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La preparación de los terapeutas

Considero que la tarea por excelencia del clínico es llegar a conocerse a sí mismo lo suficiente como para poder
registrar la experiencia del otro de formas progresivamente más profundas y también más útiles.

Este proceso comienza con nuestra propia incomodidad al encontrarnos sentados en la silla que de alguna
manera se ha designado como "la autoridad": la persona ostensiblemente a cargo de algo que ni siquiera hemos
empezado a comprender.

-MARILYN CHARLES (en prensa)

Aunque las personas varían mucho en cómo afrontan sus primeras experiencias en el papel de terapeuta, la
ansiedad es la norma. Muchos estudiantes describen un sentimiento inquietante de fraudulencia, incluso la
sensación de ser un impostor, una respuesta que se ha descrito en estudios empíricos de reacciones subjetivas
de nuevos profesionales (por ejemplo, Clance & Imes, 1978). Les preocupa que sea obvio para aquellos a los
que intentan tratar que ellos no son más sanos emocionalmente, socialmente adeptos, individuados, inteligentes
o libres de psicopatología que sus clientes. Afortunadamente para todos nosotros, no hay pruebas de que uno
tenga que ser un dechado de salud mental (o cualquier tipo de dechado) para ayudar psicológicamente a las
personas. Para entrenar a un atleta, un entrenador no tiene que ser un atleta superior; del mismo modo, para
ayudar a un cliente, un terapeuta no tiene que ser más maduro o normal o estar más satisfecho en la vida. De
hecho, es discutible que, como observó Greenson (1967), uno sea mejor terapeuta por haber sufrido algunos
problemas emocionales importantes. Un clínico sin una referencia experiencial del sufrimiento psicológico
corre el riesgo de sentirse insuficientemente empático con los clientes. Por supuesto, es un problema si uno
tiene exactamente los mismos puntos ciegos que sus pacientes, pero hay formas de tratar esto mediante la
supervisión y la terapia personal.

A muchos terapeutas noveles les asaltan dudas sobre si podrán desempeñar su función tan bien como lo haría
un terapeuta más experimentado. También existe un consuelo legítimo en este frente. A pesar de que la mayoría
de los profesionales experimentados se consideran cada vez más hábiles y competentes con el paso del tiempo,
los datos empíricos sobre la relación entre la formación o la experiencia y los resultados han sido contradictorios
o complejos (véase Bergin y Garfield, 2000; Snyder e Ingram, 1994). El entusiasmo y la dedicación del
principiante compensan muchos de los déficits, que se suplirán con la experiencia. Y las sesiones de supervisión
y las discusiones en clase típicas de los primeros años de práctica proporcionan a los clientes de los terapeutas
más recientes el beneficio de una amplia experiencia. Frieda Fromm-Reichmann solía intentar asignar los
pacientes psicóticos más "desesperanzados e intratables" a los terapeutas con menos experiencia de Chestnut
Lodge, porque esos terapeutas no sabían que eran desesperanzados e intratables y, en consecuencia, conseguían
ayudarles.

Gran parte de lo que es terapéutico para los pacientes es inherente al propio papel del terapeuta (sobre el que
diré más cosas en capítulos posteriores), al menos cuando está habitado por personas deseosas de hacerlo lo
mejor posible. Hace mucho tiempo, el influyente terapeuta existencial James Bugental (1964) observó que uno
de los riesgos laborales de nuestra disciplina es que, a medida que desarrollamos un dominio cada vez mayor
del arte de ayudar a las personas, vivimos con la culpa y el remordimiento que nos acompañan por no haber
sido capaces de ser nuestro yo terapéutico más desarrollado con pacientes anteriores. Es una de esas dolorosas
paradojas humanas por las que muchos de los que tenemos esta vocación estamos siempre a caballo entre la
autocrítica por no ser lo bastante hábiles y el remordimiento por haber sido menos hábiles antes.

Es dudoso que alguien que se embarque en una carrera como profesional pueda estar adecuadamente preparado
para lo que se siente al desempeñar el papel de terapeuta por primera vez. Ni siquiera las personas que confían
lo suficiente en que tienen algo útil que ofrecer pueden saber quién entrará en sus consultas; la singularidad de
cada persona hace que sea imposible estar totalmente preparado para el siguiente cliente nuevo. (Tampoco uno
querría estarlo; la psicoterapia sería un negocio monótono sin las sorpresas y los retos que trae cada paciente).
Sin embargo, tal vez haya algunas consideraciones que puedan aumentar la comodidad en el papel, del mismo
modo que las clases de preparación al parto aumentan la preparación para otro acontecimiento que no puede
predecirse con precisión ni imaginarse emocionalmente hasta que sucede. En la primera parte de este capítulo
trato algunas cuestiones que no siempre son obvias para el principiante y que pueden facilitar un poco la
transición a la práctica. Esta sección incluye algunas observaciones y recomendaciones destinadas a ayudar a
los nuevos terapeutas con los retos que suelen surgir al principio de la carrera profesional. Más adelante en el
capítulo, expongo el argumento de que la psicoterapia para uno mismo es la mejor preparación para hacer
psicoterapia con otras personas.

Consideraciones sobre la orientación

Sobre cometer errores

La mala noticia de empezar como terapeuta es que uno cometerá invariablemente muchos errores. La buena
noticia es que cometer errores como terapeuta no tiene nada que ver con cometer errores como cirujano,
abogado o ingeniero. La mayoría de los errores cometidos por los terapeutas no producen daños duraderos, al
menos si se detectan rápidamente, para lo que están los supervisores. De hecho, los errores (o lo que los clientes
experimentan como errores) son inevitables, independientemente de la experiencia que uno tenga, y pueden
abordarse en una conversación que tiene considerablemente más poder terapéutico que el que habría tenido la
respuesta "ideal" (estrictamente hipotética) (véase Safran, 1993). Y dado que los seres humanos tienen
sentimientos contradictorios sobre la mayoría de los asuntos importantes, a menudo no hay respuesta que un
terapeuta pueda dar que no sea frustrante para alguna parte de los deseos y necesidades del paciente. Transmitir
un esfuerzo sincero por comprender, aunque uno se esté equivocando, es mucho más terapéutico que transmitir
la creencia -o incluso persuadir al cliente- de que uno sí comprende. Edgar Levenson (1982, p. 5) cita a Harry
Stack Sullivan exclamando: "¡Dios me libre de una terapia que vaya bien, y Dios me libre de un terapeuta
inteligente!".

Tengo un amigo que ha entrado y salido varias veces de hospitales psiquiátricos por lo que normalmente se ha
diagnosticado como esquizofrenia. Al reflexionar sobre los comportamientos del personal que fueron útiles y
los que no lo fueron, afirma con rotundidad que, incluso en su momento más psicótico, podía distinguir entre
un error "honesto" y un error cometido al servicio de los esfuerzos de alguien por manipularle o despedirle. Los
errores honestos no sorprenden ni ofenden ni siquiera a las personas frágiles y atormentadas (que saben que son
difíciles de entender), pero los pacientes no perdonan la malevolencia ni la falta de cariño. Los errores del
corazón son mucho más devastadores que los de la cabeza. Los actos egoístas presentados como "por tu propio
bien" son especialmente imperdonables. En reconocimiento del hecho de que siempre nos equivocamos cuando
intentamos comprender la psicología de otra persona, Patrick Casement (2002) tituló acertadamente su reciente
libro sobre psicoterapia Learning from Our Mistakes (Aprendiendo de nuestros errores).

En el programa de posgrado en el que enseño, la admisión es muy competitiva. Los solicitantes que son
aceptados suelen haber destacado académicamente y muchos de ellos han tenido trabajos en los que su
rendimiento ha sido ejemplar. Están acostumbrados a obtener sobresalientes de sus profesores y buenas críticas
de sus supervisores. Tienden a ser perfeccionistas y pocos de ellos han visto seriamente cuestionadas sus
aspiraciones a la perfección. Pero en las profesiones de servicios humanos, como en la vida en general, la
búsqueda de la perfección es, robando una frase bíblica, una trampa y un engaño. Sólo hay formas mejores y
peores de intentar ayudar a otro ser humano, e incluso las mejores intervenciones tienen pros y contras, ventajas
y desventajas. Casi todo en la técnica psicoterapéutica es un compromiso. Por ejemplo, decidir no responder a
la pregunta de un cliente para poder explorar por qué se hace puede iluminar un aspecto importante de la
experiencia subjetiva de la persona, pero puede transmitir inadvertidamente que la pregunta en sí y la razón
consciente del cliente para hacerla son "cuestionables"; optar por responder a la pregunta puede transmitir
respeto al precio de aprender qué preocupaciones inspiraron la pregunta. Aunque todavía hay algunos
profesores de terapia psicodinámica que insisten en que hay una forma "correcta" de hacerla, tanto los datos
empíricos como una mirada a la diversidad entre los colegas sugieren que hay muchas formas diferentes y
comparativamente eficaces de facilitar el complejo proceso por el que las personas se vuelven más honestas
consigo mismas, menos sintomáticas, menos contraproducentes y más activas. El error de una persona es el
ingenio terapéutico de otra.
Jonathan Slavin (1994) ha señalado lo atractivo que puede resultar para los nuevos terapeutas adoptar un estilo
más rígido de lo que sus personalidades y actitudes predecirían. Hablando de los internos de su clínica
universitaria, escribe:

Se trata de personas brillantes e inquisitivas que no suelen estar muy familiarizadas con la literatura técnica
sobre psicoanálisis, pero que a menudo muestran un sano escepticismo sobre lo que han oído acerca de las
prácticas psicoanalíticas habituales... especialmente... la supuesta distancia, frialdad, anonimato y neutralidad
que suponen caracterizan la postura psicoanalítica.

Por lo tanto, es especialmente sorprendente que cuando estas personas empiezan a trabajar con pacientes, de
repente se impregnan de una serie de normas, y suposiciones sobre las normas, que reproducen una versión del
mismo comportamiento sobre el que inicialmente habían expresado dudas y antipatía". (p. 255)

Llega a la conclusión de que la repentina presión interna para ajustarse a una serie de normas puede reflejar una
reacción a la experiencia de verse afectado emocionalmente por las emociones y transferencias de los pacientes
mucho más de lo previsto. En otras palabras, la atracción por formas rígidas de trabajar puede ser una defensa
contra la ansiedad de que los conflictos propios se vean agitados por el material de los clientes y, en concreto,
contra el miedo a actuar con el cliente. Lleva algún tiempo acostumbrarse al hecho de que las representaciones
sutiles ocurren inevitablemente, que ninguna observancia de las normas protege al terapeuta de ellas y que
constituyen una excelente fuente de material para procesar de forma fructífera.

La transición al papel de estudiante que está aprendiendo un arte es difícil para las personas que proceden de
áreas de estudio y práctica en las que existen claras "respuestas correctas". No importa lo bien que lo hagan con
sus pacientes, algún supervisor sugerirá una intervención que habría estado ligeramente más en sintonía con las
preocupaciones de un cliente, que habría accedido a más afecto o evitado alguna herida narcisista, o que habría
evitado el consiguiente dilema en el que paciente y terapeuta se encuentran ahora. Es difícil aferrarse a la
autoestima cuando a uno le repiten, aunque sea amablemente, que podría haberlo hecho mejor, pero no hay otra
forma de aprender el oficio.

Una forma en que algunos terapeutas principiantes intentan restañar las heridas que la formación inflige a su
narcisismo es comprometerse ideológicamente con alguna noción de la "mejor" o "verdadera" forma de hacer
terapia. Se aferran a un supervisor que opina sobre las intervenciones correctas e incorrectas, se convierten en
devotos de un punto de vista concreto o siguen servilmente las prácticas de su propio terapeuta. Probablemente
no haya nada gravemente perjudicial en esta tendencia, siempre que dejen que el tiempo y la experiencia
descongelen sus rigideces. La estratagema les impregna de la sabiduría de un punto de vista específico, a partir
del cual pueden individuarse más tarde con la confianza de haber estado inmersos en una orientación particular;
la conocen desde dentro y pueden hablar desde la experiencia sobre sus puntos fuertes y débiles. En otras
palabras, es tan cierto en la terapia como en otras disciplinas que uno aprende el oficio antes que el arte. Esta
realidad no debería ser motivo de vergüenza.

Posiblemente una mejor manera de aprender el oficio, especialmente para los clínicos que llegan a él con una
experiencia limitada en el papel del paciente, sea aprender primero a hacer una de las terapias psicoanalíticas
más probadas empíricamente y descritas explícitamente. Mi colega Mark Hilsenroth recomienda el trabajo de
Lester Luborsky (1984) y Howard Book (1997) sobre el bien investigado tema de la relación conflictiva central.
Estos libros son útiles para enseñar sobre qué interpretar y cómo interpretar eficazmente. En el Apéndice,
incluyo una lista anotada de textos sobre terapia psicoanalítica que pueden ser de especial valor para los clínicos
principiantes.

Aquellos de nosotros con una vena oposicionista y un toque de grandiosidad podemos hacer una adaptación
diferente al insulto de que nos llamen repetidamente la atención sobre nuestros defectos como terapeutas; a
saber, la convicción silenciosa de que nuestro propio sentido de lo que necesita un paciente es probablemente
superior a lo que ofrecen nuestros supervisores, profesores, terapeutas y libros de texto. El escepticismo hacia
la autoridad, que a menudo va acompañado de una capacidad de pensamiento creativo, tiene mucho que
recomendar. Cuando se aplica a la psicoterapia, esta actitud irreverente tiene al menos dos ventajas. En primer
lugar, un terapeuta novato que tiene contacto directo con un cliente a veces tiene una mejor percepción de la
persona que un extraño -a pesar de la experiencia clínica superior de esa persona-. La intuición de un
principiante con talento sobre lo que le ocurre a su paciente es a veces más acertada que la inferencia de un
supervisor. Aprender a confiar en las propias tripas es una parte fundamental de la maduración terapéutica. En
segundo lugar, al evitar la sabiduría recibida y operar desde el corazón, el terapeuta novato puede sentirse
personalmente integrado en las intervenciones que realiza. De este modo, su estilo clínico puede ser auténtico,
natural y espontáneo, en lugar de prestado, fuera de lugar y de madera.

Sin embargo, esta postura tan atractiva tiene al menos dos desventajas importantes. El problema más obvio y
emocionalmente más destacado es que uno se sentirá implacablemente humillado. Cuando empezaba a hacer
terapia, descubrí una y otra vez la sabiduría de ciertas prácticas generalmente valoradas haciendo otra cosa y
aprendiendo por las malas la razón de la regla convencional. Siempre me ha resonado la admisión de Theodor
Reik (1948):

El hecho de que sólo ahora, después de treinta y siete años de práctica y teoría analíticas, me aventure a hablar
sobre el tema de la técnica, se debe a dos características peculiares que necesariamente me impidieron aparecer
antes en la prensa. La primera es la incapacidad de aprender de los errores ajenos. Toda la sabiduría de los
proverbios y todas las exhortaciones y advertencias me son inútiles. Si he de aprender de los errores de los
demás, debo hacerlos míos, y así tal vez desecharlos. Y con este tipo de terquedad mental o contumacia
intelectual se combina otro: Soy casi incapaz de aprender de mis propios errores a menos que los haya repetido
varias veces. (p. xii)

El otro inconveniente de la postura de que uno sabe más que sus mayores profesionales es que hay algunos
casos de ingenio individual que traspasan la ética profesional y las prácticas de gestión de riesgos, en los que
hacer algo idiosincrásico puede ser desastroso tanto para el paciente como para el terapeuta. En el ámbito de
las conductas que pueden interpretarse como una violación de los límites, por ejemplo, los actos
bienintencionados pueden tener graves consecuencias imprevistas. Se sabe de clientes que, en un estado de
idealización dependiente, persuaden a un terapeuta de que la única forma posible de reducir su dolor es con un
abrazo, y que más tarde, en un estado de devaluación airada, presentan una queja ética sobre la seducción del
terapeuta. Aunque suelo aconsejar a los terapeutas principiantes que confíen en sus propios instintos y tiren del
libro cuando tengan una convicción profunda sobre lo que ayudará a otra persona, en el ámbito de lo que se
acepta como práctica ética, es temerario no remitirse a la sabiduría de los predecesores de uno. En el capítulo 7
hablo de algunas de las situaciones más peligrosas para los terapeutas.

Sobre ser uno mismo

Como psicoterapeuta, uno desempeña un papel privilegiado, una posición con grandes responsabilidades. Pero
estar en un papel no es lo mismo que desempeñar un papel. Incluso los escritores más clásicos y "ortodoxos"
sobre la técnica (por ejemplo, Eissler, 1953; Fenichel, 1941; Freud, 1914; Sterba, 1934; Strachey, 1934), por
más enfáticos que fueran sobre el valor de la neutralidad y la abstinencia, no pretendían que los terapeutas
intentaran erradicar su calidez natural ni que se convirtieran en caricaturas robóticas de seres humanos. Ya en
1941, Fenichel expresó su angustia por el hecho de que muchos de sus analizandos se sorprendieran por su
naturalidad y espontaneidad. Glover (1955), otro icono de la ortodoxia, abogaba por una actitud relajada y
franca y atacaba a los colegas que mantenían la pretensión de que todos los acuerdos (por ejemplo, sobre el
tiempo y los honorarios) se hacían exclusivamente en beneficio del paciente.

La artificialidad y la pose no tienen cabida en la terapia analítica, principalmente porque son discordantes con
el esfuerzo por fomentar una honestidad emocional inquebrantable. Es natural estar ansioso en un nuevo papel,
y es una defensa bastante común cubrir la ansiedad con un personaje adoptado, pero en el papel de terapeuta,
esa defensa es una desventaja. Tal vez el mejor antídoto contra la ansiedad sea saber que la terapia psicoanalítica
no requiere brillantez intelectual ni sofisticadas habilidades sociales ni el dominio de la literatura sobre la
técnica. Sus ingredientes más elementales son el deseo genuino del terapeuta de ayudar y una curiosidad no
defensiva.

Una de las cosas más valiosas que hay que aprender sobre la práctica de la terapia es cómo integrar la propia
individualidad en el papel de terapeuta. Cualquiera que visite varios despachos clínicos quedará impresionado
por la diversidad de su aspecto, todos ellos adecuadamente profesionales pero también singularmente
personales. Los terapeutas varían enormemente no sólo en la forma de amueblar y decorar sus consultas, sino
también en la forma de vestir, lo cerca que les gusta sentarse de sus pacientes, si mantienen el contacto visual
o se esfuerzan por evitar que sus pacientes se sientan escudriñados, si escriben notas durante las sesiones, lo
detallada que es la historia clínica durante la primera cita, cómo describen su política de cancelaciones, cómo
gestionan la facturación, cómo comunican a los pacientes que una sesión ha terminado y muchas otras
cuestiones. No hay una forma correcta de hacer estas cosas, sólo hay formas que son congruentes para
determinados profesionales. A veces, un supervisor describirá su propia forma de hacer las cosas como una
práctica estándar, pero las afirmaciones de prototipicidad a veces sólo significan que son prácticas que han
funcionado bien para la personalidad, las predilecciones y las circunstancias de ese supervisor.

Incluso en las condiciones en las que ejercen la mayoría de los principiantes -a saber, en una serie de pequeñas
salas de tratamiento sin ventanas que contienen dos sillas, un reloj y una caja de Kleenex, donde la clínica
establece la política de facturación y el administrador asigna los clientes- hay espacio para la individualidad del
terapeuta. Con todo lo que hemos aprendido sobre la importancia de la relación terapéutica para la curación
emocional, ha quedado aún más claro que los clínicos trabajan con mayor eficacia cuando se relajan y dejan
que su personalidad única se convierta en su instrumento terapéutico. Cuanto más genuino emocionalmente sea
el terapeuta, más podrá abrirse el paciente sin avergonzarse. La fluidez en la intervención llegará con el tiempo
y, mientras tanto, la humanidad básica de cada uno le ayudará a superar los momentos difíciles.

Debo subrayar que ser uno mismo no significa revelar información personal o dar consejos de forma
indisciplinada. Los recién llegados a la práctica de la terapia a menudo se sorprenden (y se autocritican, por
"sobreidentificarse") ante la experiencia de una repentina y espontánea simpatía por el problema de un cliente,
porque ellos mismos han tenido un reto personal sorprendentemente similar. Fue un acto de voluntad para mí,
al principio de mi trabajo como terapeuta, inhibir la tentación de soltar: "Sé exactamente lo que estás sintiendo",
especialmente cuando el paciente relataba alguna experiencia vital bastante inusual que, por casualidad, yo
también había tenido. Y era difícil no comercializar mis propias soluciones a una dificultad cuando se trataba
de una que yo había afrontado y superado, o evitar confesar mi sentimiento de incapacidad cuando el paciente
describía un conflicto que yo sufría y no había resuelto. Pero periódicamente deberíamos recordarnos a nosotros
mismos que si las sugerencias útiles y la simpatía de personas con experiencias similares fueran suficientes para
resolver un problema emocional importante, nadie necesitaría un terapeuta. Los buenos consejos y la
identificación cálida no suelen escasear; la mayoría de las personas que acuden a tratamiento lo hacen porque
esos recursos ya se han probado y no han servido de ayuda.

Cómo sacar el máximo partido de la supervisión

Las organizaciones que forman a terapeutas difieren mucho en el grado de libertad que se concede a los alumnos
para elegir a sus supervisores. Los administradores de los programas de posgrado suelen asignar a los
estudiantes a miembros de la facultad para su supervisión (un acuerdo problemático, en mi opinión, porque a
los estudiantes les resulta difícil ser totalmente francos con los responsables de evaluar su progreso académico)
o los remiten a un pequeño número de terapeutas seleccionados "sobre el terreno". Los institutos analíticos y
otros programas de postgrado suelen ofrecer muchas opciones. A los lectores lo bastante afortunados como para
tener cierta autonomía en esta área crítica, les aconsejaría elegir un supervisor basándose, al menos en parte, en
si el estudiante puede imaginarse sintiéndose seguro con esa persona. La supervisión puede ser un ritual vacío
si el supervisado no puede abrirse a lo que ocurre en las horas de tratamiento y a lo que siente por los clientes.
(Para consultar libros interesantes sobre la psicología del proceso de supervisión, véase Frawley-O'Dea &
Sarnat, 2001; S. Gill, 2002; Rock, 1997).

Especialmente en las primeras etapas de la formación, es más importante trabajar con alguien que no intimide
que pasar tiempo con alguien brillante o famoso o influyente en los círculos profesionales de uno. Incluso con
el mentor más comprensivo, la franqueza puede ser tan difícil para los nuevos terapeutas en la hora de
supervisión como la libre asociación lo es para los nuevos pacientes en la hora de tratamiento. Si los nuevos
terapeutas no pueden sentirse cómodos informando a su supervisor de lo que realmente hicieron y dijeron,
deberían intentar hablar con él o ella sobre su dificultad para exponer su trabajo con todas sus verrugas. Si el
problema persiste, el supervisado debería plantearse cambiar de supervisor. La mayoría de los estudiantes de
psicoterapia son personas muy autocríticas que cuestionan sus propias reacciones, y a veces esa tendencia les
impulsa a permanecer demasiado tiempo en una relación de supervisión que no funciona.

Los supervisores son tan variados e idiosincrásicos como los terapeutas. La mayoría de los maestros de terapia
experimentados han elaborado un estilo que integra bien su propia personalidad con su tarea. Para los
supervisados que sienten que "encajan bien" (cf. Escalona, 1968) con el enfoque de un profesional concreto, la
supervisión se convierte en un nutritivo equilibrio de apoyo, estímulo y desafío. Después de muchos años de
escuchar a mis estudiantes hablar de sus experiencias de formación, he llegado a la conclusión de que el tipo de
tutoría que más probablemente atrape al terapeuta novel en un callejón sin salida de la supervisión es aquella
en la que el supervisor no logra diferenciar la supervisión de la terapia. En una supervisión más avanzada, la
experiencia de trabajar en profundidad con las propias reacciones de contratransferencia puede ser muy valiosa,
pero al principio de la formación, una presión excesiva para la exploración y exposición personales no está
justificada. Las repetidas incursiones del supervisor en la psicología del terapeuta, especialmente en el contexto
de la evasión de una función de enseñanza explícita, tienden a reforzar la incertidumbre del terapeuta en lugar
de proporcionar una base para la confianza necesaria para hacer el trabajo.

La versión psicoanalítica de esta caricatura de supervisión es una indagación perseverativa sobre posibles
actitudes inconscientes en el tratante ("¿Qué sintió ante el síntoma de su paciente? ¿Le recuerda a alguien en su
vida?). Cuando este tipo de interrogatorio sustituye a la información que fundamenta al nuevo terapeuta en
formas de ayudar a un cliente, hace más mal que bien, incluso si el aprendiz aprende algo sobre su propia
psicología en el proceso. Los estudiantes que sufren este tipo de supervisión como terapia tienden a
autocuestionarse crónicamente, a sentirse desmotivados y desmoralizados, y normalmente tardan demasiado en
rechazar el estilo del supervisor porque siguen encontrando pruebas de que, en efecto, tienen mucho que
introspeccionar. Los granos de verdad en cualquier observación de su supervisor sobre su propia psicología se
toman como prueba de que tienen que seguir con la supervisión hasta que se "curen".

Los enfoques no psicoanalíticos de la supervisión pueden tener fallos comparables. En un momento de mi


formación, contraté la supervisión de una terapeuta que se describía a sí misma como rogeriana y que era una
diagnosticadora con talento, pero que resultó no ser una supervisora con mucho talento. Mi primera sesión con
ella fue más o menos así:

NANCY: Estoy teniendo problemas para encontrar una manera de gustar este paciente.

SUPERVISOR: Te cuesta encontrar sentimientos cálidos hacia esta mujer.

Sí, incluso me encuentro enfadada con ella.

SUPERVISOR: ¡Estás enfadado!

NANCY: Necesito que me ayudes a entenderla para poder empatizar con ella.

SUPERVISOR: Realmente quieres ayuda.

NANCY: Usted ha oído su historia. ¿Cómo entiendes sus problemas?

SUPERVISOR: Ojalá pudiera decirle cómo entenderla.

Sí, es muy frustrante para mí.

SUPERVISOR: Te sientes frustrado.

NANCY: Ahora empiezo a sentirme frustrada contigo, sólo estás reflexionando. Ya sé lo que siento, y me
gustaría encontrar una manera de sentir de otra manera.
SUPERVISOR: ¡Ahora te enfadas conmigo!

Como era de esperar, despedí a esta supervisora y encontré a alguien más dispuesto a enseñarme sobre el tipo
de paciente que provoca en un terapeuta las dolorosas contratransferencias negativas con las que yo estaba
luchando. No es imposible que la forma reflexiva de trabajar de esta profesional fuera útil para alguien con una
mayor necesidad de reflejo emocional, pero prefiero creer que su versión de la tradición humanista centrada en
el cliente, una parodia de cómo se comportaría realmente un rogeriano compasivo, expresaba sus limitaciones
personales como supervisora. En cualquier caso, no hacíamos buenas migas y, si hubiera seguido trabajando
con ella, dudo que hubiera aprendido mucho. Por el contrario, la siguiente supervisora a la que acudí en busca
de ayuda con mi paciente difícil era una trabajadora social experimentada cuya primera respuesta a mi
descripción fue: "¡Qué paciente imposible!", una expresión de empatía mucho más genuina e igualitaria.
Trabajamos juntos de forma fructífera durante varios años y, con el tiempo, llegué a querer mucho a mi paciente,
que nunca llegó a ser "fácil", pero que con el tiempo consiguió avances significativos en su tratamiento.

Para los lectores a los que las autoridades de sus programas de formación no conceden el derecho a elegir o
cambiar a sus supervisores, el panorama es más nublado pero no sombrío. Si un terapeuta tiene la suerte de que
le asignen una persona con la que siente "buena química", la supervisión no sólo será agradable, sino también
de vital utilidad. Si le toca alguien problemático, tendrá que sacar lo mejor de una mala situación. Esto último
no es un picnic, pero es más que una racionalización decir que enfrentarse a la adversidad forja el carácter. En
concreto, la capacidad de encontrar la manera de aprender de las personas con las que uno siente un desacuerdo
significativo o incomodidad o falta de respeto es una habilidad vital extremadamente valiosa. No hay supervisor
del que no se pueda aprender algo valioso. (Incluso mi robótico Rogerian me enseñó algo sobre lo que no se
debe hacer en el papel de supervisor). La indignación por el hecho de que los superiores deberían ser mejores
puede resultar agradablemente justa, pero no contribuye en nada a resolver un problema. Adaptarse a los límites
de las personas reales forma parte de un proceso de maduración gradual en el que asimilamos lentamente el
hecho de que el mundo está dirigido por seres humanos, no por las sabias figuras paternas que todos desearíamos
que estuvieran al mando.

Mark Hilsenroth (comunicación personal, 19 de agosto de 2003) dice a sus alumnos que una de las mejores
formas de ayudar a un supervisor a dar una supervisión eficaz es preguntar: "¿Cuál sería un ejemplo de cómo
podría decir (o hacer) eso?". Este esfuerzo por buscar lo concreto es especialmente útil cuando se trabaja con
una persona que hace pronunciamientos vagos como "Tendrías que haber interpretado la resistencia ahí" o
"Tienes que conseguir que mire su omnipotencia" o "Tienes que hacer que ese síntoma sea ajeno al ego". Ayudar
a un supervisor a ser más eficaz en su función no es totalmente distinto de ayudar a un paciente a mejorar.
Requiere la voluntad de dar un feedback sincero sobre las mejores cualidades del supervisor y una atención
oportuna y con tacto a las peores.

El problema más difícil con el que se pueden encontrar los principiantes es una diferencia de opinión
significativa con un supervisor sobre una decisión clínica concreta. En Estados Unidos, los supervisores son
responsables del trabajo de las personas a las que supervisan: responsabilidad legal cuando el estudiante está en
formación e importante responsabilidad incluso en años posteriores, cuando el terapeuta está acreditado para
ejercer y contrata al supervisor voluntariamente. Por consiguiente, existe un imperativo ético de someterse al
criterio del supervisor. El problema con esta cruda realidad es que a veces uno está completamente seguro,
basándose en su conocimiento íntimo de un cliente concreto, de que el supervisor está dando un mal consejo.
En tales circunstancias, no hay forma de llevar a cabo la recomendación del supervisor con un espíritu de
convicción. Y sin convicción, ninguna intervención terapéutica tiene muchas posibilidades de funcionar, por
muy apropiada que sea en abstracto.

En esta dolorosa situación, el primer esfuerzo para hacer frente a la situación debería ser dar voz a los propios
recelos e intentar persuadir o dejarse persuadir por el supervisor. Sin embargo, a veces tratar de resolver el
desacuerdo simplemente pone de relieve el hecho de que las dos partes están irremediablemente en desacuerdo.
Recuerdo en este contexto un problema que tuve con un psicólogo que me supervisaba en el tratamiento de una
mujer borderline que había cancelado sus dos últimas sesiones de forma un tanto arbitraria. Él estaba
convencido de que yo debía escribirle una carta en la que calificara su conducta de manipuladora e inaceptable.
Tenía la misma convicción de que ella percibiría esa carta como crítica, despectiva e insensible a los temores
que le dificultaban acudir a las citas. Él creía que el señalamiento de su comportamiento manipulador la
motivaría a volver, mientras que yo pensaba que clavaría el último clavo en el ataúd de la alianza de trabajo.
(Más tarde aprendí que tales rupturas aparentemente irreparables entre dos profesionales implicados,
especialmente cuando se enmarcan en la mente de cada parte como moralmente correcto frente a moralmente
incorrecto, es un fenómeno clásico de contratransferencia asociado a la psicopatología límite). Este supervisor
era enfático y obstinado como mi padre, cuyo rechazo siempre había temido, y manejé mi malestar de forma
inmadura: Escribí dicha carta, se la mostré y luego no la envié.

Este comportamiento poco estelar es emblemático de un tipo de regresión que puede producirse fácilmente
cuando uno está en formación. A veces, en el papel de estudiante, es difícil mantener el sentido emocional de
ser adulto: Hay tanto que aprender, tantas instancias en las que las autoridades llaman la atención sobre las
propias limitaciones, tantas comunicaciones desvalorizadoras de clientes que tienen miedo de apegarse, tantas
oportunidades para avergonzarse de los propios errores o de la propia ignorancia. Es más, los candidatos a
programas de formación suelen estar en terapias personales que han debilitado sus defensas habituales,
dejándoles un poco en carne viva y vulnerables. No es infrecuente que se les anime a la regresión en las
consultas de sus terapeutas, y a veces esa regresión se filtra a otros ámbitos. A pesar de todas estas fuerzas
infantilizadoras, quiero afirmar rotundamente que es posible conservar un sentido de adultez y autonomía
personal en el rol de estudiante, y que cuanto más se diferencie entre estar en un rol estructuralmente
subordinado y estar "reducido" a la posición emocional del niño, mejor.

La mayoría de los supervisores agradecen trabajar con personas que transmiten la sensación de ser mayores,
asumen la responsabilidad de su comportamiento y discrepan sin antagonismo cuando se encuentran en
desacuerdo con alguien que desempeña un papel de autoridad. A medida que fui conociendo mejor al supervisor
con el que me había comportado de esta manera tan evasiva, me di cuenta de que mi transferencia le había
hecho un flaco favor; era capaz de una capacidad de respuesta mucho más reflexiva de lo que yo le había
atribuido. Cuando por fin me atreví a expresar mi desacuerdo de forma franca y directa, se mostró un poco
irritable, pero en general respetuoso, y la hora de supervisión se convirtió en algo enriquecedor y no en un
ejercicio de sumisión abierta y rebelión encubierta por mi parte.

Por mi propia experiencia como supervisor, puedo dar fe de la psicología de la otra mitad de la díada cuando
un supervisado se comporta con una deferencia exagerada, como si no hubiera lugar para que lleguemos a una
solución mutua si nos encontráramos en desacuerdo. En esta situación, la atmósfera de la supervisión se
impregna sutilmente de lo que Benjamin (1995) llamaría un tono de "hacedor/hecho". Cuando pasan meses
antes de que un estudiante se atreva a decirme que he estado insistiendo en algo innecesariamente, o enseñando
teoría cuando el estudiante quiere ayuda con los sentimientos, o dando consejos con los que ha estado en
desacuerdo en privado, me siento exasperado por el tiempo perdido. Aunque soy consciente de que la persona
supervisada puede haber adoptado un estilo defensivo y acomodaticio por necesidad de aprobación, una postura
con la que me identifico fácilmente, también tengo algunas reacciones narcisistas viscerales que supongo que
no son infrecuentes entre los supervisores. Mientras que me siento apoyado de forma realista en mi autoestima
cuando sé que he tolerado aprender sobre mis defectos y he utilizado el conocimiento para ser realmente útil,
me siento acusado implícitamente de narcisismo patológico cuando un supervisado se esconde detrás de la
conformidad en la creencia de que no puedo tolerar que se me cuestione. (De hecho, en esta última situación
me siento condescendiente, y mi reacción defensiva es la tentación de invertir la dinámica y tratar al supervisado
menos como a un colega adulto y más como a un niño). Al igual que la terapia, la supervisión psicoanalítica
fracasa si no se lleva a cabo en una atmósfera de honestidad mutua. Dado que las transferencias hacia los
supervisores pueden ser poderosas, puede requerir un valor moral considerable plantear una crítica, pero vale
la pena correr el riesgo de aprender que una autoridad puede responder a un comentario negativo con gracia.

Sin embargo, sigue siendo posible que un supervisor no sólo esté "equivocado", sino también demasiado a la
defensiva para resolver una diferencia de opinión en un espíritu de resolución mutua de problemas. Uno de mis
colegas, (Thomas Arizmendi, comunicación personal, 15 de diciembre de 2001) recuerda a un supervisor de
sus prácticas que le dio muy malos consejos y trató su desacuerdo como si fuera una prueba de su ignorancia
de alguna norma psicodinámica obvia de atención. Estaba tratando a un niño de ocho años por comportamiento
agresivo e impulsivo en una clínica que tenía sus oficinas en una calle muy transitada de la ciudad. Durante la
sesión, el niño abandonó enfadado la sala de tratamiento. Mi colega, preocupado por la seguridad de su paciente,
le siguió. Al informar de ello a su supervisor, le dijeron que un terapeuta nunca debe abandonar el "contenedor"
de la consulta, que debe permanecer allí y dejar que el chico decida si quiere volver y cuándo. Cuando protestó
diciendo que el niño podía salir corriendo hacia el tráfico, el supervisor insistió aún más en que las "normas de
tratamiento" le obligaban a esperar a su paciente en la sala de terapia. Siguiendo el consejo de su supervisor,
permaneció en su despacho la siguiente vez que el cliente salió corriendo, pero su ansiedad era abrumadora. En
ese momento consultó con el director de la clínica, que estaba horrorizado por el consejo que le habían dado y
resolvió el problema hablando con el supervisor. Afortunadamente, su paciente no resultó herida el día que mi
amigo se quedó en la consulta, pero aún se estremece por haber consentido y se siente afortunado de haber
tenido a alguien a quien apelar.

Como he oído numerosas historias como ésta, no descartaría la opción de que un supervisado decida en privado
hacer algo distinto de lo que le ha indicado el supervisor, sobre todo cuando una situación clínica apremiante
no le da tiempo a buscar una segunda opinión. Especialmente en organismos con una alta rotación y tensiones
financieras que hacen prohibitivo pagar a personal de alta calidad, un terapeuta principiante puede estar mejor
formado y tener más talento que la persona a la que rinde cuentas. Pero los riesgos que se corren al desafiar son
que (1) el supervisor realmente tenga razón, o (2) independientemente de que la solución del supervisor hubiera
funcionado o no, la del terapeuta fracase. Entonces no hay ningún lugar al que acudir para abordar el daño que
la propia independencia ha causado. Al igual que la desobediencia civil es una respuesta honorable a las leyes
injustas, el incumplimiento puede ser una respuesta justificada a una mala supervisión. Pero en cada caso, uno
debe estar preparado para asumir las consecuencias de su postura. Las personas que practican la desobediencia
civil en nombre de un principio superior a la ley se arriesgan voluntariamente a ser detenidas en aras de su
creencia; el supervisor incumplidor debe estar análogamente dispuesto a asumir las consecuencias de actuar en
contra de la recomendación de un supervisor. Cuando presenté un primer borrador de este capítulo a los
miembros de uno de mis grupos de consulta, tres clínicos de ese grupo recordaron incidentes de sus primeras
experiencias profesionales en agencias, en los que un supervisor les había pedido que hicieran algo, se habían
negado basándose en poderosas convicciones morales, y luego habían sido despedidos de su puesto o habían
dimitido.

Son aguas muy difíciles de navegar para el terapeuta principiante. Cuanta más ayuda pueda obtener de colegas
experimentados, mejor. El deseo natural de poder confiar en el juicio de un mentor, combinado con las
tendencias autocuestionadoras de la mayoría de las personas que se sienten atraídas por esta profesión, pueden
conspirar para que los clínicos novatos se muestren complacientes cuando su juicio perfectamente sano protesta,
como en el caso de mi colega. La tendencia a psicologizar sobre la propia "rebelión edípica" u "oposicionismo"
puede complicar el juicio sobre qué hacer; el principiante tiende a preocuparse de que su independencia de
criterio refleje algún tipo de siniestro dinamismo inconsciente. Por supuesto, el mejor seguro contra la
posibilidad de que las reacciones maduras y sanas de uno se vean corrompidas por dinámicas de las que uno no
es consciente es el grado máximo de autoconocimiento del terapeuta. Lo que nos lleva al siguiente tema.

Terapia para el terapeuta

Cuanto mejor conozcamos a alguien, más podremos ayudarle. Por esta y otras razones, los terapeutas
psicoanalíticos siempre han hecho hincapié en la importancia de crear una atmósfera en la que los pacientes
puedan sentirse seguros para divulgar sus secretos más inquietantes. Cuanto más sienta alguien que un terapeuta
puede comprender los aspectos más aterradores, odiados y vergonzosos de la experiencia privada -la vida
interior y la vida vivida-, más posible le resultará revelarlos en la relación terapéutica, modificar lo que es
modificable y aceptar lo que no lo es. Para transmitir a las personas con las que trabajamos que podemos
soportar escuchar cosas que pueden considerar inexpresables, ayuda haber "estado allí" emocionalmente.

Quizá el afecto más destructivo que un terapeuta puede transmitir a un cliente sea el desprecio. El desprecio
inconsciente es particularmente dañino porque tiende a filtrarse por los bordes de los esfuerzos conscientes del
terapeuta por ser cálido y aceptante y, por lo tanto, se siente aún más devastador por provenir de una persona
presuntamente comprensiva. Los eruditos analíticos (por ejemplo, A. P. Morrison, 1989; Nathanson, 1987;
Wurmser, 1981) llevan mucho tiempo observando que las actitudes despectivas funcionan como defensas contra
la vergüenza. Por mucho que nos digamos a nosotros mismos que debemos transmitir una consideración
positiva incondicional, cuando nos avergonzamos de aspectos de nosotros mismos que vemos reflejados en
nuestros pacientes, no podemos dejar de transmitir un sutil menosprecio. Ningún cliente puede ignorar o tolerar
fácilmente el desprecio de un terapeuta. Sin embargo, el desprecio es inevitable cuando necesitamos alejar la
perturbadora comprensión de que los problemas del paciente no son tan diferentes de los nuestros. Incluso los
pacientes floridamente psicóticos que no tienen nada abiertamente en común con el terapeuta pueden estimular
identificaciones inconscientes que incitan a la devaluación defensiva.

La receta tradicional para garantizar que la psicoterapia no se desarrolle en una atmósfera de condescendencia
es que el terapeuta se someta a psicoterapia o psicoanálisis. Esta idea solía estar tan ampliamente aceptada -
tanto dentro como fuera de los círculos psicoanalíticos- que sería innecesario insistir en ello en un texto sobre
terapia. Los terapeutas humanistas han asumido que llegar a un acuerdo con los propios sentimientos profundos
profundizará la terapia que uno es capaz de proporcionar. Muchos profesionales de los sistemas familiares
recomiendan "trabajar con la familia de origen" durante la formación. Pero con el auge de las terapias cognitivas
y conductuales y de la psiquiatría biológica, se ha desarrollado una presunción muy diferente; a saber, que uno
debe dominar un conjunto de habilidades, aplicando intervenciones delineadas, a menudo manualizadas, a
problemas para los que esas técnicas han demostrado eficacia "empírica" a corto plazo. Louis Berger (2002) ha
etiquetado estos enfoques de "tecnoterapias", señalando su diferencia radical con las terapias basadas en la
relación y la búsqueda colaborativa de la comprensión. Dado que los jóvenes interesados en convertirse en
terapeutas se introducen cada vez más en el campo a través de esta mentalidad técnica, especialmente en los
departamentos universitarios de psicología y en las facultades de medicina, se hace importante articular las
razones de la convicción tradicional y duradera entre los profesionales de la psicodinámica de que los terapeutas
deben recibir terapia ellos mismos, tengan o no problemas en la vida que alcancen la gravedad de un trastorno
diagnosticable.

Irvin Yalom (2002) lo ha hecho recientemente, en un libro accesible que se ofrece como "una carta abierta a
una nueva generación de terapeutas y a sus pacientes". Tras señalar que el instrumento más valioso del terapeuta
es él mismo, resume:

Los terapeutas deben estar familiarizados con su propio lado oscuro y ser capaces de empatizar con todos los
deseos e impulsos humanos. Una experiencia terapéutica personal permite al estudiante de terapeuta
experimentar muchos aspectos del proceso terapéutico desde el asiento del paciente: la tendencia a idealizar al
terapeuta, el anhelo de dependencia, la gratitud hacia un oyente atento y cariñoso, el poder concedido al
terapeuta. Los jóvenes terapeutas deben trabajar sus propios problemas neuróticos; deben aprender a aceptar la
retroalimentación, descubrir sus propios puntos ciegos y verse a sí mismos como los ven los demás; deben
apreciar su impacto en los demás y aprender a proporcionar una retroalimentación precisa. Por último, la
psicoterapia es una empresa psicológicamente exigente, y los terapeutas deben desarrollar la conciencia y la
fuerza interior para hacer frente a los muchos riesgos laborales inherentes a ella. (pp. 40-41)

Estoy de acuerdo, pero también debo señalar algunas salvedades. He conocido a algunos terapeutas con talento
y empatía natural que parecen muy eficaces sin beneficiarse de una terapia personal. Suelen tener padres
comprensivos y personalidades simpáticas por naturaleza. También me he topado con algunos profesionales
bastante pedestres cuyo trabajo parece haberse beneficiado muy poco de sus años en el diván, ya sea por un mal
ajuste entre ellos y sus terapeutas o porque habían participado en un "análisis de formación" de forma puramente
intelectual o porque cumplían una norma institucional en lugar de acudir al tratamiento con la misma motivación
que una persona que sufre una psicopatología significativa. Y hay algo de cierto en las alegaciones de que a los
psicoanalistas les interesa insistir en que todos los candidatos analíticos sean analizados (crea una buena reserva
de pacientes para los formadores, un hecho que ha llevado a algunos comentaristas sardónicos a referirse a la
práctica psicoanalítica como un esquema piramidal). También son válidas las afirmaciones de que un análisis
personal funciona como un procedimiento de socialización, una iniciación en una subcultura peculiar cuyas
convicciones compartidas tienen un matiz más ideológico que científico.

También se ha argumentado de forma convincente, más recientemente por parte de los analistas de los
movimientos intersubjetivo y relacional, que no importa lo "bien analizados" que estemos, no podemos esperar
que no nos afecten las poderosas fuerzas psicológicas que nos asaltan en una sesión de terapia. La suposición
de la total objetividad del terapeuta minuciosamente analizado ha quedado bastante en entredicho en los últimos
años. Aunque Freud esperaba que su autoanálisis le hubiera inmunizado contra la contaminación emocional de
las enfermedades de sus pacientes, los informes sobre su comportamiento como terapeuta están repletos de lo
que parece sospechosamente una representación inconsciente. Los que nos analizamos no por nosotros mismos
(como Freud), sino por otros, no tenemos mejores antecedentes de resistencia a las inducciones de transferencia-
contratransferencia, aunque, afortunadamente, hemos descubierto que la terapia progresa de todos modos. Por
lo tanto, a pesar de las esperanzas de Freud (1912b, p. 96) de que los practicantes pudieran lograr la "purificación
analítica" sometiéndose a un tratamiento personal, un siglo de experiencia psicoterapéutica y algunos cambios
críticos en nuestra comprensión de conceptos como "objetividad" y "neutralidad" (Kuhn, 1962, 1977) han
dejado pocas dudas de que no existe tal cosa como un fenómeno observado no afectado por las necesidades del
observador, ninguna posibilidad en el trabajo clínico de mantenerse fuera de la refriega emocional
intersubjetiva.

A pesar de estas admisiones, quiero hablar aquí en nombre de la tradición, ya que creo que a pesar de todas
nuestras fragilidades como seres humanos a ambos lados del proceso psicoterapéutico, la mejor oportunidad
que tenemos para aumentar nuestra capacidad de comprensión, y por lo tanto nuestro alcance terapéutico, es
conocernos y aceptarnos a nosotros mismos tan profundamente como sea posible. Puede que el tratamiento
personal no nos dote de "objetividad", pero puede aumentar enormemente nuestra capacidad de observar y hacer
un buen uso de las dinámicas que inevitablemente se agitan en nuestro trabajo. Con todos sus riesgos y
limitaciones, el trato personal me parece el mejor camino hacia una escucha madura y empática. Tal vez esta
convicción parezca evidente para muchos de mis lectores, pero dado el tenor de los tiempos que corren, me
gustaría sumar mi voz a la de Yalom y ofrecer algunas reflexiones sobre cómo tomarse en serio el mandato
consagrado por el tiempo.

En general, recomendaría el análisis en lugar de la terapia, lo que significa que las sesiones más frecuentes, el
uso del diván y el trabajo con asociaciones libres y sueños son preferibles a las reuniones semanales cara a cara,
es decir, cuando no hay razones individuales que militen en contra del análisis, como tendencias limítrofes
significativas en la persona que ingresa al tratamiento, o una historia de trauma que hace que la posición
reclinada se parezca demasiado a la posición en la que uno fue abusado, o problemas prácticos abrumadores
como la falta de dinero o la falta de acceso a alguien capacitado para hacer análisis. La base teórica clásica de
esta recomendación es que una mayor frecuencia de las sesiones y el uso del diván se asocian con el desarrollo
de una transferencia analizable, un fenómeno que intensifica el encuentro terapéutico y sintoniza a los terapeutas
con las experiencias de los pacientes que tienen reacciones de transferencia intensas independientemente de la
frecuencia de las sesiones. La base empírica para ello es que varios estudios han sugerido que una mayor
frecuencia produce una mejora terapéutica más rápida y de mayor alcance (Freedman et al., 1999; Roth &
Fonagy, 1996; Sandell et al., 2000; Seligman, 1995, 1996). Si no es posible un tratamiento más intensivo, la
terapia de una vez por semana sigue siendo muy valiosa, sobre todo si se está muy motivado.

En la actualidad, las compañías de seguros, ayudadas por algunos críticos académicos de la terapia tradicional,
han conseguido establecer un tono en el que todo lo que no sea terapia semanal (o menos) debe justificarse por
circunstancias clínicamente nefastas. La base de esta postura es claramente comercial y no empírica o clínica.
Es vital no dejar que los intereses corporativos corrompan nuestra comprensión de lo que tiene sentido
clínicamente. Sin embargo, la frecuencia no es una cuestión sencilla, ni siquiera entre los entusiastas del análisis.
De hecho, ha sido un tema espinoso en la política psicoanalítica durante décadas. Freud comenzó a ver pacientes
seis días a la semana, y luego, por razones prácticas, pasó a cinco y después a cuatro. No me consta que se
quejara nunca de que estos cambios fueran acompañados de una pérdida significativa del impulso terapéutico,
aunque sí observó que cualquier día en que el paciente no acudía creaba pequeñas cantidades de defensividad
que en su fase de seis días apodó "la costra de los lunes" (lo que significa que una pequeña cantidad de represión
había formado una costra sobre la apertura anterior). Algunos programas de formación de psicoanalistas exigen
un mínimo de dos sesiones semanales; otros insisten en cuatro o más. Nadie ha aportado todavía datos de
investigación que demuestren que el análisis a cinco veces por semana sea superior al análisis a cuatro o tres,
aunque hay algunas pruebas de que, en general, tres sesiones semanales son más eficaces que dos, que son más
eficaces que una (Sandell et al., 2000).

La duración adecuada o eficaz de la terapia es casi tan discutible como la frecuencia de las sesiones. Nadie sabe
todavía cuándo o si el paciente "medio" (no es que exista tal criatura) alcanza un punto de rendimiento
decreciente, pero hay algunos datos empíricos que sugieren que la mayoría de las personas conseguirán una
mejora significativa, un cambio que va mucho más allá del alivio de los síntomas, en la marca de los dos años
(Freedman et al., 1999; Howard, Kopta, Krause y Olinsky, 1986; Howard, Lueger, Maling y Martinovich, 1993;
Howard, Moras, Brill, Martinovich y Lutz, 1996; Kandera, Lambert y Andrews, 1996; Perry, Banon y Ianni,
1999; Lueger, Lutz y Howard, 2000; Seligman, 1995 y 1996). La mayoría de las personas en formación para
ser profesionales analíticos eligen, una vez que tienen una buena alianza de trabajo con sus propios terapeutas
y están viendo los beneficios de la psicoterapia, permanecer en tratamiento considerablemente más tiempo,
examinando aspectos de sí mismos que podrían no haberles causado ningún problema en otra profesión, pero
que es probable que se estimulen y se agiten en el curso del trabajo con los pacientes.

En la literatura clínica, Frieda Fromm-Reichmann (1950) ha presentado el argumento más elocuente y


exhaustivo sobre la necesidad de analizar a los terapeutas. Aunque su libro es algo anticuado y supone un
público estrictamente psiquiátrico, los comentarios de Fromm-Reichmann sobre las cualidades necesarias para
hacer psicoterapia son intemporales. Su razonamiento a favor de un análisis personal incluye cuatro elementos.
En primer lugar, el autoconocimiento en el terapeuta puede reducir la probabilidad de actuar en lugar de
reflexionar sobre las reacciones de contratransferencia (p. 6). En segundo lugar, el tratamiento personal aumenta
la probabilidad de que el terapeuta tenga una vida extraprofesional adecuadamente segura y satisfactoria,
mejorando así la capacidad de escucha y reduciendo la tentación de utilizar a los pacientes para gratificar los
afanes narcisistas, las necesidades de dependencia y los anhelos sexuales del terapeuta (p. 7). En tercer lugar,
un tratamiento eficaz crea un mayor respeto por uno mismo y una autoestima realista que permiten al clínico
absorber las comunicaciones hostiles y devaluadoras de forma no defensiva, y así demostrar cómo mantener la
propia autoestima frente a la provocación (p. 16). En cuarto lugar, la familiaridad con la propia dinámica permite
reconocer procesos comparables en otras personas (pág. 42).

Estas son buenas razones. Sin embargo, creo que hay otras que Fromm-Reichmann omitió y que no se han
destacado especialmente en la bibliografía. En el nivel más básico, es importante que un terapeuta sepa
visceralmente qué se siente al estar en el papel de paciente. En las décadas posteriores a que Fromm-Reichmann
escribiera su libro de texto, los autopsicólogos han defendido de forma convincente la absoluta centralidad de
la empatía en el proceso terapéutico. El camino más corto hacia la empatía con alguien en el papel de paciente
es adoptar uno mismo ese papel. Cuando acudí por primera vez a la consulta de un analista, me sorprendió
comprobar que, a pesar de abrazar conscientemente la idea de que no es vergonzoso acudir a un terapeuta,
esperaba que nadie me hubiera visto entrar por su puerta. Ninguna facilidad intelectual nos prepara para la
sensación de vulnerabilidad y exposición que acompaña al papel de buscador de ayuda. Tampoco podemos
apreciar indirectamente la naturaleza del sentimiento de dependencia, tanto en sus aspectos positivos como
negativos, que conlleva el hecho de ser un cliente. Adoptar el papel de paciente proporciona la mejor base que
podemos tener para la empatía, incluso cuando nuestra propia dinámica central es sustancialmente diferente de
la que uno de nuestros clientes necesita abordar. Y es la mejor profilaxis contra el desprecio.

Igualmente importante es el hecho de que la experiencia de la psicoterapia nos proporciona un modelo de


funcionamiento que ningún libro de texto podría sustituir. Los candidatos en institutos analíticos comentan de
manera uniforme que en su propia formación, su análisis personal les proporcionó la fuente más rica de
conocimientos sobre cómo hacer terapia sensible (normalmente mencionan sus experiencias en supervisión
como la segunda parte más valiosa de su formación; el trabajo del curso ocupa un distante tercer lugar). "Sabía
lo que tenía que decir porque sabía lo que me había ayudado a mí en la misma situación" es el tipo de comentario
que se oye con frecuencia de los terapeutas cuyo propio tratamiento les ha beneficiado. Informan de que la
capacidad de recurrir a su propia experiencia de haber sido ayudados disminuye su ansiedad a la hora de hacer
el trabajo, reduce su sensación de fraudulencia y les permite permanecer más ininterrumpidamente en el estado
que Csikszentmihalyi (1990) denomina "flujo". Los lectores interesados en profundizar en este fenómeno no
deben perderse el fascinante estudio cualitativo de Tessman (2003), The Analyst's Analyst Within.

Estoy convencida de que es un proceso interno muy diferente, y que el paciente también lo percibe de forma
diferente, tomar decisiones clínicas continuas, minuto a minuto, basándose en identificaciones estimuladas de
forma natural que tomarlas basándose en una búsqueda cognitiva de lo que sugiere el supervisor, la teoría clínica
o el manual de tratamiento. Asociar momentos en los que uno se encontraba en un estado comparable al del
paciente y recordar lo que fue profundamente útil se siente como un proceso natural y orgánico que mantiene
al terapeuta en una relación fundamental con el cliente. Transforma comentarios que, de otro modo, podrían
parecer cohibidos y rebuscados en un tipo de conversación más espontánea y no ensayada. Cuando va bien,
ambas partes sienten la terapia psicoanalítica como una conversación desde el corazón, no desde la cabeza.

David Ramírez (comunicación personal, 24 de agosto de 2002), cuando forma a internos y consejeros en el
Swarthmore College, hace hincapié en que, en la terapia psicodinámica, el principal instrumento de curación es
la personalidad del terapeuta, no una técnica impersonal utilizada por éste (la veracidad de esta observación no
va en absoluto en contra de la formación en habilidades, por supuesto). Como ocurre con cualquier instrumento,
cuanto mejor se conozca su funcionamiento, mejor se podrá adaptar a cada tarea. Señala que, aunque los
estudiantes suelen estar entusiasmados y agradecidos al saber que pueden ayudar a los demás simplemente
confiando en sus propios recursos inherentes, la parte dolorosa de ver el tratamiento de esta forma tan
psicoanalítica es que el sentido de responsabilidad personal puede resultar aplastante. Si uno puede atribuir las
dificultades y los fracasos en la terapia a las limitaciones de una técnica externa o a la inadecuada adecuación
de la técnica al cliente, su autoestima está más protegida que cuando uno se ve a sí mismo como el instrumento
del cambio y el crecimiento. Por lo general, cuanto más terapia personal se ha hecho, mejor se puede utilizar
uno mismo, y mejor se puede recuperar y crecer cuando el narcisismo está herido porque un tratamiento ha ido
mal.

A menudo me pregunto cómo deciden los terapeutas principiantes cuándo y cómo intervenir si no han
interiorizado un ritmo de interacción que surge de una díada psicoterapéutica que funciona bien. Personalmente,
no puedo imaginarme haciendo terapia sin las interiorizaciones que han surgido de mis propias experiencias
como paciente. Incluso cuando ha habido aspectos indebidamente dolorosos o destructivos en nuestros
encuentros con la terapia, aprendemos algo importante allí: qué no hacer. El énfasis de Casement (1985) en el
proceso continuo de supervisión interna en el terapeuta, una alternativa bienvenida a nuestras tendencias de
aplicar una teoría favorecida a la práctica encaje o no, supone un terapeuta que sabe algo por experiencia.
Independientemente de lo que digan sobre su inclinación teórica o ideología personal, el comportamiento real
de la mayoría de los analistas en la consulta probablemente exprese alguna combinación de identificación y
contraidentificación con su(s) propio(s) analista(s).

Igual de importante que mitigar el desprecio, la experiencia de una terapia o análisis personal eficaz nos deja
un profundo respeto por el poder del proceso y la eficacia del tratamiento. Sabemos que la psicoterapia funciona.
Nuestra apreciación silenciosa de la disciplina puede transmitir esa seguridad a los clientes, para quienes un
sentimiento de esperanza es un ingrediente crítico de su recuperación del sufrimiento emocional. Sheldon Roth
(1987) escribe: "La convicción de que el tratamiento funciona proporciona al terapeuta un profundo pozo de fe
y esperanza en un empeño caracterizado por la incertidumbre, la duda y el autocuestionamiento continuos."
Hay tantas situaciones, especialmente al principio del tratamiento, en las que el terapeuta no tiene ni idea de lo
que es correcto decir o no decir, que no puedo imaginar cómo los profesionales principiantes gestionan su
inevitable desmoralización sin una exposición personal al cambio y el crecimiento terapéuticos.

Desde la experiencia de nuestra propia terapia también "entendemos" la ubicuidad y el poder de los procesos
inconscientes. Nuestras luchas con nuestras propias resistencias al cambio, nuestras confrontaciones con las
formas en que los primeros aprendizajes cognitivos y emocionales siguen reinterpretando las nuevas
experiencias como si fueran anteriores, y nuestro asombro al ser testigos de los matices de nuestras respuestas
a nuestros terapeutas acaban creando en nosotros una profunda apreciación de lo difícil que es y del tiempo que
se tarda en realizar cambios internos significativos. Esta apreciación aumenta nuestra paciencia y nos permite
transmitir a los clientes tanto que sabemos que podemos ayudar como que no nos sorprende que lleve mucho
tiempo llegar terapéuticamente tan lejos como cada paciente espera llegar. Un terapeuta dotado puede aprender
que la psicoterapia es eficaz sin terapia personal, simplemente dedicándole el tiempo suficiente. Después de
unos años con unos pocos pacientes, es difícil ignorar los cambios significativos y de gran alcance que llegan a
ser capaces de hacer. Pero esto se aprende más rápido y con menos dificultad con la experiencia personal.

Si Alice Miller (1975) estaba en lo cierto al afirmar que las personas que se convierten en terapeutas
psicoanalíticos suelen tener una perturbación en su autoestima relacionada con el hecho de haber sido a la vez
dotados emocionalmente de forma congénita y utilizados por sus padres como una especie de estabilizador
narcisista o terapeuta familiar, entonces es especialmente importante para ellos darse un lugar en el que sus
sentimientos sean comprendidos en sus propios términos en lugar de ser explotados al servicio del narcisismo
de los demás. El hecho de que El drama del niño superdotado alcanzara rápidamente un estatus casi de culto
entre los psicoterapeutas sugiere que ella tenía algo importante sobre el tipo de historia personal que
probablemente orientaría a un individuo en la dirección de convertirse en terapeuta; prácticamente todos mis
colegas se identificaron con su descripción. El artículo de Miller (1979) que aplica sus observaciones a la
cuestión de la terapia del terapeuta puede ser de interés para los clínicos que se han sentido identificados con
sus generalizaciones.

Por último, la experiencia de ser progresivamente más honesto y expresivo emocionalmente en la propia terapia
aumenta la capacidad de gestionar los estados de sentimientos sin recurrir ni a la negación ni a la impulsividad.
La investigación sobre el apego ha documentado hasta qué punto nuestras relaciones, no sólo las más tempranas
sino también nuestras conexiones adultas continuas, proporcionan el entorno que los seres humanos necesitan
para sentir, expresar y elaborar la experiencia emocional (Fonagy et al., 2002; Tyson, 1996). Mientras tanto,
cada vez más observadores clínicos e investigadores señalan la centralidad de la tolerancia afectiva para la salud
mental (Ablon, Brown, Khantzian, & Mack, 1993; Kantrowitz, Paolitto, Sashin, Solomon, & Katz, 1986;
Krystal, 1997). Como terapeutas, tenemos que absorber una sucesión de sentimientos intensos y tóxicos
mientras nos mantenemos honestos e inhibimos la reacción de "lucha o huida" estimulada por las expresiones
faciales, los tonos de voz y el lenguaje corporal de los pacientes, fenómenos que activan repetidamente
recuerdos implícitos dolorosos almacenados en nuestra amígdala (véase Coen, 2002). Para estudios empíricos
sobre la cuestión de la terapia para el terapeuta, véase Norcross, Strausser-Kirtland y Missar (1988) y Norcross,
Geller y Kurazawa (2000).

Jung (1916) escribió sobre una "función trascendente", la capacidad de mantener abierta la propia experiencia
subjetiva en momentos en que existe una presión interna hacia la acción o la defensa. Los conceptos de
Winnicott de "espacio potencial" y "espacio de juego" (Ogden, 1985, 1986; Winnicott, 1971) son otras formas
de hablar de esta capacidad aprendida de evitar que el sentimiento se traduzca en impulso, de mantener las
posibilidades de experiencia creativa y transformadora tolerando lo que se proyecta e internaliza en la situación
clínica. Bion hablaba del terapeuta como un "contenedor" del afecto de los clientes. Gran parte de nuestro éxito
terapéutico puede provenir de la capacidad de modelar la contención de la emoción para personas cuyos estados
de sentimiento han sido previamente no formulados, abrumadores o disociados. La terapia o el análisis
personales aumentan la probabilidad de que podamos hacerlo.

Al igual que muchas personas que entraron en análisis con la creencia consciente de que lo hacían para avanzar
en sus objetivos educativos y profesionales, me quedé atónita al descubrir lo radicalmente que la experiencia
mejoró mi vida. Julia Kristeva, en una entrevista para The New York Times (Riding, 2001), hizo una observación
similar: "Empecé el psicoanálisis por razones profesionales, para adquirir una herramienta analítica adicional.
... Por supuesto, una vez que te tumbas en el diván, pronto te das cuenta de que tú también tienes una necesidad.
Aprendí mucho sobre mí mismo. Con el tiempo, aunque el análisis me ayudó a avanzar en mi trabajo sobre
literatura, sobre filosofía e incluso sobre la comprensión de nuestro siglo, descubrí que la curación también era
esencial para mí" (p. B9). Esta combinación de lección de humildad y modelo para entender el proceso de
cambio es difícil de conseguir de otro modo.

Otros valiosos fundamentos de la práctica

Por último, me gustaría apoyar el argumento original de Freud (1926) y reiterado posteriormente por otros (por
ejemplo, Chessick, 1969; Sharpe, 1930) de que los terapeutas se benefician de una formación lo más amplia
posible en literatura, mitos, artes, humanidades, ciencias y ciencias sociales. La estrecha formación en una de
las "tri-disciplinas" (medicina, psicología académica, trabajo social) de la que suelen proceder los terapeutas no
suele incluir la inmersión en las profundas cuestiones sobre el significado, la emoción, la voluntad, la relación,
la libertad, la justicia y la limitación con las que los grandes filósofos, teólogos, artistas y escritores han luchado
durante siglos. Es con total seriedad que Thomas Ogden (2001) escribe que mira tanto a la poesía como a la
literatura psicoanalítica cuando quiere profundizar su comprensión de los predicamentos humanos. La lista de
psicoterapeutas creativos que han llegado a su disciplina a partir de una inmersión en otros campos incluye a
luminarias como Anna Freud (educación), Robert Waelder (física), Erik Erikson (arte), Hans Sachs (derecho),
D. W. Winnicott (pediatría), John Bowlby (antropología), Stephen Mitchell (filosofía) y, para el caso, B. F.
Skinner (escritura creativa) y Carl Rogers (teología). Mi colega australiano Jan Resnick (comunicación
personal, 30 de diciembre de 2002) escribe que su formación en filosofía le ayuda "con el valor de la reflexión,
la búsqueda de la verdad, la importancia de la indagación, la necesidad de evitar la opinión dogmática y una
especie de disciplina mental para mantener una "metaperspectiva", es decir, intentar tener una perspectiva sobre
mi perspectiva (actitud, disposición, forma de ver a mis pacientes)."

Aunque un aspirante a terapeuta no sienta la necesidad de reflexionar sobre los temas de peso que
tradicionalmente se entienden como la esencia de la tradición de las artes liberales, se encontrará rápidamente
con pacientes para los que son preocupaciones centrales. Algunos de estos clientes llenarán sus horas de terapia
con reflexiones sobre sus respuestas a películas, libros y música, y aunque no es necesario ser un polímata para
ser un buen terapeuta, es útil tener cierta noción del territorio que organiza el entusiasmo y la vitalidad de los
individuos a los que uno intenta llegar. La misma observación es válida para el conocimiento básico de áreas
como los deportes, los negocios, las inversiones y otros entusiasmos humanos comunes. Para un terapeuta,
ningún conocimiento sobre actividades humanas importantes es, en última instancia, superfluo. Una de las
mejores ventajas de trabajar en este campo es formarse en las áreas que apasionan a los clientes.

También es ventajoso haber tenido una gran variedad de experiencias vitales y haber estado expuesto a personas
de diferentes edades, ocupaciones, religiones, orígenes étnicos, culturas, niveles socioeconómicos y deseos
sexuales. Un período de servicio en los Cuerpos de Paz o un trabajo en un campamento de verano o una
experiencia de inmersión en otra cultura pueden ser casi tan buena preparación para una de las profesiones
psicoterapéuticas como una temporada en una unidad de hospitalización. La mayoría de los terapeutas tienen,
como parte del temperamento que les ha inclinado hacia la profesión elegida, una gran curiosidad por la
naturaleza humana en todas sus manifestaciones. Cuantas más oportunidades hayan tenido de interesarse por la
heterogeneidad humana, menos se sentirán fuera de su alcance cuando se enfrenten a un paciente concreto.

Los terapeutas de minorías sociales, que se han pasado la vida sintiéndose marginales e incómodos con los ritos
y credos de la mayoría imperante, se ven realmente favorecidos aquí. También lo son las personas con una vena
esquizoide o un temperamento marcado por la timidez. Ser diferente crea un hábito de reflexión sobre cuestiones
humanas básicas que es un recurso indispensable para un terapeuta. Además, la experiencia de sentirse como
un extraño es una buena preparación para empatizar con la omnipresente sensación de "no pertenencia" que
describen tantos pacientes. Recientes pruebas de que Abraham Lincoln pudo haber luchado con sentimientos
homoeróticos (Katz, 2001) me han arrojado algo de luz sobre su notable capacidad para identificarse con la
experiencia del marginado y el esclavo y hablar elocuentemente de ella.

En este ámbito, como en otros, el sufrimiento personal puede servir para profundizar en el trabajo. De hecho,
la psicoterapia es una de las pocas profesiones en las que las mayores desgracias pueden convertirse en ventajas
profesionales. Elvin Semrad, a quien Sheldon Roth (1987, p. 7) llamó "el modelo del terapeuta empático devoto
para una generación de terapeutas formados en Boston", declaró que la fuente de su reconocida capacidad para
soportar los sentimientos intensos y dolorosos de sus pacientes fue "una vida de dolor, y la oportunidad que me
dieron algunas personas de superarlo y afrontarlo" (Semrad, 1980, p. 206). Afortunadamente, el trabajo en sí
puede ser curativo. Así como los buenos maestros dicen que aprenden mucho de sus alumnos, la mayoría de
los terapeutas analíticos dicen que sus pacientes los ayudan profundamente. En la situación particular de los
psicoterapeutas de minorías étnicas, raciales, culturales, religiosas o sexuales, la práctica de la terapia puede
echar por tierra la asfixiante suposición de que existe algún tipo de psicología "normal" que está fuera de su
alcance dadas las circunstancias "desviadas" de su infancia y adolescencia. Nada es tan eficaz como el trabajo
clínico para hacer ver que la diversidad es la norma.

Heinz Kohut (1968) animó una vez al hijo de catorce años de un colega a escribir a Anna Freud sobre su interés
en convertirse en psicoanalista, preguntándole qué preparativos debería hacer para tal vocación. He aquí parte
de la carta que este muchacho recibió de ella como respuesta, que cito no sólo por su encanto inherente sino
también porque estoy de acuerdo con ella:

Si quieres ser un psicoanalista de verdad, tienes que tener un gran amor por la verdad, tanto por la verdad
científica como por la verdad personal, y tienes que situar este aprecio por la verdad por encima de cualquier
incomodidad al encontrarte con hechos desagradables, ya pertenezcan al mundo exterior o a tu propia persona
interior.
Además, creo que un psicoanalista debe tener [interés] por los hechos que pertenecen a la sociología, la religión,
la literatura y la historia... de lo contrario, su visión de su paciente será demasiado estrecha.

Debes ser un gran lector y familiarizarte con la literatura de muchos países y culturas. En las grandes figuras
literarias encontrarás personas que saben al menos tanto de la naturaleza humana como lo que intentan hacer
los psiquiatras y psicólogos. (p. 553)1

Comentarios finales

Habiendo defendido el valor de la polivalencia en los terapeutas, quiero, no obstante, volver al tema con el que
inicié este capítulo, a saber, que cualesquiera que sean las limitaciones que caracterizan su formación, un
terapeuta principiante suele tener la materia prima para hacer el trabajo. Es mucho más lo que une a los seres
humanos que lo que los separa. Aunque puede resultar desalentador enfrentarse a un paciente treinta años mayor
que el terapeuta, o con una educación rudimentaria, o dado a comentarios racistas o sexistas u homófobos, o
que participa en prácticas sexuales excéntricas, o que pertenece a una secta exótica, el sufrimiento psicológico
es un gran igualador. La mayoría de las personas pueden ser ayudadas incluso por un terapeuta joven e
inexperto, siempre que se acerque a ellas con respeto, admita sus errores, se comporte con sinceridad y haga un
buen uso de la supervisión.

No sólo los profesionales individuales de cualquier nivel de experiencia pueden ayudar a pacientes con los que
a primera vista parecen no tener nada en común, sino que los terapeutas analíticos pueden ayudar a personas
con problemas tan formidables y a veces alienantes como los episodios psicóticos, las adicciones, los síndromes
postraumáticos complejos, la organización límite de la personalidad y la patología grave del carácter. En la
larga tradición de la terapia profunda hay sabiduría disponible sobre todas estas áreas. La mayoría de los que
nos hemos esforzado por ayudar a pacientes difíciles hemos podido encontrar supervisores, consultores y
bibliografía que nos han aportado un atisbo aliviador de orden a partir del caos de impotencia y ansiedad en el
que normalmente nos sumergen. Puede que sea un tópico que los aspirantes a programas de formación en
psicoterapia quieran ser terapeutas porque "quieren ayudar a la gente", pero como la mayoría de los tópicos, es
cierto. Los clientes sentirán y responderán terapéuticamente al deseo genuino de un profesional de ser de ayuda.
Que uno siempre pueda ayudar es una quimera, pero que uno intente ayudar es una actitud que hace posible la
psicoterapia.

Nota

1. Estoy en deuda con Mary Lorton (comunicación personal, 28 de septiembre de 2002) por darme a conocer
la existencia de esta carta.

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