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La democracia y el orden global

Del Estado moderno al gobierno


cosmopolita

David Held

Editorial PAIDÓS

Título original: Democracy and the global


order. From the modern state mto
cosmopolitan gobernance

Barcelona, 1997

Este material se utiliza con fines


exclusivamente didácticos
ÍNDICE
Nota del autor ..................................................................................................................................... 13

Prefacio ................................................................................................................................................ 15

Primera parte
Introducción
1. Historias de la democracia: lo viejo y lo nuevo ................................................................................ 23
1.1. Modelos de democracia ............................................................................................................. 24
1.2. Democracia, globalización y gobierno internacional ................................................................ 37
1.3. Los límites de la teoría política democrática y la teoría de las relaciones internacionales ........ 45

Segunda parte
Análisis: La formación y el desplazamiento del estado moderno
2. La emergencia de la soberanía y el Estado moderno ........................................................................ 53
2.l. De la autoridad dividida al Estado centralizado ......................................................................... 54
2.2. El Estado moderno y el discurso de la soberanía ...................................................................... 60
3. El desarrollo del Estado-nación y la consolidación de la democracia .............................................. 71
3.1. Guerra y militarismo ................................................................................................................. 75
3.2. Estados y capitalismo ................................................................................................................ 83
3.3. Democracia liberal y ciudadanía ............................................................................................... 91
4. El sistema interestatal ....................................................................................................................... 99
4.1. La soberanía y el orden de Westfalia ...................................................................................... 100
4.2. El orden internacional y el sistema de las Naciones Unidas ................................................... 110
4.3. ¿El sistema de Estados versus la política global? .................................................................... 117
5. La democracia, el Estado-nación y el orden global ........................................................................ 129
5.1. Disyuntiva 1: derecho internacional ........................................................................................ 131
5.2. Disyuntiva 2: internacionalización del proceso de elaboración de decisiones políticas .......... 138
5.3. Disyuntiva 3: poderes hegemónicos y estructuras de seguridad internacional ........................ 145
6. La democracia, el Estado-nación y el orden global ........................................................................ 153
6.1. Disyuntiva 4: identidad nacional y globalización de la cultura ............................................... 153
6.2. Disyuntiva 5: economía mundial ............................................................................................. 160
6.3. El nuevo contexto del pensamiento político ............................................................................ 169

Tercera parte
Reconstrucción: Los fundamentos de la democracia
7. Repensar la democracia .................................................................................................................. 179
7.1. El principio de la autonomía .................................................................................................... 181
7.2. Los términos del principio de la autonomía ............................................................................ 190
7.3. La idea del Estado legal democrático ...................................................................................... 194
8. Esferas de poder, problemas de la democracia ............................................................................... 197
8.1. El experimento mental democrático ........................................................................................ 198
8.2. Poder, perspectivas de vida y nautonomía .............................................................................. 206
8.3. Constelaciones de poder .......................................................................................................... 212
8.4. Siete esferas de poder .............................................................................................................. 216
9. La democracia y el bien democrático ............................................................................................. 231
9.1. El derecho público democrático .............................................................................................. 232
9.2. La(s) obligación(ones) de cultivar la autodeterminación ........................................................ 244
9.3. Autonomía ideal, alcanzable y urgente ................................................................................... 249
9.4 El bien democrático .................................................................................................................. 258

Cuarta parte
Elaboración y alegato: Democracia cosmopolita
10. La comunidad política y el orden cosmopolita ............................................................................. 265
10.1. El imperativo del bien democrático: la democracia cosmopolita .......................................... 270

2
10.2. La democracia como una estructura común, transnacional, de acción política ..................... 276
10.3 Nuevas formas y niveles de gobierno ..................................................................................... 280
11. Mercados, propiedad privada y derecho democrático cosmopolita .............................................. 285
11.1. Derecho, libertad y democracia............................................................................................ 287
11.2. ¿Los límites económicos de la democracia? ....................................................................... 291
11.3. La lógica de la intervención política en la economía .......................................................... 297
11.4. La instalación de la democracia en la vida económica ........................................................ 299
11.5. Formas y niveles de intervención ........................................................................................ 306
11.6. Propiedad privada, “rutas de acceso” y democracia ............................................................ 311
12. La democracia cosmopolita y el nuevo orden internacional ........................................................ 317
12.1. Repensar la democracia y el orden internacional: el modelo cosmopolita .......................... 320
12.2. Objetivos cosmopolitas: a corto y a largo plazo .................................................................. 329
12.3. Reflexiones finales .............................................................................................................. 334

Bibliografía ........................................................................................................................................ 339

Índice analítico y de nombres .......................................................................................................... 371

3
CAPÍTULO 8. ESFERAS DE PODER, PROBLEMAS DE LA DEMOCRACIA

Para ser convincente, la teoría de la democracia debe ocuparse tanto de los problemas teóricos como de los
prácticos, de las cuestiones filosóficas y de las organizativas e institucionales. Sin este doble enfoque, los
principios políticos quedarían pobremente formulados y animarían interminables debates abstractos sobre su
significado. La indagación de las condiciones de su realización es un componente indispensable de una
presentación acabada de los principios políticos. Por consiguiente, el significado del principio de la
autonomía debe ser nuevamente desarrollado en el contexto del estudio de las condiciones de su
implantación. ¿Qué limitaciones sobre la libertad de acción de los ciudadanos deberían considerarse
legítimas y cuáles ilegítimas? ¿Qué organización se debe promover y qué medidas políticas se deben
implementar para lograr que los ciudadanos sean libres e iguales en la determinación de las condiciones de
su asociación? ¿Y cómo decidir en estas cuestiones?
El principio de la autonomía se apoya tanto sobre una base normativa como sobre una base empírica.
Si la base empírica puede ser rastreada escrutando los diferentes caminos que siguieron las luchas por la
pertenencia a la comunidad política moderna y la participación potencialmente plena en ella, la base
normativa puede derivarse por medio de un ejercicio de reflexión acerca de las condiciones bajo las cuales la
autonomía es posible. Este ejercicio de reflexión consistirá en un intento de elaborar una concepción de la
autonomía basada en un «experimento mental» –se trata de experimentar cómo interpretarían las personas
sus capacidades como ciudadanos, y qué reglas, leyes e instituciones considerarían justificadas, si pudieran
acceder a un conocimiento acabado de su posición en el sistema político y de las condiciones de la
participación posible (véanse Habermas, 1976, págs. 111-117, 1988, págs. 41-82)–. Este experimento mental
está guiado por el interés de examinar las maneras en que se deberían transformar las prácticas, instituciones
y estructuras de la vida social y política para que los individuos puedan entender, moldear y organizar sus
vidas de forma más efectiva; por ello, podríamos denominarlo «experimento mental democrático». El
experimento revela las condiciones de efectivización del principio de la autonomía que ni la tradición
democrática liberal ni los marcos políticos que se proclamaron como alternativas al pensamiento liberal y
democrático, el marxismo y el socialismo de Estado, lograron anticipar.

8.1. EL EXPERIMENTO MENTAL DEMOCRÁTICO

Un experimento mental como el propuesto es un mecanismo de argumentación –un mecanismo que está
diseñado para explorar las tensiones entre el principio de la autonomía y las diversas condiciones posibles de
su efectivización–. Opera y encuentra su razón de ser dentro del espacio conceptual abierto por la tradición
política dominante del Estado democrático moderno y se propone evaluar si sus pretensiones e ideales fueron
materializados de forma adecuada. Es, por ello, un mecanismo de crítica inmanente. Siguiendo la idea de que
la fundamentación del principio de la autonomía se deriva de la tradición democrática liberal, el experimento
mental democrático busca construir la idea de una sociedad democrática en que los ciudadanos son
considerados igualmente libres. Como se verá más adelante, el experimento mental democrático no puede
obtener un resultado completamente inequívoco, pero sí puede robustecer la dirección del argumento
siempre que se acepte su premisa –el compromiso con el principio de la autonomía–. Por supuesto, si uno se
aparta de la tradición democrática liberal, entonces la aceptación de la premisa, para no hablar del resultado,
será cuestionada. El experimento mental democrático es un mecanismo de argumentación democrática y
puede, por supuesto, ser resistido por quienes rechazan el vocabulario de la autonomía y la
autodeterminación. 1
La preocupación central del experimento mental democrático es revelar las condiciones de una
autonomía ideal, esto es, las condiciones, los derechos y las obligaciones que las personas reconocerían
como necesarios para lograr el status de miembros igualmente libres de su comunidad política. Es una

1
De este modo, siguiendo la concepción rawlsiana de la «posición original» dentro del marco de lo político, el
experimento mental democrático puede ser considerado «un mecanismo de representación cuya función es teatralizar y
articular una concepción sustantiva particular de la persona como ciudadano» y que «forma parte del argumento en
favor del desarrollo y la conservación de un tipo de sociedad dentro de la cual cada ciudadano atribuye a los demás un
status moral particular» (Mulhall y Swift, 1992, pág. 210).

12
indagación que propone abstraerse de las relaciones de poder existentes para descubrir las condiciones
fundamentales de la participación política posible y, consiguientemente, del gobierno legítimo. Es, por lo
tanto, un mecanismo analítico que nos ayuda a discriminar las formas de aceptación y cumplimiento de las
disposiciones y determinaciones políticas.
Hay muchas bases posibles para obedecer una orden, cumplir una regla, o acordar o admitir una
situación. Las personas pueden aceptar o cumplir disposiciones políticas específicas porque no les queda otra
opción (coerción o acatamiento de la orden); o quizá las personas no hayan reflexionado demasiado acerca
de esas circunstancias y actúan como siempre lo han hecho (tradición); o pueden no preocuparse por la
situación o ser indiferentes ante ella (apatía); o, a pesar de que la situación no les place (no es satisfactoria o
se aleja de la ideal), no pueden imaginar un estado de cosas realmente diferente y entonces aceptan lo que
pareciera ser un destino (aquiescencia pragmática); o las personas pueden estar insatisfechas con el statu quo
pero tolerarlo para asegurarse un fin particular –obedecen porque les conviene a largo plazo– (aceptación
instrumental o acuerdo condicional); o es posible que, en esas circunstancias, y con la información
disponible en ese momento, a las personas, como individuos o como miembros de la colectividad, la
situación les resulte «correcta», «adecuada», «justa»: las personas concluyen que hacen lo que genuinamente
deberían hacer (acuerdo normativo práctico); o, finalmente, las personas pueden obedecer aquello que
aceptarían en circunstancias ideales –por ejemplo, disponiendo de todo el conocimiento que desearan, y de
todas las oportunidades para conocer las circunstancias o demandas de los demás(acuerdo normativo ideal)
(Held, 1987, págs. 182-183, 237-238 y 298-299).
Estas distinciones son analíticas: en circunstancias habituales los diferentes tipos de aceptación se
combinan entre sí. Pero sólo una indagación de lo que podría denominarse «acuerdo normativo ideal» o
«juicio deliberativo público» puede revelar las condiciones bajo las cuales las personas obedecen reglas y
leyes porque las consideran justas o correctas después de evaluar un espectro completo de información y
alternativas. Un acuerdo normativo ideal es un acuerdo sobre disposiciones políticas específicas, proyectado
de forma hipotética: las disposiciones serían aquellas que las personas habrían acordado en condiciones
ideales (véase más adelante). Constituye el telos del experimento mental y nos faculta para averiguar no sólo
cómo serían esas circunstancias, sino también cómo se debería transformar el statu quo para que las personas
puedan seguir las reglas, leyes y medidas que consideren correctas, justas o valiosas. Hace posible formular
una distinción entre la legitimidad como creencia en las leyes e instituciones políticas existentes, y la
legitimidad como «rectitud» o «corrección» –la validez de un orden político que las personas aceptarían bajo
condiciones deliberativas ideales como el orden que materializa plenamente el principio de la autonomía en
la vida pública–. Por consiguiente, un experimento mental democrático puede ser concebido, no como un
elemento opcional del pensamiento político, sino como la exigencia que debe cumplir todo intento de
elucidar las diferentes circunstancias en que descansan el apoyo y la legitimidad política; pues sin este tipo
de razonamiento contrafáctico, sería imposible distinguir la legitimidad como «creencia» de la legitimidad
como «rectitud» (véase Benhabib, 1994).
Con el objetivo de investigar qué acordarían las personas en ausencia de relaciones coercitivas, y de
proyectar un ámbito favorable para la deliberación, es necesario especificar el contexto de dicho proceso de
reflexión. Para empezar, se debe suponer que las restricciones de la interacción cotidiana fueron suspendidas;
es decir, que las personas pueden dejar de lado sus posiciones sociales, metas e intereses particulares a los
fines del experimento. Además, es necesario presumir que las personas que procuran justificar sus
concepciones y lograr el acuerdo no pueden ejercer coerción unas sobre otras, ni por medios directos ni por
medios indirectos. Sólo es posible un único tipo de compulsión, «la fuerza del mejor argumento», y sólo un
motivo es aceptable, la búsqueda cooperativa del acuerdo (véanse Habermas, 1973, págs. 239-240 y 358-
359, 1990, págs. 43 y sigs.; Held, 1980, capítulo 12; Barry, 1989, págs. 342-343). También debe suponerse
que los agentes deliberativos pueden, en esas condiciones, «supervisar» reflexivamente sus circunstancias,
elaborar una concepción coherente de sus fines y llegar a entender cómo incidirían los medios alternativos
sobre las perspectivas de alcanzar esos fines. 2

2
Las condiciones de este tipo de discurso se pueden formular específicamente en términos de una «situación
deliberativa ideal». Esta situación debe garantizar a sus protagonistas las mismas oportunidades de discusión, la libertad
de todo tipo de coerción y dominación, provenga de un comportamiento estratégico consciente y/o de las condiciones
no reconocidas de la acción. Se trata de una situación discursiva en la cual existen iguales oportunidades para entrar en
el diálogo, donde se reconoce la legitimidad de cada participante para intervenir en el diálogo como un semejante y
donde es posible el entendimiento mutuo y el acuerdo basado simplemente en «el mejor argumento». Un juicio
alcanzado en estas circunstancias puede ser considerado un juicio justificado o fundamentado (véanse Habermas, 1973,
1976, págs. 111-117, 1984; Cohen, J., 1988, 1989, para la más rigurosa presentación del «procedimiento deliberativo
ideal»). Cuando se postula que los protagonistas del experimento mental democrático pueden participar en un discurso

13
Un experimento mental que evoca las nociones de una situación deliberativa ideal y un acuerdo
normativo ideal no dará como resultado la inferencia de una prueba palmaria del conjunto de principios o
condiciones necesarias para lograr la autonomía ideal. Pero ello no implica que el enfoque sea «desdentado».
Existen dos métodos, esbozados de forma particularmente clara por Brian Barry, que pueden ser adaptados
para derivar las condiciones necesarias de dicha autonomía: el primero, el filosófico a priori, indaga si hay
circunstancias políticas que «nadie razonablemente aceptaría» si no estuvieran respaldadas por relaciones de
poder; y, el segundo, el empírico-analítico, examina la dinámica del poder para iluminar los obstáculos
sistemáticos en el camino de una situación deliberativa ideal (véase Barry 1989, págs. 347-348 y 345). En
general, estos enfoques no nos permiten determinar qué práctica o institución específica es la que mejor se
adecua al principio de la autonomía y su materialización, pero sí nos autorizan a eliminar varias baterías
particulares de prácticas e instituciones por su incompatibilidad con la vida democrática; es decir, por su
incompatibilidad con los términos de referencia del principio de la autonomía.
Es necesario recalcar que la indagación propuesta no es un ejercicio en busca de una lista
interminable de bienes; más bien, es un ejercicio para revelar la base constitutiva del derecho público
democrático –las circunstancias políticas, económicas y sociales coherentes con una participación
igualmente libre–. Asimismo, la meta es elucidar aquellas condiciones de la autonomía que se pueden
defender por el hecho de ser en principio igualmente aceptables para todos los partidos o grupos sociales
(véanse Habermas, 1973, págs. 239-240; Barry, 1989, pág. 342). De este modo, el objetivo no es un acuerdo
efectivo entre los posibles miembros de la vida democrática, sino más bien la estipulación hipotética de las
condiciones que todos los partidos o grupos sociales aceptarían si se embarcaran en un experimento mental
similar.
Por partido o grupo social entiendo un grupo de personas que ocupan una posición social común; es
decir, que comparten determinada pauta de perspectivas de vida y oportunidades de participación por
pertenecer a una misma categoría (o combinación de categorías) de relaciones sociales, por ejemplo, la clase,
el sexo, la raza y la etnia (véase la sección 8.2). 3 Se puede decir que una posición política que ningún partido
«podría rechazar razonablemente» aprueba el examen de la imparcialidad (véase Barry, 1989, pág. 370). Para
verificar el cumplimiento de esta cláusula, se puede realizar una serie de pruebas específicas; se podría
indagar si todos los puntos de vista son tenidos en cuenta; si existen grupos que gozan de una posición desde
la cual pueden imponer condiciones inaceptables para el resto, o para quien origina una acción (o inacción),
si los papeles fueran invertidos; y si todos los partidos están igualmente dispuestos a aceptar los resultados
como condiciones justas y razonables independientemente de las posiciones sociales que ocupen en el
presente o en el futuro (véase Barry, 1989, págs. 372 y 362-363).
La ejecución de la prueba de la imparcialidad –es decir, disponerse a razonar desde el punto de vista
del prójimo– no es un ejercicio teórico solitario; pues en este contexto la eficacia de un juicio descansa en la
posibilidad de arribar a un acuerdo con los demás ciudadanos. Como Arendt expusiera de forma tan
convincente:

El poder del juicio descansa en un acuerdo potencial con los demás, y el proceso del pensamiento que se activa
al juzgar algo no es... un diálogo entre yo y mí mismo, sino que entabla, siempre y primariamente, incluso si
estoy solo ordenando mi cabeza, una comunicación anticipada con quienes sé que finalmente deberé arribar a un
acuerdo... Y este modo ampliado de pensar... no puede funcionar si está absolutamente solo o aislado; necesita la
presencia de otras personas «en el lugar de las cuales» debe pensar, cuya perspectiva debe tener en
consideración, y sin las cuales nunca tiene la más mínima oportunidad de operar (1961, págs. 220-221). 4

de este tipo, también se supone que las diferencias en los atributos naturales no cuentan en la elaboración del acuerdo.
En otras palabras, se supone que todos los participantes tienen los talentos y las habilidades naturales necesarios para
intervenir en el experimento y sopesar las posiciones en competencia (véanse la sección 9.2; Rawls, 1993, pág. 272).
3
Barry sostiene que los argumentos en favor de la desigualdad se podrían considerar justificados sólo si hubiera buenas
razones para creer que serían igualmente aceptables para «todos» (1989, págs. 347-348). Pero éste parece ser un
requisito demasiado exigente, pues confiere a los individuos un poder de veto enorme. La noción «todos» es presa de
las idiosincrasias y deseos individuales.
4
Este pasaje es citado por Benhabib (1992, págs. 9-10), quien extrae, crítica y sutilmente, sus implicaciones (págs. 121-
147). La reformulación procedimental del principio de la universabilidad que Benhabib lleva a cabo, junto con el
modelo de una conversación moral centrado en la capacidad de alternar perspectivas y explorar la posición de los otros,
es compatible con varios elementos de la posición presentada anteriormente. Sin embargo, también existen diferencias.
Al poner el énfasis sobre el proceso por medio del cual alcanzar juicios políticos en una «conversación moral abierta» y
no en lo que todos acordarían en condiciones deliberativas ideales, Benhabib introduce una concepción de los límites
del razonamiento contrafáctico en los discursos político y ético (1992, especialmente págs. 23-67). Sus reservas en esta
cuestión son importantes, especialmente las que se refieren al uso abusivo del modelo de razonamiento contrafáctico en

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El propósito de la «conversación teórica» acerca de la imparcialidad política es un acuerdo anticipado entre
todos aquellos cuyas diversas circunstancias afectan a la realización del interés en el principio de la
autonomía que todas las personas tienen por igual. Por supuesto, en tanto «acuerdo anticipado», se trata de la
proyección hipotética de un entendimiento intersubjetivo o colectivo. Así entendido, la prueba final de su
validez dependerá en la vida contemporánea de la extensión de la conversación a todos aquellos que pretende
abarcar. Sólo bajo esas circunstancias una interpretación propuesta de forma analítica puede convertirse en
un entendimiento o acuerdo efectivo (Habermas 1988, pág. 3). El teórico político, por lo tanto, se ve
necesariamente involucrado en el análisis teórico del poder y la legitimidad y en la empresa de elaborar un
discurso político-práctico referido a las circunstancias de la democracia entre los mismos individuos y
grupos abarcados por el análisis (véanse Held, 1980, págs. 346-349; y la sección 12.3 de este libro).
Es importante formular una salvedad con respecto al status del experimento mental democrático.
Como marco de una crítica inmanente de la sociedad democrática, promueve una exploración crítica de la
relación entre los principios políticos, las condiciones de la participación y los tipos de obediencia. De esta
forma, es desatinado e innecesario pensar que en última instancia está anclado en todo discurso –como
Habermas ha caracterizado una noción paralela (véase McCarthy, 1991, págs. 195-199)– o en un discurso
liberado de la tradición (como Rawls, por ejemplo, entendía la posición original en A Theory of justice,
1971). Pues no existe un punto de observación fijo, una posición filosófica o una perspectiva completamente
neutral que nos permita afirmar que, con sólo poner en marcha un experimento mental democrático, se
podría arribar a un acuerdo válido independientemente del tiempo y el lugar. Un experimento mental
democrático es un momento del diálogo hermenéutico del que todos formamos parte; sólo puede ser llevado
a cabo dentro de los conceptos y categorías de los sistemas interpretativos vigentes en períodos históricos
particulares (véase Gadamer, 1975). Éstos pueden, desde luego, ser enriquecidos por medio del conocimiento
de un amplio espectro de circunstancias y tradiciones culturales e históricas. Pero el razonamiento político no
puede escapar a la historia de las tradiciones. El conocimiento se origina dentro del marco de tradiciones; y
la búsqueda de la verdad tiene siempre una estructura temporal. En consecuencia, no puede haber algo
semejante a la concepción correcta o definitiva de la autonomía; su significado está permanentemente abierto
a interpretaciones alternativas desde nuevas perspectivas. Cuando se ofrece una interpretación de la
naturaleza y las posibilidades de la autonomía, necesariamente se incurre en una proyección hipotética sujeta
a las restricciones de la tradición política.
Pero esto no invalida la dimensión normativa o práctica de la teoría política. Pues las diferencias
entre las posiciones normativas difícilmente sean diferencias entre «valores últimos» –o «dioses en guerra»
según la caracterización de Weber– que uno debe aceptar o rechazar (Weber, 1972a, págs. 152-153). El
significado de las posiciones normativas está siempre en parte dado por el marco de conceptos, creencias y
criterios dentro del cual están enraizadas –el tejido de conceptos y teorías por medio del cual lo fáctico y lo
normativo se informan uno a otro–. Estos tejidos interpretativos están abiertos tanto a la evaluación filosófica
como a la empírica (véanse Hesse, 1974; Giddens, 1977, págs. 89-95; Held, 1991b, págs. 11-21). La
dimensión normativa del experimento mental es, como las próximas secciones se proponen demostrar, un
componente práctico ineludible del pensamiento político.
Se podría objetar a esta altura que, dada la pluralidad de perspectivas interpretativas en el mundo
contemporáneo, es poco atinado construir un mecanismo analítico que, como el experimento mental
democrático, dependa de la noción de acuerdo racional –un programa normativo que en principio todos
podrían suscribir voluntariamente como participantes en un discurso político ideal–. Pues es problemática,
continuaría la objeción, la idea de que es posible construir un puente entre «las múltiples voluntades
particulares» y la «voluntad general» (véanse McCarthy, 1991, págs. 181-199; Lukes, 1982). En un mundo
marcado por el pluralismo y la diversidad de orientaciones valorativas, ¿sobre qué bases podemos suponer
que todos los partidos podrían convencerse argumentativamente de las mismas nociones políticas
fundamentales?
Contra esta objeción se puede señalar que el experimento mental democrático no está construido
sobre la suposición de que la unanimidad en cuestiones político-prácticas es siempre factible –lejos de ello–.
No se trata de un experimento embarcado en la búsqueda de una resolución general y universal del extenso

el discurso ético. Sin embargo, no afectan a la eficacia ni la validez del experimento mental democrático; pues éste
equivale, como se señalara anteriormente, a la exigencia de una evaluación de los fundamentos de la autoridad política
y de la posibilidad de la legitimidad democrática. El experimento mental democrático es necesario para investigar la
validez de las principales instituciones de la sociedad para ser reconocidas desde las perspectivas de los partidos,
aunque sus resultados deben necesariamente ser interpretados de forma tentativa y como parte de una estrategia
argumentativa global (véanse las secciones 9.3 y 12.3).

15
espectro de problemas referidos a las condiciones globales de la vida o las diversas cuestiones éticas (por
ejemplo, los derechos de los animales, el papel de la eutanasia voluntaria). Más bien, es un ejercicio acotado
cuyo propósito es animar la reflexión acerca de las condiciones de la democracia liberal y las condiciones de
la participación posible. Y está construido sobre la conjetura de que las reglas y los procedimientos básicos
del diálogo y la solución de controversias no sólo son deseables sino también esenciales, precisamente
porque las perspectivas de las personas en una amplia gama de cuestiones político-morales suelen entrar en
conflicto.
Así pues, el experimento mental democrático no pretende estipular lo que la gente «realmente»
debería considerar más adecuado para sus intereses en los múltiples problemas prácticos cotidianos; sólo
busca elucidar las bases de un acuerdo acerca del marco que podría permitir que las interpretaciones de
valores y los intereses en conflicto fueran explorados sin recurrir a la coerción, la fuerza o la violencia. Se
orienta, por lo tanto, a las condiciones del diálogo democrático, y no a lo que debería ser dicho en ese
diálogo. Lo que está en juego es la conceptualización y generación de las condiciones contextuales
necesarias para la puesta en marcha de la política democrática; es decir, para la puesta en marcha de la
argumentación, el compromiso y la contención del conflicto en los asuntos públicos.

8.2. PODER, PERSPECTIVAS DE VIDA Y NAUTONOMÍA

La prueba de la imparcialidad puede revelar la incompatibilidad de la democracia con las formas de


desigualdad más graves, incluidos la esclavitud, el apartheid y las diversas manifestaciones del racismo
(véase Barry, 1989, pág. 347). Pues ninguno de estos fenómenos sería aceptado por todos los partidos si
desaparecieran la coerción y la fuerza o bajo condiciones deliberativas ideales. Están respaldados por el
poder coercitivo y su continuidad depende de él. Toda democracia que incluya alguno de estos fenómenos
sería una forma de gobierno en la cual, como en la Atenas clásica, la participación de unos pocos está
directamente relacionada con la participación limitada o la exclusión del resto. La democracia ateniense, a
pesar de sus notables innovaciones, no habría pasado la prueba de la imparcialidad: existían desigualdades
que distaban de resultar aceptables para todos los partidos. Si, por ejemplo, los atenienses hubieran
explorado la situación de sus esclavos (la cual no les habría despertado mayor simpatía, por supuesto),
habrían rechazado drásticamente toda afirmación según la cual las condiciones de la esclavitud eran
apropiadas para ellos como ciudadanos, y con seguridad no habrían aceptado la servidumbre como una
relación justa y equitativa sin antes asegurarse sus prerrogativas ciudadanas. En el discurso de una situación
deliberativa ideal, no podrían haber sabido si sus papeles presentes y futuros irían a ser invertidos, ni si sus
status se alterarían de forma radical. En esas condiciones, la esclavitud tendría que haber sido rechazada.
Independientemente de lo que los ciudadanos atenienses hubieran considerado justo y apropiado en
otras circunstancias, es claro que las desigualdades de la esclavitud estaban respaldadas primordialmente por
la aplicación del poder coercitivo. La historia de las rebeliones y revueltas esclavas –inseparable de la brutal
historia de la represión esclava– es un preciso testimonio de este estado de cosas (véase Ste Croix, 1981). Sin
lugar a dudas, en las democracias contemporáneas es muy improbable que la mayoría de la gente acepte
argumentos a favor de la esclavitud o su equivalente moderno más próximo: el apartheid. La mayor parte de
las personas consideraría que estas condiciones contradicen los términos mismos de la democracia; es decir,
son fundamentalmente incompatibles con la creencia en la autodeterminación y sus condiciones mínimas: los
derechos civiles y políticos. Sin embargo, el tema no es una mera cuestión de creencias; pues para rechazar
con argumentos irrecusables la esclavitud y el apartheid basta con reconocer que estas condiciones sociales
desaprobarían el test de la imparcialidad. Si se aplican los términos del experimento mental, las
desigualdades sólo pueden ser consideradas legítimas cuando, sin que medien la fuerza ni la coerción,
existen buenas razones para creer que serán igualmente aceptadas por todos los grupos. Parece no haber ni
una buena razón para creer que, en las condiciones del mundo contemporáneo, las desigualdades de la
esclavitud y el apartheid resultarían aceptables para quienes llevan las de perder con su vigencia. Por
consiguiente, la esclavitud y el apartheid pueden ser considerados condiciones contextuales ilegítimas para
toda forma de vida política que pretende ser democrática. ¿Pero no existen otras formas menos virulentas de
poder y desigualdad política que también serían rechazadas por la exigencia de la imparcialidad? ¿Puede un
orden político democrático ser considerado legítimo cuando alberga discrepancias de poder, oportunidades y
opciones estructuradas sistemáticamente? Es posible comenzar a desplegar los temas aquí en juego por
medio de una serie de cuestiones indicativas.
¿Es posible que quien se embarque en un experimento mental democrático en busca de la forma
adecuada de poder público, acepte la legitimidad de un orden político donde la capacidad de

16
autodeterminación fue moldeada por asimetrías de poder y diferencias de perspectivas de vida y opciones
políticas asociadas con el lugar de origen, la raza, el género y la clase? ¿Cómo aceptar en dicho experimento
mental una comunidad política en que formalmente muchos gozan de la autonomía, pero donde el acceso a
las oportunidades políticas está restringido a unos pocos privilegiados? Si no conociéramos nuestra posición
política y social futura, ¿aceptaríamos una sociedad en que muchos problemas cruciales para nuestras vidas
no estuvieran abiertos a la deliberación y el escrutinio públicos, o donde, a pesar de la existencia de
instituciones nominalmente democráticas, grandes cantidades de personas fueran afectadas por decisiones en
cuya elaboración no han podido intervenir de ninguna manera? Es más, si las personas no supieran dónde se
hallarán cuando finalmente las «cartas sociales» estén echadas, ¿no buscarían o elegirían ciertos niveles
mínimos de oportunidad política y satisfacción de necesidades? ¿No definirían su bien o interés en relación
directa con las reglas y los recursos necesarios para cooperar o competir justamente con los demás –sujetas a
los límites de sus planes de vida y aptitudes 5 – como miembros iguales de la comunidad política? (véase
Doyal y Gough, 1991, pág. 132). 6 Asimismo, ¿no definirían su bien o interés en términos de una estructura
común de acción política, que moldea y vincula todas las formas de poder público, y que crea la base de una
asociación de personas igualmente libres? O, para decirlo con otras palabras, ¿puede un esquema de poder
que genera asimetrías sistemáticas de perspectivas de vida y opciones políticas ser compatible con el
principio de la autonomía?
¿Qué es el poder? En un primer nivel, el concepto de poder es muy simple: se refiere a la capacidad
de los agentes, las agencias y las instituciones sociales para mantener o transformar su ambiente, social o
físico; y se refiere a los recursos que constituyen esta capacidad y las fuerzas que moldean e influyen sobre
su ejercicio. Por consiguiente, el poder es un fenómeno que hallamos en y entre todos los grupos,
instituciones y sociedades, y que atraviesa las vidas pública y privada. Se expresa en todas las relaciones,
instituciones y estructuras implicadas en la producción y reproducción de la vida de las sociedades y
comunidades. El poder crea y condiciona todas las dimensiones de nuestras vidas y es un aspecto central del
desarrollo de los problemas colectivos y los modos de su resolución. Si bien esta aproximación al poder
plantea varios temas escabrosos, subraya provechosamente la naturaleza del poder como una dimensión
universal de la vida humana, independiente de toda «esfera» o conjunto de instituciones específico (véase
Held, 1989).
Pero el poder es inconcebible en términos de agentes, agencias o instituciones aislados, dondequiera
estén ubicados. El poder es siempre ejercido, y los resultados políticos son siempre determinados, en el
contexto de las capacidades relativas de los partidos. El poder tiene que ser entendido como un fenómeno
relacional (Giddens, 1979, capítulo 2; Rosenau, 1980, capítulo 3). De este modo, el poder expresa, de una y
la misma vez, las intenciones y los propósitos de las agencias e instituciones y los recursos que cada una
logra desplegar en su relación con las otras.
No es posible entender plenamente el poder que se manifiesta en las relaciones políticas y sociales si
la atención se restringe a lo que la gente hace o a lo que aparentemente ocurre (decisiones tomadas). Pues el
poder puede también expresarse cuando los agentes y las agencias parecen no hacer nada (decisiones no
tomadas) (Bachrach y Baratz, 1962). Es más, el poder no puede simplemente ser concebido en términos de lo
que los agentes hacen o dejan de hacer. Ello porque el poder es también un fenómeno estructural,
condicionado por, y a la vez condicionarte de, los comportamientos socialmente estructurados y
culturalmente pautados de los grupos y las prácticas de las organizaciones (Lukes, 1974, pág. 22). Cualquier
organización o institución puede moldear y limitar el comportamiento de sus miembros. Las reglas y los
recursos, es decir, las relaciones recursivas, que esas organizaciones e instituciones corporizan difícilmente
constituyen marcos de acción neutrales, pues establecen pautas de poder y autoridad y confieren el derecho
de tomar decisiones a ciertas personas y no a otras; en efecto, institucionalizan una relación de poder entre
«gobernantes» y «gobernados», «súbditos» y «soberanos». De esta forma, quienes son poderosos no

5
El reconocimiento de talentos y capacidades diferenciales plantea cuestiones muy espinosas, que abordaremos en el
siguiente capítulo.
6
Dahl sostiene que el bien o interés de una persona es «todo aquello que una persona elegiría si tuviera el mayor
conocimiento posible de los resultados de esa elección y sus alternativas más relevantes»; y que un elemento esencial
del significado del interés colectivo o el bien común entre los miembros de un grupo es, nuevamente, «lo que los
miembros elegirían si contaran con el mayor conocimiento posible de los resultados de su elección y sus alternativas
más relevantes» (1989, págs. 307-308). Si bien ambas formulaciones son muy útiles, Dahl no ofrece un mecanismo
analítico que nos ayude a diferenciar las creencias individuales y colectivas referidas al bien del «mayor conocimiento
posible» acerca de ese bien, o de lo que preferiría llamar la postulación hipotética del bien.

17
necesitan desplegar rutinariamente su poder si su posición dominante ya está asegurada en las estructuras
vigentes de reglas y recursos (véase McGrew, 1988, págs. 18-19).
Allí donde las relaciones de poder generan asimetrías sistemáticas de perspectivas de vida, se crea
una situación que puede ser denominada «nautonómica». La nautonomía se refiere a la producción y la
distribución asimétricas de perspectivas de vida, que limitan y erosionan las posibilidades de participación
política. Por perspectivas de vida entiendo las oportunidades con que cuenta una persona para participar de
los bienes económicos, culturales y políticos socialmente generados, las recompensas y posibilidades
características de su comunidad (véase Giddens, 1980, págs. 130-131). La nautonomía hace referencia a
cualquier pauta socialmente condicionada de perspectivas de vida asimétricas, que impone límites artificiales
sobre la creación de una estructura común de acción política.
Las estructuras nautonómicas están labradas por la disponibilidad de los diversos tipos de recursos
socialmente pautados, desde los materiales (riqueza e ingreso) hasta los culturales (el acopio de conceptos y
discursos que moldean los marcos interpretativos, gustos y habilidades), pasando por los coercitivos (la
violencia organizada y el ejercicio de la fuerza). La disponibilidad de estos recursos en una comunidad
depende, evidentemente, de la capacidad de los grupos para excluir a los «extraños» y controlar los medios
negados a los demás. El intento de controlar, si no de monopolizar, cualquier tipo de recursos conforme a un
criterio social particular, como la clase, la raza, la etnia o el género, puede ser concebido como una forma de
«clausura social» (Weber, 1978, págs. 341 y sigs.; véase Parkin, 1979). Las modalidades de la clausura son
muchas y muy diversas, aunque la «exclusión» es la más conocida. Ésta fue, por ejemplo, la principal vía del
desarrollo histórico de las clases sociales: la formación de las clases dominantes en los diferentes tipos de
sociedad fue concretada por medio de la conquista y el control de ciertos recursos decisivos, que a menudo
incluían no sólo la tierra o el capital sino también ejércitos y «conocimiento esotérico» (véanse los capítulos
2 y 3). Cualquier sistema de poder en el cual las oportunidades y perspectivas de vida estén sujetas a la
clausura puede crear resultados nautonómicos y, consiguientemente, socavar o corromper el principio de la
autonomía.
Cuando la manera en que se articulan el poder, el poder relacional y el poder estructural acarrea
resultados nautonómicos, la participación se halla involuntariamente restringida. En la medida en que
persista la nautonomía, una estructura común de acción política resulta imposible y la democracia es un
dominio privilegiado que opera en favor de quienes cuentan con los mayores recursos. En esas
circunstancias, las personas pueden ser formalmente libres e iguales, pero no gozarán de los derechos que
facilitan y componen una estructura común de acción política y garantizan sus facultades. El interés en el
principio de la autonomía que todas las personas tienen por igual quedará desprotegido; y los derechos que
las personas pueden legítimamente reclamar, y por los cuales pueden ser legítimamente reclamadas, no
estarán adecuadamente amparados. Por consiguiente, la constatación de la nautonomía ofrece el criterio para
emprender la evaluación crítica de la operación del poder en los distintos lugares y esferas.
Siempre que las operaciones de un dominio de actividad estructuran y restringen sistemáticamente
las perspectivas de vida y las oportunidades de participación, es posible hablar de «déficit» en la estructura
de acción de una asociación política. Estos déficit pueden, además, ser considerados ilegítimos por la sencilla
razón de que habrían sido rechazados en un experimento mental democrático. Si las personas no supieran su
futura ubicación social ni su identidad política, es muy improbable que encuentren convincente la defensa
egoísta de procesos y mecanismos específicamente excluyentes. Sus justificaciones no se pueden generalizar
fácilmente y resultan, por lo tanto, extremadamente débiles ante el test de la imparcialidad. El énfasis de esta
prueba en la necesidad de tener en cuenta la posición del otro, de considerar justos y razonables a los
resultados políticos sólo cuando existen buenos motivos para afirmar que serían aceptados por todos los
partidos, y de tratar los papeles sociopolíticos como distinciones legítimas únicamente cuando resultan
admisibles para todos los grupos independientemente del lugar que ocupen en la jerarquía social, no deja
mucho espacio para la aprobación de la nautonomía. A menos que se disponga de extraordinarios
argumentos en contra (véanse las secciones 9.2-9.4), la nautonomía no cumple la exigencia de la
imparcialidad. Por eso una teoría del poder que revela las estructuras y los procesos nautonómicos es una
teoría capaz de arrojar luz sobre los obstáculos que se interponen en la consagración de las personas como
agentes igualmente libres dentro de la comunidad; es una teoría que puede delinear los elementos necesarios
del derecho público democrático.

18
8.3. CONSTELACIONES DE PODER

Para dar un nuevo paso en el examen de las condiciones de una asociación política democrática, es necesario
extender el análisis del poder e iluminar algunos de los principales obstáculos contra la autonomía. La
cuestión es especificar las esferas de poder clave dentro de una comunidad, pues todo intento de
conceptualizar las condiciones de una estructura común de acción política debe dar cuenta de estas arenas y
desmenuzar las vías de la nautonomía.
Una «esfera de poder» es un contexto de interacción o medio institucional en y a través del cual el
poder da forma a las capacidades de las personas; es decir, moldea y circunscribe sus perspectivas de vida y
su participación efectiva en la elaboración de las decisiones públicas. Por su parte, las «fuentes de poder»
inician, mantienen y transforman la producción y distribución del poder –por medio de la organización y el
control de ciertas reglas y recursos– dentro y a través de las distintas esferas. Los elementos del contexto de
interacción de una esfera particular pueden operar de forma independiente; es decir, las relaciones y
estructuras de poder de esa esfera pueden generarse y ser aplicadas internamente. Ejemplos de ello son
ciertos aspectos de la organización militar y burocrática, donde las jerarquías internas pueden generar
recursos, consolidar autoridades y desarrollar claros poderes de intervención en reinos estrechamente
circunscritos. Sin embargo, ciertas esferas de poder pueden dar origen a presiones y fuerzas que se extienden
«más allá» de sus fronteras, y moldean y delimitan otras esferas. Ciertas redes de interacción tienen mayor
capacidad que otras para organizar relaciones sociales intensivas y extensivas, o centralizadas y difusas
(véase Mann, 1986, pág. 27). Estas esferas de poder se convierten en cierta medida en la fuente de poder de
otras esferas. La intervención de la Iglesia medieval en la vida económica, o la influencia de las CMN más
poderosas sobre los gobiernos en la era contemporánea, son buenos ejemplos. Contra este telón de fondo, se
puede considerar que un sistema de poder estructural o de estratificación social se halla consolidado cuando
dentro de una comunidad existen grupos y colectividades que, por medio de la organización y el control de
constelaciones específicas de reglas, personas y materiales, pueden ejercer el dominio de todas las esferas.
Las variables implicadas en este razonamiento son reunidas en la figura 8.1.

FIGURA 8.1. Poder y participación política.

Esferas de poder

Nivel de Perspectivas de
participación en el Sistemas de poder, vida
gobierno y gama de estratificación social
opciones políticas

Grado de participación
política efectiva

Tradicionalmente, los liberales concibieron el Estado como la esfera de poder clave dentro de la comunidad.
Por un lado, el Estado debe detentar el monopolio del poder coercitivo para suministrar una base segura
sobre la cual puedan prosperar el comercio, la vida familiar y la religión. Por otro lado, tras garantizar al
Estado su capacidad regulatoria y coercitiva, los teóricos políticos liberales reconocieron que habían
aceptado una fuerza que podía privar a los ciudadanos de sus libertades políticas y sociales –y que, de hecho,
frecuentemente lo hacía–. Si bien los liberales afirmaron la necesidad del Estado para gobernar y regular la
sociedad, también concibieron los derechos civiles y políticos como instancias decisivas para la
reglamentación de este regulador (véanse las secciones 1.1 y 3.3).
En contraste con esta perspectiva, los marxistas típicamente señalaron la centralidad de las relaciones
económicas y productivas en la vida pública y privada. La fuente clave del poder contemporáneo –la
propiedad privada de los medios de producción– es, desde su punto de vista, ostensiblemente despolitizada
por el liberalismo; es decir, es un tema tratado de forma residual, como si no perteneciera a la política. En

19
consecuencia, la economía es considerada no política: la división masiva entre quienes poseen y controlan
los medios de producción y quienes deben vender su fuerza de trabajo para vivir, es concebida como el
resultado de contratos privados libres, y no como una cuestión de Estado. Pero es la pretensión liberal de que
existe y se debe mantener una clara distinción entre el mundo de la sociedad civil y el de la política lo que
los marxistas rechazan. Para ellos, una de las consecuencias de las relaciones capitalistas de producción es
una desigualdad social tan grande que corroe la libertad. Los obstáculos contra la libertad derivan de la
desigualdad o de un tipo distintivo de libertad: la libertad de acumular riquezas de forma ilimitada, de
organizar la actividad económica en empresas jerárquicamente ordenadas y de hacer de las exigencias del
capital los imperativos de la sociedad en su conjunto (véase Dahl, 1985). De esta forma, para los marxistas,
cuando las relaciones capitalistas de producción sean suprimidas, entonces las personas podrán, como
agentes libres e iguales, disfrutar de la autonomía.
La crítica marxista del liberalismo plantea importantes cuestiones –sobre todo, las referidas a la
posibilidad de que los mercados sean caracterizados como mecanismos «inocuos» de coordinación y, por lo
tanto, a la posibilidad de que la interconexión entre el poder económico y el Estado sea un tema central en el
análisis del poder y la política–. Pero también presenta dificultades al postular (incluso en sus versiones más
sutiles) una conexión directa entre lo político y lo económico. Al procurar entender lo político por referencia
exclusiva a lo económico y al poder de clase, al rechazar la noción de lo político como una forma de
actividad sui generis y al presagiar el «fin de la política» en un orden poscapitalista (pues la política será
redundante cuando la clase sea abolida), el marxismo tiende a marginar y excluir de la política ciertos tipos
de temas: básicamente, todos aquellos que no pueden ser reducidos a cuestiones de clase. Ejemplos
importantes son el poder de los administradores públicos o burócratas sobre quienes requieren su asistencia,
el papel de los resortes de poder que forman parte de la mayoría de las organizaciones sociales, y la forma y
la naturaleza de las instituciones electorales. No es accidental que el marxismo no ofrezca descripciones
sistemáticas de los peligros del poder político centralizado o del problema de la accountability política,
descripciones que son el motor mismo del análisis liberal (véase Held, 1987, págs. 132-139).
Las concepciones del poder ofrecidas por la teoría política liberal y por la teoría marxista son
demasiado estrechas para abarcar debidamente el espectro de las condiciones necesarias de una estructura
común de acción política. En general, ninguna de estas dos tradiciones ha explorado impedimentos contra la
participación en la vida democrática distintos de los impuestos por los ejes del poder estatal y económico,
por más importantes que sean. Las raíces de la dificultad se hallan en sus estrechas concepciones del poder
mismo. En la tradición liberal el poder fue normalmente igualado al mundo del gobierno y su relación con
los ciudadanos. Cuando se parte de esta ecuación y se considera el poder como una esfera separada de la
economía o la cultura, un amplio terreno del poder queda excluido de la perspectiva, por ejemplo, las esferas
de las relaciones productivas y reproductivas. La concepción marxista plantea dificultades similares al
excluir y subestimar formas de poder –y formas de estructura social, organización colectiva, agencia,
identidad y conocimiento– distintas de las que se encasillan rígidamente en la producción. Para
individualizar las condiciones necesarias para la consolidación del principio de la autonomía, se requiere una
concepción de las esferas de poder más amplia que las que pueden encontrarse en estas tradiciones.
Cualquier dominio de acción que perturbe sistemáticamente el interés en la autonomía que todas las
personas tienen por igual, esto es, su posición como ciudadanos con idénticos derechos a la
autodeterminación, exige un examen crítico. Son varios los planos en que las asimetrías sistemáticas de
perspectivas de vida y oportunidades de participación pueden resultar incompatibles con la autonomía
democrática y es menester examinarlos todos: la seguridad personal, el bienestar físico y psicológico, las
oportunidades de ser miembro activo de la comunidad, la preservación de la identidad cultural, las
posibilidades de unirse a las asociaciones cívicas, la capacidad de ejercer influencia sobre la agenda
económica, las posibilidades de participar en los debates políticos y en las actividades electorales, y las
posibilidades de actuar sin ser amenazado por el uso de la violencia o la fuerza física. Las desventajas en
cualquiera de estos dominios podrían debilitar o desmovilizar las capacidades de los individuos y los grupos.
Por lo tanto, se debe considerar un extenso conjunto de esferas de poder –el cual comprende reinos de acción
que denominaremos cuerpo, bienestar, cultura, asociaciones cívicas, economía, violencia organizada y
relaciones coercitivas, e instituciones regulatorias y legales–. Anticipando el aspecto central del siguiente
argumento: el interés en el principio de la autonomía que todas las personas tienen por igual debe ser
protegido en todas estas esferas; y sin esta protección no es posible consolidar plenamente una estructura
común de acción política.

20
8.4. SIETE ESFERAS DE PODER

Es posible detectar el predominio de la nautonomía en cualquiera de estas esferas de poder por medio de una
serie de indicadores: si –y en qué medida– las personas tienen acceso a la esfera en estudio, si las
oportunidades dentro de ella están abiertas o cerradas, y si los resultados, evaluados en términos de niveles
de educación, de ocupaciones o del espectro de actividades culturales, están sesgados en favor de ciertos
grupos o intereses. Lo que sigue es la presentación de estos temas a través de cada una de las esferas de
poder; se trata de una presentación enumerativa e ilustrativa que no pretende mayor sistematicidad. Se
propone revelar las vías por medio de las cuales la nautonomía se convierte en un hito contra el cual es
posible evaluar la naturaleza y el alcance de la autonomía e intenta determinar en qué medida la nautonomía
impone límites o restricciones artificiales sobre la agencia política. El análisis se propone mostrar cómo
debería proseguir el estudio del poder y la nautonomía más que revelar todos los dominios de acción a los
cuales en principio podría extenderse.
La primera esfera de poder que se ha de considerar, el cuerpo, se refiere a la organización de la salud
física y emocional a través de redes y medios institucionales específicos, formales e informales, a lo largo de
espacios sociales en que se cruzan lo local y lo internacional. Las relaciones de poder que operan en este
domino producen y reproducen una pauta de salubridad que se estructura de forma asimétrica dentro de las
naciones y entre ellas. Aunque esta afirmación no será ampliada en este lugar, no es difícil ilustrarla. Las
perspectivas de vida o supervivencia (medidas por las expectativas de vida y las tasas de mortalidad), las
enfermedades físicas (evaluadas por el predominio de enfermedades, incapacidades y deficiencias en el
desarrollo serias) y los trastornos mentales (indicados por la frecuencia de enfermedades psicológicas
severas, como la depresión y la psicosis), están todos directamente relacionados con la geografía, la clase, el
género y la raza; o sea, que las peores condiciones de salud se asientan en focos específicos de indigencia
como los que cunden entre la población no blanca, entre los pobres y los trabajadores y entre las mujeres
(véanse UNICEF, 1987; Banco Mundial, 1988; Sivard, 1989; Doyal y Gough, 1991, tercera parte). (Si bien
las mujeres viven en promedio más que los varones, con frecuencia sufren más enfermedades, lo cual se debe
a que padecen mayor estrés físico y emocional y su alimentación es más precaria; véase Graham, 1984.)
Aunque en el Sur están más propagados, estos focos se pueden apreciar fácilmente también en el Norte. 7
Tanto en Europa como en los Estados Unidos, son notorias las diferencias que en materia de salud separan a
los varones de las mujeres, a las clases altas y medias de las bajas, a los blancos de los negros y a las diversas
comunidades étnicas (véanse, por ejemplo, Cohen, J. y Rogers, 1983; Bradley, 1992).
En este contexto, los grupos de personas se hallan en circunstancias nautonómicas cuando carecen
del acceso a las condiciones –esto es, niveles apropiados de alimentos, agua potable y servicios sanitarios y
médicos– que les permitirían «desempeñar los papeles, participar en las relaciones y seguir los
comportamientos que se espera de ellos en virtud de su pertenencia a la sociedad» (Townsend, 1987, págs.
130 y 140; y véase Doyal y Gough, 1991, pág. 211). En el dominio del cuerpo, la nautonomía puede ser
definida como la falta de recursos (típicamente nutricionales, de vivienda y financieros) y la escasez de
oportunidades (típicamente educativas y sanitarias) que impiden a las personas disponer de las condiciones
necesarias para participar de toda la gama de «bienes» de la vida pública y privada.
Encontramos un claro ejemplo de estructuras nautonómicas, que perjudican la salud de más de la
mitad de la población mundial, en las tasas de mortalidad materna, la disponibilidad de métodos
contraceptivos, la distribución de servicios prenatales y los niveles de cuidado de la salud reproductiva en
general (véanse Doyal y Gough, 1991, pág. 250; UNDP, 1990). La pauta revela que grandes conjuntos de
mujeres no tienen acceso a las facilidades médicas y sociales necesarias para prevenir o asistir el embarazo,
ni a las condiciones materiales generales que podrían hacer de la opción de tener un hijo una decisión
genuinamente libre. Por consiguiente, a menudo no se cumple una condición central del bienestar de las
mujeres como miembros potencialmente «libres e iguales» de una comunidad (Petchesky, 1986). Este
déficit, combinado con la persistente propagación del «gobierno del sexo masculino» –garantía del dominio
del varón dentro de la familia y la violencia contra la mujer (desde el acoso sexual rutinario hasta la
violación) en espacios públicos y privados–, tiene consecuencias devastadoras para la autonomía potencial
de la mujer (véanse Kelly, 1988; Pateman, 1988; Delphy y Leonard, 1992). En algunos países la autonomía
de la mujer está gravemente restringida; pero en casi todas las sociedades contemporáneas los censos de la
7
Investigaciones recientes de la Carnegie Corporation y la General Accounting Office (una comisión de investigación
del Congreso de los Estados Unidos) han descubierto, por ejemplo, que el desarrollo a largo plazo de uno de cada cuatro
niños norteamericanos menores de tres años está amenazado por la pobreza y las privaciones sociales severas
(Guardian, 1994).

21
actividad pública –desde los empleos remunerados hasta los cargos en las legislaturas– todavía indican que
los niveles de participación de la mujer son sustancialmente inferiores a los del varón (véase más adelante).
Por bienestar, la segunda esfera de poder, entiendo la organización del dominio de bienes y servicios
que facilitan la transición del ciudadano desde la posición de persona privada a la de miembro pleno de la
comunidad. El dominio del bienestar comprende la organización de aquellas capacidades que las personas
precisan para asegurar su aptitud «como participantes plenos tanto de la vida económica como de la política»
(Miller, 1989, pág. 318). Si bien se superpone claramente con el dominio del cuerpo, el foco aquí ilumina
primariamente aquellas disposiciones sociales y políticas de la sociedad interesadas en la formación o el
cultivo del ciudadano –las disposiciones por medio de las cuales un niño lentamente se convierte en miembro
activo y contribuyente de la sociedad–. En los Estados de bienestar completamente desarrollados el campo
en cuestión se refiere a todo lo comprendido entre el registro del nacimiento y el certificado de defunción,
entre la escuela primaria y la educación universitaria, y entre la organización de la seguridad social y la
provisión de servicios comunitarios. Aunque este terreno está fuertemente asociado al dominio del Estado en
la mayoría de los países industriales avanzados, es importante destacar que varias funciones del bienestar, de
carácter educativo y no educativo, son desempeñadas tanto por sectores públicos como por sectores privados
(véase Pierson, 1991). Muchos grupos voluntarios de la sociedad civil están activamente comprometidos en
la organización y la promoción del bienestar (véase Hirst, 1993). En las sociedades tradicionales, y en
muchas sociedades rurales o agrícolas de hoy, el papel de estos grupos puede llegar a ser crucial; el bienestar
puede ser organizado tanto por comunidades locales pequeñas como por redes de parentesco. Sin embargo,
incluso en las sociedades avanzadas, las redes informales de parentesco y afinidad afectiva a menudo ofrecen
mecanismos vitales que se ensamblan e interpenetran con la promoción del bienestar organizada desde el
Estado.
Cuando el bienestar no está asegurado, o cuando los servicios que lo componen están
asimétricamente distribuidos, se generan y consolidan hondas estructuras nautonómicas. En casi todos los
países del «Tercer Mundo», por ejemplo, las tasas de asistencia de las mujeres a la escuela, primaria o
secundaria, son significativamente menores que las de los varones (aunque las tasas de asistencia femenina
están aumentando notoriamente en los países que comienzan a desarrollarse) (véase UNDP, 1990). Pero en
casi todos los países, sean del Norte o el Sur, del Este o el Oeste, las oportunidades y los resultados
educativos están fuertemente estratificados por clase, raza, etnia y género, con el consecuente
«subdesarrollo» de las capacidades, habilidades y talentos de buena parte de la población (véanse, por
ejemplo, Halsey, Heath y Ridge, 1980; Heath, 1981; Erikson y Goldthorpe, 1986). Por otra parte, los
sistemas educativos estratificados afectan directamente al nivel de compromiso y actividad cívica de la
población. Está comprobado que la eficacia política, la capacidad que las personas creen tener para influir
sobre el gobierno y su interés en los asuntos públicos, está relacionada con la extensión de la educación
formal (véanse Pateman, 1970, 1983; Held, 1989, capítulo 4). Por lo tanto, la división entre personas activas
y personas pasivas en el mundo de la política puede en parte ser explicada por la falta de oportunidades
adecuadas para que todos los grupos de ciudadanos desarrollen igualmente sus talentos y su confianza.
Por supuesto, el desarrollo de los talentos y la confianza no sólo depende de la educación formal;
depende también de una densa red de servicios sociales que pueden animar o menoscabar la autonomía y la
independencia. Tomemos como ejemplo los servicios para los hijos de mujeres solteras; gracias a estos
servicios, las madres solteras pueden aprovechar las oportunidades del mercado de trabajo. En contraste, si
los servicios de este tipo son escasos o inadecuados, las madres solteras pueden quedar atrapadas en «la
trampa de la pobreza», que simultáneamente retira de su alcance el costo del cuidado infantil, impide su
entrada en el mercado de trabajo y cercena su capacidad para participar activamente en los asuntos civiles y
políticos (véanse Dominelli, 1991; Giddens, 1994).
La tercera esfera de poder, la esfera de la cultura o la vida cultural, comprende los reinos de
actividad social donde se pueden discutir las cuestiones de identidad e interés público, donde es posible
examinar las diferencias de opinión y donde se pueden evaluar las costumbres y los dogmas locales (véase
Habermas, 1989). Estos reinos pueden ser ordenados formalmente a través de las Iglesias, los medios o los
esfuerzos estatales para promover la vida pública, e informalmente por medio de encuentros e intercambios
locales. En general, el dominio de la cultura se refiere a la organización de conceptos y categorías cuyos
significados son esenciales para la movilización de una comunidad. Comprende órdenes simbólicos, normas,
criterios y tipos de discurso que en conjunto conforman los marcos interpretativos de las prácticas y los
eventos cotidianos. Estos marcos determinan lo que se puede aprehender y lo que se puede considerar y
registrar como importante. Más aún, dan forma a los intentos por entender y evaluar las acciones y los
procesos políticos; pues acarrean concepciones generales de las capacidades, las necesidades y los motivos
humanos, y de la mutabilidad o no de las instituciones sociales, que están cargadas de implicaciones políticas

22
(véase Taylor, 1967). Las pautas de sentido también incluyen prácticas estéticas y rituales que se pueden
organizar de múltiples formas por medio de tipos seculares o «sagrados» de autoridad. A través de estas
autoridades, se producen y reproducen los marcos de sentido que informan el desarrollo de la identidad
social y política.
El acceso asimétrico a la producción y distribución de las prácticas y los esquemas interpretativos,
así como a las capacidades y habilidades retóricas, es una señal de nautonomía en la esfera de la cultura.
Donde los poderes colectivos controlan y manipulan el contenido de las propuestas simbólicas o limitan
estrechamente las maneras en que las personas pueden actuar moralmente en relación con sus semejantes y la
naturaleza, cabe suponer la presencia de fuerzas nautonómicas. Estas fuerzas pueden determinar que ciertos
grupos estén privados del acceso a los códigos dominantes –o que sean tenidos como meros «receptores» de
las emisiones culturales– y que los órganos de comunicación y discurso se distribuyan de forma asimétrica.
En este caso, los órganos pueden estar en poder de agrupaciones sociales, económicas o religiosas
específicas, que controlan e impiden su accesibilidad. Donde los sistemas de significación o sentido
respaldan relaciones de poder asimétricas en interés de los grupos dominantes o hegemónicos, toman cuerpo
distintas formas de ideología (véase Thompson, 1984, págs. 126-132). Estas circunstancias están en las
antípodas de una situación donde, por ejemplo, cada segmento de la población puede disponer de los órganos
de comunicación y está, en principio, en condiciones de participar en la deliberación pública y criticar
abiertamente las convenciones y los dogmas existentes.
La cuarta esfera de poder, la esfera de las asociaciones cívicas, se debe analizar en relación con el
concepto de «sociedad civil» (véanse Bobbio, 1985; Pelczynski, 1985; Keane, 1988a). En cierto sentido, la
sociedad civil y las asociaciones cívicas nunca se apartan del Estado; en importante medida, al garantizar el
marco legal general de la sociedad, el Estado las constituye. Sin embargo, no es aventurado afirmar que la
sociedad civil retiene un carácter distintivo en la medida en que está compuesta de áreas de vida social -el
mundo doméstico, las actividades sociales, los intercambios económicos y la interacción política-
organizadas por medio de acuerdos privados o voluntarios entre individuos y grupos fuera del control directo
del Estado. Aquí la noción se emplea en este sentido. Con todo, debido a que la economía constituye una
esfera y una pauta de poder muy específica (véase más adelante), se distingue la esfera de las asociaciones
cívicas de la sociedad civil en sentido amplio. El reino de las asociaciones cívicas, por lo tanto, se refiere a la
configuración de instituciones y organizaciones mediante las cuales los individuos y los grupos pueden
promover sus propios proyectos independientemente de la intervención directa del Estado o de
colectividades económicas como las corporaciones o los sindicatos. Dentro de esta esfera puede incluirse una
batería de organizaciones formada por grupos voluntarios, sociedades de caridad e Iglesias, así como por
organizaciones políticas y movimientos sociales.
En este campo, la nautonomía se hace manifiesta cuando las condiciones contextuales impiden el
acceso a las asociaciones cívicas o cuando la organización interna de estas asociaciones distorsiona
sistemáticamente las oportunidades y los resultados en favor de intereses o grupos particulares. El primer
caso se concreta cuando algunos grupos no tienen acceso a determinadas capacidades y recursos (salud,
educación, ingreso, riqueza) y, por ello, no pueden ingresar o participar en ciertos tipos de organizaciones e
instituciones. El segundo caso se presenta cuando las organizaciones e instituciones adquieren una «vida
propia», que puede alejarlas de los deseos e intereses de sus miembros. Esto es lo que suele suceder cuando
dan origen a tendencias oligárquicas –estructuras organizativas que se osifican y líderes que se convierten en
élites que escapan al control de los escalones inferiores, sean del sector público o del privado (véase Held,
1987, capítulo 5).
Como quinta esfera de poder, la economía comprende la organización colectiva de la producción, la
distribución, el intercambio y el consumo de bienes y servicios. Los recursos básicos de estos procesos
incluyen las dimensiones materiales del medio ambiente (materias primas, fuentes de energía); los medios de
producción (incluidos el trabajo, la tecnología y otros instrumentos de producción); y los propios bienes y
artefactos producidos. Estos recursos se organizan por medio de patrones de relaciones sociales y divisiones
del trabajo que adoptan diversas formas en los diferentes contextos espacio-temporales. Se encastran en
circuitos de actividad que, como en el capitalismo contemporáneo, pueden combinar redes de poder
extensivas e intensivas, cubriendo amplios espacios territoriales e involucrando a millones de personas por
un lado, y organizando todos los pormenores de la vida económica por el otro (véase Mann, 1986, págs. 24-
25).
La economía es la esfera de una de las principales fuentes de estratificación y nautonomía: la clase
social. Si bien las clases son agrupaciones formadas alrededor de la actividad económica, su posición es con
frecuencia reforzada y respaldada por posiciones de poder dentro de las otras esferas (véase Giddens y Held,
1982, segunda parte). En varias sociedades preindustriales tradicionales se daba por descontado que el

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campesino o el trabajador ejercía un grado importante de control sobre el proceso de trabajo y las rutinas de
la vida cotidiana. Pero este control se esfumó con la emergencia del capitalismo industrial. Una vez que los
ciudadanos transponen la entrada de las fábricas, sus vidas son principalmente determinadas por los
imperativos del capital: los derechos de los ciudadanos de elegir o postularse como representantes no se
extendieron al lugar de trabajo y, por consiguiente, la esfera de la política no se extendió a la de la industria.
Uno de los resultados del modo capitalista de posesión y control ha sido la creación de una plétora de formas
de desigualdad; por cuanto afectan a la producción y distribución de perspectivas de vida y oportunidades de
participación, muchas de estas desigualdades amenazan la consolidación del principio de la autonomía
(véanse Cohen, J. y Rogers, 1983; Scott, 1991; Bradley, 1992; Crompton, 1993). En los sucintos términos de
Dahl, «la posesión y el control de las empresas económicas... contribuyen a la creación de grandes
diferencias entre los ciudadanos en cuanto a la riqueza, el ingreso, el status, las habilidades, la información,
el control sobre la información y la propaganda, el acceso a los líderes políticos... Con todas las salvedades
correspondientes, diferencias como éstas contribuyen a su vez a generar importantes desigualdades entre los
ciudadanos en sus capacidades y oportunidades para participar como agentes políticos iguales» (1985, pág.
55). En la medida en que las relaciones capitalistas modernas producen desigualdades sistemáticas de
recursos sociales y económicos, la estructura de la autonomía se ve profundamente afectada. 8
La naturaleza del desafío a la igualdad política y al proceso democrático, sin embargo, va más allá
del impacto inmediato de las desigualdades económicas. Pues queda restringida la capacidad misma de los
gobiernos para actuar conforme a los deseos de los individuos y los grupos. Las restricciones sobre los
gobiernos democráticos y las instituciones estatales –restricciones impuestas por los imperativos de la
acumulación privada– limitan sistemáticamente las opciones políticas. Para mantenerse en el poder en un
régimen liberal democrático, los gobiernos deben esmerarse por asegurar la rentabilidad y prosperidad del
sector privado, pues dependen del proceso de acumulación de capital y lo deben mantener en su propio
interés (véase Lindblom, 1977). Por lo tanto, los servicios del bienestar, los impuestos y las políticas
económicas en general, deben moverse en el contexto de poderosas presiones a favor de optimizar la
competitividad de los costos de producción y la relación salario/beneficio y de mantener la economía
alineada con las tendencias internacionales generales (véase la sección 6.2). Si pretenden conservar su base
financiera y su legitimidad a largo plazo, los gobiernos deben implementar medidas respetuosas de una
agenda política que beneficia a, es decir, está sesgada en favor de, los intereses de la empresa privada y el
poder de las corporaciones. Por supuesto, cuáles son las alternativas, si las hay, a este sistema de
restricciones económicas es otra cuestión (una cuestión abordada de forma directa en el capítulo 11).
La organización de la violencia y de las relaciones coercitivas constituye otra, la sexta, esfera de
poder que se interpenetra con los demás dominios y afecta directamente a las perspectivas de vida y muerte
dentro de las comunidades y a través de ellas. La fuerza física concentrada puede funcionar al servicio de una
comunidad, velando por su preservación o defensa, o en contra de ella, socavando la seguridad y minando
los mecanismos regulatorios preestablecidos. Antes de la emergencia del Estado moderno, las autoridades
políticas a menudo debían enfrentar centros de poder rivales respaldados por la fuerza organizada. Los
imperios tradicionales, los Estados históricos y las comunidades feudales estaban desgarrados por
pretensiones superpuestas sobre poblaciones, territorios y recursos: no poseían el monopolio de los medios
de violencia y muchos ni siquiera lo reivindicaban (Mann, 1986, págs. 11 y 25-26). De hecho, el acceso al
poder y la organización militares solía ser la base de nuevas pautas de formación y desarrollo del Estado
(véanse los capítulos 2 y 3). La «pacificación» de las poblaciones y el desmantelamiento de los centros de
poder rivales hicieron posible la progresiva concentración de los medios de violencia en las manos del
Estado-nación a lo largo de los siglos dieciocho y diecinueve. Pero este proceso no llegó a completarse en
todos los Estados de Europa y fue subvertido en muchas regiones del resto del mundo. En primer lugar, con
frecuencia se manifiesta la tensión entre el poder militar y el Estado; puesto que son esferas
organizacionalmente diferentes en varios sentidos, quienes controlan la fuerza organizada tienen la capacidad
de lanzar ataques sobre las instituciones estatales y perpetrar golpes de Estado. Asimismo, algunos Estados
se han desintegrado ante los desafíos armados de los grupos y las minorías separatistas, mientras que otros,
que todavía reivindican el monopolio de la fuerza legítima, sufren serias amenazas contra su supremacía (por
ejemplo, Gran Bretaña en Irlanda del Norte). Finalmente, la organización estatal de los medios de violencia a
menudo debe hacer frente a los desórdenes provocados por los diversos grupos políticos dispuestos a recurrir
8
Afirmar que la separación institucionalizada de lo económico y lo político ha promovido una posición privilegiada
para quienes detentan el capital, industrial o financiero, no implica en absoluto sostener que esta división de esferas no
haya logrado abrir importantes oportunidades para la realización de la libertad y los derechos políticos, especialmente
para ciertos sectores de la sociedad (véanse la sección 3.3; Held, 1989, págs. 203-206; Turner, 1986, págs. 37-44).

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a la fuerza y atentar contra la seguridad de los ciudadanos (escogidos al azar en la mayoría de los casos) con
el propósito de incorporar ciertas cuestiones políticas en la agenda pública (véase Cassese, 1991).
Rigurosos límites a la democracia proceden de la organización de la fuerza física, la implementación
de políticas militares y los sistemas estatales de defensa. Incluso sin el estallido directo de guerras a gran
escala, el dilema de seguridad de los Estados modernos -por medio del cual aseguran la paz preparándose
para la guerra- generaliza la inseguridad, como se analizara en los capítulos 3 y 5. Por consiguiente, la
política de seguridad nacional de un país tiene consecuencias directas para la de otro; y la dinámica del
sistema de seguridad de los Estados en su conjunto tiene consecuencias para todos y cada uno de los
gobiernos nacionales. Además, el sistema de valores castrenses y la violencia organizada configura un
proceso de toma de decisiones que a menudo recurre al secreto y escapa al escrutinio público, que está
sesgado en favor de fuertes intereses sectoriales y que corrompe la accountability pública y la participación
democrática en general (véase Johansen, 1993a). En el dominio de la fuerza organizada, los procesos y las
estructuras nautonómicas van más allá de las pérdidas humanas derivadas de la guerra y moldean tanto la
forma como la naturaleza de la comunidad política –minando el alcance de la deliberación colectiva,
limitando el espectro de oportunidades para la participación pública y restringiendo las opciones políticas
dentro del Estado.
La organización de la violencia debe ser diferenciada de la séptima y última esfera de poder: la
esfera de las instituciones regulatorias y legales –el Estado como una corporación independiente, compuesta
de una amalgama de organizaciones coordinadas por una autoridad política específica–. El Estado, como se
subrayara anteriormente, es el reino de aquellos poderes y fuerzas que se derivan de la regulación y
demarcación institucionalizada de una población y un territorio. Aquí se pueden consolidar procesos y
estructuras nautonómicas por varias razones. La más obvia es que estos procesos y estructuras pueden
asentarse en la exclusión de los súbditos y los ciudadanos de la política estatal a partir del uso despótico del
poder político o del gobierno autoritario. O pueden descansar en circunstancias en que el acceso al poder
político está estrechamente restringido a ciertos grupos o personas –los dueños de la propiedad, la población
blanca, los que saben leer y escribir, los varones, quienes tienen habilidades y ocupaciones específicas–. O
pueden basarse en restricciones al papel de los ciudadanos, en limitaciones a los canales de participación, o
en un sistema muy desigual de incentivos y «desincentivos», beneficios y costos, para la participación
política en los asuntos nacionales e internacionales. O la nautonomía puede ser el resultado de un proceso
político en que el significado del «gobierno» está fuertemente acotado y, consiguientemente, margina ciertas
esferas de poder básicas –por ejemplo, la economía y la cultura– del ámbito de la consideración e
intervención públicas. Finalmente, la nautonomía puede ser producto de una forma de ejercer el poder
político que, intencionalmente o no, favorece a otras esferas de poder (por ejemplo, los intereses militares o
corporativos). Cualquiera de estos factores puede limitar la consolidación del principio de la autonomía
dentro y fuera del Estado.

En conclusión

La nautonomía puede asentarse en cualquiera de las esferas de poder básicas y es probable que se afirme a lo
largo de varias de ellas. Si bien las fuentes de la nautonomía varían con el tiempo, y pueden detectarse en
diferentes constelaciones de relaciones de poder, generalmente se abroquelan en una serie específica de
esferas y crean mecanismos de autorreforzamiento. La estratificación social es una de las principales
modalidades de articulación de las esferas de poder y de producción de resultados nautonómicos. La
dinámica y las interrelaciones de las esferas de poder tienen una incidencia directa sobre el grado de
autonomía de que pueden gozar los miembros de una comunidad. En pocas palabras, la autonomía se
estructura a través del poder.
¿Podría una persona sistemáticamente perjudicada por fuerzas y resultados nautonómicos aceptarlos
como legítimos en un discurso deliberativo ideal? ¿Los aceptarían los grupos de personas que llevan las de
perder si en cierto sentido no se vieran obligados a hacerlo? ¿No es contradictorio concebir a las personas
como agentes igualmente libres dentro del proceso de autodeterminación y aceptar la vigencia de
mecanismos de distribución de bienes vitales basados en diferencias raciales, étnicas y sexuales o que
reflejen privilegios de nacimiento (es decir, los recursos sociales, económicos y culturales familiares)? El
compromiso con el principio de la autonomía, por un lado, y con el azar de los «dados sociales» en la
determinación de los recursos a disposición de cada persona en las diferentes esferas de poder, por el otro,
parece ser una contradicción en los términos. Esto quiere decir que el compromiso con el axioma de que
todos los miembros de una comunidad democrática son igualmente libres y la promoción de mecanismos
distributivos que minan o menoscaban esa libertad se impugnan recíprocamente. Hasta que no se expongan

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argumentos alternativos (véanse las secciones 9.2 y 9.4), la legitimidad de los principios organizativos de los
sistemas de poder nautonómicos será cuestionada y su transformación una meta.
Se podría objetar que es posible emprender un experimento mental democrático y arribar a
conclusiones muy diferentes. Por ejemplo, se podría sostener que el hecho de que todos deban ser igualmente
libres en el proceso democrático, no puede impedir a las personas promover los fines que elijan, y gozar de
las oportunidades necesarias para concretarlos, fuera del reino político. Por ello, el desarrollo de actividades
económicas empleando capital privado en una economía de mercado o la organización de estructuras y
jerarquías ocupacionales son bastante compatibles con el compromiso de la política democrática. Es más, se
podría sugerir que toda conclusión distinta simplemente confunde diferentes esferas de actividad con sus
propios principios organizativos y mecanismos de operación, que en última instancia introducen ciertos
frenos y contrapesos contra la excesiva acumulación de poder en alguno de los dominios (véanse págs. 29-31
para una versión de este argumento; Zolo, 1992).
Así formulados, sin embargo, estos planteamientos no implican una seria objeción a los argumentos
hasta aquí ofrecidos. Pues la defensa de una consagración global del principio de la autonomía no implica
desafiar el desarrollo de la actividad económica basada en el capital privado ni impugnar las jerarquías en
todos los dominios de la vida pública y privada. Tampoco implica necesariamente cuestionar la división del
trabajo o criticar el papel de los expertos. Todos estos fenómenos (y muchos otros asociados) sólo interesan
al experimento mental democrático en la medida en que engendran concentraciones de poder y asimetrías en
las perspectivas de vida, que, directa o indirectamente, corrompen la posibilidad de la autonomía
democrática. El análisis de la nautonomía es el estudio de las fuentes de aquellas desigualdades en las
perspectivas de vida que socavan la libertad política misma. Por lo tanto, el mecanismo del experimento
mental democrático presenta un planteamiento destinado no a la exploración de las desigualdades de poder y
recursos per se, sino a la evaluación de aquellas desigualdades, y sólo de aquellas desigualdades, que minan
o impiden la distribución equitativa de oportunidades de participación política.
También se podría objetar que el argumento según el cual el principio de la autonomía es
incompatible con la nautonomía sería poco convincente para quienes deseen apostar sus perspectivas de vida
a la «rueda de la fortuna socioeconómica». Que ciertas personas adoptarían esta postura es innegable; pero
asumir esta actitud no impide necesariamente advertir las tensiones entre las oportunidades y las
restricciones en juego. Quienes están dispuestos a apostar sus condiciones de vida aceptan que las
probabilidades existen, y saben que hay ganadores y perdedores; es simplemente que no ven nada
inherentemente incorrecto en esta situación. Son felices de apostar a un resultado afortunado y esperar el
desenlace. El azar puede ser la mejor vía que algunos individuos encuentran para disponer de sus recursos
personales, pero no es una respuesta adecuada a la existencia de asimetrías sistemáticas que reducen la gama
de opciones de ciertos grupos y partidos específicos.
La osadía del apostador individual no puede resolver o deshacer las desventajas sistemáticas que
experimentan quienes se ven más perjudicados bajo las circunstancias nautonómicas existentes. Los
apostadores no pueden asegurar las reglas y los recursos necesarios para que las personas se asocien y
cooperen entre sí de forma equitativa y, por consiguiente, sus racionalizaciones y estrategias difícilmente
convencen a quienes no arriesgan sus vidas o a aquellos que, bajo condiciones deliberativas ideales,
reconocerían que lo que menos les conviene son las desigualdades que los marginan o excluyen de la vida
pública. Los procesos democráticos dependen tanto de un marco que haga posible la resolución no violenta
del desacuerdo y el conflicto como de un marco en que todos los ciudadanos puedan disfrutar del mismo
derecho a la autodeterminación. Este marco requiere una cuidadosa definición y efectivización, y no puede
sostenerse en un contexto en que los inputs y los outputs dependen del resultado de la lotería.
Por supuesto, puede haber personas que prefieran un proceso político indeterminado, o a las cuales
no les satisfaga ni participar en el diálogo democrático ni emprender el experimento mental democrático. Es
claro que si se rechaza la democracia, la política de otras formas de gobierno irrumpirá en la escena. Nadie
que rechaza en su totalidad la idea de la autodeterminación puede ser persuadido de aceptar los procesos y
resultados democráticos. Pero los participantes de un experimento mental democrático no se hallan en esta
posición; pues los protagonistas del experimento mental asumieron un compromiso previo con la
democracia, es decir, con la exploración de las condiciones que todas las personas aceptarían como
razonables para garantizar su status de agentes igualmente libres. Es este compromiso previo –un
compromiso labrado históricamente– lo que motiva la búsqueda de las condiciones adecuadas para hacer
efectivo el principio de la autonomía.

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