda.
—El camino está libre —informó.
—Pues andando.
Cerraron la puerta y caminaron hacia el ascensor con paso ente-
ramente normal.
Momentos después, habían desaparecido en la noche.

***
El mal talante del gran Senador Ditelli había alcanzado límites
insospechados.
—Pero, ¿qué especie de idiotas me está empleando usted, Da-

49
vid? Por segunda vez se han dejado derrotar por ese maldito entro-
metido de Staffer.
—El capitán Staffer tenía una pistola. Les cogió completamente
desprevenidos —manifestó David impasiblemente.
—Y usted, en lugar de recobrar el casco, dejó que quedase en
poder del capitán, ¿no es cierto?
—Puedo reconstruir mil cascos como ése, si es preciso —repuso
David—. Por eso no me importa que lo tenga él.
—De modo que no le importa —dijo Ditelli, conteniendo su ira
con dificultad—. Entonces, ¿qué mil diablos le importa, si puede sa-
berse?
—Se puede. —David no perdía la calma ni un solo instante—.
Cuando yo intervine, Staffer estaba amenazándoles con disparar si
no confesaban para quién trabajaban. ¿Le habría gustado que esos
dos tipos dijeran que usted los había enviado?
El rostro del senador se congestionó.
—¿Que yo los envié? ¡Los envió usted, David! —bramó.
El ayudante de Mazzola, meneó la cabeza suavemente.
—Nada de eso, senador —dijo sonriendo—. Sacchino y Bruchsel
saben que trabajan para usted, porque se lo dije yo. ¿Cree que soy
tan tonto como para permitir que, una vez que haya conseguido lo
que desea, me dé de lado y se lleve usted la tajada más grande?
Cuando obré así, lo hice porque estimé que era lo más conveniente,
eso es todo.
Los ojos de David relampaguearon.
—¡Y si le parece mal, váyase al infierno! —terminó.
Ditelli no supo qué responder por primera vez. Claramente se
daba cuenta de que había tropezado con alguien tan inteligente co-
mo él y, muy posiblemente, con menos escrúpulos todavía.
—Procuremos conciliar todos los pareceres —intervino Boggson
por primera vez—. Dejémonos de discusiones que a nada bueno
pueden conducirnos. ¿Qué están haciendo ahora esos dos tipos, Da-
vid?
El científico volvió los ojos hacia Boggson.
—Están investigando los movimientos de Staffer —respondió.
—Eso significa que pronto sabremos qué ha hecho el capitán con
el casco.
50
—Justamente.
El profesor Mazzola permanecía silencioso en un rincón, escu-
chando todas las conversaciones sin despegar los labios.
Boggson dijo:
—Senador, supongamos que damos por fracasada la experiencia
con la chica. Repito que es una suposición.
—Sí. ¿Y qué?
—Vamos a dejarla tranquila por una temporada. Francamente,
nos hubiera convenido hacerle una jugarreta semejante a la de los
otros... A la de los tres tipos que no es necesario nombrar.
—De eso se trataba —rezongó Ditelli—. Eliminamos a tres mi-
nistros, pero no podemos andar repitiéndolo a diario; de lo contra-
rio, la gente empezaría recelar y echaríamos todo a perder.
—Bueno, empecemos ahora por una serie de peces más peque-
ños —sonrió el sueco—. Gente que trabaja en las cercanías del Pre-
sidente, pero que no tienen la importancia de un secretario del Teso-
ro o de Defensa... Jefes de departamento y cosa así, a ser posible, que
deban su nombramiento a la política. Hasta que le toque el turno al
secretario de Estado, claro.
Ditelli consideró la proposición de su secretario.
—No está mal —dijo —. ¿Por qué no empieza a hacer una lista
de los presuntos candidatos?
—Lo pensaré esta misma noche y procuraré tenerla lista para
mañana por la mañana. Luego discutiremos quién debe ir primero y
eliminaremos a los que no nos ofrezcan seguridad de un resultado
positivo… en escándalo, claro.
—Es una buena idea —aprobó Ditelli—. Pero yo le diré quién
debe figurar en cabeza de esa lista.
—¿Quién, senador?
—El capitán Staffer.
Hubo un momento de silencio.
—Muy oportuno —aprobó Boggson—. Además, el capitán ha es-
tado en el hospital alguna vez, una, por lo menos, pero lo corriente
es que haya pasado por él una vez al año, para su reconocimiento de
aptitud física y mental.
—Por eso mismo he citado su nombre. Y de esta forma, nos qui-
tamos de en medio a un tipo entrometido. ¿Ha oído usted, David?
51
—Mañana mismo daré los pasos necesarios para proceder a su
eliminación, senador.
En aquel instante sonó el zumbador del visófono.
David se acercó al aparato y presionó el conmutador. El rostro
de Sacchino apareció en seguida en la pantalla.
—Ya hemos localizado el sitio a donde Staffer llevó el casco —
informó.
—Magnífico —exclamó David.
—Trataremos de recuperarlo esta misma noche.
—De acuerdo. Procuren obrar con un poco más de listeza —
indicó David ásperamente.
—Esta vez no fallaremos —aseguró Sacchino con énfasis. Y cortó
la comunicación.
David se volvió hacia Ditelli.
—Puede irse tranquilo, senador. Mañana por la mañana, tendré
el gusto de informarle de la recuperación del casco.
Repentinamente, Mazzola se puso en pie. Sus ojos expresaban
una viva indignación.
—¡Caballeros, basta! —dijo—. Yo desarrollé mi invento con fines
benéficos, no para causar trastornos a personas inocentes ni ser ori-
gen de actividades delictivas. Rotundamente me niego a seguir con
esta clase de experimentos.
Las palabras de Mazzola causaron una viva sensación en todos
los presentes.
—¡Profesor! —exclamó Ditelli, estupefacto.
—¡Ni profesor ni cuernos! —rugió el ordinariamente apacible
Mazzola—. Ya es suficiente; no quiero hacerme cómplice de más ca-
nalladas que...
Ditelli se inclinó hacia el científico, abrumándole con el peso de
su enorme corpachón.
—Profesor—dijo suavemente—, ¿ya no se acuerda usted del di-
nero que robó hace unos años, cuando era tesorero de la Asociación
de Científicos Occidentales? Se dio por sentado que fueron unos la-
drones, pero, a poco, alguien abrió una cuenta secreta de muchos
miles en un banco suizo. Esa cuenta le sirvió a usted para desarrollar
aquí sus experimentos y...
Ditelli tosió.
52
—Bien, me imagino que la A. C. O. tendría algo que decir si se
conociera la verdad, ¿no es así?
La energía de Mazzola se derrumbó de repente.
—Devolveré el dinero —murmuró.
David extendió una mano.
—El profesor está agotado por el mucho trabajo que ha tenido en
los últimos tiempos —dijo suavemente—. Por favor, déjenme con él;
yo cuidaré de tranquilizar sus nervios.
Y guiñó un ojo a los otros dos, sin que el profesor Mazzola se
diese cuenta del gesto.
Ditelli y Boggson sonrieron al mismo tiempo.
—Claro, claro —murmuró el senador—. Vámonos, Ole. Buenas
noches a los dos.
David acomodó a Mazzola en un diván.
—Siéntese, profesor. Descanse y no se preocupe de más —
murmuró persuasivamente.
—David, yo no quiero seguir adelante —gimió el científico—.
Creí que Ditelli era una buena persona, pero ha resultado ser un
granuja...
—No, solamente un tipo algo ambicioso, eso es todo. En reali-
dad, no hemos causado grandes daños a nadie; únicamente les he-
mos retirado de la escena política, eso es todo. Creo —añadió David
con acento solícito—, que lo que ahora necesita usted es una copa
que reanime ese espíritu decaído. Espere un momento, por favor.
Mazzola permaneció en el mismo sido, con la cabeza hundida
entre las manos. Se sentía infinitamente desdichado. Su invento, que
en su opinión podía rendir grandes beneficios a la humanidad, ha-
bía caído ahora en manos de una pandilla de desalmados, y...
La voz de su ayudante cortó en seco tan amargas reflexiones.
—Su copa, profesor.
—Gracias, David.
Mazzola tomó la copa e ingirió su contenido de un solo golpe. Al
terminar, hizo una mueca de disgusto.
—¿Qué clase de bebida era ésta, David? ¡Terna un gusto amargo
horroroso!
—El cianuro nunca sabe bien, profesor—contestó el ayudante
con espantosa sonrisa.
53
David se sentó en un sillón y estuvo fumando tranquilamente,
sin importarle demasiado, al parecer, la presencia del cuerpo caído
de lado sobre el diván. Así transcurrió cerca de una hora, hasta que
sonó el timbre.
Entonces se levantó y abrió. Eran sus dos esbirros, Sacchino y
Bruchsel.
—Pasad —dijo—. Tenéis que deshaceros de un fiambre.
—¿Un fiambre? —preguntó Bruchsel—. ¿Quién era?
—Mazzola. Se estaba poniendo demasiado pesado y tuve que li-
quidarlo —respondió David indiferentemente.
—Ah, bueno —contestó Sacchino con no menor indiferencia.
De repente, David se fijó en que los dos sujetos tenían las manos
vacías.
—¿Dónde diablos está el casco? —preguntó de mal talante—.
¿Es que habéis fallado otra vez?
—¿Fallar? —Bruchsel rio agriamente—. Jefe, le guste o no, al-
guien se nos anticipó y se lo llevó, después de pegar dos tiros al
amigo del capitán Staffer.

54
VIII
Gilbert Staffer se acostó después de una noche entera pasada en
vela, en las inmediaciones de la casa de Zina. Había estado vigilan-
do el edificio, sin que nadie se apercibiera de su presencia, pero al
llegar el alba, se había retirado sin que se hubiese producido ningún
incidente.
Durmió hasta bien entrado el mediodía. Después, se duchó y,
tras vestirse, se dirigió a la dispensadora automática de alimentos.
Marcó un menú y comió con magnífico apetito.
Al terminar, se dirigió al dormitorio y abrió el cajón de una con-
sola, del que extrajo una pistola automática. Comprobó su estado de
funcionamiento y se la metió en el bolsillo.
Salió a la calle y caminó un buen rato sin rumbo fijo. De pronto,
divisó una cafetería de buen aspecto.
—Creo que aquí podré hacerlo —murmuró.
Entró en el local y se sentó en un taburete. Había al lado una
hermosa mujer, rubia, de ojos marrones y formas opulentas, que en-
señaba unas rodillas muy bien torneadas. La rubia estaba tomando
un jugo de frutas, a lo que parecía.
Staffer encargó una taza de café. En aquellos momentos, la clien-
tela era más bien escasa.
Pasaron algunos minutos. De pronto, la rubia abrió su bolso y
dejó escapar una exclamación de disgusto.
—Oh, me dejé el monedero en casa.
Staffer oyó las palabras de la mujer y sonrió.
—Señora, si me permite yo abonaré el importe de su consumi-
ción —dijo galantemente.
Ella le dirigió una sonrisa de agradecimiento.
—No sé si podré aceptar...
—Aceptará —contestó el joven con suficiencia—. Perdón, no me
he presentado. Me llamo Gilbert Staffer, pero los amigos me llaman
Gil. Cuéntese también entre mis amigos.
La rubia hizo unos dengues y respiró profundamente, a fin de

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hacer resaltar los indudables encantos de su busto exuberante.
—Soy Olga Stuart —dijo —, pero puede llamarme Olga, a secas.
—¿A secas? —rio Staffer—. Nada de eso, Olga. Hay que cele-
brarlo de una manera húmeda. ¿Qué le parecen dos «jugos de tarán-
tula, con extracto de curare y unas gotas de nitroglicerina» para em-
pezar?
Olga se echó a reír.
—No sé lo que es, pero me suena a explosivo. De acuerdo, Gil.
El camarero trajo dos «cocktails». Al tercero, Staffer y Olga se
consideraban ya viejos amigos.
Después de haber tomado el cuarto, Staffer dijo a Olga que allí
había demasiada gente —en realidad, una pareja de novios sentados
en un rincón, un cliente en el extremo opuesto del mostrador y el
barman —y que por qué no buscaban un sitio más discreto para con-
tinuar aquella charla tan agradablemente iniciada. Olga, enterneci-
da, dijo que era una magnífica idea y que qué mejor y más discreto
sitio que su propio apartamiento, donde nadie iría a molestarles pa-
ra conversar a solas.
—Pues ya estamos tardando, hermosa —dijo Staffer, cogiendo el
carnoso brazo de la joven—. Vámonos...
El barman le llamó en aquel instante.
—Caballero, por favor. —El hombre tosió—. La cuenta... Son
cincuenta y siete...
—Ah, sí, es verdad —dijo Staffer sonriendo un tanto estúpida-
mente—. Lo había olvidado.
Metió la mano en el bolsillo y sacó la pistola.
—Amigo —dijo muy serio—, abra esa caja y entrégueme su con-
tenido. Si no ha visto nunca un atraco, en lo sucesivo ya no podrá
decir lo contrario.
El barman se quedó de piedra.
—¡Señor! —exclamó.
—¿Quiere contar a sus nietos que una vez le atracaron o prefiere
que lo incineren mañana? —exclamó Staffer en tono truculento—.
¡Muévase, idiota; no es ninguna broma!
El barman obedeció apresuradamente. Olga contemplaba al jo-
ven con ojos llenos de espanto.
Staffer agarró un puñado de billetes con la mano izquierda y se
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los metió en el bolsillo. Agarró otra vez el brazo de la rubia.
—¡Vamos, hermosa! —dijo.
De repente, Olga empezó a chillar con toda la potencia de sus
pulmones. Los pocos clientes que había en la cafetería se tiraron de-
bajo de las mesas, temiendo que empezaran a volar las balas.
Staffer maldijo la inoportunidad de aquellos chillidos. Girando
sobre sus talones, arrancó resueltamente en dirección a la puerta.
Pero no había contado con la huéspeda. Y la huéspeda, en este
caso, era el barman, que resultó ser un tipo de muy malas pulgas, a
quien le sabía a cuerno quemado que un tipo cualquiera le despojase
del dinero ganado honradamente con el sudor de su frente. Agarró
una botella, tomó puntería y la arrojó con todas sus fuerzas.
El proyectil impactó de lleno en la nuca del joven. Staffer pegó
un salto y cayó de bruces, justo en el umbral de la puerta.
El barman blandió un colérico puño cerrado.
—Cargaré esa botella en tu cuenta, maldita sea —rugió.

***
La cabeza le dolía horriblemente. De cuando en cuando, Staffer
se levantaba y ponía la nuca bajo el grifo del lavabo de su celda.
Sonaron pasos en el corredor. Un guardia se paró delante de la
verja.
—Staffer—dijo.
El joven levantó los ojos.
—Diga —murmuró desganadamente.
—Tiene visita. Haga el favor de acompañarme.
Staffer se puso en pie, palpándose el chicón que tenía en la parte
posterior del cráneo y que no se había deshinchado del todo aún.
Siguió al vigilante, hasta una sala, en donde había una larga mesa,
separada por una pequeña reja de alambre.
—¡Zina! —exclamó el joven.
La muchacha le dirigió una triste sonrisa.
—Hola, Gil.
Staffer se sentó frente a ella. Se sentía profundamente avergon-

57
zado y no sabía qué decir.
—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó ella.
—Sí. Déme un cigarrillo, por favor.
Zina le entregó un paquete y fósforos por encima de la rejilla. El
joven encendió uno y aspiró profundamente el humo.
—No tengo disculpas. Cometí un atraco. Eso es todo —dijo.
—Pero... ¿por qué lo hizo? —exclamó Zina, terriblemente angus-
tiada—. El barman declaró que sólo le había robado usted unos dos-
cientos cuarenta...
Staffer se pasó una mano por la frente.
—Estaba borracho. Había tomado cuatro o cinco copas.
—Gil, usted no es hombre que cometa un robo a mano armada,
por muy borracho que esté. Algo le impulsó a hacerlo, estoy segura
de ello. ¿Qué fue?
Staffer sacudió la cabeza.
—No puedo asegurarlo, Zina —contestó —. De repente... sentí el
impulso de hacerlo, eso es todo.
—Pero usted no necesitaba el dinero...
—No, claro que no. —Staffer aparecía sumamente preocupado—
. ¿Y por qué demonios tenía yo la pistola en el bolsillo a las siete de
la tarde?
—Tal vez —insinuó la muchacha—, pensaba usarla para prote-
ger a alguien.
Staffer la miró a los ojos.
—A usted, desde luego. La noche anterior me la pasé en las cer-
canías de su casa, vigilándola.
—¡Gil! ¡Eso no me lo había dicho usted!
—Ni se lo hubiera dicho ahora; de hallarme yo libre. Pero ahora,
si usted misma no busca el modo de protegerse tendrá que irse a vi-
vir con su tío.
—Lo pensaré —prometió Zina—. Hablemos de usted nueva-
mente, Gil. No acabo de entender por qué quiso atracar. ¿Fue la bo-
rrachera?
—La borrachera —repitió él pensativamente —. A menos que
me hubiesen puesto alguna droga en el licor... pero aun así, ¿habría
sido una droga que sólo provocase en mí ansias de robar a mano
armada? ¿Por qué no cometer cualquier otro delito, destrozar el bar,
58
por ejemplo?
—Tuvo que ser el atraco precisamente —murmuró Zina. Y, de
repente, se acordó de una conversación que había tenido con su tío
días atrás —. Gil, ¿ha estado usted visitando a su psiquíatra en los
últimos tiempos?
—Nunca he necesitado que buceen en mi mente, Zina.
—¿Tiene algún amigo con cualidades de hipnotizador?
—No... Oiga, ¿es que supone usted que pude actuar bajo el influ-
jo de una mente ajena a la mía?
Ella le dirigió una profunda mirada.
—Gil, recuerde los tres ministros y lo que hicieron. ¿Cree usted
que son hombres que, normalmente, se porten de una manera tan
absurda?
—No, en absoluto.
—Usted, creo, tampoco es hombre para ir por ahí asaltando cajas
registradoras a diestro y siniestro. Algo le impulsó a ello... Tal vez
algo relacionado con aquel extraño casco de rejilla de alambre que
quitamos a los asaltantes de mi casa.
Staffer se acarició la mandíbula inferior, sumamente preocupa-
do.
—Tal vez —dijo —. Si supiéramos ya para qué sirve... Pero lo
tiene un amigo mío, Jean Chalonne...
La muchacha se sobresaltó enormemente.
—Gil, ¿ha dicho Chalonne? —exclamó.
—Sí, eso mismo...
—¡Dios mío! —El rostro de Zina estaba blanco como la nieve—.
Los periódicos de esta mañana anuncian que ha aparecido asesinado
de dos balazos en su domicilio.
Staffer sintió que se le aflojaban los músculos de la mandíbula
inferior.
—No es posible —murmuró.
—Sí. Yo misma lo he leído, Gil —Zina estaba a punto de echarse
a llorar—. ¡Oh, Gil! ¿Qué cosas tan terribles están sucediendo?
Pero el joven no podía contestar a aquella pregunta. Sólo estaba
en condiciones de ponerse de acuerdo con Zina en un punto: eran
unas cosas terribles.

59
IX
El gran senador Ditelli contempló a David con ojos estupefactos.
—¿Que... asesinaron al científico y se llevaron el casco? —dijo.
David meneó la cabeza afirmativamente.
—Así como suena, senador —respondió. Señaló con la mano a
Sacchino y a Bruchsel —. Aquí los tiene usted; interróguelos.
Ditelli miró a ambos esbirros.
—Estaba muerto cuando nosotros llegamos —manifestó
Bruchsel.
—Con dos tiros. Uno en el pecho y otro en la cabeza —añadió
Sacchino.
—Quisieron asegurarse de que no hablaría.
—Y el casco no estaba en ningún sitio.
Ditelli se pasó una mano por la cara.
—Esto no hay quien lo entienda —gruñó—. Pero ¿qué clase de
idiotas son usted...?
—Calma, senador—le interrumpió David tranquilamente—.
Siempre dije que la pérdida de un casco no tiene importancia, si no
se sabe para qué sirve ni mucho menos cómo utilizarlo. Además,
¿no habíamos quedado de acuerdo en que había que dejar a la chica
de lado?
—Sí, pero ¿quién rayos se llevó el casco? —bramó Ditelli —. Staf-
fer no iba a ser, puesto que él mismo se lo había llevado a Chalonne.
David se encogió de hombros.
—No me interesa —respondió —. Y aunque lo supieran, mien-
tras no dispongan de la serie de aparatos que yo tengo, no les servi-
ría para nada. Además, ¿no quería usted deshacerse del entrometido
de Staffer? ¡Pues ya lo tiene usted fuera de circulación para unos
cuantos años! ¿Con quién empezamos ahora?
Boggson le entregó un papel.
—Aquí tiene usted una lista de unos cuantos altos funcionarios
—dijo—. Empiece a trabajar.
—Primero haré la labor preliminar —contestó David—. En una

60
semana habrá, por lo menos, dos o tres fuera de combate.
—Pero hágalo con cuidado, que no se note excesivamente—
advirtió el senador.
David sonrió tranquilamente.
—No se preocupe, todo marchará como la seda. A propósito,
¿cuándo llega el embajador especial panoriental?
—Dentro de cuatro semanas, aproximadamente.
—Bien, entonces nos meteremos con el Secretario de Estado. Us-
tedes váyanse ahora tranquilos y no se ocupen de nada más.
Los ojos de Ditelli centellearon de pronto.
—David —dijo—, Chalonne ha sido asesinado para llevarse el
casco. No quiero que aquí ocurra lo mismo, ¿me ha comprendido?
David sonrió, mientras señalaba con un ademán a sus esbirros.
—Sacchino y Bruchsel vigilarán la casa, descuide. El primero
que quiera acercarse, recibirá dos balazos en las tripas.
—Está bien. Vámonos, Ole.
Ditelli y su secretario salieron de la casa. El conductor puso en
marcha el aeromóvil.
—David no me gusta —rezongó Ditelli.
—Demasiado ambicioso —calificó Boggson.
—Justamente.
—Dejemos que nos sirva —sonrió el sueco—. Luego, cuando us-
ted haya conseguido lo que busca, le daremos el pago adecuado. Us-
ted ya me comprende.
Ditelli se reclinó en el asiento.
—Adecuado —sonrió perversamente—. Sí, es la palabra exacta.
—Inspiró profundamente—. Tengo necesidad de un poco de des-
canso, de relajar los nervios.
Tocó el intercomunicador y dio una orden al chófer,
—Calle 300, número 2455 —dijo.
—Al momento, señor.
—Yo me quedaré ahí hasta mañana. Le veré a las nueve en el
despacho, Ole.
—Perfectamente, senador.

61
***
El presidente salió de su despacho y se encontró con Zina en la
habitación contigua.
La muchacha estaba sentada en un sillón, rígida, erecta, con las
manos sobre el regazo. Boolton se asombró al verla.
—¡Zina, muchacha! ¿Qué haces aquí todavía, a estas horas? Te-
nías que estar ya en casa, descansando.
—Quería hablar contigo, tío —respondió ella, poniéndose, en
pie.
—Pero, chiquilla, ¿por qué no me lo dijiste antes?
—Estabas muy ocupado y no quería interrumpirte...
Boolton se dio cuenta de que la muchacha aparecía sumamente
preocupada. Cogiéndola por un brazo, se la llevó a un diván cer-
cano.
—A ti te sucede algo —dijo—. Cuéntamelo, con toda franqueza,
y si puedo ayudarte en algo, emplearé todas mis fuerzas en hacerlo.
Habla, Zina.
—Se trata de un amigo mío, capitán... Está detenido por atraco.
Boolton respingó.
—No irás a pedirme que le perdone, ¿verdad? Un oficial del
Ejército, metido a ladrón... Hay que dar un escarmiento, Zina, y
perdona que te hable de esta manera.
—Espera un momento, tío —dijo la muchacha —. ¿Recuerdas lo
que les pasó a tus Secretarios?
El rostro del Presidente se ensombreció.
—Zina, por favor —gruñó.
—Tú mismo dijiste que parecía como si hubieran estado someti-
dos a una influencia extraña. No es lógico que tres hombres como
Farraley, Duvailer y von Diechs se comportasen de una manera tan
absurda.
—Eso es verdad. Pero ¿qué tiene que ver con tu capitán atraca-
dor?
Los ojos de la muchacha brillaron.
—Estoy segura de que a él también le ha pasado lo mismo —
dijo.

62
Boolton pegó un brinco en el asiento.
—¡Zina! ¿Qué estás diciendo?
—El capitán Staffer es un hombre serio, recto y juicioso. Jamás
haría una cosa en estado normal... ni aún borracho, como estaba
aparentemente cuando amenazó al «barman» con una pistola.
—Tú misma has dicho que estaba borracho...
—Un hombre como él hubiese destrozado el bar, pero nunca ro-
bado un céntimo —afirmó Zina con energía—. Es lo último que se le
ocurriría... si no hubiese estado sometido a una influencia extraña.
Pero déjame que te hable primero, que te cuente muchas cosas que,
hasta ahora, he callado por no aumentar tus preocupaciones, y luego
juzga por ti mismo.
Zina estuvo hablando durante largo rato. Cuando terminó, el
gesto del presidente se había hecho mucho más sombrío.
—Tendré que asignarte un agente como protección —dijo—. No
puedo consentir que...
—Me quedaré en el palacio una temporada —exclamó Zina—.
Pero, ¿qué me dices del capitán?
—El delito que ha cometido es muy grave.
—Le han compelido a hacerlo.
—¿Quién?
Zina se retorció las manos.
—Si lo supiera... —dijo con desesperación—. ¿Me ayudarás? —
suplicó.
—Lo veo muy difícil. No es un delito que tenga que ver nada
con la política, querida.
—Pero él andaba tras de descubrir a los sujetos que querían po-
nerme aquel horrible casco en la cabeza. Estoy segura de que todo lo
que ha pasado, tiene alguna relación con ese casco.
Boolton meneó la cabeza.
—No puedo prometerte nada —contestó al cabo—. De momen-
to, enviaré al jefe de mi Servicio Secreto para que se entere bien de lo
sucedido. Luego, esperaremos a que sea juzgado. Entonces actuaré...
si me es posible.
—Claro —murmuró Zina, terriblemente desalentada—. Gracias,
de todas formas, por haberme escuchado.
Boolton se puso en pie.
63
—Anda, vamos a mi residencia. Tu tía te dará algo de comer y
luego te irás a dormir. Tienes cara de estar necesitándolo mucho,
Zina.

***
El siguiente visitante de Gilbert Staffer fue Mike Sampson.
—Hola, capitán —dijo el periodista, apenas le vio en el locutorio
de la cárcel —. ¿Cómo te va?
Staffer hizo una mueca.
—Mal —contestó —. Demasiado lo sabes.
—Sí. Te has metido en un buen lío, Gil. ¿Un cigarrillo?
Los dos hombres fumaron en silencio.
—¿Cómo se te ocurrió hacer una cosa semejante? ¿Te da por ro-
bar pistola en mano cada vez que agarras una pítima?
—No lo sé. Es la primera vez que... No consigo explicármelo,
Mike, te lo digo de verdad.
—Pues te va a costar cara la broma, muchacho. Puesto a atracar,
haber robado algo más valioso; hubiera compensado el riesgo.
—Me obligaron a ello, Mike.
—No me digas —ironizó el periodista—. Gil, no me cuentes his-
torias fantásticas.
—Ya lo sé. Por eso no deseo hablar más del asunto. Solamente
quiero pedirte un favor.
—Si está en mi mano...
—Está. ¿Te has enterado de la muerte de un científico llamado
Jean Chalonne?
—Sí. Los periódicos han armado mucho ruido estos días, Gil.
—Chalonne murió por mi culpa. Yo le había entregado un... un
aparato para que lo analizase...
—¿Qué clase de aparto?
—¿Cómo diablos quieres que lo sepa? Se lo había llevado a él
precisamente, para que lo estudiase... Escucha, tú eres periodista,
tienes facilidades para husmear por todas partes...
—No me compares con un podenco, por favor —gruñó Samp-

64
son.
—Bueno, lo que quieras. Si de veras me aprecias, procura meter-
te en casa de Chalonne y registra su laboratorio electrónico. Es una
especie de casco de rejilla muy fina, de forma semiesférica, con una
cajita cuadrada en su parte superior y una antena telescópica.
—¿Y qué hago si encuentro ese cacharro tan extravagante?
—Seguramente no lo encontrarás, Mike.
Sampson abrió los ojos de par en par.
—Tú no estás bien de la cabeza, Gil —rezongó.
—Es que quiero que compruebes una cosa, Mike. Si el aparato
no está, entonces es que lo asesinaron para llevárselo.
—¿Quién?
—El diablo lo sabe —rezongó Staffer de mala gana—. Sólo trato
de comprobar mi teoría.
—Sí, que Chalonne fue muerto por los que se llevaron el artefac-
to.
—Exactamente.
Sampson se puso en pie.
—Eres un buen amigo y te haré ese favor. Pero permíteme que te
diga que esto no tiene relación alguna con tu asunto.
—¿Quién sabe? —respondió el joven preocupadamente.

***
El abogado que defendía a Staffer fue a verle al día siguiente.
—El panorama que se le presenta es muy negro —confesó sin
rodeos—. Es un militar, la borrachera no es precisamente un ate-
nuante.
—Lo sé —dijo el joven.
—Apenas si podré limitarme a otra cosa que a pedir clemencia.
—Sé que hará todo lo que esté en sus manos para defenderme.
Pero se me ha ocurrido una idea, que acaso sirva para mejorar un
poco mi situación.
—Explíquese —pidió el letrado.
—Un reconocimiento psiquiátrico.

65
—No estaría mal —reconoció el abogado—. Es posible que, en
efecto, nos ayudase en algo. Supongo que el fiscal nombrará a su
propio psiquíatra, en tanto que nosotros podremos traer al nuestro.
¿Tiene usted algún nombre elegido?
—Lo dejo en sus manos. Supongo —añadió—, que habré de ser
trasladado al Hospital Militar. Todavía no he sido juzgado y conti-
núo manteniendo ciertos privilegios.
—Eso es verdad, capitán. Daré los pasos necesarios inmediata-
mente.
—Gracias, abogado —sonrió el joven—. Estoy seguro de que lo
conseguirá.
Staffer regresó a su celda. Tal vez, se dijo, se le presentase la oca-
sión de escapar del Hospital.
Seguiría investigando porque, no le cabía la menor duda, lo que
le había sucedido estaba relacionado de algún modo con el casco
que había llevado a su infeliz amigo asesinado.

66
X
El casco habla sido metido en una valija diplomática, que luego
fue llevada a un cohete intercontinental. Más tarde, unos hombres se
hicieron cargo del aparato y volaron con él hasta cierto lugar situado
muy al Este de los Montes Urales, donde la Alianza Panoriental te-
nía instalados algunos laboratorios ultrasecretos.
Los sabios que trabajaban en aquellos laboratorios pusieron ma-
nos a la labor inmediatamente. Lograron entrever la utilidad del ar-
tefacto, pero no tenían modo de comprobarlo.
Como consecuencia de sus trabajos, que se realizaron a marchas
forzadas, fue despachado un mensaje cifrado, que más tarde fue
traducido a lenguaje ordinario, decía:

«Precísase investigar su procedencia con absoluta


exactitud y su relación con otros aparatos sin los cua-
les la muestra creemos no puede trabajar. Encarece-
mos urgencia.»

El mensaje fue entregado a los hombres que habían asaltado la


casa de Chalonne.
—Tendremos que ir al laboratorio de Mazzola —dijo uno de
ellos.
—Esta misma noche —añadió el otro.
—Está bien —contestó su jefe—. Pero no regresen sin los infor-
mes pedidos.
—Los tendrá sin falta.
—No fallaremos.

***
Los psiquíatras habían terminado su reconocimiento.
—Completamente normal —dijo el psiquíatra de la policía.

67
—Lamento tener que decir que no encuentro en él nada de parti-
cular—informó el psiquíatra propuesto por el defensor.
Staffer miró hacia la puerta de la habitación. Al otro lado, había
dos policías militares. Imposible soñar con la evasión proyectada.
—No obstante —dijo el psiquíatra de la defensa—, convendría
completar el examen del sujeto con un electroencefalograma.
—Estoy de acuerdo con usted, colega —dijo el psiquíatra de la
policía.
Staffer había sido trasladado al Hospital. El vicedirector del
mismo, así como su abogado, habían asistido al examen.
—Muy bien —asintió el vicedirector—. Trasladaremos inmedia-
tamente al paciente a la sala de E. E. G.
El traslado se llevó a cabo inmediatamente. El encargado de rea-
lizar el electroencefalograma esperaba ya allí.
El doctor David se sorprendió muchísimo al ver a Staffer como
paciente.
—¿Me conoce usted, doctor? —preguntó el joven.
—No —sonrió David—. ¿Por qué me lo pregunta, capitán?
—Me pareció que... Bien, no importa. ¿Cuándo empezamos?
—Ahora mismo. Tiéndase en ese diván, por favor.
—Mientras usted realiza su labor, nosotros esperamos el resul-
tado en la cafetería del hospital —dijo el vicedirector—. Caballeros,
les invito a una taza de café. Dejemos solo al doctor David con su
paciente.
Se marcharon todos. Los policías militares quedaron en la puer-
ta.
—Relájese, capitán —indicó David—. Deseche sus preocupacio-
nes.
—¿Usted cree? —sonrió el joven de mala gana.
David empezó a manipular con sus aparatos. Al cabo de unos
momentos, sujetó a la cabeza de Staffer el casco con los electrodos
que recogerían los impulsos eléctricos de las células nerviosas del
cerebro del paciente y, una vez amplificados, serían registrados en la
gráfica del aparato.
A los pocos minutos, el médico empezó a trabajar. La aguja iba
registrando en la cinta de papel las oscilaciones que se producían en
el cerebro de Staffer.
68
Media hora más tarde, David dio por terminado el experimento.
—Puede levantarse, capitán —dijo.
Staffer se puso en pie.
—¿Qué noticias me da usted, doctor? —preguntó.
—¡Psé! —contestó David evasivamente. Se acercó a un interfono
y anunció que el trabajo había terminado.
Luego abrió la puerta.
—Pueden llevarse al paciente —ordenó.
Staffer se dispuso a salir. Pero, antes de cruzar, se volvió hacia
David.
Acababa de recordar una cosa que tenía olvidada desde hacía
muchos días.
—Doctor David —dijo—, hace ya bastantes días, un amigo mío
me dijo que un científico... no recuerdo ahora su nombre, había in-
ventado un aparato con el cual era factible realizar el E. E. G. a dis-
tancia...
—Alargando los cables, supongo —sonrió David.
—No, no; precisamente ahí está la gracia del invento... si es que
un cacharro de este tipo puede tenerlo. Decía que podían hacerse los
E. E. G. por radio.
—¡Absurdo! ¡En mi vida he oído una tontería mayor!
Staffer puso cara de circunstancias.
—Lo siento, doctor; no quise ofenderle. Pero leí la noticia en un
periódico...
—El que la redactó era un tipo ávido de sensacionalismo —
contestó David severamente—. Como la mayoría de los periodistas
—añadió en tono de desprecio.
—Todos no, doctor...
—Aquél, sí —afirmó David. De pronto, sonrió —: Dispénseme,
estoy un poco nervioso. Compararé su E. E. G. con el que ya tene-
mos aquí archivado.
—No se preocupe —contestó el joven—. Serán idénticos.
Los policías le devolvieron a su habitación. Staffer estudiaba con
ahínco el modo de escaparse, pero no veía solución alguna.
Mientras tanto, David había reunido al vicedirector, a los psi-
quíatras y al abogado del preso.
—He realizado el E. E. G. del detenido —informó.
69
—¿Y...? —preguntó el psiquíatra de la defensa.
—Muestra ciertas oscilaciones irregulares que, en mi opinión,
indican tendencia a la agresividad, con ciertos toques de megaloma-
nía. Pero esto no significa que no sea enteramente responsable de
sus actos. —David sonrió—. A veces, todos somos agresivos y, a ve-
ces, también somos un poco megalómanos.
—En fin —exclamó el defensor —, que no tiene escapatoria.
—No —respondió David con gran énfasis—. Está enteramente
sano de mente y cuerpo.

***
Sacchino y Bruchsel se aburrían jugando a las cartas.
Una luz roja centelleó de pronto por encima de sus cabezas.
—¡Eh, tú! —dijo el primero—. ¡La señal de alarma!
Bruchsel desenfundó la pistola provista de silenciador.
—¿Quién puede ser? —preguntó.
—David no, desde luego. Ése conoce el mecanismo de descone-
xión.
—¿Entonces...?
—Apaga la luz, pronto. Quien viene, sea quien sea, es un enemi-
go.
Bruchsel se levantó de un salto y bajó el interruptor. La estancia
quedó a oscuras.
Un tenue resplandor penetraba por la ventana próxima. Los dos
hombres, sin pronunciar una sola palabra, se situaron a ambos lados
de la puerta.
Se oyó un ruidito en el exterior, como si alguien estuviese mani-
pulando en la cerradura. A los pocos momentos, se oyó un chasqui-
do.
La puerta giró lentamente. Dos sujetos penetraron cautelosa-
mente en la estancia.
Sacchino y Bruchsel se miraron y asintieron en silencio. Luego,
ambos a una, levantaron sus manos armadas con sendas pistolas.
Simultáneamente, brotaron dos llamaradas. No se oyó el menor

70
ruido; el último tipo de silenciador respondía perfectamente al fin
para el que había sido creado.
Las balas alcanzaron su blanco. Cada, una de ellas penetró en un
cráneo, por la nuca. Los intrusos saltaron convulsivamente y se des-
plomaron de bruces.
Sacchino cerró la puerta y encendió la luz. Contempló con
asombro los cuerpos que yacían en tierra.
Se arrodilló al lado de uno de ellos y le dio la vuelta.
—¡Diablos! ¿Le conoces, Michel? —preguntó.
—No le había visto en mi vida, Sandro —respondió el belga.
Bruchsel volvió al otro. También le resultó desconocido.
—¿Habremos cometido un error liquidándolos? —se preguntó.
—No —dijo Sacchino firmemente—. Entraban subrepticiamente.
No llamaron a la puerta del jardín, sino que la descerrajaron, como
hicieron aquí. Por lo tanto, sus propósitos no podían ser buenos de
ninguna manera.
—¿No serán éstos los que liquidaron a Chalonne? —sugirió
Bruchsel.
—Tal vez —convino Sacchino pensativamente—. Registrémos-
les.
El registro no aclaró ninguna de sus dudas. Los cadáveres conti-
nuaron en el mismo sitio, hasta que llegó David.
El científico observó pensativamente los cuerpos, mientras sus
dos esbirros le informaban de las circunstancias acaecidas.
—Aquí hay gato encerrado —murmuró al cabo.
—¿Enemigos de Ditelli? —preguntó Sacchino.
—Si se refiere a adversarios políticos, creo que no; son repug-
nantemente honrados. Además, no saben nada de nuestras relacio-
nes, por lo que esa sugerencia carece de verosimilitud. No —agregó
David pensativamente—, éstos pertenecían a otra banda... Posible-
mente extranjera.
Bruchsel silbó.
—¡Diablos! ¿Se refiere a la Alianza Panoriental?
—Es posible —convino David—. Tienen espías por todas par-
tes... Y ello justificaría la muerte de Chalonne y la desaparición del
casco.
—Esto se complica, jefe —rezongó Sacchino—. Si intervienen los
71
orientales... Tal vez reclamen por la desaparición de sus agentes, si
es que, efectivamente, eran agentes suyos.
David rio tenuemente,
—Hay ciertos casos en que las reclamaciones están fuera de lu-
gar, porque hacerlas equivaldría tanto como a delatarse. Callarán, os
lo aseguro.
—Quizá envíen a otros aquí. Es evidente que... su jefe tiene que
estar enterado de la misión que les había confiado. Al ver que no
vuelven, sospecharán de nosotros.
—Si han sido los panorieniales... —David reflexionó rápidamen-
te durante unos momentos—. Sí, es posible que envíen algún otro a
ver qué ha pasado. En tal caso, lo quiero vivo. ¿Estamos?
—De acuerdo —contestaron los dos esbirros a dúo. Y Bruchsel
preguntó —: ¿Qué hacemos con estos fiambres?
David emitió una risa de timbre siniestro.
—El profesor Mazzola está muy solo en el jardín. Le agradará
tener compañía —contestó.

72
XI
El humor del presidente Boolton era por aquellos días más som-
brío que nunca. Zina lo advirtió inmediatamente.
—Siento lo que te pasa, tío —murmuró.
—Eso no debe preocuparte, Zina —respondió Boolton, mientras
firmaba los documentos que le había llevado la muchacha.
—¿Por qué no? Los acontecimientos de los últimos días deben
afectarme tanto como a ti. Y ello sigue abonando mis suposiciones
que, como tú sabes, se derivan de las tuyas... y de lo que le ocurrió al
capitán Staffer.
El presidente suspendió la firma y se reclinó sobre el respaldo de
su sillón.
—Esto empieza a preocuparme, la verdad —comentó amarga-
mente—. En una semana, tres o cuatro sujetos, todos ellos con altos
cargos en distintos ministerios, han cometido varias faltas para las
cuales no han sabido hallar una justificación medianamente plausi-
ble. Todos ellos han declarado, en las investigaciones preliminares,
que no pueden afirmar los motivos que les indujeron a cometer he-
chos de una inmoralidad patente: admisión de sobornos, especula-
ción con bienes del gobierno... y cosas todavía peores. Simplemente,
se sintieron compelidos a hacerlo y... y eso es todo, Zina.
—Lo mismo le pasó a Gil... Perdón, al capitán Staffer.
—Los periódicos hablan que mi administración está corrompida.
Mi derrota en las próximas elecciones será aplastante.
—A ti no debe alcanzarte el escándalo —protestó la muchacha.
—¿Cómo que no? —dijo el Presidente en tono sombrío—. Esos
hombres fueron puestos ahí con mi aprobación, por otros hombres a
los cuales había confiado yo puestos ministeriales. Cualquier cosa
que hagan, redunda en desprestigio mío.
Zina frunció el ceño.
—Tío, esto es cosa de Ditelli.
—Me lo imagino.
—Ditelli ha montado una conspiración contra ti en gran escala,

73
por medios que no tienen nada de limpios. ¿Por qué no lo desen-
mascaras de una vez?
—¿De qué manera? ¿Diciendo que ha convencido a esos hom-
bres de que cometan tales actos? Si mencionase una cosa semejante,
me convertiría en el hazmerreír de la gente, Zina.
—Ditelli emplea métodos que desconocemos... Tal vez el hipno-
tismo o algo parecido. Recuerda, insisto, al capitán Staffer. Recuerda
a los demás. Todos ellos eran hombres intachables. ¿Por qué realiza-
ron unos actos tan desagradables? ¿No es cierto que todos ellos han
declarado, como lo declararon Farraley, Duvailer y von Diechs, que
se sintieron compelidos a hacer tales cosas, sin que pudieran evitar-
lo?
—Sí, pero...
—Hay que descubrir la fuente de esas perturbaciones, si es que
se puede aplicar una calificación tan suave —exclamó Zina enérgi-
camente—. Si no lo hacemos, Ditelli ganará las elecciones... y tú sa-
bes lo que ocurrirá después en el plano internacional, sobre todo,
cuando se entere del plan de defensa. Es capaz de arrasar la Alianza
Panoriental, sabiendo que su respuesta resultaría estéril. Debemos
evitarlo, tío, por todos los medios a nuestro alcance.
—Pero, es que no se me ocurre nada —se quejó Boolton.
—Yo tengo una buena idea. Y no me llames loca —dijo Zina.
—Habla, muchacha.
—Mañana juzgan al capitán Staffer.
—No me pidas que lo indulte. Sería la gota de agua que...
—En absoluto se me ocurriría formularte semejante petición, tío.
Pero el capitán Staffer podría evadirse después de haber sido juzga-
do.
Sobrevino una pausa de silencio.
—Zina —dijo Boolton lentamente—, lo que me estás pidiendo es
cien veces peor que la concesión de un indulto.
—Estoy segura de que Staffer sabrá llegar al fondo del asunto.
Tú tienes medios para que... se «afloje» la vigilancia después del jui-
cio. Ese escándalo no te afectaría a ti; jamás le has visto ni tenido con
él la menor relación. Para el público, es un simple oficial que come-
tió un atraco y luego se evadió a fin de eludir la condena.
—¿Y si no consiguiera nada?
74
Los ojos de Zina despidieron un vivo fulgor.
—Yo te prometo que él volvería a entregarse —dijo firmemente.
Boolton sonrió.
—Parece que estás muy interesada por tu capitancito —comentó.
Un vivo rubor afloró a las mejillas de la muchacha.
—Le aprecio mucho —contestó simplemente.

***
Mike Sampson arrojó el paquete de cigarrillos por encima de la
reja de alambre. Staffer lo atrapó al vuelo y se puso uno entre los la-
bios.
—Mañana te juzgan —dijo el periodista—. ¿Puedo hacer algo en
tu favor? De lo de Chalonne, nada de nada.
—Gracias, Mike, pero ya está todo hecho.
—Creo que te examinaron los psiquíatras.
—Sí. Y me declararon sano completamente. Era casi mi último
cartucho.
—¿Cuánto te pide el fiscal?
—Cinco años. Degradación y expulsión incluidas, por supuesto.
—Un bonito panorama, a fe —convino el periodista mientras en-
cendía su pitillo —. ¿De veras no hubo solución con lo de los psi-
quíatras?
—No. Incluso el encefalograma... —Staffer rio tristemente—. Y
tú que decías que había un tipo capaz de hacerlos por radio, a dis-
tancia. Ya ves, tuvieron que llevarme al Hospital para hacerme uno
nuevo...
—Sí, era el profesor Mazzola. Bueno, al menos, eso es lo que me
dijo él; yo no entro ni salgo en el fondo de la cuestión.
—El médico que me lo hizo te puso verde —sonrió Staffer—. Di-
jo que no era posible... Imaginaciones de periodista dado al sensa-
cionalismo. Bueno, al menos eso es lo que declaró el doctor David.
Los ojos de Sampson centellearon.
—¿Has dicho David? —preguntó.
—Sí. ¿Le conoces?

75
—¡Qué raro! —comentó el periodista—. El ayudante principal
del profesor Mazzola se llamaba igual.
—Debe de tratarse de una coincidencia, Mike.
—¿Coincidencia? ¿En E. E. G.? Vamos, no me hagas reír, Gil.
Tiene que ser el mismo... ¿Qué aspecto tenía?
Staffer hizo una descripción de David.
—Sí —dio Sampson—, es el mismo. Pero no comprendo cómo,
siendo ayudante de Mazzola, fue capaz de emitir un juicio tan seve-
ro acerca de los trabajos de su principal. Mazzola estaba convencidí-
simo de que su aparato de R. E. E. G. —radioelectroencefalograma
—daría plenos resultados. Tú ya sabes cómo funciona un electroen-
cefalógrafo, ¿no?
—Sí, conozco los principios rudimentarios —contestó el joven,
interesadísimo por el giro que estaba tomando la conversación—.
Las células del cerebro que están en actividad, tienen una carga eléc-
trica negativa, que las diferencia de las que están en reposo. Los
electrodos recogen esa carga y, por medio de un potente amplifica-
dor, se van registrando las oscilaciones del potencial...
—Bueno, pues eso es lo que había conseguido realizar el profe-
sor Mazzola. Su aparato transformaba la actividad eléctrica de las
células nerviosas en ondas electromagnéticas, que eran potenciadas
por un poste emisor de radio, el cual, como es lógico, tenía también
su estación receptora. Ésta transformaba las señales en trazos gráfi-
cos, análogos a los que se hubieran obtenido con un electroencefaló-
grafo ordinario y... Oye, es muy posible que sí, que sea cierto lo de
ese invento.
Una idea empezó a bullir en la mente del joven, aunque todavía
no habla conseguido darle forma concreta.
Pero la discordancia entre las manifestaciones de David y las de
su amigo le preocupaba profundamente.
¿Estaba en Mazzola la solución de aquel enigma que tanto le
preocupaba?
—Oye, Mike —dijo de pronto.
—Dime, Gil.
—Antes le ofreciste para ayudarme en lo que necesitara.
—Desde luego. ¿Qué quieres de mí?
—Vuelve a ver a Mazzola. Entérate bien del funcionamiento de
76
su aparato. Sácale todos los detalles que puedas...
—Pero no entiendo en qué puede ayudarte esto —objetó el pe-
riodista.
—Tú habla con Mazzola y no te preocupes de más —insistió
Staffer—. Y cuanto antes le veas, será mejor para todos. Escucha,
Mike, tú estás enterado de todos los sucesos de que han sido prota-
gonistas algunos ministros y, en los últimos días, varios altos fun-
cionarios de la administración del gobierno.
—Sí. En mi vida había presenciado una corrupción semejante...
—En serio, Mike, ¿tú crees que todos ellos lo hicieron por su
propia voluntad? ¿Crees que yo soy un tipo que va por ahí atracan-
do a la gente con una pistola?
Sampson se pellizcó el labio inferior con gesto profundamente
pensativo.
—Hombre, ahora que me lo dices... La verdad, sí, suena un poco
raro que personas que fueron siempre respetables se metan en asun-
tos de soborno, chantaje, extorsión... Y uno de ellos hasta de trata de
blancas.
—Farraley tenía otra cuenta. ¿Por qué firmó un cheque en la que
estaba agotada? Duvailer fue siempre la austeridad personificada.
Jamás se le había visto en un sitio como el «Caribe Flameante»... Von
Diechs es incapaz de matar a una mosca... y a éste le conocía bien
yo... ¿Qué me dices de los demás altos funcionarios atrapados con
las manos en la masa por diversos delitos? ¿Qué me dices, en fin, de
mí mismo?
—Pero, entonces, si es cierto, ¿cómo diablos os obligaron a hacer
tales estupideces? ¿Os hipnotizaron? ¿Drogas?
—Yo no lo sé, Mike. Lo único que puedo decirte es que, de re-
pente, sentí el impulso de emborracharme y luego, sin saber cómo,
saqué la pistola y... ¡Pero si ya salí de casa pensando en que tenía
que atracar a alguien!
—¿Quién te inculcó semejante idea?
—No puedo contestarte, Mike. «Tenía» que hacerlo, no podía re-
sistirme... y estoy seguro de que, a todos los demás, les sucedió algo
por el estilo. Anda, muchacho, ve a ver a Mazzola y habla con él.
Sonsácale todo lo que puedas, te lo ruego.
—Está bien. Puesto que tú lo dices... Es muy raro, en efecto, de-
77
masiado raro... Demasiados funcionarios venales. —Los ojos de
Sampson centellearon de pronto—. Pero, si averiguásemos la ver-
dad, ¿qué haría yo, en tal caso?
—¿Por qué me lo preguntas? —se sorprendió el joven.
—Esos escándalos perjudican a Boolton, a la vez que benefician
a Ditelli, quien será su próximo oponente en las elecciones. Yo traba-
jo para un periódico favorable a Ditelli.
Staffer miró fijamente a su amigo.
—Un periodista —respondió—, ¿para quién trabaja: para sus
amigos, si es que se puede llamar así a Ditelli o para la verdad?
—Me costará el empleo —dijo Sampson en tono plañidero.
—Lleva la información a los rivales de Ditelli. Ellos te colocarán
y de muy buena gana.
—«¡Alea jacta est!» —pronunció la cita latina—. Que, como todo
el mundo sabe, quiere decir: «Sampson a la calle».
—O a la fama, ¿quién sabe? —sonrió Staffer.
En aquel instante se abrió la puerta del locutorio.
—Vaya —dijo el periodista—, mira quién viene a verte.
Zina avanzó hacia la mesa, con las mejillas cubiertas de carmín.
—Señor Sampson —dijo—, quiero pedirle perdón por la rociada
de tinta que...
—No se preocupe, señorita Morris —sonrió el periodista—.
Aquello está ya muerto y enterrado.
—Es usted muy generoso —agradeció ella.
Sampson miró al preso.
—Tuvo usted un magnífico intercesor... que ahora está deseando
quedarse a solas con usted. Adiós, Gil. Señorita...
Zina y Staffer se quedaron solos. Apenas salido el periodista,
Zina se sentó frente al joven y le miró con ojos excitados.
—Gil, ¿le gustaría descubrir al autor de todos estos desaguisa-
dos?
—Y pegarle también un buen puñetazo en la nariz —rezongó el
joven—. Pero me imagino que habré de esperar unos cuantos años
antes de conseguirlo... Justo los años de mi condena.
—Puede conseguirlo mucho antes —afirmó ella.
—Dígame cómo y daré unas cuantas zapatetas en su honor —
contestó Staffer con amargo sarcasmo.
78
Zina empezó a trazar círculos con la yema del índice sobre la
superficie de la mesa.
—Bueno —dijo en tono renuente—, a veces... la vigilancia de un
preso... se descuida un tanto y... y el preso aprovecha para escapar.
Sobre todo, si tiene... si tiene quien le ayude con los medios necesa-
rios para consumar la evasión.
Los ojos del joven brillaron de pronto.
—Zina, es usted una chica maravillosa. Dios la bendiga —
manifestó con toda sinceridad.

79
XII
Cuando pronunciaron su nombre, Olga Stuart avanzó conto-
neándose hacia el estrado de testigos, en medio de las miradas de
admiradores —y tal vez algo más—, de todos los varones que había
en la sala de justicia.
La rubia vestía un ceñidísimo traje de una sola pieza, de color
oro, que daba la sensación de ir a estallar de un momento a otro. Se
sentó en el sillón, cruzó las piernas y juró negligentemente sobre la
biblia que le presentaba el oficial del juzgado.
El oficial comenzó inmediatamente su interrogatorio. Olga res-
pondió sin turbarse lo más mínimo, dirigiendo frecuentes sonrisas
hacia el procesado, que se hallaba en el lugar correspondiente, junto
a su abogado.
—Sí, claro que estuvimos juntos... No, no... sólo tomamos tres o
cuatro copas... ¿Borrachos? En absoluto, señor fiscal; apenas ale-
gres... Buen humor sí que teníamos... ¿Qué por qué quiso robar al
barman? Oh, fue un acto de galantería por su parte...
Las risas estallaron en la sala. El mazo del juez golpeó frenética-
mente la mesa, mientras los fotógrafos hacían relampaguear sus
lámparas. Olga sacó el busto y enseñó una dentadura perfecta, a fin
de salir más favorecida en las fotografías.
—¡Un acto de galantería! —rugió el fiscal.
Staffer se daba a todos los demonios. La declaración de Olga no
le iba a beneficiar en nada.
Y no tenía noticias de Sampson.
—Sí, señor fiscal —continuó Olga, sin dejar, de hacer dengues y
mohines y procurando en todo momento hacer resaltar sus exube-
rantes gracias corporales—. Yo me había olvidado el dinero en casa
y el acusado dijo que no me preocupase, que él me daría todo lo que
necesitase para pagar la consumición. Entonces, sacó la pistola y
amenazó al barman...
—¡Eso es todo, señorita Stuart! —rugió el fiscal—. El defensor
tiene ahora su oportunidad.

80
El defensor se puso de pie.
—¿Cuántas copas tomaron ustedes, señorita Stuart? Cada uno,
por supuesto.
—Oh, cuatro o cinco.
—¿Qué clase de licor? ¿Suave, fuerte?
—El acusado pidió algo parecido a «jugo de tarántulas con ex-
tracto de curare...».
Staffer se tapó la cara con las manos, mientras el juez se esforza-
ba heroicamente en imponer silencio con su mallete.
El defensor apretó los dientes.
—He terminado. Señorita —dijo.
—La testigo puede retirarse —indicó, el juez.
—Muchísimas gracias, Señoría. Gracias a todos —sonrió Olga. Y,
cuando los fotógrafos reincidieron en sus disparos, volvió a adoptar
de nuevo la postura que más la favorecía.
El orden se rehízo cuando Olga fue retirada, por fin, de la circu-
lación. Entonces, el juez dispuso que el jurado se retirase a deliberar.
El jurado regresó diez minutos más tarde. El veredicto, que Staf-
fer escuchó de pie, fue de culpabilidad.
Luego, a una indicación del alguacil, se enfrentó con el juez.
—La sentencia es de cinco años de prisión —dictó el juez—,
aparte de las sanciones colaterales que puedan serle impuestas por
el Ejército. Caso fallado.
Los asistentes empezaron a dispersarse. El defensor empezó a
meter los papeles en su cartera.
—El caso estaba perdido desde un principio —dijo—. Y esa es-
túpida no mejoró su posición, desde luego.
—Lo sé —contestó el joven sombríamente.
—Hice lo que pude, eso es todo. Lo siento, capitán. Adiós.
Dos guardias se acercaron al joven. Staffer inspiró con fuerza.
—¿Vamos?
El joven asintió y se dirigió a una puerta lateral. El corazón le la-
tía violentamente.
¿Saldría bien el plan propuesto por Zina?
Olga le llamó en aquel momento.
—¡Gil!
Staffer se volvió. La rubia corría hacia él.
81
—Siento lo ocurrido, Gil. Estoy segura de que no lo hiciste por tu
voluntad —dijo.
Staffer frunció el ceño.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó.
—Bueno. —Olga se encogió de hombros—. Un oficial no hace
nunca esas cosas. Lo hiciste por mí, ¿verdad?
Las manos del joven cayeron desmadejadamente a los costados.
Por un momento había llegado a figurarse que la rubia sabía algo.
Pero no, era una tonta de remate, tan tonta como hermosa.
—Claro —sonrió. ¿Qué le costaba halagarla un poco?—. Lo hice
por ti, preciosa.
Ella se le colgó al cuello y le estampó un fuerte beso en los la-
bios.
—Iré a verte todos los meses a la cárcel —prometió—. Acuérdate
de mí y de mi dirección para escribirme; vivo en la calle trescientos,
número dos mil cuatrocientos cincuenta y cinco. ¡No te olvides, co-
razón!
—Me acordaré —prometió Staffer. ¡Que el diablo le llevase si
pensaba verla otra vez!
Uno de los guardias le tocó en el hombro. Olga dejó que una la-
grimita resbalase por sus mejillas. ¡Qué pena, un hombre tan guapo
y... cinco años en la cárcel!
Flanqueado por sus guardianes, Staffer recorrió varios pasillos,
hasta llegar a la puerta que daba a la parte posterior del edificio de
los tribunales. Uno de sus custodios abrió la puerta.
Cruzaron el umbral. Staffer miró a derecha e izquierda.
Sí, Zina estaba allí, a treinta metros de distancia, con el vehículo
dispuesto al borde de la acera.
Había otro preparado para él y para sus guardianes. De repente,
Staffer extendió ambos brazos a la vez, empujando a los policías,
que se tambalearon.
Echó a correr. Alguien lanzó un grito de alarma.
Staffer se cruzó con una mujer, que empezó a chillar frenética-
mente. Un hombre, poseído de un inoportuno espíritu chico, com-
prendió lo que pasaba y se dispuso a cerrarle el paso.
Staffer bajó la cabeza y arremetió contra el sujeto, derribándole
con las piernas por alto. El aeromóvil estaba ya a cuatro pasos de
82
distancia.
Se abrió una de las puertas del vehículo.
—¡Aprisa, Gil! —gritó la muchacha.
Staffer se zambulló dentro del aparato, que arrancó de inmedia-
to con un agudo ángulo de ataque. La calle se alejó rapidísimamen-
te.
Staffer escorzó el cuerpo para mirar por una de las ventanillas.
Los guardias blandían los puños con gestos exasperados.
Lanzó un fuerte suspiro y se reclinó en el asiento. Zina, sin des-
atender el gobierno del aparato, se volvió hacia él y le dirigió una
animadora sonrisa.
—Todo ha salido bien, Gil —dijo.
—Su padrino debe quererla mucho, cuando se arriesga a hacer
una cosa semejante.
—Confía en mí —respondió Zina llanamente—. ¿Cómo se en-
cuentra?
—Por ahora, bien. Más adelante... ¿Qué planes tiene, Zina? Su-
pongo que habré de permanecer escondido durante algún tiempo.
—Ahora vamos a un apartamiento que tengo alquilado. Debe
cambiar de apariencia y de ropa. Ya lo he preparado todo.
—No olvida detalle —comentó él.
—Quiero ayudar a mi padrino —declaró Zina, con el semblante
ensombrecido—. Y creo que usted puede hacer bastante.
—Eso espero, Zina.
—Si no es así, me comprometí por usted. En caso de fracasar de-
berá presentarse para cumplir la condena. Mi padrino accedió a
ayudarme bajo esa condición.
La ciudad desfilaba rápidamente bajo ellos. Staffer emitió un
prolongado suspiro.
—Lo haré —prometió—. Una cosa u otra, téngalo por seguro. —
Miró hacia atrás—. No nos siguen —observó.
—La alarma ha sido dada equivocadamente —manifestó la mu-
chacha.
—Piensa usted en todo —sonrió él.
Zina no contestó, atenta al gobierno del aparato. De pronto, mo-
vió uno de los mandos y el aeromóvil perdió altura y velocidad.
Instantes más tarde, se detenían en la terraza de un edificio. Zina
83
abrió la puerta y saltó a tierra.
—Sígame, Gil.
Los dos jóvenes se dirigieron hacia la puerta que accedía al inte-
rior del edificio. Tomaron el ascensor, que les llevó a veinte pisos
más abajo.
Salieron al corredor y caminaron unos cuantos pasos, hasta que
Zina se detuvo delante de una puerta. Sacó la llave de su bolso y
abrió.
Momentos más tarde, echaba el cerrojo.
—Éste será su refugio —indicó ella.
Staffer examinó el interior del apartamiento. Era de un tipo co-
rriente, discreto, como los había por centenares de millares. Zina
caminó hasta una mesita y tomó de ella unos objetos que entregó al
joven.
—Su documentación —dijo—. Como irá disfrazado, usará tam-
bién otro nombre, por si sufriese algún tropiezo. Se llamará Frank
Parr... pero nadie más que usted podrá sacarle de ese eventual tro-
piezo. Mi padrino ya no puede hacer más.
—Comprendo —repuso Staffer—. ¿Cuál va a ser mi disfraz?
—Cambiará de fisonomía, sencillamente. Se teñirá el pelo de ru-
bio, su tez será algo más tostada y se pondrá un bigote postizo. Con
eso será más que suficiente. En el cuarto de baño tiene todos los
elementos necesarios y en un armario ropa nueva. La dispensadora
de alimentos está al corriente.
—Creo que es suficiente. ¿Se marcha ya, Zina?
—Sí. Debo volver a mi trabajo. No puedo permanecer más tiem-
po fuera.
—Por supuesto. Cuando sepa algo, ya la llamaré.
—No se olvide de usar su nuevo nombre.
—Frank Parr. Lo tendré en cuenta —sonrió Staffer—. Y, una vez
más, muchas gracias, Zina.
Ella le dirigió una sonrisa desganada.
—También lo hago por egoísmo, Gil —confesó.
Poco después, Staffer empezó a trabajar en el cuarto de baño. Al
cabo de una hora, su tez había tomado un color agradable tostado y
sus cabellos poseían un pronunciado color rubio. El bigote concor-
daba admirablemente con el pelo.
84
—Desde luego —comentó a media voz, mientras se miraba al
espejo—, si yo no supiera que soy yo, diría que ese tipo de ahí en-
frente es otro.
Sonrió complacidamente. Con la nueva documentación y aquella
apariencia, se sentía seguro de desafiar a todas las patrullas policia-
les... si a alguna se le ocurría curiosear demasiado.
Salió del baño y se dirigió al salón. Sentóse frente al visófono y
marcó un número.
—Quiero hablar con el señor Sampson —dijo a la joven que apa-
reció en la pantalla.
—Un momento, por favor. ¿Su nombre, caballero?
—Frank Parr, señorita.
—Diga, señor Parr —habló Sampson desganadamente.
Staffer sonrió. Su amigo no le había reconocido.
—Deseaba hablarle acerca de una pistola cargada con tinta —
manifestó—. Por visófono, no, claro. En mi casa resultaría más dis-
creta la conversación.
Los ojos de Sampson se dilataron por el asombro. Fue a decir al-
go, pero él mismo se tapó la boca con su propia mano.
Hubo un instante de silencio. Luego Sampson, rehaciéndose de
la sorpresa, contestó:
—Si me indica su dirección, acudiré con mucho gusto, señor
Parr.
Staffer se lo dijo.
—Estaré allí antes de media hora —prometió el periodista. Y cor-
tó.
Staffer cerró el conmutador. Se puso en pie y caminó hasta la
dispensadora de alimentos, en cuyo teclado marcó un abundante y
sustancioso menú. La comida carcelaria era buena y nutritiva, pero
monótona.
Estaba terminando de comer, cuando sonó el timbre de la puer-
ta. Se limpió los labios con una servilleta, se puso en pie y cruzó el
salón.
Sampson cruzó la puerta y le miró con ojos de pasmo.
—¡Cielos! Gil, ¿qué diablos has hecho? La noticia de tu evasión
acababa de llegar a la redacción cuando... ¿Cómo lo conseguiste?
—Era una evasión preparada —confesó el joven llanamente—.
85
Anda, siéntate; voy a darte una taza de café.
—Con golas —pidió el periodista—. Lo estoy necesitando.
Staffer sonrió. Preparó el café y echó en él una buena ración de
licor. Luego entregó la taza a su amigo.
—Y bien, ¿qué has averiguado? —preguntó.
—Mazzola no está —respondió Sampson—. Por lo tanto, no he
podido entrevistarme con él.

86
XIII
El muy honorable embajador de la Alianza Panoriental, Yu-
Ling-Tsu hizo mover distraídamente con los dedos la tarjeta de visi-
ta que uno de sus secretarios acababa de entregarle.
El nombre le resultaba desconocido por completo. Se preguntó
qué querría decirle aquel sujeto.
Volvió a leer:

Prof. H. DAVID
Neurólogo

Era todo cuanto decía la tarjeta. Ni siquiera ponía la dirección


del científico.
—Espero que ninguno de los miembros del personal de la emba-
jada esté afectado de los nervios —murmuró. Y luego miró al secre-
tario—. Hágale pasar.
—Sí, excelencia.
David cruzó la puerta segundos más tarde. Avanzó unos pasos y
se detuvo a un metro de la mesa.
—Excelencia —saludó.
El embajador extendió la mano.
—Siéntese, profesor —indicó amablemente—. ¿Cigarrillos? ¿Al-
go de beber? —invitó.
—Muchísimas gracias, excelencia. Si me lo permite, entraré in-
mediatamente en el tema del asunto que me ha movido a visitarle.
—Adelante, pues —dijo el embajador con acento benevolente.
—Su excelencia me permitirá contarle una pequeña historia, que
procuraré resumir lo más posible. —David hablaba tranquila y so-
segadamente—. Hará ya unos cuantos días, un notable especialista
en electrónica resultó asesinado por unos desconocidos, que le dis-
pararon dos balazos. Los desconocidos se llevaron luego del labora-
torio de Jean Chalonne, que así se llamaba la víctima, un aparato
que tenía una utilidad determinada, que sólo podía ser conocida de

87
quienes supieran su manejo y los fines a que estaba destinado.
«Imagino —siguió David—que ese aparato emprendió un lar-
guísimo viaje, para ser estudiado luego por unos científicos que vi-
ven a millares de kilómetros de esta ciudad y que, incapaces de adi-
vinar totalmente la utilidad del artefacto, debieron de solicitar la ob-
tención de mayores detalles. Los hombres que habían conseguido el
aparato trataron luego de obtener los detalles solicitados, pero, se-
gún mis noticias, sufrieron un desgraciado accidente y abandonaron
este valle de lágrimas.
Ni un músculo se movió en el impasible rostro de Yu-Ling-Tsu.
Por fin tenía la pista de los dos agentes que habían desaparecido tan
misteriosamente, sin dejar el menor rastro.
—Una historia interesantísima, en efecto —concordó con toda
cortesía—. ¿Y qué más, profesor?
—El resto —sonrió David untuosamente— son ya suposiciones
mías. Creo que su excelencia estará deseando conocer el secreto de
tales artefactos... Perdón, sus resultados, mejor dicho.
—No le comprendo, profesor —respondió el embajador—. Le
agradecería una mayor claridad y concisión en sus palabras.
David volvió a mirarse las uñas.
—Por ahí se dice —habló en tono indiferente—que el sistema de-
fensivo de la Unión Occidental es perfecto. Son rumores de la gente,
por supuesto, ya que muy pocos están enterados, y naturalmente,
personajes de las altas esferas, en qué consiste ese sistema defensivo.
El vulgo es dado a hablar mucho, excelencia, y sabe que las armas
que posee la Alianza Panoriental son potentísimas..., tanto como pa-
ra arrasar la U.O. en horas. Naturalmente, la U.O. tendría el tiempo
suficiente para responder y la Alianza sería destruida igualmente.
—Eso es lo que se dice, en efecto —contestó el embajador con
débil sonrisa.
—Los comentaristas se refieren a la perfección del sistema de-
fensivo que, repito, sólo muy pocos conocen en qué consiste. Pero
todos los rumores coinciden en un punto: es tan eficaz como una
plancha blindada contra un tirachinas. En una sola palabra, todos
los cohetes de la A.P. no harían mella en las defensas de la U.O. Se-
ría tanto como gastar pólvora en salvas..., con la desventaja de que
los otros sí tirarían con bala. ¿Comprende su excelencia lo que quie-
88
ro decirle?
—Se expresa usted con meridiana claridad, profesor. Pero toda-
vía no ha terminado, supongo.
—En efecto. —David volvió a sonreír—. Para la A.P. cincuenta
millones serían una futesa con tal de tener en las manos los planos
de la defensa occidental. Veinticinco por adelantado y veinticinco a
la entrega de los planos.
—Su fantasía es desbordante, profesor —contestó el embaja-
dor—. Estoy sintiendo tentaciones de llamar a mis secretarios para
que le inviten a abandonar el despacho.
David no se inmutó.
—Cuando un comerciante quiere vender un producto, además
de la publicidad correspondiente, suele entregar muestras gratuitas
de ese producto. Yo proporcionaré a su excelencia una muestra gra-
tis de mis..., digámosles habilidades. Si no queda contento de mí,
olvidaremos ambos esta conversión. En caso contrario, es decir,
afirmativo, preparará veinticinco millones que serán depositados en
el banco que yo le indicaré. Los veinticinco restantes, cuando le en-
tregue los planos.
—¿En qué consiste esa... que usted llama muestra gratis de sus
habilidades, profesor? —quiso saber Yu-Ling-Tsu.
—Indíqueme una persona, la que usted quiera. Cualquiera que,
a su juicio, no haya podido tener relación conmigo antes de esta en-
trevista, a fin de que usted no pueda recelar que nos hemos puesto
previamente de acuerdo. Luego dígame también qué es lo que desea
que haga esa persona... Por supuesto, no un crimen grave. Algún
escándalo, un pequeño robo... En fin, lo que su excelencia crea más
conveniente para comprobar que mis palabras no son meras fanfa-
rronadas de parte de un científico chiflado.
El embajador reflexionó unos instantes. Sí, sería interesante tener
en las manos los planes de la defensa de la U.O. Se decían muchas
cosas de este sistema defensivo, pero, a pesar de todos los esfuerzos
realizados, los mejores de sus agentes no habían conseguido averi-
guar absolutamente nada.
Si lo que decía el profesor David era cierto, cincuenta millones
representarían una futesa para la A. P. Valdría la pena pagarlos.
—Está bien —dijo al cabo—. Haremos la prueba.
89
Meditó unos instantes.
—¿Conoce usted al general Lessaic? —Era el jefe del Estado Ma-
yor de las fuerzas de tierra de la U.O.
—Sí —sonrió David—. Le conozco, pero no le he tratado jamás.
—Es un elemento tremendamente reaccionario. Dentro de unos
días, asistirá a un banquete en el que debe pronunciar un discurso
que se presume hostil contra nosotros. Quiero que empiece a gritar
«¡Viva la Alianza Panoriental!», «¡Abajo el militarismo!» y cosas por
el estilo. Si consigue que Lessaic haga lo que le he dicho, tendrá us-
ted sus primeros veinticinco millones.
David se puso en pie. ¿Quién diablos pensaba apoyar ahora a un
estúpido senador para que se sentase un día en el sillón del presi-
dente? ¡Al diablo con Ditelli y sus aspiraciones políticas!
—Su excelencia será complacido —afirmó—. La entrevista ha re-
sultado gratísima.
—Lo resultará más todavía si todo cuanto me ha dicho resulta
ser cierto.
—Así será, excelencia.
David se dirigió hacia la puerta. Antes de abrir, se volvió hacia el
embajador.
—Excelencia, por favor, no diga a sus hombres que me sigan. Se-
ría horrible que alguno de ellos sufriese un... accidente de fatales
consecuencias
—Puede irse usted completamente tranquilo, profesor.
David curvó el espinazo
—Mil gracias, excelencia.
El embajador quedó solo durante unos minutos, mientras refle-
xionaba sobre la proposición que acababa de recibir. Sí, valía la pena
probar. Si llegaban a conocer los planes del sistema defensivo de la
U.O.... Boolton y su pandilla de capitalistas estarían en sus manos,
como chiquillos indefensos.
Yu-Ling-Tsu alargó la mano y tocó un timbre. Un secretario
compareció presurosamente.
—Chang, tome nota de un mensaje que vamos a enviar inmedia-
tamente al Presidium Supremo de nuestro gobierno. Deberá ser cifra-
do y despachado con el indicativo de prioridad absoluta.
—Al momento, excelencia.
90
***
El gran senador Ditelli parecía a punto de sufrir una congestión.
Tenía en la mano un periódico y lo blandió furiosamente.
—¿Te parece a ti bonito lo que has hecho? —rugió—. ¿Es que no
te diste cuenta de que lo que hacías era una solemne insensatez?
¿Por qué no te largaste de la ciudad una buena temporada y de este
modo habrías excusado tu asistencia al juicio?
Olga se encogió en el diván, asustada por el aspecto que ofrecía
el senador.
—Pero, Stéfano... Tú siempre estás diciendo que es preciso cum-
plir con nuestro deber de ciudadanos... Yo estaba presente cuando
ese chico tan guapo..., digo el capitán Staffer, cometió su atraco... Y
creí que mis declaraciones podrían ayudarle...
—¡Ayudarle un cuerno! —rugió Ditelli, loco de ira—. ¡Has salido
en todos los periódicos! ¿Comprendes?
—Sí, y he quedado bastante bien, ¿no te parece? —preguntó Ol-
ga ingenuamente.
—¡Cállate! ¿Te has vuelto loca?
Olga frunció el ceño. La cólera del senador le parecía exagerada.
—Pero, bueno, ¿por qué te enfadas tanto? ¿Es que la gente va a
relacionarle conmigo, sólo porque yo haya aparecido en la primera
plana de los periódicos? Nadie sabe que vienes aquí a visitarme... y
yo no se lo he dicho a nadie, ni siquiera a Gil.
Ditelli se paseó nerviosamente por la estancia.
—Tienes la manía del exhibicionismo, Olga, no lo puedes reme-
diar. Creo que tú y yo vamos a tener que dar por terminadas nues-
tras relaciones.
Olga se puso en pie de un salto y se plantó en jarras delante del
senador. Sus pechos temblaban a impulsos de la indignación que
sentía.
—Ya sé —dijo coléricamente—. Estás seguro de ganar la elec-
ción. Entonces serás presidente, pero, claro, no me puedes tener a tu
lado, como primera dama. Oh, sí, Olga Stuart... Una chica hermosa y
sin seso, útil sólo para pasar unos ratos entretenidos y placenteros,
pero no para convertirla en la esposa de un eminente hombre públi-

91
co. ¿No es eso lo que piensas?
Los ojos de Ditelli fulguraron.
—Exactamente —dijo en tono seco—. Si tú me has dado... tu be-
lleza, yo te he cubierto de dinero y de joyas. Estamos en paz, Olga.
Créeme que lo siento, pero no puedo comprometer por ti mi carrera
política.
La joven fue a decir algo, pero se calló. También sus ojos despe-
dían llamas, pero supo ser prudente y se contuvo.
—Está bien —sonrió amistosamente—. Esto tenía que terminar
un día u otro. Fue agradable mientras duró. Adiós, Stéfano.
—Adiós —contestó el senador hoscamente. Y se dirigió hacia la
puerta.
Al quedarse sola, Olga lloró un poco. Pese a sus defectos y a la
violencia de su carácter, había llegado a apreciar a Ditelli. Incluso se
había hecho ilusiones de ser algún día su esposa, pero lo que acaba-
ba de escuchar la había desengañado por completo.
Luego se consoló con una copa.
—Pero si crees que vas a ser presidente, estás arreglado —dijo a
media voz—. Siempre has presumido de honesto y de morigerado,
delante de la gente; por eso tenías tanto empeño en ocultar nuestras
relaciones.
Volvió a sonreír.
—Creo que alguien se alegrará mucho de saber lo que hacías
mientras tronabas contra la inmoralidad —dijo.
Acto seguido se fue a un rincón de la estancia y, sentándose ante
un «secretaire», se puso a escribir una larga carta. Metió en ella una
fotografía y tras pegar el sobre, se arregló para salir a la calle.
Minutos más tarde, la carta era depositada en el buzón más cer-
cano a su casa. Luego, contoneándose aparatosamente, se encaminó
a un bar cuyas luces resplandecían en la noche.
Se sentó en la barra y suspiró profundamente. ¡Lástima que Gil
Staffer no estuviera a su lado! ¡Aquél era un chico de todas prendas!
Pero ahora se había convertido en un proscrito y su evasión no le iba
a beneficiar de ninguna manera.
Estuvo tomando unas copas hasta que se aburrió. Luego llegó a
su casa.
Sacó la llave y abrió la puerta. Cerró cuidadosamente y entonces
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se dio cuenta de que la luz estaba encendida.
Sus ojos se dilataron por el asombro. ¿Quiénes eran aquellos dos
individuos que estaban esperándola?
Un vago terror subió por su garganta. Terribles historias de mu-
jeres que vivían solas y habían sido atacadas vinieron a su mente en
el acto. Las piernas le temblaron mientras retrocedía lentamente ha-
cia la salida.

93
XIV
Gilbert Staffer se sirvió una nueva taza de café y miró a su amigo
el periodista.
—De modo que Mazzola no estaba en su casa.
—No —respondió Sampson.
—¿Sabes adónde fue?
—Lo siento. El tipo que atendió mi llamada no quiso decírmelo.
Me despachó con cajas destempladas. Gil, allí ocurre algo raro.
Staffer bebió un poco de café.
—Demasiado —convino—. ¿Viste a David?
—Sí, pero él no me vio a mí.
—Explícate, Mike, por favor.
—Bueno, la recepción me escamó, así que decidí volver por la
noche a ver qué pasaba. Quise entrar en el jardín sin ser observado,
pero tienen instalado un servicio de alarma y me descubrieron en
seguida. Bueno —repitió Sampson—, entonces me hice el distraído y
dije que había intentado saltar la valla para sorprender a Mazzola,
ya que creía que la negativa recibida era sólo un pretexto. David es-
tuvo bastante cortés, aunque le noté algo impaciente, y me dijo que
Mazzola había partido para un viaje bastante largo y que tardaría en
volver, que si él podía servirme en algo... En fin, las excusas de cos-
tumbre. Yo le dije que lo que quería era saber algo del R.E.E.G. y
David se echó a reír, diciendo que había resultado un completo fias-
co, que él tenía motivos para saberlo, puesto que es especialista en
E.E.G. del Hospital Militar y... Tomamos una copa, me vine y eso es
todo, Gil.
El joven se quedó meditabundo cuando su amigo hubo termina-
do el relato.
—Mazzola de viaje... Un poco raro, ¿no crees? —comentó.
Sampson se encogió de hombros.
—No se puede decir nada. Con estos sabios, todo es posible,
muchacho.
—Está bien. Dices que la casa está rodeada por una valla que no

94
se puede franquear, sin que suene la alarma inmediatamente.
—Como sonar, no sonó..., pero lo advirtieron en el acto.
—Bueno, tal vez es un sistema de alarma insonoro. —Los ojos
del joven lucieron de repente—. Tenemos que entrar en esa casa,
Mike.
—Querido amigo —respondió el periodista—, yo te aprecio mu-
cho y, oficialmente, estoy hablando con Frank Parr, pero no me di-
gas que te ayude. Los tipos que estaban junto a David no me inspi-
raban ninguna confianza, dicha sea la verdad. Parecían gente co-
rriente, pero o yo soy tonto o eran un par de pistoleros nada reco-
mendables.
—¿Dónde está el valor del periodista, afanoso de verdad? —
exclamó Staffer sarcásticamente—. ¿Dónde están las ansias de con-
seguir el reportaje del siglo? ¿Dónde se queda el deseo de luchar por
la verdad y la justicia?
—No me vengas con frases rimbombantes —gruñó Sampson,
poniéndose en pie—. He hecho en tu favor todo lo que he podido...
¡Está bien, maldita sea! ¿Cuándo vamos?
Staffer sonrió satisfecho.
—Espera a que se haga de noche —dijo—. ¿Conoces el camino?
—Claro. Tendremos que tomar el ferrocarril subterráneo.
Staffer sacó un cartoncito del bolsillo.
—Tengo cupones para diez viajes de aerotaxi —dijo—. Usare-
mos uno que nos esperará en sitio adecuado. Es preciso que nos
desplacemos con la mayor rapidez posible.
—¿A qué hora iremos?
—En cuanto anochezca —resolvió el joven.
A las nueve de la noche, el aerotaxi les dejó a un cuarto de kiló-
metro de la casa de David. Staffer entregó una buena propina al
conductor, encomendándole que les esperase allí toda la noche, si
era necesario. El hombre asintió y los dos amigos echaron a andar,
para cubrir a pie el resto del camino.
Unos minutos después, se detenían en las inmediaciones de la
casa de Mazzola. Situados en la esquina opuesta, observaron el edi-
ficio durante unos momentos.
La casa estaba rodeada por un jardincito, enmarcado a su vez
por una tapia de dos metros y medio de altura. El trozo mayor se
95
hallaba en la parte posterior, donde había bastantes árboles, algunos
de ellos muy grandes y de frondosa copa.
Staffer estudió durante unos momentos el medio de introducirse
en el jardín sin ser detectado. La tapia tenía unos postes salientes
cada diez o quince metros, que sobresalían como medio metro del
borde de la misma.
—Los detectores están instalados en los postes —comentó—.
Una simple célula fotoeléctrica, posiblemente a base de infrarrojos,
para que su resplandor no se advierta en ningún momento, que es
activada en cuanto un cuerpo extraño se sitúa entre dos de los pos-
tes.
—Ya lo sé —rezongó Sampson—. Y no vamos a llamar por la
puerta, ¿verdad?
El joven se frotó la mandíbula, mientras buscaba el medio de
franquear el obstáculo que suponía la alarma. De pronto, vieron que
un automóvil se detenía frente a la casa.
Dos hombres se apearon del mismo. La corpulencia de uno de
ellos era suficiente detalle para identificarlo en el acto.
Sampson y Staffer se miraron mutuamente, llenos de asombro.
—Gil, ¿qué diablos hace aquí el senador Ditelli?
—No lo sé —contestó Staffer—, pero, con seguridad, nada
bueno. —Repentinamente, chasqueó los dedos—. Ya lo tengo, Mike.
—¿Qué es lo que tienes, Gil?
—La forma de entrar en el jardín sin ser detectados. Anda, ve en
busca del aerotaxi y sitúalo en la parte posterior, pegado a la tapia.
Toma —le entregó un puñado de billetes—, convéncele con esto si
se muestra reacio. Háblale también de que eres periodista...
Le empujó con ambas manos, impaciente.
—No me importa cómo, pero tráetelo cuánto antes. Vamos, date
prisa, no te estés parado como un poste, Mike.
El periodista se alejó refunfuñando, mientras se lamentaba en su
interior de haber tomado parte en la aventura. Pero ejecutó lo que le
ordenaban y unos minutos más tarde se reunía con Staffer en la par-
te trasera, al pie de la tapia.
Staffer trepó al techo del vehículo. Sonrió satisfecho al tocar con
las yemas de los dedos las hojas de una rama que sobresalía am-
pliamente por fuera del borde de la tapia.
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Dio un salto y se agarró a la rama, que osciló con violencia. Por
unos momentos, llegó a temer que se rompiera, pero la rama resistió
su peso.
Encogió las piernas y avanzó poco a poco, hasta llegar a las pro-
ximidades de la horquilla. Esperó unos momentos.
No se produjo ninguna reacción en la casa, lo cual le dijo que la
alarma no había funcionado. Al pasar por encima de la línea de las
células fotoeléctricas, éstas no habían sido activadas.
—Mike —llamó en voz baja.
El periodista se reunió con él minutos más tarde. Sudaba y ja-
deaba profusamente. Staffer se le rio en sus propias barbas.
—Es que últimamente no has hecho otro ejercicio que el de em-
pinar el codo —dijo, mientras emprendía el descenso.
Llegó al suelo. Sampson se le unió.
La oscuridad era absoluta en aquel rincón. Caminaron poco a
poco, procurando no hacer ruido. De pronto, Staffer tropezó y se
tambaleó, aunque pudo mantener el equilibrio.
—Ten cuidado —gruñó Sampson.
—Es que el suelo está desnivelado aquí —contestó el joven, ba-
jando la vista.
Le pareció ver una prominencia larga y estrecha. Un pensamien-
to siniestro se infiltró de pronto en su mente.
Habiéndose arrodillado, tocó el suelo circundante y luego el de
la eminencia. La diferencia se advertía al instante; el suelo de la ele-
vación era mucho más blando.
—Mike —susurró al oído de su amigo—, aquí hay alguien ente-
rrado.
Sampson se sobresaltó.
—¡Diablos!
—Calla. Baja la voz, estúpido. ¿Quieres que nos oigan?
—Dispensa, chico, pero es que... —Sampson tanteó el suelo con
las manos. Cuando se incorporó, se veía la mancha de blancura que
era su rostro terriblemente pálido—. ¿Mazzola? —sugirió.
—Tal vez.
—De momento, eso no nos interesa. Vamos.
Caminaron de nuevo. A poco, llegaron junto a la casa.
Pegados a la pared, se deslizaron silenciosamente, hasta situarse
97
en las inmediaciones de una ventana iluminada, aunque su interior
se veía con dificultades, a causa de las cortinas que velaban a medias
la visión.
No obstante, pudieron divisar a cuatro personas, de dos de las
cuales captaron inmediatamente sus siluetas. David y Ditelli pare-
cían enzarzados en una discusión bastante animada, a juzgar por lo
mucho que el senador movía los brazos. David, en cambio, perma-
necía impasible.
Staffer levantó ligeramente el bastidor. Las voces de ambos in-
terlocutores llegaron claramente a sus oídos.
—Estoy esperando ya demasiado —decía Ditelli en aquellos ins-
tantes—. Es hora de pasar al ataque, David.
David sonrió.
—No se preocupe, senador. Dentro de tres días, tendrá motivos
para seguir confiando en mí.
—Si no se explica un poco mejor...
—¿Le han invitado al banquete al que piensa asistir el general
Lessaic?
—Sí, claro.
—Tengo entendido que el general va a pronunciar un discurso.
—Así es.
—¿Conoce usted el texto o, por lo menos, un extracto del mis-
mo?
—Tengo una idea, en efecto.
—Entonces vaya al banquete, coma, escuche y no se preocupe de
más. —David exhaló una corta carcajada—. Y luego, para hacer bien
la digestión, váyase a hacer una visita a su amiga Olga.
Ditelli soltó una rotunda maldición.
—Esa zorra...
—¿Qué le ha pasado, senador?
—¿Es que no lee usted los periódicos? Se ha exhibido en todas
las primeras páginas...
—Y usted la ha licenciado.
—Justamente.
—¡Imbécil!
Ditelli pegó un salto en el asiento.
—¡David! —rugió—. No le tolero que me hable en ese tono...
98
—Le llamo imbécil y se lo llamaré cien mil veces más, si se me
antoja —exclamó el científico con toda frialdad—. ¿Acaso no sabe
darse cuenta de lo que puede una mujer despechada? ¡Ella esperaba
ser la primera dama cuando usted llegase a la presidencia... y ahora
se ve despedida como una criada de servir! ¿Qué haría cualquier
mujer en su lugar?
Ditelli se removió inquieto en el asiento.
—No había pensado en ello —rezongó.
—¿Tiene ella cartas suyas?
—No. Nunca le escribí... ¡Aguarde! ¡Una vez nos hicimos unas
fotografías! —Ditelli se puso pálido—. Puede usarlas como arma
contra mí.
David sonrió.
—Esta misma noche las recuperaremos —dijo.
—¿Se encargarán sus hombres?
—Sí. Desaparecerán las fotografías... y la propietaria. ¿Le parece
bien?
El senador miró a David de hito en hito.
—David, ¿tiene usted corazón?
—No —respondió el científico llanamente—. Pero, vamos, si tan-
to quiere todavía a esa chica, podemos dejar que siga viviendo... con
las fotografías.
Ditelli gruñó algo entre dientes.
—Está bien. Pero que lo hagan discretamente y, sobre todo, que
recuperen las fotografías.
—Tal vez se produzca después un incendio en su apartamiento
—sonrió David lobunamente.
Debía complacer a Ditelli, pensó; era un cartucho de reserva que
no podía permitirse el lujo de dilapidar. Cuando tuviese en sus ma-
nos los planes de la defensa nacional, ya sería otra cosa. Entonces lo
mandaría al diablo... a él y a su podrida política.
—Está bien —dijo Ditelli al cabo de unos momentos de silen-
cio—. ¿Cuándo nos metemos con el secretario de Estado?
—El embajador extraordinario de la Alianza Panoriental llega
dentro de tres semanas, ¿no es cierto?
—Sí, aproximadamente.
—Entonces esperemos a que se hayan iniciado las conversacio-
99
nes en favor de la distensión. Ese será el momento adecuado para
hacer que el secretario de Estado lo estropee todo. Usted, natural-
mente, aprovechará para contraatacar y decir que habría hecho tal y
cual cosa..., bueno, lo que deba decir, que es cosa suya.
—Será la ruina de Boolton —dijo Ditelli con los ojos brillantes.
—Eso es lo que queremos, ¿no? Vamos a celebrarlo por anticipa-
do con una copa. ¿Sandro?
—Al momento, profesor —contestó el esbirro, quien, como su
compañero, había asistido impasible al diálogo.
—¿Cuándo van a ir estos dos? —preguntó Ditelli, mientras Sac-
chino descorchaba la botella.
—Dejemos que pase un poco más de tiempo —respondió Da-
vid—. Las dos, las tres de la madrugada..., a esas horas, todo el
mundo duerme.
—De acuerdo.
Sacchino les entregó las copas. David levantó la suya.
—¡Por el futuro presidente de la Unión Occidental! —exclamó.
Ditelli hizo una mueca.
—Gracias. —Tomó un sorbo y añadió—: No conseguimos hacer
nada con Zina Morris.
—Ya le dije que ella no había estado nunca en un hospital —
contestó David—. Fracasó el asunto del casco y...
—¿Por qué no prueba con el secretario Zamora? Ése sí habrá es-
tado en el hospital, ¿no?
—Examinaré mañana los archivos. En tal caso, procederíamos
contra Zamora también..., y usted tendría en todo momento una in-
formación puntual de todo lo que sucede en el despacho del presi-
dente.
Ditelli se puso en pie.
—Está bien —dijo—. Es hora de irme. No se olvide de Olga y... y
procuren que no padezca.
—Ni se enterará —prometió David con espantosa sonrisa—. Re-
cuerde a Mazzola. Cayó como un pajarito, sin decir ni pío.
—No, no quiero acordarme —gruñó Ditelli, encaminándose ha-
cia la puerta.
Staffer tiró del brazo de su amigo. Los dos hombres se separaron
de la ventana y echaron a correr hacia la parte posterior del jardín.
100
—Basura —jadeó Sampson—. Sólo basura. Siento deseos de vo-
mitar, Gil.
—Te comprendo. Pero ahora hemos de damos prisa o no llega-
remos a tiempo de salvar a esa pobre chica.
Treparon por el árbol y descendieron al otro lado. El taxi levantó
el vuelo inmediatamente.
—Es una lástima —comentó Staffer, después de haber dado al
taxista la nueva dirección.
—¿Qué, Gil?
—Si lo llego a saberlo, me hubiese traído una grabadora...
Sampson sonrió.
—Oye, Gil, ¿con quién crees que estás tratando? —Sacó de su
bolsillo una cajita plana de unos quince centímetros de largo por
ocho de anchura y cuatro o cinco de grueso—. Un buen periodista
no se mueve jamás sin su grabadora; de este modo no se ve en peli-
gro de encontrarse luego con que sus informaciones se ven desmen-
tidas por el entrevistado. Todo el diálogo entre David y el senador
ha sido recogido puntualmente en mi grabadora, te lo aseguro.

101
XV
Staffer avanzó hacia la rubia con una sonrisa amistosa en los la-
bios.
—No tema, Olga, somos amigos. No tratamos de causarle el me-
nor daño, se lo aseguro.
Ella le contempló con ojos atónitos.
—¿Qui... quién es usted? —preguntó—. La voz me parece cono-
cida, pero no le he visto nunca antes...
—Soy Gil Staffer —sonrió el joven—. He cambiado de aparien-
cia; eso es todo, Olga.
—Dios mío —exclamó la joven. Se acercó a él y le tocó con las
manos—. Es increíble.
—Tengo que pasar inadvertido para que no me reconozca la po-
licía, Olga.
—En mi casa estarás seguro —tuvo ella un arranque—. Nadie
sabe que estás aquí... ¿Ese hombre es tu amigo? —preguntó de pron-
to.
—Sí. Se llama Mike Sampson y es periodista, pero de toda con-
fianza, no temas. Olga, aquí no estamos seguros ninguno de los tres.
—¿Cómo? —respingó la rubia.
—Ditelli quiere deshacerse de ti. Tenemos pruebas de que esta
madrugada van a venir dos asesinos a eliminarte. Hablando clara-
mente, le estorbas.
La cara de la joven perdió el color por completo.
—¿Es cierto eso? —preguntó con un hilo de voz.
Sampson blandió la grabadora.
—Tenemos aquí registrada la conversación. ¿Quiere oírla, seño-
rita Stuart?
—Ya la oirá más adelante. Ahora tenemos que irnos cuanto antes
—cortó Staffer—. Olga, prepara lo más indispensable en un maletín.
Yo tengo un escondite donde los sicarios de Ditelli no podrán en-
contrarte. A propósito, tú tienes varias fotografías que te hiciste en
unión del senador, ¿no es cierto?

102
—Sí, pero he enviado una a la secretaría particular del presiden-
te. ¡Ese maldito me dejó plantada...!
Staffer y Sampson se miraron mutuamente.
—La chica es lista —sonrió el periodista—. Con esa fotografía, el
presidente puede hundir a su adversario.
—Boolton es demasiado recto para recurrir a semejante subter-
fugio —declaró Staffer—. Pero sí se aprovecharía de la cinta que tú
has grabado y de la cual es preciso obtener varias copias lo antes po-
sible. Con una de ellas podemos enviar a Ditelli al diablo... y desha-
cer esa infernal conjura que han tramado él y David.
—No te olvides de Mazzola —dijo Sampson—. Emprendió un
largo viaje..., el viaje del que no se regresa jamás.
—Ya pagarán sus crímenes —contestó el joven sombríamente—.
Ahora, de momento, lo que más nos urge es salvar la vida de Olga.
Vamos, date prisa; hemos de irnos cuanto antes —se dirigió a la jo-
ven.
Diez minutos más tarde, abandonaban el apartamiento y, media
hora después, entraban en el que ocupaba Staffer.
—Aquí estarás segura —sonrió el joven—. Esos tipos ya no po-
drán encontrarte.
Olga le miró con ojos húmedos.
—No sé cómo pagarte este favor —dijo.
—Olvídalo. Estamos luchando contra la peor pandilla de crimi-
nales que puedas imaginarte y haberles burlado es mi mejor recom-
pensa. Acomódate por ahí; voy a ver si hago una llamada.
Olga se metió en el interior del apartamiento. Sampson empezó
a preparar café y, mientras tanto, Staffer manejaba el visófono.
Zina tardó algunos minutos en acudir. A través de la pantalla,
podía verse que la llamada la había hecho levantarse de la cama.
—Gil —exclamó al verle—, ¿qué ocurre ahora?
—Tengo que pedirte dos cosas —contestó el joven—. Están pro-
duciéndose graves acontecimientos, pero podemos evitar sus efectos
si actuamos con rapidez.
—Me estás asustando, Gil —dijo Zina.
—Te has confundido, Zina —sonrió Staffer—. Mi nombre es
Frank Parr, recuérdalo.
—Oh, perdón; lo había olvidado por completo. Pero habla pron-
103
to, por favor. ¿Qué es lo que ocurre?
—Primero, el general Lessaic va a acudir a un banquete dentro
de tres días. No sé lo que va a decir, pero seguramente será algo in-
conveniente. Si consiguieras que tu padrino lo confinase en su do-
micilio o, mejor todavía, que lo enviase en alguna misión a los antí-
podas, nos evitaríamos un caso como el de Farraley o Duvailer o
tantos otros como se han producido en los últimos tiempos.
—Pero ¿qué es lo que va a pasar? —preguntó Zina angustiada.
—No lo sé, repito. Insisto en que Lessaic cometerá una grave
imprudencia, como la cometí yo... y no por mi voluntad. ¿Com-
prendes? Sabemos que ocurrirá, pero no lo que hará exactamente.
—Está bien. ¿Qué más?
—Zamora recibirá una carta y una fotografía. Dile que no haga
uso de ambas por el momento...
—¿De qué se trata, Gil?
Staffer se pasó la mano por la cara. No había medio de que Zina
le llamase por el otro nombre.
—Ya te lo explicaré más adelante. Ahora no puedo, créeme. Pero
te ruego que hagas lo que digo; estamos en el buen camino.
—Lo celebro mucho —sonrió Zina.
—Dile a tu... padrino que todo marcha bien, incluso mejor de lo
que esperábamos, pero que todavía tenemos que resolver algunos
puntos oscuros. Ah, me olvidaba. Tengo que pedirte otro favor.
—Tú dirás.
Staffer explicó lo que quería. Zina se extrañó bastante, pero
prometió complacerle.
—No te olvides que lo necesito cuanto antes. A las ocho de la
mañana, si es posible.
—No me das mucho tiempo, Gil —se lamentó ella.
—El asunto corre prisa. Ya sé que es una hora muy intempestiva,
pero tú procurarás allanar todas las dificultades, ¿no es así?
—De acuerdo. Yo misma iré a llevártelo. Hasta mañana.
—Adiós.
Staffer cortó la comunicación. Alargó la mano y quitó a Sampson
la taza de café que éste se disponía a tomarse en aquellos instantes.
—Gracias, Mike —sonrió.
—¿Qué es lo que piensas hacer, Gil?
104
El joven se recostó en el diván y estiró las piernas con aire satis-
fecho.
—Caballo de Troya, quinta columna...
—Infiltración en territorio enemigo, vamos.
—Exactamente.
Olga salió en aquel instante, ataviada con un sugestivo salto de
cama, que dejaba muy poco a la imaginación.
—¿Hay una taza de café para mí? —preguntó, avanzando con
insinuante contoneo.
Sampson miró a su amigo. Tosió.
—Prepárale el café —dijo—. Y una bolsa de hielo para ti, Gil —
añadió maliciosamente.
Staffer se turbó.
—Me quedaré a dormir en el diván —contestó.
Sampson volvió los ojos hacia la rubia.
—Es todo un caballero —dijo.
Olga lanzó un profundo suspiro. Su opulento seno se dilató in-
creíblemente.
—¡Y tan guapo y tan apuesto! —exclamó. Luego añadió—: Oí
que hablaba con una chica. ¿Es su novia?
Sampson sonrió intencionadamente.
—No, pero lo será —afirmó con acento rotundo.

***
Vestido con una bata blanca, Gilbert Staffer avanzó a lo largo del
corredor hasta detenerse ante una puerta encristalada, en la que se
leía el siguiente rótulo:

Dr. H. DAVID
Electroencefalografía

Tocó en la puerta con los nudillos. Una voz contestó:


—¡Adelante!
Staffer franqueó el umbral. David estaba sentado ante una mesa,

105
escribiendo algo sobre una cuartilla.
—¿Sí? —murmuró sin mirar al joven.
—Le traigo el resultado del último E.E.G., doctor —manifestó el
joven.
David levantó la cabeza.
—Ah, bien, déjelo en el archivo correspondiente... Oiga, usted es
nuevo —se extrañó de pronto.
—Sí, doctor. He entrado a trabajar hoy mismo en sustitución de
Leo Cann.
—¿Qué le ha pasado a Leo? —preguntó David, frunciendo el ce-
ño.
—Ha tenido que salir de viaje, doctor. Una grave enfermedad de
su madre, creo.
—Está bien —contestó David—. Deje el E.E.G. en su sitio y váya-
se.
—Sí, doctor.
Para el joven, era aquélla la prueba del fuego. Confió en que el
disfraz le hiciera pasar inadvertido a los ojos de David.
El archivo ocupaba todo un muro del amplio despacho. Era un
enorme armario, subdividido en multitud de departamentos, en el
cual se guardaban, debidamente clasificados, todos los electroence-
falogramas de los reconocimientos hechos a los pacientes del hospi-
tal.
Staffer procuró remolonear un rato, mientras examinaba algunas
de las fichas allí archivadas. Una vez obtenido el E.E.G. se fotogra-
fiaba la gráfica y se reducía a tamaño de microfilm, que, en caso ne-
cesario, podía ser ampliado más tarde para su examen y utilización
posteriores por el especialista.
Ello facilitaba el archivo. Había decenas de millares de E.E.G.,
que, de otro modo, habrían ocupado un enorme lugar. De esta ma-
nera, en un relativamente reducido espacio se guardaban todos los
E.E.G. obtenidos en el hospital.
De pronto, sonó el visófono. Staffer no volvió la cabeza.
David manejó el interruptor.
—Doctor David —dijo.
Staffer aguzó el oído, mientras sostenía en sus dedos el E.E.G.
del propio presidente
106
—¿Cómo está, doctor? Soy su ayudante Bruchsel. Bueno, me está
viendo la cara... —Sonó una risita de circunstancias.
—Bruchsel, estoy muy ocupado, no me haga perder el tiempo —
contestó David ásperamente—. ¿Qué ocurre ahora?
—Estuvimos a visitar a... la paciente. Se había ausentado.
—¿Cómo?
—Así es, doctor —afirmó Bruchsel—. ¿Qué hacemos ahora?
—De momento, nada. Vuelva a casa; le veré más tarde.
Staffer contuvo una sonrisa de satisfacción. Se imaginaba el
chasco de los esbirros al encontrar vacío el apartamiento de Olga
Stuart.
—Muy bien. Hasta la tarde.
—Adiós.
David cortó la comunicación. De pronto, se dio cuenta de que el
sanitario estaba aún en el despacho.
—¿Es que no ha terminado todavía? —preguntó de mal talante.
—Perdóneme, doctor —contestó el joven amablemente—. Ahora
mismo me iba.
Cerró el cajón y salió, del despacho, sin mirar atrás. Una vez fue-
ra, sacó un cigarrillo y lo encendió.
Empezaba a vislumbrar la verdad de las cosas. Creía saber casi
lo que le había ocurrido, no sólo a él, sino a todos cuantos habían
cometido acciones incongruentes.
Pero necesitaba una confirmación. Y no podría obtenerla más
que haciendo una visita al laboratorio que había sido de Mazzola.
Sin embargo, el laboratorio estaba constantemente vigilado.
Cuando no se hallaban en él Bruschel o Sacchino, estaba el propio
David.
Era preciso buscar el medio de alejar a las tres de la casa, para
entrar en ella e investigar sin ser molestado.
Pero, durante todo el día, por más que se esforzó, no consiguió
dar con ningún ardid que le satisfaciera lo suficiente para ponerlo en
práctica.
David se marchó poco después de mediodía, una vez concluida
su jornada habitual. Entonces, el joven, aprovechando la ocasión, se
puso a trabajar, esta vez con la plena seguridad de no sufrir ninguna
interrupción.
107
XVI
El general Lessaic entró en el despacho presidencial, llamado
por el propio Boolton.
Éste recibió en pie a su visitante.
—Señor —saludó el general.
—Siéntese, por favor —indicó Boolton—. ¿Un cigarrillo, general?
—Gracias excelencia—. Los acerados ojos de Lessaic contempla-
ron fijamente a Boolton. Se preguntó qué habría motivado aquella
intempestiva y urgente llamada.
Los dos hombres encendieron sus cigarrillos. Luego, el presiden-
te dijo:
—General, tengo entendido que usted asistirá pasado mañana a
un banquete
—Así es, excelencia.
—Y que piensa pronunciar en él un discurso de determinados
tonos políticos.
—Su excelencia está magníficamente informado de mis intencio-
nes.
—No soy yo solo, general —sonrió Boolton—. Usted lo sabe
bien.
—Es cierto —convino Lessaic fríamente. Si el presidente creía
que le iba a convencer de que no fuese al banquete, estaba muy
equivocado.
—No puedo prohibirle que acuda a esa reunión ni que pronun-
cie ese discurso. Se me ha recomendado que lo tenga confinado du-
rante unos días, a fin de evitar su asistencia a dicho banquete, pero
no pienso hacerlo.
—Gracias, excelencia.
—Tal vez hubiese podido hallar un subterfugio legal que me
hubiese permitido imponerle esa prohibición, pero ya le he dicho
que renuncio a actuar de semejante manera. Sin embargo, no puede
evitar que yo le avise de que piensan cometer un atentado contra
usted.

108
Lessaic respingó.
—¡Señor! —dijo con gran sorpresa.
—Es cierto, general. La calidad de mis informes está fuera de to-
da duda.
Una sonrisa de desprecio curvó los labios de Lessaic.
—Ya comprendo lo que sucede —dijo—. Eso viene de quienes se
llaman más liberales que los demás, de quienes tienen las palabras
democracia y libertad constantemente en sus labios, pero que niegan
a los demás el derecho a pensar de modo distinto a como ellos pien-
san.
La alusión al partido político del presidente era bien clara.
—Le aseguro que ese atentado no provendrá de ninguno de mis
correligionarios —manifestó Boolton serenamente—. Incluso podría
decirle que será cometido por quienes militan en su propio partido,
general; pero, aparte de que usted no me creería, sé que sería inútil.
—Tengo amigos que sabrán defenderme, señor —respondió Les-
saic envaradamente—. Y si, aun así, el atentado se llevase a cabo, mi
sangre caería sobre quienes...
—No habrá derramamiento de sangre, general.
Lessaic frunció el ceño. Era hombre que tenía fama de ir directo
al grano.
—¿Se trata de una broma, excelencia?
—Ojalá lo fuese, general. El atentado se cometerá en una forma
muy distinta a como usted lo espera. Usted, general, piensa decir
una cosa, pero su discurso será pronunciado en un tono enteramen-
te opuesto a como lo tiene redactado. «En contra de su voluntad,» le
aseguro.
Lessaic abrió la boca de par en par.
—¿Qué significa esto? —preguntó de mal talante, olvidando que
se hallaba en presencia del Primer Magistrado de la U. O.
—Sin duda, usted recuerda los desdichados incidentes que se
han producido en las últimas semanas y de los cuales fueron prota-
gonistas personajes tan relevantes como Farraley, Duvailer...
—Sí, lo recuerdo perfectamente.
—Escuche, general. Me creerá o no, haga lo que mejor le parez-
ca, pero todos ellos actuaron de una forma enteramente distinta a
sus convicciones y creencias, compelidos a ello por alguien que bus-
109
caba su perdición. Sé que parece fantástico, pero es la pura realidad.
Y a usted le pasará lo mismo, si acude al banquete. Es por eso que le
pido que suspenda su asistencia... pero no pienso obligarle formal-
mente a que se quede en su casa si no es esa su intención.
Una profunda arruga se formó en la frente de Lessaic. Boolton
podría ser lo que fuese, pero no era amigo de bromas con determi-
nados asuntos.
Y, la verdad, Farraley y los demás se habían comportado de una
forma muy extraña, absolutamente inexplicable para quien quisiera
profundizar un poco en la cuestión.
¿Sería verdad lo que decía el presidente?
—¿Cómo me obligarán a hablar de una forma opuesta a mi pen-
samiento político? —preguntó.
Boolton enseñó las palmas de las manos.
—Lo ignoro todavía. Estamos tras la pista de saber la verdad,
pero lo que sí puedo afirmarle es que si acude al banquete, no dirá
lo que piensa, sino lo que desean que usted diga.
—¿Van a drogarme, acaso?
—No, repito que es un método desconocido, pero terriblemente
efectivo. Usted y yo somos enemigos políticos, aunque esto no tiene
nada que ver en mi petición. Lo único que trato es de preservarle a
usted de un grave tropiezo... y es posible que detrás de usted ven-
gan otros personajes aún de mayor rango. Le soy absolutamente sin-
cero, general; ahora, después de lo que ha escuchado, obre como
guste.
Lessaic reflexionó unos instantes.
—Lo pensaré, excelencia, y le haré saber mi respuesta...
Boolton levantó la mano.
—No, no me diga nada. Su asistencia, o su ausencia, a ese acto,
serán la mejor respuesta a mis indicaciones. Eso es todo, general.
Lessaic comprendió que la entrevista había terminado.
—Gracias por el honor, señor presidente —saludó.
Momentos después, Zina entraba en el despacho.
—¿Qué le has dicho? —preguntó.
Boolton le hizo un resumen de la conversación sostenida con el
general.
—Staffer te pidió que lo confinases —se quejó ella.
110
—Querida —dijo el presidente—, tu amigo es un muchacho jo-
ven e inexperto todavía en algunas cosas. No podía hacer una cosa
semejante, sin haber provocado un gran escándalo, casi peor aún
que los que se han producido hasta ahora Mis enemigos me habrían
acusado de dictador, de enemigo de la libertad de palabra y mil co-
sas más. Ahora la solución queda en manos del propio Lessaic. Él es
quien tiene que decidir si va o no al banquete.
—De modo —dijo Zina pensativamente—, que, si acude al ban-
quete, David le hará decir todo lo contrario de lo que piensa.
—Eso lo sabes tú mejor que yo.
—Sí, pero ¿por qué? David es aliado de Ditelli y el general es
partidario de Ditelli. ¿Por qué le hacen hablar de una forma distinta
a la que todo el mundo espera que hable y que, incluso, perjudicará
la postura política de Ditelli?
—No lo entiendo, francamente, no lo entiendo —dijo Boolton
desanimadamente—. La verdad es que estamos en manos de tu
amigo... y si éste no lo soluciona todo, y pronto, estamos abocados a
una verdadera catástrofe.
—Yo tengo confianza en él, tío —declaró Zina.
Boolton sonrió.
—Porque estás enamorada de él y eso te hace ver las cosas de
distinta manera —dijo.
Zina enrojeció.
—Eso no es verdad, tío.
—Entonces ¿por qué te pones colorada?
Los dos se miraron unos segundos. Luego se echaron a reír.
—Anda, ve a tu trabajo —dijo Boolton.
Zina se retiró. El secretario, Luis Zamora, entró casi a renglón
seguido, con unos papeles en la mano.
—He recibido una carta y una fotografía —informó—. Me ima-
giné que le interesarían a usted.
Boolton tomó ambas cosas. Leyó la carta y luego contempló la
fotografía durante algunos instantes.
—Quién lo iba a decir, ¿eh, Luis? —exclamó en tono risueño—.
El hombre austero, morigerado, partidario del saneamiento de las
costumbres... y con una amiguita que todo hay que reconocerlo, es
una hermosa mujer.
111
—La carta y la fotografía son dos armas formidables para des-
truir a Ditelli —dijo Zamora.
—No. Guárdelas por ahora, pero no las use hasta que yo se lo
indique. Tendremos que emplear otros medios para combatir a Dite-
lli; éste me parece demasiado bajo y rastrero.
—Él no tendría tantos escrúpulos, señor.
—Él se llama Ditelli; yo no, Luis.
El secretario sonrió.
—Es verdad, señor —dijo—. Pero entonces ¿qué hacemos?
Boolton exhaló un profundo suspiro.
—Esperar, Luis, esperar —contestó en tono desanimado.

***
Olga se dirigió hacia la puerta cuando sonó el timbre de llama-
da. Al abrir, Sampson penetró en el apartamiento.
—Hola, Gil —saludó—. ¿Qué tal, preciosa?
—Cuidando de una gallina mojada —contestó la rubia gráfica-
mente.
Staffer se hallaba sentado en un diván, con expresión ausente y
un vaso lleno, sin tocar, al alcance de su mano.
—Sí —convino el periodista—, lo parece. Eh, Gil, ¿qué diablos te
pasa? ¿Es que no has conseguido nada?
Había transcurrido ya día y medio desde que entró a trabajar en
el hospital. Era su segunda jornada, la cual había terminado hacía
poco.
—He conseguido algunas cosas, pero no la principal —
murmuró.
—Explícate —pidió el periodista, apoderándose del vaso de Staf-
fer sin el menor escrúpulo—. ¿Qué pasa, no has podido impedir que
Lessaic vaya al banquete?
—El presidente se lo ha pedido, pero no le ha obligado a que ac-
ceda.
—¿Y eso te preocupa? Bueno, el escándalo sería para la pandilla
de «Volpone»... Boolton saldría beneficiado, indudablemente.

112
Staffer se puso en pie bruscamente.
—Mike, hay dos cosas que me preocupan. Una de ellas es... ¿Por
qué David y Ditelli quieren obligar a un partidario suyo a hablar de
manera contraria a sus intereses?
—No lo sé, pero esos políticos me han parecido siempre más re-
torcidos que un sacacorchos Sus razones tendrán, creo yo.
—Es una estrategia un poco rara —murmuró Staffer pensativa-
mente—. No acabo de entenderla, créeme.
Sampson tomó un largo trago del vaso.
—Bueno, deja esto a un lado, por el momento. ¿Cuál es la otra
cosa que te preocupa?
—Entrar en el laboratorio de David y husmear sin ser molestado.
Sampson levantó un ojo y miró al techo.
—Creo que puedo ayudarte —dijo al cabo.
—Habla —pidió Staffer esperanzadamente—. Pero ten en cuenta
que tienes que sacar de allí a tres personas: David y sus dos sicarios.
—Es fácil —sonrió el periodista—. Primero llama a David y dile
que está ardiendo su precioso archivo de E.E.G.
Los ojos del joven brillaron.
—¡Claro! ¡Qué idiota soy! ¿Y para sacar a los otros dos?
El índice de Sampson apuntó hacia la rubia.
—Olga puede ayudarte —dijo.
—¿Cómo? —preguntó la aludida.
—Cuando veamos que David ha salido, tú llamas a la casa y
preguntas por Ditelli, haciéndote la inocente. Di que le esperas en tu
apartamiento... ¡y que me corten el pescuezo si esos dos gaznápiros
no salen corriendo para liquidarte! Entonces la casa quedará sola y
nosotros... Porque yo también quiero ir, Gil, ¿has comprendido?
Staffer sonrió.
—Te mereces las primicias de la información por la buena idea
que has tenido —accedió—. Bien, ahora vamos a concretar los deta-
lles. Olga, tú te quedarás aquí, pero no te moverás de la casa en ab-
soluto. ¿Has comprendido?
—Con esos sabuesos buscando mi pellejo, no me movería de
aquí ni aunque se hundiese el edificio —contestó la opulenta ru-
bia—. Vamos a ver, ¿qué es lo, que tengo que decir exactamente?
Empezaron a discutir el plan. Cuando terminaron, ya era de no-
113
che.
Momentos después. Staffer y su amigo se ponían en marcha.
Media hora más tarde, se hallaban en las inmediaciones de la resi-
dencia de David.
Staffer buscó un bar próximo, desde el cual hizo la llamada a
David. Cortó la comunicación antes de que el criminal pudiera pe-
dirle más detalles y salió a la puerta de la calle.
Sampson estaba apostado en el otro extremo. Minutos después,
le hacía una señal con una linterna. Esto significaba que David había
abandonado la casa
Entonces Staffer volvió adentro y se puso en comunicación con
Olga.
—Ya puedes llamar —dijo.
—Ahora mismo —prometió la joven.

114
XVII
Staffer y el periodista esperaron agazapados en la oscuridad,
hasta que vieron salir disparados a los dos pistoleros. Entonces, sin
temor a la alarma, saltaron la tapia y cruzaron el jardín.
Staffer levantó la ventana del salón donde habían estado espian-
do noches antes y se metió adentro sin pérdida de tiempo. Sampson
le siguió inmediatamente.
Cruzaron el salón. Al fondo había una puerta, que abrieron sin el
menor escrúpulo.
El joven encendió la luz. Durante unos segundos, permanecieron
en silencio, contemplando fascinados el impresionante conjunto de
aparatos que se ofrecían a su vista.
—Aquello de allí parece una emisora de radio —dijo el periodis-
ta al cabo de unos momentos.
Un largo y delgado poste metálico atravesaba el techo vertical-
mente.
—Debe de ser la antena —calculó Staffer.
Vieron un electroencefalógrafo también y muchos otros aparatos
cuya utilidad desconocían. Pero pudieron darse cuenta de que la
mayoría de ellos estaban conectados entre sí.
—Me parece que empiezo a comprender el asunto —dijo Staffer
al cabo de un buen rato—. ¿No eras tú el que me dijiste que Mazzola
había inventado un procedimiento para obtener el E.E.G. por radio?
—Eso lo dijo Mazzola. Yo me limité a repetirlo.
—Bien, pues era cierto. Pero aún hay más.
Staffer explicó su hipótesis al periodista.
Sampson abrió unos ojos como platos.
—¡Cielos! ¡Eso debe de ser espantoso!
—Lo es —afirmó el joven ceñudamente—. Recuerda lo que me
pasó a mí. Vamos, hombre, ¿tú me crees capaz de atracar la caja de
un bar?
—¿Qué sentías en aquellos momentos?
—No puedo definirlo. Sólo sé que me sentía acometido por el

115
impulso de asaltar el bar, y que no hubiera podido resistirme en ab-
soluto. No sé más, Mike; eso es todo.
Sampson paseó la mirada en torno suyo.
—Pero, entonces, ¿cómo explicas los dos asaltos que sufrió Zina
Morris?
Staffer se lo dijo.
—Muy lógico —habló el periodista, mostrándose de acuerdo con
su amigo—. ¿Qué más hubieran querido esos dos tipos que tener un
aliado inconsciente en el propio despacho presidencial?
—Sí, pero no me explico por qué luego la dejaron en paz.
—Tal vez dedicaron sus esfuerzos a otros sujetos.
—Eso debió ser —convino Staffer—. Bien, creo que ya hemos
visto bastante. Vámonos, Mike.
—Un momento, Gil —dijo el periodista—. Mazzola está enterra-
do en el jardín. ¿Qué piensas hacer al respecto?
—Lo dejaremos para el final. Será el plato fuerte, cuando tenga-
mos ya a David acogotado. Si ahora destapásemos el asunto, perde-
ríamos el efecto de la sorpresa. Es el otro asunto el que más nos in-
teresa, ¿comprendes?
—Sí, pero a menos que demuestres palpablemente que fue él
quien provocó todos esos trastornos mentales, no conseguirás hacer
nada.
—Lo sé —respondió Staffer—. Incluso pienso que será muy difí-
cil demostrarlo. Pero el asesinato de Mazzola servirá para castigarle,
¿comprendes?
—Conforme. Todo eso está muy bien, pero deja que te dé un
consejo.
—Habla, Mike.
—David empezará a olfatear el peligro. Imagínate que trata de
ocultar el cuerpo de Mazzola en otro sitio.
—Sí, es posible.
—Habla con tu chica y dile que pida a su tío que ponga una vigi-
lancia continua en torno a David, Que no se pierda uno solo de sus
movimientos. ¿Has comprendido?
—Lo haré ahora mismo, pero no aquí. Tenemos que irnos antes
de que nos sorprendan. Vámonos.
Salieron del laboratorio, procurando dejar todo tal como lo ha-
116
bían encontrado. Cruzaron el salón y saltaron al jardín.
Staffer bajó el bastidor de la ventana. Luego regresaron por el
mismo camino.
Cuando se marcharon, David no había regresado todavía.

***
David volvió una hora más tarde, furioso y desconcertado por la
falsa llamada que había recibido. En el hospital le había dicho que
su archivo de electroencefalogramas se hallaba en perfecto estado y
que no se había producido ningún incendio. El informante añadió
que debía de tratarse de alguna broma estúpida y le recomendó que
se volviese a su casa tranquilamente, sin ocuparse más del asunto.
Era más fácil de decir que de hacer. David abrió la puerta y entró
en la casa, hallando todas las luces apagadas.
Encendió las del salón.
—¡Sandro! ¡Michel! —llamó en voz alta.
Nadie contestó a sus voces. David empezó a temer que había al-
go más que una simple burla en la llamada que había recibido.
Entró en el laboratorio. Estaba desierto.
Sacchino y Bruchsel no se hallaban en la casa. Por primera vez
en mucho tiempo, a David empezó a invadirle un vago temor. Un
oscuro presentimiento le dijo que sus planes estaban a punto de tor-
cerse.
De pronto, oyó que se abría la puerta de la calle. Corrió hacia el
salón y vio a sus dos esbirros que entraban en aquel instante
—¿De dónde venías a estas horas? —preguntó descompuesta-
mente.
—Se han burlado de nosotros —gruñó Sacchino
—Alguien nos tomó el pelo miserablemente —añadió el belga.
David les miró con expresión de asombro.
—¿Qué diablos estáis diciendo? —gruñó.
—Cuando se fue usted, llamó la rubia... Olga Stuart —contestó
Sacchino—. Preguntó por el senador Ditelli y dijo que, si le veíamos,
que le dijéramos que estaba aguardándole en su departamento. En-

117
tonces éste y yo, echamos a correr para liquidarla...
—¡Imbéciles, mil veces imbéciles! —rugió David—. ¿Es que no
supisteis daros cuenta de que se trataba de una trampa?
Bruchsel puso cara de idiota.
—¿Una trampa? —repitió, atónito—. Ella no estaba en su piso...
—¡Ésa es la trampa, estúpidos! De este modo, la casa se quedó
sola durante un rato, que es precisamente lo que estaban deseando
ellos.
—¿Quiénes son ellos? —preguntó Sacchino.
—¡Y yo qué diablos sé! —contestó David furiosísimo—. Olvidas-
teis lo principal: la casa no puede quedarse sola jamás, pase lo que
pase.
—Pero, jefe, nosotros creímos que, conociendo el paradero de la
rubia, había que eliminarla —alegó Bruchsel.
—Os han engañado, idiotas. En-ga-ña-do... —deletreó.
Pero de repente se calló, porque se daba cuenta de que todos los
apóstrofes que estaba dirigiendo a sus esbirros podía aplicárselos
también a él mismo. ¿Acaso el embajador Yu-Ling-Tsu...?
Miró a la pareja con cara desolada.
—También yo he sido engañado —confesó.
—¿Eh? ¿Qué? —exclamaron Sacchino y Bruchsel a dúo.
—No había tal incendio en el hospital.
Sacchino silbó. Bruchsel emitió una gruesa interjección.
—Jefe, esto me gusta cada vez menos —dijo el primero.
—Mi opinión es que debemos liar el petate y largarnos —añadió
el belga.
—Ditelli se lo ha cargado a usted. Ahora ya ha conseguido cuan-
to quería y le ha dado de lado —manifestó Sacchino.
—Ditelli —repitió David pensativamente—. Tal vez haya sido él,
sí. Pero no importa. Escuchad un momento. Tengo un plan para ha-
cernos ricos. Al diablo la política. El dinero importa mucho más.
—¿De dónde va a sacar el dinero? —preguntó Bruchsel curiosa-
mente.
—No te preocupes —sonrió David—. Tampoco me importa que
Ditelli me haya dado de lado. Que se quede con la presidencia, si es
que un día llega a alcanzarla. Nosotros seremos ricos dentro de po-
co, os lo aseguro,
118
—Me gustaría tener pruebas —dijo Sacchino desconfiadamente.
—Será cuestión de unos días tan sólo. —David dirigió una mira-
da hacia el laboratorio—. Voy a repasar los aparatos. Creo que de-
ben funcionar normalmente; no vi antes señales de que se hubiese
producido en ello una avería intencionada. Vosotros podéis queda-
ros aquí vigilando por turno. Si ocurriese algo de particular, avi-
sadme inmediatamente.
Y se dirigió al laboratorio con paso firme, seguro de su triunfo.

***
Al día siguiente, en uno de los más elegantes hoteles de la ciu-
dad se produjo un curioso incidente.
Se celebraba un banquete en el salón regio, con asistencia de casi
mil comensales, todos ellos personales prominentes de la política y
de la industria. El huésped de honor iba a ser el general Lessaic.
Cuando el banquete iba a comenzar, un joven soldado quiso pe-
netrar en el salón regio. Como no llevaba la invitación, los encarga-
dos del control se opusieron a la pretensión del muchacho.
El soldado protestó airadamente e insultó a los detectives, di-
ciendo que era intolerable que se cerrase el paso al general Lessaic,
invitado de honor. El escándalo fue tan grande, que trascendió in-
cluso al salón, donde los asistentes estaban aguardando únicamente
la presencia del general para dar comienzo al acto.
Unos cuantos salieron al vestíbulo y trataron de reducir al iras-
cible soldado, que seguía jurando y perjurando que él era el general
Lessaic. Entre los que luchaban con él había un coronel, que resultó
con las ropas desgarradas y un ojo a la funerala. Al fin, una patrulla
de policía, llamada a toda prisa, consiguió llevarse al muchacho, que
parecía haber enloquecido y que siguió sosteniendo era Lessaic has-
ta el último momento.
El auténtico general Lessaic no compareció, con gran desconcier-
to de los comensales. El banquete se celebró, no era cosa de desper-
diciar la comida, pero fue un acto desangelado, frío y carente de
animación. Todos esperaban la presencia del general y su famoso

119
discurso, y su ausencia les defraudó considerablemente.
Los periodistas habían asistido también en gran número y toma-
ron buena nota del incidente. Al día siguiente, los diarios publicaron
extensas reseñas de lo ocurrido, sin que ninguno de los informado-
res acertase a dar una explicación lógica y congruente de un hecho
tan singular.

***
Zina Morris asomó la cabeza por la puerta y vio a su padrino so-
lo en el despacho.
—¿Puedo pasar? —preguntó.
—Entra —sonrió el presidente—. ¿Qué te trae ahora por aquí?
—Staffer habló anoche conmigo.
—¿Y...?
—Dice que tiene ya casi la solución del enigma en sus manos,
pero que convendría que hicieses vigilar a David muy estrechamen-
te.
Boolton sonrió.
—Hija, ¿crees que no he pensado en ello? Hace ya algunos días
que ese sujeto no da un solo paso sin que lo sepa el jefe de mi Servi-
cio Secreto.
Zina respiró aliviada.
—Menos mal —exclamó—. ¿Y Ditelli?
—A ése no puedo hacerle vigilar. Es un gran senador, no lo olvi-
des, y por ahora, sus actividades se limitan estrictamente a la cosa
política. ¿Qué dirían de mí si se enterasen de que hago seguir por los
policías a mis adversarios políticos?
—Pero es un mal bicho...
—Lo sé, Zina, lo sé. Sin embargo, no puedo hacer nada contra él,
a menos que se le detenga en flagrante delito. Y combatir mi modo
de gobernar no es delito que merezca persecución judicial, tú lo sa-
bes bien.
—Está complicado con David.
—Si eso resulta ser cierto y los hechos cometidos son persegui-

120
bles legalmente, los jueces se encargarán de él. De momento, lo que
más nos interesa es llegar al fondo de la otra cuestión.
—Sí —suspiró Zina—, claro que sí. —De pronto exclamó—:
¡Tengo unas ganas horribles de que se acabe todo esto, tío!
—¿Para poder reunirte sin trabas con tu capitán? —sonrió Bool-
ton.
Zina enrojeció. Fue a contestar algo, pero en aquel momento,
Zamora le anunció que el jefe del Servicio Secreto, coronel Lomax,
solicitaba una entrevista urgente.
—Está bien, que pase.
Lomax entró segundos después.
—Señor —saludó—, acabo de recibir un informe directo de uno
de mis subordinados. El... hombre a quien usted nos encomendó vi-
gilar acaba de entrar en la embajada de la Alianza Panoriental.

121
XVIII
David tuvo que esperar mucho rato antes de que el embajador
consintiera en recibirle. Yu-Ling-Tsu reflexionó bastante antes de
acceder a la solicitud de entrevista, aunque al fin se dijo que no cos-
taría nada perder unos minutos en convencer a aquel estúpido de
que lo mejor que podía hacer era no volver jamás por la embajada.
El honorable Yu-Ling-Tsu estaba, además, razonablemente irri-
tado contra David. Después de haber conseguido la autorización pa-
ra pagar los cincuenta millones por los planos de la defensa, tendría
que enfrentarse con el ministro de Asuntos Exteriores y buscar una
muy buena excusa para salir del embrollo en que le había metido
aquel estúpido. Si no le costaba el cargo, muy cerca le andaría.
Un secretario abrió la puerta. David entró en el despacho.
—Excelencia —dijo.
Yu-Ling-Tsu le recibió de pie. Ni siquiera le invitó a sentarse.
—Tengo los minutos contados, profesor—dijo fríamente—. ¿Qué
es lo que tiene usted que decirme?
—Ruego a su excelencia se sirva perdonarme. Un error incom-
prensible en el manejo de mis aparatos...
El embajador soltó una risita sarcástica.
—Conque el general Lessaic iba a pronunciar un discurso favo-
rable a la Alianza. Profesor, ¿lo soñó usted?
—Excelencia, deje que le explique...
El embajador señaló un fajo de periódicos que tenía sobre la me-
sa.
—Sé leer —cortó secamente—. Fue un soldado, que había perdi-
do el juicio, el que se presentó en el banquete, pretendiendo ser el
general Lessaic. Ese pobre muchacho ha sido internado en un mani-
comio, como consecuencia de su incongruente acción de ayer por la
noche. Y el general, el auténtico, se halla pescando en un lago de las
Rocosas. ¿Qué tiene usted que decirme de todo esto, profesor?
David tenía muy poco que decir. No acababa de comprender
bien lo que había sucedido, excepto que el aparato había fallado,

122
precisamente en el momento en que más necesitaba de él.
—Dentro de unos días le daré una explicación totalmente satis-
factoria —dijo—. Además, voy a proponerle un trato. Le traeré les
planos completamente gratis. Usted me pagará solamente cuando
hayan comprobado que es cierto. ¿Le parece bien?
El embajador presionó un timbre. Un secretario compareció al
instante.
—¿Excelencia?
—El profesor David acaba de despedirse. Tenga la bondad de
acompañarlo.
—Pero, excelencia... —protestó David.
—Salga —dijo el secretario —. No nos obligue a llamar a la poli-
cía.
David arrojó una furiosa mirada hacia el embajador.
—Tendrá noticias mías —prometió.
Giró sobre sus talones y salió de la embajada hecho una furia.
Empezó a sospechar que las llamadas de dos noches antes ha-
bían tenido como objeto causar una perturbación en sus planes. Pero
por mucho que se esforzó, no logró adivinar quién podía haberle
estropeado unos proyectos tan cuidadosamente trazados.
—De todas formas —masculló—, todavía tengo algunas cartas
por jugar.
Y detuvo al primer aerotaxi que encontró en su camino.
—Al Hospital Militar—ordenó, apenas se hubo acomodado en el
asiento.

***
Luis Zamora entró en el despacho presidencial y anunció:
—Señor, el gran senador Ditelli aguarda en la antesala.
—Sí, que pase... Un momento, Luis.
—Diga, excelencia.
—Procure ponerse al habla con el general Lessaic y dígale que le
estoy infinitamente agradecido por haber seguido el consejo que le
di. Añada también que, al regreso de sus vacaciones de pesca, ten-

123
dré sumo gusto en explicarle personalmente por qué le pedí que no
asistiera al banquete.
—Lo haré ahora mismo, señor presidente.
Zamora salió. Instantes después, Ditelli entraba en el despacho.
—Señor —saludó con la ampulosa cortesía que le era acostum-
brada.
—Celebro verle, senador —sonrió Boolton—. Espero que mi
llamada no le haya causado una grave extorsión en sus planes de
trabajo.
—Para mí es un placer acudir siempre a su despacho, señor —
sonrió Ditelli—. Cualquier trabajo personal mío debe ser pospuesto
siempre en aras del interés común.
—No sabe cuánto me alegro de oírle hablar así, senador. Pero,
por favor, me había olvidado de ofrecerle asiento. Quiero que escu-
che algo que le resultará sumamente interesante. Siéntese, se lo rue-
go.
Ditelli obedeció, desconcertado no sólo por la llamada sino por
la cortés actitud del presidente, que no sabía a qué achacar. Con ojos
recelosos vio que Boolton ponía sobre la mesa una grabadora portá-
til y que oprimía con el índice el botón de arranque.
Una voz sonó inmediatamente en la estancia. Con ojos dilatados
por el asombro y el terror, Ditelli escuchó una fiel reproducción del
diálogo que habían sostenido él y David noches antes.
Ditelli permaneció callado hasta que se hubo concluido la graba-
ción. Entonces levantó la vista y miró al presidente.
El rostro de Boolton aparecía teñido de severidad.
—Senador, después de lo que he oído, he de pedirle que aban-
done la política —dijo en tono acerado—. No tengo inconveniente
en que se me combatan mis métodos de gobierno ni que se discutan
o critiquen mis acciones políticas; son las reglas del juego. Pero lo
que no puedo admitir son acciones en las cuales quedan involucra-
das las vidas de personas inocentes. Mazzola murió asesinado por
David, aunque, afortunadamente, la Olga Stuart que se cita aquí,
tuvo más suerte y salvó la vida.
Boolton abrió un cajón y extrajo del mismo una cajita plana, de
pequeño tamaño, junto con dos cartulinas.
—Le entrego una copia de la grabación que ha escuchado —
124
dijo—. También le doy una copia de una carta que recibí, así como
de una fotografía, cosas ambas que me envió la señorita Stuart, de la
cual quería usted deshacerse por medio de unos pistoleros. Puede
comprender fácilmente que tengo más copias de todo: grabación,
carta y fotografía; y le haré una advertencia: la señorita Stuart esta
convenientemente protegida, para que sus sicarios no intenten nada
contra ella por orden suya y como despecho por la acción que reali-
zó al ver la clase de persona con quien ella había soñado en casarse
un día. No es cosa que me guste hacer, pero si me obligase a ello, lo
sacaría todo a la luz pública.
Ditelli estaba deshecho. Todas sus ambiciones se habían visto
cortadas de golpe. ¿Qué había pasado? ¿Cuál era el elemento que
había fallado?
—Aunque —continuó el presidente—, tal vez no sea necesario
pedirle que se retire de la política, sino que es posible que ocurran
hechos que impliquen una acción legal contra usted. Estoy enterado
de los métodos de que se valió para desprestigiar a mis mejores co-
laboradores, pero lo que usted ignora es que el hombre en quien
confiaba, el profesor David, está en contacto con la embajada de la
Alianza Panoriental, seguramente, con ánimos de venderle los secre-
tos de la defensa nacional. Usted creó un monstruo para su propio
provecho, pero ha resultado que ese monstruo le va a devorar a us-
ted.
Ditelli se puso en pie lentamente. Sus ojos aparecían cubiertos de
un velo turbio.
—No tengo nada que decir —murmuró —. Todo es cierto... aun-
que yo ignoraba que David fuese un traidor a la U. O. Ambicionaba
el puesto que ocupa usted, es cierto; pero por nada del mundo hu-
biese traicionado a la Unión.
—Le creo en ese aspecto, senador, pero antes de haber actuado
tan deslealmente, debió haber calculado tolas las posibilidades. Su
ambición le perdió.
Ditelli asintió lentamente. Estaba derrotado.
—Adiós, excelencia.
—Adiós, senador.
Ditelli salió del despacho. Boolton sintió cierta pena de él.
Bien orientado, hubiera resultado un magnífico político. Pero se
125
había dejado arrastrar por un exceso de ambiciones, las cuales, al
fin, le habían conducido al desastre.
De pronto, oyó voces y carreras en la antesala. Boolton se puso
en pie, sobresaltado.
Zamora abrió la puerta de golpe. El volumen de los gritos au-
mentó.
—¿Qué ocurre, Luis?
—Algo horrible, señor presidente. El senador..., Ditelli, abrió la
puerta del ascensor, sin percatarse de que el aparado no estaba allí
y... Se ha precipitado en el vacío. Son diez pisos, señor.
Boolton movió la cabeza.
—Lo sé, Luis —dijo —. Una verdadera lástima. Hemos sufrido la
pérdida de un gran hombre de estado. Hágalo saber así a los perio-
distas y envíe mis condolencias a su familia.

***
Olga Stuart abrió la puerta y se quedó muy sorprendida al ver a
dos personas bajo el dintel. Reconoció a una de ellas inmediatamen-
te: era Zina Morris. La otra era un sujeto maduro, a quien no había
visto en su vida.
—Usted es Olga Stuart —dijo Zina.
—Sí, señorita Morris. ¿Viene en busca de Gil?
—Exactamente —contestó la muchacha—. Señorita Stuart, tengo
el gusto de presentarle al coronel Lomax... Ah, está ahí el señor
Sampson.
El periodista se levantó del diván donde se hallaba sentado.
—Dispuesto a enviar otro traje a la lavandería —dijo sonriendo.
Zina se puso colorada.
—¿Dónde está Gil? —preguntó.
—Descansando. Le llamaré inmediatamente. Siéntense, por fa-
vor. Olga, sé buena —dijo Sampson— y sírveles algo de beber a
nuestros distinguidos huéspedes.
—De acuerdo. —Olga se dispuso a cerrar y en aquel momento se
dio cuenta de que había dos hombres de paisano al otro lado de la

126
puerta—: ¿Qué hacen esos tipos ahí? —preguntó.
—Protección —contestó Lomax lacónicamente.
—No queremos que le ocurra nada —añadió Zina—. Recuerde
que quisieron asesinarla.
—Lo sé —contestó la rubia—. Ese miserable... Bueno, ¿qué quie-
ren tomar?
—¿Hay jerez? —preguntó Lomax.
—Legitimo, no sintetizado —rio Olga —. Ahora mismo les pon-
dré dos copas para que lo prueben.
Staffer salió unos momentos más tarde.
—Les ruego me dispensen —dijo—. Tenía sueño y...
—No te preocupes —contestó Zina—. Gil, éste es el coronel Lo-
max, jefe del Servicio, Secreto presidencial. Coronel, el capitán Staf-
fer.
—Encantado de conocerle, señor—dijo el joven.
—Mucho gusto, capitán. —Lomax hizo una corta pausa—. Me
envía el propio presidente en persona, capitán.
Staffer se asombró.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Sencillamente, que hay que acabar cuanto antes con las haza-
ñas del profesor David. La cosa urge, Staffer —manifestó Lomax.
El joven volvió los ojos hacia Zina.
—Esperaba ultimar algunos detalles —declaró.
—No hay tiempo —dijo ella—. David se ha puesto en contacto
con la embajada de la Alianza Panoriental. Tememos que aproveche
su aparato para traicionar a la U. O.
Staffer emitió un largo silbido.
—De ese tipo no me extrañaría nada —comentó —. Sería capaz
de influir en quienes custodian los planos secretos de la defensa pa-
ra arrancárselos y vendérselos luego a los panorientales.
—Eso mismo es lo que teme el presidente —concordó Lomax—.
Y por dicha razón me ha ordenado que actúe cuanto antes, incluso
por la fuerza si es preciso.
—David tiene dos pistoleros que le custodian el laboratorio con-
tinuamente. Son tipos que no se detienen ante nada —advirtió Staf-
fer.
—Yo también tengo unos buenos tipos —sonrió Lomax—. Ven-
127
drán con nosotros.
Staffer se puso en pie.
—Entonces, no perdamos más tiempo —dijo.
El visófono sonó en aquel instante. Zina se acercó al aparato y
presionó el conmutador.
—Hola, Luis —dijo.
—¿Qué tal, Zina? —contestó el secretario del presidente—. Dite-
lli estuvo aquí. A la salida se cayó por el hueco del ascensor y se ma-
tó.
Zina lanzó una exclamación de horror. Staffer y Lomax se con-
templaron mutuamente en silencio.
Fue Sampson el que resumió todo con una simple frase:
—Es lo mejor que podía haberle pasado. —Miró al joven—. Su-
pongo que no me dejarás aquí. Tengo derecho a ir... e iré, aunque
tenga que montarme a caballo sobre tus espaldas.

128
XIX
Los coches rodearon la casa de David en completo silencio. Era
de día, pero la maniobra, dirigida hábilmente por el coronel Lomax,
fue realizada con toda precisión, antes de que los ocupantes del edi-
ficio se dieran cuenta de lo que ocurría.
Staffer y Lomax se acercaron a la verja de entrada, la cual, cu-
bierta de plantas trepadoras, apenas si permitía ver lo que había al
otro lado. Staffer había recobrado ya su aspecto habitual, aunque no
el color del pelo.
Tocó el timbre de llamada y atisbó por entre las hojas de las
plantas.
—Es posible que David esté aún a estas horas en el Hospital —
comentó.
—Le esperaremos —afirmó Lomax.
La puerta de la casa se abrió. Un hombre miró recelosamente.
—Es Sacchino —indicó el joven.
El rufián dudó un momento. Staffer insistió.
Sacchino se decidió al fin. Cruzó el jardín con paso renuente y se
acercó a la puerta.
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó malhumoradamente.
—Traigo un mandamiento del juez para registrar la casa —
contestó Lomax—. Abra usted y no nos obligue a usar la fuerza.
Sacchino pegó un salto de sorpresa. Vaciló un instante y luego,
girando sobre sus talones, emprendió la huida hacia el edificio.
Tina voz le intimó a detenerse.
—¡Alto! ¡Alto o disparo!
Sacchino se volvió. Había un agente del Servicio Secreto enca-
ramado en lo alto de la tapia, armado con una pistola dotada de si-
lenciador.
El forajido sacó su pistola y apuntó al agente. Pero había más po-
licías en distintos puntos de la tapia. Uno de ellos hizo fuego y Sac-
chino, tras un par de convulsiones, cayó de bruces al suelo, donde
quedó inmóvil.

129
—Bruchsel sigue adentro —dijo Staffer.
Una bala silbó por encima de ellos. Se apartaron presurosamente
de la puerta.
—Déjelo —habló Lomax—. Mis hombres darán cuenta de él.
Bruchsel hizo dos o tres disparos más. De pronto, le vieron abrir
la puerta y salir al porche.
Estuvo un momento en pie, luego, de repente, se tambaleó y ro-
dó por las escaleras, hasta quedar tendido de espaldas al pie de las
mismas.
Dos hombres salieron del interior de la casa. El plan de ataque
de Lomax había resultado perfecto.
Uno de los agentes se arrodilló junto a Lomax. El otro corrió ha-
cia la puerta y la abrió.
—Paso libre, coronel —dijo.
—Gracias, Stanford —contestó Lomax—. Ahora hay que quitar
esos cuerpos de en medio y dejar todo normal, para que David no
recele nada cuando regrese del hospital.
—Sí, señor.
—Su coche deberá ser ocupado apenas haya entrado en la casa.
Es preciso cortarle la retirada.
—Bien, coronel.
Los agentes invadieron el jardín. Retiraron los cadáveres de los
pistoleros y, en pocos momentos, borraron las huellas del breve y
sangriento combate.
Lomax y Staffer penetraron en el edificio. El joven guio a su
acompañante hasta el laboratorio. Sampson surgió de repente junto
a ellos.
—Hola —dijo, todavía con el semblante muy pálido.
—¿Dónde te habías metido? —preguntó el joven con sorna.
—Pertenezco al partido pacifista. No me gustan los tiros —
respondió Sampson.
Entraron en el laboratorio. Lomax se quedó atónito al ver aquel
conjunto de aparatos, cuya utilidad resultaba desconocida para los
profanos.
—El diablo me lleve si entiendo lo que es esto —dijo.
—Diga mejor que no sabe cómo hacerlos funcionar, coronel —
sonrió Staffer—. Pero sí se sabe para qué sirven... ¡Zina! —exclamó
130
de repente al ver a la muchacha parada en la puerta—. ¿Qué haces
aquí?
—Quiero ver en qué para todo esto —respondió ella, avanzando
hacia los hombres.
Staffer miró a Lomax. Éste se encogió de hombros.
—No le pasará nada —murmuró.
Uno de los agentes entró de repente.
—Coronel, el profesor David está llegando.
—Muy bien. Nosotros le recibiremos. Ustedes estén atentos todo
el tiempo y procuren que no cometa ninguna acción dañina.
—Sí, señor.
El hombre se escabulló rápidamente. Segundos después, oyeron
la puerta de la casa.
—¡Sandro! ¡Michel! —sonó la voz del científico.
Staffer abrió la puerta del laboratorio.
—Entre, profesor —dijo con amplia sonrisa—. Lamentó tener
que informarle que Bruchsel y Sacchino han dimitido de sus puestos
en el comité de recepción.
Hubo un momento de intenso silencio. Los ojos de David fulgu-
raban como brasas.
Estuvo mirándole unos instantes; luego, rehaciéndose, avanzó
hacia el joven.
—Supongo que se da cuenta de la ilegalidad de su estancia en mi
casa —dijo.
—Aparte de que, según informes, pertenecía a Mazzola, tenemos
un mandamiento judicial para registrarla —contestó Staffer tranqui-
lamente—. Profesor, le presento al coronel Lomax, del Servicio Se-
creto presidencial. A la señorita Morris creo que ya la conoce, así
como al señor Sampson.
Los ojos de David contemplaron rápidamente a sus visitantes.
En un santiamén se dio cuenta de que había sido derrotado.
En silencio, cruzó el laboratorio y se acercó a una máquina, do-
tada de una especie de teclado de mando. La máquina llegaba casi
hasta el techo y en una parte de su estructura, a metro y medio del
suelo, tenía una especie de pantalla alargada, de treinta centímetros
de ancho por un metro de largo.
David presionó un botón y la pantalla se iluminó.
131
—Supongo —dijo—, que han venido a que les explique cómo
funcionan estos aparatos.
—Nos lo imaginamos, profesor —contestó el joven amablemen-
te.
—¿Podrán demostrar que he cometido algún delito?
—Mis hombres están excavando el jardín. Encontrarán el cadá-
ver de Mazzola —afirmó Lomax.
—Es posible que encuentren dos cadáveres más —sonrió Da-
vid—. Oficialmente, diré que se trata de dos ladronzuelos que fue-
ron sorprendidos cuando trataban de entrar a robar en casa. Extra-
oficialmente, les haré saber que eran agentes de la A. P.
—Conocemos sus andanzas por la embajada panoriental —dijo
Lomax—. Si pensaba traicionar a la Unión, perdió el tiempo.
—¿Quién sabe? —David no perdía la sonrisa—. Tengo que pro-
ponerles un trato. Mi vida a cambio de la de...
Movió otra palanca del cuadro de mandos. Una luz roja se en-
cendió en uno de los costados del tablero.
—No habrá tratos, profesor —advirtió Staffer—. Está perdido.
—Veremos —contestó David sibilinamente. Tocó una tercera pa-
lanca y la imagen ampliada de un E. E. G. apareció en la pantalla
larga—. Fíjense bien en esa gráfica y escuchen primero. Después...
ustedes mismos decidirán.
—Hemos venido a escuchar, pero no a claudicar —dijo Lomax
severamente—. Hable, profesor.
—Ustedes ya saben que Mazzola inventó un aparato para obte-
ner los E. E. G. a distancia... El señor Sampson estuvo aquí algunas
veces para conseguir informaciones para su periódico.
—Así es —convino el periodista—. Usted mintió una vez y eso
fue su perdición.
—Supongo que todo el mundo estamos expuestos a cometer
errores —sonrió el científico—. Bien, es cierto; el procedimiento
Mazzola resulta perfectamente viable. Un notable adelanto de la
ciencia..., que puede muy bien ser usado en sentido inverso.
—Para impartir determinadas órdenes a ciertas personas cuyo E.
E. G. se conoce de antemano —dijo Staffer
—Justamente.
David se volvió hacia el aparato y lo señaló con la mano.
132
—Las células nerviosas del cerebro —siguió—, emiten impulsos
eléctricos, pero también pueden recibirlos. La emisión y recepción se
hacían hasta ahora por medios digamos rudimentarios. Mazzola
consiguió perfeccionarlo y que el sujeto pudiese ser examinado a
distancia... y también influenciado a distancia. Capitán Staffer, usted
tiene cierta experiencia sobre el asunto, ¿no es así?
—Demasiada —admitió el joven secamente.
—Lo siento —se excusó David —. Bien, pero para influenciar a
un sujeto es preciso conocer previamente su E. E. G. Como en el caso
de las huellas dactilares, ningún E. E. G. es igual a otro. Todos, aun
en reposo el individuo o individuos, son distintos. Uno de los fun-
damentos del procedimiento Mazzola es ése, precisamente.
—¿Cómo funciona el aparato? —preguntó Lomax.
—Primero, como digo, es preciso disponer del E. E. G. del sujeto
a quien se desea influenciar. Después hay que realizar una serie de
complicadas operaciones, según la clase de órdenes que se le hayan
de impartir. Naturalmente, puede ser empleado para curar por per-
suasión, muchísimo mejor que por hipnotismo o sugestión, a un pa-
ciente cuyo estado mental resulta deficiente.
—Pero usted no lo empleó para curar —alegó el joven.
David seguía sonriendo.
—Ditelli sufragó los gastos de los experimentos de Mazzola y
luego quiso aprovecharse del descubrimiento para sus propios fines.
Hubieran dado resultado si...
—¿Por qué asesinaron a Mazzola? —quiso saber Lomax.
—Empezó a sentir escrúpulos —contestó David lacónicamente.
—Vamos, que era un estorbo —intervino Sampson, cuya graba-
dora no dejaba de funcionar un solo momento.
—Y usted, luego —habló Staffer—, pensó que era una tontería
usar el aparato para alzar a Ditelli hasta la presidencia, cuando se
podían obtener millones del mismo... vendiendo los planes de la de-
fensa, por ejemplo; mejor dicho, obligando a su actual custodio, a
entregárselos a usted, para luego llevarlos lindamente a la Embajada
de la A. P.
—¡Qué perspicaz es usted! —dijo David.
—Abreviemos —gruñó Lomax, impaciente—. Aún no sabemos
cómo funciona el aparato.
133
—Bien, hay que saber primero las órdenes que se quieren impar-
tir al sujeto objeto de la experiencia. Luego se codifican y se transmi-
ten por medio del teclado, ajustando las frecuencias al potencial
eléctrico de su cerebro y ajustando el código del mensaje a su E. E.
G. Un poco complicadillo, pero, en resumen, ése es el método. El su-
jeto objeto de la experiencia recibe la orden, pero no se entera siquie-
ra; no oye voces extrañas dentro de su cerebro; sólo sabe que tiene
que hacer esto o lo otro y que le resulta imposible evitarlo. Después,
una vez cumplida la orden, su cerebro vuelve a una completa nor-
malidad, sin daños secundarios.
—Y usted, como neurólogo del Hospital Militar, disponía de una
serie ilimitada de E. E. G. —dijo Staffer.
—Exactamente.
—Todos los funcionarios del gobierno, cuando menos los de
cierta categoría, incluido el propio presidente, han de ser reconoci-
dos en ese hospital periódicamente. Una de las etapas de dicho re-
conocimiento es la obtención del E. E. G.
—Usted lo ha dicho, capitán.
—Pero hubo un caso en el que carecían de dicho E. E. G. —
siguió Staffer—. Me refiero a la señorita Morris.
David miró a la muchacha, que aparecía pálida y silenciosa a un
lado del pequeño círculo de interesados espectadores.
—Sí. A Ditelli le hubiera resultado muy útil tener a su disposi-
ción, mentalmente se entiende, claro, a la señorita Morris.
—Y ahí es donde hubiese tenido su aplicación el procedimiento
Mazzola. Querían ponerle el casco para obtener por radio su E. E. G.
—Cierto.
—Pero fracasaron.
David hizo un gesto con la mano derecha. La izquierda estaba
muy próxima a un botón de color rojo que había en el cuadro de
mandos, y Staffer se dio cuenta de ello.
—Todo no se puede conseguir en este mundo —confesó el cien-
tífico—. En fin, hablemos ahora de lo que más interesa ahora, de mi
futuro.
—Se futuro es muy negro, profesor —dijo Lomax.
David se echó a reír.
—¿Usted cree? Escuche, coronel; quiero un pasaporte y cincuen-
134
ta mil para largarme de aquí. Soy modesto...
—Quiere refugiarse en la Alianza Panoriental. Allí reconstruirá
los aparatos y los pondrá al servicio de... de ellos —habló el joven,
conteniendo su indignación a duras penas.
—Ustedes no me dejan otra alternativa. Mi pellejo es sumamente
valioso para mí, que soy su propietario.
—No habrá tratos —advirtió severamente el coronel.
—Es posible que no podamos hacerle nada por sus experimen-
tos, pero cargará con las consecuencias de la muerte de Mazzola.
¿Sabe que tenemos grabada la última conversación que sostuvo us-
ted con Ditelli, cuando dio orden de matar a Olga Stuart?
Les ojos de David centellearon por un instante. Staffer se dio
cuenta de que las palabras de Lomax le habían sorprendido.
—No me importa —dijo el científico al cabo—. El trato es el si-
guiente: Mi vida a cambio de la del presidente.
Zina exhaló un gemido. David no se inmutó.
—Repito que no habrá tratos de ninguna clase. Y aparte la mano
de ese botón, antes de que sea demasiado tarde.
—El aparato puede matar también —contestó David—. Basta
con aumentar la potencia de la emisión. El cerebro queda destruido
irremediablemente y el sujeto sufre un colapso mortal, porque la
descarga se extiende a todo el sistema nervioso. ¡Estoy esperando!
—terminó David con voz de trueno.
Zina se agarró al brazo del joven.
—Gil, hagamos el trato. No quiero que le pase nada a mi tío...
—No le pasará nada —afirmó el joven rotundamente—. Por úl-
tima vez, David; no habrá pacto de ninguna clase.
—Entonces, morirá el presidente. Están viendo ustedes su E. E.
G. en la pantalla amplificadora. Todo está preparado... ¿creen que
no me había prevenido contra esta eventualidad? Si me van a «tos-
tar», lo mismo me da por uno que por cien —exclamó David con
salvaje acento de odio—. ¡Vamos, contesten!
—No —insistió Staffer.
—Entonces, que muera el presidente —gritó David.
Y apretó el botón.
Una horrible mueca deformó sus facciones. Sus ojos se dilataron
hasta el punto de parecer que iban a saltarle de las órbitas.
135
Su cuerpo fue recorrido por una espantosa convulsión. Zina lan-
zó un grito de espanto y volvió los ojos, horrorizada.
David permaneció un instante en pie. Luego se desplomó de
bruces al suelo, como una masa inerte, sin hacer ya ningún movi-
miento.

136
XX
Durante unos momentos, reinó en la estancia el silencio más ab-
soluto. Luego, Lomax, reaccionando, se arrodilló junto a David.
—Está muerto —declaró al fin, atónito—. Pero, ¿cómo...?
—El E. E. G. que se ve en la pantalla es el suyo —declaró Staffer.
—Lo cambiaste tú cuando trabajabas en el Hospital —dijo Sam-
pson.
Staffer sonrió.
—¿No recuerdas ya al pobre soldado que se creía ser el general
Lessaic? —dijo—. Por si acaso el general no accedía a la petición del
presidente, yo puse en el sitio correspondiente a Lessaic el E. E. G.
de un individuo cualquiera, cambiando los rótulos e indicativos
personales, claro está. Por cierto, coronel, habrá que sacar del mani-
comio a ese pobre chico.
—Me encargaré de ello —asintió Lomax pensativamente—. Así
que quiso matar al presidente...
—Y se mató él mismo.
—Pero imagínese que hubiese elegido a cualquier otro personaje
de importancia, el Secretario de Estado, por ejemplo, o el general
Hosson, que es quien custodia los planes de defensa. ¿Qué habría
pasado, entonces?
El joven seguía sonriendo.
—Tenía prevista esta contingencia —contestó—. Si, se trajo a ca-
sa unos cuantos E. E. G., correspondientes, en apariencia a varios
altos personajes, pero todos copia del suyo propio. No olvidemos
que los E. E. G. están archivados en microfilm y pueden obtenerse
de uno todas las copias que se deseen.
—¿Y cómo no se dio cuenta de que el E. E. G. que figura en la
pantalla no era el suyo propio? —preguntó Sampson.
—Imagínate que toman la huella dactilar de tu pulgar —contestó
Staffer—. Imagínate también que la ves ampliada en la pantalla. A
menos que sepas con certeza que es la tuya propia, puedes creer que
es la de otra persona. Todas son distintas, pero todas se parecen, y

137
eso pasa también con los E. E. G. Para que David hubiera sabido que
el E. E. G. de la pantalla era el suyo propio, tendría que haberse he-
cho uno nuevo y en las mismas condiciones de reposo, o actividad
mental, que cuando se hizo el primero y comparar ambos. Él, obliga-
toriamente, tenía hecho un E. E. G...., como tú y como yo y como el
coronel tenemos registradas nuestras huellas dactilares. Pero, una
vez que te las tomaron, ¿cuántas veces las has vuelto a ver? Ni si-
quiera te has preocupado ya más de ellas, ¿no es cierto?
—Se comprende —dijo Lomax—. Pero resultó una especulación
muy arriesgada.
—No, en absoluto, porque yo estaba seguro de que todos los E.
E. G. que él había traído aquí eran copias exactas del suyo, copias
que yo mismo obtuve en el Hospital. Las puse en los sitios de los
personajes que calculaba podían ser sujetos de su experiencia y dejé
que luego él actuase por su cuenta. Entiéndalo, coronel —añadió
Staffer—. las copias de los E. E. G. en microfilm ocupan un espacio
pequeñísimo. Él las sacó de los archivos guiándose por las fichas: no
se le ocurrió examinarlos uno por uno y, aunque lo hubiera hecho, le
habría pasado lo mismo que a los expertos en huellas dactilares: pa-
ra saber que una impronta pertenece a determinada persona, tienen
que contar con otra huella tomada anteriormente. Él sólo disponía
de un E. E. G. por persona; no tenía medios de comparar los que ya
tenía con otros obtenidos «a posteriori».
—¿Y si no hubiese actuado como lo ha hecho? —preguntó Lo-
max.
—La muerte de Mazzola habría sido suficiente para proceder le-
galmente contra él —contestó el joven.
Lomax asintió. Luego, en silencio, se dirigió hacia la puerta y la
abrió:
—¡Stanford! ¡Brennan!
Dos hombres penetraron en el laboratorio.
—Cubran ese cuerpo con una manta —ordenó el coronel—.
Luego nos ocuparemos de los trámites legales.
—Sí, señor.
—Vamos —dijo el joven, asiendo el brazo de la muchacha.
Salieron del laboratorio. Los agentes les siguieron en último
término.
138
Staffer y Zina se miraron sonrientes.
—¿Qué pasará ahora? —preguntó él.
—¿A qué te refieres? —quiso saber la muchacha.
—Entre tú y yo, claro.
Zina se sonrojó deliciosamente.
—¿Por qué no intentas averiguarlo? —dijo.
Sampson estaba a unos pasos de distancia, hablando con el co-
ronel.
—Mike.
—Dime, Gil.
—¿Quieres llevarte al coronel afuera? La señorita Morris tiene
que contestar a una pregunta mía y los testigos, sin ofender, estor-
ban.
Sampson agarró a Lomax por un brazo.
—Venga —dijo —, quiero enseñarle las nubes que hay en el cie-
lo. Son muy bonitas y...
Pero antes de cerrar la puerta echó una mirada de curiosidad al
interior.
—¡Qué emocionante! —suspiró, al ver a Staffer y Zina estrecha-
mente abrazados.

***
Dos semanas después, llegó el embajador extraordinario de la
Alianza Panoriental.
El embajador sostuvo conversaciones con el secretario de Estado
primero y, luego, con el propio presidente. Después, le fueron he-
chas algunas demostraciones del sistema defensivo de la U. O.
El embajador quedó impresionadísimo. Las pruebas que presen-
cio resultaron concluyentes.
—Tendremos que firmar el tratado cuanto antes —dijo al finali-
zar las demostraciones.
Estaba aterrorizado en su interior, aunque, como buen oriental,
no lo había demostrado facialmente. Ahora ya sabía en qué consistía
el sistema defensivo occidental.

139
Ni un solo proyectil suyo conseguiría atravesar jamás las barre-
ras de fuerza que estaban alzadas en los límites de la U. O. Era un
blindaje invisible, impalpable, pero no por ello menos efectivo.
Se dispararon cañonazos y se lanzaron cohetes. Incluso se arroja-
ron algunos vehículos y un par de barros contra zonas en donde es-
taba montada la barrera. Todos se estrellaron contra aquella valla
invisible que, según palabras del propio Secretario de Estado, alcan-
zaba también el «techo» de la U. O.
En cambio, si los disparos se hacían desde el otro lado, es decir,
de dentro afuera, los proyectiles pasaban fácilmente, como si la ba-
rrera no existiese.
—Nosotros podríamos contestar viendo tranquilamente cómo
sus proyectiles se estrellaban contra nuestra barrera—manifestó el
secretario de Estado—. Pero, por encima de todo, deseamos la paz.
—Y la tendrán —aseguró el embajador.
Días después, el presidente dirigió un discurso a la U. O. Miles
de millones de personas vieron su figura en las pantallas de sus vi-
sores y oyeron sus palabras.
El presidente habló primero de asuntos internacionales. Se refi-
rió al tratado que estaba en curso de ser firmado próximamente y
aseguró que el diálogo en busca del entendimiento, no excluía el
mantenimiento de las propias convicciones.
Para terminar, aludió muy de pasada a ciertos hechos que no
habían trascendido al gran público.
—Existen, han existido y existirán personas que tratan de influir
por distintos medios sobre la mente de otras personas, a fin de obli-
garles a actuar en contra de sus propios intereses. Esos seres no tie-
nen nada que hacer en nuestra sociedad. Las medusas, los hombres
que, con sus tentáculos invisibles pero no menos efectivos, tratan de
convertir a otros hombres, no en estatuas de piedra, como la Medu-
sa mitológica con su propia mirada, sino en estatuas animadas que
obedezcan sus órdenes y sus caprichos, han sido y serán siempre
derrotados por todas las personas de buena fe que ansíen uno de los
mayores bienes del hombre sobre la tierra: la libertad, una libertad
basada en la paz, el amor, la verdad, el respeto y la comprensión
mutua. Eso es lo que yo deseo para todos los que me escucháis y eso
es por lo que lucharé con todas mis fuerzas mientras me quede un
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hálito de vida.
—Es todo un hombre —exclamó Sampson, apagando el televisor
después de terminado el discurso del presidente.
—Yo no entiendo mucho de política, pero me ha gustado —
declaró Olga.
—Magnífico —exclamó Sampson—. Y como el presidente ha ha-
blado de libertad, supongo que no te extrañará si me tomo la de pe-
dir tu mano.
Olga se enterneció.
—Oh, Mike, ¿lo dices de veras?
Sampson se puso la mano en el pecho.
—El presidente ha mencionado también la verdad —dijo solem-
nemente—. Y yo, como buen ciudadano, procuro acatar sus indica-
ciones.
Olga soltó un par de lagrimitas.
—Mike, pero yo... yo...
—Olvídalo, nena. No mires atrás —aconsejó Sampson—. Tiende
tu vista hacia adelante, hacia nuestro futuro.
Olga se le colgó del cuello.
—Eres estupendo, Mike. —Y le besó con fuerza. Luego, de pron-
to, con femenina inconsecuencia, le preguntó:
—Oye, ¿crees que Gil y Zina habrán escuchado el discurso?
Sampson soltó una alegre carcajada.
—Nena, cuando un hombre y una mujer están en su luna de
miel, los discursos políticos les importan un rábano —contestó.

FIN

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Próximo número:

LAS GARRAS
DE OFIR

por

PETER KAPRA

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