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La esposa
perfecta
para el duque
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Highland Pleasures 4 ________________________________
Capítulo 2
—¿Dónde conseguiste esto?— La pregunta sonó
dura, áspera, exigente. Tenía la total atención de Hart
ahora.
—De un admirador—, dijo Eleanor. —Al menos así
es como firmaba la carta. ―De alguien que la quiere
bien‖. La gramática indica que el escritor no es una
persona culta, bueno, al menos recibió suficiente
educación como para escribir una carta, pero
obviamente ella no asistió a la escuela hasta
terminarla. Creo que es la letra de una mujer…
—¿Alguien te la envió?— interrumpió Hart. —Es
eso lo que has venido a decirme?
—En efecto. Por suerte para ti, estaba sola en la
mesa del desayuno cuando la abrí. Mi padre
clasificaba setas. Con el cocinero, que no pretendía
tanto clasificarlas como apartarlas para la cena.
—¿Dónde está el sobre?
Hart obviamente esperaba que ella le entregara
todo, pero eso estropearía sus planes.
—El sobre no revelaba mucho—, dijo Eleanor. —
Fue entregada en mano, sin sello, traída a Glenarden
desde la estación de ferrocarril. Al jefe de estación, se
la dio un maquinista, que dijo que un muchacho se la
había entregado en Edimburgo, que le fue pasada a él
por un muchacho de reparto. Sólo había una línea
escrita en el sobre ―A lady Eleanor Ramsay,
Glenarden, cerca de Aberdeen, Escocia‖. Todo el
mundo me conoce y sabe dónde vivo, así que aunque
el remitente la hubiera dejado caer en algún sitio
entre Edimburgo y Aberdeen, me habría llegado.
Eventualmente.
Las cejas de Hart se elevaron mientras la
escuchaba, otra vez le recordaba a su padre. Hacía
tiempo un retrato del hombre había estado colgado en
ese cuarto encima de la chimenea, pero no estaba allí
ahora, gracias al Cielo. Hart lo debía haber llevado al
desván, o quizás lo hubiera quemado. Eleanor lo
habría quemado.
—¿Y el muchacho que lo entregó en Edimburgo?—,
preguntó Hart.
—No tenía ni el tiempo ni los recursos necesarios
para llevar a cabo tal investigación—, dijo Eleanor,
retirando su mirada de la chimenea. Un paisaje de un
hombre vestido con kilt que pescaba en las Highlands,
pintado por Mac, estaba colgado ahora allí. —Me
gasté todo nuestro dinero en billetes de tren a
Londres, para venir a decirte que me gustaría
investigar este asunto para ti. Si me proporcionas los
fondos y un pequeño sueldo.
Su mirada se posó de nuevo en ella, aguda y
dorada.
—Un sueldo.
—Sí, en efecto. Esta era la proposición comercial
que te mencioné. Quiero que me des un trabajo.
Hart estaba silencioso, el tictac del gran reloj al
otro lado del cuarto se escuchaba muy alto en la
calma.
Estaba inquieta por estar en la misma habitación
que él, en una habitación cerrada, no porque
pareciera que la estaba evaluando mirándola
fijamente. No, lo que la inquietaba era estar a solas
con Hart, el hombre de quien había estado locamente
enamorada una vez.
Había sido un hombre sumamente guapo,
bromista y tierno, y la había cortejado con un vigor
que la había dejado sin aliento. Se había enamorado
de él rápidamente, y no estaba segura que hubiera
dejado nunca de estar enamorada de él.
Pero el Hart al que se enfrentaba hoy era un
hombre diferente de aquel al que había estado
prometida, y eso la preocupaba. El Hart de risa fácil,
que estaba excitado y contento con la vida, había
desaparecido. En su lugar había un hombre más
difícil y comedido que antes. Había visto demasiadas
tragedias, demasiadas muertes, demasiadas pérdidas.
El cotilleo y los periódicos habían comentado que Hart
se había alegrado de librarse de Lady Sarah, su
esposa, pero Eleanor sabía la verdad. La triste luz que
había ahora en los ojos de Hart venía de esa pena.
—Un trabajo—, decía Hart. —¿Qué has hecho
hasta ahora, Eleanor?
—¿Hasta ahora? Endeudarnos hasta las cejas, por
supuesto—. Se rió de su broma. — Completamente en
serio, Hart, necesitamos el dinero. Quiero mucho a mi
padre, pero es muy poco práctico. Cree que todavía
pagamos los salarios del personal, pero la verdad es
que trabajan y nos cuidan porque se compadecen
nosotros. Nuestra comida viene de los huertos de su
familia o de la caridad de los aldeanos. Creen que no
lo sabemos. Me puedes considerar una ayudante de
un secretario o algo así, si quieres. Estoy segura de que
tienes varios de esos.
Hart examinó los decididos ojos azules que habían
frecuentado sus sueños durante años y sintió que algo
se rompía dentro de él.
Había venido como respuesta a una oración. Hart
había planeado viajar a Glenarden pronto para
convencerla de que se casara con él, sabiendo que el
culmen de su carrera estaba cerca. Había querido
ganarlo todo y presentárselo a ella en un plato, para
que fuera incapaz de negarse. La haría ver que le
necesitaba tanto como él a ella.
Pero quizás esto fuera mejor. Si la introdujera en
su vida ahora, se acostumbraría tanto a estar allí que
cuando le entregara su mano, no podría decir que no.
Podría encontrar un pequeño empleo nominal
para ella, permitirle que siguiera las pistas del que
tenía las fotografías, no estaba equivocada, la
oposición lograría ponerle en ridículo si las obtenía, y
mientras cerraría su puño sobre ella, tan despacio que
no se daría cuenta de que la tenía atrapada hasta que
fuera demasiado tarde.
Eleanor estaría con él, a su lado, como estaba
ahora, sonriéndole con sus labios rojos. Cada día, y
cada noche.
Cada noche.
—¿Hart?— Eleanor agitó una mano delante de su
cara. —¿Estás distraído, verdad?
Hart volvió a enfocar su mirada en ella, en la
curva besable de su boca, la pequeña sonrisa que ya
una vez hizo que deseara tenerla... De todos los modos
posibles.
Eleanor metió la fotografía en su bolsillo.
—Bueno, en cuanto al sueldo, no tiene que ser
grande. Algo para mantenernos, eso es todo. Y los
alojamientos para mi padre y para mí mientras
estemos en Londres. Unos pequeños cuartos nos
servirán, estamos acostumbrados a cuidarnos
nosotros mismos, siempre que la vecindad no sea
demasiado sórdida. Mi padre andará por todos los
sitios y no quiero que los gamberros de la calle le
molesten. Empezaría por tratar de explicarles cómo se
fabrican los cuchillos con los que pretenden
apuñalarle y acabaría con una conferencia sobre como
templar el acero.
—Elle…
Eleanor continuó, sin hacerle caso.
—Si no deseas confesar que me has contratado
para investigar quién envió la fotografía, y puedo
entender que quieras ser cauteloso, puedes decir a la
gente que me has contratado para hacer algo más.
Mecanografiar tus cartas, quizás. Realmente aprendí a
usar una máquina de mecanografía1. La
administradora de correos del pueblo tenía una. Se
ofreció a enseñar a solteronas a escribir a máquina de
modo que pudieran ser capaces de encontrar un
trabajo en la ciudad en vez de esperar en vano a un
hombre que les hiciera caso y se casase con ellas. Por
supuesto, no me podía trasladar a una ciudad sin mi
padre, que nunca abandona Glenarden más que para
unas pocas semanas, pero aprendí esa habilidad de
todos modos, sin saber cuándo me podría ser útil. Y
ahora puede. Y de todos modos, me debes dar un
trabajo que me permita ganar dinero para volver a
Aberdeen.
—¡Eleanor!
Hart oyó que su grito llenaba el cuarto, pero a
veces la única manera de que se callara era gritar.
Parpadeó.
—¿Qué?
Un rizo se cayó de debajo de su sombrero y
serpenteó hacia su hombro, una franja de oro rojiza en
su blusa de sarga.
Hart contuvo el aliento.
—Permíteme pensar un momento.
1 La primera máquina de escribir se comercializó en 1870.
—Sí, sé que puedo hablar muy deprisa. A mi
padre no le importa. Estoy un poco nerviosa, debo
confesarlo. Estaba comprometida contigo y ahora
estamos aquí, parecemos dos viejos amigos.
Dios Santo.
—No somos amigos.
—Lo sé. Dije que ―parecemos‖ viejos amigos. Un
viejo amigo que le pide al otro un trabajo. He venido
acá movida por la desesperación.
Podría decir eso, pero su sonrisa, su mirada
abierta, hablaba de impaciencia y determinación.
Una vez Hart había probado esa impaciencia, ese
entusiasmo por la vida, y tenía muchas ganas de
probarlo otra vez.
Para desabotonar su blusa, abrirla despacio,
inclinarse y lamer su garganta. Mirar sus suaves ojos
mientras besaba la esquina de su boca.
Eleanor había estado preparada. Tan amorosa y
fuerte.
La necesidad oscura se removió de los sitios en los
que la había sepultado durante mucho tiempo,
atormentadora y fuerte. Le decía que se podría
inclinar hacia Eleanor ahora mismo, colocar sus
brazos por detrás de ella en los brazos de la silla en la
que ella se sentaba y, tomar su boca en un beso largo,
profundo…
Eleanor se inclinó hacia delante, el cuello de su
vestido raspaba su suave barbilla.
—Buscaré las fotografías mientras dices a tu
personal que me has contratado para ayudarte con tu
montón de correspondencia. Sabes que necesitas a
todos los que puedan ayudarte con tu interminable
objetivo de lograr ser primer ministro. ¿Puedo deducir
que estás cerca?
—Sí—, dijo Hart. Una respuesta tan corta para
resumir sus años de trabajo y esmero, sus
innumerables viajes para aquilatar el estado del
mundo, los políticos le había cortejado sin parar en
reuniones interminables en el castillo Kilmorgan. Pero
sentía la necesidad, la obsesión hervía en su cerebro.
Le conducía cada día de su vida.
La mirada de Eleanor se suavizó.
—Pareces más vivo así—, dijo. —Como
acostumbrabas a ser. Salvaje e imparable. Me gusta
muchísimo verte así.
Sintió su pecho apretado.
—¿Cómo ahora, muchacha?
—La verdad es que has estado un poco frío este
último tiempo, pero me alegro mucho de ver que el
fuego todavía está en tu interior—. Eleanor se recostó,
nuevamente práctica. —¿Bueno, entonces, en cuanto a
las fotografías, cuántas te hicieron en total?
Hart sintió que sus dedos presionaban el
escritorio, como si atravesaran la madera.
—Veinte.
—¿Tantas? Me pregunto si esa persona las tiene
todas, y de dónde las sacó. ¿Quién las hizo? ¿La Sra.
Palmer?
—Sí—. No quería hablar de la Sra. Palmer con ella.
Ni ahora, ni nunca.
—Lo sospechaba. Aunque quizás quienquiera que
las envía las encontrara en una tienda. Las tiendas
venden fotografías a coleccionistas, de todas las clases
de personas y todas las clases de temas. Supongo que
éstas habrían salido a la luz mucho antes de ser así,
pero…
—Eleanor.
—¿Qué?
Hart controló su carácter.
—Si dejas de hablar por espacio de un minuto, te
podré decir que te daré el empleo.
Los ojos de Eleanor se agrandaron.
—Bien, gracias. Debo decir, que esperaba tener
que argumentar mucho más…
—Cállate. No he acabado. No os instalaré a tu
padre y a ti en uno de esos ruinosos cuartos de
Bloomsbury. Os quedareis aquí en casa, los dos.
Ahora su mirada parecía agitada. Bueno, podría
investigar también ahí y habría recorrido parte de su
camino.
—¿Aquí? No seas ridículo. No hay ninguna
necesidad.
Era necesario. Ella había ido por su propio pie a su
trampa, no la soltaría ni la dejaría irse.
—No estoy tan tonto como para dejar que deis
vueltas por Londres, ni tú ni tu padre estáis
acostumbrados a este mundo. Tengo muchos cuartos
aquí, y raramente estoy en casa. Dispondrás de toda la
casa la mayoría del tiempo. Wilfred es mi secretario
ahora, y te podrá decir lo que hay que hacer. Tómalo o
déjalo, Elle.
Eleanor, posiblemente por primera vez en su vida,
no sabía qué decir. Hart le ofrecía lo que quería, la
posibilidad de ayudarle, y no había exagerado, poder
conseguir un poco del dinero que necesitaban. Su
padre raramente percibía su pobreza, pero
lamentablemente, la pobreza los percibía a ellos.
Pero vivir en la casa de Hart, respirar el mismo
aire que él cada noche… Eleanor no estaba segura de
poder hacerlo sin volverse loca. Habían pasado años
desde que su compromiso se había deshecho, pero de
algún modo, el tiempo nunca sería suficiente.
Hart había vuelto sus cartas. Le proporcionaría el
dinero para no pasar hambre, pero en sus términos, a
su manera. Había estado equivocada al creer que no lo
haría.
El silencio se prolongó. Ben giró su gran cuerpo,
gruño un poco y volvió a dormirse.
—¿Estamos de acuerdo?— Hart extendió sus
manos en el escritorio. Manos firmes, fuertes con
dedos callosos. Las manos de alguien que trabajaba
mucho pero que podían ser increíblemente tiernas en
el cuerpo de una mujer.
—Realmente, me gustaría mandarte al infierno e
irme enfadada, pero como necesito el trabajo, supongo
que debo decir que sí.
—Puedes decir lo que desees.
Se miraron fijamente a los ojos. Eleanor evaluaba
su mirada de color avellana, casi dorada.
—Realmente espero que tengas la intención de
pasar bastante tiempo fuera—, dijo. Un músculo se
contrajo en su mentón.
—Enviaré a alguien para que vaya a por tu padre al
museo, y te puedes mudar inmediatamente.
Eleanor pasó su dedo por la lisa superficie del
escritorio. El cuarto era oscuro con una decadente
elegancia, pero poco acogedor.
Devolvió su mano a su regazo y miró otra vez a los
ojos a Hart, nunca resultaba una tarea fácil.
—Eso debería ser aceptable—, dijo.
***
***
***
Capítulo 4
La mitad del personal del Hart pareció
completamente impresionada al ver Su Gracia bajar
corriendo la escalera con el kilt y la camisa abierta, su
cara oscurecida con la barba y sus ojos inyectados de
sangre.
No deben de conocerle bien, pensó Eleanor. Hart
y sus hermanos cuando estaban solteros solían
emborracharse en esa casa, durmiendo dondequiera
que cayeran. Los criados o bien se acostumbraban a
ello o encontraron un lugar más tranquilo para
trabajar.
Los criados que habían permanecido con él
mucho tiempo, apenas echaron un vistazo a Hart,
continuando con sus quehaceres sin alterarse. Estos
eran los que se habían habituado a trabajar para los
Mackenzies.
Hart empujó a Eleanor al pasar, su ropa oliendo a
humo rancio y a whisky. Su pelo estaba todo
enredado, su cuello húmedo por el sudor. Se dio la
vuelta en el vestíbulo y colocó sus manos a ambos
lados del marco de la puerta, bloqueándole a Eleanor
la salida.
Eleanor había visto antes a Hart desaliñado y con
resaca después de una noche de juerga, pero en el
pasado, él había mantenido su pícaro sentido del
humor, su encanto, sin importar lo mal que se
sintiera. No era así esta vez. Recordó el vacío que
había visto en él la pasada noche, ningún rastro de la
pecadora sonrisa Mackenzie que había encandilado a
una Eleanor de veinte años. Aquel hombre había
desaparecido.
No. Él todavía estaba en allí. En algún sitio. Lord
Ramsay dijo desde detrás de Eleanor:
—Eleanor ha decidido que deberíamos regresar a
Escocia.
El nuevo Hart, tan frío, fijó su mirada fija en
Eleanor.
— ¿A Escocia? ¿Por qué?
Eleanor simplemente le miró. El cristal al
romperse, y el ¡Fuera! todavía resonaban en sus oídos.
Las palabras la habían cortado, pero no la habían
asustado. Hart había estado luchando contra el dolor,
y el whisky lo había agudizado.
Por favor, algo en sus ojos le susurraban ahora.
Por favor, no te vayas.
— ¿Le pregunté por qué?— Hart repitió.
—Ella no ha dado ninguna razón—, contestó Lord
Ramsay. —Pero usted sabe como es Eleanor cuando
está decidida.
—Prohíbaselo—, dijo Hart, las palabras salieron
entrecortadas. Su padre se rió entre dientes.
— ¿Prohíbeselo? ¿A Eleanor? Esas palabras no
pueden ir juntas en la misma oración.
Esto quedó colgando allí. Los músculos del Hart
se tensaron cuando se agarró al marco de puerta.
Eleanor permanecía con la espalda recta, mirando a
esos ojos de color avellana que ahora estaban
enrojecidos y ojerosos.
Él nunca lo pedirá, se dio cuenta. Hart Mackenzie
daba órdenes. Él no pedía. Él no tenía ni idea de cómo
hacerlo.
Y por eso siempre se peleaban. Eleanor no era
mansa ni obediente, y Hart pensaba en dominar a
cada persona que le saliera al paso.
—Chispas—, dijo Eleanor.
El calor llameó en los ojos del Hart. Hambre y
cólera.
Ellos habrían estado de pie allí todo el día, Hart y
Eleanor enfrentados el uno al otro, salvo que un
carruaje grande traqueteó hasta la puerta principal.
Franklin, el lacayo, en su puesto fuera, dijo algo
saludando al visitante que descendía del carruaje. Hart
no se movió.
Él todavía estaba allí de pie, enfrentando a
Eleanor, cuando su hermano más joven, Ian
Mackenzie, se topó con su espalda.
Hart miró hacia atrás, e Ian se detuvo con
impaciencia.
—Hart, estás bloqueando el camino.
—Oh, hola, Ian—, dijo Eleanor rodeando a Hart. —
Qué encantador volver a verle. ¿Has traído a Beth
contigo?
Ian apretó el hombro del Hart con una mano
grande enfundada en un guante de cuero.
—Muévete.
Hart se apartó del marco de puerta.
— ¿Ian, qué estás haciendo aquí? Se supone que
deberías estar en Kilmorgan.
Ian entró tranquilamente, le echó una mirada a
Eleanor, ignorando a Hart, y enfocó sus ojos del color
del whisky en un punto entre Eleanor y Lord Ramsay.
—Beth me dijo que te enviaba su amor—, dijo
rápidamente y de forma monótona. —La verás en casa
de Cameron cuando vayamos a Berkshire. Franklin,
lleva las maletas arriba, a mi habitación.
Eleanor podía sentir la furia rodeando a Hart, pero
él no le gritaría con Ian de pie entre ellos.
Confía en Ian para aclarar una situación, pensó.
Ian podría no entender lo que sucedía, podría no ser
capaz de sentir la tensión emocional de aquellos que
le rodeaban, pero tenía una extraña destreza para
controlar cualquier lugar al que entrara. Lo hacía aún
mejor que Hart.
El Conde de Ramsay era otro que podía difuminar
la tensión.
—Me alegro de verle, Ian. Estaría interesado en
oír lo que usted tiene que decir sobre algunas piezas
de cerámica de la dinastía de Ming que he
encontrado. Estoy un poco perdido con los
caracteres, no puedo distinguirlos. Soy un botánico, un
naturalista, y un historiador, no un lingüista.
—Usted lee en trece lenguas, padre—, dijo Eleanor,
sin apartar su mirada de Hart.
—Sí, pero soy más de generalidades. Nunca
aprendí las especificaciones concretas de las lenguas
antiguas, sobre todo de las asiáticas.
—Pero nos vamos a Escocia—, dijo Eleanor. —En
este momento. ¿Recuerdas? Ian comenzó a ir hacia la
escalera.
—No, te quedarás aquí en Londres hasta que
viajemos a Berkshire. Todos nosotros. Vamos cada
año.
Hart inhaló fuertemente, mirando a su hermano
subir.
—Este año es diferente, Ian. Trato de forzar una
elección.
—Hazlo desde Berkshire—, dijo Ian, y después se
fue.
—Parece el mejor arreglo—, dijo Alec Ramsay con
su alegría habitual. —Franklin, devuelva nuestro
equipaje arriba también, es un excelente muchacho.
Franklin murmuró,
—Sí, su señoría—, recogiendo tantos bultos como
sus jóvenes brazos podían llevar, y apresurándose en ir
arriba.
— ¿Milady?— Una de las doncellas entró del
vestíbulo, pareciendo tranquila, como si Eleanor y
Hart no hubieran comenzado una pelea en medio del
vestíbulo delantero. —Ha llegado una carta para usted.
El chico de los recados me la dio.
Eleanor le dio las gracias y la cogió, obligándose
a no arrebatársela a la criada de la mano. Consciente
del aliento de Hart en su mejilla, Eleanor abrió el
sobre.
Para Lady Eleanor Ramsay, alojada en el número
8, Grosvenor Square. Misma letra, mismo papel.
Eleanor pasó rápidamente a Hart y atravesó el
vestíbulo antes de que él pudiera detenerla, y corrió
afuera bajo un viento helado. Ella miró frenéticamente
arriba y abajo de la calle buscando una señal del chico
que la había entregado, pero ya había desaparecido en
el tráfico de la mañana.
Capítulo 5
La palabra fue llevada por el eco subiendo y
bajando la escalera, alcanzando los querubines
pintados que acechaban desde el techo de la casa.
Silencio.
El silencio no significaba nada. Hart subió las
escaleras hasta el piso siguiente de dos en dos.
Una de las puertas se encontraba entreabierta.
Hart la empujó abriéndola con tal fuerza que ésta
golpeó contra el pesado escritorio que estaba
bloqueándola parcialmente.
Alguien había trasladado los muebles que
sobraban aquí arriba y ahora la habitación era un
revoltijo de estanterías, mesas, cómodas con cajones, y
armarios. Un sofá de terciopelo, recubierto de polvo,
estaba inclinado en un ángulo extraño en medio de la
habitación.
Eleanor Ramsay levantó la vista desde donde
había estado buscando, entre los cojines del sofá, una
nube de polvo la rodeaba.
—Por todos los cielos— dijo. —Haces un montón
de ruido.
El mundo de Hart se volvió de pronto todo rojo.
Eleanor Ramsay no debería estar aquí, en este lugar
con sus horribles recuerdos de ira, codicia, celos y
miedo. Eleanor aquí era como un narciso en un
cenagal, una frágil flor empujada demasiado
fácilmente hacia su destino. Él no quería que este
mundo, que esta parte de su vida, la tocara.
—Eleanor—, dijo, su voz contenida, con furia, —te
dije que no vinieras aquí. Eleanor sacudió a un cojín y
lo arrojó de nuevo al sofá.
—Sí, ya sé que lo hiciste. Pero pensé que debería
echar un vistazo y buscar las fotografías, y sabía que si
te pedía la llave, nunca me la darías.
—Así que fuiste por detrás, a mis espaldas y se la
pediste a Ian.
—Bueno, por supuesto. Ian es mucho más lógico
que tú y él no me incordia con preguntas molestas. No
le dije nada acerca de las fotografías, si eso es lo que
te preocupa. Son bastante personales, después de
todo. No importa de todos modos, porque Ian nunca
me preguntó por qué quería venir.
Hart le echó a Eleonor una mirada que habría
hecho que Angelina Palmer perdiera su sonrisa de
cortesana dispuesta y se quedara blanca de miedo.
Eleonor simplemente se quedó mirándole.
Sobre su cabeza llevaba colgado un sombrerito
que era como un casquete con un velo un poco
absurdo.
Se había levantado el velo moteado por encima de
sus ojos, pero no completamente, y este colgaba
torcido, inclinándose sobre su ceja derecha. Su vestido
marrón oscuro tenía una fina capa del polvo que ella
había levantado, y también tenía polvo pegado en sus
húmedas mejillas. Un mechón de pelo se había
escapado de su peinado, era como una serpiente roja
bailando sobre su corpiño. Estaba deliciosamente
desaliñada y Dios santo, él la deseaba.
—Te dije que no te quería en este lugar—, dijo.—Ni
ahora. Ni nunca.
—Lo sé—. Eleanor se movió, tan calmadamente
como pudo, hasta el escritorio que bloqueaba la
puerta y se inclinó para abrir el cajón inferior.—No soy
tan tonta como para venir a toda prisa aquí por mí
misma, si es eso lo que te molesta. Me encontré con mi
padre y con Ian en el Museo, envié a mi padre y a
Maigdlin a casa en tu landó, e hice a Ian caminar
conmigo hasta aquí. He sido vigilada en cada paso del
camino.
—Lo que me molesta es que te pedí que no vinieras
aquí en absoluto y flagrantemente desobedeciste mis
deseos—. Su voz resonó a través de la habitación.
—¿Desobedecí tus deseos? Querido, oh, querido,
Su Alta y Poderosa Gracia. Debería haberte
mencionado que siempre he tenido problemas con la
obediencia, pero desde luego, ya lo sabías. Si me
hubiera sentado tranquilamente y hubiera esperado
para obedecer a mi padre, hace tiempo que me
hubiera convertido en un seco esqueleto sentado en
una silla. Mi padre es muy malo tomando cualquier
tipo de pequeña decisión, incluyendo cuánto azúcar
quiere en su té. Y nunca puede recordar si le gusta la
crema. Aprendí a temprana edad a no esperar el
permiso de nadie, sino simplemente hacerlo.
—Y ahora trabajas para mí.
Ella rebuscó en el cajón, sin mirarlo.
—Soy apenas tu sirviente, pero se aplica el mismo
principio. Si me quedara esperando tus directrices,
estaría en ese pequeño estudio con Wilfred,
golpeando mis dedos sobre el escritorio,
preguntándome cuándo te dignarías en aparecer.
Incluso Wilfred se pregunta acerca de tu ausencia, y
eso que él es un hombre de pocas palabras.
—¡En ese estudio es exactamente donde quiero
que estés!
—No veo por qué. Wilfred no necesita realmente
que mecanografíe tu correspondencia. Él me la da a
mí para que tenga algo que hacer, porque siente
lástima de mí. Mi tiempo está mejor empleado
tratando de descubrir quién está enviando las fotos y
lo que significan para ella.
Y tú podrías ayudarme a buscar en lugar de
quedarte de pie en la puerta gritándome. Ella hacía
que su sangre hirviera.
—Eleanor, te quiero fuera de esta casa.
Eleanor alegremente lo ignoró para abrir el
siguiente cajón.
—No hasta que termine de buscar. Hay muchos
recovecos y rincones y muchos muebles.
Hart se abrió camino alrededor del escritorio,
agarrando a Eleanor por los hombros la puso en
posición vertical. Ella se acercó rápidamente, un ojo
azul estaba ahora completamente tapado por el velo.
Antes de que Hart se diera cuenta de lo que hacía,
deslizó sus manos bajando por sus brazos hasta sus
muñecas y se las colocó detrás de la espalda. Él sabía
cómo bloquear las manos de una mujer, y sabía cómo
abrazarla teniéndola así. Eleanor elevó la mirada hasta
él, sus rojos labios abriéndose.
La necesidad le atravesó, el ansia atrapándole con
sus afiladas garras. Hart estudió los rojos labios que le
estaban llamando, los pechos empujando contra su
corpiño bien abotonado, el mechón de pelo caído, oro
rojizo contra su mejilla.
Se inclinó y tomó el rizo con su boca. Eleanor soltó
un suspiro y Hart giró su cabeza y capturado su labio
entre sus dientes.
Los ojos de Eleonor se veían enormes cuando
estaba tan cerca suyo. Atrás quedaba su desafío, su
persistente desconocimiento de sus instrucciones. Se
centró en Hart y sólo en Hart, mientras él mordía su
labio inferior, no brutalmente, pero lo suficiente para
atraparla. Su aliento era caliente sobre su mejilla y sus
muñecas permanecían quietas bajo sus manos.
¿Domesticada? ¡No! Nunca Eleanor. Si ella estaba
tranquila bajo su experto agarre, era su elección.
Hart podría fácilmente tomarla, ahora, quizás
encima del aparador que había detrás de ella. Sería
intenso y rápido, unos pocos empujes, y encontraría
su liberación. Incluso ni siquiera tendrían que
desnudarse. Eleanor sería suya, otra vez,
ineludiblemente.
Hart depositó un beso suave donde la habían
mordido sus dientes. Sus labios estaban ligeramente
salados por la transpiración, suave seda, el sabor de su
boca, fuerte y caliente, tan satisfactorio. Él la atacó de
nuevo, tirando de su labio con sus dientes, de nuevo
suavizando el movimiento besando donde la había
mordido.
Eleanor movió sus labios para besarlo en
respuesta, sus ojos entrecerrados no eran más que
dos ranuras mientras su boca suave y rosa encontraba
la de él.
Hart se inclinó más sobre ella, listo para lamerla
por dentro, pero Eleanor se echó hacia atrás.
—No—. Su susurro salió apenas sin voz, y él no lo
habría escuchado si no hubiera estado tan cerca. Pero
no era miedo lo que había en los ojos de Eleonor. Él
vio el dolor y la angustia en su lugar.— Esto no es
justo.
—¿Qué no es justo?
—Para mí—. Sus pestañas estaban mojadas.
La oscura necesidad se apoderó de él. Agarró
fuertemente sus muñecas, pero Eleanor no se
estremeció, no se movió.
Él era Hart Mackenzie, el Duque de Kilmorgan,
uno de los hombres más poderosos de Gran Bretaña y
Eleanor Ramsay se había puesto a sí misma bajo su
poder. Hart podría hacerle lo que quisiera, aquí, solos
en esta habitación. Cualquier cosa.
Los ojos de Eleanor, uno detrás del velo moteado,
y el otro visible, le miraron fijamente. Hart consiguió
soltar el aliento que quemaba como el fuego y se obligó
a sí mismo a soltarla.
Su cuerpo luchó contra la idea de liberarla, y
retrocedió un paso antes de que se apartara y se
inclinara sobre un tocador. Presionó sus puños contra
la madera, sus pulmones estallándole, la sangre
palpitando a través de su cuerpo.
—¿Hart, estás bien?
Eleanor alzó la vista hasta él con preocupación.
Todavía, ella no tenía miedo. Sólo preocupación, por
él.
—Sí, estoy bien. ¿Por qué diablos no tendría que
estarlo?
—Porque estas muy rojo y romperás la madera si
no tienes cuidado.
—¡Estaré mejor en el mismo instante en que tu
estés fuera de esta casa!
Eleanor metió sus manos en sus guantes de color
gris paloma.
—Cuando termine de buscar.
Hart rugió. Agarró el tocador y lo volcó, la cosa se
estrelló contra el suelo. Al mismo tiempo, la entrada
se oscureció e Ian entró a zancadas, su ceño típico de
los Mackenzie era todo para Hart.
Eleanor se volvió hacia Ian, dedicándole una
brillante sonrisa.
—Aquí estás, Ian. ¿Puedes, por favor, llevarte a
Hart abajo? Terminaré mucho más rápido si él no está
aquí arriba arrojando los muebles por el aire.
Hart fue hacia ella. Ian trató de detenerle, pero
Hart le empujó fuera de su camino y embistió a
Eleanor.
Ella chilló. Hart no se preocupó. La levantó y la
colocó sobre su hombro, después empujó a Ian al
pasar, quien había decidido retroceder y ver que
sucedía, y llevó a Eleanor cargándola escaleras abajo.
— ¡Ian, trae mi paquete!
Eleanor gritó hacia atrás sobre su hombro.
—Hart, déjame en el suelo. Esto es absurdo.
El coche de Hart se encontraba estacionado bajo
las lámparas de gas, que pintaban el nebuloso
ambiente de un amarillo enfermizo. Hart al menos
dejó a Eleanor sobre sus pies antes de guiarla por las
escaleras hasta la calle, sujetando su codo, y
empujándola dentro del carruaje.
En vez de luchar contra él, Eleanor se hundió
después de un
—En serio, Hart—. Él vio cómo ella echaba un
vistazo a los transeúntes y decidió no hacer una
escena.
Hart la empujó dentro del carruaje que sus
lacayos habían abierto a toda prisa. Se subió al lado de
ella y dirigió a su cochero a Grosvenor Square,
sabiendo de sobra que Eleanor nunca se quedaría en el
carruaje si él no la sujetara allí durante todo el camino
a casa.
Las fotos que Eleanor había encontrado en la
tienda eran impresionantes. Hart en toda su gloria.
Eleanor estaba sentada a solas en la mesa en su
habitación esa tarde, las fotografías estaban
extendidas ante ella. Estaba vestida solo con su
combinación, el nuevo vestido de baile que se pondría
esta noche estaba extendido en la cama como una joya
de color esmeralda.
Ian, bendito fuera, le había traído el paquete
envuelto con el papel de embalaje cuando había vuelto
a casa de nuevo sin preguntar sobre lo que había en él.
Eleanor esperó a que Maigdlin bajara a cenar antes de
cortar el bramante y desenvolver la caja, sacando las
fotografías una tras otra.
Había doce en total, seis tomadas en el mismo
cuarto que aquella en la cual había estado mirando
por la ventana. Las otras seis se había hecho en un
dormitorio más pequeño, la decoración del mismo le
recordaba a la casa en High Holborn.
Eleanor puso su dedo sobre una fotografía y se la
acercó. Ésta era diferente de las demás, porque en ella,
Hart no estaba desnudo. Enfrentando a la cámara
completamente, llevaba sólo el kilt de los Mackenzie
que colgaba bajo en sus caderas. Esta fotografía
también era diferente, porque en ella, Hart estaba
sonriendo.
Su sonrisa encendía sus ojos y suavizaba su cara.
Una mano estaba sobre su cinturón y la otra
dirigiéndose, con la palma hacia adelante, como si le
estuviera diciendo al fotógrafo, o fotógrafa, en este
caso, que no tomara la foto. El disparo se había
realizado, de todos modos.
El resultado mostraba a Hart como realmente era.
Corrección, como solía ser, un pícaro diablo con una
sonrisa encantadora. El hombre que había gastado
bromas a Eleanor y le había hecho guiños, que la
había puesto sobre aviso por querer estar en cualquier
parte cerca de un célebre Mackenzie.
Hart se había reído de ella y había hecho a
Eleanor reírse en respuesta. Hart no había tenido
miedo de contarle cualquier cosa, sus ambiciones, sus
sueños, sus preocupaciones para con sus hermanos, su
rabia hacia su padre. Él venía a ella en Glenarden y se
tumbaba con la cabeza en su regazo entre las rosas del
verano, y desahogaba su corazón. Entonces él la
besaba, con los besos de un amante, no con los castos
besos de un cortejo. Hasta este día, cuando Eleanor
olía las rosas rojas, ella sentía la suave presión de sus
labios sobre los suyos, recordando el oscuro sabor de
su boca.
Los recuerdos la inundaron y sus ojos se llenaron
de lágrimas. Hart había sido un diablo, pero lleno de
vida y esperanza, risa y energía, y le había amado.
El hombre en el que Hart se había convertido ya
no tenía esperanza ni risas, aunque todavía tuviera la
misma obsesión. Hart se dirigía hacia ella, según ella
había leído en los periódicos se iba ganando a los
caballeros y a los políticos atrayéndolos a su lado,
haciéndolos querer seguirle. Hart nunca había tenido
nada bueno que decir sobre Bonnie Prince Charlie, el
bastardo arrogante que arruinó a los Highlanders,
pero Bonnie Prince Charlie debía haber tenido la
misma capacidad para hacer que los escépticos
creyeran en él.
Pero con el ascenso de Hart al poder, más calor le
había abandonado. Eleanor pensó en lo que había
visto en sus ojos, cuando estaban ambos en el
vestíbulo esta mañana, cuando Hart había bloqueado
su salida de la casa, y esta tarde cuando la había
encontrado en la casa de High Holborn. Era un
hombre duro y solitario, conducido por la cólera y la
determinación, sin sonrisas de entusiasmo, sin risas.
Eleanor deslizó esa fotografía apartándola y atrajo
la siguiente hacia ella. Hart todavía sonreía a la
cámara, pero con su experta sonrisa de diablo. El kilt
no estaba ahora, se encontraba cayendo al suelo
desde su mano.
Era un hombre muy, muy hermoso. Eleanor pasó
el dedo por su pecho, recordando lo que había sido
tocarle. Había conseguido una muestra de ello esta
tarde, cuando él había sujetado sus brazos detrás de
ella, su fuerza reteniéndola. Había estado a su merced,
sabía que ella no sería capaz de alejarse hasta que la
soltara. En vez de sentir miedo, Eleanor había sentido
una oscura excitación golpeando por sus venas.
—¿Eleanor, no estás lista?
Eleanor dio un brinco cuando la voz de Isabella
sonó fuera de la puerta de su habitación. Eleanor
empujó las fotografías devolviéndolas a la caja y estaba
colocando la caja en el fondo del cajón del tocador
cuando Isabella Mackenzie entró con un susurro de
plateado satén y tafetán.
Eleanor cerró con llave el cajón y dejó caer la llave
en el escote de su corsé.
—Lo siento, Izzi—, dijo.—Sólo estaba terminando
algo. ¿Me ayudarás a vestirme?
****
Hart supo demasiado bien el momento en el que
Eleanor se unió a la multitud que llenaba su sala de
baile.
Eleanor vestía de verde, un vestido oscuro, verde
botella con un escote que mostraba la parte superior
de sus pechos y exponía sus hombros. Un polisón,
más discreto que el gigantesco que llevaban otras
señoras, recogía su sobrefalda hacia atrás antes de
dejarla caer hasta el suelo en una suave onda de satén.
El estilo llamaba la atención hacia su cintura
comprimida por un pequeño y apretado corpiño, y este
por su parte atraía la atención hacia el escote que
enmarcaba sus pechos llenos. Un collar, una simple
cadena con una esmeralda en forma de gota,
señalada su hendidura. Los pendientes de esmeralda
pendían de sus orejas, tan verdes como el vestido.
Hart había estado pensando en David Fleming, el
diputado que era los ojos y los oídos de Hart en la
Cámara de los Comunes, y preguntándose qué estaba
consiguiendo. Fleming esta noche usaba su arte de
persuasión para atraer al lado de Hart a uno o dos
hombres sobre el asunto de presentar o no un voto de
censura a Gladstone. Hart sabía que estaba cerca la
hora en la que podría obligar a Gladstone a dimitir, y
entonces admitir que la coalición de Hart tenía la
mayoría o convocar elecciones, que Hart estaba
malditamente seguro de que él y su partido ganarían.
Consígalos por cualquier medio que sea necesario,
Hart le había dicho a Fleming. Fleming, libertino pero
encantador y sibilino como una serpiente, le había
asegurado a Hart su victoria.
Pero una vez que Eleanor entró en la sala, la
preocupación sobre Gladstone, los votos y la victoria
se disolvió en la nada.
Eleanor estaba radiante. Esta noche era la
primera vez en la que Hart la veía con otra cosa que
no fueran los feos vestidos de algodón o de sarga.
Eleanor vestía ropas abrochadas hasta la barbilla. El
vestido de baile dejaba ver su brillo. Isabella debía
haberle prestado a Eleanor el vestido o habérselo
comprado para ella, pero de cualquier forma, el
resultado era impresionante.
Un poco demasiado impresionante. Hart no podía
apartar sus ojos de ella.
—Estoy muy cansado de que tomes prestada a mi
esposa para hacer de anfitriona en tus aburridas
fiestas—, dijo Mac, parándose junto a Hart en un raro
momento en el que había espacio vacío alrededor de
él.—Entre estos malditos bailes y veladas musicales y
la decoración de los mismos, nunca la veo.
Hart no apartó su mirada fija de Eleanor mientras
tomaba un sorbo de whisky de malta.
—Lo que quieres decir es que no tienes la misma
cantidad de tiempo para acostarte con ella como te
gustaría.
—¿Puedes culparme? Mírala. Quiero matar a
cualquier hombre que hable demasiado con ella. Hart
tuvo dificultades para apartar su mirada de Eleanor,
pero le concedió que Isabella, con un vestido en plata
y verde que le sentaba como un susurro sobre su figura
delgada, lucía bella. Isabella siempre lo hacía.
Mac había caído locamente enamorado de esta
mujer desde el mismo momento en que puso sus ojos
en ella. Pero el idiota de su hermano había necesitado
seis años para aprender cómo amarla, pero gracias a
Dios, esa tormenta había pasado, su matrimonio
ahora estaba anclado en un puerto seguro. Isabella y
Mac eran radiantemente felices, con Isabella tan
afanosamente ocupada cuidando a Mac, Hart ya no
tenía que hacerlo.
Mac agitó la mano llamando a un camarero que se
paró con el champán, Mac ahora era abstemio
después de años de casi matarse con la bebida.
—¿Qué ha pasado con tu declaración de que
estabas buscando tu propia esposa?—le preguntó a
Hart después de que el camarero se hubiera ido.
La mirada fija de Hart se deslizó de nuevo a
Eleanor, que saludaba a un marqués y a una marquesa
como si fueran viejos amigos. Sus ojos brillaban
mientras hablaba, sus manos enguantadas moviéndose
como ella solía hacerlo para enfatizar sus palabras. Se
rió con un sonido como las campanillas, y se dio la
vuelta para saludar a otra dama bastante tímida y
conducirla hacia un grupo haciendo que a la dama le
resultara sencillo. Esto era una característica de
Eleanor, ella podría encantar hasta a Atila el Huno.
— ¿Me has escuchado?— gruñó Mac.
—Realmente te he oído, y ya te dije que lo dejaras
en paz.
—Tienes a Eleanor justo delante. Por Dios
reacciona, bésala hasta dejarla sin sentido y manda a
llamar al vicario. Entonces ella podrá ser la anfitriona
de tus fiestas e Isabella se podrá quedar en casa
conmigo.
—Sabes que no será durante mucho más
tiempo—, Hart dijo suavemente, todavía mirando a
Eleanor.—Isabella y tú os escapareis a Berkshire,
donde vosotros dos os podréis quedar en la cama todo
el día y toda la noche.
—Porque entonces tú harás volver a Ainsley y a
Beth como tus anfitrionas. Realmente debes saber que
tus hermanos están listos para lincharte ¿verdad?
—Tener a una mujer encantadora saludando a mis
invitados es parte del plan— dijo Hart. —Isabella lo
entiende. Mac no pareció impresionado.
—Hart, tú programarías a Cristo la segunda
venida y harías a Wilfred enviarle un itinerario. Debes
aprender a dejar que las cosas simplemente sucedan.
Sin esperar una respuesta, Mac le rodeó y se abrió
camino a empujones a través de la muchedumbre,
directamente de vuelta a Isabella.
Aprende a dejar que las cosas sucedan. Hart tomó
un sorbo de whisky para esconder su cínica sonrisa.
Lo que Mac no entendía era que Mac, Cam e Ian
tenían las vidas que tenían ahora porque Hart se había
negado a permanecer apartado y dejar que las cosas
pasaran.
Si Hart no hubiera orquestado cada detalle de sus
vidas, Cam y Mac podrían estar ahora mismo
tratando de extraer vida en una selva plagada de
malaria o en una Escocia congelada cultivando el
resistente suelo. Los caballos de carreras, el arte, las
mujeres y el buen whisky serían lujos inalcanzables
para ellos.
¿E Ian? Ian podría estar muerto.
No, los hermanos de Hart no sabían la extensión
de lo que había hecho, y Hart rezó para que nunca lo
supieran. La única persona que tenía una ligera
noción de ello era la dama del vestido verde botella
que sonreía y conversaba con los invitados,
cautivándoles con su resplandor. Ella era la única en
el ancho mundo que sabía la verdad sobre Hart
Mackenzie.
***
Capítulo 8
— ¿Hacer?— Hart cogió con el tenedor una gran
cantidad de huevo y se lo llevó a la boca. Estaban fríos
y secos, pero aún así los masticó y tragó como si fuera
una pelota. — ¿Por qué debería hacer algo?
—Mi querido Hart, tienes la reputación de no
sacar nunca a bailar a una dama en un salón de
baile, bajo ninguna circunstancia—, dijo Isabella.
—Eso ya lo sé.
Hart había aprendido hacía tiempo que sacar a
bailar a las jóvenes damas las llevaba a crearse
expectativas. Las muchachas y sus madres empezaban
a creer que él se declararía, o sus padres usaban lo que
creían que indicaba interés para conseguir favores
financieros. Hart no tenía tiempo para bailar con
todas las damas que acudían a este tipo de
acontecimientos, y las familias de las excluidas lo
tomarían como un descortesía. Hart había decidido
eso al comienzo de su carrera, si quería mantener a la
gente de su lado, lo mejor era que pareciera que no
favorecía a ninguna joven dama en absoluto. Él había
bailado con Eleanor, y había bailado con Sarah, y esto
había sido todo.
—Sé que lo sabes—, dijo Isabella. —Las madres
han aprendido a no empujar a sus hijas poniéndolas
delante de ti en las cenas con baile porque es un
esfuerzo perdido. Y entonces, anoche, arrastras a
Eleanor y bailas el vals con ella con gran fervor. Has
roto la tapa del polvorín. Unos especulan que lo hiciste
como venganza porque ella te dejó plantado, porque
saben que ahora se hablará de ella. Otros especulan
que esto significa que estás otra vez en el mercado
matrimonial.
Hart abandonó los huevos y cortó la salchicha.
Parecía grasienta. ¿Qué había pasado con su famosa
cocinera?
—Es asunto mío con quien bailo o dejo de bailar.
Lord Ramsay alzó la vista de su periódico,
poniendo su dedo en la columna donde se llegaba.
—No cuando eres famoso, Mackenzie. Cuando eres
una persona famosa, todo lo que haces es analizado.
Debatido. Hablado. Y da lugar a especulación.
Hart de hecho lo sabía, habiendo visto su vida y la
de sus hermanos expuesta en los periódicos todos los
años de sus vidas, pero estaba lejos de ser razonable.
— ¿No tiene la gente nada mejor de lo que
hablar?— se quejó.
—No—, dijo Lord Ramsay. —No lo tienen—.
Volvió a su periódico, levantando su dedo de las líneas
y continuó leyendo.
Isabella apoyó sus brazos en la mesa. Mac
continuó extendiendo la mermelada, y sonrió a Hart
que parecía desconcertantemente irritado.
—Mencioné un polvorín—, dijo Isabella. —Tu
baile significa que las madres de Londres y de los
alrededores van a asumir que has entrado en el juego.
Ellas tratarán de meter a sus hijas entre Eleanor y tu
persona, reclamando que son un partido mejor para ti.
En este caso, Hart, deberíamos conseguir que te
casaras rápidamente y evitar así las batallas por
venir.
—No—, Hart negó. Mac saltó.
—Es tu propia culpa, hermano mío. Tú creaste las
expectativas de Isabella en Ascot el año pasado,
declarando que estabas pensando en tomar una
esposa. Se volvió loca de excitación, pero desde
entonces no has hecho nada sobre este tema.
En el box en Ascot, Hart había sabido
exactamente qué estaba haciendo. Supuso que sus
hermanos habían llegado a la romántica idea de que
montaría a caballo hasta la finca desvencijada de
Eleanor, abriéndose camino a través de las plantas
demasiado crecidas de su jardín para encontrarla y
llevársela. Sin importar cuánto protestara, y Eleanor
protestaría.
No, él afrontaría el tema de hacerla su esposa
pensándolo a fondo y concienzudamente como si
dirigiera una de sus campañas políticas. El cortejo
vendría más tarde, pero vendría. Por el momento,
tenerla viviendo en su casa y ayudando a Wilfred e
Isabella a organizar su vida conseguiría acostumbrarla
a las demandas de esta. Había hecho que Isabella
lisonjeándola la llevara a una modista de modo que
Eleanor se fuera acostumbrando a las cosas bonitas y
cada vez encontrara más difícil dejarlas. Él
complacería a su padre con todos los libros, museos,
y la conversación con expertos que pudiera desear, de
modo que Eleanor no tuviera corazón para quitarle
todo eso de nuevo. Después de un tiempo, Eleanor se
encontraría tan atrincherada en la vida de Hart que
no sería capaz de alejarse.
El baile de la pasada noche había sido un
capricho, no, no un capricho, una voz dijo dentro de
él. Una ardiente necesidad.
Cualquiera que hubiera sido el razonamiento
que Hart hubiera tenido, la verdad es que había
utilizado el baile para indicar al mundo que había
puesto sus miras de nuevo en Eleanor. El partido de
Hart tomaría el país como una tormenta pronto, la
Reina le pediría a Hart que formara gobierno, y Hart
pondría su victoria a los pies de Eleanor.
—Te lo he dicho, Mac—, dijo Hart. –Esto es asunto
mío.
—Un casamiento rápido también salvaría a
Eleanor del escándalo—, dijo Isabella, ignorándolos a
ambos. —La atención se concentraría en la nueva
novia y el baile improvisado con Eleanor sería
olvidado.
No, no lo haría. Hart podía estar seguro de que
no lo haría. Isabella giró una página en su cuaderno y
colocó su lápiz.
—Déjame ver. La dama debe ser, en primer lugar,
escocesa. Nada de rosas inglesas para Hart Mackenzie.
En segundo lugar, de un linaje apropiado. Diría que
la hija de un conde y de ahí para arriba, ¿no estás
de acuerdo? En tercer lugar, debe de estar más allá de
todo reproche. No queremos ningún escándalo unido a
su nombre. En cuarto lugar, no una viuda, así evitas a
la familia de su ex-marido de repente pidiéndote
favores o creándote problemas. Quinto, ella debería
ser bien educada, capaz de suavizar y calmar a la gente
después de que tú los irrites a muerte. Sexto, una
buena anfitriona para las muchas veladas, fiestas y
bailes que tendréis que dar. Sabiendo quien no debería
sentarse con quien, etcétera. Séptimo, debe ser
apreciada por la Reina. La Reina no es aficionada a los
Mackenzies y una esposa que a ella le guste te ayudará
a suavizar las cosas cuando te elijan primer ministro.
Octavo, la dama debería tener el suficiente buen
aspecto para causar admiración, pero no tan llamativo
como para incitar celos. —Isabella levantó su lápiz de
la página. — ¿Lo Tengo todo? ¿Mac?
—Nueve: Capaz de lidiar con Hart Mackenzie—,
dijo Mac.
—Ah, sí—. Isabella escribió. —Y añadiré
inteligente y resuelta. Esto será el número diez, un
buen número redondo.
—Isabella, por favor para—, dijo Hart. Isabella,
sorprendentemente, dejó de escribir.
—He acabado por el momento. Voy a preparar
una lista de nombres de jóvenes damas que encajan
en los criterios, y entonces puedes comenzar a
cortejarlas.
—Al diablo si lo hago. —Hart sintió algo frío y
mojado golpeando su rodilla. Miró hacia abajo para
ver a Ben alzando la mirada hacia él, oyó el golpeteo
de su cola contra suelo. — ¿Por qué está el perro bajo
la mesa?
—Siguió a Ian—, dijo Isabella.
— ¿Quién siguió a Ian?— La voz de Eleanor la
precedió en el cuarto.
¿Y acaso Eleanor parecía agotada después de su
larga noche? Después de su baile eufórico con Hart,
de que Hart la besara primero en el hueco de la
escalera y luego en la lavandería. No, parecía fresca y
limpia, y oliendo al jabón de lavanda que tanto le
gustaba mientras rodeaba a Hart para dirigirse al
aparador. Lavanda, la esencia que siempre asociaba
con Eleanor.
Eleanor llenó su plato, luego volvió a la mesa,
besando la mejilla de su padre, y sentándose entre él
y Hart.
—El viejo Ben—, dijo Isabella. —Le gusta Ian.
Eleanor miró a hurtadillas bajo la mesa.
—Ah. Buenos días, Ben.
Ella le dice buenos días al perro, pensó Hart
con irritación. Ni una palabra para mí.
—Eleanor, ¿qué piensas de Constance McDonald?
— Preguntó Isabella.
Eleanor comenzó a comer los huevos fríos y la
salchicha grasienta como si fueran la ambrosía más
embriagadora.
— ¿Lo que pienso de ella? ¿Por qué?
—Como una posible esposa para Hart. Estamos
haciendo una lista.
— ¿Estamos?— Eleanor comía, su mirada fija
en Ian y su periódico.
—Sí, creo que Constance McDonald sería una
buena esposa. Veinticinco años, completamente
encantadora, monta bien, sabe cómo manejar a los
congestionados ingleses alrededor de su dedo, es
buena con la gente.
—Su padre es el Viejo John McDonald, recuerda—,
dijo Mac. –El jefe del clan McDonald y todo un ogro.
Muchas personas tienen miedo de él. Incluyéndome.
Casi me quitó la vida cuando era un joven inmaduro.
—Eso es porque te emborrachaste y pisoteaste la
mitad de uno de sus campos—, añadió Isabella.
Mac se encogió de hombros.
—Eso es cierto.
—No te preocupes por el Viejo John—, dijo
Eleanor. —Es muy dulce si se le maneja
adecuadamente.
—Muy bien—, dijo Isabella. —La señorita
McDonald va a la lista. ¿Y qué tal Honoria
Butterworth?
— ¡Por Dios!— Hart saltó incorporándose en la
silla. Cada uno a la mesa se detuvo y le contempló,
incluso Ian.
— ¿Me tenéis que poner en ridículo en mi propia
casa?
Mac se inclinó atrás en su silla, sus manos
detrás de su cabeza.
— ¿Preferirías que te pusiéramos en ridículo en la
calle? ¿En Hyde Park, tal vez? ¿En medio de Pall Mall?
¿En el salón de cartas de tu club?
—Mac, ¡Cierra la boca!
Una débil risita se escapó de la boca de Lord
Ramsay, que cubrió con una tos. Hart miró hacia abajo
a su plato y notó que la salchicha de la que había
tomado un trozo ahora había desaparecido. Y él no se
la había comido.
El sonido de un masticar entrecortado vino de
debajo de la mesa, y Eleanor pareció de repente
inocente.
Un grito se abrió camino a través de la garganta
de Hart y no pudo impedir que saliera de su boca. Su
voz hizo temblar los cristales de la lámpara de
araña y Ben dejó de masticar.
Hart se levantó de golpe de la mesa, su silla
cayéndose detrás de él. De alguna manera consiguió
salir del cuarto, andando tan rápidamente como pudo
por el pasillo y hacia la escalera. Detrás de él, oyó que
Eleanor decía,
—Señor, ¿Qué es lo que le pasa esta mañana?
***
***
Capítulo 9
Dentro del coche, Eleanor se colocó en el asiento
frente a los dos caballeros que ya se encontraban allí,
David Fleming y un inconsciente y muy pálido inglés.
Eleanor nunca le había visto antes.
— ¿Quién es?— preguntó. El lacayo comenzó a
entregarle sus paquetes, y Eleanor se inclinó para
meterlos debajo del asiento de David.
—Discúlpeme. ¿Podría simplemente empujarlos
debajo? Tenga cuidado, son frágiles.
David obedeció, mirando a Eleanor con los ojos
enrojecidos. Iba vestido para la noche y olía
fuertemente a humo de cigarro, brandy, perfume y
algo más que Eleanor tardó un momento para
identificar. Había pasado mucho tiempo desde que
había notado tal olor, pero pronto se dio cuenta de lo
que era, el de un hombre que había estado con una
mujer.
David supo lo que Eleanor había notado y se puso
rojo, cogió su petaca y dio un largo trago.
—Hart, no te sientes ahí—, dijo Eleanor cuando
Hart entró en el carruaje. —Es para Beth. ¿Podrías,
por favor...?
Hart gruñó, cogió el paquete y lo empujó al estante
encima del asiento.
— ¿No podías haberlo puesto detrás?
— ¡Cielos, no! Algunas de las cosas son muy
frágiles, y no quiero darle a un ladrón la oportunidad
de que me los robe. Los ladrones se suben a los
portaequipajes y los roban, ¿sabes?
—Nadie roba en este coche—, dijo Hart.
—Siempre hay una primera vez. Gasté mi salario
de una semana en esos regalos.
El carruaje dio un tirón hacia adelante, David
seguía mirando en estado de estupor.
—Mackenzie, ¿qué estás haciendo? Está Eleanor.
—El Sr. Fleming está despierto—, dijo Eleanor.
— Puede reconocer a damas que conoce desde hace
años—. Estudió al otro hombre, que roncaba contra la
pared. — ¿Quién es él?
David miró fijamente Hart y no contestó.
—Es el Sr. Neely—, dijo Hart.
—Ah—, dijo Eleanor, comprendiendo. —Ya veo.
Se lo envías a la Sra. Whitaker a cambio de lo que te
prometió.
—Necesito su apoyo y el de sus amigos cuando
alcancemos el poder después de Gladstone—, dijo
Hart.
—Hart—. David estaba angustiado.
—No guardo ningún secreto con Eleanor—. ¿No?
—Es inútil—, continuó Hart. —Como puedes ver.
—Bueno, si hubieras dejado que Wilfred me dijera
por qué le enviaste mil guineas, yo no habría tenido
que intentar averiguarlo por mí misma—, dijo Eleanor.
—Aunque necesitaba hacer las compras.
— ¿Mil?— David miró hacia abajo al hombre
que dormía. El Sr. Neely parecía inofensivo, un
empleado o un banquero, con las manos bien
cuidadas. —Sin embargo, tenía muchos problemas.
—Supuse que los tendría—, dijo Hart.
— ¿Qué hizo?— Preguntó Eleanor curiosa. David
lanzó a Hart una mirada preocupada.
—La ha traído para hacerme parecer un
disipado calavera frente a ella, ¿no?
—Ya sé que eres un disipado calavera, Sr.
Fleming—, dijo Eleanor. —Nunca lo has mantenido
en secreto. Parece muy pequeño y frágil. ¿Qué maldita
clase de problemas podría causar él?
—Se negaba a marcharse—, dijo Hart. —Según me
dijeron. ¿Cómo pudiste finalmente manejarlo? — le
preguntó a David.
—Con la libre administración de whisky. Sobre la
cantidad que él ya había bebido. Siempre que un
puritano decide disfrutar es digno de ver. Dudo que
recuerde mucho de todo esto.
—Bueno—, dijo Hart. —No necesito que un día
el arrepentimiento le lleve corriendo a los brazos de
mis rivales. ¿Le cuidará?
—Sí, sí. Cuando se despeje, disminuiré su
agonía diciéndole que disfrutó mucho. Eleanor estudió
al aniñado Sr. Neely dormido.
—Le sobornó con una prostituta para obtener
su voto—, dijo. David pestañeó.
—Soborno es una palabra muy dura.
—No, ella tiene razón—, dijo Hart. —Fue un
soborno, Elle, puro y simple. —Pero le necesito a él y a
sus amigos.
Mantuvo su mirada sin pestañear. Hart sabía
exactamente lo que había hecho y el daño que su
acción podía causar. Había sopesado las consecuencias
de la misma antes de llevarla a cabo. El balance
había resuelto que Neely cayera en sus redes. Hart
había sabido jugar con el hombre, y lo había hecho.
—Ustedes son terribles—, dijo Eleanor.
—Sí.
Era despiadado, impulsivo y decidido a ganar sin
importar lo que se necesitara. La mirada de sus ojos
se lo confirmó.
Eleanor miró nuevamente el Sr. Neely.
— ¿Supongo que su apoyo es terriblemente
importante?
—Significan veinte escaños más para mí.
—Y necesitas tantos traseros como sea posible,
¿No?— Preguntó Eleanor.
David soltó una carcajada. Hart mantuvo su
mirada en Eleanor, sin vacilar. Sin pedir su
comprensión o perdón. Simplemente estaba
mostrándole lo que hacía y lo que era.
—Sí—, dijo. Eleanor suspiró.
—Bueno, entonces. Esperemos que haya valido la
pena gastar las mil guineas.
Hart se bajó en Grosvenor Square, y le dijo a David
que siguiera con Neely hasta su casa y le metiera en la
cama, y resistió el impulso de arrastrar a Eleanor
dentro de la casa. Le dijo que quería hablar con ella
en su estudio, pero les llevó mucho tiempo que
bajara con todos sus paquetes. David la ayudó con
una mirada de idiota rendido. El hombre estaba
todavía enamorado de ella.
Eleanor encargó después a Maigdlin y a Franklin
que subieran los paquetes a su habitación, les dijo que
partieran la torta de semillas que había comprado y
por último se dirigió a las escaleras.
Aún con todo eso, Eleanor llegó al estudio de Hart
antes que él, porque Wilfred le retuvo para que firmara
algunos documentos. Hart entró y se encontró a
Eleanor delante del pulido gabinete Reina Ana, con
ambas puertas abiertas y mirando la pintura de su
interior.
Hart se acercó por detrás de ella y cerró las
puertas, ocultando el rostro de su padre. Lo había
cerrado.
—Lo sé. He encontrado la llave en tu escritorio.
Hart había cerrado el gabinete, rodeado el
escritorio y colocado la llave en su lugar.
—Guardo la llave aquí porque no quiero que
nadie abra el armario.
Ella se encogió de hombros.
—Tenía curiosidad.
—Estás evitando mi verdadera pregunta. ¿Qué te
hizo coger un coche hasta Portman Square y esperar
fuera de la casa de la Sra. Whitaker?
— ¿Por qué lo guardas?
Eleanor se había quitado su sombrero con velo,
y él recibió toda la fuerza de sus ojos azules.
— ¿Guardo el qué?—, gruñó.
—El retrato de tu horrible padre. ¿Por qué no
lo quemas?
—Édouard Manet lo pintó. Es valioso.
—Monsieur Manet fue uno de los maestros de
Mac, ¿no?
Hart había contado a Eleanor la historia hace
mucho tiempo. Cuando el Viejo Duque se había
dignado a tener un retrato pintado en París, Mac
conoció a Manet y huyó para estudiar con él.
—Mac puede pintar algo igualmente valioso para
ti—, dijo Eleanor. —Deshazte de eso.
A Hart le gustaba la inteligente manera de ver el
mundo de Eleanor. Odiaba el retrato de su padre, pero
por alguna razón lo guardaba, quizás creyendo que a
través de él su padre vería que Hart había crecido más
allá del joven asustado que había sido. Hart quería que
el Viejo Duque viera que lo había superado, que se
había convertido en algo más que un pervertido y
un matón.
Me golpeaste hasta que yo no podía mantenerme
en pie, pero te lo he devuelto, bastardo.
Eleanor, por otro lado, simplemente había
mirado el cuadro y había dicho, deshazte de eso.
—Lo mantengo guardado dentro del gabinete para
no tener que mirarlo—, dijo Hart. —Mis bisnietos
pueden venderlo para obtener un beneficio.
—Odio pensar que está ahí, te atormenta.
—No me atormenta. Deja de cambiar de tema y
dime por qué fuiste a casa de la Sra. Whitaker.
Eleanor fue hasta la mesa, apoyó sus manos y
miró por encima de ella a Hart.
—Porque pensé que podría tener algo que ver con
las fotografías, por supuesto. Pensé que podrías estar
pagando un chantaje, mil guineas es una fortuna.
Tenía que averiguar el por qué.
Hart no vio nada más que curiosidad en los ojos
de Eleanor. Sin enojo, sin celos. Pero ya una vez antes,
la mayor parte de la ira de Eleanor cuando había
hablado con la Sra. Palmer no procedía de los celos.
—Envié a Neely a la Sra. Whitaker, porque
sabía que ella podía manejar a alguien como él.
Su ceja se elevó.
— ¿Qué quieres decir con alguien como él? ¿De
qué manera es él?
—Me refiero a un hombre ingenuo que
pretender ser mundano. Son los más indisciplinados
cuando finalmente sueltan lastre.
—Y al parecer tenía que ser acompañado
nuevamente por el Sr. Fleming. ¿A la Sra. Whitaker
no le importaba hacerle ese favor?
—Le he pagado sus mil guineas. Por supuesto que
a ella no le importaba.
— ¿Está bien educada la Sra. Whitaker?, quiero
decir, ¿Ha estudiado?
La paciencia de Hart desapareció.
—No tengo ni jodida idea.
—Lo pregunto porque las cartas están mal escritas,
apuntan más a un sirviente. Sin embargo, si la Sra.
Whitaker proviene de un barrio pobre, podría no
escribir bien, a pesar de su gran casa y sus pieles. ¿Le
has preguntado acerca de ellas?
— ¡No!
— ¡Santo Cielo!, cómo te gusta gritar. Estoy
tratando de resolver tu problema, Hart, pero un poco
de ayuda sería bienvenida. La Sra. Whitaker podría
haber conocido a la Sra. Palmer, podría haberle dado
algunas de las fotografías. ¿Fueron la Sra. Whitaker y
la Sra. Palmer amigas?
— ¿Amigas? Dios, no. Angelina no tenía amigas.
—Parecía solitaria. Debes preguntar a la Sra.
Whitaker de todas formas, aunque si realmente no
sabe nada de las fotografías, tendrás que preguntar
muy discretamente para que no sospeche nada. Es
difícil, pero creo que puedes hacerlo.
Los ojos de Eleanor se redujeron al concentrarse y
llevó su dedo al labio, acariciando el pequeño moretón
que Hart le había hecho. Al observarla todo su cuerpo
reaccionó calentándose y poniéndose duro.
Sería tan fácil rodear la mesa, desabrochar el
feo vestido que llevaba, para dejarla sólo con su
corsé. Apoyar su nariz en el cuello para estirárselo y
darle un mordisco dejando un chupón, mientras bebía
de ella.
Eleanor contuvo la respiración, sus senos se
elevaron bajo su bien abotonado corpiño.
—Tal vez si yo...
—No—, dijo Hart bruscamente. Los ojos de
Eleanor se abrieron.
—No sabes lo que estaba a punto de sugerir.
—No, no vas a volver a casa de la Sra. Whitaker, ni
vas a tratar de hablar con ella. Y no volverás a la casa
de High Holborn.
Ella le miró exasperada, lo que le confirmó que
había adivinado correctamente, al menos la última
parte.
—Sé razonable, Hart. Nunca pude terminar la
búsqueda en la casa, porque, como recordarás, me
sacaste por la fuerza. No espero encontrar las
fotografías allí, pero podría haber alguna pista sobre
dónde pueden estar. Si estás preocupado por mi
seguridad, haré que uno de tus boxeadores me
acompañe.
Su impaciencia se convirtió en auténtica furia.
—No. Y no te atrevas a engatusar a Ian para que
te lleve allí. —Cuando Hart pensaba en Ian en la
habitación con la mujer muerta y él mirando fijamente
al techo, se quedaba sin aliento. —Le molesta.
—Lo sé. Me lo dijo, pero también dijo que deberías
ver el lugar una vez más por ti mismo. Para espantar
a los fantasmas, por así decirlo.
Fantasmas. Toda la casa estaba llena de
fantasmas. Hart quería quemar la casa hasta los
cimientos.
—Ian no puede llevarme de todas formas—,
soltó Eleanor. —No está aquí. Se fue esta mañana.
Hart se calló.
— ¿Ido? ¿A qué te refieres? ¿Dónde diablos se fue?
—A Berkshire. Echaba de menos a Beth, y le
dije que se fuera con ella. Ella ya estaba camino de
Berkshire, para ayudar a Ainsley a prepararlo todo.
Ya estará llegando, no les importará que Ian llegue
antes.
— ¿Cuándo ocurrió eso? No me dijo ni una
palabra—. Ni una palabra. No se había despedido.
Pero eso no era raro en Ian. Cuando decidía hacer una
cosa, nadie podía detenerlo.
—Estabas ocupado con tus juegos políticos—,
dijo Eleanor. —Ian me dijo adiós, pero no quería
esperar hasta que regresaras.
¿Cuando había Hart perdido el control de su
propia casa? La última vez que había visto a Ian, su
hermano estaba tranquilamente leyendo un libro en
el comedor mientras desayunaba. Y por lo que Hart
sabía, Ian no tenía entonces intenciones de salir
corriendo para Berkshire una hora después.
Hart pensó en los huevos fríos y la salchicha
grasienta en su plato esa mañana, y apretó los puños.
—Eleanor, ¿qué hiciste con mi cocinera?
— ¿Hmm?— Levantó las cejas. —Oh, la Sra.
Thomas. Le llegó recado de que su hermana estaba
enferma, y le dije que debía coger una semana y
visitarla. Está en Kent. La hermana, quiero decir,
aunque ahora, la Sra. Thomas estará allí también, por
supuesto. No hubo tiempo para encontrar una
sustituta para esta mañana, pero imagino que estará
aquí por la noche. La Sra. Mayhew la ha encontrado.
¿Cuándo había perdió el control? El día en que
Eleanor Ramsay le había acechado entre una multitud
de periodistas en St. James y Hart había sido tan tonto
como para recogerla y llevarla a su casa.
Todavía esa mañana pensaba que era muy
inteligente por mantenerla cerca, dirigiendo su vida,
hasta lograr que ella pensara que el quedarse era su
propia idea.
Debía estar loco. No sólo Eleanor había dado
un giro completo a su casa, si no que seguía teniendo
visiones suyas, en las que continuaba con lo que había
empezado la noche anterior. La miraba al otro lado de
la mesa y la deseaba… ahora. Podía quitarse su
pañuelo y usarlo para atar delicadamente sus
muñecas, o tal vez para vendar sus ojos y que no
supiera donde ni que placer iba a darle hasta que no
tocara su piel, besara su cuello, mordiera su hombro...
Quería desnudarla del todo, vestido, corsé,
enaguas. Subirla a la mesa, tenderla encima y lamerla
desde la garganta a la gloria entre sus piernas. Su
cabello era rojo dorado allí, recordó.
Quería atar sus manos, quizás con un par de
suaves medias de seda, sujetándola así mientras él
comía sobre ella. Ella se retorcería de placer y él podría
preguntarle, Eleanor, ¿confías en mi?
Sí, le susurraría ella.
Lograría que alcanzara el clímax una y otra vez, y
cuando ya estuviera caliente y sonriente, podría
colocarse encima y entrar en ella. La tendría en esa
habitación y desterraría sus fantasmas. La visión hizo
que se pusiera dolorosamente duro. Hart sabía que
estaba de pie en el estudio, con el escritorio entre ellos,
con Eleanor completamente vestida, la mesa de
trabajo entre él y Eleanor, completamente vestida,
pero había sentido cada caricia, cada beso, cada
respiración.
— ¿Hart?— preguntó. — ¿Te encuentras bien?
El rastro de preocupación en su voz le devolvió
la conciencia. Hart se estiró y retiró los puños del
escritorio. Le dolía todo el cuerpo al pensar que tenía
que dejarla, mientras Eleanor le miraba con
preocupación en sus ojos azules, pero sabía que tenía
que salir del estudio.
Hart fue hasta la puerta, la abrió y salió, sin
detenerse, sin mirar atrás. Siguió por el descansillo,
esquivó a Ben, entró en su dormitorio deslizándose
por la puerta entreabierta.
Marcel, que estaba cepillando una de las
chaquetas de Hart, se levantó sorprendido.
—Prepárame un baño, Marcel—, gruñó Hart
mientras se arrancaba la corbata y la camisa. —Uno
bien frío.
***
Hart logró mantenerse alejado de Eleanor durante
tres días. Se levantaba y dejaba la casa antes de que se
despertara y regresaba cuando estaba seguro de que
estaría en la cama.
Hart pasaba sus días entre reuniones y debates,
discusiones y comités. Intentó sumergirse en los
problemas del país y el Imperio, hasta borrar cualquier
pensamiento de su vida doméstica. Funcionaba
mientras estaba en una pelea a gritos con la oposición,
cuando trataba de persuadir a otro congresista a
inclinarse hacia su lado, y cuando iba con Fleming a
su club o a un maldito casino para continuar la
batalla por la dominación política allí.
Pero tan pronto como Hart pasaba por la puerta
en Grosvenor Square, sabiendo que Eleanor estaba en
la habitación, su cuerpo húmedo por el sueño, las
visiones sobre ella regresaban y no podía desterrarlas.
Pasó más y más tiempo fuera de casa,
permaneciendo hasta muy tarde en reuniones y
convocando sesiones de las que sabía saldría tarde.
Fue después de una de ellas, muy tarde cuando
intentaron asesinarle.
Capítulo 10
Estaba oscuro como la tinta al salir Hart de los
edificios del Parlamento en la madrugada, todavía
discutiendo con David Fleming sobre algún punto.
Hart escuchó una fuerte explosión y, a
continuación, fragmentos de piedra volaban desde la
pared cercana a él. El instinto lo hizo agacharse y tiró
a David al suelo con él. Escuchó los gritos de su
cochero y los pasos de sus lacayos.
David se levantó sobre sus manos y rodillas,
los ojos bien abiertos.
— ¡Hart! ¿Estás bien?
Sintió un pinchazo en la cara debido a la piedra
que le había golpeado y probó el sabor de la sangre.
—Estoy bien. ¿Quién disparó? ¿Lo detuvieron?
Uno de los ex boxeadores profesionales llegó
hasta él.
—Salga de la oscuridad, sir. Está sangrando, su
gracia. ¿Dónde se lastimó?
—No, fue la pared la que recibió el disparo y la
piedra se desprendió y me golpeó—, dijo Hart con un
humor sombrío. — ¿Estás bien Fleming?
Fleming pasó su mano por su cabello y alcanzó
su botella.
—Bien. Bien. ¿Qué Diablos? Te dije que los
fenianos3 estarían ansiosos por matarte. Hart limpió
la sangre con un pañuelo, su corazón martilleaba en
reacción y no respondió.
Los Fenianos eran irlandeses que emigraron a
América, formaron un grupo dedicado a liberar a los
irlandeses de los ingleses y enviaba a los miembros a
hacer el trabajo sucio. Un periódico había roclamado
esta mañana que trataría de desechar el proyecto de
ley de autonomía irlandés para presionar a Gladstone,
y los fenianos habían reaccionado.
La acción de Hart no significaba que estuviera
en contra de la independencia irlandesa, de hecho, él
quería a Irlanda completamente libre del yugo inglés,
porque esto podría allanar el camino para la
independencia escocesa. Simplemente pensó que la
versión de Gladstone del proyecto de ley era ineficaz.
Bajo el proyecto de ley de Gladstone, la independencia
de Irlanda sería marginal, les permitiría formar un
Parlamento para resolver asuntos irlandeses pero
3 Feniano (en inglés Fenian) es un término utilizado desde 1850
para referirse a los nacionalistas irlandeses, que se oponían al dominio
británico sobre Irlanda. Aún se utiliza este término en Escocia e Irlanda
del Norte, ahora en términos despectivos.
todavía sería responsable ante el Gobierno inglés.
Hart sabía que si Gladstone se veía obligado a
llamar a una votación sobre el proyecto de ley, el
hombre no tendría suficiente apoyo para pasarlo, lo
que daría lugar a un voto de no confianza, y a la
dimisión de Gladstone.
Una vez que Hart estuviera en el poder, él
llevaría adelante sus ideas para liberar completamente
a Irlanda. Haría todo lo posible para liberarla de las
garras inglesas y luego presionaría hacia la
independencia escocesa, su verdadero objetivo.
Pero los periódicos no lo presentaban de esa
manera, y los enojados irlandeses, sin saber lo que
estaba en la cabeza de Hart, habían comenzado a hacer
amenazas.
Hart envió a sus lacayos para revisar el área y
apoyar a cualquier policía de paso y, a continuación,
se acercó a su carruaje con David, quien sostenía
fuertemente su petaca.
Cuando llegó a casa después de dejar a David
en su alojamiento, les dijo a sus lacayos y cochero
que no divulgaran ni a Eleanor ni a su padre lo
acontecido. Él había experimentado intentos de
asesinato varias veces durante su carrera, con la
misma falta de puntería, alguien siempre estaba
enojado con él. Los policías intentarían encontrar al
tirador y vigilarían la casa, pero la rutina no tenía por
qué ser turbada. Sin embargo, si sus huéspedes fueran
a cualquier lugar, nunca saldrían sin al menos dos
guardaespaldas para protegerlos, y nunca sin el
carruaje. Sus hombres estuvieron de acuerdo, todavía
sacudidos por los acontecimientos.
Los separatistas irlandeses no eran los únicos
asesinos posibles. Hart se preguntaba, cuando
entraba en su casa tranquilo, si la persona que había
enviado a Eleanor las fotografías no tendría alguna
conexión con los tiros. Las cartas no parecían
amenazantes, y no parecía haber ninguna conexión en
absoluto. Sin embargo, tuvo un renovado deseo de
mirar las fotografías y cartas que Eleanor había
recogido.
El pensamiento de buscar pruebas junto a
Eleonor, su aliento dulce tocando su piel, hizo
bombear su corazón más rápido de lo que lo había
hecho cuando la bala lo había rozado. Mejor no
arriesgarse.
Hart podría exigir que Eleanor le trajera las
fotografías así podrían mirarlas ellos dos solos, pero
desechó inmediatamente la idea. Eleanor nunca estaría
de acuerdo. Era extremadamente posesiva con las
fotografías, el porqué de ello Hart no lo podía
imaginar. Pero, no importaba; las conseguiría
solapadamente.
Al día siguiente, Hart esperó hasta que Isabel y
Eleanor se instalaron en el salón de la planta baja,
para planificar la fastuosa fiesta de Hart, Mac estaba
en su estudio y el Conde escribiendo en el otro estudio
más pequeño, mientras él tranquilamente subía las
escaleras al piso superior y entraba en la habitación de
Eleonor.
La alcoba de Eleonor estaba vacía, como sabía que
estaría, las criadas ya habían terminado allí. Hart se
acercó al tocador de Eleonor y empezó a abrir los
cajones.
Él no encontró las fotografías. Encontró que
mantenía el papel de cartas prolijamente apilado en
un cajón, sobres en otro, plumas y lápices,
independientes entre sí, en otro. Cartas que había
recibido de amigos, Eleanor tenía muchos amigos,
estaban agrupadas en el cuarto cajón. Hart las revisó
rápidamente por encima, pero ninguna contenía las
fotografías.
¿Dónde podría haber puesto las malditas cosas?
Sabía que tenía sólo unos minutos antes de que
Eleanor o Isabella volvieran por alguna cosa.
Con su frustración en aumento, Hart buscó en
las mesillas a cada lado de la cama, pero no había
metido las fotos en ninguna de ellas. Su armario reveló
las prendas prolijamente colgadas o plegadas,
ordinarios vestidos en colores monótonos y no
muchos. El arcón contenía un miriñaque envuelto en
tela y eso era todo.
La cómoda en el otro lado de la habitación estaba
dedicada a la lencería, los cajones superiores
contenían medias y ligueros; el siguiente, camisolas y
bragas; Luego vino un cajón con un corsé de batista
sencilla, bien rematado.
Hart hizo un persistente esfuerzo para no
imaginársela en ropa interior y concentrarse en la
búsqueda. Fue recompensado cuando, bajo el corsé,
encontró un libro.
El libro era grande y largo, del tipo en el que
las señoras pegaban recuerdos de ocasiones especiales
o salidas memorables. Este libro particular era grueso,
lleno con todo lo que había pensado Eleanor que valía
la pena preservar. Hart lo sacó del cajón, lo puso sobre
el escritorio y lo abrió.
El libro era todo sobre él.
Cada página estaba cubierta con una cronología de
Hart Mackenzie. Artículos de periódicos y revistas
proporcionaban textos y fotografías de Hart el
empresario, Hart el político, Hart el hijo de Duque y,
a continuación, Hart el Duque. Las páginas de
sociedad lo mostraban en reuniones organizadas por
el Príncipe de Gales, en los banquetes de caridad, en
reuniones de clan donde se proclamaba su lealtad al
jefe del clan Mackenzie.
Ella había pegado fotografías de periódicos de
Hart hablando con la Reina, con varios primeros
ministros y con dignatarios de todo el mundo. La
historia sobre Hart convirtiéndose en Duque de
Kilmorgan y tomando posesión de su escaño en la
cámara de los Lores estaba aquí, incluyendo una
historia de los Duques de Kilmorgan desde el siglo
XIV.
Eleanor Ramsay había recogido toda la vida de
Hart Mackenzie y la había pegado en un libro de
recuerdos. Había traído el libro hasta aquí desde
Escocia y lo mantuvo oculto como un tesoro.
El anuncio del matrimonio de Hart con Lady
Sarah Graham en 1875 había ocupado su propia
página. Eleanor había escrito con un lápiz de color al
lado de un dibujo del periódico de Hart y Sarah con
sus galas de boda: Está hecho.
El resto de esa página estaba en blanco, como
si Eleanor hubiera pretendido detener el libro allí.
Pero volvió la página y encontró más artículos acerca
de su incipiente carrera política, sobre las fiestas, su
nueva esposa acogida en Londres y en Kilmorgan.
El anuncio de la muerte de Sarah y la muerte
del bebé Hart Graham Mackenzie fue rodeado por
una corona de flores cortada de una tarjeta. Eleanor
había escrito junto al mismo: mi corazón está
apesadumbrado por él.
Los artículos siguientes eran sobre Hart
saliendo del luto para seguir su carrera aún más
obsesivamente que antes. Quiere ser primer ministro,
escribió un periodista. Inglaterra temblará bajo esta
invasión escocesa.
Tras el último artículo, Hart se topó con sus
fotografías.
Eleanor había recopilado quince hasta ahora.
Había pegado cada una cuidadosamente en el libro y
delineadas en lápiz de color: rojo, azul, verde,
amarillo, los cuales había elegido arbitrariamente.
Una nota aparecía debajo de cada una: recibida
en mano 01 de febrero de 1884, encontrada en la
tienda de Strand, 18 de febrero de 1884.
Había fotos de Hart mirando hacia la cámara,
de espaldas a la cámara, de perfil; vestido con sólo
un kilt, desnudo, sonriendo, tratando de darle a la
cámara la imagen de un arrogante Highlander burlón.
En una de Hart con su kilt, riendo, pidiéndole a
Angelina que no se acercara tanto la cámara,
enmarcado por sus rizos. Eleanor había escrito: La
mejor.
Hart hojeó las últimas páginas, que estaban en
blanco, listas para contener más fotografías. Empezó
a cerrar el libro, pero notó que la cubierta posterior
estaba desprendida. Investigando, se encontró con que
algo se había deslizado detrás de la guarda y la
cubierta, la guarda estaba pegada cuidadosamente en
su lugar. No hizo falta que rompiera el papel negro,
detrás de ella se encontró con las cartas.
No eran muchas, tal vez una docena en total,
cuando desplegó una, miró fijamente su propia
escritura. Eleanor había mantenido cada carta que
Hart le había escrito.
Hart se hundió en una silla y fijó su atención en
ellas. Vio que ella había conservado incluso su primera
misiva formal, se la envió el día después de que él
hubiera urdido su encuentro inicial con ella:
***
***
Capítulo 13
—Maldición, Ian—, dijo Hart.
Se sentó frotándose el cuello, rígido por estar
acostado contra la silla. El caballo se había soltado y
paseaba cerca de ellos, con la cabeza baja, pastando.
Ian no dijo nada, no preguntó qué hacia Hart
ahí, o porqué había dormido en el suelo en medio de
ningún sitio a un lado del canal. En completo silencio,
Ian se giró y sujetó al caballo.
El caballo frotó la cabeza contra un costado de Ian
mientras este le quitaba el bozal y amarraba la brida.
A los animales les gustaba Ian, los caballos de
Cameron y los perros de los Mackenzie lo seguían con
afecto.
Hart frotó su mandíbula, sintiendo el roce de
su barba mientras se ponía todo dolorido en pie.
Levantó la montura que le había servido de almohada
y la llevó hacia el caballo.
— ¿Qué haces aquí, Ian?
Ian cogió la montura de Hart y la puso sobre
el lomo del caballo, luego pasó bajo el caballo el
cincho, y lo apretó con la pericia de un jinete experto.
—Buscándote—. Dijo Ian.
—Pensé que yo te estaba buscando a ti.
Ian le dirigió una mirada de estás-muy-por-
detrás-en-esta-conversación.
—Dijeron que me andabas buscando.
— ¿Quién te lo dijo?— Hart examinó con la mirada
la solitaria campiña tras la línea de árboles que
bordeaban el canal. —¿Encontraste a mis
guardaespaldas? ¿Cómo supiste que estaba aquí?
Ian tomó las riendas del caballo, luego se
enderezó y miró directamente a los ojos de Hart.
—Siempre puedo encontrarte.
Estuvieron así por unos momentos, hermano
mirando a hermano, hasta que Ian rompió el contacto
y se alejó, dirigiendo al caballo hacia el camino.
Siempre puedo encontrarte.
Las palabras hicieron eco en la cabeza de Hart,
mientras veía a su hermano alejarse, su kilt agitándose
al viento. Ningún barco se movía al amanecer en el
canal y la niebla se esparcía sobre lo alto de los árboles
y bajo los puentes.
Siempre puedo encontrarte. Conociendo a Ian,
simplemente estaba afirmando un hecho y no
implicando que tenía una conexión especial con Hart.
Pero Hart sentía la conexión con Ian, la
atadura que se había estrechado entre él y su
hermano desde el momento en que Hart se había
dado cuenta de que Ian era diferente, especial, y que
Hart tenía que protegerlo. Él había sentido la conexión
a través de los años que Ian había pasado en el
manicomio y cada año desde que lo soltaron. Hart la
sintió más fuerte cuando Ian fue acusado de lastimar a
alguien hacía ocho años, había hecho todo lo que
estaba en su mano para proteger a Ian de las
consecuencias y estaba dispuesto a echarse la culpa.
Sin que Ian se molestara en hablar del asunto.
Continuó llevando al caballo hacia el oeste por el
camino sin esperar a ver si Hart le seguía.
Hart le alcanzó.
—Mi casa está en la otra dirección.
Ian siguió caminando sin mirar a Hart, solamente
observaba el canal y apartaba las ramas con las que
podía tropezar el caballo. Hart se dio por vencido y le
siguió en silencio.
El destino de Ian se aclaró cuando, después de
una milla, pasó un angosto puente con el caballo y
bajó a la orilla donde estaba amarrado un bote. En
la proa del bote, había algunos niños, dos cabras, tres
perros, un hombre con los pies colgando sobre la
quilla fumando una pipa. El gran caballo que tiraba del
barco pastoreaba sin ataduras a un lado del canal.
Sin palabras, Ian soltó las riendas del caballo y
subió a la cubierta del barco, uno de los niños, una
niña, descendió al mismo tiempo para sujetar al
caballo de Hart. Acarició al caballo y le canturreó y el
caballo se veía feliz de permitírselo.
Hart subió abordo tras Ian, porque Ian claramente
esperaba que lo hiciera. El hombre de la pipa asintió
hacia Hart pero no se preocupó por levantarse. Los
niños y los perros se les quedaron mirando. A las
cabras no les importó nada.
Una mujer vieja salió de la cabina, estaba
encogida hasta ser de casi el tamaño de los niños, y
vestía toda de negro con un pañuelo sobre su cabeza.
Sus ojos tan negros como su ropa, eran inteligentes y
brillantes.
Apuntó hacia la caja de madera apoyada en la
barandilla:
—Tú—, le dijo a Hart. —Siéntate ahí.
La sociedad de Londres se sorprendería mucho al
ver a Su Gracia, Duque de Kilmorgan, callado y
obediente tomar asiento. Ian tomo asiento detrás de
Hart, aún sin pronunciar palabra.
La niña en la orilla, sujetó el caballo de Hart por el
bozal, le quitó la montura y la brida, las apiló en la
cubierta, y caminó remolcando al caballo, que la
esperaba pacientemente.
Sin apurarse, nadie en el barco acudió en ayuda de
la pequeña, que tampoco esperó para que alguien la
ayudara. La mujer mayor una vez que vio a Ian y a
Hart sentados desapareció abajo.
Hart conocía a esos gitanos de antes, aun cuando
nunca había estado en su barco.
Hacía quince años, había estado en la orilla del
canal, cerca de la finca de Cameron. Donde la misma
mujer vestida de negro había dicho a Hart en un inglés
con un marcado acento, que cómo Cameron había
salvado a su hijo Angelo de ser apaleado y asesinado,
ellos cuidarían de Cameron. Angelo se había
convertido en su sirviente, entrenador, asistente y su
más cercano amigo.
La muchacha puso el caballo en el remolque
atado al barco, chasqueó la lengua al gran caballo y lo
llevó del otro lado. El bien entrenado semental de
Hart, se mantenía quieto bajo el toque de la niña, y se
mostraba contento de seguirla hasta el remolque de
los caballos, como un dócil poni.
El fumador de pipa regresó a observar el agua por
delante de ellos. La madre de Ángelo reapareció con
dos tazas desportilladas llenas de café. Hart le dio las
gracias y se lo bebió hasta el fondo. El café era fuerte
y oscuro, sin leche ni azúcar que disimularan el espeso
sabor. El barco se dirigía hacia la salida del sol. Los
gitanos eran los únicos que se movían en el canal a
esta hora.
La espesa niebla flotaba bajo los árboles situados
a lo largo del camino, y por detrás de los árboles
hacia el campo abierto. Las ovejas seguían a sus
madres por la verde pradera. Las ovejas y sus
corderos parecían grupos de nubes en la oscuridad.
Había silencio y paz allí. Hart cerró sus ojos.
Se despertó de repente y se encontró con un
brillante día y con Ian inclinado ahora sobre la
barandilla. El fumador de pipa se había encargado de
dirigir al caballo, mientras la niña y los otros niños se
habían ido adentro. Las cabras y los perros
permanecían en cubierta.
Hart se levantó y se colocó junto a Ian.
—Aun no me has dicho por qué saliste allá fuera—.
Ian se inclinó a mirar hacia el agua, viendo como la
proa del barco rompía el espejo de agua del canal. No
era inusual que Ian no contestara a una pregunta, o
esperara un día o dos para contestar. Algunas veces
sencillamente no contestaba nunca.
—Hablé a la gente de Angelo sobre el tiroteo—,
dijo Ian.
Cerró la boca tras decir esas palabras y Hart sabía
que no diría nada más.
El llenaría los espacios en blanco. Los gitanos
vagaban por los canales y los campos, a pesar de los
intentos de los granjeros y de los aldeanos de
mantenerlos alejados. Ellos sabrían al instante si
alguien fuera de lo ordinario apareciera en el área, y
se mantendrían alertas del peligro. Angelo era
sumamente querido por su familia, y así, por
extensión, sus amigos. Cuando Ian se enteró del
intento de asesinato, pensó que era buena idea
encontrar e informar a los gitanos.
—Muy acertado de tu parte—. Le dijo Hart. —Pero
no te molestaste en decirle a Beth o a Curry a dónde
ibas. Tenemos a toda la hacienda buscándote. ¿Podrías
aprender a dejar una nota?
Ian no reaccionó al enojo de Hart.
—Beth sabía adónde iba.
—Esta vez no, y estoy seguro de ello como que
existe el infierno.
Ian descansaba su brazo sobre la barandilla y
observaba a Hart, pasando su mirada sobre la
arrugada chaqueta, el pelo revuelto, la barba sin
rasurar.
Hart no sabía lo que Ian estaba pensando o
sintiendo. Nunca lo sabría.
—Ian—, le dijo exasperado.
Ian seguía sin responder. Hart suspiró y frotó su
barba incipiente.
—Bien, que sea a tu manera.
Ian volvió a estudiar el agua. Hart pensaba que era
la única persona que verdaderamente entendía a Ian,
pero había aprendido de manera dolorosa, que a pesar
de la conexión que sentía con él, raramente penetraba
su coraza. Desde el momento en que Ian conoció a
Beth, sin embargo, Ian había respondido a ella,
saliendo de su lugar privado de silencio e ira. Ian
empezó a conectarse con el mundo a través de Beth.
Lo que Hart había intentado, y en lo que había
fracasado durante años. Beth, la viuda de un pobre
vicario parroquial, lo había conseguido en unos días.
Al principio Hart había estado enojado con
Beth, envidiando su lazo con Ian, temeroso de que ella
lo explotara para sus propios fines. Pero Beth había
probado su gran devoción hacia Ian, y ahora Hart la
amaba por lo que hacía.
Hart se recostó en la barandilla y exhaló un
suspiro
—¿Cómo lo haces, Ian? ¿Cómo tratas con la
locura?— El hablaba en general, pensando en sus
propias luchas.
No esperaba que Ian le respondiera, pero lo hizo.
—Yo tengo a Beth.
Yo no tengo a nadie.
Las palabras aparecieron de algun lugar de su
mente. No eran verdad. Hart tenía a sus hermanos, a
sus entrometidas cuñadas, a Daniel, y ahora a sus
pequeñas sobrinas y sobrinos, que eran adorables,
especialmente cuando querían algo. Tenía a Wilfred y
a su escogido personal que le eran leales. Tenía
también a David Fleming, que había demostrado ser
un amigo contra viento y marea durante muchos años.
Pero nadie estaba cerca de Hart Mackenzie el
hombre.
Hart había renunciado a las amantes después
de la muerte de Angelina Palmer, había renunciado
aún a encuentros casuales para satisfacerse. Vivía
como un monje. No era de extrañar que el mero atisbo
de la esencia de Eleanor le pusiera tan lujurioso como
un muchacho de 18 años. Eleanor se había reído de él,
pero su risa no había hecho que Hart dejara de desear
su toque.
— ¿Cómo puedo sobrellevar mi locura?— Las
palabras de Hart sonaron huecas contra el agua. Esta
vez Ian no le miró ni le contestó.
—Una vez dijiste que todos estábamos locos—,
Dijo Hart después de un rato. — ¿Recuerdas? El día
que nos enteramos de lo del inspector Fellows, dijiste
que Mac era un genio con la pintura, Cameron con los
caballos, yo con el dinero y la política y Fellows
resolviendo crímenes. Tenías razón. Y Padre, claro,
tenía la misma locura. Creo que veía mucho de él en
ti, y eso le aterraba.
—Padre está muerto. Y dije que Mac pintaba como
un Dios—. Hart le dirigió una sonrisa torcida.
—Disculpa, no tengo ese don de memoria
precisa. Pero creo que mi locura crece. ¿Qué puedo
hacer si no puedo pararla?
Ian no le miraba.
—Lo harás.
—Gracias por tu confianza.
—Necesitas enseñarle a Eleonor la casa—, le
dijo Ian tras otro silencio. Hart frunció el ceño.
— ¿Casa? ¿Qué casa?
—La de High Holborn. La casa de la Sra. Palmer.
Hart apretó la barandilla del barco.
—El demonio me lleve si lo hago. No quiero
que Eleonor vuelva allí. Aún estoy enfadado contigo
por llevarla. ¿Por qué lo hiciste?
—Porque Eleonor necesita saber todo acerca de
eso—, dijo Ian.
—Demonios, Ian. ¿Por qué?
—La casa eres tú.
¿Qué demonios quería decir con eso?
—No, Ian. No. La casa podría haber sido gran
parte de mi vida alguna vez, pero eso ya pasó.
Ian sacudió su cabeza y siguió agitándola.
—Necesitas mostrarle a Eleonor la casa. Una
vez que le digas todo acerca de ella, lo sabrás.
— ¿Lo sabré?
—Sí.
—¿Qué sabré?— La exasperación de Hart crecía.
—¿Aun cuando Eleanor se aleje corriendo al doble
de velocidad normal para huir de mi de nuevo?
¿Cuándo me patee el trasero antes de irse?
—Sí.
Hart suspiró de nuevo. No salió mucho vapor de
su boca, la mañana se había entibiado.
—No puedo llevarla allí. Hay cosas que aún no
quiero que sepa.
—Tienes que hacerlo. Eleanor necesita
entenderte, como Beth me entiende.
La mandíbula de Hart se tensó mientras hablaba,
sus manos igual de tensas sobre la barandilla. Por lo
menos dejo de agitar su cabeza como una mula terca.
—Eres un hombre duro, Ian Mackenzie.
Ian no contesto. Contarle todo a Eleanor.
Angelina Palmer se había encargado de ello, al
visitar a Eleanor Ramsey en Escocia unos meses antes
de su boda y contarle todo acerca de Hart. Que era
dueño de la casa de High Holborn, que mantenía
mujeres allí, que las complacía de una manera que
una joven de buena cuna no imaginaría. Angelina no
le había descrito las cosas en detalle a Eleanor, gracias
a Dios; pero la insinuación había sido suficiente.
Hart no había visitado la casa ni a Angelina
deliberadamente mientras cortejaba a Eleanor, no
quería ser de esa clase de mentiroso.
Sintiéndose virtuoso por esto, había engatusado
a Eleanor para que le entregar su virginidad a él.
Pero Eleanor había despertado algo dentro de
Hart, una emoción que nunca había sentido antes, ni
tampoco después. Quería explotarla tanto como le
fuera posible.
Los motivos de Angelina, al revelar su
existencia, no fueron poner celosa a Eleanor o
convencer a Hart para que regresara con ella. No.
Angelina supo tan pronto como tomó la decisión, que
sus acciones le harían perder a Hart para siempre.
Que el matrimonio con Eleanor era importante para
Hart, y él no era del tipo que perdonaba. Pero
Angelina lo había hecho de todas maneras.
Ella no había ido a revelarle a Eleanor las hazañas
sexuales de Hart. Había ido a prevenir a Eleanor del
peligro, porque Angelina sabía exactamente en qué
clase de hombre iba a convertirse Hart. Y Angelina
había estado en lo cierto. El rechazo de Eleanor había
herido la arrogancia de Hart sin darse cuenta.
Sorprendido y furioso, Hart había amenazado a
ambos, a Eleanor y a su padre con terribles
consecuencias por romper el compromiso, porque ése
era el tipo de hombre brutal que estaba aprendiendo
a ser. Su padre había grabado esas lecciones en Hart
muy bien. Nunca había controlado su ira o ni siquiera
hablado con alguien sin decidir inmediatamente cómo
manipularle. Hart había odiado a su padre pero se
estaba pareciendo cada vez más a él, sin tener otro
ejemplo a seguir.
Y así, Hart no sabía cómo estar simplemente
con una persona ni, como Mac le había señalado,
dejar que las cosas simplemente sucedieran. Él pudo
haber tenido la oportunidad de aprender eso con
Eleanor, pero había desperdiciado esa oportunidad.
Un rayo de sol se reflejó en el agua y apuntó a
los ojos de Hart. Cuando levantó la cabeza, descubrió
que se acercaban a una esclusa, el vigilante salía de su
casa hacia las compuertas.
—No puedo contarle a Eleanor las cosas que hice,
Ian—. Le dijo.
Ian le dirigió una mirada impaciente. La
esclusa era mucho más interesante que la complicada
conversación con Hart.
—Tienes dos conjuntos de normas—, le dijo Ian. —
Uno para la Sra. Palmer y otro para Eleanor. Piensas
que si sigues el conjunto de normas equivocado con
Eleanor, eso quiere decir que no la amas.
Hart abrió la boca para negarlo
acaloradamente, pero las palabras se atoraron en su
garganta. Había llegado incluso a pensar, que podría
destrozarla con su toque como a un cristal.
Ian se movió por la borda, dejando de preocuparse
por los problemas de Hart.
— ¿Cuántos galones por minuto piensas que
llenan la esclusa?— le preguntó. Sin esperar
respuesta, Ian se giró y saltó del barco a la orilla. Ian
alcanzó al hombre que guiaba al caballo y camino
junto a él en silencio, probablemente ocupado
calculando la profundidad del estanque y el tiempo
que el agua tardaría en llenar la esclusa.
Una lluvia de primavera comenzó, aumentando
seriamente cuando el barco se detuvo en la orilla. Los
gitanos habían continuado después de la última
esclusa de Hungerford, hasta llegar al canal que
marcaba los límites de la propiedad de Cameron.
Hart observó el verde campo que se extendía
desde el canal hasta la casa en lo alto y vio que estaba
lleno de gente. Molesto, mucha gente con paraguas, la
mayoría de ellos Mackenzies.
No todos ellos. Un alto escocés que no era un
Mackenzie, estaba de pie muy cerca de Eleanor,
sosteniendo un paraguas sobre su cabeza. Hart le
reconoció, Sinclair McBride, uno de los muchos
hermanos de Ainsley, el que era abogado. Hart sintió
aumentar su enfado, mientras Sinclair se inclinaba
hacia Eleanor para cubrirla con el paraguas, y Eleanor
le sonreía tranquilamente.
Eleanor observó a Hart de pie en la cubierta
como un rey a punto de dirigirse a sus súbditos.
Maldito hombre. Había estado aterrada cuando sus
guardaespaldas regresaron en medio de la noche,
diciendo que le habían perdido a través de los árboles
en el canal. Sólo temprano esa mañana, cuando Ángelo
había llegado cabalgando para decirles que Ian y Hart
estaban a salvo con su familia, había disminuido su
miedo. Ahora Eleanor estaba simplemente enojada.
Empezó a caminar, pero el hermano de Ainsley,
Sinclair, tocó su hombro.
—Mejor no. Hay lodo y podrías caerte—. Él era
realmente gentil, Sinclair McBride, un viudo, que
había llegado con sus dos hijos esa misma mañana
para llenar la guardería. Ainsley le había invitado a
él y al resto de sus hermanos a quedarse en Waterbury
toda la primavera, pero hasta ahora, únicamente
Sinclair había podido ir.
Ian había bajado del barco. Beth corrió hacia él, a
pesar del lodo, e Ian la levantó en un cálido abrazo.
Todo mundo les rodeó y comenzaron a hablar al
mismo tiempo. Queriendo saber dónde había ido Ian
y por qué les había preocupado tanto a todos.
Gracias a Dios, Hart le había encontrado.
Los gitanos atracaron el barco, y niños, cabras,
perros, hombres y mujeres descendieron penosamente
en medio del campo lluvioso a instalar las tiendas.
Se veía que Cameron no encontraba eso inusual. Se
puso a hablar con el hombre de la pipa, y Daniel y
Ángelo se les unieron así como el padre de Eleanor.
Daniel se puso a ayudar a los gitanos a estirar lonas
sobre las tiendas y los niños corrían dentro de ellas.
Sinclair le dio el paraguas a Eleanor y fue a ayudar.
La ultima en dejar el barco fue una señora
mayor vestida de negro, Hart la ayudó a llegar a la
orilla, pero no se bajó con ella. ¿Qué estaba haciendo?
Hart se recostó hacia atrás, como el rey que Eleanor
pensaba que era, o mejor dicho como un general,
observando a todos, esperando dirigirlos de ser
necesario. Mantuvo sus ojos en sus hermanos,
gigantes formidables con sus esposas nunca muy lejos
de su lado. Todos se veían felices, Beth, Isabella y
Ainsley se reían de sus hombres Mackenzie pero
miraban a dichos hombres con un profundo amor.
—Él te necesita.
Eleanor dió un brinco al oír la voz de Ian en
su oído. Estaba detrás de ella, su suave mirada
abarcándola, mientras Beth no se encontraba lejos
conversando con la anciana gitana.
— ¿Quién?— Eleanor le preguntó a Ian. —
¿Hart?— Miró a través de la lluvia hacia el obstinado
duque recostado en la barandilla del barco
amarrado.—Hart Mackenzie no necesita a nadie.
Los ojos color whisky de Ian estaban oscuros a
la sombra del paraguas.
—Estás equivocada—, le dijo. Se dio la vuelta y
caminó a través de la lluvia hacia Beth.
Te necesita.
Hart se veía muy solo. Observaba a la familia
por la que había hecho todo lo posible en el mundo
para mantenerla a salvo, pero observándolos. Sin ser
parte de ellos.
Eleanor levantó su ya enlodado vestido y
escogió un camino por la pendiente hacia la orilla,
consiente de las palabras de Sinclair acerca de
resbalarse. Hart la observaba bajar, podía sentir su
mirada en ella todo el camino hacia el barco, pero no
bajó para alcanzarla. No hasta que ella llegó al barco.
Hart alargó los brazos hasta la orilla, le arrebató el
paraguas que amenazaba con voltearse con el viento,
lo lanzó a un lado, y tiró de Eleanor a través del pasillo
de agua entre ellos.
Eleanor aterrizó contra él. Hart estaba
empapado, su chaqueta abierta, con mechones de
cabellos mojados cayendo sobre su cara, sin rasurar.
Detrás de esos mechones, sus ojos eran ámbar,
intensos y vivos.
— ¿Qué haces? —Preguntó Eleanor, aún enojada.
—¿Vas a levar anclas y navegar lejos?
—La madre de Ángelo me pidió que cuidara del
barco. Vinieron a ver a Cameron y a Ángelo entrenar
caballos.
—Quiso decir que alguien del personal lo hiciera,
seguramente.
—No, quiso decir que yo lo hiciera—. Hart miró
hacia la lluvia que se fortalecía, que oscurecía las
tiendas en la colina. —Duques y recaderos son todos
lo mismo para ella. Pero no importa. Aquí se está
tranquilo.
Quietud era algo que Hart Mackenzie no había
tenido en abundancia, y Eleanor sabía que cuando
regresara a Londres, tendría menos.
— ¿Me voy entonces? ¿Te dejo en paz cuidando
tu barco del canal?
—No—. La respuesta fue abrupta, repentina. La
mano de Hart, fuerte y pesada, aterrizó en la de ella.
—Estás mojada. Vamos dentro. Quiero enseñarte el
barco.
El medio la guió, medio la empujó por las
escaleras hasta la puerta de la cabina. Abrió la
hinchada puerta de madera, remolcando a Eleanor y
cerrándola de nuevo.
El ruido de la lluvia se convirtió en un golpeteo
sordo en el techo y repiqueteaba en los paneles contra
las ventanas. Esto, junto con el suave siseo del carbón
en la pequeña estufa en la esquina, era tranquilizador.
Eleanor entendía la renuencia de Hart a irse.
—Nunca había estado en un barco del canal
antes—, dijo, mirando alrededor encantada.
Los gitanos eran nómadas, pero su hogar era
acogedor. La pequeña estufa daba un buen calor. Ollas
y cazuelas colgaban sobre la estufa, brillando de
limpias, y en las literas al final estaban apiladas
coloridas mantas y colchas.
El banco que corría a lo largo de una pared bajo
las ventanas tenía cojines bordados que reconoció
como un trabajo hecho por Ainsley.
—Pensé que te gustaría—, le dijo Hart.
—¿Debo sobreentender que no te encontraste con
los asesinos en tu excursión?
—No.
Solamente esa palabra, cuando había estado tan
preocupada.
—Estoy hablando ligeramente sobre esto, pero,
Hart, estaba aterrada…—Ella se calló, sus manos
inquietas. Quería arrojar los brazos alrededor de él y
al mismo tiempo, quería golpearle con su puño contra
el pecho. Para impedirse hacer ninguna de las dos
cosas, cruzó sus brazos en su estómago.
Sintió la tibieza de Hart mientras se acercaba,
olió el húmedo lino de su camisa y la empapada lana
de su chaqueta. Hart deslizó su capa quitándosela y la
colocó a un lado, luego la cogió por los codos con sus
grandes manos y la acercó a él.
El beso, cuando llegó, fue hambriento. No
probando, ni jugando, ni engatusando. Un beso
desesperado de deseo.
Te necesita.
Eleanor presionó sus manos contra su camisa
mojada, sintiendo su corazón acelerarse bajo su toque.
Su piel estaba tan fría, su boca como una llama.
Empujó su camisa, los botones se soltaron.
—Necesitas quitarte esto, estás buscando tu
muerte.
Impacientemente arrancó su camisa y la dejó
caer al suelo. Estaba desnudo debajo, sin ropa interior
que cubriendo su bronceada y tersa piel. La llevó
dentro del círculo del calor de la estufa y la acercó a él
de nuevo, sus pulgares abrieron su boca. Su siguiente
beso fue aún más fiero, más desesperado.
Los dedos de Eleanor se curvaron en sus hombros
mientras le devolvía el beso. La besó duramente,
probando su boca, chupando la lluvia de sus labios.
Eleanor corrió sus manos hacia su espalda
desnuda, sintiendo su caliente y suave piel.
Su cuerpo estaba en llamas. Eleanor besaba sus
cálidos labios, persiguiendo su lengua con la propia.
Sintió los botones de arriba de su corpiño abrirse,
luego las manos de Hart, moviéndose hacia un lado.
Sus palmas se deslizaron por su cuello desnudo,
fuertes y cálidas, sosteniéndola.
Él rompió el beso para desabotonar
rápidamente el resto de su corpiño, sus ojos se
oscurecieron mientras bajaba sus brazos hacia los
lados y los sacaba de la tela. Hart gruño suavemente
y de nuevo la besó, ella levantó todo lo que pudo sus
manos y las puso en su cintura. Sentía el movimiento
dentro y fuera de su respiración, el suave lino de la
pretina de su Kilt, la piel caliente del hombre dentro
de este.
—Eleanor. Elle—. Levantó su cabeza, sus ojos
oscuros en sombras tras su pelo mojado. La sonrisa
pecaminosa. —Sigo teniendo visiones de ti llevando
sólo tu corsé.
El corazón de Eleanor latía rápidamente, un
estremecimiento la atravesó.
—Yo he estado teniendo visiones de ti con nada
más que tu Kilt. De hecho, tengo fotografías que
puedes estudiar detenidamente, y que lo prueban si es
necesario.
Su sonrisa se hizo más ancha, y el Hart Mackenzie
del que se enamoró hacía algunos años se asomó a
través de ella.
— ¿Qué voy a hacer contigo, muchacha descarada?
—Mi padre envió por un aparato fotográfico
para tomar fotos de la flora de Berkshire. Tal vez me
permita utilizar la cámara.
Hart se detuvo y su gesto retorcido volvió.
—Eres de lo peor. Pero únicamente…—. El retiró
su corpiño completamente, después deslizó las manos
tras su espalda y suavemente desató el cordón que
cerraba su corsé. Los lazos se soltaron y se esparcieron
bajo sus dedos. — Únicamente si tú haces lo mismo
por mí.
— ¿Posar para fotografías para ti? Cielos, no.
Soy demasiado tímida.
Los lazos se desataron, los pequeños tirantes
que sujetaban el corsé sobre sus hombros se
deslizaron bajo las grandes manos de Hart. El se
acercó.
—Esas serían fotos privadas. Muy privadas.
Solamente tú y yo las veríamos.
—Mmm—, dijo. —Pensaré en ello.
Hart sonrió contra su boca, seguido de un
lametón en sus labios.
—Si me quieres ver únicamente con mi kilt,
debes aceptar los términos.
La cara de Eleanor ardía.
—Te dije que pensaría en ello.
—Supe en el momento en que te besé en ese
cobertizo para botes que eras una chica perversa.
Recatada y apropiada para el mundo. Salvajemente
apasionada tras las puertas cerradas. La dama perfecta
para mí.
—Únicamente he sido salvaje contigo, Hart, tú
me enseñaste.
— ¿Yo lo hice?— Hart reía, las manos en su
espalda, no había nada entre ellos más que el delgado
lino de su corpiño. —Estabas ansiosa por aprender.
—Eras un interesante instructor.
Él sonrió, su frente contra la de ella.
—Elle, me haces sentir joven de nuevo, tú me
haces…
Su sonrisa murió con sus palabras. Las manos
de Hart fueron a su cintura, sus dedos desabrochando
su falda y las enaguas que llevaba debajo. La falda de
Eleanor cayó, no se había puesto miriñaque por el
ajetreo de la mañana.
— ¿Que te hago?— murmuró.
Las manos tibias de Hart se deslizaron hacia su
trasero, su risa se había ido por completo. Ella vio
una lúgubre necesidad en sus ojos, y soledad y miedo.
Miedo de muchas cosas, todas complicadas, todas muy
reales.
—No puedo hacerlo solo—, dijo. —Te necesito,
Elle.
Ella sabía que no tenía intención de raptarla en
un barco de canal mientras los gitanos habían ido
corriendo a ver a Cameron trabajar con los caballos.
—Te necesito—. Las palabras se desgarraban de él,
este hombre cuya voz nunca osaría sonar débil ante
nadie.
Eleanor deslizó fuera su camisa y enroscó sus
brazos alrededor del cuello de Hart.
—Estoy aquí—, le dijo.
Hart deslizó los pulgares por el labio inferior de
Eleanor, maravillado, como siempre, de su suavidad.
Era duro, un hombre duro. Y Eleanor era toda tibieza y
bienestar. Había sido un tonto cuando la dejó ir.
La acercó y se sumergió dentro de otro beso. Ella
sabía a lluvia, calor y deseo.
Él la había enseñado, si, él la había enseñado. No
todo, no durante mucho tiempo, pero él la había
enseñado.
Eleanor levantó hacia él su tibia mirada azul, su
pasión brillando con descaro. Amaba eso de ella,
Eleanor nunca había visto nada vergonzoso en su
deseo.
Sus faldas yacían en el suelo, y ella estaba de
pie con nada más que sus calzones. Hart acarició la
tela que cubría su trasero, el hilo era tan fino que
parecía piel. Ella le había obedecido y se había
comprado algunos nuevos.
Estaba dolorido por ella, su polla erguida le
demandaba que siguiera adelante con esto. Pero no
quería ir de prisa, no quería apresurarse. Los gitanos
e Ian le habían dado este regalo, el regalo de un tiempo
a solas con Eleanor.
Más que eso. Eleanor podía considerar esto
como tiempo robado, pero Hart no iba a mantener
esto como un momento aislado. Él tenía que
mantenerla segura del mundo, y ahora también de
Sinclair McBride.
McBride era un guapo escocés con dos niños
pequeños y necesitado de una esposa, y aquí estaba
Eleanor totalmente preparada para eso. Él veía que
esto era lo que buscaba Ainsley al invitarlo. Hart tenía
que moverse rápidamente, sin importar sus planes.
No podía esperar más.
El desató las cintas que sostenían su ropa
interior y deslizó sus manos dentro de ellas. Sus dedos
encontraron suavidad, la seda de la piel de Eleanor.
Hizo círculos con sus pulgares por su piel mientras la
besaba, después movió una mano hacia el calor entre
sus piernas.
Estaba caliente, mojada, lista, tan necesitada como
lo estaba Hart. Movió sus dedos, recompensándola
por sus pequeños sonidos de placer mientras su
cuerpo se soltaba. Todo pudor y resistencia en ella
disolviéndose y flotando lejos. La remilgada joven
solterona se desvaneció, y Eleanor la mujer
apasionada ocupó su lugar.
Sus senos eran suaves, más llenos ahora que
cuando había tenido veinte años. Hart se agachó y
lamió entre ellos, probando su tibia y salada piel.
La cabina era angosta y baja, Hart no tenía espacio
para cogerla en sus brazos y llevarla hacia la litera más
cercana, pero la guió, besándola y tocándola todo el
camino.
Le levantó y colocó su trasero en la litera,
colocándose él de pie entre sus muslos mientras se
los apartaba, y le quitaba el resto de su ropa interior.
Eleanor le acarició la cara con sus manos, sus ojos
medio cerrados mientras esperaba por lo que estaba
por llegar.
Hart desabrochó el prendedor que mantenía
cerrado su kilt y atrapó los pliegues mientras caían.
Cogió la tela y la colocó estirada en la litera
detrás de Eleanor.
La litera era muy estrecha. No los contendría a
ambos. Hart levantó a Eleanor y sus cuerpos se
unieron, ambos húmedos por la lluvia y pegajosos por
el calor de la estufa.
Hart movió las manos por su espalda, por su
columna hacia su trasero, suavizando, tranquilizando.
La levantó un poco más y luego se deslizó dentro de
ella, su resbaladiza profundidad le dio una cálida
bienvenida.
Estaba dentro de ella. Su Eleanor.
Hart se quedó quieto, la sensación de ella
rodeándolo lo llenaba de júbilo.
—Hart—. Su cálido aliento tocó su piel húmeda.
Ella le tocaba la cara, sonriendo un poco mientras
frotaba sus dedos sobre su áspera barba.
El pelo rojo de Eleanor estaba oscurecido por la
lluvia, sus bucles suaves bajo sus labios. Había corrido
fuera bajo la lluvia sin sombrero. Típico de Eleanor.
Impetuosa, impaciente.
Su nariz estaba gloriosamente espolvoreada con
pecas. Hart besó una, luego otra, luego otra, todas
mientras sentía el agudo regocijo de estar dentro de
ella. Ser parte de ella. Ella era suya.
Hart se sujetaba con su otra mano en la pared
de la cabina y empujaba dentro de ella. Era
complicado en este espacio, pero lo hizo.
Elle.
Su voz se iba haciendo más áspera con cada
empuje, su cuerpo acogiéndole. El puño de Hart se
tensó contra la pared, su cabeza inclinada en su cuello.
Eleanor estaba firmemente presionada contra él, su
piel en la de él. El agua de su cabeza chorreaba sobre
ambos.
Más, más. Nunca pares. Nunca.
Eleanor dejo que su mano recorriera su espalda,
deslizándose abajo hasta su trasero, tocando cada
pulgada de él. Ella siempre amó explorar su cuerpo, y
Hart de buen grado se lo permitía.
El pellizcaba el lóbulo de su oreja donde las
esmeraldas habían colgado una vez, chupando la
concha de su oído. Su boca se movió a su cuello,
cerrando los labios para dejarle un mordisco de amor.
Elle, te he extrañado. He muerto un poco cada día
sin ti.
Eleanor ladeó su cabeza, permitiéndole
probarla. Cuando se levantó de nuevo, bajó su boca
hacia su cuello, y Hart sintió la pequeña mordida de
sus dientes, su boca dejándole su marca.
Una ola de necesidad se cernió sobre él,
golpeándole y llevándoselo lejos. Sabía que estaba
llegando, terminando, pero se mantuvo duro dentro
de ella, sus manos sujetándose a la pared para
mantenerse en pie. Los pequeños gemidos de Eleanor
se convirtieron en gritos de placer mientras alcanzaba
su propio orgasmo.
—Eleanor—. Hart cerró sus ojos y trato de
contenerse. El clímax significaba que se acababa, que
tenía que dejarla ir. No. No. Nunca.
Hart se sostuvo dentro de ella, sintiendo los
últimos coletazos de éste, una mezcla de excitación y
lasitud que significaba que había alcanzado un
momento perfecto.
—No puedo hacerlo sin ti, Elle—. Él abrió sus ojos,
oyendo la necesidad en su voz. —Te necesito.
—Hart…
—No te alejes de mí de nuevo—. La nota en su voz
era de desesperación. —No lo soportaría si te vas de
nuevo.
Díselo todo, Ian le había exhortado.
No puedo. No hasta que sea mía, no hasta que no
pueda dejarme. Eleanor le miraba con sus hermosos
ojos azules, sus cejas juntas, Eleanor lo evaluaba.
—Por favor—. Le dijo. Dios mío casi sollozaba.
Pero su corazón le dolía. Se iría de nuevo, y eso
sería su final. Eleanor tocó su cara con dedos suaves.
Miró dentro de sus ojos como si pensara que podía ver
dentro de su alma. Eleanor era la única que podía.
—Sí—, le dijo, con una voz tan suave que casi no
se oía. —Me quedaré.
Hart tragó, soltó el aliento casi como un sollozo.
—Gracias—, le susurró. —Gracias.
Capítulo 14
El barco estaba a la deriva. Eleanor salió de la
cabina para encontrarse con que estaban flotando en
medio del ancho canal.
—Hart —, le llamó alarmada.
Hart salió, devastadoramente guapo con su
camisa y Kilt, su chaqueta permanecía en algún lugar.
Una cuerda se estiró a través del agua entre la
proa del barco y la orilla. Cuando Hart tiró de ella, se
soltó.
Eleanor puso las manos en sus caderas.
— ¿Supongo que el gran duque de Kilmorgan no
pudo recordar amarrar el barco?
Hart no se mostraba ni un poco avergonzado.
—Mi mente estaba en otras cosas.
Su sonrisa era arrogante, pecaminosa de nuevo.
El solitario y aterrorizado hombre que le había dicho
dentro de la cabina, ―No lo lograré si te vas de nuevo‖,
había desaparecido. Hart Mackenzie se había salido
con la suya una vez más.
Un jinete solitario se acercaba por el camino, el
hombre vestía un abrigo enorme que lo protegía del
viento y la lluvia. Hart ahuecó las manos en su boca y
grito:
—Tú, ahí, ¡Agarra la cuerda!
El hombre se giró y se bajó del caballo.
— ¿Mackenzie? ¿Qué demonios haces en medio
del canal?
—Cojones, — dijo Hart. —Es Fleming.
Eleanor miró a través de la lluvia y agitó la mano.
—Por favor arrástrenos, querido Sr. Fleming.
—No le mimes—, gruñó Hart.
—Necesitamos su ayuda, a menos que quieras
flotar todo el camino hasta la esclusa de Hungerford.
El guarda esclusas se reirá de nosotros.
Fleming alcanzó la cuerda y la sacó del agua, luego
empezó a tirar de ellos. Hart levantó un remo que
estaba amarrado en la cabina y lo usó para guiar el
barco de vuelta a la orilla. El barco chocó con
suavidad, el agua del canal estaba tranquila.
Hart ató el remo en su lugar mientras Fleming
amarraba la cuerda al tocón de un árbol.
Fleming acercó su mano para ayudar a Eleanor a
bajar a tierra antes de que Hart la pudiera alcanzar.
La mirada de Fleming iba de ella a Hart, bajando sus
oscuras cejas.
— ¿Qué demonios es esto, Mackenzie? Si la has
deshonrado, te dispararé como el perro sarnoso que
sé que eres.
Hart bajó del barco tras Eleanor y deslizó su brazo
por su cintura.
—Felicítame, Fleming, Eleanor ha aceptado ser
mi esposa.
La boca de Eleanor se abrió. No era exactamente
lo que ella había dicho. Había aceptado quedarse
cuando él le dirigió esa mirada que le rompía el
corazón y le rogó. En qué condiciones…, eso no lo
habían discutido aún.
Fleming tampoco lo creía. Su mano fue a su
bolsillo, sacando la petaca plateada que parecía tener
siempre a mano.
Eleanor sabía que David se había dado cuenta
perfectamente bien lo que ellos habían estado
haciendo en el barco. Eleanor y Hart estaban ahí solos,
el barco a la deriva. Eleanor se había vestido con la
ayuda de Hart, pero su cuello no estaba todo
abotonado, su falda arrugada por estar tirada en el
suelo. Hart estaba todo desarreglado. Cuando el aire
abrió la camisa de Hart, los pequeños mordiscos de
amor que Eleanor le había hecho se veían.
Hart no se molestó en cerrar su camisa.
— ¿Qué haces en Berkshire, Fleming? Deberías
estar atendiendo nuestro negociado en Londres.
—Te envié un telegrama—, dijo David. —Pero
Wilfred telegrafió de vuelta que habías desaparecido
sin dejar rastro, así que pensé que mejor vendría a
ayudar a buscarte. La votación es mañana. ¿Estoy en
lo correcto en pensar que querrás estar allí?
David habló sin ceremonias, pero había una
chispa en su mirada. Hart contestó con una sonrisa y
en un tono animado que Eleanor no le había oído en
mucho tiempo.
— ¿Y les tenemos?
La sonrisa de David era igual de triunfante,
—Oh sí. A menos que la mitad decida al último
minuto traicionarnos, les tenemos.
— ¿Qué es lo que tienen?— preguntó Eleanor.
Siempre le gustó que David no insistiera que
ciertas discusiones no eran para damas. Respondió de
buena gana.
—Vagos en los asientos, mi querida Elle. Vagos
en los asientos que votarán a nuestro modo.
Suficientes para derrocar el proyecto de ley de
Gladstone y echarlo fuera con el voto de confianza. Se
acabó. Tendrá que convocar elecciones, nuestro
partido ganará la mayoría y Hart Mackenzie será
primer ministro de Inglaterra. Dios nos ayude.
Eleanor se entusiasmó.
—Cielo Santo, Hart.
—Hace mucho tiempo que ha estado
gobernando—, dijo Hart. El fuego en sus ojos
desmentía la calma en su voz.
—Pero si el Sr. Gladstone sabe que le ganarás, ¿Por
qué te dejará llegar a la votación?— preguntó Eleanor.
David respondió antes de que Hart lo hiciera.
—Porque cualquier retraso en este punto haría
nuestra victoria más certera. Si llama a elecciones
mañana, podría tener oportunidad de regresar,
aunque no tenemos intención de que eso suceda—.
David frotó sus manos. —Hart Mackenzie regresará a
los comunes, esta vez para liderarlos. Hay algunos que
aún les duele su ingenio como un látigo cuando fue
MP. Respiraron aliviados cuando tomó su título y se
fue con los Lores. Y ahora regresa. A disfrutar.
—Me imagino que será muy entretenido—, dijo
Eleanor. —Mi padre se asegurará de verlo desde la
galería.
—David—. Hart dijo la palabra sin inflexión,
pero Fleming pareció entender.
—Bien, estaré en la casa, calentándome de la lluvia
con algo de tu whisky de malta. Intentaré beber
grandes cantidades.
David agarró su caballo, montó y cabalgó por el
camino.
—Entonces saldrás para Londres con él— le
dijo Eleanor, con voz muy clara. Hart acarició sus
hombros, sintiéndola tibia en sus manos a través de
su corpiño.
—Sí.
—Es todo por lo que has trabajado—, le dijo.
—Sí—. Hizo círculos con sus pulgares en su
clavícula. —Nos casaremos en Kilmorgan. Una gran
boda, algo vistoso para satisfacer al público en general.
Adecuado al nuevo Primer Ministro.
Eleanor encontró difícil mirarle a los ojos. Sus
ojos ardían calientes, con determinación, Hart el
señor del control de nuevo estaba allí.
—Estarás demasiado ocupado para tener algo que
ver con bodas de momento—, probó.
—Te compraré las joyas de boda más ostentosas
que pueda encontrar y dejaremos que los periódicos
se vuelvan locos. Pueden hacer de nuestra
reconciliación un gran romance si quisiéramos y se lo
daremos.
—Te refieres a hacer una gran demostración de
esto—, Dijo Eleanor de modo tirante. —Te ayudará
con la elección.
—No me importa eso. Tendrás que casarte
conmigo esta vez, Eleanor. David estará diciéndole a
la familia como nos encontró, y así no tendremos paz.
Ellos saben exactamente lo que estuvimos haciendo
aquí fuera en este barco.
—Fue culpa de Ian. Me envió a ti cuando supo
que estabas solo.
—Sí, mi taimado hermano pequeño
manipulando las cosas a su satisfacción. Pero estamos
atascados con esto.
—Así que, ¿debo casarme contigo para salvar mi
reputación?
Hart se acercó a ella.
—Tú reputación no será dañada. Me aseguraré de
que cierto conocimiento no salga de la familia. Pero a
pesar de todo quiero que te cases conmigo. Necesito
cuidarte.
—Necesitas…
—Me haré cargo de ti te cases o no conmigo,
pero las cosas serían más sencillas si eres mi esposa.
Necesitas un marido, Eleanor, tanto como yo necesito
una esposa. Cuando tu padre muera, no tendrás nada.
Glenarden irá a un primo que apenas conoces, y te
quedarás sin nada, ¿Qué harás entonces?
—He demostrado ser buena con la máquina de
escribir—. Eleanor trató de bromear, pero Hart no se
rio.
—Terminarás en una pensión barata llena de
tristes ancianas—. Le dijo. —Rezando que algún
hombre decida que una adorable solterona es un buen
negocio. O pasarás de una casa en el campo a otra,
viviendo con amigos, pero te conozco. Te sentirás
horriblemente apenada y creerías que te estarías
aprovechando de ellos.
—Cuando lo pones así, las cosas suenan más
bien sombrías.
—No tienen que ser así, una vez que seas una
Mackenzie, nadie puede tocarte. Aun estando
desposada conmigo tendrá peso. No tendrás que
preocuparte de nuevo, El. Ni tu padre tampoco. Y
quien sabe, tal vez te haya dado un hijo hoy.
Eleanor negó con la cabeza.
—No concebí cuando fuimos amantes antes, y
soy mucho más vieja ahora…
—Uno nunca sabe Elle. Hoy fue un impulso, pero
tú no debes pagar por esto. Ni tampoco un niño.
Quiero que tenga un apellido.
Eleanor escuchó el fervor en su voz. Hart quiere
un hijo; se dio cuenta sorprendida. Su corazón se
entibió.
Las manos de Hart eran firmes en sus
hombros, calientes en la fría lluvia.
—Me haré cargo de ti y del niño. Mi apellido
se hará cargo de ti.
La boca de Eleanor se secó, los pensamientos
surgían y morían en su cabeza.
—Cualquier mujer que se case contigo tendrá que
convertirse en una gran dama de sociedad, la otra
mitad de tu carrera política.
—Lo sé, lo sé, Elle. Pero no puedo imaginar a
alguien que lo pueda hacer mejor.
Una mujer más escéptica pudiera pensar que
Hart la sedujo hoy para tener una anfitriona para
entretener a las esposas de los caballeros políticos que
necesitara atraer a su causa. Pero Eleanor no
imaginaba el truco en su voz cuando le dijo «No
podría hacerlo si te vas de nuevo», o la chispa en sus
ojos cuando hablaron hace unos momentos de la
posibilidad de tener un niño.
Humedeció sus labios.
—Es mucho pedir.
—Sí, si lo es—. Hart acunó su cara entre sus
manos, sus pulgares alisando su labio inferior. —Haré
todo lo que esté en mi poder para asegurarme que no
te arrepientas de esto.
Eleanor buscó en sus ojos. Leía la certeza de la
victoria en las profundidades ámbar, seguro de que
ganaría todo lo que quisiera. Y aun así, tras eso, veía
el miedo. Hart estaba en una encrucijada- de este día
en adelante, su vida podría ir en cualquier dirección.
Y estaba temeroso.
No estaba solo en su miedo. La garganta de
Eleanor se sentía apretada, sus rodillas débiles, sus
miembros temblorosos mientras veía como su vida
entera era arrasada con unas pocas palabras.
—Supongo que Curry perdió sus cuarenta
guineas—, dijo ella.
—Al diablo las cuarenta guineas—. Hart la
acercó a él y la abrazó. Su fuerte abrazo le dijo a
Eleanor que nunca se alejaría de él de nuevo, y
Eleanor hundiéndose en el maravilloso calor de Hart,
estaba insegura de quererse ir.
Cuando Eleanor y Hart llegaron a la casa, todo
era un caos. Los niños gitanos corrían alrededor del
campo, a pesar de la lluvia, persiguiendo o siendo
perseguidos por algún niño Mackenzie o McBride. Los
perros Mackenzie se unieron a las cabras y perros
gitanos retozando, ladrando y balando sin parar. Los
niños gritaban con un sonido que podía arrancar la
pintura de las paredes.
Fleming se acercó a encontrase con Hart y
Eleanor, guiando a su caballo, su petaca aún afuera.
—Bueno, bueno, esto es una masacre—, dijo,
tomando un trago. Hart estuvo de acuerdo con él. Los
niños corriendo los vieron y se dirigieron a ellos,
Aimee gritando a todo pulmón.
— ¡Tío Hart! ¡Tía Eleanor! Venid a ver nuestra
tienda. Es una tienda gitana de verdad—. Los niños
gitanos se apilaron a su alrededor, algunos
entendiendo su inglés, algunos no. Sonrieron a Hart,
con sus ojos oscuros bailando.
Los adultos llegaron tras los niños. Mac, Daniel,
Ian, Ainsley deteniéndose, para levantar y acunar a su
hija que iba gateando. Gavina, llamada así por la niña
que Ainsley había perdido. El hijo de Ian, James, vio a
su padre, caminó balanceándose determinadamente
hacía él y alzó sus bracitos alrededor de la pierna de
Ian.
Los ojos de Ian se suavizaron de su mirada
distante usual, para enfocarse en su hijo. Alisó el pelo
del niño, luego dejó que el niño colgara de su bota
mientras caminaba despacio hacia Hart. James reía,
adorando el juego.
— ¿Que sucedió?— preguntó Ainsley, escudando
a Gavina de la lluvia. —Algo sucedió, Eleanor, dinos.
Ian se detuvo detrás de David y levantó a James,
para alejarlo de los cascos del caballo de Fleming y
permitirle al niño acariciar la nariz de la bestia.
—Eleanor se casará con Hart—, dijo Ian.
Una enorme sonrisa floreció en la cara de Ainsley
mientras la boca de Eleanor cayó abierta.
— ¿Cómo diablos lo sabes, Ian Mackenzie?—
pregunto Eleanor.
Ian no contestó. James siguió acariciando la
nariz del caballo con su pequeña mano.
— ¿Es verdad?— preguntó Daniel.
—Tristemente—, Fleming contestó. —Soy un
desafortunado testigo.
—El mes próximo—, dijo Hart en tono cortado.
— En Kilmorgan—. Estaba pendiente de la mano de
Eleanor en la curva de su brazo, su asidero
estrechándole mientras hablaba.
— ¿El mes que entra?— pregunto Ainsley, con los
ojos muy abiertos. —Eso es muy poco tiempo, Isabella
estará indignada. Ella querrá una gran boda.
Mac se rió fuertemente.
—Bien por ti, Eleanor. Por fin lo lograste.
—Me debes veinte libras, tío Mac—. Dijo Daniel.
— Y a mí, Mac Mackenzie—. Ainsley izó a su hija.
—Y le debes veinte a Ian y a Beth. Eso te enseñará
a no apostar contra Eleanor.
Mac siguió riendo.
—Estoy feliz de perder. Pero sinceramente pensé
que le darías una patada, Elle. Es un bastardo, después
de todo.
—Ella no está en el altar todavía—, dijo Fleming.
— Doble o nada que recobra la cordura antes de eso.
Mac negó con fuerza, aún sonriendo.
—Aprende mi lección. Nunca apuestes contra nada
que dependa de Hart Mackenzie. Es taimado y
solapado y siempre obtiene lo que quiere.
—Yo digo que no—, Dijo Fleming en su lento
acento. Daniel le señaló.
—Hecho. Yo tomo esa apuesta. Yo digo que
Eleanor le llevará al altar.
Hart los ignoró a todos. Volteó a Eleanor hacia él
y le dio un leve beso en los labios. Marcándola frente
a la familia, amigos y rivales.
Ian se quedo callado. Pero la mirada que dirigió
a Hart -una de determinada satisfacción- le puso un
poco nervioso. Ian Mackenzie era un hombre que
siempre obtenía lo que quería, y algunas veces Hart
no estaba completamente seguro que era lo que Ian
quería. Pero sabía que se enteraría, y que Ian ganaría,
cualquier cosa que fuera.
***
***
***
***
***
Capítulo 16
Hart observaba a Darragh, que escuchaba
boquiabierto.
—Recuérdame Darragh no ir al tejado con mi
esposa.
—Mejor que no—, Eleanor coincidió, —Puedes ser
muy molesto—. Le sonrió a Darragh. —Así que ves,
chico, no le tengo más cariño a los ingleses que tú.
Ese inglés se abrió paso en su casa y en su vida, que
es por lo que no la culpo ni una pizca por lo del tejado.
A mí personalmente me gustaría ver que Escocia se
separe de Inglaterra y siga su camino, y excepto por
dos de mis cuñadas que son sajonas, y las quiero a
pesar de eso. Junto con los amigos gitanos de Lord
Cameron. Y la señora Mayhew y Franklin y todos los
sirvientes de la casa de Hart en Londres. Sin
mencionar a mis amigos, y los colegas de papá de
todas esas universidades y del museo británico—. Hizo
un gesto impotente con su mano sana. —Como ves no
es algo fácil, ¿verdad? Decidir que la gente etiquetada
de una manera, debe vivir y la etiquetada de otra
debe morir. Si fuera todo claro y ordenado, no
tendrías ni que pensar en ello. Pero ¡ay de mi! el
mundo es mucho más complicado que eso.
Darragh claramente no se daba por enterado.
Buscó a Hart con la mirada, buscando apoyo.
—Ella quiere que pienses en lo que hiciste,
chico—. Dijo Hart. —Que uses tu intelecto, no tus
emociones.
—Yo creo que no le han dicho que tiene
intelecto—, dijo Eleanor tristemente. —Mi padre dice
que ese es el problema con muchos. Les dicen que no
tienen mucho, y se lo creen, y así se hace cierto. Pero
la mente humana es bastante intrincada, no importa
el cuerpo en el que haya nacido—. Gentilmente
Eleanor golpeaba ligeramente Darragh sobre su oreja
izquierda. —Hay muchos pensamientos ahí, todos con
gran potencial. Simplemente necesitan ser trabajados.
Allí estaba Eleanor sonriendo al chico, la punta
de sus dedos suaves en su cabello. Darragh miraba
dentro de sus ojos azules y se veía herido.
Eleanor acariciaba el cabello de Darragh, con
gesto maternal.
— ¿Qué quieres hacer con él, Hart?
—Enviarlo a América con su hermana—, dijo Hart.
Fellows se puso alerta en el otro lado de la habitación.
—No, no lo harás. Te disparó e hirió a tu esposa.
Debe ser arrestado y llevado a juicio.
—Sus colegas no lo dejarán vivir tanto tiempo. —
Dijo Hart. —Se quedará conmigo, yo lo protegeré, y él
me dirá hasta el último detalle sobre sus amigos y
cómo encontrarlos.
—No los traicionaré—, dijo Darragh
rápidamente.
Hart le dirigió una severa mirada.
—Lo harás. A cambio irás a América y te olvidarás
de las organizaciones secretas. Obtendrás un trabajo
honrado y vivirás una vida larga y saludable.
Fellows caminó hacia ellos.
—Mackenzie la ley no es para que tú la tomes
en tus manos. Necesito saber de esos contactos. No
puedo ir con mi inspector en jefe y decirle que dejaste
ir a un criminal violento a América con un manotazo.
—Sabes que una vez que nos diga lo que
necesitamos saber, su vida no valdrá nada—, dijo Hart.
— Si sus colegas no vienen por él, irá a Newgate, y será
colgado o fusilado por traición.
—Recompensarlo con enviarlo a América para que
viva con su hermana no lo reformará, ¿no es así?
Eleanor se metió antes de que Hart pudiera
responder.
—Tampoco lo hará colgarlo, Señor Fellows.
Solamente es un muchacho. No es nada más que un
objeto, como una extensión de la pistola. Yo estoy
dispuesta a darle una oportunidad, si él ayuda a
encontrar a los que quieren a Hart muerto.
Darragh permanecía sentado en silencio durante
el intercambio. El temor creciendo en sus ojos. Estaba
empezando a ver la claridad dentro de él, de cómo
fue usado. Hart se dio cuenta de ello.
—No soy un objeto—, dijo en voz baja.
Eleanor acarició de nuevo su cabello.
—Mejor mantén la vista hacia abajo y la boca
cerrada, chico. Porque si no el inspector te llevará en
un carruaje con barrotes. Tu única oportunidad es
hacer lo que Su Gracia te dice.
Darragh parpadeaba, sus lágrimas regresando.
—Pero no puedo decir…
—Mackenzie—, le dijo Fellows tenso. —Entiendo
tus tácticas. Incluso te admiro por ellas, pero me
costarán mi trabajo.
—Hart nunca dejará que se llegue a eso—.
Eleanor sonrió dulcemente a Fellows, luego a Hart. —
¿Lo harás?
—No—, dijo Hart, —El ministerio del interior
responderá ante mi muy pronto, Fellows. Conservarás
tu trabajo. Especialmente si tienes un papel decisivo
en la erradicación de un grupo de fenianos.
—Entonces está arreglado—, dijo Eleanor. —Tal
vez debáis darle un té a Darragh antes de empezar con
las preguntas. Parece enfermo.
Hart puso su mano bajo el brazo de Eleanor y la
levantó de la silla.
—Tú eres la que está enferma. El muchacho estará
bien. Tú regresarás a la cama.
—Estoy más bien cansada—, se hundió contra él,
y Hart deslizo el brazo por su cintura. —Tienes que
darme tu palabra que no lo lastimarás—, le pidió.
—Estará intacto, Fellows mantén al chico aquí
mientras llevo a Eleanor arriba.
Fellows lo fulminó con la mirada. Se parecía
mucho a su padre cuando lo hacía. Las rodillas de
Eleanor se doblaron, y Hart la levantó en sus brazos y
la cargo fuera. La antecámara y pasillos estaban
vacíos. Isabella tuvo el sentido de llevar a los invitados
que quedaban al jardín para cenar al aire libre.
Cargó a Eleanor a través del vestíbulo principal
aún decorado con las guirnaldas de la boda hacia las
escaleras. La gigantesca base que siempre se ponía
en la mesa del vestíbulo estaba llena con rosas y lilas
del valle.
Eleanor sonrió a Hart mientras la llevaba hacia
arriba, sus azules ojos adormilados. Tocó su pecho, el
diamante y zafiro del anillo de compromiso brillando
junto con el simple aro de oro del anillo de
matrimonio. Eleanor Ramsey. Su esposa.
—No tardes mucho—. Ella murmuró. —Es nuestra
noche de bodas, recuérdalo.
Eleanor descanso la cabeza en el hombro de Hart y
se quedó dulcemente dormida.
***
***
***
***
Capítulo 18
Eleanor extendió las fotografías sobre su
escritorio. La carta que iba doblada con ellas, era
puntualmente corta, y estaba mal escrita:
***
***
***
Hart no podía respirar. Se ahogaba, hundiéndose,
y alguien le pegaba, le daba golpes aplastantes en su
espalda y costillas.
No grites. No le dejes saber lo que esto te duele.
Era muy importante que Hart nunca dejara que
su padre le viera quejarse, nunca dejaría que su padre
ganara. El Duque quiso que Hart fuera su esclavo,
obedeciera cada uno de sus deseos, sin que importara
cómo de trivial o vicioso fuera.
Nunca. Aunque me pegue hasta matarme, nunca
le perteneceré.
El viejo Duque nunca había tratado de ahogar
a Hart antes, sin embargo. Sólo le golpeaba, por lo
general con una caña de abedul o una correa de piel,
o si estaban en el campo con cualquier rama que le
pareciera lo suficientemente resistente.
Entre el dolor y la niebla de su mente, Hart sabía
que había algo, algo bueno, que tenía que recordar.
Algo en lo que podía apoyarse, que le cuidaba. Algo
que hacía que su corazón se mantuviera caliente en
esa fría humedad que le envolvía.
Hart abrió los ojos. O creyó que lo hacía. Sólo veía
una oscuridad con manchas.
El redoble continuó. Débilmente Hart se acordó
de mirar bajando el cañón de la escopeta, la cara
morada y enfurecida de su padre, entonces la
explosión del sonido del disparo desapareció. Pero
resonaba en los oídos de Hart todavía.
¿Estaba muerto su padre? No podía recordar.
Algo se agitó en su estómago y Hart se
incorporó sobre sus manos y rodillas para vomitarlo.
Permaneció allí jadeando y con nauseas, pero al menos
su padre había dejado de pegarle.
El rugido en sus oídos no cesaba. Hart no
recordaba cómo había acabado en ese lugar oscuro,
pero estaba seguro de que su padre tenía algo que ver
con ello. Te enterraré vivo, muchacho. Tal vez así
aprendas a ser respetuosos.
Él olió algo fuerte bajo su nariz, sintió el contacto
frío de algo de borde liso en los labios, y luego un
líquido ardiente en su boca. Hart tosió y tragó. El
líquido chamuscó su garganta y se deslizó hasta su
estómago, y se sintió algo mejor. El gusto le era
familiar.
—Whisky Mackenzie—, graznó.
La mano que lo sostenía no podía pertenecer al
padre de Hart. El anciano nunca habría dado a Hart
un trago curativo de whisky y menos de uno bueno.
Ese era de la reserva que sólo bebían los Mackenzies.
— ¿Dónde infiernos estoy?
—Bajo tierra—, una voz de barítono habló a su
lado. —En uno de los interceptores de nivel medio.
— ¿Uno de qué?
—Interceptor de nivel medio…
—Te oí la primera vez, Ian—. Hart sabía que su
hermano más joven estaba con él allí en la oscuridad.
Ningún otro hombre explicaría su posición precisa con
tal paciencia, preparado para repetirlo hasta que Hart
lo entendiera.
Hart frotó su dolorida cabeza, encontrando algo
mojado, que, juzgando por el dolor, debía ser sangre.
— ¿Las alcantarillas, eh? Dos escoceses fueron
a morir en medio de la suciedad inglesa. Trabajé en
mis primeros años como diputado en varios comités
de aguas residuales. Los Comités de Estiércol, los
llamaba.
Silencio. Ian no tenía ni idea de qué hablaba
Hart, tampoco él se preocuparía.
—Tenemos que salir de aquí—. Hart extendió la
mano en la oscuridad, encontró la cálida solidez del
brazo de su hermano. —Antes de que padre nos
encuentre.
Más silencio. Ian tocó la mano de Hart.
—Padre está muerto.
En un relámpago, Hart vio la escopeta otra vez,
oyó su rugido, y vio a su padre caer al suelo. Le pegué
un tiro. Le maté. El alivio llegó.
—Gracias a Dios—, dijo. —Gracias a Dios.
Más recuerdos vinieron a él, sobre todo los
buenos, los que calentaban su corazón y le animaban
a seguir su camino. Pero al recordar vino el miedo.
—Eleanor. ¿Estará bien ella? ¿La viste? ¿Ian,
estará bien ella?
—No lo sé—. Hart oyó la angustia en la
habitualmente monótona voz de Ian. —Vi al hombre
soltar la bomba. Traté de alcanzarte para quitarte del
camino, entonces apareció un agujero, y caímos y
caímos. Beth estaba demasiado lejos del centro de la
explosión, ni tampoco Ainsley y Mac e Isabella. Me
pareció ver también a Eleanor.
— ¿Crees que era ella?
—Tú estabas más cerca, tenía que alcanzarte.
Hart oyó su pánico. Ian podría entrar en lo que él
llamaba desórdenes, donde él repartía golpes a diestro
y siniestro, o comenzaba a hacer una cosa repetidas
veces, incapaz de pararse. Ahora mismo, Hart sentía
como Ian se mecía de acá para allá mientras él trataba
de calmar su angustia.
Hart se estiró todo lo que pudo y colocó su mano
sobre el hombro de Ian.
—Ian, está bien. Estoy vivo. Estás vivo. Tienes
razón. Si dices que Eleanor estaba demasiado lejos,
ella probablemente lo estaba—. Se rió. —Apuesto a
que podrías calcular la trayectoria exacta y la
extensión de la explosión. Tendría que saber el peso y
el tipo de explosivo—. Ian todavía se mecía pero
redujo la frecuencia.
—Por el olor, dinamita, unos pocos cartuchos. El
paquete que llevaba era pequeño.
—Tenemos que volver y detener al bastardo—,
dijo Hart. —Por si tiene más.
—Él murió—, dijo Ian. —No se alejó de la
bomba. La encendió y se quedó allí.
— ¡Santo Dios, líbranos de los locos!—. Hart se
apoyó de nuevo sobre sus manos y rodillas y trató de
levantarse de nuevo, tragándose una maldición cuando
su cabeza chocó con el techo de piedra. Se cayó, la
cabeza le daba vueltas, no paraba de girar.
Ian apartó a Hart hacia atrás.
—Un metro y medio de espacio libre hasta que
lleguemos a la plataforma.
— ¿Cómo diablos sabes eso?— preguntó Hart.
—Aprendí el sistema de los túneles bajo Londres.
Cañerías, desagües, ríos, líneas de gas,… el subsuelo
de Londres
—Sí, sí, por supuesto que lo hiciste. La pregunta es
por qué.
Hubo un largo silencio mientras Ian lo pensaba.
—Para pasar el tiempo.
Quería decir el tiempo antes de que encontrara
a Beth, cuando la vida de Ian era aburrida.
—Me pondré en tus manos, Ian. ¿Dónde está esa
plataforma?
Ian tomó de la mano a Hart y la levantó para
indicarle la dirección.
—Ahí.
Hart se frotó la cabeza donde le habían
golpeado los ladrillos. Todavía podía hacer eso en ese
mundo oscuro que no paraba de girar.
—Bien. Condúceme.
Tuvieron que avanzar lentamente. Tan pronto
como Hart comenzó a moverse, la bilis subió hasta su
garganta, y el mareo amenazó con tumbarle.
Por suerte, después de aproximadamente diez
metros más o menos, el techo del túnel se elevó un
poco, y pudieron estar de pie. Hart e Ian todavía
tenían que doblar sus espaldas, el techo redondo era
bajo para ellos, pero no tenían que continuar con
rodillas y manos.
Ian condujo a Hart hacia adelante, Hart se
agarró de la chaqueta de Ian cuando llegaron al agua
helada. Las manos de Hart estaban heladas y
sangraban y su cabeza le latía con furia.
La única cosa que mantenía a Hart era la
imagen de Eleanor que desaparecía detrás de una
nube de escombros y polvo. Tenía que encontrarla,
asegurarse de que ella estaba bien. Aquella ardiente
necesidad le propulsaba hacia adelante.
Ian se enderezó a su altura y un paso más
tarde, Hart también pudo hacerlo.
Los ecos aumentaron, lo que significaba que el
techo había volado y el aire olía casi fresco. Una luz,
tan débil que apenas lo parecía vino desde la derecha
de Hart, en la completa oscuridad del túnel resultaba
brillante.
—Desagüe—, dijo Ian, haciendo gestos a la luz.
—Por ahí se vacía al río.
El río Veloz había sido cubierto, en parte o
completamente, a lo largo de los siglos. Era una
alcantarilla ahora, que desembocaba en el Támesis
después de lluvias torrenciales vía desagües como ése.
— ¿Cómo salimos?— preguntó Hart. —No
pienso ponerme a flotar en esta maldita mierda y
atascarme en alguna rejilla.
—Los ejes suben hasta las calles—, dijo Ian. —Pero
no aquí. Por supuesto que no.
— ¿Dónde, entonces?
—Por los túneles—, dijo Ian. —Un kilómetro y
medio, tal vez más.
Hart tragó en seco. La cara de Ian era una mancha
pálida en la oscuridad, pero Hart podía ver poco más.
—Dame la petaca otra vez.
Callado Ian puso la petaca en la mano de Hart, y
éste vertió un poco en su boca. Era ambrosía, aunque
prefiriera un vaso de agua clara.
Hart devolvió la petaca a Ian que la guardó
vacía en el bolsillo. Por ahí, le dijo. Hart dio dos pasos
detrás de él y sus piernas se doblaron. Se encontró en
el suelo con nauseas. Su cabeza giraba sin parar. Ian
estaba a su lado.
—En la explosión, algo te golpeó en la
cabeza—, dijo Ian. Hart jadeó.
—Muy perspicaz, Ian.
Ian se quedó callado, pero Hart sabía que los
pensamientos se movían por la cabeza de Ian con la
velocidad del relámpago mientras trataba de decidir
qué hacer.
—Si vamos despacio, puedo conseguirlo—, dijo
Hart.
—Si vamos demasiado lentos, no podremos
superar el agua. O los gases.
—No veo que tengamos otra maldita opción —
Hart se colgó de Ian, cuando su hermano menor le
ayudó a levantarse. El mareo hizo que todo se pusiera
más negro durante un momento. —Espera.
Hart sintió que sus pies se elevaban cuando Ian
se lo colocó a su espalda. Sin una palabra,
comenzaron a moverse, despacio, Hart colgado de la
espalda de Ian.
Sabía que nunca convencería a Ian de dejarle e ir
por ayuda. Cuando Ian se fijaba un camino, ni todo
el razonamiento del mundo podría desviarle del
mismo. Menos mal. Hart no quería quedarse ahí abajo
solo, en cualquier caso.
El rugido repentino era su única advertencia. Las
lluvias al norte de la ciudad habían elevado el nivel
del agua, y ahora esta llegaba a los drenajes que se
levantaban sobre las presas y a través de los desagües
llegaba a los ríos.
Ian gritó, sus palabras eran incoherentes,
entonces levantó a Hart y le empujó hacia una alta losa
de piedra al lado de la presa. Las rocas estaban
resbaladizas, y Hart trepó intentando agarrarse y
mantenerse despierto al mismo tiempo.
El agua manó por el túnel. La tenue luz,
pronto fue engullida por el agua, Hart vio como su
hermano era arrastrado por las aguas alejándolo de él.
— ¡Ian!— gritó Hart. — ¡Ian!
Sus palabras se perdieron en el agua. Durante un
largo rato las aguas se arremolinaron debajo de él. Ian
había sido arrastrado por los túneles en una oleada,
pero los túneles estaban llenos hasta el techo.
— ¡Ian!— gritó Hart.
Después de un angustioso largo tiempo, las aguas
retrocedieron. Cuando se habían reducido a unos 30
centímetros que fluían por el suelo. Hart se dejó caer
de su repisa. La cabeza le latió y cayó en el agua
helada.
Él moriría allí. Ian podría haber muerto ya.
La luz desapareció. Hart no tenía ningún modo de
saber si los escombros en el agua habían bloqueado el
desagüe o si el sol disminuía fuera. O tal vez eran sus
ojos cerrándose.
La siguiente cosa que Hart supo, fue que alguien
le dio un puntapié.
—Este es mi cacho—, dijo un hombre. — ¿Qué
está usted haciendo en él?
Hart desconcertado abrió mucho sus ojos. Una
linterna se balanceaba delante de su cara, cegándole,
y la palpitación en su cabeza se elevó a niveles
insoportables.
— ¿Usted sabe la salida?— preguntó Hart. Su voz
salió en un susurro apenas audible.
— ¿Perdido, verdad? Eso es lo que ustedes
consiguen por venir a mi trozo. ¿Por dónde vino?
—Muéstreme la salida. Le pagaré.
El hombre metió la mano en la chaqueta de Hart
y la sacó otra vez, vacía.
—Parece que usted no tiene nada.
Entre la explosión, la caída, el lento avance
desesperado, y la inundación, Hart estaba
sorprendido de que su ropa no hubiera resultado
triturada. Su bolsa de dinero debía haberse caído en
algún sitio a lo largo del camino.
—Cuando usted me saque, le pagaré.
—De acuerdo—, dijo el hombre.
Hart vio como su bota retrocedía, intentó
agarrarle, pero su mareo le hacía torpe. La bota golpeó
a Hart en la cara, y luego todo estaba oscuro otra vez.
***
Capítulo 20
Hart flotaba en un ligero sopor. Abrió los ojos, la
cabeza le seguía martilleando impidiéndole dormir
profundamente.
Miró fijamente durante un momento el techo de
tablones que estaba sólo unos centímetros por encima
de sus ojos, antes de darse cuenta de que estaba
tumbado en un jergón y que le cubría un edredón. Un
edredón viejo, sucio, pero un edredón al fin y al cabo.
El espacio en el que estaba el jergón era estrecho,
y estaba abarrotado de cosas, remos, cuerdas y una
red enredada. Un reducido espacio en el que habían
decidido meterle a él también.
Hart se llevó la mano a la cara y notó el roce
de una barba crecida. ¿Cuánto tiempo llevaba metido
ahí? ¿Un día? ¿Dos?
Eleanor. Ian.
Trató de sentarse y con las prisas se golpeó la
cabeza con la viga que tenía encima. Cayó hacia atrás
sobre la delgada almohada con la cabeza dándole
vueltas de nuevo.
Hart decidió quedarse inmóvil. Tenía que
averiguar donde estaba, lo que había pasado, cuánto
tiempo había transcurrido, y que podía hacer. Y sobre
todo, tenía que deshacerse de ese condenado dolor de
cabeza.
Evaluando su situación, Hart notó que no
llevaba chaqueta, ni tampoco camisa ni chaleco. Sentía
los calientes pliegues de su kilt alrededor de las
piernas, pero solo notaba en su pecho la delgada
camisa de lino que llevaba debajo de su ropa. Movió
los dedos de los pies y notó que tampoco tenía ya las
botas ni los calcetines de lana.
Quienquiera que le hubiera robado era tonto, la
lana de la falda escocesa era más valiosa que la
chaqueta de cachemira y la camisa de linón juntas.
Los tartanes, al menos los de su rama del clan de
Mackenzie, estaban tejidos en las montañas cerca de
Kilmorgan por una familia que no permitía que nadie
tuviera esa lana, nadie que no fuera un Mackenzie.
Un verdadero tartán Mackenzie era una cosa rara y
valiosa.
En ese momento, sin embargo, si el viejo gruñón
Teasag Mackenzie hubiera llegado hasta él,
regañándole por vestir un kilt sucio, Hart le habría
besado.
Él con cuidado salió del jergón y se arrastró
lentamente hasta el pequeño cuadrado de luz que veía
en el extremo más amplio del espacio. Miró hacia
fuera, vio que llovía y vio un barco meciéndose, y el
rio Támesis.
La luz era gris, brumosa, como una película sobre
una ventana. Por ella logró ver la cúpula de la Catedral
de San Pablo, la línea de edificios a su derecha que era
la ciudad, y a su izquierda, The Strand y The Temples.
El río rodeaba al barco, y la zona sur quedaba cubierta
por un banco de niebla.
Eleanor estaba ahí en aquella ciudad en algún
sitio. ¿Segura en la casa de Grosvenor Square? ¿O
herida, o muerta? Tenía que saberlo. Tenía que
marcharse. Tenía que encontrarla.
Un niño estaba sentado en la borda del barco,
mirando lo que había pescado con una red. Sin que le
viera se fijó en las cosas que sacaba. Las devolvía al
río o las ponía detrás de él en el barco después de
estudiarlas.
Hart se movió, y se levantó. Su cabeza todavía
le dolía con furia, y no pudo evitar un gemido.
El chaval le vio, dejó la red y corrió a la parte
delantera del barco, a la cabina. Volvió enseguida con
un hombre que llevaba una chaqueta larga y botas,
con la cara oscurecida por una barba de dos días.
El hombre como por causalidad, abrió la
chaqueta y le enseñó a Hart un largo cuchillo que
llevaba envainado en el cinturón. El chaval volvió a su
red, indiferente.
— ¿Está usted despierto?
Hart recordó su voz en su tumba subterránea.
—Usted me dio un jodido puntapié—, dijo Hart.
—Bastardo.
El hombre se encogió de hombros.
—Era más fácil moverle así para sacarle de allí.
El agua volvía.
—Eso, y que le ofrecí dinero.
Otro encogimiento.
—No demasiado para usted. Pude ver que usted
era rico aunque no llevaba ningún dinero con usted.
Mi esposa cree que debe tener mucho en su casa.
Casa. Tengo que volver a casa.
—¿Usted cree que le pagaré después de que me
quitó y vendió mi ropa?—preguntó Hart en un tono
informal.
—La ropa estaba andrajosa. Conseguí un par de
chelines del trapero. Eso paga su paseo en el barco,
por salvar su vida pediré un poco más.
Hart logró salir por el agujero. El esfuerzo requirió
toda la fuerza que le quedaba y se dejó caer
apoyándose en la pared externa de la cabina.
—Usted tiene una capacidad de compasión
asombrosa—. Hart se frotó las sienes. —¿Tiene agua?
¿O mejor todavía café?
—Mi esposa lo está haciendo ahora. Debe dejar
que le eche un vistazo a esa cabeza suya, entonces
nos podrá decir quién es usted y donde quiere que le
dejemos.
Casa. Casa. Eleanor. Pero la precaución detuvo su
lengua. La bomba en la estación de Euston había sido
colocada por alguien que sabía que él estaría allí
recogiendo a su esposa. Ian le había dicho que el
hombre que había puesto la bomba había muerto con
ella, pero podía haber otros.
La siguiente tentativa después del fracaso de
Darragh en Kilmorgan podría significar que algunos
Fenianos lograron escapar del inspector Fellows, o que
otro grupo de decididos Fenianos habían tenido una
buena idea. Si quienquiera que fuese descubría que
no había logrado matar a Hart, ellos volverían a
intentarlo otra vez, o quizás fueran detrás de su familia
para obligarle a salir de su escondite. Eso no podía
pasar. Él no lo permitiría.
La orilla del Támesis estaba seductoramente cerca.
Hart se frotó su barbuda cara otra vez mientras la
miraba. No tenía muchas posibilidades de alcanzarla
a nado, sobre todo por el golpe en la cabeza. Además
no podía estar seguro que los habitantes de la ribera
que recogían objetos flotantes, no le clavaran
directamente un cuchillo entre las costillas, antes de
que pudiera recuperarse del esfuerzo. Su salvador
podría estar dispuesto a pegarle también, para los
hombres que vivían de recorrer el río de arriba abajo
y de peinar los túneles del subsuelo de Londres, tenían
a gala mantenerse firmes frente a aquellos que se
interpusieran entre ellos y su sustento. Hart tenía que
esperar, mirar, planear.
Una mirada a la cara indiferente del hombre
cuando desapareció en la cabina delantera, le dijo a
Hart que su salvador no tenía ni idea de quién era él,
un hombre acaudalado, eso era todo lo que debía
saber. Hart tendría que asegurarse de que él nunca lo
averiguara.
Hart miró al niño un poco fijamente, entonces él
metió la mano debajo de la red y sacó una moneda de
cobre de la fina cuerda y la tiró sobre el creciente
montón del chico.
—Perdiste esto.
El muchacho agarró rápidamente el penique, lo
miró detenidamente, inclinó la cabeza, y lo dejó caer.
Él había recogido monedas, eslabones de cadenas, una
caja de estaño, un collar de conchas, y un soldado de
estaño. Hart cogió el soldado.
—Del regimiento Highlander —, dijo, volviendo a
soltarlo. Continuó mirando en la red, el chaval no se
opuso.
—¿Usted es escocés?— preguntó el muchacho.
—Obviamente, chaval—. Hart reforzó su acento.
—¿Quién más estaría perdido en las alcantarillas
con un tartán?
—Papá dice que ellos no deberían venir aquí si
no conocen las calles de Londres.
—Estoy de acuerdo con ustedes.
Para cuando el padre volvió con una taza de
café con un pañuelo impermeable tapándole la cabeza,
para no mojarse con la lluvia, Hart había añadido otra
concha, un trozo de un penique y un pendiente roto
al montón del muchacho.
La esposa salió con él, una mujer robusta con
un suéter abultado y el pelo negro recogido bajo una
gorra de pescador. Se sentó con una palangana con
agua y una tela y comenzó a frotar ligeramente la
cabeza de Hart.
Eso le dolía, pero su cráneo palpitaba menos
ahora que cuando estaba en el subsuelo. Hart apretó
los dientes y aguantó como pudo.
—Bueno, entonces—, dijo el hombre. —¿Quién es
usted?
Hart había decidido no decirles nada a ellos. Al
menos por el momento.
Exageró un estremecimiento cuando la esposa
estudiaba la herida de la base de su cráneo.
—Ese es el problema—, dijo con voz cuidadosa.
—No lo recuerdo.
Los ojos del hombre se estrecharon.
—¿No recuerda nada?
Hart se encogió de hombros.
—Estoy en blanco. Quizás me robaron, me
golpearon en la cabeza, y me tiraron por la alcantarilla.
Usted dijo que no tenía dinero encima.
—Podría ser verdad.
—Entonces eso sería probablemente lo que
pasó—. Hart fijó su mirada en el hombre, diciéndole
sin palabras que sería mejor no poner la historia en
duda.
El hombre le miró durante mucho tiempo, con
la mano en el puño de su cuchillo. Finalmente movió
la cabeza.
—Sí—, dijo el hombre. —Eso es lo que pasó.
La esposa dejó de frotar ligeramente.
—¿Pero si no recuerda quién es, cómo va a
pagarnos?
—Él lo recordará, tarde o temprano—. El hombre
cogió una pipa de su chaqueta y se la puso en la boca,
mostrando la falta de algunos dientes.—Y cuánto más
tiempo pase, más pagará.
—Pero no tenemos habitación—, dijo la esposa
preocupada.
—Nos apañaremos—. El hombre se quitó la
pipa de la boca y señaló con ella a Hart. —Usted se
queda, pero trabajará para ganar su sustento. No me
importa si es un Lord. O un Laird, creo que los
escoceses les llaman así.
—No es la misma cosa—, dijo Hart . —A un Lord
le ha dado su título un monarca. Un laird es un
terrateniente. Un señor de su gente.
—¿Eso es así?— El hombre sacó una bolsa de
tabaco y se colocó bajo el alero de la cabina para llenar
la pipa sin que el agua mojara el tabaco. — ¿Cómo es
que recuerda usted eso, pero no su nombre?
Hart se encogió de hombros otra vez.
—Eso lo recordé. Tal vez recuerde mi nombre
también.
El hombre llenó despacio la pipa, luego se la
puso en la boca, rascó un fósforo contra la pared de la
cabina, lo acercó a la cazoleta. Chupó y sopló, chupó y
sopló, hasta que logró que el humo saliera por la pipa,
un olor acre en el río.
—Consiguió otra pipa en algún sitio—, dijo el
hombre, viendo la mirada fija de Hart.
—El café es suficiente por el momento—. Hart
bebió un sorbo. Muy amargo, pero lo bastante fuerte
como para apartar la neblina de su cabeza.
El hombre sacó una petaca abollada, puso una
gota de brandy en su taza de café, y añadió otras pocas
al de Hart.
—Mi nombre es Reeve. El chaval se llama Lewis.
Hart tomó otro sorbo del café, reforzado ahora
con el brandy.
—Tengo algo que puede hacer—, dijo la Sra Reeve
a Hart. Señaló la cabina. — Hay que vaciar dos cubos
de excrementos.
Hart soltó la red.
—Excrementos.
—Sí—. Los ojos azules oscuros de la Sra. Reeve le
miraron desafiantes. Lewis no cambió su expresión.
Reeve solamente miró divertido.
Ganarse el sustento.
Hart soltó el aliento y se puso de pie. Rodeó la
cabina, cogió los baldes de la parte trasera, y volvió
con ellos. Mientras Reeve miraba con obvio placer, el
Duque de Kilmorgan, uno de los hombres más ricos y
más poderosos del Imperio, caminó con dificultad por
la cubierta del barco para vaciar dos baldes llenos de
mierda inglesa.
***
Capítulo 21
Reeve, que seguía fumando su pipa, alquiló un
pequeño cobertizo para botes cerca del puente
Blackfriars en la orilla sur del Támesis, pero él, su
esposa e hijo pasaban mucho más tiempo en el río o
en el barco que en tierra firme.
Reeve vagaba buscando un tesoro, a lo ancho y
largo de las alcantarillas, el río, los túneles de agua y
de gas, bajo los puentes, y dentro de los túneles del
ferrocarril. Afirmaba que había algo enterrado en el
río Veloz, sus compañeros le increpaban de vez en
cuando, de ahí el cuchillo.
La Sra. Reeve proveía a su familia de agua dulce
cada día, de una bomba pública de los nuevos pozos
que sabía mucho mejor que el agua del río. Traía
suficiente para todos, incluso para que Hart pudiera
limpiarse los dientes y lavarse. Nunca antes había
valorado la simple alegría de lavarse los dientes con el
blanco polvo, que hacía que Lewis, el chaval, le
comprara para él a un químico.
Reeve no averiguó quien era Hart, pero
tampoco parecía que les preocupara. Hart resultó bien
dispuesto a ayudar, Reeve y él arrastraban el barco
arriba y abajo, Hart sabía cómo echar una red, y
ayudaba a Lewis con lo capturado cada noche.
La única cosa que Reeve impidió a Hart hacer era
ir con él a los túneles, eso necesitaba una destreza
especial, dijo Reeve, y no quería tener que volver a
rescatar a Hart. Él estaba de acuerdo, no quería volver
a las jodidas alcantarillas otra vez. Hart sabía que
Reeve no quería que Hart desapareciera y con él, el
dinero de la recompensa.
En cuanto a Hart, todavía no estaba listo para
marcharse. Deseaba cada vez más regresar a Eleanor,
soñaba con ella cada noche. Pero una vez que supo
por los periódicos desechados, que Reeve traía al
barco, que ella estaba viva y bien, y que también lo
estaba Ian, pudo resistirse al frenético impulso de
correr hacia ella. Scotland Yard y los otros, todavía
buscaban a los que habían tratado de matar a Hart, y
él debía intentar proteger a Eleanor y a su familia, la
mejor manera era escondiéndose. Sin embargo tenía
que enviar un mensaje a Eleanor, para tranquilizarla,
para que supiera que estaba bien.
Para eso, tendría que reclutar ayuda. Hart miró
a los Reeve, valorando si después de haber
trabajado para ganarse su confianza, se decidiría a
confiar en ellos o no.
Hart nunca intentó gobernar el barco de Reeve o
decirle lo que hacer. Hacía solicitudes de cambios
razonables, de improviso. Botas que le cupieran para
ayudar mejor en las tareas del barco en tierra. Un
suéter de pescador para ponerse sobre su delgada
camisa y no tener que coger prestada la chaqueta de
repuesto de Reeve. Había hecho que la Sra. Reeve le
consiguiera unos pantalones antes de que acabara el
primer día, convirtiendo su falda escocesa en una
manta para su jergón. También se dejó crecer la barba,
áspera y roja, como el rastrojo. Desde cierta distancia,
y quizás desde cerca también, parecía un simple
pescador.
Hart comenzó a sugerir después donde podían
atracar y echar las redes para conseguir mejor botín.
Comenzó a hacer guardias para que Reeve y el
muchacho pudieran dormir más. Gradualmente Reeve
comenzó a pedir la opinión de Hart, y luego, cuando
las ideas de Hart les permitieron encontrar valiosos
restos flotantes y hundidos, Reeve empezó a esperar
que Hart le dijera qué hacer. Hart era un líder nato, y
aunque Reeve no era un seguidor imbécil, reconocía
las naturales dotes de mando de Hart.
Él decidió que no debería usar a Reeve como
su mensajero para Eleanor, sin embargo. Reeve haría
cualquier cosa por dinero, y él podría decidir que la
venta de la información sobre un forastero rico que
dejaba un mensaje en un lugar raro, le aportaría
quizás mayores beneficios que lo que Hart iba a
pagarle. La Sra. Reeve era tremendamente leal con
su marido, aunque dejaba oír claramente su opinión
cuando discrepaba con él. Y en voz muy alta.
El chaval, tendría que ser entonces. Hart se había
ganado el respeto de Lewis ayudándole con las redes
y dejando que Lewis le instruyera en lo que había que
buscar. Hart aprendió mucho sobre qué partes de la
basura podían ser convertidas en dinero y qué otras
no tenían valor. Lewis era leal con su padre pero sabía
lo que quería para él mismo, aún siendo muy joven.
Los chavales crecían muy rápido en el río.
—Lewis—, le dijo Hart cuando pensó que estaba
preparado. —Necesito que hagas una diligencia por
mí.
Lewis levantó la vista para mirarle, ni
interesado, ni indiferente. Hart se frotó la cara,
sintiendo que su barba se había ablandado de duras
cerdas a pelo fuerte.
—Necesito que vayas a Mayfair por mí—, dijo
Hart. —Y que no se lo digas a tu padre. Es una tarea
simple, nada peligrosa, y te prometo que no trato de
engañar a tu padre con lo que le debo.
— ¿Cuánto?— preguntó Lewis. De tal palo, tal
astilla.
— ¿Cuánto quieres?
Lewis reflexionó.
—Veinte chelines. Diez por hacerlo, diez por no
decírselo a mi padre.
El muchacho era un tiburón.
—Hecho—. Hart levantó su mano, y Lewis la
sacudió en un firme apretón. — ¿Ahora, bueno, chaval,
qué tal eres saltando cercas altas?
***
***
—Ven conmigo.
Eleanor alzó la vista del escritorio en el estudio
principal de la casa de Grosvenor Square, la casa
estaba tranquila, ya que el resto de la familia, excepto
ella, Ian, y Beth, se habían marchado a Escocia. Era
muy tarde, y Beth y sus niños estaban dormidos.
— ¡Cielos!—, dijo. — ¿Estás todavía despierto, Ian?
Ian, siendo Ian, no se molestó en contestar a
la pregunta. Cogió su mano.
—Ven conmigo.
Él respiraba con fuerza, sus ojos brillaban. Ian
no sonreía, pero Eleanor sentía su entusiasmo, hasta
su alegría, detrás de su cara seria.
— ¿Dónde está?— preguntó Eleanor, levantándose.
—Ven conmigo.
Fue suficiente para Eleanor. Cogió rápidamente su
chal, agarró la mano de Ian, y le dejó conducirla. Hart
esperaba en la oscuridad del asqueroso cobertizo para
botes de Reeve, escuchando el Támesis, dar
lengüetadas a la ribera no demasiado lejos de allí.
Había demasiadas personas cerca del barco de Reeve
abajo en el muelle, algunos eran colegas de Reeve
habían ido a visitarle a pesar de lo avanzada de la
noche, pero el cobertizo para botes estaba desierto.
Sólo ratas y ladrones, podían encontrarse en la orilla
del Támesis esa noche y Hart.
Hart les vio venir. Rápida y silenciosamente, el
bulto de su hermano andando por el sucio muelle,
junto con una mujer que llevaba un chal oscuro.
—Podemos ir sólo una pizca más despacio—, la
voz de Eleanor llegó hasta él. — Estas rocas son
resbaladizas, y estoy segura de que estoy pisando algo
repugnante. Entiendo que no podamos traer un farol,
pero, ¡por el amor de Dios!, ¿no podemos intentar ir
con un poco más de cuidado?
Ian no respondió ni la miró siquiera. Siguió
empujándola hacia adelante, y Hart salió de la sombra
del cobertizo para botes.
Eleanor soltó la mano de Ian. Se detuvo, una
esbelta figura recortada contra la luz reflejada en el
río. Entonces comenzó a correr hacia él con las faldas
arremolinadas. Hart sabía que debía quedarse
escondido, pero no podía estarse quieto y comenzó a
dar pasos cuatro, cinco, seis, siete.
Entonces ella llegó delante de él. Hart la cogió la
levantó y la hizo girar con él. Sepultó su cara en su
cuello, inhalando su calidez, sintiéndola caliente
contra él. Seguro. Estoy seguro. El cuerpo de Hart se
estremeció una vez con un sollozo grande,
desgarrador.
Eleanor gritaba, sus manos le acariciaban la cara,
tocaba su barba, mirándole maravillada.
— ¿Qué pasó, Hart? ¿Qué te pasó? ¡Dios Mío!,
estás horrible.
El corazón de Eleanor se desbordaba con la
felicidad. Él estaba ahí, entero, con ella. La flor le
había dicho que estaba bien, pero tenía que tocarle
para creerlo.
Ella estrujaba su cara y la barba extraña, Hart
parecía diferente pero era el mismo. Sus ojos todavía
ardían como el fuego dorado, aunque su ropa era
áspera, y olía a río. Puso sus brazos alrededor de él y
se apretó, tan feliz que no podía hablar.
—Elle —, susurró. —Mi Elle.
Él le levantó la cara y la besó. El gusto de él,
era tan familiar, tan parte de ella, que se le
rompió el corazón.
Se retorció en sus brazos y golpeó con los
puños en su pecho.
— ¿Por qué diablos no enviaste ni una palabra?
Estaba enferma con la preocupación, esperando y
esperando…
Tuvo la sangre fría de mostrarse sorprendido.
—Envié una señal. Sé que la viste.
— ¿Ah, sí? ¿Me estabas mirando?
—Tenía a alguien mirándote—, le dijo.
—Por supuesto. ¿Entonces por qué no me dejaste
devolver un mensaje? Recorrí todo el parque buscando
cualquier señal del que había dejado la flor, pero nadie
había notado nada. ¡Inútiles!
—También me contaron eso. No quise que le
encontraras a él, o a mí, porque era peligroso.
—Bien, sí, entiendo por qué no quisiste que
nadie te siguiera a tu escondrijo. Pero podrías haber
confiado en mí para encubrirte.
— ¡Quiero decir, que era peligroso para ti!— El
tono habitual de Hart cuando estaba enfadado salió. —
¿Qué habría pasado si un enemigo supiera que
todavía estaba vivo y que te comunicabas conmigo?
Podría haber tratado de usarte para hacerme salir de
mi escondrijo, podría haber tratado de hacerte daño
para que le dijeras donde estaba.
—Yo nunca lo diría—, dijo Eleanor. —Ni bajo
tortura.
— ¡Maldita sea, no quería que te torturaran!
Eleanor acarició su mejilla.
—Ah. Eso es dulce.
Ian venía caminando pesadamente hacia ellos, sus
botas chirriaban en la grava.
—Hacéis demasiado ruido.
Hart agarró la mano de Eleanor apretándola.
—Tienes razón, Ian. Como de costumbre. Ven
conmigo, Elle. Quiero mostrarte algo.
— ¿Puedes mostrármelo en casa? Hace mucho
frío aquí fuera. Ya está todo arreglado, ¿sabes? El
inspector Fellows encontró a todos los asesinos. Por
fin. Tengo que decirte que creo que le gusta la
hermana de Isabella. Tendremos que asegurarnos de
invitarles a ambos a Kilmorgan para el verano…
Encontró sus dedos tapando sus labios, sus
manos ahora eran ásperas y callosas.
—Eleanor, por favor deja de hablar durante un
breve instante, y ven conmigo. Estarás caliente; te lo
prometo.
Eleanor besó sus dedos.
— ¿Qué vas a mostrarme?
Él le dio una mirada familiar, exasperada.
— ¿Puedes venir sin hacer preguntas?
—Hmm, puedo ver que la vida al raso no ha
disminuido tu arrogancia. Bien, entonces.
Enséñamelo. Y luego, nos vamos a casa.
La expresión de Hart cambió a la triunfante. Ah,
querido.
Hart comenzó a acercarse a la orilla, su brazo
alrededor de Eleanor. Le gustaba sentirse tan caliente,
en el círculo protector de su brazo. Ella balbuceaba
porque su miedo la tenía enferma, pero su corazón
cantaba.
—Ian—, dijo Hart cuando comenzaron a
caminar. —Acércate al barco de allí, y dile a Reeve que
le conseguirás su dinero mañana por la mañana. El
tabernero del puente alquila cuartos y pasaré la noche
allí. Después envía una nota a Kilmorgan,
discretamente, diciéndoles que estaré pronto allí.
Ian saludó con la cabeza. Hundió sus dedos en el
hombro de Hart, luego se alejó rápidamente hacia el
barco de Reeve, desapareciendo en la oscuridad. Ian
lo haría, y no los engañaría.
El tabernero y su esposa se habían acostado ya,
pero Eleanor puso varias coronas en la mano del
tabernero. El hombre y su esposa abrieron un cuarto
y prendieron un fuego en la estufa, luego cambiaron
las sábanas mientras Eleanor se apoyaba en la ventana
cerrada, fuera de su camino.
Hart pidió un baño. La esposa del tabernero le
miró mal, pero otra corona, logró que trajeran un
barreño no muy grande, toallas y que lo llenaran con
agua caliente.
El tabernero no hizo ninguna pregunta, pero tanto
él como su esposa dedicaron a Hart y Eleanor una
mirada curiosa, antes de dejarles en paz.
—Ellos creen que soy una prostituta—, dijo
Eleanor. — ¡Qué divertido!
Hart se quitó la ropa sucia.
— ¿Te preocupa lo qué ellos piensen?
—No realmente—, dijo Eleanor. —Pero aunque
estoy feliz de estar a resguardo del viento frío, he de
decirte que tu casa de Londres es más caliente, y tu
bañera más grande. Y tienes agua corriente.
Hart cogió un periódico doblado del bolsillo de su
chaqueta y lo abrió en la cama.
—Por eso.
Eleanor no echó ni un vistazo al papel. En
cambio, miró a Hart quitarse el pantalón y los
calzones de franela que llevaba debajo, y luego
caminar, desnudo, al baño.
Hart se sentó en el agua caliente, soltando un
suspiro de satisfacción. La mirada de Eleanor estaba
fija en su gran y guapo marido, ahora empapado, con
la piel brillante por el agua.
—Lee el periódico, Elle —, dijo Hart. Recogió la
pastilla de jabón y se lo restregó por todo el cuerpo.
Eleanor echó un vistazo a la cama.
—Lo he leído. Las noticias sobre las elecciones.
—Lo sé—. Soltó un suspiro al chocar con el final
de la pequeña tina. Tuvo que levantar las rodillas para
caber dentro. —Es lo que quiero mostrarte, Elle. La
coalición, las elecciones, el gobierno… el mundo. Ellos
han seguido moviéndose—. Él extendió sus brazos,
dejando un goteo de agua en el suelo. —Y yo todavía
estoy aquí.
—Es verdad—, dijo Eleanor, con su mirada fija en
Hart. —Algunos de tus colegas no se han detenido ni
un momento para afligirse. Es bastante asqueroso.
—No es eso lo que quiero decir. Mientras he
estado viviendo en el barco, Elle, el mundo ha pasado
de mí. Yo siempre creía que, sin mí, esto no
funcionaría. Todo se derrumbaría y se caería, incapaz
de avanzar sin que yo lo dirigiera. Pero estaba
equivocado...
Ella le miró preocupada.
— ¿Y eso te complace?
—Sí—. Hart frotó enérgicamente su pelo, volaron
gotitas. —Porque, amor, mirar el mundo desde lejos
me ha devuelto mi hogar. No tengo que dirigirlo. He
puesto las cosas en movimiento y he dado a Fleming
un empujón. Y ahora, yo puedo detenerme.
Dio un suspiro y se metió debajo del agua para
aclararse, las burbujas se cerraron sobre él como una
manta.
Eleanor nunca le había visto así. Estaba
relajado en la ridículamente pequeña tina,
despreocupado, su sonrisa estaba llena de verdadera
alegría. Se reía de sí mismo. Aunque Hart la hubiera
embromado y se hubiera reído cuando él la había
cortejado hacía mucho, él había estado siempre
dirigiéndose, hacia un objetivo. Siempre, Hart
Mackenzie tenía un motivo subyacente para lo que
mostraba en su superficie, sólo que lo que ahora
mostraba en su superficie, era… él mismo.
— ¿Estás seguro de que te sientes
completamente bien?— preguntó Eleanor. — Ian me
dijo que te habías dado un golpe en la cabeza con la
explosión.
Hart se rió con fuerza. Estaba delicioso todo
mojado, con su pelo alisado por el agua, sus grandes
miembros colgaban fuera de la tina. Y la barba. Eso
había asustado a Eleanor cuando le vio por fin a la luz,
pero su tacto en sus labios no había sido desagradable
en absoluto.
—He estado loco toda mi vida—, dijo Hart. —
Dirigiéndolo todo. Primero cuidando de mis
hermanos, asegurándome de que sobreviviéramos,
después cuidando de la nación, del mundo si pudiera.
He vivido aterrorizado pensando que si me detenía,
si algo me ocurría, todo se iría al infierno. ¿Pero
eso no ha pasado, verdad? Es maravilloso. Y estoy
tan jodidamente cansado.
— ¿Pero y las elecciones? Tu partido ganará.
Todo el mundo piensa que…
—Fleming puede conducirlos. Está preparado
para ello, y no es un aristócrata metido a politico al
que nadie escuchará. Él le dará a Gladstone su
merecido.
—Pero si vuelves, puedes ganar. Estoy segura.
—No. He terminado.
Su risa acabó en un suspiro aliviado. El punto
de luz de locura que estaba permanentemente en los
ojos de Hart había desaparecido. En ese momento,
era un hombre normal que disfrutaba del placer
simple de un baño.
— ¿Pero, y Escocia?— preguntó Eleanor. —
¿Devolverán la Piedra del Destino4?
—Un sueño estúpido. La Reina adora Escocia, y
Capítulo 22
A Eleanor no le preocupaban nada en ese
momento las elecciones, la Piedra de Destino, ni el
orgullo escocés. Ella sólo veía a Hart, alto, mojado y
desnudo, saliendo de su baño.
El agua oscurecía el pelo de su cabeza y de sus
piernas, y el que había entre sus muslos. Él estaba
duro por el deseo, su sonrisa le decía que él sabía
5 Carlos Eduardo Estuardo, Bonnie Prince Charlie o el joven
pretendiente, fue el último heredero de la casa jacobita que reclamó el
trono para los estuardos.
que a ella le gustaba lo que veía. Hart podría haber
decidido que el mundo podía continuar sin él, pero
su vanidad no había disminuido ni un ápice.
Los días de preocupación, miedo, esperanza, y
temor pasaron por Eleanor como una ola. Su
bravuconería la abandonó. Se apretó la boca con una
mano y se lanzó hacia Hart abrazándole.
Hart la levantó en un húmedo abrazo. Su
vestido quedó empapado, pero no se preocupó.
—Pensé que estabas muerto—, sollozó ella. —No
quería que estuvieras muerto.
—Sufrí cada minuto que estuve lejos de ti, Elle.
Cada jodido minuto.
Hart la llevó a la cama, acostándose con ella. Le
quitó la ropa, arrancando botones y quitando ganchos.
Eleanor le ayudaba quitándose el resto, necesitaba
sentirse desnuda contra él.
Hart entró en ella con un ahogado grito de
desesperación, y luego se tranquilizó. Estaban juntos
en una cama muy alta, cara a cara, los sollozos de
Eleanor fueron calmándose.
—Eleanor—, susurró. —Te amo tanto.
—Te amo también—. Eleanor acarició su pelo.
—Voy a tener un bebé.
Hart la miró fijamente.
— ¿Qué?
—Un niño. Un chico, estoy bastante segura. Tu
hijo.
— ¿Un bebé?
Eleanor movió la cabeza.
—Espero que no te importe.
— ¿Importarme?— Gritó la palabra, y al mismo
tiempo, los ojos de oro de Hart Mackenzie se
inundaron de lágrimas. — ¿Por qué demonios debería
oponerme? Te amo, Elle, Te amo.
Él sonreía al decirlo, entonces entró en ella.
Eleanor puso sus brazos alrededor, riéndose con
él cuando comenzó a hacerle el amor frenéticamente.
Cuando Eleanor se despertó, unas horas más
tarde, Hart estaba boca abajo dormido a su lado,
abrazado a una almohada, felizmente calmado.
A ella le gustaba estar ahí, en el tranquilo cuarto,
con el ruido del fuego en la estufa, ella y su marido
en un pequeño nido separados del resto del mundo.
Sólo Ian Mackenzie sabía donde estaban, e Ian nunca
lo contaría.
¿Duraría esto? se preguntó Eleanor. Cuando Hart
volviera a casa, a Kilmorgan, cuando el mundo supiera
que todavía estaba vivo, ¿recordaría Hart la
declaración que había hecho esa noche? ¿O iban el
mundo y su ambición a tragárselo otra vez?
Ella no lo permitiría. La ambición estaba muy
bien, pero ahora Hart tenía una familia. Ella se
aseguraría de que nunca lo olvidara.
Un toque caliente en su abdomen la hizo saltar.
Eleanor miró abajo para ver la mano de Hart en su
vientre, y a él mirándola. Su pierna estaba entrelazada
con la suya, una buena posición.
—¿En qué piensas, Elle?
Eleanor reajustó su expresión.
—Yo me preguntaba…
— ¿Sí, zorrita? ¿Qué te estabas preguntando?
—Lo que hicimos en la habitación de arriba de
Lady McGuire. ¿Lo recuerdas?
La sonrisa creciente de Hart le dijo que lo
recordaba bien.
—Está grabado en mi memoria. Podía verte en
el espejo. Era como estar en el cielo.
Eleanor se ruborizó.
— ¿Esa es la clase de cosas que hacías en la
casa High Holborn?
Él perdió su sonrisa.
—No.
— ¿Bueno, entonces, qué hacías?
Hart se puso de espaldas y se tapó la cara con la
mano.
—Elle, no quiero hablar de la casa y de lo que hice
allí. Sobre todo no ahora.
—Ahora es tan buen momento como cualquier
otro.
—Era mucho más joven entonces. La primera vez
que viví allí, no te conocía; la segunda vez, intentaba
consolarme por la pérdida. Era un hombre diferente.
—No me has entendido. No tengo ningún
interés en lo que hiciste con otras mujeres. Ninguno
en absoluto. Pero quiero saber lo que hacías. ¿Cuáles
son esas oscuras inclinaciones de las que todo el
mundo habla, incluído tú? Quiero conocerlas,
explícitamente.
Cuando la miró, vio sorprendida que lo que
había en los ojos de Hart, era miedo.
—No quiero contártelo—, dijo.
—Pero es parte de ti. Eres un hombre poco
convencional, y yo no soy exactamente una mujer
convencional. Ermitaña, sí; convencional, no. No
quiero vivir contigo sabiendo que reprimes tus deseos
o que los controlas por mí, o todo lo que tú creas que
debas hacer. Desecha esa idea, Hart. No tengo miedo.
—No quiero que tú me tengas miedo. Esa es la
razón.
—Entonces dímelo. Si no lo haces, imaginaré todo
tipo de cosas extrañas, las juntaré con los susurros y
risas tontas y miraré en libros eróticos.
—Eleanor.
— ¿Tiene algo que ver con fustas? ¿O esposas?
Hay muchas bromas sobre las esposas. Aunque no sea
capaz de imaginarme la razón por la que la gente
quiere encadenarse unos con otros, no me lo puedo
imaginar.
— ¿Eleanor, de qué estás hablando?
— ¿Estoy equivocada? Que bien que bromees de
nuevo, quizás así decidas explicármelo todo
exactamente y dejar de preocuparte por mi inocencia.
—Eleanor Ramsay, todo hombre que crea que tu
eres inocente es un completo idiota.
Hart colocó su mano en torno a su muñeca, la
presión era suave, pero los dedos eran fuertes.
—No tiene nada que ver con dolor o grilletes—,
dijo él. —Es sobre confianza. Confianza absoluta.
Sumisión completa.
No podía liberarse de su apretón.
— ¿Sumisión?
Sus ojos estaban oscuros.
—Para ponerte en mis manos, confiar en mí, en
que conozco tus deseos y te llevaré a experimentarlos.
Permitirme hacer lo que deseo, sin preguntas,
confiando en que sé lo que hago. La recompensa por
tu confianza es el placer más exquisito.
—Ah—, dijo.
—Sin preguntas—. Hart besó el interior de su
muñeca. —Confiarías en que nunca te haría daño, en
que mi único objetivo es tu placer.
El corazón de Eleanor se aceleró. Placer exquisito.
—Parece… interesante.
Hart se levantó colocándose sobre ella apoyado en
sus manos y rodillas, en un movimiento tan repetido
que lo hizo sin esfuerzo.
— ¿Podrías hacerlo? ¿Podrías ponerte en mis
manos y no hacer ni una maldita pregunta?
— ¿Ni una sola pregunta? No estoy segura…
—Haré que sea fácil para ti al principio. Eres
Eleanor Ramsay. Tú no puedes, pero yo te haré
preguntas para ayudarte.
—Podría intentarlo.
—Hmm. No te creo, pero no importa.
Hart se bajó de la cama, en un movimiento
que parecía de nuevo no costarle esfuerzo alguno.
Revolvió en la ropa que había dejado en el suelo y
cogió su corbata. Era una corbata improvisada, una
pieza larga y estrecha de lino, que se envolvía
alrededor de su garganta para protegerse del frío
viento del Támesis.
Cogió los extremos en sus manos y volvió a la
cama. Eleanor se arrodilló allí, esperándole, excitada
y preocupada al mismo tiempo.
Hart se subió en la cama, su cabeza casi rozaba
las vigas, cuando se arrodilló detrás de ella.
—Dame tus manos.
La boca de Eleanor formó el ¿Por… de ―por qué‖ y
Hart le dio un pequeño toque en su mejilla.
—Sin preguntas. Dame tus manos.
Eleanor las levantó. Rápidamente Hart ató la
tira de lino alrededor de su torso, bajo sus pechos,
cruzándolo en un complicado nudo y atando al final
sus muñecas juntas. Levantó sus manos hacia arriba
en un movimiento suave pero firme.
—Comenzaremos con esto—. Hart acarició con la
boca su oreja. —No te haré daño. ¿Me crees?
—Yo…
Otro pellizco, esta vez en su hombro.
— ¿Dije, me crees?
—Sí—, susurró. Sumisión.
Eso era lo que Hart Mackenzie siempre había
deseado, comprendió. Que otros se sometieran a él,
que le dejaran ser su maestro. No porque quisiera
castigarlos, o cambiarlos, sino por su propio bien,
porque quería cuidar de ellos. Aquellos que no
lograban entenderlo le causaban un gran dolor.
—Sí—, repitió.
No estaba en la naturaleza de Eleanor someterse
a nada, pero con el cuerpo fuerte de Hart detrás y sus
manos sosteniendo las suyas, ella abrió su corazón,
abrió su cuerpo, y se entregó a él.
—Sí—, dijo por tercera vez.
Todavía de rodillas detrás de ella, y otra vez con la
facilidad, la acercó a su regazo, de modo que quedó
arrodillada, con las rodillas separadas, sus muslos
entre los suyos. Esto la abría para él, comprendió,
sentir su cuerpo a su alrededor hizo que se relajara y
excitara. Hart pasó un brazo alrededor suyo, mientras
que con el otro sujetaba la atadura de sus muñecas.
Era completamente vulnerable. Su fuerte cuerpo
estaba detrás suyo. La única manera de escapar sería
avanzar lentamente a través de la cama, pero él
mantenía sus muñecas atadas.
Debería sentir pánico, debería luchar contra él…
y aún así, sabía que no le haría daño. Si un extraño le
hubiera hecho eso, entonces, sí, estaría aterrorizada.
Pero ella conocía Hart, había compartido la cama con
él, había despertado en sus brazos, pegada a su
costado. Había visto como su cara se suavizaba con el
sueño, le había visto llorar por su hijo.
Pasión y placer. Eso era lo que Hart Mackenzie
quería darle, no miedo y dolor. Sumisión. Eleanor
suspiró, relajándose contra él, y su duro miembro se
deslizó directamente en su interior.
Puro placer surgió cuando se unieron. Ninguna
estrechez, ningún dolor, sólo Hart deslizándose
dentro. Ella gimió.
—Sí, eso es—, susurró Hart. — ¿Lo ves?
—Hart.
—Shhh.
Hart acarició su pelo, y ella sintió sus labios, el
atractivo roce del pelo de su nueva barba. No hizo
nada con sus manos atadas, sólo sostenía el extremo
de la tela. Las muñecas de Eleanor estaban
presionadas contra su pecho, Hart estaba detrás y
rodeándola.
Otro grito salió de sus labios. Hart respondió
con un gemido, no era inmune a lo que él hacía.
—Mi dulce Elle. ¿Cómo te sientes?
—Hermoso. Es hermoso. ¡Ah, Hart, no creo que
pueda soportarlo!
—Sí, puedes—. Hart lamió su oído, su barba le
hacía cosquillas. —Puedes soportarlo, mi hermosa
muchacha escocesa. Eres fuerte, como tu antepasada
que empujó al soldado sajón del tejado.
Eleanor se rió, y el movimiento le causó un
dulce placer. Incluso las bromas de Hart estaban
calculadas para afinar los sentimientos.
Pasión y placer, cuerpos calientes donde se
fusionaban. Hart la sostuvo así mucho tiempo,
moviéndose muy poco. Simplemente la llenaba,
dándole la felicidad de sentirle dentro, de ser uno con
él.
Hart susurró.
— ¿Quieres más?
—Sí. Sí, por favor, Hart.
Eleanor oyó como su súplica salía imparable de su
boca. Hart se rió entre dientes, su maravilloso cuerpo
vibraba.
Eleanor se encontró meciéndose entre sus
manos y rodillas, Hart nunca salía de ella. Rodeó sus
brazos y piernas, soltando el pañuelo lo suficiente
para que se pudiera agarrarse a la cama. Pero
siempre sosteniéndola, sin dejarla caer, sin dejarla ir.
Sus cuerpos se pusieron resbaladizos con el sudor,
gotitas que desde los pechos de Eleanor empapaban la
corbata. Donde Hart se unía con ella solamente había
fuego.
—Mi Elle—, gimió. —No me abandones otra
vez. ¿Me oyes? Te necesito.
Eleanor asintió con la cabeza.
—No. Me quedaré. Para siempre, Hart.
—No te dejaré ir. Ni los Fenianos, ni mi estúpido
orgullo, ni mi pasado se interpondrán entre nosotros.
He acabado con eso.
No estaba exactamente segura de qué hablaba,
pero le gustaba cómo retumbaban sus palabras sobre
ella.
—Bien. Bien.
—Tú y yo, Elle. Estábamos destinados a estar
juntos. Y el resto del mundo puede irse al infierno.
—Sí, Hart. Sí.
—Elle, muchacha, eres tan hermosa—. Su
acento escocés borró cada pedazo de su estudiada
entonación inglesa. —Quédate conmigo para siempre.
—Sí. Oh, Hart, te amo.
Sin notar que se movía, se encontró estirada sobre
su vientre, con las manos estiradas por delante. Hart
estaba encima, con todo el peso y la longitud de su
cuerpo, todavía dentro de ella. No podía seguir, y al
mismo tiempo quería más. Hart tenía que detenerse,
no, no tenía que detenerse nunca.
Sus palabras derivaron en gemidos. Sus
movimientos hacían que se rozara contra la colcha
sacando lo salvaje de su naturaleza. Estaba atrapada
debajo de él, y además, el fuego que sentía en su
interior, hacía que se sintiera poderosa. Ella podía
hacer cualquier cosa, cualquier cosa, porque Hart
compartía con ella su fuerza.
Continuaron haciendo el amor, hasta que Hart
finalmente se dejó ir. Él se estremeció, tenía la piel
húmeda y su aliento la calentaba.
—Mi Elle —, dijo y la besó y besó. —Mi dulce
muchacha sinvergüenza.
Se deslizó fuera de ella y la giró, estirándose
encima y soltando sus manos.
— ¿Estás bien?
Eleanor movió la cabeza, sin aliento.
—Absolutamente bien, mi querido Hart. Fue…—
Sonrió abiertamente. — Absolutamente bien.
Hart desató la tira de lino y la cubrió con la colcha.
Apoyó su cabeza en la almohada junto a la suya.
—Gracias.
¿Él le había proporcionado todo ese placer, y se lo
agradecía?
— ¿Por qué?
—Por el regalo de tu confianza.
Ella se encogió de hombros, fingiendo
indiferencia.
—No eres tan malo.
Una mirada traviesa volvió a sus ojos.
— ¿Ah, no? Tendré que convencerte de otra
manera.
Eleanor tocó la tira de lino.
— ¿Esta es la clase de cosas que te gusta hacer?
—Una parte de ellas.
— ¿Hay más?
Su amplia sonrisa la hizo temblar de deseo.
—Mucho más, Elle. Mucho, mucho más.
— ¿Y tú me lo enseñarás todo?
Los ojos de Hart vacilaron mientras pensaba. Puso
un caliente beso en sus labios.
—Sí.
Otro temblor, profundamente excitada dijo.
—Lo esperaré ilusionada.
Él dejó de sonreír, frunció las cejas.
—Cuando creí que te había perdido… Cuando
todo que podía ver era el humo de la explosión y que
desaparecías detrás…— Temblaba. Eleanor acarició su
cara, pasando el pulgar por la barba que empezaba a
gustarle.
—No pienses en ello. Ya ha pasado. Estamos los
dos seguros. Gracias a Ian.
—A Ian, sí. Él ha sobrevivido a cosas terribles, y
se merece… tanto.
—No te preocupes. Es feliz ahora. Tiene a Beth
y sus niños. Nunca le he visto tan feliz.
—Lo sé. Le doy gracias a Dios por Beth—. Hart
agarró su muñeca, la besó. —Y gracias a Dios por ti.
Te amo, Elle. Nunca podré decirte cuánto te amo.
Su corazón hablaba por su boca. Su tono era
ronco, sólo se le oía así cuando estaba muy
emocionado. Eso pasaba tan raramente que Eleanor lo
atesoró.
—Te amo también, Hart. Para siempre.
Hart asintió con la cabeza.
—Para siempre, Elle—. Suspiró, su cuerpo se
estremeció cuando se relajó a su lado. Estiró el
arrugado edredón sobre los dos, y Eleanor se acurrucó
junto a él en el confortable nido. El cuarto estaba
tranquilo, en paz.
—Espero que seas feliz, Ian—, refunfuñó Hart.
— ¿Qué?— Eleanor parpadeó y abrió los ojos.
Cuando Hart no respondió, le empujó. — ¿Qué dijiste?
Hart se rió entre dientes, hombre exasperante.
—Nada. Duérmete.
Eleanor le besó otra vez, y lo hizo.
***
***
Epílogo
Junio de 1885
Santuario
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