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El Final y la Muerte

Volumen II
Dan Abnett
Versión 1.0
Traducción no oficial por Proyecto Scriptorum
Traductores: Tigurius, Apollyon
Portada: Tijeras
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Es una época de leyenda.
La galaxia está en llamas. La gloriosa visión del Emperador para la
humanidad está en ruinas. Su hijo predilecto, Horus, se apartó de la luz de
su padre y abrazó el Caos.
Sus ejércitos, los poderosos y temibles Marines Espaciales, están
atrapados en una brutal guerra civil. Una vez, estos guerreros supremos
lucharon lado a lado como hermanos, protegiendo la galaxia y devolviendo
a la humanidad a la luz del Emperador. Ahora están divididos.
Algunos siguen siendo leales al Emperador, mientras que otros se han
puesto del lado del Señor de la Guerra. Los más eminentes, los líderes de
sus miles de legiones, son los primarcas. Seres magníficos y sobrehumanos,
son el mayor logro de la ciencia genética del Emperador. Empujados a la
batalla unos contra otros, la victoria es incierta para ambos bandos.
Los mundos están ardiendo. En Isstvan V, Horus asestó un duro golpe y
tres legiones leales fueron prácticamente destruidas. Se inició la guerra, un
conflicto que envolverá en fuego a toda la humanidad. La traición y la
herejía han usurpado el honor y la nobleza. Los asesinos acechan en cada
sombra. Los ejércitos se están reuniendo. Todos deben elegir un bando o
morir.
Horus reúne su armada, la propia Terra es el objeto de su ira. Sentado en
el Trono Dorado, el Emperador espera el regreso de su descarriado hijo.
Pero su verdadero enemigo es el Caos, una fuerza primordial que busca
esclavizar a la humanidad a sus caprichos.
Los gritos de los inocentes, las súplicas de los justos resuenan en la risa
cruel de los Dioses Oscuros. El sufrimiento y la condenación les aguardan a
todos si el Emperador fracasa y se pierde la guerra.
El final está aquí. Los cielos se oscurecen, se reúnen ejércitos colosales.
Por el destino del Mundo del Trono, por el destino de la humanidad
misma...
El asedio de Terra ha comenzado.
INTERLUDIO
LOS QUE DAN TESTIMONIO
I
La danza interminable
Una mascarada ha llegado a Ulthwé1, la primera desde la Caída.
Se presenta sin ser convocada, como un obsequio: una arlequinada de
los Rillietann2, vista por primera vez en siglos, emergiendo de la penumbra
de una puerta distante, avanzando en silencio a través de las cámaras de
hueso espectral del Mundo Astronave3 hacia Ovación. Allí, sin más
preámbulos ni introducción musical, dan inicio a su espectáculo.
Los asuryani4 de Ulthanash Shelwé se congregan para presenciarla.
Algunos se cuestionan: ¿Qué significa esto? ¿Es acaso una bendición o un
augurio? Otros indagan: ¿Qué representa esta danza?
Eldrad Ulthran lo entiende. A pesar de que los Arlequines se han
mantenido ocultos en la Telaraña5 desde la Caída, custodios del Dios de la
Risa Cegorach, su baile nunca ha cesado. Han danzado en reclusión,
preservando las viejas mascaradas, como La Penumbral y La Luna
Sonriente, e incorporando otras nuevas, como La Danza Interminable.
Nunca antes ha presenciado esta mascarada, pero ha oído de ella. Es el
gran rito de duelo, incluido en su repertorio durante los años de
aislamiento, pues encarna la tragedia de la Caída.
Eldrad se une a los espectadores en la Ovación, su lugar predilecto en
Ulthwé. Amplia y única, es la única sala del Mundo Astronave que simula
estar al aire libre. Se extiende un vasto cielo ante él, una suave puesta de
sol y una pradera llena de eitoc que se mece al vaivén de una brisa
perezosa. Un círculo de piedras beige suaves rodea el espacio herboso del
escenario, que abarca un kilómetro de ancho. Las sombras se alargan y el
crepúsculo es tenue. Todo es una simulación. Los circuitos psico-
engramáticos de Hueso Espectral y de la cúpula crean este ambiente a
partir de recuerdos, mientras que campos ópticos amplifican la sensación
de espacio. Se coloca entre las piedras con los demás, atestiguando el
baile, reviviendo la luz del sol de sus memorias, aspirando el aroma del
eitoc y de las flores silvestres que recuerda. En el horizonte imaginario,
retumban ecos de tormenta y destellos fugaces rondan. Pero esos sonidos
no provienen del trueno, ni aquellos brillos del relámpago. Son las chispas
de puertas activándose en la lejanía, en los confines de la sala.
La danza es una actuación sublime. Una compañía entera, ensambles de
mimos y bufones, conjuradores, entes de luz y sombra, y aquellos que
habitan entre ambos, todos guiados por un maestro Arlequín, vistiendo
deslumbrantes ropajes de dominó y enmascarados con los semblantes
escogidos de su agaith6. Entre ellos se encuentra la sombra azul de un
Solitario, marcando el prestigio de la obra. Se desplazan sobre la hierba del
anfiteatro con una coreografía tan meticulosamente precisa como fluida.
Al concluir la danza, los artistas inician de nuevo sin demora, repitiendo
la secuencia completa.
La noticia se esparce rápidamente. Pese a la ansiedad creciente y las
medidas desesperadas de preparación que se toman a lo largo y ancho de
la diáspora aeldari, los emisarios acuden en masa para presenciar la
mascarada. La primera arlequinada desde la Caída es un evento de
significativa relevancia, uno que merece ser atestiguado. Los emisarios
convergen a través de portales de dimensiones distantes. Vienen de
Mundos Astronave en umbral de guerra; desde astronaves que escapan a
toda velocidad hacia el otro extremo de la galaxia; desde preciosos
mundos crono que fortifican sus defensas; desde mundos doncella que
ocultan sus tesoros más preciados en urnas de cristal para almas; desde
comunidades de exoditas que buscan refugio en sus enclaves seguros. A
pesar de la crisis, asistir a la mascarada es imprescindible.
Entonces, nadie más llega. Tormentas súbitas de horror intangible
hierven y se desbordan a lo largo de los caminos distantes. El paso se ha
vuelto imposible. Las rutas ancestrales están obstruidas. Eldrad ordena el
cierre de las puertas. Aquellos que ya están aquí deberán quedarse; los
que no han llegado tal vez nunca lo hagan, y es posible que muchos se
hayan perdido en el intento.
Eldrad lo esperaba, aunque rehúsa reconocer que no lo había anticipado
por completo. En las últimas semanas, su visión distante se ha enturbiado
progresivamente, obstruida por la conmoción etérea, de la misma manera
que ahora se encuentran bloqueadas las rutas de tránsito. El futuro se ha
vuelto inaccesible a la vista asuryani, o tal vez ha dejado de existir.
Nechrevort, el emisario de Commorragh, es el último en cruzar antes del
cierre de las puertas. Los Guardianes se tensan inmediatamente al
reconocer a un mensajero de los despreciados y degenerados parientes de
los aeldari.
—Vengo a dar testimonio, sin cuchilla —dice, elevando las palmas
cicatrizadas y mostrando una sonrisa letal—. ¿Me lo negarás?
—No negaré a nadie —responde Eldrad—, ni siquiera a un eladrith
ynneas7. La máscara es para nuestra sangre, esté donde esté. —con un
gesto, indica a los Guardianes que se aparten.
—Creo que nuestra sangre se derramará —afirma, mientras camina
junto a él por la pradera ondulante hacia la Ovación—. La tuya, vidente. La
mía. ¿No lo crees?
—Tu tono es presagioso, Dracon Nechrevort. Pensé que los drukhari
rechazaban las artes de la profecía.
—No necesitamos prever el futuro para reconocer la fatalidad inminente
—replica—. Los mon-keigh8 se han superado a sí mismos. Nos arrastrarán a
todos hacia la aniquilación.
La mascarada ha estado en marcha durante nueve días. En el escenario
de la Ovación, la compañía de danza da forma a la agonía y el éxtasis con
formalidad y gracia serpentinas. Se mueven por el aire como pájaros,
revolotean como hojas, saltan y giran, entrelazándose en su danza. Los
trajes de dominó resplandecen e iridiscen. Al finalizar la danza, inician de
nuevo, repitiendo la misma secuencia de movimientos simbólicos.
El cielo está surcado por humo y la brisa sabe a melancolía. Eldrad y el
Draconte9 se suman a los espectadores en el límite rocoso. Eldrad observa
a los autarcas apartar la vista, evitando a los drukhari; ve a los exarcas10
fruncir el ceño ante su presencia y a los exoditas alejarse discretamente.
Nadie se muestra hostil, pues hacerlo sería faltar al respeto de la
hospitalidad de Ulthwé.
La emisaria de Iyanden no muestra vacilación. Se aproxima a Eldrad,
incluso con el Draconte a poca distancia.
—¿Qué has visto? —pregunta en voz baja, mientras observan la
arlequinada.
—Nada, Mehlendri —responde él.
—¿Has buscado?
—¿Me lo preguntas a mí, Alma de Plata? He buscado. No hay nada que
encontrar. Tú también lo sabes, porque el miedo en tus ojos me dice que
has intentado lo mismo. Nada es visible, y aun si lo fuera, ¿de qué serviría?
Ver de lejos significa prever lo que se avecina. ¿Qué provecho hay en sólo
mirar?
—La anticipación siempre ha sido nuestra virtud —replica su
interlocutora—. Prever es discernir el camino; a partir de ahí podemos
alterar nuestros pasos.
Eldrad la mira fijamente.
—Admiro tu fe en ello —dice—. Pero detesto que aún te aferres a esa
creencia.
—La anticipación me ha brindado muchas victorias —insiste ella.
—Quizás.
—He anticipado derrotas y he modificado los pasos para llevar a Iyanden
hacia el triunfo.
—¿Es así, Alma de Silueta? ¿O acaso tus Aspectos simplemente han
combatido con mayor fiereza y han prevalecido?
Ella frunce el ceño.
—Lamento oír al gran vidente despreciar su arte. ¿Por qué se les
otorgaría a los asuryani la visión para leer el destino si no fuera para
modificarlo?
—Porque la existencia es cruel —responde él.
—Eldrad —dice ella—, he venido a Ulthwé para consultarte, ya que
Ulthwé ve más allá que cualquier otro...
—Has venido por la mascarada —la interrumpe él—, y eso es suficiente.
Los Arlequines emergen de su retiro para danzar ante nosotros. Esto nos
revela todo lo que necesitamos saber. Un gran desastre se extiende por las
estrellas. Nos consideraremos afortunados si sobrevivimos.
—Hemos sentido su aproximación durante años. Si ahora está aquí, debe
haber algo que...
—¿Ahora sugieres tomar medidas, Iyandeni? ¿Cuando durante años los
asuryani hemos despreciado cualquier trato con los mamíferos y sus
guerras? Sabíamos que ellos se consumirían. Ya lo habíamos visto. Así es
cómo sucede.
—¿Pero a tal magnitud, Eldrad? Sí, presenciamos su decadencia. Pero
hemos subestimado su capacidad para el rencor destructivo. Su mundo
natal, ahora el epicentro de su agonía final, se desploma como una brasa
ardiente a través de la seda de la creación, esparciendo la Disformidad.
Nuestra visión se nubla, y los Arlequines eligen este momento para danzar.
Esto solo puede significar que su ruina final será una segunda caída para
nosotros, devorándonos a todos.
—Entonces huye, Alma de Plata.
—Iyanden huirá, Ulthran.
—Y Ulthwé no puede. Estamos enclavados en la cicatriz de nuestra
propia equivocación.
—Entonces... ¿te das por vencido? —inquiere ella.
Se aleja de ella. En la luz tenue del atardecer artificial, observa a otros
emisarios cercanos que siguen su conversación con interés manifiesto. La
sonrisa burlona de Nechrevort no pasa desapercibida.
—Detengan la mascarada —ordena con tres palmadas.
Los danzantes titubean y cesan sus movimientos. En el escenario del
Ovation, los Arlequines lo observan desde detrás de sus máscaras
cautivantes, algunos en cuclillas, listos para saltar o girar, otros bajando los
brazos que tenían en alto. Solo el viento mueve las hierbas.
Eldrad se pone de pie bajo la luz artificial y extiende sus brazos. Su túnica
se disipa como vapor. Su armadura acude a él, serpenteando en bandas de
color vítrea que se enroscan y acomodan alrededor de sus extremidades y
torso, hasta que queda envuelto en la vestimenta de guerra.
—Les contaré lo que he visto —anuncia a los distinguidos presentes—.
Les diré lo que he hecho.
Los Arlequines susurran entre sí y se agrupan en una formación
compacta, abrazándose unos a otros.
—Hubo un tiempo, en el pasado ya pisado, en el que existía un gran
pueblo —comienza—, de poderosos logros y una supremacía incisiva, que
heredó las estrellas y cuanto existe entre ellas...
—No nos adoctrines, Eldrad —interrumpe Kouryan de Biel-Tan.
—Y en su supremacía y sus logros, vieron adónde conducía su camino,
pero no alteraron su rumbo ni desviaron su sendero.
Mehlendri lo mira con resentimiento.
—No recites nuestra deshonra como si fuese una diatriba contra nuestra
práctica —reclama.
—¿Nuestra deshonra? —replica Eldrad.
—Hablas de los asuryani, en los tiempos antes de que Ella viniera a
saciar su sed con nosotros —dice Mehlendri con conocimiento de causa—,
y esto es conocido y lamentado. Pero no constituye un argumento. Nuestra
pérdida, aunque sea la más devastadora, solo subraya la importancia de
nuestra disciplina. Visualizamos, actuamos; lo que está por venir, lo
reformamos. Esta es la enseñanza crítica de la Caída. Nuestro orgullo fue
nuestra ceguera. Hemos sido más atentos con nuestras visiones desde
entonces...
—La historia que conté no era la nuestra —le corrige Eldrad—. Hablaba
de los más jóvenes, de aquellos que ahora siguen nuestros pasos, como si
hubieran aprendido nuestra danza y la interpretaran junto a nosotros, un
eco de cada movimiento.
—Son inferiores —contesta Jain Zar despectivamente—. Nos llevan un
millón de años de desventaja. Tratan de imitar nuestra gloria pasada, pero
carecen de la elegancia necesaria. Se autodestruirán, como tantas especies
antes que ellos. Hemos interferido en su evolución todo lo que hemos
podido y nos hemos mantenido al margen de sus conflictos. Pronto serán
historia.
—Muy pronto —asiente Eldrad—. Pero lo que nos concierne es la
manera en que se extinguirán.
Los observa con gravedad.
—Por generaciones, hemos presenciado la condena de los humanos, sí,
llamémoslos por su nombre, la caída de su linaje. Esos recién llegados que,
no obstante, han forjado un imperio merecedor de ese título. Su empuje
nos ha tomado por sorpresa. Les hemos visto cometer los mismos errores
arrogantes que nosotros. Hemos previsto su caída inevitable, porque ¿no
es acaso el destino de toda especie que utiliza el poder de la mente para
influir en su futuro? Ulthwé se los advirtió, pero se negaron a escuchar. Yo
decidí pasar por alto esa negativa.
Un murmullo de consternación recorre la sala.
—He manipulado ciertos elementos intentando evitar esta catástrofe,
pues ya sabía lo que ustedes apenas descubren. No solo perecerá la raza
humana. Mis esfuerzos, a lo largo de años de cuidadosa intervención han
tenido un éxito limitado. Algunas de mis acciones fueron erróneas y he
intentado ajustar los hilos del destino de la mejor manera posible. Pero al
menos lo he intentado. Ahora, en su desesperación, sugieren que es
momento de actuar. Ya es tarde. Horus Lupercal ha acumulado demasiado
poder como para que podamos confrontarlo directamente. Solo me queda
un agente clave en juego. Él ha garantizado que las fuerzas contrarias a
Lupercal cuenten con un campeón formidable, al que llaman el Hijo de
Prometeo. Mi agente podría lograr más, aunque lo dudo. Nuestra visión es
borrosa porque ya no hay un futuro claro que ver. No nos queda más
remedio que seguir la política que has decidido, permitir que el fuego
consuma y luchar contra las llamas si se acercan demasiado. O, si el destino
es adverso y la humanidad no se destruye por sí misma, entonces nos
prepararemos para enfrentar a una especie fracturada y alimentada por el
Caos. No tenemos otra opción más que esperar. Los Arlequines nos ofrecen
su danza, La Danza Sin Fin, para recordarnos lo que somos capaces de
soportar, porque deberemos resistir de nuevo, y lamentar, ya que es justo,
la muerte de una especie con consciencia —concluye Eldrad con gravedad.
—Palabras hermosas —interviene Nechrevort, rompiendo el silencio que
sigue—, pero hay un error en un detalle.
—¿A qué te refieres? —inquiere Eldrad.
Nechrevort hace un ademán hacia los Arlequines que se apartan.
—Eso, Alto Precursor de Ulthwé, no fue La Danza Sin Fin —corrige.
—Explícate, drukhari —demanda Eldrad.
—He presenciado el baile —comienza Nechrevort—. Quizás las
comparsas de Arlequines no hayan atravesado estos senderos distantes
desde el primer aliento de La Sedienta, pero sí han ejecutado sus
mascaradas en High Commorragh11.
—¿Exclusivamente para ustedes? —inquire Jain Zar.
—No es un secreto —replica Nechrevort—, pero parece que ninguno de
ustedes deseaba asistir. Habrían sido bien recibidos. No somos bárbaros.
Somos capaces de respetar las condiciones de una mascarada en medio de
la tregua, tanto como ustedes. No obstante, lo que intento decir es que he
presenciado La Danza Sin Fin. En tres ocasiones. Y en cada una, he llorado
de vergüenza y rabia por lo que hemos perdido todos. Conozco sus
movimientos y sus formas. Esta no es esa danza.
—Claro que lo es —afirma Eldrad.
—Es muy similar, no lo niego, vidente —le concede Nechrevort—. La
estructura, la composición y muchos de los pasos son los mismos. Sigue un
patrón idéntico. Tiene el mismo número de participantes, las mismas
distinciones de los grupos de luz, oscuridad y penumbra. Los cuatro mimos
siguen representando a los demonios. Los Bufones de la Muerte aún
simbolizan a los segadores de almas. Evoca la caída de una raza y el
nacimiento de un dios. Pero estos nueve actores no representan a la
antigua raza. Y el Solitario Arebenniano no encarna a La Sedienta.
—No —replica Eldrad—, estás en un error.
—¿Realmente lo estoy? —interroga el emisario drukhari—. Ojalá fuera
así. —dirige su mirada hacia los Arlequines— ¿Cuál es el nombre de esta
danza?
—Es La Danza del Final y la Muerte —responde el maestro de la
compañía con una voz áspera, casi olvidada.
—¿Y qué papel juega el Solitario?
—El que está por nacer —contesta el maestro de ceremonias con voz
gutural—, el nuevo dios.
Eldrad siente un frío recorrer su piel. No es una ilusión de la sala. ¿Cómo
no lo ha advertido? ¿O es que ha elegido no verlo, debido a que las
consecuencias son demasiado aterradoras?
—¿Cómo se llama tu papel? —pregunta Eldrad al enmascarado solista.
—El Rey Oscuro —responde el Solitario.
II
Una Semilla de Discordancia
Marte escucha. Marte observa. Marte aguarda.
Aquí el silencio no existe, solo un constante y sutil zumbido de diligencia
y paciencia. Todo funciona con un propósito sagrado y unificado, todos los
sonidos confluyen en un solo coro. Es el pulso bajo de los conductores de
datos sagrados que serpentean a través de los núcleos sobreenfriados de
los cogitadores gigantes, construyendo y actualizando sin cesar un modelo
de la realidad divina. Es el ronroneo de los reactores profundos,
sumergidos como pozos en el manto del planeta, generando y modulando
una fuerza colosal. Es el lamento del viento que se desliza entre los cables
de alta tensión que sostienen las antenas sensoriales, cada una apuntando
al cielo como una flor en plena apertura, cada una de diez kilómetros de
diámetro, cada una enclavada en un cráter tallado con precisión en la
piedra rojiza de la Planicie de Lantis, el complejo sensor más vasto del
Reino Solar.
Es el crujido y chisporroteo de los monitores de radiación en la superficie
abrasada, y el zumbido de los procesadores ambientales en las inmensas
bóvedas bañadas de rojo. Es el tránsito de miles de millones de adeptos y
magos desplazándose a través de las cámaras de la forja como la sangre
fluye por las venas de un cuerpo, cada uno con una misión específica,
todas las misiones en armonía entre sí. Es el estruendo de los sistemas de
propulsión al mínimo, que resuenan como un trueno distante de los
incontables transportes de carga suspendidos como islas inverosímiles en
el cielo quemado por el sol marciano, o agrupados como insectos
alrededor de las agujas de atraque del Anillo de Hierro; una flota que
compite con la del Señor de la Guerra, pero construida para reconstruir y
reformar. Es el latir de impecables moldes estándar preservados en
archivos de estasis. Es el murmullo binario incesante de la Noosfera12,
enlazando hasta el último componente del Verdadero Mechanicum, la voz
susurrante de Marte, que habla desde y hacia todo, calmada,
tranquilizadora, esclarecedora, exacta, omnisciente.
Marte aguarda. Una cultura sacerdotal entera, una fusión perfecta de
máquina divina y espíritu orgánico, sincronizada a lo largo de una ciudad
del tamaño de un continente que modifica la superficie marciana como un
implante augmético, dedicada en cada uno de sus aspectos al verdadero y
tangible Omnissiah13 que finalmente se ha manifestado...
Marte aguarda una señal. En el núcleo mismo de Monte Olimpus14,
Kelbor-Hal espera para emitirla.
El Fabricador General15, envuelto en un capullo de filamentos y cables
de datos, suspendido en el éxtasis de la Noosfera, escruta la masa infinita
de información. Las antenas parabólicas de la Planicie de Lantis son sus
ojos; la red de nodos orbitales de auspex, sus oídos; los sistemas de augur
y pronósticos orientados al cielo, su pulso. Observa, analiza los datos
actuales, examina meticulosamente cada unidad de código, por minúscula
e insignificante que sea. No duerme, pues no requiere descanso. No
muestra impaciencia, ya que la impaciencia presupone la capacidad de ser
paciente, y esas son características orgánicas residuales que hace tiempo
desechó, junto con sus extremidades, órganos vitales y dientes. No
experimenta frustración, ni el más mínimo atisbo de la angustiosa prisa
que atormentaría a un ser orgánico. Solo existe una síntesis binaria de
estados pasivos y activos.
En estado pasivo, absorbe datos. En estado activo, nota el transcurso del
tiempo, la ausencia de respuestas a sus comunicaciones. Pasivo, sus ojos
en forma de plato contemplan la herida cruda de luz que ahora ocupa la
posición de Terra en el cielo. Activo, registra la creciente pérdida de
claridad en esa región, la interrupción de las señales de la flota invasora del
Señor de la Guerra, la discontinuidad en los análisis confiables del campo
de batalla en la superficie terrestre, el aumento sostenido de los niveles de
radiación inmaterial. Pasivo, observa cómo los cogitadores masivos
escudriñan los espectros de estas nuevas energías, determinan sus
nombres y propiedades y proyectan su interacción con la dinámica del
espacio real. Activo, repasa las últimas comunicaciones del Señor de la
Guerra, los términos complejos de su tratado negociado y los recursos que
se ha comprometido a proveer.
Kelbor-Hal no incumplirá su pacto. El Verdadero Mechanicum no
incumplirá su pacto. Ningún detalle de los acuerdos quedará sin atender.
Cuando el Lupercal señale que la gesta se ha consumado, que Terra ha
sido sometida y que la obscenidad que es el Falso Emperador ha sido
derrocada, el Fabricador General emitirá la orden, Marte se pondrá en
marcha y las flotas de transportes de carga que esperan zarparán hacia
Terra para iniciar la reconfiguración y restauración del Mundo del Trono.
En la privacidad de sus reflexiones, Kelbor-Hal nota que la gesta está
tomando más tiempo del esperado, y más de lo que el Señor de la Guerra
había previsto con audacia. El asedio se extiende. Ha durado nueve coma
siete meses terrestres, más de lo inicialmente estimado por Kelbor-Hal. El
Falso Emperador y sus leales han exhibido niveles de resistencia
inesperadamente tenaces, aunque esta posibilidad ya había sido
considerada por el General de la Guerra. Kelbor-Hal nunca subestimó al
Falso Emperador. A pesar de su actitud desafiante y secular, sin conceder
margen a la espiritualidad, el autoproclamado Señor de la Humanidad llegó
al Mundo Rojo con las vestimentas de una deidad. Fue un acto calculado,
que no confesaba divinidad pero la insinuaba, el triunfo de la fe sobre la
evidencia. El Mechanicum había aceptado al Emperador como el
Omnissiah encarnado, y él no había hecho nada para disuadir esa noción,
pues le convenía ser venerado y seguido por Marte. Esto condujo al Cisma,
una crisis de fe de la que el clero apenas se había recuperado. Pero en
aquellos días sombríos de división, se descubrieron nuevos secretos en las
logias de las bóvedas prohibidas. Algunos, los herejes, los desestimaron
como código basura, las peligrosas palabras de entidades abominables,
pero Kelbor-Hal y sus magos fieles reconocieron su verdad. Las escrituras
de Moravec habían desvelado la auténtica palabra del Omnissiah. El
Emperador de Terra no era ninguna deidad encarnada. Kelbor-Hal había
utilizado el código de las escrituras para reunificar y sanar a Marte, para
unificarlo y restaurarlo, para convertirlo en un ente único y supremo, y
para construir el nuevo y Verdadero Mechanicum sobre las cenizas de la
vieja teocracia.
Kelbor-Hal no tolerará que el Falso Emperador engañe nuevamente a los
suyos. Marte prevalecerá, sagrado y divino, mientras que Terra caerá,
arrastrando consigo al Señor de la Herejía.
Observa minuciosamente. Los niveles de perturbación severa en el tejido
del espacio real, que afectan la ubicación de Terra como un subproducto de
la conformidad, han superado sus proyecciones teóricas iniciales. La
estructura del espacio real se desintegra y colapsa a un ritmo
alarmantemente acelerado. Se han detectado diecinueve nuevas
manifestaciones de energías xenoetéricas. Reflexiona si al final quedará
algo de Terra para reconstruir. Considera que los restos de Terra podrían
ser tan venenosos y devastados que quizás sea necesario abandonar por
completo el sitio y erigir el nuevo Mundo del Trono en Marte. Eso sería del
agrado del Omnissiah.
Espera. Marte espera. Ellos son uno y el mismo, sacerdote y planeta
fusionados en una entidad simbiótica, listos y unificados en la fe.
Un ligero cambio perturba el zumbido constante. Una desviación
subarmónica casi imperceptible que sólo él podría detectar. Una pequeña
variable. Una anomalía en una sola unidad de código.
Movido por la curiosidad, rastrea el origen, eleva esa singularidad del
océano de datos para examinarla más de cerca, como quien selecciona un
grano de arena del fondo del mar. Es una pequeña anomalía, una sola
protocélula de información fuera de alineación con el resto del organismo
de la realidad. Inicialmente, su naturaleza le resulta indescifrable. Reajusta
su percepción noosférica y despliega niveles más profundos de análisis.
Encuentra una minúscula discrepancia. Un único paquete de datos de
retorno, entre los billones que recibe la sensoria de Marte cada segundo.
Se encuentra desincronizado con los demás, no alineado en tiempo por un
margen ínfimo de una millonésima de segundo, incluso después de ajustar
por la posición relativa. Su cronometraje es incorrecto. Kelbor-Hal
sospecha que podría ser una micro-discrepancia en la señal o en la malla
de auspex, una ligera imperfección en las redes marcianas. Activo, somete
esta hipótesis a prueba, iniciando diagnósticos de los sistemas del
Mechanicum para localizar fallos en las máquinas, errores técnicos,
corrupción de datos y fallos en el almacenamiento o procesamiento de
información. Paralelamente, ordena un nuevo escaneo completo para
contrastar los resultados.
Le resulta ligeramente divertido. Los errores ocurren en todos los
sistemas, por perfectos que sean, por las sacrosantas leyes de la entropía.
Corregirlos siempre es un deleite, ya que enmendar un microerror es un
paso hacia la perfección. Este es el primer fallo que encuentra en cuatro
meses. Es algo más que hacer en medio de la espera.
El diagnóstico no revela fallas. El reanálisis arroja el mismo error. En
estado de alerta, el Fabricador General repite el diagnóstico y el reexamen.
El diagnóstico sigue sin mostrar fallos. Pero el nuevo escaneo ahora indica
dos microerrores. Dos granos de discordia. Dos anomalías temporales.
Kelbor-Hal convoca a todos los magos primarios para abordar la
cuestión. Para cuando, cuatro nanosegundos después, comienzan a
trabajar, el contador de errores marca cuatro. Luego dieciséis. Luego
doscientos cincuenta y seis.
Está presenciando una falla en cascada. Una expansión de colapso
temporal. El epicentro es Terra, pero la onda de errores se propaga
rápidamente hacia afuera, a través del Reino Solar.
El tiempo se fractura. La estructura cuadridimensional del espacio real se
está deshaciendo, desarmada por las fuerzas exoplanares que cruzan la
brecha infligida por el Señor de la Guerra en Terra.
El tiempo se fractura. Kelbor-Hal se detiene y recalibra su definición,
dándose cuenta de su notable imprecisión. No es que el tiempo se haya
roto. El tiempo se ha detenido. Se ha congelado, quedado en suspenso.
El bajo y constante zumbido de Marte cambia nuevamente. Sirenas de
advertencia suenan en los abismos de la forja. Kelbor-Hal emite una señal
de máxima prioridad hacia el Señor de la Guerra y la envía en bucle.
Observa cómo la onda de atemporalidad, que se extiende desde Terra,
comienza a invadir la Zona Marciana. Ve cómo los cronómetros
sincronizados de la forja se detienen o se reinician.
Ve cómo se detienen los relojes.
Observa cómo los inmensurables datos de las cavernas de su dominio
empiezan a reconfigurarse y reescribirse, formando nuevas unidades de
información, todas idénticas, todas con la misma palabra, todas con la
misma expresión binaria de un nombre.
Es el nombre del Omnissiah. El nuevo Omnissiah. El verdadero
Omnissiah.
Kelbor-Hal comienza a gritar, algo inusual en él.
III
La última mano
En el silencio forzado, jugaban, no como pasatiempo, sino para preservar
un mínimo de agudeza mental. Durante los dos primeros meses, Niora Su-
Kassen había hecho del regicidio su rutina, enfrentándose a la tripulación
del puente y, cuando se daba la ocasión, al capitán Halbract y a los demás
Huscarles de élite del contingente pretoriano. Desafiar a un Puño Imperial
en regicidio era un esfuerzo vano, hasta que Su-Kassen descifró las
subyacentes estrategias de guerra terrestre que ellos aplicaban al juego.
Innovando, y simplemente para mantener su mente activa, incorporó
tácticas de la flota de combate, principalmente teorías de asalto de
enjambre y sacrificios tácticos, logrando vencer a Halbract dos veces e
inducir un empate en otras tres ocasiones. Recordaría la expresión de su
rostro por el resto de su vida: una mezcla de orgullo herido y una
fascinación que rayaba en la avidez. En el siguiente encuentro, Halbract
había estudiado sus derrotas, descifrado sus maniobras y se adaptó.
Recuperó su serie de victorias. Había aprendido de sus errores y
reformulado su estrategia. No volvió a ganarle.
Sin embargo, esa no era la razón por la cual dejó de jugar al regicidio.
Después de dos meses, la idea de un juego basado en la muerte de un
monarca le resultaba repulsiva.
En su lugar, hizo de la nave su nueva costumbre.
La nave. La Falange16, la más imponente y magnífica fortaleza jamás
creada por la humanidad. Recorría sus pasillos y galerías, cubiertas de
combate y compartimientos de motores, hora tras hora, examinándola
meticulosamente y, en ocasiones, realizando personalmente los ajustes y
mantenimientos. Conversaba en voz baja con cada miembro de la
tripulación que encontraba, desde los oficiales hasta los más humildes
sirvientes y fogoneros. Memorizaba nombres. Escuchaba retazos de sus
vidas. Observaba sus costumbres y los juegos con los que se mantenían
despiertos. Regicidio, Gambito Nueve y Senet en el comedor de los
oficiales; Ashtapada en cartografía; Gow, y Sabuesos y Lobos, en la sala de
estrategia; juegos de dados y apuestas en las cubiertas inferiores; partidas
de Tarock en las cámaras de los autocargadores; rondas de Song y
Cartomancia en los comedores, y partidas rápidas de Triple Truco en los
pasillos de servicio de las calderas.
El tedio es el adversario inmediato, junto con el consiguiente deterioro
de la moral y la preparación. La Falange, pese a su imponente fuerza,
permanece oculta bajo la sombra de los anillos de Saturno, disimulada por
los campos magnéticos del colosal planeta gaseoso. Junto a ella, en un
silencio igualmente sepulcral, se ocultan cientos de naves de guerra leales,
los supervivientes de la Guerra Solar, los vestigios de las flotas de la Legión,
la Flotilla Saturnina, la majestuosa Flota Joviana. Todas operan en
penumbras, con sus sistemas reducidos al mínimo, en un estado de
hibernación tan próximo a la desconexión total como es posible.
Es una flota que podría conquistar mundos, pero frente a la armada
traidora, no son más que heridos fugitivos ocultos en un desagüe. Las
naves del Señor de la Guerra, un torbellino de escuadrones de combate,
dominan por completo el Reino Solar. Moverse significa ser detectado, ser
detectado implica la aniquilación, ya sea en enfrentamientos directos con
la hueste traidora, donde el término "superioridad numérica" parece una
burla irónica, o siendo cazados como un rebaño enfermo por las
formaciones de depredadores que merodean las esferas internas y
externas.
De vez en cuando, Su-Kassen contempla la aniquilación. Esta posee un
cierto encanto. Como almirante de la Flota Joviana y Gran Almirante Terran
interino, es una guerrera de carrera, tan intrínsecamente hecha para la
guerra como la misma Falange. Luchar, incluso hasta morir, le resulta más
apetecible que aguardar en lo que a menudo semeja la quietud de un
cobarde. Sueña con la ofensiva. Formula estrategias y tácticas. Cada una
concluye en derrota y exterminio a manos del enjambre traidor, con una
inevitabilidad tan fija como la destreza de Halbract en el regicidio. Pero la
victoria no es su fin; lo es el matar. Visualiza escenarios de un ataque por
sorpresa, una aceleración colectiva lanzando su maltrecha armada hacia la
Esfera Terrana, un escenario repleto de blancos. No habría regreso, pero,
por el Trono, su final sería glorioso. Exigirían un alto precio. Solo la Falange
por sí sola destruiría una docena de grandes cruceros antes de su
destrucción. Castigarían y mutilarían a la flota traidora, destrozarían su
flanco y prenderían fuego a cuanto pudieran antes de que su tiempo se
extinguiera.
Sería glorioso. Mejor que un silencio perpetuo. Sería, al menos, algo.
No obstante, mantiene este pensamiento en secreto. Halbract y los
demás superiores rechazarían la idea tan pronto como la propusiera. Es
probable que la relevaran del mando. La misión de la Falange es clara y
singular: esperar hasta ser llamados y, en ese momento, llevar a cabo una
extracción relámpago para rescatar al Emperador de Terra.
Son el as bajo la manga, la última jugada, el reconocimiento de una
derrota inevitable. Representan el último recurso, el paso hacia la
aceptación. Su despliegue significaría el acto final, la admisión de que los
leales han sido vencidos.
Sin ellos, en una derrota definitiva, el Emperador simplemente moriría.
Los Huscarles Pretorianos y los Custodios no permitirían tal
eventualidad. Están consagrados a la vida del Emperador. Incluso si Terra
cayera, un pensamiento inimaginable por sí solo, Él debe sobrevivir.
Así que esperan, destinados a su última misión. El tiempo transcurre con
lentitud, casi como si los relojes se hubieran detenido. Ella duda que el
Emperador consienta el final que Halbract ha previsto. La historia ha
demostrado Su tenacidad. Él jamás abandonará el Trono, ni permitirá que
lo lleven a un lugar seguro. Ella está absolutamente convencida de que, en
esto, Él es como ella: lucharán hasta el fin. Sin rendición. Sin compromisos.
Hasta la muerte.
Pero la orden de Dorn fue explícita. Ella, con su armada y sus miles de
soldados, aguarda para cumplir una orden que, en su fuero interno, sabe
que nunca se concretará.
Suelta la llave que sostiene en la mano. La frustración la ha llevado a
apretarla con tanta fuerza que la palidez se ha adueñado de sus delgados
dedos. Quiere gritar, liberarse de la tensión que invade su cuerpo, pero no
le queda más que el susurro. Los sensores enemigos están al acecho,
captando cualquier vibración o eco que pudiera revelar su posición. Se
imagina persuadiendo a Halbract, aunque sabe que las posibilidades se
esfumaron aún más después de la deserción de Corswain. El Ángel Oscuro
y su fuerza de diez mil, que por un breve instante fueron un faro de
esperanza, hasta que se hizo evidente que su número era insuficiente,
habían emprendido una carrera desesperada hacia Terra en un intento por
asegurar y reactivar el Astronomicón17. Necesitó emplear toda su
diplomacia para que Halbract accediera, y aún más para que
comprometiera a la nave insignia del Emperador, la inmensa Imperator
Somnium18. Esa nave, la más veloz y avanzada de la flota, era la única con
capacidad para tal empresa, y su despliegue implicaba su inevitable
sacrificio. Corswain había argumentado que sin la guía del Astronomicón,
ninguna flota de rescate hallaría el camino a Terra.
Esos eventos se sienten distantes ahora, como si hubieran transcurrido
años. Observaron desde el puente aquella carrera esplendorosa, las
chispas de fuego salpicando la órbita de Terra, los resplandores que se
extinguían. El Somnium había desaparecido, consumido en una carga
desesperada, y con él los buques de guerra de Corswain, que se
precipitaron en su estela.
No hay señales de éxito en la misión. Ninguna confirmación de que algo
o alguien haya llegado con vida a la superficie. El Astronomicón permanece
apagado.
Halbract no ha comentado nada, pero ella sabe que esta situación solo
ha afianzado su resolución.
Recorre los corredores silenciosos que yacen entre la Circulación Ventral
de Popa y el Ajuste 987 de la misma sección. Pasa por las filas
interminables de interceptores Xiphon en espera en los hangares. Se
pregunta si las jaulas de entrenamiento de los astartes respetarán el
umbral de silencio impuesto. Desea, con anhelo, desahogar su ira con una
espada.
Un suboficial la saluda. Es un momento digno de recordarse. Tanstayer.
Modit Tanstayer, maquinista de segunda clase. La saluda en un tono bajo y
se interesa por su bienestar, recordando que la última vez que hablaron,
las constantes raciones militares le habían causado dolores estomacales. Ya
se encuentra mejor, le agradece al almirante por su preocupación. Ella
inquiere sobre su suerte en el juego de Tarock, ya que Tanstayer suele
tener más fortuna con las cartas que con la comida. Él responde que su
racha victoriosa lo ha convertido en víctima de su propio éxito, y que la
tripulación ha dejado de apostar con él debido a que gana con demasiada
frecuencia.
—Además —susurra él—, a todos les resulta más entretenido mirar a
Montak.
Su-Kassen pide que le muestren.
Montak —Guillaume Montak, jefe de ensamblaje— se encuentra
sentado en el taller de ajustes, inclinado sobre un arcón de herramientas
sobre cuya tapa ha dispuesto unas cartas de tarot desgastadas. La baraja
parece ser antigua, siguiendo la estructura imperial estándar, con arcanos
mayores y menores incluidos. La tripulación se aparta con respeto para
que ella pueda observar.
Montak es un veterano, con las manos marcadas por la exposición a
químicos, casi azuladas. Hay reglamentos sobre la adivinación esporádica,
pero Su-Kassen entiende la capa de superstición y tradición que impregna
los códigos de la flota de combate. Los navegantes siempre han valorado
sus amuletos y augurios. Ella no está para juzgar; después de todo, posee
su propio mazo. Montak, al parecer consciente de esto, recibe su presencia
con una sonrisa tranquila y una ligera inclinación de cabeza, para luego
continuar con su lectura.
La tirada que realiza es la Leonormal, un método antiguo y poco
convencional. Las cartas con reactivos sensibles relucen en la penumbra
del taller. Montak coloca las cartas sobre la mesa siguiendo la secuencia
exacta para la lectura, revelando cada una con una floritura, un delicado
giro de muñeca que hace que las cartas chasqueen al ser expuestas.
Observa la disposición de las cartas: El Bufón de la Discordia, El Ojo, El
Gran Ejército, El Mundo Roto, El Laberinto, El Trono Invertido, El Coloso, La
Luna, El Mártir, El Leviatán, La Torre del Relámpago y El Emperador. Revela
la última carta, El Rey Oscuro.
Una tirada infausta. Se escucha un murmullo entre los presentes. Ella
supone que, como ella, identifican una difusión ominosa. Pero Montak
sonríe y las apuestas cambian de manos.
Su-Kassen se muestra perpleja. Para alguien con su conocimiento íntimo
del tarot, el reparto es nefasto y la interpretación, lúgubre. Una inclinación
hacia la discordia y los aspectos más adversos del destino. Un mundo
sitiado y caído, un trono derrocado... Aunque sabe que no se debe tomar al
pie de la letra ninguna interpretación, no puede evitar que El Ojo, que
evoca el Ocularis Malifica, la perdición de los xenos aeldari, le recuerde el
nimbo nefelosférico de la disolución inmaterial que asola el Mundo del
Trono, tal como lo muestra el puente.
—No comprendo —le susurra a Tanstayer—. ¿Qué tiene de entretenido?
—Por la forma en que salieron las cartas —responde él en un susurro.
—Pero ha sido una tirada sombría.
—Sí —asiente Tanstayer—. Otra vez.
Montak la mira y le hace un guiño.
—¿Quiere hacer una apuesta, almirante? —pregunta mientras mezcla
suavemente las cartas.
—¿A qué? —inquiere Su-Kassen.
—Al principio, era por la disposición —explica Tanstayer—. Una moneda
por cada carta pronosticada. Pero, desde ayer...
—¿Desde ayer? —repite Su-Kassen con curiosidad.
—Desde ayer —explica Montak— solo apostamos al sí o al no. ¿Será la
misma tirada o cambiará?
—Las probabilidades son significativas —comenta Su-Kassen—. No es
tan simple como lanzar una moneda al aire.
—Podrías pensar eso —responde Montak con una sonrisa.
—Siempre es la misma secuencia —interviene Tanstayer—. Cada vez, la
misma tirada.
—¿Cuántas veces?
—¿Cincuenta? —estima Montak—. Por ahí. Consecutivas.
Su-Kassen parpadea con incredulidad.
—Jefe, siempre lo he conocido como un hombre íntegro y un pícaro
astuto —comenta—. Sospecho que el pícaro está en acción ahora. Estás
desplumando a estos hombres con trucos de magia.
—De ninguna manera, milady —rechaza él, ofreciéndole el mazo de
cartas—. Puede barajar y cortar usted misma, si así lo desea. Adelante.
Cuando quien recibe la lectura baraja...
—...transfiere su energía al mazo —concluye ella—. Sé cómo hacerlo.
Toma el mazo. Los bordes de las cartas están manchados de azul. Baraja
hábilmente cuatro veces, corta y baraja dos veces más.
—Vaya —dice Montak—. Caballeros, parece que tenemos una
cartomántica entre nosotros.
Los tripulantes sueltan una carcajada. Su-Kassen devuelve el mazo a
Montak.
Con un gesto hábil, Montak humedece la punta de su pulgar y prepara el
mazo para otra tirada.
De nuevo, coloca las cartas: El Bufón de la Discordia, El Ojo, El Gran
Ejército, El Mundo Roto, El Laberinto, El Trono Invertido, El Coloso, La Luna,
El Mártir, El Leviatán, La Torre del Relámpago y El Emperador. Y al final, El
Rey Oscuro.
—Jefe —dice—, necesito que quemes estas cartas.
Montak la observa con una mirada inquisitiva. Antes de que pueda
articular palabra, una luz en su brazalete de datos comienza a parpadear.
Aunque las comunicaciones están silenciadas, esa señal indica que su
presencia es requerida en el puente.
—Me están llamando —anuncia ella—. Quema estas cartas de
inmediato. Es una orden.
Halbract la espera. La cámara del puente, escalonada y vasta, yace
silenciosa como un mausoleo.
—¿Lord Halbract? —susurra al entrar.
El Huscarle se mueve a un lado, su semblante adusto y firme.
—Almirante —su voz es un murmullo—. Los relojes se han detenido.
—¿Un fallo? ¿Qué relojes?
—No, almirante —aclara él—. Todos los relojes. Cada crono en la nave.
Cada reloj en la Falange. Incluso los seguidores relativistas. Todos se han
detenido, congelados en el mismo instante.
Ella intenta hablar, pero sólo alcanza a emitir un suspiro entrecortado.
—¿Hay alguna explicación, Halbract? —inquirió con la mayor calma
posible.
—Los análisis sugieren que una anomalía en el tejido inmaterial del
Sistema Solar ha... —titubea—... alterado de algún modo el curso natural
del espacio real. El tiempo se ha detenido.
—¿Detenido?
—Un punto estacionario, sin retroceso ni avance. Una pausa. Un cese.
—¿En qué área?
—Aún lo estamos determinando, almirante. Quizás en todo el Reino
Solar. Quizá más allá.
Ella asiente, disimulando su inquietud. No quiere que la tripulación ni
Halbract perciban el temor que crece dentro de ella.
—Descúbrelo, por favor —ordena—. Tan rápido como sea posible.
Autorizo el uso de sensores pasivos, pero sin exponernos a ser detectados.
Halbract asiente y ella se retira a su cámara adyacente al puente. El
entorno familiar y la proporción de la habitación le ofrecen cierto consuelo,
pero no es suficiente. Desbloquea el tantalus de latón y se sirve una dosis
reglamentaria de amasec, bebiéndola de un solo trago.
Medita sobre el segundo vaso.
Piensa en Montak. Su propio mazo de cartas psíquicas yace en el cajón
de su escritorio. Por un momento, contempla la idea de sacarlas, barajarlas
y repartir para sí misma, para desmontar los astutos juegos de manos de
Montak y sus trucos.
Pero algo dentro de ella le dice que ya conoce el resultado de esa tirada.
QUINTA PARTE
FIRME COMO VOS
5|I
Fragmentos
Los muertos ya son más que los vivos, y ambos son superados en
número por aquellos que no mueren y los que nunca han vivido.
Los restos yacen acumulados a cinco o seis metros de profundidad al pie
de la Defensa Délfica19. Allí murieron, aplastados contra la imponente
barrera, derribados en su postrera defensa sin margen para el repliegue.
Reposan en el lodo, cuerpos entrelazados, unos sobre otros. No son seres
humanos. Son máquinas de guerra Titán.
Los pocos de su clase que aún se mantienen, las últimas máquinas fieles,
retroceden paulatinamente a través de las lluvias ígneas del Anillo Palatino,
avanzando penosamente, disparando incansablemente contra la horda
traicionera que se cierne sobre ellos. Su fuerza y munición casi se han
agotado. Uno tras otro, caerán destrozados por el fuego enemigo o
derrotados por la furia de los Nunca Nacidos. Algunos explotarán como
estrellas fugaces, llevándose consigo hectáreas enteras. Otros se
detendrán, sus energías agotadas y sus reactores asfixiados, para ser
finalmente invadidos por los traidores, que treparán como hormigas
cubriéndolos completamente con capas vivas de pequeños cuerpos
acorazados. Cada caída representará una epopeya de valentía. Cada caída
será solo una muerte más para marcar en una hombrera desgastada o en la
falda de acero de un tanque demoníaco. Cada caída será ignorada.
La guerra se despliega como una entidad única, un mosaico en constante
cambio compuesto por mil millones de fragmentos individuales. Se desliza
como un río de alquitrán, centelleante con innumerables fulgores. Una
vasta alfombra de combatientes humanos se extiende sobre el terreno
escarpado, abarcando laderas, cumbres, valles y colinas. Lo cubre todo y
está siempre en movimiento. Hay incontables armas cortantes y
contundentes, incontables proyectiles que trazan arcos ígneos en el aire,
incontables garras, incontables dientes. Las máquinas de guerra con
frentes blindadas avanzan con ímpetu, surcando los campos de batalla,
lanzando cuerpos por los aires a su paso como si fueran desechos
expulsados por cosechadoras. El aire tiene un tono ámbar oscuro, saturado
por el resplandor de explosiones espectaculares que estallan y salpican las
paredes erosionadas de la Defensa Délfica. Las placas de ceramita y
plastiacero que protegen las murallas se descaman y abollan, empujadas
más allá de las tolerancias de sus materiales por la implacable violencia del
asalto. El revestimiento adamantino de las murallas, sobrecalentado por
llamas sacrílegas, comienza a derretirse y rezumar, mientras el mercurio
corroe las imponentes almenas.
Sólo persiste la última fortificación del Sanctum Imperialis20. Los
Dominios del Palacio, otrora una ciudad-estado celestial que se extendía
como una nación, han sido reducidos a su último bastión, un enclave
solitario de resistencia, cercado por el último muro de la Defensa Délfica y
la tensa casamata de su Escudo de Vacío. Magnifican ya no existe, reducido
a un desierto abrasado por tormentas de fuego y escombros. La Anterior
ha dejado de ser, convertido en un pantano de lodo revuelto y ruinas
flameantes por donde las fuerzas traidoras, cada vez más numerosas,
continúan fluyendo para reforzar la ensordecedora turba que asedia el
Sanctum. Incluso los cinturones exteriores del Sanctum han caído: la gran
barrera defensiva de la Última Muralla21 ha sido superada, y cada
majestuoso tramo de su perímetro —Europa, Saturnino, Adamantino,
Hemisferio Occidental, Indómito, Exultante— ha sido derribado y
despedazado, junto con sus bastiones y los nombres que llevaban como
estandartes de resistencia. Dentro de la corona fracturada de la Última
Muralla, el Palatino y su anillo interior de ciudades fortaleza arden en el
infierno.
Lagos de llamas bullen en torno a montañas de cadáveres. Las ruinas
exhalan humo de fuego gélido. Mares de lodo líquido se extienden sin fin,
como desoladas playas interminables donde la marea de la guerra ha
retrocedido. Llanuras de limo y bancos de barro se entremezclan con
franjas coloreadas por químicos, aceites y residuos orgánicos disueltos, y
están moteadas de islotes medio sumergidos de máquinas de guerra
inactivas, bastiones fracturados y restos indescifrables, colinas y
montículos donde los hombres hicieron sus últimas resistencias. Ejércitos
leales aún sobreviven y combaten en este mortífero paisaje del Anillo
Palatino, pero se encuentran solos, asfixiados por el humo, incapaces de
avanzar o retroceder, aislados y ya dados por perdidos por el desesperado
tribunal de guerra en el Control Hegemónico.
El cataclismo final es tan abrumador que, en esta última implosión del
día de los días, hasta la propia Terra parece claudicar. La tierra se
contorsiona y fractura, abriendo cañones abismales y grietas que vomitan
fuego, tragándose tanto a leales como a traidores, o formando simas
gigantescas que exhalan furia volcánica.
Solo queda la última fortaleza. Si es que persiste.
Las cuatro divinas atrocidades del Caos empujan a sus seguidores hacia
adelante, en un creciente tormento de devoción febril. El derrocamiento
parece inminente; la victoria es un sabor tangible en el aire, a pesar del
revuelo de ceniza y humo. En un momento que escapa al tiempo, la
victoria parece estar ocurriendo y ya haber ocurrido.
Los fieles de Khorne avanzan en un fervor ebullente, la sangre hierve
dentro de ellos con tal intensidad que sus vasos y carne amenazan con
estallar. El rojo se impregna de cada crimen, inflado por una furia que se ha
transformado en una nueva fuerza de la naturaleza. La piedad, la
misericordia y la esperanza se han vuelto conceptos obsoletos. Los
heraldos Nunca Nacidos del Dios de la Sangre pisotean sin remordimiento
estas ideas inútiles en el barro. Son entidades colosales, mayores que las
más imponentes Máquinas Titán, y sus cuernos que rozan los rascacielos
destellan en un naranja neón contra la densa oscuridad del cielo.
Los devotos de La Sedienta22 se regocijan en el éxtasis de la destrucción.
Arremeten contra el último muro, entonando sus desvariadas canciones de
cuna y sus dementes serenatas. Se agitan dominados por una necesidad
obsesiva y un deseo desmesurado. Están destinados a la ruina, y esta es su
profecía. Anhelan el banquete venidero.
Las criaturas hinchadas e infectadas por el Abuelo, Señor de la
Decadencia, se mueven ágilmente entre los escombros, profanando y
contaminando todo a su paso, rebosantes de piojos y escupiendo
mucosidad infectada, inyectando su pestilente contagio en la piel, los
huesos y la mente.
Los hierofantes del Cambio y sus legiones de acólitos fluctúan,
inconstantes y cambiantes, entonando cánticos de nueve tiempos a los
grandiosos rituales de la metamorfosis: vida en muerte, tierra en fuego,
materia en inmateria. Volátiles en pensamiento y forma, serpentean como
llamas crepitantes a través de la torsión y mutación de la realidad. Se
burlan del último bastión, pues para ellos, ya no existe diferencia entre el
adentro y el afuera.
Todo camino es inexorable.

Él está en las entrañas de la gran nave que alguna vez llamó hogar.
Conoce la ruta, ya que ha dedicado parte de su vida a descubrir sus
secretos.
Loken blande su espada sierra, mientras las demás permanecen
enfundadas en su espalda. Se mueve por las cloacas del navío, las zonas
más profundas y oscuras, alerta ante cualquier artimaña o susurro del
adversario.
Líquido cae de las paredes desde el techo corroído. El vasto túnel de
servicio está inundado hasta las rodillas con una espuma sanguinolenta.
Las dispersas luces de servicio reflejan múltiples ecos en la superficie
mientras él avanza, enviando olas en anchos círculos. El líquido es de un
rojo brillante.
La última vez que estuvo aquí, aquel color provenía del óxido. La
corrosión de los niveles superiores se filtraba tiñendo el agua de las
sentinas. Pero ahora, el olor le dice que no es óxido. Es sangre. Enormes
volúmenes de sangre se cuelan por la nave, provenientes de un inmenso
sacrificio muchas cubiertas más arriba. Fluye por las paredes de acero y
gotea de los mamparos, acumulándose, como si el Espíritu Vengativo
hubiera sufrido un enorme moretón. Se pregunta si la contusión es visible
en el casco exterior.
Avanza.
La estructura y configuración de la gran nave están distorsionadas y
continúan deformándose. Loken evalúa cada cruce al que llega, cada
escotilla, cada acceso. ¿Qué ruta debería tomar ahora? ¿Qué camino lo
llevará hasta su padre?
Y cuando finalmente lo encuentre en esta ruina ensangrentada, ¿qué
quedará de él?
5|II
Sobre la trascendencia humana
Nadie te prepara para lo que sentirás al convertirte en un dios.
Nadie te previene sobre la extrañeza que ello implica. Es lógico, ¿cuántas
almas han alcanzado tal estado para poder describirlo? Te enseñaron a
pensar que eran ninguna, porque así te enseñaron a creer que los dioses
no existían.
Eso fue otra de las incontables falsedades de tu padre.
Pero seamos justos con Él. Era su convicción. Vivió milenios creyendo ser
un monarca solitario en un cosmos desprovisto de deidades. Su dominio
era un vacío, desolado y amorfo. No había entidades supremas más allá de
los cielos, ni seres omniscientes ocultos tras la arquitectura de los campos
estelares. Se encontraba solo, siendo la única entidad de poder
significativo en una cosmología de lo contrario automática.
Era formidable, el más formidable, pero no un dios, y él lo sabía. Y sabía
que no existían dioses. No había fortuna, ni destino, ni propósito, ni
estructura, ni plan. El universo era solo un estado de la materia que, en su
momento, había empezado y algún día finalizaría, y entre ambos extremos
no existía significado alguno.
Entonces, Él mismo impuso un sentido. No había nadie más que pudiera
hacerlo. Autoproclamado artífice del universo, adoptó la figura de una
deidad, diseñando un destino y, sin lugar a dudas, un plan. Impuso un
significado. Quizás supuso que tal proeza, por sí sola, lo elevaría a la
condición de dios, o al menos lo haría parecer uno.
No fue el caso.
Crees que Él realmente pensaba que lo había logrado. Ahora lo ves claro.
Todos esos años insistiendo en que era "solamente un hombre", todas esas
declaraciones negando su divinidad. Ese es precisamente el
comportamiento de un hombre que creía ser un dios, actuando como él
imagina que un dios actuaría. ¿Cómo era esa frase? Mersadie la sabría.
"Me parece que se pone demasiados reparos".
Demasiados, ciertamente. La falsa modestia de quien es
verdaderamente arrogante. Pensó que con humildad y negación haría que
la gente creyera aún más en su carácter divino.
Inclinarse ante su trono.
Estremecerse bajo su mirada.
Tomar Su palabra como verdad absoluta.
Tu padre no tiene idea de cómo es realmente. ¿Cómo podría? Tú
tampoco lo sabías, hasta... hasta esto. No estás seguro de lo que has
llegado a ser. Quizás ahora seas un dios, o quizás no. Definitivamente, ya
no eres solo un hombre. Has emergido de un estado de confusión para
encontrarte transformado. Una fuerza sobrenatural te colma por completo.
Si no eres un dios, estás en el umbral de serlo. ¿Es posible que este sea el
extraño y dilatado proceso de transición, mientras te conviertes de hombre
en algo más? No es como te lo imaginaste, ni como nadie podría haberlo
imaginado. Es una experiencia que trasciende el entendimiento mortal.
Solo hay un antes y un después. Antes, eras Horus Lupercal, el adorado y
victorioso. Y ahora, esto.
No resulta del todo agradable ni cómodo. Cuando el tiempo lo permita,
buscarás al Rememorador23 y le contarás todo. Es un conocimiento
excepcional, único en su especie. Vale la pena documentar esta
metamorfosis, el punto en que la encarnación mortal comienza a
desvanecerse y da paso a la ascensión. Ya seas ya un dios o estés en las
vísperas de serlo, has perdido la noción de tus límites, la extensión de tu
cuerpo o la amplitud de tus sentidos. Te embarga casi un impulso de llorar,
porque ya no eres quien eras y sabes que no hay retorno.
Resulta complicado recordar cómo eras antes de que todo esto
sucediera. Te sientes agradecido de que Mamzel Mersadie lo haya
documentado todo. Puedes revisar tu propia historia y recordar al hombre
que fuiste.
Ella no está aquí ahora. Enviarás a Maloghurst a buscarla, pero él
tampoco está. Los preparadores y los atentos pelotones de oficiales
superiores se han desvanecido. Incluso la inmensa multitud de los
Portadores de la Palabra, que se congregaron para entonar tu nombre, han
partido. Piensas, quizás, que todos escaparon aterrados al presenciar tu
transfiguración hacia esta forma elevada.
No queda nadie, excepto tú y las entidades que susurran tu nombre en
la oscuridad. La Corte Lupercal24 está sumida en penumbras. La luz te
molesta los ojos. Ves mejor en la nada. La oscuridad sosiega tu mente. Es
un tiempo de ajuste. Necesitas espacio para comprender lo que te está
ocurriendo. ¿Cuánto tiempo llevará?
Comprendes que eso depende únicamente de ti. La idea te provoca risa.
No tienes que rendir cuentas a nadie. No necesitas el permiso de nadie
para nada. Si requieres tiempo para adaptarte, será concedido. Te lo
otorgas a ti mismo.
Hay tanto a lo que acostumbrarte. Anhelabas el poder, y ahora lo
posees. Es desconcertante.
Te preguntas dónde se encuentran todos. Luego, con sorpresa, ¡otro
desconcierto!, te das cuenta de que lo sabes, porque lo sabes todo. No hay
nadie aquí porque tú los has enviado fuera. Tú diste la orden, y ahora tus
leales seguidores, tus hijos y guerreros, se dispersaron por la nave para
llevar a cabo la emboscada que con tanto detalle planeaste.
Porque los impostores han llegado, atraídos por el señuelo que les
tendiste. Incapaces de resistir, tus enemigos han abordado tu buque
insignia y han ingresado en el dominio del Espíritu Vengativo en una última
y desesperada misión para derrotarte y ganar esta guerra.
Fracasarán, eso también lo has decidido. Tu trampa es insuperable, tu
victoria, inexorable. Sus actos, que ellos consideran heroicos, no son más
que convulsiones finales de una bestia en agonía. Ellos son la presa y tú, el
lobo, con las fauces firmemente cerradas sobre sus cuellos, aguardando
con paciencia a que cesen los últimos vestigios de vida.
En la distancia, muy sutilmente, los ecos de la violencia resuenan a
través de la nave. Tus enemigos comienzan a caer, uno tras otro.
Sin embargo, no es necesario que así sea. La muerte no es la única
salida. Tienen una elección. Tú, en tu magnánima gracia, has preparado
presentes para cada uno, regalos forjados por los cuatro poderes que
presiden tu ascenso. Los presentes son tentaciones, convites, obsequios.
No serás un dios severo. Si aceptan tus obsequios, podrán sumarse a ti,
fundirse en tu ser.
Si rechazan tus presentes, entonces... la retribución será tuya.
Todo está en su lugar. Tus invitados se aproximan. Los impostores, los
cuatro impostores. No los Cuatro Antiguos, aquellos que están sublimes en
la esencia de tu ser, sino los cuatro necios que ahora buscan confrontarte.
Constantin. Tus hermanos, Rogal y Sanguinius. Tu progenitor.
Se aproximan...
5|III
Invencible
Las compuertas estallaron en una nube ardiente, y el Ángel con su
guardia avanzada se lanzaron a través de la abertura. Ikasati hubiera
titubeado un instante, pero Sanguinius ya se encontraba en el aire antes de
que el estruendo de la explosión cesara, o antes de que la lluvia de
Plastiacero se detuviera. Así que él y la Guardia siguieron a su primarca,
desplegando sus alas. Se lanzaron como una descarga de cohetes,
desafiando la brutal onda expansiva, atravesando el torbellino de llamas,
con fragmentos de escombros chamuscados golpeando su resplandeciente
armadura. La victoria se palpaba, inusitadamente próxima. Taerwelt Ikasati
nunca había visto a su señor tan encolerizado, tan impaciente. Había un
desenfreno temerario en él, un apetito voraz que sugería que su señor se
sentía inmortal en este decisivo día.
Y así era, ya fueran a vivir o a morir. Los Ángeles Sangrientos de Baal, la
espléndida Novena Legión, se habían superado a sí mismos. Contra todo
pronóstico, y sin tres cuartos de su fuerza proyectada, habían destacado en
la hora más sombría de Terra. Vivos o muertos, sus nombres perdurarían.
Los primeros en alcanzar la garganta del traidor. Los primeros en invadir su
madriguera. Los primeros en dispensar justicia y venganza sobre aquellos
que habían roto todos los pactos y confianzas, todos los vínculos de sangre
y lealtad, que habían desgarrado las creaciones de la humanidad y
amenazado la misma existencia del Imperio.
Más allá de los restos destrozados de las compuertas, la hueste traidora
esperaba formada en filas de a doscientos. Las primeras filas ya habían
caído, abatidas y desfiguradas por la detonación. El resto, ataviados con
armaduras grotescas y tan amenazadores como la propia muerte,
retrocedieron aterrados ante la visión que emergía de entre las llamas.
Sanguinius, con las alas desplegadas, clamando el nombre de su
hermano, implacable.
¿Acaso existe en toda la creación una visión más aterradora?
El ambiente cargado de humo del Gran Atrio se iluminó con el fulgor de
los disparos de la multitud traidora. Miles de destellos y puntos luminosos,
emanados de bolters y armas láser, de artefactos voltaicos y adráticos,
trazaron una lluvia incendiaria.
Sin inmutarse, Sanguinius se elevó entre ellos y se abalanzó sobre las
primeras filas. Su embestida fue un golpe de martillo que sacudió toda la
formación regimentada. Cuerpos de los veteranos y poderosos Hijos de
Horus giraron por el aire y se estrellaron contra la cubierta a su paso,
muchos de ellos ya no en una sola pieza. Avanzó por su formación
fracturada, tajando con su espada, estocando con su lanza. Progresaba con
zancadas poderosas, como un hombre desafiando el oleaje del mar,
dejando a su paso un reguero de muerte y desmembramiento. La
salpicadura del mar era una rociada de sangre, la cresta de la ola una nube
de astillas, la espuma, un velo de sangre. No se detenía. La masa enemiga,
compuesta por al menos tres compañías completas, quizá más, temblaba
al ser atravesada por él, como un cuerpo que se estremece al ser perforado
por una espada.
En un instante, otras espadas trazaron sus propias heridas en el
enemigo: Raldoron, Sacre, Meshol, Ikasati y las tempestades de la Guardia
Sanguinaria en sus alas augméticas susurrantes, cada uno abriendo
brechas en las líneas, cada uno segando un surco devastador a través de las
filas enemigas, volteando cuerpos tras de sí como un arado que revuelve la
tierra. Detrás de ellos, con un avance más lento pero igualmente
formidable, llegaron las falanges de asalto de los Catafractos25 bajo el
mando de Furio, las cohortes de las escuadras tácticas de Maheldaron y la
brigada de asalto de Krystapheros, junto con el avance medido de la
compañía Anabasis.
Eran la lanza que se clavaba en el corazón de la traición para asestar el
golpe definitivo, y Sanguinius era la punta de esa lanza.
5|IV
Pandemonium
En el caos del combate que ya lleva treinta y siete segundos, Constantin
Valdor se mantiene preciso en su conteo, a pesar de que sus sistemas
cronológicos han fallado y las matrices sensoriales de su armadura dorada
están sobrecargadas. Ha memorizado novecientos tres nombres y los
secretos que cada uno lleva consigo. Lo rodea una confusión indomable, y
una oscuridad tan densa como el hielo lo corrompe todo. Están atrapados
sin salida en este abismo. Llevan tres días abriéndose paso a través de un
barranco hecho de cartílago y hueso, para hallar al final sólo un acantilado
infranqueable. Tres días de lucha ininterrumpida. Sin embargo, sólo treinta
y siete segundos han transcurrido en este enfrentamiento.
No puede detenerse a reflexionar sobre su situación. La capacidad de
Constantin para realizar múltiples tareas simultáneamente, su evaluación y
procesamiento de información, es excepcional, incluso más allá de las
capacidades de los Astartes y posiblemente de los primarcas. Incluso en el
fragor de la batalla más intensa, mantienen la precisión letal y la respuesta
combativa, con una capacidad sobrante para el cálculo estratégico.
Sin embargo, esta batalla es distinta. Cuanto más trata Constantin de
obtener una visión general, más implacables se tornan los asaltos. El pozo
en el Espíritu Vengativo se empeña en igualar la velocidad de sus
pensamientos con la ferocidad de sus ataques. No deja espacio para más
que reacciones instintivas. Busca superarlo física y mentalmente con su
agresión constante. Si su mente cede, su cuerpo fallará; si su cuerpo duda,
su mente se dispersará. Y en este tumulto, ni siquiera puede permitirse el
lujo de ser consciente de ello.
Treinta y ocho segundos han pasado desde el inicio de la lucha.
Constantin ansiaba esta confrontación, la deseaba fervientemente. Era
consciente de que sería la más dura y crucial batalla de su carrera, y por
ello la más ardua. Quería que fuera un desafío supremo; el más feroz,
extenuante, costoso y brutal. Se consideraba preparado. Había sido
moldeado para esto, creado para la competencia, educado para anhelarla.
Una vida de triunfos en combate le había enseñado cuán áspera podía ser
la guerra.
Pero esto...
Ahora, a treinta y ocho segundos de combate, reconoce que no tenía la
más mínima noción de lo que realmente implicaba "lo peor". La situación
supera sus previsiones más pesimistas. La furia de sus enfrentamientos
previos más feroces no se multiplica por diez ni por cien, sino en una escala
totalmente distinta, tan ajena a su experiencia que ni siquiera se asemeja a
una lucha. Las palabras mismas—combate, batalla, asalto—parecen
insuficientes. Es un frenesí perpetuo donde su cuerpo no puede dejar de
moverse, sus reflejos no pueden desacelerarse, sus nervios no pueden
aflojarse y su mente no puede detenerse a pensar.
Treinta y nueve segundos de combate han transcurrido.
5|V
Bajo la sombra carmesí
En el árido rojo, bajo la sombra carmesí al pie del muro encarnado,
permanece en pie. Sabe que no hay salida de este extenso desierto sin fin,
pues durante un siglo ha recorrido cada muralla y transitado cada cresta de
las dunas, explorando cada pulgada de este ámbito sin límites.
No existe otra escapatoria que pronunciarlo. Él lo desea, insta a que lo
diga.
Pero se resiste. No cederá, aunque sienta que es lo que, en el fondo,
siempre ha deseado hacer.
Duda de todo. No hay hechos, no hay datos, no existe certeza alguna
que pueda imponer orden. Solo de una cosa está seguro.
—Yo soy —afirma.
Su voz se ha casi desvanecido. La brisa y el sol han decolorado las marcas
de su armadura hasta hacerlas irreconocibles. Su propio nombre no es del
todo cierto para él.
Pero su determinación perdura más allá de la oxidación del metal.
No se dará por vencido.
Un siglo, al menos, ha pasado. Quizás dos. Quizás tres. Es imposible
precisarlo, porque no puede contar los días, al igual que no puede contar
los cadáveres a lo largo del muro, pues todos se han desintegrado en óxido,
y no distingue entre el día y la noche. Cualquier cosa que necesitase para
regresar, cualquier cosa que haya perdido, hace mucho que terminó.
Sin embargo, él volverá.
Alza su espada, reducida ahora a un pedazo desgastado.
Y comienza de nuevo a raspar las paredes.
A lo largo de las paredes, en la penumbra refrescante, por kilómetros, la
piedra roja lleva las marcas de su incansable esfuerzo. Durante años ha
estado grabando. Planes delineados en la piedra. Esquemas.
Configuraciones de lo posible. Diseños para la fuga. Diseños para el
porvenir. Cientos de ellos. Miles. Cada uno meticulosamente trazado, ha
resultado ser inútil o irrealizable. Por ello, los ha abandonado para dar paso
a un nuevo intento. Un esquema. Un plan. Esta estrategia. Aquel diseño.
—Soy yo —se dice, afirmando su existencia.
Con lo que queda de su espada, dibuja otro plan en la pared, teñido todo
de un rojo sangriento. Raspa y corta, esculpiendo su próximo proyecto en
la tierra, con cada rasguño y cada tajo.
Graba figuras humanas armadas. Inscribía muros, pues los muros, al
igual que los planes, siempre le han servido. Traza líneas de avance y
retirada, ejes y estrategias de combate. No es arte, no es adorno. Tampoco
es el memorial de una batalla que alguna vez lideró. No es un registro de lo
que fue. Está tallando el mañana. Es una proclama de intenciones, de lo
que será. Planea con el fin de actuar. Proyecta su voluntad.
El desierto rojo se opone. Desea que cese. Le insta a detenerse, en
susurros portados por el viento. Que se rinda. "Ríndete. Solo dilo".
Pero él no lo hará.
—No lo haré —afirma con desafío, con firmeza.
Piensa, mientras labora, que esto será. Uno de estos planes, alguna de
estas variantes, funcionará. Escapará y huirá de esta manera. Llegará a otro
lugar. Habrá gente esperando. Estas serán las armas que portarán. Esto —
sus dedos pasan de una línea a otra— será la ruta que tomaré para la
huida. Aquí es donde terminará, en esta cruz aquí. Este será mi destino.
Lo grabado en la pared, en toscas incisiones y con jirones de tela, se hará
realidad mañana. O al día siguiente. O en el siguiente siglo. Pero se hará
realidad. Me liberaré y escaparé, porque aquí, ¿lo ves?, ya soy libre.
Estoy forjando el futuro.
Para consagrar esto, para comprometerse con esta visión del mañana,
introduce su mano áspera y polvorienta en el polvo rojo a sus pies. Recoge
un puñado del polvo teñido de sangre. Entre él, pequeñas partículas
amarillas de plastiacero resplandecen. Presiona el polvo contra la pared
con la palma de su mano. Deja su huella, la señal de su ser, sobre el
esquema de su plan. Esto es lo que ocurrirá, y con mi mano lo afirmo. Es
irreversible.
Ya soy libre.
—Soy Rogal Dorn —dice, con relativa certeza—. Mi nombre es Rogal
Dorn.
El entorno no aprueba. El desierto rojo, el muro rojo, todo lo rojo,
resiste. Susurra con la brisa.
Dilo, dilo, dilo. ¿Para quién es la sangre? Dilo. Ríndete. Solo dilo.
Sucumbe a tu deseo. Dilo.
Él decide no hacerlo.
El desierto trata de persuadirlo. Lo seduce. Implora. Exige. Algunos años,
utiliza otras voces, unas cercanas, otras lejanas. Las voces que elige a veces
parecen aquellas que él conoció. Pero no puede nombrarlas. No puede
nombrarse a sí mismo con total seguridad.
—Soy Rogal Dorn —repite, por si acaso está en lo correcto.
Dorn merodeando en el desierto interminable
5|VI
¿En qué te has convertido?
Caecaltus Dusk ya no necesita pensar. Está en medio del combate más
crítico y decisivo de su vida, y ya no requiere de enfoque o concentración.
La voluntad de mi maestro, el Emperador, fluye a través de mí.
Es un sentimiento liberador, y al mismo tiempo, desconcertante. El
procónsul siempre ha sido un instrumento de su señor, creado
específicamente para ello. No obstante, su función como tal siempre se ha
ejercido mediante una rigurosa disciplina, un compromiso inquebrantable
y una concentración intensa. La voluntad del Emperador le ha dirigido y
comandado, pero solo en contadas ocasiones ha tomado y cooptado su ser
de manera directa.
Ahora me enviste completamente. Es definitiva.
Caecaltus lucha con una velocidad, una fuerza y una ferocidad que nunca
antes había experimentado, pero nada de esto es resultado de una
decisión consciente. Es un mero pasajero en su propio cuerpo.
Lo mismo ocurre con los últimos Hetaeron26.
Todos nosotros, escoltando a nuestro magnífico señor en su avance,
somos meras extensiones de su voluntad.
El Emperador, una imponente figura de oro resplandeciente rodeada por
siete titanes, se ha convertido en una mente dispersa en ocho cuerpos.
Algunos afirmarán que eso hace de Caecaltus una marioneta.
Otros, aquellos osados que se atreven a cuestionar los actos y métodos
del Emperador, dirán que esto es la evidencia final de un ego
desmesuradamente inflado, de una necesidad enfermiza de control
absoluto, de una autoridad tan singular que desdena la voluntad de otras
criaturas vivas. Algunos interpretarán esto como la señal de que los
Custodes somos menos que humanos, que a pesar de nuestras tan
proclamadas hazañas, no somos más que drones desprovistos de la
vitalidad, la identidad y la personalidad que caracterizan a los tan humanos
Astartes.
Pero no es así. Caecaltus no es una marioneta. Más bien, se siente como
una arma predilecta, una espada forjada por la mano de un maestro, una
hoja valiosa que es manejada con destreza. Existe una alegría en esto,
como si siempre hubiera sido su destino. Sentir la voluntad del Emperador
obrando a través de él es la realización definitiva de su propósito.
Una espada no debate sobre cómo se la emplea. No cuestiona nada.
Simplemente existe para ser espada, y solo se realiza plenamente en la
mano de quien la empuña.
La serenidad que esto le brinda es inusitada. Caecaltus jamás ha sentido
tal conexión con su señor.
Siento que me muevo a velocidades que no creía posibles. Mis reflejos y
reacciones alcanzan un nivel impensable. Observo la lanza del parangón en
mis manos girar y azotar, ejecutando una maniobra perfecta tras otra. Veo
a las abominaciones que nos asedian partirse y deshacerse, desgarrarse y
desvanecerse.
Observa a sus compañeros, los últimos de la compañía Hetaeron.
Xadophus y Karedo, Taurid y Ravengast, Nmembo y Zagrus, todos
emblemas consumados de la excelencia de la Legio Custodes. Caecaltus
pensaba conocer la perfección en el combate, pero jamás había
presenciado tal gracia o fidelidad en la lucha. Todos ellos están canalizando
Su voluntad, siete armas manejadas por una mente extendida en suprema
concordancia, dominando y aniquilando todo lo que en esta insignia de
muerte se opone a su avance.
Y luego está su maestro.
O, más bien, su presencia, pues Caecaltus no puede verlo realmente.
Con cada paso que dan, el Amo de la Humanidad intensifica su brillo. Su
aura, siempre parte de Él, fluctuando entre la suavidad del claro de luna y
la nitidez del amanecer, nunca ha sido tan deslumbrante como ahora. Es
casi insoportable mirarla directamente, un fulgor de alabastro que emana
de su imponente estatura, transformándolo en una forma humana
compuesta de una luz blanca cegadora.
En toda mi vida, nunca he presenciado que mi rey manifieste un nivel de
poder como este.
Pero no es de extrañar. Antes no había necesidad. Nunca había ocurrido
un momento como este. La demostración de poder sin precedentes, la
incorporación total de sus compañeros como prolongaciones de su
esencia... Sin esto, ya estaríamos perdidos.
Es que el poder del enemigo es indescriptible.
Pesadillas atacan desde todas direcciones. La Disformidad nos envuelve,
desatada y salvaje, despojada y estridente. Horus, de alguna manera, dirige
este caos. Caecaltus solo puede inferir que Horus Lupercal, alguna vez tan
noble y reverenciado, se ha transformado en algo totalmente diferente. No
un príncipe demoníaco como algunos de sus hermanos caídos, sino algo
más, mucho más. Con su tremenda fuerza de voluntad, no sorprende que
su entidad corrupta sea poderosa. Ya no es un hombre, ni un ser
transhumano, ni siquiera portador de un alma, sino un conducto
trascendental de energía pura.
Caecaltus sospecha que Horus no es consciente de ello. Dudaría incluso
de que 'Horus' todavía exista.
Oh, Horus Lupercal. Pobre niño engañado. ¿Qué has permitido que entre
en ti? ¿Qué has dejado fluir sin restricciones? ¿En qué te has transformado
para desencadenar semejante tormenta infernal sobre nosotros?
5|VII
Fragmentos
El fuego y la furia se desatan sobre el Muro Délfico. El último bastión de
la última fortaleza no resistirá.
El fuego aúlla, la furia ruge. Gritan y ululan, una cacofonía
ensordecedora. En una danza frenética, asedian el Sanctum Imperialis,
apretando cada vez más sus dedos de locura. El fuego ampolla la piel
acorazada de la ciudadela, derritiendo su acero. La furia erosiona su piedra,
creando grietas y desgastes. Juntos, devoran la última orgullosa línea de
murallas, el último Escudo de Vacío, las últimas almenas y casamatas.
Implacables, pieza a pieza, fragmento a fragmento, pulverizan el Délfico.
Nada es imperecedero. Incluso el grandioso Délfico debe ceder y
desmoronarse, como la dura cáscara de un fruto delicado o la cúpula de un
cráneo. Luego, el fuego y la furia escarbarán en sus entrañas, devorarán su
pulpa suave y saciarán su hambre. Su apetito no conocerá rechazo.
Nada dura eternamente.
Ser defensor del último muro es como estar en la cima de una montaña
presenciando una tormenta ígnea que devora el mundo. Es un panorama
de llamas, un estruendo incesante. Alrededor, las baterías de los cañones
de la muralla, los plataformas y las torretas descargan una tempestad de
proyectiles, rayos y municiones. Pero tan rápido como desatan la muerte
sobre la horda traidora, consumen las últimas reservas del Sanctum. Las
baterías se sobrecalientan, sus sistemas no soportan el ritmo infernal del
bombardeo. Los mecanismos de carga automática fallan dentro de los
muros. Las armas macro-láser se recalientan y las cajas de municiones
explotan junto con los bartizanes que las albergan.
El asedio enemigo responde con un bombardeo implacable desde abajo.
Su munición parece inagotable. Enjambres de misiles, cúmulos de bolas de
fuego y lanzas de energía abrasadora desgarran sin misericordia el anillo
defensivo. El Escudo de Vacío del Délfico se contorsiona bajo el asalto, y las
murallas resplandecen. La hueste enemiga es innumerable; incontables
bestias dirigen incontables máquinas de asedio por las rampas construidas
con sus propios incontables muertos. Las escalas se alzan como
enredaderas, tanteando ciegamente la cumbre, siendo reemplazadas tan
rápidamente como son incineradas o derribadas. Las máquinas de asedio
se forcejean y empujan por consumir los revellines y parapetos. Por cada
una que es destruida por los cañones de la muralla, otra docena avanza
sobre los restos humeantes para tomar su posición. Las ensordecedoras
trompetas de guerra del enemigo son un arma en sí mismas, ahogando el
fragor de los proyectiles y la detonación de los explosivos, estallando
tímpanos, licuando las entrañas, pulverizando la cordura en una papilla de
pánico húmedo.
Desde las almenas de la última muralla, el enemigo parece un mar, un
diluvio, una marea omnipresente de odio y furia. En su negra ola, mil
millones de ojos malévolos se elevan, mil millones de voces profieren
obscenidades y blasfemias. No todos son humanos. Algunos lo fueron
alguna vez, otros nacen de la Disformidad y de los Nunca Nacidos. Los
demonios cargan y se reúnen, chillan y ululan, se lanzan contra el pináculo
de la muralla con alas desgarradas, se precipitan a la base con pezuñas
bífidas, golpean la piedra con puños filosos, se abren paso entre sus
propios aliados para alcanzar y derribar la última defensa.
Nada es eterno.

No obstante, algunos defensores sienten que podrían resistir


indefinidamente. Nassir Amit, conocido como el Desgarrador de Carne,
lucha por contener la impaciencia que arde en su pecho. Lleva ya nueve
horas erguido, inamovible.
La compañía de Amit, conocida como Negación 963, está posicionada en
las fases de reserva del nivel interior de la muralla, por debajo de las
casamatas y las plataformas de lucha. Son ochenta y tres hombres, todos
Ángeles Sangrientos de la IX, aunque no comenzaron la guerra como tal
unidad. Son los supervivientes de la Puerta de la Eternidad, escuadrones y
secciones de compañías que fueron diezmadas y luego reorganizadas de
manera improvisada. Negación 963 es solo una de las veinte compañías en
estado de alerta en esta sección de la muralla. Están armados, blindados y
juramentados, a la espera de su turno en la batalla.
A la derecha de Amit, Negación 774, una compañía de Cicatrices Blancas
dirigida por el respetable Hemheda, aguarda igualmente. A su izquierda,
Negación 340, una unidad formada apresuradamente con Salamandras y
Manos de Hierro, bajo el mando de un Lobo de Fenris llamado Sartak.
Hemheda se mantiene tan inmóvil y silencioso como Amit, pero Sartak
camina de un lado a otro frente a sus hombres, murmurando y soltando
maldiciones.
Todos esperan. Las veinte compañías. Así lo han ordenado. Estas son sus
instrucciones. Esperan, incluso mientras la muralla tiembla bajo sus pies y
los escudos de vacío fluctúan sobre sus cabezas. Escuchan el estruendo de
las posiciones de artillería a lo largo de las plataformas de combate encima
de ellos y ven el resplandor de los rayos de fuego impactando contra el
parapeto.
Sartak se detiene en seco.
—¿Dónde está Honfler? —pregunta. Su mirada se dirige a Amit—.
¿Dónde? —insiste con un gruñido.
Amit no dice nada. La falta de disciplina del Lobo Espacial le resulta
irritante, aunque entiende su frustración. Mantenerse de pie sin combatir
le parece una postura incorrecta. Pero esas son las órdenes. El pretor
capitán Honfler de los Puños Imperiales está a cargo de esta sección de la
muralla, y sus órdenes fueron claras y en perfecta concordancia con las
tácticas de repulsa de asedios establecidas por el pretoriano. Hasta que el
enemigo consiga escalar o romper la barrera, la defensa de la línea de
muralla recae en las baterías y cañones. Un guerrero, incluso un legionario
Astartes, tiene poco que hacer en las plataformas de combate.
El enemigo aún no ha llegado en persona. Hasta entonces, comprometer
todas las fuerzas en el parapeto sería desperdiciar vidas bajo el fuego
enemigo sin sentido alguno. Por ello, deben mantenerse en la relativa
seguridad de los niveles de preparación, esperando la orden de entrar en
acción.
Para Amit, es una contradicción difícil de soportar. Anhela el combate, la
cercanía de la lucha. Se siente fuera de lugar aquí, aguardando la guerra,
cuando la guerra ruge a solo unos cientos de metros. Desea liberarse de
sus cadenas.
Pero si se cumple ese deseo, significará la derrota. Significará que las
baterías se han agotado, que los escudos han fallado y que las murallas han
sido tomadas. Para que se satisfaga su anhelo de batalla, el enemigo debe
haber invadido la última fortaleza.
Así que permanecen él y su compañía, deseosos de luchar pero
esperando que esa orden nunca llegue. Porque cuando llegue, el asedio
habrá culminado, el Señor de la Guerra habrá triunfado, y el último refugio
habrá sido profanado. Amit y los hombres como él ya no lucharán para
ganar o incluso para sobrevivir, sino solo para castigar al vencedor.
Por más que Amit desee la batalla, no desea esa batalla. Trata de
reprimir ese deseo, aunque sienta su espada pesada y sedienta en la mano.
—¿Dónde está Honfler? —brama Sartak, alzando su hacha de guerra al
hombro y avanzando hacia Amit hasta quedar frente a frente—. ¿Dónde
está ese necio? ¿Acaso estamos aquí para siempre?
—Nada es para siempre, hermano —responde Amit, imperturbable.
Sartak lo mira fijamente, con el ceño fruncido, pondera las palabras y
finalmente comprende la triste lógica. Suelta una carcajada, una risa teñida
de resignación y de la gloria ante la muerte, una risa que Amit ha
escuchado muchas veces antes en la Legión de Sartak.
—Bien —dice finalmente—. Qué bien. Me agradas, hijo del Ángel. Tienes
un ingenio sombrío. ¿Estamos malditos, verdad?
—Malditos si lo estamos —afirma Amit.
5|VIII
Infierno
Casi todo de mí ya se ha perdido.
Todo se ha esfumado, arrastrado hacia la condenación.
No puedo...
Las capas de mi existencia se han desintegrado con el calor, consumidas
hasta convertirse en cenizas... Sigilita, Regente Imperial, Señor de los
Escogidos; estas facetas de mi ser se han calcinado, una tras otra, hasta mi
esencia y forma humanas, hasta el mismo nombre de Malcador.
Yo…
Ah…
Todo se ha desvanecido. Casi todo lo que soy.
Estos aspectos, estos nombres, estos títulos, estos sellos que me han
definido durante toda mi vida, han sido sistemáticamente erradicados por
el Trono, y lo único que queda es un emblema de sufrimiento.
El Trono. El Trono Dorado. El Trono en llamas. ¡Maldita sea esa
abominación! Me está devorando en vida.
Yo…
Lo lamento, mi viejo amigo, si es que puedes escucharme. ¿Me oyes?
Todo esto lo hago por ti, siempre por ti. No me arrepiento. Solo es el dolor.
El fuego voraz…
Pero no sé cuánto más podré resistir. El lento instante de mi muerte,
iniciado en el momento en que ocupé este asiento, se ha extendido en una
eternidad intolerable por el no-tiempo, pero debe llegar a su fin. Qué…
Ahn. La voluntad que me resta, ese yo persistente, es limitada. Estoy
menguando, viejo amigo. El término de mi perpetuo instante de muerte se
avecina, y temo que llegue prematuramente, antes de que…
…antes de que la obra esté completa y la guerra, concluida.
Mhn. Nnh. Me parece que ya no puede escucharme. Apenas consigo
percibirlo.
Estoy agotado, debilitado, mi vitalidad socavada por esta labor. Mi visión
se nubla, pues hace tiempo que perdí mis ojos y mi mente comienza a
escaparse. Ya no veo a mi estimado maestro con la misma nitidez, ni puedo
seguir su avance a través del terrorífico escenario de la nave insignia del
traidor. Lo poco que alcanzo a vislumbrar es por la indulgencia de Horus,
que me tienta y se mofa con estas visiones con la esperanza de quebran...
…quebrantarme.
¡Nggh!
No obstante, resisto.
A duras penas.
Apenas.
Y lo poco que aún distingo, esos fragmentos y destellos, no auguran
nada bueno.
Mi supremo señor y ancestral camarada avanza hacia el antro del
primigenio monstruo, un arduo paso tras otro, a través de un reino
desprovisto de todo sentido. De toda lógica.
Reina el caos. Mi mente enfermiza solo consigue percibir una demencia
absoluta.
¡Oh, Rey de Eras!
A pesar de mi dilatada existencia y mi constante interacción con lo
inmaterial, nunca había presenciado la Disformidad tan desbocada. Y creo
que incluso mi señor solo había entrevisado su parecido antes; en Molech,
quizás... en la desquiciada irrealidad de la Telaraña... en sus más sombríos
temores.
Qué visión. Tan vil, tan perversa...
No.
Si mi señor puede soportar eso, entonces yo puedo sobrellevar esto.
¡Concéntrate, Sigilita! ¡Concéntrate, anciano inútil! Despreocúpate del
dolor y enfoca en la tarea. Utiliza la proyección mental de tu viejo amigo
como drishti para distraerte de las agonías que devoran tu ser...
Sí. Así está mejor. Concentrado en él. La imagen de él. Allí. Mi Rey de
Eras, enfrentando tal abismo. Él…
Me evoca, quizás, al infierno, a Gehenna, a ese antiguo concepto
religioso de un abismo infernal, al infernus immanis, a la sima, a un mundo
subterráneo donde todas las reconfortantes leyes naturales han sido
descartadas, junto con cualquier esperanza, y reemplazadas por el
sufrimiento y el espanto. Sí, precisamente eso. Extrañamente acertado.
Desde hace tiempo he sostenido que la noción humana del "infierno",
que ha acechado a la humanidad durante siglos e influenciado las
estructuras de sus religiones emergentes, tiene su origen en la
Disformidad. Ciertamente, en tiempos recientes, teólogos y filósofos han
domado esta vívida idea, transformándola en una mera alegoría, en
fábulas simbólicas.
Pero proviene de algún lugar. Emerge de la Disformidad, de vislumbres
del caos del Empíreo percibidos a lo largo de los siglos por individuos
durante sueños y visiones despiertos: los psíquicos emergentes, los
profetas, los videntes, los clarividentes y los grandes creadores de
imaginarios. Ellos escribieron sobre ello, en verso y en prosa, y lo
plasmaron en lienzos.
He observado muchas de estas obras, pues mi señor, el Emperador, las
recolectó. Varias fueron seleccionadas directamente de la colección de
tesoros culturales que la Orden de los Sigilitas preservó durante la Era de
los Conflictos. Lo hizo, creo yo, por fascinación o por afecto, si es que tales
emociones están dentro de su espectro. Los artefactos están resguardados
en depósitos secretos, junto a los archivos privados de los Sigilitas, bajo el
Palacio. En ocasiones, como Regente, solía visitar esas colecciones ocultas
para contemplar las representaciones. Todas guardaban gran similitud.
Ahora comprendo la razón. Ya no tengo acceso a las galerías privadas de
Leng y el Clanium, pero al observarlo, veo cómo esas obras de arte cobran
vida. Eterna condenación.
La veo.
Es tangible.
5|IX
Solo
Las furiosas tormentas de corrupción golpean al Emperador y sus
aliados. La cólera de la Disformidad es un fluido en constante cambio, un
humo que se arremolina, hierve y se retuerce, solidificándose al impacto y
dispersándose en rocío con cada golpe. Engendra patrones y escamas,
destellos y tonos desconocidos, ampollas de espanto y costras de
demencia. Mandíbulas armadas con dientes en forma de anzuelo se lanzan
sobre ellos, crujen y luego se disipan en neblinas de ensueño tan
rápidamente como surgieron. Ojos centelleantes. Miembros armados con
garras y tentáculos emergen de la nada, de los suelos y los techos,
flagelándolos, miles en cada instante.
Caecaltus Dusk se mantiene firme, al igual que su maestro.
Conozco la resolución inquebrantable de mi Rey de Eras. Yo soy el reflejo
de Su voluntad férrea. Siento la llamarada incandescente de su poder. Él no
permitirá que esto sea el ocaso de la Tierra, el destino fatal de la
humanidad, o su propio final. Él no consentirá su propia ruina.
Resiste porque es poderoso.
Y tú, Horus, lo has forjado así.
El Señor de la Humanidad se apropia del mismo poder que se
desencadena contra Él. Lo usurpa, como usurpó la llama en Molech, y la
redirige. Lanza vendavales de fuego desde la punta de sus dedos con tal
ímpetu que los nuevos Nunca Nacidos, creados vivos del torbellino, se
carbonizan antes de adquirir plena forma, y los corredores de la nave,
recordando fugazmente el metal que una vez los formó, explotan y se
desintegran bajo la presión extrema. Su espada, una hoja de luz solar
candente, corta materia y antimateria por igual, y llena el aire con el vapor
de la sangre hirviente. Su furia es inabarcable.
Tan inabarcable como este infierno.
Los Nunca Nacidos, bestias infernales, se materializan en todas partes,
legiones ululantes y masificadas de seres condenados, ejércitos palpables
del pandemonio, en número imposible de vencer. Buscan su muerte, no
solo física, sino en su esencia misma. Cornamentas, colmillos y garras
afiladas pululan para despedazarlo: para desgarrar la armadura de su
carne, la carne de sus huesos y su alma del cuerpo. Su objetivo es aniquilar
no solo su ser mortal, sino también la centella eterna que alberga en su
interior.
No será derrotado. No cederá. Aunque el Caos embista al Emperador
con una violencia sin precedentes, liberando su poder en un clímax
condensado que sobrepasa todos los eventos anteriores de la Disformidad
en la historia humana, Él se mantiene firme. Se enfrenta a la
sobreabundancia del Caos con su propia extravagancia de poder, llevando
Su fuerza más allá de cualquier límite prudente que antes haya mantenido.
Él también ha sido siempre un canal, lo suficientemente resistente como
para soportar el candente flujo de energía inmaterial que recorre Su
sangre. Durante más de treinta mil años se ha preparado para resistirlo. Se
ha acondicionado para soportar su fuerza, para dominarla, para emplearla,
para respirar su fuego y exhalarlo de vuelta al rostro del Panteón del Caos.
Le han desvelado el mar oscuro del Empíreo, y de él bebe para amplificar
su poder ilimitado.
Los Cuatro Engañadores son ingenuos si piensan que tal demostración de
excesos puede sobrepasarlo. Le otorga poder, Horus Lupercal, le fortalece.
Lo nutre con su propia desmesura. Está destinado a este camino, al
principio descubierto, y Él encontrará Su sendero hacia ti. Tras él, de
manera segura e inexorable, a través de tu laberinto de demencia, avanza
con la espada en la diestra y fuego en la siniestra, y te hallará.
Él te hallará.
En medio del Caos, el Emperador descubre que existe, dentro de Él, una
tranquilidad invencible. Caecaltus percibe esa serenidad inundarlo como
agua helada. Es una pureza tan inesperada, que arranca lágrimas de sus
ojos.
Este día no te brindará salvación, Horus, pues has roto el ciclo del día y la
noche y el curso del tiempo. Has forjado aquí una eternidad, un infinito
helado y caótico, suponiendo que eso sería tu escudo y desorientaría a tu
padre. Pero no conseguirá ni lo uno ni lo otro. Si esta es tu trampa, tu
última estratagema, ya ha estallado y ha fracasado. Tu padre dominó este
arte durante ciento veinte mil generaciones antes de que tú nacieras. Has
creado una grotesca parodia del mundo sin ningún propósito. Si esta es tu
emboscada inicial, el ojo de tu tormenta de terror, es una eternidad
destinada a colapsar. No es más que la eternidad de una hora, o de un día,
la eternidad de un solo latido. En este núcleo inmóvil del torbellino del
mundo, donde el pasado y el futuro se encuentran inmóviles, aún es posible
que se realice una labor crucial. A ti, mi señor puede que te parezca un rey
inactivo, sentado en un trono remoto, desgastado por el tiempo y el
destino, pero Su voluntad es fuerte. Inmensamente fuerte. Más fuerte
ahora que nunca, Él se empeña. Te buscará. No se dará por vencido.
El aluvión del Empíreo ha aniquilado los sistemas de guerra de todos los
Compañeros Hetaeron. Sus comunicaciones han sido incineradas, sus
auspex fundidos, sus sensores cegados. Caecaltus no puede discernir lo
que yace más allá del siguiente giro o vuelta del laberinto, y esos giros se
alteran y fluctúan como alucinaciones de todos modos. Carece de sentido
intentar predecir, ya que no existe un futuro que predecir.
Los sistemas de la armadura de mi Señor también están devastados. En
su lugar, escucha el crujido revelador de la Disformidad, el silbido y la
carbonización del fuego interior. Lleno del poder que te roba, Horus,
distribuye lo poco que le resta, revirtiéndolo y fortaleciéndonos. Nuestros
cuerpos, forjados con suma precisión, pueden soportar un poco cada uno.
Él nos fortalece. Nos convierte en extensiones de Su ser.
El Emperador avanza, potenciando a los Hetaeron, encarnando un
temperamento tan valiente como el de los corazones heroicos. Infunde su
visión en ellos y se transforman en extensiones de sus ojos, oídos y manos.
A través de ellos, Él percibe lo tangible, o lo poco que queda de ello:
esquirlas de materia que aún se mantienen íntegras entre la locura
efervescente, restos de suelos y paredes en los que pueden apoyarse.
Saltan de un fragmento de realidad al siguiente, frágiles y precarios
peldaños en el vacío, mientras la Disformidad hierve a su alrededor.
Es por Su voluntad.
A través de Caecaltus, Él vislumbra a la criatura alada que se acerca y la
divide en dos antes de que pueda atacar. A través de Taurid y Ravengast, Él
sostiene el flanco contra demonios babeantes y abominaciones ulcerosas.
A través de Nmembo y Zagrus, Él protege la retaguardia, repeliendo a las
bestias gruñentes y estridentes que emergen de la membrana exoplanar y
les acechan. A través de Xadophus y Karedo, fieles a su izquierda y derecha,
Él descifra la ruta.
Todo ocurre por Su voluntad.
Juntos, como un solo ser, moviéndose y combatiendo como una entidad
unificada, avanzan hacia el corazón oscuro y fracturado del Espíritu
Vengativo.
Y siembran su propio infierno.
5|X
Esperando el final en la oscuridad
Una densa penumbra se ha cerrado alrededor de la Colección 888, con
sus opacas representaciones del infierno y la perdición. Las sombras se han
ensanchado desde que Loken las dejó atrás, y la temperatura no cesa de
descender, desafiando el sofisticado sistema de control climático de la
biblioteca. Aunque los paneles de control insisten en que la temperatura y
la humedad ambientales son estables, Sindermann no puede evitar sentir
un frío que cala los huesos.
Esperan un tiempo por el regreso de Loken, pero él no aparece.
Sindermann finalmente se levanta de su asiento bajo la insólita escultura
de un artista del siglo XXI, bañada en un halo de luz tenue, y se dirige hacia
la escotilla. Ignora cuánto tiempo han estado esperando. Podrían ser horas,
aunque los relojes parecen haberse detenido; su propio cronógrafo de
bolsillo incluso ha comenzado a retroceder. Mauer y el archivero lo
observan en silencio.
La escotilla se encuentra herméticamente cerrada. El mecanismo de la
cerradura, al que toca con cautela, se resiste a activarse. Está helado, al
igual que la escotilla y la pared circundante. Sindermann nota la formación
de una fina capa de cristales de hielo y no puede evitar la sensación de que
tras la puerta se extiende un frío inmenso, el frío absoluto del vacío
espacial, robando lentamente el calor de la sala.
Quizás así sea, reflexiona Sindermann. Tal vez este sea el frío letal que
precede a la Caída, el tiempo detenido, los lugares entrelazados, la realidad
comprimida en un ovillo de instantes simultáneos, sangrando calor y luz
hacia una lenta decadencia.
Vuelve la mirada hacia sus compañeros y se encoge de hombros en un
gesto de desconcierto e impotencia.
—No va a volver, ¿verdad? —pregunta Mauer.
—Para Garviel —responde Sindermann— puede que solo haya
transcurrido un instante. Se ha vuelto a unir a nosotros.
—¿En serio? —interroga Mauer—. ¿Crees realmente que el tiempo y el
espacio...?
Se detiene, sin terminar la pregunta.
—Sí —afirma Sindermann.
Mauer se estremece y niega con la cabeza.
—Sé que eres una criatura de orden y disciplina, beotarca —dice
Sindermann en tono suave—, pero también has demostrado ser
tremendamente pragmática. Me sorprende que no reconozcas la situación
en la que estamos.
—No entiendo cómo puedes estar tan calmado —replantea ella.
—No lo estoy —le asegura—. Esta distorsión del cosmos es
profundamente perturbadora. Casi imposible de comprender. Pero no es
difícil de aceptar, después de todo lo que hemos presenciado. Supongo
que entrar en pánico no tiene sentido —se masajea las sienes,
visiblemente agotado y agrega—. O quizá ya no me queda energía para el
alarmismo.
—Yo no puedo comprenderlo de ninguna manera —admite Mauer.
—En estos últimos meses, Mauer —dice Sindermann, sentándose junto
a ella—, hemos sido testigos de tantas cosas... fenómenos que desafían
cualquier credulidad. Acontecimientos que superan la imaginación. Y tú los
has afrontado todos. ¿Pero ahora te sientes sobrepasada?
—Monstruos, pesadillas —murmura ella—, eso puedo manejar. Pero
esto es diferente. Es el tejido mismo de la realidad, las reglas y leyes de la
materia. No queda nada seguro, nada en lo que pueda confiar. Ni siquiera
el suelo que piso, ni el aire que respiro, ni el transcurrir del tiempo, ni mi
propia mente.
Sindermann exhala un suspiro profundo.
—Entonces, me temo —dice con tristeza—, que el Emperador nos ha
fallado.
La archivista lo mira con una mezcla de sorpresa y alarma.
—Debería habernos preparado. Informarnos. Enseñarnos. No solo a ti y
a mí, a toda la humanidad. Tiene a su disposición este archivo completo de
conocimientos, advertencias de un pasado lejano. Pero lo ha mantenido
oculto. Debería habernos educado para que estuviéramos preparados.
Debería haber compartido su saber para que pudiéramos enfrentarnos a
esto debidamente.
Se frota las manos, buscando algo de calor.
—Pero Él eligió no hacerlo —continúa—. Nos privó de toda comprensión
espiritual, y aquí estamos, supremamente incapacitados e ineptos para
hacerle frente a este momento.
5|XI
Lo que supera todo entendimiento
Esas obras de arte... ¡Concéntrate! Esas obras... Mi señor debió haber
destruido esas creaciones de arte y locura, pero sospecho que nunca se
animó a hacerlo. Eran, a su modo, bellas. En cada una de ellas, creo, se veía
reflejado. Reconoció las mentes de individuos como él, que habían captado
un vislumbre efímero, quizá por la fuerza de la voluntad, y que habían
cambiado para siempre, sintiéndose desde ese momento compelidos a
dejar constancia de lo que habían presenciado. Esas pobres almas...
marcadas por tener una percepción demasiado penetrante. A menudo se
les calificaba de dementes, y sus obras se desestimaban como mera
fantasía. Sin embargo, siempre hubo dos características que para mí eran
evidentes. La primera era la sorprendente similitud entre sus visiones.
Había demasiados elementos en común como para haberlos imaginado de
forma independiente. A través de un misterioso acto de inmensa
sincronización, todos vieron lo mismo.
Vieron lo que ahora yo veo. Vieron lo que mi antiguo amigo está
experimentando en carne propia.
La segunda era que ni la pintura, ni el lápiz, ni el carboncillo, ni las
palabras, ni la rima... ninguna herramienta que tuvieran a mano podía
hacer justicia a la realidad. Uno puede estremecerse ante "El jardín de las
delicias terrenales" o "El gran día de su ira", pero estos son solo indicios,
meras insinuaciones, como vistas a través de un vidrio oscuro.
La realidad no reside en las llamas erráticas, los carbones despedazados,
los picos quebrados, el veneno que gotea o las espinas retorcidas; la
realidad no son las blasfemias diabólicas que, grotescas y sin ningún atisbo
de razón, saltan y gritan su danza en el fulgor abrasador. No son aquellas
cosas a las que mi señor y sus últimos compañeros dorados enfrentan con
espada y fusil. El horror físico puede ser absorbido e ignorado. La auténtica
realidad es la sensación de vacío de sentido.
Nosotros... estamos demasiado habituados a vivir en un mundo
material, un ámbito común y silvestre, regido con rigor por leyes y
parámetros de la física, la lógica, el orden y la cordura. Ahora comprendo
que el mayor horror del universo material no es nada frente a un efímero
instante de la totalidad de la Disformidad. Allí, todas las leyes se disuelven,
todas las reglas se vacían, todas las verdades se contradicen. Mi señor lo
percibe hasta en las propias moléculas que lo rodean. Nada actúa como
debería. Nada es seguro. Nada es confiable. Todo es Caos, en su sentido
más puro. Una vez en el dominio del Caos, nada mantiene semblante de
sentido.
Jamás había estado tan cerca de él. Jamás lo había dejado envolverle. Mi
Rey de Eras siempre contó con un salvavidas, o un camino de regreso; un
trono que lo anclara o un faro que lo guiara. Solo ha osado poner un pie en
el umbral. Incluso en sus episodios más audaces, nunca se adentró por
completo, siempre conservaba algún plan de escape.
Ahora, eso ha cambiado.
Tanto yo como el Espíritu Vengativo son consumidos por la Disformidad.
La estructura material de la gran nave se deteriora. Lo que mi Emperador
avanza, batallando por cada metro ganado con sus últimos hombres a su
lado, es una mezcla de materia e inmateria que, por momentos y sólo en
parte, todavía recuerda a una nave de guerra de la clase Gloriana y diseño
Scylla.
Existen secciones de cubiertas y corredores que parecen sólidos, arcos y
cámaras, lugares reconocibles para mi señor, pero no son más que eso. Son
caprichosas reminiscencias de la nave, antiguas memorias del Espíritu
Vengativo materializadas en destellos caóticos, reunidos sin lógica alguna,
para luego ser olvidados con la misma rapidez, disolviéndose en brumas de
vacío. Es un recuerdo líquido y distorsionado de la insignia estelar,
transformándose en inmaterial, como el agua que trata de recordar cómo
era ser hielo.
Y esos antiguos recuerdos...
¡Ah! ¡Mhmm!
Creo que son los recuerdos de Horus. Su desconexión es severa si estos
son los mejores recuerdos que puede evocar.
La Disformidad se cierne sobre nuestro enemigo primordial ahora,
mucho más allá de cualquier límite que se haya construido para
contenerla.
5|XII
Sobre la superficie de Terra
En la susurrante penumbra de la Corte Lupercal, te mueves a tientas,
ciego, con las manos extendidas buscando tu camino. Al igual que tú, el
lugar se ha transformado, se ha torcido. Nada permanece igual. Hasta la
oscuridad es distinta a cualquier otra conocida.
Terra se asfixia bajo lo inmaterial, y todo se confunde y desvanece, como
pigmentos en una pared descolorida por la lluvia, las imágenes disueltas,
los colores escurridos. Lo que una vez se plasmó ya no se distingue. ¿Era
acaso un hombre? ¿Un paisaje? ¿Un animal, quizás? Ya no tiene relevancia.
Los tintes y las tonalidades se han escurrido y mezclado, diluidos en una
corriente inmaterial, dando paso a esta nueva oscuridad.
En ella, tus dedos perciben la verdadera forma de las cosas tal como son
ahora: Espíritu Vengativo y mundo, unidos. Nave y palacio. Cielo y tierra.
Metal y piedra. Interior y exterior. Arriba y abajo. Todo se ha fundido en un
único entramado, un complejo nudo ahora imposible de descifrar. En
cuanto tu padre emprendió Su asalto, un movimiento audaz y
desesperado, permitiste que la imposibilidad cayera y lo atrapaste en tu
trampa. No hay escape, no hay retorno. Sólo queda un camino por
recorrer.
En esta nueva oscuridad sin destino, sólo existes tú. Tú y el trono que
ocuparás, y la Corte que rodea ese trono, y el palacio que abraza esa Corte.
Tu palacio, convertido en ciudad. Una ciudad eterna. Una ciudad que se
extiende a lo largo de la galaxia. Siempre fue destinado a ser así. Era
inevitable.
Tu Ciudad Inevitable. Tu imperio.
Decides que deseas contemplarla. Eres Horus Lupercal, y te has
preparado para ello.
Solicitas luz y algo te concede una. El fuego crepita en torno a tu mano al
elevarla, iluminando la Corte.
Cinco tronos se despliegan ante ti. La visión te desconcierta solo por un
instante, hasta que comprendes que nada debería sorprenderte, pues así
lo has dispuesto.
Cinco tronos. Uno está destinado a ti. Así debe ser.
Los demás son asientos de honor para los cuatro entes de tu linaje.
Transformación, guerra, exceso, pestilencia. Las cuatro esquinas cardinales
de la brújula del Caos. Los cuatro cuadrantes de la estrella de ocho puntas.
Aguardan a los avatares de esas dominantes fuerzas. Son parte de tu
legado.
Por supuesto que lo son. Forman parte de tu gran diseño.
Aquí, las cuatro deidades del Caos tendrán su representación, dos a tu
derecha, dos a tu izquierda. Te preguntas quién ocupará cada trono.
Siempre fuiste un anfitrión cordial. Honras a quienes acuden a tu llamado.
¿Quién se atreverá a desairar tu convocatoria?
Tus obsequios fueron magnánimos. Confeccionados a medida. Únicos.
Extravagantes. Decadencia, para el hermoso Ángel, un renacimiento que
transciende las heridas mortales de la existencia. Guerra, para el estimado
Rogal, una liberación desenfrenada de la opresión de su mente
disciplinada, un alivio en el caos donde, por fin, puede despojarse de la
carga de decidir y convertirse en el guerrero instintivo que siempre deseó
ser. Para el austero Constantin, la promesa del cambio, que le permite
deshacerse de las rígidas y ciegas cadenas de su vida y transformarse en
algo más grande, emanciparse, dejar de ser un siervo para convertirse en
un ser consciente, vigilante de secretos que siempre le fueron negados.
Y para tu padre, el regocijo en la voluptuosidad. El premio del placer, del
orgullo, la libertad de ser, al fin, su verdadero yo y de deleitarse en esa
condición, libre de la carga de la responsabilidad o el destino, sin la cojera
impuesta por el ímpetu de liderar o mandar, sin estar paralizado por las
demandas de un plan milenario. Aquí podrá sentarse, descansar, disfrutar y
regocijarse en el poder por el poder mismo. La humanidad puede seguir su
lúgubre camino sin él. No necesita volver a preocuparse por la raza
humana.
De ahora en adelante, todos los designios serán los suyos.
Si aceptan tus obsequios, qué espectáculo será. Esta Corte se llenará de
júbilo y esplendor. Tú, en tu ascenso, por encima de todos, en el lugar que
siempre te correspondió, y ellos cuatro, un cónclave de poder, un nuevo
Mournival colgado de tus palabras, ejecutando tus mandatos.
¿Aceptaran? Algunos quizás lo hagan. Lamentablemente, intuyes que
otros no. Con tu mente elevada, ves estas cosas con claridad. Algunas
realidades son inmutables, incluso cuando el pasado y el futuro, al igual
que el aquí y el allá, ya no existen y se han fusionado. Lo que fueron antes
será difícil de revertir, a pesar de que ahora es ineludible. Estás seguro de
Rogal; la beligerancia crece dentro de él y es irrefrenable. Sanguinius, a
quien siempre has querido, también aceptará tu regalo, porque ¿quién
rechazaría el don de la vida cuando lo ofrece la mano de un hermano? Se
acercará y se sentará a tu lado. De hecho, intuyes que está cerca de
discernir la verdad en su totalidad. Siempre ha visto mucho más allá que
los demás. La visión de tu Ciudad Inevitable será para él un descanso.
En cuanto a Constantin, albergas serias dudas. Sus reservas preceden
incluso tu nacimiento. Su envidia hacia ti y tus hermanos es demasiado
profunda. Te habría exterminado a ti y a tus iguales si hubiera podido. Pero
al fin y al cabo, no es realmente un hombre. Posee tan poco libre albedrío,
tan escasa comprensión. Es solo como tu padre lo creó, un instrumento.
Uno excelente, ciertamente, sin parangón, pero tan útil como lo sería
ordenar a una espada que deje de ser espada o a una lanza que deje de ser
lanza. El pobre Constantin no es más que deber y obediencia
personificados, ignorante de cualquier otra cosa.
Y tu padre. A su manera, parece el más propenso a aceptar. No obstante,
su orgullo es el impedimento. Siempre ha creído saber lo que es mejor y,
tras treinta milenios, esa convicción en su propio juicio se ha convertido en
dogma inamovible. No puede adaptarse, solo fracturarse.
Esperas que se fracture. Tus propuestas son genuinas, pero si son
rechazadas, no habrá vacilación de tu parte. Si, contrariamente a todo
pronóstico, tu padre acepta, entonces te regocijarás. Volverán a estar
juntos, como en aquellos treinta años idílicos de antaño. Pero no esperas
que lo haga y, en lo íntimo, deseas que se niegue. Su era ha expirado. Debe
terminar, y tú anhelas ser quien ponga fin a su reinado. Una vez lo amaste
por encima de todo, pero ahora lo aborreces, por su hipocresía y sus
engaños. Rechaza mi presente, padre. Alza tus puños y enfréntame. Ansió
acabar contigo.
Exhalas un suspiro. La oscuridad murmura. Estás convencido de que
susurra tu nombre.
Reflexionas sobre cuál de los tronos es el tuyo. El quinto. Pero, ¿cuál es
el quinto? ¿El más majestuoso? Debe serlo. Ese debe ser el reservado para
ti. Un trono que sea digno de un dios.
Los relojes están detenidos. El tiempo ha desaparecido. Aún así, sientes
impaciencia. Deben estar cerca ya, pero se están demorando demasiado.
Es el momento de culminar esto, de llevarlo a su fin, o al menos, a su cese.
Avanzas a través de la oscuridad animada y palpitante, desplazando los
susurros como si fueran telarañas, hasta la puerta de la Corte. Se abre ante
ti, incapaz de oponerse a tu voluntad. Esperarás a tu nuevo Mournival en el
vestíbulo, listo para acompañarlos a sus asientos. El poder resuena dentro
de ti.
Afuera, el salón es inmenso y sombrío, y reina un silencio sepulcral. El
Espíritu Vengativo mora aquí, pero el salón es más que eso. La Ciudad
Inevitable se despliega en honor a tu ascenso.
Ingresas.
Dejas atrás la Corte Lupercal al vasto vestíbulo y, por primera vez desde
que todo comenzó, pones pie en la superficie de Terra.
5|XIII
Las cosas cambian
En medio de todo, en el corazón del Palacio en llamas, transcurrieron
momentos casi inadvertidos, instantes de profunda significación cuyas
consecuencias lo cambiarían todo, pero que se diluyen en la bruma, el caos
y la confusión.
Uno de estos es el término de la supremacía del Imperio humano.
Predominante durante casi tres siglos, un coloso cultural que se extendía
sobre miles de mundos, la fuerza militar más formidable de la galaxia. Esa
potencia militar, esa destreza, la leyenda de los invencibles Astartes, el
imparable Ejército, las flotas sin par, son tanto el emblema como la esencia
de su preeminencia.
En algún lugar, en la oscuridad llena de humo, en un instante que se
escapa al ojo, eso cambia. La maquinaria de guerra imperial se paraliza.
Continúa combatiendo, y lo hace con valor, pero se produce un cambio en
su conciencia colectiva. Ya no es la entidad más poderosa. Se ha topado
con algo más imponente. Ese algo más grande no es de naturaleza militar y,
en última instancia, es insensible al daño, sin importar la cantidad de balas,
cohetes, misiles y proyectiles que reciba.
Es una disonancia existencial, lenta y corrosiva, que no se reconocerá del
todo hasta varias décadas o incluso siglos más tarde. El gran Imperio, si
logra sobrevivir a este día, puede continuar luchando e incluso
imponiéndose. Pero ha perdido su supremacía.
Ha encontrado a su adversario. Y ese rival es una fuerza inmortal y
desbocada que casi nadie había percibido.
La autopercepción del Imperio se ha fracturado para siempre.

Otro suceso clave, que transcurre inadvertido y eclipsado por las llamas,
es la pérdida de integridad de la última fortaleza. Al igual que la
supremacía del Imperio, se desvanece mucho antes de que alguien lo
perciba.
Ekron Fal y Vorus Ikari, Hijos de Horus, hombro con hombro, lideran el
embate de la tempestad contra la Batalla Délfica. Los formidables Justaerin
de Fal azotan las defensas monumentales con un fuego devastador
mientras la compañía de Ikari, la temida Cuarta, avanza protegida por
escudos, con las máquinas de guerra Mortis rugiendo entre ellos. Los dos
comandantes, aliados y rivales en esta contienda, compiten por la
supremacía. Ambos son la vanguardia del Señor de la Guerra, pero cada
uno ansía la gloria completa. Quien quiebre primero la muralla, quien
conduzca la oleada del triunfo hacia la fracturada última fortaleza, sin duda
desafiará a Abaddon por el título de Primer Capitán, dado que Abaddon
está ausente. Y de todos modos, Abaddon es un vestigio, un remanente de
un pasado que ya no es funcional, ni suficientemente potente para liderar.
La gloria que persiguen es demasiado resplandeciente para el antiguo
Primer Capitán, este reto demasiado formidable. El tiempo de Ezekyle
Abaddon ha terminado. Este es el momento de ellos.
Lanzan su ataque con un salvajismo sin restricciones y una precisión
implacable, parodias grotescas de los principios Astartes que alguna vez se
veneraron, la descomunal fuerza de Fal solo es opacada por la
sorprendente crueldad de Ikari.
Salvas de macroproyectiles perforan el borde de adamantio del Délfico.
Los pilones se desploman como secuoyas ante un huracán. Resonadores y
retransmisores explotan en llamaradas abrasadoras de energía. Cascadas
de chispas caen por la pared dañada y flamean como estandartes agitados
por el viento y la lluvia.
Una sección del Escudo de Vacío ha colapsado.
5|XIV
Enciende el fuego
Bajo la sombra de la Montaña Hueca27, el embate de la Guardia de la
Muerte28 retrocede, desmoronándose desde los precipicios y
descendiendo por el estrecho paso.
Los hijos del León lanzan su desafío con un rugido, golpeando con
espadas ensangrentadas contra escudos bien cerrados.
No es más que un breve respiro, un momento para limpiar y cauterizar
heridas, para afilar de nuevo las espadas y recargar las armas. Es inevitable
que los traidores, aunque terriblemente mutilados, se reagrupen y ataquen
de nuevo. La furia de Tifus, su odio hacia Corswain y hacia los Primeros,
arde con la intensidad de una fiebre que se rehúsa a ceder. No les permitirá
retirarse. Los perseguirá y los castigará hasta que solo queden sus restos
esparcidos en el aire al atardecer.
—¿De dónde vienes, señor? —pregunta Corswain, jadeante por el
esfuerzo extremo. Su aspecto es tal que parece haberse bañado en sangre.
—Ya te lo dije, Sabueso de Calibán... no preguntes —responde Cypher,
también cubierto de sangre.
Corswain niega con la cabeza.
—No es suficiente —afirma—. En otro momento, tal vez, pero no aquí,
no ahora. El final del Mundo del Trono es un reino sofocante de fantasmas
y engaños, y necesito poder confiar en ti.
—¿Acaso no he probado ya mi valía y lealtad, su excelencia?
—Sí, lo has hecho. Demuéstralo aún más. Disipa toda duda de mi mente.
—Vengo porque me necesitas —dice Cypher, su voz apenas un susurro
—. Estoy aquí porque estos Ángeles Oscuros29 requieren pruebas de tu
valía, de que posees la autoridad del Gran León en esta guerra y que
mereces ser seguido hasta la muerte. Provengo del espíritu de la Primera
Legión; es allí donde resido. Siempre he estado entre ustedes. Solo me
revelo en los peores momentos, cuando mi presencia puede reforzar el
coraje más decisivamente que cualquier bandera o estandarte.
—El Emperador te ha enviado a nosotros —afirma Corswain.
—Si eso es lo que crees, entonces eso es tu verdad —replica Cypher.
Corswain se arrodilla ante él y baja la cabeza. A su alrededor, otros hacen
lo mismo; Harlock y Tragan, Blamires y Bruktas, Vanital y Vorlois, junto con
tres docenas más, y más allá, figuras robustas y acorazadas, manchadas de
sangre y lodo, sosteniendo sus espadas junto al pecho bajo sus barbillas
reclinadas.
Con las armas enfundadas, Cypher se inclina y sostiene la cabeza de
Corswain con ambas manos, elevándole el rostro hasta que los ojos de
Corswain se encuentran con los enmascarados de Cypher.
—Has estado fuera demasiado tiempo, señor senescal —dice Cypher—.
Necesitaba estar seguro de tu lealtad antes de unirme a ti.
—Como yo necesitaba estar seguro de la tuya —responde Corswain—.
En el caos de esta guerra, ha sido arduo distinguir entre amigos y
enemigos.
Cypher toma sus muñecas y lo ayuda a levantarse.
—Lo comprendo —dice Cypher—. Y es apropiado. La duda es parte de la
armadura de un guerrero verdadero. Pero también lo es la confianza.
¿Sigues dudando?
Corswain vacila, pero por primera vez en meses siente que hay una luz
sobre él, como si una fuerza mayor brillara de repente y reavivara su fuerza
vacilante.
Niega con la cabeza.
—Entonces, por ahora, el espíritu del Primero permanece intacto, mi
señor —dice Cypher—, y así debe seguir hasta que culmine esta gran
prueba.
—¿Nos haremos con el campo aquí? —pregunta Corswain.
—Ahuyentaremos a la Guardia de la Muerte o pereceremos en el intento
—afirma Cypher—. Y haremos mucho más.
—¿Qué más haremos?
—Reavivaremos el fuego de esta montaña y llevaremos la esperanza
hasta Terra.
5|XV
Fragmentos
El cielo se despliega como un vasto y salvaje lienzo de nubarrones,
hendido por destellos de relámpagos y distorsionado por columnas de
humo. Una lluvia negra cae torrencialmente, golpeando y empapando todo
a su paso. En los claros entre las imponentes nubes, se atisba el
firmamento nocturno, un tapiz repleto de estrellas. Sin embargo, la noche
no es más que la oscuridad desnuda de la Disformidad que la rodea, y las
estrellas, miradas fijas que no parpadean.

Tjaras Grunli de La Estampida30, nacido de los lobos, exhala su último


aliento.
Reposa sobre su espalda en las ruinas de la Barbacana Irénica, apoyando
sus hombros en una losa de ouslita, como si yaciera en una piedra
funeraria. Las mutilaciones que ha sufrido le impiden cualquier
movimiento. A su alrededor descansan los cadáveres de los Ángeles
Sangrientos y los Puños Imperiales, de las Cicatrices Blancas y los
Salamandras, de guerreros de la Legión Destrozada y de los más valientes
mortales del Excertus, cada uno caído uno tras otro hasta que solo Grunli
permanece, con el cabello empapado en sangre y sus hachas aún
húmedas. Sobre los cuerpos de sus hermanos en armas se esparcen los de
la Guardia de la Muerte, que Grunli derribó en venganza y desafío hasta
que ya no pudo sostenerse más.
El cielo es una cortina de niebla negra, tan cercana que parece casi rozar
su rostro. Las estrellas, parcialmente veladas, parpadean a través de la
bruma. Parecen estar observándole. Se pregunta si alguna es la misma
estrella bajo la cual creció durante los inviernos en Fenris.
Vorx, de la Guardia de la Muerte, lo ha dejado por muerto. Sin un golpe
de gracia, sin rendir homenaje a la caída de un adversario digno.
Y Grunli está muriendo. Lo sabe. Aspira y comprende que es la última
bocanada de aire que tomará, la última que tiene la fuerza para liberar.
Una vez que la suelte, no habrá nada más.
Pero se aferra a ella. Se aferra como a un último fragmento de vida, una
última burbuja de calor y aliento, porque mientras permanezca en sus
pulmones ensangrentados, él aún no se ha ido.
Los Nunca Nacidos que se deslizan y retuercen tras los pasos de la
Guardia de la Muerte, una cortejo fúnebre de enfermedad, gusanos y
carroñeros, se aproximan, husmeando y gruñendo, incitándose entre ellos
a quién se atreve a acercarse al Lobo caído. Entre ellos se arrastran los
arúspices macilentos y deforme, quienes con garfios y cuchillos curvos,
pretenden leer el futuro en sus entrañas tan pronto exhale su último
aliento.
Tjaras Grunli se niega a exhalar.

Sojuk de las Cicatrices Blancas clava su tulwar en el cráneo de un


Portador de la Palabra. Requiere la fuerza de su pie para liberar la hoja.
Rodeado por anillos de fuego en las ruinas de la Resistencia Galia, lidera
a sus hermanos en lo que parece convertirse en una incursión
interminable. Ya no hay estrategia mayor, ni órdenes de Archamus ni del
Hegemón. La vox solo emite un crujido de estática incoherente. Así,
permanecen en movimiento, avivando el combate, matando, emboscando
a través del campo de batalla desolado, asaltando todo a su alcance.
Esta guerra en movimiento contrasta con las filosofías de sus hermanos,
los Puños Imperiales y los Ángeles Sangrientos. A Sojuk le sorprende que
aún le acompañen, sin importar su rango. Pero en nueve horas, por su
cuenta, han librado treinta y dos batallas, y él los ha guiado hacia la victoria
en cada una de ellas. Ha ganado algo más preciado que un rango. Se ha
ganado el respeto.
Se detienen en un acantilado formado por mampostería magullada,
sobre un foso de cuerpos en llamas. Desde Galia esperaba divisar la
perspectiva del Fuerte Hindress y las baterías del sur del Anillo Palatino. Sin
embargo, lo que se alza ante él es un monumento despedazado semejante
a la Puerta del León.
Imposible, piensa, a menos que el caos de la guerra los haya
desorientado y extraviado más de lo que calculaba. Sojuk considera que
debe ser otro monumento, otra puerta desconocida. No está familiarizado
con el palacio, y esa ignorancia es irrelevante; su única intención es
encontrar al enemigo para darle caza. El escenario de la persecución es lo
de menos.
Observa movimiento en los barrancos colmatados y en las trincheras al
oeste. Una formación enemiga de tamaño considerable, mayor que su
propia fuerza mermada, pero lenta en comparación con la velocidad que
ellos pueden alcanzar.
Asiente.
—¿Qué esperanza queda? —pregunta un soldado de Kalizo, exhausto
hasta el límite de su comprensión.
—Ninguna —responde Sojuk.
—Pero...
—La esperanza te desgasta —interrumpe Sojuk—, porque promete más
de lo que puede cumplir. Considérate libre de ella. Cuando no queda nada
que esperar, no queda nada que temer.

La muerte tarda en llegar.


En las extensiones arrasadas del Anillo Palatino, las unidades de ambos
bandos —leales sitiados y traidores invasores— luchan por posicionarse
bajo el azote de los elementos desbocados. Afligidos por fuego salvaje,
vientos huracanados, lluvia negra y torrencial, por densos bancos de gas y
humo, se esfuerzan por afianzarse, maniobrar, buscar refugio, orientarse. El
campo de batalla les traiciona en cada paso.
En los campos embarrados, las unidades Excertus31 titubean bajo el
aguacero, buscando referencias para orientarse, ya que sus brújulas dan
vueltas sin sentido y engañan. Apiñadas en terraplenes y en sistemas de
trincheras destrozados, las brigadas Auxilia32 intentan establecer
contactos, inciertas de en qué dirección apuntar. Vehículos blindados
maltrechos y marcados por la guerra atraviesan bloques de calles
devastadas, girando en círculos frenéticos mientras sus sistemas de
navegación solo emiten respuestas incoherentes. Las formaciones del
Mechanicus se paralizan, incapaces de calcular rutas precisas o de ejecutar
sus planes de batalla preprogramados. Las unidades Astartes, esforzándose
por reagruparse pero desconfiadas de sus sensores, se mueven con
ansiedad a través de alcantarillas resquebrajadas y cruzan vías destrozadas,
buscando puntos que concuerden con los planos del Palacio grabados en
sus mapas y memorias.
Muchos a ambos lados vislumbran estructuras distantes a través del
diluvio, las torres y elevaciones de una ciudad aún en pie, los acantilados
negros de las murallas de una fortaleza. No reconocen nada. Los horizontes
se niegan a coincidir. Estructuras identificables, vistas desde lejos, no están
donde deberían estar, o están junto a otras estructuras que nunca
estuvieron en sus proximidades. Peor aún, los combatientes ven edificios y
monumentos que saben que ya han caído.
Nada es cierto. Ningún visor o telémetro da crédito. Los oficiales, con los
nervios destrozados, echan la culpa a los espejismos atmosféricos, a las
fata morganas, a la cordura de sus exploradores y observadores, a la
fiabilidad de sus datos originales. Muchos dudan incluso de estar donde
creían estar.
Las unidades giran. Cambian de posición. Dan vueltas sin rumbo.
Avanzan hacia posiciones enemigas sólo para descubrir de repente que el
enemigo está detrás de ellas. Algunas abandonan atrincheramientos
seguros y caen directamente en campos de exterminio. Algunas se ponen a
salvo para encontrar mejor cobertura, y se encuentran asegurando
trincheras extrañamente familiares.
Los hombres mueren por estos errores. Caen en la desesperación.
Algunos pierden la cordura al ver murallas y torres de bastión que creían
destruidas en combates pasados, pero que emergen entre la bruma como
espectros lejanos y mofándose de ellos.
En los restos de Punta Targus, el 55.º Pan-Polar avanza bajo fuego en un
esfuerzo casi suicida para reposicionar sus cañones de campaña, buscando
ofrecer una barrera de protección esencial a los Fusileros Maglex a los que
apoyan. Es una tarea extenuante y costosa en vidas, pero el comandante
del 55.º logra posicionar a su regimiento en una ladera castigada por la
lluvia y comienza el bombardeo. Durante diez minutos, más de doscientos
cañones castigan el área, iluminando una franja del campo a tres
kilómetros de distancia. Solo entonces descubre el comandante que, de
alguna manera, el 55.º se ha desplazado al otro flanco de la línea Maglex y
ha estado bombardeándolos durante todo este tiempo.
El comandante de la Pan-Polar lee el mensaje desgarrado que le entrega
un mensajero sin habla. Ordena el cese del fuego, entrega su espada de
oficial a un teniente que está cerca y camina hacia el alambre de púas,
desapareciendo para nunca más ser visto.
En las Baterías VTC-26, al oeste de la Barbacana Irénica, Ludovic 414.º al
fin logra capturar una fila de blocaos que han resistido por más de una
hora. Al irrumpir para plantar sus estandartes Imperiales, lo único que
encuentran son los cuerpos sin vida de la Novena de Gustav y sus propios
estandartes del Emperador ya consumidos por las llamas.

Las fuerzas enemigas, tan confundidas como las leales, avanzan sin
detenerse. No necesitan mapas, orientación ni visión. El Panteón de los
Cuatro les ha revelado el camino y les ha proclamado una verdad: todos los
senderos conducen al mismo destino. Lo inevitable se aproxima.
5|XVI
Un lugar donde resistir
La Comitiva Metome está exhausta, desapareciendo en la tierra mutilada
como un rompeolas de madera en descomposición que la marea ha dejado
atrás en la arena húmeda. Los cañoneros del Metome han desaparecido
sin dejar rastro. Su incierto objetivo de alcanzar la Línea Délfica queda
descartado; a menos que renuncien a su artillería, son demasiado lentos.
Se encuentran en campo abierto, pero el horizonte alrededor parece
angosto y demasiado cercano, oprimido por las paredes de ceniza que se
elevan a treinta kilómetros de altura en todas direcciones. Al toparse con la
mansión negra, ella decide que es tan buen sitio como cualquier otro para
hacer frente al enemigo, para atrincherarse y luchar; después de todo, es la
única estructura con cierta solidez en kilómetros a la redonda.
La mariscal Agathe, ignorando el dolor sordo en su mejilla e hinchazón
de la mandíbula, emite sus órdenes. Los oficiales asienten y se dispersan
para cumplir sus cometidos. Phikes la acompaña al interior.
La mansión negra, denominada así por Phikes al avistarla, es un edificio
masivo y robusto. A pesar de estar en ruinas y de que al menos un ala ha
quedado reducida a escombros por los recientes bombardeos, sus muros
son de un grosor poco común, lo que le ha permitido subsistir mientras
otros edificios en lo que fueron sus calles circundantes yacen arrasados.
Agathe tiene la sensación de que debería reconocerlo; el lugar le resulta
extrañamente familiar y es evidente que en algún momento fue un punto
de referencia significativo. Pero en términos de arcología en grandes
monumentos, eso no dice mucho. Es una estructura baja, de planta
cuadrada, amplia, ciclópea y enteramente ennegrecida, devastada por las
llamas en algún momento de los últimos días, supone Agathe, y la
mampostería está chamuscada.
Será suficiente.
La mayoría de sus tropas, unos tres mil hombres, están afuera, alistando
los cañones de campaña que son su principal fuerza de combate. Ha
instruido a los oficiales de artillería que dispongan las piezas en líneas
superpuestas para cubrir el oeste, con una sección adicional dirigida hacia
el este. Estos han sido los puntos de origen de todos los ataques en las
últimas cuatro horas. El estruendo de un combate, presumiblemente una
batalla de tanques, resuena detrás de los bancos de ceniza a doce
kilómetros al este, por lo que Agathe prevé un posible contacto desde esa
dirección. Se han desplegado observadores avanzados para monitorear los
movimientos enemigos, comunicándose con semáforos, silbatos y linternas
de señales, ya que los equipos de vox han dejado de funcionar.
Los soldados están exhaustos de mover los pesados cañones y los carros
de munición. Agathe estima que podrán detectar a una fuerza enemiga
aproximándose desde al menos dos kilómetros de distancia, lo que les dará
un precioso tiempo para reaccionar con su artillería y bombardear
intensamente. Sin embargo, si el ataque proviene de un ángulo inesperado,
como el norte o el sur, la situación será distinta. Sus hombres,
especializados en artillería, no están preparados para un combate cercano.
Un enfrentamiento directo con los Astartes Traidores sería desastroso.
Las direcciones, este y oeste, son términos relativos ahora. Las brújulas
han dejado de funcionar, indicando una seria perturbación
electromagnética, y la tecnología está inservible. No hay sol que observe ni
forma de medir el tiempo del día. Agathe confía en su instinto para alinear
sus armas; su instinto la ha mantenido con vida hasta ahora. Aunque
también piensa, con cierta amargura, que ese mismo instinto la ha
condenado a seguir viviendo en esta pesadilla.
Si se equivoca, sus fuerzas se replegarán a la mansión negra detrás de
ellos, utilizando sus gruesos muros como defensa. La edificación está
concebida como una fortaleza, con muros macizos y ventanas pequeñas.
Agathe se pregunta si alguna vez fue un fuerte. ¿Sería Laufey? ¿O quizás
Hermitage Gard? Si es Hermitage, ha perdido tres o cuatro pisos en la
parte superior, aunque no parece que haya sido más alta de lo que es
ahora.
Agathe entra para inspeccionar su nueva fortificación, con Phikes a su
lado. Ha enviado escuadras de limpieza, aguerridos combatientes de
trincheras del 403º, para asegurarse de que no encuentren sorpresas
desagradables.
El edificio está en ruinas, pero su estructura es sólida. Las paredes son
sorprendentemente gruesas, de hasta diez metros en algunos tramos. Los
portales y puertas son macizos y defendibles, aún visibles las marcas de
antiguos rastrillos y mecanismos de puertas reforzadas. Algunas de estas
compuertas blindadas, que permanecen intactas y tan sólidas como las de
una caja fuerte, podrían volver a su lugar si se retiran los escombros que
obstruyen su mecanismo.
Los escombros están esparcidos por doquier. Los pisos están cubiertos
de restos. El fuego fue tan devastador que no queda vestigio de mobiliario,
enseres o cuerpos. Entre la piedra quebrada, se distinguen varillas de metal
dobladas y retorcidas. A pesar de haber sido consumido por las llamas, el
lugar transmite una frialdad penetrante. El agua gotea de las fisuras en el
techo, y el aire, vacío, resuena con ecos.
—¿Qué es eso? —pregunta Agathe.
—¿Mariscal? —Phikes la observa, confundido.
—¿Qué acabas de decir, Phikes?
—No he dicho nada, señora.
Agathe frunce el ceño, preocupada. Alguien más ha hablado.
5|XVII
Ni aquí ni allí
Amon Tauromachian tarda más de lo previsto en guiarlos hacia la torre.
Demasiado, de hecho. La ruta directa por la Comitiva Galitae, por alguna
razón, los desvía hacia la Corte del Bósforo. Amon retrocede. El tramo
superior del Paso Yulongxi, que debería llevarlos al Pons Albedo y cruzar el
cañón de ventilación entre la Sala de los Mariscales y el Mirador Ariadne,
inesperadamente los conduce a una plaza ante las enormes puertas de
piedra roja del Magisterio. Allí se agolpa una multitud de cortesanos en
pánico y largas filas de sirvientes domésticos sujetando paquetes de bienes
rescatados, asemejándose a caravanas de comerciantes errantes. Un
anciano de alta nobleza, a juzgar por su atuendo, está de pie sobre el bajo
muro de la fuente central, entonando en voz alta una canción antigua, un
himno, sin razón aparente. En estos tiempos caóticos, ¿cómo puede
alguien aún recordar la letra de un himno tan vetusto?
Sin embargo, nadie presta atención. Amon observa la escena y se vuelve.
La Puerta Melanconia está obstruida por los escombros de un muro
caído. La Puerta Pasiphae está abarrotada por columnas de refugiados que
buscan algún refugio abierto y, además, a través de los grandes arcos de la
puerta, Amon solo puede ver las elevadas murallas de los Acercamientos
Orientales, lugar de donde vinieron, en lugar del largo bulevar de la Vía
Asterius que es lo que debería estar allí.
La Comitiva Onopion, cada vez más repleta de ciudadanos desplazados
de la Zona Imperialis, termina abruptamente en un inexpresivo muro en
blanco. El Camino de Thoas, sorprendentemente desolado y a oscuras, los
redirige solo hacia el circuito ambulatorio de la Tauropolis. El Conducto
Mytheme, de manera caprichosa, los conduce al patio rodeado de estatuas
al oeste de la Casa de las Armas. Ahí se ha congregado la tripulación de
varias naves de la flota de combate, algunos aún en sus trajes de vuelo,
luciendo apáticos y ansiosos. Las estatuas que antes adornaban los
pedestales del patio han desaparecido sin rastro, pero un anciano ha
tomado uno de esos pedestales y está de pie, cantando con una voz
delgada y ronca.
Parece ser el mismo anciano que cantaba en la plaza del Magisterio,
pero Amon está seguro de que no puede ser el mismo. Incluso el himno
parece idéntico. A Amon no le interesa; está más preocupado por los
desvíos inexplicables. Conoce el Palacio al detalle, es su responsabilidad
conocerlo y su memoria es infalible. ¿Cómo es posible que haya cometido
tantos errores?
—Estoy muy cansado —anuncia Fo—, he caminado mucho más de lo
deseado. ¿Estás perdido o algo así, Custodio?
—No —responde Amon tajantemente.
—Bueno, me duelen los pies —se queja Fo— y, honestamente, me
duelen bastante.
—No seas tan infantil —lo reprende Andrómeda-17.
—No soy un niño —replica Fo—, aunque desearía poder volver a serlo.
Ser joven otra vez. ¿No sería maravilloso? Este cuerpo está tan viejo y
cansado.
—Hay muchas cosas que estarían bien —murmura Andrómeda con
cierta melancolía.
—¿Estás perdido? —pregunta Xanthus, el Elegido, a Amon, con un tono
de sospecha apenas disimulado.
—No —reafirma Amon.
Diez minutos más tarde, o lo que parecen ser diez minutos, se confirma
su afirmación. El Pons Aegeus los lleva a través de una enorme zanja de
circulación hacia la torre. Amon pasa por alto el hecho de que esto no era
lo que había planeado, ni es a donde el Pons Aegeus los había llevado
antes. Comenta algo a Xanthus acerca de "la necesidad de elegir una ruta
indirecta por razones de seguridad".
Atravesando la pasarela, el viento los azota fuertemente. Bajo ellos, en el
profundo abismo, los sistemas ambientales del Palacio agitan el aire
creando un estruendo tempestuoso. El viento que les golpea no es frío, es
cálido y lleva el olor del humo. Amon es consciente de que el clima dentro
del Sanctum, tan sitiado y confinado como ellos mismos, ha comenzado a
deteriorarse. Está saturado con toxinas y compuestos que incluso los filtros
de reciclaje masivos no pueden procesar. Antiguamente, el Sanctum
Imperialis generaba sus propios patrones climáticos, con nubes y
precipitaciones que se acumulaban bajo la cúpula del escudo protector.
Ahora, el cielo, por así decirlo, es negro como el carbón, bajo y atravesado
por venas de relámpagos. Una neblina rojiza resplandece hacia el sur y el
oeste. La visibilidad, incluso aquí, está tremendamente reducida.
—Mira —dice Fo, apuntando—, esa fractura allá. ¿La ves? ¿Es el escudo
comenzando a colapsar? ¿Son las brechas del Sanctum cediendo y
deshaciéndose a lo largo de las costuras?
—No —insiste Amon.
—Creo que sí —insiste Fo, convencido—, sé que es así.
—No —vuelve a decir Amon.
Desde el oeste les llega un retumbo largo y sostenido que comienza
como un murmullo de aplausos y rápidamente se intensifica. Contemplan
cómo la Aguja del Castellán, a cinco kilómetros de distancia, se inclina
lentamente y se desploma hacia el cañón de la trinchera de circulación.
Inicia con un temblor que estremece las secciones más bajas; luego, con
una gracia casi lánguida, las partes superiores comienzan a ceder hasta que
toda la estructura se viene abajo en una cascada de escombros que se
estrellan en una nube de polvo ascendente.
—Eso no puede ser bueno —comenta Fo.
—No —responde Amon con sobriedad—, no puede serlo.
La nube de polvo beige se esparce, arrastrada por las corrientes del
cañón, acercándose a ellos como una tormenta de arena.
—Entren —ordena Amon.
Permite que todos pasen frente a él y lanza una última mirada al
panorama urbano, deseando poder consultar con el capitán general para
recibir instrucciones claras respecto a Fo. Pero hace horas que el capitán
general está inalcanzable.
5|XVIII
La llegada de la oscuridad
Han transcurrido treinta y nueve segundos de combate y su visión es casi
nula.
El mando neurosinérgico de Constantin Valdor está fallando. Una
oscuridad casi palpable lo envuelve todo, pesando sobre sus cuerpos y
mentes como una capa de ceniza volcánica o un opulento manto de tejido
oscuro. Caen sobre ellos como gotas de aceite en su armadura dorada, se
arremolina a su alrededor como una tormenta de suciedad o un enjambre
de pájaros de pesadilla, mil millones de partículas oscuras que se mueven
unificadas. Parece infiltrarse a través de su casco, empañando su visión y
colándose en su boca.
Formas esquivas se agitan dentro de esta penumbra, siluetas apenas
percibidas que revolotean y se sumergen en sus propias corrientes; figuras
delgadas como murciélagos de un brillo pizarroso, fluidas como la seda;
enormes formas aladas que se desplazan arrastrando estelas
torbellinantes. Constantin siente la ráfaga de su paso, el roce de sus alas
escarlata. Una de ellas barre al Compañero Aldeles de sus pies, y él
desaparece de su vista para siempre. Constantin ataca las sombras
selacimorfas, pero estas no tienen más consistencia que el humo líquido
que se mezcla con la oscuridad.
La única luz proviene de breves llamaradas de combate: el resplandor
blanco de los disparos de los bolter, el destello amarillo de las últimas
adráthicas33, el fulgor parpadeante del azul y el rosa de la combustión
disforme que se pierde en la cambiante negrura. Son destellos tan fugaces
que no consiguen iluminar nada.
La compañía de Constantin, cada vez más mermada, se ve súbitamente
rodeada por nudosos troncos de carne brillante que emergen del suelo
blando. Estas columnas, similares a árboles esculpidos en carroña, se
retuercen y lanzan llamas incendiarias. Se mecen con un viento inexistente,
asemejándose a anémonas en la corriente de una oscuridad abisal. Sus
faldas vibran como branquias, y la carne fúngica de sus pilares se ilumina
con una cobertura resbaladiza de ojos anfibios que burbujean en
montículos de grasa. La llama que surge de sus miembros ondulantes
funde el auramita y consume a los hombres por completo. Constantin se
esfuerza en amputar estos apéndices llameantes antes de que puedan
lanzar su fuego. Algunos troncos se quiebran y estallan, otros se
desploman. El fuego interno se derrama como líquido pirofórico, formando
pequeños diablillos de llamas que se burlan de Constantin y sus hombres,
danzando y chisporroteando a sus pies. Cuando son golpeados o
pisoteados, estos fuegos rosados se convierten en carbones azules que
devoran las grebas y los sabatones, roídos como por fósforo. Constantin
derriba estas estructuras carnosas al embestir con sus espaldares, las abate
con el asta de su lanza y las desgarra con el filo de su espada. De su boca
surgen nuevos nombres que debe pronunciar con desdén: K'Chan'tsani'i.
El aprendizaje para dar muerte a estas nuevas abominaciones ya no le
interesa; el conocimiento adquirido le resulta repugnante en lo más
profundo de su ser.
La oscuridad resuena con risas que Constantin elige ignorar. Algunas
provienen de sus propios hombres; algunas de esas voces pertenecen a los
ya fallecidos. Todo ello lo ignora. Hay cantos, voces distorsionadas que se
lamentan en términos vagos, melodías arrastradas por la corriente
fluctuante de la penumbra envolvente. Los lamentos siguen un compás de
nueve tiempos, un ritmo aditivo extrañamente irregular que le recuerda
antiguas canciones balcánicas, de una época anterior a la Unificación. Los
nombres que inundan su mente le indican que está ante un canto kairí,
prohibido ser entonado en voz alta. Otra cosa más que decide desatender.
Diocleciano Coros se abre paso entre el caos y grita. La neurosinergia se
ha perdido, pero su voz traspasa el pandemonio. Se reúnen a su alrededor,
guiándose por el borde de las hombreras, esquivando llamas, picotazos y
aleteos. Diocleciano marca una ruta a lo largo de una meseta de músculo,
bordeada por una franja de tejido adiposo y conjuntivo resplandeciente.
Detrás de ellos, un acantilado se erige orgulloso con costillas descomunales
y vetas de tejido cartilaginoso brillante como perlas.
De repente, un demonio se abalanza sobre ellos, la criatura más
descomunal que han enfrentado en los cuarenta segundos de batalla.
Constantin intuye que es un ave carroñera colosal, pero su forma se pierde
en la penumbra. Con hombros gigantes y encorvados, un cuello sinuoso y
un pico voraz más largo que una Motojet, sus alas, aunque invisibles,
sugieren una envergadura capaz de cubrir la galaxia. Golpean su línea
trasera, aplastando a Meusas y Tibereo, y lanzando al prefecto Kaledas al
abismo más allá del risco. Constantin no ve la caída de Kaledas, pero sus
gritos se prolongan tanto que acaban fundiéndose con el canto de nueve
tiempos.
El demonio se cierne amenazante. Sus garras colosales, semejantes a las
de un ursus de las Maquinarias Titán, buscan aferrarse al borde carnoso y
se posa con la presteza de una gaviota en un saliente rocoso, atacando con
su pico afilado. Sus alas omnipresentes las envuelven, saturando el aire con
plumas y el hedor a piojos aviares. El pico, como una lanza, empala a
Laphros contra el muro carnoso del acantilado, mezclando su sangre con la
del paisaje herido. Symarcantis logra herir al demonio en el flanco, bajo su
ala izquierda, y hace palanca para apartarlo. El monstruo se revuelve
contra él, agitando su cuello para deshacerse del cadáver de Laphros
enganchado en su pico. Ludovicus, en un acto decisivo, le rebanó la
garganta con su espada de energía.
La mole del demonio, con sus enormes alas aún revoloteando, cae del
saliente, dejando un rastro de plumas y copos de plumón que se queman
al tocar el suelo. La lanza de Symarcantis, hundida en su flanco, se pierde
con él. Solo el firme agarre de Constantin salva a Symarcantis de seguir el
destino de su lanza hacia el abismo.
Constantin ayuda a Symarcantis a ponerse de pie. Este, tras un breve
contacto con la mano de su salvador, recoge el hacha de Laphros,
abandonada en el borde del precipicio.
Constantin les insta a continuar, pero no se mueven. Diocleciano anuncia
que el camino ha terminado; el saliente muscular simplemente se reduce a
nada en la pared del acantilado. Otro camino sin salida, como todos los
que han intentado antes. Están perdidos, y sus vidas penden de un hilo.
La oscuridad se intensifica, se vuelve más espesa y opresiva, desafiando
la posibilidad pero sucediendo igualmente. La negrura palpita al ritmo de
nueve tiempos, asfixiándolos, llenando sus fosas nasales, oídos, gargantas,
entrañas y conductos lacrimales. Constantin grita los nombres que ha
aprendido para resistir el asalto, pero su lengua está hinchada y su boca,
invadida por una oscuridad líquida.
El combate lleva cuarenta y tres segundos.
Valdor y los Custodios se enfrentan a la oscuridad
5|XIX
Vida Después de la Muerte
Los misiles, disparados a ras del suelo sobre el fango enredado, alcanzan
el último bastión de los terraplenes de la Plaza de la Procesión, pero solo
son un señuelo. Los escombros siguen cayendo cuando Maximus Thane y
los últimos de sus hermanos de batalla alcanzan el parapeto. Llegan apenas
segundos antes de que el enemigo inicie su escalada.
Los traidores, compuestos principalmente por Devoradores de Mundos
en un frenesí sangriento y respaldados por algunas fuerzas del
Mechanicum, han confiado en el bombardeo de misiles para despejar el
parapeto y obligar a los defensores a mantenerse a cubierto mientras ellos
avanzan a la carga. Las compañías de Excertus con Thane, un
conglomerado de hombres y mujeres exhaustos y manchados de barro de
una veintena de regimientos distintos, aún se resguardan en las trincheras
blindadas y fosos antiexplosivos, mientras los resistentes Puños Imperiales
avanzan con determinación.
La armadura de Thane está perforada y chamuscada, con fragmentos
agrietados o desaparecidos. La cabeza de su martillo está mellada y
arañada, y el mango está cubierto de residuos orgánicos. Al cerrar los ojos,
aún puede visualizar la carnicería en el Paseo Dorado; las mejores tropas
del Emperador, diezmadas fila tras fila, por las legiones de los condenados
y la horda de demonios que les seguía.
Thane debería haber perecido allí. Solo por su férrea voluntad, él y los
pocos hermanos que quedaban lucharon, abrieron una brecha en la línea
enemiga y regresaron para atacar los flancos de una fuerza abrumadora a
la que no podían enfrentar directamente. Desde ese momento, la batalla
no ha cesado.
La retirada no es una opción. Los Puños Pretorianos deben sostener la
línea: esa es una verdad grabada en sus almas. Pero su padre y señor Dorn
siempre enseñó el peligro de tomar las lecciones al pie de la letra. A veces,
sostener la línea puede convertirse en un acto de sacrificio inútil, donde
reorganizarse en una nueva posición puede causar mayores bajas en el
enemigo. Todo Puño Imperial está dispuesto a dar su vida por su suelo,
pero son los veteranos quienes saben cómo incrementar el precio de su
sacrificio.
La mayoría de los hombres de Thane son neófitos recién integrados, con
la excepción de los veteranos Kolquis y Noxar, y el intrépido Huscarle
Berendol. Los neófitos han sido reclutados apresuradamente a causa de la
crisis. Son soldados capaces, y Thane los considera prometedores a todos,
pero aún son inexpertos, y sus mentes, rígidamente moldeadas por las
doctrinas de la VII. Thane y sus veteranos les enseñan con el ejemplo,
demostrándoles que, aunque morir con honor tiene su valor, es más
valioso aún tener la convicción de reagruparse y luchar con más astucia. La
flexibilidad, el movimiento, los contraataques rápidos... estas estrategias
ofrecen mejores defensivas en medio del caos infernal, frente a un
enemigo con abrumadora superioridad numérica. Y Thane ha adquirido
nuevas tácticas él mismo, observando a las unidades de Cicatrices Blancas
que combatieron a su lado. Los Cicatrices Blancas, forjados para el
combate móvil, deberían haber estado en desventaja en un asedio como
este. Sin embargo, se han adaptado, y su inclinación hacia el movimiento
ha permeado incluso sus tácticas, que han evolucionado y se han
modificado. Ha visto cómo han transformado su arte de guerra en métodos
de "defensa en movimiento" y "defensa ofensiva". Thane apenas logra
ocultar su admiración por ellos.
Los neófitos, aún impregnados por los estrictos principios de su Legión,
han cuestionado en ocasiones las tácticas dinámicas de Thane,
consternados por su disposición a ceder terreno o, en su perspectiva, a
retroceder. Él recibe sus críticas y elogia su coraje al expresarse.
—Me retiro —les dice— y así permanezco con vida. Vivo para impartirles
esta lección. Y vivo para hacer lo que haré ahora.
—¿Y qué es eso, señor?
—Acabar con más enemigos.
Notan la determinación en su mirada. Algunos susurran acerca de "la
muerte antes que la deshonra”.
—¿Qué es más honorable? —pregunta—. ¿Un traidor muerto o cien?
"La muerte antes que la deshonra" es un lema noble, pero reflexionen
sobre su verdadero significado. Antes que nada, pregunten "¿Cuántos
muertos?".
—¿Cuántos, señor?
—Hablamos de sus bajas. ¿Cuántos enemigos puede derribar antes de
que su honor esté satisfecho? Hay más deshonor en ser tan inflexible en su
pensamiento y posición que solo consigue una fracción de las bajas que
podrían haber sido.
El martillo de Thane pulveriza el cráneo prominente de un Devorador de
Mundos. Con la cabeza ahora deshecha, inclinada hacia atrás sobre su
cuello quebrado, el Devorador de Mundos se derrumba desde el parapeto.
Es tan solo el primero. La enfurecida masa enemiga asalta la línea
defensiva como una avalancha. Devoradores. Thane los piensa únicamente
como Devoradores, rehusando otorgarles su título completo. No son más
que bestias carroñeras, devoradoras de cadáveres, necrófagas. No merecen
la dignidad de su rango Astartes.
El martillo de Thane no titubea. Él no duda. A su izquierda, Berendol
maneja su gran espada con un golpe tan mesurado que parece lento, pero
que en verdad refleja una perspicaz comprensión de la inercia, el balance
del peso y la economía del combate. Más allá del Huscarle, Kolquis
combina estocadas de su espada sierra con disparos de su pistola de
proyectiles, creando una cadencia desigual de maniobras defensivas que
los Devoradores incipientes no logran anticipar.
A la derecha de Thane, dos neófitos, Molwae y Demeny, a quienes
Berendol llama con desdén "hermanos aprendices", siegan como
cosechadoras en el piso de un molino. Sus embates son efectivos, su vigor
febril es suficiente para hacer que Thane y los dos veteranos parezcan
apáticos. Asestan dos o incluso tres golpes por cada uno de los de Thane.
Pero cada dos o tres golpes aciertan en el mismo objetivo.
Thane no sabe si lo que ve es manía desesperada, pues, ¿quién de ellos,
incluso los más veteranos, no ha sentido algo de eso en este día decisivo?,
o si es un destello de orgullo juvenil por destacarse a su lado y no
decepcionarle. Es consciente de que las últimas horas en la caída de Terra
no son para enseñanzas. Pero si no es ahora, ¿cuándo?
Sin interrumpir su combate, sin girarse hacia ellos, los contacta a través
del intervox.
—Bajen la velocidad —les indica—. Midan sus golpes. Uno bueno, no
tres precipitados. Cada golpe debe ser mortal. Solo pueden morir una vez.
Molwae y Demeny se ajustan de inmediato, sin preguntas ni miradas de
incertidumbre. Se vuelven más meticulosos, priorizando la precisión sobre
la rapidez. Su eficacia no disminuye. Siguen su ejemplo como paradigma de
los ideales astartes.
No podría pedir más.
Desde la línea de combate, Noxar lanza una advertencia, pero Thane
apenas la oye antes de que el estruendo de la amenaza la ahogue.
Explosiones de llamas ciegan a lo largo de la línea de defensa, devorando
tramos de la horda de Devoradores y avanzando sobre el bastión. Dos
Puños Imperiales, ambos neófitos, saltan desde el parapeto a la trinchera
tras ellos, dejando tras de sí estelas de fuego como cometas.
Las máquinas de asalto del Mechanicum Traidor, abriéndose paso entre
la multitud de Devoradores, han liberado sus lanzallamas pesados y las
armas de fusión montadas en sus partes delanteras. Nadie usa armas
incendiarias con aliados en la línea de fuego. El Mechanicum ha ignorado
esta regla no escrita del combate. Quizá la alianza de conveniencia entre el
Mechanicum y los Devoradores sea frágil. Quizá esos despreciables de
Marte anhelen reclamar por sí solos la gloria de esta batalla y privar a los
feroces hijos de Nuceria de su victoria. O quizá, simplemente, no les
importe.
Tal vez, Thane reflexiona en un segundo helador, a los Devoradores de
Mundos tampoco les importe.
No hay tiempo para meditar sobre la disposición de los Devoradores a
inmolarse por el triunfo. Los escudos y las piedras se derriten como cera.
La furia incendiaria de las llamas, diseñadas para titanes de guerra, devasta
el parapeto.
Un muro de muerte ardiente se eleva frente a él, tan brillante que
parece capaz de incendiar el mundo entero.
El último pensamiento de Thane es para su venerado primarca. Va a
morir sin saber si ha honrado a Rogal Dorn o le ha fallado.
5|XX
Inquebrantable
Un año, ensaya una voz nueva. Dice: Hay sombra bajo esta roca roja (ven
bajo la sombra de esta roca roja), y te mostraré algo distinto a ambas: ni tu
sombra matutina que te sigue, ni tu sombra vespertina que se eleva para
encontrarte; te enseñaré el miedo en un puñado de polvo.
Lo escucha con claridad. No entiende su significado, aunque la pared se
asemeja a una roca roja y ofrece una sombra fresca donde decide sentarse,
y el polvo está por todas partes. Cree reconocer la voz. Se parece a la de un
guerrero que conoció alguna vez, cuyo atuendo no portaba distintivos. Su
propia armadura tampoco los tiene ya, borrados por el viento y la arena.
¿Quizás aquel guerrero también se perdió en el desierto? No recuerda su
nombre. Ha pasado mucho tiempo y, de todos modos, está casi seguro de
que es simplemente el rojo creando voces diversas.
Sin embargo, ese pequeño y desvanecido recuerdo del guerrero le
devuelve un fragmento del pasado que pensó perdido en el polvo.
Comienza a dibujar un nuevo diseño en la pared.
—Soy Rogal Dorn, inquebrantable —afirma.
Solo ríndete. Solo dilo. Solo dilo. ¿Para quién es la sangre?
Los susurros lo distraen. Después de algunos años más, decide hablar
mientras trabaja, para silenciarlos. Al rojo tampoco le agrada.
—Dos milenios antes del inicio de la primera era moderna en Terra, se
escribió en la épica lírica Sumari, llamada por algunos el Registro de
Gigamech, que dos guerreros discutían sobre si ejecutar o no a un enemigo
capturado.
Detrás del muro, el rojo emite un siseo de molestia.
Esto otra vez.
—Finalmente deciden matarlo. Eso les acarrea el desprecio de lo que en
esa época se consideraban dioses. No existían dioses. Pero en este caso, los
"dioses" son una metáfora de la indignación social. El poema, de unos
treinta mil años de antigüedad, es el primer registro humano conocido de
la ética en la guerra. La idea de asesinato justo e injusto. La primera vez
que la moralidad se aplicó a la guerra.
El rojo gruñe su descontento.
Él sonríe y añade:
—La humanidad se percató, incluso entonces, de que la sangre nunca
era justa por la sangre.
Otro gruñido.
Continúa trabajando, rascando, planificando. En realidad, no le habla al
rojo porque no es posible sostener un diálogo con él, no uno que él esté
dispuesto a tener. Pero aquí no hay nadie más aparte de él y el rojo. Habla
para ahogar los susurros y poder concentrarse. Es un beneficio secundario
que lo que dice moleste al rojo.
—Algunos... y solo podemos hacer estimaciones... pero
aproximadamente mil quinientos años después, las culturas de la Eleniki
arcaica desarrollaron las primeras normas de la guerra. No eran
obligatorias ni legales, pero se acordaron y se respetaron a nivel social.
Estos son los recuerdos que tiene. Los aprendió hace mucho. Alguien se
los enseñó cuando era joven. ¿Su padre, quizá? Cree recordar haber tenido
uno. Recita la historia de la ética bélica como un mantra, un foco para su
mente desgastada, un muro contra los susurros, una molestia
intencionada.
Continúa hablando solo. Al principio es extraño, porque nadie ha
hablado de verdad en casi un siglo, solo susurros. El sonido de su propia
voz le resulta sorprendente. Casi había olvidado cómo se habla.
Ríndete. Ríndete. Dilo. Expresa para quién es la sangre...
—Alrededor del año trescientos, M1, en el periodo conocido como los
Estados Marciales, en la expansión oriental de Eurasia, se ideó el concepto
de yi bang para regular la implementación de la guerra. Esto formalizó la
justificación del asesinato, haciéndolo el método supremo de castigo
judicial, reservado solo para la élite gobernante. Solo reyes, señores,
emperadores. La sangre no era para nadie más.
Detrás del muro, el rojo gruñe.
—Esa es la convención que más tarde se conocería como jus ad bellum.
Con el paso de los años, los planes se modifican, se descartan y se
añaden nuevos. Frustrado por sus sermones en voz seca y el chirriar de su
espada, el rojo cesa sus susurros. En su lugar, empiezan a llegar sonidos.
Ruidos del otro lado del muro. Ecos lejanos de batalla y destrucción.
Se detiene a escuchar. Apoya la oreja en la pared para oír mejor. Los
sonidos están cerca, justo al otro lado. Son tremendamente tentadores.
Pero no puede trepar las paredes, son demasiado altas, y sabe que incluso
si alcanza la cima de la duna más alta, seguirá sin poder ver más allá. Sin
embargo, anhela hacerlo. Quiere ver. Quiere dejarse llevar. Rendirse.
Sumergirse en la sangre y dejar de pensar.
Pero la única forma de salir, la única manera de llegar al otro lado, es
rendirse y decir lo que el rojo quiere escuchar.
—Soy Rogal Dorn —dice, en su lugar.
5|XXI
Nuestros días de gloria han concluido
Bajo el mando de Azkaellon, de la Guardia Sanguinaria34, una formidable
fuerza compuesta por Ángeles Sangrientos, Puños Imperiales y Cicatrices
Blancas avanza hacia Hasgard. Al llegar, encuentran que Rann y sus equipos
han limpiado el sistema de búnkeres, recolectado los cadáveres enemigos y
los han desechado en el ácido de un inmenso cráter de artillería al oeste de
la fortaleza.
Ahora disponen de un saliente desde el cual pueden lanzar ataques
contra las principales líneas enemigas que se dirigen hacia la Defensa
Délfica. La comunicación aún es esporádica a largas distancias, así que
Namahi envía a dos Cicatrices Blancas en motos acuáticas para informar a
Archamus y coordinar acciones entre la fuerza leal principal en los accesos
a Defensa Délfica y la pequeña pero férrea posición de Rann. Rann confía
en que pueden mantener Hasgard por un día, o incluso más, si Archamus
consigue apoyo blindado o maquinaria operativa. Los exploradores de las
Cicatrices Blancas, tanto a pie como en vehículos, patrullan las rutas entre
Fratery, Hasgard y el Viaducto, alerta a cualquier movimiento enemigo. Su
llegada es inminente y serán una multitud.
En los deteriorados búnkeres, se mantienen vigilantes y se preparan. Las
municiones escasean de manera alarmante. Encuentran uno o dos
depósitos de proyectiles y otras municiones, identificados con el sello de
Imperialis, en los almacenes abandonados por los defensores previos, pero
nadie desea utilizar la munición de los traidores muertos. Sus balas y
proyectiles, aunque intactos, parecen estar malditos al tacto, tan
corrompidos como las criaturas que los portaron.
—Nuestros días de gloria terminaron en la Puerta —le dice Azkaellon a
Rann, mientras se sientan juntos en la azotea de un búnker, escudriñando
el terreno en busca de actividad enemiga. La Guardia Sanguinaria, al igual
que todos los Ángeles Sangrientos, denomina al lugar "La Puerta", como si
no existiera otra. Tal vez para ellos no la hay. Se refiere a la última y épica
batalla de El Más Resplandeciente contra Angron y la abominable Plaga de
la Novena, un hito bélico sin par, la proeza que selló la suerte de la última
fortaleza.
Sin embargo, Sanguinius ha dejado el campo de batalla. Él, junto a Dorn,
Valdor y el Emperador, han partido hacia un último combate, un desenlace
que probablemente el pueblo de Rann nunca llegará a conocer. El destino
del Palacio queda ahora en manos de sus huérfanos hijos Astartes.
—Nuestra gloria terminó allí —dice Azkaellon. Su tristeza parece desafiar
su serena hermosura—. Mi Señor Resplandeciente se vio en la obligación
de cerrar la Puerta. No había alternativa. Las hordas de Angron nos
superaban en número de manera abrumadora. Debe haber sido una
decisión desgarradora. Pero actuó correctamente, porque es fuerte. El
Santuario debía ser protegido, sellado. Resguardó a tantos hijos como fue
posible.
—¿Y tú no? —pregunta Rann.
—El tiempo era escaso —responde Azkaellon.
—¿Entonces te quedaste fuera?
El Guardia Sanguinario niega con la cabeza, como corrigiendo una
impresión errónea.
—No, Fafnir —dice—. Elegí quedarme. Todos lo hicimos. Yo, el Portador
del Dolor, Rinas Dol, Gaellon y todos los demás. Aquellos cerca de la Puerta
pasaron. El resto, que estábamos más alejados, solo habríamos causado
demora y riesgo...
Se interrumpe por un instante.
—Así que decidimos quedarnos —continúa en voz baja—. Los
Devoradores de Mundos nos perseguían sin tregua. Tomamos la decisión y
la comunicamos al Señor Resplandeciente. Cerrar la Puerta. Nos
mantuvimos firmes para que mi señor y los demás pudieran entrar. Era
necesario. Debían ser contenidos. De lo contrario, habrían tomado la
Puerta.
—¿Cómo sobrevivieron? —pregunta Rann.
Azkaellon lo mira con una sonrisa irónica que simula ofensa a su
habilidad en combate.
—No, ¿cómo? —insiste Rann—. Hicisteis un sacrificio monumental. Las
condiciones que describes...
—Luchamos —afirma Azkaellon.
—No lo dudo, señor —admite Rann—. Pero, ¿cómo sobrevivieron?
Azkaellon se encoge de hombros.
—Honestamente, no lo sé —confiesa—. Luchamos. Fue un frenesí.
Abatimos a cuantos pudimos. Pareció durar horas cuando solo
esperábamos tener segundos de vida. Luego... hubo una pausa. Una
disminución. Su asalto flaqueó. Tal vez su ánimo se quebró al ver caer a su
señor. O quizá porque la Puerta estaba cerrada y sabían que era inútil. En
ese momento de calma, tomamos la iniciativa. Nos alejamos del muro,
hacia los desiertos del Palatino...
—Encontramos cobertura, finalmente, en un bastión en ruinas. Nos
reagrupamos. Nos unimos a las divisiones de tu señor Archamus poco
después. Hemos estado luchando desde entonces —hace una pausa
Azkaellon y reflexiona—. Lo más extraño es el refugio en el que nos
ocultamos. No podía estar lejos de la Puerta, porque no habíamos
avanzado mucho. Los Devoradores de Mundos nos cercaban como un
océano. Pero juro que era el Bastión de Avalon.
—Eso está muy lejos de la Puerta —comenta Rann.
—Lo sé. Supongo que es la confusión de la guerra. Nos movíamos
rápido, con desesperación, lo admito. No parecía haber ninguna
posibilidad de cobertura. Entonces, de repente, estaba allí —suspira—. Así
que aquí estoy, velando por nuestros hermanos mientras cae la noche. No
hay gloria, Fafnir, no hay honor, no hay premio reluciente que perseguir.
Solo deber y esfuerzo, la brutal mecánica de la supervivencia. Si
prevalecemos, será la victoria más significativa de nuestras vidas. Pero no
será para saborear o celebrar. La horrenda mancha de la traición nos ha
quebrantado tan completamente, que este será un momento mejor
olvidado.
—¿Por nosotros? —pregunta Rann.
—Por la historia. Esta guerra es una cicatriz en nuestro legado, y hasta la
victoria estará empañada por la vergüenza de que haya sucedido —
Azkaellon hace una pausa y Rann interviene.
—Suenas resentido.
—¿Resentido? ¿De qué, hermano?
—De que te dejaran atrás
Azkaellon muestra una sonrisa tenue.
—Ni por un momento —afirma—. Mi padre espera esto de mí. Espera
que recorra este camino solo, por él, y que mantenga unida a la hueste.
Soy su delegado, y no hay deber más grande. Mis hermanos de la Guardia
Sanguinaria vuelan con él, a su lado, para proteger su vida. No necesitan
que yo sobresalga.
—Entonces quizás 'resentido' no es la palabra adecuada. Pareces...
distante. Lo he visto en otros Ángeles Sangrientos aquí. Lo he visto en
Zephon. No es un comportamiento que asocie con mis hermanos más
brillantes —Azkaellon asiente.
—Es verdad. El fuego de nuestra gloria se atenúa y...
—¿Y?
—Siento un peso sobre mí —confiesa el Ángel Sangriento en voz baja—.
Sé que los demás también lo sienten. Zephon sin duda. Es más que la
sombría tristeza que nos aflige a todos. Es como una pesadilla aún no
soñada, o un sueño oscuro olvidado al despertar. Nos oprime, Fafnir. Oh,
debes pensar que soy un insensato.
—Eso nunca —asegura Rann—. Esta guerra nos ha quitado todo, incluso
nuestro orgullo. Lamento ver que el fuego de los Ángeles Sangrientos arde
tan tenue.
—Arde poco, pero no se ha extinguido, hermano —replica Azkaellon—.
Lo resguardamos del viento para que perdure. Y si sobrevive... si nosotros
sobrevivimos... entonces, tal vez después de esto, vuelva a brillar y nuestro
legado continúe. Lucharé a través de estas horas agotadoras e ingloriosas
con la esperanza de que un día seamos libres para ser gloriosos
nuevamente.
Azkaellon fija su mirada en Rann, con un semblante grave.
—Pero creo —dice— que toda la gloria que mi Legión logrará acumular
ya ha sido alcanzada. Pase lo que pase ahora, si hay alguna historia que
contar más allá de esto, 'Sanguinius en la Puerta' formará parte de nuestra
leyenda, quizás la más grande. Nuestro primarca nunca realizará un acto
más noble. Nuestros días de gloria terminaron en la Puerta.
5|XXII
La última gloria
Son los guerreros de élite del Lupercal, tres compañías completas de los
Hijos de Horus, mantenidos en reserva en el Espíritu Vengador como
guardaespaldas personal del Señor de la Guerra. Cuentan con el apoyo de
una masa de Portadores de la Palabra, menos regimentados que los élites
de Horus, pero igualmente maníacos en su sed de sangre y fervor idólatra,
tal vez el equivalente a otras cinco compañías, reforzados por brigadas de
Excertus Traidores del Vigésimo Escuadrón Táctico Merudín y la infame
Barrera Lupercali, seleccionados minuciosamente. Con una fuerza de tal
magnitud y destreza veterana, el Señor de la Guerra podría imponer la
conformidad a todo un mundo.
Con tropas de esta calidad, el Señor de la Guerra ha impuesto
conformidad en mundos enteros.
Pero ahora vacilan. Se tambalean, se doblan y son empujados hacia
atrás.
Sanguinius, con tan solo una compañía a sus espaldas, los está
despedazando.
No hay distancia segura. Es un combate brutal, cuerpo a cuerpo, un caos
en el que matar significa ser bañado en la sangre de la víctima. El Gran
Atrio es inmenso, un colosal templo del honor que corona la
majestuosidad de la Columna Principal, donde antes se recibía a los
visitantes con gran ceremonia antes de admitirlos en las cubiertas de
mando, pero ahora está atestado, y la ceremonia que se celebra es un rito
de sangre.
Las fuerzas rivales están entrelazadas, Ángeles Sangrientos contra Hijos
de Lupercal. No hay espacio para maniobrar. O resisten en sus posiciones o
mueren. Matan donde se encuentran o mueren donde están. Están
bloqueados, se mantienen firmes. Avanzan o resisten. Los hombres caen,
sostenidos en pie solo por la densidad de los cuerpos a su alrededor. La
cubierta se inunda de cadáveres. Los estandartes del atrio arden. Partes del
techo dorado colapsan, sepultando a los debajo. Las blancas paredes
exteriores están agrietadas y perforadas por diez mil impactos humeantes,
como la superficie craterizada de una luna devastada. No hay rendición. No
puede haber ruptura ni liberación, porque si alguna de las partes cede, el
día termina. Si los Hijos de Horus retroceden, serán arrasados y
aniquilados, y el camino hacia el mismo Lupercal quedará abierto: hacia
Lupercal, hacia el puente de mando, hacia la conquista del Espíritu
Vengativo. El buque insignia será capturado, la cruel guerra acabará y la
causa leal prevalecerá.
Si los Ángeles Sangrientos, furiosos como la superficie del sol pero en
desventaja numérica, se rinden ahora, no habrá una segunda oportunidad.
Perecerán todos, aniquilados en la retirada, y la causa se perderá más allá
de toda redención. Terra caerá. El Trono Dorado. El Imperio.
Es vencer o morir. Es vencer y aun así morir. Es aquí y ahora, o nunca. El
Gran Atrio es la garganta del Espíritu Vengador, la yugular. Si se corta, el
buque insignia caerá, convertido en un trofeo para ser desgarrado y
despojado, su cabeza puesta en exhibición.
Los Hijos de Horus no titubearán. No pueden. Son los vástagos de Horus
Lupercal, la encarnación de la furia del Señor de la Guerra, desbordantes
de su cólera y su ira, imbuidos de su poder, indomables y leales hasta el
final. El concepto de derrota no se contempla en su mentalidad, ni siquiera
como un término. Este embate, con toda su ferocidad, es solo una
compañía, el desafío de los ya vencidos.
Los Ángeles Sangrientos tampoco flaquearán. No lo harán. Son la última
esperanza de salvación, la única formación lealista que ha estado tan cerca
de detener la caída inevitable de la historia hacia la infamia. Y no se
detendrán porque son los hijos de Sanguinius, y lo seguirán por siempre, y
el Ángel Radiante nunca cejará.
Simplemente no lo hará. No está en su naturaleza.
De todas las vidas en ese vasto y ardiente salón, la suya es la que cuenta.
A pesar de su implacable ferocidad y su luminoso valor, los Ángeles
Sangrientos están superados en número ocho a uno. Si el gran Dorn, con su
genialidad táctica, hubiera evaluado el plan, los Ángeles Sangrientos
habrían sido declarados vencidos antes de que la tinta de su veredicto se
hubiera secado. No deberían ser capaces de lograrlo. No pueden. Es
inviable. Estratégicamente, es una victoria imposible, tanto en teoría como
en práctica.
Excepto por él.
Sanguinius es la variable, el factor desequilibrante que invalida incluso
las proyecciones más meticulosas y desafía la lógica más férrea. Es la
excepción que desbarata cualquier plan táctico, razón por la cual, en su
sabiduría, Dorn nunca lo incluyó en los suyos.
No es solo la fuerza física de Sanguinius, que es indiscutible, sino
también su mente: la pureza de su enfoque y la perfección casi divina de su
devoción. Y es su presencia; su mera apariencia, como una manifestación
tangible de la luz del Emperador. Los Hijos de Horus que enfrenta se
cubren los ojos, a pesar de la protección de sus viseras. Algunos comienzan
a arder antes de que él los toque. Algunos mueren sin que sus golpes los
alcancen. Abre una brecha en las filas blindadas del enemigo con un
sendero carmesí para que sus hijos lo sigan.
A pesar de todo, él desoye el dolor.
Ha sufrido miles de pequeñas heridas, cortes, desgarros y arañazos, y no
percibe ninguno de ellos. La sangre que emana de su figura dorada en su
mayoría no es suya. Pero la herida en su costado le duele hasta el alma. Le
carcome las entrañas, la pelvis, las costillas y los pulmones. Siente el sabor
ácido y corrompido de la sangre en su garganta. Cuando abre la boca para
clamar el nombre de su hermano, sus dientes están salpicados de rojo. Hay
un hervor séptico en su sistema circulatorio, y puede oler la
descomposición que se multiplica en su interior. Al blandir Encarmine35,
cercena cabezas y miembros, y siente cómo la herida se agranda al
extender el brazo. Con Telesto36 atraviesa un par de cuerpos convulsos,
levantándolos del suelo mientras se desintegran, y nota cómo el líquido
cálido de la herida se filtra bajo su armadura. Se abre paso a través de las
masas enemigas y siente el punzón en su propio vientre.
Lo ignora, pero no puede seguir haciéndolo.
Por un instante se cuestiona: ¿Acaso Horus me ha asesinado? ¿Fue
Angron meramente la herramienta? ¿Es así como la profecía adquiere su
cruel significado?
Descarta el pensamiento. No tiene utilidad ni tiempo para ello. Le queda
una vida, y aunque esté acercándose a su final, tiene una misión que
cumplir, o de lo contrario toda su existencia habrá sido en vano. Debe
prevalecer, pues no hay nadie más que pueda hacerlo en su lugar.
Un hacha de guerra se hunde en su brazo izquierdo. Aniquila a su
portador con tal fuerza que el cadáver hace caer a otros Hijos de Horus.
Una espada sierra ruge cerca de su diestra. Rompe la hoja gimiente y acto
seguido atraviesa al portador con un abrasador Encarmine. Partido como si
fuese una ilustración anatómica, otro Hijo se desploma en la cubierta.
Cuatro más perecen ante el paso del Gran Ángel. Otros tres se lanzan hacia
él e intentan apresarlo y derribarlo, aferrándose a sus caderas y piernas.
Los repele con una patada, alejándolos, sintiendo la herida moliendo y
supurando mientras se desplaza.
Avanza unos metros por la cubierta, avanzando a pesar del dolor. Un
Portador de la Palabra se lanza hacia él, pero cae de rodillas, con humo
negro brotando de su visera. Dos Hijos de Horus se abalanzan desde ambos
lados. Sanguinius extiende Encarmine y atraviesa el cuello del que viene
por la derecha, haciéndolo tambalear. Mientras el traidor cae, intentando
contener su propia sangre y tráquea seccionada, Sanguinius gira y deja que
el ímpetu de su giro lleve su espada a través del torso del otro.
Da un paso más en el tumulto. De repente, un proyectil impacta de lleno
en su armadura. La detonación lo arroja hacia atrás. Aturdido, queda
enmarañado entre una turba de enemigos rugientes, una docena al
menos, que lo agarran y rasgan, casi reclinándolo sobre ellos como si fuera
un trofeo, mientras intentan despojarlo de sus armas divinas y arrancarle
los miembros. Lucha por recuperar el equilibrio. Con una patada desintegra
un yelmo. Brandiendo a Encarmine a ciegas, decapita a un Hijo que rugía.
Guanteletes golpean y arañan contra él. Algunos desprenden gemas
incrustadas de su armadura. Uno arranca laureles dorados de su coraza
chamuscada. Otro desgarra su brazalete izquierdo. Más enemigos tiran de
su cabello y agarran sus alas.
Uno rasguña su abdomen, presionando la herida abierta.
El dolor lo ciega. La muerte se asoma bajo su capucha para revelarle su
rostro.
La oscuridad lo engulle.
5|XXIII
Invasión
Oscuridad y luego una voz. Nassir Amit abre los ojos.
Finalmente, el capitán pretor Honfler ha regresado.
—Atiendan— ordena el pretor acercándose a las compañías de negación
que aguardan en el nivel de alistamiento.
Amit se había sumido en un breve estado cataléptico, en parte para
conservar su enfoque, pero principalmente para evadir el constante
murmullo del lobo espacial Sartak.
Su mente no descansa. Las fugas circadianas inducidas no suelen incluir
sueños. Sin embargo, la suya estuvo repleta de visiones de su progenitor
genético. En ellas, su Señor Luminoso erraba en una oscuridad absoluta.
Puertas y portales se revelaban bajo la exploración táctil de su primarca,
cada uno más traicionero que el anterior, ninguno conducía a algún lugar
nuevo, a algún lugar distinto. La mayoría devolvía a su señor al punto de
inicio, mientras que algunas lo guiaban a una cripta donde silenciosos
féretros de piedra aguardaban bajo la luz de las velas.
Parecía que una de esas puertas conducía directamente al sueño de
Amit. Cada vez que esto ocurría, el Gran Ángel miraba a Amit con los ojos
desolados de una bestia atrapada, para luego volver a la oscuridad y
probar otra puerta. Había tal dolor en el sueño que Amit casi podía
saborear la sangre en su boca.
—Atiendan ahora— repite Honfler.
A su lado están sus oficiales de línea: Aerim Lur de la Guardia del Cuervo,
el Portaestandartes de los Puños Imperiales Tamos Roch y N'nkono Emba
de la Guardia de la Pira37 de las Salamandras. Las compañías en espera se
inquietan. Sartak gruñe algo que suena a "al fin". Amit intenta despejar su
mente. La presencia de su grandioso señor persiste. Solo un sueño, se dice
a sí mismo, surgido de su preocupación por el Señor de Baal. A pesar de
ello, el enemigo ha estado intentando infiltrarse durante siete meses. Un
muro puede repelerlo, una puerta cerrada puede detenerlo, pero ¿y si el
asedio enemigo es tan astuto que puede invadir incluso sus sueños para
desmoronarlos desde dentro?
Se obliga a enfocarse en Honfler. Esta es, después de todo, la orden que
ninguno deseaba escuchar. Amit se convence de que debe prestar atención
al presagio de muerte del Imperio.
—El Tribunal de Guerra ha ordenado el despliegue de las reservas—
anuncia Honfler, tomando una tablilla de datos de manos de Aerim Lur. —
Las siguientes unidades...
Se interrumpe en medio de la frase. Sartak ya se encamina hacia los
escalones que conducen a las plataformas de combate, haciendo un gesto
despreocupado para que su compañía lo siga.
—¿A dónde vas, Lobo? —grita Lur.
—A la guerra —responde Sartak sin detenerse, mirando atrás—.
Quédate aquí conversando.
Lur y Roch dan un paso al frente.
—Retoma tu posición, Sartak de Fenris —exige Honfler.
—Mi lugar está en ese muro —insiste Sartak.
—Tu lugar es donde el Tribunal de Guerra te ordene —replica Lur.
—Al diablo con ellos —escupe Sartak, mostrando los dientes—. Sus
pésimas decisiones y sus tácticas cobardes nos han llevado a este punto
crítico. Debería haber estado en ese muro hace horas. Te mostraré cómo el
R...
—Vuelve a la formación, perro insolente y quejoso.
El silencio se instala por un momento. Amit se da cuenta de que todos lo
están mirando. Había hablado impulsivamente, en un arrebato de ira
súbita. No comprende de dónde surgió esa furia, ni cómo se disipó tan
rápido.
—Disculpas, pretor —le dice a Honfler.
Sartak resopla, escupe y luego regresa lentamente a su posición al frente
de Negación 340. Su mirada se clava en Amit a cada paso que da.
—Continuemos —retoma Honfler, fijando su mirada impasible en ambos
—. Sus compañías Negación se desplegarán en el Sanctum, no en la
muralla. Formarán líneas defensivas preparatorias.
—¿Dentro del Sanctum? —inquiere Hemheda, y luego añade con
respeto—: Pretor.
—Dentro del Sanctum, Hemheda Khan —confirma Honfler—. Los vacíos
empiezan a ceder. Si hay un colapso en cascada, la Defensa Délfica puede
volverse inviable en poco tiempo. No permitiré que nuestros activos
queden atrapados aquí arriba en las plataformas cuando el enemigo esté
rompiendo nuestras defensas en el nivel del suelo.
—Necesitamos un nuevo muro preparado para cuando la Defensa
Délfica falle —comenta Roch—. Esa es su tarea.
Sartak murmura:
—Da igual estar ahí que aquí, si eso es todo lo que podemos hacer.
¿Verdad, Ángel Sangriento?
—Malditos seamos si eso es todo lo que hacemos, Lobo —responde
Amit, con su pulso acelerándose. Así que no es el final, aún no. Solo otra
estrategia desesperada del Tribunal de Guerra de Dorn para postergar lo
inevitable. En efecto, Negación.
Aerim Lur inicia las órdenes de dispersión. Seis de las compañías de
reserva se moverán a la Procesión Kylon bajo su mando. Otras cuatro,
incluyendo la de Sartak, seguirán a Honfler a los Acercamientos Marcianos.
Emba llevará cinco al Paso de Masas Occidental. La compañía de Amit,
junto con la de Hemheda, serán dos de las cinco que el Portaestandartes
Roch dirigirá a la Confluencia de Marnix. Amit sospecha que todos los
niveles alrededor de la Defensa Délfica están siendo igualmente
despojados para proveer al Sanctum Interior con refuerzos y proteger los
accesos a la Sala del Trono.
—¡Prepárense! —ordena Honfler con firmeza.
Están preparados, listos para moverse sin demora. Las veinte compañías
Negación se alinean en las escaleras reforzadas de la Defensa Délfica para
comenzar su descenso. Marchan, cada una con la disciplina perfecta de su
instrucción. Amit espera por el turno de Negación 963, atento al ritmo
sincronizado de las botas resonando en las escaleras.
—Sosténlos —le indica a su sargento Lamirus—. Si me retraso, avanza
con la compañía y me reuniré contigo pronto.
—¿A dónde vas? —pregunta Lamirus.
Amit retrocede a lo largo de la formación hasta llegar a la vanguardia de
Negación 340. Sartak está de espaldas, arengando a sus hombres,
despotricando contra la Táctica Pretoriana con una floritura de términos
vulgares. No percibe la aproximación de Amit. Pero nota las expresiones de
los Salamandras y Manos de Hierro de su unidad. Se gira.
Se sostienen la mirada por un instante.
—Te he ofendido, hermano —admite Amit.
—Me llamaste perro quejoso e insolente —replica Sartak con un rugido.
—Así es —acepta Amit—. Hablé de más.
Sartak se mantiene en silencio.
—Y... te pido disculpas —continúa Amit.
—¿Por qué?
—Porque no nos volveremos a ver —dice Amit.
Sartak resopla. Encoge ligeramente los hombros y vuelve su atención
hacia sus hombres. Amit inicia su camino de regreso a la cabeza de su
unidad.
—¿Ángel Sangriento?
Amit se detiene y mira por encima del hombro. Sartak lo encara con
firmeza.
—¿Dijiste lo que realmente pensabas? —pregunta Sartak.
—Sí —confirma Amit.
—Bien. Nadie más en este lugar parece hacerlo. No te concederé mi
perdón. Yo no perdono. Pero te ofreceré un consejo.
—¿Es necesario? —inquiere Amit.
—Parece que sí —afirma Sartak.
—Adelante —accede Amit.
—Cuando enfrentes a esa escoria traidora, Ángel Sangriento, cara a cara,
asegúrate de que tu mordisco sea peor que tu maldito gruñido.
5|XXVI
La retirada
La torre, igualmente conocida como el Retiro del Sigilita, es una
estructura esbelta y solitaria que se eleva sobre un promontorio de
plastiacero encima de la trinchera. Construida en piedra, sucia y con una
ligera irregularidad, asemejándose a un dedo afectado por la artritis,
parece una reliquia de tiempos pretéritos, una curiosidad arquitectónica
tolerada en su existencia, mientras el resto del majestuoso Sanctum se
erigía a su alrededor y, al final, por encima de ella, superándola en altura,
proporción y magnificencia.
Amon los guía a través del promontorio hasta el pórtico y comienza a
desactivar los sistemas de seguridad. La puerta en la base de la torre,
pesada, resistente a explosiones y sellada, contrasta claramente con la
antigua piedra cubierta de musgo del edificio, evidenciando ser una
adición mucho más reciente.
—¿No puedes simplemente dejarnos pasar? —pregunta Andrómeda a
Xanthus.
—Solo he entrado por invitación del Regente —responde Xanthus— y
eso fue en contadas ocasiones. Se necesita autorización de los Custodes si
el Sigilita no está presente.
Andrómeda observa a Amon, quien parece estar teniendo dificultades
para desbloquear la entrada. La placa hololítica de la puerta parpadea con
runas de negación, obligando a Amon a ingresar códigos de acceso cada
vez más complejos, revelando un nivel de seguridad impresionantemente
alto para un edificio tan modesto e insignificante.
Fo examina la torre deteriorada y desaliñada.
—Esperaba que su alteza real Malcador eligiera habitar algo más
imponente —comenta.
—No vive aquí —aclara Xanthus, y en su mente añade: Ahora no vive en
ninguna parte—. Es solo un fontisterio. Un lugar para la contemplación y el
estudio.
—Un frontispicio —repite Fo, con una sonrisa burlona ante la
grandilocuencia del término—. Parece que está a punto de derrumbarse.
—No se derrumbará —afirma Xanthus con convicción—. Ha resistido
mucho tiempo. Demasiado.
—Supongo —admite Fo, sin parecer muy impresionado—. Una antigua
reliquia desgastada pero firme de otro tiempo —murmura, pensativo—.
Solo digo que se ve un tanto frágil.
—Así parece la Sigilita —interviene Xanthus—. Y, sin embargo, dirige el
Imperio de la Humanidad como su Regente.
El pequeño creador de carne lo mira con una mirada helada.
—Yo también gobernaba un vasto reino —afirma—. Es curioso cómo
cambian las cosas.
5|XXV
Oscuridad en su belleza
Algo ha cambiado. Rann no logra sacudirse la sensación. Es algo más allá
de la gran fatalidad que pesa sobre todos. Todos la perciben. Sin embargo,
los Ángeles Sangrientos parecen acarrear un fatalismo particular. ¿Acaso el
glorioso espíritu de lucha de la IX Legión se ha extinguido
prematuramente, sofocado por la corriente de una puerta que se cierra
con estrépito? ¿Será posible que ahora fallen? Rann no puede concebir la
batalla final en Terra sin ellos a su lado.
Pero hay algo en el tono de Azkaellon, y en la vacilación que ha notado
en Zephon, que le hace sospechar que los Ángeles Sangrientos han
retrocedido a una mentalidad más primitiva, como si ya estuvieran
incapacitados por el duelo. ¿Qué presagio del destino han advertido ellos
que él no ha percibido?
Quizás, en la ausencia de su primarca, así es como la IX se prepara. No
anticipando lo peor y ofreciendo sus vidas con la esperanza de evitarlo,
como se instruyó a Rann y a los Puños Imperiales, sino asumiendo lo peor y
comprometiendo sus vidas como si ya estuvieran vengándolo. Se decía
que, en los albores de su historia, eran una fuerza vengativa y casi salvaje,
un aspecto que se fue suavizando y civilizando con los años de cruzada
hasta quedar casi eclipsado por la gracia que habían cultivado. Rann
siempre ha intuido esto en sus hermanos de la IX. Son los más nobles y
magníficos de las Legiones, pero existe una oscuridad vengadora en su
belleza. Se siente aliviado de que nunca haya tenido que presenciarla: es
una oscuridad que solo sus enemigos enfrentan.
Rann decide no indagar más en el tema. Además, Zephon acaba de llegar
al emplazamiento para unirse a ellos.
—Los jinetes de Namahi han vuelto —dice—. Lord Archamus está
informado de nuestra situación. Te envía esto.
Rann recibe el presente. Es una pieza de papel, una etiqueta de pureza
del Prefecto, con un mensaje escrito de puño y letra por Archamus.
Claramente, el Señor Militante de Terra ya no confía en la fiabilidad de las
tablillas o en la tecnología.
Lee el mensaje. Dice lo que Rann ya anticipa: las brigadas de Archamus
en los accesos a la Defensa Délfica enfrentan un intenso y constante
ataque por parte de vastas divisiones de las Legiones Traidoras: los
Devoradores de Mundos, la Guardia de la Muerte y los bastardos Hijos del
Señor de la Guerra. Archamus prevé un segundo frente de flanqueo en
aproximadamente una hora, y Hasgard se dirige hacia allí. Encomienda a
Rann acosar y contener ese segundo frente lo mejor que pueda. Si Hasgard
no aparece, Archamus señala que enviará un mensaje para que Rann lance
un contraataque al núcleo de la fuerza enemiga principal. Cree que esta
segunda opción es poco probable, y la primera más esperada. Alaba la
fortuna de Rann, manifiesta su confianza en su deber sin falla, y firma el
mensaje como "Archamus, Segundo de su Nombre".
Todo es lo que Rann esperaba, salvo por un detalle. La misiva está
dirigida a 'Fafnir', no a mi hermano, ni a Lord Rann, ni a Lord Senescal, solo
a Fafnir. En estas horas finales, desafiando las convenciones del protocolo,
Archamus ha querido expresar su respeto y amor por su hermano
llamándolo por su nombre de pila, indicándole a Rann que Archamus no
cree que se verán de nuevo.
Rann aparta la mirada.
—¿Hermano? —indaga Azkaellon.
Rann se aclara la garganta y les comparte a los Ángeles Sangrientos el
contenido del mensaje y sus instrucciones. Ellos asienten, es lo que
esperaban.
—Leod Baldwin preguntaba por ti —comenta Zephon.
—Iré a verlo. Toma mi turno —responde Rann.
—Por supuesto —afirma Azkaellon.
—Si vienen, griten —dice Rann—. No se queden todo para ustedes.
Azkaellon suelta una carcajada. Zephon asiente con brusquedad, sus
labios cicatrizados forman algo parecido a una sonrisa, que más bien se
asemeja a un depredador mostrando los dientes en un gruñido.
5|XXVI
Extracción
Abaddon ordena con un gruñido que se inicie el lanzamiento tan pronto
como sus compañías estén seguras a bordo de los Stormbirds38. Arde en él
una urgencia terrible, inquietante tanto para sus hombres como su
decisión de retirarse de la primera línea. Asegurado en su asiento, siente
cómo el fuselaje tiembla y escucha el creciente zumbido de los motores al
alcanzar la potencia...
De repente, todo se detiene. Las vibraciones cesan y el silbido de los
motores se desvanece. Un fallo de sustentación. Sospecha de un fallo
mecánico, una cancelación técnica del despegue. Los Stormbirds han
sufrido bastante en las últimas semanas, con un mantenimiento limitado
en los campos de superficie. Y la atmósfera está saturada, un caldo
petroquímico cargado de arena, polvo y humo quemante. ¿La causa? ¿Un
conducto obstruido? ¿Desgaste en la turbina? ¿Un ducto de combustible
bloqueado?
Su impaciencia y tensión crecen, sintiéndose casi burlado por su
estancamiento en tierra. Intenta comunicarse con la cabina a través del
intervox, pero solo recibe estática.
Se desata el arnés y libera la sujeción de su asiento. Su Escudero Ulnok
comienza a hacer lo mismo.
—Quédate —le ordena Abaddon secamente—. Asegúrate de que todos
estén listos para partir.
Se dirige por el angosto pasillo bajo la luz rojiza, agachando la cabeza
para evitar el equipo suspendido. Los guerreros de la Primera Compañía
permanecen en sus lugares. Nadie se mueve, pero él puede sentir su
inquietud. Abandonar la línea ya fue un golpe duro, ¿y ahora esto? Está
arriesgando su confianza. Lo sabe.
¿Y si no es una avería? El Campo Sacristy, su zona de extracción, estaba
lejos de ser el ideal. Ubicado cerca del sector en ruinas de la Puerta
Hasgard, ya estaba bajo bombardeo cuando llegaron sus Stormbirds. ¿Es
posible que la tripulación de vuelo haya declarado el transporte como
inviable? Los transportes son más vulnerables durante el ascenso,
expuestos al fuego antiaéreo. Tal vez los pilotos se han negado a despegar
bajo un espacio aéreo cada vez más hostil. ¿Y si el enemigo ya está cerca
del campo, atrapando a sus seis compañías en sus transportes?
Abaddon abre la escotilla de la cabina.
—Explícate —exige con una sola palabra cargada de veneno. Cualquier
protesta o mención de una objeción operativa al lanzamiento, y él mismo
ejecutará a los responsables y piloteará la nave.
—Capitán Primero, no puedo —responde el piloto, con las manos
alejadas de los controles. Abaddon nota que los sistemas del Stormbird
están inactivos.
—¿A qué estás jugando? —interroga Abaddon—. Cuando ordeno
despegar, espero que despegues. Regresar de inmediato a la nave insignia
es crucial...
—A sus órdenes, Primer Capitán —contesta el piloto—. Y he cumplido.
Abaddon se fija en el copiloto. Aunque no puede ver sus expresiones
detrás de los visores, puede percibir el olor del miedo, la... incredulidad.
Se inclina hacia adelante para mirar a través de los cristales tintados de
la cabina.
—Explícate —repite, aunque esta vez el veneno se ha disipado de su voz.
—No puedo, Primer Capitán —dice el piloto.
—No nos hemos movido.
—Apenas habíamos alcanzado la potencia máxima para el lanzamiento.
—Abre la rampa —ordena Abaddon, y él mismo acciona la escotilla.
5|XXVII
Infiltración
La escotilla finalmente se abre, y tras ella otra. En una sucesión de
chirridos metálicos, cuatro capas de adamantina entrelazadas se separan,
revelando el blindaje interno desvaneciéndose. El Retiro del Sigilita está
fortificado al modo de una bóveda. El aire estancado escapa por la entrada
desprovista de luz, cargado con el olor a piedra húmeda y al polvo de
antiguos libros. Nadie ha pisado este lugar en días, quizás semanas.
Amon los lidera hacia la penumbra. Delgados haces de luz, semejantes a
líneas trazadas por lápiz, los escanean mientras cruzan la pesada puerta,
registrando sus patrones biológicos en el sistema de acceso. Un sonido
sordo resuena cuando los procesadores se activan, iniciando la circulación
y renovación del aire. Ante ellos, alertados por el movimiento, los sistemas
de iluminación comienzan a parpadear a la vida.
El interior es más amplio de lo que el exterior sugería. Las paredes de
piedra están reforzadas con puntales de Plastiacero y lo que a Fo le parece
ser psycurium39. Escalones de piedra ascienden en espiral, nivel tras nivel,
como los de una torre en un torreón antiguo. Se encienden más luces
cuelgan del techo en cada nivel y globos de luz individuales están
suspendidos alrededor de la escalera en espiral, como estrellas constantes
que marcan la ruta.
Suben. La segunda planta está repleta, de suelo a techo, con estanterías
que siguen el contorno curvo de las paredes. El tercer nivel repite la
escena, pero las escaleras cambian de dirección al rodear la cámara.
—Un diseño inusual —comenta Fo, acelerando el paso como si el dolor
en sus pies hubiera cesado.
Amon se detiene, reflexionando. Recuerda que las escaleras en espiral
del Retiro siempre descendían en sentido contrario a las agujas del reloj.
—Este reloj se ha detenido —grita Fo desde más arriba.
En la cuarta planta, Xanthus y Andromeda observan a Fo mientras él
toma inventario del lugar. Hay aún más libros en las paredes y se despliega
ante ellos una variedad de objetos y curiosidades: antiguos relojes e
instrumentos científicos, especímenes preservados en frascos de vidrio, un
modelo anatómico detallado, figuras de deidades olvidadas y mesías
borrados de la historia, una sección transversal de una concha de nautilus,
mazos de cartas y cuencos con fichas de juegos, discos y sellos de lacre, y el
delicado esqueleto de un felino pequeño montado sobre una base.
—Esperaba más —dice Fo.
—Hay mucho más —responde Xanthus—. Varios niveles más. Los pisos
inferiores contienen principalmente misceláneas. Pero las obras esenciales
del Sigilita, muchas escritas de su propia mano, están en los niveles
superiores.
—Espero encontrar lo que necesito —murmura Fo, aunque para sus
adentros, la idea le resulta sumamente tentadora. Los manuscritos y notas
personales del Sigilita…
Comienza a subir el siguiente tramo de escaleras, que Amon nota que
gira en sentido contrario a las manecillas del reloj en este nivel.
—¿Cuántas malditas escaleras hay? —se queja Fo—. Ya no estoy para
estos trote —se detiene, desciende algunos escalones y apunta hacia algo
oculto entre las estanterías—. Él tampoco lo estaba —dice.
Es una unidad medicae portátil avanzada, con ruedas para su fácil
transporte. Incluye un tanque de oxígeno y una máscara, monitores de
signos vitales, una farmacia compacta y un desfibrilador. Ha sido apartada
a un lado, con una manta semicubriéndola, pero es claro que se suponía
debía estar al alcance.
—No —dice Xanthus—. Su salud era a menudo delicada.
Fo asiente.
—El tiempo pasa para todos —comenta—. Bueno, para todos menos
para Él, supongo. A menos que sepas de algún modo de evitarlo.
—El Sigilita sí sabía —replica Xanthus, algo molesto—. En su laboratorio
tenía varios dispositivos...
—¿Laboratorio? —interrumpe Fo, tratando de sonar despreocupado,
pero el brillo de interés en su mirada es inequívoco.
—Sí. Estuvo involucrado en numerosos proyectos que...
—¿Y dónde está eso? —pregunta Fo, apresurándose escaleras arriba.
Amon le sigue con prontitud. Al llegar a la parte superior del siguiente
tramo, se encuentran con otra escotilla pesada.
—Ábrela, Amon —dice Fo.
Amon mira hacia atrás hacia Xanthus y Andrómeda, que están unos
escalones más abajo.
—Debemos proporcionarle un espacio adecuado para trabajar —dice
Xanthus.
—Pero no sin vigilancia —contesta Amon.
—Eso es obvio —afirma Andrómeda.
—No me agrada esto —advierte Amon.
—A ninguno nos agrada —susurra Fo—. Pero estamos en guerra,
Custodio. ¿Quieres que termine, cierto? Mi arma podría ser nuestra única
posibilidad. Así que, nos guste o no, estamos en esto juntos.
Amon observa al anciano. Fo retrocede un poco. Espero que
simplemente liste las restricciones, pero su mirada es suficiente
advertencia. Amon no dudará en acabar con él al menor desliz.
Amon teclea una serie de códigos. Igual que antes, se requiere la
autorización de más alto nivel para desactivar las defensas automáticas y
liberar el acceso. La escotilla se abre y se encienden las luces
automáticamente.
Fo observa a través de la puerta abierta. El nivel siguiente es un
laboratorio. Todo está cubierto de acero inoxidable: el suelo, las paredes, el
techo, y los purificadores de aire incrustados en las paredes. En las mesas
de trabajo metálicas, diseñadas en curva para ajustarse al espacio, hay
estanterías repletas de instrumentos quirúrgicos, unidades Cogitador
interconectadas, centrifugadoras y secuenciadoras de genes, así como
dispositivos de microimplantación, escáneres celulares, fusionadores y
analizadores genómicos. Debajo de las mesas, gabinetes criogenizadores
zumban con actividad.
—Qué maravillas —exclama Fo.
5|XXVIII
Hacia el interior
No hay tiempo para asombrarse ante la grandeza del Sanctum Interior
mientras avanzan a través de él. Amit está demasiado preocupado como
para apreciar la vastedad de los corredores o la magnificencia de los
detalles dorados. El sabor metálico de la sangre aún perdura en su boca.
Las compañías de Negación se entrecruzan con ciudadanos y cortesanos
aterrados que se amontonan en los extensos vestíbulos. Algunos cargan
con sus pocas pertenencias, otros llevan niños de la mano. Unos cuantos
llaman a los Astartes que pasan, implorando protección y rogando ser
escoltados a un lugar seguro.
—Mantengan la vista al frente —ordena Tamos Roch a través del vox—.
No disminuyan el paso.
A medida que penetran más en el Sanctum, observan más unidades
armadas tomando posiciones. Escuadrones Astartes y brigadas Excertus de
distintos sectores de la Defensa Délfica se ubican en cruces y confluencias
o instalan puestos de control en las principales escotillas. Algunos erigen
barricadas improvisadas con muebles recuperados y paneles de auramita
arrancados de las paredes. Amit nota armas de apoyo ya instaladas y
pelotones que preparan cañones sobre trípodes. En un corredor, un
escuadrón de tanques de combate se ha detenido con sus motores en un
ronco murmullo. Las compañías de Negación se reorganizan en formación
para pasar a su alrededor sin interrumpir el paso. Las vibraciones de los
motores de los carnodones han convertido en polvo el suelo enlosado del
pasillo. Los tanques, robustos y macizos, desentonan en el suntuoso
vestíbulo, aunque es lo suficientemente amplio para contenerlos. Amit se
pregunta si Dorn, el Pretoriano, anticipó la necesidad de desplegar
vehículos blindados dentro del Sanctum al diseñar la distribución del
palacio, o si la impresionante escala de la arquitectura imperial es
simplemente una ventaja fortuita que ahora los defensores pueden
aprovechar. Los muros exteriores y las puertas fueron construidos robustos
para la guerra, pero parece que los corredores del interior del palacio
fueron diseñados para deslumbrar con su esplendor.
A medida que avanza, Amit sospecha cada vez más que Dorn se había
preparado para cada contingencia con un ojo casi obsesivo por el detalle.
Es claro que los interiores del palacio no fueron concebidos para el
combate, pero en el oro decorativo y los azulejos lujosos, Amit distingue el
ingenioso toque de un arquitecto guerrero. Las huellas sutiles están por
doquier: en la manera en que los grandes pasillos se intersectan o se
juntan en ángulos apenas desviados; en cómo las alineaciones escalonadas
de zócalos con estatuas proveen una cobertura de tiro perfecta a través de
los vestíbulos; en cómo una galería se estrecha discretamente para crear
ángulos de tiro hacia otra; en cómo los balcones superiores están
diseñados para permitir el tiro en enfilada hacia las arcadas de abajo. Esas
balaustradas son algo más que decorativas, piensa; ocultan una armadura
reactiva bajo el brillo. Los arcos perforados de las alturas esconden puertas
blindadas, listas para caer y sellar pasos estratégicos. Y esas ranuras y
hendiduras que parecen parte del complejo diseño del piso de sectil están
pensadas para encajar las bases de los escudos contra tormentas, de forma
que las barreras de defensa puedan desplegarse instantáneamente y
bloquear plazas y corredores.
Todas estas medidas discretas parecen orientadas hacia el exterior, en
defensa del corazón del Sanctum.
Se acercan a la Confluencia de Marnix por una elevada galería. Más allá
de la balaustrada tallada, Amit observa columnas de figuras estáticas en la
amplia procesión doscientos metros más abajo. No son militares. Figuras
encapuchadas y sirvientes permanecen inmóviles y en silencio junto a filas
de bioféretros. Hay cientos de ellos, flotando sobre campos suspensorios.
—¿Hay algún problema, hermano? —le pregunta Roch.
Amit se percata de que se ha detenido y mira hacia abajo a las columnas.
—No —responde.
—Refuerzos —comenta el Portaestandartes, observando lo que captura
la atención de Amit—. Para el Salón del Trono, si es necesario. Esperan
hasta que sea preciso usarlos.
—Parecen ataúdes —insiste Amit..
—Son bastante similares —concuerda Roch.
Roch da dos pasos junto a Amit y luego se reincorpora a su compañía.
—¿Debo mantenerte bajo observación? —le pregunta Roch en voz baja
a través del canal privado de vox de casco a casco.
—No, Portaestandartes —responde Amit.
—Bien —dice Roch—. Espero compostura del Noveno. Los Lobos de
Fenris pueden ser desenfrenados, pero siempre he considerado que mis
hermanos de Baal son tan disciplinados como los de mi propia Legión.
—Así es. Mis disculpas —dice Amit.
—Sin embargo, tu impulso en el nivel de despliegue —señala Roch—. Sin
duda fue provocado, pero ahora rompiste la formación...
—No se repetirá —responde Amit de forma cortante—. La vista de esos
féretros... He tenido sueños con féretros.
—Todos hemos soñado con féretros, hermano —afirma Roch.
Amit decide no dar más explicaciones. No puede transmitir cuán vivos y
significativos le parecieron aquellos féretros en su huida, más que un
simple sueño. Pero eso eran, al fin y al cabo, sueños. Cuando alguien te
habla de los suyos, simplemente sonríes con paciencia y asientes. Los
sueños no son más que eso.
Todavía siente el gusto de la sangre en la boca.
En la Confluencia Marnix, una vasta explanada donde convergen varios
pasillos enormes, toman las posiciones que les han sido asignadas. Roch
dispone sus cinco compañías Negación en formaciones de bloque a lo largo
del espacio, frente a la entrada del pasaje occidental masivo, como si
estuvieran en un desfile. Inician su vigilia nuevamente, en posición de
firmes, tan impecablemente compuestos como en el nivel de preparación
de la Defensa Délfica.
Aguardan. El tiempo transcurre. Un escuadrón de Caballeros Asterios
pasa a la distancia y se desvanece en la Comitiva Proserpina. Amit ve a
Hemheda salir de su puesto al frente de la Negación 774. La Cicatriz Blanca
se encuentra con Roch y conversan. Luego Roch emite una orden y
reposiciona las cinco compañías Negación al otro lado de la explanada,
ahora orientadas en otra dirección.
—¿Qué está pasando? —le pregunta Lamirus a Amit. Amit solicita una
aclaración. A través del enlace, Roch explica que es un ajuste posicional.
Amit mira alrededor y estudia la vasta confluencia. Nota la posición de la
imponente Atalaya Proserpina al otro lado, junto a la entrada procesional.
Examina la disposición de sus cañoneras. Percibe los sutiles ángulos de la
propia explanada, la inclinación cónica de las salas adyacentes, las defensas
ocultas en la majestuosa arquitectura.
—Estábamos frente al Salón del Trono —afirma.
—¿Qué? —inquiere Lamirus.
—Estábamos orientados hacia el interior, no hacia el exterior —explica
Amit—. Nuestra posición estaba invertida.
—¿Cómo es eso posible? —pregunta Lamirus.
—No lo sé, hermano.
—¿Cómo es posible que un pretoriano experimentado como Roch tenga
la orientación equivocada? —insiste Lamirus—. Los Puños Imperiales
conocen el Palacio Interior mejor que nadie...
—No lo sé —repite Amit.
Roch emite más órdenes para corregir la posición y organizar las filas.
Amit toma su nuevo lugar, callado y paciente.
Incluso a la distancia, se percata de que el Portaestandartes está
perturbado.
5|XXIX
Inmolación
Thane abre paso con una orden a viva voz. Observa cómo sus hombres
saltan del parapeto, perseguidos por bolas de fuego. Testigo de siluetas
ennegrecidas colapsando y retorciéndose en el núcleo del infierno.
Se desplaza a la derecha, junto a los veteranos y los dos novatos. Las
llamas los siguen de cerca, rugiendo como un horno cuya puerta se ha
dejado abierta. Es un contratiempo más en un día plagado de ellos, pero su
compañía cuenta con órdenes claras. Si el parapeto cae, deben dividirse en
dos grupos y reagruparse luego para contraatacar por los flancos. Cada
soldado, cada hermano en armas, conoce su papel en esta maniobra de
reorganización.
La extremidad derecha de la defensa termina en una serie de búnkeres
semisubterráneos y barricadas de refugio, la única protección disponible.
Molwae y Demeny son los primeros en llegar, zambulléndose en la
penumbra. Thane los sigue, girando por la entrada desgastada por la
batalla para tirar de Berendol hacia dentro.
Voltea a mirar atrás. Los torbellinos de fuego han consumido el parapeto
por completo. Las figuras carbonizadas caen y se desploman sobre el
borde, consumiéndose. Thane percibe el olor de la grasa de carne
quemada y de la cerámica fundida.
Divisa a Kolquis. El hermano veterano está a cinco pasos de él,
tambaleándose, envuelto en llamas. Thane intenta socorrerlo, pero el
veterano, en llamas, aúlla y presiona sus manos ardientes contra el peto de
Thane. Empuja a Thane dentro del búnker y cierra tras de sí la antigua
puerta blindada, mientras el fuego se cierne sobre ellos.
5|XXX
La mano del Falso Emperador
Abaddon desciende por la rampa delantero personalmente. El entorno
que lo rodea es idéntico al que había entrevisado a través de las ventanillas
de la cabina, pero eso no lo hace más real. Definitivamente no es el Campo
Sacristía.
Su Stormbird reposa en la plataforma de aterrizaje de una cubierta de
embarque. Es indudablemente la cubierta de embarque dos. La reconoce
con demasiada claridad. El silencio impera. Los ocho Stormbirds se
asientan sobre las plataformas, como recién aterrizados y enfriando
motores antes de maniobrar. Observa las largas vías de los raíles lanzadera,
las luces intermitentes de orientación, los carros de munición a la espera.
Gira lentamente y detrás suyo contempla el inmenso túnel de la cámara
que se extiende hacia los campos de fuerza y el vacío exterior.
Sycar y Baraxa también han descendido. Se acercan a él desde sus
propias naves, acompañados por sus equipos de combate, inspeccionando
el entorno.
—Ezekyle —intenta Baraxa.
—No me pidas explicaciones —corta Abaddon en voz baja—. No tengo
respuestas.
—Pero si ni siquiera habíamos despegado...
—Lo sé.
—Ezekyle, esto es el Espíritu Vengativo...
Abaddon lo mira fijamente.
—Conserva la calma y el control —dice con serenidad—. No puedo
dilucidar qué ocurre. Alguien está manipulando la situación.
—¿Manipulaciones? —pregunta Baraxa con incredulidad—. ¿Quién?
—¿El enemigo? —propone Abaddon—. ¿La Disformidad? Se encoge de
hombros y sugiere una tercera posibilidad—. ¿Nuestro propio progenitor?
—¿A qué te refieres?
—Quiero decir que, de alguna manera y por algún motivo, hemos sido
traídos aquí, Azelas. Nos necesitan con urgencia y claridad. Para salvar a
nuestro padre. Quizás, para salvarlo de sí mismo. Ordena desembarcar a
las compañías. Que estén preparadas para actuar. Anticipen una fuerte
resistencia.
Abaddon vuelve a escrutar el lugar.
—Temo la influencia del Falso Emperador en esto —dice—. Mi instinto
de volver era acertado. Desearía haber actuado antes, porque me temo
que ya puede ser demasiado tarde.
Los observa detenidamente.
—Recuperen la compostura —les ordena—. Preparen las compañías
para la batalla en dos minutos. A los rezagados, disciplínenlos. Esto es...
hermanos, mi corazón me indica que esta podría ser la misión más crucial
de nuestras vidas. Así que recuerden... control, hermanos, no descontrol.
Ellos asienten. Le son leales, los únicos pilares de la Legión que sabe
firmes e inquebrantables. Comparten su alarma, pero no permitirán que
les paralice. Son los triplemente malditos Hijos de Horus; un simple engaño
de la Disformidad no los hará retroceder.
—Nuestros Stormbirds llevaban los colores de la Legión, Ezekyle —
comenta Sycar.
Abaddon asiente. Él está al tanto. Todas las naves de transporte de la
Legión habían sido redecoradas con los nuevos colores antes del final de la
guerra.
Los Stormbirds desde los que descienden son de un blanco puro, tan
blancos como en los tiempos de los Lobos Lunares.
Abaddon se había dado cuenta de inmediato. Había optado por no
comentarlo.
5|XXXI
El marciano se acerca
—Siempre he admirado la energía de la Sexta —dice el Capitán Honfler
mientras camina al lado de Sartak.
—Hay mucho que admirar —responde Sartak.
Honfler hace caso omiso del comentario.
—Energía, sin duda, la de la Sexta —continúa—. ¿O debería decir, el
“Vlka Fenris”?
—Fenryka. Vlka Fenryka —corrige Sartak.
—¿Es así? —A Honfler parece no importarle—. No hay muchos de
ustedes aquí. En Terra. No son muchos entre nosotros.
—Unos pocos —concede Sartak—. No muchos. He tenido mala suerte.
Las cuatro compañías de negación atraviesan el Arco Antrurium
uniéndose a una comitiva rumbo a los Acercamientos Marcianos. Un
batallón Excertus de Eklander ha establecido un piquete bajo el arco, con
carros de combate Servidor brindando apoyo. Levantan la vista mientras
las compañías Astartes desfilan con impecable disciplina, todos excepto el
Lobo Espacial Fenrisiano que se gira para ofrecerles un saludo jovial.
Algunos responden al gesto.
—Esto, ¿lo ven? —dice Honfler.
—¿Qué?
—Mi punto...
—¿Tienes uno?
Honfler lleva a Sartak fuera de la formación y ordena a las unidades
mantener el paso.
—Admiro tu valentía, Lobo —le dice Honfler, mientras las compañías
avanzan con grandes pasos—. Y conozco tus logros. Son impresionantes.
Por eso te asignamos el mando de una unidad. Pero tú, Lobo Espacial, tú,
Vlka Fenryka... su comportamiento deja mucho que desear. Rozan la
insubordinación...
—Así es —concuerda Sartak—. Pero hazañas impresionantes. No
olvidemos eso.
—Cuando nos enfrentemos al enemigo traidor —sisea Honfler—, y
sucederá pronto, espero completa adhesión de su parte. Adhesión a las
directrices de mando y a los principios fundamentales del deber Astartes.
¿Puedes hacer eso, Lobo? Dime ahora si no puedes, y ordenaré tu
reemplazo. Me han informado que tu sargento, Rewa Medusi de las Manos
de Hierro, es un oficial confiable.
—Lo es —responde Sartak—. Y yo también. Contarás con mi apoyo,
pretor capitán.
—Bien —dice Honfler.
—Pero cuando nos enfrentemos al enemigo traidor —reitera Sartak—,
espero que puedas seguir mi paso. Dime ahora si no puedes.
Honfler lo mira fijamente. Sartak le devuelve la mirada, sus colmillos
asomándose entre las cerdas de su barba trenzada.
—Estoy seguro de que podré —afirma Honfler.
Se reincorporan a la marcha. Al final de la procesión, las compañías de
negación ingresan por una escotilla hacia los Acercamientos Marcianos.
Este camino, uno de los principales corredores del Sanctum, es un espacio
inmenso diseñado para acomodar incluso los motores de guerra más
gigantescos. El techo se desvanece en la oscuridad y en una neblina
microclimática, su impresionante escala resaltada por la ausencia de
vehículos.
Honfler se detiene. Detrás de ellos, los Acercamientos Marcianos se
extienden más allá de lo que la vista alcanza, iluminados por lámparas de
sodio colocadas en las paredes a intervalos regulares. Pero adelante, están
cerrados por colosales puertas de seguridad, concebidas para aislar incluso
a las Maquinarias Titán.
Al frente de Negación 340, esperando en formación apretada y
ordenada, Sartak percibe a Honfler hablando con sus oficiales.
—¿Cuál es el problema? —le susurra Medusi.
—Esas puertas no deberían estar cerradas —responde Sartak.
—¿Las puedes oír?
Sartak asiente.
—Honfler nos ha instruido situarnos en el marcador dieciocho —dice—.
Y eso está más allá de esas puertas. Se supone que deben estar abiertas.
Esperen aquí.
Avanza para unirse a Honfler y sus oficiales.
—Estarán cerradas por alguna razón —comenta Sartak.
Honfler observa con atención.
—Se supone que aún no deberían haberse cerrado los postigos ni las
puertas interiores —afirma—. El Tribunal de Guerra ha ordenado que
permanezcan abiertos para facilitar el despliegue de las tropas. Solo deben
cerrarse en caso de una brecha que bloquee el avance enemigo.
—Se habrán cerrado por alguna razón —insiste Sartak, más pausado esta
vez.
—Quiero que estén abiertas —dice Honfler—. Seguramente sea una falla
técnica.
—¿Y si no es así? —cuestiona Sartak. Los oficiales le observan—. ¿Y si
hay una brecha?
Honfler titubea.
—Si es una brecha —dice—, nadie está informado. No ha habido alertas.
Ni señales de alarma. Debe ser un fallo del sistema. Necesitamos las
puertas abiertas para posicionarnos correctamente.
—Estoy tan deseoso de enfrentar a mi enemigo como cualquier otro
aquí —afirma Sartak—. Pero no por eso vamos a facilitarle la entrada.
—De acuerdo, Lobo —concede Honfler—. Pero si se trata de una brecha
y nadie lo ha detectado, debemos descubrirlo. —Señala las masivas
puertas de Titán—. Vamos a abrir esa escotilla.
—Mis Manos de Hierro pueden encargarse —ofrece Sartak.
Honfler asiente.
Sartak hace una señal a Medusi y a dos de sus subalternos aumentados.
Se dirigen hacia las puertas junto con Honfler y un escuadrón de Puños
Imperiales. Medusi se aproxima a la escotilla de servicio y despliega un
manipulador dendrítico para localizar y desactivar el seguro.
—Espera, hermano —dice Sartak, su atención fija en las imponentes
puertas.
—¿Qué haces? —pregunta Honfler.
—Escuchando —responde Sartak.
—Es bueno en eso —apunta Medusi.
—¿Qué escuchas, Lobo? —inquiere Honfler.
—Oscuridad —responde Sartak.
5|XXXII
Sueño de Horno
La oscuridad del búnker se asemeja a un horno. Thane siente el calor
que emana del terraplén de tierra, la arpillera balística apilada y de las
propias paredes. Todos escuchan el rugido constante de la incineración allá
afuera. No cesa. Los destellos de las llamas se filtran por las rendijas de la
estructura de la puerta y el calor denso del humo se infiltra hacia adentro.
La puerta empieza a deformarse y gotear.
Thane se pone de pie y urge a Berendol y a los dos novicios a avanzar.
Atraviesan el siguiente compartimiento del búnker y luego otro más,
cerrando los postigos en cuanto pueden. El calor del exterior libera un olor
a manchas de disolvente añejo en el suelo de hormigón.
Tropezando, ingresan a un cuarto compartimiento, después a un quinto,
moviéndose a tientas en la oscura calidez. Aquí se cocerán, se asarán. Si la
puerta exterior cede y las llamas penetran, sus vidas se consumirán en el
fuego. Thane trata de no pensar en Kolquis y en su sacrificio por salvarlos,
en no imaginar esa figura ardiente y derretida, todavía con vida...
Él lidera la marcha. Existe una salida, la conoce bien. Revisó
personalmente la configuración del lugar cuando lo aseguraron. Un sexto
compartimiento, antes un depósito de munición, conduce a una
encrucijada de hormigón. Allí, a la izquierda, cajas para explosivos y
cubículos de descanso con cortinas a prueba de balas. Más allá, una puerta
de acero reforzado se abre a las trincheras de respaldo. Si logran llegar...
La ve adelante: la puerta de Plastiacero, herméticamente sellada. Thane
se lanza contra ella, pero está inmóvil. No hay electricidad en el sistema de
cierre ni en las bisagras servoasistidas. Destruye la cerradura con su
martillo, sin embargo, la puerta no cede. Tantea en busca de cerrojos,
pernos manuales, seguros de bloqueo.
—Maximus... —masculla Berendol detrás de él. Sienten un cambio en la
presión del aire. El bramido de la fundición se transforma en un aullido.
Thane golpea la puerta con su martillo, empuñándolo con ambas manos.
Solo tres impactos bastan para desencajarla del marco. Al empezar a ceder
sobre sus bisagras torcidas, Thane la derriba de una patada y los otros le
siguen, sin importarles lo que puedan encontrar al otro lado. Cualquier
cosa es mejor que lo que les persigue por el corredor de compartimentos
detrás de ellos.
Thane empuja la puerta para bloquear el paso. La azota una y otra vez,
cuatro, cinco veces, con la rapidez y fuerza de un guerrero de élite,
deformando aún más su estructura para reacomodarla lo suficiente para
que resista.
—Maximus —dice Berendol.
Él sigue golpeando, frenético, pellizcando el metal contra el marco para
fijar la puerta.
—Maximus.
Marca otra abolladura en el umbral para aprisionarla en su lugar.
—¡Thane!
Thane se detiene y se gira, deslumbrado. Por un instante, cree que el
Mechanicum ha inundado también las trincheras de apoyo con un torrente
de llamas, lanzándolos de un infierno a otro.
Pero la luz no proviene del fuego. Es dorada, un amarillo dorado del
color más puro de las llamas, pero no es fuego.
Y la trinchera no es una trinchera.
—¿Qué es esto? —pregunta Berendol.
Thane piensa que es un sueño. Un error. Un paso en falso. Una visión.
No han escapado. Las llamas los devoraron, como a Kolquis, y él está
muerto, experimentando el delirio de un horno que su mente concibe en
sus últimos instantes.
Pero no. Están en un corredor, grandioso y majestuoso. El aire es fresco,
apenas perturbado por los sistemas de circulación. Sus pisadas dejan
huellas de ceniza, grava y mugre sobre el reluciente piso. Las paredes de
auramita pulido están grabadas con símbolos de armonía y conflicto, con
motivos de águilas ascendiendo sobre rayos. Lámparas cuelgan del techo
de azulejos azules. El pasillo parece no tener fin.
—No había nada como esto en la zona... —comenta Berendol.
—Nada —confirma Thane.
—¿Revisaste la...?
—Por supuesto que lo hice.
—Entonces, ¿cómo se te escapó esta puerta? —pregunta Berendol—. ¿Y
este búnker? ¿Es algún...?
—No es un búnker —interrumpe Thane—. No esperes una explicación,
hermano, pero estamos en el Sanctum.
5|XXXIII
Activos
La torre vibra sutilmente ante un temblor sísmico proveniente de las
entrañas de la tierra. En las cámaras refrigeradas del laboratorio, frascos y
viales tintinean en sus estanterías, mientras un montón de papeles se
desliza por el borde de una estación de trabajo.
Basilio Fo parece ajeno a todo ello.
Andrómeda 17 lo observa detenidamente. Fo está encorvado en una de
las sillas de trabajo de respaldo alto, las piernas cruzadas bajo su enjuto
cuerpo. Varias pantallas del Cogitador se despliegan ante él, abarrotadas
de datos. Lleva puestos unos auriculares a través de los cuales el sistema
de datos declama el contenido de archivos almacenados, uno tras otro.
Con su mano derecha, escribe notas incomprensibles en una pizarra de
datos. Con la izquierda, maneja otras pizarras, compara archivos,
ocasionalmente agita un tubo de ensayo de los estantes para observarlo
contra la luz o desliza otra lámina de vidrio bajo el macroscopio.
—¿Qué estás haciendo? —pregunta ella.
—Silencio —replica Fo, sin apartar la vista, porque detesto las
interrupciones cuando estoy concentrado.
Andrómeda dirige la mirada hacia Xanthus. El Elegido está parado junto
a la escalera de caracol, con los brazos cruzados. Al igual que ella, muestra
una expresión de desconcierto y duda ante las actividades de Fo.
—Deberás mantenernos al tanto —dice Xanthus—. En cada fase del
proceso. Comprende que esta libertad condicionada y la oportunidad que
se te ha brindado son extremadamente inusuales. No podremos asegurar
su protección contra otras agencias si continúas dejándonos a oscuras.
Fo se quita los auriculares y gira su silla para enfrentar a Xanthus.
—Pronto todos estaremos sumidos en la oscuridad, ¿no es cierto? Y esa
oscuridad, una vez que caiga, será perpetua.
—El tiempo ciertamente se agota —admite Xanthus.
—¡Oh, el tiempo ya no existe! —se mofa Fo, apuntando con un dedo
descarnado hacia el crono detenido en la pared—. El tiempo pertenece al
pasado. Permítanme asegurarles a ambos que soy muy consciente de la
delicada situación en la que me encuentro. Soy la cuerda en un tironeo
político, y mientras tanto, el mundo se consume en llamas a nuestro
alrededor. Por "otras agencias", supongo que te refieres a la infame Legio
Custodes.
—Es un comienzo —responde Xanthus, mostrando una visible
incomodidad al mencionar el nombre en voz alta. A pesar de que Amon se
encuentra custodiando la entrada del Retiro, Xanthus no puede olvidar
cuán agudos son los sentidos de los Custodios.
Fo menosprecia la situación con una carcajada burlona.
—¡Qué miedo se tienen unos a otros! ¡Qué cautela, incluso ahora! El
gran Él está tan satisfecho con su Imperio unificado, pero en realidad,
parece que las facciones han estado enfrascadas en disputas
jurisdiccionales mucho antes de que estallara la guerra civil abierta. Confío
en que ambos seguirán protegiéndome —prosigue con firmeza—, porque
creo que han comenzado a darse cuenta de lo crucial que me he vuelto
para la supervivencia de la humanidad, a pesar de ser yo, el monstruo vil y
aborrecido.
5|XXXIV
El juicio de Vulkan
A la señal de Vulkan, los suplicantes son retirados de la Sala del Trono. El
primarca los sigue con la mirada, viéndolos reducirse a puntos distantes en
dirección a la Puerta de Plata.
—¿Qué medidas tomará, mi señor? —interroga Hassan al Elegido, que se
ha quedado rezagado.
—¿Qué medidas puedo tomar, Elegido? —responde Vulkan—. Nuestras
manos están atadas. Tenemos obligaciones críticas que atender y no
podemos permitirnos distracciones...
—Pero hablaron con convicción —insiste Hassan—. Los hombres,
Grammaticus y Persson, parecían sinceros. Y esa historia sobre una fuerza
emergente, el ascenso de Lupercal...
—Podrían ser sólo palabrerías —replica Vulkan—. Y si no lo son,
entonces es algo que excede mi comprensión. Estamos librando esta
guerra en todos los frentes posibles. No veo cómo podríamos confrontar
una amenaza que todavía no se ha concretizado.
Kaeria Casryn, de la Hermandad y presente en el servicio, se posiciona
enfrente de él para asegurarse de ser vista. Este comportamiento algo
confrontativo es típico de los nulos, que pueden ser fácilmente ignorados si
no se mantienen visibles. Vulkan recuerda que Krole también
acostumbraba a hacer algo similar.
Estos asuntos son de la exclusiva competencia de nuestro señor el
Emperador y del Sigilita , señala ella con un gesto de pensamiento
marcado. ¿No te dejaron alguna directriz?
—No —afirma Vulkan—. Y ahora no podemos consultar a ninguno de los
dos. Pero es evidente que ellos tenían algún conocimiento al respecto. En
ausencia de instrucciones específicas de su parte, lo único que puedo
hacer es seguir las órdenes que me fueron encomendadas. Debemos
asumir que nuestras acciones, en alguna medida, también servirán para
prevenir este posible futuro.
Si es que es real, transmite Casryn.
—¿Dudas de ello? —Vulkan retoma la conversación con agilidad.
Creo que los suplicantes solo nos revelaron una fracción de la verdad que
conocen, responde ella con rapidez en sus manos. Creo que escondieron
información. Sospecho que tienen motivaciones que no se atrevieron a
revelar.
Vulkan asiente, considerando sus palabras.
No confío en ellos, añade Casryn, especialmente en la bruja.
—Entendido —Vulkan asiente.
—Entonces... ¿qué desea que haga con ellos, señor? —pregunta Hassan.
Casryn hace un gesto decidido:
Que los silencien.
—Eso no va a ocurrir —replica Hassan.
En un tiempo de máxima alerta, representan un riesgo innecesario que
podemos evitar, manifiesta Casryn con firmeza. Siléncienlos.
Hassan busca confirmación en Vulkan.
—No voy a perpetrar un asesinato en nombre del Imperio —declara
Vulkan—, especialmente sin evidencia concreta de un delito. El ser
desconocidos y causar malestar no son razones suficientes.
Luego se dirige a Hassan:
—Haz que los Centinelas los contengan, Elegido —ordena.
—¿En las Anticámaras? —inquiere Hassan.
—Preferentemente —responde Vulkan—, si el Compañero Raja
considera que ese lugar es seguro. Si no, en las Celdas Oscuras. Según tu
criterio, Hassan. Pero sea cual sea la decisión, a ese grupo se le debe
restringir cualquier participación adicional mientras dure la guerra.
—Sí, mi señor.
—Me inclino por la prudencia de la Hermana —comenta Vulkan,
mirando hacia Casryn—. Esas personas son un peligro, de maneras que aún
no comprendemos. Se les debe restringir la libertad y la autonomía hasta
que esta crisis concluya y podamos evaluarlos de manera apropiada.
Hassan duda por un momento, luego hace la señal del águila y se dirige
con paso firme tras la comitiva que se aleja.
Vulkan exhala profundamente y se gira, comenzando a caminar a lo largo
de la vasta sala hacia la intensa luz del Trono. Casryn camina a su lado, casi
como un espectro en su visión periférica.
—¿Crees que soy demasiado clemente?
No me corresponde juzgar vuestras decisiones, señor, responde ella con
su lenguaje de señas.
Vulkan asiente, no esperaba otra respuesta. Malcador ha tomado
asiento en el Trono. Su padre y sus hermanos primarcas han partido y
quizás nunca regresen. Todas las decisiones, las que podrían salvar o
condenar a la humanidad, recaen únicamente en él. Nadie más las tomará.
5|XXXV
Cuando lo único que nos queda es la fe en los
monstruos
—Me doy cuenta de la red en la que estoy atrapado, Elegido —dice Fo—.
Soy a la vez un activo y un criminal notorio, condenado. Represento una
amenaza corrosiva para tu ideología imperial. Pero mi creación podría
terminar con esta guerra al erradicar la línea genética de los astartes. Y los
Custodes... disculpa, la otra parte... lo celebraría, ya que así se preservaría
el Imperio y la vida de Él. Por lo tanto, desean encerrarme para su uso
exclusivo, así como cualquier invento que realice para ellos.
—Viejo... —intenta interrumpir Andrómeda.
Fo se gira para mirarla.
—Por otro lado —continúa él—, otras facciones en las altas esferas del
Imperium no verían con buenos ojos la extinción de los descendientes del
Emperador. Sería una medida radical con consecuencias devastadoras.
Además, alteraría el equilibrio de poder, dando demasiado peso a los
Custodes, quienes ya tienen un poder considerable. Así que los Elegidos de
Malcador40 —su mirada se posa en Xanthus—, otro grupo que ni es oficial
ni ha sido elegido democráticamente, están tratando de impedir que los
Custodes tengan control exclusivo sobre mí. Y es un asunto serio, porque
los Custodes son física y psicológicamente superiores a casi todo y son
inmunes al engaño. Por eso los Elegidos, unilateralmente y como último
recurso, han acudido a los servicios de... ¿Cómo debo dirigirme a ti, chica?
Su mirada retorna a Andrómeda, quien permanece en silencio.
—Una contratista independiente del Clan Selenar —dice Fo con una
pizca de sarcasmo—, contratada para evadir la vigilancia de los Custodes.
No puedes simplemente entregarme, no desde su custodia, y menos en un
momento como este, una descripción que parece aplicarse a casi todo
últimamente...
—Fo... —dice Andrómeda, intentando cortar su disertación.
—De todos modos —dice Fo—, la intriga en la que te has embarcado es
sumamente compleja. No puedes quitarme de las manos de los Custodes,
porque careces de la autoridad, pero sí puedes influenciar a ese tosco de
Amon para que considere que el arma que he diseñado necesita una
revisión y mejoras urgentes. Este ardid solo puede realizarse si tú —su
sonrisa se dirige nuevamente hacia Andrómeda—, la contratista
independiente del Selenar, usas tu destacado talento para el razonamiento
ético no lineal para convencer al Custodio de que no está descuidando sus
deberes, sino cumpliéndolos de una manera más rigurosa. Convencerle de
que sería negligente si no colaborase. Para lograr esto y mantener la farsa
hasta su fin natural, momento en el cual yo pasaría a estar en tu poder y no
en el de Valdor, tuviste que traerme aquí y simular que estaba ocupado
arreglando algo que, en realidad, no necesitaba reparación alguna, lo que
es, aparentemente, una total pérdida de tiempo.
Fo los observa a ambos con una sonrisa perturbadora.
—¿Es un resumen preciso? —pregunta, aunque sabe que al menos parte
de lo que dice es cierto. Solo deseo sobrevivir. Necesito mantenerlos a raya
a todos—. Les aseguro que no tengo inconveniente alguno en parecer
ocupado para facilitar este engaño.
—Tu evaluación de la situación es irrelevante —replica Andrómeda—. Y
tus intentos de manipulación, pretendiendo cooperación, son fútiles. No
somos tus aliados, Fo. Los genocidios que perpetraste antes de la
Unificación nunca serán olvidados.
La sonrisa de Fo se transforma en una mueca de desagrado.
—Solo nos interesa el arma y su efectividad —añade Xanthus.
—Entiendo —responde Fo.
—Y estás equivocado al decir que la reparación no es necesaria —señala
Andrómeda.
—¿Lo estoy, Selenar? —Fo parece retarla con la pregunta.
—Tienes una señal reveladora —afirma ella.
—¿Cuál sería?
—Si te lo dijera, dejaría de ser una señal, ¿no es así?
—Supongo que no —admite Fo—. Para que lo sepas, estoy seguro de
que es mi tendencia a complicar en exceso cada explicación. Es una
distracción ante el hecho de que mi mente está ocupada en otra cosa. En
este caso, en el desarrollo adicional del arma.
—Solo estás desviando el tema —insiste Andrómeda—. No obstante, tu
interés por los documentos privados de la Sigilita es excesivamente voraz.
De ahí mi pregunta original. ¿Qué estás tramando?
Fo titubea. No le agradan ninguno de los dos, ambos son demasiado
perspicaces.
—Bueno, hechicera genética —dice finalmente—, corriendo el riesgo de
caer de nuevo en sobreexplicaciones, parece que la mentira con la que me
atrajiste aquí no era tal mentira después de todo.
—¿El arma no funciona? —interroga Andrómeda, directa.
—Oh, funciona —asegura Fo—. Pero podría construir una mejor.
5|XXXVI
Si el enemigo aguarda
—No puedes oír la oscuridad, Lobo —dice el Capitán Pretor Honfler.
—No —asiente Sartak—. No puedo. Pero detrás de estas puertas hay un
vacío. Un silencio, sin nada que lo llene.
—Abran —ordena Honfler a los guerreros Manos de Hierro.
—No lo haría, hermano capitán —advierte Sartak.
Honfler lo observa. El súbito respeto serio del Lobo Espacial lo
desconcierta más que cualquier insolencia previa que Sartak haya podido
mostrar.
—Estabas tan ansioso por combatir al enemigo, Lobo —dice Honfler—,
que casi desobedeces mis órdenes directas para alcanzarlos. ¿Y ahora
vacilas?
Un atisbo de ira se dibuja en el rostro de Sartak, pero lo contiene.
—El Gran Ángel selló la puerta —gruñe—. No dejaré que los skjalds41
recuerden a Odi Sartak como el insensato que la abrió de nuevo.
Honfler asiente.
—Si el enemigo espera, debemos descubrirlo. Si están adentro...
Mira a su Caballerizo.
—¿Alguna novedad del Hegemón? ¿Información táctica?
—Sin respuesta, señor. Vox se ha caído de nuevo.
Honfler contempla la masiva barrera de las puertas.
—Debemos saber —afirma—. Es mi decisión. Entraré.
—Capitán Pretor...
—Cuatro compañías pueden sostener una escotilla de popa —
interrumpe Honfler—, al menos tiempo suficiente para sonar la alarma.
Necesitamos confirmar. Ábrala, Medusi.
El sargento de los Manos de Hierro se dirige al cerrojo y comienza a
desactivarlo. Los oficiales de Honfler se alinean detrás de él, bolters en
mano. Honfler desenvaina su espada y su pistola de proyectiles.
Sartak se coloca junto a él.
—¿Qué haces? —pregunta Honfler.
—Te acompaño —responde Sartak, como si fuera evidente.
—Prepara las compañías para rechazar si esto se pone feo —ordena
Honfler.
—Medusi puede hacerlo —insiste Sartak—. Es un oficial de confianza. Te
acompaño, hijo de Dorn.
—¿Otra desobediencia?
—De la mejor clase —afirma Sartak.
—Lobo...
—Quizás haya interpretado mal tu concepto de "lealtad" —señala
Sartak.
La escotilla de popa se abre con un eco metálico. Medusi la desbloquea.
Mide medio metro de espesor.
La oscuridad llama.
Honfler avanza por ella. Sartak lo sigue.
No hay nada más que una sensación de vasto espacio invisible. La
oscuridad es tan intensa que ni su óptica avanzada ni su visión
transhumana pueden penetrar más allá de unos metros.
—Falla eléctrica —murmura Honfler—. Eso explicaría el cierre de las
compuertas del motor. Un cierre automático...
—Shhh —sisea Sartak. Aunque no lo ve, siente que el espacio alrededor
es enorme. Los Acercamientos Marcianos son inmensos, pero esto parece
todavía mayor.
Sartak mira hacia atrás y ve a Rewa Medusi enmarcado en la luz oblonga
de la escotilla abierta, bolter en mano. Parpadea rápidos comandos en
código velado.
—Una corriente... —susurra a Honfler.
—Circulación de aire...
—O ha fallado la energía, o no.
Sartak olfatea. El aire es fresco, pero cargado con el olor de tierra
mojada, quemaduras químicas, polvo, ficelina42, humo. Es frío. No tiene la
humedad del aire filtrado y reciclado del clima controlado del Sanctum.
Se agacha, tanteando el suelo invisible. No es concreto. No tiene la
solidez de los accesos marcianos, diseñados para el tránsito de máquinas
de guerra. Es tierra, húmeda y arenosa. De alguna manera...
—El enemigo no ha entrado —susurra—. El enemigo no está adentro.
Nosotros estamos afuera.
—¿Afuera? ¿De qué? —pregunta Honfler.
—Del Sanctum —susurra Sartak.
5|XXXVII
La fatalidad se manifiesta
Abidemi se aproxima a ellos desde la dirección del Trono, su marcha
urgente desasosiega a Vulkan.
—Mi Señor de los Dragones —dice Abidemi con un rápido asentimiento
—. Los adeptos del Concillium desean informarle de un súbito y masivo
incremento en la dinámica inmaterial.
—¿Qué significa eso? —pregunta Vulkan.
—Podría ser... —El Guardia Draco duda—. Un nuevo evento, una
anomalía... un epicentro de energía empírica recién surgido.
—¿Dónde? —insiste Vulkan—. ¿En el Telaraña?
Abidemi se encoge de hombros.
—Podría ser en Terra, o tal vez en la flota traidora. Parece omnipresente.
—¿Es la siguiente fase de la crisis? —Casryn interviene—. El mundo ya
está sumido en la Disformidad, Guardia Draco. Los niveles de actividad
inmaterial están destinados a crecer progresivamente mientras...
—No —corta Abidemi—. No entiendo todos los detalles, pero me
indican que es un evento puntual, como si se hubiera desatado o
encendido una inmensa acumulación de poder inmaterial.
—¿Qué tan inmensa? —inquiere Vulkan.
—Los adeptos alegan que sus instrumentos no pueden medirlo con
precisión.
Vulkan se dirige hacia el Trono, su andar se hace más decidido, y los
otros lo acompañan.
—¿Alguna explicación? —pregunta Vulkan en movimiento.
—Ninguna, mi señor —responde Abidemi.
—¿Tal vez es la manifestación de este Rey Oscuro? —propone Casryn.
Vulkan no presta atención.
—Una explicación es irrelevante —afirma el Guardia Draco—. El
fenómeno está desestabilizando el Trono. El escaso control del Sigilita es
ahora aún más precario. El Regente se está consumiendo, su dominio se
disipa, y está a punto de colapsar por completo. Cuando eso suceda...
No hay necesidad de continuar. Vulkan comprende perfectamente lo que
vendrá a continuación.
5|XXXVIII
Maravilla
La presencia del Emperador ya es inobservable. Están inmersos en una
luz tan intensa que ha disipado toda sombra. El buque insignia que los
envuelve se diluye en un resplandor blanco y deslumbrante que, con su
fulgor absoluto, consume y evapora la tormenta demoníaca que los acosa.
Y sin embargo, el resplandor no se extingue. No es un destello efímero
de detonación. Se sostiene, constante y abrumador.
El procónsul Caecaltus siente el calor detrás de él. Se quema dentro de
su armadura Aquilon, la cual se sobrecalienta. Es como estar al borde de
una supernova recién nacida.
Qué glorioso...
Caecaltus no puede dirigir su mirada hacia su maestro, y ni siquiera lo
haría si pudiera. Su Rey de Eras lo impide con la fuerza de su voluntad,
manteniendo apartada la vista de todos los Compañeros.
Si mirásemos, seríamos cegados por su esplendor. Si contemplásemos,
aunque fuese por un instante, nuestro cerebro se incendiaría. Siento la luz
penetrándome, azotando mi carne, mis huesos, mis células, como si
estuviera en el infierno. Mi sangre se convierte en vapor. Mi armadura, en
líquido.
Si nos permitiera verle, moriríamos.
Pero, oh rey mío, por tan solo un ápice de tu maravilla, valdría la pena el
sacrificio.
5|XXXIX
Un último vistazo
—Oh.
—Oh, yo...
—Nhhh—
—¿Tú crees...? ¿Crees que eres un dios, así, de buenas a primeras?
Déjame decirte...
—¡Mnnhh!
—Tu padre... tu padre ha adoptado muchos aspectos en su vida, cada
uno para adaptarse al propósito que demandaba. Ahora asume uno nuevo,
resplandeciente y firme como una estrella. Será lo que necesites que sea.
Te mostrará el rostro que necesitas ver para que te detengas y supliques
clemencia. ¿Piensas que te estás transformando en un dios? Permítele
mostrarte lo que es el verdadero poder. Mira. ¡Mira!
—Gnnh.
—¿Lo ves? Ojalá pudiera verlo. No puedo. Ya no. Mi tiempo ha llegado.
Mi fin. Mi visión se desvanece rápidamente, mi visión interior se consume.
Trato de aferrarme, pero mi fuerza de voluntad flaquea. Las visiones que
tú, Horus Lupercal, en tu crueldad, me haces ver, se blanquean y
desvanecen, consumidas por un cegador resplandor blanco que es
demasiado intenso para la vista. Creo que esa luz es él. Creo que es mi
amigo, el Emperador, más poderoso de lo que jamás ha sido, tan
resplandeciente que su fulgor quema mi cráneo, brillante como una
estrella. Pero quizás seas tú, Horus. Quizás la manifestación del mal
también sea demasiado brillante para enfrentarla. Pero no puedo estar
seguro. Es demasiado luminoso para discernir. No puedo ver nada. No
puedo… Lo lamento. Lo siento, mi viejo amigo. He hecho lo que pude. Di
todo de mí. Mi fin está aquí y no puedo...
5|XL
Resistencia
La muerte los acecha ahora, antes de lo esperado, con mayor celeridad
de la que temían. Los más ilustres de Terra, los más destacados y fuertes
portadores de los estandartes de la humanidad, están condenados.
Cuarenta y tres segundos fue el máximo que resistieron antes de que la
furia de Lupercal los arrastrara al olvido y los devorara por completo.
Constantin Valdor se rebela mientras cae. Grita, mezcla de indignación y
orgullo lastimado. Estaba convencido de que serían ellos quienes
prevalecerían, que ellos serían los que reclamarían la victoria. Él y sus
hombres demostrarían al traidor bastardo lo que verdaderamente significa
luchar en la guerra.
Pero no, sólo cuarenta y tres segundos. Eso es lo único que consiguieron.
Ellos, los más grandiosos campeones de la guardia del Emperador...
Cuarenta y tres efímeros segundos...
Cuarenta y cuatro.
Observa cómo se enciende una luz. Está de rodillas, abatido por las
convulsiones peristálticas de la superficie resplandeciente. Al principio
piensa que es una señal de auxilio, una bengala lanzada por algún
camarada o la combustión lenta de una adráthica moribunda.
Pero no es así. Es una luz única y constante, un punto lejano pero
incandescente que se alza como una estrella. La luz los envuelve. Ilumina el
abismo como un crepúsculo helado y proyecta sombras alargadas. Hace
relucir la carne húmeda del suelo y se refleja en los charcos de sangre y
bilis.
Constantin se levanta con esfuerzo. Las carcajadas se han extinguido, al
igual que los cantos, ahuyentados por las grietas y pliegues del foso y
cualquier otro recoveco al que se haya replegado la opresiva oscuridad.
Contempla el paisaje tal como es, un cañón inflamado de carne pútrida,
cubierto de mucosidad, vibrante con un latido intestinal y frenético,
esparcido con los restos desolados y destrozados de sus caídos. Observa
cómo la carne del lugar está remachada con placas metálicas y cómo las
grapas oxidadas de los mamparos, colosales, usadas para reparaciones de
emergencia del casco, sirven de muros sosteniendo paneles desgarrados
de revestimiento estomacal y músculo.
Se enfoca en la luz. Resplandece como una luna llena recubierta de
nieve, plateada y remota. Flota sobre los riscos de carne corrompida,
visible a través de las ramificaciones de costillas al descubierto y los velos
tensos de tejido adiposo, semejante a una estrella solitaria y firme que
emerge en una noche despejada, avistada a través de los árboles desde un
claro en el bosque.
Siente la luz también en su corazón, en su alma. Percibe el eco de una
visión mental en ella, extendiéndose, sondando, buscando. El rastro es
tenue, insuficiente para llenarlo y poseerlo completamente, pero lo
bastante claro como para degustarlo y reconocerlo, lo suficiente como para
limpiar, cual agua fresca y límpida, la pegajosa oscuridad de sus ojos, su
boca y su mente, y para reavivar una chispa de esperanza.
Bastante para impulsarlo a levantarse. Bastante para hacerle saber.
Bastante para guiarlo.
—Es Él —susurra, pero su neuro-sinergética, recién revitalizada, le
asegura que sus palabras son superfluas. Sus camaradas supervivientes
también lo perciben. Ellos, al igual que él, se han erguido para admirar la
luz.
Constantin se pone en marcha sin demora. Los demás le siguen. Pisan
sobre la rigidez brillante de sangre coagulada y sobre pliegues trémulos de
piel y tendones. La oscuridad es como la de la noche y el aire todavía
pesado, pero pueden ver la luz, clara y verdadera, una estrella de gran
fulgor y nitidez.
Se aferran a esa luz como guía. Les espera aún un tormento más grande,
pero al menos ahora tienen un camino por el cual avanzar. Se lanzan a
correr.
Han sobrevivido cuarenta y cinco segundos de combate.
5|XLI
Amanecer
Rogal Dorn limpia el polvo rojo de lo que resta de su espada y retoma su
labor.
—Soy Rogal Dorn —afirma. Se aclara el polvo de la garganta y continúa
con su tarea, interrumpida quizás hace horas o siglos—. Tiempo atrás, un
filósofo y Rememorador estableció un marco para conducir la guerra,
planteando que era aceptable si culminaba en una paz duradera. No
obstante, esta idea se veía desafiada por la concepción de que la guerra
podía clasificarse en justa, la emprendida contra extranjeros, e injusta, la
realizada contra el propio pueblo. Esta diferenciación perdura. La guerra
destinada a eliminar o aplastar una amenaza foránea, lo xenos, se
considera legítima como medio para asegurar la paz. La guerra civil se juzga
como injusta y execrable. No toda la sangre derramada es igual.
El estruendo bélico se intensifica. La pared vibra sutilmente,
diseminando polvo rojo sobre sus manos.
Sus manos están tan rojas como la sangre.
Lo desatiende.
Se aleja para evaluar su más reciente diagrama. Fuera de la sombra del
muro, la luz solar es intensa y cegadora. Alza la mirada y, por primera vez
en un siglo o dos, desde que llegó de algún modo, nota que hay un sol en
el cielo. Todo es de un rojo sanguíneo: el muro, el desierto, el cielo, el
polvo, pero ahora hay también un sol. Más bien, una estrella. Una estrella
solitaria y constante. Es pequeña, blanca, luminosa, intensa. Es lo único
que ha alterado el cielo durante su estancia, aparte de cambiar de
tonalidad.
Cierra los ojos y siente la luz y el calor en su piel. Por un instante, se
deleita.
Tan solo debes someterte.
Regresa al amparo de la sombra del muro rojo y prosigue con su labor. La
punta desgastada de su espada dibuja nuevas líneas de fuga y defensa.
Retoma su recitado.
—Un filósofo posterior estipuló los criterios esenciales que fundamentan
la guerra en las sociedades civilizadas: una causa justa y una autoridad
formal. Solo un rey o un emperador pueden declarar la guerra, y
únicamente bajo un fundamento legal, como la protección de una cultura.
De lo contrario, es un acto ilegal y prohibido, incluso para los dioses.
El fragor de la guerra al otro lado del muro se vuelve un ronco bramido.
Ríndete. Ríndete. Déjate consumir. Solo pronúncialo. Sangre para el Dios
de la Sangre.
—No hay dioses —replantea Rogal Dorn.
Se aproxima a la pared, su boca casi en contacto con ella.
—Ni siquiera tú —murmura.
5|XLII
La punta de la lanza
Su visión se difumina en un blanco incandescente. Solo distingue un
disco de luz en forma de túnel, ardiente, semejante a una estrella lejana y
hostil. Los gritos retumban en sus oídos.
Por un instante, se paraliza: caído e inmerso en la maraña enemiga, con
la cabeza reclinada hacia atrás, casi cede al dolor y está a punto de dejarse
consumir. Sin embargo, la estrella, pequeña y de un blanco impoluto, lo
ilumina desde la oscuridad más negra que la sangre, solitaria,
resplandeciente, constante, inmutable.
En la penumbra, escucha gritos. Son sus propios alaridos, llamándose a
sí mismo para no olvidar su identidad.
Sanguinius.
Con un esfuerzo supremo, se tensa y rompe la presa de la horda que lo
aprisiona. Se desploma de manera torpe sobre la cubierta ensangrentada,
y los enemigos vacilantes se lanzan sobre él.
Sanguinius.
Resiste sus ataques frenéticos. Se planta firme sobre un pie.
Sanguinius.
Se yergue.
Se alza con tal fuerza sobrenatural que Astartes en plena armadura son
arrojados por los aires y se estrellan contra él. Grita su furia y aniquila sin
misericordia ni tregua a los lo suficientemente imprudentes para quedarse
cerca o a los demasiado lentos para retroceder. De la hoja de su espada y
de la punta de su lanza salpican arcos de sangre. Se lanza al frente,
despliega sus alas para ascender y se precipita en picada sobre las cabezas
de dos brutos Justaerin, que se desploman desgarrados por su vendaval.
Esquiva los disparos de un trío de catulanos, arroja a uno contra una
columna, raja al segundo con un giro letal y aplasta al tercer segador bajo
sus pies. Se aparta con zancadas poderosas de la carnicería que deja atrás,
embiste a otro Justaerin al suelo y atraviesa a un Cthónico Pesado con su
lanza.
Ahora se halla al otro extremo del Gran Atrio, frente a las selladas
escotillas internas: el acceso delantero y los niveles de mando, obstruidos
por grandes puertas entrelazadas de adamantio negro. Los disparos
esporádicos impactan contra la pared manchada a su alrededor,
arrancando chispas de las escotillas. Sanguinius mira hacia atrás. El atrio es
un caos infernal, ahogado en humo, como si un fragmento de la guerra
palatina hubiera sido capturado y encerrado en una vitrina para su
exhibición.
Se gira hacia la escotilla. Los mecanismos de activación están
bloqueados, y hundir la hoja ardiente de la Encarmine en sus circuitos
chispeantes no consigue liberarlos. En cambio, destruye las conexiones de
energía, provocando un estallido de chispas voltaicas.
Sanguinius envaina a Encarmine y se enfrenta a las puertas. Incapaz de
abrirlas, sus dedos buscan en vano un agarre en las junturas prácticamente
imperceptibles. Jadeante por el esfuerzo y la frustración, se pregunta si
Maheldaron, Krystapheros o alguno de sus compañeros con explosivos
quedará cerca.
No hay tiempo que perder. Si Horus advierte que su hermano está tan
próximo, podría optar por escapar y reagruparse, convirtiendo el desenlace
directo de este conflicto en un ridículo espectáculo prolongado. Sanguinius
toma la Lanza de Telesto y desliza su delgada y perfecta punta en la juntura.
Aplica todo su peso sobre ella, forzando la lágrima alargada de la punta de
la lanza dentro de la costura, arrancando esquirlas de plata luminosa y
tirabuzones de metal de las puertas negras. Con la lanza hundida hasta el
extremo de la gota de sangre, flexiona el mango de auramita y libera su
poder.
El estallido es un fulgor de luz azul que hace vibrar el mango en sus
manos. La juntura alrededor de la hoja se ennegrece y gotea flujos
fundidos. Libera de nuevo la energía y las escotillas tiemblan. La unión
cede, forzada por la furia contenida en la detonación. Ahora tiene una
oportunidad. Hunde más la lanza y la utiliza como palanca, esforzándose
por separar las puertas. Son masivas, con treinta centímetros de espesor.
Grita, aplicando la plenitud de su fuerza primarca sobre la lanza, con los
pies firmes, la espalda arqueada y los brazos tensos. La vara de la lanza
comienza a doblarse bajo la presión. Las venas se le hinchan en el cuello y
la frente. El esfuerzo flexiona la herida de su costado, que empieza a
sangrar nuevamente.
El dolor lo impulsa. Se inclina aún más y ejerce más presión. Lenta, muy
lentamente, las enormes puertas empiezan a ceder.
En cuanto ha abierto una brecha suficiente, saca la lanza y la planta, con
la punta hacia abajo, en la cubierta. Su forma perfecta no muestra ningún
signo de curvatura o distorsión. Se mete de lado en el hueco y empieza a
ensancharlo, empujando un lado con las manos y el otro con el hombro,
con los dientes apretados, temblando.
Algunos traidores han visto su esfuerzo. Los escuadrones se separan de
la batalla y avanzan hacia él, disparando sus armas. Los proyectiles estallan
contra la escotilla que le rodea. Una de ellas no le da en la cara por
milímetros y atraviesa limpiamente la estrecha abertura. Un Exterminador
traidor, que avanza a gran velocidad, comienza a lanzar manguerazos con
su montura flamígera.
Krystaph Krystapheros derriba al Exterminador. Corre en ayuda de su
señor. Sarodon Sacre se le une, y Dytal Maegius. Luego Ikasati también.
Arrasan a los traidores que avanzan hacia Sanguinius, los matan y forman
un anillo para defenderse de cualquier otro asalto. Sus bolters comienzan a
tronar cuando más Hijos de Horus se separan de la lucha y salen a la carga
de la niebla tóxica. Krystapheros, el primero a su lado, se agarra al borde de
una puerta y empieza a arrastrarla mientras Sanguinius se agita en su
esfuerzo por separarlos.
Entonces llega el fuego pesado. La masa renqueante de un Acorazado de
la Legión XVI, que ya se ha cobrado demasiados Ángeles de Sangre este
día, asoma entre las cortinas de llamas que cubren el atrio. Sus cañones de
asalto rugen con su zumbido giratorio. Los disparos salpican la cubierta,
agrietando el yeso. Dytal Maegius gira a un lado, con una pierna
destrozada. Los disparos de los cañones cosen las negras escotillas,
picando en el metal. Alcanza a Krystapheros cuando se levanta y le
destroza la mitad superior en una ventisca de tejido sangriento y
desgarrado. Trozos de ceramita roja golpean a Sanguinius en la mejilla y la
sangre le salpica. Los restos atomizados de Krystapheros cubren la escotilla
izquierda, con vísceras deslizándose por su negra superficie, algunas de
ellas cubiertas de pelo.
El Ángel se impulsa a través de la abertura, arranca a Telesto del suelo y
la lanza con la precisión de un arpón antes de que el Acorazado pueda
segar más vidas de sus hijos. A treinta metros, la lanza perfora al gigante de
armadura y lo reduce a un cataclismo de llamas y metal.
Sanguinius evalúa la escotilla. La brecha es suficiente para un solo paso,
inadecuada para una incursión en masa. Cualquier adversario al otro lado
podría neutralizar sin esfuerzo a las fuerzas que intenten entrar una a una.
A menos que el enemigo ya esté distraído.
Avanza hacia la escotilla.
—Amplíenla —ordena a Sacre e Ikasati—. ¡Derrúmbenla si es necesario!
—¡Mi señor! —exclama Sacre.
—¡Háganlo! ¡Aseguren esta entrada y manténganla abierta!
Con eso, Sanguinius se sumerge en una oscuridad profunda y densa. Los
ecos del conflicto quedan atrás, amortiguados. Una delgada línea de luz
penetra la sombra desde la separación entre las puertas. Escucha su
nombre llamado en la distancia.
Desenvaina su espada y se aleja de la tenue luz. ¿Qué le espera aquí?
¿Qué desafío sigue?
¿Quién más está aquí?
Una detonación resuena al otro lado de la escotilla. La onda de choque,
canalizada por la abertura, lo arroja al suelo.
Cuando se pone en pie, reina la oscuridad absoluta. No hay más luz; las
puertas se han cerrado herméticamente de nuevo. Explora la costura con
sus dedos. ¿Cómo se han sellado? Había cortado la energía. Ninguna
fuerza de una explosión lateral debería haberlas cerrado así.
No se percibe sonido alguno desde afuera. La unión está intacta y ya no
dispone de su lanza para forzarla.
Un susurro recorre la fría oscuridad. Se gira, con la espada en alto.
Detecta un movimiento, una mera insinuación de presencia en algún lugar.
Un susurro de voces, bocas desprovistas de labios articulan palabras
indescifrables.
Procede con cautela. Si debe enfrentar lo que viene en solitario, así lo
hará. Quizás es así como debe ser.
Quizás, es así como está destinado a terminar.
5|XLIII
Fragmentos (un mundo desbordado)
Los muros aún se mantienen, pero ya no son barreras. Las puertas están
cerradas, pero las cerraduras han dejado de tener sentido. La materia
pierde su relevancia.
La Disformidad es inevitable. Lo que fuera transformó el exterior de la
última fortaleza, ahora lo transforma por dentro. Las cuatro dimensiones
sólidas de la realidad son mutiladas y deshechas, y en su lugar, otras
dimensiones despliegan sus anomalías, escarneciendo el sentido y
burlando la lógica con sus contornos extraños y sus medidas sin fin. No hay
límite para el número de estas dimensiones, pues el inmaterium escapa a
cualquier definición que la mente humana pueda entender.
El Trono Dorado era el ancla que mantenía a raya la Disformidad, un
elemento esencial para asegurar la estabilidad en el corazón de la última
fortaleza. Pero la voluntad de Malcador flaquea y el Trono arde sin control.
Así, las cuatro dimensiones son desplazadas y nuevas locuras toman su
lugar. Interior, exterior, arriba, abajo, cerca, lejos... todos se convierten en
términos de un conflicto. El sentido y el entendimiento fallecen. El sentido
se pierde o se transfigura en sinsentido, pues así es el terrible enigma de la
Disformidad desvelada.
Observad ahora la demencia del ascenso de Horus Lupercal. Venid y ved,
ahora, el triunfo de los Cuatro Impostores, y escuchad las carcajadas de
dioses y reyes sombríos.
Una pequeña y firme estrella no tiene suficiente brillo para penetrar la
oscuridad que ahora se cierne.
—El recinto del Sanctum está a seis kilómetros —dice Honfler—. ¡Seis,
Lobo! No podemos quedarnos afuera.
—Lo sé —murmura Sartak—. Pero parece que el mundo ha decidido
burlarse de nosotros. Regresemos a la escotilla trasera, hermano. La
cerraremos, la bloquearemos. Enviaremos un mensaje al Hegemón. Les
informaremos.
—¿Informarles qué? ¿Que has perdido el juicio y que yo también por
seguirte?
—No —dice Sartak—. Les decimos que el Sanctum ya no existe.
A duras penas pueden verse entre sí. La luz oblonga donde se encuentra
Rewa Medusi es apenas perceptible. La oscuridad es tan espesa que
pareciera que la ceguera les ha sobrevenido.
Honfler toma del brazo a Sartak.
—¿Sartak?
—¿Hermano?
—¿Aún tienes tu hacha?
—Sí.
—¿Estás listo, Lobo?
—¿Para qué, pretor-capitán?
—Para hazañas impresionantes, hermano —dice Honfler—. Si estamos
afuera, no estamos solos.

El agua cae gota a gota. Agathe pasa su mano por la pared. Es de piedra,
densa y casi cálida, no —se estremece al recordar— de textura orgánica. Se
pregunta qué clase de calor habrá causado tal nivel de carbonización. Todo
es tan oscuro. Pero al tocar la piedra, sus manos no se ensucian de hollín.
El capitán Mikhail se aproxima, liderando uno de los equipos de despeje.
—Ese lado está asegurado —informa—. Estamos terminando.
—Bien —dice ella—. Una vez que podamos confirmar la seguridad,
traeremos a los heridos y almacenaremos nuestros suministros. Quiero
posiciones de tiro en todas las aberturas exteriores. ¿Es posible acceder al
tejado?
—Yo... —comienza, reticente.
—¿Qué?
—Sí, a lo que has dicho. Creo que sí podemos llegar al tejado. Iba a decir
que creo reconocer este lugar.
—¿Ah sí? Ilumíname. Me resulta extrañamente familiar.
—No lo reconocí por fuera —dice Mikhail—. Porque nunca lo he visto
desde fuera. Pero por dentro...
—¿Y bien?
—Es una prisión —interviene Phikes con sarcasmo, señalando—. A lo
largo de ese lado, parecen celdas. ¿No crees? Claro que yo lo reconocería.
—Cállate, Phikes —replica Agathe y mira a Mikhail—. ¿Es cierto?
Mikhail asiente.
—Estuve aquí una semana, antes de ser trasladado a Gallowhill. Muchos
de mis compañeros también. Es una prisión. La prisión.
Agathe frunce el ceño, intrigada.
—Piedranegra43 —dice.
—No puede ser —responde, aunque en cuanto él lo menciona, se da
cuenta de que es precisamente lo que el lugar le recordaba. La infame
Piedra Negra, la principal penitenciaría del Palatinado.
—Creo que sí, señora —afirma Mikhail. Uno de sus hombres asiente.
—De ninguna manera —dice ella, aunque sin convicción.
El soldado de Mikhail, conocido solamente como Choke —pues en el 403
todos siguen utilizando nombres, apodos o series—, saca su pala de
trinchera y raspa una grieta en la pared con el filo metálico. El residuo
negro se desprende, pero debajo hay más negrura. Piedra negra. No se
trata de un daño por fuego.
—¿Lo ve? —dice Choke—. ¿Señora? —añade.
—Así es —afirma ella—, es una prisión, la reconozco. Pero no es “esa”
Piedra Negra, no puede ser.
—Creo que sí lo es —dice Mikhail, sin intención de contrariarla ni de
iniciar una disputa.
—Phikes, a nadie le interesa tu opinión —dice ella—. Ve y verifica cómo
les va a los otros equipos.
Phikes la observa, se alisa la chaqueta del uniforme Vesperi, saluda
rápidamente y se aleja. Agathe dirige de nuevo su atención hacia Mikhail y
su grupo.
—Debe ser otra prisión —sugiere.
—¿Construida de piedra negra, señora? —inquiere él.
—¿Por qué no? Es evidente que es un material robusto para construir.
Quien haya diseñado las prisiones del palacio seguramente prefería este
material. Es una prisión, pero no es “la” Piedra Negra.
—Yo tenía entendido que la Piedra Negra era única —comenta Choke—.
Su reputación se debía a que no había otra igual...
—Sí —apoya otro—, esa piedra, la negra, se dice que fue traída de otro
mundo. Eso es lo que escuché...
—No, no puede ser la Piedra Negra —insiste ella, cortando la
conversación—. No voy a permitir que sea la Piedra Negra.
—¿A qué te refieres? —pregunta Mikhail.
—La prisión Piedra Negra está junto al Hegemón, en el Sanctum —
explica—. Si esto es la Piedra Negra, entonces estamos a más de ciento
sesenta kilómetros de nuestro objetivo, y la última fortaleza ha caído.
Los convictos soldados lo saben, se percata Agathe. Lo comprenden y
tampoco desean que sea verdad.
Phikes regresa con prisa. Algo le sucede. Corre hacia ellos, y usualmente
prefiere caminar con arrogancia, inflando el pecho.
—¿Qué sucede? —pregunta ella.
—Debería venir, señora —dice Phikes. A pesar de todo lo vivido, nunca
había escuchado ese tono de urgencia en su voz—. Es mejor que venga.

Adophel informa que las fuerzas de la Guardia de la Muerte se están


reorganizando y que su vanguardia ya ha iniciado una segunda escalada por
los acantilados. Los Ángeles Oscuros se apresuran a ocupar las defensas.
Detrás de la máscara de su formidable identidad, Zahariel equilibra su
ingenio y potencia el efecto corrosivo y persuasivo de su mente. Corswain
alberga dudas, pero no puede negar la habilidad de Cypher para revitalizar
a sus exhaustos hombres. Una victoria disipará las sospechas y consolidará
el verdadero Orden y Espíritu de Calibán en la Primera Legión para siempre.
Serán uno, y ni el orgullo del León podrá dividirlos.
Pero, se pregunta, ¿qué valor tiene cualquier triunfo aquí? Es posible que
el Palacio de Terra esté cerca de sucumbir. Quizás ya ha caído.
Y si eso ha ocurrido, ¿qué sentido tiene su desesperada batalla en esta
fría ladera?
El sabor de la sangre persiste en la boca de Amit. Ya no lo considera el
vestigio de algún sueño recordado, sino la premonición de uno que aún no
ha tenido. Eso le indica que no se atreve a dormir de nuevo. Jamás. No
desea que ese sueño lo alcance.
La Confluencia de Marnix yace serena. Los escuadrones de negación
están quietos. Todo está inmóvil, salvo el Portaestandartes Roch, que
deambula por el límite de la explanada frente a ellos, espada en mano.
—Deberías descansar —le sugiere Lamirus con discreción—. Recuperar la
concentración. Aclarar tu mente. Pronto necesitaremos toda nuestra
astucia.
—De acuerdo —concede Amit—. Tú también deberías descansar,
Lamirus —añade tras un breve silencio—. Tú y toda la compañía. Mientras
esperamos, aprovechen para relajarse y estabilizar sus pensamientos.
—Preferiría no hacerlo, hermano —replica el sargento—. En el muro,
intenté descansar, pero...
—¿Pero qué?
—Yo tenía sueños. Todos los tuvimos. No eran tranquilizadores —admitió
Lamirus.
Amit giró su cabeza para mirarlo.
—¿Qué sueños, hermano?
—Soñé con nuestro señor, el Ángel —respondió Lamirus en voz baja, sin
apartar la mirada al frente—. Todos los hombres soñaron lo mismo.
Nuestro señor estaba perdido, creo. También sufría. Era tan real que yo
mismo sentía su dolor.
Amit se mostró pensativo.
—¿Había ataúdes, hermano? —preguntó.
Lamirus lo miró ahora con atención.
—Ataúdes, sí. Ataúdes de piedra. Por lo menos había dieciocho. Era
complicado ver bien. Había una luz, quizá una vela, pero no lo
suficientemente brillante como para disipar la oscuridad. ¿Tú también lo
soñaste?
—Sí —confesó Amit con reticencia—. Cuéntame qué más viste.
—Al principio, había una cámara —continuó Lamirus—. Una cámara
grande...

Es una cámara grande. Recuerda, de su tiempo a bordo, que es un


vestíbulo de acceso a las áreas de comando, imponente y flanqueada por
columnas. Sanguinius recuerda perfectamente la disposición. Más
adelante, a unos cincuenta metros, debería haber entradas al puente, al
puente de mando en sí, a la cámara del capitán de navío, al anexo del
navegante, a la artillería de proa y al auspex principal. Los compartimientos
principales. Horus tenía allí sus aposentos privados. Los rumores, ¿o acaso
fueron sueños?, indican que esos aposentos se han transformado en una
corte demente, un pequeño salón del trono donde se glorifica servilmente
al Señor de la Guerra.
Está cerca. El final también.
La oscuridad es espesa, como una noche sin luna. El aire emana un frío
sepulcral. No parece el aire procesado del interior de una nave. Se siente
frío y auténtico, como una noche invernal en un refugio remoto, en algún
lugar apartado del planeta.
Otro paso más.
El aire está impregnado con el aroma a polvo, a moho y al frío
decaimiento de la tumba. En la penumbra, observa cómo las paredes y los
pilares se han manchado y deteriorado, similares a un templo olvidado
dejado a merced del viento y la lluvia por mil años. Las placas del piso bajo
sus botas están corroídas, desprendiéndose en escamas de óxido con cada
paso. ¿Qué queda ahora de la gloria del Señor de la Guerra? Una nave en
ruinas, un cascarón desgastado y descuidado de lo que alguna vez fue
majestuoso.
El sonido del agua goteando resuena en algún lugar cercano. Ese goteo
otorga a las paredes la ilusión de estar respirando. La oscuridad de la
cámara es profunda, como la que se encuentra al aire libre a medianoche
en las estériles extensiones de Inwit o en los sombríos bosques eternos de
Fenris. La negrura, casi perversa en su intensidad, se ilumina sutilmente,
destellando a través de lo que parecen hojas meciéndose al viento. O algo
que se asemeja a hojas. Él descarta tales ilusiones. El susurro se escucha
nuevamente, similar al de hojas muertas arrastrándose con la brisa o al
crujir bajo los pies. Recuerda al aleteo seco de escarabajos o al murmullo
de las polillas.
¿Qué es lo que murmuran?
A Sanguinius no le interesa. Avanza, con Encarmine preparada para
golpear en un instante.
Por un momento, cree ver algo. Una forma. Una silueta. Avanza hacia
ella, con la visión agudizada.
Otra vez, una sombra de movimiento. Un destello de algo más adelante.
La sombra de una figura encorvada con una armadura completa.
Demasiado grande para ser un guerrero Astartes. Demasiado imponente
incluso para un primarca, al menos de los que aún respiran.
Se dirige hacia ella, la espada en alto, pero desaparece. La siente a su
izquierda, gira y la vislumbra por un segundo antes de que se esfume.
¿Un juego? ¿Su hermano le está tendiendo una trampa, buscando
desgastarlo y confundir su mente? Eso no funcionará, no después de todo
lo que ha atravesado para llegar hasta aquí. ¿O acaso su presa intenta
eludirlo; tal vez simplemente teme lo que sucederá cuando finalmente se
enfrenten?
Intenta ignorar el dolor y el gusto metálico de la sangre en su boca. Al
mirar hacia abajo, distingue, a través de la penumbra, cómo su sangre se
escurre desde debajo de la coraza y desciende por la armadura de su
muslo, en un hilo rojo, serpenteante y enredado. Esa es la fuente del goteo.
La sombra se mueve otra vez, delante de él. Esta vez, no la perderá de
vista. Se impulsa hacia adelante, aumentando su velocidad, ignorando el
dolor, desafiando la cojera que intenta dominarlo.
Cruza bajo un gran arco y entra a una nueva estancia. De alguna parte
emana una luz ténue y cálida, como el resplandor debilitado de una vela
solitaria. Se encuentra en una bóveda, una cripta cuyas proporciones
monumentales son difíciles de discernir en la sombra que la engulle. El
suelo está adoquinado con piedra y sobre él, una bóveda de cañón también
de piedra se extiende en lo alto, oculta en las tinieblas.
Ante él se yerguen objetos. Bloques rectangulares de considerable
tamaño, cada uno descansando sobre su lado más largo, alineados en dos
filas bien distribuidas con un pasillo central. Son veinte en total.
Sanguinius se aproxima. Al observarlos de cerca, confirma que son de
piedra y están cubiertos con paños de color amaranto, el color del luto.
Con su espada levantada, empuñándola con ambas manos para que el
primer golpe sea devastador, Sanguinius avanza entre las hileras. Paños de
amaranto recubren todos los bloques, excepto uno. Aquel, el penúltimo de
la fila derecha, está desnudo; su paño está doblado y colocado
meticulosamente sobre él.
Se dirige hacia el ataúd descubierto. Es de piedra, su tapa entreabierta,
como esperando ser cerrada y sellada definitivamente. En la tapa ve
grabado el número IX.
—Has tardado mucho en llegar, pero al fin estás aquí —se escucha una
voz.
Sanguinius se vuelve al oír esa voz, una voz dolorosamente familiar, que
le causa más angustia que su propia herida.
La enorme sombra se perfila ante él, vasta e imponente, delineada
contra la luz mortecina.
Avanza entre las tumbas y entonces ve su rostro.
—Te estaba esperando —dice Ferrus Manus.
5|XLIV
Un mundo comedido
El fuego de la Defensa Délfica siembra el caos en el terreno. El
implacable bombardeo de los cañones de la fortificación desgaja la tierra
hasta el lecho rocoso, saturando el aire con una lluvia letal de metralla.
Lo suficientemente intenso como para diezmar una columna de
vehículos blindados, el bombardeo desgarra la vanguardia de los traidores,
segando miles de vidas y reduciendo a escombros las máquinas de asedio y
las torretas móviles que arrastran consigo. Las máquinas de guerra
enemigas, que avanzaban junto a la infantería, son hechas trizas y
demolidas. Diez kilómetros de ladera fortificada se transforman en un
infierno de llamas y fuego fosforescente.
Es el sexto asalto masivo rechazado en solo quince minutos. Parece que
las fuerzas traidoras tienen un suministro ilimitado aglutinándose en la
oscuridad más allá de la última fortaleza. Sus asaltos son ahora incesantes,
oleada tras oleada, con pérdidas colosales. Pero por cada mil caídos en su
carrera hacia los muros, otros diez mil surgen de la niebla de la guerra para
tomar su lugar, y por cada torre de asedio destruida, otras diez son erigidas
por los magos del Mechanicum. Estandartes despiadados se perfilan a
través del humo, los blasfemos íconos del Caos visibles desde las murallas,
proliferando como maleza venenosa, señalando que ejércitos
sobrenaturales y legiones de asesinos se aproximan y se congregan para el
embate. Un tumulto inunda el aire viciado: el retumbar de cuernos de
guerra que conmueven los cielos, el aullido de sacerdotes dementes, el
retumbo de millones de tambores, el chasquido y graznido de legiones
inhumanas.
Lucoryphus, el Raptor, Señor de la Noche, se sorprende al encontrarse
aún con vida.
Se hallaba en medio del último asalto, envuelto en la furia del
bombardeo que incineró y disolvió a los Devoradores de Mundos, a los
Hijos de Horus y a la Guardia de la Muerte que avanzaban a su lado.
Lucoryphus ascendía en vuelo, con otros de su raza, impulsado por las
llamaradas de sus propulsores de salto, sobrevolando las masas inferiores
de tropas terrestres. Justo cuando comenzaban su ascenso hacia los altos
baluartes, una detonación de proyectiles, que aniquiló a los guerreros a sus
pies, lo atrapó en su onda expansiva como si fuera un peñasco y lo lanzó
por los aires.
Se levanta, adolorido, con los huesos machacados. Ha sido lanzado justo
al pie del muro de la Defensa Délfica, otro cuerpo roto entre los desechos y
la carne destrozada que mancha las inmensas e intransitables piedras de la
imponente almena. Su mochila de salto está destruida. Levanta la mirada:
la muralla se alza a mil metros de altura, adornada con alambres y púas
inclinadas hacia abajo. Es insuperable, incluso para él, si es que pretende
seguir vivo al llegar a la cumbre.
Observa cómo se forma otra ola masiva para el asalto. Cuando se
pongan en marcha, los cañones del muro volverán a recibirlos, y este
sector de terreno, todavía humeante, vitrificado y desprendiendo el calor
de la explosión de la última ofensiva, se transformará una vez más en un
infierno llameante.
Y lo engullirá.
Febril, casi desesperado, su mirada de ave de rapiña escudriña el
entorno en busca de algo, cualquier cosa, que sirva de refugio. Localiza un
desagüe de piedra, una especie de alcantarillado, y cojea hacia él, como un
zopilote lisiado, despojándose de su inoperante mochila de salto. Al
alcanzarlo, percibe su escasa profundidad, poco más que un hueco. No le
ofrecerá protección, pero aun así se arrastra bajo su orilla.
La oleada se aproxima. El estruendo de las burlas y el clamor de los
cuernos llenan el aire. En segundos, las paredes replican. La tierra tiembla.
El ruido es ensordecedor. La presión lo golpea, agitándose como un
guijarro en el reducido espacio del desagüe.
Lucoryphus no sabe qué le sobrevendrá primero: ¿será abrasado y
cocido vivo, o la presión lo hará vibrar hasta desintegrarse en fango?
Empieza a gritar. Es un final indigno y oscuro para alguien como él,
protagonista de algunas de las hazañas más notables de la guerra. El
nombre de Lucoryphus debería estar inscrito en los anales del Señor de la
Guerra y ser exaltado por los demonios como un campeón de los siglos. Un
guerrero que ha logrado lo que los primarcas no, no debería perecer de
manera tan anónima en una alcantarilla, como una rata moribunda. No es
este el fin adecuado para un héroe de su estirpe...
La detonación, magnífica en su furia, lo presiona contra las losas del
desagüe. Es despedazado, desintegrado, convertido en una masa amorfa,
en gelatina, evaporado en humo, desgarrado en chispas ardientes que se
desvanecen...

Abre los ojos, perplejo al comprobar que aún los posee. El suelo bajo él
está frío. Siente ardor en su piel, pero es solo el calor residual que emana
de su armadura chamuscada y humeante. Se arrodilla y escupe sangre. El
olor a carne quemada lo invade y reconoce que es suyo.
Se pone de pie. El desagüe ha desaparecido. La colosal pendiente de la
pared ha desaparecido. Incluso el propio muro, esa barrera insuperable de
la Defensa Délfica, se ha esfumado.
Desorientado, ignora su ubicación.
Frente a él, un pasillo vacío se extiende. Al girarse, descubre que el
corredor se prolonga igualmente hacia atrás. Las paredes, de auramita,
están adornadas con figuras intricadas. El suelo de mármol pulido refleja su
imagen. El techo, elevado, ostenta lámparas suspendidas.
El terror lo embarga. Reconoce dónde se encuentra, pero no puede
comprender cómo ha llegado. Su soledad lo aterra tanto como la propia
muerte.
Pero en medio del temor, surge una euforia que perfora su horror.
Bendecido por los dioses, ha escapado de la muerte, y su leyenda será
inmortal. Habrá estatuas erigidas en su honor. Ciudades, quizás mundos
enteros, llevarán su nombre.
—Mino premiesh a minos murantiath —susurra con la lengua de su
mundo natal.
Porque ahora, es el primero dos veces. El primero en cruzar los muros
del palacio, y ahora, el primero en adentrarse en la última fortaleza.
SEXTA PARTE
LA CIUDAD INEVITABLE
6|I
Desenredado
Han tenido su oportunidad y ahora se ha esfumado. Se los llevan,
flanqueados por los terroríficos gigantes Centinela y las angustiosas
Hermanas del Silencio. Nadie habla. Nadie se atreve. Todos tienen miedo.
Por un breve instante, había parecido que serían escuchados. Pero ese
momento pasó, su recepción concluyó, y ahora son conducidos hacia un
destino incierto.
Oll espera que sea la detención: una celda, una prisión. Probablemente
sea peor que eso. Han tenido suerte de que Vulkan los escuchara tanto
como lo hizo. La crisis es más grande, oscura y profunda que incluso lo
peor que Oll ha podido imaginar. Vulkan, la única figura de autoridad que
queda, enfrenta decisiones y elecciones que van más allá de lo que un
mortal podría considerar. Oll sabe que incluso una breve audiencia con él
fue extraordinaria. Al final de su conversación, Oll había intentado rogarle.
—Mi señor —le había dicho—, permítenos ayudarte. Deja que
ayudemos al Imperio del Hombre.
Vulkan no había preguntado cómo. No se había interesado, y aunque lo
hubiera hecho, Oll no habría sabido dar una respuesta convincente. Vulkan
se había limitado a señalar la inmensa Sala del Trono que los rodeaba.
—Esto es el Imperio del Hombre —le había dicho a Oll—. Esto y solo
esto. Todo lo demás es discutible, cuestionable y conflictivo. La única parte
del Imperio que se mantiene intacta y definida es esta sala. Es todo lo que
comando. El Imperio del Hombre, que alguna vez se extendió por las
estrellas, se ha reducido a esta sala, Ollanius. El territorio que queda es lo
que puedo ver desde aquí, en mi dominio. Nada más es seguro.
Los Custodios y las Hermanas los escoltan de vuelta por los pasillos
dorados, ahora desiertos. Oll intuye que los están llevando a las Antípodas
donde fueron retenidos por primera vez, pero no puede estar seguro, ya
que las grandiosas e intimidantes galerías del Palacio son idénticas entre sí.
Estas salas auramitas parecen las mismas por las que pasaron inicialmente,
pero son intercambiables. ¿Acaso los conducen de vuelta por otro camino?
¿Los llevan a algún otro lugar?
No tiene importancia. Están acabados. Su insensatez ha concluido.
Quienes los capturaron han cerrado sus oídos a cualquier súplica. La
posibilidad de colaborar con las autoridades se ha esfumado, y la opción
de escapar de su custodia es aún más improbable. Se encuentran bajo la
estricta vigilancia de los seres más temibles al servicio del Emperador.
Los largos pasillos resuenan con el silencio de sus pasos, mientras
avanzan amedrentados y temerosos. Actae está particularmente abatida,
pálida como un fantasma, apoyándose en Katt como si fuera incapaz de
sostenerse por sí misma, y la misma Katt está sufriendo. La atrocidad
presenciada en la Sala del Trono y la constante cercanía de las presencias
anuladoras han dejado una marca indeleble en ambas, pero Oll sospecha
que su angustia compartida a través de su conexión psíquica tiene más que
ver con la revelación del "Rey Oscuro". El conocimiento del inminente y
terrible clímax del ascenso de Lupercal ha sacudido el mundo de Actae. Oll
desearía poder interrogarla al respecto, pero ahora no es momento para
eso.
Y nunca lo será. No hay escapatoria. Atravesaron la galaxia para
encontrarse con el Amo de la Humanidad y, desafiando todas las
probabilidades, lograron llegar. Pero Él no estaba presente. Es un absurdo,
el remate de una broma cruel, como una de esas epopeyas menores que
los bardos dedicaban a Apolo. Recitaban estas historias alrededor del
fuego festivo, con el aroma del vino, los manjares y las ofrendas
quemándose. Seleccionaban una narrativa adecuada para la ocasión: una
saga épica de valentía para alentar los espíritus, o un relato de desgracia
heroica para momentos más lúgubres. Algunas eran cómicas y ligeras,
llenas de tropiezos y errores, interpretadas para entretener y provocar la
risa.
Eso es lo que ha sido su odisea, reflexiona Oll. Una comedia, una de esas
farsas acompañadas por el rasgueo de una lira, relatando catálogos de
debilidades, caprichos, imprudencias y ridiculeces sin ninguna gloria. Una
desventura. Eso es lo único que ha sido. Un esfuerzo a medias con un
desenlace insípido, destinado a provocar la risa entre los hombres,
hacerles mover la cabeza incrédulos y compadecer la osadía de los
involucrados. Su canción ha terminado.
6|II
A un instante de distancia
Incluso el canto del coro astrotelepático comienza a desfallecer y perder
fuerza. Avanzan con pasos apresurados, acercándose lo más que se atreven
al pie de la inmensa plataforma escalonada del Trono, sintiendo su calor
radiante. Dentro del círculo que forman los Custodios, que vigilan hacia
afuera sin pronunciar palabra, los ancianos y aprendices del Concilio se
esmeran en ajustar los motores de estabilización alrededor del gran
estrado. La luz es cegadora. Hay un olor intoxicante a ozono y metal
sobrecalentado, y también el hedor de ciertas cualidades menos
cuantificables del universo, que evocan sueños magullados, esperanzas
heridas, visión corta y epifanías corrosivas. El rugido del coro sin voz hace
vibrar los dientes de Vulkan y resuena en su sangre. Hace un leve gesto con
el brazo para mitigar un armónico agudo que emana de su hombrera.
Los ancianos del Concillium se apresuran a acercarse a Vulkan, se
inclinan y le presentan unas láminas de datos que detallan el nuevo pico de
actividad empírica mencionado por Abidemi. Sus rostros, ocultos tras las
viseras tintadas de sus atuendos forrados de plomo, brillan con el sudor y
están ampollados. Las superficies de plastek de sus tablillas de datos están
abombadas y chamuscadas.
—¿Esta anomalía está aumentando su intensidad? —pregunta Vulkan,
analizando los datos.
Los ancianos asienten afirmativamente.
—¿Pero no hay un locus? ¿No hay una ubicación o epicentro?
Nuevamente, confirman que no lo hay.
Vulkan revisa los datos una vez más. La anomalía, preocupante de por sí,
no es el único motivo de alarma. La incapacidad del Concillium para
determinar su epicentro sugiere que está sucediendo de manera uniforme
en todas partes. Pero una mirada a los metadatos que enmarcan sus
observaciones indica que nada parece tener una ubicación verificable. Los
Dominios del Palacio, la extensión de Terra... todo parece haberse
desanclado de su macroestructura establecida y matematizada,
perdiéndose así todos los puntos de referencia y la capacidad de
correlación. Esto sugiere que los poderosos sensores del Sanctum están
fallando o sobrecargados.
O que, de alguna manera, todos los lugares se han convertido en uno
solo.
—¿Es posible —plantea Vulkan— que esta anomalía sea simplemente un
subproducto de la creciente degeneración del Regente? Es decir, ¿es este
un evento independiente que está desestabilizando la función del Trono, o
es un síntoma de que el Trono está cada vez más fuera del control del
Sigilita?
No pueden dar respuesta a su pregunta.
Vulkan se vuelve hacia el Trono. Hace una señal a Casryn, que se
encuentra parcialmente oculto a su lado. Es difícil discernir dónde termina
Malcador y comienza el resplandor fulgurante. Lo único que Vulkan puede
distinguir de la Sigilita es una silueta de neón, cegadora y reducida a una
mera sombra.
Es peor de lo que Casryn ha indicado. Vulkan lo percibe claramente.
Todos los indicadores de monitoreo muestran que, en los últimos minutos,
cuya duración exacta es imposible de rastrear, la vitalidad de Malcador se
ha desvanecido alarmantemente. Aparece consumido, perdido quizás para
siempre o, en el mejor de los casos, al borde de la extinción. Pronto, el
Trono Dorado quedará sin dirección, sus mecanismos operando sin
restricción alguna. La inminente brecha en lo inmaterial, la implosión de
proporciones cósmicas que el padre de Vulkan luchó por contener durante
años, parece inevitable. Quizás la anomalía no sea más que el presagio de
esta inminente calamidad.
A ras de suelo, otro miembro del Concilio Adnector44 se derrumba. Cada
vez caen con más frecuencia, vencidos por la brutal descarga de energía a
pesar de su indumentaria protectora, aturdidos, ciegos o sencillamente
superados. Cuando sucumben, los sirvientes se apresuran a retirarlos hacia
la enfermería. A Vulkan le han informado que varios han fallecido. Nuevos
adeptos, que aguardan en filas bajo el arco cercano, toman sus lugares
rápidamente.
Los motores inmateriales que luchan por mantener el equilibrio tosen y
chispean, vibrando y sacudiéndose, expulsando axiomas líquidos y
emitiendo chispas flogísticas. El suelo alrededor del estrado está
ennegrecido, y las armaduras de Uzkarel y su destacamento de Centinelas
que lo rodean lucen opacadas por la corrosión.
Con los ojos semi-cerrados debido al deslumbrante resplandor, Vulkan
examina los mecanismos del Trono. ¿Ha llegado la hora? Su mirada se fija
en el Talismán de los Siete Martillos45, sabiendo exactamente dónde está.
¿Debe asumir lo inevitable e iniciar el ocaso del Imperio? Mentalmente
repasa los movimientos y gestos necesarios para activarlo.
Quizás, reflexiona, el Talismán sea la última defensa, no contra la
amenaza inmediata y abrumadora, sino contra el desastre que significaría
el surgimiento de un nuevo dios, una idea que apenas comienza a resonar
en su mente pero que espera, su padre y el Sigilita hayan previsto y
preparado algo para contrarrestar.
Anhela que el Talismán, por terrible que sea, represente esa protección.
Necesita creer que Malcador y su padre anticiparon esta posibilidad y que,
por ello, idearon una respuesta definitiva. No puede permitirse dudar,
porque si no es así, entonces su padre y el Sigilita no previeron la amenaza
del Rey Oscuro y no dejaron ningún medio para enfrentarla.
—Mi señor... —Casryn hace una señal.
—Esperad... —responde Vulkan.
—El Sigilita está fallando, señor.
Vulkan ve que es verdad. Siente como si pudiera observar el alma de
Malcador consumiéndose, disolviéndose dentro de la brillante carcasa de
su cuerpo radiante.
—Debemos complementarlo y reforzarlo...
—Protocolo Sigil...
—Ya no basta. No puede mantenerse hasta el retorno de tu padre,
nuestro señor. Estamos al borde de la catástrofe.
6|III
Cerca de la ciudad
—Quédate atrás —dice Agathe. Phikes no requiere ser persuadido para
hacerlo, sin embargo, Mikhail se mantiene firme a su lado, sosteniendo su
antiguo rifle láser. Ella saca su arma.
Phikes los ha guiado a un largo corredor de celdas. Incluso en esta parte
de la mansión oscura, las ruinas son evidentes. El suelo está cubierto de
escombros. Algunas puertas de las celdas están entreabiertas, otras
cerradas. Algunas han sido arrancadas de sus marcos. La fila de celdas se
extiende hasta perderse en la penumbra.
Avanza con Mikhail, quien insiste en acompañarla. Phikes permanece
atrás, junto con el escuadrón de Mikhail y el equipo de limpieza que se
encontraba en la zona.
Pronto escucha toques, el suave sonido de nudillos contra una puerta
metálica. No puede discernir su origen. La primera celda está abierta y
vacía. La segunda, con la puerta entornada, también. La puerta de la
tercera está cerrada. Los golpes vienen de allí.
Agathe hace una señal a Mikhail y luego llama a Phikes. Este se acerca,
aunque reticente.
—¿Han revisado todas? —pregunta ella.
—Sí —confirma él.
—Entonces, ¿ninguna estaba cerrada?
—El escuadrón forzó las que estaban cerradas, señora —susurra él.
Agathe se aproxima a la puerta. Los golpeteos persisten. Mikhail le pone
una mano en el brazo para detenerla y luego entra él primero. Da una
patada a la puerta y avanza con el arma al hombro.
La pesada puerta metálica vibra en sus goznes. La celda está
absolutamente vacía. Los golpes han cesado.
Agathe mira por encima del hombro de Mikhail. Nada. No hay señales de
nada que pudiera haber causado los sonidos, no hay tuberías sueltas ni
escombros que pudieran haber sido movidos por el viento.
Los golpes se reanudan, ahora de una puerta cerrada a tres celdas de
distancia.
Agathe y Mikhail intercambian una mirada.
—Te lo dije —murmura Phikes, temblando—. Las celdas están vacías,
todas. Pero los golpes vienen de celdas con las puertas cerradas, incluso de
las que ya han sido revisadas.
Se dirigen hacia la tercera puerta. Los golpes desde el interior son
suaves, pero distintos. Algún prisionero olvidado, abandonado sin comida
ni agua cuando los carceleros huyeron, golpea con la esperanza de que
alguien le escuche.
Impulsivamente, Agathe responde al golpeteo. Este cesa. Luego, se
reanuda. Inmediatamente, ella abre la puerta de la celda y entra con la
pistola preparada. La celda está vacía, excepto por los restos putrefactos de
un antiguo catre. No hay marcas en la parte interior de la puerta. Mikhail,
con una expresión sombría, le hace una señal con la cabeza. Los golpes
ahora provienen de otra celda, más adelante en el corredor.
Mikhail avanza hacia la fuente del sonido. Se quita su gorra de forraje
manchada de sudor, se la pasa por la frente y, tras sacudirla, se la coloca de
nuevo en la cabeza. Levanta la pierna para dar una patada a la puerta.
Los golpes se detienen.
Baja el pie.
Y luego, sin previo aviso, los golpes se reanudan.
Mikhail entra rápidamente, apuntando con su arma a cada rincón de la
pequeña y húmeda habitación. Al reunirse con él, Agathe nota que los
golpes han comenzado nuevamente, más allá.
—Los demonios juegan con nosotros —dice él.
—Se decía que la piedra negra tenía ciertas propiedades —responde
Mikhail—. Los presos afirmaban que les robaba sus esperanzas y sus
penas, como si se alimentara de ellos. Que les susurraba cuando dormían
y...
—Basta de eso, capitán —la corta ella—. Esta no es Piedra Negra.
—Como quiera, señora —replica él—. Pero la piedra es negra. Tal vez
tenga razón. Quizás esta sea una prisión diferente, pero hecha del mismo
material. En ese caso...
Mikhail se dirige a la celda contigua, de donde emanan los inquietantes
golpes, y abre la puerta de golpe.
—¿Phikes? —llama Agathe
, mirando hacia el vacío que se ha revelado.
—¿Señora?
—¿Tu equipo revisó todas estas celdas?
—Sí, señora.
—¿Y los golpes solo vienen de las celdas con las puertas cerradas?
—Así es, señora.
—Entonces, te sugeriría, Phikes, que uses un poco de ingenio.
—¿Señora?
—Dejen las puertas de las celdas abiertas —gruñe Mikhail.
—Oh —dice Phikes, entendiendo.
Agathe toma la delantera por el corredor. No se dirige directamente
hacia la fuente de los golpes, que han vuelto a empezar seis puertas más
adelante. Simplemente abre cada puerta cerrada hasta llegar a ella.
Cuando lo hace, los golpes saltan a otra puerta.
—Ábranlas todas —ordena.
Los equipos, con cautela, se suman a la tarea. Avanzan metódicamente,
abriendo todas las puertas de las celdas. Los esquivos golpeteos saltan de
una a otra, adelantándose a ellos. Al llegar al final del bloque, donde hay
cinco puertas cerradas en fila, de repente se escucha un llamado desde
todas ellas al mismo tiempo.
Esto hace vacilar a Agathe. Mikhail, visiblemente más exasperado que
temeroso, abre las cinco puertas en rápida sucesión.
Ella está justo detrás de él cuando llega a la última, y observa lo que él ve
al abrirla de un empujón.
No es una celda.
6|IV
El hilo
Podrían acabar en celdas, si corren con suerte. De lo contrario...
John Grammaticus levanta su abatida mirada y ve que el Elegido, Hassan,
ha alcanzado al grupo de prisioneros y ahora camina a su lado. La
expresión de Hassan es de una solemnidad sombría.
—¿A dónde nos llevan? —pregunta John.
—No hables —le ordena Raja, de forma brusca.
John se estremece. Los Custodios imponen una presencia totalmente
intimidante y teme provocarlos, pero sospecha que ni él ni Oll tendrán otra
oportunidad de hablar con alguien del personal del Regente. De todos sus
captores, Hassan parecía el más razonable. El más humano.
—¿Por qué no nos escucharía? —murmura John. Él me debe un favor. Tú
lo oíste. ¿Por qué Lord Vulkan no...?
—Una palabra más y te haré callar —amenaza el Compañero Raja.
Hassan observa al Custodio y con un gesto tranquilo levanta una mano.
—Está bien, Compañero —dice Hassan—. Solo está asustado.
Raja lo observa un momento y luego continúa liderando al grupo. Cruzan
un puente dorado ornamentado que sobrevuela un abismo de ventilación
insondable, pasan por un arco majestuoso grabado con ángeles
entrelazados y se adentran en otro corredor de longitud desmesurada
flanqueado de estatuas. Están en una de las grandes procesiones del
Palacio, cuyo techo se pierde en la neblina de luz y que hace parecer
pequeños incluso a los Custodios. Aquí hay personas, multitudes de nobles
y altos mandos del ejército imperial, sirvientes y personal del Palacio,
todos con prisa, todos con miedo. Es la primera parte del Palacio que John
ve llena de vida, como la arteria principal de una gran ciudad. Hay una
tensión palpable en el aire, el sonido de campanas en la distancia, un
murmullo de voces absorbido por el vasto espacio. Todos los presentes
lanzan miradas furtivas a los prisioneros y a su temible escolta. Cortesanos
y oficiales los observan al pasar, con rostros cargados de sospecha y
desprecio.
—Si mi señor Vulkan les debe la vida —dice Hassan mientras caminan, su
voz extrañamente amortiguada por el bullicio de la procesión—, quizás su
contribución positiva a este desastre ya se ha realizado, y tuvo lugar mucho
antes de que llegaran al Palacio. ¿Lo has considerado? Tal vez reconoce que
no tienen nada más que ofrecer.
—No creo que tú pienses eso, Elegido —responde John.
Hassan no contesta, pero su mirada se desvía hacia la caja de negación
que porta la Hermana Vigilante Mozi Dodoma. En ella se encuentran
algunas pertenencias confiscadas a los compañeros durante la captura,
objetos que son, en sí mismos, difíciles de explicar. John comprende que no
hay manera de generar confianza. Él, Oll y los demás son forasteros
intrascendentes, y hay demasiadas razones para que les vean con
preocupación.
Continúan caminando un trecho más, hasta que John ve que Oll se ha
detenido de repente.
—Continúen caminando, por favor —dice Hassan—. El Compañero Raja
no tolerará...
—¿Qué es eso? —interrumpe Oll, señalando algo.
—Camina —ruge Raja.
John se coloca al lado de Oll.
—Continúa —susurra—. Oll, te matarán.
Oll no hace caso de la advertencia.
—¿Qué es eso, Elegido? —pregunta Oll. John nota que Oll está
observando una de las estatuas doradas que adornan el corredor. El flujo
de personas se abre alrededor del grupo, que se ha detenido súbitamente.
Oll da un paso hacia la estatua. Las Hermanas, sigilosas como sombras, se
preparan para envolverlo. John percibe el brillo de sus espadas al ser
desenfundadas.
—¡Oll...! —susurra John.
—Mira —dice Oll, señalando. Con su otra mano, se frota el párpado
izquierdo, que parece haber desarrollado un tic.
—¿A qué te refieres? —pregunta Hassan.
—¿Qué te ocurre? —suplica John.
—Observa, John —repite Oll. Raja se acerca rápidamente para intervenir.
—¿Hemos pasado por aquí antes? —Oll interpela a Hassan.
—Los escoltamos por esta ruta...
—Antes de eso —interrumpe Oll—. Antes de que fuéramos capturados.
Nunca llegamos tan lejos, ¿cierto?
—Fueron detenidos cerca de la Sala de los Dignos —contesta Hassan—,
bastante lejos de aquí. ¿Qué importancia tiene? Regresa a la formación.
—Es importante, Elegido, por esto —insiste Oll.
John ve lo que su amigo señala y se queda sin aliento.
Tanto Hassan como Raja se percatan de lo que Oll ha descubierto. A una
señal de Raja, las Hermanas se retiran, permitiendo a Oll, John y Hassan
acercarse a la estatua.
Un lazo de hilo rojo está atado al tobillo de la estatua.
—¿Qué significa esto? —interroga Hassan.
—¿Qué, aparte de la cuestión de quién está atando pedazos de cuerda al
azar en sus instalaciones? —pregunta John—. ¿Debería estar ahí?
—No —admite Hassan.
—Exacto —dice John—. Marcamos nuestro camino. Viste el hilo que
llevábamos. Marcamos nuestro camino al venir porque este lugar es un
laberinto.
—¿Y eso? —interroga Raja, acercándose detrás de ellos.
—Creí ver otro —dice Oll—. En nuestro camino a la Sala del Trono. No
estaba seguro y tú no nos dejaste detenernos. Pero nunca habíamos
transitado por ese pasillo para marcarlo. Y tampoco hemos estado por este
corredor, así que no dejamos una pista.
—Yo... no comprendo —confiesa Hassan.
Raja observa a la escolta de guerreros.
—¡Atentos y listos! —ordena.
—El Compañero Raja lo entiende —dice John a Hassan—. La geometría
del Palacio ya no es constante. ¿Captas lo que mi amigo está tratando de
mostrarte? El Palacio se está alterando y reconfigurando porque, que el
Trono nos asista, la Disformidad ya está aquí dentro.
6|V
El sonido
Rann localiza a Leod Baldwin en un sombrío corredor dentro de los
búnkeres, acompañado por Fisk Halen y Kyzo, uno de los vigías de Namahi.
—¿Qué sucede? —indaga Rann. Baldwin le indica seguirle. Avanzan por
el pasillo hasta llegar a una cámara de hormigón, cuyas paredes, suelo y
techo están pintados de rojo óxido, signo probable de un almacén de
armas o tal vez un depósito de municiones. Está húmeda y desierta.
—Kyzo la descubrió —informa Baldwin—. Tiene el oído fino.
—Solo verificaba que las cámaras estuvieran seguras, Señor Hijo de Dorn
—explica el Cicatriz-Blanco—. Buscaba pasajes ocultos. Trampillas. Paredes
falsas.
—¿Y? —interroga Rann.
—Así es como la encontró —añade Halen.
—¿Encontró qué? —Rann observa el espacio vacío de hormigón.
—Escucha —sugiere Baldwin, llevándose un dedo a los labios.
Los cuatro hombres dejan que el silencio se expanda a su alrededor. Solo
se oye el lejano bullicio de los hermanos de batalla preparando las
defensas en otras partes del búnker.
Entonces, Rann lo oye. Un sonido.
Un susurro.
Rann mira a Baldwin, quien asiente en confirmación. En silencio, Rann
afina su oído. Un susurro en forma de palabras, apenas audible, como el
zumbido de fondo de sistemas en funcionamiento.
Rann se acerca a las paredes, escuchando atentamente.
—Es solo ruido ambiental —menciona.
—No hay sistemas en funcionamiento en este sector —comenta Halen.
—Entonces algo debajo de nosotros, quizá —propone Rann—. Tuberías.
Drenaje. Algo que transmite el sonido desde otro lugar.
—Es una voz —afirma Kyzo.
—Bien, ¿de dónde procede? —cuestiona Rann—. ¿Alguna peculiaridad
acústica?
El Cicatriz de Blanca señala la pared trasera de la armería.
Rann se aproxima. La examina con sus manos. Es hormigón armado,
sólido y grueso. Se inclina y apoya el oído contra la pared pintada.
Es una voz. No débil, sino distante.
—¿Qué hay del otro lado? —pregunta.
—Nada —responde Baldwin—. Este es el extremo norte del foso de
Hasgard. Al otro lado solo hay roca sólida.
—No puede haber nada al otro lado —reafirma Kyzo—. Incluso he
rodeado la estructura. Este extremo está reforzado y sepultado.
Rann vuelve a escuchar. La voz continúa, un murmullo constante y
sereno. Se acerca más, intentando entender.
—El concepto de yi bang se creó para regular la aplicación de la guerra.
Esto formalizó la justificación del asesinato, convirtiéndolo en el método
supremo de castigo judicial. Podría...
Rann retrocede y mira a Baldwin.
—Entonces, ¿tú también lo crees? —pregunta Baldwin—. Sí. Y Halen
también.
—No puede ser —dice Rann.
—Sin embargo, lo es —asegura Halen—. Tú también lo reconoces.
Rann no responde, pero en su interior, no hay duda.
Reconocería esa voz en cualquier parte. Los tonos calmados y metódicos
de su señor y padre, Rogal Dorn.
6|VI
Lo que no debe ser
La puerta se abre a un patio adoquinado. Agathe se detiene un instante,
tratando de procesar la escena ante sus ojos. Un patio rodeado de antiguas
murallas de piedra, dobladas por el paso del tiempo y revestidas de musgo
y líquenes. Los aleros de tejas y las antiguas canaletas de hierro están
bañados en un tono grisáceo, como si estuviera todo envuelto en bruma,
incluso la luz que debería ser diurna.
Pero no debería haber luz del día en ningún punto dentro de los vastos
Dominios del Palacio, mucho menos en este lúgubre sector. Y el patio no se
corresponde con la arquitectura del bloque de celdas. Desde la puerta,
Agathe observa que es más amplio de lo que la estructura del bloque
permitiría. Se extiende hacia su izquierda, hacia lo que sería la última celda
que inspeccionaron. Deberían haberlo visto desde allí.
Mikhail está desconcertado.
Agathe pasa junto a él.
—¡No! —exclama él.
Pero ella ya ha cruzado al patio. El aire es frío y húmedo, completamente
inmóvil, pero fresco. No tiene nada que ver con el ambiente cargado del
interior de la mansión negra ni con el olor a humo de la guerra que ha
permeado sus fosas nasales durante las últimas horas.
Es un lugar completamente diferente. Respira profundo. El aire es casi
revitalizante, aunque es consciente de que su respiración es irregular
debido al temblor que recorre su cuerpo.
Mira hacia atrás. Ve la puerta, que sigue siendo una puerta de celda, y a
través de ella las caras preocupadas de Phikes, Mikhail y los equipos de
limpieza, y más allá, el bloque de celdas de piedra negra en el que se
encontraban. Pero alrededor de la puerta se alza piedra gris cubierta de
musgo, líquenes incrustados, un desagüe de hierro que asciende, un
saliente de teja. No hay señal de la construcción del bloque de celdas, ni de
la imponente estructura de la mansión negra.
Mikhail, desde el umbral, extiende su mano, instándola a volver. Ella
sabe que debería hacerle caso. Se ha adentrado en lo imposible, como si
hubiera caído en un sueño mientras aún estaba despierta. Donde está no
puede ser real. No concuerda con el lugar, ni con la lógica, ni con la física. Y
sin embargo, ahí está. Quizás, después de todo lo vivido, ha perdido la
razón.
Pero ahora que está aquí, siente, en un nivel más allá de las palabras,
como si este fuera el lugar al que se dirigía desde el principio, como si este
hubiera sido su destino todo el tiempo, de alguna manera ineludible.
Agathe se detiene y examina su entorno. Avanza algunos pasos más
hacia el patio. Más adelante se despliega un cielo inmenso, de un gris
opaco y saturado, bordeado por la sombra de las nubes nimboestratos. El
aire lleva el presagio de una lluvia próxima. Bajo este vasto cielo, más allá
del modesto patio, se extiende una ciudad. Visualiza techumbres, torres,
parte de un puente, el antiguo enredo de calles caóticas y sin planificación.
La urbe es colosal y de gran antigüedad. Construida de piedra y ladrillo, con
tejas y vigas de madera, cada rincón exhibe una paleta de grises y muestra
reservas. No hay indicios de vida; parece haber sido abandonada hace
siglos a su paulatino deterioro. Es uniforme y desolada, cubierta de musgo
y silenciosa, expandiéndose hasta el horizonte.
Hay algo profundamente incorrecto en ello. No solo es incongruente que
pueda coexistir en el espacio que ocupa la prisión devastada. El lugar
mismo, el paisaje urbano, parece perturbado. Sus líneas y perspectivas
están distorsionadas, deformando la distancia y la forma más allá de lo que
la vista de muros derrumbados, inclinados e irregulares podría justificar. La
ciudad tiene la lógica sutil y perturbadora de un sueño turbio. Cuanto más
observa, más se distorsiona y se alarga.
—¿Mariscal?
Mikhail está a su lado, habiendo cruzado al patio con ella. Su voz suena
apagada, como filtrada por una acústica alterada.
—No deberíamos estar aquí, mariscal —dice él.
Ella asiente.
—Esto no debería existir —afirma.
—Mariscal, retroceda conmigo. Deberíamos marcharnos.
Ella vuelve a asentir, pero hay algo en la enigmática atracción del lugar
que la mantiene inmóvil.
—¿Mariscal?
—Creo que soñé con este lugar alguna vez, capitán —revela ella.
—Yo también creo haberlo hecho —dice él—. Mariscal, por favor.
Regresemos. Este lugar no es seguro.
—No estoy segura de que podamos confiar en algo ya —responde ella,
atrapada aún por la extraña fascinación del paisaje que no debería ser.
6|VII
Hablando lo inexpresable
Vulkan se detiene un momento. A lo largo de su existencia, ha soportado
grandes responsabilidades, el destino esperado de cualquier hijo primarca,
pero jamás había podido imaginar un peso como este. Sobre él descansa el
mundo entero, el futuro del Imperio, de la humanidad misma. A esto se
suma ahora una carga aún más gravosa: el destino del cosmos material,
independientemente de si la humanidad está viva para presenciarlo o no.
Solo puede confiar en su conocimiento, y sabe que su padre los creó a él
y a sus hermanos como arquitectos de la creación. Cada uno, un semidiós
con la capacidad de asumir las más grandes responsabilidades, de tomar
las decisiones más trascendentales, de evaluar cualquier posición de
riesgo, incluso el destino de la realidad misma, y de tomar la decisión
correcta. Todo ello, de manera autónoma, sin la guía o instrucción de su
progenitor.
Nunca ha sentido el peso de su deber tan agudamente como ahora. No
importa cuántas veces haya enfrentado la muerte, nunca ha comprendido
tan profundamente la agonía y el sacrificio de ser un primarca como en
este instante.
No se atreve a pronunciar las palabras en voz alta, y es adecuado que
una Sanción Implícita46 no se verbalice.
—Comencemos el trabajo —dice finalmente, con sus manos reacias pero
precisas—. Traigan al primer candidato psíquico y fortalezcan al Sigilita,
cueste lo que cueste. Inicio la Sanción Implícita ahora mismo.
—Como ordenes —responde ella con su gesto.
6|VIII
Los últimos tormentos de Malcador
Muerto. Así me sentía.
Pero en lugar de eso, me encuentro en universos desgarrados que me
corrompen y oprimen,
realidades afiladas como cuchillas que me desintegran en partículas
subatómicas.
Convulsiones de gran mal donde galaxias enteras se alzan, giran y
colapsan en un pestañeo.
La eternidad, condensada por fuerzas hipermasivas en un denso
nanosegundo, luego estirada como una cuerda, como un hilo, por
gravitaciones imposibles, extendiéndose sin fin y retorciéndose, a través de
un espacio-tiempo curvo para reencontrarse, ouroboros, en todas las
dimensiones y en ninguna, en una convolución isocrónica que es tanto una
revelación como una inevitabilidad.
¿Cómo puedo seguir con vida?
El trono es una abominación no-muerta que clama, un rescoldo ardiente
arrastrado por un río de magma. Está fusionado con mis huesos. Es una luz
dorada en mi médula. Es una tormenta ígnea sacudiendo los fragmentos
rotos de mi alma.
Lucha por desorientarme, por derrocarme. Pensó que me había vencido,
que se había liberado. Se contonea y agita como un uro salvaje para
deshacerse de mí. Se retuerce y lucha como una serpiente para arrojarme
lejos, para romper mi firme agarre, para apartarme y así poder retroceder
y clavar sus colmillos en mi garganta. El dolor se ha vuelto irrelevante. Es
tan abrumador que, al igual que el tiempo y la exhausta tarea de recordar
mi propio nombre, se ha revertido sobre sí mismo y ha trascendido mi
percepción.
Persisto, a pesar de la mutilación irremediable de mi cuerpo, mente y
espíritu. Persisto porque queda tan poco de mí que, de alguna manera,
resulta más sencillo concentrarse en lo único que resta: mi deber. Creí que
había muerto. Creí que todo había terminado. Pero de pronto, mis fuerzas
flaquean y recupero un ápice de control. Es débil, y al trono, que se
lamenta consternado, no le agrada, pero se ve forzado a someterse a mi
autoridad plena. Como una serpiente, ya no se resiste, sino que se enrolla
en torno a mí para constreñirme, asfixiarme y triturarme.
Llorando lágrimas de cordura disuelta, me monto en el trono, cual carro
llameante, rumbo al abismo de la Disformidad. La oleada que rompe la
materia explota a mi alrededor, bañándome en sueños congelados, un
vacío psicodélico de lo inmaterial se expande debajo. Los agudos Nunca
Nacidos me persiguen aún, un Torbellino apresurado, una cacería infernal,
vestidos con capas de odio oscuro y corazas forjadas de pura aversión. Sus
rostros lascivos están untados con pintura de guerra de ceniza estelar y
blanqueados con el polvo de tiempo pulverizado. En su aliento, huelo la
consternación de imperios caídos y el desdén de especies extintas. Se
acercan como chacales, listos para derribarme y consumirme.
Ahora solo soy una entidad precaria, hueso y sangre disueltos, un ser
perdurable mantenido solo por la memoria, un acheiropoieton moldeado
como un vestigio de mi vida pasada. No queda nada humano en mí, salvo
mi voluntad.
La impongo.
El trono se resiste. Lucha por soltarse de mi sujeción. Chasquea y brama
como una turbina averiada funcionando a toda capacidad, muerde mis
dedos y ansía ceder ante la locura. Está tan saturado de energía exoplanar
que desea fragmentarse y derramarse. Persisto.
Porque ya no hay un ahora. O más bien, sólo existe el ahora. El instante
isócrono. Todos los pasados, todos los presentes, todos los futuros, incluso
las oscuras profundidades de futuros insondables, están entrelazados en
una sólida simultaneidad, una bobina de tiempo enrollada en una esfera
compacta, sin final ni comienzo que desentrañar, arrastrada como una
pluma por las corrientes de la Disformidad. Esa es mi ancla. No un punto
fijo en el tiempo, sino todo el tiempo congelado. Encierro en esa ínfima
mota de inmovilidad infinita tanto a mí mismo como al delirante trono y
calmo el frenesí de la máquina.
Este es mi único propósito. Mantener la estabilidad. Debo dominar la
desmedida violencia del trono, contener la Disformidad que se cierne
sobre la Telaraña y preservar el equilibrio. Al ocupar este asiento, me
cuestioné cuánto tiempo resistiría, pero ya no hay un 'cuánto', ni tampoco
un 'más tiempo', porque no existe la duración. El colapso del tiempo lineal
es mi última ventaja. Morí en el instante en que me senté, pero aún no he
fallecido. Por pura voluntad, me sostengo en ese filo del ahora, en el
momento interminable.
A través de una niebla de sangre y luz solidificada, percibo el presente en
mi cercanía física. El suelo de la sala del trono se calcina. Los aprendices se
desploman sobre las máquinas que operan, sus sueños, esperanzas y
propósitos se derraman de sus cuerpos inmóviles y tiñen el suelo mientras
son arrastrados y sustituidos. Contemplo a Vulkan tomando decisiones
terribles y desesperadas en un esfuerzo por sostenerme. Puedo casi
paladear el sufrimiento de Vulkan, su pesar, su reluctancia, su aversión
ante las órdenes que se ve forzado a impartir para reforzarme y prolongar
mi suplicio. Sus acciones, que lo perseguirán por el resto de sus días, me
apoyan, me nutren, mucho más allá de cualquier concepción de
mortalidad.
Los afanes de Vulkan me han otorgado un poco más de este ahora.
Y en este ahora, empiezo a percibir todos los otros presentes. Veo que lo
que está en juego ha mutado. Existe un nuevo elemento, un presente que
antes era apenas una posibilidad. El presente de un Horus victorioso, de un
Lupercal dominante de la noche, se fractura y deforma, se funde y
burbujea, dejando de ser una certeza. Queda atrapado en la luz de un
filamento más resplandeciente del todo isócrono: una luz deslumbrante,
blanca, letal y pura, irradiada por una estrella naciente singular, una
entidad fiera y resuelta que arde demasiado para ser observada
directamente. Es la estrella que vislumbré antes, cuando la vista me falló y
la muerte me acechó. Es el Emperador, magnificado por la Disformidad, el
faro más brillante de la galaxia. Su luz lo invade todo.
Se extiende sobre todos los demás presentes. Ilumina los desolados
campos de batalla de Terra. Resalta las líneas del equipo de Valdor y brilla
en los contornos más definidos de sus pensamientos transformados. Erode
lentamente la penumbra bajo el muro rojo donde se refugia Dorn, en
diálogo consigo mismo. Escalda el espíritu de Sanguinius, aunque yace en
las profundidades de una cripta desprovista de luz.
Es la luz que proyecta la sombra del Rey Oscuro.
Trato de hablar. Pero no puedo. La luz constante lo permea todo,
impregnando cada presente que fue y que podría ser. En uno de ellos,
seres antiguos e inhumanos interrumpen sus labores, alzan la mirada de
aparatos de complejidad intrincada a medio construir y se cubren los ojos
ante el creciente resplandor. Empiezan a lamentarse.
En otro ámbito, el mundo carece de forma y está vacío; las tinieblas
vagan sobre la superficie del abismo, y la luz constante ordena que exista, y
así es.
En otro, y en otro más, y en una infinidad de ellos, solo reina la luz, y su
contraparte ha incinerado todo con su intensidad profana.
Solo en un presente, un presente sombrío y en declive, la luz no penetra.
Es un dominio de sombras y luz de candelas, una oscuridad lúgubre de
ruina y decadencia, donde los hombres están atados por deberes
ancestrales, imperfectamente recordados pero ejecutados con obsesiva
fidelidad, donde el fulgor titilante de una lámpara incide sobre el dorado
descascarado de glorias pretéritas y la descolorida grandeza de emblemas
otrora venerados, donde las funciones de las máquinas y los propósitos de
los humanos se han olvidado o malinterpretado y se han degradado a la
mera rutina, la ceremonia y el rito, un presente donde todo, incluso el
significado de la vida, se ha transformado en una tradición mecánica y un
ritual vacío.
Incapaz de hablar, incapaz de obstruir la luz, solo puedo emplear estos
fragmentos inesperados de fuerza súbitamente recuperada para extender
mi voluntad deshilachada y guiar a los pocos que aún podrían escucharme.
Ya casi están fuera de mi alcance, y he casi olvidado sus nombres.
Sin embargo, me esfuerzo en convocarlos, en orientarlos, con la
esperanza de que uno de ellos atienda mi llamado y que uno, tan solo uno,
sea suficiente.
6|IX
Al final de la Vía Aquila
Sigue la voz que la llama por su nombre en la Vía Aquila.
La voz es suave, aunque no susurra. Es más bien un clamor desesperado,
pero percibido como si viniera de muy lejos.
Keeler avanza al frente de la columna, marcando el paso, resuelta y firme
pese a su cansancio. Un río humano, de millones de personas cuya
cantidad desafía toda estimación, la sigue de cerca. Refugiados: los
extraviados, los heridos, los supervivientes, los desposeídos, los
ciudadanos rotos y desplazados del que fue un orgulloso palacio, sin otro
destino que huir de la muerte y sin nadie más a quien seguir que a ella. El
polvo se alza de la multitud, de los pasos de pies ensangrentados y
vendados, de zancos y andadores sucios, de carros chirriantes repletos de
pertenencias. El terror depredador acecha en la retaguardia de la columna,
cazando a los heridos y rezagados. El humo y los clamores de la guerra se
ciernen amenazantes a su alrededor, como si fueran un caudal
serpenteante por un cañón oscuro.
Los miembros del cónclave —Eild, Wereft, Perevanna, Tang y mil otros—,
exhaustos hasta el vacío mental, mantienen el flujo constante. Auxilian a
los enfermos y heridos, recogen a los que caen, resuelven disputas,
aplacan temores, distribuyen el escaso botiquín disponible y patrullan los
flancos armados con lanzallamas. Alertas a la presencia de demonios, los
confrontan sin clemencia, con fuego y espada, dondequiera que broten en
la caravana tumultuosa. Los muertos quedan al margen del camino,
abandonados en el polvo.
El río avanza. La multitud lleva consigo los estandartes recuperados de
los Imperialis y los aquila, las banderas de las compañías de Excertus y los
pendones de las Legiones leales, alzándolos en alto, polvorientos y
ondeantes. La gente se une en canto, elevando sus voces para sosegar sus
almas, bocas que se mueven casi sin pensar, entonando letras que nunca
aprendieron con melodías que no sabían que conocían: viejos himnos,
cantos ancestrales de las llanuras, odas desvanecidas de alabanza y
leyendas antiguas. Se consuelan con sus emblemas de pureza, se apoyan
en sus pentagramas y bastones, y alzan su canto.
Keeler escucha el canto, las voces desgarradas que se elevan en masa
desde las tristes filas detrás de ella, como un enjambre de pájaros
liberados al cielo.
Ella se une al canto, aunque jamás ha aprendido las palabras.
Es una peregrinación. Nadie ha pronunciado esa palabra, pero todos la
sienten. Comenzó como un éxodo, una fuga en masa de las tierras
arrasadas de su nación, pero se ha transformado en una peregrinación. Un
acto de fe, devoción y desafío que trasciende la mera supervivencia y
escape. Un viaje cuyo destino nadie conoce con certeza. Si esta marcha
posee un fin, nadie lo entiende.
Excepto ella, quizás. Creen que Keeler sabe, todos ellos, cada uno de los
millones, tal como creyeron que ella era algo más que una sobreviviente
más. La palabra sobre su propósito e intención se ha esparcido del mismo
modo enigmático que al principio. Palabra de ella. Palabra de su liderazgo.
Palabra de su fe. Fe en su fe. La siguen porque parece conocer el camino,
aunque no ha hablado de un destino concreto más allá del mantra "al
norte". Confían en su determinación, pero esa convicción solo se
manifiesta en su resolución de continuar caminando, de dar un paso tras
otro; de avanzar como si hubiera algo o alguien al final esperándoles.
Keeler no lo explica, porque no puede hacerlo. La voz que la convoca es
clara para ella, aunque su propósito sea insondable. Se ha vuelto más
nítida y constante desde que el Alto Señor Nemo Zhi-Meng, director del
coro telepático, se les unió. Camina a su lado, apoyándola con su mano en
su brazo. Desde su llegada, la voz ha cobrado mayor claridad. Keeler cree
que se debe a los dones psíquicos de Zhi-Meng, que actúan como una
lente que afina su percepción. La voz se ha transformado en una luz guía
para ella, una estrella resplandeciente y firme en la distancia que solo ella
puede vislumbrar. Zhi-Meng no puede verla, ni con la vista ciega ni con la
mental, pero le facilita su visión. La estrella brilla con tal intensidad que
Keeler no puede mirarla directamente. Cada vez que lo intenta, la náusea
la embarga y la marea hasta casi dejarla inconsciente.
Pero esa estrella permanece, como si siempre hubiera estado allí y
siempre lo estará.
El camino no tiene fin. Keeler ya no se sorprende ni teme por ello. La Vía
Aquila simplemente se prolonga ad infinitum, tramo tras tramo,
flanqueada por una neblina de altas ruinas a ambos lados. Cuanto más
avanzan, más lejano parece cualquier final, desplazándose siempre más
hacia el infinito, al igual que la solitaria estrella que indica ese final, la
estrella que solo ella puede ver, se retrae ante ellos.
Ella ha aceptado esta realidad. Todo ha terminado: el tiempo y la
esperanza, el día y la noche, la dirección y el sentido. Todo, excepto el
camino y la voz. Solo existe el ahora. Solo existe el siguiente paso y el paso
que viene después. Simplemente están aquí. Como le dijo a Leeta Tang:
"Estábamos allí". Solo ha cambiado el tiempo verbal de esa afirmación,
porque el tiempo define el tiempo, y el tiempo se ha disuelto.
Keeler intuye que algo cambiará en algún momento. Las fuerzas del
Caos, siempre cambiantes por su naturaleza, eventualmente las
interceptarán y las sobrepasarán. Es algo ineludible.
Pero cuando sucede, la toma por sorpresa.
Divisa figuras en el camino, formas etéreas entre el polvo que se levanta.
Son numerosas, y su número crece de manera inquietante, emergiendo de
las ruinas en llamas a ambos lados de la procesión.
Keeler alza la mano y detiene la peregrinación. Lentamente, el inmenso
río de personas se detiene, y el alto se propaga a lo largo de la extensa y
polvorienta fila. Los cánticos cesan y son reemplazados por un silencio
interrumpido solo por los gemidos de los heridos, los sollozos de los
aterrorizados y los lamentos lastimeros de los niños. Zhi-Meng la sujeta
con fuerza del brazo.
—Ahora estamos perdidos, Euphrati —dice él.
Ella no responde. Asiente con la cabeza a Eild, que se acerca para
sostener al anciano señor mientras Keeler suelta su brazo. Puede ver el
temor en los ojos de Eild.
Comienza a avanzar hacia adelante, pasando por delante de las masas
que la siguen. Dos miembros del cónclave se posicionan a su lado como
lugartenientes: Wereft, con su lanzallamas a medio llenar, y el soldado
Katsuhiro, con su rifle y un niño aferrado a su pecho.
—¿Qué estamos haciendo? —susurra Wereft mientras avanzan.
Ella no tiene una respuesta para él. No hay margen para la negociación.
Se pregunta si la luz y la voz la protegerán, pero tiene sus dudas. Quizás
este sea el destino. Quizás hacia esto se dirigía la peregrinación. Sea lo que
sea, lo enfrentará y lo verá cara a cara. Se rehúsa a creer que la voz la haya
guiado a través de tanto camino, hasta este final, solo para que ese final
sea la muerte.
Sin embargo, así parece ser.
Las figuras en el camino, que ahora son decenas, son Astartes con
armaduras que alguna vez fueron verde mar, pero que ahora lucen casi
negras. Están parados, con las armas en reposo, observando su
acercamiento con curiosidad medida, tal vez perplejos ante la inmensa
masa de gente detrás de ella.
Keeler reconoce sus marcas, los distintivos adornos de algunos. Hijos de
Horus, la Legión XVI.
Su líder, un coloso, un capitán por los fragmentos de insignias que aún se
distinguen en su armadura, contempla su avance con una mueca de
diversión. Sale al encuentro, sin temor. ¿Qué significan para él estos
miserables, a pesar de su número? Solo más tributos para el Señor de la
Guerra, al parecer entregándose sin resistencia porque saben que su hora
ha llegado.
Keeler se pregunta si lo conoció; si alguna vez cruzó palabras con él en
los días, ya tan remotos, en que era invitada a bordo del buque de guerra
de su señor. ¿Hablaron? ¿Capturó su imagen? ¿Fue él gentil con ella,
educado, como lo eran todos en aquel entonces, cuando eran Lobos de
Luna?
—Keeler —dice él, como si con eso bastara. Ella se detiene, con Wereft y
el soldado junto a ella. El capitán también se detiene, a unos diez metros
de distancia. La escudriña. Sus hombres, sus monstruos, aguardan,
observando, entretenidos.
—Selgar Dorgaddon —responde, como si fuera un juego al que está
dispuesto a jugar—. Capitán, Décima Compañía.
Su voz resuena como el bramido de un cuerno de guerra transformado
en palabras humanas. Porta una espada tan grande como ella misma, la
cual descansa con desenfado sobre su hombrera, como un guerrero que
hace una pausa en mitad de una marcha. Una aura maligna lo rodea,
derramando oscuridad en el aire como tinta que se esparce en papel
secante. Es una figura grotesca y espantosa, el terror hecho carne.
Ella lo reconoce. Dorgaddon. Antiguamente un soldado raso, ahora
ascendido para cubrir los vacíos que la guerra ha dejado en su Legión. No
podía recordar su nombre antes. Él era amable. Todos lo fueron en su
momento.
No siente miedo. En cambio, experimenta una súbita y aguda compasión
por él, al verlo tan exaltado y a la vez tan arruinado. Dorgaddon se
enorgullece de lo que es, de su rango, su poder, su estatus, y esa
arrogancia emana de él como calor. Pero está destruido. Su armadura
parece supurar y formar ampollas. Su rostro es una máscara de
escarificaciones, su piel pálida y enferma está salpicada de llagas y
tumores. Por un instante, ella ve su verdadero ser, el espectro del amable
Lobo Lunar que alguna vez fue, asomándose a través de los retorcidos
nudos de su oscura armadura. Recuerda la imagen —LA imagen— de otro
Lobo Lunar que capturó en los túneles de los Susurradores en Sesenta y
Tres-Diecinueve. Xavyer Jubal, sargento del táctico Hellebore, el primer
Astartes conocido en caer. Fue antes incluso de la caída de Horus Lupercal;
el principio del descenso, la chispa de su trauma y paralizante depresión, la
semilla de lo que se convirtió en su fe. Jubal ya no era humano cuando su
lente lo captó, pero más tarde, en el horror de la imagen que había
recogido, su espíritu gritando se hizo visible, como un eco o una doble
exposición.
Ahí puede verlo de nuevo. El espectro angustiado de Selgar Dorgaddon
lucha por liberarse de lo que Selgar Dorgaddon se ha convertido.
—No somos combatientes, Capitán Dorgaddon —dice ella.
—Portas los emblemas del Falso Emperador —replica él.
Y es cierto. Los llevan. No pueden ocultarlo.
—Capitán, si queda en ti un ápice de...
—Oh, no queda —brama Dorgaddon—. Son de carne. Son de Él. Son
ofrendas de sangre para nuestros dioses.
Keeler empieza a temblar. Ve que el tenue fantasma de Selgar
Dorgaddon, apenas visible ahora, ha comenzado a llorar.
—No supliquen clemencia a quien no la conoce —dice Dorgaddon. Cada
palabra suya retumba como el impacto de un ariete. Con indiferencia, hace
un gesto a su compañía.
Igualmente despreocupados y sonrientes, los Astartes levantan sus
armas y empiezan a avanzar, decidiendo a quién matarán primero.
Tienen una amplia selección donde escoger.
6|X
En la sangre de sus hermanos
Loken camina entre la sangre.
La última vez que estuvo aquí, hace lo que parece una eternidad, estaba
acompañado por Tarik. Recorrían los inmensos túneles de servicio que se
extienden por las entrañas del lugar, justo después de que Loken fuera
admitido en la logia guerrera. Loken se había sorprendido al unirse a esa
sociedad oculta, pero no resultó ser el oscuro secreto que había
imaginado. Por aquel entonces era pura, una verdadera hermandad donde
los hombres se reunían, no por rango, sino por camaradería, y podían
hablar con franqueza. Ahora, la idea de tal orden le parece ingenua: la logia
invisible de los Lobos Lunares, al igual que todas las órdenes y estructuras
de la Legión, y la propia Legión, han sido corrompidas y manchadas por la
influencia del Caos. Aunque inocente en su origen, la logia había sido uno
de los principales canales por los que se había difundido la corrupción.
Recuerda la alegría de Torgaddon al ver su cambio de actitud. Habían
andado así, bromeando y despreocupados. Tarik había corrido para saltar y
golpear una tubería aérea, un acto juguetón; Loken había imitado su gesto,
lográndolo incluso mejor.
Cuánto tiempo ha pasado desde entonces.
Intenta no pensar en ello, consciente de que la astuta oscuridad jugará
con su mente. Sabe que removerá las cicatrices de sus recuerdos y
melancolías, y evocará fantasmas y pesadillas muy concretas para
atormentarlo. Presiente que el lodo y los escombros que remueve con los
pies bajo la superficie del charco son medallas de la logia, cientos y cientos
de ellas, dispersas como guijarros en una orilla, puestas allí para agravar el
dolor del recuerdo y la pérdida. Esa hermosa fraternidad nunca podrá ser
recuperada.
Sin embargo, los rostros lo atormentan. Loken ha sido testigo de ese
horror demasiadas veces. Rostros muertos, arrancados por la Disformidad
y llevados al extremo del tormento y la desesperación; rostros muertos
que hablan con voces apagadas. Los espera, anticipando el engaño. Si no
es Tarik o Nero, quizás sea Udon, el valeroso hermano cuya muerte llevó a
Loken a las filas de la logia. O Jubal. Sí, Jubal. El trágico y condenado Jubal
del escuadrón táctico Hellebore47, el primero en sucumbir, el primero en
ser poseído, el primero en mostrarle a Loken que existían verdades en la
creación que superaban su comprensión.
Así de característica sería la Disformidad, con su crueldad personalizada.
Xavyer Jubal, revivido desde los recovecos secretos de la muerte para
atormentarlo.
Es solo tu mente jugando contigo, se dice a sí mismo. Así es como la
Disformidad opera. Te devora por dentro, convierte tu imaginación en un
arma en tu contra. Te debilita con pensamientos oscuros y terribles
fantasías antes de ir a por el golpe mortal.
Justo entonces, una voz pronuncia su nombre.
—No hay nadie aquí —responde Loken—. Nadie que yo quiera ver.
La voz susurra su nombre nuevamente.
Intenta ignorarla, pero lo sabe. El Sigilita. La voz mental que lo escogió, lo
guió y le impartió sus órdenes de batalla. Pero esa voz ha estado en
silencio durante mucho tiempo.
Así que ese es su juego, su artimaña seleccionada. Claro. ¿Quién mejor
para confiar que en la voz del Sigilita?
—No eres tú, viejo —murmura Loken.
—En el caos, descubre que dentro de él hay una serenidad
inquebrantable —susurra la voz. Pero no es realmente una voz. No son
palabras en sí, sino más bien un signo, un símbolo, una compresión
semántica que porta el significado de esas palabras y que repentinamente
se implanta en su mente, como un sigilo.
Loken se detiene, sintiendo la sangre salpicarle las espinillas. Por un
instante, cree ver algo delante de él. Otro sigilo, otro paquete condensado
de significado que evoca la silueta de una figura retorcida y encapuchada,
con la impresión de que le hace señas urgentemente. ¿Desea que se
apresure a alcanzarlo o le está advirtiendo que no permanezca donde está?
De cualquier manera, solo puede ser una trampa, ¿verdad? Loken
levanta su espada.
Pero la figura, el sello, ya se ha desvanecido. Entonces oye otra voz, muy
distinta a la primera. Es una voz auténtica, con palabras concretas.
Murmura detrás de él.
—Soy el que camina detrás de ti. Soy los pasos que siguen los tuyos. Soy
el hombre a tu lado. Estoy en todas partes a tu alrededor.
Loken gira, agitando su espada. El lago de sangre burbujea y se revuelve,
hirviendo como en un torbellino. Algo comienza a emerger de la agitación
para enfrentarlo.
—Atención —chirría la voz—. Samus está aquí.
6|XI
Dentro de las murallas
—¡Llévenlos a las antisalas! ¡Ahora! —grita Hassan. Su voz desencadena
la alarma entre la multitud que fluye a lo largo de la procesión que los
rodea.
—Escúchame —protesta Oll.
—Ya le he escuchado —responde Hassan—. Y lo he comprendido,
créame. Debo entregarle esto a Lord Vulkan sin demora.
Hassan se detiene a mirar el lazo de hilo por un momento, luego dirige
su vista hacia Raja.
—Cuídalos, Compañero —ordena—. Asegúralos en las antisalas, ahora,
mientras esto se evalúa.
Raja agarra el brazo de Oll con tanta fuerza que duele. Tan fuerte, de
hecho, que pareciera que el poder sobrehumano del Custodio ha
desgarrado el brazo de Oll y la sangre arterial empieza a salpicar la pared.
Pero Oll está equivocado, por supuesto. La confusión es tan súbita, tan
total, que queda completamente atónito. El brazo de Raja se ciñe
dolorosamente, pero el brazo de Oll sigue intacto. La sangre que mancha la
pared dorada proviene de otra fuente. Ocurre otra vez: un chorro de
sangre empapa la pared cercana y salpica una estatua, cayendo como si
fuera llovizna. Aerosolizada, se forma una fina neblina en el aire.
Oll intenta dar sentido a lo que está viendo.
Entonces la gente comienza a caer. El pánico se apodera de los que están
a su alrededor. Empiezan los gritos. La estampida.
Dos hermanas yacen muertas sobre el suelo de mármol, destrozadas por
heridas lacerantes. Otra golpea la pared y resbala por ella, su equipo
completamente empapado de sangre. Uno de los Custodes tambalea sin
cabeza. Hay sangre por doquier. Y caos.
Los proyectiles comienzan a dispararse súbitamente, llenando el aire con
su estruendo ensordecedor. Oll se estremece y mira a su alrededor. La
comitiva está siendo atacada. El tumulto es tan abrupto, tan total, que lo
abruma. La violencia estalla a su alrededor: ruido, luz, sangre, figuras en
movimiento. Eventos que ocurren más rápido de lo que sus ojos pueden
seguir, o fuera del alcance de su percepción.
Entonces distingue al primero de los traidores: la sombra negra y garras
de un Señor de la Noche medio salvaje, que se vuelve brevemente visible
como una imagen fugaz.
Hay más, están por todas partes. Docenas de ellos se abren camino
entre la multitud en dispersión, dejando tras de sí un rastro de cadáveres.
Se mueven como dardos de humo, como el parpadeo de una sombra de
hoja bajo el sol, empleando astutas técnicas de camuflaje de combate y
metacrosis para aparecer y desaparecer a voluntad.
Son los Astartes traidores, los rapaces de la VIII Legión.
El enemigo ha penetrado la última fortaleza.
El caos se desata. La procesión se convierte en una estampida, la gente
corre, tropieza y grita en pánico. Le empujan, tirándolo al suelo en su
desesperada huida.
Los traidores no han venido solos. Las sombras de los Nunca Nacidos
comienzan a rezumar por los muros, corroyendo la auramita con su esencia
exoplanar, atacando y golpeando, murmurando y exultando. De repente, el
aire se llena de olores nauseabundos: entrañas, ficelina, aguas estancadas,
los rincones más desolados y abandonados del cosmos. La multitud grita y
se dispersa en todas direcciones. Algunos son aplastados, otros
simplemente caen y se cubren la cabeza con las manos en una grotesca
imitación de posturas defensivas infantiles.
Lo peor para Oll, lo que más le aterra, es la ausencia de alarmas.
Raja ya no sujeta su brazo. El Compañero, en un furor de batalla, ha
clavado a un Señor de la Noche contra la pared con su lanza. Otros dos se
le echan encima como lobos a un león, desgarrando la armadura de sus
hombros y despedazando su carne.
Oll retrocede, incapaz de apartar la vista del espectáculo brutal que
seguramente es la última batalla de Ios Raja. Disparos erráticos zumban
cerca de él. Una estatua dorada se derrumba, cayendo al suelo y
aplastando a tres cortesanos y un Servidor, derribada por algo que se filtra
a través de la pared...
De alguna manera, Oll se recompone. Se gira, toma a Zybes y se esfuerza
por abrirse paso entre la multitud.
—Muévete. ¡Muévete! —grita, intentando dirigir a los demás,
arrastrando a Zybes hacia ellos. Zybes está catatónico. Los largos
compañeros están igualmente paralizados, aturdidos, zarandeados por la
gente que huye en pánico. Oll vuelve a gritar, intentando despertarlos del
shock. El suelo está resbaloso y debe retroceder y esquivar
constantemente. Objetos letales, tanto visibles como invisibles, zigzaguean
y se abren paso a través de la multitud que le rodea. Espadas, garras,
impactos, disparos al azar, cuerpos convulsionándose. En segundos, la
procesión entera se ha convertido en un caos de terror.
Deben encontrar un refugio. Esto es una guerra en una escala más allá
de lo humano, una carnicería demoníaca. Ningún ser humano debería
presenciar algo así de cerca, y menos aún verse atrapado en ello y esperar
sobrevivir. Él y sus compañeros no pueden participar, ni aunque quisieran.
Pero también es una oportunidad, una oportunidad para...
De repente, un Señor de la Noche se erige frente a él, sus poderosas
garras alzadas, listas para destrozarlo.
6|XII
Fragmentos (Ahora caemos)
A veces una hoja es tan afilada, un golpe tan fulminante y una herida tan
profunda, que el cuerpo no siente la penetración y solo toma conciencia de
su muerte cuando ya ha expirado. En ocasiones, la lesión es tan inmediata
y fatal, cortando las cavidades del corazón, que cuando el cuerpo cae
inerte, apenas hay una señal externa que revele la causa.
Alrededor de los imponentes muros de la Defensa Délficas, el fuego y la
furia intensifican su dominio. La guerra de masas, el asedio, arde con un
fervor incluso mayor al anterior. Las murallas siguen en pie, resistiendo.
Pero esa resistencia, al igual que la ira que el enemigo descarga sobre ellas
para derrumbarlas, es inútil.
Porque ya se ha asestado el golpe sigiloso, invisible, y las cámaras del
corazón han sido seccionadas.
Dentro del Sanctum Imperialis, que ha soportado todos los ataques
durante siete largos meses, y ahora también una eternidad glacial, se
infligen heridas. En distintos sectores y áreas, en lo más recóndito del
núcleo y lejos de los combates en las murallas, las luces comienzan a
extinguirse.
En la Confluencia de Marnix, Nassir Amit observa a Hemheda Khan
avanzar desde la vanguardia de sus filas en espera.
—¿Has escuchado eso, hermano? —le dice a Amit.
Amit ha escuchado algo. No está seguro de qué es ni de dónde viene,
pero algo ha oído. Deja su posición al frente de Negación 963 y se acerca a
Hemheda.
—Una puerta cerrándose en alguna parte —menciona—. Una escotilla.
Algo se está asegurando...
—No, hijo del Ángel —responde Hemheda. El Cicatriz Blanca inclina la
cabeza, escuchando atentamente—. No eso.
—¿Por qué has abandonado tu posición? —interroga el
portaestandartes Roch, avanzando rápidamente por la explanada vacía
hacia ellos—. ¿Capitán? ¿Khan?
—Un sonido, portaestandartes —explica Amit.
—¿Un sonido?
—Un golpe o una explosión.
—¿De dónde? —inquiere Roch.
—Era distante, como un eco —dice Amit, comenzando a señalar hacia la
entrada del pasadizo de la Masa Occidental. Pero Hemheda Khan ya está
apuntando en dirección opuesta, hacia las fauces abiertas de la Comitiva
Kylon.
—¿La Masa Occidental, no? —pregunta Amit.
—Definitivamente Kylon —afirma Hemheda con firmeza—. Desde el
este.
—No hemos tenido informes ni alertas —dice Roch. Verifica su sistema
para que muestre las notificaciones y se gira para observar a la Masa
Occidental y a Kylon—. ¿Estás diciendo que fue un golpe?
—Distante, sí —empieza Amit.
—Disparos —interrumpe Hemheda—. Fue una ráfaga rápida.
—¿Estás seguro? —le pregunta Roch a Amit.
—No puedo confirmarlo —admite Amit—. Pensé que era una escotilla
cerrándose...
—¡Ahí está! —exclama Hemheda, volviendo a enfocarse hacia Kylon—.
¿Escuchaste eso ahora?
—Sí —confirma Roch. Era un sonido muy lejano. Un eco retumbante,
truncado.
—Podrían ser disparos... —murmura Amit pensativo. No ha sonado
ninguna alarma, ninguna sirena. Una descarga de armas de cualquier tipo
dentro del Sanctum habría activado un aviso de estado inmediato. Un
enfrentamiento de disparos en el interior solo podría suceder si la Defensa
Délfica hubiese sido vulnerada, y cualquier brecha en la fortificación no
podría haber pasado desapercibida.
Pero Tamos Roch es un Puño Imperial, y un veterano en el arte del
asedio. Sabe que no debe descartarse ni siquiera una pista dudosa. Eso se
lo enseñó su padre.
—¡Compañías Negación, alineados! —grita. Las cuatro compañías se
ponen en posición y levantan las armas en un movimiento fluido de
Plastiacero. Roch mira a Amit y Hemheda.
—Consigan lecturas auspex en ambos frentes —ordena—. Escaneos a
distancia, detección de movimiento.
Ellos asienten. Roch se aparta y comienza a activar el Mando Hegemón
en el vox para solicitar confirmación.
Hemheda Khan conduce a tres de sus hombres hacia la entrada de la
Comitiva Kylon. Amit y Lamirus se dirigen a la del Pasadizo de la Masa
Occidental.
El pasadizo, imponente en escala, se despliega frente a ellos. Vacío. Sus
lámparas de pared, dispuestas a intervalos regulares, se pierden en la
distancia, bañando el vasto túnel en una luz ámbar enfermiza. Perciben
una corriente de aire, el suave y viciado aliento del sistema de
climatización del Sanctum que fluye a través de esta arteria principal.
Lamirus inicia un escaneo auspex con su dispositivo, obteniendo datos
de la red de sensores del pasadizo.
—Nada —dice.
—Hazlo de nuevo —insta Amit, mirando hacia la lejanía.
—No, es que no hay nada —insiste Lamirus—. Debería estar recibiendo
lecturas de calor del conducto de energía y del rebote del subreactor en
Mytheme.
—Verifica el alcance de tu escáner —ordena Amit.
—Ya lo he hecho.
—Verifica la direccional...
—La direccional está... está girando. No hay arreglo.
Amit siente de repente sangre en la boca, sangre y una rabia repentina.
Se gira para arrebatar el auspex y realizar la comprobación él mismo.
Un ruido grueso y sólido resuena a través del vasto túnel.
—Disparos —afirma Lamirus.
Esta vez no había lugar a dudas. Era inequívoco.
Era el sonido de disparos masivos.
En el puesto de vigilancia de la Cruz de Onopion, la Mayor Franna Bizet
del 16º Excertus de Litrium se levanta lentamente de detrás de su cañón
giratorio y observa a su tripulación descansar y tomar sopa.
Bizet pasa junto al trípode del cañón y la línea de arpillera balística. Mira
fijamente hacia el Conducto Borealis.
—¿Qué sucede, comandante? —pregunta su ayudante, dejando caer la
lata de comida al suelo.
—Silencio —sisea ella, entrecerrando los ojos hacia el túnel.
Las luces en el extremo más alejado comienzan a apagarse. Luego, una
tras otra, las luces se extinguen en secuencia a lo largo del conducto, como
si la oscuridad se acercara hacia ella.
En la Rotonda de Mando Hegemón, Sidozie pronuncia su nombre por
encima del ruido de voces y las transmisiones de voz crepitantes.
Sandrine Ícaro desvía su atención de las pantallas de la Defensa Délfica y
las sombrías proyecciones que revelan los hololitos, y se acerca a su
puesto.
—¿Qué? —pregunta.
El Elegido señala su tablero, que por alguna razón muestra una
representación en capas del Santuario Interior, zonas muy alejadas de la
Defensa Délfica.
—Se están registrando una serie de fallos eléctricos —dice él.
Ícaro observa la proyección. Varios bloques se iluminan en rojo,
indicando una interrupción del suministro principal. Al principio, no está
sorprendida. El Tribunal de Guerra ha autorizado apagones en múltiples
capas del Sanctum para mantener el suministro a la Defensa Délfica. Los
sistemas no esenciales están siendo desconectados en todo el núcleo. Pero
ella no recuerda que esas áreas estuvieran en la lista de apagones
autorizados.
Otro bloque se ilumina en rojo.
—¿Ha autorizado usted estos cierres? —pregunta.
Sidozie niega con la cabeza.
—No, señora. Lo he comprobado. Estas zonas no figuran en ningún
registro de cortes obligatorios. Supongo que son averías. Conductos
quemados por sobrecarga, quizás, o un fallo en alguno de los generadores
terciarios.
—¿Todos al mismo tiempo? —interroga Ícaro.
—Las cascadas ocurren cuando se va la luz —explica.
—Contacta directamente con los adeptos de la sección —ordena ella—.
Encuentra la causa y soluciónalo. Quiero saber por qué estamos
experimentando media docena de apagones locales en el núcleo y...
Se interrumpe. Ya no son media docena. En la pantalla de Sidozie, los
inquietantes bloques rojos comienzan a aparecer y multiplicarse por el
núcleo interno, ensamblando un mosaico en expansión.
Avanzan con cautela en la oscuridad, con las armas listas. Sartak aprieta
el mango de su hacha de guerra. No puede ver a Honfler, pero sabe que el
pretor-capitán sostiene su espada en alto, porque la hoja refleja la luz de la
entrada todavía abierta.
La escotilla parece más distante que antes.
La oscuridad es opresiva, antinaturalmente espesa. Se adhiere a ellos.
Sartak siente su volumen, el frescor en su nuca, una corriente de aire que
antes recorría los Acercamientos Marcianos, que él está seguro ya no son
tales.
—Sigue moviéndote —susurra Honfler. Su voz suena amortiguada y
lejana, aunque está justo al lado. Otros pasos se oyen...
La penumbra que los envuelve parece arrastrarse, moverse. Sartak
intenta discernir algo en ella, pero está vacía. Aparte de la entrada, está
ciego.
Y esa entrada no parece acercarse.
—Otros pocos pasos —respira Honfler.
—Sigue conmigo, hijo de Dorn —contesta Sartak.
El frío se intensifica, más penetrante que en los páramos de Fenris.
Sartak ve su aliento en el aire, pero no lo ve. Escucha risas distantes, risas
llenas de diversión y cruel júbilo.
Que se muestren, piensa. Muestren sus malditas caras y partiré su
hilaridad en dos.
Algo está detrás. Lo sabe. Algo los sigue en la oscuridad, riéndose.
Muchas cosas. Las risas son suaves y distantes, ahogadas como si se
contuvieran para no arruinar la sorpresa.
—¿Por qué la entrada no está más cerca?
—Sigue adelante —susurra Honfler, y la risa se burla de él.
Solo unos pasos más y podrán cerrar la escotilla tras ellos, sellando la
oscuridad.
Un ruido detrás de él. Algo se mueve. ¿Un paso?
¿Algo reptando por la roca con su vientre escamoso?
No mires atrás, se ordena a sí mismo. Sigue adelante. Solo unos pasos
más. Mantente alerta, el hacha lista. No mires atrás. Casi han llegado.
No mires atrás.
6|XIII
Festín de Rapaces
El aire se contorsiona, se retuerce. El monstruo azul y bronce,
visiblemente deformado por la fuerza, sale despedido lejos de él y se
estrella contra la pared del fondo, dejando una abolladura sangrienta.
Oll observa a la bruja, con una mano aún en alto. Ha sido ella la
causante. Se pregunta cuántas descargas más de esa fuerza psicoquinética
podrá liberar Actae. Si ella puede abatir a un Señor de la Noche, ya no está
siendo contenida por las Hermanas. Eso solo puede significar que muchas
de las Hermanas deben haber caído.
—¡Ollanius! —Actae grita. Aunque es la boca de Katt la que se mueve,
Oll reconoce la voz de Actae. Katt, desorientada y vacilante, sufre el
retroceso del asalto mental de Actae, sintiendo su fuerza a través del
vínculo que comparten. Actae, a través de este apéndice humano, parece
más que nunca la bruja de las Cícladas que Oll una vez conoció.
—¡Vamos, vamos! —exclama Oll—. ¡Sáquenlas de aquí! ¡Por allí!
Actae asiente y comienza a empujar a los compañeros a través del caos.
Manipula sus mentes sin sutileza, llevándose a Katt consigo. Krank se
mueve también. Injerto lidera la marcha. Leetu, movido por instinto propio
o por la orden mental, comienza a cubrir a Katt y Actae con su cuerpo
acorazado, y se coloca en la retaguardia.
Zybes arranca a correr. Oll agarra firmemente el brazo de Zybes para
guiarlo a través de la multitud en pánico, y finalmente logra alcanzar a los
otros. ¿Están todos, por algún milagro, vivos?
—¿Dónde está John? —clama—. ¡Grammaticus!
John ha regresado. Como un necio. Oll lo ve abrirse paso entre la
multitud.
No hay rastro de El Elegido, Hassan. Oll teme que el hombre ya no esté
entre los vivos. Hay cuerpos caídos por doquier. La Hermana Vigilante
Dodoma yace definitivamente sin vida, algo la ha desgarrado por completo.
La caja de negación de que portaba está volcada en el suelo a su lado. Eso
es lo que John ha regresado a buscar. La recoge y la alza. Oll percibe que
John contempla también la espada de Dodoma.
—Maldito necio, es demasiado pesada...
Grammaticus parece darse cuenta por sí mismo. Agarrando la caja,
comienza a correr hacia ellos, esquivando a las personas en su desesperada
huida. Un veterano de la Corte de Guerra junto a él estalla súbitamente al
ser alcanzado por un proyectil masivo.
—¡John!
Leetu se adelanta, pasando junto a Oll. No porta armas, pero se cierra el
casco y corre en auxilio de John. Algo que parece una mezcla de
enredadera, cazador y serpiente se retuerce en el suelo y se aferra a la
pierna derecha de John, haciéndolo caer de frente. Impacta contra el suelo
con tal fuerza que el aire se escapa de sus pulmones. Un Raptor se posa
junto a él en cuclillas, agarrando al hombre en el suelo con una mano
mientras levanta sus garras afiladas.
Leetu impacta contra el Raptor y ruedan juntos en un enredo de
miembros. Leetu se recupera primero, el Raptor le sigue de cerca. El Raptor
ataca de nuevo. Oll casi puede oír el silbido de sus garras cortando el aire.
Leetu evade y golpea al Raptor en el rostro con un cabezazo. El asaltante
retrocede, aturdido, con el visor de su casco abollado por la sólida
armadura frontal de Leetu. Leetu carga y atrapa al Señor de la Noche por el
cuello, estrellándolo contra la pared con tal fuerza que el yelmo del
monstruo se deforma y resquebraja.
Leetu desenfunda el cuchillo de combate con forma de pico de halcón
del Raptor de su cintura y descarta el cuerpo. Se gira hacia John y empieza
a cortar los tentáculos que se enroscan en la pierna de John, de los cuales
brota un líquido fétido. John, en su desesperación, casi arriesga sus dedos
bajo la hoja de Leetu al intentar desenredar los zarcillos por su cuenta.
—¡Déjame hacerlo, Grammaticus! —ruge Leetu.
La caja de negación al lado de John se desliza ligeramente. El suelo bajo
ellos, y alrededor, comienza a ceder. Los civiles que huyen tropiezan y se
deslizan por la repentina inclinación del piso. Lo que sea que pertenezca a
los repulsivos tentáculos está emergiendo del suelo bajo la comitiva,
desmoronando la materia como si fuera lodo al adentrarse en la realidad.
Más tentáculos, algunos considerablemente más grandes que los que
sujetan a John, surgen entre las cada vez más grandes grietas del mármol.
Uno captura a una asistente que pasaba y la arrastra lejos de sus pies.
John grita. Puede ver por encima del hombro de Leetu. Dos Rapaces
más, brillantes espectros púrpura que arrastran mantos desgarrados como
alas en descomposición, se abalanzan detrás de él. Leetu comienza a girar.
No será suficientemente rápido.
Al lado de Oll, Katt se retuerce de dolor cuando Actae libera otra
descarga de su poder psicotélectico. Los Raptors son repelidos hacia atrás
al unísono, lanzados al aire como si fueran dados arrojados en un juego
salvaje.
Leetu corta los últimos tentáculos de los Nunca Nacidos y libera la pierna
de John. La savia del demonio casi ha corroído la hoja del cuchillo que
había tomado prestado. Lo desecha. Sujeta a John y la caja.
—Vamos —urge Oll.
Leetu se suma a la corriente humana, con la caja bajo el brazo y
Grammaticus a cuestas. El suelo detrás de ellos se desmorona por
completo, la gente cae gritando mientras una abominación rezumante
empieza a emerger del suelo.
—¡Corran! —ordena Oll. Los compañeros obedecen; correr es la única
decisión lógica. Actae, debilitada tras un esfuerzo que supera sus límites,
vacila. Katt, llorando por empatía y al borde del desmayo, logra sostenerla.
Oll interviene, superando la repulsión al tocar a la bruja. De ella emanan
residuos psíquicos tan intensos que tocar su cuerpo es como palpar una
pesadilla tangible. Sin embargo, lo hace, manteniendo en pie a la alta
figura tambaleante. Su párpado parpadea frenéticamente.
Escapan sin mirar atrás, uniéndose a las partes de la multitud que
también huyen. Detrás de ellos, la procesión se transforma en un grotesco
teatro de matanza de los Nunca Nacidos.
Los largos compañeros corren desesperadamente, con los ecos de gritos
y risas dementes persiguiéndolos. Oll es consciente de que no son solo
ecos los que los siguen.
Y reconoce que no existe un "lugar seguro" al que huir. El Archienemigo
ha invadido el Sanctum. Ningún sitio es seguro; podrían estar dirigiéndose
hacia el peligro tan rápidamente como lo dejan atrás. Están desarmados y
en desventaja.
Lo único que les queda es correr, tan lejos y tan rápido como puedan.
6|XIV
Los que están a punto de morir
No tiene sentido huir. Keeler cierra los ojos. El capitán Dorgaddon la ha
seleccionado como su primera víctima. Escucha el crujir de sus pesadas
botas sobre el pavimento vítreo de la Via Aquila. Se detiene frente a ella.
Ella se prepara para el fin con un ápice de dignidad, tomando lo que
asume será su último respiro.
El golpe es potente y repulsivo.
Siente una onda expansiva que la empuja hacia atrás, un retumbo que le
roba el equilibrio. Un sonido ahogado y burbujeante llega a sus oídos.
Abre los ojos. Dorgaddon yace moribundo frente a ella, rasgando
débilmente la herida que le cruza el cuello y el torso.
Una imponente figura vestida de negro se alza junto a él, sosteniendo
una reluciente espada, de espaldas a Keeler y a sus amedrentados
subalternos.
El guerrero se enfrenta a las sorprendidas y airadas filas de la Décima
Compañía, los Hijos de Horus. Avanza un paso, luego otro, flexionando la
empuñadura de su colosal espada de guerra. La sangre gotea de la hoja.
Toca su frente con la espada en un gesto que parece un saludo.
—Ha terminado —dice Sigismund—. ¿Quién sigue?
6|XV
Primer caído
—Estás muerto —dice Sanguinius con cautela. Su instinto le incita a rugir
acusaciones de engaño y empuñar la espada que sostiene. Pero algo más,
algo que trasciende el entendimiento, le persuade de que lo que ve ante sí
es auténtico. Las filas de ataúdes de piedra, velados con mortajas, la
solitaria llama de una vela luchando contra el agobio de las sombras de la
cámara.
La figura acorazada.
—Soy yo —murmura Ferrus con voz baja. Su tono es inconfundible, el
acento de Medusa que Sanguinius recuerda de tiempos pasados. Pero
suena tenue, casi frágil. Carece de sustancia. No es un susurro, porque los
susurros aún raspan y crujen en la penumbra que los envuelve. Es una voz
que parece haber viajado una gran distancia hasta él, y la distancia ha
despojado su peso y volumen.
—Te veo —afirma Sanguinius.
—Y eso no te convence —replica Ferrus. Nuevamente, hay un matiz de
fatiga en su voz, como si sus palabras provinieran de un lugar lejano y
desolado, y no de la figura erguida frente a Sanguinius. La voz de la Gran
Gorgona parece haber viajado tan lejos que se desvanece apenas sale de
sus labios.
—Yo no —reconoce Sanguinius.
—Bien —responde la Gorgona—. Bien. Esta es la primera lección. Estás
listo. No confíes en nada, ni siquiera en ti mismo.
—¿Estás... aquí para enseñarme? —pregunta Sanguinius, alerta, listo
para la batalla en cualquier momento.
—No —dice Ferrus, moviendo la cabeza con lentitud y pesar—. No sé
cómo he llegado hasta aquí, hermano. Pero de una cosa estoy seguro. No
confíes en nada. Yo era demasiado confiado. Demasiado seguro de mi
propia fuerza y de mi furia. Demasiado seguro de mi lealtad. Cuando esta
fue cuestionada...
Hace una pausa, suspirando.
—Maldito sea Fulgrim. Me subestimó. Ese traidor creyó que rompería
mis juramentos. Pensó que mi lealtad era frágil. Pero no era mi lealtad lo
débil, hermano, era mi ira. Reaccioné precipitadamente, incitado por su
insolencia.
Ferrus baja la vista. Sus labios apenas se han movido al hablar y, cuando
lo han hecho, sus palabras no han coincidido con el movimiento de estos.
Sanguinius sujeta su espada con más fuerza, consciente de que no se trata
de un desfase en una pictografía. Es tangible. Es real. ¿Qué es entonces?
¿Una alucinación creada por la fiebre de sus propias heridas? ¿Una
manifestación de los Nunca Nacidos? ¿Una aparición con el rostro de su
hermano muerto?
—Aprendí esa lección —prosigue Ferrus, su boca moviéndose con
retraso respecto a sus palabras—. Y desde entonces, todos la hemos
aprendido, de la manera más dura. Ahora estamos en un lugar donde la
traición y el engaño son tan habituales que no confiamos en nada. En
nada. Ni en nuestros hermanos, ni en nuestros ojos...
Vuelve a mirar a Sanguinius. Sus ojos plateados revelan un dolor
inmenso, una mezcla de intenso enojo y de sufrimiento apenas contenido.
—No nuestros ojos, en efecto —afirma Sanguinius.
—Comprendo —responde Ferrus Manus. Sus labios intentan esbozar
una sonrisa, pero no lo logran. Su armadura luce tan pulida e inmaculada
como el día que fue forjada, sin portar armas. Su figura es tan imponente
como el sarcófago de piedra que tiene detrás. Sanguinius nota el brillo
cambiante de la necrodermis que recubre las famosas manos de su
hermano. Ahora empieza a notar ese mismo resplandor en la garganta de
la Gorgona, en su mentón, en su rostro, como si el metal hubiera crecido
hasta cubrir por completo su carne. Sanguinius percibe un esfuerzo
monumental de voluntad, una proeza de autocontrol para mantenerse
erguido y no ceder ante la furia avasalladora que amenaza con
desbordarlo.
Ferrus se gira para contemplar el número IX grabado en la superficie del
ataúd, como sumido en reflexión o absorto en un recuerdo.
—Verás —dice—, creo que la traición ha terminado.
—¿Muerto?
Ferrus asiente.
—Sí. Quizás no muerto en el sentido exacto. Se ha vuelto imposible.
Todo está destrozado ahora, hermano, todo es un desorden. La traición de
nuestro enemigo está comprobada más allá de toda duda. No esperamos
ninguna verdad de su parte. Y los poderes que los respaldan... bueno,
tampoco son confiables por su propia naturaleza. Todos hemos aprendido
eso también. Avanzamos hacia esta última batalla esperando que todo sea
un engaño, y por lo tanto, nada puede ser un engaño. La decepción, la
traición... solo funcionan cuando hay confianza que pueda ser traicionada.
Dirige su sombría mirada plateada hacia Sanguinius. Con la punta de los
dedos, se toca la garganta, como si acariciara el protector de su armadura.
—Viniste a pesar de saber que era una trampa —afirma Ferrus.
—Lo sabía —confirma Sanguinius.
—¿Pero viniste igual?
—Sí.
—Y es una trampa —continúa Ferrus—. Pero yo no soy parte de ella.
—No puedo confiar en tu palabra —advierte Sanguinius.
—Por supuesto que no —concuerda Ferrus.
—Pareces tú, suenas como tú —observa Sanguinius—, e incluso hueles
como tú. Pero hace mucho que estás muerto.
—Estoy muerto, hermano —confirma Ferrus—. Todos lo estamos.
6|XVI
Verdad (y mentiras)
Fo se concentra en su labor, absorto en las pantallas del Cogitador.
—Define "mejor" —dice Xanthus, avanzando un paso. No desea
interrumpir ni causar más demoras, pero requiere una respuesta.
—¿Cómo dice?
—Mencionaste que podrías construir algo mejor. ¿Qué quieres decir con
"mejor" en este contexto?
—Más eficiente —responde Fo—, más preciso. Eficaz contra la genética
de los Astartes sin representar un riesgo para la población en general.
—¿Existía ese peligro? —inquiere Xanthus.
—Claro —confirma Fo—. Es un arma biológica.
—¿Y qué te hace pensar esto? —pregunta Andrómeda.
—Porque tenías razón, Selenar —admite Fo—. Ahora que he podido
estudiar los documentos privados del Sigilita, veo que no había
considerado las fuerzas exoplanarias a las que la naturaleza mortal está
intrínsecamente ligada.
Fo la observa de soslayo.
—No busco excusas —prosigue—. Soy un vestigio de un pasado en el
que la Disformidad era prácticamente desconocida. La genética era una
ciencia autónoma y yo era un maestro en ella, de una manera que la
historia ha juzgado con severidad. La ciencia estaba completamente
separada de... de la religión, y del arte. De lo metafísico. Es irónico (no
irónico, porque ahora lo sé, y me horroriza), que en la era del Imperio, la
era más secular de la humanidad, debamos ahora considerar seriamente el
concepto del alma.
Y con esas palabras, vuelve su mirada hacia Andrómeda.
—Afirmaste que mi arma fallaría —dice Fo—, porque operaría a un nivel
puramente genético, o sea, físico. Estabas en lo correcto. No había
aceptado la idea de que somos más que carne. En mis días, las nociones de
espíritu y alma estaban fuera del ámbito de la ciencia. Pero las prácticas de
su Emperador y del Sigilita han demostrado que tal división no existe.
Somos tanto cuerpo como alma. Nuestra carne mortal está ligada a una
esencia intangible de psico-materia, lo que los paganos llamaríamos alma,
que coexiste con el reino inmaterial. Cuando la Disformidad se abrió para
permitir el transporte interestelar... y aceptémoslo, esa es la verdadera
razón de su apertura... esta verdad se manifestó, una verdad que antes era
terreno de poetas y sacerdotes. Todos somos materia e inmateria,
intrínsecamente entrelazados.
Fo se pone de pie. Parece más viejo y frágil que nunca, pero su lucidez
resulta inquietante para ambos.
—Por lo tanto —continúa—, la destrucción genética de la línea de los
Astartes no los erradicará por completo. Solo su forma celular. Sus almas —
y créanme, el científico en mí todavía se resiste a usar tal término en un
diálogo racional— persistirán, probablemente como una turbulencia en la
Disformidad, potencialmente desestabilizadora y con consecuencias
desastrosas a largo plazo para el universo material. Para alcanzar la paz y
prevenir las violentas perturbaciones de la Disformidad, necesitamos
estabilizar y equilibrar lo material con lo inmaterial.
—¿No lo sabías? —pregunta Andrómeda.
—Mi especialidad es la carne —responde Fo—. En mi tiempo, ese
conocimiento era dominio de videntes y místicos, por lo que no se
mezclaba con la ciencia. En estos tiempos... su venerado Emperador ha
suprimido tan vehementemente cualquier filosofía espiritual que estos
conceptos son ampliamente considerados hechos científicos y aceptados
como tales, sin cuestionar su contexto ni sus implicaciones para las
emociones, el pensamiento...
—Los estudios empíricos están restringidos precisamente porque son
fundamentalmente peligrosos —interviene Xanthus.
—Por supuesto que sí —replica Fo, tomando una pizarra de datos de su
estación de trabajo—. El Emperador restringió severamente cualquier
conocimiento sobre la Disformidad. Se compartía información sobre
elementos cruciales como la navegación estelar y la astrotelepatía... y aun
así, se dosificaba en cantidades mínimas. Retuvo el conocimiento profundo
que había adquirido, por la seguridad de la especie. Por eso prohibió todas
las religiones y cualquier cosa que promoviera la libertad de creencia o
imaginación. Lo hizo porque el conocimiento de la Disformidad es, en sí
mismo, un contaminante. Pero, ¡miren!
Agita la pizarra hacia ellos.
—En sus diarios —continúa Fo—, su estimado Sigilita discute, una y otra
vez a lo largo de décadas, contra la epistemología del Emperador y la
restricción del conocimiento. Afirma que es un peligro fundamental para el
Imperio. Miren. Pide al Emperador que modere su directiva. Argumenta
que la Disformidad es una amenaza existencial para nosotros, para
cualquier especie psíquicamente receptiva, y que seguirá siendo una
amenaza existencial, lo sepamos o no. La ignorancia es la verdadera
calamidad. Malcador, al que cada vez aprecio más con cada línea que leo,
sostiene que es mejor conocer y entender una amenaza que seguir
adelante en la inocencia. Afirma que los primarcas y los Astartes, sin
mencionar a la humanidad en general, deberían ser conscientes de las
posibles consecuencias de sus actos y sus pensamientos. Sostiene que
pueden proteger mejor a la humanidad de las amenazas de la Disformidad
si están completamente informados de su poder.
—¿Y el Emperador desestimó esto? —pregunta Andrómeda.
—Sí —afirma Fo—, por el bien de la humanidad. Pero lo que
enfrentamos ahora, esta catástrofe de guerra, es lo que sucede cuando no
se educa correctamente a los hijos. ¿Podría la religión o una fe pura, sin
restricciones, arriesgar consecuencias adversas en la Disformidad? Sin
duda. Pero la ignorancia es aún peor. Su Señor de la Humanidad pensó que
nadie era suficientemente bueno, inteligente o precavido como para
manejar el fuego. Su Emperador no confiaba en nadie. Y esta es la
desgracia que nos ha caído encima como resultado de eso.
Fo deja caer la pizarra sobre el escritorio con un gesto de frustración.
—Estoy revisando la funcionalidad del dispositivo Terminus a la luz de las
ideas de Malcador —dice Fo, evidenciando cansancio—. Para ser franco,
estoy reevaluando todos mis planteamientos científicos. Pero creo que
superaré los desafíos. Ahora soy consciente de los peligros, ¿comprendes?
Las consecuencias. Malcador es una guía excepcional. Gracias, Elegido, por
brindarme este acceso. Necesito preparar una serie de muestras genéticas.
Hay muchas aquí en el archivo genómico del Sigilita. Requeriré algunas
adicionales para control. Testearé sistemáticamente los principios de mi
fago biomecánico en esas muestras para perfeccionar y ajustar su
efectividad.
Lanza una mirada a Andrómeda.
—Antes de que lo preguntes, no puedo prever cuánto tiempo me llevará.
Naturalmente, trabajaré con la mayor celeridad posible.
Coloca una serie de tubos en una centrifugadora diferencial y pone en
marcha el proceso.
—Supongo que ahora podrás informar a nuestra otra agencia sobre los
avances —añade.
—Sí —confirma Andrómeda. Ella mira a Xanthus y luego se dirige hacia
la escalera para bajar por la torre.
Una vez que ella se ha retirado, Fo regresa a su asiento.
¿Los habré convencido? Ni yo mismo estoy seguro de creer o entender
estas cosas, y las implicaciones me aterran, piensa, y comienza a ejecutar
secuencias rápidas y complejas en el Cogitador central.
—Entiendes que todavía no confiamos en ti, ¿cierto? —pregunta
Xanthus.
—Y nunca lo harán —responde Fo. Mira a los Elegidos—. Está bien. No
merezco confianza. Trato de ser lo más transparente posible con ustedes.
No quiero estar aquí, Xanthus. Déjame ser absolutamente claro, mi mayor
anhelo es huir. No tiene sentido mentir. Deseo escapar de ustedes, de los
malditos Custodios, y de cualquier otra autoridad. Escapar de Él y de este
Imperio tan mal diseñado. Y lo intentaré, una y otra vez, y al final, estoy
seguro de que lo lograré. Usaré cualquier oportunidad y toda la astucia a
mi alcance.
—Valoramos tu sinceridad —dice Xanthus.
—No hay de qué. Pero también reconozco que, por ahora, soy tu
prisionero y que estamos en esto juntos, y quizás haya algo que pueda
hacer para contribuir a nuestra salvación. Así que me dedico por completo
a esta labor.
Introduce otra línea de código y le sonríe a Xanthus.
—Ahora, remángate.
6|XVII
Nada en la oscuridad
Corren hasta que el agotamiento les vence. Sin aliento y tambaleantes,
se detienen. Zybes se desploma contra la base de un pedestal, luchando
por respirar. Katt se recuesta contra la pared, entre dos estatuas de ninfas
acuáticas. Cierra los ojos intentando contener el pánico y la náusea
provocada por la psique de Actae. Se lleva una mano a la boca y hace
esfuerzos por no vomitar, tragándose el sabor amargo.
Oll, también sin aire, observa a Leetu. Han logrado distanciarse de la
multitud en pánico. El corredor en el que se encuentran ahora está sumido
en la oscuridad; la ornamentación palaciega y los delicados mosaicos se
desvanecen en la sombría quietud. A lo lejos, se escucha un eco que podría
ser risas y gritos.
—¿Nos seguían? —pregunta Oll.
Leetu se posiciona en la entrada y observa el camino recorrido. Puede
ver el majestuoso vestíbulo que acaban de atravesar y, a través de las
puertas semiabiertas al final, otro vestíbulo idéntico. Todo está inmóvil. Las
estatuas alineadas parecen tan tranquilas como siempre. Las luces están
apagadas en la distancia, excepto por un electroflamígero colgante que
zumba y titila débilmente.
En algún lugar, un grito desgarrador se eleva y cae, pero suena tan lejano
que podría estar a un millón de millas.
—No —responde Leetu. Cierra suavemente las grandes puertas doradas
y se gira hacia Oll—. Pero eso no significa que estemos seguros aquí —
advierte.
—No entiendo lo que acaba de suceder —jadea Krank, agachándose y
apoyando las manos en los muslos—. Esas cosas... de repente...
—El Sanctum ha sido profanado —es todo lo que Oll consigue decir.
—¿Quieres decir que los traidores han entrado? —interroga Zybes con
angustia—. ¿Han asaltado el palacio?
—No han irrumpido —explica Oll—. Simplemente... aparecieron. No
estaban y después, estaban. Viste tu propio hilo atado a esa estatua,
Hebet. La geometría ha cambiado, ¿lo comprendes? ¿Dentro y fuera? Las
paredes ya no tienen importancia.
—No entiendo —lamenta Zybes.
—Y no lo harás —dice Actae, levantándose con dificultad, aún
visiblemente debilitada y enferma—. Pero al menos podrías guardar
silencio. Tu lastimero quejido solo servirá para atraer la atención sobre
nosotros.
—Allá atrás. Te metiste en mi cabeza —sisea Krank a la bruja ciega.
—Tuvo que hacerlo, Dogent —responde Katt.
Hace una pausa, se aclara la garganta y se limpia la boca. A Oll no le
gusta verla tan demacrada. La carga de compartir su mente con Actae la
está desgastando. Sus expresiones faciales empiezan a imitar las de la otra.
—Era la única manera de sacarnos del pánico. Y ahora va a usar su
habilidad para encontrar una salida, o un lugar seguro donde refugiarnos.
—Necesito tiempo para recuperarme, niña —dice Actae—. Mi voluntad
está exhausta. Lo sabes tan bien como yo.
—Lo sé, y no me importa —insiste Katt—. Solo hazlo.
Actae frunce el ceño.
—Escúchame bien —dice—. Aunque tuviera la fuerza, no hay nada sobre
lo cual orientarme. De alguna manera, el tiempo se ha desalineado.
—¿El tiempo? —pregunta Oll intrigado.
—El curso causal se ha detenido. Se ha suspendido. Las dimensiones
como las conocemos están siendo subyugadas por la Disformidad —explica
Actae.
Oll asiente, procesando la información.
—¿Vamos a morir aquí, como dijo la bruja? —Krank le pregunta con
inquietud.
—¿Qué diablos quiso decir con eso del tiempo? —inquiere Zybes.
—¿Qué vamos a hacer, soldado Persson? —interviene Graft.
—Denme un momento —pide Oll. Se separa del grupo y avanza por el
sombrío corredor hasta llegar a un pequeño atrio circular. Las estatuas se
alzan desde sus pedestales, meras siluetas en la penumbra, figuras
mitológicas cuyos significados se han perdido en el tiempo. El silencio,
como la oscuridad, lo envuelve. Su mente, inquieta, imagina la matanza
que debe estar teniendo lugar en el Palacio.
Delante de él, otro par de puertas colosales, tres veces la altura de un
hombre, cerradas firmemente. Se pregunta qué misterios esconden. No
desea abrirlas para descubrirlo.
6|XVIII
Fragmentos
Finalmente llegan a la puerta, la luz en forma oblonga, la escotilla de
popa. Honfler impulsa a Sartak a través de ella.
Justo en el último instante, el Lobo Espacial siente que la vasta oscuridad
detrás de él se revuelve como un ventarrón helado, como si finalmente
decidiera atacar. Pero Rewa Medusi cierra la escotilla y vuelve a activar la
cerradura rápidamente.
Del otro lado, en los Acercamientos Marcianos, todo permanece como lo
habían dejado. Las compañías de negación esperan, preparadas bajo la luz
nebulosa de los apliques. Aparte de eso, el amplio corredor está desolado.
—¿Qué has visto? —pregunta Medusi.
—Nada —responde Sartak, congelado hasta las trenzas de su barba,
notando cómo el hielo las endurece. Observa el reflejo de su aliento en la
armadura de Honfler.
—Mensaje prioritario al Mando Hegemón —ordena el capitán pretor—.
Informar de una posible brecha en los Acercamientos Marcianos...
Un golpe resonante les sobresalta. Todos giran para observar la
superficie desgastada de la imponente barrera. Otro golpe suena, algo está
golpeando desde el otro lado. Levantan sus armas. Un golpe contra la
escotilla de popa y luego un repiqueteo se escucha unos metros a la
izquierda de la misma. Otro golpe, ahora hacia el lado izquierdo.
—¡Formación defensiva! —ordena Honfler—. ¡Formación Clavian!
Las compañías de negación se organizan al unísono, formando bloques
ordenados frente a las puertas del motor.
—¿Hegemón? —interroga Honfler.
—Sigo intentándolo —responde uno de sus oficiales.
—Nada puede atravesar eso —susurra Medusi con convicción.
—Y no debería haber nada al otro lado —afirma Sartak—. ¡Mantengan la
formación!
El martilleo y los golpes se vuelven más intensos, emanan de distintos
puntos. Algunos suenan como ligeros toques y rasguños, mientras que
otros son fuertes y apremiantes. Sartak nota que algunos provienen de
arriba, desde la sección superior de las puertas del motor, a unos veinte
metros sobre ellos.
De repente, los golpes cesan. Un silencio tenso se apodera del ambiente.
Entonces, una capa de escarcha empieza a formarse en las puertas. Al
principio son parches brillantes; luego se convierten en costras y remolinos
más extensos que cubren el metal. Sartak escucha el crepitar de la
escarcha a medida que se forma y se extiende.
—Trono de Terra... —murmura Medusi.
—¡Que me comuniquen con el Hegemón ahora! —exige Honfler, aunque
su voz queda sofocada por el estruendo repentino de los disparos de
bolter.
Los hermanos en la retaguardia de las compañías de negación caen,
abatidos por disparos por la espalda. Algunos se desploman con humo
saliendo de los agujeros en sus armaduras, otros son despedazados por la
detonación de los impactos de los proyectiles explosivos.
Las compañías, ahora en caos, se vuelven. Honfler no necesita ordenar
un contraataque. Los traidores están inundando los Acercamientos
Marcianos, las armas al rojo vivo.
Vienen por detrás, sin ninguna señal de cómo han podido llegar desde
esa dirección. Sartak distingue a los Amos de la Noche, los Hijos de Horus y
los Devoradores de Mundos avanzando.
Las compañías de negación responden, disparando a quemarropa,
bloqueando el avance de los traidores y desorganizando sus salvajes filas.
Una tormenta de disparos, rayos y fuego láser se desata entre las
compañías leales y la horda que avanza.
Pero no hay resguardo. Las compañías de negación tienen las puertas
heladas a sus espaldas, sin posibilidad de movimiento. El fuego enemigo
los está diezmando, tumbando a Puños Imperiales, Salamandras y Manos
de Hierro.
Sartak emite un rugido de desafío fenrisiano, disparando su bolter hacia
los enemigos que se acercan. No queda otro destino que el combate hasta
la muerte.

John Grammaticus sigue a Oll hacia el sombrío atrio.


—Voy a ser honesto —dice en un susurro—, no tengo ni la más mínima
idea de qué hacer ahora.
—Yo tampoco, John —responde Oll.
—Esperaba que hubieras ido a hablar con tu dios en privado —bromea
John, aunque no muy convencido—. Ya sabes, para que tu fe te guíe una
vez más o algo así.
—Ya no —responde Oll con sencillez.
John asiente y suelta una risa teñida de tristeza, pero pronto su sonrisa
se desvanece.
—Espera, ¿a qué te refieres con "ya no"? ¿Oll?
—Cualquier plan que tuviera Ollanius —interviene Actae,
aproximándose con la ayuda de Katt, majestuosa pero frágil como una
reina del inframundo de miembros rígidos—, ahora está claramente en
pedazos.
—Todavía no —afirma Oll con firmeza.
—¿Cómo puedes decir eso? —desafía Actae con tono desdeñoso.
—Porque nunca tuve uno.
John lo mira, incrédulo. Oll se encoge de hombros.
—Mi plan no puede arruinarse porque nunca existió —explica Oll.
—¿Entonces tenía razón? —pregunta John—. ¿La bruja estaba en lo
cierto desde el principio? ¿Todo este tiempo has estado improvisando y
confiando en tu maldita suerte para salir adelante?
Oll se aleja de él y toma asiento en el pedestal de una estatua. John no
está dispuesto a dejarlo pasar.
—¿Oll? Dime que no es cierto.
—Cuando viniste a buscarme, John, cuando solicitaste mi ayuda, ¿qué
esperabas que hiciera?
—¡No sé! Pero tú conoces a Él. Pensé que tendrías secretos,
conocimientos que nadie más posee, sobre Él, este Palacio, cómo piensa y
actúa...
—Todo lo que sabía ya no es relevante. No sé más que tú, Grammaticus.
—Pero aceptaste, Oll. Aceptaste ayudarme —insiste John.
—Si recuerdo bien, fue necesaria bastante persuasión. ¿Encontrar al
Emperador y hacerlo entrar en razón? Estaba más preocupado por salvar a
estas personas. Pero tú insististe...
—¿Por eso accediste?
—Siempre fuiste elocuente, John. Inspirador. Estabas dispuesto a
desafiar un poder inimaginable. Así que dije que sí, John. No tenía idea de
cómo lo haríamos, pero dije que sí.
—Comparto la perplejidad de Grammaticus, Ollanius —dice Actae.
Los demás se acercan, atraídos por el alboroto.
—Como él —continúa Actae—, asumí que tenías un plan. Te has negado
a compartirlo, guardándote tus cartas, y esa prudencia es valiosa. Como
me dijiste, un plan es más efectivo cuando menos personas lo conocen.
Pero ahora parece que no hay cartas, nunca las hubo.
—Te lo estabas inventando todo —dice John.
—Yo creía... —comienza Oll.
—¿Qué creías? —pregunta John con un gruñido—. ¿En esto?
John extiende su mano y agarra el pequeño símbolo dorado de la fé
cathérica48 que cuelga del cuello de Oll.
—¿Esto? —pregunta, temblando casi de ira—. ¿Es solo esto? ¿Creías que
la divina providencia te guiaría en el momento crucial?
—Por favor, suelta eso, John —pide Oll.
—¿Es en serio? —John está atónito.
—Déjalo —insiste Oll con voz baja.
—El soldado Persson tiene fe en Dios —comenta Graft—. Eso es lo que
he entendido de él. Es un hombre de fe. Mantiene una creencia personal
en...
—¿Esperabas que interviniera algún dios? —indaga Katt.
La decepción se refleja en sus rostros, visible incluso en la penumbra.
—Solo confiaron en ti —dice Actae, sin ocultar su desprecio—. ¿Nos has
involucrado en algún acto personal de espiritualidad...?
—No —responde Oll firmemente—. Mis creencias son asunto mío.
Nunca les he pedido que crean en nada. A ninguno de ustedes.
—Pero tu fe te guía —insiste Katt, mirando intensamente a Oll.
John sabe que, de todos ellos, Katt es a quien Oll no puede engañar.
Observa cómo su viejo amigo asiente lentamente.
—Entonces nunca tuvimos una oportunidad —concluye John, soltando
el símbolo de Oll y apartándose, lleno de desesperación.

Amit estabiliza su línea de defensa. La amenaza se acerca. Pueden oír el


tumulto que avanza por el Pasadizo de la Masa Occidental. Una gran fuerza
se aproxima con velocidad.
—¡Firmes! —ordena Vexillary Roch. Los que portan escudos los han
posicionado contra las barricadas que miran a la entrada de la Masa
Occidental. Todos sienten cómo el aire se agita en la explanada, movido
por la multitud que se desplaza a través del corredor.
—¡Mantengan la posición! —grita Roch de nuevo.
Amit piensa que no será suficiente. Están tremendamente escasos de
munición. Los suministros prometidos nunca llegaron. Deben cerrar las
escotillas y sellar las puertas de seguridad y las válvulas iris. Necesitan
bloquear el acceso. Las compañías de negación no resistirán un asalto
frontal por mucho tiempo con la munición que tienen. Pronto se reducirá a
combate cuerpo a cuerpo, y el enfrentamiento a cuchillo no es la manera
de mantener un espacio como la Confluencia Marnix frente a un enemigo
numéricamente superior.
—¡Mantengan la formación! —vuelve a gritar Roch.
¿Por qué el Mando del Palacio no cierra las escotillas? Las tácticas de
defensa interna se planearon con detalle. ¿Acaso no saben lo que está
sucediendo? ¿Por qué no suenan las alarmas de alerta?
La multitud cargada de pánico llega.
—¡Contacto! —grita Roch y casi al instante ordena—: ¡Cesad el fuego!
¡Cesad el fuego!
No es un ejército enemigo. Son ciudadanos del Palacio, cortesanos,
empleados, miles de ellos, emergiendo del Pasadizo de la Masa Occidental
en un pánico ciego. Amit escucha los gritos, percibe el olor del miedo.
Huyen de algo, corren presas del terror. La muchedumbre aplasta y pisa a
los caídos.
Roch comienza a dar órdenes para reorganizar las compañías de
negación. Deben canalizar y contener a la masiva oleada de gente. Es
imperativo desviar a la multitud de la explanada hacia las galerías laterales
y los corredores adyacentes. Pero nadie atiende sus órdenes. Los
ciudadanos siguen saliendo, ignorando cualquier dirección, huyendo sin
sentido ni propósito.
Amit escucha el primero de los disparos. Se gira buscando su origen. La
enorme acústica de la Confluencia amplifica los gritos y el bullicio de la
multitud. El caos reverbera y se intensifica a su alrededor, rebotando en las
paredes de la cámara...
No, no es solo un disparo. Son dos, luego una ráfaga.
De repente ve a los hermanos en el flanco derecho de Negación 963 caer
violentamente, Cicatrices Blancas con las armaduras reventadas y llamas
disipándose a su alrededor.
—¡Giren! —grita Amit—. ¡Giren ahora!
El enemigo está sobre ellos. No proviene de la Masa Occidental ni de
Kylon. Viene desde detrás.

A medio camino bajando la escalera de caracol de la torre, camino a


informar a Amon, Andrómeda siente cómo el aire se corta. El Retiro se
estremece. Un estallido atronador recorre el Santuario Interior, prolongado
y lúgubre, como el lamento de un dios en su lecho de muerte. A medida
que disminuye, otros sonidos emergen para tomar su lugar. Es similar a los
cuernos de guerra de las legiones de Titanes, pero cien veces más potente
y más grave. El ruido hace vibrar su diafragma y le provoca náuseas.
Andrómeda desciende apresuradamente las escaleras y se precipita a
través del pórtico de la torre hasta donde se encuentra Amon, al inicio del
puente aéreo de Pons Aegeus.
—¿Qué ocurre? —pregunta, alzando la voz para superar el clamor. Él
está observando el cielo que, por encima de las agujas y torretas de la
ciudadela, se transforma en patrones de moteado pálido y dentados
morados.
—Son los cuernos de advertencia —responde Amon.
—¿Cuernos de advertencia?
—Las sirenas de la fortaleza final —explica Amon. Un viento fuerte les
azota, procedente del abismo que yace bajo el puente. Las sirenas
continúan sonando, retumbando en el cielo.
—¿Qué significa? —insiste ella.
—Significa que el Sanctum ha sido completamente invadido. No se trata
de las breves incursiones de antes del cierre de la Puerta. Es un avance
total. Los traidores y los Nunca Nacidos están ahora dentro de la última
fortaleza. La batalla final ha comenzado.
—Yo... nunca los había oído antes. Conozco los sonidos de las bocinas y
las alarmas generales de asalto, pero esto nunca —comenta Andrómeda.
—Es porque nunca se habían utilizado antes —confirma Amon—. Nunca.
6|XIX
Acto de fe
En algún rincón distante, inmensos cuernos comienzan a aullar, las
últimas y atronadoras llamadas de un mundo condenado. Todo en el
sombrío atrio tiembla ligeramente, y las puertas doradas vibran en sus
marcos.
Oll se pone de pie despacio. La mirada en los rostros de los presentes es
más de lo que puede soportar. Sabe que debería decir algo para
consolarlos, pero no puede encontrar las palabras, y no pretenderá ser
algo que no es.
Con delicadeza, toca el amuleto que lleva al cuello.
—Me lo dio mi esposa —confiesa—. Ella era Catheric. Yo respetaba sus
creencias porque la amaba. Con el tiempo, los rituales me brindaron
consuelo. No era creyente, pero sí compartía los valores subyacentes:
comunidad, amor, paz, bondad...
—¿Bondad? —interviene Actae con un tono tan cortante que podría
tallar el metal.
—Sí, bondad —insiste Oll—. Parece una palabra suave para algo que
muchos ven como débil y trivial. Debería existir un término más fuerte. Yo
diría "humanidad", pero incluso esa palabra ha sido mancillada por nuestra
historia.
Oll eleva el amuleto sobre su cabeza y lo deja caer en la palma de su
mano, dejando que la cadena se enrosque y forme un bucle. Lo observa
con atención.
—Esto es lo último que me queda de ella. Aún no creo en su dios, no en
realidad. Ni en ningún dios. Pero crecí en un tiempo donde la gente creía
que los dioses eran reales. La fe era una parte esencial de la vida de cada
uno. Deben entender, he vivido más años en un mundo creyente que en
uno no creyente. Me lo han inculcado. Ahora existimos en una era en la
que los dioses no sólo están muertos, sino que nunca existieron. Soy un
hombre predispuesto a las creencias piadosas que ha sobrevivido en una
era totalmente secular. Resulta que aprecio el triunfo de la razón sobre la
superstición, pero sigue siendo un lugar frío para un hombre como yo. Sin
embargo, míranos ahora. Este Imperio racional e iluminado. Gobernado
por un ser todopoderoso, que se mueve de forma misteriosa, y que espera
nuestra devoción y obediencia absolutas. Además de la terminología, ¿en
qué se diferencia del mundo en el que crecí? También podríamos adorarle.
Oll levanta la mirada del objeto en su palma abierta y los enfrenta.
Percibe el desconcierto que sus palabras provocan en todos.
—Creo que muchos sí —afirma—. El problema es que yo sé que Él no es
un dios. Y Él es la razón por la que no hay religiones. Las prohibió porque
son peligrosas.
—Existen muchas pruebas de que lo son —admite Actae.
—Cierto —concuerda Oll—. Pero todos esos credos, a lo largo de la
historia, han sido la expresión del impulso humano básico de satisfacer
alguna necesidad existencial. Por algo construimos templos mucho antes
que ciudades.
—¿Es así? —cuestiona Krank.
Oll asiente.
—Yo estaba allí. Y es por la misma razón que los sacerdotes siempre han
sido custodios de los secretos de una cultura. Lo mismo ocurre con el arte
y la imaginación. Hay un significado trascendental dentro de nosotros que
no se expresa fácilmente. Sé por qué prohibió las religiones. Quería aislar a
la humanidad de la Disformidad. La Disformidad se alimenta de la
imaginación y de la mente curiosa.
—La Disformidad no es una religión —ironiza Actae.
—Desde luego que no —responde Oll—. Y no tiene dioses. Al menos, no
dioses reales. Es una amenaza para la vida material, pero también es una
parte esencial de la realidad. No puedes protegerte de ella ignorándola.
Oll se detiene un momento.
—El Emperador eliminó el misterio de la experiencia humana, pero dejó
una herida abierta. Fue típico de su arrogancia e impaciencia.
—Se veía venir... —murmura Katt.
—Tal vez no de esta manera exacta, pero sí —confirma Oll—. Hace años,
cuando Él y yo colaboramos en la construcción del mundo humano, ya veía
hacia dónde podrían dirigirse sus acciones. Por eso me aparté de Él. Por
eso lo traicioné. Él trataba con absolutos, y yo no podía detenerlo. Así que
me retiré. No debería haberlo hecho. Debería haber seguido intentando.
Quizás esto sea mi acto de expiación.
Se encoge de hombros.
—De cualquier forma, ahora, tal vez demasiado tarde, lo intento de
nuevo —dice Oll—. Soy un Perpetuo49. No tengo los formidables dones
psíquicos con los que él nació, pero soy más antiguo que Él. He
presenciado el auge y la caída de civilizaciones. He visto el ciclo repetirse
demasiadas veces.
Con cuidado, vuelve a colocarse la cadena alrededor del cuello.
—Erda opinaba que los Perpetuos éramos precursores del Homo
superior —comenta John en tono reflexivo—. Una vanguardia para guiar la
evolución humana.
—Así lo creí al principio —asiente Oll—. Me ayudó a comprenderme a mí
mismo por vez primera. Era un consuelo ante la cruel repetición de una
vida interminable.
—¿Cruel? —pregunta Krank.
—Para mí, las vidas surgen y desaparecen como las estaciones —explica
Oll—. Es desgarrador. Encontrar un propósito para mi existencia fue un
alivio. Así que, al igual que Erda y otros pocos de nuestra clase, aceptamos
que los Perpetuos deberíamos orientar el potencial de la humanidad.
Conocíamos los riesgos de abusar de tal responsabilidad, así que siempre
fuimos cautelosos. Pero cuando Él apareció... era tan extraordinario que
me dejé seducir por su convicción y su método directo, hasta que
comprendí su verdadera naturaleza. Él tiene un plan, John. Siempre lo ha
tenido, y no le importa el precio para lograrlo.
La voz de Oll se tiñe de desprecio.
—Fue entonces cuando decidí apartarme de Él, para siempre. Me alejé y
viví mis vidas, una tras otra. Vidas sencillas.
Gestos hacia John, quien evita su mirada.
—Luego llegó John Grammaticus a mi puerta —continúa Oll—. Bueno, la
guerra de Horus llegó antes. Calth estaba ardiendo, todo se había
desvanecido, y allí estaba John, con su elocuencia, suplicándome que le
ayudara.
—Espera... —interviene John, pero luego se detiene y encoge los
hombros—. Es verdad. Yo te rogué.
—John sostenía que aún no era demasiado tarde para intervenir. Tenía el
apoyo de seres más antiguos y sabios que la humanidad y, sin duda, una
necesidad desesperada de redención.
Los demás dirigen su atención hacia John.
—¿Para qué? —inquiere Krank.
—Eso puede contarlo John, si así lo desea —dice Oll.
—Solo empeoré las cosas —admite John lacónicamente.
—¿Cómo?
—La Legión Alfa —interviene Actae.
—Sí —concede John—, que el dios en el que Oll apenas cree me
perdone.
Katt observa a Oll.
—¿Qué te dijo Grammaticus para convencerte?
Oll le ofrece una sonrisa melancólica.
—Al final, nada. Fueron ustedes. Todos ustedes.
Se quedan mirándose, intentando asimilarlo.
—Actae tiene una teoría sobre por qué todos ustedes son parte de esto
—dice Oll—. Como si fueran arquetipos. Partes de un rompecabezas o un
ritual que debe cumplirse. No creo que sea eso. Las maniobras del
Emperador y la guerra de Horus son fáciles de pasar por alto desde lejos.
La magnitud es abrumadora. Pero tú, John, pusiste rostros humanos a todo
esto. Me hiciste recordar mi deber. El pacto entre el Perpetuo y el mortal. Y
me has mantenido consciente de ello desde Calth.
Oll dirige su mirada hacia John.
—Así que esa es mi fe, John. Si quieres, puedes mofarte de ella. Debo
creer que nací con algún propósito que cumplir. Aún no sé cuál es, pero sé
lo que definitivamente no es.
—¿Y tú? —pregunta John.
—Lo que Él está haciendo no lo es —responde Oll con firmeza—.
Entonces, debo detenerlo. Por supuesto, no sé cómo. Nunca lo supe. Solo
tengo que creer que puedo.
Oll aprieta la cadena de su cuello con tal fuerza que parece que podría
romperla.
—¿Tengo un plan? —continúa—. No, no tengo un plan, y eso es
precisamente porque Él sí lo tiene.
El silencio reina entre ellos, hasta que Injerto inclina la cabeza con un
suave zumbido.
—Estás hablando de buenas obras, soldado Persson —dice—. Del
esfuerzo por ayudar a otros sin esperar nada a cambio. Eso he observado
en ti en varias ocasiones. ¿Es instructivo mi programa de fe?
—Es programación, Servidor —interviene Actae con desdén.
—No seas arrogante —le reprocha Oll—. Es una pregunta válida. Y no
creo que ambas cosas sean tan distintas. Se trata de hacer lo correcto, lo
que se debe. Se trata de ayudar a quienes nos rodean, incondicionalmente.
Se trata de pensar en los demás. De ser amable, Actae. De aprovechar el
tiempo que se tiene para el bien común, y yo no he aprovechado bien mi
tiempo, lo cual es lamentable, considerando cuánto he tenido. Usaré el
tiempo que me queda de la mejor manera posible.
—Pero ya no hay tiempo —objeta Actae.
—Los antiguos griegos distinguían dos conceptos de tiempo —responde
Oll—. ¿Lo sabías? Me lo enseñó una mujer llamada Medea. Estaba el
chronos, el tiempo continuo, experimental, externo, y el kairos, que era la
oportunidad, el momento oportuno. Chronos es el fluir de la historia, y me
he mantenido al margen por demasiado tiempo. Y ahora se ha detenido.
Kairos es aprovechar el instante. Creo que aún tenemos tiempo para eso.
Oll se aleja de ellos y se dirige a las puertas dobles, firmemente cerradas.
Toma las manijas.
—Continuaremos —dice— y veremos qué nos depara el camino.
6|XX
Los Invasores
Los Puños Imperiales están entrenados para operar con toda la
información disponible. Su guerra es meticulosa, aprovechando cualquier
dato al máximo. Pero desde la masacre en el Paseo Dorado, la fiabilidad de
los datos ha decaído constantemente y ahora... ahora, lo poco que queda
es incoherente.
Maximus Thane piensa que está en el Claustro Adelphus, siguiendo los
corredores dorados que llevan a los baños. Está convencido de ello. Pero si
es así, ¿dónde están todos? ¿Dónde están los nobles, los criados
apresurados, los asistentes y los sirvientes? ¿Dónde están los Centinelas, y
por qué no han reconocido su llegada inesperada para desafiarlo?
¿Dónde están todos y cómo han llegado él y sus hermanos aquí? Las
preguntas son irreconciliables. Thane trata de apartar la preocupación
hasta que disponga de más información, pero el mero hecho de que él,
Berendol, Molwae y Demeny estén dentro del Sanctum ya los señala como
intrusos. Se encuentran en un lugar al que no deberían haber podido
acceder. Si de alguna manera han eludido la mayor fortificación de la
galaxia, ¿qué más podría haberlo hecho? ¿Qué dice esto sobre la seguridad
del Palacio?
Y más inquietante aún, ¿qué implica sobre su propia situación?
Solo hay estática en sus intervox, semejante al crujido de la leña
ardiendo. Los sistemas de comunicación de las paredes están inutilizables.
La sensación inicial de asombro de Thane, casi de euforia, casi de alivio, al
verse de repente dentro del Sanctum, se esfuma rápidamente. Se había
resignado a que su larga y honrosa carrera terminara fuera, en una última
resistencia, dejado atrás por las puertas cerradas. Habría sido una muerte
con propósito. Pero luego, de forma imposible, se encontró adentro. La
maravilla de ese hecho se ha desvanecido ante la atmósfera fantasmal y
silenciosa. Algo está profundamente mal. Ellos están equivocados. Todo
está equivocado.
Berendol lo mira con preocupación, ambos conscientes de la tensión en
los iniciados, Molwae y Demeny.
Thane siente la urgencia de gritar, seguro de que alguien debe escuchar.
Sin embargo, no se atreve.
—Más allá del balneario —le indica a Berendol—, el pasillo se une con la
Vía Procesional de Faetón. Ahí encontraremos a alguien.
Berendol asiente, comprendiendo.
—A alguien —murmura Thane para sí. Ahora que ha ingresado a la
última fortaleza, lo impulsa una sola cosa: unirse a la Defensa Délfica.
Poner su esfuerzo en la batalla. Su Pretoriano necesitará a todos los
combatientes disponibles para la defensa, porque cuando el enemigo
alcance la Defensa Délfica, cada guerrero será crucial. Thane lo sabe bien;
ha estado afuera, ha visto lo que se avecina.
Pero entiende que tiene una responsabilidad más grande. Debe
informar, tan pronto como sea posible, de su entrada sobrenatural y de las
terribles implicaciones que eso conlleva.
Llegan a un amplio atrio adornado con vastas pinturas al óleo, un
homenaje a la unión de Terra con Marte. Las imágenes, ricamente
detalladas, le parecen una cruel burla. Ha luchado y matado a demasiados
seguidores del Mechanicum Oscuro como para confiar en ellos de nuevo.
Molwae se vuelve repentinamente, la espada lista. Los tapices
electrificados contra la pared trasera ondean con una corriente de aire.
—Cálmate, hermano —silba Berendol.
—Pero...
—No hay nada allí —le asegura Berendol.
—Pero, mi señor —insiste Molwae—, antes no había corrientes de aire.
El iniciado tiene razón. No las había. Thane avanza, su martillo de guerra
listo. Siente una brisa fría. Los tapices vibrantes se agitan, sus hilos
voltaicos capturando la luz. Las imponentes puertas doradas están
ligeramente abiertas.
Thane empuja una de las puertas con la cabeza de su martillo.
Más allá, hay un corredor. El piso es de metal galvanizado y las paredes y
el techo están revestidos de gruesos conductos. No parece adecuado. ¿Por
qué una cámara amplia conduce a un sencillo túnel de servicio?
Thane avanza unos pasos. La temperatura en el túnel es varios grados
más baja. Escucha el zumbido de los sistemas de ventilación. La pantalla de
su visor le muestra claramente el cambio acústico y la variación de la
temperatura. Pero también revela algo más, un microcambio detectado
por los sensores de sus botas y grebas.
Se inclina lentamente y presiona el suelo con la palma.
No es un piso propiamente dicho, sino una cubierta. El suelo metálico es
en realidad una serie de placas gravitatorias. Están calibradas para simular
la gravedad terrana normal, pero sus sensores perciben una sutil transición
de gravedad natural a artificial. ¿Dónde, dentro del Palacio, hay espacios
con suelos de placas de cubierta? Esa es una técnica de construcción
propia de naves espaciales.
Thane se pone de pie y comienza a darse la vuelta cuando Berendol lo
llama por su nombre.
La criatura está ahí. No estaba, y de repente, se materializa. Ocupa el
túnel frente a él.
El martillo de Thane se alza, pero no es lo suficientemente rápido.
6|XXI
El camino que habremos recorrido
No hay nada. Sólo otro pasillo oscuro, otro suelo desnudo, otra fila de
estatuas. Las luces están apagadas. Hay una corriente de aire débil y fría.
Se queda quieto un momento.
John aparece en la puerta abierta detrás de él.
—Anticlimático —dice.
Oll se gira y lo mira con una sonrisa melancólica.
—Más a menudo de lo que parece —responde. Luego, en voz muy baja,
añade— ¿John?
—¿Qué?
Ahora que se ha girado, Oll puede ver el otro lado de las puertas por las
que acaba de pasar. Hace una señal a Grammaticus.
—Mira —dice.
Otra lazada de hilo rojo está atada a una de las manijas de la puerta de
su lado. Los demás se acercan para observar.
—Nosotros no hicimos eso —afirma Zybes—. Nunca habíamos estado
aquí.
—Marcamos el camino al entrar —explica Oll—. De manera
convencional al principio, pero marcamos un camino. Ahora que los muros
han caído y las distancias no tienen sentido, el hilo sigue indicándonos
dónde ir. Hacia donde queríamos ir.
—¿Qué diablos significa eso? —pregunta John.
Oll lo mira.
—Terra se está muriendo —declara—. Está siendo devorada por la
Disformidad, y la Disformidad lo está confundiendo todo. Solo queda un
camino marcado.
—¿Un camino que no hemos hecho?
—Aún no lo hemos hecho —dice Oll—. Las dimensiones se han
desplegado, y eso incluye el tiempo. Puedes sentirlo, ¿cierto? Tenemos un
camino a través de este laberinto. Erda nos dio los medios. En algún
momento, lo logramos. Lo marcamos. En algún momento, de alguna
manera.
—Oll —dice John.
—Sé que no tiene lógica y yo mismo no lo entiendo del todo, pero
piensa. Toda progresión lineal se ha esfumado. Simplemente ha
desaparecido. El tiempo, el espacio. Pero hemos dejado un camino a través
de él que sigue siendo cierto. Lo marcamos. O lo marcaremos. Solo
tenemos que seguirlo.
—¿Hacia dónde? —interroga Krank.
—No lo sé —admite Oll—, pero tiene que ser mejor que quedarse aquí
esperando morir.
—Este camino... —reflexiona Zybes—, ¿es uno... que todavía tenemos
que hacer? ¿Nuestro yo futuro?
—Futuro, pasado, es todo lo mismo ahora —afirma Oll.
—Eso no parece respaldado por los datos, soldado Persson —interviene
Graft, volviendo al modo estacionario con un siseo hidráulico.
—En efecto, no —murmura Actae—. Pero puedo sentir el cambio de
estado de este lugar. La inevitable reconfiguración del universo material.
—Y yo puedo verlo —dice Katt, con voz suave.
Actae dirige su rostro ciego hacia ella.
—Mira a tu alrededor —insiste Katt—. ¿No lo ves también tú?
El pasillo está oscuro, las luces están fundidas. Chispas caen de los
accesorios quemados. En la penumbra azul, distinguen las estatuas
doradas y otros adornos del regio Santuario Interior. Pero al ajustarse sus
ojos, ven que las paredes son de metal gris pizarra, remachadas y con
manchas de verdín. Pesados soportes y vigas de hierro cruzan el espacio
sobre ellos. El suelo está hecho de planchas de cubierta enrejadas, no de
mármol. El aire huele a humedad y podredumbre.
—Esto no es el Palacio, ¿cierto? —pregunta Katt.
—Ya no —responde Oll.
—Reconozco este lugar —dice John, con un atisbo de miedo en su voz—.
Lo he soñado, una y otra vez. El mismo maldito sueño. —Mira a Oll—. Es la
nave, ¿verdad? ¿Su barco?
Oll asiente.
—Creo que sí —responde—. Doblada y fusionada con el tejido del
Palacio, hasta el punto de que es imposible discernir dónde termina una y
comienza la otra.
—Entonces... ¿está aquí? —dice John.
—Supongo que sí —dice Oll—. Y si Horus está aquí, Él también lo está.
Avanza por la fila de estatuas, que parecen tan desubicadas en el
monótono túnel de servicio de una nave de guerra. Cuatro estatuas más
adelante, encuentra otro lazo de hilo rojo.
—Vamos a encontrar nuestro camino hacia ellos —declara—. Para bien o
para mal.
Los demás comienzan a seguirlo. Quiere instarlos a que se apresuren,
pero no desea que estén más temerosos de lo que ya están. Aun así, deben
moverse. Lo que le ha perseguido desde Calth, lo que lleva a sus espaldas,
lo que camina detrás de él, ahora está más cerca que nunca, porque ya no
necesita del tiempo para alcanzarlos.
6|XXII
La Gorgona
La oscuridad tras la Gorgona se agita imperceptiblemente, sombra tras
sombra, como si fuera satén al viento. Sanguinius distingue susurros entre
ella, reconoce el olor rancio de cuerpos, no todos vivientes, y el hedor a
dolor mutilador. Un escalofrío le recorre la piel.
—No —dice Sanguinius—. No estoy muerto.
Ferrus Manus se encoge ligeramente de hombros, sin responder.
—¿Me permitirás pasar? —pregunta Sanguinius—. ¿O pretendes...
—No te detendré —responde Ferrus.
—Sin embargo —continúa Sanguinius—, sospecho que eres una
distracción diseñada para retrasarme, así que...
—Lo soy —afirma Ferrus. Sus ojos plateados son firmes. Su boca se
mueve desincronizada con sus palabras—. Todo esto lo es. Una
demostración de poder.
—Como suponía...
—No, Sanguinius. No. No como crees. Eso es lo que intento explicarte.
Advertirte, supongo. No tienes idea del poder de él.
—¿Lupercal?
—Sí, Lupercal. Tan solo el poder de su voluntad me permite estar aquí.
Las sombras se agitan y crujen nuevamente.
—Y no soy un truco —insiste Ferrus—. No soy una ilusión, ni un engaño
conjurado desde la inmateria para distraerte. Lo sabes, ¿cierto? Puedo ver
que lo sabes. Estoy muerto, Sanguinius, pero aquí estoy. Soy real, soy yo,
estoy muerto y estoy aquí. Así de poderoso es. Él no necesita crear un
espectro de mí, ni conjurar alguna visión que se me parezca. La
Disformidad está tan presente en él, que simplemente puede traerme aquí
desde el otro lado de la mortalidad.
—¿Para luchar contra mí? ¿Para detenerme?
—Oh, hermano, no. Para impresionarte. Para alardear.
—Entonces estoy impresionado —dice Sanguinius—, pero aun así voy a
matarlo.
Una sonrisa dolorosa se forma lentamente en el rostro de Ferrus Manus.
Es una versión lastimada de una sonrisa que Sanguinius ha extrañado
durante mucho tiempo y que le toca profundamente.
—Y yo estaré observando cómo lo haces —dice Ferrus, con los ojos
resplandecientes, aunque su boca ya no acompaña sus palabras.
Junta sus manos resplandecientes y mira fijamente a Sanguinius.
—Eso es lo que pasa con la Disformidad —dice—. Y no creo que nuestro
hermano primogénito se haya percatado aún. Está ebrio de poder. Ahora
puede hacer cualquier cosa, lo que su voluntad desee. No solo se lo
imagina, lo hace realidad. Puede fusionar el mundo con el cielo, hacer que
el tiempo se disperse como los pétalos de un diente de león, enrollar la
materia de nuestro universo en un nudo y convocar ciudades inexorables.
Puede arrancar a los muertos de sus tumbas y de sus épocas, y hacerles
vivir como vivían antes. Pero carece de sutileza. Es como el juego de un
niño.
—¿Estás diciendo que no tiene control?
—Tiene control, pero la Disformidad es inmensurable. Ha rajado el reino
empírico y, mientras se entretiene con algo, deleitándose o dominando
una nueva técnica, la Disformidad se desborda a su alrededor, siguiendo
sus propios impulsos. Me trajo aquí por capricho para saludarte. No sé qué
tenía en mente. ¿Sorprenderte? ¿Recordarte que la muerte siempre está
cerca? Tal vez pensó que verte a tu hermano perdido te afligiría o
enloquecería. ¿Quién sabe? Tal vez te tentaría.
—¿A qué?
Ferrus vacila.
—¿A unirte a él? Le encantaría. Él te ama. Matar es fácil, destruir... no
hay desafío, y la satisfacción es efímera ahora que lo ha hecho tantas
veces. Pero, ¿convertirte? Hacer que te unas a su causa... eso sería un
logro, un desafío de verdad. Imagina, no solo usurpar el Imperio del
Hombre, sino también convertir a sus defensores más leales. Hacer que
abandonen su causa y se unan a él. Eso sería un verdadero triunfo.
Requiere un esfuerzo auténtico.
—Pues bien, hermano, eso no va a pasar.
Los labios de Ferrus no se mueven, pero su voz resuena desde la
distancia.
—No, aunque su argumento sea convincente.
—Expónlo —insta Sanguinius.
El primer primarca perdido vacila.
—Preferiría no hacerlo —dice.
—No, concédeme ese gusto —insiste Sanguinius.
Ferrus frunce el ceño.
—Está bien. Lo has conseguido. Se acabó. Nada puede detenerlo ahora.
Ni tú, ni nuestro padre, ni Rogal, ni el maldito Constantin. Está hecho. El
Caos ha triunfado y la Ruina Suprema está sobre nosotros. Así que tú y
todos los que insistan en luchar pueden morir... o pueden rendirse.
—Creo que me conoces mejor que eso —dice Sanguinius.
—Sí, así es. Pero hay una ventaja en la sumisión. Él ha dejado un lugar
para ti, ¿entiendes? A partir de este momento, la Ruina reina en las
estrellas. Eso no lo puedes cambiar. Así que o mueres y sucede, o te
sometes y te conviertes en parte de ello. Quédate a su lado. Guíalo. Él te
escucharía. Podrías influir. Puede que no sea el futuro que deseabas,
puede que sea el futuro contra el que luchaste a capa y espada para evitar.
Pero es inevitable. Únete a él y ayúdalo a forjar la mejor versión de esa
Ruina.
Sanguinius asiente.
—Ahora no suenas como tú mismo, "hermano" —dice—. Ahora suenas
como un engaño. Una falacia. Una voz ajena.
Ferrus hace una mueca y levanta sus poderosas manos en un gesto de
disculpa.
—Hermano, por favor —dice, afligido—. No te lo estoy pidiendo. No
intento convencerte. Me pediste que expusiera su caso, así que lo hice. No
quiero que te unas a él. Créeme, es mejor morir.
—No me uniré a su lado —afirma Sanguinius—. Nunca he estado
tentado y no cambiaré de parecer ahora. Aunque hayamos perdido.
—Bien —responde Ferrus—. Me habrías decepcionado si hubieras dicho
algo distinto.
—Prefiero luchar hasta mi último aliento —declara Sanguinius—, y dejar
que la galaxia arda. Aunque no lo pueda evitar. Prefiero morir.
6|XXIII
Cómo luchamos
—No es un sonido alentador —comenta Fo, al escuchar los cuernos
sonar de nuevo.
—No, no lo es —responde Xanthus, mirando hacia las pequeñas
ventanas del laboratorio mientras siente el terror hervir en su interior.
—¿Significa lo que creo que significa?
—Sí, Fo.
Fo toma aire (el terror se apodera de mí. Lucha contra el impulso
irrefrenable de huir). Extiende la mano para ajustar un control en la
consola, incrementando los amortiguadores acústicos de la cámara. El
estruendo de las bocinas de advertencia se suaviza, aunque los objetos
sueltos de la estación de trabajo continúan vibrando.
—Ahora —retoma Fo—, como iba diciendo...
—Quieres una muestra de sangre —dice Xanthus—. ¿De mí?
—Sí. Sangre y un poco de material celular.
—No confío en ti, Fo —replica Xanthus—. Sospecho que esto es algún
intento de escapatoria del que no sacaré provecho.
—Puede ser —admite Fo—. Pero en serio... ¿adónde podría huir ahora?
Por favor. Asumo que eres un humano estándar. ¿Sin modificación
genética? Necesito muestras frescas para control, y tú eres el único
humano aquí. Me usaría a mí mismo, pero eso no te convendría.
Arremángate, Xanthus. Piensa en esto como el instante en que, de manera
modesta, te conviertes en uno de los campeones del Trono.
—¿Qué?
—Oh, no necesitas ser una imponente bestia en armadura de cerámica
para salvar el mundo. Cada uno de nosotros que, en su pequeña manera,
lucha contra la inminente fuerza destructiva, puede ser aclamado como
campeón en los siglos futuros. Incluso yo. Esta es nuestra lucha, Xanthus, y
así es como la enfrentamos.
Xanthus lo mira con el ceño fruncido. Fo levanta la aguja del
muestreador.
—Listo —anuncia Fo—. No duele, ¿cierto? Acabas de dar un paso hacia
la inmortalidad, Elegido. Tu maestro se enorgullecería de ti. Y cuando
alguien te pregunte, podrás decir, con toda sinceridad: "Sí, en efecto, soy
un campeón del Emperador".
6|XXIV
Campeón del Emperador
Sigismund, Ese nombre ahora es secundario. El Emperador lo ha
nombrado Su Campeón, y eso es lo único que cuenta. Todos los demás
detalles y adornos de su vida han quedado relegados ante esa única y
precisa responsabilidad.
En la Vía Aquila, los traidores de la Décima Compañía, Hijos de Horus,
retroceden al verlo, y al ver a su capitán, Dorgaddon, yaciendo a sus pies
en un charco de sangre. Sigismund no les concede tiempo para recuperar
el juicio.
Piensan que enfrentan a un hombre. Pero no es así.
El Campeón ya no porta la placa amarilla de los Pretorianos. Ya no se
proclama Puño Imperial, ni viste el austero uniforme de los templarios. Ya
no se considera a sí mismo como Sigismund. Lleva una armadura negra de
verdugo, forjada por maestros artesanos, y maneja una enorme espada
negra de templado sobrenatural, ambos regalos de honor del Emperador,
concedidos por los Elegidos del Sigilita para su propósito. La espada negra
está unida a su muñeca con cadenas de devoción, la única concesión a su
pasado.
Detrás de él, oye el aliento entrecortado de la vasta y desafortunada
multitud. Escucha a Euphrati Keeler gritar su nombre.
Ella piensa que se unirá a su grupo y buscará retirarse ahora que la ha
salvado. Un hombre contra una compañía. Las probabilidades son
desquiciantes. Seguramente forzará una retirada, porque ningún hombre
podría enfrentarse a...
La escucha jadear cuando él comienza a avanzar. Esa mujer es inusual.
Especial, singular como él, ambos designados para un propósito en contra
de su voluntad. Sus encuentros con ella a lo largo de los años de esta
herejía han sido esporádicos, pero siempre han dejado huella en él.
La escucha jadear porque él se está acercando al enemigo.
Antes de que los Hijos de Horus logren reaccionar, su indignación se
desborda, y también su sangre comienza a fluir por la acción de él. Un
hombre contra una compañía entera. Probabilidades absurdas. Pero no
más insólito que la prueba de iniciación del Maestro de los Templarios,
donde el aspirante debe enfrentarse a doscientos hombres. Superó esa
prueba, un campeón de juramentos. Uno contra cien, doscientos, uno
contra mil... Siempre es uno a uno al final. Los ataques masivos no sirven,
incluso si todos atacan a la vez. Él es un solo blanco, y ellos son muchos,
estorbándose mutuamente. Es uno a uno, una y otra vez. Sus armas son la
furia, la destreza y la resistencia. Sus verdaderos enemigos son el
agotamiento y la duda, no los Hijos de Horus, sin importar cuántos se le
enfrenten.
Su espada, implacable, se lleva a dos en su avance, un tajo amplio y
lateral que los tumba. Se interponen en su camino. La espada negra sega
los brazos de un sargento que intenta golpear, luego gira para abrir en
canal a otro que va por su cabeza. Sigismund rota, empala a un traidor y
con un golpe lateral envía volando a otro atacante. Un bloqueo, con la
espada casi horizontal, se transforma en un barrido que acaba con dos
más. Mientras caen, su espada vuelve hacia el Hijo cuyo ataque bloqueó,
decapitándolo de un tajo que rebota en el pavimento.
Sigismund ya está girando, evitando una espada mientras golpea hacia
atrás a su portador. Esquiva un hacha de guerra, cercena las manos que la
sostienen y la garganta detrás de ellas. Gira y corta a otro, y luego ensarta
con su espada el torso de un Catafracto que aúlla. La criatura se parte en
dos mitades verticales. Avanza por entre ellos mientras se desploman,
perforando de frente a través de una placa facial, un tajo trasero a través
de una columna vertebral, y después la longitud completa de la espada a
través del pecho de un Hijo que casi halla un hueco en su defensa.
Arranca la espada negra, abriendo de par en par al traidor en el que
estaba clavada, esquiva un golpe más y hunde la punta en un esternón.
Luego, con un movimiento limpio, invierte el ataque para dar un golpe
espejo, perpendicular a su cuerpo, que traspasa a un Hijo detrás de él.
En diez segundos, ha derribado a quince hombres. Ninguno es de alto
rango, pero un hombre no puede atacar a oficiales y campeones sin
esperar las inevitables repercusiones de tales actos. Su asalto ha sido un
golpe fulminante, diseñado para sacudir y abatir al mayor número posible
antes de que recuperen el coraje.
A veces, eso es suficiente, y hasta las grandes unidades huyen ante tal
ferocidad.
No así los Hijos de Horus. Pero su golpe inicial también ha servido de
preludio. Ha permitido a sus cohortes posicionarse.
Sigismund lucha en solitario. Sus duelos con campeones enemigos son
combates individuales, de guerrero a guerrero. Pero en las llanuras
marcadas por la guerra de Terra, en el caos anárquico de la Guerra del
Caos, no se honran las formalidades del combate singular. Un campeón
solo caería rápidamente si esperase que se observaran las reglas del duelo.
Sigismund es un campeón, no un insensato.
Durante su sangrienta cruzada a través de los Dominios del Palacio, ha
reunido a sus aliados. Sus lugartenientes. Ellos lo respaldan, reteniéndose y
permitiéndole la esencialidad de ese primer enfrentamiento uno a uno.
Luego avanzan para hostigar al resto cuando el enfrentamiento se torna de
individual a colectivo.
Ese momento ha llegado. Sigismund no necesita emitir una orden.
Las balas de los tanques hieren a la muchedumbre de la Décima
Compañía, levantando columnas de humo y escombros en la Vía Aquila.
Los traidores son lanzados por los aires. Dos tanques Sicaran, un Arquitor y
un tanque de asalto Spartan desde el lado izquierdo de la vía, tres
Carnodons y un Depredador Deimos desde el derecho, todos
embadurnados en el blanco y negro del Templo, irrumpen de entre las
ruinas, derribando muros y esparciendo ladrillos, emitiendo un halo de
polvo alrededor de sus ruedas frenéticas y cascos vibrantes. Sus armas
principales están diseñadas para el largo alcance, así que recurren a las
secundarias al avanzar. Las ametralladoras y los cañones de soporte
giratorios rugen y truenan, disparando lanzas de luz y trazadores pesados
hacia el desorientado grupo de traidores.
Los Hijos de Horus, sin embargo, son vástagos de Lupercal. Aunque ya
azotados sin gloria por el embate de Sigismund, carecen de apoyo,
armadura o cobertura. Aun así, no huyen. Retroceden con lentitud,
resueltos, disparando desde la cadera mientras se repliegan, indiferentes a
los compañeros que caen y son despedazados a su alrededor.
Sus disparos, cada uno capaz de acabar con un hombre, explotan e
incendian los blindajes avanzados, desangrando fuego y trazos de humo.
Esto no es nada comparado con las fulgurantes lanzas y rayos de luz que les
acometen. Los Hijos de Horus mueren con rapidez, cortados de la
formación, abatidos como lastres inertes, destrozados en fragmentos por
impactos directos. Desafiantes, perplejos, incapaces de asimilar que están
siendo diezmados por completo, los titanes de la Décima Compañía
retroceden a duras penas, dejando tras de sí un sendero de cadáveres para
que los tanques los aplasten.
Sigismund rebaja su espada mientras los tanques avanzan junto a él. Por
un instante, siente una especie de respeto por la determinación del
enemigo. No se han rendido ni escapado. Aunque sus filas han sido
deshechas por el fuego salvaje, han mantenido la posición. Todavía son
Astartes, al menos en parte.
Luego rectifica su pensamiento. No es valentía Astartes. Es necedad. Es
la obstinada soberbia de una fuerza de combate que se ha acostumbrado
demasiado a la superioridad en el campo de batalla. Con Dorgaddon caído,
la Décima Compañía está descabezada, sin capacidad de pensar, decidir o
reconocer la inminente derrota para hallar una respuesta adecuada. Es
como la muerte encefálica, un cuerpo que aún responde a los impulsos de
una cabeza que hace tiempo fue desprendida.
Finalmente, la Décima se desmorona. Con tres cuartas partes de sus filas
aniquiladas y muertas, se desintegran. Sigismund casi puede ver a cada
guerrero tomando conciencia, dándose cuenta de que la muerte
finalmente ha llegado, comprendiendo que su campaña de matanzas
triunfantes, que pensaron nunca terminaría, ha cesado abruptamente.
Empiezan a dispersarse, huyendo hacia los márgenes de la vía, buscando
el amparo y la protección de las ruinas. Pero incluso allí, la muerte les
aguarda.
Las secciones de tierra de sus segundos al mando. Los hermanos
templarios, con sus placas blancas y negras. Astartes de otras legiones que,
separados de sus propias compañías por la convulsión de la guerra, se han
unido bajo el estandarte de Sigismund. Excertus y soldados del Fuerte
Palatino, de la Novena Gravis y una docena de otras cohortes que han
convergido en su formación. Aguardan en las ruinas. Siguen a los tanques
por la calzada en formaciones compactas, usando los cascos de los tanques
como protección. Emergen, se despliegan y cargan, blandiendo armas y
alzando los estandartes de los Campeones, y se abalanzan sobre la Décima,
que ya en inferioridad numérica, intenta escapar.
Atrapados en una vía que creían dominar, la Décima Compañía se
desmorona. Los tanques cesan su fuego mientras los templarios embisten
a los Hijos de Horus, aniquilándolos con espadas y martillos. Los
francotiradores del Excertus Stratac 20 y del Geno Cinco-Dos Chiliad
eliminan a los que alcanzan las ruinas con certeros disparos a la cabeza. Los
espectros del reino empíreo claman al ser expulsados de cuerpos
demasiado dañados para contenerlos.
Una neblina roja de sangre se cierne en el aire.
Sigismund camina hacia donde está Keeler. Ella observa, con ojos
desmesurados, la carnicería que tiene lugar detrás de él.
—Señora Keeler —dice él, saludándola con su espada.
—Mi señor —responde ella, recomponiéndose—. El destino nos ha
unido nuevamente.
Él no comenta nada. Ella siempre lo ha tenido en alta estima. La última
vez que lo vio, se asombró de su gracia, creyendo que personificaba, más
que nunca, la voluntad del Emperador. Pero ahora percibe cuán fría puede
ser esa voluntad en su manifestación. Su armadura negra le da un aspecto
siniestro. Su heráldica de ébano parece un atuendo de duelo. O una
advertencia.
—¿Eres... Sigismund? —pregunta ella. Debe parecerle muy alterado. Si
su semblante es de luto, sin duda se pregunta, ¿por quién llora entonces?
¿Por el Sigismund de antes, ahora muerto, reemplazado por este ejecutor
imperturbable?
—Soy el Campeón del Emperador, señora —responde él—, pero el
hombre que conociste sigue siendo el hombre que soy.
—Usted... ¿está al mando del campo, señor? —pregunta ella—. ¿Es eso
lo que significa "Campeón"?
—No, señora —responde él. Dorn ostenta el mando del campo de
batalla, pero Sigismund, aunque es un gran planificador táctico como
cualquier otro, ha pasado solemnemente esa responsabilidad al Gran
Archamus, quien ha demostrado su genialidad estratégica más allá de toda
duda. La maestría en la guerra de Archamus es amplia en alcance y en
perspectiva; la de Sigismund ahora es tan precisa y acotada como el filo de
una espada.
—Mi misión —dice— es decapitar la hueste traidora. Perseguir y, en el
momento adecuado, matar a sus oficiales, sus capitanes, sus comandantes
y sus parangones, esos maestros de guerra ante los cuales otros huyen en
el campo de batalla, y los señores supremos de los que emanan todas las
órdenes y estrategias.
—¿A cuántos... debe matar? —pregunta ella.
—A tantos como pueda, uno tras otro, hasta que la muerte me detenga
—responde él.
Ella parece no saber qué decir. Detrás de él, los últimos estruendos de la
aniquilación de la Décima Compañía retumban a lo largo de la Vía Aquila.
Corrientes de humo negro se deslizan a su alrededor, llevándola a cubrirse
los ojos.
—Le agradezco su intervención —dice ella.
Nuevamente, él no responde. En su lugar, manifiesta:
—He escuchado una voz.
—Yo también, señor.
—Todavía la escucho.
—Yo también.
—El Emperador me ha encargado matar al enemigo —afirma Sigismund
—. Pero creo que debo suspender ese cometido lo suficiente como para
ofrecerte protección.
—¿Protección con qué propósito, señor?
—Protección para que alcances tu destino —responde, haciendo una
pausa—. ¿Sabes a dónde te diriges? —pregunta.
Ella quiere decir norte, pero en su lugar responde:
—Sí.
Él asiente. Se desabrocha el casco y se lo quita, revelando un rostro serio
e impasible.
—Entonces, ¿conoces esta voz como para otorgarle tal credibilidad?
—Sí, la conozco. ¿Y tú?
—Sé que me conoce —dice frunciendo el ceño.
—Bien, ella me ha guiado hasta ti a través de palabras y señales que
decidí no ignorar. Ahora estás bajo la protección de mi estandarte.
—¿Todos nosotros, señor?
Segismund frunce el ceño.
—¿Cuántos son? —interroga.
—Todos —responde ella—. Todos los que aún viven.
—Que así sea —declara el Campeón del Emperador.
6|XXV
Lecciones dos y tres
—¿Prefieres morir, hermano? —pregunta Ferrus—. Pues morirás. Lo
siento. Pero eso ya lo sabías, ¿no es así?
—Sí —dice Sanguinius.
Ninguna de las palabras de Ferrus Manus ha venido acompañada de un
movimiento en su boca. De hecho, su rostro denota que tiene la boca
sellada y la mandíbula tensa, como si estuviera soportando un dolor
insoportable.
—¿Sabes cómo? —pregunta Ferrus, con un eco distante que vacía sus
palabras.
—Sí.
—¿Y aun así viniste?
—Sí —responde Sanguinius—. Porque el cómo no importa, ¿verdad? Lo
que cuenta es el porqué.
Ferrus parece esbozar una sonrisa, aunque su expresión fluctúa
rápidamente.
—Sabíamos que podíamos contar contigo, Sanguinius —dice su voz,
emanando de algún lugar—. Tú lo comprendes.
—Lo entiendo —afirma Sanguinius—. ¿Y él? ¿Lo entiende... Horus?
—Ni lo más mínimo —sisea Ferrus.
Desde la oscuridad más allá de él, surge un gemido lejano y desgarrador.
La espada de Sanguinius se alza instintivamente, en guardia.
—¿Quién está ahí? —pregunta Sanguinius—. ¿Quién sufre?
—Todos —responde Ferrus, y sus labios se mueven un instante después
de que su voz suena—. Tú, yo. El dolor es la esencia de la vida, y la muerte
no es escapatoria. Debes saberlo. Esa es la segunda lección. Más allá de lo
que consideramos muerte, el dolor es aún peor. Consume. Eres consumido
eternamente. Desgarran tu ser...
—¿Qué eres? —indaga Sanguinius—. Empiezo a dudar de que seas
realmente mi hermano perdido.
Ferrus se detiene y un largo y pesaroso suspiro inunda la oscuridad. De
ese suspiro, su voz resurge.
—Lo soy —asegura. Sus labios forman palabras contradictorias y luego
se tuercen en una mueca—. Horus, en su demencia, me ha traído aquí
como un juego. Pero ahora que estoy aquí, por voluntad propia, soportaré
este tormento y permaneceré. No me iría. Mi propósito es orientarte.
—¿Orientarme? —interroga Sanguinius—. ¿O es para atraerme?
Gritos desgarradores y lejanos reverberan en la oscuridad desde la
distancia. Sanguinius no puede siquiera empezar a imaginar el tormento
que los ha causado. Se esfuerza por ignorar la sensación de que esos gritos
le resultan conocidos.
—Debes guiarte —insiste Ferrus—. Estoy muerto. Perdido. Condenado.
Fui terco y necio, pero aún así puedo enseñarte, para que no repitas mi
error. Al fin y al cabo, somos hermanos. Tú y yo, hermano, somos el
principio y el fin de esto. Yo representé la muerte al principio, tú encarnas
la vida al final.
Ferrus hace un gesto para que Sanguinius lo siga y comienza a avanzar
por el ámbito oscurecido. Sanguinius vacila.
—Una familia se reúne por una muerte o un nacimiento —murmura
Ferrus—. Esto podría ser ambas cosas.
—Espera —dice Sanguinius. Sigue a su robusto hermano unos pasos,
atravesando las hileras de ataúdes de piedra en silencio—. Este es el
camino por el que vine.
Ferrus se detiene y mira hacia atrás.
—Este es el camino por el que he venido —repite Sanguinius, aferrando
el pomo de su espada—. Me estás llevando de vuelta...
—No —interrumpe Ferrus.
—¿Adónde entonces? —interroga Sanguinius—. Afirmaste que me
guiarías, pero este no es el camino. Por aquí fue por donde vine. Me estás
llevando a...
—No —reitera la Gorgona con un atisbo de impaciencia, como si la ira
contenida en el caparazón necrodérmico de su fuerza de voluntad no
pudiera reprimirse por mucho tiempo. Su mirada denota frustración ante
la dificultad de su hermano para entender lo dicho.
—Horus ha enredado la materia. Ya te lo dije. La dirección carece de
sentido. Esta nave, hermano, el Mundo del Trono, el Palacio, los dominios
de la Disformidad y el Caos... todo está fusionado y entremezclado. No
busques coherencia o lógica. No la hay. Tercera lección. Aquí, nada tiene
sentido. Si debes encontrarlo, lo harás. No importa el camino que tomes.
Ferrus se gira hacia las sombras profundas.
—Tu encuentro con él es inevitable —afirma.
La Gorgona se extiende y sus manos de hierro brillantes parecen asir la
oscuridad misma. La fuerza fluye a través de sus hombros y su espalda
ancha mientras comienza a desgarrar la oscuridad, como si dividiera la
noche en dos.
Sanguinius procede con precaución. Trozos de sombra rasgada fluyen
junto a él como papel carbonizado. Ferrus Manus está abriendo un paso en
la negrura, sus manos maleables trabajan y moldean la sustancia de la
noche como si fuera metal candente en la fragua. Delante de ellos, un
crepúsculo pálido como el acero se hace visible. Sanguinius distingue vigas
deformadas, mamparos rotos, escotillas destrozadas. El interior oscuro de
una nave condenada.
—¿Está aquí? —pregunta.
—Si así lo deseas —responde Ferrus mientras aparta la oscuridad—.
Depende de ti. Pero si está aquí, debes estar preparado.
6|XXVI
Acero veterano
Una extremidad gruesa como el tronco de un árbol se lanza sobre él y lo
arroja por los aires. Thane vuela y se impacta contra una de las puertas
abiertas, la arranca de sus goznes y cae al suelo.
La criatura se abalanza sobre ellos. Tiene que agacharse para caber en el
túnel. Su cornamenta, semejante a la de un ciervo gigantesco, raspa contra
el techo. Sus ojos, barras de luz ámbar pulsante, parecen neón enfermizo.
Extiende sus enormes extremidades, gruesas como troncos, arrastrándose
y rascando el suelo. Sus manos, con ocho dedos cada una, son tan grandes
como las de un hombre adulto. El enorme hocico de la bestia emite
sonidos guturales, expulsando saliva y nubes de vapor. Los gruesos labios
morados y los sucios dientes se abren para revelar filas tras filas de dientes
serrados, como los de un pez o colmillos translúcidos de depredadores
abisales. Su lengua, un pedazo de carne azul brillante, es tan gruesa como
una rampa de embarque.
Thane se lanza por la puerta medio segundo antes de que el Demonio la
atraviese. Ambas puertas, una ya dañada por el choque de Thane, se
desprenden de sus marcos y se retuercen como si fueran láminas de metal.
Parte del dintel cae, enredado en las puntiagudas astas. La cabeza y los
hombros de la criatura sobresalen por la abertura. Sus brazos se extienden,
golpean el suelo y se repliegan para impulsarse. Las enormes manos, con
sus sucias y rajadas garras, perforan la pulida piedra y dejan profundas
zanjas paralelas en su superficie brillante. Molwae y Demeny retroceden
tambaleándose.
Berendol, en cambio, avanza hacia la criatura, enfrentándola
directamente, blandiendo su gran espada en arcos que parecen lentos y
pesados. Inflige largos y brutales cortes en los antebrazos extendidos del
Demonio, heridas que se abren de inmediato, derramando sangre que
salpica el suelo y cubre el pelaje decrépito y los pelos arácnidos de la
bestia.
El Demonio emite otro sonido gutural. Tantea y se lanza hacia Berendol.
Berendol esquiva una mano torpe y gigantesca, corta su pulgar, luego
inflige otro corte más profundo en el bíceps y se acerca a la cara rugiente
de la criatura para cortarle la mejilla y la frente. Deben acabar con él antes
de que consiga entrar en el atrio. El estrecho túnel de servicio limita y
restringe su enorme figura. Si logra liberarse, el espacioso atrio le permitirá
alzarse, ponerse de pie, para...
Berendol continúa asestando heridas profundas en el hocico y la frente
del Demonio.
Cegado por la lluvia de su propia sangre, el Demonio avanza con su
enorme cabeza y atrapa a Berendol entre sus fauces.
6|XXVII
Un libro
—Llevo muchos años trabajando aquí —dice el archivero—. Nunca
pensé que estas obras fueran algo más que alegorías.
—Ninguno de nosotros lo hizo —responde Sindermann.
—¿Ninguno de nosotros, señor? —pregunta el archivero con suavidad.
—Bueno, uno o dos tal vez —admite Sindermann—. Unos pocos que
tuvieron un atisbo.
—Estás pensando en Keeler —dice Mauer.
Sindermann asiente.
—Y a quién le importó? La tratamos como a una profeta loca que
difundía ideas peligrosas.
—¿No han venido aquí en busca de ideas peligrosas? —interroga el
archivero.
—Sí —exclama Sindermann, poniéndose de pie—. Podemos quedarnos
aquí y morir lentamente de frío, o podemos hacer algo.
—¿Salir de aquí? —sugiere Mauer—. ¿Avisar a alguien? ¿Pedir ayuda?
—¿Avisar a quién? ¿Desde dónde? —interroga Sindermann—.
Escucharon las bocinas que sonaron después de que Garviel nos dejó.
Todos las habían oído. Incluso en lo profundo de la Sala de Leng, los
cuernos de alarma habían sonado atronadores. El rugido del Palacio
anunciaba que ya no era seguro.
—Al menos aquí es tranquilo —dice Sindermann—. Así que trabajemos
mientras esperamos a Garviel.
Los tres se levantan y recorren de nuevo los pasillos entre las
estanterías. El creciente frío parece devorar la luz y atenuar sus voces. Se
hace más difícil leer los títulos en los lomos de los libros y las luces sobre
algunas obras de arte se han apagado completamente.
—Hace demasiado frío —comenta Mauer, su aliento formando vapor.
—Podría intentar ajustar el sistema de climatización —ofrece el
archivero.
—¿O podríamos encender un fuego? —sugiere Mauer. La archivista la
mira con horror.
Mauer se encoge de hombros con sarcasmo y señala las estanterías que
les rodean.
—Bueno, hay mucha leña seca aquí —dice.
—No quiero ser parte de una sociedad que quema libros —afirma
Sindermann.
—¿Pero una que los censura y los oculta está bien? —se burla Mauer.
—Estos textos han sobrevivido un tiempo asombrosamente largo —dice
el archivero con calma—. Son los únicos ejemplares de muchas obras que
quedan. Si intenta quemarlos, señora, la mataré.
Mauer mira sorprendida al archivero, que acaba de pronunciar las
palabras más audaces desde su llegada. Mauer es más alto y lleva una
pistola, pero la archivista se mantiene firme.
—Estaba bromeando —dice Mauer.
—Pero ahí está el espíritu —interviene Sindermann—. La resistencia
humana ante la profanación gratuita. Mientras haya personas como esta
joven que defiendan lo que es justo, hay esperanza. —Se gira hacia la
estantería más cercana y examina los títulos—. Y tiene razón. Estos textos
son valiosos históricamente, sí, pero también podrían ser nuestra
salvación. Si salvan aunque sea una vida, habrán probado su valor.
Comienza a sacar algunos volúmenes: estudios diacrónicos, una
Consolidación de Mathmeta, tratados isosóficos y almanaques de
gemetría, un estudio sobre Crytophasia...
De repente se detiene, fijando la vista en un pequeño libro
encuadernado en cuero, no más grande que un salterio. Otros libros caen
de sus manos al suelo como si fueran pájaros aturdidos.
—¿Qué es? —pregunta Mauer.
—Es... —comienza a decir, pero las palabras no salen. En la cubierta está
grabado el título: El libro de Samus.
6|XXVIII
El que de queda detrás
Loken no vacila. No trata de combatir. No aguarda a que el monstruoso
gigante surja del caudal sangriento.
Se gira. Huye.
Avanza tan rápido como puede, atravesando la espesa y pegajosa
sustancia, cubriéndose con chorros de sangre.
La voz se burla detrás de él, resonando por el túnel de servicio que deja
atrás.
—Samus es mi nombre —retumba la voz—. Lo conoces. Te conoce.
Siempre lo has sabido.
Es la misma voz que siempre ha oído. Ese cacareo húmedo como una
marisma, seco como un hueso, que resonó en los Susurros. Es la voz del
demonio. Pero también hay otras voces, muchas más, entrelazadas como
hebras trenzadas para formar una cuerda. Jubal, el Sigilita, Mersadie,
cientos de voces, miles. La voz de Mersadie resuena con claridad. En la
oscuridad de la Guerra Solar, el demonio la poseyó, utilizó su voz, su forma,
y luego la destruyó. Desde entonces, ella ha perseguido a Loken como un
espectro incapaz de narrar su historia. Su voz lo acecha ahora.
Desea girarse y enfrentarla. Acabar con ella. Extinguir ese eco por lo que
le hizo a Mersadie Oliton y por todo lo que ha caído en el Reino Solar.
Sin embargo, Loken continúa adelante. No mira atrás. Es plenamente
consciente de que este lúgubre túnel de servicio, inundado de sangre, no
es lugar para hacer frente a una criatura así. Necesita que la disposición de
la nave juegue a su favor.
De alguna manera. Tiene que recordar la estructura de la nave, siempre
y cuando no se haya deformado demasiado.
Y sabe que un solo vistazo hacia atrás sería su perdición. Una mirada a
esa cosa, y todo habría terminado.
—Soy el que camina detrás de ti —se ríe la voz.
—Entonces quédate detrás —murmura Loken.
Corre lo más rápido que su cuerpo le permite, lidiando con la resistencia
y el impedimento del mar de sangre espesa y coagulada. No mira hacia
atrás, ni siquiera cuando escucha el chapoteo de una gran silueta que se
pone en movimiento detrás de él, ni cuando oye el estrépito de una cabeza
y unos hombros colosales golpeando y rozando las tuberías elevadas al
perseguirle, ni siquiera cuando una ola lo alcanza y lo rebasa, empujada
por la masa que lo sigue de cerca.
La ola de avance casi lo tumba. Se recupera y continúa corriendo, con el
líquido rojo salpicando y agitándose.
—Samus. Ese es el único nombre que oirás —resuena el clamor. ¿Fue
real el atisbo que tuvo del Sigilita antes de que el demonio apareciera, o
simplemente otra de sus engaños?
Treinta metros. Si la memoria eidética de Loken no ha sido confundida,
solo hay treinta metros más hasta la salida. Veinte. Siente la corriente
opuesta en sus piernas, el tirón del líquido. Diez. Las ondas generadas por
el avance del monstruo golpean las paredes del túnel y se revuelven
alrededor de sus muslos.
—¡Cuidado! ¡Samus está aquí!
Ahí está. A la izquierda. La reja de drenaje, medio sumergida, sofocada
por el caudal que inunda el túnel, obstruida por coágulos de sangre y
tejido.
No mira atrás. Golpea la reja con su espada sierra. El zumbido de los
dientes cortantes atraviesa el metal y arroja sangre en un gran estallido. La
espada tose y se recalienta al sumergirla para cortar más profundo. El olor
a sangre quemada sube en un humo marrón y repugnante...
La reja cede. De inmediato, Loken siente el violento incremento del flujo,
la corriente arrastrándolo. Se suelta y se sumerge en la sangre.
La corriente lo arrastra. La sangre de sus hermanos caídos y condenados,
probablemente. Es arrojado hacia el drenaje, succionado, gorgoteando y
rugiendo a medida que avanza. Sus extremidades y su armadura raspan y
chirrían contra las paredes del desagüe mientras es arrastrado hacia
adentro. Algo enorme, una garra del tamaño de un hombre, golpea la
entrada del desagüe un segundo demasiado tarde, doblando el metal y
abollando la pared del túnel.
El mundo se tiñe de rojo y luego de negro. Ahogado en sangre,
zarandeado como un objeto dentro de una lata, sordo por el retumbar del
flujo, Loken es arrastrado como una ramita por el desagüe.
El desagüe lo expulsa en un sumidero desbordado. Se revuelve, emerge
a la superficie y, entre patadas y tropiezos, se dirige al borde y se arrastra
hasta la pasarela. Está empapado de sangre. Por alguna razón, ha logrado
aferrarse a su espada sierra. Detrás de él, la sangre que fluye desde el túnel
de servicio se derrama por la boca del desagüe, creando una neblina
rosada.
Comienza a moverse, resbalando, completamente empapado de sangre.
El sumidero es un espacio vasto, el fondo de un pozo de ingeniería
profundo que atraviesa varios niveles. Se alza sobre él, cruzado a intervalos
por enrevesadas estructuras de tuberías y ductos. Arriba, distingue una luz
tenue.
Aferrándose a su espada sierra, comienza a ascender por una escalera de
servicio anclada a la pared. Debajo, el depósito de sangre, cuyo nivel sube
rápidamente, empieza a burbujear y espumar, volviéndose frenético. Algo
emerge del remolino en el aire, como un leviatán marino rompiendo la
superficie.
—El único nombre que oirás —resuena una voz.
Samus persigue a Loken en las entrañas del Espíritu Vengativo
6|XXIX
Palabras en las Cabezas Susurrantes
Sindermann abre el libro y sus dedos tiemblan.
—No puedo —dice—. No consigo leerlo.
—Dámelo —dice Mauer. Ella se lo arrebata y lo abre, pasando las
páginas rápidamente—. ¿Qué te llamó la atención de este libro?
Sindermann, su mente inundada por un torrente gélido de recuerdos de
las Cabezas Susurrantes, no logra articular una respuesta.
Mauer comienza a leer en voz alta.
—Mira sus legiones patéticas, sus ejércitos destrozados, sus muertos
vivientes, que existen solo para matar y matan por el mero acto de matar.
Ya no tienen sentido sus esfuerzos psicóticos ni sus sacrificios histéricos. No
hay nada que ganar o perder...
6|XXX
Detrás, a un lado
Loken no mira hacia abajo. Escala la escalera, mano tras mano, su agarre
resbaladizo chirriando contra los escalones metálicos. Escucha el metal
retorcerse y rasgarse. La criatura está trepando detrás de él, sacando su
enorme masa del líquido y ascendiendo por la pared, clavando sus garras
para anclarse. Todo el pozo tiembla con el peso de su movimiento.
—Me llamo Samus —resuena la voz de todas las voces a su alrededor.
Loken no mira hacia abajo. No cesa en su ascenso.
La escalera se sacude violentamente y comienza a moverse. La criatura
está agarrando la escalera más abajo, arrancándola de la pared,
desprendiéndola de sus anclajes. Los pernos de fijación estallan con un
sonido similar al de disparos. La estructura raspa y chirría mientras se
tuerce y dobla.
Cuando la escalera se derrumba, Loken salta. Desde al menos treinta
metros de altura, se lanza hacia un puente de tuberías y conductos
cercano, con los brazos extendidos.
Por poco no lo consigue. Golpea el puente con su pecho y rostro, un
impacto tan fuerte que suena como un disparo, y de alguna manera se
aferra. Se agarra con desesperación, balanceando sus piernas. A su lado, un
tramo largo y retorcido de la escalera se desprende, arrancado de la pared,
cayendo al depósito con un prolongado gemido de metal que se dobla.
Sus piernas se mueven frenéticamente. Sus manos, ensangrentadas,
luchan por mantener un agarre seguro. Lentamente, demasiado
lentamente, se arrastra hasta el tope del puente formado por tuberías
metálicas y conductos hidráulicos.
La criatura sigue subiendo por la pared debajo de él, trepando por el
metal desnudo.
Loken se pone de pie. Balancéandose, con los brazos extendidos,
comienza a atravesar el puente hacia el otro lado del inmenso pozo. Las
tuberías emiten un chirrido bajo el peso de la bestia. Loken ajusta su
equilibrio y alcanza el otro lado, donde solo hay una pequeña plataforma,
apenas un saliente. Encima de la tubería hay una escotilla que no tiene
tiempo de abrir.
Finalmente se gira.
Allí está, arrastrando su enorme y musculosa masa hacia el otro lado del
puente de tuberías, que se queja bajo su peso. Es una masa enredada y
goteante de sangre. Solo sus ojos son visibles.
—Soy el que camina detrás de ti —burbujea con un tono jocoso.
Loken no contesta. Alza su mano izquierda y hace un gesto burlón, un
desafío.
El Nunca Nacido, complacido, trepa por el tambaleante puente hacia él,
y sus garras perforan las tuberías, liberando chorros de aceite y fluido
hidráulico y expulsando nubes de vapor a presión. Todo el puente se
tambalea y crujido.
La espada sierra de Loken se desliza en su mano derecha. La empuña con
firmeza, la hoja hacia abajo, y empieza a cortar con ímpetu las tuberías,
puntales y conductos del puente. Las chispas saltan, los fluidos brotan con
la fuerza de una arteria cortada, y el metal ulula. El aire a su alrededor se
llena de humo y virutas de acero.
El Nunca Nacido gruñe de frustración y acelera su avance, escalando
como un simio que trepa por una rama flexible.
Loken aplica aún más fuerza en su corte. La espada sierra comienza a
chisporrotear y a sobrecalentarse, perdiendo dientes mientras la hoja se
desgasta y se atasca. Se esfuerza más en la tarea.
Intrigado, el Nunca Nacido se aproxima y extiende su mano. La espada
sierra se atasca de repente, inutilizada, con la mitad del puente aún intacta.
Pero el daño ya está hecho. El corte incompleto, sumado al peso del
demonio mientras se arrastra hacia el centro del puente de Loken, es
suficiente. Las tuberías se parten. Los cables se sueltan. Los puntales se
desgarran. El puente se dobla, desplomándose desde el extremo
parcialmente cortado por Loken. Se oye un estruendo ensordecedor de
metal desgarrándose. Y algo más grita.
El demonio.
El puente de tuberías se precipita hacia el abismo, su estructura rotativa
hecha pedazos chisporrotea y golpea las paredes del pozo. La espada sierra
arruinada cae con él.
Y Samus también.
Loken observa cómo las formas se alejan por un segundo. No se queda
para presenciar la cascada de sangre que indicará el impacto. Se dirige a la
escotilla, desbloquea los cerrojos manuales, abre la tapa de seguridad del
mecanismo de cierre e introduce su código de autorización.
La escotilla se desbloquea. La abre con fuerza y trepa a través de ella.
Al otro lado, un corredor de acceso adyacente al casco en el costado de
babor. Acceso Transversal (Babor) 511723, le recuerda su memoria exacta.
Está tranquilo y deshabitado, con luces de baja intensidad que emiten un
brillo dorado tenue.
Comienza a caminar, avanzando por el corredor. Su armadura está
incrustada de sangre seca. Se siente vulnerable sin su espada sierra, por lo
que desenfunda su pistola bolter. El pasillo reina en un silencio sepulcral.
Hay una delgada capa de polvo sobre todo, como si nadie hubiera pasado
por allí en mil años. Su visor escanea en busca de contactos, fuentes de
calor, movimiento.
De repente, un golpe de fuerza inmensa lo lanza contra la pared lateral.
Aturdido, intenta girarse. Ha perdido su bolter. Su visor no registra nada.
—Soy quien camina a tu lado —le susurra Samus al oído.
6|XXXI
No es del todo una ciudad
Zybes encuentra a otro y le hace un gesto para que se acerque. Otro lazo
de hilo rojo, este atado alrededor de un maltrecho tubo de desagüe de
plomo.
—Es uno de los míos —susurra mientras lo examina—. Definitivamente
uno de mis nudos.
Cuando levanta la vista hacia Oll, este puede ver el terror desconcertado
en los ojos del hombre. Son sus nudos, pero nudos que nunca ha hecho,
hechos con cordeles que nunca ha cortado, enrollados alrededor de
postes, tuberías y estatuas en una ciudad en la que nunca ha estado.
Vuelven sobre pasos que nunca han dado. Su curiosa odisea se ha vuelto
sobre sí misma, como un hilo.
¿Es una ciudad? Oll sigue pensando que es una ciudad, pero en realidad
no lo es. O no del todo una ciudad. Son muchas cosas, todas entrelazadas
en un orden y secuencia que no tienen sentido.
Es un lugar inquietante, oscuro y gris. Hay una pesadez constante, como
si se avecinara una tormenta. El cielo está nublado y blanco, una neblina a
través de la cual, de vez en cuando, Oll puede distinguir formas oscuras
distantes que parecen demasiado grandes para ser edificios, pero
demasiado quietas para ser otra cosa. Un leve olor llena el aire, un olor a
piedra húmeda, y en él, algo más dulce y orgánico, el inconfundible aroma
de la descomposición que acaba de empezar. No es fuerte, pero está en
todas partes, porque el aire es pesado y está perfectamente quieto. No
sopla el viento.
Y, sin embargo, se oye el sonido del viento. Un gemido, un zumbido bajo
y fluctuante que apenas se oye, como si un vendaval otoñal suspirara
alrededor de los frontones, las chimeneas y los tejados caídos. De vez en
cuando, oyen el susurro de las hojas muertas, arrastradas por el viento, o
el gemido de una puerta que se balancea sobre sus goznes podridos, o el
traqueteo de una vieja ventana que tiembla en su marco.
Pero no hay viento que agite estas cosas, ni señal alguna de otra causa.
Oll siente la tensión en la garganta y un tic en el párpado. Aquí no hay nada
ni nadie, pero a cada paso se siente observado. Ve su reflejo en el cristal
sucio de las viejas ventanas, y a veces esos reflejos parecen devolverle la
mirada con una intención propia. Su visión periférica se arrastra con
movimientos escurridizos, pero siempre que se vuelve para mirar, no hay
nada que ver. Algo está cerca, respirando y observando. Se pregunta si
podría ser la propia ciudad, la ciudad... o lo que se supone que sea este
lugar.
Algunas partes son definitivamente una ciudad. Pero otras son la otra
ciudad, ese gran y arrogante Palacio donde su viaje terminó y comenzó. Oll
percibe vestigios de ella por doquier: fragmentos de suelo donde los
adoquines sucios y rotos se transforman abruptamente en tramos de sectil
pulido o en extensiones de ouslita reluciente; pedazos de muro que brillan
con auramita y figuras de crestas Imperialis entrelazadas; arcos elevados,
algunos todavía sosteniendo electroflaméreos que titilan con una energía
agonizante; columnas, pilares de mármol, colgaduras y tapices con diseños
opulentos que representan escenas legendarias, ondeando con una brisa
letárgica; estatuas de oro y alabastro emergen en rincones insospechados,
algunas inclinadas sobre el suelo fracturado, otras cubiertas de líquenes
que habrían necesitado años para desarrollarse. Las estatuas también
parecen mirarlos.
El Palacio del Emperador está aquí, en parte. Es tangiblemente presente,
y al mismo tiempo no lo está. Es como estar tras bambalinas en un gran
teatro, donde los decorados y pisos de una escena se confunden con los de
otra mientras se prepara el escenario para el siguiente acto.
La otra escena, igual de caótica en su representación, es el buque
insignia del traidor, el Espíritu Vengativo. Su arquitectura monótona y su
decoración marcial, ambos concebidos para imponer poder, se entrelazan
con las majestuosas estructuras doradas del Palacio, como dos hebras de
ADN entrecruzadas creando alguna extraña quimera. Largos pasillos
serpentean entre compuertas de aire y escotillas antiexplosivas, y
fragmentos de mamparo que todavía muestran el código de serie de su
lugar original en la nave. Caminan sobre paneles de rejilla y, en ocasiones,
pueden escuchar el murmullo distante de los purificadores de aire y los
sistemas de climatización.
Es la nave. Es el Palacio. Es ambos, simultáneamente. Las estructuras
remanentes del buque insignia se imponen, pero hay más que eso. La
ciudad sin nombre donde se asientan los restos del navío y El Palacio
parece haberse desarrollado alrededor y entre ellos. Es una ciudad antigua
y musgosa, erigida hace eones por manos ya desaparecidas, con ladrillo y
piedra, tejas y madera, una amalgama inclinada, caótica y desmoronada de
decadencia y antigüedad. Calles empedradas y deformes serpenteantes
entre edificaciones desprolijas y fortuitas. Los tejados de tejas se tuercen,
se solapan y a veces exponen sus vigas como colmillos. Las ventanas de
grueso vidrio embotellado están veladas por la condensación o marcadas
por grietas. Los canalones están derribados. Hierbas y malezas brotan
entre los ladrillos dislocados. El cielo luce pálido y todo es un monocromo
gris. Hay un atisbo de lluvia en el horizonte, pero Oll tiene la certeza de que
es esa lluvia que siempre amenaza sin llegar a caer.
Le evoca reminiscencias. Resuena con las ciudades que ha conocido a lo
largo de su extensa vida, y halla ecos de ellas. Tiene similitudes con el
enredo de chabolas desatendidas que abarrotaban los oscuros corazones
de capitales olvidadas hace tiempo. Rememora las lúgubres colonias de
barrios mercantiles con sus vigas de madera expuestas. Le remite a Praag
y... a la vez, le recuerda a todos los lugares. Está en cada sitio donde ha
estado y también donde no ha estado. Es un lugar que se ha desprendido
de su geografía, se ha desligado de sus cimientos y se ha congregado aquí,
arrastrando fragmentos del palacio y de la nave como escombros a la
deriva.
O quizá sea un embrollo de lugares que aún están decidiendo en qué se
transformaran.
Le intimida en lo más profundo. Su silencio vacío, su letargo, emanan
malicia. Es como si estuviera acechando, aguardando su momento,
alistándose para embestir. Si ha estado esperando, ha sido por un tiempo
inmenso. Se cuestiona si ha estado aguardando por él específicamente,
como si todas las rutas y caminos, tomados o no, lo condujeran a este
punto. No hay regreso posible.
6|XXXII
¡Mira!
Loken trata de girar para agarrar una espada. La garra del demonio lo
atrapa de nuevo y lo lanza por el pasillo. Loken rebota contra un mamparo
y se desliza hasta detenerse. Él puede probar su sangre en la boca. Intenta
ponerse de pie, girar, y encarar a la criatura que se acerca.
—Estoy por encima de ti —anuncia Samus, atacándolo nuevamente por
la espalda. La onda expansiva proyecta a Loken de frente contra la pared.
Pierde el conocimiento por un instante y al volver en sí, se da cuenta de
que lo arrastran boca arriba por el tobillo a lo largo de la cubierta. Lucha
por soltarse, sin éxito.
Samus lo levanta, casi hasta aplastar su torso. Loken se ve asaltado por el
hedor a putrefacción, los olores a enfermedad, a cánceres y demencias y a
fagos bacterianos que solo los animales podrían detectar. El demonio lo
prensa contra la pared del casco, boca abajo, y lo inmoviliza allí. Escucha su
respiración, parecida al fuelle de un horno gigante.
Una enorme garra aparece en su campo visual periférico, con sus puntas
sucias extendidas. Las garras desgarran la pared a su lado, destrozándola
como si fuera papel mojado que se desintegra en un fango pulposo. Hace
un boquete en el casco de la nave, a través del grueso blindaje, el tipo de
daño que sólo un misil penetrante debería poder infligir.
No hay descompresión. No hay una violenta ráfaga de aire. Sólo el
orificio abierto y desgarrado, con hilos fibrosos y jirones ondeando como
cenizas en el viento. La luz brilla intensamente.
El demonio maneja a Loken como si fuera un títere, arrastrándolo hacia
la brecha en el casco, forzándolo a mirar hacia afuera. Forzándolo a ver...
—Mira —le susurra el Nunca Nacido al oído.
Loken observa el mundo debajo. Terra, consumida por las llamas,
vibrando con un resplandor terrible. El fulgor radiactivo casi lo ciega. Ve el
planeta envuelto en un manto de brasas, la quemadura de la destrucción,
el halo de luz imperiosa que rodea al agonizante Mundo del Trono como
una corona envenenada. Observa flotas en llamas y columnas de humo,
lanzas de Rayo y dardos de plasma. Ve una ciudad caída y, entremezclada
con ella, otra ciudad de algún otro lugar, que se ha infiltrado como raíces
de árbol, fusionándose con ella como un parásito. Percibe la inmensidad
atroz del vacío exterior, la eterna oscuridad, el deslizamiento, el remolino y
el aleteo de entidades que residen en esa negrura, entidades demasiado
vastas para ser vistas o comprendidas. Lo ve todo, todo lo que es, ha sido y
será.
—Mira sus patéticas legiones —dicen las voces de Samus—, sus huestes
destrozadas, sus cadáveres ambulantes, que viven para matar y matan
solo por matar. Sus esfuerzos psicopáticos y sus sacrificios histéricos ya
no tienen sentido. No hay nada que ganar o perder. No ahora, no para
ellos. Nada perdura de sus motivos, razones o agendas.
—N-no... —ronca Loken, intentando desviar la mirada. Sus ojos se niegan
a cerrarse.
—¡Mira! ¿No lo ven ellos también? El pasado ha desaparecido, y no
hay futuro. Solo queda el presente, y solo existe la guerra, y la guerra
arderá mientras haya combustible para alimentarla.
Se ríe en su oído, justo detrás de él.
—Y eso no será por mucho tiempo.
6|XXXIII
Restos mortales
El corazón de la nave yace en una quietud sepulcral. Es como adentrarse
en las entrañas de un cadáver que se ha momificado hasta convertirse en
una mera cáscara. Los soportes y las paredes parecen menos de Plastiacero
en descomposición y más como tejido muerto calcificado y fosilizado. Las
escotillas cuelgan de sus marcos como cuero en descomposición y, en
algunos lugares, las crestas del suelo se asemejan a vértebras
diseccionadas. Todo es seco y quebradizo, y la luz, tenue, se filtra a través
de una neblina lenta y perezosa de partículas de polvo errantes, algunas
capturando brevemente la luz remanente y brillando efímeramente.
—Dijiste... —comienza Sanguinius—. Dijiste que estaría aquí.
Ferrus Manus mira alrededor, inquieto.
—Debería estar —afirma.
—Entonces, ¿dónde? —preguntó Sanguinius. El dolor de su herida punza
en el costado y el sabor a sangre le llenaba la boca.
Sigue a la Gorgona por el estrecho sendero que su hermano perdido ha
abierto en la oscuridad envolvente. Sus pasos crujen sobre la cubierta
polvorienta.
Los susurros constantes los acompañan, llenando las sombras. De vez en
cuando, gemidos y chillidos se hacen eco en la oscuridad más allá de su
alcance. Algunos suenan distantes. Otros, estridentes y súbitos,
alarmantemente cercanos.
—Hay algo aquí —dice Sanguinius—. ¿Qué son esos sonidos?
—Los alaridos de los condenados —responde la Gorgona adelante, su
voz tan tenue y lejana como los gritos—. La mayoría son ecos de los
muertos. Los restos de aquellos que se han ido.
Encarmine vibra en la mano de Sanguinius. Se da cuenta de que la sujeta
con excesiva fuerza. Escudriña la oscuridad, pero no hay nada que ver salvo
sombras. Los lamentos de angustia que resuenan en la oscuridad están
distorsionados por el extremo dolor, pero no hay origen visible para
ninguno.
—Conozco esas voces —susurra.
—Las conoces —confirma Ferrus.
—Nuestros... hermanos —murmura Sanguinius, aterrado.
—Sí —dice Ferrus—. Los que, como yo, han caído. Y los restos mortales
de aquellos que se han transformado en algo distinto.
Un nuevo alarido levanta remolinos de polvo. Hay rabia en él, una rabia
que Sanguinius reconoce.
Angron...
—La Disformidad devora nuestras almas —afirma la Gorgona—. Los
perdidos y los desechados por igual. Magnus, el Rey Pálido, Alpharius, el
Ángel Rojo... no perdona a nadie. La muerte no es el fin, hermano. Es un
tormento sin final. Lección dos, ¿recuerdas?
Otro grito, esta vez extrañamente modulado por un dolor insoportable.
Otra voz conocida.
—Ninguno de ellos es una amenaza para ti —dice Ferrus con
despreocupación—. Ellos, al igual que yo, deseaban estar aquí. Deseaban
observar.
—¿A pesar de en qué bando estuvieran? —pregunta Sanguinius,
tensionado por la perplejidad.
—Por supuesto.
—¿Quién más? —interroga Sanguinius, con reticencia, sabiendo que la
respuesta podría ser dolorosa. Algunos lamentos son demasiado tenues
para identificarlos, apenas susurros y jadeos lastimeros y prolongados.
¿Quién más ha caído sin su conocimiento? ¿Está Rogal? ¿Y los otros, en los
que confiaban? Se había convencido de que vendrían, pero, ¿qué destinos
habrán encontrado desde la última vez que estuvieron juntos? ¿Acaso
alguna de esas sombras es Roboute? ¿Es uno de ellos Russ? ¿El León?
¿Corax? ¿Estos lamentos representan no solo a hermanos caídos sino
también a la esperanza misma? ¿Se oculta aquí la salvación, envuelta en su
mortaja, frustrada para siempre?
Ferrus, avanzando, no responde. Las partículas de polvo flotan en el aire.
—¿Qué es lo que crees que vamos a presenciar? —interroga Sanguinius.
—El final —responde Ferrus—. La muerte. Su último gran acto. Nos une
algo más que la sangre y la sangre vertida. Todos acabamos aquí, al final,
por él.
—¿Horus?
—Aquí es donde nos ha conducido, hermano —dice Ferrus, con una
sonrisa melancólica—. En el triunfo y la derrota, que parecen idénticos
desde nuestra perspectiva. Horus ha triunfado, la Disformidad ha
prevalecido. Es inútil debatir sobre lo correcto y lo incorrecto. Lo hecho,
hecho está, no importa de qué lado estemos.
—O desearíamos no haberlo hecho —añade—. O desearíamos haber
tenido otra opción.
6|XXXIV
La brecha Exoplanar
Las filas de dientes se cierran vorazmente sobre el torso y la pelvis de
Berendol, pero él no cesa en su lucha. Su espada se hunde en un ojo de la
criatura, que emite un chillido agudo, salpicándolo de mucosidad
sanguinolenta. Berendol rueda, desgarrado y bañado en la viscosidad
hemorrágica, sobre el suelo resquebrajado del atrio.
La bestia de los Nunca Nacidos, enfurecida, lo busca a tientas. Sin
embargo, se topa con Molwae y Demeny, que han recobrado la cordura y
se lanzan al ataque, codo a codo, interponiéndose entre la criatura
parcialmente atrapada y Berendol. La bestia intenta arrastrarse más hacia
el atrio, deformando la puerta y presionando sus inmensos hombros contra
el marco. Trata de aferrarse con sus vastas manos, pero el suelo pulido le
traiciona con su propia sangre derramada. La espada táctica de Molwae se
hunde en la muñeca izquierda de la criatura, cortando una arteria que
empieza a brotar sangre a chorros, salpicando óleos y manchando techo y
pared.
El chorro de sangre, con la potencia laminar de un cañón de agua,
derriba a Molwae. Thane, ya de pie, carga como una tormenta, sus
martillazos estallan contra las articulaciones y garras de la criatura. Las
astas del monstruo roza el techo, se enredan con las lámparas que caen
desprendidas, arrancando varios de los grandes lienzos de la pared.
Molwae, recuperado, ensarta la palma de una enorme mano con su
espada y la fija en la pared del atrio. La criatura lucha por liberarse, pero la
espada traspasa los huesos de su mano como un clavo de crucifixión.
Molwae aplica todo su peso y fuerza, manteniendo la espada en su lugar.
Demeny lo nota y se dirige hacia la otra mano. Su espada se ha roto
contra una de las garras rastreras de la criatura, por lo que toma la gran
espada caída de Berendol y, con ímpetu, la hunde en la otra mano,
atravesando la yema del pulgar y clavándola en la pared contraria.
Con los hombros forzados contra la puerta y las manos fijadas a las
paredes, el Nunca Nacido aúlla y se retuerce. Thane se aproxima a su boca
espumosa y le propina un golpe devastador con su martillo de dos manos,
fracturando el frontal de su cráneo.
Moribundo, con el cráneo magullado y fracturado, el Nunca Nacido
comienza a convulsionar, agitándose violentamente. Fragmentos de yeso
se desprenden del techo y se deshacen al tocar el suelo empapado de
sangre. Thane esquiva una punta enloquecida de la cornamenta. Molwae
no tiene la misma suerte. Una asta, tan larga como una jabalina, le perfora
el pecho y lo eleva del suelo. Muere antes de que la cabeza del Nunca
Nacido se desplome con un crujido repugnante y la cornamenta se incline,
deslizándolo fuera.
El olor a entrañas es insoportable. Thane está empapado en él. Con un
gruñido, libera su martillo y lo retira del hueso astillado. Se gira, controla su
respiración y observa a Molwae, inerte boca arriba.
Demeny extrae la gran espada de Berendol y deja que la enorme mano
de la criatura caiga al suelo como una saca repleta de cadáveres. Se dirige,
cojeando, hacia el veterano.
Berendol sigue en el suelo desde que la criatura lo expulsó. El trauma en
su armadura, desde el muslo hasta la garganta, y la gravedad de sus
heridas son patentes incluso a la distancia de Thane.
Demeny se arrodilla junto a él. Desabrocha el yelmo de Berendol. El
Huscarle aún respira; sangre se ha filtrado dentro de su visera, y su rostro
es una máscara carmesí desde la que parpadean unos ojos fatigados.
—Huscarle —dice Demeny, ofreciéndole la espada con la empuñadura
hacia él—. Un hombre siempre debe morir con su espada en la mano.
—Tómala tú, primo-hermano —responde Berendol. Y con esas palabras,
ya no dice nada más, nunca más.
6|XXXV
Fragmentos (sin poder entrar ni salir)
La última fortaleza, golpeada hasta la extenuación, tiembla y se
contorsiona. De manera abrupta, sufre heridas internas devastadoras. Se
desangra por dentro.
Al percibir esto, al sentir que su objetivo se debilita y tambalea, las
hordas enemigas alrededor de la Defensa Délfica intensifican su asalto.
Detrás de ellos, atravesando el Palatino devastado y las ruinas consumidas
de los Dominios, avanza el resto de la inmensa fuerza invasora de Horus
Lupercal para unirse y apoyar a la vanguardia que ha quebrantado el muro.
Esta oleada, esta hueste incontable y abominable, arrasará a cualquier
defensor leal que permanezca en el Palatino en llamas, devorando toda
resistencia en su carrera hacia los muros desmoronados.
La sangre mancha el rostro abatido de la última fortaleza. Inunda las
cavidades y cámaras de su ser.
Honfler grita a sus compañías para que mantengan la formación
mientras las fuerzas traidoras avanzan por los acercamientos marcianos
hacia ellos, pero sus compañías ya no existen. Han sufrido bajas del
sesenta por ciento. Los hermanos de batalla que quedan, soportando un
diluvio de disparos, han sido empujados hacia atrás, contra las gélidas
puertas de las máquinas, dejando tras de sí una estela de sus caídos.
Las ráfagas de proyectiles los golpean, estrellándose contra las puertas
detrás de ellos, envolviéndolos en llamas y metralla.
—No moriré así, hijo de Dorn —gruñe Sartak.
—¿Tienes una alternativa en mente, Lobo? —grita Honfler.
—Cárgalos —responde Sartak sin titubear. Dispara su último proyectil de
bólter y arroja el arma vacía a un lado—. Ataquemos a esos bastardos. Es
lo último que esperarían.
El fuego enemigo despedaza a los hombres a su alrededor. Un
Salamandra cae, partido por la mitad. Rewa Medusi es lanzado contra las
puertas, con la cabeza y el pecho destrozados, y resbala hasta el suelo.
—¿Hazañas impresionantes? —gruñe Honfler.
—Hazañas impresionantes, pretor capitán —responde Sartak—. No
durarán mucho, pero cobraremos más de ellos. Mantén mi paso —dice,
desenfundando su hacha de guerra—. ¿Puedes hacerlo?
Honfler alza su espada para dar la señal.
La compuerta trasera se abre violentamente. Algo largo y flácido, similar
a un tentáculo, sale disparado. Se enrosca alrededor de Honfler por detrás
y lo lanza a través de la escotilla con tanta fuerza que su impacto deja
marcas de pintura amarilla en el marco abollado donde han golpeado sus
brazos y cabeza. Desaparece en un instante, tragado por la oscuridad.
Sartak grita su nombre. Recoge el gladius caído del pretor capitán y,
empuñando la espada en una mano y el hacha en la otra, se precipita hacia
la escotilla en busca de Honfler sin un momento de vacilación.
Más tentáculos se deslizan hacia él.

El Sanctum Imperialis se sacude, tambaleándose como un hombre


herido de muerte, demasiado agotado para sostenerse. ¿Será que solo se
mantiene erguido por la arquitectura invasiva de la Ciudad Inevitable que
se ramifica y perfora su estructura, serpenteando como un parásito dentro
de su anfitrión, sosteniéndolo en pie mientras está a punto de colapsar?

Los compañeros de largo recorrido están inquietos. John Grammaticus


es consciente de que todos sienten esa sensación de estar siendo
observados, y de que una inquietud perturbadora acecha en los confines
de su percepción. Incluso Actae parece nerviosa, distraída por cosas que ni
siquiera su mente puede discernir. John reconoce su vulnerabilidad. Están
desarmados. Han desechado y abandonado la caja de negación. Oll ha
guardado en su bolsillo su brújula de plata, el péndulo de azabache y su
cuaderno, junto con el cuchillo. Es lo único con algún poder que tienen,
pero John duda de su utilidad en combate. Leetu se ha apropiado de su
baraja de tarot, todavía preocupado por la aparición de la carta del Rey
Oscuro que antes no formaba parte del mazo. John ha recuperado las
tijeras aeldari y el torquetum que Eldrad le obsequió. El ovillo de hilo de su
fid ha pasado a manos de Zybes para su custodia.
Llegan a un antiguo mercado donde los cardos crecen entre las losetas. A
dos lados de la plaza, hay construcciones de entramado de madera,
desordenadas y con aire medieval. Las casas, de hombros angostos, están
carcomidas por la podredumbre. Un tercer lado de la plaza lo conforma el
muro gris y apagado de un compartimento de transmisión, marcado por
gruesas tuberías. El cuarto lado está dominado por la fachada dorada de
un patio palatino, columnado y adornado con tapices color amaranto, que
ahora luce adornos de enredaderas grises y marchitas. Se detienen ahí
para descansar.
Leetu toma un poste de hierro fundido de un tramo de barandilla. No es
un gladius táctico ni una maza, pero es mejor que nada. Krank se improvisa
un garrote con un pedazo de tubería de ceramita rota. John se pregunta
contra qué piensa Krank que podrá usarlo, pero sostener algo, lo que sea,
parece reconfortar a Krank.
Mientras Actae se toma unos minutos para recuperarse, Katt desgarra
una tira de tela del dobladillo de su túnica, recoge algunas piedras y
fragmentos de baldosas rotas, ninguno más grande que un huevo de
gallina, y se confecciona una honda rudimentaria. Es astuta. John nota que
ella ya ha hecho esto antes. Lanza una piedra de prueba con un giro hábil,
que vuela a través del patio y abolla un canalón.
John asiente, impresionado.
—Apuntaba a la ventana —murmura ella, ligeramente decepcionada.
John se abstiene de decirle que, contra lo que sea que vayan a enfrentarse,
probablemente será un blanco suficientemente grande como para que esa
pequeña desviación no importe.
John se pregunta de dónde ha sacado Katt esa habilidad. Después de
todo este tiempo, aún no sabe nada sobre ninguno de ellos, ni siquiera el
apellido de Katt. Pero ahora están unidos como si fueran familia, como si
fueran sangre de su sangre. Al igual que Oll, John siente que ya no necesita
conocer los detalles, porque lo esencial ya lo sabe. Nunca antes tuvo
camaradas tan leales. Sabe que nunca volverá a tener compañeros como
ellos.
Se cuestiona si debería hacer más preguntas, indagar más sobre sus
vidas. Pero, ¿para qué? No hay tiempo y, ¿qué más necesita saber? No está
tomando notas, no es como si sus desventuras fueran a ser registradas
para la posteridad.
A menos que la ciudad, que los acecha ominosamente desde cada
superficie reflectante y cada sombra extraña, recuerde cada uno de sus
pasos temerosos.

Pero no parece tan personal. Existe una indiferencia despectiva en su


anonimato, como si estuviera esperando y observando a todos y a todo,
sabiendo con desdén que todos y todo llegarán a su fin por alguna siniestra
inevitabilidad. Los largos acompañantes son solo intrusos, visitantes
casuales e insignificantes.
La ciudad aguarda la llegada de otros invitados más distinguidos.
6|XXXVI
Enfréntalo
Su voz suena más lejana que nunca, pero la figura de Ferrus se
encuentra justo frente a Sanguinius.
—Algunos de nosotros estamos contentos de presenciar el Triunfo de la
Ruina —dice Ferrus—, otros estamos tristes. Todos estamos condenados al
tormento. Ninguno de nosotros obtuvo lo que deseaba. Ni siquiera
aquellos que lo suplicamos. Los regalos del Panteón nunca son tan
maravillosos como parecen. Estamos atados a las elecciones que hicimos.
—¿Entonces se reúnen aquí... como en un funeral? —Sanguinius
pregunta.
—Se podría decir —responde Ferrus—. Un velatorio. Desde nuestro
tormento hemos querido, o se nos ha permitido venir aquí. No lo sé,
hermano. Pero esto solo podría suceder ahora. En este instante de la
historia. Horus ha roto las reglas de la Creación de manera tan
fundamental, que incluso esta imposibilidad se ha vuelto permisible. Nos
une el respeto, los recuerdos, la tristeza y el arrepentimiento. Una cosa nos
une a todos. Estamos aquí por él. Él nos hizo esto.
Los gritos distantes y temblorosos se intensifican con rabia, luego se
desvanecen.
—La ruina puede triunfar —dice Ferrus—, pero no debería. Deseamos
que sufra.
Ferrus se detiene y vuelve su mirada hacia Sanguinius, su rostro
oscurecido y parcialmente oculto por el polvo levantado.
—No puedes ganar, hermano —dice—, pero puedes luchar y acabar con
ese monstruo. Por nosotros. Sabemos que puedes, si es que alguien
puede. Siempre lo hemos sabido. Tú, el más resplandeciente de nosotros.
El mejor de nosotros.
Los gritos crepitantes se acentúan para enfatizar sus palabras.
—Mátalo por nosotros, hermano —insiste Ferrus—. Por todo lo maldito
que ha hecho. No tienes nada que perder. Ya no. Angron se encargó de
eso. Vénganos.
—Yo... —intenta hablar Sanguinius.
Los gritos lo ahogan por un momento, haciendo vibrar la cubierta y
levantando más partículas de polvo en el aire seco.
—Están frustrados contigo —dice Ferrus—. Y yo también.
—¿Por qué? —inquiere Sanguinius.
—Te demoras —responde Ferrus, frunciendo el ceño—. Te retienes.
—No —replica Sanguinius—. Dijiste que estaría aquí.
—Y debería estarlo —dice Ferrus—. Y lo estaría, si así lo quisieras. Pero
tú no lo deseas. Dices que estás listo, pero no lo estás. No en tu corazón.
—Te equivocas —afirma Sanguinius—. Enfrentarme a él es la única razón
por la que...
—¡Entonces enfréntalo! —gruñe Ferrus Manus, su furia interna
haciendo que su brillante necrodermis hierva y transpire—. Si lo dices en
serio, ¡enfréntate a él! Mátalo.
—Me enfrentaré a él, hermano —asegura Sanguinius—, pero no sé si
podré matarlo. Si se ha vuelto tan poderoso...
—No —interrumpe Ferrus—. Sabes que puedes. Simplemente no estás
seguro de querer hacerlo.
6|XXXVII
Todo está perdido
Rann golpea nuevamente la pared del arsenal. Ya lo ha hecho cien veces,
descascarillando la pintura roja y desgastando el grueso hormigón
subyacente, pero apenas ha logrado formar un cráter superficial. Se
detiene, mete la mano en el agujero desgarrado, retirando más fragmentos
de concreto roto y esparciéndolos por el suelo. Luego escucha de nuevo,
como lo ha hecho tras cada tercer o cuarto impacto.
El susurro persiste, ni más cercano ni más claro, continuando su
monólogo constante, aparentemente inalterable ante la continua
retumbancia de los impactos de Rann. La voz de su progenitor genético, o
una artimaña, o quizás ambas, amortiguada por la roca y la distancia, vacía
por el tiempo.
Rann llama a Dorn otra vez, pero no recibe respuesta.
El hormigón rocoso, de especificación militar y reforzado con varillas de
Plastiacero, se opone a sus esfuerzos. Rann alza el mazo para golpear otra
vez. Es un arma de los Devoradores de Mundos, una maza con púas que
recogió de mala gana de un cadáver en el lodo exterior para preservar el
filo de sus hachas. La cabeza de la maza ya se encuentra deformada.
Escupe polvo de cemento, levanta la maza y tira de sus brazos hacia atrás.
—Deberías parar.
Rann se gira. Zephon está en la entrada del arsenal.
—Para —insiste Zephon.
—No puedo —responde Rann—. No puedo...
—No vas a poder perforar un búnker con eso —dice Zephon—. Ni
siquiera tú. Ni con años para gastar. Tu señor y maestro construyó estas
paredes para que duraran. Para resistir.
—Mi señor y maestro... —gruñe Rann.
—Lo sé —dice Zephon—. Balduino me lo contó. No sé qué hay detrás de
esa pared. ¿Diez metros? ¿Veinte? Pero sé que no es él quien espera. La
Disformidad te está atormentando, hermano, llevándote a desperdiciar tu
fuerza en un esfuerzo fútil. Detente.
—Yo decidiré qué es fútil —dice Rann.
Zephon sacude la cabeza.
—No, no lo harás —afirma—. Nuestro enemigo lo hará. Ya ha
comenzado. Te necesitamos. Así que detente.
—¿Ha comenzado?
—Te estoy informando —responde Zephon—, como pediste.
Rann observa la maza deformada en sus manos y el escaso progreso en
la pared. Después de un esfuerzo tan prolongado, es poco lo que ha
conseguido.
Lanza la maza sobre los escombros, se coloca el yelmo y se encamina
hacia la salida. Zephon ya ha partido. Rann lanza una última mirada a la
pared.
—Volveré —promete.
Se ajusta el yelmo firmemente y sigue el camino que Zephon tomó. El
corredor del búnker es sombrío y angosto, y el aire ya está viciado por el
polvo desprendido del techo. A treinta metros de la entrada, percibe el
retumbar de la contienda en el exterior, el chisporroteo sutil de las armas.
El suelo se estremece bajo sus pies. Delante, Zephon desenvaina sus
serpentas gemelas Volkite mientras avanza.
Emergen a la intemperie, en las trincheras del sector este. La furia de la
batalla se desata en toda su crudeza. Los sonidos son claros y directos. El
aire mismo parece temblar.
Como anticipó Archamus, el asalto enemigo ha iniciado. Al llegar al
puesto de tiro, junto a los Puños Imperiales, Cicatrices Blancas y Ángeles
Sangrientos que ya disparan a través de las aspilleras, Rann comprende la
magnitud del desastre. Figuras oscuras emergen entre el humo, miles y
miles, el destello de las armas, las siluetas de las máquinas de guerra
perfilándose en los campos de fuego. A pesar de la hermética protección
de su armadura, el estruendo es abrumador, como la voz de un tornado, el
clamor de una guerra total.
El enemigo, compuesto en gran parte por Hijos de Horus y Devoradores
de Mundos, ha irrumpido hacia la Defensa Délfica en una marea de
cincuenta kilómetros de ancho y filas incontables de profundidad. Hasgard
es apenas un escollo en su caudaloso avance. Pero Hasgard no es el vacío
desolado que el enemigo esperaba enfrentar. Las fuerzas que Rann y sus
hermanos han establecido allí, una guarnición insignificante frente a tal
adversario, han dispuesto patrones de fuego que azotan todo lo que se
adentra en el alcance de sus emplazamientos destrozados. Los enemigos
caídos se dispersan en el lodo, aplastados bajo los pies y las orugas de los
que siguen, oleada tras oleada. Hasgard no es más que una piedra lanzada
en una corriente veloz, pero su desafío está causando que una sección de
la hueste traidora se agite, se remoline alrededor, interrumpiendo su
avance y deformándose, girando sobre sí misma en un esfuerzo por rodear
y aniquilar el obstáculo.
No representa gran cosa, solo un leve estorbo en la inmensidad del
conflicto. Ni Rann ni Archamus tenían la ilusión de que su acción pudiera
frenar el avance masivo del enemigo. Pero lo han ralentizado, causado
irritación, desviado y distraído una parte de él, creando un hueco caótico
en lo que de otro modo sería un avance uniforme. No es mucho, pero es
algo: un último gesto furioso de desafío en una guerra donde los gestos de
furia son lo único que les queda a los leales.
Ha llegado el tiempo de morir, el tiempo de las resistencias finales y los
sacrificios. La victoria es absolutamente imposible. Lo único que importa es
el honor; la manera en que vendes tu vida, cómo enfrentas tu muerte,
cuántas vidas arrebatas antes de que la tuya se extinga, cuántos segundos
adicionales puedes arrancarle a lo inevitable antes de que triunfe. Ya no se
trata de ganar. Se trata de proclamar tu repudio al enemigo y a todo lo que
él representa hasta tu último aliento, con la tenue esperanza de que de
alguna manera, en algún lugar, en algún momento, ese rechazo sea
recordado y tenga significado.
Eso es todo lo que tienen. Una última oportunidad de ser hijos del
Emperador, de reafirmar esa lealtad, de declarar que estuvieron presentes
ante el abismo.
Estuvimos allí, el día que Horus desplazó al Emperador. Nos opusimos
hasta el final. No retrocedimos. No se lo pusimos fácil. Morimos en
nuestras posiciones para demostrar la profunda magnitud de nuestro
desprecio por Horus Lupercal. Escupimos nuestra sangre sobre él, nuestras
últimas palabras, nuestros últimos suspiros, nuestros últimos juramentos
en nuestro último aliento.
A Horus no le importará. No se verá afectado. Es posible que ni siquiera
se dé cuenta de nuestra existencia. Somos una piedra bajo su bota
mientras avanza, un guijarro suelto, polvo ignorado en sus talones,
nombres olvidados, huesos despreciados.
No éramos nada, pero permanecimos firmes. Estábamos allí. Por
nosotros, Lupercal, no por ti, estuvimos allí y luchamos contra ti hasta el
final.
6|XXXVIII
Véngate
—No sabes si quieres hacerlo, porque es Horus —dice Ferrus Manus—.
Horus, a quien todos queríamos. Debes saber que, si lo haces, lo estarás
salvando. Salvándolo como era. Como lo admirábamos. Podría estar aquí
con nosotros, en este lugar donde la división y la discriminación ya no
importan.
—¿Contigo? —pregunta Sanguinius.
—Y contigo —dice Ferrus, mirando a su hermano a los ojos. La ira brilla
en sus pupilas plateadas—. Lo siento, pero es la verdad —afirma—. Sabes
que lo es. Se acaba el tiempo y estás tan muerto como el resto de
nosotros. Pero hay algo que no sabes. ¿Ese dolor que sientes?
—¿Sí?
—Ese dolor paralizante que llevas como una carga... no es la muerte lo
que te arrastra, hermano. No es la herida en tu costado. El dolor que
sientes es por la pérdida de Horus. Todos lo sentimos. Y te honra, pero
ahora déjalo de lado. Lección cuatro. El Horus Lupercal que amábamos
desapareció hace mucho. No permitas que el luto te paralice. No hay
tiempo para el dolor. Solo para la venganza. Vénganos. Véngate a ti mismo.
Venga a Horus.
Sanguinius retrocede. Los gritos han cesado. La oscuridad se ha
convertido en fría y silenciosa.
—¿Es eso lo que me persigue? —pregunta.
Ferrus asiente.
—Parece tan obvio —admite Sanguinius, tragando para aclararse la
garganta—. Pero no podía verlo. Ahora que lo mencionas, lo entiendo. Lo
extraño mucho. Demasiado.
—Entonces honra su memoria —dice Ferrus—. Y debes saber que él
habría hecho lo mismo por ti.
Sanguinius se detiene un momento y observa a su hermano perdido.
—Si eres una ilusión de la Disformidad —dice—, eres muy convincente.
—Todos somos de la Disformidad —responde Ferrus—. Pero no somos
una ilusión. La Disformidad lo es todo. Horus no comprende lo que podría
hacer si encontrara su centro. Detenlo antes de que sea capaz.
—Lo haré —afirma Sanguinius, con una voz llena de certeza.
—Entonces lo has encontrado —dice Ferrus, girándose y asintiendo
hacia la oscuridad que tienen por delante—. Este camino te llevará directo
a él —dice—. Cualquier camino que elijas. ¿Sientes ese escalofrío? Los
Falsos Dioses saben que tu determinación está tomada. Intentarán
detenerte. Tratarán de matarte, incluso. Pero tu camino está trazado, y
ellos lo saben.
Sanguinius avanza un paso.
—Abre el camino —dice.
Ferrus sacude la cabeza.
—No —responde—. Ahora tú eres quien guía. Conoces el camino. No
necesitas ninguna guía de aquí en adelante. Pero caminaré contigo, hasta
donde me sea posible.
Con un gesto de su mano metálica, indica el camino. Espada en alto,
Sanguinius lo adelanta y comienza a andar. Siente a Ferrus Manus
siguiéndolo en la oscuridad.
No mira atrás.
6|XXXIX
Sigue
— ¿Soldado Persson?
Oll se vuelve para ver a Graft. El Servidor de cultivo en masa sostiene la
caja de negación vacía entre sus manipuladores. Sería un error pensar que
Graft simplemente sigue a Oll porque Oll es su dueño y Graft está
programado para obedecer. El Servidor ha trascendido hace tiempo los
límites de sus parámetros de programación y algoritmos de obediencia. A
su manera simple y directa, Graft ha mostrado una devoción tan pura que
pone en evidencia la fe de Oll.
—¿Qué sucede? —pregunta Oll, bajando la voz.
—¿Vamos a dejar esto atrás? —interroga Graft, dirigiendo su óptica
hacia la caja.
—Está vacía —responde Oll.
—Entonces podemos poner cosas dentro —dice Graft.
—No tenemos nada que poner.
—Por ahora —contesta Graft—. Pero puedo llevarla hasta que sea
necesario. Ahora no es útil, pero podría serlo. Guardamos cosas porque
sabemos que serán útiles más adelante. Como los sacos en el almacén, o
los rollos de cuerda, o los carretes de alambre.
Oll recuerda a Graft en los cobertizos de la granja, realizando su
inventario diario de suministros.
—Supongo que sí —concede Oll.
—Yo la llevaré —afirma Graft, reajustando su torso para acomodar con
cuidado la caja de duraluminio en su compartimento de carga—. Me
enseñaste a ser práctico y a anticipar las necesidades, soldado Persson —
dice Graft—. Le encontraré un uso. Un saco es solo un saco hasta que se
llena de grano, pero siempre es un saco para grano. Un alambre es solo un
alambre hasta que se extiende a lo largo de los postes de una valla, pero
siempre es parte de una valla.
Oll asiente, sintiendo el peso del cansancio que hace que cada palabra
suene como un enigma.
Retoman la marcha bajo una tensión palpable. Ventanas vacías los
contemplan. Un viento imperceptible gime su lamento. Siguen calles que
también son terrazas y columnatas palaciegas que se convierten en
callejones. La sensación de ser observados no los abandona. Suben por
escalones desiguales de terrazas entre edificios desmoronados y escalan
por callejuelas empinadas que parecen nunca llegar a una cumbre o
cornisa. Pasan bajo arcos de viaductos palaciegos y los soportes de
tuberías de compartimentos de máquinas, cruzando puentes en declive
sobre abismos a los que la tenue luz del día no se atreve a entrar.
Atraviesan patios de mercados, plazas de audiencias y campos de
entrenamiento abiertos, donde aún quedan jaulas de práctica
abandonadas.
Todo está quieto, salvo los bordes de su visión periférica, donde las cosas
parecen torcerse y deslizarse. Pero cuando giran para mirar directamente,
no hay nada.
6|XL
Porque sí importa
Loken ya no puede seguir mirando. El abismo infernal, el mundo en
llamas, es demasiado para soportar.
—Mira la roca que llaman mundo —se burla el demonio en su oído—.
Está siendo desgarrada por una concentración implacable de furia pura.
Luchan...
Loken trata de desviar la mirada, pero el demonio sujeta su cabeza con
más fuerza, forzándolo a seguir observando.
—Mira —gruñe el demonio—. Luchan por el mundo, mientras lo
despedazan. Creen que el mundo es importante. Creen que tiene
importancia. Los asesinos enajenados de ambos bandos, cuyas etiquetas
de traidores y leales se han borrado en las llamas, aún creen que el lugar
tiene valor, la roca por la que matan y en la que mueren.
— ¡Porque sí importa! —grita Loken. La presión del demonio es tan
intensa que casi le fractura el cuello. Cierra los ojos, pero aún puede ver la
furia ígnea de Terra muy por debajo. El demonio lo empuja más adelante, a
través del desgarrado orificio del casco, sujetándolo como si fuera un
muñeco. Loken piensa que va a ser arrojado hacia afuera, como una
ofrenda a la hoguera del Mundo del Trono. Una muerte incendiaria le
parece infinitamente mejor que el tormento de la presa constrictora del
demonio y su voz corrosiva.
—Importa —jadea Loken—. Nos importa. Me importa a mí. Y al
Emperador y a los Señores Primarcas... Ellos piensan...
—Piensan... —El demonio se carcajea—. Esa es una palabra muy
generosa. Ya ninguno de ellos piensa…
6|XLI
En ese momento, el universo cambió
—Pero diré que algún impulso entonces —lee Mauer—, algún tic en los
cerebros de lagarto, que los convence, en su frenesí incipiente, de que
están defendiendo su terreno, de que luchan por lo que es suyo. Algún
derecho de nacimiento, alguna cuna, algún legado, algún lugar que les
pertenece y al que pertenecen, como si tales conexiones importaran...
Levanta la vista. En la fría penumbra de la biblioteca, puede ver la cara
de Sindermann. La escucha atentamente, pero parece aterrorizado. Cerca
de ella, la joven archivista escucha con la mano en la boca, como si al
retirar la mano fueran a oírla sollozar.
—¿Quieres que pare? —pregunta Mauer.
Sindermann niega con la cabeza.
—No —logra decir.
—Te está molestando —dice Mauer—. Mira la cubierta del libro. Quiero
decir que es algo demente, los desvaríos de un loco, pero no más extraño
que cualquier otra cosa que hayamos encontrado.
Sindermann murmura algo.
—¿Qué? —pregunta Mauer.
—He dicho que no es un loco —dice Sindermann—. No es un hombre en
absoluto. Samus fue... el primero.
—¿El primer qué?
—El primero de su especie que conocimos —dice Sindermann, aprieta
una mano con la otra para que deje de temblar—. El primer encuentro
registrado. Yo estaba con la Sexagésimo Tercer Expedición en Sesenta y
Tres Diecinueve. La Sumisión de Las Cabezas Susurrantes. ¿Has leído los
archivos?
Mauer sacude la cabeza.
—Sin duda están restringidos —Sindermann suspira—. Aunque habrían
proporcionado una valiosa referencia para tu Prefectus. Una vez más, Él
oculta cosas a aquellos que deberían conocerlas.
—¿Qué ocurrió en Las Cabezas Susurrantes, señor? —pregunta el
archivero en voz baja.
—Nos encontramos con uno de los Nunca Nacidos —dice Sindermann—.
Mató a varias personas. Rememoradores. Lobos Lunares. Poseyó al menos
a uno de los hombres de Lupercal, Xavyer Jubal. Se hacía llamar Samus.
—¿Lo vió? —pregunta Mauer.
Sindermann asiente con un estremecimiento.
—Nunca lo he olvidado, Beotarca. Nos habló. Se burló de nosotros. En
ese momento, el universo cambió. El secreto se reveló, aquel que Él había
ocultado por tanto tiempo. Comprendimos que todo lo que conocíamos
sobre la materia y la Disformidad era incorrecto. O, si no incorrecto,
entonces incompleto. Loken estaba allí. También Keeler. Nuestras vidas
cambiaron para siempre después de eso. Y Horus, por supuesto. A veces
creo que fue entonces cuando se formó la primera fisura en su mente. Le
sacudió profundamente, ¿sabes? Se dio cuenta de que le habían mentido.
Comprendió que había más por descubrir. Creo que lo que le ocurrió
después, fue en parte porque ya había empezado a ver más allá. Ya estaba
consciente.
—Es muy extraño escucharte hablar de él con tanto afecto —dice Mauer.
Sindermann se encoge de hombros.
—Es difícil recordar, aunque se supone que mi propósito es ser un
instrumento de la memoria... es difícil recordar cuán magnífico era. Era...
extraordinario. He conocido a primarcas, y todos me han impresionado,
pero él... Querida, esa es la tragedia más grande y al mismo tiempo más
insignificante de nuestra era, creo. El hecho de que lo hayamos perdido.
Que un hombre de tal magnitud se haya convertido en... esta calamidad
para la humanidad. Esto... en lo que se ha transformado ahora.
Reflexiona, soplando en sus manos para calentarse.
—Sin embargo, Samus —continúa pensativo— es una presencia que se
repite. Un ente de otro plano. Al principio, durante la defensa del sistema
solar... Pobre, pobre Mersadie. La criatura actúa como un heraldo, un
demonio que incita al levantamiento y la revuelta, un augurio de
destrucción...
Mauer baja la mirada hacia el libro que sostiene.
—Debería parar —dice.
—No —responde Sindermann—. Es perturbador pensar que las palabras
de esa entidad están registradas en algún lugar. Pero piensa, Mauer. Loken
estaba allí cuando conocimos a Samus, y Loken estuvo aquí con nosotros.
Un momento después, encontramos este libro. ¿No es esa precisamente la
clase de sincronía que hemos estado buscando?
—¿Crees que hay algo útil en esto? —pregunta Mauer.
—Creo que es la conexión más directa y clara que tenemos —responde
Sindermann—. Samus pertenece a los Nunca Nacidos, una entidad de la
Disformidad. Estas palabras están más cerca de una verdad de primera
mano que cualquier cosa que hayamos hallado aquí. Continúa leyendo.
Deja de lado mi incomodidad. Lee el resto.
—¿Crees que estas palabras son... algo que podamos utilizar? —
pregunta Mauer—. ¿El tipo de descubrimiento que vinimos a buscar? ¿Un
hechizo? ¿Una invocación?
—Puede que no posean poder alguno —responde Sindermann—. Pero
léelas de todos modos.
Mauer hace una pausa, luego reabre el libro y busca el lugar donde se
detuvo.
—Como si esas conexiones importaran —lee, encontrando su punto
anterior—. No lo hacen. Solo están unidos por un hilo tenue y sentimental,
mundo y especie, un capricho, una casualidad, una rara división de la
contaminación biológica que dio lugar a su efímera línea en esa roca sin
importancia. Eso es todo. Podría haber sido en cualquier lugar.
Simplemente sucedió aquí...
6|XLII
Encontrar, sin encontrar
El humo, gris y aceitoso, flota sobre algunas partes de la ciudad de
manera aleatoria. Estas áreas, al alcanzarlas, son ruinas desgarradas y
quemadas, o cráteres revueltos de impactos de artillería. El calor irradia de
ellas, y los restos carbonizados de máquinas de guerra se hunden en el
barro. Estas zonas, supone Oll, no son el Santuario Interior, ni el Espíritu
Vengativo, ni la Ciudad Inevitable: son vestigios humeantes del paisaje
bélico del Palacio Exterior, el Palatino, el Anterior y el Magnificans,
entremezclados entre sí. Hay indicios de muerte aquí —retazos de
uniformes ensangrentados, fragmentos de armaduras, alguna que otra
arma destrozada—, pero no hay cadáveres. Observa manchas de sangre en
los ladrillos rotos y las piedras agrietadas, pero los cuerpos que yacían allí
han desaparecido. Oll piensa sombríamente que no es como si los cuerpos
se hubieran esfumado. Por las manchas de sangre y las marcas en el suelo,
parece que fueron arrastrados. ¿Existen carroñeros aquí, depredadores,
buitres? ¿Hay lobos, o algo peor, acechando en esta ciudad?
¿Es esa la razón por la que sienten como si algo los observara?
Ascienden por una escalera de piedra que parece formar parte de una
inmensa muralla, una estructura de piedra negra y cubierta de hollín. La
ven a lo lejos, dominando los tejados, y parece que tardan horas en
alcanzarla. Oll espera que marque el límite de la ciudad y que, desde
arriba, puedan avistar lo que se extiende más allá. No sabe hasta dónde.
Mientras suben, Leetu nota unas marcas grabadas en la sucia piedra. Se
detienen a observarlas. Oll no le encuentra mucho sentido a las marcas,
que parecen hechas con un punzón o una cuchilla rota. Parecen planos,
esquemas de ataque o defensa, pequeños dibujos de tácticas militares.
Hay muchos. Algunos están tachados. A medida que ascienden,
encuentran más, como si alguien hubiese elaborado y reelaborado un plan,
para luego descartarlo, moverse a otro fragmento de pared y empezar de
nuevo.
—¿Qué significa? —susurra John.
Oll se encoge de hombros.
—Dudo que alguien ya lo recuerde —responde en un susurro. Está
impaciente por llegar a la cima y ver qué hay más allá del muro.
Pero desde la cumbre, una ancha y derruida almena que serpentea a
través de la extensión de tejados debajo, no hay nada más que ver, solo
más muros, muros aún más altos, imponentes y sombríos acantilados de
ceramita y piedra. Las paredes distantes están veladas por la bruma. El
cielo es como un cristal oscurecido. Se intuye una fuente de luz, un sol o
una estrella, pero está oculta por la espesa nubosidad del cielo.
Oll se percata de que hay figuras en lo alto de los muros distantes. Están
arrodilladas, inmóviles. Se da cuenta de lo colosales que deben ser.
Luego entiende lo que son.
Son máquinas de guerra del Adeptus Titanicus. Están oxidadas,
quemadas y bastante muertas. Han sido dejados allí, arrodillados como en
oración o en una sumisión desolada, a lo largo de la cresta de las grandes
murallas.
—Dios... bueno... —murmura John.
—¡Mirad! —susurra Zybes, tan alto como se atreve.
Todos giran. Él ha encontrado otro hilo, atado a una almena de la
muralla.
—Vamos por el camino correcto —susurra Zybes, aunque no parece
convencerse del todo.
Los lazos de hilo rojo que Zybes, o alguien que Zybes será en el futuro, ha
dejado a su paso son su única guía. No hay otro método de navegación
confiable. El torquetum de John no muestra nada, y la brújula de Oll gira
descontroladamente, incapaz de encontrar un punto fijo. Los dispositivos
que les han servido para viajar a través del tiempo y el espacio, entre
estrellas y a través del gran teatro de la galaxia, son inútiles aquí. No hay
más tiempo ni espacio que puedan leer.
Pero los hilos persisten. Los hallan cada cuarenta o cincuenta metros, y
Zybes examina cada uno con manos temblorosas.
Oll no comprende cómo los encuentran. No es que los bucles de hilo
marquen el camino o indiquen la posición del siguiente. Simplemente
avanzan y ahí está otro. Y el ovillo de hilo en la mano de Zybes no
disminuye en tamaño.
A Oll le asalta la idea de que quizás no son ellos quienes encuentran los
hilos.
Tal vez son los hilos los que los encuentran a ellos.
Y si los hilos pueden hallarlos, ¿qué más podría hacerlo?
Las primeras gotas de lluvia comienzan a caer, ligeras al principio, luego
fuertes y ruidosas. Oll siente en su interior la certeza de que la amenazante
promesa de lluvia ha estado suspendida sobre esta ciudad gris desde
siempre, sin llegar a caer, perpetuamente al borde de desplomarse.
Ahora cae. Algo está cambiando.
Siente un temblor en su párpado izquierdo y echa un vistazo hacia atrás.
6|XLIII
Escucha atenta
Sycar alza la mano.
—¿Escuchas eso? —pregunta.
Abaddon puede oír el goteo de las aguas residuales, el suave ronroneo
de las máquinas y el crujido de la estructura de la nave insignia que les
envuelve. Sin embargo, hay algo más, lo ha escuchado. Una voz. Un susurro
en la penumbra.
...se unieron, mundo y especie, algún capricho, alguna casualidad...
Voltea hacia atrás. Él y Sycar están en posición. Los escuadrones de
asalto de sus compañías, liderados por Baraxa, los capitanes de compañía
Jeraddon e Yrmand, y el pretor capitán Phaeto Zeletsis, se extienden tras
ellos a lo largo de los pasillos anchos y sombríos. Los ve esperando, armas
en ristre, atentos. Ellos también lo oyen.
Un susurro. Una voz femenina...
No, son varias voces, murmurando las mismas palabras. Un eco que le
pone la piel de gallina. Son los Nunca Nacidos. Una artimaña de los Nunca
Nacidos. Están en todo, incrustados en cada átomo del tejido de la nave,
en las paredes, la cubierta, las tuberías. Su padre ha permitido esta
horrenda infestación.
—Ignóralo —dice Abaddon. Y hace una señal para avanzar.
Los Hijos de Horus retoman la marcha, con una precisión aceitada y en
silencio.
Liderando el camino, Abaddon escucha de nuevo los susurros que
emergen de las sombras.
Podría haber sido en cualquier lugar. Sucedió aquí...
6|XLIV
El camino hacia el todo
—Este fragmento de materia, este pedazo de tierra, este...
El demonio se detiene. Aleja a Loken del agujero en el casco y lo mira
fijamente. Lo sujeta y lo escruta a los ojos.
—¿Cómo lo llaman? —sisea—. ¿Terror? ¡Ja! No, Terra.
—Te reniego, demonio —gruñe Loken. Siente cómo la sangre corre por
su rostro dentro del casco. Sangre y lágrimas—. Es el Mundo del Trono. El
Emperador debe vivir y Terra debe prevalecer, en contra de todas las
fuerzas externas y de todos los de tu clase. La humanidad confía...
—Sus mentes le atribuyen significado —interrumpe el demonio,
entonando las palabras con sarcasmo—. Su lenguaje le da un nombre, tan
irrisorio. No es más que una roca, una de infinitas rocas, girando
alrededor de infinitos soles. No tiene significado especial, ninguna
propiedad única, ninguna cualidad distintiva. Pero, ¡cómo se afanan por
ella!
Lo gira de nuevo y lo sostiene a distancia, a través de los desgarrones del
casco del Spirit. El vacío hierve debajo de él. Las estrellas brillan y explotan.
Unos ojos acechan desde la oscuridad. Un horno envuelve el mundo,
lanzando chispas como luciérnagas. La visión de la Eternidad se expande
tanto que abruma y adormece la mente de Loken.
Loken ve. Ve demasiado. Como una alucinación narcótica y titilante, la
naturaleza de todo se acomoda en su lugar: el orden, el caos, la armonía, la
discordia, la materia y la inmateria. El demonio lo está torturando, quizás
por despecho o por venganza, pero la tortura es más que un castigo. Está
desgarrando su alma y dejando que el conocimiento inunde su esencia. Ve
las cosas tal como son, como solo unas pocas personas han visto. Entiende
las cosas como solo uno o quizás dos seres han comprendido.
Ve el camino de todo.
A menos que ese sea precisamente el castigo.
—Míralos —escupe el demonio con una voz áspera y cargada de
mucosidad—. Luchan porque la guerra es lo único que conocen. Luchan
para conquistar o para negar, movidos por la noción absurda de que aquí
importa quién gana. Quién se apodera de la roca. Quién permanece en
pie al final. No tiene importancia. No tiene relevancia. Es inútil.
—Te equivocas —jadea Loken, ahora viendo la verdad.
—Ellos están equivocados —afirma el demonio—. Patéticos y errados.
Míralos. Engañados por una compulsión irracional y por ideales
decadentes. Este lugar, esta Terra, nunca fue especial. Fue un símbolo, a
lo sumo, por un breve periodo, y hasta ese valor simbólico se ha disipado.
Se desintegran en un último estertor de locura, completamente
ignorantes de que la verdadera lucha no es aquí.
—¿Ah, no? —gruñe Loken—. Entonces, ¿dónde está, Nunca Nacido?
—Está en todas partes —ríe Samus.
—¿Y qué sabes tú? —pregunta Loken. La presión del demonio amenaza
con partirle la columna, y sus sentidos se tambalean. Sabe que va a morir y
eso no le importa. Su cordura se está disolviendo. El demonio, jugando con
él, le ha mostrado su perspectiva exoplanar, pensando que tal visión sería
el castigo más cruel por la resistencia de Loken años atrás en las
embrujadas Cabezas Susurrantes. ¡Qué delicia sería mostrarle la verdad
que tanto buscó, y dejar que se consumiera por ella!
Pero el demonio se equivoca. Loken es un Astartes. Fue creado para el
sufrimiento. Creado para resistir. Lo que ve, lo que comprende, aunque
aterrador, es simplemente la verdad. Y la verdad es lo único que importa.
Ya no conoce el miedo.
—No eres nada —dice Loken—. Solo una ilusión. Un espectro. Kyril me
enseñó eso, y tú me has mostrado aún más. No eres más que una corriente
del inmaterium que se cree real, una consciencia falsa, surgida
espontáneamente de patrones empíricos, un demonio falso, un dios falso,
una entidad formada en un instante y que desaparecerá igual de rápido.
No eres nada. Te reniego. Te rechazo. ¿Qué eres, si no un engendro?
El demonio ruge, su ira se inflama y, por un momento, Loken siente el
incremento en su presión. Su armadura amenaza con romperse y él con
estallar dentro de ella.
Pero el demonio lo arrastra de vuelta al interior de la nave y lo arroja por
el corredor de acceso. Loken rebota contra la pared interior con tanta
fuerza que abolla el recubrimiento y rompe su hombrera derecha, para
luego golpear el suelo y deslizarse hasta quedar en reposo.
Intenta levantarse. Siente un ardor en sus extremidades, un fuego en su
corazón.
El demonio avanza hacia él, encorvado e imponente, cada paso que da
perfora la cubierta y deja tras de sí huellas humeantes.
—Me llamo Samus —le grita la criatura—. Samus es mi nombre.
—¿Lo es? —Loken se ha puesto en pie, apoyándose en la pared,
intentando retroceder mientras la bestia se cierne sobre él—. A nadie le
importa. A nadie.
—Es el único nombre que oirás —ruge Samus, abalanzándose sobre él.
Loken esquiva hacia un lado y las garras del demonio destrozan la pared.
Rueda sobre sus hombros hasta ponerse de pie y, al levantarse,
desenfunda sus espadas —la espada de Rubio y Mourn-It-All— que
tiemblan en sus manos.
—Eso no es todo lo que oigo —escupe Loken, esquivando con una
parada precisa las garras que se enganchan en él—. Oigo otras voces. Ecos
de las voces que has usurpado. Hay una en particular. ¿La oyes, demonio?
¿Otra voz, pronunciando tus palabras un instante antes que tú?
—Yo soy el que camina detrás de ti —grazna el demonio, apareciendo
súbitamente detrás de él, pero Loken ya se ha volteado, anticipando el
origen del próximo ataque. El eco es real. Puede escucharlo, una voz
distinta de las demás que conforman el habla del demonio. La de una
mujer. Al principio pensó que era Mersadie, pero no es así. Es una voz
femenina, que repite las mismas palabras que el demonio, pero con un
latido de antelación, como una premonición. La espada de Rubio destella y
chispea al desviar una garra.
—Soy las pisadas a tu espalda —susurra Samus, pero Loken repite las
palabras al unísono, anticipando lo que el eco ya ha recitado. El demonio
retrocede, desconcertado, turbado por la réplica de su presa. Se lamenta.
—Tú también la oyes, ¿verdad? —dice Loken, afianzando su agarre y
rodeando a la imponente entidad—. ¿De dónde viene esa voz? Conoce
exactamente lo que vas a decir. Lo pronuncia antes que tú, como si fueras
solo una marioneta. Un eco de la Disformidad sin voluntad propia.
—Yo soy el hombre que está a tu lado —brama el demonio, pero Loken
ya ha proclamado eso también, hundiendo a Mourn-It-All en el costado
izquierdo de la entidad. El demonio emite un alarido de agonía.
—¡Cuidado! —ataca Loken—. Estoy en todas partes.
El demonio ruge, mostrando sus dientes. Un vapor venenoso se escapa
de sus fosas nasales. Un líquido rosado brota de la herida en su flanco.
—No te agrada, ¿cierto? —afirma Loken—. Esa voz se mofa de ti. ¿De
dónde viene? Si sabes tanto, ilumíname. ¿Cuál es esa voz que te ridiculiza?
Me suena conocida. Me suena a Mauer. No comprendo cómo es posible.
Pero lo que sí sé es que demuestra que no eres más que una farsa vacía.
Samus aúlla y se abalanza sobre Loken. La espada de Rubio, que
centellea con un fuego casi blanco e intenso, intercepta su ataque, y
Mourn-It-All desgarra la carne de su brazo.
—¿Qué eres ahora? —gruñe Loken, soltándose y retrocediendo, con las
espadas listas en un gesto de desafío—. ¿Qué eres ahora que ya no temo
de ti?
6|XLV
No más que una repetición
—¡Samus! Yo soy el final y la muerte. Te lo digo ahora, ya lo he visto
antes, tantas veces —dice Mauer en la oscuridad. Hace una pausa y se
aclara la garganta. Sindermann puede ver su palidez, la dificultad que tiene
para articular cada palabra—. Cuántos, no me importa. El tiempo no tiene
valor para mí, y no me esfuerzo en recordar todas las efímeras
contaminaciones biológicas que surgen, ni me detengo a memorizar los
nombres de las rocas. Las rocas son solo rocas, y yo... me llamo Samus...
—Para —interrumpe Sindermann.
—Samus roerá tus huesos...
—¡Mauer, detente! —dice Sindermann, extendiendo la mano hacia ella.
Mauer parece estar en trance—. No tiene sentido, Mauer. Las palabras no
significan nada.
—Esto... ¡observa cómo matan! —balbucea ella—. Esto es solo
repetición. El ciclo, el amanecer y el anochecer...
—¡Basta, Mauer! Nos equivocamos. No es un encantamiento, no es nada
que podamos utilizar...
—Volverá a ocurrir —jadea Mauer, tropezando sobre las palabras—. Y
está sucediendo en todas partes. Es trivial. Un conflicto dinástico. Una
pelea...
—¡Te está haciendo daño, Mauer! ¡Basta, te lo ordeno! ¡Nos
equivocamos! No hay nada que podamos aprender de esto...
—Una pelea entre nidos de insectos que podría aplastar, sin siquiera
notarlo, en mi largo camino hacia otro destino...
Sindermann arrebata el libro de las manos de Mauer y lo lanza al suelo,
quemándose instantáneamente los dedos al contacto. A pesar del agudo
dolor, la sostiene cuando ella tambalea hacia adelante.
—Lo siento —susurra—. Lamento haberte hecho pasar por eso, Mauer
—la sostiene con firmeza, manteniéndola en pie mientras ella llora en su
hombro.
—Lo siento —susurra Sindermann—. Creí que tendría algún propósito.
Que revelaría algo. Pero no fue así. No sirvió de nada.
6|XLVI
El camino hacia el todo
La voz ha cesado, incluso su eco. Pero el demonio también ha
retrocedido. Tres golpes más, feroces y precisos de las espadas de Loken, lo
han derribado de rodillas. Ya no es tan imponente como antes. Se ha
reducido, transformándose en una criatura raquítica y demacrada, apenas
más grande que él. Parece que toda su salvaje energía se ha drenado,
desinflando su grotesca masa hasta dejar solo un saco flácido de piel y
hueso retorcido. Loken observa cómo las capas de su forma material se
desprenden y se disuelven, cayendo como la muda de una serpiente,
derritiéndose como cera, cayendo a la cubierta para evaporarse. Tiembla.
De sus horribles heridas emana un olor tan penetrante como caldo
aguado. Gime lastimosamente y, lentamente, vuelve su rostro putrefacto
hacia él, como si suplicara piedad.
—Estás acabado —afirma Loken—. No eres nada.
—A menos que... —jadea el demonio.
—¿A menos que qué?
—A menos que uno de ellos comprenda lo que es posible —murmura
el demonio. Su voz es frágil, despojada de su furia y resonancia, de la
multitud. Su murmullo es como la débil señal de radio de una estrella
distante y moribunda, el crujido de la radiación cósmica de fondo, el
chisporroteo de troncos extinguiéndose en una chimenea, el susurro de
una voz apenas perceptible a través de un grueso muro.
—¿Qué quieres decir? —pregunta Loken, desconfiado.
—Lo que se podría alcanzar aquí —susurra el demonio, parpadeando
suplicante y desesperadamente—. El potencial, el hermoso potencial que,
aunque ninguno de ellos lo vea, ninguno de ellos, está más cerca de lo
que imaginan. Casi puedo saborearlo. Nunca ha estado tan cerca.
Loken sacude la cabeza.
—Ya lo he visto —dice—. Me lo has mostrado todo. No sucederá. No lo
permitiré. La humanidad no lo permitirá.
El demonio comienza a sollozar. La chispa ansiosa de sus ojos negros se
extingue y aparta la mirada. Escupe una baba sanguinolenta y un diente
suelto sobre la cubierta.
—¿Quién de ellos se atreverá a alcanzarlo? Muy pocos, muy pocos,
incluso tienen la capacidad de verlo o entender su significado. Puedo
contarlos con los dedos de una mano.
Levanta una extremidad maltrecha y extiende un dedo.
—¿Él? ¿El pomposo rey en su pequeño trono, con su luz menguante?
Otro dedo tembloroso se alza.
—¿Él? ¿El arrogante aspirante, encorvado en el grito eterno del
infierno? —extiende un tercer dedo—. ¿O él, tal vez? ¿El profeta delirante
que se desliza a través de las heridas abiertas entre las estrellas
inmutables?
Loken lo observa, encogido y derrotado.
—Uno de ellos podría ver, antes de que sea demasiado tarde, lo que se
puede lograr ahora. Uno de ellos podría darse cuenta, por fin, que todo
esto no tiene importancia... La destrucción sin fin, la matanza
indiscriminada, la furia vana... A menos que lleven la guerra a su
verdadero escenario. No aquí. No en Terra. Sino hacia fuera y hacia
adentro y en todas partes, hasta que solo lo que es Ruina, como en el
principio y en el fin, se extienda por todo...
—Esta es la única victoria que cuenta —responde Loken, y asesta con la
espada de Rubio un golpe de gracia. El demonio destrozado grita mientras
se parte en dos. Corrientes del flujo disforme y niebla del vacio brotan de
su ser mientras las mitades destrozadas caen al suelo.
Loken escucha una explosión y siente el tirón repentino de una violenta
descompresión. Cualquier hechizo que el demonio estuviera conjurando,
cualquier maleficio que lo impregnaba, se disipa, y las imposibilidades que
sostenía se convierten en realidades tangibles. El agujero que perforó en el
casco de la nave se retuerce hacia afuera, las placas del casco se
resquebrajan como cáscaras de huevo y se rasgan como papel. Todo lo que
no está sujeto en el corredor de acceso comienza a ser succionado hacia la
brecha: escombros, fragmentos de metal, cables arrancados, remaches,
fluidos y hasta jirones de la carcasa del demonio. El aullido del aire siendo
aspirado envuelve a Loken, una avalancha ensordecedora de fuerza y furia.
Comienza a deslizarse. Guarda sus espadas y se aferra a un soporte. Las
suelas magnéticas de sus botas se activan por sí solas. Con la cabeza gacha,
avanza con pasos inquebrantables a través del vendaval, con astillas y
fibras chocando contra él, las botas retumbando en la rejilla con cada
pisada firme. Alcanza la escotilla y la cruza justo cuando las placas de la
cubierta comienzan a desprenderse y volar detrás de él. Pulsa el botón de
emergencia.
Lo último que ve antes de que la escotilla se cierre es el cadáver del
demonio, desmembrado, arrastrado en un torbellino de desechos como
una bandera desgarrada que se pierde en el viento. Impacta contra el
borde dentado de la brecha en el casco, un golpe que lo hace añicos, y
luego desaparece.
La escotilla se sella. El vendaval cesa. Las runas del panel de control
parpadean en color ámbar mientras los sistemas de circulación luchan por
restablecer la presión.
Y queda solo en el silencio de la nave moribunda.
6|XLVII
Sin palabras
Abaddon escucha.
—La voz se ha detenido —dice Sycar.
—Así es —confirma Abaddon. La voz susurrante, que para él sonaba
como un coro de mil voces, ha cesado abruptamente. Solo queda el
zumbido constante de la nave y su potente vibración.
Está a punto de ordenar un avance disperso hacia la siguiente serie de
pasillos cuando un estruendo violento irrumpe. Parece un disparo, pero
Abaddon lo reconoce al instante. Ya lo ha oído antes y conoce su
naturaleza antes incluso de que las alarmas comiencen a sonar y las luces
de advertencia ámbar parpadeen con urgencia.
—¡Asideros! —grita—. ¡Cierren!
Es una rotura en el casco, una descompresión explosiva. El aire comienza
a succionar y silbar, arrastrándolos hacia adelante, jalando a los guerreros a
su lado. Las suelas magnéticas se activan. Abaddon se aferra a un soporte
en la pared para estabilizarse. El zumbido del aire es ensordecedor. La
fuerza de succión es tremenda, como si el corredor intentara devorarlos.
Polvo, pequeñas piedras y escombros pasan zumbando, arrancados de su
armadura, atrapados en el torbellino, mientras sus cuerpos bloquean la
corriente en la garganta del pasillo, acompañados por cabezas de tornillos,
astillas de metal, cables sueltos y pedazos de papel que revolotean.
Y luego, tan abruptamente como comenzó, el caos se detiene. Un golpe
sordo resuena y el viento cesa. Una compuerta de emergencia se cierra
automáticamente, sellando la sección vaciada. Los objetos sueltos caen
ruidosamente sobre la cubierta y el polvo en remolino se asienta.
—La maldita nave se está desmoronando —gruñe Baraxa.
Abaddon lo ignora y se endereza. Trozos de papel arrancados flotan a su
alrededor como hojas caídas. Coge uno al vuelo.
Sycar también ha recogido uno.
—¿Qué es esto? —pregunta.
Abaddon examina el fragmento en su mano. Es una página de un libro
antiguo, manchado por el paso del tiempo. Parece como si hubiera sido
arrancada a la fuerza.
—Parece... poesía —dice Sycar.
Abaddon reflexiona.
¿De dónde diablos salió esto?, se pregunta sin querer leerlo. Primero
fueron voces y susurros, ahora palabras impresas. Estruja el papel en su
puño.
—¡Capitán! —llama alguien.
Un escuadrón táctico liderado por Arnanod se ha adelantado. Abaddon
se mueve para unirse a ellos, cruzando el siguiente tramo del pasillo.
Descubre lo que han hallado. El suelo aquí no es de metal. Es una moqueta
antigua y desgastada. Las paredes a ambos lados están forradas con
estanterías. Hay libros en ellas, volúmenes viejos, carátulas de pergamino,
folios. Algunos han caído, arrancados por la descompresión, y yacen
esparcidos y abiertos sobre el suelo.
—Síganme —ordena, levantando su arma y preparándose para
continuar.
6|XLVIII
Como por arte de magia
La archivista observa a Sindermann con inquietud. Él permanece de pie
en el escaso círculo de luz proyectado por la lámpara, sosteniendo a Mauer
con firmeza mientras ella solloza contra su pecho, sus hombros temblando
con cada sollozo. Sindermann le murmura palabras suaves y consoladoras.
La archivista gira y se apresura a recorrer la hilera de estantes. Debe
buscar un vaso de agua; la pobre mujer está sumida en la angustia. Tal vez
algo más fuerte sería apropiado. El archivista jefe seguro que tenía una
botella de Amasec en su oficina.
Dobla al final del pasillo y se detiene bruscamente. Hay alguien más ahí.
Una silueta alta, oscura sobre oscuridad, se encuentra parada en el
corredor contiguo. No es un humano. Es un Astartes.
—Capitán Loken, señor, ¿ha vuelto...?
Sus palabras se ahogan antes de completar la frase.
—¿Trabajas aquí, niña? —pregunta la sombra con una voz rica y
profunda, como un instrumento de viento bajo.
Ella asiente, incapaz de articular palabra.
—He venido a retirar libros de esta colección —dice el desconocido—.
Mientras haya tiempo. Aquí reside el conocimiento y no debe perderse.
—¿Qué libros...? —logra balbucear.
—Todos —responde la sombra.
Avanza un paso. Su movimiento activa el sensor de una luz superior que
ilumina tanto el desdibujado cuadro de la Torre de Babel en la pared como
la figura que se encuentra ante ella.
—Me llamo Ahzek Ahriman —se presenta.
6|XLIX
Contacto
—¡Apresúrate! —insta Thane. Demeny lo sigue de cerca. Han atravesado
demasiados pasillos vacíos y cámaras desoladas, un laberinto que desafía
incluso los estándares enigmáticos del Sanctum Imperialis Interior, hasta
llegar finalmente a un lugar que Thane reconoce sin dudas. Este elegante
vestíbulo abovedado conduce a la base de la Ascensión Provisional, una
amplia escalera de ouslita y travertino que asciende hacia la Plaza Viridium.
Suben los resplandecientes escalones, corriendo. La Ascensión se alza
ante ellos como una montaña blanca en terrazas que se eleva hacia el
firmamento. Thane siente el aire vibrar y el suelo temblar bajo sus pies.
Espera que sea el retumbar transmitido por los cañones de la muralla que
sacuden el Palacio.
Pero sabe que no es así.
Las paredes de azulejos de la Ascensión no deberían mostrar grietas
como si fueran presionadas desde arriba. Los electroflambeaux no
deberían oscilar como si los azotara un viento huracanado. No debería
haber vetas de humo serpentean en el aire. La luz del día que se filtra
desde la cima de la gran escalera no debería parpadear y oscilar así.
Cerca de la cumbre, ve el primer cadáver. Un coronel Excertus yace boca
abajo, su torso desgarrado en una floración grotesca por una ráfaga de
bolter. Más adelante hay dos más, un sargento de la Séptima Pan-Pac
recogido como en sueño, un fusilero de la Alianza del Danubio traspasado
en un espolón de hierro.
Luego, un Custodio.
El coloso dorado yace como una escultura derribada. Le han arrancado
brutalmente la parte frontal del yelmo y la cabeza. Hay sangre en los
peldaños y escombros dispersos. Demeny reduce la marcha y se inclina
junto al Custodio caído, estupefacto. Thane continúa avanzando.
Alcanza la cumbre. La Plaza Viridium se despliega ante él.
Es una de las amplias explanadas dentro del giro noreste de la muralla
del Sanctum, un espacio destinado a desfiles y ceremonias de estado,
bordeado por las mansiones de Lépido y los recintos dorados de la
Comisión Geográfica y la Torre del Estudio Occullum.
Thane se detiene abruptamente. Ha llegado el cataclismo, la tempestad,
el caos desatado. Cualquier advertencia que esperaba poder entregar, ya
no tiene sentido. Los demonios ya están aquí.
Portadores de la Palabra, gritando cánticos y ondeando sus abominables
estandartes, emergen en manadas de las puertas ardientes de Lectis y
Merkarsis, atravesando las formaciones improvisadas de Excertus en la
plaza. Hay escombros por doquier, escombros y sangre y fragmentos
carbonizados de cuerpos humanos. El cielo está cubierto por un manto de
humo oscuro y moteado. Todas las torres y estructuras alrededor parecen
estar en llamas o perforadas. Los equipos de apoyo de la Auxilia Solar
lanzan disparos de artillería desde las altas balaustradas de la Comisión,
mientras seis escuadrones de asalto de la Legión Destrozada hacen su
entrada por el lado oeste. Pero nada, absolutamente nada, parece siquiera
ralentizar a la vorágine devoradora de los Portadores de la Palabra.
Es demasiado tarde. Todo es demasiado tarde.
—¡Demeny! —grita Thane, pero su hermano de armas ya está a su lado
al pie de la escalera, empuñando la espada de Berendol.
—Conmigo —dice Thane, alzando su martillo.
6|L
Fragmentos
Y la perdición desciende, implacable como el puño de una armadura,
como el tacón de una bota despiadada, triturando las últimas esperanzas
de la humanidad hasta reducirlas a polvo. No hay contención ni piedad que
llegue tarde. Cuando el enemigo traidor se enfrenta finalmente con su
presa herida, su brutalidad no se aplaca. Se intensifica, avivada por el
resentimiento insaciable de haber sido repelido durante tanto tiempo.
Ahora, en confrontación directa, se desata el frenesí. Los ataques se
precipitan, incesantes, sobre el rostro del Imperio, un rostro que ya no
puede desviar, ocultarse o retroceder. Es revancha, es una satisfacción
vengativa, es el castigo por meses de resistencia y desafío, por las vidas
perdidas en el esfuerzo, por la sangre vertida en la lucha, por cada agravio,
insulto y acto de rebeldía. La última fortaleza, inmovilizada, comprometida
e indefensa, será despedazada por la ira asesina. El fin del asedio no será
una conquista; será un despojo. El Imperio del Hombre, incluso el concepto
mismo de Imperio, será borrado y exterminado.

El fuego se extiende y se replica: por doquier, la luz polvorienta se tiñe


de un amarillo cúrcuma bajo un cielo de lava ardiente.

En las secciones donde los vacíos han fallado, la Muralla Délfica


comienza a quebrarse. Al principio, las brechas son escasas, pero su mera
existencia es una señal de que la esperanza se ha esfumado. Los muros de
la última fortaleza, de un kilómetro y medio de altura y un kilómetro de
grosor, se resquebrajan en la Torre del Cántico, en Palatino Oeste, en
Délfica Occidental y en Centinela Sur. El fuego asciende, cruzando la lluvia
torrencial y los relámpagos que disuelven los vacíos. Los escombros se
acumulan como residuos de avalanchas, y las divisiones vociferantes de
Vorus Ikari, Ekron Fal y Serob Kargul trepan en enjambres por las laderas de
piedra gris fracturada.
Sus pretores avanzan a la vanguardia, con estandartes desplegados, y su
grito de guerra resuena, "¡Rey Oscuro! ¡Rey Oscuro!", emitido desde
pulmones sobrenaturales. Los Nunca Nacidos siguen como aceite y humo a
los talones de las pesadas e implacables máquinas de muerte que los
persiguen. En cada punto de ruptura, cada minuto cuesta mil vidas a
ambos bandos.
Pero las fracturas en los imponentes muros no son más que signos
superficiales del desastre que ocurre en el interior. El enemigo ya se
encuentra en las entrañas del Sanctum, transportado en manadas por
caminos laberínticos que burlan muros y barreras, por artimañas
inmateriales, por incursiones que perforan lo inexpugnable, contra las que
no hay defensa material posible. La Materia ha fallado, y las unidades
traidoras surgen en centenares de puntos dentro del Palacio Interior,
desatando la carnicería en el instante en que reconcilian —o deciden
ignorar— la imposibilidad de su presencia.
Los combates se desatan a lo largo de corredores colosales. Las
procesiones se transforman en mataderos. Los regios pasillos y cámaras de
auramita del Palacio de Terra quedan marcados por llamas y humo, por
sangre y balas. Las torres son consumidas, las agujas se destrozan, puentes
y pasarelas colapsan bajo el peso de los cuerpos de los combatientes. La
muerte ha venido, desprovista de lógica, sentido o permiso, y la maravilla
dorada de la última fortaleza se torna una zona mortalis.

En la Procesión de Tanquen, Lucoryphus, el Señor de la Noche, tan


vanidoso de su rango y sus asesinatos, se detiene bruscamente, dándose
cuenta con amargura de que, después de todo, no es el primero. No es el
primero en abrirse paso hacia el interior, ni mucho menos. La proeza que le
fue otorgada también se ha manifestado en otros, en muchos otros. Ve a
las brigadas de la Guardia de la Muerte asaltando el Coro Sur, a las
unidades blindadas de los Hijos de Horus avanzando por la Explanada
Sadriana. Observa puertas y portales emergiendo en muros que antes
estaban sellados, nauseabundos desgarros y brechas en el tejido de la
realidad por donde se derraman sus hermanos, puntos de invasión que
superan los más audaces esquemas e imaginaciones del Señor de Hierro.
Cuán tediosos y pedestres parecen ahora los planes de asedio de
Perturabo. ¡Cuán lamentablemente convencionales son las defensas de
Dorn! La disformidad lo ha conquistado y violado todo, pudriendo el
Palacio del Falso Emperador y acribillando su carne desmenuzada.
Lucoryphus aparta su decepción. Ha llegado la victoria, la conquista, la
última y más grande de su especie, y él es parte de ella.
Prepara sus relucientes espadas, porque hay que matar.

En la Pasarela de Traxia, suspendida a trescientos metros de altura, el


Centinela Xohas Tjan encabeza una cohorte de brillantes Custodios en un
esfuerzo por repeler la oleada de Guardias de la Muerte y Portadores de la
Palabra que buscan cruzar desde la Aguja de los Peldaños hacia la Torre de
la Égida. Aun con el respaldo de cuatro compañías de Excertus
aterrorizados, las fuerzas de Tjan están superadas en número veinte a uno.
La pasarela, un arco dorado de cuarenta metros de ancho, vibra bajo la
colisión de ambos frentes. Tjan no emite órdenes: la neurosinergia
comunica sus intenciones a sus hermanos, y su ejemplo es todo lo que los
Excertus necesitan para actuar. No titubea. No falla. Ninguno de ellos lo
hace. Pero la Pasarela Traxia sí lo hace. Perdiendo su integridad por el daño
y el impacto, la estructura se desmorona, arrastrando a amigos y enemigos
por igual hacia la muerte.

En la Confluencia de Marnix, a menos de dos kilómetros del Salón del


Trono, Amit el Desgarrador de Carne dirige el combate.
El Portaestandartes Tamos Roch ha caído. Las compañías de negación
están diezmadas y acosadas por todos lados. La Confluencia es un punto
de encuentro, y la horda enemiga embiste desde cada corredor y proceso.
Los grandes sellos del Sanctum han sido violados. La muerte encarnizada
inunda las arterias principales como un veneno en un torrente sanguíneo.
La explanada está saturada de muertos. Cientos de ellos son civiles y
cortesanos despedazados al irrumpir los traidores. El enemigo no hizo
distinción entre los combatientes armados y los civiles. Entraron
desbocados, frenéticos, matando a cualquiera a su paso. Amit se pregunta
cuántos de los civiles que huyeron y colmaron la explanada habrán logrado
sobrevivir, o a dónde habrán podido huir. Lo que queda de las compañías
de negación se ha replegado hasta las escalinatas de la Atalaya Proserpina.
Los amplios peldaños de mármol que se despliegan en abanico desde la
entrada de la torre, como los rayos de un sol estilizado, son majestuosos y
se extienden por un centenar de metros. Ahora están tapizados de
cuerpos: Hijos de Horus muertos en su ascenso, Ángeles Sangrientos
caídos desde la cumbre.
Los muros de piedra y los bastiones son pulverizados por el fuego de los
bolters, y las paredes de la torre de vigilancia están empapadas por una
lluvia de llamas. Pesados disparos láser y rayos de plasma caen desde los
cañones superiores de la torre, arrasando las filas de las tropas traidoras
que avanzan. Los cañones giratorios zumban y ronronean, vaciando los
conductos de los cargadores automáticos. En la escalinata abierta, la lucha
es cuerpo a cuerpo, feroz, personal, un caos en el humo penetrante. Leales
y traidores están sumergidos en un torbellino de estruendo.
Espada en mano, Amit se planta firme junto a sus hermanos, los Ángeles
Sangrientos, Cicatrices Blancas y Puños Imperiales. Cada peldaño de
mármol es una zona de combate. Hacen retroceder a los voraces Hijos de
Horus por las escaleras, amontonándolos en pilas. Por los escalones fluye
la sangre en ríos.
Amit parte un yelmo lupercaliano y luego suelta su espada chorreante
para atravesar la garganta y el pecho de otro hijo de la traición. Cuando el
cuerpo se derrumba sobre él, Amit vuelve a cortar, desprendiendo una
mano y una cabeza en casco por los aires.
Cohetes y municiones enemigas estallan contra las paredes de la torre
detrás de Amit, rociando a él y a sus camaradas con esquirlas metálicas.
Pero ellos siguen luchando, enfrentándose al enemigo, inmersos en todo
excepto en las demandas hiperactivas del combate Astartes.
Es casi un estado de trance, una simple ecuación binaria de matar o
morir.
Lamirus, luchando a la izquierda de Amit, cae despedazado. No es una
baja colateral de las explosiones que detonan a su alrededor, ni ha sido
asesinado por los Hijos de Horus que se precipitan sobre ellos.
Amit alza la vista y ve que una nueva entrada se ha abierto en la gran
Confluencia, como una herida fresca en la carne.
Desde el espacio distorsionado sobre él, los Nunca Nacidos se derraman
hacia abajo.
6|LI
Incompleto
El aguacero se intensifica con violencia. Oll Persson se aparta la lluvia del
rostro. Están demasiado expuestos en lo alto de la muralla. Surge una
niebla, como si buscara cegarlos y borrar todo indicio del camino que están
siguiendo. Los muros lejanos y los tejados que se extienden debajo ya se
desvanecen en la bruma grisácea.
Se gira para animar a sus compañeros a continuar.
—¿Qué sucede? —pregunta Leetu.
—Nada —responde Oll, aunque su intuición ha estado alerta a cada
sombra tras ellos, igual que en cada paso del camino desde Calth.
Pero esta vez es distinto. Hay una figura en la amplia almena de la
antigua muralla tras ellos, aproximándose con zancadas largas, una figura
que ha surgido de la niebla, o de la nada, o quizás de ambas.
—Dios —murmura Oll.
Erebus no dice palabra. No detiene su marcha. Ni siquiera exige la
devolución de su espada. Todo lo que necesita comunicar lo expresa su piel
macilenta y su armadura deslucida.
El Apóstol Oscuro50, la Mano del Destino, se les acerca y empieza a
matarlos.
6|LII
Destino predicho
La oscuridad parece tener vida propia, ejerciendo una presión sólida
sobre ellos. Desde su interior, Sanguinius escucha el suspiro de su hermano
detrás de él.
—No puedo avanzar más —confiesa Ferrus. Sus labios han estado
inmóviles durante mucho tiempo.
Sanguinius asiente comprensivo. Ferrus coloca nuevamente su mano
grande y acorazada sobre su hombro. La mano tiembla. Lo que Ferrus
Manus está reprimiendo a través de su voluntad, ya sea dolor o cólera, está
a punto de liberarse.
—Quisiera poder, pero...
—Lo entiendo —interviene Sanguinius.
—Si pudiera elegir...
—Entiendo.
Apenas puede discernirlo en la penumbra. Es como si Ferrus Manus no
estuviera realmente allí, o como si estuviera desapareciendo rápidamente.
—Vete —dice Sanguinius—. No necesito más enseñanzas.
—No, hay una más —insiste Ferrus—. Se ocultó en el pasado.
—¿Horus?
Ferrus asiente.
—Así es como te engañó. Así es como engañó a nuestro padre. No podía
arriesgarse a que nuestro padre percibiera la magnitud de su poder, o
leyera sus pensamientos, o entendiera la trampa que le había tendido, así
que, con voluntad y Disformidad, Horus se sumergió en su propio pasado,
en sus recuerdos, tan profundamente que por un tiempo, ni siquiera él
sabía dónde estaba o qué hacía.
—¿Es eso posible? —pregunta Sanguinius.
—Para él, sí. Un golpe maestro de táctica, pero es el Señor de la Guerra.
No había mente que nuestro Padre pudiera leer, ningún pensamiento
actual que pudiera traicionarlo. Horus se entregó a la locura y al recuerdo
caprichoso para no revelar nada de su estrategia. Y su plan era conocido
solo por él, por supuesto.
—Y así nos engañó para venir aquí —murmura Sanguinius.
—Sí —afirma Ferrus con pesar—. Y la necesidad de tal astucia ha
terminado. Estás aquí. Por lo tanto, su mente se está recomponiendo,
rápidamente. Se está volviendo a ser quien era, rápidamente, él mismo y
mucho más, completamente consciente y poderoso, omnipresente y
todopoderoso en este instante. Te digo esto, hermano, porque incluso para
alguien como él, reconstruir una mente tan completamente desmantelada
requiere un esfuerzo enorme. Todavía no lo ha logrado por completo.
—Entonces, ¿está debilitado?
—¿Físicamente? No. Pero en pensamiento, quizás todavía, un poco. Las
huellas de su locura autoinfligida pueden persistir. Como mínimo, puede
estar desorientado o inseguro de sí mismo.
—Entonces, ¿es una falla que puedo aprovechar?
—Tal vez, mientras dure, lo cual no será mucho tiempo. Y aun debilitado,
sigue siendo...
—Lo entiendo.
—Sé que lo entiendes.
Sanguinius dirige su mirada hacia adelante, hacia la oscuridad que se
funde con más oscuridad. En las profundidades, oculta pero lo
suficientemente cerca para que Sanguinius la sienta, hay una presencia
ominosa. Un resplandor rojo tenue, quizás un ojo que no parpadea, o
simplemente una manifestación palpitante de odio y maldad, como un
lingote radiactivo sumergido en el fondo de un abismo oceánico, o un sol
devastador en el límite mismo del vacío.
O, quizás, simplemente, un destino anunciado.
Escucha el goteo y el crepitar de la Disformidad.
—Está aquí —afirma.
—Siempre ha estado —responde Ferrus.
Sanguinius alza su espada, preparándose. La luz surge y gotea de la hoja,
un dorado desafiante contra la oscuridad. Apenas los ilumina. La noche
devora su brillo.
—El bastardo tiene mi cráneo —dice Ferrus—. Recupéralo. No me gusta
ser un trofeo.
Sanguinius asiente con solemnidad.
—Hasta que nos encontremos de nuevo —dice Ferrus Manus.
SÉPTIMA PARTE
HÉROES EN EL LABERINTO, MONSTRUOS EN EL
LABERINTO
7|I
El destino de los compañeros de antaño
Siempre emerge un monstruo y siempre te alcanzará.
Oll los ha liderado y resguardado a través de incontables años luz y
decenas de milenios, pero su odisea concluye aquí, en la senda de almenas
castigadas por la lluvia de una muralla derruida que circunda una urbe
desolada.
Erebus se manifiesta desde la lluvia. Se confunde con la tormenta. Es la
cólera primigenia que envuelve el vetusto muro de la metrópoli.
Oll permanece inquebrantable, calado hasta los huesos, con sus ropas
empapadas azotadas por el viento. Los otros le instan a huir, pero él
reconoce la futilidad. El destino es ineludible. Así son los laberintos:
siempre hay algo que te persigue. Oll es consciente de ello, marcado por
cicatrices que dan fe. Al ingresar en este laberinto particular en Calth,
albergaba la misma ilusa esperanza de todo héroe en su búsqueda: que
podría llegar al núcleo antes de ser descubierto por el monstruo.
Mas en un paraje donde el tiempo y el espacio se desintegran, tal
posibilidad es nula. La bestia que le ha seguido por cada recoveco
finalmente les ha dado alcance. Y como todos los héroes que le
antecedieron, Oll asume que su optimismo era infundado.
Para su infortunio, no es Iason, ni Sigfrid, ni Gilgamesh, ni Beowulf, ni
Ulises, ni Parzival. Ya no es la imponente figura armada con lanza y escudo
de guerra. Es un hombre desgastado por los años, empapado hasta los
tuétanos, tanteando en su chaqueta mojada un cuchillo de pedernal no
diseñado para tal combate.
Erebus es una entidad abominable, una bestia colosal ataviada con una
armadura bélica, compuesta de lluvia y furia a partes iguales. Las demás
son solo palabras, términos execrables, retorcidos y ensamblados en forma
humanoide. Al abrir la boca para proferir sus palabras, Oll encuentra el
cuchillo...
Pero allí está Leetu. El más ágil de todos, el único que puede rivalizar en
potencia con el Portador de la Palabra. El asta de hierro en sus manos se
dobla, listo para el embate.
Erebus habla.
La palabra de poder, una amalgama de fonemas profanos arrancados de
la Disformidad y forjados en armamento, era destinada para Oll, pero
Leetu se interpone. La fuerza del impacto lanza al Astartes hacia atrás,
tumbarndo a John y el poste se le escurre de las manos. Choca contra las
rocas de la muralla y queda inmóvil.
La atención de Erebus se vuelve otra vez hacia Oll. Tiene más que decir, y
gran parte de ello es mortal. Oll se lanza contra él empuñando el cuchillo.
—No —dice Erebus. Solo eso. No.
Oll percibe que está paralizado. Su mano, temblorosa y extendida, agarra
el cuchillo, pero está inmovilizado, su cuerpo responde solo a la voluntad
del otro. Erebus sonríe y se aproxima a la garganta de Oll a través del
chaparrón.
Krank ataca a Erebus. Rugiendo desafiante, rugiendo el nombre de Oll,
mostrando una lealtad desinteresada superlativa a cualquier vástago del
Emperador, Krank azota con su clava improvisada el rostro y el torso de la
bestia, con ambas manos y toda su fuerza.
La colisión esparce gotas de lluvia. La clava de ceramita se estrella. Las
muñecas de Krank también. Él tambalea, aturdido, jadeando en shock.
Erebus en silencio articula otra palabra que alcanza a Krank en la nuca y
desintegra su cráneo con la brutalidad de un disparo a quemarropa. Oll
quisiera gritar al ver caer el cuerpo decapitado, pero sigue petrificado, sus
músculos se retuercen, el ácido láctico incendia sus miembros mientras
lucha contra el inmovilismo.
El agarre se torna tangible. La enorme garra del Portador de la Palabra se
cierra alrededor de su cuello.
Erebus lo levanta. Asfixiándose, la vista de Oll comienza a estrecharse. El
latido de su corazón retumba en sus oídos. Ve el semblante de Erebus. La
sonrisa de conquista. Los ojos inertes. Los tatuajes con inscripciones
dementes. Las manchas de la sangre de Dogent Krank en la mejilla, nariz y
frente, que se diluyen con la lluvia. Oll es consciente de que su propio
rostro también está salpicado con la sangre de Krank. La oscuridad se abre
paso mientras el aire se agota y el apretón sobre su cuello hace crujir sus
huesos.
Los impactos que lo liberan son poderosos, como golpes de un martillo
percutor. Oll cae de espaldas sobre la húmeda piedra del pasadizo que
corona el muro. Graft, con sus servomecanismos extendidos, asalta a
Erebus con la caja de negación una y otra vez. La embestida es incesante,
mecánica, semejante al ritmo de una prensa hidráulica. Graft, ajeno a la
guerra, enfrenta la tarea con la incansable eficiencia de un servodroide
agrícola clavando estacas en una valla. No hay dudas. El servodroide asesta
golpes con la caja contra Erebus, uno tras otro, sin tregua ni
contemplaciones. A diferencia del esfuerzo bruto de Krank, este ataque
porta una fuerza letal y algo más. Graft es una unidad de carga pesada. Oll
lo ha visto alzar una tonelada de cosecha sin esfuerzo.
El monstruo se repliega, alzando los brazos en defensa contra la
implacable lluvia de golpes. La caja de duraluminio se deforma y se quiebra
con cada impacto. No toda la sangre en el rostro de Erebus proviene de
Dogent Krank.
—¡Graft! ¡Retrocede! —grita Oll.
—Estoy realizando una labor necesaria, soldado Persson —responde
Graft, persistiendo con precisión industrial—. Retrocede.
Oll siente manos sobre él. Es John, tratando de levantarlo y llevarlo a un
lugar seguro. John grita algo, pero las palabras se le escapan a Oll,
aturdido, sin fuerzas, con un zumbido en los oídos.
—El cuchillo... —jadea Oll.
Se le había caído cuando Erebus lo soltó. Oll aparta a John, cae de
rodillas y avista el cuchillo a unos metros, yaciendo sobre el pavimento
mojado, al borde mismo del muro.
Zybes emerge, se hace con el cuchillo y lo asegura antes de que pueda
caer al vacío.
La caja de negación ya no es más que un despojo, hecho trizas por los
golpes. Ahora Graft golpea con sus propios manipuladores. Erebus atrapa
uno para frenarlo, y luego otro. Los miembros secundarios golpean su
rostro, su gola. El monstruo está molesto ahora, sangrante y exasperado.
Tuerce su agarre sobrenatural y despoja a Graft de uno de los brazos. Lo
lanza a la lluvia torrencial. Con una mano aún bloqueando el otro brazo
principal, el monstruo se abalanza y sujeta uno de los brazos secundarios.
Lo arranca con una lluvia de chispas, dejando un muñón de cables sueltos.
Erebus abre su boca para dirigirse directamente a Graft.
Una piedra le roza la sien. Apenas un cosquilleo, pero Erebus vuelve la
cabeza con furia. Katt se apresta para otro lanzamiento, su honda casera
zumbando en el aire.
Falla. Un comando gutural de Erebus congela la piedra en su trayectoria,
la suspende temblorosa bajo la lluvia por un instante y luego la pulveriza.
Erebus, ya sin distracciones, atrapa a Graft y lo lanza.
El pesado y maltrecho Servidor se proyecta a lo largo del muro hacia Katt
y Actae. Katt se inmuta. Actae alza la mano. Una pulsación. Graft se
detiene, boca abajo, con su vuelo interrumpido, equidistante del Portador
de la Palabra y la hechicera. Actae sostiene al Servidor en el aire con su
Psykana51 tan fácilmente como Erebus sostenía la piedra de Katt. Oll
distingue la carcasa fracturada de Graft, el aceite y los fluidos hidráulicos
brotando de conductos rotos, el ángulo anómalo de su cabeza ahora que
uno de los soportes de su cuello se ha desgajado.
Erebus observa a la hechicera ciega a cincuenta metros. Considera al
Servidor descompuesto suspendido en la lluvia entre ellos. Asiente
ligeramente, como concediendo el mérito de su acto.
Acto seguido, pronuncia otra abominable palabra de poder.
Graft se desintegra en un estallido. La onda de choque dispersa
fragmentos metálicos en todas direcciones. Erebus eleva una mano con
delicadeza, como otorgando su gracia, y los escombros que se dirigen hacia
él, algunos con potencial de herir o matar, son repelidos.
Los demás no gozan de tal defensa.
Actae se retrae y erige un muro de fuerza que la resguarda de lo peor,
pero no con suficiente premura. Un piñón giratorio impacta la sien de Katt,
haciéndola caer. Un trozo afilado y astillado de la armadura de Graft golpea
a John en el rostro y lo arroja contra Oll. Fragmentos afilados del leal
Servidor siembran la piedra del muro y del pasaje. Chispas metálicas del
chasis de Graft impactan la roca oscurecida, incrustándose como dardos.
Un segmento de varilla de un brazo principal atraviesa el torso de Hebet
Zybes.
Parece sorprendido, confundido. Su mirada desciende hacia la varilla
metálica que sobresale de su pecho. La bobina de hilo rojo se le escapa de
la mano, rodando por la pasarela, dejando un rastro de hilo a su paso y
desapareciendo por el borde. Entonces, Zybes se desploma
silenciosamente hacia atrás y cae desde la muralla, con el cuchillo aún en
su otra mano.
Oll lo observa caer y siente su cuerpo deslizarse por la empinada y
oscura pendiente. No hay nada que pueda hacer. Ya está recostado sobre el
pecho, con los brazos colgando del borde del muro. Cuando John fue
golpeado, se desplomó sobre Oll, tumbándolo, y luego continuó su caída.
Por un milagro, Oll consiguió girar en el aire mientras caía y atrapó a John
por la muñeca. Ahora yace boca abajo, con la cabeza y hombros asomando
por el borde, y su frágil agarre es lo único que evita que John caiga al vacío.
El agarre resbala por la lluvia. Los pies de John se revuelven en el aire,
buscando dónde apoyarse. Los brazos de Oll tiemblan bajo el esfuerzo.
Puede sentir cómo la muñeca de John se disloca y cómo se resbala poco a
poco, arrastrado por el peso de su amigo. John lo mira con ojos
suplicantes, su rostro ensangrentado, con la mejilla y la nariz desgarradas,
la boca y barbilla laceradas por la metralla, la mandíbula destrozada.
Sus ojos imploran.
¿Por qué? ¿Ser salvado? ¿Que Oll lo suelte para salvarse a sí mismo?
—¡Aférrate a mí! —exclama Oll con dificultad. John se retuerce
intentando asir la manga de Oll, pero el intento solo hace que se balancee
con más fuerza, poniendo en peligro el ya frágil agarre de Oll.
John dice algo. De su boca destrozada solo emana ruido y sangre. Lo
intenta de nuevo. ¿Qué está diciendo?
¿Está pidiendo a Oll que lo suelte? ¿O es algo más?
Erebus está de pie sobre ellos, erguido al borde de la muralla, encima de
Oll, contemplándolos.
—Curioso —musita Erebus. Se inclina, las gotas de lluvia resbalan por los
bordes de su armadura, atrapa a Oll y lo alza, levantando también a John
hasta que consigue sujetarlo. Los sostiene a ambos, uno en cada mano,
colgándolos a su lado como trofeos.
Se retira del borde. Lanza a Oll hacia la pasarela. Mantiene a
Grammaticus cerca, cara a cara.
—¿Qué tratabas de decir? —interroga Erebus—. ¿Qué palabra
intentabas articular con esa boca hecha jirones? Dímela. Enséñamela.
John resopla y, con la boca desfigurada, escupe sangre en el rostro de
Erebus. Este frunce el ceño, desvía la mirada y, aún sosteniendo a John en
alto, se limpia con gesto meticuloso el insulto de su mejilla.
Es en ese instante cuando John Grammaticus le clava sus tijeras aeldari
en la oreja a Erebus.
El monstruo emite un rugido y retrocede tambaleante, tratando de
desprenderse del objeto alienígena incrustado en su cráneo. John,
relegado a un segundo plano, cae al suelo y se retuerce, jadeando por aire.
Oll se acerca a él, intentando ayudarlo a levantarse. La cabeza de John se
ladea hacia atrás. Luego, Leetu aparece, se pone de pie y los socorre a
ambos, arrastrándolos lejos. Erebus se vuelve hacia ellos, ya sin las tijeras.
Está a punto de pronunciar otra palabra de poder, una que los reduciría a
vapor.
Pero su boca se queda cerrada.
Una mueca de desconcierto se dibuja en el rostro tatuado del monstruo.
La lluvia recorre sus mejillas y golpea su mentón mientras intenta en vano
hacer funcionar su boca. Solo emite gruñidos, sus labios se resisten a
moverse. Actae avanza hacia él por lo alto del muro, con Katt inerte detrás.
Sus manos, en alto y dedos crispados, están silenciando al Portador de la
Palabra con su mera voluntad.
—El cuchillo. Toma ese maldito cuchillo —Oll escucha el mandato de
Actae en lo profundo de su mente. Siente a Leetu reaccionar igualmente al
escucharlo.
—Toma el cuchillo, Persson. Recupéralo. Es lo que más importa —insiste
Actae.
—Por el amor de Dios... —balbucea Oll.
—Puedo retenerlo.
Leetu arrastra a Oll hacia atrás. Entre los dos, llevan a John. Los
escalones del muro más cercano están a unos cuarenta metros. Erebus
observa cómo inician la huida. Luego dirige su atención a Actae, avanzando
hacia ella.
Ha dejado caer su maza de poder.
Actae se planta firme. Extiende los brazos como si intentara derribar un
árbol, con las palmas unidas y los dedos curvados hacia afuera. La potencia
psíquica que emana de ella es tan intensa que la lluvia alrededor de ella y
su adversario se desvía lateralmente, esparciéndose hacia arriba y a los
lados. El pavimento se agrieta bajo sus pies. Erebus se enfrenta a la fuerza
invisible, avanzando con facilidad al principio, pero cada vez con más
dificultad, como un hombre que camina contra la corriente de un huracán.
Pero continúa, implacable, sin palabras, con la maza en mano, dando un
paso tras otro con esfuerzo.
La cúspide del muro está a veinte metros. Oll distingue la extensa
escalera de piedra que se hunde en la penumbra, adosada a la muralla.
Demasiado distante para un salto.
Siente el embate psíquico a sus espaldas. Se gira y contempla a Actae
enfrentándose a Erebus, a escasos diez metros. Ella resiste, vibrando por el
esfuerzo, la lluvia girando en espirales contra natura a su alrededor.
Destellos de energía caótica crepitan en el aire. El monstruo sigue
avanzando hacia ella, con cada paso forzando una lucha titánica de fuerza y
determinación. Se aproxima lentamente, muy lentamente.
Ella perecerá si él la alcanza. ¿Qué energía le queda? ¿Qué poder oculto
podría salvarla ahora?
Como si escuchara los pensamientos de Oll, la voz de Actae se filtra
hasta él.
—Aléjate del muro. Retírate. ¡Ahora!
Oll vacila, mirando hacia atrás, los ojos desorbitados. Leetu lo sujeta,
rodeando la cintura de Oll con un brazo. Con John inerte sobre su otro
hombro, el Astartes también ha captado la orden de Actae.
Oll abre la boca para protestar, pero Leetu ya está en movimiento.
Con ambos a cuestas, se lanza desde el muro.
La caída parece eterna, pero solo dura un instante. Quizás doce metros.
Leetu aterriza de pie en la escalera que desciende más allá del muro. El
impacto resquebraja la oscura piedra. Leetu tambalea de manera
preocupante, pero se estabiliza. Oll golpea la superficie con tal fuerza al
caer que casi se fractura las costillas.
Al ponerse de pie, frenético, cuando Leetu lo deposita en el suelo,
todavía puede ver, a través de la lluvia implacable, dos figuras en la cima
del muro sobre él. Actae no se ha desplazado.
Erebus está a punto de alcanzarla. Un paso más y su maza la encontrará.
Pero John, Leetu y Oll ya han escapado de su alcance.
Y todos los demás han caído.
Actae exhala profundamente, reuniendo su poder, condensando su
voluntad desde una defensa expansiva a un único y mortífero proyectil de
furia psíquica.
Erebus, liberado, avanza con el mazo levantado, pero el cambio en la
táctica de Actae es tan rápido como un impulso neuronal.
Cuatrocientos metros del muro ancestral se inflaman en un fulgor de
energía azul que consume todo a su paso. La onda de la explosión se
propaga a lo largo del muro en ambas direcciones, fragmentando la piedra,
despedazando las almenas y arrojando los adoquines de la pasarela por los
aires. Leetu cubre a John y a Oll con su cuerpo acorazado mientras
empiezan a caer losas y fragmentos del tamaño de cajas de munición.
El impacto de la onda expansiva llega con un estruendo de piedras que
se desmoronan.
La muralla, sólida, elevada y milenaria, no resiste la embestida. Al
disiparse la luz, casi cincuenta metros de ella se han venido abajo,
sepultando las antiguas viviendas y estructuras de la Ciudad Inevitable y
dejando una enorme nube de polvo negro que se alza en la lluvia.
7|II
El ahora y el aquí
Todo ha desaparecido.
No queda camino por recorrer. Keeler lo comprende demasiado tarde.
En algún punto de su marcha, la gran Vía Aquila se ha esfumado,
perdiendo su forma y características gradualmente hasta quedar en nada
más que un erial oxidado y abandonado. Keeler observa unos pocos
adoquines agrietados incrustados en la tierra rojiza y ocasionalmente un
poste o señal de tráfico, vestigios solitarios de una majestuosa carretera
imperial que se ha borrado sin que nadie lo notara.
No hay ciudad, ni ruinas, ni escombros, ni edificios a medio caer. Solo un
inmenso yermo de tierra árida y cobriza con formaciones rocosas y
mesetas de contornos definidos. El polvo danza en el viento seco y el cielo
se cubre con un mar de pirocúmulos.
¿Es esto aún el Palacio? ¿Fue esto la ciudad? ¿Ha sido la guerra tan
devastadora que todo ha quedado reducido a polvo y tierra quemada? A
Keeler le evoca imágenes de la superficie marciana. Se adelanta al lento
avance del grupo y escala uno de los escarpados afloramientos. Desde la
cumbre, divisa a los vehículos blindados de Sigismund avanzando a gran
velocidad, levantando cortinas de polvo, seguidos por las unidades de sus
Segundos, extendidos en brigadas. A su zaga, la comitiva. Un
impresionante río humano de cien metros de ancho que se extiende a
través del yermo hasta donde la vista alcanza. Contempla los caminos
serpenteantes descendiendo por los acantilados hasta la llanura. ¿Cuánto
tiempo ha pasado desde que descendieron por esos precipicios? ¿Una
hora? ¿Dos? ¿Cuántos más siguen a los que acaba de ver? ¿Cuán larga es
esta columna de sobrevivientes? Parece el más grande éxodo masivo en la
historia humana.
Pero un éxodo presupone un origen y un destino, y todo sentido de
lugar, junto con la carretera, se ha desvanecido.
Ahora somos el camino, reflexiona. Su mirada sigue el largo y sinuoso río
de almas. Nos hemos transformado en nuestro propio camino y nuestro
propio destino.
Desciende y se reincorpora a la columna. El polvo, fino como talco, lo
cubre todo: sus ojos, su boca, las dobleces de su ropa. Ensombrece el
negro profundo de la armadura de Sigismund. El Campeón había ofrecido a
Keeler y a Lord Zhi-Meng el alivio de montar en uno de sus vehículos de
combate. Keeler declinó, escogiendo caminar como el resto, y el maestro
de coros, a pesar de su evidente deseo de reposo, también rehusó,
sujetando con determinación su brazo. Por tanto, el Campeón decidió
marchar con ellos al frente de la multitud civil, mientras su fuerza armada
se adelantaba para asegurar el camino. Camina sin casco, con la espada en
mano. Hay algo casi penitencial en su actitud.
—¿Qué has visto? —pregunta, asintiendo hacia la prominencia que
Keeler había escalado.
—Nada más allá de lo que aquí se ve —responde ella.
No indaga sobre su destino. Parece satisfecho con el acto mismo de
avanzar. Para él, deduce Keeler, las acciones concretas y los momentos
individuales tienen valor. A diferencia de su padre, no precisa de un gran
plan o un fin último, sino del ahora y el aquí, encarando la vida paso a paso
o combate tras combate. En esa forma de vivir halla una serenidad
profunda. Es el hombre más disciplinado que ha conocido, absorto en su
deber, y esa devoción le confiere una libertad tal que parece etéreo.
Tras la siguiente cumbre rocosa, se topan con una vasta depresión
polvorienta, semejante a un lecho oceánico desecado. Los restos de
máquinas de guerra yacen dispersos, como atolones de metal retorcido.
Tan calcinados y corroídos están, que resulta imposible distinguir las
marcas. La muchedumbre se abre paso entre los despojos y colosos caídos,
a veces bajo la sombra de una extremidad gigantesca o un torso
ennegrecido. Placas de armadura sueltas tintinean con el viento árido.
Cables inertes oscilan como lianas. Keeler divisa el cielo a través de
esqueletos expuestos o huecos en blindajes horadados por armas
inconcebibles. Las superficies están desconchadas y la tierra resquebrajada
entre los cuerpos de las máquinas se halla salpicada de escombros
metálicos.
Este fue el escenario de una guerra de motores, y a juzgar por la
cantidad de restos, una de escala monumental. Quizás la violencia de aquel
enfrentamiento titánico, las energías desatadas al derribar a estas bestias,
expliquen la desaparición del Palacio en este sector y la inmensidad de la
cuenca árida que ahora cruzan. ¿Es acaso un cráter? ¿Fue el conflicto aquí
tan monumental que deformó el planeta y redujo el Palacio a la roca base?
Y aún resuena una pregunta: ¿Por qué parecen estas máquinas muertas
haber estado descomponiéndose durante años?
7|III
Contaminado
Todo lo que hallan está sin vida, todo está irremediablemente perdido.
Forzan la siguiente compuerta y la retiran. Una luz azul intensa los baña.
Los Hijos de Horus titubean.
Abaddon no lo hace.
—¡Ezekyle! —exclama Baraxa, pero Abaddon avanza.
Una vía de servicio, amplia y elevada, se despliega ante él, flanqueada
por un lado de conductos pesados que se extienden a lo largo del recinto.
El resplandor azul proviene de emisores incrustados en el techo, una luz de
cruda precisión, un ultravioleta que quema. Abaddon percibe un zumbido
agudo y penetrante en el límite del oído.
—Por piedad —suplica Baraxa—. Regresa. Es descontaminación.
Es así. Abaddon es plenamente consciente. Los sistemas de
descontaminación y aislamiento del Espíritu Vengativo se han activado en
esta sección, respondiendo a la presencia de un agente nocivo. Los
quemadores de luz esterilizadora, junto con los procesadores ultrasónicos
y antivirales, están saturando la zona con un halo antimicrobiano para
erradicar cualquier riesgo biológico, radiactivo o contaminante xenos
detectado por los sensores ambientales.
—Ezekyle, hay algo allí...
—Lo sé —responde Abaddon, sin apartar la vista.
Con recelo, Baraxa se aproxima. Contemplan juntos la escena durante un
momento. Baraxa murmura una maldición entre dientes.
Los protocolos de descontaminación se desencadenan automáticamente
al identificar un agente ajeno, que puede ser esporas, bacterias, virus, una
anomalía atmosférica, cualquier elemento adverso a los sensores de la
nave.
En este caso, el intruso es una vieja tienda, enmarcada en madera
carcomida y oscurecida, con enlucido manchado y desgastado. A juzgar por
las imágenes desteñidas pintadas en el yeso o esculpidas en la madera,
parece haber sido la tienda de un astrólogo o un adivino de asterismos.
Abaddon observa constelaciones rudimentariamente trazadas y símbolos
zodiacales. Saturno, Mercurio, Capricornio, Sagitario. Los cristales de las
ventanas son espesos y opacos. De las puertas y aleros dañados brotan
hierbas pálidas y enfermas. La construcción sobresale del muro como una
formación tumoral. Es imposible discernir dónde termina la vieja madera y
el yeso y comienza la estructura metálica de la nave. Los materiales de
ambos parecen haberse fusionado.
—Yo no... —comienza Baraxa, pero sabe que debe hacerlo. Abaddon
piensa que no hay otra opción. Ambos son conscientes de lo que está
sucediendo. Las señales han estado allí todo el tiempo: páginas
desgarradas, libros antiguos, objetos desubicados, incluso la forma en que
llegaron.
Esto es obra de su padre. El pecado de su padre. La demencia de su
padre. La Disformidad se ha desatado, entremezclando y confundiendo
lugares y tiempos, retorciendo la nave a través de incontables espacios. La
realidad está corrompida. La materia, inestable.
No hay control. Se ha traspasado un límite.
Abaddon se aproxima al vetusto escaparate y observa cómo emerge de
la pared. No es una adición ni una invasión. Simplemente está ahí,
asumiendo ese espacio. ¿Por qué esto? ¿Por qué esta vieja construcción?
¿Tiene relevancia? ¿A qué comunidad, a qué ciudad, a qué mundo
perteneció?
¿Cuándo?
¿Existe acaso, en alguna parte, una ciudad antigua donde ahora se
proyecta un tramo de la vía de servicio del Espíritu Vengativo?
La luz azul y el zumbido ultrasónico son molestos, carcomiendo sus
sentidos. Es patético. La nave intenta desesperadamente autolimpiarse,
pero es un esfuerzo fútil. Ningún sistema de filtrado aéreo de emergencia o
barrido lumínico erradicará esta contaminación.
—Ha perdido el control —murmura Abaddon.
—¿De veras? —interroga Baraxa.
Abaddon asiente.
—Siempre lo supe —dice con voz baja—. Siempre advertí...
—Lo sé.
—Le aconsejé. Le advertí que era demasiado.
—Lo sé.
—Esto nunca fue el camino, Azelas —afirma Abaddon—. Nunca fue una
manera de ganar. Y esto nunca fue un arma. No una que pudiéramos
manejar. Solo iba a manejarnos a nosotros.
—Tienes el control —dice Baraxa.
Lo observa a Abaddon.
—¿No es así? —pregunta.
7|IV
El hechicero
—Tienes miedo —les dice Ahriman.
No es un comentario casual; es un mandato. Tres palabras proyectadas
para manipular su ser y dominar sus mentes.
Ya están aterrados. La archivista retrocede, sobresaltada, su huida
interrumpida solo por un estante de libros. Sindermann y Mauer observan
su silueta con pavor.
Bajo su influencia, el temor se intensifica hasta convertirse en pánico
absoluto. La archivista cae, derribando libros de los estantes, paralizada
por el horror. Mauer se cubre el rostro y se arrodilla, estremecido.
Sindermann queda inmóvil, con los ojos desorbitados, luchando por
respirar. El miedo lo asfixia como una púa oxidada.
—Por favor —jadea, ahogándose con su propia lengua.
Ahriman se gira para observarlo con una especie de curiosidad.
El guerrero de los Mil Hijos es inusitadamente alto, como si la
perspectiva en la sala se hubiera alterado. Es una entidad conformada de
sombras, siluetas y planos oscuros ensamblados hábilmente para sugerir
túnicas, armaduras y cuernos altos y retorcidos. Cada parte de él es una
penumbra, una oscuridad que, sin embargo, insinúa colores como el
lapislázuli, el azul de Prusia, la cochinilla, el carmín, el bismuto y el cinabrio,
entremezclados en la oscuridad como pigmentos, de modo que cada
fragmento de su sombra posee una textura y matiz únicos.
—Conozco tu rostro —afirma—. Eres el gran iterador, Kyril Sindermann.
Sindermann intenta hablar, pero ningún sonido sale de sus labios. Su
corazón, agotado por los años, amenaza con ceder.
—Tu obra —continúa Ahriman—, tu propósito, lo valoro mucho.
Se detiene, como ponderando algo.
—Tu no tienes miedo —decide finalmente.
El terror los abandona. Mauer se derrumba sobre sus manos,
recuperando el aliento con dificultad. Sindermann tambalea, aturdido,
respirando entrecortadamente. El miedo aún les envuelve, frío y
penetrante, pero ya no es el impuesto por el hechicero, es uno propio.
Ahriman toma a Sindermann por el brazo y lo guía hasta una de las sillas
de la biblioteca. Su agarre es delicado, pero firme como el de una trampa.
—Siempre he valorado tus esfuerzos por documentar la historia
imperial, Kyril Sindermann —dice Ahriman—. Incluso en los albores de la
Cruzada, respaldé abiertamente a la Orden de los Rememoradores.
—Eras parte de ella —articula Sindermann con esfuerzo.
—No hay labor más noble que conocer nuestro ser y nuestro universo —
prosigue Ahriman—. Pero los recuerdos perecen. Ese conocimiento debe
ser preservado, con precisión y detalle, por hombres comprometidos. No
es suficiente, Kyril Sindermann, prever el futuro, como hago yo. Debemos
poder interpretar el pasado también, porque sin él, el futuro a menudo
carece de contexto.
—¿Vas a matarnos? —inquiere Mauer, aún de rodillas.
—¿Sería necesario? —responde Ahriman—. ¿Es eso lo que deseas? No
te juzgaría. Podría ser indoloro y rápido. La carnicería llegará hasta aquí
pronto y no hay salida. Podría ofrecerte un fin misericordioso, si así lo
prefieres. Pero realmente, no tienes importancia para mí, para ser franco,
aunque toparme con el gran Kyril Sindermann es un hallazgo inesperado.
No, mis motivos son propios. Dejaré el derramamiento de sangre sin
sentido a los seguidores de Lupercal y Angron.
La alta figura sombría con cuernos se vuelve y contempla las estanterías
que los circundan por un momento. Luego, sus ojos vuelven a ellos.
—¿Comprenden que han perdido? —les pregunta Ahriman—. Su causa
está perdida. Terra ha sido conquistada y el Palacio está cayendo. Su
Emperador ha sido derrotado, y Horus, mi Señor de la Guerra nominal, ha
triunfado. Lo único que resta es el saqueo y la destrucción. Nada
perdurará.
7|V
Fo Inmortal
Se aproxima, con velocidad creciente.
Amon Tauromachian se mantiene firme al frente del puente celeste de
Pons Aegeus, inalterable como el Retiro a sus espaldas.
Observa la ciudad de Sanctum al otro lado del puente, con su grandiosa
panorámica de fachadas señoriales, espiras ascendentes y altas torres.
Siente el vibrar de la plataforma, el distante retumbar y resonar. A lo lejos,
las llamas se extienden por los techos. Las luces titilan y se encienden más
allá del horizonte cercano. Hay ceniza en el aire. Varias áreas de Sanctum,
ubicadas a menos de cinco kilómetros al sur de su posición y dentro de los
muros de la última fortaleza, están en llamas. Un fuego feroz resuena e
ilumina el cielo, envolviéndolo en un manto negro de humo. Escucha
disparos, sordos y esporádicos. Las alarmas suenan en un balido
intermitente, como falto de aliento. Percibe estruendos, muros
derrumbándose, cristales rompiéndose, voces gritando y, dispersos en el
aire, retazos de cánticos inhumanos que serpentean.
Casi todas sus fibras lo instan a dejar su puesto y adentrarse en la
ciudad, a tomar su lugar, a sumarse a la contienda. Toda su vida ha estado
consagrada a la defensa de la ciudadela, entrenando y practicando año tras
año, en el exhaustivo rigor de ensayos y preparativos. Para eso fue creado.
Ignorar su propósito primordial ahora le parecería una omisión.
Pero sus órdenes lo retienen. Ese mandato, esa única instrucción, lo
mantiene anclado, suprimiendo cualquier otro impulso y deseo. Reprime
su voluntad. Le han dado directrices. Sus dedos se tensan y retuercen
alrededor del mango de su lanza. Tiene órdenes que acatar hasta el final.
Una vez finalizada su tarea, podrá satisfacer su impulso. Podrá lanzarse a
la guerra... correr hacia la guerra... y proteger la ciudadela para la que fue
forjado.
Esta... esta espera... podría ser la prueba más grande de su vida. Un
desafío de sangre que demanda una resistencia y tenacidad extremas. Lo
superará. Él es de la Legio Custodes.
La presencia de ella se hace evidente mucho antes de que se posicione
junto a él. No necesita girarse para saber que está ahí.
—Continúa trabajando —dice Andrómeda 17.
—¿Avances?
—Eso parece.
—¿Expectativas?
—No puedo precisar un tiempo, pero si tiene éxito, él y el arma deben
ser llevados a un lugar seguro.
Se detiene, riendo amargamente ante su propio comentario.
—¿Existe tal lugar? —pregunta.
—Es posible que Fo y el arma puedan ser evacuados del planeta y
puestos a salvo. Aún hay protocolos de evacuación de emergencia sin
activar.
—Bien —dice ella—, eso es lo que tendría que suceder.
—O —interviene Amon—, si tiene éxito, el arma debe ser desplegada.
—Bueno —contesta ella—, esa no es mi decisión. Supongo que tampoco
la tuya. Se requeriría la autoridad de... ¿Lord Vulkan? ¿O del maestro de los
Elegidos? De alguien.
—Eso asumiendo —dice Amon— que Lord Vulkan o el Maestro Hassan
siguen con vida.
—Tú crees...
Eleva su brazo izquierdo, apuntando en un gesto casi mecánico.
—Esas llamas vienen de edificaciones a menos de dos kilómetros de la
Sala del Trono.
—Entonces, ¿esto terminó? —pregunta ella.
Él no responde.
—Quiero decir, Custodio, si todos están muertos. Si... bueno, ¿la decisión
recae en nosotros?
Amon sigue sin responder. Un nuevo estruendo retumba en el cielo. El
viento agita su túnica.
—Si falla, Custodio —interroga—, entonces, ¿qué? Digo, según tus
órdenes.
—Será llevado de nuevo a custodia, si es posible —responde Amon—, en
espera de una futura evaluación, si eso también es factible.
—¿Y si intenta traicionar?
—Es un enemigo del Trono —afirma Amon—. Dadas las circunstancias,
procedería a ejecutarlo como a cualquier otro traidor.
Gira la cabeza y la observa.
—Vigílalo de cerca. Reporta cualquier anomalía.
—Podrías hacerlo tú —replica ella.
—Es probable que pronto se me requiera aquí, solo para asegurar la
defensa del Retiro. El enemigo se aproxima rápidamente.
Amon desengancha un dispositivo de alerta neurosinérgico de su
cinturón y se lo pasa. Ella lo toma.
—Entonces seré tus ojos —afirma, y se dirige de nuevo hacia la torre.
7|VI
Desenvainando las últimas armas
No desea presenciar su fin. Sin embargo, observa, mientras los demás
desvían la mirada por respeto a su sacrificio.
La cifra de bajas en la Sala del Trono se incrementa vertiginosamente.
¿Cuántos ya? ¿Trescientos? ¿Cuatrocientos? Ha perdido la cuenta.
Yo provoqué esto, reflexiona Vulkan. Yo di la orden.
—Mi señor.
La sangre de esta carnicería industrial está en mis manos...
—Mi Señor de los Dragones —es Abidemi quien interrumpe sus
pensamientos.
Vulkan se vuelve lentamente para reconocer al Guardia Draco52. Abidemi
lo contempla, ignorando el horror que se desarrolla. Alza la mano
izquierda, protegiéndose los ojos del resplandor a pesar de la protección
de su casco.
—Quizás deberíamos mantenernos a una distancia más segura, mi Señor
de los Dragones —propone Abidemi con reticencia.
Todos se han alejado del entorno del Trono, todos los que pueden
hacerlo. Los aprendices del Concilio Adnector se han visto forzados a
desplazar sus equipos a un lugar más alejado del estrado. La tasa de
mortalidad entre ellos, así como los daños a sus dispositivos, se estaba
volviendo insostenible. Han erigido barreras de adamantina, similares a las
defensas de los búnkeres de campaña, para protegerse de la intensa
radiación mientras manejan sus instrumentos. A pesar de sus
precauciones, algunos caen sin previo aviso, y los paneles de control
chispean y se derriten. Ningún siervo ni Servidor puede aproximarse. Todos
los cortesanos y el personal del Palacio, aquellos desafortunados que se
encontraban en la Sala del Trono, se han replegado a los márgenes del
inmenso salón. Vulkan puede oírlos, grupos sollozantes y multitudes en
lamento, encogidos alrededor de los confines del vasto espacio. Pocos se
atreven a mirar.
Incluso el procónsul Uzkarel y su anillo de custodios, en silencio
alrededor del Trono, han tenido que retroceder, aumentando la distancia
de su círculo protector. Ahora, situados a cincuenta metros más lejos y más
dispersos, permanecen de espaldas a la escalinata del Trono, con sus lanzas
junto a ellos, estáticos y en silencio. Su armadura dorada está ennegrecida
por el hollín, y los penachos rojos de sus yelmos han quedado reducidos a
cenizas. Vulkan observa las pálidas sombras que proyectan sobre el suelo
del Salón del Trono, interrumpiendo parcialmente el resplandor que
oscurece las baldosas pulidas.
Es consciente de que su propia figura también ha creado un negativo de
sombra. La parte frontal de su armadura está cubierta de ceniza, y el metal
revela colores ocultos por el intenso calor. Su capa está en llamas. Él es el
único que no se ha movido. El único que no ha girado.
El Trono ya no es visible. Queda oculto en una columna de fuego
incandescente, una vorágine ardiente que se retuerce y se expande hacia
arriba, chamuscando el grandioso techo. El resplandor es cegador, vasto. El
dosel real se ha disipado hace tiempo. La base y el estrado, semejantes a la
pira de un inmenso fuego, brillan con un color rojo infernal. Los raros y
exóticos metales que lo componen comienzan a deformarse y
resplandecer. Los paneles de moldavita, forjados por el calor de
meteoritos, se resquebrajan y estallan. El psycurium53 líquido se agita y
gotea como mercurio. El psicoplástico ardiente despide un olor que
recuerda al de huesos quemándose. El corazón del fuego, el Trono y la
figura sobre él, ocultos a la vista, emiten un brillo demasiado intenso para
mirar directamente. De vez en cuando, del infierno central emergen
llamaradas de fuego empírico como eyecciones solares que salpican el
suelo con destellos de mineral fundido.
Pero hay un atisbo de estabilidad. Los ancianos del Concilium reportan
que se ha recuperado cierto grado de control y que el rápido deterioro del
Regente se ha pausado, aunque sea temporalmente.
El costo de esta tregua, sin embargo...
Siguiendo las directrices de la Sanción Implícita, con las cuales Vulkan
sabe que deberá convivir el resto de su existencia, se continúa con la
llegada de candidatos psíquicos. Cada uno ha sido sedado y colocado
dentro de un ataúd antigravitatorio. Sirvientes mentalmente inmunes
guían estos féretros flotantes en silenciosos flujos desde la Puerta de Plata
y otros accesos al Salón del Trono. Ataúdes para seres aún vivos. Son
cientos, con miles más en camino. Los nulos de la Hermandad aguardan en
los nichos del muro, tomando cada ataúd y deslizándolo en su
correspondiente compartimento mecánico. Otras Hermanas limpian los
receptáculos ya utilizados para reacondicionarlos.
El ritmo de estas muertes es desolador. Hay un aroma a cenizas en el
ambiente, un hedor que Vulkan no logra expulsar de su garganta. La
reacción psíquica de esta inmolación masiva debería ser abrumadora, pero
es casi inexistente. Cada ápice de energía psíquica es absorbida y devorada
por el fuego voraz.
Vulkan presencia el final de cada vida. Les debe ese respeto. Desearía
que hubiese tiempo y manera de documentar sus nombres. La historia
debería conmemorar cada uno de estos sacrificios.
Pero no lo hará.
El Trono Dorado en llamas
7|VII
El filo
—¡Filo de Navaja! —exclama Adophel. El Capitular ha nombrado cada
punto de batalla con términos simples y directos. El Filo de Navaja es una
cresta aguda y precipitada que se eleva en el margen oriental del
desfiladero profundo, uniéndose de manera riesgosa a los acantilados bajo
las plataformas de combate del flanco este.
Ya ha sido el foco de lucha tres veces. La Guardia de la Muerte, que
merodea por su pendiente pronunciada, inicia su cuarto asalto. La
contienda en el paso se prolonga en oleadas sucesivas. ¿Es una sola batalla
fragmentada o múltiples enfrentamientos concatenados?
El grito de alerta del Maestro del Capítulo se pierde en el tumulto de la
guerra en Roca Inclinada, Saliente del Hacha y Acantilado del Portal, pero
los escuadrones de Ángeles Oscuros se precipitan hacia las plataformas del
flanco este. Llegan justo a tiempo para repeler a la Guardia de la Muerte
que lucha por escalar los últimos metros del escarpado, disparando sus
armas contra la faz del acantilado y empleando lanzas y armas de asta para
despeñar a aquellos que logran alcanzar la cima.
Zahariel, tras su enigmática máscara, retransmite las órdenes de
Adophel, de Corswain y de todos los comandantes. Agazapado en la Roca
Inclinada, supervisa el convulso campo de batalla y envía advertencias e
instrucciones conforme surgen, dirigiendo el despliegue y reubicación de
las mermadas fuerzas del senescal. El sistema de vox ha dejado de
funcionar hace tiempo, y las órdenes verbales son ineficaces a menos que
sean a corta distancia. Solo sus emisiones telepáticas coordinadas
conservan la cohesión del grupo.
Su resistencia se basa ahora en la fortaleza y la improvisación. Ya no hay
bastantes hermanos de batalla bajo el mando de Corswain para defender
todas las líneas de ataque simultáneamente. Zahariel redistribuye a las
tropas lo mejor posible, como piezas en un tablero, moviéndolos de la
plataforma de combate al borde del acantilado, o de la cresta al bastión,
justo a tiempo para confrontar y repeler el próximo asalto del enemigo.
Nadie objeta este liderazgo psíquico. Es una medida de necesidad. Es
pragmatismo ante la inminencia de la muerte. Sin la voz en sus mentes,
que los mantiene un paso adelante de cada embestida, los Ángeles
Oscuros ya habrían sido sobrepasados hace horas.
Del mismo modo, nadie ha objetado la pintoresca renomenclatura del
terreno por parte de Adophel. Antes de que la vox dejara de funcionar, esta
estrategia se había establecido para identificar con rapidez puntos clave en
la estructura defensiva. Los esquemas topográficos de la montaña que
manejaban consistían en una secuencia de números y códigos de altura,
fácilmente confundibles en medio del desorden. Los descriptores directos y
memorables de Adophel resultaban más ágiles y fiables para comunicar.
Además, Corswain tenía la sospecha de que la Guardia de la Muerte podría
tener acceso a los mismos esquemas tácticos. El sistema de nomenclatura
de Adophel, incluso cuando se transmitía verbalmente de persona a
persona, funcionaba como un código elemental que encubría sus
movimientos estratégicos al enemigo.
Por lo tanto, desde el Espolón Ciego hasta la Cuesta del Cadáver, los
Ángeles Oscuros se adaptan y sostienen su enérgica defensa.
¿Cuánto más resistirá la máscara? La Guardia de la Muerte debe estar
captando, o al menos intuyendo, su terminología improvisada. Y la mente
de Zahariel empieza a resentirse.
Cada segundo, en medio de la intensa coordinación defensiva, Zahariel
también vigila y asiste los esfuerzos de sus hermanos y hermanas dentro
de la Montaña Hueca. Asradael, Cartheus y Tanderion no han cedido en sus
posiciones en el eco interno. Con desesperada concentración, laboran para
restaurar los sistemas de la baliza y reescribir los delicados códigos
psíquicos que los rigen. Parte de su labor es restaurativa, reconstruyendo
las secuencias originales establecidas por los astrópatas y constructores de
la montaña, pero también hay elementos completamente nuevos,
conocimientos arcanos exclusivos de los Mystai54. Donde los engramas
psíquicos están irremediablemente dañados o destruidos, los Bibliotecarios
insertan mecanismos etéreos que nadie fuera de los círculos íntimos de la
orden secreta de Calibán ha visto antes.
Los tres están agotados por el esfuerzo extenuante. Para Zahariel, que
proyecta su mente en apoyo de ellos mientras dirige simultáneamente el
volátil campo de batalla, el trabajo es una tortura.
La hechicería de Tifus lo asedia constantemente. Una amalgama de
voces, que sisea en el revuelo de moscas, se cuela por los vientos caóticos,
se entrecorta en la lluvia torrencial, rezuma del lodo y chirría desde las
rocas oscuras del acantilado. Los susurros rozan la superficie de su mente,
buscando un resquicio por donde colarse, una entrada. Él trata de
repelerlos, pero comienzan a cubrirle los ojos como telarañas, se adhieren
a sus labios y obstruyen su boca. No pueden respirar.
7|VIII
Combate a muerte
Los Devoradores de Mundos avanzan hacia ellos desde la sombra
mortecina de un titán Imperator destruido. Son una treintena de
guerreros, enajenados en su ferocidad. Incierto es si estaban al acecho o si
es simplemente un encuentro casual.
Se lanzan a través del polvo hacia la procesión, en una estampida
frenética, aullando como condenados o locos, un colectivo de almas
desorientadas chocando con otro, ambos extraviados por razones
diametralmente opuestas. Keeler escucha retazos de cánticos de guerra en
nagrakali55 llevados por el viento. Percibe cómo Zhi-Meng, aferrándose a
su brazo, se estremece de miedo.
A quinientos metros, los Segundos inician su contraataque. Keeler
distingue el fogonazo y el titilar de las torretas disparando, el sonido sordo
de los impactos le llega un segundo después. Ve el destello de las armas
cortas mientras las unidades de infantería abren fuego. Entonces, la
formación errática de los Devoradores de Mundos se topa con la línea de la
guardia de Sigismund, y ambos se sumergen en una nube de polvo al
colisionar. Los sonidos de la batalla, inconfundibles, llenan el aire: el
retumbar de los proyectiles, el clamor de las armaduras, el choque de
metal contra metal.
Sigismund ya está en acción, con la espada al hombro y el brazo
extendido. La rapidez con la que se moviliza es impresionante. Keeler
nunca logra asimilar la envergadura y el peso de los Astartes con su
habilidad para moverse más deprisa que el más veloz de los atletas
humanos. ¿Qué se sentirá al ser tan poderoso y ágil, aun bajo el peso de
una armadura?
No es la primera vez que siente un atisbo de terror ante la presencia
sobrehumana de un Astarte. Y eso solo al observar a Sigismund.
Los Segundos han interceptado y contienen a la horda principal de los
traidores, encerrándolos en un combate encarnizado, pero varios
Devoradores de Mundos han logrado flanquear la vanguardia y se dirigen
directamente hacia la cabecera de la caravana civil.
Sigismund avanza hacia el enemigo de frente, recorriendo la distancia
con la agilidad de un antílope, la extensión de sus pasos es sorprendente. A
medida que se aproxima, calcula su zancada para sincronizar el momento
del impacto, ajustando su balance para maximizar la fuerza de su ataque. El
Devorador de Mundos que lidera la carga no evalúa su embestida con igual
precisión. Considerablemente más grande que Sigismund, el traidor carga
con una ferocidad descontrolada.
Se encuentran en combate.
El Devorador de Mundos es desplazado con tal violencia que su cuerpo
fracturado rueda y se revuelca en el polvo, quedando casi partido en dos.
El impacto no ralentiza a Sigismund, quien sigue su avance hacia un
segundo adversario. Recibe su embestida con tal ímpetu que el traidor
queda paralizado y lanzado al suelo de espaldas. Otros dos se aproximan
corriendo hacia el Campeón.
Sigismund se detiene, levantando una nube de polvo. Gira su espada y la
hunde como si fuera un puñal en su enemigo caído, luego se gira para
encarar al siguiente, aplicando toda su fuerza y momentum en un tajo a
dos manos que atraviesa el pecho y cráneo del Devorador de Mundos.
Un grupo de Hermanos Templarios se desgaja del combate principal para
unirse al asalto de Sigismund. Él les deja hacerse cargo de los rezagados
mientras él se enfoca en un rival particularmente imponente.
Este es un monstruo en toda regla, el doble de grande que él, con una
armadura Cataphractii deformada que le otorga la envergadura y presencia
de un oso prehistórico: erguido, con hombros macizos, cabeza baja y
brazos gruesos como troncos. Es evidente que es el líder, y los vestigios de
su cresta semicircular denotan su rango o estatus. Su nombre se ha
perdido, probablemente olvidado incluso por él mismo. Al encararlo,
Sigismund eleva su espada a la altura de la frente, un saludo que podría
interpretarse como desdén si no fuera por la genuina estima. El Devorador
de Mundos responde con un bramido a Sigismund, lanzando saliva por su
boca de ogro con dientes robustos. Su hacha se prepara para el ataque.
Sigismund rueda bajo el golpe, se recupera y con un movimiento ágil, su
espada negra arranca la cabeza del hacha de su enemigo. El Devorador de
Mundos descarta el mango inservible y desenvaina un biedhander, un
espadón del tamaño de un arma de asta. Lanza un ataque poderoso hacia
Sigismund, quien retrocede para esquivar. Incluso a distancia, Keeler puede
oír el sonido intimidante de la enorme espada cortando el aire.
El Devorador de Mundos presiona el ataque, y la amplitud de su alcance
parece imposible de superar. Sigismund se ve forzado a retroceder una y
otra vez, evitando la trayectoria de cada tajo. No puede esquivar ese
alcance, ni acercarse lo suficiente para atacar.
En lugar de eso, desafía la espada directamente. Su espada negra gira en
su mano, y Sigismund empieza a contrarrestar cada movimiento. Cada
choque, hoja contra hoja, resuena como una campana sorda. Las chispas
vuelan en el punto de encuentro. Con una destreza impresionante, no
lucha contra el guerrero, sino contra su espada, apartándola, esquivándola,
redirigiéndola. Cada bloqueo, cada contragolpe cuenta. No necesita ver el
final del combate, solo el próximo movimiento, el aquí y ahora, golpe a
golpe.
Poco a poco, se adentra, obligando al coloso a reducir su defensa en un
esfuerzo desesperado por impactar. Cualquier golpe sería suficiente; uno
de esa espada significaría el fin.
Pero el espadón parece incapaz de tocarle, aunque Sigismund se está
enfrentando directamente a ella. Las chispas destellan y las láminas
metálicas se desprenden al colisionar los filos.
De repente, el Devorador de Mundos baja la espada, arrastrando la
punta por el polvo. Keeler no entiende al principio lo que sucede.
—La muñeca... —dice Zhi-Meng, sorprendido. Su percepción mental
capta detalles que sus ojos no pueden discernir.
Entonces lo ve. Sigismund ha cerrado la distancia de manera tan
abrupta, internándose en el alcance letal del espadón, que ha logrado herir
el brazo del Devorador de Mundos. La velocidad necesaria es asombrosa,
demasiado rápida para ser seguida. Sigismund bloqueó el ataque y
contraatacó antes de que la espada pudiera ser usada de nuevo, casi
cortando el miembro del Devorador de Mundos justo por debajo de la
muñeca.
El traidor retrocede a trompicones, rugiendo, todavía sosteniendo el
biedhander con su mango inútil, mientras un chorro de sangre oscura
brota de la herida abierta en su brazo. Puede ver lo que va a suceder. Lanza
un puñetazo desesperado con el brazo izquierdo, un golpe que podría
derribar un muro. Sigismund lo esquiva con facilidad, apunta con la punta
de su espada negra a la garganta del Devorador de Mundos y la hunde.
El traidor cae casi en silencio, con la tráquea y la laringe seccionadas.
Una espuma sin palabras emana de su boca mientras la totalidad de la hoja
negra sobresale de su espalda.
7|IX
Cómo sobrevivir a la victoria
—Una vez más, en señal de respeto, te ofrezco clemencia rápida para
ahorrarte el horror que se avecina —propone Ahriman.
—Preferiríamos que nos dejaras vivir —responde Sindermann,
poniéndose de pie y despejando su garganta. El miedo permanece en ella
como una presencia fría e inamovible—. Solo somos observadores. Si la
historia está por concluir, como sugieres, me gustaría la oportunidad de
documentar su final.
Ahriman lo observa, casi entretenido por el intento de Sindermann de
negociar su supervivencia.
—¿Qué historia documentarías, Kyril Sindermann? —pregunta Ahriman.
—Tal vez... ¿las razones de tu presencia aquí? —sugiere Sindermann—.
¿Quizás... alguna comprensión del... otro bando en este conflicto?
Ahriman suelta una risa despectiva, su mirada se desliza por las filas de
libros y las delicadas obras de arte.
—He venido aquí solo, adelantándome a la destrucción, con la esperanza
de preservar algo. Ya estuve aquí antes, no hace mucho, pero mi visita fue
demasiado breve. No tuve oportunidad de examinar su contenido. Este es,
después de todo, un almacén del conocimiento del Emperador. Pronto
arderá por completo, junto con todo lo demás. Deseo salvar, o al menos
leer, lo que pueda antes de que sea borrado.
—¿No crees que tu... Señor de la Guerra te considere un desertor —
pregunta Sindermann—, por estar aquí en vez de en la lucha?
—Eso no me preocupa —responde Ahriman—, y dudo que a él le
importe. Hay más que suficientes asesinos sueltos hoy. Horus ha ganado y
el Emperador ha perdido. Estoy del lado vencedor, pero...
—¿Pero? —insiste Sindermann.
—Mi Legión también ha perdido. Ha perdido demasiado. Ha sufrido en
exceso por esta causa. Fuimos empujados a nuestro papel en esta guerra
civil, por la voluntad de Horus y por la indiferencia del Emperador. Así que
estoy aquí, Kyril Sindermann, no por Horus Lupercal, sino por mis
hermanos de la Legión de los Mil Hijos. Es personal. Es una búsqueda de
redención. El Emperador siempre sostuvo que no podía asistirnos en
nuestra necesidad, y esa afirmación fue respaldada por el Sigilita y los
Selenar. Pero sospecho que no fue sincero. Si ocultó la verdad,
seguramente se encuentra aquí, y deseo descubrirla antes de que sea
devastada por la turba bárbara.
La figura se acerca a una estantería y desliza su mano por el lomo de los
libros, aún sumido en sombras.
—Además —susurra Ahriman—, creo que aquí se esconden otros
secretos, conocimientos esenciales que los Mil Hijos deben adquirir si
desean tener algún significado en el mundo que nos espera. El futuro no
será sencillo, ni siquiera para los vencedores.
7|X
Estrategias de negación
La última vez que se implementó la Sanción, se consumieron mil almas,
una mínima parte de lo que sucede ahora. Las filas de ataúdes parecen no
tener fin, pero él sabe que son limitadas. Cientos han perecido ya. Cientos
más se consumen mientras observa. ¿Cuántos más aguardan fuera,
esperando ser admitidos? ¿Cuántos más pueden sumarse para avivar el
fuego? Pronto no quedará nadie para continuar.
Y entonces...
Y entonces, llegarán las últimas y sombrías decisiones, las que jamás
quiso tomar.
El Talismán. La última opción. La acción inimaginable.
Una distancia más segura, mi señor —insiste Abidemi. Vulkan se retira
junto a él, no en busca de seguridad, sino porque es hora de deliberar. Si
llega a ocurrir lo inimaginable, se lanzará sin dudar hacia esas llamas para
activar el Talismán y, como Destructor, él...
Los últimos de sus superiores lo esperan a una distancia prudente, bajo
la sombra de un escudo adamantino. Casryn, Halferphess, Mouhausen,
junto con los Custodios de mayor rango y otras Hermanas.
—Informe —demanda al reunirse con ellos. Inclinan sus cabezas, percibe
la tensión en sus posturas. Algunos tosen al percibir el olor a quemado de
su capa y la armadura recalentada.
Cada parte de su reporte es desalentadora. El final está cerca, no solo
para ellos, sino para todo el mundo estático, y es más terrible de lo que
incluso Vulkan había temido. Uzkarel, el Centinela principal, reporta que el
Sanctum ha sido completamente invadido, tanto por el asalto directo como
por las traicioneras ondas de la Disformidad que han corroído el Palacio
como gusanos en un cuerpo. Mouhausen, el Elegido, comunica que no se
ha establecido contacto con el padre de Vulkan y el asalto de la Anabasis56,
y que es probable que pronto se pierda la comunicación entre la Sala del
Trono y el Mando Hegemónico. Halferphess no tiene noticias del
Astronomicón, y las flotas de liberación de Guilliman se dan por perdidas o
atrapadas en las tormentas de Disformidad que azotan el Reino Solar.
Casryn advierte que el suministro de candidatos psíquicos para sostener la
Sigilita mediante la Sanción Tácita solo durará, en el mejor de los casos,
una hora más.
En cuanto a la anomalía empírica, persiste, incrementándose en
magnitud, y su origen sigue siendo un misterio, aunque es claro que no se
debe al declive de Malcador.
Continúan exponiendo, cada uno desde su perspectiva, un panorama
tras otro del inminente colapso de Terra. Vulkan escucha atentamente,
pero su mente agotada zumba constantemente. Es evidente que la batalla
que se libra en el Santuario Interior es, en el mejor de los casos, una
medida de contención. Los Astartes, los Custodes en su gloria, las últimas
divisiones valientes del ejército humano... no conseguirán la victoria. Todo
lo que pueden hacer es retardar el incesante avance del enemigo. El asedio
está acabando. La batalla física está perdida.
Pero al menos en Terra. Vulkan aparta los pensamientos desalentadores
y se recuerda a sí mismo que aún queda un atisbo de esperanza. Anabasis.
La pérdida de contacto no implica necesariamente su fracaso. El poder de
su padre es colosal y temible, y junto a él están el Ángel, Rogal, Constantin
y compañías de los más extraordinarios guerreros. Mientras aguardan aquí,
desprotegidos bajo el escudo de seguridad, todavía cabe la posibilidad...
sigue siendo factible que la ofensiva de su padre haya penetrado en el
refugio de Lupercal, allá arriba, y que en cualquier instante lleguen noticias
de la derrota del Architraidor y la captura del Espíritu Vengativo.
En cualquier segundo, en cualquier momento, aún es posible que la
redención, quizá incluso el triunfo, se arranque de las garras de la
perdición, incluso en este oscuro y final instante.
Y si no es redención, si no es victoria, al menos Horus puede ser
contrariado. Vulkan está preparado para tal eventualidad. Está listo para
activar el Talismán. Si Anabasis ha fracasado y han sido derrotados,
entonces él, al menos, no permitirá que Horus Lupercal triunfe.
Existe también otra posibilidad, otra incógnita, casi tan desalentadora e
inimaginable como el Talismán que podría desatar.
7|XI
Muestreo de expresión masiva
—¿Dónde está? —pregunta mientras sube las escaleras hacia los niveles
laboratoriales del Retiro. Xanthus está junto a una ventana, observando
hacia afuera. Se gira hacia ella. El miedo es evidente en sus ojos.
—Está trabajando —responde él—. No está aquí.
—Arriba —dice Xanthus—. En el siguiente nivel.
—Se supone que debes estar vigilándolo —le reprocha ella.
—Y lo estoy.
—Como un halcón, Elegido.
Él asiente, sintiéndose avergonzado. Señala hacia la ventana.
—Solo estaba mirando —se justifica—. ¿Qué tan malo es?
—¿Qué tan malo puede ser? —inquiere Andrómeda.
Xanthus se encoge de hombros.
—Bien, es peor que eso.
Ella sube al piso siguiente. Xanthus, aún distraído, la sigue.
El nivel superior es otra sección del laboratorio. Cinco grandes cubas
cromadas están dispuestas en el centro, asemejando los pétalos de una
flor, y la iluminación de la cámara emana un tono azul estéril. En una de las
paredes, grandes incineradores están listos para la eliminación de residuos
orgánicos. Fo trabaja en una consola central, ajustando los valores de las
mezclas de productos bioquímicos y nutrientes que alimentan las cubas
desde tanques ubicados en el techo.
Mira una de las cubas. Es una unidad bioestructora similar, imagina, a los
telares de tejido de carne con los que los Sigilitas fabricaron por primera
vez la legendaria plantilla Astartes. Quizás sean las mismas máquinas con
las que se realizó el trabajo inicial, los dispositivos prototipo a partir de los
cuales se extrapolaron las manufacturas genéticas del proyecto.
No es de extrañar que el Retiro estuviera tan firmemente asegurado.
La unidad está caliente. Zumba. A través de la tapa de cristal turbio,
sellada herméticamente, puede ver una mezcla primordial de materiales
biológicos formando espuma y fusionándose.
—Estas unidades están activas —dice.
—Por supuesto —responde Fo, aunque no parece estar prestando
mucha atención, concentrado en sus labores.
—Están activas, Fo.
—¿Y qué?
Ella se acerca a él.
—El perfeccionamiento del diseño de tu arma fago es un ejercicio
teórico —le dice—. Los cogitadores y muestreadores en el piso de abajo
deberían ser suficientes.
—Pues no lo son —responde él, visiblemente molesto por la
interrupción—. No son en absoluto suficientes.
—Fo...
Él deja en el suelo las obleas que estaba preparando meticulosamente.
—¿Quieres terminar esto o no, Selenar?
—No hay ningún aspecto práctico en este trabajo —afirma ella—.
Ninguno en absoluto. Estás cocinando genes, Fo. Los fabricantes de carne
están preparados. Estás seleccionando plantillas anatómicas...
—¡Por supuesto que lo hago! —exclama Fo, exasperado—. Usted quiere
que esto se haga correctamente, y quiere que se haga rápidamente. Los
tratados teóricos no son suficientes. Ve abajo. Revísalos. Ya los he hecho.
Mi modelo teórico debe ser probado en la práctica antes de reclamar el
éxito. Ya se lo he dicho. Pruebas sistemáticas...
—Esto no es... eso —exclama ella, señalando las cubas.
Fo se inclina hacia ella y sonríe.
—Unas pocas muestras genéticas no van a bastar —dice—. Este
laboratorio no destaca por su alcance. Estoy utilizando las muestras
celulares para cultivar cantidades suficientes de biomateria para que el
fago biomecánico pueda ser probado adecuadamente. 'Muestreo de
expresión masiva'.
7|XII
Corswain a raya
Corswain observa a Cypher caer. Ve a la figura solitaria, arrodillada en lo
alto del promontorio que Adophel llamó Roca Inclinada, con las manos
llevadas a la cara en un gesto de desesperación.
No puede abandonar la lucha en la que está inmerso, pero de alguna
manera lo hace. Monstruosos guerreros de la Guardia de la Muerte asaltan
los baluartes del Saliente del Hacha, sus armaduras resplandecen bajo la
lluvia pegajosa y se tornan opacas bajo el destello de los relámpagos.
Vientos nacidos del Caos aúllan en el paso disputado y azotan las
desmoronadas murallas de la Primera Legión. El aire está impregnado de
un hedor a putrefacción.
—¡Alto! —le grita a Vanital. Vanital y los ocho Ángeles Oscuros que le
acompañan redoblan sus esfuerzos para repeler al enemigo, luchando en
el barro al borde del acantilado. Corswain retrocede. Empieza a correr. La
lluvia salpica su armadura al saltar desde el extremo de Saliente del Hacha
y aterrizar en la plataforma de combate debajo. Los proyectiles le
persiguen. El vendaval lo envuelve. Corre a lo largo de la maltrecha
plataforma y asciende por la escalera atornillada al saliente de roca. Dos
proyectiles reactivos pasan zumbando cerca de su cabeza. Un tercero
impacta en la escalera a su lado, fracturando el pasamanos metálico en
una explosión de llamas y metralla.
Llega a la cima. La plataforma Roca Hendida. Minutos antes había sido el
foco de un asalto enemigo, pero ahora yace inquietantemente tranquila, el
ataque repelido y los defensores reubicados para enfrentar la escalada de
Saliente de Hacha. Corre a lo largo de ella, saltando sobre los cuerpos de
los caídos, empapados por la lluvia. Al final, una brecha hecha jirones en el
acero destrozado, abierta por las granadas cohete enemigas. Se detiene,
observa a través del abismo hacia el otro lado, donde una sección de la
cubierta del cañón superviviente aún se aferra a la base de Roca Inclinada.
Demasiado lejos para saltar, incluso para él. Demasiado lejos para caer.
Vuelve a mirar hacia arriba. Ya no puede ver a Cypher, oculto tras la
cresta de la alta roca. Pero distingue a los guerreros de la Guardia de la
Muerte escalando la cara de la roca, avanzando hacia la cima como arañas
en una pared.
Retrocede y se prepara para correr. Aún así, sabe —¡lo sabe!— que el
salto sería suicida. Busca otro camino. Envaina su espada y comienza a
escalar el acantilado. La tarea parece casi imposible. La roca está húmeda,
casi viscosa. Las grietas rechazan sus dedos y las fisuras se desmoronan
bajo su agarre. Persevera, añorando un equipo de salto operativo. Pero no
les queda nada, ni energía, ni combustible, ni munición. Lo han gastado
todo manteniendo a Typhus a raya. Han sido reducidos a cuchillas, huesos
y fuerza bruta.
Pero Corswain es consciente de que si el enemigo captura a Lord Cypher
y realiza su carnicería, será el fin. Cypher es el corazón del león de su
defensa. Su presencia energizó sus esperanzas y corazones. El enemigo lo
sabe. Sabe que matar a Cypher desgarraría a los Ángeles Oscuros y les
aseguraría la victoria.
La pared de roca se astilla bajo su agarre. Trozos de piedra caen.
Corswain fuerza sus dedos y las puntas de sus pies en la roca, arañando y
pateando fisuras para aferrarse. Se aferra con determinación.
Se abre camino hacia arriba, luchando contra la adversidad de la
escalada.
7|XIII
El Camino
—Sí —dice Abaddon, saliendo de su ensueño sombrío—. Tengo el
control. Haz avanzar a los hombres, Baraxa. Debemos encontrarlo.
Debemos esperar que él...
No termina el pensamiento. Baraxa da una orden y los escuadrones de
asalto comienzan a avanzar más allá de ellos.
—Si este es el Servicio Ocho-Doce —dice Sycar— debería llevarnos a la
Espinal Terciaria. Desde allí, podemos ascender al puente.
Abaddon asiente. Sycar comienza a dar órdenes de despliegue y los Hijos
de Horus se dispersan. Abaddon se vuelve para seguirlos, pero se detiene
un instante.
Control, no controlado.
Siente su pulso acelerarse. Ha rechazado los dones del inmaterium,
renunciando a sus traicioneros beneficios. Esta siempre fue la guerra de un
soldado, y solo debería haber sido eso.
Pero sabe que esto también lo ha afectado a él. Ha manchado a todos
ellos, por las decisiones tomadas y los caminos seguidos, lo admitan o no.
Abaddon no lo ha abrazado como el maldito Ikari o Fal o Dorgaddon, pero
ha seguido a su padre demasiado lejos en su sombra.
Controlar, no controlado.
¿Está también él condenado? ¿Está perdido sin siquiera darse cuenta?
Control, no controlado.
—¿Ezekyle?
—Espera... —murmura—. Se mira las manos. ¿Es iluso creerse libre? ¿Es
otro de sus engaños? ¿O todavía es su propio amo? ¿Mantiene el control?
Y si lo tiene, ¿qué consecuencias traerá eso?
—¿Ezekyle?
Abaddon derriba de una patada la puerta de la tienda. La vieja madera
se desintegra, frágil como el papel, llenando el aire de fibras. Dentro, todo
está cubierto por años de suciedad y abandono. Ve almanaques y
efemérides podridos sobre un escritorio, una bola de cristal agrietada
sobre un soporte, una silla volcada con brazos de basilisco tallados. En las
paredes, cuelgan viejas cartas astrales que muestran regiones del cielo y
diagramas de manos extendidas con más de cinco dedos, donde se
enumeran y describen las líneas de las palmas. Todo está cubierto por
telarañas tan densas que parecen encaje. Incongruentemente, dos
brillantes emisores azules de descontaminación resaltan desde el techo
antiguo, hundido por el agua.
Abaddon avanza, escuchando a Baraxa llamarlo por su nombre y al
Justaerin de Sycar crujir detrás de él. La tienda del astrólogo no tiene pared
trasera. A través de la penumbra, entra en un pequeño y húmedo patio. El
suelo, parcialmente de losas antiguas, está inclinado y se superpone a una
sección de chapa. Hay tres estatuas doradas en la sección pavimentada,
medio hundidas en la piedra y torcidas contra la inclinación de las losas,
como si estuvieran atrapadas en otro plano. Están tan inclinadas que
parecen a punto de caer, pero la piedra las cubre hasta los muslos, dando
la impresión de hombres hundiéndose en arenas movedizas. Dos de las
estatuas están decapitadas. La tercera tiene una cabeza no humana.
Abaddon aparta la mirada. No tiene tiempo para estatuas, por más
grotescas que sean. En este reducido espacio, este patio sin nombre,
diversos lugares se han comprimido, chocando y levantándose como placas
tectónicas en miniatura.
—Conmigo —gruñe. La lluvia cae sobre él y sobre el patio. No es agua de
un conducto roto en lo alto de la nave, sino lluvia real. Avanza por las losas
inclinadas del suelo. Más adelante, hay una escotilla abierta en el muro de
piedra musgosa. La reconoce.
El aire se llena de susurros y murmullos, que ignora. No le importa si le
están advirtiendo, amonestando, guiando o incluso alabando. Nada de eso
le interesa.
Sale por la escotilla, con su bolter listo para la acción. Ante él, se
extiende el puente de mando del Espíritu Vengativo.
Se encuentra exactamente donde quería estar. Su atajo impulsivo le ha
permitido ahorrar treinta minutos en comparación con el tiempo que
habría tardado en llegar al puente desde el Servicio Ocho-Doce.
—¿He encontrado este camino yo mismo? —se pregunta—. ¿O fue el
camino el que me encontró a mí? ¿O es acaso la voluntad de mi padre?
Controlar, no ser controlado. Está decidido a creer que es lo primero.
Esta idea le infunde una seductora sensación de confianza. Es lo que su
padre denominaba enargeia, un momento de profunda claridad. El
Lupercal solía hablar de estas intuiciones como momentos definitorios, que
le permitían comprender su verdadero ser. ¿Cuánto tiempo habría pasado
desde que su padre experimentó un instante así?
Abaddon sonríe para sí mismo. Aunque ha llegado a desconfiar de todo y
de todos, confía en sí mismo. Él es Abaddon. Fuerte. El Primer Capitán de
los Hijos de Horus. Cuando encuentre a su padre, lo protegerá.
Permanecerán juntos. Navegarán el camino juntos.
7|XIV
Los dientes del León
Corswain se iza sobre el borde del acantilado en la base de la Roca
Inclinada. Está sumido en la oscuridad, una oscuridad interrumpida cada
pocos segundos por el brillante destello de un relámpago. Se encuentra en
uno de los puntos más altos de la posición defensiva, en la cabecera del
paso. La fuerza del viento ha disminuido ahora que está resguardado por la
sombra de la roca, y ya no escucha el estruendo de la batalla resonando
desde los múltiples puntos de estrangulamiento en las laderas inferiores. El
furor de su última batalla se disipa en el silbido hirviente de la lluvia
torrencial y el chisporroteo de los insectos.
Se pone de pie, con el cuerpo adolorido por un ascenso vertical que
debería haber sido imposible, y sin duda fue una locura. A su alrededor, el
aire oscuro está lleno de puntos brillantes: gotas de lluvia y mosquitos,
arremolinándose como una masa densa.
Se lanza a través del aguacero, desenvainando su espada. Necesita
alcanzar a Cypher. Cypher no puede caer.
Quizás Cypher ya esté muerto.
Avanza por la ladera de la Roca Inclinada. El agua de lluvia fluye hacia
abajo en cintas y arroyos, formando pequeñas inundaciones de escorrentía
que hacen traicionera la piedra. El agua está teñida de negro. ¿Es sangre?
¿Su propia sangre?
A través de la lluvia, vislumbra la amplia cima de la roca, elevada como
un altar por encima del paso. Se acerca al viento y siente su fuerza
golpeándole. Ve a Cypher, tendido e inmóvil. Ve las siluetas de ébano de
los guerreros de la Guardia de la Muerte arañando el borde de la roca. Su
escalada infernal por las paredes naturales del desfiladero ha sido más
directa y, como temía, mucho más rápida que la suya. La determinación y
la fuerza transhumana eran sus únicas herramientas para escalar. Ellos, en
cambio, fueron aupados por poderes más sobrenaturales.
Son seres sobrenaturales. Bestias corpulentas de chapa que bajo la lluvia
parecen lacadas en negro. Puede oler el hedor de sus formas enfermizas.
Puede ver los garfios y las cuchillas que portan, el brillo de sus ojos. Varios
de ellos ya están a poca distancia del cuerpo de Cypher.
Llega demasiado tarde.
Pero no está solo.
Ve a Bruktas, con el muñón de su brazo amputado toscamente vendado
y entablillado. Corswain no es el único que ha percibido la situación crítica
de Lord Cypher. La última vez que vio a Bruktas, estaba siendo evacuado
del frente para recibir atención médica. Tal vez desde allí, cerca del portal,
Bruktas vio caer a Cypher. Sea como sea, Bruktas está aquí, apresurándose
a esta defensa con igual urgencia. Ahora está de pie, un Ángel Oscuro solo,
gravemente mutilado, protegiendo a Cypher, enfrentándose a sus posibles
asesinos.
La sangre que el viento esparce sobre la roca es la del XIV.
Gritando el nombre de su padre, Corswain se une a Bruktas, y su espada
giratoria arroja a un guerrero de la Guardia de la Muerte por el borde en
un estallido de lluvia y sangre. Ahora, en la cima, está expuesto a toda la
furia del viento y lucha por mantenerse firme ante el blore, una tormenta
invocada por la maldad del Caos.
Bloquea la maza oscilante de otro adversario y luego acaba con el
demonio acorazado antes de que pueda atacar a Bruktas por su flanco
herido. Inclinándose contra el viento, se coloca junto al hermano de
batalla. En segundos, están enfrentando a dos o tres enemigos cada uno,
esquivando golpes y rechazando espadas. Bruktas habría caído si no fuera
por la forma cónica de la cima de la roca, que favorece a un defensor bien
posicionado contra una turba de atacantes que deben superar el borde
antes de poder levantarse y luchar. Ahora son dos, dos defensores firmes.
Los cuerpos de los guerreros de la Guardia de la Muerte yacen dispersos
por los bordes de la cima, algunos medio colgando del desnivel. Otros caen
en la oscuridad, con las cabezas partidas o aplastadas. Corswain empuja a
otro Guardia de la Muerte por el borde y observa cómo grapas de acero
vuelan y se clavan en la roca. Avanza hacia ellas, desafiando el vendaval y
la lluvia, pero espera a ver cómo se tensan los cables antes de cortarlos con
su espada. Un cable tenso significa que no es una simple cuerda que cae
por el acantilado.
Las gotas de lluvia resuenan en las cuerdas tensas. Corswain corta a
través de ellas con su espada y, por encima del aullido del viento, escucha
el sonido de metal cayendo en avalancha.
Otro Guardia de la Muerte aparece, con cabeza y hombros primero,
arrastrándose sobre la roca. Corswain golpea la visera del enemigo con el
talón y lo lanza al vacío con una patada. Observa al traidor caer, agitando
los brazos, los ojos ardientes.
De nuevo, la tormenta intenta arrastrar a Corswain con su víctima. Él se
mantiene firme.
Escucha a Bruktas gritar detrás de él. Cuatro de los bastardos de Typhus
han alcanzado la cima, y uno ha derribado al Ángel Oscuro con un martillo
de guerra. Bruktas sigue luchando, intentando proteger a Cypher con su
propio cuerpo. Corswain se agacha y arranca uno de los garfios enemigos
incrustados en la roca partida con su mano izquierda, mientras blande la
espada en la derecha. Un guerrero ataca, vapor saliendo de su armadura.
Corswain bloquea la pesada espada con el mango del garfio, un trozo de
cuerda cortada aún colgando de la base como una borla. Aparta el arma de
su oponente, rompiendo su guardia, y clava la espada en el torso del
enemigo. Fluidos anormales brotan de la grieta, seguidos de chorros de
insectos vivos que emergen de la herida como si fuera sangre. Corswain
golpea al traidor medio muerto con el garfio de acero en un impulso de
repulsión. El guerrero de la Guardia de la Muerte tambaleándose,
goteando insectos y pus, cae sobre otro compañero, deslizándose ambos
por el acantilado. Corswain sigue adelante, bajando el garfio con un golpe
potente que atraviesa la hombrera del siguiente traidor. Luego tira con
fuerza, clavando dos garras del garfio en el hombro del guerrero y
arrastrándolo hacia adelante. Incapaz de resistir, el traidor cae de manos y
rodillas, y Corswain le atraviesa la base de la columna con su espada.
Otro enemigo lo ataca. Corswain recibe un golpe en la hombrera
derecha y, mientras se tambalea para mantenerse en pie, se ve envuelto en
una nube asfixiante de escarabajos que rodean al traidor como humo.
Escucha su zumbido chirriante y los susurros enfermizos ocultos en el batir
de sus alas.
La Guardia de la Muerte retrocede. Bruktas, recuperando el equilibrio,
asesta golpes en el flanco del traidor. Corswain ve que Bruktas está
debilitado y cada vez más frágil, pero su furia no disminuye. Ese es el coraje
forjado en Calibán. Esos son los dientes del León.
Corswain se coloca al lado de Bruktas, convirtiéndose en el brazo que
perdió, cortando a los traidores en la mandíbula de la roca.
7|XV
Sin polvo
—Levántate —dice Leetu.
Oll no se mueve del bloque donde está sentado, con la cabeza entre las
manos.
—Levántate —repite Leetu.
Oll lo mira. Su angustia es tan grande que no puede hablar.
—Sí, están muertos —dice Leetu—. No pudiste salvarlos. Yo tampoco
pude. Lo lamento.
Oll sacude la cabeza sin decir palabra.
—Lamento no ser bueno para los discursos —dice Leetu—. Eso es
trabajo de Grammaticus. Pero ahora mismo, él no está en condiciones de
pronunciar uno conmovedor.
Oll frunce el ceño ante el proto-Astartes. El polvo sigue asentándose a su
alrededor, espeso, como lluvia radiactiva, cubriéndolos a ambos.
Permanecerá en el aire durante mucho tiempo.
John, a unos veinte metros, rebusca entre los escombros de la muralla,
buscando cadáveres. Se sujeta el brazo al cuerpo, claramente tenso y con
los ligamentos rotos. Tiene la mandíbula y la parte inferior de la cara
vendadas con trapos, la cara ensangrentada y el polvo pegado al vendaje.
Oll no está seguro de cómo John sigue consciente, y mucho menos de pie.
—Entonces, ¿te rindes? —pregunta Leetu, mirándolo con sus ojos índigo
que no parpadean.
—Leetu...
—Ya sabes lo que te diría Grammaticus —insiste Leetu—. Puedes
imaginártelo. Hemos llegado hasta aquí. Tenemos que seguir. Sí, están
muertos, pero si te rindes ahora, ¿de qué sirvió? Sus muertes no
significarán nada. ¿Quieres eso?
—"Cállate" —dice Oll. Se levanta lentamente, tosiendo por el polvo.
—Es una pregunta justa.
—Quisiera que nunca hubieran formado parte de esto —dice Oll—. Que
nunca me hubieran seguido. Que todos ellos se hubieran quedado donde
estaban, sin recorrer este camino conmigo.
—Aun así estarían muertos —responde Leetu—. De esta forma, sus
vidas tuvieron un propósito.
—¿Cuál?
—Un poco más de camino para ti. Tenemos que encontrar ese cuchillo.
Tenemos que acabar con esto.
—¿Solo nosotros tres?
—Persson, nunca fuimos muchos para empezar. Me gustaban tus
compañeros. Eran valientes, pero no fuertes. Nunca fuimos una fuerza de
combate. No somos mucho más débiles sin ellos de lo que éramos con
ellos.
—Eso suena cruel. ¿Es eso pragmatismo táctico Astartes?
—Solo una observación.
Oll escupe flema negra como el polvo.
—Actae —dice.
—Bueno, ella era la más fuerte de nosotros —admite Leetu—. Podría
estar viva. Incluso podría haber salvado a la chica. Pero si sobrevivió, ese
bastardo de Erebus también podría estar vivo. Así que... ahí tienes tu
pragmatismo táctico.
Oll lanza una mirada fulminante a Leetu y se aleja, arrastrándose sobre
los escombros del muro caído hacia John. Las heridas de Grammaticus son
terribles a la vista. Los trapos sucios que le vendan la cara parecen
sostenerle la cabeza en su lugar. Lo poco visible de su rostro bajo los
vendajes está magullado e hinchado. Su boca, centro del daño, está
completamente envuelta en tiras empapadas de sangre. Sujeta su brazo
lesionado contra el pecho como si fuera una garra. Cuando Oll se acerca,
John lo mira con desgano y se limpia la arena de los ojos con su mano
buena.
—Siéntate y descansa —le dice Oll a John—. No vamos a encontrar nada.
Hay hectáreas de escombros humeantes a su alrededor.
John emite un gruñido detrás de los trapos que cubren su boca.
—¿Qué?
John gruñe. No puede hablar debido al daño en su boca y mandíbula. En
su lugar, hace torpes señas con su mano funcional.
Cierra el pico. Que te jodan. Busca.
Oll tose de nuevo y se encoge de hombros, comenzando a buscar,
moviéndose en paralelo a John. Leetu se une a ellos.
Diez minutos después encuentran a Zybes tumbado boca arriba, con la
esquirla del miembro de Graft aún clavada en el pecho. Un gran bloque del
muro caído ha aplastado su cabeza y hombros. Oll se siente aliviado de no
poder ver el rostro de Hebet, demasiado avergonzado para enfrentar esos
ojos, incluso en la muerte.
John se agacha y busca alrededor del cuerpo, gruñendo para llamar su
atención. Ha encontrado el cuchillo, roto en tres fragmentos.
Oll los recoge y los une en sus manos. Ahora es solo roca, solo piedra
muerta. Parece que la hoja ha muerto y todas sus propiedades han
desaparecido. Oll las guarda en el bolsillo de su chaqueta.
—¿Persson?
Leetu ha encontrado el ovillo de hilo, a unos veinte metros. Ahora es
mucho más pequeño, la larga caída desde la pared y su rebote por el suelo
han reducido su longitud. Leetu recoge y enrolla el cabo suelto. El hilo,
enredado entre los escombros, sigue enganchado.
—Espera... —dice Oll, pero es demasiado tarde. Leetu ya ha tirado del
hilo para liberarlo, rompiéndolo al quedar atrapado bajo una roca o un
peñasco.
—Bueno, ya está —suspira Oll.
—Nunca lo recogeríamos todo —dice Leetu, enrollando los últimos
metros sueltos.
—Es inútil ahora que está roto —afirma Oll.
Eso es simbólico, sugiere John con señas.
—Sí —dice Oll—. Exactamente.
—Estás interpretando demasiado —dice Leetu, entregándole el hilo.
—No es cierto. Todo es simbólico. El cuchillo, el hilo... toda esta guerra.
—¿Simbólico de qué? —pregunta Leetu.
—Maldita sea si lo sé —responde Oll.
7|XVI
Últimas órdenes
—Bueno... ¿tu opinión? —pregunta Ilya Ravallion.
—Es una propuesta radical —responde Sandrine Ícaro, de pie junto al
puesto de Ilya, leyendo el plan táctico plasmado en una pizarra de datos.
—Creo que ya estamos en terreno radical, señora —responde Ilya.
Ambos tratan de ignorar el olor a humo en el aire y el estruendo del
conflicto cercano. El Archienemigo ha penetrado en el Sanctum. Porciones
significativas de la última fortaleza han caído bajo el asalto de los traidores.
Los informes indican que las unidades hostiles avanzan hacia la Torre del
Hegemón. Cada golpe y temblor de la guerra parece más cercano que el
anterior, haciendo que Ícaro se estremezca involuntariamente. Ilya nota
que Ícaro ha comenzado a llevar su antigua arma de asalto Komag cuando
se mueve de un escritorio a otro.
La propuesta de Ilya es tan directa como simple. El puerto de la Puerta
del León, que ha resistido más allá de toda expectativa, alberga algunas de
las armas de superficie más potentes de los Dominios de Palacio.
Prohibidos por el mando de Ícaro de disparar a la flota traidora, esos
sistemas de armas ahora están inutilizados. La propuesta de Ilya es
reasignarlos para disparar de superficie a superficie, apuntando al
Sanctum, o más específicamente, a la Zona Palatina adyacente al Sanctum.
No se puede detener la invasión de la última fortaleza, pero las fuerzas
enemigas, que se acumulan en gran número alrededor de la Délfica
mientras intentan entrar, podrían verse seriamente afectadas por el uso no
convencional de cañones orbitales.
No sería mucho, y el riesgo de error en los disparos es alto en una zona
de guerra donde todos los sensores de puntería, e incluso las distancias
relativas, son poco fiables. Pero sería algo. Sin embargo, resulta totalmente
contraproducente que el Palacio se dispare a sí mismo.
Ícaro dirige su mirada hacia el Elegido, Sidozie, en busca de su opinión. Él
también está distraído, aunque no por el creciente ruido de la guerra que
resuena en los pasillos fuera de la Rotonda. Unos minutos antes, la defensa
fuera de la escotilla principal había permitido el ingreso de otro de los
Elegidos a la Rotonda. Su nombre, según Ilya, es Hassan, un hombre de
edad avanzada. Las ropas de Hassan están rasgadas y empapadas de
sangre, y se le ve visiblemente agitado. Lo acompañan un enorme guerrero
Custodio y dos mujeres que Ilya supone son miembros de la infame
Hermandad Silenciosa. El Custodio es una presencia impactante, no tanto
por las terribles heridas que porta, sino por seguir en pie a pesar de ellas.
El personal de Medicae lo atiende. Hassan está sentado cerca, en silencio,
recuperando la compostura.
Ícaro toma una decisión.
—Si todavía puedes contactar con Puerta del León —le dice a Ilya—,
comunícales este plan. Que evalúen su viabilidad.
—¿Y? —pregunta Ilya.
—Si pueden hacerlo —responde Ícaro—, entonces dales la orden de
empezar.
Ilya se pone manos a la obra, buscando un enlace de línea dura que
todavía funcione.
Sidozie e Ícaro se acercan a Hassan.
Él los mira.
—Fuimos emboscados —dice—. Astartes traidores y...
Se detiene.
—¿Dónde? —pregunta Ícaro.
—Blaxis Interlink —responde el devastado Custodio cercano. No necesita
explicar lo cerca que está del acceso a la Sala del Trono.
—No entiendo cómo la penetración enemiga puede ser tan extensa y
rápida —comienza Sidozie.
—No vienen de fuera —gruñe el centinela—. Están adentro. Por todas
partes.
—El compañero Raja tiene razón —afirma Hassan—. Están forzando la
entrada exoplanar masiva. Están saliendo de las malditas paredes.
Hassan se pone de pie. Sidozie le ofrece su mano para ayudarlo, pero
Hassan la rechaza.
—Es sólo el shock —explica—. Apenas salimos vivos de la emboscada.
Mataron... Mataron a Centinelas... Hermanas... Un destacamento de
escolta completo. Nos escapamos y nos dirigimos al lugar seguro más
cercano.
—¿Aquí? —pregunta Ícaro—. ¿No estaba el adytum mucho más cerca?
—Tiene que entender esto, señora —gruñe Raja.
Ícaro lo mira fijamente, impresionada al ver las brutales heridas de garra
en la carne de su cara, garganta y hombros, cerrándose y curándose
visiblemente delante de ella, las laceraciones abiertas tejiéndose en
brillantes pliegues rosados en su piel manchada de sangre. Es
sorprendente que el centinela no muestre ningún signo de dolor o
incomodidad.
—El Hegemón estaba más cerca —dice Raja—. La geometría
dimensional y la interrelación espacial se están colapsando en todo el
Sanctum. Los esquemas y planos ya no son fiables. La Disformidad está
corrompiendo el tejido de la última fortaleza.
Su declaración es interrumpida por una detonación especialmente
fuerte en el exterior. Polvo y fragmentos de azulejos caen de la cúpula de la
Rotonda, y se hace un breve silencio entre los cientos de operadores y
tácticos que trabajan frenéticamente en sus mesas.
—Necesito un enlace con la Sala del Trono —dice Hassan—. ¿Todavía es
posible?
7|XVII
Utilizaré todo a disposición
Vulkan deja que todos finalicen sus informes y les solicita que se retiren.
Luego lleva a Moriana Mouhausen a un costado.
—Tengo entendido —le dice— que los Elegidos, siguiendo instrucciones
de Malcador, han conseguido la llamada Sanción Terminus y a su
arquitecto.
Ella parece sorprendida.
—Uno no dirige el Trono de Terra sin estar al tanto de esas cosas —
continúa él—. Hassan me informó. Dijo que la intención de Malcador era
que el arma estuviera en manos de los Elegidos, en vez de bajo la custodia
de los Custodios.
—Sí, mi señor —responde ella—. Se hicieron esfuerzos para hacer
precisamente eso poco después de que mi señor tomara el Trono.
—¿Y tuvieron éxito, Elegida? ¿Puedes informarme?
—No puedo, señor. Hassan delegó la tarea en mi colega Xanthus. Pero ni
yo ni Hassan hemos recibido más informes. Toda comunicación se ha
interrumpido. El Sanctum es, literalmente, un caos. Xanthus puede estar
muerto, o su intento fracasado. El criminal Fo también puede estar
muerto...
—Así que no tenemos idea de si el arma es segura, o si está bajo nuestro
control...
—Mi señor —dice Mouhausen—, incluso si el arma todavía existe, hay
algunas dudas sobre si es funcional. Fo es conocido por su engaño, y pocos
de nosotros creíamos que funcionaría. Los principios...
Vulkan levanta la mano bruscamente, interrumpiéndola.
—Yo sabría su estado —afirma—. Si todavía existe... Su funcionalidad, su
potencial...
—¿Lo desplegarían, mi señor? —pregunta ella, incrédula.
—La aniquilación está sobre nosotros, Elegida —declara Vulkan—.
Consideraré el uso de cualquier cosa. Cualquier cosa.
—Xanthus puede haber sido frustrado —responde ella—. El arma
todavía puede estar en manos de la Legio Custodes, como Valdor deseaba.
—¿Y no te han informado de ello?
—Los Custodios guardan sus secretos, mi señor.
Vulkan gruñe, molesto, y Mouhausen retrocede alarmada.
—No es momento para juegos estúpidos —afirma Vulkan con firmeza—,
ni para disputas entre los órganos de autoridad. No lo toleraré.
Con un gesto de irritación, hace señas a Uzkarel para que se acerque.
—Mi señor primarca —dice Uzkarel, inclinando la cabeza con rigidez. El
procónsul es un guerrero imponente, incluso para los estándares de los
Custodios, casi tan alto como Vulkan. El oro estriado y esculpido de su
yelmo y hombreras evoca la melena de un enorme león.
—Informarás inmediatamente sobre el destino del arma Terminus —
ordena Vulkan.
Los ojos de Uzkarel se entrecierran.
—Dos de la Hermandad de la Llave fueron enviados para asegurarla
junto con el prisionero, mi señor —responde.
—¿Y qué pasó?
Uzkarel se toma un momento, activando brevemente su
neurosinergética.
—Se les negó el acceso —informa—. Hubo falta de claridad en las
directivas. El criminal Fo quedó bajo la custodia del centinela Amon.
—¿Y dónde están ahora?
—Desconocido, mi señor. El contacto neurosinérgico y las
comunicaciones directas suelen ser inestables a cualquier distancia. El
laboratorio y la zona de seguridad están en una parte del Sanctum invadida
por el enemigo y...
—¿Y la ubicación del arma?
—También desconocida, mi señor.
—Encuéntrenla —ordena Vulkan a ambos—. Encuéntrenla y encuentren
a este Fo. Quiero información sólida y confirmada sobre su estado. Si se ha
perdido, entonces se ha perdido. Si todavía existe, quiero que lo traigan
aquí.
7|XII
Xanthus
—Esto no es lo que acordamos, Fo —afirma Andrómeda.
—Es lo necesario —responde él.
Ella observa a través de la tapa empañada de otra unidad.
—Estás cultivando células...
—Cepas para simular los objetivos designados —explica Fo—, junto con
las expresiones de control de la línea de base humana para asegurarnos de
que el fago solo afecte a los objetivos y no actúe agresivamente en el resto
de la población. Sé lo que hago.
Fo toma un montón de viejos cuadernos de la consola y los agita hacia
ella. Varias páginas sueltas se esparcen al aire.
—Así es como lo hizo el Sigilita —dice Fo, aún admirando la mente del
viejo Regente—. Expuso su metodología con claridad. Así consiguió el
proyecto Astartes en tan poco tiempo. Debería haber tomado siglos, pero
vuestro amado Emperador era impaciente.
—La gente... —comienza Andrómeda.
Fo la interrumpe con una mirada fulminante.
—No seas sentimental. No son personas. Ni siquiera organismos. Solo
material celular inerte, bio-fabricado, tipificado y catalogado según su
fuente orgánica. Solo sopa. Sopa humana.
Andrómeda lo mira con desaprobación.
—Creo que olvidas quién y qué soy, Fo. Olvidas mis áreas de
especialización.
—No lo hago en absoluto, Selenar —replica Fo—. Por eso me sorprende
tener que explicarte esto. Y no solo el Sigilita recomienda este enfoque.
Fo se dirige a una estación de trabajo bajo las escaleras y comienza a
revisar más archivos y papeles.
—Todos sus científicos jefes y maestros genéticos están de acuerdo.
Malcador tenía copias del trabajo de todos los técnicos superiores, y yo lo
he leído todo.
—¿Lo has leído todo?
—Por supuesto —se burla Fo—. Todos usaron la misma técnica.
¡Baskow! Muestreo de expresión masiva. ¡Astarte y DeVie! Cribado celular
de amplia redundancia. Y aquí, Ezekiel Sedayne, ¡otra mente superior!
Análisis de bio-mat.
Se vuelve hacia ella, con una ira extraña en sus ojos.
—No vuelvas a cuestionar mi enfoque —dice con severidad—. Ya he
tenido bastantes objeciones de tu parte.
—Amon no lo aprobará —dice Andrómeda con cautela.
—¿Se lo vas a decir?
—Estoy obligada a hacerlo, sí.
—Tiene sus órdenes —afirma Fo—, y es escrupuloso en seguirlas. Los
Custodios son criaturas implacables, Andrómeda 17. Son
sorprendentemente pragmáticos. Este proceso hace el trabajo y cumple
sus órdenes de la forma más eficiente. No necesita conocer los detalles.
Andrómeda duda y considera activar la alarma que Amon le dio para
llamarlo.
—Los cultivos —dice— deben ser destruidos al terminar. No solo
descartados. Destruidos.
Fo asiente.
—Los incineradores de residuos ya están encendidos y listos —responde.
—¿Es material genético humano? —pregunta Xanthus, mirando a través
de la ventana empañada por la condensación de una de las cubas.
—Uno de mis principales grupos de muestras —responde Fo—. O, como
me gusta llamarlo, "Xanthus".
—¿Qué? —exclama Xanthus, levantando la vista bruscamente.
—Eres tú —dice Fo—. Me diste una muestra y la he cultivado.
—Yo nunca... —Xanthus comienza, mirando al bio-estructor con absoluta
repulsión.
—Estaba preocupado por la edad de las muestras Terranas-Humanas
disponibles aquí —explica Fo—. Algunas tienen dos siglos. Incluso con el
mejor almacenamiento, pueden haberse deteriorado. Necesitaba un
cultivo fresco como doble control de seguridad, y tú me obligaste.
—No tenía idea de que ibas a... —balbucea Xanthus.
—Eres un idiota —le dice Andrómeda.
—No, él es un campeón del Emperador —corrige Fo—. Tuvimos toda
una charla al respecto.
Fo se acerca a Xanthus, que sigue contemplando el líquido caliente y
coagulante en la cuba. Apoya una mano en el hombro de Xanthus.
Andrómeda imagina que no hay nada reconfortante en ese gesto.
—Sabes —murmura Fo a Xanthus—, libra por libra, probablemente hay
más de ti en esa cuba que fuera de ella.
Xanthus retrocede y aparta la mano de Fo.
—Elegido —dice Fo con serenidad—, estás realizando un profundo
servicio al Imperio. No seas descortés al respecto.
7|XIX
Esto es lo que hace la fe
Dejan los cuerpos de los traidores en el polvo donde cayeron, esparcidos
como versiones en miniatura de los gigantes muertos a su alrededor. Los
Segundos se reagrupan y la peregrinación reanuda su avance.
Sigismund vuelve a su lugar junto a Keeler. Ella permanece en silencio.
No hay palabras que puedan expresar lo que sienten.
A Sigismund le reconforta que ella acepte la brutalidad que él debe
manifestar. Desde que la conoció, descubrió en ella una pureza de
pensamiento a la que él solo aspiraba, a pesar de toda una vida de
disciplina. Sospecha que ella no comprende el impacto que ha tenido en su
vida. Aunque solo se han encontrado unas pocas veces, le ha mostrado
que su existencia debe ser dura y solitaria, que la muerte y el sacrificio se
presentan en diversas formas. Ella le ha enseñado, más con su ejemplo que
con palabras, que lo importante no es haber dado la vida por el Emperador
y su linaje, sino dónde y cómo eliges entregar esa vida, el aquí y el ahora.
Su influencia en su forma de pensar ha sido tan grande que incluso le ha
valido la desaprobación de su propio padre pretoriano, y le ha mostrado
que la vergüenza puede ser un combustible que encienda a un hombre de
maneras que el simple coraje no puede.
El verdadero deber, comprende, no se trata de honor, valor o lealtad. No
se relaciona con la reputación o el reconocimiento de otros. El verdadero
deber es servir. Aunque algunos lo consideren orgulloso por su constante
esfuerzo por alcanzar la perfección como guerrero, han malinterpretado su
verdadera intención. La reputación, el honor, la gloria, la fama... él mismo,
no son lo importante. Lo que importa es su servicio. La devoción total y
absoluta es un fin en sí mismo. La fe simple, que no requiere de pruebas ni
recompensas, es el estado sublime. No se enseña ni se otorga. Nace de uno
mismo.
Él lo entiende. Cree que ella también. No se parecen en nada, pero
coinciden en esto.
—Habrá más —dice ella.
Él asiente. —¿Tienes miedo?
Ella niega con la cabeza.
—Ya no —responde, sorprendida de oírse a sí misma—. Pase lo que pase
a partir de ahora, ya no tengo miedo.
Entonces Sigismund comprende que ella realmente lo entiende. Eso es
lo que hace la fe: elimina el miedo. Cuando la encontró, se llevó el miedo,
la vanidad consciente y todas las preocupaciones mortales. Dejó atrás a
Sigismund y nació un campeón. Se ha entregado al propósito del Trono del
Hombre, y su amor por el Emperador es absoluto e incondicional. Es
simplemente una espada.
No tiene orgullo. No tiene un honor desmesurado que pueda ser herido
u ofendido. Ama tanto a su padre, del que se ha separado, que soportará la
deshonra ante sus ojos para salvarlo. Algún día. Tal vez este día.
Pero mientras camina, no se pierde en especulaciones. Retorna la calma.
El futuro no está ni en el ahora ni en el aquí.
7|XX
El conocimiento secreto del Emperador
—¿Cuál es ese futuro? —pregunta Sindermann.
—No sabría decirte, Kyril Sindermann —responde Ahriman.
—Pero yo creía que la precognición era tu fuerte.
—Lo es —dice Ahriman—, pero actualmente estamos en un momento
de tiempo suspendido, por lo que no hay futuro que leer y mi vista está
bloqueada. Sin embargo, puedo hacer conjeturas. Horus ha triunfado y en
su triunfo, se ha vuelto trascendente. Si no es un dios, se le parece mucho.
El futuro, Kyril Sindermann, es uno donde su dominio destructivo será
absoluto. Aquellos, como nosotros, que estuvimos a su lado, no seremos
honrados. Seremos relegados al servilismo. No es una perspectiva
agradable. Así que me armaré con el conocimiento secreto del Emperador
y fortaleceré a los Mil Hijos, para que podamos forjar nuestro propio
camino, libres de su voluntad.
—A menos —añade, volviéndose hacia ellos— que por casualidad sepáis
si hay algún texto en esta colección que detalle cómo matar a un dios.
Nadie responde.
—Podéis observar —decide Ahriman—, pero no obstruir. Y tú —mira a la
archivista temblorosa—, deja de llorar.
La archivista solloza ante su atención directa.
—Te tiene miedo —dice Sindermann—. Todos lo tenemos. Eres el
enemigo, y tu apariencia es intimidante.
Ahriman se detiene un momento. Las sombras oscuras que lo componen
comienzan a fluir y difuminarse. Los cuernos extravagantes y los segmentos
chapados de su atuendo se pliegan como pétalos, replegándose en su
forma con una serie de chasquidos metálicos, como un intrincado
mecanismo. Se muestra ante ellos como un hombre, alto pero sin
armadura, vestido con una sencilla túnica y un guante negro. Sus ojos,
profundamente hundidos, son de un azul radiante, y su boca está apretada
en un rictus, una mueca permanente que muestra dientes apretados y
tensa los músculos de su garganta. Sus encías son negras. Hay algo
perturbador en sus proporciones. Es demasiado alto, demasiado delgado.
Sus brazos, piernas y dedos son largos y delgados, más parecidos a los de
un arácnido que a los humanos. Su cabeza y manos son las únicas partes
de su cuerpo que no están envueltas en tela negra. Su piel es pálida y
translúcida, y su sustancia titila. Cada temblor subliminal de la carne revela
brevemente un fantasma radiográfico de los huesos de las manos y el
cráneo.
—¿Está mejor? —pregunta alguien.
No lo está.
—Mucho —responde Sindermann.
Ahriman asiente, el espectro de su cráneo visible a través de su piel
translúcida.
—Por favor, deje su arma sobre la mesa —dice, su atención aún fija en la
archivista, aunque su comentario va dirigido a Mauer. En el momento en
que la armadura del intruso se retrae y desaparece, su mano comienza a
deslizarse hacia su arma enfundada.
—Sobre la mesa —repite Ahriman, manteniendo su sonrisa severa hacia
el archivero y sin mirar a Mauer. Su tono es inusual.
Mauer extrae su arma y la coloca sobre la mesa de lectura. Luego la
observa, como si no comprendiera cómo llegó a ese punto.
—Ahora —dice Ahriman—, ¿qué debo examinar a continuación?
—¿Próximo? —pregunta Sindermann.
—Ya estoy sumergido en cien textos, Kyril Sindermann —responde
Ahriman—, pero hay tantos más por examinar. Debemos ser minuciosos
antes de que llegue El Saqueador.
Une sus manos y entrelaza sus dedos largos y huesudos, formando un
nudo grotesco. A su alrededor, en cada estante, los libros de la colección
comienzan a agitarse. Empiezan a latir, a respirar; sus cubiertas y lomos se
expanden y contraen como pulmones extenuados. Un líquido oscuro
comienza a emanar de ellos, goteando sobre el suelo de la biblioteca. Es
tinta, pero huele a sangre. Al pie de cada pila, empiezan a formarse charcos
negros y brillantes.
Ahriman aprieta más sus dedos entrelazados. En los charcos de tinta
comienzan a aparecer figuras, arañas de escritura dorada flotando como
hilos ardientes sobre la superficie de cada charco en expansión.
El hechicero se agacha, con las manos pegadas al pecho, las rodillas
sobre los hombros encorvados, y comienza su meticuloso estudio.
7|XXI
Una misión que emprender
Ícaro conduce a Hassan hasta una estación cercana y ordena al operador
que establezca un enlace. Toma un momento, y la calidad de la señal deja
mucho que desear. Al tomar un auricular, Hassan escucha el crepitar y el
siseo del inmaterium detrás de la voz del otro lado.
—Moriana —dice. Pronuncia el sigilo fonético que confirma su
identidad, y Mouhausen hace lo mismo—. Informa a Lord Vulkan de que
Ollanius Persson y sus compañeros han escapado de la custodia.
Parece un asunto menor, teniendo en cuenta el desastre que los rodea.
—Probablemente estén muertos —añade.
—La Sanción Implícita ha sido iniciada —responde ella—. Sigil estaba
resultando insuficiente —no ofrece más detalles. Hassan es plenamente
consciente de la secuencia de decisiones críticas que debieron llevar a esa
determinación.
—¿Mantiene el Regente el control sobre la función del Trono? —
pregunta.
—Por el momento —responde ella.
Intenta no pensar en el sufrimiento de su señor. Dolor, tristeza, pérdida...
No hay tiempo para eso.
—Se ha detectado una anomalía... —empieza ella.
—Estoy informado —responde él—. No hay datos nuevos.
—Khalid —dice ella, con una voz débil que se pierde entre la estática—,
Lord Vulkan ha ordenado que se busque al prisionero Fo y su proyecto de
armas.
—Si es que aún vive —dice Hassan.
—Voy en persona —dice ella—. Me han asignado seis Compañeros
Hetaeron y...
—No —interrumpe Hassan—. Quédate aquí. No debilites las defensas en
el adytum.
—Pero...
Hassan observa a su alrededor. Hay poco que pueda hacer allí. El
Tribunal de Guerra y todas las consideraciones tácticas están al borde de la
inviabilidad.
—Lo haré yo —dice. Al fin y al cabo, era mi tarea. Me fue encomendada.
Si no puedo hacer otra cosa, completaré la labor que mi maestro me confió
en el caos de sus últimos deseos—. Lo haré —repite—. Quédate donde
estás y envíame cualquier detalle que tengas sobre Fo, su equipo de
protección o Xanthus. Última ubicación conocida, último avistamiento,
cualquier cosa. Informa a Lord Vulkan de que la situación está bajo control.
—Lord Vulkan quiere a Fo en la Sala del Trono, si está vivo.
—Entiendo.
—Y su arma...
—Entiendo.
Corta la conexión.
—Tengo una misión que llevar a cabo —le dice a Sidozie.
—¿Te vas? —pregunta Ícaro.
—Elegido, por favor, comprende que no podemos garantizar tu
seguridad una vez que abandones el perímetro de la Rotonda.
—Señora, dentro del perímetro hay pocas garantías de mi seguridad —
responde Hassan.
—No irás solo —interviene Ios Raja. Con la cabeza descubierta y la
mayor parte de su armadura auramita destrozada en la parte superior, luce
desafiante. Todavía porta su lanza guardiana. Parece un guerrero
enloquecido de la Era de la Unificación. Junto a Raja, las dos Hermanas —
Aphone Ire, Comandante Vigilante de la Guardia Raptor, y Srinika Ridhi,
Caballera Centura57 del Cuadro Leopardo Nublado— esperan como
espectros.
—Estoy seguro de que el perímetro puede prescindir de algunos
hermanos de batalla —le dice Sidozie a Ícaro—. Al menos un par.
Ella asiente.
—Ocúpate de ello.
Mientras Sidozie se dirige a la escotilla principal, Ícaro se vuelve hacia
Hassan, revisando la pizarra de datos que le ha enviado Mouhausen.
—Creo que eras soldado, ¿no? —pregunta—. ¿Antes de tu vocación?
—Sí —responde él.
—Entonces sabrás cómo usar esto —dice ella.
Le entrega el Komag. Por un instante, parece dudar en soltarlo.
—Si lo necesito aquí —dice—, probablemente no sirva de nada. Huí de
la caída de un tribunal de guerra. Ya no me queda ningún lugar adonde ir si
este se pierde.
7|XXII
En la Roca Inclinada
Corswain maneja el garfio como si fuera una maza y clava una garra en la
placa frontal del Guardia de la Muerte. Lo arrastra hacia atrás y este cae, ya
sin vida, desde la roca. Pero el garfio queda firmemente agarrado y
Corswain tiene que soltarse o ser arrastrado también.
Se gira y se topa con un bruto armado con un martillo de guerra, el
traidor que derribó a Bruktas. Corswain se aparta rápidamente para
esquivar el golpe del martillo que pasa rozando. Casi tropieza con el cuerpo
inerte de Cypher.
La lluvia mezcla las cenizas. Los proyectiles zumban al pasar. Tragan y un
escuadrón de escudos finalmente llegan a Roca Inclinada y escalan la
pendiente para brindar apoyo. Dos portan lanzallamas, probablemente las
últimas armas de fuego funcionales en la división de Corswain. Barren los
bordes del promontorio, incinerando a la Guardia de la Muerte y
quemando las cuerdas que cuelgan del borde. Figuras en llamas caen al
oscuro abismo, con las serpientes ardientes de las cuerdas chisporroteando
entre ellas.
El Guardia de la Muerte con el martillo de guerra sigue firme. Corswain
percibe que el traidor sabe que su posición es insostenible, que la escalada
ha fracasado y su destino está sellado. Pero también ve que el hermano
renegado de Typhus está decidido a seguir luchando. La sangre de
Corswain, Sabueso de Calibán, sería un valioso tributo por sus esfuerzos y
pérdidas.
El traidor empuña su martillo bajo la lluvia que golpea su armadura. Luce
una calavera ornamentada, una deslumbrante cabeza de muerte en relieve
sobre su coraza. Lanza un desafío debilitado, envolviendo a Corswain con el
hedor putrefacto de su aliento, y se lanza hacia el senescal con el martillo
alzado. Corswain agacha la cabeza y responde al ataque, deslizándose bajo
el golpe a dos manos, impactando con su hombro izquierdo el abdomen
del enemigo. El Guardia de la Muerte casi se dobla por la embestida. El
martillo de guerra se le escapa de las manos. La espada de Corswain,
lanzada con él, baja y recta, atraviesa al traidor por el vientre.
Caen al suelo juntos en la punta de la roca. Corswain se desenreda y se
levanta del cadáver. Retira su espada de la carne podrida, azotada por el
viento. La roca está resbalosa por la lluvia y los fluidos venenosos que
gotean de la armadura del enemigo. Una mano sostiene al Sabueso de
Calibán, evitando que caiga del borde.
Es Bruktas, herido y cubierto de sangre, quien extiende su única mano a
su señor. Corswain abraza a su hermano, un breve y firme apretón.
—No olvidaré este valor —susurra.
—Tendrá cosas más importantes que recordar, señor —murmura
Bruktas.
Tragan y sus hombres llegan hasta ellos. Las llamas lanzan sus últimos
rugidos disuasorios contra la pared del acantilado.
—Lleva a este hombre a los Apotecarios —grita Corswain a Tragan a
través del vendaval—. Que le traten la herida.
Se dirige a Cypher mientras llevan a Bruktas.
Cypher está vivo, aunque apenas consciente. Por un momento, Corswain
piensa en retirar la legendaria máscara para verificar su estado vital o
heridas. Pero no se atreve a romper esa confianza.
—Un favor devuelto —dice Cypher con voz ronca. Agarra el antebrazo de
Corswain e intenta levantarse.
—Te vi caer... —dice Corswain.
—Un momento de dolor, un momento de... —Cypher se detiene, como
si no quisiera dar detalles—. Ya pasó. Ayúdame a levantarme.
Corswain ayuda al guerrero a ponerse de pie bajo la lluvia y lo sostiene.
—Ven —dice Cypher—. Ven conmigo.
7|XXIII
Esta vez, para siempre
Desde su estación, Ilya Ravallion logra finalmente establecer un enlace
con el puerto espacial. Luego de emitir un código de autenticación, la voz
de Shiban Khan responde casi al instante.
Ella comienza a exponer su propuesta, pero él la interrumpe de
inmediato.
—La Puerta del León está cortando todas las conexiones —dice—. El
código traidor ha infectado los sistemas del puerto. No podemos confiar en
nada. Estamos cerrando todas las conexiones de manera permanente para
evitar cualquier riesgo de transmisión a otros lugares.
El enlace se corta. Sin palabras de despedida, sin comentarios
personales, aunque ella sabe que él sabía que era ella. Otra despedida de
las Cicatrices Blancas, sin sentimentalismos, aunque esta vez, ella siente, es
para siempre.
Todo, dicho o no, es ahora un adiós.
7|XXIV
Donde caen
El puente principal está en ruinas al atardecer. Las luces tienen poca
fuerza o están completamente apagadas. Vigas y secciones del techo se
han desplomado sobre la plataforma superior con barandas, cayendo en
los fosos de los siervos y los puestos de mando. Un parpadeo débil y
esporádico en las pantallas indica que algunos sistemas aún funcionan,
pero el resto están inactivos y no hay nadie.
Ni siquiera cadáveres.
Abaddon despliega a sus hombres para asegurar la sala. Avanzan sobre
yeso roto, fragmentos de vidrio y hojas secas. Moho negro húmedo y
hongos peludos cubren la mayor parte de las consolas. El limo negro
parece haber sido vomitado por bocas inertes. Se escucha el goteo sobre la
cubierta.
—¿Qué demonios ha pasado aquí? —pregunta el capitán Jeraddon.
Abaddon trata de no imaginarlo. La sala de mando parece la de una nave
en descomposición, perdida en el espacio durante siglos. Zarcillos
saprofíticos cubren las paredes y enredan barandas y rejillas de ventilación.
Algunos, húmedos y serpenteantes, han florecido, desplegando flores
xenos que se abren como heridas sangrantes. Susurros y secretos se
escuchan en las sombras y rincones de la sala como enjambres de insectos.
Sube a la plataforma principal. ¿Cuántas veces ha estado aquí, en
reuniones o al mando? Apenas la reconoce. Parte de la baranda superior
sobre el puesto de mando está doblada por algún impacto. Los escombros
cubren la mesa de estrategias. Los aparta e intenta activar el dispositivo,
pero se resiste, parpadeando a media potencia. Algo ha dañado la placa de
proyección. Ingresa su código de anulación y la mesa muestra runas
indicando "sin señal".
—Ayúdame —gruñe, y su Caballerizo, Ulnok, se apresura hacia él. Ulnok
tiene cierta habilidad con los sistemas técnicos. Reinicia los búferes de
datos e intenta recargarlos.
—Dominios del Palacio —dice Abaddon—. Modo táctico.
Nada se resuelve en la pantalla. Los hologramas parpadean y
desaparecen.
—La nave, entonces —dice Abaddon—. Esquemas internos, visión
general, estado del sistema.
Ulnok asiente e introduce una serie de códigos. Una imagen empieza a
formarse lentamente en la tabula topográfica, planos y paneles de luz que
se despliegan como origami. No es la nave, pero a la vez sí lo es. Abaddon
la observa detenidamente, descifrando lo que ve. Puede seguir la inmensa
estructura de la nave insignia, las capas de sus cubiertas, la delgada firma
energética de sus enormes motores. Pero todo está entrelazado con algo
más, algo mayor, como si un esquema tridimensional se superpusiera
sobre otro.
—Limpia eso —dice.
—Mi señor, yo...
—Elimina la imagen superpuesta.
—No es... no es una superposición —dice Ulnok.
Es una ciudad. Las representaciones diagramáticas de la nave y la ciudad
se entrelazan entre sí, tan nítida y completamente como el emporio se
fusionó a través de la pared del pasillo de servicio. Mira más de cerca. Hay
una tercera superposición. Puede ver detalles del Palacio Imperial en el
mosaico de datos. Puede ver la Puerta del León. Allí, la Puerta de la
Eternidad y la Última Muralla. Puede ver el Bastión de Auguston, donde
estuvo horas antes.
¿Horas?
Se inclina hacia adelante y revisa los gráficos de posición orbital. El
Espíritu Vengativo no está en órbita. No es nada. La nave, el Palacio, Terra y
cualquier otro lugar de pesadilla que muestre esta pantalla ocupan el
mismo espacio. Y ese espacio no tiene coordenadas en el espacio real ni
datos de posición.
Da un paso atrás. Siente lástima y miedo por su padre. Piedad y miedo, y
algo menos definido que parece repulsión.
—¿Mi señor?
Su Caballerizo ha recogido algo del montón bajo la mesa del
estrategium. Cartas. Obleas de tarot de cristal líquido. Ulnok les quita el
polvo y se las ofrece a su capitán.
—¿Son importantes? —pregunta.
Abaddon las arrebata con un repentino destello de arrepentimiento y
asco.
—No las toques —le ordena.
Ulnok retrocede alarmado.
—No son nuestras herramientas —gruñe Abaddon—. Nosotros no
usamos esas cosas. No... no tenemos tratos con esas tonterías. Somos
soldados, Ulnok. Soldados.
—Por supuesto, sí, mi señor.
Abaddon vuelve a mirar la mesa. Algunas de las cartas que Ulnok le
ofreció han caído sobre la superficie agrietada, sus imágenes visibles a
través de los niveles de datos holográficos. El Mundo Destrozado, La Senda
Laberíntica, Hulk, El Mártir, El Monstruo, La Torre del Rayo y El Emperador.
El Rey Oscuro.
7|XXV
Rex Tenebris
—Me pregunto... —comienza Mauer, pero se detiene al percatarse de
que nadie la puede oír. El espacio oscuro de la biblioteca parece encogerse
cada vez más, las sombras se ciernen alrededor. Al hablar en un tono
normal, su voz suena pequeña y lejana, sus palabras amortiguadas y
débiles, como si el aire fuera insuficiente para sostener su peso.
—Me pregunto —repite, esforzándose por elevar su voz para ser
escuchada—, si incluso aquellos que han jurado lealtad al Señor de la
Guerra ahora se ocultan de él por miedo.
—Una afirmación audaz —comenta Ahriman, sin apartar la vista de los
libros que tiene delante.
—Pero cierta, ¿no? —insiste Mauer.
Ahora el hechicero levanta la mirada. Mauer se da cuenta de que no
puede sostener la atención de esos intensos ojos azules y desvía la vista.
—El Imperio está dividido en dos facciones irreconciliables —dice—.
Ninguna de ellas se alinea completamente con los intereses de los Mil
Hijos. Ambas presentan inconvenientes en aspectos contrapuestos. Pero
nuestra lealtad fue elegida por nosotros mismos. Su Emperador nos ha
rechazado, nos considera parias y herejes, a pesar de...
Hace una pausa. Su voz se torna más aguda de repente, como si
contuviera una ira infinita y justificada.
—No importa —dice, aclarándose la garganta—. Ha despreciado nuestro
apoyo y nuestra lealtad, nos ha condenado por prácticas que él mismo nos
enseñó y se ha negado a ayudarnos en nuestra mayor necesidad. Su
Emperador nos ha convertido en traidores, así que como traidores estamos
obligados a permanecer.
—Pudieron haberse mantenido al margen —dice Mauer.
—No hay lugar para la neutralidad —responde Ahriman—. En momentos
como este, es necesario elegir un bando. La causa del Señor de la Guerra
no es una causa que hayamos jurado, como tú dices, sino una a la que
estamos obligados por defecto. Hay ciertos beneficios. Lupercal al menos
tolera nuestra naturaleza, al menos hasta ahora. Sus ambiciones y las
nuestras han empezado a divergir, de ahí mi visita aquí, para intentar
asegurar en cierta medida nuestro destino.
—Entonces, ¿le temes? —pregunta Mauer.
—Horus Lupercal se ha convertido en el instrumento manifiesto del Caos
—afirma Ahriman—, el más poderoso en la historia de nuestra realidad.
Todo el mundo debería temerle.
—Pero en este futuro que él trae consigo —dice Sindermann—,
¿buscarás la neutralidad? —señala los libros esparcidos sobre la mesa de
lectura, que destilan sangre de tinta sobre el suelo—. ¿Usarás la magia y el
conocimiento arcano para desligarte de cualquier lealtad a tu Rey Oscuro?
—¿A qué te refieres? —pregunta Ahriman.
—Me refiero a forjar un pequeño rincón en este abominable futuro para
ustedes mismos, independientes de...
—No —interrumpe Ahriman. Se levanta y mira fijamente a Sindermann.
Su expresión se endurece, revelando más de sus dientes apretados y sus
encías oscuras; la penumbra que lo rodea se arremolina como el humo del
incienso—. Ese nombre. ¿Qué quieres decir con eso, Rememorador?
7|XXVI
Un superviviente
Mientras Abaddon observa la última carta, los susurros jadeantes en las
sombras que le rodean parecen pronunciar el nombre de la carta.
—¡Abaddon!
Se gira al escuchar la voz de Sycar. Hellas ha encontrado algo en uno de
los claustros periféricos que rodean la plataforma de mando. Abaddon se
acerca.
Es un hombre. Un Astartes. Está agazapado detrás de uno de los pilares,
encogido como un animal intentando esconderse. Al principio, Abaddon
piensa que el hombre está muerto, pero no es así. Está contraído,
paralizado.
Abaddon se agacha.
—Dientes del infierno —susurra—. ¿Agonis?
Kinor Argonis tiembla al oír su nombre. Su armadura, incluso su piel, está
cubierta de un moho viscoso y oscuro, como la superficie de las estaciones
del puente. Tiene una herida enorme en un lado del rostro, como si
hubiera sido golpeado con un mazo. La herida todavía sangra.
—¿Kinor? Kinor, soy Ezekyle. Kinor, despierta.
Argonis, Caballerizo del Señor de la Guerra, gira lentamente la cabeza
hacia Abaddon. No hay verdadero reconocimiento en sus ojos, solo miedo.
Abaddon nunca ha visto verdadero miedo en los ojos de un hermano de
batalla Astartes.
—Kinor, ¿qué ha sucedido?
Los labios de Argonis se mueven incoherentemente. Está jadeando,
gimoteando en voz baja.
—Argonis —dice Abaddon, colocando sus manos sobre los hombros del
Caballerizo e intentando alzarlo para establecer contacto visual—.
¿Agonis? Soy yo, el Primer Capitán. Habla. ¿Dónde está Lupercal?
—¡Lupercal! —resopla Argonis, como si fuera una maldición o un ladrido
de dolor.
—Sí, Kinor. Lupercal. ¿Dónde está? Necesito encontrarlo. ¿Dónde está?
—Eeeeeeel... —Argonis se estremece, aferrándose a cada sonido vocal
como si fuera la única manera de mantener viva su voz—. Eeel estooo...
eeeeeeel...
—¡Kinor!
—Est-estaba aquí... —Argonis jadea, aspirando un suspiro entre sílaba y
sílaba. Se convulsiona y la bilis se derrama por su boca y sobre su armadura
—. Estuvo aquí. ¡Aquí! ¡Aquí estaba! Él...
—Calma, hermano. Contrólate. ¿Adónde fue?
—Fue —gorjea Argonis—, terrible.
7|XXVII
Eres Ollanius Persson
Después de un rato buscando sin éxito señales de Katt o Actae, la
respiración entrecortada y la tos de John se intensifican. Lentamente y con
reticencia, abandonan el polvo que se cierne sobre las ruinas como una
neblina y avanzan cojeando.
A un kilómetro aproximadamente, encuentran un aire más limpio.
Detrás de ellos, el lugar de su última y miserable batalla parece las secuelas
de una explosión termobárica: el radio de escombros, la enorme grieta en
la antigua muralla, la persistente capa de suciedad.
Se detienen en lo que parece un patio o mercado de la antigua ciudad,
insidiosamente vieja, con grotescos edificios de piedra y casuchas en ruinas
por todos lados. En un extremo, una puerta dorada, parte del Palacio, se
alza cubierta de hiedra muerta y enredaderas enfermizas. Un rincón del
patio parece ser un búnker de la Zona Palatina. Detrás de los techos
cubiertos de moho, una torreta del casco de la nave insignia del traidor se
erige como un ala gigante, todo cubierto de musgo y podredumbre.
Pero el aire es más claro. En algún lugar, tras las nubes húmedas, brilla
un sol blanco y duro.
John y Oll descansan. Leetu merodea por la zona, inquieto.
John yace de espaldas en un bordillo irregular, respirando lenta y
agitadamente. Oll está sentado, jugueteando con el ovillo de hilo agotado.
Los largos compañeros han caído por su culpa, víctimas más de su
ambición que del monstruo Erebus. Lucha contra las lágrimas. Aunque
aparentaba modestia, en secreto había empezado a creer que podría
completar su búsqueda y salvarlos a todos.
¿De dónde vino esa ilusión? ¿De ser un Perpetuo? ¿De su conexión
personal con el Amo de la Humanidad? ¿De la inexplicable fe de Erda en
él? Seguramente, su hilo era parte de ello: los extraños nudos que les
guiaban, sugiriendo alguna providencia y que, de alguna manera, ya habían
triunfado. Llegaron hasta la Sala del Trono, algo que ni Horus Lupercal
logró.
Sus amigos han pagado el precio de su confianza, la confianza
acumulada durante una vida demasiado larga.
Observa sus botas desgastadas.
Su ilusión era su propio pasado; las veces que había superado
milagrosamente las probabilidades en otras odiseas y búsquedas. Esta
aventura sería un mito, porque en los mitos, los débiles, los superados en
número, los simples mortales, siempre triunfan.
Debería haber recordado que los mitos nunca parecen mitos en su
momento. Sólo te das cuenta de que has sido parte de uno mucho después
de que haya terminado. En ese momento, nada es seguro y las
posibilidades de triunfo son escasas. El mundo es cruel y la vida no es un
cuento. No tiene un final satisfactorio sólo porque así es como los bardos
hacen que terminen las historias.
Los largos compañeros, esos amigos cercanos que nunca conoció del
todo, confiaban en él. Creían que Oll sabía lo que hacía. Pero no era así. No
sólo ha fracasado, sino que nunca tuvo la posibilidad de triunfar.
—Mierda —murmura Oll para sí mismo—. Soy peor que él.
John se mueve a su lado y se sienta. Sus ojos, oscurecidos por el dolor,
miran interrogantes a Oll sobre el borde sucio de las vendas.
Oll niega con la cabeza. No va a explicárselo. La humildad tardía es
demasiado dolorosa para ser expresada. Pensar que era lo suficientemente
importante como para realizar algo de esta magnitud y cambiar el destino
de una especie hace que las grandiosas aspiraciones del Emperador
parezcan modestas. El Emperador, al menos, tiene poder detrás de sus
convicciones.
La mano de John se mueve, haciendo señas.
Debemos seguir adelante.
—No. Oh, no —dice Oll, casi riendo—. Hemos terminado, John. De
verdad.
No puedes rendirte.
—Sí puedo. Es lo menos que puedo hacer.
Tienes fe...
—No la tengas. Tenías razón. Era inútil después de todo. Y esto también
—Oll levanta lo que queda del ovillo de hilo—. Cuando estos hilos
empezaron a aparecer, pensé que era una reivindicación. Nuestros yos
futuros habían triunfado, y nosotros simplemente nos estábamos
poniendo al día. Si este era el plan de Erda, se ha roto y se ha ido.
Oll suspira y mira a John.
—Lo siento —dice.
¿Por qué?
—Creíste en mí. Pensaste que podría lograr algo. Pero no pude hacerlo.
Todavía puedes.
—No, John.
Eres Ollanius Persson.
No hay signos manuales para "Ollanius Persson". John tiene que
deletrear el nombre fonéticamente. Lleva mucho tiempo, y eso lo hace
más conmovedor.
—El hilo se ha roto, John. El cuchillo está roto. He matado a la mayoría
de nosotros. Confiaron en mí, John. Fallé. Una y otra vez, casi en cada paso
del camino. He ido de un desastre a otro. Estamos acabados.
La mano de John comienza a deletrear minuciosamente de nuevo.
Eres O-L-L-A-
—Basta. Sé quién soy, y quién soy no es suficiente.
¿Cuántas veces te equivocaste de camino?
—¿Qué?
Todos esos años atrás. En ese lugar.
—Eso fue diferente.
Esto es sólo otro laberinto. Hemos tomado algunos giros malos. Los
peores. Pero es un laberinto. Todavía hay un camino a través de él.
Leetu se acerca a ellos.
—Hay algo ahí fuera —dice.
—¿Qué?
—Movimiento. Cosas moviéndose en las calles cercanas.
—¿Qué cosas? —pregunta Oll. John se pone de pie.
Leetu sacude la cabeza.
—No lo sé —dice—, pero sería mejor que saliéramos a campo abierto.
7|XXVIII
Cierra los ojos
Abaddon se aleja de Argonis. Algo, de manera imposible, ha logrado
anular el condicionamiento astartesiano de Argonis para controlar el
miedo.
—¿Kinor?
—Él se... se transformó en algo... Se convirtió en... Yo no quería ver. Me
obligó a ver. Me hizo mirar. Yo no quería. Ezekyle, no quería. No quería
mirar.
Empieza a llorar. Sería patético si no fuera tan perturbador.
—Descansa —dice Abaddon—. Descansa un momento. Despeja tu
mente. Cierra los ojos.
Argonis sacude la cabeza frenéticamente.
—¡No! —jadea—. Si cierro los ojos... ¡Lo veré!
Abaddon se pone de pie y llama al Apotecario de la Primera Compañía.
—Dale algo.
—¿Qué le doy, Primer Capitán?
—Tranquilízalo. Antipsicóticos. Algo. Que recupere la coherencia.
El Apotecario saca ampollas de su mochila y se inclina hacia Argonis.
—¡Sycar! —grita Abaddon, girándose—. Necesito acceso a la Corte
Lupercal.
—La escotilla está sellada —informa Sycar—. Seguridad prioritaria...
—¡Vuela esas malditas puertas! —ordena Abaddon.
Sycar no objeta. Destruye los mecanismos de cierre con cargas
direccionales, y luego dos de sus enormes Exterminadores Justaerin,
Gustus y Varia, apartan las escotillas a un lado, sus poderosas garras
arañando el metal.
Un viento helado sopla hacia ellos, trayendo lluvia. Al otro lado del
puente no hay sala ni cámara, ni Corte Lupercal ni anexo de mando.
Lo que hay es el exterior.
7|XXIX
MM226
Ayudan a John a levantarse y comienzan a abandonar la plaza. Avanzan
por una calle angosta y empedrada, llena de sombras y flanqueada por
tejados en decadencia. Otra calle, más ancha y abierta, se une a ella desde
la derecha, una vía de la Zona Palatina que se adentra en un callejón
decrépito de la Ciudad Inevitable. Oll toma la delantera. El camino oscuro y
sombrío ofrece mejor protección contra miradas ajenas.
Sin embargo, John tira de la manga de Oll y señala hacia el desvío a la
derecha. La calle Palatina, marcada por la guerra, se extiende en una suave
pendiente. Una fila de pesados carros ha sido abandonada a un lado de la
carretera.
—Quédense aquí —dice Oll, dejándolos a la sombra de una torreta de
piedra que se inclina, agotada y cubierta de hiedra.
Se dirige calle arriba hacia los carromatos. Debajo de ellos hay cuerdas y
cadenas de arrastre. La luz es tenue y plana, como un atardecer gris en el
mar. La calle es claramente parte del palacio, se nota en la arquitectura. Las
ventanas han estallado por los impactos y el suelo está cubierto de vidrio
fundido. Hay también otros restos, objetos que parecen pertenencias
olvidadas. Un zapato desgastado. Una linterna rota. Una hebilla. Trozos de
tela. Un sonajero de niño. Tiras de papel dispersas por el viento,
pareciendo etiquetas de pergamino que se cerrarían con un sello de cera.
Siente que lo observan. Percibe ojos detrás de las ventanas vacías. Mira
alrededor, pero no hay señales de nadie, aunque los restos en la acera
sugieren que antes había mucha gente. La calle ha sido arrancada tan
perfectamente de su ubicación original por la mezcla exoplanar endémica,
que incluso conserva su señalización, atornillada a una pared cerca de la
esquina. Calle Glacis. Se pregunta quién vivía en Calle Glacis. ¿Quién
caminaba por aquí? ¿Quién murió aquí?
Los vagones abandonados son desiguales y pesados, cubiertos con lonas
y con la serie MM226 toscamente pintada en sus paneles laterales. Oll
piensa que, si recuerda bien la abreviatura del código Munitorum,
corresponde al de una fábrica de municiones.
Trepa por los radios de una rueda y retira la lona del primero. Descubre
revistas empacadas en simples cajas de madera sin tratar. Detrás, unos
palés rústicos sostienen cohetes caqui mecanizados para lanzadores de
hombro.
Oll mira hacia atrás, por la pendiente de la calle, y hace una señal a los
demás. John y Leetu comienzan a acercarse. Él salta de los radios y se
dirige al siguiente vagón. Está lleno de cajas alargadas y rudamente
ensambladas, parecidas a pequeños ataúdes, ataúdes para quienes no
pueden permitirse algo más lujoso. Quita una tapa y encuentra rifles láser
reacondicionados, modelo Mk II, empacados en plastek triturado. Saca
uno, retirando las virutas del embalaje. Es un modelo antiguo, desgastado,
pero limpio y con el mecanismo reacondicionado. Quita las ataduras de
plastek que rodean el gatillo y el receptor, sintiéndolo familiar en sus
manos, como uno que tuvo en otra vida, en un pasado distante.
—¿Qué has encontrado? —pregunta Leetu.
—Armas —responde Oll, corrigiéndose—. Suficientes.
Casi dice "suficientes para todos", pero la ironía le muerde. Durante
tanto tiempo estuvieron sin armas y ahora tienen más de las que pueden
llevar.
Comprueba el arma y la carga con una célula de energía. En uno de los
vagones encuentra bandoleras, toma dos y llena las trabillas con
cargadores de energía adicionales, atándoselas al cuerpo. No hay espadas,
bayonetas, pistolas, granadas, ni lanzacohetes. Tampoco hay visores, pero
a Oll siempre le han gustado las miras de hierro. Ve a John tomar una
bandolera y una Mk IIc corta con culata de alambre plegable. No sabe
cómo se las arreglará John con una sola mano.
Leetu también examina los vagones. Todo está diseñado para manos
humanas, y hasta las armas de fuego más grandes, las Mk II y algunas Mk I,
parecen juguetes en sus manos. El problema no es el tamaño total: Leetu
puede sujetar una Mk II a su cuerpo como si fuera una pistola compacta o
una carabina, pero sus dedos blindados son demasiado gruesos para el
guardamonte, que está hecho de acero prensado e integrado en el diseño
de la arma. No es posible doblarlo ni retirarlo. Leetu intenta con un
pasador de eje y un trozo de bordillo, golpeando el guardamonte con la
esperanza de deformarlo sin dañar el mecanismo de disparo.
Oll piensa que no va a funcionar. Quizás con cuchillas de acero o una
amoladora angular podrían. Los esfuerzos de Leetu terminan rompiendo el
cargador del arma. Lo descarta, elige otro rifle e intenta de nuevo.
—Persson.
El rifle de Oll se eleva hacia su mejilla en un instante. En estado de
hiperalerta, escudriña la calle. Alguien ha pronunciado su nombre. No era
el viento. No era su imaginación.
Alguien ha dicho su nombre.
John y Leetu notan su reacción. Se ponen de pie y observan a su
alrededor.
—Algo —susurra Oll.
—Persson.
Oll ajusta la mira del rifle.
—¿Alguno de ustedes oyó eso? —susurra, con el arma preparada.
—No —responde Leetu.
John niega con la cabeza.
Oll piensa que como sospechaba, es telepatía. Y el tono le resulta
familiar. Es débil y apagado, tal vez por la distancia o el dolor, pero lo
reconoce.
—¿Actae? —dice Oll. John y Leetu lo miran sorprendidos.
—Persson. Fuera. Sal de ahí.
—¿Estás viva? ¿Dónde estás?
—Debajo. Debajo de la pared.
Definitivamente, hay dolor en su voz. Cada sílaba, cada frase, es un
esfuerzo sobrehumano. Oll baja rápidamente el arma y se gira hacia John y
el proto-Marine Espacial.
—Actae está viva —dice—. Tenemos que volver.
—No.
Se sobresalta. Su voz es más dolor que palabra.
—Enterrada. Estoy enterrada. Toneladas de piedra. Aplastada. Estoy
acabada.
—¡No vamos a dejarte! —exclama Oll al aire.
—¡No! Déjenme. Salgan de ahí. Puedo verlos. Puedo verte. Puedo ver lo
que viene. Corran.
—Actae…
—¡Corran!
Oll mira impotente a sus compañeros. Entonces, escucha disparos.
7|XXX
Cementerio de ciudades
El espacio se abre ante ellos. Un paisaje sombrío se extiende bajo un
cielo sin estrellas. Acantilados de roca fragmentada y enormes pilas de
escombros se elevan hacia el cielo, como si un continente entero hubiera
sufrido la misma compresión ortogonal que el oscuro y mohoso patio por
el que treparon para llegar al puente de mando. Gigantescas plataformas
de roca, de mil metros de altura, han sido erigidas por alguna fuerza
orogénica titánica, y sus superficies horizontales ahora se han convertido
en verticales, como los pliegues de un manto. Abaddon observa las ruinas
de antiguas ciudades que se aferran a las crestas de algunas de estas
formaciones, como percebes arrancados de la tierra muy por debajo.
A lo lejos, bajo en el cielo, hay una fuente de luz, un sol o una estrella.
Está oscurecida por nubes arrastradas por el viento, pero brilla
intensamente, ya que su resplandor blanco se filtra a través del cielo
cubierto. Abaddon, en sus numerosos viajes, ha visto las implacables
profundidades de estrellas muertas y agujeros negros, y esta luz parece ser
lo opuesto; un abismo sombrío de luz blanca, como un ojo sin pupila, cuya
gravedad atormenta las nubes grises y coagula el flujo disforme en una
espiral turbulenta.
Contemplarla directamente resulta incómodo, así que desvía la mirada.
Inmediatamente delante de la escotilla abierta, se extiende un camino
de ruinas, donde la mayoría de las estructuras arcaicas han sido reducidas
a escombros. Abaddon observa cráteres de impactos de artillería medio
llenos de agua de lluvia. La vegetación extraña se agita con el viento
racheado. Pequeñas llamas chisporrotean y arden entre los escombros
dispersos. La calle destrozada es parte de una ciudad devastada, de origen
antiguo y desconocido, y ese paisaje de guerra urbana se extiende hasta
donde alcanza la vista. Los edificios en ruinas que se aferran a los
acantilados elevados son partes de ella, fragmentos arrancados y elevados
por montañas repentinas.
Para Abaddon, parece más un cementerio donde las ciudades vienen a
morir. Es un lugar de decadencia y cenizas, antiguo y persistente. Algunas
de las estructuras y piedras más destacadas, que todavía se mantienen en
pie, han sido moldeadas por la fuerza del viento en extraños artefactos
angulosos. Sin embargo, las marcas de destrucción y violencia son
recientes.
¿Está aquí su padre? ¿Fue él quien causó esto?
Abaddon grita el nombre de su padre, pero su voz solo resuena,
modulada extrañamente por las superficies alisadas de los petrificados y la
piedra erosionada. Phaeto Zeletsis lidera el primer pelotón y Abaddon le
sigue de cerca.
A menos de diez metros de la escotilla, comienzan a recibir disparos.
Primero con armas cortas, luego con balas láser y bolter.
Sus atacantes aparecen a la vista, sin buscar ocultarse ni protección.
Avanzan tropezando y tambaleándose sobre los escombros, gritando como
locos, claramente dementes o aterrorizados, o quizás ambos. Son miles y
huyen de algo.
Son Excertus de la Barrera Lupercali y Portadores de la Palabra. Son las
divisiones de apoyo y la tripulación del Espíritu Vengativo.
7|XXXI
El viejo soldado
Los proyectiles impactan contra el pavimento y la pared. Un par de
proyectiles láser pasan zumbando. Han aparecido unas figuras al final de la
calle, cerca de donde dejó esperando a Leetu y John. Son soldados.
Excertus. Barrera Lupercali.
Están corriendo por la pendiente hacia ellos, disparando salvajemente.
Parecen trastornados. No hay disciplina de combate en absoluto. Están
locos de pánico o fuera de sí por la excitación del combate.
Oll se arrodilla tras un carro y empieza a responder al fuego. Derriba a
uno, a dos, luego a un tercero, con disparos certeros. Está tranquilo,
metódico, dejando que su viejo yo, el soldado experimentado, tome
control, inundándolo con años de experiencia y memoria muscular. Dispara
una cuarta y quinta vez. Ambos tiros aciertan.
Pero aparecen más de la Barrera Lupercali. Los primeros eran solo el
principio de lo que parece ser toda una brigada en rápida y desordenada
retirada. Oll no puede decir si él y sus compañeros están bajo ataque, o
simplemente en su camino. Se pone de pie y busca un mejor ángulo,
apoyando el rifle en la parte superior del vagón. Los disparos golpean el
vagón. Mantiene la calma, disparando con precisión quirúrgica.
A su lado, John entra en acción. No tiene la experiencia de Oll, ni su
destreza, y aunque la tuviera, no sabe manejar bien su arma. John dispara
desde la cadera a toda velocidad, apoyando el peso de la carabina en el
hueco de su brazo herido. Sus disparos se dispersan por la calle. La mayoría
se desvían o levantan gravilla del suelo. Impacta a uno de los Lupercali en
la rodilla, tumbándolo.
—¡Corre!
Oll ignora la voz angustiada y dolorida. No pueden. Si abandonan la
cobertura de los vagones...
Una segunda ráfaga de fuego láser surge de su posición, junto con el
fuego desesperado de John. Leetu maneja una Mk II firmemente agarrada
a su pecho. No ha logrado desactivar el guardamonte, así que ha insertado
el pasador del eje a través del lazo del guardamonte, tirando de él como si
fuera una palanca para disparar. Lejos de ser preciso, el pasador sigue
resbalándose, interrumpiendo sus ráfagas automáticas.
—¡Persson! ¡Corre!
Oll mira a su alrededor. Los edificios cercanos, tal vez...
—¡Corre!
Está a punto de maldecir a Actae cuando se da cuenta de que la orden
no vino de ella. Fue Leetu.
Tres Portadores de la Palabra han aparecido, subiendo por la calle entre
los Lupercali que avanzan.
7|XXXII
Aunque nos cueste la vida
Corswain sigue a la coja figura por la Roca Inclinada y a través de las
terrazas superiores hasta el portal terciario de la Montaña Inclinada. El
viento desgarra sus capas y abrigos empapados.
—Una lanza de dolor —grita Cypher mientras camina—. La angustia de
nuestros hermanos Bibliotecarios. Me sorprende que no lo hayas sentido.
—No lo hice —grita Corswain.
Entran en la boca del portal y de inmediato se refugian del embate de la
tormenta.
—Me quitó el sentido —comenta Cypher.
—¿Qué significaba? —pregunta Corswain.
Tanderion les espera en el túnel excavado en la roca del portal. Lleva la
cabeza descubierta y su rostro luce pálido y demacrado.
—¿Qué dices? —pregunta Cypher.
—Mis señores —dice Tanderion, con un quiebro en la voz, visiblemente
conmovido—. Nuestros esfuerzos...
—Habla, hombre —exige Cypher—. ¿Dónde están los demás?
—Abajo, mi señor. Abajo todavía, trabajando. Pero la brujería de ese
demonio, ese brujo...
—¿Te refieres a Tifus? —interrumpe Corswain, tajante.
Tanderion asiente.
—La Disformidad está en él, señor, y la magnifica. Nosotros... no
podemos concebir su poder. Encontró una forma de...
—¿Tifus? —gruñe Corswain.
—Su voluntad, mi señor. La fuerza de su voluntad. Se está filtrando.
Deshizo y destruyó gran parte del trabajo que habíamos completado.
Cartheus estuvo a punto de morir, y Asradael sufrió graves quemaduras por
la descarga psíquica. Estamos tratando de restaurar el daño. Pero él lo
sabe, mi señor. Typhus sabe. Él sabe lo que estamos tratando de lograr.
Este asalto ya no es por venganza. Su intención es detenernos. Tiene la
intención de ver que este faro nunca se encienda.
—¿Cuánto queda por hacer? —pregunta Cypher.
—Estamos casi obligados a empezar de nuevo, señor —dice Tanderion,
casi desesperado.
—¿Qué significa eso? —pregunta Corswain—. ¿Cuánto tiempo?
—Puede que sea imposible, señor senescal —responde Tanderion.
—Nada es imposible —afirma Cypher. Se gira para mirar a Corswain—.
Horas, Sabueso de Calibán —dice—. Quizás más horas de las que tenemos.
Tendré que supervisar el trabajo directamente para asegurar su
finalización.
—¿Tienes tanta habilidad y conocimientos? —pregunta Corswain, pero
luego levanta una mano y se detiene con un gesto de cabeza. No le
corresponde a él, ni a ninguno de los Primeros, cuestionar a Cypher sobre
los secretos que guarda.
—Haré lo que pueda —dice Cypher—. Nos apresuraremos a preparar
varios dispositivos acroamáticos, algún diabolífugo para repeler el maligno
veneno de nuestro enemigo. Esta vez, quizás, podamos mantener el toque
corrosivo de Typhus lejos de los esfuerzos del Librarius.
Corswain asiente y toma una profunda respiración.
—Tendrás que ser la figura clave, mi señor —dice Cypher—. Está claro
que no puedo estar en dos sitios.
—Haz lo que debas —responde Corswain—. La montaña sigue siendo
nuestra prioridad, aunque nos cueste la vida. Haz que su luz brille.
Se gira, con la espada desenvainada, y comienza a regresar por el túnel
hacia la boca del portal. Fuera, en la tormenta, el rugido inarticulado de la
guerra se intensifica, anunciando un nuevo asalto.
Por encima del hombro, les dice:
—Ganaré todas las horas que pueda para ustedes.
7|XXXIII
La última resistencia del guerrero Erda
Oll maldice. Astartes traidores. No pueden enfrentarse a ellos. Los rifles
láser reacondicionados no tienen suficiente poder.
Dos de los Portadores de la Palabra llevan mazos, el otro una espada. Se
mueven con rapidez, apartando al Excertus. Oll había olvidado la velocidad
sorprendente de esos enormes guerreros blindados. Los tres aúllan,
enloquecidos. Se puede ver la locura en sus ojos. Al igual que los Excertus a
su alrededor, parecen estar huyendo, aterrorizados, de algo. Pero incluso
en su huida, es evidente que están dispuestos a matar a todo lo que se
cruce en su camino.
Mientras sigue disparando lo mejor que puede, Leetu repite su orden de
correr como un rugido.
Solo tienen segundos. Oll dispara una última vez, luego toma a John y
comienza a arrastrarlo colina arriba. John intenta liberarse, pero es
consciente de la situación desesperada. Tienen que huir. Tienen que dejar
que Leetu les compre tiempo para escapar.
Avanzan por la acera, donde las balas perdidas astillan las losas y marcan
el muro junto a ellos.
Leetu se mantiene firme. Un proyectil le impacta en una hombrera, otro
en un brazalete. Elimina a un soldado Excertus con una ráfaga de disparos,
pero el pasador del eje se resbala. Lo ajusta, dispara de nuevo y derriba a
dos más. Entonces el arma falla. Los cargadores reacondicionados del
vagón son demasiado antiguos para mantener la energía, o están solo
parcialmente recargados.
No hay tiempo para cambiar los cargadores, ya que es demasiado
complicado con manos de su tamaño. En lugar de eso, Leetu se balancea,
usando el arma como un garrote, y golpea a un Excertus hasta tumbarlo.
Derriba a otro. Le asedian, lanzándose sobre él en un frenesí impulsado
por el miedo.
¿Qué puede ser tan aterrador que estos hombres prefieran atacar a un
legionario Astartes blindado?
No hay tiempo para pensarlo. El primero de los Portadores de la Palabra
está casi encima de él. Leetu aplasta el cráneo de un soldado Lupercali con
el trineo de su zarpa, luego se gira poniendo su espalda en movimiento,
ambas manos en el cañón del rifle.
El garrote improvisado impacta en el costado de la cabeza del Portador
de la Palabra, haciéndole tambalear. El gigante intenta blandir su maza,
pero Leetu arremete nuevamente, golpeando el rostro tatuado con el rifle.
La culata de madera se hace astillas, y partes del mecanismo de disparo se
desprenden. El Portador de la Palabra retrocede, cegado por la sangre que
fluye en sus ojos.
El segundo Portador de la Palabra, un coloso espinado del Capítulo del
Cometa Negro, se lanza contra Leetu, clavándole su maza en las costillas.
Leetu es lanzado hacia atrás, chocando contra el lateral del carro más
cercano. Trata de recuperar el equilibrio. El Portador de la Palabra baja de
nuevo su maza. Leetu se mueve y el golpe destroza el lateral del carro.
Leetu retrocede, ahora desarmado. El segundo y tercer Portadores de la
Palabra avanzan con sus armas en alto. El primero, con el rostro
ensangrentado, les sigue de cerca. Cuatro más se acercan rápidamente. Los
Excertus lo rodean, aullando como perros.
El Portador de la Palabra con la espada, un veterano del Capítulo de la
Rama de Ébano, empuja al Cometa Negro y le asesta un golpe. Leetu lo
esquiva y se acerca, intentando reducir la distancia para poder forcejear y
arrebatarle al espadachín su ventaja de alcance. Forcejean, trabándose,
buscando dominar las extremidades del otro. El Portador de la Palabra se
deshace de él y lanza una estocada. La espada atraviesa limpiamente las
costillas de Leetu.
Se tambalea, sangrando profusamente, y luego se estremece cuando la
hoja se retira de su cuerpo. Lucha por dominar el dolor, intentando
recomponerse. Logra esquivar el siguiente ataque de la espada, pero
retrocede demasiado. El Portador de la Palabra del Cometa Negro está
justo detrás de él, alzando su maza para golpear. Parece que no hay
escapatoria. Es el fin.
Pero el golpe nunca llega. Leetu oye un ruido metálico, algo cayendo al
suelo. Escucha un gruñido de consternación de los traidores a su alrededor.
Se gira.
Otro Astartes ha entrado en la lucha, como surgido de la nada. Su
armadura es tan lisa e inmaculada como la de Leetu, pero mientras que la
de Leetu es plateada, la de este guerrero es de un gris verdoso. Empuña
dos espadas, una en cada mano.
Con un movimiento ágil, blandiendo una hoja de fuerza crepitante,
decapita al Cometa Negro y luego se enfrenta al de la Rama de Ébano con
una ráfaga de golpes de su espada ancha. El Excertus se aparta para evitar
las cuchillas.
El Astartes hace retroceder al Portador de la Palabra. Cuatro más de los
hijos dementes de Lorgar se acercan.
Loken se gira y, en un fluido movimiento, lanza a Mourn-It-All hacia
Leetu. A pesar del dolor agudo en su costado, Leetu lo atrapa en el aire.
No hay tiempo para palabras. Espalda con espalda, los dos Astartes
enfrentan sus espadas contra los hijos de Lorgar Aurelian.
7|XXXIV
No era por lo que te dije que huyeras
Oll arrastra a medias a John por los polvorientos escalones de un gran
edificio abandonado y abre a patadas las pesadas puertas. El interior es
frío, silencioso y oscuro, un vestíbulo amplio. Cada paso resuena en una
docena de ecos. Los techos altos están sostenidos por pilares. Un
resplandor de fuego se filtra por las altas y sucias ventanas.
Oll deja a John junto a la base de un pilar y regresa a la puerta con el rifle
listo. Observa la calle. Algunos Excertus desesperados pasan corriendo,
pero solo huyen, llorando y balbuceando, olvidando cualquier persecución
seria de John y Oll.
Oll cierra las puertas. Mira a su alrededor. Imposible saber qué era este
lugar, ni siquiera su origen. Supone que es el Palacio. La penumbra tiene
tonos multicolores por los paneles de cristal de las ventanas. Al final
opuesto, una enorme ventana ojo de buey muestra las insignias de alguna
institución imperial. Oll no entiende por qué las ventanas se iluminan con
la luz titilante del fuego cuando afuera no hay nada ardiendo.
—¿Actae?
No recibe respuesta.
—¿Actae?
—Quédate escondido, Ollanius.
—Dime dónde estás, Actae. Volveremos. Te encontraremos.
—Me estoy muriendo, Ollanius. No lo hagas. No pienses siquiera en
volver. Por mí. Estoy atrapada. Bajo la pared.
—¿Está Katt...? —comienza Oll— ¿Está Katt contigo? No pudimos
encontrarlos después de...
No hay respuesta.
—¿Actae?
—¿Tienes el cuchillo? Veo que lo tienes. ¿Está roto?
—Sí.
—Debes seguir adelante de todos modos. Deja a John. Deja que John
descanse un momento, luego continúa.
—Leetu...
—Olvídalo. Tienes que hacerlo. Tienes que seguir adelante.
—¿A dónde? Estamos perdidos. El hilo se ha roto.
—Lo intentaré. Intentaré guiarte. Tienes que hacerlo. Seguir adelante.
Mantenerte en movimiento. Sigue corriendo.
La voz de Actae es apenas audible. Oll supone que su tono angustiado se
debe a la agonía que la invade, pero hay compasión en ella, una
preocupación urgente que nunca antes había expresado.
—Hemos huido, Actae —dice—. Nos advertiste que los traidores
venían...
—No fue por los hijos de Lorgar. No fue por eso que te dije que huyeras.
—¿Actae? ¿Actae?
El dolor de Actae se ha vuelto insoportable. Solo el silencio le responde.
7|XXXV
Frío y no dicho
—¿El Rey Oscuro? —pregunta Sindermann, frunciendo el ceño—.
Creíamos que así se le llamaría. Un nombre profetizado para el dios por
venir...
—Sé lo que es —responde Ahriman—. Es un nombre que ha
permanecido frío y sin mencionar durante mucho tiempo.
—Está... en todas partes —dice Sindermann—. Todos los libros que
hemos abierto parecían contener el nombre...
—Y nos han informado —interviene tímidamente Mauer— que el
nombre se pronuncia entre las filas de los traidores, y es pronunciado por
los blasfemos de los Nunca Nacidos.
—¿No lo has oído tú mismo? —pregunta Sindermann.
—No he estado escuchando —afirma Ahriman—. Al igual que no puedo
ver el futuro, he dejado de escuchar el presente. Para alguien como yo,
Kyril Sindermann, la Disformidad se ha vuelto demasiado ensordecedora.
He dejado de prestarle atención para no perder la razón mientras hago mi
trabajo. Si el nombre se pronuncia, entonces ha llegado su momento...
—Parece tener un significado para ti —dice Mauer.
—Así es —confirma Ahriman—. Si Horus Lupercal es realmente el Rey
Oscuro ascendente, entonces su poder será aún mayor de lo que temía.
Temía que se convirtiera en un dios, un ser tan poderoso que sería
efectivamente un dios. Pero si es ungido como el Rey Oscuro, entonces
será verdaderamente un dios. Una divinidad, un ser omnipotente.
—¿Y cuál es la diferencia? —pregunta Sindermann.
—Los cuatro principales del Caos han invertido su poder e influencia en
Horus —dice Ahriman—. Lo han bendecido con una fuerza incomparable,
así que, para ti o para mí, parecería un dios. Pero es un instrumento, un
esclavo de su oscuridad. Sin embargo, si se ha convertido, o está en
proceso de convertirse, en el Rey Oscuro, entonces han precipitado su
completa apoteosis. Es ascendente por derecho propio.
Los mira tan intensamente que los tres retroceden asustados.
—Muéstrenme las obras donde aparece ese nombre —demanda.
Mauer se estremece. Libros por doquier, amontonados en el suelo,
desparramándose sobre las pilas, semejantes a montones de pájaros
muertos que derraman tinta.
—Nunca volveremos a encontrarlos —dice.
—Entonces miraré en vuestras mentes —dice el hechicero— y los veré
tal como los recuerdan.
Sus ojos azules brillan, iluminando su cráneo bajo la piel. Sindermann,
Mauer y el archivero se estremecen súbitamente cuando un frío toque se
posa sobre ellos, recorriendo la longitud de sus columnas vertebrales y
solidificando el tejido blando y vivo de sus cerebros hasta convertirlos en
permafrost. No pueden liberarse de su presencia en sus mentes.
—Ya veo —sisea Ahriman. Uno a uno, los volúmenes y manuscritos
dañados comienzan a deslizarse por el suelo hacia él, arrastrándose entre
los montones pegajosos de corpus de libros y charcos de tinta. Se mueven
como insectos pisoteados pero aún vivos. Los primeros empiezan a trepar,
goteando, por las patas del atril de lectura.
7|XXXVI
Hermanos de Armas
Leetu atraviesa con su espada prestada el cráneo de un Portador de la
Palabra. A su espalda, su nuevo aliado acaba con el último de los hijos de
Lorgar con un golpe demoledor de su hoja de fuerza.
Leetu se gira, sujetándose la herida del costado.
—Debemos salir de la calle —le dice el otro Astartes—. Habrá más.
—De acuerdo —responde Leetu, sintiendo un dolor agudo en la herida,
difícil de ignorar. El Astartes se adelanta y le ofrece un brazo para apoyarse.
—Gracias —dice Leetu— por tu intervención.
—Está claro que compartimos los mismos enemigos, hermano —
responde el otro.
—Había dos hombres conmigo —dice Leetu, apretando los dientes—.
Necesitamos encontrarlos, hermano. Requieren protección.
El otro asiente.
—¿Quién eres? —pregunta Leetu.
7|XXXVII
Muerta, sigue viviendo
Muerta, sigue viviendo. Así es la maldición de ser Perpetuo.
Cuando el muro se derrumbó, Actae no pudo salvarse a sí misma ni a la
niña que estaba a su lado, ya que había empleado todo su poder psíquico
en detener al Apóstol Oscuro Erebus.
Actae se ha convertido en su propia sepultura. La roca rota la sepulta, y
bajo ella, ella misma está rota. Puede sentir el alcance de sus heridas y
sabe que la mayoría serían mortales para cualquier ser mortal.
Pero ella es Perpetua.
Yace en la oscuridad de su ceguera, pero aunque pudiera ver, todo sería
una negrura asfixiante. Toneladas de piedra la comprimen. Bloques de
mampostería la aplastan. Todo es polvo. La niña está cerca. Actae puede
sentir el último calor desvaneciéndose de su cuerpo. Una alma feroz, hasta
el final. Actae casi la admira. Pero ha experimentado el dolor de la muerte
de la niña junto con el suyo, pues sus mentes estaban conectadas.
Dos muertes. Ha sufrido dos. ¿Cuántas más?
El dolor, al igual que ella, es eterno.
Reúne los restos de su mente e intenta levantar los escombros que la
aprisionan. No tiene suficiente fuerza telequinética. Todo lo que logra con
sus esfuerzos es un leve temblor de las losas de piedra, lo que provoca que
más polvo caiga en cascada sobre las cavidades alrededor de su rostro y
garganta. Se ahoga y muere.
Muerta, sigue viviendo.
Cuando renació de la cáscara de Cyrene Valantion, creyó que ser
Perpetuo sería una bendición. Lo usaría para cambiar las estrellas y
moldear el futuro. Pero no es así. La verdad es que, a veces, ser inmortal es
lo último que uno desearía.
Mortal, estaría muerta y libre de este dolor.
Inmortal, yacerá en esta agonía para siempre, sepultada.
En la oscuridad, su mente apenas puede percibir algo. No puede ver al
Apóstol Oscuro. Supone, y espera, que Erebus haya quedado aplastado y
muerto cerca en los escombros. Eso sería algo, al menos. Un pequeño
consuelo.
Intenta moverse. Todo está inmovilizado y cada hueso fracturado. Solo
es capaz de mover el hombro. Una roca, más de una tonelada de piedra, se
desliza y le aplasta el cráneo.
Muerta, sigue viviendo.
Se da cuenta de que tardará. Un día. Una semana. Un año. Diez años. Si
se queda quieta, su cuerpo se curará lentamente, célula a célula, hasta que
finalmente su mente restaurada sea lo suficientemente fuerte para apartar
las rocas. Debe ser paciente. Debe soportar la agonía, en la quietud y el
silencio, el tiempo que sea necesario.
Excepto que el tiempo no transcurre. La Disformidad ha instalado un
estado atemporal en el mundo. No hay un tiempo en el que pueda curarse.
Su mente enferma, medio ciega y débil, ha vislumbrado la ciudad más
allá del polvo que cubre su tumba. Ha visto, fugazmente, las dimensiones
enmarañadas, las ciudades dentro de las ciudades. Ha visto los océanos del
Empíreo arrasando Terra. Ha percibido y sentido el terror que aflige a
todos, incluso a los traidores que diseñaron este destino. Ha visto a los
Portadores de la Palabra huir aterrados por las calles eternas, incapaces de
asimilar lo que han ayudado a desatar. Ha observado a los jubilosos Nunca
Nacidos retroceder espantados. Ha visto a veteranos Excertus de la Barrera
Lupercali morir de asombro en el mismo lugar en el que se encontraban al
verlo.
No hay tiempo, y el Rey Oscuro está aquí.
7|XXXVIII
Una lectura
Los largos dedos en forma de garra del hechicero rebuscan y manipulan
los libros dañados. Su piel pálida está empapada de tinta. Ahriman actúa
con urgencia, completamente absorto.
Sindermann, Mauer y el archivero observan con miedo, atrapados en
una penumbra cada vez más densa. Parece que Ahriman está llevando a
cabo una macabra autopsia de los volúmenes que examina.
—¿Qué...? —susurra Sindermann—, ¿qué estás descubriendo?
—Demasiado, Kyril Sindermann —susurra Ahriman sin levantar la vista
—. Pero no lo suficiente.
Levanta las manos, goteando tinta, y clava en ellas su mirada aterradora.
—La profecía ha sido engañada —dice—. Todo lo que se había preescrito
y previsto ha sido retorcido hacia un nuevo significado.
—¿Por... Horus? —pregunta Sindermann.
—Indirectamente —responde el hechicero—. Por sus actos, por sus
acciones, por la calamidad. Lo que estaba predestinado por el destino ha
sido descarrilado.
Un suave gruñido sale de su garganta. Sus huesos laten bajo su piel.
—La historia de nuestro universo ya está decidida —dice—. Ya está
escrita. Pero esa historia presupone que el universo continuará su curso sin
interrupciones ni distorsiones antinaturales.
—¿Qué quieres decir? —pregunta Mauer.
—Significa que el flujo natural se ha detenido. Una cesura. El tiempo se
ha paralizado, y por lo tanto, todo lo que el flujo natural del tiempo habría
causado se ha frustrado. El Rey Oscuro fue profetizado. Pero, sin tiempo, la
profecía ha perdido su curso. Se ha desalineado.
—Eso... eso no tiene sentido —dice Mauer, temblando.
—Para ti, tal vez —responde Ahriman—. Tu mente no está iluminada. Si
lanzas una piedra, sabes con cierta seguridad dónde caerá. Pero si el
tiempo se detiene, esa piedra caerá en otro lugar, no donde tú querías y
ciertamente no donde lo predijiste. No dará en el blanco, sino en otro. Lo
mismo ocurre con la profecía. Una predicción precisa depende de la
continuidad sostenida de las condiciones. Cambia esas condiciones, en este
caso, las leyes físicas de la realidad, y la veracidad de la predicción cambia.
—O... o simplemente pierde validez —dice Sindermann.
—No, lamentablemente. Lo que ha comenzado seguirá ocurriendo. Pero
el resultado será completamente distinto. En un tiempo sin tiempo, una
profecía cumplida no tendrá el mismo resultado. Su resultado no podría
haber sido previsto por nadie que observara o supusiera las condiciones
anteriores.
Con un gesto brusco del antebrazo, Ahriman barre los libros muertos de
la mesa de lectura. La acción es tan abrupta que todos retroceden
asustados. Los libros desechados salpican el suelo junto a la mesa, como
trozos de carne cruda.
Ahriman introduce la mano en las vendas negras que cubren su cuerpo
alargado y extrae un pequeño ataúd de nácar. Se abre por sí solo. De él
saca una baraja de cartas del tarot.
—Debo releer el ahora en función de las nuevas condiciones —dice.
Las cartas se agitan en el aire entre sus manos abiertas. Las recoge y
comienza a colocarlas sobre la mesa, revelándolas una a una.
7|XXXIX
Trama y Disformidad
—Soy Garviel Loken —dice el Astartes.
—Yo soy Ollanius Persson —responde Oll, bajando el rifle. Leetu ha
seguido al recién llegado hasta la sala abandonada. El proto-Astartes ha
sido herido. Para Oll, la herida de Leetu parece lo suficientemente grave
como para ser mortal.
—Es de los nuestros —dice Leetu, apretando los dientes.
—No pertenezco a ninguna parte —contesta Loken.
—Quiero decir que está del lado del orden —explica Leetu—, en contra
de la oscuridad. Se apoya en el extremo de un banco para aliviar su herida.
—No hay bandos —afirma Oll—. Solo la humanidad.
—Es cierto —asiente Loken, observando a los dos hombres: el viejo
soldado cauteloso con canas en el pelo y el hombre gravemente herido,
con el rostro cubierto de harapos sucios, sentado a su lado en los bancos.
Mira alrededor, las columnas y la ventana ojo de buey—. Este edificio es la
sala escolástica de la Via Aquila.
—Ya no está en esa calle ni en ese lugar —dice Oll.
—Ningún lugar está donde debería estar —comenta Loken.
—Entonces, ¿eres consciente de la realidad cambiante?
—Sí, subí a bordo del Espíritu Vengativo hace algún tiempo —explica
Loken—. Desde mi punto de vista, no lo he abandonado. Sin embargo, aquí
estamos. ¿Y tú?
—Abrí la puerta equivocada en el Palacio de Terra —responde Oll—. O
tal vez la correcta. Perdóname, pero pareces muy optimista sobre el
desvarío del mundo material.
—¿Qué quieres decir? —pregunta Loken.
—Los Archienemigos parecen haber perdido la cabeza —dice Leetu—.
Esos soldados Excertus. Los hijos de Aureliano. Los quebramos, amigo,
porque estaban locos de miedo.
—Entonces todo el mundo está loco —afirma Loken—. Porque este
colapso está en todas partes.
—¿Pero tú no? —interroga Oll.
—He visto suficiente —responde Loken—. Quizás demasiado. Ya no
estoy loco.
Guarda silencio. Es una lucha continua contener el tormento de la
verdad que el demonio le reveló. Hierva en su mente, sabiendo que nunca
lo dejará ir.
Se desabrocha el yelmo y se lo quita. Su rostro es solemne, ligeramente
pecoso, sin afeitar. Sus ojos son grises y fríos.
—La misma pregunta podría hacérsele a usted —comenta Loken.
—Nosotros también hemos visto mucho —dice Oll—. ¿Por qué has
venido en nuestra ayuda? No pienses que no estamos agradecidos.
—Estabais luchando contra traidores —responde Loken—. No podía
dejarlos solos.
Hace una pausa.
—Además —añade—, creo que todo lo que he encontrado hasta ahora
ha sido por una razón.
—¿Por qué crees eso? —pregunta Oll.
—Se trata de ciertos signos —dice Loken—. Signos. Indicios. La sensación
de un poder superior en acción. No puedo explicarlo de manera
convincente.
—Inténtalo —insiste Leetu, sentándose para tratar de aliviar su herida.
—¿El destino, quizás? —reflexiona Loken—. ¿Suerte? Casi todo lo que
apreciamos se ha perdido, pero siento que queda una pequeña posibilidad
de salvación, y que cualquier poder sensible que persista de nuestro lado,
por débil que sea, está deseando que aprovechemos esa oportunidad. Al
menos a mí. Me han puesto en un camino. Creo que empecé a recorrerlo
hace años. Estoy cerrando el círculo. Este lugar, por ejemplo. Ya he estado
aquí antes. Me trajeron aquí en otra ocasión.
—¿Por qué? —pregunta Oll.
—¿Para que tuviera un significado para mí? —sugiere Loken—. Otro
indicio de importancia. Que cuando lo viera de nuevo, lo reconocería. Que,
tal vez, establecería el significado de aquellos con quienes me encontré
aquí.
—¿Nosotros?
—No son nada comunes —afirma Loken, mirando a Oll—. Hueles a
eternidad.
—¿Por qué dices eso? —se ríe Oll.
—Porque me lo han enseñado los Nunca Nacidos, y tú lo pareces. Y tú...
—dirige su mirada a Leetu— no perteneces a ninguna Legión que yo
conozca.
—No soy de ninguna Legión —confirma Leetu.
—Bueno, entonces —concluye Loken.
Con una mueca de dolor, Leetu gira Mourn-It-All en su mano y se la
ofrece a Loken, con la empuñadura hacia adelante.
—Quédatela, por ahora —dice Loken—. La necesitaremos. La lucha no
ha terminado.
—La mía quizás sí —responde Leetu, intentando controlar su respiración.
La sangre no ha dejado de manar desde que entró en la sala.
La mano de John se mueve en clave.
—Pregúntame por qué —dice Loken.
Los ojos de John brillan sorprendidos entre las cintas de sus vendas.
Levanta la mano sucia y hace una seña en código directamente a Loken.
—¿Por qué embarqué en el Espíritu Vengativo? —responde Loken—.
Porque estoy buscando al Señor de la Guerra.
7|XL
La úlima configuración
Ha matado a mil demonios en la oscuridad.
Solo, paso a paso, Sanguinius se ha abierto camino a través de la más
absoluta negrura, cortando cada forma deformada y medio oculta que se
le acercaba desde las sombras, hasta que la espada Encarmine arde en su
mano.
A través de la luz parpadeante de esa espada, Sanguinius ve, en parte,
en sombras irregulares, las ruinas del poderoso barco vengativo, cuyas
heridas y daños nunca serán vengados. Ve los cables colgando en lazos
flojos del techo roto, los extremos cortados silbando y escupiendo débiles
chispas de energía. Observa las placas de cubierta arrugadas y sueltas, con
los remaches cortados, esparcidas por el armazón de la cubierta inferior
como cartas descartadas en un arrebato. Siente los charcos irregulares y
desiguales de gravedad artificial que generan, espacios de ligereza,
espacios donde sus huesos se sienten pesados como plomo. Ve los
mamparos torturados, losas de adamantina y acero tan gruesas como
muros de palacio, abombadas y deformadas por fuerzas inimaginables. Ve
los ojos amarillos de los Nunca Nacidos acechando en las sombras.
Oye el gruñido de la oscuridad.
Han pasado apenas unos minutos desde que Ferrus Manus se despidió
de él, dejándole solo en el último tramo del camino. Pero el tiempo se ha
deshilachado por completo, y esos minutos han tenido la duración de años
y la forma de siglos. Ha matado a mil demonios en la oscuridad.
Huele el humo. Huele el rancio olor de un fuego extinguido y el hedor
del osario. Nidor. Carne quemada. Sangre hervida. Los olores fríos de un
rito maldito, una ofrenda salvaje en el altar de un dios carnicero, o
simplemente el espantoso residuo de una matanza.
Está alerta. Nunca ha estado tan concentrado. La espada en su mano
vibra, lista para moverse, para golpear ante la menor provocación. Ha
matado a mil demonios en la oscuridad, uno por cada paso del camino. Ha
visto a pocos de ellos con claridad, porque la oscuridad es una medianoche
a su alrededor. Solo han sido formas, dientes, entidades sin nombre que se
han abalanzado sobre él y han sido cortadas, aplastadas contra la sombra
que las engendró.
Pero ha sentido su miedo. Todos han experimentado miedo. Frenético.
Desesperado. El hedor del terror impregna todo.
Saben quién es. Saben lo que ha venido a hacer. No desean arriesgar sus
nuevas formas para detenerlo, pero deben intentarlo. Él es Sanguinius, el
Ángel Brillante. Es todo lo que ellos no son. Representa una amenaza para
todo lo que aspiran ser.
Otro paso, avanzando a tientas con la luz de su espada. Otro más, con las
sombras saltando y deslizándose. Otro paso, y llega a la primera de las
calaveras.
Al principio solo una o dos. Cráneos humanos, quemados y agrietados,
sin mandíbula, dispersos por la cubierta rota como piedras sueltas en un
camino de montaña. Luego más, y más, comenzando a amontonarse y
apilarse como escombros. Una alfombra de cráneos que crujen y se astillan
bajo sus pies, una pendiente de cráneos que se desparraman y caen a
medida que asciende, un montículo de cráneos.
Se abre paso entre la masa inestable y movediza. Ve una luz arriba, un
resplandor crepuscular.
Los cráneos, acumulados en tal cantidad que no puede calcular su
número, forman una rampa larga y empinada que conduce al extremo
irregular del siguiente nivel de cubierta. Hay lámparas encendidas,
lámparas de emergencia en jaulas de alambre, que emiten una luz azul
dura.
El resplandor intenso es ultravioleta, quirúrgicamente intenso.
Sanguinius puede oír un zumbido feroz y agudo al borde de lo audible.
Iluminación de emergencia y sistemas de descontaminación. La nave
enferma intenta librarse de su infección.
Sube por la pendiente de cráneos hasta las planchas de cubierta. Las
paredes respiran. Hay un resplandor fantasmal, lunar, en el pasillo, como si
estuviera al aire libre en la niebla tóxica de los vertederos de Cthonia, o en
los desolados yermos de Baal. La luz, casi enfermizamente pálida,
parpadea ligeramente a través de lo que parece ser hojas mecidas por el
viento. O algo similar a hojas. Ignora tales engaños. Vuelve a escuchar
susurros, como hojas muertas deslizándose con la brisa o silenciándose
entre sí al pisarlas. Como las alas secas de los escarabajos. Como el
zumbido de las polillas.
¿Qué murmuran? Casi puede distinguir las palabras.
El nombre.
Un nombre, pronunciado y repetido.
7|XLI
El deber y la fe
Con cierta dificultad, John se pone de pie lentamente. Hace otra señal
clara para que Oll y Leetu puedan entenderla.
Recuerdo nombres, palabras. Garviel Loken era capitán de los Lobos de
Luna.
Oll y Leetu miran a Loken.
—Sigo siendo capitán de los Lobos de Luna —dice Loken—, solo que ya
no quedan Lobos de Luna. Mi padre es Horus Lupercal.
—¿Qué harás cuando lo encuentres? —pregunta Oll.
—Si todavía es mi padre, le rogaré que ceda y abandone el camino que
está siguiendo. Si no lo es, y sospecho que no lo es, vengaré a los
hermanos que he perdido por su voluntad —responde Loken.
—¿Y estás... guiado para hacer esto? —pregunta Leetu.
—He intentado explicarlo —responde Loken, haciendo un gesto hacia
John—. Este hombre no puede hablar. La enfermedad se lo impide. Pero
hace signos y así se comunica. Lo mismo ocurre con quien me guía. Ya no
puede hablar, pero hace los signos que puede.
—¿El Sigilita? —pregunta Oll.
—Sí.
—¿Está contigo ahora? —continúa Oll.
—No puedo decirlo. Ha estado en silencio durante un tiempo.
—¿Así que sirves al Emperador? —indaga Oll.
—Sirvo a Su voluntad, sí —confirma Loken.
John hace nuevas señas.
La lealtad ciega de los Astartes.
—No —contesta Loken—. Una elección consciente. En este momento,
no hay otra causa a la que un hombre cuerdo pueda unirse. O incluso uno,
como yo, que ha cruzado la línea de la cordura.
Loken desenvaina la espada de Rubio y se la muestra a Oll.
—Una espada de energía58 —dice—. Debería estar muerta en mis
manos, porque no tengo dones. Me pusieron a prueba durante toda mi
educación. Pero el poder fluye a través de ella cuando la empuño. Ese
poder no es mío.
—La vi en la calle —admite Leetu.
Oll da un paso adelante y observa a Loken.
—Soy un Perpetuo —dice—. ¿Sabes lo que es eso?
—Sí.
—El olor de la eternidad —dice Oll—. Soy pariente del Sigilita y
camarada del Emperador en el pasado. He recorrido un largo, largo camino
para encontrarlo.
—¿Para ayudarlo? —pregunta Loken.
—Esa es una forma de decirlo —responde Oll—. Tienes la intención de
enfrentarte a Él, como yo tengo la intención de enfrentarme a mi padre.
Oll sonríe.
—Muy perspicaz —comenta—. Tú, Loken, eres lo más cerca que he
estado de ellos. Eres un recipiente. Un recipiente del poder del Emperador,
tal vez, o uno elegido por el Sigilita. De cualquier manera, aquí de pie, de
repente estoy más cerca que nunca del final de mi viaje. Quiero hablar con
Él, o con su intermediario, el Sigilita. Hablar con cualquiera de ellos es
hablar con ambos. ¿Puedes ayudarme a hacerlo?
Loken frunce el ceño.
—¿Eres mi propósito, Ollanius Persson? —pregunta—. ¿El camino que
yo seguía, el camino que tú seguías? ¿Estaban destinados a cruzarse aquí?
—Estoy dispuesto a creer en esa idea —dice Oll.
Detrás de él, John lanza un bufido burlón.
—¿Qué es lo divertido? —pregunta Loken.
—Ignora a mi amigo —dice Oll—. No tiene tiempo para metafísica. Pero
yo sí, y creo que tú también. De hecho, creo que hemos tenido
experiencias similares. Viajes largos y difíciles, guiados por signos dudosos
y símbolos imprecisos, sin conocer toda la verdad, ni siquiera el propósito
de nuestros viajes, pero hemos seguido adelante de todos modos. Tú, creo,
por deber. Yo, por la fe. Un sentido permanente de propósito.
—¿Hay algo que podamos hacer? —pregunta Loken.
—Los poderes más grandes del universo están colisionando —dice Oll—.
La humanidad está indefensa. Los mayores ejércitos están paralizados.
Según mi experiencia, en tales circunstancias, es el más pequeño de
nosotros el que más puede hacer. Los pequeños o débiles o insignificantes
pueden moverse libremente, porque no parecen importar y están por
debajo del desprecio. Como motas de polvo, podemos movernos a los pies
de los dioses, y ellos no nos prestarán atención. Necesito hablar con el
Emperador. Creo que tú puedes llevarme hasta él.
—No sé cómo —dice Loken.
Hagamos lo que hagamos, debemos salir de aquí, señala John.
—John tiene razón —dice Oll—. Se nos advirtió que se acercaba un gran
peligro.
—Los traidores claramente lo sienten —dice Leetu—. Todos huyen
despavoridos.
—El Rey Oscuro —dice Loken.
—¿Así que tú también lo has oído? Sí, tu padre, con poderes. Tenemos
que evitarlo y llegar primero al Emperador.
—¿Dices que las señales te han traído hasta aquí? —pregunta Loken.
—Sí, como tú —dice Oll. Se ríe tristemente y mete la mano en el bolsillo.
Le enseña el ovillo a Loken—. Esto, si puedes creerlo. Hemos seguido un
hilo.
—Pues hazlo otra vez —dice Loken.
Oll se detiene bruscamente.
—Se rompió. Ya no es un camino. Es sólo una bola de...
—¿Qué? —pregunta Leetu.
—Algo que dijo Graft —responde Oll—. Sobre el alambre de la valla.
¿De qué vas ahora?, dice en señas John.
—¿Alambre de la valla? —pregunta Leetu.
—Cuando descansamos antes, preguntó por el cajón y dijo... dijo: "Un
alambre es solo un alambre hasta que se ensarta a lo largo de los postes de
la valla, pero siempre es una valla" —recuerda Oll, sonriendo.
¿Te has vuelto loco?
—Comparto la frustración de Grammaticus —dice Leetu, conteniendo el
dolor en su voz—. No tiene sentido.
Oll observa el ovillo de hilo.
—Este es el mapa —afirma—. Cógelo. Estamos en un laberinto y este es
el camino. Está todo enrollado, pero sigue siendo la ruta. La alambrada
sigue siendo una alambrada antes de que la extiendan y la claven. Este es
el mapa, todo el mapa, justo aquí. Este es el camino que tenemos que
seguir.
—No lo entiendo —dice Loken.
—No tienes por qué —responde Oll.
Todos lo miran perplejos. Siempre es así con los laberintos. A quienes
siguieron a Oll hace mucho tiempo les pasó lo mismo. Un laberinto es una
experiencia diseñada, un rompecabezas. Te hace preguntas y las respuestas
son difíciles de entender. Hay una razón por la que las palabras "laberinto"
y "asombro" comparten la misma raíz59.
—Este es el mapa —repite, como si al hacerlo facilitara la comprensión
—. Lo hemos tenido siempre. No estamos perdidos.
Excepto que tal vez sí lo estén.
El resplandor del fuego detrás de la gran ventana ojo de buey aumenta
repentinamente de brillo, como respondiendo a una transacción ritual. La
luz cambia, pasando de un amarillo parpadeante a un blanco feroz. Oyen
un estruendo creciente, como el comienzo de un deslizamiento de tierra. El
suelo tiembla. Los cristales de la ventana se agrietan y caen. El suelo de
mármol empieza a resquebrajarse.
La ventana estalla en una nube deslumbrante. La pared se desintegra
como una cortina en un incendio. Tropezando hacia atrás, se apartan del
letal resplandor.
El Rey Oscuro, en todo su terror, está sobre ellos.
7|XLII
Estrella negra
Desde su tumba, ha observado a Persson, al guerrero de Erda y al
mutilado Grammaticus, los únicos supervivientes de sus antiguos
compañeros. Su espíritu y su esperanza están aniquilados, su causa
perdida. Quizás movida por la bondad que Persson le reprochaba, intentó
advertirles, instarles a huir, a salvarse. Pero su mente herida era demasiado
débil para sostener su voz por mucho tiempo, y ahora se encuentra
indefensa y muda.
Puede ver al Rey Oscuro. Está aquí ahora, dominando el mundo. Es
imposible no verlo, incluso con una mente tan dañada y cegada como la
suya, porque su oscuridad devoradora brilla con la ferocidad de una
estrella negra. Está en todas partes, fusionando y quemando todo a su
alrededor con el abrasador resplandor de su poder.
Nunca, ni en sus visiones más salvajes, había imaginado una criatura así.
El universo no parece suficientemente grande para contenerlo. Los
poderes cardinales del Caos son meros fantasmas en su sombra, y la
todopoderosa disformidad obedece su voz, indefensa ante su oleada.
Terrible. Hermoso. Inconcebible. Inimaginable. El Rey Oscuro está aquí, y
con su presencia, cada átomo del universo cambiará.
Ella intenta verlo, contemplarlo mientras se acerca. Solo un vistazo la
destruye. El asombro la mata como un rayo.
Muerta, sigue viviendo.
No volverá a mirar. No puede. Cierra su mente y se somete al polvo, la
oscuridad y el dolor.
Vio, por un instante, lo que él era. Todo ha cambiado. Todo lo que
pensaban era erróneo. Cada suposición era falsa. La ruina ha triunfado de
verdad, más profunda y completamente que sus peores imaginaciones.
El Rey Oscuro está aquí, y no es en absoluto lo que pensaban que era.
7|XLIII
Mi hermano
Sanguinius.
Da otro paso. Adelante, el corredor cortado termina en una puerta.
Hermano.
La puerta está abierta. Su marco está hecho de hueso humano tallado.
La atraviesa y se encuentra en un estrecho túnel. Apenas tiene anchura
suficiente para moverse, las paredes negras y escarpadas lo aprietan a
ambos lados. Mira hacia arriba y ve cómo las paredes se elevan cada vez
más sobre él. No es un túnel, sino una delgada grieta, una fisura larga y
estrecha entre imponentes acantilados. Comienza a avanzar. De nuevo, los
susurros.
Sanguinius.
El suelo es de roca negra y húmeda, completamente plano, como si
hubiera sido alisado por siglos de paso. Da la impresión de que este
estrecho sendero se ha desgastado a través de los acantilados por eones
de repetida procesión en fila india, incontables pies realizando el mismo
viaje solitario que él está haciendo, erosionando gradualmente esta
costura. Imposiblemente por encima de él, puede ver el cielo, un estrecho
río de cielo nocturno y estrellas reflejando el camino que pisa. Tras treinta
metros, la grieta empieza a estrecharse. Las paredes se cierran aún más,
estrechándolo. Puede ver una línea vertical de luz pálida a lo lejos. Se ve
obligado a girar de lado y bordear el camino para encajar.
Es claustrofóbico, a pesar del espacio infinito que hay sobre su cabeza.
Avanza. Las paredes del acantilado comprimen sus alas enrolladas y rozan
su armadura. Las paredes están tan cerca de su rostro que puede ver que
están hechas de huesos humanos largos, entretejidos como juncos,
húmedos y manchados, brillantes de aceite negro.
Tras unos cuantos pasos laterales más, se ve forzado a abrirse paso a
duras penas, aplastado por la fisura incluso de lado. Empieza a sentir que
se va a estrechar tanto que no podrá avanzar más. Comienza a sentirse
como si fuera a aprisionarlo e inmovilizarlo para siempre.
Se desliza, arrastrándose con pasos laterales, acercándose a la luz,
raspándose las alas y la armadura.
Por fin, se libera y sale al exterior.
La Corte Lupercal es un vasto espacio de columnas estriadas, con arcos
que se elevan desde las impostas para crear un altísimo techo acanalado.
El suelo es de piedra pulida. La escala de la Corte es inmensa y
sobrecogedora, una arquitectura diseñada para crear una sensación de
infinito artificial. Sanguinius es apenas una diminuta mota de oro y blanco
en una catedral imposiblemente alta de obsidiana y mármol negro. Una
cámara de tal magnitud no podría ni debería existir en el Espíritu
Vengativo.
La luz aquí, viscosa y pesada, emite un apagado resplandor carmesí.
Bienvenido, hermano. Por fin.
Por un momento, Sanguinius piensa que la propia habitación ha
hablado. Pero luego, una parte de esa grandiosa estructura gótica se
mueve y se vuelve hacia él.
Horus Lupercal sonríe.
A Sanguinius se le corta la respiración ante la transformación de su
hermano. Horus es imponente, un monolito de placa negra con bordes de
auramita. El poder que se le ha otorgado parece magnificar su presencia
física, convirtiéndolo en una criatura fantástica y repugnante de mitos
antiguos. Viste las Escamas de Serpiente, una armadura de Catafracto
hecha a medida para él, pareciendo un semidiós bestial destinado a luchar
contra titanes de un mundo ancestral.
La mano derecha del Señor de la Guerra es una garra destructora de
mundos; la izquierda sostiene con despreocupación una maza del tamaño
de un roble joven, capaz de abrir el cielo a martillazos. La piel de un lobo,
tan grande que podría tragarse la luna, cubre sus hombros como nieve
sucia sobre las cimas de los Alpes. Los alfabetos del Caos inscriben su
armadura de oro y ébano, irradiando calor. Un solo ojo adorna su torso
escarpado y grueso, mirando fijamente con veneno. La energía mana de él
como agua, derramándose por los bordes de su armadura y por las
tuberías y cables que lo conectan a ella, como si fuera un ser viviente.
Salpica y chisporrotea en el suelo a sus pies en cascadas de chispas
voltaicas y rabia incandescente.
Su cabeza, iluminada en tonos rojos, está enmarcada por la gorguera
sobredimensionada, el cuello y la faja de su manto. Tubos y haces de fibras
emergen de su cuero cabelludo afeitado y se extienden por su cráneo
como si fueran trenzas de pelo.
Su rostro. Incluso bajo la luz carmesí, su rostro es el que Sanguinius
recuerda. Su sonrisa es la misma sonrisa que Sanguinius siempre amó.
—Hermano —dice Horus. Cada sílaba vibra en el aire, haciéndolo
temblar bajo su peso—. Mi hermano. Mi querido hermano. Te he esperado
durante tanto tiempo. Has venido, como esperaba que lo hicieras. Te he
extrañado.
—¿Esperabas que viniera? —pregunta Sanguinius, cuyas palabras, firmes
y claras, suenan débiles e insubstanciales después del tono denso y
apabullante de Horus—. ¿Sabías que vendría?
—Siempre fuiste dueño de tu propio destino, querido hermano —
responde Lupercal—. No podía confiar en la suerte, ni en el destino, ni
siquiera en el azar para traerte aquí. Tenía que ser tu elección. Mi corazón
se llena de alegría al saber que esta es la elección que has hecho.
—Y mi corazón se llena de emoción al verte de nuevo —responde
Sanguinius—. A pesar de todo lo ocurrido, he llorado la pérdida de mi
hermano Horus. No habría permitido que esta monstruosa guerra
terminara sin verte, con mis propios ojos, una última vez.
—Monstruosa es —murmura Horus—, y debe terminar. La aborrezco y
deseo que acabe. Pero, hermano mío, esta no tiene por qué ser la última
vez que nos veamos cara a cara.
—Creo que debe ser así —dice Sanguinius.
—¿Por qué?
—No eres el hermano que recuerdo. Has cambiado. La Disformidad te ha
envuelto, Horus, y luchar contra el terror solo al mirarte es un desafío.
—¡No hay necesidad de temer! —exclama Horus—. La Disformidad está
sobre mí, y dentro de mí, porque todo cambia. Tú, más que nadie, deberías
saberlo. Lo has visto. Lo sabes. En eso somos iguales.
Lupercal hace una pausa, y el eco de sus últimas palabras se desvanece
hacia los confines de la cámara como un trueno lejano.
—Siempre lo hemos sido —dice.
Lentamente, levanta su puño izquierdo y dirige la cabeza de su enorme
maza hacia los cinco tronos gigantes colocados contra la imponente pared
trasera de la Corte.
—Uno es para ti —dice Horus—. Habrá una coronación. He soñado con
esto. Únete a mí.
—Es demasiado tarde, hermano —responde Sanguinius.
—Nada es demasiado tarde —afirma Horus—. Yo decido lo que es y lo
que no es, e incluso el tiempo me obedece. Haz una sabia elección, mi
querido hermano. He anhelado tu compañía.
—¿Esta es tu oferta?
—Esta es mi oferta. Por favor, acéptala. Por eso te he esperado. Por eso
he decidido reunirme contigo.
Horus levanta la mano derecha. Las guadañas de su garra le hacen señas
suavemente.
—Únete a mí.
Sanguinius gira su lado izquierdo hacia su hermano. Inclina la cabeza,
con los ojos cerrados, durante un segundo, y cuando la levanta de nuevo,
la espada Encarmine asciende con él en un arco por encima de su hombro
derecho. Abre los ojos, encontrándose con la mirada inmutable de Horus.
—Y esta es la razón por la que he elegido reunirme contigo —responde
Sanguinius.
—¿Para... luchar conmigo?
—Para acabar contigo.
—Pero morirás —dice Horus.
—Todo el mundo muere, hermano —responde Sanguinius.
—Yo no. ¿Esta es tu decisión?
—Sí —dice Sanguinius.
Horus lo mira fijamente. Una sola lágrima brota de sus ojos y se desliza
por su mejilla.
—Lástima —dice.
7|XLIV
El destino confundido
Observan la lectura, fascinados a pesar de su miedo. El Bufón de la
Discordia, El Ojo, El Gran Ejército, El Mundo Roto, El Laberinto, El Trono
Invertido, El Coloso, La Luna, El Mártir, El Leviatán, La Torre del Relámpago
y El Emperador. Ahriman se detiene en la última carta: El Rey Oscuro.
Sindermann, Mauer y el archivero retroceden un paso al ver las cartas
girar. Los diseños, aunque identificables, difieren de los comunes. La carta
del Coloso muestra una imagen que parece ser el Espíritu Vengador. La
Torre del Relámpago presenta una figura aplastada por la caída de muros
que Sindermann no puede evitar asociar con Rogal Dorn. El Laberinto
muestra a un viejo soldado, aparentemente un veterano de Excertus con
canas en su cabello. Sin que él lo note, una monstruosa sombra con
cuernos acecha tras la próxima curva del laberinto que se aproxima. La
Luna revela a Garviel Loken bajo su tenue luz, El Trono representa a la
Sigilita, sentado en majestad y consumido por el tormento, El Mártir
muestra a un ángel alado cayendo del cielo, El Ojo es el antiguo emblema
del Ojo de Terra usado durante la cruzada, y El Leviatán es una
interpretación indescriptible de Lupercal. El Mundo Roto muestra
claramente a Terra, y entre las multitudes fantasmales de La Gran Hostia,
Sindermann ve su propio rostro, así como los de Mauer, el archivero y, al
parecer, todas las almas que ha conocido.
Ahriman parece igualmente perturbado. Estos no son los diseños que él
conocía de sus cartas.
—Todo está perdido —murmura. Sindermann se horroriza al ver
verdadero miedo en los ojos de Ahriman—. El Rey Oscuro no es la
apoteosis de Horus Lupercal.
El hechicero apunta con un dedo huesudo hacia las dos últimas cartas, El
Emperador y El Rey Oscuro. Son idénticas.
—El destino está confundido —dice Ahriman—. Su Emperador es el Rey
Oscuro.
OCTAVA PARTE
LA MUERTE
8|I
Ángel, verdugo
Las palabras se han agotado, y solo quedan los actos.
Sanguinius se mantiene firme, espada en alto y mano extendida, tan
inquebrantable como las efigies doradas que adornan los interminables
pasillos del Palacio de su padre. Su mirada es igual de firme. Encuentra y
sostiene la mirada de su hermano sin pestañear, aunque mirar a Horus es
como asomarse a abismos de noche. En sus ojos no hay piedad, esperanza,
misericordia, ni siquiera un atisbo de intelecto. La lágrima en la mejilla de
Horus parece fuera de lugar, pues no hay rastro de la emoción que la
provocó. Los ojos de Lupercal, profundos y negros, son como los de un
depredador que emerge silencioso de las profundidades o acecha en los
matorrales, listo para atacar. Su mirada penetra, pues, al igual que en los
más poderosos cazadores, es un arma tan letal como las garras. Lo que los
dientes hacen a la carne, estos ojos lo hacen a la psique.
Sanguinius no se paraliza. El miedo lo asfixia hasta la garganta, casi
provocándole náuseas, pero se mantiene firme, desafiante. Es una
advertencia.
Horus Lupercal no reacciona. Sus ojos se mantienen vacíos, sin un atisbo
de empatía. Avanza un paso, lento e inevitable como el desplazamiento
tectónico. Deja deslizar el asta de su enorme maza en la mano izquierda,
agarrándola cerca de la virola para maximizar el efecto de palanca.
Un segundo paso. La inmensa arquitectura de la Corte Lupercal tiembla
bajo sus pies.
Pero Sanguinius ya no está inmóvil.
Sus piernas se tensan y sus grandes alas se despliegan, más rápido de lo
que se tarda en parpadear. Se lanza al aire, una estela dorada ascendiendo
y luego descendiendo, atravesando la masa negra de escamas de su
monstruoso hermano. El primer golpe de su espada desgarra la placa
pectoral de Lupercal, distorsionando el escudo en una onda de energía; el
segundo roza la hombrera izquierda; el tercero desata una lluvia de chispas
en los hombros y la espalda de Lupercal.
Horus reacciona. La maza se eleva y gira, lanzando a su hermano por los
aires con un golpe tan potente que el aire chasquea al desplazarse. A pesar
del estruendo, la maza no alcanza a su objetivo. Sanguinius ya ha girado
completamente y Encarmine golpea con toda su fuerza la cadera derecha y
luego el pectoral de Lupercal.
La Garra de Horus impacta con la fuerza suficiente para aplastar el casco
de un tanque. La maza se mueve en el aire, dejando un rastro carmesí de
luz sangrienta emanando de su cabeza. Sin embargo, ninguno logra acertar.
Sanguinius, con sus alas afiladas, vuelve a posicionarse frente a su
hermano. A seis metros del suelo, lanza una serie de estocadas al pecho y
rostro de Horus: ¡una, dos, tres! Cada golpe es desviado por el escudo de
energía reactivo. Los generadores del escudo de Lupercal gimen al tratar
de mantener su integridad protectora, y el campo defensivo resplandece y
chispea sobre su armadura.
La garra relámpago se cierra nuevamente, como una trampa para osos,
pero Sanguinius ya no está. Se eleva verticalmente, como un misil, por
encima de su hermano. Bajo el techo abovedado, se gira y se lanza en
picada, como un águila en descenso.
Impacto. Encarmine golpea la placa del hombro que protege el reactor
del traje, generando chispas y esquirlas de blindaje y escamas. Deja un
surco de metal desnudo en la placa trasera curva de las Escamas de
Serpiente.
La cabeza de la maza corta el aire. Sanguinius, por debajo, rueda en una
extensión descargada que lo lleva paralelo al suelo, a menos de dos metros
de altura. Rodea una columna y regresa al área de combate en un ángulo
oblicuo, elevándose ligeramente a la altura de los ojos y lanzándose en el
último momento para golpear el muslo izquierdo de Lupercal. Se impulsa
con fuerza hacia la espalda de su hermano y asesta un segundo golpe a la
placa del reactor, empuñando a Encarmine con ambas manos. Las Garras
se abalanzan contra él, pero Sanguinius las esquiva sin retroceder. Se
encuentran nuevamente cara a cara, por un milisegundo, tiempo suficiente
para que Encarmine acuchille el gorjal y el escudo facial crepitante de
Horus.
La maza desciende, no sobre el hermano, sino sobre el suelo,
agrietándolo como si fuera un espejo impactado por una bala, con fisuras
que se extienden desde el punto de impacto fundido.
Horus Lupercal, pese a su corpulencia, es sorprendentemente ágil. Cada
uno de sus pasos, movimientos, giros y golpes son veloces como balas, el
destello letal de un rayo láser, más rápidos que cualquier reacción de un
Astartes, más rápidos que cualquier reflejo de un Custodio, incluso más
rápidos que los de cualquier Primarca.
Excepto uno. Frente a Sanguinius, Horus parece pesado y torpe.
Sanguinius es tan veloz que se convierte en un destello dorado, una luz
fugaz. Lo supera en casi todo, por lo que aprovecha sus ventajas: velocidad,
agilidad, una espada sin igual, un valor sin límites y, sobre todo, la
capacidad de volar. Lleva el combate a tres dimensiones, usando el aire y el
espacio, rechazando las limitaciones de un enfrentamiento en tierra.
Quedarse en el suelo, enfrentando a su hermano como dos Astartes en una
jaula de entrenamiento, sería un duelo perdido de antemano.
Es un águila contra un oso. Un cuervo contra un lobo. Una bailarina de
toros esquivando un urogallo. Un relámpago danzando alrededor de una
montaña. Brillo en la oscuridad. Es implacable: gira, se lanza, trepa, se
agacha y se acerca a Horus desde todos los ángulos para asestar golpes
salvajes, antes de rodar y saltar lejos del alcance de la muerte.
Gira, fingiendo hacia la derecha para evadir la Garra, arrastrando la hoja
de Encarmine por la hombrera derecha de Horus con un chirrido. Las
chispas vuelan. Las escamas rotas caen sobre la cubierta. Horus balancea
su mazo en un golpe catastrófico que casi alcanza el batir de alas en su
paso. Sanguinius se retira y luego vuelve en picado, suspendiéndose como
un colibrí el tiempo suficiente para clavar su espada en la cintura de Horus,
alejándose justo cuando el mazo lo ataca.
La cabeza del mazo golpea el suelo de nuevo, esta vez con suficiente
fuerza para partir y esparcir losas a lo largo de una extensa línea de
fractura, revelando las vigas debajo de la cubierta. Las losas caídas y las
planchas que se doblan siguen a Sanguinius como una grieta abriéndose.
Sanguinius hace un giro de campana y aterriza firmemente sobre sus
pies, justo al final de la larga fractura. Mira a Horus a lo largo de la línea de
losas rotas, a veinte metros de distancia.
Se posiciona de lado izquierdo hacia Horus. Levanta la espada Encarmine
por encima de su hombro derecho en un gesto preparatorio. Extiende su
mano izquierda, lista para la acción. Encuentra la mirada de Horus y no
parpadea.
—Te falta, hermano —dice.
8|II
Un rey de corona oscura
¿Qué es lo que ve? ¿Chispas? ¿Copos de nieve? ¿Flores blancas? ¿Humo
de ceniza fina? Oll Persson no lo sabe. No puede ver claramente, porque
todo es demasiado brillante. Una tormenta blanca. Un aire blanco y
radiante, áspero y cegador, con partículas blancas flotando en él.
Además, hace frío. Un frío intenso. Es un frío que le cala los huesos, le
congela el alma y entumece su mente.
Debe ser una ventisca, piensa. Una ventisca mortal que surgió de la
nada, atrapándolos en la ladera de la montaña. Norte de Tracia,
probablemente. Estaban cruzando la cresta, una decisión arriesgada, y el
clima cambió bruscamente, quemando sus ojos con su resplandor,
congelándolos a la roca desnuda. Recuerda a sus compañeros maldiciendo
a Chione, hija de Boreas, diosa de la nieve invernal, rogando por su
misericordia...
Pero no, esto no es el norte de Tracia. Lo sabe bien. Aquello fue hace
mucho tiempo. Esto es ceniza, ceniza blanca. Están en la Cresta de
Krasentine, y las bombas de iones acaban de estallar más allá del
horizonte. Los copos de ceniza que los envuelven son materia orgánica
incinerada arrastrada por la explosión. Sus compañeros, con los ojos
quemados y la piel chamuscada, gritan a un dios que no creen, pidiendo
que todo se detenga...
No, tampoco es Krasentine. Es demasiado frío. Un frío como el mismo
vacío.
Oll lucha por comprender dónde está y hasta quién es. Es difícil
mantener su sentido de identidad. La luz es abrumadora, brillante y total,
su resplandor está lleno de remolinos de motas blancas, una ventisca que
lo cubre suavemente... Pétalos de manzano, pétalos de almendro,
dispersados por una brisa primaveral. Confeti. Cintas adhesivas.
Pero la luz no es solo luz. Es una conciencia, una manifestación del
cosmos. Está en presencia de algo, y ese algo irradia una luminosidad voraz
en su mente. La luz está desmantelando sus pensamientos. Siente el
antiguo tic en su párpado izquierdo, ese indicador fiable de la proximidad
del poder psíquico.
Se arrodilla. Rendido, finalmente comprende dónde está. En Krasentine
no había ningún dios al que rezar, todos eran incrédulos. No había ninguna
Chione, hija de Boreas, en Tracia, porque Chione era solo una invención de
los bardos.
Pero aquí, parece enfrentarse a algo parecido a un dios.
Está temblando, incapaz de controlarlo. Es más que miedo, va más allá
del asombro, supera la sorpresa. Percibe un olor, un sabor en su boca.
Osmogenesia. La esencia de lo sagrado. Piensa que está teniendo un
ataque. Ese sabor a quemado, la perturbación visual...
No, no es algo subjetivo. Es real, omnipresente, en el polvo bajo sus pies,
en el aire que le rodea, en los átomos de su propio cuerpo, en el
intercambio sináptico de sus pensamientos. Una proximidad absoluta. Se
encuentra tanto fuera como dentro de él, inefable, un momento puro de
teopatía exquisita.
Instintivamente, Oll lleva su mano al símbolo en su garganta, la pequeña
filacteria dorada, pero al tocarla, comprende una verdad sacrosanta.
Este no es su dios.
No es un dios en absoluto. Pero es algo, algo que nadie ha solicitado,
que nadie necesita y que nadie ha venerado jamás.
No es un creador. Es un destructor. No es una fuente de creación, sino de
olvido. La presencia que siente, esa conciencia, es una fuerza de juicio
implacable, furia sublime y racionalidad despiadada. Y se hace cada vez
más intensa.
Cae a manos y rodillas, cegado por la luz. Sus dedos, tanteando,
encuentran algo en el suelo agrietado frente a él.
El ovillo de hilo.
Se aferra a él como a un patético salvavidas, como si lo alejara de la luz o
lo llevara a un lugar seguro. Pero no hay refugio en ninguna parte, y este
hilo-mapa tenía un solo propósito: traerlo aquí. Aquí, donde quería estar,
por absurdo que parezca.
Nadie en su sano juicio querría estar aquí.
Esto es una revelación.
—Te conozco —dice.
Un fuego blanco y frío lo envuelve. Copos de ceniza, o nieve, o pétalos
de flores, se posan en su cara, en sus labios, y se arremolinan en su boca.
—Quémame si quieres, pero te conozco.
El resplandor palpita y luego se atenúa. No desaparece por completo —
sigue siendo intensamente feroz—, pero el fuego blanco se suaviza hasta
un tono azul estratosférico, lo suficientemente tenue para que Oll pueda
ver de nuevo.
La Sala Escolástica ha desaparecido, al igual que la ciudad, hasta donde
alcanza la vista. Una luz divina ha devastado el reino interseccional,
dejando solo escombros cocidos y cubiertos de ceniza blanca en kilómetros
a la redonda. El cielo es negro, y el horizonte, en todas direcciones,
muestra un rastro de relámpagos que azotan, centellean, rayan y abrasan
en completo silencio. Es como si estuviera solo en una llanura ártica, bajo
un manto de noche, en el tranquilo ojo de una inmensa tormenta que lo
rodea y se ha detenido. No hay estrellas. El paisaje devastado emite un
humo blanco y perezoso. El aire frío es denso, lleno de una suave ventisca
de ceniza y partículas de energía blanquiazul que brillan como chispas
voltaicas.
Delante de él, a unos seis metros, se alza una gigantesca figura humana,
inmóvil, con los brazos a los lados. Irradia una energía tan intensa que
impide distinguir cualquier detalle. Brilla como un relámpago silencioso,
una silueta en negativo.
—¿Me conoces? —le grita—. ¿Me reconoces?
La figura permanece inmóvil. No responde.
Oll se pone de pie con dificultad. Se da cuenta de que hay más de una
figura. Son idénticas: formas humanoides luminiscentes y fosforescentes.
La siguiente está a unos veinte metros detrás de la primera, y otra a una
distancia similar. Hay otra a su izquierda. Son siete en total, formando un
círculo de unos sesenta metros de diámetro.
Detrás de ellas, una inmensa esfera negra parece posarse sobre la tierra
quemada. Su tamaño es incalculable, como una luna negra pulida
descansando sobre la superficie del mundo. De su superficie brillante
emana humo blanco, y el anillo del Relámpago silencioso se refleja en su
caparazón lustroso. Aunque la esfera es de un negro líquido, es la fuente
de toda la luz. Es cegadoramente negra, tan brillante que no puede mirarla
directamente. Le duele los ojos y, al igual que las figuras luminosas, deja
manchas ciegas persistentes en sus retinas. El resplandor incandescente
irradia desde ella, haciendo que Oll, los escombros secos e incluso las
silenciosas figuras luminosas proyecten sombras nítidas y alargadas lejos
de ella.
Oll siente la tentación de mirar a su alrededor. Un poco más atrás, yacen
los cuerpos de John, Leetu y el astartes Loken sobre el polvo ceniciento.
Quiere acercarse a ellos para comprobar si aún viven, pero no se atreve. Si
logra despertarlos, se encontrarán con esta escena aterradora. No puede
hacerles eso. Nadie debería tener que despertar ante tal horror. Deberían
estar a salvo de esto. Todos en la galaxia deberían evitarlo. Nadie merece
ver lo que él está viendo o experimentar lo que él está viviendo.
Se pone de pie mientras un viento frío gime.
—Me has salvado —dice, dirigiéndose a la inmensa esfera negra,
consciente de que es lo único presente que puede escucharlo—. Me
salvaste, o me perdonaste la vida. Me conoces, ¿verdad? Sabes quién soy.
Empieza a avanzar arrastrando los pies, tambaleante.
—¿Qué has hecho? —grita.
No recibe respuesta, ni siquiera un pensamiento.
—¿Cómo puedes ser esto? —grita, acercándose a la esfera con mayor
urgencia—. ¿Cómo puedes convertirte en esto? ¿Tú? ¿A dónde te ha
llevado tu locura y tu maldito orgullo?
La figura luminosa más cercana comienza a emitir un zumbido
amenazante mientras él avanza, pero permanece inmóvil. Oll se detiene.
—¿Qué vas a hacer? ¿Castigarme? ¿Golpearme?
Reina el silencio.
—¡Recorrí un largo camino para encontrar al hombre que una vez
conocí, y me encuentro con esto! ¡Háblame!
El silencio persiste. El viento se lamenta.
—¡Háblame! ¡Lo has destruido todo! Lo has consumido todo. Abres un
camino a través de este infierno, ¡pero te detuviste al llegar a mí! Podrías
haberme quemado también, ¡pero no lo hiciste! ¿Por qué? ¿Qué te
detuvo? ¿El reconocimiento? ¿Porque me conocías? ¿O fue vergüenza?
¡Háblame!
—Ollanius.
Oll se queda petrificado. Realmente no esperaba una reacción, pero su
nombre surge en el viento polvoriento, una voz psíquica que le roza la
mente.
—Sí, soy yo. Te escucho.
—Ollanius. Detente.
Oll vacila. No es la voz del hombre que una vez conoció, ni la voz de lo
que se ha convertido. Es otra voz, débil.
—¿Actae?
—Ollanius. Camina. Vete. Vete ahora. No fuerces... No fuerces esta
confrontación.
—¿Estás vivo?
Las palabras mentales de Actae son débiles, casi aniquiladas por el dolor.
Oll no puede imaginar lo que ella está sufriendo, pero siente una repentina
y profunda desesperación que le da fuerzas para hablarle.
—Apenas. Todavía. Y tú también. Vete. Aléjate. El... El Rey Oscuro no
tolerará tus acusaciones por mucho tiempo.
—¿El Rey Oscuro? —Oll susurra, su voz se desvanece—. ¿Este es el Rey
Oscuro? ¿Él es el Rey Oscuro?
—Casi. La transmutación está en proceso. La siento. En unos momentos
más, estará completa.
—Pero Lupercal...
—Estábamos equivocados. Debimos darnos cuenta. Entender que podría
ser cualquiera de ellos. La voluntad más fuerte...
Oll comienza a avanzar de nuevo. La figura luminosa cercana emite su
furiosa amenaza otra vez.
—¡Vuelve, Ollanius! Él lo hará. ¡Te matará!
—No creo que lo haga —dice Oll, deteniéndose de golpe—. Tengo la
oportunidad de...
—No hay oportunidad. Se ha detenido porque te conoce. Tu presencia
aquí lo ha sorprendido. Ha suspendido su asalto para considerarlo, pero su
paciencia no durará mucho si lo provocas.
—¿Puedes sentirlo?
—Su mente es ensordecedora. Ollanius, estábamos tan equivocados.
Equivocados en todo. Al final, el Emperador ha... Ha abrazado lo que por
mucho tiempo negó.
—¿Cómo puede ser? Actae, ¿cómo?
—Lupercal es fuerte. Más de lo que esperábamos. El poder del Caos es
más de lo que él anticipó. Ha creado un reino de Caos. Intentó luchar
contra él. Quiso atravesarlo para llegar a Horus y derrotarlo. Pero no fue
suficiente. Así que tomó una decisión. Se hizo más fuerte.
—¿La Disformidad? —pregunta Oll.
—La Disformidad. Bebió de ella. Usó su poder para luchar contra el Caos.
Pero bebió demasiado y demasiado profundo. Eso lo transformó. Lo
convirtió en lo que intentaba detener.
—¿El Rey Oscuro? ¿Eso es lo que significa?
—Un dios. En eso se está convirtiendo.
—No, me niego a aceptarlo. Esto es... solo otra faceta, otra versión de sí
mismo, una fuerza de ira y venganza. Otra máscara, otro disfraz ingenioso
para proyectar...
—Más que eso.
Oll observa la reluciente esfera negra. Traga saliva.
—No —murmura—. No, Actae. Es solo la última expresión de su
arrogancia.
—Es inconmensurablemente fuerte, Ollanius.
—No se necesita fuerza para tener la razón —responde Oll, reanudando
su marcha tambaleante hacia la esfera—. Y esto, esto es un error. Si es
deliberado o incluso voluntario, sigue siendo un error. El último error en
una vida de errores forzados y precipitados. Esto es irracional, y el hombre
que conocí era todo menos irracional.
—¡No! ¡Él puede oírte!
—Eso espero. Que me escuche en esto. Que me hable.
—¡Ollanius!
Oye el débil grito de la bruja, pero lo ignora. Mira fijamente la esfera, su
superficie lisa como obsidiana pulida.
—Detuviste tu ataque porque me conoces —grita—. Bueno, si me
conoces, ¡háblame! Hazme ese favor.
El viento susurra mientras Oll nota algo parpadeando en su periferia
visual. Voltea a ver y descubre que la figura luminosa más cercana está
titilando. Su brillo interno parpadea y se atenúa gradualmente. Lo mismo
sucede con todas las figuras en el círculo que rodea la esfera. Su resplandor
se va consumiendo, revoloteando como globos de Luminaria a punto de
apagarse. La luz que emiten se debilita, pasando de un blanco cegador a un
tono de llama ardiente y luego a un naranja ígneo. Al llegar a un rojo
resplandeciente, las figuras ganan sustancia; sus verdaderas formas,
ocultas tras la luz, finalmente se revelan. Son guerreros, gigantescos, con
armaduras ornamentadas. Están ennegrecidos por el hollín y la carbonilla,
emitiendo humo.
Oll se adentra entre los escombros y el polvo calcinado hasta el guerrero
más cercano. Este permanece inmóvil, como una estatua, mirando hacia el
horizonte. Se alza sobre él como un menhir. Oll siente el calor residual que
aún emana del guerrero mientras se enfría. Se da cuenta de que es un
Custodio, uno de esos temibles superhombres.
Al acercarse, Oll se detiene y retrocede un poco. Huele a carne
quemada. El Custodio está muerto, erguido como un centinela vigilante,
pero sin vida desde hace tiempo. Su armadura Aquilon, alguna vez dorada,
ahora está negra y deformada por el calor extremo. La lanza en lo que
queda de su mano humeante está destrozada. La mitad de su rostro ha
desaparecido; la otra mitad es un cráneo quemado, con humo saliendo de
su cuenca vacía y vaporizando entre los últimos dientes chamuscados.
Jirones de carne carbonizada se aferran a los huesos oscurecidos por el
fuego.
—¿Qué has hecho? —murmura Oll, avanzando a trompicones hacia la
siguiente figura. Su estado es similar, con su lanza rota fundida a los huesos
tostados de su mano. Los restos sostenidos por la armadura abrasada
están medio carbonizados. El esqueleto quemado está cubierto por una
capa negra y espantosa. La mandíbula inferior del cráneo cuelga, como si
estuviera a medio grito, sostenida por los últimos tendones cocidos.
El tercer Custodio parece estar en mejores condiciones, pero al
acercarse, Oll ve destellos de auramita brillando bajo el polvo de hollín.
Aún conserva algo de piel, tostada como cuero, en su rostro. También tiene
una marca, un área curiosamente intacta en su pesada armadura. Oll
observa la orfebrería, los restos de incrustaciones ornamentales. Un
símbolo o sigilo, dibujado a mano y brillando débilmente, está marcado en
esa parte del peto, permaneciendo intacto.
Oll lo mira fijamente, intentando darle sentido.
De repente, los ojos del centinela se abren.
8|III
Una advertencia ignorada
Soy anciano y me siento agotado.
Me encuentro sentado en el Trono Dorado, tan alejado de los extremos
del dolor físico y de la muerte que no siento nada. Mis sentidos están
entumecidos, mis nervios arrancados; floto en la insensibilidad,
manteniendo un facsímil de vida gracias al ingrato trabajo de Vulkan.
Por eso, cuando me asalta un nuevo dolor, es un shock. Creía que ya
estaba más allá de esas experiencias, pero no es así.
El dolor no es físico; de mí queda poco para registrar tales sensaciones.
Es mental, psicológico, es angustia.

Estaba preparado para el dolor, preparado para presenciar lo peor:


Lupercal victorioso, el triunfo de la ruina, el ascenso del caos, el fin de este
mundo, la pérdida de los últimos hijos leales, la caída de mi viejo amigo y
Rey de Eras.
Siempre supe que estos resultados eran posibilidades muy reales. Pensé
que estaba preparado para enfrentarlos si ocurrían.
Nunca imaginé que podría ser peor.
No estaba preparado para esto.

Hace tiempo que no puedo ver a mi querido amigo. Aquello que lo rodea
se ha vuelto demasiado oscuro y turbulento, y lo que lo envuelve,
demasiado brillante: un punto de luz blanca resplandeciente en la
oscuridad nociva. Una estrella solitaria. No he podido discernir detalles o
especificidades. Me he conformado con observar el avance de esa estrella
firme y única, sabiendo que, mientras brille y continúe su trayectoria, aún
hay esperanza.
Pero ha titubeado, ha vacilado. Ha menguado un poco, no mucho, pero
lo suficiente como para que mi mente penetre el resplandor y vea...
A mi rey, deshecho. No por la furia de su primogénito, ni por la traición
de los traidores, ni siquiera por el rencor de los demonios.
Está deshecho por su propia mano.

Ha labrado un camino a través del reino del Caos que el primogénito


desató sobre Terra. Paso a paso, se ha adentrado en el corazón hirviente de
la Ruina y ha arrasado todo a su paso. Una gran franja de la Ciudad
Inevitable se ha reducido a una Ciudad del Polvo en su estela.
Para sobrevivir y enfrentar a un poderoso adversario, se ha visto forzado
a recurrir a la energía de la Disformidad que lo rodea. Con cada paso, se
nutre de su poder, una habilidad impresionante y única en el arte psíquico.
Esta absorción de la Disformidad ha fortalecido tanto a él como a sus fieles
compañeros, permitiéndoles resistir y no ser abrumados.
Ahora, mientras su resplandor disminuye temporalmente, observo lo
que esto ha causado. Es casi irreconocible.

Veo, en la distancia, la desolada ciudad de la memoria y la melancolía


con sus tejados sucios y callejuelas invadidas por la maleza. En medio de
ella, una vasta franja de destrucción se extiende hacia su corazón, dejando
sólo tierra calcinada y ceniza pálida. Esta ha sido la obra de mi rey, una
demostración de su ferocidad. En las calles muertas más allá, los traidores
y los desafortunados Nunca Nacidos huyen en masa, aterrorizados por su
poder destructivo.
Veo un lugar donde se ha detenido a descansar, marcado por polvo
quemado y escombros livianos. Contemplo la poderosa tormenta de su
Voluntad, un anillo fulgurante de fuego de ballena y un bosque silencioso
de árboles de neón. Veo los cadáveres que ha dejado atrás, retorcidos y
contorsionados por el calor. Los últimos de sus Compañeros Hetaeron
yacen congelados a su alrededor; todos, excepto uno, están muertos. Han
sido consumidos por el inmenso poder que fluía a través de ellos, tanto
que incluso los perfectos cuerpos de la Legio Custodes han sido destruidos.
Su carne se ha consumido, y sus almas son como humo.
Sólo sobrevive uno, el valiente Caecaltus, tal vez gracias al sello que le
impuse. Pero incluso él está gravemente herido por el fuego que ha tenido
que soportar y la implacable voluntad que ha debido llevar. Su vida es
apenas una chispa en su caparazón devastado. Es desgarrador.
Me pregunto si mi rey comprende lo que les ha hecho, cómo los ha
consumido como fusibles sobrecargados. Debe saberlo, porque yo también
lo veo: mi viejo amigo, mi Rey de Eras, hinchado y transformado por el
fuego de la disformidad que ha absorbido. Nunca he visto una criatura tan
poderosa. No sabía que algo así fuera posible. Desafía a los dioses, reales o
imaginarios, con su inmenso poder.
Sus sentidos, percepciones y capacidades están superando rápidamente
aquellos poderosos dones que poseía antaño, incluso el máximo potencial
de los mismos. Esta entelequia los empequeñecerá, ascendiendo a una
escala de capacidad totalmente nueva. En lo que se está convirtiendo
ahora hará que el Amo de la Humanidad parezca un simple mortal.
Se está convirtiendo en algo absoluto. No quedará ni una pizca de
humanidad, ni siquiera de Perpetuidad, cuando el proceso haya concluido.
Ascenderá.

Una vez más, y por última vez, el destino revela su juego y me muestra
sus cartas. Me demuestra, como siempre, aunque siempre creo saberlo
mejor, que aún tiene la capacidad de sorprenderme, de desmoronar las
más grandes esperanzas y planes de la humanidad y de su líder.
Creía haber anticipado todas las posibilidades y configuraciones. Y no
solo yo... ambos lo creíamos. Él y yo pensamos que habíamos previsto
todas las permutaciones.

Pero no esto. Y la ironía se cierne, como sal en la herida. Porque incluso


antes de comenzar, se nos advirtió. La antigua profecía, escrita antes de la
ascensión de la humanidad, tallada en piedras erosionadas mucho antes de
que los ojos humanos las vieran, pronunciada por vientos extintos, pintada
en paredes de cuevas olvidadas durante mucho tiempo. La vieja
predicción, susurrada en las oscuras salas de la Disformidad. La antigua
advertencia. El presagio del Rey Oscuro.
Era una profecía tan remota y oscura que pensamos que no tenía
relación con nuestra era imperial. Era un aviso sombrío que había
acechado detrás de todas las mitologías humanas desde el principio de los
tiempos, y también en las sombras de las mitologías de otras especies. La
tradición milenaria está llena de tonterías y falsedades, rumores insensatos
que nunca significan lo que dicen, o que no significan nada. Le dábamos la
misma credibilidad que a las viejas historias de dioses, porque nunca
habían existido y todo lo que se decía de ellos carecía de sentido.
Si algo considerábamos era una advertencia de la amenaza del Caos. Si
presagiaba algo, era en lo que Horus Lupercal podría convertirse si no lo
deteníamos.

Pero el tiempo, una vez iniciado, ahora está suspendido. Todas las leyes y
normas de la vida y del universo, en las que confiábamos, están desatadas
o anuladas. De lo absurdo emerge el sentido. No era un presagio, era una
promesa. Era la historia de un dios, ignorada por nosotros, porque no
creíamos en dioses.
Pero ahora existen.
En un esfuerzo supremo por repeler al Caos, nos hemos convertido en
nuestra propia perdición. La humanidad y las constelaciones pagarán por
ello.
El Rey Oscuro, a punto de nacer, se ha atiborrado de poder, pero esa
voracidad solo aumenta su hambre. Se alimentará hasta que la galaxia se
enfríe, y no quede nada salvo las oscuras cáscaras de estrellas que una vez
brillaron tanto como él.
Mientras nos manteníamos firmes y enfrentábamos la mayor amenaza
para la vida humana, otra amenaza aún mayor surgió tras nosotros.
Veo en lo que se está transformando. Veo en lo que se convertirá. No
hay poder en la creación que pueda oponerse o detenerlo.
8|IV
Encarnado
Oll retrocede, lleno de horror. Los ojos secos y ensangrentados del
centinela lo miran fijamente.
—Ollanius —dice el centinela. Su mandíbula cruje al moverse, la carne
seca y los ligamentos se tensan. Su voz suena tan árida como la roca del
desierto o la ceniza de un horno.
—Estás vivo...
—Sí, Ollanius.
—Eres... ¿quién eres? ¿Eres tú, verdad?
—Soy el Procónsul Caecaltus Dusk —responde la figura.
—No, no lo creo —dice Oll, luchando contra el miedo y la repulsión—. Tú
no eres quien habla.
—Mi rey me ha ordenado servirle como un aspecto.
—Por favor —suplica Oll, dándose la vuelta y escupiendo para limpiarse
la boca. El hedor es insoportable—. Mírame a la cara. No me hables a
través de otro.
—No hay otra opción, Ollanius. Una sola mirada a mi rey dispersaría tus
átomos. Esto debe ser suficiente.
Oll trata de contener su temblor. El terror lo invade, y solo la ira que
siente hacia su viejo amigo impide que el miedo lo paralice por completo.
—¿Tú... hablarás conmigo? Ha pasado mucho tiempo...
—Mi rey no detuvo su avance por sentimentalismo, Ollanius. No se
detiene para recordar a un viejo amigo.
—Pero...
—¿Piensas que en medio de esta calamidad, mi rey perdería el tiempo
en una reunión ociosa?
—Entonces, ¿por qué? —pregunta Oll.
—Reconocimiento de lo anómalo. Ollanius, mi rey se acerca a la
apoteosis. Percibe estructuras y sistemas de materia más allá de lo que
jamás ha cuantificado, y empieza a ver estructuras aún más profundas. Su
conciencia se amplifica. No se detuvo por sorpresa al encontrarse con Oll
Persson. Se detuvo porque pudo ver lo extremadamente improbable que
era ese encuentro. Que estés aquí, Ollanius, en este preciso no-lugar y en
este preciso no-tiempo... es el resultado de profundos alineamientos
cosmológicos. Un evento singular. Sugiere la más alta sincronicidad
empírica, resonancia. La intervención de poderosas fuerzas e influencias.
—Sí —confirma Oll—. Varias entidades poderosas me ayudaron a llegar
aquí. Al final, fue más suerte o destino.
—Esos conceptos, Ollanius —susurra la voz seca—, suerte, destino... son
solo términos humanos inadecuados para describir los procesos
cosmológicos a los que mi rey se refiere. También detecta las huellas de
Erda, y de otros de la línea Perpetuo, y del xenos Eldrad Ulthran.
—Todos jugaron un papel —admite Oll.
—Todos ellos deberían saber que no deben interferir en el curso de Su
Voluntad.
—Teníamos que intentarlo —afirma Oll.
—No has cambiado. Antes te oponías a mi rey con determinación, pero
sin medios para respaldar esa oposición.
—¿Porque no represento una amenaza para ti? Puedo oponerme a ti
con mis pensamientos y creencias. Que puedas aniquilarme en un instante
no te hace tener la razón. Nunca lo ha hecho. Solo te hace más fuerte.
—Eres terco y rígido en tu punto de vista —responde la voz desganada
del centinela—. Si tu obstinación te ha llevado a enfrentarte a mi rey,
entonces es inútilmente característica. No tienes nada que mostrar de tu
larga vida, Ollanius. Un veredicto desalentador considerando cuánto
tiempo has vivido. No has logrado nada.
—Prefiero no haber hecho demasiado con mi vida que haber hecho
demasiado —dice Oll.
—Mi rey había olvidado lo tediosos que pueden ser tus sofismas.
¿Pensaron... Erda y los otros poderes que organizaron esto... que tú serías
el mejor portavoz? ¿Que serías la mejor elección para acercarte a Él?
Oll suspira.
—Rechazo la etiqueta de "portavoz". Y uno de esos "otros poderes", al
parecer, era Malcador. Uno de los suyos. ¿No te parece significativo?
—¿Por qué lo dices?
—Me había perdido. Un guerrero, Loken, uno de los Elegidos de tu
Sigilita, me encontró. Solo entonces pude encontrar el camino hacia aquí.
—Malcador —el centinela parece reflexionar sobre el nombre, como si
evaluara su importancia.
—Su sabiduría fue la única en la que confiaste aparte de la tuya. ¿No te
dice eso algo?
El centinela hace una pausa, reflexionando sobre la pregunta. Oll espera,
esforzándose por mantenerse centrado. La lluvia de luz azul pálido es
implacable, causándole molestias neuropáticas. Destellos de jade y azul,
tan iridiscentes como los colores de un pavo real, empiezan a invadir su
visión periférica. Un hombre, incluso uno tan longevo como él, no está
hecho para soportar tanto tiempo la presencia de un poder ascendente.
—El Regente de mi rey disfruta ideando planes dentro de planes —
concluye el procónsul—. Lo hace para establecer capas ingeniosas de
redundancia y alternativas. Siempre tiene un plan de seguridad. Mi rey
siempre le ha permitido esa flexibilidad.
El Centinela inclina lentamente la cabeza, con un chirrido de tendones
en su cuello, y observa la marca en su coraza.
—La implicación de Malcador no sorprende a mi rey, ni lo hace dudar.
—¿En serio? Ha ocupado tu Trono para permitirte hacer esto. ¿No te
cuestionas por qué incluiría planes alternativos y redundancias en una
misión tan crítica?
—¿A qué te refieres?
—Quiero decir que él temía que esto pudiera salir mal —explica Oll—,
que incluso las mejores oportunidades pudieran fracasar. Por eso se
aseguró de que existieran otras posibilidades, por remotas que fueran. Y
tenía razón.
—¿A qué te refieres? —repite el centinela.
—Ha salido mal —afirma Oll con firmeza—. ¿Realmente no te das
cuenta?
—No.
—Te estás convirtiendo en la encarnación del Rey Oscuro —insiste Oll.
—No. Eso es solo un viejo nombre. Tonterías irracionales. Superstición
astroteológica.
—No lo es —dice Oll, desesperado—. Por favor... ¿Qué piensas que está
sucediendo aquí?
—Esto es devastación, Ollanius —responde el centinela—. El
Desgarramiento del Caos. Mi rey está aquí para detener a Horus Lupercal
antes de que destruya nuestra especie. Nada es más importante que eso.
8|V
Ángel, presa
Te burla. Te desafía. No quieres aceptarlo, pero en el fondo... te duele un
poco. Pensabas que él era mejor que eso. Creías, de hecho, que era
perfecto. Es una decepción.
—Te falta —fue lo que dijo. A pesar de todas las pruebas en contra.
Entiendes su desafío. Sanguinius aún cree que está luchando en la batalla
correcta, en el lado correcto de la historia. No ha comprendido del todo la
naturaleza de esta situación. ¿Pero las burlas? Eso no es propio de él. Es un
descaro, y no le caracteriza.
Por supuesto, solo lo hace porque tiene miedo.
No puedes culparlo por eso. Si las posiciones estuvieran invertidas, tú
también estarías asustado.
¿Qué sentido tiene su bravuconería? No puede provocarte. No puede
incitarte a convertirte en algo que aún no eres. No te falta nada. Su burla
solo lo hace parecer infantil, y no quieres pensar en él de esa manera. Es
Sanguinius. Siempre lo has admirado. Quieres recordarlo como un modelo
de virtud, no como un...
Ah, pero claro, su bravuconería no es para ti en absoluto, ¿verdad? Es
para él mismo. Ahora lo entiendes. Nunca ha tenido que actuar con
valentía en su vida. Siempre pensaste que era valiente por naturaleza, la
más valiente alma que has conocido. Pero no es así. Cuando eres tan
poderoso como Sanguinius, nada te asusta y la valentía es fácil. Todo lo que
ha enfrentado, lo ha hecho sin miedo. Pero ahora tiene que fingir valentía,
y no es muy bueno en eso. Nunca antes había tenido que simularla.
—No lo hagas —le dices, con voz suave. No quieres que una vida tan
gloriosa como la suya termine en humillación. Pero él malinterpreta tus
palabras. Cree que está teniendo efecto en ti. Se acerca de nuevo, con los
ojos brillantes, la espada aún más resplandeciente.
Lo esquivas. Su espada roza tus costillas. Se retuerce y se aleja.
Es revelador, en realidad. Su comportamiento te dice mucho sobre lo
que te has convertido. Que el incomparable Sanguinius muestre miedo,
bueno, eso dice mucho. Te preguntas si los demás reaccionarán igual
cuando llegue su momento. ¿También caerá la máscara de tu padre?
Las chispas vuelan en todas direcciones. Él te ha superado por el lado
izquierdo, arremetiendo con su espada. Se acerca peligrosamente, a solo
una pulgada de tu alcance. Está tomando riesgos enormes.
Verdaderamente es muy valiente, aunque solo sea una actuación. De
hecho, ¿qué es el coraje sino un acto? El coraje no es una cualidad pasiva.
Ya sea instintivo o forzado, es la condición de actuar frente al peligro.
Aquí hay peligro, así que no importa si su valentía es auténtica o fingida.
Está decidido a luchar. Determinado a no mostrar miedo ni retroceder ante
probabilidades abrumadoras. Antes lo admirabas pensando que era
valiente sin miedo. Pero entonces no requería esfuerzo. Al verlo ahora,
luchando a pesar del terror mortal que siente por ti, comprendes que se ha
vuelto intrépidamente valiente. Es admirable. Te hace apreciarlo aún más.
Se lanza de nuevo hacia ti, un destello dorado en la penumbra de tu
Corte. Haces girar a Rompemundos, ligero como una pluma, para bloquear
su ataque. Te esquiva nuevamente, por poco. Su espada raspa la placa de
tu hombro al pasar rozándote.
Te giras para observarlo mientras se eleva en el aire, como un águila
resplandeciente, atravesando los rayos de luz del claristorio. Esas alas, esa
elegancia...
Se lanza en picada detrás de ti. Una ráfaga de aire, el roce de su espada.
Golpeas con la Garra y fallas. Incluso herido, sigue siendo increíblemente
rápido.
Pero herido y esforzándose tanto, se agotará. Se volverá más lento. El
miedo y el esfuerzo consumirán toda esa valentía y velocidad, y entonces
todo habrá terminado.
O, tal vez, antes de que llegue ese momento, la inutilidad lo abrumará.
Puedes sentir cómo esa sensación comienza a socavar su fuerza. ¿En qué
momento se dará cuenta de que todo lo que está haciendo es
completamente en vano?
Anhelas ver ese momento de reconocimiento. Quieres ver esa inutilidad
reflejada en sus ojos. De cerca. Cara a cara. Quieres percibirla en su aliento.
Te ataca de nuevo. Se eleva, dibujando una amplia curva alrededor de las
columnas del fondo. Al salir de la curva, sus alas baten con más furia
mientras acelera en su próximo ataque. Intentas bloquearlo...
Otro impacto. Uno fuerte. Eso habría desgarrado a Angron. Eso habría
partido en dos el corazón del Rey Pálido. Eso habría decapitado a Ferrus.
Aún te estás reteniendo un poco. No es necesario que él muera. Cuando
ese instante de reconocimiento finalmente lo impacte, le darás una última
oportunidad para reconsiderar su postura. Así que deja que se agote.
Permite que descargue su ira contigo.
Lo necesita. Necesita sentir que lo ha intentado. Es cuestión de orgullo,
por supuesto. Es el hijo favorito de su padre, El Más Brillante, amado por
todos. Siempre ha sido el ejemplo de lealtad inquebrantable. Siempre ha
triunfado. Jamás iba a caer sin luchar.
Una vez que la inutilidad lo haya quebrantado, tú lo levantarás de nuevo.
Lo llevarás al trono que has preparado para él y lo invitarás a sentarse allí y
descansar. Habrá cumplido su rol, habrá hecho todo lo posible. Entonces,
no se avergonzará de aceptar tu oferta.
Es tu favorito. Siempre lo ha sido. Lo quieres a tu lado, porque eso
significaría algo. Si este desafío hubiera venido de Rogal o Constantin, los
habrías destruido rápidamente. Su valor, y ambos son grandes guerreros,
es como trofeos, como cabezas en tu pared, una prueba de tu habilidad.
¡Mira mis victorias, padre, y desespera!
Pero con Sanguinius, aunque es el más poderoso de todos, no se trata
solo de una victoria en el combate. Se trata de una victoria en el espíritu.
Quebrarlo, someterlo a tu voluntad, eso sería un verdadero triunfo. La
encarnación de la lealtad imperial, humillado a tus pies, dependiendo de ti,
jurando su devoción. Eso es lo que quieres mostrarle a tu padre.
No será fácil. Si lo fuera, no tendría valor. Ya lo has intentado antes, en
varias ocasiones. El astuto Erebus, apóstol de la traición y la mentira, lo
intentó en tu nombre en Signus Prime, pero fracasó. Siempre iba a ser un
desgaste lento.
Te ataca de nuevo, y luego otra vez. Puedes saborear su miedo. El terror
de un ángel, tan exquisito. Crees que finalmente está empezando a
comprender.
Ese es el origen de su miedo, un miedo tan nuevo y desconocido para él.
No es miedo a ti, per se, ni a tu poder numinoso, ni siquiera al hecho de
que seas Horus Lupercal, Señor de la Guerra, un ser al que ninguna criatura
en su sano juicio querría enfrentar en batalla ni esperaría vencer.
Es miedo a lo desconocido. Sanguinius, el noble Sanguinius, incluso en
este amargo final, aún ve todo a través del prisma del pensamiento
imperial: oscuridad contra luz, Imperio contra traidor, padre contra hijo. Es
una perspectiva dañina, equivocada, una visión de la realidad cósmica
completamente insostenible. Sanguinius, como demasiados millones bajo
el yugo imperial, está tan profundamente condicionado en su manera de
pensar que parece haber sido lavado el cerebro.
Se considera a sí mismo como el último hombre bueno en pie. El último
hijo leal. El último bastión del valor noble, luchando hasta la muerte en
nombre de su padre, rechazando la sumisión. Por eso lo amas. Es heroico
hasta el dolor. Es la quintaesencia de lo que él representa.
Pero está empezando a discernir las verdades realineadas del universo.
Empieza a comprender que todo lo que sabe sobre hombres y dioses,
sobre héroes y el Caos, es una mentira. Este incipiente entendimiento lo
está aterrorizando.
Mientras se abría paso a través de la nave para llegar hasta ti, el mundo
material sufrió un cambio ontológico. El verdadero poder reemplazó a las
falsas ideologías. La verdadera majestad reemplazó a la gloria corrompida.
Tú no eres el mal, y lo que representas tampoco lo es, porque el mal no
existe. No hay oscuridad. Solo existe el todo, unificado e impregnado por la
Disformidad, que canalizas a través de tu alma.
Cada valor en el que Sanguinius fue educado para creer es
desmantelado o expuesto como deshonesto. La única plaga en el cosmos
es el hedor residual del tiránico mandato de tu padre de que Él, y solo Él,
era digno de determinar el futuro.
Sanguinius se quemará por dentro. Las escamas caerán de sus ojos.
Parpadeará, con tardía percepción, ante una nueva configuración de la
realidad donde las falsas promesas y los deseos egoístas de tu padre serán
revelados como la venalidad que siempre fueron.
Verá, al fin, cómo son realmente las cosas. Una revelación
epistemológica. Llorando de alegría, te pedirá perdón.
Y tú, en tu infinita misericordia, se lo otorgarás. Será el momento más
grandioso de su vida y la victoria más dulce de la tuya.
Entonces, tu padre os verá a ambos y comprenderá que todo lo que él es
y fue no es nada, los vanos sueños de un hombre orgulloso y arrogante que
ha fracasado en todos los sentidos.
Sanguinius te ataca de nuevo. Contraatacas con tu garra. Él se aleja.
Pero el final está cerca. Se está cansando.
Observas, atrapada entre las tenazas de tus garras, una sola pluma
blanca.
8|VI
El hombre que no
—Te estás convirtiendo en un dios, nacido de la Disformidad —afirma Oll
—. Puede que aún no lo reconozcas, o que no estés listo para aceptarlo,
pero lo estás. Y eso, evidentemente, es lo último que querías ser.
—Mi rey simplemente posee poder —responde Caecaltus Dusk, aunque
la voz que usa no es la suya—. Se ha fortificado contra el poder del Caos.
Tales niveles de poder son esenciales para vencer a Horus Lupercal y a todo
lo que ha desencadenado.
—Entiendo —dice Oll—. Entiendo lo que está en juego. Y estoy
completamente seguro de que por eso has hecho lo que has hecho. Te has
fortalecido para derrotar a tu hijo, pero en algún momento cruzaste una
línea. Una línea que tú mismo estableciste. Te estás convirtiendo en lo que
aborreces.
—¿Y te han enviado aquí para detenerme?.
Oll no reacciona al pronombre personal.
—Creo —dice en cambio— que simplemente me han enviado para
hablar contigo. Para intervenir. Pero no tenía idea de con qué iba a
encontrarme. En lo que te estás convirtiendo...
—Mi rey no tiene intención de disminuir su poder.
—Entonces deberías reconsiderarlo —dice Oll, mirando a Caecaltus Dusk
a los ojos, tratando de ignorar el horror marchito que ve en ellos—. Eres un
hombre. El hombre más notable y poderoso que haya existido, pero aún
así, solo un hombre. Cada paso que has dado ha sido racional y ha creado
el Imperio. Pero conservaste tu humanidad, incluso cuando habría sido
fácil abandonarla. Mantuviste tus emociones, porque sabías que eran
esenciales. Incluso las inculcaste en los hijos que creaste, porque eran
importantes para ti. Ese hombre sigue dentro de ti en algún lugar. Espero
que así sea.
—Debo ser fuerte para luchar contra mi hijo.
—Sí —admite Oll—. Debes serlo. Pero no tan fuerte. ¿Alguna vez has
pensado cuál es la gran diferencia entre tú y yo?
El procónsul se detiene antes de responder, como si esperara que le
dieran la respuesta correcta.
—Mi rey es el hombre que lo hizo. Tú eres el hombre que no lo hizo.
—Una forma dura de decirlo —responde Oll—, pero bastante acertada.
Tú eras ambicioso, mientras que yo no lo era. Tenías un plan, y yo no. Pero
sobre todo, yo era paciente. Tú no.
—Miles de años de trabajo no son impaciencia...
—¿No lo son? —responde Oll, suspirando—. A pesar de todas las
maravillas que has construido, siempre hubo impaciencia. Soluciones
rápidas, contundentes y racionales para problemas inmensamente
complejos. Nunca pudiste esperar y trabajar metódicamente. Eso, al final,
es por lo que me aparté de ti. Y eso, me temo, es por lo que nos
encontramos al borde del cataclismo.
Oll observa a través del yermo hacia la lejana cortina de relámpagos
silenciosos.
—Necesitas vencer a un enemigo inmensamente poderoso —dice en voz
baja—, así que te haces más fuerte sin considerar las consecuencias.
—¿Cuáles son esas consecuencias, Ollanius? —pregunta Caecaltus Dusk.
—No te detendrás. Cada conveniencia te llevará a la siguiente, cada una
justificada por la anterior. Nunca tendrás suficiente poder. Nunca será
suficiente. Siempre habrá una razón para obtener más.
—Hablas como si tuvieras una gran sabiduría y perspicacia, pero no es
así —contesta Caecaltus.
—Tienes razón —admite Oll—. No la tengo. Ninguno de nosotros previó
esto. Ni Erda, ni el señor aeldari, ni siquiera el Sigilita. Pero mi viaje para
encontrarte ha sido contraintuitivo. Mi pensamiento ha sido lineal, pero mi
ruta ha sido hacia atrás.
Oll sostiene el cordel chamuscado.
—El tiempo y el espacio están desordenados. He llegado hasta ti por un
camino que aún no he recorrido. ¿Quién sabe por qué el Oll Persson que
parte de ese camino quiere que yo esté aquí? ¿Quién sabe qué espera que
yo impida?
—Mi rey entiende tus preocupaciones, Ollanius, pero el Caos debe ser
negado —afirma el procónsul.
—En eso estamos de acuerdo —concede Oll—. Siempre lo hemos
estado. Pero este no es el camino.
—Es la única manera —insiste Caecaltus.
—No. Tal como están las cosas, de cualquier manera, el Caos triunfa —
dice Oll, levantando las manos en una expresión de desesperación cansada
—. No importa si Horus gana, o si tú prevaleces. La Disformidad se volverá
un torbellino agitado durante millones de años. El reino material será
superado, y la humanidad, aniquilada. Estás deshaciendo todo lo que has
construido.
—Horus debe ser detenido —insiste Caecaltus.
—Horus, sí. Pero la Disformidad no puede ser vencida. La lucha entre
materia e inmateria es eterna. Detengan a Horus, sí. Detengan su amenaza.
Oll guarda silencio y observa al Centinela.
—Pero te lo ruego —dice—, encuentra otra forma de hacerlo.
8|VII
Una ventaja
Abaddon pasa cerca de una hora enfrentando a los Portadores de la
Palabra y a la tripulación del buque insignia. Se abalanzan sobre su
posición, delirantes y desquiciados. Reconoce a algunos por su rostro y
nombre, destacados miembros de la Barrera Lupercali. Eran personas
íntegras y competentes, fieles servidores del Espíritu Vengativo. La
naturaleza de su locura es desconocida para él, pero le parece un espanto
total y absoluto, más allá de cualquier cosa que haya visto en un ser
humano. Su locura supera, en cierto modo, incluso el miedo que él y los
suyos inspiran en sus enemigos. De hecho, lo eclipsa, ya que estos
maníacos Excertus parecen inmunes al miedo transhumano que los
Astartes suelen provocar. Lo que sea que hayan visto, los ha hecho
insensibles a los límites previos del temor.
El miedo extremo los ha hecho temerarios. Los Excertus se lanzan contra
las líneas de Abaddon, gritando, arañando, espumeando de rabia. Es una
matanza fácil, y los hombres de Abaddon no sienten orgullo ni satisfacción
en ello.
Los Portadores de la Palabra son un desafío mayor. Están tan cegados
por el terror como los Excertus a su alrededor, pero son Astartes,
equipados con armaduras, armas y el poder de los Astartes. Detener su
avance cuesta bajas a las filas de Abaddon. Los hijos de Lorgar nunca
fueron iguales en combate a los XVI, y cualquier técnica de lucha que
tuvieran se ha perdido en su locura. Sin embargo, son Astartes, y su
potencia, aunque frenética y descontrolada, los hace difíciles de detener y
capaces de matar a los compañeros de batalla de Abaddon.
Al inicio del combate, Abaddon pensó en replegarse hacia la zona
defensible del puente del buque insignia y bloquear a los atacantes.
Rápidamente se hizo evidente que la oleada de locos, tanto humanos
como transhumanos, no buscaba matar a los Hijos de Horus. Abaddon y
sus hombres simplemente estaban en el camino de una estampida
desenfrenada. Si esa masa aterrorizada tenía un objetivo, era alcanzar los
niveles del puente, y los Hijos de Horus no eran más que un obstáculo en
su ruta.
Mientras luchaba, Abaddon se preguntaba qué habrían visto sus
perturbados adversarios en el paisaje roto y petrificado que les hiciera
pensar que el Espíritu Vengativo les ofrecía refugio. Había visto lo
suficiente de la nave insignia para saber que era tan peligrosa como el
inverosímil exterior.
Además, el puente tampoco le ofrecía refugio. Si los Exterminadores de
Sycar podían abrir la escotilla, los Catafractos de Lorgar podían forzarla con
la misma facilidad. Una retirada estratégica solo lo llevaría a una larga y
prolongada serie de retrocesos defensivos, obligando a sus hombres a
retroceder por donde habían venido.
Abaddon no estaba dispuesto a ceder terreno. Retroceder no lo ayudaría
a encontrar a su padre. Reconociendo la necesidad de una negación activa,
había enviado fuerzas de apoyo desde el espacio del puente hacia el
paisaje dividido y torturado más allá.
—¿Su orden? —preguntó Sycar, mientras dirigía a su Justaerin.
—Ilumínalos —respondió Abaddon.
Desde entonces, ha sido una masacre. Los escuadrones de los Hijos de
Horus avanzan desde el punto fuerte de la escotilla del puente,
flanqueándose meticulosamente, actuando con exactitud y precisión,
creando un rechazo creciente para mantener a raya la embestida. Los
Portadores de la Palabra, mezclados con los aullidos de los Excertus,
forman una carga caótica y desordenada que se estrella contra la línea de
la XVI. Los cuerpos de los caídos empiezan a amontonarse, Portadores de
la Palabra y Excertus juntos, formando barricadas improvisadas que los
Hijos de Horus utilizan como cobertura mientras expanden lentamente el
borde de su línea.
No tiene sentido. Los hijos de Lorgar simplemente emergen y corren
hacia las fuerzas de Abaddon, blandiendo sus espadas o disparando sin
apuntar. Se lanzan directamente hacia las zonas de negación del XVI,
siendo recibidos por fuego de bolter y armas plasmáticas. Son abatidos
antes de llegar a la línea. Se necesitan dos o tres disparos masivos para
detener a algunos de los más grandes. El suministro parece inagotable.
Cada vez que hay una pausa, Abaddon cree que han terminado, pero luego
aparecen más, asaltando los escombros en turbas desordenadas, y se
reanuda el fuego constante.
Abaddon comienza a preocuparse por las municiones. Empieza a parecer
totalmente posible que el número aparentemente interminable de
Portadores de la Palabra siga apareciendo mucho después de que sus
compañías hayan agotado sus reservas.
A pesar de las objeciones de Baraxa, Abaddon toma un pelotón y se
separa de la línea, avanzando rápidamente para despejar el accidente
geográfico más cercano, un largo espolón de roca y terreno que se eleva en
una cresta baja y una colina a unos doscientos metros del flanco izquierdo.
Sin disponer de auspex ni sensoria, la cresta, aunque pequeña en
comparación con las montañas circundantes, es el elemento del terreno
más alto en las inmediaciones. Espera obtener una posición ventajosa.
Necesita una visión más amplia para poder hacer una evaluación. Desde la
cresta, podrá abarcar varios kilómetros y estimar el número de Portadores
de la Palabra que se aproximan, en lugar de esperar a que aparezcan a
distancia de tiro.
Avanzar se torna difícil. La lluvia se intensifica, azotada por un viento
errático. Abaddon escucha un estruendo repetitivo por encima del crujido
y el fragor de la batalla persistente a su derecha. Probablemente, el ruido
se deba a las ráfagas de viento y a los truenos de la tormenta que se
extienden por los cielos, pero parece ser algo más, un sonido más fuerte
pero más lejano, como el retumbar monumental de impactos, similar a un
martillo ciclópeo golpeando un yunque titánico. Suena como si fuera un
combate apocalíptico entre dioses en algún lugar remoto, de armas divinas
chocando contra armaduras divinas. Trata de ignorarlo.
La cresta es una cadena irregular de tierra inestable doblada y arrancada
hacia arriba. Hordas de hijos de Lorgar y de la Barrera Lupercali se
dispersan por ella para unirse al torrente de abajo, y el pelotón de
Abaddon se ve obligado, en varias ocasiones, a enfrentarse en corta
distancia con espadas y disparos a quemarropa. De nuevo, da la impresión
de que ellos, al igual que la propia cresta, son meros obstáculos,
intentando cruzar a contracorriente de un éxodo masivo lleno de terror y
desesperación que parece imposible de desviar. Comienza a notar la
presencia de personal no destinado al combate y sirvientes de baja
graduación en la estampida.
También los elimina, porque incluso los cargadores desarmados y los
sirvientes de mantenimiento se vuelven agresivos contra él e intentan
atacarle.
Su espada está manchada de sangre, su armadura empapada por la
lluvia. Un Portador de la Palabra, hermano del Akrak Jal, se interpone en su
camino, lanzándole un bardiche con un grito ahogado. Abaddon dispara
directamente a su rostro y patea su cadáver, que se desploma por la
pendiente de escombros de la cresta. Un golpe contundente por detrás lo
derriba de rodillas. Al rodar y levantarse, Abaddon se encuentra con un
Exterminador Estrella de Grava, cuya armadura está grabada al ácido con
los símbolos de Lorgar, y a Ulnok esforzándose por defender a su Primer
Capitán.
Hastiado de la situación, Abaddon presta a Ulnok todo su apoyo. Dispara
un proyectil masivo directamente a la placa de la garganta del Portador de
la Palabra. La robusta armadura resiste, pero la detonación hace retroceder
al enorme adversario, permitiendo a Ulnok, con rápida destreza, clavar su
espada en el sello de la axila. La sangre brota del Exterminador, flujo que se
escurre a través de las costuras y uniones de su armadura superior, pero la
espada de Ulnok queda atrapada, y él es arrastrado hacia la hoja de la
pértiga del Portador de Palabras, la misma que ha dejado una marca en la
armadura trasera de Abaddon.
Abaddon hunde su espada en el costado del cuello del Exterminador,
torciéndola y cortando para atravesar el sello entrelazado. Luchando
juntos, empujando desde ambos lados, Abaddon y Ulnok logran hacer
retroceder al Exterminador, afilando y raspando sus espadas trabadas para
agrandar y extender las heridas. Cuando el Portador de la Palabra
finalmente cae, derramando sangre por cada fisura, casi arrastra a ambos
consigo.
Abaddon ayuda a Ulnok mientras el pesado cadáver rueda y se desliza
por el pedregal, y luego llama al resto de su escuadrón. Continúan el
ascenso. Abaddon puede escuchar a Baraxa en la comunicación, de
manera irregular e ininteligible.
Finalmente, en la cima, Abaddon logra alcanzar una posición ventajosa.
8|VIII
Ángel, atormentador
Sanguinius se desplaza lateralmente en el aire, una figura imponente
desde cualquier perspectiva: una forma humanoide de una escala mucho
mayor que la de cualquier hombre, poderosamente musculoso, alado y
revestido de una armadura pesada. Posee una masa considerable y una
fuerza extraordinaria. Es el clímax físico e imperativo en casi cualquier
combate.
Sin embargo, parece ingrávido.
Se mueve alrededor de su adversario de manera ilusoria y fugaz, como
un breve destello de luz, una hoja llevada por el viento, un pájaro volando
en círculos alrededor de un arbusto espinoso. Apenas roza la cubierta,
como si flotara y fuera demasiado ligero para aterrizar, como un espíritu
etéreo destinado a habitar eternamente muy por encima del tedioso
mundo terrenal, en el luminoso reino del viento y el aire.
Sus alas se impulsan y salta sobre su enemigo, arrastrando ráfagas de
chispas cuando la hoja de Encarmine corta la gruesa piel de lobo y traza
una larga y curva hendidura en la placa negra. Aterriza, y los dedos de su
pie derecho apenas rozan el suelo el tiempo suficiente para realizar un giro
que le hace girar en el aire, una rotación elástica que permite a su espada
buscar otro contacto. Las placas se doblan y desgarran como el estaño, y
los cables cortados expulsan un turbio líquido cefalorraquídeo.
El mazo de su adversario corta el aire en su búsqueda, pero él ya ha
desaparecido de nuevo.
Horus Lupercal respira con dificultad, jadeando como un Grox exhausto.
Tiene saliva en la barbilla y en los labios, y un primer atisbo de ira en sus
ojos vacíos. Esta contienda ya no le divierte. Comienza a enfadarse.
Luego vendrá la furia. Sanguinius lo anticipa. El Horus que él amaba
tenía un temperamento rápido, se encolerizaba fácilmente y solía ser
incitado por la frustración cuando las personas no seguían sus órdenes o
demostraban incompetencia. Sobre todo, su ira estallaba ante cualquier
acto de desafío.
Sanguinius conoce la ira del Señor de la Guerra y sabe cómo provocarla.
No tiene idea de cómo será la ira de esta entidad, en la que se ha
convertido Horus. Imagina que será una furia abominable.
Pero la furia es una debilidad en cualquier verdadero guerrero. La rabia
hace que un hombre sea imprudente y torpe, disminuyendo su habilidad y
técnica, por muy entrenado que esté. La rabia resta delicadeza. Diluye la
concentración. Provoca errores y excesos, y le quita al hombre su precisión
y disciplina.
La rabia, y la pérdida de control que conlleva, se convierte en una
debilidad autoinfligida.
Sanguinius busca eso. Anhela toda ventaja posible, consciente de que,
desde el inicio, las probabilidades favorecen a su hermano. Comprende
que debe explotar cada brecha en la armadura del Señor de la Guerra,
tanto física como mental, para tener alguna oportunidad de vencer. Debe
forzar cada grieta existente y crear otras nuevas. La ira será una de ellas, tal
vez la más crucial. Si logra incitar la furia de su hermano caído, podrá
nivelar las fuerzas, pues un Horus enfurecido será un Horus disminuido.
Aunque mucho más poderoso y monumental, Horus, dominado por la
pasión desbordada, quedará reducido, y Sanguinius podrá dictar los
términos del enfrentamiento, desmantelando a su enemigo con precisión
quirúrgica y juicio claro.
Está cerca de alcanzar ese punto crítico. Ya ha exacerbado la
exasperación del Señor de la Guerra. Conoce a Horus, al igual que conoce
al Espíritu Vengativo. Está al tanto de los secretos y las debilidades ocultas
de su hermano, pues Horus se las reveló. En aquellos días remotos, antes
de que la oscuridad cayera, Horus compartía todo con su hermano ángel.
Ese conocimiento íntimo, otorgado sin vanidad ni reserva, ha permitido a
Sanguinius infiltrarse en la nave insignia más formidable del Imperium.
También lo guiará al corazón de su hermano.
Sanguinius se mueve ágilmente entre la maza y la garra, trazando bucles,
amagando, revoloteando a la izquierda y clavando la punta de Encarmine
profundamente en la cadera de Horus. Las Escamas de la Serpiente se
perforan como papel, exhalando vapor y rezumando una sangre espesa y
negra. Los giros implacables del Ángel alrededor de su pesado oponente se
han convertido en una danza: ágil, acrobática, incesante, elegante. Cada
movimiento suyo es una muestra de destreza marcial impecable,
inigualable en el universo. Su precisión es asombrosa, fluida y pura, casi
performática, como un rito sagrado. No hay esfuerzo desperdiciado, ni
redundancia. Sus movimientos recuerdan, en su arte balletístico y
complejidad laberíntica, a los pasos elaborados y la gimnasia posthumana
de un arlequín aeldari.
Quizás, de algún modo, sean los mismos pasos eternos.
La furia está cerca. La atmósfera de la Corte Lupercal se tensa,
chisporrotea. La luz se espesa y el aire se satura de humedad, preludio de
la tormenta. La cubierta suda gotas aceitosas, y los bloques de obsidiana
de las paredes y columnas vibran con inquietud. El murmullo de fondo se
intensifica, silbando como una estática congestionada desde las sombras,
los claustros y el espacio oscuro del techo. La atmósfera está agitada, como
perturbada por lo que presencia.
Una mota dorada desafiando la oscuridad, fragmento por fragmento.
La armadura de Horus exhibe ya dos docenas de heridas. Estrías de
metal desnudo surcan y muescan su placa. La piel de lobo está rasgada y
acuchillada. Tubos dérmicos cortados oscilan y gotean. Sangre y plasma se
escurren por las fisuras. Los reactores y generadores de escudo de la
armadura luchan y resoplan por mantener la estabilidad.
Horus, con el rostro bañado en una luz cruda y sudoroso, gruñe y se
retuerce, se agita en vano, pero cada movimiento masivo es demasiado
lento o llega demasiado tarde para capturar a su atormentador. Cada
pisada suena como un paso de Titán, resonando y chirriando en la
cubierta, y la propia cubierta está quebrada en cientos de lugares, con el
metal destrozado y agrietado por golpes fallidos y esquivados.
La Garra de Horus chasquea como un látigo. Rompemundos gira con un
gemido de aire desgarrado. Horus gruñe con espuma en las comisuras de
los labios. Arremete como una montaña deslizándose contra la inasible
llama dorada que no puede atrapar. El enorme mazo falla de nuevo, pero
golpea un pilar de ouslita, destrozándolo por la mitad en una lluvia de
piedras. El impacto es ensordecedor, y la sección desprendida se estrella
en la cubierta, dejando las partes superior e inferior de la columna rotas
como estalactita y estalagmita.
Se gira, pero Sanguinius ya ha vuelto a localizarlo y se dirige hacia él
como un misil. Encarmine, blandida con ambas manos con toda su fuerza,
golpea el blindaje frontal del Señor de la Guerra. Los fallidos escudos
reactivos estallan con un destello. La hoja hiere una gruesa sección del
borde de la gorguera y deja un desgarrador corte sangriento en la frente y
mejilla izquierda de Lupercal.
Horus ruge como un dragón despertado.
La furia ha llegado.
8|IX
Perdido en la locura
No hay manera de atravesar. Una descomunal tormenta de fuego cubre
el Cañón de Ventilación Palatino, desatando furiosas llamas amarillas que
rugen con tal potencia que parecen aullar. Las pasarelas y puentes han
sucumbido al calor, derritiéndose o incendiándose. Al otro lado del golfo, el
imponente edificio del Congreso Transterrano está oscurecido y
parcialmente consumido por las llamas. Las cercanas torres de la
Beneficencia han sido reducidas a meros escombros ennegrecidos.
Hassan jamás había presenciado un incendio de tal magnitud. Siente su
estruendo resonar en sus huesos. La intensidad del calor es tal que les
impide acercarse más. Ios Raja y los tres Astartes de su equipo podrían
soportarlo por un breve momento, pero ni Hassan ni las dos Hermanas
podrían resistirlo. Rodean el extremo sur del cañón y hallan refugio en los
claustros del Ordinatorio.
Aun allí, el calor es insoportable, y Hassan se siente abrumado por la
incomodidad. Escuchan disparos en los niveles inferiores.
Raja lo mira, como preguntando ¿Qué hacemos ahora? Hassan está
reflexionando, pero le cuesta concentrarse. Los horrores que han visto
desde que dejaron la Rotonda, tanto de cerca como de lejos, están
impresos en su mente. Son tan vividos que le impiden ver más allá.
La última fortaleza ha caído. La invasión es completa. Los traidores están
por doquier, infiltrándose en el Sanctum tanto desde arriba como desde
abajo. Cientos de batallas se libran para defender los últimos reductos del
Imperio leal. Mientras avanzaba entre estos últimos conflictos, Hassan
luchaba contra el impulso de abandonar su misión y sumarse a la batalla,
pues ahora cada hombre y mujer cuenta. Pero tiene una promesa que
cumplir, un deber que no debió delegar. No morirá sin atender los deseos
de su difunto maestro, aunque su objetivo ahora parezca inútil.
Intenta evaluar la situación. El camino a los Acercamientos del Este,
donde se encuentra el laboratorio de Fo y su última ubicación conocida, es
inaccesible, y los Acercamientos están, además, invadidos. Según la
limitada información que Moriana pudo recopilar y enviar a Hassan, Fo fue
visto por última vez con Xanthus, la hechicera genética Selenar, y el
Custodio Amon. Estaba siendo trasladado, pero ¿a dónde? Hassan no
puede ir a los Acercamientos para buscar alguna pista dejada por Xanthus.
Todas las comunicaciones están caídas, dejando a Hassan sin manera de
saber adónde se dirigían Fo y los demás, ni si siguen con vida. Además, la
geografía del Sanctum parece estar cambiando, tal como lo había sugerido
el misterioso intruso Persson. Aunque Hassan supiera dónde está Fo, ya no
puede estar seguro de su ubicación actual.
Hassan solo puede actuar con la información que posee. Debe analizar
los detalles clínicamente, tal como le enseñó su maestro, enfocándose en
los hechos conocidos: Fo, Xanthus, Andrómeda 17, Amon Tauromachian.
Conoce bastante bien los modos de pensar y actuar de Xanthus, pero los
impulsos de Fo son impredecibles y la Selenar fue traída deliberadamente
como un factor disruptivo para…
Un momento. Hassan se detiene y mira a Raja.
—¿Qué te haría desobedecer una orden?
Raja, con el rostro cubierto de sangre seca, responde:
—Nada.
—Por supuesto —dice Hassan—. Pero si te ordenara que rompieses un…
—Tú tienes autoridad —responde Raja—. Así que obedecería, a menos
que contradiga un mandato de una autoridad superior a la tuya.
—Como lo son el Sigilita, el Capitán General, o el Emperador.
Raja asiente.
—¿Nadie más?
—Nadie más.
—Entonces, ¿no desobedecerías una orden por mandato de Xanthus o
algún otro Elegido?
—Sus autoridades serían insudificientes.
—Pero Amon estaba presente —dice Hassan—. Estaba con ellos, y fue
con ellos. ¿Lo conoces?
—Por supuesto —responde Raja.
—¿Y él es, tal como tú, irreprochable en su obediencia?
Raja lo mira directamente.
—Es parte de la Legio Custodes. Es una ofensa incluso hacer la pregunta.
¿Qué estás pensando?, pregunta Aphone Ire en señas.
Mientras Hassan piensa en responder a la Comandante de la Vigilia
Aphone, el sonido de disparos en el fondo se intensifica. Un arco en el otro
extremo del claustro estalla y seis hombres del Anillo Palatino aparecen,
disparando hacia atrás mientras huyen. Las ráfagas de proyectiles los
persiguen, y uno de ellos cae fulminado por las llamas.
8|X
Apostólico
Abaddon observa a sus fuerzas defendiendo la escotilla del puente,
iluminadas por las chispas de sus disparos. La perspectiva desde su
posición en la colina le deja atónito. Había comenzado a aceptar la idea de
que un vasto reino de naturaleza salvaje se había entremezclado de alguna
manera con el puente del buque insignia, pero desde su posición actual,
esta naturaleza parece interminable, con características propias de un
mundo construido para seres mucho más grandes que él.
La tierra que se extiende hasta donde alcanza su vista está retorcida y
plegada, con picos abruptos que se elevan miles de metros. Restos de
ciudades muertas y escombros cuelgan en ángulos extraños, pareciendo
musgo en una pared. Abajo, la misma estrella sombría que había visto
antes brilla ominosamente detrás del velo de la tormenta y los hilos de
Flujo Disforme y pseudomateria que ensucian el cielo. Al verla, siente
revuelo en su estómago.
Esperaba, quizás ingenuamente, poder ver la Corte Lupercal, imaginando
que, como los niveles del puente del buque insignia, podría haberse
mantenido como una parte discreta del todo, desplazada por la alteración
del espacio. Pero en lugar de eso, todo lo que ve son las ruinas devastadas
y cubiertas de maleza de lo que una vez fue una ciudad sin límites, un
patrón fantasmal de calles muertas, escombros y restos donde aún arden
fuegos, todo distorsionado y realineado.
En las calles, entre las ruinas, la maleza y los artefactos erosionados por
el viento, ve a los Portadores de la Palabra. Para su consternación, hay
miles de ellos, junto con miles de Excertus y tripulantes, dispersos en
varios kilómetros, pero todos convergiendo hacia la posición que sus
hombres defienden. Puede sentir el frenesí y el pánico en el viento.
Parecen ser demasiados, como si la naturaleza deformada de este
psicoespacio de alguna manera multiplicara a la tripulación de su buque
insignia, como los ecos de los condenados en el infierno.
Abaddon se da cuenta de que hay demasiados enemigos, incluso para la
habilidad de sus compañías. Pronto se quedarán sin municiones y todo se
reducirá a combate cuerpo a cuerpo. A pesar de la locura de los Portadores
de la Palabra y sus secuaces, y aunque confía en la habilidad de los Hijos de
Horus sobre los hijos de Lorgar, la superioridad numérica siempre
determina el resultado en el combate cercano.
Ulnok, el Caballerizo de Abaddon, parece compartir su preocupación.
Pero no es eso lo que lo consterna. Una figura se acerca por la cresta:
Erebus, el odiado, despreciado y culpable de todos los males en el mundo
de Abaddon.
Erebus sonríe.
Abaddon levanta su espada y sale a su encuentro. No sufrirá esa sonrisa.
No se dejará arrastrar a otra vorágine de medias verdades y engaños
seductores.
—Mi hermano —dice Erebus cuando Abaddon se acerca—. Mi noble
Primer Capitán. Ezekyle.
Seguramente puede ver que voy a matarlo, piensa Abaddon. Si hago una
cosa este día, será estrellar los sesos de ese mentiroso contra los
escombros de este paisaje infernal, porque él es seguramente, más que
nadie, el responsable de esto.
La caída comenzó con Erebus.
Pero Erebus, con su rostro espantoso de galimatías tatuados y feas
cicatrices, sigue sonriendo. Hay manchas secas de la sangre de alguien en
su mejilla y en su frente.
—El miedo se ha apoderado del mundo —anuncia Erebus.
Abaddon se detiene, con la espada preparada.
—Tus pobres hermanos —continúa diciendo, mirando al valle de abajo,
donde Baraxa, Jeraddon, Zeletsis y Sycar comandan la línea contra el
ataque. Se mantienen firmes, tal y como esperaba—. Tus hombres están
finamente disciplinados, Ezekyle. Aunque, por supuesto, no han visto lo
que mis parientes han presenciado.
—¿Y qué sería eso? —gruñe Abaddon.
—Nuestro futuro —responde Erebus—. Ezekyle, mis parientes están
demasiado perdidos en el terror para saber lo que están haciendo, pero no
tengo ningún deseo de ver a tus hermanos masacrados. Somos de la
misma sangre, del mismo bando. Con gusto mataría a cualquier hombre
leal al Trono, pero somos de la misma parte. Y esta matanza es indecorosa.
—Entonces, deténlos —dice Abaddon—. Pero no creo que puedas.
Erebus se gira y observa la escena. Levanta la mano. Habla.
Abaddon ha estado conteniendo a los Portadores de la Palabra durante
más de una hora con cada gramo de furia y potencia de fuego que sus
compañías pueden reunir.
Erebus detiene a sus hermanos con una sola palabra.
8|XI
El camino escogido
¡Muévete!, dice Srinika Ridhi en señas. Tienen que hacerlo. No pueden
detenerse a ayudar a estos hombres, ni arriesgarse a quedar atrapados en
una pelea rodante. Formas negras persiguen a los soldados de la Defensa
hasta el patio: los Hijos de Horus, con sus armas atronando. La XVI ha
asestado el golpe más duro, justo en el corazón del Palacio. Hassan ha
escuchado repetir nombres varias veces: Vorus Ikari y Ekron Fal. Estos
capitanes de la XVI han exigido mucho a sus hombres, y las atrocidades
cometidas para tomar la última fortaleza ya son infames. Solo el eco de sus
nombres descompone las filas de los Excertus leales, que huyen
aterrorizados, aunque no haya lugar donde esconderse. Ikari y Fal son la
punta de lanza del Señor de la Guerra, su crueldad despiadada y sin límites
pronto acabará con lo que Horus inició en Isstvan.
Raja y las Hermanas guían a Hassan hacia el claustro, lejos del combate.
Los tres Astartes —Malix Hest de los Ángeles Sangrientos, el Pretoriano
Puño Guil Conort, e Ibelin Kumo de los Cicatrices Blancas— los siguen,
cubriendo la retirada con fuego de supresión. Ellas fueron asignadas a la
misión de Hassan desde la defensa de la Rotonda. Lo han defendido
valientemente y casi sin hablar, aunque Hassan percibe su resentimiento
por tener que retirarse de cada combate al que llegan.
Como ahora. No pueden quedarse a ayudar a las tropas de la Defensa.
Enfrentarse al XVI, o a cualquier otro invasor, implica un riesgo demasiado
alto. Solo pueden protegerse, evadirse y moverse.
Parece cobardía.
Los Hijos de Horus masacran a los últimos supervivientes de la Defensa.
Más de veinte salen al patio, algunos ya disparando al grupo de Hassan.
Los tiros de los Astartes los mantienen a distancia, y un disparo de Conort
derriba a uno de los asesinos de Horus. Los proyectiles enemigos se
estrellan contra el muro y las columnas del claustro, y las detonaciones
llenan el aire caliente de polvo de piedra. Raja abre una escotilla de
auramita y casi lanza a Hassan por ella. Los demás le siguen. Kumo,
cubriendo la retaguardia, dispara una última ráfaga a los traidores que
avanzan, y luego se agacha, colocando una carga en el exterior de la
escotilla antes de cerrarla.
La carga direccional, que explota segundos después, derriba el claustro y
entierra la escotilla bajo los escombros. Es un truco que Kumo ya ha usado
dos veces. Los Cicatrices Blancas son expertos en la guerra móvil, se
mueven a su antojo y son habilidosos en evitar ser seguidos.
Raja guía al grupo por un pasillo corto, cruzando un patio secundario,
hasta llegar a la base de una torre de vigilancia del Hemisferio Sur. El lugar
parece desolado. Una nube de humo se cierne lentamente en el aire. Los
sonidos de disparos y explosiones llegan sordos y distantes desde los pisos
inferiores.
Al encontrar un puesto de subcomando, notan que hay energía, pero los
datos están corruptos. El vox zumba como un viento de Neptuno. Los
Astartes vigilan la puerta y se acercan al pasillo. Hassan endereza una silla
caída y se sienta.
¿En qué pensabas?, señala Ire.
—Trataba de pensar como lo haría Xanthus —responde Hassan—. Él no
podría haber forzado a Amon...
De acuerdo, interrumpe Raja.
—Pero Amon se fue con ellos. Y no por seguridad, porque el Sanctum
aún no había sido atacado.
Hasta donde sabemos, añade Ridhi con señas.
Hassan reflexiona. Normalmente pediría a las Hermanas mantener
distancia, ya que su presencia nula perturba el ánimo y el pensamiento,
incluso de los no psíquicos. Pero ahora, esa quietud le resulta
reconfortante, aislándolo del caos y el estruendo de la guerra en el Palacio.
—Entonces, mover al prisionero debió ser una instrucción de Amon —
concluye.
Las órdenes eran mantener al prisionero seguro y prevenir su fuga,
señala Ire.
Hassan asiente y mira a Raja buscando confirmación.
—¿Solo eso? —pregunta—. ¿Sabes exactamente qué ordenó Amon?
—Mantener al prisionero seguro y evitar su escape, esperando que se
complete su proyecto —responde Raja.
—Sin embargo, Amon se negó a entregarlo. Eso lo sabemos. Y accedió a
trasladar a Fo, aunque la celda de seguridad estaba allí.
¿Crees que Amon sospechaba que el prisionero corría peligro?, pregunta
Ire.
—Tal vez —admite Hassan—. Debió creer que no podía cumplir sus
órdenes al pie de la letra si se quedaba...
Se detiene, mira a Raja y a las Hermanas, como sombras vigilantes.
—Cumplir sus órdenes al pie de la letra —repite—. Mantener al
prisionero seguro, evitar su fuga y completar su proyecto.
Mientras habla, cuenta los puntos en su lista con los dedos.
—Órdenes tripartitas —dice Hassan—, y solo la tercera parece relevante.
Fo no había terminado su proyecto. Quizás Xanthus, tal vez con ayuda del
Selenar, convenció a Amon de que el trabajo aún no estaba completo.
Amon se habría visto forzado a actuar para cumplir el tercer aspecto de sus
órdenes.
Raja asiente en acuerdo.
Pero si quedaba trabajo por hacer, el laboratorium estaba cerca, firma
Ridhi.
—Y un lugar de trabajo, instrumentos... No era eso lo que faltaba —
reflexiona Hassan—. Fo tenía todo lo que necesitaba, materialmente. Así
que lo que faltaban debían ser datos. Información. Conocimientos
especializados que Fo necesitaba para completar el arma. Dado lo que
sabemos, esa es la única razón por la que Amon habría consentido en
trasladarlo.
¿Cuál es el archivo más cercano?, pregunta Ire. ¿La biblioteca más
cercana?
—El Clanium —responde Raja sin dudar—. Leng y el Quorum están
demasiado lejos. Hay una pila de datos en la Casa de las Plantillas, pero su
alcance es demasiado estrecho y especializado.
¿El Clanium, entonces?, pregunta Ridhi.
—Aún nos queda un largo camino —dice Hassan—. Salieron a pie y se
les vio por última vez en el monitor descendiendo al nivel seis. Si se
hubieran dirigido al Clanium...
—Habrían subido a las plataformas del tejado —interviene Raja.
—Creo que sí —asiente Hassan.
—Estoy seguro —afirma Raja—. En la posición de Amon, con la
instrucción específica de Amon, yo habría obtenido un volante. No habría
intentado llevar a pie al prisionero hasta el Clanium.
Entonces, ¿dónde?, pregunta Ire.
Hassan se levanta de un salto y se dirige al puerto cerrado del
subcomando. Pulsa el botón, pero la potencia es baja y los postigos
metálicos empiezan a subir lentamente y con dificultad. Raja se une a él y,
con un gesto decidido de su brazo, empuja la persiana hacia arriba.
La ventana es grande y ofrece una vista amplia y elevada de la parte sur
del Sanctum. Están a nueve plantas por encima de la explanada del
Hemisferio Sur y a cuarenta y seis sobre el nivel de la calle. Los cristales
blindados del puerto están moteados de hollín.
Khalid Hassan parpadea ante la devastación. Ha visto zonas de guerra y
ciudades devastadas, pero el impacto de esta vista es que es el Sanctum. La
ciudadela eterna, el corazón inviolable de todo, el epicentro del poder del
Imperio, se quema y muere. Las torres se desmoronan, las agujas arden.
Las calles, plazas y puentes llenos de figuras y movimiento. Ve a los
soldados leales reducidos, acorralados, defendiendo terrazas, empujados
hacia atrás por las pasarelas, encerrados tras barricadas improvisadas. La
presencia de los traidores es abrumadora, sus máquinas de guerra, sus
tanques y sus estandartes ondeantes por doquier. El cielo es una masa de
humo sobre la ruina iluminada por el fuego. La luz parpadea con la
descarga constante de armas, tantas chispas y destellos como hojas en un
bosque o estrellas en el cielo.
Y por todas partes, los muertos.
8|XII
Lo insoportable
—Grammaticus —dice Leetu.
John abre los ojos.
¿Estamos muertos?, pregunta este inmediatamente, tembloroso
mientras intenta formar los signos del código.
—Peor —responde Leetu—. Estamos vivos.
Leetu parece debilitado por el dolor; su biología dañada lucha por
curarse. Su armadura está cubierta de sangre seca.
John se deja ayudar por el guerrero herido de Erda para ponerse en pie.
Siente dolor por todo el cuerpo, y el sufrimiento de su rostro golpeado y su
brazo destrozado es casi insoportable. Está temblando, febril. Ha muerto
suficientes veces para reconocer que esto es lo que se siente cuando un
cuerpo dañado comienza a apagarse y a rendirse. No le queda mucho
tiempo.
Y así no es como quería pasar sus últimos momentos.
El Lobo Lunar, Loken, ya está de pie, a varios metros de distancia, de
espaldas a ellos, observando algo fijamente.
La luz es intensa, tan brillante que causa náuseas en John, pero no emite
calor.
Ve a Oll, a lo lejos, frente a una figura alta e inmóvil, una forma
ennegrecida tan rígida e imponente como un obelisco. Hay otras figuras,
erguidas y severas, como las piedras desgastadas de un círculo de piedra. El
polvo blanco se agita en el resplandor. A lo lejos, una cortina silenciosa de
tormenta de relámpagos rodea el mundo, como un muro de cadenas
colgantes y chispeantes.
Entonces John ve lo que debió haber visto primero. La cosa gigante que
domina el espacio más allá de Oll. Es tan enorme que John sabe que su
mente lo había ignorado al despertar, negándose a verlo o aceptarlo, por el
bien de su cordura.
Un globo pulido, un orbe de obsidiana, una esfera espejada. Su forma es
simple, pero describirlo es complejo, incluso con su habilidad lingüística. Es
difícil incluso determinar su tamaño. Descansa suavemente sobre la tierra,
pero parece tener el tamaño de una luna caída, incluso más grande que
eso. Empieza a comprender su profundidad infinita, su extensión, su
abismo, y siente ganas de llorar. No es un objeto, sino una fuerza, una
manifestación, un nodo de conciencia, una presencia. Exuda ylem, la
materia primordial. Irradia un aura de luz azul, hsbd-iryt, el primer color del
cielo, el tono que los antiguos hierofantes del Nilo usaban para pintar la
piel de sus dioses.
Es una calma inmensurable y una furia extrema. La ira se difunde como
el aroma de un incienso quemándose lentamente, y esa ira se convierte en
miedo al tocar la piel de John.
Es insoportable. Quiere gritar.
Quiere morir.
Cerca de él, Loken se arrodilla e inclina la cabeza.
John se libera de las manos de Leetu y comienza a cojear hacia Oll a
través del polvo, cada paso lo sumerge más en el resplandor del terror.
Continúa adelante, a pesar de ello. Ha llegado hasta aquí.
8|XIII
El único destino lógico
—¿Elegido? —Hassan se recuerda a sí mismo. Raja espera su respuesta
—. ¿Cuál es tu evaluación? —pregunta Raja.
Hassan observa el panorama, esforzándose por no quedarse atrapado en
los detalles macabros de la carnicería. Conoce esta ciudad; es su dominio.
A pesar de su inmensidad, podría recorrerla sin necesidad de un mapa. Sin
embargo, algo no encaja. Más allá de los daños evidentes y los cambios en
el plano y perfil por la destrucción, la fortaleza no parece correcta. Los
puntos de referencia parecen desplazados o mal ubicados. Nada está en su
posición habitual.
—¿Elegido?
—Espera, por favor —dice Hassan, con voz insegura. Escanea de nuevo y
señala—. El Retiro.
—¿La torre de tu Sigilita? —pregunta Raja.
Hassan asiente. La vieja torre, apenas visible, no está donde él esperaba,
pero aún se mantiene en pie. Parece estar a un mundo de distancia.
—La biblioteca privada y el compendio de datos de mi maestro eran
extensos. Una colección privada, resguardada dentro de su torre. Ahí es
donde Xanthus iría.
—¿Estás seguro? —pregunta Raja—. ¿O es solo una suposición?
Hassan mira a su compañero.
—Para los Elegidos —dice—, era un lugar predilecto. Íbamos allí a
menudo, para reunirnos con nuestro maestro, el Regente, y discutir
asuntos de estado en privado...
Se detiene. Los recuerdos lo inundan de manera abrumadora.
—Era un lugar seguro —afirma.
—Ningún lugar es seguro —responde Raja con firmeza.
—Concedido —dice Hassan—. Pero es ahí donde Xanthus iría. Está
mucho más cerca que cualquier otra instalación de datos y sus recursos
son considerables. Dadas las circunstancias, es el único destino lógico.
Xanthus llevaría a Fo allí.
¿Lo dicta tu instinto?, pregunta Ire en señas.
—Más que instinto. Es lo que yo habría hecho. Lo que cualquiera de los
Elegidos habría hecho.
No llegaremos a pie, afirma Ridhi.
Raja se vuelve hacia la ventana para considerar sus opciones. Hassan casi
puede ver las múltiples soluciones que pasan por la mente del Compañero,
las rutas y variables aprendidas a través de exhaustivos juegos de sangre.
Una aproximación directa, un descenso a la subsuperficie para seguir a las
procesionarias profundas, un avance indirecto siguiendo la calzada...
De repente, Raja aparta a Hassan del puerto. Es el momento más
aterrador en la vida de Hassan, ver a un indomable guerrero de la Legio
Custodes retroceder con aprensión. Con miedo.
Hassan siente temblar la torre. Escucha el lento pulso de un terremoto y
se da cuenta de que sólo pueden ser pasos. Al tercer paso titánico, el
cristal blindado del puerto se resquebraja.
Raja empuja a Hassan hacia la salida de la sala de mando, seguido de
cerca por las Hermanas. Al pasar por la escotilla, Hassan mira hacia atrás y
ve, por una fracción de segundo, una sombra cruzando la ventana del
puerto. Algo, una cosa gigantesca de nueve pisos de altura, pasa
rápidamente por el exterior de la torre. Una máquina de guerra, un
Imperator. Ve un ojo que mira hacia el puerto, sintiendo lo que sentiría un
muñeco cuando un adulto se asoma a la ventana de su casa de juguete.
No es un Titán.
Comienzan a huir por el pasillo, con los Astartes acompañándoles.
Detrás, la mampostería empieza a desmoronarse.
8|XIV
Equivocado en todo
—Estás asumiendo el manto de la divinidad —dice Oll—, simplemente
para destruir.
—Para proteger —responde el Custodio carbonizado—. Para defender...
—No —interrumpe Oll—. Para seguir tu camino hacia otra solución
rápida, ignorando todas las consecuencias futuras. Ya te lo he dicho
muchas veces. Nunca me escuchaste.
Se encoge de hombros.
—Supongo que no debo esperar que me escuches ahora.
Mira a un lado y ve a John cojeando hasta unirse a él. Extiende la mano
para ayudar a su amigo, gravemente herido. Leetu le sigue de cerca.
La única mano sana de John se mueve, inestable, formando palabras.
—Sí —responde Oll—. Va tan bien como pensaba.
John sacude la cabeza vendada, exhausto. Vuelve a mover la mano.
—No, John —dice Oll—. No necesitas disculparte. No es un momento
para un "te lo dije". Siempre valió la pena intentarlo.
John no puede evitar mirar fijamente la enorme esfera negra detrás del
Custodio quemado. Se impone sobre ellos en la luz fulminante. La observa
hasta que no puede soportarlo más y aparta la mirada.
—Es Él —dice Oll—. Nos equivocamos en todo.
Sosteniendo a John, Oll mira directamente al rostro resplandeciente de
Caecaltus Dusk.
—Todo lo que está ocurriendo, todo, es consecuencia de Su Gran Plan —
afirma con firmeza—. Todo esto es tu culpa. Estabas tan orgulloso de tus
estrategias y variaciones, pero de alguna manera nunca viste venir esto.
—¿Y tú sí, Ollanius? —pregunta Dusk.
—Algo así. Sin detalles, pero sí, los riesgos, supongo. Pero lo que pasa,
viejo amigo, es que nunca pretendí tener la razón en todo. Siempre fui
consciente de mis errores... de mi ignorancia. Tú... tú no. Siempre estuviste
tan seguro. Habías ordenado el futuro y estabas convencido de que se
desarrollaría como habías planeado. El futuro era tuyo, y no podía llegar lo
suficientemente rápido.
—No castigarás a mi Rey de Eras —dice Dusk.
—Entonces que se castigue a sí mismo —dice Oll—. Hizo un plan hace
miles de años. El plan más ambicioso que jamás haya concebido un ser
humano, infinito en detalles, profundo en su alcance. Creía ciegamente en
ese plan, pero nunca consideró que el plan en sí era fundamentalmente
defectuoso.
—Siempre estuvo demasiado seguro de sí mismo —dice Leetu en voz
baja. Caecaltus Dusk dirige su mirada ensangrentada hacia el legionario
herido.
—LE 2 —dice—. No estás en posición de cuestionar los méritos del plan
de mi rey. Fuiste creado como parte de él. El prototipo base. Un elemento
del plan no puede cuestionar el plan.
La mano de John forma palabras.
—Eso es un punto válido —dice Oll. Observa al procónsul—. Leetu
puede expresar lo que piensa porque tú lo has permitido. Permitiste el
libre albedrío, la continuidad emocional. Si el modelo base de toda la
generación astartesiana, el patrón a partir del cual se concibieron todos los
demás, manifiesta dudas, ¿qué nos dice eso?
Suspira y señala directamente a la vasta y brillante esfera.
—Pero esto —dice Oll—, esta cosa terrible en la que te estás
convirtiendo... irónicamente nos ofrece una última oportunidad para
corregir el rumbo. Por extraño que parezca, es una oportunidad.
—¿Una oportunidad? —pregunta Caecaltus Dusk.
—Eres casi un dios, Emperador. Toma este momento para revisar tu plan,
no como el hombre que siempre has sido, sino con la percepción de un
dios. Seguramente puedes ver sus defectos, los errores en las
configuraciones que tan diligentemente estableciste. Un dios podría
percibir la verdad donde un hombre no puede. El Rey Oscuro no es la
solución. Es, como cada arreglo que has hecho, el acto de una mente
inquieta. El Rey Oscuro es un desastre existencial, pero su gracia salvadora
es que te brinda una perspectiva que nunca antes tuviste. Úsala, por favor.
—Horus debe ser detenido —dice Dusk.
—De acuerdo —responde Oll.
—El Caos debe ser frustrado.
—De acuerdo.
—No puedo hacerlo sin este poder, Ollanius.
—Sin embargo, debes hacerlo. Debes renunciar a él. Piensa con la
sabiduría de un dios, luego actúa con el coraje de un hombre. Si no lo
haces, te convertirás en lo que detestas. No serás mejor que Horus.
—No —dice Caecaltus Dusk—. Mi rey...
—Sí.
Mirando a su alrededor, Loken se ha adelantado para unirse a ellos. Se
ha quitado el yelmo y observa, imperturbable, la oscuridad reflejada. Se
arrodilla ante ella, con la cabeza inclinada, y la espada de Rubio a su lado,
con la punta en el polvo. Trazos de energía azul recorren la hoja expuesta.
—Soy tu siervo, mi Emperador —dice—. No soy más que un recipiente
de tu fuerza. Al igual que estos hombres, he recorrido un largo camino para
estar a tu lado y luchar contra la amenaza de Horus. En mi viaje, los
demonios, en su locura, me mostraron cosas que nunca debí haber visto.
Las revelaron para atormentarme. Una de ellas fue el alcance de la trampa
que mi padre te tendió.
Hay un leve crujido en el viento, la agitación de la fuerza psíquica, como
si un gran poder psíquico extendiera sin esfuerzo la más mínima fracción
inquisitiva de sí mismo. La hoja de Rubio zumba con más intensidad.
—Así que —dice Caecaltus Dusk tras un momento—, esta es la última
trampa que me tendió. Así, el primero en encontrarla ha cometido un
grave error.
—A mi padre no le importa —dice Loken.
Dusk gira la cabeza rápidamente y mira a Loken.
—No, Garviel Loken. A esos poderes unidos que residen en él no les
importa —dice Dusk—. No les importa si Horus vive o muere, porque
habrá servido a su propósito como instrumento al condenarme. Ese era su
objetivo desde el principio.
Loken se levanta y mira fijamente al procónsul.
—Si renuncio al poder, todo está perdido —dice Caecaltus—. Si
luchamos como hombres, perderemos.
—Entonces perderemos —dice Loken—. Mejor luchar contra demonios
como hombres, que convertirse en ellos.
—A veces debemos renunciar a las cosas que más queremos —dice Oll
—. Cosas fundamentales, cosas que sentimos como imperativas. Si no
tenemos la fuerza para adaptarnos, entonces no tenemos fuerza.
Oll sonríe con tristeza y se lleva la mano al pequeño símbolo dorado que
cuelga de su cuello.
—He mantenido la fe en un poder superior —dice—. Si ese poder
superior resulta ser insuficiente, mi fe se desvanecerá. Preferiría
retractarme.
Cierra los ojos, con la cabeza inclinada. Lleva a sus labios el pequeño
amuleto que le dejó su mujer y lo besa. John lo mira con los ojos muy
abiertos y le extiende una mano suplicante.
—No pasa nada, John —le dice Oll con una sonrisa melancólica—. De
verdad. Si la fe permite la existencia de dioses como este, entonces no
debería haber dioses en absoluto.
Rompe la fina cadena y arroja el amuleto.
Se hace el silencio por un momento. El polvo y las migajas del tiempo
caen sobre ellos como serrín.
Caecaltus Dusk se levanta lentamente. Con un crujido seco, comienza a
moverse. Da un paso lento adelante, luego otro. Los tendones curados de
su brazo derecho chirrían como una cuerda vieja cuando lo levanta y pone
la mano en el hombro izquierdo de Oll.
—Siempre fuiste el más obstinado y de principios de los que acudieron a
mí, Ollanius —dice—. Tu consejo siempre fue difícil de aceptar. No estabas
de acuerdo conmigo simplemente por ser quien era. Me desagradaste por
eso. Me desagradas por eso ahora.
—La verdad es a menudo difícil de escuchar —dice Oll.
—Y más difícil de decir. Por eso, podemos reconocer su valor. He
considerado tu consejo. He ejercitado, como sugeriste, la perspicacia que
ahora poseo.
—Entonces, ¿ves la verdad? —pregunta Oll.
—Veo el peligro.
—¿Ves el futuro?
—No —murmura el procónsul—. Porque no existe ninguno. Es un
espacio en blanco, esperando ser llenado por un nuevo plan.
—¿Un plan que aprenda de los errores del pasado? —pregunta Oll.
—Cualquier otro tipo de plan sería absurdo. El hombre crece
aprendiendo y aprende creciendo. Un rey, hecho más sabio a través de la
revelación, afina esa sabiduría con buen consejo. Un hombre así siempre
ha estado junto al Trono Dorado. Un hombre que no temía contradecir. Un
hombre con paciencia infinita. Con razón temes a todo en este cosmos,
Ollanius, incluyéndome a mí. Pero nunca has temido a la verdad.
Oll escucha un sonido agudo, como el crujir de un vidrio o la fractura de
un cristal. El aura azul palpita. La superficie espejada de la gran esfera
negra comienza a resquebrajarse y a cubrirse de grietas, extendiéndose y
multiplicándose rápidamente.
—Tal vez, entonces, las cosas puedan volver a ser como antes —dice
Caecaltus Dusk—. Pero esto debe resolverse primero, antes de que pueda
contemplarse cualquier futuro. Que esto termine, y que la muerte sea
condenada.
8|XV
Un último rechazo
—¿Dónde está mi señor Lupercal? —pregunta Abaddon.
—¿Dónde no está? —responde Erebus con una sonrisa de satisfacción.
Abaddon presiona su espada contra la garganta del Portador de la
Palabra.
—¿Dónde está?
—Ezekyle —dice Erebus, impasible ante la espada, la lluvia torrencial y el
viento cortante—, vengo a ti en son de paz, ¿y me amenazas con violencia?
—Tienes un segundo para responder antes de que te destripe.
Erebus suspira.
—Eres un alma tan decepcionante, Ezekyle. Tan prosaico, siempre lo he
pensado. Me pregunto si tu señor, mi maestro, te valoró tanto. Los dioses
también, porque te han marcado como especial. Te preocupas por los
detalles e ignoras la maravilla.
—¿Es él? —arremete Abaddon, señalando con ira la estrella oscura en el
horizonte lluvioso—. ¿Es por eso que tus parientes huyen aterrorizados?
¿Es por eso que esos hijos que he encontrado están tan trastornados
mentalmente? ¿En qué se ha convertido?
—¡No es él! —Erebus ríe—. Nuestro maestro, el gran Horus, ha renacido.
Es el recipiente del Caos unificado. Prepara su Corte para las ceremonias
que marcarán esta ascensión. Este es un gran día, Ezekyle. Es la
culminación de todo por lo que hemos trabajado.
—¿Dónde está? —gruñe Abaddon—. ¿Dónde está la Corte...
—Está aquí, hermano —dice Erebus—. Este lugar. Este reino es su Corte,
este mundo, este cielo sin estrellas, esta realidad. Somos peregrinos aquí,
invitados a su coronación. En este momento, está realizando los primeros
sacrificios para honrar a los dioses y agradecerles su apoteosis.
—Entonces, ¿qué es eso? —pregunta Abaddon, señalando de nuevo la
amenazadora estrella.
—¿Qué es eso? Eso, Ezekyle, es el último intento de resistencia de
nuestros enemigos. Es el Falso Emperador, caminando hacia su derrota.
Abaddon baja su espada. Observa el panorama distante, el orbe sombrío
parcialmente oculto por la Niebla del Vacío y las nubes de tormenta. Su
sola visión le revuelve el estómago. Percibe el poder, la furia, la
malevolencia.
—Parece algo más que un destello, Apóstol —dice—. Parece la ira de un
dios furioso.
—Casi lo es.
Erebus asiente, encantado con la idea. Se acerca a Abaddon, coloca un
brazo alrededor de los hombros del Primer Capitán y baja la voz a un
susurro.
—Ahora mismo, Ezekyle —dice—, el Falso Emperador es el ser más
poderoso de nuestro universo.
—¿Qué?
—Vamos. No pensabas que esto sería fácil, ¿verdad? ¿Cuándo ha sido
fácil algo en esta guerra? Hemos luchado y hemos sangrado porque el
objetivo lo merece. Maldecimos al Falso Emperador por sus mentiras y su
arrogancia, pero nunca debemos subestimar su poder. Nunca. Lo sabes,
hermano. Él es, y siempre ha sido, una criatura de inmenso poder. Él
construyó el Imperio, Abaddon. Él es el Emperador. Que lo odiemos no
significa que debamos olvidar eso. Ninguno de nosotros, ni siquiera Horus,
podría enfrentarlo directamente. Por eso hemos llevado a cabo esta guerra
de esta manera, minando sus fuerzas, pieza por pieza, convirtiendo o
llevándonos a aquellos que ama y en los que confía, cegándolo,
rodeándolo, desmantelando sus defensas ladrillo a ladrillo. Era necesario
debilitarlo antes de poder matarlo.
—Pero acabas de decir que ahora es más fuerte que...
—Calla y escucha, Ezekyle. Este asedio, el acto final, lo ha inmovilizado y
lo ha llevado, por fin, a la intemperie. Le ha forzado a luchar. Esta fuerza
que ves, y es una fuerza terrible... Es el último desafío de un hombre
desesperado. El Falso Emperador ha recurrido al poder de la Disformidad
para enfrentarse a nuestro maestro, ya que Horus se ha vuelto cada vez
más fuerte. Ha consumido tanto poder, Ezekyle, que está ascendiendo a...
bueno, a la divinidad, como dices. Y esto será su perdición.
—¿Cómo? —Abaddon respira con dificultad.
—Si conserva el poder —se ríe Erebus—, si se aferra a él y lo utiliza,
entonces el Triunfo de la Ruina está asegurado.
—Nunca me comprometí a asegurar la victoria de los dioses del Caos —
dice Abaddon—. Ese no fue el juramento que hicimos...
—Pero lo fue, Ezekyle, siempre lo fue. Juraste servir al Señor de la
Guerra, y esa fue siempre su intención. No tienes voz en este asunto.
A lo lejos, retumba un trueno.
—Si ese es realmente el Falso Emperador, nos matará a todos —dice
Abaddon.
—Pequeño precio —responde Erebus.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Porque lo veo improbable. El Falso Emperador no es tonto.
Comprende la perdición inherente al poder que ha obtenido. Si su intelecto
prevalece, lo dejará ir. Si su arrogancia prevalece, y bien podría, lo retendrá
y devastará todo lo que aprecia, incluyéndose a sí mismo. Pero si lo deja
ir... Oh, Ezekyle. Si lo deja ir, se enfrentará al gran Horus debilitado y
disminuido. Si lo deja ir, estará eligiendo la muerte.
Abaddon se libera del abrazo fraternal del Portador de la Palabra.
—Tú hiciste esto... —murmura.
—No, no —dice Erebus—. Nosotros lo hicimos. Todos nosotros. Yo
encendí la chispa, tú lideraste los ejércitos. Horus elaboró el plan mediante
el cual se ha logrado esta victoria. Él construyó la trampa, y ha saltado.
Perdición o muerte. El Emperador pierde de cualquier manera.
—¿Qué hacemos? —pregunta Abaddon.
—Nos regocijamos, Ezekyle —dice Erebus—. Y organizamos,
rápidamente, nuestras fuerzas para un rechazo final. Si el Emperador
renuncia a este poder, y decide luchar, reunirá a lo que queda de sus
partidarios para estar con él. La causa lealista está destrozada y muy
debilitada, pero lucharán hasta el final. Al igual que nosotros. Debemos
prepararnos para proteger la Corte.
Abaddon asiente.
—Mi vida por el Lupercal —dice.
A lo lejos, el sonido del trueno se intensifica. El aire se parte con una
detonación cataclísmica. La lejana estrella oscura se rompe, se desvanece y
es reemplazada por un brillante destello de luz. El resplandor se expande
hacia el exterior, hasta que todo el paisaje queda iluminado por el fulgor.
—¿Lo ves, Ezekyle? —declara Erebus, riendo—. Como sospechaba. El
Emperador ha elegido la muerte.
Abaddon protege sus ojos de la luz.
—El día no lo salvará —dice—, porque somos dueños de la noche.
—Oh, Ezekyle —dice Erebus—. Somos dueños de todo.
8|XVI
Fragmentos
La sustancia de la creación se estremece. Materia e inmateria vibran
conmocionadas. Los electrones que giran alrededor de los núcleos
protónicos de cada átomo del universo del espacio real titubean, dejando
de obedecer brevemente sus misteriosas leyes cuánticas. El poder del Rey
Oscuro es expulsado y dispersado, retornando al empíreo de donde vino,
arrastrando consigo restos y desechos: las profecías rotas y las
predicciones errantes que lo trajeron hasta aquí. Los Nunca Nacidos se
lamentan en masa, sus susurros se vuelven sobre sí mismos, retorciéndose
en mentiras y falsedades cacareadas; su futuro, antes tan seguro, de
repente se torna incierto. La maldición del Rey Oscuro desaparece de la
galaxia material y regresa a los cofres del mito.
Al menos por esta época.

La desesperación de la humanidad demonio es efímera. A medida que el


resplandor se extiende y comienza a desvanecerse, su angustia se
convierte en júbilo. Perciben otra victoria, no la magnífica y absoluta
abolición del Rey Oscuro, pero sí una largamente anhelada. La caída de la
humanidad. El triunfo de la ruina. La investidura de Horus Lupercal como
Majestad Empírea. La unión del Caos indiviso en un recipiente sin igual.
Un final y una muerte.

En el epicentro de la liberación, las figuras tropiezan y caen ante el


abrasador destello de poder psíquico que brota del Amo de la Humanidad.
La luz los consume. Ollanius Persson, John Grammaticus, Garviel Loken y LE
2 caen en el polvo, cegados, mientras la cáscara de espejo negro de la
esfera se fractura y explota. Caen en posición fetal, arrastrados por la
avalancha de energía expulsada.
También Caecaltus Dusk, que cae de rodillas.
Pero la luz no los mata. En los últimos segundos de su divinidad, el
Emperador canaliza la fuerza que está eliminando. No lo hace por
sentimiento o caridad. Necesita aliados. Necesita hasta el último hombre.
Envuelve a los que acuden a él en su aura y les protege de los vientos
psíquicos. Los aprisiona en su palma tan suavemente como cáscaras de
huevo. Así no morirán.
Es demasiado tarde para los otros Centinelas, esos valientes guerreros
del Hetaeron que él quemó en el extremo de su devastación. Sus rígidos
cuerpos vuelan como astillas en la explosión, esparciendo huesos
quemados y restos de armadura, desintegrándose en la fuerza arrolladora
hasta que, después, sólo quedan restos en el polvo humeante, los vestigios
de pies y pantorrillas, una espinilla, una rodilla, como los tocones de
árboles talados.
Demasiado tarde para ellos. No pueden resucitar de la muerte. Pero
para los demás, un último regalo de vida y renovación, el adiós de una
deidad que abdica. Oll se despierta en el polvo ondulante y descubre que
sus innumerables dolores y magulladuras han desaparecido, su cansancio
se ha esfumado, su viejo uniforme está limpio y nuevo, y su rifle brilla
como recién fabricado. Loken se pone de rodillas, la terrible carga de sus
visiones se diluye misericordiosamente, devolviendo la concentración a su
mente torturada. La herida de Leetu se cura, su armadura cortada se
recompone. John, parpadeando, se quita las vendas de un rostro ya no
mutilado, con una mano ya funcional. Hay un penetrante olor a
osmogenesia, la bendición del Emperador.
Caecaltus Dusk, el último Hetaeron, se levanta, con su placa de guerra
Aquilon reluciente, sus huesos y su carne restaurados. Un sigilo brillante
adorna su pechera.
Se gira y ve que, donde una vez hubo perdición, una esfera negra y
dolorida, ahora se alza una figura solitaria, con su capa ondeando en el
viento del páramo y el polvo blanco arremolinándose a su alrededor. Una
figura vestida de oro. Un rey. Su amo.
Mero mortal ahora, divinidad descartada, pero aún un ser de poder
perpetuo.
El gigante dorado desenvaina su espada.
La última batalla está cerca.

La liberadora descarga de poder inmaterial se extiende como una onda


expansiva por todo el reino transformado. Grandes extensiones de la
Ciudad Inevitable son sacudidas por el huracán empírico en expansión, y
miles de kilómetros cuadrados de la expansión transmundana se
desintegran aún más en polvo y cenizas. El Espíritu Vengativo, diseccionado
y reensamblado, se mece en el oleaje sobre sus amarres psíquicos. En las
partes materiales de la Terra Imperial que permanecen intactas, todos los
sistemas vox y de comunicaciones cobran vida por unos instantes para
emitir el estridente himno magnético de la muerte de las estrellas
condenadas, y siguen balando y gimiendo mucho después de que la onda
expansiva haya pasado.
Es una descarga de energía teándrica, sí, una exhalación, un
desprendimiento voluntario de potencia imprudente. Pero también es una
llamada. Así como convirtió una fracción de esa fuerza expulsada en una
bendición curativa para los que estaban a su lado, el Emperador, con esa
misma última medida de su divinidad, transforma otra parte de la carga
psíquica en un llamado a las armas, una convocatoria a todos y cada uno
de los que aún viven para oírlo y lo suficientemente cerca para actuar.

En el quincuagésimo noveno segundo del combate, la firme estrella que


les ha estado guiando parpadea, tartamudea y se apaga.
Constantin no ve la desaparición de la estrella. Él y sus guerreros
supervivientes están a medio camino de un barranco formado por carne
que atraviesa el paisaje de carne en descomposición, atacados por seres
que saltan y se retuercen, chillando como calderos hirviendo y silbando
como bombonas de gas perforadas. La intensidad de la lucha no ha
disminuido en lo más mínimo. Están cubiertos de un exudado hediondo,
apuñalando y reventando las formas de los Nunca Nacidos que emergen de
los acantilados de carroña que los rodean, horrores translúcidos que salen
de la piel ampollada del acantilado como parásitos eclosionando y saltan
hacia los Compañeros arrastrando mucosidad y largas colas cartilaginosas.
La mayoría todavía tiene adherida la membrana de sus cápsulas y huevos
de nacimiento, voraces desde el instante en que nacen, decididos a
aprender a matar antes que a caminar.
Tres de ellos derriban a Diocleciano Coros. Constantin salta en ayuda de
su tribuno, arrancándole de encima las formas que se retuercen,
desgarrando sus caparazones blandos y húmedos como yema de huevo
para liberarlo. Siente, más que ve, que la estrella se apaga. Siente un
instante de frío y, a continuación, la asfixiante oscuridad los envuelve de
nuevo, tan profunda e impenetrable como antes.
Sigue una confusión ciega, un frenesí sin visión de impactos, salpicaduras
líquidas, chillidos inhumanos y dolor. Están perdidos, piensa. Ahora están
perdidos. Él se ha ido, su luz se ha ido, y morirán en este desfiladero tan
desesperadamente como empezaron.
Entonces una onda expansiva de luz los golpea. Los arroja a todos al
suelo, cayendo, y las horribles formas que los atacan se desintegran,
gritando mientras la luz los disuelve en una llovizna de mugre licuada.
La onda expansiva se disipa. Cuando Constantin y los Custodes restantes
se ponen en pie, pueden ver jirones de ectoplasma cerúleo y madejas de
residuos psíquicos que se elevan sobre sus cabezas en la bruma de luz
como sábanas rasgadas.
Constantin comienza a escalar la pendiente que encabeza la trinchera,
usando su lanza como bastón para estabilizarse. Los demás le siguen.
Constantin oye algo. Un murmullo neurosinérgico. Una llamada.
Una voz.
En la cima de la pendiente, el suelo carnoso, estriado como tejido
cerebral, se desploma en un páramo blanqueado de polvo blanco y ruinas
caídas, como guijarros que se convierten en arena en una playa azotada
por el viento. Partes de la superestructura del buque insignia, más
metálicas que de carne, sobresalen del polvo y en algunos lugares forman
arcos o incluso techos parciales. El cielo, porque ahora hay cielo, es una
franja baja de Niebla del Vacío, de un verde enfermizo, y los relámpagos
zigzaguean y parpadean a lo largo del horizonte bajo.
Puede oír la voz claramente. Palabras sencillas y dulces, talladas en un
pensamiento crudo, que resuenan en su cabeza. Una invocación. Una
última llamada a la batalla, resuelta pero doliente. Un grito de guerra.
Los que puedan oírme, que se unan a mí ahora.
Constantin mira a sus compañeros, consciente de que todos están
escuchando también. Agarra su lanza y lidera el avance.
Han transcurrido sesenta segundos de combate.

Taerwelt Ikasati desvía la espada de un traidor y clava la suya en el pecho


de su enemigo. A pesar de ser un golpe mortal, este Hijo de Horus se niega
a morir. Rugiendo y con la sangre brotando de los filtros de su yelmo, el
traidor sigue luchando, golpeando a Ikasati en el hombro y la cabeza con la
empuñadura y el pomo. La espada del Ángel Sangriento está firmemente
clavada, y él se niega a soltarla, incluso para escapar del brutal asalto.
Finalmente, la espada se libera, pero tan repentinamente que Ikasati
resbala sobre la cubierta ensangrentada. Cae de espaldas. El Hijo de Horus,
con su armadura manchada de sangre, avanza para empalar a Ikasati antes
de que pueda levantarse.
Un proyectil decapita al traidor.
Raldoron aparta el cadáver de las piernas de Ikasati.
—¿Vivo, Sanguinario? —gruñe el Primer Capitán.
—Aún —admite Ikasati mientras se levanta.
El aire está cargado de humo y todas las superficies están salpicadas de
sangre. La calamitosa lucha está casi terminada, y el Gran Atrio finalmente
ha sido tomado. Los Ángeles Sangrientos de la compañía Anabasis de
Sanguinius han limpiado la cámara y superado milagrosamente a una
fuerza mucho mayor de los mejores del Señor de la Guerra. El atrio es un
cascarón en ruinas, apilado con los cuerpos de los caídos. Ikasati no puede
determinar si han aniquilado a todos sus adversarios o si algunos han
huido ante el embate de la IX.
Se maravilla. El atrio era un espacio cerrado para matar, y la cantidad de
enemigos, abrumadora. Una sola compañía, incluso de Ángeles
Sangrientos, no debería haber podido triunfar, pero lo han hecho.
Era eso, o morir, piensa Ikasati. La simple aritmética de la desesperación.
Nunca iban a retroceder, ni a retirarse, ni a replegarse para luchar otro día
en condiciones más favorables. Una vez comprometidos, lucharon hasta
que la muerte los detuvo, porque no hay otro día, y nunca lo habrá.
Pero Ikasati, exhausto y con múltiples heridas, no siente orgullo por el
logro. La preocupación eclipsa cualquier gloria. Sabe que Raldoron siente
lo mismo.
Las escotillas interiores, que su señor primarca forzó a abrir y que se
cerraron en cuanto Sanguinius las atravesó, permanecen firmemente
selladas. La adamantina negra, inquebrantablemente sólida, parece
burlarse de ellos.
—¡Ábrelas! —grita Raldoron a Furio y sus Exterminadores.
¿Cuánto tiempo ha pasado desde que su señor los atravesó? ¿Cinco
minutos? ¿Diez? ¿Una hora? El tiempo ha perdido toda forma. A Ikasati le
parece que han estado luchando en esta cámara ensangrentada toda su
vida, un purgatorio interminable de carnicería. ¿Cuánto tiempo lleva
Sanguinius aislado y solo?
Raldoron reúne a la compañía, a lo que queda de ella, para avanzar por
la zona más allá en cuanto se abran las escotillas. Un muro de escudos, con
escuadrones de asalto listos detrás.
—Si no se abren... —dice Ikasati.
—Se abrirán —responde Raldoron.
—Pero si no...
—El Ángel Brillante las abrió, Ikasati —responde Raldoron—. Pueden
abrirse.
—No somos el Ángel Brillante, capitán —replica Ikasati con calma.
Siempre ha sido su rol proporcionar sabiduría fría cuando otros están
sobrecalentados por el combate o la urgencia—. Las escotillas se abrieron
para él, y luego se cerraron de nuevo, como por su propia voluntad.
—¿Una trampa?
—Toda esta nave es una trampa —dice Ikasati—. Es tan engañosa como
su amo, y obediente a su vil voluntad. Podemos estar desperdiciando
nuestros esfuerzos. Si hay otra forma de pasar...
Raldoron asiente a regañadientes.
—Tengo a los hombres de Sacre, y a los de Maheldaron, rastreando esta
cámara en busca de otros puntos de salida. Los bastardos Hijos de Horus
que huyeron de nosotros deben haber ido a alguna parte.
—Mi punto, Primer Capitán —dice Ikasati—. Estamos luchando contra
esta nave tanto como a bordo de ella.
Raldoron intenta replicar, pero de repente se ven bañados por la luz. Una
descarga transmitida estremece la cubierta bajo ellos y agita el humo
colgante. Es inequívocamente una oleada de feroz poder psíquico.
Y en él, a lo lejos, ambos oyen la llamada del Emperador.
Es el primer indicio desde su llegada a bordo de que el Emperador está
vivo, por no decir presente.
—Nos llama —murmura Raldoron—. Y si nos llama, es que nos necesita.
Ikasati le toma del brazo y señala las negras escotillas donde los hombres
de Furio se esfuerzan y luchan. Aunque están selladas con firmeza, un fino
resplandor de luz azul se filtra a través de la grieta donde se unen las
puertas adamantinas.
—¡Ábranlas! —grita Raldoron con ímpetu, avanzando—. ¡Ábranlas ya!

Siempre hay una voz que la llama por su nombre. De repente, se vuelve
penetrante.
Keeler jadea y se desploma, cayendo contra Sigismund. Él la atrapa y la
sostiene. Una ola de luz enmarañada, como la onda expansiva de una
detonación lejana, barre la columna de peregrinos que avanza. Levanta el
polvo del agrietado suelo cobrizo del desierto y resplandece sobre el bajo
manto de nubes oscuras. En cuanto pasa, miles de almas perdidas y
desposeídas en el río de refugiados comienzan a lamentarse y a gritar.
Junto a ellos, Lord Zhi-Meng cae al suelo en un ataque tónico-clónico,
intentando llorar con unos ojos que ya no pueden llorar.
Sigismund ignora las múltiples voces que gritan y se lamentan detrás de
él. Levanta a Keeler y la coloca sobre el guardarraíl del vehículo blindado
más cercano. Ella se agita y abre los ojos.
—¿Has oído eso? —pregunta con voz frágil.
—Sí —responde él.
—Ha gritado y luego su voz se ha callado.
—Sí —dice Sigismund—. Pidió ayuda.
Quiere consolarla, pero no sabe cómo hacerlo. ¿Qué consuelo puede
ofrecer un guante de armadura? Ni siquiera puede consolarse a sí mismo.
Nunca se ha sentido tan distante de todo, tan remoto, tan alejado de las
batallas y los momentos que importan.
Nunca se había sentido tan ajeno.
Llega una llamada de Huscarle Artolun, al frente de los jinetes que
lideran la peregrinación. Sigismund levanta la vista y su visor aumenta de
aumento en una serie de resoluciones rápidas.
Una fuerza se está reuniendo adelante para bloquearles el paso. A dos
kilómetros, al pie de un grupo de mesetas ámbar y desiguales. Está medio
oculta por la neblina del desierto, pero al menos es una brigada. Esa fuerza
les espera, segura en su capacidad para detenerlos y masacrarlos a todos,
sin importar su número.
Es un ejército de Astartes Traidores. Sigismund ve sus alargados y
obscenos estandartes ondeando al viento del desierto.
La Guardia de la Muerte.

El último día de su último año en el desierto, la estrella se apaga.


No sabe, ni le importa, cuánto tiempo ha estado allí, ni cuántos siglos
han pasado. Parece que el tiempo ha pasado de largo, como la arena a
través de un reloj de arena, como si toda esta arena en todo este desierto
que le rodea se hubiera escurrido. El tiempo se lo ha llevado todo: su
propósito, su identidad, el brillo de su armadura, incluso su nombre.
Pero cuando la estrella se apaga, parece significativo. Ha sido su única
compañía durante mucho tiempo, algo firme que le ha mantenido erguido
mientras brillaba.
Ahora ha desaparecido, y sólo quedan él, el muro y el desierto.
Se levanta y sale de la sombra bajo el muro. Mira fijamente al cielo. La
estrella ha desaparecido. No se ha movido, ni se ha ocultado. Simplemente
ha desaparecido. Eso significa algo. Sus lentos y cansados pensamientos lo
reconocen. La estrella estaba allí, y ahora se ha ido, y eso significa algo.
No está seguro de qué. Pero siente que significa más que los susurros
secos y constantes del rojo que se filtran hacia él a través de la pared cada
hora de cada día. Esas palabras no tienen sentido, el estruendo de la
guerra que a veces también llega tampoco lo tiene. Pero la estrella...
Su espada hace tiempo que se desgastó. Ahora usa las yemas de los
dedos, erosionando poco a poco las puntas de Plastiacero y los protectores
de los nudillos mientras raya sus planes en la pared. Otro plan. Luego otro.
Nunca parecen estar del todo bien. No recuerda qué es lo que se supone
que está planeando.
Lo único que no parece haberse desgastado es su necesidad. Su
necesidad de dejarse llevar. De rendirse. De terminar la frase que los
susurros detrás de la pared siguen instándole a completar.
¿Para quién es la sangre? Dilo.
Lo desea. Sería tan fácil. Entonces no necesitaría un plan. No tendría que
planear nada. Sólo decirlo, ceder y dejarse llevar.
Es tan tentador.
Piensa, de hecho, que finalmente podría decirlo hoy. ¿Qué tiene que
perder? No lo recuerda, pero no puede ser mucho. Estaba a punto de
decirlo, pero entonces la estrella se apagó, y eso pareció importar. Le
inquietó. Cualquier cambio es inquietante, porque muy poco ha cambiado
a lo largo de los siglos.
Suspira, confundido, sin saber muy bien por qué. Vuelve a la fresca
sombra bajo el muro y se agacha. Empieza a trazar otro plan. El guantelete
de su mano derecha comienza a deshacerse, con los remaches perdidos y
los eslabones deshilachados. Un plan más. Otro más. ¿Quizá vuelva la
estrella?
Un plan más.
Vuelve a recitar.
—Por aquel entonces, estaba escrito, en la Ética a Nicómaco, que
"hacemos la guerra para poder vivir en paz". Este simple marco para la
moralidad de la guerra justificada...
Los susurros comienzan de nuevo, silbidos y gruñidos desde el otro lado
de la pared. Sonríe. Le sigue divirtiendo lo molesto que se pone el rojo
cuando habla así.
Está a punto de continuar cuando los susurros cambian. Se siente
mareado, como si hubiera sufrido una conmoción. Parpadea y se da cuenta
de que los susurros se han cortado, tan repentinamente como se apagó la
estrella.
Hay otra voz. No es la del susurro. Al principio es suave, y él percibe que
no es suave porque sea silenciosa, sino porque viene de lejos. No es algo
acechando al otro lado del muro, susurrándole a través de la piedra. Está
mucho más lejos que eso, aunque atraviesa la pared.
Frunce el ceño. Cree reconocerla. Le parece una voz conocida, una voz
que ha oído antes. No está seguro de dónde. Parece pedir ayuda.
Pero él no puede ayudar. No puede atravesar la pared. Tal vez no
importe.
Tal vez...
Tal vez si hace un nuevo plan, le mostrará cómo atravesar la pared. O por
encima de ella. O algo así. Empieza a picotear y a rascar de nuevo,
arañando con las yemas de los dedos. Ya no hay recitado. Ya no hay
susurros molestos.
Esto, piensa mientras raspa sus dedos hasta que sangran, esto será. Uno
de estos planes, uno de estos esquemas, funcionará. Tal vez este. Me
escaparé y correré así. Estaré en otro lugar. Seré capaz de escuchar la voz
correctamente y entender lo que quiere. Tal vez pueda ayudar. Habrá otras
personas allí, esperándome. Estas son las armas que llevarán. Esto —
mientras sus dedos se mueven de línea rayada en línea rayada— será el
camino que seguiré para escapar. Aquí es donde terminará, esta cruz aquí.
Este será mi destino.
El plan no parece más viable que cualquiera de los otros millones que ha
hecho. Talla la última cruz —una simple X— de todos modos, solo para
terminar el plan antes de intentar otro.
La piedra se tambalea cuando la marca.
Vuelve a tocarla. Se balancea ligeramente, como un diente flojo. La
empuja con más fuerza, removiéndola en su sitio. El polvo se esparce a su
alrededor.
Aquí es donde terminará, esta cruz.
Siente que su corazón se acelera bruscamente por primera vez en siglos.
Comienza a arañar la piedra con ambas manos, tratando de liberarla. Está
fijada con obstinación, porque la muralla siempre ha sido obstinada.
Ninguna piedra ha mostrado jamás signos de movimiento o defecto.
Aprieta el puño y lo golpea hasta que le duele la mano, luego vuelve a
arañar, recorriendo los bordes del bloque, tratando de encontrar las fisuras
y las costuras, intentando localizar el punto débil oculto que hace que se
tambalee. Algo, de alguna manera. Lo encontrará. Encontrará la manera de
romperlo. Encontrará una manera de atravesarlo. De repente está seguro
de que eso es lo que se le da bien.
Da zarpazos y golpea la piedra con fuerza hasta que sus uñas expuestas
se desgarran, pelándose y sangrando.
El bloque se suelta. De repente cede y cae en sus manos. Su cruz sigue
marcada en él.
Mira el agujero que ha creado. Un rayo de luz lo atraviesa, la luz de otro
lugar. Puede oír la voz más claramente, más fuerte, llamándole. Pide
ayuda.
Introduce su mano en el agujero, tosiendo por el polvo que se levanta, e
intenta arrancar los bloques a ambos lados del que ha sacado. El muro es
tan obstinado y fuerte como siempre.
Pero él también es fuerte. Tan fuerte como siempre. Fuerte como su
padre.
Tira con toda la fuerza y el agarre que puede reunir. Los bloques se
deslizan. Dos, luego tres. La luz se derrama sobre él, perforando la sombra
bajo la pared donde se ha refugiado. Caen más bloques. Hay polvo por
todas partes. Se da cuenta, casi demasiado tarde, de que el muro está
cediendo, y retrocede precipitadamente para evitar ser sepultado por el
derrumbe.
Una parte del muro se derrumba con un estruendo de piedras liberadas.
Los bloques golpean y rebotan en la arena a su alrededor.
No duda. Se encarama a los escombros, aún cayendo piedras, y se lanza
a través de la brecha.
Al otro lado, se detiene un momento, inseguro. El polvo se arremolina a
su alrededor como humo. Detrás de él, se derrumba una gran parte del
muro.
Aquí hace frío. Ya no oye la voz, pero no importa, porque recuerda lo
que dijo. El cielo es bajo, pesado y gris. Ya no hay desierto, solo escombros
y piedras rotas. Es una ciudad. Es una ciudad, en algún lugar. No sabe su
nombre.
Pero sabe otras cosas, cosas que estaban ocultas tras el muro. Recuerda
cosas que solía saber, cosas que eran importantes, y que quizás ahora
vuelvan a serlo.
Dice la primera de ellas en voz alta:
—Soy Rogal Dorn, pretoriano, primarca de los Puños Imperiales, hijo del
séptimo, desafiante e inquebrantable.

La estrecha oscuridad tiembla. Un temblor recorre el suelo, y varios


viejos volúmenes caen de las estanterías cercanas tan repentinamente,
que la archivista se sobresalta de miedo.
Mauer mira a Sindermann. Ambos ven la angustia en los ojos del otro. La
colección 888 está enterrada bajo la Sala de Leng, en los cimientos del
Sanctum Imperialis. Si han sentido un temblor aquí abajo, todo el Palacio
habrá temblado.
Ahriman jadea bruscamente, asustando nuevamente al pobre archivista.
El hechicero murmura para sí mismo, pareciendo perplejo e inquieto.
—¿Qué? —pregunta Mauer. Ya no le tiene miedo, la verdad. Nada es
comparable al terror del futuro que les ha revelado. Ya nada importa.
—Algo —dice Ahriman, distraído—. Algo acaba de cambiar. Una
inversión. Un cambio.
Los mira fijamente, con sus ojos azules intensos.
—¿Has oído eso? —pregunta.
—No —dice Mauer.
—¿Qué has oído? —pregunta Sindermann.
Ahriman los ignora y vuelve la vista hacia la mesa de lectura. Con los
labios separados de sus encías negras, sisea entre dientes. El sonido hace
que todas las cartas vuelen por los aires en un largo arco ondulante.
Aterrizan, una tras otra, en su palma extendida. Otro movimiento de
cabeza hace que se barajen en su mano abierta.
Sin decir una palabra, Ahriman comienza a repartir otra tirada, boca
arriba. Cada carta cae sobre la mesa, perfectamente alineada. Es la misma
tirada desastrosa de antes, aunque ahora, según Sindermann, algunas de
las imágenes parecen desplazarse y moverse, como si estuvieran vivas. Se
le eriza la piel. A pesar del meticuloso barajado, el orden es inexorable: El
Bufón de la Discordia, El Ojo, El Gran Ejército, El Mundo Roto, El Laberinto,
El Trono Invertido, El Coloso, La Luna, El Mártir, El Leviatán, La Torre del
Relámpago y El Emperador.
Ahriman se centra en la última. Ya no es El Rey Oscuro, el gemelo de la
carta del Emperador.
Es el indicador de la rápida pérdida del Imperio del Hombre. El
Saqueador. El símbolo inequívoco del final.
La onda expansiva se extiende por todo el mundo. Baña Terra con su
furia agitadora y, por un breve instante, el cielo brilla como el día.
Hierve a través de los asfixiados cielos sobre la última fortaleza, tiñendo
la inmensa nube de humo con su enfermiza aurora. En el Sanctum de
abajo, pocos se percatan de su paso. Están demasiado lejos, demasiado
inmersos en la brutalidad del último campo de batalla. Los que aún son
fieles al Emperador luchan por sus vidas, respaldados contra muros
irrelevantes, con los rostros ensangrentados, soportando la ira demoníaca
y el aguanieve de fuego láser, mientras combaten con los últimos
fragmentos rotos de valor que les quedan. Sus enemigos, una gran hueste,
están demasiado cegados por la rabia y el regocijo, enloquecidos en su
lujuria psicopática.
Pero la mayoría lo siente. Un pinchazo en la piel, un dolor en el alma,
una sensación de pavor sin nombre que les invade de repente allí donde
parecía no haber mayor capacidad para el miedo. A algunos les impulsa a
un esfuerzo aún más intenso, avivando la determinación de los guerreros
leales o intensificando la sed asesina de los traidores. En otros,
desencadena la desesperación. Algunos simplemente caen, muertos como
piedras.
Las hordas de los Nunca Nacidos son las más afectadas. Gritan y se
convulsionan a su paso, abrasados por el viento invisible. Algunos lloran
lágrimas de sangre, otros desaparecen completamente, convirtiendo sus
formas en espuma empírica. Pero soportan la agonía y se deleitan en ella,
porque el dolor que sufren será breve y el triunfo que anuncia será eterno.
El Emperador ha renunciado a su última ventaja. Ha desperdiciado su
única oportunidad. Ya no es cuestión de si debe morir. Ahora,
inevitablemente lo hará.

Vulkan siente la tierra balancearse bajo sus pies. Siente que la roca del
mundo, esa fuerza mineral en la que siempre ha confiado, se tambalea.
Levanta la vista y ve las grandes electroflamas de la Sala del Trono oscilar
sobre sus largas cadenas.
—¿Qué ha sido eso? —preguntan los que le rodean, apresurándose a
descubrir la respuesta. El miedo ha inundado la cámara del adytum, una
presencia hinchada, enroscada y viva que, aunque silenciosa, parece más
fuerte que los gritos de los diezmados por la Sanción. Siguen trayendo
ataúdes que contienen a los psíquicos, pero quedan muy pocos. Las
reservas están casi agotadas.
—Un pulso energético de una fuerza incalculable, mi Señor de los
Dragones —dice Abidemi, acercándose a su primarca con una transcripción
de los adeptos del Concilium—. Sacudió tanto la materia como la
inmateria.
—¿Fuente? —pregunta Vulkan.
—Desconocida, mi señor.
—¿Naturaleza?
El Guardia Draco sacude la cabeza con tristeza.
Vulkan susurra una maldición. Está cansado de no saber.
—¿Qué decía? —pregunta.
—¿Qué dice, mi señor? —responde Abidemi—. ¿A qué te refieres con
"decir"?
—Parecía una voz —dice Vulkan—. Un gran grito, pidiéndome que...
que...
Se detiene. Casryn y el procónsul Uzkarel se acercan.
—Se informa de fuerzas enemigas a menos de un kilómetro del adytum
—dice el procónsul simplemente.
—Prepárate para la repulsa, procónsul —dice Vulkan. Hace una pausa y
sonríe tristemente a Uzkarel—. Mis disculpas, centinela —dice—. Esa
orden era redundante. Sé muy bien que siempre estás preparado.
Uzkarel asiente, mostrando un pequeño gesto de respeto.
—Nos prepararemos para la repulsión, mi señor —dice.
Los adeptos hacen más informes, mi señor, dice Casryn. La anomalía
empírica que han estado monitoreando...
—¿Qué pasa con ella?
Ha desaparecido, dicen sus manos. Desapareció, o se disipó,
nanosegundos antes de la onda expansiva.
Vulkan la mira fijamente, esperando que sus manos le digan algo más.
No pueden explicarlo.
Vulkan respira hondo y se aleja de ellos.
—¿Mi señor? —grita Abidemi tras él.
Mientras avanza hacia el calor del Trono, Vulkan levanta su martillo de
guerra y lo coloca sobre su hombro, listo para la acción. Se acerca al
infernal resplandor más de lo prudente, mirando fijamente a la pequeña
figura que se inmola en el Trono, entrecerrando los ojos contra el
deslumbrante brillo.
—Espera —susurra—. Aguanta, te lo ruego. Aguanta con la voluntad que
te quede. Solo un poco más, Sigilita. Es todo lo que necesita. Tú también le
oíste, ¿verdad? Sé que lo oíste. Tú también lo oíste.

Yo también lo oí. A pesar de estar medio ciego de dolor, lo oí y lo vi.


Veo a Vulkan debajo de mí, al pie de los escalones, llamándome. Veo su
boca moverse, pero no puedo distinguir sus palabras.
Pero oí a mi Rey de Eras, tan lejos. Oí su llamada, urgente como una
llamarada solar y clara como el cristal, un eco resonante que seguramente
ha llegado a la estrella más lejana.
Me fortalece. Me ayuda a concentrarme en lo poco que me queda. Si él
puede mostrar tanto valor, yo también puedo.
Tanto coraje. Tal fuerza de voluntad sobrenatural. Una elección tan
terrible, lo que el querido Rogal llamaría un "escenario perder/perder".
Renunció a ese poder, a esa... divinidad. No sé por qué, o si hubo alguna
causa o razón particular que lo motivara. Tal vez mi viejo amigo
simplemente reconoció que era demasiado. Pero nadie puede dudar de su
compromiso con la especie.
Tenía ese poder, esa fuerza imposible, y se deshizo de ella. Era la única
forma, la única posible, de garantizar la derrota del primero, pero también
era una maldición suprema. El Rey Oscuro habría ganado este día, y luego
perdido todo, para siempre. Así que el una vez dios Emperador debe
valerse por sí mismo, solo.
No hay certeza, no hay seguridad. Temo que perderá. He visto al
Lupercal, y conozco el poder que comanda. Dudo que algo pueda
detenerlo ahora.
Hubiera sido tan fácil blandir esa certeza. Poseer el poder de un dios, y
poner a Horus de rodillas, aplastarlo por completo y acabar con su
amenaza. Pero esa certeza también era la perdición.
Mejor una perdición que otra, supongo. Mejor el diablo que conoces, y
conocemos a este diablo Lupercal demasiado bien. Mejor morir en el
intento que fracasar en el éxito. En tales posiciones, el "perder/perder",
Rogal siempre estaba tan tranquilo. Cuando no había una buena opción,
evaluaba y elegía la menos mala, y la aprovechaba para triunfar. A veces,
eso significaba aceptar la apariencia de derrota, una batalla perdida, y solo
años después se haría evidente un resultado positivo. Rogal jugaba a largo
plazo. ¿Cuánto durará éste? me pregunto. "La derrota", solía decir, "solo es
derrota si la aceptas".
Me pregunto si mi viejo amigo está empezando finalmente a aprender
de sus hijos. Al principio, creía que no tenían nada que enseñarle. Eran
simplemente instrumentos que él había creado, herramientas adecuadas,
delegados para trabajar y sufrir en su nombre. Estaban destinados a
ahorrarle esfuerzo y dolor. Me dijo que los hijos de los primarcas habían
nacido para soportar sus peores experiencias en su lugar. Ahora, al estar a
las puertas de la muerte y sin energía para ser diplomático, sólo puedo ser
franco y honesto. Parece cruel pensar así, pero estaban destinados a morir
por él, si fuera necesario.
Pero han evolucionado. Ahora son más que simples instrumentos. Para
bien o para mal, han florecido, cada uno a su manera, conforme a las
propiedades, caracteres y libre albedrío que mi rey les concedió. Han
seguido sus propios caminos y forjado sus propios legados, algunos para el
bien de la humanidad, otros para su perjuicio. Al final, cada uno se ha
convertido en su propia persona.
Hay mucho que admirar en ellos, incluso en los peores, que renegaron
de los lazos de sangre y se volvieron contra nosotros. Son almas brillantes
y, últimamente, creo que mi rey ha llegado a reconocerlo. Incluso un padre
puede aprender de sus hijos. La fuerza inquieta de Jaghatai. La astucia de
Alpharius. La confianza de Roboute. El corazón intrépido de Mortarion, sin
miedo a nada, ni siquiera a la muerte. La lealtad pura de Russ y el dominio
de Angron sobre su ira. La resolución paciente de Rogal, dispuesto a hacer,
abandonar y rehacer sus planes una y otra vez hasta que haya
perfeccionado el que funcione, sin temor a cambiar su enfoque.
Sí, creo que mi viejo amigo ha aprendido al menos eso. Ha aprendido, de
su hijo pretoriano, que siempre hay un plan mejor, y que la paciencia te
llevará a él.
Porque mi Rey de Eras ha hecho algo más que despojarse de su
divinidad. En esa onda expansiva de luz de Disformidad, vi algo más, algo
que tal vez sólo yo estaba en condiciones de ver. Se ha despojado de una
parte de sí mismo.
Mi señor y amigo ha seccionado una parte de su alma. Ha amputado esa
porción que contiene casi toda su esperanza, lealtad y compasión, ya que
tales cualidades se convertirían en un obstáculo cuando se enfrente al
Lupercal. Esas cualidades podrían hacerle dudar o detenerse si finalmente
se ve obligado a matar. Y si se ve obligado a matar a su hijo, entonces esas
cualidades le llevarían, inevitablemente, al odio hacia sí mismo y al
arrepentimiento, condenándole al mismo camino amargado que Horus. Ha
extirpado esos preciosos aspectos humanos para protegerse aún más
contra el dolor de lo que vendrá después, y las atrocidades que tendrá que
tolerar para reconstruir el Imperio. Ha dejado esas virtudes cardinales a la
deriva en las mareas del empíreo para que no le paralicen.
Y con la esperanza de que algún día pueda recuperarlos y volver a estar
completo.
Observo ese fragmento arrojado a la deriva en el vacío, una chispa más
en este incendio del mundo. Toda su esperanza, misericordia, gracia y
amor, expulsados hacia las extensiones sin luz del espacio y el tiempo. Ese
frágil asterismo, con el paso de las eras cósmicas, crecerá lentamente por
la fusión de emociones y creencias, de manera similar a cómo crecen los
poderes del Caos.
Se ilumina brevemente, sólo una mancha de fuego hermético contra las
pinceladas de la Vía Láctea, como un sol incipiente o una estrella naciente,
y luego desaparece, perdiéndose de vista.
El sacrificio me impacta profundamente. Lloraría si pudiera. Lloraría por
mi amigo. Ha hecho lo necesario para un futuro mejor y se ha preparado
para este momento atemporal. Todavía lo veo. Aunque su firme resplandor
se ha ocultado, atenuado y casi desaparecido, él sigue brillando.
Endurecido para la guerra, es una figura de oro implacable, más preparada
para las despiadadas necesidades de este final que nunca antes, cuando se
alzaba majestuoso desde el trono.
Avanza con pasos firmes y resueltos hacia el encuentro final.

El golpe alcanza al Ángel en su hombrera izquierda, haciéndolo girar en


el aire. Sanguinius se deja llevar por el impulso y aterriza en una postura
deslizante, listo para contraatacar antes de que el enfurecido primero
pueda dar un golpe más certero.
Pero el impacto de su ágil aterrizaje resuena con un temblor más
profundo que sacude las placas de la cubierta. Una onda de luz a presión
irrumpe en la Corte, desvaneciendo brevemente las sombras de la
degradada catedral y silenciando los susurros de los demonios. La luz se
refleja sobre Horus y, sorprendido, retrocede dos pasos.
La luz desaparece tan rápido como llegó, pero ambos han oído el grito
entretejido en ella.
Horus Lupercal se endereza, frunciendo el ceño y escupiendo sangre
oscura como la bilis. Sanguinius le observa y sonríe.
—Ya viene —afirma Sanguinius—. Esa voz y su intención son
inconfundibles.
—¡Que venga! —responde el Señor de la Guerra con un gruñido.
De repente, Sanguinius se lanza hacia él a una velocidad impresionante,
dejando a Horus apenas tiempo para reaccionar. El Ángel le golpea sin
cesar en la cabeza, la garganta y el pecho. Encarmine, la espada de
Sanguinius, corta el cuero cabelludo de Horus, abre la línea de su
mandíbula y rompe la tubería en la base de su cuello. La sangre brota en el
aire viciado, y Horus ruge mientras se aparta. Sanguinius no da tregua,
empuñando su espada con ambas manos en un amplio tajo que atraviesa
el torso de Lupercal, abriendo la coraza, la carne y el hueso. Horus se
desploma sobre una rodilla, jadeando, con vapor y sangre negra brotando
de su herida, mientras las vísceras se asoman y la hematemesis lo ahoga.
—Quédate en el suelo —ordena Sanguinius, manteniendo su espada en
alto—. ¿Prefieres morir dignamente o evadir la vergüenza que se avecina?
Horus tose sangre, emitiendo un sonido que parece una risa amarga.
—Arrodíllate, hermano —le ruega Sanguinius—. Por el amor que te
tengo, te ofreceré algo de piedad. Por favor, déjame hacerlo rápido y sin
dolor.
—Aquí no hay piedad —responde Horus Lupercal con firmeza.
8|XVII
Hasta que nos volvamos a ver
No se suponía que terminara así. Tú, de rodillas, eviscerado, jadeando.
Él, de pie sobre ti, tan noble y justo, con su espada alzada en ambas
manos, listo para atacar.
Sanguinius te mira, por encima de su hombro alzado. Una pausa
momentánea, un espacio suficiente para una última oportunidad. Ves la
compasión en su mirada, la pena, el anhelo. Aún espera una respuesta
diferente.
No la obtendrá.
Puedes ver su incredulidad. Puedes verlo pensar: No se suponía que
terminara así.
El tiempo se acaba. La pausa termina. Él baja la espada. Tan rápido, que
ni lo ves venir. El golpe de ejecución perfecto. La estocada más precisa, más
misericordiosa, más significativa que jamás dará.
Pero no acertará.
El mango de Rompemundos detiene a Encarmine. La sacudida viaja a
través de la hoja, sus brazos, él mismo. Le hace retroceder mientras las
chispas del contacto aún bailan.
El asombro se refleja en sus ojos.
Ataca de nuevo, con más fuerza, los brazos pesados por el impacto. Tu
Garra esquiva su hoja.
Ahora intenta una estocada, impulsada por la desesperación creciente.
Atrapas su espada contra tu maza y desvías el golpe.
Esa expresión en su rostro es gratificante. No puede creer que estés de
pie. No entiende por qué tus heridas no te ralentizan. No comprende de
dónde surge tu fluidez repentina.
Siempre ha estado ahí. Simplemente ya no te contienes.
Dejas que te ataque. Golpe tras golpe, cada uno mortal, cada uno
demostrando el arte del espadachín. Incluso desesperado, su talento
persiste. Ninguno acierta. Los rechazas uno tras otro, con la maza, luego la
Garra, luego la maza otra vez. Quieres que sienta la desesperación.
—No se suponía que terminara así —eso pensó. Pero nunca iba a ser así.
Disfrutaste el desafío, pero la contienda ha terminado.
Se nota que lo entiende. Además, ha demostrado que no cambiará de
opinión. No cederá ante tu voluntad. Pensaste que lo haría, pero no será
así. Qué pena. Qué desperdicio.
Y qué ingratitud. Le ofreciste todo, absolutamente todo, y te rechazó.
Despreció tu regalo. Desagradecido, miserable ingrato. Nadie te hace eso.
Ninguno de los dos está jugando ya. Crees que él nunca lo hizo, no
realmente, no como tú, pero siempre había una sensación de contención,
como si su fe en ti moderara sus golpes, esperando que te arrepintieras.
Sea como fuere, él no está jugando ahora. Está decidido a matarte. De
verdad. Quiere acabar contigo más que salvarse. Está atacando, no
defendiendo. Todavía parece creerse invencible.
Pero no lo es. No es invencible, y mucho menos invulnerable, como
pronto descubrirá. La profecía se mantiene. Los sueños eran ciertos. Tu
hermano favorito debió prestarles atención. El destino está fijado y exige
su pago. Todos pagan, Sanguinius, algunos al momento, otros durante toda
su vida. No hay escapatoria ni excepciones.
Creía haber encontrado un tecnicismo en la lógica del destino que le
permitiría vivir. Los sueños le advertían que moriría enfrentándote, pero se
convenció de que ese día no contaba. No podía ser un día, porque el
tiempo se había detenido y, por lo tanto, la profecía no se cumpliría. Esta
argucia ya le ha servido antes. La ha usado para burlar el destino varias
veces, quizás más que cualquier otro de tus hijos. Cree que puede hacerlo
de nuevo.
Pero el destino está harto de sus evasivas. Ya no se deja impresionar por
sus constantes y astutas escapadas y juegos de palabras.
Y tú también. No hay ningún tecnicismo intelectual que explotar aquí.
Sanguinius es un iluso si cree que el destino funciona así, especialmente a
este nivel macrocósmico.
Este es el día. El día final. Los días, al igual que los hermanos, son de
distintos tipos, con distintas cualidades. No todos tienen que alinearse y
sucederse en serie. Un día puede ser único y singular.
Este es tu día. Lo has definido tú, con sus dimensiones y su duración. Es
un día único en medio de días, interminable, eterno, y nada puede
superarlo en duración.
No importa cuánto lo intente.
Aquí viene, con Encarmine brillando. Aún cree que va a ganar.
Esquivas la espada. Golpeas con Rompemundos. Él se aparta, aunque no
pretendías acertar con el maul. Era solo para asustarlo, lanzarlo al aire. Se
eleva con sus alas blancas, un destello dorado que te envuelve y ataca
desde arriba. Aprovecha su única ventaja: la habilidad de volar,
transformando una pelea bidimensional en un asalto tridimensional.
Pero, ¿qué son esas tres dimensiones frente a las muchas que tú
controlas?
Se eleva sobre ti, en un ascenso vertical. Alcanzas el octavo ángulo del
espacio y lo agarras con tu Garra. Su subida se detiene bruscamente. Por
un instante, queda suspendido en el aire.
Lo arrastras hacia abajo con fuerza, balanceándolo por la pierna como si
fuera un martillo contra la cubierta. Dejas que el tiempo pase más lento
para disfrutar cada detalle de este momento.
Mira:
Sus alas rodean sus brazos mientras el aire las empuja. El lento
movimiento de su cabello alrededor de su rostro. Los pequeños crujidos de
su espinillera dorada al romperse entre las tijeras de la Garra. Las plumas
arrancadas de las alas, flotando en el aire mientras las deja atrás. La "o" de
su boca abierta. La mano izquierda apretada. El asombro en sus ojos al
abrirse lentamente. La dilatación de sus pupilas.
El impacto.
La fragmentación de las placas de la cubierta bajo sus hombros, cabeza y
espalda. El crujido de su ala derecha al quedar aplastada entre su cuerpo y
el suelo. Encarmine vibrando en su mano derecha. La onda que recorre su
cuerpo al chocar con la cubierta. El rictus tenso en su rostro al absorber el
golpe. La expresión contraída de sus ojos cerrados. La trayectoria de un
perno de la cubierta, perforando las placas deformadas. La compresión del
equipo dorado al flexionarse y romperse en sus juntas y uniones. El
movimiento casi errático de su cabeza al rebotar contra la cubierta,
oscilando con el latigazo. La súbita relajación de sus músculos faciales, la
pérdida de expresión al desmayarse, la ondulación poco favorecedora de
sus mejillas relajadas.
La espada Encarmine, cayendo lentamente, con el pomo primero,
impacta en la cubierta a su lado, rebota y vuelve a golpear. Cada rebote
envía una ondulación a lo largo de la hoja en ángulo ascendente.
El sonido sordo cuando finalmente se detiene.
El débil fluir de sangre de su boca y narices.
Las gotas brillando en el aire.
Las salpicaduras individuales que caen y manchan su rostro y cuello. La
lenta inclinación de su cabeza hacia un costado, hacia el mechón de pelo
enmarañado. La sangre goteando entre sus labios entreabiertos.
La quietud.
Lo observas. Yace de espaldas, extendido en un cráter de planchas de
cubierta aplastadas, con una ala abierta, la otra retorcida y doblada bajo su
cuerpo, los brazos extendidos, el cabello formando un halo dorado detrás
de su cabeza, una pierna doblada elegante.
Sigues sosteniendo su otra pierna, como si fuera un asa. Suelta su
tobillo. La pierna cae, pesada y recta.
Ya no vuela.
Das un paso atrás. Tu corazón late acelerado. La satisfacción ha sido
estimulante. Sopesas Rompemundos en tu mano, listo y alerta. ¿Cuánto
tardará en recuperarse? ¿Un minuto? ¿Dos?
No, menos. Sus ojos parpadean abiertos. Por un momento, parece
desorientado, sin comprender dónde está o qué ocurre. El impacto lo ha
dejado sin sentido, y el dolor será lo primero que registre. El ala rota. Las
costillas fracturadas. El tobillo que sujetaste. El dolor lo inundará al
despertar. Lo ves fruncir el ceño, una convulsión en el pecho, su rostro se
contorsiona. Se atraganta, tose sangre. Le gotea de los labios.
¿Ha terminado? Probablemente. Nadie...
A regañadientes, le reconoces cierto mérito. No se rinde. Intenta
ponerse de lado, pero el dolor de la ala rota se lo impide. Cae de nuevo. Se
gira hacia el otro lado. Intenta levantarse.
Se arrodilla. Tantea en busca de su espada caída. Está fuera de su
alcance, al igual que la mayoría de sus esperanzas y recuerdos desgarrados.
Pero sigue adelante. Levántese. A ver si puede. Encorvado, con la ala
rota arrastrándose como un manto real, se arrastra. No emite ningún
sonido. Ni un gemido de dolor. Es impresionante. Balanceas
Rompemundos, preparado.
Ha encontrado la espada. La agarra con fuerza por el mango, respirando
entrecortadamente, y se apoya en ella, con la punta hacia abajo, mientras
intenta levantarse.
Y se levanta. Está de pie, aunque torpemente, evitando apoyar el tobillo
destrozado. Jadea con el pecho agitado, como un perro exhausto. Se limpia
la sangre de la boca.
Por un instante, consideras ofrecerle la oportunidad de rendirse. Él te
brindó la misma cortesía, así que sería justo. Pero esta es tu Corte, y tú
decides qué es justo. Aquí mandas tú. Eres un hombre de palabra, y
prometiste que no habría piedad.
Así que no la habrá.
Se gira para enfrentarte.
Ya estás sobre él, descendiendo con el mazo.
De alguna manera, lo esquiva. Rompemundos destroza otra sección de la
cubierta. Él ataca con Encarmine hacia tu cabeza. La Garra lo elude. Chispas
saltan. Lanzas un golpe con Rompemundos, pero él lo desvía con un
movimiento cruzado. Te lanzas a atraparlo por el cuello. Él esquiva el
chasquido de la Garra y arremete con su espada hacia tu defensa. Lo
apartas antes de que te alcance.
Todavía le queda algo. Algo de fuerza. Algo de velocidad. Más de lo que
esperabas. Vive a la altura de su fama. Intercambian golpes, cuatro en
rápida sucesión, cada uno bloqueado o desviado. Es bueno, incluso ahora.
Sigue luchando. La cercanía de la muerte ha sacado lo mejor de él.
Quizás, a pesar de todo, todavía se cree invencible.
Tú lo desilusionarás de esa creencia. Lo rodeas con tus garras mortales,
listo para aplastarlo...
Pero no está ahí. Se ha deslizado a un lado, un destello dorado, rápido
como un rayo de sol, evadiéndote a la velocidad de la luz.
Pero tú, tú te mueves a la velocidad de la oscuridad. Lo alcanzas en el
contragolpe, tu garra arranca mechones de su cabello y le gira la cabeza.
Rompemundos hace el resto. Lo golpea justo por encima de la cadera, lo
dobla y lo lanza por la sala como a un muñeco. Vuela por última vez.
Su cuerpo giratorio choca contra el retablo ornamentado de su capilla
privada. La diorita maciza, tallada sin marcas de herramientas, se rompe a
su paso. Pequeñas astillas de piedra caen al suelo.
Lo sigues. Caminas despacio hacia la capilla. No hay prisa. La cabeza de
tu maza está cubierta de sangre y pelo dorado.
Pasas junto al biombo destrozado y miras al interior. Ha aterrizado boca
abajo sobre las frías piedras del suelo, con los pies hacia ti y la cabeza hacia
tu altar. Hay trozos de calado roto alrededor y su cuerpo ha derribado tres
soportes metálicos de velas votivas. De las velas caídas se eleva humo.
Hay cien mil velas más aquí, en soportes, en el suelo, en nichos y
cornisas. Sus llamas se agitan y parpadean cuando entras en el santuario,
moviendo el aire con tu masa.
Lo ves moverse. La herida que le has infligido es catastrófica, y además
ha desgarrado la vieja herida que le causó Angron. La sangre se acumula
bajo el Ángel, formando un amplio charco escarlata. Lo ves estremecerse al
intentar levantar la cabeza, y sus brazos sufren espasmos al tratar de elevar
los hombros y el pecho.
Esta vez no se levanta.
Cuando finalmente levanta la cabeza, tembloroso y débil, lo primero que
ve es el altar, justo delante de él. Retrocede al verlo, incapaz de dejar de
mirarlo fijamente, con el pecho elevado sobre los brazos flexionados, el
cuerpo extendido, como un suplicante postrado.
El altar, hecho de dacita predinástica y hemacuarzo cthónico, está
intrincadamente inscrito con signos sincréticos: figuras de concordia y
discordia entrelazadas, cronos y kairos, la forma del ouroboros y las
circunvoluciones del laberinto eterno, sin entrada ni salida. También tiene
grabadas ciertas frases y textos que los susurros de la Corte han revelado
como sagrados. Con ocho escalones anchos, como un zigurat, y un
piramidión de azoth templado alquímicamente en la cima. Has colocado
muchas velas y cirios en los estantes, alrededor de las reliquias expuestas.
Son calaveras, dispuestas ritualmente boca arriba, sus órbitas vacías
mirando fijamente a quien entra en la capilla. Hay miles, algunas antiguas,
otras frescas, algunas marrones por el tiempo, otras blancas como la nieve.
La mayoría son humanas.
Una, en el centro, en un lugar de honor, es la primera que ve Sanguinius
al levantar la cabeza temblorosa. Sus cuencas vacías le devuelven la
mirada. En el hueso amarillento de su frente, tallado el número X.
Aquí es donde terminará, en esta cruz aquí.
Escuchas el murmullo del Ángel, un único y lastimoso jadeo. "Manus". Es
lo único que ha dicho desde que empezaste a matarlo.
Te colocas detrás de él, dándole un momento para apreciar la reunión y
para que comprenda su significado.
Hasta que nos encontremos de nuevo.
Es tiempo suficiente.
—¿A quién le falta ahora, hermano? —le preguntas. Intenta girarse para
mirarte.
Lo agarras por el tobillo roto y lo arrastras detrás de ti. Se desliza sobre el
vientre, sus manos rasgando y arañando las losas ensangrentadas en un
intento de resistirse, pero no hay nada a lo que agarrarse. Deja tras de sí
una larga estela de sangre en el suelo.
No debería acabar así.
Sin embargo, así es como termina.
8|XVIII
Solo guerra
Frenesí.
Eso es todo lo que queda en la vida de Fafnir Rann. El mundo a su
alrededor es un caos de movimiento y ruido, limitado solo por el alcance
de sus hachas. Fuera de ese alcance, nada existe.
Y dentro de él, todo se concentra en una masa hiperdensa de sonido y
humo, un torbellino constante que se niega a detenerse o incluso a
desacelerar. El frenesí lo consume; armaduras retumbantes, cuchillas,
géiseres de sangre, tormentas de ceniza devoradora, el clamor demoníaco
de la guerra en su esencia más pura.
El frenesí exterior es igualado por el interior, bajo su piel, en su corazón,
carne, huesos y mente. Nada es estable ni tranquilo. No hay pensamientos,
recuerdos ni esperanzas, porque no queda espacio para ellos en su mente.
El instinto reactivo, amplificado por la necesidad, ha expulsado todo lo
demás. Ya no piensa. Incapaz de serenarse o de razonar. La parte salvaje y
asesina en él, tan entrenada y obediente, se ha desatado. Es su único
aliado. La única razón por la que sigue vivo. Se ha fusionado con ella y ella
con él.
Golpea mortalmente a un ritmo de dos o tres veces cada pocos
segundos. Nunca enfrenta a un solo enemigo. Múltiples ataques convergen
en él, asaltos calculados o colisiones fortuitas en el caos de la batalla. Sus
hachas, Cabecilla y Cazador, están melladas y desafiladas por el uso.
Acumula más heridas de las que puede contar, la sangre fluye sobre su
armadura y se filtra hasta empapar su traje. Su metabolismo no puede
cerrar las heridas lo suficientemente rápido. No puede ver a Halen,
Baldwin, Namahi ni a ninguno de los que estaban con él en la línea de
combate. El Fuerte Hasgard ya no existe, ni en ruinas. Solo queda esta
pequeña parcela de Terra, un barrizal de sangre y un monzón de traumas, y
él la ocupa como una estatua en su pedestal. Es como una casilla en un
tablero de juego, y él es la pieza que se mueve sobre ella, mientras el resto
del tablero se ha desintegrado. Esta es su parte del Mundo del Trono, su
única Terra. No se moverá de ahí, no retrocederá. La defenderá, luchará
por ella y en ella, hasta morir en ella, hasta que el barro empapado en
sangre lo absorba y se convierta en su tumba. Su pedazo de Terra y su
lucha por ella se han convertido en lo mismo.
El enemigo es una constante en su pequeño mundo, incesante, tan
permanente como la gravedad o la luz. Invade su Terra y él lo derrota, pero
inmediatamente vuelve a invadir. Siempre está delante, al lado, detrás,
chocando contra él. Siempre hay un hacha, una maza, una espada, una
mano, un rostro, una garra.
Si Rann se detuviera a pensar por un momento, se daría cuenta de que
esta intensidad no puede sostenerse eternamente. Probablemente, han
pasado solo... diez minutos desde que su mundo comenzó. La furia cesará
cuando él cese. Su mundo terminará con él. Si tuviera tiempo para
considerarlo, sabría que solo le quedan quince o veinte segundos de vida.
Estos segundos se extenderán por toda una vida, delineando el arco de su
existencia.
Pero no lo sabe, porque ya no hay espacio en su mundo para pensar.

Fafnir Rann, aunque tampoco lo sabe, está a solo cuatro longitudes de


hacha de Zephon Anillador del Dolor, quien está atrapado en su propio y
similar infierno. El tormento de Zephon está a punto de terminar de una
manera completamente distinta.
8|XIX
Hacia el fuego
La cañonera Orión abandona la torre unos sesenta segundos antes de
que esta colapse.
Algo está derribando todas las torres de vigilancia del Hemisferio Sur.
Hassan nunca lo ve completamente, solo sabe que es una bestia de los
Nunca Nacidos, de una magnitud incluso mayor que los enormes
behemoths que ha vislumbrado liderando la hueste traidora. Mientras
huyen hacia arriba, siente su sombra, la onda expansiva de su ataque, el
bramido ensordecedor que hace crujir las piedras. Recordará el destello de
su ojo en la ventana por el resto de su vida.
Y ese resto de vida no es mucho. Raja asegura la cañonera en una de las
plataformas superiores de la torre, aparentemente abandonada por las
fuerzas en retirada. No hay tiempo para un vuelo de prueba o para revisar
sus sistemas. La torre ya se inclina y el estruendo de los escombros caídos
es constante. Hassan observa las abolladuras y rasguños en el casco dorado
de la nave de combate mientras sigue a las Hermanas a bordo, con los tres
Astartes cerrando la escotilla tras él.
La Orión, una nave de los Custodes, es famosa en todo el Imperio por su
poder. Su tecnología es de las más avanzadas conocidas. Los interiores de
la sección de pasajeros son majestuosos, diseñados para dimensiones
posthumanas, con conjuntos de sujeciones secundarias para acomodar a
los ocupantes humanos estándar en los grandes tronos de cuero
acolchado. Con Raja en el timón, la cañonera se eleva de la cubierta llena
de escombros en un comienzo deslizante. Están a casi dos kilómetros por
encima del nivel de la calle.
Por alguna razón, la cañonera fue dejada en la plataforma. Sus motores
hacen eructos y fallan a los cinco segundos de despegar. Los sistemas de
elevación se quejan. Los motores de propulsión chisporrotean y rechinan
mientras Raja intenta reactivarlos. La nave cae, en lugar de volar, como un
pequeño juguete dorado girando hacia las calles en llamas. Eso es lo que
imagina Hassan. No hay ventanas en la sección de pasajeros, pero Hassan
siente el arrastre centrífugo del giro mortal. No necesita ver para saber
cuál es el camino "hacia abajo", lo siente en la fuerza tortuosa que agita
sus entrañas. Siente cómo las fuerzas G deforman la carne de su rostro. Él y
las Hermanas están atados, pero los Astartes son lanzados contra el
tabique trasero, quedando inmovilizados.
Ve manchas brillantes de sangre en la tapicería de cuero de su amplio
asiento. Es su sangre. Tiene un corte o herida en algún lugar. Las gotas
tiemblan con la rotación y la fuerza de gravedad, corriendo primero hacia
abajo, luego hacia arriba, y alrededor, moviéndose con el giro,
deteniéndose, arrancando, goteando. Forman un nudo apretado, como
dibujado por una mano invisible. Es como un pequeño diagrama, un plan.
Un sigilo, que transfiere significado e información a una forma simbólica.
Piensa que debería reconocer el sigilo, pues son herramientas de su oficio.
Las gotas de sangre parecen trazar las vueltas de un pequeño laberinto, sin
entrada ni salida.
Pero es solo sangre sobre cuero, y se concentra en ello para bloquear el
terror y el tumulto de sus últimos momentos.
La iluminación de la cabina falla. Ya no puede ver las caras de quienes
van a morir con él. No ve nada. Siente todo su peso por unidad de masa.
Escucha un estallido tan fuerte como el de una granada de concusión y
lo confunde con un impacto. Pero sigue vivo. El estallido fue la detonación
de un último reinicio forzado. Raja levanta la nariz de la nave. Hassan
prefiere no saber cuán cerca estaban del suelo. La fuerza de gravedad al
ascender es peor que el descenso.
—Aguanten —gruñe Raja.
¿Para qué? se pregunta Hassan. Sus manos ya están agarrotadas en los
reposabrazos. Intenta contener el vómito involuntario. ¿Qué sentido tiene
ahora una advertencia?
El helicóptero de combate se sacude violentamente. No son
turbulencias. Hassan oye el chirrido del metal torturado del casco exterior.
Más que un grito, un graznido estridente de un ave marina o un halcón. El
cielo sobre el Sanctum ha estado revuelto con alas de murciélago durante
horas, aves carroñeras del infierno sobrevolando la masacre. Imagina su
nave bajo ataque, acosada por seres del Nunca Jamás con alas curtidas y
picos de buitre, un halcón rodeado por cuervos.
Algo metálico se desgarra. La cañonera se tambalea. Comienzan a
descender de nuevo, a una velocidad no controlada por el piloto.
Sobrevivieron a la primera caída. No sobrevivirán a una segunda.
8|XX
Sesenta y tres segundos
A los sesenta y tres segundos de iniciar el combate, la compañía de
Constantin se topa con la primera resistencia que no son Nunca Nacidos.
Su escuadrón de centinelas, que se ha reducido en un minuto
anormalmente largo a solo treinta y seis guerreros, adopta una amplia
formación en abanico. Se mueven rápidamente. En otras circunstancias, su
velocidad podría considerarse precipitada, especialmente para una unidad
tan mermada adentrándose en un territorio letal. Pero no es imprudencia,
están respondiendo al llamado a las armas de su rey.
Aquellos que puedan oírme, únanse a mí ahora.
El Emperador rara vez habla directamente. Pero cuando lo hace, es
inequívoco. Rastrearán su llamado neurosinérgico hasta encontrar su
origen antes de que sus ecos desaparezcan.
Así, los Custodes avanzan con precisión fluida, con un sigilo y velocidad
inhumanos, flanqueando y cubriéndose intuitivamente mientras se
adentran en las extrañas ruinas de piedra y calles abandonadas cubiertas
por una gruesa capa de ceniza. La coordinación de Constantin es intensa.
Tiene un plan claro en su mente y en la de sus hombres, como si lo hubiera
dibujado en una mesa de estrategia o en una pared. Lo ejecutarán con la
certeza y el reflejo de los miembros y dedos de su propio cuerpo.
Los objetivos aparecen de repente como una ráfaga de iconos en las
pantallas de sus cascos. Al principio uno o dos, luego docenas, después
cientos, se iluminan en la representación digital del terreno que tienen
delante. Un despliegue de combate disciplinado y bien ejecutado se ha
establecido en las ruinas para contrarrestar su rápida aproximación.
Constantin reconoce la disposición antes de que los iconos se resuelvan
completamente. Una formación de repulsa Astartes. Cuatro capas, con
flanqueo lateral.
Las etiquetas se multiplican. Los nombres de la mayoría están pixelados
o son indescifrables, pero los registros de las unidades son claros. XVII
Legión, Portadores de la Palabra. XVI Legión, Hijos de Horus.
Los disparos masivos comienzan a llover sobre ellos. Los Custodios de
Anabasis no reducen su velocidad. Mantienen su exigente ritmo de avance,
a pesar de la tormenta de proyectiles que golpean y desgarran la piedra a
su alrededor, o que silban al pasar junto a sus cabezas. Los hombres de
Constantin no tienen la ventaja numérica. Están lejos de tener los números
de los hijos traidores que se aproximan para enfrentarlos. Pero tienen el
ímpetu de su velocidad, y son Custodes.
Avanzan hacia las ruinas bajo el fuego enemigo, sin reducir su velocidad,
y comienzan a atacar de manera selectiva. La zona frente a ellos se
extiende en un amplio patrón de ruinas urbanas. A un kilómetro a su
izquierda, las ruinas están bajo una enorme estructura destrozada,
probablemente una porción de placa orbital caída. Los abruptos
acantilados de Plastiacero son lo más parecido a terreno elevado en la
zona.
El número de bajas comienza a aumentar a medida que los Custodios se
lanzan al ataque directo. Los marcadores en sus pantallas parpadean y se
vuelven grises, correspondientes a hombres sin nombre o cuyos nombres
se han corrompido y perdido.
Hombres que ya no son hombres.
La intensidad del combate se eleva rápidamente. Constantin no está
sorprendido. Algunos de los enemigos son Hijos de Horus. Respeta a los de
la XVI Legión, aunque nunca lo admitiría abiertamente. Los considera una
de las pocas órdenes Astartes verdaderamente peligrosas, en especial bajo
el mando de un oficial destacado y competente. Esta valoración no es un
reflejo del traicionero historial del XVI durante la Guerra de la Herejía;
Constantin mantiene esta opinión desde las primeras semanas de la Gran
Cruzada.
Son sesenta y cuatro segundos en la batalla.
Constantin ha perdido dos hombres. Sus hombres han causado trece
bajas enemigas. Su avance no ha disminuido. Salta un muro de piedra roto
y suma dos más de la XVI a la cuenta de su compañía, atravesando con su
lanza a uno y decapitando al segundo. El legionario de los Hijos de Horus
retrocede tambaleándose, agarrándose la garganta desgarrada, incapaz de
contener la hemorragia. Constantin no se detiene a verlo caer; sabe que
está muerto.
Acaba de identificar una etiqueta marcadora entre un grupo cerca de la
parte superior de la placa orbital en ruinas, a novecientos metros de
distancia. A diferencia de las que la rodean, esta no está ilegible ni
corrupta. El nombre y el rango son perfectamente claros.
Primer Capitán Abaddon.
8|XXI
Entre los muertos
Rogal Dorn comienza a trepar por los escombros, con un muro roto a sus
espaldas, adentrándose en la ciudad.
Ya no es una ciudad en el sentido tradicional. Antes lo fue, quizás
durante mucho tiempo. Ahora, es un vasto mar de escombros; escombros
que forman crestas, escombros que se hunden en profundas depresiones.
Los pocos grandes muros que aún se mantienen parcialmente en pie, como
el que está detrás de él, son enormes baluartes defensivos. Construidos
para contener y proteger, ahora solo son vestigios de una fuerza que fue,
reliquias de un desafío pasado. El mar de escombros, los muros y el propio
aire están teñidos de gris por el polvo. El cielo es una oscuridad de tinta,
entrelazada y florecida con relámpagos de un rosa lívido. Las horcas
chisporrotean y arden en lo alto.
La ciudad, lo que fuera que haya sido, se ha rendido. Rogal Dorn
reflexiona sobre quién la habría planeado y construido. Ahora es imposible
discernir su diseño defensivo original. Siente que en su destrucción,
desmantelándola bloque a bloque en un mar de piedras, se invirtió más
pensamiento y energía humanos que en su construcción. Siente que en su
diseño no intervino ningún pensamiento humano.
No hay nadie afuera para recibirlo, nadie esperándolo. Deberá trazar un
nuevo plan, empezando desde aquí. La ciudad puede haber cedido, pero él
no.
Necesita armas. Eso es lo primero. La llamada de auxilio era urgente, y
no puede ayudar si no puede luchar. Si la guerra destrozó esta ciudad,
entonces habrá rastros de ella en los escombros, sus dientes y garras
marcados en las heridas. Una espada, tal vez; un hacha, un martillo...
Incluso un trozo de poste servirá. Algo duro que pueda empuñar con
fuerza.
No ha avanzado mucho cuando comienza a encontrar cuerpos. Hombres
blindados, entrelazados por cientos. Al principio parecen más escombros,
cubiertos de polvo gris, pero él distingue las formas de extremidades,
cascos con pico, corazas y petos, mochilas de salto, grebas. Al inclinarse y
limpiar la capa de polvo, revela marcas de laureles dorados, adornos de
auramita.
Placas amarillas.
Con el número VII.
Están todos aquí, cada uno de los hijos de su compañía Anabasis. La
guerra que los alcanzó y aniquiló fue total. Rogal Dorn raspa la suciedad de
los medallones de rango y las insignias, retirando las viseras. Ve los rostros
pálidos y contraídos de los caídos. Recuerda nombres: Argust, Loemid,
Hexas, Tibernus...
Cada nombre revive un recuerdo, trayendo a su mente eventos y
encuentros, conversaciones y triunfos. El pasado surge en su conciencia
como gotas de tinta en agua.
Su pena se cierne en el aire por un momento, como el polvo.
Pero no está aquí para lamentarse, ni permitirá que el dolor lo venza,
donde ni los siglos en el desierto ni los susurros del rojo pudieron. Él es
Rogal Dorn, desafiante e inquebrantable.
El rojo causó esto.
El rojo conocerá su venganza. No hay nada más peligroso que un hombre
sin nada que perder.
Encuentra a su Huscarle, el líder de su compañía, un poco aparte,
tendido sobre una ola de escombros, como un trozo de naufragio
arrastrado mar adentro. Por su postura, parece haber sido el último en
caer. Rogal Dorn se arrodilla a su lado y pronuncia su nombre.
—Diamantis.
El dolor intenta apoderarse de él de nuevo, pero no se rinde. Diamantis
le ha dejado un regalo. Semienterrado en el polvo y las piedras a su lado,
Rogal Dorn lo desentierra. La gran espada, poderosa en los puños de
Diamantis, en sus manos es como una pesada cañonera. Su hoja está
ennegrecida, pero su filo sigue siendo agudo. La enciende, y el destello de
poder quema el polvo de la hoja, revelando una marca de plata que danza
con una descarga azul.
—Esto lo clavaré en el corazón del rojo —jura Rogal Dorn, llevándose la
espada a la frente en un saludo al estilo de los templarios—. Con esto, me
enfrentaré a mi hermano para vengar a mis hijos.
Se levanta, mientras el relámpago coral sobre él resuena con su ira,
burlándose de su juramento. Puede burlarse cuanto quiera. Rogal Dorn es
libre y tiene una espada en su mano.
Se pone de pie y escucha atentamente el eco de la llamada para
determinar hacia dónde dirigirse. Solo puede percibir un tenue timbre
llevado por el viento.
Y algo más.
Un golpeteo, un arañazo, tan suave y ligero como el de un ratón. No es el
revoloteo del polvo ni los escombros sueltos asentándose detrás de él.
Hay algo más, algo vivo.
Concentrado en escuchar, descubre que el sonido proviene de un
montón de escombros cerca del campo de huesos donde yacen sus hijos.
Es una pendiente de escombros derramada desde una grieta en uno de los
muros del baluarte. Incluso podría ser el muro que él rompió para llegar
aquí, los escombros que cayeron cuando se liberó. Ya no está seguro; los
muros rotos se confunden.
Rogal Dorn clava la punta de su espada en el polvo y comienza a retirar
bloques y piedras. Algunos pesan casi una tonelada. Cava hacia abajo con
cuidado, evitando que el talud se deslice y vuelva a enterrar lo que busca.
Instintivamente, utiliza su conocimiento de la masa y el equilibrio para
apuntalar la excavación a medida que la profundiza, colocando losas en el
borde de la cavidad que está formando, fortaleciendo la fosa para prevenir
derrumbes.
Y así es como la encuentra.
Ella lo mira ciegamente desde los escombros mientras él la descubre.
Está cubierta de sangre y polvo que se adhiere a su piel. Sus yemas están
ensangrentadas de arañar las piedras, desesperada por escapar de su
entierro prematuro.
Es un milagro que no se haya roto todos los huesos.
—No te muevas —murmura él—. Te desenterraré. Si te mueves, podrías
hacer que todo se derrumbe.
—Sí —responde ella con una voz pequeña y seca.
—¿Sabes quién soy? —pregunta él.
—Eres Rogal Dorn, pretoriano, primarca de los Puños Imperiales, hijo del
séptimo fundador, desafiante e inquebrantable —dice Actae.
8|XXII
Despedida
Oll respira profundamente, llenando sus pulmones con aire
notablemente fresco, como si hubiese sido purificado por la inmensa
liberación de energía. El lugar, epicentro de la detonación del poder del Rey
Oscuro por parte del Emperador, ha sido purgado y serenado, extinguiendo
cualquier tumulto inmaterial. En un radio de un kilómetro, la llanura de
polvo blanco yace inmóvil e inmaculada, como nieve recién caída. No hay
restos ni huellas. El aire es cristalino, sin una partícula de polvo o suciedad,
la luz resplandeciente, el cielo sobre él de un negro frío. Podría ser, piensa
Oll, el único lugar en la Tierra donde el Caos no reina. Posee una
tranquilidad prístina, reminiscente de un paisaje lunar.
Revisa su Rifle Láser. Está en perfecto estado, como recién salido de
fábrica. Es el mismo modelo Marte Mk II que rescató, pero ya no es una
reliquia reacondicionada con empuñaduras desgastadas y señales de largo
servicio. El cromo brilla, y puede oler el aceite fresco aplicado en su
ensamblaje. Ya no es una pieza desgastada por el tiempo.
Ni él tampoco. Oll no puede creer lo fuerte y vital que se siente. Se había
acostumbrado a las molestias y dolores de su cuerpo resistente, al dolor de
antiguas heridas en días fríos, a la rigidez de sus articulaciones. Aunque
envejece más lentamente que la mayoría, también había envejecido.
Ahora, los signos del tiempo han desaparecido, al igual que las cicatrices.
Incluso su vista ha mejorado. Nunca se había sentido tan fuerte y capaz. No
recuerda haberse sentido tan joven, ni siquiera en su juventud.
John Grammaticus también lo siente. Cerca de Oll, camina, flexionando y
moviendo los brazos, hablando en voz alta para disfrutar de su renovada
capacidad de hablar. De vez en cuando se ríe, lo que hace sonreír a Oll.
Ambos están milagrosamente rejuvenecidos, en la plenitud de sus vidas.
Y deben estarlo. A un kilómetro de distancia, en todas direcciones,
termina la paz de este lugar bañado por el sol y comienzan las furiosas
tormentas de la Disformidad, un oscuro miasma de relámpagos y nubes
agitadas a diez kilómetros de altura. Han logrado lo imposible. Ahora
deben repetirlo. En algún lugar allá afuera se encuentra Horus Lupercal, y
deben enfrentarlo y detenerlo.
Oll observa al Emperador. El Amo de la Humanidad, un coloso dorado,
está a unos cincuenta metros de distancia. Caecaltus y los Astartes, junto
con Leetu y Garviel Loken, están arrodillados ante Él, con las cabezas
inclinadas. Oll supone que están realizando algún tipo de juramento
momentáneo antes del acto final. Se pregunta qué podrán hacer juntos.
Los Astartes son fuertes, sobrehumanamente fuertes, y también lo es el
formidable Procónsul Dusk. Oll y John tienen habilidades especiales, pero
Oll duda que sean de gran utilidad en el momento decisivo. De todos
modos, harán lo que puedan.
El Emperador es lo que realmente importa. Él es el único que cuenta. Oll
sabe que el Emperador es poderoso, en una escala inimaginable. Pero
Horus es...
Horus se ha convertido en un arma formidable. Los Cuatro Viejos,
malditos sean, lo han transformado. Todo el Caos está canalizado en él.
¿Puede algo enfrentarse a eso? Sin la abrumadora fuerza del Rey Oscuro,
puede que el Emperador no sea suficiente. Una salvación ha
contrarrestado a otra. El Emperador renunció al poder que habría
asegurado su triunfo. Por las mejores y más correctas razones, pero aún
así...
¿Qué dijo el Lobo de Luna? 'Mejor luchar contra los demonios como
hombres que convertirse en ellos'. Eso bien podría ser su epitafio.
El procónsul se aproxima, dejando huellas frescas en el inmaculado
polvo blanco.
—Es hora de que te vayas, Ollanius —dice Caecaltus Dusk.
—¿Irme? —responde Oll, frunciendo el ceño—. ¿Ir a dónde?
—Mi Rey de Eras te desea buena suerte —responde el procónsul—. Aquí
nos separamos. Tú y Grammaticus deben regresar.
Al escuchar su nombre, Juan se une a la conversación.
—¿Nos ponemos en camino? —pregunta, casi ansioso.
—Nosotros vamos a enfrentar a Lupercal —dice Caecaltus—. Tú y
Ollanius deben regresar.
—Espera. No. No. Vamos contigo —insiste Juan.
—John tiene razón —afirma Oll—. Hemos llegado hasta aquí. No
tenemos miedo, procónsul. Estamos decididos a llevar esto hasta el final.
El Centinela sacude lentamente la cabeza.
—Sí, deben llevar esto a cabo —dice—. Por eso deben volver.
Oll y John intercambian miradas perplejas.
Oll pasa junto al solemne centinela. La imponente figura dorada del
maestro de la humanidad ya se aleja, flanqueada por Loken y Leetu. El
Emperador lanza una última mirada a Oll, asiente con la cabeza y continúa
su camino. Con sus Astartes siguiéndole de cerca, se aleja con pasos largos
por el polvo blanco y sin marcas.
—¡Espera! —grita Oll—. ¡Espera!
—Mi rey espera que evalúes la situación racionalmente, Ollanius —dice
el centinela—. Ninguno de los dos puede moverse tan rápido como
nosotros, y ninguno de los dos sobrevivirá a la prueba que se avecina. No
deben ir más lejos. Deben regresar. Si mi rey puede asegurar el futuro,
entonces hay un lugar reservado para ti en él. Un lugar crucial, Ollanius.
Mientras tanto, mi rey necesita que vivas.
—Su preocupación por nosotros es conmovedora, pero ya te lo dije. No
tenemos miedo...
—La preocupación de mi rey por ti no es personal —interrumpe el
centinela—. No puedes morir. No debes morir.
—Todos mueren eventualmente, Dusk —responde Oll.
—Ollanius —dice el procónsul con una agudeza inusual en su voz, que
por otro lado, no suena como la de siempre—. Persuadiste a mi rey para
que reconsiderara la lógica de su posición. Muéstrale el respeto de hacer lo
mismo.
Oll frunce el ceño y se limpia el polvo de los labios con el dorso de la
mano. Un viento repentinamente se levanta, levantando el polvo blanco en
una neblina. La tranquilidad del lugar se disuelve a medida que la
Disformidad se arrastra y la reclama. Las figuras del Emperador y los dos
Astartes que se alejan comienzan a perder claridad.
—Hemos venido a ayudarle, procónsul —dice Oll con tristeza.
—Pues háganlo —responde Caecaltus—. Con la misma determinación
que has mostrado hasta ahora. Tu propósito es enfrentarte a Él y decir la
verdad a Su poder, como sólo puede hacerlo alguien que lo ha conocido a
lo largo de todas las épocas. Cambias el patrón de la historia y el curso del
destino. Evitas una condenación. Ahora debes completar ese propósito,
mientras Él evita otra.
—¿Completar...? —balbucea Oll.
—¡Oh! —exclama John de repente—. Oh, mierda. Tiene razón. Tenemos
que terminarlo. Oll... Oll, escúchame. Si vamos con ellos, y morimos, lo cual
es probable, entonces nunca llegaremos aquí para hacer lo que acabamos
de hacer.
—¡Están locos! —exclama Oll.
—Grammaticus lo ve —dice Caecaltus Dusk—. Su don para los idiomas y
sus tiempos, sin duda. Ollanius, tienes que hacer esto posible. Tienes que
completar el círculo.
Le extiende el ovillo de hilo a Oll.
Oll parpadea un segundo.
—Maldita sea —susurra—. Quieres decir literalmente...
—Debes volver sobre tus pasos y dejar las pistas que has seguido, o esta
rama de la historia se derrumbará. Ve a dejar el rastro que tu yo anterior
siguió, porque sin él, no habrías estado aquí para cambiar el destino de mi
rey.
Oll mira fijamente el ovillo de hilo. John se adelanta y se lo quita al
Centinela.
—No tenemos elección, Oll —dice John—. Tenemos que hacer esto, o
todo lo que hemos hecho se deshará.
—Un bucle —murmura Oll.
—Un bucle de hilo —confirma Caecaltus—. Uno vital.
Se da la vuelta sin más despedidas y comienza a seguir a los demás,
perdiéndose en el polvo en cuestión de instantes.
Solos, John y Oll se miran.
—Vamos —dice John.
—Esto no está bien —dice Oll.
—Sí, pero ambos sabemos que es lo correcto. Tenemos que terminar el
trabajo de Hebet y dejar los hilos. Tenemos que volver al principio, Oll, y
asegurarnos de que lo hecho, hecho esté.
Oll asiente. Echa un último vistazo, pero las cuatro figuras han
desaparecido de su vista. Entrecerrando los ojos por el viento y el polvo,
Oll y John caminan en dirección contraria. Cuatro grupos de huellas se
alejan por un camino, dos por otro. En cuestión de segundos, el viento las
borra por completo.
8|XXII
La muerte
En un instante que parece eterno, Horus Lupercal mantiene congelado el
tiempo en una mano, y en la otra, sostiene a Sanguinius.
Sanguinius, irremediablemente destrozado, observa los altos arcos de la
Corte Lupercal. A pesar de estar quebrantado, no se resigna al silencio. A
pesar de estar roto, no lo facilita.
Lupercal gruñe. ¿Disfruta esto? ¿Lo detesta? ¿Lo considera una molesta
pérdida de tiempo cuando tiene asuntos más importantes? Es imposible
saberlo, ya que ha dejado de ser humano.
Y a Sanguinius no le interesa. Siente la presencia de los Cuatro Viejos
observándolo desde las sombras, con ojos tan sombríos y malévolos como
los que adornan la armadura de su hermano. Han venido a presenciar este
acto y todo lo que seguirá. Conversan entre ellos con excitación, y a su
alrededor, las incontables legiones de sus engendros murmuran
encantados. Sanguinius está decidido a mostrarles el desafío de la
humanidad hasta su último aliento.
Horus lo levanta del suelo, sujetándolo en su garra. Cada hueso
fracturado y cada desgarrón en el cuerpo de Sanguinius duele mientras
pende de él. La sangre fluye de sus labios desgarrados, expulsada de su
cuerpo. En la otra mano del monstruo, el Rompemundos se alza
amenazante.
Sanguinius reacciona con la mano izquierda, clavando sus dedos
desesperados en la mejilla y los ojos de su hermano. Horus, furioso, suelta
a su presa. Sanguinius cae de rodillas, sacudido por sus heridas, y luego de
lado. Intenta levantarse, temblando, débil. Quiere estar en pie para el final.
Quiere estar de pie cuando...
Rompemundos lo golpea antes de que pueda erguirse. El impacto rompe
su hombro izquierdo, las costillas y el fémur izquierdo. Cae, intentando no
gritar de dolor, pero no lo consigue. Horus lo golpea una y otra vez, como a
un perro desobediente. Ya no hay arte ni habilidad marcial en sus acciones.
Ni paciencia. Rompemundos destroza la armadura y la carne, pulveriza
ambas clavículas, rompe un pulmón. Una neblina de sangre envuelve a las
dos figuras, el brutal gigante y su presa. El sexto impacto gira a Sanguinius,
destrozando su mandíbula y ejerciendo tanta fuerza que la piel de la mitad
izquierda de su rostro, desde la frente hasta la barbilla, se despega. Se agita
y luego cae como una máscara suelta.
Mientras cae hacia adelante, la Garra de Horus lo atrapa nuevamente.
Eleva al desgarrado y maltrecho Ángel en el aire, hasta que se encuentran
cara a cara, el primero frente al instrumento del Caos.
Horus aprieta lentamente, esperando alguna última palabra, alguna
declaración inmortal y heroica que marque el fin de una vida majestuosa y
noble. Debería ser algo grandioso, algo digno.
Pero Sanguinius ya no puede hablar. Se está ahogando en su propia
sangre.
Las garras se cierran. Se escucha un doble crujido de columna y cuello.

Horus aguarda. La sangre gotea. Está hecho.


La garra se abre con un chasquido mecánico. El cadáver de su hermano,
tan flácido y desfigurado que parece casi inerte, cae a la cubierta. Un
sonido desagradable de impacto marca un final igualmente desagradable.
Horus exhala y se retira. Entidades se precipitan desde las sombras para
hacerse con el cuerpo.
CONTINÚA EN
EL FINAL Y LA MUERTE: VOLUMEN III
AGRADECIMIENTOS
El autor desea expresar su profundo agradecimiento al equipo de Asedio
de Terra - Aaron Dembski-Bowden, Chris Wraight, John French, Gav
Thorpe, Guy Haley, Nick Kyme y Jacob Youngs - por sus respuestas,
comentarios, citas de referencia y apoyo constante en los momentos de
máxima "asedio creativo". Un enorme agradecimiento también al
departamento "indispensable", compuesto por Rachel Harrison, Karen
Miksza, Jess Woo y Nik Abnett, por su meticulosa atención, y a los
correctores Jake Stow y Kirsten Knight y a los equipos de traducción por su
agilidad en capturar cada detalle. Un aplauso de pie, por favor, para los
artistas: Francesca Baerald (por el asombroso mapa), Zuzanna Wuzyk
(bustos), Jodie Muir (ilustraciones en blanco y negro), Mauro Belfiore
(interiores del retrato del primarca) y, por supuesto, Neil Roberts (por esa
magnífica portada).
El autor también quiere agradecer a Tom McDowell de Black Library,
Andy Hoare y Tony Cottrell de Forgeworld, y a Max Bottrill y todos los
demás en Games Workshop por sus consejos, orientación, apoyo y
confianza.
SOBRE EL AUTOR
Dan Abnett es el autor de más de cincuenta novelas, entre ellas la
aclamada serie Gaunt's Ghosts y los libros de Ravenor, Eisenhorn y Bequin.
En lo que respecta a la Herejía de Horus, ha escrito Saturnine, Siege of
Terra, así como Horus Rising, Legion, The Unremembered Empire, Know No
Fear y Prospero Burns, estas dos últimas bestsellers del New York Times.
También ha sido guionista de Macragge's Honour, la primera novela gráfica
de la Herejía de Horus, y de numerosos audiodramas de Black Library.
Muchos de sus relatos cortos han sido recopilados en el volumen Lord of
the Dark Millennium. Vive y trabaja en Maidstone, Kent.
TRADUCCIÓN
Esta es una traducción no oficial, de fans para fans, organizada por
Proyecto Scriptorum.
Han participado en la traducción:
Tigurius (traducción, material complementario)
Lord Cypher (traducción)
Apollyon (traducción)
Tijeras (portada)
Si deseas colaborar, ponte en contacto en las redes sociales:
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Notas
[←1]
Ulthwé: Es el nombre utilizado para referirse al Mundo Astronave
Ulthanash Shelwe (Canción de Ulthanash) emplazado al este del Ojo del
Terror. En el resto de Mundos Astronave se dice que los Eldars de Ulthwé
están malditos por su proximidad al Ojo del Terror, lo que además ha
exagerado su potencial psíquico. Los habitantes de Ulthwé, en cambio, se
consideran como el único muro que se alza entre la supervivencia y la
destrucción total de su raza. Las tropas de este Mundo Astronave,
compuestas básicamente por los denominados Guardianes Negros, siempre
acuden a la guerra acompañados por un elevado número de psíquicos que
forman el denominado Consejo de Videntes.
[←2]
Arlequines: También conocidos como Rillietann, son un subgrupo único
de la raza Eldar, talentosos luchadores en el campo de batalla y actores
teatrales. Existen fuera de la sociedad Eldar normal y no guardan lealtad a
ningún Mundo Astronave u otra forma de autoridad, salvo su propia creencia
en la deidad Eldar Cegorach, el Dios de la Risa.
[←3]
Mundo Astronave: La Caída de los Eldars alteró el universo creando el
Ojo del Terror y dando a luz al archienemigo de los Eldars, el Dios del Caos
Slaanesh. Los supervivientes de la raza Eldar quedaron esparcidos por la
galaxia: los Exiliados se retiraron a los mundos vírgenes, los Arlequines y los
Drukhari se escondieron en la Telaraña y el resto permanecieron viviendo en
las gigantescas naves conocidas como Mundos Astronave. Los Eldars de los
Mundos Astronave son los restos de un imperio moribundo y se hacen llamar
entre ellos como Asuryani. Su agilidad, intelecto y proezas psíquicas
exceden a la de cualquier humano y sus números decrecientes se
compensan con una habilidad superlativa en combate.
[←4]
Arsuyani (Aeldarix dolosus): También llamados Aeldari de los Mundos
Astronave, los forasteros, o incluso los "Eldar de las Estrellas", son una
antigua especie alienígena humanoide cuyo vasto imperio se extendía a lo
ancho y ancho de la galaxia conocida. Los Asuryani son parientes de la
especie Aeldari, que ahora vive en vastas naves estelares con forma de
ciudad llamadas Astronaves. Los asuryani confían en tecnologías místicas
como las Piedras Espirituales y los Circuitos Infinitos que componen los
esqueletos de sus Astronaves para almacenar sus almas tras la muerte y
evitar que Slaanesh las consuma.
[←5]
Telaraña: es una compleja red de túneles que se ramifican a través de la
Disformidad y que los Eldars de todas las facciones utilizan para viajar
instantáneamente de un portal a otro, aunque se halle a millones de
kilómetros de distancia. Algunos la conocen como la Dimensión Laberíntica,
y siempre ha sido vista por las mentes mortales con una miríada de formas:
algunos la describen como un tapiz galáctico de hebras brillantes, otros
como un laberinto de túneles, y otros como las venas de una enorme entidad
viviente. Todas esas descripciones se quedan cortas, ya que la Telaraña
desafía toda categorización. Es un reino elegantemente suspendido entre el
Espacio Real y la Disformidad, análogo a la superficie de un estanque
tranquilo y oscuro o a un fino velo de seda sobre algo inexistente.
[←6]
Agaith: Máscaras cambiantes de los Arlequines que asumen cualquier
aspecto, a voluntad del portador, también conocidas como "falsas caras",
pues los Arlequines jamás revelan sus auténticos rostros.
[←7]
Eladrith Ynneas: Otro nombre que reciben los Eldars Oscuros, término
que comenzó a utilizarse dentro del Culto del Corazón Negro.
[←8]
Mon-keigh: Término peyorativo relativo a cualquier especie considerada
inferior a los Eldar, más a menudo utilizado para los humanos. Derivado de
las legendarias monstruosidades deformes caníbales que invadieron y
subyugaron las tierras Eldar hasta que fueron limpiadas de la galaxia por el
héroe Elronhir.
[←9]
Draconte: Es el comandante de un regimiento de soldados de una Kábala
de Drukhari. Son vistos a menudo dirigiendo a sus tropas en incursiones a
gran escala, o uniéndose a una incursión ya empezada al oír que se ha
encontrado una resistencia considerable.
[←10]
Autarca: Son comandantes sin igual y generales de las huestes Eldars,
guerreros que han recorrido varias Sendas para aprender todo lo posible de
los diversos aspectos de la guerra y dirigir mejor a sus fuerzas. Aunque
letales en combate, son más peligrosos cuando implementan estratagemas
para atrapar a sus enemigos.
[←11]
Commorragh: Conocida también como la Ciudad Siniestra, es la ciudad
maldita de los Drukhari y se encuentra enclavada en un lugar anormalmente
estable de la Telaraña, el laberinto interdimensional que el antaño
todopoderoso imperio Eldar creó como un camino entre las estrellas.
[←12]
Noosfera: Es un sistema cibernético de tecnología de la información y la
comunicación desarrollado por el Mechanicum durante los últimos años de la
Gran Cruzada a finales del 30º Milenio.
[←13]
Omnissiah: El Dios Máquina, también conocido como el Omnissiah o
Deus Mechanicus, es la entidad teológica que adoran los Adeptos del
Adeptus Mechanicus como la personificación y el dador de todo el
conocimiento y la tecnología del universo. Para muchos en el Imperio de la
Humanidad, esta creencia choca con la teología ortodoxa del Culto Imperial,
en la que el único Dios de la Humanidad es el Emperador. Pero dado que el
Adeptus Mechanicus es vital para la supervivencia del Imperio, el conflicto
sobre este tema a menudo es evitado mediante la fusión del avatar físico del
Dios Máquina, el Omnissiah, con el propio Emperador. Aunque el
Mechanicus acepta esto, este compromiso nunca satisface del todo ni a los
creyentes en el Culto Mechanicus ni a los del Imperial, pero mantiene la paz
entre las dos creencias y el funcionamiento del Imperio.
[←14]
Monte Olimpus: También conocido como la Gran Montaña para las
Legiones Titánicas, es la montaña más alta de Marte y el lugar que ocupa la
forja con el mismo nombre. Es la ciudad forja más grande del planeta y como
resultado, el Señor de la Forja del Monte Olimpus es también el Fabricador
General de Marte y el líder del Adeptus Mechanicus. La estructura más
grande de la gigantesca ciudad es el Templo de Todo Conocimiento.
[←15]
Fabricador General: Es el custodio del más alto conocimiento del
Mechanicum y representante fisico del arcano Dios Máquina y es uno de los
representantes mas poderosos del gobierno imperial, y un pilar
indispensable en la toma de decisiones del senado ya que probablemente
sea el mas culto y sabio de todos los Altos Señores de Terra, su figura
representa en toda su medida uno de los brazos más poderosos del Imperio,
el Adeptus Mechanicus. Cuando estalla un conflicto de grandes proporciones
bélicas, el consejo puede solicitar al Fabricador General la intervención de
las Legiones Titánicas, para aplastar literalmente a los enemigos del
Emperador y de la Humanidad de manera fulminante.
[←16]
Falange: Es la fortaleza monasterio móvil de los Puños Imperiales, la
nave que el propio Rogal Dorn llevó a Terra para ponerse a las órdenes del
Emperador. Aún hoy día ejerce como núcleo principal de las operaciones del
Capítulo. La Falange siempre está en órbita sobre Terra y es por ello que el
mundo natal de los Puños Imperiales se considera que es la misma Terra.
[←17]
Astronomicón: Faro psíquico mantenido en pie por el Adeptus
Astronomica, y utilizado por los Navegantes usan para pilotar las naves
espaciales del Imperio a través del caos de otro modo intransitable del
espacio disforme. Al ser generado con energía psíquica, existe dentro del
universo psíquico de la Disformidad. La "luz psíquica" del Astronomicón es
proyectada desde Terra, alimentado por los psíquicos entrenados por la
organización. La omnipotente voluntad del Emperador dirige constantemente
esta energía en un radio de 50,000 años luz por la galaxia. Aunque el
Emperador no provee la energía del faro, sólo él tiene el poder suficiente
para manejar tanta energía y dirigirla por la galaxia. Debido a que Terra está
situada en el Oeste Galáctico, el Astronomicón no cubre el extremo oriental
de la galaxia. El viaje disforme más allá del alcance del Astronomicón está
gravemente limitado, generando unas fronteras efectivas para el Imperio.
[←18]
Imperator Somnium: Portaaviones de Mando que sirvió como uno de los
tres buques insignia del Emperador durante la Gran Cruzada. No se
construyó en Marte, sino en Terra. Era una nave única, dorada y de tamaño
inmenso, que empequeñecía incluso a los acorazados imperiales tanto en
tamaño como en potencia de fuego. Su tamaño era equiparable al de las
Placas Orbitales de Terra. El Imperator Somnium era extremadamente
avanzado, construido con los secretos de la Edad Oscura de la Tecnología
de Terra. Como tal, blandía un armamento formidable, como los
Aceleradores de Tormentas Volkitas, múltiples Cañones Nova a lo largo de
su quilla, ojivas de Radio-Fusión, y gran parte de sus funciones estaban
automatizadas, lo que permitía un funcionamiento eficaz con una tripulación
mínima.
[←19]
Defensa Délfica: Murallas fortificadas localizadas justo antes de la Puerta
de la Eternidad
[←20]
Sanctum Imperialis: Corresponde al interior del Palacio Imperial, donde
se encuentran las oficinas de las instituciones imperiales más importantes,
como el Astronomicón, el Senatorum Imperialis y el Trono del Emperador. La
entrada al Sanctum Imperialis está protegida por la Puerta de la Eternidad.
Dos Titanes de Batalla de la Legio Ignatum montan guardia a cada lado de la
enorme entrada, compartiendo su vigilia eterna con los 10.000 miembros del
Adeptus Custodes.
[←21]
Última Muralla: Es el muro que rodea y protege el complejo del Palacio
Interior y sirve de división entre los Palacios Interior y Exterior. En el 41º
Milenio se conoce como Bastión Indomitus. Se compone de varias
secciones, incluida la Sección Saturnina de la Muralla, que forma parte de la
parte sur de la Muralla Definitiva y también contiene un atajo hacia el Palacio
Interior para aquellos que conocen el camino. Otras secciones son la
Exultant, Sanctus, Europa y Adamant.
[←22]
La Sedienta: Otro nombre de Slaanesh.
[←23]
Rememorador: Artista, historiador o periodista civil Humano miembro de
la Orden Imperial de los Rememoradores que acompañaba a las flotas
expedicionarias de la Gran Cruzada a principios del Milenio 31. Su función
era relatar todas las gloriosas hazañas de las Legiones de Marines
Espaciales y del Ejército Imperial en el transcurso de la cruzada para que la
posteridad futura del Imperio del Hombre supiera cómo la Humanidad había
llegado a dominar la galaxia.
[←24]
Corte Lupercal: Gran sala de estrategia situada en la nave Espíritu
Vengativo. Se creó en los últimos años de la Gran Cruzada y durante el
inicio de la Herejía de Horus bajo las órdenes explícitas de Horus, que
necesitaba una gran sala en la que pudiera reunirse su consejo de guerra. El
propio Horus se sentó en un trono central que parecía demasiado pequeño
para contener su gran figura. Numerosos comandantes estaban presentes
con los antiguos miembros del Mournival normalmente de pie al lado del
Señor de la Guerra. Para el Asedio de Terra, la corte Lupercal se había
convertido en un retorcido templo de los Dioses Oscuros. Sus estandartes
habían sido sustituidos por los símbolos de los Poderes Ruinosos, y
finalmente la Corte existía dentro del Espíritu Vengativo como una especie
de dimensión de bolsillo.
[←25]
Catafractos de Volscan: Fueron uno de los regimientos más gloriosos y
respetados de los que operaban en Cadia, pero que traicionaron al Imperio
al inicio de la 13ª Cruzada Negra, luchando junto con las tropas del Caos en
algunas de las batallas más terroríficas de aquel horrendo conflicto. Eran un
regimiento de infantería mecanizada con un considerable apoyo de otras
unidades acorazadas que estaba especializado en la inserción de tropas
blindadas en asaltos planetarios desde la órbita. Poco sabemos de su
mundo natal pero se cree que podría ser uno de nombre Volscan en alguno
de los sistemas cercanos al Ojo del Terror.
[←26]
Guardia Hetaeron: La élite de los Hykanatoi, la casta más numerosa del
Adeptus Custodes. Como círculo interior dentro de la Legio Custodes, la
Guardia Hetaeron está formada por los protectores, ayudantes y confidentes
más cercanos del Emperador, abandonando el lado de su señor solo en las
circunstancias más terribles. Seleccionados individualmente por el Señor de
la Humanidad, eran unos de los guerreros más poderosos del Imperio, casi
semidioses en el campo de batalla.
[←27]
Fortaleza Prohibida: También conocida como Montaña Hueca o
Fortaleza del Astronomicón, es un complejo altamente fortificado, la base del
Coro del Astronomicón y del Adeptus Astronomica, donde protegen
celosamente la Cámara del Astronomicón. Está construida en las zonas más
inaccesibles del Himalaya, profundamente bajo la roca y a lo largo de toda la
cadena montañosa. No se permite el acceso a nadie e incluso los miembros
del Adeptus Arbites y de la Inquisición deben pedir el permiso para entrar. La
Cámara del Astronomicón es la parte más importante de la Fortaleza
Prohibida, una esfera enorme en un pico del Himalaya cubierta por diez mil
asientos con una burbuja de energía psíquica oscilando en el aire del centro.
La burbuja es creada por los Elegidos, que liberan sus poderes psíquicos en
el Astronomicón para formarla. Este poder es dirigido por la mente del
Emperador como "luz psíquica" extendiéndose a través de los cientos de
miles de años luz de espacio. Miles de Elegidos mueren cada mes
abasteciendo de combustible el Astronomicón y sus sitios son tomados por
nuevos psíquicos.
[←28]
Guardia de la Muerte: Originalmente conocidos como Incursores del
Crepúsculo, fue la XIV Legión de Marines Espaciales que el Emperador creó
para su Gran Cruzada, y fue una de las nueve que traicionaron al Imperio
durante la Herejía de Horus, convirtiéndose en Marines Espaciales del Caos.
Adoran al Dios del Caos Nurgle y a consecuencia de ello se produjeron
cambios y mutaciones en sus armaduras, tales como pestilencias y
enfermedades. El Primarca de la Guardia de la Muerte es Mortarion, que ha
sido elevado al estatus de Príncipe Demonio. Su planeta original, Barbarus,
ha sido destruido, y actualmente tienen su base en el Planeta de la Plaga,
situado en el Ojo del Terror.
[←29]
Ángeles Oscuros: Fueron la Primera Legión de Marines Espaciales
creada por el Emperador para su Gran Cruzada. Su Primarca era Lion
El'Jonson. La Legión se mantuvo en el bando leal durante la Herejía de
Horus, y tras esta, se reorganizó según el Codex Astartes y se dividió en
Capítulos. Hoy día, los Ángeles Oscuros son considerados uno de los
mejores Capítulos, siendo especialmente respetada el Ala de Muerte. Sólo
los miembros más importantes del Capítulo de los Ángeles Oscuros conocen
el terrible e ignominioso secreto de lo sucedido hace diez mil años, un
secreto que ha llevado a los Ángeles Oscuros a emprender la búsqueda a
través del tiempo y del espacio de la batalla final que supondrá su redención
o su condenación definitiva.
[←30]
La estampida (The Rout): Otro nombre que reciben los Lobos Espaciales
[←31]
Excertus Imperialis: Es el nombre formal en alto gótico del Ejército
Imperial. Fue la fuerza militar imperial compuesta por hombres y mujeres
normales que sirvió como antecesora de la moderna Astra Militarum de
finales del 41º Milenio. A diferencia de la Guardia Imperial, el Ejército
Imperial contaba con recursos terrestres, aéreos y espaciales dentro del
mismo organigrama y no existía diferenciación entre las ramas terrestres y
espaciales del servicio.
[←32]
Imperialis Auxilia: Es el nombre formal en alto gótico de los auxiliares del
Ejército Imperial.
[←33]
Arma Adráthica: Son reliquias que se remontan a los días de la Era
Oscura de la Tecnología y son increíblemente raras de ver fuera del Adeptus
Custodes y las Hermanas del Silencio. Disparan rayos de energía
peligrosamente inestables pero poderosos para cortar los enlaces internos
de la materia, haciendo que los objetos en su camino se deshagan. El único
recordatorio de que la víctima existió es una reluciente imagen secundaria
de lo que fue. Estas armas eran legendarias durante la Era de los Conflictos
y fueron muy preciadas por los Señores Tecnobárbaros. Cuando El
Emperador se hizo con la victoria y sometió Terra a su gobierno, reclamó
todas las Armas Adráthicas bajo pena de muerte. Estas armas fueron
entregadas a sus Custodes de confianza y se utilizan contra los enemigos
más letales. La tecnología detrás de las Armas Adráthicas incluso se
mantiene fuera del Adeptus Mechanicus.
[←34]
Guardia Sanguinaria: Es la élite absoluta de los Ángeles Sangrientos, un
grupo de guerreros totalmente preparados en cuerpo, mente y espíritu para
defender los valores de su ilustre Primarca hasta unos límites que nadie más
puede aspirar. Los primeros Guardias Sanguinarios fueron ni más ni menos
que la guardia personal del Primarca. Durante los días de la Gran Cruzada,
lucharon al lado de Sanguinius en batallas tan terribles como las de Dalos,
Esperanza Ciega, Signus Prime y muchas otras, para acabar pereciendo en
el asalto contra la nave de Horus.
[←35]
Espada Encarmine: La Espada Encarmine es una reliquia de los Ángeles
Sangrientos. Un potente espadón, la Espada Encarmine fue portada con
gloria por el Primarca Sanguinius en un centenar de mundos durante la Gran
Cruzada. Tras su muerte pasó a manos del primer Señor del Capítulo,
Belarius. Se dice que la espada solo responde a aquellos que portan el
código genético de Sanguinius.
[←36]
Lanza de Telesto: Fue el arma favorita del Primarca Sanguinius en los
asaltos de choque, durante los cuales se lanzaba desde los cielos con ella
en ristre para dispersar a sus enemigos con un solo golpe. Solía utilizarla
junto a la Espada de Plata Lunar. Su filo está forjado con la forma de una
lágrima alargada con un hueco en el centro para representar la única gota de
sangre que Sanguinius vertió cuando juró lealtad al Emperador. La guarda
del arma está esculpida para mostrar al Primarca como un Ángel Sangriento
encapuchado, bajo el que hay un sello de pureza escrito a mano por el
propio Emperador. En combate, la Lanza puede emitir una descarga de
energía que vaporiza a cualquiera que no tenga la sangre de Sanguinius en
sus venas.
[←37]
Guardia de la Pira: Guardia de Honor personal del Primarca Vulkan de la
Legión Astartes de los Salamandras. Fue fundada por Vulkan tras su reunión
con la XVIII Legión, escogiendo como sus primeros miembros a los
guerreros más destacados entre los Marines Espaciales terranos, para
convertirlos en un cuerpo de élite de Señores de Capítulo y pretorianos. Este
serviría tanto de Guardia de Honor como de modelo de los estándares que
fijaría para su Legión, representando el escalafón más alto de la élite de los
Dracos de Fuego.
[←38]
Stormbird: La Nave de Desembarco Warhawk VI, más conocida como
Stormbird, era una aeronave de asalto y transporte empleada por las
Legiones Astartes durante la Gran Cruzada y la Herejía de Horus, antes de
que se introdujera el modelo Thunderhawk, más pequeño. Era capaz de
cumplir muchos roles de combate: como una nave de lanzamiento orbital, un
módulo de asalto, una cañonera de ataque terrestre pesado, un bombardero,
o como un bastión terrestre o base de fuego. Esta nave espacial fue capaz
de transportar rápidamente las fuerzas de los Marines Espaciales desde las
naves espaciales en órbita hasta la mitad de una batalla, mientras que al
mismo tiempo proporcionaba fuego de apoyo contra objetivos terrestres o
aéreos enemigos.
[←39]
Psycurium: Es un material transuránico, que se crea en mundos
volcánicos y es inestimable para el Imperio. Se utiliza para fabricar las
Capuchas Psíquicas de los Bibliotecarios de los Marines Espaciales así
como las Espadas de Fuerza.
[←40]
Elegidos de Malcador: Regimiento y unidad especial del Imperio que
sirvieron como guardias personales de Malcador el Sigilita durante la Gran
Cruzada y la Herejía de Horus. Más que meros guardaespaldas, a estos
guerreros elegidos también se les encomendó la tarea de custodiar antiguos
artefactos humanos de gran importancia y continuarían la labor de Malcador
en caso de que éste pereciera. Durante las etapas finales del Asedio de
Terra, cuando Malcador se sacrificó para mantener el Trono Dorado, el
Sigilita envió mensajes psíquicos a todos sus Elegidos para que continuaran
su labor y garantizaran la supervivencia de la humanidad.
[←41]
Skjald: Son los historiadores orales del Capítulo de los Lobos Espaciales,
que narran grandes historias y hazañas del capítulo y de sus héroes
legendarios.
[←42]
Fiselina: Principal ingrediente en la manufactura de explosivos imperiales.
[←43]
Piedra Negra: Un anexo de la Torre del Hegemón construida con el
material del mismo nombre extraído de Cadia. Debido a sus propiedades
anti-psíquicas, se utiliza como prisión para psíquicos.
[←44]
Concilio Adnector: También conocidos como los Unificadores, ya que su
trabajo pretendía unificar a la humanidad como nunca antes, era una casta
del antiguo Mechanicum de Marte creada por orden del Emperador de la
Humanidad a finales de la era de la Gran Cruzada de principios del 31º
Milenio. Su único propósito era ayudar al Emperador en la creación de la
extensión de la Telaraña Imperial desde las profundas bóvedas del Palacio
Imperial de Terra hasta la red más amplia del laberinto de la Telaraña.
Mientras el Emperador se sentaba en el Trono Dorado y utilizaba sus
poderes de amplificación para mantener las barreras psíquicas necesarias
para proteger a los Tecnosacerdotes del Concilio Adnector y a sus
trabajadores de los peligros de la Disformidad, los Unificadores se
encargaban de la construcción de nuevos túneles y amplias avenidas desde
Terra hasta la Dimensión Laberíntica.
[←45]
Talismán de los Siete Martillos: Era un dispositivo similar a una brújula,
creado por el Primarca Vulkan tras su resurrección después de la Batalla de
Nocturne. Aunque, debido a la desorientación que sufrió tras su
renacimiento, no recordaba haberlo forjado. El dispositivo servía de "brújula"
que guiaba a Vulkan y a sus tres Guardias Draco a través de la Telaraña
hacia Terra. También tenía poderes paralizantes sobre los demonios.
[←46]
Sanción Implícita: Se refiere al requisito de sacrificar a mil psíquicos
capturados en el Trono Dorado para que el Emperador pudiera abandonarlo
por un solo día. Este mismo requisito se hizo patente de forma continua
después de la Herejía de Horus.
[←47]
Escuadrón Táctico Hellebore: Era una Escuadra Táctica de la 10ª
Compañía de la Legión Lobos Lunares e Hijos de Horus. La Primera
Escuadra de la 10ª Compañía, Hellebore estaba formada por veteranos
comandados por el Sargento Xavyer Jubal.
[←48]
Fe Cathérica: Era una antigua religión de la Vieja Tierra que aún se
practicaba de alguna forma a principios del 31º Milenio, en la época de la
Herejía de Horus. La fe cathérica era la descendiente de la Iglesia Católica
Romana, y aquellos que todavía practicaban la religión durante los primeros
días del Imperio del Hombre eran despreciados por los demás debido a su
negativa a aceptar las doctrinas ateas de la Verdad Imperial.
[←49]
Perpetuo: Individuo miembro de una rama mutante de la especie humana
con habilidades aparentemente sobrehumanas, la más importante de las
cuales es la inmortalidad. Algunos nacieron con sus habilidades
naturalmente como una mutación genética, mientras que otros las recibieron
a través de una intervención genética artificial utilizando tecnología
avanzada, como la utilizada por la alianza xenos conocida como la Cábala.
Fuera cual fuere el origen de su mutación, se sabía que cada Perpetuo es
efectivamente inmortal, nunca envejece y es capaz de curar en última
instancia casi cualquier lesión como resultado de su regeneración celular
extraordinariamente rápida y eficiente.
[←50]
Apóstol Oscuro: Son los Capellanes corruptos de la Legión Traidora de
los Portadores de la Palabra, quienes gozosamente redirigieron el fanático
celo de la Legión de adorar a la Fe Imperial hacia aullar las alabanzas del
Caos.
[←51]
Psykana: Poder proveniente de los psíquicos, estudiado y regulado por
diferentes organizaciones psíquicas como la Ordo Psykana y la Scholastica
Psykana.
[←52]
Guardia Draco: Es el nombre que Vulkan le dio a los tres legionarios que
lo encontraron en el Monte Fuego Letal cuando todos lo daban por muerto.
Ellos son Atok Abidemi, Barek Zytos e Igen Gargo.
[←53]
Psycurium: Es un material transuránico, que se crea en mundos
volcánicos y es inestimable para el Imperio. Se utiliza para fabricar las
Capuchas Psíquicas de los Bibliotecarios de los Marines Espaciales así
como las Espadas de Fuerza.
[←54]
Mystai: Es el nombre que recibían los psíquicos de La Orden en el mundo
de Caliban.
[←55]
Nagrakali: Segunda lengua entre los Devoradores de Mundos después
del gótico. Denominada lengua bastarda, era el resultado de la fusión de
guerreros de tres docenas de mundos, cada uno con su propio idioma
materno.
[←56]
Anabasis: En respuesta al avance de los traidores durante el asedio de
Terra, el Emperador organizó cuatro compañías para el asalto: la Guardia
Hetaeron liderada por el Emperador, otra compañía Custodes al mando de
Valdor, una fuerza mixta de la Guardia Sanguinaria y la 1.ª Compañía de los
Ángeles Sangrientos al mando de Sanguinius y Raldoron, y Huscarles al
mando de Dorn y Diamantis. La operación recibió el nombre en código
Anabasis.
[←57]
Caballera Centura: Son las líderes de las cuadrillas de Hermanas del
Silencio y las guardianas de sus tradiciones. Se han ganado el respeto de
sus Hermanas mediante años de servicio, una destreza marcial impecable,
un poder inmenso como Nulas y un conocimiento enciclopédico sobre brujas
y hechiceros.
[←58]
Espada de Energía: Arma elegante y poderosa, especialmente diseñada
para desatar su mortalidad en manos de un psíquico. Su apariencia
imponente refleja el poder arcano que encierra. Esta espada combina la
letalidad de una hoja de energía con la capacidad de canalizar y amplificar
los poderes psíquicos de su portador. Cada golpe de esta arma irradia una
energía ardiente y oscura, capaz de desgarrar tanto la carne como el espíritu
de sus adversarios.
[←59]
Nota del Traductor: Es un juego de palabras. “Laberinto” es en inglés maze,
similar a la palabra para asombro, amaze. Incluso amaze puede leerse como a maze,
“un laberinto”.

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