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Limbo

Nº 3 (1997), pp. 13-23

Religión última

George Santayana

Santayana, en una carta (escrita en español y fechada el 17 de agosto de 1933),


se hacía las siguientes preguntas: “Lo que dice usted en varias partes acerca del pante-
ísmo, y en particular del de Spinoza, me hace pensar que sería oportuno dar una defi-
nición de ese sistema. ¿Es pura cosmología, o es a la vez una religión? Y si se aparta
la aplicación religiosa, ¿en qué se distingue el panteísmo del naturalismo o monismo
de los alemanes? Como en casi todos los sistemas, creo que en el panteísta hay alguna
confusión entre la física y la moral, y que convendría explicarla”. Poco después lle-
gaba a mis manos una tirada aparte de la Septimana Spinoziana, conteniendo la confe-
rencia titulada Ultimate Religion, que aquí se traduce. Santayana, que ha cumplido los
setenta años, deja su retiro romano, va a La Haya y habla en la famosa Domus Spino-
ziana (“el sitio donde quizá Dios ha sido visto más de cerca”, en frase de Renán), para
conmemorar el tercer centenario del nacimiento de Spinoza.
En 1910, Santayana había prologado una edición de la ética, en la versión in-
glesa de Boyle. No es, pues, ésta la primera vez que aparecen unidos los nombres de
Santayana y de Spinoza (o de otro modo: Santillana y Espinosa). Sí, es algo más que
el haber tenido padres españoles lo que hay de común en el azar de sus respectivas
trayectorias y hasta en el modo de su pensamiento. Una figura distinguida y solitaria
logra, en el ejercicio ascético de la pura ciencia, las cimas de una serena sabiduría y el
sosiego de una paz ganada en la batalla más íntima de las pasiones; detrás de esa bea-
titud, late un torcedor, y más allá de esa pausada embriaguez, una nostalgia que da a
la tal filosofía cierto desencanto. Y, al fondo, un nervio eficaz: en el famoso Beatitudo
non est virtutis praemium, sed ipsa virtus, no hay sólo la predefinición de una ética
autónoma, que ve Scheler, hay también pragmatismo. Respecto a Santayana, Alfred
Kreymborg lo ha retratado con estos versos:

A skeptical soul
in a faithful breast
brings warring gods
a balanced test.

(Un alma escéptica — dentro de un pecho fervoroso — aporta su testimonio


ecuánime — a la reyerta de los dioses.) —A. M.

Ante un auditorio tan selecto y en lugar tan consagrado como éste, bien
puedo aventurarme a prescindir de toda consideración subsidiaria y encarar-

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me, desde luego, con la pregunta suprema. ¿Qué íntima lealtad, qué religión
última será la más adecuada a un espíritu ya por entero libre y desilusionado?
Ninguna ocasión como la presente para sentirnos invitados a meditar sobre el
tema y hacerlo con absoluta franqueza. Por grande que sea la deuda que, tan-
to vosotros como yo, hayamos contraído con la filosofía de la naturaleza pro-
puesta por Spinoza, hay —a mi entender— otra cosa que nos obliga a una
mayor gratitud todavía: pienso en ese espléndido ejemplo de libertad filosófi-
ca que nos ofrece, y en el valor, la firmeza y la transparencia con que supo
acordar su corazón a la verdad. Todo hombre perspicaz puede, a veces, vis-
lumbrar la verdad en ráfagas fugaces; todo hombre de ciencia puede cargar
de una cierta dosis de verdad sus palabras técnicas; mas todo esto difícilmen-
te puede merecer el nombre de filosofía mientras el corazón permanezca in-
conmovido y nosotros continuemos viviendo al modo de animales perdidos
en el alud de nuestras impresiones —no sólo en lo que se refiere a los hábitos
externos y a los inevitables cuidados cotidianos, sino hasta en nuestros pen-
samientos y en nuestros afectos más silenciados. Son muchos los hombres
que, antes y después de Spinoza, han hallado el secreto del sosiego; pero la
peculiaridad de Spinoza —dentro, por lo menos, del mundo moderno— fue
el haber facilitado esta victoria moral por medio de postulados indudables.
No pidió a Dios que le saliera al encuentro; no retocó los hechos tal como se
presentan a una clara razón o como se ofrecían a la ciencia de aquel entonces.
Resolvió el problema de la vida espiritual después de haberlo planteado en
los términos más arduos, más ariscos, más cruentos. Séanos permitido hoy
entonarnos, para seguir su ejemplo, sin aceptar llanamente la solución que él
nos dio —lo que para alguno de nosotros sería harto sencillo— sino ejerci-
tando aquél su valor frente a este mundo, que es ya un tanto diferente, y en el
cual ha de sernos más difícil que lo fue para él encontrar un punto de apoyo
firme y un acompañamiento sublime.
Se atribuye a Lutero un dicho, saturado de garbo y de ironía, y que pue-
de aplicarse a Spinoza, acaso, con mayor propiedad que al propio Lutero.
Cuando preguntaron a Lutero dónde se hallaría si fuera expulsado de la Igle-
sia, contestó: “Bajo el cielo”. Pero aquel cielo de Lutero era muy tenebroso:
había en él buena parte de mitos tonantes, que se desplomaban estruendosa-
mente; y hasta en el claro cielo de Spinoza hubo quizás un algo especioso,
como lo hay también en la propia bóveda azul. El sol, nos dice, parece estar a
doscientos pies de nosotros; y si su ciencia rectifica inmediatamente esa ilu-
sión óptica, no hace vacilar jamás su convicción de que toda la realidad está
al fácil alcance de su pensamiento. La naturaleza se hallaba dominada, según
él, por principios indudablemente científicos o dialécticos; de manera que, así
como las fuerzas de la naturaleza pueden llegar a ser un riesgo para nuestra
existencia corporal, constituyen, en cambio, siempre para la mente un apoyo
amigable y fiel. No había, en rigor, misterio. El alma humana podría, desde
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su humilde extracción, saludar a lo que es eterno e infinito, no sólo con com-


pleta serenidad, sino hasta con un cierto orgullo. Todo hombre poseía un
concepto idóneo, verdadero de Dios; y esta frase (justificada técnicamente
por las propias definiciones de Spinoza) no puede dejar de sorprendernos; tal
es el sentido virgen de familiaridad con lo absoluto que revela. ¿Cómo no
habría de haber gozo en el arrebato de una inteligencia tan absolutamente
victoriosa, a todas luces? ¿Qué duda podría conturbar una tal visión del
mundo capaz de poner en claro toda cosa?
Hoy, sin embargo, es difícil que podamos sentir tal linaje de segurida-
des: habremos de encontrar cobijo en un edificio humano que ha de ser quizá
desquiciado por algún próximo terremoto. Pero tampoco es ésta una cuestión
rigurosamente de tiempos o de temperamentos: todo aquel que, en cualquier
parte, no se satisfaga con forjar un sistema plausible, sino que pretenda pro-
bar sus propias conjeturas y conseguir un autoconocimiento espiritual, debe
empezar por abstenerse de toda fe fácil, para no inundar trivialmente el uni-
verso con las imágenes de su propia razón y de sus ilusiones. Yo os rogaría
—hoy, por lo tanto, y de un modo provisional, tan sólo por una hora y sin
prejuzgar vuestras razonables, ulteriores convicciones— que trataseis de
imaginar una verdad todo lo más desfavorable a vuestros deseos y lo más
opuesta posible a vuestras naturales presunciones; de modo que el espíritu
pudiera ser en cada uno de nosotros expulsado de su albergue transitorio y
sometido a la prueba suprema de una total desnudez. Ya sé que los muertos
no pueden cambiar de opinión. No obstante, yo pediría respetuosamente a la
propia sombra de Spinoza que suspendiera, por un momento, ese su raciona-
lismo estricto, aquella devoción celosa, tozuda y atrevida que compartió con
los calvinistas y los jansenistas de su tiempo, y que imaginase (no digo que
admitiese) que la naturaleza, formada en el seno del caos, sólo puede ser im-
perfecta, y la razón en nosotros puede estar mal dispuesta a la comprensión
de la naturaleza. Es entonces cuando, no habiendo aventurado aquellos pos-
tulados que nos son predilectos ni invocado las fuerzas cósmicas que habrían
de apoyar nuestras aspiraciones, podemos observar tranquilamente cuanto
encontremos. Toda suerte de armonías que pueden aparecer, entonces, como
subsistiendo entre nuestros espíritus y la naturaleza de las cosas serán, para
nosotros, dones privilegiados y, por lo tanto, incontestables posesiones. Esta-
remos, al fin, libres y desnudos bajo el cielo abierto.
Con lo que estoy diciendo no prejuzgo ninguna cuestión de orden cos-
mológico, tales como el libre albedrío o la necesidad, el teísmo o el panteís-
mo. Estoy únicamente atento a las sinceras confidencias de una mente que se
ha despojado de todo derecho dudoso y de toda discutible garantía. Hay uno,
entre todos estos derechos y garantías, uno de suyo radical y comprensivo:
hablo del derecho a la existencia y a encauzar el curso de los acontecimien-
tos. Decimos, de un modo convencional, que el futuro es incierto; pero si nos
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recogiéramos sinceramente y examinásemos lo que son nuestros recursos


morales, sentiríamos que lo realmente inseguro no es tan sólo el curso de los
acontecimientos, sino la propia presunción vital de que hay un futuro para
cada cosa, un futuro llamado a prolongar amablemente nuestra experiencia
cotidiana. Contamos —y es forzoso— con las analogías de las experiencias,
o más bien con el mecanismo que del instinto y de la presunción hay en nues-
tros cuerpos; pero, en rigor, la existencia es un milagro, y, moralmente consi-
derada, un don gratuito en cada momento. El hecho de que siempre sea
análoga a sí misma constituye precisamente el problema de nuestro supuesto.
Es evidente que todas las mutuas conexiones y prolongaciones de los aconte-
cimientos, y en especial cualquier consecuencia destinada a fluir de nuestros
actos, están, en realidad, más allá del alcance de nuestro dominio espiritual.
Cuando es nuestra voluntad la que manda, y parece que, sin saber nosotros
cómo, no sólo nuestro cuerpo, sino el mundo la obedece, somos como Josué
viendo el sol detenerse a una orden suya. En cambio, cuando damos órdenes
y nada sucede sin embargo, somos como el rey Canuto, atónito ante la marea
creciente que no le acata. Pero cuando hemos llevado a cabo una gran obra y
hasta hemos encauzado de nuevo el curso de la historia, somos como Canta-
claro, que atribuye a su canto la presencia de la aurora.
¿Y cuál es el resultado? Que por un mero acto de conciencia y sinceri-
dad, logra el espíritu inmediatamente, y de súbito, una de las percepciones re-
ligiosas más radicalmente importantes. Se da cuenta de que, a pesar de estar
viviendo, es incapaz de vivir; de que aun pudiendo morir es incapaz de mo-
rir; y que, en suma, se encuentra —en cada instante y en cada evento— en
manos de un poder ajeno e impenetrable.
Y eso es todo lo que sé de este poder, sentido. Por ahora, sólo es, para
mí, la contraparte a mi impotencia. Desde el momento en que no tengo me-
dios de saber hasta dónde llega ese poder, no me atrevería a llamarlo todopo-
deroso, pero no dudo en llamarlo, acuñando una palabra, “omnificiente”; ya
que es para mí, por definición, el hacedor de todo lo hecho.
No sostengo la validez física de este sentido de causa o de agencia: me
limito a sentir lo que hay de fuerte, de bueno, de hostil, o de impenetrable en
el mundo. Manifiesto tan sólo una impresión; y falta acaso bastante de aquí a
que mi sentido del poder omnipresente pueda ser erigido en una teoría teoló-
gica de la omnipotencia de Dios. Pero la presencia moral del poder le sobre-
viene al hombre de noche, estando en el desierto, cuando se encuentra, como
dicen los árabes, sólo con Alá. Reaparece asimismo en todo agudo predica-
mento, en las situaciones extremas, en el acto de nacer una criatura, en el de
encararse con la muerte. Por lo que respecta a la unidad de este poder, no he
de hallarla en sus diversas manifestaciones, sino más bien en mi propia sole-
dad; en la unidad de este espíritu doliente, acosado por todos estos acciden-
tes. Mi destino es solitario, trágicamente solitario; no importa lo diverso de
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sus causas. Atónito, como estoy, no se me exige que, aunque hubiera pene-
trado en el engranaje interno de las cosas, explicase si ese poder omnificiente
es simple o complejo, continuo o espasmódico, intencional o ciego. Me hallo
frente a él en actitud sencillamente receptiva, del mismo modo que si me en-
contrase en Roma frente a la gran fuente de Trevi. ¿Qué veo allí? Veo cho-
rros y cascadas fluir en surtidores separados y en diversas direcciones. No
estoy cierto de que sea un solo Pontifex Maximus quien la haya trazado por
entero, encauzando esas aguas melodiosas por esos precisos canales. Más de
una corriente se habrá agostado desde su creación, o se habrá desviado. Fres-
cas lluvias del cielo han podido, hoy, sumar quizá nuevos riachuelos. Quién
sabe si detrás de aquellas falsas rocas no hay algún geniecillo oculto que ter-
giversa las aguas por juego. Y ¿cómo conocer el cúmulo de detalles que, en
mi imaginación, han cambiado de sitio o se han multiplicado por un efecto de
óptica tan sólo? Y, sin embargo, existe aquí para el espíritu una impresión to-
tal y maravillosa: el estruendo de una fuerza que se afronta conmigo en un
admirable y teatral espectáculo.
No es esto todo. El poder se me presenta arropado de mil modos dife-
rentes; y son esas manifestaciones del poder las que originan en mí un nuevo
recurso espiritual. Sometiéndome a este poder, aprendo sus caminos: de pasi-
vo que era, mi espíritu se convierte en activo y comienza a gozar de una de
sus esenciales prerrogativas. Pues el espíritu se siente atraído, como un niño,
hacia todas las cosas por el mero arrebato que sobre él ejerce esa presencia
irracional y esa diversidad. Hasta en las calamidades más espantosas contem-
plará cuanto sucede, o se hace, con cierta complacencia vivaz. Y aunque la
esencia del espíritu pueda ser únicamente pensamiento, hay una cierta inten-
sidad y un determinado progreso que son esenciales a ese pensamiento. El
pensar es un modo de vivir, y el modo más vital entre todos. Por consiguien-
te, cuando las operaciones del poder universal consienten en proponer temas
a la percepción, proporcionan también ocasiones para el goce de la inteligen-
cia. Aquí la voluntad y el entendimiento coinciden, como quiere Spinoza;
pues el poder omnificiente fluye, en parte, al través de nuestras personas. El
propio espíritu es una chispa de aquel fuego, o más bien la luz de esa llama;
no puede, pues, tener un opuesto principio impulsor. La salud inyecta al espí-
ritu una cierta agilidad gozosa y la sensación de maestría. Y un simple efecto
de perspectiva —el patetismo de lo que está próximo— hace que nuestra pe-
queña chispa se nos aparezca como un astro solar. El mundo, entonces, gira
en torno nuestro, y nosotros giramos, en alegre comparsa, con el mundo. Y
aunque la marcha de las cosas estuviera destinada a sumergirnos, no podría
anular el goce que obtuvimos en su grandeza y en su victoria. Se experimen-
ta, acaso, un cierto alivio dejando nuestros conturbados pensamientos para
pasar al pensamiento de algo que es más rico vitalmente, y que aun en su
propia progresión y esfera, permanece imperturbado. Será, quizás, más fácil,
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para mí, comprender el movimiento de los cielos y regocijarme en él, que


comprender y regocijarme en mis propias conmociones. Mi propio eclipse,
mis propios vicios, mis propios pesares pueden llegar a ser, para mí, motivo
de cálculo exacto y de gratas maravillas. El ojo filosófico puede obtener, de
estos conflictos necesarios, una armonía cósmica, y de esas muertes propi-
cias, una vida infinita.
Empezamos a sospechar que la soledad de un espíritu desnudo podría
estar harto poblada. ¿No respiramos, por ventura, un aire más fresco y más
salubre a medida que vamos renunciando a nuestras prerrogativas y a nues-
tros imperativos animales? ¡Quién sabe si la renunciación a todas las cosas
no lograría limpiarlas y devolvérnoslas en su realidad imparcial, limpiando,
al propio tiempo, nuestras voluntades y haciéndolas más capaces de caridad!
Caridad que al extenderse naturalmente hacia las vidas y los apetitos de los
demás —ni más ni menos inevitables que los nuestros— y alcanzar asimismo
a sus ideas, ha de hacerse también —y por una curiosa y sagrada consecuen-
cia— extensiva a la relatividad y a la penuria de nuestras propias mentes.
Ahora bien, esta caridad intelectual, en cuanto inspirada por el respeto hacia
lo infinito, no aceptará, de manera pasiva y romántica, esos puntos de vista,
cual si no fueran susceptibles de corrección. Al contrario, haciendo una ma-
yor justicia a esa santa aspiración que en común los anima, se alzará de todos
ellos, y con ellos mismos, hacia la concepción de la verdad eterna.
Henos aquí en el ápice de la filosofía de Spinoza: ese amor intelectual
de Dios, donde el espíritu ha de reconciliarse, al fin, con el poder universal y
la verdad universal. Este amor aporta a la consciencia una intrínseca armonía
para la existencia: no una armonía postulada, tal como la que puede proponer
una de aquellas religiones o filosofías que reposan en la fe, sino, más bien,
una armonía auténtica y patente; en la medida en que esto es posible. Dentro
del reino de la materia, esta armonía se mide por el grado de ajuste, confor-
midad y colaboración que la parte ha podido lograr en el conjunto: en una pa-
labra, se mide por la salud. Dentro del reino de la verdad, la misma natural
armonía hace, por el conocimiento de la verdad, tanto como la capacidad y el
placer: de manera que, poseyendo la salud, podemos poseer el conocimiento.
Y, con esto, no se trata de una unión pasiva, de una paz muerta, sino que el
espíritu se regocija en ello; pues siendo el espíritu, según Spinoza, un con-
comitante esencial de todo lo existente, participa en el movimiento, en la ac-
tuosa essentia de todo el universo. Por eso nosotros habremos de amar
forzosamente la salud y el conocimiento y aquellas cosas en que pueden en-
contrarse la salud o el conocimiento. En la medida en que el poder omnifi-
ciente nos haya dotado de salud, amaremos también a ese poder, cuyo total
impulso trabaja en nuestra propia perfección; y en la medida en que seamos
capaces de comprender la verdad, amaremos necesariamente los temas de esa
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intensa visión impoluta, en la cual nuestra facultad imaginativa logra de ma-


nera perfecta su función.
Spinoza es un profeta sublime de esta religión de la salud y del enten-
dimiento. Sobreponiéndose a toda debilidad humana —incluso a las que nos
parecen más amables o más dignas— y honrando el poder y la verdad —aun
a riesgo de la vida— se internó en el santuario de una sosegada sabiduría so-
brehumana; y, así, se confesaba completamente feliz, pero no porque el mun-
do —tal y como él lo concebía— halagase a su corazón, sino porque la
misma gravedad de éste desdeñaba toda lisonja. Y puso una audacia, proféti-
ca y generosa, en descubrir y en paladear su destino, por trágico que este des-
tino pudiera ser, al cabo. Pero lo que sobreviene, más tarde, es una inmensa
paz: y, entonces ese aire fino y científico parece únicamente hecho para me-
jor respirar; esta alta tragedia sólo es digna de un pecho heroico y viril. En
rigor, la verdad es una magna purificación y restaña maravillosamente las
miserias de la existencia. Nos hallamos cual en una elevada meseta, y el es-
pectáculo que se nos ofrece dista tanto de nuestros cotidianos torcedores, que
acalla y domina al corazón, moviéndolo, por unos instantes, en una ilimitada
simpatía hacia el universo.
El problema moral queda sin solventar, no obstante. Ni fue resuelto pa-
ra la humanidad in extenso, la cual permanece tan desorientada como antes,
ni se ha resuelto tampoco para el espíritu aislado. Existe una resistencia, radi-
cal y necesaria, que se manifiesta en el alma finita cuando ésta se enfronta
con toda esa pompa cósmica y toda la cósmica pujanza: una resistencia a la
cual Spinoza era menos sensible que algunos otros maestros de la vida del
espíritu, a causa quizá de que era, por temperamento, más positivista y menos
específicamente religioso. Como quiera que sea, han sido varios los hombres
puros que conocieron un mayor sufrimiento que Spinoza en la perdurable la-
bor de su salvación, una más grande incertidumbre, y también, al fin, una
más lírica y cálida felicidad. Pues, ante todo —como dije al principio—, un
espíritu realmente desnudo no puede suponer que el mundo es enteramente
inteligible. Puede no haber eco, pueden existir hechos arduos, puede haber
negros abismos ante los cuales la inteligencia tiene que permanecer en silen-
cio, por miedo a volverse loca. Y, en segundo lugar, aun cuando al intelecto
le deberían parecer perspicuas todas las cosas, el intelecto no es el todo de la
humana naturaleza, ni siquiera el conjunto del espíritu puro en el hombre. La
razón puede ser la differentia del hombre; pero a buen seguro que no es su
esencia. Su esencia, en el mejor de los casos, es una animalidad cualificada
por la razón. Y no hay modo de separar, de esta animalidad, los más altos
vuelos de la razón. La verdadera vida del espíritu emerge de los predicamen-
tos animales; actúa imponiendo a los hechos una perspectiva y una urgencia
moral privativa de alguna criatura particular o de algún interés especial.
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Bueno, como diría Spinoza, es un epíteto que asignamos a todo aquello


que acrece nuestra perfección. Tal doctrina podría parecer egotista, pero es
sencillamente biológica; y en su aspecto moral, la definición es una mayor
garantía de libertad y justicia, tal como nunca supo urdir político alguno.
Llegamos a la consecuencia de que, cuando se persigue lo bueno, será porque
genuinamente lo es y la perfección de cada criatura es igualmente perfección.
Todo aquello que sea bueno, lo será, por lo tanto, eternamente para un
espíritu que, en rigor, sea claro, justo y desinteresado; un espíritu así no pue-
de descansar en la satisfacción de ninguna facultad especial —tal como la in-
teligencia— ni de ningún arte especial —tal como la filosofía—. El hecho de
que el intelecto pueda hallar una felicidad perfecta en la contemplación de la
verdad del universo, no quiere decir que ese universo sea bueno para todas
las demás facultades: esto es, bueno para el corazón, la carne, los ojos, la
conciencia, o el sentido de la justicia. Un sistema optimista es el más opresi-
vo, entre todos los sistemas. Sería probablemente una burla amarga el que,
como quiere Bradley, fuera este nuestro el mejor de los mundos y un mal ne-
cesario cuanto en él acontece. El bien universal —ese bien por el que, en
trance de arrebato, se siente abrumado el espíritu—, si no se trueca en mística
ilusión, no puede menos de ser la suma de todas esas perfecciones, infinita-
mente varias, hacia las cuales aspira todo lo que vive. Un símbolo o reflejo
de este bien universal puede hallarse en un momento cualquiera de perfecta
felicidad, habido en no importa qué pecho: pero es imposible amar o adorar
nada sin reserva, estar en el universo o en parte alguna de él, a menos que
encontremos finalmente la absoluta bondad de esa cosa. Quiero decir, a me-
nos que sea perfecta en su especie y amiga de sí misma, y a menos también
de que sea —a la par— universalmente benéfica y amiga de toda cosa. El pu-
ro espíritu sería defectivo y se hallaría, a todas luces, sojuzgado por algún ac-
cidente biológico, si, dondequiera, no amase todo lo bueno por quienquiera
amado. Estas varias perfecciones antagónicas rivalizan, ahora en la prensa
del mundo, allí donde parece que no hay espacio ni tiempo para nada; pero a
un espíritu imparcial nada bueno puede hacerle odiar otra cosa, si ésta tam-
bién es buena.
Físicamente un bien puede excluir a otro bien; la naturaleza y la ética
natural tendrán que escoger, si no quieren ser disueltas en el caos; pero en la
eternidad los bienes más opuestos no son enemigos, antes al contrario, her-
manos, como lo fueran para San Francisco las criaturas más ajenas. Y para
un espíritu libre es un accidente material —penoso, pero no confusionario—
el hecho de que todas esas diversas perfecciones no puedan alcanzarse real-
mente. Su oposición acrece el dolor, pero no disminuye el amor. El verdade-
ro sufrimiento es un nuevo homenaje a la belleza frustrada y un testimonio de
lealtad. De manera que cuanto más sufre el espíritu, más claramente analiza
su dolor y comprende lo que ama. Cada perfección brilla entonces, clara y ru-
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tilante, aislada y sin contaminaciones. Pese a todo, todo es compatible y ar-


monioso a condición de estar cada cosa en su sitio. Amar las cosas espiri-
tualmente, es decir, de manera inteligente y desinteresada, significa amar el
amor en ellas, adorar el bien por ellas perseguido y verlas todas profética-
mente en su belleza latente. Amar las cosas tal y como son, sería una mofa.
Un amante auténtico debe amarlas tal y como ellas hubieran querido ser.
Pues nada hay que sea por completo dichoso tal y como es, y el primer acto
de verdadera simpatía debe consistir en dirigirse con el objeto amado hacia el
logro de su felicidad.
El bien universal es, entonces, el conjunto de todo aquello a que aspira
cada cosa: algo meramente potencial; y si queremos hacer una religión del
amor, a la manera de Sócrates, debemos tomar como objeto de nuestra reli-
gión el bien universal, y no el poder universal. Esa religión necesitaría ser
más imaginativa, más poética que la de Spinoza, y la palabra Dios (si se-
guíamos empleándola) significaría no el universo, sino el bien del universo.
No existiría un universo adorado, sino un universo orante, y el amor de Dios
sería entonces llama de todo el fuego, impulso seminal y generador de la na-
turaleza. Tal amor habría de ser erótico; amor realmente y no esa otra cosa,
desalada, que a veces recibe su nombre. Aportaría ráfagas celestes no desti-
nadas a ser reprimidas, sino a irrumpir en momentos de indescriptible arreba-
to, unidas a todo bien, en el cual el alma se desvanecería como objeto, ya
que, en cuanto órgano, había encontrado su cabal destino.
Hay aquí un misterio: el misterio de aparecerse como si fuera alcanza-
ble por la emoción, aquello que es lógicamente inalcanzable. El bien univer-
sal es un algo disperso, vario y contrario a sí mismo en sus opuestas
encarnaciones. Sin embargo, al místico se le antoja un único objeto vivo: el
Amado, un bien propicio a ser, desde luego, abrazado por entero, finalmente
y para siempre —sin que se desperdicie una sola hebra. Pienso, empero, que
este misterio puede ser fácilmente disipado. El espíritu es esencialmente sin-
tético, y todas las fuerzas conocidas y desconocidas de la naturaleza constitu-
yen un poder único y omnificiente en relación con la experiencia y el destino,
componiendo como todos los hechos y todas las relaciones entre los hechos,
componen para la mente histórica y profética, un reino inalterable de la ver-
dad. Del mismo modo, todos los objetos del amor forman para el amante un
solo bien inefable. Puede él decir que ve todas las bellezas en un solo aspec-
to, que todas las demás bellezas no son nada para él; sin embargo, en esta
hipérbole puede estar fraguando una injusticia. La belleza, en este caso, pue-
de enseñarle silenciosamente a discernir lo que haya de belleza en donde-
quiera, puesto que, en cualesquiera instancia del amor, tan sólo el amor puro
valdrá a sus ojos y en la auténtica plenitud de su amor podrá sólo sentir una
promesa infinita. Su éxtasis, aunque pasa por una realización, sigue siendo
una especie de agonía, y si bien sea ilusoria en sí misma, puede por su sola
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influencia libertar ese corazón de las ligaduras accidentales o baladíes y con-


ducirle, en cambio, a una caridad universal. Los mendigos, en tierras católi-
cas e islámicas, acostumbran a pedir una limosna por el amor de Dios. Es un
llamamiento supremo, porque Dios, según la tradición socrática, era el bien
que impulsaba a todo lo creado; así, quienquiera que amara profundamente a
Dios no podía fracasar en el amor al bien perseguido por todas las criaturas
vivientes —aun cuando dichas criaturas fueran harto repulsivas al sentimien-
to natural humano.
De este modo, el amor absoluto de toda cosa envuelve el amor del bien
universal, y el amor del bien universal envuelve el amor de cada criatura.
Tal me parece, en suma, la perspectiva abierta a la mente que examina
su condición moral sin ninguna concepción previa. Es posible que algún crí-
tico empírico, traduciendo estrictamente todos los objetos a las funciones que
tienen en la experiencia, pudiese ver, en mi menguado inventario, todos los
elementos de la religión. Podría decir que la humanidad, al creer en Dios o en
los dioses, ha querido expresar siempre el poder en los acontecimientos, co-
mo cuando la gente dice: “Si Dios quiere”. Otras veces han querido expresar
la verdad como cuando se dice: “Sabe Dios”. Y hasta es posible que algunos
místicos hayan querido expresar el bien o el objeto supremo de amor, cuya
unión significaría para ellos la perfecta felicidad. En ese caso yo no habría
hecho más que alterar un poco el lenguaje de la religión, traduciendo sus mi-
tos a lo que son sus equivalentes pragmáticos y reduciendo la religión a su
verdadera esencia. Pero no; yo no hice jamás tales profesiones, que serían
completamente sofísticas. No hay duda de que las funciones propias de los
objetos en la experiencia nos han abierto hacia ellos, múltiples avenidas; pero
los objetos mismos, si es que existen, no son meros nombres respecto a esas
funciones. Son objetos de fe, y la religión de la humanidad, del mismo modo
que su ciencia, ha estado fundada siempre en la fe. Ahora bien, en el examen
de conciencia que he hecho ante ustedes esta noche, no se invoca a la fe; y,
por lo tanto, eso a que llego no es en rigor religión; ni es precisamente filoso-
fía, desde el momento en que no ofrezco hipótesis alguna acerca de la natura-
leza del universo o de la naturaleza del conocimiento. Sin embargo, para ser
completamente sincero, he de decir que creo que, en este examen de concien-
cia, hay una clase de filosofía secreta o privada, acaso más filosófica que la
otra; y en tanto que yo no forje dioses (ni siquiera como el Deus sive Natura
infinito de Spinoza) me limito a considerar qué temas, y con qué fines, po-
demos consultar a esos dioses, dado que los creamos existentes; y, a buen se-
guro, que esa misma aspiración que nos impulsaría, en tal caso, a adorar a los
dioses, habría de ser nuestra más auténtica y cordial unión y nuestra religión
última.
Y si, entonces, alguno de los que nos hallamos dispuestos de esta suer-
te, escuchara los requerimientos de una religión litúrgica, llamándonos: Sur-
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sum corda, Alzad vuestros corazones, podría responder sinceramente:


Habemus ad Dominum, Por natural inclinación, nuestros corazones se diri-
gen al Señor. Pues ¿cómo no reconoceremos poder universal y ofreceremos
respeto a Aquel de quien dependemos en cuanto a nuestras existencias y for-
tunas? Y estaremos atentos asimismo, con sincera y vigilante lealtad, a la
verdad universal, en la cual todas las obras de poder están definidas y recor-
dadas eternamente; y esa verdad nos ilumina todas las cosas, según la palabra
del espíritu, en tanto en cuanto seamos capaces de descubrirla. Por último,
cuando el poder adquiere la forma de la vida y empieza a girar en torno y a
perseguir determinado tipo de perfección, el espíritu que hay en nosotros
habrá de amar esas perfecciones, toda vez que el espíritu es aspiración cons-
ciente y ellas son las metas de la vida. Y en la medida en que cualquiera de
esas metas de la vida pueda ser o definida o alcanzada en cualquiera parte
(siquiera sea tan sólo en profética fantasía), se convertirá en gloria o llegará a
ser belleza, y entonces el espíritu, en nosotros, la adorará necesariamente.
Que no son sólo las turbias glorias, las vanas perfecciones de este mundo, si-
no más bien esa anhelada perfección, esa belleza eterna, que yace sellada en
el corazón de cada cosa viva.

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