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Los libros antiguos de teologfa y de piedad hacfan descripciones exactas y precisas del cielo, el purgatorio, el juicio (particular y universal, para que la informaci6n fuera todavia mas detallada), la resurrecci6n de Jos muertos y la forma y el tiempo de ésta, el limbo de los nifios, y hasta el seno de Abraham. Todo ese mundo del «més all» era descrito en exhaustivos reportajes, cargados de colorido y, por supuesto, de imaginacién’. Baste decir que un profesor de dogmatica de Minster, llamado Baus, se attevié a calcular la temperatura del fuego del infiemo. Quede claro desde ahora que es intitil especular sobre el «modo» de lo que ocurriré al final de los tiempos. Dios no lo ha revelado, como no ha manifestado el «modo» de la creacién, del principio de los tiempos. Lo mismo que hemos aceptado como lenguaje literario las descripciones de la creacién que trae la Biblia, debemos hacerlo con las descripciones coloristas del final. Ha llegado el momento de intentar una nueva formulacién, aunque sea muy prudentemente. éVida después de la vida? Si recordamos lo que dijimos sobre el cuerpo y el alma en el capitulo titulado «En Cristo adivinamos las posibilidades del hombre», nos daremos cuenta en seguida de que «muerte», «) se basa en la voluntad de Dios, y no en el alma como tal. Taciano decia: «Griegos, nuestra alma no es inmortal por sf misma, sino mortal; pero es capaz también de no morir»’. En realidad, resurrecci6n de los muertos e incorruptibilidad del alma son dos realidades que se implican mutuamente. En primer lugar, si lo que afirmamos no es la incorruptibilidad del «alma-espiritu puro» de Platén, sino la del «alma-forma del cuerpo», eso exige la resurreccién del hombre (ya dijimos que para Santo Tomds el alma separada del cuerpo se encontraria en un estado contrario a su naturaleza). Y, a la inversa, para que de verdad pueda haber resurreccién es necesaria la inco- rruptibilidad del alma, porque si nada del sujeto sobreviviera a la muerte y sirviera, por tanto, de nexo entre esta vida y la otra, mas que de una resurreccién se trataria de la creacién de otro ser a partir de la nada. Dado que el alma separada del cuerpo se encontraria en un estado contrario a su naturaleza muchos tedlogos defienden hoy la tesis de que la resurreccién tiene lugar en el momento mismo de la muerte. En tal caso la muerte seria la frontera entre dos 4, PLATON, Fedon, 67 ¢ (Obras completas, Aguilar, Madrid, ed., 1972, p. 617). 5. TACIANO, Discurso contra los griegos, 13 (RUIZ BUENO, Daniel, Padres apologistas griegos, BAC, Madrid, 1954, p. 590) 262 ESTA ES NUESTRA FE formas de existencia, de las cuales sélo la actual conocemos bien. En efecto, no tenemos la menor idea de c6mo seré el cuerpo resucitado, pero podemos asegurar con toda seguridad que no estaré formado por las moléculas que se descomponen en el sepulero. Ya dijimos de Jesds —y lo repetimos ahora para to- dos— que la resurreccién no es la reanimacién del cadaver: «Se siembra corrupcién, resucita incorrupcién; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, re- sucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 42-44) Evidentemente, no cabe ninguna comprobacién empirica de la existencia de esa vida al otro lado de la muerte. Tampoco de su no existencia. Se trata de otra dimensién del ser No debemos dejarnos confundir por los testimonios adu- cidos en libros como «Vida después de la vida»®, En ellos aparecen hombres que fueron dados por muertos y volvieron a vivir. Narran su encuentro con parientes y amigos muertos, asi como con un Ser luminoso que irradia luz y paz. Tan a gusto se sentian, que se desilusionaron al comprender que debfan volver a la vida. {Se trataré verdaderamente de gente que ha echado un vistazo «al otro lado» de la muerte y nos han contado e6mo son allf las cosas? No. Fueron hombres que sufrieron la «muerte clinica», es decir, la paralizacién del cerebro, del aparato res- piratorio y del coraz6n, pero no llegaron a la «muerte biol6gica>, cuando la pérdida de todas esas funciones tiene ya lugar de forma irreversible Los testimonios recogidos por el Dr. Moody son de hom- bres que comprobaron lo que era «el morir, pero no «la muerte». Fueron hombres «aparentemente muertos» y, como se vio después, «falsamente muertos». Sus experiencias no prueban 6. MOODY, Raymond A., Vida después de la vida, Edat, Ma- arid, 1978. LA OTRA VIDA 263 nada sobre una vida después de la muerte porque no tuvieron lugar cinco minutos después de morir, sino cinco minutos antes. Por suerte o por desgracia, la existencia de una vida después de la muerte es objeto de fe. El juicio, una fiesta casi segura Nos hemos imaginado el juicio de Dios que sigue a la muerte como un acto forense del que brotardn para unos sen- tencias absolutorias y para otros condenatorias. Pero es necesario tener presente que el verbo hebreo safar no significaba origi- nalmente «juzgar», sino «hacer justicia» en el sentido de liberar del enemigo, salvar (por eso Gede6n, Sansén, etc. —que nunca presidieron un tribunal de justicia— reciben el nombre de «jue- ces). El juicio de Dios ser, pues, la definitiva y aplastante vic- toria de Dios sobre el pecado y la muerte. Por eso los primeros, cristianos deseaban ardientemente ese dia, como indica la ex- clamacién Marana tha (;Ven!) que repetfan en las reuniones litdrgicas (cfr. Ap 22, 17-20). Después, por Ia influencia del concepto latino de justicia, se empez6 a ver el juicio como una rendicién de cuentas. Ya no evocaba la confianza en el triunfo, sino la angustia y la inseguridad ante la sentencia incierta. En el siglo XI se pensaba que la inmensa mayoria de los hombres estaba condenada. San Bernardo no dudaba en afirmar que eran muy pocos los que se salvaban. Todavia en el siglo XIII, Berthold de Ratisbona diré que s6lo uno de cada cien mil alcanza Ja salvacién. Con Ma- lebranche, en el siglo XVII, mejor6 algo la proporcién, pero de todas formas seguia siendo muy baja: «De mil personas, no hay una veintena que sean salvadas efectivamente. Habra veinte veces, cien veces ms condenados que elegidos»’. Asf, pues, el antiguo Dies Domini (Dia del Sefior) se fue transformando cada vez mas en el Dies irae (Dia de la ira), cuya expresién 7. MALEBRANCHE, Nicolas de, Réponse a la Dissertation, cap. 3, par. 16. 264 ESTA ES NUESTRA FE plastica més espeluznante la ofrecié Miguel Angel en el Cristo- Juez de la Capilla Sixtina que separa con el putio cerrado a los, buenos de los malos. Nada tiene de extrafio que ante esa imagen hayamos suptimido el gozoso grito de Marana tha. Pero es necesario poner las cosas en su sitio. No pensemos que la salvacién y la condenacién son dos destinos igualmente probables para los hombres. Asf ocurrfa, desde luego, en el Antiguo Testamento: «Yo Pongo ante vosotros bendicién y maldicién. Bendicién si es- cuchdis los mandamientos de Yahveh vuestro Dios que yo os. prescribo hoy, maldicién si desois los mandamientos de Yahveh wuestro Dios» (Dt 11, 26-28). Asi ocurria también en la pre- dicacién de Juan Bautista: «Ya esté el hacha puesta a la raiz de los Arboles; y todo arbol que no dé buen fruto sera cortado y arrojado al fuego» (Mt 3, 10) Pero una maravillosa originalidad de Jestis con respecto a los profetas que le precedieron es que El anuncia sé/o la sal- vacién: «Convertios, porque el Reino de Dios ha llegado» (Mt 4,17). Como es sabido, Jestis ley6 en la sinagoga de Nazaret un conocido ordculo de Isafas: «1 Espiritu del Sefior estd sobre mi, Porque me ha ungido para anunciar a los pobres 1a Buena Nueva, ‘me ha enviado a proclamar la liberacién a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un afio de gracia del Seftor» (Le 4, 18-19). Pues bien, al repasar el texto original de Isafas resulta significativo descubrir que se «salt6» un renglén que hablaba de «pregonar el dia de venganza de nuestro Dios» (Is 61, 2). Yes que el infierno dificilmente podrta pertenecer al Evan- gelio que, traducido de forma literal, significaba «Buena No- ticia», anuncio de salvacién (y no de salvacién o condenacién). Heine decfa en su lecho de muerte: «Dieu me pardonnera. C'est, son métier» (Dios me perdonard, es su oficio). Mientras que la victoria final de Cristo y del conjunto de Ja humanidad es para el creyente una certeza absoluta («jHa LA OTRA VIDA 265 Iegado el Reino de Dios!»), 1a condenacién seria en el peor de los casos tnicamente una posibilidad para personas individuales. Sin duda por eso no se menciona el infierno en los antiguos simbolos de la fe. Una concepcién simétrica del juicio que concediera la mis- ma probabilidad a la salvacién etema y a la muerte eterna trai- cionaria el espiritu de la escatologta cristiana. Precisamente por esa «asimetria» la Iglesia se ha consi- derado siempre capacitada para canonizar a muchos fieles, pero nunca ha emitido un testimonio de condena definitiva (ni siquiera de Judas). EI cielo: patria de la identidad Por descontado, el cielo de la fe no es el de los astronautas. El «cielo» no es otra cosa que el Reino de Dios. Ocurre que Mateo (y sdlo él), puesto que escribié su Evangelio para los judios, emple6 casi siempre la expresin «Reino de los Cielos»; es decir, una perffrasis para evitar, segin el uso rabinico, pro- nunciar el sacratisimo nombre de Dios. Eso tuvo importantes consecuencias porque, en los siglos posteriores, olvidado ya el origen de la expresi6n, se empez6 a hablar de «cielo» a secas, polarizandose el esfuerzo de los cris- tianos en llegar individualmente al «cielo» después de la muerte, amortiguéndose la preocupaci6n colectiva por la tierra Grave equivocacién. En el capitulo titulado «El cristiano enel mundo» vimos ya que los destinos del hombre y del cosmos estan ligados para siempre. Ambos deben perfeccionarse poco poco hasta alcanzar su plenitud, que Ilegaré tras esos momentos de discontinuidad que en el caso del hombre llamamos «muerte» y en el caso del cosmos «fin del mundo». Asi, pues, dejemos de hablar del «cielo» y digamos que la bienaventuranza eterna se Hama Reino de Dios; la situacién de reconciliacién definitiva con nosotros mismos, con nuestros hermanos, con el mundo y con Dios. A esa situacién accederan todos cuantos ya aqui intentaron vivir as‘, y se mantuvieron firmes en su propésito, aun con los altibajos de cualquier ser humano. Tras la muerte, sin posibilidad ya de retroceso, per- maneceriin para siempre en ese estado que eligieron. 266 ESTA ES NUESTRA FE Esperamos vivir, pues, en unos «nuevos cielos y nueva tierra en los que habite la justicia» (2 Pe 3, 13). Esperamos que cuando el mundo Ilegue a su fin ser transformado por Dios, y ese mundo nuevo nos servird de patria. Pero —pensaré alguno— si la resurreccién tuviera lugar en el momento de la muerte, {qué sera de los que hayan muerto antes del fin del mundo? ;cudl seré su patria hasta entonces? La pregunta se responde facilmente si caemos en la cuenta de que el tiempo y la sucesién temporal corresponden a este lado de la muerte. Al otro lado quedaran abolidas nuestras categorias de espacio y tiempo. La etenidad no es, pues, una sucesién infinita de tiempo, sino un permanente ahora; un ahora persis- tente en el que todo es realidad a la vez Precisamente porque la eternidad es un permanente ahora viviremos lo que Olivier Clément llama el «milagro de la primera ver: la primera vez que sentiste que ese hombre seria tu amigo; la primera vez. que oiste tocar, cuando nifio, aquella musica que te marcé; la primera vez que tu hijo te sonrid; la primera vez... Después uno se acostumbra. Pero la eternidad es desacostum- brarse»". No debemos temer, pues, la monotonia. (Es conocida Ja anécdota del pintor Lantara: Cuando en su Iecho de muerte, en 1778, alguien le dijo que pronto verfa a Dios para siempre cara a cara, replicé: «|Cémo!, ;y munca de perfil»). Soy consciente de que apenas he dicho nada sobre el cielo. Me he limitado a emplear algunas imagenes, pero es que —como decia San Anselmo— la bienaventuranza es més facil conse- guirla que explicarla. Hoy por hoy, «ni el ojo vio, ni el ofdo oy6, ni al corazén del hombre lleg6, lo que Dios prepars para los que le aman» (1 Cor 2, 9). Yo me contento con saber que en el Reino de Dios veremos Ia auténtica realizacién humana. «Cuando llegue alld, entonces seré hombre» 8. CLEMENT, Olivier, Sobre el hombre, Encuentro, Madrid, 1983, p. 81. 9. IGNACIO DE ANTIOQUIA, Carta a los romanos, 6, 2 (RUIZ BUENO, Daniel, Padres apostélicos, BAC, Madrid, 2." ed., 1967, p. 478). LAOTRA VIDA 267 La suerte de estar en el purgatorio A menudo vemos en la Biblia cémo el encuentro con Dios provoca en el hombre una conciencia repentina de su indignidad, de su pecaminosidad. Pues bien, esa es la experiencia del pur- gatorio. La mayorfa de los hombres llegan al final de sus vidas no como hombres plenamente madurados, sino como aspirantes inacabados a la humanidad. Cuando esos hombres se encuentran cara a cara con el Dios santo, infinito y misericordioso se de- sencadena un proceso por el que se actualizan todas su poten- cialidades no desarrolladas hasta entonces. Es —naturalmente— un proceso doloroso (pensemos en los penosos ejercicios de rehabilitaci6n o fisioterapia que son necesarios para recuperar la agilidad de miembros que se habfan atrofiado como conse- cuencia de fuertes traumatismos). No debemos preguntar dénde esta el purgatorio porque seria convertir la situacién que acabamos de describir en sitio. La mirada llena de gracia y amor que dirige Cristo al hombre que va a su encuentro es el «lugar» teoldgico del purgatorio. Tampoco tiene sentido preguntar cudnto dura. Ya dijimos que al otro lado de la muerte quedan abolidas nuestras categorias temporales Y, desde luego, a la luz de lo anterior no deberiamos ver el purgatorio como un castigo por el pasado pecador del hombre —una especie de «infierno temporal—, sino mas bien como la ltima gracia concedida por Dios al hombre para que se urifique con vistas a su futuro junto a El. Por eso dice la liturgia que quienes estén allé «duermen ya el suefio de la paz». Sin duda llevaba razén Santa Catalina de Génova: «No hay felicidad comparable a la de quienes estén en el purgatorio, a no ser la de los santos del cielo»"”. Por eso convendrfa también purificar las motivaciones de la oracién por los difuntos. Tiene, sin duda, pleno sentido, pero no debemos entenderla tanto en clave de reparacién como en clave de fraternidad eclesial. Expresa que ninguno nos presen- tamos ante Dios como individuos aislados, sino como hermanos y hermanas en Cristo. 10. CATALINA DE GENOVA, Tratado del purgatorio, cap. 2. 268 ESTA ES NUESTRA FE «Existe el infierno, pero est vacio» Llega ahora el momento de hablar del infierno; una verdad de fe «incémoda» que desde la Mustracién ha sido frecuente- mente repudiada. Por ejemplo, en los «Pensamientos Filos6fi- cos» —una obra que Diderot escribié en su juventud, cuando todavia era defsta— podemos leer lo que sigue: «jQué voces! jqué gritos! qué gemidos! ;Quign ha encerrado en esos calabozos a todos esos caddveres pla- fiideros? {Qué crimen cometieron todos esos desgracia- dos? Unos se golpean el pecho con guijarros, otros se rasgan el cuerpo con ufias de hierro; todos tienen la mirada cargada de lamentos, dolor y muerte. ;Quién condena a estos tormentos? El Dios a quien han ofendido... ;Qué Dios es? Un Dios Heno de bondad... Pero, puede un Dios leno de bondad sentir agrado al verse batiado, de lagrimas? {No insultan estos temores su clemencia?»" Como vemos, para Diderot admitir el infierno es tanto como admitir la imagen de un Dios sddico que inventa tormentos efinados para hacer sufrir a sus enemigos derrotados. Veremos que no es asi en absoluto: Ante todo debemos erradicar todas esas descripciones fan- tésticas y terribles de los calabozos y las ufias de hierro porque, ni que decir tiene, carecen del més minimo fundamento, Es verdad que el Nuevo Testamento habla de] infierno con la ima- gen del fuego, pero tomarla al pie de la letra es tan absurdo como tomar al pie de la letra la imagen del banquete nupcial que suele emplear para referirse al Reino de Dios. En segundo lugar, aclaremos lo mds importante: Dios no ha creado el infierno. Todo lo que tiene su origen en El es bueno: Al acabar la creacién «vio Dios cuanto habia hecho, y todo estaba muy bien» (Gen 1, 31). Més atin, Dios no pudo crearlo porque el infierno es una situacién humana y, por lo tanto, no es algo que pueda existir 11. DIDEROT, Denis, Penséesphilosophiques, Pais, 1746, afo- rismo 7. LA OTRA VIDA 269 ‘con independencia de que alguien decida colocarse en dicha situaci6n. (Como es sabido, la Iglesia siempre se opuso al pre- destinacionismo, es decir, a la afirmacién de que Dios hubiera destinado de antemano a alguien a la condenacién). Desarrollemos esta idea un poco més: E) infierno es la situacién existencial que resulta del endurecimiento definitivo de una persona en cl mal. Es una existencia absurda que se ha petrificado en el absurdo. Por lo tanto, el infierno lo han creado los propios condenados. Recordemos el descubrimiento que ha- aquellos tres asesinos de la tragedia Huis-clos que deben vivir eternamente juntos, bajo sus miradas recfprocas: «Entonces esto es el infierno, Nunca lo hubiera cre do... Ya os acordaréis: el azufre, la hoguera, las parri- Has... Qué tonterfa todo eso... ;Para qué las parrillas? El infierno son los demas». Y esto es muy importante. Si el cielo fuera un lugar, serfa inconcebible que Dios excluyese de é1 a nadie; pero si es un estado de amor, ni siquiera Dios puede introducir en él a quien se niega a amar. Beda decia que el demonio no necesita estar recluido en un lugar porque «llevaria el infierno siempre con- sigo»'’. También D. Quijote, que a veces ejercia de tedlogo, explic6 un dfa a Sancho que los diablos, «dondequicra que estén, traen el infierno consigo»"* sf, pues, existe infierno porque la amistad no se puede imponer. Es algo que se ofrece gratuitamente y libremente se acepta. La oferta divina es la salvacién total. Rehusada se con- vierte en la total perdicién. Por eso puede decir paradéjicamente von Balthasar: «El infieno es un producto de la redenci6n»”; es no aceptar el que se ahoga la mano que se le tiende. El 12, SARTRE, Jean-Paul, A puerta cerrada (Obras completas, 1, Aguilar, Madrid, 1974, p. 175) 13, BEDA EL VENERABLE, In Ep. Jac., 3 (PL 93, 27). 14. CERVANTES, Miguel de, Don Quijote de la Mancha (Obras completas, t. 2, Aguilar, Madrid, 17." ed., 1970, p. 1.456) 15. BALTHASAR, Hans Urs von, E! misterio pascual; Myste- rium Salutis, t. 3, Cristiandad, Madrid, 2." ed., 1980, p. 755.

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