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01 - Indiana James - Hong Kong Rock
01 - Indiana James - Hong Kong Rock
inglesa siguiendo el rastro de una antigua novia con unos asombrosos poderes y que es
raptada por unos extraños tipos vestidos de blanco, que dicen ser agentes de la CIA…
Indiana James
ePub r1.0
LDS 11.04.18
Título original: Hong Kong Rock
Cuando abrí los ojos, un metro entraba en la estación y apenas tuve tiempo de
entrever a Honey rodeada por sus captores. El hombre del pelo, color arena estaba
mostrando una credencial a los policías y uno de ellos, un sargento, se cuadró
marcialmente. Ése debía ser el famoso Sandy Grey del que había hablado Honey.
A mí alrededor, se había formado un grupo de curiosos.
—¿Han visto…? —exclamaba un negro con pinta de jamaicano—. ¡Han disparado
a la chica! ¡Le han disparado!
—Han dicho que tenía una enfermedad infecciosa… —explicaba el otro, como si
eso fuera suficiente motivo como para desencadenar una caza de aquel calibre.
—¿Creen que habremos podido contagiarnos a esta distancia…? —apuntó una
señora de mediana edad.
Un veterano de Vietnam, que aún conservaba su raído uniforme, rió a carcajadas:
—Las únicas enfermedades contagiosas que conozco, necesitan un contacto…
¡digamos, mucho más íntimo!
—¡Señor! —espetó la mujer entre sofocos.
—Supongo que la llevarán a un hospital… —explicó un oficinista, pálido como un
pescado.
La mujer se giró hacia mí.
—¿Y usted…? ¡Parecían señalarle a usted!
—Es cierto —admití—. Yo también padezco una enfermedad muy contagiosa…
El grupo dio un paso atrás, alarmado. La gente que se apeaba de los vagones nos
observaba curiosa.
—¡Tengo un forúnculo en el trasero! —aclaré en voz baja. Y me metí en el convoy,
un segundo antes de que se cerrasen las puertas automáticas.
Me dirigí hacia los asientos libres y caí como un fardo en uno de los reservados a
vejetes, embarazadas y mutilados de guerra. Nada me pareció más apropiado en aquel
momento.
A medida que el metro entraba en el túnel, que la idea de haber escapado se
asentaba en mi mente, empecé a reflexionar sobre los acontecimientos: la vulgar y modosita
Honey Campbell parecía haberse destapado como una persona capaz de provocar jaquecas,
conseguir que un jeep se convirtiese en una peonza enloquecida, lograr que un rifle
estallase, adivinar la aparición de un ejército policíaco, derribar a distancia a un montón de
agentes y proyectar la fotografía de una ciudad en mi mente.
Y sólo conocía dos palabras que englobasen sus actos.
Telepatía y telekinesia.
Si unas horas antes, alguien hubiera preguntado mi opinión sobre estos fenómenos
paranormales, le habría contestado que el primero era discutible y, el segundo, una perfecta
imposibilidad física.
Claro que, eso hubiera sido unas horas antes. Ahora, ya no estaba tan seguro. O todo
había sido un perfecto montaje hollywoodense, o…
Bajé del metro un par de estaciones después y me sumergí de nuevo en la tormenta.
Seguía algo aturdido, pero era perfectamente consciente de que no podía volver a mi
apartamento. Existían un 99 por ciento de probabilidades de que Sandy Grey y sus «alegres
muchachos» me estuvieran esperando ansiosamente.
¡Sandy Grey!
Me detuve en la calle como si hubiera chocado con una pared invisible. ¡Yo había
visto antes aquella cara!
¡Y fue en Innishgal!
Entonces, llevaba el pelo hasta los hombros, una tupida barba, camisa de franela a
cuadros, vaqueros y una mochila a la espalda. Llegó al día siguiente de la precipitada
partida de Honey y dijo llamarse Charles… nosequé. Sólo estuvo tres horas en el pueblo, el
tiempo suficiente para sonsacarme sobre Honey.
No, no me había sonsacado. Había sido yo mismo —¡estúpido de mí!— el que
comentó la casualidad de que, en sólo tres días, hubieran pasado dos norteamericanos por
aquel pueblo perdido en el culo del mundo.
Bueno, lo hecho, hecho estaba. Ahora, debía encarar el futuro. Uri futuro muy
lúgubre, por cierto.
Me metí en una cabina de teléfonos, marqué el número del «New York Times» y
pedí que me pusieran con Zenna Davis, una periodista especializada en temas de relaciones
internacionales que había conocido durante una revuelta especialmente sangrienta en
Sudáfrica.
—¡Indy, chéri! ¡Ya era hora! —Me lanzó a modo de saludo.
—¿Ah, sí? —balbuceé tímidamente, mientras intentaba recordar por qué era hora y
de qué.
—¿Por fin has decidido pagarme la cena que me debes hace seis años?
—¿La cena…?
—¿Te parece bien a las seis en el «Den»?
—Bueno, yo…
—Tengo trabajo, pero ya se lo endosaré a otro… ¡Privilegios de las mujeres!
—Es que…
—¿A las siete, entonces?
—Verás…
—¡Sin excusas, Indy!
—No, si yo…
—¡Es estupendo que te encuentres en Nueva York!
Aquella mujer era como un torbellino. Me volví medio loco intentando buscar una
solución al apuro.
—Esto… Lo siento, Zenna, pero lo que pasa es que no estoy en Nueva York…
—¿Ah, no? —preguntó con acento de sospecha.
Empecé a agitar el auricular, alejándolo y acercándolo a mi boca; mientras le daba
unos golpecitos.
—No, querida. Te llamo desde Calcuta… ¡Calcuta! ¡La India! ¿Me oyes…?
—Como si estuvieras a mi lado, chéri. ¿En qué sentido quieres abusar esta vez de
mí?
—Sandy Grey. ¿Te suena el nombre?
—¡Me chirría, chéri! Siempre que estemos hablando del mismo Sandy Grey…
—Un tipo con el pelo color arena, la cara acribillada de pecas y… —dejé la frase en
suspenso. En realidad, no podía decir mucho más de él.
—Inconfundible. Aunque se pasa la mitad del tiempo intentando desmentirlo, las
malas lenguas aseguran que es de la CIA. Del departamento de Proyectos Especiales.
—¿Qué entiendes tú por «Proyectos Especiales»?
—No tengo ni idea, chéri. Ni yo, ni nadie. Es un hombre estupendo para cuando no
se tiene nada en qué hincar el diente. Lo único que han captado mis sensibles antenas es
que debe andar por Extremo Oriente, metido en una misteriosa operación relacionada con
los chinos, o los vietnamitas, o los camboyanos… No sé, siempre los confundo…
—No te preocupes. A ellos les pasa igual con nosotros. Nunca saben distinguir a un
europeo de un americano.
—¡Qué barbaridad! ¿Cómo se puede ser tan inculto…? ¡Confundirnos con los
europeos! ¡Lo último que me faltaba por oír!
—Ya ves, cosas de la vida…
—Deben estar intentando viciar a los chinos con la música pop, porque se rumorea
que esa operación se llama «Hong-Kong Rock…». ¿Te imaginas a mil millones de chinos
peleándose por los discos de Michael Jackson…? ¡Ja, ja, ja!
—Zenna, por favor… ¡esto es importante!
—¡Por supuesto! ¡Imagínate a los de la compañía discográfica doblando
abusivamente los precios!
—¡Zenna!
—Está bien, está bien… Pero es todo lo que sé. A propósito, no sabes cuánto te
envidio. Porque aquí, en Nueva York, hace un tiempo de perros. Figúrate que…
Mientras Zenna empezaba a contarme lo que estaba sufriendo en mis propias
carnes, recapitulé mentalmente. No tenía muchas pistas que seguir, pero las pocas que tenía
apuntaban en una misma dirección: Hong-Kong.
Mi silencio debió parecerle extraño, porque cortó en seco su perorata:
—¡Indy! ¿Sigues ahí…? ¿Me escuchas?
—Sí, claro… pero lo siento, Zenna, tengo que colgar. Se aproxima una vaca sagrada
con ánimo de embestir la cabina. Ya te llamaré… ¡adiós!
Sandy Grey había estado persiguiendo durante años a una chica que parecía tener
poderes paranormales, una chica que había proyectado en mi mente la imagen de una
ciudad, cuyo nombre era el de una operación en la que estaba implicado el agente de la
CIA: O mucho me equivocaba, o iban a llevar a Honey a Hong-Kong.
Si conseguía llegar antes que ellos y disponía del tiempo necesario para averiguar
unas cuantas cosas, quizá tuviera una oportunidad de rescatarla.
Todos los aeropuertos de Nueva York estaban cerrados a causa de la tormenta y, si
los meteorólogos no se equivocaban, ningún avión podría despegar en las próximas
cuarenta horas. Eso me daba una ventaja… ¡siempre y cuando yo pudiera salir de la ciudad!
¡El viejo «Indiana» tenía que moverse! ¡Y rápido!
Una hora y media después estaba en el aeropuerto deportivo de Skyline, situado a
las afueras de la ciudad. Si tenía suerte, mi amigo Ricky Berger andaría por allí.
Finalmente, lo encontré en los hangares, arreglando un motor.
—¿Que te lleve a Montreal? ¿Qué despegue con este tiempo? —aulló, en cuanto le
expuse mis pretensiones.
—¡Vamos, Ricky! ¡Te he visto hacer cosas más difíciles! —respondí con una
sonrisa deslumbrante, intentando animarle.
—Te debo un favor, Indy. Una vez me salvaste la vida y los frranceses siemprre
devolvemos los favorres. Si quierres que me rrasque la espalda con una sierra mecánica,
pídemelo… ¡lo harré encantado! ¡Peno no me pidas que vuele con esta torrmenla! ¡Ni un
loco se atreverría!
Decidí jugar una sucia, pero definitiva carta:
—Es muy importante, Ricky. Una… una mujer me espera en Montreal. ¡Es hoy o
nunca! ¡Mañana será tarde! ¡Ella no esperará!
Ricky se levantó como impulsado por un resorte, como si por los altavoces del
hangar hubieran empezado a sonar los acordes de la Marsellesa.
—¡Eso es diferente! ¡No me habías dicho que erra un asunto de vida o muerte!
Minutos después, viajaba en una avioneta brutalmente zarandeada por la tormenta y
pilotada por un Ricky que cantaba Les Amours Fous a grito pelado, eclipsando el rugido
del temporal.
CAPÍTULO IV
Todavía tardé unos segundos en comprender que las cosas no funcionaban tal como
«Big Wave» y Sandy Grey habían previsto.
La vibración no era uniforme, ni «in crescendo»; más bien parecía un martilleo
arrítmico. En teoría, las sacudidas de un terremoto se expandían de abajo-arriba y, fuera lo
que fuese lo que estaba sucediendo, tenía lugar en la superficie de la isla. Se abrían grietas
en el techo de la bóveda y un fino polvo empezaba a llover sobre nuestras cabezas.
Sandy Grey maldecía, zarandeando a sus atónitos científicos que se miraban unos a
otros sin comprender nada. Uno de ellos, señaló a «Big Wave» con dedo acusador: el
oriental seguía retorciéndose y aullando en trance, junto a todos los miembros del coro que
aún seguían en pie.
—¡Se le está escapando de las manos! ¡Está perdiendo el control! —chilló Grey—.
¡Detente, maldita sea! ¡DETENTE!
Corrió hacia él y le agarró por los hombros intentando que diera media vuelta. «Big
Wave» apenas giró su cabeza taladrándole con la mirada. Un segundo después, el agente de
la CIA voló por los aires, dando un salto de treinta metros.
De la confusión al pánico sólo hay un paso y cuantos se hallaban en la Sala Zero, lo
estaban dando. Incluidos mis dos vigilantes. Apreté los puños y decidí que ya era hora de
entrar en acción.
Lancé el codo hacia atrás y vi con satisfacción que el otro se doblaba, exhalando un
gemido. Levanté la pierna y giré sobre mí mismo, golpeando la cabeza del segundo con mi
talón.
Experimenté una perversa satisfacción al ver los dos cuerpos caídos a mis pies. Por
una vez, no era yo el que recibía.
Pero no pude recrearme, la situación general empeoraba. Encima nuestro ya no
caían arenisca y pequeñas piedras. Algunas alcanzaban el tamaño de una pelota de rugby y
las grietas se ampliaban peligrosamente. De un momento a otro, todo el techo podía venirse
abajo.
Corrí hacia el centro de la sala, salté por encima de algunos cuerpos caídos y me
abalancé sobre Honey.
—¡Honey, despierta!
Ni caso. En su rostro se leía una extraña mezcla de terror y éxtasis. La abofeteé,
intentando hacerla reaccionar. Como no lo hizo, me la cargué al hombro.
La mayoría de los guardianes habían tirado sus armas y corrían hacia las galerías
superiores. Ellos conocían el laberinto, así que me conducirían a la salida.
En la confusión, destacó nítidamente el grito de Sandy Grey:
—¡Cogedle, maldita sea! ¡Va a escapar…! ¡Fuego a discreción!
Una ráfaga de ametralladora barrió la pared de la caverna, y dos guardianes, frente a
mí, cayeron fulminados. La esquirla de una piedra me abrió una brecha en el pómulo.
Me zambullí en la boca de la galería mientras las balas segaban el aire, rebotando en
las paredes de roca. La sucesión de pasillos se hacía interminable. Sólo fueron cinco o diez
minutos, pero me pareció tardar siglos hasta ver luz, al final de uno de los túneles.
Salí a la superficie, a tiempo de ver cómo se abría un socavón en el suelo, apenas a
unos metros, como producto de la explosión de un obús. Un camión se lanzó campo a
través sobre mí con una velocidad escalofriante. Sin Honey a cuestas, quizá hubiera podido
esquivarlo, pero con ella…
El camión se detuvo apenas a unos milímetros, con los frenos gimiendo
histéricamente. La puerta de la cabina se abrió, dando paso a su conductor.
¡Era Wanna Do!
—¡Vamos, Indy! ¡Tú sube ya, junco espera!
No tuvo que repetirlo. Tiré a Honey al interior de la cabina como si fuera un fardo y
subí de un salto. No había cerrado la puerta cuando el vehículo ya había dado media vuelta
y se lanzaba en dirección contraria.
—¡Yo mucho listo! ¡Yo muchos tiros! —comentó alegremente Wanna Do.
—¿¡Tiros!? ¿Hablas de esas explosiones…?
—¡Explosiones, tiros grandes, ¿no?! ¡Morteros de primo mío! ¡Muchos primos
míos conmigo! ¡Todos ellos ayudan a Wanna Do para salvar a Indy! ¡Mucho divertido!
Lo comprendí todo en cuanto llegamos a la «línea de retaguardia». Una fila de siete
orientales armados con morteros lanzaban un proyectil tras otro a una velocidad de vértigo.
Al pasar junto a ellos, abandonaron el equipo y subieron a la caja del camión.
—¡Tú dices que nosotros necesitamos muchos primos para ganar! ¡Yo traigo
muchos primos míos! —seguía repitiendo Wanna Do, disfrutando como un enano—.
¡Nosotros ganamos!
Ya no me acordaba de mis palabras. Era cierto, había dicho que necesitaríamos
muchos hombres para vencer a…
—¡El portaaviones! —grité—. ¡Habrán visto las explosiones y…!
—¡Portaaviones de ellos no está! —aclaró Wanna Do—. ¡Él se va lejos a mar
abierto!
Por lo visto, no se fiaban mucho del experimento de Sandy Grey. Mi «socio» estalló
nuevamente en carcajadas.
—¡Nosotros junco de primo mío, nosotros vamos a Aberdeen y ellos chasqueados!
¡Si ellos persiguen, nosotros muchos tiros! ¡Ja, ja, ja!
Nos perseguirían. El fuego de morteros había cesado y no tardarían mucho en
reorganizarse. Deseé fervientemente que el junco de su primo tuviera un motor potente. En
cuanto hubiésemos embarcado.
En aquel momento, una bala hizo saltar el retrovisor lateral del camión.
Varios jeeps, cargados con los hombres de Grey, nos seguían a distancia,
comiéndonos terreno velozmente. Su lluvia de balas era respondida por los primos de
Wanna Do desde la parte trasera.
El vehículo saltó bruscamente y derrapó varios metros, antes que Wanna Do pudiera
hacerse nuevamente con él.
—¡Neumático, «bum», roto! ¡Pero no malo, llanta buena y llanta no puede «bum»!
Nos lanzamos adelante levantando chispas sobre las rocas, hasta encallar en la
arena, junto al junco.
—¡Nosotros todos abajo! —gritó Wanna Do.
Cargué con Honey y me uní a aquel caótico Dunkerque. Los primos de Wanna Do
corrían y disparaban a la vez, sin tomar puntería siquiera; los jeeps frenaron a lo lejos, más
asustados por el ruido de las detonaciones que por la peligrosidad real de las balas.
Unos segundos más tarde estábamos a bordo del junco. Mientras el malayo ponía en
marcha el motor, los demás, parapetados tras unos bidones y pacas de algodón situados en
popa, tratábamos de mantener a nuestros perseguidores a raya. Su número aumentaba
segundo a segundo, a medida que llegaban nuevos jeeps.
Por fin, empezamos a avanzar a una lentitud exasperante.
—Tú tranquilo, Indy, nosotros tranquilos todos —repetía Wanna Do, una y otra
vez—. Bultos y barriles nos protegen a nosotros, ellos no nos dan.
—Depende. Si los bidones están vacíos, pueden atravesarlos —observé.
—¡Imposible! ¡Barriles llenos de gasolina para motor!
A Wanna Do le debió parecer muy graciosa la cara que puse, porque se rió a
mandíbula batiente, antes de reunirse con los demás para contárselo. Yo también me retiré
de los bidones, aunque por diferentes motivos, claro.
Habíamos conseguido un respiro, pero eso era todo. Me costaba creer que los
hombres de Grey no dispusieran de ningún medio de locomoción para abandonar la isla. Si,
no me equivocaba, pronto volverían a estar tras nuestros talones.
Entretanto, decidí ocuparme de Honey.
Wanna Do me alargó una botella de brandy.
—¡Esto despierta chica linda! ¡Tú prueba!
No era cuestión de andarse con remilgos, así que abrí la botella e hice que el líquido
corriese por su garganta. Al segundo trago, se atragantó, escupió, y abrió los ojos.
—¡Indy…! ¿Dónde…? —farfulló.
—No te preocupes, ya ha pasado todo… —dije, intentando tranquilizarla.
—Con suerte, más tiros todavía —comentó esperanzado Wanna Do—. ¿Tú apuestas
a que…?
—¡Calla! —mascullé entre dientes.
Honey intentó incorporarse.
—Es la segunda vez que despierto y te encuentro a mi lado, Indy. Pareces mi ángel
de la guarda, o algo así…
—Bueno, un ángel que está para el arrastre, pero…
Sonrió ligeramente antes de volver a cerrar los ojos y dormir apaciblemente. La dejé
descansar, se lo merecía.
Wanna Do y sus primos intentaban sacarle todo el partido posible al motor del
junco, mientras yo vigilaba ansiosamente en popa esperando ver, de un momento a otro,
señales de nuestros perseguidores.
Ya habíamos avistado Hong-Kong, cuando me pareció distinguir unas extrañas
formas saltando, prácticamente volando, sobre la superficie del mar. Y no eran peces.
—¡Ahí los tenemos! —murmuré a Wanna Do, que se había situado junto a mí.
—¡Tú no preocupar! ¡Nosotros llegamos a Aberdeen, nosotros perdemos en
Aberdeen! ¡Mucho fácil!
—Eso espero… —susurré para mí.
—¡¿Tú apuestas?! —dijimos ambos al mismo tiempo.
—¿Veinte dólares? —propuso el chino.
—¡Veinte dólares! —acepté.
Hice mal. Tenía que haber recordado que Wanna Do nunca gana una apuesta.
Varios minutos después, ya podía reconocer la forma de las lanchas tipo «Zodiac»
que nos seguían, ganando más y más terreno. Uno de sus ocupantes, semierguido, nos
apuntaba con algo.
—¡Nosotros muy lejos para balas! —dijo Wanna Do.
—Sí, pero…
Vi un enorme fogonazo, seguido de un estampido. Entonces, lo comprendí.
—¡Un bazooka! ¡Nos están disparando con un bazooka!
La granada levantó una explosión de agua a pocos metros de estribor. Habían
fallado por poco, pero la próxima vez…
Nos acercábamos rápidamente a Aberdeen, pero todavía estaba muy lejos. Honey,
despertada por la explosión se colgó de mi brazo.
—Oye, ¿no podrías…? Bueno, ya sabes… —balbuceé como un idiota sin saber
cómo decírselo—. En fin, hacer una cosa de las tuyas, así, y…
—Lo siento, Indy —se disculpó—. Pero ya sabes que no es tan fácil.
—No, no, claro que no, pero…, ¿no estás asustada?
—No. ¿Por qué?
Un nuevo disparo del bazooka alcanzó de refilón el costado de babor. Saltaron
astillas de madera por los aires y una paca de algodón empezó a escupir llamas.
—Bueno, eso me ahorra toda explicación, ¿verdad?
—Sí, pero… no, no puedo…
Una ráfaga de ametralladora nos obligó a tirarnos al suelo. Se acercaban, incluso a
más velocidad de la que había imaginado.
—¡Honey! —aullé—. ¡Tienes que esforzarte, tienes que poner en marcha tus
malditos poderes!
—Lo siento, Indy… ¡de verdad! —contestó—. El problema… el problema es que
no estoy en tensión, no estoy asustada.
—¿¿Quéééééé?? ¿Nos están friendo a tiros, nos bombardean, nos incendian el barco
y tú no estás asustada?
Me miró con aire tímido y desvalido:
—Es que… Puede parecerte una tontería, pero me inspiras confianza. ¡Me siento
segura a tu lado!
¡Era increíble, imposible, inconcebible!
Intenté devolver una ráfaga por encima de la borda y supe que teníamos un nuevo
problema.
—¿Te ayudaría algo el decirte que nos estamos quedando sin balas? —grité a
Honey.
¡No problema! —contestó Wanna Do—. ¡Yo tengo cargador! ¡Primos tienen
cargadores! ¡Todos tenemos cargadores!
—¡Gracias! —Escupí, arrebatándoselo con rabia de la mano.
—¡Yo te recuerdo a ti que yo te debo veinte dólares! —agregó Wanna Do,
resplandeciente—. ¡No Aberdeen! ¡Tiros, muchos y bonitos tiros!
Una explosión sacudió al junco de arriba abajo. Con un seco crujido, el palo mayor
empezó a caer hacia un lado. Le habían dado de lleno. Estaban afinando la puntería.
—¡Honey, por Dios! ¡Haz algo! —supliqué.
Ella se encogió de hombros con una sonrisa que rozaba la histeria.
—Es que no… ¡no puedo por más que lo intentó! ¡Sé que se te ocurrirá algo, que
lograrás salvarnos a todos! ¡Ya verás!
Tuve que tragarme una retahíla de maldiciones haciendo un supremo esfuerzo.
Estábamos entrando en Aberdeen a toda velocidad, haciendo saltar nubes de
espuma, provocando olas que amenazaban con volcar los lanchones-vivienda allí
aparcados. Los hombres de Grey tendrían que moderar sus ímpetus si no querían tener tras
ellos a toda la policía británica. Nosotros, no teníamos necesidad de hacerlo. Excepto uno
de los primos de Wanna Do, los demás nos habíamos quedado sin balas.
—¿Ahora? —pregunté a Honey con una loca esperanza—. Aberdeen, tiros, gente
inocente, heridos, muertos… Empiezas a asustarte, ¿verdad?
Negó con la cabeza, desolada.
Dos lanchas llegaron a nuestra altura. El primo de Wanna Do consiguió barrer a los
ocupantes de la primera con su última ráfaga, pero la otra se situó paralela a nosotros por
estribor. Y precisamente, en ésa, iba el portador del bazooka…
Y apuntando.
No perdí el tiempo preguntándole nada a Honey. No valía la pena. Sin pensarlo dos
veces, salté por la borda y me lancé en perfecto plongeon sobre la lancha.
Caí de lado sobre el tipo del bazooka en el mismo instante en que disparaba. La
granada se perdió en lo alto, en dirección a mar abierto, pero la llamarada trasera abrasó a
uno de sus compañeros y fundió parte del fondo de la nave. Mientras empezaba a hundirse,
los tres ocupantes que quedaban se lanzaron sobre mí.
Afortunadamente, Wanna Do me tiró un cabo desde el junco.
—¡Tú agarras! ¡Rápido!
Me aferré al cabo y me sentí arrastrado por el junco. Temiendo que me arrancase los
brazos, describí un círculo en el aire girando sobre mí mismo, rocé el agua con los pies y,
en el preciso momento en que iba a aterrizar sobre cubierta, sentí la mordedura de una bala
en la cadera.
Caí rodando sobre la cubierta de nuestro junco.
Honey corrió a mi lado henchida de emoción.
—¿Lo Ves? ¿Ves lo que has hecho? ¡Por eso confiaba en ti, Indy! ¡Sabía que lo
arreglarías! ¡Ahora, sólo quedan…!
Entonces, me di la vuelta con un quejido y vio la sangre en mi cadera. Su rostro se
hacía cada vez más borroso para mí, pero pude darme cuenta de que se convertía en una
máscara terrible.
—¡Indy! ¡Oh, Indy! —Oí cómo sollozaba—. ¡Lo habéis matado, malditos hijos de
puta! ¡LO HABÉIS MATADO!
Al fin estaba en tensión.
Arrodillada a mi lado, con los puños apretados, los nudillos blancos, los labios
lívidos y la mirada inyectada en sangre, parecía la reencarnación de Némesis, la diosa de la
venganza.
Decidí que no estaría de más hacerme el muerto un ratito.
Las restantes «Zodiac» zumbaban a nuestro alrededor en un carrusel enloquecido.
Nos tenían bajo fuego cruzado, pero la mayor envergadura de nuestra popa nos protegía.
Tendrían que acercarse lo suficiente como para abordarnos y eso no les iba a resultar fácil.
Honey seguía arrodillada, sudando abundantemente, con todos los músculos del
cuerpo crispados…
Y, de repente, pareció como si un inmenso monstruo agazapado bajo las tranquilas
aguas del puerto, despertara para dar rienda suelta a su furia incontrolable: las aguas
espumearon, se agitaron y formaron una inmensa ola que avanzó rugiendo hacia nosotros.
El junco se encabritó como sacudido por una mano gigante, pero las lanchas fueron
barridas inexorablemente, haciendo saltar por los aires a sus ocupantes. Recé porque no
resultasen afectados demasiados sampanes de los que solían anclar en el puerto.
Abrí los ojos e intenté esbozar una tímida sonrisa.
—Siento decepcionarte, pero todavía sigo vivo —confesé a Honey, mientras sus
ojos se desorbitaban—. Sólo fue un rasguño…
—¡Asqueroso tramposo! ¡Maldito comediante de tres al cuarto! ¡Eres un… un…!
—Calma… cálmate… ¡no te enfades conmigo! ¡Recuerda que soy yo, Indy, el chico
que todo lo soluciona!
Conseguí tranquilizarla, mientras Wanna Do y su tropel de parientes miraban
alucinados, ora el mar de nuevo en calma, ora la chica.
Tras recorrer todos los horrores imaginables, al fin habíamos llegado al final de la
pesadilla. Al fin había concluido todo. Tal vez ahora podríamos descansar.
Supe que me equivocaba en el mismo instante de llegar a tierra.
CAPÍTULO VIII
—Me di cuenta cuando estábamos en la Sala Zero —explicó Honey varios días
después, cuando le dieron de alta en el hospital—. Pero no podía hacer nada por evitarlo.
«Big Wave» canalizaba toda la Fuerza sumada de nuestra unión… pero en una dirección
que no era la prevista por ese cretino de Sandy Grey. Su punto focal no eran los silos
nucleares chinos, sino los norteamericanos.
Me hubiera gustado que el agente de la CIA siguiera vivo, sólo para restregar el
«Hong-Kong Times» por sus narices. Toda su primera plana estaba dedicada a la «extraña
ola de terremotos»: Primero, el principio de lo que parecía un temblor de tierra destinado a
alcanzar proporciones de consecuencias imprevisibles en el estado de Nebraska. Un
temblor de tierra que se detuvo «misteriosamente». Segundo, otro pequeño terremoto en la
ciudad, extrañamente circunscrito a los límites de un parque público.
Tercero, un inexplicable maremoto en Aberdeen.
Y cuarto, como contrapunto jocoso, la noticia de que algunos paseantes juraban
haber visto una figura humana, elevándose como un cohete espacial. El idiota que la había
redactado, preguntaba si el combustible espacial de los extraterrestres estaba tan caro, que
prescindían de sus tradicionales platillos volantes.
—¿Por qué cambió «Big Wave» el objetivo? —pregunté a Honey.
—No lo sé, pero es fácil de imaginar: dinero, poder, megalomanía… ¡qué más da!
Si Honey no lo sabía, nadie podría saberlo nunca.
Estábamos cenando en un restaurante propiedad de… un primo de Wanna Do, por
supuesto. Mi «socio» nos miraba alternativamente, a uno y otro. No entendía muy bien lo
que estábamos hablando, pero se sentía feliz de que todo hubiera acabado bien.
—¿Tú te casas con ella? —me preguntó, interesado.
—¿Yooooo? Pues…, euh…, esto…
—Porque si tú no te casas con ella, yo me caso con ella. Muy lista, ella siempre
gana al póker.
Aquella tarde se habían presentado los dos en el local donde localicé a Wanna Do
tras mi llegada a Hong-Kong y el oriental de los 120 kilos aún se estaba preguntando cómo,
a pesar de todas sus trampas, aquella chica de aspecto ingenuo «sabía» siempre si tenía
buen juego, o se marcaba un farol…
—Por cierto —apuntó Honey—. Supongo que entre viajes y demás líos, esta broma
te habrá costado bastante. Toma, es mi parte de lo que he ganado al póker con Wanna Do…
—Y sacó un fajo de billetes.
—No, no… Ni hablar —protesté, poniendo cara de escandalizado.
Insistió. Y yo reiteré mi negativa.
—Por última vez, ¿lo aceptas o no?
Abrí la boca para decir que no y, de repente, sentí una sensación familiar… como si
un maníaco me machacara el cráneo con su hacha.
—¡Eh, eso no vale! —protesté—. ¡Chantajes, no!
—No sé de qué me hablas… —aseguró, mintiendo descaradamente.
No tuve más remedio que aceptar el dinero.
Quizá como compensación, aquella noche repitió lo que había ocurrido años atrás
en Innishgal: llamó a la puerta de mi habitación.
Al día siguiente, nos separamos.
—Cada vez que tenga dolor de cabeza, pensaré en ti —dije, ya en el aeropuerto.
Ella me miró con los ojos humedecidos y me echó su brazo sano al cuello. Me
pareció una excelente idea. Así no podría ver los míos. Estaban a punto de convertirse en
fuentes.
—Cuídate, Indy, cuídate mucho. Tal vez… volvamos a vernos… algún día.
Le había pedido que se quedase conmigo. Al menos, por un tiempo. Pero se negó.
Dijo que tenía que seguir huyendo, que otros tomarían el relevo de Sandy Grey, que no
quería ser una carga para nadie, que no me podía obligar a llevar su estilo de vida…
Pero ninguna de sus explicaciones me convenció. Tenía una sospecha: que se había
ido por la pura y simple razón de que, un tipo como yo, por fuerza tenía que parecerle
insoportablemente vulgar a una mujer tan extraordinaria como ella.
FIN
Los libros de esta colección estaban firmados con el seudónimo de Indiana James,
pues se suponía que los escribía el personaje. Detrás de ese seudónimo, en algunos sitios de
la Web dicen que se escondía Juan José Sarto, y es cierto, pero no es toda la verdad. Los
libros estaban escritos, por así decirlo, a cuatro plumas. Sí, es extraño el caso, y pienso que
es algo muy interesante pues no creo que se haya dado este caso en más ocasiones en el
mundo del bolsilibro. Cuatro autores, con muchas tablas a sus espaldas, se escondían tras el
seudónimo: Juan José Sarto, Francisco Pérez Navarro, Jaime Ribera y Andreu Martín.
Estos cuatro escritores, que ya venían del mundo de la historieta y del TBO, se lo
pasaban en grande escribiendo estas locas aventuras. Según Francisco Pérez Navarro, se
reunían, hacían una especie de lluvia de ideas, y luego uno redactaba la novela y otro la
corregía, y así se iban turnando cada vez. Según me cuenta el propio Andreu Martín, en los
comentarios a esta entrada, se reunían siempre en un bar llamado Esterri para idear las
aventuras de nuestro querido Indiana James. Las historias enlazaban de un número al
siguiente. Las dosis de humor nunca faltaban. En las historias, todo el mundo confundía a
Indiana James con «el de las películas», y él siempre tenía que explicar que no se llamaba
Indiana por él, sino porque corrió las 500 millas de Indianápolis. Estos cuatro amigos, se
llamaban a sí mismos los Narradores Asociados, y en los otros bolsilibros que publicaban,
se ponían seudónimos que empezaban por N y A, para hacer honor a este grupo.
Fernando Guijarro, también escribió algunos números de Indiana James, aunque él
lo hizo solo, debido a que los otros escritores estaban todos en Barcelona, pero él estaba en
Granada. Los números que escribió él:
28 - Siglos bajo el agua.
29 - Judy con esquís en los diamantes.
31 - Paloma, caballo y rey.
32 - Lentas pasan las horas junto al río.
33 - Infinitas horas en Le Mans.
36 - Esto no es el cine, chico.
37 - ¡Viva Siva!
38 - En el nombre de Alá, por zona caliente.
40 - Para acabar con una pesadilla.
La serie de Indiana James, se encuadraba dentro de la colección Grandes Aventuras,
de Astri. Dicha colección constaba de 54 números, entre los que había 46 números de
Indiana James. Jaume Ribera y los otros autores sólo escribieron hasta el número 34 de esta
colección; por lo que sigue siendo un misterio quién o quiénes escribieron el resto de
números de Indiana James. Hay 8 números que tienen otros protagonistas: Ranko,
Cocodrilo Dandy, Aniquilator, Brigada Antivicio, Colores de Violencia y Los Intocables de
Chicago. Estos bolsilibros con otros protagonistas de la Colección Grandes Aventuras de
Astri, fueron escritos por Juan Gallardo Muñoz (Curtis Garland).
Listado de la colección:
1 - Hong Kong rock.
2 - El diente de perro.
3 - La maldición de los 1000 siglos.
4 - El panteón flotante.
5 - En busca de la prehistoria.
6 - El tesoro de Gardenfly.
7 - Ojo por diente.
8 - Locos de atacar.
9 - La amenaza invisible.
10 - El tren de carretera.
11 - Ayer, hoy y mañana.
12 - Razones de estado.
13 - Un autobús muy… espacial.
14 - El filo del aullido.
15 - Camelo-T.
16 - Séptimo hijo de séptimo hijo.
17 - Recuerde el arma dormida.
18 - Cosecha negra.
19 - Los hijos del átomo.
20 - Desafío a las estrellas.
21 - El viejo de la montaña.
22 - Electra es una cruel amante.
23 - Judy con esquís en los diamantes.
24 —Rally Beirut… ¡Muerte!
25 - Vacaciones, malditas vacaciones.
26 - Doble… o sencillo.
27 - La herencia de Rickenbauer.
28 - Siglos bajo el agua.
29 - El despertar de la bestia.
30 —… Y los sueños, sueños son.
31 - Paloma, caballo y rey.
32 - Lentas pasan las horas junto al río.
33 - Infinitas horas en Le Mans.
34 - Aventurero o escritor.
35 - Kali no es Kali.
36 - Este no es el cine, chico.
37 - En el nombre de Ala, por zona caliente.
38 - ¡Viva Siva!
39 - El engendro.
40 - Para acabar con una pesadilla.
41 - Duende sobre aguas turbulentas.
42 - Las flores del mal.
43 - ¡Peste de pasta!
44 - Aniquilador.
45 - Los intocables de Chicago.
46 - Invierno en el infierno.
47 - ¡Ranko!
48 - Cuestión de principios.
49 - Risa de difuntos.
50 - Las mil y una dachas.
51 - Contra los dioses del odio.
52 - El Tesoro del sol naciente.
53 - Colores de violencia.
54 - Brigada antivicio.
Información extraida de: http://reinosdemiimaginacion.blogspot.com.es/