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Jennifer Ashley

La esposa
perfecta
para el duque
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Highland Pleasures 4 ________________________________

Corregido y editado por:


Capítulo 1
Hart Mackenzie.
Había dicho que sabía lo que deseaba cada mujer
y cómo dárselo exactamente. Hart nunca le
preguntaría a la mujer lo que quería, podría no
saberlo ella misma siquiera, pero lo entendería
cuando acabara. Y lo querría otra vez.
Tenía el poder, la riqueza, la habilidad, y la
inteligencia y la capacidad de burlarse de su prójimo
— hombre o mujer — logrando que hicieran lo que él
quería y creyendo que lo hacían por su propia
voluntad.
Eleanor Ramsay sabía de primera mano que todo
esto era verdad.
Estaba al acecho entre una multitud de periodistas
en la calle de St. James durante una
sorprendentemente suave tarde de febrero, esperando
a que el gran Hart Mackenzie, el Duque de
Kilmorgan, saliera de su club. Con su vestido pasado
de moda y su viejo sombrero, Lady Eleanor Ramsay se
parecía a cualquier otra escritorzuela, con tanta
hambre por una historia como el resto de ellas. Pero
mientras las otras ansiaban una historia exclusiva
sobre el famoso Duque escocés, Eleanor había venido
para cambiar su vida.
Los periodistas se pusieron en guardia cuando
divisaron al alto Duque en el umbral, sus amplios
hombros ceñidos en una chaqueta negra, la falda
escocesa de Mackenzie envolviendo sus caderas.
Siempre llevaba un kilt para recordarles a todos y
cada uno que le viera que él era antes que nada
escocés.
—¡Su Gracia!— gritaron los periodistas. —¡Su
Gracia!
El mar de espaldas masculinas se elevó por
delante de Eleanor, ocultándola. Empujó para abrirse
camino, usando su sombrilla plegada sin piedad, para
lograrlo.
—Ah, le ruego que me disculpe, — dijo, cuando en
su ajetreo apartó a un hombre que trató de darle un
codazo en las costillas.
Hart no pareció mirar ni a derecha ni a izquierda
cuando se puso su sombrero y anduvo los tres pasos
entre el club y la puerta de su landó abierto. Era un
maestro en no reconocer a quien no quería.
—¡Su Gracia!— Eleanor gritó. Hizo bocina con sus
manos alrededor de su boca. —¡Hart!
Hart se paró y se giró. Su mirada encontró la suya,
sus dorados ojos la miraron fijamente atravesando los
veinte pies de espacio entre ellos.
Eleanor sintió aflojarse sus rodillas. Hacía casi un
año que había visto a Hart en un tren, cuando la había
acompañado a su compartimento, le puso su caliente
mano en el brazo y la obligó a coger el dinero que le
dio. Se había compadecido de ella y eso la dolió.
También le había metido una de sus tarjetas por el
cuello de su blusa. Recordó el calor de sus dedos y el
roce de la tarjeta, con su nombre, contra su piel.
Hart dijo algo a uno de sus guardaespaldas, todos
con aspecto de pugilistas, que esperaban alrededor del
coche. El hombre asintió con la cabeza, giró y dirigió
sus anchos hombros hacia donde se encontraba
Eleanor, abriendo un camino a través de los frenéticos
periodistas.
—Por aquí, Su Señoría.
Eleanor cogió su cerrada sombrilla, consciente de
las enojadas miradas a su alrededor, y le siguió. Hart
la vio acercarse, su mirada fija que nunca flaqueaba.
Había sido embriagador, una vez, ser el centro de
estudio de esa atención.
Cuando alcanzó el landó, Hart la cogió por los
codos, la levantó y la subió dentro. Eleanor se quedó
sin respiración cuando la tocó. Se sentó en el asiento
intentando que disminuyera su taquicardia, mientras
Hart la seguía al interior y se sentaba, gracias a Dios,
en el asiento de enfrente. Nunca sería capaz de hacer
su proposición si se sentaba demasiada cerca,
distrayéndola con el calor de su sólido cuerpo.
El lacayo cerró de golpe la puerta y Eleanor sujetó
su sombrero cuando el landó arrancó sacudiéndose
hacia delante. Los periodistas gritaban y juraban
mientras su presa se alejaba, dirigiéndose desde St.
James a Mayfair.
Eleanor miró hacia atrás por encima del asiento.
—Excelencia, ha dejado hoy descontenta a la
prensa británica—, dijo.
—Maldita prensa británica—, gruñó Hart.
Eleanor se giró de nuevo para encontrar la fuerte
mirada fija de Hart en ella.
— ¿Qué es todo esto?
Esto era acerca de él, podía ver las manchas
doradas en sus ojos de color avellana que hacían que
se pareciera a la mirada de un águila y los toques de
luz rojos en su pelo oscuro por su ascendencia
escocesa. Llevaba el pelo más corto desde la última
vez que le vio, lo que hacía que su cara pareciera más
afilada y severa que nunca. Eleanor era la única entre
la muchedumbre de periodistas que había visto cómo
su cara se suavizaba con el sueño.
Hart estiró su gran brazo a través del asiento, sus
grandes piernas bajo la falda escocesa ocupaban gran
parte del carruaje. El kilt se le subió un poco dejando
ver parte de sus bronceados muslos por toda la
equitación, pesca y caminatas que hacía en su finca
escocesa.
Eleanor abrió su sombrilla, fingiendo que se
relajaba y contenta de estar en el mismo coche que el
hombre con el que había estado comprometida.
—Discúlpame por abordarte en la calle—, dijo. —
En realidad fui a tu casa, pero has cambiado de
mayordomo. No me conocía, ni se mostró
impresionado cuando le enseñé la tarjeta que me
habías dado. Por lo visto las señoras tienen la
costumbre de intentar entrar en tu casa con falsos
pretextos, y asumió que era una de ellas. Realmente
no puedo culparle. Podría haber robado la tarjeta,
todo lo que él sabía, era que siempre has sido
tremendamente popular entre las señoras.
La mirada fija de Hart no se ablandó con sus
palabras como solía hacer.
— Hablaré con él.
—No, no, no regañes al pobre hombre. No lo
sabía. Espero que no te conozca cuando estás
enfurecido. No, hice todo este camino desde
Aberdeen para hablar contigo. Es absolutamente
importante. Intenté hablar con Isabella, pero no
estaba en casa, y sabía que esto no podía esperar.
Logré conseguir que tu lacayo -¡Cómo ha crecido el
querido Franklin!-, me dijera que estarías en tu club,
pero estaba demasiado aterrorizado por el
mayordomo como para dejarme esperar en la casa.
Así que decidí estar al acecho y llamarte cuando
aparecieras. Fue bastante divertido hacerme pasar por
una escritorzuela. Y aquí estoy.
Estiró sus manos en un gesto de indefensión que
Hart recordaba, pero pobre del hombre que creyera
que era una mujer indefensa.
Lady Eleanor Ramsay.
La mujer con la que voy a casarme.
Su vestido de sarga azul oscuro llevaba años
pasado de moda, su sombrilla tenía una varilla rota, y
su sombrero de flores descoloridas y velo corto estaba
inclinado en su cabeza. Pero nada podía hacer el velo
para ocultar sus ojos color azul como la flor espuela
de caballero o sus deliciosas pecas que se juntaban al
arrugar la nariz, siempre que sonreía.
Era alta para ser una mujer, pero llena de
generosas curvas. Había sido impresionantemente
hermosa a los veinte años, cuando la vio por primera
vez revoloteando en una sala de baile, su voz y su risa
eran como música. Y era hermosa ahora, incluso más.
La fija mirada hambrienta de Hart se deleitó con ella,
comiéndosela como un hombre que había estado sin
sustento durante mucho tiempo.
Obligó a su voz a permanecer tranquila, informal
casi.
—¿Cuál es esa importante cosa sobre la cual tienes
que hablar conmigo?— Con Eleanor podría ser desde
un botón perdido a una amenaza para el Imperio
británico.
Se inclinó hacia adelante un poco, un botón en lo
alto de su cuello se soltó de la tela raída.
—Bien, no te lo puedo decir aquí, en un coche
abierto que discurre a paso lento a través de Mayfair.
Espera hasta que estemos dentro.
El pensamiento de tener a Eleanor después con él
en su casa, respirando el mismo aire, hizo que su
pecho se ensanchara. Lo deseaba, lo ansiaba.
—Eleanor…
—¿Excelencia, me podrás dedicar unos minutos,
verdad? Considéralo mi recompensa por protegerte de
unos periodistas rabiosos. Lo que he descubierto
podría provocar tal desastre, que decidí venir
corriendo y decírtelo en persona en vez de escribirte.
Debía ser serio para hacer que Eleanor dejara su
destartalada casa en las afueras de Aberdeen, donde
vivía con su padre en una refinada pobreza. Iba a
pocos sitios. Entonces debía de tener algún encubierto
motivo en su cabeza, ella no hacía nada porque sí.
—Si es tan importante, por Dios, dímelo.
—Excelencia, tu cara parece de granito cuando
frunces el ceño. No me extraña que todos en la
Cámara de los Lores se aterroricen de ti—. Inclinó
hacia atrás la sombrilla y se rió de él.
Carne suave debajo suyo, sus ojos azules
entrecerrados por el sensual placer, la luz escocesa
sobre su piel desnuda. El sentimiento de moverse
dentro de ella, su sonrisa cuando dijo: Te amo, Hart.
Las viejas emociones surgieron rápidamente.
Recordó su último encuentro, cuando no había sido
capaz de dejar de tocar su cara, diciéndole: ―¿Eleanor,
que es lo que voy a hacer contigo?‖
Su aparición antes de que estuviera preparado, le
obligaría a cambiar el cronometraje de sus proyectos,
pero Hart tenía la capacidad de reajustar sus
esquemas con la velocidad del relámpago. Esto es lo
que le hacía tan peligroso.
—Te lo diré a su debido tiempo—, continuó
Eleanor. —Y te haré una proposición de negocios.
—¿Proposición de negocios?— Con Eleanor
Ramsay. Dios le ayudara. —¿Qué proposición de
negocios?
Eleanor, en su loco mundo, no le hizo caso y
miraba las altas casas que se alineaban en Grosvenor
Street.
—Ha pasado mucho tiempo desde que estuve en
Londres, y en la Temporada, nada menos. Tengo
ganas de ver a todo el mundo otra vez. ¡Cielos!, no es…
¿Lady Mountgrove? Lo es, en efecto. ¡Hola,
Margaret!— Eleanor agitó la mano cordialmente a una
mujer rechoncha que bajaba de un carruaje delante de
una de las puertas pintadas.
Lady Mountgrove, una de las mujeres más
chismosas en Inglaterra, la miró con la boca abierta
en una gran O. Estudiaba minuciosamente cada
detalle de Lady Eleanor Ramsay que la saludaba desde
el coche del Duque de Kilmorgan, el propio duque
estaba sentado frente a ella. Pasó mucho tiempo antes
de levantar su mano saludándola.
—Excelencia, no la había visto en una burrada de
años—, dijo Eleanor, recostándose cuando
continuaron su camino. —Sus hijas deben ser, ah,
unas completas señoritas ahora. ¿Han hecho su
presentación en sociedad ya?
Su todavía besable boca, se frunció un poco
mientras esperaba su respuesta.
—No tengo ni la más mínima idea—, dijo Hart.
—Realmente, Hart, deberías echar un vistazo al
menos a las páginas de la sociedad. Eres el soltero más
elegible en toda Gran Bretaña. Probablemente de todo
el Imperio británico. Las madres en la India empujan
a sus muchachas para venir a perseguirte diciéndoles,
que nunca se sabe. Aún no te has casado.
—Soy viudo—. Hart nunca podía decir esa palabra
sin sentir una punzada. —No soltero.
—Eres un Duque, soltero, y dispuesto a
convertirte en el hombre más poderoso del país. Del
mundo, realmente. Deberías pensar en casarte otra
vez.
Su lengua, sus labios, se movían de forma sensual.
El hombre que se alejara de ella tenía que estar loco.
Hart recordó el día en que lo había hecho, todavía
sentía el pequeño golpe del anillo en su pecho cuando
se lo tiró, y la rabia y la angustia en sus ojos.
Debería haber impedido que se fuera, debería
haberse fugado con ella esa misma tarde, haberla
unido a él para siempre. Había cometido error tras
error con ella. Pero era demasiado joven, enojado,
orgulloso, y… avergonzado. El noble Hart Mackenzie,
seguro de poder lograr lo que deseaba, había
aprendido que con Eleanor no era así.
Dejó que su voz se suavizara.
—Dime cómo estás, Elle.
—Ah, igual que siempre. Ya sabes. Mi padre sigue
escribiendo sus libros, que son brillantes, pero que no
valen un penique. Le dejé en el museo británico,
estudiando minuciosamente la colección egipcia.
Espero que no comience a destrozar a las momias.
Podría. Alec Ramsay tenía una mente inquisitiva, y
ni Dios ni todas las autoridades del museo le podrían
detener.
—Ah, hemos llegado—. Eleanor alzó la vista a la
gran casa de Grosvenor Square de Hart cuando el
landó se detuvo. —Veo a tu mayordomo mirar
fijamente por la ventana. Parece un poco consternado.
¿No te enfadarás demasiado con el pobre hombre,
verdad?— Puso sus dedos ligeramente sobre la mano
del lacayo que se había apresurado desde la puerta
principal para ayudarla a bajar.
—Hola otra vez, Franklin. Le he encontrado, como
ves. Hemos comentado cuánto has crecido. Y te has
casado, creo. ¿Tienes hijos?
Franklin, que estaba orgulloso de su severo
semblante guardando la puerta del Duque más
famoso de Londres, se derritió en una sonrisa.
—Sí, Su Señoría. Tiene tres años ahora, y va de
cabeza a cualquier problema que encuentra.
—Eso significa que es fuerte y sano—. Eleanor
acarició su brazo. —Te felicito—. Cerró su sombrilla y
caminó hacia la casa mientras Hart se bajaba detrás de
ella.
—La Sra. Mayhew, estará encantada de verte—,
oyó que le decía. Entró en su casa para verla sostener
en sus manos las del ama de llaves de Hart.
Las dos intercambiaron saludos, y hablaron de
todas las cosas, sobre todo de recetas. El ama de
llaves de Eleanor, ahora retirada, por lo visto le había
pedido que averiguara la receta de la tarta de limón de
la Sra. Mayhew.
Eleanor comenzó a subir las escaleras, y Hart casi
tuvo que lanzarle su sombrero y su abrigo a Franklin
para seguirla. Estuvo a punto de pedir a Eleanor que
entrara en el salón delantero cuando un escocés
grande con una vieja falda escocesa, la camisa suelta
y las botas salpicadas pintura bajaba desde el último
piso.
—Espero que no te importe, Hart, —dijo Mac
Mackenzie—. Me traje a mis diablillos y me he buscado
un lugar para pintar en uno de tus cuartos libres.
Isabella tiene a los decoradores en casa, y no te puedes
imaginar el jaleo—. Mac se calló y una mirada de
alegría se extendió por su cara. — ¡Eleanor Ramsay,
por todos los Santos! ¿Qué demonios haces aquí?—
Bajó corriendo el último tramo de la escalera, al
detenerse levantó a Eleanor del suelo estrujándola.
Eleanor besó a Mac, el segundo de los jóvenes de
la familia Mackenzie, profundamente en la mejilla.
—Hola, Mac. He venido para irritar tu hermano
mayor.
—Bien. Necesita un poco de irritación—. Mac
dejó a Eleanor otra vez en el suelo, sus ojos sonreían.
—Sube a ver a los niños, no los estoy pintando porque
no se sostienen todavía, estoy dándole los últimos
toques a uno de los caballos de Cam. Jasmine, su
nueva campeona.
—Sí, oí que lo había hecho bien—. Eleanor se puso
de puntillas y dio a Mac otro beso en la mejilla.
—Este es para Isabella. Y Aimee, Eileen y
Robert—. Beso, beso, beso. Mac aguantaba con una
sonrisa idiota.
Hart se inclinó sobre el pasamano.
—¿Nos pondremos con esa proposición hoy en
algún momento
—¿Proposición?— preguntó Mac, abriendo los
ojos. —Bueno… esto parece interesante.
—Cierra la boca, Mac—, dijo Hart.
Un grito estalló en lo alto, estridente, desesperado.
—El Armagedón ha llegado. —Mac sonrió
abiertamente y corrió hacia arriba. —Ya llega papá,
diablillos— dijo. —Si os portáis bien puede ser que la
tía Eleanor venga a tomar el té.
Si todo fuera bien hoy, no tendría que volver a
estar cerca de él otra vez, pero tenía que hacer la
primera aproximación en privado. Una carta podría
caer en manos equivocadas, o perderla un secretario
descuidado, o podía quemarla Hart sin abrir.
Hart acercó un sillón a su escritorio, moviéndolo
como si no pesara nada. Eleanor lo averiguó cuando
se sentó en él. La silla pesadamente esculpida era tan
sólida como una roca.
Hart se sentó en la silla del escritorio, su kilt se
movió al sentarse, mostrando los nervudos músculos
de sus rodillas. Quienquiera que considerara la falda
escocesa afeminada nunca había visto a Hart
Mackenzie con una.
Eleanor tocó la superficie del escritorio.
—Sabes, Hart, si planeas ser el primer ministro
de la nación, podrías ir pensando en cambiar el
mobiliario. Está un poco pasado de moda.
—Maldita sea el mobiliario. ¿Cuál es ese problema
que os arrancó a ti y a tu padre de las regiones
salvajes de Escocia?
—Me preocupo por ti. Has trabajado mucho para
llegar dónde estás, no me gustaría que lo perdieras
todo. No he logrado dormir y he reflexionado sobre
qué hacer durante una semana. Sé que nos separamos
enfadados, pero eso fue hace tiempo, y muchas cosas
han cambiado, sobre todo para ti. Todavía me
preocupo por ti, Hart, puedes creerlo, y me afligí al
pensar en lo que podría pasarte si esto saliera a la luz.
—¿Salir a la luz?— La miró. —¿De qué hablas? Mi
pasado no es ningún secreto para nadie. Soy un
canalla y un pecador, y todos lo saben. Hoy en día es
casi obligatorio para ser político.
—Posiblemente, pero esto te podría humillar.
Serías el hazmerreír, y esto sería seguramente un
revés.
Su mirada fija se hizo aguda. Educado, recordaba a
su padre cuando hacía eso. El viejo Duque había sido
guapo, pero un monstruo, con ojos repugnantes, fríos
que hacían desear aplastarle con el talón como a un
sapo. Hart, a pesar de todo, tenía una calidez de la cual
su padre había carecido.
—Eleanor, deja de balbucear y dime sobre qué va
todo esto.
—Ah, sí. Creo que debes ver esto—. Eleanor buscó
en un bolsillo dentro de su capa y sacó una pieza
doblada de cartón. Lo colocó en el escritorio delante de
Hart y lo abrió.
Hart lo miró.
El objeto dentro de la tarjeta doblada era una
fotografía. Era una fotografía de cuerpo entero de Hart
más joven, de perfil. Estaba más delgado entonces,
pero muy musculoso. En la fotografía, apoyaba sus
nalgas contra el borde de un escritorio, su nervuda
mano asía el borde del escritorio al lado de la cadera.
Tenía la cabeza inclinada como si mirara algo a sus
pies.
La postura, aunque quizás un poco extraña para
un retrato, no era la cosa única de la imagen. El
aspecto más interesante de esta fotografía era que, en
ella, Hart Mackenzie estaba desnudo, completamente
desnudo.

Capítulo 2
—¿Dónde conseguiste esto?— La pregunta sonó
dura, áspera, exigente. Tenía la total atención de Hart
ahora.
—De un admirador—, dijo Eleanor. —Al menos así
es como firmaba la carta. ―De alguien que la quiere
bien‖. La gramática indica que el escritor no es una
persona culta, bueno, al menos recibió suficiente
educación como para escribir una carta, pero
obviamente ella no asistió a la escuela hasta
terminarla. Creo que es la letra de una mujer…
—¿Alguien te la envió?— interrumpió Hart. —Es
eso lo que has venido a decirme?
—En efecto. Por suerte para ti, estaba sola en la
mesa del desayuno cuando la abrí. Mi padre
clasificaba setas. Con el cocinero, que no pretendía
tanto clasificarlas como apartarlas para la cena.
—¿Dónde está el sobre?
Hart obviamente esperaba que ella le entregara
todo, pero eso estropearía sus planes.
—El sobre no revelaba mucho—, dijo Eleanor. —
Fue entregada en mano, sin sello, traída a Glenarden
desde la estación de ferrocarril. Al jefe de estación, se
la dio un maquinista, que dijo que un muchacho se la
había entregado en Edimburgo, que le fue pasada a él
por un muchacho de reparto. Sólo había una línea
escrita en el sobre ―A lady Eleanor Ramsay,
Glenarden, cerca de Aberdeen, Escocia‖. Todo el
mundo me conoce y sabe dónde vivo, así que aunque
el remitente la hubiera dejado caer en algún sitio
entre Edimburgo y Aberdeen, me habría llegado.
Eventualmente.
Las cejas de Hart se elevaron mientras la
escuchaba, otra vez le recordaba a su padre. Hacía
tiempo un retrato del hombre había estado colgado en
ese cuarto encima de la chimenea, pero no estaba allí
ahora, gracias al Cielo. Hart lo debía haber llevado al
desván, o quizás lo hubiera quemado. Eleanor lo
habría quemado.
—¿Y el muchacho que lo entregó en Edimburgo?—,
preguntó Hart.
—No tenía ni el tiempo ni los recursos necesarios
para llevar a cabo tal investigación—, dijo Eleanor,
retirando su mirada de la chimenea. Un paisaje de un
hombre vestido con kilt que pescaba en las Highlands,
pintado por Mac, estaba colgado ahora allí. —Me
gasté todo nuestro dinero en billetes de tren a
Londres, para venir a decirte que me gustaría
investigar este asunto para ti. Si me proporcionas los
fondos y un pequeño sueldo.
Su mirada se posó de nuevo en ella, aguda y
dorada.
—Un sueldo.
—Sí, en efecto. Esta era la proposición comercial
que te mencioné. Quiero que me des un trabajo.
Hart estaba silencioso, el tictac del gran reloj al
otro lado del cuarto se escuchaba muy alto en la
calma.
Estaba inquieta por estar en la misma habitación
que él, en una habitación cerrada, no porque
pareciera que la estaba evaluando mirándola
fijamente. No, lo que la inquietaba era estar a solas
con Hart, el hombre de quien había estado locamente
enamorada una vez.
Había sido un hombre sumamente guapo,
bromista y tierno, y la había cortejado con un vigor
que la había dejado sin aliento. Se había enamorado
de él rápidamente, y no estaba segura que hubiera
dejado nunca de estar enamorada de él.
Pero el Hart al que se enfrentaba hoy era un
hombre diferente de aquel al que había estado
prometida, y eso la preocupaba. El Hart de risa fácil,
que estaba excitado y contento con la vida, había
desaparecido. En su lugar había un hombre más
difícil y comedido que antes. Había visto demasiadas
tragedias, demasiadas muertes, demasiadas pérdidas.
El cotilleo y los periódicos habían comentado que Hart
se había alegrado de librarse de Lady Sarah, su
esposa, pero Eleanor sabía la verdad. La triste luz que
había ahora en los ojos de Hart venía de esa pena.
—Un trabajo—, decía Hart. —¿Qué has hecho
hasta ahora, Eleanor?
—¿Hasta ahora? Endeudarnos hasta las cejas, por
supuesto—. Se rió de su broma. — Completamente en
serio, Hart, necesitamos el dinero. Quiero mucho a mi
padre, pero es muy poco práctico. Cree que todavía
pagamos los salarios del personal, pero la verdad es
que trabajan y nos cuidan porque se compadecen
nosotros. Nuestra comida viene de los huertos de su
familia o de la caridad de los aldeanos. Creen que no
lo sabemos. Me puedes considerar una ayudante de
un secretario o algo así, si quieres. Estoy segura de que
tienes varios de esos.
Hart examinó los decididos ojos azules que habían
frecuentado sus sueños durante años y sintió que algo
se rompía dentro de él.
Había venido como respuesta a una oración. Hart
había planeado viajar a Glenarden pronto para
convencerla de que se casara con él, sabiendo que el
culmen de su carrera estaba cerca. Había querido
ganarlo todo y presentárselo a ella en un plato, para
que fuera incapaz de negarse. La haría ver que le
necesitaba tanto como él a ella.
Pero quizás esto fuera mejor. Si la introdujera en
su vida ahora, se acostumbraría tanto a estar allí que
cuando le entregara su mano, no podría decir que no.
Podría encontrar un pequeño empleo nominal
para ella, permitirle que siguiera las pistas del que
tenía las fotografías, no estaba equivocada, la
oposición lograría ponerle en ridículo si las obtenía, y
mientras cerraría su puño sobre ella, tan despacio que
no se daría cuenta de que la tenía atrapada hasta que
fuera demasiado tarde.
Eleanor estaría con él, a su lado, como estaba
ahora, sonriéndole con sus labios rojos. Cada día, y
cada noche.
Cada noche.
—¿Hart?— Eleanor agitó una mano delante de su
cara. —¿Estás distraído, verdad?
Hart volvió a enfocar su mirada en ella, en la
curva besable de su boca, la pequeña sonrisa que ya
una vez hizo que deseara tenerla... De todos los modos
posibles.
Eleanor metió la fotografía en su bolsillo.
—Bueno, en cuanto al sueldo, no tiene que ser
grande. Algo para mantenernos, eso es todo. Y los
alojamientos para mi padre y para mí mientras
estemos en Londres. Unos pequeños cuartos nos
servirán, estamos acostumbrados a cuidarnos
nosotros mismos, siempre que la vecindad no sea
demasiado sórdida. Mi padre andará por todos los
sitios y no quiero que los gamberros de la calle le
molesten. Empezaría por tratar de explicarles cómo se
fabrican los cuchillos con los que pretenden
apuñalarle y acabaría con una conferencia sobre como
templar el acero.
—Elle…
Eleanor continuó, sin hacerle caso.
—Si no deseas confesar que me has contratado
para investigar quién envió la fotografía, y puedo
entender que quieras ser cauteloso, puedes decir a la
gente que me has contratado para hacer algo más.
Mecanografiar tus cartas, quizás. Realmente aprendí a
usar una máquina de mecanografía1. La
administradora de correos del pueblo tenía una. Se
ofreció a enseñar a solteronas a escribir a máquina de
modo que pudieran ser capaces de encontrar un
trabajo en la ciudad en vez de esperar en vano a un
hombre que les hiciera caso y se casase con ellas. Por
supuesto, no me podía trasladar a una ciudad sin mi
padre, que nunca abandona Glenarden más que para
unas pocas semanas, pero aprendí esa habilidad de
todos modos, sin saber cuándo me podría ser útil. Y
ahora puede. Y de todos modos, me debes dar un
trabajo que me permita ganar dinero para volver a
Aberdeen.
—¡Eleanor!
Hart oyó que su grito llenaba el cuarto, pero a
veces la única manera de que se callara era gritar.
Parpadeó.
—¿Qué?
Un rizo se cayó de debajo de su sombrero y
serpenteó hacia su hombro, una franja de oro rojiza en
su blusa de sarga.
Hart contuvo el aliento.
—Permíteme pensar un momento.
1 La primera máquina de escribir se comercializó en 1870.
—Sí, sé que puedo hablar muy deprisa. A mi
padre no le importa. Estoy un poco nerviosa, debo
confesarlo. Estaba comprometida contigo y ahora
estamos aquí, parecemos dos viejos amigos.
Dios Santo.
—No somos amigos.
—Lo sé. Dije que ―parecemos‖ viejos amigos. Un
viejo amigo que le pide al otro un trabajo. He venido
acá movida por la desesperación.
Podría decir eso, pero su sonrisa, su mirada
abierta, hablaba de impaciencia y determinación.
Una vez Hart había probado esa impaciencia, ese
entusiasmo por la vida, y tenía muchas ganas de
probarlo otra vez.
Para desabotonar su blusa, abrirla despacio,
inclinarse y lamer su garganta. Mirar sus suaves ojos
mientras besaba la esquina de su boca.
Eleanor había estado preparada. Tan amorosa y
fuerte.
La necesidad oscura se removió de los sitios en los
que la había sepultado durante mucho tiempo,
atormentadora y fuerte. Le decía que se podría
inclinar hacia Eleanor ahora mismo, colocar sus
brazos por detrás de ella en los brazos de la silla en la
que ella se sentaba y, tomar su boca en un beso largo,
profundo…
Eleanor se inclinó hacia delante, el cuello de su
vestido raspaba su suave barbilla.
—Buscaré las fotografías mientras dices a tu
personal que me has contratado para ayudarte con tu
montón de correspondencia. Sabes que necesitas a
todos los que puedan ayudarte con tu interminable
objetivo de lograr ser primer ministro. ¿Puedo deducir
que estás cerca?
—Sí—, dijo Hart. Una respuesta tan corta para
resumir sus años de trabajo y esmero, sus
innumerables viajes para aquilatar el estado del
mundo, los políticos le había cortejado sin parar en
reuniones interminables en el castillo Kilmorgan. Pero
sentía la necesidad, la obsesión hervía en su cerebro.
Le conducía cada día de su vida.
La mirada de Eleanor se suavizó.
—Pareces más vivo así—, dijo. —Como
acostumbrabas a ser. Salvaje e imparable. Me gusta
muchísimo verte así.
Sintió su pecho apretado.
—¿Cómo ahora, muchacha?
—La verdad es que has estado un poco frío este
último tiempo, pero me alegro mucho de ver que el
fuego todavía está en tu interior—. Eleanor se recostó,
nuevamente práctica. —¿Bueno, entonces, en cuanto a
las fotografías, cuántas te hicieron en total?
Hart sintió que sus dedos presionaban el
escritorio, como si atravesaran la madera.
—Veinte.
—¿Tantas? Me pregunto si esa persona las tiene
todas, y de dónde las sacó. ¿Quién las hizo? ¿La Sra.
Palmer?
—Sí—. No quería hablar de la Sra. Palmer con ella.
Ni ahora, ni nunca.
—Lo sospechaba. Aunque quizás quienquiera que
las envía las encontrara en una tienda. Las tiendas
venden fotografías a coleccionistas, de todas las clases
de personas y todas las clases de temas. Supongo que
éstas habrían salido a la luz mucho antes de ser así,
pero…
—Eleanor.
—¿Qué?
Hart controló su carácter.
—Si dejas de hablar por espacio de un minuto, te
podré decir que te daré el empleo.
Los ojos de Eleanor se agrandaron.
—Bien, gracias. Debo decir, que esperaba tener
que argumentar mucho más…
—Cállate. No he acabado. No os instalaré a tu
padre y a ti en uno de esos ruinosos cuartos de
Bloomsbury. Os quedareis aquí en casa, los dos.
Ahora su mirada parecía agitada. Bueno, podría
investigar también ahí y habría recorrido parte de su
camino.
—¿Aquí? No seas ridículo. No hay ninguna
necesidad.
Era necesario. Ella había ido por su propio pie a su
trampa, no la soltaría ni la dejaría irse.
—No estoy tan tonto como para dejar que deis
vueltas por Londres, ni tú ni tu padre estáis
acostumbrados a este mundo. Tengo muchos cuartos
aquí, y raramente estoy en casa. Dispondrás de toda la
casa la mayoría del tiempo. Wilfred es mi secretario
ahora, y te podrá decir lo que hay que hacer. Tómalo o
déjalo, Elle.
Eleanor, posiblemente por primera vez en su vida,
no sabía qué decir. Hart le ofrecía lo que quería, la
posibilidad de ayudarle, y no había exagerado, poder
conseguir un poco del dinero que necesitaban. Su
padre raramente percibía su pobreza, pero
lamentablemente, la pobreza los percibía a ellos.
Pero vivir en la casa de Hart, respirar el mismo
aire que él cada noche… Eleanor no estaba segura de
poder hacerlo sin volverse loca. Habían pasado años
desde que su compromiso se había deshecho, pero de
algún modo, el tiempo nunca sería suficiente.
Hart había vuelto sus cartas. Le proporcionaría el
dinero para no pasar hambre, pero en sus términos, a
su manera. Había estado equivocada al creer que no lo
haría.
El silencio se prolongó. Ben giró su gran cuerpo,
gruño un poco y volvió a dormirse.
—¿Estamos de acuerdo?— Hart extendió sus
manos en el escritorio. Manos firmes, fuertes con
dedos callosos. Las manos de alguien que trabajaba
mucho pero que podían ser increíblemente tiernas en
el cuerpo de una mujer.
—Realmente, me gustaría mandarte al infierno e
irme enfadada, pero como necesito el trabajo, supongo
que debo decir que sí.
—Puedes decir lo que desees.
Se miraron fijamente a los ojos. Eleanor evaluaba
su mirada de color avellana, casi dorada.
—Realmente espero que tengas la intención de
pasar bastante tiempo fuera—, dijo. Un músculo se
contrajo en su mentón.
—Enviaré a alguien para que vaya a por tu padre al
museo, y te puedes mudar inmediatamente.
Eleanor pasó su dedo por la lisa superficie del
escritorio. El cuarto era oscuro con una decadente
elegancia, pero poco acogedor.
Devolvió su mano a su regazo y miró otra vez a los
ojos a Hart, nunca resultaba una tarea fácil.
—Eso debería ser aceptable—, dijo.
***

—¿Él va a hacer qué?— Mac Mackenzie le dio la


vuelta a su pincel. Una gota de amarillo Mackenzie
cayó al suelo a sus pies.
—Papá, debes tener cuidado—, le dijo Aimee de
cinco años. —La Sra. Mayhew nos dirá muchas
palabrotas si dejas el suelo manchado de pintura.
Eleanor acunó al pequeño Robert Mackenzie en
sus brazos, su pequeño cuerpo caliente apretado
contra su pecho. Eileen, la hija de Mac e Isabella,
estaba en un capazo al lado del sofá, pero Aimee
estaba de pie cerca de Mac, con las manos en su
espalda mirando a su padre adoptivo pintar.
—La idea del trabajo es mía—, dijo Eleanor. —
Puedo escribir a máquina fácilmente y ahorrar dinero
para mí y mi padre. Los libros de mi padre son unos
trabajos asombrosos, pero como sabes, nadie los
compra.
Mac escuchaba su argumentación mirándola
fijamente, con la misma intensidad que Hart. Llevaba
su kilt lleno de pintura como era habitual y también
las botas, un pañuelo rojo alrededor de su cabeza
para impedir que se le manchara el pelo de pintura.
Eleanor sabía que a Mac le gustaba pintar sin camisa,
pero por deferencia a sus hijos y a Eleanor, se había
puesto un amplio guardapolvo, muy manchado de
pintura.
—¿Pero espera que trabajes para él?
—Realmente, Mac, lo hago contenta. Hart
necesita mucha ayuda si desea que la coalición de su
partido gane. Quiero ayudarle.
—Entonces hace lo que tú quieres. Mi hermano
hace las cosas de forma solapada. ¿A qué juega?
—Francamente—. La fotografía pesaba como el
plomo en su bolsillo, pero Hart le había pedido, y ella
había estado de acuerdo con él, que guardaran el
asunto en secreto incluida su familia, por el momento.
Se enfadarían que alguien pudiera tratar de
chantajear a Hart, pero también se reirían. Hart no
tenía ganas de ser el objeto de burla de su familia. —
Quiero el trabajo—, dijo Eleanor. — Sabes cómo están
las cosas para mi padre y para mí, y no deseo vivir de
la caridad de nadie. Piensa que es mi terquedad
escocesa.
—Se aprovecha de ti, muchacha.
—Es Hart Mackenzie. Sabe lo que hace.
Mac la contempló un momento más, entonces tiró
su brocha que goteaba en un tarro, y caminó a
grandes pasos por la habitación, salió y cerró con un
golpe. Eleanor se estremeció, todavía sosteniendo al
bebé.
—¡Mac! No hay ninguna necesidad…
Sus palabras quedaron ahogadas por el ruido de
las botas de Mac en la escalera.
—Papá está enojado con el tío Hart—, dijo Aimee
cuando la puerta se abrió despacio otra vez. — Papá a
menudo está enojado con el tío Hart.
—Esto es porque tu tío Hart es exasperante—, dijo
Eleanor. Aimee inclinó su cabeza.
—¿Qué significa eso? ¿Exasperante?
Eleanor cambió a Robert de postura, ya que se
había dormido profundamente después del arrebato.
Abrazarle llenó algo vacío en su corazón.
—Exasperante es cuando tu tío Hart te mira como
si escuchara tu opinión, entonces se da la vuelta y hace
lo que le complace, pese a lo que tú le hayas dicho.
Sentir como tragas saliva, y aprietas la boca con
fuerza, aunque lo que desearías sería gritar. Y saber
que gritar y agitar los puños no va a servir de nada.
Eso es lo que significa exasperación.
Aimee escuchó, asintió con la cabeza, como si
almacenara la información para el futuro. Era la hija
adoptiva de Mac e Isabella, nacida en Francia, y no
había aprendido inglés hasta que tuvo tres años. El
coleccionar nuevas palabras era su afición.
Eleanor besó la cabeza de Robert y señaló el sofá a
su lado.
—No le des importancia a tu tío Hart. Siéntate
aquí, Aimee, y cuéntame todo lo que habéis estado
haciendo en Londres, tú y tus padres. Y cuando venga
mi padre nos hablará de las momias del museo.

***

—No puedo creerlo, — gritó Mac, su acento


escocés resurgía al enfadarse.
Hart cerró el gabinete que guardaba el retrato del
que no había podido desprenderse y le miró irritado.
Mac estaba enfadado, con los dedos y la ropa
manchados de pintura, el pañuelo agitanado en el
pelo. Hart sabía que esto pasaría, pero de todos modos
se enfureció.
—Le di un empleo nominal con un sueldo y un
lugar para vivir—, dijo Hart. —He sido muy amable.
—¿Amable? Te oí en Ascot, Hart — dijiste que
estabas preparado para encontrar una esposa. ¿Es así
como piensas hacerlo?
Hart se sentó detrás de su escritorio.
—Eso pertenece a mi vida personal, Mac.
Mantente alejado.
—¿Personal, verdad? ¿Cuándo te mantuviste tú
alejado de mi vida? Cuando Isabella me abandonó, me
gritaste fieramente. Todos me gritasteis, tú, Cameron e
Ian.
Mac se detuvo.
—Ian—, dijo. Una sonrisa se extendió en su cara.
Así era Mac, saltaba de emoción a emoción sin una
pausa entre ambas.
— ¿No tengo porqué gritarte, verdad? —preguntó
Mac. —Todo lo que tengo que hacer es contarle las
cosas a Ian. Y luego que Dios tenga misericordia de tu
alma.
Hart no dijo nada, pero sintió un amago de
inquietud. Ian, el hermano Mackenzie más joven, no
entendía la sutileza. Podría deletrear la palabra
sutileza y recitar lo que significaba según el
diccionario, pero Ian no podía asimilarla, o
practicarla o reconocerla en otros. Una vez que Ian
decidía entrar en acción, ni todos los diablos del
infierno o los ángeles del cielo, podían disuadirle de
ello.
Mac se rió de él.
—Pobre Hart. Tengo ganas de verlo—. Se quitó el
pañuelo de la cabeza, manchándose de pintura el pelo
rebelde. —Estoy contento de que Eleanor haya venido
para atormentarte. Pero no podrá ser esta noche. Me
la llevo a casa, a ella y a su padre conmigo para el té, e
Isabella hará que se queden después. Ya sabes cómo
son las mujeres cuando se ponen a hablar. No paran
ante nada hasta caer rendidas.
Hart no había planeado quedarse en casa esa
noche, pero de repente le disgustó pensar que Eleanor
dejaría la casa. Si la apartaba de su vista podía
desaparecer, volver a Glenarden, su refugio. Un lugar
que, a pesar de sus derrumbadas paredes, siempre
parecía impedir la entrada a Hart.
—Creía que estaban los decoradores allí—
refunfuñó.
—Lo están, pero nos apretaremos. Sólo me
afectan sus golpes cuando trato de pintar. Saludaré a
Isabella en tu nombre—. Mac miró intencionadamente
a Hart. —No estás invitado.
—Iba a salir de todos modos. ¿Harás que Eleanor
vuelva a casa sin peligro, verdad? Londres es un lugar
peligroso.
—Por supuesto. Les escoltaré yo mismo.
Hart se relajó un poco, Mac lo haría, pero
entonces la sonrisa de Mac desapareció. Se acercó a
Hart y se puso justo enfrente, mirándole desde
arriba, desde la media pulgada que le llevaba a su
hermano mayor.
—No le rompas el corazón otra vez— dijo Mac. —
Si lo haces, te golpearé con tanta fuerza que tendrás
que decir tus discursos en el Parlamento en una silla
de ruedas.
Hart trató de recuperar su tono de voz habitual,
sin lograrlo completamente.
—Sólo vigila que vuelva a casa.
—Somos Mackenzies— dijo Mac, con mirada
tranquila. —Recuerda que rompemos lo que tocamos.
— Pinchó con un dedo a Hart. —No estropees esto.
Hart no contestó, y finalmente, Mac se marchó.
Hart cogió una llave del cajón de su escritorio,
volvió al gabinete que guardaba el cuadro de su padre
y lo cerró herméticamente.

***

La vida en la casa de Hart resultó menos


angustiosa de lo que Eleanor había temido,
mayormente porque Hart estaba raramente en ella.
Hart explicó la presencia de Eleanor en Londres
haciendo correr el cuento de que el Conde Ramsay
había ido a Londres para iniciar una investigación en
el Museo británico para su siguiente libro. Hart había
ofrecido al empobrecido Ramsay un cuarto en su
casa, y naturalmente, el conde había ido acompañado
por su hija y asistente, Lady Eleanor. Mac e Isabella
ayudaron a impedir que las lenguas calumniaran,
mudándose con los niños y todo, un día después de la
llegada de Eleanor, sus decoradores habían
comenzado con los dormitorios.
Hart dijo a Wilfred que Eleanor iba a
mecanografiar las cartas, en la máquina de escribir
Remington que había comprado para Wilfred en
América. También abriría y clasificaría la
correspondencia social de Hart, ayudaría a Wilfred a
arreglar su calendario social y ayudaría a Isabella a
organizar los eventos de Hart. Wilfred asintió con la
cabeza sin que le cambiara mucho la expresión, estaba
acostumbrado a los pedidos arbitrarios y a veces
extraños de Hart.
Lord Ramsay se adaptó a la vida en la gran casa de
Grosvenor Square de Hart sobre la marcha, pero
Eleanor encontró difícil acostumbrarse a todo el
esplendor. En Glenarden, la casa de Ramsay cerca de
Aberdeen, uno nunca sabía cuando un ladrillo se
caería de una pared o el agua de la lluvia inundaría
un pasillo. Aquí, los ladrillos no tenían permitido el
caerse, ni el agua de la lluvia gotear. Las tranquilas y
bien entrenadas criadas, rondaban en torno a Eleanor
pendientes de su llamada, y los lacayos corrían para
abrir cada puerta por la que pasaba.
Lord Ramsay, por otra parte, se divertía
enormemente. Sin hacer caso de los horarios
habituales de la casa, se levantaba cuando quería,
invadía la cocina cuando tenía hambre, luego recogía
sus cuadernos y lápices en una pequeña mochila y
caminaba solo por todo Londres. El mayordomo trató
de explicarle que Hart había dispuesto un carruaje
para llevarle dondequiera que deseara, pero Lord
Ramsay le ignoró y anduvo al museo cada día o cogía
un ómnibus. Descubrió que amaba el ómnibus.
—Sólo imagínate, Eleanor—, dijo Ramsay cuando
llegó a casa muy tarde en la segunda noche de su
estancia. —Puedes ir a cualquier parte que desees por
un penique. Y ver a muchas personas. Es
tremendamente divertido después de lo aislados que
estábamos en casa.
—Por el amor de Dios, padre, no se lo digas a
Hart—, dijo Eleanor. —Espera que te comportes como
un par del reino y viajes con todo lujo.
—¿Por qué? Veo mucho más de la ciudad de esta
forma. ¿Sabes, alguien en Covent Garden trató de
robar en mi bolsillo? Nadie había escogido mi bolsillo
antes. El ladrón era sólo un niño, ¿puedes creerlo?
Una niña. Le pedí perdón por que mi bolsillo
estuviera tan vacío, y luego le di el penique que
guardaba para el ómnibus.
—¿Qué demonios hacías en Covent Garden?—
preguntó Eleanor preocupada. — Eso no está cerca del
museo.
—Lo sé, querida. Tomé una bocacalle incorrecta y
caminé mucho. Por eso llego a casa tan tarde. Tuve
que preguntar a muchos policías las direcciones hasta
que encontré el camino.
—Si fueras en carruaje, no te perderías—, dijo
Eleanor, abrazando a su padre. — Ni escogerían tus
bolsillos. Y no me preocuparía tanto.
—Tonterías, querida, los policías son de lo más
serviciales. No tienes por qué preocuparte por tu viejo
padre. Estaré bien.
Había un destello en sus ojos, ese que la enfurecía.
Eleanor pensaba que su padre sabía muy bien lo que
hacía, pero que jugaría al anciano distraído tanto como
le apeteciera.
Mientras su padre se entretenía en el museo o
viajando en ómnibus, Eleanor hacía sus deberes
aparentes. Encontró que disfrutaba escribiendo a
máquina las cartas que Wilfred le daba, porque le
permitían vislumbrar la vida de Hart, al menos la
formal.
“El Duque está encantado de aceptar la
invitación del embajador a la recepción al aire libre
el próximo martes”, o, ―El Duque presenta sus
excusas por no resultarle posible asistir a la reunión
del viernes por la noche”, o, “Su Gracia agradece a su
señoría el préstamo del libro y lo devuelve con su
gratitud”.
Demasiado cortés y muy diferente del estilo que
usaba Hart. Pero realmente él no escribía las
respuestas, garabateaba sí o no en las cartas que
Wilfred examinaba y le pasaba. Wilfred redactaba las
respuestas, y Eleanor las escribía a máquina.
Eleanor podría haberse arreglado pronto con la
redacción de las respuestas por sí mismas, pero
Wilfred, viejo orgulloso, creía que ese era uno de los
pilares de su vida, por lo que Eleanor no insistió.
Menos mal. Estaría tentada de escribir a máquina
cosas como: Su Gracia presenta sus excusas por no
asistir a su baile de caridad. Por supuesto que no irá,
vaca loca, después de que le llamara mierda escocesa.
Sí, oí como lo decía en Edimburgo el verano pasado
cuando regresó. Realmente debería refrenar su lengua.
No, era mejor que Wilfred redactara las cartas.
En cuanto a las fotografías, Eleanor reflexionó
sobre qué hacer. Hart le había dicho que había veinte
fotografías en total. Habían enviado a Eleanor sólo
una, no tenía forma de saber si el admirador las tenía
todas o sólo ésta. ¿Y si sólo tenía esa, dónde estaban
las demás? Por la noche, sólo en su habitación,
sacaría la fotografía y la estudiaría.
La postura mostraba a Hart en el perfil perfecto.
La mano que apretaba el borde del escritorio,
mostraba todos los músculos tensos de su brazo, el
hombro fuerte y redondeado. Los muslos desnudos
de Hart mostraban la nervuda fuerza, y la cabeza
doblada meditativa no era de ningún modo débil.
Ese era el Hart que Eleanor había conocido hacía
años, con el cual había accedido sin vacilar a casarse.
Había tenido el cuerpo de un dios, una sonrisa que
derretía su corazón, un brillo pecador en sus ojos
dedicado a ella y sólo a ella.
Siempre había estado orgulloso de su físico, se
mantenía en forma con mucha equitación y andar,
boxeo, remo, o cualquier otro deporte que pudiera
practicar en ese momento. Por lo que había podido
vislumbrar debajo de su kilt y su chaqueta, ahora era
más musculoso y sólido que en la fotografía. Jugó con
la fantasía de hacerle ahora una fotografía, y comparar
entre las dos.
La mirada de Eleanor finalmente bajó hasta la
cosa hacia la que fingía no sentir interés. En el
cuadro, el falo de Hart estaba parcialmente tapado
por su muslo, pero Eleanor lo podía ver, sin erección,
pero lleno y grande.
Recordó la primera vez que había visto a Hart
desnudo, en la pérgola de Kilmorgan, una locura
construida en un acantilado con una amplia visión del
mar. Hart se había quitado su kilt en último lugar, su
sonrisa perversa cuando Eleanor vio que no llevaba
nada debajo. Se había reído cuando su mirada resbaló
hacia abajo por su cuerpo y vio su erección y cuánto la
deseaba. Nunca había visto un hombre desnudo antes,
al menos ninguno como ese hombre.
Recordó el sonido de su corazón, el rubor de su
piel, el cálido orgullo de saber que el evasivo Lord
Hart Mackenzie le pertenecía. Había acostado a
Eleanor en la manta que había cogido previsoramente
para la excursión y le había permitido explorar su
cuerpo. Había enseñado a Eleanor todo lo que ella
deseaba. Había atinado en todo.
La sonrisa de Hart, su risa baja, el modo
increíblemente sensible en que la había tocado habían
hecho que se enamorara locamente de él. Eleanor
creyó que era la más afortunada de las mujeres, y lo
había sido.
Eleanor suspiró y metió la fotografía y su diario,
en su escondrijo.
Llevaba viviendo en la casa de Hart tres días
cuando llegó la segunda fotografía, se la entregaron en
mano directamente a ella.
Capítulo 3
—Para usted, milady—, dijo la criada de Hart,
ejecutando una perfecta reverencia.
En el sobre leyó: Señora Eleanor Ramsay,
residente en el número 8, Grosvenor Square. La
misma letra con el mismo estilo cuidadoso, pero sin
ningún sello, ninguna indicación de dónde provenía la
carta. El sobre era duro y pesado, y Eleanor sabía lo
que había dentro.
—¿Quién trajo esto?— preguntó Eleanor a la
criada.
—El muchacho, milady. El que suele traer todos
los mensajes a Su Gracia.
—¿Dónde está este muchacho ahora?
—Se ha marchado, milady. Él hace entregas por
todo el barrio hasta Oxford Street.
—Bien, gracias.
Eleanor tendría que encontrar al muchacho y
repetirle la pregunta. Volvió arriba, se encerró en su
dormitorio, llevó una silla a la ventana para tener luz,
y abrió el sobre.
Dentro había un pliego de papel barato vendido al
peso en cualquier papelería y un cartón doblado.
Dentro del cartón otra fotografía.
En ésta, Hart estaba de pie ante una amplia
ventana, pero lo que se mostraba era un paisaje, no
estaba en la ciudad. Daba la espalda al fotógrafo, con
sus manos en el alféizar, y otra vez, estaba totalmente
desnudo.
Una amplia espalda musculosa que terminaba en
un firme trasero. Todo lo firme que podía ser. Los
brazos estaban en tensión, soportando todo su peso
mientras se inclinaba en la ventana.
La fotografía había sido impresa en un papel
duro, parecido al de las tarjetas de visita, pero sin la
señal del estudio de un fotógrafo. Hart había tenido
probablemente su propia cámara para tomar retratos,
y su ex-amante, la Sra. Palmer, los había hecho.
Eleanor no podía imaginar que Hart confiara tales
cosas a nadie más.
La propia Sra. Palmer le había dicho a Eleanor qué
clase de hombre era Hart Mackenzie realmente. Un
pícaro sexual. Imprevisible. Exigente. Pensaba que
todo era una aventura, su aventura. La mujer en la
ecuación era simplemente un medio para su placer. No
había entrado en detalles, pero lo que le había
insinuado había sido bastante para escandalizar a
Eleanor.
La Sra. Palmer había muerto hacía dos años y
medio. ¿Quién, desde entonces, poseía esas malditas
fotografías, por qué él o ella se las enviaba a Eleanor,
y por qué habían esperado hasta ahora? Ah, pero justo
ahora Hart estaba luchando por levantar a Gladstone
de su asiento y asumir el gobierno.
La nota decía lo mismo que la primera. De alguien
que la quiere bien. Sin amenazas de chantaje, sin
amenazas de delatar a Hart, sin demandas de dinero.
Eleanor levantó la carta hacia la luz, pero no vio
ninguna señal de mensajes secretos o pistas en la
delgada filigrana, ningún código hábilmente
escondido alrededor de los bordes de las palabras.
Solamente una frase escrita a lápiz.
El reverso de la fotografía no mostraba ninguna
pista, ni tampoco el frontal. Eleanor cogió una lupa y
estudió los granos de la fotografía, por si acaso alguien
hubiera escrito mensajes diminutos allí.
Nada.
La visión ampliada del trasero de Hart era buena,
sin embargo. Eleanor lo estuvo mirando con la lupa
durante un buen rato.
La única manera de hablar con Hart a solas, era
ponerle una emboscada. Esa noche, Eleanor esperó
hasta que su padre se hubo retirado a su dormitorio,
entonces fue al pasillo exterior del dormitorio de
Hart, un piso debajo del suyo. Arrastró dos sillas del
otro lado del pasillo a la puerta del dormitorio, una
silla para sentarse y la otra para poner los pies.
La casa de Hart era la más grande y magnífica de
todo Mayfair. Naturalmente. Muchas casas urbanas
de Londres tenían dos alas alargados y una entrada
amplia, con una escalera que iba desde la puerta
principal y recorría toda la casa. Las casas más
grandes edificaron cuartos detrás de la escalera y
quizás algún cuarto delantero en los pisos superiores.
La gran casa de Hart era amplia y profunda,
teniendo cuartos a ambos lados de la escalera así como
detrás de ella. La planta baja albergaba las
habitaciones comunes, una sala a un lado, un
magnífico comedor en el otro, y una sala de baile
bastante grande que se encontraba a la espalda de la
casa.
La escalera abierta subía a través del resto de los
pisos en un amplio y elegante rectángulo, y en el
descansillo de cada piso se abría una galería. En la
primera planta había otro salón, una gran biblioteca y
un comedor privado para la familia. El siguiente piso
contenía el gran estudio de Hart, el estudio más
pequeño en el que trabajaban Eleanor y Wilfred, y el
dormitorio de Hart en la parte trasera de la casa,
donde Eleanor esperaba ahora. Mac e Isabella, su
padre y ella ocupaban cuartos en el piso superior de la
casa, junto con un cuarto de niños provisional y el
estudio de Cam.
Eleanor se sentó con su espalda contra la puerta
del dormitorio de Hart y estiró sus pies en la otra silla.
Una lámpara de gas silbó encima de ella, abrió una
novela de la biblioteca y comenzó a leer.
La novela era emocionante, con un malvado
bandido decidido a derribar a la inocente heroína, el
héroe luchando en una selva contra tigres o cualquier
otra cosa que amenazara a la heroína. Nunca había
héroes a su alrededor, cuando los necesitaba. El
silbido de la lámpara de gas era relajante, el aire
caliente, y sus ojos se fueron cerrando.
Se sobresaltó al despertarse y dejó caer
accidentalmente el libro que había estado leyendo, y se
encontró con Hart Mackenzie de pie a su lado.
Eleanor se levantó de un salto. Hart permaneció
donde estaba, sin moverse, con el pañuelo que
acababa de quitarse en una mano. Esperaba que se
explicase, típico de él.
Iba vestido con el kilt de los Mackenzie y una
chaqueta formal, su camisa abierta revelaba el hueco
de su garganta. Sus ojos estaban rojos y teñidos por la
bebida, su cara oscurecida por la incipiente barba.
Olía pesadamente a humo de puro, al aire de la noche,
y al perfume de una mujer.
Eleanor disimuló la punzada de consternación
que le causaba el olor a perfume, y se aclaró la
garganta.
--Me temo que el único medio para hablar
contigo, Hart, es acecharte como a un tigre… en una
selva. Deseo hablar de las fotografías contigo.
—No ahora—, dijo Hart.
Apartó una silla y abrió la puerta de su dormitorio,
pero Eleanor se colocó delante de él.
—Tú y yo, tenemos cierto temperamento. Nunca
me hablarías de ellas si pudieras evitarlo. La casa está
dormida. Podemos hablar en privado. Tengo cosas que
preguntarte.
—Díselo a Wilfred. Te concertará una cita.
Hart abrió la puerta y pasó por delante de ella al
interior, pero antes de que pudiera cerrar la puerta,
Eleanor entró siguiéndole.
—No tengo miedo de estar en tu dormitorio, Hart
Mackenzie. He estado aquí antes.
Hart dedicó a Eleanor una mirada que hizo que se
le detuviera el corazón. Tiró la corbata y el cuello en
una silla y se dirigió hacia la mesa y su decantador de
licor.
—Si quieres que todo Mayfair sepa que me
perseguiste a mi dormitorio, por supuesto, quédate y
cierra la puerta.
Eleanor dejó la puerta abierta.
—No has cambiado el mobiliario aquí tampoco—,
dijo, manteniendo su voz baja.
—La cama es realmente medieval. Y
completamente incómoda si no recuerdo mal.
Hart le lanzó otro vistazo, cuando se sirvió un poco
de whisky en un vaso y colocó el tapón sobre el
decantador.
—¿Qué quieres, Eleanor?—, preguntó, con voz
enfadada. —He tenido una noche infernal.
—Hablar de las fotografías, como te dije. Si quiero
encontrarlas, o descubrir lo que esta persona busca
enviándomelas a mí, tengo que saber más.
—Bien, yo no quiero hablar de esas malditas fotos
ahora mismo.
Ella comenzó a contestar, luego se detuvo,
considerando el aspecto airado y el ceño fruncido de
Hart.
—Estás muy enfadado esta noche, Hart. ¿Quizás la
dama te decepcionó?
Hart la contempló sobre el vaso que había
comenzado a levantar.
—¿Qué dama?
—Esa a cuyo perfume apestas.
Sus cejas se elevaron.
—¿Te refieres a la Condesa Von Hohenstahlen?
Tiene ochenta y dos años y se empapa en olores que
harían ruborizarse a una furcia.
—Ah.
Hart se bebió el whisky de un trago. Su cara
cambió cuando la bebida de malta Mackenzie hizo su
trabajo.
Apoyó el vaso sobre la mesa con fuerza.
—Estoy cansado, y quiero acostarme. Hablaremos
por la mañana. Pide a Wilfred una cita conmigo.
Cuando Eleanor se dio la vuelta hacia la puerta,
sintió el alivio de Hart al ver que se marchaba. Ese
alivio la enojó.
Eleanor continuó hacia la puerta, pero en el último
momento, la cerró y se volvió.
—No quiero esperar—, dijo.
Hart se había quitado la chaqueta y ahora la cogió
sin darse cuenta, sus ojos mostraban su agotamiento.
—Por Cristo, Eleanor.
—¿Por qué estás tan poco dispuesto a hablar de las
fotografías? Podrían hacerte mucho daño.
Hart se dejó caer en una silla, la falda cubría sus
piernas, y alcanzó de nuevo el decantador. Un
caballero nunca debía sentarse en presencia de una
dama sin pedirle permiso primero. Pero Hart
simplemente se sirvió más whisky y apoyó los codos
en los brazos del sillón cuando levantó el vaso.
—Yo creía que eso te habría gustado.
—No así. No mereces ser el hazmerreír. La Reina
sería totalmente despectiva y ella tiene mucha
influencia. Aunque ella y el Príncipe consorte
coleccionen fotografías de desnudos. ¿Sabías eso? No
mucha gente lo sabe, pero una vez me las enseñó. Le
gustaba hablar de Albert. Mejor dicho lo adoraba.
Sus palabras se apagaron, ya que Hart la miraba
fijamente.
—¿Qué merezco, entonces, muchacha?—, sus
suaves palabras demostraban que estaba realmente
muy bebido. Hart raramente mostraba ningún efecto
por la bebida, pero cuando lo hacía, estaba muy
embriagado. —¿Qué merezco, Eleanor?
Ella se encogió de hombros.
—Te mereciste que rompiera el compromiso,
entonces. Quizás no merecías que no te perdonara y
que estuviera tan enfadada como para no hablar
contigo. Pero así ocurrió. Hemos seguido con
nuestras vidas. Aparte. Como se suponía que debía ser.
—¿Lo que se suponía que debía ser?— Su voz era
baja, suave, la voz de dormitorio de ese hombre
Mackenzie.
—No nos habríamos llevado bien, lo sabes Hart—.
Rodeó el pulgar y las puntas de sus dedos. —
Hubieran saltado demasiadas chispas.
—Sí, tienes el fuego en tu interior, muchacha, eso
es verdad. Todo un carácter—. El delicioso acento
escocés se hacía más evidente cuanto más whisky
bebía. —Y fuego de otra clase. No lo he olvidado.
Eleanor no lo había olvidado tampoco. Hart sabía
cómo excitarla exactamente, como dirigir sus manos
bajo su cuerpo y atraerla hacia él, cómo provocar los
primeros besos. Hart había sabido cómo tocarla, qué
susurrar en su oído, cómo dejar que su aliento
perdurara en su piel.
Una señora no debería saber nada de hombres
antes de su noche de bodas, pero Eleanor lo había
sabido todo sobre Hart Mackenzie. Su bien musculado
cuerpo, las viejas cicatrices que entrecruzaban su
espalda, el fuego de su boca en la suya, la habilidad
de sus manos cuando desabotonaba su ropa y la
desnudaba.
Tres veces la había seducido, y tres veces le había
dejado. Una vez en el acantilado, otra vez en ese
dormitorio, y una vez en su dormitorio de Kilmorgan.
Ellos estaban prometidos, y ella había pensado: ¿Por
qué está mal?
Hart estaba sentado en la silla en el otro lado de la
habitación, bebiendo whisky, pero podría haber estado
a su lado otra vez, recorriendo su columna con sus
dedos, haciéndola temblar como acostumbraba.
Eleanor alejó los recuerdos agradables de los dos.
Tenía que mantener la serenidad o se echaría a sus
pies pidiéndole que la hiciera temblar otra vez.
—Sobre estas fotografías—, dijo. —No vi nada en
ninguna de ellas que me diera ninguna pista acerca de
quien las envió.
Él dijo alarmado.
—¿Ninguna de ellas? ¿Hay otra?
—La recibí esta tarde. Me la entregaron en mano.
No he tenido la posibilidad de preguntar al muchacho
que la entregó acerca de quién se la dio a él.
Hart no se volvió a sentar en la silla, ya no parecía
borracho.
—Entonces esa persona sabe que estás aquí.
—¡Santo Cielo! Toda Inglaterra debe saberlo. La
señora Mountgrove se lo habrá contado a cada uno
que la escuchara. Ella te vio traerme aquí,
¿recuerdas? Desde entonces habrá estado mirando
esta casa para ver si la abandonaba. Lo cual he hecho,
pero he regresado. Y permanezco aquí.
—Preguntaré al muchacho que la entregó.
Eleanor movió la cabeza.
—No es necesario. Las fotografías me las envían a
mí. Yo le preguntaré.
Hart puso el vaso en el brazo del sillón.
—Ésta persona sabe quién eres y dónde estás, no
me gusta eso—. Levantó la mano. —Déjame ver la
fotografía.
—No seas tonto, no la llevo encima. Está arriba en
mi habitación, escondida con la otra. Puedo decirte
que se parece más o menos a la anterior, salvo que
estás mirando hacia afuera por una ventana. Por lo
que puede verse a través de la misma, podrías estar en
el castillo Kilmorgan.
Afirmó con la cabeza.
—De seguro que estaba en mi casa, supongo. La
imagen demostraría que no me daba miedo hacer algo
así allí.
—La casa no era exactamente tuya entonces—, dijo
Eleanor. —Tu padre todavía debía estar vivo en aquel
momento.
—Vivo, pero lejos. Un buen momento para hacer lo
que me apetecía.
—Las fotografías están muy bien hechas, sabes.
Son muy artísticas. Las imágenes que la Reina y el
Príncipe Albert coleccionaban también eran de muy
de buen gusto, aunque no era lo mismo. Tú posaste
para las tuyas. La Reina nunca hubiera permitido que
el Duque posara para un artista común. ¿Hizo la Sra.
Palmer todas las fotos?
—Sí—. Dijo conciso. Eleanor levantó las manos.
—¿Ves? Esa es exactamente la clase de
información que necesito. La Sra. Palmer podría
haber dejado la colección a alguien, o alguien podría
haberlas encontrado después de su muerte. Realmente
deberías dejarme ir a esa casa en High Holborn donde
vivió, para echar un vistazo.
—No—. Una sílaba fuerte, contundente, definitiva.
—Pero ya no es un prostíbulo, ¿no?— preguntó
Eleanor. —Sólo una de tus propiedades. Tú le
vendiste la casa a la Sra. Palmer, y ella te la legó a ti.
Lo busqué. Los testamentos son archivos públicos.
La mano de Hart estaba firmemente apretada
alrededor de su vaso.
—Elle, no vas a ir a esa casa.
—Deberías habernos instalado a mi padre y mí
allí. Sería mucho más práctico para ir al Museo
británico, y yo podría rebuscar de arriba a abajo más
fotografías.
—Déjalo estar, Eleanor—. Su voz se elevó, señal
inequívoca de su cólera.
—Pero es sólo una casa—, dijo. —No hay nada
incorrecto en ella ahora, y podría guardar una pista
vital.
—Sabes muy bien que no es sólo una casa—. La
cólera iba en aumento. —Y olvídate de esa mirada
inocente. No eres nada inocente. Te conozco.
—Sí, a veces me parece que me conoces
demasiado bien. Eso hace muy difícil el dirigirme a ti
en algunas ocasiones.
Eleanor tenía una ligera sonrisa en su cara,
intentando bromear, y Hart no podía respirar. Ella
siempre hacía eso, entraba en una habitación y le
dejaba sin respiración.
Ella estaba remilgadamente erguida, con su
vestido azul de hechura sencilla, y pasado de moda,
con sus ojos ingenuos, diciendo que debería visitar la
casa de High Holborn, cuya existencia los había
separado.
No, no separado. Hart se había vuelto más loco
que un jugador de cricket que golpeara a todo en una
tienda de té.
Eleanor había estado completamente decorosa,
después de su arrebato inicial. Tenía todo el derecho
de su lado. Podría haber demandado a Hart por
habérsela llevado a la cama, por arruinar su
reputación, por violar cualquiera de los numerosos
puntos de su complicado contrato de boda.
En cambio, le había dicho adiós y había
abandonado su vida. Dejándole un gran agujero, tan
grande que nunca había podido rellenarlo.
Hart se había olvidado de todas las fotos hasta que
Eleanor apareció unos días antes para colocarse
delante de su escritorio.
—Si esa persona es un chantajista, Elle, no quiero
que tengas nada más que ver con esto. Los
chantajistas son peligrosos.
Levantó las cejas.
—¿Has tenido el trato con ellos antes, verdad?
Demasiadas jodidas veces.
—El intento de chantajear a la familia Mackenzie
es un pasatiempo popular—, dijo Hart.
—Hmm, sí, puedo entenderlo. Supongo que hay
algunos que creen que pagarás para no dar acceso a los
periódicos a tus secretos o que no sean susurrados en
los oídos incorrectos. Tú y tus hermanos tenéis tantos
secretos.
Y Eleanor sabía cada uno de ellos. Sabía cosas que
nadie más en el mundo sabía.
—Todos estos chantajistas tienen una cosa en
común—, dijo Hart. —Ellos no lo logran.
—Bueno. Entonces si es un chantajista, nos
libraremos de él también.
—No nosotros—, dijo él firmemente.
—Se razonable, Hart. Alguien me envió las fotos
a mí. No a ti, no a tus enemigos, ni a tus hermanos,
sino a mí. Creo que eso debe significar algo.
¿Además, por qué las envían totalmente limpias, sin
señas y sin demandas de dinero?
—Para demostrarte que las tienen y hacer las
demandas después.
Ella se mordisqueó el labio.
—Quizás.
A Hart no le importaban en absoluto las malditas
fotografías. No con Eleanor mordiéndose su rojo labio
y haciendo que Hart deseara mordérselo por sí mismo.
—Eres muy cruel, Elle—. Su voz sonaba tranquila
otra vez. Sus cejas se fruncieron en un delicioso ceño.
— ¿Cruel? ¿Por qué demonios dices eso?
—No me has hablado durante años. Y de repente
llegas a Londres declarando que debes salvarme como
un benévolo ángel. ¿Cambiaste acaso un día de la
semana pasada y decidiste que me habías
perdonado?—. Se quedó esperando.
—Por supuesto que no. Comencé a perdonarte
hace unos años. Después de que murió Sarah. Me
sentí fatal por ti, Hart.
Él se detuvo, fríamente en su camino hacia el
whisky.
—Eso fue hace casi ocho años.
—Sí, lo sé.
—Nunca noté que me perdonaras—, dijo con voz
áspera. —Ninguna carta, ninguna visita, ningún
telegrama, ninguna confesión a mis hermanos o a
Isabella.
—Dije que fue entonces cuando comencé a
perdonarte. Me llevó mucho más tiempo conseguir
sobreponerme a toda la cólera. Además eras el Duque
de Kilmorgan entonces, bien protegido detrás de las
barreras ducales, y preparándote para apartar de tu
camino al poder a cualquiera que te molestara.
También volviste con la Sra. Palmer. Puedo vivir en un
lugar apartado, pero créeme, estoy bien informada de
todo lo que haces. Y la tercera razón por la que nunca
te lo hice saber es porque no tenía ni idea de si te
preocupabas por mi perdón o no.

Capítulo 4
La mitad del personal del Hart pareció
completamente impresionada al ver Su Gracia bajar
corriendo la escalera con el kilt y la camisa abierta, su
cara oscurecida con la barba y sus ojos inyectados de
sangre.
No deben de conocerle bien, pensó Eleanor. Hart
y sus hermanos cuando estaban solteros solían
emborracharse en esa casa, durmiendo dondequiera
que cayeran. Los criados o bien se acostumbraban a
ello o encontraron un lugar más tranquilo para
trabajar.
Los criados que habían permanecido con él
mucho tiempo, apenas echaron un vistazo a Hart,
continuando con sus quehaceres sin alterarse. Estos
eran los que se habían habituado a trabajar para los
Mackenzies.
Hart empujó a Eleanor al pasar, su ropa oliendo a
humo rancio y a whisky. Su pelo estaba todo
enredado, su cuello húmedo por el sudor. Se dio la
vuelta en el vestíbulo y colocó sus manos a ambos
lados del marco de la puerta, bloqueándole a Eleanor
la salida.
Eleanor había visto antes a Hart desaliñado y con
resaca después de una noche de juerga, pero en el
pasado, él había mantenido su pícaro sentido del
humor, su encanto, sin importar lo mal que se
sintiera. No era así esta vez. Recordó el vacío que
había visto en él la pasada noche, ningún rastro de la
pecadora sonrisa Mackenzie que había encandilado a
una Eleanor de veinte años. Aquel hombre había
desaparecido.
No. Él todavía estaba en allí. En algún sitio. Lord
Ramsay dijo desde detrás de Eleanor:
—Eleanor ha decidido que deberíamos regresar a
Escocia.
El nuevo Hart, tan frío, fijó su mirada fija en
Eleanor.
— ¿A Escocia? ¿Por qué?
Eleanor simplemente le miró. El cristal al
romperse, y el ¡Fuera! todavía resonaban en sus oídos.
Las palabras la habían cortado, pero no la habían
asustado. Hart había estado luchando contra el dolor,
y el whisky lo había agudizado.
Por favor, algo en sus ojos le susurraban ahora.
Por favor, no te vayas.
— ¿Le pregunté por qué?— Hart repitió.
—Ella no ha dado ninguna razón—, contestó Lord
Ramsay. —Pero usted sabe como es Eleanor cuando
está decidida.
—Prohíbaselo—, dijo Hart, las palabras salieron
entrecortadas. Su padre se rió entre dientes.
— ¿Prohíbeselo? ¿A Eleanor? Esas palabras no
pueden ir juntas en la misma oración.
Esto quedó colgando allí. Los músculos del Hart
se tensaron cuando se agarró al marco de puerta.
Eleanor permanecía con la espalda recta, mirando a
esos ojos de color avellana que ahora estaban
enrojecidos y ojerosos.
Él nunca lo pedirá, se dio cuenta. Hart Mackenzie
daba órdenes. Él no pedía. Él no tenía ni idea de cómo
hacerlo.
Y por eso siempre se peleaban. Eleanor no era
mansa ni obediente, y Hart pensaba en dominar a
cada persona que le saliera al paso.
—Chispas—, dijo Eleanor.
El calor llameó en los ojos del Hart. Hambre y
cólera.
Ellos habrían estado de pie allí todo el día, Hart y
Eleanor enfrentados el uno al otro, salvo que un
carruaje grande traqueteó hasta la puerta principal.
Franklin, el lacayo, en su puesto fuera, dijo algo
saludando al visitante que descendía del carruaje. Hart
no se movió.
Él todavía estaba allí de pie, enfrentando a
Eleanor, cuando su hermano más joven, Ian
Mackenzie, se topó con su espalda.
Hart miró hacia atrás, e Ian se detuvo con
impaciencia.
—Hart, estás bloqueando el camino.
—Oh, hola, Ian—, dijo Eleanor rodeando a Hart. —
Qué encantador volver a verle. ¿Has traído a Beth
contigo?
Ian apretó el hombro del Hart con una mano
grande enfundada en un guante de cuero.
—Muévete.
Hart se apartó del marco de puerta.
— ¿Ian, qué estás haciendo aquí? Se supone que
deberías estar en Kilmorgan.
Ian entró tranquilamente, le echó una mirada a
Eleanor, ignorando a Hart, y enfocó sus ojos del color
del whisky en un punto entre Eleanor y Lord Ramsay.
—Beth me dijo que te enviaba su amor—, dijo
rápidamente y de forma monótona. —La verás en casa
de Cameron cuando vayamos a Berkshire. Franklin,
lleva las maletas arriba, a mi habitación.
Eleanor podía sentir la furia rodeando a Hart, pero
él no le gritaría con Ian de pie entre ellos.
Confía en Ian para aclarar una situación, pensó.
Ian podría no entender lo que sucedía, podría no ser
capaz de sentir la tensión emocional de aquellos que
le rodeaban, pero tenía una extraña destreza para
controlar cualquier lugar al que entrara. Lo hacía aún
mejor que Hart.
El Conde de Ramsay era otro que podía difuminar
la tensión.
—Me alegro de verle, Ian. Estaría interesado en
oír lo que usted tiene que decir sobre algunas piezas
de cerámica de la dinastía de Ming que he
encontrado. Estoy un poco perdido con los
caracteres, no puedo distinguirlos. Soy un botánico, un
naturalista, y un historiador, no un lingüista.
—Usted lee en trece lenguas, padre—, dijo Eleanor,
sin apartar su mirada de Hart.
—Sí, pero soy más de generalidades. Nunca
aprendí las especificaciones concretas de las lenguas
antiguas, sobre todo de las asiáticas.
—Pero nos vamos a Escocia—, dijo Eleanor. —En
este momento. ¿Recuerdas? Ian comenzó a ir hacia la
escalera.
—No, te quedarás aquí en Londres hasta que
viajemos a Berkshire. Todos nosotros. Vamos cada
año.
Hart inhaló fuertemente, mirando a su hermano
subir.
—Este año es diferente, Ian. Trato de forzar una
elección.
—Hazlo desde Berkshire—, dijo Ian, y después se
fue.
—Parece el mejor arreglo—, dijo Alec Ramsay con
su alegría habitual. —Franklin, devuelva nuestro
equipaje arriba también, es un excelente muchacho.
Franklin murmuró,
—Sí, su señoría—, recogiendo tantos bultos como
sus jóvenes brazos podían llevar, y apresurándose en ir
arriba.
— ¿Milady?— Una de las doncellas entró del
vestíbulo, pareciendo tranquila, como si Eleanor y
Hart no hubieran comenzado una pelea en medio del
vestíbulo delantero. —Ha llegado una carta para usted.
El chico de los recados me la dio.
Eleanor le dio las gracias y la cogió, obligándose
a no arrebatársela a la criada de la mano. Consciente
del aliento de Hart en su mejilla, Eleanor abrió el
sobre.
Para Lady Eleanor Ramsay, alojada en el número
8, Grosvenor Square. Misma letra, mismo papel.
Eleanor pasó rápidamente a Hart y atravesó el
vestíbulo antes de que él pudiera detenerla, y corrió
afuera bajo un viento helado. Ella miró frenéticamente
arriba y abajo de la calle buscando una señal del chico
que la había entregado, pero ya había desaparecido en
el tráfico de la mañana.

Eleanor buscó a Ian una hora más tarde y le


encontró en el estudio del Hart. Hart ya había dejado
la casa, bramando a Marcel para que le adecentara
antes de que partiera con mucho ruido hacia su club o
a Whitehall, o dondequiera que hubiera ido. Hart
nunca se molestaba en decírselo a nadie.
Ian estaba sentado en la mesa, escribiendo, y no
alzó la vista cuando Eleanor entró. Su figura grande
llenaba la silla, su kilt fluía sobre sus grandes piernas.
Al otro lado de la habitación, su ayuda de cámara,
Curry, estaba estirado en un diván, roncando.
Ian no alzó la vista cuando Eleanor se acercó al
escritorio. Su pluma continuó moviéndose,
rápidamente, regularmente, sin cesar. Eleanor vio
cuando ella llegó a su lado que él no escribía palabras,
sino series de números en largas columnas. Él había
cubierto ya dos hojas de estos números, y mientras
Eleanor miraba, Ian terminó una tercera hoja y
comenzó una cuarta.
—Ian—, dijo Eleanor. —Te pido perdón por
interrumpirte…
Ian siguió escribiendo, sus labios moviéndose
mientras su mano llenaba la página.
— ¿Ian?
Curry bostezó, quitó el brazo que tenia sobre sus
ojos, y se sentó.
—Ríndase, su señoría. Cuando él comienza con los
números, no se le puede hablar hasta que haya
terminado. Son las secuencias de Fibrichi o algo así.
—Los números de Fibonacci—, Ian le corrigió sin
alzar la vista. —Es una secuencia de repetición, y las
hago en mi cabeza.
Eleanor empujó una silla hasta el escritorio.
—Ian, necesito enormemente pedirte un favor.
Ian escribió más números, la pluma moviéndose
constantemente, sin pausa.
—Beth no está aquí.
—Lo sé. Ella no podría ayudarme con esto de todos
modos. Necesito el favor de ti. Ian levantó la vista, sus
cejas uniéndose.
—Le he escrito a Beth una carta, porque no está
aquí—. Él habló con cuidado, un hombre que explica
que lo obvio a aquellos demasiado lentos para
seguirle. —Le he contado que llegué sin peligro y que
mi hermano sigue siendo un asno.
Eleanor escondió su sonrisa ante la última
declaración y tocó el papel.
— ¿Una carta? Pero todo esto son números.
—Lo sé.
Ian mojó de nuevo su pluma, dobló la cabeza, y
volvió a la escritura. Eleanor esperó, deseando que él
terminara, alzara la vista otra vez, y se explicara, pero
no lo hizo.
Curry aclaró su garganta.
—Perdóneme, su señoría. Cuando está de esta
manera, usted no obtendrá mucho más de él. Ian no
dejó de escribir.
—Cállate, Curry.
Curry se rió entre dientes.
—Excepto esto.
Eleanor tomó una de las páginas terminadas. Ian
había escrito los números del principio al fin, con
mano cuidadosa, cada dos, cinco y seis dibujado de
manera idéntica a todos los otros dos, cinco y seis, las
filas trazadas con exactitud a lo largo de la página.
— ¿Cómo sabrá Beth lo que significan los
números?— preguntó Eleanor.
—No me descoloques las páginas, dijo Ian sin alzar
la vista. —Ella tiene la clave para descifrarlo al final.
Eleanor deslizó el papel de vuelta a dónde ella lo
encontró.
— ¿Pero por qué la escribes en código? Nadie leerá
estas cartas, salvo Beth y tú, seguramente.
Ian dio a Eleanor un vistazo rápido, sus ojos
como un destello de oro. Sus labios se movieron
nerviosamente en una de sus raras sonrisas, que
desapareció cuando se inclinó sobre los números otra
vez.
—A Beth le gusta.
La sonrisa, la mirada, produjeron un tirón en el
corazón de Eleanor. Incluso en ese breve vistazo,
había visto el gran amor en los ojos de Ian, su
determinación de terminar esta carta y enviársela a
Beth para que ella pudiera disfrutar al descifrarla.
Una manera de decirle dulces naderías que nadie más
podría entender. Pensamientos privados, compartidos
entre marido y esposa.
Eleanor recordó el día ella había conocido por
primera vez a Ian, cuando Hart la había llevado al
sanatorio para verle. Ella se había encontrado con un
muchacho asustado, solo, todo brazos y piernas que
eran demasiado grandes para su cuerpo, un Ian
enfurecido y frustrado porque no podía hacer que el
mundo le entendiera.
Hart había estado asombrado de que Ian
realmente se hubiera dirigido a Eleanor, y hasta la
había dejado pasarle un brazo alrededor de sus
hombros, brevemente. Increíble, porque Ian odiaba
ser tocado.
Aquel joven aterrorizado era muy diferente del
hombre tranquilo que se sentaba aquí componiendo
cartas para el deleite de su esposa. Este Ian podía
encontrar los ojos de Eleanor, aunque sólo fuera
durante un momento, podía compartir con Eleanor un
secreto y sonreír sobre ello. El cambio en él, el
profundo bienestar que la felicidad que le había
otorgado, hizo tambalear su corazón.
También recordó el tiempo en el que Hart y ella
habían creado un código secreto entre ellos. Nada tan
complicado como las secuencias de números de Ian,
pero era un modo para que Hart le enviara a Eleanor
un mensaje cuando él estuviera demasiado ocupado
para encontrarse con ella ese día. En cualquier ciudad
en la que ellos pudieran estar, él dejaría una flor por lo
general de invernadero, en la esquina de un jardín
donde no fuera vista por un transeúnte ocasional. En
Londres, sería en Hyde Park en un cierto cruce de
caminos, o en el jardín que había en medio de
Grosvenor Square, bajo el árbol más cercano al centro
de éste. Hart se había asegurado de darle a Eleanor
una llave de los jardines al principio de su noviazgo.
En Edimburgo, su punto de reunión era el parque
Hollywood.
Hart podría haber enviado una nota, por
supuesto, cuando él tuviera que cancelar una cita con
ella, pero le dijo que le gustaba saber que había ido
andando hasta el lugar en el que se habían citado y
veía la señal, que él pensaba en ella. Eleanor se daba
cuenta, por supuesto, de que él debía de haber enviado
a alguien, un chico de los recados quizás, a dejar la
rosa para ella, pero esto nunca había fallado en
derretir su corazón. Ella recogía la flor y la llevaba a
casa, guardándola para recordarle hasta que se
encontraran otra vez.
El encanto, pensó Eleanor. Una manera de
desarmar mi cólera siempre que tenía que anteponer
los negocios. La pequeña flor con su significado oculto
había calentado su corazón más de lo que cualquier
nota compungida podría haber hecho, y él lo había
sabido.
Incluso hoy día, en las raras ocasiones en que ella
se encontraba en Edimburgo o Londres, iba a echar
un vistazo a aquel punto en Hyde Park o Hollywood,
todavía buscando una señal. La punzada cuando no la
encontraba siempre la sorprendía.
Eleanor se sentó durante un rato, dejando que el
nudo en su garganta se deshiciera, mientras Ian
continuaba escribiendo, ajeno a sus pensamientos.
—No puedo ver tu clave—, dijo Eleanor cuando
pudo hablar otra vez. — ¿Cómo sabes qué números
anotar?
Ian se encogió de hombros.
—Los recuerdo.
Curry se rió entre dientes otra vez.
—No parezca tan asombrada, su señoría. Él tiene
una mente como un perfecto engranaje, y conoce cada
chasquido de la misma. Es bastante atemorizante a
veces.
—Puedo oírte, Curry—, dijo Ian, moviendo la
pluma.
—Sí, y usted sabe que no miento sobre usted.
Mejor pregúntele ahora, su señoría. Él estará aquí
durante un rato.
Eleanor cedió a la sabiduría de Curry.
—La cosa es, Ian, que quiero que me ayudes a
hacer algo, y no quiero que se lo digas a Hart. Debo
pedirte que me prometas que lo mantendrás oculto.
¿Lo harás?
Ian no dijo nada, se oía el raspar de su pluma en el
silencio.
—Yo le diría que irá a preguntarle a usted lo que
necesita—, dijo Curry. —Cuando él haya acabado con
esto.
Eleanor se levantó.
—Gracias, Curry. Pero ni una palabra a Su Gracia,
por favor. Hart puede ser… bien, usted sabe cómo
puede ser.
Curry se puso de pie y estiró su camisa. Aclaró su
garganta.
—Un pequeño consejo, su señoría—, dijo. — Ruego
me perdone, y usted también, su señoría—. Y volvió su
mirada para fijarla en Eleanor. —Su Gracia es un
hombre duro, y se vuelve más duro con los años. Si
llega a primer ministro, mierda, la victoria le hará
duro como el acero. No creo que nadie fuera capaz de
ablandarle entonces, ni siquiera usted, su señoría.
Los ojos oscuros de Curry encerraban la verdad. Él
no era un criado finamente entrenado y enviado por
una agencia, sino un carterista que Cameron había
rescatado de las calles hace unos años. A Curry se le
permitía su rudeza y su franqueza porque cuidaba de
Ian con tanta ternura como un padre con un hijo. Los
hermanos creían que Ian había sobrevivido en el
sanatorio porque Cameron le había enviado a Curry.
Ian finalmente dejó su pluma.
—Curry no quiere perder cuarenta guineas.
Eleanor le miró fijamente.
— ¿Cuarenta guineas?
Curry se volvió rojo del color de los ladrillos y no
contestó. Ian dijo,
—La apuesta sobre que Hart se casará contigo. La
hicimos en Ascot en junio. Curry apostó cuarenta
guineas a que dirías que no. Ainsley apostó veinte a
que sí, y yo aposté treinta. Mac dijo que él apostaba
treinta y cinco a que le patearías su trasero. Daniel
dijo…
— ¡Para!— Las manos de Eleanor subieron. —
¿Me estás diciendo, Ian Mackenzie, que hay una
apuesta dando vueltas, sobre si me casaré con Hart?
—Lo siento, su señoría—, dijo Curry. —Se suponía
que usted no debería saberlo—. Él le lanzó a Ian una
mirada abrasadora. Eleanor cerró sus manos en
puños.
— ¿Está Hart metido en esto?
—Su Gracia rehusó participar—, dijo Curry. —
Entonces me lo dijeron. Yo no estaba allí en el
momento de la apuesta original. Entré en ella
después, como, cuando esta circuló entre los criados.
Pero lo que yo oí fue que Su Gracia mencionó la
posibilidad de casarse, y que su nombre surgió
entonces.
Eleanor levantó la barbilla, su corazón palpitando.
— ¡Una absoluta tontería! Lo que hubo entre Hart
y yo fue hace mucho. Está terminado.
Curry pareció confuso, pero no avergonzado.
Lamentaba haber sido pillado, pero no lamentaba
haber hecho la apuesta.
—Como usted diga, su señoría. Eleanor se dirigió
hacia la puerta.
—Por favor avísame cuando hayas terminado, Ian,
y hablaremos entonces.
Ian había vuelto a la escritura. Si de casualidad la
había oído, Eleanor no podía estar segura. Curry hizo
el arco perfecto de una reverencia de mayordomo para
ella.
—Yo se lo diré, su señoría. Déjelo en mis manos.
—Gracias, Curry. Y procuraré que usted gane la
apuesta—. Con otra sonrisa deslumbrante al pequeño
hombre, Eleanor levantó su barbilla, salió del cuarto,
y cerró la puerta con un chasquido decidido.

Maldito seas, Hart Mackenzie, Eleanor pensaba


mientras caminaba dando zancadas por la calle
principal, la doncella que le habían adjudicado para
cuidarla se apresuraba para no perder su estela.
Empezar una apuesta sobre si te casarás conmigo. Ella
dedujo de la explicación de Curry que Hart había
dejado caer el anuncio como una bomba explosiva y
se había apartado para ver lo que sucedía. Esto era
tan propio de él.
Se detuvo y examinó un escaparate, tratando de
calmar su respiración. Había saltado del landó cerca
de la avenida de St. Martin, ante la consternación de
la doncella, esperando que un paseo enérgico calmara
su carácter. Esto no había funcionado totalmente.
Mientras miraba los relojes de segunda mano
expuestos, las palabras exactas de Curry volvieron a
ella Su Grace mencionó la posibilidad de hacer un
nuevo casamiento, y su nombre surgió.
Los hermanos Mackenzie habían estado bastante
seguros de que Eleanor se casaría con Hart cuando
éste la cortejó por primera vez, y se habían alegrado
cuando Eleanor le había aceptado. Ellos asimismo
lo habían sentido inmensamente cuando Hart y
Eleanor se habían separado, pero Mac y Cam le
habían dicho, en privado, que aunque estuvieran
descontentos con su decisión, ellos la entendían
completamente. Hart era un matón arrogante y un
idiota, y Eleanor era un ángel por haberle aguantado
durante tanto tiempo.
Quizás los hermanos habían tomado la suposición
de Hart de que ya era tiempo de que se casara de
nuevo como que él había puesto sus ojos en Eleanor.
Ilusiones y altas esperanzas. Hart, estaba segura,
nunca había mencionado un nombre. Él habría tenido
también cuidado con eso.
Tendría que interrogar a Isabella exhaustivamente
sobre ello. Isabella tenía mucho de lo que responder
sobre esa apuesta, y también Ainsley, la esposa de
Cameron. Ainsley era una de las más viejas amigas de
Eleanor, pero ni ella ni Isabella se habían molestado
en mencionar esa apuesta familiar a Eleanor.
Eleanor siguió andando, su cólera disminuyó algo,
pero no completamente. Decidió apartar sus
pensamientos preocupantes y concentrarse en lo que
se traía entre manos.
Había decidido seguir su idea de que las
fotografías podrían haber sido encontradas en una
tienda. La gente vendía fotografías todo el tiempo a
coleccionistas o entusiastas de la fotografía en privado
o a través de las tiendas dedicadas a hacer fotos o a la
venta de equipo fotográfico. El barrio del Strand tenía
varios sitios de estos. Eleanor decidió visitarlos
mientras averiguaba, de manera sutil, si alguno de
ellos había adquirido una completa colección de
fotografías de Hart Mackenzie como Dios lo trajo al
mundo, y de ser así, a quien se las habían vendido.
Las dos primeras tiendas en las cuales Eleanor
entró no sabían nada, aunque encontró una fotografía
de un paisaje que compró por dos peniques para poner
en un pequeño marco sobre su escritorio.
Una campana tintineó cuando Eleanor empujó al
abrir la puerta de la tercera tienda, que era
polvorienta y estrecha. Su criada, una joven escocesa
llamada Maigdlin, se dejó caer en una silla nada más
entrar por la puerta, suspirando de alivio. Era un poco
regordeta y desaprobaba el tener que andar por la
calle cuando tenían un landó perfectamente bueno y
práctico.
Parecía que Eleanor era la única cliente de la
tienda. El símbolo en la ventana anunciaba que el
propietario se especializaba en fotografías y otros
objetos coleccionables de actores y aristócratas
famosos. Cajas sobre cajas se apilaban sobre mesas
largas, y Eleanor comenzó pacientemente a mirarlas.
Los actores de escena eran populares aquí, con
cajas enteras dedicadas a Sarah Bernhardt y Lillie
Langtry. Las fotografías de los espectáculos
itinerantes sobre Lejano Oeste se encontraban en una
esquina, con Buffalo Bill, Cody y una serie de
bailarinas y trozos de cuerda llenaban una caja, otras
fotografías mostraban a los Indios de América de
varias tribus con sus trajes exóticos.
Eleanor encontró fotos de prominentes hombres
ingleses en una mesa apoyada contra la pared más
lejana, una antigua del Duque de Wellington con su
característica nariz, bastantes del Sr. Gladstone y de
Benjamin Disraeli ahora difunto. Las fotografías de la
Reina Victoria y del Príncipe consorte eran populares,
junto con fotografías de la Princesa Real, del Príncipe
de Gales, y de otros miembros de la gran familia de la
Reina. Otra caja estaba llena de fotografías de La Gran
Exposición.
Eleanor encontró varias de Hart Mackenzie,
Duque de Kilmorgan, pero eran retratos formales.
Uno era bastante reciente, Hart, tan alto,
permaneciendo de pie con su atuendo escocés
completo, y el viejo Ben a sus pies. Otra era una
imagen sólo de la parte superior, sus amplios
hombros llenando el marco. La última era de Hart
sentado regiamente en una silla, su brazo apoyado en
la mesa que había junto a él. Concentrando su mirada
de águila fijamente en la cámara, sus ojos atrapando a
cualquiera que le mirara.
— ¿El Duque de Kilmorgan, señorita? Es muy
popular entre nuestros clientes. Eleanor brincó
cuando un joven alto, y delgado como un junto con
una cara puntiaguda y ojos oscuros miró las
fotografías en su mano. Ella no pudo menos que
notar que su mirada se deslizó a la curva de su blusa
y se entretuvo allí. Eleanor dio un paso a un lado.
—Usted no tiene muchas de él.
—Porque sus fotografías se venden tan rápido
como las conseguimos. Las señoritas le encuentran
guapo.
Por supuesto que lo hacían. ¿Cómo podrían no
hacerlo? Incluso su rígida postura no estropeaba el
atractivo de Hart Mackenzie.
—Tengo otras si usted quiere verlas—. El
dependiente le hizo un guiñó. — Fotografías más
discretas, como se dice. Al estilo francés.
El corazón de Eleanor golpeó más rápido. El
vendedor era un poco repulsivo, pero Eleanor no podía
permitirse el no comprobar lo que él tenía. Ella tiró
del velo de su sombrero sobre sus ojos y trató de
parecer tímida.
—Quizás debería echarles un vistazo.
—En la trastienda—. El empleado hizo gestos
hacia una entrada detrás de una cortina. —Por este
camino, señorita.
Eleanor miró el pesado paño aterciopelado que
bloqueaba toda la visión del cuarto trasero.
— ¿No puede traerme las fotografías aquí?
—Lo lamento, señorita. El encargado pediría mi
cabeza. Él vende esas cosas, pero permanecen en la
trastienda.
Él mantuvo su brazo detrás, señalando la cortina.
Eleanor soltó un suspiro. Necesitaba saber.
—Muy bien. Adelante.
El comerciante sonrió abiertamente, colocándose
en la entrada, y sosteniendo la cortina para ella.
Eleanor hizo un gesto a la doncella para que se
quedara donde estaba y entró en el cuarto trasero,
tratando de no estornudar por el polvo cuando el
vendedor dejó caer la cortina.
La estrecha habitación parecía inofensiva, nada
más que un revoltijo de mesas y cajas y mucho polvo.
Eleanor intentó, y falló, en detener otro estornudo.
—Lo siento, señorita. Aquí están.
El vendedor tiró de una caja de cartón del fondo
de una pila desordenada y abrió la tapa. Dentro había
un montón de fotografías, todas de Hart, mostrando
mucha piel. Eleanor sacudió la caja, dispersando las
fotografías por el fondo y contó aproximadamente una
docena.
Eleanor alzó la vista y se encontró al empleado de
pie a una pulgada de ella. Él respiraba con fuerza, su
cara transpirando.
— ¿Hay alguna más?— Ella le preguntó en un tono
serio.
—No, señorita, esto es todo.
— ¿Tenía usted más antes? ¿Quiero decir, ha
comprado alguien más algunas otras? El empleado se
encogió de hombros.
—No lo creo. El encargado compró éstas hace un
tiempo.
— ¿Quién se las vendió a él?— Eleanor trató de
ocultar el entusiasmo de su voz, no queriendo
despertar sus sospechas. O despertar algo más en
cualquier caso.
—No lo sé. Yo no estaba aquí entonces.
Por supuesto que no. Eso habría significado
demasiada ayuda.
Por qué nadie había encontrado o comprado éstas
desde que llegaron se explicaba por el caos del cuarto.
Las fotografías habrían sido difíciles de encontrar por
casualidad en este revoltijo, y si el propietario
rechazaba llevarlas a la parte delantera, una persona
tendría que pedirlas expresamente.
—Me las llevaré todas—, dijo Eleanor. —Éstas y las
tres que encontré en el frente. ¿Cuánto?
—Una Guinea por el lote. Sus ojos se ensancharon.
— ¿Una Guinea?
—Usted lo ha dicho, Su Gracia el Duque de
Kilmorgan es popular. Ahora si pudiera encontrar algo
del Príncipe de Gales en cueros, podría financiar mi
retiro—. Él se rió entre dientes.
—Muy bien. Una Guinea—. Hart había comenzado
a darle un salario como mecanógrafa, pero le
devolvería lo que pagara por esto.
El empleado alcanzó la caja.
—Lo envolveré para usted.
Eleanor de mala gana puso la caja en sus manos y
permaneció allí mientras él doblaba el papel de
embalaje alrededor de ella y la aseguró con hilo de
bramante. Ella tomó el paquete que le dio y se dirigió
hacia la cortina, pero el empleado se paró delante de
ella.
—La tienda se cierra para el té, señorita—. Su
mirada fija erró abajo por su blusa remilgadamente
abrochada. —Quizás usted podría quedarse y
compartirlo conmigo. Podríamos mirar más
fotografías juntos.
Clarísimamente que no. Eleanor le dedicó una
sonrisa brillante como el sol.
—Una oferta muy amable, pero, no. Tengo
muchas diligencias de las que ocuparme. Él puso su
brazo a través de la cortina que hacía de puerta.
—Piense en ello, señorita.
El brazo del empleado era delgado, pero Eleanor
sintió una fuerza nervuda en este joven. Ella era muy
consciente de que sólo Maigdlin y ella estaban en la
tienda, consciente que había ido voluntariamente sola
en el cuarto trasero con él. Si Eleanor gritaba pidiendo
ayuda, los transeúntes probablemente la condenarían
mientras la ayudaban.
Pero durante años, Eleanor había tratado con los
avances inadecuados de caballeros que pensaban jugar
con ella. Después de todo, ella había estado prometida
con el célebre Hart Mackenzie y después de eso se
había retirado a su casa para cuidar de su padre, sin
pensar en casarse jamás con más. ¿La había
arruinado Mackenzie? No pocas personas especularon
con esto. De vez en cuando, un caballero hacía todo lo
posible por averiguarlo.
Eleanor sonrió al vendedor, poniendo su mejor
expresión inocente. Él comenzó a inclinarse sobre
ella, frunciendo los labios de un modo ridículo. Hasta
cerró los ojos, el tonto.
Eleanor se coló bajo su brazo que olía a sudor
añejo, colándose fuera de la entrada, y dejando caer
de golpe la pesada cortina aterciopelada sobre él. El
empleado gritó y luchó contra los pliegues
polvorientos. Cuando por fin consiguió
desenmarañarse, Eleanor había dejado sus monedas
sobre el mostrador y se dirigía a la puerta principal.
—Venga, Maigdlin—, dijo mientras se apresuraba
hacia la calle. —Iremos a tomar un poco de té.
—Mi nombre es Mary, milady—, dijo la criada,
jadeando detrás de ella. —El ama de llaves debería
habérselo dicho.
Eleanor impuso un paso enérgico mientras se
dirigía al oeste del Strand.
—No, no lo es, es Maigdlin Harper. Conozco a tu
madre.
—Pero la Sra. Mayhew dice que yo debería
responder por Mary. Así los ingleses pueden
pronunciarlo.
—Una absoluta tontería. Tu nombre es Tu nombre,
y no es inglés. Hablaré con la Sra. Mayhew. La mirada
desaprobadora de la criada se ablandó.
—Sí, milady.
—Ahora, vamos a ver si conseguimos un poco de
té y bocadillos. Y montones de pasteles. Su
Gracia pagará todo esto, y tengo la intención de
divertirme.

La casa en High Holborn parecía la misma que la


noche en que Angelina Palmer había muerto, la noche
que Hart se había marchado de allí para siempre.
La casa se alquilaba, pero nadie la había alquilado
esta Temporada, quizás porque estaba demasiado
alejada de los barrios de moda para el alquiler que
Hart pedía. O tal vez él lo había puesto tan alto porque
realmente no quería a nadie allí. La casa debería
permanecer vacía hasta que sus fantasmas murieran.
Hart le dijo a su cochero que volviera a por él en
una hora. El coche se alejó retumbando en los
adoquines, y Hart abrió la puerta principal con su
llave.
Se encontró con el silencio. Y el vacío. Los cuartos
de abajo habían sido vaciados de mobiliario, excepto
por una pieza suelta o dos. El polvo colgaba en el aire,
el frío era pesado.
No habría querido volver allí. Pero la aseveración
de Eleanor que una pista sobre las fotografías podría
encontrarse en la casa tenía sentido. Y Hart no
confiaba en ninguno de sus empleados lo bastante
para confiarles el tema de las fotografías, y de seguro
que no quería a Eleanor allí, por eso había venido él
mismo.
Mientras subía la escalera que había subido
corriendo ligeramente cuando era un hombre más
joven, creyó oír susurros de risas, el tintineo del
whisky, las voces profundas de sus amigos de sexo
masculino, y la charla en tono más agudo de las
damas.
La casa había sido al principio un nido para
Angelina Palmer, cuando Hart había estado orgulloso
de tener sólo veinte años y haber conseguido atrapar
tal amante. La casa se había convertido entonces en su
refugio. Aquí, Hart había sido el jefe, su brutal padre
quedaba lejos de ahí. El viejo Duque nunca había
sabido de la existencia de este lugar.
La casa también se había convertido en un punto
de contacto durante la creciente carrera política de
Hart. Hart había celebrado reuniones aquí en las
cuales importantes alianzas habían sido formadas y
consolidado proyectos, lo que había desembocado en
que Hart estuviera ahora a la cabeza de su partido de
coalición. Aquí, Hart había celebrado su primera
elección a la Cámara de los Comunes en la edad
temprana de veintidós, poco dispuesto a esperar hasta
que heredara su escaño en la Cámara de los Lores para
comenzar a decirle al Parlamento qué hacer.
Aquí, también, Angelina Palmer había vivido para
complacer a Hart. Cuando los amigos de Hart se
habían ido, y él y la Sra. Palmer estaban solos, Hart
había explorado el lado más oscuro de sus
necesidades. Él no había tenido miedo de
experimentar, y Angelina no había tenido miedo al
dejarle.
Angelina al principio había supuesto que Hart,
todavía en la universidad, era demasiado joven e
inexperto para impedirle extraviarse con cualquier
caballero al que ella deseara. Pero cuando Hart
descubrió sus transgresiones, Angelina por primera
vez había visto a Hart cambiar del sonriente y pícaro
diablillo al hombre duro y controlador en el que se
convertiría. Hart la había mirado a los ojos y había
dicho,
—Estás conmigo, y con ningún otro, da igual si te
visito cada noche o una vez al año. Si no puedes
obedecer esta simple restricción, entonces te irás, y
anunciaré la vacante de tu posición.
Él recordó la reacción de Angelina, primero
irritación, luego sorpresa, después sobresalto cuando
se dio cuenta de lo que él quería decir. Ella se había
humillado, había pedido su perdón, y Hart se había
tomado su tiempo sobre concedérselo o no. Angelina
podría ser la más mayor en la pareja, pero Hart
ostentaba el poder. Angelina nunca debía olvidar esto.
Más adelante, cuando Angelina había sentido que
Hart estaba aburrido y nervioso, había hecho venir a
otras damas para mantenerle entretenido. Algo, Hart
se daba cuenta ahora, que había hecho para impedirle
que la abandonara.
Hart alcanzó la primera planta de la casa, los
dedos que deslizándose por el pasamanos. El día que
Angelina había arruinado sus esponsales con Eleanor,
Hart había dejado la casa y nunca había vivido allí
otra vez. Él se la había vendido a Angelina, a través de
su hombre de negocios, diciéndole que podía hacer lo
que quisiera con el lugar.
Angelina lo había convertido en un prostíbulo
exclusivo que sólo aceptaba la mejor clientela, y había
hecho muy buen uso de ella. Hart había vuelto por
primera vez cinco años más tarde, directamente
después de la muerte de Sarah, buscando refugio para
su pena.
Hart anduvo por el pasillo hacia el dormitorio
donde una de las muchachas de Angelina había
muerto, sus pasos poco dispuestos. Detrás de aquella
puerta, había encontrado a Ian dormido y manchado
con la sangre de la joven. Recordó su terror que
secaba su boca, su miedo a que Ian hubiera cometido
el asesinato. Hart había hecho todo lo que estaba en
su poder para proteger a Ian de la policía, pero había
dejado a su miedo arraigarse profundamente y
cegarle durante años respecto a lo que realmente
había pasado en aquel dormitorio.
Él no debería haber venido aquí. La casa contenía
demasiados recuerdos. Hart abrió la puerta del
dormitorio, y se detuvo.
Ian Mackenzie permanecía de pie en medio de la
alfombra, mirando fijamente al techo, que había sido
pintado con ninfas y dioses haciendo cabriolas. Un
espejo estaba colgado en el techo, directamente sobre
el lugar donde la cama solía estar.
Ian miró arriba al espejo, estudiando su propia
reflexión. Él debía haber oído a Hart entrar, porque
dijo,
—Odio este cuarto.
— ¿Entonces por qué diablos estás en él?—
preguntó Hart. Ian no contestó directamente, pero Ian
nunca lo hacía.
—Ella hizo daño a mi Beth.
Hart anduvo por el cuarto y se atrevió a poner su
mano sobre el hombro de su hermano. Recordó cómo
se encontró a Angelina con Beth, Beth estaba apenas
viva. Angelina, muriéndose, le había dicho a Hart lo
que había hecho, y que ella había hecho todo esto por
él, Hart. La declaración todavía le dejaba un gusto
amargo en su boca.
—Lo siento, Ian—, dijo Hart. —Sabes que es así.
El contacto visual todavía era un poco difícil para
Ian con cualquiera, excepto Beth, pero Ian tomó su
mirada fija del espejo y la dirigió a Hart. Hart vio en
los ojos de Ian miedo al recordarlo, preocupación, y
angustia. Ellos casi habían perdido a Beth esa noche.
Hart apretó el hombro de Ian.
—Pero Beth está bien ahora. Ella está en tu casa
en Escocia, sana y salva. Con tu hijo y ese bebé que es
su hermanita—. Isabella Elizabeth Mackenzie había
nacido a finales del verano pasado. Ellos la llamaban
su Belle.
Ian se soltó de la mano de Hart.
—Jamie anda por todas partes ahora. Y ya habla.
Sabe tantas palabras. No es como yo—. Su voz resonó
con orgullo.
— ¿Por qué entonces no estás en Escocia con tu
querida esposa y los niños?—preguntó Hart.
La mirada fija de Ian fue a la deriva al techo otra
vez.
—Beth creyó que yo debería venir.
— ¿Por qué? ¿Por qué Eleanor estaba aquí?
—Sí.
Dios Santo, esta familia.
—Apuesto que Mac corrió para enviarle a Beth un
cable tan pronto como Eleanor apareció—, dijo Hart.
Ian no contestó, pero Hart sabía la verdad que
había en ello.
— ¿Pero por qué has venido aquí, hoy?— Hart
continuó. —A esta casa, quiero decir— Ian se sentía a
veces empujado hacia sitios que le habían asustado o
le habían afectado, como el estudio privado de su
padre en Kilmorgan, donde había sido testigo de cómo
su padre mataba a su madre en un ataque de rabia.
Después de la liberación de Ian del sanatorio, Hart le
había encontrado en aquel cuarto muchas veces, Ian
se acurrucaba detrás del escritorio donde se había
escondido aquel día profético.
Ian mantuvo su mirada fija en el espejo como si
este le fascinara. Hart también recordaba que, como
Ian tenía el problema con las mentiras, había
aprendido a ser muy bueno en simplemente no
contestar a las preguntas.
Ah, maldito infierno.
—Ian—, Hart dijo, su rabia hirviendo con la fuerza
de una pesadilla. —Dime que no la has traído aquí.
Ian finalmente apartó la mirada del espejo, pero
nunca miró a Hart. Él vagó con la mirada a través del
cuarto, a la ventana y miró detenidamente a la
niebla, dando la espalda firmemente a su hermano.
Hart se apartó y anduvo a zancadas hacia el
pasillo. Ahuecó sus manos alrededor de su boca y
gritó.
— ¡Eleanor!

Capítulo 5
La palabra fue llevada por el eco subiendo y
bajando la escalera, alcanzando los querubines
pintados que acechaban desde el techo de la casa.
Silencio.
El silencio no significaba nada. Hart subió las
escaleras hasta el piso siguiente de dos en dos.
Una de las puertas se encontraba entreabierta.
Hart la empujó abriéndola con tal fuerza que ésta
golpeó contra el pesado escritorio que estaba
bloqueándola parcialmente.
Alguien había trasladado los muebles que
sobraban aquí arriba y ahora la habitación era un
revoltijo de estanterías, mesas, cómodas con cajones, y
armarios. Un sofá de terciopelo, recubierto de polvo,
estaba inclinado en un ángulo extraño en medio de la
habitación.
Eleanor Ramsay levantó la vista desde donde
había estado buscando, entre los cojines del sofá, una
nube de polvo la rodeaba.
—Por todos los cielos— dijo. —Haces un montón
de ruido.
El mundo de Hart se volvió de pronto todo rojo.
Eleanor Ramsay no debería estar aquí, en este lugar
con sus horribles recuerdos de ira, codicia, celos y
miedo. Eleanor aquí era como un narciso en un
cenagal, una frágil flor empujada demasiado
fácilmente hacia su destino. Él no quería que este
mundo, que esta parte de su vida, la tocara.
—Eleanor—, dijo, su voz contenida, con furia, —te
dije que no vinieras aquí. Eleanor sacudió a un cojín y
lo arrojó de nuevo al sofá.
—Sí, ya sé que lo hiciste. Pero pensé que debería
echar un vistazo y buscar las fotografías, y sabía que si
te pedía la llave, nunca me la darías.
—Así que fuiste por detrás, a mis espaldas y se la
pediste a Ian.
—Bueno, por supuesto. Ian es mucho más lógico
que tú y él no me incordia con preguntas molestas. No
le dije nada acerca de las fotografías, si eso es lo que
te preocupa. Son bastante personales, después de
todo. No importa de todos modos, porque Ian nunca
me preguntó por qué quería venir.
Hart le echó a Eleonor una mirada que habría
hecho que Angelina Palmer perdiera su sonrisa de
cortesana dispuesta y se quedara blanca de miedo.
Eleonor simplemente se quedó mirándole.
Sobre su cabeza llevaba colgado un sombrerito
que era como un casquete con un velo un poco
absurdo.
Se había levantado el velo moteado por encima de
sus ojos, pero no completamente, y este colgaba
torcido, inclinándose sobre su ceja derecha. Su vestido
marrón oscuro tenía una fina capa del polvo que ella
había levantado, y también tenía polvo pegado en sus
húmedas mejillas. Un mechón de pelo se había
escapado de su peinado, era como una serpiente roja
bailando sobre su corpiño. Estaba deliciosamente
desaliñada y Dios santo, él la deseaba.
—Te dije que no te quería en este lugar—, dijo.—Ni
ahora. Ni nunca.
—Lo sé—. Eleanor se movió, tan calmadamente
como pudo, hasta el escritorio que bloqueaba la
puerta y se inclinó para abrir el cajón inferior.—No soy
tan tonta como para venir a toda prisa aquí por mí
misma, si es eso lo que te molesta. Me encontré con mi
padre y con Ian en el Museo, envié a mi padre y a
Maigdlin a casa en tu landó, e hice a Ian caminar
conmigo hasta aquí. He sido vigilada en cada paso del
camino.
—Lo que me molesta es que te pedí que no vinieras
aquí en absoluto y flagrantemente desobedeciste mis
deseos—. Su voz resonó a través de la habitación.
—¿Desobedecí tus deseos? Querido, oh, querido,
Su Alta y Poderosa Gracia. Debería haberte
mencionado que siempre he tenido problemas con la
obediencia, pero desde luego, ya lo sabías. Si me
hubiera sentado tranquilamente y hubiera esperado
para obedecer a mi padre, hace tiempo que me
hubiera convertido en un seco esqueleto sentado en
una silla. Mi padre es muy malo tomando cualquier
tipo de pequeña decisión, incluyendo cuánto azúcar
quiere en su té. Y nunca puede recordar si le gusta la
crema. Aprendí a temprana edad a no esperar el
permiso de nadie, sino simplemente hacerlo.
—Y ahora trabajas para mí.
Ella rebuscó en el cajón, sin mirarlo.
—Soy apenas tu sirviente, pero se aplica el mismo
principio. Si me quedara esperando tus directrices,
estaría en ese pequeño estudio con Wilfred,
golpeando mis dedos sobre el escritorio,
preguntándome cuándo te dignarías en aparecer.
Incluso Wilfred se pregunta acerca de tu ausencia, y
eso que él es un hombre de pocas palabras.
—¡En ese estudio es exactamente donde quiero
que estés!
—No veo por qué. Wilfred no necesita realmente
que mecanografíe tu correspondencia. Él me la da a
mí para que tenga algo que hacer, porque siente
lástima de mí. Mi tiempo está mejor empleado
tratando de descubrir quién está enviando las fotos y
lo que significan para ella.
Y tú podrías ayudarme a buscar en lugar de
quedarte de pie en la puerta gritándome. Ella hacía
que su sangre hirviera.
—Eleanor, te quiero fuera de esta casa.
Eleanor alegremente lo ignoró para abrir el
siguiente cajón.
—No hasta que termine de buscar. Hay muchos
recovecos y rincones y muchos muebles.
Hart se abrió camino alrededor del escritorio,
agarrando a Eleanor por los hombros la puso en
posición vertical. Ella se acercó rápidamente, un ojo
azul estaba ahora completamente tapado por el velo.
Antes de que Hart se diera cuenta de lo que hacía,
deslizó sus manos bajando por sus brazos hasta sus
muñecas y se las colocó detrás de la espalda. Él sabía
cómo bloquear las manos de una mujer, y sabía cómo
abrazarla teniéndola así. Eleanor elevó la mirada hasta
él, sus rojos labios abriéndose.
La necesidad le atravesó, el ansia atrapándole con
sus afiladas garras. Hart estudió los rojos labios que le
estaban llamando, los pechos empujando contra su
corpiño bien abotonado, el mechón de pelo caído, oro
rojizo contra su mejilla.
Se inclinó y tomó el rizo con su boca. Eleanor soltó
un suspiro y Hart giró su cabeza y capturado su labio
entre sus dientes.
Los ojos de Eleonor se veían enormes cuando
estaba tan cerca suyo. Atrás quedaba su desafío, su
persistente desconocimiento de sus instrucciones. Se
centró en Hart y sólo en Hart, mientras él mordía su
labio inferior, no brutalmente, pero lo suficiente para
atraparla. Su aliento era caliente sobre su mejilla y sus
muñecas permanecían quietas bajo sus manos.
¿Domesticada? ¡No! Nunca Eleanor. Si ella estaba
tranquila bajo su experto agarre, era su elección.
Hart podría fácilmente tomarla, ahora, quizás
encima del aparador que había detrás de ella. Sería
intenso y rápido, unos pocos empujes, y encontraría
su liberación. Incluso ni siquiera tendrían que
desnudarse. Eleanor sería suya, otra vez,
ineludiblemente.
Hart depositó un beso suave donde la habían
mordido sus dientes. Sus labios estaban ligeramente
salados por la transpiración, suave seda, el sabor de su
boca, fuerte y caliente, tan satisfactorio. Él la atacó de
nuevo, tirando de su labio con sus dientes, de nuevo
suavizando el movimiento besando donde la había
mordido.
Eleanor movió sus labios para besarlo en
respuesta, sus ojos entrecerrados no eran más que
dos ranuras mientras su boca suave y rosa encontraba
la de él.
Hart se inclinó más sobre ella, listo para lamerla
por dentro, pero Eleanor se echó hacia atrás.
—No—. Su susurro salió apenas sin voz, y él no lo
habría escuchado si no hubiera estado tan cerca. Pero
no era miedo lo que había en los ojos de Eleonor. Él
vio el dolor y la angustia en su lugar.— Esto no es
justo.
—¿Qué no es justo?
—Para mí—. Sus pestañas estaban mojadas.
La oscura necesidad se apoderó de él. Agarró
fuertemente sus muñecas, pero Eleanor no se
estremeció, no se movió.
Él era Hart Mackenzie, el Duque de Kilmorgan,
uno de los hombres más poderosos de Gran Bretaña y
Eleanor Ramsay se había puesto a sí misma bajo su
poder. Hart podría hacerle lo que quisiera, aquí, solos
en esta habitación. Cualquier cosa.
Los ojos de Eleanor, uno detrás del velo moteado,
y el otro visible, le miraron fijamente. Hart consiguió
soltar el aliento que quemaba como el fuego y se obligó
a sí mismo a soltarla.
Su cuerpo luchó contra la idea de liberarla, y
retrocedió un paso antes de que se apartara y se
inclinara sobre un tocador. Presionó sus puños contra
la madera, sus pulmones estallándole, la sangre
palpitando a través de su cuerpo.
—¿Hart, estás bien?
Eleanor alzó la vista hasta él con preocupación.
Todavía, ella no tenía miedo. Sólo preocupación, por
él.
—Sí, estoy bien. ¿Por qué diablos no tendría que
estarlo?
—Porque estas muy rojo y romperás la madera si
no tienes cuidado.
—¡Estaré mejor en el mismo instante en que tu
estés fuera de esta casa!
Eleanor metió sus manos en sus guantes de color
gris paloma.
—Cuando termine de buscar.
Hart rugió. Agarró el tocador y lo volcó, la cosa se
estrelló contra el suelo. Al mismo tiempo, la entrada
se oscureció e Ian entró a zancadas, su ceño típico de
los Mackenzie era todo para Hart.
Eleanor se volvió hacia Ian, dedicándole una
brillante sonrisa.
—Aquí estás, Ian. ¿Puedes, por favor, llevarte a
Hart abajo? Terminaré mucho más rápido si él no está
aquí arriba arrojando los muebles por el aire.
Hart fue hacia ella. Ian trató de detenerle, pero
Hart le empujó fuera de su camino y embistió a
Eleanor.
Ella chilló. Hart no se preocupó. La levantó y la
colocó sobre su hombro, después empujó a Ian al
pasar, quien había decidido retroceder y ver que
sucedía, y llevó a Eleanor cargándola escaleras abajo.
— ¡Ian, trae mi paquete!
Eleanor gritó hacia atrás sobre su hombro.
—Hart, déjame en el suelo. Esto es absurdo.
El coche de Hart se encontraba estacionado bajo
las lámparas de gas, que pintaban el nebuloso
ambiente de un amarillo enfermizo. Hart al menos
dejó a Eleanor sobre sus pies antes de guiarla por las
escaleras hasta la calle, sujetando su codo, y
empujándola dentro del carruaje.
En vez de luchar contra él, Eleanor se hundió
después de un
—En serio, Hart—. Él vio cómo ella echaba un
vistazo a los transeúntes y decidió no hacer una
escena.
Hart la empujó dentro del carruaje que sus
lacayos habían abierto a toda prisa. Se subió al lado de
ella y dirigió a su cochero a Grosvenor Square,
sabiendo de sobra que Eleanor nunca se quedaría en el
carruaje si él no la sujetara allí durante todo el camino
a casa.
Las fotos que Eleanor había encontrado en la
tienda eran impresionantes. Hart en toda su gloria.
Eleanor estaba sentada a solas en la mesa en su
habitación esa tarde, las fotografías estaban
extendidas ante ella. Estaba vestida solo con su
combinación, el nuevo vestido de baile que se pondría
esta noche estaba extendido en la cama como una joya
de color esmeralda.
Ian, bendito fuera, le había traído el paquete
envuelto con el papel de embalaje cuando había vuelto
a casa de nuevo sin preguntar sobre lo que había en él.
Eleanor esperó a que Maigdlin bajara a cenar antes de
cortar el bramante y desenvolver la caja, sacando las
fotografías una tras otra.
Había doce en total, seis tomadas en el mismo
cuarto que aquella en la cual había estado mirando
por la ventana. Las otras seis se había hecho en un
dormitorio más pequeño, la decoración del mismo le
recordaba a la casa en High Holborn.
Eleanor puso su dedo sobre una fotografía y se la
acercó. Ésta era diferente de las demás, porque en ella,
Hart no estaba desnudo. Enfrentando a la cámara
completamente, llevaba sólo el kilt de los Mackenzie
que colgaba bajo en sus caderas. Esta fotografía
también era diferente, porque en ella, Hart estaba
sonriendo.
Su sonrisa encendía sus ojos y suavizaba su cara.
Una mano estaba sobre su cinturón y la otra
dirigiéndose, con la palma hacia adelante, como si le
estuviera diciendo al fotógrafo, o fotógrafa, en este
caso, que no tomara la foto. El disparo se había
realizado, de todos modos.
El resultado mostraba a Hart como realmente era.
Corrección, como solía ser, un pícaro diablo con una
sonrisa encantadora. El hombre que había gastado
bromas a Eleanor y le había hecho guiños, que la
había puesto sobre aviso por querer estar en cualquier
parte cerca de un célebre Mackenzie.
Hart se había reído de ella y había hecho a
Eleanor reírse en respuesta. Hart no había tenido
miedo de contarle cualquier cosa, sus ambiciones, sus
sueños, sus preocupaciones para con sus hermanos, su
rabia hacia su padre. Él venía a ella en Glenarden y se
tumbaba con la cabeza en su regazo entre las rosas del
verano, y desahogaba su corazón. Entonces él la
besaba, con los besos de un amante, no con los castos
besos de un cortejo. Hasta este día, cuando Eleanor
olía las rosas rojas, ella sentía la suave presión de sus
labios sobre los suyos, recordando el oscuro sabor de
su boca.
Los recuerdos la inundaron y sus ojos se llenaron
de lágrimas. Hart había sido un diablo, pero lleno de
vida y esperanza, risa y energía, y le había amado.
El hombre en el que Hart se había convertido ya
no tenía esperanza ni risas, aunque todavía tuviera la
misma obsesión. Hart se dirigía hacia ella, según ella
había leído en los periódicos se iba ganando a los
caballeros y a los políticos atrayéndolos a su lado,
haciéndolos querer seguirle. Hart nunca había tenido
nada bueno que decir sobre Bonnie Prince Charlie, el
bastardo arrogante que arruinó a los Highlanders,
pero Bonnie Prince Charlie debía haber tenido la
misma capacidad para hacer que los escépticos
creyeran en él.
Pero con el ascenso de Hart al poder, más calor le
había abandonado. Eleanor pensó en lo que había
visto en sus ojos, cuando estaban ambos en el
vestíbulo esta mañana, cuando Hart había bloqueado
su salida de la casa, y esta tarde cuando la había
encontrado en la casa de High Holborn. Era un
hombre duro y solitario, conducido por la cólera y la
determinación, sin sonrisas de entusiasmo, sin risas.
Eleanor deslizó esa fotografía apartándola y atrajo
la siguiente hacia ella. Hart todavía sonreía a la
cámara, pero con su experta sonrisa de diablo. El kilt
no estaba ahora, se encontraba cayendo al suelo
desde su mano.
Era un hombre muy, muy hermoso. Eleanor pasó
el dedo por su pecho, recordando lo que había sido
tocarle. Había conseguido una muestra de ello esta
tarde, cuando él había sujetado sus brazos detrás de
ella, su fuerza reteniéndola. Había estado a su merced,
sabía que ella no sería capaz de alejarse hasta que la
soltara. En vez de sentir miedo, Eleanor había sentido
una oscura excitación golpeando por sus venas.
—¿Eleanor, no estás lista?
Eleanor dio un brinco cuando la voz de Isabella
sonó fuera de la puerta de su habitación. Eleanor
empujó las fotografías devolviéndolas a la caja y estaba
colocando la caja en el fondo del cajón del tocador
cuando Isabella Mackenzie entró con un susurro de
plateado satén y tafetán.
Eleanor cerró con llave el cajón y dejó caer la llave
en el escote de su corsé.
—Lo siento, Izzi—, dijo.—Sólo estaba terminando
algo. ¿Me ayudarás a vestirme?
****
Hart supo demasiado bien el momento en el que
Eleanor se unió a la multitud que llenaba su sala de
baile.
Eleanor vestía de verde, un vestido oscuro, verde
botella con un escote que mostraba la parte superior
de sus pechos y exponía sus hombros. Un polisón,
más discreto que el gigantesco que llevaban otras
señoras, recogía su sobrefalda hacia atrás antes de
dejarla caer hasta el suelo en una suave onda de satén.
El estilo llamaba la atención hacia su cintura
comprimida por un pequeño y apretado corpiño, y este
por su parte atraía la atención hacia el escote que
enmarcaba sus pechos llenos. Un collar, una simple
cadena con una esmeralda en forma de gota,
señalada su hendidura. Los pendientes de esmeralda
pendían de sus orejas, tan verdes como el vestido.
Hart había estado pensando en David Fleming, el
diputado que era los ojos y los oídos de Hart en la
Cámara de los Comunes, y preguntándose qué estaba
consiguiendo. Fleming esta noche usaba su arte de
persuasión para atraer al lado de Hart a uno o dos
hombres sobre el asunto de presentar o no un voto de
censura a Gladstone. Hart sabía que estaba cerca la
hora en la que podría obligar a Gladstone a dimitir, y
entonces admitir que la coalición de Hart tenía la
mayoría o convocar elecciones, que Hart estaba
malditamente seguro de que él y su partido ganarían.
Consígalos por cualquier medio que sea necesario,
Hart le había dicho a Fleming. Fleming, libertino pero
encantador y sibilino como una serpiente, le había
asegurado a Hart su victoria.
Pero una vez que Eleanor entró en la sala, la
preocupación sobre Gladstone, los votos y la victoria
se disolvió en la nada.
Eleanor estaba radiante. Esta noche era la
primera vez en la que Hart la veía con otra cosa que
no fueran los feos vestidos de algodón o de sarga.
Eleanor vestía ropas abrochadas hasta la barbilla. El
vestido de baile dejaba ver su brillo. Isabella debía
haberle prestado a Eleanor el vestido o habérselo
comprado para ella, pero de cualquier forma, el
resultado era impresionante.
Un poco demasiado impresionante. Hart no podía
apartar sus ojos de ella.
—Estoy muy cansado de que tomes prestada a mi
esposa para hacer de anfitriona en tus aburridas
fiestas—, dijo Mac, parándose junto a Hart en un raro
momento en el que había espacio vacío alrededor de
él.—Entre estos malditos bailes y veladas musicales y
la decoración de los mismos, nunca la veo.
Hart no apartó su mirada fija de Eleanor mientras
tomaba un sorbo de whisky de malta.
—Lo que quieres decir es que no tienes la misma
cantidad de tiempo para acostarte con ella como te
gustaría.
—¿Puedes culparme? Mírala. Quiero matar a
cualquier hombre que hable demasiado con ella. Hart
tuvo dificultades para apartar su mirada de Eleanor,
pero le concedió que Isabella, con un vestido en plata
y verde que le sentaba como un susurro sobre su figura
delgada, lucía bella. Isabella siempre lo hacía.
Mac había caído locamente enamorado de esta
mujer desde el mismo momento en que puso sus ojos
en ella. Pero el idiota de su hermano había necesitado
seis años para aprender cómo amarla, pero gracias a
Dios, esa tormenta había pasado, su matrimonio
ahora estaba anclado en un puerto seguro. Isabella y
Mac eran radiantemente felices, con Isabella tan
afanosamente ocupada cuidando a Mac, Hart ya no
tenía que hacerlo.
Mac agitó la mano llamando a un camarero que se
paró con el champán, Mac ahora era abstemio
después de años de casi matarse con la bebida.
—¿Qué ha pasado con tu declaración de que
estabas buscando tu propia esposa?—le preguntó a
Hart después de que el camarero se hubiera ido.
La mirada fija de Hart se deslizó de nuevo a
Eleanor, que saludaba a un marqués y a una marquesa
como si fueran viejos amigos. Sus ojos brillaban
mientras hablaba, sus manos enguantadas moviéndose
como ella solía hacerlo para enfatizar sus palabras. Se
rió con un sonido como las campanillas, y se dio la
vuelta para saludar a otra dama bastante tímida y
conducirla hacia un grupo haciendo que a la dama le
resultara sencillo. Esto era una característica de
Eleanor, ella podría encantar hasta a Atila el Huno.
— ¿Me has escuchado?— gruñó Mac.
—Realmente te he oído, y ya te dije que lo dejaras
en paz.
—Tienes a Eleanor justo delante. Por Dios
reacciona, bésala hasta dejarla sin sentido y manda a
llamar al vicario. Entonces ella podrá ser la anfitriona
de tus fiestas e Isabella se podrá quedar en casa
conmigo.
—Sabes que no será durante mucho más
tiempo—, Hart dijo suavemente, todavía mirando a
Eleanor.—Isabella y tú os escapareis a Berkshire,
donde vosotros dos os podréis quedar en la cama todo
el día y toda la noche.
—Porque entonces tú harás volver a Ainsley y a
Beth como tus anfitrionas. Realmente debes saber que
tus hermanos están listos para lincharte ¿verdad?
—Tener a una mujer encantadora saludando a mis
invitados es parte del plan— dijo Hart. —Isabella lo
entiende. Mac no pareció impresionado.
—Hart, tú programarías a Cristo la segunda
venida y harías a Wilfred enviarle un itinerario. Debes
aprender a dejar que las cosas simplemente sucedan.
Sin esperar una respuesta, Mac le rodeó y se abrió
camino a empujones a través de la muchedumbre,
directamente de vuelta a Isabella.
Aprende a dejar que las cosas sucedan. Hart tomó
un sorbo de whisky para esconder su cínica sonrisa.
Lo que Mac no entendía era que Mac, Cam e Ian
tenían las vidas que tenían ahora porque Hart se había
negado a permanecer apartado y dejar que las cosas
pasaran.
Si Hart no hubiera orquestado cada detalle de sus
vidas, Cam y Mac podrían estar ahora mismo
tratando de extraer vida en una selva plagada de
malaria o en una Escocia congelada cultivando el
resistente suelo. Los caballos de carreras, el arte, las
mujeres y el buen whisky serían lujos inalcanzables
para ellos.
¿E Ian? Ian podría estar muerto.
No, los hermanos de Hart no sabían la extensión
de lo que había hecho, y Hart rezó para que nunca lo
supieran. La única persona que tenía una ligera
noción de ello era la dama del vestido verde botella
que sonreía y conversaba con los invitados,
cautivándoles con su resplandor. Ella era la única en
el ancho mundo que sabía la verdad sobre Hart
Mackenzie.

Eleanor observó a Mac andar a zancadas


alejándose de Hart, y los admiradores de Hart
aparecieron alrededor de él llenando el espacio.
Este baile era sobre todo provechoso para los
partidarios leales de Hart y para intentar atraer a más
hacia el partido de coalición que él había formado,
llevándose a algunos caballeros del lado de Gladstone,
por un lado y de los conservadores Tories, por el otro.
Las dos damas que se deslizaron a ambos lados
de Hart no tenían interés en la política, Eleanor
estaba segura de ello. La dama a la izquierda de Hart
era Lady Murchison, la esposa de un Vizconde, la que
estaba a su derecha, era la esposa de un comandante
naval. La esposa del comandante tenía sus dedos
firmemente sujetos en el brazo de Hart y Lady
Murchison deslizó su mano enguantada
subrepticiamente bajando por la espalda de Hart.
Quiere acostarse con él.
Por supuesto que quería. ¿Quién podría resistirse
a Hart con su levita negra, el kilt de los Mackenzie y
calcetines de lana en sus poderosas pantorrillas?
Hart continuó hablando con el pequeño grupo
reunido en torno a él, como si no notara a las dos
damas deslizándose más cerca y más cerca de él.
Eleanor se obligó a volverse y a sonreír a los otros
invitados. Era buena en esto, juntando a gente que de
seguro congeniaría, encontrando con seguridad a cada
uno que deseara bailar el compañero adecuado, y
evitando que los invitados más mayores fueran
sentados contra una pared y olvidados. La asistencia a
esta fiesta era una verdadera aglomeración, aunque
Eleanor supiera que la lista de invitados se había
limitado bastante, tanto que aquellos que no estaban
incluidos en ella moverían cielo y tierra para ser
incluidos. Todo era parte del juego para hacer a Hart
brillar con una luz más brillante.
Ian estaba ausente esta noche, pero esto no era
extraño. Ian odiaba las muchedumbres. Isabella decía
que cuando Beth estaba con él, Ian podría andar
sobre el fuego, o para el caso entre una
muchedumbre, mientras su esposa estuviera a su lado.
No le puedo culpar, Eleanor pensaba mientras se
movía, charlando con todos sin excepción. A la gente
le gustaba mirar fijamente y señalar a Ian. El loco
Mackenzie, le llamaban, un poco injustamente. Se
casó con esa pequeña don nadie medio francesa,
susurraban. La pobre mujer debía haber estado
desesperada por tener un marido.
No tan pobre, y no tan desesperada. Beth había
heredado una gran fortuna antes de casarse con Ian.
Pero Eleanor sabía la forma en que funcionaba el
mundo, otros susurraban acerca de la inconveniencia
de que Beth no se hubiera casado dentro de su
familia, trayéndoles a todos ellos todo ese encantador
dinero.
Eleanor esta noche realmente estaba disfrutando
de la posibilidad de reencontrarse con algunas de sus
amigas de la niñez. Estas damas estaban ahora
casadas y preocupadas con problemas del tipo de
cómo encontrar buenas niñeras o las primeras
aventuras de sus hijos en el colegio. Y, por supuesto,
como Eleanor todavía era soltera, querían
emparejarla.
—Debes unirte a nosotros para nuestra excursión
en bote, querida Elle— una dama decía con
indisimulado fervor.—Mi hermano y su mejor amigo
acaban de volver de Egipto. Ellos están muy
bronceados, difícilmente se los reconoce. ¡Y qué
historias cuentan! Completamente fascinantes. Estoy
segura que estarán muy interesados en verte.
—Mi padre disfrutaría oyendo sus historias— dijo
Eleanor Él ama viajar, tan lejos como sea posible
mientras no se requiera que se aleje demasiado de su
sillón.
La dama se rió, pero sus ojos brillaban con
determinación.
—Bien entonces, debe traer a su querido padre. Le
hemos extrañado a él también.
Más ofertas de ese tipo fueron expuestas, todas
expresadas como salidas o excursiones que no serían
lo mismo sin Eleanor. Y, por supuesto, un hermano
soltero, un primo del sexo masculino, y hasta un tío
enviudado iban a endulzar la fiesta. Parecía que los
conocidos de Eleanor, tenían decidido que su objetivo
antes de que la Temporada terminara era conseguir
que la pobre Eleanor se casara.
A través de todo esto, vio cómo la vizcondesa
Murchison se había pegado al lado de Hart. El Sr.
Charles Darwin podría afirmar que los seres
humanos descienden de los monos, pero los
antepasados de Lady Murchison debían haber sido
percebes.
Mientras Eleanor estaba mirando, la señora
Murchison dejó que su mano bajara hasta apoyarla en
el trasero cubierto por el kilt de Hart. Hart tenía
demasiado sentido común para brincar, pero se giró
un poco hacia su izquierda, lo que forzó a la mano de
Lady Murchison a deslizarse lejos de él.
¿Pareció la dama decepcionada? En absoluto. Se
rió y le envió una alegre miradita, pareciendo tanto
más resuelta.
Vaca desgraciada.
Eleanor se dirigió hacia Hart, haciendo una pausa
en cada grupo de invitados para charlar y escuchar,
admirando y felicitando, aconsejando y consolando.
El suelo de la sala de baile estaba lleno de parejas
girando, pero Hart permanecía firmemente al margen,
el Duque era famoso por no bailar nunca en sus
propios bailes.
Las multitudes eran una cosa bastante incómoda,
Eleanor pensaba mientras se sujetaba sus faldas para
deslizarse entre unas damas demasiado compuestas.
La moda este año parecía dictar que la mujer de la
especie debería llevar grandes polisones sobre sus
traseros y llenarlos con gigantescos abullonados y
grandes rosas de terciopelo. Quizás deberíamos añadir
lo necesario para preparar el té o una estantería con
libros, Eleanor reflexionaba mientras se deslizaba a
través de otro grupo más de damas.
Ella intentó meterse a presión en el apretado
grupo que rodeaba a Hart y la gente se cerró todavía
más, impidiéndole acercarse. De alguna manera,
logró empujar el brazo de un alto caballero que
sostenía una copa llena de rojo vino. Perdió su agarre
sobre la copa, que vaciló y bailó en las yemas de sus
dedos.
Y luego, el desastre. La copa cayó de su mano y
quedó flotando durante un tiempo que se hizo largo en
su camino hacia el suelo. El líquido como el rubí
formó un arco a través del aire y cayó sobre toda la
parte delantera del corpiño de satén plateado de Lady
Murchison.
Lady Murchison chilló. El caballero del vino estaba
jadeando y comenzó a balbucear disculpas de manera
sobresaltada. Eleanor empujó entonces haciéndose
sitio a través del grupo, sus enguantadas manos en sus
mejillas.
—Oh, querida. Pobre, pobrecita.
La cara de Lady Murchison estaba de un feo verde
mientras se alejaba de Hart, quien había tomado un
pañuelo grande de su bolsillo y se lo había ofrecido a
ella. El corpiño estaba arruinado, una mancha de un
rojo vivo se extendía sobre él, como sangre en una
herida.
Eleanor agarró la mano de la señora Murchison
cuando ella levantaba el pañuelo.
—No, no, no lo restriegue, eso sólo extenderá la
mancha. Buscaremos una habitación para que se
retire y llame a su doncella para que venga con un
poco de soda.
Mientras hablaba, arrastró a la señora Murchison
lejos, el alto caballero todavía pidiendo perdón
angustiado. Lady Murchison no tenía otra opción más
que ir con Eleanor. Cada persona a cuyo lado pasaban
la miraba fijamente, exclamando, y dedicándole
murmullos de compasión a Lady Murchison.
Es decir, cada persona, excepto Hart. Éste envió a
Eleanor una penetrante mirada incluso cuando movía
los dedos para llamar a un lacayo para que corriera a
por soda. La mirada de Hart le dijo a Eleanor que
sabía exactamente lo que Eleanor acababa de hacer y
exactamente por qué lo había hecho.
Capítulo 6
—Elle.
Eleanor se detuvo al oír la voz de Hart abajo en el
descansillo. Había pasado una hora desde el
desagradable episodio con la señora Murchison, y
Eleanor había ido arriba a buscar un chal, para una
señora que se quejaba de frío. El baile y la bebida
continuaban en el salón, las alegres notas de un reel
escocés llegaban al pasillo.
Las lámparas de gas estaban bajas, Hart era una
sombra en la oscuridad más profunda. Parecía un
Highlander acechando a sus enemigos para
derribarlos, sólo le faltaba su claymore. Eleanor había
visto una pintura del tatarabuelo de Hart, Malcolm
Mackenzie, con su espada y su arrogante cara de
desprecio, y decidió que Hart se parecía a él
enormemente. Malcolm había sido un loco, las
leyendas lo contaban, un guerrero despiadado al que
nadie podía derrotar, el único de los cinco hermanos
Mackenzie que sobrevivió en la batalla de Culloden. Si
el viejo Malcolm hubiera poseído sólo una onza de la
misma determinación que Hart, entonces Malcolm en
efecto habría sido peligroso.
Eleanor sonrió y bajó la escalera hacia él, con el
chal entre sus brazos.
— ¿Qué haces aquí, Hart? El baile no ha
terminado, aún.
Hart interceptó su camino cuando trató de pasar
por delante de él.
—Eres el mismo diablo, Eleanor Ramsay.
— ¿Por traer un chal para una señora que tiene
frío? Creía que eso era amabilidad. Hart la miró con
un rastro de su antiguo fuego en la mirada.
—Hice que Wilfred le diera un cheque a la señora
Murchison por el vestido. Por supuesto, no había
olvidado el pequeño incidente en la sala de baile.
—Qué buena idea—, dijo Eleanor. —El vino
realmente deja una mancha deplorable. Lástima,
realmente, era un vestido encantador.
Eleanor trató de esquivarle, pasando a su
alrededor otra vez, pero Hart la agarró por el brazo.
—Elle.
— ¿Qué?
No podía leer lo que había en sus ojos, su mirada
dorada estaba en calma. Creía que podría soltarle en
ese momento un discurso sobre la inconveniencia de
arruinar deliberadamente el vestido de la señora
Murchison, la señora había admitido la derrota
cuando la soda no quitó la mancha y se había ido a
casa. Pero Hart no dijo nada sobre eso.
En cambio tocó las esmeraldas que colgaban de
sus orejas.
—Eran de mi madre.
La voz de Hart era suave, su dedo acariciaba con
la misma suavidad el lóbulo de la oreja de Eleanor.
Eso era lo que la señora Murchison había añorado, el
toque experto de Hart, el modo en que su voz se
recubría de suavidad, calentando el cuerpo de la
afortunada señora.
—Isabella insistió—, dijo Eleanor rápidamente. —
Quise negarme, habiendo pertenecido a tu madre y
todo eso, pero ya conoces a Isabella. Se empecina en
una cosa, y no atiende a razones. Te lo habría
preguntado, pero fue en el último minuto y ya estabas
recibiendo invitados. Me las puedo quitar si quieres.
—No—. Los dedos de Hart se cerraron sobre el
pendiente, pero suavemente, sin tirar. —Isabella tenía
razón. Lucen bien en ti.
—Aún así, ha sido un gran atrevimiento.
—Mi madre habría querido que los llevaras. — Su
voz se hizo más suave todavía.
—Le habrías gustado, creo.
—Realmente la ví, una vez—, dijo Eleanor. —Era
sólo una niña, tendría unos ocho años, no mucho
después de que mi madre falleciera. Pero
congeniamos, me dijo que lamentaba no haber tenido
una hija.
Eleanor recordó el dulce perfume de la duquesa,
la había abrazado de forma impulsiva y no había
querido dejarla ir. La madre de Hart, Elspeth, había
sido una mujer bella, pero con ojos atormentados.
Hart se parecía un poco a ella, aunque Ian y Mac
se parecían más. Hart y Cam tenían la mirada de su
padre, un enorme hombre que nunca le gustó a
Eleanor, pero que nunca la había tratado mal.
Hart soltó el pendiente y levantó la mano de
Eleanor hasta sus labios. Besó el dorso de sus dedos, el
calor de sus labios quemaba su piel a través de los
finos guantes.
Eleanor se quedó muy quieta, agarrando los
pliegues del resbaladizo chal, con el corazón
martilleándole. Hart cerró los ojos cuando volvió a
besar su guante otra vez, como si tratara de absorber
su calidez a través de los labios.
Esa misma tarde, Hart la había sujetado en un
fuerte abrazo, había inmovilizado sus muñecas detrás
de ella en un apretón imposible. Había mordido su
labio inferior, pero no había sido burlón o juguetón.
Había habido cruda necesidad en sus ojos. Y Eleanor
no había tenido miedo. Había sabido que Hart no le
haría daño. Podría romperle su corazón, sí; pero
dañarla fisicamente, no.
Esta noche, sin embargo, era todo suavidad. Hart
tocó su labio, en el lugar donde se lo había
magullado. Eleanor había cubierto la diminuta
contusión con una sutil cantidad de maquillaje, pero
Hart sabía exactamente donde la había marcado.
— ¿Te hice daño? — susurró, alzando las cejas.
Eleanor no pudo detener su lengua que salió como
una flecha para tocar su labio.
—No.
—No me dejes nunca hacerte daño—, dijo. —Si
hago algo que no te guste, di, ―Para, Hart‖, y lo haré.
Te lo prometo.
Sacudió la cabeza.
—Nunca has hecho nada que no me gustara. — Se
sonrojó una vez que lo dijo. Hart tocó su labio
superior.
—Soy un sinvergüenza. Lo sabes. Sabes todos mis
secretos.
—Realmente no. Sé que te gustan… los juegos.
He llegado a comprender eso. Como en las
fotografías. Aunque exactamente no sé qué clase de
juegos, siempre he tenido curiosidad por saberlo.
Si creía que se lo contaría, ahí en el hueco de la
escalera, iba a decepcionarse.
—No, sin juegos—, dijo. —No contigo. Lo que
quiero contigo…— Sus ojos brillaron. — Quiero cosas
que no debería querer.
Ahuecó su mejilla. Vio su pulso palpitante en la
garganta, su cara enrojecida.
Hart se contenía. Todos los pensamientos que
pasaban por su cabeza, todo lo que quería y no podía
decir, se reprimía. El movimiento de sus dedos, la
rigidez de su cuerpo, el modo en que sus ojos se
llenaban de sombras, le decían eso.
Se acercó más. Eleanor olió su jabón de afeitar, el
whisky que había bebido, y ligeramente detrás de esto,
el perfume bastante horrible de la señora Murchison.
Más cerca aún. Los ojos de Hart se cerraron
cuando tocó su labio en el lugar en el que la había
mordido.
Sin embargo lo que le dolía era el pecho, Eleanor
se mantuvo quieta, sorprendida de cuánto le dolía.
Hart acariciaba sus labios, con el pulgar desde la
comisura de su boca.
Eleanor se alzó hasta él, probando su lengua que
se introdujo en su dulce boca. Suavemente,
suavemente, Hart todavía se reprimía. Sus labios eran
suaves, secos hasta que su boca los mojó. Todavía le
resultaba familiar, el gusto salvaje de él todavía le era
familiar. Los años desaparecieron, y ellos encajaron,
de nuevo.
Los dedos de Hart eran fuertes, calientes, pero su
boca aún era dura. Eleanor se apretaba contra él,
deseaba tanto su cuerpo caliente que sentía hambre.
―Di, detente, Hart, y lo haré‖. Supuso que se lo
debería decir si la encerraba con llave en algún lugar,
como había hecho esa tarde, dejándola indefensa
frente a él.
Estaba indefensa ahora, y no tenía intención de
decirle que parara.
El chal se deslizó del débil apretón de Eleanor y
cayó a sus pies. Hart se acercó más, sus muslos
presionando contra su falda, su brazo firme alrededor
de su cintura. Eleanor sintió su dureza a través de las
capas de tela, su obvio deseo. Recordó la foto en la que
vestido sólo con sólo su kilt, sonreía al dejarlo caer.
Su cuerpo era hermoso. Quiso que se desnudara
para ella otra vez, y sólo para ella, para nadie más.
Eleanor sabía exactamente por qué la señora
Murchison había dejado a su mano vagar hasta su
trasero. Eleanor deslizó sus dedos allí ahora, por
debajo de la levita, muy sutilmente, si llevaba algo
debajo de la falda debía de ser muy fino. Eleanor
colocó sus palmas sobre sus firmes nalgas, un
agradable calor la embargó al sentir los fuertes
músculos bajo la lana.
Hart levantó la cabeza. Su mirada suave
desapareció, y fue sustituida por la amplia sonrisa
pecaminosa del joven Hart Mackenzie.
—Diablesa—, dijo.
—Todavía eres bastante atractivo, Hart.
—Y tú todavía tienes fuego en tu interior. — Hart
pasó la yema de un dedo sobre sus pestañas. — Lo
veo.
—En absoluto. Hacía bastante frío en Aberdeen.
— ¿Y viniste a Londres para calentarte? Muchacha
pervertida. Eleanor apretó sus nalgas otra vez, incapaz
de detenerse.
— ¿Por qué crees que vine a Londres?
La incertidumbre centelleó en sus ojos, y sus cejas
descendieron. Eleanor recordó el poder embriagador
que había sentido devolviendole su broma. Hart no
estaba acostumbrado a eso, quería ser el maestro en
todas las situaciones. Cuando no sabía lo que Eleanor
pensaba, se volvía salvaje.
—Por las fotografías, dijiste. Y me dijiste que
querías un trabajo.
—Podría haber trabajado como mecanógrafa en
Aberdeen. No tenía que venir a Londres para eso. Hart
apoyó su frente en la suya.
—No me hagas eso, Elle. No me tientes con lo que
no puedo tener.
—No tengo intención de tentarte. ¿Pero te
preguntas por qué, verdad? Lo veo cada vez me miras.
La mano de Hart acarició su mandíbula otra vez.
—Olvidas que estás en peligro. Soy un hombre
peligroso. Cuando sé lo que quiero, simplemente lo
cojo.
— ¿No querías a la señora Murchison? — Los ojos
de Eleanor se abrieron asombrados.
—Es una arpía. El vino no era necesario.
—Me disgustó ver cómo te tocaba.
Hart acarició la boca de Eleanor, mientras la
fruncía, y la besó entonces.
—Me gusta que te disgustara eso. ¿Salvándome
para poderme tocar tú? Eleanor apretó su trasero otra
vez.
—Parece que no te opones.
—Por supuesto que no me opongo. Nunca me
opuse. — Otro beso suave. — Tienes dedos expertos,
Elle. Lo recuerdo.
Eleanor quería desmayarse, dejarse caer como el
chal alrededor de sus pies. Hart Mackenzie era
experto en gastar bromas, pero lo que habían
compartido en el pasado le decia que esto era
verdadero. ¿Si se lo preguntara, la acompañaría a su
cuarto en el piso superior, y pasaría el resto de la
noche en su cama, mientras recordaban cómo habían
disfrutado ambos aprendiendo a conocer sus cuerpos?
Antes de que pudiera hablar, Hart la levantó y la
sentó en la barandilla. Eleanor gimió, sintiendo el
espacio vacío a su espalda, pero los brazos de Hart la
sostenían apartándola del peligro. Apartó sus faldas
mientras se colocaba entre sus piernas, el chal
olvidado estaba detrás de él en el suelo.
—Me haces sentir vivo—, dijo Hart. La voz de
Eleanor tembló.
— ¿Es eso algo malo?
—Sí—. Su mandíbula se apretó. —Tengo éxito
porque me concentro. Me fijo en una cosa y hago todo
lo posible para obtener esa cosa. Contra viento y
marea. Tú… —, la sostuvo con un brazo mientras
pasaba un dedo por sus labios. —Me haces perder esa
concentración. Lo hiciste antes, y lo vuelves a hacer
ahora. Debería devolverte a la sala de baile, fuera de
mi vista, pero ahora mismo, todo que quiero hacer es
contar tus pecas. Y besarlas. Y lamerlas…
Hart depositó un beso en su pómulo, y otro y otro.
Estaba haciéndolo, besaba cada una de sus pecas.
Eleanor se inclinó un poco hacia atrás en sus brazos,
sabiendo que no la dejaría caer.
Se sentía caliente, salvaje, como él siempre la
hacía sentir. Eleanor la solterona remilgada y correcta,
la ayudante de su viudo padre, el modelo de
Glenarden, sabía que le dejaría a Hart hacer con ella
lo que quisiera, y ya se preocuparía de las
consecuencias cuando tuviera tiempo.
Sus labios encontraron los de ella otra vez, ahora
con fuerza, dominando la caricia a su boca. Eleanor
levantó los brazos hasta su cuello, y le devolvió el
beso. Sus bocas se encontraron y se volvieron a
encontrar, el ruido suave de los besos se desplazaba
por el hueco de la escalera. Eleanor pasó una pierna a
su alrededor y le acarició con el pie su duro muslo.
Retrocedió un poco, en sus ojos brillaba una
sonrisa.
—Mi muchacha sinvergüenza—, susurró. —Nunca
te he olvidado, Elle. Nunca. Eleanor se sentía tan
disoluta como él la llamaba. ¿Pero por qué no? ¿Eran
lo bastante mayores, verdad? Un viudo y una
solterona, estaban por encima de la edad del
escándalo. ¿Qué había de malo en un besito en la
escalera?
Pero esto no era inofensivo, y Eleanor lo sabía.
Sus piernas se abrieron para él. Hart sabía dónde
colocar su dureza, exactamente en el lugar correcto…
— ¿Mackenzie? — Una voz subió a través de la
barandilla, con una nota de sorpresa.
Eleanor gimió y saltó y se habría caído, si no la
hubieran sujetado los brazos de hierro de Hart. El
mundo real se arremolinó detrás de ella como un
viento frío, pero Hart simplemente levantó su cabeza
y miró abajo de la escalera con impaciencia.
—Fleming—, dijo. — ¿Qué quiere?
—Mis disculpas por la interrupción—, respondió
con sorna. —Siento ser tan completamente
inoportuno.
Eleanor reconoció la voz. Era David Fleming, uno
de amigos más antiguos de Hart y camarada en la
política. Cuando Hart comenzó a cortejar a Eleanor,
David se había declarado enamorado de Eleanor
también, abiertamente y sin recato alguno. A su favor
se podía decir, que nunca había tratado de interferir
en el noviazgo o robarle Eleanor a Hart, pero cuando
ella rompió el compromiso, David corrió hasta
Glenarden y pidió a Eleanor que se casara con él.
Eleanor le había dado una cortés, pero firme, negativa.
Le gustaba David, y había mantenido una cierta
amistad con él, pero a éste le gustaba demasiado
beber y jugar a los dados, hasta un punto depravado.
Su afición por del juego político era la única cosa que
le impedía seguir con sus vicios hasta el olvido, y
Eleanor temía lo que le pasaría cuando el juego
político dejara de tener interés para él.
—Si pudiera salir usted, Mackenzie—, Fleming
arrastraba las palabras —Tengo a Neely en mi
carruaje. He hecho tanto como he podido, pero
necesito su habilidad para hacerle entrar. ¿Le digo
que vuelva en un mejor momento?
Eleanor vio como Hart cambiaba desde el joven
sinvergüenza del que había estado enamorada al
desapasionado político que había llegado a ser.
—No—, dijo. —Bajaré.
David dio unos pasos hacia adelante, hasta ver las
caras iluminadas...
—Dios mío, si es usted, Eleanor.
Hart bajó a Eleanor de la barandilla, y al ponerla
de pie en el rellano, las faldas cayeron colocandose
decorosamente.
—Ya sé quién soy, Sr. Fleming—, dijo cuando
recogió rápidamente el chal caído. David se apoyó
contra la pared, sacó una petaca de plata y dio un
trago.
—¿Quiere que le golpee por usted, Elle? Después
de que consigamos a Neely, por supuesto. Necesito a
Hart para eso. He tardado un maldito infierno en
llegar con esto tan lejos.
—No es necesario—, dijo Eleanor. —Está todo
bien.
Sentía fija en ella la oscura mirada interesada de
David, desde la planta baja.
—Amo odiarle—, dijo, señalando a Hart con su
petaca. —Y odio amarle. Pero le necesito, y él me
necesita, y por lo tanto, tendré que esperar antes de
matarle.
—Eso parece—, contestó Eleanor.
Eleanor no miró a Hart cuando bajó la escalera,
pero sentía su calor detrás. David guardó su petaca,
cogió por el codo a Eleanor cuando llegó al último
escalón y la acompañó el resto del descenso.
—Francamente, Elle—, dijo. —Si necesita que la
proteja de él, sólo tiene que decírmelo. Eleanor bajó la
escalera hasta el final y se soltó de su agarre.
—No se preocupe por mí, Sr. Fleming—, dijo,
dirigiéndole una sonrisa. —Puedo cuidar de mí
misma, siempre lo he hecho.
—No sé como lo hace. — David soltó un suspiro
infeliz y levantó la mano de Eleanor a sus labios.
Eleanor le sonrió, se apartó y se apresuró a entrar a la
sala de baile con el chal, sin mirar hacia atrás a Hart.
Pero sentía que éste la contemplaba, sentía su cólera
en su fija mirada y esperaba que no se desatara esa
cólera contra el pobre Sr. Fleming.
El carruaje de David Fleming era ostentoso, como
él mismo. El remilgado Sr. Neely, un soltero de
hábitos espartanos, parecía fuera de lugar en él. Se
sentaba muy derecho, con el sombrero sobre sus
huesudas rodillas.
—Disculpe el carruaje—, dijo Fleming sentándose
enfrente, cuando vio que el Sr. Neely echaba un
vistazo con repugnancia. —Mi padre era avaro y
extravagante al mismo tiempo, y es heredado.
Hart, por su parte, no podía estabilizar su
respiración. Tener a Eleanor caliente en sus brazos,
con ella alzando la vista hasta él con absoluta
confianza, le había conmocionado y hecho olvidar
todo lo demás. Si Fleming no hubiera
interrumpido, Hart la habría poseído esa noche.
Quizás allí mismo en la escalera, con la posibilidad de
que alguno de los invitados alzara la vista y los viera,
lo que lo hacía doblemente emocionante.
Su duro pene se había desinflado un poco cuando
David le había llamado, pero pensar en Eleanor sobre
la barandilla, con su pie deslizándose sobre su trasero,
hacía que volviera a excitarse.

Presta atención. Lanzamos la red a Neely, y lo


pescamos con una docena de seguidores leales,
apartándoles de Gladstone. Le necesitamos.
Fleming tenía razón al ir a buscarme, él es demasiado
decadente para el gusto de Neely.
El reformado Hart Mackenzie, por otra parte, que
raramente tocaba a una mujer en esa época, podría
persuadir a un remilgado soltero. Nada como un
calavera reformado para provocar a un puritano.
Neely miró desaprobadoramente a David, cuando
éste encendió un puro, recostándose en el asiento e
inhalando el humo con placer. David raramente se
molestaba en controlar sus apetitos, pero Hart sabía
que David tenía una mente tan aguda como una
navaja de afeitar detrás de su aparente depravación.
—El Sr. Fleming cree que puede comprar mi
lealtad—, dijo Neely. Frunció el gesto con el humo y
tosió en un pequeño puño.
David tenía bien preparada la presa, observó Hart.
—El Sr. Fleming puede ser muy ordinario—, dijo.
—Es debido a su educación. Neely miró a Fleming
con animosidad.
— ¿Qué quiere? —, preguntó a Hart.
—Su ayuda—. Hart extendió las manos, las
palabras acudían con facilidad a sus labios mientras
su cuerpo se recostaba y ansiaba a Eleanor. —Mis
reformas, Neely, golpearán directas al corazón de
asuntos que le interesan a usted. Odio la corrupción,
lamento mirar a otro lado mientras que los seres
humanos son explotados en nombre del
enriquecimiento de la nación. Detendré tales cosas,
pero necesito su ayuda para hacerlo. No puedo
trabajar solo.
Neely pareció aplacarse ligeramente. Hart sabía
que lo mejor para apelar a él, no era ofrecerle la
adquisición de poder o riqueza
— Neely era rico, un caballero inglés de clase
media – alta, con arraigadas ideas acerca de su lugar
en la sociedad. Desaprobaba el estilo de vida salvaje
de David y la enorme finca de Hart, pero no les
condenaba completamente. No era su culpa. Hart era
un duque, David el nieto de un par. Pertenecían a las
clases aristocráticas y no podían evitar sus excesos.
Neely también creía que el deber de las clases
altas era mejorar la vida de las clases bajas. Quería
que siguieran siendo campesinos, por supuesto, pero
felices y bien cuidados campesinos, para mostrar al
mundo que al menos en Inglaterra practicaban ―la
nobleza obliga‖. Neely nunca soñaría con beberse una
pinta en el bar con un minero o en contratar a un
carterista cockney como ayudante de cámara de su
hermano. Pero seguramente lucharía por mejores
salarios, precios más baratos para el pan y condiciones
laborales menos peligrosas.
—Sí, bueno—dijo Neely. —Tiene algunas ideas
excelentes para la reforma, Su Gracia. — Humedeció
sus labios, mirando primero a David, y después a Hart.
David detectó la mirada y a su vez miró a Hart con
disimulo.
— ¿Quizás podamos endulzar el pote, eh? —
preguntó David. —Presiento que desea preguntarnos
algo. Está en confianza. Las palabras no saldrán de
estas paredes. — Acarició el mullido terciopelo al lado
de su cabeza.
Hart esperaba que Neely pidiera otro impuesto
sobre la aristocracia o su ayuda en uno de sus
proyectos favoritos, pero los sorprendió diciendo,
—Deseo casarme.
Hart levantó sus cejas.
— ¿Usted? Mis felicitaciones.
—No, no. Quiero decir, que deseo casarme, pero
no conozco ninguna candidata soltera. ¿Quizás, Su
Gracia, con un amplio círculo de amistades, podría
presentarme en alguien conveniente?
Mientras Hart disimulaba su irritación, David dio
una gran calada de su puro, lo apartó y miró a
Hart entre el humo.
— ¿Quizás lady Eleanor podría ayudarnos? Conoce
a cada dama soltera de todo el país. Neely se reanimó
con la mención de un título.
— ¿Sería esa dama tan amable?
David volvió a llevarse el puro a la boca, y Hart le
miró irritado. Aunque Eleanor reconocía que muchas
mujeres de su clase se casaban para establecer
conexiones sociales o financieras, no estaría muy
contenta de introducir al mojigato y snob Neely entre
sus amigos.
—Tengo que advertirle—, dijo Hart a Neely, —que
aún cuando lady Eleanor consienta en ayudarle, sería
necesario que la joven elegida aceptara su petición de
mano. Un matrimonio es una cosa demasiado
nebulosa para garantizarla.
Neely pensó en eso y movió la cabeza.
—Sí, ya veo. Bueno, señores, consideraré las cosas.
Hart sintió que el pez se escabullía. Pero no tenía
interés en trillar Inglaterra para encontrarle una novia
a ese hombre. Tendría que recurrir a las amenazas, y
no era exactamente lo que quería hacer esta noche.
Antes de que pudiera hablar, David apagó el
cigarro y dijo,
—Díganos lo que realmente quiere, Neely.
Hart echó un vistazo a David sorprendido,
entonces se preguntó cómo no había visto las señales.
Neely estaba nervioso, mucho más que un hombre que
sólo busca conocer a una mujer adecuada.
La cabeza de Hart no estaba en ese juego esta
noche. Por supuesto que no. Sus pensamientos
estaban en el hueco de la escalera con Eleanor, su
respuesta inmediata pero inocente, el gusto de su
boca, el olor de su piel…
—Estaba a punto de pedir algo más, antes de que
se decidiera por el tema seguro del matrimonio—, dijo
David, logrando atraer la atención de Hart. —
Admítalo. Está entre amigos. Mundanos, además.
En otras palabras, puede ser honesto con nosotros,
porque somos tan malos como cualquier caballero
podría serlo. Y posiblemente no nos logrará
impresionar.
Neely se aclaró la garganta. Comenzó a sonreír, y
Hart se relajó. David había encontrado un punto de
camaradería con él. Ahora lograría subir el pez al
barco.
Neely miró a Hart.
—Quiero hacer lo que usted hace. Hart frunció el
ceño, sin entender.
— ¿Qué hago?
—Con mujeres. — Los ojos de Neely brillaban con
expectación. —Ya sabe.
¡Ah, Dios Mío!
—Esto fue en el pasado, Sr. Neely—, dijo Hart con
tranquilidad. —Me he reformado.
—Sí. Muy admirable. — dijo Neely fríamente. —
Pero sabrá dónde puedo encontrar tales cosas. Me
gustan las damas. Me gustan muchísimo, pero soy un
poco tímido. Y no tengo ni idea de cómo acercarme a
ellas para… ciertas cosas. Encontré a un tipo en
Francia que me dijo que le puso un cabestro a una y la
montó como a un caballo. Me gustaría…, me gustaría
muchísimo intentar algo así.
Hart se esforzó por esconder su repugnancia. Lo
que Neely preguntaba no tenía nada que ver con los
placeres exóticos que Hart había aprendido y
disfrutado. Neely preguntaba por lo que creía que a
Hart le gustaba, usar a las mujeres, quizás haciéndoles
daño, para su placer. Lo que Neely quería era una
perversidad, y no tenía nada que ver con el arte que
Hart practicaba.
Lo que Hart hacía se basaba en la confianza, no en
el dolor, Hart prometía la alegría más exquisita a la
mujer que se rindiera a él por completo. Había
aprendido a entender lo que cada mujer quería
exactamente y sabía exactamente como dárselo, y
como lograr que llegara al orgasmo sana y salva. Una
dama nunca tenía nada que temer cuando estaba al
cuidado de Hart.
Sin embargo, ese arte podría ser peligroso, y un
pervertido inexperto como Neely podría hacer
realmente daño a alguien. El pensar en que Neely
asumía que Hart disfrutaba causando dolor, le enojó.
Ese hombre era un idiota.
Pero Hart necesitaba los votos que ese hombre le
proporcionaría. Se tragó su cólera y dijo,
—la Sra. Whitaker.
—Ah—. David sonrió e hizo gestos con el puro. —
Excelente opción.
— ¿Quién es la Sra. Whitaker? —preguntó Neely.
—Una mujer que cuidará muy bien de usted—,
dijo Hart. La Sra. Whitaker era una prostituta que
sabía cómo contener a hombres sobreexcitados como
Neely.
—David le llevará a su casa.
Neely parecía impaciente y temeroso al mismo
tiempo.
— ¿Quiere decir ahora mismo?
—No dejes para mañana lo que puedas hacer
hoy—, dijo Hart. —Le dejaré en manos del Sr.
Fleming. Buenas noches, Sr. Neely. Debo volver con
mis invitados.
—Perfecto—. Neely hizo una reverencia en su
asiento, pero no le dio la mano. Nunca pensaría que
fuera apropiado estrechar la mano a un duque. —Se lo
agradezco, Su Gracia.
David y Hart se echaron otra mirada, y Hart abrió
la puerta. Salió con alivio del carruaje lleno de humo,
y David estiró sus piernas hasta el asiento que Hart
había desocupado cruzando sus tobillos, la imagen
misma de la decadencia. Un lacayo cerró la puerta y el
carruaje se alejó.
El aliento de Hart produjo vapor en la frialdad de
la noche, pero su casa brillaba con luz y calor. La
música, las voces y la risa salían por la puerta
principal.
Hart regresó dando zancadas mucho más
contento de lo que había salido. Quería ver a Eleanor.
Tenía que verla. Necesitando sus cálidos ojos azules y
su amplia sonrisa, su charla efusiva como una lluvia
repentina en un día caluroso y seco. Quería que su
belleza anulara la fealdad de Neely, quería volver al
placer inocente de besar sus pecas, que sabían como la
dulce miel.
Allí estaba, con el vestido verde botella que por la
razón que fuera resaltaba el azul de sus ojos, los
pendientes de esmeralda que habían pertenecido a su
madre colgando de sus orejas. Un extraño alivio
embargó a Hart cuando la miró, como si el baile, la
reunión con Neely y todo, no fuera nada, y sólo
Eleanor fuera real.
Charlaba animadamente, ya que Eleanor no era
nada tímida, con damas y caballeros, y gesticulaba con
un abanico que parecía haberse agenciado. O quizás
había colgado de su muñeca la noche entera; Hart no
podía recordarlo. El abanico cerrado resultaba
perfecto colocado en horizontal, cuando quería
resaltar un punto. Después se lo llevaba hasta los
labios.
Hart se puso duro como una piedra. Se agarró al
marco de la puerta de la sala de baile para evitar
caerse.
Queria a Eleanor para todos esos placeres
oscuros, por los que había desdeñado a Neely, pero
este no los entendía. Quería que se rindiera en sus
manos, que confiara completamente en él, mientras
cogía el abanico y la tocaba con él. Quería ver su
asombro cuando descubriera el profundo placer que
un simple toque podía proporcionar, su profundidad y
amplitud.
La quería ahora.
Hart se apartó del marco de la puerta, saludando
con pequeñas inclinaciones de cabeza a aquellos que
trataban de atraer su atención y se dirigió hacia
Eleanor.
Capítulo 7
Eleanor le vio venir por el rabillo del ojo. Hart
parecía un toro enfurecido o al menos un Highlander
enfurecido con kilt. Su pelo corto estaba despeinado,
la luz en sus ojos era dura, y aquellos que intentaban
hablar con él se apartaban de su camino.
Las cosas con ese Sr. Neely no debían haber ido
bien.
Hart siguió su camino hacia ella, como si pensara
alzarla sobre su hombro, como hizo en la casa High
Holborn, y llevársela. La fuerza de él cuando lo
hizo la había impresionado al mismo tiempo que la
había enfurecido.
Hart se detuvo delante de ella, sin hacer nada
escandaloso, pero la tensión en su cuerpo se
derramaba sobre el suyo. Miró a Eleanor tan fijamente
como un águila y levantó su gran mano enguantada.
—Baila conmigo, Elle.
La orden se escapó de su boca, Eleanor sabía que
realmente no quería bailar. Pero estaban en un baile
lleno de gente, un lugar donde Hart no podía
demostrar lo que realmente quería.
Eleanor echó un vistazo a su mano ofertada.
—Hart Mackenzie nunca baila. Lo tiene a gala y
es conocido por ello.
—Estoy preparado para darles a todos una
sorpresa.
Eleanor no estaba segura de lo que veía en sus
ojos, rabia, necesidad, y otra vez que un triste vacío.
Algo le hacía daño. Tuvo el presentimiento de que si
rechazaba esa simple solicitud, el golpe borraría cada
trozo del nuevo entendimiento que habían
conseguido.
—Muy bien—, dijo, colocando su mano en la
suya.
—Vamos a sorprender al mundo.
Hart sonrió abiertamente, el hombre peligroso
quedó atrás.
—Tengo tu palabra—. Casi estrujó la mano de
Eleanor cuando la empujó al fondo de la sala de baile.
—Vamos a bailar un vals, lady Elle.
—Es un reel escocés—, dijo. Los violines y los
tambores marcaban un ritmo estridente.
—No por mucho tiempo.
Mac e Isabella dirigían el reel, damas y
caballeros rompían y rehacían círculos alrededor ellos.
Hart anduvo con Eleanor directamente al director de
la orquesta y golpeó con sus dedos al hombre. Los
violines trastabillaron en el alto, mientras Hart
hablaba con el director en voz baja, entonces el
hombre asintió con la cabeza y levantó su batuta otra
vez. Los compases iniciales de un vals de Strauss
llenaron el cuarto, y los bailarines miraron alrededor
confundidos.
Hart llevó a Eleanor al centro del salón con su gran
mano en su pequeña espalda. La orquesta cobró
fuerza, y las damas y los caballeros desconcertados
comenzaron a formar a parejas.
Hart entró en el vals con el compás del tema
principal, tirando de Eleanor fácilmente hacia él. Se
giraron cuando pasaron al lado de Mac e Isabella, que
seguían en el lugar donde se habían quedado al
acabar el reel.
— ¿Qué rayos te pasa, Hart? —le preguntó Mac.
—Baila con tu esposa—, contestó Hart.
—Encantado. — Mac, sonrió abiertamente,
abrazó a Isabella y la hizo girar.
—Vas a conseguir que todo el mundo hable de
nosotros—, dijo Eleanor cuando Hart la movía hacia
al centro de la sala de baile.
—Tendrán que hacerlo. Deja de mirarme como si
tuvieras miedo de que te pisara los pies. ¿Crees que
nunca bailo porque he olvidado cómo se hace?
—Creo que tú haces siempre lo que quieres por
tus propios motivos, Hart Mackenzie.
No, Hart no había olvidado cómo bailar. El salón
estaba lleno de gente, pero Hart giraba entre los otros
bailarines sin peligro impulsándola con fuerza. Su
mano la sujetaba con fuerza por la cintura, con la otra
firmemente atrapada dentro de su mano enguantada.
Su musculoso hombro se movía debajo de la mano de
Eleanor y el contacto la electrificó.
Hart la llevó al fondo de la sala de baile,
haciéndola girar y girar. El enorme y opulento salón
giró ante sus ojos, y vio a los borrosos invitados que
les miraban asombrados.
Hart Mackenzie nunca bailaba, y ahora lo hacía
con lady Eleanor Ramsay, la mayor solterona de la
reunión, la que le había rechazado unos años antes. ¡Y
cómo bailaba! No con educado aburrimiento, sino con
energía y fervor.
La mirada de Hart decía que le importaba un
comino lo que nadie pensaba. Que estaba bailando
esa noche con Eleanor y el mundo podía desaparecer.
Los pies de Eleanor se movían ligeros y aún más ligero
notaba su corazón. Quería echarse hacia atrás en sus
brazos y reír y reír.
—Bailamos el vals la primera noche que nos
encontramos—, dijo alzando la voz sobre la música.
— ¿Lo recuerdas? Dimos mucho que hablar en
la ciudad, el decadente Lord Hart eligiendo a la
joven Eleanor Ramsay. Fue delicioso.
La mirada desnuda en los ojos de Hart no
desapareció.
—Esa no fue la primera vez que nos
encontramos. Tenías nueve años y yo tenía dieciséis.
Estabas en Kilmorgan, tratando de tocar una melodía
en nuestro piano de cola.
—Y te sentaste a mi lado para enseñarme cómo
tocarla —. Eleanor se rió del recuerdo, el alto Hart,
tan guapo con su levita y su kilt, con un aire de
arrogante confianza. —Del modo más
condescendiente posible, por supuesto. Un joven de
Harrow que se dignaba a mirar a un niño.
—Eras una mocosa diabólica, Elle. Tú y Mac
metisteis ratones en mis bolsillos.
Eleanor se rió mientras la sala de baile giraba a su
alrededor.
—Sí, fue tremendamente divertido, no creo que
haya vuelto a correr nunca tan rápido como entonces.
Sus ojos eran hermosos cuando se reía, brillantes
y azules como un lago escocés iluminado por el sol.
Hart había querido castigar él mismo a Mac
por los ratones, pero su padre había descubierto la
travesura y había tratado de golpear a Mac sin
conocimiento. Hart le había detenido y más tarde
había recibido una paliza en nombre de su hermano.
La sonrisa de Eleanor borró la nube de su
memoria. Bendita fuera, siempre lograba hacer eso.
—Quería decir que bailamos el vals la primera
noche que nos encontramos correctamente—, dijo.
—Llevabas el pelo rizado. — Hart la acercó más,
el espacio entre sus cuerpos disminuyó. —Te vi
sentarte con las matronas, parecías remilgada y
respetable, y te desee mucho.
Hart sintió la curva flexible de su cintura bajo su
mano, su cuerpo caliente mientras un rubor coloreaba
su cara. Nada había cambiado. Hart todavía la
deseaba.
Eleanor sonrió como le había sonreído aquella
noche hacía mucho, impertérrita y audaz.
—Y luego no hiciste nada malvado en absoluto.
Me sentí decepcionada.
—Eso es porque sólo soy malvado en privado. Ya
lo fui en la terraza, y en el cobertizo para botes, y en la
glorieta.
Las mejillas de Eleanor estaban deliciosamente
rosadas.
—Doy gracias al cielo de tener público aquí.
Hart se detuvo. Las parejas casi chocaron con
ellos, pero continuaron bailando, sin decir nada. Hart
Mackenzie era el excéntrico Duque de Kilmorgan, eran
sus invitados y todo lo que hiciera en su propia casa
se debía tolerar.
Hart condujo a Eleanor rápidamente por la pista.
—Tomo esto como un desafío—, dijo cuando
alcanzaron una esquina más tranquila. —Búscame en
la terraza en diez minutos.
Eleanor, siendo Eleanor, abrió su boca para
preguntar por qué, pero Hart hizo una formal
reverencia y se alejó de ella.
Diez insoportables minutos más tarde, Hart
anduvo a zancadas a través de un vestíbulo de la parte
de atrás de la casa, asustando a un lacayo y a una
criada que también robaban un momento privado, y
salió a través de una puerta lateral a la terraza.
Estaba vacía. Hart se detuvo, su aliento echaba
vapor. El frío y la desilusión le golpearon como un
puñetazo.
— ¿Hart?
El susurro vino de las sombras, y luego Eleanor
salió de detrás de una columna.
—Si querías una reunión secreta, ¿no podías haber
elegido un salón? Hace un condenado frío aquí fuera.
El alivio que sintió amenazaba con ahogarle.
Hart acercó a Eleanor contra él, y le dio un beso
rápido, feroz, y luego la llevó rápidamente bajando de
la terraza al jardín, rodeando la casa, hasta una
puerta que conducía a una escalera. Bajaron por las
traseras de la casa y siguieron por un pasillo pintado
de blanco. En el pasillo no había criados, todos
ocupados en el baile y la cena que Hart había
organizado para trescientos invitados.
Hart remolcó a Eleanor a través de otra puerta a la
lavandería que estaba caliente por el vapor. No había
ninguna luz allí, pero mucha luz de los faroles de gas
del paseo se derramaba desde las ventanas.
Un lavadero enorme estaba en el extremo del
cuarto, con grifos para llenarlo con agua caliente de la
caldera que estaba al otro lado de la pared. Las tablas
de planchar estaban dobladas en una esquina y las
planchas esperaban pacientemente en anaqueles, para
ser calentadas en la pequeña estufa. En una mesa
larga, estaba toda la ropa limpia de lino blanco,
planchada y doblada para ser distribuida por los
dormitorios de arriba.
Hart cerró la puerta, encerrándolos en el
húmedo calor. Deslizó sus manos por los hombros
desnudos de Eleanor, sin gustarle lo fría que ella
estaba.
La conversación con Neely le había dejado un mal
gusto en la boca. Hart había sido consciente de que la
gente creía que era como Neely, un buscador de
placeres cuestionables a expensas de los demás. Hart
nunca se había preocupado antes de lo que la gente
pensaba de él. Por qué el más bien desagradable afán
de Neely le había molestado tanto esa noche, no lo
sabía.
No, sí lo sabía. No quería que Eleanor creyera que
era un hombre como Neely.
— ¿Sobre qué deseas hablarme tan en privado?
— preguntó Eleanor. — ¿Puedo suponer que no
persuadiste al Sr. Neely, de ahí tu humor?
—No, Neely capituló—, dijo Hart. —David está
con él.
—Felicitaciones. ¿Siempre te dejan esa cara las
victorias?
—No—. Hart acarició sus hombros. —No quiero
hablar de Neely o de victorias.
— ¿Entonces sobre qué deseas hablar? — Le
dedicó una de sus miradas tímidamente inocentes. —
¿Los arreglos florales? ¿No fueron suficientes los
volovanes en la cena?
Como respuesta, Hart enganchó sus dedos en lo
alto de su guante largo, los botones saltaron cuando lo
fue bajando hasta la muñeca, abajo, abajo, abajo. Besó
el interior expuesto de su muñeca, luego lo besó otra
vez. Cálida, dulce Eleanor.
Quería bañarse en ella y limpiarse de todas las
cosas que había hecho y todas las cosas haría en
nombre del éxito de llamarse a sí mismo primer
ministro. Había comenzado con la cena y el baile del
Duque que trata de persuadir a aquellos que le
ayudarían a alcanzar el poder. Había concluido como
un hombre capaz de hacer un trato con el diablo para
conseguir su voto.
No quería ser esa persona nunca más. En este
momento, quería estar con Eleanor y dejar fuera al
resto del mundo.
Los ojos de Eleanor se ablandaron cuando la
levantó hasta él y besó sus labios abiertos. Algo saltó
entre ellos. Chispas. Siempre chispas.
Hart la besó en su labio inferior, recreándose en el
lugar donde la había mordido. Un retazo de oscuridad
bailó en algún sitio en su interior, pero no se dejaría
arruinar por eso. No con los suaves labios de
Eleanor, su boca caliente y respondiendo.
Dulce y sensible, así era Eleanor, y además tenía
un corazón de acero. Hart besó su garganta y luego su
hombro, su piel sudorosa con su salvaje baile.
No era bastante. No era bastante.
Hart la levantó en sus brazos y la colocó en la mesa
sobre la ropa amontonada de la lavandería. Antes de
que Eleanor pudiera protestar, estaba sobre ella
apoyado en sus manos y rodillas, con ella tumbada
sobre su espalda.
—Arrugarás la ropa—, se esforzó en decir. —
Costó mucho plancharla.
—Pago a mis criados los salarios más altos en
Londres.
—Por aguantarte a ti.
—Para que me dejen violar a mi amor sobre un
montón de ropa limpia—. Hart cogió un par de
calzones de debajo de su hombro, calzones de señora,
hechos de fino lino y adornado con encajes.
—Tuyos, creo.
Eleanor trató de arrebatárselos.
—Hart, por todos los Santos, no puedes agitar mis
bragas.
Hart los sostuvo fuera de su alcance.
— ¿Por qué están tan desgastados? — El lugar que
tapaba su trasero estaba casi transparente y el encaje
de las aperturas de las piernas había sido remendado
muchas veces. Cogió la camisola a juego, también de
tela fina, pero remendada con cuidado durante años.
—Isabella tiene que equiparte de ropa interior.
—Lo puedo hacer yo misma—, dijo Eleanor
orgullosa. —Me compraré algo de ropa interior con mi
sueldo.
—Deberías tener un cuarto lleno de ropa nueva.
Tira éstos.
—Tendré que hacerlo si los rompes.
—No me tientes. — Hart se pasó la camisola por su
mejilla. —Éstos son de lino. Quiero verte con seda.
—La seda es cara. El lino es más práctico. Y
no deberías verme tampoco.
Hart levantó los calzones otra vez.
—Cuando te los pongas mañana, piensa en mí.
—Presionó un beso en la desgastada tela que
cubriría sus nalgas.
Los ojos de Eleanor se ensancharon.
—…culo2.
— ¿Culo? ¿Es un juego de palabras?
—Eres horrible.
—Nunca pretendí ser otra cosa. — Hart dejó
caer los calzones en el montón y perdió su sonrisa.
— Me haces perverso, Elle. Cuando entro en un cuarto
y estás en el, todo y todos desaparecen.
—Entonces no debería entrar en un cuarto si yo

2 Originalmente Ass, que también se usa para insultar.


estoy dentro. Tienes mucha responsabilidad ahora.
—Y volviste a mi vida cuando estoy preparado
para alcanzar mi mayor éxito. ¿Por qué?
—Para ayudarte. Te lo dije.
Hart se inclinó sobre ella, examinando sus ojos
azules.
—Creo que Dios juega conmigo. Busca
venganza.
Eleanor frunció el ceño.
—No creo que Dios haga eso.
—Lo hace conmigo, siempre he tenido al diablo en
mí. Tal vez te enviaron para salvarme.
—Lo dudo mucho. Nadie podría salvarte a ti,
Hart Mackenzie.
—Bueno. No quiero que me salves. No ahora
mismo.
— ¿Entonces qué quieres? — preguntó.
— Quiero que me beses.
Los ojos de Eleanor se ablandaron. Pasó sus
brazos alrededor de su cuello, y Hart se olvidó de la
oscuridad, se olvidó de Neely, se olvidó de todo
excepto de Eleanor.
Sus bocas se encontraron en el silencio del cuarto,
Eleanor acalorada. La ropa resbaló y se cayó cuando
Hart la acostó del todo y presionó su rodilla entre sus
faldas.
Tenía muchas ganas de arrancarle las faldas y
el miriñaque que la mantenían separada de él.
Desde ahí, sería fácil quitarle sus calzones y estar
dentro de ella en un rápido empuje. Y luego podría
estar con ella, completamente. Encontrar su calor,
haciéndose uno con la mujer que siempre había
querido. Ansiado. Durante años.
Si se lo preguntara cortésmente, diría que no. Así
que, tendría que ser descortés. Hart le quitó el guante
del todo y presionó un duro beso en su palma.
Envolvió el guante una vez alrededor de su muñeca y
luego alrededor de la suya.
Eleanor le miró, asustada, insegura de lo que
quería decir con ello. Hart no estaba seguro tampoco.
Sólo quería acercarla, y que se quedara unida a él.
El extraño lazo del guante transmitió calor a
través del cuerpo de Eleanor. Notaba el peso de Hart
encima de ella, y el guante alrededor de ambas
muñecas les ligaba: él a ella, ella a él.
Había enseñado a Eleanor a besar hacía mucho
tiempo. Le mostró cómo separar sus labios, cómo
dejarle entrar en su boca. Había dejado a ese hombre
que despacio, muy despacio tomara toda su inocencia.
La sedujo, la enseñó a ceder ante su propio deseo y no
tener miedo.
—Elle—, susurró.
Respiraba con esfuerzo. Hart había dicho su
nombre así durante el día en la glorieta en Escocia
cuando la había acostado y la había besado a la luz
del sol. Le había dicho que la deseaba y exactamente
cómo la deseaba. Eleanor se había reído, complacida
con su poder. Eleanor Ramsay, tenía al gran Hart
Mackenzie de rodillas.
Tonta Eleanor, tonta. Nunca había tenido poder
sobre Hart, y ese mismo día, lo había demostrado. Lo
demostraba otra vez. La besó en su escote, su aliento
calentaba su piel desnuda, su pelo como la seda
áspera. Encontró que su mano subía para acariciarle
el pelo, no la había mandado hacer eso.
Él la destrozaría. Otra vez.
Hart, no. Déjame ir.
Las palabras no salieron. Hart besó su
garganta, sus labios persistentes, marcándola. Había
pasado calor con el baile, mucho frío en su breve
estancia en la terraza y ahora ardía por dentro.
El cuerpo de Hart apretado contra el suyo.
Hart Mackenzie, otra vez en sus brazos, donde
pertenecía.
Levantó la cabeza, sus ojos dorados oscurecidos.
—Te había perdido, Elle. Te había perdido. El
haberte perdido me rompió el corazón.
Hart la besó otra vez, y Eleanor sabía que se
rendiría. Esta noche, le dejaría tenerla, sin que
importara el coste. Se asustó de cómo tan fácilmente
iba a sucumbir.
El guante envuelto alrededor de sus muñecas la
hizo temblar. Más aún cuando Hart levantó su mano
atada y presionó un beso en el interior de su muñeca.
Siguió eso con una lamida y luego un suave
mordisco. La mordió otra vez, entonces levantó su
cabeza.
—Elle, quiero…
—Lo sé.
—No, no lo sabes. No puedes. — Sacudió su
cabeza. —Eres la propia inocencia, y yo soy la
encarnación del diablo.
Sonrió, su corazón se aceleró.
—Eres un poco diabólico, lo admito.
—No tienes ni idea de lo que un hombre como
yo quiere.
—Tengo alguna idea. Recuerdo la glorieta. Y tu
dormitorio arriba, y en Kilmorgan. — Tres veces le
había hecho el amor Hart Mackenzie; tres veces en su
vida creyó que moriría de felicidad.
—Entonces eras inocente. Me contenía, porque
no quería hacerte daño.
Hart se contenía ahora. Eleanor vio algo
desesperado en sus ojos que no entendió. Anhelaba
alcanzarle pero no podía.
—Me digo que eres algo precioso y rompible—,
dijo. —Pero tienes un fuego en tu interior que quiero
tocar. Quiero enseñarte mis juegos diabólicos y traer
ese fuego a la vida, enseñarte lo que ese fuego puede
ser.
—Eso no suena mal.
—Podría serlo, Elle. Puedo ser muy malo.
—No tengo miedo—, dijo, todavía sonriendo. La
risa de Hart estaba llena de calor.
—Eso es porque no me conoces realmente.
—Sé más de lo que piensas.
—Me tientas cada vez me miras. Tú con ese
abanico—. Hart lo recogió de la mesa de la lavandería
y lo tiró al otro extremo del cuarto.
Eleanor levantó su mano como protesta.
— ¡Cielos!, Hart, si has roto ese… Los abanicos
son caros.
—Te compraré uno nuevo. Te compraré un carro
lleno, si me prometes no volver a usarlo nunca como
lo hiciste esta noche, diciéndome a mí y a cada hombre
en el cuarto que querías que te besaran.
Sus ojos se abrieron asombrados.
—No hice tal cosa.
—Te diste varios toques con esa maldita cosa en
los labios y miraste tímidamente sobre él.
—No lo hice.
—Me hizo desearte tanto como para amarte allí
mismo en la sala de baile. Quiero amarte ahora. Te
quiero desnuda en esta mesa, y quiero…
Comprobó sus palabras, y el pulso de Eleanor
se aceleró.
— ¿Qué quieres?
Hart la miró con ojos que eran como la lava.
—Lo quiero todo. Ser tu amante de todos los
modos. Quiero ir a tu dormitorio cada noche y
enseñarte cosas que te impresionarán. Mejor cierra
con llave tu puerta, Elle, porque no sé cuánto tiempo
me podré mantener alejado.
Su sonrisa era pecaminosa, el hombre que había
conocido antes aparecía finalmente. Pero tenía razón;
durante todos aquellos años, Hart se había contenido.
Eleanor había vislumbrado a veces su hambre intensa
cuando la miraba, que enmascaraba rápidamente.
—Te lo dije, no tengo miedo—, dijo. —No soy una
señorita virginal, buscando refugio y protección.
Después de todo, soy la que le dijo a Ainsley que se
debería fugar con Cameron.
— ¿Tú, zorra?
—Vino a pedirme consejo, ya que tenía
experiencia con los Mackenzie.
Hart alisó el pelo de Eleanor, su toque se hizo
tierno.
—Te deseo. Eres lo que he deseado cada día desde
que te encontré. Siempre has sido tú. Y por eso tienes
que levantarte de esta mesa y huir de mí. Ahora.
—Pero…
Hart la apretó contra él para otro beso que
obligó a su boca a abrirse para él. Sus dientes
mordían sus labios, pero su cuerpo se le acercó más y
su boca respondió, enredándose y acariciándole.
La soltó de repente, y ella retrocedió en la
lavandería, sin aliento, le palpitaba el labio donde se
lo había magullado.
El hacía que se sintiera relajada, liberada. Acarició
su brazo conmovida al sentir sus músculos debajo de
su chaqueta.
Hart se inclinó para susurrar en su oído.
—Te tienes que mantener lejos de mí, Eleanor
Ramsay. Dices que no necesitas protección, pero eso
es exactamente lo que realmente necesitas. De mí.
La besó otra vez, un beso duro, exigente. De
repente, sintió que él liberaba su muñeca, el guante
cayó sobre su pecho. Hart besó sus labios una vez más
mientras se apartaba de ella y se ponía de pie.
Eleanor se sentó, agarrando el guante, tratando
de contener su respiración. Hart colocó su mano
sobre sus rizos, luego inclinó la cabeza para otro beso.
El hambre ardía en sus ojos, un hambre tan
feroz que Eleanor sabía que debería estar asustada,
pero no lo estaba. Hart la deseaba, aún después de
todos esos años, y eso hacía que estuviera caliente y
excitada.
Le vio luchar contra su hambre, le vio
someterla bajo su férreo autocontrol. Tocó un
pendiente de esmeraldas que colgaba de su oreja y
osciló.
—Guarda los pendientes—, dijo. —Te favorecen.
Entonces Hart se alejó, sin añadir nada, sin
adioses. Cerró de golpe la puerta y anduvo a zancadas
por el iluminado pasillo, dejando a Eleanor sola y
temblando en una mesa llena con la arrugada colada.

***

Hart fue a su comedor privado a la mañana


siguiente del baile, y lo encontró lleno de gente.
Había tratado de vencer el sueño unos minutos
después de que el baile hubiera terminado, pero se
había rendido, porque Eleanor había invadido sus
sueños. En ellos habían estado bailando y bailando,
pero su vestido verde se había deslizado hacia abajo
con cada vuelta, revelando sus pechos hermosos y más
llenos. Al mismo tiempo, había bailado alejándose,
fuera de su alcance. Eleanor se había reído de él,
sabiendo su deseo, sabiendo que no la podía tener.
Hart miró con irritación alrededor del cuarto
mientras iba hacia el aparador, tenía un hambre feroz.
— ¿No tenéis ninguno de vosotros casas?
Mac levantó la vista desde el extremo de la mesa,
donde extendía mermelada en la tostada para Isabella,
que estaba a su lado. Isabella no prestó ninguna
atención a Hart, siguió garabateando en el pequeño
cuaderno que siempre llevaba con ella. Mac había
acusado a Hart de organizar cosas hasta muerto, pero
Isabella y sus listas podrían derrotar a Hart cada vez.
Ian estaba sentado hacia la mitad de la mesa,
con un periódico extendido ampliamente delante de él.
Ian podría leer extraordinariamente rápido si no se
detenía en algo, y pasó dos páginas en el lapso de
tiempo en que Hart levantó las tapas de las bandejas
y se sirvió en su plato huevos y salchichas. Lord
Ramsay estaba sentado frente a Ian también leyendo
un periódico, pero mucho más despacio, absorbido en
cada página.
Eleanor era la única persona que faltaba, y su
ausencia puso a Hart más irritable. Lord Ramsay dijo,
sin alzar la vista,
—Realmente tengo una casa, pero creía que era
su invitado.
—No me refería a usted, Ramsay. Me refería a mis
hermanos, que tienen casas.
Isabella miró a Hart despreocupada con sus ojos
verdes.
—Los decoradores han empezado con los
dormitorios. Te lo dije.
Sí, Hart lo sabía. Ian, por otra parte, tenía una casa
grande en Belgrave Square, que Beth había heredado
de la vieja señora quisquillosa a quien había
acompañado. Hart sabía que Ian y Beth mantenían la
casa en perfecto estado para cuando decidían hacer
un viaje imprevisto a la ciudad.
Ian, por supuesto, no dijo nada, pasando otra
página del periódico. No se explicaría, aun si
realmente hubiera escuchado algo de lo dicho.
Hart llevó su plato a su lugar en la cabeza de
la mesa.
— ¿Dónde está Eleanor?
—Durmiendo, pobrecita—, dijo Isabella. —
Trabajó como una esclava todo el día y toda la noche y
despidió a los últimos invitados conmigo hace unas
horas. Probablemente también se agotara del modo
en que la hiciste girar alrededor de la pista de baile.
Sabes lo que tienes que hacer.

Capítulo 8
— ¿Hacer?— Hart cogió con el tenedor una gran
cantidad de huevo y se lo llevó a la boca. Estaban fríos
y secos, pero aún así los masticó y tragó como si fuera
una pelota. — ¿Por qué debería hacer algo?
—Mi querido Hart, tienes la reputación de no
sacar nunca a bailar a una dama en un salón de
baile, bajo ninguna circunstancia—, dijo Isabella.
—Eso ya lo sé.
Hart había aprendido hacía tiempo que sacar a
bailar a las jóvenes damas las llevaba a crearse
expectativas. Las muchachas y sus madres empezaban
a creer que él se declararía, o sus padres usaban lo que
creían que indicaba interés para conseguir favores
financieros. Hart no tenía tiempo para bailar con
todas las damas que acudían a este tipo de
acontecimientos, y las familias de las excluidas lo
tomarían como un descortesía. Hart había decidido
eso al comienzo de su carrera, si quería mantener a la
gente de su lado, lo mejor era que pareciera que no
favorecía a ninguna joven dama en absoluto. Él había
bailado con Eleanor, y había bailado con Sarah, y esto
había sido todo.
—Sé que lo sabes—, dijo Isabella. —Las madres
han aprendido a no empujar a sus hijas poniéndolas
delante de ti en las cenas con baile porque es un
esfuerzo perdido. Y entonces, anoche, arrastras a
Eleanor y bailas el vals con ella con gran fervor. Has
roto la tapa del polvorín. Unos especulan que lo hiciste
como venganza porque ella te dejó plantado, porque
saben que ahora se hablará de ella. Otros especulan
que esto significa que estás otra vez en el mercado
matrimonial.
Hart abandonó los huevos y cortó la salchicha.
Parecía grasienta. ¿Qué había pasado con su famosa
cocinera?
—Es asunto mío con quien bailo o dejo de bailar.
Lord Ramsay alzó la vista de su periódico,
poniendo su dedo en la columna donde se llegaba.
—No cuando eres famoso, Mackenzie. Cuando eres
una persona famosa, todo lo que haces es analizado.
Debatido. Hablado. Y da lugar a especulación.
Hart de hecho lo sabía, habiendo visto su vida y la
de sus hermanos expuesta en los periódicos todos los
años de sus vidas, pero estaba lejos de ser razonable.
— ¿No tiene la gente nada mejor de lo que
hablar?— se quejó.
—No—, dijo Lord Ramsay. —No lo tienen—.
Volvió a su periódico, levantando su dedo de las líneas
y continuó leyendo.
Isabella apoyó sus brazos en la mesa. Mac
continuó extendiendo la mermelada, y sonrió a Hart
que parecía desconcertantemente irritado.
—Mencioné un polvorín—, dijo Isabella. —Tu
baile significa que las madres de Londres y de los
alrededores van a asumir que has entrado en el juego.
Ellas tratarán de meter a sus hijas entre Eleanor y tu
persona, reclamando que son un partido mejor para ti.
En este caso, Hart, deberíamos conseguir que te
casaras rápidamente y evitar así las batallas por
venir.
—No—, Hart negó. Mac saltó.
—Es tu propia culpa, hermano mío. Tú creaste las
expectativas de Isabella en Ascot el año pasado,
declarando que estabas pensando en tomar una
esposa. Se volvió loca de excitación, pero desde
entonces no has hecho nada sobre este tema.
En el box en Ascot, Hart había sabido
exactamente qué estaba haciendo. Supuso que sus
hermanos habían llegado a la romántica idea de que
montaría a caballo hasta la finca desvencijada de
Eleanor, abriéndose camino a través de las plantas
demasiado crecidas de su jardín para encontrarla y
llevársela. Sin importar cuánto protestara, y Eleanor
protestaría.
No, él afrontaría el tema de hacerla su esposa
pensándolo a fondo y concienzudamente como si
dirigiera una de sus campañas políticas. El cortejo
vendría más tarde, pero vendría. Por el momento,
tenerla viviendo en su casa y ayudando a Wilfred e
Isabella a organizar su vida conseguiría acostumbrarla
a las demandas de esta. Había hecho que Isabella
lisonjeándola la llevara a una modista de modo que
Eleanor se fuera acostumbrando a las cosas bonitas y
cada vez encontrara más difícil dejarlas. Él
complacería a su padre con todos los libros, museos,
y la conversación con expertos que pudiera desear, de
modo que Eleanor no tuviera corazón para quitarle
todo eso de nuevo. Después de un tiempo, Eleanor se
encontraría tan atrincherada en la vida de Hart que
no sería capaz de alejarse.
El baile de la pasada noche había sido un
capricho, no, no un capricho, una voz dijo dentro de
él. Una ardiente necesidad.
Cualquiera que hubiera sido el razonamiento
que Hart hubiera tenido, la verdad es que había
utilizado el baile para indicar al mundo que había
puesto sus miras de nuevo en Eleanor. El partido de
Hart tomaría el país como una tormenta pronto, la
Reina le pediría a Hart que formara gobierno, y Hart
pondría su victoria a los pies de Eleanor.
—Te lo he dicho, Mac—, dijo Hart. –Esto es asunto
mío.
—Un casamiento rápido también salvaría a
Eleanor del escándalo—, dijo Isabella, ignorándolos a
ambos. —La atención se concentraría en la nueva
novia y el baile improvisado con Eleanor sería
olvidado.
No, no lo haría. Hart podía estar seguro de que
no lo haría. Isabella giró una página en su cuaderno y
colocó su lápiz.
—Déjame ver. La dama debe ser, en primer lugar,
escocesa. Nada de rosas inglesas para Hart Mackenzie.
En segundo lugar, de un linaje apropiado. Diría que
la hija de un conde y de ahí para arriba, ¿no estás
de acuerdo? En tercer lugar, debe de estar más allá de
todo reproche. No queremos ningún escándalo unido a
su nombre. En cuarto lugar, no una viuda, así evitas a
la familia de su ex-marido de repente pidiéndote
favores o creándote problemas. Quinto, ella debería
ser bien educada, capaz de suavizar y calmar a la gente
después de que tú los irrites a muerte. Sexto, una
buena anfitriona para las muchas veladas, fiestas y
bailes que tendréis que dar. Sabiendo quien no debería
sentarse con quien, etcétera. Séptimo, debe ser
apreciada por la Reina. La Reina no es aficionada a los
Mackenzies y una esposa que a ella le guste te ayudará
a suavizar las cosas cuando te elijan primer ministro.
Octavo, la dama debería tener el suficiente buen
aspecto para causar admiración, pero no tan llamativo
como para incitar celos. —Isabella levantó su lápiz de
la página. — ¿Lo Tengo todo? ¿Mac?
—Nueve: Capaz de lidiar con Hart Mackenzie—,
dijo Mac.
—Ah, sí—. Isabella escribió. —Y añadiré
inteligente y resuelta. Esto será el número diez, un
buen número redondo.
—Isabella, por favor para—, dijo Hart. Isabella,
sorprendentemente, dejó de escribir.
—He acabado por el momento. Voy a preparar
una lista de nombres de jóvenes damas que encajan
en los criterios, y entonces puedes comenzar a
cortejarlas.
—Al diablo si lo hago. —Hart sintió algo frío y
mojado golpeando su rodilla. Miró hacia abajo para
ver a Ben alzando la mirada hacia él, oyó el golpeteo
de su cola contra suelo. — ¿Por qué está el perro bajo
la mesa?
—Siguió a Ian—, dijo Isabella.
— ¿Quién siguió a Ian?— La voz de Eleanor la
precedió en el cuarto.
¿Y acaso Eleanor parecía agotada después de su
larga noche? Después de su baile eufórico con Hart,
de que Hart la besara primero en el hueco de la
escalera y luego en la lavandería. No, parecía fresca y
limpia, y oliendo al jabón de lavanda que tanto le
gustaba mientras rodeaba a Hart para dirigirse al
aparador. Lavanda, la esencia que siempre asociaba
con Eleanor.
Eleanor llenó su plato, luego volvió a la mesa,
besando la mejilla de su padre, y sentándose entre él
y Hart.
—El viejo Ben—, dijo Isabella. —Le gusta Ian.
Eleanor miró a hurtadillas bajo la mesa.
—Ah. Buenos días, Ben.
Ella le dice buenos días al perro, pensó Hart
con irritación. Ni una palabra para mí.
—Eleanor, ¿qué piensas de Constance McDonald?
— Preguntó Isabella.
Eleanor comenzó a comer los huevos fríos y la
salchicha grasienta como si fueran la ambrosía más
embriagadora.
— ¿Lo que pienso de ella? ¿Por qué?
—Como una posible esposa para Hart. Estamos
haciendo una lista.
— ¿Estamos?— Eleanor comía, su mirada fija
en Ian y su periódico.
—Sí, creo que Constance McDonald sería una
buena esposa. Veinticinco años, completamente
encantadora, monta bien, sabe cómo manejar a los
congestionados ingleses alrededor de su dedo, es
buena con la gente.
—Su padre es el Viejo John McDonald, recuerda—,
dijo Mac. –El jefe del clan McDonald y todo un ogro.
Muchas personas tienen miedo de él. Incluyéndome.
Casi me quitó la vida cuando era un joven inmaduro.
—Eso es porque te emborrachaste y pisoteaste la
mitad de uno de sus campos—, añadió Isabella.
Mac se encogió de hombros.
—Eso es cierto.
—No te preocupes por el Viejo John—, dijo
Eleanor. —Es muy dulce si se le maneja
adecuadamente.
—Muy bien—, dijo Isabella. —La señorita
McDonald va a la lista. ¿Y qué tal Honoria
Butterworth?
— ¡Por Dios!— Hart saltó incorporándose en la
silla. Cada uno a la mesa se detuvo y le contempló,
incluso Ian.
— ¿Me tenéis que poner en ridículo en mi propia
casa?
Mac se inclinó atrás en su silla, sus manos
detrás de su cabeza.
— ¿Preferirías que te pusiéramos en ridículo en la
calle? ¿En Hyde Park, tal vez? ¿En medio de Pall Mall?
¿En el salón de cartas de tu club?
—Mac, ¡Cierra la boca!
Una débil risita se escapó de la boca de Lord
Ramsay, que cubrió con una tos. Hart miró hacia abajo
a su plato y notó que la salchicha de la que había
tomado un trozo ahora había desaparecido. Y él no se
la había comido.
El sonido de un masticar entrecortado vino de
debajo de la mesa, y Eleanor pareció de repente
inocente.
Un grito se abrió camino a través de la garganta
de Hart y no pudo impedir que saliera de su boca. Su
voz hizo temblar los cristales de la lámpara de
araña y Ben dejó de masticar.
Hart se levantó de golpe de la mesa, su silla
cayéndose detrás de él. De alguna manera consiguió
salir del cuarto, andando tan rápidamente como pudo
por el pasillo y hacia la escalera. Detrás de él, oyó que
Eleanor decía,
—Señor, ¿Qué es lo que le pasa esta mañana?

***

Menos mal que Hart se había ido, pensaba


Eleanor, levantando su tenedor con una mano
inestable. Se había sentido completamente
avergonzada con él esta mañana, después de los besos
embriagadores en la lavandería y de él sujetándola
sobre el pasamanos de la escalera de la primera planta.
Ella llevaba los mismos calzones que habían echado a
la pila de lavar la pasada noche, Maigdlin los había
traído esta mañana.
Maigdlin no había dicho nada sobre los criados
que se habrían encontrado la lavandería en un estado
lamentable, porque no lo habían hecho. Eleanor se
había quedado después y había doblado de nuevo
cada pieza de ropa antes de unirse a Isabella para
ayudarla con el resto del baile.
Cuando Eleanor se había deslizado en los
calzones esta mañana, recordaba a Hart presionando
un beso sobre la tela y diciéndole que pensara en él.
Eleanor lo hacía, y ahora juraría que podía sentir la
impresión de sus labios en su trasero.
Eleanor cogió la salchicha restante del plato de
Hart y alimentó a Ben.
— ¿Por qué estás escribiendo el nombre de
posibles novias para Hart?
Isabella dejó su lápiz.
—No lo hago. Esto es todo una cortina de humo,
Eleanor. Todos sabemos que tú eres su compañera
perfecta; él sólo necesita un empujón para darse
cuenta.
Eleanor se quedó congelada.
—Creo que él tiene razón en una cosa, Izzy. Esto es
asunto suyo y mío.
—Ahora, no vayáis todos contra mí. Sabes que
tengo razón. ¿O no la tengo, Lord Ramsay?
Lord Ramsay dobló su periódico y lo puso sobre
la mesa, la última página colocada para ser leída.
—No sería una mala cosa para ti casarte con
él, Elle.
Eleanor lo contempló con sorpresa.
—Pensé que estabas contento cuando rompí el
compromiso. Te resististe a ver a Hart conmigo.
—Sí, en efecto, estuve de acuerdo entonces.
Hart era arrogante y hasta peligroso, y además no te
trataba bien. Pero ahora, las cosas son diferentes.
Estoy envejeciendo, querida mía, y cuando muera te
dejaré sin un penique. Indigente. Descansaría en
paz sabiendo que tú tienes todo esto—. Agitó su mano
en torno al magnífico comedor.
Eleanor apuñaló los huevos con su tenedor.
—Bien, no importa lo que todos vosotros
queráis, ni siquiera lo que yo quiera. No depende de
nosotros, ¿no es así?
Al otro lado de la mesa, Ian había fijado su
atención en el cuenco de miel. Como si no se diera
cuenta de lo que hacía, lo alcanzó, levantando el
dispensador, y dejó que el hilo de oro de la miel al
caer volviera al pote.
— ¿Qué piensas, Ian?— Eleanor le preguntó. Al
menos de Ian, conseguiría honestidad. Honestidad
brutal, pero esto era lo que necesitaba.
Ian no contestó. Levantó el dispensador de miel
otra vez, donde se arremolinaba el líquido pegajoso,
observando cómo caía en un dorado montón.
—Déjale tranquilo—, dijo Mac. —Está pensando
en Beth.
— ¿Lo hace? —Preguntó Eleanor. — ¿Cómo lo
sabes?
Mac le guiñó un ojo.
—Confía en mí. Has tenido una idea excelente
con la miel, Ian. Puedes confiar en mí en esto
también.
Isabella enrojeció, pero no parecía infeliz.
–Creo que fue Cameron el que comenzó con esta
tontería.
—No es una tontería—. Mac lamió su dedo y se
inclinó hacia Isabella. — Riquísimo.
Lord Ramsay sonrió y devolvió su atención a su
periódico. Eleanor miró a Ian.
—La echas de menos—, le dijo.
Ian arrastró su mirada de la miel y la fijó en
Eleanor, los ojos tan dorados como el líquido con el
que jugaba.
—Sí.
—La verás bastante pronto—, dijo Mac. –Partimos
para Berkshire la próxima semana.
Ian no contestó, pero Eleanor vio por un breve
instante en su mirada que la próxima semana no sería
lo suficientemente pronto. Ella dejó su tenedor, retiró
su silla, y fue rodeando la mesa hacia él.
Mac e Isabella miraron con sorpresa mientras
Eleanor ponía sus brazos alrededor de Ian y se
inclinaba para besar su mejilla. Ellos se tensaron,
esperando a ver lo que Ian haría. A Ian no le gustaba
ser tocado por cualquiera, excepto Beth o sus hijos.
Pero Ian había parecido tan solo sentado allí
que Eleanor se sintió compelida a consolarle. Ian
había abandonado a su querida Beth para viajar a
Londres para asegurarse de que su hermano mayor no
rompiera el corazón de Eleanor. Un gesto noble y
generoso.
—Estaré bien—, le dijo Eleanor. –Vuelve con ella.
Ian todavía permanecía quieto mientras Mac e
Isabella contenían el aliento y fingían no hacerlo.
Incluso el padre de Eleanor echó un vistazo,
preocupado.
Ian lentamente levantó su mano y dio a la muñeca
de Eleanor un cálido apretón.
—Beth ya ha partido hacia Berkshire—, dijo. –
Me encontraré con ella allí.
— ¿Te irás hoy? —Le preguntó Eleanor.
—Hoy. Curry hará las maletas por mí.
—Bien. Transmítele mi cariño—. Eleanor
depositó otro beso sobre su mejilla y se incorporó.
Isabella y Mac soltaron el aliento y volvieron a
terminar con sus desayunos, con cuidado de no mirar
a Ian. Eleanor regresó a su lugar, limpiándose las
lágrimas que habían aparecido en sus ojos.
***

—Wilfred—, dijo Eleanor varias horas más tarde,


alzando la vista de su máquina de escribir
Remington. —Esta carta no tiene nada en ella. Ha
escrito un nombre y una dirección, y eso es todo.
Wilfred se quitó las gafas y la miró por encima de
su escritorio.
—No es ninguna carta, milady—, dijo. —Sólo
ponga el cheque dentro del papel en blanco y escriba
la dirección en el sobre.
A la atención de la Sra. Whitaker, Eleanor
escribió a máquina en el sobre.
— ¿Esto es todo? ¿Ninguna nota que diga, Aquí
está el pago por… o Por favor acepte esta contribución
para sus obras de caridad…?
—No, milady—. Contestó Wilfred.
— ¿Quién es esta Sra. Whitaker?— preguntó
Eleanor mientras escribía a máquina la dirección.—¿Y
por qué Hart le envía…?— Ella le dio la vuelta al
cheque que Wilfred había colocado con la cara hacia
abajo delante de ella en el escritorio. —¿Mil guineas?
—Su Gracia puede permitirse ser generoso—,
dijo Wilfred.
Eleanor le contempló, pero Wilfred sólo inclinó
su cabeza y siguió escribiendo. Eleanor había
aprendido que Wilfred era una pobre fuente de
información sobre la familia Mackenzie. El hombre
se negaba a cotillear sobre cualquiera de ellos o sobre
cualquier cosa. Esta cualidad era la causa probable de
por qué Hart le había promovido de ayudante de
cámara a secretario privado, pero Eleanor lo
encontraba completamente inoportuno. Wilfred era la
discreción hecha hombre.
Wilfred era un ser humano excepcional, Eleanor lo
sabía. Tenía una hija y una nieta en Kent y las
idolatraba a ambas. Guardaba sus fotos en un cajón
de su escritorio, las compraba bombones y pequeños
regalos, y se jactaba de sus logros ante Eleanor, a su
modo tranquilo.
Sin embargo, Wilfred nunca hablaba sobre su
oscuro pasado, cuando había sido un malversador;
nunca mencionó a una Sra. Wilfred; y nunca, nunca
contaba nada sobre Hart. Si Wilfred no quería que
Eleanor supiera por qué Hart enviaba mil guineas
a ésta Sra. Whitaker, Wilfred se llevaría el secreto a la
tumba.
Eleanor se rindió, escribió a máquina la
dirección en el sobre
—George Street, cerca de Portman Square — y
con esmero dobló el cheque colocándolo dentro del
papel.
Quizás Hart había encontrado la fuente de las
fotografías. Quizás estaba pagando a la mujer para
destruirlas o para que guardara silencio sobre ellas, o
quizás para persuadirla de enviarle a él el resto.
O tal vez la Sra. Whitaker podría no tener
absolutamente nada que ver con las fotografías.
Eleanor metió el cheque en el sobre, lo cerró, y
añadió el sobre a su pila de correspondencia
terminada.

***

La casa cerca de Portman Square donde la Sra.


Whitaker vivía era de aspecto bastante corriente.
Eleanor la estudió con cuidado mientras paseaba por
delante por tercera vez.
Eleanor había usado el pretexto de hacer unas
compras para acercarse a Portman Square, calculando
la salida para que coincidiera con el regreso de Isabella
a su propia casa para discutir con los decoradores. A
fin de prestarle verosimilitud, Eleanor vagó por las
tiendas de la plaza cercana, comprando pequeños
regalos para los niños Mackenzie y para sus madres.
Maigdlin la seguía, transportando los paquetes.
Eleanor no había visto ninguna actividad en
absoluto dentro o en los alrededores de la casa de la
Sra. Whitaker en la hora más o menos en la que había
estado paseando arriba y abajo por George Street.
Ninguna doncella limpiando la entrada o lacayos
paseando para pasar el tiempo con las doncellas de la
puerta de al lado. Las verjas permanecían cerradas, la
puerta firmemente clausurada.
A fin de entretenerse en la calle un poco más,
Eleanor comenzó a ojear los carros de los vendedores
callejeros, decidiendo comprar un regalo para Daniel
el hijo de Cameron. Daniel tenía ahora dieciocho años
y era difícil para Eleanor elegirle un regalo. Había sido
un niño salvaje e infeliz cuando Eleanor le había
conocido por primera vez, siempre metiéndose en
algún problema u otro, ganándose la ira de Cameron.
Él se resistió a los intentos de Eleanor de ser maternal,
pero le había mostrado a Eleanor su colección de
escarabajos vivos, lo que Hart le había dicho era todo
un honor.
Daniel había resultado ser un buen chico, ella se
había dado cuenta, a pesar de crecer en una casa llena
de solteros Mackenzie. Ahora estaba matriculado en la
Universidad de Edimburgo, y parecía bastante feliz.
Eleanor dejó de lado los pensamientos sobre
Daniel cuando vio que la puerta de la casa de la
Sra. Whitaker se abría. Un lacayo, un muchacho
grande y robusto como los lacayos de Hart, salió de
ella. Al mismo tiempo un carruaje llegaba, y el lacayo
se apresuró a dar unos pocos pasos por la acera
para abrir la puerta del mismo.
Eleanor anduvo hasta donde estaba un vendedor
callejero que vendía pequeños pasteles y observó como
una criada que andaba rápidamente surgía de la casa,
seguida de una mujer que debía de ser la Sra.
Whitaker.
La señora no era muy alta, pero era voluptuosa, un
rasgo que ella no se molestaba en esconder. Incluso
con su abrigo de piel puesto para protegerse del frío,
era capaz de lucir su gran busto. Estaba pintada,
llevaba las mejillas exageradamente rojas y los labios
de color rojo también, y el pelo bajo su sombrero muy
a la moda era muy negro.
La Sra. Whitaker se ajustó sus guantes de
cuero muy ceñidos, le dio al lacayo un suave
movimiento de cabeza a modo de gracias, y le
permitió tomarle la mano para ayudarla a subir al
carruaje. Eleanor se quedó mirando fija y
abiertamente mientras el carruaje se marchaba,
llevándose a la señora y a la criada. El lacayo, sin
mirar ni a derecha ni a izquierda, anduvo a zancadas
de vuelta a la casa y cerró la puerta.
— ¡Cielos!— Eleanor le dijo al hombre que
vendía pasteles. — ¿Quién era?
El vendedor echó un vistazo al carruaje que se
marchaba.
—No la clase de mujer de la que debería hablar
con una dama, señorita.
— ¿En serio?— Eleanor le deslizó una moneda, y
el vendedor puso un caliente y envuelto pastel en su
mano. —Ahora realmente me ha picado la curiosidad.
No se preocupe, soy una mujer de mundo y no me
sobresalto fácilmente.
—No es mejor que lo que parece ser, y esta es
la verdad, señorita. Y los caballeros entran y salen a
todas horas… Algunos de los más encumbrados del
país ¿puede creerlo?
Sí, Eleanor lo creía. Que la Sra. Whitaker fuera una
cortesana no la sorprendió lo más mínimo. Y que era
muy exitosa en su profesión lo mostraban sus pieles
caras, su elegante carruaje, y los caballos de alto
porte.
Eleanor escondió su consternación desplegando el
papel que protegía el pastel y mordisqueando una
esquina.
—Es usted muy cortés—, dijo.
—Realmente quiero decir los más encumbrados—,
dijo el vendedor. —Las cosas que podría contarle. Los
príncipes vienen aquí. Y los Duques, como ese escocés,
que siempre viste con su kilt. Por qué un hombre
quiere llevar una falda, no se lo podría decir.
Cualquiera creería que el frío iría directo a sus partes,
¿no le parece? Ah, pido su perdón, señorita. Olvido
contener mi lengua.
—En absoluto—. Eleanor se rió con él y tomó
otro mordisco del pastel.
La curiosidad de seguro que mató al gato. La Sra.
Whitaker era una cortesana y Hart Mackenzie le había
enviado mil guineas. ¿Por las fotografías? ¿O por
los motivos habituales por los que un caballero
pagaba a una cortesana?
Bien, Hart era un hombre, la que había sido su
amante por mucho tiempo estaba muerta, y los
hombres realmente tenían necesidades fisiológicas.
Esto era un hecho científico. Sus esposas suavemente
criadas no podían entender estas necesidades ni eran
capaces de soportarlas, los científicos continuaban
diciendo, porque las damas criadas delicadamente no
tenían las mismas necesidades.
Una absoluta tontería. Eleanor se mofó de este
artículo, y también lo hizo su padre. La verdad era
esto; los caballeros visitaban a las cortesanas porque
disfrutaban con ello. Las damas se quedaban en casa
y soportaban que sus maridos se extraviaran porque
no tenían otra opción.
Hart nunca había sido un santo, y no estaba
dedicado a nadie en este momento. Eleanor no debería
condenarle.
Y aún así. El corazón de Eleanor estallaba, y
durante un momento, la calle se difuminó. Otro
transporte venía directo hacia ella mientras
permanecía allí de pie incapaz de moverse, era
simplemente un cuadrado oscuro en su nublada
visión.
El carruaje se materializó mientras paraba
delante de la casa.
—Hablando del diablo—, dijo el vendedor. —Este
es su escudo. Del Duque escocés, quiero decir.
La visión de Eleanor se despejó. No tenía tiempo
para correr y esconderse en alguna parte. Eleanor
correteó hacia la farola más cercana y apoyó su
hombro contra esta, escondiendo su cara mientras
comía otro mordisco del pastel.
Primero vio un cuadrado del suelo, después unas
pulidas botas parándose delante de ella, también vio
el dobladillo de tela escocesa del plaid de los
Mackenzie azul y verde por encima de ellas. Su mirada
fija se movió del kilt que abrazaba sus caderas a su
almidonada camisa bajo su abrigo abierto y de ahí a la
cara de Hart dura como el granito, bajo el ala de su
sombrero.
Hart no dijo una palabra. Sabría perfectamente
bien por qué Eleanor estaba al acecho fuera de la casa
de una cortesana llamada Sra. Whitaker, no tenía
necesidad de preguntar. Eleanor podría alegar la
coincidencia de que había decidido comprar un pastel
a tres pies de la puerta de la mujer, pero Hart la
conocía mejor.
Eleanor encontró su fija mirada y rechazó
sentir remordimientos. Después de todo, no era ella
la que visitaba a una cortesana o le pagaba mil
guineas.
Podrían haber permanecido así, de pie en la fría
calle, contemplándose el uno al otro durante el resto
del día, si la puerta de la casa no se hubiera abierto de
golpe otra vez. El mismo lacayo robusto surgió, esta
vez llevando a un hombre sobre su hombro. Hart
apenas le prestó atención al lacayo que fue
directamente hacia el carruaje de Hart y puso al
hombre dentro.
El asombro de Eleanor aumentó ya que David
Fleming salió de la casa, mirando hacia el cielo
nublado, se puso su sombrero, y se subió en el carruaje
de Hart también.
Eleanor se balanceó de vuelta hacia Hart, un
montón de preguntas en sus labios. Hart señaló el
carruaje.
—Entra.
Eleanor comenzó a hacerlo, y el vendedor de
pasteles, que había estado mirándolo todo con un
placer evidente, pareció preocupado.
–Esto no es necesario—, Eleanor le dijo a Hart.
—Encontraré un transporte para mí. He traído a
Maigdlin y yo tengo un montón paquetes.
—Entra en el coche, Elle, o te ataré con cuerdas
en el techo de éste.
Eleanor puso sus ojos en blanco y tomó otro
mordisco de pastel. Movió la mano llamando a
Maigdlin, que estaba en el carro de otro vendedor un
poco más abajo en la calle.
—Venga, Maigdlin. Nos vamos.
La doncella, aparentemente aliviada, trotó de
vuelta hacia Eleanor y al coche familiar, colocó debajo
los paquetes, y permitió al lacayo de la Sra. Whitaker
ayudarla a subir para colocarse al lado del cochero. El
vendedor del pastel miraba todo el asunto, habiéndose
quedado congelado en el acto de sacar otro pastel de su
diminuta estufa de carbón.
—Está todo bien—, Eleanor le dijo al vendedor.
— Su Gracia no puede evitar ser grosero—. Se dio la
vuelta y fue hacia el carruaje. — Hart, dale al hombre
una corona por sus molestias, ¿quieres?

Capítulo 9
Dentro del coche, Eleanor se colocó en el asiento
frente a los dos caballeros que ya se encontraban allí,
David Fleming y un inconsciente y muy pálido inglés.
Eleanor nunca le había visto antes.
— ¿Quién es?— preguntó. El lacayo comenzó a
entregarle sus paquetes, y Eleanor se inclinó para
meterlos debajo del asiento de David.
—Discúlpeme. ¿Podría simplemente empujarlos
debajo? Tenga cuidado, son frágiles.
David obedeció, mirando a Eleanor con los ojos
enrojecidos. Iba vestido para la noche y olía
fuertemente a humo de cigarro, brandy, perfume y
algo más que Eleanor tardó un momento para
identificar. Había pasado mucho tiempo desde que
había notado tal olor, pero pronto se dio cuenta de lo
que era, el de un hombre que había estado con una
mujer.
David supo lo que Eleanor había notado y se puso
rojo, cogió su petaca y dio un largo trago.
—Hart, no te sientes ahí—, dijo Eleanor cuando
Hart entró en el carruaje. —Es para Beth. ¿Podrías,
por favor...?
Hart gruñó, cogió el paquete y lo empujó al estante
encima del asiento.
— ¿No podías haberlo puesto detrás?
— ¡Cielos, no! Algunas de las cosas son muy
frágiles, y no quiero darle a un ladrón la oportunidad
de que me los robe. Los ladrones se suben a los
portaequipajes y los roban, ¿sabes?
—Nadie roba en este coche—, dijo Hart.
—Siempre hay una primera vez. Gasté mi salario
de una semana en esos regalos.
El carruaje dio un tirón hacia adelante, David
seguía mirando en estado de estupor.
—Mackenzie, ¿qué estás haciendo? Está Eleanor.
—El Sr. Fleming está despierto—, dijo Eleanor.
— Puede reconocer a damas que conoce desde hace
años—. Estudió al otro hombre, que roncaba contra la
pared. — ¿Quién es él?
David miró fijamente Hart y no contestó.
—Es el Sr. Neely—, dijo Hart.
—Ah—, dijo Eleanor, comprendiendo. —Ya veo.
Se lo envías a la Sra. Whitaker a cambio de lo que te
prometió.
—Necesito su apoyo y el de sus amigos cuando
alcancemos el poder después de Gladstone—, dijo
Hart.
—Hart—. David estaba angustiado.
—No guardo ningún secreto con Eleanor—. ¿No?
—Es inútil—, continuó Hart. —Como puedes ver.
—Bueno, si hubieras dejado que Wilfred me dijera
por qué le enviaste mil guineas, yo no habría tenido
que intentar averiguarlo por mí misma—, dijo Eleanor.
—Aunque necesitaba hacer las compras.
— ¿Mil?— David miró hacia abajo al hombre
que dormía. El Sr. Neely parecía inofensivo, un
empleado o un banquero, con las manos bien
cuidadas. —Sin embargo, tenía muchos problemas.
—Supuse que los tendría—, dijo Hart.
— ¿Qué hizo?— Preguntó Eleanor curiosa. David
lanzó a Hart una mirada preocupada.
—La ha traído para hacerme parecer un
disipado calavera frente a ella, ¿no?
—Ya sé que eres un disipado calavera, Sr.
Fleming—, dijo Eleanor. —Nunca lo has mantenido
en secreto. Parece muy pequeño y frágil. ¿Qué maldita
clase de problemas podría causar él?
—Se negaba a marcharse—, dijo Hart. —Según me
dijeron. ¿Cómo pudiste finalmente manejarlo? — le
preguntó a David.
—Con la libre administración de whisky. Sobre la
cantidad que él ya había bebido. Siempre que un
puritano decide disfrutar es digno de ver. Dudo que
recuerde mucho de todo esto.
—Bueno—, dijo Hart. —No necesito que un día
el arrepentimiento le lleve corriendo a los brazos de
mis rivales. ¿Le cuidará?
—Sí, sí. Cuando se despeje, disminuiré su
agonía diciéndole que disfrutó mucho. Eleanor estudió
al aniñado Sr. Neely dormido.
—Le sobornó con una prostituta para obtener
su voto—, dijo. David pestañeó.
—Soborno es una palabra muy dura.
—No, ella tiene razón—, dijo Hart. —Fue un
soborno, Elle, puro y simple. —Pero le necesito a él y a
sus amigos.
Mantuvo su mirada sin pestañear. Hart sabía
exactamente lo que había hecho y el daño que su
acción podía causar. Había sopesado las consecuencias
de la misma antes de llevarla a cabo. El balance
había resuelto que Neely cayera en sus redes. Hart
había sabido jugar con el hombre, y lo había hecho.
—Ustedes son terribles—, dijo Eleanor.
—Sí.
Era despiadado, impulsivo y decidido a ganar sin
importar lo que se necesitara. La mirada de sus ojos
se lo confirmó.
Eleanor miró nuevamente el Sr. Neely.
— ¿Supongo que su apoyo es terriblemente
importante?
—Significan veinte escaños más para mí.
—Y necesitas tantos traseros como sea posible,
¿No?— Preguntó Eleanor.
David soltó una carcajada. Hart mantuvo su
mirada en Eleanor, sin vacilar. Sin pedir su
comprensión o perdón. Simplemente estaba
mostrándole lo que hacía y lo que era.
—Sí—, dijo. Eleanor suspiró.
—Bueno, entonces. Esperemos que haya valido la
pena gastar las mil guineas.
Hart se bajó en Grosvenor Square, y le dijo a David
que siguiera con Neely hasta su casa y le metiera en la
cama, y resistió el impulso de arrastrar a Eleanor
dentro de la casa. Le dijo que quería hablar con ella
en su estudio, pero les llevó mucho tiempo que
bajara con todos sus paquetes. David la ayudó con
una mirada de idiota rendido. El hombre estaba
todavía enamorado de ella.
Eleanor encargó después a Maigdlin y a Franklin
que subieran los paquetes a su habitación, les dijo que
partieran la torta de semillas que había comprado y
por último se dirigió a las escaleras.
Aún con todo eso, Eleanor llegó al estudio de Hart
antes que él, porque Wilfred le retuvo para que firmara
algunos documentos. Hart entró y se encontró a
Eleanor delante del pulido gabinete Reina Ana, con
ambas puertas abiertas y mirando la pintura de su
interior.
Hart se acercó por detrás de ella y cerró las
puertas, ocultando el rostro de su padre. Lo había
cerrado.
—Lo sé. He encontrado la llave en tu escritorio.
Hart había cerrado el gabinete, rodeado el
escritorio y colocado la llave en su lugar.
—Guardo la llave aquí porque no quiero que
nadie abra el armario.
Ella se encogió de hombros.
—Tenía curiosidad.
—Estás evitando mi verdadera pregunta. ¿Qué te
hizo coger un coche hasta Portman Square y esperar
fuera de la casa de la Sra. Whitaker?
— ¿Por qué lo guardas?
Eleanor se había quitado su sombrero con velo,
y él recibió toda la fuerza de sus ojos azules.
— ¿Guardo el qué?—, gruñó.
—El retrato de tu horrible padre. ¿Por qué no
lo quemas?
—Édouard Manet lo pintó. Es valioso.
—Monsieur Manet fue uno de los maestros de
Mac, ¿no?
Hart había contado a Eleanor la historia hace
mucho tiempo. Cuando el Viejo Duque se había
dignado a tener un retrato pintado en París, Mac
conoció a Manet y huyó para estudiar con él.
—Mac puede pintar algo igualmente valioso para
ti—, dijo Eleanor. —Deshazte de eso.
A Hart le gustaba la inteligente manera de ver el
mundo de Eleanor. Odiaba el retrato de su padre, pero
por alguna razón lo guardaba, quizás creyendo que a
través de él su padre vería que Hart había crecido más
allá del joven asustado que había sido. Hart quería que
el Viejo Duque viera que lo había superado, que se
había convertido en algo más que un pervertido y
un matón.
Me golpeaste hasta que yo no podía mantenerme
en pie, pero te lo he devuelto, bastardo.
Eleanor, por otro lado, simplemente había
mirado el cuadro y había dicho, deshazte de eso.
—Lo mantengo guardado dentro del gabinete para
no tener que mirarlo—, dijo Hart. —Mis bisnietos
pueden venderlo para obtener un beneficio.
—Odio pensar que está ahí, te atormenta.
—No me atormenta. Deja de cambiar de tema y
dime por qué fuiste a casa de la Sra. Whitaker.
Eleanor fue hasta la mesa, apoyó sus manos y
miró por encima de ella a Hart.
—Porque pensé que podría tener algo que ver con
las fotografías, por supuesto. Pensé que podrías estar
pagando un chantaje, mil guineas es una fortuna.
Tenía que averiguar el por qué.
Hart no vio nada más que curiosidad en los ojos
de Eleanor. Sin enojo, sin celos. Pero ya una vez antes,
la mayor parte de la ira de Eleanor cuando había
hablado con la Sra. Palmer no procedía de los celos.
—Envié a Neely a la Sra. Whitaker, porque
sabía que ella podía manejar a alguien como él.
Su ceja se elevó.
— ¿Qué quieres decir con alguien como él? ¿De
qué manera es él?
—Me refiero a un hombre ingenuo que
pretender ser mundano. Son los más indisciplinados
cuando finalmente sueltan lastre.
—Y al parecer tenía que ser acompañado
nuevamente por el Sr. Fleming. ¿A la Sra. Whitaker
no le importaba hacerle ese favor?
—Le he pagado sus mil guineas. Por supuesto que
a ella no le importaba.
— ¿Está bien educada la Sra. Whitaker?, quiero
decir, ¿Ha estudiado?
La paciencia de Hart desapareció.
—No tengo ni jodida idea.
—Lo pregunto porque las cartas están mal escritas,
apuntan más a un sirviente. Sin embargo, si la Sra.
Whitaker proviene de un barrio pobre, podría no
escribir bien, a pesar de su gran casa y sus pieles. ¿Le
has preguntado acerca de ellas?
— ¡No!
— ¡Santo Cielo!, cómo te gusta gritar. Estoy
tratando de resolver tu problema, Hart, pero un poco
de ayuda sería bienvenida. La Sra. Whitaker podría
haber conocido a la Sra. Palmer, podría haberle dado
algunas de las fotografías. ¿Fueron la Sra. Whitaker y
la Sra. Palmer amigas?
— ¿Amigas? Dios, no. Angelina no tenía amigas.
—Parecía solitaria. Debes preguntar a la Sra.
Whitaker de todas formas, aunque si realmente no
sabe nada de las fotografías, tendrás que preguntar
muy discretamente para que no sospeche nada. Es
difícil, pero creo que puedes hacerlo.
Los ojos de Eleanor se redujeron al concentrarse y
llevó su dedo al labio, acariciando el pequeño moretón
que Hart le había hecho. Al observarla todo su cuerpo
reaccionó calentándose y poniéndose duro.
Sería tan fácil rodear la mesa, desabrochar el
feo vestido que llevaba, para dejarla sólo con su
corsé. Apoyar su nariz en el cuello para estirárselo y
darle un mordisco dejando un chupón, mientras bebía
de ella.
Eleanor contuvo la respiración, sus senos se
elevaron bajo su bien abotonado corpiño.
—Tal vez si yo...
—No—, dijo Hart bruscamente. Los ojos de
Eleanor se abrieron.
—No sabes lo que estaba a punto de sugerir.
—No, no vas a volver a casa de la Sra. Whitaker, ni
vas a tratar de hablar con ella. Y no volverás a la casa
de High Holborn.
Ella le miró exasperada, lo que le confirmó que
había adivinado correctamente, al menos la última
parte.
—Sé razonable, Hart. Nunca pude terminar la
búsqueda en la casa, porque, como recordarás, me
sacaste por la fuerza. No espero encontrar las
fotografías allí, pero podría haber alguna pista sobre
dónde pueden estar. Si estás preocupado por mi
seguridad, haré que uno de tus boxeadores me
acompañe.
Su impaciencia se convirtió en auténtica furia.
—No. Y no te atrevas a engatusar a Ian para que
te lleve allí. —Cuando Hart pensaba en Ian en la
habitación con la mujer muerta y él mirando fijamente
al techo, se quedaba sin aliento. —Le molesta.
—Lo sé. Me lo dijo, pero también dijo que deberías
ver el lugar una vez más por ti mismo. Para espantar
a los fantasmas, por así decirlo.
Fantasmas. Toda la casa estaba llena de
fantasmas. Hart quería quemar la casa hasta los
cimientos.
—Ian no puede llevarme de todas formas—,
soltó Eleanor. —No está aquí. Se fue esta mañana.
Hart se calló.
— ¿Ido? ¿A qué te refieres? ¿Dónde diablos se fue?
—A Berkshire. Echaba de menos a Beth, y le
dije que se fuera con ella. Ella ya estaba camino de
Berkshire, para ayudar a Ainsley a prepararlo todo.
Ya estará llegando, no les importará que Ian llegue
antes.
— ¿Cuándo ocurrió eso? No me dijo ni una
palabra—. Ni una palabra. No se había despedido.
Pero eso no era raro en Ian. Cuando decidía hacer una
cosa, nadie podía detenerlo.
—Estabas ocupado con tus juegos políticos—,
dijo Eleanor. —Ian me dijo adiós, pero no quería
esperar hasta que regresaras.
¿Cuando había Hart perdido el control de su
propia casa? La última vez que había visto a Ian, su
hermano estaba tranquilamente leyendo un libro en
el comedor mientras desayunaba. Y por lo que Hart
sabía, Ian no tenía entonces intenciones de salir
corriendo para Berkshire una hora después.
Hart pensó en los huevos fríos y la salchicha
grasienta en su plato esa mañana, y apretó los puños.
—Eleanor, ¿qué hiciste con mi cocinera?
— ¿Hmm?— Levantó las cejas. —Oh, la Sra.
Thomas. Le llegó recado de que su hermana estaba
enferma, y le dije que debía coger una semana y
visitarla. Está en Kent. La hermana, quiero decir,
aunque ahora, la Sra. Thomas estará allí también, por
supuesto. No hubo tiempo para encontrar una
sustituta para esta mañana, pero imagino que estará
aquí por la noche. La Sra. Mayhew la ha encontrado.
¿Cuándo había perdió el control? El día en que
Eleanor Ramsay le había acechado entre una multitud
de periodistas en St. James y Hart había sido tan tonto
como para recogerla y llevarla a su casa.
Todavía esa mañana pensaba que era muy
inteligente por mantenerla cerca, dirigiendo su vida,
hasta lograr que ella pensara que el quedarse era su
propia idea.
Debía estar loco. No sólo Eleanor había dado
un giro completo a su casa, si no que seguía teniendo
visiones suyas, en las que continuaba con lo que había
empezado la noche anterior. La miraba al otro lado de
la mesa y la deseaba… ahora. Podía quitarse su
pañuelo y usarlo para atar delicadamente sus
muñecas, o tal vez para vendar sus ojos y que no
supiera donde ni que placer iba a darle hasta que no
tocara su piel, besara su cuello, mordiera su hombro...
Quería desnudarla del todo, vestido, corsé,
enaguas. Subirla a la mesa, tenderla encima y lamerla
desde la garganta a la gloria entre sus piernas. Su
cabello era rojo dorado allí, recordó.
Quería atar sus manos, quizás con un par de
suaves medias de seda, sujetándola así mientras él
comía sobre ella. Ella se retorcería de placer y él podría
preguntarle, Eleanor, ¿confías en mi?
Sí, le susurraría ella.
Lograría que alcanzara el clímax una y otra vez, y
cuando ya estuviera caliente y sonriente, podría
colocarse encima y entrar en ella. La tendría en esa
habitación y desterraría sus fantasmas. La visión hizo
que se pusiera dolorosamente duro. Hart sabía que
estaba de pie en el estudio, con el escritorio entre ellos,
con Eleanor completamente vestida, la mesa de
trabajo entre él y Eleanor, completamente vestida,
pero había sentido cada caricia, cada beso, cada
respiración.
— ¿Hart?— preguntó. — ¿Te encuentras bien?
El rastro de preocupación en su voz le devolvió
la conciencia. Hart se estiró y retiró los puños del
escritorio. Le dolía todo el cuerpo al pensar que tenía
que dejarla, mientras Eleanor le miraba con
preocupación en sus ojos azules, pero sabía que tenía
que salir del estudio.
Hart fue hasta la puerta, la abrió y salió, sin
detenerse, sin mirar atrás. Siguió por el descansillo,
esquivó a Ben, entró en su dormitorio deslizándose
por la puerta entreabierta.
Marcel, que estaba cepillando una de las
chaquetas de Hart, se levantó sorprendido.
—Prepárame un baño, Marcel—, gruñó Hart
mientras se arrancaba la corbata y la camisa. —Uno
bien frío.

***
Hart logró mantenerse alejado de Eleanor durante
tres días. Se levantaba y dejaba la casa antes de que se
despertara y regresaba cuando estaba seguro de que
estaría en la cama.
Hart pasaba sus días entre reuniones y debates,
discusiones y comités. Intentó sumergirse en los
problemas del país y el Imperio, hasta borrar cualquier
pensamiento de su vida doméstica. Funcionaba
mientras estaba en una pelea a gritos con la oposición,
cuando trataba de persuadir a otro congresista a
inclinarse hacia su lado, y cuando iba con Fleming a
su club o a un maldito casino para continuar la
batalla por la dominación política allí.
Pero tan pronto como Hart pasaba por la puerta
en Grosvenor Square, sabiendo que Eleanor estaba en
la habitación, su cuerpo húmedo por el sueño, las
visiones sobre ella regresaban y no podía desterrarlas.
Pasó más y más tiempo fuera de casa,
permaneciendo hasta muy tarde en reuniones y
convocando sesiones de las que sabía saldría tarde.
Fue después de una de ellas, muy tarde cuando
intentaron asesinarle.
Capítulo 10
Estaba oscuro como la tinta al salir Hart de los
edificios del Parlamento en la madrugada, todavía
discutiendo con David Fleming sobre algún punto.
Hart escuchó una fuerte explosión y, a
continuación, fragmentos de piedra volaban desde la
pared cercana a él. El instinto lo hizo agacharse y tiró
a David al suelo con él. Escuchó los gritos de su
cochero y los pasos de sus lacayos.
David se levantó sobre sus manos y rodillas,
los ojos bien abiertos.
— ¡Hart! ¿Estás bien?
Sintió un pinchazo en la cara debido a la piedra
que le había golpeado y probó el sabor de la sangre.
—Estoy bien. ¿Quién disparó? ¿Lo detuvieron?
Uno de los ex boxeadores profesionales llegó
hasta él.
—Salga de la oscuridad, sir. Está sangrando, su
gracia. ¿Dónde se lastimó?
—No, fue la pared la que recibió el disparo y la
piedra se desprendió y me golpeó—, dijo Hart con un
humor sombrío. — ¿Estás bien Fleming?
Fleming pasó su mano por su cabello y alcanzó
su botella.
—Bien. Bien. ¿Qué Diablos? Te dije que los
fenianos3 estarían ansiosos por matarte. Hart limpió
la sangre con un pañuelo, su corazón martilleaba en
reacción y no respondió.
Los Fenianos eran irlandeses que emigraron a
América, formaron un grupo dedicado a liberar a los
irlandeses de los ingleses y enviaba a los miembros a
hacer el trabajo sucio. Un periódico había roclamado
esta mañana que trataría de desechar el proyecto de
ley de autonomía irlandés para presionar a Gladstone,
y los fenianos habían reaccionado.
La acción de Hart no significaba que estuviera
en contra de la independencia irlandesa, de hecho, él
quería a Irlanda completamente libre del yugo inglés,
porque esto podría allanar el camino para la
independencia escocesa. Simplemente pensó que la
versión de Gladstone del proyecto de ley era ineficaz.
Bajo el proyecto de ley de Gladstone, la independencia
de Irlanda sería marginal, les permitiría formar un
Parlamento para resolver asuntos irlandeses pero
3 Feniano (en inglés Fenian) es un término utilizado desde 1850
para referirse a los nacionalistas irlandeses, que se oponían al dominio
británico sobre Irlanda. Aún se utiliza este término en Escocia e Irlanda
del Norte, ahora en términos despectivos.
todavía sería responsable ante el Gobierno inglés.
Hart sabía que si Gladstone se veía obligado a
llamar a una votación sobre el proyecto de ley, el
hombre no tendría suficiente apoyo para pasarlo, lo
que daría lugar a un voto de no confianza, y a la
dimisión de Gladstone.
Una vez que Hart estuviera en el poder, él
llevaría adelante sus ideas para liberar completamente
a Irlanda. Haría todo lo posible para liberarla de las
garras inglesas y luego presionaría hacia la
independencia escocesa, su verdadero objetivo.
Pero los periódicos no lo presentaban de esa
manera, y los enojados irlandeses, sin saber lo que
estaba en la cabeza de Hart, habían comenzado a hacer
amenazas.
Hart envió a sus lacayos para revisar el área y
apoyar a cualquier policía de paso y, a continuación,
se acercó a su carruaje con David, quien sostenía
fuertemente su petaca.
Cuando llegó a casa después de dejar a David
en su alojamiento, les dijo a sus lacayos y cochero
que no divulgaran ni a Eleanor ni a su padre lo
acontecido. Él había experimentado intentos de
asesinato varias veces durante su carrera, con la
misma falta de puntería, alguien siempre estaba
enojado con él. Los policías intentarían encontrar al
tirador y vigilarían la casa, pero la rutina no tenía por
qué ser turbada. Sin embargo, si sus huéspedes fueran
a cualquier lugar, nunca saldrían sin al menos dos
guardaespaldas para protegerlos, y nunca sin el
carruaje. Sus hombres estuvieron de acuerdo, todavía
sacudidos por los acontecimientos.
Los separatistas irlandeses no eran los únicos
asesinos posibles. Hart se preguntaba, cuando
entraba en su casa tranquilo, si la persona que había
enviado a Eleanor las fotografías no tendría alguna
conexión con los tiros. Las cartas no parecían
amenazantes, y no parecía haber ninguna conexión en
absoluto. Sin embargo, tuvo un renovado deseo de
mirar las fotografías y cartas que Eleanor había
recogido.
El pensamiento de buscar pruebas junto a
Eleonor, su aliento dulce tocando su piel, hizo
bombear su corazón más rápido de lo que lo había
hecho cuando la bala lo había rozado. Mejor no
arriesgarse.
Hart podría exigir que Eleanor le trajera las
fotografías así podrían mirarlas ellos dos solos, pero
desechó inmediatamente la idea. Eleanor nunca estaría
de acuerdo. Era extremadamente posesiva con las
fotografías, el porqué de ello Hart no lo podía
imaginar. Pero, no importaba; las conseguiría
solapadamente.
Al día siguiente, Hart esperó hasta que Isabel y
Eleanor se instalaron en el salón de la planta baja,
para planificar la fastuosa fiesta de Hart, Mac estaba
en su estudio y el Conde escribiendo en el otro estudio
más pequeño, mientras él tranquilamente subía las
escaleras al piso superior y entraba en la habitación de
Eleonor.
La alcoba de Eleonor estaba vacía, como sabía que
estaría, las criadas ya habían terminado allí. Hart se
acercó al tocador de Eleonor y empezó a abrir los
cajones.
Él no encontró las fotografías. Encontró que
mantenía el papel de cartas prolijamente apilado en
un cajón, sobres en otro, plumas y lápices,
independientes entre sí, en otro. Cartas que había
recibido de amigos, Eleanor tenía muchos amigos,
estaban agrupadas en el cuarto cajón. Hart las revisó
rápidamente por encima, pero ninguna contenía las
fotografías.
¿Dónde podría haber puesto las malditas cosas?
Sabía que tenía sólo unos minutos antes de que
Eleanor o Isabella volvieran por alguna cosa.
Con su frustración en aumento, Hart buscó en
las mesillas a cada lado de la cama, pero no había
metido las fotos en ninguna de ellas. Su armario reveló
las prendas prolijamente colgadas o plegadas,
ordinarios vestidos en colores monótonos y no
muchos. El arcón contenía un miriñaque envuelto en
tela y eso era todo.
La cómoda en el otro lado de la habitación estaba
dedicada a la lencería, los cajones superiores
contenían medias y ligueros; el siguiente, camisolas y
bragas; Luego vino un cajón con un corsé de batista
sencilla, bien rematado.
Hart hizo un persistente esfuerzo para no
imaginársela en ropa interior y concentrarse en la
búsqueda. Fue recompensado cuando, bajo el corsé,
encontró un libro.
El libro era grande y largo, del tipo en el que
las señoras pegaban recuerdos de ocasiones especiales
o salidas memorables. Este libro particular era grueso,
lleno con todo lo que había pensado Eleanor que valía
la pena preservar. Hart lo sacó del cajón, lo puso sobre
el escritorio y lo abrió.
El libro era todo sobre él.
Cada página estaba cubierta con una cronología de
Hart Mackenzie. Artículos de periódicos y revistas
proporcionaban textos y fotografías de Hart el
empresario, Hart el político, Hart el hijo de Duque y,
a continuación, Hart el Duque. Las páginas de
sociedad lo mostraban en reuniones organizadas por
el Príncipe de Gales, en los banquetes de caridad, en
reuniones de clan donde se proclamaba su lealtad al
jefe del clan Mackenzie.
Ella había pegado fotografías de periódicos de
Hart hablando con la Reina, con varios primeros
ministros y con dignatarios de todo el mundo. La
historia sobre Hart convirtiéndose en Duque de
Kilmorgan y tomando posesión de su escaño en la
cámara de los Lores estaba aquí, incluyendo una
historia de los Duques de Kilmorgan desde el siglo
XIV.
Eleanor Ramsay había recogido toda la vida de
Hart Mackenzie y la había pegado en un libro de
recuerdos. Había traído el libro hasta aquí desde
Escocia y lo mantuvo oculto como un tesoro.
El anuncio del matrimonio de Hart con Lady
Sarah Graham en 1875 había ocupado su propia
página. Eleanor había escrito con un lápiz de color al
lado de un dibujo del periódico de Hart y Sarah con
sus galas de boda: Está hecho.
El resto de esa página estaba en blanco, como
si Eleanor hubiera pretendido detener el libro allí.
Pero volvió la página y encontró más artículos acerca
de su incipiente carrera política, sobre las fiestas, su
nueva esposa acogida en Londres y en Kilmorgan.
El anuncio de la muerte de Sarah y la muerte
del bebé Hart Graham Mackenzie fue rodeado por
una corona de flores cortada de una tarjeta. Eleanor
había escrito junto al mismo: mi corazón está
apesadumbrado por él.
Los artículos siguientes eran sobre Hart
saliendo del luto para seguir su carrera aún más
obsesivamente que antes. Quiere ser primer ministro,
escribió un periodista. Inglaterra temblará bajo esta
invasión escocesa.
Tras el último artículo, Hart se topó con sus
fotografías.
Eleanor había recopilado quince hasta ahora.
Había pegado cada una cuidadosamente en el libro y
delineadas en lápiz de color: rojo, azul, verde,
amarillo, los cuales había elegido arbitrariamente.
Una nota aparecía debajo de cada una: recibida
en mano 01 de febrero de 1884, encontrada en la
tienda de Strand, 18 de febrero de 1884.
Había fotos de Hart mirando hacia la cámara,
de espaldas a la cámara, de perfil; vestido con sólo
un kilt, desnudo, sonriendo, tratando de darle a la
cámara la imagen de un arrogante Highlander burlón.
En una de Hart con su kilt, riendo, pidiéndole a
Angelina que no se acercara tanto la cámara,
enmarcado por sus rizos. Eleanor había escrito: La
mejor.
Hart hojeó las últimas páginas, que estaban en
blanco, listas para contener más fotografías. Empezó
a cerrar el libro, pero notó que la cubierta posterior
estaba desprendida. Investigando, se encontró con que
algo se había deslizado detrás de la guarda y la
cubierta, la guarda estaba pegada cuidadosamente en
su lugar. No hizo falta que rompiera el papel negro,
detrás de ella se encontró con las cartas.
No eran muchas, tal vez una docena en total,
cuando desplegó una, miró fijamente su propia
escritura. Eleanor había mantenido cada carta que
Hart le había escrito.
Hart se hundió en una silla y fijó su atención en
ellas. Vio que ella había conservado incluso su primera
misiva formal, se la envió el día después de que él
hubiera urdido su encuentro inicial con ella:

Lord Hart Mackenzie solicita el placer de la


compañía de Lady Eleanor Ramsay para una fiesta
náutica y posterior picnic el 20 de agosto, en los
terrenos del Castillo de Kilmorgan. Por favor
responda a mi misiva, pero no le dé una propina al
mensajero, porque él ya me ha cobrado un extra por
llevarle esta carta a usted, así como ha tenido una
excusa para visitar a su madre.
Su siervo, Hart Mackenzie

Recordaba claramente cada palabra de su


respuesta por escrito.

A mi simple conocido, Lord Hart Mackenzie:


Un caballero no escribe a una dama con quien
no está relacionado o prometido. Besarme en el baile
es casi lo mismo. Creo que nuestro impactante
disfrute de dicho beso no debe repetirse en la orilla
del río que pasa por Kilmorgan, no importa cuán
idílico sea, además creo que hay una vista bastante
pública desde la casa. Añado que un caballero no
debería invitar a una dama a una fiesta náutica por
sí mismo. Una tía o algo así debería escribir la
carta por él y asegurarle a la joven que habrá una
carabina para acompañarlos. En su lugar le invito
a tomar el té aquí a Glenarden; Sin embargo, por
las mismas reglas, no puedo correctamente pedirle a
un caballero no relacionado conmigo que venga a
tomar el té, así que voy a pedirle a mi padre que le
escriba una carta. No se alarme si en esta invitación
se decanta por las propiedades medicinales del hongo
azul o en lo que sea que haya captado su interés para
entonces. Esa es su forma de ser, pero lo guiaré para
que vaya al punto.
Hart se había reído ruidosamente con la
encantadora carta y respondió.

Una dama no le escribe a un caballero, atrevida


jovencita. Traiga a su padre a navegar, si lo desea, y
él podrá arrancar todos los hongos que quiera. Mis
hermanos estarán allí, juntocon algunos vecinos, que
incluyen un paquete de matronas de la sociedad, por
lo que su virtud estará bien protegida de mí. Prometo
que no tengo ninguna intención de besarla en la orilla
del río, la llevaré a lo más profundo del bosque para
ello.
Su siervo y mucho más que un mero conocido,
Hart Mackenzie.

Hart dobló la carta, recordando la alegría de la


fiesta náutica. Eleanor había venido con Lord Ramsay,
y lo había vuelto loco por ella al plantarse en medio de
las matronas, coqueteando con Mac y Cameron, y un
atrevido Hart había intentado todo para acercarse a
ella.
Ella con cuidado había evitado que la
acorralara pero había regresado al cobertizo de los
botes a buscar un bastón olvidado por una anciana en
una la esquina del mismo. Ser amable había sido su
caída, porque Hart la había capturado a solas.
Eleanor sonrió ampliamente y dijo:
—No es justo. Esto no es el bosque— antes de
que Hart la besara.
El bastón cayó de las manos de Eleonor cuando
su cabeza se volvió y sus ojos se cerraron, Hart abrió
sus labios. Él había probado cada rincón de su boca,
dejó que su mano la recorriera hasta que había
ahuecado su pecho a través de la tela gruesa de su
corpiño.
Cuando ella intentó resistirse una protesta débil
pasó de largo, Hart le había dedicado una sonrisa
malvada y le dijo que se detendría en el mismo
segundo en que ella se lo dijera. O la besaría para
siempre, si ella lo deseaba.
Eleanor había clavado su mirada en él con sus
ojos tan azules y dijo;
—Tienes razón, soy una atrevida jovencita— y
le bajó la cara para darle otro beso.
La había levantado sobre un banco y
enganchado un brazo por debajo de su rodilla,
mostrándole como debía rodearlo con su pierna. Al
cruzar sus miradas ella se dio cuenta de que
cualquier relación que mantuviera con Hart
Mackenzie no sería convencional. Vio encenderse su
deseo, vio su decisión de permitirse disfrutar lo que
Hart pretendía mostrarle.
El pequeño momento de rendición había hecho
que su corazón, y otras partes de él, se hincharan.
Hart había pensado, en ese momento, que él la había
atrapado, pero había sido un tonto.
La siguiente carta estaba llena de bromas a Hart
sobre su breve momento en el cobertizo para los botes,
con algunas insinuaciones sobre el bastón. Eleanor le
había escrito una carta picante, que había calentado la
sangre de Hart y lo había vuelto salvaje por verla de
nuevo.
Encontró la carta que había escrito después de que
ella hubiera aceptado su propuesta, formulada en la
pérgola en Kilmorgan.

...Verte desnuda bajo el sol, el viento escocés en tu


cabello, envió todas mis tácticas para ganarte al
diablo. Yo sabía que si te lo pedía entonces, tu
respuesta sería definitiva. No habría vuelta atrás.
Sabía que debía dejarte sola, pero seguí adelante y
te hice la pregunta, de una forma tonta de todas
formas. Qué hombre afortunado que soy, me diste la
respuesta que yo anhelaba escuchar. Y así, como te
lo había prometido, tendrás todo lo que siempre
hayas deseado.
Joven y arrogante, Hart había pensado que si
le ofrecía a Eleanor riquezas en bandeja de plata, ella
caería rendida a sus pies y seria suya por siempre. Él
no la había conocido.
La siguiente carta, estaba escrita después de
que la llevara a conocer a Ian cuando vivía en el
sanatorio, en la cual se evidenciaba que ella era nada
menos que extraordinaria.

Te bendigo mil veces más, Eleanor Ramsay.


No sé lo que hiciste, pero Ian respondió a ti.
A veces no habla en absoluto, por días o semanas. En
algunas de mis visitas, fija la mirada en la ventana
o trabaja en malditas ecuaciones matemáticas sin
mirarme, no importa cuánto trate de hacerle
reconocer que estoy allí. Él está bloqueado en ese
mundo suyo, en un lugar a donde no puedo ir. Me
acerco para abrir la puerta y sacarlo pero no sé cómo
.Pero Ian te miró, habló contigo y hoy me preguntó
cuándo volvería a verlo, cuando me casaría. Ian dijo
que quería que me casara, porque una vez que lo
haga estaré seguro contigo, y así podría dejar de
preocuparse de mí. Rompió mi corazón. Pretendo ser
un hombre fuerte, mi amor, pero cuando estoy con
Ian, sé cuán débil soy.
Concentrado, Hart hojeó las cartas restantes. No
había muchas, porque una vez que su compromiso
con Eleanor se había hecho oficial, ella y él habían
estado juntos mucho tiempo. Las cartas escritas
cuando había estado en Londres o París o Edimburgo
sin ella eran alabanzas a su belleza y su cuerpo, su
risa y su calidez. Encontró la carta que le había escrito
diciéndole con afán que vendría a Glenarden en
cuanto terminara sus negocios en Edimburgo, previa a
la fatídica visita cuando Eleanor lo había esperado en
el jardín y le había devuelto el anillo.
Las dos últimas cartas habían sido escritas
varios años después de que terminara el compromiso.
Hart abrió la primera, sorprendido de que Eleanor la
hubiera conservado. La leyó sin orden, la primera
donde revelaba el retorno de Ian a la familia tras la
muerte de su padre:

...todavía es Ian, y no lo es, a la vez. Se sienta en


silencio, no contesta cuando hablamos con él, ni mira
a su alrededor cuando lo abordamos. Esta en un
lugar interior, atrapado por años de dolor,
frustración y tortura. No sé si él está resentido
conmigo por no ayudarlo antes, o si al contrario está
agradecido por llevarlo a casa, o si tan siquiera sabe
que tiene casa. Curry, el ayuda de cámara de Ian,
dice que él no se comporta de forma diferente aquí de
como lo había hecho en el sanatorio. Ian come, se
viste y duerme sin que haya que insistirle y sin
ayuda, pero es como si fuera un autómata al que se
le enseñaron los movimientos vitales de un ser
humano, sin conciencia real de su existencia. Trato
de llegar a él, trato de verdad. Y no puedo. He traído
a casa un caparazón de mi hermano y eso me está
matando.

Hart dobló esa carta y abrió la última con los


dedos lentamente. Ésta estaba fechada en 1874, un
mes más o menos antes de la carta sobre Ian. Las
páginas estaban aún crujientes, la tinta negra, conocía
cada palabra en su corazón.

Mi querida Elle, mi padre está muerto. Usted


habrá oído hablar de su muerte ya, pero el resto lo
debo confesar o enloqueceré. Usted es la única en
quien puedo pensar para contárselo, la única en
quien puedo confiar para mantener mis secretos. He
enviado esta carta con mi mensajero de más
confianza directa a tus manos solamente. La insto a
quemarla después de la lectura, si es que su
curiosidad inquebrantable la hace abrir una carta
del odiado Hart, en vez de echarla directamente al
fuego.
Le disparé, Elle. Tenía que hacerlo, iba a matar a
Ian. Una vez me preguntaste por qué dejaba que Ian
viviera en ese sanatorio, donde los médicos lo
trataban como a un perro entrenado o lo utilizaban
para sus experimentos extraños. Dejaba que se
quedara porque, a pesar de todo, era más seguro
para él que cualquier otro lugar. Estaba a salvo de
mi padre. Lo que hicieron con él en el sanatorio no
es nada comparado con lo que podría haberle hecho
mi padre. Durante mucho tiempo he sabido que si
lograba hablarle a mi padre sobre sacar a Ian, éste
sólo terminaría en un lugar peor, quizás totalmente
fuera de mi alcance y a merced de mi padre.
Gracias a Dios los sirvientes de Kilmorgan son
más leales a mí de lo que fueron a mi padre. Nuestro
mayordomo se me acercó un día con lo que le había
dicho una doncella, ésta había escuchado a mi padre
susurrar a un hombre que pagaría a alguien para
que se metiera en el sanatorio y matara a Ian, por
cualquier método que el hombre eligiera. Al escuchar
el informe de mayordomo sobre este horror, me di
cuenta de que ya no podía esperar más para actuar.
Creía en lo que había escuchado la doncella, porque
sabía que mi padre era capaz de tal cosa. No tenía
nada que ver con la locura de Ian. Verás, Ian
presencio el delito de mi padre. Ian me habló sobre
ello a trozos durante años, hasta que finalmente los
he unido y deducido la verdad. Él vio a mi padre
matando a mi madre. La forma en que Ian describió
el incidente, me hace suponer que no quería matarla,
pero su violencia sin duda causó su muerte. Agarró a
mi madre y la sacudió por el cuello, hasta que ese
cuello se rompió. Padre encontró a Ian agazapado
detrás del escritorio y sabía que lo había visto todo.
Al día siguiente Ian fue trasladado a Londres para
presentarse ante una Comisión para determinar su
locura. Ian siempre había sido diferente, pero la
Comisión fue más allá de eso, y por supuesto, lo
declaraban demente. La acción de mi padre era
preventiva, si Ian era declarado loco por una
Comisión, entonces cualquier historia que dijera
sobre la muerte de mi madre probablemente no se le
creería.
En ese momento, no tenía ni idea de nada de esto,
pero luché contra la decisión de mi padre. En vano,
Ian fue arrastrado directamente al manicomio,
donde mi padre había preparado un lugar para él de
antemano al pagarles una cantidad obscena de
dinero. Yo no era todavía lo suficientemente mayor y
no tenía la experiencia necesaria para saber cómo
derrotarla. Simplemente hice todo lo que pude para
hacer que Ian estuviera cómodo, al igual que Mac y
Cam. Más tarde, por alguna razón, padre había
empezado a creer que Ian iba a exponer su secreto.
Quizás se estaba haciendo más coherente sobre el
incidente, quizás uno de los médicos informó a mi
padre que había empezado a hablar sobre la muerte
de su madre, nunca lo supe.
Al final, supongo que mi padre temía que
alguien por fin creyera sus palabras e investigara.
Así que puso su plan en marcha. Yo evité ese plan.
Lo paré en seco. Encontré a los hombres a sueldo de
mi padre y les pagué para que se fueran lejos.
Envié a mi propia gente para proteger a Ian y retuve
todas las misivas del manicomio a fin de que
pasaran por mi mano primero. Mi padre lo
descubrió y se enfureció conmigo, pero yo sabía que
lo intentaría nuevamente. Y otra vez. Mi padre era
un hombre despiadado, como sabes, egoísta al punto
de la locura. Empecé los procedimientos para liberar
a Ian de la tutela del sanatorio y que esta pasara
a mí, pero el proceso era lento y temía que mi padre
encontrara una manera de ganarme antes de que
Ian estuviera seguro.
Sabía que tenía que enfrentar a mi padre,
para detenerlo de una vez por todas. Una noche, hace
dos semanas, fui a su estudio en Kilmorgan. Padre
estaba muy borracho, lo que no era inusual para esa
hora del día. Le dije que Ian me había confiado la
historia de la muerte de nuestra madre y que yo lo
creía. Le dije que estaba perfectamente dispuesto a
dar testimonio de la verdad de la misma, y le dije
que había puesto en marcha los procedimientos para
obtener ante la Comisión la reversión de su
declaración de locura. Mi padre escuchaba
pasmado, luego intentó atacarme. Pero yo ya no era
un aterrorizado niño ni un joven temeroso, él estaba
borracho y yo fácilmente lo vencí. Se sorprendió
cuando le di puñetazos en la cara. Él me había
entrenado para ser su esclavo obediente, para que
me dejara pegar cuando él deseara y no derramara
una lágrima a pesar del dolor. Dijo que lo había
hecho para hacerme fuerte. Me hizo fuerte y ahora
entendía cuánto.
Al mismo tiempo que empecé los procedimientos
para que la Comisión de Ian invirtiese su decisión,
hice que mi hombre de confianza preparara los
documentos para un fideicomiso, dividiendo la
riqueza actual de la familia Mackenzie y el Ducado
en cuatro partes iguales, una para cada hijo, Ian
incluido. Los documentos también me daban la
custodia de Ian, haciendo que el destino de Ian
estuviera en mis manos para decidir sobre él. Padre
luchó contra mí, por supuesto, pero mi hombre de
negocios había hecho un trabajo exhaustivo. Con el
trazo de una pluma, mis hermanos serían libres y
daría el dinero de mi padre a los hijos que
despreciaba. Él me gritó y me dijo que me mataría,
me dijo que mataría a mis hermanos y que nos vería
en el infierno. Tuve que tratarlo con violencia, no
quiero contarte lo que tuve que hacer. Basta con decir
que, al final, firmó el documento y me evaluó
temeroso. Sería un monstruo, a sus ojos, pero yo soy
sólo el monstruo que él creó. Le di los papeles a mi
hombre de negocios de confianza, que esperaba fuera.
Llevó una copia a Edimburgo y otra copia a Londres,
y allí ambas se registraron. Mi padre hacía estragos
hasta que cayó en un estupor y se puso a dormir.
Al día siguiente, salió con su escopeta, diciendo
que iba tras un animal. No confiaba en él, podría ir
con la escopeta sobre un caballo y montar a través
de todo el país hasta el sanatorio donde todavía
residía Ian. Mi padre debió haber sabido que vendría
tras él, porque envió por delante a su acompañante
de cacería y esperó por mí en un lugar aislado. Poco
después, cuando lo encontré ya tenía esa escopeta
en mi cara, su dedo en el gatillo. Luché. Fue una lucha
loca por el arma allí en el bosque. El cañón parecía
apuntarme siempre, yo sabía que si moría este día,
mis hermanos no tendrían ni una oportunidad
contra él, incluso con los documentos que había
firmado. Encontraría una manera de anular el
contrato y hacer de su vida una miseria aún
mayor que antes. E Ian estaría muerto. Finalmente
me hice con la escopeta y lo enfrenté. Puedo mentir y
decirme a mí mismo que fue un accidente. Que yo
estaba peleando por la escopeta y se disparó sin
querer. Pero la tenía en mis manos, Elle. Lo vi en mi
retina, en la fracción de segundo justo antes de
apretar el gatillo, los años de terror que
tendríamos que soportar si él seguía viviendo.
Nuestro padre era un hombre taimado y demente,
Dios nos ayude, heredamos nuestros momentos de
locura de él. Vi que Ian nunca estaría a salvo de él,
no importa cuán diligente fuera, si no hacía nada.
Terminé con ese infierno en el bosque. Apreté el
gatillo y le disparé en la cara. Su acompañante llegó
corriendo, por supuesto. Estaba sosteniendo el arma
por el cañón, mirándole horrorizado. Se había
atascado, le dije. Salió el tiro por la culata. El tipo lo
sabía, sé que sí, pero dijo que, «aye, su gracia debería
haber comprobado que el cañón estaba limpio antes
de haber disparado a un pájaro. Son accidentes que
ocurren».
Y así, el XIII Duque de Kilmorgan se había
ido.
Mis hermanos sospechan la verdad, igual que lo
hizo el sirviente, pero no han dicho nada, yo no les
dije nada. Prometí en los bosques que nunca tendrían
que pagar por lo que yo había hecho. Esta noche,
confieso mis pecados ante ti, Eleanor y a ti solamente.
Mañana, Ian vuelve a casa. Quizás los Mackenzies
podrán encontrar paz, aunque lo dudo, querida,
porque somos muy malos para vivir en paz.
Gracias por escuchar. Casi puedo oírla decir,
de esa manera pragmática que tiene: «Ya lo hiciste.
Déjalo estar y que sea el final del asunto». Desearía
poder oírla, escuchar su voz calmante, pero no se
preocupe. No iré corriendo a Glenarden ni me tiraré
a sus pies.
Usted merece paz. Que Dios la bendiga.

Hart escuchó un sonido. Miró hacia arriba, con


lágrimas en los ojos, para ver a Eleanor de pie en la
puerta, recatada y apropiada con un vestido
abotonado hasta su mentón, sus labios separados
mirándole fijamente.
Capítulo 11
—Se suponía que la quemarías—, dijo Hart. No
podía levantarse, no podía moverse, descompuesto por
lo que acababa de leer.
Eleanor cerró la puerta y llegó hasta la mesa
plagada de cartas.
—No pude, por alguna razón.
Notó que ella no preguntó a qué carta se refería.
— ¿Por qué no?
—No lo sé, realmente. Supongo, que porque, de
todas las personas a las que podrías habérselo
contado, me lo dijiste a mí.
—No había ninguna otra persona—, dijo Hart.
— Nadie en el mundo.
Lo dicho quedó sobrevolando. Hart cerró el libro y
levantó sus pies pesados. Necesitaba tocarla. Ella lo
observaba como se acercaba, no dijo ni una palabra
mientras él ahuecada su rostro y se inclinaba para
besarla.
Sabía a sol. Hart no paro para preguntarle por
qué ella había venido arriba, si Isabel la esperaba
abajo. Sólo que Eleanor estaba aquí, que tenía la
calidez de ella bajo sus manos, la mujer que conocía
su secreto más sombrío y nunca se lo había dicho a un
alma.
Se sintió fuerte nuevamente en su abrazo, su dolor
desapareciendo bajo la caricia de Eleonor. Esperó a
que sus necesidades oscuras lo alcanzaran, para
arruinar este momento, pero no lo hicieron.
Depositaba besos en su mejilla, trazando las pecas
que adoraba.
—Elle...
—Shh—. Eleanor lo atrajo completamente en sus
brazos y descansó su cabeza en su hombro. —No digas
nada. No hay nada que decir.
Hart presionó un beso en la parte superior de su
cabeza, amando la calidez de satén de su cabello. Su
corazón estaba adolorido, pero Eleanor lo relajaba y
alejaba del dolor.
—Pegaste las fotografías en un libro—, dijo. —
Un libro acerca de mí.
Eleanor levantó su cabeza. Ella clavó su mirada
en la suya, su cara tan roja como su pelo.
—Bueno, yo...
Hart sentía y veía su lucha para idear una
explicación. La observó pensar, entonces ella enrojeció
todavía más y dijo con voz suave.
—Eres muy guapo.
Quería reír, expresar su alegría, sintiéndose mejor
después de los recuerdos que las cartas habían
revivido.
Eleanor de repente descubrió su herida en el
rostro.
— ¿Qué te ha pasado?
—Nada importante. No cambies de tema.
Sus dedos eran suaves.
—Incluso herido, eres un hombre guapo. Lo debes
de saber.
Muchas mujeres se lo dijeron, pero él nunca se
revolcó en sus elogios. Riquezas y posición podrían
matizar la perspectiva, cambiando lo desagradable en
bello.
—No deseo que conserves las fotografías que tomó
la Sra. Palmer—, dijo. — Quémalas.
—No seas tonto. Están muy bien hechas. Y
además, si estoy lo suficientemente enojada contigo,
estoy segura de que podría venderlas por mucho
dinero.
Hart perdió su sonrisa.
— ¿Lo harías?
Ella fingió considerarlo.
—Quizás, si no me dejas buscar o investigar en
ciertos lugares para encontrar a la persona que las
envió o si me prohíbes algo.
Sus bromas lo derritieron.
—Tienes razón. Eres una mujer audaz. No has
cambiado desde que me atrajiste al cobertizo para los
botes.
—Creo que yo estaba haciendo cosas y allí estabas
tú acechándome.
—Podríamos discutirlo por horas. Pero no
importa—. Le arrebató el libro. —Lo quemaré todo.
Eleanor luchaba.
—No te atrevas—. Hart oscilo alrededor, se dirigió
a la estufa de carbón, a su cálido resplandor pero
Eleanor seguía intentando conseguir el libro.
Eleanor corrió tras él, agarró el libro y Hart fingió
luchar. Ella sabía lo que él estaba pensando, porque
él podría haberle arrebatado el libro de sus manos en
cualquier momento. Ella apretó su agarre y estiró, la
liberó de repente, enviándola unos pasos hacia atrás.
Ella no cayó porque la sujetó. Él puso el libro
fuera de sus manos, lo ubicó en la mesa de escribir y
luego le rodeó la cintura y la levantó con facilidad
colocándola en la cama.
Eleanor se retorcía contra él mientras se echaba
con ella sobre el colchón. Pero ella no luchaba tanto
como debería hacerlo, porque Hart se estaba riendo.
Hart, quien nunca se reía en estos días, lo
estaba haciendo mientras la colocaba debajo de él,
su kilt desparramado sobre sus piernas. Sus ojos
despiertos con maldad, y se reía.
Eleanor se hundió debajo de él con placer pero
descubrió un impedimento.
—Ay, ay. Las malditas enaguas.
Hart bloqueo sus pies alrededor suyo e invirtió sus
posiciones en la cama grande. Eleanor aterrizó encima
de él, la enagua crujió al igual que él se sentía, como
un barco de agua tormentosa.
Eleanor miró hacia abajo, su risa, burlándose
del Highlander y se enamoró nuevamente.
Hart paseaba sus manos a lo largo de su espalda,
sentía las palmas calientes incluso a través de su ropa.
Ella trató de no sentir un cosquilleo de excitación al
sentir su dureza evidente a través de su falda.
Ella dobló sus rodillas y agitó sus pies enfundados
en sus botas de tacón alto, abotonadas.
—Debo levantarme. Mi institutriz me enseñó
que nunca debía acostarme sobre una cama con mis
zapatos.
Su sonrisa se volvió malvada.
—Te enseñaré a acostarte sólo con tus zapatos.
Calor agradable corría a través de ella.
—... Sería muy travieso.
—Por supuesto. Ese es el punto.
Eleanor tocó la punta de su nariz.
—Reconozco que cuando estoy contigo, me siento
cada vez más traviesa.
—Bien.
—Debo ser una mujer muy mala, para permitirte
tomarte tales libertades.
Sonrió, sus ojos brillaban.
—Elle, tu inocencia alcanza los cielos.
—No soy tan inocente—. Ella le dedicó un ceño
simulado. —Recuerda que crecí con un padre que creía
que era normal discutir sobre los hábitos
reproductivos de toda criatura viviente, incluyendo
los humanos, durante la cena.
—Tu madre debe haber sido una mujer paciente.
—Mi madre lo amaba son cada pedazo de su
corazón—. Eleanor sintió una pizca de tristeza como
siempre lo hacía cuando su madre entraba en sus
pensamientos, la mujer agonizante, enferma, que
murió a sus ocho años de edad.
Los ojos de Hart se oscurecieron.
—Siempre te envidié. Tu padre y madre
realmente se amaron mutuamente. Tuviste una
infancia feliz.
—Sí, fue feliz—, dijo Eleanor. Y, después, triste.
Envolvió sus brazos alrededor de ella.
—Lo sé.
—Al menos papá y yo nos hemos llevado bien todo
este tiempo. Lo que me lleva de nuevo a mi
conocimiento sobre los hábitos de apareamiento. Me
crees inocente, pero soy bastante mundana, a mi
manera.
—Lo sé. Conservas fotografías de un hombre
desnudo ocultas en un cajón de tu mesilla.
—Las cuales has revisado sin mi consentimiento.
—Lo que me dio una idea del estado de tu
vestuario. No le has pedido a Isabella que te vista
como te solicité. Tus vestidos son horribles.
—Bueno, muchas gracias.
Tocó la almohadilla de su labio inferior.
—Corta de raíz tu orgullo, pequeña. Si vas a
desfilar con esta familia, necesitarás ropa decente o
destacaras como un faro. Isabella te equipará y me
enviará la factura.
—De hecho, no. Dirán que soy tu amante.
Él rió.
—Qué expresión. Te estoy dando tu salario.
—Por escribir. Quiero un salario honesto por un
trabajo honesto.
—Considéralo un subsidio de ropa. No voy a
tener a mis empleados vistiendo de manera tan
lamentable. Mi ama de llaves viste mejor que tú.
—Un insulto tras otro.
—La verdad. Ahora quiero la verdad de ti: ¿por
qué guardas toda esa basura acerca de mí?
—Para alimentar tu orgullo, obviamente.
Hart se rió nuevamente. Se sentía bien tenerlo
agitando bajo ella, ver verdadera alegría en sus ojos, y
no la desolación que había visto cuando ella había
entrado a la habitación. Como si leer sus cartas
hubiera arrancado la venda de una herida, esta había
desangrado, y ahora, por la gracia de Dios, él podría
sanar.
O al menos se encontraba en la cama con ella y le
tomaba el pelo como si fueran amigos o amantes
ocasionales. Él había sido así cuando la había
cortejado, riendo, burlándose, molestándola en un
momento, para ser increíblemente candoroso al
siguiente.
En este momento, él le hacía cosquillas.
—Para—. Eleanor batía sus manos sobre el
pecho. —No es de extrañar que teman al gran Hart
Mackenzie: ―vote por mí o yo le haré cosquillas hasta
la muerte.‖
—Lo haría, si funcionara—. Su sonrisa
desapareció. —Quema esas fotos, Elle. Son terribles.
Por el contrario, eran hermosas. No le gustaba el
hecho de que la Sra. Palmer las hubiera tomado, pero
ella no pudo encontrar ningún fallo en los resultados.
—No, de hecho—, dijo ella. —Me enviaron las
fotografías a mí, no a ti, y he pagado una guinea por
las demás. No te las daré. Son mías.
Hart trató de parecer ceñudo, de sacar el genio
Mackenzie, gruñó un poco. Lo cual hubiera sido más
eficaz si no hubiera estado extendido debajo suyo, su
kilt extendido, su cabello hecho un lío. Como estaba
así, Eleanor besó el puente de su nariz.
—Voy a deshacerme de ellas si son
reemplazadas—, dijo. —Usa mi subsidio de ropa para
comprarme un aparato para tomar fotografías y hazte
algunas, sólo para mí.
Su ceño murió, y sus ojos reflejaron,
increíblemente y entre todas las cosas, vergüenza.
— ¿Y quién podría tomar estas fotografías?
—Yo, por supuesto. Sé cómo funciona el aparato
fotográfico. Mi padre contrató a un fotógrafo una vez
y todos los productos químicos y máquinas para hacer
un cuarto oscuro, para que pudiéramos hacer las
placas de la flora local para uno de sus libros. Lo
disfruté bastante. Soy bastante buena, si debo decirlo.
—Puedes escribir, puedes fotografiar. ¿Qué no
puedes hacer?
—Bordar—. Eleanor había arrugada la nariz. —Soy
muy mala en ello. Y nunca aprendí a tocar el piano.
En las actividades manuales, no soy muy buena. Me
parece que soy mejor en actividades masculinas.
La sonrisa de Hart reapareció.
—Yo diría que fuiste excelente en perseguir lo
masculino.
—Oh, muy gracioso, Su Gracia. ¿Y la cámara?
— ¿Verdaderamente deseas tomar fotografías de
mí?— Él sonaba... tímido.
—Sí, de hecho, si—, dijo. —¿Es tan difícil creer?
—Soy mucho más viejo ahora.
Su sonrisa creció. Bajó la mirada a su rostro con
su barba recortada, su garganta húmeda detrás de su
corbata, su amplio pecho bajo la camisa y chaleco, su
abdomen plano. Ella se arrodilló hacia atrás para
seguir mirándolo, sus estrechas caderas y sus muslos
esbozados por el kilt arrugado. El plaid se había
levantado un poco por encima de sus rodillas para
mostrar sus musculosas piernas cubiertas por gruesos
calcetines de lana.
Ella soltó un suspiro un poco satisfecho.
—No veo que haya nada mal contigo, Hart
Mackenzie.
—Porque estoy completamente vestido.
Algo atrevido, intenso e incontrolable se había
apoderado de ella. Antes de pudiera detenerse a sí
misma, agarró el dobladillo de la falda y lo subió hasta
descubrir sus muslos. Hart permanecía muy quieto, un
brazo detrás de su cabeza, cuando lo miró.
—Nada malo allí tampoco—, dijo ella.
—Cabalgo todos los días.
—Muy loable. Una mente sana en un cuerpo sano.
Creo que todo esto se vería bastante bien en una
fotografía.
Cielo santo, él se ruborizó.
— ¿Estás preocupado?— preguntó.
—Yo era un hombre joven cuando estaba
cortejándote.
—Y yo era una mujer muy joven. Aunque tienes
algunas arrugas—. Eleanor había tocado unas líneas
en los bordes de sus ojos. Le gustaba, porque
significaba que sonreía un poco, al menos.
—Tú no—, dijo.
—Porque soy un poco gordita. Si fuera una mujer
esbelta, sería un palo viejo ahora.
Hart tocó su rostro con dedos suaves.
—Nunca he visto a una mujer más gloriosamente
hermosa.
Su corazón se aceleró, pero ella se arrodilló
antes de que el calor traicionero que él agitaba en ella
pudiera hacerla decir algo que lamentaría. Inclinada
sobre él con una sonrisa, Eleanor había levantado el
kilt hasta por encima de sus caderas.
Ella se detuvo.
—Oh.
Los ojos de Hart se oscurecieron.
— ¿Cuál es el asunto, amor?
—Pensé que llevarías algo de franela debajo.
Hace frío.
—No he salido esta mañana, —dijo.
La timidez de Hart había desaparecido, él giro
nuevamente las tornas. Descansó su cabeza sobre sus
manos y esperó a ver lo que ella haría.
Entre sus muslos ella sentía las esferas
apretadas de sus bolas, y por encima, su longitud
contra su abdomen, acunado por su kilt.
—Me gustaría tener el aparato para fotografiarte
ahora—, dijo Eleanor.
— ¿Si, traviesa mujer?
Oh, sí. Hart haría un retrato embriagador, él
tumbado hacia atrás, su kilt arrugado alrededor de
sus caderas para revelar su deseo mientras la
observaba con ojos cálidos.
Ella había aprendido su cuerpo mucho tiempo
atrás, familiarizándose con la cicatriz que serpenteaba
hasta el interior de su muslo derecho, la forma de su
pelo rizado a lo largo de sus piernas, cómo una rodilla
no era el espejo perfecto de la otra. Las fotografías no
mostraban estos pequeños detalles; eran conocidos
sólo por la mujer que tenía el privilegio de
contemplarlo de cerca.
Hart no dijo nada, no hizo nada.
Eleanor tocó la cicatriz, encontró la cresta poco
suave y fría. Algo despertó en los ojos de Hart a
medida que ella remontaba la cicatriz hacia arriba,
pero permaneció quieto.
Su piel era más cálida al acercarse a la unión de
sus piernas. Su cicatriz terminaba a mitad de camino
por el interior de su pierna, pero Eleanor dejó a su
dedo continuar a lo largo del camino hasta que
encontró el pliegue entre la ingle y el muslo. Ella lo
acarició un momento, el último lugar seguro y luego
trasladó sus dedos al eje.
El cuerpo de él se sacudió. Su mirada fija en ella,
a la espera.
La sonrisa de Eleonor se ampliaba a la par que
delineaba con su dedo la longitud de él hasta su punta.
Su piel era aterciopelada, caliente y al mismo
tiempo, suave como la seda. Fuerza encerrada en un
paquete firme.
—Órgano del macho erecto—, dijo ella. —Para
que él pueda penetrar la cavidad más suave de la
hembra, lo coloque y lo introduzca para su propósito.
—Zorra—, Hart dijo, con aspereza en la voz. —
¿Quien te enseñó ese discurso?
—Una revista científica.
La risa de Hart lo sacudió, pero no lo
suficiente para que desapareciera el deslizamiento de
los dedos de Eleonor.
—Espero que no susurres tales cosas a
cualquier otro hombre, especialmente no con esa
dulce voz.
—Sólo a ti, Hart. Sólo es para ti.
Se detuvo.
—Eleanor, me estás matando.
Ella levantó su mano.
— ¿Me detengo?
— ¡No!— Hart había atrapado su muñeca, para
regresarla a su lugar anterior, luego la soltó,
deliberadamente retrajo sus dedos. Había metido su
mano detrás de su cabeza nuevamente, pero se le veía
agitado. —No quiero que te detengas—, dijo. —Por
favor.
Fue muy difícil para este hombre decir por favor.
Eleonor puso su dedo sobre sus labios, dudando qué
hacer. Hart la miraba, con su cuerpo tenso.
Eleanor había descansado nuevamente su mano
sobre él. Otra vez se agitó, tratando de contener su
reacción.
Ella deslizaba su palma por toda su longitud,
exactamente como se lo había enseñado ese día tanto
tiempo atrás en la pérgola. Hart retenía su aliento, su
cuerpo rígido. Eleanor frotaba con su palma la punta
y luego deslizó su mano hacia abajo.
—Oh, Dios, Eleanor... pequeña.
El gemido casi la deshizo. Ella lo acarició
nuevamente, esta vez un poco más rápido. Hart creció
aún más bajo su tacto y ella se calentaba con su poder.
—Santo Cristo.
Las manos de Hart estaban apretadas en
puños, como si se detuviera a sí mismo, con gran
esfuerzo, para llegar a ella.
En la pérgola y en los cuartos privados, ellos se
desnudaban antes de tocarse íntimamente. Eleanor no
sabía lo emocionante que esto podía ser estando
totalmente vestidos. Qué delicioso descubrimiento.
Hart, por su parte, estaba haciendo todo tipo de
descubrimientos. Eleanor estaba más hermosa que
nunca, y él descubrió que no estaba del todo muerto,
que su toque era increíble. A pesar de las afirmaciones
de Eleonor, ella era inocente y su sonrisa llamaba a
cada parte diabólica de él.
La sensación salvaje en su polla se propagaba
hacia abajo por su cuerpo y de nuevo a su corazón.
Hart iba a morir por esto. Hart el maestro, el
todopoderoso, se rindió al toque de su dama.
Dios, era gloriosa.
—Eleonor—, dijo sin aliento. —Tú me deshaces.
Siempre lo has hecho.
— ¿Me detengo?
Su mirada era impúdica y desafiante,
absolutamente inocente y perversa al mismo tiempo.
Él había dejado que se alejara de él, porque había sido
estúpido y joven, y demasiado arrogante. Él nunca
sería capaz de dejarla alejarse otra vez. Incluso si
tenía que encerrarla en esta cámara con él por el
resto de sus vidas, él la mantendría con él, siempre.
No sería tan mala existencia. Sus siervos podrían
hacer un agujero en la puerta para pasarles comida y
bebida, tal vez él recordaría comer en algún momento.
—Nunca pares—, él se oyó decir. —Nunca. Por
favor. Oh, querido Dios.
Se incorporó sobre sus codos, incapaz de
permanecer tendido contra la almohada. Veía la mano
que tanto bien le hacía, con dedos pequeños y
femeninos que estaban demostrando ser muy, muy
inteligentes.
—Llévame todo el camino, Elle. Por favor, o me
mataras.
Eleanor sabía lo que quería decir. Ella tenía el
conocimiento, porque él se lo había enseñado hace
mucho tiempo.
Ella se ubicó a su lado mientras mantenía la bella
fricción y Hart envolvía su brazo alrededor de ella.
Su cabeza descansaba sobre su pecho, y mechones de
pelo de oro rojo serpenteaba encima de su chaqueta
negra. Hart la acariciaba, manteniendo su tacto suave.
Rozaba la oscuridad, pero Hart luchaba por
mantenerla oculta. Lo quería así, simple, liviano, una
mujer complaciendo a un hombre por el solo hecho de
desearlo.
Tomó el control la necesidad física básica. Su
mente en blanco a todo excepto al olor del cabello de
Eleonor, la gloriosa sensación de sus dedos, su calidez
a su lado. Nada más que ella y él, sensación, deseo.
Movía sus caderas.
—Eleanor.
La bajó hasta sus labios y puso su boca sobre
ella, al mismo tiempo que se corría. El calor
resbalando por sus muslos, pero la sensación
continuaba y continuaba. Él la besó en la boca y ella
respondió con creciente codicia.
—Pequeña, qué me has hecho.
Los ojos de Eleonor estaban semiderruidos, azules
encantadores tras las pestañas negras. Las palabras lo
abandonaron y él simplemente la besó.
Aquí se encontraba en paz. La casa estaba
tranquila, juntos él y ella, Hart besando a Eleanor en
su cama en una mañana lluviosa de Londres.
Ella tocó su rostro mientras se besaban, sin decir
nada. Dulces besos. Sin prisa.
—Me calmas—, susurró. Sus ojos se enternecieron.
–Me alegro.
El tiempo fluyó. Hart y Eleanor estaban nariz con
nariz, besándose, tocándose, disfrutando del silencio.

***

Yacían juntos disfrutando el uno del otro, hasta


que la tos seca de Wilfred en el salón continuo invadió
la paz, recordando a Hart que el mundo real estaba
esperándolo. Quería decirle al mundo real que se
fuera al diablo.
Eleanor, con sensatez, cogió una toalla de su
lavabo y la llevó hasta la cama. Hart limpió sus manos
y su ropa, luego la besó mientras se deslizaba de la
cama, los pesados pliegues de su kilt cayendo una vez
más para cubrirlo.
Cuando se casara con ella, tendrían muchos más
días como éste. No importaría lo ocupadas que fueran
sus vidas, no importaría cuántas personas
compitieran por su atención, Hart haría que el Duque
y la Duquesa a menudo se retiraran del ojo público
para acostarse juntos en este silencio alegre.
Fue todo lo que podía pensar para lograr
abandonar la habitación y a ella, con su corazón lleno.
Eleanor soltó su aliento al tiempo que Hart cerraba la
puerta. Ella fue a su lavabo, lavó sus manos y la cara
con agua fría, buscando otra toalla de su armario.
Ella todavía temblaba. ¿Qué la había poseído?
Pero había sido hermoso.
Ella fue a la mesa, donde había dejado el libro y
comenzó a recoger las cartas para devolverlas a su
escondite. No muchos segundos más tarde, se
encontró sentada pasando sus manos a través de las
páginas del libro de recuerdos, y se topó con las
fotografías.
Ella sonrió. Él podría insistir en que su juventud
estaba en el pasado, pero él parecía conservarse
bastante bien en su cama con su kilt enrollado
alrededor de su cadera. Mejor aún, que hace años. Él
había alcanzado la promesa que su cuerpo apuntaba,
el potencial que había en sus rasgos más jóvenes.
Ella suspiró y comenzó a reunir nuevamente las
cartas. Desenrolló la carta que encontró Hart y la leyó,
su corazón dolía por él nuevamente.
Hart tenía razón; ella debería haberla quemado.
Pero Eleonor había subestimado la probabilidad de
que alguien encontrara la carta que ella ocultaba en
durante su viaje a través de la costa escocesa. Los
siervos no tocaban sus pertenencias y su padre rara
vez iba a su alcoba. Ella no había pensado en que las
cartas estaban metidas en el libro cuando había
empacado para Londres; ella simplemente no quería
dejar el libro atrás.
Pero Eleonor entendía el peligro de mantener la
carta. El encuentro de Hart con su padre había sido
un accidente, de eso estaba segura, habían luchado
por la escopeta y él había disparado. Lo que había
pasado por su mente durante la fracción de segundo
entre que tuvo el arma en sus manos y el disparo
saliendo fuera de ella quedaba entre Hart y Dios.
Lo que sea que hubiera pasado, la muerte del
Duque había traído a Ian a casa con seguridad. Pero
si los enemigos de Hart consiguieran la carta, podría
significar un desastre para él.
Eleanor fue hasta la estufa y abrió sus puertas.
Que este sea el final del asunto, se dijo, usando las
palabras que Hart predijo que ella usaría, tirando la
carta a las llamas.
El intento de disparo lo había hecho considerar el
viaje a Berkshire. Hart no se habría alojado con
Cameron todo el mes de todos modos, como hacía
habitualmente, viajaría ida y vuelta a Londres cuando
pudiera.
Las estaciones de tren eran lugares muy públicos,
llenos de oportunidades para asesinos enloquecidos
de disparar a la gente. Hart agonizaba sobre la
decisión, pero concluyó que Eleanor y su padre bien
podrían estar más seguros en público, con Mac para
protegerlos, que solos en un carruaje en algunos vacíos
tramos de las carretera secundarias. Hart les
mantendría seguros por el simple hecho de no viajar
con ellos en absoluto.
Subió a la parte superior de la casa el día
anterior a que fueran a salir, la familia entera y
Eleanor estaban tomando té en la habitación que
había sido reservada para los niños.
Cuando entró, Eleanor levantó la mirada
mientras hundía sus dientes en un postre de crema.
Hart se detuvo. La visión repentina de él lamiendo
la crema de sus labios le hizo sentir mareado por un
momento.
Cuando pudo ver nuevamente, tomó nota de
Mac sentado en una mesa con Eileen, Isabella junto a
él, Robert en una silla de bebé. Eleanor
atiborrándose junto a ellos en la mesa, mientras que
la niñera, Miss Westlock, los supervisaba sentada un
banco en el otro lado de la habitación. Aimee se
sentaba con Lord Ramsay en un asiento de ventana, el
Conde le mostraba fósiles que había traído con él
desde Escocia.
Hart arrastro su mirada nuevamente desde la
crema en los labios de Eleonor y la dirigió a Mac.
—Me voy a Berkshire esta mañana. Tengo
emisarios a lo largo del camino, así que me quedo con
el guardaespaldas. El resto viajareis en tren mañana
por la tarde.
— ¿Guardaespaldas? —Mac dijo. Lamiendo la nata
de su pulgar y sacudiendo su cabeza hacia su hija. —
Eileen, por favor no pongas mantequilla en el cabello
de tu hermano—. Miró a Hart. — ¿No sería mejor
que vinieses con nosotros?
—Te dije, que tengo asuntos...
Eleanor lo taladró con la mirada.
—Hart, lo sabemos—. Ella levantó una copia de
un periódico de cotilleos de la silla a su lado y se la
mostró. —¡Al Duque de Kilmorgan por poco no le
quitan la vida! Disparos en el exterior del
Parlamento. ¿Encontraron un nuevo objetivo los
fenianos?
— ¿Cómo diablos entró esto en la casa?— Hart
gruñó. — ¿Mac?
Mac parecía inocente, pero la cara de Eleonor
estaba encendida con rabia.
—Me mentiste cuando me dijiste cómo te
lastimaste. Dijiste que no era importante. ¿Cómo
pudiste? Casi moriste.
Hart tocó su rostro donde iban desapareciendo los
cortes.
—No es importante. El hombre me dio un
golpe terrible y yo no estaba prestando atención. No
te lo dije porque no quiero que te preocupes.
— ¿Preocuparme? Hart, esto es peligroso. Esto es
algo para decir a la familia. Y a tus amigos.
— ¡Que es exactamente por lo que no quiero que
ninguno de vosotros esté conmigo!— La voz de Hart
sonó como si hubiera perdido la paciencia. —Si el
hombre es un tirador tan malo, no quiero que mi
familia y amigos se conviertan en víctimas
accidentales. Eleanor, tu padre y tú viajareis con Isabel
y Mac, yo me iré con mi guardaespaldas y Wilfred.
Wilfred solía estar en el ejército. Él sabe cómo
manejarse, como pato en el agua.
La mirada de Eleonor se volvió gélida.
—No trates de hacer un chiste de esto. Supongo
que no has hablado con la policía.
—Lo hice, de hecho. Solicité unos inspectores
para investigarlo, porque si alguien puede asustar a
un culpable, son nuestros detectives favoritos de
Scotland Yard. Pero no tienen mucho con que trabajar,
sólo unos pocos ladrillos astillados. Y el hombre
podría no haber querido dispararme a mí en
particular, sino a cualquiera que saliera del edificio.
Lord Ramsay interrumpió la discusión.
—Debe comprender que el pensamiento de usted
viajando solo nos hace sentir incómodos, ¿no es así
Mackenzie? ¿Usted con un guardaespaldas? ¿En una
carretera vacía entre Reading y Hungerford?
—No voy a estar solo. Contraté a ex-pugilistas
como lacayos, de cuerpos grandes y reflejos rápidos.
—Que lo hayas hecho no le ayudó a impedir el
atentado—, señaló Eleanor.
—Porque esa noche no prestaba atención—. Él
había estado pensando de Eleanor en corsé, su pelo,
sus botas de tacón alto, su tobillo, sus pies. —Ahora he
sido advertido—, dijo.
—Eso apenas es tranquilizador—. Los ojos de
Eleonor irradiaban ira. —Pero supongo que no
podremos hacerte cambiar de opinión. Enviarás un
telegrama en el momento en que llegues, ¿no?
— Elle —, dijo Hart.
—No, no importa. Ainsley lo hará. Por favor,
asegúrate de informar a Cameron del problema. O
Cameron podría considerar enojarse y él es más
grande que tú.
Hart no se molestó en evitar la irritación en su voz.
—Déjalo, Eleanor. Te veré en Berkshire.
Ella lo miró ceñuda, pero Hart sólo la veía como
en su visión embriagadora con solamente corsé y
botas, más erótico con una liberal adición de nata. Se
alejó y caminó hacia la puerta.

***

Eleanor siempre había amado Waterbury


Grange, la residencia en Berkshire de Cameron,
aunque ella no la había visitado en años. Cameron, el
segundo hermano de la familia Mackenzie, la había
comprado poco después de que su primera esposa
hubiera muerto, diciendo que quería algún lugar lejos
del sitio en el que había transcurrido su matrimonio
infeliz.
Campos verdes, se extendían hasta colinas
arboladas, el Canal de Avon y Kennet derivaban
perezosamente en el borde de la propiedad. La
primavera significaba corderos detrás de las madres
en el campo y potros que se mantenían cerca de las
yeguas que paseaban por los pastos.
La tradición familiar de Mackenzie los llevaba a
Waterbury cada mes de marzo. Allí, los hermanos y
ahora sus esposas e hijos, veían a Cameron entrenar
a sus corredores mientras se retiraba de los ojos del
mundo. Aquí tenía su oportunidad de estar en privado
con la familia por un corto tiempo antes de que
Cameron fuera a Newmarket.
La casa era antigua, un uniforme montón de
ladrillos dorados, pero según lo que Ainsley decía en
sus cartas, ella había redecorado intensamente el
interior. Eleanor esperaba ver su resultado.
Pero cuando Eleonor, su padre, Isabella, Mac, los
niños exultantes, su niñera robusta y el viejo Ben
bajaron de los carruajes que los trasladaban desde la
estación de tren, Hart se reunió con ellos en la puerta
de Waterbury Grange para decirles que Ian había
desaparecido.
Capítulo 12
—Sabes que Ian hace eso todo el tiempo—, dijo
Beth. Miró a Hart preocupada, y Eleanor sintió que
Beth estaba más preocupada por Hart que por su
marido ausente.
Beth estaba de pie en el ventoso porche
delantero con un niño en cada brazo, su hijo Jamie y
la recién nacida Belle. Los perros de los Mackenzie,
todos, los cinco, vagaban entre los recién llegados,
moviendo sus colas.
—A Ian le gusta estar solo a veces—, dijo Beth.
—No le gustan las muchedumbres.
—No somos una muchedumbre—, gritó Hart. —
Somos su familia. Me deberías haber dicho
inmediatamente que se había ido.
Ante el tono en la voz de Hart, Eleanor alzó la
vista después de besar a los dos bebés. Hart
apretaba en sus manos los guantes, su mandíbula
estaba tensa. Tenía razón al preocuparse después de
los disparos en el Parlamento, pero parecía alarmado
en exceso.
—No lo sabía—, dijo Beth. —Ian suele avisarme
cuando se va a dar un paseo largo, pero ya no estaba
cuando me desperté esta mañana.
—Y no te molestaste en avisarme—, repitió Hart.
—Estuviste en Hungerford toda la mañana,
enviando telegramas a Londres—, dijo Beth. —Y no
creí que fuera asunto tuyo.
Hart iba a responder a sus palabras, y su
mirada se hizo peligrosa. Beth levantó su barbilla y se
enfrentó a su mirada.
Eleanor entendía perfectamente bien por qué Beth
no había mencionado la ausencia de Ian a Hart. Hart
tenía el hábito de entrar en las casas de sus hermanos
e intentar dirigir sus vidas. A veces Ian sentía la
necesidad de escabullirse del yugo del severo Hart.
Cameron y Mac podían gritarle a Hart cuando se
enfadaban por su interferencia, pero la defensa de Ian
era desaparecer. Ian a veces tenía que estar solo, para
descansar de su aplastante familia antes de poder
afrontarlos otra vez. Eleanor había oído hablar de la
batalla en la que Beth se había enfrentado a Hart,
para que dejara a Ian vivir como deseara. Beth habló
tranquilamente.
—Me he casado con Ian hace casi tres años, y sé lo
que hace. Una estancia en Londres siempre le altera,
lo sabes. Imagino que salió hoy para disfrutar de no
tener gente a su alrededor. Volverá cuando esté
preparado.
Hart trató de intimidar a Beth con su mirada, pero
Jamie se retorció para bajar de los brazos de Beth, y
Beth concentró toda su atención en su hijo. La
mandíbula de Hart aún se contrajo más al ver como
Beth descaradamente no le hacía ningún caso, dio la
vuelta y se dirigió con grandes zancadas a la casa. Dos
de los perros se separaron del grupo y le siguieron.
Eleanor alcanzó a Hart en el paseo. Se deslizó
delante de él para lograr que se detuviera, Ruby y Ben
daban vueltas a su alrededor, moviendo las colas.
—Sé que estás preocupado por los disparos—,
dijo. —Pero Ian no es tonto. Tiene más cuidado que tú,
en muchas cosas. Telegrafié a Ainsley sobre el
incidente por si no se lo contaba nadie, pero Ian ya lo
había hecho. Estoy segura de que sólo fue a pescar.
Sabes cuánto le gusta pescar.
La terrible preocupación no abandonaba los ojos
de Hart.
—Sí, le gusta. Dice que el agua le calma. — Miró
hacia los campos vacíos. —Voy a buscarle.
Comenzó a andar, pero Eleanor se puso delante de
él otra vez.
—Creo que eres tú el que corre más peligro,
Hart Mackenzie. A quien le pegaron un tiro fue a ti.
—No iré solo. Tengo mis propios hombres, y
Cameron emplea a toda una multitud.
—Ian se afligirá si una multitud le encuentra—,
indicó Eleanor.
—Mejor afligido que muerto.
Las palabras de Hart eran tranquilas, pero
Eleanor leyó el miedo profundo en sus ojos. Sabía que
nunca confesaría ese miedo ni aún torturándole, pero
Hart sentía un profundo miedo, y Eleanor sabía el por
qué.
El proteger a Ian había sido la fuerza motora de
Hart durante tres décadas. Eleanor había ido con Hart
cuando fueron a sacar a Ian del manicomio. Recordó a
Hart preguntando e intimidando a los doctores sobre
el cuidado de Ian, su rutina, su alojamiento. Todo lo
que Hart Mackenzie había hecho durante los pasados
treinta años de su vida, bien o mal, lo había hecho
por Ian.
Eleanor tocó el pecho de Hart, sintiendo como su
corazón martilleaba bajo su palma.
—Realmente estoy de acuerdo contigo, Hart. Si
alguien anda por ahí disparando, entonces tienes que
vigilar a Ian. Pero aún así, debemos estar tranquilos.
Le encontraremos.
Su mirada se dirigió bruscamente hacia ella, y era
cualquier cosa excepto calmada.
—No nosotros. Tú te vas a quedar aquí.
—Puedo ayudar a buscar, lo sabes. Podemos
hacerlo juntos.
—No—. La palabra estaba cargada de furia. —
Encontrar a Ian será bastante difícil. No quiero tener
que recorrer los campos y discutir contigo y con todas
mis cuñadas a la vez. Si Ian vuelve por sus medios, te
necesito aquí para que ayudes a Beth a lograr que se
quede en casa.
—Supongo que no quieres que te siga.
—No quiero. Me distraerías. No me puedo
permitir ninguna distracción ahora mismo.
—Te distraigo. ¡Qué adulador!
Hart se inclinó hacia ella.
—Lo que significa es que tengo dificultad para
pensar en otra cosa que no seas tú. Es tu culpa. Me
seduces como la sirena que eres. Ahora quédate aquí y
déjame buscar a mi hermano.
Tenía que buscarle, Eleanor lo veía claro. Ian
se enojaría con Hart cuando interrumpiera su
excursión de pesca, pero Ian sabía cómo poner a
Hart en su lugar. Todo el mundo creía que ―el lento‖
Ian, obedecía a Hart, pero la familia sabía la verdad.
— ¡Buena suerte!—, dijo Eleanor suavemente.
Hart acarició su mejilla y le dio un beso rápido y
caliente en los labios. Después se alejó dando grandes
zancadas, hacia el prado, donde las figuras enormes de
su hermano Cameron y el alto hijo de Cameron,
Daniel, le esperaban.
Hart sabía que Beth y Eleanor tenían razón: con
toda probabilidad, Ian se había marchado a uno de
sus paseos para tranquilizarse, antes de que el resto
de la familia llegara. Ian tenía la dificultad para
responder a la gente, o al menos entender cómo
querían que él les respondiera.
Ian decía lo que pensaba, no lo que se esperaba
o lo que era cortés. Despues de una experiencia
brutal, había aprendido a callarse y retirarse cuando
había demasiadas personas, pero a veces tenía que
volver la espalda al mundo totalmente, hasta que se
sentía mejor y capaz de enfrentarse con ello.
Hart mantenía su convicción de que Ian estaba
bien, pero mientras las horas pasaban, su
preocupación se mantuvo y creció. No encontró
ningún signo de él, ningún Ian pescando en las orillas
del canal, ningún alto hombre con kilt que vagara a
través de los campos.
Cuando el sol bajaba, Hart se encontró con
Cameron, Mac y Daniel en Hungerford, ninguno de
los tres había visto a Ian, ni había encontrado a nadie
que le hubiera visto.
La preocupación de Hart pasó a ser un miedo
paralizante. No podía desterrar de su cabeza, la
imagen de Ian boca abajo, tirado en el suelo,
sangrando, agonizando o ya muerto. Eso o atado y
con los ojos tapados, en algún cuarto mugriento, con
sus enemigos rechazando soltarle hasta que tuvieran
a Hart.
Los ojos de Cameron y Mac reflejaban la
misma inquietud de Hart. Daniel, que se había mofado
al principio de la idea de que Ian como cualquiera,
pudiera estar perdido y herido, ahora estaba
preocupado también.
—Daniel, ve hacia el sur a Comba—, dijo Hart.
—Le gusta subir a la colina de la vieja horca y mirar al
mundo pasar. Cameron, busca en el canal al este de
Newbury. Si Ian ha pasado todo el día estudiando una
esclusa, le golpearé. Mac, quiero que vuelvas a casa y
te asegures de que las señoras no consideran la idea
de salir a buscarle también. Le dije a Eleanor que no,
pero ya conoces a las mujeres Mackenzie.
Mac frunció el ceño.
—Maldita sea, Hart, ¿no puedes encargarme
algo más fácil? ¿Enfrentarme a un ejército de asesinos
en ropa interior, tal vez?
—Impedir que ninguna de ellas vague por el
campo será tu objetivo. Mantenlas en casa y
protégelas.
Mac levantó las manos en señal de rendición,
pero Hart sabía que su hermano estaba de acuerdo con
él. Mac mantendría a las señoras seguras.
—Bueno—, dijo Mac. —Pero me llenaré los oídos
de algodón.
Hart, sus hermanos y su sobrino se separaron,
cada uno se llevó unos hombres, y Hart reanudó la
búsqueda.
Anduvo con su caballo a lo largo del oscuro
camino de sirga, hacia el oeste a lo largo del canal.
Maldita sea, Ian. ¿Por qué has decidió ahora volver a
vagar?
Estaba demasiado oscuro para ir muy rápido, y un
paso en falso podría enviar a Hart con su caballo y a
los hombres detrás de él al canal. Trató de tener
cuidado, pero todo en él le impulsaba, apresúrate,
apresúrate, apresúrate.
Atravesaron Litlle Bedwyn, hasta Great Bedwyn y
siguieron hacia Wilton y Crofton. Ningún Ian
Mackenzie. Ningún alto escocés que contemplara el
agua pasar a través de las esclusas, o que pescara
ociosamente o recorriera agitadamente de arriba abajo
la orilla.
Ian podía estar en cualquier parte. Escondido
en un granero para dormir o a a bordo de un tren
hacia quien sabía dónde. Ian no seguía ninguna reglas,
excepto las suyas propias, y podría no molestarse en
comprar un billete de tren, hasta estar subido en él.
Le mandaría entonces un telegrama a Beth, para
decirle dónde iba, pero podría pasar algún tiempo
antes de que lo hiciera. Ian podía saber que todo
estaba bien, pero no siempre se acordaba de
tranquilizar a los otros o incluso no entendía por qué
debía hacerlo. Ian estaba mejor ahora que estaba con
Beth, pero todavía a veces le gustaba desaparecer solo.
Como un niño, Ian se había escapado de
muchedumbres que le asustaban o hasta de la mesa
de la cena en Kilmorgan, se marchaba, corriendo para
librarse de terrores que no entendía. Hart le seguía, le
encontraba y se sentaba con él en silencio hasta que
Ian se calmaba. Sólo Hart había sido capaz de
controlar las lágrimas de Ian cuando se asustaba, o
sus episodios de rabia intensa. Sólo Hart había sido
capaz de poner un brazo consolador alrededor de los
hombros de Ian, durante el breve momento en que
Ian permitía eso, tranquilizándole, diciéndole que no
estaba solo.
Cuando Ian regresó a casa desde el manicomio, a
menudo se alejaba durante días. Hart se había vuelto
loco con la preocupación, pero Ian siempre volvía, a
su libre albedrío. Hart le gritaba a Ian y le ordenaba
que nunca volviera a hacerlo. Ian le escuchaba en
silencio, sin mirarle directamente, pero cuando decidía
que tenía que estar solo otra vez, simplemente se iba.
Ni todos los gritos del mundo podían lograr que
cambiara de opinión.
Las cosas eran diferentes ahora. Ian tenía Beth,
y su necesidad de aislarse había disminuido. A Ian
no le gustaba pasar demasiado tiempo lejos de
Beth y sus hijos, en cualquier caso, y generalmente se
quedaba en casa, buscando la comodidad de ellos.
¿Entonces, por qué se había ido esta vez?
Nunca permitiré que te ocurra nada, Ian
Mackenzie, juró Hart cuando atravesaba a caballo otro
pueblo. Te lo prometí, y mantendré la promesa hasta
que muera.
Hart se había separado de sus hombres. No
estaba seguro de cuando pasó, pero en la oscuridad,
con Hart a la cabeza, podrían haberse saltado un
puente del canal que no le habían visto pasar a caballo,
o bien atravesar uno, suponiendo que Hart lo había
cruzado.
Hart se planteó regresar, pero decidió que no. No
había visto nada hoy que indicara que pudiera haber
asesinos al acecho detrás de cada arbusto y nadie de
todos con los que habló, había notado forasteros en el
área. Sus hombres le alcanzarían cuando pudieran.
La ausencia de gente obviamente peligrosa no
alivió a Hart de su preocupación por Ian. Siguió
buscando.
Revolucionó pueblos tranquilos, preguntó en los
bares locales, preguntó en granjas si un señor hubiera
solicitado pasar la noche allí. La mayor parte de la
gente de por allí, conocía a Ian o había oído al menos
hablar de él, pero ninguno pudo ayudarle.
El reloj de la iglesia dio las cuatro cuando Hart
pasaba a caballo sobre otro puente del canal. Estaba
agotado, hacía mucho que se había separado de sus
hombres, que probablemente habían vuelto a
Waterbury ya. Los músculos de Hart estaban doloridos
por haberse pasado todo el día sobre la silla, y los
párpados se le cerraban a pesar de todos sus
esfuerzos por mantenerlos abiertos.
Debería detenerse y descansar, y continuarla
búsqueda otra vez a la salida de sol. Su preocupación
le decía que continuara, pero su razón le dijo que sería
mejor, descansar unas horas y esperar la luz del día.
Hart no ensilló al caballo, lo llevó por la brida y
deslizó el cabestro que había traído sobre la cabeza
del caballo. Lo ató a un robusto árbol joven, dejándole
suficiente cuerda para que pudiera pastar, después
Hart posó su cabeza en la silla, se abrigó ciñéndose su
capa estrechamente a su alrededor.
Despertó repentinamente con el mismo reloj de la
iglesia que daba las ocho, con el sol en sus ojos y el
cuerpo de Ian Mackenzie que apareció sobre él.

Capítulo 13
—Maldición, Ian—, dijo Hart.
Se sentó frotándose el cuello, rígido por estar
acostado contra la silla. El caballo se había soltado y
paseaba cerca de ellos, con la cabeza baja, pastando.
Ian no dijo nada, no preguntó qué hacia Hart
ahí, o porqué había dormido en el suelo en medio de
ningún sitio a un lado del canal. En completo silencio,
Ian se giró y sujetó al caballo.
El caballo frotó la cabeza contra un costado de Ian
mientras este le quitaba el bozal y amarraba la brida.
A los animales les gustaba Ian, los caballos de
Cameron y los perros de los Mackenzie lo seguían con
afecto.
Hart frotó su mandíbula, sintiendo el roce de
su barba mientras se ponía todo dolorido en pie.
Levantó la montura que le había servido de almohada
y la llevó hacia el caballo.
— ¿Qué haces aquí, Ian?
Ian cogió la montura de Hart y la puso sobre
el lomo del caballo, luego pasó bajo el caballo el
cincho, y lo apretó con la pericia de un jinete experto.
—Buscándote—. Dijo Ian.
—Pensé que yo te estaba buscando a ti.
Ian le dirigió una mirada de estás-muy-por-
detrás-en-esta-conversación.
—Dijeron que me andabas buscando.
— ¿Quién te lo dijo?— Hart examinó con la mirada
la solitaria campiña tras la línea de árboles que
bordeaban el canal. —¿Encontraste a mis
guardaespaldas? ¿Cómo supiste que estaba aquí?
Ian tomó las riendas del caballo, luego se
enderezó y miró directamente a los ojos de Hart.
—Siempre puedo encontrarte.
Estuvieron así por unos momentos, hermano
mirando a hermano, hasta que Ian rompió el contacto
y se alejó, dirigiendo al caballo hacia el camino.
Siempre puedo encontrarte.
Las palabras hicieron eco en la cabeza de Hart,
mientras veía a su hermano alejarse, su kilt agitándose
al viento. Ningún barco se movía al amanecer en el
canal y la niebla se esparcía sobre lo alto de los árboles
y bajo los puentes.
Siempre puedo encontrarte. Conociendo a Ian,
simplemente estaba afirmando un hecho y no
implicando que tenía una conexión especial con Hart.
Pero Hart sentía la conexión con Ian, la
atadura que se había estrechado entre él y su
hermano desde el momento en que Hart se había
dado cuenta de que Ian era diferente, especial, y que
Hart tenía que protegerlo. Él había sentido la conexión
a través de los años que Ian había pasado en el
manicomio y cada año desde que lo soltaron. Hart la
sintió más fuerte cuando Ian fue acusado de lastimar a
alguien hacía ocho años, había hecho todo lo que
estaba en su mano para proteger a Ian de las
consecuencias y estaba dispuesto a echarse la culpa.
Sin que Ian se molestara en hablar del asunto.
Continuó llevando al caballo hacia el oeste por el
camino sin esperar a ver si Hart le seguía.
Hart le alcanzó.
—Mi casa está en la otra dirección.
Ian siguió caminando sin mirar a Hart, solamente
observaba el canal y apartaba las ramas con las que
podía tropezar el caballo. Hart se dio por vencido y le
siguió en silencio.
El destino de Ian se aclaró cuando, después de
una milla, pasó un angosto puente con el caballo y
bajó a la orilla donde estaba amarrado un bote. En
la proa del bote, había algunos niños, dos cabras, tres
perros, un hombre con los pies colgando sobre la
quilla fumando una pipa. El gran caballo que tiraba del
barco pastoreaba sin ataduras a un lado del canal.
Sin palabras, Ian soltó las riendas del caballo y
subió a la cubierta del barco, uno de los niños, una
niña, descendió al mismo tiempo para sujetar al
caballo de Hart. Acarició al caballo y le canturreó y el
caballo se veía feliz de permitírselo.
Hart subió abordo tras Ian, porque Ian claramente
esperaba que lo hiciera. El hombre de la pipa asintió
hacia Hart pero no se preocupó por levantarse. Los
niños y los perros se les quedaron mirando. A las
cabras no les importó nada.
Una mujer vieja salió de la cabina, estaba
encogida hasta ser de casi el tamaño de los niños, y
vestía toda de negro con un pañuelo sobre su cabeza.
Sus ojos tan negros como su ropa, eran inteligentes y
brillantes.
Apuntó hacia la caja de madera apoyada en la
barandilla:
—Tú—, le dijo a Hart. —Siéntate ahí.
La sociedad de Londres se sorprendería mucho al
ver a Su Gracia, Duque de Kilmorgan, callado y
obediente tomar asiento. Ian tomo asiento detrás de
Hart, aún sin pronunciar palabra.
La niña en la orilla, sujetó el caballo de Hart por el
bozal, le quitó la montura y la brida, las apiló en la
cubierta, y caminó remolcando al caballo, que la
esperaba pacientemente.
Sin apurarse, nadie en el barco acudió en ayuda de
la pequeña, que tampoco esperó para que alguien la
ayudara. La mujer mayor una vez que vio a Ian y a
Hart sentados desapareció abajo.
Hart conocía a esos gitanos de antes, aun cuando
nunca había estado en su barco.
Hacía quince años, había estado en la orilla del
canal, cerca de la finca de Cameron. Donde la misma
mujer vestida de negro había dicho a Hart en un inglés
con un marcado acento, que cómo Cameron había
salvado a su hijo Angelo de ser apaleado y asesinado,
ellos cuidarían de Cameron. Angelo se había
convertido en su sirviente, entrenador, asistente y su
más cercano amigo.
La muchacha puso el caballo en el remolque
atado al barco, chasqueó la lengua al gran caballo y lo
llevó del otro lado. El bien entrenado semental de
Hart, se mantenía quieto bajo el toque de la niña, y se
mostraba contento de seguirla hasta el remolque de
los caballos, como un dócil poni.
El fumador de pipa regresó a observar el agua por
delante de ellos. La madre de Ángelo reapareció con
dos tazas desportilladas llenas de café. Hart le dio las
gracias y se lo bebió hasta el fondo. El café era fuerte
y oscuro, sin leche ni azúcar que disimularan el espeso
sabor. El barco se dirigía hacia la salida del sol. Los
gitanos eran los únicos que se movían en el canal a
esta hora.
La espesa niebla flotaba bajo los árboles situados
a lo largo del camino, y por detrás de los árboles
hacia el campo abierto. Las ovejas seguían a sus
madres por la verde pradera. Las ovejas y sus
corderos parecían grupos de nubes en la oscuridad.
Había silencio y paz allí. Hart cerró sus ojos.
Se despertó de repente y se encontró con un
brillante día y con Ian inclinado ahora sobre la
barandilla. El fumador de pipa se había encargado de
dirigir al caballo, mientras la niña y los otros niños se
habían ido adentro. Las cabras y los perros
permanecían en cubierta.
Hart se levantó y se colocó junto a Ian.
—Aun no me has dicho por qué saliste allá fuera—.
Ian se inclinó a mirar hacia el agua, viendo como la
proa del barco rompía el espejo de agua del canal. No
era inusual que Ian no contestara a una pregunta, o
esperara un día o dos para contestar. Algunas veces
sencillamente no contestaba nunca.
—Hablé a la gente de Angelo sobre el tiroteo—,
dijo Ian.
Cerró la boca tras decir esas palabras y Hart sabía
que no diría nada más.
El llenaría los espacios en blanco. Los gitanos
vagaban por los canales y los campos, a pesar de los
intentos de los granjeros y de los aldeanos de
mantenerlos alejados. Ellos sabrían al instante si
alguien fuera de lo ordinario apareciera en el área, y
se mantendrían alertas del peligro. Angelo era
sumamente querido por su familia, y así, por
extensión, sus amigos. Cuando Ian se enteró del
intento de asesinato, pensó que era buena idea
encontrar e informar a los gitanos.
—Muy acertado de tu parte—. Le dijo Hart. —Pero
no te molestaste en decirle a Beth o a Curry a dónde
ibas. Tenemos a toda la hacienda buscándote. ¿Podrías
aprender a dejar una nota?
Ian no reaccionó al enojo de Hart.
—Beth sabía adónde iba.
—Esta vez no, y estoy seguro de ello como que
existe el infierno.
Ian descansaba su brazo sobre la barandilla y
observaba a Hart, pasando su mirada sobre la
arrugada chaqueta, el pelo revuelto, la barba sin
rasurar.
Hart no sabía lo que Ian estaba pensando o
sintiendo. Nunca lo sabría.
—Ian—, le dijo exasperado.
Ian seguía sin responder. Hart suspiró y frotó su
barba incipiente.
—Bien, que sea a tu manera.
Ian volvió a estudiar el agua. Hart pensaba que era
la única persona que verdaderamente entendía a Ian,
pero había aprendido de manera dolorosa, que a pesar
de la conexión que sentía con él, raramente penetraba
su coraza. Desde el momento en que Ian conoció a
Beth, sin embargo, Ian había respondido a ella,
saliendo de su lugar privado de silencio e ira. Ian
empezó a conectarse con el mundo a través de Beth.
Lo que Hart había intentado, y en lo que había
fracasado durante años. Beth, la viuda de un pobre
vicario parroquial, lo había conseguido en unos días.
Al principio Hart había estado enojado con
Beth, envidiando su lazo con Ian, temeroso de que ella
lo explotara para sus propios fines. Pero Beth había
probado su gran devoción hacia Ian, y ahora Hart la
amaba por lo que hacía.
Hart se recostó en la barandilla y exhaló un
suspiro
—¿Cómo lo haces, Ian? ¿Cómo tratas con la
locura?— El hablaba en general, pensando en sus
propias luchas.
No esperaba que Ian le respondiera, pero lo hizo.
—Yo tengo a Beth.
Yo no tengo a nadie.
Las palabras aparecieron de algun lugar de su
mente. No eran verdad. Hart tenía a sus hermanos, a
sus entrometidas cuñadas, a Daniel, y ahora a sus
pequeñas sobrinas y sobrinos, que eran adorables,
especialmente cuando querían algo. Tenía a Wilfred y
a su escogido personal que le eran leales. Tenía
también a David Fleming, que había demostrado ser
un amigo contra viento y marea durante muchos años.
Pero nadie estaba cerca de Hart Mackenzie el
hombre.
Hart había renunciado a las amantes después
de la muerte de Angelina Palmer, había renunciado
aún a encuentros casuales para satisfacerse. Vivía
como un monje. No era de extrañar que el mero atisbo
de la esencia de Eleanor le pusiera tan lujurioso como
un muchacho de 18 años. Eleanor se había reído de él,
pero su risa no había hecho que Hart dejara de desear
su toque.
— ¿Cómo puedo sobrellevar mi locura?— Las
palabras de Hart sonaron huecas contra el agua. Esta
vez Ian no le miró ni le contestó.
—Una vez dijiste que todos estábamos locos—,
Dijo Hart después de un rato. — ¿Recuerdas? El día
que nos enteramos de lo del inspector Fellows, dijiste
que Mac era un genio con la pintura, Cameron con los
caballos, yo con el dinero y la política y Fellows
resolviendo crímenes. Tenías razón. Y Padre, claro,
tenía la misma locura. Creo que veía mucho de él en
ti, y eso le aterraba.
—Padre está muerto. Y dije que Mac pintaba como
un Dios—. Hart le dirigió una sonrisa torcida.
—Disculpa, no tengo ese don de memoria
precisa. Pero creo que mi locura crece. ¿Qué puedo
hacer si no puedo pararla?
Ian no le miraba.
—Lo harás.
—Gracias por tu confianza.
—Necesitas enseñarle a Eleonor la casa—, le
dijo Ian tras otro silencio. Hart frunció el ceño.
— ¿Casa? ¿Qué casa?
—La de High Holborn. La casa de la Sra. Palmer.
Hart apretó la barandilla del barco.
—El demonio me lleve si lo hago. No quiero
que Eleonor vuelva allí. Aún estoy enfadado contigo
por llevarla. ¿Por qué lo hiciste?
—Porque Eleonor necesita saber todo acerca de
eso—, dijo Ian.
—Demonios, Ian. ¿Por qué?
—La casa eres tú.
¿Qué demonios quería decir con eso?
—No, Ian. No. La casa podría haber sido gran
parte de mi vida alguna vez, pero eso ya pasó.
Ian sacudió su cabeza y siguió agitándola.
—Necesitas mostrarle a Eleonor la casa. Una
vez que le digas todo acerca de ella, lo sabrás.
— ¿Lo sabré?
—Sí.
—¿Qué sabré?— La exasperación de Hart crecía.
—¿Aun cuando Eleanor se aleje corriendo al doble
de velocidad normal para huir de mi de nuevo?
¿Cuándo me patee el trasero antes de irse?
—Sí.
Hart suspiró de nuevo. No salió mucho vapor de
su boca, la mañana se había entibiado.
—No puedo llevarla allí. Hay cosas que aún no
quiero que sepa.
—Tienes que hacerlo. Eleanor necesita
entenderte, como Beth me entiende.
La mandíbula de Hart se tensó mientras hablaba,
sus manos igual de tensas sobre la barandilla. Por lo
menos dejo de agitar su cabeza como una mula terca.
—Eres un hombre duro, Ian Mackenzie.
Ian no contesto. Contarle todo a Eleanor.
Angelina Palmer se había encargado de ello, al
visitar a Eleanor Ramsey en Escocia unos meses antes
de su boda y contarle todo acerca de Hart. Que era
dueño de la casa de High Holborn, que mantenía
mujeres allí, que las complacía de una manera que
una joven de buena cuna no imaginaría. Angelina no
le había descrito las cosas en detalle a Eleanor, gracias
a Dios; pero la insinuación había sido suficiente.
Hart no había visitado la casa ni a Angelina
deliberadamente mientras cortejaba a Eleanor, no
quería ser de esa clase de mentiroso.
Sintiéndose virtuoso por esto, había engatusado
a Eleanor para que le entregar su virginidad a él.
Pero Eleanor había despertado algo dentro de
Hart, una emoción que nunca había sentido antes, ni
tampoco después. Quería explotarla tanto como le
fuera posible.
Los motivos de Angelina, al revelar su
existencia, no fueron poner celosa a Eleanor o
convencer a Hart para que regresara con ella. No.
Angelina supo tan pronto como tomó la decisión, que
sus acciones le harían perder a Hart para siempre.
Que el matrimonio con Eleanor era importante para
Hart, y él no era del tipo que perdonaba. Pero
Angelina lo había hecho de todas maneras.
Ella no había ido a revelarle a Eleanor las hazañas
sexuales de Hart. Había ido a prevenir a Eleanor del
peligro, porque Angelina sabía exactamente en qué
clase de hombre iba a convertirse Hart. Y Angelina
había estado en lo cierto. El rechazo de Eleanor había
herido la arrogancia de Hart sin darse cuenta.
Sorprendido y furioso, Hart había amenazado a
ambos, a Eleanor y a su padre con terribles
consecuencias por romper el compromiso, porque ése
era el tipo de hombre brutal que estaba aprendiendo
a ser. Su padre había grabado esas lecciones en Hart
muy bien. Nunca había controlado su ira o ni siquiera
hablado con alguien sin decidir inmediatamente cómo
manipularle. Hart había odiado a su padre pero se
estaba pareciendo cada vez más a él, sin tener otro
ejemplo a seguir.
Y así, Hart no sabía cómo estar simplemente
con una persona ni, como Mac le había señalado,
dejar que las cosas simplemente sucedieran. Él pudo
haber tenido la oportunidad de aprender eso con
Eleanor, pero había desperdiciado esa oportunidad.
Un rayo de sol se reflejó en el agua y apuntó a
los ojos de Hart. Cuando levantó la cabeza, descubrió
que se acercaban a una esclusa, el vigilante salía de su
casa hacia las compuertas.
—No puedo contarle a Eleanor las cosas que hice,
Ian—. Le dijo.
Ian le dirigió una mirada impaciente. La
esclusa era mucho más interesante que la complicada
conversación con Hart.
—Tienes dos conjuntos de normas—, le dijo Ian. —
Uno para la Sra. Palmer y otro para Eleanor. Piensas
que si sigues el conjunto de normas equivocado con
Eleanor, eso quiere decir que no la amas.
Hart abrió la boca para negarlo
acaloradamente, pero las palabras se atoraron en su
garganta. Había llegado incluso a pensar, que podría
destrozarla con su toque como a un cristal.
Ian se movió por la borda, dejando de preocuparse
por los problemas de Hart.
— ¿Cuántos galones por minuto piensas que
llenan la esclusa?— le preguntó. Sin esperar
respuesta, Ian se giró y saltó del barco a la orilla. Ian
alcanzó al hombre que guiaba al caballo y camino
junto a él en silencio, probablemente ocupado
calculando la profundidad del estanque y el tiempo
que el agua tardaría en llenar la esclusa.
Una lluvia de primavera comenzó, aumentando
seriamente cuando el barco se detuvo en la orilla. Los
gitanos habían continuado después de la última
esclusa de Hungerford, hasta llegar al canal que
marcaba los límites de la propiedad de Cameron.
Hart observó el verde campo que se extendía
desde el canal hasta la casa en lo alto y vio que estaba
lleno de gente. Molesto, mucha gente con paraguas, la
mayoría de ellos Mackenzies.
No todos ellos. Un alto escocés que no era un
Mackenzie, estaba de pie muy cerca de Eleanor,
sosteniendo un paraguas sobre su cabeza. Hart le
reconoció, Sinclair McBride, uno de los muchos
hermanos de Ainsley, el que era abogado. Hart sintió
aumentar su enfado, mientras Sinclair se inclinaba
hacia Eleanor para cubrirla con el paraguas, y Eleanor
le sonreía tranquilamente.
Eleanor observó a Hart de pie en la cubierta
como un rey a punto de dirigirse a sus súbditos.
Maldito hombre. Había estado aterrada cuando sus
guardaespaldas regresaron en medio de la noche,
diciendo que le habían perdido a través de los árboles
en el canal. Sólo temprano esa mañana, cuando Ángelo
había llegado cabalgando para decirles que Ian y Hart
estaban a salvo con su familia, había disminuido su
miedo. Ahora Eleanor estaba simplemente enojada.
Empezó a caminar, pero el hermano de Ainsley,
Sinclair, tocó su hombro.
—Mejor no. Hay lodo y podrías caerte—. Él era
realmente gentil, Sinclair McBride, un viudo, que
había llegado con sus dos hijos esa misma mañana
para llenar la guardería. Ainsley le había invitado a
él y al resto de sus hermanos a quedarse en Waterbury
toda la primavera, pero hasta ahora, únicamente
Sinclair había podido ir.
Ian había bajado del barco. Beth corrió hacia él, a
pesar del lodo, e Ian la levantó en un cálido abrazo.
Todo mundo les rodeó y comenzaron a hablar al
mismo tiempo. Queriendo saber dónde había ido Ian
y por qué les había preocupado tanto a todos.
Gracias a Dios, Hart le había encontrado.
Los gitanos atracaron el barco, y niños, cabras,
perros, hombres y mujeres descendieron penosamente
en medio del campo lluvioso a instalar las tiendas.
Se veía que Cameron no encontraba eso inusual. Se
puso a hablar con el hombre de la pipa, y Daniel y
Ángelo se les unieron así como el padre de Eleanor.
Daniel se puso a ayudar a los gitanos a estirar lonas
sobre las tiendas y los niños corrían dentro de ellas.
Sinclair le dio el paraguas a Eleanor y fue a ayudar.
La ultima en dejar el barco fue una señora
mayor vestida de negro, Hart la ayudó a llegar a la
orilla, pero no se bajó con ella. ¿Qué estaba haciendo?
Hart se recostó hacia atrás, como el rey que Eleanor
pensaba que era, o mejor dicho como un general,
observando a todos, esperando dirigirlos de ser
necesario. Mantuvo sus ojos en sus hermanos,
gigantes formidables con sus esposas nunca muy lejos
de su lado. Todos se veían felices, Beth, Isabella y
Ainsley se reían de sus hombres Mackenzie pero
miraban a dichos hombres con un profundo amor.
—Él te necesita.
Eleanor dió un brinco al oír la voz de Ian en
su oído. Estaba detrás de ella, su suave mirada
abarcándola, mientras Beth no se encontraba lejos
conversando con la anciana gitana.
— ¿Quién?— Eleanor le preguntó a Ian. —
¿Hart?— Miró a través de la lluvia hacia el obstinado
duque recostado en la barandilla del barco
amarrado.—Hart Mackenzie no necesita a nadie.
Los ojos color whisky de Ian estaban oscuros a
la sombra del paraguas.
—Estás equivocada—, le dijo. Se dio la vuelta y
caminó a través de la lluvia hacia Beth.
Te necesita.
Hart se veía muy solo. Observaba a la familia
por la que había hecho todo lo posible en el mundo
para mantenerla a salvo, pero observándolos. Sin ser
parte de ellos.
Eleanor levantó su ya enlodado vestido y
escogió un camino por la pendiente hacia la orilla,
consiente de las palabras de Sinclair acerca de
resbalarse. Hart la observaba bajar, podía sentir su
mirada en ella todo el camino hacia el barco, pero no
bajó para alcanzarla. No hasta que ella llegó al barco.
Hart alargó los brazos hasta la orilla, le arrebató el
paraguas que amenazaba con voltearse con el viento,
lo lanzó a un lado, y tiró de Eleanor a través del pasillo
de agua entre ellos.
Eleanor aterrizó contra él. Hart estaba
empapado, su chaqueta abierta, con mechones de
cabellos mojados cayendo sobre su cara, sin rasurar.
Detrás de esos mechones, sus ojos eran ámbar,
intensos y vivos.
— ¿Qué haces? —Preguntó Eleanor, aún enojada.
—¿Vas a levar anclas y navegar lejos?
—La madre de Ángelo me pidió que cuidara del
barco. Vinieron a ver a Cameron y a Ángelo entrenar
caballos.
—Quiso decir que alguien del personal lo hiciera,
seguramente.
—No, quiso decir que yo lo hiciera—. Hart miró
hacia la lluvia que se fortalecía, que oscurecía las
tiendas en la colina. —Duques y recaderos son todos
lo mismo para ella. Pero no importa. Aquí se está
tranquilo.
Quietud era algo que Hart Mackenzie no había
tenido en abundancia, y Eleanor sabía que cuando
regresara a Londres, tendría menos.
— ¿Me voy entonces? ¿Te dejo en paz cuidando
tu barco del canal?
—No—. La respuesta fue abrupta, repentina. La
mano de Hart, fuerte y pesada, aterrizó en la de ella.
—Estás mojada. Vamos dentro. Quiero enseñarte el
barco.
El medio la guió, medio la empujó por las
escaleras hasta la puerta de la cabina. Abrió la
hinchada puerta de madera, remolcando a Eleanor y
cerrándola de nuevo.
El ruido de la lluvia se convirtió en un golpeteo
sordo en el techo y repiqueteaba en los paneles contra
las ventanas. Esto, junto con el suave siseo del carbón
en la pequeña estufa en la esquina, era tranquilizador.
Eleanor entendía la renuencia de Hart a irse.
—Nunca había estado en un barco del canal
antes—, dijo, mirando alrededor encantada.
Los gitanos eran nómadas, pero su hogar era
acogedor. La pequeña estufa daba un buen calor. Ollas
y cazuelas colgaban sobre la estufa, brillando de
limpias, y en las literas al final estaban apiladas
coloridas mantas y colchas.
El banco que corría a lo largo de una pared bajo
las ventanas tenía cojines bordados que reconoció
como un trabajo hecho por Ainsley.
—Pensé que te gustaría—, le dijo Hart.
—¿Debo sobreentender que no te encontraste con
los asesinos en tu excursión?
—No.
Solamente esa palabra, cuando había estado tan
preocupada.
—Estoy hablando ligeramente sobre esto, pero,
Hart, estaba aterrada…—Ella se calló, sus manos
inquietas. Quería arrojar los brazos alrededor de él y
al mismo tiempo, quería golpearle con su puño contra
el pecho. Para impedirse hacer ninguna de las dos
cosas, cruzó sus brazos en su estómago.
Sintió la tibieza de Hart mientras se acercaba,
olió el húmedo lino de su camisa y la empapada lana
de su chaqueta. Hart deslizó su capa quitándosela y la
colocó a un lado, luego la cogió por los codos con sus
grandes manos y la acercó a él.
El beso, cuando llegó, fue hambriento. No
probando, ni jugando, ni engatusando. Un beso
desesperado de deseo.
Te necesita.
Eleanor presionó sus manos contra su camisa
mojada, sintiendo su corazón acelerarse bajo su toque.
Su piel estaba tan fría, su boca como una llama.
Empujó su camisa, los botones se soltaron.
—Necesitas quitarte esto, estás buscando tu
muerte.
Impacientemente arrancó su camisa y la dejó
caer al suelo. Estaba desnudo debajo, sin ropa interior
que cubriendo su bronceada y tersa piel. La llevó
dentro del círculo del calor de la estufa y la acercó a él
de nuevo, sus pulgares abrieron su boca. Su siguiente
beso fue aún más fiero, más desesperado.
Los dedos de Eleanor se curvaron en sus hombros
mientras le devolvía el beso. La besó duramente,
probando su boca, chupando la lluvia de sus labios.
Eleanor corrió sus manos hacia su espalda
desnuda, sintiendo su caliente y suave piel.
Su cuerpo estaba en llamas. Eleanor besaba sus
cálidos labios, persiguiendo su lengua con la propia.
Sintió los botones de arriba de su corpiño abrirse,
luego las manos de Hart, moviéndose hacia un lado.
Sus palmas se deslizaron por su cuello desnudo,
fuertes y cálidas, sosteniéndola.
Él rompió el beso para desabotonar
rápidamente el resto de su corpiño, sus ojos se
oscurecieron mientras bajaba sus brazos hacia los
lados y los sacaba de la tela. Hart gruño suavemente
y de nuevo la besó, ella levantó todo lo que pudo sus
manos y las puso en su cintura. Sentía el movimiento
dentro y fuera de su respiración, el suave lino de la
pretina de su Kilt, la piel caliente del hombre dentro
de este.
—Eleanor. Elle—. Levantó su cabeza, sus ojos
oscuros en sombras tras su pelo mojado. La sonrisa
pecaminosa. —Sigo teniendo visiones de ti llevando
sólo tu corsé.
El corazón de Eleanor latía rápidamente, un
estremecimiento la atravesó.
—Yo he estado teniendo visiones de ti con nada
más que tu Kilt. De hecho, tengo fotografías que
puedes estudiar detenidamente, y que lo prueban si es
necesario.
Su sonrisa se hizo más ancha, y el Hart Mackenzie
del que se enamoró hacía algunos años se asomó a
través de ella.
— ¿Qué voy a hacer contigo, muchacha descarada?
—Mi padre envió por un aparato fotográfico
para tomar fotos de la flora de Berkshire. Tal vez me
permita utilizar la cámara.
Hart se detuvo y su gesto retorcido volvió.
—Eres de lo peor. Pero únicamente…—. El retiró
su corpiño completamente, después deslizó las manos
tras su espalda y suavemente desató el cordón que
cerraba su corsé. Los lazos se soltaron y se esparcieron
bajo sus dedos. — Únicamente si tú haces lo mismo
por mí.
— ¿Posar para fotografías para ti? Cielos, no.
Soy demasiado tímida.
Los lazos se desataron, los pequeños tirantes
que sujetaban el corsé sobre sus hombros se
deslizaron bajo las grandes manos de Hart. El se
acercó.
—Esas serían fotos privadas. Muy privadas.
Solamente tú y yo las veríamos.
—Mmm—, dijo. —Pensaré en ello.
Hart sonrió contra su boca, seguido de un
lametón en sus labios.
—Si me quieres ver únicamente con mi kilt,
debes aceptar los términos.
La cara de Eleanor ardía.
—Te dije que pensaría en ello.
—Supe en el momento en que te besé en ese
cobertizo para botes que eras una chica perversa.
Recatada y apropiada para el mundo. Salvajemente
apasionada tras las puertas cerradas. La dama perfecta
para mí.
—Únicamente he sido salvaje contigo, Hart, tú
me enseñaste.
— ¿Yo lo hice?— Hart reía, las manos en su
espalda, no había nada entre ellos más que el delgado
lino de su corpiño. —Estabas ansiosa por aprender.
—Eras un interesante instructor.
Él sonrió, su frente contra la de ella.
—Elle, me haces sentir joven de nuevo, tú me
haces…
Su sonrisa murió con sus palabras. Las manos
de Hart fueron a su cintura, sus dedos desabrochando
su falda y las enaguas que llevaba debajo. La falda de
Eleanor cayó, no se había puesto miriñaque por el
ajetreo de la mañana.
— ¿Que te hago?— murmuró.
Las manos tibias de Hart se deslizaron hacia su
trasero, su risa se había ido por completo. Ella vio
una lúgubre necesidad en sus ojos, y soledad y miedo.
Miedo de muchas cosas, todas complicadas, todas muy
reales.
—No puedo hacerlo solo—, dijo. —Te necesito,
Elle.
Ella sabía que no tenía intención de raptarla en
un barco de canal mientras los gitanos habían ido
corriendo a ver a Cameron trabajar con los caballos.
—Te necesito—. Las palabras se desgarraban de él,
este hombre cuya voz nunca osaría sonar débil ante
nadie.
Eleanor deslizó fuera su camisa y enroscó sus
brazos alrededor del cuello de Hart.
—Estoy aquí—, le dijo.
Hart deslizó los pulgares por el labio inferior de
Eleanor, maravillado, como siempre, de su suavidad.
Era duro, un hombre duro. Y Eleanor era toda tibieza y
bienestar. Había sido un tonto cuando la dejó ir.
La acercó y se sumergió dentro de otro beso. Ella
sabía a lluvia, calor y deseo.
Él la había enseñado, si, él la había enseñado. No
todo, no durante mucho tiempo, pero él la había
enseñado.
Eleanor levantó hacia él su tibia mirada azul, su
pasión brillando con descaro. Amaba eso de ella,
Eleanor nunca había visto nada vergonzoso en su
deseo.
Sus faldas yacían en el suelo, y ella estaba de
pie con nada más que sus calzones. Hart acarició la
tela que cubría su trasero, el hilo era tan fino que
parecía piel. Ella le había obedecido y se había
comprado algunos nuevos.
Estaba dolorido por ella, su polla erguida le
demandaba que siguiera adelante con esto. Pero no
quería ir de prisa, no quería apresurarse. Los gitanos
e Ian le habían dado este regalo, el regalo de un tiempo
a solas con Eleanor.
Más que eso. Eleanor podía considerar esto
como tiempo robado, pero Hart no iba a mantener
esto como un momento aislado. Él tenía que
mantenerla segura del mundo, y ahora también de
Sinclair McBride.
McBride era un guapo escocés con dos niños
pequeños y necesitado de una esposa, y aquí estaba
Eleanor totalmente preparada para eso. Él veía que
esto era lo que buscaba Ainsley al invitarlo. Hart tenía
que moverse rápidamente, sin importar sus planes.
No podía esperar más.
El desató las cintas que sostenían su ropa
interior y deslizó sus manos dentro de ellas. Sus dedos
encontraron suavidad, la seda de la piel de Eleanor.
Hizo círculos con sus pulgares por su piel mientras la
besaba, después movió una mano hacia el calor entre
sus piernas.
Estaba caliente, mojada, lista, tan necesitada como
lo estaba Hart. Movió sus dedos, recompensándola
por sus pequeños sonidos de placer mientras su
cuerpo se soltaba. Todo pudor y resistencia en ella
disolviéndose y flotando lejos. La remilgada joven
solterona se desvaneció, y Eleanor la mujer
apasionada ocupó su lugar.
Sus senos eran suaves, más llenos ahora que
cuando había tenido veinte años. Hart se agachó y
lamió entre ellos, probando su tibia y salada piel.
La cabina era angosta y baja, Hart no tenía espacio
para cogerla en sus brazos y llevarla hacia la litera más
cercana, pero la guió, besándola y tocándola todo el
camino.
Le levantó y colocó su trasero en la litera,
colocándose él de pie entre sus muslos mientras se
los apartaba, y le quitaba el resto de su ropa interior.
Eleanor le acarició la cara con sus manos, sus ojos
medio cerrados mientras esperaba por lo que estaba
por llegar.
Hart desabrochó el prendedor que mantenía
cerrado su kilt y atrapó los pliegues mientras caían.
Cogió la tela y la colocó estirada en la litera
detrás de Eleanor.
La litera era muy estrecha. No los contendría a
ambos. Hart levantó a Eleanor y sus cuerpos se
unieron, ambos húmedos por la lluvia y pegajosos por
el calor de la estufa.
Hart movió las manos por su espalda, por su
columna hacia su trasero, suavizando, tranquilizando.
La levantó un poco más y luego se deslizó dentro de
ella, su resbaladiza profundidad le dio una cálida
bienvenida.
Estaba dentro de ella. Su Eleanor.
Hart se quedó quieto, la sensación de ella
rodeándolo lo llenaba de júbilo.
—Hart—. Su cálido aliento tocó su piel húmeda.
Ella le tocaba la cara, sonriendo un poco mientras
frotaba sus dedos sobre su áspera barba.
El pelo rojo de Eleanor estaba oscurecido por la
lluvia, sus bucles suaves bajo sus labios. Había corrido
fuera bajo la lluvia sin sombrero. Típico de Eleanor.
Impetuosa, impaciente.
Su nariz estaba gloriosamente espolvoreada con
pecas. Hart besó una, luego otra, luego otra, todas
mientras sentía el agudo regocijo de estar dentro de
ella. Ser parte de ella. Ella era suya.
Hart se sujetaba con su otra mano en la pared
de la cabina y empujaba dentro de ella. Era
complicado en este espacio, pero lo hizo.
Elle.
Su voz se iba haciendo más áspera con cada
empuje, su cuerpo acogiéndole. El puño de Hart se
tensó contra la pared, su cabeza inclinada en su cuello.
Eleanor estaba firmemente presionada contra él, su
piel en la de él. El agua de su cabeza chorreaba sobre
ambos.
Más, más. Nunca pares. Nunca.
Eleanor dejo que su mano recorriera su espalda,
deslizándose abajo hasta su trasero, tocando cada
pulgada de él. Ella siempre amó explorar su cuerpo, y
Hart de buen grado se lo permitía.
El pellizcaba el lóbulo de su oreja donde las
esmeraldas habían colgado una vez, chupando la
concha de su oído. Su boca se movió a su cuello,
cerrando los labios para dejarle un mordisco de amor.
Elle, te he extrañado. He muerto un poco cada día
sin ti.
Eleanor ladeó su cabeza, permitiéndole
probarla. Cuando se levantó de nuevo, bajó su boca
hacia su cuello, y Hart sintió la pequeña mordida de
sus dientes, su boca dejándole su marca.
Una ola de necesidad se cernió sobre él,
golpeándole y llevándoselo lejos. Sabía que estaba
llegando, terminando, pero se mantuvo duro dentro
de ella, sus manos sujetándose a la pared para
mantenerse en pie. Los pequeños gemidos de Eleanor
se convirtieron en gritos de placer mientras alcanzaba
su propio orgasmo.
—Eleanor—. Hart cerró sus ojos y trato de
contenerse. El clímax significaba que se acababa, que
tenía que dejarla ir. No. No. Nunca.
Hart se sostuvo dentro de ella, sintiendo los
últimos coletazos de éste, una mezcla de excitación y
lasitud que significaba que había alcanzado un
momento perfecto.
—No puedo hacerlo sin ti, Elle—. Él abrió sus ojos,
oyendo la necesidad en su voz. —Te necesito.
—Hart…
—No te alejes de mí de nuevo—. La nota en su voz
era de desesperación. —No lo soportaría si te vas de
nuevo.
Díselo todo, Ian le había exhortado.
No puedo. No hasta que sea mía, no hasta que no
pueda dejarme. Eleanor le miraba con sus hermosos
ojos azules, sus cejas juntas, Eleanor lo evaluaba.
—Por favor—. Le dijo. Dios mío casi sollozaba.
Pero su corazón le dolía. Se iría de nuevo, y eso
sería su final. Eleanor tocó su cara con dedos suaves.
Miró dentro de sus ojos como si pensara que podía ver
dentro de su alma. Eleanor era la única que podía.
—Sí—, le dijo, con una voz tan suave que casi no
se oía. —Me quedaré.
Hart tragó, soltó el aliento casi como un sollozo.
—Gracias—, le susurró. —Gracias.
Capítulo 14
El barco estaba a la deriva. Eleanor salió de la
cabina para encontrarse con que estaban flotando en
medio del ancho canal.
—Hart —, le llamó alarmada.
Hart salió, devastadoramente guapo con su
camisa y Kilt, su chaqueta permanecía en algún lugar.
Una cuerda se estiró a través del agua entre la
proa del barco y la orilla. Cuando Hart tiró de ella, se
soltó.
Eleanor puso las manos en sus caderas.
— ¿Supongo que el gran duque de Kilmorgan no
pudo recordar amarrar el barco?
Hart no se mostraba ni un poco avergonzado.
—Mi mente estaba en otras cosas.
Su sonrisa era arrogante, pecaminosa de nuevo.
El solitario y aterrorizado hombre que le había dicho
dentro de la cabina, ―No lo lograré si te vas de nuevo‖,
había desaparecido. Hart Mackenzie se había salido
con la suya una vez más.
Un jinete solitario se acercaba por el camino, el
hombre vestía un abrigo enorme que lo protegía del
viento y la lluvia. Hart ahuecó las manos en su boca y
grito:
—Tú, ahí, ¡Agarra la cuerda!
El hombre se giró y se bajó del caballo.
— ¿Mackenzie? ¿Qué demonios haces en medio
del canal?
—Cojones, — dijo Hart. —Es Fleming.
Eleanor miró a través de la lluvia y agitó la mano.
—Por favor arrástrenos, querido Sr. Fleming.
—No le mimes—, gruñó Hart.
—Necesitamos su ayuda, a menos que quieras
flotar todo el camino hasta la esclusa de Hungerford.
El guarda esclusas se reirá de nosotros.
Fleming alcanzó la cuerda y la sacó del agua, luego
empezó a tirar de ellos. Hart levantó un remo que
estaba amarrado en la cabina y lo usó para guiar el
barco de vuelta a la orilla. El barco chocó con
suavidad, el agua del canal estaba tranquila.
Hart ató el remo en su lugar mientras Fleming
amarraba la cuerda al tocón de un árbol.
Fleming acercó su mano para ayudar a Eleanor a
bajar a tierra antes de que Hart la pudiera alcanzar.
La mirada de Fleming iba de ella a Hart, bajando sus
oscuras cejas.
— ¿Qué demonios es esto, Mackenzie? Si la has
deshonrado, te dispararé como el perro sarnoso que
sé que eres.
Hart bajó del barco tras Eleanor y deslizó su brazo
por su cintura.
—Felicítame, Fleming, Eleanor ha aceptado ser
mi esposa.
La boca de Eleanor se abrió. No era exactamente
lo que ella había dicho. Había aceptado quedarse
cuando él le dirigió esa mirada que le rompía el
corazón y le rogó. En qué condiciones…, eso no lo
habían discutido aún.
Fleming tampoco lo creía. Su mano fue a su
bolsillo, sacando la petaca plateada que parecía tener
siempre a mano.
Eleanor sabía que David se había dado cuenta
perfectamente bien lo que ellos habían estado
haciendo en el barco. Eleanor y Hart estaban ahí solos,
el barco a la deriva. Eleanor se había vestido con la
ayuda de Hart, pero su cuello no estaba todo
abotonado, su falda arrugada por estar tirada en el
suelo. Hart estaba todo desarreglado. Cuando el aire
abrió la camisa de Hart, los pequeños mordiscos de
amor que Eleanor le había hecho se veían.
Hart no se molestó en cerrar su camisa.
— ¿Qué haces en Berkshire, Fleming? Deberías
estar atendiendo nuestro negociado en Londres.
—Te envié un telegrama—, dijo David. —Pero
Wilfred telegrafió de vuelta que habías desaparecido
sin dejar rastro, así que pensé que mejor vendría a
ayudar a buscarte. La votación es mañana. ¿Estoy en
lo correcto en pensar que querrás estar allí?
David habló sin ceremonias, pero había una
chispa en su mirada. Hart contestó con una sonrisa y
en un tono animado que Eleanor no le había oído en
mucho tiempo.
— ¿Y les tenemos?
La sonrisa de David era igual de triunfante,
—Oh sí. A menos que la mitad decida al último
minuto traicionarnos, les tenemos.
— ¿Qué es lo que tienen?— preguntó Eleanor.
Siempre le gustó que David no insistiera que
ciertas discusiones no eran para damas. Respondió de
buena gana.
—Vagos en los asientos, mi querida Elle. Vagos
en los asientos que votarán a nuestro modo.
Suficientes para derrocar el proyecto de ley de
Gladstone y echarlo fuera con el voto de confianza. Se
acabó. Tendrá que convocar elecciones, nuestro
partido ganará la mayoría y Hart Mackenzie será
primer ministro de Inglaterra. Dios nos ayude.
Eleanor se entusiasmó.
—Cielo Santo, Hart.
—Hace mucho tiempo que ha estado
gobernando—, dijo Hart. El fuego en sus ojos
desmentía la calma en su voz.
—Pero si el Sr. Gladstone sabe que le ganarás, ¿Por
qué te dejará llegar a la votación?— preguntó Eleanor.
David respondió antes de que Hart lo hiciera.
—Porque cualquier retraso en este punto haría
nuestra victoria más certera. Si llama a elecciones
mañana, podría tener oportunidad de regresar,
aunque no tenemos intención de que eso suceda—.
David frotó sus manos. —Hart Mackenzie regresará a
los comunes, esta vez para liderarlos. Hay algunos que
aún les duele su ingenio como un látigo cuando fue
MP. Respiraron aliviados cuando tomó su título y se
fue con los Lores. Y ahora regresa. A disfrutar.
—Me imagino que será muy entretenido—, dijo
Eleanor. —Mi padre se asegurará de verlo desde la
galería.
—David—. Hart dijo la palabra sin inflexión,
pero Fleming pareció entender.
—Bien, estaré en la casa, calentándome de la lluvia
con algo de tu whisky de malta. Intentaré beber
grandes cantidades.
David agarró su caballo, montó y cabalgó por el
camino.
—Entonces saldrás para Londres con él— le
dijo Eleanor, con voz muy clara. Hart acarició sus
hombros, sintiéndola tibia en sus manos a través de
su corpiño.
—Sí.
—Es todo por lo que has trabajado—, le dijo.
—Sí—. Hizo círculos con sus pulgares en su
clavícula. —Nos casaremos en Kilmorgan. Una gran
boda, algo vistoso para satisfacer al público en general.
Adecuado al nuevo Primer Ministro.
Eleanor encontró difícil mirarle a los ojos. Sus
ojos ardían calientes, con determinación, Hart el
señor del control de nuevo estaba allí.
—Estarás demasiado ocupado para tener algo que
ver con bodas de momento—, probó.
—Te compraré las joyas de boda más ostentosas
que pueda encontrar y dejaremos que los periódicos
se vuelvan locos. Pueden hacer de nuestra
reconciliación un gran romance si quisiéramos y se lo
daremos.
—Te refieres a hacer una gran demostración de
esto—, Dijo Eleanor de modo tirante. —Te ayudará
con la elección.
—No me importa eso. Tendrás que casarte
conmigo esta vez, Eleanor. David estará diciéndole a
la familia como nos encontró, y así no tendremos paz.
Ellos saben exactamente lo que estuvimos haciendo
aquí fuera en este barco.
—Fue culpa de Ian. Me envió a ti cuando supo
que estabas solo.
—Sí, mi taimado hermano pequeño
manipulando las cosas a su satisfacción. Pero estamos
atascados con esto.
—Así que, ¿debo casarme contigo para salvar mi
reputación?
Hart se acercó a ella.
—Tú reputación no será dañada. Me aseguraré de
que cierto conocimiento no salga de la familia. Pero a
pesar de todo quiero que te cases conmigo. Necesito
cuidarte.
—Necesitas…
—Me haré cargo de ti te cases o no conmigo,
pero las cosas serían más sencillas si eres mi esposa.
Necesitas un marido, Eleanor, tanto como yo necesito
una esposa. Cuando tu padre muera, no tendrás nada.
Glenarden irá a un primo que apenas conoces, y te
quedarás sin nada, ¿Qué harás entonces?
—He demostrado ser buena con la máquina de
escribir—. Eleanor trató de bromear, pero Hart no se
rio.
—Terminarás en una pensión barata llena de
tristes ancianas—. Le dijo. —Rezando que algún
hombre decida que una adorable solterona es un buen
negocio. O pasarás de una casa en el campo a otra,
viviendo con amigos, pero te conozco. Te sentirás
horriblemente apenada y creerías que te estarías
aprovechando de ellos.
—Cuando lo pones así, las cosas suenan más
bien sombrías.
—No tienen que ser así, una vez que seas una
Mackenzie, nadie puede tocarte. Aun estando
desposada conmigo tendrá peso. No tendrás que
preocuparte de nuevo, El. Ni tu padre tampoco. Y
quien sabe, tal vez te haya dado un hijo hoy.
Eleanor negó con la cabeza.
—No concebí cuando fuimos amantes antes, y
soy mucho más vieja ahora…
—Uno nunca sabe Elle. Hoy fue un impulso, pero
tú no debes pagar por esto. Ni tampoco un niño.
Quiero que tenga un apellido.
Eleanor escuchó el fervor en su voz. Hart quiere
un hijo; se dio cuenta sorprendida. Su corazón se
entibió.
Las manos de Hart eran firmes en sus
hombros, calientes en la fría lluvia.
—Me haré cargo de ti y del niño. Mi apellido
se hará cargo de ti.
La boca de Eleanor se secó, los pensamientos
surgían y morían en su cabeza.
—Cualquier mujer que se case contigo tendrá que
convertirse en una gran dama de sociedad, la otra
mitad de tu carrera política.
—Lo sé, lo sé, Elle. Pero no puedo imaginar a
alguien que lo pueda hacer mejor.
Una mujer más escéptica pudiera pensar que
Hart la sedujo hoy para tener una anfitriona para
entretener a las esposas de los caballeros políticos que
necesitara atraer a su causa. Pero Eleanor no
imaginaba el truco en su voz cuando le dijo «No
podría hacerlo si te vas de nuevo», o la chispa en sus
ojos cuando hablaron hace unos momentos de la
posibilidad de tener un niño.
Humedeció sus labios.
—Es mucho pedir.
—Sí, si lo es—. Hart acunó su cara entre sus
manos, sus pulgares alisando su labio inferior. —Haré
todo lo que esté en mi poder para asegurarme que no
te arrepientas de esto.
Eleanor buscó en sus ojos. Leía la certeza de la
victoria en las profundidades ámbar, seguro de que
ganaría todo lo que quisiera. Y aun así, tras eso, veía
el miedo. Hart estaba en una encrucijada- de este día
en adelante, su vida podría ir en cualquier dirección.
Y estaba temeroso.
No estaba solo en su miedo. La garganta de
Eleanor se sentía apretada, sus rodillas débiles, sus
miembros temblorosos mientras veía como su vida
entera era arrasada con unas pocas palabras.
—Supongo que Curry perdió sus cuarenta
guineas—, dijo ella.
—Al diablo las cuarenta guineas—. Hart la
acercó a él y la abrazó. Su fuerte abrazo le dijo a
Eleanor que nunca se alejaría de él de nuevo, y
Eleanor hundiéndose en el maravilloso calor de Hart,
estaba insegura de quererse ir.
Cuando Eleanor y Hart llegaron a la casa, todo
era un caos. Los niños gitanos corrían alrededor del
campo, a pesar de la lluvia, persiguiendo o siendo
perseguidos por algún niño Mackenzie o McBride. Los
perros Mackenzie se unieron a las cabras y perros
gitanos retozando, ladrando y balando sin parar. Los
niños gritaban con un sonido que podía arrancar la
pintura de las paredes.
Fleming se acercó a encontrase con Hart y
Eleanor, guiando a su caballo, su petaca aún afuera.
—Bueno, bueno, esto es una masacre—, dijo,
tomando un trago. Hart estuvo de acuerdo con él. Los
niños corriendo los vieron y se dirigieron a ellos,
Aimee gritando a todo pulmón.
— ¡Tío Hart! ¡Tía Eleanor! Venid a ver nuestra
tienda. Es una tienda gitana de verdad—. Los niños
gitanos se apilaron a su alrededor, algunos
entendiendo su inglés, algunos no. Sonrieron a Hart,
con sus ojos oscuros bailando.
Los adultos llegaron tras los niños. Mac, Daniel,
Ian, Ainsley deteniéndose, para levantar y acunar a su
hija que iba gateando. Gavina, llamada así por la niña
que Ainsley había perdido. El hijo de Ian, James, vio a
su padre, caminó balanceándose determinadamente
hacía él y alzó sus bracitos alrededor de la pierna de
Ian.
Los ojos de Ian se suavizaron de su mirada
distante usual, para enfocarse en su hijo. Alisó el pelo
del niño, luego dejó que el niño colgara de su bota
mientras caminaba despacio hacia Hart. James reía,
adorando el juego.
— ¿Que sucedió?— preguntó Ainsley, escudando
a Gavina de la lluvia. —Algo sucedió, Eleanor, dinos.
Ian se detuvo detrás de David y levantó a James,
para alejarlo de los cascos del caballo de Fleming y
permitirle al niño acariciar la nariz de la bestia.
—Eleanor se casará con Hart—, dijo Ian.
Una enorme sonrisa floreció en la cara de Ainsley
mientras la boca de Eleanor cayó abierta.
— ¿Cómo diablos lo sabes, Ian Mackenzie?—
pregunto Eleanor.
Ian no contestó. James siguió acariciando la
nariz del caballo con su pequeña mano.
— ¿Es verdad?— preguntó Daniel.
—Tristemente—, Fleming contestó. —Soy un
desafortunado testigo.
—El mes próximo—, dijo Hart en tono cortado.
— En Kilmorgan—. Estaba pendiente de la mano de
Eleanor en la curva de su brazo, su asidero
estrechándole mientras hablaba.
— ¿El mes que entra?— pregunto Ainsley, con los
ojos muy abiertos. —Eso es muy poco tiempo, Isabella
estará indignada. Ella querrá una gran boda.
Mac se rió fuertemente.
—Bien por ti, Eleanor. Por fin lo lograste.
—Me debes veinte libras, tío Mac—. Dijo Daniel.
— Y a mí, Mac Mackenzie—. Ainsley izó a su hija.
—Y le debes veinte a Ian y a Beth. Eso te enseñará
a no apostar contra Eleanor.
Mac siguió riendo.
—Estoy feliz de perder. Pero sinceramente pensé
que le darías una patada, Elle. Es un bastardo, después
de todo.
—Ella no está en el altar todavía—, dijo Fleming.
— Doble o nada que recobra la cordura antes de eso.
Mac negó con fuerza, aún sonriendo.
—Aprende mi lección. Nunca apuestes contra nada
que dependa de Hart Mackenzie. Es taimado y
solapado y siempre obtiene lo que quiere.
—Yo digo que no—, Dijo Fleming en su lento
acento. Daniel le señaló.
—Hecho. Yo tomo esa apuesta. Yo digo que
Eleanor le llevará al altar.
Hart los ignoró a todos. Volteó a Eleanor hacia él
y le dio un leve beso en los labios. Marcándola frente
a la familia, amigos y rivales.
Ian se quedo callado. Pero la mirada que dirigió
a Hart -una de determinada satisfacción- le puso un
poco nervioso. Ian Mackenzie era un hombre que
siempre obtenía lo que quería, y algunas veces Hart
no estaba completamente seguro que era lo que Ian
quería. Pero sabía que se enteraría, y que Ian ganaría,
cualquier cosa que fuera.

***

Gladstone perdió el control del gobierno. En una


sonora derrota, la coalición de Hart, liderada por
David Fleming en los comunes, venció de todo corazón
la débilmente apoyada propuesta de ley de
Gladstone. Frunciendo su formidable entrecejo, no
dijo nada por eso sino que disolvió el parlamento y
convocó elecciones.
Esa misma noche, un ladrillo se estrelló en la
ventana de la habitación de enfrente de Hart en su
casa de Grosvenor Square. El ladrillo tenía una nota
envuelta a su alrededor, que proclamaba que el duque
de Kilmorgan era un hombre marcado para los
fenianos.
Hart arrojó el papel al cajón de su escritorio y
ordenó a su mayordomo que repararan la ventana.
Sin embargo, no era tan imprudente como para
desestimar la amenaza. Redobló la guardia cuando
salía a algún lugar en Londres y envió a buscar al
inspector Fellows. Eleanor por lo menos estaba segura
en Berkshire.
—Siéntate—, dijo Hart irritado cuando llegó
Fellows al estudio de Hart en respuesta a su
llamamiento. —No te quedes ahí de pie como si
tuvieras un bastón de policía empujándote por atrás.
Me pones nervioso.
—Bien—. Dijo Lloyd Fellows. Tomó la silla pero
se sentó con la espalda recta, sin querer ser
obediente.
Mientras Cameron, Mac e Ian había aceptado a
Fellows como uno de ellos sin mucho escándalo, Hart
y Fellows aún seguían dando vueltas uno alrededor
del otro con recelo. Eran casi de la misma edad, con
cierto parecido, y ambos habían trabajado muy duro
para llegar donde estaban cada uno en su mundo.
—Entiendo que deberé felicitaciones
próximamente—, le dijo Fellows. —El periódico lo ha
mencionado aún cuando el anuncio oficial no ha
aparecido todavía. El duque de K. se casará con la
hija del par académico y tomará Inglaterra al mismo
tiempo, publicó un periódico. Otro dijo: el duque
escocés se casará con su primera novia después de
esperar más de una década. Para asegurarse, uno
nunca diría que se casan apresurados, arrepentidos o
por aburrimiento. Y otras tonterías así...
—Lo que significa que estoy muy ocupado para
tratar con esta clase de amenazas—. Hart le pasó a
Fellows el papel que había llegado por la ventana la
noche anterior.
Fellows lo tomó cautelosamente y lo leyó, elevó
sus cejas.
—No hay mucho que hacer. No se han hecho
progresos en lo del tirador tampoco, lamento decírtelo.
—No importa. Son los irlandeses enojados con
el escocés, y sé que encontrarlos es un gran reto. Lo
que quiero es que los alejes de mí y de ninguna
manera permitirles a ellos, ni a nadie más, tocar a mi
familia.
—Una tarea difícil. Quieres decir que quieres un
guardaespaldas.
—Tengo guardaespaldas. Dejé a tres para que
cuidaran a Eleanor, y ella está con mis hermanos,
quienes la cuidaran por ahora. Pero necesito ocuparme
de mis negocios sin impedimentos. Eres astuto
Fellows e ingenioso. Lo harás.
—Tienes en alta consideración mis habilidades—,
dijo Fellows secamente.
—Nos perseguiste a Ian y a mí durante cinco
años con una crueldad que habría enorgullecido a
nuestro padre.
—Pero estaba equivocado—. Fellows indicó.
—También yo en ese caso. En eso nos
parecemos, cuando estamos lúcidos, nada puede
pararnos. Cuando permitimos que las emociones nos
superen, no vemos nada. Estaba ciego de
preocupación por Ian y no podía ver la verdad—. Hart
se detuvo. —Aún lo estoy.
Fellows estudió el papel de nuevo.
—Voy a ocuparme de tu problema. Veré lo que
puedo hacer.
Hart se recostó en su silla, entrelazando sus
manos tras su cabeza.
—Estás invitado a la boda, por cierto. Isabella
te enviará una invitación formal.
Fellows escondió la nota en su bolsillo.
— ¿Estás seguro de que me quieres allí?
—No importa lo que yo quiera, o lo que tú quieras.
Si no vienes, Beth, Isabella, Ainsley y Eleanor estarán
muy disgustadas. Me lo dirán. Repetidamente.
Fellows se relajó lo suficiente para reírse.
—El gran duque nervioso por sus cuñadas y su
prometida.
—Ya las conocerás, Únicamente hombres muy
fuertes pueden aguantar el vivir con las Mackenzie, y
así cuando uno de nosotros encuentra una…— Fingió
estremecerse.
—Tus hermanos se ven satisfechos de sí mismos—.
Dijo Fellows. —Y tú vas a casarte con tu anterior
prometida. Has de ser el hombre más feliz de la tierra.
—Lo soy—. Hart ignoró la opresión en su
pecho mientras lo decía.
Había coaccionado a Eleanor para aceptar de la
misma manera que había arrinconado a Gladstone a
pelear antes de que el hombre estuviera listo.
—Fíjate—, Fellows dijo sin inflexión. —Seré el
único que queda soltero. Ninguna esposa que me
reciba cuando regreso a casa, sin hijos que sigan mis
pasos cuando esté viejo.
—Eso depende de ti. Me imagino que alguna de
mis cuñadas podría encontrarte pareja si se lo
propusieran.
Fellows levantó la mano.
—No, no.
—Ten cuidado, Esas mujeres son muy
perseverantes.
Fellows asintió, entonces ambos quedaron en
silencio, sin estar seguros de como terminar la
conversación. Alguna vez fueron enemigos, aún no se
habían hecho amigos, y aún no se sentían cómodos
entre ellos.
—Sabes Fellows…— inició Hart.
—No—. Fellows se puso de pie y Hart también se
levantó con él. —Sé lo que dirás. No me ofrezcas un
puesto en el gran imperio Mackenzie. Estoy contento
con el empleo que tengo.
Hart no le pregunto cómo sabía lo que le iba a
proponer, que Fellows trabajara personalmente para
Hart, para estar a cargo de mantener a la familia
Mackenzie a salvo. Los dos hombres pensaban muy
parecido.
—Te ayudaré por el bien de lady Eleanor—,
Fellows siguió. —Pero entiende esto: he trabajado
mucho para convertirme en inspector, disfruto ser
policía, y no voy a dejar mi carrera por tu solicitud.
Hart levantó las manos.
—Bien y bueno. Pero, si lo reconsideras, la oferta
permanece.
—Gracias—. Fellows asintió y se giró para irse.
—Espera, Fellows, necesito preguntarte algo.
Fellows se volvió, inquieto en su postura.
Quería estar en otra parte, decía con su postura, pero
esperó cortésmente.
—¿Cómo rastrearías una carta?— preguntó
Hart.—Me refiero a ¿Cómo sabrías quien te la envió?
Fellows parpadeó por la pregunta, luego la
consideró.
—Tendría que ver el sobre. Encontrar al cartero
que la envió, rastrear la carta siguiendo sus pasos
hacia atrás. ¿Por qué? ¿Has estado recibiendo cartas
amenazantes por correo?
—No—, dijo Hart rápidamente. Los ojos de
Fellows se estrecharon, oliendo la media mentira.
— Supón que sé de qué ciudad salió la carta. Digamos
Edimburgo.
—Has preguntas a la oficina postal ahí.
Estaciónate fuera de digamos la oficina postal y
observa para ver si la persona regresa para enviar otra.
—Suena tedioso.
—La mayoría del trabajo policial es tedioso, su
Gracia. Trabajos tediosos y pesados.
—Así parece. Gracias por tu ayuda, Fellows. Y
cuando recibas la invitación de Isabella para mi boda,
Por el amor de Dios, responde que asistirás.
Fellows le dirigió una triste sonrisa.
—Me gustaría decir que no, para ver los fuegos
artificiales a tu alrededor.
—Irán a tu alrededor también. No creas que
no. Las damas estarán molestas, y no oirás el final de
esto.
—Entonces responderé correctamente.
—Espero que sí.
Fellows asintió de nuevo, y se fue.

***

La casa High Holborn estaba tranquila y


polvorienta como había estado hace unas semanas
cuando Hart había encontrado a Eleanor ahí. Concedía
que Eleanor había estado en lo correcto acerca de que
la casa contendría alguna pista de quien estaría
enviando las fotografías. Eso no quería decir, sin
embargo, que la dejara regresar allí.
Hart robó algunas horas lejos de la histeria de las
elecciones, algunos días después de su reunión con
Fellows para tomar su carruaje a High Holborn y
entrar a la casa solo.
Ian quería que Hart le dijera a Eleanor acerca
de su vida ahí. Hart se dio cuenta que por eso Ian
le había permitido venir en primer lugar. Ella debería
saber todo acerca de Hart, Ian había dado a entender,
hasta el fondo de su mugrienta alma.
Hart estuvo en la habitación llena de muebles
revueltos, donde Eleanor había buscado. Recordaba
su cabello dorado rojizo bajo su sombrero sin ala, el
velo que caía sobre sus ojos, su enloquecedora pero
tibia sonrisa.
—No puedo hacerlo, Ian—, dijo en voz alta.
Hart no estaba avergonzado de sus tendencias, o
de lo que había hecho en los juegos de placer. Pero
pensó en como Eleanor lo había mirado en el barco,
con deseo en su mirada y confianza y lánguido placer.
No necesitaba más, pensó.
¿Porque eso no podría ser suficiente, Ian
Mackenzie?
«Debes mostrar a Eleanor la casa. Una vez que le
digas todo acerca de ella, lo sabrás.»
No. Ian estaba equivocado, algunas cosas
estaban mejor enterradas.
Hizo su búsqueda rápidamente, sin descubrir
nada, dejó la casa por la calle Bond, y compró a
Eleanor el collar de diamantes más grande que pudo
encontrar.

***

El día de la boda de Eleanor amaneció limpio y


claro, una suave mañana escocesa de abril, las únicas
nubes estaban muy lejos en las colinas que rodeaban
la propiedad de Kilmorgan.
Eleanor permaneció en su cuarto mientras
Isabella, Beth, y Ainsley la vestían con las mejores
galas de bodas. Camisola y ropa interior de seda, un
corsé nuevo con pequeños moños rosas por el frente,
un gran miriñaque, para sostener las muchas yardas
de satén de boda, un corpiño de seda que abrazaba
sus hombros, bien abotonado por detrás. Un semillero
de perlas y encajes adornaban el corpiño, y yardas y
yardas de volantes en cascada y lazos caían por el
frente de la falda. La falda atrapada en un ligero
frunce bajo el miriñaque, con rosas, de seda y reales,
adornándolo. Desde ahí que la tela caía flotando
hasta el piso terminando en tres pies de cola cubierta
con perlas y encajes.
Maiglin sonreía mientras le ponía otra horquilla al
cabello rojo brillante de Eleanor.
—Eres hermosa como una pintura, muchacha-
milady. Preciosa como una pintura.
—Absolutamente hermosa—, Isabella se hizo para
atrás, las manos unidas y admirando su trabajo. —
Quisiera abrazarte y comerte, pero pasé dos horas
haciéndote lucir así, Elle. Así que me refrenaré.
—Los abrazos después—, dijo animadamente
Ainsley. Se sentó en la cama, haciendo una costura de
último momento en el velo de Eleanor.
—El pastel de boda es hermoso, sabroso con
muchas pasas de Corinto y naranja dulce. En el día
más feliz de tu vida. Debes disfrutar tu pastel.
El día más feliz de su vida, La garganta de Eleanor
estaba seca y un dolor frio se formó en su estómago.
Escasamente había visto a Hart desde la
descorazonadora mañana en el barco en el canal, y la
feliz celebración con la familia y los gitanos después.
Hart había regresado de inmediato a Londres
con David para derrocar el parlamento mientras
Isabella había arrastrado a Eleanor, Beth e Ainsley en
la más apresurada, intensa y agitada planeación que
Eleanor había encontrado en su vida. Sin escatimar en
gastos, nada demasiado extravagante- de buen gusto,
todo debía de ser perfectamente de buen gusto. Nada
ostentoso o vulgar para la nueva duquesa de
Kilmorgan.
Eleanor había visto a Hart a solas únicamente una
vez desde entonces, cuando regresó a Berkshire por
un día para darle el anillo.
Eleanor lo giraba ahora en su dedo, los
diamantes y zafiros atrapando la luz, el mismo anillo
que le había dado la primera vez. Se lo había tirado en
los jardines de Glenarden el día que Eleanor le había
rechazado.
—Pensé que se lo habías dado a Sarah—, le
dijo ella mientras Hart deslizaba la fría banda en su
dedo.
La voz de Hart se había silenciado, su tibia mano
le acariciaba las suyas.
—Únicamente te lo he dado a ti. Le compré uno
nuevo a Sarah. Este anillo pertenecía a mi madre.
—Como los pendientes—. Esos reposaban en el
joyero de Eleanor, envueltos cuidadosamente en papel.
—Exacto, estaría encantada contigo.
Eleanor pensó en la amable mujer quien se habría
sentido perdida y sola en la familia de jóvenes y
hombres revoltosos. Por lo menos la duquesa no se
habría sentido apenada de sus hijos, habría vivido
para verlos crecer.
—Estoy feliz de usarlo por ella—, dijo Eleanor.
—Úsalo para mi, demonios—. Hart giró su mano y
besó la punta de sus dedos. — Trata de lucir feliz
porque por fin nos casamos.
—Estoy feliz—, y lo estaba. Pero...
Hart se había distanciado. Estaba ocupado y
preocupado, verdad, por todo lo que había pasado en
Londres. Pero ella pensó, esa mañana lluviosa e la
orilla del canal, que por fin había alcanzado al Hart
real enterrado bajo capas de dolor y le dio pena.
Lo había encontrado, lo sabía. Pero se había ido
de nuevo. Eleanor había visto sobre sus manos unidas
y su brilloso anillo. Directo a sus ojos.
No seré tu perfecta esposa, Hart Mackenzie,
obedeciéndote porque es mi deber. Buscaré hasta
encontrarte, y haré que te quedes esta vez. Lo juro.
La boda se llevó a cabo en el salón de baile.
Isabella no quiso arriesgarse con el clima tan
cambiante para tener la ceremonia en el jardín, y la
capilla familiar era muy chica. Pero mientras el clima
había estado misericordioso, ordenó que abrieran
todas las puertas, y la brisa de los famosos jardines
Kilmorgan flotaba dentro de la casa.
El ministro escocés espero al final del salón, y
el resto del salón desbordado de invitados. Isabella,
feliz que por lo menos uno de los hermanos
Mackenzie tuviera una boda apropiada. Había
invitado a todo el mundo. Los pares del reino,
embajadores, realeza menor y aristócratas de cada
país europeo, laird de las tierras altas y cabezas de
clanes y los Mackenzies con sus esposas, hijos, hijas y
nietos.
Gente local y amigos de la familia llenaban el
resto: David Fleming, los hermanos de Ainsley, la
hermana de Isabella y su mama, Lloyd Fellows.
Amigos y colegas de Lord Ramsey. Los niños
Mackenzie y los dos los McBride les habían permitido
venir supervisados por miss Westlock y las nanas
escocesas atrás.
La esquina de enfrente del salón había sido
separado con sillas y pasamanos de terciopelo. Tras
esa barricada se sentaba la mismísima Reina de
Inglaterra. Vestía de negro, como siempre, pero
llevaba una cinta de tartán prendida con alfileres en
su velo, y su hija Beatrice de cuadros escoceses.
En deferencia a la Reina, todos estaban de pie.
Todas las personas en la habitación, incluyendo la
reina, voltearon a mirar a Eleanor entrar del brazo
de su padre. Eleanor se detuvo por un momento, todos
esos ojos observándola la ponían nerviosa.
Se había especulado: ¿porque había Eleanor
Ramsey cambiado de parecer después de tantos años
y aceptado casarse con Hart Mackenzie? ¿Y porque
él había decidido que una solterona de treinta años,
hija de un empobrecido y distraído conde, era mejor
pareja que la gran cantidad de damas elegibles en
Bretaña? Un matrimonio de conveniencia- tenía que
ser.
—Lo mejor es ignorarles—, murmuro el conde
Ramsay a Eleanor. —dejémosle pensar lo que quieran
y no les prestemos atención. Lo he hecho durante
años.
Eleanor se disolvió en risas y besó al duque en
la mejilla.
—Querido padre. Que haría sin ti.
—Arreglártelas, espero. Ahora vamos a casarte
así me puedo ir en paz a casa. Pensando en que su
padre regresaría solo a Glenarden, sin Eleanor ahí
para tomar el té con el, para oírlo leer del periódico,
discutir tópicos extraños y esotéricos con él. Hizo que
se le llenaran los ojos de lágrimas. Aun cuando se
recordó que su matrimonio aseguraba que su padre
pudiera seguir escribiendo sus obscuros libros y
comiendo bollos con té en su casa bien reparada,
decirle adiós le dolería.
Eleanor levantó su barbilla, siguiendo el consejo
de su padre acerca de ignorar a todo mundo, y ella y
su padre siguieron caminando.
Eleanor crujía por delante de ellos en su glorioso
vestido, siguiendo a Aimee, que tiraba pétalos de rosas
por el pasillo. No había música, Isabella declaró que
no era de buen gusto. La orquesta tocaría después.
Isabella, Beth y Ainsley en la primera fila cerca
de la reina, todas ellas radiantes y sonriendo a
Eleanor.
Por el otro lado del pasillo, reflejándolas,
estaban Mac, Cameron, y Daniel, altos y formidables
en kilt y chaquetas negras, el tartán de su familia sobre
sus hombros. Estaban orgullosos y guapos, con ojos
en varios tonos de ámbar. Daniel y Cameron de la
misma altura ahora, lucían desgarradoramente
parecidos.
Mac alcanzó alrededor del conde y apretó el
hombro de Eleanor, regocijo y fuerza vertiéndose
sobre su toque.
Justo enfrente de la habitación, a un lado del
ministro, estaba Ian Mackenzie, el hermano de Hart,
también vestido en Kilt y tartán. Ian miró una vez
hacia Eleanor antes de que su mirada regresara a lo
que a él le gustaba más mirar: su esposa.
Enseguida de Ian, Hart. La mirada de Hart cayó
en Eleanor y el mundo se evaporó.
El vestía su Kilt y tartán, su banda de duque
de Kilmorgan le cruzaba el pecho. Había cepillado
hacia atrás su cabello rojizo oscuro, que resaltaba su
fuerte y hermosa cara, pulida con el tiempo y las
brutales decisiones que tuvo que tomar. Ian al lado de
Hart estaba tan guapo como su hermano, pero Hart
lideraba la habitación.
Hart lo había conseguido, todo. El ducado, la
nación, su esposa.
Eleanor hizo una reverencia a la reina y su
padre se inclinó, después el conde cedió a Eleanor a
Hart, parecía contento.
Ella murmuró a Hart mientras tomaba su mano,
—No luzcas tan malditamente satisfecho contigo
mismo.
La respuesta de Hart fue una sonrisa malvada y
rápida.
La ceremonia comenzó, Hart de pie como una roca
al lado de Eleanor mientras el ministro ofició el
servicio con un gran acento escocés. La habitación
estaba tibia por el calor de los cuerpos apretujados, y
gotas de sudor corrían por debajo del velo y por su
mejilla.
Cuando el ministro preguntó a todos que si había
alguna razón por la que Eleanor y Hart no pudieran
casarse, Hart se giró y fulminó con la mirada tan
intensamente que Daniel y Mac se rieron entre
dientes. Nadie contestó.
La ceremonia fue muy corta. Eleanor se encontró
diciendo sus votos, prometiendo darse a Hart y dejarle
adorar su cuerpo, en la salud y enfermedad, en los
buenos y malos tiempos, a través de la felicidad y la
tristeza, para siempre, amen.
La sonrisa de Hart cuando cogió su cara en sus
manos para besarla era triunfante.
Eleanor Ramsey estaba casada, y ahora era la
duquesa de Kilmorgan. La orquesta tocó, y sobre ella,
Eleanor escuchó el grito de Daniel
— Fleming, me debes cuarenta guineas.
David se volvió, sin verse nada preocupado, y sacó
un puñado de billetes.
Bastante dinero parecía estar cambiando de
manos. Los tres hombres Mackenzie eran los peores,
pero aún Patrick McBride, el hermano mayor de
Ainsley, estaba recogiendo billetes, y también la cara
dura de Ainsley. Daniel parecía ser el que más
apuestas había hecho, seguido por Mac, que había
cambiado de bando y había apostado que vería a
Eleanor bien casada.
—Si hubiera apostado—, dijo Eleanor a Hart. —
Hubiera ganado un fajo.
Antes de que Hart girara a Eleanor y desfilaran
por el pasillo, Ian se colocó cerca y tocó el codo de
Eleanor.
—Gracias—, murmuró, y después se fue, de
regreso con Beth y sus hijos.
Hart dirigió a Eleanor apartando a la multitud, su
brazo alrededor de ella como si nunca la fuera a dejar
ir. Su paso rápido, sus ojos brillantes.
Mientras se despejaba la multitud de la parte de
atrás del salón, un joven se lanzó dentro a través de
las ventanas francesas. Eleanor lo vio todo a cámara
lenta, mientras el muchacho, tal vez de veinte o así y
vistiendo algo que parecía que le quedaba grande, se
quedó mirando a Hart con coraje y luego con absoluto
terror. El chico metió una mano dentro de su
chaqueta, sacó un revólver y disparó directo hacia
Hart.
Capítulo 15
Eleanor gritó y empujó a Hart fuera del camino, lo
suficientemente fuerte para hacer que la soltara.
Escuchó el estruendo de la pistola, olió el acre olor de
la pólvora, sintió como caía, escuchó a Hart
maldiciendo. Su voz fue lo último que recordó
mientras se rendía al dolor, al entumecimiento.
Cuando regresó a la conciencia, se encontró en el
suelo, Hart encima de ella, Daniel y Cameron encima
de él. Había gritos, llanto y maldiciones.
Hart acunó la cara de Eleanor entre sus manos,
su mirada perdida, los ojos llenos de miedo.
—Elle…
Estoy perfectamente bien, trató de decirle
Eleanor.
No tenía energía para formar palabras. Se giró
para ver su hermoso vestido de novia y vio que estaba
colorado con sangre. Oh, la querida Isabella iba a
molestarse mucho.
—Eleanor, quédate quieta—. La voz de Hart
sonaba dura.
Cam y Daniel se levantaron. Cameron bramaba
órdenes a todo pulmón, el sonido lastimaba su cabeza,
y Daniel se evaporó.
Eleanor tocó el pecho de Hart, todo, sin sangre.
Gracias a Dios.
—Pensé que te había dado—. Las palabras de
Eleanor salieron mal articuladas. Trató de empujar a
Hart, pero sus manos estaban muy débiles.
—No te muevas—. Hart la levantó y la acunó
contra su pecho. —Elle, lo siento mucho.
Pero Hart no había tenido el revólver. Aquel chico
disparó. Tan joven, tan joven… pobre chico.
Lord Ramsey se arrojó sobre sus rodillas al
otro lado de ella, su cara arrugada con terrible
preocupación.
—Eleanor. Mi pequeña dulce Eleanor.
Hart miró hacia arriba al anillo de caras que lo
rodeaban, fijándose en Cameron, quien parecía ser que
había regresado.
—Dime que le tienes. Dime que agarraste al
bastardo—. Cameron asintió sombríamente.
—Fellows está con él. Él y el alguacil le llevarán a
la cárcel de la aldea.
—No, le quiero aquí—. La voz de Hart cortó a
través del ruido. —Ponedle en mi estudio y retenedle
ahí.
Cameron no discutió. Asintió y se alejó, su gran
cuerpo apartando a la multitud.
— ¿Cómo pudo pasar por delante de ustedes?—
Hart estaba bramando a sus hombres, y realmente,
Eleanor tenía dolor de cabeza.
Era solamente un niño. ¿Quién nota a un chico
enviado a cuidar de los caballos? Eleanor les escuchó
contestarle a Hart, pero el mareo hizo girar la
habitación, y tuvo que cerrar sus ojos. La siguiente
vez que los abrió, Isabella, Beth y Ainsley se cernían
sobre ella.
—Déjanos encargarnos de ella, Hart—, Beth le
decía. —Necesita que la vean.
No quería dejar a Eleanor. La tenía en su regazo,
contra su pecho, con furia en su cara. Sus ojos
húmedos brillaban con luz dorada.
Eleanor trato de alcanzarle, consolarle, pero su
brazo cayó. No te preocupes Hart, Solamente
necesitan ayudarme a componer mi vestido. Estaré
bien.
Sus palabras salieron balbuceadas, lo que la
preocupó. Beth empujó un vaso bajo su nariz.
—Tómate esto.
Eleanor obedeció porque de repente estaba muy
sedienta. El agua sabia raro, pero tomó. Bajo por su
garganta, y sus miembros se aflojaron.
Ahora debemos ir a saludar a nuestros
invitados, trató de decir. Isabella planificó todo
cuidadosamente…

***

Cuando Eleanor despertó de nuevo, estaba


acostada sobre su espalda en la cama, su brazo
izquierdo rígido y caliente. Su fino vestido de novia se
había ido, estaba en camisón. Por la forma que la luz
se inclinaba por las ventanas, era bien entrada la
tarde.
Retiró las mantas asustada. Hoy era el día de su
boda. ¿Por qué no la habían despertado Maigdlin o
Isabella? Había soñado con la boda- la multitud. La
Reina, Hart hermoso en su tartán, sus ojos triunfantes.
Eleanor se sentó, pero su cabeza giraba tanto
que se cayó sobre la almohada. Después de coger aire
varias veces, levantó su cabeza de nuevo,
cuidadosamente esta vez.
Descubrió que su brazo izquierdo estaba
vendado.
De la muñeca al hombro, en un apretado vendaje.
Eleanor lo miró sorprendida. No era de extrañar, se
sentía extraña.
El dolor del brazo levantó la neblina del sueño, y
Eleanor recordó. Iba caminando de regreso por el
pasillo con Hart, una dama casada, cuando un
muchacho vestido de paje se había lanzado por la
ventana, con Hart como objetivo de su pistola y
disparó. Con pánico apartó a Hart a un lado. La bala
debió darle, ella y Hart cayeron al suelo.
Levantó su brazo, y el dolor la recorrió como
fuego.
Su grito atrajo a Maigdlin con pasos acelerados.
— ¿Está usted bien mi lady? ¿Necesita más
láudano? Lo traeré.
—No—. Eleanor se recostó de nuevo, teniendo
cuidado de no moverse muy rápido. —No quiero
dormir. ¿Dónde esta Hart? ¿Está bien?
—Su Gracia está en su estudio, milady. Quiero
decir, su Gracia. Ha estado gritando ferozmente. El
alguacil se llevó al chico con la pistola, aun cuando su
Gracia le dijo que no, y ahora amenaza con despedirle,
si no regresa con el muchacho para acá. Pero el
alguacil dice que el responde al magistrado, y ahora
su Gracia quiere al magistrado también aquí. Y los
invitados no saben que hacer. Casi la mitad se han ido,
pero los otros pasarán la noche aquí, y es un completo
lío. —Maigdlin disfrutaba relatando la historia. —Su
Gracia está destrozado porque la bala le dio a usted.
Esta fuera de sí.
—Rozó mi brazo, ahora lo recuerdo.
Los ojos de Maigdling se redondearon.
—No su Gracia, la atravesó. El doctor dijo que
por fortuna no se alojó en el hueso, ni abrió ningún
vaso. Entró limpiamente y salió por el otro lado.
Dice que si no la hubiera esquivado bien, hubiera ido
directa hacia su corazón.
—Oh—, Eleanor giró la cabeza hacia su brazo de
nuevo. El revolver era muy pesado para las delgadas
manos del muchacho. No debió haber podido
apuntarla bien. — ¿Y mi vestido?— se mordía su labio.
Pensaba en toda esa espuma de encaje y rosas, y
sintió angustia por la pérdida. Había sido hermoso, y
ella y Hart no habían posado para el fotógrafo de la
boda.
—Su Señorías están trabajando en el. Lady
Cameron dice que usted querrá el traje, pero sigue
llorando sobre él. También las otras dos.
—Dile a sus señorías que estaré perfectamente
bien, y que ellas deben salvar el vestido. Ahora,
ayúdame a ponerme mi traje de vestir. Bajaré para
hablar con mi esposo.
Mi esposo. Que fácilmente las palabras llegan a su
lengua.
—Su Gracia dice que no salga de la cama. Por
ninguna razón.
—Su Gracia está muy seguro que obedeceré sus
órdenes. Ahora ayúdame.
La cara preocupada de Maigdlin se arrugó con una
sonrisa radiante.
—Sí, su Gracia.

***

El magistrado finalmente se derrumbó bajo las


órdenes de Hart. Los guardaespaldas y el alguacil
arrastraron al joven de regreso a Kilmorgan, con
Fellows acompañándoles, y llevaron al delincuente al
estudio de Hart.
El alguacil dejo caer al chico en una silla frente al
escritorio de Hart. Era una suave y cómoda silla,
reservada para los importantes invitados de Hart. Los
ancestros Mackenzie le fulminaban con la mirada
desde las paredes en la enorme habitación, los
muertos Mackenzie todos envueltos en el mismo
tartán azul oscuro y verde como Hart. Sus miradas
parecían fijarse en el pobre joven frente a ellos.
Hart se apoyó en su escritorio y le miró fijamente
también. Estaba aún rígido por la furia, sentía el sabor
amargo de su enojo en la boca. Cuando vio la sangre, y
a Eleanor cayendo experimentó una horrible
impotencia que no le gustaría volver a sentir nunca
más, el conocimiento de que sin importar cuánto
hubiera luchado por llegar a ese momento, la
perdería. Como había perdido a Sarah, como había
perdido a Graham.
El asesino era un niño. No podía tener más de
trece años, catorce a lo sumo. Tenía una cara limpia y
clara, su piel casi trasparente, el color de las tribus
celtas del norte de Irlanda o de las Hébridas. Tenía el
corto pelo negro, mal recortado, ojos como vidrio azul,
mejillas sonrosadas, y expresión de odio y terror.
Hart no dijo nada, Había descubierto tiempo atrás
que el silencio era una buena arma. Forzando a alguien
a esperar y preguntarse en qué estaba pensando Hart
le daba la mano más alta desde el inicio. El joven le
devolvía la mirada, su desafío y valor evaporándose
bajo la mirada de Hart.
— ¿Cuál es tu nombre?— preguntó Hart.
— No se lo dirá—, el alguacil dijo desde el lejano
fondo de la habitación. —Ni aunque le golpeemos.
Hart le ignoró.
— ¿Cuál es tu nombre, chico?
—Darragh—, su voz era débil, chirriante, pero con
una cadencia inconfundible.
— ¿Eres irlandés?
—Erin go bragh.
Hart dejó el escritorio y se movió hacia una
silla que estaba contra la ventana, el asiento más
sencillo de la habitación. Cargó la silla de regreso al
escritorio, la soltó, y se sentó en ella, apoyándose
hacia adelante, los brazos en los muslos.
—No hay Fenianos en esta habitación—, dijo. —
Ninguno de tus compañeros, ni los chicos con los que
creciste, ni el hombre que te metió en esto y te dio la
pistola—. Una nueva, un revólver Smith and Wesson,
hecha en América, que debió costar algunos centavos.
—En este momento, lo único entre al alguacil y mis
hombres, quienes te garantizo tienen muchas ganas
de golpearte hasta el olvido, soy yo.
Algo de la valentonada de Darragh regresó.
—No les tengo miedo.
—Yo se lo tendría. Mis hombres eran
boxeadores premiados, algunos de los mejores que
Bretaña ha producido. La mayoría peleaban sin
guantes y sin preocuparse de seguir reglas. Sus peleas
no siempre fueron legales.
Darragh se veía más inseguro, pero levantaba la
barbilla.
—Mereces morir.
Hart asintió.
—Mucha gente lo piensa. Algunas personas me
quieren muerto porque odian a mi familia desde hace
tanto tiempo que ya es tradición, pero admito que
tengo más enemigos que amigos. ¿Por qué crees que
merezco morir?
—Todos los apestosos ingleses merecen morir
hasta que Irlanda sea libre.
—No soy inglés, y sucede que estoy de acuerdo.
—No, no lo estás, echaste al único hombre que nos
ayudaba, hiciste pedazos la Ley de Autonomía de
Irlanda.
—¿Seguro chico?, dime ¿qué dice el proyecto de
ley autonomía irlandesa?
El muchacho mojó sus labios y bajó la vista.
—Palabras inglesas. Ahora no significan nada.
—¿Nadie se molestó en explicártelo, verdad? Te
dieron una pistola y te dijeron que deberías luchar
por la gloria de Irlanda. La esencia de autonomía ha
estado en todos los periódicos todos los días por las
últimas cinco semanas. Todo lo que necesitas saber
acerca de ella ha estado ahí—. Hart esperó hasta que
la mirada de Darragh regresara a él de nuevo.—Pero
no sabes leer. ¿Verdad?
—Mereces morir—, repitió Darragh.
—Tus amigos te enviaron con un encargo
equivocado. Ellos sabían que te apresarían, aún
cuando tuvieras éxito en dispararme o no, y
probablemente me mataras. Aquí tienes otra palabra
inglesa: Prescindible.
—No me enviaron, fui honrado en venir.
— ¿Sabías que la reina de Inglaterra estaría aquí?
Agitó silenciosamente la cabeza.
—Tus amigos debían de haberlo sabido. Nunca
hubieras podido huir de la aldea vivo, Darragh. Aún
podrías no hacerlo. La gente es muy quisquillosa
acerca de aquellos que ponen a la reina en peligro. Yo
solamente soy un político y un verdadero bastardo.
Nadie me extrañaría. Pero aunque la reina debe ser
el diablo para ti, muchos en Inglaterra y aún en
Escocia, la aman y son muy protectores con ella. Si
ellos hubieran pensado en algún momento que viniste
aquí a disparar a la Reina, te hubieran destrozado en
ese mismo instante. Nunca hubieras llegado a juicio,
mucho menos a la horca.
—Hubiera muerto con honor—. Era un murmullo.
—No, hubieras muerto con terror y humillación.
Estás acabado. Tus amigos encontrarán al siguiente
joven ansioso listo para hacer su oferta y comprar otra
pistola para él. Tu sacrificio hubiera sido para nada.
—Eso no es verdad. No les conoce.
—Puedo no saber sus nombres, pero conozco a los
hombres como ellos. Yo era igual. Creía que los
escoceses podían levantarse en armas conmigo para
liderarlos y luchar contra los ingleses por Escocia.
Después me di cuenta que el poder de las palabras
era más fuerte. Puse a un lado mi espada y aquí estoy.
—Eres un bastardo mentiroso, te uniste a ellos.
—No, no lo hice. Únicamente piensan que lo
hice—.Hart se permitió una sonrisa después borró su
sonrisa y se echó hacia delante de nuevo. —El
problema es que puedo perdonarte por dispararme a
mi, Darragh. Ambas veces. ¿Fuiste tú en Londres,
verdad?—. Darragh asintió y tragó.—Entiendo por qué
lo hiciste, hace algún tiempo, pude haber tratado de
hacer lo mismo. Pero lo que no puedo perdonarte es
disparar a mi esposa.
Con el cambio de tono en la voz de Hart, la mirada
de miedo de Darragh volvió. Hart vio que entendía
que la furia era personal.
—Eso no debería haber pasado.
—Dime quiénes son tus amigos, Darragh. Ellos
son a los que hay que culpar por mi esposa tirada en el
suelo en un pozo de sangre, con su vestido de novia,
nada menos.
—Nunca te lo diré.
Las palabras del chico fueron interrumpidas por
una conmoción fuera del estudio en la puerta trasera.
El estudio tenía una gran entrada para intimidar a los
invitados y también una puerta más pequeña tras el
escritorio, que llevaba a una antesala y al pasillo de
atrás. Alguien discutía con los guardias que Hart había
apostado en la puerta trasera, Una mujer, con una voz
muy determinada.
—Discúlpame—, Dijo Hart y se levantó.
Darragh permaneció en su asiento, cruzando
sus brazos, mientras Hart caminaba hacia la puerta.
—Pues claro que me dejará entrar—, decía la
voz de Eleanor. —Es mi esposo, y está ahí con un
matón. Hágase a un lado ahora mismo.
Eleanor de pie a un paso de distancia,
transfirió su mirada a Hart. Vestía un grueso vestido
de brocado, su brazo en un cabestrillo, con su pelo
colgando en una gruesa trenza dorada rojiza sobre su
hombro. Aunque su cara estaba blanca por el dolor,
trató de pasar caminando por un lado de Hart dentro
del estudio.
El puso su brazo a través de la puerta.
—Eleanor, regresa a la cama.
—En realidad, No, Hart Mackenzie. Quiero
saber que sucede ahí.
—Tengo el asunto controlado en mis manos—.
Le dirigió una severa mirada. Pero su corazón latía
rápidamente preocupado. Eleanor estaba enrojecida,
sus ojos brillaban. Se había recuperado de la herida,
pero aún podía perderla por la fiebre, así como había
perdido a Sarah y a su hijo. —Ve arriba. Te lo contaré
todo más tarde.
Eleanor continuó mirándole fijamente unos
segundos más, entonces con una velocidad que una
mujer herida no debería de tener, Eleanor se agachó
bajo su brazo y se apresuró dentro del estudio. Hart
ahogó una maldición y fue tras ella.
—Cielo santo—, Eleanor miró sorprendida a
Darragh. ¿Cuántos años tienes chico?
—Este es Darragh—, dijo Hart colocándose a un
lado de ella. —Me estaba diciendo que no tenía la
intención de dispararte.
Eleanor le ignoró.
— ¿Darragh qué? Seguro que tienes apellido.
Darragh la miró desafiante, pero bajo la fija
mirada de Eleanor se marchitó.
—Fitzgerald, Señora.
— ¿De dónde eres?
—De Ballymartin cerca de Cork.
—Claramente estas muy lejos de casa.
—Si señora.
—¿Sabe tu madre acerca de los Fenianos? ¿Y del
revólver?
—Mi madre está muerta.
Eleanor se hundió en la silla que Hart había
dejado vacía. Él la había escogido porque era un
poco más alta que la suave silla en la que Darragh
estaba sentado. Encontraba el arreglo perfecto para
mantenerse un poco por arriba de la persona a la que
interrogaba, Perfecto para implicar que la comodidad
personal no era importante para él. Podría interrogar
a quien sea que necesitara toda la noche, decía la dura
silla.
A Eleanor no le importaba nada de eso,
simplemente vio una silla y se sentó en ella.
—Lo siento, chico—. Le dijo. —¿No tienes más
familiares?
—Mi hermana. Se casó y se fue a América.
—¿Por qué no te fuiste a América con ella?—
sonaba interesada.
—No teníamos suficiente dinero, señora.
—Ya veo. Entiendo lo que sucede, Darragh.
Estabas tratando de disparar a Hart, y me distes por
error. Me imagino que te fue difícil apuntar en toda
esa confusión, y yo traté de empujar lejos a Hart. No
te culpo por querer dispararle, porque puede ser
demoníacamente irritante, pero estoy un poco molesta
porque arruinaste mi boda, sin mencionar mi traje
de novia. Mis cuñadas se destrozaron los dedos para
hacer que todo luciera perfecto, y están bastante
angustiadas.
La ira de Darragh regresó.
—¿Piensa que eso importa?
—Importa, chico—. Le dijo Eleanor, rozando sus
dedos sobre su vendaje. —Todo importa. Todo lo que
haces toca de alguna manera a alguien, aun cuando
no lo entiendas hasta después. Levantaste una pistola,
pero aun antes de dispararla, cambiaste la vida de
todas las personas en la habitación. Las introdujiste
en el miedo a lo incierto, en el hecho de que en el
lugar que se sentían seguros, había surgido el peligro.
Había niños en la habitación, bebés. Por cierto, debes
estar agradecido que a Ian Mackenzie le contuvieran
sus hermanos, porque estaba listo para arrancarte la
cabeza por poner en peligro a su niña y niño pequeños.
Deberías desear que no saliera de su habitación.
Darragh tragó.
—Ian Mackenzie. ¿Es el loco?
—Todos deberían querer estar tan locos como
Ian. Pero aun Ian verá, si deja de tratar de matarte lo
suficiente para notar que tú mismo eres un niño.
—No soy un niño, Maldita inglesa.
—Cuida tu boca, muchacho—, gruñó Hart.
—Si eres un niño—, Dijo Eleanor, sin perturbarse
por la interrupción. —Y por cierto, no soy para nada
inglesa. Soy completamente escocesa de las
Highlands—. Fluyó en un más amplio acento de tierras
altas del que Hart había oído. —En mi familia
nadie tiene sangre inglesa.
—Es una mentirosa entonces—. Los ojos de
Darragh brillaban. —Me contaron todo acerca de
usted. Su bisabuela se hizo puta con un inglés para
obtener un título. Por eso que su padre es un Conde.
Eres tan inglesa como ellos.
Para sorpresa de Darragh, y de Hart también,
Eleanor rompió a reír.
—Oh, ¿esa historia aún circula? La gente se cree
todo, ¿no? Déjame decirte la verdadera historia,
chiquillo—. Se inclinó hacia adelante, atrayendo y
manteniendo la atención de Darragh, su roja trenza
balanceándose. —Primero era mi tatarabuela. Su
marido, sus hermanos, su padre, y los hermanos de su
esposo salieron a pelear en la carnicería en
Culloden. Ahí, toda su familia murió, hasta el último
hombre.
El acento escocés se desvaneció, aunque un deje
de él se quedó.
—Todo lo que quedó fue mi tatarabuela,
Finella, sola en esa gran casa. Bien, el inglés vio la
tierra y la finca de Glenarden y reclamó porque como
todos los hombres estaban muertos, estaba
desocupada. Mi tatarabuela dijo que no estaba
totalmente vacía; la tierra escocesa puede pasar a las
mujeres, y como su esposo había sido un laird, ella era
laird ahora, y la tierra era de ella. Al inglés no le gusto
eso, te diré. Los habitantes de las tierras altas de
Escocia eran gente conquistada y debían reverencia. Y
aquí estaba esta chica más joven de lo que yo soy ahora
desafiando al inglés diciendo que la tierra le pertenecía
a ella y sus herederos. «Bien», dijo el coronel inglés,
«Cásate conmigo, y yo viviré aquí, tú puedes quedarte,
y nuestros niños heredarán la tierra». Mi tatarabuela,
se lo pensó, después dijo: Está bien, y el hombre se
instaló. Los ingleses estaban contentos con el coronel
por hacer que Finella hiciera lo que querían y le
hicieron Conde, llamándolo Conde Ramsey, que
había sido el apellido de Finella por parte de padre.
Pero muy pronto después de la boda, el hombre
murió, y mi tatarabuela tuvo un bebé, un hijo, y ese
hijo se convirtió en Conde.
Darragh abrió la boca, pero Eleanor levantó su
mano, Todos los hombres en la habitación, incluyendo
al inspector Fellows, colgaban de las palabras de
Eleanor, incluso Hart, esperando el final de la
historia.
—Lo que Finella no dijo, un secreto que se llevó a
la tumba, contándoselo únicamente a su hijo cuando
fue lo suficientemente mayor para entenderlo, era que
estaba embarazada antes de que su esposo se fuera a
la guerra. Él era el hijo de su marido escocés, y
Finella encontró la forma de salvarle casándose con el
inglés. Engañó a los ingleses haciéndoles pensar que
el hijo era del coronel inglés, y así según la ley inglesa
heredaría Glenarden. Los ingleses nunca supieron que
su hijo no era en realidad hijo del inglés. Pero no, era
un puro Highlander, del clan Ramsey por parte de su
madre, del clan McCain por parte de su padre. Mi
padre es descendiente directo de esa valiente mujer y
de su pequeño niño, y yo también. Así que no me
compares con esos malditos sajones, Darragh
Fitzgerald.
Hart no había escuchado esa versión de la
historia, pero si la tatarabuela de Eleanor había sido
como Eleanor, Hart la creía. Hart podía imaginar a la
mujer, con su cabello rojizo dorado y falda de tartán
ondulando en el viento, diciéndoles a los bastardos
ingleses que la tierra le pertenecía y eso era todo. Pero
si, puedes persuadirme de hacer las cosas a tu
manera si quieres, le había dicho. Parpadeando esos
florecientes ojos azules a ellos, y luego proceder y
hacer lo que le parecía mejor.
—Dime—, Dijo Hart a Eleanor. —¿Cómo fue que
el coronel inglés murió tan pronto?
—Oh, mi tatarabuela le empujó desde el tejado—,
dijo Eleanor. —De la esquina justamente sobre mi
dormitorio, fue una mala caída. El simplemente fue
horrible con ella, de acuerdo a la historia, así que no
la puedo culpar.

Capítulo 16
Hart observaba a Darragh, que escuchaba
boquiabierto.
—Recuérdame Darragh no ir al tejado con mi
esposa.
—Mejor que no—, Eleanor coincidió, —Puedes ser
muy molesto—. Le sonrió a Darragh. —Así que ves,
chico, no le tengo más cariño a los ingleses que tú.
Ese inglés se abrió paso en su casa y en su vida, que
es por lo que no la culpo ni una pizca por lo del tejado.
A mí personalmente me gustaría ver que Escocia se
separe de Inglaterra y siga su camino, y excepto por
dos de mis cuñadas que son sajonas, y las quiero a
pesar de eso. Junto con los amigos gitanos de Lord
Cameron. Y la señora Mayhew y Franklin y todos los
sirvientes de la casa de Hart en Londres. Sin
mencionar a mis amigos, y los colegas de papá de
todas esas universidades y del museo británico—. Hizo
un gesto impotente con su mano sana. —Como ves no
es algo fácil, ¿verdad? Decidir que la gente etiquetada
de una manera, debe vivir y la etiquetada de otra
debe morir. Si fuera todo claro y ordenado, no
tendrías ni que pensar en ello. Pero ¡ay de mi! el
mundo es mucho más complicado que eso.
Darragh claramente no se daba por enterado.
Buscó a Hart con la mirada, buscando apoyo.
—Ella quiere que pienses en lo que hiciste,
chico—. Dijo Hart. —Que uses tu intelecto, no tus
emociones.
—Yo creo que no le han dicho que tiene
intelecto—, dijo Eleanor tristemente. —Mi padre dice
que ese es el problema con muchos. Les dicen que no
tienen mucho, y se lo creen, y así se hace cierto. Pero
la mente humana es bastante intrincada, no importa
el cuerpo en el que haya nacido—. Gentilmente
Eleanor golpeaba ligeramente Darragh sobre su oreja
izquierda. —Hay muchos pensamientos ahí, todos con
gran potencial. Simplemente necesitan ser trabajados.
Allí estaba Eleanor sonriendo al chico, la punta
de sus dedos suaves en su cabello. Darragh miraba
dentro de sus ojos azules y se veía herido.
Eleanor acariciaba el cabello de Darragh, con
gesto maternal.
— ¿Qué quieres hacer con él, Hart?
—Enviarlo a América con su hermana—, dijo Hart.
Fellows se puso alerta en el otro lado de la habitación.
—No, no lo harás. Te disparó e hirió a tu esposa.
Debe ser arrestado y llevado a juicio.
—Sus colegas no lo dejarán vivir tanto tiempo. —
Dijo Hart. —Se quedará conmigo, yo lo protegeré, y él
me dirá hasta el último detalle sobre sus amigos y
cómo encontrarlos.
—No los traicionaré—, dijo Darragh
rápidamente.
Hart le dirigió una severa mirada.
—Lo harás. A cambio irás a América y te olvidarás
de las organizaciones secretas. Obtendrás un trabajo
honrado y vivirás una vida larga y saludable.
Fellows caminó hacia ellos.
—Mackenzie la ley no es para que tú la tomes
en tus manos. Necesito saber de esos contactos. No
puedo ir con mi inspector en jefe y decirle que dejaste
ir a un criminal violento a América con un manotazo.
—Sabes que una vez que nos diga lo que
necesitamos saber, su vida no valdrá nada—, dijo Hart.
— Si sus colegas no vienen por él, irá a Newgate, y será
colgado o fusilado por traición.
—Recompensarlo con enviarlo a América para que
viva con su hermana no lo reformará, ¿no es así?
Eleanor se metió antes de que Hart pudiera
responder.
—Tampoco lo hará colgarlo, Señor Fellows.
Solamente es un muchacho. No es nada más que un
objeto, como una extensión de la pistola. Yo estoy
dispuesta a darle una oportunidad, si él ayuda a
encontrar a los que quieren a Hart muerto.
Darragh permanecía sentado en silencio durante
el intercambio. El temor creciendo en sus ojos. Estaba
empezando a ver la claridad dentro de él, de cómo
fue usado. Hart se dio cuenta de ello.
—No soy un objeto—, dijo en voz baja.
Eleanor acarició de nuevo su cabello.
—Mejor mantén la vista hacia abajo y la boca
cerrada, chico. Porque si no el inspector te llevará en
un carruaje con barrotes. Tu única oportunidad es
hacer lo que Su Gracia te dice.
Darragh parpadeaba, sus lágrimas regresando.
—Pero no puedo decir…
—Mackenzie—, le dijo Fellows tenso. —Entiendo
tus tácticas. Incluso te admiro por ellas, pero me
costarán mi trabajo.
—Hart nunca dejará que se llegue a eso—.
Eleanor sonrió dulcemente a Fellows, luego a Hart. —
¿Lo harás?
—No—, dijo Hart, —El ministerio del interior
responderá ante mi muy pronto, Fellows. Conservarás
tu trabajo. Especialmente si tienes un papel decisivo
en la erradicación de un grupo de fenianos.
—Entonces está arreglado—, dijo Eleanor. —Tal
vez debáis darle un té a Darragh antes de empezar con
las preguntas. Parece enfermo.
Hart puso su mano bajo el brazo de Eleanor y la
levantó de la silla.
—Tú eres la que está enferma. El muchacho estará
bien. Tú regresarás a la cama.
—Estoy más bien cansada—, se hundió contra él,
y Hart deslizo el brazo por su cintura. —Tienes que
darme tu palabra que no lo lastimarás—, le pidió.
—Estará intacto, Fellows mantén al chico aquí
mientras llevo a Eleanor arriba.
Fellows lo fulminó con la mirada. Se parecía
mucho a su padre cuando lo hacía. Las rodillas de
Eleanor se doblaron, y Hart la levantó en sus brazos y
la cargo fuera. La antecámara y pasillos estaban
vacíos. Isabella tuvo el sentido de llevar a los invitados
que quedaban al jardín para cenar al aire libre.
Cargó a Eleanor a través del vestíbulo principal
aún decorado con las guirnaldas de la boda hacia las
escaleras. La gigantesca base que siempre se ponía
en la mesa del vestíbulo estaba llena con rosas y lilas
del valle.
Eleanor sonrió a Hart mientras la llevaba hacia
arriba, sus azules ojos adormilados. Tocó su pecho, el
diamante y zafiro del anillo de compromiso brillando
junto con el simple aro de oro del anillo de
matrimonio. Eleanor Ramsey. Su esposa.
—No tardes mucho—. Ella murmuró. —Es nuestra
noche de bodas, recuérdalo.
Eleanor descanso la cabeza en el hombro de Hart y
se quedó dulcemente dormida.

***

Hart Mackenzie era un arrogante hijo de perra


que nunca cambiaria.
Lloyd Fellows salió como un vendaval del
estudio de Hart algunas horas después. Hart había
llevado en brazos a su esposa a su recamara, como
un tierno marido, y regresó para interrogar a
Darragh. Hart era experto en sacar la información de
cualquiera, y la había sacado de Darragh. No le había
ni tocado. Darragh dio los nombres de los líderes y
donde se reunían en Londres y en Liverpool.
Fellows dudaba que aún estuvieran ahí. Ellos
habrían escuchado de alguno de los suyos que el
intento de asesinato había fallado y que Darragh había
sido detenido. Sin embargo, aún estarían en el área y
ahora Fellows sabía sus nombres. No pasaría mucho
tiempo antes de que los encontrara.
Admiraba a Hart al mismo tiempo quería
estrangularlo. Hart Mackenzie había crecido con
privilegios, mientras que Lloyd Fellows había salido
adelante por él mismo. Fellows había trabajado duro
toda su vida para hacerse cargo de su madre en las
calles de los barrios bajos de Londres mientras que
Hart había dormido entre sabanas de lino y había
comido cosas preparadas por chefs célebres.
Ahora Mackenzie, en lugar de quedarse al lado
de la cama de su herida esposa, se había sentado en su
opulento estudio y había hecho el trabajo de Fellows.
Mejor, probablemente, de lo que Fellows lo
hubiera hecho.
Eso dolía. Sin importar que Hart le hubiera dado
a Fellows la suficiente información con que regresar a
Londres y empezar a rastrear a aquellos locos que
tenían la idea de disparar al gentío y volar líneas de
tren. Fellows les echaría el guante y obtendría toda la
gloria. Hart le dejaría. Eso le amargaba la vida
también.
Para aliviar ese sentimiento, Fellows se apresuró a
entrar en una habitación al final del pasillo, sin saber
a dónde iba en esa gran casa.
—Oh—; dijo una voz femenina.
Fellows se detuvo, su mano en el pomo de la
puerta, y vio a una joven dama que vacilaba, parada
en una escalera, sus manos llenas de guirnaldas.
Estaba definitivamente tambaleándose, las guirnaldas
hacían que fuera incapaz de sostenerse. Fellows se
apresuró a evitar que cayera poniendo sus fuertes
manos en sus caderas.
—Gracias—, le dijo ella. –Me sorprendiste.
Era Lady Louisa Scranton, la hermana menor
de Isabella Mackenzie. El vestido bajo las manos de
Fellows era de seda azul oscuro, las caderas bajo él,
suaves y redondeadas.
Fellows se había encontrado con Lady Louisa en
algunas ocasiones, en las reuniones de los Mackenzie,
pero no habían más que intercambiado amables
cumplidos. Louisa se parecía a su hermana, Isabella,
con su brillante pelo rojo, ojos verdes, curvilínea
figura, y una sonrisa de labios rojos.
Fellows quería dejar allí sus manos. Olía a rosas,
y su piel bajo la tela parecía tan suave. Quito
reticentemente su manos.
— ¿Te encuentras bien?
Ella se ruborizó.
—Sí, sí. Estaba quitando estas guirnaldas y me
descuidé. Me imaginé que con estas nuevas
circunstancias, deberían de ser retiradas. Los invitados
no usaran esta habitación.
Era el cuarto de dibujo, uno en el que su techo
era tan sólo de quince pies de alto a diferencia de lo
usual en los otros cuartos de la casa, que eran de
veinte o treinta pies.
—Tienen sirvientes que hacen eso.
Su falda hacia un susurro seductor mientras
alcanzaba más guirnaldas, poniéndose de puntillas
sobre sus esbeltos botines tobilleros.
—Sí, pero a decir verdad, me siento mejor bajo
techo y quiero ser útil. Isabella puede ponerse bastante
agitada cuando está enojada, más bien mandona,
pobre cordero.
A Fellows no se le ocurrió que decir. Él era un
policía. Las maneras refinadas estaban más allá de él.
—Lady Eleanor se recuperará, creo—. Dijo
rígidamente.
—Lo sé. Fui a verla no hace mucho tiempo. Está
durmiendo como un bebe—. Los ojos verdes de Louisa
lo analizaron, y Fellows sintió que un calor de
repente le inundaba. —Eres muy alto. ¿Me ayudarías
a alcanzar eso?— Louisa apuntó a la guirnalda fijada
a una escultura en el friso fuera de su alcance.
—Claro.
Fellows pensó que bajaría, y detuvo su mano para
ayudarla, pero ella sacudió su cabeza.
—Necesitas subir aquí, bobo. Ambos debemos
agarrarla o sino toda esa cosa se arruinará.
Bobo, ninguna mujer en la vida de Lloyd
Fellows se había atrevido a decir que era un bobo.
Puso su pie en el último peldaño de la escalera de
tijera. Otros dos peldaños, y él estaba al mismo nivel
que ella. Encontraba difícil respirar. Así de cerca con
ella, estaba muy consciente de su olor, de la curva de
su mejilla, de cómo su pelo rojo se oscurecía en la
sien.
—Aquí estamos—, dijo Louisa dulcemente, y
entonces lo besó.
Fue un ligero toque, un beso virginal, pero el
suave roce de sus rojos labios encendió el fuego por su
cuerpo. Fellows deslizó su mano a la nuca sujetándola
del cuello y la atrajo hacia él. No le abrió los labios,
pero los froto una y otra vez, probando su tibia
suavidad. Terminó con un beso en la esquina de su
boca, que saboreó durante un rato.
—No debí haber hecho eso—, murmuro ella,
respirando suavemente sobre la piel de él. —Pero, he
estado esperando mucho tiempo para besarte.
— ¿Por qué?— su garganta estaba seca.
Los labios de ella se curvaron en una sonrisa.
—Porque eres un caballero muy guapo, y me
gustas. Además alguna vez salvaste la vida de Mac.
— ¿Y esto es por gratitud?
Su sonrisa se amplió.
—No, esto es por mí siendo terriblemente
inapropiada. No te culparía ni una pizca por estar
disgustado.
¿Disgustado? ¿Estar enojado?
—Debiste decírmelo—. Su voz aún no funcionaba.
—Esto no es algo que salga fácilmente en una
conversación—. Louisa alcanzó la guirnalda. —De
cualquier manera, ya te lo acabo de decir ahora. Y
realmente necesito ayuda con esta guirnalda.
Fellows puso firme el brazo a su alrededor y la
alcanzo por un lado de ella. No estaba seguro de qué
es lo que había cambiado en su vida, pero el mundo
parecía diferente, y él se aseguraría que él y Louisa
continuaran explorando lo que había empezado en esa
habitación.

***

Eleanor durmió. Soñó oscuros sueños que se


escapaban cuando pasaba de la vigilia al dolor. Luego
estaba inquieta, la herida no le permitía dormirse de
nuevo. Cuando Beth le ofreció más Láudano con agua,
Eleonor tenía tanto dolor que lo tomó.
Durmió durante toda su noche de bodas, todo
el día siguiente y hasta bien entrada la siguiente
noche.
Se despertó hambrienta, capaz de comer el pan
y la mantequilla que Maigdlin le trajo. Eleanor se
sintió mejor después de eso, y decidió levantarse,
únicamente para encontrarse en el suelo, sus amigas
levantándola de nuevo a la cama.
La fiebre llegó, y vio las caras de Beth, Ainsley e
Isabella ir y venir. Y a Hart. Ella quería pegarse a él y
hacerle mil preguntas; ¿Que había sucedido con
Darragh? ¿Había más asesinos al acecho? ¿Había
arrestado a los amigos de Darragh el inspector
Fellows? Pero no tenía fuerzas para hablar.
Después de lo que parecía mucho tiempo, Eleanor
despertó de nuevo, en una tranquila oscuridad. Su
brazo dolorido, pero lo peor del dolor había
retrocedido, gracias al cielo. Eleanor se estiró y
bostezó. Su cuerpo estaba húmedo de sudor, pero se
sentía descansada, aliviada.
No estaba sola, descubrió a Maigdlin recostada en
una silla, roncando, una lámpara de aceite ardía al
lado de ella. Sintiéndose horrible despertó a Maigdlin
y pidió a la sorprendida criada que le preparara un
baño. Maigdlin protestó, temiendo que la fiebre de
Eleanor regresara, pero Eleanor quería encontrar a
Hart, y no quería ir a su marido después de sudar en
la cama… quien sabía por cuánto tiempo.
Maigdlin le ayudó a bañarse, siendo cuidadosa con
los vendajes. Tres días había estado durmiendo, le dijo
Maigdlin, tan enferma que temieron perderla.
Disparates. Eleanor siempre se curaba de las
fiebres. Ella era fuerte como un buey.
Sintiéndose mejor después del baño, Eleanor se
envolvió en una gruesa bata, se puso pantuflas tibias,
y se dirigió a las habitaciones de Hart, a tres puertas
de la de ella.
El pasillo estaba en silencio, el resto de la casa
dormía. Las puertas entre su cámara y la de él daban
a la biblioteca privada de Hart y a su estudio. Eleanor
supuso que debía estar agradecida de que solamente
tuviera que caminar veinte pies para llegar a sus
habitaciones. Cuando se quedaba en Kilmorgan como
su prometida, hace mucho, la ponían en el ala de
invitados, que estaba al otro lado de la casa.
Eleanor no se molesto en tocar en las inmensas
dobles puertas. Llegó preparada con una llave, la que
se procuró el día que llegó a Kilmorgan. Pero no tuvo
necesidad de ella, porque la puerta estaba sin seguro,
y cuando entro a la enorme recamara. Hart no estaba
ahí.
La cama de Hart, vacía y pulcramente hecha,
era enorme, con brocado colgando hacia ella desde un
dosel ovalado diez pies por encima. El resto de la
habitación estaba amueblada con mesas formales y
sillas, una librería, un banco acolchado, una consola
con brandy y un cenicero.
A pesar del elegante mobiliario, era una
habitación fría, aún con el fuego de carbón que ardía
en la chimenea. Eleanor se estremeció.
Las ventana de Hart daban al frente de la casa y
al área éste de los jardines. Las cortinas no habían
sido cerradas, y Eleanor camino a la ventana del este y
se asomó.
—Salió para ir al mausoleo, Su Gracia.
Eleanor ahogó un grito, se dio la vuelta y se
encontró al ayuda de cámara francés de Hart en la
puerta. Marcel, tieso como un palo, sin verse para
nada cansado. El sirviente perfecto, levantado y alerta
para servir a su señor, aún a las tres de la mañana.
Pobre Maigdlin, ella había sucumbido al sueño.
— ¿Al mausoleo?—. Eleanor preguntó cuando
recuperó el aliento. — ¿En medio de la noche?
—Su gracia a veces va allí cuando no puede
dormir—, dijo Marcel. — ¿Le puedo traer algo, Su
Gracia?
—No, no. Está bien, gracias.
Marcel se hizo a un lado para permitir a Eleanor
dejar el cuarto, luego se apresuró por el pasillo para
abrir la puerta de su habitación. Eleanor se lo
agradeció cortésmente y le ordenó irse a la cama. Hart
estaría bien sin él, le dijo, y Marcel necesitaba dormir.
Marcel se veía perplejo, pero se fue.
Eleanor ordeno a Maigdlin, quien estaba
cambiando las sábanas, que la ayudara a vestirse y a
poner su brazo en el cabestrillo. Maigdlin no quería,
claro, pero Eleanor fue firme. Entonces envió a
Maigdlin arriba a su cama, se apresuró a bajar, y salió
de la casa por la puerta trasera.
Se apresuró a través de la hierba húmeda hacia
el edificio bajo y oscuro a una orilla de los jardines,
estaba sin aliento cuando vio dentro el parpadeo de
una linterna.
El mausoleo de la familia Mackenzie estaba
siembre frío. Hart respiró la niebla, aun cuando las
noches de abril eran fragantes.
Su abuelo había construido ese lugar en los
1840, de estilo como un templo griego con mucho
mármol y granito. Los abuelos de Hart reposaban ahí,
así como el padre y la madre. La primera esposa de
Cameron no, porque el padre de Hart no podía oír
hablar sobre ella. Era una puta, y la desgracia de
Cameron, decía el Duque. Tampoco hubiera podido
ser enterrada en el jardín de la iglesia, me
sorprendería que el vicario lo permitiera.
La esposa de Hart, Sarah tenía una tumba ahí,
así como su hijo, Graham.
El mármol de la tumba Sarah era gris y negro,
frío al tacto. La placa al frente de la tumba estaba
llena de frases floreadas que Hart no recordaba haber
pedido.
La placa más pequeña al lado de la de Sarah decía:

Lord Hart Graham Mackenzie


Amado hijo
7 de Junio de 1876

Hart trazó las letras del nombre de su hijo con


la yema de los dedos enguantados. Graham habría
cumplido ocho años este año.
—Lo siento—, murmuraba. —Lo siento mucho.
Silencio y oscuridad llenaron el lugar. Pero
Hart sentía consuelo en el frío mármol, sentía la
presencia del niño que había tenido en sus brazos solo
una vez.
Si Hart hubiera hecho todo bien en su vida, él
y Eleanor se hubieran casado hace mucho tiempo, y
para este momento, Kilmorgan estaría invadido de
niños. Los cuerpos de Sarah y Graham no estarían
en este frío lugar, con nada más que marcas de cincel
en el mármol dejadas en su honor.
Pero Hart lo había hecho todo mal. Esta vez,
por lo menos, había llevado a Eleanor al altar. Y
después ella lo había empujado fuera de la trayectoria
de la pistola, tratando de salvarlo.
Los últimos tres días, mientras Eleanor estaba
tendida en un estado febril, habían sido
absolutamente un infierno. Esta noche el doctor había
anunciado que la fiebre había cedido, que Eleanor
descansaba. Hart aliviado no había sabido qué hacer.
Hart se había librado de las ofertas bien intencionadas
de todos los whiskys que se pudiera tomar y se retiró
ahí.
¿Que debía hacer para asegurarse de que
Eleanor no estuviera de repente aquí, fría y sola? No
lo sabía.
Todo lo que sabía es que había hecho un lío de su
vida, y aún lo hacía. Hart, el arrogante, el Mackenzie
seguro de sí mismo, no podía hacer nada bien, y esas
tumbas eran una evidencia tangible.
Siempre había pensado en el cortejo y
compromiso con Eleanor como en una farsa en tres
actos.
Acto I, Escenas:
Su primer baile juntos, seguido de un beso en los
jardines que había despertado la necesidad en su
cuerpo. Seguido del cobertizo para botes abajo en el
río en Kilmorgan, donde había desabotonado el
modesto vestido de Eleanor y besado su piel,
descubriendo que había una pasión en ella que no
escondía, por lo menos no de él.
Acto II, Escenas:
La casa de verano. Hart recordaba a Eleanor
montando a su lado con su remilgado vestido y
sombrero de montar, sonriendo y charlando como
siempre. La casa de verano, la locura del viejo Duque,
se alzada sobre un promontorio, un desfiladero que
caía a un rio abajo. De ahí, uno podía ver la vasta
extensión de tierras de los Mackenzie hasta el mar.
Cuando Hart dejo entrar a Eleanor, su reacción
había sido pura Eleanor.
—Hart, es hermoso—. La disparatada casa de
verano había estado a la moda de los antiguos templos
griegos, completada con una cubierta de piedra en
ruinas, una estructura muy anti escocesa.
Pero la vista era magnifica, y la casa muy
privada. Eleanor dio vueltas en círculo, con los brazos
abiertos.
—A mi padre le encantaría. Tan falso y al
mismo tiempo tan real.
Hart se había parado en la barandilla de piedra
y admirado las vistas que no fallaban en sacudir su
corazón. Los Mackenzie habían regresado de la
pobreza e impotencia después de Culloden para
convertirse en la familia más rica en Escocia, y esta
panorámica de sus tierras impactaba directamente a
todos los ingleses que subían ahí.
— ¿Estas orgulloso de esto, no?— dijo Eleanor,
llegando a apoyarse junto a él. — A pesar de burlarte
de que es una ridícula pretensión inglesa la que tu
padre construyó, te gusta. No me hubieras traído para
acá de otra manera.
—Te traje por las vistas—. Hart levantó el
sombrero de montar de Eleanor de su cabeza y la puso
contra el viento. —Y por esto.
Deslizó su brazo alrededor de su cintura por la
espalda. Eleanor cerró sus ojos mientras él besaba su
cuello, mechones de rojos y sedosos rizos bajo sus
labios. Hart dejó sus dedos a la deriva yendo hacia
los botones que cerraban su vestido por delante.
Eleanor únicamente suspiro mientras él la
desabotonaba, su cabeza descansando contra su
mejilla, Hart apartó la tela y mordisqueó su cuello
desnudo.
— ¿Qué me haces, Elle?— murmuró en su oído.
— Creo que me estas amansando.
—Difícilmente—, murmuró ella. —Hart
Mackenzie es demasiado perverso para poder domarle.
—Pero me gustaría dejarte probar.
La giró. Su mirada recorría su pelo revuelto,
sus labios rojos entreabiertos, su corpiño abierto
mostrando su cuello desnudo, Era la cosa más bella
que él hubiera visto.
Se suponía que no debería hacerlo, planeaba
llevarla a Londres, a la elegante casa en Grosvenor
Square, sacar las viejas y valiosas joyas de la familia, y
dárselas si aceptaba ser su esposa. Haciéndolo
formalmente, en el cuarto de dibujo, con su mano en
el corazón, deslumbrándola con diamantes para que
no dijera que no. Las mujeres harían cualquier cosa
por diamantes.
Aquí arriba en la casa de verano, con las joyas
guardadas lejos en la bóveda en Edimburgo, Hart no
tenía nada que ofrecer. Únicamente la vista, ¡qué
malditamente romántico y estúpido!
Pero tenía la sensación de que si no hablaba
ahora, si no la aseguraba ahora, su oportunidad se le
escaparía. Eleanor tenía veinte años. Era la hija de un
conde, y encantadora. Si no la encerraba en un
compromiso, seria campo abierto para otro solitario
caballero. Su pobreza no importaría al que quisiera
echarle el guante queriendo mejorar sus conexiones
a través de su familia. Ella tenía encanto y gracia que
iban con su linaje. Era la esposa perfecta para Hart
Mackenzie. Hart Mackenzie debía tenerla.
Era muy pronto. El debería usar la hermosa vista
como parte de la tentación de una cadena de seducción
en este cortejo, así que cuando finalmente pidiera su
mano, Eleanor no tendría razones para decir que no.
Hart habría tejido su telaraña tan apretada que no
querría liberarse. Si él le preguntaba aquí y ahora,
Eleanor podría rechazarlo, y él no tendría más
oportunidades para convencerla.
Pero Hart sintió cómo se abría su boca, oyó las
palabras salir apuradas.
—Cásate conmigo, Eleanor.
Los ojos de Eleanor se abrieron, y dio un paso
atrás.
— ¿Qué? ¿Por qué?
La pregunta agitó su ira. Hart se apoderó de su
mano y forzó una sonrisa.
— ¿Por qué un hombre desea casarse con una
mujer? ¿Tiene que haber una razón lógica?
Eleanor parpadeo con esos grandes ojos azules
mirándole.
—No me preocupa porqué cualquier hombre desea
casarse con alguna mujer, en general. Me imagino que
hay docenas de teorías, si alguien quiere debatir sobre
ello. Lo que me gustaría saber es porqué tú quieres
casarte conmigo.
Hart controlaba su creciente impaciencia.
—Así podría besarte—, dijo, con su voz ligera. —
Planeo besar cada pulgada de ti, Eleanor, y si lo hago,
deberíamos mejor casarnos.
El vio un brillo de placer en sus ojos, pero Eleanor
no se ablandó. Por Dios, era terca.
— ¿Pero a lo que me refiero es por qué yo? No soy
tan vana para creer que ninguna otra joven dama en
Escocia es lo bastante buena para las atenciones de
Hart Mackenzie, para besarse u otras cosas. Yo tengo
linaje, pero otras también, y mi familia está un poco
abajo en la nobleza. Podrías tener a cualquier dama
que quisieras con el chasquido de tus dedos—. Eleanor
chasqueó los dedos demostrándoselo, Aún cuando
Hart aún la sostenía de la cintura.
—No quiero a ninguna otra dama en Escocia. Te
quiero a ti.
—Me halagas.
—Por Dios mujer, —gritó, —No te estoy pidiendo
que te cases conmigo para halagarte—. Las palabras
de Hart hacían eco en las colinas alrededor de ellos.
—Te lo pido porque no puedo hacer esto sin ti, no
puedo enfrentarme a mi padre, o al mundo. Cuando
estoy contigo, todo eso no importa. Te necesito, Elle.
¿Cómo diablos puedo hacerte entender eso?
Eleanor lo miraba, con los labios entreabiertos. En
cualquier momento se reiría de él, se burlaría de él
por ser tan sentimental. Sonaba como un tonto
enfermo de amor, que Dios lo ayudara.
—Eso es todo lo que quería saber—, dijo
suavemente.
—Si te casas conmigo, Eleanor Ramsey, prometo
darte todo lo que alguna vez quisiste.
Eleanor sonrió de repente, lo miró a los ojos, y
dijo:
—Sí.
El corazón de Hart latía tan fuerte que dolía. La
abrazó, tratando de recordar cómo respirar. Ella era
como una roca en un río furioso, y él se aferraría a
ella como si fuera la única cosa entre él y ahogarse.
Su primer beso abrió sus labios, Hart probando
a la mujer que había conquistado. Era embriagador,
jubiloso.
Había hecho que su ayuda de cámara empacara
una manta para la excursión. Hart ahora extendió la
manta sobre las piedras tibias y empezó a desvestirla.
Eleanor no dijo una palabra, no protestó. Sonrió
mientras su vestido se abría, se estremeció mientras
Hart desataba los lazos de su corpiño. Sus ojos se
suavizaron cuando abrió y retiro la camisola, la ayudó
a salir fuera de su falda, y la acostó en la manta al sol.
Hart la observó, desnuda pero con sus medias y
botas de montar, una hermosa mujer a la que hacía
un momento había hecho una apuesta triunfal.
Hart se quito su chaqueta y chaleco, camisa y
botas, y ropa interior, dejando el kilt para el final. Le
gustaba como lo miraba Eleanor, sin vergüenza,
queriendo verlo tanto como él quería verla.
Hart desató el Kilt y dejo que cayera,
mostrándole lo duro que estaba por ella.
Ella era virgen, Hart se lo recordaba a sí
mismo. No conocía el toque de un hombre, no hasta
que llegó el de él, y sabía que debía ser paciente
con ella. Él estaba preparado para serlo, lo esperaba
con interés.
Eleanor se ruborizó mientras Hart se acostaba con
ella. El sentir su cuerpo a un lado de él disparó su
pulso. Él podría tomarla en ese momento,
rápidamente, hacerla entender a quien pertenecía.
Esto podría ser rápido, satisfactorio.
Pero Hart había aprendido como dar a una
mujer, a cualquier mujer, placer. No necesitaba
técnicas exóticas ni artefactos, la clave era el placer.
—No te lastimaré—. Le dijo.
Eleanor sacudió su cabeza, sonriendo con una
pequeña sonrisa.
—Lo sé.
La confianza en sus ojos punzó en su corazón,
Hart la besó, y gentilmente la tocó, abriéndola a él
despacio. Fue muy cuidadoso, enseñándole acerca de
excitación, haciéndola mojarse lo suficiente para
tomarlo sin lastimarla. Su cuerpo temblaba con el
esfuerzo de contenerse, pero era muy importante que
no la apresurara.
Su cuerpo rodeó el suyo con un ardor que
amenazaba con romper su control. Él quería empujar
y empujar en ella, satisfacerse y olvidarse de no
apresurarse.
No. Tenía que tomarse su tiempo. Enseñarle.
Más tarde, cuando Eleanor se acostumbrara a él,
podría mostrarle cosas más interesantes, pero ahora,
esto era sobre el primer placer para Eleanor.
Eleanor estaba tan caliente y lista que él se deslizo
en su interior unos centímetros sin impedimento. Hart
se quedo ahí un rato, besándola, mimándola,
dejándola acostumbrarse a él.
Otro centímetro, y otra vez, parándose,
burlándose, pellizcando, enseñándole lo que se sentía
al tener a un hombre dentro de ella. Después llego la
barrera, la cual sabía que dolería. Hart se lo tomó
despacio, una fracción de centímetro cada vez.
Era la primera vez para él también, nunca había
estado con una virgen. Temía romperla, estropearla
de alguna manera irrecuperable. Después empujó otra
vez, Eleanor era resistente. Ella levantó su cuerpo para
encontrar el de él, tocó su cara, y asintió cuando
estuvo lista.
Y luego Hart estaba dentro de ella, ella lo
apretaba, un sentimiento de gloria y calor, caliente
alegría.
—Elle—,le dijo.—Estás muy apretada. Te sientes
maravillosamente.
El cuerpo de Eleanor se mecía contra el de él, sus
brazos rodeándolo, su boca encontrando la de él.
Queriéndole, aceptándole, amándole.
La asombrosa sensación de ella alrededor de él lo
hizo soltar su semilla antes de estar listo. Hart gimió
ante eso, asombrándolo, luego rió.
Las mujeres de Hart usualmente utilizaban
cualquier truco que podían para conseguir esto, para
hacerle perder el control, y nunca tenían éxito. Eleanor
lo había conquistado estando simplemente ahí
acostada, estando tibia y hermosa.
Hart la besó, sabiendo que algo exquisito había
sucedido y sin saber qué hacer.
El resto del acto II había sido embriagador. Las
noticias de los esponsales de Lord Hart Mackenzie y
Lady Eleanor Ramsey se extendieron por cada rincón
del país, llenando cada periódico y revista.
Fueron días gloriosos. Los días más felices de
su vida, Hart se daba cuenta ahora. En ese tiempo,
el estúpido, egoísta joven había probado el triunfo de
obtener a la mujer que quería. Eleanor brindaría
notoriedad a la familia Mackenzie una medida de
respeto, que necesitaban mucho. El horroroso padre
de Hart había enlodado la reputación de Mackenzie.
Había supuesto la locura para Ian. Mac
escapándose para vivir rodeado de artistas depravados
en París, y el muy mal matrimonio de Cameron.
Pero nadie podía decir nada malo de Eleanor.
Ella navegaba sobre todo el escándalo, su locuaz
encanto ablandando a cada uno y a todos.
Eleanor era amable, generosa, fuerte y muy
querida. Ella conduciría a Hart a la gloria.
Hart le había dicho que la amaba, y no era
una mentira. Pero nunca se dio del todo a ella. Nunca
sintió que necesitara hacerlo. Mirando hacia atrás,
Hart se dio cuenta de que él se mantenía alejado de
ella por miedo.
Y ese había ido su gran error.
Tan estúpido había sido que no entendía lo que
tenía que perder, hasta el acto III.
Escena:
El destartalado hogar de Eleanor Ramsey en
otoño, los árboles que los rodeaban habían
transformado su color en rojo brillante y dorado. Su
radiante gloria salpicaba contra los otros más oscuros
de hojas perennes que recorrían las montañas,
silenciosos recordatorios de que el invierno por llegar
sería frío y brutal.
Hart había sido tan boyante como el clima fresco,
esperando visitar a su dama con el cabello del color
de las hojas del otoño. El Conde Ramsey recibió a
Hart en la casa y le dijo, en un extraño tono reservado,
que Eleanor paseaba por los jardines y que ahí le vería.
Hart había dado las gracias al Conde, confiado, y
había ido a buscar a Eleanor.
Los jardines de los Ramsey hacia mucho que se
habían vuelto descuidados y salvajes, a pesar de los
valientes esfuerzos de su único jardinero y sus tijeras
de podar. Eleanor siempre se reía de su rebelde pedazo
de tierra, pero a Hart le gustaba, un jardín que se
mezclaba con la campiña escocesa en lugar de estar
estructurado, demasiado limpio, y cerrando el paso a
la verdadera naturaleza.
Eleanor paseaba por los caminos con un vestido
muy ligero para el clima, el chal era muy pequeño
para impedir entrar el frío, el viento intentando
arrancárselo. Cuando Eleanor vio a Hart acercarse, se
giró y se alejó.
Hart la alcanzó, apoderándose de su brazo, y
volviéndola para que lo enfrentara. Su mirada lo había
hecho soltar su agarre. Los ojos de Eleanor estaban
rojos, en una cara muy blanca, pero su mirada era
feroz, reflejaba un intenso coraje que nunca había
visto en ella.
— ¿Elle?— la miró alarmado. — ¿Qué sucede?
Eleanor no dijo nada. Cuando Hart la alcanzo
de nuevo, se soltó de su agarre. Apretando los dientes,
Eleanor se sacó de un tirón el anillo y se lo tiró encima.
El anillo golpeó contra el pecho de Hart y cayó
al suelo empedrado.
Hart no se agachó por el anillo. Esto era más
que esos raros destellos de genio, su frecuente
exasperación con él, o sus peleas burlonas acerca de
cosas ridículas.
— ¿Qué es?— repitió, su voz tranquila.
— La Sra. Palmer vino a verme hoy—. Dijo
Eleanor. Dedos fríos serpentearon por su cuerpo. Esas
palabras no debían salir de los labios de Eleanor. No
la Señora Palmer. No con Eleanor. Eran dos seres
separados, de mundos separados, partes separadas de
Hart. Nunca se debían encontrar.
—Sé que sabes lo que quiero decir—, Dijo Eleanor.
—Sí. Malditamente sé a quién te refieres—,
soltó Hart. —Ella no debió haber venido aquí.
Eleanor espero un latido, esperando que Hart
dijera algo así como ―mi amor, te lo puedo explicar‖.
Hart podía explicarlo, si él así lo eligiera.
Angelina Palmer había sido su amante durante siete
años. Había dejado de ir con ella una vez que
empezó a cortejar a Eleanor. Esa había sido decisión
de Hart, y así lo hizo. Pero Angelina, parecía, que en
sus celos, había corrido hasta aquí para contarle a
Eleanor los pequeños oscuros secretos de Hart.
—Sentía lastima por mi—, dijo Eleanor,
respondiendo al silencio de Hart. —Me dijo que me
había seguido cuando estaba en Londres la última vez,
y me observó. Se enteró de todo sobre mi, notable, ya
que yo no sabía nada sobre ella. Me vio siendo gentil
con una miserable anciana en el parque, dijo.
Recuerdo que le di una moneda y la ayude a llegar al
albergue. La señora Palmer decidió que eso me hacía
una joven amable, una que debía evitar vivir contigo—
. Los ojos de Eleanor estaban llenos de coraje, pero no
hacia Angelina Palmer. Hacia él.
—Admito que la Señora Palmer fue alguna vez mi
amante—, Hart dijo rígidamente. — Mereces saberlo.
Ella dejo de serlo el día que te conocí.
La mirada de Eleanor se tornó desaprobadora.
—Una agradable media verdad, del tipo en que
Hart Mackenzie destaca. Te he visto decir ese tipo de
cosas a otros; nunca soñé con que me lo harías a mí—.
Su color subió. —La Sra. Palmer me habló de tus
mujeres, acerca de tu casa y me dio a entender
acerca de las cosas que hacías ahí.
Oh Dios, oh, maldición, maldición, maldición.
Hart vio su mundo caer, la invención de que podía ser
otra cosa que un bastardo canalla se desmoronó
convirtiéndose en polvo.
—Todo eso quedó en el pasado—, dijo Hart con voz
firme. —No he tocado a ninguna mujer desde que te
conocí. No soy un monstruo. Lo dejé todo, Eleanor.
Por ti. Angelina es una mujer celosa y de corazón frío.
Ella dirá lo que sea para evitar que me case contigo.
Si Hart había pensado que el discurso haría reír a
Eleanor y perdonarle, estaba equivocado, oh, muy
equivocado.
—Por Dios Santo, ten piedad de mi—, dijo ella. —
Crees que esconder la verdad no es lo mismo que
mentir, pero lo es. Has mentido y mentido, y aún
mientes. Planeaste mi seducción cuidadosamente. La
Sra. Palmer me dijo cómo se decidieron por mí, cómo
conseguiste invitación a cada reunión a la que fui,
algunas veces con su ayuda. Me cazaste como un
hombre rastrea a un zorro, jugaste con mi vanidad y
me hiciste creer que yo atraje tu mirada. Y fui lo
suficientemente estúpida para permitírtelo.
— ¿Eso importa?— Hart la interrumpió. —
¿Importa cómo te quise, o cómo nos conocimos? Nada
después de eso fue una mentira. Te necesito, Elle.
Te lo dije en la casa de verano. No mentí acerca de
eso. Mis tratos con la Sra. Palmer se terminaron. No
necesitas preocuparte por ella de nuevo.
Eleanor lo miró con fría rabia.
—Si crees que los celos me han hecho
enojarme, estás muy equivocado. No me sorprendió
saber que tenías una amante, muchos caballero las
tienen y tú eres muy apasionado, Hart. Puedo
perdonar a una pasada amante a la que no has
visitado desde que empezaste a cortejarme, y aún
algunos de los juegos de riesgo a los que jugabas, los
que decidió que no debía describir en detalle a una
dama.
—Es malditamente evidente que no puedes
perdonarme, ya que me tiraste el maldito anillo.
— ¿Ese es el meollo del asunto, verdad? Todo es
acerca de ti. El mundo entero gira alrededor de Lord
Hart Mackenzie. Debo hacer lo que deseas, porque
me ajusto en cierto modo en tu esquema, y también la
Sra. Palmer. Nos tratas como iguales, cada una de
nosotras ocupando ciertos nichos en tu vida
compartimentada.
—Eleanor…
Eleanor levantó su mano, su naturaleza voluble
tomando el control.
—Lo que me enfurece son las otras cosas que me
dijo. Acerca de tu carácter y tú rabia. Como pasas del
caliente al frío, cómo la Sra. Palmer nunca está segura
de lo que quieres de ella de un día para otro, o cuál
será tu estado de ánimo. Me dijo que empezó a traer
otras damas a la casa, porque su señoría estaba
aburriéndose. Ella sabía que tenía que aliviar tu tedio
de cualquier manera en que pudiera hacerlo así no la
dejarías. Haces uso de ella, y ella se revuelve para
complacerte. Y al final, la abandonaste porque ya no
la necesitabas.
Eleanor paró, su cara roja, su respiración rápida.
— ¿Cómo puedes ser tan cruel con otro ser
humano?
Hart se echó para atrás.
— ¿Te entiendo bien? ¿Quieres romper nuestro
compromiso porque he sido grosero con una
cortesana?
El aspecto preocupado con líneas alrededor de
su boca le dijo a Hart que era lo más incorrecto que
podía decir.
—Más que grosero. Jugaste con ella, así como
lo haces con todos, así como juegas conmigo. No lo
hace diferente el hecho de que alguien sea una
cortesana o una chica de la calle o la hija de un
Conde.
Cada palabra era un soplo, porque cada palabra
era verdad. Lo cortaron, y Hart devolvió el golpe.
—Tal vez no soy tan igualitario como tú.
Eleanor se encogió, y Hart supo que la perdía.
—Crueldad es crueldad Hart—. Le dijo.
— ¿Y cuando he tenido la oportunidad de no
ser cruel?— Hart gritó. —Si lo soy es porque es
todo lo que he aprendido a ser. Es como he
sobrevivido. Has conocido a mi padre; sabes con quién
crecí. Sabes lo que les hizo a mis hermanos y a mí, en
lo que nos convirtió.
—Ciertamente, culpa a tu padre todo lo que
quieras, se lo horrible que es. Lo he experimentado
de primera mano. Y lo siento por ti, créeme. Pero has
tenido opciones. Las decisiones que tomas son tuyas,
no las de tu padre—. Sus ojos se redujeron, —Y no te
atrevas a castigar a la Sra. Palmer por lo que me dijo.
Está aterrada de ti, ¿lo sabías? Sabe que nunca la
perdonarás por esto, que te ha perdido para siempre.
Aún así encontró el coraje de venir a hablar conmigo.
Aún entonces, en su increíble locura, Hart se
convenció de que aún podría ganar.
—Si, para alejarte de mí—, dijo ligeramente. —
Obviamente está teniendo éxito. Ha de haber venido
contigo como una pobre alma, pero te aseguro que
Angelina Palmer es una perra manipuladora que hará
todo lo necesario para obtener lo que quiere.
Los ojos de Eleanor se ampliaron.
—Te agradezco que creas que conozco mi mente.
Claro que la Sra. Palmer es fría y manipuladora, ella
ha tenido que ser así, una mujer en su posición, sola
en el mundo, contigo como su único apoyo. Pero no
la viste. Sabía que al decírmelo, todo lo que tenía
contigo terminaría. Estaba resignada. Piensas que yo
soy una chica poco mundana, criada por un ingenuo
caballero, pero sé mucho de la gente. Lo suficiente
para saber que la rompiste. Ella se consagro a ti, haría
cualquier cosa en el mundo por ti, y tú la rompiste.
¿Por qué no debería de pensar que harás lo mismo
conmigo?
Hart no podía respirar. Eleonor estaba ahí parada
como un ángel vengador, haciendo a Hart enfrentarse
a todo lo que era, en todo lo que se había convertido.
Por propia decisión.
Recorrió con una mano temblorosa su cara,
encontrándola mojada de sudor. La rompiste. A lo
mejor si. Angelina había absorbido sus necesidades,
sus temores, su temperamento y sus frustraciones
como una esponja. Había tomado todo lo que le había
tirado. Eso no lo hacía una santa – había estado lejos
de serlo – pero había aguantado a Hart y su vida.
Pero Hart no podía inclinarse, disculparse, o
retroceder por el bien de otro. Nunca había aprendido
a controlar su ira o sus deseos egoístas, ni siquiera
tenía idea que debiera controlarlos. Su padre había
desahogado su ira aterrorizándole, y Hart nunca había
aprendido que podría haber otra manera. Todo lo que
Hart quería, lo tomaba. Aquellos que se ponían en su
camino pagaban el precio.
Miraba a Eleanor con su tranquila fuerza. No
importaba lo que él hubiera hecho o cuán fuerte lo
hubiera intentado, nunca había ganado
verdaderamente a Eleanor. Y eso lo ponía muy furioso.
—Puedo arruinar a tu padre—, le dijo. —No
pienses que no puedo arruinarlo, arruinarte…
fácilmente.
Eleanor le dirigió un gesto sombrío.
—Estoy segura de que puedes. Eres rico y
poderoso, y todos dirán lo tonta que soy al dejarte.
—No estoy bromeando, Elle. Lo puedo destruir.
¿Es eso lo que quieres?
Hart esperó por el miedo de Eleanor,
necesitaba que dijera algo, que hiciera algo, para
hacerle retirar la amenaza. Esperó con desesperación
que regresara a él, a Hart, a sus risas y chistes
perversos, a suavizarlo, a hacer lo que él quisiera.
Todo lo que Angelina había hecho.
Eleanor lo miró largamente, las sombras del
descuidado jardín jugando sobre su cara. Nunca
demostró miedo. Únicamente tristeza.
—Por favor vete, Hart.
Hart gruñó.
—Aceptaste casarte conmigo. Tenemos un
contrato. Es muy tarde para echarte atrás.
Eleanor sacudió la cabeza.
—No, por favor vete.
Asió fuertemente su brazo. Ella lo miraba
asombrada, y él suavizó su agarre pero no la soltó.
— ¿Qué harás sin mí, Eleanor? No tienes a nadie a
quien acudir, y no tienes nada. Puedo darte todo en el
mundo. Te lo dije, ¿recuerdas?
—Si, pero ¿qué precio pagaría por eso?
Hart perdió su temple. Lo sabía, aún entonces y
a través de los años. Fue por su carácter que lo había
perdido todo. Había sido muy joven y muy seguro de
si mismo y no entendía que no todo el mundo podía
ser intimidado, especialmente no Eleanor Ramsey.
—No eres nada—. Las palabras salieron en un
gruñido. —Eres la hija de un conde empobrecido que
es tan irresponsable que no sabe de dónde viene su
cena. ¿Es eso lo que quieres por el resto de tu vida?
¿Pobreza e idiotez? Si me voy, estás acabada.
Arruinada. Nadie querrá las sobras de Hart
Mackenzie.
Eleanor lo abofeteó. Hart casi ni sintió la picadura,
pero agarró la muñeca de Eleanor nuevamente, ella lo
fulminó con la mirada, sus ojos ardientes.
No dijo nada, no tenía que hacerlo. Se soltó de su
agarre, se le quedó mirando por otro rato, se dio la
vuelta y se fue. Su cabeza alta, su chal y su ligero
vestido ondulando con el viento, Eleanor Ramsey salió
de la vida de Hart.
Hart se sintió caer, caer, caer, en un abismo que
él había excavado.
–Elle— la llamó, su voz agrietada, patética.
Eleanor no se paró y no se volvió. Siguió
caminando sin mirarlo hasta que se perdió en las
sombras del jardín. Hart había puesto las manos en
su cabeza y la vio irse, su corazón le dolía hasta que
pensó que explotaría.
No lo dejó así, por supuesto. Hart trató durante las
siguientes semanas de hacer cambiar de parecer a
Eleanor. Trato de reclutar a Lord Ramsey, únicamente
para encontrarse con que Eleanor le había contado
todo… cada embarazoso detalle.
—Lo siento Mackenzie—, Lord Ramsey le dijo
pesaroso cuando Hart se acercó a él. —Me temo que
debo apoyar a mi hija. Jugaste un mal juego.
Aun con el alegato de Hart de que había tomado la
virginidad de Eleanor no consiguió nada.
—No tendré un hijo—, Eleanor le había dicho
cuando argumentó eso. Ni se había ruborizado cuando
Hart había dejado caer el hecho de que la había
arruinado ante su padre. —Conozco las señales. De
todas maneras no me casaré con otro hombre, así que
no importa, ¿verdad?
Eleanor y su padre, el par de ellos con su
testarudez, su firmeza, su inflexible impasibilidad
escocesa, lo habían vencido.
Final del acto III:
Hart, el villano, se marcha. Nunca regresará.
Acto IV:
Tenía que ser la vida de Hart desde que le dejara
Eleanor, la muerte de su padre, su matrimonio con
Sarah, perderla en un día y a su hijo al siguiente.
Hart que nunca lloraba, se había tirado en el piso de
su recámara y había llorado después de dejar a Sarah y
a Graham descansando en el mausoleo de los
Mackenzie.
Este era el acto V. La heroína regresa para volver
loco al villano.
— ¿Hart?
Eleanor vio a Hart parpadeando por la luz que le
daba en su cara de la linterna que ella llevaba. Sus
manos estaban en las letras cinceladas del nombre de
su hijo, y él se sostenía de ellas como si le fuera su
vida en ello.
Capítulo 17
La mirada de Hart no se enfocó, sus dorados
ojos brillaban húmedos.
—No deberías estar aquí fuera—, dijo. —Hay
demasiada humedad. Volverás a caer enferma.
Eleanor anduvo hasta él. Hart mantuvo sus
manos en la lápida, como si aborreciera dejar de
tocar las letras con sus dedos.
— ¿Qué haces aquí? —preguntó Eleanor. —
Tienes un fantástico fuego en tu dormitorio. Lo sé.
Hart volvió su cara hacia la tumba.
—Tenía miedo.
— ¿De qué? — Hacía mucho frío, lo que hacía
que su brazo le doliera, pero Eleanor no quería dejarle
allí. —Dime.
—De perderte. — Hart se volvió a mirarla con ojos
angustiados. —Te recordaba tirándome el anillo y
diciéndome que me fuera, ¡qué arrogante era!
Eleanor tembló, pensando en ese terrible día y
en lo enfadados que habían estado y lo orgullosos que
ambos habían sido.
—Eso fue hace tiempo.
—No, todavía soy jodidamente arrogante. Debí
haberte enviado a casa cuando viniste a pedirme un
trabajo. Pero, no, me impuse para que te quedaras
conmigo, y casi mueres por ello.
—No todo lo que pasa en el mundo es culpa tuya,
Hart—, dijo Eleanor.
—Sí, lo es. Manipulo el mundo, y luego sufro las
consecuencias. Y otros tanto como yo.
La mirada de Eleanor fue a la encantadora tumba,
donde yacían la tímida Sarah, junto con su diminuto
hijo, Lord Hart Graham Mackenzie, de un día.
—Te culpas de sus muertes también—, dijo
suavemente.
—Por supuesto que lo hago.
—Sarah habría muerto pariendo al hijo de otro—,
dijo Eleanor. —Parece cruel decirlo, pero no era lo
bastante fuerte para tener un bebé. Algunas mujeres
no lo son.
—No quería tener ningún bebé. Lamentó
quedarse embarazada. Lo hizo porque eso era para lo
que la habían educado.
Era cierto. Quizás si Sarah y su hijo hubieran
vivido, Sarah habría cambiado de opinión sobre el
deseo de tener un bebé. Quizás habría comprobado
cuánto podía amar a su hijo, y haber proporcionado a
Hart un atisbo de felicidad.
Hart acarició las letras del nombre del bebé:
Graham.
—A Mac le gusta decir, que somos Mackenzies.
Destrozamos lo que tocamos. Pero este pequeño
Mackenzie… me destrozó.
El corazón de Eleanor se contrajo. Cuando había
recibido la tarjeta ribeteada de negro de Hart con las
formales palabras, Su Gracia, el Duque de Kilmorgan,
lamenta anunciar… había gritado. Gritado por Hart y
por Sarah, y por el niño que nunca crecería. Había
gritado por ella, por lo que no había sido y que nunca
podría ser.
Hart finalmente dejó de acariciar las letras...
—Le sostuve en mis manos—, dijo, mostrándole
sus amplias palmas. —Graham era tan diminuto, y
cabía de sobra en ellas. Le sostuve, y le amé.
—Sé que lo hiciste.
Hart la miró, sus ojos todavía oscuros a la luz
deslumbrante de la lámpara.
—No sabía que yo podía amar así. No lo supe
hasta ese día cuando ese sentimiento apareció. Pero
mirándole, tan pequeño, tan… perfecto. Supe, en ese
momento, que nunca me parecería completamente a
mi padre. Lo había temido y había luchado en contra
de parecerme a él toda mi vida, pero cuando miré a
Graham, supe que estaba seguro de eso. Nunca podría
hacer daño a ese pequeño niño.
Eleanor tocó su brazo, que se sentía como el
acero bajo su chaqueta.
—No.
—Era tan frágil. Habría dado todo lo que tengo
en el mundo para mantenerle seguro. Todo. Pero no
pude—. El dolor en sus ojos la mataba. —No pude
salvarle, Elle. Debería haber sido capaz. Soy un
hombre fuerte, el más fuerte que conozco. Y no pude
salvarle.
Eleanor presionó su frente en su hombro.
—Lo sé, Hart. Lo siento tanto.
Se rió un poco, con amargura.
— ¿Sabes, la gente trató de decirme que la
muerte de Graham era la parte del plan de Dios y que
había ido a un lugar mejor? Casi golpeé a alguien por
decirme eso. Un lugar mejor. Mentira podrida. Le
necesitaba aquí.
—Sí.
—Cuando miré a Graham, vi en lo que me había
convertido. Tú me mostraste parte de la verdad
cuando me abandonaste, pero este pequeño niño me
hizo verme. La parte más negra, más mortífera de mí.
Se calló, pero Hart se quedó contemplando sus
manos, con la cabeza inclinada. Eleanor se colocó
delante y puso su mano ilesa entre sus palmas.
—Vamos a casa—, dijo. —Hace demasiado frío aquí
fuera. Tienes que entrar en calor.
Eleanor llevaba las vendas, pero el herido era él,
pensó Hart mientras retiraba la colcha de la cama
recién hecha de Eleanor.
Bajo el pesado abrigo de Eleanor, llevaba uno
de los viejos vestidos de sarga que había traído con
ella de Glenarden. Vio su ceño fruncido cuando se
quitó el abrigo y sacudió la cabeza.
— ¿Crees que iba a ir por el césped húmedo
vestida de satén? Ese es el problema de los vestidos de
las damas, no son adecuados para vagabundear por la
noche.
— ¿Por qué diablos tenías que vagabundear en
medio de la noche? — Hart le ayudó a sacar su brazo
de la manga. — ¿Querías volver a enfermar?
—Estoy perfectamente bien, muchas gracias, y
te buscaba.
—Me encontraste—. Con el corazón enfermo,
agitado. Se había dado la vuelta para irse. Díselo todo,
le había aconsejado Ian.
Lo lamento, Ian. He tenido bastante sufrimiento
para una noche.
—No quiero hacerte daño—, dijo Hart.
Eleanor se levantó de puntillas y besó sus labios.
—No me lo harás.
¿Lo decía porque confiaba en él, o porque estaba
muy segura de sí misma?
—Te dejaré dormir.
Eleanor presionó otro beso en sus labios.
—No, ven. Duerme conmigo.
Le dejó para caminar hasta la cama. Cerca del
calor del fuego, se desabotonó el vestido y lo dejó caer,
luego se quitó lo poco que llevaba debajo. No se había
molestado en ponerse el corsé ni las enaguas para el
paseo. Su redondo trasero se elevó cuando se agachó
para recoger el vestido del suelo. Le sonrió sobre su
hombro al levantarse.
Dios me ayude.
Hart se quitó su chaqueta y sus enfangados
zapatos al mismo tiempo, casi rasgando la chaqueta
con las prisas. Se quitó el chaleco, la camisa, la
camiseta y los calcetines mientras Eleanor levantaba
las mantas y se metía en la cama. Se recostó sobre las
almohadas con el brazo vendado sobre el edredón, y
miró a Hart quitarse el kilt y dejarlo caer.
Su sonrisa se agrandó con su mirada
desvergonzadamente fija en su desnuda excitación.
Levantó las mantas.
—Acuéstate y entra en calor.
Hart se deslizó a su lado, a su derecha, por
tanto no tocaría sus vendas. Acarició con sus dedos su
suave hombro y besó su piel.
Hacer el amor con ella de forma convencional
podría hacer que le doliera su herida, pero Hart no se
oponía a ser poco convencional. Deslizó su pierna a
través de las suyas, colocándola entre sus rodillas con
facilidad. Besó los labios de Eleanor, besos lentos,
ligeros, disfrutando de su suavidad.
Sabía deliciosa. El fuego iluminaba su piel y su
calor debajo de las mantas le calentaba hasta los
huesos.
—Siéntate—, dijo. Eleanor parpadeó.
— ¿Por qué?
—Preguntas. Siempre preguntas—. Hart besó el
puente de su nariz. —Porque yo lo quiero.
Eleanor le miró exasperada, pero retiró las
mantas y se levantó con cuidado para recostarse
contra el cabecero. Sus pechos llenos, sobresalían
por encima de las mantas. Hart dirigió su dedo sobre
una areola, disfrutando al ver cómo se contraía.
Con una agilidad que Hart no sabía que
todavía poseía, se colocó de rodillas delante de ella.
Le colocó las piernas a su alrededor, luego deslizó las
manos bajo su espalda y la atrajo hacia él. Eleanor dio
un ahogado grito asustado cuando cayó sobre él.
—Apoya tu mano en mi hombro—, dijo Hart. —
No te dolerá el brazo.
Eleanor puso la muñeca vendada en su gran
hombro. Hart movió sus piernas bajo sus muslos hasta
que quedó sentada contra él, pecho contra pecho.
— ¿Cómoda? —preguntó Hart.
—Mucho—. Eleanor pasó su brazo bueno
alrededor y le dio un cálido abrazo.
Hart metió sus manos bajo sus nalgas,
levantándolas levemente, de modo que su necesitada
excitación encontrara la hendidura de ella.
—Estás muy mojada para mí—, dijo.
Se rió, lo que provocó un movimiento contra él
de lo más agradable.
—Estoy sentada a horcajadas sobre el más
glorioso Highlander desnudo.
Hart lamió sus labios mientras la bajaba, su
rígida polla entrando directa en su calidez.
La mordió en el cuello, luego la lamió para
aliviar la mordedura. Quería chupar cada parte de
ella, había imaginado el gusto de sus calientes pechos,
la piel de su garganta, el calor entre sus muslos. Quería
probarla y beber de ella, sin parar.
Suavemente. Ella está herida.
Hart sabía cómo ser suave. Los juegos rudos
tenían su sitio, pero había momentos en que el amor
suave era el mejor.
Quizás un día podrían… Díselo todo.
Eleanor tocó su cara, relajada con el placer,
deslizando sus dedos a lo largo de su mandíbula sin
afeitar. Olió su jabón de lavanda, y su propia esencia
que emanaba de su interior.
Hart empujó en su calor, sintiendo próximo su
final, abrazándola con fuerza.
¡Dios, sí! Los ojos de Eleanor se cerraron, su
cabeza se inclinó hacia atrás mientras agarraba su
hombro con su mano ilesa. Las uñas arañaron su piel,
un pequeño gemido de placer salió de su garganta.
Hart y Eleanor estaban firmemente encajados el
uno en el otro. La piel de Hart hormigueaba y el
pequeño suspiro de Eleanor le avisó de lo que sentía.
Se podría quedar ahí para siempre…
El pequeño movimiento de balanceo era un punto
caliente alrededor del cual Eleanor existía. Era una
sensación exquisita, Hart dentro de ella, sus cuerpos
apretados juntos, las caderas encajadas.
Sus ojos eran oscuros en la débil luz, sus
pupilas dilatadas cuando la pasión le desbordaba. Su
cara relajada perdió su dura máscara habitual, sus
labios se separaron para soltar un ah de satisfacción.
Hart la abrazaba con todo su cuerpo, gotas de
sudor recorrían su piel. Sus músculos eran firmes, era
un placer sentirlos. Exudaba poder, pero sus ojos se
habían llenado de lágrimas al acariciar el nombre del
hijo que había perdido.
Me destrozas, Hart Mackenzie.
En este momento, la miraba atentamente. Como si
quisiera advertirla de que estaba siendo amable ahora,
pero que se contenía. Podría volverse salvaje en
cualquier momento.
El pensamiento la excitó.
—Te siento bien—, susurró.
—Te siento como el fuego, mi perversa esposa.
—Hart lamió su cuello. —Quiero amarte el resto de la
noche y toda la mañana.
Sí. Le quería dentro de ella, quería abrazarle y
que la abrazara, donde todo era seguro y caliente.
Se levantó un poco, empujando más dentro.
—No me dejes hacerte daño—, susurró.
Nunca le había hecho daño. Eleanor le desplazó su
mano buena por la espalda, arañándole ligeramente.
Hart hizo un pequeño ruido en su garganta, y cuando
la miró, todo rastro de su pena había desaparecido.
—Me haces un pecador feliz, Eleanor Ramsay.
Eleanor no podía contestar. Su brazo le dolía, pero
apenas lo notaba, agarrada a Hart, su marido. No tenía
ninguna conciencia de donde estaba, no veía nada, no
sentía nada, excepto a él.
Iba a gritar, pero se quedó ronca cuando Hart
se rió y la llamó su dulce muchacha.
—Eleanor, me deshaces. — Las palabras de Hart se
perdieron en un gemido cuando empujó en su interior,
la abrazó y dejó ir su semilla.
El sentimiento no acabó. Continuó, Eleanor le
exprimía. Hart se balanceaba en su interior,
abrazándola para impedir que se cayera. Encajados en
un sólo cuerpo, uno.
Hart se quedó dentro de ella, mientras se iba
calmando poco a poco, su cara por fin relajada, la
tensión expulsada de su cuerpo. Eleanor sabía que era
una de las pocas personas, que le había visto así, el
Gran Duque escocés relajado.
Hart la besó, con el beso caliente de los
amantes con el que se dan todo el uno al otro. La
sostuvo en sus brazos, lamiendo el rastro de pecas que
bajaban por su cuello, y sintió el rasguño de sus
dientes.
Cuando por fin la recostó en las almohadas,
Eleanor estaba medio dormida. Se retiró, el roce de él
saliendo era casi tan embriagador como había sido al
entrar.
Acomodó a Eleanor a su lado y subió las
mantas suavemente alrededor de ella, Hart le
calentaba la espalda. Su muslo se colocó entre sus
piernas, una fuerza sólida, que tanto la excitaba como
la consolaba. Rodeada por esa comodidad, Eleanor se
zambulló en un profundo sueño.

***

Hart saltó despertándose con un ruido, un


golpe, un suspiro de exasperación y un murmullo de:
—¡Ah, mierda!
Se esforzó para abrir los ojos. La luz del sol
entraba por las ventanas, e iluminaba la caliente
huella que el cuerpo de Eleanor había dejado en el
colchón. Las almohadas guardaban su olor a lavanda,
pero ella no estaba.
Hart levantó la cabeza, sofocando un gemido
cuando sus músculos protestaron. Encontró a Eleanor
al pie de la cama en bata, intentando colocando con
una sola mano algo que parecía un soporte para la
cocina.
Hart se frotó la cara, que raspaba con la barba
de un día.
— ¿Qué demonios haces?
Eleanor tenía una mirada traviesa.
—Montando la cámara de fotografíar. Es un
poco difícil con una mano. ¿Podrías ayudarme?
Hart se sentó. Eleanor sonrió y volvió a su
tarea, como si fuera absolutamente razonable para ella
luchar con una cámara por la mañana después de
hacer el amor con su marido.
— ¿Quieres hacer fotografías ahora? — preguntó.
—La verdad, quería hacerte una de lado en la
cama, destapado, tal como estabas. La luz del sol te
iluminaba y estabas muy guapo. Pero se me cayó el
trípode y te desperté.
— ¿Ibas a fotografiarme mientras dormía?
Parpadeó, como si pensara decir ¿Por qué no?
—No te preocupes. No se las enseñaré a nadie. Son
para mí para mirarlas mientras estés lejos, en Londres,
ganando tus elecciones o luchando en el Parlamento
todo el día. Sé que no te quedarás aquí mucho más
tiempo y tengo que aprovechar todas las
oportunidades que tenga.
Hart salió de la cama. Eleanor, sin preocuparse,
siguió moviendo el trípode, hasta que Hart se lo quitó
de las manos.
—Creí que te habías olvidado de eso.
—No, por supuesto que no. Tengo miedo de ser
esa clase de esposa que impide que su marido se
vaya con una amante. Si ves que soy bastante atrevida
para hacerte fotografías desnudo, quizás no tengas que
volver con una prostituta como tu Sra. Whitaker.
Hart abrió el trípode con un tirón y lo puso en el
suelo.
—Te lo he dicho, no estoy interesado en la Sra.
Whitaker.
—Estarás lejos en Londres a menudo, y eres un
hombre muy apasionado.
—Controlo muy bien mis pasiones—. Excepto
cuando estoy contigo. —No pienses eso de mí, no soy
un joven arrastrado por sus deseos. Y no tengo la
intención de dejarte aquí mientras estoy en Londres.
Viajarás conmigo dondequiera que vaya.
—Ah—. Pareció sorprendida. — ¿Si?
—Sí. Por eso me casé contigo. — Para mantenerte
a mi lado, pase lo que pase.
—Entiendo. Supongo que parecerás un estable
hombre casado si tu esposa siempre va cogida de tu
brazo.
—Esa no es la razón que tenía en mente, pero
piensa lo que quieras. Puedes colocar en su sitio la
cámara.
Eleanor abrió la caja de caoba y sacó la cámara.
—Encuentro las cámaras portátiles perfectas para
usar en los bosques, como cuando la usábamos mi
padre y yo, pero cuando hago un retrato prefiero un
trípode, así no muevo la imagen por accidente. ¿No
estás de acuerdo?
—Elle—. La mano de Hart agarró su muñeca
sana. —Te dije mis condiciones. Sólo si yo te hago
fotografías a ti.
—No puedes hacerme fotografías mientras mi
brazo está en un cabestrillo. Sería ridículo. Ahora, la
luz es muy buena, y debemos aprovecharla.
—Eleanor.
— ¿De qué tienes miedo, Hart? Eres un
hombre guapo con un cuerpo hermoso, y deseo
fotografiarte. Es lo mismo que cuando mi padre
encuentra un espécimen perfecto de una seta. No tiene
importancia pero debe registrarla para la posteridad.
O al menos para su propio placer. Además, a menudo
se come la seta. Por favor, vuelve a la cama. He
cargado la primera placa y estoy preparada.
Nunca supo cómo diablos le convenció. Se
encontró en la cama con las manos detrás de la cabeza,
mientras Eleanor probaba la luz, miraba
detenidamente por la cámara y probaba la luz otra
vez. Le estudió un momento, con los labios fruncidos,
entonces recogió su falda escocesa del suelo y le cubrió
con ella las caderas.
Volvió a mirar detenidamente por la cámara.
—Excelente. Por favor, no te muevas.
Hart contuvo la respiración, sabía que un solo
movimiento causaría un efecto borroso, cuando se
abrió la cortinilla para dejar pasar la luz. El obturador
se cerró otra vez. Eleanor sacó la placa, la dejó a un
lado y puso otra.
—Fuera de la cama ahora, creo.
Hart sonrió.
—Mi esposa, en bata, fotografiándome en su
dormitorio. Decadente.
—Creo que me gustaría una imagen de tu
espalda— , dijo, sin hacerle caso.
Hart tiró el kilt y fue hasta la ventana. No era tan
amplia como las ventanas de su dormitorio, pero
prefería estar aquí, en la habitación de Eleanor. Era
más acogedora que la magnífica habitación en la que
él dormía. Tal vez él se trasladaría allí, en vez de
llevarla a ella a su cuarto.
Puso sus manos a ambos lados del marco de la
ventana, dándole la espalda. Por favor Dios, no dejes
que nadie salga a dar un paseo tan temprano por la
mañana.
—Encantador—, dijo Eleanor. —Quédate ahí.
Oyó el chasquido del obturador y el suspiro de
Eleanor de placer.
— Otra, creo. — Más movimientos al cambiar la
placa.
Eleanor miró la lente de la cámara y casi se
atragantó. Hart estaba de pie en un rayo de sol, que
hacía que todo su cuerpo desnudo resplandeciera. Era
toda una demostración de fuerza. Los músculos bien
definidos de sus hombros, se suavizaban en la
espalda hasta formar un agradable triángulo en sus
caderas. Sus nalgas eran apretadas y delgadas, un
complemento perfecto para sus fuertes muslos y
pantorrillas. Incluso le gustaban sus talones.
Hart se giró sobre su hombro, los brazos se
juntaron con el movimiento, sus ojos parecían más
dorados a la luz del sol.
—Date prisa, dispara. Creo que el guardabosque
baja a dar un paseo.
—Perfecto. No te muevas, por favor.
Eleanor contuvo el aliento mientras quitaba la
cortinilla. Hart era un dios dorado, un Highlander de
los antiguos, que venía para llevársela. El viejo
Malcolm Mackenzie debía haber sido más o menos
igual, un aguerrido luchador, guapo, que tenía
veinticinco años en la batalla de Culloden. Se había
fugado con su amante antes de la batalla, con la señora
Mary Lennox, raptándola debajo de la nariz de su
familia inglesa. Como todos los Mackenzie, decidían lo
que querían y lo cogían, incluso en medio de una
guerra. Por las historias que Eleanor había oído, el
suyo había sido un matrimonio salvaje y apasionado.
Eleanor sacó la placa ya expuesta de la cámara y
cogió la siguiente. Hart se alejó de la ventana con
prisas.
—Está abajo el guardabosque. Hagamos las
otras lejos de la ventana, por favor.
Eleanor quiso reírse. Parecía nervioso, y recordó
cómo había expresado su preocupación porque su
cuerpo ya no la complaciera. Pobre Hart.
—Muy bien, entonces. Decide dónde.
Hart se quedó de pie indeciso, con la ceja
levantada, inclinó un poco la cabeza mientras pensaba,
su perfecto cuerpo relucía con el sudor. Eleanor
disparó de nuevo.
Hart alzó la vista rápidamente.
—No estaba preparado.
—No importa. Era una imagen encantadora.
Hart comenzó a reírse. Ah, allí estaba, la sonrisa,
el hombre pecador de las fotografías antiguas, el
hombre con el que se había acostado en la glorieta y
que la había enseñado a no temer la pasión.
—Bien, descarada. ¿Y así?
Hart se sentó en el banco que había a los pies
de su cama, dobló sus brazos y extendió las piernas.
—Ah, sí.
Las primeras fotos que había tomado tendrían un
toque artístico, un hombre desnudo a la luz del sol.
Ésta sin embargo sería descaradamente erótica.
Hart Mackenzie estaba desvergonzadamente
desnudo, su excitación era obvia, su sonrisa
desafiante. Intentaba provocarla, que se ruborizara, y
que al estar nerviosa no fuera capaz de disparar.
Eleanor estudió detenidamente la longitud de su
polla tiesa y quitó el obturador.
—Otra así—, dijo, ya caliente. —Quizás apoyándote
contra la pared.
Hart se levantó y se paseó a través del cuarto. Se
inclinó en un espacio en blanco de la pared cerca de
la puerta, dobló sus brazos otra vez. Su polla sobresalía
erecta.
—Quédate ahí. — Eleanor acercó la cámara, la
colocó y cogió una placa. —Debo hacer más.
Hart se rió. Eleanor le captó así con el siguiente
disparo, riéndose con auténtica alegría, su cuerpo
expuesto para su deleite.
—Excelente. Ahora una con la falda escocesa.
Hart le dejó que hiciera tres fotografías más.
En dos estuvo de pie desnudo sin la falda, para la
tercera, Hart recogía los pliegues del kilt sobre su
abdomen mientras que Eleanor le fotografiaba de
perfil.
—Ahora otra—, dijo Eleanor.
Hart gruñó. Dejó caer la falda escocesa, fue hacia
ella, enganchó su brazo alrededor de su cintura y la
apartó de la cámara.
—Ya no más.
—Pero tengo siete placas más.
—Guárdalas.
Hart la levantó del suelo, desató rápidamente
las cintas que mantenían su bata cerrada. La puso en
la cama y le quitó la bata, teniendo cuidado con su
brazo dañado. Cuando la tuvo debajo de él desnuda,
sonrió y la dejó sin respiración.
Hart se alzó sobre Eleanor, acariciando con la
nariz la línea del nacimiento de su pelo, y luego
bajando por todo su cuerpo. Ella esperaba que
separara sus piernas y entrara en ella, pero en lugar
de eso, la probó.
Lamió entre sus pechos, después agarró con los
labios uno de sus pezones. El fuego surgió en el punto
en que él chupaba. Hart le dedicó al otro pecho la
misma atención, después fue besando toda su piel
bajando por el abdomen, lamió su ombligo y siguió
bajando por sus muslos. Los separó, besó la piel suave
por dentro de una y otra pierna, luego colocó su boca
sobre su pequeña baya apretada.
Nunca había hecho esto antes. Eleanor jadeó
con el placer salvaje que le daba. La vista de Hart
chupándola, con los ojos cerrados, despeinado, hizo
que se volviera loca de pasión. Su caliente lengua, la
volvía loca. Tenía que detenerse, pero Hart no se
detenía. Apoyó sus manos en su cadera, la abrió para
él y bebió de ella.
—Hart…
Más palabras salieron de su boca, pero todas eran
incoherencias. Se meció en el colchón, mientras su
lengua seguía torturándola. Eleanor trató de alejarse,
pero él la sostenía con fuerza. Se mantuvo chupando,
lamiendo, haciendo que se volviera loca de placer.
Justo cuando Eleanor creyó que moriría del
deseo, Hart apartó su hermosa boca, se deslizó sobre
su cuerpo y entró en ella.
La llenaba ahora, su guapo Highlander
desnudo.
Se reía de ella al mismo tiempo que le demostraba
cómo de bueno podía ser el placer.
Sus golpes eran fuertes, su mano en su hombro
la dominaba, pero con suavidad, asegurándose de no
hacerle ningún daño, incluso cuando se aproximaba a
su clímax.
La combinación de él siendo rudo y cuidadoso al
mismo tiempo provocó en Eleanor una nueva espiral
de placer. El éxtasis que se inició donde estaban
encajados, se extendió por todo su cuerpo.
Gritó al sentirlo y Hart se unió a su grito.
—Elle, mi Elle—, canturreó cuando se pararon.
—Dios Mío, me conviertes en un salvaje.
Tú me haces entender el amor, pensó Eleanor,
entonces el mundo entero desapareció excepto su
marido que yacía con ella a la luz del sol.

***

Hart y Eleanor revelaron las fotografías juntos,


en un cuarto oscuro que Mac había construido
cuando había experimentado con el arte de la
fotografía. Mac había decidido que, aunque la
fotografía tenía sus méritos, prefería dar pinceladas en
un lienzo y había vuelto a eso.
Hart llevó a Eleanor y su pila de placas al cuarto
oscuro, cerró con llave la puerta y la miró mientras
revelaba competentemente las imágenes de las placas
secas. Una tras otra, las fotografías de Hart surgieron,
su cuerpo en plena luz del sol o tímidamente
escondido detrás del kilt. Parecía un perfecto idiota, y
le hizo reírse. Eleanor no le hizo caso y siguió
revelando. Terminó con la última placa, miró a Hart
que sostenía firmemente su falda delante y se mostró
satisfecha con el resultado.
—Bien—, dijo Hart. —Ahora que tienes nuevas
fotografías para tu diario, destruirás las viejas.
Eleanor se limpió las manos.
—Mmm, quizás. Todavía no las he encontrado
todas. Seguiré mi búsqueda.
Hart se colocó delante de ella.
—No.
— ¿Por qué no? Fueron los Fenianos los que
quisieron matarte, no tuvo nada que ver con las
fotografías. Supongo que el Sr. Fellows está ya en
Londres, persiguiéndoles. A los Fenianos, quiero decir,
no a las fotografías. Las fotografías no son peligrosas y
estoy decidida a encontrarlas.
Por toda respuesta, Hart apretó sus brazos a su
alrededor y le mostró que las mesas del cuarto oscuro
se podían usar algo más que para trabajar con la
cámara.
***

El mundo real, lamentablemente, se interpuso


en la recién descubierta la felicidad matrimonial de
Eleanor, y Hart volvió a su estudio y a su búsqueda
para atraer a cada político del otro bando.
Eleanor estaba muy ocupada. Ahora que era la
Duquesa de Kilmorgan, su correspondencia se había
multiplicado hasta ser como una montaña,
amontonándose más y más, mientras había estado
enferma.
Hizo que Maigdlin y un lacayo llevaran todas sus
cartas a la pequeña sala de su dormitorio, y se sentó
en el escritorio, para clasificarlas en montones,
tratando de olvidarse del sordo dolor que la curación
de su brazo le producía.
Recibió muchas cartas de felicitación por su
boda, junto con deseos de que se repusiera pronto, y
por supuesto, una pila creciente de invitaciones. En
medio del montón, Eleanor encontró un sobre
bastante grueso del papel de escribir, que ahora le
resultaba familiar.
Su corazón se aceleró cuando rasgó el sobre y
desplegó el papel de dentro. Dentro había un pequeño
bulto envuelto en tela y atado con una cinta blanca.
Eleanor rápidamente deshizo la cinta y desdobló el
papel, cinco fotografías de Hart Mackenzie desnudo
cayeron en su mano.

Capítulo 18
Eleanor extendió las fotografías sobre su
escritorio. La carta que iba doblada con ellas, era
puntualmente corta, y estaba mal escrita:

Muchas feliciones por su boa de alguien que la


quiere bien.

Había querido escribir felicitaciones. Otra


indicación de que estaba poco pulida y tenía sólo una
educación básica.
Eleanor tenía ahora las veinte fotografías. Otra vez
llegaron sin amenazas, sin demandas de dinero, nada.
Envolvió de nuevo las fotografías con la carta, volvió a
su dormitorio para guardar el paquete dentro de su
diario, y fue en busca de Ian.
Le encontró en la magnífica terraza que se
extendía a través de la fachada trasera de la casa. Ian
estaba sentado con las piernas cruzadas en medio
del suelo de mármol, jugando a la guerra con su hijo.
Es decir Ian colocaba las figuras de los soldados de
madera tallada, y Jamie los derribaba alegremente.
—Pienso que la Batalla de Waterloo hubiera
terminado rápidamente si Jamie hubiera estado allí—,
dijo Eleanor.
Jamie cogió a un general francés, se metió la
mitad en la boca y anduvo como un pato hasta
Eleanor. Ian le detuvo con suavidad y le sacó el mojado
soldado de la boca. Eleanor se sentó en el banco de
mármol más cercano.
—Ian, necesito que me digas el nombre de
todas las señoras que vivieron en la casa de High
Holborn de Hart.
Ian secó al soldado en su falda escocesa mientras
Jamie trepaba hasta sentarse al lado de Eleanor. Ian
puso su gran mano en la espalda del niño, para evitar
que se cayera.
—Sally Tate, Lily Martin, Joanna Brown, Cassie
Bingham, Helena Ferguson, Marion Phillips…
—Espera—. Eleanor cogió el cuaderno que
llevaba y comenzó a escribir con su lápiz. —Déjame
que los escriba. Jamie tirando del lápiz dificultó la
escritura, pero Eleanor logró comenzar la lista de
nombres. —Continúa.
Ian siguió, nombrando a cada una. Eleanor
preguntaba y anotaba lo que hacían en la casa, algunas
eran prostitutas, otras criadas, otra era la cocinera.
Todos habían vivido con Angelina Palmer en algún
momento, algunas se quedaron sólo unos días.
— ¿No sabrás dónde están ahora cada una de
ellas, verdad?— preguntó, tomando notas.
Ian, siendo Ian, lo sabía. Jamie cansado de
tirar del lápiz de Eleanor se bajó del banco. Ian le
sostuvo, luego le vigiló mientras con pasos inestables
en la terraza, iba recogiendo los soldados caídos.
Varias de las mujeres habían muerto, dijo. La
mayoría todavía vivían en Londres, aunque una se
había casado y emigrado a América. Muchas se habían
casado, por lo visto. Por otra parte, tres vivían en
Edimburgo. Una todavía era una cortesana que vivía
con su protector, otra era una criada en una casa
grande, y otra se había casado con un ex-protector.
Eleanor apuntó todo, sin preguntar a Ian cómo
sabía todo eso. No tenía ninguna duda de que todo lo
que le dijo era exacto. Las cartas habían sido enviadas
con toda probabilidad desde Edimburgo, y a
Edimburgo iría.
—Gracias—, dijo.
Ian, viendo que Eleanor había terminado con las
preguntas, se concentró totalmente en su hijo. Eleanor
los miró, jugando felices a la luz del sol de abril, Ian y
Jamie volvían a jugar con los soldados otra vez, Ian
tirado sobre su estómago mientras Jamie caminaba
alrededor de su gran padre.
Cuando Jamie se cansó, Ian se sentó y dejó a
Jamie subirse en su regazo cubierto con el kilt. Ian
abrazó a su hijo, y Jamie se durmió, Ian miraba
fijamente hacia abajo con un amor tan intenso que
Eleanor silenciosamente se levantó y los dejó en paz.
Eleanor encontró muy fácil conseguir que ella y
Hart, unos pocos días más tarde, fueran invitados a la
casa de Edimburgo donde trabajaba ahora una de las
antiguas criadas de High Holborn. Una mujer llamada
Lady McGuire había contratado a la criada. Eleanor
supo que ella y Hart, eran la pareja más solicitada de
toda Escocia, y habían sido invitados a la siguiente
gran velada de Lady McGuire.
Eleanor había coincidido con Lady McGuire
muchas veces. Era la esposa de El McGuire, el laird
del clan McGuire, aunque Lady McGuire había
comenzado siendo la hija de un vizconde inglés, criada
en la alta sociedad en Londres. Por lo que todos decían
Lady McGuire adoraba a su marido highlander, y sus
fiestas en Edimburgo se habían hecho famosas.
Era una mujer de buen corazón, una buena
amiga de la difunta madre de Eleanor. A Eleanor le
gustaba bastante. El por qué de que Lady McGuire
hubiera contratado a una criada de un burdel estaba
por ver.
Hart y Eleanor bajaron ante la casa de Lady
McGuire en Edimburgo, pisando la alfombra que un
lacayo había extendido desde el carruaje hasta la
entrada. La calle entera se detuvo para observar el
elegante carruaje, los espléndidos caballos, y al
hombre más famoso de Escocia y a su nueva esposa,
que hacían su primera salida juntos.
Lady McGuire estaba ocupada arriba con sus
invitados, y una criada rechoncha con el pelo muy
negro cogió el abrigo de Eleanor en el tranquilo pasillo
de abajo. Cuando la criada pasó por delante de Hart,
este se detuvo, le sonrió y le hizo un guiño
desvergonzado. La criada se sonrojó, pero le sonrió
cálidamente y se giró para marcharse.
Eleanor abrió la boca para preguntar sobre qué iba
todo eso, pero Hart ya se había dado vuelta para
saludar a algunos de sus amigos, y subía con ellos.
Maigdlin la había arrastrado hasta un cuarto donde
podían componer cualquier desperfecto que hubiera
causado en el pelo o en el vestido, el corto viaje desde
la casa de Isabella en Edimburgo.
Antes de que Eleanor pudiera decidir cómo se
sentía ante el evidente intercambio entre Hart y la
criada, la propia criada entró en el apartado cuarto,
fue directamente a Eleanor, e hizo la reverencia de
una perfecta criada.
— Su Gracia.
Maigdlin la fulminó con la mirada como una osa
preparada para defender a su pequeño.
—Descarada. No puedes hablar a una duquesa sin
su permiso, eres una ignorante. ¿Qué quieres?
—Está bien, Maigdlin—, dijo Eleanor
rápidamente.— ¿Eres Joanna Brown, verdad? De la
casa de High Holborn.
La criada hizo otra reverencia.
—Sí, Su Gracia—. Tenía acento inglés, de algún
sitio de los barrios bajos de Londres, pensó Eleanor.
— ¿Sé que es tremendamente atrevido, pero podría
hablar con usted? ¿En privado?
Maigdlin miró a Joanna con enorme desdén, pero
Eleanor levantó su mano para tranquilizarla.
—Por supuesto. ¿Maigdlin, podrías esperar fuera
de modo que no seamos molestadas?
Maigdlin se sentía obviamente ultrajada, pero
recogió velas, hizo una rígida reverencia, y se
encaminó hacia la puerta, decidida a demostrar a
Joanna que al menos una de las dos, tenía modales.
En efecto, si Eleanor hubiera sido una persona
quisquillosa con las reglas, podría hacer despedir a
Joanna por dignarse acercarse a ella, sin mencionar
hablarle. Pero a Eleanor nunca le habían importado
demasiado las reglas, sobre todo si se interponían en
su camino.
—Lo siento, Su Gracia—, dijo Joanna tan pronto
como estuvieron solas. —Pero sé que usted vio el
guiño, y quería explicárselo, antes de que sacara
conclusiones incorrectas.
Eleanor la miró. Joanna tenía el pelo negro y
los ojos azules y no era demasiado mayor, unos treinta
años como mucho. Tenía una sonrisa encantadora, y
sus ojos centelleaban cuando sonreía.
—Bien—, dijo Eleanor. —Pero antes, debo
preguntarle. ¿Qué sabe usted sobre unas fotografías?
La sonrisa de la criada se hizo más ancha.
—Muchas cosas, Su Gracia. ¿Usted las recibió,
entonces?
Eleanor se quedó congelada.
—¿Usted ha estado enviándome las fotografías?—
Pensó en las cartas mal escritas, siempre con la
despedida: De alguien que la quiere bien. Esas
palabras procedían de la cálida mujer que ahora estaba
delante de ella. —¡Dios mío!—, dijo Eleanor. —
Realmente me condujo a una divertida persecución.
¿Por qué me las envió?
Joanna hizo una reverencia otra vez, como si
no pudiera concentrarse.
—Porque yo sabía que ellas la llevarían hasta él.
Y mire, ahora que se han casado, él parece estar
mucho mejor, ¿verdad? Ahora sobre aquel guiño, Su
Gracia, eso no significa nada. Hace eso porque es un
hombre de buen corazón. Es una especie de clave, una
broma entre nosotros, de verdad.
—Una broma—. Era la primera vez que Eleanor
recordara, que alguien se refería a Hart como un
hombre de buen corazón. — ¿Qué tiene que ver con
las fotografías?
¿Había dicho Hart a Joanna que se las enviara?
Podría haberlo hecho, para confundirla, gastarle
una broma y al mismo tiempo fingir que no tenía
nada que ver con ellas. Hart Mackenzie tendría que
dar una buena explicación.
—No, no—, dijo Joanna. —Son dos cosas
separadas. Si me escucha, Su Gracia, se lo explicaré.
Eleanor asintió con la cabeza, conteniendo su
impaciencia.
—Sí, en efecto. Por favor hágalo.
—Culpe mi atrevimiento a mi educación, Su
Gracia. Crecí en Londres, en la parte este, cerca de los
muelles de Santa Katherine. Mi padre era un gamberro
y un holgazán y a mi madre no le importaba nada,
éramos pobres como las ratas. Decidí que yo limpiaría
y aprendería modales y sería una criada en una casa
de Mayfair, tal vez hasta la criada de una señora. Bien,
no tenía formación, ni referencias, estaba verde. Pero
hacía todo lo posible, y fui y contesté un anuncio para
un trabajo. El nombre de la señora que me contrató
era Sra. Palmer.
—Ah, querida—. Eleanor se imaginó lo que
seguía. — ¿Usted no sabía que ella era una proxeneta?
—Nah. ¡Dónde yo vivía, las chicas malas eran
evidentes, se contoneaban exageradamente por las
calles y eso, y hablaban muy mal y daban voces! Pero
la Sra. Palmer hablaba suavemente y bien, su casa era
muy grande y tenía muchas cosas muy raras. Yo no
sabía entonces que las prostitutas podían ser ricas, y
el pensar en colocarme me impidió pensar bien. Pero
sólo hasta que me llevó a un dormitorio, estaba allí
otra señora y lo que me dijeron que querían que yo
hiciera, le haría desmayarse, Su Gracia. Podía haber
crecido en la calle, pero me enseñaron a diferenciar al
menos el bien del mal. Entonces dije que no lo haría,
sin importarme lo que me pegaran, y luego Madame
Palmer me agarró y me cerró con llave en un cuarto.
Las manos de Eleanor se apretaron en puños, la
compasión que había sentido por la Sra. Palmer, había
disminuido con lo que la mujer le había hecho a
Beth, y seguía disminuyendo.
—Lo siento. Continúe.
—Bien, Madame Palmer me soltó más tarde esa
noche. Dijo que tenía que prepararme, porque venía
el señor de la casa. Yo creía que quería decir su
marido, y no podía imaginar qué clase de hombre se
casaría con alguien como ella. Así que me lavé, me
peiné y me puse un vestido nuevo con cofia, dijo que
tenía que llevar las cosas de té al salón. Bueno, no
pareció tan malo, y tal vez la Sra. Palmer se
comportaría delante de su marido. La cocinera
preparó la bandeja, me aseguré que estuviera todo
bonito y la llevé en el salón. Y él estaba allí.
Eleanor no tuvo que preguntar a quién se
refería. Hart Mackenzie, extraordinariamente guapo,
arrogante, irresistible.
—Él era el señor más guapo que había visto
nunca, y obviamente muy rico. Me quedé allí de
pie en la puerta, que estaba abierta, mirándole como
una tonta. Él me miró, como si pudiera verme por
dentro y por fuera, y se supone que la gente como él ni
siquiera nota a los criados. Yo debería ser invisible,
pero él me miró un buen rato. Entonces se sentó en el
sofá, y la Sra. Palmer se puso a su lado, revoloteando
y gorjeando como una colegiala locamente
enamorada. Ella me dijo que pusiera la bandeja en la
mesa que estaba delante de ellos, pero estaba muy
nerviosa. Estaba segura de que dejaría caer toda la
vajilla, y que luego me reñirían. Madame Palmer se rió
y le dijo: Mira lo que te he traído. Al principio, creía
que ella se refería al té, entonces me di cuenta que
hablaba de mí.
Eleanor recordó la confesión de la Sra. Palmer,
con angustia en su bonito rostro, de que ella había
contratado a otras mujeres para Hart, cuando temió
que él se hubiera cansado de ella. Pero Joanna no era
una prostituta, sólo una joven ingenua que intentaba
mejorar su vida. La compasión de Eleanor por la
fallecida Sra. Palmer disminuyó todavía más.
—Puedo decirle a usted, Su Gracia, que casi dejé
caer todas las cosas del té—, dijo Joanna. —Sentí como
un golpe cuando me di cuenta de que la Sra. Palmer
me había contratado para ser una puta para su
marido. Yo todavía creía que él era su marido, sabe
usted. Quise gritar, o salir corriendo de la casa, o hasta
ir a la policía. Pero Madame Palmer me sujetó y
susurró en mi oído: Es un Duque. Haz lo que te dice,
o puede hacer que las cosas se pongan muy feas para
ti. Estaba aterrorizada. La creí, porque los aristócratas,
hacen todo lo que desean, ¿verdad? Conocía a un
chaval que era el lacayo de uno, y se ganaba una paliza
cada vez que el señor se enfadaba, sin importar, que el
enojo no fuera con el lacayo en absoluto. Estaba
segura de que la Sra. Palmer decía la verdad, y puedo
decirle que estaba temblando.
»Y luego Su Gracia, me miró otra vez y le dijo a
la Sra. Palmer que saliera del cuarto. Se fue,
enfadada, pero pude darme cuenta de que cuando ese
señor chasqueaba los dedos, Madame Palmer saltaba.
De todos modos, salió y cerró la puerta. Y ahí estaba
Su Gracia, sentado en el sofá, mirándome. Usted sabe
como lo hace. Fijamente, como si lo supiera todo sobre
una, cada secreto que alguna vez tuviera, y sobre los
cuales uno no tenía noticia hasta entonces.
Eleanor realmente lo sabía. La penetrante mirada
dorada, la calma, la convicción de Hart de que
dominaba a cada uno que se pusiera delante.
—En efecto.
—Así que, allí estaba yo. Bueno, Joanna, no puedes
escapar de esto, pensaba. Vas a ser una muchacha de
mala reputación y nunca conseguirás un buen puesto
otra vez. Iba a ser una puta el resto de mi vida, y ese
sería mi final. Su Gracia sólo me miró, y luego me
preguntó mi nombre. Se lo dije, no estaba
acostumbrada a mentir. Entonces me preguntó de
dónde venía, y si ese era mi primer trabajo, y por
qué había aceptado un trabajo con la Sra. Palmer. Le
dije que no había oído hablar sobre Madame Palmer
hasta que llegué a la casa. Pareció enojado, muy
enojado, pero de alguna manera sabía que no estaba
enojado conmigo. Su Gracia, me dijo que esperara, fue
al escritorio y sacó una hoja, se sentó y escribió algo.
Yo estaba allí con las manos vacías sin tener ni idea
de lo que iba a hacer. Terminó y se acercó, me dio la
carta doblada. Toma esto es para una señora que
conozco en South Audley Street, dijo. He escrito la
dirección en el frente. Sal de esta casa, busca un
coche de punto y que te lleve allí. Dile al ama de
llaves de la casa en South Audley Street que le de la
carta a la señora, y no dejes que te haga volver aquí.
Me dio unos chelines, no quería cogerlos pero me
dijo que eran para el coche. Me dijo que no subiera a
buscar mis cosas, que me las enviarían.
»Estaba un poco preocupada de a dónde, un
hombre como él, me enviaba, pero me miró
severamente y dijo, Es una señora, Lady McGuire, una
verdadera señora con un corazón sensible. Ella
cuidará de ti. Comencé a llorar y a darle las gracias
por haber sido tan amable. Él puso un dedo en sus
labios y se rió de mí. Usted ha visto la sonrisa de Su
Gracia. Parece la luz del sol después de un día mojado.
Y dijo, nunca olvidaré sus palabras exactas, No le digas
nunca a nadie que soy amable. Eso arruinaría mi
reputación. Sólo lo puedo saber yo, y ahora tú. Será
nuestro secreto. Entonces me guiñó un ojo, como lo
hizo cuando entró esta noche.
»No estaba segura, ni siquiera entonces, porque
nunca había oído hablar de esa Lady McGuire. Podría
ser todo un juego extraño que él jugaba conmigo.
Pero hice lo que me dijo. Hasta vino conmigo por el
pasillo y hasta la puerta principal. Debería haber
salido por la puerta trasera, siendo una criada, pero
me dijo que no quería que pasara por la cocina. La Sra.
Palmer salió mientras bajábamos la escalera. Él me dio
un pequeño empujón hasta la puerta principal, y
entonces se volvió. Estaba muy enfadado. Le gritó a
Madame Palmer cosas terribles, le preguntó que qué
pasaba con ella, que si le creía tan depravado como
para desvirgar a una inocente. La Sra. Palmer gritaba
y gritaba detrás de él, y le decía que yo no era
inocente, que era mentira, porque me lo había
preguntado. Salí corriendo de aquella casa y dejé que
la puerta se cerrara con un golpe detrás de mí,
entonces ya no escuché más.
»Entonces, pude haber cogido los chelines y haber
ido a cualquier parte que hubiera querido, pero decidí
coger el coche hasta South Audley Street y entregarle
la carta a Lady McGuire por si acaso—. Joanna
extendió sus manos. — Y aquí estoy.
La historia sonaba a Hart. Tenía una sensibilidad
asombrosa sobre la gente, que parecía necesitar que
le echaran una mano y que tenía que ser vigilada. Así
era cómo él había logrado llegar tan lejos, pensaba,
desde que era un chaval al que su padre golpeaba,
hasta ser un hombre que sabía cuándo y con quién ser
amable.
—Todavía no le he contado todo—, dijo Joanna.
—La siguiente vez que vi a Su Gracia, él respondía a
una llamada de Lady McGuire, que es una buena
señora, como me dijo. Cuando cogí su abrigo, fui a
decirle algo, pero volvió a ponerse un dedo en los
labios y me hizo un guiño. Le devolví el guiño cuando
se marchaba. Se ha convertido en nuestro código,
para mí como si le diera las gracias, para él por
guardar en secreto su buena acción. Hasta ahora nadie
vio la señal, excepto usted, esta noche. Supuse lo que
iba a pensar siendo su esposa. Quise explicárselo todo
para que no pensara mal. Estoy casada ahora—,
terminó Joanna orgullosamente, — y tengo un niño de
cinco años, que me trae por la calle de la amargura.
Eleanor se quedó quieta después de que Joanna
terminara, repasando la historia detenidamente.
— No me has explicado nada de las fotografías.
¿Cómo las conseguiste? ¿Te las dio el propio señor
Hart?
— ¿Su Gracia? No. No sabe nada sobre ellas. Me
llegaron hace aproximadamente cuatro meses,
alrededor de la Navidad.
— ¿Cómo te llegaron?
—Por correo. Un pequeño paquete lleno de ellas,
y le debo decir, que me sonrojé cuando lo abrí.
Venía con una nota que me pedía que se las
reenviara a usted.
Los ojos de Eleanor se estrecharon.
— ¿Una nota de quién?
—Nunca lo supe. Pero me decía que se las enviara
una o dos cada vez, comenzando en febrero. Sabía
quién era usted, todo el mundo lo sabe, y creía que no
haría ningún daño. Su Gracia siempre parece tan
triste, y pensé que tal vez usted iría a verle y le
mostraría las fotos y le haría sonreír. ¿Y ve? Se casó
con él.
— ¿Pero y las otras? —dijo Eleanor, sin poder
controlar su curiosidad. — ¿Por qué las vendiste a una
tienda en el Strand?
Joanna parpadeó.
— ¿Otras? No sé nada de ninguna otra. Me
enviaron ocho, las que le he reenviado a usted.
—Ya veo. — Eleanor pensó en la secuencia de
acontecimientos. Hart había proclamado su intención
de tomar una esposa a su familia en Ascot el año
pasado en junio. Enviaron a Joanna las fotografías en
Navidades, para que comenzara a enviárselas a
Eleanor en febrero.
Eleanor corrió a Londres para ver a Hart, Hart
comenzó su juego de seducción, y Eleanor ahora era
su esposa.
¿Planeado por Hart desde el principio hasta el
final? Él era lo bastante retorcido como para hacerlo.
— ¿Cómo sabe usted que Su Gracia no le envió las
fotografías?
Joanna se encogió de hombros.
—La letra era diferente. Había visto la carta que le
escribió a Lady McGuire.
Hart podría ser bastante astuto para recordar la
nota, quizás consiguiera que alguien le escribiera la
carta, sin decirle a esa persona sobre qué iba todo.
Eleanor debería interrogar a Wilfred.
—¿Cómo supiste que yo había ido a Londres?—
preguntó. —La segunda fotografía me llegó allí,
estando en su casa.
—Por Lady McGuire—, dijo Joanna. —Ella
conoce a todo el mundo. Sus amigos en Londres le
escribieron contándole que usted estaba en Londres,
usted y su padre, eran invitados de Su Gracia en
Grosvenor Square. Yo servía el té una tarde cuando
Lady McGuire, le leyó la carta en voz alta a su marido.
Quienquiera que hubiese enviado las fotografías a
Joanna, permanecía siendo un misterio, aunque
quizás no fuera tal misterio. Hart podría ser
absolutamente inocente, pero amaba tanto dirigir una
situación para que acabara como él quería, que
Eleanor no podía por menos de sospechar de él. El
hombre que la volvía loca. Pero Hart se caracterizaba
por volver loca a la gente.
—Gracias, Joanna—. Eleanor se puso de pie, tomó
las manos de Joanna, y besó la mejilla de la asustada
mujer. Metió la mano en su bolso y sacó unas monedas
de oro.
Joanna levantó las manos.
—No, Su Gracia, usted no tiene que darme nada.
Yo lo hice por él. Y por usted. Él necesita a alguien que
le cuide. ¿Verdad?
—No seas tonta. Ahora tienes un pequeño—.
Eleanor cogió la mano de la criada y puso las monedas
en ella, entonces la besó en la mejilla otra vez. —Dios
te bendiga.
Salió rápidamente del cuarto, dejando allí tanto a
Maigdlin como a Joanna cuando se fue en busca de
su marido.

***

Hart se apartó de un grupo de hombres que


hablaban en contra de la Ley para la Autonomía de
Irlanda, decían que los irlandeses eran demasiado
estúpidos para tomar decisiones por ellos mismos, y
se dirigió hacia el salón de juegos. Su tensión aumentó.
Las cartas, con sus juegos de números y
probabilidades le calmarían. Entendió por qué a Ian
le gustaba sumergirse en combinaciones matemáticas,
había una pureza en los números que aliviaba la
mente.
Él oyó los suaves pasos de Eleanor detrás, y
escuchó su voz clara.
—Eres un fraude, Hart Mackenzie.
Hart se dio vuelta. Eleanor y él estaban solos en el
pequeño pasillo. Las risas, las voces masculinas, y el
humo flotaban a la deriva desde el salón de juegos del
fondo.
— ¿Fraude? ¿De qué has estado hablando todo
este tiempo, desvergonzada?
Eleanor fue hacia él, con pasos lentos, sus
caderas que se balanceaban bajo su vestido con el
movimiento. Estaba ruborizada y sus ojos
centelleaban.
—Un fraude completo.
Hart frunció el ceño, pero su cálida sonrisa y el
modo en que ella se acercaba, estimularon su
excitación.
¿Excitado? Nunca dejaba de estarlo.
—Sé cómo Joanna vino a trabajar a esta casa—,
dijo Eleanor. —Ella me lo contó todo.
Hart recordó a la criada, hacía muchos años
ahora, cuando estuvo de pie delante de Hart,
temblando, aterrorizada, incoherente por el miedo.
Angelina había estado tratando de tentar su apetito,
como de costumbre, pero había calculado mal con
Joanna.
Hart se encogió de hombros.
—No debía estar allí, era muy inocente, y no podía
dejarla tirada en la calle. ¿Por qué me hace eso ser un
fraude?
—El Duque de Kilmorgan de duro corazón. Todos
deberían temblar en su presencia.
— ¿Cuánto jerez has bebido, Elle?— Quería
deslizar el dedo por sus labios, bajar por su garganta
hasta el expuesto pecho por encima del traje de noche.
—Haces algo bondadoso y le pides que no se lo
cuente a nadie, para que la gente no descubra que sí
tienes corazón.
—Estás yendo un poco lejos. Le dije a Joanna
que se callara para proteger su reputación. El mundo
es muy duro con las jóvenes corrompidas por los
nobles, aunque se hayan visto forzadas a ello sin
ningún interés propio. Una vez que se cruza la línea no
hay vuelta atrás—. Lady McGuire tenía buen corazón,
había aceptado la palabra de Hart, sin hacer
preguntas.
Varios hombres comenzaron a salir del salón de
juegos. Hart cogió el brazo de Eleanor y la llevó
rápidamente hacia arriba a la siguiente planta. Los
caballeros no los vieron, y continuaron hacia la sala
de baile, saludando a las damas que estaban allí.
Hart abrió la puerta más cercana al descansillo
de la escalera y arrastró a Eleanor dentro. Era una
pequeña habitación, iluminada por una lámpara de
gas, los sirvientes de Lady McGuire guardaban, por
lo visto, los abrigos de los invitados allí.
—No digas nada sobre Joanna—, dijo Hart. —
Por su propio bien.
Eleanor se soltó de su agarre.
—No tenía ninguna intención de decir nada. No
tenías ninguna necesidad de arrastrarme aquí para
decirme eso. Podrías haberlo susurrado en mi oído.
—Realmente lo necesitaba.
— ¿Huyendo de los engolados caballeros ya?—
preguntó, sonriendo. —No hace ni media hora que
hemos llegado.
El evitar conversaciones aburridas justificaba sólo
una parte de su acción. Hart había tenido el impulso
repentino y aplastante de estar a solas con Eleanor, y
la casa de Mac, donde se quedarían por la noche,
estaba demasiado lejos.
—Ahora que realmente estamos solos—, dijo
Eleanor, —Te diré que fue Joanna la que me envió las
fotografías.
— ¿Por qué? ¿Qué ibas a hacer tú?
Hart agarró su mano antes de que pudiera
retroceder y la acercó de un tirón hacia él.
—Fue muy peligroso para ti, reírte de mí así
abajo. —Como si ella le amara. Como si le deseara.
Él tocó sus labios.
Eleanor se separó un poco.
— ¿Y si alguien entra?
Hart sonrió excitado.
— ¿Y qué si alguien lo hace?
—Ah—. Él vio como aumentaba su deseo. —Ya veo.
—Date la vuelta—, dijo él.
Hart rápidamente encontró los broches que
sujetaban la blusa y la falda y los soltó. Levantó la
falda y las enaguas y desató las cintas que las
sujetaban. Debajo llevaba unos finos pololos, muy
diferentes de los raídos que usaba antes. También se
los quitó rápidamente.
Él se sentó en el sillón, alejó un poco a Eleanor
mientras se enrollaba su kilt en la cintura y sentó a
Eleanor en su regazo. Eleanor gimió sorprendida, pero
estaba tan resbaladiza que Hart se deslizó
directamente dentro de ella.
Sí. Hart le inclinó la cabeza a un lado,
exponiendo su cuello y su hombro, todavía llevaba la
blusa, de satén azul del tono de la espuela del
caballero, tan parecida a sus ojos. Sacó sus pechos
por encima del escote y los chupó, probó su piel y
aspiró la fragancia que se había puesto.
Eleanor se movió, aparentemente feliz de la forma
en que se había introducido en ella. La dejó jugar
mientras acariciaba sus rizos y besaba su cuello. Había
colocado el sillón de forma que se reflejaran en el
espejo de la pared. Eleanor cerró los ojos, pero Hart se
recreó en la vista de sus piernas desnudas envueltas
alrededor de las suyas más morenas, su cabeza
apoyada en su pecho, con algunos rizos serpenteando
alrededor de su pecho, y el lugar por donde estaban
unidos.
Podía mirar cómo le daba placer, ver cada
oscilación de su pecho y cada gesto de su boca, los
aleteos de sus manos cuando se empujaba contra sus
muslos. Era una vista hermosa, muy hermosa.
No aguantaría mucho más, y no quería acabar,
antes de que Eleanor encontrara su placer más
profundo. Hart buscó en la unión de sus piernas y
suavemente la acarició allí.
Los ojos de Eleanor se abrieron más, y gritó
satisfecha. El grito de Hart se unió al suyo, las sílabas
de su nombre se deslizaron por sus labios.
Eleanor se dejó caer sobre su pecho con un
suspiro, y Hart la abrazó y sostuvo su final. Nunca la
dejaría irse. Era demasiado preciosa para él.
Tocó la venda de su brazo, más pequeña ahora,
gracias a Dios, y juró que nunca permitiría que nada
le hiciera daño otra vez.

***

Los primeros días paradisíacos del matrimonio de


Eleanor se terminaron cuando Hart tuvo que volver a
Londres. Un telegrama de David Fleming llegó a
Kilmorgan, y Hart se fue. Había llegado el momento
de trabajar, y Eleanor sabía que de ahí en adelante, le
vería muy poco.
Fiel a su palabra, Hart ordenó a Wilfred que
hiciera los preparativos para trasladar a Eleanor a la
ciudad cuanto antes. El largo beso de Hart prometió
que habría mucho más cuando volviera a la casa de
Grosvenor Square, y luego se fue.
Eleanor tenía demasiado que hacer para
regodearse en su ausencia, y los días que
transcurrieron entre su partida y la suya pasaron
velozmente. Estaba excitada por ver de nuevo a Hart
y por redecorar la casa. Desde que vivía su padre en
Grosvenor Square no se habían hecho arreglos, y ella
pretendía darle nueva vida. Tendría que organizar
bailes, veladas y recepciones al aire libre, la reforma
comenzaría inmediatamente.
Eleanor viajó a Londres con Ian y Beth y sus dos
niños, además de Ainsley y su bebé, Gavina. Mac e
Isabella se habían ido ya, con sus tres niños, para
retomar la vida social en Londres de Isabella. Cameron
había vuelto al sur con sus caballos, y Daniel se quedó
en Edimburgo en la universidad.
Hart tenía un coche privado que fue
enganchado a la cola del tren en Edimburgo, Hart,
por supuesto, siempre viajaba con todo el lujo. El
salón del coche ayudó a mantener a los tres niños
tranquilos, al menos. Eleanor ayudó disfrutando de la
tarea.
Los miró con una esperanza secreta en su corazón.
Tenía un retraso, podía significar que esperaba un
niño o no significar nada. Eleanor no había concebido
cuando había sido la amante de Hart hacía unos años,
y era mucho más vieja ahora.
La estación de Euston en Londres estaba atestada
cuando llegaron, había muchas personas recorriendo
el país de norte a sur. El tren se deslizó en el andén
vacío, el coche de Hart era el último de la fila.
Eleanor estaba contenta de bajarse, la
comodidad sobre amortiguada comenzaba a cansarla.
Quizás debería redecorar el coche también.
Hart debía venir a la estación para recogerla, y su
corazón latió más rápido cuando bajó al andén. La
levantaría para besarla, sin importarle que todo
Londres los viera. Le diría cuando pudiera
susurrárselo al oído que su brazo estaba mucho mejor.
Beth y Ainsley tardaban mucho con las niñeras
para organizarlas. Ian estaba protectoramente con
ellas. Eleanor no podía esperar. Se disculpó,
impaciente por encontrarse con Hart e irse a casa.
Eleanor cogió su pequeña maleta y comenzó a
bajar al andén sin hacer caso de los mozos y lacayos
del Duque, que parecieron impresionados de que
llevara su maleta sola. Divisó la gran figura de Mac
entre la muchedumbre en el andén principal de la
estación, con Aimee sobre sus hombros e Isabella a
su lado. Los otros dos niños debían haberse quedado
al cuidado de su niñera, Miss Westlock en casa. Aimee
habría insistido en venir.
Pero ni rastro de Hart. Eleanor trató de no
dejar que su corazón se entristeciera. Su marido tenía
muchas cosas que hacer ahora, y alguna crisis le habría
impedido probablemente salir de Whitehall.
Habría encargado a Mac que fuera en su lugar.
Eleanor saludó a través de los andenes y la
muchedumbre a Isabella, e Isabella y Aimee la
saludaron a ella. Empezó a caminar con rapidez hacia
el andén principal. Podía casi sentir el abrazo y el beso
de Isabella, y oír el saludo de Mac, con su voz de
barítono.
Era fantástico ser parte de tal familia, una familia
grande, imprevisible con su marido a la cabeza.
Eleanor anduvo más rápido, ligera de pies.
Cuando se acercaba a ellos, Eleanor vio, en el
extremo más alejado del andén, entrando en la
estación, la silueta inequívoca de Hart Mackenzie. Con
él iba David Fleming, él y Hart discutían algo como
de costumbre. Los guardaespaldas caminaban detrás
de ellos.
Eleanor resistió al impulso de correr directamente
hacia Hart y se paró para abrazar a Isabella y a Mac.
—Ahí está Ian—, dijo Mac, mirando a través de los
andenes. Entrecerró los ojos. —¿Qué está haciendo?
Ian estaba de pie en el borde del andén dos, donde
su tren había parado. Su mirada estaba fija en algo
cercano a la sala de espera, pero Eleanor, echando un
vistazo, no pudo discernir lo que había llamado su
atención.
Su mirada volvió a Hart, e Isabella se rió.
—Vamos. Necesita a alguien que se alegre de verle.
Mac le quitó la maleta a Eleanor de la mano, y
Eleanor se lo agradeció, y comenzó a empujar por
entre muchedumbre hacia Hart. Tantas personas,
tantas gorras y altos sombreros, tanto ajetreo y
sombrillas y paraguas cerrados. ¿Tenían que estar aquí
todos hoy?
Hart surgió de entre la muchedumbre, Fleming
se había quedado detrás. A través del espacio entre
ellos, la mirada de Hart encontró la de Eleanor. Ella
se sintió feliz y contenta.
Vio a Hart detenerse, darse la vuelta, fruncir el
ceño, y luego haciendo bocina con las manos gritar el
nombre de Ian. Eleanor siguió su mirada, y su boca
se abrió aún más al ver a Ian correr por el andén,
saltar a las vías, seguir corriendo hacia ellos, subir al
siguiente andén y volver a saltar a las vías, sin hacer
caso de la gigantesca máquina de vapor que resoplaba
en la estación dirigiéndose hacia él.
Beth le vio, y gritó. Hart siguió gritando. Ian
salió de las vías y saltó al andén, sin perder un
segundo, su kilt volaba mientras que corría hacia Hart.
Un fuerte ruido sonó a la izquierda de Eleanor,
casi ahogado por los gemidos del tren que se
aproximaba. Eleanor volvió la cabeza, y oyó un
¡bumm!, entonces vio una nube gigantesca de humo,
escombros, y cristales elevarse y caer, enterrando todo
el andén y a toda la gente que estaba en él.
Eleanor sintió como su cuerpo se desplazaba hacia
atrás. Cayó contra un hombre con una chaqueta de
lana larga, y después cayó sobre sus manos en el
andén. Rodó hacia el borde y vio como el motor de
hierro se desplazaba hacia ella, escuchó el silbido
horrible del vapor y el chirriar del metal sobre el
metal, al intentar frenar el tren.
Capítulo 19
En el último momento, Eleanor detuvo su
incontrolable balanceo y se lanzó lejos del borde del
andén. La locomotora se deslizó un tramo y se detuvo,
Eleanor estaba boca abajo, tratando de aguantar la
respiración.
Oía gritos y olía el humo, vio ladrillos, piedras,
y cristales que caían como balas sobre la
muchedumbre. Oyó débilmente a Mac jurar, y a
Isabella llamarla frenéticamente por su nombre.
Eleanor se levantó dolorida, parpadeando, pues
los ojos llenos de arena le escocían. A su alrededor
había gente llorando, gimiendo y tratando de
levantarse como ella. Miró fijamente al humeante
punto en el que había estado Hart antes de la
explosión, y no le vio.
El tren estaba intacto excepto por las ventanas
rotas y los asustados pasajeros que miraban hacia
fuera por ellas. A través del espeso humo del andén
vislumbró a Beth y a Ainsley que corrían hacia ella,
las niñeras asustadas se quedaron con los bebés.
Eleanor se dirigió hacia adelante, sin hacer caso
de Mac e Isabella, su corazón se estremecía mientras
buscaba cualquier rastro de su marido.
— ¡Hart!— gritó. Hizo bocina con sus manos, las
lágrimas y el humo escocían sus ojos. — ¡Hart!—
Siguió adelantándose, recobrando sus fuerzas hasta
correr. — ¡Hart!— Oyó la voz de Beth chillando detrás
de ella,
— ¡Ian!— porque Ian había desaparecido también.
Eleanor vio a los guardaespaldas de Hart que
frenéticamente empujaban a la muchedumbre. Ellos
le buscaban, dando vueltas en todas direcciones, sin
encontrarle.
Eleanor se quedó helada por el miedo.
— ¿Dónde está? ¿Dónde está?— le gritó al
guardaespaldas más cercano. El hombre sacudió la
cabeza.
—Estaba ahí mismo. Estaba ahí mismo—. Señaló
con su grueso dedo un resto del destrozado andén.
La pared de la estación también se había derrumbado,
se veían los restos de los carros de los vendedores
entre los escombros.
Eleanor corrió hacia allí y comenzó a separar
piedras. Sus manos eran demasiado pequeñas, sus
guantes demasiado finos. El cuero se rasgó, y sus
manos sangraban. El guardaespaldas comenzó a
ayudarla, y otros llegaron y fueron levantando las
piedras.
Una mano apareció, tanteando con vida.
Eleanor la agarró. El guardaespaldas movió una
piedra, luego la levantó y sacó a una persona. Era
una mujer, la más anciana de todas las vendedoras.
Ella se agarró a Eleanor, y Eleanor la sostuvo,
acariciando su espalda.
Mac llegó hasta ella, gritando entre el humo y
polvo.
— ¿Dónde está Hart? ¿Dónde está Ian?
Eleanor sólo podría mover su cabeza. Las lágrimas
rodaban calientes por su cara, y ella se agarró a la
mujer que estaba a su lado, inconsolable.
Mac comenzó a apartar escombros. Gritó
órdenes con voz áspera, y la gente se dio prisa por
obedecer. Isabella apareció de repente al lado de
Eleanor, y luego Beth. Beth gritaba e intentaba no
llorar.
—Vio algo que no estaba bien—, dijo Beth. —
Corrió para advertir a Hart. Corrió para ayudarle.
Ainsley llegó hasta ellos, su brazo útil alrededor de
la cintura de Beth.
—Elle, Beth, deberíais alejaros. El peligro no ha
pasado.
Eleanor movió su cabeza.
—Se suponía que el inspector Fellows los había
detenido, a todos ellos. Se suponía que él los
encontraría.
—Él lo hizo—, dijo Isabella. —Los periódicos lo
publicaron. Pero siempre hay más—. Sus ojos
contenían lágrimas de rabia.
—No puedo irme—, dijo Eleanor. —No puedo
correr a refugiarme mientras hacen daño a la gente.
Tengo que ayudarles. Lleva a casa a Beth y a los
niños—. Tenía que quedarse. Tenía que saber que Hart
estaba bien.
Siguió esperando que saliera de entre las cenizas,
gritando órdenes y buscando venganza. E Ian con él,
Ian que era el hombre más resistente que conocía.
Pero… nada.
La gente venía, mujeres con delantales blancos,
hombres con ropa oscura, corriendo a ayudar. Eleanor
le entregó la mujer a la que había ayudado a rescatar a
una enfermera y se fue con otros desafortunados que
seguían entre los escombros. Mac y los guardaespaldas
seguían levantando piedras, ayudados por los
trabajadores de la estación y otros voluntarios.
Ainsley por fin persuadió a Beth de marcharse con
ella y las niñeras que habían mantenido a los niños
alejados del peligro al final de la estación. Isabella se
llevó a Aimee, siguiendo a las otras dos que caminaban
abrazadas. Eleanor, fue dejada en paz, ayudó a
levantar piedras, a las enfermeras sosteniendo a la
gente, consolándolas o vendándolas.
En cierta ocasión vio a un hombre correr que se
parecía tanto a Hart, que casi se le detuvo el corazón,
pero no era él; el hombre era el inspector Fellows.
Mac se apartó con él y ambos contemplaron el lío y a
la muchedumbre.
Eleanor siguió trabajando, ayudando, tratando
de calmar a la gente y tranquilizarlos. La estación se
despejaba, se llevaban a los heridos, otros llegaban y
buscaban entre los escombros. Encontraron a más
personas sepultadas dentro, todavía todos respiraban
cuando les sacaron, gracias a Dios.
Pero no Hart, no Ian. Cuando la estación se
oscurecía con el anochecer, en el andén ya limpio
apareció un gran agujero. Un olor asqueroso salía de
él, estaba medio lleno de escombros. Mac, con el
inspector Fellows hizo que los hombres trajeran sus
equipos y escavaran allí en el agujero hacia las
alcantarillas.
Pero no encontraron a Hart o a Ian, ni rastro
de ellos.

***
Hart no podía respirar. Se ahogaba, hundiéndose,
y alguien le pegaba, le daba golpes aplastantes en su
espalda y costillas.
No grites. No le dejes saber lo que esto te duele.
Era muy importante que Hart nunca dejara que
su padre le viera quejarse, nunca dejaría que su padre
ganara. El Duque quiso que Hart fuera su esclavo,
obedeciera cada uno de sus deseos, sin que importara
cómo de trivial o vicioso fuera.
Nunca. Aunque me pegue hasta matarme, nunca
le perteneceré.
El viejo Duque nunca había tratado de ahogar
a Hart antes, sin embargo. Sólo le golpeaba, por lo
general con una caña de abedul o una correa de piel,
o si estaban en el campo con cualquier rama que le
pareciera lo suficientemente resistente.
Entre el dolor y la niebla de su mente, Hart sabía
que había algo, algo bueno, que tenía que recordar.
Algo en lo que podía apoyarse, que le cuidaba. Algo
que hacía que su corazón se mantuviera caliente en
esa fría humedad que le envolvía.
Hart abrió los ojos. O creyó que lo hacía. Sólo veía
una oscuridad con manchas.
El redoble continuó. Débilmente Hart se acordó
de mirar bajando el cañón de la escopeta, la cara
morada y enfurecida de su padre, entonces la
explosión del sonido del disparo desapareció. Pero
resonaba en los oídos de Hart todavía.
¿Estaba muerto su padre? No podía recordar.
Algo se agitó en su estómago y Hart se
incorporó sobre sus manos y rodillas para vomitarlo.
Permaneció allí jadeando y con nauseas, pero al menos
su padre había dejado de pegarle.
El rugido en sus oídos no cesaba. Hart no
recordaba cómo había acabado en ese lugar oscuro,
pero estaba seguro de que su padre tenía algo que ver
con ello. Te enterraré vivo, muchacho. Tal vez así
aprendas a ser respetuosos.
Él olió algo fuerte bajo su nariz, sintió el contacto
frío de algo de borde liso en los labios, y luego un
líquido ardiente en su boca. Hart tosió y tragó. El
líquido chamuscó su garganta y se deslizó hasta su
estómago, y se sintió algo mejor. El gusto le era
familiar.
—Whisky Mackenzie—, graznó.
La mano que lo sostenía no podía pertenecer al
padre de Hart. El anciano nunca habría dado a Hart
un trago curativo de whisky y menos de uno bueno.
Ese era de la reserva que sólo bebían los Mackenzies.
— ¿Dónde infiernos estoy?
—Bajo tierra—, una voz de barítono habló a su
lado. —En uno de los interceptores de nivel medio.
— ¿Uno de qué?
—Interceptor de nivel medio…
—Te oí la primera vez, Ian—. Hart sabía que su
hermano más joven estaba con él allí en la oscuridad.
Ningún otro hombre explicaría su posición precisa con
tal paciencia, preparado para repetirlo hasta que Hart
lo entendiera.
Hart frotó su dolorida cabeza, encontrando algo
mojado, que, juzgando por el dolor, debía ser sangre.
— ¿Las alcantarillas, eh? Dos escoceses fueron
a morir en medio de la suciedad inglesa. Trabajé en
mis primeros años como diputado en varios comités
de aguas residuales. Los Comités de Estiércol, los
llamaba.
Silencio. Ian no tenía ni idea de qué hablaba
Hart, tampoco él se preocuparía.
—Tenemos que salir de aquí—. Hart extendió la
mano en la oscuridad, encontró la cálida solidez del
brazo de su hermano. —Antes de que padre nos
encuentre.
Más silencio. Ian tocó la mano de Hart.
—Padre está muerto.
En un relámpago, Hart vio la escopeta otra vez,
oyó su rugido, y vio a su padre caer al suelo. Le pegué
un tiro. Le maté. El alivio llegó.
—Gracias a Dios—, dijo. —Gracias a Dios.
Más recuerdos vinieron a él, sobre todo los
buenos, los que calentaban su corazón y le animaban
a seguir su camino. Pero al recordar vino el miedo.
—Eleanor. ¿Estará bien ella? ¿La viste? ¿Ian,
estará bien ella?
—No lo sé—. Hart oyó la angustia en la
habitualmente monótona voz de Ian. —Vi al hombre
soltar la bomba. Traté de alcanzarte para quitarte del
camino, entonces apareció un agujero, y caímos y
caímos. Beth estaba demasiado lejos del centro de la
explosión, ni tampoco Ainsley y Mac e Isabella. Me
pareció ver también a Eleanor.
— ¿Crees que era ella?
—Tú estabas más cerca, tenía que alcanzarte.
Hart oyó su pánico. Ian podría entrar en lo que él
llamaba desórdenes, donde él repartía golpes a diestro
y siniestro, o comenzaba a hacer una cosa repetidas
veces, incapaz de pararse. Ahora mismo, Hart sentía
como Ian se mecía de acá para allá mientras él trataba
de calmar su angustia.
Hart se estiró todo lo que pudo y colocó su mano
sobre el hombro de Ian.
—Ian, está bien. Estoy vivo. Estás vivo. Tienes
razón. Si dices que Eleanor estaba demasiado lejos,
ella probablemente lo estaba—. Se rió. —Apuesto a
que podrías calcular la trayectoria exacta y la
extensión de la explosión. Tendría que saber el peso y
el tipo de explosivo—. Ian todavía se mecía pero
redujo la frecuencia.
—Por el olor, dinamita, unos pocos cartuchos. El
paquete que llevaba era pequeño.
—Tenemos que volver y detener al bastardo—,
dijo Hart. —Por si tiene más.
—Él murió—, dijo Ian. —No se alejó de la
bomba. La encendió y se quedó allí.
— ¡Santo Dios, líbranos de los locos!—. Hart se
apoyó de nuevo sobre sus manos y rodillas y trató de
levantarse de nuevo, tragándose una maldición cuando
su cabeza chocó con el techo de piedra. Se cayó, la
cabeza le daba vueltas, no paraba de girar.
Ian apartó a Hart hacia atrás.
—Un metro y medio de espacio libre hasta que
lleguemos a la plataforma.
— ¿Cómo diablos sabes eso?— preguntó Hart.
—Aprendí el sistema de los túneles bajo Londres.
Cañerías, desagües, ríos, líneas de gas,… el subsuelo
de Londres
—Sí, sí, por supuesto que lo hiciste. La pregunta es
por qué.
Hubo un largo silencio mientras Ian lo pensaba.
—Para pasar el tiempo.
Quería decir el tiempo antes de que encontrara
a Beth, cuando la vida de Ian era aburrida.
—Me pondré en tus manos, Ian. ¿Dónde está esa
plataforma?
Ian tomó de la mano a Hart y la levantó para
indicarle la dirección.
—Ahí.
Hart se frotó la cabeza donde le habían
golpeado los ladrillos. Todavía podía hacer eso en ese
mundo oscuro que no paraba de girar.
—Bien. Condúceme.
Tuvieron que avanzar lentamente. Tan pronto
como Hart comenzó a moverse, la bilis subió hasta su
garganta, y el mareo amenazó con tumbarle.
Por suerte, después de aproximadamente diez
metros más o menos, el techo del túnel se elevó un
poco, y pudieron estar de pie. Hart e Ian todavía
tenían que doblar sus espaldas, el techo redondo era
bajo para ellos, pero no tenían que continuar con
rodillas y manos.
Ian condujo a Hart hacia adelante, Hart se
agarró de la chaqueta de Ian cuando llegaron al agua
helada. Las manos de Hart estaban heladas y
sangraban y su cabeza le latía con furia.
La única cosa que mantenía a Hart era la
imagen de Eleanor que desaparecía detrás de una
nube de escombros y polvo. Tenía que encontrarla,
asegurarse de que ella estaba bien. Aquella ardiente
necesidad le propulsaba hacia adelante.
Ian se enderezó a su altura y un paso más
tarde, Hart también pudo hacerlo.
Los ecos aumentaron, lo que significaba que el
techo había volado y el aire olía casi fresco. Una luz,
tan débil que apenas lo parecía vino desde la derecha
de Hart, en la completa oscuridad del túnel resultaba
brillante.
—Desagüe—, dijo Ian, haciendo gestos a la luz.
—Por ahí se vacía al río.
El río Veloz había sido cubierto, en parte o
completamente, a lo largo de los siglos. Era una
alcantarilla ahora, que desembocaba en el Támesis
después de lluvias torrenciales vía desagües como ése.
— ¿Cómo salimos?— preguntó Hart. —No
pienso ponerme a flotar en esta maldita mierda y
atascarme en alguna rejilla.
—Los ejes suben hasta las calles—, dijo Ian. —Pero
no aquí. Por supuesto que no.
— ¿Dónde, entonces?
—Por los túneles—, dijo Ian. —Un kilómetro y
medio, tal vez más.
Hart tragó en seco. La cara de Ian era una mancha
pálida en la oscuridad, pero Hart podía ver poco más.
—Dame la petaca otra vez.
Callado Ian puso la petaca en la mano de Hart, y
éste vertió un poco en su boca. Era ambrosía, aunque
prefiriera un vaso de agua clara.
Hart devolvió la petaca a Ian que la guardó
vacía en el bolsillo. Por ahí, le dijo. Hart dio dos pasos
detrás de él y sus piernas se doblaron. Se encontró en
el suelo con nauseas. Su cabeza giraba sin parar. Ian
estaba a su lado.
—En la explosión, algo te golpeó en la
cabeza—, dijo Ian. Hart jadeó.
—Muy perspicaz, Ian.
Ian se quedó callado, pero Hart sabía que los
pensamientos se movían por la cabeza de Ian con la
velocidad del relámpago mientras trataba de decidir
qué hacer.
—Si vamos despacio, puedo conseguirlo—, dijo
Hart.
—Si vamos demasiado lentos, no podremos
superar el agua. O los gases.
—No veo que tengamos otra maldita opción —
Hart se colgó de Ian, cuando su hermano menor le
ayudó a levantarse. El mareo hizo que todo se pusiera
más negro durante un momento. —Espera.
Hart sintió que sus pies se elevaban cuando Ian
se lo colocó a su espalda. Sin una palabra,
comenzaron a moverse, despacio, Hart colgado de la
espalda de Ian.
Sabía que nunca convencería a Ian de dejarle e ir
por ayuda. Cuando Ian se fijaba un camino, ni todo
el razonamiento del mundo podría desviarle del
mismo. Menos mal. Hart no quería quedarse ahí abajo
solo, en cualquier caso.
El rugido repentino era su única advertencia. Las
lluvias al norte de la ciudad habían elevado el nivel
del agua, y ahora esta llegaba a los drenajes que se
levantaban sobre las presas y a través de los desagües
llegaba a los ríos.
Ian gritó, sus palabras eran incoherentes,
entonces levantó a Hart y le empujó hacia una alta losa
de piedra al lado de la presa. Las rocas estaban
resbaladizas, y Hart trepó intentando agarrarse y
mantenerse despierto al mismo tiempo.
El agua manó por el túnel. La tenue luz,
pronto fue engullida por el agua, Hart vio como su
hermano era arrastrado por las aguas alejándolo de él.
— ¡Ian!— gritó Hart. — ¡Ian!
Sus palabras se perdieron en el agua. Durante un
largo rato las aguas se arremolinaron debajo de él. Ian
había sido arrastrado por los túneles en una oleada,
pero los túneles estaban llenos hasta el techo.
— ¡Ian!— gritó Hart.
Después de un angustioso largo tiempo, las aguas
retrocedieron. Cuando se habían reducido a unos 30
centímetros que fluían por el suelo. Hart se dejó caer
de su repisa. La cabeza le latió y cayó en el agua
helada.
Él moriría allí. Ian podría haber muerto ya.
La luz desapareció. Hart no tenía ningún modo de
saber si los escombros en el agua habían bloqueado el
desagüe o si el sol disminuía fuera. O tal vez eran sus
ojos cerrándose.
La siguiente cosa que Hart supo, fue que alguien
le dio un puntapié.
—Este es mi cacho—, dijo un hombre. — ¿Qué
está usted haciendo en él?
Hart desconcertado abrió mucho sus ojos. Una
linterna se balanceaba delante de su cara, cegándole,
y la palpitación en su cabeza se elevó a niveles
insoportables.
— ¿Usted sabe la salida?— preguntó Hart. Su voz
salió en un susurro apenas audible.
— ¿Perdido, verdad? Eso es lo que ustedes
consiguen por venir a mi trozo. ¿Por dónde vino?
—Muéstreme la salida. Le pagaré.
El hombre metió la mano en la chaqueta de Hart
y la sacó otra vez, vacía.
—Parece que usted no tiene nada.
Entre la explosión, la caída, el lento avance
desesperado, y la inundación, Hart estaba
sorprendido de que su ropa no hubiera resultado
triturada. Su bolsa de dinero debía haberse caído en
algún sitio a lo largo del camino.
—Cuando usted me saque, le pagaré.
—De acuerdo—, dijo el hombre.
Hart vio como su bota retrocedía, intentó
agarrarle, pero su mareo le hacía torpe. La bota golpeó
a Hart en la cara, y luego todo estaba oscuro otra vez.

***

Eleanor volvió a la casa de Grosvenor Square con


el resto de la familia cuando la oscuridad cayó. El Sr.
Fellows y toda la policía de Londres les habían
buscado, pero no habían encontrado ninguna señal de
Hart o de Ian.
Cameron estaba allí, había llegado desde
Berkshire con un telegrama, y Daniel telegrafió para
decir que estaba en camino. Mac y Cameron
estuvieron a punto de destrozar la ciudad. Eleanor
caminaba por los salones incapaces de sentarse. Beth
se sentaba en el borde de una silla, tan nerviosa como
Eleanor.
—Tenemos que hacer algo—, decía Beth.
Eleanor no podía contestar. Quería correr por las
calles, removiendo cada piedra hasta que encontrar a
Hart. El inspector Fellows y sus hombres habían
explorado los túneles bajo la estación de Euston, pero
no había encontrado nada. Fellows estaba allí ahora,
en el comedor con Cam y Mac.
Eleanor echó un vistazo por la ventana, pero no se
podía ver mucho en la espesa niebla, apenas un
cuadrado de luz que despejaban las farolas. Se sentía
asquerosamente entumecida. No podía ser verdad.
Esto no está pasando. Él vendrá en cualquier
momento dando grandes zancadas, riéndose de todos
nosotros por la preocupación.
Beth la acompañó hasta la ventana, colocó su
brazo alrededor de la cintura de Eleanor. Dos mujeres,
mirando y esperando a sus queridos maridos que
podrían no volver a casa nunca más.
Beth se puso rígida de repente, un pequeño
grito ahogado salió de su boca. Miraba fijamente
directamente en la niebla, intensa y consciente.
Eleanor trató de ver lo que ella, pero la niebla
permaneció densa.
— ¿Qué pasa?
Beth no contestó. Se separó de Eleanor y salió
corriendo del cuarto, y bajó la escalera.
Beth abrió la puerta principal y corrió
directamente hacia la noche, Eleanor detrás de ella,
Ainsley e Isabella y los hombres detrás para ver qué
pasaba. Con un grito de alegría, Beth se arrojó en los
brazos de un hombre gigante que se materializó de la
niebla y abrió sus brazos para arrastrarla en ellos.
— ¡Ian!— Eleanor gritó. — ¡Es Ian!—, llamó a
los demás.
Ian estaba espantoso. Cubierto de pies a cabeza de
barro y lodo, su cara cubierta también, pero sus ojos
brillaban con un fuego dorado. Beth se agarró a él, las
lágrimas rodaban por su cara.
Eleanor los alcanzó.
—Gracias a Dios, Ian—, dijo jadeante. — ¿Qué
te ha pasado? ¿Dónde está Hart?
Ian mantuvo sus brazos alrededor de Beth, pero
miró a Eleanor.
—Ven conmigo—, dijo. —Ven conmigo.
Él comenzó a andar, Beth a su lado. Eleanor no se
molestó en hacer preguntas. Se apresuró detrás de él,
diciéndoles a los demás que vinieran.
Fellows y Mac les alcanzaron cuando llegaron a
Grosvenor Street.
— ¿Ian, qué haces?— exigió Mac.
—Nos lleva hasta Hart—, dijo Eleanor. Ian no
había dicho eso, pero ella lo sabía.
— ¿Dónde, Ian?
Ian señaló, vagamente norte y este.
—Al menos espera a un carruaje—, dijo Mac. —
Cameron lo trae.
Ian realmente les dejó esperar el coche. Ellos se
amontonaron en el, Ian sostenía a Beth en su regazo,
a ella no le importaba que su marido estuviera
asqueroso y apestara a cieno.
Llegaron a la estación de Eusten y continuaron
más allá hasta Chalton Street. Ian saltó del carruaje
en cuanto se detuvo, abrió una alcantarilla y dijo:
—Está aquí cerca de la presa. Se lo mostraré.
Los policías de Fellows y los hombres de Hart que
todavía buscaban en la zona, junto con la cuadrilla
que había estado ayudándoles, bajaron a los túneles.
Ian les mostraba el camino.
Eleanor esperó arriba en la calle, negándose a
volver al coche. Caminaba de un lado al otro como en
el salón de su casa, pero ahora que la esperanza había
vuelto, había regresado con el miedo como venganza.
Una hora más tarde, sus esperanzas todavía
estaban allí, esperaba en cualquier momento oír un
grito de que ellos le habían encontrado, seguido del
gruñido de Hart que querría que le sacaran de ese
agujero de mierda. Podía imaginarlo con tanta
claridad que estaba totalmente segura de que pasaría.
Después de una hora y cuarto, los policías de
Fellows y los hombres comenzaron a subir, sucios y
derrotados.
Fellows habló con el jefe de la cuadrilla y se giró
hacia Eleanor, seguido de Ian. Las cejas de Fellows
estaban alzadas. Mientras Ian apretaba la mandíbula
con determinación.
—Él no está allí, señora—, dijo Fellows. —Ian
nos condujo derecho hasta el lugar, pero está
inundado allí abajo, y él no está—. Miró a Eleanor
con unos ojos muy parecidos a los de Hart. — Van a
volver a mirar cuando el agua retroceda, pero temen
que haya sido arrastrado por uno de los ríos hacia el
Támesis—. La voz de Fellows se suavizó. —Nadie
sobrevive a ese viaje, Su Gracia.
Ian, todavía sucio, movió su cabeza.
—Le encontraré—. Miró a Eleanor, sosteniendo
fija su mirada por una vez, sus ojos eran incluso más
parecidos a los de Hart que los de Fellows. —Siempre
puedo encontrarle, Eleanor.

Capítulo 20
Hart flotaba en un ligero sopor. Abrió los ojos, la
cabeza le seguía martilleando impidiéndole dormir
profundamente.
Miró fijamente durante un momento el techo de
tablones que estaba sólo unos centímetros por encima
de sus ojos, antes de darse cuenta de que estaba
tumbado en un jergón y que le cubría un edredón. Un
edredón viejo, sucio, pero un edredón al fin y al cabo.
El espacio en el que estaba el jergón era estrecho,
y estaba abarrotado de cosas, remos, cuerdas y una
red enredada. Un reducido espacio en el que habían
decidido meterle a él también.
Hart se llevó la mano a la cara y notó el roce
de una barba crecida. ¿Cuánto tiempo llevaba metido
ahí? ¿Un día? ¿Dos?
Eleanor. Ian.
Trató de sentarse y con las prisas se golpeó la
cabeza con la viga que tenía encima. Cayó hacia atrás
sobre la delgada almohada con la cabeza dándole
vueltas de nuevo.
Hart decidió quedarse inmóvil. Tenía que
averiguar donde estaba, lo que había pasado, cuánto
tiempo había transcurrido, y que podía hacer. Y sobre
todo, tenía que deshacerse de ese condenado dolor de
cabeza.
Evaluando su situación, Hart notó que no
llevaba chaqueta, ni tampoco camisa ni chaleco. Sentía
los calientes pliegues de su kilt alrededor de las
piernas, pero solo notaba en su pecho la delgada
camisa de lino que llevaba debajo de su ropa. Movió
los dedos de los pies y notó que tampoco tenía ya las
botas ni los calcetines de lana.
Quienquiera que le hubiera robado era tonto, la
lana de la falda escocesa era más valiosa que la
chaqueta de cachemira y la camisa de linón juntas.
Los tartanes, al menos los de su rama del clan de
Mackenzie, estaban tejidos en las montañas cerca de
Kilmorgan por una familia que no permitía que nadie
tuviera esa lana, nadie que no fuera un Mackenzie.
Un verdadero tartán Mackenzie era una cosa rara y
valiosa.
En ese momento, sin embargo, si el viejo gruñón
Teasag Mackenzie hubiera llegado hasta él,
regañándole por vestir un kilt sucio, Hart le habría
besado.
Él con cuidado salió del jergón y se arrastró
lentamente hasta el pequeño cuadrado de luz que veía
en el extremo más amplio del espacio. Miró hacia
fuera, vio que llovía y vio un barco meciéndose, y el
rio Támesis.
La luz era gris, brumosa, como una película sobre
una ventana. Por ella logró ver la cúpula de la Catedral
de San Pablo, la línea de edificios a su derecha que era
la ciudad, y a su izquierda, The Strand y The Temples.
El río rodeaba al barco, y la zona sur quedaba cubierta
por un banco de niebla.
Eleanor estaba ahí en aquella ciudad en algún
sitio. ¿Segura en la casa de Grosvenor Square? ¿O
herida, o muerta? Tenía que saberlo. Tenía que
marcharse. Tenía que encontrarla.
Un niño estaba sentado en la borda del barco,
mirando lo que había pescado con una red. Sin que le
viera se fijó en las cosas que sacaba. Las devolvía al
río o las ponía detrás de él en el barco después de
estudiarlas.
Hart se movió, y se levantó. Su cabeza todavía
le dolía con furia, y no pudo evitar un gemido.
El chaval le vio, dejó la red y corrió a la parte
delantera del barco, a la cabina. Volvió enseguida con
un hombre que llevaba una chaqueta larga y botas,
con la cara oscurecida por una barba de dos días.
El hombre como por causalidad, abrió la
chaqueta y le enseñó a Hart un largo cuchillo que
llevaba envainado en el cinturón. El chaval volvió a su
red, indiferente.
— ¿Está usted despierto?
Hart recordó su voz en su tumba subterránea.
—Usted me dio un jodido puntapié—, dijo Hart.
—Bastardo.
El hombre se encogió de hombros.
—Era más fácil moverle así para sacarle de allí.
El agua volvía.
—Eso, y que le ofrecí dinero.
Otro encogimiento.
—No demasiado para usted. Pude ver que usted
era rico aunque no llevaba ningún dinero con usted.
Mi esposa cree que debe tener mucho en su casa.
Casa. Tengo que volver a casa.
—¿Usted cree que le pagaré después de que me
quitó y vendió mi ropa?—preguntó Hart en un tono
informal.
—La ropa estaba andrajosa. Conseguí un par de
chelines del trapero. Eso paga su paseo en el barco,
por salvar su vida pediré un poco más.
Hart logró salir por el agujero. El esfuerzo requirió
toda la fuerza que le quedaba y se dejó caer
apoyándose en la pared externa de la cabina.
—Usted tiene una capacidad de compasión
asombrosa—. Hart se frotó las sienes. —¿Tiene agua?
¿O mejor todavía café?
—Mi esposa lo está haciendo ahora. Debe dejar
que le eche un vistazo a esa cabeza suya, entonces
nos podrá decir quién es usted y donde quiere que le
dejemos.
Casa. Casa. Eleanor. Pero la precaución detuvo su
lengua. La bomba en la estación de Euston había sido
colocada por alguien que sabía que él estaría allí
recogiendo a su esposa. Ian le había dicho que el
hombre que había puesto la bomba había muerto con
ella, pero podía haber otros.
La siguiente tentativa después del fracaso de
Darragh en Kilmorgan podría significar que algunos
Fenianos lograron escapar del inspector Fellows, o que
otro grupo de decididos Fenianos habían tenido una
buena idea. Si quienquiera que fuese descubría que
no había logrado matar a Hart, ellos volverían a
intentarlo otra vez, o quizás fueran detrás de su familia
para obligarle a salir de su escondite. Eso no podía
pasar. Él no lo permitiría.
La orilla del Támesis estaba seductoramente cerca.
Hart se frotó su barbuda cara otra vez mientras la
miraba. No tenía muchas posibilidades de alcanzarla
a nado, sobre todo por el golpe en la cabeza. Además
no podía estar seguro que los habitantes de la ribera
que recogían objetos flotantes, no le clavaran
directamente un cuchillo entre las costillas, antes de
que pudiera recuperarse del esfuerzo. Su salvador
podría estar dispuesto a pegarle también, para los
hombres que vivían de recorrer el río de arriba abajo
y de peinar los túneles del subsuelo de Londres, tenían
a gala mantenerse firmes frente a aquellos que se
interpusieran entre ellos y su sustento. Hart tenía que
esperar, mirar, planear.
Una mirada a la cara indiferente del hombre
cuando desapareció en la cabina delantera, le dijo a
Hart que su salvador no tenía ni idea de quién era él,
un hombre acaudalado, eso era todo lo que debía
saber. Hart tendría que asegurarse de que él nunca lo
averiguara.
Hart miró al niño un poco fijamente, entonces él
metió la mano debajo de la red y sacó una moneda de
cobre de la fina cuerda y la tiró sobre el creciente
montón del chico.
—Perdiste esto.
El muchacho agarró rápidamente el penique, lo
miró detenidamente, inclinó la cabeza, y lo dejó caer.
Él había recogido monedas, eslabones de cadenas, una
caja de estaño, un collar de conchas, y un soldado de
estaño. Hart cogió el soldado.
—Del regimiento Highlander —, dijo, volviendo a
soltarlo. Continuó mirando en la red, el chaval no se
opuso.
—¿Usted es escocés?— preguntó el muchacho.
—Obviamente, chaval—. Hart reforzó su acento.
—¿Quién más estaría perdido en las alcantarillas
con un tartán?
—Papá dice que ellos no deberían venir aquí si
no conocen las calles de Londres.
—Estoy de acuerdo con ustedes.
Para cuando el padre volvió con una taza de
café con un pañuelo impermeable tapándole la cabeza,
para no mojarse con la lluvia, Hart había añadido otra
concha, un trozo de un penique y un pendiente roto
al montón del muchacho.
La esposa salió con él, una mujer robusta con
un suéter abultado y el pelo negro recogido bajo una
gorra de pescador. Se sentó con una palangana con
agua y una tela y comenzó a frotar ligeramente la
cabeza de Hart.
Eso le dolía, pero su cráneo palpitaba menos
ahora que cuando estaba en el subsuelo. Hart apretó
los dientes y aguantó como pudo.
—Bueno, entonces—, dijo el hombre. —¿Quién es
usted?
Hart había decidido no decirles nada a ellos. Al
menos por el momento.
Exageró un estremecimiento cuando la esposa
estudiaba la herida de la base de su cráneo.
—Ese es el problema—, dijo con voz cuidadosa.
—No lo recuerdo.
Los ojos del hombre se estrecharon.
—¿No recuerda nada?
Hart se encogió de hombros.
—Estoy en blanco. Quizás me robaron, me
golpearon en la cabeza, y me tiraron por la alcantarilla.
Usted dijo que no tenía dinero encima.
—Podría ser verdad.
—Entonces eso sería probablemente lo que
pasó—. Hart fijó su mirada en el hombre, diciéndole
sin palabras que sería mejor no poner la historia en
duda.
El hombre le miró durante mucho tiempo, con
la mano en el puño de su cuchillo. Finalmente movió
la cabeza.
—Sí—, dijo el hombre. —Eso es lo que pasó.
La esposa dejó de frotar ligeramente.
—¿Pero si no recuerda quién es, cómo va a
pagarnos?
—Él lo recordará, tarde o temprano—. El hombre
cogió una pipa de su chaqueta y se la puso en la boca,
mostrando la falta de algunos dientes.—Y cuánto más
tiempo pase, más pagará.
—Pero no tenemos habitación—, dijo la esposa
preocupada.
—Nos apañaremos—. El hombre se quitó la
pipa de la boca y señaló con ella a Hart. —Usted se
queda, pero trabajará para ganar su sustento. No me
importa si es un Lord. O un Laird, creo que los
escoceses les llaman así.
—No es la misma cosa—, dijo Hart . —A un Lord
le ha dado su título un monarca. Un laird es un
terrateniente. Un señor de su gente.
—¿Eso es así?— El hombre sacó una bolsa de
tabaco y se colocó bajo el alero de la cabina para llenar
la pipa sin que el agua mojara el tabaco. — ¿Cómo es
que recuerda usted eso, pero no su nombre?
Hart se encogió de hombros otra vez.
—Eso lo recordé. Tal vez recuerde mi nombre
también.
El hombre llenó despacio la pipa, luego se la
puso en la boca, rascó un fósforo contra la pared de la
cabina, lo acercó a la cazoleta. Chupó y sopló, chupó y
sopló, hasta que logró que el humo saliera por la pipa,
un olor acre en el río.
—Consiguió otra pipa en algún sitio—, dijo el
hombre, viendo la mirada fija de Hart.
—El café es suficiente por el momento—. Hart
bebió un sorbo. Muy amargo, pero lo bastante fuerte
como para apartar la neblina de su cabeza.
El hombre sacó una petaca abollada, puso una
gota de brandy en su taza de café, y añadió otras pocas
al de Hart.
—Mi nombre es Reeve. El chaval se llama Lewis.
Hart tomó otro sorbo del café, reforzado ahora
con el brandy.
—Tengo algo que puede hacer—, dijo la Sra Reeve
a Hart. Señaló la cabina. — Hay que vaciar dos cubos
de excrementos.
Hart soltó la red.
—Excrementos.
—Sí—. Los ojos azules oscuros de la Sra. Reeve le
miraron desafiantes. Lewis no cambió su expresión.
Reeve solamente miró divertido.
Ganarse el sustento.
Hart soltó el aliento y se puso de pie. Rodeó la
cabina, cogió los baldes de la parte trasera, y volvió
con ellos. Mientras Reeve miraba con obvio placer, el
Duque de Kilmorgan, uno de los hombres más ricos y
más poderosos del Imperio, caminó con dificultad por
la cubierta del barco para vaciar dos baldes llenos de
mierda inglesa.

***

La búsqueda de Hart Mackenzie, el Duque de


Kilmorgan, continuó durante mucho tiempo, pero la
policía, y los periodistas con ellos, concluyeron que
estaba muerto. Le habían abandonado abajo en los
túneles, la lluvia le habría arrastrado. Tarde o
temprano su cuerpo aparecería flotando en el Támesis.
Únicamente Ian Mackenzie no se rindió. Salía
cada mañana al rayar el alba, regresando a menudo a
altas horas de la noche. Comía en silencio, con Beth
que le miraba preocupada, dormía unas horas, y luego
salía otra vez. Cuando le preguntaban sobre su
progreso, Ian repetía su mantra que él encontraría a
Hart, y nada más.
David Fleming, el segundo en el partido detrás de
Hart, intervino para dirigir al partido de coalición. Las
campañas electorales continuaron, y hasta sin Hart, la
coalición se mantenía fuerte. El Sr. Fleming estaba
seguro de alcanzar la mayoría, los periódicos lo
decían. Desafortunadamente el Duque se perdería la
victoria para la que llevaba años preparándose, pero
así era la vida.
Los periódicos también relataban que la esposa del
Duque lealmente rechazó vestirse de negro hasta que
no tuviera pruebas de la muerte de su marido. Valiente
y hermosa mujer.
Eleanor también rechazó quedarse en casa
retorciéndose las manos. Cada día caminaba hasta el
parque en el centro de Grosvenor Square, con la llave
de la puerta en su bolsillo. Llegaba hasta el árbol más
cercano al centro, donde los paseos para los peatones
convergían. Su corazón se paraba cada tarde cuando
no encontraba ninguna flor esperándola en el punto
designado.
Su sentido común le decía que si Hart hubiera
sido capaz de ir al pequeño parque y dejar la señal de
que él estaba bien, habría ido simplemente a casa.
Pero Eleanor miraba cada mañana. Cada tarde, se
ponía guantes y sombrero, y volvía en el landó de Hart
a Hyde Park. Bajaba y paseaba por uno de los caminos
hasta llegar al punto en el que se cruzaban en el
medio, pero volvía a no encontrar nada, ningún signo
de que Hart hubiera estado allí.
Ella no encontraría nada, lo sabía. Hart podría
haberse olvidado por completo de la tonta señal, en
cualquier caso.
Pero ella se adaptó cómodamente al ritual, con la
esperanza de que la próxima vez que fuera a alguno
de los sitios convenidos encontraría la señal de que
Hart estaba bien. Se agarraba a la esperanza. Lo
necesitaba.
Mientras tanto, la trágica muerte del Duque y la
pena de su familia se fueron relegando a las últimas
páginas de los periódicos, mientras las funestas
noticias sobre el general Gordon y el Sudán ocupaban
las portadas. Los periodistas no se habían preocupado
por Hart, pensaba Eleanor con repugnancia, sólo
buscaban una historia jugosa.
El resto de la familia decidió volver a
Kilmorgan, y pidieron a Eleanor que fuera con ellos.
Cameron estaba especialmente serio.
—Mi padre podría tener que ser el Duque ahora—,
susurró Daniel a Eleanor cuando sostuvieron una
conferencia de familia en el salón de Hart. —Él no
quiere serlo.
—Él no va a serlo—, dijo Eleanor. —Voy a tener
un bebé.
El cuarto se quedó en silencio. Los Mackenzies
dejaron de farfullar entre ellos y giraron los ojos hacia
ella, verdes, azul oscuro, y dorados. Estaban todos allí:
Cam y Ainsley, Mac e Isabella, Daniel y Beth. Sólo
Ian estaba ausente, continuaba con la búsqueda de
Hart.
—Por Dios, dime que es un niño—, dijo
Cameron. —Hart no sería tan cruel de desaparecer
y no dejar un heredero.
—Déjala en paz—, dijo Ainsley. —¿Cómo puede
saberlo?
—Estoy segura de que es un niño—, dijo
Eleanor. —Lo siento asi. Mi padre diría que es
ridículo, por supuesto, pero…
Ella vaciló. Eleanor había mantenido
resueltamente que Hart había sobrevivido, él era tan
fuerte, ¿cómo podría no sobrevivir? Lo había
mantenido sabiendo que no le había dicho nada sobre
el niño. No estaba segura todavía cuando estaba en
Kilmorgan, pero cada día que pasaba aumentaba su
certeza, junto con sus molestias por las mañanas y
por las tardes. Eleanor nunca había estado enferma.
Había deseado contárselo. Imaginaba la alegría
de Hart, su esperanza. Haría que Wilfred enviara un
anuncio formal a los periódicos, y Eleanor y Hart
podrían celebrarlo en privado…
No me rendiré. No abandonaré la esperanza.
Si me rindo, entonces eso significaría que él
realmente se ha ido.
Daniel, al lado de Eleanor en el sofá, se levantó y
la encerró en un cálido abrazo.
—Ian le encontrará, y también el tenaz Fellows. Ya
lo verás.
Eleanor aguantó sus lágrimas. Si una lágrima se
escapaba, entonces habría una inundación. Beth dijo,
—Es doblemente importante que te vengas con
nosotros a Escocia, Elle. Mantendremos al bebé de
Hart seguro en Kilmorgan.
—No—. Eleanor negó también con la cabeza. —
Si le encuentran, quiero estar aquí, ir con él
enseguida, me necesitará. Y si le encuentran
moribundo nunca me perdonaría no haber estado allí
para decirle adiós.
Cam y Mac la miraron, ellos se parecían tanto
a Hart, y a la vez eran tan diferentes. También el
sobrino de Hart era a la vez parecido y diferente. Él
había abandonado la universidad en Edimburgo, para
ir con ellos y ayudarles. Sus esposas, sus amigas
íntimas, sabían lo que era ese sentimiento de tener a
un Mackenzie perdido. El corazón de Eleanor se llenó
con el amor de esta familia.
Por otra parte, ella no les dejaría que la
condujeran dócilmente a Escocia y la aislaran allí.
Deberían conocerla mejor.
Por fin, dejaron de intentar convencerla, hasta
Beth vio que era inútil.
Más tarde, después de que la familia se fuera,
Eleanor se retiró a su dormitorio, sacó su diario y miró
las fotografías de Hart. Había pegado las que había
hecho en Kilmorgan en las páginas que seguían a las
antiguas.
Eleanor las estudió todas, primero las del joven y
diabólico Hart, miró su hermoso cuerpo. En la foto
con su kilt, él se reía y alzaba la mano para parar al
fotógrafo.
Pasó la página y miró la que ella había hecho de
él con el kilt en Kilmorgan. Recordó como había
sostenido la falda tapándole un poco. La siguiente era
la de él, apoyado contra la pared, completamente
desnudo, riéndose.
El destello de un recuerdo le llegó vió a Hart
sobre ella en la oscuridad, su cuerpo apretado contra
el suyo, susurrando: Te necesito, Elle. Te necesito.
La resolución de Eleanor se rompió, y
recostándose sobre el libro sollozó. Eleanor le amaba.
Había perdido a Hart, y le amaba tanto.
Recordó como había encontrado Hart en la
tumba de su hijo, recorriendo con los dedos las
letras del nombre del niño. Recordó cómo inclinó su
cabeza, con la mano sobre el frío mármol. El orgulloso
Hart, atormentado por no haber sido lo bastante
fuerte para salvar a pequeño Graham.
Eleanor puso su mano en su abdomen, donde
la vida había comenzado a crecer. Su niño. El hijo de
Hart. Las lágrimas cayeron más rápidas.
Oyó que alguien entraba en el cuarto, pero no
podía levantar la cabeza. Maigdlin, pensó, pero los
pasos no correspondían con ella, ni tampoco el olor a
puros y a lana.
La silla a su lado crujió y luego una amplia
mano tocó su brazo. Eleanor levantó los ojos y vio a
Ian a su lado, sin mover su mano. Ian, que raramente
tocaba a nadie, excepto a Beth.
Eleanor se sentó y cogió rápidamente su pañuelo.
Ian olía a aire libre, a humo de carbón y a lluvia.
—Lo siento, Ian. No es que haya perdido la
esperanza—. Dejó escapar un largo suspiro. —Sólo me
estaba compadeciendo un poco de mí misma.
Ian no contestó. Contemplaba el diario, todavía
abierto por la fotografía de Hart desnudo, con el kilt
en el suelo.
Enrojeciendo, Eleanor cerró el libro.
—Son…
—Las fotografías que la Sra. Palmer hizo de Hart.
Bueno. Ella te las dio a ti.
Eleanor volvió a sentarse con la boca abierta.
Joanna le había dicho que un desconocido le había
enviado las fotografías a ella, con instrucciones de que
ella se las enviara a Eleanor a intervalos. No Hart. Ian.
—Ian Mackenzie—, dijo.
Ian la miró a los ojos durante un breve momento,
luego estudió los dibujos de la tapa del diario.
—Tú enviaste las fotografías a Joanna, la criada—,
dijo Eleanor. —Lo hiciste, ¿verdad?
—Sí.
—¡Cielos!, Ian. ¿Por qué?
Ian recorría las florituras doradas que daban
vueltas, se superponían y enroscaban en toda la tapa
del diario. Él dijo, sin mirar,
—la Sra Palmer tenía otras. No podía encontrarlas.
Tenía miedo de que acabaran publicadas en un
periódico. Cuando la Sra. Palmer murió, registré toda
la casa. Pero alguien había llegado antes que yo, y
sólo encontré ocho, escondidas detrás de un ladrillo
en una chimenea. Las guardé un tiempo, luego decidí
enviárselas a Joanna.
—¿Y le dijiste que me las reenviara a mí?
—Sí.
Él volvió al trazado de la portada. Repetidas veces,
mirándolo sin un parpadeo, todo su cuerpo inmóvil
excepto el dedo del trazado.
—¿Por qué?— preguntó Eleanor, un poco más
bruscamente de lo que pretendía. Ian se encogió de
hombros.
—Porque entonces tú vendrías con Hart.
—¿Quiero decir, por qué ahora? ¿Por qué no
cuándo encontraste los retratos después de la muerte
de la Sra. Palmer? ¿Y por qué usaste a Joanna como
intermediaria?
—A Joanna le gusta Hart. Querría ayudarle.
—Sé lo que quieres decir, Ian—, dijo. —Hart tiene
grandes ideas y no percibe los problemas más
pequeños de la gente sencilla. No hasta que es
demasiado tarde, de todos modos. Como no percibió
a los Fenianos, hasta que trataron de matarle. Y luego
tuvo el descaro de mostrarse sorprendido.
Ian siguió mirándola fijamente, sin parpadear,
como si estuviera hipnotizado por sus ojos. Eleanor
agitó su mano delante de su cara.
—Ian.
Ian saltó y miró a lo lejos. Eleanor apartó el libro.
—Pareces muy seguro de que encontrarás a Hart.
Casi como si ya le hubieras encontrado. ¿Sabes dónde
está?
Ian se quedó silencioso otra vez, su mirada se
desplazó desde ella hasta la ventana y la niebla que se
iba cerrando más allá. Pasó tanto tiempo mirando a
través de la ventana que Eleanor comenzó a creer que
él realmente lo sabía y trataba de decidir si decírselo o
no.
Entonces Ian se levantó.
—No—, dijo y salió del cuarto.

Capítulo 21
Reeve, que seguía fumando su pipa, alquiló un
pequeño cobertizo para botes cerca del puente
Blackfriars en la orilla sur del Támesis, pero él, su
esposa e hijo pasaban mucho más tiempo en el río o
en el barco que en tierra firme.
Reeve vagaba buscando un tesoro, a lo ancho y
largo de las alcantarillas, el río, los túneles de agua y
de gas, bajo los puentes, y dentro de los túneles del
ferrocarril. Afirmaba que había algo enterrado en el
río Veloz, sus compañeros le increpaban de vez en
cuando, de ahí el cuchillo.
La Sra. Reeve proveía a su familia de agua dulce
cada día, de una bomba pública de los nuevos pozos
que sabía mucho mejor que el agua del río. Traía
suficiente para todos, incluso para que Hart pudiera
limpiarse los dientes y lavarse. Nunca antes había
valorado la simple alegría de lavarse los dientes con el
blanco polvo, que hacía que Lewis, el chaval, le
comprara para él a un químico.
Reeve no averiguó quien era Hart, pero
tampoco parecía que les preocupara. Hart resultó bien
dispuesto a ayudar, Reeve y él arrastraban el barco
arriba y abajo, Hart sabía cómo echar una red, y
ayudaba a Lewis con lo capturado cada noche.
La única cosa que Reeve impidió a Hart hacer era
ir con él a los túneles, eso necesitaba una destreza
especial, dijo Reeve, y no quería tener que volver a
rescatar a Hart. Él estaba de acuerdo, no quería volver
a las jodidas alcantarillas otra vez. Hart sabía que
Reeve no quería que Hart desapareciera y con él, el
dinero de la recompensa.
En cuanto a Hart, todavía no estaba listo para
marcharse. Deseaba cada vez más regresar a Eleanor,
soñaba con ella cada noche. Pero una vez que supo
por los periódicos desechados, que Reeve traía al
barco, que ella estaba viva y bien, y que también lo
estaba Ian, pudo resistirse al frenético impulso de
correr hacia ella. Scotland Yard y los otros, todavía
buscaban a los que habían tratado de matar a Hart, y
él debía intentar proteger a Eleanor y a su familia, la
mejor manera era escondiéndose. Sin embargo tenía
que enviar un mensaje a Eleanor, para tranquilizarla,
para que supiera que estaba bien.
Para eso, tendría que reclutar ayuda. Hart miró
a los Reeve, valorando si después de haber
trabajado para ganarse su confianza, se decidiría a
confiar en ellos o no.
Hart nunca intentó gobernar el barco de Reeve o
decirle lo que hacer. Hacía solicitudes de cambios
razonables, de improviso. Botas que le cupieran para
ayudar mejor en las tareas del barco en tierra. Un
suéter de pescador para ponerse sobre su delgada
camisa y no tener que coger prestada la chaqueta de
repuesto de Reeve. Había hecho que la Sra. Reeve le
consiguiera unos pantalones antes de que acabara el
primer día, convirtiendo su falda escocesa en una
manta para su jergón. También se dejó crecer la barba,
áspera y roja, como el rastrojo. Desde cierta distancia,
y quizás desde cerca también, parecía un simple
pescador.
Hart comenzó a sugerir después donde podían
atracar y echar las redes para conseguir mejor botín.
Comenzó a hacer guardias para que Reeve y el
muchacho pudieran dormir más. Gradualmente Reeve
comenzó a pedir la opinión de Hart, y luego, cuando
las ideas de Hart les permitieron encontrar valiosos
restos flotantes y hundidos, Reeve empezó a esperar
que Hart le dijera qué hacer. Hart era un líder nato, y
aunque Reeve no era un seguidor imbécil, reconocía
las naturales dotes de mando de Hart.
Él decidió que no debería usar a Reeve como
su mensajero para Eleanor, sin embargo. Reeve haría
cualquier cosa por dinero, y él podría decidir que la
venta de la información sobre un forastero rico que
dejaba un mensaje en un lugar raro, le aportaría
quizás mayores beneficios que lo que Hart iba a
pagarle. La Sra. Reeve era tremendamente leal con
su marido, aunque dejaba oír claramente su opinión
cuando discrepaba con él. Y en voz muy alta.
El chaval, tendría que ser entonces. Hart se había
ganado el respeto de Lewis ayudándole con las redes
y dejando que Lewis le instruyera en lo que había que
buscar. Hart aprendió mucho sobre qué partes de la
basura podían ser convertidas en dinero y qué otras
no tenían valor. Lewis era leal con su padre pero sabía
lo que quería para él mismo, aún siendo muy joven.
Los chavales crecían muy rápido en el río.
—Lewis—, le dijo Hart cuando pensó que estaba
preparado. —Necesito que hagas una diligencia por
mí.
Lewis levantó la vista para mirarle, ni
interesado, ni indiferente. Hart se frotó la cara,
sintiendo que su barba se había ablandado de duras
cerdas a pelo fuerte.
—Necesito que vayas a Mayfair por mí—, dijo
Hart. —Y que no se lo digas a tu padre. Es una tarea
simple, nada peligrosa, y te prometo que no trato de
engañar a tu padre con lo que le debo.
— ¿Cuánto?— preguntó Lewis. De tal palo, tal
astilla.
— ¿Cuánto quieres?
Lewis reflexionó.
—Veinte chelines. Diez por hacerlo, diez por no
decírselo a mi padre.
El muchacho era un tiburón.
—Hecho—. Hart levantó su mano, y Lewis la
sacudió en un firme apretón. — ¿Ahora, bueno, chaval,
qué tal eres saltando cercas altas?

***

Eleanor abrió la puerta de Grosvenor Square y


anduvo por el pequeño parque. Era temprano para
los estándares de Mayfair, a eso de las once de la
mañana. Las niñeras vestidas de gris con blancos
delantales almidonados empujaban cochecitos de niño
o llevaban de la mano a niños pequeños, o se sentaban
en los bancos mientras sus pupilos jugaban en la
hierba. Ellas miraron a Eleanor, acostumbradas a ver
a la esposa del famoso Duque dar su paseo de las
mañanas. Una valiente mujer, tratando de resistir.
Eleanor caminó adelantándolas como de
costumbre, pero manteniendo un paso reposado. No
tenía ningún sentido correr hasta la mitad de los
jardines, prefería no llamar la atención. Fue paseando
con su sombrilla para protegerse del sol. Ayer, había
sido un paraguas contra la lluvia. Ella venía cada día,
así lloviera o luciera el sol.
Eleanor contaba sus pasos, como un mantra que la
mantenía en paz. Quizás hoy. Quizás hoy… cuarenta y
dos, cuarenta y tres, cuarenta y cuatro…
Cuando llegó al centro del jardín, siguió
andando, entre la senda y la hierba. Diecisiete pasos
más. Alrededor de la base del árbol de grueso tronco…
Eleanor se detuvo. Una pequeña violeta, de la
clase que los hombres compraban a las floristas para
ponerlas en su solapa, estaba en la base del árbol. No
una rosa de invernadero sino la clase de flor que un
hombre, que se ocultaba para salvar su vida, sería
capaz de conseguir y dejarla allí para ella.
Cerró los ojos. Alguien debía haber dejado caer
una flor allí. Deseaba tanto que hubiera sido Hart el
que la hubiera dejado que se imaginaba cosas.
Eleanor abrió los ojos. La flor permanecía allí, el
sitio exacto en el que Hart había dejado las otras para
ella años antes.
La flor significará que no puedo estar contigo
como te había prometido, pero que iré cuando pueda,
le había dicho él cuando se le ocurrió la idea. Y que
estás en mis pensamientos.
Había faltado un día a un paseo con ella, y se había
enojado, Hart inventó esa treta para que se le pasara
su mal humor. Y había funcionado.
Eleanor recogió la violeta y la llevó a su nariz. Hart
estaba vivo. Esto tenía que significar que Hart estaba
vivo. Bajó la flor a su pecho, a su corazón, y soltó un
suspiro intentando detener las lágrimas.
Maigdlin llegó hasta el árbol.
— ¿Está bien, Su Gracia?
Eleanor limpió sus ojos y guardó la violeta en
su bolsillo.
—Sí, sí. Estoy bien. Vamos. Quiero sentarme un
momento.
Maigdlin miró detenidamente a Eleanor con
recelo en sus ojos, luego movió la cabeza.
—Sí, Su Gracia—, dijo, y se colocó
discretamente lejos.
Estás en mis pensamientos.
— ¿Pero dónde estás tú, Hart Mackenzie?—
susurró Eleanor. Nadie conocía la señal, sólo ellos dos.
¿Por qué había decidido Hart dejarla, pero sin ir
a casa o escribir una nota? ¿Se creía él todavía en
peligro? ¿O era esta alguna de sus nuevas
maquinaciones?
Eleanor dudó que hubiera dejado la flor él mismo.
¿Pero a quién había enviado? Ella habría sospechado
de Wilfred en el pasado, pero Wilfred llevaba un
brazalete negro y no salía de casa en esos días. Si
Hart quisiera mantenerlo completamente secreto,
necesitaría a alguien del que no se pudiera sospechar
que estuviera relacionado con él. Para entrar se
necesitaba la llave de los jardines. Eleanor dudaba que
Hart hubiera llevado su llave con él.
Entonces volvió a estar completamente
confundida, Hart no podía haber dejado la flor allí.
Su primer pensamiento había sido correcto. A alguien
se le había caído la flor allí.
Bien, no se quedaría allí sentada mirando al
infinito y llorando. Se levantó, se sacudió la falda y
empezó a preguntar por los alrededores y en los
jardines, eso sí muy discretamente, si habían visto a
alguien extraño en los jardines de Grosvenor Square.
***

La tarde después de que Hart enviara a Lewis para


dejar la señal a Eleanor, Reeve, estaba abajo en tierra,
apoyado contra el casco del barco y encendió su pipa.
Hart estaba sentado encima de él en la cubierta,
comiendo pan mojado en la sopa que la Sra. Reeve
había dejado para él. La Sra. Reeve y Lewis se habían
ido, cansados, a sus camas, Lewis se había ganado la
alabanza de Hart y la promesa de los chelines, por un
trabajo bien hecho.
Reeve había estado en los túneles todo el día,
la Sra. Reeve había aprovechado la oportunidad para
ir a visitar a su hermana, Lewis había tenido mucho
tiempo para buscar y comprar la flor, colocarla en su
lugar y esperar a ver como Eleanor la encontraba. Hart
escuchó ávidamente la descripción de Lewis, de cómo
se llevó la flor a la nariz con la cara enrojecida de
felicidad, como había presionado la violeta sobre su
corazón. Después se alarmó cuando Lewis le dijo como
ella se había estado preguntando a la gente en el
paseo. Por supuesto, era Eleanor, ella no recogería
simplemente la flor y silenciosamente se volvería a
casa.
La extrañaba tanto que le dolía. Cada noche
Hart soñaba con el pelo encendido de Eleanor, sus
ojos azules, los sonidos dulces que hacía cuando él
estaba muy dentro de ella. Sus fantasías más oscuras
volvieron, y en sus sueños, Eleanor se rendía a cada
una de ellas. Se despertaba duro y sudado, con todo el
cuerpo dolorido.
Hart salió de sus frustrantes ensoñaciones cuando
las palabras de Reeve llamaron su atención.
—Oí decir en el bar que el Duque que todos
pensaban que iba a ser el primer ministro no lo será
ahora—, dijo Reeve. —Viendo que ellos no pueden
encontrarle.
Lo dijo demasiado fácilmente, demasiado
ligeramente. Hart siguió masticando el pan, sin
permitir que en su cara se mostrara nada.
— ¿Qué piensa usted de todo eso?— preguntó
Reeve. Hart terminó su pan.
—No soy inglés. No estoy interesado.
—Este Duque, dicen, era un escocés—, continuó
Reeve como si él no hubiera hablado. —Lo que usted
podría llamar un excéntrico. Siempre llevaba una de
esas faldas escocesas, como la que usted tenía cuando
le encontré.
—Un kilt—, dijo Hart.
—Él desapareció cuando la bomba hizo
explosión en la estación de Euston. Unos creían que
podría haber caído a los túneles, otros que había sido
arrastrado, muerto hasta el Támesis—. Reeve se
detuvo para apisonar el tabaco en su pipa y
encenderla. —Me parece que yo le encontré, tengo al
hombre que había quedado atrapado en las
alcantarillas.
Hart no dijo nada. Reeve le estudió con sus ojos
oscuros penetrantes mientras apisonaba su pipa otra
vez.
—La gente desaparece todo el tiempo—, dijo
Hart. —A veces para no ser encontrada nunca.
Reeve se encogió de hombros.
—Pasa que algunos hombres tienen sus propios
motivos para desaparecer.
—Ellos lo hacen. Aparecen cuando están listos
para ser encontrados.
—Este hombre es más rico que nadie, al decir
de todos. Yo creería que querría irse a su palacio,
dormir en una cama blanca, y comer en platos de
plata.
Hart se frotó su barbilla, notando su extraña
barba.
Se había vislumbrado hoy algo borroso en un
espejo pequeño, en la cabina, y había retrocedido casi,
creyendo que había visto al fantasma de su padre. Un
hombre barbudo con ojos brillantes le miraba, un
hombre arrogante de ardiente temperamento que
creía demasiado en sí mismo.
¿O lo tenía? Quizás el padre de Hart se había
odiado con el mismo auto aborrecimiento que a veces
Hart sentía, el hombre que repartía golpes a diestro
y siniestro en vez de girar su cólera hacia dentro. El
viejo Duque estaba muerto ahora, y Hart nunca lo
sabría.
Reeve chupó de su pipa.
— ¿Podría merecer la pena que ese duque no sea
encontrado, eh?
Hart sostuvo la mirada fija en la Reeve.
—Podría ser. Si, él es rico, y puede hacer lo que le
gusta. Como otro hombre que alimenta a su familia
escogiendo entre la basura que otros tiran en vez de
trabajar en una fábrica.
Reeve resopló.
—Fábricas. Un trabajo agotador todas las horas
del día y la noche, encerrado y sin ver crecer a tu
muchacho. La libertad, es mejor que comer en platos
de plata y vivir en un palacio.
—Estoy de acuerdo.
Volvieron a mirarse.
— ¿Entonces estamos de acuerdo, verdad?—
preguntó Reeve.
—Eso creo.
Reeve se encogió de hombros otra vez, se inclinó
hacia atrás, y chupó pesadamente de su pipa.
—Bien, espero que ellos encuentren al polluelo.
Los túneles debajo de Londres pueden ser mortales.
—Eso tengo entendido.
Reeve volvió a fumar silenciosamente, y Hart miró
fijamente a través del río, haciendo sus proyectos.
Al cabo de un momento, Reeve se movió.
— ¿Bar?
Hart dio una cabezada silenciosa, y los dos
hombres dejaron el barco para atravesar las piedras y
subir hasta la calle por las escaleras.
Los parroquianos del bar se habían
acostumbrado a ver a Hart entrar con Reeve,
aceptando la historia de Reeve de que Hart era un
trabajador itinerante, con poca suerte, que ayudaba a
Reeve a cambio de cama y comida. Reeve se fue con
sus amigos, y todos ellos hicieron caso omiso de Hart,
que aceptó una pinta del propietario y mantuvo la
cabeza baja mientras leía rápidamente el periódico de
cabo a rabo.
David Fleming había asumido la coalición, vio.
Bueno. David sabría qué hacer. La coalición era
popular, porque Gladstone, pecaba para la mayoría
de radical y revolucionario, los conservadores (Tories),
favorecían a los grandes terratenientes. En algún
punto intermedio entre ambos estaba la coalición de
Hart, era algo para todos y cada uno. Hart lo había
planeado así.
Las elecciones, decían los periódicos, serían
ganadas por la coalición y Fleming, como su nueva
cabeza, encabezaría al gobierno. La reina no estaba
demasiado contenta con Fleming o Hart, por este
tema, pero le gustaba Gladstone todavía menos.
Los periódicos hablaban más de Khartoum,
Gordon y los alemanes que iban apoderándose de
África del sur, que del desaparecido Duque de
Kilmorgan. Una pequeña nota en el periódico relataba
que el cuerpo de Hart no había sido encontrado, pero
que el Támesis era profundo y no se detenía nunca.
Un final triste para un hombre tan orgulloso como
Hart Mackenzie. Escocia estaba de luto por él, pero
Inglaterra no lo estaba. ¡De buena nos hemos
librado!, el periódico inglés no lo decía, pero podría
haber sido así.
Encontró una reseña en las últimas páginas de que
la familia Mackenzie dejaba la ciudad para retirarse a
Escocia. Bueno, pensó Hart. Eleanor estará bien
cuidada allí. Eleanor se parecía al brezo escocés
salvaje, feliz creciendo libre en las colinas escocesas,
constreñido cuando lo cortaban y lo colocaban en un
florero.
La misma reseña decía que Lord Cameron
Mackenzie asumiría el ducado una vez que su hermano
mayor fuera proclamado oficialmente muerto.
Hart tocó el nombre de Cameron y sofocó su risa.
Cameron debía hervir de rabia. El mayor miedo de su
hermano en la vida había consistido en que Hart
moriría y le dejaría el ducado a él. Hart imaginó los
coloridos epítetos que Cameron le estaría dedicando.
Pero sabía que Cameron cuidaría de todos muy
bien, lo mejor de Cam era su capacidad de proteger a
aquellos a los que amaba.
Volvió la página y se quedó helado. Sus ojos
cayeron en la historia, casi oculta, que habían
descubierto la identidad del feniano que había puesto
la bomba en la estación de Euston, su casa había sido
asaltada por la policía, encabezada por el inspector
Fellows. Muchas detenciones habían sido hechas, y la
gente se alegraba de que las calles volvieran a ser
seguras.
Esa era la edición de la mañana del periódico, y el
acontecimiento había ocurrido la noche antes. Una
cosa tan importante, y Hart no lo había sabido nada
hasta que lo leyó.
La vida del río borraba el resto del mundo. El
mundo había continuado girando. Sin él. Y no le
preocupaba.
Hart examinó ese sentimiento, lo estudió. Su vida
entera estaba presidida por su frenética necesidad de
controlar el mundo alrededor suyo, para dirigirlo,
junto a las personas, hacia donde él deseaba. Él había
aprendido a base de errores, la mayoría de ellos con
Eleanor, que no podía dirigir a la gente que realmente
le importaba. Pero demasiadas personas le habían
dejado, dejándole la ilusión de que él podría.
El muchacho que se había esforzado tanto por
hacer un mundo totalmente diferente al de su padre,
lo había logrado, había tenido éxito pero a un alto
precio. Jodidamente alto, quizás. Había conseguido
que todos se doblegaran a su voluntad. Se había
felicitado por no ser físicamente cruel como su padre,
pero lo había sido con sus palabras y sus hechos.
Eleanor había tenido razón sobre cómo había
tratado a la Sra. Palmer, razón al temer que le hiciera
lo mismo a ella. Podría haber sido así, si ella no le
hubiera echado un jarro de agua fría y le hubiera
devuelto el sentido.
Y ahora el mundo que él se había esforzado por
controlar continuaba su alegre camino, suponiendo
que Hart flotaba boca abajo en el Támesis. Era sólo
otro cuerpo en la tierra, otro hombre, como Reeve,
tratando de sobrevivir y encontrar la felicidad como
pudiera.
Hart había encontrado la felicidad. Con Eleanor.
Pero había decidido continuar con su obsesiva
ambición, poniéndola a un lado, y suponiendo que
tendría mucho tiempo para ella cuando terminara.
Tonto. Reeve tenía razón. Trabajar
agotadoramente todas las horas del día y noche,
encerrado y sin ver crecer a su muchacho. La libertad,
es mejor que comer en platos de plata y vivir en un
palacio.
Una fábrica o el Parlamento, era todo lo mismo.
Tenía que ver a Eleanor. Tenía que sepultarse
en su calidez y suplicar su perdón. Sabía muy bien
que le había enviado la flor por otros motivos,
temiendo que si le creía muerto, se volviera hacia
otro, hacia David Fleming, quizás, por comodidad.
Eleanor era hermosa, joven, y ahora una viuda muy
rica. Los depredadores saldrían a campo abierto.
Era el momento de volver a casa.
Hart alzó la vista del periódico, su mundo había
cambiado. Los parroquianos del bar continuaban
hablando y riéndose con sus amigos, unos
silenciosamente, otros en voz alta. El Duque de
Kilmorgan, el más noble de entre toda la nobleza
británica, era una nulidad allí. Por primera vez en su
vida, Hart no tenía ningún poder en absoluto.
Gracias a Dios.
Hart permaneció en el bar con Reeve, sentado
silenciosamente mientras su mente giraba en cómo
organizar su resurrección, Kilmorgan sería el mejor
lugar para anunciar su regreso a casa. Hasta que el
tabernero cerró por la noche, Reeve no se despidió
de sus camaradas y él y Hart, volvieron en la oscuridad
hacia el puente de Blackfriars. Reeve iba un poco
inestable.
Una mano salió de un pasaje oscuro y aterrizó en
el hombro de Hart, que giró con el puño levantado
como un boxeador para lanzar un gancho perfecto. El
puño fue agarrado con una agilidad parecida y por una
mano que era casi tan grande como la suya. A la débil
luz de la linterna de Reeve, pudo ver los ojos de color
de malta de los Mackenzie.
Hart miró a Ian Mackenzie, vio su cara con
líneas marcadas de cansancio y agotamiento. Ian puso
ambas manos sobre los hombros de Hart, sus dedos
agarraban con fuerza su chaqueta.
—Te encontré—, dijo Ian, su voz baja y feroz. —Te
encontré—. Él puso sus brazos alrededor de Hart, y
Hart durante un momento se hundió en la fuerza de
su hermano más joven. —Siempre puedo
encontrarte—, susurró Ian.

***

—Ven conmigo.
Eleanor alzó la vista del escritorio en el estudio
principal de la casa de Grosvenor Square, la casa
estaba tranquila, ya que el resto de la familia, excepto
ella, Ian, y Beth, se habían marchado a Escocia. Era
muy tarde, y Beth y sus niños estaban dormidos.
— ¡Cielos!—, dijo. — ¿Estás todavía despierto, Ian?
Ian, siendo Ian, no se molestó en contestar a
la pregunta. Cogió su mano.
—Ven conmigo.
Él respiraba con fuerza, sus ojos brillaban. Ian
no sonreía, pero Eleanor sentía su entusiasmo, hasta
su alegría, detrás de su cara seria.
— ¿Dónde está?— preguntó Eleanor, levantándose.
—Ven conmigo.
Fue suficiente para Eleanor. Cogió rápidamente su
chal, agarró la mano de Ian, y le dejó conducirla. Hart
esperaba en la oscuridad del asqueroso cobertizo para
botes de Reeve, escuchando el Támesis, dar
lengüetadas a la ribera no demasiado lejos de allí.
Había demasiadas personas cerca del barco de Reeve
abajo en el muelle, algunos eran colegas de Reeve
habían ido a visitarle a pesar de lo avanzada de la
noche, pero el cobertizo para botes estaba desierto.
Sólo ratas y ladrones, podían encontrarse en la orilla
del Támesis esa noche y Hart.
Hart les vio venir. Rápida y silenciosamente, el
bulto de su hermano andando por el sucio muelle,
junto con una mujer que llevaba un chal oscuro.
—Podemos ir sólo una pizca más despacio—, la
voz de Eleanor llegó hasta él. — Estas rocas son
resbaladizas, y estoy segura de que estoy pisando algo
repugnante. Entiendo que no podamos traer un farol,
pero, ¡por el amor de Dios!, ¿no podemos intentar ir
con un poco más de cuidado?
Ian no respondió ni la miró siquiera. Siguió
empujándola hacia adelante, y Hart salió de la sombra
del cobertizo para botes.
Eleanor soltó la mano de Ian. Se detuvo, una
esbelta figura recortada contra la luz reflejada en el
río. Entonces comenzó a correr hacia él con las faldas
arremolinadas. Hart sabía que debía quedarse
escondido, pero no podía estarse quieto y comenzó a
dar pasos cuatro, cinco, seis, siete.
Entonces ella llegó delante de él. Hart la cogió la
levantó y la hizo girar con él. Sepultó su cara en su
cuello, inhalando su calidez, sintiéndola caliente
contra él. Seguro. Estoy seguro. El cuerpo de Hart se
estremeció una vez con un sollozo grande,
desgarrador.
Eleanor gritaba, sus manos le acariciaban la cara,
tocaba su barba, mirándole maravillada.
— ¿Qué pasó, Hart? ¿Qué te pasó? ¡Dios Mío!,
estás horrible.
El corazón de Eleanor se desbordaba con la
felicidad. Él estaba ahí, entero, con ella. La flor le
había dicho que estaba bien, pero tenía que tocarle
para creerlo.
Ella estrujaba su cara y la barba extraña, Hart
parecía diferente pero era el mismo. Sus ojos todavía
ardían como el fuego dorado, aunque su ropa era
áspera, y olía a río. Puso sus brazos alrededor de él y
se apretó, tan feliz que no podía hablar.
—Elle —, susurró. —Mi Elle.
Él le levantó la cara y la besó. El gusto de él,
era tan familiar, tan parte de ella, que se le
rompió el corazón.
Se retorció en sus brazos y golpeó con los
puños en su pecho.
— ¿Por qué diablos no enviaste ni una palabra?
Estaba enferma con la preocupación, esperando y
esperando…
Tuvo la sangre fría de mostrarse sorprendido.
—Envié una señal. Sé que la viste.
— ¿Ah, sí? ¿Me estabas mirando?
—Tenía a alguien mirándote—, le dijo.
—Por supuesto. ¿Entonces por qué no me dejaste
devolver un mensaje? Recorrí todo el parque buscando
cualquier señal del que había dejado la flor, pero nadie
había notado nada. ¡Inútiles!
—También me contaron eso. No quise que le
encontraras a él, o a mí, porque era peligroso.
—Bien, sí, entiendo por qué no quisiste que
nadie te siguiera a tu escondrijo. Pero podrías haber
confiado en mí para encubrirte.
— ¡Quiero decir, que era peligroso para ti!— El
tono habitual de Hart cuando estaba enfadado salió. —
¿Qué habría pasado si un enemigo supiera que
todavía estaba vivo y que te comunicabas conmigo?
Podría haber tratado de usarte para hacerme salir de
mi escondrijo, podría haber tratado de hacerte daño
para que le dijeras donde estaba.
—Yo nunca lo diría—, dijo Eleanor. —Ni bajo
tortura.
— ¡Maldita sea, no quería que te torturaran!
Eleanor acarició su mejilla.
—Ah. Eso es dulce.
Ian venía caminando pesadamente hacia ellos, sus
botas chirriaban en la grava.
—Hacéis demasiado ruido.
Hart agarró la mano de Eleanor apretándola.
—Tienes razón, Ian. Como de costumbre. Ven
conmigo, Elle. Quiero mostrarte algo.
— ¿Puedes mostrármelo en casa? Hace mucho
frío aquí fuera. Ya está todo arreglado, ¿sabes? El
inspector Fellows encontró a todos los asesinos. Por
fin. Tengo que decirte que creo que le gusta la
hermana de Isabella. Tendremos que asegurarnos de
invitarles a ambos a Kilmorgan para el verano…
Encontró sus dedos tapando sus labios, sus
manos ahora eran ásperas y callosas.
—Eleanor, por favor deja de hablar durante un
breve instante, y ven conmigo. Estarás caliente; te lo
prometo.
Eleanor besó sus dedos.
— ¿Qué vas a mostrarme?
Él le dio una mirada familiar, exasperada.
— ¿Puedes venir sin hacer preguntas?
—Hmm, puedo ver que la vida al raso no ha
disminuido tu arrogancia. Bien, entonces.
Enséñamelo. Y luego, nos vamos a casa.
La expresión de Hart cambió a la triunfante. Ah,
querido.
Hart comenzó a acercarse a la orilla, su brazo
alrededor de Eleanor. Le gustaba sentirse tan caliente,
en el círculo protector de su brazo. Ella balbuceaba
porque su miedo la tenía enferma, pero su corazón
cantaba.
—Ian—, dijo Hart cuando comenzaron a
caminar. —Acércate al barco de allí, y dile a Reeve que
le conseguirás su dinero mañana por la mañana. El
tabernero del puente alquila cuartos y pasaré la noche
allí. Después envía una nota a Kilmorgan,
discretamente, diciéndoles que estaré pronto allí.
Ian saludó con la cabeza. Hundió sus dedos en el
hombro de Hart, luego se alejó rápidamente hacia el
barco de Reeve, desapareciendo en la oscuridad. Ian
lo haría, y no los engañaría.
El tabernero y su esposa se habían acostado ya,
pero Eleanor puso varias coronas en la mano del
tabernero. El hombre y su esposa abrieron un cuarto
y prendieron un fuego en la estufa, luego cambiaron
las sábanas mientras Eleanor se apoyaba en la ventana
cerrada, fuera de su camino.
Hart pidió un baño. La esposa del tabernero le
miró mal, pero otra corona, logró que trajeran un
barreño no muy grande, toallas y que lo llenaran con
agua caliente.
El tabernero no hizo ninguna pregunta, pero tanto
él como su esposa dedicaron a Hart y Eleanor una
mirada curiosa, antes de dejarles en paz.
—Ellos creen que soy una prostituta—, dijo
Eleanor. — ¡Qué divertido!
Hart se quitó la ropa sucia.
— ¿Te preocupa lo qué ellos piensen?
—No realmente—, dijo Eleanor. —Pero aunque
estoy feliz de estar a resguardo del viento frío, he de
decirte que tu casa de Londres es más caliente, y tu
bañera más grande. Y tienes agua corriente.
Hart cogió un periódico doblado del bolsillo de su
chaqueta y lo abrió en la cama.
—Por eso.
Eleanor no echó ni un vistazo al papel. En
cambio, miró a Hart quitarse el pantalón y los
calzones de franela que llevaba debajo, y luego
caminar, desnudo, al baño.
Hart se sentó en el agua caliente, soltando un
suspiro de satisfacción. La mirada de Eleanor estaba
fija en su gran y guapo marido, ahora empapado, con
la piel brillante por el agua.
—Lee el periódico, Elle —, dijo Hart. Recogió la
pastilla de jabón y se lo restregó por todo el cuerpo.
Eleanor echó un vistazo a la cama.
—Lo he leído. Las noticias sobre las elecciones.
—Lo sé—. Soltó un suspiro al chocar con el final
de la pequeña tina. Tuvo que levantar las rodillas para
caber dentro. —Es lo que quiero mostrarte, Elle. La
coalición, las elecciones, el gobierno… el mundo. Ellos
han seguido moviéndose—. Él extendió sus brazos,
dejando un goteo de agua en el suelo. —Y yo todavía
estoy aquí.
—Es verdad—, dijo Eleanor, con su mirada fija en
Hart. —Algunos de tus colegas no se han detenido ni
un momento para afligirse. Es bastante asqueroso.
—No es eso lo que quiero decir. Mientras he
estado viviendo en el barco, Elle, el mundo ha pasado
de mí. Yo siempre creía que, sin mí, esto no
funcionaría. Todo se derrumbaría y se caería, incapaz
de avanzar sin que yo lo dirigiera. Pero estaba
equivocado...
Ella le miró preocupada.
— ¿Y eso te complace?
—Sí—. Hart frotó enérgicamente su pelo, volaron
gotitas. —Porque, amor, mirar el mundo desde lejos
me ha devuelto mi hogar. No tengo que dirigirlo. He
puesto las cosas en movimiento y he dado a Fleming
un empujón. Y ahora, yo puedo detenerme.
Dio un suspiro y se metió debajo del agua para
aclararse, las burbujas se cerraron sobre él como una
manta.
Eleanor nunca le había visto así. Estaba
relajado en la ridículamente pequeña tina,
despreocupado, su sonrisa estaba llena de verdadera
alegría. Se reía de sí mismo. Aunque Hart la hubiera
embromado y se hubiera reído cuando él la había
cortejado hacía mucho, él había estado siempre
dirigiéndose, hacia un objetivo. Siempre, Hart
Mackenzie tenía un motivo subyacente para lo que
mostraba en su superficie, sólo que lo que ahora
mostraba en su superficie, era… él mismo.
— ¿Estás seguro de que te sientes
completamente bien?— preguntó Eleanor. — Ian me
dijo que te habías dado un golpe en la cabeza con la
explosión.
Hart se rió con fuerza. Estaba delicioso todo
mojado, con su pelo alisado por el agua, sus grandes
miembros colgaban fuera de la tina. Y la barba. Eso
había asustado a Eleanor cuando le vio por fin a la luz,
pero su tacto en sus labios no había sido desagradable
en absoluto.
—He estado loco toda mi vida—, dijo Hart. —
Dirigiéndolo todo. Primero cuidando de mis
hermanos, asegurándome de que sobreviviéramos,
después cuidando de la nación, del mundo si pudiera.
He vivido aterrorizado pensando que si me detenía,
si algo me ocurría, todo se iría al infierno. ¿Pero
eso no ha pasado, verdad? Es maravilloso. Y estoy
tan jodidamente cansado.
— ¿Pero y las elecciones? Tu partido ganará.
Todo el mundo piensa que…
—Fleming puede conducirlos. Está preparado
para ello, y no es un aristócrata metido a politico al
que nadie escuchará. Él le dará a Gladstone su
merecido.
—Pero si vuelves, puedes ganar. Estoy segura.
—No. He terminado.
Su risa acabó en un suspiro aliviado. El punto
de luz de locura que estaba permanentemente en los
ojos de Hart había desaparecido. En ese momento,
era un hombre normal que disfrutaba del placer
simple de un baño.
— ¿Pero, y Escocia?— preguntó Eleanor. —
¿Devolverán la Piedra del Destino4?
—Un sueño estúpido. La Reina adora Escocia, y

4 La Piedra del Destino, o Piedra Scone o de la coronación, pieza


rectangular de arenisca, que se utilizó en las coronaciones de todos los
reyes escoceses (siglo XIII), Capturada por el rey Eduardo I y llevada a
Londres para coronaciones de reyes británicos. En 1996 la Piedra Scone
volvió a Escocia, al Palacio de Edimburgo, con la condición de que la
vuelvan a prestar en futuras coronaciones.
nunca la dejará escapar. Los días de las Highlands y
Bonnie Prince Charlie5 han terminado, gracias a Dios.
La fuerza de Escocia volverá un día, pero eso llevará
tiempo. Quise forzarlo, pero podría haber sido peor.
Mira el lío en Irlanda—. Hart vertió más agua sobre
su cuerpo y se movió en la tina, salpicando agua por
todos lados. —La Piedra del Destino volverá a Escocia
un día. Lo siento en mis huesos—. Sonrió
abiertamente. —Pero no hoy.

Capítulo 22
A Eleanor no le preocupaban nada en ese
momento las elecciones, la Piedra de Destino, ni el
orgullo escocés. Ella sólo veía a Hart, alto, mojado y
desnudo, saliendo de su baño.
El agua oscurecía el pelo de su cabeza y de sus
piernas, y el que había entre sus muslos. Él estaba
duro por el deseo, su sonrisa le decía que él sabía
5 Carlos Eduardo Estuardo, Bonnie Prince Charlie o el joven
pretendiente, fue el último heredero de la casa jacobita que reclamó el
trono para los estuardos.
que a ella le gustaba lo que veía. Hart podría haber
decidido que el mundo podía continuar sin él, pero
su vanidad no había disminuido ni un ápice.
Los días de preocupación, miedo, esperanza, y
temor pasaron por Eleanor como una ola. Su
bravuconería la abandonó. Se apretó la boca con una
mano y se lanzó hacia Hart abrazándole.
Hart la levantó en un húmedo abrazo. Su
vestido quedó empapado, pero no se preocupó.
—Pensé que estabas muerto—, sollozó ella. —No
quería que estuvieras muerto.
—Sufrí cada minuto que estuve lejos de ti, Elle.
Cada jodido minuto.
Hart la llevó a la cama, acostándose con ella. Le
quitó la ropa, arrancando botones y quitando ganchos.
Eleanor le ayudaba quitándose el resto, necesitaba
sentirse desnuda contra él.
Hart entró en ella con un ahogado grito de
desesperación, y luego se tranquilizó. Estaban juntos
en una cama muy alta, cara a cara, los sollozos de
Eleanor fueron calmándose.
—Eleanor—, susurró. —Te amo tanto.
—Te amo también—. Eleanor acarició su pelo.
—Voy a tener un bebé.
Hart la miró fijamente.
— ¿Qué?
—Un niño. Un chico, estoy bastante segura. Tu
hijo.
— ¿Un bebé?
Eleanor movió la cabeza.
—Espero que no te importe.
— ¿Importarme?— Gritó la palabra, y al mismo
tiempo, los ojos de oro de Hart Mackenzie se
inundaron de lágrimas. — ¿Por qué demonios debería
oponerme? Te amo, Elle, Te amo.
Él sonreía al decirlo, entonces entró en ella.
Eleanor puso sus brazos alrededor, riéndose con
él cuando comenzó a hacerle el amor frenéticamente.
Cuando Eleanor se despertó, unas horas más
tarde, Hart estaba boca abajo dormido a su lado,
abrazado a una almohada, felizmente calmado.
A ella le gustaba estar ahí, en el tranquilo cuarto,
con el ruido del fuego en la estufa, ella y su marido
en un pequeño nido separados del resto del mundo.
Sólo Ian Mackenzie sabía donde estaban, e Ian nunca
lo contaría.
¿Duraría esto? se preguntó Eleanor. Cuando Hart
volviera a casa, a Kilmorgan, cuando el mundo supiera
que todavía estaba vivo, ¿recordaría Hart la
declaración que había hecho esa noche? ¿O iban el
mundo y su ambición a tragárselo otra vez?
Ella no lo permitiría. La ambición estaba muy
bien, pero ahora Hart tenía una familia. Ella se
aseguraría de que nunca lo olvidara.
Un toque caliente en su abdomen la hizo saltar.
Eleanor miró abajo para ver la mano de Hart en su
vientre, y a él mirándola. Su pierna estaba entrelazada
con la suya, una buena posición.
—¿En qué piensas, Elle?
Eleanor reajustó su expresión.
—Yo me preguntaba…
— ¿Sí, zorrita? ¿Qué te estabas preguntando?
—Lo que hicimos en la habitación de arriba de
Lady McGuire. ¿Lo recuerdas?
La sonrisa creciente de Hart le dijo que lo
recordaba bien.
—Está grabado en mi memoria. Podía verte en
el espejo. Era como estar en el cielo.
Eleanor se ruborizó.
— ¿Esa es la clase de cosas que hacías en la
casa High Holborn?
Él perdió su sonrisa.
—No.
— ¿Bueno, entonces, qué hacías?
Hart se puso de espaldas y se tapó la cara con la
mano.
—Elle, no quiero hablar de la casa y de lo que hice
allí. Sobre todo no ahora.
—Ahora es tan buen momento como cualquier
otro.
—Era mucho más joven entonces. La primera vez
que viví allí, no te conocía; la segunda vez, intentaba
consolarme por la pérdida. Era un hombre diferente.
—No me has entendido. No tengo ningún
interés en lo que hiciste con otras mujeres. Ninguno
en absoluto. Pero quiero saber lo que hacías. ¿Cuáles
son esas oscuras inclinaciones de las que todo el
mundo habla, incluído tú? Quiero conocerlas,
explícitamente.
Cuando la miró, vio sorprendida que lo que
había en los ojos de Hart, era miedo.
—No quiero contártelo—, dijo.
—Pero es parte de ti. Eres un hombre poco
convencional, y yo no soy exactamente una mujer
convencional. Ermitaña, sí; convencional, no. No
quiero vivir contigo sabiendo que reprimes tus deseos
o que los controlas por mí, o todo lo que tú creas que
debas hacer. Desecha esa idea, Hart. No tengo miedo.
—No quiero que tú me tengas miedo. Esa es la
razón.
—Entonces dímelo. Si no lo haces, imaginaré todo
tipo de cosas extrañas, las juntaré con los susurros y
risas tontas y miraré en libros eróticos.
—Eleanor.
— ¿Tiene algo que ver con fustas? ¿O esposas?
Hay muchas bromas sobre las esposas. Aunque no sea
capaz de imaginarme la razón por la que la gente
quiere encadenarse unos con otros, no me lo puedo
imaginar.
— ¿Eleanor, de qué estás hablando?
— ¿Estoy equivocada? Que bien que bromees de
nuevo, quizás así decidas explicármelo todo
exactamente y dejar de preocuparte por mi inocencia.
—Eleanor Ramsay, todo hombre que crea que tu
eres inocente es un completo idiota.
Hart colocó su mano en torno a su muñeca, la
presión era suave, pero los dedos eran fuertes.
—No tiene nada que ver con dolor o grilletes—,
dijo él. —Es sobre confianza. Confianza absoluta.
Sumisión completa.
No podía liberarse de su apretón.
— ¿Sumisión?
Sus ojos estaban oscuros.
—Para ponerte en mis manos, confiar en mí, en
que conozco tus deseos y te llevaré a experimentarlos.
Permitirme hacer lo que deseo, sin preguntas,
confiando en que sé lo que hago. La recompensa por
tu confianza es el placer más exquisito.
—Ah—, dijo.
—Sin preguntas—. Hart besó el interior de su
muñeca. —Confiarías en que nunca te haría daño, en
que mi único objetivo es tu placer.
El corazón de Eleanor se aceleró. Placer exquisito.
—Parece… interesante.
Hart se levantó colocándose sobre ella apoyado en
sus manos y rodillas, en un movimiento tan repetido
que lo hizo sin esfuerzo.
— ¿Podrías hacerlo? ¿Podrías ponerte en mis
manos y no hacer ni una maldita pregunta?
— ¿Ni una sola pregunta? No estoy segura…
—Haré que sea fácil para ti al principio. Eres
Eleanor Ramsay. Tú no puedes, pero yo te haré
preguntas para ayudarte.
—Podría intentarlo.
—Hmm. No te creo, pero no importa.
Hart se bajó de la cama, en un movimiento
que parecía de nuevo no costarle esfuerzo alguno.
Revolvió en la ropa que había dejado en el suelo y
cogió su corbata. Era una corbata improvisada, una
pieza larga y estrecha de lino, que se envolvía
alrededor de su garganta para protegerse del frío
viento del Támesis.
Cogió los extremos en sus manos y volvió a la
cama. Eleanor se arrodilló allí, esperándole, excitada
y preocupada al mismo tiempo.
Hart se subió en la cama, su cabeza casi rozaba
las vigas, cuando se arrodilló detrás de ella.
—Dame tus manos.
La boca de Eleanor formó el ¿Por… de ―por qué‖ y
Hart le dio un pequeño toque en su mejilla.
—Sin preguntas. Dame tus manos.
Eleanor las levantó. Rápidamente Hart ató la
tira de lino alrededor de su torso, bajo sus pechos,
cruzándolo en un complicado nudo y atando al final
sus muñecas juntas. Levantó sus manos hacia arriba
en un movimiento suave pero firme.
—Comenzaremos con esto—. Hart acarició con la
boca su oreja. —No te haré daño. ¿Me crees?
—Yo…
Otro pellizco, esta vez en su hombro.
— ¿Dije, me crees?
—Sí—, susurró. Sumisión.
Eso era lo que Hart Mackenzie siempre había
deseado, comprendió. Que otros se sometieran a él,
que le dejaran ser su maestro. No porque quisiera
castigarlos, o cambiarlos, sino por su propio bien,
porque quería cuidar de ellos. Aquellos que no
lograban entenderlo le causaban un gran dolor.
—Sí—, repitió.
No estaba en la naturaleza de Eleanor someterse
a nada, pero con el cuerpo fuerte de Hart detrás y sus
manos sosteniendo las suyas, ella abrió su corazón,
abrió su cuerpo, y se entregó a él.
—Sí—, dijo por tercera vez.
Todavía de rodillas detrás de ella, y otra vez con la
facilidad, la acercó a su regazo, de modo que quedó
arrodillada, con las rodillas separadas, sus muslos
entre los suyos. Esto la abría para él, comprendió,
sentir su cuerpo a su alrededor hizo que se relajara y
excitara. Hart pasó un brazo alrededor suyo, mientras
que con el otro sujetaba la atadura de sus muñecas.
Era completamente vulnerable. Su fuerte cuerpo
estaba detrás suyo. La única manera de escapar sería
avanzar lentamente a través de la cama, pero él
mantenía sus muñecas atadas.
Debería sentir pánico, debería luchar contra él…
y aún así, sabía que no le haría daño. Si un extraño le
hubiera hecho eso, entonces, sí, estaría aterrorizada.
Pero ella conocía Hart, había compartido la cama con
él, había despertado en sus brazos, pegada a su
costado. Había visto como su cara se suavizaba con el
sueño, le había visto llorar por su hijo.
Pasión y placer. Eso era lo que Hart Mackenzie
quería darle, no miedo y dolor. Sumisión. Eleanor
suspiró, relajándose contra él, y su duro miembro se
deslizó directamente en su interior.
Puro placer surgió cuando se unieron. Ninguna
estrechez, ningún dolor, sólo Hart deslizándose
dentro. Ella gimió.
—Sí, eso es—, susurró Hart. — ¿Lo ves?
—Hart.
—Shhh.
Hart acarició su pelo, y ella sintió sus labios, el
atractivo roce del pelo de su nueva barba. No hizo
nada con sus manos atadas, sólo sostenía el extremo
de la tela. Las muñecas de Eleanor estaban
presionadas contra su pecho, Hart estaba detrás y
rodeándola.
Otro grito salió de sus labios. Hart respondió
con un gemido, no era inmune a lo que él hacía.
—Mi dulce Elle. ¿Cómo te sientes?
—Hermoso. Es hermoso. ¡Ah, Hart, no creo que
pueda soportarlo!
—Sí, puedes—. Hart lamió su oído, su barba le
hacía cosquillas. —Puedes soportarlo, mi hermosa
muchacha escocesa. Eres fuerte, como tu antepasada
que empujó al soldado sajón del tejado.
Eleanor se rió, y el movimiento le causó un
dulce placer. Incluso las bromas de Hart estaban
calculadas para afinar los sentimientos.
Pasión y placer, cuerpos calientes donde se
fusionaban. Hart la sostuvo así mucho tiempo,
moviéndose muy poco. Simplemente la llenaba,
dándole la felicidad de sentirle dentro, de ser uno con
él.
Hart susurró.
— ¿Quieres más?
—Sí. Sí, por favor, Hart.
Eleanor oyó como su súplica salía imparable de su
boca. Hart se rió entre dientes, su maravilloso cuerpo
vibraba.
Eleanor se encontró meciéndose entre sus
manos y rodillas, Hart nunca salía de ella. Rodeó sus
brazos y piernas, soltando el pañuelo lo suficiente
para que se pudiera agarrarse a la cama. Pero
siempre sosteniéndola, sin dejarla caer, sin dejarla ir.
Sus cuerpos se pusieron resbaladizos con el sudor,
gotitas que desde los pechos de Eleanor empapaban la
corbata. Donde Hart se unía con ella solamente había
fuego.
—Mi Elle—, gimió. —No me abandones otra
vez. ¿Me oyes? Te necesito.
Eleanor asintió con la cabeza.
—No. Me quedaré. Para siempre, Hart.
—No te dejaré ir. Ni los Fenianos, ni mi estúpido
orgullo, ni mi pasado se interpondrán entre nosotros.
He acabado con eso.
No estaba exactamente segura de qué hablaba,
pero le gustaba cómo retumbaban sus palabras sobre
ella.
—Bien. Bien.
—Tú y yo, Elle. Estábamos destinados a estar
juntos. Y el resto del mundo puede irse al infierno.
—Sí, Hart. Sí.
—Elle, muchacha, eres tan hermosa—. Su
acento escocés borró cada pedazo de su estudiada
entonación inglesa. —Quédate conmigo para siempre.
—Sí. Oh, Hart, te amo.
Sin notar que se movía, se encontró estirada sobre
su vientre, con las manos estiradas por delante. Hart
estaba encima, con todo el peso y la longitud de su
cuerpo, todavía dentro de ella. No podía seguir, y al
mismo tiempo quería más. Hart tenía que detenerse,
no, no tenía que detenerse nunca.
Sus palabras derivaron en gemidos. Sus
movimientos hacían que se rozara contra la colcha
sacando lo salvaje de su naturaleza. Estaba atrapada
debajo de él, y además, el fuego que sentía en su
interior, hacía que se sintiera poderosa. Ella podía
hacer cualquier cosa, cualquier cosa, porque Hart
compartía con ella su fuerza.
Continuaron haciendo el amor, hasta que Hart
finalmente se dejó ir. Él se estremeció, tenía la piel
húmeda y su aliento la calentaba.
—Mi Elle —, dijo y la besó y besó. —Mi dulce
muchacha sinvergüenza.
Se deslizó fuera de ella y la giró, estirándose
encima y soltando sus manos.
— ¿Estás bien?
Eleanor movió la cabeza, sin aliento.
—Absolutamente bien, mi querido Hart. Fue…—
Sonrió abiertamente. — Absolutamente bien.
Hart desató la tira de lino y la cubrió con la colcha.
Apoyó su cabeza en la almohada junto a la suya.
—Gracias.
¿Él le había proporcionado todo ese placer, y se lo
agradecía?
— ¿Por qué?
—Por el regalo de tu confianza.
Ella se encogió de hombros, fingiendo
indiferencia.
—No eres tan malo.
Una mirada traviesa volvió a sus ojos.
— ¿Ah, no? Tendré que convencerte de otra
manera.
Eleanor tocó la tira de lino.
— ¿Esta es la clase de cosas que te gusta hacer?
—Una parte de ellas.
— ¿Hay más?
Su amplia sonrisa la hizo temblar de deseo.
—Mucho más, Elle. Mucho, mucho más.
— ¿Y tú me lo enseñarás todo?
Los ojos de Hart vacilaron mientras pensaba. Puso
un caliente beso en sus labios.
—Sí.
Otro temblor, profundamente excitada dijo.
—Lo esperaré ilusionada.
Él dejó de sonreír, frunció las cejas.
—Cuando creí que te había perdido… Cuando
todo que podía ver era el humo de la explosión y que
desaparecías detrás…— Temblaba. Eleanor acarició su
cara, pasando el pulgar por la barba que empezaba a
gustarle.
—No pienses en ello. Ya ha pasado. Estamos los
dos seguros. Gracias a Ian.
—A Ian, sí. Él ha sobrevivido a cosas terribles, y
se merece… tanto.
—No te preocupes. Es feliz ahora. Tiene a Beth
y sus niños. Nunca le he visto tan feliz.
—Lo sé. Le doy gracias a Dios por Beth—. Hart
agarró su muñeca, la besó. —Y gracias a Dios por ti.
Te amo, Elle. Nunca podré decirte cuánto te amo.
Su corazón hablaba por su boca. Su tono era
ronco, sólo se le oía así cuando estaba muy
emocionado. Eso pasaba tan raramente que Eleanor lo
atesoró.
—Te amo también, Hart. Para siempre.
Hart asintió con la cabeza.
—Para siempre, Elle—. Suspiró, su cuerpo se
estremeció cuando se relajó a su lado. Estiró el
arrugado edredón sobre los dos, y Eleanor se acurrucó
junto a él en el confortable nido. El cuarto estaba
tranquilo, en paz.
—Espero que seas feliz, Ian—, refunfuñó Hart.
— ¿Qué?— Eleanor parpadeó y abrió los ojos.
Cuando Hart no respondió, le empujó. — ¿Qué dijiste?
Hart se rió entre dientes, hombre exasperante.
—Nada. Duérmete.
Eleanor le besó otra vez, y lo hizo.

***

Hart estaba en el tranquilo cuarto, mirando a


Eleanor dormir, su mente rebosaba con lo que acababa
de pasar.
Eleanor se había sometido dulcemente a él, y él
había experimentado algo más allá del placer. Los dos
se habían fundido en uno, por entero, completamente.
Hart nunca había sentido eso con ninguna otra
persona en su vida.
Hart siempre había estado solo, procurando
controlar que su soledad no fuera usada en su contra.
Eleanor se había reído con él esa noche,
agradablemente sorprendida, completamente
confiada. No buscando únicamente su propio placer
sino creyendo que él la dirigiría y protegería a través
de su viaje juntos.
Mirándola ahora, su cara relajada, un rizo que
serpenteaba a través de su mejilla, Hart sabía que él
había encontrado la paz. Se había dejado llevar por
sus oscuras necesidades, sin control y sin miedo.
Porque Eleanor estaba ahí para dirigirle.
Con su ayuda, lograría que sus necesidades les
proporcionaran a ambos todo el placer que se
merecían. No era ya el Hart que desesperadamente
buscaba la insensibilidad en el placer, o el Hart que
tomaba las riendas para recordarles a todos, incluido
a sí mismo que era el amo.
Hart había hecho el amor a una mujer,
mostrándole como de divertido podía ser. Había hecho
el amor a Eleanor.
Había pasado de los infernales túneles al calvario
del barco, donde se había enfrentado cara a cara con
lo que era la cosa más importante en su vida. Sin
poder, sin dinero, ni fuerza, sin poder controlarlo todo
a su alrededor.
Eleanor.
Él recordó cómo se había sostenido en los túneles
pensando cálidamente en ella, aunque sus
pensamientos entonces no estuvieran muy claros. Sus
primeros pensamientos cuando había despertado otra
vez, fuera de las tinieblas, habían sido para ella
también.
Todo lo que le importaba era Eleanor, y el niño
que ahora llevaba dentro.
Hart extendió su mano sobre su abdomen caliente.
No se movió, continuó durmiendo. Hart se relajó, y
cayó en un sueño profundo, abrazado en su calor.

***

El regreso de Hart Mackenzie fue recibido con


consternación por algunos y alivio en otros. Inglaterra
leyó acerca de la supervivencia de Hart en sus
periódicos de la mañana, se sacudieron cabezas, y se
dijo: Esa familia está completamente desequilibrada.
Reeve consiguió su dinero, más del que había
soñado. Tanto que Reeve decidido dejar Londres y
llevar a su familia a vivir en una casita de campo de la
costa del sur.
En Kilmorgan, Hart se reincorporó a su familia
entre grandes alegrías, y también regañinas. Las
mujeres fueron las peores. Hart apenas escapó de
ellas, se refugió en la pesca con Ian.
David Fleming fue a Kilmorgan, impaciente por
hacer que Hart tomara las riendas del poder otra vez.
No podían perder, dijo David. Hart tenía a la nación
comiendo en la palma de su mano, podía hacer lo que
deseara.
Todo lo que él siempre había querido.
—Depende de ti, viejo—, dijo David, relajadamente
recostado en una silla, con un puro cortado por ambos
extremos en una mano y una petaca en la otra. —No
me opongo a apartarme. Lo preferiría. ¿Qué quieres
hacer?
Hart alzó la vista a los antepasados Mackenzie que
colgaban a lo largo de las paredes de su enorme
estudio, desde el Viejo Malcolm Mackenzie, con la cara
de desprecio que había provocado el terror de Dios en
los ingleses, a su propio padre, que fulminaba con la
mirada a cualquiera que cruzara el umbral.
Hart examinó los ojos de su padre por encima de
la barba, con el brillo que el pintor había logrado
capturar. Detrás de aquellos ojos había un hombre
que había conspirado para matar a su propio hijo.
Salvo que esta vez cuando Hart miró el cuadro,
vio que los ojos eran sólo eso, pintura. El viejo
Duque se había ido.
Hart apoyó sus manos abiertas con fuerza sobre el
escritorio y cerró los ojos. Te he derrotado. Ya no tengo
que demostrarte que no soy débil.
Arriba, en su dormitorio, Eleanor tejía patucos. Él
abrió sus ojos.
—No—, dijo.
David se detuvo, la petaca a mitad de camino a
su boca.
— ¿Qué dijiste?
—Dije que no. Dimito. Tú llevarás al partido a la
victoria.
David palideció.
—Pero te necesito. Te necesitamos.
—No, no es así. Fuiste tu quien mantuvo la
coalición unida cuando se suponía que yo estaba
muerto. No podrías haber hecho eso si yo fuera lo
único que mantiene al partido unido. Pienso con
mucha ilusión en muchas noches compartiendo un
whisky contigo y escuchando tus historias de tus días
como primer ministro. Seguiré apoyando al partido y
aconsejándote si es necesario. Pero ya no quiero el
puesto de primer ministro.
David le contempló.
—Bromeas.
Hart se recostó, respirando un soplo del fresco
aire escocés que se colaba por las ventanas abiertas.
—Los peces pican el anzuelo en el río que baja
desde la colina. La destilería Mackenzie necesita mi
ayuda. Ian hace un buen trabajo allí, pero su corazón
no está en la preparación del mejor whisky de malta
que haya conocido el hombre. Voy a asumir esa tarea,
mientras él se divierte con las cuentas. Voy a dejar de
tratar de dirigir el mundo y comenzar a tratar de
dirigir mi vida. La he descuidado.
—Seguro, te vas a convertir en un típico Laird
escocés, y pasearás por tu finca con botas altas y un
bastón. Te conozco, Mackenzie. Te aburrirás bastante
pronto de esto.
—Lo dudo. Mi esposa está embarazada de mi
hijo, y tengo la intención de no perderme un
momento de su vida.
— ¿Eleanor embarazada?— se extrañó David. —
¡Dios mío! ¿Se ha vuelto loca?
—Todavía no—. Hart miró tranquilamente el
cuarto que había dejado de intimidarle. Tal vez
debería dejar a Eleanor quitar todos esos jodidos
cuadros y redecorar la habitación.
David se rió un poco, y sacudió su cabeza.
—Ah, bueno. Podríamos haber sido muy grandes
juntos, Mackenzie. Felicita a Eleanor de mi parte.
—Lo haré. Ahora vete. Quiero estar a solas con mi
esposa.
David se rió entre dientes. Tomó un trago de su
petaca y se la guardó en el bolsillo.
—No te culpo, viejo. No te culpo ni una pizca—.
David estrechó la mano de Hart, luego le dio una
palmada en el hombro y finalmente, se marchó.
Hart se levantó. Se colocó delante del retrato de su
padre, una copia del que colgaba en el gran hueco de
la escalera abajo en el pasillo. La tradición marcaba
que el retrato del Duque actual colgara en el primer
rellano, el ex-Duque en el segundo, y así hasta el final
de la escalera. Cuando Beth se había mudado al
principio allí con Ian, sugirió que todos ellos, incluido
el de Hart fueran llevados al desván.
Hart había pensado que Beth había sido
demasiado petulante entonces, pero ahora, estaba de
acuerdo con ella. Los cambios serían hechos en
Kilmorgan inmediatamente.
Hart miró fijamente a su odiado padre, Su
Gracia de Kilmorgan, Daniel Fergus Mackenzie. Y se
detuvo. Las nubes fuera se habían abierto, y un rayo
de sol incidió en el retrato para mostrar a Hart algo
que no había sido capaz de ver desde su escritorio.
Hart lo contempló durante un rato. Entonces
comenzó a reírse.
Todavía riéndose, tiró de la campanilla, y
cuando un lacayo acudió, le envió a buscar a Eleanor.
Eleanor encontró a Hart sentado en su escritorio, con
la silla sobre dos patas y las botas cruzadas
apoyadas sobre el mismo. Su falda escocesa se había
deslizado revelando sus fuertes muslos, y tenía una
sonrisa de placer en su cara.
—Eleanor—, dijo señalando. — ¿Hiciste tu esto?
Eleanor dio vuelta para mirar lo que él señalaba.
—Sí—, dijo. —Lo hice.
—Es una pintura valiosa.
—Tienes otro del mismo artista colgado en el
pasillo. Sin mencionar al Manet de Londres.
—Dime por qué.
Eleanor echó un vistazo al viejo Duque. Ella había
entrado allí con Hart cuando regresaron a Kilmorgan
hacía unos días, y había visto a Hart estremecerse
bajo el escrutinio de aquellos ojos.
Más tarde, Eleanor había subido, cogido un
lápiz de dibujo, había vuelto a bajar y subida en una
silla, en un ataque de resentimiento, lo había
garabateado. Ahora el duque lucía cuernos de diablo y
gafas redondas.
La sonrisa de Hart calentó su cara.
—Sé sincera, Elle. Dímelo.
Eleanor estrujó sus manos.
—Estaba muy enojada con él. Tú siempre has
temido que te hubiera hecho como él, él te hizo
temerle. Tenías tanto miedo de parecerte a él que
estabas asustado. Pero no te pareces a él en absoluto.
Tienes mucho carácter, sí, pero eres generoso, fuerte y
protector. Muy protector. Tu padre no era nada de eso.
Estaba cansada de cómo te perturbaba—. Ella miró a
Hart, que tenía las manos detrás de su cabeza. Se
había afeitado la barba, ahora era su bien afeitado
caradura otra vez, pero podría tratar de persuadirle de
que se dejara crecer la barba otra vez. Le gustaba la
sensación de sentirla en cualquier parte que la besara.
Ella continuó.
—Siempre he pensado que te pareces mucho más
a tu tatarabuelo, el viejo Malcolm. Debió ser
terrorífico, y aún así su mujer le amó. Le describió
muy bien en sus diarios, los he leído. Las cosas que
ella dice de él me recuerdan a ti.
Hart pareció pensativo.
— ¿El viejo Malcolm? Creía que era un
despiadado bastardo.
— ¿Puedes culparle? ¿Sus cuatro hermanos y su
padre muertos en Culloden? Pobre hombre. Al menos
encontró a Mary y se fugó con ella. Muy romántico.
—Los Mackenzies eran románticos en aquel
tiempo.
—Los Mackenzies todavía lo son.
Hart se levantó con la misma precisión controlada
con la que hacía todo.
— ¿Lo somos, ahora, muchacha?
—Así lo creo—. Eleanor pensó en las cosas
emocionantes que Hart le había enseñado en la cama
los días anteriores, cosas que hicieron que se
ruborizara, pero que le hacían temblar de deseo al
pensar en ellas. Hart seguramente sabía cosas
exóticas, pero era paciente, sin apresurarla nunca,
siempre haciendo que ella se sintiera segura antes de
continuar. Era un sinvergüenza escandaloso, pero con
un corazón muy grande que ahora le pertenecía por
entero. Puso su mano en la suya y la apretó. —Por
supuesto que eres romántico. Sólo tienes que ver lo
contento que estás de que todos tus hermanos estén
felizmente casados.
—Lo estoy—. Hart soltó un gruñido exasperado.
—Pero ahora tengo un maldito montón de ellos
aquí. No hay ninguna intimidad en esta casa.
—Se han ido a pescar—, dijo Eleanor. —Con los
niños. No volverán en un buen rato. Quizás podemos
tener ahora la oportunidad de que me enseñes alguna
de tus… poco convencionales pasiones.
—Mmm—. Hart bajó las manos por sus brazos
acariciando con los pulgares el interior de sus
muñecas. —Tengo unos juguetes nuevos para probar.
Los conseguí sólo para ti.
Su corazón se aceleró.
— ¿Si?
—Nunca más amarres improvisados. Los tengo
de verdad ahora.
— ¿De verdad? Espléndido. Estoy deseando verte
con ellos.
Hart se estremeció y abrió mucho los ojos.
— ¿Qué?
Eleanor quiso reírse.
—Sí, en efecto. Mi hermoso y bravo escocés, quizás
sólo con tu kilt, con las muñecas atadas juntas,
esperándome.
Hart la contempló durante un largo momento,
entonces apareció una pícara sonrisa en su cara.
— ¡Zorra atrevida! Has aprendido muy bien tus
lecciones.
—Creo que esa sería una buena fotografía, ¿no?
Hart abrió la boca para contestar. La cerró. Y
luego refunfuñó.
Su hermoso y bravo escocés la atrajo hacia él, y
su beso la dejó sin respiración.
—Mi Eleanor—, dijo. —Te amo.
—Yo también te amo, Hart Mackenzie.
Su sonrisa volvió.
—Deberías saber que es mejor no desafiarme.
Contestaré con un desafío propio.
—Bien, lo estaré esperando—, dijo Eleanor.
Hart gruñó otra vez, entonces él la levantó en
sus brazos, dio un puntapié a la puerta abierta, y
salió corriendo con ella del cuarto.

Epílogo
Junio de 1885

Hart no tenía ningún interés en tener más


retratos oficiales suyos, pero Eleanor insistió.
—No sólo tuyo—, había dicho ella. —De toda la
familia.
Y así, un buen día en el que Hart habría
preferido ir a pescar con Ian, él estaba de pie en la
terraza con sus hermanos y sus familias para hacerse
unas fotografías.
El fotógrafo que había venido de Edinburgo
estaba preparando la cámara, el trípode y su
colección de placas de cristal.
La primera en ser fotografiada fue la familia de
Cameron Mackenzie, sólo porque Cameron colocó más
rápido a sus tropas. Cameron se sentó en una silla,
y Ainsley se colocó de pie a su derecha, con su mano
sobre su hombro. Daniel estaba a su izquierda, y
Gavina, que casi tenía dos años ahora, estaba sentada
en el regazo de Cameron. Algo goteó de la boca de
Gavina, y Cameron rápidamente la limpió con su
pañuelo, antes de que la cámara disparara.
Después fueron Ian y Beth. Ian se sentó en la silla,
su falda escocesa cubría sus rodillas. Beth estaba
regiamente de pie a su lado con un vestido de la tela
escocesa Mackenzie. Sostenía a Belle en sus brazos,
mientras que Jamie de tres años estaba en el regazo
de Ian. La cámara inmortalizó a Ian que miraba, no a
la lente, sino a su esposa, con cara de felicidad. Beth
le miraba a él hacia abajo, sus dedos estaban
entrelazados. Un hermoso retrato.
Ian y Beth dejaron a los niños en el césped
para que jugaran mientras Mac por fin lograba colocar
a toda su nidada en el lugar. Mac ocupó su lugar en la
silla, con Aimee de seis años a su izquierda, e Isabella
de pie junto a su hombro derecho. Eileen, que tenía
tres ahora, apoyaba su espalda contra su madre que la
sostenía de la mano. Robert con dos años, vestido con
kilt, se sentaba en el regazo de su padre.
La cámara los pilló entre risas. El sol brillaba en el
pelo rojo de Isabella, que sonreía, pero Mac se reía.
—Papá—, dijo Aimee. —Lo vas a estropear.
Se hicieron otra fotografía algo más solemnes esta
vez, pero con la sonrisa en todas las bocas.
Eleanor cogió al bebé Hart Alec Graham
Mackenzie en sus brazos, y Hart dijo:
—Ya está bien. Vamos a acabar con esto.
Mac se llevó a sus tres hijos lejos, Eileen corría
gritando detrás de su primo Jamie. Aimee que se había
designado a sí misma como guardiana de la impetuosa
Eileen, los seguía de cerca.
Hart se sentó en la silla y cogió a Alec. Alec
todavía vestía faldones, pero Eleanor le había colocado
una pieza de tela escocesa Mackenzie alrededor de su
redonda cintura. Eleanor estaba de pie a la derecha
de Hart, y Lord Ramsay, que ahora se llamaba Abuelo
Alec, se colocó al otro lado de Hart.
Hart levantó la cabeza y contempló la cámara.
Imaginó cómo resultaría la foto: él en el medio,
seguro y arrogante; lord Ramsay que parecía casi
cómicamente regio; Eleanor, hermosa, con su cara
suavizada por la alegría y el bebé, Alec, que se sentaba
en el regazo de Hart, con las manos de Hart a su
alrededor.
Alec. El milagroso niño que Eleanor le había
presentado a Hart una tarde fría de diciembre, una de
las noches más largas de la vida de Hart. Ian le había
intentado tranquilizar con la bebida, pero Hart había
estado caminando y sudando, aterrorizado de volver a
vivir la noche en la que Sarah había muerto y el día
después en el que murió Graham.
Pero Eleanor, resistente, había superado todo y el
pequeño Alec había saludado a Hart con un fuerte
llanto. Hart había levantado a su hijo, que parecía
muy pequeño en sus grandes manos acunándole, su
corazón se desbordaba con tanta alegría y alivio que
lloró.
Hart pensó en esa noche ahora, mientras miraba
hacia abajo a Alec. Alec miró hacia arriba a su padre,
su mirada perfectamente fija. Con seis meses de edad,
Alec había perfeccionado la deslumbrante mirada
Mackenzie.
—Vigila tus modales, ahora— Le dijo Hart.
A Alec le gustaba la retumbante voz de Hart.
Incluso entonces, suavizó su mirada. Sonrió a su padre
y levantó su manita hasta su cara. La cámara les
atrapó así, padre e hijo, compartiendo una mirada y
Hart sonriéndole a su hijo que tenía su mano en la
mandíbula de Hart.
Hart hizo que el fotógrafo hiciera una segunda
fotografía, está más rígidamente digna, como debían
ser los retratos. Pero siempre atesoró Eleanor la
primera, que enmarcó y colocó en lugar preferente en
la salita privada de la familia.
La tarde de fotografías no había terminado aún.
Eleanor insistió en que hicieran una de toda la
familia: Hart, Cameron, Mac e Ian y su familia
colectiva, y, Dios les ayudara: todos los perros.
Estaban en una fila, los cuatro Mackenzies, con
Ainsley y Daniel, Eleanor y Lord Ramsay, Beth e
Isabella, siete hijos, y los cinco perros agrupados en
torno a ellos. El retrato fue difícil de lograr, cuando
estaba hecha la composición. Robert, que estaba
sentado al frente decidió que prefería seguir a una
mariposa que se había posado en la balaustrada. Ruby
y McNab decidieron ir tras él.
Ben, elegante animal, puso su gran cabeza entre
las patas y se durmió a la luz del sol, sus ronquidos
sonaban por encima de los gritos de los niños. Aimee
perseguía a Robert, Jamie fue a averiguar la causa del
alboroto, y Gavina exigía que la dejaran caminar sola,
o al menos jugar con los perros.
Daniel lo resolvió y levantó tanto a Jamie como a
Robert en sus grandes brazos, llevándoselos de regreso
a la terraza, protestando. Los perros los siguieron.
Muchas discusiones y halagos siguieron. En medio
de todo, Hart le dio a Eleanor un apretón y se inclinó
hacia ella.
—Te compré un regalo.
Los ojos de Eleanor brillaron.
—Adoro los regalos. ¿Qué es?
—Una sorpresa, descarada. Tendrás que esperar.
Es tu castigo por someterme a la tortura de hacernos
un retrato.
Eleanor le dio a Alec, se volvió rápidamente, y
comenzó rápidamente a organizarles, logrando colocar
a todos en posición, como sólo Eleanor podía hacerlo.
Finalmente se colocaron, y el fotógrafo dijo:
—Quietos. Y… disparo.
El retrato de la familia Mackenzie entera,
diecisiete de ellos, con cinco perros, se imprimió en
un gran cartón, se enmarcó y se colgó en el vestíbulo
del castillo Kilmorgan.
Pero eso estaba por venir. Hoy, los niños,
liberados de la restricción de estarse quietos, corrían
por el jardín, gritando y volviendo a gritar, en un juego
de corre que te pillo que parecía no tener reglas.
Mac y Daniel se escabulleron detrás de ellos para
asegurarse de que no se hicieran daño.
Las señoras sirvieron el té y hablaron. Y hablaron
y hablaron.... Cameron, Ian y Hart intercambiaron
una mirada, fueron dentro para quitarse sus galas y
sacaron sus cañas de pescar.
Tal y como estaban las cosas, Hart no tenía la
más mínima posibilidad de dar a Eleanor su regalo
hasta última hora de esa noche, cuando estuvieran los
dos solos.
Eleanor, con su bata de seda, miró con curiosidad
a Hart cuando abrió las envolturas de la caja cuadrada
que le dio. Estaban en el dormitorio de Eleanor, el
que se le había asignado cuando se convirtió en la
esposa de Hart, que Hart había adoptado como su
propio dormitorio. Ya no pensaba dormir en ese
mausoleo de cuarto cuando podía enroscarse
acogedoramente en este con Eleanor.
—Ah, Hart, es encantadora.
Era una pequeña cámara, tan pequeña que
cabía en la mano de Eleanor. La giró, examinando la
lente, la funda de piel y los accesorios de cobre que
permitirían colocar detrás las placas de cristal.
—Dijiste que te gustaban las cámaras portátiles.
—Pero ésta es diminuta—. Eleanor se rió. —
Muy inteligente. La puedo llevar en mi bolsillo.
—Hay una caja de placas en el cajón de la
mesa detrás de ti.
Eleanor fue y sacó la caja. Cogió una placa y
rápidamente calculó cómo deslizarla detrás de su
pequeña cámara.
—Ahora—, dijo. — ¿De qué demonios podría hacer
un retrato?
Ella sonrió a Hart, con sus ojos brillantes. Hart
desató su bata y la dejó caer.
—Déjame pensar.
Eleanor se rió.
—Quédate quieto.
Hart se irguió y posó con su deslumbrante sonrisa
para el retrato, toda la dignidad Mackenzie, excepto
porque iba totalmente desnudo. Eleanor hizo foto
tras foto, hasta que Hart cogió la cámara.
—Tu turno.
No había cumplido su parte aún. Eleanor se
había escabullido de cualquier foto mientras estaba
embarazada de Alec, aunque Hart sostuviera que
nunca la había visto tan hermosa. Sólo le había
dedicado esa mirada que las mujeres reservan para
los hombres que creen desesperados.
Después de esto, habían estado ocupados, de Alec,
de la finca, con el trabajo de Hart, con Ian en la
destilería, con las fiestas y bailes que Hart todavía
organizaba como duque y por su partido. No
importaba que el partido hubiera fracasado, y
Gladstone hubiera vuelto una vez más al cuadrilátero.
David Fleming juró continuar.
—No estoy segura de que pueda—, dijo Eleanor.
—Soy bastante tímida, ¿sabes?
Hart dejó la cámara, fue hasta Eleanor y le quitó
la bata. Ella le detuvo y fue desabrochándose los
botones ella misma, hasta que dejó caer el camisón al
suelo.
Hart se mantuvo un paso alejado hasta que
Eleanor entró en su campo de visión, sus caderas
estaban más redondeadas después de tener a Alec,
y sus pechos más llenos. Su glorioso pelo caía como
una cascada de oro rojo, sus ojos eran dulcemente
azules. Las pecas se extendían por su cara y su frente,
bajando por su torso, hasta sumergirse entre sus
pechos.
Hermosa. La primera foto que le hizo Hart fue de
cintura para arriba, con su espeso cabellos cayendo
por encima de uno de sus pechos.
En la siguiente estaba recostada en la cama, de
lado, ocultándose tímidamente con uno de sus muslos,
y un brazo sobre los pechos desnudos.
Desnuda, pero no muy reveladora, más
hermosa aún que si estuviera completamente expuesta
a él. Hart se inclinó para besarla, fue depositando
besos en todo su lado desnudo, luego se olvidó de la
cámara. Fue recostando su espalda en el colchón
suavemente y se echó después sobre ella, todo su
cuerpo pegado al suyo. Los recuerdos de su pasado, su
cólera, su ira y sus miserias se habían marchado.
Hart miró a los ojos a Eleanor, sintió sus brazos
a su alrededor y supo que estaba en casa.

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