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Contaminación Atmosférica

Imaginemos, por un momento, una naranja y un cabello que la rodea: esa es la proporción que
existe entre nuestro planeta y la delgada capa de aire llamada atmósfera, que lo circunda. Ese
aire, del cual todos los seres vivos dependemos, tiene apenas unos 15 km de espesor, de los
cuales sólo los primeros seis tienen la cantidad de oxígeno suficiente para nuestra especie.

Nuestra atmósfera actual se mantiene en equilibrio debido a la interacción constante de los


seres vivos entre sí y con los restantes elementos del planeta.

Desde el punto de vista geológico, la composición, temperatura y capacidad de autolimpieza de


la atmósfera terrestre ha variado. Posiblemente, y ya dentro de la historia humana, el cambio
más profundo comenzó a gestarse hace escasos 200 años; desde entonces, miles de toneladas
de impurezas provenientes de los humos negros y de los gases de combustión de vehículos a
motor son inyectados a la atmósfera. Esto contribuye a deteriorar la calidad del aire que
inhalamos 12 veces por minuto, lo que nos provoca efectos agudos y crónicos. Los primeros
habitualmente se manifiestan sobre órganos y tejidos más expuestos, como las vías
respiratorias, mucosas musculares y piel. Los efectos crónicos, en cambio, se manifiestan tanto
en los órganos y tejidos mencionados como en los alejados del sistema nervioso, por ejemplo,
asma, bronquitis, enfisema pulmonar y otras.

La contaminación se da por una concentración excesiva de determinada/s sustancia/s en algún


sitio que supera la capacidad natural de reciclado, lo cual provoca efectos negativos en el
ecosistema.

Cada componente tiene su efecto

La mayor o menor concentración de componentes atmosféricos depende de causas naturales,


como por ejemplo los volcanes, que pueden arrojar miles de metros cúbicos de gases de cloro
y azufre.

Sin embargo, las de origen antrópico son las que aportan mayor cantidad y aceleración a la
contaminación del sistema.

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