Mi espada besó más cuellos que la puta más linda de todas.
Estoy corriendo por el bosque,
conformando una bola que es mezcla de transpiración y desesperanza, soy incertidumbre total. Me encuentro atrasando lo inevitable, enfrascado en una situación insostenible, descosido por fuerzas ajenas a mí. En realidad, no sé qué tanto tengo que ver con lo que soy. No sé si pude ser artífice de mi destino. Mi caballo murió hace rato. La cota de malla me hace transpirar como si pesara doscientos kilos, aunque ando cerca de los cien. Dejarme barba, el pelo largo y la panza larga no sirvió de mucho. Las fuerzas del rey lograron descubrir quién soy. No se puede escapar a uno mismo. Y llega un punto que el pasado se cuela por todas las rendijas que tenemos encima. Y mierda que son muchas. Hace años que camino encorvado. No sé si es el cansancio o el peso que llevo sobre los hombros. La cantidad de muertes que provoqué. Las mentiras que dije. Las veces que fui infiel. Con todas ellas, algunas a la vez. Las apuestas sin pagar. Hacer un balance de la vida es algo inherente al momento en el que uno está por morir, y yo no quiero morir, pero creo que falta poco para que llegue mi hora. No se puede huir por siempre. Creían que estaba muerto pero la realidad era distinta. En cierto punto, para mí, no lo era tanto. Nunca me acostumbré a la vida del campo. Me levantaba temprano por la mañana, trabajaba la tierra, el vino y los libros eran mi única compañía. En cierto punto, gracias a la vida en el campo no me suicidé. El vagar durante mucho tiempo como un caballero errante, lo que estoy haciendo ahora, sería una pesadilla. No lo podría soportar. La tierra te mantiene ocupado: necesita dedicación, atención, trabajo duro. Mis brazos no son los mismos, mi paciencia tampoco. En cierta forma me reformó, o creó un álter ego dentro de mi propio cuerpo. La verdad absoluta es que ningún resultado me vino o hubiera venido bien en su totalidad. Era feliz con la vida que llevaba, dentro de los términos posibles de felicidad. Hubiese preferido seguir haciendo lo mío: defender al Señor. Sin embargo, fallé. La tierra también me dio lectura. Logré llegar a las tierras de Smevak, el chaman consejero del Señor, asesinado en la rebelión. Cuando llegaron las tropas reales ya me había cortado todo el pelo del cuerpo, vestido con los harapos del dueño y me encontraron en plena labor agricultora. Acudí rengueando a donde estaban ubicados, pero apenas se molestaron en verificar quién era. Ambos se dieron vuelta en cuestión de segundos, lo que me dejó pensando cómo pudimos ser vencidos por semejantes inútiles. Podría haber acabado con sus vidas en dos movimientos. Sin espada, con un puñal, con cualquier elemento con un poco de filo, aunque hubiese sido de madera. El resto del día lo ocupé con dos tareas: la mitad estuve en silencio, el resto, llorando. Tuve suerte. Cuando llegaron los caballeros, si se hubieran quedado observando lo que hacía durante cinco minutos más, hubiese sido obvio que no tenía idea de lo que estaba haciendo. Hasta ayer tampoco lo sabía. Es decir, manejo la técnica, la teoría, considero los posibles inconvenientes, trato de llevar un registro de lo recolectado, de no derrochar, de comer poco más de lo justo para vivir, pero nunca entendí las circunstancias que me llevaron a eso. Si hubo un punto en el cual todo se fue a la mierda o sólo fueron una seguidilla de malas decisiones. Quizás nunca pude hacer nada y mi destino estaba escrito, lo que sería bastante decepcionante. Hay tantas cosas que en este punto quedaron pendientes que podría haber tenido una vida completamente distinta. Haber sido otra persona. En este momento sabía perfectamente hacia dónde me dirigía.