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DORA BARRANCOS UNA HISTORIA DE CINCO SIGLOS SUDAMERICANA SEGUNDA EDICION Capitu.o III TRANSFORMACIONES EN LA. SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX Durante el siglo XIX los paises occidentales acusaron cambios de gran envergadura, especialmente en la segunda mitad, época en Ja que se precipitaron una serie de acontecimientos que pueden ser albergados bajo el nombre de “modernidad”. El desarrollo produci- do por la llamada Segunda Revolucién Industrial, el avance inédito para controlar la naturaleza, el desarrollo cientifico, el triunfe de la burguesfa, el surgimiento del proletariado industrial que se le opo- nia, el desenvolvimiento del sistema educative y también la alrera- cidén de la aquiescencia com que las mujeres habian aceptado su infe- tiotidad —en el momento mismo en que los cédigos se empefiaban en confirmarla— son algunas de las grandes cuestiones que surgie- ron en la ultima mitad de este perfodo. En nuestro pais se extinguid el régimen rosista y la lucha encarnizada de las facciones con el wiun- fo de las posiciones unitarias y, a pesar de los cimbronazos, no -hay duda de que se ingresé a un nuevo ciclo politico y social empefiado en la adopcién del orden republicano. Después de Caseros, las ideas liberales abrieron un cauce amplio y fueron las responsables del con- junco de instituciones piblicas que caracterizé el surgimiento de la Nacién argentina en las tiltimas décadas del siglo. Quedaron, ahora si, delimitadas las esferas publica y privada, la segunda casi por com- pleto separada de la primera, y esto significé una vuelta de cuerca al sojuzgamiento de las mujeres, toda vez que les fue asignada, con mayor €nfasis, la fundamental funcién de administrar la vida domés- tica. El nuevo sistema politico sancion6 el régimen juridico moder- no, cuya preocupacidn central fue, sin lugar a dudas, regular el orden privado. Preceptuar sobre la familia y las responsabilidades disimiles 89 de los cényuges est4 en el origen mismo del moderno Estado argen- tino. La experiencia de la modernidad vivida por ef mundo occiden- tal fue, como minimo, bifronte, y no sélo para las mujeres. Aspectos que tendian hacia la autonomia encontraban obsticulos potentes; impulsos propulsores hacia la igualdad chocaban con macizas fuer- zas que los repellan: (mpetus libertarios eran contrarrestados pot cortientes reaccionarias. A menudo se sostenian ideas contradictorias, puesto que al mismo tiempo que s¢ mantenian los principios de la Revolucién Francesa —libertad, igualdad y fraternidad—, se argu- mentaba en sentido contrario traténdose de ciertas realidades de la poblaciéa del planeta. Hacia la segunda mitad del siglo XIX surgie- ton las teorias sociales emancipatorias del proletariado, pero también la ciencia que asegucaba la inferioridad de algunas poblaciones, de determinadas razas y, por supuesta, de las mujetes. Entte las grandes transformaciones cientificas, la teorfa de la evolucién de Darwin y Wallace ocupé un lugar exponencial. Sin embargo, crecieron toda clase de setas en matetia de creencias sobre lo esencial e imperecede- ro. Ya puede imaginarse lo que esto significé para los sexos. Se asu- mié que el orden natural —cuando no la trascendencia divina— imponfa funciones diferenciales para varones y mujeres, y que no debfa percurbarse ese plan, puesto que sobrevendrla el caos, la capi- vulacién de la “naturaleza humana”. Las mujeres fueron catalogadas como débiles y menos inteligentes, sélo aptas para parit, criar y asis- tir al céayuge: funciones admisables que estaban en su naturaleza. Los varones fueron indiciados como fuertes y mAs inteligentes, idé- neos para producir, realizar descubrimientes cientificos y gobernar. Estas ideas arraigaron fuertemente y fucron asimismo producto de la marea modernizante que arrojé este largo siglo, aunque también en su suelo estallé la resistencia y s¢ incendiaron las palabras; a fines del XIX surgié el feminismo y pronto Hlegé a huesttas orillas. Peto ingre- semos a las principales caracteristicas de las relaciones de género en nuestro pais en este excitante periodo. Mobos FEMENINOS Las guerras de la Independencia y las civiles hablan dejado muchas viudas y huérfanos. Desde luego, unas cuantas volvieron a casarse y a proseguir con la empresa de parir hijos. No pocas familias sufrie- 90 ron embates que altcraron su riqueza y posicién y, aunque aparecie- ton nuevos nombres ilustres debido a la rotacién de las elites, los vie- jos troncos espafioles eran todavia reconocidos. Algunas matronas con apellidos de alcurnia tuvieron que emprender actividades econd- micas para sobrevivir, y esto parece haber sido especialmente cierto en el interior del pats. El testimonio de la ya introducida Lina Beck Bernard, la viajera de origen suizo y protestante que llegé con su marido e hijos pocos afos después de la caida de Rosas, en pleno erguimiento de la Confederacién Argentina, es muy elocuente acet- ca de las condiciones de vida de diversos grupos sociales y sobre todo de las mujeres. En 1857 —momento de su artibo—, los resabios esclavistas no se habian extinguido. Aunque una enorme mayoria de la poblacién negra habla podido liberarse por ef cumplimiento de las condiciones estipuladas en 1813, manumitidos para ir a combatir o simplemente fugados de sus amos, todavia se observaban situaciones de servidumbre, sobre todo en el servicio doméstico. Las familias pudientes disponian de un pequefio ejército de servidoras negras o mulatas —aunque también habia un buen nimero de servidores varones— que eran ocupadas en muy diversas funciones; una de las mas conspicuas, acender a las nifias mas jévenes de la casa, acicalar- las y acompafarlas. La cocina, sin embargo, segula siendo un lugar intenso en materia de actividades debido, tal vez, no tanto a la sofis- ticacién de los platos como al volumen de las vituallas y a su elabo- racién, a rafz del atimero de habicantes habituales y de convidados. Las reuniones nocturnas, con cena incluida, era una de las distrac- ciones con que se contaba. Lina recuerda la invitacién que les hicie- ra en Buenos Aires una “sefiora argentine muy tica y obsequiosa” y su marido europeo, empefiados en obsequiarles una “comida que se ptepare y sirva a la usanza del pais, para que nos hagamos —decia Lina— una idea exacta de sus hdbitos gastronémicos”. Nuestra tes- timoniance se encantaba con la belleza y refinamiento de la duefia de casa y de su hermana; ademas, ambas hablaban franeés de modo flui- do. Este es un dato muy importante, porque aunque la instruccién femenina era todavia rala, habla apenas algunos establecimientos donde se podia aprender a leer y escribir —uno de ellos era la Sacie- dad de Beneficencia, que contaba al menos con algunas precepto- ras—, y las familias importantes se las arreglaron para disponer de institucrices, exteanjeras en su enorme mayoria, que tes ensefiaban francés a las hijas y, si era posible, ocra lengua. La practica de la lec- ot tura en voz alta resultaba bastante habitual en horatio nocturno. Este rasgo de educacidén de Jas mujeres que integraban los segmentos mds empinadas de la sociedad es una marca de época que segnird vigen- te durante, por lo menos, un siglo. Los extranjeros se sorprenden de la habilidad con que ciertas mujetes diseutren en francés. Las nifias no pudientes, las desamparadas que habian conseguido proteccién de la citada sociedad, apenas eran alcanzadas por la alfabetizacién: en este caso, la formacién se reducia casi exclusivamente a las labores manuales, a aprender a coset, bordar, hacer crochet. No faltaban las instructoras para esas habilidades. En conjunto, las mujeres eran indudablemente m4s educadas que instruidas, y daban impresién de vivacidad ¢ inteligencia, de acuerdo con el relate de Lina: “Muy jove- nes, casi nifias, dan pruebas de poseer mucho tacto, buena maneras, juicio y buen sentido. Por lo general son observadoras, de memoria vivaz y prodigiosamence habiles en todas las labores de su sexo. Dis- ponen de mucha inteligencia natural y lo aprenden todo con facili- dad”. Sin embargo, no omitia sefialar que “estas cualidades sobrena- dan en un fondo de indolencia, de ignorancia y de supersticién, pero se advierten enseguida los buenos elementos fundamentales”. Es que “estos espiritus tienen mucho del suelo en que viven: excesivamente rico y fértil en cuanto se lo trabaja, pero de ordinario abandonado y baldio” —-pensaba nuestra cronista, seguin la regla de !a época. El cro- nograma cotidiano de la mayorla de las mujeres que traté Lina durante su estancia en Santa Fe, consistia en estos ingredientes: “Las mujeres se levancan muy temprano para asistit a misa, pasan la mafia- na entregadas a las labores de la aguja y a los menesteres de la casa, hasta la hora de la comida, generalmente las dos de la tarde. Luego duermen hasta las cuatro o cinco (...). Después de la siesta viene el bafio del tio, luego la toilette en casa, la cena, y con el fresco de la noche comienzan las visitas. La dama que no sale de visitas se stenta a la puerta de su casa”. Volvamos al relato de la primera cena portefia de Lina. A las cinco de la tarde —es evidente que todavia no se habia modificado ese horario, que algunas décadas mds tarde se demorara algunas horas— comenzaba la cena; en este caso asume un cardcter pantagruélico, y debemos pensar que tal era la modalidad redundante cuando habia que obsequiar invicados. A modo de invencario de lo que se acostum- braba servir en las mesas de {as familias distinguidas, ia cronista hace constar sopa de fideos, puchero, payo relleno, pastel de maiz pisado, 92 empanadas “cubiertas de crema acaramelada que contiene pescado frito, tomates, aceitunas, pasas de Mendoza, cebollas, pimientes, ajos, hierbas aromdcicas” —sin duda una adaptacién de las clasicas empanadas criollas—, guiso o asado con zapallo y salsa de pimentén; y paca terminar, caldo “servido en lindas tazas de porcelana. También sirven vino y, como postres, abundancia de bombones, preciosas fru- tas venidas de Montevideo, uvas, manzanas, peras, higos. Después de cenar, tomamos el café en el salén, como en Europa”. Es evidente que la cena requeria un buen ndmero de servidores y que en una enorme proporcién éstos debian ser de sexo femenino. Las ropas diurnas todavia guardaban discrecién, ya que no abundaban los atuendes importantes, Pero otta cosa ocuttfa a la noche: “Hasta en las casas més pobres se engalanan de lo mejor” —aseguraba Lina. “Hay fami- lias muy numerosas de pardos y mulatos en los que viven juntas her- manas y primas; estas muchachas no tienen a veces, para todas, mds que un solo vestido de seda, un par de aros de topacios o perlas y un solo abanico de marfil dorado, pero se turman para lucir cada una de esas magnificencias y pavonearse a la puerta de su mezquina vivien- da”. Es que parece haber sido absolutamente comin esta costumbre de asomasse a la calle o sentarse comodamente en fa yereda durante las noches calientes del estio en las mds diversas ciudades y pueblos. Las clases sociales compartieron este gusto por el aire libre en las noches veraniegas, y resultaba imprescindible vestizse con lo mejor. Desde luego, el engalanamiento continud siendo exponencial en las fiestas, donde se destacaba el uso de joyas. Una excepcién de paque- terfa diurna eran las fiestas religiosas: riquisimos vestidos de seda negra exan ostentados con enorme elegancia y han menudeado los relatos sobre el derroche de lujo que solian emplear las mujeres durante la Semana Santa. Un memorioso tucumano exclama, refi- tiéndose a los imprescindibles rituales de su provincia: “Ay! de las mujeres y aun de los hombres que no asistieran a misa y a las fiestas religiosas celebradas en las humildes iglesias de entonces”. En Bue- nos Aires y en las mds importantes ciudades del interior, la acticud recoleta de las devotas contrastaba con el dispendio de su vestimen- ta, aunque se ahorraban los colores debido al riguroso negro. El car- naval, prohibido por Rosas y rehabilitado en esa década, significaba exactamente lo contrario: hasta habia extravagancias en materia de tonos subidos. Y todas las fechas festivas —religiosas o paganas— eran buenas pata encontrar marido. 93 Mas alld de las transformaciones ocurridas entre las grandes con- vulsiones polfticas y el apaciguamiento de las diltimas décadas del XIX, fas relaciones de varones y mujeres mancuvieron los mismos patrones jerdrquicos, con el agravante de una divisién més tajante de ambitos. No era admitida la circulacién solitaria de las mujeres “decentes” en calles, paseos y otros lugares ptiblicos, territorios de varones. Otro testigo de época, residente en Tucumda, decia: “La educacién de la mujer en su telacidn con el hombre fue en general retraida y severa. No era facil conversar con la novia sin oyentes, a no ser que se la acompaiiara al piano o al baile. Las nifias no podian salir a la calle sino acompafiadas por personas de respeto”. Y lo mismo se cepetia en todo lugar. Las mujeres se casaban muy jévenes y, aun- que tal vez el promedio de edad ya Fuera un poco mds alto, no era nada raro encontrar abuelas de poco mas de treinta afios. Tal como apuntaba la viajera Lina, en las “espaciosas moradas suelen vivir patriarcalmente hasta tres y cuatro génieraciones: abuela, bisabuela, madre, hijos y nietos”; y si bien los primeros censos parecen desmen- tir esa membresfa extensa, debe pensarse que se trata de promedios. El ndmero de hijos conrintia siendo elevad{simo; habfa muchos casos en que habfan conseguido sobrevivir veinte y mds, y un dato nota- ble: la adopcidn de nifios ajenos era bastante comtin, un rasgo que distinguid a todas {as clases de familias, desde la m4s empinadas a las més pobres. Uno de los valores fundamentales de la sociedad, que iba a da sin prisa y sin pausa con el siglo XX, Jo constituia el culto de la madre virtuosa y de la esposa fiel y cuidadora. La vida familiar fungia como Ja puerta de entrada al dgora del orden republicano, y come los varo- nes dispensaban en éste Ja pacticipacién femenina, hacian creer que la antecdmara de {fa sociedad, el hogar, era lo mas importante y que ahi reinaban las mujeres. Nuestra cronista empleaba el dicho de un genovés, a la sazén casado con una afgentina, quien, parafraseando a Maquiavelo refiriéndose al modelo de la ciudad italiana, be habla manifestado: “Este pals (...) es el paraiso de las mujeres, el purgato- tio de los hombres y el infierno de los animales”. La vida doméstica es el rerritorio de las mujeres, pero también el lugar donde el patriat- cado ejerce de raéz su poder y ensaya el gobierno de fo puiblico. St hemos de seguir 2 un gran ensayista, hay que aceptar que, en la divi- sién de esferas que se ha producido, los varones son los auténcicos tegentes de la intimidad; llevan al céncave de la vida doméstica la 94 norma publica y, en sentido inverso, colonizan lo publico con los intereses privados. Como fuere, sefalar que las mujeres fueron taca- fiamente ubicadas en la esfeca doméstica no significa que pudieran hacer sélo su entera voluntad, aunque muchisimas veces asumieran 8a posesién con una autoridad que sonaba a omnimoda. En las tihti- mas décadas del siglo XIX se registraron cambios muy significativos en el pais: la expansién de la agricultura y la ganaderfa a partir de los afios 60, el ritmo de crecimiento y los niveles de acumulacién que se vivieron en las décadas siguientes, resulcan una historia bien conocida. Mds alla de los sismos que a veces estremectan a nuestra economia tan integcada al mercado mundial, el riemo del progreso era extraordinario. Nuevas tecnologfas suplantaron a Jas antiguas. Sistemas de agua potable y conexiones domiciliarias facilitaron la vida de los habitantes en los grandes centros poblados; la instalacién de las redes cloacales y la canalizacién de los desagates pluviales fue- ron fundamentales pata la higiene de la poblacién. La energia eléc- trica otorgé un perfil claramente urbano a las ciudades que, no obs- tante, conservaban muchos aspectos aldeanos; sin dudas, las més importantes —Buenos Aires a la cabeza—— exhiblan progresos de la modernizacién. En los afios 80 se ingresé a una era de modificaciones institucio- nales conducida por las fuerzas liberales, que procuraban seculatizar 1a vida publica. Se crataba de un liberalismo de férmula muy aci- noamericana, puesto que las discrepancias con las fuerzas conser- vadoras eran limitadas y por momentos se hacfa dificil distinguir las diferencias entre liberales y conservadores. En nuestro pals, es- pecialmente, quienes se identificaban con el liberalismo aceptaban la influencia de la Iglesia —que en esos momentos también se consti- tufa como un organismo unificado nacional—. hasta cierto punto también en la vida publica. Como se vera mas adelante, las preocu- paciones por el ordenamiento de la vida privada —una clara injeren- cia del Estado en esa esfera— distinguieron a las reformas liberales, pero el matrimonio siguid siendo una facultad religiosa hasta 1888. Sin embargo, aun sin radicalidad, nuestros liberales se destacaron en dimensiones muy gravirantes: una de ellas fue la educacién. El siste- ma de educacién ptiblica que, como es sabido, se debe en buena medida a Domingo E Sarmiento, consticuyé uno de los principales logros del liberalismo para propender a la equidad social, a un mayor equilibrio entre las clases y también entre los sexos. Nuestra educa- 95 cién elemental fue concebida desde el inicio para beneficiar por igual a varones y mujeres, casi una excepcién en América Latina, donde las desigualdades de género fueron muy evidentes. Mas adelante dedi- caré un acdpite a las concepciones de Sarmiento y de las maestras que acompafiaron su gestién. El espiritu liberal se propuso concretar el plan de colonizacién de tiertas con’ brazos extranjeros. Y aunque en esas décadas pudieron arribar algunos miles de inmigrantes, en una enorme proporcién se asentaron en fas dreas urbanas y su presencia concribuyé a modificar el perfil social del pais. Es bien conocido que las principales corriences inmigratorias provinieron de Espafia ¢ Ita- lia, aunque no falearon inmigrances procedentes de muchos otros pai- ses. Los grupos que se instalaron formando colonias en diversos pun- tos del interior se dedicaron a las tareas agricolas, y seguramente pudieron preservar por mayor tiempo sus costumbres, ya que en el medio urbano la vordgine del proceso adaptative acenué las diferen- cias con la poblacién local. Las relaciones de géneto observan ciertas peculiaridades en el nuevo marco propiciado por las décadas finales de este siglo. En primer lugar, es necesario admitir que las mujeres se dividieron atin mds segtin las clases, y fue evidence que, a partir de la vestimenta, a cierta distancia podfa avizoracse el grupo social de per- tenencia, Se perdié cierta homogeneidad que presidia fa vida de las comunidades y que propiciaba intercambios cotidianos mis equili- brados; ciertos ambientes se hicieron més sofisticados, se expandie- ron nuevas formas de sociabilidad y las diferencias sociales se hi- cieron mucho mAs visibles que a mediados de siglo, cuando los enfrentamientos de las facciones politicas todavia hactan estragos. Las clases alras, que basaban su tiqueza en la extensa posesidn de tierras, manifestacon ahora un comportamiento ostentoso que se distinguia de las médicas costumbres anteriores. En una época de expansién econémica, su lujo se hacia ver de muy diferentes maneras: desde las muy paquetas residencias y ¢4 cuidado con la ornamentacién de los barrios donde se ergufan, hasta los nuevos gustos por entretenimien- tos, deportes y viajes. Las sensibilidades de los varones y de las muje- res de la elite cambiaron mucho en los umbrales de! nuevo siglo. Las mujeres abandonaron los atuendos sencillos para el dfa y pasaron a modas exigentes en detalles, auxiliadas ahora por la instalacién de grandes tiendas. En Buenos Aires sobre todo, se imponian los estilos de la costura francesa y se contaba con telas suntuosas y complemen- tos tales como sombreros, guantes y sombrillas, provenientes del Viejo 96 Continente. Adminiculo ausente en las décadas anteriores, ahora no se podia andar en publico sin sombrero. Cada hora del dia requerfa prendas particulates, y era de muy mal tono el uso de indumentarias inadecuadas. Las fiestas alcanzaban una sofisticacién inusitada, un certamen de lujos que en nada envidiaban jas ciudades europeas. Ademés, habia muchos més ambientes que frecuentar y lugares donde exhibirse, por lo que habla que dedicar especial atencién; la competencia por lucir en forma constituyé un rito de las expectati- vas de trato de las mujeres de las clases dorminantes. Y era en los pro- pios hogares donde se realizaba gran parte de las labores que permi- tian portar esa enorme variedad de trajes. Las mujeres de las grandes familias empleaban su tiempo en la confeccién de ropa femenina, en bordar y tejer, en pegar lentejuelas y paillettes para dar relieve a ves- tidos que se querian sumtuosos. Peto ya se habfa expandido el nime- ro de modistas —el censo nacional de 1895 conté mas de 8.000— y sastres que pad{an realizac obras preciosas; seguramence si las muje- Tes sasttes se contaban en mayor nimero en los primeros afios del: siglo, ste terminaba con una buena cantidad de varones especializa- dos, en su mayoria extranjeros, que atendian una fina clientela com- puesta por las familias importantes, aunque también acudian los nuevos comerciantes, profesionales y funcionarios piblicos que no portaban apellidos patricios. En Buenos Aires, entidades como el Jockey Club o ef Club del Progreso convocaban a una membresfa de varones ligados a expresivas fuentes de poder, y debfa asistirse a sus reuniones de modo muy acicalado. Otro tanto ocurrla con Jos clu- bes y asociaciones del interior del pals, exigentes en materia de admi- sién. Rosario, por ejemplo, que se habia desarrollado como una ciu- dad de gran porte y donde habitaba un expresivo ntimero de extranjeros —sobre todo italianos— que se habfa enriquecido con diferentes tipos de negocios, también oftecia el espect4culo de teni- das de lujo en ambientes ptiblicos pero exclusivos. En Cérdoba, Santa Fe, Tucumén y Salta, pata citar algunos sitios emblemiaticos, las familias tradicionales —aun las que habfan perdido bienes pero disponian de apellido— se obligaban a la ostentacién de peculios en lugares de muy estricta aceptacién y a una vida que seguramente les exigia un alto precio por fa figuracién. Era una nota muy distingui- da, por ejemplo, un viaje a Buenos Aires, que todavia insum{a hasta seis meses —ida y vuelta— en el caso de Jujuy, Salta y TucumAn. El entretenimiento de asistir a las carreras de caballos fue moneda 97 Corriente para varones y mujeres de la elite, un lugar de fiesta, de regodeo, de exhibicién. El hipédromo, y no sélo por ocasién de los grandes premios, como ocurria también en Europa, consritufa un auténtico desfile de modas. Pero no se trataba slo de exhibirse con ropas adecuadas para cada hora, sino del aspaviento rieual que carac- terizaba la vida cotidiana. Era menestec el empleo de carruajes apro- piados —a diferencia de lo que ocurria en las primeras décadas—, a la saz6n carisimos; disponer de esos medios de locomocién consti- tuia un auténtico berretin en el que se empefiaban quienes deseaban ser admitidos en los altos cfrculos. El paseo en carruajes tirados por muy cuidados animales tenia un enorme significado social, era una nota de encumbramiento que marcaba niveles poco accesibles de per- tenencia. ¥ poseer una estancia de varios miles de hectdreas represen- taba el pindculo de la escala: ninguna otra fuente de sustencabilidad le era equivalente en recursos, prestigio y poder. Las familias verrate- nientes, ademis de los gustos mtndanos que adoptaron, de las exa- geraciones de ostentacién, inventaron férmulas de un mayor acerca- miento al mundo europeo —sobre todo a Francia y su ciudad capital—, con largos viajes en los que se procuraban objetivos bas- tante concretos: educar a los muchachos para hacerlos mds compe- tentes en la vida en el poder y refinar a las muchachas para aumen- tar el valor de sus funciones maternales. Casi siempre estaba en la mira vincular a ambos con un buen partido, Tales eran las preocupa- ciones fundamentales de la elite argentina con la descendencia en el perfodo de nuestra Gelle ¢pogue. Algunas mujeres de esos sectores empinados, empero, ¢scaparon al canon de la improductividad: debieron hacerse con la administracién de bienes y atender ellas mis- mas los establecimientos agropecuarios y comerciales, al punto que en 1895, de acuerdo con el censo, habia casi 12.000 estancieras —y debe pensarse que en todos los censos ha habide un inadecuado regis- tro de las actividades femeninas. Ademds, el gusto por la literacura y fas artes las llevé a esctibit, pintat y esculpir —como daré cuenta mds adelante—, aunque el reconocimiento les fuera esquivo. El mismo censo de 1895 cegistrd 34 escultoras, 20 litégrafas, 3 tallistas y 3 gra- badoras, y no deja de llamar la atencién que dé cuenta de hasta 3 arquicectas, probablemente una interpretacién realizada por el cen- sista. Para las que quedaban huérfanas 0 perdian fortunas, cabia enca- rar la ensefianza o la preceptoria de nifias en casas encumbradas. Quedar solcera era un baldén, un problema para las familias preocu- 98 padas por el destino de las. hijas, paca las que no se imaginaba —o mejor, no se queria— la salida de ganarse el pan. Las mujeres de los sectores populares debian conformatrse con la imitacién de la alta costura. Carentes de recursos, un buen numero debié ganar un salario para ayudar a su familia. Nativas y extranje- ras compartian penurias, y debian hacer frente a necesidades familia- res alli donde habia muchos infantes. Muchas mujeres solteras —y. un buen nimero de casadas también— se procuraron trabajos extra- domésticos, aunque en muchos casos el propio hogar se conscituye- ra en un ambiente laboral debido a la oferta de trabajo a destajo domiciliar. Las costureras, que en el censo de 1895 sumaron casi 120.000, solfan recibir la encomienda de uma buena cantidad de prendas y realizar cambién otras actividades del ramo de la confec- cién, como bordar o hacer tejidos. En 1895 habfa mds de 40.000 mujeres empleadas en estos rubros. Un nimero significativo realiza- ba las labores en la propia casa, mientras atendia las obligaciones de cuidar los nifios, asear la vivienda y, desde luego, atender al marido. Se trataba de un trabajo extenuante que se hizo atin mds cointin en el siglo siguiente. Pero el enorme ctimulo de trabajo femenino fuera del hogar estaba representado por las diversas funciones del servicio doméstico, una caracter{stica permanente del mercado de trabajo femenino en nuestro pais. Cocineras, mucamas y favanderas consti- tufan la franja amplia del empleo de mujeres, un mundo de experien- cias que permitfa cierta auronomfa econémica, pero era también fuente de muchos sinsabores. Las empleadas domésticas solfan ser presa Fécil de los patrones y de sus hijos; para estos dltimos se trata- ba de la iniciacién sexual, o la que se prodigaba a primos y amigos. Abundaron los casos de hijos excramatrimoniales aportados por las criadas y empleadas. Las relaciones ancilares constituyen el fendme- no mas experimentado por miles y miles de muchachas pobres, lan- zadas desde muy nifias a contribuir con el sustento familiar, Estas circunstancias eran severas en los grandes centtos urbanos y segura- mente mucho més en el interior del pais, en las areas rurales donde el peso de las tradiciones de sometimiento preconizaba los servicios sexuales de las nifias como parte regular de la existencia, comenzan- do por tas relaciones incestuosas. En el campo, las actividades feme- ninas no tenfan solucién de continuidad. Las mujeres podian labrar la tiecra, sembrar, cosechar, cuidar animales y también desollarlos, de modo que hacia 1895 habfa mas de 40,000 mujeres dedicadas a la 99 agricultura y a otras tareas rurales. No era raro enconcrarlas en la esquila, pero ademds se ocupaban de hacer hebras de lana y tejer, de coser y zurcir. A veces se ganaban unos pesos con la venta de anima- les, huevos y salsas, dulces y pasteles que prepacaban. Y como siem- pre, debieron acreglar los enseres de la casa, asear y cuidar la enorme prole que cubria todas las edades. . Sin duda habfa contrasces entre el desempefio de las mujeres en el campo y en los medios utbanos. El mercadeo en las ferias en las ciu- dades del Norte, corrfa en gran medida por cuenta de mujeres. El artisea Ledn Palliéee describe sus impresiones de Tucumdn en 1858: “E] mercado lo ocupa una doble faz de carretas, como las de Buenos Aires, cargadas de maiz, bacatas, naranjas, etc. En las carretas hay un empavesado de trajes y polleras (...) Se ve que estas carretas estan por completo bajo el dominio de mujeres, que les dan un aspecto diferen- te y sin duda més alegre”. Y¥ agrega: “Alrededor del mercado se ven cocinas al aire libre y numetosos morteros de madera, en los que mue- len-mujeres y nifios de 10 y 12 afios”. El abigarrado mundo de las gtandes ciudades disponia de una fuerza de trabajo femenina hetero- génea que, ademas de los grandes conjuntos ya sefialados, tambi¢n mostraba un cierto niimero de cigarteras, zapateras, colchoneras, cat- niceras, panaderas, carpinteras y hasta rematadoras, en fin, un ancho mapa de profesiones que también asumia formas capilares: habfa algu- na que otta fotdgrafa, varias artistas de teatro y de dpera, muchas nodrizas, y cada vez mas maestras y profesoras. Se ha sostenido que la actividad Jaboral fuera del hogar de las mujeres fue mayor en el siglo XIX que en el XX, puesto que los cambios notables en la produccién manufacturera e industrial urbana contrastaron con una cierta rémo- ra —en maceria de fuerza de trabajo— de las actividades rurales, y esto afecté las tasas de participacién de las mujeres. Se ha dicho también que hubo que esperar algunas décadas para que las actividades feme- ninas tuvieran la misma expresién que habian tenido a mediadas del siglo XIX, y que ese ciclo se deseribia como una cutva en U. Pero més alld de las ponderadas razones de esta percepcién, muy probablemen- te lo que ocurrié fue una expresiva falta de registro de las actividades econémicas de las mujeres. Mientras que en muy disimiles rubros no faltaba presencia femenina, ¢sta brillaba por su ausencia en los cen- tros superiores de ensefianza. La educacién superior en expansién fue un territorio cerrado hasta que las primeras mujeres pudieron sortear fa ciudadela masculina, como describiré mas adelante. 100 EL CODIGO CIVIL ARGENTINO-Y, LA INCAPAGIDAD: DE LAS. MUJERES Volviendo hacia acras, durante el denominado periodo de la organi- zacién nacional originado en 1852, ¢l impulso institucional se puso de manifiesto en la codificacién que reemplazaria, finalmente, la nor- mativa colonial. En la mayorfa de los paises de América Latina tam- bién se registré, desde mediados de siglo, una actividad juridica des- cinada a sustituirc esa pesada herencia. Tal como he sefialado, si hubo una serie de iniciativas en materia de derecho ptiblico fue el ilamado derecho civil, que regulaba una gean parte de la conducta privada de los habitantes, e! empefio mas diligente del poder politico. La fami- lia fue especialmente puesta en foco, un ancla que aseguraba el orga- nismo social. Para evitar mayotes roces con la Iglesia —que recelaba con razén de [a avanzada laicizante liberal— no se modificé el rito matrimonial, que siguié siendo religioso hasta la década de 1880. Entre los aspectos relevantes de la norma se destaca el conjunto de atribuciones disimiles acordadas al marido y la mujer, de modo que se aseguraca a aqudl el mas pleno dominio de la institucién basica. Dalmacio Vélez Satsfield fue el encargado de llevar adelante el estu- dio de la reforma legal y la propuesta del Codigo Civil que vio la luz en 1869, durante la presidencia de Domingo F Sarmiento, y que determing la incapacidad relativa de 1a mujer casada, colocdéndola bajo tutela del marido. El codificador —una de las figuras de mayor prestigio en materia juridica— se basé no sdlo en la tradicién del derecho romano, sobreviviente en el ordenamiento hispano, sino en Ja adecuacién realizada en Francia a propésito del llamado Cédigo Napolednico de 1804. Este cédigo hize época al colocar a la mujer casada en una posicién de inferioridad atin mds grave que si se tra- tara de la condicién infantil. La ley amparaba la figura patriarcal como nunca antes habia ocucrido. Pero no se trataba sélo del cédi- go francés, que fue adoptado por la mayorfa de los paises latinoame- ticanos, sino de las influencias seguramente menos directas de la nor- mativa prusiana en materia de concepcién de las obligaciones de la cabeza de familia, asi como de las ideas del jurista brasilefio Freixas quien, a pesar del enorme crabajo que le demandé su propuesta de cédigo, no pudo verlo sancionado. Recardaré el articulado de nues- tro Cédigo Civil. El acticulo 55 sostenfa la incapacidad relativa de la mujet, y el 57 disponfa que a todos los efectos su representante eta el marido, La mujer casada no tenia detecho a educarse nia tealizar 101 actividades comerciales sin su consencimiento. El marido se consti- tufa en el administrador de codes los bienes, incluidos los que la espo- sa aportara al vinculo, y aunque cabia pactar de manera expresa, antes de celebrado el matrimonio, que algun bien propio o adquirido pudiera escapar de esa tutela, la enorme mayorla de los casos se rigid por el imperativo que subrogaba a favor de la administcacién del esposo. La casada no podia testimoniar ni iniciar juicio sin el debi- do asentimiento del cényuge. Como puede verse, la norma civil de 1869 fue una tenaza mds constrictora que el orden precedente. Hay un \inico aspecto de la codificacién de Vélez Sarsfield que debe ser resaltado: preservé el derecho de la cényuge a los bienes gananciales, esto es, a usufructuar fa mitad de los bienes obtenides durante el matrimonio, y esto fue, sin duda, una ventaja que otros cédigos no contemplaban. Los bienes gananciales eran un tecurso del que pudie- ron gozar las mujeres que se separaban; seguramente el hecho de que la propia hija de Vélez Sarsfield, Aurelia, hubiera atravesado esa expe- riencia —aunque quedé viuda—, lo hizo més astuto en este punto. No pueden dejar de observarse las paradojas que s¢ manifiestan a pro- pésito de los vinculos cruzados entre Vélez Sarsfield, Sarmiento y Autelia. Ambos varones eran amigas y conspicuas liberales moderni- antes, Sarmiento manifesté6 —como ya veremos— una incontesta- ble inclinacién por el derecho de las mujetes a la educacién y estuvo lejos de cezar la cartilla que ponderaba la menor inteligencia femeni- na. Aurelia, por su parte, fue una mujer muy inteligente y culta, gran colaboradora de su padre, al punto de servir como eficiente secreta- ria en Ia dificil carea de ta codificacién que, no obstante, la declardé juridicamente inferior... Pero Aurelia fue también una gran amiga de Sarmiento —o algo mds, aunque tal vez de car4cter absolutamente platénico—, al punto que hay claros indicios de que fue quien ini- cié la campafia para tornarlo presidence, o al menos estuvo en el grupo inicial de los promotores de la candidatura. E| sanjuanino con- fiaba mds en su talante que en el de su padre para la accidn de llevar- lo a la primera magistratura; en una carta a su amigo José Posse le confirma qui¢nes pueden ser movilizados por su causa y dice: “A Vélez, o a su hija, mas dsta que el vicjo: tiene mds cardcter y juicio mis sélido que todos nuestros amigos. Si pudiera inducirla a escri- bir en la prensa como me escribe a mi, tendria un campeén, no por el amor hacia mi, sino por la completa inteligencia del asunto”. Un poco més tarde, en el viaje que lo trae ya electo presidente, escribe 102 sin tapujos: “Hay otra que ha dirigido mis actos en politica; men- tando guardia contra la calumnia y el olvido; abierto blandamente puertas para que pase en mi carrera, jefe de Estado Mayor, ministro acaso; y en el momento supremo de la ambicién, hecha la sefia con- venida, pata que me presente en la es¢ena en ef debido tiempo”. Es claro que ese jefe de Estado Mayor era Aurelia Vélez, quien nunca quiso usar su apellido de casada, toda una sefial de antonomla casi inconfesable en ese lapso, pero colocada en situacién de minusvali- da por el Cédigo, aunque como era yviuda, sus restricciones ya no la alcanzaban. El acontecimiento del Cédigo Civil que puso en relacién aespititus abiertos muestra hasta qué punto ejercia su eficacia la con- cepcién patriarcal que tutelaba a las mujeres. El Cédigo Civil debe ser cotejado con el derecho punitivo, tam- bién surgido en este periodo, para comprendes la solidez de la discri- minacién de género. La norma establecia una disfmil evaluacién del delito de adulterio, puesto que si la mujer adéiltera era sorprendida in fraganti por el cényuge y éste la mataba, esa circunstancia obraba como atenuante; pero lo reciproco no se contemplaba, al contrario: matar al marido era un agravante debido justamente al vinculo. Las instituciones —y el sentido comun— consideraban que estos delitos realizados en nombre del honor constitufan una auténtica reparacién moral y los jueces redundaron en férmutas exculpacorias para eximir de la cdtcel a maridos asesinos, que en muchisimos casos hablan actuado sin que se constara el adulterio, impelidos sélo por su pre- suncién. El honor no era sélo una rémora det pasado hispanico, sino un atributo reavivado en La nueva subjecividad patriarcal que se extendia a nuevos grupos sociales. Es que el honor no habia sido, ni siguidé siendo, un fenémeno privative de los grupos de elite. Se tra- taba de una férmula que aseguraba identidad viril bajo cualquier con- dicién social. La sancién del Cédigo Civil coincidié con el notable ensayo de John Stuare Mill —que tanto debe a su esposa Harriet—, en el que denunciaba la brutal sobrevivencia de una forma extensa de esclavitud, la que padecian las mujeres. En otto lugar he narrado las vicisitudes que vivié Amalia Pelliza Pueyrredén a causa del encie- tro doméstico que le impuso su esposo, el conocido médico Carlos Durand. Las nupcias justamente ocurrieron en el mismo afio de san- cidén del Cédigo. Durand era mucho mayor y es probable que Ama- lia, como era la costumbre, hiciera la voluntad de [a familia casindo- se con él, puesto que el faculrative, aunque era un cincuentén 103 mientras ella s6lo tenia 15 afios, posefa el encanto de una estimable fortuna. Era el médico obscetra de las familias mas importances de Buenos Aires y vaya a saber a ciencia cierta qué lo llevé a clausurar a Amalia en la casona que ocupaba. Esta pleiced la separacién pero no la obtuvo, lo que probablemente enfurecié més al Dr. Durand. Redo- bié el encierto, pero tambien, frente a los reclamos, la humillé alqui- lando un espantoso carruaje —es que poseer un cattuaje empavesa- do era una sefal de distincién—, obligindola a andat horas y horas sin detenerse. Durand enfermé y Amalia desconté los afios de encie- ro, pudo salir, entretenerse con compaifilas y frecuentar reuniones —su hermana, Josefina Pelliza, fue una destacada.escritora y su casa, prédiga en tertulias. Pero una vez repuesto, el castigo de la clausura fue insoportable y Amalia huyé. Afios mds tarde nuestro médico fallecta y legaba una parte importante de sus bienes a la construccién de un nesocomia, el que hoy lleva su nombre, El resto de la fortuna —probablemente como escarmiento— se entregé, segtin su determi- nacién, a parientas y criadas, todas mujeres. Felizmente Amalia pudo hacerse con algo de los bienes gananciales y utilizarlos con gran derroche, como correspondia a quien le habian sido sustraidos tan- tos afios de goce. Este caso emblematiza las circunstancias de la inde- fensién femenina en el primer Cédigo Civil. Con certeza, na todos los maridos encerraban a sus mujeres, pero s{ todos estaban faculta- des por la normativa para cjezcer su potestad. LA SEXUALIDAD REPRIMIDA ¥ LA PROSTITUCION REGLAMENTADA A pesar de la secularizacién que abria un ancho cauce en materia pttblica, la Iglesia conservaba su influjo. La moral teligiosa era refor- zada por la moral liberal republicana que, como he sefalado, se esfor- zaba en hacer de la familia un ancla sustancial. El ideal de la madre como figura excepcional tuvo mucho que ver con los dogmas catéli- cos de 1850 y 1854, que subrayaron !a dignidad sagrada de la Vir- gen Marfa y que habilicaron el amplio culto “mariolégico”. Devino entonces una situacién paradéjica, aunque no sorprendente, debido a los recutsos constrictores de la sexualidad que se extendieron por doquier, asi como la nocién de la “maternidad virginal”. La perspec- tiva con que fa normativa eclesial observaba los intercambios sexua- les en el matrimonio se referla al exclusive mandato procreativo; bajo 104 ningtin aspecto se admicia el acto sexual que no se dispusiera a con- secuencias fecundantes. Este principio se hizo mds severo en esas décadas y coincidié con la generalizada propagacién de teorfas, espar- cidas cn Europa y en los Estados Unidos, acerca de que Ja naturale- za femenina apenas era apta para el goce sexual. Abundaron pues los ensayos sobre la restriccién del placer de la sexualidad en las mujeres normales, una condicién que caracterizaba especialmente a quienes posefan los pardmetros virtuosos que las llevaban a un digno matro- nazgo. La sexualidad desbordada era, sin embargo, un fantasma que operaba sobre el célculo del desarrollo femenino. En efecto, todo conducfa a creer que era necesario vigilar que coincidiera con las leyes de la nacuraleza, ya que su alteracidn podfa producir criaturas defos- madas inducidas a la prostitucién o, en el mejor de los casos, a la las- civia. El temor reverencial al desvio de las mujeres preocupaba a los varones teligiosos tanto como a los que estaban lejos de comulgar con Ja fe; por doquier surgian las prevenciones contra las tendencias nin- fémanas. Pero esos dispositivos mentales de ningun modo significa- ron el ascetismo sexual masculino; se irguid con especial estatura la doble moral, ya que ninguna clase de yarones —salvo honrosas excepciones— se privaba de cratos paralelos con mujeres de conduc- ta airada con las que estaba interdictada la cegularidad del matrimo- nio. Tener amantes siguid siendo un anclaje de la masculinidad, y° entre las formas de la anomalfa moral permitida, la recurrencia a la prosticucién resulté un lugar redundantemente conocido por la enor- me mayorfa de los varones, en verdad un auténtico cauce de forma- cién sexual del que dispusiecon. También consiguié ser un insticuto para salvaguardar tediosos matrimonios. La clausura sexual de las cényuges, ademas de !a coaccién imperante, tenia bastante que ver con la infelicidad ocasionada por matrimonios que todavia respon- dian a intereses econédmicos o a necesidades de legitimacién. Aunque sin duda el amor roméntico pudo ejercer su venturosa accién para reunir a jévenes ilusionados, todavia se estilaba en las familias patri- cias arender las preferencias paternales. Aun entre quienes pudieron sortear los antojos patriarcales, el sistema de control, la imposibili- dad de mantener momentos de soledad y Los impedimentos a cual- quier trato mas intimo, tornaban una verdadera aventura emocional la experiencia del matrimonio. Muchisimas accedian sin el menor conocimiento de lo que significaba el coiro y no disponian de infor- maciones sobre el cuerpo, ni siquiera el propio; es mas, la enorme 105 mayoria y en todas las clases sociales, apenas estaba ilustrada sobre el fenémeno de la menstruacién, que las sorprendia con torpeza. Las conversaciones con las criadas, traténdose de las mds ricas, o con las amigas, trardndose de las menos favorecidas, aportaban las nociones esenciales de la sexualidad con imaginables cuotas de error. Las frus- traciones sexuales debieron estar a la orden det dia mientras los matri- monios continuaban come una pesada obligacién, Cuando Georges Clemenceau visité el pals, a comienzos del siglo XX, quedé impac- tado por la dualidad del comportamiento de !as mujeres. En su memoria del viaje se refitié expresamente a la alegrla que se observa- ba en fas muchachas, al comportamiento dicharachero, suelto y hasta casi libre de las jévenes argentinas, y al contraste de este cuadre con el que presentaban luego, ya casadas. Pudo observar que las matri- moniadas, aun las de edad juvenil, renian un aire mas reservado y dis- tante, algo —pensaba Clemenceau— que podia significar preocupa- ciones con la conyugalidad. Como buen francés, Clemenceau podia permitirse insinuar, sin decirlo, que alguna cuestién genital frustra- ba a esas mujeres. La prostitucién aparecta enronces como la férmu- la apaciguadora; problemas que limitaban la vida regular de la pare- ja podfan encontrar solucién en los burdeles que se desparramaron en todo el pais de manera excepcional en niimero y niveles. El de- sequilibrio sexual que producia el arribo de inmigrantes en su mayo- rfa varones, fue un enorme incentivo a la implantacién de las casas de tolerancia, reglamentadas en la década de 1870 en ciudades como Buenos Aires y Rosario. El comercio sexual fue regenteado por la conocida figura del proxeneta, que concentraba un cierto niimero de mujetes a cargo de una madame, wna mujer que por lo general tenia larga experiencia en el negocio. La Argentina ganaria fama por esta actividad en la que se desempefiaban nativas y extranjeras, a menu- do atrapadas con engafios. La reglamentacién de la prostitucién fue una ciscunstancia bien conocida entre los paises de tradicion catéli- ca y pronto se levantarian la voces protestando por la medida, espe- cialmente los grupos mas avanzados ligados a las fuerzas de izquier- da que aparecieron antes de la virada del siglo. La denominada “trata de blancas”, la esclavitud a la que eran sometidas cientos de mujeres, en su mayoria con dificultades pata acceder a otra forma de trabajo, fue ana experiencia que se profundizé gravemente a inicios del siglo XX. Luego veremos mds detalles. 106 SARMIENTO, LA EDUCACION FEMENINA Y LAS MUJERES DE SU EMPRESA PEDAGOGICA Ya he sefialado que resulca incontestable el mérico del liberalismo argentino en pro de la educacién puiblica destinada a ambos sexos por igual. Sarmienco se distinguia entre otras cosas por una visién ade- lancada en materia de ciertos derechos femeninos, aunque duran- re su presidencia se sancioné el limitante Cédigo Civil. Sus viajes, su estancia en los Estados Unidos de América, el contacto con la reno- vacién que se experimentaba en algunos medios anglosajones, lo con- sustanciaron con el ideal de elevar la condicién de las mujeres priva- das de educacién. No debe menguarse el reconocimiento reverencial por su madce, verdadera jefa del hogar; alguna vez llegé a escribir que deb{a realizar un ensayo para dar cuenta del significado de su vincu- fo con las mujeres de las que supo rodearse, al que llamaria “las muje- res de Sarmiento”, siendo 1a primera su madre. Pero no hay duda de 1a marca que dejé su relacién con el matrimonio de Horace Mann y Mary Peabody Mann, a quienes traté por primera vez en 1847, cuan- do ef prestigio de Mana ya era considerable. Sarmiento renové el contacto con Mary algunos afios después de la muerte del marido. Educada en un hogar rico y filantré pico, la madre de Mary habia sido educadora —también lo fue su hermana Elizabeth, vinculada a su vez con Sarmiento— y ambas se enrolaron en las luchas feministas. Mary auxilié a Sarmiento a procurar maestras que pudieran venir al pais, cuestién que sélo pudo cuajar en 1870. La simpatia por Ja supera- cién de la condicién femenina lo llevé 2 sostener que “el grado de civilizacién de un pueblo puede juzgarse por fa posicién de las muje- res” —aseverativa que, convengamos, no ha perdido vigencia. Habfa que redimirlas con a educacién, con la elevacién cultural, para que pudieran constituir la polea de transmisién que llevaca a erradicar la barbarie. Sin duda, le eran comunes los sentimientos patriarcales que anclaban !a misién femenina en las funciones de “esposa y madre” y, como los republicanos, apostaba esencialmente a la familia, “ese cuer- po compacto, embridn de la sociedad, que liga a sus miembros recf- procamente, por aficiones mutuas y hace nacer las ideas de autori- dad, obligaciones, derechos, a la par de las afecciones del corazén que son su mds fuerte vinculo” ——decia Sarmiento. Como Condorcet, afirmaba que esa misién extraordinaria no podia ser jugada a la desidia, no podfa abandonarse a las mujeres a 107 fa horrible suerte de la ignorancia y el atraso. Sarmiento sostenfa: “De fa educacién de las mujeres depende, sin embargo, la suerte de los Estados, la civilizacién se detiene en las puertas del hogar doméstico cuando ellas no est4n preparadas para recibirla”. Confiaba absoluta- mente en el protagonismo fernenino para las tareas de elevar al pue- blo: “En los m4s aparatados extremos de la Republica, en la obseu- tidad y desamparo de las aldeas, en los barrios mas menesterosos de las ciudades populosas, Ia escuelita de mujer est4 como débil lampa- cilla manteniendo fa tuz de fa civilizacién, que sin ella desapareciera del todo para millares de infelices, abandonados al embrutecimien- to...”. Ente las educadoras locales con quienes estreché vincules s¢ encuentra Juana Manso, una figura excepcional y probablemente nuestra primera historiadora, puesto que se le debe el Compendio de la Historia de las Provincias Unidas det Rto de ta Plata. La proximi- dad que guardaba con Sarmiento no la privé de ciertos desencuen- tros con nuestro hombre debido a la conducta auténoma de Juana, que entraba en conflicto con la intransigencia del contexto. Fue una de las més inteligentes ¢ irreverentes publicistas, anunciadora de un ferninismo que se emparentaba de modo directo con la ola fundacio- nal de la corriente. Nunca quise oficiac como preceptora en la Socie- dad de Beneficencia —debe recordarse que fue uno de los primeros institutos para la alfabetizacién femenina popular y cuya accién se habfa extendido, Exiliada en Montevideo con !a familia, en 1841 funda alla una de las primeras entidades destinadas a la educacién de las mujeres, el Ateneo de Seforitas, pero la experiencia dura poco; debe emigrar a Brasil, donde se casar4 con el masico Francisco de S4a Noronha. Luego, la pareja viaja a los Estados Unidos de Amé- tica para luego regresar a Brasil, donde el marido la abandona, acon- tecimiento ocurrido en 1853 y que al parecer la marcé profundamen- te. Ya puede concluirse acerca de su padecimiento en una époea en que casi ninguna sociedad aceptaba de buen grado a las separadas. Regresa entonces a nuestro pais ¢ inicia una actividad como publi- cista mientras atiende a su familia, aunque la retribucién por sus colaboraciones en La Ibestracién Argentina resulta insignificante. Juana posee una firme conviccién acerca de la mecesidad de mejorar la vida de las mujeres, aumentar sus posibitidades de auronomia, alle- garles derechos. Funda el Albsim de Setioritas, y es por entonces que conoce a Sarmiento, cuando éste se encuentra al frente de la Supe- rincendencia de Escuelas de Buenos Aires, durance la presidencia de 108 Mitre, quien le propone dirigir la Escuela N° 1, destinada a ambos sexos. Se trataba seguramente de la primera experiencia de coeduca- cién sexual que se vivia en el pais y, a todas luces, contratiaba el espi- ritu de las imstituciones para nifias que dirigfa la Sociedad de Beneficencia. La empresa zozobré, las habladurfas mortificantes finalmente la hicieron desistir, aunque pudieron mas las presiones politicas ejercidas contra la Superintendencia. Nuestra mujer se ins- tala en Brasil pero no tarda en regresar. Se reencontrard con Sarmien- to a propdsico de la inauguracién de la escuela de Catedral al Norte, en 1860, un hito fundacional puesto que el ambiente politico ya ha cambiado. De esa época data la diatriba que le permite a Sarmiento responder: “Hagan maestras de escuela. Para educar a los pueblos bien y baratos, nada mejor que la mujer”. Juana responde casi siem- pre con energia y sin comedimientos, lo que le vale una fama pési- ma que a veces salpica al propio Sarmiento. Cuando éste se encuen- tra gobernando San Juan, recibe una carta en la que Juana le comenta que se ha atrevido a comentar en un diario la incuria gubernamen- tal en materia de educacién, y Sarmiento le responde con afecto, teconociéndola coma “la escritora que representa en nuestras letras el bello sexo”, y le envfa “cordiales felicitaciones, aunque vengan. siempre mezclados desahogos de dolor que causan las espinas”. En otra misiva, le recuerda a su amiga: “Quise incroducir mujeres en la ensefianza y Ud. fue la primera en dar el ejemplo, que siguieron y estuvieron prontas a seguir muchas. Habriamos abierto un camino honorable y titil a tantas familias decaidas que se extinguen en esfues- zos impotentes para luchar contra las dificultades de su sexo. Pero me estrellé contra tradiciones acraigadas y posiciones creadas”. Sarmtien- to y Manso fueron coadyuvantes de la publicacién Anates de la Edu- cacién, que tantos tropiezos tuvo y tantas dificultades para influir en los pacatos ambientes de la época. Mientras tanto, Juana recibe pullas por interferir con sus ideas y modificar las convicciones; el estilo es punzante, irreverente y hasta agresivo. A pesar de que cuenta con la amistad no sdlo de Sarmiento, sino del propio Bartolomé Mitre y de otros varones influyentes, el cerco sobre Juana es pétreo. Santa Ola- Ila, que ha sido su amigo, la trata casi literalmente de loca en un dia- tio capitalino en 1866, y un poco més adelante, una barra grosera le impide dictar una conferencia justamente en la escuela de Catedeal al Norte. Recibe también algunas muesttas de simpatia, una de ellas de Mary Mann, pero esas gestos no alcanzan. En 1868, Sarmiento la 109 persuade desde Chicago: “Si le he aconsejado antes la abnegacién y la perseverancia, recomiéndole ahora la prudencia. Evite las luchas en las que Ud. tended la desventaja de trabajar sin recompensa y sin esti- mulo, El viento sopla de proa. Téngase a la capa. Estudie, traduzca, compare, narre. Después reflexionard, més tarde aconsejar4, cuando sienta una brisa favorable. El puerto est4 a la vista”. En fin, Juana Manso se dedica en gran medida a lo que le econseja Sarmiento. En Chivilcoy consigue fundar la biblioteca publica y granjearse muchas amistades, un oasis entre cantas adversidades. Pero su hora reivindi- cativa vended cuando Sarmiento asuma la presidencia y Juana sea nombrada vocal del Departamento General de Escuelas, aunque algunos se escandalizan. Unas conferencias que ha dictado Ja han indispuesto con un grupo de maestras, que seguramente no toleran la libertad de su palabra, las criticas que formula a la mala prepara- cién del magisterio, su firmeza en el credo de la coeducacién sexual, y su falta de credo catélico. En 1871 se torna miembro de la impor- tante Comisién Nacional de Escuelas, y aunque sus enemigos no cesaron de azuzarla pudo impulsar la educacién popular y la educa- cién de las nifias, Entre las cuestiones que comprometian su figura se encuentia su oposicién a la clerecia catélica y la adopcidn de la fe protestante. Eso significé que no encontrara de inmediato sepultura ala hora de fa muerte, en abril de 1875, puesto que su parroquia se negé a recibir los restos. Juana Manso fue seguramente la primera funcionaria publica mujer, una iconoclasta y una feminista inaugu- ral. Felizmente, ya ha sido objeto de valiosas indagaciones, pero creo que todavia no son suficientes para reconocerle debidamente sus pio- neras contribucicnes a la independencia de las mujeres. Muchas otras mujeres s¢ ubican en Ja arena pedagdgica abonada por Sarmiento. Pinzaré las actuaciones que cupo a una muestra de fas nocteamericanas, Mary O’Graham, Jennie Howard y Jeannette Stevens. La primera llegS cuando Nicol4s Avellaneda presidia la Reptiblica gracias al convencimiento desu ministro, Onésimo Legui- zam6n, un fervience sim patizante del magisterio femenino. Entre las obras de Sarmiento se contaba la Escuela Normal de Paran4, que con el tiempo se constituiria en el centto m4s importante en materia de formacién de educadores; Mary, que habfa nacido en Missouci en 1842, fue contratada para integrar su plantel en 1879, pero al poco tiempo fue trasladada como vicedirectora a la Escuela Normal de San Juan, llegando a ocupar la direccién unos afios mas tarde. Su traba- 110 jo fue arduo y colocé a ese organismo en un lugar destacado; sus pri- meras egresadas datan de 1884. Fundada la Escuela Normal de La Plata en 1888, va alld para dirigirla. Fueron afios de intensa labor, secundada por su propia hermana Martha. Mary creé el Jardin de Infantes de acuerdo con el modelo més actualizado que se empleaba en los Estados Unidos de América. Los principios que la guiaban se asentaban en la complementariedad de ciertos aspectos tedricos con otros tantos practices, en otden a una educacién que se queria inte- gral. El ambiente era muy riguroso, se exigia mucha contracciéa por parte de las candidatas, y Mary ejercta su influencia en los més diver- sos procesos formativos. Desde luego, el énfasis recaia en aspectos redundantes del perfodo: una maestra era una misionera, su calidad maternal aseguraba el éxito del trabajo pedagdégico. Las labores fun- damentales de la economia doméstica —-pensando en el objetivo de la formacién de los hogares— escuvieron en sus programas. Pero al mismo tiempo, un aspecto importante de las ideas pedagégicas de la nerteamericana acentuaba el papel de la musica y de las artes. Maes- tras de reconocida trayectoria egresaron de La Plata y sobraron los testimonios sobre la dedicacién con que Mary se empefié en mode- lar agentes que pudieran extender la educacién popular sobre todo ence las nifias. En 1883, un grupo de veintitrés jovenes educadoras acribé al pafs desde los Estados Unidos, atendiendo al Mamado del gobierno; Jennie Howard, que habfa estudiado en Boston, formaba parte de aquél. Al principio se la designé en la Escuela Normal de Parand, pero como estaba en curso el proyecto de fundar la Escuela Normal de Corriences, Jennie se traslad6 a esta ciudad y efectivamente 1a puso en funcionamiento. Mas adelante fue destinada a la Escuela Normal de Nifias de Cérdoba, como regente y vicedirectora, pero menudea- ron les contratiempos. Ademas de sortear una epidemia de cdlera debié vérselas con la intolerancia de los grupos més tradicionales, para quienes nuestra educadora —que profesaba la religidn protes- tante— representaba una amenaza. No obstante, la creacién de la Escuela habia reposado en otra norteamericana, Frances Amstrong. Las presiones se hicieron sentir de tal modo que debié ser trasladada a San Nicolas de los Arcoyas, donde ayud6 a erguir la Escuela Nor- mal Mixta. Por muchos afios fue regente de la escuela de aplicacién, ademds de tener a su cargo materias pedagégicas. Un problema de afonia la obligé a separacse de la ensefianza, pero a pesar de que el lil gobierno la atendié con una pensién, debié volver a las clases parti- culares para poder sostenerse. Gracias a la empefiasa solicitud de sus ex alumnos y de algunos sectores de la comunidad, finalmente se obtuvo una ley de reconocimiento de servicios que le permicié vivir sin necesidad de emplearse. Jennie fue de las pocas maestras de esa leva que dejé su tescimonio; sus paginas evocan —empleando la ter- cera persona— el viaje, el arribo, la instalacién en Corrientes con yuna colega del mismo origen, las dificultades y anécdotas graciosas, como fa suscitada en un carnaval, Habfa una directora que evidentemente no era muy cordial —y que luego fue removida, entre otras cosas por- que hab{a designado a sus cinco hijas como maestras en el mismo establecimiento, algo seguramente bastante corr'ente. Jennie, con su colega, fueron a saludarla y le preguntaron, curiosas, qué era eso de una quema que habian podido ver en el carnaval. La directora les explicd que se trataba de “Hoodas” —tal la onomatopeya. Con toda inocencia las norteamericanas preguntaton: “;Es uh atgentino?”. Nuestra directora, indignada por el aire laico de las norceamericanas, les respondié que se trataba de Judas Iscatiore, “el que habfa traicio- nado a Jestis”. Pero a pesac de los problemas de lengua, de cultura, y sobre todo de las diferencias religiosas de estas protestantes con la comunidad, el relato de Jennie puso de manifiesto la felicidad que le trajo esa experiencia. Recibié muestras de gratitud de los pobladores —que la cubrian de obsequios practicos, tales como gallinas, algo can corriente en esos ambientes de ttabajo decente. No falta en su cté- nica la mirada sobre ciertos desempefios femeninos, como el grupo de las lavanderas “que usaban estiércol como jabén”, y la agudeza en el registro de Ia situacién de las mujeres. Al referirse a quien oficia- ba como lavandera en su casa, dice que “tenia cuatre hijos pero no tenia marido”, y que al “darle las condolencias por su viudez ella exclamé: ‘Oh! Yo nunca he sido casada pot la Iglesia, porque en ese caso me hubiera obligado a someterme a Juan y a vivir con él, aun- que abusara de mf. En cambio asf, si él no me trata bien, yo le puedo decir que se vaya”. Para la maestra norteamericana eso era lo que “explicaba parcialmenre por qué la tercera parte de los nacimientos a aquel entonces eran ilegitimos”. Con seguridad, ella preferia abo- nar la idea de que las mujeres evitaban asi los malos trates conyuga- les, pero es muy dificil extender este principio a la enorme cantidad de uniones ilegitimas que no las privaba de violencia. Otro dngulo que no pasé desapercibide a Jennie fue el de las recatadas costum- | 112 bres a que eran obligadas las muchachas de las clases mejor situadas. Dice: “A las jévenes se las cenfa en una reclusidn parcial. Nunca se las veia en publico sino bajo las custodia de algun familiar de mds edad o de alguna dama de compafila, y cran estrictamente vigiladas en los referente a sus amistades con el sexo opuesto”. Sin duda, esta repetida circunstancia, hasta bien entrado el siglo XX, diferia mucho de las costumbres en sus pais: “Resulcaba dificil imaginar la diferen- cia entre la ida social libre de una muchacha soltera en los Estados Unidos de América y la vida controlada de una en la Argentina. Aun despues de casada, seguia bajo la constante vigilancia del matido, qui- zas més cigida que la de sus propios padres”. ¥ no hay cémo discor- dar con esa inferencia de la mirada atenta de la maestra norteameri- cana. E{ caso de Jeannette Stevens —que arribé en el mismo contingen- te que Jennie— resulta singular por varias razones. En primer lugar porque el ambiente de su actuacién fue el de las provincias andinas, una eleccién menos transitada. En segundo lugar, se trataba de una catélica practicante —probablemente ésa fuera la razén que la Seva- ca a adoptar provincias mds tradicionales— y tuvo pleitos con el gobierno central debido a su voluntad de mantener la ensefianza reli- giosa de modo obligatorio, lo que contrariaba absolutamente la ley 1420. Destinada en un principio a Jujuy, al no haber sido creada la Escuela Nocmal fue transferida a Catamarca, cuya Escuela Normal estaba dirigida por su coterranea Clara Armstrong. Sin embargo, poco mds tarde ya estaba dispuesta Ja apertura de [a insticucién en Jujuy y Jeannette, junto con Teodora Gay —también norteamerica- na—, Felisa Rasgido y Dolores Villegas, conscituyeron el primer plantel de educadoras que impartié ensefianza alli. Las clases de reli- gidn incegraban el plan de estudios y Jeannette se las ingenié para que todavia en 1890 estuvieran autorizadas. Pero al iniciarse el nuevo siglo, se le impidiéd seguir impartiéndolas y Jeannette se opuso, al punto que las autoridades educacionales se vieron obligadas a pres- cindir de sus servicios. La comunidad catélica jujefia efectué diver- sas movilizaciones, sin éxito, La posicién de Jeannette revela los aspectos mas tradicionales de la formacién de jévenes; como puede verse, no todo era modernidad en la leva de las docentes norteame- ricanas. El magisterio se corné un dominio de r4pida feminizacién, Puesto que se traté de una funcidn que se pensaba constitutivamen- te apca para las mujeres. Resulta redundante sefialar que las virtudes 113 de las misioneras docentes se parangonaban estrechamente con las de la maternidad, y esta facultad impoluta coincidia con la expectativa mayor de constituir a la escuela en el enclave de la civilidad y la vida republicana. En ta época —y por muy largo tiempo— no resultaba contradictorio que esa alta misién reposara en sujetos inferiorizados. Es que la receta patriatcal ha sido por lo general fuertemente com- pensatoria; asi, la exclusion femenina ha tenido como contrapeso fér- mulas retéricas rehabilitantes. La sagrada maestra es una de ellas. El trabajo femenino en la educacién fue el tinico que gozé de alta legi- timidad puesto qué, como se ver4 mds adelante, se ingresé al siglo XX con un macizo imaginaric social contrariado por el trabajo de las mujeres fuera del hogar. PUBLICISTAS Y ESCRITORAS En la segunda mitad del siglo XIX, gracias a cierta mejora de la edu- cacién femenina en los sectores pudientes, se asistid al fendmeno de que un mayor ntimero de mujeres se dedicaran a escribir, y hasta en algunos casos pudieran obtener algunos ingresos con esa funcién. Se est4 en los albores de la creacién de un “campo literario” y debe pen- sarse que las mujeres tendrin muchas dificultades para ser reconoci- das en él. El periédico £2 Camelia, cuya direccién fue adjudicada a Rosa Guetra —una figura singular y autora de /uéia, un manual de eduacién de las mujeres—, aparecid en 1852 y fue el sucesor de La Ababa. En sus hojas, aunque se refieren con innegable candidez al estereotipo de “lo femenino”, no puede dejar de observarse la tenta- tiva de un programa con ciertas chispas emancipatorias. “Nosotras lamentamos nuestra ignorancia; hemos estado ¢condenadas por la supersticidn y abuso de los hombres; en fin, nosotras como los hom- bres necesitamos de las ciencias que por tanto tiempo se nos han negado; creetnos que en los momentos de regeneracién de sociedad, sea ésta una parte tan util y esencial al buen gobierno”. En otro momento se regafia el orden patriarcal: “Nuestras j6venes vegetan en el aprendizaje del piano, del dibujo y de otras fruslerias, que aunque son un adorno en la nifiez, de nada le son titiles cuando pasan a lle- nar la misién de madres y de esposas (...). No se olvide las muchas ventajas que proporciona una madre ilustrada a la sociedad, y los males que trae a ella la que no ha recibido atro cultive que el que la 1l4 ha prestado la nacuraleza. La diferencia que hay entre el hombre civi- lizado y el salvaje es la misma que se nota en la mujer culta y La civi- lizada con la que no lo es. Finalice entre nosotros ese fanatismo ri- diculo y perjudicial de que no precisamos otros conocimientos que los que da la aguja para ser felices; concluya para siempre ese abuso supersticioso, hijo de la ignorancia y del tiempo de la conquista”. Desde luego, el programa no abandona el crucial anclaje maternal, algo que dominard inclusive en el feminismo que se abre paso. Hay, ademés, otro Angulo muy interesante en La Camelia, y es que sortea con cierta eficacia las burlas de los varones encolumnados en otra publicacién satirica: El Padre Castefeta. Como eta de prever, la vida de la publicacién se extinguié rapidamente, Ya he ineroducido a Juana Manso y su Album de Seforitas, una empresa que surge en 1854 y que —es evidente— exhibe un perfil decididamence mis critico. Adburn de Seftoritas prevende despertar la conciencia de la sociedad sobre las limitaciones que padecen las mujeres en materia de educaci6n. Pero también tendrd una vida corta, como ocurtira con todas las publicaciones femeninas. Juana emprenderd otro intento, La Flor del Aire, y afios mds tarde una nueva empresa, La siempre viva, en la que habsd un programa més amplio de reivindicacién de los derechos femeninos. Ya he sefialado que el verbo de Manso no es precisamente almibarado; todavia llama la atencién cierta precocidad en esas péginas para denunciar el suje- tamiento de Jas congéneres, que atribuye sobre todo a la ignorancia y la sordidez de las supersticiones. Manso refleja bien el legado ili- minista que sefiorea la época, y la educacidn es la gran panacea para menguar inequidades y equilibrar las diferencias. Otro periédico que aparecié antes de finalizar el siglo fue La Ondina del Plata, en el que pudieron manifestarse muchas mujeres con opiniones més sueltas y con cierta aproximacién a los gestos reivindicativos, aunque a res- ponsabilidad editora estuvo en manos masculinas. En la dltima déca- da aparecié La Voz de la Mujer, una publicacién singularizada por la adhesién a los principios anarquistas, toda una irrupcién en nuestro medio. Los signos de la iconoclasia libertaria redundan en este perid- dico, que Hama a la antonomfa denunciando los poderes y abogan- do por un régimen social de iguales. Sin embargo, la lucha por los derechos de las mujeres queda enmarcada en Ja reivindicactén de otros conjuntos sometidos, el proletariado a la cabeza. Pepita Gue- rra, que aparece liderandg esta empresa, tesulta dificil de identificar; W15 seguramence se traté de un seudénimo, puesto que en los origenes de nuestro anarquisme no se registra una militante que llevara ese nombre, fuera de esta notable empresa periodistica. La Voz de la Mujer fue precursora en alentar especialmente a las obreras para que sacudieran el sojuzgamiento, difundic los principios del “amor libre” y enfrentar los valores tradicionales tepresentados pot la teligin y sus miniscros. Ef nticleo de las escritoras del siglo XIX esté representado por al menos cuatro nombres destacades, a saber: Juana Manuela Gorriti, Eduarda Mansilla de Garcta, Josefina Pelliza de Sagasti y Clorinda Marto de Turner. Resulea imposible analizar en profundi- dad su obra, que ha sido objeto de muy buenos anilisis, por lo que reduciré el examen a algunos aspectos de estas pioneras de la narra- tiva femenina en el pats. Gorriti tuvo una vida que en buena medi- da comporta el tono de la gtan trasgresora. Nacida en Salta, pudo educarse en un conyento durante algunos afios. Trasladada la fami- lia a Bolivia, con apenas 14 afios se casé con quien seria el presiden- te de ese pais, Manuel Isidoro Belztt. Luego de constantes desavenen- cias se separé, vivid en Perd realizando trabajos docentes y dedicd4ndose, ademds de criar a los tres hijos, a hacer un camino en las letras. Su casa fue.uno de los m4s importantes centros de reunio- nes intelectuales en Lima, En 1874 recalé en Buenos Aires y fundé la revista La Alborada del Plata. Se trata ptobablemente de una de las plumas ferneninas mds singulares del periodo. El car4cter autobiogré- fico es un trazo destacado de su obta; asl, en Swetios y realidades (1865) y en el gran nimero de cuentos aparecidos en diversas publi- caciones, ne dejan de aparecer las circunstancias relacionadas con su vida contrevertida, como ocurre con “El mundo de los recuerdos” (1866). Manuela no sélo escribe por vocacién y como forma de sobrevivencia, sino que mantiene una vida cultural activa, retine a mujeres que también s¢ asoman al mutde literario. Su Cocina Eclée- tica es una sintesis de intereses culinarios tradicionales y un reto, de socarrona habilidad, para vincular las subjetividades femeninas inquietas. Uno de los textos mas examinados es Lo intime, publica- do luego de su muerte, acaecida en 1892, Clorinda Matto de Turner, peruana de nacimienco, estuvo largamence vinculada con nuestro pais. Su principal tarea como publicista fue el Bucavo americano, donde pudieron expresatse muchas mujeres. Se ha sostenido que la accién literaria femenina de fines del siglo XIX se distingue, entre otras cosas, por la inclusién de aucoras y autores americanos. jEsta- 116

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