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Religión Última
Religión Última
Religión última
George Santayana
A skeptical soul
in a faithful breast
brings warring gods
a balanced test.
Ante un auditorio tan selecto y en lugar tan consagrado como éste, bien
puedo aventurarme a prescindir de toda consideración subsidiaria y encarar-
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me, desde luego, con la pregunta suprema. ¿Qué íntima lealtad, qué religión
última será la más adecuada a un espíritu ya por entero libre y desilusionado?
Ninguna ocasión como la presente para sentirnos invitados a meditar sobre el
tema y hacerlo con absoluta franqueza. Por grande que sea la deuda que, tan-
to vosotros como yo, hayamos contraído con la filosofía de la naturaleza pro-
puesta por Spinoza, hay —a mi entender— otra cosa que nos obliga a una
mayor gratitud todavía: pienso en ese espléndido ejemplo de libertad filosófi-
ca que nos ofrece, y en el valor, la firmeza y la transparencia con que supo
acordar su corazón a la verdad. Todo hombre perspicaz puede, a veces, vis-
lumbrar la verdad en ráfagas fugaces; todo hombre de ciencia puede cargar
de una cierta dosis de verdad sus palabras técnicas; mas todo esto difícilmen-
te puede merecer el nombre de filosofía mientras el corazón permanezca in-
conmovido y nosotros continuemos viviendo al modo de animales perdidos
en el alud de nuestras impresiones —no sólo en lo que se refiere a los hábitos
externos y a los inevitables cuidados cotidianos, sino hasta en nuestros pen-
samientos y en nuestros afectos más silenciados. Son muchos los hombres
que, antes y después de Spinoza, han hallado el secreto del sosiego; pero la
peculiaridad de Spinoza —dentro, por lo menos, del mundo moderno— fue
el haber facilitado esta victoria moral por medio de postulados indudables.
No pidió a Dios que le saliera al encuentro; no retocó los hechos tal como se
presentan a una clara razón o como se ofrecían a la ciencia de aquel entonces.
Resolvió el problema de la vida espiritual después de haberlo planteado en
los términos más arduos, más ariscos, más cruentos. Séanos permitido hoy
entonarnos, para seguir su ejemplo, sin aceptar llanamente la solución que él
nos dio —lo que para alguno de nosotros sería harto sencillo— sino ejerci-
tando aquél su valor frente a este mundo, que es ya un tanto diferente, y en el
cual ha de sernos más difícil que lo fue para él encontrar un punto de apoyo
firme y un acompañamiento sublime.
Se atribuye a Lutero un dicho, saturado de garbo y de ironía, y que pue-
de aplicarse a Spinoza, acaso, con mayor propiedad que al propio Lutero.
Cuando preguntaron a Lutero dónde se hallaría si fuera expulsado de la Igle-
sia, contestó: “Bajo el cielo”. Pero aquel cielo de Lutero era muy tenebroso:
había en él buena parte de mitos tonantes, que se desplomaban estruendosa-
mente; y hasta en el claro cielo de Spinoza hubo quizás un algo especioso,
como lo hay también en la propia bóveda azul. El sol, nos dice, parece estar a
doscientos pies de nosotros; y si su ciencia rectifica inmediatamente esa ilu-
sión óptica, no hace vacilar jamás su convicción de que toda la realidad está
al fácil alcance de su pensamiento. La naturaleza se hallaba dominada, según
él, por principios indudablemente científicos o dialécticos; de manera que, así
como las fuerzas de la naturaleza pueden llegar a ser un riesgo para nuestra
existencia corporal, constituyen, en cambio, siempre para la mente un apoyo
amigable y fiel. No había, en rigor, misterio. El alma humana podría, desde
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sus causas. Atónito, como estoy, no se me exige que, aunque hubiera pene-
trado en el engranaje interno de las cosas, explicase si ese poder omnificiente
es simple o complejo, continuo o espasmódico, intencional o ciego. Me hallo
frente a él en actitud sencillamente receptiva, del mismo modo que si me en-
contrase en Roma frente a la gran fuente de Trevi. ¿Qué veo allí? Veo cho-
rros y cascadas fluir en surtidores separados y en diversas direcciones. No
estoy cierto de que sea un solo Pontifex Maximus quien la haya trazado por
entero, encauzando esas aguas melodiosas por esos precisos canales. Más de
una corriente se habrá agostado desde su creación, o se habrá desviado. Fres-
cas lluvias del cielo han podido, hoy, sumar quizá nuevos riachuelos. Quién
sabe si detrás de aquellas falsas rocas no hay algún geniecillo oculto que ter-
giversa las aguas por juego. Y ¿cómo conocer el cúmulo de detalles que, en
mi imaginación, han cambiado de sitio o se han multiplicado por un efecto de
óptica tan sólo? Y, sin embargo, existe aquí para el espíritu una impresión to-
tal y maravillosa: el estruendo de una fuerza que se afronta conmigo en un
admirable y teatral espectáculo.
No es esto todo. El poder se me presenta arropado de mil modos dife-
rentes; y son esas manifestaciones del poder las que originan en mí un nuevo
recurso espiritual. Sometiéndome a este poder, aprendo sus caminos: de pasi-
vo que era, mi espíritu se convierte en activo y comienza a gozar de una de
sus esenciales prerrogativas. Pues el espíritu se siente atraído, como un niño,
hacia todas las cosas por el mero arrebato que sobre él ejerce esa presencia
irracional y esa diversidad. Hasta en las calamidades más espantosas contem-
plará cuanto sucede, o se hace, con cierta complacencia vivaz. Y aunque la
esencia del espíritu pueda ser únicamente pensamiento, hay una cierta inten-
sidad y un determinado progreso que son esenciales a ese pensamiento. El
pensar es un modo de vivir, y el modo más vital entre todos. Por consiguien-
te, cuando las operaciones del poder universal consienten en proponer temas
a la percepción, proporcionan también ocasiones para el goce de la inteligen-
cia. Aquí la voluntad y el entendimiento coinciden, como quiere Spinoza;
pues el poder omnificiente fluye, en parte, al través de nuestras personas. El
propio espíritu es una chispa de aquel fuego, o más bien la luz de esa llama;
no puede, pues, tener un opuesto principio impulsor. La salud inyecta al espí-
ritu una cierta agilidad gozosa y la sensación de maestría. Y un simple efecto
de perspectiva —el patetismo de lo que está próximo— hace que nuestra pe-
queña chispa se nos aparezca como un astro solar. El mundo, entonces, gira
en torno nuestro, y nosotros giramos, en alegre comparsa, con el mundo. Y
aunque la marcha de las cosas estuviera destinada a sumergirnos, no podría
anular el goce que obtuvimos en su grandeza y en su victoria. Se experimen-
ta, acaso, un cierto alivio dejando nuestros conturbados pensamientos para
pasar al pensamiento de algo que es más rico vitalmente, y que aun en su
propia progresión y esfera, permanece imperturbado. Será, quizás, más fácil,
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